Frankenstein Cap. 18 NAE
Frankenstein Cap. 18 NAE
Frankenstein Cap. 18 NAE
Tabla de contenido
18. Frankenstein 1
18.1 Remembranzas 2
18.2 Travesía 3
18.2.1 Ingratos Recuerdos.…………………………………………………………………………………………………4
Capítulo 18
Londres1 era nuestro lugar de asiento, y decidimos quedarnos algunos meses en
esta maravillosa y célebre ciudad. Clerval quería conocer a los hombres de genio y talento
que despuntaban entonces, pero para mí esto era secundario, pues mi principal interés era
la obtención de los conocimientos que necesitaba para poder llevar a cabo mi promesa. A
este fin, me apresuré a entregar a los más distinguidos científicos las cartas de presentación
que había traído conmigo.
Si este viaje hubiera tenido lugar en la época de mis primeros estudios, cuando aún
estaba lleno de felicidad, me habría proporcionado un inmenso placer. Pero una maldición
había ensombrecido mi existencia, y sólo visitaba a estas personas con el afán de conseguir
la información que me pudieran proporcionar acerca del tema que, por motivos tan
tremendos, tanto me interesaba. La compañía de otras personas me resultaba molesta;
cuando me encontraba solo podía dejar vagar mi imaginación hacia cosas agradables; la
voz de Henry me apaciguaba, y así llegaba a engañarme y a conseguir una paz transitoria.
Pero los rostros gesticulantes, alegres y poco interesantes de los demás me volvían a sumir
en la desesperación. Veía alzarse una infranqueable barrera entre mis semejantes y yo;
barrera teñida con la sangre de William y Justine; y el recuerdo de los sucesos
relacionados con estos nombres me llenaba de angustia.
18.1 Remembranzas
único que empañaba su felicidad era mi abatimiento y pesadumbre. Yo, por mi parte,
intentaba disimular mis sentimientos cuanto podía, a fin de no privarle de los lógicos
placeres que uno siente cuando, libre de tristes recuerdos y agobios, encuentra nuevos
así no tener que acompañarlo, y poder permanecer solo. Comencé a recabar por
entonces los materiales que necesitaba para mi nueva creación, lo que me suponía la
misma tortura 2que para los condenados el interminable goteo del agua sobre sus
cada palabra alusiva a ello hacía que me temblaran los labios y me palpitara el corazón.3
Cuando llevábamos unos meses en Londres, recibimos una carta de una persona
que vivía en Escocia4 y que nos había visitado en Ginebra. En ella se refería a la belleza de
su país natal y se preguntaba si esto no sería un motivo suficiente para que nos
decidiéramos a prolongar nuestro viaje hasta Perth, donde él vivía. Clerval estaba ansioso
por aceptar la invitación; y yo, aunque detestaba la compañía de otras personas, quería ver
de nuevo riachuelos y montañas y todas las maravillas con las cuales la naturaleza adorna
sus lugares predilectos.
18.2 Travesía
Disfrutaba con este paisaje; pero veía turbado mi gozo tanto por el recuerdo del
pasado como por los acontecimientos del futuro. Había nacido para ser feliz. Durante mi
juventud nunca me había afligido la tristeza, y si en algún momento me sentía abatido,
contemplar las maravillas de la naturaleza o estudiar lo que de sublime y excelente ha
hecho el hombre siempre conseguía interesarme y animarme. Pero no soy más que un
árbol destrozado, corroído hasta la médula, y ya entonces presentí que sobreviviría hasta
convertirme en lo que pronto dejaré de ser: una miserable ruina humana, objeto de
compasión para los demás y de repugnancia para mí mismo.
Dejamos Oxford con pesar, y continuamos hacia Matlock, nuestro próximo lugar
de asiento. El campo que rodea este pueblo se parece en cierto modo al de Suiza, pero todo
a menor escala; las verdes colinas carecen del fondo que en mi país natal proporcionan los
distantes Alpes nevados, asomando siempre por detrás de las montañas cubiertas de pinos.
Visitamos la maravillosa gruta y las pequeñas vitrinas dedicadas a las ciencias naturales,
donde los objetos están dispuestos de la misma manera que las colecciones de Servox y
Chamonix. El mero nombre de éste último lugar me hizo temblar cuando Henry lo
pronunció, y me apresuré a abandonar Matlock ––por la vinculación que tenía con aquel
horrible sitio.
Desde Derby, y siguiendo hacia el norte, nos detuvimos dos meses en Cumberland
y Westmoreland. Aquí sí que casi me pareció encontrarme entre las montañas de Suiza.
Las pequeñas extensiones de nieve que aún quedaban en la ladera norte de las montañas,
los lagos y el tumultuoso curso de los rocosos torrentes me resultaban escenas familiares y
queridas. Aquí también hicimos nuevas amistades que casi consiguieron crearme la ilusión
de felicidad. La alegría que Clerval manifestaba era muy superior a la mía; él se crecía ante
hombres de talento, y descubrió que poseía mayores recursos y posibilidades de lo que
hubiera creído cuando frecuentaba la compañía de personas menos dotadas
intelectualmente que él. «Podría vivir aquí ––decía––; y rodeado de estas montañas apenas
si añoraría Suiza o el Rin.»
