Smbolos de La Lluvia y La Abundancia en El Desierto de Sonora. Arte Rupestre

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SÍMBOLOS DE LA LLUVIA Y LA ABUNDANCIA EN EL DESIERTO DE SONORA

Book · December 2017

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Julio Amador
Universidad Nacional Autónoma de México
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Primera edición: 2017
Producción:
Secretaría de Cultura
Instituto Nacional de Antropología e Historia
© Julio Amador Bech
© Fotografía Dito Jacob
D.R. © 2017 de la presente edición
Instituto Nacional de Antropología e Historia
Córdoba 45, colonia Roma, 06700 México, D.F.
[email protected]
Escuela Nacional de Antropología e Historia
Periferico Sur y Zapote s/n, col. Isidro Fabela, Tlalpan, 14030, Cd. Mx.
D.R. © 2017 Guadalupe Graciela Chávez Olvera. Mil Libros Editorial
Ticomán 53, Col. Tepeyac Insurgentes
Gustavo A. Madero, 07020 Cd.Mx.
[email protected]
Las características gráficas y tipográficas de esta edición son propiedad
del Instituto Nacional de Antropología e Historia de la Secretaría de Cultura
Todos los derechos reservados. Queda prohibida la reproducción
total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento,
comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la
fotocopia o la grabación, sin la previa autorización por
escrito de la Secretaría de Cultura /Instituto
Nacional de Antropología e Historia
ISBN: 978-607-484-965-3 (inah)
ISBN: 978-607-97209-2-6 (Mil Libros)
Impreso y hecho en México
GN799.P4
A43
Amador Bech, Julio
Símbolos de la lluvia y la abundancia en el arte rupestre del desierto de Sonora : lineamientos
generales para la interpretación del arte rupestre y estudio de caso / Julio Amador Bech.
-- México : INAH : Mil libros editorial, 2016.
688 p. : il. ; 28 cm. -- (PROA)
1. Arte rupestre - Historia - Sonora (México) 2. Simbología - Pintura rupestre - Sonora
(México) I. t.
Idioma: spa
00

2
SÍMBOLOS DE LA LLUVIA
Y LA ABUNDANCIA
EN EL ARTE RUPESTRE
DEL DESIERTO DE SONORA
LINEAMIENTOS GENERALES PARA
LA INTERPRETACIÓN DEL ARTE RUPESTRE
Y ESTUDIO DE CASO

Julio Amador Bech

3
ÍNDICE

Introducción…………………………………………………………………………….5
I. El contexto histórico-cultural del arte rupestre del noroeste de Sonora....…………...16
Definiciones y conceptos básicos……………….………………………….…..16
El contexto histórico-cultural del arte rupestre del Desierto de
Sonora………………………......…………………………………………...….17
Ámbito espacio-temporal del arte rupestre: noroeste de México y
suroeste de los Estados Unidos..………………………………………..17
El noroeste de Sonora…………………………………………………..25
II. Antropología de la identidad: Perspectivas teóricas...……………………..………..54
Cultura e identidad……..……………………………………………….………54
Imagen y símbolo……………………………………………………….60
Los símbolos, la cultura y la vida social………………………………..67
La hermenéutica y la interpretación de la cultura……………………...74
El mito y los procesos de formación de la identidad…………………...76
Continuidad y cambio en la cultura…………………………………….81
Cognición, discurso y referencialidad………………………………….87
La comunicación como relación con el otro, con el mundo y con uno
mismo…………………………………………………………….…………… 93
Las críticas de Dell Hymes y Catherine Kerbrat-Orecchioni al modelo de
Jakobson………………………………………..……………………..104
La Comunicación como interacción humana viva………………….....107
Identidad comunitaria y los rituales de iniciación…………………………… 122
Cultura material e identidad cultural………………………………..………...133
Cultura material e identidad grupal entre los o’odham….………….…142
El intercambio de bienes y el don como formas de construcción y reiteración
ritual de la identidad comunitaria ……………………………………………156
Sistemas de reciprocidad en las prestaciones de bienes y servicios entre
los o’odham……………………………………………………………163
El paisaje: una construcción simbólica…………...…………….……………..166
El concepto de paisaje…………………………………………………166
Territorio e identidad……………………………………..…………...179
III. Las pinturas y grabados rupestres y su inserción en el conjunto de la cultura..…..189

4
¿Es arte el arte rupestre?...................................................……………….…... 189
El concepto de arte tradicional………………………………………..195
Conclusiones sobre la doctrina tradicional del arte……………….......211
La importancia del análisis estilístico del arte rupestre……………………… 219
Los medios de la expresión formal……………………………………223
La articulación interna de los medios de expresión…………………..224
El estilo como manifestación esencial de una cultura…………………226
La arqueología de paisaje y el arte rupestre……………………………….…..226
Categorías para el análisis formal del arte rupestre………..……………….....232
Forma…………………………………………………………………...233
Color y luminosidad…………………………………………………...239
Cualidades materiales y técnicas de producción………………………244
Composición…………………………………………………………..249
Identificación y definición de los cánones de representación figurativa en el arte
rupestre.…………..……………………………………………………………251
Definición del tipo de actividad que da origen al arte rupestre…………….....260
El análisis de las técnicas y sus implicaciones culturales en la
interpretación…………………………………………………………261
Los patrones característicos del arte rupestre y su identificación…….264
La articulación de los distintos aspectos y metodologías de análisis e
interpretación…………………………………………………………265
Definición de las prácticas específicas asociadas a la producción de arte
rupestre………………………………………………………………..267
Las funciones sociales del arte rupestre…………………………….…………273
Funciones mnemotécnica, mítica y ritual……………………………275
Función territorial y de identidad grupal………………………………287
Contexto mítico-ritual del arte rupestre………………………………..….......293
Orígenes y definiciones del concepto de chamanismo………………..293
Perspectivas etnográficas y reflexiones críticas sobre el concepto de
chamanismo…………………………………………………………...299
Prácticas mágico-religiosas de tipo chamánico y arte rupestre en el
noroeste de México y el suroeste de los Estados Unidos…………….310
El modelo neuropsicológico de David Lewis-Williams……………...329
Conclusiones sobre el modelo neuropsicológico y el arte rupestre…...354

5
El modelo neuropsicológico y el arte rupestre de La Proveedora……..376
IV. Análisis de los sitios………………………………………………………………402
Estrategias constructivas, simbolismo del paisaje y arte rupestre en los cerros de
Trincheras……………………………………………………………………..402
La transformación cultural del paisaje en los cerros de Trincheras y su
significado……………………………………………………………..405
La observación de fenómenos astronómicos y su importancia
cultural……………………………………………………………..…..415
Cerros de trincheras: estructuras arquitectónicas, prácticas culturales y
cosmovisión……………………………………………………………440
Iconografía del arte rupestre en el Cerro de La Nana…….…………...451
Conclusiones: estructuras constructivas, simbolismo del paisaje y arte
rupestre en los cerros de trincheras……………………………………458
Arqueología de paisaje y arte rupestre en La Proveedora y el
Cerro San José………………...........................................................................460
La estructura de muros en la cima norte de La Proveedora…………...463
Morteros y metates fijos en los cerros de La Proveedora y San José…479
Características estilísticas y elementos para situar temporalmente los
grabados rupestres………......................................................................483
Estructuras culturales en el Cerro San José…………………………..495
Las grandes rocas grabadas…………………………………………...497
La Cueva en el Cerro………………………………………………….518
Interpretación del conjunto……………………………………………521
Conclusiones..……………………………………………………………………..…. 532
Bibliografía..………………………………………………………………………….559
Láminas……………………………………………………………………………….589
Apéndice………………………………………………………………………………684

6
INTRODUCCIÓN

En numerosos sitios de México, las manifestaciones gráfico-pictóricas rupestres son el


único vestigio cultural en el cual se ha conservado un registro de los sistemas
simbólicos utilizados por culturas hoy desaparecidas, sin embargo, su estudio
sistemático y generalizado en nuestro país es algo muy reciente. La dimensión e
importancia de este fenómeno contrasta con el hecho de que las investigaciones de
carácter científico sobre la cuestión son muy escasas.
En los últimos años, el arte rupestre comienza a despertar un interés cada vez
mayor entre los investigadores. Es en ese sentido que Lorena Mirambell escribía en
2005: “En nuestro país las zonas arqueológicas monumentales han recibido por siglos la
mayor atención de los investigadores y conservadores, en detrimento de otras
relacionadas con el arte rupestre. Sin embargo, por fortuna, desde hace unos cuantos
años estas últimas comienzan a recibir el cuidado que ameritan” [Mirambell 2005: 13].
Precisamente, el libro que ella prologa así lo muestra, pues reúne veinte artículos de
investigación sobre el arte rupestre de diferentes regiones del norte, centro y sur de
México, los cuales fueron escritos entre los años de 1990 y 2004.
Continuar avanzando en ese sentido requiere de un trabajo sistemático y
cuidadoso. De tal suerte, he intentado abordar de manera integral los problemas teórico-
metodológicos y prácticos que plantea el estudio del arte rupestre, en general, así como
la aplicación de los resultados de tal exploración a un caso concreto.
Para cumplir con esa tarea presento, primero, un conjunto de consideraciones
metodológicas para contextualizar en términos histórico-culturales el arte rupestre del
noroeste de Sonora. Lo sitúo regionalmente para establecer las claras relaciones que
parecieron existir entre las tradiciones sonorenses y las del Occidente de México y el
suroeste de los Estados Unidos. En esa gran región de América, predominantemente
árida, los movimientos migratorios masivos, los intercambios económicos, las
relaciones políticas y los intercambios rituales, religiosos y culturales fueron no sólo
posibles, sino necesarios y constantes. El comercio, la guerra, las transformaciones
culturales y religiosas, las alteraciones climáticas, como las sequías o las inundaciones
periódicas, dieron lugar a una multiplicidad de formas de migración y movilidad que
han podido observarse en los registros arqueológicos, etnohistóricos y etnográficos.

7
Una de las evidencias más impresionantes es el hecho de que el Desierto de
Sonora está atravesado por una intrincada red de senderos, caminos y rutas de tránsito
de largo alcance que en su gran mayoría son de origen prehispánico, de hecho, el
arqueólogo y etnólogo autodidacta, Adolf F. Bandelier, durante su viaje de
investigación, utilizó en 1883 uno de esos senderos que unía el río Gila con el territorio
de los zuni, éste formaba parte de la red de caminos prehispánicos que unían el Suroeste
con Sonora [Lange y Riley 1996: 87]. El estudio de estas redes tradicionales de
comunicación plantea complejos problemas que sólo recientemente han sido abordados
con una metodología coherente y sistemática [Becker y Altschul 2008: 419-445].
Además de los senderos, existen una gran variedad de restos arqueológicos que
se asocian con ellos y que nos permiten formarnos una imagen de la diversidad de las
prácticas culturales implícitas en su uso: sistemas de signos que señalizan las rutas o
definen fronteras culturales, entre los que destacan los grabados y las pinturas rupestres;
santuarios en los caminos para pedir protección a los espíritus durante el viaje; geoglifos
de gran escala que dan forma a esquemáticas figuras antropomorfas, zoomorfas o
geométricas de hasta 100 m de longitud, probablemente asociadas a peregrinajes y
danzas rituales [Becker y Altschul 2008: 419-445; Vanderport y Altschul 2008: 347-
376; Whitley 2000: 66-68]. Esas redes de senderos interconectaban los sitios del interior
entre sí, y a estos con las costas del Golfo de California y del Pacífico, al igual que con
la Sierra Madre y los asentamientos al este de la misma, como Paquimé. Es
precisamente esta gran región, sobre la cual aún no hemos podido ponernos de acuerdo
en cuanto a un nombre comúnmente aceptado, dentro de la cual se encuentra la mayor
concentración de arte rupestre de esta parte centro-norte del continente americano.
Queda, así, muy claro, que la comunicación del noroeste de México con
Mesoamérica y con el suroeste de los Estados Unidos era muy importante, por lo cual
debemos destacar lo que algunos investigadores que habitan en los dos lados de la
actual frontera a veces olvidan: que ésta no existía en aquel entonces y que las
relaciones entre los grupos humanos eran totalmente distintas de las actuales. Sin
embargo, el día de hoy, esa frontera separa a los miembros de la comunidad o’odham
(pimas y pápagos), dividida por su pertenencia ya sea a México o a los Estados Unidos,
mientras que durante siglos compartieron un territorio común.
En segundo lugar, desarrollo orientaciones teóricas generales de interpretación
del dato arqueológico, destacando las formas por medio de las cuales las producciones
culturales sirven para definir la identidad colectiva y personal. Ésta se forma al interior

8
de los procesos de comunicación e interacción social, de ahí que haya considerado
fundamental extenderme en la exposición de dicha problemática. Dado el carácter
polémico de algunos de los temas tratados, he decido citar in extenso a ciertos autores,
para reforzar mi punto de vista, lo cual brinda al lector la posibilidad de escuchar otras
voces que se expresan mejor que yo. En otros casos, he intentado sintetizar sus ideas de
la mejor manera que me ha sido posible.
Lo que nos hace humanos es la necesidad de interpretar el mundo en el cual
vivimos y de comunicarnos con nuestros semejantes y con nosotros mismos. Por otro
lado, el arte rupestre constituye, en sí mismo, un complejo sistema de comunicación
entre seres humanos y de los seres humanos con las entidades espirituales que forman
parte sus sistemas religiosos. Coincido en esta cuestión con Miguel Olmos Aguilera,
quien considera que el arte rupestre remite a diversos significados de las
representaciones simbólicas y a las diferentes maneras de explicar dichas
significaciones, así, el arte rupestre puede ser entendido como un complejo sistema de
comunicación simbólica [Olmos 2011: 93].
Además, como bien lo ha señalado Polly Schaafsma, el arte rupestre pone de
manifiesto, en el registro arqueológico, las identidades del pasado, las formas de
interacción social, así como los cambios e intercambios culturales [2009b: 2]. Francisco
Mendiola expresa claramente la necesidad del estudio estilístico del arte rupestre,
destacando que éste refleja pautas de conducta social ubicadas en un mismo tiempo y
espacio y responde a necesidades estético-utilitarias de representación, conocimiento y
control de la realidad por parte de la sociedad o del grupo cultural que lo produjo
[Mendiola 2002: 24]. Por su parte, Beatriz Braniff, al referirse a las relaciones culturales
entre Mesoamérica y el Noroeste/Suroeste, pone de manifiesto que los símbolos
iconográficos son sistemas de comunicación e integración social [Braniff 2000: 163].
Estas ideas nos llevan a cuestionar las posiciones ingenuas de algunos
investigadores que afirman que el arte rupestre no debe interpretarse, sino sólo
registrarse y describirse. Incluso autores destacados a nivel internacional como Robert
Bednarik sostienen ese erróneo punto de vista. Durante el Congreso de la International
Federation of Rock Art Organizations (IFRAO) de 2013 en Albuquerque, Nuevo
México, pude polemizar con él, señalando que el primer problema que plantea la
arqueología es el de la construcción del dato científico, mas, una vez que contamos con
un dato duro bien construido, resulta indispensable interpretarlo. En ese sentido, afirmo,
siguiendo los lineamientos más básicos de la hermenéutica, que describir es ya

9
interpretar, pues implica seleccionar, organizar y presentar la información de un modo
específico, lo que supone un horizonte epistémico particular, es decir, supone un aparato
teórico que es producto del aprendizaje social y está mediado culturalmente, así,
podemos concluir que la ciencia no es neutra. Curiosamente, Adolph F. Bandelier,
quien realizó algunas de las primeras investigaciones arqueológicas y etnográficas sobre
el suroeste de los Estados Unidos y el noroeste de México, afirmaba que: “Al final, las
líneas de pensamiento son superiores a las líneas de datos, pues el dato es algo muerto si
carece de la acción constante del pensamiento sobre él” [citado en Lange y Riley 1996:
39 traducción nuestra]. En relación con esto mismo, Washburne y Crowe refieren la
manera en la cual los trabajos de Scott Kim ilustran el hecho de que distintos
observadores perciben la misma escena de manera diferente y de que sólo captan parte
de lo que ven, pues el modo de ver está condicionado por la cultura del observador, de
forma que las interpretaciones de imágenes parciales o poco claras están relacionadas
con los conocimientos previos del observador y con aquellas cosas que le son familiares
[Washburne y Crowe 1988:11].
Como claramente han mostrado Martin Heidegger en su Ontología.
Hermenéutica de la facticidad [2000] y Hans-Georg Gadamer en su magna obra
Verdad y Método [1999], todo intérprete, inevitablemente, proyecta sus categorías de
pensamiento sobre lo interpretado. Por ello mismo, el proceso de interpretación de los
datos científicos que se obtienen durante la investigación debe seguir un procedimiento
sistemático y riguroso, para lo cual, estoy convencido de que la hermenéutica filosófica
y la hermenéutica simbólica proporcionan los lineamientos básicos y fundamentales de
la interpretación en el ámbito de las humanidades y las ciencias sociales.
Asimismo, considero que la etnografía y la etnohistoria constituyen herramientas
esenciales de apoyo a la arqueología, pues contribuyen, de manera sustantiva, a
contrastar el dato arqueológico con la experiencia viva de las comunidades que pueden
compartir o haber compartido rasgos culturales importantes con las sociedades del
pasado, hoy desaparecidas. Propongo, por las razones recién expuestas, un conjunto de
lineamientos teóricos generales para lo que sería una antropología de la identidad, los
cuales confronto con el caso concreto de las comunidades o’odham de Sonora y Arizona
pues, justamente, es a partir del estudio etnohistórico y etnográfico que podemos
conocer las exitosas estrategias de adaptación cultural al Desierto de Sonora que estos
grupos desarrollaron. Desde una perspectiva histórica de largo plazo, nos permiten
formarnos una imagen más definida de cómo pudo haber sido la vida diaria de las

10
comunidades prehispánicas que antecedieron a los o’odham, me refiero,
específicamente, a los constructores y habitantes de los cerros de trincheras, quienes,
muy probablemente, elaboraron el arte rupestre que aquí estudiamos.
En tercer lugar, me ocupo de definir los problemas asociados a la identificación
de las prácticas culturales, directamente relacionadas con la producción del arte
rupestre, así como aquellos que se refieren a las cuestiones de método, implicadas en su
registro, análisis e interpretación.
Por último, propongo un conjunto de lineamientos heurísticos para la
interpretación de la Cultura Trincheras, a partir de la articulación interdisciplinaria de
los resultados que arrojan la arqueología -incluida la arqueología de paisaje-, la
astronomía cultural (arqueoastronomía y etnoastronomía), la etnohistoria, la etnografía,
la historia y la teoría del arte. En esta cuestión, he considerado que resulta indispensable
presentar algunos testimonios etnográficos y etnohistóricos in extenso, para sustanciar
con la experiencia humana viva el dato arqueológico y, así, fundamentar de manera más
sólida las hipótesis que defiendo aquí. La investigación se centra en aquellos lugares
con arte rupestre, ubicados en la región noroeste de Sonora, la cual se sitúa dentro de la
llanura desértica que media entre la Sierra Madre Occidental y el Golfo de California, y
forma parte de la cuenca de los ríos Magdalena-Altar-Asunción/Concepción.
Para las culturas de las regiones áridas, de manera particularmente enfática, la
localización del agua constituye el factor que condiciona la manera de habitar la Tierra.
En el Desierto de Sonora se integran dos elementos decisivos que determinaron la
ubicación de los asentamientos: las cuencas hidrológicas y los cerros de origen
volcánico. La combinación de los beneficios de ambos, permitieron la posibilidad de
optimizar el preciado recurso del agua, contribuyendo a definir, tanto las rutas
estacionales de obtención de recursos, como la distribución de los asentamientos
temporales y permanentes. A esos factores debemos agregar la presencia de recursos
silvestres, vegetales y animales, y de materias primas de calidad para la construcción de
casas, y la elaboración de herramientas líticas, cestería y utensilios cerámicos.
En el noroeste de Sonora son numerosos los sitios que cuentan con la presencia
de grabados rupestres tallados sobre los afloramientos rocosos de los cerros volcánicos,
entre los cuales destaca La Proveedora que, en un área de 9.5 km² concentra cerca de
6000 grabados rupestres.1 Todos los cerros volcánicos con una importante presencia de

1
Acerca de la distribución y características de los sitios con arte rupestre en el estado de Sonora véase:
[Quijada López 2005].

11
arte rupestre se sitúan dentro de la región geográfica de un complejo cultural,
característico del noroeste de Sonora, que se ha llamado Cultura Trincheras. Los límites
espaciales de esta tradición abarcan, al norte, el extremo sur de la Papaguería y la parte
superior de la Cuenca del Río Santa Cruz, al este de Nogales; hacia el sur, su límite está
definido por el margen este del Río San Miguel; al oeste, lo compone una parte
significativa de la costa del Golfo de California, entre el Estero La Pinta y El
Desemboque de los Seris [Carpenter, et. al. 2008: 299].
Sin embargo, la asociación entre los elementos diagnósticos del complejo
Trincheras y los petrograbados no ha podido establecerse de una manera rigurosa e
indiscutible, en la medida en la cual no contamos, todavía, con un catálogo sistemático
de las cerámicas diagnósticas decoradas. Sin embargo, en algunos casos podemos
encontrar semejanzas formales entre ciertos diseños de las cerámicas decoradas
diagnósticas y los petrograbados. Por otra parte, los restos de cultura material a partir de
los cuales se define el complejo Trincheras no tienen una distribución uniforme o una
importancia equivalente en todos los sitios.
La Cultura Trincheras es un fenómeno heterogéneo, complejo, de larga duración
(200-1450 d.C.), y la información arqueológica con la que contamos muestra grados de
profundidad desiguales, debido a la amplia extensión del fenómeno cultural que abarca
las siguientes subregiones: 1) la fluvial (ríos Magdalena-Altar-Asunción/Concepción),
2) la costera, 3) la región de la desembocadura del río Concepción, 4) la interior (lejana
de los ríos y la costa) [Braniff 1992: 122].
El nombre asignado a esta cultura por los arqueólogos proviene de las terrazas
artificiales construidas sobre los cerros, a las que los primeros misioneros y militares
europeos en llegar a la región les atribuyeron una función defensiva y las designaron
con el nombre de “cerros de trincheras” [Bolton 1936; Sauer y Brand 1931]. Las
investigaciones recientes han demostrado otros usos como el habitacional, el agrícola, el
de observación y dominio del territorio, el ceremonial y la comunicación a larga
distancia [Braniff 1992; Fish, et. al. 1991; Fish y Fish 2007a; McGuire y Villalpando
1993; Villalobos 2003; Villalpando y McGuire 2004 y 2009; Zavala 2006].
En Sonora el término trincheras se utiliza para designar a los cerros descritos con
construcciones de terrazas y muros; al complejo cerámico Trincheras del norte-centro
de Sonora, que sólo parcialmente se superpone a la ubicación de los cerros de
trincheras; y al Cerro de Trincheras de la cuenca del río Magdalena. El enorme esfuerzo
humano implicado en modificar el paisaje del Desierto de Sonora para hacerlo habitable

12
y el interés prolongado por las colinas volcánicas bajas para construir cerros de
trincheras se ha explicado, como decíamos, por la presencia de agua suficiente y
recursos silvestres, microclimas favorables y un potencial agrícola, así como por la
existencia de materias primas para la fabricación de los artefactos de uso cotidiano.
Además de las razones prácticas, no deben descartarse los criterios astronómicos y de
simbolismo religioso en la selección de los cerros para construir espacios habitables y
sitios ceremoniales [Amador y Medina 2007 y 2012; Fish y Fish 2007a; Zavala 2006].
En Sonora y en Arizona se han descubierto aldeas completas asociadas a los
cerros de trincheras. En la mayoría de los cerros volcánicos con construcciones de
terrazas aparecen concentraciones de petrograbados sobre los afloramientos rocosos de
las laderas. En sitios del noroeste de Sonora como La Proveedora, el Cerro San José y
El Deseo, en la cuenca del río Asunción, o el Cerro de la Nana en la cuenca del río
Magdalena, la concentración de grabados rupestres sobre los afloramientos rocosos en
las laderas es muy importante. La producción de ornamentos de concha fue, también,
una actividad primordial en la mayoría de los cerros de trincheras del noroeste de
Sonora.
A lo anteriormente descrito debemos agregar una función ritual y la de
observación astronómica. Estructuras de muros de piedra con formas elipsoidales,
circulares, cuadrangulares y rectangulares dotan de un carácter especializado a las cimas
y, ocasionalmente, a las laderas de los cerros y a las llanuras inmediatas al pie de monte,
probablemente fueron usadas para rituales y otros eventos comunitarios [Amador y
Medina 2007 y 2012; Fish y Fish 2007a; Villalpando y McGuire 2009; Zavala 2006].
Su posición elevada y de dominio visual en 360° permitía observar los movimientos
anuales del Sol a lo largo de un calendario de horizonte, así como los de la Luna, Venus
y de algunas estrellas y constelaciones como las Pléyades [Amador 2010; Amador y
Medina 2012; Medina 2010; Quiroz 2010].
Por constituir localidades elevadas y prominentes, los cerros de trincheras
pudieron haber servido como marcadores visuales sobresalientes en el paisaje,
dominando los asentamientos comunes, tal vez, jugando un papel simbólico semejante a
los montículos, las pirámides y los centros ceremoniales, construidos en sitios elevados
por las culturas mesoamericanas [Amador 2010; Haury 1976; Villalpando y McGuire
2004; Nelson 2007; O’Donovan 2002; Zavala 2006]. Su monumentalidad puede
asociarse a la exhibición del poder del grupo que los construyó y del dominio
estratégico de los cerros sobre los valles adyacentes [Nelson 2007; Zavala 2006].

13
Los cerros de trincheras debieron de haber formado parte de un sistema de
comunicación e intervisibilidad regional que unía y relacionaba entre sí a los sitios más
elevados del sistema fluvial Magdalena-Altar-Asunción/Concepción. En algunos casos,
como en el Cerro de Trincheras, el conjunto de cerros del sitio funcionaba,
probablemente, como un sistema integrado [Fish y Fish 2007a; Villalpando 2001c;
Villalpando y McGuire 2004; Zavala 2006]. Un cerro con laderas de piedra es una
localidad favorable para acciones defensivas. La combinación de casas, huertos,
estructuras públicas productivas y ceremoniales y espacios con grabados rupestres en
los grandes sitios de cerros de trincheras componen el tipo de asentamiento
característico del complejo Trincheras. Durante su última fase (1300-1450 d.C.), los
cerros de trincheras más grandes fueron centros hegemónicos regionales [Villalpando y
McGuire 2004].
La hipótesis general de la que parto para el estudio de los sitios que componen la
Cultura Trincheras propone que no se puede explicar la enorme tarea constructiva en los
cerros volcánicos, bajo las condiciones climáticas extremas del desierto, sin que dicha
construcción estuviera inmersa en un sistema cultural complejo que proveyera a la
comunidad con metas colectivas que trascendieran la mera satisfacción de las
necesidades inmediatas de alimentación, abrigo y defensa; propósitos colectivos que
debieron estar fundados en elaboraciones culturales sofisticadas, las cuales formarían
parte de un sistema mitológico sumamente elaborado.
Del mito cosmogónico de origen se derivaría un esquema cosmológico. Así, las
formas de las construcciones arquitectónicas, construidas sobre los cerros, y sus
relaciones espaciales, además de obedecer a los fines prácticos definidos, pueden haber
sido la expresión simbólica de esquemas cosmológicos. Tendríamos frente a nosotros
un simbolismo del paisaje, fundado mitológicamente, que debió haber jugado un
importante papel, tanto en la selección de los sitios habitables, como en su
configuración. La relación mítico-simbólica entre el paisaje y las estructuras construidas
por el hombre, fundamentaría y daría origen a prácticas rituales específicas. Desde esta
perspectiva, el intento de una interpretación simbólica de conjunto de los sitios de
cerros de trincheras sólo es posible si también se lleva a cabo el análisis sistemático del
arte rupestre.
Fundo mis hipótesis en observaciones realizadas en los sitios y me baso en la
idea de que ciertos aspectos sustantivos de los sistemas simbólicos pueden inferirse de
las características que asume la relación que se da entre el paisaje y las estructuras

14
culturales. Desde mi punto de vista, la organización cultural del paisaje en los cerros de
trincheras no es casual ni arbitraria, obedece a dos factores decisivos, presentes en los
restos arqueológicos: 1) los factores práctico-utilitarios que determinan una
organización eficiente de los dispositivos culturales, los cuales optimizan el acceso a los
recursos naturales y el desarrollo de las labores productivas y domésticas; 2) los
aspectos religiosos, que determinan una organización simbólicamente significativa de
las estructuras y espacios culturales. Lejos de oponerse, los dos factores se
complementan y yuxtaponen en un todo armónico, organizado de manera funcional, en
términos prácticos, y simbólicamente significativa, en términos religiosos [Amador y
Medina 2012].
En particular, en esta etapa de la investigación, el análisis se sustentó
teóricamente en la hermenéutica y en la antropología simbólica como orientación
general y se centró en el estudio de la arqueología de paisaje, la interpretación de los
patrones generales de asentamiento, la astronomía cultural, el estudio estilístico e
iconográfico del arte rupestre y el análisis de algunos rasgos específicos de los sitios
principales del río Magdalena: el Cerro de Trincheras y los cerros adyacentes, así como
del río Asunción, principalmente de La Proveedora y cerros adyacentes: el Cerro San
José y el Cerro Calizo, así como de otros sitios como El Deseo y el Cerrito del Pápago
de esta cuenca, además de la visita a los sitios de la región de Altar: Tío Benino y Atil.
El objetivo particular es el de proponer una orientación sistemática de
interpretación del arte rupestre que nos permita aproximarnos a la comprensión de
aspectos importantes de su simbología, de sus patrones estilísticos y de sus variaciones,
de las razones de su ubicación en sitios específicos, de las funciones sociales que
desempeñaron y de los aspectos relevantes de sus formas de producción. La
interpretación de los símbolos presentes en el arte rupestre de culturas que
desaparecieron hace siglos, sin haber dejado una tradición oral que pueda ser atribuida a
ellos con certeza, es una tarea sumamente difícil. En estos casos, cuando no existe
información testimonial o documental disponible, los métodos formales como la
arqueología de paisaje, el análisis estructural (estilístico e iconográfico) y los métodos
comparativos, como la analogía etnográfica, son el único camino posible a seguir
[Taçon y Chippindale 1998: 6-9]. A estas orientaciones metodológicas podemos agregar
que la hermenéutica hace posible la labor de contrastar, de manera rigurosa, los
elementos surgidos de los métodos anteriores y dar coherencia y sistematicidad al

15
conjunto de la interpretación [Durand 1971, 1993; Gadamer 1999; Heidegger 2000;
Ricoeur 1999, 2001, 2003, 2006 y 2007].
Entre las temáticas y funciones estudiadas del arte rupestre, destacan los rituales
comunitarios, cobran particular relevancia las ceremonias de petición de lluvia y
abundancia, dentro de las cuales la cacería ritual del venado jugaría un papel
importante. También parecen significativos los vestigios gráficos y pictóricos de rituales
personales, llevados a cabo en la soledad, bajo condiciones de privación sensorial,
asociados ya sea a la búsqueda de visiones extáticas, a ritos de purificación o de
iniciación. Desde el punto de vista de la identidad cultural, los grabados rupestres de la
región parecen haber jugado también la función de marcadores territoriales de clanes y
tribus, así como para reiterar alianzas entre estos grupos y poner de manifiesto el
reclamo de la hegemonía sobre el territorio y sus recursos. Existen claros indicios de
que la cultura material de la Tradición Trincheras del noroeste de Sonora comparte
importantes rasgos estilísticos.
En el estado de Sonora, particularmente en su región noroeste, es decir, la región
que he estudiado, se han llevado a cabo varias investigaciones parciales sobre las
manifestaciones gráfico-pictóricas rupestres que me han servido de referencia
[Ballereau 1988a, 1988b y 1991; Braniff 1992; Carrico 1983; Contreras y Quijada 1991
y 1999; Hinton 1954 y 1955; Messmacher 1981; Quijada Hernández 1976 y 1977;
Quijada López 2005; Reyes Carrillo 2000; Vázquez 2007; Villalobos 2003]. Dentro de
la investigación arqueológica del noroeste de Sonora destaca el extenso y sistemático
trabajo arqueológico conjunto de Elisa Villalpando y Randall McGuire, quienes han
sentado las bases sobre las cuales se sustenta la investigación actual. Junto a ellos, los
trabajos de otros autores como Beatriz Braniff, Suzanne K. Fish y Paul R. Fish, John
Carpenter y Guadalupe Sánchez Miranda, Bridget Zavala, Cristina García y Eréndira
Contreras han realizado importantes contribuciones a una mejor comprensión de la
Tradición Cultural Trincheras.
Como un importante complemento de las anteriores investigaciones me parece
que deben ser referidos los trabajos de Miguel Olmos Aguilera, quien ha aportado una
visión de conjunto e integral de las tradiciones culturales del Noroeste/Suroeste -con
particular énfasis en las manifestaciones artísticas-, tanto de las sociedades del pasado,
que estudian la arqueología y la etnohistoria, como de las culturas vivas que estudia la
etnografía [Olmos 1998 y 2011].

16
En mi caso, como en el de otros investigadores, el Desierto de Sonora ha
ejercido una particular fascinación, difícil de expresar en palabras. Quien ha logrado
describir esta sensación con mayor elocuencia ha sido Carl Lumholtz:

Para el amante de la naturaleza, en todos sus aspectos, esta tierra de “silencio, soledad y
sol” no puede, sino, presentar una fuerte fascinación. Los maravillosos colores de la
avanzada tarde, las gloriosas puestas del sol, la paz y la calma de la noche, la emoción
que acompaña al temprano amanecer matutino son las fuentes de un constante placer
para el viajero. Además, una expedición de esta clase dirige los pensamientos de uno a
través de otros canales distintos de aquellos que pertenecen a la rutina ordinaria
[Lumholtz 1990: 25 traducción nuestra].

El presente libro es producto de una investigación que se inició en abril de 2002,


dentro del Proyecto: DGAPA/PAPIIT IN404201, del Instituto de Investigaciones
Antropológicas de la UNAM, “Antropología del desierto: medio ambiente y cultura en
el noroeste de México y el suroeste de los Estados Unidos” (2002-2006), del cual fue
responsable el Dr. Rafael Pérez-Taylor. Continuó como una investigación doctoral
dentro del Posgrado en Arqueología de la ENAH-INAH (2006-2011), bajo la dirección
del Dr. Blas Castellón, dentro de la línea de investigación Arqueología de la Identidad,
coordinada por el Dr. Stanislaw Iwaniszewski. Finalmente, se concluyó dentro del
Proyecto: DGAPA/PAPIIT IN305411-3 de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales
de la UNAM: “La hermenéutica como herramienta metodológica para la investigación
en ciencias sociales y humanidades” (2011-2013), del cual fue responsable la Dra. Rosa
María Lince Campillo.
La obra está dirigida a lectores con distintos intereses, por ello, puede ser leída
de diferentes maneras. Quien esté interesado solamente por la arqueología y el arte
rupestre de Sonora puede leer, únicamente, los capítulos primero y cuarto. Aquel lector
que le preocupen, exclusivamente, las cuestiones teórico-metodológicas de
interpretación del arte rupestre, encontrará lo que busca en los capítulos dos y tres.
Finalmente, quien se interese por el conjunto de los problemas planteados en el libro,
podrá leerlo de principio a fin. Espero que su contenido se integre al acervo existente y
sirva de apoyo a la investigación futura.

Cuernavaca, septiembre de 2014

17
CAPÍTULO I

EL CONTEXTO HISTÓRICO-CULTURAL DEL ARTE RUPESTRE


DEL NOROESTE DE SONORA

Lo que satisface nuestra conciencia histórica


es siempre una pluralidad de voces
en la que resuena el pasado.
Hans-Georg Gadamer

DEFINICIONES Y CONCEPTOS BÁSICOS

Entiendo por manifestaciones rupestres todas aquellas formas de expresión plástica y


gráfica que se realizan sobre un soporte de roca, ya sea en un afloramiento superficial,
en una peña o sobre la pared de una cueva; por medio de la aplicación de pigmentos o
por medio de técnicas directas o indirectas de grabado, así como por la combinación de
procedimientos pictóricos y de grabado.
Llamamos pinturas rupestres a aquellas realizadas por la aplicación de una
materia pictórica sobre la superficie de un soporte de piedra. Por materia pictórica
comprendemos un pigmento de color, ya sea de origen mineral o vegetal y un
aglutinante o medio que tiene la función de pegar las partículas de pigmento entre sí y al
soporte rocoso [Doerner 1982: 2-5]. Preferimos utilizar un concepto general, como lo es
el de pinturas rupestres, que comprende las diversas manifestaciones pictóricas y
funciones semánticas, a diferencia del concepto pictogramas que tiene un sentido más
específico y restrictivo que no sería correcto emplear en todos los casos.
Los petrograbados son aquellos realizados por medio de las técnicas de incisión,
abrasión, percusión directa o indirecta sobre el soporte de piedra, mismas que se pueden
utilizar de manera única o combinada.
Además de las pinturas y los grabados sobre piedra, tenemos que tomar en
consideración a los denominados geoglifos. Se trata de diseños de gran escala que
pueden llegar a medir más de 100 m y que presentan formas abstractas (geométricas y
biomórficas), antropomorfas o zoomorfas, muy esquemáticas. Se las puede hallar
formando grupos o de manera aislada. Whitley propone que pudieron haber sido

18
utilizadas para eventos rituales como danzas y procesiones [Whitley 2000: 66-68].
Vanderpot y Altschul las relacionan con “la ideología, el ritual y la cosmología” [2008:
364]. Algunos autores de habla inglesa han propuesto los términos ground figures
[Hayden 1982: 581] y earth figures [Vanderpot y Altschul 2008: 364], para designar de
manera genérica tanto a los intaglios como a los geoglifos. Los primeros se realizan
levantando las rocas para dejar expuesto el suelo liso del desierto, los segundos,
alineando piedras sobre el suelo, para dar forma a las figuras. En el caso de los intaglios,
la variedad de figuras es más grande, mientras que en los geoglifos predominan los
círculos, las espirales, figuras geométricas combinadas y algunos zoomorfos
esquemáticos [Vanderpot y Altschul 2008: 364-376]. En Sonora, están presentes tanto
en la región del río Magdalena, en el sitio llamado La Playa, como en el desierto de
Altar, en la sierra El Pinacate; en California y Arizona se encuentran en el desierto
Mojave y en el desierto del bajo río Colorado.
Al definir a las manifestaciones rupestres por sus aspectos básicos: el soporte
rocoso, los materiales, las herramientas y las técnicas de producción, no queremos dejar
de lado otro aspecto sustantivo: los soportes rocosos sobre los cuales se encuentran
están situados en un entorno natural y, por ello mismo, su producción constituye una
forma de acción consciente para modificar simbólicamente el paisaje.

EL CONTEXTO HISTÓRICO-CULTURAL DEL ARTE RUPESTRE


DEL DESIERTO DE SONORA

ÁMBITO ESPACIO-TEMPORAL DEL ARTE RUPESTRE:


NOROESTE DE MÉXICO Y SUROESTE DE LOS ESTADOS UNIDOS

Desde la perspectiva de los problemas que plantea el estudio de las manifestaciones


gráfico-pictóricas rupestres en el noroeste de Sonora, pensamos que es necesario
estructurar un panorama general del asunto, que implica situarlas en un contexto
regional e histórico-cultural más amplio, debido a las consideraciones que exponemos a
continuación. Se hallan en la región norte del continente americano con la mayor
concentración de arte rupestre, comprende el suroeste de los Estados Unidos, la Gran
Cuenca, California, el Occidente y el norte de México. Dentro de esta gran región los
movimientos migratorios y los contactos interculturales parecen haber sido muy

19
importantes, desde los periodos más tempranos de poblamiento (Figura 1).2 Pese a la
complejidad de la historia local, es posible observar ciertos patrones comunes que rigen
la producción de manifestaciones gráfico-pictóricas rupestres en el área del continente
recién delimitada. Como algunos especialistas proponen, la producción de
manifestaciones rupestres abarca ahí, lapsos de tiempo muy extensos que comprenden,
hipotéticamente, del Pleistoceno tardío al pasado reciente y, en algunos casos, su
producción continúa realizándose en el presente.
En su obra acerca del arte rupestre del continente americano, Juan Schobinger
[1997], al referirse al arte rupestre más antiguo de Norteamérica –que, obviamente,
incluye a México- llega a las siguientes conclusiones. De acuerdo a los métodos
confiables de datación, las más antiguas conocidas corresponden a un periodo
comprendido entre el fin del Paleoindio y el principio del Arcaico (7000-5000 a.C.), lo
que Schobinger llama: Epipaleolítico americano temprano. Se han atribuido a grupos
de cazadores-recolectores y consisten fundamentalmente en petrograbados con motivos
zoomorfos, antropomorfos y abstractos (geométricos o biomorfos).
Schobinger presenta algunas hipótesis de autores que se basan en métodos de
datación directa, señalando claramente que éstos se hallan aún en una fase experimental:
1) Alice Tratebas, basándose en fechas por AMS y cociente de cationes de la pátina
rocosa, atribuye al estilo Early Hunter de Dakota del Sur una larga duración que inicia
en el Paleoindio temprano. 2) Whitley y Dorn, basándose en fechas AMS y cociente de
cationes, afirman que ciertos estilos del oeste de EE.UU. pueden ser Pre-Clovis (con
una fecha mínima anterior a 9500 a.C.). 3) Agenbroad, Mead y Brunei sostienen que
existe una importante correspondencia entre los petrograbados que representan fauna
extinta, sitios paleoindios y contextos de finales del Pleistoceno en la meseta del río
Colorado [Schobinger 1997: 37-38].
Por su parte, Polly Schaafsma sostiene que para el suroeste de los EE.UU. y
norte de México se pueden probar, con seguridad, 2000 años continuados de producción
de manifestaciones rupestres, a los cuales “por lo menos, otros mil años más de
antigüedad deben ser añadidos, para dar cuenta de los petrograbados atribuibles a las

2
Así, por ejemplo, Mabry, Carpenter y Sánchez [2008: 168] proponen que la amplia difusión de nuevas
tecnologías de enmangado y del átlatl de tipo mixto, documentan contactos entre los grupos del Holoceno
Medio en una amplia área que, en el primer caso, comprende del centro de México a la Gran Cuenca y del
sur de California a la meseta del Colorado; en el segundo caso, abarca el suroeste de los Estados Unidos y
el noroeste de México.

20
culturas precerámicas de cazadores-recolectores”; lo que nos daría una fecha tentativa
de 1000 a.C., misma que a la autora le parece aún conservadora [1980: 17].
Existen algunos sitios cuyos petrograbados pertenecen, hipotéticamente, al
periodo Arcaico (7500 a.C.-200 d.C.): 1) Tinaja de Romero en la sierra El Pinacate del
noroeste de Sonora. 2) Desde el punto de vista del análisis estilístico, se asocian a los
anteriores, los petrograbados del desierto del Colorado en California, atribuidos a la
cultura Amargosa. 3) En el desierto de Chihuahua, para una región que incluye el norte
de Chihuahua, el sur de Nuevo México y el oeste de Texas, se ha definido un estilo
Hueco Phase que se considera perteneciente al periodo Arcaico.
Schaafsma se refiere a la hipótesis de Turner acerca de la posible antigüedad de
los petrograbados pertenecientes al llamado: “Estilo lineal de Glen Canyon”, del norte
de Arizona y sur de Utah, que podrían corresponder a un periodo comprendido entre el
6000 y el 2000 a.C. [1980: 33-79].
En su estudio del arte rupestre de California, David S. Whitley sostiene que la
gran mayoría de las manifestaciones rupestres encontradas hasta ahora son posteriores
al 2000 a.C. Sin embargo, utilizando algunos métodos de datación directa recientes,
que aún se hallan en una fase experimental (microestratigrafía de la pátina VML, AMS
con lectura cruzada de análisis múltiple de coeficiente de cationes), para datar algunos
grabados del desierto Mojave, en California, se ha llegado al resultado de fechas muy
tempranas, anteriores al 10000 a.C. [Whitley 2000: 38-45].
En otro texto del mismo autor podemos leer que, de acuerdo a los datos que se
desprenden del análisis combinado de las diversas técnicas de datación –Acelerador de
Espectrometría de Masas (AMS-WRO),3 análisis de la Micro Estratigrafía de la Pátina
(VML), análisis del Coeficiente de Cationes (CR)- “confirman que los grabados
pertenecientes a la Tradición de la Gran Cuenca fueron hechos alrededor del 16000 a.C.,
conclusión cronológica sustentada, de acuerdo con el autor, en la representación de
megafauna pleistocénica extinta, en el oeste de Norteamérica”. Añade Whitley que la
producción de grabados pertenecientes a este estilo continuó, a lo largo del Holoceno
hasta hace 500 años [1998: 13]. Consideramos, sin embargo, dado el carácter
experimental de las técnicas de datación empleadas, que fechas tan tempranas son

3
Ron Dorn utiliza las siglas WRO para abreviar lo que llama weathering rind organic, concepto que se
refiere a la materia orgánica que se queda atrapada entre las capas de la pátina que se acumula sobre la
superficie de las rocas del desierto. Al volverse a formar la pátina sobre las partes incisas de los grabados
rupestres, éstos pueden ser datados por medio de la técnica del AMS [citado en Whitley 2012: 613].

21
difíciles de probar, además de que no se presenta la evidencia fotográfica que apoye la
hipótesis sobre la representación de fauna pleistocénica.
Sin embargo, recientemente, Eugene M. Hattori y Larry Benson, junto con otros
investigadores, lograron datar unos petrograbados en el lago Winnemucca de Nevada,
pues al quedar sumergidos bajo las aguas de un lago, entre el Pleistoceno tardío y el
Holoceno temprano (14800 a 10500 AP),4 se formó sobre sus partes incisas una capa de
14
carbonato de calcio que pudo ser datada con fechas calibradas de C [Benson et. al.
2013]. En el sito se han encontrado también puntas de proyectil Clovis, sin datar, así
como sandalias, textiles y restos humanos con fechas AMS que oscilan entre el 11300 y
el 10500 AP. De modo que se cuenta con fechas máximas de 14800 AP para los
petrograbados más antiguos y de 10500 para los más recientes [Benson et. al. 2013].
Los autores concluyen que las fechas más probables para la elaboración de los
petrograbados son las más recientes, a pesar de que las más antiguas son posibles.
Predominan los diseños geométricos y el estilo regional ha sido denominado: Great
Basin Carved Abstract.
En conclusión, la mayoría de los autores coinciden en que a pesar de que existen
algunos ejemplos de manifestaciones rupestres atribuidas a grupos humanos del
Pleistoceno, el grueso de las manifestaciones rupestres más antiguas se concentra en el
periodo Arcaico; que su producción continua a lo largo de toda la época anterior al
contacto, durante el periodo histórico y, en algunos casos, se extiende hasta el presente.
Desde esa perspectiva, vale la pena detenerse en algunas de las características
del periodo Arcaico. Éste se sitúa en el proceso global de cambio climático drástico que
dará origen a importantes modificaciones de los ecosistemas regionales, las cuales se
reflejarán, a su vez, en las estrategias de subsistencia de los grupos humanos, en su
organización social y en su producción cultural.
Acerca de sus características principales para la gran región que estudiamos,
Linda S. Cordell destaca que el término Arcaico (5500 a.C. a 100 d.C.) se refiere tanto a
un periodo temporal como a una forma de vida [1984: 154]. Después de la extinción de
la megafauna pleistocénica, los pobladores de los desiertos del oeste de Norteamérica,
de la Gran Cuenca al noroeste de México, continuaron siendo cazadores-recolectores,
mas, su economía y sus herramientas se diferenciaron de las de sus vecinos. Pasaron de
un sistema de caza comunitaria de grandes especies a otro basado en la caza de especies

4
Las siglas AP se refieren al término antes del presente, tomándose como base la fecha de 1950.

22
menores: borrego cimarrón, cérvidos, conejo y liebre, lagartijas, pequeñas aves y
roedores. En función del carácter local del medio ambiente, los recursos variaron de un
sitio a otro. En ambientes costeros o cercanos a los ríos, la base económica incluyó
peces, moluscos y crustáceos, además de las plantas silvestres y los animales de caza; en
ciertas regiones, la dependencia de las piezas de caza fue mayor, debido a la corta
duración de la temporada de crecimiento de los recursos vegetales, mientras que en
otras, la dependencia de los alimentos de origen vegetal fue mayor [Cordell 1984: 154].
Sus herramientas distintivas son puntas de proyectil con espiga y, en ciertos
sitios, un tipo de lítica pulida como morteros y manos que son indicadores de la
importancia de los recursos vegetales silvestres en la dieta humana, particularmente, las
semillas [Cordell 2001a: 19]. En general, las herramientas del periodo Arcaico están
fabricadas con materias primas locales, lo que indica una reducción en la movilidad de
los grupos [Cordell 1984: 154]. Durante el Arcaico se introdujeron los primeros cultivos
y la agricultura comenzó a ser una actividad productiva importante.
El sistema clásico de subdivisión del Holoceno de E. Antevs se definió a partir
de los estudios del paleoambiente en el suroeste de los EE.UU., se trata de un modelo
formado en tres periodos: 1) Anatermal: aumento gradual de la temperatura (9000 a.C. a
5500 a.C.); 2) Altitermal: de temperatura máxima y gran sequedad (5500 a 2000 a. C.);
3) Meditermal: más fresco y húmedo de 2000 a.C. a la actualidad [Antevs 1935].
De acuerdo con otro modelo más reciente, se denomina: 1) “Gran sequía” al
periodo comprendido entre el 8400 y 5000 a.C. en el cual predominó un clima cálido y
seco; 2) el periodo “Sub-boreal” (5000 a 2800 a.C.), caracterizado por un clima más
fresco y húmedo; 3) el periodo “Sub-atlántico” que significó el regreso del clima cálido
y seco del 2800 a.C. al presente [Barnes y Pendelton 1979; Fagan 1995; Sharp 2001].
Las investigaciones más recientes sostienen que los bosques de juníperos
persistieron en el oeste del Gran Cañón y en la mayor parte de lo que ahora es la región
desértica del suroeste de los EE.UU. y el noroeste de México entre el 11000 y el 8000
AP. [Van Devender 2007: 60]. Probablemente, la mayor parte de las plantas que el día
de hoy habitan el desierto de Sonora, evolucionaron en ambientes tropicales, antes de
que el desierto se formara. Las comunidades vegetales modernas de palo verde
(Parkinsonia [Cercidium] microphylla), sahuaro (Carnegiea gigantea) y órgano
(Stenocereus thurberi) son mezclas variables de especies de larga vida (árboles,
matorrales y suculentas) que inmigraron de refugios de la Era del hielo, en distintos
momentos del Holoceno, y especies de corta vida (hierbas) que fueron las menos

23
afectadas por los cambios climáticos globales y habían estado in situ por largos periodos
[Van Devender 2007: 60].
Van Devender concluye que el análisis de cientos de fósiles, bien preservados,
que pueden identificarse en relación con especies actualmente existentes, demuestra que
durante la fase de cambio climático glacial/interglaciar, Wisconsin-Holoceno, no hubo
extinción ni formación de nuevas especies en las plantas, los invertebrados y los
pequeños vertebrados, sino sólo ajustes de rango. Lo que se modificó fueron los rangos
de distribución, concentración y combinación de especies [Van Devender 2007: 67].
El desarrollo de la vegetación moderna en el desierto de Sonora, durante el
Holoceno, supuso la paulatina desaparición de la vegetación boscosa del Pleistoceno. El
matorral del desierto con sahuaros y arbustos se formó hace 8,000 o 9,000 años, en
asociación con acacias como la uña de gato y árboles como el palo verde azul, especies
ahora restringidas a las llanuras de inundación desérticas. Hace aproximadamente 4,500
años, las comunidades vegetales modernas se formaron con la llegada del palo verde de
pie de monte, el órgano y el palo de fierro (Olneya tesota), especies que, en lo
individual, no han alcanzado un equilibrio estable, sino que han respondido,
continuamente, a las fluctuaciones climáticas [Van Devender 2007: 68].
Las conclusiones actuales sobre el periodo Arcaico proponen nuevos detalles en
la periodización, situándolo entre el 7500 a.C. y el 200 d.C. [Broyles, et. al. 2007: 130].
Lo asocian con el cambio climático que modificó la distribución, la concentración y la
combinación de la flora y la fauna del Desierto de Sonora. Se destacan las actividades
de caza y recolección, definiéndose en el sureste de Arizona el complejo Cochise,
dividido en tres periodos: Sulphur Springs, Chiricahua y San Pedro [Broyles, et. al.
2007: 130]. Para el suroeste de Arizona, Hayden y Rogers proponen el complejo
Amargosa, fases I y II [Hayden 1967, 1976; Rogers 1939]. Huckell divide el Arcaico en
tres periodos: Temprano (7500-5000 a.C.), Medio (5000 a 2000/1000 a.C.) y Tardío
(2000/1000 a.C. a 300 d.C.), implicando que la cerámica y la agricultura hacen su
aparición hacia el final del último [Huckell 1984].
Tomando como punto de partida estos esquemas generales, que se han ido
precisando regionalmente en los años recientes, podemos comprender que el llamado
periodo Arcaico tuvo que ser heterogéneo y debió estar marcado por los cambios
climáticos en sus diferentes fases. Esos cambios debieron dejar una huella definida en
los grupos humanos, particularmente en sus estrategias de subsistencia. A pesar de los
grandes cambios ambientales y las variantes y divergencias micro-regionales, podemos

24
definir al Arcaico como el momento en el cual tuvo su origen la tradición de producir
arte rupestre como práctica cultural sistemática.

Autores Periodización
Linda S. Cordell 5500 a.C. a 100 d.C.

E. Antevs Anatermal: 9000 a.C. a 5500 a.C.


Altitermal: 5500 a 2000 a. C.
Meditermal: 2000 a.C. a la actualidad

Barnes y Pendelton; Fagan; Sharp Gran sequía: 8400 y 5000 a.C.


Sub-boreal: 5000 a 2800 a.C.
Sub-atlántico: 2800 a.C. al presente

Huckell Temprano (7500-5000 a.C.)


Medio (5000 a 2000/1000 a.C.)
Tardío (2000/1000 a.C. a 300 d.C.)

En los desiertos del noroeste del continente americano existe una gran diversidad
cultural que coincide con una gran variedad estilística de las expresiones gráfico-
pictóricas rupestres. No obstante la complejidad de la prehistoria regional, podemos
encontrar ciertos patrones comunes en el arte rupestre.
Se realiza sobre soportes de piedra (arenisca, basalto o granito) ubicados en: 1)
afloramientos rocosos en laderas de cerros y montes; 2) farallones; 3) abrigos rocosos
poco profundos. Es visible desde el paisaje circundante. Se realiza en sitios fuertemente
significativos: 1) ya sea porque se hallen cerca de recursos alimenticios: sitios propicios
para la caza o la recolección, sitios propicios para la agricultura de temporal, sitios con
fuentes naturales de agua (permanentes o estacionales); 2) ya sea que se trate de sitios
ubicados en rutas importantes de tránsito cíclico: rutas hacia el mar, rutas cíclicas de
caza y recolección, rutas de intercambio, rutas de peregrinaje ritual o 3) porque se les
considere lugares sagrados donde se llevan a cabo eventos rituales o son sitios
venerados por considerarse lugares donde ocurrieron sucesos míticos. En la mayoría de
los casos se combinan dos o más de estas variables. Los motivos de las pinturas
rupestres y los petrograbados son: 1) antropomorfos, 2) zoomorfos y 3) abstractos; en la
mayoría de los casos, aparecen combinaciones de los tres tipos de motivos en un mismo
sitio (Figuras 2-3, 13, 17). El estilo del dibujo es fuertemente esquemático y

25
simplificado, haciendo abstracción de todo detalle realista. Cada estilo genera un
repertorio iconográfico limitado de figuras y tipos claramente definidos.
El carácter estructurado del arte rupestre parece ser una constante muy extendida
en diferentes áreas del planeta y que, por lo menos dentro del ámbito de ciertas culturas
de “cazadores tardíos-agricultores tempranos”, presenta patrones semejantes, muy
definidos. De manera análoga a lo que acabamos de señalar para la región de
Norteamérica que estudiamos, en África y Europa aparecen también, patrones
característicos en los sitios con manifestaciones rupestres, atribuidas a ciertos grupos de
“cazadores prehistóricos tardíos” del Epipaleolítico-Mesolítico. A pesar de que esta
categoría (Epipaleolítico-Mesolítico) implica adaptaciones locales muy diversas, los
patrones comunes observados en las manifestaciones gráfico-pictóricas rupestres
pueden definirse con claridad.
Se abandonan los anteriores santuarios en lo profundo de las cuevas, y las
pinturas y grabados se realizan en concentraciones rocosas, paredes o abrigos rocosos a
la intemperie o en sitios donde son visibles desde el exterior. 5 Las figuras son de
formatos menores y de expresión más sencilla que los del periodo anterior, salvo ciertos
casos del norte de Europa y el norte de África. Exceptuando algunos sitios del norte de
África, las pinturas son monocromas. La iconografía sufre un proceso de estilización
que tiende a la mayor simplicidad esquemática de las figuras. Las escenas remiten a
actividades de apariencia social y cotidiana: caza, recolección, pastoreo, desfile,
combate, danza. Sin embargo, no se sabe si esas situaciones representan actividades
reales o corresponden a una simbología mítica. Algunas figuras antropomorfas destacan
del conjunto, debido a una iconografía que los representa con determinados atributos:
adornos, mayor tamaño o posición dominante que los hace diferentes del resto. Se
supone que esto designa una superior jerarquía social o religiosa. La gran mayoría de las
manifestaciones gráfico-pictóricas rupestres se halla en lugares destacados: cabeceras de
ríos, zonas altas de laderas o dominando paisajes. Los frecuentes repintes,
superposiciones y adiciones demuestran la perduración del conocimiento y visita de
esos lugares, así como de su posible carácter sagrado y venerable. Serían, así, esos
sitios: centros de culto o peregrinación, sus imágenes parten de un complejo sistema

5
Sobre la discusión en torno al predominio de sitios rupestres en cavernas profundas durante el
Paleolítico Superior y el predominio de sitios al aire libre en el Mesolítico y Epipaleolítico, en la región
franco-cantábrica, véase: [Bednarik 1994; Behrmann et. al., 1995; Clottes 1998; López, Ripio S. y L. J.
Muncio González 1994; Zilhao 1995].

26
iconográfico y, las rocas, sitios sagrados donde se establece contacto con lo sobrenatural
[Barandiarán 1999: 20-21].
La observación reiterada de patrones muy definidos en la producción de arte
rupestre nos conduce a la conclusión de que éste constituye una construcción cultural
estructurada y que esa estructura puede ser mostrada por el análisis sistemático. Polly
Schaafsma coincide con este punto de vista cuando afirma que: “el arte rupestre tiene
una estructura, de la misma manera que toda la información arqueológica, se conforma
de acuerdo a patrones discernibles”. Schaafsma llega a esta conclusión después de años
de investigación acerca de las manifestaciones rupestres en el suroeste de los EE.UU.
[1980: 6-10]. Cabe aclarar, sin embargo, que ese carácter estructurado que presentan las
manifestaciones rupestres incluye discontinuidades, variantes, excepciones y
contradicciones que son propias de todo conjunto estructurado, en función de la
complejidad que caracteriza a las producciones culturales.

EL NOROESTE DE SONORA

Periodos: Paleoindio, Arcaico y de Agricultura Temprana


Sobre las expresiones gráfico-pictóricas rupestres más antiguas del noroeste de Sonora
podemos referir los estudios de Julian Hayden acerca de los geoglifos que, desde su
punto de vista, pertenecen al complejo rebautizado por él mismo, a partir del término
empleado por Rogers, como Malpaís. Dicho complejo consiste, principalmente, en
lascas y machacadores que se piensa corresponden, en ausencia de puntas de proyectil, a
un tipo de recolección especializada y han sido fechados de la siguiente manera: 1)
materiales provistos de una gruesa capa de pátina del desierto, asignados al Complejo
Malpaís o San Dieguito inicial: de 19500 a 15000 a.C.; 2) materiales con una pátina
ligera, considerados pre-Altitermal, relacionados con los Complejos San Dieguito:
anteriores al 6000 a.C.; 3) materiales sin pátina, considerados post-Altitermal,
identificados con los Complejos Amargosa: posteriores al 3000 a.C. [Hayden 1967:
335-344 y 1976:274-289].
Cristina García [2007:36-45] desarrolló una evaluación crítica de las propuestas
de interpretación sobre el Complejo San Dieguito, señalando que debido a que la gran
mayoría de los sitios San Dieguito en California, Arizona y Sonora han sido
superficiales y los materiales se han encontrado sobre o en el pavimento del desierto, las

27
únicas fechas confiables serían las del sitio Ventana Cave (9350 + 1200 a.C.) y las del
sitio Harris (9030 A.P.). Carpenter, Villalpando y Sánchez destacan que la antigüedad
del Complejo Malpaís, propuesta por Hayden, así como de otras tradiciones anteriores a
las puntas de proyectil del Pleistoceno tardío no cuentan con una amplia aceptación
[Carpenter, et. al. 2008: 292; véase también García 2007: 43].
A los tres complejos descritos arriba se asocian otro tipo de producciones
culturales como las ofrendas de cuernos de borrego cimarrón y varias formas de
modificar el suelo del desierto, levantando las rocas y dejando el pavimento liso
expuesto: 1) círculos de dormir, que son superficies circulares u ovales donde se ha
retirado el pavimento del desierto; 2) veredas que unen las tinajas entre sí y comunican
con las regiones de las dunas y la costa; 3) intaglios que son diseños de gran escala que
pueden llegar a medir más de 100 m, éstos últimos se realizaron levantando las rocas
para dejar expuesto el suelo liso del desierto, son veredas con formas geométricas y
antropomorfas muy esquemáticas que pueden haber sido utilizadas para eventos rituales
como danzas y procesiones.
Los intaglios y los geoglifos son las manifestaciones rupestres de mayor escala
en el noroeste de Sonora. Si los situamos en una dimensión geográfica y cultural más
amplia, podemos relacionarlos con aquellos realizados en la región contigua del sureste
de California y el suroeste de Arizona, en la cuenca del bajo río Colorado. De manera
semejante a los de la región de El Pinacate, los geoglifos e intaglios del desierto del
Colorado y del desierto Mojave están asociados también a lo que Whitley llama
“círculos de danza” -en vez de “círculos de dormir” [Hayden 1967]- y a veredas en el
desierto. Whitley sostiene que después de haber sido retiradas las rocas y piedras
pequeñas, los diseños de los intaglios, los “círculos de danza” y las veredas se
imprimieron sobre el pavimento del desierto por medio de las pisadas humanas, creando
un área limpia, más clara que el resto del pavimento patinado del desierto. A partir de
eso, él deduce que el hecho de que las áreas se hayan mantenido limpias por el uso
humano es un indicio de su función ritual para la danza y la procesión [2000: 66-68].6
Utilizando técnicas para la datación directa de la pátina del desierto, Ron Dorn ha
estimado una antigüedad relativa para los geoglifos de entre 2900 y 800 AP. [Von
Werlhof, et. al. 1995: 257-273].

6
Algo semejante parece haber ocurrido con los geoglifos de Nazca en la costa occidental de Perú.

28
Hayden supone que no obstante los cambios climáticos y la influencia de estos
en las estrategias de subsistencia, los geoglifos e intaglios de El Pinacate, en el Desierto
de Altar, continuaron produciéndose en las fases posteriores: San Dieguito, Amargosa I
y Amargosa II [1982: 581-588]. Se refiere, también, a los petrograbados que aparecen
en las rocas contiguas a las tinajas, en el Desierto de Altar, los cuales atribuye a la
Cultura Hohokam, considerando que forman parte de un sistema de índices que señalan
la ruta hacia el mar, utilizada por esta cultura para obtener conchas marinas y sal del
Golfo de California (Figura 4) [Hayden 1972: 74-75]. Por su parte, Schaafsma
considera que esos grabados rupestres serían más antiguos, formando parte del
complejo cultural Amargosa, del Arcaico [1980: 41].
Otros vestigios culturales importantes de ocupaciones muy tempranas del
noroeste de Sonora corresponden a lo que se ha llamado: Complejo Llano, el cual
comprende diversos grupos de cazadores-recolectores del Pleistoceno. Las puntas de
proyectil diagnósticas (Clovis) y los otros objetos culturales asociados como raspadores,
cuchillos semilunares y lascas prismáticas se hallaron en lugares que, si bien hoy son
desérticos, en el periodo Paleoindio, al que se atribuyen, se hallaban cercanos a fuentes
de agua: paleolagunas, cursos permanentes o estacionales [Villalpando 2001a: 27-30].
El Complejo Llano está presente en las llanuras de las zonas semiáridas, en áreas
cercanas al Golfo de California y, excepcionalmente, en la región serrana (Villalpando
2001a:27-30). Los principales hallazgos de este tipo de puntas han sido fechados
alrededor del 9000 a.C., “se elaboraron con calcedonias, cuarzos, obsidiana y un basalto
muy fino, materias primas con propiedades para obtener la acanaladura” [Villalpando
2001a: 27].
La evidencia indiscutible más temprana de ocupación humana, de la cual se tiene
registro para el noroeste de Sonora, se asocia con los grupos paleoindios del Pleistoceno
Tardío/Holoceno Temprano [Carpenter, et. al. 2008: 292]. Existen numerosos sitios
Clovis en la planicie interior y la Costa Central, siendo el sitio llamado El Bajío, al
noreste de Carbó, “el mayor sitio del periodo Clovis en el oeste de Norteamérica (…)
las colecciones sonorenses reflejan una gama más amplia de puntas paleoindias que las
halladas en Arizona; incluyen los tipos Folsom, Plainview y Dalton” [Carpenter, et. al.
2008: 292-293]. En el Bajío se han encontrado “varios cientos de artefactos Clovis
junto con una variedad de materiales post-Paleoindios” [Gaines, et. al. 2009: 309]. De
acuerdo con los autores, una vasta variedad de artefactos están presentes en el sitio,
representando tecnocomplejos utilizados en varios tipos de actividad, entre los que se

29
hallaron una amplia variedad de bifaciales -incluidos los acanalados-, raederas de
distintos tipos, cuchillos y punzones [Gaines, et. al. 2009:311]. Las puntas acanaladas
de Sonora pueden claramente identificarse como pertenecientes a los tecnocomplejos
Clovis y fecharse entre el 11,050 y el 10,900 AP [Gaines, et. al. 2009: 328].
El sitio más reciente con puntas de tipo Clovis, hallado en Sonora, en febrero de
2007 (El Fin del Mundo), se encuentra en el municipio de Pitiquito, ahí “grupos Clovis
cazaron y destazaron mastodontes americanos y otros animales del Pleistoceno.
Vestigios de estos eventos se preservaron en un depósito en una ciénaga; acamparon a
500 m de ésta y explotaron un yacimiento de cristal de cuarzo para hacer puntas de
proyectil y otros artefactos” [Sánchez, et. al. 2009: 46]. Hasta el momento de esa
publicación, se habían recolectado cerca de 300 herramientas de filiación Clovis, este
hecho junto con el aparente uso reiterado del sitio en uno o varios campamentos
paleoindios lleva a los autores a concluir que “grupos Clovis y paleoindios tardíos
acamparon en el Fin del Mundo periódicamente, de modo que no se trataría de un
evento aislado de caza de mastodontes” [Sánchez, et. al. 2009: 47-48]. Los autores
concluyen que:

La ubicación y componentes arqueológicos del Fin del Mundo, Sonora, lo convierten en


un sitio único que permitirá reflexionar sobre temas como las transformaciones
ambientales entre el Pleistoceno Terminal y el Holoceno Temprano, la subsistencia de
los primeros pobladores, la integración regional entre los grupos, el papel de los
humanos en la extinción de los animales del Pleistoceno y cómo lograron los primeros
pobladores adaptarse a la región de Sonora [2009:46].

No existe evidencia arqueológica suficiente para conocer en detalle cómo se dio


el paso del Paleoindio al Arcaico. Hasta ahora, puede afirmarse que aparecen patrones
diferenciales de subsistencia, predominando en las zonas bajas la recolección y en las
altas la caza. En las zonas áridas del extremo noroeste no hubo cambios sustanciales, a
pesar del cambio climático y de la desaparición de la megafauna se continuó con
patrones de subsistencia basados en la caza-pesca-recolección. Se produjeron nuevas
series de herramientas líticas, adaptadas tanto a un mejor aprovechamiento de los
recursos silvestres vegetales, como nuevas puntas de flecha, utilizadas para la cacería de
fauna moderna. Se han identificado, principalmente, dos tradiciones con sus diversas
fases: Cochise y Amargosa [Villalpando 2001a: 30; Villalpando 2001b: 71-72].

30
No se conocen sitios en Sonora que puedan ser fechados de manera precisa para
el Holoceno Medio (ca. 7500-4500 AP), lo que se atribuye al ascenso de las
temperaturas y al descenso de las precipitaciones pluviales, asociadas al Altitermal
[Carpenter, et. al. 2008:293-294]. En cambio, el Arcaico Medio (4500-1500 a.C.) está
ampliamente representado a lo largo del territorio sonorense por las puntas de proyectil:
Gypsum, Pinto, Chiricahua y Cortaro. Aproximadamente el 26% del repertorio de
puntas de proyectil halladas en el sitio de La Playa, en los márgenes del Magdalena, se
asigna a este periodo [Carpenter, et. al. 2008:293-4].
El clima árido y seco que dio origen al Desierto de Sonora se terminó de formar
alrededor del 8000 AP. Actualmente, el noroeste de Sonora se caracteriza por tener un
clima llamado “Muy seco semicálido”. El Desierto de Altar-Yuma, o Desierto de
Sonora-Arizona, es uno de los lugares con los más bajos índices de humedad en todo el
mundo. Se considera llanura desértica, en la porción sur del desierto, su clima es seco,
muy cálido y extremoso, con fuertes variaciones en cuanto a la temperatura y la
humedad.
En el noroeste del desierto predomina el clima tipo estepario semicálido. Se
registra una precipitación anual inferior a los 350 mm, la temperatura más alta llega a
los 47º C en julio y agosto y la más baja a 15º C en diciembre y enero. Las escasas
lluvias se presentan en julio, agosto y septiembre, a veces cae granizo que daña los
cultivos; al finalizar el invierno, en enero y febrero, se presenta un segundo ciclo de
lluvias. Estos tipos de clima, también llamados desérticos, abarcan cerca de 46% de la
superficie de Sonora son considerados muy extremosos, ya que su oscilación térmica, es
decir, la diferencia entre la temperatura media del mes más cálido y la del mes más frío
es mayor a 14º C. Se distribuyen en una extensa franja de terreno paralela a la costa, que
va desde el límite con Sinaloa, ensanchándose en el norte, hasta la porción noroeste, en
la frontera con los Estados Unidos de América. Los climas en esta región, con base en
su temperatura, van de los cálidos en el sur, a los semicálidos en el noroeste.
No obstante su aridez, el Desierto de Sonora alberga una gran biodiversidad. Ha
hecho posible la vida humana desde hace miles de años y, aún en su forma moderna, la
riqueza natural se ha conservado. De 847 especies vegetales conocidas del Desierto de
Sonora, 375 (44 %) son comestibles y se han integrado culturalmente a la dieta de los
distintos grupos que han habitado el desierto [Felger 2007: 148]. Si revisamos el
catálogo de alimentos silvestres de origen vegetal y animal que reproducen autores
como Felger, Russell y Beals, y ponemos atención a las muy variadas formas en las

31
cuales esos productos se han utilizado, descubriremos una muy elaborada inteligencia
que supo aprovechar al máximo los recursos vegetales que el entorno proveía [Beals
2000; Felger 2007; Russell 1980].
Las investigaciones recientes permiten matizar la imagen que se tenía del
Arcaico (7500 a.C. – 200 d.C.), sustentada en la idea de una forma de vida basada
exclusivamente en la caza-recolección, se suponía que las tribus de cazadores-
recolectores nómadas recorrían el territorio en función de los ciclos naturales de las
especies animales y vegetales de las que se alimentaban. Si bien en las etapas más
tempranas, ese modelo interpretativo puede presentarse como a continuación lo hace
Cassiano, conforme han avanzado las investigaciones se sabe que desde tiempos
remotos se introdujeron las prácticas agrícolas en el sur de Arizona y noroeste de
Sonora, como veremos, más adelante.

En la época prehispánica, tales ecosistemas sustentaron básicamente a grupos de


cazadores y recolectores, que adoptaban la estrategia de patrón de asentamiento
denominada “microbanda-macrobanda”, en función de la distribución diferencial, en el
tiempo y en el espacio, de la productividad. La estación más favorable para el
aprovechamiento de los recursos naturales era el verano, al principio del cual
fructificaban el mezquite y la mayoría de los cactus columnares. Éstos últimos eran
particularmente importantes porque su productividad era independiente de las
fluctuaciones de las condiciones ambientales. El aprovechamiento de sus abundantes
frutos permitió la congregación de grupos humanos numerosos que realizaban una serie
de eventos sociales en la esfera productiva [Cassiano 1991: 21].

Podemos agregar desde ahora, a manera de hipótesis, que en los periodos de


congregación de las macrobandas, principalmente al inicio del verano, un poco antes de
que comiencen las lluvias, y teniendo como actividad nuclear la recolección en gran
escala de los frutos y semillas silvestres, se organizaban actividades colectivas, al
reunirse masivamente las microbandas; entre las actividades colectivas deben haber
destacado las prácticas rituales. Existe un sustento a esta hipótesis en múltiples
descripciones etnográficas, para apoyarla podemos citar, por ejemplo, lo registrado por
Frank Russell entre los akimel o’odham de Sacaton, Arizona (1901-1902):

El año comienza con la cosecha del sahuaro, alrededor del mes de junio. Tanto los
frijoles de mezquite, como las especies cultivadas están madurando durante este tiempo.

32
Es la temporada para festejar y estar alegres. No existe otro suceso anual que pueda
compararse en importancia con estas festividades, de ahí que no sorprenda que los años
se cuenten por cosechas de recolección. Las tribus de Baja California, descritas por
Baegert, hace más de un siglo, numeran los años de la misma manera [Russell 1980: 35-
36 traducción nuestra; véase Baegert 2014: 388].

En su Autobiografía de una mujer pápago, que recoge la historia de vida de


María Chona, una mujer pápago del hoy desaparecido pueblo de Kuitatk (Raíz de
Mezquite), Ruth Underhill reproduce un testimonio que habla de la importancia de la
recolección y de las fiestas asociadas a este periodo:

Todo el año estábamos al pendiente dónde crecían las plantas silvestres para
aprovecharlas. El Hermano Mayor sembró aquellas cosas para nosotros. Nos dijo dónde
estaban y cómo prepararlas. Si no hubieran sido un regalo, uno nunca lo sabría. Uno
nunca sabría que las pencas de los cactus se pueden comer, y que las semillas de las
yerbas se sacan venteándolas […] Hay una especie de cactus llamada cholla y cuando
sus renuevos reverdecen, todos íbamos a los cerros y permanecíamos muchos días
recogiéndolos. Para hacernos un refugio jalábamos las puntas de algunos árboles de
palo verde y las atábamos y después las cubríamos con ramas de gobernadora […] Por
fin maduraban los cactus gigantes, los sahuaros, en todo el cerro. Nos hacía reír de
alegría ver la fruta en la punta de sus brazos […] Sentíamos como si una cosa muy
hermosa viniera. Porque la lluvia ya venía y con ella el baile y las canciones [1975: 58-
59].

El pasaje citado se refiere a sucesos ocurridos alrededor de 1865, pues los


testimonios de María Chona, recogidos por Ruth Underhill entre 1931 y 1935, fueron
obtenidos cuando ella era ya una anciana de 90 años y, en este caso, narran recuerdos de
su infancia y adolescencia. Underhill relata que la fiesta de la lluvia se continuaba
celebrando en el tiempo durante el cual ella llevó a cabo su trabajo de campo: “Aún
ahora, en la parte septentrional de la reservación se fermenta el licor de la fruta del
sahuaro y se bebe ritualmente como magia para saturar la tierra de lluvia” [Underhill
1975:43].
En 1909, Carl Lumholtz describió en detalle las actividades productivas y
rituales de los tohono o’odham (pápagos), que ocurren durante la temporada de
recolección de las pitahayas del sahuaro (Figura 10), que dura entre mediados de junio

33
y mediados de julio, y da lugar a campamentos temporales, dedicados exclusivamente a
esas labores y ceremonias. Hace referencia a las danzas comunitarias, donde la gente se
toma de las manos, entrelazando los dedos, y gira en dirección contraria al movimiento
del sol, al consumo de la bebida embriagante, producida al fermentar la pulpa de la
pitahaya, diluida con agua, y al estrecho vínculo que tiene esta ceremonia (naváita), que
dura varios días, con la petición de lluvias y la reiteración de la amistad entre los grupos
que forman las distintas aldeas [Lumholtz 1990: 43-61]. A su vez, narra el mito de
origen de la ceremonia, atribuido a su principal dios y héroe cultural, al que se refieren
como el Hermano Mayor, Siuhu o I’itoi [Lumholtz 1990: 48].
Probablemente, desde el Arcaico Temprano, durante esa temporada de
congregación de los grupos mayores, se llevaban a cabo rituales asociados a cultos de
fertilidad, ceremonias propiciatorias de la lluvia y la abundancia y algunos otros rituales
de paso, como los rituales de iniciación de la pubertad y los casamientos que fortalecían
las uniones entre los diversos clanes.7
Tanto las actividades productivas colectivas como las prácticas rituales dieron
origen a la paulatina transformación de ciertos elementos del paisaje, principalmente en
los cerros de origen volcánico, en cuyas laderas y planicies adyacentes se construían los
campamentos estacionales: se tallaron morteros y se comenzaron a utilizar grandes
rocas planas como metates fijos, se niveló el piso de ciertas partes de la planicie para
dar forma a plazas públicas, se movieron y alinearon ciertas rocas para perfilar los
contornos de las plazas y se tallaron grabados rupestres para decorar simbólicamente los
espacios rituales; se dio forma a senderos que facilitaban el ascenso y descenso a las
cimas de los cerros y se construyeron estructuras de muros con visibilidad de 360° sobre
las mismas; cuando las dimensiones sociales de los grupos y la estructura política
permitió una organización a mayor escala, se construyeron las terrazas sobre las laderas
de los cerros. Este tipo de acciones definen, en el registro arqueológico, procesos de
transformación cultural del paisaje que pueden abarcar eventos muy distanciados en el
tiempo, iniciándose, por lo menos, desde el Arcaico Temprano y culminando en el
periodo prehispánico tardío, al que corresponde la fase constructiva final del Cerro de
Trincheras. Más tarde vendría lo agregado por los grupos del periodo protohistórico e
histórico.

7
Así, por ejemplo, entre los o’odham, a principios del siglo XX, todavía existía una forma de
organización basada en los clanes totémicos y predominaban las prácticas matrimoniales exogámicas
entre las aldeas vecinas [Underhill 1939; Russell 1980; Lloyd 1911].

34
Lo observado por Polly Schaafsma, en relación con el llamado Abstract Style
Petroglyphs of the Chihuahuan Desert, parece describir lo que observamos en los cerros
de La Proveedora y San José en el Desierto de Sonora:

Acerca de la función de esos petroglifos sólo pueden hacerse observaciones muy


generales. Algunos sitios extensamente grabados con petroglifos pueden encontrarse en
la vecindad de manantiales. Otros restos culturales en los mismos sitios indican que esas
localidades eran campamentos, en los cuales la elaboración de petroglifos era una
actividad importante. Un sitio típico de este tipo se encuentra cerca de un gran
manantial, en las laderas de la montaña del Álamo, donde crecen la mayoría de las
plantas alimenticias locales. El estilo abstracto de la Gran Cuenca y el estilo Jornada
están representados extensamente; los restos de pequeños campamentos y desechos
culturales (incluyendo cerámica y lítica) son, indudablemente, despojos de los dos
grupos: Mogollón y cazadores-recolectores del Arcaico y, finalmente, de los Apaches.
El inventario de herramientas líticas incluye metates para despulpar y moler, morteros
fijos, metates y manos que indican que la recolección y preparación de alimentos
vegetales tenía lugar ahí. Queda claro que la Montaña del Álamo y sus manantiales eran
visitados por numerosos habitantes del desierto durante sus expediciones de recolección
de alimentos y la tradición de grabar petroglifos parece haberse mantenido. El propósito
exacto al que servían en este contexto es poco más que una conjetura. Marcadores
territoriales asociados al derecho de ocupar ese manantial particular y prácticas rituales
relacionadas con las ceremonias de recolección son algunas de las funciones hipotéticas
que pueden ser investigadas en todos los niveles culturales [Schaafsma 1980: 45-47
traducción nuestra].

Lo que resulta significativo para nosotros es la conjunción de determinados


elementos constantes que definirían las características de un patrón cultural repetido en
distintos lugares del suroeste de los Estados Unidos y del noroeste de México.
Encontramos así: actividades de recolección y procesamiento de productos vegetales
silvestres, que se comprueban con la presencia de las series de herramientas líticas para
cortar, despulpar y rebanar, de los morteros tallados en la roca, de los metates fijos y
móviles y de las manos; presencia de fuentes de agua (temporales o permanentes) en
asociación con sitios elevados, cerros y montes, donde crecen las plantas alimenticias; y
producción significativa de arte rupestre, principalmente grabados, sobre los
afloramientos rocosos de las laderas.

35
¿Cuándo comenzaron a practicarse estas formas de re-estructuración práctico-
utilitaria y mágico-religiosa del paisaje? Eso es algo que está aún por definirse, a partir
de que las cronologías de las huellas actuales que esas actividades dejaron, puedan irse
precisando. Una primera aproximación hacia su ubicación temporal se propone en el
capítulo final.
De acuerdo con Linda M. Gregonis y Karl J. Reinhard, el uso de los metates
para moler semillas silvestres marca el inicio de la tradición Arcaica del Desierto
[Gregonis y Reinhard 1988: 2]. Los descubrimientos arqueológicos recientes han
permitido definir con mayor precisión los periodos, el tipo de actividad y realizar
nuevas inferencias sobre las variaciones en las formas de organización social,
estrategias de ocupación territorial y explotación de los recursos que se dieron durante
los distintos periodos del Arcaico. De esa manera, el lapso de duración de las formas de
vida propuestas por los autores para la cuenca de Tucson deben considerarse válidas
sólo para el Arcaico Temprano y Medio, durante los cuales, la organización social
parece haber adoptado, principalmente, la forma de microbandas que recorrían la
cuenca, alternando y combinando diversas actividades productivas: en el verano
recolectaban semillas de mezquite y frutos de las cactáceas, al pie de los cerros; en el
otoño, bellotas y piñones en las laderas boscosas de la sierra; aunque la cacería se
llevaba a cabo durante todo el año, tenía mayor importancia en el invierno y la
primavera, debido a la relativa escasez de productos vegetales. La gente de estas fases
del Arcaico construía campamentos estacionales especializados, a los que retornaba
cada año.
Los hallazgos arqueológicos de los años noventa en la cuenca de Tucson han
permitido que nos formemos una imagen más precisa de lo que probablemente ocurrió
en esa región. De acuerdo con Henry D. Wallace, el cultivo de maíz puede ya datarse a
fechas tan tempranas como el 2000 a.C. para la Cuenca del río Santa Cruz [2007: 13].
La construcción de pequeños canales de irrigación con fines agrícolas comienza
alrededor del 1500 a.C. Los grupos de agricultores construían asentamientos temporales
de chozas circulares, teniendo una movilidad estacional que obedecía a la disponibilidad
de recursos: en el verano ocupaban los sitios de las llanuras de inundación cerca del río
para sembrar, y emigraban al fin de la estación para explotar los recursos silvestres de
otros entornos [Wallace 2007: 14].
Tal como explica en detalle Brian M. Fagan [1995: 295-300], los nuevos
hallazgos y enfoques interpretativos han permitido modificar la visión gradualista del

36
Arcaico y sustituirla por un modelo más complejo para el Suroeste, elaborado por
Claudia y Michael Berry en 1986. Valiéndose de 288 fechas de radiocarbón de 119
sitios, los autores encuentran que existen fechas y sitios pico, en los cuales los
materiales se concentran, y grandes huecos, tanto espacial como temporalmente
hablando, donde hay importantes ausencias de materiales [Berry y Berry 1986].
Esas características de la evidencia nos proponen una visión mucho más
compleja del Arcaico, dentro de la cual se descarta la idea de que existió una correlación
directa entre la variación climática y la intensidad de la ocupación de las áreas, idea que
implicaba la asociación de la mayor aridez con menor población y el incremento de las
lluvias con el aumento de la población. De tal suerte, se considera que ciertas áreas eran
más productivas que otras, variando dramáticamente de un lugar a otro y de tiempo en
tiempo. Las estrategias de subsistencia debieron ser más flexibles, en algunos sitios los
recursos lacustres dieron lugar a ocupaciones más permanentes, basadas en un recurso
más estable y a movimientos hacia zonas más fértiles en épocas de sequías prolongadas.
Así, siguiendo el modelo de Berry y Berry [1986], Fagan propone que el proceso
de los movimientos de población durante el Arcaico fue una extensión de la
característica movilidad anual de la mayoría de los grupos de cazadores-recolectores.
Esos movimientos de expansión y contracción de las formas de ocupación arcaicas no
fueron migraciones conscientes, sino respuestas de corto plazo a las variaciones
ocurridas en el clima y en los recursos disponibles. Probablemente, eso se tradujo en
una mayor flexibilidad de las estrategias, incorporándose, de esa manera, nuevos
recursos y nuevas técnicas de explotación de estos. La hipótesis nos lleva a una visión
cada vez más compleja del Arcaico. Sin embargo, los movimientos de población pueden
ser detectados en el presente por medio de los restos de lítica, especialmente las puntas
de proyectil, debido a la constancia y conservadurismo cultural que su producción
muestra [Berry y Berry 1986: 253-327; Fagan 1995: 299-300].
Como he señalado, esta imagen que nos hemos formado a partir de la evidencia
existente, resume, en una síntesis muy ajustada, procesos de formación de estructuras
culturales diversas que comparten algunos patrones de comportamiento muy definidos,
al interior de regiones con sistemas ecológicos variados. ¿Cuál era la extensión de las
regiones que recorría anualmente cada grupo? Habría que poder definirlo con mayor
precisión para cada periodo. Para hacernos una imagen más precisa, podemos recurrir a
lo observado por Lewis R. Binford en su investigación etnoarqueológica de un año entre
los cazadores nunamiut de Alaska. En su convivencia cotidiana con los nunamiut,

37
Binford descubrió que un pequeño grupo de cazadores, formado por cinco familias,
hacía un “uso del espacio a gran escala”:

Si descontamos ciertos casos excepcionales, que se dan en las zonas ecuatoriales, esta
área de enormes dimensiones representa la amplitud del dominio del medio ambiente
por parte de un grupo típico de cazadores-recolectores, compuesto quizá por sólo treinta
o cuarenta personas. La banda rara vez explota todo el espacio en un momento dado,
pero necesita disponer de toda la región para contar con un surtido de opciones seguro
[…] Esta área central de residencia abarca normalmente una extensión de
aproximadamente 5,400 Km², aunque la tierra que explotan, a base de expediciones
fuera del campamento principal, puede cubrir un área de 25,000 Km². Debe resaltarse
que los esquimales no son atípicos en lo que respecta al uso del espacio: el área central
de residencia utilizada por una familia bosquimana durante un periodo de once meses
evidencia que también otros grupos cazadores-recolectores explotaban vastas regiones
[Binford 2004:118 cursivas en el original].

Conviene recordar lo que se ha dicho anteriormente, que la categoría: periodo


Arcaico no refleja los grandes cambios climáticos y sociales que ocurrieron durante éste
y se corre el riesgo de considerarlo como un periodo homogéneo. Elisa Villalpando
señala que “en la arqueología del sureste de Arizona se ha discutido el término Arcaico
para referirse al periodo Precerámico Tardío, debido a que no es preciso en un sentido
ecológico y crea confusiones a nivel regional” [Villalpando 2001c: 211]. Para corregir
ese problema se han distinguido dos etapas: 1) Arcaico Cochise: define la etapa
preagrícola de forrajeo de amplio espectro que precedió la incorporación de especies
cultivadas; 2) Agricultura Temprana: designa el periodo caracterizado por los cambios
en los patrones de subsistencia y asentamiento que siguieron a la introducción de los
cultivos en el área [Villalpando 2001c: 211].
El periodo Arcaico Tardío/Agricultura Temprana (1500 a.C. a 150 d.C.) está
bien documentado en Sonora por medio de diferentes complejos artefactuales.8 En La
Playa, el sitio más importante del noroeste de Sonora para el estudio de este periodo, el
16% de las puntas de proyectil pertenecen al tipo Imperio, el 21% a las puntas San

8
Sostengo como hipótesis que la primera forma de agricultura que se dio en esta región fue la dispersión
de los excedentes de semillas silvestres endémicas en las llanuras de inundación y en los cerros, de modo
que la cosecha de frutos y semillas recolectadas creciera cíclicamente. Así, por ejemplo, dentro de las
tradiciones o’odham existen referencias míticas al acto de dispersar semillas del sahuaro y el mezquite,
acción llevada a cabo por Coyote, uno de los dioses creadores del mundo dentro de su mitología [Bahr, et.
al. 2001: 173-174; Baylor 1998: 25; Saxton y Saxton 1973: 79-84].

38
Pedro y el 24% a las puntas tipo Ciénega [Carpenter, et. al. 2008: 294]. Las similitudes
entre los complejos artefactuales de La Playa, en la cuenca del Magdalena, y aquellos
presentes en la cuenca de Tucson, conducen a proponer las mismas cronologías: Fase
San Pedro (1500/1200-800 a.C.) y Fase Ciénega (800 a.C. a 150 d.C.) [Carpenter, et. al.
2008: 294]. Los elementos diagnósticos de este periodo de Agricultura Temprana,
presentes en La Playa, son “la presencia de maíz, conjuntos de casas en foso, canales de
riego, manufactura de ornamentos de concha y las referidas puntas San Pedro y Ciénega
[Carpenter, et. al. 2007: 63].
A partir de la introducción de la agricultura, el sustento debió apoyarse en los
tres tipos principales de actividad: agricultura, caza y recolección. Aun en los periodos
de mayor productividad agrícola, los productos provenientes de la recolección y la caza
debieron de haber complementado la dieta local. El análisis de los restos de alimentos,
hallados dentro de los hornos excavados en La Playa, realizado por Guadalupe Sánchez,
arroja un porcentaje de alrededor del 63% de maíz, junto a otros productos vegetales
silvestres como “vainas y semillas de mezquite y otras leguminosas, agave, las frutas de
cactus, y las plantas anuales que crecen en las zonas de perturbación humana y campos
de cultivo (como quelites, amaranto, etc.)” [Carpenter, et. al. 2007: 68]. A esos
productos vegetales debemos agregar aquellos provenientes de la cacería: “venado bura,
conejo, liebre, tortuga y roedores […] varios recursos marinos como pescado, cangrejo
y almeja que fueron transportados 100 km desde el Mar de Cortés” [Carpenter, et. al.
2007: 68].
Hay que tener en cuenta, sin embargo, que durante este periodo las proporciones
podían variar en función de la relativa abundancia o escasez de las lluvias, de modo que,
en las épocas de sequía, la dependencia de los productos vegetales silvestres, cuya
productividad no era afectada tan drásticamente por las variaciones climatológicas,
aumentaba, mientras que el consumo de productos agrícolas disminuía. En función de
sus principales actividades económicas, tendremos una definición más precisa de la
cultura regional [Braniff 1992]. Si lo interpretáramos en términos simbólicos,
deberíamos encontrar, durante este periodo de transición, en la constitución cultural
como un todo, una forma particular de articulación de símbolos agrícolas con símbolos
de la caza y la recolección, tal como se ha podido observar entre diversos grupos yuto-
aztecas, situados en el oeste y norte de México y en el suroeste de los Estados Unidos,
emparentados lingüísticamente entre sí, como los wixaritari, los nayeri, los tepehuanos,
los o’odham, los zuni y los hopi.

39
Quizás la imagen más cercana que podemos hacernos sobre las características
concretas que esas formaciones culturales locales pudieron haber revestido en el
noroeste de Sonora y el sur-centro de Arizona, tomando como punto de partida la
etnografía y la etnohistoria, provenga de los registros que describen las formas de vida y
la cultura material de los grupos o’odham; tanto aquellas descripciones iniciales,
realizadas a partir del contacto con los primeros europeos en llegar a la región, como los
estudios etnográficos del siglo XIX y principios del siglo XX, que todavía pudieron
observar algunas de las formas de vida tradicional de los grupos locales, formas hoy
desaparecidas por la disruptiva influencia de la modernidad. De la misma manera, para
una parte importante de los rasgos culturales de los grupos trincheras, la analogía
etnográfica con los grupos pueblo resultará de gran utilidad.
A principio del siglo XX, Curtis registra a los pápagos moviéndose a través del
desierto, de un campamento a otro, en el curso del año: “viven errantes de un lugar a
otro, según lo exijan las circunstancias”. Asimismo, describe la importancia que los
alimentos, cuyo origen son la caza y la recolección, tienen para su dieta: “Nada que
tenga valor alimenticio escapaba a la vista aguda de los primitivos pápagos. Semillas de
diversas plantas silvestres, frutos de varios tipos de cactus y de mezquite, mescal y
tubérculos se complementaban con piezas de caza” [Curtis 1993: 43].
Ruth Underhill describe, en los años 30 del siglo XX, la práctica de migraciones
estacionales entre los pápagos, habiendo un campamento agrícola de verano que
aprovecha las lluvias de la estación para sembrar maíz, calabaza y frijol en las planicies
de inundación y otro campamento de invierno, al pie de los cerros, en aquellos lugares
donde hay manantiales y refugios naturales [Underhill 1939: 57]. La migración del
verano obedece también, y de manera muy importante, a la recolección de los frutos de
diversas especies vegetales silvestres que se dan en la estación.
Las migraciones estacionales, además de asociarse con los distintos tipos de
actividad económica, han definido los patrones de asentamiento. El campo (oidag),
donde se sembraba fríjol y calabaza en los arroyos y las planicies de inundación,
durante las lluvias de verano. El pozo (wahia), campamento invernal, alrededor de las
fuentes permanentes de agua, cerca de las serranías. Campamento de recolección, en el
verano, antes de las lluvias, para recolectar los frutos de las cactáceas y las semillas del
mezquite durante la temporada de maduración [Lumholtz 1990: 25-26;Velarde 1985:
131].

40
Como se verá más adelante, existieron distintas estrategias de ocupación y uso
de la tierra que iban desde el seminomadismo de los grupos hiached o’odham, el
semisedentarismo de los tohono o’odham y el sedentarismo de los akimel o’odham.
Comprobamos de esa manera que ciertas estrategias de supervivencia y formas de vida
de los grupos pertenecientes a la tradición Trincheras pueden inducirse de lo observado
en las culturas existentes en el momento del contacto, especialmente, en lo que se
refiere a la cultura o’odham [Beals 2000; Curtis 1993; Lloyd 1911; Lumholtz 1990;
Russell 1980; Underhill 1939].
La condición climática del Desierto de Sonora determina ciclos estacionales bien
definidos que se caracterizan por su carácter extremoso, debido a las grandes diferencias
de temperatura entre la estación cálida y la fría. No sólo los movimientos migratorios de
los grupos humanos nómadas, seminómadas y semisedentarios han estado definidos por
estos ciclos climáticos estacionales, de igual manera, la agricultura tuvo que adaptarse a
esas condiciones.

Las precipitaciones aparecen en la región básicamente en forma de chubascos de


verano, con mucha menor cantidad de lluvia durante los extensos frentes de invierno.
Tanto las precipitaciones como la temperatura están en función de la altitud, a mayor
altura las precipitaciones se incrementan y la temperatura desciende […] En ninguna
parte de la región las precipitaciones son suficientes como para mantener el cultivo del
maíz sin recurrir al uso de la irrigación, o a mecanismos para la conservación y el
encauzamiento del agua [Villalpando y McGuire 2009: 50].

La Tradición Trincheras
Sobre una base de sustento de tipo cazador-recolector, con sus múltiples variantes
regionales, se desarrolló, posteriormente, una agricultura de desierto, adecuada a las
características particulares de este clima, valiéndose de diversos medios: sembrando en
las planicies de inundación, utilizando sistemas de canales para irrigar los cultivos, el
sistema de terrazas para aprovechar los escurrimientos de las lluvias de temporada o
utilizando estos métodos de manera combinada. La adaptación de la agricultura al
Desierto de Sonora supuso una sobresaliente y sofisticada inteligencia técnica y cultural.
Se valió de infinidad de recursos como el control de la insolación de los cultivos, el
aprovechamiento máximo del agua, la adaptación de las especies vegetales a las

41
condiciones locales de aridez, la protección de los cultivos de las heladas de invierno,
siendo éstas sólo algunas de las técnicas más conocidas.

La transición del Arcaico Tardío/Agricultura Temprana al periodo Trincheras está


caracterizado, principalmente, por la producción cerámica, ampliamente extendida y por
el cambio en el tipo de enterramiento de inhumación a cremación secundaria.
Asimismo, la continuidad en la ocupación se refleja en los complejos artefactuales,
creemos que la transición refleja desarrollos in situ [Carpenter, et. al. 2008: 299].

Particularmente, a partir de los resultados obtenidos del análisis de los materiales


recolectados en superficie y los hallados en contexto de excavación en el principal sitio
de cerros de trincheras de la región, el Cerro de Trincheras de la cuenca del Magdalena,
McGuire y Villalpando han demostrado cabalmente que la Tradición Trincheras es un
desarrollo local, a partir de poblaciones previamente asentadas en la región [McGuire y
Villalpando 2007; Villalpando y McGuire 2004 y 2009].
La región noroeste de Sonora, situada dentro de la llanura desértica que media
entre la Sierra Madre Occidental y el Golfo de California, se inserta dentro del sistema
fluvial de los ríos Magdalena-Altar-Asunción/Concepción, al cual se asocian los
principales sitios del complejo cultural Trincheras (Figura 5). La observación
cuidadosa de la fotografía satelital de la región y su contraste con la evidencia
arqueológica deja en claro que el sistema fluvial es, además, la ruta de tránsito más
viable entre la Sierra y el Golfo. A partir del cambio climático asociado al Holoceno,
que trajo consigo un clima más seco, el agua de los ríos permitió que fuera posible
viajar por la región, gracias a que se podía contar con una fuente segura de agua en
algunas épocas del año. Esas características permitirían diversos tipos de migraciones y
el acceso a los recursos naturales de diferentes microsistemas ecológicos, contribuyendo
a determinar tanto las rutas estacionales de obtención de recursos, como la distribución
de los asentamientos temporales y permanentes.
Los ríos y sus cuencas de drenaje han sido la principal fuente del crecimiento
biológico en la Tierra y, por ello, del desarrollo de los asentamientos culturales, son “la
base de la vida en la Tierra y el medio de subsistencia de miles de comunidades
humanas en diferentes regiones, especialmente en las zonas áridas, semiáridas y
tropicales del planeta” [Toledo 2006: 9]. Para las culturas del desierto, de manera
particularmente enfática, la distribución del agua constituye el factor determinante para

42
la relación paisaje-cultura. En la región que estudiamos, se integran dos elementos
decisivos que determinaron la distribución de los asentamientos: las cuencas
hidrológicas y los cerros de origen volcánico (Figura 5). La combinación de los
beneficios de ambas permitieron la posibilidad de optimizar el preciado recurso del
agua.

En algunas áreas de la superficie terrestre, el agua es casi exclusivamente interceptada


por sus montañas, como es el caso de las zonas áridas y semiáridas, donde este
porcentaje rebasa el 90%. Las montañas son unas auténticas “torres de agua” cuyas
significaciones hidrológicas se pueden estimar sólo por el hecho de que los sistemas
montañosos de la Tierra (26% de su superficie) proveen más del 95% de la oferta total
de aguas dulces de las cuencas hidrológicas [Messerli, et al., en Toledo 2006: 42].

La definida distribución tanto de los sitios arqueológicos como de los


asentamientos modernos en la cuenca de los ríos Magdalena-Altar-Asunción-
Concepción se explica claramente por la interacción de los dos componentes señalados.
La región del noroeste de Sonora se caracteriza por el uso de terrazas en los
cerros de origen volcánico que da el nombre al Complejo Cultural Trincheras. Cassiano
propone la hipótesis de que la construcción de las terrazas en los llamados cerros de
trincheras puede obedecer al aprovechamiento de las características climáticas del
periodo (1100-1300 d. C.) para favorecer la producción agrícola, conteniendo la erosión
de la tierra por los deslaves y reutilizándola para fines agrícolas, la presencia de las
terrazas “podía haber sido ocasionada por avenidas de agua relacionadas con lluvias
violentas y cortas durante varios años seguidos” [Cassiano 1991:24]. Desde mi punto de
vista, más que los factores climatológicos coyunturales, la construcción de las terrazas
se llevó a cabo cuando la escala social y la orientación de la cultura lo permitieron y, en
cierto sentido, lo exigieron. El aumento de la productividad agrícola, de la población y
de los asentamientos, unido a la creciente complejidad socio-política, permitieron que se
contara con la organización colectiva y la fuerza de trabajo suficientes para emprender
la construcción de las terrazas y las demás obras vinculadas con ellas. Debe tomarse en
cuenta, también, que sólo una parte de las terrazas tenía una función agrícola y que la
decisión de construirlas no debe haber obedecido únicamente a razones de carácter
agrícola.

43
Se ha propuesto que los grabados rupestres del cerro de la Proveedora
pertenecen al referido complejo cultural Trincheras, característico del noroeste de
Sonora, sin embargo, a pesar de que la abundancia de elementos diagnósticos
Trincheras en los sitios apuntan en ese sentido (Figura 6), la asociación entre éstos y
los petrograbados no ha podido establecerse de una manera rigurosa e indiscutible, por
otra parte, los restos de cultura material a partir de los cuales se define este Complejo
Trincheras no tienen una distribución uniforme o una importancia equivalente en todos
los sitios. Como sabemos, el nombre asignado a esta cultura por los arqueólogos
proviene de las terrazas artificiales construidas sobre los cerros a las que los primeros
misioneros y militares en llegar a la región (Kino, Mange y, posteriormente,
Pfefferkorn) les atribuyeron una función defensiva y las designaron con el nombre de
“trincheras” y de “cerros de trincheras” [Bolton 1936; Sauer y Brand 1931].
Con el tiempo, varios autores han cuestionado este concepto unifuncional y
demostrado otros usos como el agrícola, el habitacional y el ceremonial [Fish, et. al.
1991; Fish y Fish 2007a]. En relación con el sitio más importante de este tipo, el Cerro
Trincheras del Río Magdalena, Villalpando y McGuire señalan al respecto:

Hemos encontrado evidencias de todas las funciones señaladas por otros investigadores
para responder la pregunta de por qué escogieron vivir en estos cerros, incluyendo
aspectos relacionados con la agricultura, el ritual y la defensa. Atribuirlos a sólo una de
estas funciones es demasiado simple para responder la pregunta, debido a la
complejidad del sitio que hemos excavado, cuyos resultados sugieren que fue un pueblo
prehispánico y un centro regional de primer orden [2004: 225].

El sitio no fue construido simplemente para defensa, para impactar con su


monumentalidad, para cultivar agave, para fabricar ornamentos de concha, para llevar a
cabo rituales o para construir casas. La gente de Trincheras levantó este espectacular
asentamiento para desarrollar todas estas actividades y no una sola de ellas, y el
conjunto de actividades llevadas a cabo en el sitio deben haber cambiado a lo largo del
tiempo [Villalpando y McGuire 2009: 374].

Las conclusiones de Paul R. Fish, Suzanne K. Fish y Christian Downum sobre


los sitios de trincheras en Sonora y Arizona aportan una excelente descripción de sus
rasgos dominantes. De acuerdo con estos autores, el término trincheras se aplica a los
sitios con construcciones de piedra sin mortero sobre colinas o picos montañosos de

44
escasa altura en las cuencas desérticas de Sonora y Arizona. Casi siempre se ubican en
cerros volcánicos de color oscuro. Las terrazas son el rasgo típicamente dominante entre
una variedad de muros, estructuras y otras construcciones que pueden o no estar
presentes.
La distribución de los cerros de trincheras abarca el norte de Sonora, el sur-
centro de Arizona, el oeste de Chihuahua y el suroeste de Nuevo México. Los sitios de
trincheras exhiben una considerable variedad en tipos, abundancia y distribución de esas
estructuras de piedra. La ausencia de criterios morfológicos restrictivos y la carencia de
asociaciones a una única cultura arqueológica han llevado a utilizar el término
trincheras a sitios muy diversos.
Para la presente investigación me referiré solamente y en un sentido estricto a
los cerros de trincheras del noroeste de Sonora. En Sonora el término trincheras se
utiliza tanto para designar a: 1) los cerros descritos con construcciones de terrazas y
muros sobre las laderas y las cimas cuya construcción se inicia durante el periodo que
va del 800 al 1150 d.C.; 2) el complejo cerámico Trincheras del norte-centro de Sonora
que sólo parcialmente se superpone a la distribución de los cerros de trincheras
(Trincheras Púrpura/Rojo, Trincheras Púrpura/Café y Trincheras Policroma); 3) el Cerro
de Trincheras de la cuenca del río Magdalena. Los sitios trincheras en Sonora se
caracterizan por las paredes de mayor porte, las construcciones más formalizadas, la
mayor inversión de mano de obra, la mayor variación en tamaño de los sitios, la mayor
complejidad de las construcciones y la mayor variedad de los tipos de estructuras [Fish,
et. al. 1991].
El interés prolongado por las colinas volcánicas bajas para construir cerros de
trincheras refleja la presencia de recursos silvestres, microclimas favorables y un
potencial agrícola. Además de las razones prácticas, no deben descartarse los criterios
astronómicos y religiosos (simbolismo cosmológico) en la selección de los cerros para
construir espacios habitables y sitios ceremoniales [Broda 1991; Fish y Fish 2007a;
López Austin y López Luján 2009; Whitley 1998; Zavala 2006].
En algunas de las terrazas angostas del Cerro de Trincheras se cultivaron agaves
(Villalpando y McGuire 2009). De acuerdo con Fish, Fish y Downum [1991], factores
diversos demuestran el uso agrícola: 1) las terrazas tienen profundidad suficiente para
haber sido utilizadas con fines agrícolas; 2) predominan orientaciones de las terrazas
que evitan la excesiva insolación de los cultivos; 3) en esas colinas se producen menos
heladas invernales que en otros terrenos y las terrazas proporcionan un calentamiento

45
nocturno del suelo, al irradiar el calor absorbido por las rocas volcánicas oscuras; 4) los
cerros de trincheras proporcionan el más elevado y extenso contenido de humedad
estacional durante las lluvias de invierno; 5) los suelos volcánicos son ricos en arcillas y
retención de humedad.
Los principales cultivos se realizaban en las llanuras de inundación con el
auxilio de diversos sistemas de riego que permitieron aprovechar al máximo el agua de
la temporada de lluvias. Los restos macrobotánicos y de polen hallados en el Cerro de
Trincheras indican que sus habitantes prehispánicos (1300-1450 d.C.) cultivaron maíz,
calabaza, fríjol y algodón; en las terrazas, agave, que se consumía como alimento, al
mismo tiempo que sus fibras se aprovechaban para distintos usos [McGuire y
Villalpando 2007: 157]. En el Área E, que se encuentra a 0.5 km al sur de la base del
Cerro de Trincheras y pertenece a la misma fase temporal, los restos macrobotánicos
confirman los cultivos señalados (maíz, calabaza, fríjol y algodón) pero indican que
“además usaron una amplia variedad de recursos silvestres, como el mesquite, brotes de
cholla y varias otras semillas. Los restos de animales fueron de venado y conejo”
[Villalpando y McGuire 2009: 160].
El análisis de los restos de fauna, presentes en el sitio, permite completar la
imagen que podemos formarnos sobre el tipo de dieta que los habitantes del lugar
tenían. El consumo de conejos (Lepus), liebres (Sylvilagus) y venado (Odocoileus)
parece confirmarse [Villalpando y McGuire 2009: 301-304]. “La evidencia sobre la
dieta de los habitantes del Cerro de Trincheras, así como de otros sitios de la región,
sugiere una fuerte dependencia de animales de caza medianos, especialmente
lagomorfos y probablemente algunos de los roedores más grandes” [Villalpando y
McGuire 2009: 303]. Desde esta perspectiva, podemos pensar en un tipo de sociedad
predominantemente agrícola que continuó completando su dieta con productos
vegetales silvestres y piezas provenientes de la caza. Desde mi punto de vista, la
abundancia regional de productos vegetales silvestres como los frijoles de mesquite, los
brotes de cholla, las pitahayas de los diversos cactus columnares, las nueces de palo de
fierro, las tunas de nopal y las semillas de los diversos pastos del desierto hacen poco
probable que los habitantes de los cerros de trincheras sonorenses, a pesar de contar
con una agricultura intensiva, no aprovecharan estos recursos, así como los provenientes
de las presas de caza: conejos, liebres y cérvidos, que completarían la dieta con
proteínas de origen animal.

46
En los sitios del noroeste de Sonora, asociados a las cuencas fluviales, se ha
demostrado la presencia de habitaciones y, en ciertos sitios, de aldeas completas
asociadas a los cerros de trincheras; en todos ellos aparecen concentraciones de
petrograbados sobre los afloramientos rocosos de las laderas. La densidad de los
grabados rupestres es muy alta en algunos casos, como los situados en la cuenca del río
Asunción, tales como La Proveedora, el Cerro San José y El Deseo, o el Cerro de la
Nana, en la cuenca del río Magdalena.
La producción de ornamentos de concha parece haber sido una actividad muy
importante en la mayoría de los sitios de trincheras del noroeste de Sonora [Fish, et. al.
1991; McGuire y Villalpando 1993; Villalpando y McGuire 2009]. Al excavar en los
cerros de trincheras de mayor tamaño, se han encontrado casas en foso, cuartos de
muros de piedra y otras estructuras. Los desechos de las unidades habitacionales, como
vasijas rotas, lítica pulida y tallada, ornamentos de concha, restos botánicos y de fauna,
han permitido formarnos una imagen más clara de las modalidades que adoptó la vida
doméstica.
A lo anteriormente descrito debemos agregar una función ritual. Estructuras de
muros de piedra con formas bien definidas: elipsoidales, circulares y cuadrangulares,
repetidas regularmente, que dotan de un carácter especializado a las cimas, fueron
usadas, muy probablemente, para rituales religiosos y también sirvieron como puntos de
observación del paisaje circundante y para la comunicación a la distancia [Amador y
Medina 2007; Fish y Fish 2007a; Zavala 2006].
Los cerros de trincheras constituían localidades elevadas y prominentes;
pudieron haber servido como marcadores visuales sobresalientes en el paisaje,
dominando los asentamientos comunes, tal vez, jugando un papel simbólico semejante a
los montículos, las pirámides y los centros ceremoniales construidos en sitios elevados
por las culturas mesoamericanas [Haury 1976; McGuire y Villalpando 1993; Nelson
2007; O’Donovan 2002; Zavala 2006]. El patrón repetitivo y el carácter masivo de las
terrazas en algunos sitios, como en el Cerro de Trincheras, crean un efecto visual de
escalonamiento de las laderas de los cerros que es visible a la distancia (Figuras 7-8).
Su monumentalidad puede asociarse a la exhibición del poder del grupo que los
construyó y al dominio estratégico de los cerros sobre los valles adyacentes [Nelson
2007; Zavala 2006]. “Los cerros de trincheras integran la monumentalidad de las formas
del paisaje y transforman las estructuras habitacionales en algo capaz de enviar un
mensaje a los habitantes del valle” [Zavala 2006: 138 (traducción nuestra)].

47
El dominio de la visibilidad desde la cima de los cerros más elevados puede
asociarse, también, con la comunicación a larga distancia, la defensa, el ritual y la
observación de los principales fenómenos astronómicos como los movimientos del sol y
de la luna, a lo largo del año, sobre un calendario de horizonte. Las estructuras en las
cimas de los cerros pudieron haber formado parte de un sistema de señalización y
comunicación entre aldeas. La inter-visibilidad une y relaciona entre sí a los sitios más
elevados del sistema fluvial Magdalena-Altar-Asunción-Concepción.
Así por ejemplo, desde la estructura en la cima del cerro SON:F:2:50 en la
cuenca del río Altar, es posible observar, hacia el sur, los cerros de Tío Benino, La
Hormiga, Tía Chepa y La Bandera y, hacia el norte, La Aurora, Cerro Prieto de
Bobocomari y Los Chirones [McGuire y Villalpando 1993: 145]. Al respecto, Zavala
subraya lo señalado por McGuire y McNiff: la notable frecuencia en que desde las
cimas de los cerros de trincheras son visibles otros cerros de trincheras [Zavala 2006:
140].
En algunos casos, como en el Cerro de Trincheras, el conjunto de cerros del sitio
funcionaba, probablemente, como un sistema integrado, dentro del cual, las estructuras
arquitectónicas del cerro más prominente estaban vinculadas en términos visuales,
funcionales, simbólicos y rituales con las de los cerros de menor altura de las cercanías.
Esta es una conclusión válida que se desprende de los resultados que han arrojado
diversos trabajos de investigación arqueológica [Fish y Fish 2007a y 2007b; McGuire y
Villalpando 2007; Villalpando y McGuire 2004 y 2009; Zavala 2006].
Un cerro con laderas de piedra es una localidad favorable a acciones defensivas.
Además de contar con la ventaja de poder prevenir un ataque por el dominio visual
sobre el territorio, desde las alturas, las terrazas y muros dificultarían y harían más lento
el ataque de un grupo invasor, obligado a avanzar en forma ascendente sobre las
empinadas laderas del cerro; además, la pendiente, los muros y las rocas de la ladera
proporcionan abrigo y un resguardo estable para los defensores [Villalpando y McGuire
2007: 138-142]. La ausencia de fuentes de agua en los cerros es, sin embargo, un factor
desfavorable para los defensores, en caso de un sitio prolongado.
La Cultura Trincheras es un fenómeno heterogéneo, complejo, de larga duración
y la información arqueológica con la que contamos muestra grados de profundidad
desiguales, debido a la amplia distribución del fenómeno cultural que abarca las
siguientes subregiones: 1) la fluvial (ríos Magdalena-Altar-Asunción-Concepción), 2) la

48
costera, 3) la región de la desembocadura del río Concepción, 4) la interior (lejana de
los ríos y la costa) [Braniff 1992: 122].9
La combinación de casas, talleres y huertos sobre las terrazas, estructuras
públicas y ceremoniales construidos en los cerros de trincheras, representan el conjunto
completo de actividades de una aldea o pueblo. Durante su última fase (1350-1450), el
Cerro de Trincheras, en la cuenca del Magdalena, fue un centro hegemónico regional
[Villalpando y McGuire 2004 y 2009] (Figuras 7-8). Si evaluamos críticamente la
evidencia arqueológica sobre estos sitios, podremos concluir que las estructuras
resultantes del trabajo cultural sobre los cerros volcánicos del noroeste de Sonora tenían
una funcionalidad plural: habitacional, agrícola, ritual, dominio visual sobre el territorio
circundante, observación astronómica, comunicación, defensa, manifestación de poder y
dominio. Compartieron muchas de estas características con otros sitios semejantes del
noroeste de México y suroeste de los Estados Unidos, en Chihuahua, Arizona y Nuevo
México.
De manera sintética, Elisa Villalpando caracteriza el complejo Trincheras
ocupando un territorio, “que se extiende desde algunos kilómetros al norte de la frontera
actual con los Estados Unidos, hasta aproximadamente la desembocadura del río San
Ignacio, y los valles fluviales del Magdalena-Altar-Asunción/Concepción [en el sur],
hasta la costa [del Golfo de California, en el oeste]. Su límite al norte lo demarcaba la
Papaguería, dentro de la Tradición Hohokam y hacia el sur los grupos de pescadores y
[cazadores-] recolectores del desierto” [Villalpando 1991: 51-60]. A su vez, define al
complejo Trincheras por los siguientes elementos culturales: los “cerros aislados,
cubiertos con terrazas, muros o cimientos de habitaciones, dispersos en los valles
aluviales. En ocasiones estos cerros llegan a tener petrograbados. Existe también una
cerámica característica, con decoración de hematita especular” a la que deben incluirse
los tipos diagnósticos decorados: Trincheras Púrpura sobre café, Trincheras Púrpura
sobre rojo y Trincheras Policroma; así como la Lisa con escobillado interior
[Villalpando 1991: 51-60]. Basándose en las investigaciones llevadas a cabo tanto en el
en el Valle de Altar, como en el sitio La Playa y el Cerro de Trincheras y desde una
perspectiva cronológica, Villalpando y McGuire proponen cuatro fases para el
Complejo Trincheras.

9
Con posterioridad a la publicación del libro de la autora, nuevas investigaciones han hecho importantes
aportaciones al estudio de la región.

49
Agricultura Temprana (800 a.C.-150 d.C.): Se define como “un complejo del
Arcaico tardío semejante a la Tradición Cochise del sur de Arizona, con comunidades
agrícolas que se inician alrededor del 500 a.C., inhumaciones flexionadas y elaboración
de ornamentos de concha” [Villalpando y McGuire 2004:228]. De acuerdo con
Carpenter, Villalpando y Sánchez a esos rasgos debemos agregar la amplia difusión de
la producción cerámica, “la transición refleja desarrollos in situ” [2008: 299].
Primera Fase: Aquí se sobreponen la Fase 2 (150-800 d.C.) -para toda la
región- con la denominada Fase temprana o Atil –para el valle de Altar-, con fecha
aproximada de inicio en el 750 d.C. [McGuire y Villalpando 1993; Villalpando y
McGuire 2004]. Ésta última es característica de una cerámica lisa (Trincheras Lisa 1 y
1a) y una decorada (Trincheras Púrpura/Roja especular) (Figuras 6, 41), un patrón de
asentamiento compuesto por pequeñas aldeas de casas semi-subterráneas (pithouses),
cuyos materiales asociados sugieren la existencia de agricultura. Se localizan en las
planicies de inundación o terrazas adyacentes a los ríos. Parecen haber desarrollado
formas de intercambio con la vecina cultura hohokam, pues los tipos cerámicos
clasificados como Trincheras, pertenecientes a esta fase, se han encontrado en el sur de
Arizona y en las cuencas de Tucson y Phoenix. En el sur de Arizona se encuentran sitios
con estas características, fechados en el 200 a. C., lo cual puede indicar que la fase Atil
pudo haberse iniciado alrededor de esa fecha [McGuire y Villalpando 1993: 69-90].
Fase Altar (800-1300 d.C.): Caracterizada por la presencia de varios tipos
cerámicos, lisos y decorados (Trincheras Lisa 2, Trincheras Púrpura/Rojo no especular,
Trincheras Púrpura/Café, Altar Policroma), incremento sustantivo en el número, tamaño
y variedad de los asentamientos: 1) cerros de trincheras -los más tempranos son los del
Valle de Altar-, 2) asentamientos en las planicies de inundación y terrazas de lechos
fluviales, 3) sitios de obtención de recursos especializados, 4) hornos de procesamiento
de plantas y 5) abrigos. En cada caso encontramos combinaciones diversas de estos
elementos, como ocurre en la Proveedora, por ejemplo, donde existen terrazas, senderos
y plataformas en las laderas, petrograbados en las partes bajas de las laderas, pequeñas
plazas delimitadas por rocas alineadas, ahí donde se une el cerro con la llanura, llanura
de inundación, espacios especializados de procesamiento de alimentos, taller lítico.
Los sitios de trincheras tienden a ser más grandes que los otros sitios
habitacionales. Existen también sitios de tipo ceremonial “muy semejantes a los
llamados altares del sur de Arizona”. Según McGuire y Villalpando [1993], los cerros
de trincheras aparecen justamente en esta etapa. Afirmación que contradice lo sostenido

50
por Bowen, quien consideraba que aparecen hasta la fase siguiente [Bowen 1976]. Por
su parte, Beatriz Braniff sostiene, a partir de su trabajo en la Proveedora, que el patrón
Altar continúa hasta la llegada de los españoles, al haber obtenido fechas de 14C del
siglo XV para la cerámica Trincheras Púrprua/Roja. Sin embargo, esto último resulta
hasta cierto punto relativo, porque las fechas 14C obtenidas corresponden a: 1450 + 200
[Braniff 1992]. Durante esta fase, el tratamiento mortuorio consiste en cremación
[Villalpando 2001c: 220].
Fase Realito (1300-1450 d.C.): Tiene muchas semejanzas con la cultura del
período Clásico Hohokam, del sur de Arizona. La transición de la fase anterior a ésta se
definió a partir del cambio en las técnicas de manufactura cerámica: de enrollado y
raspado a adelgazamiento con paletas de madera. Entre los principales elementos de
cultura material atribuidos a esta fase se tienen los metates delgados de balancín y las
manos de extremos colgantes. A partir de la asociación de cerámicas intrusivas, se sitúa
esta fase, entre los siglos XIV y XV. Disminuye el número y la variedad de los sitios,
aunque su tamaño es mayor que el de los períodos anteriores.
La ubicación de los sitios habitacionales cambia de las planicies de inundación a
las terrazas adyacentes, en éstas se han encontrado restos de estructuras arquitectónicas
de forma oval. La práctica mortuoria más común parece ser la cremación. Se utilizan
sitios especiales y bien definidos para la obtención de recursos del desierto. Declinan la
cantidad y densidad de materiales asociados a los cerros de trincheras. La evidencia
encontrada indica que probablemente los cerros de trincheras de la fase anterior fueron
abandonados y fueron construidos nuevos en otros lugares. El patrón de asentamiento
indica que al pie de los cerros se construyeron grandes aldeas de casas semi-
subterráneas.
En esta fase se inicia la construcción del Cerro de Trincheras, cuya ocupación se
ha fechado entre 1300 y 1450 d.C. Como se ha descrito, se trata de un sitio de
características monumentales, con más de 900 terrazas artificiales y otras estructuras
arquitectónicas asociadas. El sitio de esta fase “representa el de mayor complejidad
social al que se llega dentro de las culturas prehispánicas del Noroeste”, siendo el Cerro
de Trincheras el asentamiento de una comunidad agrícola compleja y un sitio regional
muy importante dentro del Noroeste en el periodo prehispánico tardío [Villalpando y
McGuire 2004 y 2009].
Fase Santa Teresa: Algunos autores han definido un “patrón protohistórico de
artefactos” que se encuentra en la Papaguería, la cuenca de Tucson, la región media del

51
Río Santa Cruz y el Valle de San Pedro en el sur de Arizona. Este patrón incluye un tipo
cerámico denominado: Whetstone plain, un tipo de puntas de proyectil pequeñas con
muescas basales y alineamiento de piedras en formas ovales y cuadrangulares que son
indicadores en superficie de basamentos para casas atribuidas al periodo
“protohistórico”. Varios autores asocian ese patrón con los o’odham que ocupaban el
sur de Arizona y el norte de Sonora a la llegada de los españoles [véase al respecto:
McGuire y Villalpando 1993 y Villalpando 2001c].
Ravesloot y Whittlesey [citados por Villalpando 1991] han cuestionado la
asociación entre este patrón cultural y los o’odham como grupo étnico, señalando que se
debe ser muy prudente a la hora de asociar cierto patrón de artefactos con un grupo
étnico muy definido, como serían los sobaipuri. En relación con esto, McGuire y
Villalpando señalan que encontraron algunos sitios que se ajustan a este patrón y lo
llamaron fase Santa Teresa; proponen como fecha tentativa 1450-1690 d.C. [McGuire y
Villalpando 1993: 72-73; Villalpando 2001c].
El número y la variedad de los sitios declinan de una manera muy definida. Son
menos numerosos, más pequeños y menos complejos. Los sitios de habitación se ubican
tanto en las planicies de inundación como en las terrazas. Esta fase representa la
ocupación de los espacios, anteriormente correspondientes a la Cultura Trincheras e
inmediatamente anterior a la llegada de los misioneros europeos y conquistadores
españoles y, como se ha señalado, algunos autores atribuyen esta ocupación a los grupos
o’odham. El fin de este período coincide con la fundación de las primeras misiones
jesuitas en el ahora territorio denominado por los españoles como “Pimería Alta”. De
acuerdo con Villalpando, después de un periodo de considerable incremento poblacional
y de creciente diferenciación y complejidad social (siglos XIII-XIV), por causas aún no
comprobadas científicamente, los grupos humanos abandonan los asentamientos
complejos y retornan a un patrón de pequeñas comunidades dispersas con un nivel de
actividades de subsistencia fuertemente basado en la recolección de especies vegetales
silvestres, dejando atrás grandes estructuras comunitarias y ceremoniales con materiales
culturales asociados a élites y sistemas agrícolas complejos [Villalpando 1991: 55].
Fase Oquitoa (1690-1840): El comienzo de esta fase se caracteriza por la
concentración de la población o’odham por los jesuitas en Oquitoa, Atil y Santa Teresa.
La población indígena declina sensiblemente, debido a factores combinados como el
contagio de las enfermedades traídas por los europeos, los procesos de aculturación y
los constantes ataques perpetrados por los apaches.

52
La población de los sopa o’odham que originalmente se encontraba en el lugar,
fue sustituida por gente del desierto, tohono o’odham, traídos por los españoles del
desierto al norte y oeste del valle. Hacia el final de la fase, la población indígena era
minoritaria, predominando la de origen europeo. La cerámica característica de este
periodo es la llamada Oquitoa Lisa y Oquitoa Roja/Café. Aunque se sabe que estos tipos
cerámicos fueron producidos durante este periodo, la correspondencia cronológica entre
tipo cerámico y periodo histórico no necesariamente es exacta [McGuire y Villalpando
1993: 73].
Fase Tohono O’odham o Pápago: Abarca desde el periodo final de las
misiones, de alrededor de 1840 a las primeras dos décadas del siglo XX. Durante esta
fase, los pápagos perdieron sus planicies de inundación, utilizadas con fines agrícolas a
manos de los europeos que se las expropiaron. Vivieron, aquellos, en una situación de
extrema pobreza en los márgenes de las nuevas ocupaciones europeas. Aunque es difícil
situar con precisión el momento en el cual los pápagos dejaron el valle, basándose en
los relatos locales, Hinton obtuvo información que indicaba que, cuando más tarde, la
ocupación de los pápagos había terminado al comenzar la segunda década del siglo XX.
Según McGuire y Villalpando [1993], los restos de artefactos encontrados en los
sitios ocupados por los tohono o’odham confirmarían esta suposición. La distribución
de artefactos tohono o’odham y sus características, en el valle de Altar, es similar a la
que se encuentra en los sitios correspondientes a la Nación Tohono O’odham de
Arizona. Incluye la cerámica Pápago Lisa y Pápago Roja, montículos de adobe, bajos y
en forma oval, que señalan las casas tohono o’odham, lascas de herramientas de vidrio.
No es posible determinar si los tipos cerámicos coinciden exactamente con el inicio de
esta fase, pero son característicos de ella y son los más comunes hasta el final del
periodo en los sitios indígenas y europeos.

En conclusión, acerca del Complejo Trincheras podemos afirmar que alrededor


del 1500 a.C., se introduce la agricultura en la región de los ríos Magdalena-Altar-
Asunción-Concepción, así, comienza a formarse en los valles fluviales un complejo
cultural caracterizado por el predominio de la agricultura y un complemento de tipo
secundario en la recolección y la caza, con adaptaciones específicas a cada micro-
región. Hacia el periodo comprendido entre el 150-800 d.C., la orientación agrícola de
esta tradición se consolida y la escala social comienza a crecer. Esa tradición tiene fases
muy definidas de desarrollo que pueden observarse tanto en los patrones de

53
asentamiento como en los restos de utensilios y de las construcciones arquitectónicas: la
tendencia apunta hacia una creciente complejidad.
A partir del periodo comprendido entre el 800 y el 1300 parece haber un
crecimiento económico, que sería consecuencia del aumento de la productividad y se
traduciría en un incremento de la población, en la diversificación de las actividades, en
el aumento del número de los asentamientos y en el mayor tamaño de éstos.
La construcción de las terrazas en los cerros parece pertenecer a este periodo y
es un indicador de un nivel más alto de organización social, debido al gran esfuerzo
colectivo que supone su construcción y al conjunto de conocimientos especializados de
ingeniería que requiere. La adaptación exitosa de la agricultura de maíz, calabaza y
frijol a la región y el uso de las terrazas para el cultivo de agaves, supone una amplia
gama de conocimientos sistematizados, no sólo de agronomía, también astronómicos:
los relativos a observaciones de los movimientos solares que permitieron controlar los
diferentes grados de insolación que requerían los diversos cultivos y los aspectos
climatológicos que tienen una relación directa con la productividad de los recursos
alimenticios, ya sean cultivados o silvestres.
Por otra parte, la probable representación de astros y fenómenos astronómicos en
los grabados rupestres de ciertos sitios de trincheras [Ballereau 1991], el uso ceremonial
de ciertas estructuras arquitectónicas y, en particular, la posible orientación astronómica
de algunas estructuras de muros en las cimas de los cerros, entre las cuales pueden
referirse la que se encuentra en la cima norte de La Proveedora, y que probablemente
servía para la observación del calendario de horizonte, y aquellas en forma de “V” que
se encuentran en los picos más altos del cerro de Trincheras y que de acuerdo con
McGuire y Villalpando servían para observar la salida del sol en los solsticios de verano
e invierno [Villalpando y McGuire 2004 y 2009], confirmarían la aplicación práctica y
el uso religioso de los conocimientos astronómicos.
Varios indicadores relacionados con la cerámica, los objetos de concha y el
análisis comparativo de diseños pintados en la cerámica y los grabados rupestres
[Lindauer y Zaslow 1994] parecen atestiguar diversas formas de intercambio con las
vecinas culturas de Arizona (hohokam) y Chihuahua (Casas Grandes). Durante la
transición a la fase Realito (1300-1450) ocurren cambios drásticos y, si observamos
algunos indicadores tanto del Valle de Altar como del Cerro de Trincheras, podemos
inducir que el cambio en el patrón de asentamiento puede significar no sólo el abandono
de ciertos sitios de cerros de trincheras y la construcción de nuevos, sino la mayor

54
concentración de la población en sitios mayores y más densamente poblados, así como
el mayor control colectivo e institucional de la población, la realización de ceremonias
colectivas masivas, la mayor diferenciación social y el predominio de ciertas élites,
relativamente privilegiadas, sobre el conjunto de la población.
Posteriormente al 1450, por causas aún no comprobadas de manera científica, el
cerro de Trincheras parece haber sido abandonado, lo que posiblemente haya ocurrido
también en otros sitios del Complejo Trincheras, que pueden haber sido
contemporáneos. Las ocupaciones posteriores, particularmente aquellas que se dieron
en el valle de Altar, se caracterizan por un significativo cambio en los restos de
artefactos, en los restos de las estructuras arquitectónicas y en los patrones de
asentamiento, mismos que han permitido definir un “conjunto de materiales
protohistóricos” atribuido a grupos culturales distintos o posteriores al Complejo
Trincheras, particularmente los o’odham.
El conjunto de la evidencia arqueológica reunida hasta ahora parece indicar que
el Complejo Cultural Trincheras del noroeste de Sonora es un desarrollo local a partir de
una población previamente asentada en el lugar [Villalpando y McGuire 2004 y 2009].
La Cultura Trincheras se levantó sobre la base de una tecnología sofisticada e
inteligente que suponía conocimientos muy detallados de los factores ambientales,
climatológicos, agrícolas y astronómicos. Gracias a éstos y valiéndose en un principio
de recursos materiales proporcionados por el Desierto de Sonora, permitieron
aprovechar al máximo los recursos vegetales y animales que ahí se encontraban y, sobre
esa base, adaptar exitosamente la agricultura a esas difíciles condiciones. Se creó, de esa
manera, una economía sustentable que permitió la existencia de una población muy
numerosa en torno a ciertos centros nucleares, dispersos a lo largo del sistema fluvial de
los ríos Magdalena-Altar-Asunción/Concepción.

55
CAPÍTULO II

ANTROPOLOGÍA DE LA IDENTIDAD:
PERSPECTIVAS TEÓRICAS

CULTURA E IDENTIDAD

En la reflexión más reciente acerca de las perspectivas teóricas a desarrollar por


la arqueología, no sólo como disciplina científica, sino, específicamente, como una
rama particular de la antropología, ha surgido el problema de cómo abordar el estudio
de la identidad de los grupos culturales, así como de las personas que produjeron y
usaron los elementos de la cultura material que estudia la arqueología. Con la definida
intención de proponer algunas orientaciones teóricas básicas que contribuyan a la mejor
comprensión de este asunto, expongo, a continuación, mi propuesta teórica.
Enfrentar en términos teóricos el problema de la identidad exige, en principio,
entender a la cultura como una construcción simbólica, o mejor, como una compleja
articulación de redes simbólicas [Cassirer 1997; Geertz 1997]. Cassirer, en su obra
publicada originalmente en 1944, explica que el ser humano no puede enfrentarse con la
realidad de un modo inmediato, trata a la realidad física sólo por mediación de las
construcciones simbólicas del lenguaje, el mito, el arte, la magia y la ciencia. Geertz, al
definir en 1973 a la cultura, consideraba que “el hombre es un animal inserto en tramas
de significación que el mismo ha tejido” y que “la cultura es esa urdimbre”, por lo cual,
“el análisis de la cultura ha de ser […] no una ciencia experimental en busca de leyes,
sino una ciencia interpretativa en busca de significaciones” [Geertz 1997: 20]. La
cultura “denota un esquema históricamente transmitido de significaciones representadas
en símbolos, un sistema de concepciones heredadas y expresadas en formas simbólicas
por medio de los cuales los hombres comunican, perpetúan y desarrollan su
conocimiento y sus actitudes frente a la vida” [Geertz 1997: 88].
A pesar de las diferencias que existen entre sus orientaciones teóricas, los dos
autores más destacados de la antropología del siglo XX, Clifford Geertz y Claude Lévi-
Strauss, conciben de manera semejante a la cultura, éste último, en su reflexión sobre la
obra de Marcel Mauss, la definirá en 1971 como:

56
[…] un conjunto de sistemas simbólicos que tienen situados en primer término el
lenguaje, las reglas matrimoniales, las relaciones económicas, el arte, la ciencia, la
religión. Estos sistemas tienen como finalidad expresar determinados aspectos de la
realidad física y de la realidad social, e incluso las relaciones de estos tipos de
realidades entre sí, y las que estos sistemas simbólicos guardan unos frente a los otros
[Lévi-Strauss 1979: 20].

La compleja trama de la experiencia humana teje una densa red simbólica. Los
seres humanos no podemos más que ver, conocer y vivir “a través de la interposición de
este medio artificial” [Cassirer 1997: 47-48]. En palabras de Hans-Georg Gadamer: “La
lingüisticidad de nuestra experiencia del mundo precede a todo cuanto puede ser
reconocido e interpelado como ente” [1999: 539].
Ni en la esfera teórica ni en la vida práctica puede afirmarse que el ser humano
viva “en un mundo de crudos hechos o a tenor de sus necesidades y deseos inmediatos.
Vive, más bien, en medio de emociones, esperanzas y temores, ilusiones y desilusiones
imaginarias, en medio de sus fantasías y de sus sueños” [Cassirer 1997: 48].
Recordando la antigua sentencia griega, Montaigne nos hace ver que “a los hombres les
atormentan las opiniones que de las cosas tienen, no las cosas mismas” [1917: 170].
Cassirer concluye que la razón “es un término verdaderamente inadecuado para
abarcar las formas de la vida cultural humana en toda su riqueza y diversidad, pero
todas esas formas son formas simbólicas. Por lo tanto, en lugar de definir al hombre
como un animal racional lo definiremos como un animal simbólico” [1997: 49 cursivas
en el original]. En concordancia con esta idea de Cassirer, podemos referirnos a
Gadamer, quien, siguiendo a Heidegger, afirma que si se lee a Aristóteles en el griego
original y con cierta perspicacia, se verá que: “la clásica definición del hombre no es
‘animal racional’ (animal rationale), sino ‘ser que tiene lenguaje’” [Gadamer 1997: 73].
Cassirer sostendrá que lo que distingue a los seres humanos es el desarrollo de
una inteligencia y una imaginación simbólicas que van más allá de lo meramente
práctico [1997: 59]. La realidad en la que vive el ser humano es una realidad creada por
las formas simbólicas: el lenguaje crea al mundo al enunciarlo. Nuestra construcción de
la realidad se basa en una compleja articulación de formas simbólicas de las que
depende nuestra capacidad de comprender y expresar nuestras experiencias. La
hermenéutica contemporánea “tiene su origen en el descubrimiento de la radicalidad
ontológica de la interpretación y del lenguaje […] para la época moderna la

57
interpretación es un destino: el lugar en el que se constituye la verdad posible (parcial y
episódica)” [Lanceros 2006:20].
La radicalidad del problema ontológico del pensamiento simbólico y su
expresión por medio del lenguaje puede bien explicarse como lo hace Estoquera,
destacando que ha sido Cassirer quien ha ubicado de forma más precisa la naturaleza del
símbolo, al definirla no como mero signo indicador de objetos, sino,
hermenéuticamente, como una organización instauradora de la realidad:

De este modo, si la objetividad es también y principalmente discurso, el problema del


concepto no es el de su pretendido fundamento desligado, como ocurre para el
cientificismo, sino el de los requisitos estructurales inmanentes al sujeto que lo
constituye. Esto es lo que nos permite afirmar que todo concepto es ya expresión, es
decir, está transido, lleno o preñado (praegnans) por las condiciones que determinan su
formación, lo cual nos aleja de aquella concepción objetivista que encuentra en todo
símbolo o concepto un valor epistemológico proporcional a su grado de independencia
del sujeto. Se trata de lo que Cassirer denomina pregnancia simbólica, y que establece
la imposibilidad de intuir objetivamente una cosa sin integrarla de modo inmediato en
un sentido. La comprensión lo es siempre en el modo de la representación y no de la
mera presentación [Estoquera 2006: 517-518 cursivas en el original].

El modo en el cual el ser humano se sitúa en el tiempo y en el espacio es, del


todo, un conjunto de procesos simbólicos. La psicología de la Gestalt ha demostrado
que la percepción espacio-temporal implica, de manera inmediata, la elaboración de
juicios de valor, es decir: construcciones simbólicas. La percepción es, en sí misma,
inteligente, de manera automática y simultánea selecciona, organiza, completa, jerarquiza
y discrimina todo lo que observa [Arnheim 1977 y 1990]. Esas operaciones, aparentemente
sencillas, comprenden una compleja actividad perceptual-conceptual que supone la
creación y uso de valores: otorgar un lugar y un sentido a las cosas es asignarles un valor,
es decir: significarlas, atribuirles significados, percibir a las cosas, a las formas y a los
acontecimientos como poseedores de un significado. Desde los años cincuenta, Rudolph
Arnheim había llegado a esa conclusión:

Ningún objeto se percibe como único o aislado. Ver algo significa asignarle un lugar en la
totalidad: una ubicación en el espacio, una magnitud en la medida de tamaño, de
luminosidad o de distancia. En otras palabras, todo acto de visión es un juicio visual. Se

58
piensa habitualmente que los juicios están monopolizados por el intelecto, pero los juicios
visuales no son contribuciones del intelecto que se agregan una vez cumplido el acto
visual, sino sus ingredientes inmediatos e indispensables [1977: 2].