Pero descubrió que la vida de un viajero incluye muchos pesares entre sus
satisfacciones. El espíritu se encuentra siempre en tensión; y justo cuando empieza a
aclimatarse, se ve obligado a cambiar aquello que le interesa por nuevas cosas que atraen
su atención y que también abandonará en favor de otras novedades.
Visité Edimburgo con espíritu distraído; y, sin embargo, esa ciudad hubiera
despertado el interés del ser más apático. A Clerval no le gustó tanto como Oxford, pues le
había atraído mucho la antigüedad de esta ciudad. Pero la belleza y regularidad de la
moderna Edimburgo, su romántico castillo y los alrededores, los más hermosos del mundo,
Arthur's Seat, Saint Bernard's Well y las colinas de Portland, le compensaron el cambio y
lo llenaron de alegría y admiración. Yo, sin embargo, estaba intranquilo por llegar al
término de nuestro viaje.
Salimos de Edimburgo al cabo de una semana, pasando por Coupar, Saint Andrews
y siguiendo la orilla del Tay hasta Perth, donde nos esperaba nuestro amigo. Pero yo no me
sentía con fuerzas para conversar y reír con extraños, o para adaptarme a sus gustos y
planes con la disposición propia de un buen huésped, de manera que le dije a Clerval que
visitaría solo el resto de Escocia.
––Diviértete ––le dije—. Aquí nos encontraremos de nuevo. Puede que me ausente
un mes o dos; pero no te inquietes por mi, te lo ruego. Déjame un tiempo en la paz y
soledad que necesito; y cuando regrese, espero hacerlo con el corazón más aligerado y más
de acuerdo con tu estado de ánimo.
Henry trató de disuadirme; pero, al verme tan decidido, dejó de insistir. Me rogó
que le escribiera con frecuencia.
Tomada esta resolución, atravesé las tierras altas del norte y elegí, como lugar de
trabajo, una de las islas Orcadas, que eran las más alejadas. Era éste un lugar idóneo para
llevar a cabo mi tarea, pues era poco más que una roca cuyos escarpados laterales batían
las olas constantemente. El terreno era yermo, apenas si ofrecía pasto para algunas
escuálidas vacas y avena para sus cinco habitantes, cuyos cuerpos esqueléticos y retorcidos
daban prueba de su miserable existencia. El pan y las verduras, cuando se permitían
semejantes lujos, e incluso el agua potable, venían del continente, que quedaba a unas
cinco millas de allí.
En toda la isla no había más que tres míseras chozas, una de las cuales encontré
desocupada al llegar. La alquilé. Tenía sólo dos cuartos, que mostraban la suciedad propia
de la más absoluta indigencia. La techumbre, de ramas y rastrojos, se estaba hundiendo;
las paredes no estaban encaladas, y la puerta colgaba, torcida, de uno de los goznes.
Ordené que la repararan, compré algunos muebles y me instalé, lo que sin duda hubiera
ocasionado bastante sorpresa de no ser porque la necesidad y la pobreza habían
entumecido por completo las mentes de estos habitantes. El hecho es que ni me
molestaban ni curioseaban, y apenas si me agradecieron los víveres y ropas que les di, lo
que demuestra hasta qué punto el sufrimiento insensibiliza incluso los sentimientos más
elementales del hombre.
En este retiro dedicaba las mañanas al trabajo; pero por la noche, cuando el tiempo
lo permitía, paseaba por la pedregosa playa y escuchaba el bramido de las olas que
rompían a mis pies. Era un paisaje monótono y a la vez siempre cambiante. Me acordaba
de Suiza y lo distinta que era de este lugar desolado y atemorizante. Allí, las viñas cubren
las colinas, y las casitas puntillean tupidamente las llanuras. Sus hermosos lagos reflejan
un cielo suave y azul; y cuando los vientos los alteran, su efervescencia es como un juego
de niños, comparada con los bramidos del inmenso océano.
En esta situación, dedicado como estaba a ocupación tan detestable, inmerso en una
soledad donde nada podía distraerme un solo momento de aquello a lo que me aplicaba,
empecé a desequilibrarme; y me volví inquieto y nervioso. A cada momento temía
encontrarme con mi perseguidor. A veces me quedaba sentado, con los ojos fijos en el
suelo, temeroso de levantar la vista y encontrar frente a mí la criatura cuya aparición tanto
me espantaba. No me alejaba de mis vecinos por miedo a que, viéndome solo, se me
acercara para reclamarme su compañera.
Empero seguía trabajando y tenía ya la labor muy avanzada. Aguardaba el final con
ahelante y trémula impaciencia, sobre la que no me quería interrogar, pero que se
entremezclaba con oscuros y siniestros presentimientos que me hacían desfallecer.