Merleau-Ponty coincide con esta manera de entender a la percepción cuando en


1968 dice que “el sentido de una cosa percibida, si la distingue de todas las demás, no está
aún aislado de la constelación en que aparece; sólo se pronuncia como cierta diferencia
respecto del nivel de espacio, de tiempo, de movilidad y, en general, de significación en
que estamos establecidos” [1979: 110-111]. Va más allá, afirmando que “la percepción es
ya expresión”, pues actúa sobre lo percibido, interpretándolo significativamente [Merleau-
Ponty 1979: 112]. Gadamer formula la misma idea al escribir que la percepción acoge
siempre significación [1999: 133].
Franz K. Mayr sostiene un punto de vista semejante al afirmar que el ver y el oír
nunca son pura percepción, “sino una percepción siempre ya ‘interpretada’ (carga teórica),
siempre ya construida desde la tradición, la experiencia pasada y la memoria, siempre ya
emocional y afectivamente cargada” [1994: 331].
En 1964 Carl Gustav Jung explicaba que cuando nuestros sentidos reaccionan ante
fenómenos reales, visuales y sonoros, tales fenómenos físicos “son trasladados, en cierto
modo, desde el reino de la realidad al de la mente” [1984:19]. Se convierten, mediante ese
proceso, en sucesos psíquicos, simbólicamente estructurados. De tal forma, Jung explica
conceptualmente lo dicho de manera poética por Parménides: “Mira firmemente a las
cosas que, aunque lejos, están, sin embargo, presentes en tu mente”.
Podemos entender, desde esta perspectiva, que toda la vida práctica humana,
incluida la directamente productiva, está mediada por la producción simbólica imaginaria.
La actividad económica va más allá de las meras acciones funcionales y utilitarias,
implicando siempre, representaciones, imágenes, creencias e ideas que forman parte
indisoluble de ella y que definen su significado. Incluso desde el punto de vista de algunos
autores marxistas, las formas simbólicas que configuran la cultura no pueden ser
entendidas como una supra-estructura, derivada de las actividades básicas de reproducción
social, como sería la producción de alimentos, ni separada de ellas, pues pertenecen de
manera orgánica y en interioridad a la vida práctica cotidiana e influyen sobre las
actividades mismas, definiendo su forma y su significado [Echeverría 2001: 21]. Más aún,
“la dimensión cultural de la existencia social no sólo está presente en todo momento como
factor que actúa de manera sobredeterminante en los comportamientos colectivos e

59
individuales del mundo social, sino que también puede intervenir de manera decisiva en la
marcha misma de la historia” [Echeverría 2001: 26]. Como bien señaló Clifford Geertz, a
principios de los años 70, el problema de la significación ha cobrado tal relevancia en las
ciencias sociales y las humanidades que “hasta los marxistas citan a Cassirer” [1997: 39].
Ian Hodder expresa una opinión semejante cuando dice que:

[…] la ideología no puede explicarse en función de una realidad social, porque esa realidad
y el análisis de las relaciones entre ideología y realidad son en sí mismos, ideológicos. La
ideología es, más bien, el marco donde, a partir de una óptica concreta, se valoran los
recursos, se definen las desigualdades y se legitima el poder. Las ideas son, en sí mismas,
los recursos “reales” utilizados en la negociación del poder; y los recursos materiales son a
su vez, partes del aparato ideológico [1994: 85].

Los sistemas de creencias, la estructura política y el sistema de organización


económica están articulados de manera compleja, determinándose, recíprocamente [Morin
1994]. En su famosa obra publicada entre 1923 y 1924, Marcel Mauss mostró la múltiple
articulación que existe entre creencias religiosas, disposiciones rituales, rivalidad política
inter-tribal e intercambio económico entre los tlinkit y los haida de la costa norte del
Pacífico americano. Ha sido esa abigarrada articulación de elementos culturales diversos la
que ha mantenido durante siglos la acumulación de riqueza material dentro de ciertos
límites, debido a las prácticas tradicionales de dilapidación suntuaria de bienes, que supone
la institución del potlatch, prácticas a las que Mauss llamó también: “prestaciones totales
de tipo agonístico” [1979:155-176 cursivas en el original].
En numerosas sociedades de cazadores-recolectores, pensamiento mágico-religioso
y actividad productiva están entrelazados de tal manera que no pueden distinguirse uno del
otro, salvo desde un punto de vista teórico. Las figuras específicas de la conciencia
religiosa parecen determinar la forma y el significado de las actividades productivas. Por
ejemplo, son las imágenes acerca del universo invisible, al que se accede sólo a través de
ciertos estados particulares de conciencia: sueño, ensueño y visión extática, las que definen
el contenido cultural específico de las formas que adquieren las actividades productivas,
realizadas en el mundo visible de la vigilia, como la caza, la pesca y la recolección. La
eficacia en la cacería y la pesca, de las cuales depende la supervivencia, no sólo necesita de
los conocimientos prácticos, empíricamente verificables, sino que está indisolublemente
articulada con la experiencia mágico-religiosa y necesita, igualmente, de los rituales y las

60
prácticas mágicas, mediadores entre los mundos visible e invisible. La conciencia mágica
del universo da origen a una relación del hombre con su entorno, con los otros seres vivos,
que ha configurado aspectos sustantivos de las modalidades y los contenidos que reviste la
actividad económica, dejando ver la indisoluble articulación existente entre pensamiento
simbólico y actividad social. Articulación compleja que Malinowski [1994] demostró
desde hace seis décadas en su clásico texto, publicado póstumamente en 1948, Magia,
ciencia y religión.
En Los mitos del tlacuache, Alfredo López-Austin cita a Ruiz de Alarcón,
narrando lo que informantes indígenas del siglo XVII le explicaron sobre la caza, la
pesca y la recolección:

Si los hombres debían ir de pesca, o a cazar venados, o a castrar panales con ánimo
pacífico, sin pesadumbres ni rencores, sin enojos ni pendencias, era porque sus
sentimientos debían conjugarse armónicamente con los seres de que se beneficiaban.
Caza, pesca y recolección de miel eran actividades prácticas, pero no exentas del ritual
ni del conjuro, en los que se reconocía en los animales la participación de lo divino
[López-Austin 1996: 147].

Sobre la compleja articulación y múltiple determinación de los distintos aspectos


de la realidad social, retomo lo que con toda claridad sostiene Merleau-Ponty:

La historia efectúa un intercambio de todos los órdenes de actividad, ninguno de los cuales
puede recibir la dignidad de causa exclusiva, y la cuestión consiste más bien en saber si esa
solidaridad de los problemas anuncia su resolución simultánea, o si sólo en la concordancia
e intersección hay interrogación.
La verdadera separación que hay que hacer no está entre el entendimiento y la historia o
entre el espíritu y la materia, sino entre la historia como dios desconocido –genio bueno o
malo- y la historia como medio de vida. Es un medio de vida si entre la teoría y la práctica,
entre la cultura y el trabajo del hombre, entre las épocas, entre las vidas, entre las acciones
deliberadas y el tiempo en que éstas aparecen, hay una afinidad que no sea fortuita ni
fundamentada en una lógica omnipotente [1979: 134].

Concluye más adelante: “El pluralismo, que parecía prohibir toda interpretación
unificante de la historia, prueba por el contrario la solidaridad del orden económico, del
orden político, del orden jurídico, del orden moral y religioso, a partir del momento en que

61
hasta el hecho económico es tratado como opción de una relación con los hombres y con el
mundo, y ocupa su lugar en la lógica de tales opciones” [Merleau-Ponty 1979:138].
Este asunto nos lleva a reflexionar sobre la complejidad que existe en las
relaciones que se establecen entre las formas simbólicas y las formas que adquiere la
actividad social. Sistemas simbólicos y sistemas sociales se sustentan unos a otros. El
conjunto del proceso práctico de la vida social y personal se posibilita a partir de las
representaciones de la realidad que nos permiten situarnos y actuar dentro de las
dimensiones espacio-temporales (Mundo). La representación es un mapa imaginario de la
realidad.

IMAGEN Y SÍMBOLO

Todas las formas diversas de conocimiento a través de las cuales se produce el


pensamiento humano están compuestas de unidades elementales que podemos llamar
imágenes. Tal como algunas investigaciones psicoanalíticas y antropológicas lo
muestran, la semejanza de los procesos de simbolización comprende todas las diversas
formas que reviste la actividad mental, se pone de manifiesto cuando comparamos las
funciones básicas de la psique: el sueño y el ensueño, el mito y el ritual, la creación
artística, el pensamiento abstracto, el juego y el trabajo productivo: el isomorfismo
simbólico hace comparables todas las manifestaciones de la actividad humana. Las más
diversas manifestaciones de la actividad imaginaria se vuelven comunicables y, así,
intercambiables, al traducirse al lenguaje.
Nuestra unidad interpretativa básica de la realidad es la imagen mental, que
puede traducirse a una infinidad de lenguajes, pertenecientes a las diversas disciplinas
del saber, convirtiéndose, así, en una imagen de segundo grado que permite la
comunicación interpersonal. La imagen funciona como la estructura explicativa
elemental de la realidad, es la base de toda forma de pensamiento y, por ello, de toda
forma de comunicación. Es la unidad simbólica originaria de interpretación de la
realidad, el núcleo de todo pensamiento simbólico. Ya en 1964 Gilbert Durand definía a
la imagen como la forma específica del pensamiento y como la base de toda forma de
simbolización:

62
La conciencia dispone de dos maneras para representarse el mundo. Una directa, en la cual
la cosa misma parece presentarse ante el espíritu, como en la percepción o la simple
sensación. Otra, indirecta, cuando, por una u otra razón, la cosa no puede presentarse en
“carne y hueso” a la sensibilidad, como, por ejemplo, al recordar nuestra infancia, al
imaginar los paisajes de Marte, al comprender como giran los electrones en derredor del
núcleo atómico o al representarse un más allá después de la muerte. En todos estos casos
de conciencia indirecta, el objeto ausente se re-presenta ante ella mediante una imagen, en
el sentido más amplio del término.
En realidad, la diferencia entre pensamiento directo e indirecto no es tan tajante [...] Sería
mejor decir que la conciencia dispone de distintas gradaciones de la imagen [...] [Durand
1971: 9-10].

Al presentar de esa manera la relación entre imagen y proceso simbólico,


Durand sigue los lineamientos de Jung, quien sostenía que “el proceso simbólico es un
vivenciar en imagen y de la imagen” [Jung 1997: 45 cursivas en el original]. En
palabras de Ananda K. Coomaraswamy, el simbolismo es el arte de pensar en imágenes
[Coomaraswamy 1990]. Las formas primarias del pensamiento son las imágenes que
luego pueden traducirse a signos lingüísticos, a gráficos o a cualquier otra forma de
representación de la realidad, susceptible de ser comunicada. Así, la imagen mental se
transforma en signo, en símbolo, en acción humana, en cosa producida. La imagen
mental sería, estrictamente hablando, una imagen de primer orden, mientras que la
imagen trabajada por los códigos de comunicación y exteriorizada, correspondería a una
imagen de segundo orden.
La imagen comunicada está construida en torno a un núcleo esencial que es de
carácter simbólico: implica procesos mentales que convierten la cognición en expresión
por medio de figuras simbólicas que sustituyen, explican y comunican lo real percibido
y pensado. En ese sentido, tomaremos a la figura de la imagen-símbolo como la unidad
esencial a partir de la cual se componen todas las formas de expresión articulada del
pensamiento humano y, en consecuencia, de la creación práctica. La imagen simbólica
es la primera unidad inteligible de expresión del pensamiento humano.
Si definimos a los símbolos desde la perspectiva de su función cognitiva,
podemos decir, en general, que son figuras explicativas. Son el medio interpretativo que
permite comprender los aspectos complejos de la realidad, a partir de presentar figuras y
relaciones de sentido, a los que la diversidad de la vida puede ser traducida. En su
sentido trascendente, son la figura ideal de la gnosis. Los símbolos sintetizan y

63
presentan de manera concreta esa diversidad en figuras repetibles y claramente
identificables que sirven de guía heurística de la realidad. Incluso si pensamos en el
origen religioso del símbolo, podemos continuar sosteniendo nuestra hipótesis pues, en
su sentido metafísico, el símbolo es el medio y la evidencia de la verdad revelada. Aún
como epifanía es signo de un conocimiento. Eliade explicaba en 1964 que el símbolo
mismo es una hierofanía porque revela una realidad sagrada o cosmológica que ninguna
otra manifestación está en posibilidades de revelar [1988:399].
El símbolo es una figura precisa, claramente definida, identificable y reproducible,
no obstante, supone una gran condensación de significados: una misma figura se refiere a
una diversidad de dimensiones de la realidad. Explica y agrupa una multiplicidad compleja
de realidades esenciales, de dimensiones de la existencia que se representan y adquieren
sentido en y por esa figura. El símbolo es la simultaneidad de los sentidos que revela: es
válido en todos los niveles de lo real y esa polivalencia es mostrada simultáneamente; pone
de manifiesto la unidad fundamental de las diversas dimensiones de lo real [Eliade 1988:
402-404].
Los símbolos se encuentran, por lo regular, dentro del discurso de los mitos y en las
imágenes sagradas, corresponden a contextos rituales y culturales determinados pero, al
mismo tiempo, tienen la posibilidad de trascender las limitaciones regionales y temporales,
pues constituyen una forma universal e irreducible de la conciencia humana. Antes de
presentar cualquier otro aspecto del símbolo, debemos destacar su condición de materia
que pone de manifiesto lo sagrado. “Si hemos de hablar rigurosamente del término
‘símbolo’ debería reservarse a los símbolos que prolongan una hierofanía o constituyen
ellos mismos una ‘revelación’ inexpresable por otra forma magicorreligiosa (rito, mito,
forma divina, etc.)” [Eliade 1988:400]. El símbolo prolonga las funciones de la hierofanía,
pues todo lo que no es consagrado directamente por la aparición de lo divino en el mundo,
se hace sagrado “gracias a su participación en un símbolo” [Eliade 1988: 398 cursivas en
el original].
Independientemente de su nivel de complejidad, en todas las formas de
religiosidad, los símbolos funcionan como participaciones o sustitutos de objetos sagrados.
Es, justamente, en el contexto de las representaciones del arte religioso tradicional que
podemos descubrir este fenómeno. El arte “tiene la ventaja de poder ‘revelar’ mejor que
todas las epifanías” la función sagrada del símbolo [Eliade 1988: 401]. Así, por ejemplo,
“toda una serie de objetos o de signos simbólicos deben su valor y su función sagrada al
hecho de que se integran en la ‘forma’ o en la epifanía de una divinidad” (ornamentos,

64
joyas, armas, herramientas, atributos) [Eliade 1988: 398]. Esto es precisamente lo que
ocurre con los dioses de las diversas tradiciones mesoamericanas, tal como lo señala
Lourdes Suárez Diez: “Siempre se identifican por el atavío y los objetos que portan. Los
elementos que los caracterizan son múltiples: colores, plumas, peinados, tocados, capas,
escudos, armas, máscaras, adornos y trajes” [Suárez 2007: 151].
En conclusión, podemos decir que en la mayoría de los casos, las hierofanías se
convierten en símbolos, mas la importancia de éstos no radica sólo en eso, sino, en el
hecho de que puede continuar el proceso de hierofanización y, sobre todo, porque el
símbolo revela la presencia de lo sagrado, ahí donde ninguna otra manifestación material
puede hacerlo [Eliade 1988: 399].
Al interpretar el simbolismo de lo sagrado, tal como lo exponen Otto y Eliade,
Ricoeur escribe en 1976 que el simbolismo de lo sagrado se manifiesta de manera plural
por medio de cualquier materia y, en ese sentido, no es privativo del lenguaje. Así, Ricoeur
nos recuerda que Otto “enfatizó enérgicamente que lo Sagrado se manifiesta como poder,
fuerza, eficacia” y que lo valioso de esta descripción consiste en que “nos ayuda a estar en
guardia contra todos los intentos de reducir lingüísticamente la mitología” [Ricoeur 2006:
73]. De modo que, frente al simbolismo religioso tomamos conciencia de que “estamos
cruzando el umbral de una experiencia que no nos permite inscribirla completamente
dentro de las categorías del logos” [Ricoeur 2006: 73].
Las mismas posibilidades semánticas de las cosas y los seres: los fenómenos
astronómicos y meteorológicos, la vida vegetal y animal, fueron el primer modelo
interpretativo que proporcionó las metáforas básicas a partir de las cuales se hizo posible
comprender fenómenos más complejos. Esas figuras naturales se convirtieron en las bases
idiomáticas que permitieron traducir la complejidad de la vida espiritual, psíquica y social
a un sistema coherente de comunicación que permitiese socializar las experiencias y
profundizar en el conocimiento del mundo.
Ricoeur sostiene que el enlace entre mito y ritual, además de atestiguar la
dimensión no lingüística de lo sagrado, funciona como una lógica de correspondencias,
articulación que ocurre “en el nivel mismo de los elementos del mundo natural, tales como
el cielo, la tierra, el aire, el agua […] el mismo simbolismo celestial hace que las diversas
epifanías se comuniquen entre sí”. Asimismo, la trascendencia divina se complementa con
un “sagrado próximo” que se manifiesta en la vida y se comprueba con los sentidos: “la
fertilidad de la tierra, la exuberancia vegetal, la abundancia de los rebaños y la fecundidad
del vientre materno” [Ricoeur 2006:74].

65
A través del uso cotidiano y de la función ritual o utilitaria, algunas cosas y actos
adquieren un valor simbólico. Los mitos teogónicos, entre otras cosas, responden a la
pregunta acerca del origen de los usos sociales, las técnicas y las costumbres. Grosso
modo, todas las mitologías narran la forma en la cual los dioses o los antepasados míticos,
in illio tempore, dieron origen a las costumbres sociales, crearon los instrumentos
fundamentales de supervivencia, legaron el fuego a los hombres, enseñaron la caza, la
pesca y la agricultura, crearon la escritura, domaron al primer caballo. Estos hechos
maravillosos en los que, gracias a las mitologías, basa la humanidad su memoria más
antigua, se funda la semiosis de los gestos ejemplares que han dado origen a figuras
perdurables en los símbolos.
Podemos también tomar en cuenta que las funciones simbólicas de ciertas cosas,
seres y procesos se generaron a través de diversas formas de homología, permitiéndose,
así, que las representaciones sintéticas de las cosas, los seres, los procesos naturales y
sociales sirviesen como elementos idiomáticos para la explicación de fenómenos de otras
dimensiones de la realidad a través de distintos métodos comparativos [Cirlot 1988]. Sobre
el fundamento mismo de la analogía o la homología, Cirlot explica:

Según la Tabula smaragdina, el triple principio de la analogía entre el mundo exterior y el


interior consiste en: la unidad de la fuente o del origen de ambos mundos; el influjo del
mundo psíquico sobre el mundo físico; y el del mundo material sobre el espiritual. Pero la
analogía no sólo consiste en esa relación entre lo interior y lo exterior, sino entre los
fenómenos diversos del mundo físico. La semejanza formal, material es sólo uno de los
casos de analogía. Esta puede existir también en lo que respecta a la acción, al proceso
[1988:35-36].

Sabemos que los símbolos significan y revelan verdades ocultas correspondientes a


una multiplicidad de planos de la realidad. Podemos entender así la polisemia del símbolo:
la simultaneidad de sentidos y la pluralidad de planos en los que significa. Por lo general
podemos hablar de tres niveles fundamentales –un tercero con múltiples derivaciones- en
los cuales los símbolos cobran sentido: realidad cósmica, realidad biológica y realidad
antropológica.
En el discurso mítico, en el terreno de lo sagrado, estos tres planos están siempre
ligados, de modo que los símbolos están proponiendo constantemente significados para
todos ellos y, en consecuencia, las acciones en cualquiera de ellos influyen en los otros

66
dos. Esto obliga a que la interpretación tenga siempre este carácter plural y simultáneo. La
tarea profunda de lo simbólico es la reconducción del misterio revelado hacia nuevas
aperturas del ser.
Sobre este asunto, resulta esclarecedor el estudio de génesis del pensamiento
simbólico y de los procesos de simbolización en los individuos humanos, durante las
distintas etapas de la infancia. Esta forma de estudiar lo simbólico fue planteada como un
problema fundamental de investigación por Jean Piaget a finales de la década 50 y por D.
W. Winnicot, a principios de los 70 (Piaget 1987; Winnicot 1995).
Piaget sostiene que la representación imaginada o intuitiva debe ser estudiada en
función de su propia génesis y no sólo en virtud de los procesos que la conducen hasta el
pensamiento racional, sólo así, dice, se puede comprender su funcionamiento específico.
Debido a esas consideraciones, se propone demostrar que la adquisición del lenguaje está
subordinada al ejercicio de una función simbólica que se apoya en el desarrollo de la
imitación y del juego, tanto como en el desarrollo de los mecanismos verbales.
Así, la imitación es una de las fuentes de la representación simbólica, a la que
aporta sus significantes imaginados. Desde el punto de vista de las significaciones, el
juego es entendido como el medio que articula la acción con la representación;
evoluciona desde sus formas primarias como ejercicio sensorio-motor, hasta sus formas
secundarias de juego simbólico y juego de imaginación.
Piaget desarrolla dos hipótesis principales, la primera sostiene que la
representación comienza cuando aparecen, simultáneamente, la coordinación y
diferenciación de significado y significante. La función simbólica se puede constituir
cuando se conjugan los diversos procedimientos que revisten la imitación y la
asimilación.
La segunda afirma que existe una interacción compleja entre las diversas formas
que asume la representación simbólica: el juego simbólico, la imaginación, el sueño,
etc. La psicología no debe apelar a la “vida social” en bloque, sino como a una serie de
relaciones que se establecen, según todas las combinaciones posibles, entre individuos
de distintos niveles de desarrollo mental y en función de diferentes procesos de
interacción.
Las diversas formas que reviste el pensamiento representativo: la imitación, el
juego simbólico y la representación cognitiva, son solidarias entre sí. La diversidad de
significantes de las que se vale el niño para moverse en el mundo y conocerlo es
indispensable y, dada la insuficiencia de las palabras para entender al objeto individual y

67
sus atributos, así como para expresar la riqueza de las experiencias vividas, el niño se vale
de una multiplicidad de significantes para conocer el mundo y expresarse, siendo su
pensamiento “mucho más ‘simbólico’ que el nuestro, en el sentido que símbolo se opone
a signo” [Piaget 1987: 371]. El simbolismo infantil está, así, mucho más cerca de la
expresión artística que se vale de infinidad de significantes para expresar significados
simbólicos, que del pensamiento estrictamente racional.
Investigaciones más recientes coinciden con este punto de vista y lo amplían, al
respecto, explica Howard Gradner:

En el periodo que va de los dos a los siete años el niño llega a conocer, y empieza a
dominar, los diversos símbolos presentes en su cultura. Ahora, además de conocer al
mundo directamente, puede captar y comunicar su conocimiento de cosas y personas a
través de muchas formas simbólicas, en especial de las lingüísticas. A esta edad,
virtualmente todos los niños dominan sin dificultades el lenguaje (o los lenguajes) de su
medio.
Pero el lenguaje no es de ningún modo el único camino (y en muchos casos ni siquiera el
más importante) para encontrarle sentido al mundo. Los niños aprenden a usar otros
símbolos, que van desde los gestos con la mano o los movimientos de todo el cuerpo hasta
los dibujos, las figuras de arcilla, los números, la música y demás. Y cuando llegan a los
cinco o seis años, no sólo pueden comprender estos diversos símbolos sino que suelen
combinarlos de esos modos que tanto llaman la atención de los adultos [Gardner 1993:
108-109].

Por su parte, Winnicot se vale de un concepto básico para explicar los fenómenos
primarios de simbolización en el niño que es el de “objeto transicional”. Su punto de
partida es el estudio del uso de objetos por parte de los niños, desde las etapas más
tempranas. El objeto transicional define un proceso de desarrollo que concluye con la
conciencia del mundo exterior y de las cosas, con la posibilidad de distinguir entre el yo y
el no-yo. Su punto de partida es la relación con el pecho materno, vivido por el niño, en
un principio, como indivisible de su propio cuerpo y, a partir del uso de “otras cosas”,
como el dedo propio o el puño -pasando por una multiplicidad de cosas externas, como la
frazada, la sonaja, etc.- el niño explora el mundo. El objeto transicional funciona como
medio y guía en el proceso de exploración del mundo y, en consecuencia, de la formación
del pensamiento simbólico.

68
Winnicot considera a este campo de investigación como sumamente promisorio,
tanto en lo que se refiere a la observación directa como a la investigación indirecta,
advirtiendo que su aparente simplicidad no debe engañarnos respecto de su complejidad e
importancia en las primeras etapas de la vida, en lo que a la formación de los símbolos se
refiere.

LOS SÍMBOLOS, LA CULTURA Y LA VIDA SOCIAL

Para Cassirer, el conocimiento humano es, “por su verdadera naturaleza, simbólico”


[1997: 91]. Todos los procesos prácticos, por medio de los cuales se construye el estilo
de una cultura, se posibilitan gracias a lo que Cassirer llama memoria simbólica: las
actividades cotidianas, la vida productiva, la vida religiosa pueden tener continuidad por
medio de “aquel proceso en el cual el hombre no sólo repite su experiencia pasada sino
que la reconstruye; la imaginación se convierte en un elemento necesario del genuino
recordar” [1997: 85]. De acuerdo con John J. Gumperz, los procesos de la cognición y la
memoria están determinados, históricamente, por predisposiciones, definidas culturalmente
[1995: 153-170]. Geertz sigue un razonamiento semejante cuando afirma que: “El sistema
nervioso humano depende inevitablemente del acceso a estructuras simbólicas públicas
para elaborar sus propios esquemas autónomos de actividad […] Para orientar nuestro
espíritu debemos saber qué impresión tenemos de las cosas y para saber qué impresión
tenemos de las cosas necesitamos las imágenes públicas de sentimiento que sólo pueden
suministrar el rito, el mito y el arte” [1997: 81-82].
Las aproximaciones anteriores pueden ser completadas con la idea de Durand
acerca de la redundancia de los símbolos. En su obra La imaginación simbólica, Gilbert
Durand pone de manifiesto una característica tanto funcional como histórica de los
símbolos que nos sirve de orientación heurística para interpretar la cultura [1971: 17-19].
Se trata del fenómeno de redundancia de los símbolos: una repetición en el tiempo y el
espacio que, lejos de ser tautológica es perfeccionante y, en ese sentido, compensa la
inadecuación de los símbolos. Por inadecuación entendemos: la eterna insuficiencia del
símbolo para presentar el significado total, pues lo que muestra todo símbolo es el
misterio y su figura, sus infinitas resonancias y evocaciones: su irreducible polisemia.
Para describir con mayor precisión los aspectos del símbolo que nos interesa
destacar, podemos seguir la ordenación cualitativa de los aspectos del símbolo que

69
propone el mismo Durand: el aspecto concreto (sensible, lleno de imágenes, figurado)
del significante; su carácter optimal: es el mejor para evocar (dar a conocer, sugerir,
epifanizar) el significado; este último es algo imposible de percibir (ver, imaginar,
comprender) directamente o de otro modo [1993: 18]. Ideas que quedan perfectamente
expresadas en la formulación de Carl Gustav Jung, quien, al definir a los símbolos
escribió:

[El símbolo] debe ser la mejor expresión posible de la prevaleciente visión del mundo, un
receptáculo insuperable para el significado; debe ser también lo suficientemente lejano a la
comprensión para poder resistir todos los embates del intelecto crítico por destruirlo; y,
finalmente, su forma estética debe aparecer de manera tan convincente a nuestros
sentimientos que no sea posible presentar argumento alguno en su contra [1971:130].

En ese sentido resulta verdaderamente ingenua, por no decir risible, la crítica que,
en 1966, Greimas hacía de las hermenéuticas de Durand y Lacan:

La misma inversión de la problemática del lenguaje se halla agravada en las


especulaciones relativas a la naturaleza simbólica de la poesía, del sueño y de lo
inconsciente: esta especie de asombro ante la ambigüedad de los símbolos, la hipóstasis
de esta ambigüedad considerada como concepto explicativo y la afirmación del carácter
“inefable” del lenguaje poético, de la riqueza inagotable del simbolismo mítico llevan a
personas tan sagaces como J. Lacan o G. Durand a introducir en la descripción de la
significación juicios de valor y a establecer distinciones entre palabra verdadera y la
palabra social, entre un semantismo auténtico y una semiología vulgar […] todo lo que es
del campo del lenguaje es lingüístico, es decir, posee una estructura lingüística idéntica o
comparable y se manifiesta gracias al establecimiento de conexiones lingüísticas
determinables y, en gran medida, determinadas. Llegaríamos tal vez a “desmitificar” a
costa de esto ese mito anagógico moderno según el cual hay en el lenguaje zonas de
misterio y zonas de claridad. Es posible –es ésta una cuestión filosófica y no ya
lingüística- que el fenómeno como tal sea misterioso, pero no hay misterios en el lenguaje
[sic] [Greimas 1987: 87-88 cursivas en el original].

En primer lugar, Greimas demuestra la pobreza de su concepto de símbolo y su


ignorancia respecto de los fenómenos del sueño y de lo inconsciente. En segundo lugar,
cree que no hay misterios en el lenguaje porque lo reduce a sus estructuras formales

70
analizables, pero el lenguaje es mucho más que eso. Se hace, así, evidente la razón por la
cual Durand demuestra que Greimas reduce el símbolo a signo (Durand 1971 y 1993). Y,
si aún el signo lingüístico común (arbitrario, carente de toda motivación, totalmente
adecuado y que remite a un significado que puede estar presente o ser verificado
empíricamente) es, por definición, polisémico, es decir, interpretable, el símbolo, que es
concreto, motivado, e inadecuado y cuyo significado está referido a abstracciones
imposibles de presentar de manera empírica: es inagotable en sus posibles sentidos y
siempre interpretable desde nuevas perspectivas, por lo tanto, sólo parcialmente
cognoscible; ninguna de sus interpretaciones lo puede agotar.
Ha sido Franz K. Mayr [1994] quien ha mostrado de manera detallada y
sistemática el proceso de degradación del concepto de lenguaje a lo largo de la historia de
la filosofía y de las ciencias humanas que culmina en este pobre concepto instrumental del
lenguaje, propio de la semiótica estructuralista como la de Greimas. Mientras que con
Heráclito el lenguaje humano “era concebido como adaptación mimética a la esencia de la
cosa simbolizada, como presentación del mundo-logos”, con Platón –en contradicción
con su propio genio poético- comienza a ser reducido a “un medio de expresión de un
pensamiento independiente del lenguaje y su interpretación de la debilidad e insuficiencia
del medio lingüístico de expresión” [Mayr 1994: 319-320]. “La teoría aristotélica del
lenguaje, entendida como una reflexión última sobre la cultura decadente de la polis, ya
había orientado la predicación humana (kat-egoría: acusación) hacia el intercambio de
mercancías y la actuación judicial” [Mayr 1994: 139]. En una larga y penosa sucesión,
nuevos pasos en ese sentido conducen a “la concepción de las ideas como presentación de
la cosa”; “la pérdida creciente de los símbolos lingüísticos a favor de los signos precisos y
formales”; “la fijación ahistórica del lenguaje en formas estándar que, desde el siglo
XVII, llevan a cabo las Academias; y el lenguaje sígnico de las matemáticas” [1994: 341-
342].
Greimas es quien, partiendo de esta concepción reductiva del lenguaje, cree en
quimeras, al concebir una ciencia del lenguaje profiláctica, sin carga ideológica alguna,
ausente de todo juicio de valor, en realidad, su ciencia es puro cientificismo, objetivismo,
reduccionismo, es decir: juicios de valor en la descripción del significado. Su manera de
pensar puede ser rastreada perfectamente en la historia de las ideas, exactamente, al
racionalismo del siglo XVII “que en el plano lingüístico persigue el ideal de una ‘lengua de
cálculo’ formal, según el proyecto de una mathesis universalis”, sustentado en “la idea de
una objetividad del lenguaje” [Ferraris 2002: 43-44]. Le viene a Greimas como anillo al

71
dedo lo expresado por Gadamer sobre el racionalismo iluminista: “Esta ‘ciencia libre de
prejuicios’ ¿no está compartiendo, mucho más de lo que ella misma cree, aquella
recepción y reflexión ingenua en la que viven las tradiciones y en la que está presente el
pasado?” [Gadamer 1999: 350].
La hermenéutica filosófica ha demostrado que, inevitablemente, todo intérprete
proyecta sus categorías de pensamiento sobre lo interpretado, así, no existe ni puede existir
un punto de vista “objetivo, neutral y desinteresado” a la hora de interpretar un discurso o
cualquier fenómeno social o natural. Heidegger ataca este prejuicio como el más
pernicioso para la investigación, junto con el del encuadramiento sujeto-objeto, destaca
que la pretensión de un observador exento de perspectiva “eleva la falta de crítica a
principio, haciéndola figurar explícitamente entre las consignas de la en apariencia
suprema idea de cientificidad y objetividad, contribuyendo así a extender una ceguera
radical […] La configuración de la perspectiva es lo primero en el ser” [Heidegger 2000:
106-107].
De tal suerte, dirá Durand, refiriéndose a Greimas, “en lugar de una subjetividad,
tenemos una objetivación y una transparencia totales del lenguaje […] estamos en un clima
aristotélico, ya que se reconoce que no hay más que dos valores de comunicación
lingüística: el valor cero, la incomunicabilidad, en la que el intercambio no se realiza, y el
valor absoluto positivo, en el que hay comunicación”, luego: “el lenguaje es comunicación
absoluta o no existe” [Durand 1993: 47 cursivas en el original]. Al creer en la
transparencia del lenguaje, en una ciencia libre de toda ideología, en la ficción de que
puede haber una “interpretación objetiva” del lenguaje, Greimas elimina por completo de
la comunicación al sujeto, al proceso vivo de interpretación y al carácter cultural e
históricamente determinado del discurso y de la interpretación.
Desde 1969 Ricoeur ha explicado con toda claridad que los análisis lingüísticos
que tratan a la estructura semántica de la expresión como algo cerrado sobre sí mismo,
ineluctablemente convierten al lenguaje en un absoluto. La hipóstasis del lenguaje opera de
tal forma que oculta que el signo, en realidad, está en lugar de, ocupa el lugar de algo,
propio de la existencia, pues el lenguaje es una construcción significante que debe ser
referida a la existencia [Ricoeur 2003: 20].
Negación del valor de la actividad imaginaria y reducción del sentido del símbolo
son dos procedimientos que muestra Durand como mecanismos modernos de la
iconoclastia positivista y reduccionista, impuestas en tiempos modernos a la interpretación
simbólica. Recordemos que habíamos definido al símbolo a partir de tres cualidades

72
sustantivas: como pensamiento siempre indirecto, como presencia representada de la
trascendencia y como comprensión epifánica, mismas que serán negadas por diversos
mecanismos de la dogmática religiosa actual y del racionalismo cientificista.
Describe Durand el escenario de la siguiente manera: a la presencia epifánica de la
trascendencia, las iglesias opusieron dogmas y moralismos; al pensamiento indirecto, los
pragmatismos opusieron el pensamiento directo: el concepto y el percepto; a la
imaginación comprensiva, opusieron largas cadenas de razones de la explicación
semiológica, asimilándolas, en principio, a las largas cadenas de “hechos” de la
explicación positivista [Durand 1971: 24-46].
La exégesis de Guénon de 1962 sobre los símbolos de la ciencia sagrada coincide,
en lo fundamental, con la línea de reflexión sobre el carácter sagrado de los símbolos
presentes en la religión y en las artes de las sociedades tradicionales, expuesta por Jung,
Coomaraswamy, Durand y Eliade, anticipa una argumentación cuidadosa que desarrollará,
siete años después, en su ensayo: La crisis del mundo moderno [Guénon 1988]. Previene
sobre un peligro, convertido ya en práctica consuetudinaria, y rescata el valor sustantivo
del sentido espiritual del símbolo:

El simbolismo es el modo más adecuado a la enseñanza de verdades de orden superior,


religiosas y metafísicas, es decir, de todo lo que el espíritu moderno desprecia o rechaza. Es
diametralmente opuesto al racionalismo [...] si el simbolismo es hoy incomprendido, esto
constituye una razón más para insistir en él, exponiendo del modo más detallado posible el
significado genuino de los símbolos tradicionales y restituyéndoles todo su alcance
intelectual [...] el simbolismo propiamente dicho es esencialmente sintético, y por eso
mismo “intuitivo” en cierto modo, lo que lo hace más apto que el lenguaje para servir de
punto de apoyo a la “intuición intelectual”, que está por encima de la razón, y que conviene
no confundir con esa intuición inferior a la que recurren algunos filósofos contemporáneos
[Guénon 1995:16-17].

Despejado tal malentendido, podemos, a partir de la proposición de Durand,


definir tres formas fundamentales en las cuales se presenta la redundancia simbólica. La
primera sería la redundancia de los gestos: se refiere principalmente a las prácticas
rituales, sus principales medios de expresión son: los gestos corporales, la manipulación
de objetos y el uso corporal de los espacios rituales; por extensión, podemos añadir los
gestos y prácticas cotidianos.

73
En segundo lugar tendríamos a la redundancia de las relaciones lingüísticas, se
refiere a las relaciones entre la lengua y el mito, y sus derivaciones verbales y textuales,
donde se repiten relaciones lógicas y lingüísticas, ideas, conceptos o imágenes,
expresados verbalmente y, por extensión, podemos incluir a todas las producciones
culturales que se sustentan en el lenguaje hablado y escrito.
La tercera forma es la redundancia de imágenes materializadas por medio de un
arte: se refiere a las figuras y diseños que aparecen en las artes visuales y en las
decoraciones simbólicas de objetos de uso, donde se repiten, además de los elementos de
la estructura visual pura, los símbolos visuales (figuras), y las representaciones de las
narrativas míticas (motivos y composiciones); como consecuencia: los conceptos de la
cosmovisión de las que esas imágenes son portadoras [Amador 2008].
Por mi parte, y desde una perspectiva arqueológica, considero que debemos añadir
una cuarta forma de redundancia: la de las cosas, que se referiría a la continuidad formal y
estilística en la producción de artefactos, la recurrencia a los mismos materiales,
herramientas, técnicas y destrezas, la recurrencia de las funciones y significados de las
cosas.
Es la estructura cíclica y repetitiva del ritual la que permite distinguir y retener los
aspectos esenciales de la cultura. “Gracias a la continua repetición de un gesto
paradigmático algo se revela como fijo y duradero en el flujo universal” [Eliade 1994:
148]. De acuerdo con Jean Cazeneuve, el rito se distingue de los otros tipos de costumbres,
no sólo por su pretendida eficacia, sino, sobre todo, “por el papel más importante que en él
desempeña la repetición”; entendiéndose, así, que una de sus finalidades es la de
“reproducir con toda fidelidad lo que se hacía en otros tiempos” [1971: 16]. La reiteración
periódica del modelo mitológico ejemplar permite imponer una certidumbre de carácter
trascendente a los actos y a las creencias. La realidad se revela y se deja moldear a partir de
un nivel trascendente, “pero de un ‘trascendente’ susceptible de ser vivido ritualmente y
que acaba por formar parte integrante de la vida humana” [Eliade 1994: 148]. Sin
embargo, la constante imitación y reiteración de los actos primordiales de los dioses,
héroes y antepasados no implica una eterna repetición de lo mismo ni la total inmovilidad
cultural:

La etnología no conoce un solo pueblo que no haya cambiado en el curso del tiempo, que
no haya tenido una “historia”. A primera vista, el hombre de las sociedades arcaicas no
hace más que repetir el mismo gesto arquetípico. En realidad, conquista infatigablemente el

74
Mundo, organiza, transforma el paisaje natural en medio cultural. Gracias al modelo
ejemplar revelado por el mito cosmogónico, el hombre se hace, a su vez, creador. Cuando
parecen destinados a paralizar la iniciativa humana, presentándose como modelos
intangibles, en realidad, los mitos incitan al hombre a crear, abren constantemente nuevas
perspectivas a su espíritu de inventiva [Eliade 1994: 148-149].

El mito “no es un producto muerto de edades pretéritas, que únicamente sobrevive


como narración ociosa. Es una fuerza viva que constantemente produce fenómenos vivos”
[Malinowski 1994:93].

Pero, bien mirada, esta historia conservada en los mitos sólo está “cerrada” en apariencia.
Si el hombre de las sociedades primitivas se hubiera contentado con imitar ad infinitum los
contados gestos ejemplares revelados por los mitos, no podrían explicarse las innumerables
innovaciones que a lo largo del tiempo ha ido incorporando. No existen sociedades
primitivas absolutamente cerradas. No se conoce ni una sola que no haya adoptado
elementos culturales ajenos; ni que, como consecuencia de tales imitaciones, no haya
cambiado ciertos elementos al menos en sus instituciones; que no tenga, en suma, una
“historia”. Sólo que a diferencia de la sociedad moderna, todas las innovaciones han sido
aceptadas como otras tantas “revelaciones” de origen sobrehumano (Eliade 1989b: 12].

Cazeneuve afirma, también, que los ritos evolucionan con el andar del tiempo, “de
una manera lenta e imperceptible, o bien, en el caso opuesto, todo un conjunto ritual se
derrumba como consecuencia de una revolución religiosa que lo reemplaza por otro, el
cual, a su turno, subsistirá repitiéndose” [1971: 16]. De tal forma, nos enfrentamos con una
paradoja, pues, no obstante que “la repetición es parte inseparable de la esencia misma del
rito” [Cazeneuve 1971: 17], éste incorpora, constantemente y de manera sutil, nuevos
elementos.
Respecto de la formación de la identidad, la cultura tiene una doble función:
simbólica y práctica. Se construyen los sistemas simbólicos que permiten la creación de
una colectividad en torno a: 1) metas colectivas definidas, creencias, conceptos, sistemas
de clasificación y representaciones de la realidad (símbolos colectivos ↔ imaginario
compartido) y 2) prácticas de grupo (rituales ↔ vida cotidiana). A partir de esto se crea
una noción gregaria y una especie de juramento colectivo que unifica, que crea un sentido
de pertenencia a un proyecto, a un destino común. Simultáneamente, este sistema de
identidad colectiva es un medio por el cual el grupo social se diferencia de los otros.

75
LA HERMENÉUTICA Y LA INTERPRETACIÓN DE LA CULTURA

Los grupos sociales crean sistemas de identidad que están íntimamente


relacionados con su proyecto colectivo. Para ello producen estructuras y códigos
sociales particulares, desarrollan sus propias formas de pensamiento. Estructuras
sociales y sistemas simbólicos organizan y dan sentido a la vida colectiva: dotan de
forma y significado a un ethos. El establecimiento de códigos de comportamiento y de
un sistema interpretativo común, sirve para identificarse con un colectivo en continuo
proceso de formación y re-constitución.
Una de las tareas fundamentales de toda cultura es la creación de un sentido de
pertenencia al grupo social: de una identidad colectiva, de ahí que debamos plantear
como un problema teórico importante, estudiar las relaciones que existen entre
imaginario social e identidad colectiva. Las formas de identidad colectiva que
construyen las culturas suponen la creación de valores que van a definir los parámetros
de constitución de la verdad y lo verdadero, las reglas que rigen las relaciones sociales,
los ideales y metas que deben orientar a la colectividad, las ideas y creencias acerca de
la vida, a partir de las cuales se evalúa su sentido.
Las personas y los grupos sociales generan e instituyen procesos de identidad
que hacen siempre referencia a su proyecto colectivo, para lo cual se valen de las
estructuras y procesos, culturalmente sancionados. Producen creencias e ideas para
comprender sus propias prácticas colectivas: su historia, su manera de organizarse,
social y políticamente; crean valores trascendentes que van más allá de las necesidades
inmediatas y dan sentido a la vida colectiva. La cultura establece distinciones en la
realidad que suponen formas diversas de organizar la vida, de concebirla e interpretarla.
Detrás de toda cultura podemos encontrar una cosmovisión, una ontología que, a su vez,
supone un horizonte epistémico. Las ideas maestras de una cultura pueden inducirse a
partir de los enunciados presentes en el discurso, en las imágenes y a partir del análisis
sistemático de la cultura material. Para comprender el horizonte epistémico de una
cultura hace falta una hermenéutica con una perspectiva más amplia que permita
comprender ese horizonte: un metalenguaje que ponga en evidencia la lógica del
lenguaje que se estudia, en este caso: la cosmovisión que fundamenta la construcción de
la identidad cultural de cada grupo.

76
Ya desde Heráclito está presente esta inquietud, para él, la correspondencia que
sigue manteniéndose entre el lenguaje y el ser “no es ya una identidad inmediata sino
mediada y, por así decirlo, oculta, pues se acepta que la reflexión sobre el ‘logos’ del
lenguaje como un todo puede mostrar el ‘logos’ de la totalidad en devenir del cosmos”
[Garagalza 2006: 180]. Para su filosofía: “La dicción particular es al mismo tiempo
descubrimiento y encubrimiento, por lo que requiere interpretación, y tiene un sentido
que va más allá de lo que propiamente dice, un sentido oculto a la visión directa y al que
se accede transversalmente, por la interposición de la imagen y la metáfora” [Garagalza
2006: 180]. Ideas semejantes están contenidas en sus famosas sentencias: “A la
naturaleza le gusta ocultarse” [Heráclito 2011: 51] y “El Señor cuyo oráculo está en
Delfos, no dice ni oculta, sino indica por medio de signos” [Heráclito 2011: 65].
Esta manera de entender la relación entre lenguaje y significado es algo que las
hermenéuticas antiguas y medievales conocían y trabajaban. Por lo que se refiere a las
hermenéuticas cristianas, la de san Agustín, por ejemplo, distingue entre el sentido
propio y el sentido transpuesto, y la de santo Tomás entre el sentido literal y el sentido
espiritual. Orígenes hablará de tres niveles de sentido en el texto bíblico: el literal, el
moral y el alegórico o “anagógico”.
En relación con el Libro Sagrado del Islam, El Corán, Henri Corbin, siguiendo lo
establecido por el VI Imán chiíta, muestra las distinciones de niveles de profundidad
esotérica que se establecían entre la expresión enunciada (`ibárat); la intención alusiva
(isárat); los sentidos ocultos, relativos al mundo suprasensible (latá´if), y las supremas
doctrinas espirituales (hagá´iq) [Corbin 1977: 238]. La proposición se apoya en un
hadith del Profeta en el que se dice que El Corán tiene una apariencia externa y una
profundidad oculta, un sentido exotérico y otro esotérico [Corbin 1977: 238].
Desde la Antigüedad, la hermenéutica se planteó el problema de establecer las
diversas dimensiones de significado de los textos sagrados. Ya sea desde una perspectiva
clásica o una moderna, estamos frente a un sistema semántico complejo, en el cual el
enunciado de un plano sirve de punto de partida para introducirse en el significado del
nivel siguiente y así sucesivamente.
En su estudio de mediados de los años 50 sobre las mitologías modernas, Roland
Barthes explicita una doble estructura significante en el mito, lo concibe como un sistema
semiológico segundo [Barthes 1980: 205-206]. Tenemos, desde su punto de vista, dos
planos diferentes de significado del mito. El primero sería el del lenguaje objeto, que
podemos identificar con el plano literal, correspondiente a la historia o suceso narrado: el

77
acontecimiento en sí mismo. En este plano nos limitamos a la simple narración de la
historia, nos ceñimos a los hechos relatados, por extraordinarios que estos puedan parecer.
Pero en el mito, como en la imagen poética o pictórica, el plano literal es sólo una figura
metafórica que sirve de medio para transmitir un sentido o conocimiento “oculto”, un
segundo plano de significado, el que él llama metalenguaje. Es decir, el mito posee un
sentido implícito diferente del sentido explícito, presente en su literalidad. El segundo
sentido (metalenguaje), que podemos entender como plano conceptual, por oposición al
primero, revela su sentido profundo. Se aborda, así, al mito, ya sea en su forma de texto o
de imagen, en tanto estructura significativa que “pide ser interpretada”.
Ricoeur muestra esta distinción de niveles significantes como el nudo semántico de
toda hermenéutica. De la exégesis al psicoanálisis, el elemento común es una cierta
arquitectura del sentido que propone un “doble significado” o un “múltiple significado”
[Ricoeur 2003: 17]. De tal suerte, Ricoeur definirá a la interpretación como el trabajo del
pensamiento que consiste en “descifrar el significado oculto en el significado aparente”,
desenvolviendo sus niveles, implicados en el plano literal [Ricoeur 2003: 17]. Si, a la
manera de Ricoeur, se entiende al símbolo como una expresión polisémica y
existencialmente caracterizada, la mera decodificación epistémica sería insuficiente,
exigiéndose, así, una aproximación hermenéutica, es decir, ontológica, más aún, la
hermenéutica encuentra su razón de ser en la interpretación de los símbolos:

Llamo símbolo a toda estructura de significación donde un sentido directo, primario y


literal, designa por añadidura otro sentido, indirecto, secundario y figurado, que sólo
puede ser aprendido a través del primero. Esta circunspección de las expresiones de doble
sentido constituye propiamente el campo hermenéutico […] la interpretación es el trabajo
del pensamiento que consiste en descifrar el sentido oculto en el sentido aparente, en
desplegar los niveles de significación implicados en la significación literal […] Símbolo e
interpretación se convierten en conceptos relativos. Hay interpretación allí donde hay
sentido múltiple, y es en la interpretación donde la pluralidad de sentidos se pone de
manifiesto [Ricoeur 2003: 17 cursivas en el original].

EL MITO Y LOS PROCESOS DE FORMACIÓN DE LA IDENTIDAD

En toda cultura existen estructuras básicas del pensamiento que han funcionado a lo
largo de su historia y que, a pesar de haber sufrido innumerables transformaciones,

78
conservan ciertas características definidas. Esas estructuras han servido en distintos
momentos para dar respuesta a las interrogantes fundamentales que los seres humanos
se han planteado acerca de la vida y su sentido. Al proporcionar los instrumentos
básicos de conocimiento e interpretación de la realidad, determinan las formas de
concebir la vida e interpretar al mundo, están en la base de los procesos por medio de
los cuales se forman la identidad colectiva y personal. Su adquisición y uso tienen un
carácter eminentemente social, inscritos en el interior de los rituales que constituyen lo
fundamental de la vida comunitaria.
Pierre Bourdieu propone una aproximación semejante cuando sostiene que:

Las estructuras cognitivas que elaboran los agentes sociales para conocer prácticamente
el mundo social son unas estructuras sociales incorporadas. El conocimiento práctico
del mundo social que supone una conducta “razonable” en ese mundo elabora unos
esquemas clasificadores (o si se prefiere, unas formas de clasificación”, unas
“estructuras mentales”, unas “formas simbólicas”, expresiones todas ellas que, si se
ignoran sus connotaciones, son más o menos intercambiables) […] Al ser producto de la
incorporación de las estructuras fundamentales de una sociedad, esos principios de
división son comunes para el conjunto de los agentes de esa sociedad y hacen posible la
producción de un mundo común y sensato, de un mundo de sentido común [1999: 479].

Esas estructuras esenciales habitan en los niveles más profundos de la


consciencia humana, son símbolos, figuras, imágenes que, bajo formas culturales
diversas, han contribuido a resolver los problemas vitales de la humanidad. Al paso del
tiempo se han enriquecido, diversificado y vuelto más complejas. No obstante su
apariencia diversa, podemos seguir reconociendo su unidad. Están contenidas en los
mitos y los diversos sistemas simbólicos asociados con ellos, siendo esta forma esencial
bajo la cual se han conservado. José Alcina Franch, por ejemplo, aborda al lenguaje
literario y a los lenguajes plásticos del arte mexica como un continuum, estrechamente
articulado con los diversos sistemas simbólicos, derivados de la religión: sistema
numérico, sistema calendárico, sistema cromático y sistema nominal de personas y
lugares: “tendremos que hablar de lenguajes literarios y lenguajes plásticos, como si se
tratase de un verdadero continuum en el que las correlaciones literario-plásticas no se
han establecido en su totalidad, pero de las que tenemos suficientes evidencias como

79
para suponer que existen, sistemáticamente y a un nivel global o total”[Alcina Franch
1992b: 23].
Vale la pena recordar, en ese sentido, las palabras de Alfredo López-Austin
sobre las complejas formas en las cuales el mito se articula con las diversas prácticas
sociales y sistemas simbólicos:

El mito es una realidad social y, como tal, una realidad compleja. Sus límites son
evanescentes en el conjunto de las relaciones que existen en la totalidad social. Su
complejidad deriva en parte de que es cruzado por distintos órdenes causales; por ello
puede identificarse como objeto ideológico, como texto, como una vía particular de
transmisión de la cultura, como un recurso de conservación de la memoria colectiva,
etcétera, y en cada caso se comprobará que obedece a particulares órdenes […] De lo
anterior puede desprenderse que las posibilidades de determinación de sus límites son
múltiples; o sea que el mito puede constituir unidades de estudio diversas, tanto en lo
cualitativo como en lo cuantitativo [López-Austin 1996: 103-104].

Los mitos son estructuras narrativas abiertas, capaces de ser referidas a


situaciones diversas e inéditas. A pesar del paso del tiempo y de los cambios sociales
consecuentes, han seguido siendo válidos para explicar situaciones históricas -colectivas
y personales- siempre nuevas y diferentes. Visto desde la perspectiva del conjunto de la
historia humana, el mito ha sido la forma de saber más importante en la conformación
de la vida colectiva de las sociedades: origen y fundamento de las costumbres, las
prácticas y las instituciones sociales. El mito está presente en todas las formas por
medio de las cuales se constituye la identidad, tanto en el nivel grupal como en el
personal. Mitos y símbolos definen los procesos de constitución de la identidad, a partir
de que son la sustancia material que da sentido a las representaciones y auto-
representaciones que forman el imaginario colectivo y el personal. Son el fundamento
de las actividades, las costumbres y las instituciones que crean y difunden la cultura.
Podemos definir las principales funciones sociales del mito de la siguiente
manera:

A) Función cognoscitiva: el mito constituye una estructura explicativa que permite


comprender el origen de las cosas, su razón de ser; el porqué de la vida y sus
manifestaciones.

80
B) Función ontológica: enraíza la vida humana en un cosmos y su orden
arquetípico.
C) Función psicológica y moral: pone de manifiesto los conflictos de la vida
humana, la relación entre la vida interior y el mundo, valiéndose de imágenes
complejas y polivalentes, ofrece soluciones armonizadoras a esos conflictos.
D) Función social y política: crea los códigos de identidad comunitaria, unifica las
creencias de un grupo, permite la integración social, fundamenta y legitima las
estructuras sociales y políticas existentes [Amador 2004].

El mito mexica de la migración, desde Aztlán hasta la fundación de México-


Tenochtitlan, es un buen ejemplo de la manera en la cual los mitos de origen jugaron
una función primordial en la construcción imaginaria de la identidad grupal, en la
exaltación de su grandeza y en destacar lo esencial de su misión cósmica: dotando de un
fundamento sagrado a las estructuras político-militares y sacerdotales de gobierno y
dominio.
Por medio de elaboradas construcciones mitológicas, las culturas tradicionales
forjan la idea de un origen y un destino común, que opera como un elemento
fundamental de identidad. Se forman, así, los condicionamientos sociales y
conceptuales a los que los miembros del grupo deben someterse y referirse
constantemente, reforzando el sistema de identidad.
Las estrategias de creación de identidad se sustentan en conjuntos estructurados
de códigos -relativamente cerrados- que operan a la manera de un conjunto referencial,
a través del cual los miembros del grupo interpretan la realidad. Ese conjunto referencial
se basa en distintas formas de redundancia simbólica. En su estudio sobre la formación
de la identidad, Strauss sostiene que todo grupo tiene la necesidad de crear un lenguaje
común, una misma terminología, vinculada, directamente, con el sentido que adquiere la
actividad grupal [Strauss 1959: 21]. Por medio de la comunicación, los grupos
desarrollan juicios compartidos acerca del significado de sus acciones pasadas,
presentes y futuras [Strauss 1959: 34].
El cuerpo colectivo de la identidad se pone de manifiesto mediante el discurso,
la experiencia práctica y la producción material de una cultura. Si las relaciones sociales
pueden ser vistas como relaciones práctico-discursivas, podemos comprender cómo las
diversas culturas construyen su figura grupal y social a través de la actividad colectiva,
el discurso, las imágenes y los objetos. La identidad se crea y recrea en el proceso

81
práctico-discursivo: produciendo, constantemente, sentidos, al interior de la vida
comunitaria. Así, Edward Sapir explica que el mundo real, lejos de ser algo puramente
objetivo, está construido sobre la base de los hábitos lingüísticos de cada grupo cultural
[Sapir 1949].
En la construcción del sí mismo, en la construcción comunitaria, lo que se forma
y transforma es el imaginario y el contexto práctico-material que moldea la figura del
grupo. El grupo es determinado por los códigos culturales: el discurso, las relaciones
sociales y los objetos; a su vez, el grupo social, como entidad activa y consciente,
determina y transforma los códigos culturales: se trata de procesos simultáneos y
complementarios.
La formación de la identidad funciona también como un sistema de control
social y político. En casos extremos, la ideología colectiva puede llegar a convertirse en
un universo concentracionario que obliga a la constante referencia a unos conceptos,
valores, códigos y rituales que se refuerzan, permanentemente, encerrando a sus
miembros en un sistema de regularidad, relativamente cerrado y artificial. De cara a esta
institucionalidad concentracionaria, se establece una relación entre imaginario colectivo
y control político donde la coerción es la forma extrema, mientras que la integración
voluntaria es lo deseable. De cualquier forma que se constituya la institucionalidad
política, de manera laxa o estricta, ésta implica, necesariamente, un sistema de
regulación y control de la vida cotidiana, un orden reglamentado de la reproducción
social, sometido a los valores morales, sustentados por la cultura.
Siguiendo a Eagleton, podemos decir que las culturas no son arbitrarias ni están
totalmente determinadas y cerradas. Para él, la cultura, en su sentido original, como
producción, “evoca un control y, a la vez, un desarrollo espontáneo” [2001: 15].

Lo cultural es lo que podemos transformar, pero el elemento que hay que alterar tiene su
propia existencia autónoma, y esto lo hace participar del carácter recalcitrante de la
naturaleza. Pero la cultura es un asunto de seguir reglas, y en esa medida también
implica una interacción entre lo regulado y lo no-regulado. Seguir una regla no es como
obedecer una ley física, pues implica una aplicación creativa de la regla en cuestión […]
Las reglas, como las culturas, ni son completamente aleatorias ni están rígidamente
determinadas, lo cual quiere decir que ambas entrañan la idea de libertad [Eagleton
2001: 15-16].

82
Debemos reconocer el complejo juego de interacciones sociales e individuales
que determinan la relación que existe entre continuidad y cambio culturales, entre
unidad y diversidad, entendiendo de tal modo al concepto de estilo cuando se refiere al
conjunto de una cultura. Para T. J. Ferguson, la identidad social es multilateral, fluida y
socialmente contingente, se negocia a partir de la interacción con otros, basada en las
formas culturales pre-existentes que, también, están sujetas al cambio [Ferguson 2004:
28-29]. La solución teórica de este problema se encuentra estrechamente vinculada con
el de la participación activa de los seres humanos en la formación de la cultura y, de ahí,
con la teoría de la agencia o de los agentes sociales.

CONTINUIDAD Y CAMBIO EN LA CULTURA

En relación con el problema planteado por los procesos que dan origen a los
cambios culturales, nos distanciamos de las teorías holísticas de las ciencias sociales
que, en palabras de Susan D. Gillespie: “consideran a la sociedad como una entidad que
existe más allá de los individuos que la componen. En tanto sistema auto-regulador, la
sociedad constriñe o determina las conductas y las creencias individuales, tratando a los
individuos como epifenómenos y subestimando el papel que desempeñan los individuos
en el cambio social” [2001: 73 traducción nuestra].
Esas orientaciones teóricas han suscitado abundantes polémicas y a tales
posiciones se han opuesto, tanto teorías que destacan la importancia del individuo en la
construcción y el cambio sociales, como nuevas orientaciones que intentan, como señala
Gillespie: “construir un puente que pueda mediar entre las polarizaciones individualistas
y holísticas, examinando las relaciones integradoras que vinculan a la sociedad con sus
miembros individuales” [2001: 74 traducción nuestra].
Malinowski, tal como se expresa en su importante obra: Magia, ciencia y
religión, publicada póstumamente, pugnaba por un equilibrio en la investigación
antropológica que mediara entre los excesos del colectivismo y del individualismo: “la
relación exacta entre las contribuciones que a la religión le vienen de lo social y de lo
individual, no está claro como hemos visto por las exageraciones que en ambos lados
han sido cometidas” [1994:17]. Criticando las posiciones de Robertson Smith, quien
sostenía que “la religión primitiva es un asunto de la comunidad y no del individuo” y
de Durkheim, quien afirmaba que “la religión es social en todas sus entidades”,

83
Malinowski demostró, a partir de su experiencia etnográfica, que existen definidas
dimensiones de la religiosidad en las cuales la presencia comunitaria masiva y la
actividad colectiva son fundamentales para que determinadas ceremonias religiosas se
puedan llevar a cabo y cobren pleno sentido, y esferas fuertemente íntimas y personales
donde la experiencia religiosa profunda es totalmente solitaria y personal [Malinowski
1994: 57-63]. De esta necesidad de equilibrio se ha derivado un tema fundamental de
investigación para el estudio de los procesos de formación y transformación de la
cultura: la teoría de la agencia o de los agentes sociales.
En síntesis, la solución teórica a este problema implica la posibilidad de definir
con precisión las características específicas que adquieren las múltiples formas de
interacción entre las diversas estructuras sociales, históricamente determinadas, y las
entidades individuales, como quiera que les llamemos (individuos, personas,
personificaciones, personajes, personalidad, el ser de la persona, el yo, el sí mismo). Tal
como lo plantea Susan Gillespie, la compleja integración y red de interacciones entre la
sociedad y sus miembros individuales, en los términos de estructura y agencia, se ha
convertido en un problema central de la moderna teoría social. De aquí se derivan tres
problemas teóricos a definir. En cada caso concreto, ¿a partir de qué conceptos podemos
definir a los miembros individuales de las comunidades? Ya que en las sociedades
tradicionales el concepto moderno de individuo no es pertinente. ¿Cuáles son los
procesos culturales que determinan la constitución de la persona?
Derivado de ese problema, tenemos el de definir a los agentes sociales y el
concepto de agencia que utilizamos para cada sociedad concreta, tanto al nivel del grupo
como de la persona, para poder comprender el aspecto activo de la producción
simbólica, capaz de generar cambios en la cultura. En tercer lugar, debemos definir la
manera en la cual las relaciones: estructura-agencia y colectividad-persona han
intervenido en los procesos concretos de producción cultural.
Vale la pena recuperar algunas reflexiones que desde el campo antropológico
plantea otro autor para enfrentar este dilema teórico. Retomamos, para eso, los
lineamientos generales, implícitos tanto en la proposición metodológica que Jean
Duvignaud llama epistemología de la acción, como en su teoría del juego. Al publicar
su libro El juego del juego, Duvignaud cuestionó las orientaciones teóricas, hasta
entonces dominantes en la antropología (estructuralismo, funcionalismo, materialismo
histórico):

84
El pensamiento de nuestro siglo rehúye lo lúdrico: se empeña en establecer una
construcción coherente donde se integren todas las formas de la experiencia
reconstituidas y reducidas mediante sus propias categorías. Se ha emprendido un
inmenso esfuerzo para escamotear el azar, lo inopinado, lo inesperado, lo discontinuo y
el juego. La función, la estructura, la institución, el discurso crítico de la semiología
sólo tratan de eliminar lo que les aterra [1982: 13].

Veamos, por ejemplo, su crítica al método de Lévi-Strauss para abordar el


estudio del mito:

Los fenómenos de los que estamos hablando exigen una epistemología nueva [...]
Tomemos un problema: el de los mitos, por ejemplo. En ese respecto rechazamos un
método como el de Lévi-Strauss que consiste en separar lo mítico de lo existencial y de
las prácticas materiales. Siento un profundo respeto por Lévi-Strauss, pero algo como
“la mitología reconstituida de la indianidad, de los esquimales a las tribus del sur de
Chile”, es absolutamente indiferente a la realidad actual de las sociedades de las que
habla, pues entonces: viva el mito y mueran los hombres.
Lo que nosotros hemos hecho es investigar, haciendo uso de una epistemología que se
define en la acción misma: sitúa las prácticas en su contexto y comprende que cada
práctica supone un aparato de mitos, de creencias, de afectos; es éste conjunto, como un
todo, el que hay que entender [Duvignaud 1981a: 61-65].

Por mi parte, recupero esa intención de Duvignaud, refiriéndola a los excesos a


los que se ha llegado, en ocasiones, al utilizar los métodos funcional, estructural o
materialista histórico, preocupación que es común a varios autores. Duvignaud se
propone demostrar que la antropología se ha centrado, fundamentalmente, en el estudio
de las instituciones sociales y muy poco en el estudio de los hombres vivos. Esa idea se
fue aclarando hasta llegar a una forma más definida en los resultados de sus estudios
antropológicos acerca del juego, en los cuales, el juego ya no era concebido como una
práctica aislada, como una actividad más, sino como una constante que aparecía en los
diversos aspectos de la vida social y personal. A partir de los trabajos de Duvignaud, el
juego, como categoría antropológica, puede ser entendido como una energía
transformadora que modifica las prácticas, las formas de pensamiento y las costumbres
establecidas, es suscitada por la astucia, la rebeldía, la creatividad o el azar y se da en
todos los ámbitos de la vida humana. “Desde hace algunos años hemos tratado de hacer

85
el balance de las prácticas y de los hechos que corresponden a las manifestaciones
lúdicas que no pueden ser reabsorbidos mediante alguna forma de regulación, o
borrados mediante un tipo de análisis que a menudo proyecta sus categorías abstractas
sobre ellos” [Duvignaud 1981a:59].
En la forma de presentar su tema de investigación estaba implícita una nueva
orientación. Para él quedaba clara la insuficiencia de los enfoques anteriores. Había no
sólo que volver a definir la cosa a estudiar, sino, también, establecer una nueva relación
entre los conceptos de institución y juego en el discurso antropológico:

Hay ideas como las de Georges Bataille sobre la trasgresión y, naturalmente, aquellos
estudios tradicionales sobre cuestiones como las relaciones elementales de parentesco,
los sistemas matrimoniales, pero nunca se nos dice cómo vive la gente esos sistemas y
qué es lo que hace con ellos; dichas investigaciones dan la impresión de que
simplemente se los padece […] no somos seres pasivos, ya sea por la fuerza o mediante
la impugnación o la astucia, logramos darle a nuestro poder lúdico una forma inteligible
[Duvignaud 1981a: 57-59].

Según Duvignaud, es esa astucia la que permite a las personas de muy diversas
sociedades, revertir “para su propia conveniencia el carácter imprescriptible de las
reglas” [1982: 21]. Así, partiendo de las premisas teóricas anteriores, podemos definir al
juego y, en consecuencia, al cambio social, de la siguiente manera:

En mi opinión se trataría de conocer aquello que en el orden de la existencia se expresa


como experiencia particular y que, adoptando formas singulares, puede concernir a lo
imaginario, a lo afectivo, o aún a la acción [...] antropológica o sociológicamente diré
que el juego representa la cantidad de azar que una sociedad puede aceptar, o incluso el
modo en que una sociedad enfrenta el azar. El azar es lo que no entra en el sistema de
leyes, de organizaciones. Lo que hay que averiguar es cómo un grupo, una clase, una
sociedad, una civilización, enfrentan lo imprevisible [Duvignaud 1981a: 60].

Una interpretación activa de la cultura, como la de Jean Duvignaud, es


perfectamente aplicable a la interpretación de la cultura material en arqueología y, de
hecho, coincide con la orientación de investigadores como Ian Hodder, quien sostiene
que:

86
Los individuos no cumplen roles predeterminados, de acuerdo con un guión concreto; si
lo hicieran, apenas sería necesario el uso activo de la cultura material para negociar una
posición social y producir el cambio social. No somos simples peones de un tablero,
determinados por un sistema, sino que usamos centenares de miles de medios,
incluyendo el simbolismo de la cultura material, para crear nuevos roles, redefinir los ya
existentes y negar la existencia de otros [Hodder 1994: 22].

A partir de aquí, podemos formular la exigencia de una hermenéutica capaz de


estudiar los procesos vivos implicados en el uso de los diferentes sistemas simbólicos
que componen la cultura. Como es evidente, se trata de registrar la transformación
constante de los significados que se produce en la actividad colectiva. Detrás de esta
idea existe un conjunto de supuestos teóricos que definen un concepto de discurso y de
acción que implica una multiplicidad práctica de posibilidades semánticas. Entendemos
tanto al discurso, como a la acción social, a partir de su naturaleza polisémica. Así, todo
discurso y toda acción se abren hacia una multiplicidad de posibles significados, pues
todas las formas de actividad social y toda enunciación discursiva suponen procesos de
interpretación y de variabilidad. Los agentes sociales están dotados de intenciones y
propósitos, a partir de los cuales actúan en el mundo con la capacidad de “transformar
las estructuras en situaciones concretas”, se valen de la cultura para “crear y transformar
relaciones de poder y dominación” [Hodder 1994: 23]. “Se evita el determinismo al
reconocer que, en situaciones concretas, aparecen situaciones contingentes y se
reestructuran gradualmente las estructuras de significado y dominación [Hodder 1994:
23]. “Las consecuencias de la acción, intencionadas o no, llevan a una reformulación de
los hábitos y de la estructura social” [Hodder 1994: 101].
Acorde con esta idea, la hermenéutica es consciente, desde muy temprano, de
que no se trata de hallar un supuesto significado original, entendiendo que el discurso
no es algo fosilizado, sino algo vivo y cambiante. Parafraseando a Ebeling, Ferraris
afirma que la hermenéutica es, desde un principio, un “aseverar (expresar), ‘interpretar’
(explicar) y traducir (ser intérprete). No se trata de establecer cuál sea, lingüística e
históricamente, el significado primario. Se trata de modificaciones constantes del
significado, de ‘conducir a la comprensión’, de ‘mediar en la comprensión’ respecto de
los diferentes modos de plantearse el problema del comprender” [citado en Ferraris
2002:11-12].

87
En un sentido antropológico más amplio, más esencial, Durand explica esta
cualidad humana del hacer y el decir: “Hay donación de sentido por el sujeto humano, y
el sujeto humano es este volumen semántico que va de la biografía más confidencial al
diálogo, a la jerga invertida en un consenso social, hasta las aspiraciones subjetivas de la
especie zoológica […] es la especie la que ‘lee’ su medio ambiente dentro del entorno
indiferenciado. Es la lectura la que es ‘inventiva’” [1993: 64 cursivas en el original].
Esta orientación resulta particularmente pertinente si la situamos en el campo
antropológico, propiamente dicho, tal como lo define el mismo Durand:

Parece que para estudiar in concreto el simbolismo imaginario hay que adentrarse
resueltamente por la vía de la antropología, dando a esta palabra su sentido actual –es
decir: conjunto de ciencias que estudian la especie homo sapiens- sin tener exclusivas a
priori [...] situándonos en un punto de vista antropológico para el que “nada humano
debe ser ajeno” [...] Para ello hemos de situarnos deliberadamente en lo que llamaremos
el trayecto antropológico; es decir, el incesante intercambio que existe en el nivel de lo
imaginario entre las pulsiones subjetivas y asimiladoras y las intimaciones objetivas
que emanan del medio cósmico y social. Esta posición apartará de nuestra búsqueda los
problemas de anterioridad ontológica, puesto que postularemos de una vez por todas
que hay génesis recíproca que oscila del gesto pulsional al entorno material y social, y
viceversa [...] De este modo, el trayecto antropológico puede partir indistintamente de la
cultura o de la naturaleza psicológica, estando contenido lo esencial de la representación
entre estos dos límites reversibles [Durand 1981: 35-37 cursivas en el original].

Interpretar quiere decir, entre otras cosas, confrontar el significado de los


discursos y los actos con un conjunto de referentes, y así, de valores, que constituyen la
totalidad del saber activo que poseen toda persona y toda cultura. Al interpretar,
dotamos de un nuevo significado al discurso y a las prácticas. En toda interpretación
ocurre un doble movimiento: repetición, por medio de la cual se reproducen sentidos
preexistentes de un discurso o una práctica y, transformación, por medio de la cual los
sentidos preexistentes de los discursos y las prácticas son modificados, surgiendo
nuevos.
Para Cassirer los cambios fonéticos, analógicos y semánticos constituyen un
elemento esencial del lenguaje, cambios que también ocurren en los distintos sistemas
simbólicos. El estudio de todos estos debe realizarse, tanto desde un punto de vista
histórico como desde uno estructural, debiendo ser específico en cada caso:

88
Cierto que el lenguaje no posee un ser fuera y más allá del tiempo; no pertenece al reino de
las ideas eternas. El cambio –cambio fonético, analógico, semántico- constituye un
elemento esencial del lenguaje. Sin embargo, no basta el estudio de todos estos fenómenos
para que podamos comprender la función general del lenguaje. En lo que respecta al
análisis de cualquier forma simbólica dependemos de los datos históricos. La cuestión
acerca de qué sean el mito, la religión, el arte o el lenguaje, no puede ser resuelta de un
modo puramente abstracto, por una definición lógica. Pero por otra parte, al estudiar la
religión, el arte o el lenguaje tropezamos siempre con problemas estructurales generales
que corresponden a un tipo diferente de conocimiento. Estos problemas deben ser tratados
por separado: no pueden considerarse ni resolverse mediante investigaciones puramente
históricas [Cassirer 1997: 179-180].

Cuando, por ejemplo, analizamos un ritual: la puesta en escena ceremonial de un


mito, podemos ver cómo la comunidad -y las personas que la componen- entran en
contacto con el relato mítico y hacen uso de ese discurso de una manera activa y
particular. El relato está siendo reproducido y transformado, al mismo tiempo, por
quienes participan de él durante la ceremonia; los mitos y los símbolos están siendo
reinterpretados por cada miembro de la comunidad durante la experiencia colectiva.
Así, cada grupo social propone un complejo conjunto de figuras con las que cada uno de
sus miembros alimenta su imaginario, juega con ellas y las vuelve a significar,
produciendo nuevos sentidos, expandiendo su horizonte simbólico. Se dan, así, en todo
fenómeno cultural, complejas articulaciones e interacciones entre los aspectos
estructurales de la cultura, que tienen una tendencia a la transhistoricidad, y la
configuración histórica concreta, que tiende a la variabilidad y el cambio.

COGNICIÓN, DISCURSO Y REFERENCIALIDAD

La necesidad de la comunicación humana hace pasar lo real a la dimensión del


pensamiento simbólico, a la forma de discurso, de imagen, de gesto. Las relaciones
sociales están mediadas por el pensamiento simbólico y sus múltiples expresiones. Éste
supone la interpretación de la experiencia y su traducción a imágenes mentales de las
cuales se derivan todos los diversos códigos de comunicación. Los procesos de
aprendizaje y profundización cognitiva de los símbolos culturales nunca terminan. Cada

89
complejo simbólico, aunque situado dentro de un ámbito de acción espacial y temporal
en el que se manifiesta, puede asociarse siempre a nuevos campos semánticos, por ello,
dirá Guiraud, la palabra sentido significa: dirección hacia otros signos [1983: 27].
Nuestras relaciones con el mundo son, en ese sentido, relaciones simbólicas.
Suponen una interacción compleja entre nuestras vivencias en el mundo y nuestros
medios y formas de conocerlo e interpretarlo. Paul Ricoeur sostiene que el discurso
“consiste en la mediación entre el orden de los signos y el de las cosas” [Ricoeur 1999:
49]. Explica la función semántica del discurso como la perfecta articulación de tres
dimensiones discursivas: la referencia al mundo, la relación con uno mismo y la
relación con el otro.

En la medida en que se da esta referencia al mundo, es posible la referencia en común,


la correferencia, y en la medida en que existe ésta última es posible referirse a uno
mismo, el compromiso del sujeto con lo que dice. Digamos lo mismo de otro modo: las
tres dimensiones del lenguaje, la dimensión ontológica (referencia al mundo), la
psicológica (relación con uno mismo) y la moral (relación con otro), son rigurosamente
cooriginarias [Ricoeur 1999: 51].

Vale la pena agregar dos funciones más a las definidas por Ricoeur: la
comunicación, al proponer, constantemente, enunciados sobre la realidad, establece la
función cognitiva del discurso, por otra parte, el carácter social del habla que instaura,
por ese medio, una comunidad de códigos entre los hablantes, supone una función
socio-política.
La interacción social es un proceso constante que pone en movimiento a la
totalidad de nuestro saber, lo llamaremos: conjunto referencial. A partir de éste, se
responde a cada estímulo comunicativo, exterior e interior, con un espectro de mensajes
en los distintos planos de la experiencia. Esas acciones que operan como respuesta, se
registran en una memoria que va organizando, jerarquizando, desechando,
transformando la compleja red de sistemas simbólicos que da origen y compone al
conjunto referencial.
El conjunto referencial es la totalidad relativamente sistematizada de
conocimientos que posee todo individuo y toda sociedad y con la cual compara, coteja y
evalúa todo nuevo discurso en el proceso de comunicación, que aparece, desde esta
perspectiva, como un acto de interpretación discursiva. Opera tanto en el plano

90
consciente como en el inconsciente. Todo estímulo pone en movimiento significados
presentes en la psique, “la percepción pone en funcionamiento, casi automáticamente, un
saber sobre la realidad” [Aumont 1990: 40]. El “estímulo” produce un encadenamiento de
reacciones que generan, de manera consciente e inconsciente, estrategias de acción. Se
pone de manifiesto, así, el rico proceso de interpretación y producción de significados que
la experiencia cotidiana origina, haciéndose evidente la unidad fundamental que existe
entre la percepción, la motricidad y la actividad del pensamiento abstracto. No podemos
pensar sin imágenes, ni intuir sin conceptos, orientación heurística que nos sirve para
comprender los procesos de simbolización.
El conjunto referencial está formado por unidades semánticas cuyo uso y
significado están determinados socialmente, de ahí que la semiótica las llame unidades
culturales. Las unidades semánticas operan al interior de ordenamientos del saber que
llamamos formaciones discursivas. Todas las formas del conocimiento son propuestas
de significar la realidad, de interpretar la experiencia, de ahí la importancia, la
universalidad del problema del sentido [Guiraud 1983].
Lo que en sí mismo constituye el proceso de formación del imaginario colectivo
es algo sumamente complejo. Incluye todo el proceso de socialización a través del cual
se forman las personas, los grupos sociales y el conjunto de las sociedades. Se trata, en
el plano más general, de la formación de la cultura como la instancia más amplia de
socialización del conocimiento. Abarca todos los procesos sociales y personales de
interpretación y organización de la experiencia. Comprende a todas las formas
institucionalizadas y no institucionales de producción y difusión del saber. Se trata de
un problema altamente complejo que exige un enfoque antropológico, entendido en su
sentido más comprehensivo.
La producción, difusión y uso del conocimiento está determinada por ciertos
conjuntos de reglas, así como de modalidades de trasgresión o innovación de ellas que,
a su vez, están condicionadas histórica y culturalmente. El pensamiento no es algo
general y abstracto, sino que está diversificado y distribuido en distintas formaciones
discursivas que organizan el conocimiento en disciplinas del saber específicas, con
métodos y reglas propios para producir conocimientos. Las nociones acerca de la
realidad difieren de una formación discursiva a otra y, más aún, pueden ser
contradictorias entre sí. Eco había planteado ya la posibilidad de que dentro de una
cultura existiesen campos semánticos contradictorios [Eco 1994:89]. Eso es algo que
sucede en todas las culturas. Duvignaud habla, también, de diversas lógicas que se

91
entrecruzan en la vida cotidiana y que, muchas veces, sin ser compatibles, se mezclan
entre sí (Duvignaud 1981b y 1982).
El ámbito de las relaciones sociales y políticas, donde se construyen las
identidades personales y colectivas es, precisamente, una de las esferas del
conocimiento y la actividad social en la cual la mezcla y yuxtaposición de diversas
formaciones discursivas es más rica. Cuando se da forma a las figuras de la persona y
de la comunidad se hace necesario valerse de conocimientos provenientes de distintas
formaciones discursivas como lo son:

A) Conocimientos sistematizados y empíricamente verificables: tienen su origen


en diversos tipos de prácticas productivas o utilitarias donde, a nivel de la esfera
cognitiva, debe producirse un pensamiento sistemático que corresponda a un paradigma
que defina a la verdad como algo verificable a través de la experiencia repetida y que
exige resultados palpables.
B) Horizonte epistémico: opera a la manera de un metalenguaje a partir del cual
se valoran y juzgan todas las dimensiones discursivas. Está determinado por la
historicidad de los conocimientos.
C) Ética: funciona a partir de juicios y de comportamientos que obedecen a
aplicaciones diversas de los sistemas de valores morales que forman parte del conjunto
referencial de toda persona y grupo social.
D) Sentido común: combina la experiencia personal con ciertas formas de
socialización de la sabiduría práctica colectiva.
E) Conocimientos tradicionales: pertenecen a diversos conjuntos de prácticas y
formas de saber que conforman una cultura particular y corresponden a los elementos
constitutivos de la identidad comunitaria, regional o nacional, de género, de grupo de
edad, de tipo de actividad; definen conocimientos prácticos, creencias, formas de vida y
costumbres colectivas.
F) Religiosidad, fe y creencias: estructuras de pensamiento míticas, mágicas,
religiosas y dogmáticas que operan en todas las sociedades.
G) Estética: funciona a partir de códigos establecidos de manera social, como el
arte y la moda, así como de manera personal, a través del gusto y la educación.
H) Voluntad: interpreta la realidad en función del deseo, define sus necesidades
y las formas de su satisfacción.

92
I) Intuición: utiliza de una manera proyectiva, no racional, la experiencia
personal y colectiva, consciente e inconsciente.
J) Emociones: establecen vínculos asociativos entre las situaciones vividas, los
mensajes recibidos y los componentes psíquico-corporales que generan emociones.

Todos estos son campos semánticos que intervienen de manera compleja y


simultánea en la interpretación de la realidad y en los procesos de comunicación.10
Partiendo de una perspectiva tal, que considera la multiplicidad simultánea de
factores que definen el proceso, podemos enunciar la complejidad del sistema
interpretativo de la esfera de la cultura, evidenciando la diversidad de sentidos y de
planos de la realidad en los que operan el pensamiento, el discurso y la actividad
humana. Nuestro concepto de saber no se limita al conocimiento racional y empírico,
incluye a todos los aspectos sensoriales, emocionales, intuitivos y volitivos que son una
parte sustantiva de la constitución de la realidad imaginaria a partir de la cual se
producen los conocimientos. Dimensiones del saber que el racionalismo ha excluido y
menospreciado al formular su noción de saber y de verdad, centrada en lo racional. El
imaginario cultural, a partir del cual se construyen los sentidos de la identidad, participa
de esa multiplicidad de dimensiones de la realidad y debe ser analizado desde una
perspectiva compleja: polisémica.
Los procesos de formación de la identidad establecen distinciones específicas
que diversifican las identidades en un abanico de pluralidad. La primera distinción
básica se da entre: mismidad y otredad. La edad, el género, el parentesco, la etnicidad,
la división social del trabajo, las diferencias y jerarquías sociales y políticas, la
religiosidad son algunas de las construcciones sociales que generan formas particulares
de constitución de la identidad. Los seres humanos podemos desarrollar lógicas
imaginarias comunes y el mismo tipo de emociones, al hacerlo, interiorizamos diversas
representaciones simbólicas de la realidad, acerca de lo que somos cada uno de nosotros
y, en consecuencia, diferencias particulares que luego habrán de definir nuestra manera
de relacionarnos con nosotros mismos, con los otros y con el mundo. Construimos
distintas identidades en el proceso de vivir y conocer el mundo.
Los procesos diferenciales de formación de la identidad comprenden factores
fijos y factores cambiantes; así, la identidad se pone a prueba todos los días: se

10
Umberto Eco plantea también una serie extensa de los campos semánticos que pueden determinar la
connotación de un lesema. Véase: Eco 1994: 101-104.

93
confronta con referentes relativamente estables de la cultura y referentes que pueden
redefinirse o transformarse al interior de la práctica social. Lo que da forma a los grupos
de identidad, se asocia, por ejemplo, a referencias temporales (experiencias compartidas
por grupos generacionales) y referencias espaciales (habitar un mismo lugar y conocer
una topografía común). Estos dos aspectos aparecen, la mayor de las veces, plasmados
en las narrativas comunitarias. Vivir y habitar un espacio de manera común hace a los
grupos, los une, los separa y distingue de los demás. Para Heidegger: “El modo como tú
eres, yo soy, la manera según la cual los hombres somos en la tierra es el Buan, el
habitar. Ser hombre significa: estar en la tierra como mortal, significa: habitar”
(Heidegger 1994b:129).
De acuerdo con Anselm Strauss:

La persona que conoce bien su mundo, que está familiarizada con todos sus senderos es
una persona fuertemente comprometida. ¿Comprometida con qué? Con una concepción
de sí misma como un cierto tipo –o tipos- de persona, de quien se espera, y ella misma
espera, actuar de cierta forma definida en determinadas situaciones. Si las situaciones
que surgen no son del todo familiares, son, sin embargo, parecidas a las ya conocidas y
demandan líneas de acción similares [Strauss 1959: 39 traducción nuestra].

De tal forma, hay elementos, relativamente constantes, que dan continuidad


temporal a la identidad personal y otros que cambian de acuerdo con el contexto y con
el tiempo.
El compromiso social implica fuertes convicciones morales, relacionadas con el
sentido de las acciones y la manera en la cual la gente debe conducirse. Al investir a una
persona con un cargo o una posición social, la sociedad le presenta la posibilidad de
involucrar su personalidad completa con la investidura e identificar con el cargo, tanto a
su persona, como a sus acciones. De tal forma, a la persona se le dona un ropaje
simbólico que implica compromiso, lealtad y la obligación social de involucrase,
personalmente, con el comportamiento atribuido socialmente al cargo [Strauss 1959:
40]. Debe adoptar una identidad y sentirse obligado a cumplir con las expectativas
sociales, asociadas a la investidura.
Entre los mexicas, por ejemplo, tanto para el más pobre de los súbditos como
para el primero en la jerarquía de los nobles, las obligaciones estaban bien definidas.
Las normas de una moral absoluta definían el deber ser de la figura del tlatoani. En un

94
discurso perteneciente al ritual de entronización del tlatoani que forma parte de los
huehuetlahtolli (“testimonios de la antigua palabra”), donde las normas morales de la
religión se hacen patentes, se dice:

Con esto te digo que actúes con todo tu esfuerzo y que no estés contento; antes bien te
ruego que te aflijas […] Ahora que estás en lo más alto dígnate recibir y escuchar con
atención a los que vengan a quejarse ante ti, a los que te muestren sus penas. No
contestes sin antes reflexionar; entérate de la verdad pues eres sustituto de Tloque
Nahuaque. El habla por ti y tú hablas ante él en nombre de la gente […] No te regodees
en los placeres sensuales; piensa en tu responsabilidad aun cuando estés dormido. No
quieras engordar y emborracharte a costa del trabajo de los maceguales. No permitas
que lo que Dios da, todos los bienes materiales, se transformen en cosa de locura y
desvarío. De esa manera harías daño a la gente […] [citado en Alcina Franch 1992a:
163-164].

En ese sentido, resulta particularmente ilustrativo lo que ocurre entre los


wixaritari: “En todas las fiestas wixaritari generalmente participa una gran parte de la
comunidad, ya que existe esta obligación para quienes recibieron un cargo, y un alto
porcentaje de núcleos familiares se encuentran involucrados en alguno, cuestión que
genera una resistente cohesión al interior de la comunidad” [Fresán 2002:33]. La
posesión de un cargo implica un fuerte compromiso personal con las prácticas y
creencias del grupo, fortalece la cohesión social y se convierte en un medio por el cual
se crean y recrean las formas que adoptan la identidad grupal y personal.

LA COMUNICACIÓN COMO RELACIÓN CON EL OTRO,


CON EL MUNDO Y CON UNO MISMO

Los procesos de la comunicación humana dan lugar a formas de expresión e


interacción que diversifican el significado en un amplio abanico de pluralidad
semántica. Al interior de esos procesos se da forma a la figura social de las personas.
Para comprender las diferentes formas de comunicación que existen, entendiéndolas en su
carácter concreto de interacción humana viva, retomaremos una orientación enunciada por
Ricoeur en su importante artículo titulado “Filosofía y lenguaje”:

95
[…] la filosofía tiene la tarea principal de volver a abrir el camino del lenguaje hacia la
realidad, en la medida en que las ciencias del lenguaje tienden a distender, si no a abolir, el
vínculo entre el signo y la cosa. A esta tarea principal se añaden otras dos
complementarias: volver a abrir el camino del lenguaje hacia el sujeto vivo, hacia la
persona concreta, en la medida en que las ciencias del lenguaje privilegian, a expensas del
habla viva, los sistemas, las estructuras y los códigos desvinculados de cualquier hablante
y, finalmente, volver a abrir el camino del lenguaje hacia la comunidad humana, en la
medida en que la pérdida del hablante va unida a la de la dimensión intersubjetiva del
lenguaje [Ricoeur 1999: 41].

La clara conciencia de responder a esta tarea urgente de la hermenéutica, lo


condujo a llevar a cabo un recorrido crítico del camino emprendido por las ciencias del
lenguaje. Así, explica que la necesidad de construir un objeto de estudio científico,
riguroso y bien delimitado llevó a las ciencias del lenguaje y, en particular, a lingüística
estructural a “poner entre paréntesis la relación del lenguaje con la realidad” [Ricoeur 1999:
42].
La distinción, establecida por Saussure, entre lengua y habla formaba parte de la
misma intención de cientificidad. De tal suerte, a partir del Curso de lingüística de
Saussure, entendemos a la lengua como el conjunto sistemático de un idioma en el plano
de la pura formalidad estructural, en el plano de su estatuto como conjunto de signos y
reglas combinatorias, pertenecientes a un código de comunicación, socialmente aceptado;
como las convenciones sociales necesarias para la comunicación verbal y escrita. La
lengua corresponde al conjunto de los signos que sirven como medio de comprensión entre
los miembros de una misma comunidad lingüística, el conjunto de entidades entre las que
se elige en las libres combinaciones del discurso.
Por habla se designan los usos diversos y coloquiales que los individuos de esa
comunidad hacen de la lengua, por medio de una ejecución psicofisiológica, la actuación
individual y las libres combinaciones del discurso [Leroy 1992; Ricoeur 1999; Saussure
1979: 49-66]. El habla es esencialmente un acto individual de selección, uso y renovación;
está constituida, ante todo, por las combinaciones, gracias a las cuales el usuario puede
utilizar el código del lenguaje para expresar su pensamiento personal [Barthes 1993].
La distinción entre lengua y habla se complementa con cuatro postulados que
terminan por definir objeto y método, tanto de la lingüística estructural, como de las
ciencias del lenguaje que de ella se derivan: 1) en la lengua se distinguen una ciencia

96
sincrónica que estudia los estados del sistema y una ciencia diacrónica que estudia los
cambios del mismo; 2) se subordina la segunda a la primera; 3) en un estado del sistema no
existen estados absolutos, sino únicamente relaciones de dependencia mutua; 4) el
conjunto de los signos ha de ser considerado como un sistema cerrado, con objeto de
analizarlo [Ricoeur 1999: 42-43].
Así, mientras que el discurso es el uso infinito de un sistema finito, la lingüística
estructural opta por el estudio sistemático de los sistemas finitos, de tal suerte, el
sistema a analizar no tendrá partes externas, sino meras relaciones internas [Ricoeur
1999: 43].

El objeto de la lingüística se vuelve a cerrar claramente entonces en el sistema


lingüístico, en la célebre afirmación que pone fin al Curso: “La lingüística tiene por
único y verdadero objeto la lengua considerada en sí misma y para sí misma” […] Es el
sistema cerrado y autosuficiente “en sí mismo y para sí mismo” el que confiere su valor
semántico al signo, es decir al conjunto indisoluble significante-significado […] Otra
paradoja más grave se observó en la noción axiomática de sistema: un solo cambio, un
solo aumento o disminución de signo cambia todo el sistema […] de ahí la reticencia
saussuriana a abordar los problemas de la transformación de los sistemas, de la
“diacronía” […] “el cierre” del sistema relativiza al mismo tiempo cada una de sus
partes respecto de las demás, y lo hace monolítico e intangible” [Durand 1993: 52-53].

Para el efecto de un supuesto rigor científico, la lingüística estructural deberá,


además, eliminar un aspecto fundamental de la definición de signo que, entre los
estoicos aparecía como: significante, significado y cosa referida, mientras que en
Agustín y en la escolástica aparecía como la relación entre signum y res. Al excluir la
referencia a lo real extralingüístico, se elimina de la comunicación al sujeto y a la
intersubjetividad. “En la lengua, nadie habla” [Ricoeur 1999: 44]. Expulsados de la
lingüística estructural y de la llamada semiología, que de ella se derivó, el habla, el
hablante, su interlocutor y el mundo que sus discursos refieren, deberán ser estudiados
por otras disciplinas como la hermenéutica, la pragmática, la antropología lingüística, la
sociolingüística y la psicología de la comunicación, cuyo objeto de estudio son los
procesos vivos de la comunicación.
Las teorías y modelos de la comunicación basados en un paradigma informático
e instrumental presentan también importantes limitaciones para comprender la

97
complejidad que el proceso vivo de la comunicación humana plantea. El punto de
partida común de las diversas vertientes teóricas y modelos es la teoría de la
información desarrollada por Claude Elwood Shannon [1948], ingeniero electrónico y
matemático, presentada en un artículo publicado por la revista de la compañía telefónica
Bell, para la cual trabajaba. La intención original de su teoría era la de estudiar las
condiciones técnicas de la transmisión de mensajes. No obstante su limitado ámbito de
aplicación, su propuesta alcanzó una importante repercusión y terminó siendo elevada a
la calidad de paradigma universal de la comunicación. Es decir, una extrapolación
arbitraria, carente de fundamento.
La teoría se refiere a la transmisión de señales eléctricas y electromagnéticas vía
telefonía, radiotelefonía o telegrafía. Su principal objetivo era el de calcular y disminuir
los niveles de ruido en la comunicación y formaba parte de su investigación tecnológica,
orientada a perfeccionar los equipos de telecomunicación de la compañía Bell. Más aún,
cuando Shannon habla de información se refiere a un término cuantificable de señales
eléctricas cuyo contenido no es importante para la teoría. La cantidad de información
trasmitida y recibida se mide por medio de un sistema binario (binary digits) asociado a
la velocidad de transmisión. De ahí que, desde el origen, el problema del significado
este totalmente fuera del campo de su investigación.
Al leer el artículo de Shannon, Warren Weaver observó las posibilidades de
ampliación de la teoría de Shannon al ámbito de la comunicación humana, escribiendo,
primero un comentario al texto de Shannon y, posteriormente, un librito en común,
titulado: The Mathematical Theory of Communication [Shannon y Weaver 1949]. El
modelo se aplica primordialmente a la comunicación mediada por un dispositivo
instrumental como el que utilizan la radio, la televisión o la telefonía y propone un
esquema estructural de la comunicación, formado por los siguientes elementos: a)
fuente: elemento emisor inicial del proceso de transmisión de información; b) trasmisor:
es el medio instrumental que transforma el mensaje a emitir en un conjunto de señales
pertenecientes a un código (codificador), por ejemplo, el que transforma la voz humana
en impulsos eléctricos que luego se decodifican por medio del dispositivo receptor
(decodificador) y se vuelven a transformar en voz; c) canal: el medio instrumental que
transporta las señales de la fuente (cable, red de micro-ondas) a un destinatario; d)
receptor: es el instrumento decodificador del mensaje que acabamos de referir y que
hace llegar el mensaje al destinatario; e) destinatario: la persona o el dispositivo
receptor para quien está destinado el mensaje; f) ruido: es un factor que altera o perturba

98
la transmisión del mensaje. Como podemos observar, se trata de un concepto
definidamente instrumental de la comunicación, centrado en el problema de la
transmisión de información.
La propuesta, aunque pretende erigirse en un modelo universal de la
comunicación, describe un proceso totalmente diferente de lo que es, en realidad, la
comunicación humana cara a cara y deja fuera todos los aspectos sociales y culturales
implicados en ella. Están completamente ausentes la interacción humana viva, las
influencias mutuas dentro de la interacción, las emociones, la percepción, el
aprendizaje, en resumidas cuentas, todos los aspectos psico-sociales de la
comunicación. No aparecen variables de tipo situacional, como tampoco aparece el
aspecto contextual básico que determina la comunicación: la cultura de los hablantes.
Más aún, al pretender desarrollar la teoría en un sentido universalista, a la nueva
propuesta le serán indiferentes las características específicas del código (sistema de
señales o signos) que sirve como medio de intercambio de información.
El lingüista ruso Roman Jakobson tomó como punto de partida ese modelo de la
comunicación, introduciendo importantes modificaciones orientadas a suplir sus
deficiencias. Sin embargo, su modelo, aunque orientado hacia el problema del
significado, el lenguaje y sus funciones, siguió partiendo de un paradigma informático
que nunca superó, pues continuó entendiendo a la comunicación como transmisión de
información. Podemos observar la definitiva influencia del modelo informático en su
enunciado de 1971:

El ingeniero en comunicaciones aborda la esencia del evento de habla de la manera más


apropiada cuando asume que, en el intercambio de información óptimo, el hablante y el
escucha tienen a su disposición, más o menos “el mismo archivo de representaciones”:
el destinador de un mensaje verbal selecciona una de esas “posibilidades
preconcebidas” y se supone que el destinatario debe hacer una selección idéntica del
mismo repertorio de “posibilidades establecidas y provistas de antemano” [Jakobson
1971: 241 traducción nuestra, entrecomillado en el original].

Este enfoque pone de manifiesto importantes errores de origen. No se deben


homologar los códigos electromagnéticos de señales que emplean las máquinas para
intercambiar información, que son monosémicos, con los códigos culturales que
empleamos los seres humanos para comunicarnos que son polisémicos y cuya

99
interpretación se da a partir de un conjunto de referentes que se va formando como
producto de la experiencia social y personal, de ahí su gran variabilidad. La
referencialidad de la interpretación abre el abanico de ésta, mucho más allá de la
supuesta selección de “el mismo archivo de representaciones” por el emisor y el
receptor. Cuestión que ya estaba clara en san Agustín: “En el diálogo, nosotros no
podemos jamás tener la certeza del hecho de que nuestro interlocutor haya comprendido
todo lo que pretendemos decir; las expresiones que usamos tienen un cierto significado
para nosotros, pero pueden tener un sentido del todo diferente para quien nos escucha”
[citado por Ferraris 2002: 23].
Así, la única manera de aproximarnos a la construcción de un significado común
entre los hablantes es el diálogo: la interacción más o menos prolongada entre los
hablantes. Lo que implica, como veremos más adelante, en palabras de Ricoeur, el
reconocimiento del otro como interlocutor. Tal reconocimiento vuelve totalmente
inoperante el esquema: emisor-receptor. Como se dice en el Juan de Mairena de
Antonio Machado (1936): “Quien razona afirma la existencia de su prójimo, la
necesidad del diálogo, la posible comunicación mental entre los hombres" [Machado
2004: XV].
Al respecto, escribía Gilbert Durand en 1979:

Cibernética e informática constituyen las vanguardias victoriosas de las reflexiones


lingüísticas y estructurales. A través de un verdadero fenómeno de feed-back, los
ordenadores modelan o vuelven a modelar nuestras maneras de pensar. La máquina
expresa su más extrema exigencia, que es constreñir al pensamiento al que, no obstante,
debe su existencia. De este modo, lo quiera o no, la lingüística moderna contribuye a la
edificación de ese universo cibernético en el que la máquina, en cuanto modelo,
substituye al hombre [Durand 1993: 40].

Yves Winkin compartía ese punto de vista cuando afirmaba en 1981 que “la
información de Shannon es ciega. Parece perfectamente adaptada a los ordenadores que
nacen en la misma época” [1984: 17]. A lo que agregaba una reflexión crítica respecto
del “exceso de analogía entre el hombre y la máquina” [Winkin 1984: 17].

El caso de Jakobson ilustra un fenómeno reconocible en todos los investigadores en


ciencias humanas que han utilizado de cerca o de lejos la teoría de la comunicación de

100
Shannon. Se eliminan los aspectos más técnicos, sobre todo los que conciernen a la
noción de información. Finalmente no queda más que la forma general del esquema, o
sea, de dos a cuatro casillas unidas por flechas en dirección de izquierda a derecha […]
Desde luego, son muy numerosas las críticas y las modificaciones sufridas, pero no se
ha salido de la pareja emisor-receptor. Es como si el único elemento que Shannon ha
podido legar a los legos en ingeniería sea la imagen del telégrafo que impregna todavía
el esquema original. Podríamos hablar así de un modelo telegráfico de la comunicación
[Winkin 1984: 18 cursivas en el original].

De inmediato se perciben los serios problemas implicados en este proceder


analógico, que homologa el intercambio de impulsos electromagnéticos entre dos
máquinas, que obedecen a un código cerrado y monosémico, con la comunicación
humana, donde el código es, semánticamente hablando, abierto y polisémico, así, la
relación de comunicación es interactiva y cambiante. A pesar de que Jakobson no
ignoraba el carácter polisémico del lenguaje, fue incapaz de destacar este problema, a la
hora de formular su esquema de la comunicación.
Ricoeur criticará el modelo de Jakobson, poniendo de relieve sus importantes
deficiencias. El más grave error consiste en pretender que la lingüística ignore el
carácter intersubjetivo de la comunicación. Las condiciones intersubjetivas del diálogo
y lo que se llama comunicación en la sociología del lenguaje son algo totalmente
distinto. El diálogo presupone el reconocimiento del otro como interlocutor. Esta
intención de recognición constituye la intimidad del diálogo y motiva que lo que dice
alguien se convierta en una pregunta dirigida a otro que reclama una respuesta. La
sociología de la comunicación de Jakobson desconoce esta intimidad. El remitente y el
destinatario son puestos o papeles construidos según el modelo del emisor o del receptor
físico, y la propia comunicación depende del concepto de transmisión física. Tal
sociología de la comunicación es una transposición de la teoría física de la
comunicación y de las telecomunicaciones. Para hablar realmente a otro, la palabra ha
de ser la intención de un sujeto. La intención subjetiva y la intersubjetiva son
cooriginarias. Por ello, se ponen entre paréntesis conjuntamente en todo aquel estudio
que trate el lenguaje como un objeto [Ricoeur 1999: 45-46].
Tal como hemos mostrado, al estar mediada la comunicación humana por los
sistemas simbólicos que dan forma a la cultura de los hablantes, en la comunicación
intervienen de manera simultánea una multiplicidad de códigos, además del lingüístico;

101
la interpretación de los códigos empleados en la comunicación es abierta y está sujeta a
un complejo muy amplio de aspectos concretos que la determinan como, por ejemplo, el
tipo de relación que existe entre los hablantes, la situación específica en la cual se da la
comunicación, las formas y normas culturales de uso de los códigos, la competencia
lingüística y paralingüística de los hablantes, es decir, todos los aspectos contextuales y
prácticos relacionados con la cultura de los hablantes. Aspectos que disciplinas como
las teorías de la comunicación no verbal [Birdwhistell 1970; Davies 1986; Ekman 1965,
1967, 2003; Knapp 1994], la sociolingüística y la antropología lingüística han ido
definiendo con mayor precisión [Cardona 1994; Duranti 1997; Foley 1997; Hymes
1974].
Con el fin de destacar la importancia del estudio de los aspectos prácticos y
contextuales de la comunicación, determinados por la cultura de los hablantes, y criticar
a los autores como Jakobson, que los soslayan, Dell Hymes apela a las irónicas
objeciones de Chomsky formuladas en 1965 como crítica de los métodos
convencionales del análisis lingüístico, para el cual existe un hablante-escucha ideal,
perteneciente a una comunidad de habla totalmente homogénea, que conoce la lengua a
la perfección y que jamás es afectado por factores que son considerados como
irrelevantes desde un punto de vista gramatical, como lo serían las limitaciones de la
memoria, las distracciones, los cambios de atención e interés y los errores en el uso de
la lengua dentro de la acción discursiva concreta [Hymes 1974: 76-77]. Siguiendo a
Fishman, Giorgio Raimondo Cardona subraya que las lenguas no constituyen conjuntos
compactos, que las comunidades lingüísticas no son nada uniformes, sino que consisten
de varias redes lingüísticas diferenciadas [Cardona 1994: 38].
Considero que estas observaciones son importantes a la hora de evaluar
críticamente las limitaciones del modelo de Jakobson, formulado a partir del modelo
informático-instrumental de Shannon y Weaver. Jakobson definía los componentes de la
comunicación, de la siguiente manera: un destinador, con un mensaje que transmitir; un
medio para transmitirlo; el contacto; un destinatario, a quien va dirigido el mensaje; un
contexto en el que se da la comunicación; el código compartido por el destinador y el
destinatario que posibilita la comunicación [Jakobson 1960: 353].

El lenguaje debe ser investigado en toda la variedad de sus funciones […] Un bosquejo
de estas funciones exige un examen conciso de los factores de cualquier acto de habla,
de cualquier acto de comunicación verbal. El DESTINADOR envía un MENSAJE al

102
DESTINATARIO. Para ser operativo el mensaje requiere un CONTEXTO referido a
(“referente” en otra nomenclatura, más bien ambigua), capaz de ser captado por el
destinatario, y ya sea verbal o capaz de ser verbalizado; un CÓDIGO, completa o por lo
menos, parcialmente común al destinador y al destinatario (o en otras palabras al
codificador y decodificador del mensaje); y, finalmente, un CONTACTO, un medio
físico y una conexión psicológica entre el destinador y el destinatario que permita a
ambos entrar en la comunicación y permanecer en ella [Jakobson 1960: 353 traducción
nuestra; mayúsculas y entrecomillado en el original].

Como sabemos, Jakobson asocia una función del lenguaje a cada uno de los
factores referidos pues, para él, “la estructura verbal de un mensaje depende
primariamente de la función predominante” [Jakobson 1960: 353]. Así, otorga una
función referencial al contexto, relacionado con el aspecto cognitivo, con la denotación;
una función emotiva asociada únicamente al destinador, referida a la expresión de su
actitud en relación con lo que se dice, curiosamente, excluye la función emotiva del
destinatario; una función connotativa o conminativa destinada a definir la relación entre
el mensaje y el destinatario; una función fática al contacto, destinada a establecer,
mantener o concluir la comunicación; una función metalingüística, asociada al código
que sirve para definir la relación de los hablantes con el código; y una función poética
referida a las características intrínsecas del mensaje [Jakobson 1960: 353-357].
Además de las observaciones críticas de Ricoeur, el modelo de Jakobson ha sido
criticado en lo que se refiere a las implicaciones de su concepto de comunicación, así
como en lo que se refiere a la insuficiencia de sus categorías para comprender la
comunicación humana viva [Hymes 1974; Kerbrat-Orecchioni 1997]. Desde mi punto
de vista, Jakobson se mantiene dentro del paradigma informático que entiende a la
comunicación, primordialmente, como intercambio de información. Su concepto de
comunicación es instrumental al entender al lenguaje como un objeto y al proceso como
determinado por la funcionalidad técnica del objeto. Es, al mismo tiempo, logocéntrico,
al mantener la primacía del sistema de la lengua y de la comunicación verbal sobre
todas las demás formas de comunicación, a pesar de reconocer los aspectos
pansemióticos que comparte con otros sistemas de signos [véase: Jakobson 1960: 351].
Lo menos que se puede decir es que minimiza, por no decir que excluye los aspectos
referidos a lo esencialmente humano de la comunicación: la intersubjetividad. No le
otorga la suficiente importancia al carácter interactivo y cambiante de la comunicación,

103
donde se entiende que las dos partes son activas, pues es claro que quien escucha,
interpreta, es decir, ejerce un trabajo semántico sobre el código y sobre todo lo que
experimenta durante el proceso vivo de la comunicación. Más aún, quien escucha
también comunica, produce significados con su presencia, sus actitudes, sus gestos, su
forma de relacionarse con el hablante con quien dialoga, al tiempo que observa y
escucha: desarrolla un trabajo simbólico de interpretación y de elaboración de una
respuesta. A la vez, en la interacción comunicativa, los papales funcionales del hablante
y el escucha no son fijos, son intercambiables: en un momento se habla y en otro se
escucha, uno se convierte en el otro.
Vale la pena insistir en este asunto, pues se ha prestado a un equívoco
importante. Así, por ejemplo, al interpretar el modelo de Jakobson, Bolívar Echeverría
afirma: “La relación comunicativa se establece entre dos elementos protagónicos: de un
lado, el elemento activo, al que llamaremos el agente emisor, productor o cifrador de
determinados mensajes, y, de otro, el elemento pasivo, al que llamaremos el agente
receptor, descifrador o consumidor de los mismos” [Echeverría 2001: 87 cursivas en el
original]. Al plantear la cuestión de esa manera, Echeverría se equivoca, pues considera
al receptor como pasivo; tal como hemos visto, los dos entes son activos. Más adelante
incurre en una contradicción insalvable, pues, a la vez, presenta al receptor como un
agente, concepto que implicaría un papel activo y como pasivo, lo que implicaría una
contradicción en los términos: “En el segundo momento el agente receptor, cuya
situación no tiene acceso al referente, acepta el mensaje proveniente del emisor, toma la
alteración del contacto y descifra de ella, mediante un uso pasivo [sic] del mismo
código de simbolización, la información que le aporta una cierta apropiación cognitiva
del referente” [Echeverría 2001: 89].
Contrariamente a lo que sostiene Echeverría, las dos partes son activas. El
interlocutor ejerce una compleja actividad interpretativa al escuchar al hablante, además
de comunicar, simultáneamente, con su presencia y su comportamiento no verbal, pues
reacciona al discurso del otro. Goffman aclara muy bien esta situación al referirse a la
interacción viva entre las personas: “Cuando admitimos que el individuo proyecta una
definición de la situación al presentarse ante los otros, debemos ser capaces de ver que
los otros, no importa cuán pasivo pueda parecer su rol, proyectarán, efectivamente, una
definición de la situación por medio de su respuesta al individuo y por medio de
cualesquiera líneas de acción que decidan emprender hacia él” [1959: 9 traducción

104
nuestra]. En la interacción comunicativa, todo comunica y todos los agentes
participantes son activos, aún los meramente presenciales.
Jakobson va más allá de lo planteado en el Curso de Saussure tanto al abogar por
otorgar una importancia equivalente a la dimensión diacrónica respecto de la sincrónica
en los estudios literarios, como al insistir en que, aceptada la existencia de “una unidad
del lenguaje […] este código de conjunto representa un sistema de subcódigos
interconectados” [Jakobson 1960: 352]. Sin embargo, continúa estando en un ámbito
saussuriano al comprender a la comunicación como un proceso lógico de selección y
combinación de elementos pertenecientes a la lengua, entendida como un sistema
cerrado [Jakobson 1960: 352 y 1971: 241-243]. En todo caso, la aportación de Jakobson
consiste en su propuesta de análisis estructural del texto poético y no en su comprensión
del proceso vivo de la comunicación humana. No obstante, Ricoeur, en La metáfora
viva, ha puesto de manifiesto algunas de las limitaciones y problemas teóricos
implicados en el método de Jakobson para analizar la poesía: “El análisis de Jakobson
deja completamente de lado la distinción introducida por Benveniste entre la semiótica
y la semántica, entre los signos y las frases. Este monismo del signo es característico de
una lingüística puramente semiótica” [Ricoeur 2001: 236].
Las deficiencias de raíz del modelo estructural de Jakobson no se superan
definiendo seis funciones del lenguaje. Pues, de nuevo, la aplicación de las funciones al
modelo, vuelve a reducir el habla a la enunciación, definida en su estructura, de manera
unívoca por la función predominante, a pesar de la participación de las otras funciones:
“La estructura verbal de un mensaje depende, primariamente, de la función
predominante” [Jakobson 1960: 353]. En realidad, las funciones intervienen de manera
simultánea y compleja en el proceso de la enunciación y éste debe interpretarse en la
multiplicidad de planos en los que producen significados.
Me sorprende que se siga utilizando el esquema estructural de Jakobson para
intentar explicar y definir a la comunicación humana cuando desde los años 70 han
aparecido nuevas proposiciones que, partiendo de su definición de los factores de la
comunicación y las funciones del lenguaje (discurso), lo han ampliado y profundizado
sustantivamente [Hymes 1974; Kerbrat-Orecchioni 1997].

105
LAS CRÍTICAS DE DELL HYMES Y DE CATHERINE KERBRAT-ORECCHIONI
AL MODELO DE JAKOBSON

Dell Hymes [1974:10 y 45-66] criticó y amplió de manera muy importante el


modelo de Jakobson, incorporando un vasto conjunto de categorías, orientadas a
permitir una comprensión más compleja de los aspectos vivos de la comunicación. Se
interesó particularmente en aquellos referidos a las situaciones y a las acciones
discursivas, así como al asunto de la variabilidad de relaciones que pueden existir entre
el discurso y los modos de uso concreto que le den los hablantes. Además, situó a las
competencias lingüísticas dentro de contextos culturales específicos y agregó un
conjunto de categorías que tiene el fin de caracterizar de manera más detallada a las
formas discursivas.
Hymes se vale de categorías como formas de hablar o formas discursivas (ways
of speaking) para mostrar que las conductas comunicativas de una comunidad
comprenden determinados patrones, culturalmente sancionados, que adopta la actividad
discursiva, tales que, las competencias comunicativas de las personas suponen un
conocimiento de dichas reglas o patrones [1974:45]. La categoría puede referirse
también a relaciones entre actos de habla, sucesos discursivos y estilos discursivos,
habilidades discursivas personales, roles sociales relacionados con prácticas discursivas,
contextos culturales particulares e instituciones sociales [Hymes 1974: 45].
Otra categoría fundamental que propone Hymes es la de comunidad de habla o
comunidad discursiva (speech community). Lo importante de esta categoría es que
“postula la unidad a describir como social”, de tal suerte que se estudia al conjunto de
los medios lingüísticos empleados por el grupo, en función de sus características
sociales y no a la inversa, a partir de un supuesto “lenguaje” dado [1974: 47]. Así, una
comunidad de habla comparte un conocimiento particular de reglas para el
comportamiento discursivo y su interpretación, que le es propia [1974: 51].
Hymes propone tres niveles diferentes para comprender y describir los distintos
sucesos o las variadas situaciones en las cuales ocurre la comunicación discursiva: 1)
situación discursiva (speech situation), que se refiere a actividades colectivas como las
ceremonias, las comidas, las cacerías, las competencias deportivas, en las cuales el fin
primordial no es, necesariamente, la comunicación discursiva [1974: 51-52]; 2) eventos
discursivos o eventos de habla (speech events) que se refieren a actividades sociales
que se rigen por reglas bien definidas para el uso del discurso [1974: 52]; y 3) acto

106
discursivo o acto de habla (speech act) que es la unidad discursiva mínima [1974: 52-
53].
En relación con lo que llama componentes del discurso, desarrolla y propone
modos de descripción etnográfica mucho más detallados, valiéndose de categorías que
contribuyen a construir un análisis más fino de las prácticas discursivas [Hymes 1974:
53-65]. Hymes crítica las insuficiencias del modelo de Jakobson, afirmando que aún si
se considera que dicho esquema es sólo un modelo para el trabajo descriptivo, éste no se
puede generalizar debido a que no puede prever la significativa variedad de elementos y
situaciones que intervienen en los procesos culturales concretos de comunicación
[Hymes 1974: 53-54]. El común modelo diádico del emisor-receptor, destinador-
destinatario, hablante-escucha, no se puede utilizar en infinidad de situaciones
específicas [Hymes 1974: 54]. A partir de su experiencia de trabajo de campo en la
disciplina de la etnografía, sostiene que debe poder distinguirse un conjunto de
aproximadamente dieciséis o diecisiete componentes del discurso.11

11
De manera muy sintética recogemos las categorías propuestas por Hymes. En primer lugar tenemos lo
que él llama forma del mensaje, que se refiere, en términos del trabajo de campo, a una disciplina
caracterizada por una observación detallada, atenta y experimentada que sea capaz de captar los sutiles
aspectos implicados en las prácticas discursivas culturales, las que conjugan una variedad de elementos
complementarios y simultáneos que dan un sentido particular a la forma de la enunciación: el cómo del
decir, en el que están sustantivamente implicados forma y contenido. De ahí que las categorías que se
limitan al contenido del enunciado son insuficientes. Las habilidades o competencias del hablante y su
estrecha relación con la situación específica, culturalmente sancionada, entran en juego aquí [Hymes
1974: 54-55].
En segundo lugar, viene el contenido del mensaje y se refiere a lo que Hymes llama tópico y cambio de
tópico. Reafirma, así, la interdependencia de forma y contenido: “Forma del mensaje y contenido del
mensaje son centrales para el acto de habla y para el foco de su “estructura sintáctica”: son
interdependientes [Hymes 1974: 55 traducción nuestra]. Tercero: el escenario, concebido como el tiempo
y el lugar de un acto discursivo, sus circunstancias físicas [1974: 55]. El cuarto aspecto, la escena, se
refiere, en cambio, a la atmósfera psicológica, a la circunstancia cultural específica dentro de la cual se da
el fenómeno discursivo [1974: 55]. Las categorías cinco a ocho tienen la función de describir el tipo de
participantes que intervienen en los distintos eventos y actos de habla y sus formas de participación
[1974: 56]. Las categorías nueve y diez tienen que ver con el tipo de propósitos específicos, culturalmente
sancionados, de los eventos y actos de habla [1974: 56-57].
La undécima, el tono, define, evidentemente, el tono de la voz, además de la manera y el espíritu del
decir. Hymes prefiere caracterizar estos aspectos como estilísticos más que como expresivos, en tanto que
considera que no siempre dependen del estado de ánimo del hablante. De acuerdo con el autor, el tono
está en estrecha relación con los aspectos no verbales de la comunicación [1974: 57-58]. Hymes también
utiliza la categoría de canal, como la duodécima, destacando la importancia de la descripción de los
modos de uso de cada diferente canal [1974: 58]. La categoría trece, formas discursivas, da cuenta de las
modalidades de organización que adopta el discurso, en función de las comunidades de habla específicas
que hacen uso de él y que dan vida a formas discursivas particulares, como a normas de uso e
interpretación del discurso [1974: 58-59]. Estrechamente vinculadas con la anterior se proponen las
siguientes dos que se refieren a las normas de interacción y a las normas de interpretación que
describirían tanto los comportamientos culturalmente aceptados dentro de situaciones específicas
(situaciones discursivas, eventos discursivos y actos de habla) como la manera cultural de significar el
discurso dentro de tales eventos [1974: 60-61].
Finalmente, Hymes propone la categoría de género, que describiría el uso específico de estos, entre los
cuales menciona el poema, el mito, el cuento, el proverbio, la adivinanza, la maldición, la oración, la

107
Por su parte, Catherine Kerbrat-Orecchioni [1997], elaboró una crítica
sistemática de la propuesta de Jakobson, destacando la simplificación de los factores
constitutivos a partir de los cuales define el acto de comunicación verbal. De acuerdo
con la autora, contrariamente a lo que teoriza Jakobson, éstos son mucho más
complejos. Critica la insuficiencia de elementos, considerados como únicos
constituyentes de todo proceso lingüístico, pone en evidencia su carácter reductivo y
señala que se puede elaborar un mapa que de mejor cuenta del territorio [1997: 20].
En referencia al código, Kerbrat-Orecchioni señala que este no es homogéneo y
que dentro de una misma lengua y de un mismo código cultural existen, en realidad,
diversos idiolectos [1997: 20-24]. El código no es exterior al ser humano, como lo
considera Jakobson, sino que le es interior: constituye una parte sustantiva de su propia
subjetividad. Por medio del discurso, el ser humano se construye a sí mismo, crea y
recrea la figura de su persona.
Kerbrat-Orecchioni critica la rigidez con la que se definen los procesos de
codificación y decodificación en el modelo de Jakobson. Propone la sustitución del
concepto de mensaje por el de discurso como algo que se produce e interpreta y se sitúa
al interior de un universo en el cual intervienen factores que determinan las
posibilidades discursivas [Kerbrat-Orecchioni 1997: 25], particularmente, las
condiciones espacio-temporales concretas de la comunicación. Otro tanto ocurre con las
características temáticas y retóricas del discurso [1997: 29]. Estos elementos intervienen
tanto en la producción del discurso como en su interpretación.
Con el fin de que la teoría pueda captar la complejidad del proceso discursivo, la
autora incorpora nuevos elementos en el modelo, haciendo énfasis en el aspecto
concreto de la comunicación; acentúa, de esta manera, lo contingente y único del
proceso vivo de la comunicación. En particular, introduce el concepto de competencias
que darán cuenta de los factores variables y concretos del proceso, a saber: a)
competencias lingüísticas y paralingüísticas; b) competencias enciclopédicas o
culturales; c) competencias ideológicas; y d) determinaciones psicológicas [Kerbrat-
Orecchioni 1997: 25-26].
La competencia lingüística está definida por el conjunto de conocimientos que
poseen los hablantes en relación con la lengua y sus usos. Respecto de la competencia

lectura y otras más. Destaca que la noción de género implica la posibilidad de identificar características
formales que obedecen a usos tradicionales reconocibles [1974: 61].

108
paralingüística (comunicación no verbal), afirma que posee una relación directa con la
competencia lingüística, especialmente en el caso de la comunicación cara a cara, pues
ésta es pluri-dimensional. Jakobson considera tanto al destinador como al destinatario
como categorías abstractas. Por el contrario, Kerbrat-Orecchioni los entiende de manera
concreta, ubicándolos dentro de una situación discursiva específica, espacio-temporal, y
determinados por la calidad de sus competencias.
Kerbrat-Orecchioni complejizará el modelo, multiplicando los niveles de
enunciación y los diferentes tipos de destinador y destinatario que pueden existir. De
aquí que para la autora los destinatarios directos o indirectos pueden estar físicamente
presentes o ausentes, pueden o no responder, y la respuesta puede ser inmediata o
diferida. Contempla, asimismo, la posibilidad de que los destinatarios integren diversas
capas receptivas y que el destinatario pueda ser real, virtual o ficticio [1997: 31-36].
Además, Catherine Kerbrat-Orecchioni pone de manifiesto la complejidad del
estatuto del referente al destacar que el referente no sólo es exterior al mensaje y rodea
la comunicación, sino que le es interior [1997: 37]. Como veremos más adelante, el
mundo del que habla el discurso se hace actual en el momento de la comunicación viva,
por medio de la referencia discursiva. En relación con este asunto, sostengo que en el
proceso vivo de la comunicación se pone en juego toda la cultura de la cual los
hablantes son portadores.
Por último, la autora afirma que el canal, en tanto soporte del discurso, incide de
alguna manera en las elecciones lingüísticas [1997: 38]. Las características de éste
funcionarán como un medio activo en el proceso de la comunicación.

LA COMUNICACIÓN COMO INTERACCIÓN HUMANA VIVA

Vistas así las cosas, el modelo de Jakobson soslaya de manera importante el


aspecto vivo y activo de la comunicación, por más que incluya a los conceptos de
contacto y contexto. Éste último es sumamente limitado, una pálida sombra de lo que
podía ser referido como el contexto cultural real, el cual se haya siempre implicado en
la comunicación. Los hablantes son, en todo momento, portadores de sus tradiciones
culturales y éstas entran en juego en todo proceso de comunicación. Jakobson deja
fuera, totalmente, la comprensión de la complejidad propia del proceso vivo de la
comunicación cara a cara y de su modo real de funcionamiento. Hace uso de un

109
concepto reductivo, que excluye lo que, en sí misma, es la comunicación: la interacción,
la influencia mutua de los sujetos en el proceso vivo de la comunicación real, el
proceso dentro del cual reacciono a lo que el otro me dice y él reacciona a lo que yo le
digo: las partes actúan de manera activa y cambiante, en función del contacto, de lo que
ese contacto intersubjetivo propone y del desarrollo interactivo de ese contacto.
La interacción humana que se da en el proceso de la comunicación, pone en
juego, una multiplicidad de códigos culturales, articulados entre sí de manera compleja
e indisoluble. De ahí que el modelo del que se debe partir para comprender de forma
óptima la comunicación humana no es el que propone la informática, sino el que
propone la comunicación viva, cara a cara, entre seres humanos y cuyo estudio integra,
además de la lingüística y la semiótica, tanto las aportaciones de la cinesis y la
proxémica (comunicación no verbal) como las de la antropología, la pragmática y la
hermenéutica. Eric Havelock ya ha mostrado que la esencia de la comunicación humana
radica en la conversación cara a cara: “Ciertamente, aquí se encuentra la esencia de la
comunicación, un proceso espontáneo de intercambio, variado, flexible, expresivo y
momentáneo” [Havelock 1986:64 traducción nuestra].
Desde finales de los años 50, Anselm L. Strauss presentó con toda claridad la
cualidad viva, activa y compleja de la interacción comunicativa, describiendo a la
comunicación cara a cara como un proceso fluido, en movimiento, siguiendo un curso
cambiante que se define en el discurrir de la acción misma, durante la cual cada
participante asume diversas actitudes y posiciones, redefiniendo su figura personal, al
ritmo del proceso de la interacción. Más aún, en la comunicación cara a cara, las
personas reaccionan no sólo a las acciones del otro, sino a las suyas propias, a las
distintas facetas en las cuales se muestra su personalidad social y sus reacciones frente a
lo que hacen y dicen él mismo y el otro [Strauss 1959: 44-88].
Así, mientras en ciertos círculos académicos estaba en auge la teoría telegráfica
de la comunicación, en otros iba cobrando forma una visión más compleja. Por cuenta
propia y también a partir de distintas formas de intercambio de ideas, autores como
Gregory Bateson [1958, 1972], Ray Birdwhistell [1970], Erving Goffman [1959] y
Edward Hall [1959, 1966] llegaron a importantes conclusiones que implicaron un
enfoque totalmente diferente para abordar la comunicación. Rechazaron la utilización
del modelo de Shannon dentro de las ciencias humanas, afirmando que la comunicación
debe estudiarse en las ciencias humanas según un modelo que le sea propio. Desde su
punto de vista, el modelo inspirado en la informática reduce la comprensión de la

110
comunicación a un mero acto verbal consciente y voluntario. Así, resulta imposible
superar las aporías dentro de las cuales se encuentra atrapado este tipo de pensamiento.

Para estos autores la comunicación es, pues, un proceso social permanente que integra
múltiples modos de comportamiento: la palabra, el gesto, la mirada, la mímica, el
espacio interindividual, etc. No se trata de establecer una oposición entre la
comunicación verbal y la “comunicación no verbal”: la comunicación es un todo
integrado […] sólo en el contexto del conjunto de los modos de comunicación,
relacionado a su vez con el contexto de interacción, puede adquirir sentido la
significación [Winkin 2008: 23 entrecomillado y cursivas en el original].

La personalidad del hablante se pone de manifiesto con su complejidad plena,


dentro de la experiencia discursiva. La persona construye su figura social e individual a
través del discurso: se produce a sí misma en el transcurso de la acción misma de
producir sentidos, en la interacción comunicativa. En este proceso vivo de constante
figuración y re-figuración de sí mismo lo que se crea y recrea es el imaginario que da
forma a la pluralidad vivencial y presentacional de la persona. La figura social de la
persona se produce atribuyendo sentido a la realidad, significando a los otros y siendo
significado por ellos. Percibo al otro a partir de su discurso, su presencia y sus acciones,
mientras que el otro me percibe a partir de mi discurso, mi presencia y mis acciones. Como
cada uno evalúa los discursos y las acciones a partir de conjuntos referenciales distintos,
cada uno vive y entiende de manera diferente el mismo suceso discursivo.
De acuerdo con Erving Goffman, la expresividad de un individuo, su capacidad de
causar una impresión en las otras personas, involucra dos tipos de actividad significativa,
una es la expresión a la que da forma y la otra, la expresión que deja escapar. La primera
se refiere a la verbalización, a los gestos y a las actitudes que él usa intencionalmente para
producir los significados que sabe que él y los otros interpretarán de una manera definida.
Lo anterior se refiere a la comunicación en un sentido estrecho. La segunda tiene que ver
con un amplio espectro de significado, dentro del cual, los otros pueden considerar a sus
palabras y acciones como rasgos sintomáticos de su personalidad y pueden otorgarle a su
discurso y a sus actos un sentido diferente del explícitamente enunciado, del
intencionalmente deseado, obteniendo impresiones distintas de la que la persona quería
causar en su público [Goffman 1959: 2]. Podemos equiparar esta expresión a la que damos
forma, deliberadamente, intentando causar una impresión definida en nuestro público, con

111
el uso social de la máscara, sobre el que reflexiona Belting: “La representación del sujeto
está estrechamente ligada con la cuestión de la máscara que porta, y por lo tanto con la
imagen que esa máscara proyecta” [Belting 2010: 48].
Pasemos ahora a ver otros aspectos de las dinámicas discursivas como la
conversación. Gadamer describe el acontecer de la conversación de la siguiente manera:

Acostumbramos a decir que “llevamos” una conversación, pero la verdad es que, cuanto
más auténtica es la conversación, menos posibilidades tienen los interlocutores de
“llevarla” en la dirección que desearían. De hecho la verdadera conversación no es
nunca la que uno habría querido llevar. […] una palabra conduce a la siguiente, la
conversación gira hacia aquí o hacia allá, encuentra su curso y su desenlace, y todo esto
puede quizá llevar alguna clase de dirección, pero en ella los dialogantes son menos
directores que dirigidos. Lo que “saldrá” de una conversación no lo puede saber nadie
por anticipado [1999: 461].

De acuerdo con Duranti, la noción de performance, aplicada al acto de habla,


implica las nociones de creatividad y de improvisación (2004:16).
En oposición a lo recientemente expuesto, los desarrollos del estructuralismo,
posteriores a Saussure, continuaron insistiendo en interpretaciones reductivas de la
comunicación, así, por ejemplo, en su Semántica estructural de 1966, Greimas entendía
a la comunicación como una cadena de elecciones lógicas de elementos pertenecientes a
un sistema cerrado:

La comunicación, en efecto, es un acto, y, por ese mismo hecho, es sobre todo elección.
En el interior del universo significante a partir del cual opera, la comunicación elige
cada vez ciertas significaciones y excluye otras. La comunicación es por tanto el
ejercicio de una cierta libertad, mas de una libertad limitada […] Tomando el
enunciado, al que cabe considerar como el acto de comunicación acabado y
autosuficiente, [sic] nos damos cuenta de que la libertad de su formulación se inscribe
en una red apriorística de coerciones [Greimas 1987: 54].

Tal concepto reduce la comunicación a meras operaciones lógicas de selección,


al interior de un sistema cerrado, la reduce a la simple formulación de enunciados.
Estamos frente a la hipóstasis del enunciado: se constriñe la comunicación a la
enunciación. Hasta el momento de la publicación de su Semántica estructural, Greimas

112
coincidía con el concepto informático de Jakobson, entendiendo a la comunicación
como transmisión de información y al lenguaje como su principal medio. La hipóstasis
del enunciado es radicalmente reductiva, tanto al dejar de lado los aspectos contextuales
como los no verbales de la comunicación viva; en caso de tomarlos en cuenta, los
subordina a la verbalización. Se trata de todos aquellos referidos a la comunicación no
verbal, así como de todos los aspectos culturales que definen el tipo de relación
personal, psicológica y social entre los hablantes: jerarquías, relaciones de poder,
relaciones afectivas, contextos, códigos extralingüísticos implicados en la
comunicación, competencias lingüísticas y paralingüísticas. Los dos autores
menosprecian la importancia de los sistemas de símbolos no lingüísticos. De acuerdo
con Durand, las proposiciones de Greimas y Jakobson pueden resumirse en la siguiente
proposición: “el lenguaje es la comunicación, el lenguaje es el principio de cualquier
simbolización. Es lo que llamo la hipóstasis de la comunicación y la dictadura del
lenguaje” [Durand 1993: 48).

Las palabras y las frases no bastan al hombre para expresarse, ya que siente la necesidad
de añadir las creaciones de la mímica, de la danza, de la música, de las artes gráficas,
plásticas y pictóricas. Todos sabemos, además, cuanta vanidad, cuanta impotencia
supone comentar, explicar o transcribir el lenguaje pictórico o musical en lengua vulgar.
El lenguaje del “lingüista” no engloba todos los lenguajes. Y es tomar al pie de la letra –
es decir, hacer juegos de palabras- la palabra lenguaje, confundir bajo su signo cosas tan
dispares como el mensaje pictórico, el mensaje musical, el ritual, los gestos, que es bien
sabido, fueron y son anteriores a la lengua y, sobre todo, a la escritura [Durand 1993:
95-96].

En su obra posterior, escrita junto con J. Courtés y publicada en 1979, Greimas


modificó su posición, tomando distancia de Jakobson: “las funciones jakobsonianas no
agotan su objeto, y una articulación de este tipo, por más sugestiva que sea, no
fundamenta una metodología para el análisis de los discursos” [Greimas y Courtés
1982: 72]. Greimas admite, también, las aportaciones de la pragmática norteamericana a
la comprensión de los actos de habla, al interesarse por las condiciones de uso del
discurso, y las aportaciones de la antropología francesa, poniendo énfasis en los
modelos de intercambio de Mauss y en la antropología estructural de Leví-Strauss, que
propone un triple modelo estructural de comunicación, basado en los intercambios que

113
se dan a partir de los sistemas de parentesco, de los sistemas de intercambio económico
y del intercambio lingüístico [Greimas y Courtés 1982: 73]. Greimas no logra, sin
embargo, ir más allá de las diversas proposiciones estructuralistas de la comunicación.
Para otros autores, el aspecto de la comunicación que hay que destacar es el de
la relación humana, no el del intercambio de información. Así, por ejemplo, Andrés
Ortiz-Osés, quien sigue las teorías de Doris F. Jonas y A. David Jonas sobre la
importancia que debió tener “la primigenia relación psicosocial del niño con su madre”
en el origen del lenguaje, lo concibe teniendo, a la vez, una función afectiva y una
discursiva: “no es un medio de información sino médium de contactación o contacto
social” [Ortiz-Osés 1994: 231 cursivas en el original].
Para Ray L. Birdwhistell [1970] la comunicación no se parece a un emisor y a
un receptor, ni a la transmisión de bits de información: es un acto creativo, una
negociación entre dos personas. Lo importante no es tanto que se entienda exactamente
lo que el otro dice, sino, la manera en la cual las dos partes cambian con la acción.
Cuando la comunicación se logra, se crea un sistema bien integrado de interacción y
reacción.
Para este autor, los procesos de comunicación dan lugar a referencias cruzadas
que contienen comportamientos explícitos y analizables que nos instruyen sobre su
significado, por ejemplo, si el mensaje debe ser interpretado en un sentido literal o
metafórico, como un chiste o como una orden ineludible. Tales sistemas contienen
instrucciones acerca del modo en el que se dan las relaciones entre los hablantes
[Birdwhistell 1970: 10]. Desde su punto de vista, la comunicación no se limita a las
reacciones de los hablantes, suscitadas por la interacción comunicativa, sino que implica
un complejo sistema por medio del cual los miembros de una sociedad se relacionan
entre sí, con mayor o menor facilidad y eficacia [Birdwhistell 1970:12]. “En este
sentido, la comunicación es el sistema de co-adaptación por medio del cual la sociedad
se sustenta a sí misma y, por ello mismo, el que hace posible la vida” [Birdwhistell
1970:14 traducción nuestra]. La comunicación es lo que da continuidad a la vida social
(1970:14). Birdwhistell define a la comunicación “en su sentido más amplio, como un
sistema estructural de símbolos significativos ([provenientes] de todas las modalidades
[de expresión] basadas en lo sensorial) que permiten una ordenada interacción
humana [1970: 95 traducción nuestra, cursivas en el original].
Durand considera que en el lenguaje y en la comunicación, las intenciones de
uso, expresión o comprensión están por encima de la intención de intercambiar

114
información y se hacen más patentes en las artes. Aun si nos limitamos al lenguaje
natural, las intenciones de expresión, evocación, representación, poder de simbolizar,
son más importantes que la de informar [Durand 1993: 61].
Gadamer nos hace ver que la comunicación interpersonal supone la
actualización de todo un mundo, es más, de una multiplicidad de mundos que la
conversación invoca y trae al acontecer vivo de la comunicación:

La narración es siempre narración de algo. “Narración de algo” no es únicamente un


genitivo objetivo, sino también partitivo […] El narrador introduce a los arrebatados
oyentes en un mundo íntegro. El oyente que participa toma, evidentemente, parte en ese
mundo como en una especie de presencia del acontecer mismo. Lo ve todo ante sí en el
sentido convencional. Como es sabido, el narrar es también, sin duda, un proceso
recíproco. Nadie puede narrar si no tiene unos agradecidos oyentes que lo acompañen
hasta el final. El narrar [implica] libertad para seleccionar y libertad en la elección de
los puntos de vista convenientes y significativos [Gadamer 1999: 31-32].

Paul Ricoeur pone de manifiesto que al hablar, al dirigirse a otro hablante, el


sujeto del discurso: “dice algo sobre algo. Aquello sobre lo que habla es el referente de
su discurso” [1999: 62]. Citando la expresión de Gustave Guillaume, afirma que
mediante la función referencial el lenguaje “devuelve al universo” los signos que la
función simbólica había sustraído a las cosas. De tal forma, el discurso se halla siempre
enraizado en el mundo. La referencia al mundo, concluye Ricoeur, “en última instancia,
remite a aquella realidad que puede ser mostrada ‘alrededor’ de los hablantes,
‘alrededor’ de la propia instancia discursiva” [1999: 62].
En síntesis, podemos concluir, con Ricoeur, que el precio a pagar por la
constitución del objeto científico de la lingüística, la semiótica y la semántica
estructurales ha sido un precio muy alto:

El acto de hablar es excluido, no sólo como ejecución externa, como realización


individual, sino como libre combinación, como producción de enunciados inéditos. Ahora
bien, esto es propiamente hablando, lo esencial del lenguaje, aquello a lo que está
destinado. Al mismo tiempo, se elimina la historia, no sólo la existente entre un estado
sistemático y otro, sino la producción de la cultura y del hombre en la elaboración de su
lengua […] Se excluye, asimismo, junto a la libre combinación y generación, la intención
principal del lenguaje, que consiste en decir algo sobre algo [1999: 46].

115
Tales omisiones graves no sólo afectan a la llamada semiología que se derivó de
Saussure, sino a la semiótica propuesta por otros autores como A. J. Greimas o Umberto
Eco. Para éste último, el problema de la referencia a la realidad que suponen los
enunciados del discurso, establece “otro límite o umbral de la semiótica, el nudo en que
una semiótica pide que se la substituya por la hermenéutica” [Eco 1978: 286-287
cursivas en el original]. En tal sentido, resulta también sintomático lo escrito por
Greimas y Courtés en 1979, quienes, en ese momento, concebían a la semiótica de la
comunicación como un proyecto futuro, a desarrollar, a partir de la pragmática
norteamericana: “dentro de la línea de la ‘pragmática’ norteamericana, puede ser
elaborada una semiótica de la comunicación ‘real’ (en cuanto objeto descriptible), si
extrapola, en particular, los modelos de la semiótica cognoscitiva, resultante del análisis
de los discursos narrativos” [Greimas y Courtés 1982: 314].
Es, así, que destaco, frente a las limitaciones inherentes a los diversos
estructuralismos lingüísticos y semióticos, las virtudes de la hermenéutica, capaz de
reconstruir tanto el locus histórico-cultural de las diversas expresiones culturales, así
como definir la lógica imaginaria que las rige, discerniendo la forma en la cual la
historicidad se halla implicada en los discursos, los textos, las imágenes, los gestos y las
actitudes. En referencia a los diferentes enfoques interpretativos de la semiótica y la
hermenéutica, afirmaba Ricoeur en 1985: “Para la semiótica, el único concepto
operativo sigue siendo el de texto literario. La hermenéutica, en cambio, se preocupa de
reconstruir toda la gama de operaciones por las que la experiencia práctica intercambia
obras, autores y lectores” [Ricoeur 2007: 114].
La hermenéutica filosófica de Gadamer ha demostrado que la subjetividad y la
historicidad son componentes irreducibles del discurso y, por ello, del trabajo
interpretativo de la hermenéutica. Contrastando con la ingenuidad objetivista, precisa
que: “Toda interpretación correcta tiene que protegerse contra la arbitrariedad de las
ocurrencias y contra la limitación de los hábitos imperceptibles del pensar, y orientar su
mirada ‘a la cosa en sí’ ” [Gadamer 1999: 332-333].
Para Gadamer [1999] la interpretación es algo consustancial al ser humano, lo
que caracteriza su peculiar modo de ser, por eso, la hermenéutica no puede ser una
mera epistemología: es una ontología –en lo que sigue a Heidegger- pues la
interpretación concierne a la totalidad de relaciones que los seres humanos establecen
entre sí y con el mundo. El reconocimiento de la tensión básica entre tradición y presente

116
histórico es el punto de partida de la hermenéutica, de la historicidad de la comprensión
[Gadamer 1999: 331-377]. El intérprete “realiza siempre un proyectar”, proyecta un
sentido pre-existente sobre lo que interpreta, sentido que está determinado por su horizonte
cultural [Gadamer 1999: 333].

El que quiere comprender un texto realiza siempre un proyectar. Tan pronto como aparece
en el texto un primer sentido, el intérprete proyecta enseguida un sentido del todo.
Naturalmente que el sentido sólo se manifiesta porque ya uno lee el texto desde
determinadas expectativas relacionadas a su vez con un sentido determinado […] la
interpretación comienza siempre con conceptos previos que tendrán que ser sustituidos
progresivamente por otros más adecuados […] Elaborar proyectos correctos y adecuados a
las cosas, que como proyectos son anticipaciones que deben confirmarse “en las cosas”, tal
es la tarea constante de la comprensión. Aquí no hay otra objetividad que la convalidación
que la que obtienen las opiniones previas a lo largo de su elaboración [Gadamer 1999:
333].

Gadamer llama a ese horizonte, que determina y orienta la interpretación: tradición,


y muestra como ésta “forma parte en verdad de la historia misma” [1999: 334].

En nuestro comportamiento respecto al pasado, que estamos confirmando constantemente, la


actitud real no es la distancia ni la libertad respecto a lo trasmitido. Por el contrario, nos
encontramos siempre en tradiciones, y éste nuestro estar dentro de ellas no es un
comportamiento objetivador que pensara como extraño o ajeno lo que dice la tradición; ésta
es siempre más bien algo propio, ejemplar o aborrecible, es un reconocerse en el que para
nuestro juicio histórico posterior no se aprecia apenas conocimiento, sino un imperceptible ir
transformándose al paso de la tradición [Gadamer 1999: 350].

De acuerdo con Gadamer: “En el comienzo de toda hermenéutica histórica debe


hallarse por lo tanto la resolución de la oposición abstracta entre tradición histórica e
investigación histórica, entre historia y conocimiento de la misma. Por tanto, el efecto de
la tradición que pervive y el efecto de la investigación histórica forman una unidad efectual
cuyo análisis sólo podrá hallar un entramado de efectos recíprocos” [Gadamer 1999: 351
cursivas en el original].
En tal sentido, el comprender debe entenderse como “un desplazarse uno mismo
hacia un acontecer de la tradición, en el que el pasado y el presente se hallan en continua

117
mediación [Gadamer 1999: 360]. No obstante, Gadamer insiste en que para la
hermenéutica histórica, cada obra debe ser entendida desde sí misma: “Todo encuentro con
la tradición realizado con consciencia histórica experimenta por sí mismo la relación de
tensión entre texto y presente. La tarea hermenéutica consiste en no ocultar esta tensión en
una asimilación ingenua, sino en desarrollarla conscientemente [1999: 377].
Para Ricoeur la comprensión hermenéutica de los mitos articula tres
historicidades: la de los acontecimientos fundantes o tiempo oculto; la de la
interpretación viviente de los escritores sagrados, que constituye la tradición; y la
historicidad de la comprensión, la historicidad hermenéutica [2003: 343-360].
La radical diferencia de orientación entre los estructuralismos y la hermenéutica
queda claramente expresada en la exposición del asunto que hace Franz K. Mayr:

En la tradición hermenéutica, el lenguaje no se entiende primariamente como sistema de


signos objetivable y susceptible de formalización matemática, sino como lenguaje
materno, vinculado al tiempo, a la situación y a la tradición, y dotado de la fuerza
expresiva del lenguaje cotidiano, que encuentra su culminación en el lenguaje poético,
como mensaje lingüísticamente mediado por una experiencia global del mundo,
dialógica e histórica. Aquí el lenguaje se concibe partiendo del acto de habla contextual
y social-histórico, desde su apertura a las variaciones de sentido, y se le concede
prioridad a la “función expresiva” sobre la “función representativa” [1994: 322-323].

Al final de toda esta reflexión, Ricoeur avizora un camino al reformular el


problema, entendiendo que el lenguaje no es un objeto, no es algo absoluto, es un
fenómeno: una mediación entre el ser humano y el mundo, una mediación entre seres
humanos y una mediación de cada ser humano consigo mismo. Idea que sintetiza en la
frase: “la intención de decir algo sobre algo a alguien”; enunciado que, a la vez,
“supone la intención de alguien que se da significado a sí mismo”. Siguiendo a
Benveniste, Ricoeur propone una lingüística del discurso basada, no en los signos
aislados, sino en los enunciados completos: “los actos de habla que tienen una
dimensión igual o superior a la frase” [Ricoeur 2007: 31 y 1999: 48-50].12

12
La proposición de Benveniste, que sirvió de base a Ricoeur puede resumirse así: “El locutor se apropia
del aparato formal de la lengua y enuncia su posición de locutor mediante indicios específicos, por una
parte, y por medio de procedimientos accesorios, por otra.
Pero, inmediatamente, en cuanto se declara locutor y asume la lengua, implanta al otro delante de él,
cualquiera que sea el grado de presencia que atribuya a este otro. Finalmente, en la enunciación, la lengua
se halla empleada en la expresión de cierta relación con el mundo. La condición misma de esta

118
Al subrayar la diferencia entre lengua y discurso, Ricoeur afirma que “la lengua
como sistema es intemporal, pues su existencia es meramente virtual. Sólo el discurso
como acto transitorio, evanescente, existe actualmente”. Concluye, así, que: es
propiamente en el discurso donde se da la triple mediación con el mundo, con el otro y
con nosotros mismos [Ricoeur 1999: 48].
El vacío dejado por la lingüística y la semiótica estructurales ha hecho necesaria
la constitución de una hermenéutica que opere, a la vez, como una historia cultural que
permita reconstruir los campos semánticos asociados a los discursos, como una
etnografía, ocupada del estudio cultural de los procesos vivos, suscitados por la
comunicación humana y como una semántica de la comunicación, ocupada de la
relación del discurso con la realidad que evoca. Otras orientaciones importantes en este
sentido han sido desarrolladas en los trabajos de William Foley sobre lingüística
antropológica y los de Dell Hymes sobre etnografía de la comunicación [Foley 1997;
Gumperz y Hymes 1986; Hymes 1974]. La ethnography of speaking del último, se
dedicó a estudiar “las situaciones y los usos, los modelos y las funciones del hablar
como actividad en sí y por sí” [Hymes 1968: 99-138].
En la obra Foundations in Sociolinguistics, que acabamos de referir en relación
con los modelos de comunicación, Hymes desarrolla los fundamentos de su
sociolingüística. Ahí definió tres problemas básicos que a la vez que cuestionaban las
bases de los estudios lingüísticos del momento, abrían un campo nuevo para el estudio
de la comunicación y proponían lineamientos bien definidos para explorarlo: 1) existe
un modo de organización del lenguaje que forma parte de la conducta comunicativa de
cada comunidad, su comprensión requiere un nuevo modo de descripción del lenguaje;
2) el reconocer este modo de organización nos conduce a reconocer, también, que el
estudio del lenguaje es un campo multidisciplinario, un campo en el cual la lingüística
ordinaria es indispensable, pero al cual, otras disciplinas como la sociología, la
antropología social, la educación, el folklore, la poética, son también indispensables; 3)
el estudio de este modo de organización nos conduce a reconsiderar las bases de la
lingüística en sí misma. Los tres temas tienen que ver con el alcance, las dependencias
y, en última instancia, con los fundamentos de la lingüística [Hymes 1974:vii-viii].

movilización y de esta apropiación de la lengua es, en el locutor, la necesidad de referir por el discurso y,
en el otro, la posibilidad de correferir idénticamente, en el consenso pragmático que hace de cada locutor
un colocutor. La referencia es parte integrante de la enunciación” [Benveniste 1983: 84-85]. Benveniste
agrega que la presencia del locutor en su enunciación, “hace que cada instancia de discurso constituya un
centro de referencia interna” [1983: 84-85].

119
Hymes explica que el cambio de orientación que su etnografía del habla
introduce en las investigaciones lingüísticas consiste en: 1) definir a la estructura como
un sistema de habla; 2) entender a la función del habla como prioridad y como garantía
de la estructura; 3) al lenguaje como organizado en términos de una pluralidad de
funciones y a las funciones como condiciones que posibilitan diferentes perspectivas y
formas de organización del habla; 4) prestar atención a la pertinencia social de los
elementos lingüísticos y de los mensajes; 5) a la diversidad de todos los medios
empleados en la comunicación y; 5) a los diversos aspectos contextuales del habla. En
síntesis, supone la primacía del habla sobre el código; de la función sobre la estructura;
del contexto sobre el mensaje; de lo socialmente aceptado por las convenciones
culturales acerca del habla sobre lo arbitrario; de las interrelaciones entre los aspectos
del habla, sobre los aspectos aislados. De esta forma, no sólo se generalizarán las
particularidades, sino se particularizarán las generalidades [Hymes 1974: 9].
En este sentido, los trabajos de Giorgio Raimondo Cardona, quien llevó a cabo
una evaluación crítica de los desarrollos de la etnolingüística y de la lingüística
antropológica, hasta finales de los años 80 y desarrolló él mismo la disciplina, son un
punto de partida básico [Cardona 1994]. De manera coincidente con lo expuesto por
Ricoeur y Hymes, Cardona pone de manifiesto su crítica respecto del concepto
dominante de lengua, hasta ese momento:

En la lingüística moderna se ha aceptado ya una clase de concepción corriente de la


lengua entendida como sistema de signos en el que tout se tient. Semejante concepción
revela sus limitaciones ya en un nivel de puro análisis lingüístico, puesto que la simple
observación de la variabilidad que caracteriza cualquier hecho lingüístico pone en crisis
el concepto de sistema, por lo menos en su acepción corriente. Pero menos válida se
manifiesta esta noción cuando tratamos de imaginar –sobre la base de hechos empíricos
reales y no sobre la base de la lengua inexistente de una cultura inexistente- las
conexiones entre operaciones y representaciones mentales, entre formas lingüísticas y
elementos culturales no lingüísticos [Cardona 1994: 115].

La sustancial importancia del contexto discursivo para el análisis del discurso


queda destacada cuando, siguiendo a R. Lakoff, Cardona afirma que la integración de
los hechos culturales, recuperados en la forma de presuposiciones, muestran como “el
verdadero significado de lo que se enuncia se obtiene, no del valor efectivo del

120
vocabulario de las unidades empleadas, sino sobre la base de factores extralingüísticos,
como el estatus del hablante y del oyente, el tipo de relación social entre los dos, el
conocimiento del mundo real y de las creencias, el hecho de que quien habla afirme o
no lo que dice, etc.” (Cardona 1994: 46]. Con anterioridad, Gadamer ya se había
expresado en ese sentido, señalando que “la palabra hablada se interpreta a sí misma,
por el modo de hablar, el tono, la velocidad, etc., así como por las circunstancias en las
que se habla” [Gadamer 1999: 472].
Cardona propone que la etnolingüística vaya más allá de la mera suma de
aspectos pertenecientes a la lingüística y a la etnografía, que aspire a descubrir las
relaciones existentes entre los usos de la lengua y las otras unidades culturales como las
relaciones sociales y las concepciones del mundo [1994: 111]. Agrega: “son las mismas
sociedades estudiadas las que a menudo ponen de relieve el papel que desempeña el
lenguaje pues codifican en una verdadera filosofía del habla las reglas, los símbolos, las
equivalencias, las acciones vinculadas con el lenguaje” [Cardona 1994: 112]. Desde esta
perspectiva, previene contra una tradición errónea, inherente a una parte sustantiva de la
investigación lingüística:

La lingüística ha hecho, por su parte una contribución bastante modesta al desarrollo


metodológico de la etnolingüística. La lingüística tiende a transformar en afirmaciones
de valor universal reflexiones derivadas de una base empírica muy reducida [lenguas
indoeuropeas]; es posible que la imagen de la lengua con la que trabaja la lingüística se
haya formado partiendo de alguna variedad de las lenguas escritas, literarias o
epigráficas –en el fondo todas homogéneas entre sí- sin consideración ni conocimiento
del mundo efectivo de la comunicación lingüística en su contexto. Nunca se podrá
censurar suficientemente el etnocentrismo metodológico de la mayor parte de los
lingüistas de ayer y hoy [Cardona 1994: 112-113].

Así, se pone de manifiesto que la pretendida universalidad de la teoría lingüística


no es tal, sino el producto de una forma de hipóstasis, basada, exclusivamente, en el
estudio de las lenguas indoeuropeas. De estas observaciones críticas, Cardona deriva
una definición temática de los campos de investigación implicados en el trabajo
interpretativo de la etnolingüística:

De manera que se pueden agrupar los elementos en tres secciones: la lengua (como
quiera que se la entienda), la cultura en el sentido general, como acceso común de un

121
grupo a los sistemas de clasificación de los datos de la experiencia (expresados en
símbolos heterogéneos, diferentes por su tipología, por sus dimensiones, por su
consistencia) y, por fin, el pensamiento. De estos aspectos la lengua es el más
cognoscible, sólo que generalmente la conocemos en sí misma, cuando en realidad es
importante considerarla como un puente cognoscitivo que permite “entrar” en el
pensamiento y en la cultura.
Entre estos términos hay sin duda un juego de conexiones y de influencias recíprocas;
no se puede afirmar que uno tenga preeminencia lógicamente sobre los otros dos.
Recordemos además que los tres factores asumen sentido por la preeminencia de un
cuarto: las condiciones biológicas y ambientales, que constituyen un término de
comparación imprescindible para los otros tres elementos en su conjunto [1994: 116].

Alessandro Duranti, otro autor importante que ha desarrollado su trabajo de


investigación dentro de esta disciplina, define a la antropología lingüística como el
estudio del lenguaje, entendido como un recurso cultural, y al habla como una práctica
cultural. Proponía en 1997 que la antropología lingüística debía ser considerada como
un campo inherentemente interdisciplinario para el cual el lenguaje se entiende como un
sistema de comunicación que da lugar a representaciones interpsicológicas (entre
personas) e intrapsicológicas (dentro de una misma persona), referidas al orden social, y
que permite a las personas valerse de esas representaciones para realizar actos sociales
[Duranti 2004: 2-3]. De las anteriores proposiciones se derivan aspectos importantes
que definen el modo de aproximarse a los sujetos de su estudio:

Esto quiere decir que los antropólogos lingüísticos ven a los sujetos que estudian, es
decir, a los hablantes, en primer lugar y por encima de todo, como actores sociales,
esto es, como miembros de comunidades, interesantemente complejas, cada una de ellas
organizada en una variedad de instituciones sociales y a través de una red de conjuntos
de expectativas, creencias y valores morales acerca del mundo que se intersecan pero,
no necesariamente, se superponen [Duranti 2004: 3 negritas en el original, traducción
nuestra].

Lo que interesa en particular a la antropología lingüística y la distingue de otras


disciplinas no es solamente el interés en los usos de la lengua, sino la especial atención
que presta al lenguaje, entendido como “un conjunto de recursos simbólicos que penetra
la constitución del tejido social y la representación individual de los mundos reales y

122
posibles” [Duranti 2004: 3]. Estudia el lenguaje desde una perspectiva antropológica,
orientada hacia la comprensión de las formas bajo las cuales se transmite y reproduce la
cultura, el tipo de relaciones que se establecen entre los sistemas culturales y las formas
de organización social, y el rol que juegan las condiciones materiales de vida de las
personas en sus maneras de ver y entender el mundo [Duranti 2004: 4].
Para el autor, los signos lingüísticos, en tanto representaciones del mundo y
mediaciones para acercarse a él, no son neutros, “constantemente están siendo usados
para construir afinidades y diferencias culturales” [Duranti 2004:5). Lo que hace única
a la antropología lingüística –dice Duranti- es su interés en los hablantes, en tanto que
actores sociales. El lenguaje es considerado como un recurso para y como un producto
de la interacción social. La antropología lingüística pone el acento en las comunidades
de habla, siendo éstas, simultáneamente, entidades reales e imaginarias, cuyas fronteras
están siendo refiguradas y renegociadas, constantemente, a través de una miríada de
actos de habla [Duranti 2004: 6].
Así, por ejemplo, Duranti muestra que, al interior de un debate político en
Samoa, el significado de los enunciados se define a partir de las relaciones de poder y
no sólo por el valor del enunciado en sí mismo. El significado de lo que un hablante
dice lo deciden los participantes más poderosos del debate, pues son las convenciones
sociales de negociación política las que determinan el significado del discurso.
Particularmente, sobre los aspectos contextuales que inciden en el significado de
los discursos, aporta importantes observaciones, derivadas de la etnografía. En el caso
de las comunidades de Samoa que Duranti estudió, la casa misma, donde tienen lugar
las reuniones ceremoniales, posee un simbolismo del espacio que se proyecta sobre las
jerarquías políticas, da lugar a una distribución espacial de los lugares que ocuparán las
personas, que está en función de una clara estructura jerárquica. Sin embargo, las
posiciones no son fijas, están sujetas a una negociación particular, que se verifica en
cada caso: no siempre es conveniente aceptar un alto rango, pues conlleva
responsabilidades que en ocasiones no se pueden cumplir [Duranti 2004: 323-328].
Sobre la orientación, las perspectivas de esta disciplina, su enfoque particular y
su principal intención, podemos concluir, siguiendo a Duranti, que existen variadas
dimensiones del habla y que éstas sólo pueden ser conocidas gracias al estudio de lo que
las personas realmente hacen con el lenguaje, “asociando palabras con silencios y
gestos, y con los contextos en los cuales esos signos son producidos” [Duranti 2004: 9].
Ha sido esa posición programática la que ha conducido al descubrimiento de las

123
múltiples formas por medio de las cuales el habla se constituye en un acto social y está,
por eso, sujeta a las regulaciones culturales del comportamiento social. Esto, a su vez,
tiene consecuencias para “nuestras formas de ser en el mundo” [Duranti 2004:9].
A partir de las anteriores reflexiones críticas sobre las limitaciones de los
modelos estructurales, diseñados para explicar la comunicación humana, llegamos a la
conclusión de que el modelo más adecuado es el mismo proceso vivo de la
comunicación humana, cara a cara, dentro del cual se despliega toda la amplia y rica
gama de acciones, relaciones y significaciones que son inherentes a la complejidad del
propio fenómeno humano, situado cultural e históricamente. Eso nos lleva a ir más allá
de los diversos reduccionismos que han pretendido limitar la comprensión del fenómeno
de la comunicación a los meros aspectos instrumentales, sistémicos o meramente
enunciativos, con independencia de los aspectos vivenciales y culturales concretos que
son la parte sustantiva de la comunicación. Entendemos, así, que no es posible,
observarla “desde fuera”, desde una perspectiva epistemológica, puesto que la
comunicación es lo que nos hace propiamente humanos y estamos siempre en
interioridad con ella.

IDENTIDAD COMUNITARIA Y LOS RITUALES DE INICIACIÓN

En la mayoría de las sociedades tradicionales la formación de la identidad de


cada persona y la posibilidad de que ésta sea capaz de desarrollar un sentido fuerte de
pertenencia a su comunidad se logra por medio de elaborados y dramáticamente
significativos rituales de iniciación. Los ritos de iniciación forman parte de un conjunto
de ceremonias más amplio que Arnold van Gennep [2008] denominó, en 1909, rites de
passage, para describir las ceremonias que acompañan los cambios de lugar, de posición
social, de estado o de edad; categoría que Victor Turner recuperará, afirmando que
pueden encontrarse en cualquier sociedad, pero que alcanzan su máxima expresión “en
sociedades de carácter estable, cíclico y de pequeña escala, en las que los cambios se
hallan ligados más a los ritmos y a las recurrencias biológicas o meteorológicas que a
las innovaciones técnicas” [Turner 1980: 103]. Los ritos de paso que nos interesan, en
particular, regulan la transición de una condición social y biológica de la persona a otra
diferente, los más significativos se asocian con el nacimiento, el paso de la infancia a la
edad adulta, el matrimonio y la muerte.

124
El tipo más importante de rites de passage tiende a acompañar a lo que Lloyd Warner
ha llamado “la trayectoria del hombre a lo largo de su vida, desde la situación
placentaria en el seno de su madre, hasta su muerte y último emplazamiento en su
tumba como organismo muerto –punteada por toda una serie de momentos críticos de
transición que todas las sociedades suelen ritualizar y marcar públicamente, mediante
observancias adecuadas que dejen grabado en los miembros de la comunidad el
significado del individuo y del grupo. Son estos los importantes momentos del
nacimiento, la pubertad, el matrimonio y la muerte” [Turner 1980: 104-105].

La principal función de los ritos de iniciación es enraizar la vida humana en un


Cosmos y su orden arquetípico, dentro del cual se sitúa a la comunidad humana y a la
persona. Así como la consagración ritual de un territorio implica integrarlo al Cosmos,
convertirlo en un microcosmos habitable por el ser humano, la iniciación ritual de la
persona implica enraizarla en ese mundo, creado ritualmente; implica formarle un
intenso sentido de pertenencia y arraigo. La creación mítica del Cosmos que narran los
mitos de origen de las sociedades tradicionales, supone que todos los seres y cosas
formamos parte de él. El rito supone un acto de iniciación, un acto que hace patente la
pertenencia del ser humano al Cosmos, a la Tierra y a su comunidad. Por medio del
mito se permite que los seres humanos accedan al Ser, sean conscientes de pertenecer al
Cosmos. Además de fundar el Mundo, el mito funda la co-pertenencia de todos los seres
vivos a un mismo universo. En 1946 Cassirer sostiene que en las sociedades tribales las
personas sienten “un profundo y ardiente deseo […] de identificarse con la vida de la
comunidad y la vida de la naturaleza” y que ese deseo “lo satisfacen los ritos religiosos”
[Cassirer 1992: 49].
El ritual de iniciación es el suceso por medio del cual los seres humanos se
arraigan en la vida, por el cual echan raíces en el Mundo y en su comunidad. Antes de
ser iniciados en la verdad del mito, no se existe aún; se nace, verdaderamente, después
del ritual de iniciación. Ser iniciado significa participar de la realidad mítica. En
palabras de Bronislaw Malinowski, el rito de iniciación: “hace de un suceso natural una
transición social” […] “al hecho de la madurez del cuerpo le añade la vasta concepción
de entrada en la plena condición del ser humano con todos sus deberes, privilegios,
responsabilidades y, por encima de todo, con todo su conocimiento de la tradición y la
comunión con los seres y cosas sagradas” [Malinowski 1994: 37].

125
La iniciación abre la fenomenología de la transformación del niño en hombre y
de la niña en mujer. Es un proceso con etapas que, dentro de las sociedades
tradicionales y sus sistemas míticos, implica el paso obligado por figuras arquetípicas
que comprenden, como conjunto, ciclos mitológicos, en particular, los mitos
cosmogónicos y teogónicos, las narrativas de los héroes culturales. Cada etapa implica
una enseñanza, a través de una figura, cada una de ellas constituye un símbolo que
contiene un camino de aprendizaje. Es un camino de formación, de constitución del ser
humano, es el proyecto de antropogénesis que todo grupo cultural posee. Es un proceso
sagrado y supone una iniciación ritual. El aprendizaje de las figuras arquetípicas y sus
comportamientos ejemplares tiene la función principal de fijar en los iniciados los
comportamientos socialmente deseables. Eliade explica que en la medida en la que se
cree que el ser humano “ha sido creado y civilizado por Seres sobrenaturales, la suma de
sus conductas y de sus actividades pertenece a la ‘historia sagrada’; una historia de esta
índole importará conservarla y transmitirla intacta a las nuevas generaciones” [Eliade
1989b: 11].
Dentro de las sociedades tribales, los niños son considerados como seres
puramente naturales, hasta que llega la pubertad y con ella el tiempo de la iniciación
ritual. Mientras tanto, han estado bajo el cuidado físico de su madre. Ahora, alcanzada
la pubertad, se produce una brusca transformación de la realidad física: el niño se
convierte en adulto y el ser natural en ser social pleno. Es el momento decisivo de la
vida humana, marcado por las ceremonias y rituales más poderosos e incisivos [Cassirer
1992: 51]. Para que el nuevo ente social pueda nacer, el viejo ente natural debe morir,
en sentido simbólico. Los jóvenes que van a ser iniciados pasan por las pruebas más
severas. Además de ser arrancados de sus familias y puestos en aislamiento, deben
presenciar, las más de las veces, su muerte simbólica en el ritual.
Solamente después de que han soportado todas esas duras pruebas, por medio de
las cuales las imágenes simbólicas de los mitos se fijan en su memoria, llega el
momento de su admisión en la comunidad: la plena participación de sus secretos y
misterios. La admisión en la comunidad significa la renovación ritual completa de los
individuos, una muerte y un renacimiento simbólicos [Cassirer 1992: 48-63; Eliade
1989b]. Eliade define la iniciación “como un conjunto de ritos y enseñanzas orales que
tienen por finalidad la modificación radical de la condición religiosa y social del sujeto
iniciado. Filosóficamente hablando, la iniciación equivale a una mutación ontológica del
régimen existencial” [1989b: 10].

126
La iniciación pasa por el aprendizaje de las figuras arquetípicas y la adopción de
sus enseñanzas sociales, psicológicas y espirituales. El relato del mito es el vehículo de
la enseñanza que debe ser revelada por un guía espiritual, éste conduce al iniciado a
través de los misterios ocultos de los mitos y sus símbolos. De acuerdo con Eliade, la
iniciación “introduce al novicio en la comunidad humana a la vez que en el mundo de
los valores espirituales” [1989b: 10]. Lo que va a ser revelado al novicio es una
concepción del mundo, presente en sus tradiciones míticas y éstas tienen una dimensión
ética que se expresa a través del carácter ejemplar de los sucesos narrados en los relatos
míticos. La enseñanza espiritual que el mito propone, funda, así, un patrón de
comportamientos socialmente deseables, que dotan de sentido a las instituciones
sociales y deben ser trasmitidos de generación en generación. “Se crea así una
experiencia inolvidable, única en la vida del individuo y por la que éste aprende las
doctrinas de la tradición tribal y las normas de su moralidad. Toda la tribu se moviliza y
toda su autoridad sale a relucir para testimoniar el poder y la realidad de las cosas
reveladas” [Malinowski 1994: 68].
Al interior de la revelación religiosa a la que da lugar la ceremonia, el mito se
convierte en una estructura explicativa que permite, por medio de un golpe de luz, la
comprensión primera del sentido del Mundo y de la vida. Gracias a la revelación, el
universo y la vida se vuelven transparentes, se hacen inteligibles. La Tierra se vuelve
habitable y, así, pasamos a formar parte de ella.
Sobre los rituales de iniciación, Malinowski concluye:

Podemos, por consiguiente, formular las funciones principales de las ceremonias de


iniciación como sigue: éstas son una expresión ritual y dramática del poder y valor
supremos de la tradición en las sociedades primitivas; también valen para imprimir tal
poder y valor en la mente de cada generación y, al mismo tiempo, son un medio, en
modo extremo eficiente de transmitir el poder tribal, de asegurar la continuidad a la
tradición y de mantener la cohesión de la tribu [Malinowski 1994: 37].

El punto de vista de Joseph Campbell sobre este mismo tema no difiere del de
Malinowski:

El pensamiento no socializado y los sentimientos del niño muy pequeño son


egocéntricos pero no peligrosos socialmente. Sin embargo, cuando las necesidades

127
primarias del adolescente permanecen sin socializar se hace inevitable una amenaza a la
armonía del grupo. Por lo tanto, la función principal de todo mito y ritual siempre ha
sido y continuará siendo comprometer al individuo tanto emocional como
intelectualmente en la organización local. Y este propósito se efectúa mejor [...] a través
de una conjuración solemne de experiencias intensamente compartidas, en virtud del
cual todo el sistema de fantasías de la infancia y creencias espontáneas se compromete y
se une con el sistema funcional de la comunidad. El ego infantil no comprometido, sin
conciencia de sí mismo [...] se disuelve para reorganizarse en un ritual y una
experiencia, de hecho, de la muerte y la resurrección: la muerte del ego infantil y la
resurrección del adulto socialmente deseable [Campbell 1991a: 527].

Ruth Underhill relata que entre los grupos pueblo del oeste se practicaba un rito,
por medio del cual, los jóvenes en la edad de la pubertad recibían por primera vez su
instrucción religiosa esotérica. A cada uno de ellos se le asignaba un padrino ceremonial
que mantenía esta relación de por vida. Durante la ceremonia, el niño permanecía
parado sobre una pintura de arena y era fustigado por la personificación de un espíritu;
con ciertas variantes, los niños navajos eran sometidos a un ritual semejante [Underhill
1948: 9].
Entre los grupos juaneños, luiseños, cupeños y diegueños del sur de California,
al llegar la pubertad, los muchachos son segregados de la comunidad y reunidos en una
choza, construida especialmente para esos fines, quedando bajo la protección de un
padrino ceremonial. Ahí se les da a beber un brebaje de Datura,13 cuidadosamente
supervisado, y se les lleva a otra choza donde deben danzar hasta caer inconscientes.
Luego, se les regresa a la choza anterior, en un estado de estupor, durante el cual se
espera que tengan visiones. El hecho de que los padrinos imitaran los sonidos emitidos
por distintos animales, durante el traslado de una choza a otra, indica que lo que se
espera que vean los niños son espíritus guardianes en forma de animales. Más tarde,
reciben un discurso moral, ilustrado por una sencilla pintura en arena, relacionada con el
dios Chungishnish [Underhill 1948: 9-10].

13
La especie Datura stramonium, llamada vulgarmente estramonio, hierba del Diablo, hierba hedionda,
higuera del infierno, floripón, burladora y chamico, entre otras denominaciones, es una planta tóxica de la
familia de las solanáceas. Suele confundírsele con el toloatzin o toloache mexicano (Datura innoxia) y
con el floripondio, que pertenece a la familia de las Brugmansias. Para fines rituales y religiosos, las
hojas se usan en altares, los chamanes la fumaban junto con el tabaco para entrar en un estado alterado de
consciencia.

128
Los ritos de iniciación tienen el poder de transformar a los niños en hombres y a
las niñas en mujeres, preparándolos para entrar en contacto con lo sagrado, con los
misterios de la vida y con las obligaciones que les impone la vida comunitaria. Gracias
a la iniciación ritual y a la participación en la realidad del mito, hombres y mujeres
pueden integrarse verdaderamente a la vida, pueden pertenecer a una comunidad,
hermanarse con la flora y la fauna, con el Cielo y la Tierra, con los dioses y héroes y,
primordialmente, convertirse en personas completas, aptas para vivir en sociedad.
La certeza de pertenecer a la vida, a una comunidad, de tener centro, de echar
raíces, es algo fundamental para que el ser humano pueda existir plenamente en el
Mundo. El arraigo en la vida es la verdadera base de la libertad: se puede emprender
cualquier travesía, por peligrosa que ésta sea, o enfrentar cualquier dificultad, prueba o
peligro porque se tiene centro, porque se han echado raíces en la existencia. La
iniciación ritual ha sido uno de los principales medios de los que se han valido las
sociedades tradicionales para construir la identidad colectiva y personal.
En particular, sobre los grupos del Desierto de Sonora, podemos referir algunas
de las prácticas de los o’odham, entre los cuales encontramos diversos mitos,
tradiciones y rituales de iniciación, registrados etnográficamente por varios autores, que
los describen como eventos de formación de identidad comunitaria, identidad de clan y
linaje, identidad de género e identidad personal [Russell 1980; Underhill 1939 y 1975].
Podemos tomar como ejemplo-modelo esos rituales, junto con los otros casos de la
región estudiada, que acabo de referir, para comprender el papel que han jugado en los
procesos de formación de la identidad.
La iniciación de los muchachos pápagos compromete a todo su linaje, creando,
de esa manera, un vínculo esencial de solidaridad del grupo hacia la persona y formando
un fuerte sentido de pertenencia de la persona respecto de su grupo de parentesco y su
clan:

Se esperaba que cada joven pápago se convirtiera en un “hombre maduro” a través de la


realización de determinados actos rituales que le conferían una bendición, pero también
lo sometían a peligros sobrenaturales. Los parientes debían compartir el peligro y la
bendición, consecuentemente, mientras el joven ayunaba y se bañaba para purificarse,
los parientes debían abstenerse de consumir la sal y bañarse también [Underhill 1939:
45 traducción nuestra].

129
Una vez iniciado, un joven debía ser capaz de cumplir ciertas tareas propias de
su género y edad. En la versión de Juan Dolores de los mitos cosmogónicos o’odham,
las habilidades que se exigen a un hombre joven, como condición previa para que se le
pueda dar en matrimonio a una joven mujer, son aquellas referidas a la habilidad de
cazar venados y, de esa manera, tener la capacidad de proveer alimento a la familia
[Saxton y Saxton 1973: 46-51]. En el mito de origen se narra que los dioses creadores,
el Makai de la Tierra y el Hermano Mayor, al formar a la primera pareja humana,
deciden que el hombre deberá dedicarse a la caza y la mujer a la recolección [Bahr
1994].
Los constantes ataques a las aldeas o’odham por parte de los grupos rivales de
apaches y yumas, obligaba a que los jóvenes pimas y pápagos, que alcanzaban la edad
de la pubertad, fueran entrenados en las artes guerreras. La educación y preparación de
los guerreros constituía una forma de iniciación masculina que tenía una especie de
bautismo de fuego cuando el joven guerrero era considerado apto para participar en su
primera batalla, donde ponía a prueba sus habilidades, a riesgo de perder la vida. En su
excelente libro: A Pima Past, Anna Moore Shaw ha descrito vívidamente la iniciación
guerrera de su padre [1974: 35-46 y 58-65].
Entre los pápagos, los rituales de iniciación de las mujeres son muy
característicos, comienzan en cuanto las jóvenes tienen la menstruación, tal como lo
relata la informante de Ruth Underhill, María Chona: “Cuando ya casi era tan alta como
mi madre, me sucedió lo que ocurre a casi todas las mujeres […] Se llama
menstruación” [Underhill 1975: 97]. En la comunidad ha existido, tradicionalmente, un
miedo a la menstruación que se deriva de lo relatado por los mitos de origen y se
entiende como un castigo, del cual las mujeres son portadoras, “debido a una falta
cometida, en el origen de los tiempos”. Ruth Underhill explica esas prácticas y
creencias de la siguiente manera:

Varios grupos y áreas han elaborado sus propias interpretaciones de lo que constituye el
peligro sobrenatural. Ha sido una creencia, casi universal, que el poder milagroso que
desciende sobre las mujeres durante la pubertad constituía uno de esos peligros y, en
consecuencia, se desarrolló un tratamiento de inmunización estandarizado que, por lo
menos en América, involucraba la segregación bajo la tutela de una guardiana ritual;
ayuno; baño; evitar el sol y el fuego; postura rígida; vigilia; y el uso de comida especial,
tubo para beber y palito para rascarse. A este conjunto de regulaciones estandarizadas,

130
la niña debía incluir la industriosidad. El único poder sobrenatural que adquiría era el
poder normal de engendrar niños, que gracias a esos procedimientos se volvía seguro,
aunque, frecuentemente, esas ordenanzas debían repetirse en cada menstruación
[Underhil 1948: 5 traducción nuestra].

De acuerdo con Jean Cazeneuve, para la mayoría de las sociedades tradicionales,


todo aquello que aparenta sobrepasar lo natural es una especie de epifanía de lo
numinoso y se convierte en algo impuro, algo peligroso para las personas y para la
comunidad, algo delicado, sagrado, que requiere de un tratamiento ritual particular. La
finalidad de esos ritos consiste, por una parte, en prohibir todo contacto con lo que se
halle impuro (tabú) y, por la otra, prescribir una serie de prácticas encaminadas a la
purificación que permitan a la comunidad y a las personas que han entrado en contacto
con lo impuro, tratar adecuadamente lo numinoso, asociado a la impureza, y conjurar
los peligros que ese contacto conlleva [Cazeneuve 1971: 28-124].
El relato mítico de los o’odham cuenta que el primer ser humano fue moldeado
por los dioses creadores, el Makai de la Tierra y el Hermano Mayor, en la forma de un
hombre y el siguiente ser fue una mujer, creada de la misma manera que el hombre:

El Makai de la Tierra levantó a sus dos hijos. Tomó a la mujer con su mano izquierda y
al hombre con la derecha. Así, vivieron felizmente, por un cierto tiempo,
comportándose de acuerdo con las enseñanzas de vida que el Makai de la Tierra les
había inculcado. Entonces, el espíritu maligno entró en la mujer. El Makai de la Tierra
vio que lo que él había hecho perfecto, no había resultado de la manera que él quería, de
ahí que impusiera una regla para la mujer. De los doce años en adelante, la mujer se
enfermaría, cada mes, y pariría a sus hijos con dolor, y eso estaría bien para ella. Desde
entonces, esta enfermedad pesó sobre la mujer y, de ahí en adelante, los seres humanos
se multiplicaron [Bahr 1994: 53 traducción nuestra].

Como hemos visto, de acuerdo con la narrativa mítica, el Makai de la Tierra y el


Hermano Mayor unieron sus fuerzas para crear a la primer pareja humana y, aunque
fueron creados en la misma forma, ya desde el principio, sus actividades aparecen
diferenciadas: el hombre destinado a la caza y la mujer a la recolección. Así como la
diferencia natural entre hombre y mujer es producto de una acción divina, dentro de la
dimensión cultural, la división sexual del trabajo resulta, también, en su origen, una
decisión de los dioses que determina el destino humano. De tal suerte, el origen de la

131
especie humana, su diferenciación en géneros y la división sexual del trabajo son
producto de un acto creador de los dioses. Como puede observarse, claramente, la
diferencia de géneros y las consecuencias que ésta tiene para la organización social
encuentra su fundamento en el mito cosmogónico, con conceptos tan definitivos, que
han marcado la vida colectiva hasta tiempos muy recientes. Aún a finales de la década
de los 30, en el siglo XX, Ruth Underhill registró consecuencias sociales de estas
creencias entre los pápagos:

Los miembros pertenecientes a la misma clase de las fratrías eran criados y educados en
la misma casa de una sola habitación, mas, la diferenciación sexual comenzaba muy
tempranamente. Los niños seguían a los hombres, aprendiendo a cazar y a labrar la
tierra, mientras las niñas permanecían con las mujeres, recolectando alimentos,
recogiendo leña y trayendo agua, moliendo maíz y tejiendo canastas. El miedo hacia la
mujer menstruante era causa de la separación entre los dos grupos, hasta el punto en que
marido y mujer rara vez estaban juntos durante el día. Los niños jugaban entre ellos y
cuando deseaban más compañía, buscaban a sus primos varones que, generalmente,
vivían cerca. Las niñas formaban su grupo, exclusivamente, con sus primas de sexo
femenino [...] El fuerte vínculo con las fratrías del mismo sexo de uno y la ayuda
respetuosa al sexo opuesto continuaban en la vida adulta [Underhill 1939: 46 traducción
nuestra; véase también: Russell 1980: 89].

Si entendemos a la menstruación, desde la perspectiva que proponen Ruth


Underhill y Jean Cazeneuve, como la adquisición de un poder de origen sobrenatural,
como algo numinoso que desencadena un peligro, veremos que ese particular valor
simbólico de la menstruación se traducía, tradicionalmente, en prácticas de segregación
de las mujeres menstruantes:

Durante todo el periodo menstrual las mujeres eran apartadas por cuatro días, a lo largo
de los cuales vivían recluidas entre los arbustos cerca de la aldea, construían pequeños
abrigos para protegerse del sol y ocupaban su tiempo haciendo canastas. Se alimentaban
de pinole que era traído diariamente y dejado a una corta distancia de su campamento.
En ocasiones varias de ellas vivían juntas. Antes de regresar a sus casas se bañaban
siempre en el río [Russell 1980: 183 traducción nuestra].

132
María Chona refiere algunas creencias de su grupo, al respecto de la
menstruación: “Las muchachas son muy peligrosas en esta época. Si tocan el arco de un
hombre o tan solo lo miran, ese arco no tirará más. Si beben de la taza de un hombre,
éste se enfermará. Si tocan al hombre mismo, puede caerse muerto. Mi madre nos dijo
eso hace mucho tiempo, y sabíamos lo que había sucedido en nuestro pueblo”
[Underhill 1975: 97].
De tal suerte, al llegar la menstruación por primera vez, las muchachas son
apartadas de la casa familiar; durante cuatro días viven segregadas de su familia y de la
comunidad, en un pequeño cobertizo, hecho con ramas de gobernadora. Recordemos
que el número cuatro es el más importante en cuanto al simbolismo esotérico entre los
o’odham. En relación con el significado de los cuatro días, María Chona explica: “Tuve
que quedarme cuatro días y después se me quitó lo peligrosa. Todo va de cuatro en
cuatro entre nuestra gente, y el Hermano Mayor arregló todo de tal manera que aun eso
fuera igual. Ninguna mujer tiene molestias por más de cuatro” [Underhill 1975: 100].
En el transcurso de los cuatro días que dura la primera menstruación, una mujer
adulta se encarga de cuidar e instruir a la muchacha con los conocimientos prácticos y
las reglas de vida, dictadas por la sabiduría tradicional; los consejos las ayudan a que
puedan tener éxito en la vida. Las enseñanzas respecto del matrimonio y del
comportamiento socialmente aceptado de la mujer son particularmente importantes en
esos días, también se le dice que durante el sueño se le aparecerá la serpiente mágica
kots, quien le enseñará los diseños de las canastas que deberá tejer. La muchacha se
alimenta con una dieta especial de la que se excluyen la carne y la sal. El ayuno es
menos estricto que el de los hombres, cuando los purifican. María Chona dice al
respecto: “Es una temporada difícil para nosotras las muchachas, tal como los hombres
tienen cuando los purifican. Sólo que nos dan más de comer porque somos mujeres. Y
no nos dejan sentarnos a esperar visiones” [Underhill 1975: 98]. Russell describe el
arribo de las muchachas a la pubertad, entre los pimas de Sacaton, de la siguiente
manera:

Una niña alcanzaba la edad de la pubertad a los 11 o los 12, a veces, tan temprano como
a los 10. La adquisición por una joven mujer de esas funciones, características de la
edad de la pubertad, y totalmente misteriosas para ella, la convertía en un objeto de
preocupación y desconfianza para los mayores. Cuando el suceso era descubierto, su
madre seleccionaba a alguna de sus amigas favoritas, no emparentada con ella, en cuyo

133
cargo dejaba a la niña, por cuatro días. Durante ese tiempo, la preceptora le enseñaba
como realizar todas aquellas tareas domésticas que aún no había aprendido, así como
todas las nociones de industriosidad, honestidad, castidad y todos los valores
relacionados. Cocinaban juntas sus alimentos y comían apartadas de sus familias.
Cuando no estaba ocupada en otros asuntos, la niña empleaba su tiempo tejiendo una
canasta que debía ser donada a manera de regalo a la mujer mayor [Russell 1980: 182
traducción nuestra].

Al finalizar los cuatro días, la muchacha es sometida, por su madre, a un baño


ritual en el cual se cantan canciones, como en cualquier otra actividad importante para
la comunidad. Entre los o’odham, todas las actividades significativas se acompañan del
canto y casi todo el mundo compone canciones apropiadas para cada momento
particular. La importancia del canto está sancionada en los mitos de origen de sus
tradiciones orales: moviliza energías positivas que contribuyen al buen fin de las
actividades que se realizan; el canto es una forma de orar, de atraer las bendiciones. El
canto es lo que hace crecer al maíz, lo que cura a los enfermos y lo que produce toda
clase de prodigios que provienen de sus principales dioses creadores: el Makai de la
Tierra, el Hermano Mayor, Coyote y Buitre [Bahr 1994 y 2001; Lloyd 1911; Saxton y
Saxton 1973].
Durante el baño se lava el pelo de la muchacha y se lo corta a la altura de los
hombros, tal como lo relata María Chona: “no podemos traer el pelo tan largo como los
hombres; nos estorbaría para trabajar” [Underhill 1975: 100]. Se viste a la joven con
ropa nueva y se le permite regresar a su casa, aunque debe seguir evitando la sal por
cuatro días más. A partir del día en que regresa, se baila todas las noches durante cuatro
semanas, “hasta que la luna vuelve a ser como era al comienzo” [Underhill 1975: 101].
Para la danza se forman las hileras: se alternan en la fila los hombres jóvenes
con las muchachas, ellos colocan sus brazos sobre los hombros de ellas, formando
parejas; las filas giran de un lado al otro, siguiendo los cantos rítmicos -entonados de
cuatro en cuatro- y acompañados por el sonido de las sonajas. Las danzas son dirigidas
por un especialista ritual que conoce todas las canciones de la danza de la pubertad. A
media noche, la madre de la muchacha da de comer a todos los invitados. Cada mañana,
durante todo el mes lunar, el especialista ritual y su esposa reciben obsequios de parte
de la familia de la muchacha, la que también regala cestas y cuentas a las muchachas
que la acompañan en las danzas rituales.

134
Al terminar el mes lunar y con ello la conclusión de las danzas rituales, la
iniciada ha perdido mucho peso y está agotada por la falta de sueño, la familia ha
dilapidado ritualmente todas sus reservas de maíz y fríjol. Russell narra que en algunos
casos las muchachas posponían las ceremonias de presentación lo más que les era
posible, sobre todo cuando sus padres eran pobres y no podían ofrecer regalos y
alimento a los participantes [Russell 1980: 182].
La fase final de la iniciación consiste en la visita al makai (chamán) del pueblo,
quien dirige una ceremonia en la que purifica y bendice a la muchacha, pinta su pecho,
sus hombros y su espalda con “los signos que alejan la mala suerte y atraen la buena
vida”. En ese momento el makai le da un nuevo nombre. Nace, así, como una nueva
persona, como una mujer plena y adulta, bendecida por la comunidad.

CULTURA MATERIAL E IDENTIDAD CULTURAL

Los artefactos y construcciones pertenecientes a la cultura material de una


sociedad, más allá de su carácter útil, de su función y de su pertenencia a un momento
histórico específico, son también portadores de los componentes simbólicos que definen
la identidad de un grupo social. De acuerdo con Rathje y Schiffer, además de sus
funciones tecnológicas, los artefactos forman una vasta red de símbolos que nos hablan
acerca de infinidad de detalles de la vida social: las jerarquías, el comportamiento
socialmente aceptado, las imágenes que los seres humanos nos formamos acerca de
nosotros mismos [Rathje y Schiffer 1982: 63]. Recuperando para su propia
argumentación las ideas de Schiffer, Ian Hodder [1994: 17] va más allá en el
planteamiento, además de reafirmar que “toda la cultura material puede verse como algo
constituido de manera significativa”, establece la condición de la arqueología como una
disciplina estrictamente simbólica:

[En] arqueología toda deducción o inferencia se realiza a través de la cultura material.


Si la cultura material, toda ella, tiene una dimensión simbólica tal que afecta a la
relación entre una comunidad humana y las cosas, entonces, toda la arqueología,
económica y social, está afectada.

135
De ahí que el problema no sea “cómo estudiar el simbolismo del pasado”, sino “cómo
hacer realmente arqueología” [Hodder 1994: 17-18 cursivas y entrecomillado en el
original].

Pero no todos los significados que giran en torno a las cosas son conscientes,
“gran parte del significado cultural de los objetos materiales no es consciente” [Hodder
1994:19]. Desde una perspectiva estrictamente arqueológica, el problema radica en
descubrir las distintas formas por medio de las cuales las cosas y construcciones
pertenecientes a la cultura material de una sociedad determinada pueden mostrar los
componentes simbólicos que sustentan la especificidad cultural de los grupos sociales y
la vida activa de las personas que los conforman.

Pero afirmar que la cultura material está constituida de forma significativa equivale, en
última instancia, a afirmar que hay aspectos de la cultura que son irreducibles. La
relación entre cultura material y organización humana es, en parte social […] Pero
también depende de una serie de actitudes culturales que no pueden predecirse a través
del medio, ni ser reducidas a él. Las relaciones culturales son causa sólo de sí mismas.
Están simplemente ahí. La tarea de los arqueólogos es la de interpretar este componente
irreducible para que pueda “leerse” la sociedad que se halla tras esa evidencia material
[Hodder 1994: 19 entrecomillado y cursivas en el original].

La cultura material “no existe porque sí. Alguien la produce. Y es producida


para algo. Por lo tanto no refleja pasivamente a la sociedad, más bien crea la sociedad
por medio de las acciones de los individuos” [Hodder 1994: 20 cursivas en el original].
De ahí que la cultura material no sea un mero reflejo del comportamiento humano “sino
más bien una transformación de ese comportamiento” [Hodder 1994: 16]. Es un reflejo
indirecto, ya que: “son las ideas, las creencias y los significados los que se interponen
entre la gente y las cosas” [Hodder 1994: 17]. Idea que nos recuerda lo dicho por
Ricoeur [1999] que el discurso consiste en la mediación entre el orden de los signos y el
de las cosas. Nuestra relación con las cosas está mediada por diversas formas de
pensamiento que están insertas dentro de las tramas de significación de los diversos
sistemas simbólicos (técnico, artesanal, artístico, económico, político, religioso).
Hodder sintetiza el problema planteado por la interpretación simbólica de la
cultura material de la siguiente manera: “Los arqueólogos tiene que hacer abstracciones
a partir de las funciones simbólicas de los objetos que excavan, para poder identificar el

136
contenido del significado subyacente, lo que implica analizar la forma en que las ideas,
denotadas por los símbolos materiales mismos, desempeñan un rol en la configuración y
estructuración de la sociedad” [Hodder 1994: 136].
Nuestra relación con otros seres humanos y con el mundo está mediada por las
cosas [Heidegger 1994a (1954); Marx 1976 (1867); Mauss 1979 (1923-24)]. Queda
claro que tanto el discurso, como la cultura material son elementos que median las
relaciones de los seres humanos entre sí y con el mundo, más aún, debido a nuestra
imperfecta adaptación al medio natural, los seres humanos sólo podemos existir gracias
a esa mediación; sólo podemos existir creando un mundo artificial de artefactos, bienes,
construcciones y sistemas simbólicos. Nuestro modo de ser en el mundo se da,
transformándolo, ordenándolo, dándole sentido. Así entendemos lo sostenido por
Heidegger: al habitar llegamos solamente por medio del construir y el construir tiene
por meta el habitar [1994b: 127].
Para completar de una manera más adecuada la orientación que propongo,
recupero algunas de las observaciones y preguntas con las que Jean Baudrillard [2004]
inicia su obra de 1968: El sistema de los objetos. El autor reflexiona sobre las infinitas
posibilidades de clasificación de las cosas producidas por el hombre, en función de
diversas categorías: su funcionalidad, su talla, el universo gestual a ellos vinculado, su
forma y duración, el momento del día en el que aparecen, la materia que transforman
[Baudrillard 2004: 1].
Trasladada esta propuesta a la problemática arqueológica, hace que entendamos
a la arqueología, en primer término, como una disciplina eminentemente social e
histórica, preocupada por reconstruir los contextos sociales de producción y uso de las
cosas y, sobre todo, la necesidad de reconstruir los contextos culturales dentro de los
cuales se sitúan las cosas, entendiendo a la cultura, tal como lo hemos hecho hasta
ahora, como una densa red de sistemas simbólicos. Así, la función, la técnica, el
universo gestual que acompaña a las cosas, las formas en que éstas median entre los
seres humanos –como en el don o en el intercambio mercantil-, se insertan dentro de
entramados concretos de significación.
Baudrillard afirma que al enfoque de Giedion, que destaca la importancia que el
cambio de las estructuras sociales tiene en la evolución de las cosas, habría que agregar
la pregunta fundamental, acerca de la manera en la cual son vividas: “a qué otras
necesidades, aparte de las funcionales, dan satisfacción, cuáles son las estructuras
mentales que se traslapan con las estructuras funcionales y las contradicen, en qué

137
sistema cultural, infra o transcultural se funda su cotidianidad vivida” [Baudrillard
2004: 2]. Pregunta que pone el acento en los procesos por medio de los cuales las
personas entran en relación con las cosas y de la sistemática de las conductas y de las
relaciones humanas que resultan de ello [Baudrillard 2004: 2].
En un sentido coincidente y referido específicamente a la arqueología, Hodder
concluye que sólo “cuando planteamos hipótesis acerca de los significados subjetivos
presentes en la mente de una comunidad humana del pasado podemos empezar a hacer
arqueología” [1994: 95]. Así, el estudio de la cultura material impone, desde la
perspectiva de este autor, cubrir las brechas que existen entre los sistemas simbólicos y
la cultura material. “Cuando excavamos material, excavamos también ideas y queremos
ver cada objeto a la vez como un objeto, resultado del proceso de producción y acción, y
como un signo, puesto que el objeto (olla) puede ser en sí mismo el significante de otros
objetos (tales como la tribu ‘x’, o las actividades femeninas)” [Hodder 1994: 63].
El uso y la fabricación de las cosas suponen no sólo su representación imaginaria,
sino todo el concepto de sistema en el cual el artefacto se inserta: “Para representar una
cosa no basta ser capaz de manejarla de la manera adecuada y para usos prácticos.
Debemos poseer una concepción general del objeto y mirarlo desde ángulos diferentes a
los fines de encontrar sus relaciones con otros objetos y localizarlo y determinar su
posición en un sistema general” [Cassirer 1997: 77].14
Anselm L. Strauss coincide con este punto de vista cuando sostiene que
nombrar una cosa implica no sólo señalarla, sino identificarla como un cierto tipo de
cosa y situarla dentro de un sistema de categorías [1959: 19]. Strauss hace evidente el
aspecto simbólico de la manera en la cual nos relacionamos con las cosas, así, la
naturaleza o esencia de una cosa no habita misteriosamente en su interior, sino depende
de cómo la define aquel que la nombra [1959: 20]. Se establece, de tal forma, la relación
humana con las cosas como una relación plena de significado:

En realidad, el hombre es el único animal que deja testimonios o huellas detrás de él,
pues es el único cuyas producciones “evocan a la mente” una idea distinta de su
existencia material. Otros animales utilizan signos y edifican estructuras, pero utilizan
los signos sin “percibir la relación de significación” y edifican estructuras sin percibir la
relación de construcción [Panofsky 1983: 20].

14
Cassirer se equivoca, sin embargo, cuando, desde una perspectiva evolucionista, considera que este
proceder simbólico sólo existió a partir de un periodo histórico determinado (Babilonia) y no desde que
existe el homo sapiens sapiens.

138
Siguiendo las ideas de Berger y Luckmann, Ulrike Sommer sostiene que: “Para
que sean posibles tanto la identidad personal como la social es necesario que existan
conductas fijas y definidas, lo que se aplica, de manera semejante, a la cultura material”
[Sommer 2000: 246 traducción nuestra]. A partir de lo cual concluye que: “un repertorio
predecible de situaciones e interacciones y, podríamos añadir, de símbolos materiales es
un prerrequisito básico para cualquier sociedad” [Sommer 2000: 246 traducción
nuestra].
Sommer sostiene que: “las experiencias individuales se acumulan en un cuerpo
supra-individual de disposiciones, expectativas y papeles-modelos. Éstas tienen una
considerable profundidad temporal (transmisión a través de generaciones) que ofrece
modelos interpretativos ya hechos para toda la amplia gama de situaciones cotidianas”
[Sommer 2000: 247 traducción nuestra]. La identidad colectiva, en tanto experiencia
vivida en común, opera como: “el bagaje, transmitido culturalmente, de patrones
interpretativos, organizados por medio del lenguaje” [Sommer 2000: 247 traducción
nuestra]. Siguiendo esa línea de argumentación, Ulrike Sommer propone algunas
orientaciones heurísticas para la interpretación de la cultura material. Sostiene que la
cultura material no refleja simplemente a la sociedad de manera neutral; la producción y
el uso de las cosas es una forma de construir enunciados. La producción y el uso de las
cosas se insertan dentro de un conjunto socio-político de intereses, estrategias de vida y
formas de organización social [Sommer 2000: 248].
Según la autora, aunque es difícil que los arqueólogos puedan descifrar por
completo el significado de las simbologías, inscritas en la cultura material de sociedades
sin escritura, cuyas tradiciones no han sobrevivido, “pueden, al menos, elaborar
hipótesis acerca de la variación y desarrollo de la cultura material como tal, acerca del
sistema detrás del símbolo” [Sommer 2000: 248 traducción nuestra]. Esta idea nos
parece muy importante, pues en esos casos donde las tradiciones orales se perdieron y
no existen registros etnohistóricos o etnográficos, las inferencias que se pueden hacer
sobre los sistemas simbólicos, como las mitologías, son limitadas, de la misma manera,
el sistema de creencias no se puede reconstruir, partiendo de deducciones de supuestos
principios universales, salvo en lo referente a aspectos muy generales y aun eso es muy
problemático.
Sobre esta cuestión Hodder sostiene que:

139
El estudio de la ideología, pues, implica dos componentes, para los cuales los
arqueólogos no están preparados teóricamente. Primero, las ideologías, al no poderse
medir según condiciones y funciones objetivas, deben estudiarse “desde dentro”, en sus
propios términos. Estos términos de referencia se generan históricamente. Por
consiguiente, necesitamos métodos para “adentrarnos” en los principios del significado
a través de los cuales se generan las sociedades” [Hodder 1994: 85-86].

Hodder establece, así, a la etnografía como una herramienta sustantiva de apoyo


a la arqueología [1994: 119-132].
De acuerdo con Ulrike Sommer, la adopción del concepto de agencia nos ha
llevado a enfocarnos en el uso activo de la cultura material. Cualquier desviación de la
conducta o de la cultura material pone al descubierto una parte de la cosmovisión como
algo sustantivo de la vivencia de los grupos y las personas: la somete a la percepción
consciente y a la crítica [Sommer 2000: 248]. Tanto los hábitos motrices individuales,
como la diseminación de rasgos, a través de las redes de aprendizaje colectivo, dan
origen a variaciones en las maneras de producir las cosas que se insertan en un
desarrollo en el tiempo: la clásica secuencia tipológica [Sommer 2000: 248].
A partir del análisis de la cultura material del Neolítico, asociada a la
Linearbanderkeramik o cerámica de bandas (5500-4500 a. C.), Sommer llega a la
conclusión de que la cultura material se puede separar en tres categorías: a) fuertemente
controlada, empleada instrumentalmente y con una importante carga simbólica que
forma parte de una red de relaciones de poder; b) aquella cuyo significado está abierto a
la negociación, pero que no siempre constituye una cosa de uso constante; c) un cierto
tipo de cultura material, considerada como simbólicamente “neutral” o “insignificante”
[Sommer 2000: 257]. Sabiendo que no existe nada neutral en la cultura, a diferencia de
la autora, preferimos definir este tipo de cultura material como poco significativa para
una sociedad determinada y que está abierta a la libre intervención de los agentes
sociales.
Esta diferenciación que propone Sommer es de gran utilidad, desde la
perspectiva de una arqueología de la identidad, en el sentido que podemos elaborar un
modelo mínimo que nos permita diferenciar el tipo de cosas que tienen una relación más
directa con los componentes culturales que definen la identidad, tanto del grupo social,
como de las personas que las fabrican y las usan. Así, por ejemplo, siguiendo la
distinción que propone, dentro de la primera categoría entrarían objetos fuertemente

140
significativos, considerados ya sea por el grupo social o por la persona, como elementos
sustantivos de su propia identidad. Mientras que en la segunda, abierta a la negociación,
la posibilidad del cambio y de una relación más libre y menos codificada socialmente,
crearía el espacio para una mayor intervención de las personas, en el sentido definido
por el concepto de agencia.
Los procesos de formación de la identidad, asociados a la cultura material,
pueden estudiarse: a) en las formas culturales específicas que reviste su producción, b)
en las maneras culturales de su uso y c) como medio y forma de relación con el otro, a
través del don y el intercambio, por ejemplo. En el primer caso veríamos que las formas
particulares de producir las cosas, y el campo semántico de los significados atribuidos a
ellas, definen a un grupo y lo caracterizan singularmente, otro tanto ocurriría en el cómo
del uso y en los valores que se atribuyen a las cosas usadas y a las que forman parte de
un don o se destinan al intercambio.
Una tercera perspectiva estaría definida por la aproximación de George Kubler
al estudio de la historia de las cosas, la relación decisiva de la forma con el tiempo,
Kubler afirmaba en 1962 que las cosas hechas por el ser humano “marcan el paso del
tiempo de una manera mucho más precisa de lo que nos imaginamos, y llenan el tiempo
con formas de una variedad limitada” [Kubler 1979: 1].15
El autor sostiene que un flujo incesante une las más antiguas herramientas de
piedra con los artefactos fabricados el día de hoy. Las series se han ramificado muchas
veces, llegando, en ocasiones, a callejones sin salida; secuencias completas de útiles han
desaparecido junto con las familias de artesanos que las producían o debido al colapso
de las civilizaciones, pero ese constante fluir de las cosas nunca ha cesado por completo
[Kubler 1979: 2]. Sobre la historicidad de las formas, sigue la idea de Kroeber, quien
afirmaba que las series formales de artefactos pertenecientes a una misma clase formal
pueden ordenarse en una secuencia cronológica correcta, a partir de correlaciones de
forma-diseño [Kubler 1979:2 (nota 1)]. El autor va más allá en su planteamiento, al
sostener que tanto las seriaciones tecnológicas de todos tipos como las secuencias de
obras de arte hilan una escala temporal más fina que aquella que resulta de los registros
escritos [Kubler 1979: 13].

15
El título original de la obra, en inglés: The Shape of Time, ha sido mal traducida al castellano como: La
configuración del tiempo. La traducción correcta sería La forma del tiempo, Kubler usa deliberadamente
el sustantivo form, si hubiese querido usar un verbo, hubiese utilizado otra palabra, incluida,
configuration. A lo largo del libro, Kubler deja muy clara su idea de la importancia de la forma en el
tiempo; véase al respecto: versión castellana: La configuración del tiempo, Nerea, Madrid, 1988.

141
Al enlazar el problema de la identidad cultural con el de la historia de las cosas,
el autor afirma que el análisis formal de las cosas producidas permite construir un
retrato de la identidad colectiva de un grupo, trátese de la tribu, la clase o la nación;
obteniéndose, así, una auto-imagen en la cual el grupo puede reconocerse [Kubler
1979:9]. “Herramientas e instrumentos, símbolos y expresiones, responden todos a
necesidades y deben, todos ellos, pasar por el diseño para poderse materializar” [Kubler
1979: 10 traducción nuestra]. Las señales del pasado llegan hasta nosotros a través de
las cosas; nos transmiten tanto las conmociones iniciales, de las cuales las cosas son sus
manifestaciones materiales, como las “re-transmisiones de ellas”, es decir, sus
desarrollos posteriores; siendo, las señales más débiles de las series, las iniciales y las
terminales [Kubler 1979: 17]. Encontramos, así, en esas señales y sus transformaciones,
la sustancia de la historia de las cosas. El conjunto de señales y relevos es de una
complejidad tal que se vuelve imposible abarcarlo en todos sus detalles.
Kubler distingue entre lo que él llama señales propias y señales adheridas.
Refiriéndose las primeras a lo que la propia estructura física de la cosa nos dice y las
segundas a los datos contextuales, atributos y significados culturales que se le van
adhiriendo a la cosa, al estar inserta en procesos sociales [Kubler 1979: 24]. Las señales
adheridas forman un intrincado mensaje tejido en las redes de los sistemas simbólicos
de la cultura.
Los artefactos y las obras de arte pueden ser entendidos, tanto como eventos
históricos, como soluciones a un problema, obtenidas solamente a través de un esfuerzo
sostenido. Cada solución apunta hacia un problema para el cual una multiplicidad de
soluciones era posible y, de hecho, otras soluciones diferentes serán inventadas para
suceder a las anteriores. En la medida en la cual las soluciones se acumulan, el
problema se modifica. Es ese conjunto de problemas y soluciones el que Kubler
denomina: soluciones enlazadas [Kubler 1979: 33]. Las soluciones enlazadas forman
secuencias y, de acuerdo con el autor, éstas pueden ser cerradas y abiertas. El análisis
formal de esos encadenamientos nos lleva a poner atención en la manera en la cual las
soluciones particulares se insertan en las situaciones que les dieron origen y en el
conjunto del desarrollo. Esto es lo que da origen al concepto de secuencias formales,
definidas como una trama o red histórica de repeticiones de características,
gradualmente alteradas [Kubler 1979: 37]. “La secuencia puede ser descrita como
teniendo una armadura; en un corte transversal, muestra una red, una malla, un racimo
de características subordinadas que, en sus secciones largas, tiene una estructura como

142
de fibras de etapas temporales, reconociblemente similares, pero con alteraciones
evidentes” [Kubler 1979: 37-38 traducción nuestra].
Comúnmente, las herramientas y los instrumentos tienen una larga duración y,
casi siempre, siguen una regla: las herramientas sencillas tienen una larga duración,
mientras que las más complejas obedecen a necesidades especiales que son de más corta
duración [Kubler 1979: 38]. Los artefactos pueden también diferenciarse en objetos
primarios que son las primeras invenciones y las réplicas que surgen a partir de las
primeras, son reproducciones, copias, transferencias y derivaciones de ellas [Kubler
1979: 39]. En la medida en la cual una secuencia formal puede deducirse, solamente de
las cosas, nuestro conocimiento de ellas depende de los objetos primarios y sus réplicas
[Kubler 1979: 42].
Las reglas que rigen la lógica de las series pueden definirse a partir de cuatro
proposiciones: 1) en el curso de una serie irreversible y finita, cada posición reduce el
número de las posiciones subsiguientes; 2) cada posición dentro de una serie aporta un
número limitado de posibilidades de acción; 3) la elección de una acción determina la
posición correspondiente; 4) ocupar una posición define y, a la vez, reduce el rango de
posibilidades de la posición subsecuente. Lo que puede sintetizarse diciendo que cada
nueva forma limita las innovaciones subsecuentes dentro de la misma serie [Kubler
1979: 54]. El método que Kubler propone para comprender la lógica de las series es el
de reconocer una necesidad en sus distintas etapas de gratificación y la persistencia de
un problema, a través de sus variados esfuerzos para resolverlo. Situarlos en el tiempo
histórico implica preguntarse acerca de su duración [Kubler 1979: 55].
A partir de esas premisas, Kubler deriva uno de sus conceptos más interesantes y
útiles, que es el de edad sistemática, la que puede definirse como la posición que ocupa
una cosa dentro de la secuencia formal de la serie a la que pertenece. Así, podemos
contrastar la edad cronológica de una cosa con su edad sistemática y situarla dentro de
una secuencia formal en el tiempo; ubicarla en el conjunto serial de su génesis y
desarrollo, establecer su relación con otras cosas de su clase, en tanto variaciones en el
tiempo de soluciones a problemas definidos. Las cosas generan más cosas, a su imagen
y semejanza, por mediación de los seres humanos, cautivados por las posibilidades de la
secuencia y la progresión [Kubler 1979: 62]. “Si deseamos explorar la naturaleza del
cambio, debemos examinar la secuencia de las formas” [Kubler 1979: 85 traducción
nuestra].

143
CULTURA MATERIAL E IDENTIDAD GRUPAL ENTRE LOS O’ODHAM

Tomaremos como modelo heurístico de nuestra investigación tanto a la relación


entre medio ambiente y cultura como la existente entre sistemas míticos y cultura
material que han existido al interior de la tradición o’odham, grupo que habitaba el
desierto de Sonora a la llegada de los misioneros y exploradores europeos, región
donde, entre el 200 y el 1450 d.C., se construyeron los asentamientos asociados a los
cerros, pertenecientes a la Cultura Trincheras. Estudiar esos aspectos de su cultura nos
permite formarnos una imagen de las estrategias de ocupación del Desierto de Sonora y
de las formas en las cuales se aprovecharon sus recursos de manera exitosa durante
varios siglos. Llevar a cabo este seguimiento nos puede ayudar, también, a formarnos
una imagen más precisa de las formas de vida de la gente que construyó las terrazas
sobre los cerros de trincheras, del noroeste de Sonora, y los habitó. Asimismo, nos
ayudará a comprender algunos de los aspectos simbólicos, relacionados con la cultura
material.
Los mitos y leyendas de los o’odham tienen una relación muy definida con
múltiples aspectos de la cultura material, relaciones que resultan sumamente ilustrativas
para reflexionar sobre las anteriores tradiciones culturales del desierto de Sonora. Desde
ese punto de vista, podemos decir que la mitología de los pimas y pápagos estaba
firmemente asentada en el ámbito del desierto de Sonora y en la tradición cultural que
creció ahí, dentro de la cual la caza y la recolección jugaron un papel esencial que nunca
desapareció, a pesar del desarrollo de la agricultura. De la misma manera, podemos
afirmar que las metáforas que surgen de sus imágenes míticas son guías heurísticas
básicas que permiten entender la esencia del desierto y la vida que ahí se ha dado.
El término o’odham, que quiere decir “la gente”, designa a las diversas
comunidades indígenas, emparentadas entre sí, que no sabemos desde hace cuánto
tiempo han habitado el desierto de Sonora, y de las cuales se tiene registro documentado
a partir de los primeros encuentros con los invasores europeos, hacia finales del siglo
XVI. Se han establecido algunas distinciones, el concepto: “grupo pimano” se ha
aplicado a todo el conjunto de comunidades (pimas y pápagos), radicadas tanto en
México como en los Estados Unidos y extendidos antiguamente de una manera
irregular, desde el sureste del estado de Sonora y suroeste de Chihuahua, hasta el Río
Gila, hacia el norte, en Arizona. Con ligeras variantes, los pimas altos y bajos hablan la

144
misma lengua, perteneciente al grupo nahua-cuitlalteco, tronco yuto-azteca, de la
familia pima-cora.
A partir del periodo del contacto se distinguieron, según sus poblaciones y
territorios, con nombres, arbitrariamente asignados a ellos por los misioneros españoles;
las de los ríos Gila y Salado fueron llamados pimas, y las del desierto, pápagos. Tales
gentilicios obedecen a deformaciones hispánicas de sus nombres tradicionales o de
palabras utilizadas por ellos, mas, la cronología de esas acepciones no está bien definida
aún [Velarde 1856: 344-357]. Parece ser que los o’odham occidentales se hacían llamar
papawi o'odham: “gente del fríjol”, nombre que después se extendió a todos los
habitantes del desierto [Swanton 1953: 357]. Los grupos que se desarrollaron a partir
de la cuenca del Río Gila se habrían autodenominado akimel o’odham: “gente del río”.
De acuerdo con Spicer, la “gente del río” llamaba a sus vecinos o’odham, que habitaban
el desierto y dependían más de la caza y la recolección que de la agricultura: tohono
o'odham, “gente del desierto” [Lumholtz 1990: 24; Spicer 1941: 22; Swanton 1953]. El
grupo que ocupó la zona del Pinacate, en el desierto de Altar, se llamaría a sí mismo
hia’ched o’odham, “gente de la arena” [Crosswhite 1981: 47-76; Pérez de Rivas 1985
(1645): 197-201; Radding 1995: 28-32; Spicer 1962: 86-151].
Los hia’ched o’odham, (gente de la arena) eran el grupo más pequeño, pero
hacían uso del territorio más extenso, con los recursos más escasos y la tierra más árida,
sin embargo, en algunas partes de su hábitat, existían ricas concentraciones de
alimentos. A pesar de hallarse en constante movimiento, en busca de los recursos
propios de cada estación, el peregrinar de los hia’ched o’odham requería una cuidadosa
planeación que permitiera una exitosa explotación de los recursos disponibles, en
función de los cambios climáticos estacionales y su influencia en las plantas y en las
migraciones de las especies animales [Broyles, et. al. 2007: 133]. Esto los obligaba a
hacer observaciones astronómicas precisas y a coordinar las mismas con un calendario
bien definido que les permitiera saber dónde tenían que estar en cada época del año.
Los tohono o’odham habitaban y hacían uso de la región desértica del sur-centro
de Arizona y noroeste de Sonora, colindando hacia el norte con los akimel o’odham y
hacia el noroeste con los hiached o’odham.16

Como los cucapás y los quechanos, los tohono o’odham operaban en base a una
“estrategia minimax” de subsistencia, incluyendo una amplia variedad de recursos y un

16
Lumholtz define en detalle los límites del territorio ocupado por los tohono o’odham [1990:16].

145
extenso rango de alternativas económicas, en vez de concentrar todos sus esfuerzos en
unos cuantos recursos; esta estrategia permitía satisfacer sus necesidades básicas y
garantizaba la mayor productividad con el menor detrimento del medio ambiente. Una
clave para comprender su aculturación radica en que en vez de sustituirlas por opciones
tradicionales, nuevas plantas y animales eran, constantemente incluidos a su rango de
opciones alimenticias [Broyles, et. al. 2007: 135 traducción nuestra].

Los akimel o’odham eran el grupo más sedentario, aprovechando el agua de los
ríos Gila y Salado, así como de los arroyos temporales, tenían una economía en la cual
la agricultura complementaba a la recolección y a la caza, de una manera más
importante. Los tres grupos vivían en pequeñas aldeas, pero mientras los hiached
o’odham tenían una mayor movilidad y diversos campamentos estacionales en lugares
fijos (ramadas), como en Quitovaquito, los tohono o’odham tenían, principalmente, dos
campamentos: uno de verano (oidag), en las llanuras desérticas, utilizado para la
recolección, la siembra y la cosecha; otro de invierno (wahia) para la recolección y la
caza en las serranías con bosques de coníferas; se les llamaba, por esa razón, “gente de
dos aldeas”, mientras que a los akimel o’odham, que vivían de manera estable en un
solo lugar, se les llamaba: “gente de una aldea”.
La decisión de los distintos grupos o’odham de ocupar regiones con marcadas
diferencias en sus ecosistemas trajo como consecuencia el surgimiento de variados
modos por medio de los cuales se relacionaron con su hábitat. Así, cada uno dio forma a
una identidad grupal específica, asociada a su propia estrategia de ocupación y
explotación territorial.
De tal suerte, veremos a los hia‘ched o’odham como un grupo seminómada,
recorriendo un vasto territorio, el más árido de todos, en un periodo anual, definido por
los ciclos naturales de los recursos disponibles y dependiendo casi por completo de los
productos silvestres; a los tohono o’odham como un grupo semisedentario, con dos
campamentos estacionales a lo largo del año, uno de verano y otro de invierno,
agregando a los productos silvestres de la caza y la recolección, aquellos logrados
mediante una agricultura temporal, en las llanuras de inundación; finalmente, los akimel
o’odham, como un grupo sedentario con una agricultura intensiva, basada en el riego
por sistemas de canales, dependientes de los ríos Gila y Salado, combinando los
productos agrícolas con los productos silvestres, en una proporción más equitativa.

146
Estas diversificadas estrategias de vida dan origen a sistemas de artefactos
(tecnocomplejos) que si bien pueden tener importantes elementos comunes, tienen
jerarquías diferentes. Así, por ejemplo, los hia‘ched o’odham, dada su mayor movilidad,
deben hacer uso de artefactos ligeros, fácilmente transportables y combinarlos con
artefactos que puedan fabricarse en los campamentos estacionales o dejarse ahí por
largos periodos. La cestería será muy útil, mientras que la cerámica lo será mucho
menos (Figura 9). De manera inversa, los akimel o’odham, con una vida sedentaria,
podrán hacer uso de metates más pesados que sólo se moverán dentro de un mismo
espacio doméstico y, entre ellos, la cerámica jugaba un papel más importante en la vida
cotidiana.
En el apartado final de este capítulo trataremos la relación entre el territorio y la
identidad cultural. Por lo que respecta al presente apartado, nos interesa explorar
algunas de las formas en las cuales la relación de las personas y los grupos con la
cultura material dieron lugar a procesos de formación de identidad. A pesar de sus
diferencias, todos los grupos o’odham comparten una estrategia general basada en el
máximo aprovechamiento del entorno natural, con el mínimo de transformación del
mismo, pues incluso, en el caso de los akimel o’odham, para la construcción de los
canales de riego en la cuenca del Gila y el Salado se aprovecharon los canales
abandonados por los hohokam.
En primer lugar, para todo el conjunto de comunidades o’odham, podemos ver
que el concepto del tiempo está íntimamente ligado con la observación de los
fenómenos astronómicos, así como de los cambios cíclicos visibles en el paisaje y en los
seres vivos del entorno natural. Ruth Underhill refiere un calendario lunar entre los
pápagos, semejante al registrado por Russell entre los pimas. Relata esa autora que,
mientras que en el día, la hora se indica a partir de la posición del sol, en la noche se
determina por la posición de las Pléyades. A las Pléyades, los tohono o’odham les
llaman “Las Viajeras” y son éstas las que se utilizan para determinar las estaciones del
año:

Las Pléyades surgiendo en el verano, comienza a sembrar.


En el cenit, al atardecer, demasiado tarde para continuar sembrando.
Pasado el cenit, tiempo de levantar la cosecha de maíz.
Un cuarto pasado del cenit, tiempo de ir a cazar venados.
En el ocaso, tiempo de la fiesta de la cosecha [Underhill 1939: 125].

147
A diferencia de los pimas, que tienen puntos definidos de observación solar en la
Sierra de la Estrella (marcadores solares), Underhill dice no haber tenido conocimiento
de algo equivalente entre los pápagos [1939: 125]. Según el mismo registro, el solsticio
de invierno era observado rigurosamente y se pensaba que el Sol se quedaba quieto por
cuatro días, empezando con el día que las Pléyades se ponían al atardecer. Tanto entre
los pimas como entre los pápagos, el periodo de cuatro días del solsticio de invierno era
considerado sagrado, se trataba de las cuatro noches más largas del año, durante las
cuales, los guardianes de la tradición (siniyawkum) relataban los mitos de origen de
manera oficial a la comunidad [Bahr 1994: 282; Underhill 1939: 125].
Los pápagos explicaban la desaparición regular de la luna diciendo que ésta
moría cada mes y una nueva luna tomaba su lugar. Se decía que tanto el sol como la
luna morían en un eclipse, para resucitar, tal como lo había hecho el Hermano Mayor,
uno de sus dioses creadores y su principal héroe cultural [Underhill 1939: 125]. Los
pápagos conocían muchas estrellas, con las cuales formaban constelaciones que tenían
nombres definidos.
De acuerdo con sus tradiciones míticas, el Hermano Mayor les dijo a los pimas,
en el momento de su última despedida, que contaran las plumas de la cola del pájaro
llamado Gisap, que resultaron ser 12 y, en función de ese número, dividieran la cuenta
de los meses del año. Sin embargo, no existía acuerdo ni entre los individuos ni entre
los pueblos, en relación con los nombres que deberían otorgarse a los meses y si esos
nombres deberían estar referidos a las lunas, de modo que existen muchas variantes en
los nombres otorgados a los meses entre los diversos pueblos [Russell 1980].
Sobre esta cuestión, resulta interesante la hipótesis de Michael Zeilik sobre los
meses lunares entre los grupos pueblo que, desde mi punto de vista, puede ser válida
para los grupos o’odham. Después de señalar que los grupos pueblo, que tienen
nombres definidos para los meses lunares, se valen de calendarios de 12 o 13 meses,
Zeilik sostiene, al respecto, que aquellos grupos que tienen un calendario de 12 meses
adoptaron, en parte, el calendario europeo y que los que usan un calendario de 13 meses
están, probablemente, más cerca de la usanza tradicional antigua que permitía ajustar el
calendario lunar con el solar, intercalando un mes corto de por medio [Zeilik 2008:218].
Para los o’odham, el año comienza en junio, al principio del verano, cuando los
frutos silvestres del desierto, pitahayas, brotes de cholla y frijoles de mezquite están
maduros para la recolección. Es la temporada para festejar y estar alegres. No existe

148
otro suceso anual que pueda compararse en importancia con estas festividades, de ahí
que no sorprenda que los años se cuenten por cosechas de recolección [Russell 1980:
35]. Entre todos los productos vegetales silvestres, las pitahayas eran especialmente
apreciadas, a partir de ellas se ha elaborado la bebida ritual embriagante, consumida
durante la fiesta religiosa de petición de lluvias (Chóchkita), días antes del comienzo de
la estación lluviosa [Russell 1980].
Se acostumbraba, desde “tiempos antiguos”, que se llevara registro de los
sucesos anuales en los “bastones-calendarios” o “palos-calendarios”, que son unas
varas, ya sea de sahuaro, sauce o pino, con muescas y dibujos muy esquemáticos
(códigos mnemotécnicos) que, de acuerdo con la simbología personal de su portador,
representan algún aspecto esencial del suceso, que permite recordarlo y volverlo a
narrar.17 Tienen así, obviamente, una función mnemotécnica. Los que obtuvo Russell en
1903 se remontaban hasta 70 años en el pasado (1833-1903). Narran todo tipo de
sucesos ocurridos en los pueblos, centrándose, principalmente, en asuntos de la vida
cotidiana, considerados significativos, desde el punto de vista del cronista [Russell
1980: 37-38]. La lectura de los bastones-calendario se llevaba a cabo pasando la uña del
pulgar por las muescas y narrando los sucesos que la muesca simbolizaba. Así, el
registro de los sucesos en el tiempo daba lugar a un cargo, aquella persona a la que se le
confiaba esa tarea se convertía en el guardián de una parte de la memoria colectiva.
Los principales alimentos de los o’odham son los productos vegetales silvestres,
son el único alimento relativamente seguro, aun en las épocas de sequía. Según la región
y la época del año, varía la proporción en la que se combinan con productos agrícolas y
con los provenientes de la caza. Los principales productos del desierto, consumidos por
los o’odham, eran los frijoles de mezquite (Prosopia veluntina), y los diversos frutos de
las opuntias, yucas, chenopodiums, salvias, nueces de palo de fierro, biznagas y
arbustos de la sal. De 847 especies vegetales conocidas del desierto de Sonora, 375 son
comestibles y se han integrado, culturalmente, a la dieta de los distintos grupos que lo
han habitado [Felger 2007: 148]. Si revisamos el catálogo de alimentos silvestres de
origen vegetal y animal que reproducen autores como Russell y Beals, y ponemos
atención a las muy variadas formas en las cuales esos productos se han utilizado,
descubriremos una muy elaborada inteligencia de aprovechamiento máximo de los
recursos que brinda el medio [Curtis 1993: 43; Russell 1980:66-83]. Un número

17
Al respecto véase: Moore Shaw [1974: 87], donde aparece una fotografía de Oído de Búho, guardián de
la tradición de la comunidad akimel o’odham, con su bastón calendario en la mano.

149
sustantivo de los relatos contados en sus mitos se refieren a estas actividades,
primordiales para el sustento de la vida en el desierto. El uso extensivo e intensivo de
los recursos que brinda el medio no descarta, sin embargo, los tabúes y las
prohibiciones: los akimel o’odham no comen serpientes, ni aun en la épocas de
hambruna y la idea de comer lagartijas es rechazada con manifiesto disgusto [Russell
1980:83].
La recolección da lugar a series de herramientas (tecnocomplejos) que pueden
dividirse en dos grandes ramas: aquellas empleadas directamente en la recolección y las
que sirven al procesamiento de los productos recolectados. En la primera serie
encontramos varios tipos de pinzas de madera y largas varas con ganchos en la punta
que se usan, en el primer caso, para la recolección de los distintos tipos de tunas del
nopal y de la cholla, mientras que las largas varas con ganchos se usan para cortar las
pitahayas de los sahuaros (Figura 10). En la segunda serie, encontramos variadas
cestas, utilizadas en la recolección, el transporte y el almacenamiento de los frutos
silvestres recolectados.
Exceptuando las cunas, todos los diferentes tipos de cestos son fabricados por las
mujeres. Los materiales empleados en su elaboración provienen de ramas y fibras
vegetales del entorno natural de la región. De acuerdo con Russell, ya en la primera
década del siglo XX, las mujeres que se dedicaban a tejer cestos desconocían el
significado de los diseños tejidos. Al ser interrogadas al respecto contestaban: “No sé,
las mujeres mayores las hacen de esta manera. Ellas copiaron los diseños, hace mucho
tiempo, de la cerámica hohokam”. En el caso de algunos diseños, un cuidadoso análisis
estilístico puede demostrar ciertas semejanzas formales entre algunos diseños de la
cestería o’odham y aquellos pertenecientes a la cerámica hohokam y el arte rupestre de
varios sitios del complejo Trincheras (Figuras 32-34).18

18
A principios del siglo XX, la comercialización de la cestería o’odham comenzó a ser una importante
fuente de ingresos, junto con otras actividades que intentaban compensar el decaimiento de la agricultura
pima (Figura 9). El origen de este problema se hallaba en que ya desde esa época habían sido excluidos
del uso del agua del río Gila por los colonos blancos, quienes se apropiaron de parte de las tierras de los
pimas y construyeron presas para su propio beneficio, dejando a los pimas sin agua suficiente para
sembrar las tierras que habían podido conservar. La comercialización de la cestería trajo consigo la
aparición de intermediarios blancos para la venta de las cestas; éstos comenzaron a sugerir cambios en los
diseños tradicionales y nuevos diseños que obedecían al gusto de los compradores. Russell constató que,
a partir del invierno de 1901-1902, los diseños tradicionales de los cestos comenzaron a ser modificados
en función de su éxito comercial [Russell 1980]; véase también: Amador 2011a.

150
Cestería o’odham, cerámica hohokam y petrograbados trincheras. Dibujos
Daniel Amador, Fuentes: Russell [1980]; Lindauer y Zaslow [1994].

En relación con los tecnocomplejos asociados al procesamiento de los productos


vegetales, encontramos dos tipos de morteros de madera y los de piedra volcánica de los
afloramientos rocosos en las laderas de los cerros que, junto con los metates de piedra
móviles, se utilizaban para moler las diversas semillas recolectadas y sembradas, a partir
de cuyas pastas se elaboraban tortillas, atoles y pinoles, consumidos de distintas
maneras. Después de las puntas de flecha, el artefacto de piedra más abundante entre los
akimel o’odham era el metate.
Por su parte, las tareas agrícolas se valen de sus propias herramientas para
preparar el terreno, sembrar y cosechar: palos para cavar, palas, azadones y plantadores
de madera que parecen provenir, todos ellos, de una tradición antigua, su uso implica
posiciones en cuclillas, hincados y sentados.
Los pimas de la región del río, akimel o’odham, dependen más de la agricultura
que los tohono o’odham que viven en el desierto, éstos últimos han sido,
tradicionalmente, mejores cazadores, incluyen más carne en su dieta y están más
orientados a la recolección que a la agricultura de temporal. Sin embargo, Ralph L.
Beals sostiene que aun los pimas de las cuencas del río Gila y el Salado, cuya
agricultura era la más desarrollada de la región, respecto de la de los otros grupos
o’odham, “dependían más de los productos silvestres que de sus productos básicos
agrícolas” [Beals 2000: 3; Russell 1980].
Algo que particularmente llama nuestra atención es que en la versión pima del
mito de origen, narrada por Juan Smith en 1935, los primeros alimentos en ser creados
por los dioses fueron el venado y la liebre, junto con los pastos comestibles del desierto
[Bahr 1994], alimentos que corresponden a los de una dieta de cazadores-recolectores,
en vez del maíz que ocupa el lugar primordial y hegemónico en Mesoamérica. Más aún,
la división sexual del trabajo, que se refleja en el hecho de que es la mujer a quien

151
corresponde la recolección de especies vegetales y al hombre la caza del venado, se
funda en lo establecido por los dioses creadores, según las tradiciones míticas orales.
Tradicionalmente, la gente del desierto, los tohono o’odham, se han sentido
orgullosos de ser excelentes cazadores, siendo el venado y el antílope las principales
presas. Se mofaban de la gente del río, los akimel o’odham, quienes, según el mito, eran
cultivadores en su tierra de origen, antes de invadir y conquistar las tierras de los
hohokam, y no eran buenos cazadores, entre ellos escaseaba la carne y tenían que
conformarse con comer liebres, de ahí que los tohono o’odham les llamaran: chuhwi
ko’adham, que quiere decir, literalmente, “comedores de liebres” [Saxton y Saxton
1973: 376-377].
Ruth Underhill registró, entre los pápagos, formas de organización bien
definidas para la cacería:

Los pápagos cazaban venado, liebre y conejo, pequeños roedores y pájaros. Gran parte
de este trabajo era realizado por individuos o pequeños grupos no oficiales. Sin
embargo, el venado se cazaba de manera oficial para la ceremonia de purificación en el
otoño y se formaban partidas de caza de conejos para agasajar a los visitantes,
especialmente durante la ceremonia de beber que precede a la temporada de lluvias.
Para la cacería comunitaria de las dos clases existía un líder que definía el día, escogía
la localidad, reunía a la gente al amanecer, designaba a los cazadores y pronunciaba el
discurso requerido. Su título era conejero tópetam. Transmitía su puesto oficial, tal
como lo habían hecho otros, instruyendo a un hombre más joven, comúnmente, un
pariente cercano y, finalmente, solicitando al consejo que ratificara al nuevo líder
designado [Underhill 1939: 77 traducción nuestra].

La importancia simbólica del venado y de su cacería, no sólo dentro de la cultura


de los pimas y pápagos, sino dentro de numerosas culturas del noroeste de México y del
suroeste de los Estados Unidos, puede verificarse en las múltiples versiones que han
existido de la cacería ritual del venado que se llevaban a cabo –y, en muchos casos, se
efectúan hasta el día de hoy- entre un número muy grande de comunidades indígenas
[Underhill 1948]. Entre los tohono o’odham y los nayeri se cantan canciones mágicas y
se le pide ayuda al Hermano Mayor y a la Estrella de la Mañana para que auspicien una
cacería exitosa, mientras que los wixaritari le rezan al Abuelo Fuego. Se deja ver en

152
esto, también, la fuerza de la tradición de la cultura de los cazadores-recolectores para
toda la región del occidente y noroeste de México y el suroeste de los Estados Unidos.
Ruth Underhill afirma, como un hecho incontrovertible, la existencia de una
base cultural de cazadores-recolectores a partir de la cual se desarrollaron las culturas
posteriores, en la región que la antropología estadounidense, de principios del siglo XX,
denominó: “Gran Suroeste”. De acuerdo con su punto de vista, la región comprendería
todo el occidente y norte de México, incluyendo: “los territorios de los coras y los
huicholes, los estados nucleares de Arizona y Nuevo México, así como el oeste de
Texas, Nevada y Utah y el este y sur de California” [Underhill 1948: vii-viii]. El día de
hoy, nadie pone en duda que la base cultural de estos grupos se construyó a partir de las
tradiciones de caza y recolección, toda la investigación arqueológica de la segunda
mitad del siglo XX a la fecha lo ha venido confirmando.
Según Underhill, la agricultura “penetró, posteriormente, dando origen a una
variedad de culturas agrícolas locales” y las “antiguas prácticas chamánicas de los
cazadores-recolectores sufrieron cambios y adaptaciones conforme sus practicantes
desarrollaron la mentalidad del agricultor” [1948: ix]. Esto último debe entenderse
desde una perspectiva de desarrollos diferenciales con múltiples formas de articulación
entre los elementos culturales, propios de la caza-recolección, y los característicos de la
agricultura. Desde este punto de vista, puede entenderse por qué ciertas tradiciones,
asociadas al chamanismo y a aspectos fundamentales de la cultura de los cazadores-
recolectores permanecieron prácticamente intactos a pesar del desarrollo de la
agricultura, asimismo, “debido a que los cazadores se hallan frecuentemente dispersos
entre los agricultores, podemos esperar todos los grados de combinación y síntesis”
[Underhill 1948: ix].
Para identificar y definir la especificidad de los órdenes simbólicos de la caza-
recolección, por una parte, y de la agricultura, por otra, seguiremos una orientación
general, propuesta por Durand, que se sustenta en la idea de que los símbolos se
articulan en constelaciones convergentes:

Para delimitar los grandes ejes de estos trayectos antropológicos que constituyen los
símbolos, nos hemos inclinado por utilizar el método totalmente pragmático y
totalmente relativista de convergencia, que tiende a señalar vastas constelaciones de
imágenes, constelaciones más o menos constantes y que parecen estructuradas por cierto
isomorfismo de los símbolos convergentes [...] Veremos que los símbolos constelan

153
porque son desarrollos de un mismo tema arquetípico, porque son variaciones sobre un
mismo arquetipo [...] Son estos conjuntos, estas constelaciones donde van a converger
las imágenes en torno a núcleos organizadores que la arquetipología antropológica debe
ingeniarse en descubrir a través de todas las manifestaciones humanas de la imaginación
[Durand 1993: 37-38].

Al igual que otros autores, Ruth Underhill define diferencias precisas entre las
formas religiosas de los pueblos agricultores y las de los cazadores-recolectores de la
región, las que podemos entender como tipologías específicas de constelaciones
simbólicas:

A) Cazadores-recolectores: son individualistas, su actividad es a la vez peligrosa e


incierta; a lo largo del año trabajan de manera solitaria o a lo sumo en grupos
pequeños; dependen de la habilidad, valor y salud personales; en su solitaria lucha
con la naturaleza, cada hombre busca su propio contacto con lo sobrenatural,
hallando sus respuestas en la visión personal; el camino de la visión conduce al
chamanismo.
B) Agricultores: los rituales están marcados por la necesidad de la cooperación
colectiva que las tareas agrícolas suponen; sus oraciones se dirigen, principalmente,
al sol y a la lluvia; las prácticas religiosas van adquiriendo un carácter ceremonial
estandarizado, fácil de aprender por todos los miembros de la comunidad, aparece
un líder de los rituales –cuyo conocimiento es más sofisticado- que trasmite su saber
a un sucesor; el poder de este sacerdote proviene de su conocimiento de los rituales
y no de las visiones chamánicas [Underhill 1848: vii-viii].

En su primer volumen de Las máscaras de Dios, Joseph Campbell propone entre


otras cosas, una tipología de constelaciones simbólicas que establece la especificidad y
diferencia entre las mitologías de los cazadores-recolectores y las de los agricultores, y
de las prácticas implicadas en esos sistemas religiosos. Nos interesa presentarlas como
hipótesis de trabajo que pueden contribuir a definir con mayor precisión algunos rasgos
que perfilan la identidad de estas culturas del desierto, al combinar, de manera
particular, elementos simbólicos que corresponden al orden del cazador-recolector y
elementos simbólicos que corresponden al orden del agricultor. Pueden llegar a resultar
pertinentes para la región y las culturas que nos interesan, en la medida que sea posible

154
confrontarlas con la información etnohistórica y etnográfica concreta; en ese aspecto,
las aportaciones de la antropóloga norteamericana, Ruth Benedict, quien trabajó en el
suroeste de los Estados Unidos, fueron tomadas en cuenta por Campbell,
particularmente, su obra publicada en 1934 [Benedict 1957]. Trataremos de resumir
algunas de sus principales características generales. Cabe señalar, sin embargo, que
tienen el defecto de ser sumamente esquemáticas y generales.

Concepción de la vida y la muerte y de los rituales funerarios


Cazadores-recolectores: su estilo de vida se basa en el arte de la muerte, viven en un
mundo de animales que matan y son matados; rara vez conocen la experiencia de la
muerte natural, ésta es más bien producto de la violencia y se adscribe a la magia. La
magia se emplea para defenderse de ella o para hacérsela a otros.
Los muertos son considerados como espíritus peligrosos que se resienten de su
envío al otro mundo y se vengan de los vivos. Cuanto más poderoso era en vida, más
peligroso será muerto. De ahí que se utilicen una serie de prácticas funerarias como
enterrar a los muertos bajo montones de piedras o se les envuelva en vendajes o redes
para impedir su regreso, en ocasiones, de manera complementaria, la choza y los objetos
de uso del muerto se queman por completo. La muerte se interpreta como un final en lo
que se refiere a las relaciones del difunto con la comunidad. La vejez conduce a una
actitud de resistencia, “lucha hasta el fin”, que puede llamarse de “viejo guerrero”.
Las principales imágenes simbólicas provienen de la vida y la muerte en el
mundo animal. Por mediación del consumo, la vida animal se convierte en vida
humana; “todo lo que se mata se convierte en padre”, de ahí que el animal sea
reverenciado como padre espiritual. Así como el padre es el modelo del hijo, el animal
será el maestro del cazador [Campbell 1991a: 157-159].
En cambio, para las culturas agrícolas, la muerte es una fase natural de la vida,
equivalente al momento de la siembra de la semilla para su renacimiento. El muerto
participará de la vida colectiva y se le recordará, por ejemplo, en las ofrendas del tiempo
de la siembra. Se da una comunión de la muerte y la vida en el seno de la sociedad. Su
pensamiento se rige por la idea del milagro de la vida con su “ciclo de crecimiento y
decadencia, florecimiento y caducidad, donde la muerte y la vida aparecen como
transformaciones de una fuerza indestructible única, súper ordenada”. Aparece la
analogía entre los poderes dadores y nutricios de la vida, propios de la mujer, con
aquellos de la tierra [Campbell 1991a: 159-169].

155
Diferencias entre chamanismo y sacerdocio
En el chamanismo, la búsqueda de la visión que pone en contacto al chamán con el
mundo sobrenatural tiene un carácter solitario y estrictamente personal. Las visiones
aparecen en la infancia y determinarán el destino vital del chamán, desde muy temprana
edad. Los poderes del chamán provienen de una crisis psicológica personal.
Por el contrario, el sacerdote es un miembro iniciado socialmente, instalado por
una organización religiosa reconocida, en la que ocupa una posición dentro de un
sistema de jerarquías. La vida está organizada en torno a vistosas y sofisticadas
ceremonias, dedicadas a un complejo panteón de deidades. El conjunto de la comunidad
participa de esos rituales, organizados en el tiempo, a partir de un preciso calendario de
base astronómica. Todo el conjunto de la vida está organizado rígida y estrictamente en
torno a estos ciclos calendáricos, que muestran la dependencia de los agricultores,
respecto de los dioses de los elementos [Benedict 1957; Campbell 1991a: 265-267].

Relación: Persona-Sociedad
En las culturas de cazadores-recolectores los grupos son relativamente pequeños, las
presiones sociales son poco severas, a la sociedad le benefician las iniciativas
personales y las habilidades propias de cada persona enriquecen al grupo, incluso, en
numerosas ocasiones, el nombre de cada persona está definido por el tipo de habilidad
que ha desarrollado [Morgan 2006].
Por el contrario, la preocupación principal de “todas las mitologías,
ceremoniales, sistemas éticos y organizaciones sociales de las sociedades agrícolas ha
sido la de suprimir las manifestaciones de individualismo y, generalmente, se ha
conseguido obligando o persuadiendo a la gente a identificarse, no con sus propios
intereses, intuiciones o formas de experiencia, sino con los arquetipos de
comportamiento y sistemas de sentimiento desarrollados y mantenidos en el dominio
público” [Campbell 1991a: 276-277].

Conclusiones sobre la oposición y compleja articulación de las dos tradiciones


Estas grandes líneas generales pueden sernos útiles, si consideramos que ninguna de
estas formas culturales aparece de manera completamente pura en las culturas vivas, lo
que se ha dado, es una compleja articulación de rasgos culturales que pueden asociarse
tanto con las actividades de caza y recolección como con las agrícolas. No obstante,

156
podemos ver que, en la mitología o’odham, un conjunto muy vasto de elementos
culturales que podemos asociar con la mentalidad del cazador-recolector sobreviven, a
ese conjunto se articula otro orden de metáforas, principalmente aquellas que pueden
asociarse a la cultura del agricultor. Para ilustrar esta cuestión recurriremos a un
ejemplo.
Al observar con detenimiento las creencias y los ritos funerarios de los o’odham
podemos ver que, a la vez que subsiste la asociación entre creencias y ritos funerarios de
origen cazador-recolector, regidas por la idea de impedir que los muertos regresen a la
comunidad, se dan otras que serían exactamente contrarias y que obedecen al universo
cultural del agricultor, donde se convive, de diferentes formas rituales, con los
antepasados difuntos y la existencia se entiende como un ciclo de vida-muerte-
resurrección que se repite, eternamente. Eso es algo que pude verificar en el trabajo de
campo, así, en el mes de septiembre del 2002, durante la visita que llevamos a cabo al
pueblo de Quitovac, Sonora, pude observar tumbas que, según se nos dijo, obedecen a
la costumbre, entre los pápagos, de enterrar a los muertos bajo montones de grandes
piedras -tradición que diversos estudios etnográficos y arqueológicos han constatado.
En el sitio, el señor Óscar Velasco, miembro de la comunidad, nos relató que
antiguamente existía la costumbre de quemar la casa y las posesiones de los difuntos, al
morir éstos. En la primera década del siglo XX, Curtis [1993] documenta esas
costumbres funerarias tanto entre los pimas como entre los pápagos. Lloyd [1911] relata
que los pimas, de los viejos tiempos, enterraban a sus muertos en posición fetal, atando
el cadáver con cuerdas y cubriendo la tumba con troncos y varas, quemaban la casa del
difunto, destruían sus pertenencias y mataban y comían parte de su ganado, dejando otra
a sus herederos. En relación con las creencias sobre la muerte y las prácticas funerarias
de los pimas, en los primeros años del siglo XX, Russell refiere que para que el alma de
los muertos se dirija al lugar donde debe retirarse y se abstenga de perturbar a los vivos,
se les dedica un discurso, frente a su tumba, en el que se les dice: “Te hemos puesto
aquí. Ve a tu hogar en el Este. No regreses”. De acuerdo con las creencias de los
o’odham existe un paraíso en el Este, que es el destino de toda la gente que muere, es un
lugar de abundancia, alegría y fiesta. Russell relata prácticas semejantes entre los akimel
o’odham, relacionadas con la destrucción por medio del fuego de la casa y los objetos
de los muertos [Russell1980: 194-195].
Lumholtz describe también en detalle la forma de proceder durante los ritos
funerarios y las características de las tumbas, entre los pápagos, confirma los

157
testimonios anteriores, pero agrega detalles acerca del tipo de ofrendas: ollas, plumas,
ornamentos, cuentas, enderezadores de flechas; destaca que algunas de las vasijas que
acompañaban al muerto contenían comida y, cuando había árboles alrededor, se
colgaban bultos que contenían ropa para ser usada en la otra vida [Lumholtz 1990: 11]
Paradójicamente, en la misma comunidad de Quitovac, se celebra la fiesta del
Día de Muertos, el 2 de noviembre. A los difuntos se les llevan ofrendas de agua,
alimentos y collares, relata Oscar Velasco. Como sabemos, la fiesta del día de muertos
tiene que ver con una tradición de tipo agrícola y supone, fundamentalmente, tanto la
convivencia de la comunidad con los antepasados, como la idea rectora del código
mítico de los agricultores: el ciclo: vida-muerte-resurrección, asociado con el ciclo vital
de las plantas. Resulta, así, que entre los o’odham, coexisten, aparentemente sin
conflicto, los dos tipos contrarios de tradición, pues el pensamiento mítico es capaz de
unir y armonizar, aun los elementos más opuestos y discordantes [Curtis 1993: 45;
Lloyd 1911: 71].19

EL INTERCAMBIO DE BIENES Y EL DON


COMO FORMAS DE CONSTRUCCIÓN Y REITERACIÓN RITUAL
DE LA IDENTIDAD COMUNITARIA

Hemos dicho que los discursos y las cosas median las relaciones que los seres
humanos establecen entre sí y con el entorno que habitan. La forma concreta que adopta
esta mediación está definida histórica y culturalmente, de ahí que implique complejas
relaciones simbólicas y afecte los procesos de construcción de la identidad personal y
colectiva. En particular, en el caso de los grupos o’odham, se sabe que existían sistemas
bien definidos de reciprocidad en las prestaciones de bienes y servicios; implicaban una
noción clara de comunidad, la que se reiteraba ritualmente en los momentos difíciles,
durante los cuales, la escasez de alimentos de algunas aldeas era compensada por la
relativa abundancia que se daba en otras, de modo que aquellos grupos que carecían de
bienes, visitaban ritualmente a aquellos que los poseían “en exceso”. El don debía ser

19
En otras regiones desérticas del norte de México encontramos prácticas funerarias semejantes, por
ejemplo, las cámaras mortuorias encontradas en la cueva de la Candelaria de Coahuila, pertenecientes a
una cultura de cazadores-recolectores, muestran enterramientos en bulto, con el cuerpo amarrado y
cubierto por un manto tejido que lo envolvía completamente y sobre el cual se añadían nuevas amarras y,
en ocasiones, una red [González Arratia 1999].

158
recompensado, por lo menos en la misma cantidad en la que se había recibido y
obligaba a la reciprocidad entre las aldeas que formaban parte de la gran comunidad
o’odham, dispersa en el desierto de Sonora. Esas formas de reciprocidad daban lugar a
sistemas paralelos de regalos o intercambios de bienes que eran característicos de cada
grupo, tal como ocurría, por ejemplo, entre los tohono o’odham (la gente del desierto) y
los akimel o’odham, (la gente del río).
Desde esta perspectiva, resulta pertinente retomar los estudios clásicos de la
antropología sobre los sistemas de intercambio y dones entre las sociedades tribales
para comprender de una manera más clara, la forma y el significado que esos procesos
revisten. Nos interesan, no sólo porque revelan aspectos concretos de significado de la
cultura material, sino también porque son capaces de mostrar las formas en las que se
define la identidad de los grupos. Es el caso de los o’odham, vistos desde la perspectiva
de cada aldea o subgrupo cultural, así como desde la perspectiva de la gran comunidad
que incluye a todas las aldeas. Seguiremos, para tal fin, lo propuesto en el famoso
ensayo de Marcel Mauss [1979] sobre los dones , publicado entre 1923 y 1924.
Después de un extenso estudio de materiales etnográficos diversos,
principalmente sobre los grupos de Polinesia, Melanesia y la costa oeste de
Norteamérica, orientados al estudio de las formas de intercambio ritual entre distintas
culturas de organización tribal, Mauss arribó a la conclusión de que:

Lo que se intercambia no son exclusivamente bienes o riquezas, muebles e inmuebles,


cosas útiles económicamente; son sobre todo gentilezas, festines, ritos, servicios
militares, mujeres, niños, danzas, ferias en las que el mercado ocupa sólo uno de los
momentos, y en las que la circulación de riquezas es sólo uno de los términos de un
contrato mucho más general y permanente [Mauss 1979: 160].

Mauss se había valido de un método comparativo concreto, descrito de la


siguiente manera:

Como siempre, hemos estudiado el tema en lugares determinados y elegidos: Polinesia,


Melanesia, noroeste americano, así como algunos derechos fundamentales. A
continuación hemos elegido sólo aquellos derechos que gracias a los documentos y un
trabajo filológico, ya que se trata de términos y nociones, nos daban acceso a la
conciencia de la propia sociedad, lo cual ha limitado aún más el campo de
comparaciones. Cada estudio nos ha conducido a un sistema que nos hemos ocupado en

159
describir a continuación, en su integridad; renunciando como podrá verse a una
comparación constante donde todo se mezcla y donde las instituciones pierden su
carácter local y los documentos su valor [1979: 158].20

Al entender de esta manera las formas de intercambio estudiadas, se llega a la


conclusión de que lo que se establece realmente es un sistema de prestaciones y
contraprestaciones sociales que vincula a los grupos de manera permanente. A ese
poderoso vínculo que hace posible la vida social, Mauss lo ha denominado sistema de
prestaciones totales. Para el autor, ese sistema se ejemplifica a través de:

[…] la alianza de dos [fratrías] en las tribus australianas o en general en las


norteamericanas, donde los ritos, matrimonios, sucesiones de bienes, las obligaciones de
derecho y de interés y los rangos militares y sacerdotales son complementarios y se
supone la colaboración de las dos mitades de la tribu [Mauss 1979:160].

Se comprende clara y lógicamente que, dentro de este sistema de ideas, hay que dar a
otro lo que en realidad es parte de su naturaleza y sustancia, ya que aceptar algo de
alguien es aceptar algo de su esencia espiritual, de su alma. La conservación de esa cosa
sería peligrosa y mortal [Mauss 1979: 168].

El sistema de prestaciones totales obliga tanto a dar como a recibir. Al interior


de este sistema de leyes no escritas, ni las personas, ni los grupos pueden negarse a dar
u olvidarse de invitar y, mucho menos, negarse a aceptar. La negativa a recibir
significaría, claramente, un acto de desprecio y agresión que niega la alianza y que
puede desembocar en la guerra [Mauss 1979: 169]. Los derechos y obligaciones de
consumir y devolver son, estructural y sistemáticamente, correspondientes a los
derechos y obligaciones del ofrecer y el recibir. Este balance estructural y sistémico de
derechos y obligaciones es el encargado de establecer y mantener la base de todas las
relaciones sociales.
Para comprender con claridad porque Mauss llama a este sistema prestaciones
totales de tipo agonístico, debemos recurrir a la definición-descripción que propone de
la institución del potlatch, entre los grupos de la costa oeste de Norteamérica:

20
En relación con el problema metodológico implicado en los modos de comparar de las ciencias
humanas, véase: Yengoyam 2006.

160
“Potlatch” quiere decir fundamentalmente “alimentar”, “consumir”. Estas tribus, muy
ricas, que viven en las islas, en la costa y entre la cadena y la costa, pasan el invierno en
una fiesta continua: banquetes, ferias y mercados, que son al mismo tiempo reunión
solemne de la tribu, la cual se ordena de acuerdo con las cofradías jerárquicas,
sociedades secretas confundidas con frecuencia con las primeras y los clanes; todo,
clanes, matrimonios, iniciaciones, sesiones de chamanismo y de culto a los dioses
principales, de tótem, así como el culto a los antepasados colectivos o individuales del
clan se mezcla en una inextricable red de ritos, prestaciones jurídicas y económicas, de
fijación de rangos políticos en la sociedad de los hombres, en la tribu y en las
confederaciones de tribus, incluso internacionales [Mauss 1979: 161].

Mauss explica que es el principio de rivalidad y antagonismo entre las tribus “lo
que domina todas sus prácticas”, de modo que los jefes y los notables se enfrentan en
batallas mortales y se escenifican impresionantes destrucciones suntuarias de bienes
“con objeto de eclipsar al jefe rival” [1979: 161]. Hay prestación total porque quien
contrata es toda la tribu y lo que está en juego es todo lo que posee, “es una lucha entre
notables con el fin de asegurar entre ellos una jerarquía que posteriormente beneficia al
clan” [Mauss 1979: 161].
Siguiendo a Clifford Geertz, podríamos afirmar que desde el punto de vista de
las comunidades imbuidas por la religiosidad, el intercambio que establecen los
hombres con los seres divinos y con aquellos otros entes que pueblan el cosmos
representa el vínculo social fundamental, instaura el intercambio más importante del
cual depende en su totalidad la sociedad humana [Geertz 1997]. Por su parte, Mauss
explica cómo los dioses y demás seres que pueblan el cosmos son “los auténticos
propietarios de las cosas y los bienes de este mundo. Es con ellos con quien es más
necesario cambiar y más peligroso no llevar a cabo los cambios” [Mauss 1979: 173]. Al
respecto, Luis San Juan Molina constata que en la comunidad huichola de Chapalilla,
Nayarit, la comunicación entre los dioses y los antepasados divinizados (ámbito
metasocial) y los seres humanos (ámbito social) se da, principalmente, durante las
ceremonias religiosas. Siguiendo lo relatado a él por el mara’akame, en entrevista en
profundidad, San Juan Molina explica que:

[…] esta comunicación es, al mismo tiempo, una retroalimentación, pues desde el
ámbito de “lo invisible” se otorgan vida, salud y alimento a los seres humanos, a cambio
de un pago, hecho a través de distintas actividades, tales como peregrinación, baile,

161
música, canto, ayuno, velación, confección y entrega de ofrendas, preparación de
bebidas o alimentos, entre otros.
De acuerdo con la interpretación del mara’akame, con respecto a la ceremonia, se
establece una comunicación entre los dioses y la comunidad. El vínculo está establecido
por el mara’akame (en este caso el señor Ascensión de la Rosa), quien –según sus
palabras- es capaz de escuchar el canto de las divinidades […] A su vez don Ascensión
repite el canto escuchado, para hacerlo, así, del conocimiento de los seres humanos.
Para ello se vale de los segunderos, quienes repiten nuevamente el canto. De esta forma
tenemos cuatro niveles: los dioses (emisores del canto), el mara’akame, los segunderos,
el resto de la comunidad (receptores del canto) [2007: 231].

En la configuración de un sistema de prestaciones totales, Mauss destaca el


importante papel que “juega el regalo que se hace a los hombres en función de los
dioses y de la naturaleza“ [Mauss 1979: 171]. Las relaciones sociales fundamentales,
implicadas en el intercambio de dones, no se agotan en el ámbito humano, incluyen a
las relaciones de los seres humanos con los dioses. Así, se puede entender que la
aparente destrucción de bienes que tiene lugar en el potlatch no es, en realidad, más que
una forma de don, establecido entre los hombres y los dioses, los cuales, a cambio de la
ofrenda inmolada -ya sea destruida por el fuego o tirada al mar- entregan abundancia y
prosperidad a los oferentes. En palabras del autor “los cambios y contratos obligan no
sólo a los hombres y las cosas, sino también a los seres sagrados a los que están más o
menos asociados […] Uno de los primeros grupos de seres con quienes los hombres
tuvieron que contratar, ya que por definición, existían para contratar con ellos, son los
espíritus de los muertos y de los dioses“ [Mauss 1979:173].
La generosidad forma parte sustantiva de este sistema de prestaciones totales.
Así, en muchos lugares, la obligación de devolver no sólo exige una contraprestación
equivalente, sino que impulsa a los donatarios a devolver bienes de mayor valor y en
una cantidad superior a los recibidos. De tal manera, en muchos lugares se establece
una práctica social contraria a la acumulación y al surgimiento de diferencias
económicas y sociales entre los grupos y personas. El sistema de intercambio o
prestaciones totales permite el establecimiento de vínculos y relaciones permanentes
entre los grupos y las personas; tal como lo describieron Leenhardt en Nueva Caledonia
y Malinowski en las islas Trobriand.

162
En cuanto al kula, practicado en las islas Trobriand, vale la pena destacar que el
intercambio ritual de collares y brazaletes, fabricados a partir de las conchas marinas,
permite el establecimiento de relaciones entre las personas de una misma comunidad y
entre diversas comunidades. Adicionalmente, las transacciones rituales van
acompañadas de una multiplicidad de intercambios de todo tipo (alimentos,
herramientas, mercancías, matrimonios, etc.).
Los preciosos objetos rituales que circulan en sentidos contrarios, no pueden ser
retenidos por sus poseedores, éstos los pueden conservar sólo hasta el siguiente
intercambio. Los objetos son ostentados por sus poseedores y son utilizados en
ceremonias y rituales, los atributos anímicos que portan, influyen sobre la persona que
los guarda, temporalmente. En sí mismas, las cosas poseen atributos personales, poseen
nombres propios, tienen carácter masculino o femenino y cualidades anímicas que las
vuelven valiosas para curar y consolar a las personas. Mauss destaca algunas
consecuencias de este carácter personal que adoptan las cosas al participar de la
obligación de dar y recibir: “Esta obligación se expresa además de forma mítica e
imaginaria, o si se quiere en forma simbólica y colectiva, adoptando la forma del interés
que se otorga a las cosas que se cambian, que no se desprenden nunca completamente
de las personas que las cambian. La comunión y la alianza que crean son relativamente
indisolubles” [Mauss 1979: 195].
Mauss retoma, también, las investigaciones etnográficas sobre los grupos haïda,
tsimshian y kwakiwtl de la costa oeste norteamericana para mostrar las formas en las
que se dan, entre ellos, los sistemas de prestaciones totales. Entre estos grupos, la
obligación de entregar las contraprestaciones requeridas está fuertemente marcada por
plazos de tiempo precisos y reglas de comportamiento que definen la noción de honor.

En ningún otro lugar, el prestigio individual del jefe y de su clan está más ligado al
gasto y a la exactitud de devolver con usura los dones aceptados, de manera que se
transformen en obligados los que han creado la obligación. El consumo suntuario y la
destrucción ritual de bienes no tienen límites. En algunos casos del potlatch hay que
gastar todo lo que se tiene, sin guardar nada [...] El principio de antagonismo y de
propiedad es el fundamento de todo [Mauss 1979: 199].

El potlatch es un excelente ejemplo de un hecho social total: al tiempo es un


fenómeno de morfología social, económica, jurídica, religiosa, mitológica y estética. En

163
este sistema de prestaciones totales, al igual que en el sudeste asiático, la obligación
cubre tanto al acto de dar como a los de recibir y devolver [Mauss 1979: 204].
Mauss considera que la obligación de devolver puede vincularse en parte con el
carácter mismo de las cosas que se donan o se intercambian. Como lo habíamos
señalado, a menudo, estos objetos asumen el carácter de personas, dotados de atributos
tales como nombre, género, voluntad, habla, así como de propiedades simbólicas y
componentes anímicos, estrechamente vinculados con la persona que los detenta [Mauss
1979: 214]. Desde el punto de vista de los miembros de las comunidades, podemos
decir que los objetos intercambiados o donados contienen parte del alma del donador y
se incorporan a la del donatario. Crean, de esta forma, vínculos indisolubles entre las
personas y los grupos, transforman de manera profunda, tanto a las personas como a los
vínculos que se establecen entre ellas. Estos componentes comunes a personas, animales
y cosas han recibido el nombre general de mana.

Cada una de estas cosas preciosas, cada uno de los signos de estas riquezas, está dotado,
como por ejemplo en las Trobriand, de una individualidad, de un nombre de cualidades
y de poder. Las conchas de abalone, los escudos, los cinturones y colchas adornadas, las
colchas blasonadas, bordadas con caras, ojos y figuras animales y humanas; las casas,
las vigas y los patios decorados son seres. Todo habla, el tejado, el fuego, las esculturas,
las pinturas, pues la casa mágica está edificada no sólo por el jefe y sus gentes o las
gentes de la [fratría] vecina, sino también por los dioses y los antepasados. Es ella la
que recibe y expulsa a los jóvenes iniciados [Mauss 1979: 216].

A partir de estas ideas, Mauss arriba a una conclusión muy importante para
quienes se dedican a estudiar la cultura material:

[…] hemos identificado, en estas sociedades, la circulación de las cosas con la


circulación de derechos y personas. El número, la extensión y la importancia de estos
hechos nos autorizan plenamente a pensar en un régimen que ha debido ser el de una
gran parte de la humanidad, durante un periodo muy largo de transición y que todavía
subsiste en los pueblos que acabamos de describir [Mauss 1979: 222].

Instituciones tales como los sistemas de prestaciones totales y los de intercambio-


don, anteriormente descritos, son consideradas por Mauss como antecesoras de nuestras
modernas instituciones jurídicas y económicas. Mauss explora, así, la antigua

164
legislación romana, hindú, germánica, celta y china, encontrando elementos que hacen
pensar en la presencia del don como elemento de intercambio recíproco, obligatorio y
como modelo paradigmático de los vínculos sociales entre personas y comunidades. Se
establece, a partir de aquí, un sistema de reglas que codifican el intercambio y el don:
A) los dones que no se devuelven siguen transformando en inferior a quién los aceptó,
sobre todo cuando se recibieron sin ánimo de devolverlos; B) la invitación y los gestos
amables han de devolverse; C) hay que devolver más de lo que se recibió; D) cuando se
recibe una invitación ha de aceptarse; E) las cosas que se intercambian o donan tienen
todavía un alma y están poseídas por el espíritu de sus antiguos dueños [Mauss 1979:
247].

SISTEMAS DE RECIPROCIDAD EN LAS PRESTACIONES DE BIENES


Y SERVICIOS ENTRE LOS O’ODHAM

Poniendo a prueba la pertinencia de lo recién expuesto, me referiré a las


tradiciones rituales de los akimel o’odham y los tohono o’odham sobre los sistemas de
reciprocidad en las prestaciones de bienes y servicios. Frank Russell relata que a la
práctica ritual que regulaba esos intercambios se le llamaba: “La canción del nombre” y
funcionaba como una forma de “lograr que los fines de la caridad organizada” se
fusionaran con aquellos que daban lugar a la fiesta comunitaria [Russell 1980: 171].
Continúa narrando que si una aldea sufría de escasez de alimentos, visitaba a otra,
donde las cosechas habían sido abundantes, de modo que la relativa riqueza se
compartiera por medio de una ceremonia bien definida [Russell 1980: 171].
Los visitantes debían acampar en las afueras de la aldea y visitarla por la tarde;
debían aprender los nombres de los residentes y utilizarlos dentro de las estrofas de una
canción. Cada visitante debía asumir el nombre de un residente de la aldea, lo que
sellaba los lazos entre las dos comunidades y los lazos de fraternidad entre las dos
personas y sus familias, además de servir a los propósitos de dar forma al ritual.
Al día siguiente, los visitantes acudían a la aldea a cantar sus canciones. Cuando
el nombre de un miembro de la comunidad era mencionado en la canción, su mujer o su
hija echaban a correr, portando un objeto ligero que debía ser arrancado de ella por la
mujer o hija del visitante que asumía su personalidad; se daba una persecución que
terminaba con la captura del objeto por la mujer visitante. Cuando la mujer residente era

165
atrapada y el objeto capturado, por la mujer visitante, la primera conducía a la segunda
al lugar donde el objeto que simbolizaba “el valor del nombre de su marido” sería
cambiado por una cantidad definida de maíz, frijol u otros alimentos.
La ceremonia consumía todo el día. Los visitantes daban, a cambio de los
bienes, sus servicios de compositores y cantores. La tradición exigía que la visita fuera
devuelta, dentro de un plazo razonable, que normalmente no excedía la siguiente
cosecha o, cuando más tarde, el año siguiente [Russell 1980: 171]. La visita que hacían
los donadores a los donatarios, la siguiente temporada, permitía a los segundos regresar,
en un gesto de reciprocidad, los dones recibidos, sellando un pacto que estrechaba los
vínculos de solidaridad entre las diversas aldeas o’odham.
Estas formas de reciprocidad, practicadas por los akimel o’odham se hacían
extensivas a las relaciones con los tohono o’odham. De acuerdo con Russell, la
diferencia radicaba en que, debido a que la visita de regreso podía cumplirse rara vez, la
forma que adoptaba el don era una especie de trueque entre productos del desierto,
provenientes de la caza y la recolección, y productos de la región de los ríos,
principalmente agrícolas, que normalmente favorecía a la gente del desierto [Russell
1980: 171]. Los akimel o’odham siempre recibían cordialmente a los tohono o’odham
aunque, raramente, regresaban la visita [Russell 1980: 171]. El trueque, compensaba,
sin embargo, las diferencias entre los grupos, al permitir que unos disfrutaran de los
productos del otro.
En el caso de los tohono o’odham, Ruth Underhill describe prácticas específicas,
basadas en los mismos principios de generosidad y reciprocidad, relatando que la
comida “era la moneda del sistema económico de los pápagos” [1939: 100]. Pequeños
regalos de alimentos circulaban constantemente entre la familia íntima y, de vez en
cuando, penetraban en una esfera de relaciones más amplias [Underhill 1939: 100]. No
existía una regla específica en cuanto a la cantidad, el monto de los regalos estaba
determinado por la costumbre de cada familia, pero era pagado, recíprocamente, con
cantidades equivalentes [Underhill 1939: 100].
Los regalos a miembros lejanos del mismo linaje eran concedidos, generalmente,
en la época de la cosecha, excepto cuando miembros del mismo linaje, pertenecientes a
otra aldea, llegaban de visita. En tal situación, no sólo eran agasajados con alimentos,
sino que recibían toda clase de regalos: pieles de venado, telas, cuentas y cualquier otra
cosa que la familia poseyera en el momento. Esas prácticas de dones funcionaban como
una especie de seguro del viajero, pues así, los huéspedes sabían que podían viajar

166
tranquilamente a otros lugares y ser recibidos de igual forma en otras aldeas, a
sabiendas de que se creía que toda la tierra, fuera de la propia aldea, era territorio
peligroso [Underhill 1939: 100].
Además de los regalos que servían para unir a los parientes, los tohono o’odham
tenían un sistema de caridad que permitía una redistribución más o menos equitativa de
la riqueza, dado que las diferencias entre las familias eran poco notorias, se consideraba
que era mejor invertir los excedentes en obtener la solidaridad y el aprecio de los
vecinos. La generosidad era considerada una virtud y la avaricia provocaba el desprecio
y la reticencia a recibir ayuda en caso de necesidad [Underhill 1939: 100].
La práctica constante de los dones permitió que se llegara a sistemas definidos
de equivalencias, usándose para los regalos en semillas de maíz, frijol o mezquite, unas
cestas que se tejían en forma de círculos concéntricos (Figura 9a). De tal suerte, la
cantidad equivalente se podía medir de acuerdo con el número de círculos que el regalo
cubría: “Llenarlo por encima de lo recibido se consideraba una virtud, llenarlo por
debajo significaba el suicidio social” [Underhill 1939: 101]. Para otros productos se
establecieron sistemas similares de definir las equivalencias: la forma y el tamaño de la
vasija, la jarra o la red determinaban la cantidad que había que devolver [Underhill
1939: 101].
Entre los tohono o’odham existía, también, la práctica de solicitar a los vecinos
agua y alimentos cuando éstos se agotaban, pagando a cambio con trabajo. Costumbre
que resulta indispensable, en un medio ambiente con periodos cíclicos de sequías. En tal
sentido, podemos citar lo relatado a Ruth Underhill, por su informante, María Chona:

Cuando el verano se había ido y la charca se había secado Donde el Agua Hace
Remolinos, tomábamos a los niños y nos íbamos a los cerros, siguiendo al agua.
Pasando las montañas, donde se llama México, vivían más gentes nuestras que tenían
acequias en sus campos. Trabajábamos para ellos y nos daban de comer. Íbamos con
muchos otros pueblos, como si fuéramos a la guerra, por precaución contra los apaches
[Underhill 1975: 119].

Como se verá, más adelante, esta práctica debe de haber estado muy extendida
en todo el suroeste de los Estados Unidos y el noroeste de México en la época
prehispánica y explica muchas de las migraciones de diversos grupos que se han
registrado, a nivel arqueológico, en esa región.

167
Lumholtz también relata esta práctica del don, entre los pápagos, durante su
visita a las rancherías cercanas a la Represa de Enrique en 1909, ahí, observó la práctica
de obsequios de alimentos, después de la cosecha, por parte de quienes habían tenido
abundancia, hacia quienes carecían de alimentos; la contraprestación podía pagarse en
especie o con trabajo [Lumholtz 1990:163-165]. En múltiples ocasiones habla de la
generosidad de los pápagos, señalando que, aun los extraños, eran bien recibidos y se
les ofrecían alimentos.

EL PAISAJE: UNA CONSTRUCCIÓN SIMBÓLICA

EL CONCEPTO DE PAISAJE

De la misma manera que la fabricación de los diversos utensilios, la edificación


de estructuras arquitectónicas es una construcción simbólica. En un sentido más general,
el pensamiento simbólico se proyecta sobre el paisaje. Stanislaw Iwaniszewski [2007]
propone que la percepción e interpretación simbólica de las diferencias topológicas del
espacio es propia de todas las sociedades humanas. Iwaniszewski llega a la conclusión
de que “El espacio vivencial, que es estructurado, es un modo particular de vivir del
hombre […] El paisaje, que constituye el medio circundante del hombre, se convierte
entonces en el medio que le es natural desde el principio, porque es formado por él y
está relacionado con su modo de ser y de vivir” [2011: 35].
David Whitley destaca que el término paisaje se refiere a la tierra “tal como es
percibida y conceptualizada por una cultura particular” [2011: 153 traducción nuestra].
En referencia a este mismo tema, Jane Young, quien realizó un interesante trabajo de
investigación que contrasta un detallado trabajo etnográfico con los resultados de la
investigación arqueológica, en relación con las pinturas y grabados rupestres de los
zuni, da cuenta de la importancia simbólica del paisaje para esta tradición cultural:

El paisaje no sólo es bello, para los zuni es un símbolo con una fuerte carga emocional;
a él se incorporan los eventos significativos de su historia y su mitología –el pasado se
hace visible gracias a los aspectos del paisaje que los representan. Los signos de esos
eventos incluyen los rasgos naturales como los afloramientos y frentes rocosos, los
lagos, ríos y mesetas; también los artefactos creados por manos humanas: las numerosas

168
imágenes grabadas y pintadas sobre una variedad de superficies rocosas, los restos
cerámicos, dispersos en las cercanías de los sitios habitados y las ruinas de piedra y
adobe que marcan el paisaje [Young 1992: 13-14 traducción nuestra].

Mientras que en las comunidades tradicionales este simbolismo tiene un carácter


sustantivamente mítico-religioso y proyecta una geografía de lo sagrado sobre el
paisaje, el concepto occidental moderno de espacio es científico y productivista. La
técnica moderna, en tanto producto planetario, se plantea la materialidad de toda la Tierra
como objeto para su acción transformadora. La Tierra completa adquiere el valor de
materia prima para la producción de bienes; se convierte en materia prima, susceptible de
ser trabajada, convertida en producto, en fuente de energía, en mercancía. Todas las cosas
adquieren la cualidad de lo que Heidegger llama “existencias”, es decir, deben estar
disponibles para el uso humano.
Esa aparente inmediatez de todos los recursos naturales y de todos los objetos
producidos, su facilidad de acceso, su capacidad constante para ser transformados e
intercambiados, está dada por la disposición completa del aparato de la técnica moderna,
que crea todo un orden estructural nuevo. Heidegger lo llama “estructura de
emplazamiento”, supone una lógica de relaciones constantes y crecientemente complejas
del hombre con su hacer y su saber: “A aquella interpelación que provoca, que coliga al
hombre a solicitar lo que sale de lo oculto como existencias, lo llamamos ahora la
estructura de emplazamiento (Ge-stell)” [Heidegger 1994a: 21]. La estructura de
emplazamiento es lo que provoca al hombre “a hacer salir de lo oculto lo real y efectivo en
el modo de un solicitar en cuanto un solicitar de existencias. Estructura de emplazamiento
significa el modo de salir lo oculto que prevalece en la técnica moderna, un modo que él
mismo no es nada técnico” [Heidegger 1994a: 22]. Concluye, más adelante que:

La esencia de la técnica moderna pone al hombre en camino de aquel hacer salir de lo


oculto por medio del cual lo real y efectivo, de un modo más o menos perceptible, se
convierte en todas partes en existencias […] aquel enviar coligante que es lo primero
que pone al hombre en un camino de hacer salir lo oculto lo llamamos el sino (lo
destinado). Desde aquí se determina la esencia de toda historia acontecida […] La
esencia de la técnica moderna descansa en la estructura de emplazamiento [Heidegger
1994a: 26-27].

169
Walter Benjamin lleva a cabo una crítica de la modernidad desde la perspectiva
de la sociología marxista, la cual coincide con el punto de vista de Heidegger, recién
expuesto, especialmente, cuando Benjamin afirma que: “acercar espacial y
humanamente las cosas es una aspiración de las masas actuales tan apasionada como su
tendencia a superar la singularidad de cada dato, acogiendo su reproducción. Cada día
cobra una vigencia más irrecusable la necesidad de adueñarse de los objetos en la más
próxima de las cercanías” [1973: 24-25].
Al concepto de espacio percibido, que es común al hombre y a los animales,
debemos añadir el de espacio imaginado que se forma a través de imágenes mentales, a
partir del pensamiento simbólico y, como decía Bachelard en 1956, al referirse a las
imágenes que suscita el habitar una casa: “la imaginación aumenta los valores de la
realidad” [1986: 33]. Por ser nuestro rincón del mundo, nuestro primer universo: la casa
es “realmente un cosmos” [Bachelard 1986: 34]. Ingold coincide con este punto de vista
cuando señala que al afirmar que los seres humanos habitan mundos discursivos de
significaciones construidas culturalmente, se está implicando que, de esa manera, los
humanos han dado un paso más allá del mundo puramente natural, dentro del cual las
vidas de todas las otras creaturas se hallan confinadas, así, mientras que el cazador de la
tribu Cree narra e interpreta la experiencia de sus encuentros con animales en términos
de un sistema de creencias cosmológicas, el caribú, que constituye su presa, no lo puede
hacer [Ingold 2000: 14]. Más adelante amplía este punto de vista sosteniendo que:

De esta manera, mi medio ambiente es el mundo, tal como existe y adquiere significado
en relación a mí, en ese sentido, llega a existir y sufre un proceso de desarrollo junto
conmigo y a mi alrededor. En segundo lugar, el medio ambiente nunca está completo. Si
los medios ambientes se forjan a través de las actividades de los seres humanos,
entonces, mientras la vida siga su curso, están continuamente en proceso de
construcción [Ingold 2000: 20 traducción nuestra].

Desde su nacimiento, el ser humano se ubica espacialmente, lo que implica la


coordinación de la percepción, de los estímulos sensoriales y de la motricidad para
entender las nociones y relaciones básicas, implicadas en la experiencia corporal-
sensorial del espacio: la forma, la distancia, el movimiento, lo lleno y lo vacío. Tal
como hemos visto, la percepción visual del espacio circundante organiza todas las
manifestaciones relacionadas con nuestro campo visual, como lo son el color, la forma, la

170
luminosidad, la textura, el tamaño y la distancia; el sentido del espacio y su orden interior;
el sentido de unidad y relatividad de las partes [Arnheim 1977 y 1990].
Jacques Aumont explica la manera en la cual funciona nuestro repertorio
imaginario para la interpretación del campo visual y de las imágenes, sosteniendo que en el
proceso de descifrarlos, comienza a funcionar un mecanismo cognitivo de la percepción
que se vale del “repertorio de objetos simbólicamente representados en el córtex visual, ya
conocidos y reconocidos” que hace posible poder interpretarlos y, así, reconocer los seres y
las cosas observados [Aumont 1992: 70]. Los elementos presentes en nuestro campo visual
nos afectan directamente, como un todo, a manera de una configuración visual, de un
orden visual determinado. Esos estímulos ponen en movimiento significados presentes en
la psique de todo observador, “la percepción visual pone en funcionamiento, casi
automáticamente, un saber sobre la realidad” [Aumont 1992: 40].
El estímulo produce una reacción, una respuesta, o mejor, un encadenamiento de
reacciones que generan en el observador, de manera consciente e inconsciente, estrategias
de acción. Éstas ponen de manifiesto el rico proceso de interpretación y producción de
significados que la actividad perceptual origina. Se muestra así, la unidad fundamental que
existe entre la percepción visual, la motricidad y la actividad del pensamiento abstracto
[Arnheim 1977 y 1990]. Podemos constatarlo, por ejemplo, en la percepción del espacio,
donde se muestra que el concepto que nos hacemos del espacio es a la vez visual, táctil,
cinético e intelectual. Así, la ciencia de la proxémica ha estudiado las codificaciones
culturales que definen las relaciones de los cuerpos humanos entre sí como relaciones
espaciales, culturalmente sancionadas.
Cada cosmovisión tiene que definir sus nociones de espacio: su cosmología. A
partir de la formación de imágenes mentales, se construyen los modelos conceptuales
del espacio. Dentro de la tradición nahua-mexica, por ejemplo, los esquemas
cosmológicos definen, en el plano horizontal: cuatro rumbos del universo y un centro; el
plano vertical parece estar subdividido en trece cielos sobre la Tierra y nueve
dimensiones del Inframundo, debajo de ella, tal como aparece en el Códice Vaticano-
Latino.
La estructuración cultural del espacio incorpora principios cosmológicos y
simbólicos, en ese sentido, la arquitectura es una estructura cultural que, al ser
interpretada, permite entender ciertos aspectos de las tradiciones, las prácticas rituales y
los conceptos cosmológicos de una cultura [Parker Pearson y Richards 1999: 38]. La
arquitectura representa y expresa principios definidos de orden y clasificación. Según

171
Barrett [1999], la construcción se percibe como un proceso que se transforma
constantemente. La transformación del paisaje no radica sólo en su modificación física,
sino, especialmente, en su cambiante significación.
Es por esta razón que Cassirer sostendrá que más que estudiar el origen y el
desarrollo del espacio perceptivo, conviene estudiar el espacio simbólico, que sólo
mediante complejos procesos mentales el ser humano llegó a la idea del espacio
abstracto y que “esa idea es la que le abre paso no sólo para un nuevo campo del
conocimiento sino para una dirección enteramente nueva de su vida cultural” [Cassirer
1997: 73].
La cultura enseña como ver y entender al espacio. Así, por ejemplo, en el
proceso de formación del concepto moderno del espacio, la geometría euclidiana
desempeñó un papel de suma importancia, permitiendo unificar el concepto de espacio
y hacerlo aplicable a cualquier lugar del mundo; eso es algo específicamente cultural,
propio del pensamiento racional de Occidente. El predomino del eje tridimensional,
implícito en las categorías euclidianas, genera un particular concepto geométrico del
espacio [Iwaniszewski 2007]. Desde el Renacimiento se incorporará este concepto a las
formas de representación visual del mundo: el dibujo y la pintura; de esa manera, la
perspectiva comenzará a formar parte sustantiva de la imaginación occidental y, en
consecuencia, de la forma en la cual construimos nuestras representaciones del espacio
tridimensional [Panofsky 2003].
La gente dota de significado al paisaje en el que habita y actúa conforme a esa
significación [Parker Pearson y Richards 1999]. Las representaciones topológicas son
culturales y se aprenden dentro de una sociedad específica. Las estructuras físicas del
paisaje tienen un carácter estático, no móvil, que es propio de los elementos
geomorfológicos del espacio. No son transferibles a otro lugar. A pesar de su fijeza,
pueden cambiar debido a los fenómenos naturales o a la acción del hombre. Están
estructuradas como puntos de orientación, es decir, son formas materiales fijas que
definen un lugar. Apelan a la percepción visual y a las metáforas simbólicas que esa
actividad suscita [Iwaniszewski 2007].
La presencia del ser humano afecta al medio ambiente: afecta a las otras especies
de seres vivos, su acción modifica el entorno, alterando las relaciones de los distintos
elementos y seres entre sí.

172
La historia humana abarca 2.5 millones de años. En este lapso los paisajes de la Tierra
han sufrido transformaciones por la combinación de factores naturales, como los
cambios climáticos que han alternado períodos de fríos glaciales y fases interglaciares
cálidas; y causas antropogénicas, derivadas de las múltiples estrategias de adaptación
humana a su entorno. Ambos factores, naturales y humanos, han funcionado como
potentes motores evolutivos que han cambiado la configuración del sistema terrestre.
Por ello, la inclusión del hombre entre las variables materiales […] que contribuyen a
determinar la organización de los paisajes terrestres, arranca con la propia historia
humana; y ésta es, como señala Serge Moscovici, el recuento de las etapas de la historia
humana de la naturaleza. La sociedad humana y la naturaleza representan dos modos de
relación entre los mismos términos y no los términos diferentes de la misma relación
que coloca a los hombres de un lado y a las fuerzas materiales del otro. En ninguna
parte de la historia humana, en ningún momento, la naturaleza está más próxima ni más
alejada del hombre, ni en el más remoto pasado, ni en el presente, ni en el futuro
[Toledo 2006: 79-80].

Siguiendo a Nietzsche, en el sentido en el cual lo expone Deleuze, podemos


afirmar que la acción del hombre sobre el medio ambiente “es apropiación, dominación,
explotación de una porción de realidad. Incluso la percepción en sus diversos aspectos
es la expresión de fuerzas que se apropian de la naturaleza. Es decir, que la naturaleza
tiene una historia” [Deleuze 1986: 10].
La acción humana de transformación del paisaje puede entenderse a partir de las
categorías que proponen varios autores: a) placecrafting, concepto que, en ausencia de
una traducción literal, podemos entender como trabajo cultural o trabajo artesanal-
artístico sobre el paisaje [Nelson 2007]; b) simbolismo del paisaje y arte del paisaje
(landscape art) [Whitley 1998]; c) estrategias de visibilización, tales como inhibición,
ocultación, exhibición y monumentalización [Criado Boado 1991: 24].
En particular, las prácticas de exhibición y monumentalización de estructuras
arquitectónicas ponen de manifiesto el simbolismo mítico, atribuido a un lugar. Los
monumentos son estructuras que tienen la intención de destacar el significado de ciertos
lugares y sucesos de importancia duradera, su presencia continua funciona como un
recordatorio constante de su significado [Nelson 2007: 230]. En su carácter mnemónico,
portador de valores que deben reforzarse y como elemento que perdura en el tiempo, su
significado sirve para orientar las prácticas colectivas y extender la memoria social, más
allá de la duración de las vidas individuales [Nelson 2007:230). De ahí que los

173
monumentos se construyan con materiales duraderos y su tamaño, ubicación, forma y
color potencien su efecto de atraer la atención hacia determinados lugares [Nelson 2007:
230]. Los constructores de monumentos evocan lo sobrenatural al construir estructuras
que van más allá de lo ordinario [Nelson 2007: 230].
Criticando las posiciones extremas en relación con la definición del problema
que plantea la ecuación: cultura-naturaleza, Terry Eagleton presenta el asunto desde una
perspectiva coincidente con la que acabo de exponer:

La idea de cultura, pues, implica una doble negativa: contra el determinismo orgánico,
por un lado, y contra la autonomía del espíritu, por otro. Supone un rechazo tanto del
naturalismo como del idealismo, afirmando contra el primero el hecho de que dentro de
la naturaleza hay algo que la excede y la desmonta; y contra el idealismo, que incluso la
producción humana de condición más elevada echa sus más humildes raíces en nuestro
entorno biológico y natural […] El concepto se opone al determinismo, pero también
expresa un rechazo del voluntarismo. Los seres humanos no son meros productos de sus
entornos, pero estos entornos tampoco son pura arcilla que puedan usar para darse la
forma que quieran. La cultura transforma la naturaleza, pero es un proyecto al que la
naturaleza impone límites estrictos […] Somos seres culturales, pero también somos
parte de la naturaleza sobre la que ejercemos nuestro trabajo. De hecho, parte del meollo
de la palabra “naturaleza” es que nos recuerda el continuum entre nosotros mismos y
nuestro entorno, mientras que “cultura” sirve para destacar la diferencia. [2001: 16-18].

La construcción del espacio cultural tiene un estrato conductual: el espacio


habitado limita la actividad social e influye en la conducta humana. La cultura implica,
siempre, distintos sistemas de representación del espacio. Estos describen las distintas
maneras en las que el ser humano usa y ocupa el espacio, física y simbólicamente.
Habitar el espacio deja una huella simbólica del hombre y de sus actividades sobre el
paisaje. De tal suerte, se pueden definir, por ejemplo: espacios religiosos, espacios
políticos, espacios productivos, espacios recreativos, etc. En general, para toda época de
la historia humana pero, en particular, para las sociedades tradicionales, la organización
cultural del paisaje no es casual ni arbitraria, obedece a dos factores decisivos: a) los
factores práctico-utilitarios que determinan una organización eficiente de los recursos y
dispositivos culturales; b) los aspectos mítico-religiosos, que determinan una
organización simbólicamente significativa de las estructuras y espacios culturales. Lejos
de oponerse, los dos aspectos parecen complementarse.

174
El paisaje, como concepto, puede ser definido como: el mundo, tal como es visto
y significado por aquellos que lo habitan, ocupan sus lugares y lo recorren. En relación
con el tema del tránsito humano a través del paisaje y, en particular, acerca del uso de
los senderos, Becker y Altschul definen importantes criterios para su interpretación,
señalando las limitaciones de la mayoría de los estudios, los cuales se limitan al
transporte y al comercio:

Sin embargo, los senderos creados por el ser humano son mucho más que rutas de
transportación, ponen de manifiesto la impronta física de las repetidas interacciones
económicas, sociopolíticas y religiosas. Como tales improntas, reflejan el
comportamiento humano agregado, más que la actividad idiosincrásica o individual. El
reto para los arqueólogos es el de descifrar el significado de los sistemas de senderos y
usar ese significado para entender el sistema social dentro del cual fueron creados o
usados [Becker y Altschul 2008: 420 traducción nuestra].

Ingold adopta el término task, para definir cualquier operación práctica llevada a
cabo por un agente social, dentro de un medio ambiente particular, pensando que esa
actividad forma parte de su vida cotidiana [Ingold 2000: 195, 323-338]. El autor
entiende a las prácticas sociales como actos constitutivos de habitar un lugar. Así como
el concepto landscape implica un muestrario de características, el concepto taskscape
supone un muestrario de actividades, los dos conceptos, lejos de oponerse, se
complementan [Ingold 2000: 154, 190, 194-200, 323-338]. En la medida en que los
procesos de habitar el espacio se dan en el tiempo, la aprehensión del paisaje, desde la
perspectiva del habitar (dwelling), debe empezar con el reconocimiento de su
temporalidad [Ingold 2000: 172:188, 189-208]. El habitar, como todo acto humano está
circunscrito en un contexto espacio-temporal: se da en un lugar y en un momento de la
historia. Existen definidos estratos instrumentales y simbólicos asociados a la
transformación cultural del paisaje, al que corresponden diferentes formas histórico-
culturales de vivir y habitar: sociedades de cazadores-recolectores, sociedades agrícolas,
sociedades industriales.
Entre las formas de vida y las representaciones colectivas del espacio se da una
influencia recíproca que determina nuestra relación histórica con el paisaje. Las
imágenes prototípicas del cuerpo humano, inciden sobre las imágenes y descripciones
topológicas. Se proyectan a los elementos geomorfológicos: atrás-adelante, arriba-abajo,

175
izquierda-derecha [Iwaniszewski 2007]. De la misma manera, la estructura corporal se
proyecta sobre el paisaje y define, por ejemplo, las estructuras de la casa y del conjunto
de los espacios habitables. En diversos aspectos de la cultura se pone de manifiesto que
el espacio topológico sufre un proceso de antropomorfización: las formas del cuerpo
humano se proyectan sobre la topografía, definiendo espacios como “femeninos” o
“masculinos” (como en el ejemplo de la tradición nahua-mexica donde se proyecta la
forma humana sobre los volcanes: Popocatépetl e Iztaccíhuatl); a partir de las técnicas y
capacidades de movilidad y transportación se define un lugar como lejano o cercano; a
partir de una orientación astronómica, es decir, a partir de que el hombre se sitúa en
relación con el cosmos, se construye un templo; a partir de la vivencia religiosa y
energética del espacio se define el carácter sagrado de un lugar. “Cubrimos el universo
con nuestros diseños vividos” [Bachelard 1986: 42].
Sobre la base del terreno biológico, común a todos los grupos humanos, se
construye una organización cultural específica. De acuerdo con estudios recientes de
antropología cognitiva, las diferentes lenguas conllevan diferencias fundamentales en la
manera de concebir y describir la orientación espacial; corresponden a comportamientos
cognitivos diferenciales que se expresan de manera sistemática [Foley 1997: 216]. Así,
por ejemplo, para algunas lenguas no existen los términos, relativos a la posición del
cuerpo humano (izquierda-derecha, adelante-atrás, arriba-abajo) que acabamos de
referir, sino más bien una orientación basada en la división cuatripartita del plano
horizontal en puntos cardinales o rumbos (N-S, E-O), sistema que resulta, en un estudio
de etnografía comparada, mucho más eficiente para moverse de manera orientada en el
mundo, tanto a pequeña como a gran escala [Foley 1997: 216-218].
Para la arqueología del paisaje es fundamental la unión y articulación de la
construcción simbólica del espacio con su construcción material. Desde esta
perspectiva, el concepto de paisaje implica no sólo sus aspectos materiales sino,
también, y de manera sustantiva, los aspectos imaginarios que se proyectan sobre el
espacio: el simbolismo del paisaje. El paisaje cultural constituye la totalidad de sitios y
regiones asociados con las prácticas y representaciones simbólicas de una comunidad.
Los elementos simbólicos –ocultos y manifiestos- son parte integral del paisaje y no
pueden disociarse de él. La topografía de lo sagrado conduce a las personas hacia
ciertos lugares específicos que adquieren, así, un significado especial.
Un paisaje considerado como sagrado, por una tradición religiosa particular,
integra los elementos físicos y simbólicos asociados y atribuidos a su geografía

176
[Arsenault 2004: 74]. Este tipo de paisaje revela una topología, un mapa mental en el
que los bienes materiales y simbólicos se transmiten e intercambian. La integridad física
de ciertos lugares puede ser preservada cuidadosamente por los grupos que le otorgan
un significado religioso y la naturaleza de las actividades llevadas a cabo es indicada
sólo a través de los restos de artificios efímeros. Al identificar lugares sagrados dentro
de un territorio, se hace posible profundizar en el conocimiento histórico del universo
simbólico en el que viven los grupos humanos.
Podemos afirmar, así, que las orientaciones simbólicas subyacen al orden y
significado de las estructuras construidas por el hombre o atribuidas al paisaje, para tal
efecto, partimos de una guía heurística básica: el símbolo “está ligado al cosmos”
[Ricoeur 2006: 74]. El pensamiento simbólico, en general, y el religioso, en particular,
aluden a y derivan de una cosmogonía. Trasladada al estudio del simbolismo, atribuido
culturalmente al paisaje, la idea implica que el espacio habitable se construye a la
manera de un microcosmos que refleja aspectos decisivos del esquema cosmológico.
Éste, a su vez, se define a partir de las narrativas míticas presentes en los mitos de
origen. La cosmogonía se reitera, ritualmente, de manera cíclica, en el espacio sagrado,
uniendo tiempo y espacio. Tal como hemos visto en el primer capítulo, de acuerdo con
Ricoeur, la relación entre mito y ritual funciona como una lógica de correspondencias:
“correspondencia entre la creación in illio tempore y el orden actual de apariencias
naturales y actividades humanas […] correspondencia entre el macrocosmos y el
microcosmos […] Hay una triple correspondencia entre el cuerpo, las casas y el
cosmos” [Ricoeur 2006: 74-75].
Los símbolos permiten abolir la fragmentación y aislamiento de los lugares, los
seres y las cosas; introducen claridad y orden en la vida; relacionan y estructuran las
dimensiones de la existencia en un Cosmos. Los símbolos se sustentan en y, a su vez,
fundan la correspondencia que liga entre sí todos los órdenes de la realidad [Guénon 1995:
238]. El símbolo presupone un ritmo común, una homología, una intercambiabilidad entre
los elementos materiales que representa (el simbolizante), lo que le permite constituirse en
fuerza unificadora y dadora de sentido (lo simbolizado) [Cirlot 1988: 31-32].
El pensamiento simbólico da la posibilidad al hombre de circular libremente a
través de todos los niveles de lo real [Eliade 1988: 407]. De acuerdo con el autor, el
símbolo identifica, asimila, unifica planos heterogéneos y realidades aparentemente
irreductibles. La experiencia mágico-religiosa transforma al hombre en símbolo. Los
sistemas y las experiencias antropocósmicas se hacen posibles por que el hombre se

177
convierte él mismo en símbolo. El hombre no se siente ya un fragmento ajeno, sino un
cosmos vivo, abierto a todos los otros cosmos vivos que lo rodean. Las experiencias
macrocósmicas ya no son para él exteriores [Eliade 1988: 407].
La homología entre los distintos planos de la realidad se fundamenta en su ritmo
común. Entendemos por ritmo común a las afinidades y semejanzas formales, cromáticas,
tonales, expresivas, materiales, energéticas, funcionales, estructurales y situacionales que
existen en los seres y las cosas. Por ello es posible la sustitución mutua de los elementos y,
entre otras cosas, la polisemia de los símbolos. Sobre el carácter de esta homología
seguimos los lineamientos de Durand:

[…] el símbolo es el vector semántico de base en el cual el simbolizante representa lo


simbolizado. Y lo representa […] no por analogía sino por homología, en el mejor de los
casos (digamos para no confundir homólogo y homogéneo) por homología diferencial.
Entonces, la relación del sentido simbolizado-simbolizante es el modelo nuclear de toda
estructura, es decir, de todo “patrón” en el que las formas resultan de y expresan fuerzas y
materias […] [Durand 1993: 97-98]

En psicología se ha interpretado el símbolo como la proyección de la realidad


anímica sobre la naturaleza y, a la inversa, el hombre toma prestados los elementos
idiomáticos de los seres y formas que observa en la naturaleza, para poder nombrar lo
innombrable. “La proyección es […] un proceso inconsciente, automático, por el cual un
contenido inconsciente para el sujeto es transferido a un objeto, de modo que ese
contenido aparece como perteneciente al objeto” [Jung 1997: 55]. “Las proyecciones
hacen del mundo la réplica de nuestra propia faz desconocida” [Jung 1997: 12].
Bachelard explica eso de una manera poética cuando decía en 1960 que le
corresponde al espíritu la tarea de crear sistemas, de organizar el caos polimorfo de las
experiencias en un cosmos, para que nos sea posible comprender el universo, de ahí que
las imágenes cósmicas pertenezcan al alma y no al mundo exterior [Bachelard 1997].
Desarrollando esta orientación, Jung explica el mecanismo de la proyección:

No le basta al primitivo con ver la salida y la puesta del sol, sino que esta observación
exterior debe ser al mismo tiempo un acontecer psíquico, esto es, que el curso del sol debe
representar el destino de un dios o de un héroe, el cual en realidad no vive sino en el alma
del hombre. Todos los procesos naturales convertidos en mitos, como el verano y el
invierno, las fases lunares, la época de las lluvias, etc., no son sino alegorías de esas

178
experiencias objetivas, o más bien expresiones simbólicas del íntimo e inconsciente drama
del alma, cuya aprensión se hace posible al proyectarlo, es decir, cuando aparece reflejado
en los sucesos naturales. La proyección es hasta tal punto profunda que fueron necesarios
varios siglos de cultura para separarla en cierta medida del objeto exterior [Jung 1997: 12
cursivas en el original].

Coincidiendo con este punto de vista, Paul Diel escribe:

El hombre primitivo ha visto los astros, pudiendo establecer una relación entre sus
evoluciones y los fenómenos meteorológicos de los cuales dependían sus condiciones de
vida. Siendo la tendencia personificante parte integral de la imaginación de la psique
primitiva, vemos claramente como el alegorismo cósmico pudo haberse formado […] Pues
las intenciones simbólicas de las divinidades no son más que la proyección de las
intenciones reales del hombre, creándose así una corriente de obligaciones entre el hombre
real y el símbolo “divinidad” [Diel 1991: 14-15].

Desde una perspectiva antropológica, Malinowski expresaba una orientación


semejante cuando afirmaba que “el hombre en general, y el primitivo en particular, tiende
a imaginar el mundo externo a su propia imagen” (Malinowski 1994:8). La proposición
teórica de Jung, va aún más allá, mostrando que toda proposición cognitiva sobre el mundo
exterior pasa por el filtro de la mente, por el tamiz de los procesos psíquicos, de modo que
todo enunciado sobre la realidad es una especie de proyección simbólica de factores
humanos sobre la realidad:

Todo conocedor de la antigua ciencia natural y filosofía de la naturaleza sabe hasta qué
punto se proyectan los datos del alma en lo desconocido del fenómeno exterior. En realidad
esto ocurre hasta tal punto que de ningún modo podemos hacer afirmaciones del mundo en
sí ya que, siempre que queramos hablar de conocimiento, estamos constreñidos a convertir
el acontecer físico en un proceso psíquico. Pero ¿quién garantiza que de esta conversión
resulta una imagen del mundo suficientemente “objetiva”? Para tener esta seguridad, el
hecho físico debería ser también psíquico. Pero de esta comprobación parece separarnos
todavía una gran distancia. Hasta entonces hay que contentarse bien o mal, con la hipótesis
de que el alma provee las imágenes y formas que hacen posible el conocimiento de objetos
[Jung 1997: 52-53].

179
La observación de los fenómenos naturales condujo a su sistematización. Ésta trajo
como consecuencia que esos procesos fuesen interpretados en términos de ciclos o de
estructuras regulares. Bajo esa figura simbólica fue posible establecer relaciones de
homología entre las diversas dimensiones de la realidad (cósmica, biológica,
antropológica), haciendo posible que las estructuras de una dimensión sirviesen como
figuras explicativas de las otras. De ahí se llegó a la idea de unidad de todas las esferas de
la realidad, es decir, a la idea de un Cosmos unificador de toda la realidad.

La agricultura obliga a la reproducción regular de especies vegetales netamente


determinadas, y al conocimiento de su ritmo anual de crecimiento, floración, fructificación,
siembra y cosecha, ritmo que está en relación directa y constante con el calendario, es
decir, con la posición de los astros. El tiempo y los fenómenos naturales fueron medidos
por la luna antes de serlo por el sol… La astrobiología oscila así entre una biología de los
astros y una astronomía de los seres vivos; parte de la primera y tiende hacia la segunda
[Berthelot, citado por Cirlot 1988: 20].

En tal sentido, resulta pertinente el argumento de Cassirer, inspirado en Kant,


que rescata Durand, sobre el modo de operar de las distintas disciplinas cognitivas:
“Para Kant, el concepto ya no es el signo indicativo de los objetos, sino una
organización instauradora de la ‘realidad’. Por tanto, el conocimiento es constitución del
mundo; y la síntesis conceptual se forja gracias al “esquematismo trascendental”, es
decir, por obra de la imaginación” [Durand 1971: 69 cursivas en el original].
El ser humano se hace uno con el Mundo, no sólo al proyectar su pensamiento
simbólico sobre el paisaje, sino, también, por el procedimiento inverso: introyectar la
naturaleza, el universo, dentro de sí. Todo sistema cosmogónico-cosmológico ha
implicado la conciencia del hombre de formar parte del Universo, de la Tierra, junto con
todos los otros seres vivos. La dimensión ontológica del mito se encarga de poner de
manifiesto esta conciencia por medio de narrativas míticas y eventos rituales sustantivos
para la vida humana, como los ritos de paso, entre los cuales, resultan particularmente
significativos, los rituales de iniciación.
Las relaciones que las diversas sociedades establecen con el paisaje implican la
articulación de los elementos del entorno natural con las dinámicas de la actividad
cultural. Así, el espacio es energético, por estar asociado a las dinámicas y posibilidades

180
físicas del cuerpo, y simbólico, por ser vivenciado, a partir de las construcciones
simbólicas de la cultura.
El paisaje posibilita la vida social y ésta, a su vez, conforma y transforma el
paisaje. No obstante, el entorno resiste la acción humana: el paisaje no es una entidad
pasiva. En todas las épocas existe una interacción compleja entre paisaje y cultura. Ni el
medio natural determina absolutamente la cultura, ni el ser humano domina por
completo al entorno natural. La acción del hombre sobre el paisaje es una acción que se
da en el tiempo y que, en ese sentido, está sujeta a la variabilidad cultural e histórica y a
la acción transformadora las dinámicas de los fenómenos naturales. Como hemos visto,
incluso en términos epistemológicos, resulta problemático separarlos, pues están
ontológicamente unidos: son una misma realidad. El hombre sólo puede existir dentro
de un cosmos que, a la vez, lo produce y es su producto.

TERRITORIO E IDENTIDAD

La idea de que los sistemas de identidad se fundan también en el concepto de


territorialidad debe ser matizada cuidadosamente. La relación cultural con el territorio que
establecen los grupos humanos ha variado enormemente en la historia y de un lugar a otro.
Conforme vamos hacia atrás en el pasado nos es más difícil definir las ideas y creencias
que se tenían en relación con el territorio. La relación entre identidad comunitaria y
territorio puede variar enormemente de una cultura a otra, de un periodo histórico a otro,
de un tipo de organización social a otra, siendo laxo, en unos casos, y muy estrecho, en
otros.
Referido a la región del noroeste de México que estudiamos y al llamado “periodo
histórico”, podemos observar, en relación con los grupos culturales o’odham, registros
etnográficos que indican un concepto más laxo de territorio que permite a numerosas
aldeas pequeñas, diseminadas en un territorio muy vasto, sentirse unidas por muy diversos
lazos de reciprocidad que les permiten compartir elementos culturales sumamente
significativos: 1) un sistema mitológico común, con variantes locales menores, dentro del
cual destaca la idea de un mismo origen de los diversos grupos o’odham; 2) una lengua
común, muy poco diferenciada; 3) aspectos muy definidos de la cultura material:
estructura de los asentamientos; forma y materiales de las casas; tipos de herramientas para
la caza, recolección, agricultura y procesamiento de los productos derivados de estas

181
actividades; tipo de alimentación, vestido, cerámica y cestería; 4) lazos de parentesco,
definidos por un sistema totémico de clanes y la práctica de la exogamia entre las aldeas
cercanas, estableciendo fuertes vínculos de solidaridad, gracias a los enlaces
matrimoniales; 5) formas semejantes de organización política; 6) visitas frecuentes entre
los distintos grupos de las aldeas, para los rituales cíclicos; 7) sistemas de prestaciones
económicas, reciprocidad entre las aldeas y redistribución solidaria de los excedentes; 8)
sistemas comunes de chamanismo y medicina tradicional; 9) rituales funerarios comunes.
Es importante señalar que, por lo menos desde que se tiene un registro
etnográfico moderno, se sabe que los diversos grupos o’odham se consideran a sí
mismos formando parte de una misma comunidad, extendida a lo largo de un territorio
inmenso. La división entre “pimas altos y bajos” ocurrió cuando se establecieron las
fronteras militares y culturales, a partir de las diversas ocupaciones españolas,
mexicanas y norteamericanas de un antiguo territorio único. Al respecto, resulta
sumamente interesante un testimonio reciente, de un miembro de la comunidad tohono
o’odham, Don Félix Antonio, obtenido por el antropólogo Itzkuauhtli Zamora en 2005:

En México, nuestros ancestros llegaban hasta la costa, cerca de Guaymas, ya en


territorio yaqui. Cada vez fuimos quedándonos con menos tierra. Los hombres blancos
nos impedían el paso, nos decían: “Esta es mi tierra, yo la compré”. Para nosotros esto
no tenía sentido, la tierra no nos pertenece, nosotros le pertenecemos a la Madre Tierra.
Nosotros le llamamos Madre Tierra porque de ella surge el agua, las frutas; de ella
venimos y a ella vamos. ¿Cómo nos va a pertenecer? Así, la tierra se fue quedando sola,
sin O’odham. Nuestros ancestros habían estado aquí por tiempos inmemoriales. Ustedes
ya estuvieron en Pozo Verde, está prácticamente deshabitado, ya no hay ganado y no
cultivamos nada. Está solo y eso que es un sitio sagrado. Así como está Pozo Verde hay
otras comunidades solas y otros sitios sagrados que no podemos cuidar [Zamora 2006:
64].

Anna Moore Shaw, escritora de origen pima, relata en sus memorias que cuando
su abuelo decidió mudarse de aldea, alrededor de 1875, pudo hacer uso de una tierra que
nadie labraba y que en ese tiempo: “no había problema de propiedad, si la tierra no
estaba siendo usada, podía ser trabajada por cualquier pima que así lo deseara” [1974:
19 traducción nuestra].
Desde que se tiene memoria, y hasta antes de la llegada de los europeos, la libre
circulación por el extenso territorio del desierto de Sonora sólo estaba limitada por el

182
miedo a las incursiones de los apaches, que eran sus enemigos tradicionales, idea que
aparece en las tradiciones orales que han permitido conservar sus mitos de origen [Bahr
et. al. 1994 y 2001; Curtis 1993; Lloyd 1911; Russell 1980; Saxton y Saxton 1973].
Tal como señalan Broyles, Rankin y Felger, desde que llegaron a esta región por
primera vez, los europeos intentaron identificar a los grupos con un territorio y una
lengua, además de asignarles un nombre, sin embargo, “por varias razones, ni los
nombres, ni los territorios asignados por los europeos tuvieron una base sólida en la
realidad social o geográfica que era vivida y reconocida por las propias comunidades
indígenas: las tribus se yuxtaponían, se mezclaban y establecían lazos matrimoniales
entre sí”; desdibujándose, de esa manera, los límites precisos entre un grupo y otro
[Broyles et. al. 2007:131 traducción nuestra].
Existen numerosos registros que indican que algunos grupos se mudaron y
comenzaron a vivir con otro grupo cultural distinto, adoptando muchas de sus
costumbres, creencias y prácticas culturales, como por ejemplo, los halchidhomas se
fueron a vivir con los maricopas en 1833. A su vez, los maricopas, también emigraron,
adoptando elementos culturales sustantivos de los akimel o’odham. Sobre esta cuestión
contamos con el testimonio de Curtis, quien visitó la región en los primeros años del
siglo XX y describió en detalle la manera en la cual las migraciones e intercambios
culturales fueron constantes y modificaron culturalmente a los grupos de manera
sustantiva [Curtis 1993: 87-88].
Los límites entre un grupo y otro se hacían, en ocasiones, imprecisos y los
criterios que diferenciaban a uno de otro podían basarse en distintos aspectos culturales
como el parentesco y el linaje, el liderazgo o la lengua, la religión o la orientación
prioritaria y la especialización de las actividades económicas. T. J. Ferguson afirma que
en el Suroeste las fronteras entre un grupo y otro eran permeables y que las personas
podían transitar de un grupo a otro [Fergusosn 2004: 30]. Randall McGuire sostiene
que la verdadera organización de los grupos indígenas del sur de Arizona era mucho
más fluida que el rígido modelo que los europeos trataron de imponer [McGuire 1982:
61]. Existía una importante movilidad de los grupos y las fronteras entre las regiones
ocupadas por cada uno de ellos no estaban delimitadas de una manera fija. Además de
los deficientes registros coloniales sobre los grupos, su cultura y sus territorios, hay que
añadir que la mayoría de las tradiciones indígenas acerca de su pasado corresponden a
las narrativas míticas, dentro de las cuales mito y suceso histórico están de tal manera
entretejidos, que la mayoría de las veces resulta casi imposible distinguirlos.

183
En la región ha existido una larga tradición de movilidad estacional dentro del
territorio que obedece a los ciclos naturales de las especies vegetales y animales de las
que se alimentaban los grupos del desierto de Sonora. Es probable que esa manera de
ocupar el territorio haya adquirido formas definidas en el periodo Arcaico. Subsistió
hasta finales del siglo XIX y principios del XX, pues aún en los periodos en los que
existió una agricultura intensiva, por lo regular, los productos silvestres continuaron
formando una parte sustantiva de la dieta, alrededor del 50%.
La migración estacional dio origen a formas definidas de ocupar el territorio que
implicaban grandes extensiones a las cuales los grupos tenían acceso a lo largo del año
y construían distintos tipos de campamentos estacionales, claramente diferenciados,
según la época y la función que cumplían. En el caso de la recolección de los productos
vegetales silvestres como la pitahaya, los brotes de la choya y los frijoles del mezquite,
se requería la asociación de grandes grupos y la tarea implicaba ciertos acuerdos entre
los clanes y las aldeas para organizar la cooperación intergrupal y definir los territorios
sobre los cuales tenía reclamo de uso cada grupo. De tal manera, el uso diferencial del
territorio y la confluencia de las macrobandas, deben haber definido determinadas
formas culturales de entender la relación entre el grupo y el territorio, las que
implicaban modos culturales específicos de construcción de identidades: de linaje, de
clan, tribales, a partir de las aldeas, por ejemplo.
En términos generales, podemos sostener que la correspondencia estricta entre
identidad colectiva y territorio sólo se formará a partir de la aparición de cierto tipo de
sociedades agrícolas sedentarias: del uso permanente de un mismo suelo. Desde cierto
punto de vista, la asociación entre identidad colectiva y reclamo territorial será un
fenómeno específicamente moderno y característico de los procesos de formación de las
naciones contemporáneas en los siglos XIX y XX. Así, no será sino hasta que se
establecieron culturas estrictamente sedentarias que se comenzó a definir con mayor
claridad, a través de los distintos testimonios y documentos, las posibilidades de
reconstruir los discursos que se refieren a relaciones de apropiación territorial y, en
consecuencia, identificaciones del grupo con el territorio.
Visto desde esa perspectiva, el territorio opera como un símbolo por medio del cual
se define el espacio propio y el de los otros; un símbolo a través del cual se crea la imagen,
la figura propia y la de los otros. En el centro de numerosas estrategias de construcción de
la identidad está la idea de territorialidad. En algunos casos, como entre los o’odham, se

184
asocia con un cierto tipo de paisaje, con un ecosistema: akimel o’odham = gente del río,
tohono o’odham = gente del desierto, hiached o’odham = gente de la arena.
Aunque el comportamiento territorial existe ya entre los animales, en los seres
humanos está asociado a un profundo simbolismo. Para diversas sociedades agrícolas, el
acto de fundación del espacio habitable ha sido entendido como un suceso sagrado: la
continuación de la cosmogonía. Fundar el espacio habitable puede asociarse con la idea de
completar la obra de los dioses, incorporar un territorio al cosmos: crear un microcosmos.
El espacio habitado por la comunidad es un espacio sagrado, opuesto a las tierras
indómitas o extrañas que pertenecen al caos, a los otros. El territorio define un aspecto de
su identidad y, a la vez, establece una diferencia con los otros. En la mayoría de las
sociedades antiguas, como en la griega, por ejemplo, la expulsión de la comunidad de
alguno de sus miembros era un castigo terrible que equivalía a la muerte. La asociación
indisoluble entre el territorio y la identidad colectiva es algo que continúa funcionando en
nuestros días y que los nuevos fundamentalismos étnicos han exacerbado.
Para las sociedades fundadas en la religiosidad, el comportamiento territorial
tiene una profunda raíz mitológica, el espacio no es homogéneo, se proyecta sobre el
paisaje una geografía de lo sagrado; existen lugares sagrados, diferenciados de todo el
resto de las tierras que no lo son. De acuerdo con Jean Cazeneuve:

El tiempo sacro es una especie de síntesis entre el tiempo y lo intemporal, entre la


condición humana y lo incondicionado.
Esta síntesis entre las necesidades de separación y de participación es la misma que
caracteriza a la noción de espacio sacro [...] Lugar ideal para tales participaciones, el
emplazamiento sacro se convierte en el sitio más indicado para la ejecución de los ritos
religiosos […] Es también el escenario en que se ubican los mitos: ahí cumplieron los
antepasados los actos que se repetirán en las ceremonias. Esto mismo contribuye a
sacralizar aún más el lugar en cuestión, a volverlo numinoso. Cuando concurren a estos
lugares para representar los dramas rituales, los fieles no abandonan sus dominios
cotidianos sino que, por el contrario, aspiran a legitimar allí la existencia de estos
[Cazeneuve 1971: 204].

La conciencia diferencial del espacio está íntimamente relacionada con la idea


del hábitat como un lugar sagrado. La consagración ritual del espacio habitable sobre el
que se asienta una comunidad es un suceso religioso de primordial importancia que
equivale a una fundación del Mundo. La ubicación del lugar para el asentamiento de la

185
comunidad se define por medio de una revelación divina. Los dioses muestran a los
hombres, mediante un signo inconfundible, el lugar donde deben fundar su Mundo. La
manifestación de lo sagrado, la hierofanía, fundamenta el Mundo. Introduce la realidad
absoluta en el espacio, estableciendo un “punto fijo”, un Centro que definirá toda
orientación del hombre en la Tierra y en el Cosmos. Para Cazeneuve, el lugar sagrado
“se presenta siempre, en mayor o menor medida, como centro del mundo, dado que
cada grupo […] tiende a restringir a sí mismo su noción de universo humano” [1971:
204]. La revelación del Centro equivale a la creación del Mundo pues, como dice
Eliade: “para vivir en el Mundo hay que fundarlo” [Eliade 1979: 26]. Fundarlo es
repetir el acto creador de los dioses. La fundación del espacio habitable comienza por el
Templo que es concebido como una “abertura” hacia el cielo que asegura la
comunicación con los dioses [Eliade 1979: 29-30].
Acerca de las tradiciones orales de los o’odham del norte de Sonora y sur de
Arizona, destacamos las implicaciones cosmológicas de sus mitos cosmogónicos. Un
esquema cosmológico cuatripartito: la estructura tetramorfa de la tierra en el plano
horizontal define cuatro rumbos del universo con dos ejes: Este-Oeste y Norte-Sur, más
un centro. Se establece la prioridad del eje Este-Oeste, debido a la primacía simbólica
del sol. A cada dirección cósmica le corresponde un color: Este: blanco, Oeste: negro,
Norte: amarillo, Sur: azul [Lloyd 1911: 17].
En el plano vertical tenemos tres dimensiones del espacio: Cielo, Tierra e
Inframundo. Podemos agregar que la idea mitológica del “centro del mundo” no era
ajena a ellos, en sus mitos cosmogónicos se dice que justo en el centro de la Tierra, los
dioses creadores llevaron a cabo la última creación cíclica del mundo, después de la
gran inundación que lo había destruido. Esa nueva creación del mundo y de los seres
humanos corresponde, según el mito, a la “Era de los hohokam”, es decir, a la época en
la que la arqueología considera que se construyeron los cerros de Trincheras. El mito
narra lo siguiente:

El Makai de la Tierra descendió del Cielo y se acercó al Hermano Mayor y a Coyote.


Los tres hicieron planes acerca de la forma en la cual iban a crear más gente. Decidieron
que las hormigas serían lo primero que harían, ellas sólo se dedicarían a trabajar durante
el verano, mostrando lo fuertes y buenas trabajadoras que eran. Por un tiempo, no
decidirían la manera en la cual crearían, de nuevo, al ser humano. Finalmente,
decidieron hacerlo de la misma forma que antes, semejante a ellos mismos.

186
Los siguientes seres que crearon fueron dos codornices. Después, hicieron un
correcaminos, solamente uno. Luego, tomaron unas hojas de mezquite y las colocaron
sobre las cabezas de las codornices.
Enviaron a las codornices al oeste a averiguar qué tan lejos se había ido el agua en esa
dirección, enviaron al correcaminos al este para averiguar qué tan lejos se había ido el
agua en esa dirección. Al retornar, hallarían la parte media de la Tierra. Cuando las
codornices y el correcaminos regresaron, se toparon, unos con otros, justo en el centro
de la tierra.
Las tres personas, el Makai de la Tierra, el Hermano Mayor y Coyote, se sentaron en el
punto medio de la tierra. Tomaron un poco de agua entre sus manos, hicieron barro y
dieron forma a la gente (o‘odham) (Bahr, et. al. 1994: 78 traducción nuestra].

En el caso de los o’odham, el mito cosmogónico ha definido un Mundo, una


Tierra compuesta de cuatro rumbos y un centro. Para los tohono o’odham actuales, el
esquema cosmológico se sintetiza en el diseño del laberinto, a través del cual se expresa
también el aspecto dinámico del acontecer cósmico, biológico y antropológico.
Teniendo como fundamento este esquema cosmológico, los ciclos se asocian con los
cuatro rumbos del universo, en torno a los cuales, los sucesos giran, siguiendo patrones
circulares o cuadrangulares. El patrón de movimiento va en dirección contraria a las
manecillas del reloj: Este → Norte → Oeste → Sur. El patrón en forma de cruz tiene
una estructura pareada y, de acuerdo a la tradición oral, comienza por la dirección Este
→ Oeste y continúa con la Norte → Sur. El movimiento de la primera es circular, como
la órbita solar y el de la segunda, rectilínea, como la caída de la lluvia. Las direcciones
se agrupan también en pares, teniendo el primer par: Este-Oeste, su origen y sentido en
el movimiento circular del Sol y, el segundo, Norte-Sur, en el movimiento vertical y
rectilíneo del Agua, que va de lo alto a lo bajo.
El mito cosmogónico o’odham relata que el amanecer fue creado en el Este, de
donde salió el Sol, que viajó hasta el Oeste, por donde se ocultó para dar lugar, de
nuevo, a la oscuridad (Este → Oeste: eje del fuego). Luego fueron creadas la tormenta
de viento y las nubes, formándose la lluvia, que entonces cayó sobre la tierra (Norte →
Sur: eje del agua) [Bahr, et. al. 1994: 48-49; Saxton y Saxton 1973: 372-373].
Las tradiciones míticas de los o’odham, en particular los mitos de origen, han
definido el carácter sagrado de las aldeas, dotándolas de sentido, en función del lugar
que ocupan dentro del relato de los sucesos primordiales. De manera semejante, para

187
sus vecinos del norte, los zuni, “es la aldea la que se supone levantada en Itiwana, es
decir, el centro del mundo” [Cazeneuve 1971: 205].
Entre los tohono o’odham, existen cuatro grupos dialectales, definidos tanto por
las pequeñas diferencias lingüísticas como por su ubicación geográfica, en torno a
“cuatro pueblos originarios”, cuya formación se explica en el llamado: “mito de la
Emersión” [Underhill 1939: 59-69].
Grupo dialectal archi o aacti (“el lugar estrecho”): es la comunidad de la cual se
dice que se les designó originalmente como papawi o’odham (la gente del frijol). De
acuerdo con la tradición, se cuenta que ellos fueron los primeros en emerger del
Inframundo, siguiendo al Hermano Mayor, conquistaron militarmente el lugar y
plantaron su bastón o palo de rezo en Archi, de esa forma poblaron la Tierra. El pueblo
es considerado la cabecera regional y está en el Valle de Santa Rosa.
Grupo dialectal kuhatk (hispanizado como Quajote). De acuerdo con las
tradiciones orales, se dice que en este lugar se habían quedado a vivir los mejores
guerreros de la era de la conquista o’odham de los territorios hohokam. Su cabecera
regional se llama Anegam o Ánkam (“lugar con sauces”).
Grupo dialectal huhuhra: el mito dice que esta gente no proviene del grupo que
emergió del Inframundo, sino, pertenece a los habitantes originales de esta tierra
(hohokam) que fueron expulsados por los o’odham de Archi, durante la mítica
conquista de los territorios hohokam. La tradición cuenta que diversos sucesos míticos,
anteriores al retorno del Hermano Mayor con su ejército, como la muerte del Hombre-
Águila, ocurrieron en este territorio. Su cabecera regional se llama Kaka (“la tierra
limpiada”) y se sitúa en el límite fronterizo entre Sonora y Arizona, el grupo de pueblos
y rancherías se extendió hacia el sur, dentro de territorio mexicano.
Grupo dialectal kokolotli: se sitúan también en el límite fronterizo. Su cabecera
tiene el nombre Komaki Wïhtko (bajo la Montaña Gris), lugar considerado sagrado y
escenario, también, de eventos míticos.
Sobre este aspecto de la relación: identidad comunitaria y territorio, nos parecen
pertinentes las ideas de Rafael Pérez-Taylor, para quien: “la identificación es el
principio que genera la búsqueda de elementos comunes que propician el espacio de
comunidad, de una territorialización que encuentra en el símbolo, la unicidad de la vida
social, como el signo que legitima la perspectiva de un mundo cargado de orden” [2006:
149]. Veamos un ejemplo, referido a los conceptos cosmogónico-cosmológicos de los

188
wixaritari, emparentados lingüísticamente con los o’odham, acerca de estos, Mariana
Fresán explica:

La cosmovisión del pueblo wixarika está permeada por el principio cosmológico de


organización espacio temporal que establece el número cinco y que le da conciencia al
pueblo del lugar que tiene en el universo, ya que aparece en aspectos como las
narraciones míticas, en la manera en que se construye la geografía simbólica, en los
diversos objetos rituales, en la arquitectura de los templos ceremoniales y en las series
de acciones rituales dentro de las fiestas que son necesarias para que llegue a alcanzar la
completud que la cultura exige [2002: 22].

El número cinco se refiere, primordialmente, a los cuatro rumbos del universo y


al centro, mismos que “se reproducen en los sitios de la geografía ritual donde habitan
los diferentes antepasados deificados, a los que se les rinde culto a través de las
peregrinaciones hechas a estos lugares para dejar ofrendas. Cada uno de los
antepasados, a los cuales corresponden atributos diferentes, son los que dan sentido a
los rumbos cardinales junto con la mitología que los acompaña” [Fresán 2002: 23].
En cada uno de los rumbos se encuentra una vela u ocote que sostiene al Sol. En
el rumbo Norte se sitúa Hauxa Manaka, el Cerro Gordo de Durango, una montaña,
formada en el origen de los tiempos que es la diosa Hauxatemai, ahí habita Tatei
Ututawi, quien junto con Hauxa Temai es dueña de los venados. “Ututawita es un cerro
cerca de Bernalejo donde se pueden dejar ofrendas como petición para que llueva”
[Fresán 2002: 23-24]. El Sur se encuentra en Xapa Wiyemeta, la Isla del Alacrán, en el
centro del Lago de Chapala, donde también ocurrieron importantes sucesos, referidos a
los mitos de origen. En este rumbo habita Tatei Ni’ariwame, deidad de la lluvia. El
Oeste se encuentra en las playas de San Blas, Nayarit, es donde viven Tatei Haramara,
Nuestra Madre Mar, y las diosas del agua, “quienes también son consideradas como
serpientes, a las que se les puede pedir por lluvias, por una buena cosecha y por
fertilidad, en general”. En el Este, dentro del desierto de Real de Catorce, San Luís
Potosí, se encuentra Wirikuta, donde está Paritekia, el Cerro Quemado, llamado así por
ser el lugar donde primero apareció Tawewiekame, Nuestro Padre Sol [Fresán 2002:
24]. Sobre el Centro se nos dice que:

189
El rumbo del centro se encuentra ubicado en la sierra, territorio habitado por los
wixaritari. En primera instancia, toda la región montañosa wixarika es considerada
como centro del mundo, y podría considerarse como la cúspide del mundo que está más
cerca de la región del arriba, debido a las altas montañas que hay en la sierra, pero por
otro lado, se hacen necesarios los lugares específicos y es así como existen dos lugares
sobresalientes por su importancia mítica y ritual. Por un lado, está Teakata que se
localiza cerca de la comunidad de Santa Catarina; es la cueva y el lugar mítico donde
nació Tatewari, Nuestro Abuelo Fuego. A éste puede considerarse como el lugar de
origen de donde surgió la primera luz que iluminó al mundo que habitamos y que ahora
permite que continúe la vida. Así, Teakata es la matriz de la Tierra de donde nació el
Abuelo Fuego, es la cueva, el ombligo del mundo [Fresán 2002: 24].

De acuerdo con la misma autora, existe un segundo sitio central: “Teupa, en las
cercanías de San José, cerca de Cajones. Es una depresión en la tierra de donde se
considera que salió Tawewiekame, Nuestro Padre Sol por primera vez”, comparte, así, la
paternidad del Sol con el Cerro Quemado de Wirikuta. Esto nos deja ver que el
concepto de Centro es más complejo, incluyendo a todos los tuki o templos de la región,
considerados como Centro, cada uno, de manera individual, al mismo tiempo, todos
juntos son uno, un Centro único, de ahí que Fresán añada: “La constitución de estos
centros y periferias y la distribución en cinco puntos, establecen un orden cosmológico
wirarika” [2002: 28].
Sobre el Centro se sobreponen el esquema cosmológico horizontal con el
vertical, donde Hixiapa es la región central y equivale a la Tierra, Taheima es la región
superior y corresponde al Cielo y Tahetia la región inferior, que corresponde al
Inframundo. “Al embonar los dos ejes da como resultado una esfera que se verá
traducida y representada en diversos objetos rituales como por ejemplo el tuki, templo
ceremonial” [Fresán 2002: 28]. De tal forma, la estructura cosmológica puede
expresarse por medio de figuras geométricas que la representan simbólicamente, la
explican y la hacen comunicable, permitiendo su presencia en distintos eventos rituales:
“el quincunce que se traza en principio en el plano horizontal, es capaz de desdoblarse y
transformarse en la esfera que no resulta una contradicción en el sistema de los puntos
cardinales, ya que pensado dentro del conjunto cultural se va complementando hasta
formar un todo coherente de equivalencias” [Fresán 2002: 29].

190
CAPÍTULO III

LAS PINTURAS Y GRABADOS RUPESTRES


Y SU INSERCIÓN EN EL CONJUNTO DE LA CULTURA

La comunicabilidad de una imagen singular


es un hecho de gran significado ontológico.
Pero la vida de la imagen está toda en su fulguración,
en el hecho de que la imagen sea una superación
de todos los datos de la sensibilidad.
Gaston Bachelard

¿ES ARTE EL ARTE RUPESTRE?

A pesar de que la lengua inglesa utiliza el término rock-art para referirse a las
diversas manifestaciones rupestres (pinturas y grabados), para algunos autores resulta,
en principio, problemático conceptualizarlas como una forma de arte, particularmente,
cuando en numerosos casos se desconoce su significado y su función cultural específica.
En relación con ciertos sitios y estilos específicos el concepto parecerá excesivo, debido
a la aparente simplicidad de su forma y de los medios técnicos con los que fueron
producidos. Julian H. Steward escribía al respecto en 1929:

Por regla general, todos los ejemplos de petroglifos son extremadamente toscos y
ordinarios. Desde el punto de vista del arte y la ejecución son muy inferiores a la
cerámica, los textiles u otras artes decorativas. Es solamente en regiones como América
Central, donde la escultura en piedra alcanzó una gran perfección, que los petroglifos
son realmente buenos. Aquí, sin embargo, la escultura en piedra era una especialidad y
los grabados con un buen acabado, difícilmente pueden ser designados como
“petroglifos”. En Columbia Británica, algunos de los mejores ejemplos de petroglifos
son muy inferiores a sus equivalentes tallados en madera. Es cierto, sin embargo, que
muchas de las figuras tienen buenas cualidades impresionistas, como por ejemplo
muchos grupos de biomorfos como los borregos cimarrón. Pero, por regla general, las
figuras no son mejores de lo que un niño podría lograr. Probablemente, el punto más
alto en el mérito artístico fue alcanzado por la región de Santa Bárbara, California, pero
aún aquí algunas de las mejores figuras han sido puestas, sin miramiento alguno, encima

191
de otras, resultando en una confusión que demerita la calidad de los pictogramas
[Steward 1929: 174 traducción nuestra].

No obstante lo sostenido por Steward, quien realizó un vasto trabajo de registro


de sitios con pinturas y grabados rupestres en el estado de California y regiones
adyacentes, podríamos presentar cuantiosos ejemplos que contradicen sus afirmaciones,
presentando casos de grabados, pinturas y combinaciones de ambos, que muestran una
muy alta calidad formal. Podemos referir al respecto las pinturas rupestres chumash del
sur de California o los petrograbados en forma de laberinto de Riverside, en el suroeste
del estado, o el magnífico ejemplo de los petrograbados antropomorfos de Little
Petroglyph Canyon en el Coso Range.
De manera semejante, algunos autores han cuestionado el hecho de que se les
atribuyan, a priori, características y funciones que, muchas veces, se desconocen. Para
otros, la noción de arte, entendida desde una perspectiva meramente estética, resultará
pobre para dar cuenta de la complejidad cultural: utilitaria, cognitiva, simbólica, ritual y
mítica, en la que estas manifestaciones pudieron haberse insertado y dentro de la cual
cobrarían sentido. Su campo semántico sería muy vasto y complejo, comprendiendo el
conjunto de las relaciones sociales del grupo que los produjo, así como los diversos
sistemas de códigos culturales a los que harían referencia y con los cuales estarían
relacionados.
Sin embargo, un número importante de ellos posee un componente estético que
no deja de ser inquietante y el cual supone dificultades técnicas de producción de tal
complejidad, que implican un largo y cuidadoso proceso de aprendizaje técnico, de
carácter artístico o artesanal. Además de la necesidad de desarrollar las capacidades y
destrezas técnicas, debido a la inserción del arte rupestre dentro de un conjunto de
prácticas rituales y sistemas mitológicos, el pintor y el grabador tendrían que, por lo
menos, haber estado familiarizados con la simbología religiosa y las prescripciones
rituales, asociadas a la producción de pinturas y grabados rupestres, por no decir que
tendrían que haber sido especialistas rituales con pleno conocimiento mitológico y ritual
de su religión.
De tal forma, estamos enfrentados con las diversas polémicas, respecto de la
definición concreta de estas manifestaciones rupestres particulares, de cara a los
posibles modos de entender el concepto de arte y respecto de la pertinencia de utilizar

192
ese concepto, de manera general, en relación con la gran diversidad de manifestaciones
rupestres que existen en el mundo.
Al prologar su antología de textos sobre el estudio arqueológico de las
manifestaciones rupestres, Taçon y Chippindale sostienen que el concepto: “arte” no es
un término adecuado para referirse a las manifestaciones rupestres, no sólo porque la
palabra posee un sentido muy específico en las sociedades occidentales modernas, sino
también, porque resulta impropio para referirse a una gran diversidad de sociedades en
las cuales la laboriosa producción de imágenes era un asunto centralmente integrado con
otros fines, distintos de los meramente estéticos [Taçon y Chippindale 1998:6].
David S. Whitley [1998] señala que el término “rock-art” ha sido heredado de la
jerga arqueológica y, a pesar de resultar problemático, se continúa utilizando. Sin
embargo, en un texto posterior, dedicado a las pinturas y grabados rupestres de
California, expresa de manera más precisa su punto de vista, definiendo las semejanzas
y diferencias que posee en relación con el concepto occidental de arte. Destaca que,
contrariamente a los espacios y contextos culturales donde se sitúan las obras
pertenecientes al concepto europeo de arte, las pinturas y grabados rupestres de los
indios de California se yuxtaponen al paisaje. A pesar de que la intención de sus
creadores no sea primordialmente estética, gran parte de las manifestaciones rupestres
pueden ser consideradas como arte; algunas de ellas tienen las cualidades que
acostumbramos atribuir a las obras maestras de arte: una afirmación de dominio del
oficio artístico y de excelencia estética que trasciende las particularidades culturales y
los límites temporales y espaciales [Whitley 2000: 35].
A partir de su visita a las cuevas paleolíticas francesas, Whitley, al criticar la
teoría del “arte por el arte” atribuida a las pinturas paleolíticas, subraya, sin embargo,
que “muchas de las pinturas y grabados son, por definición, la obra de maestros del arte.
Son, de hecho, verdaderas obras maestras, por lo que entiendo que sus cualidades
estéticas son atemporales y reconocibles por cualquier cultura y en cualquier época”
[Whitley 2009: 31]. Matiza su afirmación explicando que eso no quiere decir que la
intención con la que fueron producidas fuera puramente estética, en el sentido
occidental contemporáneo.
Creo que vale la pena ver con más detalle algunas de estas afirmaciones. En
primer término, resulta importante insistir en algo que parece evidente: que las pinturas
y grabados rupestres, tal como la etnografía lo confirma, no tienen un finalidad única ni
primordialmente estética, sino que su producción está asociada a un amplio complejo de

193
prácticas rituales y creencias religiosas. Mas, el hecho de que la función estética esté
subsumida dentro de un conjunto simbólico y funcional más extenso, no indica que no
haya sido fundamental y un aspecto intrínseco de su producción. La maestría en el
oficio artístico y artesano, así como la excelencia estética en la producción de ciertos
objetos y obras de muy distintos tipos, lejos de haber sido algo ajeno a las culturas
prehispánicas de América, era uno de sus rasgos distintivos, como veremos más
adelante.
Vamos primero a otras regiones y culturas diferentes de las que estudiamos, para
presentar un panorama más amplio del problema. En los conocidos ejemplos de pinturas
rupestres del Paleolítico Superior, tanto en la región cantábrica de España como en la
región suroeste de Francia, se ha demostrado que la preparación, el diseño y la
composición de las pinturas rupestres han sido tan minuciosas y hasta obsesivamente
cuidados que, muy difícilmente, podríamos poner en duda la existencia de una intención
estética. Tenemos el caso de la cueva de Chauvet, en Francia, que contiene muestras de
pinturas rupestres y otras evidencias con fechas tan tempranas que la ubicarían entre el
32,000 y el 26,000 AP. Jean Clottes describe las técnicas pictóricas utilizadas ahí, de la
siguiente manera:

El examen minucioso mostró la manera en la cual una variedad de sofisticadas y, en


ocasiones, inusuales técnicas habían sido utilizadas para crear representaciones de
animales. Sobre los dos paneles negros principales, la superficie de la pared había sido
raspada y pulida para obtener un color blanco homogéneo que sirviera de base al dibujo
de las figuras. Eso se hizo no una sino en repetidas ocasiones, para deshacerse de las
figuras anteriores y, la manera en la cual algunos animales cabían tan justamente dentro
de las áreas pulidas, dejaba ver que la preparación de las superficies de la roca había
sido llevada a cabo de manera deliberada, teniendo en mente imágenes específicas. En
algunas zonas, el área en blanco fue luego pintada con una capa ligera de pintura, como
para crear una atmósfera de base sobre la cual se pintarían los animales. Además de
estos elaborados trabajos preparatorios, los artistas trataron de dar relieve a las figuras, y
lo lograron, raspando y puliendo alrededor de los contornos, haciendo de esa manera
que destacaran, debido al contraste entre lo oscuro de la línea y lo claro de la superficie
que la rodeaba [Clottes 1998: 117 traducción nuestra].21

21
Pueden observarse las imágenes de las pinturas rupestres referidas en el magnífico libro de Jean Clottes
[2008], particularmente las que se refieren a la cueva de Chauvet: pp. 32-50. Véase también al respecto la
película: Cave of Forgotten Dreams, documental sobre las pinturas rupestres de la Cueva de Chauvet, en
el departamento de Ardèche, Francia, dirigida por Werner Herzog, y estrenada el 25 de marzo de 2011.

194
El caso de la cueva de Chauvet no es único. En relación con algunas técnicas
pictóricas empleadas en las pinturas rupestres de la región cantábrica durante el
Paleolítico Superior, Ignacio Barandiarán describe su sofisticación:

Los artistas del Paleolítico Superior trazaron a veces esbozos con carbón para proceder
luego al dibujo definitivo de los contornos con un trazo seguido o taponado y al relleno
de planos de pintura extendiendo el pigmento con un pincel o soplándolo. El empleo de
tonalidades de los colores básicos (rojo y negro) con raspado o lavado de tintas y repaso
de algunos perfiles permite diferenciar volúmenes, colores e iluminación según las
partes del cuerpo representado. Así mismo, el recurso a varios tipos de grabado permite
distinguir texturas y coloraciones de la piel de un animal, concretar detalles y sugerir
volúmenes [Barandiarán 1999: 7].

A pesar de que las conclusiones que obtengamos no son válidas para las
manifestaciones rupestres de la región que estudiamos, nos permite hacer valer un
argumento de carácter general, sumamente importante, a saber, que la sofisticación que
en muchos casos muestran las pinturas y grabados rupestres desmiente las
interpretaciones evolucionistas que atribuyen una “simplicidad primitiva” a las
sociedades que las produjeron y revela que la verdadera maestría técnica y estética hace
evidente la correspondencia entre un sistema simbólico complejo a nivel de la
religiosidad y un sistema artesanal-artístico desarrollado. El descubrimiento de
Chauvet, la cueva que guarda las pinturas más antiguas conocidas, “desmiente todo
argumento acerca de que las capacidades artísticas humanas evolucionaron en el tiempo
de lo simple a lo complejo. Cuando el arte apareció por primera vez, apareció en su
forma totalmente desarrollada, en una manera, técnica y estéticamente sofisticada”
[Whitley 2009: 53-54].
Insistiendo en esta forma de entender a las manifestaciones rupestres: como
expresiones de complejos sistemas simbólicos, ya sea míticos, rituales o sistemas
cognitivos de clasificación y organización de los fenómenos naturales, David Whitley
sostiene, sobre las manifestaciones rupestres, en general, y sobre los geoglifos, en
particular, que: “Los geoglifos del río Colorado sólo pueden ser considerados como
brillantes concepciones simbólicas de una serie de complejas ideas y principios
filosóficos. La aparente simplicidad artística de las formas de los geoglifos parece

195
contradecir o velar la verdadera profundidad de las nociones intelectuales que subyacen
a ellos” [Whitley 2000: 96 traducción nuestra].
Afirmación con la que coincidimos plenamente y nos permite concluir que la
aparente simplicidad esquemática de ciertos estilos de grabados rupestres de la región
estudiada oscurece el hecho de que su producción implica una gran dificultad técnica en
su ejecución y de ahí, la necesidad de un elaborado oficio para tallarlos, así como una
gran complejidad simbólica en la lógica imaginaria, implicada en el sistema de
representación, en el sistema simbólico del cual son expresión, en las ideas míticas y en
las estructuras cognitivas.
Para la región del suroeste de los Estados Unidos, Polly Schaafsma, describe
pinturas rupestres elaboradas con cuidada minuciosidad y una técnica sofisticada:

Las pinturas de la Gran Galería de Barrier Canyon, mejor conocido como Horseshoe
Canyon, son de lo mejor en su estilo. El largo muro del abrigo está cubierto con docenas
de antropomorfos, ricamente decorados, muchos de los cuales son de tamaño natural.
En numerosos casos la superficie rocosa fue alisada a manera de preparación para
recibir las figuras, y diversas técnicas fueron empleadas para lograr los variados y
elaborados efectos de textura. La larga figura fantasmal […] fue creada por medio de
una técnica de salpicado; el indefinido resultado contribuye a su apariencia etérea. La
pintura sobre el torso de otros antropomorfos se aplicó con los dedos del artista, un
método de pintar que creaba un fondo delgado, encima del cual líneas y puntos se
aplicaban con pintura más espesa. En varios casos, las líneas se trazaron por medio de la
incisión, a través de las capas de pintura más gruesa, así se logró la sensación de un rico
textil [Shaafsma 1980: 66 traducción nuestra].

Los efectos visuales de forma, color y textura fueron buscados de una manera
deliberada, dejando ver que la técnica descansaba sobre una tradición pictórica muy
lograda. Se hace evidente que aquí también existió una intención bien definida de
conseguir efectos estéticos visuales y de textura que resultaban fundamentales para el
significado religioso y los valores de uso rituales de las imágenes. Más aún, las
sofisticadas técnicas pictóricas deben de haber sido dictadas en función de estrictas
prescripciones rituales.
De tal suerte, a partir de los problemas de interpretación que plantean estos
ejemplos, la pertinencia del concepto de arte para referirse a las manifestaciones
rupestres ha quedado como un asunto que debe discutirse con mayor detalle.

196
Establezcamos algunos precedentes al respecto para situar la discusión y presentar los
problemas implicados en la utilización del concepto: arte.22 En términos generales, el
concepto “Arte” ha sido utilizado para referirlo a un conjunto tan vasto y diverso de
creaciones y prácticas culturales, de calidad, función y significado tan distinto que
muchas veces ha suscitado serios cuestionamientos en torno a su pertinencia. Por otra
parte, se ha intentado acotarlo, especificando sus acepciones concretas. Desde tal
perspectiva, se presentan como un hecho que pareciera ser evidente, la oposición y
diferencia entre un concepto moderno y, con eso, profano, de arte, y otro tradicional y
antiguo, inmerso en la sustancia de lo sagrado. ¿Hasta dónde estas proposiciones
resultan consistentes, teóricamente hablando? Éste es el problema que nos proponemos
explorar aquí.

EL CONCEPTO DE ARTE TRADICIONAL

Hace ya más de cincuenta años, el filósofo e historiador Ananda K.


Coomaraswamy, intentó definir las semejanzas fundamentales que observó entre las
diversas manifestaciones artísticas de las sociedades premodernas, distinguiendo,
radicalmente, el arte de éstas, del perteneciente a las sociedades modernas, posteriores
al Renacimiento europeo.23 Su concepto de “arte tradicional” abarcaba el “arte de
Asia”, el de “Grecia hasta el final de periodo arcaico”, el de “la Edad Media europea”,
el designado por él como “arte primitivo” y el designado por él como “arte popular de
todo el mundo” [Coomaraswamy 1983: 18].
¿Cuáles serían las características comunes de todos estos diversos sistemas
artísticos? Haciendo una ajustada síntesis de sus ideas podemos señalar, primero, que
este arte sólo cobra sentido al interior de un campo semántico más amplio, que excede
lo meramente estético y comprende el conjunto de prácticas rituales y sistemas míticos,
que conforman la noción de lo sagrado dentro de cada cultura. Se inserta en un sistema
de artes tradicionales más vasto, diverso y particular que carece de la distinción entre
“artes mayores” y “artes menores” propio del sistema occidental de las “Bellas Artes”

22
En torno a las dificultades que existen para definir el concepto de arte, en sí mismo, véase: Panofsky
[1983], desde el punto de vista de la historia del arte, y la de Martin Heidegger [1985], desde el punto de
vista de la filosofía. Sobre la historia occidental del concepto de arte véase: [Tatarkiewicz 2004].
23
On the traditional doctrine of art, reúne varios artículos escritos originalmente entre 1938 y 1947;
existe versión castellana: [Coomaraswamy 1983], la que citaremos de aquí en adelante; véasetambién
Coomaraswamy [1956].

197
de los siglos XVII al XIX, del cual se distingue radicalmente. Este arte es más una
producción colectiva o comunitaria que una creación individual; en ese sentido, el
conjunto de la sociedad participa de y conoce los códigos que regulan el significado de
las manifestaciones artísticas. En el “arte tradicional”, las funciones utilitaria, simbólica,
ritual y estética, lejos de oponerse entre sí, se complementan: son interdependientes.
Desde tal perspectiva, debería haberse incluido al arte del continente americano
creado por las diversas culturas prehispánicas, por ello nos preguntamos: ¿por qué el
autor no las menciona dentro de su categoría de arte tradicional? Referidas en particular
al ámbito de las culturas prehispánicas y de las culturas indígenas contemporáneas de la
región que estudiamos, el noroeste de México, Miguel Olmos Aguilera expresa ideas
muy semejantes a las de Coomaraswamy, sostiene que existen toda una serie de
características que diferencian el arte indígena de otros códigos artísticos, en particular,
los occidentales modernos [Olmos 1998: 18]. Destaca que “al interior de las culturas
tradicionales observamos, por ejemplo, que existen lazos indisolubles que entretejen las
manifestaciones estéticas con los sistemas de creencias y la visión colectiva del
mundo”. Sintetiza las características particulares de lo que él llama arte indígena,
afirmando que existe una relación intrínseca entre el arte y la religión o el sistema de
creencias, siendo ésta la razón por la cual podemos hablar de un arte indígena religioso
a nivel colectivo. El código de comunicación es bien conocido, difundido y socializado
por los miembros de la comunidad. El arte es eminentemente simbólico y, por otro lado,
permite compartir, entre los miembros de la comunidad, los elementos simbólicos y
arquetípicos que aparecen en el pensamiento indígena contemporáneo. El arte está
articulado directamente con la reproducción social [Olmos 1998: 18-19 traducción
nuestra].
Como podemos ver, Olmos Aguilera propone una orientación conceptual,
semejante a la “doctrina tradicional del arte” de Coomaraswamy para el área cultural del
noroeste de México, misma que puede hacerse extensiva a las culturas prehispánicas del
centro y sur de México. Eso estaría de acuerdo con lo que importantes autores que han
estudiado diversas manifestaciones del arte prehispánico de México han expresado, de
tal manera, debemos incluir al arte de las diversas culturas prehispánicas de México
dentro de las consideraciones generales de la “doctrina tradicional del arte”. Presentadas
de esta manera, las principales ideas de Coomaraswamy, procederemos a desarrollar
algunas de ellas, para establecer su validez en relación con el asunto que estudiamos.

198
Podemos coincidir con Coomaraswamy en que la religiosidad ha sido la
motivación más importante de la actividad artística en la historia de la humanidad.
Desde las más antiguas manifestaciones rupestres del Paleolítico Superior es posible
distinguir evidencias rituales, asociadas a su producción, que lo inscriben en el ámbito
de lo sagrado. Todos los objetos producidos estéticamente, de la mayoría de las
sociedades premodernas, participan, de alguna manera, de lo ritual y lo mitológico, más
aún, encuentran su origen y fundamento en lo divino.
Referido en particular al ámbito del arte del México Antiguo, Paul Westheim
afirma, categóricamente, que “en el mundo del pensamiento mágico-mítico, la obra de
arte no es objeto de la vivencia estética, destinada a ‘depurar las pasiones’: es vehículo
de energías propias para enardecer la pasión religiosa” [Westheim 1980: 51]. En un
sentido coincidente, Octavio Paz afirma:

La civilización mesoamericana, como tantas otras, no conoció la experiencia estética


pura; quiero decir, lo mismo ante el arte popular que ante el religioso, el goce estético
no se daba aislado sino unido a otras experiencias. La belleza no era un valor aislado; en
unos casos estaba unida a los valores religiosos y en otros a la utilidad. El arte no era un
fin en sí mismo sino un talismán […] La obra de arte es un medio, un agente de
transmisión de fuerzas y poderes sagrados, otros. La función de la obra de arte es
abrirnos las puertas que dan al otro lado de la realidad [Paz 1997: 82-83 cursivas en el
original].

Walter Benjamin sostiene que, en su origen, la producción artística opera a partir


de una lógica que está en función de su servicio al culto religioso: “El alce que el
hombre de la Edad de Piedra dibuja en las paredes de su cueva es un instrumento
mágico. Claro que lo exhibe ante sus congéneres; pero está destinado sobre todo a los
espíritus” [1973: 29]. El carácter único e irrepetible de una obra de arte se identifica con
su inserción en el ámbito sagrado de una cultura tradicional [Benjamin 1973: 25].
Forma parte de un conjunto de prácticas religiosas que la subordinan al sistema de
creencias y a los rituales comunitarios, con las diversas modalidades que asume el culto
sagrado en las sociedades tradicionales. La obra de arte ha sido realizada con ese primer
fin y su carácter único depende de su función ritual:

199
La índole original de la inserción de la obra de arte en el contexto de la tradición,
encontró su expresión en el culto. Las obras artísticas más antiguas sabemos que
surgieron al servicio de un ritual primero mágico, luego religioso. Es de decisiva
importancia que el modo aurático de existencia de la obra de arte jamás se desligue de la
función ritual. Con otras palabras: el valor único de la auténtica obra artística se funda
en el ritual en el que tuvo su primer y original valor útil [Benjamin 1973: 25-26].

Coomaraswamy abunda en ese sentido, afirmando que “la práctica de cualquier


arte transmitido de forma tradicional es esencialmente un rito” [1983: 19].
Como vemos, el significado esencial de una parte sustantiva de los objetos de
arte tradicionales, depende, por completo, de su función religiosa. Más aún, continua
Benjamin, la obra de arte tradicional, “incluso en las formas más profanas del servicio a
la belleza, resulta perceptible en cuanto ritual secularizado” [1973: 25-26]. Sobre esta
cuestión, Coomaraswamy afirma:

Desde el punto de vista chino, la función primordial del arte consiste en revelar la
operación del Espíritu (ch’i) en las formas de la vida; en la India se ha dicho que todas
las canciones por igual, ya sean sagradas o profanas, se refieren a Dios, y que sólo Él es
el verdadero maestro que revela la presencia del Espíritu supremo (paramàtman),
dondequiera que la mente se aplique; en el Islam, lo que la voz humana y el laúd imitan
es la música de las esferas, y toda forma hermosa, ya sea de la naturaleza o del arte,
deriva su belleza de una fuente supramundana [1983: 27-28].

El valor estético no se opone al sentido espiritual, sino, le sirve de medio idóneo


de expresión. Así, por ejemplo, entre los Lega -que habitan en el bosque tropical de
Zaire y viven de la caza, la recolección, la pesca y la agricultura en pequeña escala- los
huesos, cornamentas y colmillos de los animales se utilizan para fabricar amuletos,
adornos y objetos de prestigio, cuyos temas dan lugar a metáforas acerca de las
cualidades de los animales, las que tienen una contraparte en las narrativas de la
tradición oral. La equivalencia simbólica entre esculturas y objetos naturales da lugar a
términos que parecen expresar apreciaciones estéticas y se asocian con la belleza y el
orden: kukonga significa producir armonía y unidad en el canto colectivo; kwengia
significa brillante como una escultura bien pulida; kwanga significa permanecer en un
orden adecuado; kuswaga significa estar en paz [Layton 2003: 7-17].

200
Por lo que se refiere a nuestras tradiciones, dentro de las diversas
manifestaciones de la cultura nahua antigua, que hemos llegado a conocer, se habla de
una excelencia en el hacer las cosas que puede alcanzarse en las creaciones humanas.
El poeta Netzahualcóyotl utiliza la palabra nahua yectli para referirse a “los hermosos
cantos de Tezozomoctzin”, de manera semejante, el poeta Tlaltecatzin usa yectla para
hablar de: “los jades preciosos que fueron labrados con arte” [León-Portilla 1984: 64-65
y 36-37 respectivamente].
Consideramos que estas referencias son importantes pues dejan ver un modo de
pensar en relación con las características de lo bello que es producto del buen oficio en
el hacer las cosas y digno de ser elogiado. De acuerdo con Rémi Siméon, encontramos
las siguientes acepciones del náhuatl: yecti o yectli, referidos a hacerse bueno; yectia o
yectli, referidos a hacerse bueno, llegar a ser mejor; yectencualoni: digno de ser
alabado; yectiliztica: con bondad, con gracia, con equidad; yectilia: justificar a alguien,
hacer su apología [Simeón 1977:178]. Connotaciones que nos permiten aproximarnos a
los probables significados otorgados entre los antiguos nahuas a las actividades que
nosotros designamos con la palabra arte, de origen latino. No obstante, el cuidado
trabajo humano para transformar cualquier materia en algo bello, para el poeta nahua, el
origen y la esencia del arte poético son divinos:

Con flores escribes las cosas,


¡Oh Dador de la Vida!
Con cantos das color,
Con cantos sombreas
A los que han de vivir en la tierra [citado en Garibay 1964: 357-358].

Es, por ello, que poesía, arte y verdad forman parte de una misma práctica y una
misma forma de decir las cosas:

Valiéndose de una metáfora, de las muchas que posee la rica lengua náhuatl, [los sabios
(tlamatinime)] afirmaron en incontables ocasiones que tal vez la única manera posible
de decir palabras verdaderas en la tierra era por el camino de la poesía y el arte que son
“flor y canto”. La expresión idiomática, in xóchitl, in cuícatl, que literalmente significa
“flor y canto”, tiene como sentido metafórico el de poema, poesía, expresión artística y,
en una palabra, simbolismo. La poesía y el arte en general, “flores y cantos”, son para
los tlamatinime, expresión oculta y velada que con las alas del símbolo y la metáfora

201
puede llevar al hombre a balbucir, proyectándolo más allá de sí mismo, lo que en forma
misteriosa lo acerca a su raíz. Parecen afirmar que la verdadera poesía implica un modo
peculiar de conocimiento, fruto de auténtica experiencia interior, o si se prefiere,
resultado de una intuición [León-Portilla 1993: 128].

De lo que canta un poema, encontrado en Tenochtitlán, podemos deducir que la


escultura, la pintura y la poesía son medios que sirven para trascender la cualidad mortal
de los hombres y permiten que el ser humano perdure en el tiempo, a través de la
memoria de los que los sobreviven, asimismo, arte escultórico, arte pictórico y poesía se
equiparan con ese significado y esa función:

Estoy esculpiendo una gran piedra,


Estoy pintando un grueso madero:
De mi canto habrá de hablarse alguna vez:
Dondequiera que vaya la muestra de mi canto
Vivirá mi corazón allí,
Vendrá a crearse mi recuerdo,
Vivirá mi fama [citado en Garibay 1964].

Dentro de las culturas prehispánicas, todo parece estar imbuido por lo sagrado,
de modo que resulta difícil distinguir las actividades utilitarias comunes, de aquellas que
tienen un sentido religioso y participan de las prácticas rituales. La distinción entre lo
sagrado y lo profano es muy sutil; no existe un aspecto de la vida colectiva que no
pueda asociarse o referirse de algún modo al ámbito religioso; toda la vida cotidiana
está tamizada por la religiosidad. Es mejor hablar de grados de religiosidad. Es en tal
sentido que interpreto a Elsie Clews Parsons cuando afirma que “en todos sus aspectos,
la religión de los pueblo está lejos de ser un sistema externo al resto de la vida. Lo que
el extraño de otra época o cultura llama religión, el lugareño lo considera una parte
integral de su vida” [Parsons 1996: xxxiii traducción nuestra].
La religión no existe como un dominio separado de otras esferas de la vida
colectiva, sino imbricado con todo, de tal manera que cada actividad y cada utensilio se
asocian a un sentido simbólico, perteneciente al ámbito mitológico y ritual. El ritual
juega un papel social decisivo. Las representaciones simbólicas que aparecen en las
armas, en las herramientas, en todos los utensilios de uso cotidiano, no son meras

202
decoraciones, sino elementos funcionales del mismo útil que evocan energías divinas,
indispensables para su buen funcionamiento.
Las comunidades de los wixaritari (huicholes) del noroeste de Jalisco son un
ejemplo muy definido de esto que afirmamos, los diseños simbólicos que aparecen tanto
en sus prendas de vestir como en sus objetos de uso cotidiano poseen connotaciones
religiosas específicas. A partir de su trabajo etnográfico entre ellos, Carl Lumholtz llegó
a la conclusión de que “todos los diseños son expresiones de ideas religiosas que
impregnan la existencia íntegra de este pueblo”.

Todos los diseños que aparecen en morrales, pañoletas, túnicas, camisas y faldas
significan plegarias solicitando algún beneficio material o protección contra daños, o
bien veneración hacia alguno de los dioses. Así, por ejemplo, aun en su forma más
convencional, la jícara doble para agua significa una oración pidiendo agua: origen de
todas las manifestaciones de la vida y fuente de la salud. Animales tales como el puma,
el jaguar, el águila, etcétera, simbolizan oraciones pidiendo protección, como también
adoración por la deidad a la que dichos animales pertenecen. La flor blanca llamada
toto’ que, al igual que el maíz, crece en la temporada húmeda, es, a la vez, un símbolo
de dicha planta y una plegaria solicitando abundantes cosechas [Lumholtz 1986: 325-
326].

Mediante esos símbolos, el ámbito de lo cotidiano y el ámbito de lo sagrado se


articulan, componiendo una unidad más vasta: el cosmos, como totalidad. Jean
Cazeneuve explica cómo se compone esta unidad, destacando que “lo sagrado aparece
como el elemento que sintetiza lo condicionado –que es diacrónico, cotidiano- y lo
incondicionado –el mundo mítico, fuera del tiempo y, en tal sentido, sincrónico-
mediante el empleo de símbolos relacionados con las clasificaciones esenciales, a cuyo
mérito se debe que todas las cosas se encuentren ordenadas” [Cazeneuve 1971:196].
Con un sentido semejante, José Alcina Franch propone abordar al lenguaje
literario y a los lenguajes plásticos del arte mexica como un continuum, estrechamente
articulado con los diversos sistemas simbólicos derivados de la religión: sistema
numérico, sistema calendárico, sistema cromático y sistema nominal de personas y
lugares: “tendremos que hablar de lenguajes literarios y lenguajes plásticos, como si se
tratase de un verdadero continuum en el que las correlaciones literario-plásticas no se
han establecido en su totalidad, pero de las que tenemos suficientes evidencias como

203
para suponer que existen, sistemáticamente y a un nivel global o total” [Alcina Franch
1992b: 23-24].
Coomaraswamy sostiene respecto del arte asiático, en particular, y de lo que él
llama “arte tradicional”, en general, que su consistencia simbólica es una condición
primordial de su integridad espiritual, y estilística, diríamos nosotros. Desde tal
perspectiva, vemos que el valor estético de tales objetos de arte es inseparable de su
función útil, de su simbolismo religioso y de su función ritual.
Clifford Geertz abunda en este sentido, sosteniendo que los símbolos sagrados
tienen la función de sintetizar el ethos de un pueblo, integrando: el tono, el carácter y la
calidad de su vida; su estilo moral y estético; su cosmovisión [Geertz 1997: 89]. Idea
que desarrolla de la siguiente manera:

En la creencia y en la práctica religiosas, el ethos de un grupo se convierte en algo


intelectualmente razonable, al mostrárselo como representante de un estilo de vida,
idealmente adaptado al estado de cosas descrito por la cosmovisión, en tanto que ésta se
hace emocionalmente convincente al presentársela como la imagen de un estado de
cosas peculiarmente bien dispuesto para acomodarse a tal estilo de vida. Esta
confrontación y mutua confirmación tiene dos efectos fundamentales. Por un lado,
objetiva preferencias morales y estéticas al pintarlas como las impuestas condiciones de
vida implícitas en un mundo con una estructura particular, como una inalterable forma
de realidad, captada por el sentido común. Por otro lado, presta apoyo a estas creencias
sobre el mundo, al invocar los sentimientos morales y estéticos profundamente sentidos
como experimentada evidencia de su verdad. Los símbolos religiosos formulan una
congruencia básica entre un determinado estilo de vida y una metafísica específica (las
más veces implícita), y así cada instancia se sostiene con la autoridad tomada de la otra
[Geertz 1997: 89].

Abundantes estudios etnográficos han permitido observar dentro de una gran


diversidad de culturas vivas, la forma en la cual los objetos producidos estéticamente
participan de esta relación esencial entre el ser humano y el medio ambiente habitado y
cómo esa relación está mediada por lo sagrado. Tanto en algunas sociedades tribales del
África subsahariana como en ciertas comunidades indígenas de América, el mundo
natural es visto como un universo poblado por espíritus y dioses que rigen sus fuerzas
dinámicas, manifiestas aun en las cosas inanimadas como las piedras. Los espíritus y
deidades que gobiernan tales fuerzas, benéficas o perjudiciales, deben ser apaciguados o

204
complacidos, constantemente, para el bien de la comunidad. Infinidad de objetos,
producidos estéticamente, tienen una función muy definida dentro de rituales cuyo
sentido es crear un estado de armonía con las fuerzas sobrenaturales que rigen la vida
[véase Layton 2003].
En el Popol Vuh, de la literatura religiosa maya-quiché, se nos dice que el
hombre fue creado por los dioses con la misión principal de adorarlos y rendirles culto.
Se preguntan los dioses creadores, “el Creador, el Formador y los Progenitores”:

¿Cómo haremos para ser invocados, para ser recordados sobre la tierra? Ya hemos
probado con nuestras primeras obras, nuestras primeras criaturas; pero no se pudo lograr
que fuésemos alabados y venerados por ellos. Probemos ahora a hacer unos seres
obedientes, respetuosos, que nos sustenten y alimenten […] Hay que reunirse y
encontrar los medios para que el hombre que formemos, el hombre que vamos a crear
nos sostenga y alimente, nos invoque y se acuerde de nosotros [Popol Vuh 1971:27-28].

Esto da cuenta de una de las ideas principales que rigió la religiosidad de los
antiguos mayas quiché y de otros pueblos de Mesoamérica: el sentido de la existencia
humana radicaba en atender a las necesidades de los dioses. El conjunto del orden social
se construyó sobre los cimientos de las creencias religiosas que le daban fundamento.
Al sancionar todos los hechos sociales, el mito se convertía en el sustento de las
instituciones sociales. Las reglas que regían todas las relaciones sociales, sus jerarquías,
el origen mismo de todas las instituciones encontraban su explicación y sentido en los
mitos.
El mito no sólo fundaba por completo el orden social, sino que situaba a todo el
ámbito de la vida colectiva dentro del orden cósmico. Para el pensamiento religioso
ninguna esfera de la vida está aislada, todas son interdependientes y existen a partir de
su lugar dentro de la cosmogonía-cosmología. Así, por ejemplo, la función de gobernar,
un deber del tlahtoani mexica, suponía el lograr establecer la armonía de todas las
energías presentes en las cosas y seres bajo el cielo. Lo que sólo podía hacerse si los
actos que decidían el destino de los seres humanos estaban en consonancia con las
fuerzas cósmicas, con los designios divinos. El destino humano radicaba en ser el
principal colaborador de los dioses. Recordemos las palabras de Alfonso Caso:

205
La idea de que el azteca era un colaborador de los dioses; la concepción de que
cumplían con un deber trascendental y que en su acción radicaba la posibilidad de que
el mundo continuara viviendo, permitió al pueblo azteca sufrir las penalidades de su
peregrinación, radicarse en un sitio que los pueblos más ricos y más cultos no habían
aceptado, e imponerse a sus vecinos, ensanchando constantemente su dominio, hasta
que […] llevaron el poder de Tenochtitlán a las costas del Atlántico y del Pacífico [Caso
1953: 121-122].

La tarea esencial de los mexicas era la de proveer el alimento mágico de la


sangre humana (chalchíhuatl) para propiciar y prolongar la vida del Sol y así dar
continuidad al ciclo vital correspondiente a su Era Cósmica. Ahí estaba lo que dotaba de
sentido a su existencia. Todo el orden universal y, en consecuencia, el social, estaban
fundados en el antiguo mito nahua del Sol. La misión de los mexica era de tal
importancia que justificaba cualquier acto que se encaminase a cumplir dicho fin.
Fundó, de hecho, un orden militar orientado a obtener prisioneros, destinados a la
piedra de los sacrificios, que proporcionaban el alimento vital para el Sol. A su vez, el
ritual del sacrificio exigía la creación de un espacio propicio y unos utensilios
adecuados para cuya construcción y elaboración, todas las artes contribuían.
El orden humano se concebía como una réplica del orden divino: las cinco
divisiones del imperio mexica correspondían a los cinco rumbos del universo. El
tlahtoani no hacía sino personificar a los dioses en sus acciones fundamentales. Su
relación con las divinidades tenía que ser íntima. El dios hablaba por medio de la
palabra del soberano y actuaba, también, por mediación de él. Por eso:

[…] se dice que el tlahtoani “hace andar al sol y a la tierra”; el tlahtoani es, en
ocasiones, el sol naciente, o bien se equiparan la vida, el gobierno y la muerte del
tlahtoani con el curso solar. Estas imágenes parecen indicar que se consideraba al
tlahtoani como parte fundamental del universo, tal como era el sol, la tierra o el
inframundo y se pensaba que para la armonía del universo era imprescindible la
presencia del gobernante supremo […] [Alcina Franch 1992a: 164].

El buen fin de todas las acciones dependía de que éstas participaran de la


armonía cósmica. Lo más importante de las prácticas rituales se dirigía a lograr esa
armonía que permitía al hacer humano estar en consonancia con la voluntad de los
dioses, regidores y símbolos de las fuerzas mágicas, asociadas a cada dimensión de la

206
existencia. Los ritos eran actos propiciatorios que seguían las enseñanzas míticas con el
fin de conseguir la ayuda de los dioses y así tener éxito en lo que se emprendía.
En el mito se hallaban las herramientas de conocimiento para dar forma y
sentido al cosmos, a las formas de acción de la energía vital que lo mueve todo,
comprendida la situación de la humanidad dentro de él. Los seres humanos necesitaban
recurrir a la verdad de los mitos para interpretar sus experiencias y para conocer los
designios divinos. El mito guardaba los sentidos ocultos de la existencia y los exponía
en conceptos metafísicos, inteligibles tanto para los iniciados en los niveles profundos
de la religión como para el conjunto de la comunidad.
La esencia de la sabiduría de los mitos ha estado dirigida a los estratos más
hondos de la conciencia, de modo que entre los pueblos del México antiguo sólo era
posible tener acceso a ello siendo partícipe de la dimensión mágica de la realidad. Para
que eso pudiera ocurrir, existían infinidad de técnicas sagradas entre las que destacaban
las danzas rituales, el consumo de enteógenos y diversos métodos de psicología
religiosa, asociados a la abstinencia sexual, el ayuno y el aislamiento, en ocasiones, el
dominio del dolor físico. Mercedes de la Garza dice al respecto:

Así como detrás del mundo visible y tangible se ocultan para el indígena innumerables
energías y poderes que determinan el cauce del acontecer, la experiencia humana se
diversifica, internándose en otras dimensiones de lo real, que dan una peculiar
profundidad a la vida, una inigualable riqueza. El pensamiento religioso de los nahuas y
los mayas concibe espacios y umbrales que sólo se vislumbran en estados especiales y
que algunos logran atravesar, adquiriendo así poderes sobrenaturales. Esos estados en
los que se dan extrañas vivencias y que pueden permitir el acceso a otros ámbitos,
distintos al mundo de la experiencia ordinaria, se producen, según ellos, cuando el
espíritu se desprende del cuerpo, hecho que puede ocurrir por diversas causas y en
diversas circunstancias de la vida. Entre las formas de separación del cuerpo y el
espíritu, destacan el sueño y el trance extático, estados que, de acuerdo con la
significación que tienen para los indígenas, más que irracionales podían ser
considerados como supraconscientes [Garza de la 1990: 15].

R. Gordon Wasson [1980] ha documentado extensamente la relación entre


experiencia extática religiosa, consumo de enteógenos, visita al mundo sobrenatural y
manifestaciones artísticas, haciendo referencia a numerosos ejemplos de códices,

207
pinturas murales, poemas y esculturas de México y Guatemala, entre las que destaca la
del dios Xochipilli de los mexica.
Las prácticas místicas que son la vía de acceso al mundo mágico del mito,
preparan al participante para la ceremonia ritual donde música, canto, poesía, danza,
imágenes sagradas y espacio-ambiente ceremonial forman una unidad. Una parte muy
importante del arte escultórico de Mesoamérica da cuenta del trance extático como vía
de entrada al ámbito sagrado. Dentro de este universo mágico, las formas adquieren
sentido al evocar la realidad profunda del mito, que aparece en la visión extática, y la
hacen patente en el mundo. La apariencia física es la fachada detrás de la cual se
esconden las fuerzas cósmicas que dan vida a los seres y a las cosas. La forma estética
en la que se presentan los objetos de culto es, en ese sentido, símbolo de la dimensión
sagrada que sustenta todo lo que existe. Es la manifestación visible de lo invisible. La
metamorfosis estética y simbólica del fenómeno natural, que se concreta en la
imaginación del artista-artesano de las antiguas culturas americanas, es uno de los
factores fundamentales de la creación plástica, para la cual, la forma es la expresión de
la vivencia extática sagrada.
En todo objeto, producido estéticamente, existe una total unidad de forma y
contenido, “la ‘forma’ no puede separarse del ‘contenido’: la distribución del color y de la
línea, de la luz y de la sombra, de los volúmenes y de los planos, por grata que pueda ser
como espectáculo visual, debe también entenderse como vehículo de una significación que
trasciende lo meramente visual” [Panofsky 1983: 187]. Es, con ese sentido, que Paul
Westheim afirma que “como recurso expresivo, la creación artística emplea
frecuentemente la estilización, que destaca y subraya ciertos rasgos y suprime todo lo
demás como no característico […] La metamorfosis del fenómeno natural que se opera en
la imaginación del hombre es uno de los factores fundamentales de la creación plástica”
[Westheim 1980: 46, 48].
La forma se altera en función de las necesidades de representar y de revelar los
atributos de lo sobrenatural por medio de estilizaciones específicas que los simbolizan,
como en el caso de la diosa Coatlicue de los mexica. Coatlicue, la de la falda de
serpientes, la Diosa Madre, que simboliza al universo de las realidades divinas y
humanas, su doble cabeza de serpiente hace referencia a la dualidad esencial de la
deidad suprema: “Nuestra Madre, Nuestro Padre”. El cráneo bajo su pecho habla de la
diosa como dadora de la vida y de la muerte pues, en su seno, la tierra recibirá, al fin, a
todos los humanos. Las garras de sus pies se asocian al águila y al hecho de que, al

208
morir, los seres regresan a la tierra para ser descarnados. Las serpientes de sus muñones
simbolizan los chorros de sangre del sacrificio.
El simbolismo de los elementos que la componen es sumamente complejo y
requiere de una descripción minuciosa de los numerosos detalles que dan forma al
conjunto de su figura, siguiendo la interpretación que Christian Duverger propone
podemos destacar algunos de los más importantes. La falda de serpientes entrelazadas
de la diosa madre se refiere a su nombre náhuatl: “la de la falda de serpientes”. El
entrelazamiento de las serpientes en forma de petate funciona como un glifo, que desde
tiempos antiguos denota la idea de poder. Las dos cabezas de serpiente enfrentadas son
la alegoría de dos chorros de sangre que brotan de su cuello, pues la diosa está
decapitada como las mujeres sacrificadas durante los ritos agrarios. Las dos cabezas
remiten, en general, al principio de dualidad y, en particular, al “agua de jade” y “agua
de fuego” del glifo del atl tlachinolli. Las dos serpientes remiten también al mito de la
creación del mundo: el desmembramiento de la serpiente por Quetzalcóatl y
Tezcatlipoca. Las garras y las plumas de águila “delatan la voluntad mexica de
aztequizar a Coatlicue al fusionarla con la diosa Cuauhcíhuatl”. El cráneo en la cintura
es un atributo femenino, recuerda que las mujeres ocupan la mitad occidental del
mundo: lugar del crepúsculo que abre acceso al mundo subterráneo. El collar de manos
abiertas y corazones se asocia a un simbolismo esotérico numerológico, vinculado al
sacrificio humano: el binomio 3-5, el fuego y la sangre, por una parte, y la inestabilidad
del centro, por la otra. Esta última oposición puede interpretarse en relación con el
concepto cíclico de creación y destrucción del mundo, narrado en el mito cosmogónico,
en tanto que la idea que subyace es la de que el devenir del mundo oscila constantmente
entre el equilibrio y la inestabilidad, entre la creación y la destrucción [Duverger 2000:
420-421].
Duverger llama nuestra atención respecto de la relación entre la forma estética y
el simbolismo esotérico, ya que la forma es el medio de expresión del cual se vale el
simbolismo religioso para poner de manifiesto sus conceptos de manera patente:

En definitiva, el arte precortesiano es un arte hiperintelectual capaz de compactar


símbolos al grado de liberarse de toda obligación realista. Nadie debe pues sorprenderse
de que haya engendrado serpientes emplumadas, bebés con colmillos de jaguar o nubes
pobladas con rostros humanos. El fuego adopta la forma de olas impetuosas, la sangre
florece, los muertos viven. La tierra abre muy grande sus mandíbulas, los dioses llevan

209
glifos en lugar de ojos y las diosas collares de corazones humanos y las manos cortadas
[…] Por lo tanto, no se puede tratar el arte prehispánico de México y de Centroamérica
sólo a partir de su exterioridad. Sólo se pueden entender sus formas si se comprende el
pensamiento que lo produjo [Duverger 2000: 83].

Todos los seres son moradas de espíritus que rigen el sentido de su existencia.
Así, las representaciones artísticas de la flora y la fauna revelan, por medio de la
alteración deliberada de su forma natural, definida por los cánones estético-religiosos, lo
que yace oculto en ellas: los espíritus, los dioses, las energías mágicas. El punto de
partida para la creación artística es la observación de la naturaleza, sin embargo, dice
Westheim, “se impone la necesidad de modificar el fenómeno óptico, dándole un
aspecto más abstracto, condensándolo, sometiéndolo a una disciplina y aumentando la
expresividad de la forma [Westheim 1980: 54].
Los centros ceremoniales muestran la total integración de las artes que existía
en las culturas del México antiguo. En aquellos lugares donde la pintura mural se ha
conservado –como en Teotihuacán, Cacaxtla y Bonampak- podemos observar la
perfecta unidad del conjunto artístico-ceremonial que integra la arquitectura con el
paisaje y, a su vez, a la escultura, el relieve y la pintura con la arquitectura. El espacio
ceremonial, incluye, por supuesto, el lugar para la música, el canto y la danza. Mismas
que cuentan con el servicio de las llamadas “artes menores” como la orfebrería, la
joyería, el arte del vestuario y el arte plumario, para realzar todos los efectos visuales
del drama ceremonial. Destaca, de esta manera, el concepto que subyace a la producción
de objetos de arte en el México prehispánico: el de un gran arte único de carácter
religioso que integra a todas sus manifestaciones en una unidad esencial. Desde el
punto de vista ritual, el elemento estético es fundamental pues, lo que se ofrece a los
dioses es siempre lo más valioso, lo mejor, lo más bello, lo más difícil de lograr, lo más
preciado para los hombres. Sólo lo más valioso es digno de ser donado a los dioses.
Podemos también tomar un ejemplo del noroeste de México: la Danza de la
Cosecha, Ví’ikita entre los tohono o’odham de Sonora y Arizona que, tradicionalmente,
se ha llevado a cabo en el pueblo de Quitovak, Sonora. Hasta la primera década del
siglo XX, la ceremonia conjugaba todos los elementos visuales y sonoros de las
distintas artes para realzar, a la vez, el dramatismo y la comicidad. Al día siguiente de
anunciarse la fecha de realización de la fiesta, salían a pedir comida para el baile los
nawichos, hombres disfrazados con máscaras, adornados con vistosas pinturas y

210
vestidos con faldillas y plumas; más tarde, durante el evento principal, participaban,
actuando a la manera de bufones. La ceremonia utilizaba todas las artes: canto, danza,
oratoria poética, vestuario, efigies –que representaban animales de caza, cactus de frutos
comestibles, mazorcas de maíz, casas, nubes, el sol y la luna-, espacio ceremonial –con
un recinto construido con cañas de maíz- y el ambiente natural para acentuar el clímax
ceremonial de la fiesta.
Tal como lo relata Elsie Clews Parsons, entre los grupos pueblo del suroeste de
Estados Unidos encontramos prácticas rituales e ideas semejantes que parecen
confirmar esta manera de comprender algunas de las funciones del ritual y su relación
con las diversas artes:

De la religión pueblo uno puede decir, en particular, que es una forma de


instrumentalismo para controlar lo natural, a través de lo sobrenatural, usualmente, por
supuesto, como un flujo de interés, no como una empresa planeada. La técnica de
control es ampliamente mágica, es decir, los actos rituales son automáticamente
efectivos: la oración, la canción o la danza, el color o línea son formularios o
compulsivos; pero hay aquí más que mera magia –hay control conceptual. Los
fenómenos climáticos –la lluvia, la nieve, el granizo, el trueno, el viento- son
considerados como Espíritus antropomorfos, accesibles de varias maneras familiares
[…] Las artes de los pueblo son también servidoras de esta clase de utilitarismo no
deliberado –las palabras, los ritmos, los movimientos, el color y la línea contribuyen,
todos, al control de los Espíritus. La poesía y la canción, la danza, la música y los pasos,
la máscara, la figurilla, la pintura al fresco y en arena, el arte plumario, el tejido y los
encajes, cualquier cosa que puedan ser, son también medidas para invocar y ejercer
coerción, para gratificar o pagar a los Espíritus. La religión de los pueblo aporta una
sobresaliente mirada interior del arte primero como ritual [Parsons 1996: xxxii-xxxiii
traducción nuestra].

En 1952 Arthur M. Hocart sostenía que el sentido primordial del rito era el de
propiciar la vida, hacerla más rica y abundante y que, en su concepto más amplio, el
ritual es la gran ciencia de la vida que pone a su servicio todos los descubrimientos, los
hallazgos acerca de las propiedades de los minerales, de los alimentos, del calor y de la
luz como fuentes de vida e, incluso, los descubrimientos acerca de la organización
social [Hocart 1985: 72]. Para fundamentar su punto de vista, Hocart cita abundantes
ejemplos de diversas comunidades donde se piensa que propiciar la vida es el sentido

211
primordial de los ritos, de todos ellos, recogemos el testimonio de los grupos pawnee
(Chahiksichahik) de Norteamérica: “La ceremonia hako es una oración por los niños,
para que la tribu crezca y se fortalezca; y también para que el pueblo goce de larga vida,
disfrute de la abundancia, sea feliz y viva en paz” [Hocart 1985: 68].
“La vida, para usar la palabra de los zunis, tekohana, [significa] luz, vida,
bienestar y, debemos agregar: saber solicitarlo, eso es, ciertamente, la religión de los
pueblo” [Parsons 1996: xxxiv].
El ritual tiene el sentido de influir en el curso de las fuerzas que controlan los
dioses y los espíritus o de armonizar a la comunidad y a las personas con ellas, por
medio de la escenificación dramática de los sucesos fundamentales que aparecen
relatados en los mitos. En el ritual se reviven, ceremonialmente, el tiempo y los sucesos
míticos originarios. El ritual es el acontecimiento de la vida colectiva por medio del cual
el mito se vuelve algo presente, actual, vivo. El ritual es el principal medio de
socialización del mito. El ritual enriquece al mito, lo significa de nuevo, lo dota con
nuevos sentidos y lo adapta a las situaciones siempre cambiantes de la vida. El ritual es
el cíclico recuerdo de los sucesos fundamentales. Por medio de él, los mitos establecen
su actualidad en la vida cotidiana de la comunidad.
Historiadores de las religiones, hoy clásicos, como Otto, Kerényi, Eliade y
Jensen, se han expresado abundantemente acerca de la íntima conexión que existe entre
mito y ritual, insistiendo en que, en numerosas culturas, el núcleo fundamental de los
actos de culto consiste en la representación dramática de los acontecimientos descritos
en los mitos correspondientes o, inclusive, que el relato de los mitos es, muchas veces,
un acto formal del culto. Así, como hemos visto, entre los pimas y pápagos de Sonora y
Arizona ha existido la tradición de recitar la mitología completa, una vez al año, en
diciembre, durante las cuatro noches más largas del año [Bahr, et. al. 1994: 282;
Underhill 1939: 125]. De tal forma, una de las posibles definiciones del ritual puede
referirse a la escenificación ceremonial de los grandes temas míticos, el ritual puede
entenderse como el arte de expresar y celebrar la participación plena de significado de
los seres humanos en la dimensión cósmica y sagrada de la existencia.
Este arte de expresar y celebrar lo sagrado puede servir como el concepto clave
que explique el uso y la función de todas las artes particulares dentro del universo
mítico y ritual. La danza, la música, el canto, la poesía, la escenificación teatral, las
imágenes y las esculturas, las diversas formas de decoración corporal y escénica,
formando parte de un solo gran arte que es el arte sagrado del ritual.

212
CONCLUSIONES SOBRE LA DOCTRINA TRADICIONAL DEL ARTE

En síntesis, podemos concluir, que el arte tradicional sólo cobra sentido al


interior de campos semánticos y prácticos más amplios, que exceden lo meramente
estético y comprenden el conjunto de prácticas rituales y sistemas míticos que dan
sustancia y forma a la noción de lo sagrado dentro de cada cultura. La totalidad de las
creencias que conforman el pensamiento religioso están estructuradas como conjuntos
de relatos míticos que podemos llamar mitologías; es, precisamente, el sistema
mitológico lo que constituye el contenido sustantivo del arte tradicional, si no es su
tema único, sí es el principal. De ahí que Coomaraswamy afirme:

Tanto en el arte asiático como en el medieval, la razón de ser es el tema (gravitas,


artha) fundamental de la obra, y debemos captar ese tema si nos proponemos
comprender y no meramente que la obra nos guste o no nos guste. Un divorcio de la
belleza con respecto a la verdad es inconcebible, “la belleza tiene que ver con la
cognición”. La belleza de la obra que es el derecho de nacimiento de todo lo que está
hecho bien y fielmente, proporciona un deleite legítimo, pero nunca ha sido el fin que se
proponía el artista, a quien no le importaba cuán bellamente sino cuán inevitablemente
expresaba su tema [Coomaraswamy 1983: 23].

Por medio de la forma dramática en la cual se presenta el tema mitológico, el


“artista tradicional” pone de manifiesto el contenido que se halla oculto dentro del relato
mítico. Ese contenido es una enseñanza fundamental para la vida. La función primordial
de la obra consiste, así, en revelar el sentido espiritual de la narración mítica para
permitir que la comunidad y las personas que la componen se eleven a la forma superior
de vida que la enseñanza espiritual del mito comprende. “Así pues, sólo podemos
esperar obtener una comprensión real si consideramos los fines del arte [tradicional] y la
manera en que el artista aborda el problema formal presentado por la exigencia de las
cosas que hay que hacer de acuerdo con exigencias específicas y espirituales”
[Coomaraswamy 1983: 25].
De tal forma, el creador de objetos de arte no sólo domina la técnica del oficio
que practica, sino que es un iniciado en las doctrinas esotéricas que rigen lo sagrado.

213
Conoce en detalle los mitos y su contenido espiritual, los rituales y su sentido
trascendente. En numerosas comunidades de América, África, Asia y Oceanía, como
entre los pintores de íconos de la Europa cristiana medieval, el proceso de formación del
creador de objetos de arte tradicional es, en primer término, un proceso espiritual-
religioso y, sólo en segundo lugar, una enseñanza técnica. Consiste en una prolongada
iniciación, por medio de la cual, en el curso de un complicado proceso, el discípulo se
entrega por completo al arte hacia el cual lo impulsa su vocación y es guiado por un
maestro, conocedor de los misterios, quien lo toma bajo sus minuciosos cuidados y le
enseña todo lo que debe saber. De generación en generación, el conocimiento pasa de
maestro a discípulo.
De hecho, en muchas sociedades tradicionales, el aprendizaje de varias artes era
considerado como algo fundamental en la formación de ciertos grupos sociales, por
ejemplo, “en la India medieval, se consideraba esencial para la educación, un grupo de
‘sesenta y cuatro artes’ de tipos muy diferentes” [Coomaraswamy 1983: 19].
El conjunto de la sociedad participa del significado de los objetos estéticamente
producidos y de las formas específicas de su inserción en los rituales. Las
manifestaciones artísticas poseen un sentido comunitario específico e incluyente que
integra a los miembros de la colectividad en una cultura común. Para decirlo de otra
manera, podemos recordar las palabras de Claude Lévi-Strauss, quien en 1955 sostenía
que “el conjunto de las costumbres de un pueblo es marcado siempre por un estilo;
dichas costumbres forman sistemas” [1992: 185]. Precisamente, es ese conjunto
simbólico formado por mito, ritual y práctica artística la que ha dotado de unidad,
coherencia e identidad específica a las comunidades humanas. En este asunto, sin
embargo, vale la pena establecer una precisión indispensable: la unidad se da,
paradójicamente, dentro de la diversidad. Cada comunidad está sustentada no sólo a
partir de sus múltiples coincidencias y repeticiones, sino, también, a partir de
diferenciaciones, excepciones y contradicciones internas que interactúan entre sí, de
manera compleja.
En lo referente a los niveles de comprensión del significado esotérico de las
manifestaciones artísticas, podemos constatar que en muchas culturas aparecen, por lo
menos, dos esferas diferenciadas: una que es propia de los iniciados, y corresponde a un
conocimiento profundo y sumamente sofisticado, y otro, el del común de los miembros
de la sociedad que es un conocimiento de segundo orden y más superficial, y que,
muchas veces, han dado origen a ámbitos diferenciados de religiosidad y de producción

214
artística: el popular y el sacerdotal –o de los grupos de iniciados: especialistas rituales,
sacerdotes, sociedades secretas. Lo destacamos, porque en esta cuestión diferimos del
punto de vista expresado por Coomaraswamy, recordemos que, según él, las semejanzas
de todas las artes tradicionales suponen que el conjunto de la sociedad participa de y
conoce los códigos que regulan el significado de las manifestaciones artísticas. De tal
forma, la “doctrina tradicional del arte” implica que:

No puede establecerse ninguna distinción estricta entre un arte bello e inútil y un arte
aplicado y útil, ni hay nada semejante a un arte puramente decorativo en el sentido de una
mera tapicería sin significado. Todo lo que podemos decir es que en unas obras
predominan los valores físicos y en otras los espirituales, pero esos valores nunca son
mutuamente exclusivos [Coomaraswamy 1983: 18-19].

Hasta aquí podemos estar de acuerdo con el autor, mas, diferimos respecto de la
siguiente afirmación:

Tampoco se puede hacer ninguna distinción lógica entre las artes cultas y las populares; la
diferencia que hay entre ellas es de elaboración y a veces de refinamiento, más bien que de
contenido. En otras palabras, aunque podemos encontrarnos con leyes suntuarias,
correspondientes a la jerarquía funcional, las necesidades fundamentales de la vida, ya sean
físicas y espirituales, son las mismas para todas las clases. Por tanto, los usos y significados
de las obras de arte nunca necesitan ser explicados, pues el artista no es distinto del hombre
más que por la posesión de un conocimiento específico y una técnica específica
[Coomaraswamy 1983: 18-19].

En lo general, Coomaraswamy puede tener razón, sin embargo, es indispensable


matizar detalladamente este punto de vista pues su concepto de arte tradicional abarca
periodos sumamente extensos de tiempo y una gran diversidad de culturas. En muchos
casos sí existen diferencias importantes entre el arte popular y el arte de las élites,
altamente simbólico. Se trata de la distancia que existe entre aquellos que han sido
iniciados en los misterios de la religión y el arte, de una parte, y los neófitos, de la otra. En
ese sentido, Dennis Duerden afirma que:

Refiriéndose al arte primitivo, en el pasado, algunos escritores románticos argumentaban


que en las sociedades pre-industriales el arte es accesible a todos los miembros de la

215
comunidad, y todos lo pueden comprender. Esos autores sostienen que después de la
revolución industrial, en nuestra sociedad, la gente fue separada de las fuentes del arte y
dejó de entender su lenguaje. De tal forma se supone que el escultor africano utiliza un
simbolismo comprendido por todos los miembros de su aldea. De hecho, el escultor
africano crea obras que son usadas dentro de ceremonias y rituales que tienen que ver con
misterios sumamente complejos y difíciles de comprender. Su arte es tan inaccesible para
la mayoría de la gente como las pinturas o las esculturas más vanguardistas lo son dentro
de nuestra sociedad […] El artista pre-industrial es un hombre que no sólo pasa años y años
sometido a un extenuante proceso de formación para aprender a utilizar sus herramientas y
sus materiales; posee, también, un conocimiento íntimo de las ceremonias para las cuales
diseña sus obras, así como de todas las artes y conocimientos asociados a los rituales
[Duerden 1968: 9].

En relación a este tipo de diferencias, referidas al arte de las culturas


prehispánicas del centro y sur de México, Octavio Paz distingue dos grandes vertientes:

En Mesoamérica coexistió una alta civilización con una vida rural no muy alejada de la
que conocieron las aldeas arcaicas antes de la revolución urbana. Esta división se refleja
en el arte. Los artesanos de las aldeas fabricaron objetos de uso diario, generalmente en
arcilla y otras materias frágiles, que nos encantan por su gracia, su fantasía, su humor.
Entre ellos la utilidad no está reñida con la belleza. A este tipo de arte pertenecen
muchos objetos mágicos, transmisores de esa energía psíquica que los estoicos llamaban
“simpatía universal”, ese fluido vital que une a los seres animados –hombres, animales,
plantas- con los elementos, los planetas y los astros. El otro arte es el de las grandes
culturas. El arte religioso de las teocracias y el arte aristocrático de los príncipes. El
primero fue casi siempre monumental y público; el segundo, ceremonial y suntuario
[Paz 1997: 82].

Esa diferencia abre no dos, sino tres vertientes específicas, cada una de ellas con
una lógica particular. La primera se vincula con la religión popular, pródiga en dioses y
creencias, la segunda con la teología sofisticada de los sacerdotes, caracterizada por una
simbología infinitamente detallada y compleja, la tercera se ocupa de la glorificación de
la casta gobernante, con su necesidad de mitificar la historia y exaltar las hazañas de sus
héroes guerreros.
Sobre este asunto, coincidimos con las observaciones anteriores de Duerden que
resultan pertinentes para las culturas prehispánicas y, por ello, abogamos por la

216
necesidad de establecer distinciones precisas que vayan más allá de las generalizaciones
abstractas y permitan establecer las diferencias específicas de cada cultura, poniéndose
al descubierto, de esa manera, la complejidad en la que se sitúan esas prácticas y objetos
culturales.
Propongo, a continuación, un balance crítico de la propuesta teórica de
Coomaraswamy sobre la “doctrina tradicional del arte” en la que defino mis
coincidencias, así como mis diferencias en relación con ella. En primer lugar, podemos
coincidir en que los objetos producidos estéticamente en las sociedades premodernas
sólo cobran sentido al interior de un complejo cultural de prácticas y creencias
religiosas, para cuya finalidad fueron elaboradas; a su vez, pierden sentido fuera de su
contexto ritual y cultural. Aun en el caso de los objetos utilitarios, de uso cotidiano,
puede demostrarse que la decoración no deja de estar referida a símbolos que evocan
fuerzas mágicas o atributos de los espíritus y los dioses que gobiernan sus funciones,
nunca son un mero elemento decorativo, carente de significado religioso o espiritual.
Los objetos producidos estéticamente en las sociedades tradicionales son
diferentes y se oponen, en cuanto a su sentido y función, a las obras de arte moderno,
cuya función principal es estética y pueden ser “consumidas”, independientemente del
significado de su proceso de producción y de su ámbito ritual de exhibición y culto.
En los objetos producidos estéticamente, dentro de las sociedades tradicionales,
sus funciones utilitaria, ritual, simbólico-religiosa y estética son interdependientes y se
apoyan mutuamente. En esta cuestión, coincido con Coomaraswamy y con Lévi-
Strauss; éste último, al estudiar en 1979 las máscaras de las comunidades salish y
kwakiutl, afirmaba que esas máscaras “conjugan datos míticos, funciones sociales y
religiosas y expresiones plásticas y que estos tres órdenes, por heterogéneos que
parezcan, están funcionalmente vinculados” [Lévi-Strauss 1997: 54].
El concepto de “arte tradicional” que propone Ananda K. Coomaraswamy, si
bien permite establecer una distinción histórica, respecto del arte de las sociedades
modernas y contemporáneas, es tan general, abarca periodos de historia tan extensos y
sociedades tan diversas, que corre el peligro de caer en simplificaciones excesivas que
oscurecen la complejidad y la riqueza particular de las manifestaciones culturales
específicas. Las generalizaciones deben ser siempre valoradas en su relatividad y
confrontarse con los datos históricos, etnológicos y arqueológicos concretos. El
concepto moderno de arte, universalmente empleado, tiene otra genealogía diferente,

217
que es propiamente occidental, la cual no nos corresponde exponer en este espacio
[véase al respecto: Amador 2008; Tatarkiewicz 2004].
A la hora de sacar conclusiones del conjunto de esta reflexión surgen una serie
de problemas conceptuales muy definidos. Un concepto universal de arte carecería de
una definición rigurosa que fuera válida en la totalidad de épocas y lugares de la historia
de la humanidad. Para llegar a definir conceptos de arte, histórica y culturalmente
determinados, sería necesario cumplir un conjunto muy amplio de exigencias que
debería permitir situar a los objetos, estéticamente producidos, dentro de un conjunto de
prácticas, creencias y funciones particulares, organizadas desde una perspectiva
etnológica concreta.
Coomaraswamy se vale de una categoría ya desechada por la antropología,
desde hace mucho tiempo, como lo es el concepto de “pueblos primitivos”, propio de
las primeras fases evolucionistas de la antropología decimonónica y de su visión
etnocéntrica. El concepto de “arte primitivo” fue un intento de dar unidad a
manifestaciones culturales muy diversas, cuyo principal rasgo común consistía en no
pertenecer a la tradición cultural europea [Jiménez 1999]. Su uso puede conducir a la
homogeneización arbitraria de fenómenos culturales, sustantivamente diferentes y
particulares, así como a su descontextualización y simplificación.
Continuamos enfrentando el problema de distinguir entre objetos utilitarios,
objetos rituales y objetos artísticos, en general, problema que hasta ahora ningún teórico
ha resuelto satisfactoriamente pues, tal como hemos visto, en numerosas culturas las
fronteras entre unos y otros son tan sutiles que resulta imposible distinguirlas con
claridad, además, muchas veces, las mismas sociedades que las han producido no están
interesadas en establecer tales distinciones. Este es un problema teórico típicamente
occidental moderno. Más aún, el acento sobre lo utilitario, lo sagrado o lo estético puede
variar respecto de un mismo objeto o un mismo tipo de objetos, dependiendo del
contexto de su uso o de la variabilidad de su función en el tiempo, dentro de cada
cultura [véase Layton 2003].
En la mayoría de las sociedades tradicionales, los objetos, estéticamente
producidos, poseen otras funciones que trascienden el ámbito meramente estético; las
funciones utilitaria, simbólico-religiosa, ritual y estética son interdependientes y se
apoyan mutuamente, de modo que solo cobran sentido al interior de un determinado
“trayecto antropológico”, como lo denomina Durand: “lo que llamaremos el trayecto
antropológico; es decir, el incesante intercambio que existe en el nivel de lo imaginario

218
entre las pulsiones subjetivas y asimiladoras y las intimaciones objetivas que emanan
del medio cósmico y social” [Durand 1981: 35-37). Desde ese punto de vista, vale la
pena recordar las palabras de Eudald Serra y Alberto Folch quienes, al referirse a los
objetos producidos estéticamente por las sociedades tradicionales de Papua y Nueva
Guinea, dicen que el arte, así considerado, es casi siempre rito, ya sea objeto, gesto o
sonido, no está decantado en un soporte neutral y no es algo separable de las cosas útiles
o de significación religiosa [Serra y Folch 1976].
Los grabados rupestres del noroeste de Sonora que estudio aquí, poseen
cualidades que los inscriben dentro de un concepto de arte que, partiendo del conjunto
de características específicas que acabo de definir, permiten llegar a un nivel de
concreción bien fundado. Tal como he afirmado, este arte sólo cobra sentido al interior
de un campo semántico más amplio, que excede lo meramente estético y comprende el
conjunto de prácticas rituales y sistemas míticos que conforman la noción de lo sagrado
dentro de su cultura. Las funciones utilitaria, simbólico-religiosa, ritual y estética, lejos
de oponerse entre sí, se complementan: son interdependientes. Este arte es portador de
un simbolismo religioso y esa cualidad es la que le permite compartir entre los
miembros de la comunidad los elementos arquetípicos que aparecen en su cosmovisión
cultural [Olmos 1998].
En tanto que esta forma de arte participa esencialmente del pensamiento mágico-
mítico y forma parte sustantiva de sus prácticas rituales, su función principal no es la
vivencia estética, sino ser vehículo de energías propias que tienen el sentido de
potenciar la experiencia religiosa profunda [Westheim 1980]. Desde este punto de vista,
podemos entender que la producción artística de los grabados rupestres operaba a partir
de una lógica que estaba en función de su servicio al ritual mágico-religioso [Benjamin
1973]. Esto nos lleva a concluir que tanto los paneles rocosos sobre los cuales se
grabaron las figuras como el lugar específico de los cerros donde se sitúan los grabados,
deben de haber estado fuertemente cargados de significado ritual y religioso y debe de
haber existido una importante relación simbólica de carácter sagrado con el paisaje que
los enmarca.
El valor estético no se opone al sentido espiritual, sino que le sirve de medio
idóneo de expresión. Es por ello que, junto con el canto y la recitación ritual de las
tradiciones míticas orales, el arte rupestre forma parte de un tipo de práctica cultural que
tiene que ver con enunciar, mostrar y evocar las cosas verdaderas: los conocimientos
esotéricos profundos. El arte es parte sustantiva del ritual y el ritual es el lugar donde

219
acontece la verdad, donde se manifiesta de manera palmaria, donde se revela. El arte de
la palabra, el arte del canto, el arte de la imagen, el arte de la música y de la danza son,
todos ellos, los medios propios y propiciatorios de la manifestación tangible de lo
sagrado, los sustratos materiales a partir de los cuales se hacen patentes las hierofanías,
es decir, lo sagrado se hace presente en el mundo de manera palmaria.
Para Heidegger, el arte es la dimensión de la vida donde se muestra la verdad,
donde se revela, donde se hace aparecer [1985: 63].24 La obra, como tal, únicamente
pertenece al reino que se abre por medio de ella. El ser-obra de la obra consiste en esa
apertura, en el acontecer de la verdad. Heidegger insiste en que es necesario, de nuevo,
hacer visible el acontecer de la verdad en la obra. “La obra descollando sobre sí misma
abre un mundo y lo mantiene en imperiosa permanencia”. Ser obra significa establecer un
mundo, mantener abierto lo abierto del mundo [Heidegger 1985: 74-75].
Dentro del universo mágico-mítico en el que situamos al arte rupestre que
estudiamos, las formas adquieren sentido al evocar la realidad profunda del mito, que
aparece en la visión del especialista de lo sagrado, y la hacen patente en el mundo. La
apariencia física es la fachada detrás de la cual se esconden las fuerzas cósmicas que
dan vida a los seres y a las cosas. La forma estética en la que se presentan las figuras
plasmadas para los fines del ritual es, en ese sentido, símbolo de la dimensión sagrada
que sustenta todo lo que existe. Es la manifestación visible de lo invisible. La
metamorfosis estética y simbólica del fenómeno natural, que se concreta en la
imaginación del grabador y el pintor, es uno de los factores fundamentales de la
creación plástica, para la cual, la forma es la expresión de la vivencia de lo sagrado. La
forma se altera en función de las necesidades de representar y de revelar los atributos de
lo sagrado por medio de estilizaciones específicas que los simbolizan. Los grabados
rupestres que estudiamos tienen las cualidades que acostumbramos atribuir a las obras
maestras de arte: una afirmación de dominio del oficio artístico y de excelencia estética
que trasciende sus particularidades culturales y sus límites temporales y espaciales
[Whitley 2000].
El hecho de que la función estética esté subsumida dentro de un conjunto
simbólico y funcional más amplio no quiere decir que no haya sido fundamental y un
aspecto intrínseco de su producción. Tal como he afirmado, la maestría en el oficio

24
Heidegger opone la noción griega antigua de verdad como develación (άλήυεια) a la noción racionalista
que la concibe como idea o representación. Mientras la forma de saber griega muestra la verdad, el
racionalismo la reduce y violenta en las proposiciones que limitan la cosa a su enunciado o a su sensación.

220
artístico y artesano, así como la excelencia estética en la producción de ciertos objetos y
obras de muy distintos tipos, lejos de haber sido algo ajeno a las culturas prehispánicas
de América, era uno de sus rasgos distintivos. Los grabados y pinturas rupestres de los
Cerros de La Proveedora y San José, poseen un componente estético que se manifiesta
en su excelencia y perfección formal, las que suponen dificultades técnicas de
producción de tal complejidad, que implican un largo y cuidadoso proceso de
aprendizaje técnico, de carácter artístico-artesanal. Debido a la inserción del arte
rupestre dentro de un conjunto de prácticas rituales y sistemas mitológicos, el grabador
tenía que estar familiarizado con la simbología religiosa y las prescripciones rituales,
asociadas a la producción de grabados rupestres, además de la necesidad de desarrollar
las capacidades y destrezas técnicas.
La sofisticación que en muchos casos muestran las pinturas y grabados rupestres
desmiente las interpretaciones evolucionistas que atribuyen una “simplicidad primitiva”
a las sociedades que las produjeron y muestran que la verdadera maestría técnica y
estética hace evidente la correspondencia entre un sistema simbólico complejo a nivel
de la religiosidad y un sistema artesanal-artístico desarrollado. En ese sentido,
reiteramos lo ya señalado: la aparente simplicidad esquemática de ciertos estilos de
grabados rupestres de la región (Noroeste/Suroeste) oscurece el hecho de que su
producción implica una gran dificultad técnica en su ejecución y de ahí, la necesidad de
un elaborado oficio para tallarlos, así como una gran complejidad simbólica en la lógica
imaginaria, implicada en el sistema de representación, en el sistema simbólico del cual
son expresión y en las ideas míticas y en los conceptos y procesos cognitivos que
subyacen a las prácticas rituales. En relación con las manifestaciones rupestres del
Noroeste/Suroeste nos vemos obligados a formular las preguntas en términos concretos
para intentar definir el tipo de prácticas sociales y sistemas de creencias en los cuales se
insertan, culturalmente hablando.

LA IMPORTANCIA DEL ANÁLISIS ESTILÍSTICO DEL ARTE RUPESTRE

Vinculado con estos problemas teóricos y prácticos de la investigación, se presenta,


inmediatamente, el asunto del estilo: un concepto fundamental para comprender no sólo
los detalles, sino el conjunto de la problemática cultural implicada en las pinturas y
grabados rupestres. Destaco lo afirmado por Margaret Conkey: “Debido a que el estilo

221
está implantado dentro de y es producido por la práctica cultural humana, los sistemas
de producción de artefactos o sistemas de diseño justifican una mayor atención teórica,
metodológica y analítica” [Conkey 1990: 14].
La cuestión radica en la manera de entender el concepto de estilo, aquí discrepo
de la orientación sostenida por González Arratia, quien menosprecia los estudios de
estilo en el caso de las pinturas y grabados rupestres, y cuya proposición de utilizar el
concepto de “tipo” implica continuar permaneciendo dentro de los estrechos márgenes
de la historia cultural que han predominado en la arqueología mexicana [González
2000: 46]. Coincido, en cambio, con Francisco Mendiola, quien sostiene que:

El estilo gráfico-rupestre es en sí el patrón homogéneo de la forma cultural rupestre que


refleja pautas de conducta social ubicadas en un mismo tiempo y espacio. La
observación de las regularidades morfológico-técnicas internas de dicha forma,
asociadas externamente al contexto natural y cultural, muestra como la gráfica rupestre
respondió a necesidades estético-utilitarias de representación, conocimiento y control de
la realidad por parte de la sociedad o grupo cultural determinado [Mendiola 2002: 24].

En otro texto, el autor sostiene que la transfiguración estética de la forma,


presente en el arte rupestre, es reveladora del proceso cognitivo de la realidad, implícito
en esa expresión formal. Valora, en ese sentido, la riqueza de significado que el análisis
estilístico y estético del arte rupestre aportan [Mendiola 2003: 210-214].
Polly Schaafsma no sólo sostiene que las variaciones estilísticas del arte rupestre
son indicio y reflejo de diversas actividades, relaciones y cambios culturales, sino que
ella misma ha sabido aplicar esa orientación de manera lúcida a la interpretación del
significado cultural de las variaciones estilísticas del arte rupestre en el Suroeste. Al
respecto, afirma que “el arte rupestre provee al arqueólogo con otras clases de
información. Se convierte en una herramienta sensible cuando se la ve a través de sus
múltiples manifestaciones estilísticas, contribuyendo a identificar relaciones culturales,
patrones de comunicación, evidencias de intercambio, comercio y otros tipos de
contacto cultural” [Schaafsma 1980: 1-3 traducción nuestra]. Schaafsma desarrolló estas
ideas de manera más detallada en un ensayo posterior:

[El] arte rupestre pone de manifiesto, en el registro arqueológico, las identidades del
pasado y las formas de interacción social. Los patrones de creación de imágenes

222
denotan, culturalmente, modos de representación, implícitamente acordados;
seleccionan entre una multitud de opciones posibles: qué representar (contenido) y la
manera “correcta” de hacerlo (estilo). Ha quedado perfectamente bien establecido que
las imágenes producidas en contextos paisajísticos, en el suroeste norteamericano, se
derivan de visones del mundo, sustentadas socio-culturalmente; comprenden
cosmologías religiosas y definen paradigmas, construidos culturalmente, acerca de “la
manera de ser de las cosas” [...] La forma en la cual uno percibe y representa al cosmos
es un medio de definir la identidad y, con intención o sin ella, articula un corpus de
iconografía, internamente consistente, distribuido a lo largo de un paisaje dado, que
hace valer una identidad social. La identidad revela relaciones sociales en numerosos
niveles […] [Schaafsma 2009b: 2 traducción nuestra].

Coincide con Robert Layton, cuando este último afirma que los estilos artísticos
contienen evidencia acerca de los modos en los cuales las culturas organizan el mundo
[Layton 2003: 184]. Layton define el estilo como las cualidades formales de una obra de
arte; para él, el estilo se caracteriza por el rango de temas que representa, por las formas
regulares a las cuales esos temas se reducen y por la manera en la cual los componentes
de la obra de arte se organizan para dar lugar a la composición [2003: 150]. Agrega que,
en sentido estricto, al estilo no le concierne el significado de los elementos como un
todo [Layton 2003: 150]. En cuanto a este último aspecto, yo discrepo de su punto de
vista, pues considero que la forma es inseparable de su significado y, tal como hemos
visto, está en función de ella, la transfiguración de la forma es el vehículo específico de
expresión del simbolismo espiritual, la manifestación visible de lo invisible, argumento
sobre el cual abundo, a continuación.
En función de lo hasta aquí expuesto, sostengo que el aspecto estético del arte
rupestre es esencial y un elemento constitutivo, imprescindible para el análisis
antropológico. Cuando hablo de estilo, me refiero no sólo a las estructuras visuales y a los
sistemas formales que presentan los diseños de las pinturas rupestres y los petrograbados,
sino, también, a las formas de pensamiento y a los aspectos culturales concretos que
subyacen a esas estructuras y sistemas, y que están íntimamente articulados con sus
funciones sociales, con las prácticas que les dan origen y con las técnicas y materiales
empleados en su creación.
La configuración formal de los diseños contiene importantes claves acerca de su
significado simbólico. Todos estos aspectos poseen un carácter cultural e histórico
específico que sólo puede ser comprendido desde una perspectiva compleja que articule los

223
conocimientos obtenidos por medio de la etnografía, la etnohistoria, la arqueología y la
hermenéutica.
Los estilos suponen todo el conjunto de creencias religiosas y manifestaciones
espirituales, sistemas cognitivos, expresiones estético-formales y características
técnicas, que son comunes a un gran conjunto de elementos de la cultura material,
correspondientes a un periodo histórico y cultural determinado. Los estilos suponen una
lógica particular, conceptos generales acerca de la realidad, que forman parte de una
cosmovisión. A su vez, esa visión del mundo, con su universo imaginario, define los temas
y los motivos, así como el modo de tratarlos (iconografía), lo que supone una expresión
formal particular que se traduce en determinados métodos de representar los seres, las
cosas y las ideas. La expresión formal de los motivos comprende, consecuentemente, una
estética. Toda estética supone ciertas reglas para la producción de los utensilios, los
diseños pintados, grabados o tejidos en los utensilios y las imágenes pintadas o grabadas,
su conjunto normativo, entendido como un sistema, constituye lo que llamamos: canon
estilístico.
En tanto sistema, el canon define la configuración formal particular, los modos
prácticos de su concreción en los objetos y en las imágenes, operando, así, como un
conjunto de conceptos, de reglas formales y de técnicas tanto para la producción de las
pinturas y los grabados rupestres, como también, por ejemplo, de los diseños cerámicos,
los diseños textiles y de la cestería.
Me he inclinado, de manera consciente y deliberada, por un concepto integral de
estilo que estudie la compleja articulación de los aspectos: formales, estéticos, técnicos,
mágico-religiosos y mítico-narrativos del arte rupestre. Los resultados que arroje esa
investigación deben de servir como punto de partida para el estudio comparativo de los
diseños del arte rupestre, en relación con los motivos pintados en la cerámica, grabados en
los ornamentos de concha y tejidos en la cestería.
De ahí que el concepto “isocréstico” de estilo acuñado por Sackett [1977; 1982;
1986; 1990] o el concepto alternativo de Binford [1989] de “estilo regional” nos serán
poco útiles. Me queda muy claro que las dinámicas de la variabilidad estilística del arte
rupestre son de un orden distinto que el de las dinámicas de la variabilidad estilística de
las herramientas y utensilios de uso cotidiano. En los dos casos inciden de manera
compleja tanto aspectos práctico-utilitarios como simbólico-religiosos y estético-formales,
pero los acentos son harto diferentes en cada uno. A pesar de que Binford [1989: 58]
define a la variabilidad estilística en función de “los patrones habitualmente ejecutados” y

224
de “la organización simbólicamente consciente de la variabilidad formal” de los objetos
producidos culturalmente, no se destaca suficientemente la importancia de los sistemas
simbólicos como mediadores entre los grupos humanos y el medio ambiente. A la idea
anterior, Binford añade la hipótesis de que la variación en los diseños de ciertas
herramientas está en función de contextos organizativos cambiantes, que surgen como una
respuesta diferencial de la gente a las dinámicas de su medio ambiente [1989:60]. El
análisis concreto del estilo nos lleva a tomar en consideración un conjunto muy amplio de
variables que expongo a continuación.

LOS MEDIOS DE LA EXPRESIÓN FORMAL

El primer momento de la interpretación se refiere, básicamente, a los medios materiales en


los que se sustenta la producción de manifestaciones rupestres –así como de otros objetos
culturales, estéticamente trabajados. El estilo se entiende, desde esta perspectiva, como la
constancia en el uso de unos mismos medios de expresión formal: el conjunto de formas,
elementos, cualidades y expresión [Schapiro 1962 y 1994]. Veamos en detalle los aspectos
particulares que este concepto comprende.
Tenemos primero los materiales: la piedra (arenisca, basalto y granito en los
petrograbados); pigmentos, aglutinantes y el soporte rocoso en el caso de las pinturas
rupestres; la madera, el barro, las fibras vegetales en el caso de otros utensilios: la
cerámica, la cestería y los textiles, por ejemplo. Sería esto lo más básico y deberíamos
preguntarnos si las posibles preferencias por ciertos materiales son un primer indicio de
un rasgo estilístico, además de una cuestión práctica.
En segundo término vendrían las técnicas y las herramientas específicas a partir de
las cuales se enfrentan los materiales, en función de unos cánones estilísticos específicos y
desde una orientación práctica definida, los que tienen una relación estrecha con los
aspectos utilitario, religioso y estético.
Dentro de lo que podemos concebir como los medios de expresión de las artes
tradicionales, al nivel de la estructura visual más estricta, tenemos, en el nivel formal más
abstracto, los elementos básicos: forma, color, luminosidad y cualidades materiales como
sus recursos estructurales más básicos. Los elementos pueden entenderse, desde el punto
de vista estilístico, como posibilidades diversas para la creación de una unidad formal, de
una articulación particular de medios, de una composición. Los medios plásticos, aparecen

225
entonces, como el recurso de un grupo étnico, de una cultura, o de una fase cultural para
expresarse. Esa cultura usa los medios expresivos de unas formas particulares.
Coincidimos, en ese sentido con Margaret Conkey, quien afirma que:

En la producción y uso de la cultura material se toman ciertas decisiones electivas. Una


manera de caracterizar la pintura de ollas, el grabado sobre hueso o la fabricación de
orejeras de bronce, sería definirlos como conjuntos de probabilidades de que ciertos
materiales, elementos, técnicas y todo lo demás fueran seleccionados y concurrieran en
ciertos contextos. Tal como Lechtman ha argumentado sucintamente, son “estilos
tecnológicos”. Y como Hosler ha demostrado en su estudio sobre la tecnología y la
construcción social de la metalurgia en el Occidente de México, la cultura material es un
sistema simbólico cuyo significado es comunicado a través de aspectos culturalmente
específicos como las formas, los colores, las texturas o los sonidos, los que son obtenidos a
través de procesar regímenes que seleccionan y exaltan tales propiedades. La posibilidad
de que ciertos atributos sean seleccionados y usados no es universal sino relativa a ciertos
contextos específicos y a historias pasadas de uso y manufactura [Conkey 1990: 13].

Las maneras concretas de usar los medios de expresión formal se refieren a un


segundo aspecto del concepto de estilo que presentamos enseguida. Después, viene la
iconografía propia de cada cultura y periodo: el uso de ciertas figuras, motivos y
composiciones [Panofsky 1983]. Estos suponen, además, las modalidades concretas de su
representación: convenciones estilísticas muy definidas. Se trata de la lógica imaginaria
específica que determina tanto las figuras y motivos, como la forma precisa de su
presentación visual, por ejemplo: la particular simplificación esquemática a la hora de
representar las figuras zoomorfas y antropomorfas o el constante recurso de un
determinado tipo de greca para simbolizar algún aspecto del ciclo natural o para servir
como marcador territorial de un grupo étnico determinado, en el caso de los petrograbados.
Tenemos, enseguida, los motivos y los temas funcionando como medios de
expresión de las ideas y de las prácticas sociales: los conocimientos práctico-utilitarios, las
narrativas mitológicas y sus rituales, los valores morales y espirituales.

LA ARTICULACIÓN INTERNA DE LOS MEDIOS DE EXPRESIÓN

La manera en la cual se establecen las relaciones internas entre los medios de


expresión (materiales, técnicas, elementos formales, figuras, motivos, temas y

226
composiciones), observados en el conjunto del arte rupestre, o en cualquier otra
manifestación de la cultura material, revela los rasgos esenciales de un estilo [Schapiro
1962 y 1994]. La manera particular en la cual esos diversos aspectos se articulan entre
sí, supone una coherencia idiomática al interior del conjunto de la expresión, no sólo
en lo que se refiere a una sola forma de producción cultural, sino en todo el conjunto de
la cultura material. Más aún, las relaciones que las partes constitutivas de la cultura
material de una sociedad determinada establecen entre sí, tienen un sentido y una
coherencia específica. El estudio comparado del estilo particular de las diversas
manifestaciones de la cultura material de una misma sociedad nos permite observar que
pertenecen a un conjunto intencional que define su forma, significado y función dentro
de una totalidad.
En ese sentido, Conkey afirma que en cualquier sociedad del pasado que
estudiemos, existen maneras de hacer las cosas y “éstas no ocurren, simplemente; son
enseñadas, reforzadas y modificadas” culturalmente [1990: 13]. La manera en la que
aparecen y se utilizan los materiales, las formas puras, las figuras, los motivos, los
temas y los símbolos en los diversos objetos que conforman la cultura material de un
grupo o un periodo determinado tiene un significado preciso que supone una relación de
interdependencia de las partes entre sí. El diseño es mucho más que los materiales que
se usan y la energía que se aplica para fabricar una olla, “es el más esencial conjunto de
procesos que hacen que la forma adquiera vida. Todos los artefactos, toda la producción
cultural son el resultado de una serie de –o de un ‘camino’ constituido por- procesos
mentales y manuales dados y determinados por un marco social e histórico” [Conkey
1990: 13].
La interdependencia de los medios expresivos supone un principio organizador
[Schapiro 1962 y 1994]. Las correspondencias entre los diversos aspectos, elementos y
partes de la cultura material revelan un estilo cuando la constancia en la manera de
ordenar las relaciones de los medios expresivos entre sí se hace visible, poniéndose al
descubierto los principios religiosos y espirituales, los sistemas simbólicos y los valores
estéticos que subyacen a las formas de expresión. El concepto de principio organizador
puede ser entendido no sólo como una constante que pone de manifiesto las
características específicas de un estilo. Puede entenderse, también, como lo que dota de
consistencia al conjunto: lo que permite una relación armoniosa y coherente de las
partes entre sí, a la vez: útil, estética y simbólicamente significativa. Este principio
aparece en el conjunto de las producciones concretas de las diversas artes tradicionales

227
y permite llevar a cabo una comparación sistemática del estilo de los diversos objetos
entre sí.

EL ESTILO COMO MANIFESTACIÓN ESENCIAL DE UNA CULTURA

El principio organizador aparece, así, como manifestación de estructuras básicas


que dotan de unidad a un grupo social o a una fase cultural. El principio organizador
posee características particulares que definen estilísticamente al conjunto de una cultura
determinada y se expresa en sus distintos sistemas [Lévi-Strauss 1992]. Toda
comunidad siente una profunda necesidad de definirse a sí misma en relación con los
demás, por lo cual crea su estilo particular [Lévi-Strauss 1997].
Washburn y Crowe han demostrado que los grupos culturales tienen preferencias
específicas en lo que se refiere al modo de ordenar los elementos constitutivos de los
diseños que decoran los diferentes objetos que forman parte de su cultura material. Así,
en los casos del arte africano, estudiados por Crowe, el de los bushoong, en particular,
los mismos patrones de diseños simétricos aparecen en la ropa, en las tazas de madera,
en los retratos de los reyes, en las telas que decoran los muros y en las máscaras
[Washburn y Crowe 1988: 24].
Como hemos ya afirmado, siguiendo a Clifford Geertz, los símbolos sagrados se
manifiestan también como un estilo moral y estético y tienen la función de sintetizar el
ethos de un pueblo [Geertz 1997: 89]. La especificidad cultural que se manifiesta en el
estilo se presenta como un medio auto-referencial y de integración social. El estilo dota
de unidad y coherencia a una cultura por un periodo de tiempo determinado y se
manifiesta en sus diversos aspectos como en el conjunto de su producción cultural. Sin
embargo, debe señalarse que las rupturas y discontinuidades, las variaciones diversas,
así como las incongruencias y contradicciones forman parte de todo sistema complejo
[Amador 2008].

LA ARQUEOLOGÍA DE PAISAJE Y EL ARTE RUPESTRE

En los años recientes, algunos autores como Ralph Hartley, Richard Bradley y,
particularmente, David Whitley, han insistido en señalar que a la hora de interpretar las

228
pinturas y grabados rupestres no podemos olvidar que los soportes rocosos sobre los
cuales se encuentran, están situados en un entorno natural y, por ello mismo, su
producción constituye una forma de acción consciente para modificar simbólicamente el
paisaje [Bradley 1991; Hartley 1992; Whitley 1998].
Whitley, va más allá, afirmando que el simbolismo del paisaje, ampliamente
documentado por la etnohistoria y la etnografía, es una característica fundamental,
asociada a la producción de pinturas y grabados rupestres, hace referencia, en particular,
a los casos que él estudió en California y la Gran Cuenca, en el oeste de Norteamérica.
Considera que uno de los factores decisivos que definen al arte rupestre es “su ubicación
en substratos geológicos, es decir, su ubicación en el paisaje natural”, lo que implica
que el arte rupestre es una forma de “arte del paisaje” (landscape art) (Figuras 11-14,
16-17). Para el autor, esa característica implica la necesidad de definir al arte rupestre
también a partir de su atributo contextual y, en ese sentido, ser congruentes con los
principios básicos del análisis simbólico, para el cual, la importancia simbólica del
contexto es fundamental [Whitley 1998:11].
En una obra posterior, Whitley destaca que el término paisaje se refiere a la
tierra “tal como es percibida y conceptualizada por una cultura particular” [2011: 153].
De aquí resulta que el propósito de estudiar el paisaje es el descubrir y comprender los
modos culturales de habitarlo y entenderlo. Respecto al arte rupestre, su investigación
permite contextualizar y alcanzar una comprensión más profunda de éste [Whitley
2011: 153].
Haciendo referencia a ciertos estudios regionales, Whitley sostiene que para
algunos ejemplos del arte rupestre de California y la Gran Cuenca puede hablarse de un
simbolismo del sitio con arte rupestre, además del simbolismo del motivo y caracterizar
a aquél, como un lugar destinado para el ritual y situado dentro del paisaje. Esta
proposición nos conduce al tema más amplio del simbolismo del paisaje. Dentro de este
orden de pensamiento simbólico, hace referencia a registros etnohistóricos y
etnográficos de los grupos que han habitado la región, para los cuales existe un
simbolismo de género, asociado a los mitos de origen, y atribuido tanto al paisaje, en
general, como a ciertos accidentes topográficos singulares: masculino, para los montes
con altos picos, y femenino para los valles y para los cerros bajos [Whitley 1998: 15-
23].
El autor señala que dentro de los registros etnohistóricos de las regiones
referidas se ha constatado que factores como la ubicación en el paisaje, los atributos

229
geomorfológicos y los frentes rocosos de los paneles poseían, en sí mismos, un
significado simbólico tan importante como el significado de los propios motivos
[Whitley 1998:16]. A partir de aquí podemos deducir que es la asociación simbólica:
paisaje-sitio-panel-motivo, la que permite potenciar el significado pleno del arte
rupestre. El sitio y el panel rocoso nunca han sido elementos neutros sobre los cuales se
pintaran o grabaran signos significativos, simbólicamente hablando. En numerosos
casos, a esos cuatro factores (simbolismo general del paisaje, significado particular del
sitio, importancia específica del panel rocoso y simbolismo de los motivos
representados) podemos añadirle la orientación astronómica como un elemento
importante en cuanto a su simbolismo, asunto que abordaremos más adelante [Ballereau
1991; Bostwick y Plum en línea 1997; Bostwick y Krocek 2002; Sofarer, et. al. 2008].
Al defender la hipótesis de que los sitios con arte rupestre eran considerados
espacios sagrados, “portales de entrada al mundo sobrenatural”, Whitley sostiene que
“la distribución de los sitios estaba en función de lo que se percibía como la distribución
de los poderes sobrenaturales sobre el paisaje”; un orden tal, obedecía a una geografía
de lo sagrado, sobrepuesta al paisaje y atribuida a ciertos sitios con características
específicas [Whitley 1998: 21]. Tanto Whitley [1998, 2000, 2011] como Lewis-
Williams y Clottes han definido al panel rocoso, sobre el cual se produce el arte
rupestre, como un espacio liminar que a la vez une y separa el mundo físico del mundo
espiritual [Lewis-Williams 2008; Clottes y Lewis-Williams 1998].
Whitley concluye que: “comprender el simbolismo del sitio con arte rupestre en
el contexto de su situación dentro del paisaje puede aportar claves esenciales para la
identificación de niveles más profundos de significado contenidos en el arte” [2011: 117
traducción nuestra]. Destaca, así, la fundamental importancia que juega la identificación
y el estudio del paisaje cultural y su simbolismo, no sólo en relación con el arte
rupestre, sino, en general, para la arqueología [Whitley 2011: 118].
Para tal efecto, Whitley destaca la importancia de la aportación de la
investigación etnográfica sobre el simbolismo del paisaje al campo de la arqueología.
Desde una perspectiva metodológica, sigue las orientaciones generales que propone
Nieves Zedeño, sobre lo que debe observarse al respecto: 1) cualidades de los objetos
(forma, color, materia) en relación con sus posibles simbolismos y funciones sociales;
2) relaciones con otros objetos con cualidades simbólicamente significativas (mágico-
religiosas); 3) relación con aspectos significativos del paisaje (lugares con cualidades

230
sagradas y/o mágicas); su asociación con cualesquiera lugares, seres u objetos de
carácter ritual [Whitley 2011: 118-119].
En referencia a este mismo tema, Jane Young, quien realizó un interesante
trabajo de investigación que contrasta un detallado trabajo etnográfico con los
resultados de la investigación arqueológica, en relación con las pinturas y grabados
rupestres de los zuni, da cuenta de la importancia simbólica del paisaje en el cual se
sitúan las pinturas y grabados rupestres:

El paisaje no sólo es bello, para los zuni es un símbolo con una fuerte carga emocional;
a él se incorporan los eventos significativos de su historia y su mitología –el pasado se
hace visible gracias a los aspectos del paisaje que los representan. Los signos de esos
eventos incluyen los rasgos naturales como los afloramientos y frentes rocosos, los
lagos, ríos y mesetas; también los artefactos creados por manos humanas: las numerosas
imágenes grabadas y pintadas sobre una variedad de superficies rocosas, los restos
cerámicos, dispersos en las cercanías de los sitios habitados y las ruinas de piedra y
adobe que marcan el paisaje [Young 1992: 13-14 traducción nuestra].

En España se ha desarrollado una línea de investigación de arqueología del


paisaje, asociada al estudio del arte rupestre y de las estructuras megalíticas que destaca
el aspecto simbólico de la acción humana sobre el medio ambiente en el que se habita,
así como de su significado cultural [Criado Boado y Santos Estévez 1998]. Los autores
definen a la simbología del espacio como el problema específico a investigar, teniendo
como premisa que “el espacio social ha poseído siempre entre sus plurales dimensiones
una dimensión simbólica” [Criado Boado y Santos Estévez 1998: 503]. A partir de estas
ideas desarrollan una disciplina de investigación que denominan: arqueología de
paisaje, la cual sustituiría a la arqueología espacial-funcional positivista:

La declaración de intenciones consustancial a la denominación Arqueología del Paisaje


implica sobre todo una aproximación al espacio menos ambiental y más cultural. La
Arqueología del Paisaje surge cuando se amplía el campo semántico del espacio para
desprenderse de las connotaciones presuntamente objetivas y exclusivamente físicas del
concepto espacio y abrir la investigación arqueológica a sus dimensiones culturales
[Criado Boado y Santos Estévez 1998: 504].

231
Para identificar y abordar paisajes arqueológicos, Criado Boado utiliza el recurso
básico de la noción de visibilidad. Define a ésta como la forma de exhibir y destacar los
productos de la cultura material. Desde esta perspectiva, en términos metodológicos,
primero se observan los elementos que componen las condiciones de visibilidad del
registro arqueológico y, en segundo lugar, se determina el qué, el cómo y el porqué de
sus rasgos visuales [Criado Boado1991: 23].
Se aporta sistematicidad al análisis de la construcción social del paisaje, al
identificar los elementos que destacan visualmente [Parcero et. al. 1998]. Una vez
identificados estos elementos, se puede llevar a cabo el análisis de la estrategia a la que
corresponden. Las intenciones de esa estrategia están vinculadas estrechamente con el
tipo específico de lógica cultural, desarrollada en relación con las maneras de entender y
hacer uso del espacio. Una estrategia de visibilización presupone una actitud definida
hacia el entorno. Es necesario establecer un encadenamiento entre percibir, identificar y
comprender los elementos del paisaje. Las estrategias de visibilización se expresan a
través de los efectos de la acción social y los objetos de la cultura material. Se
reconocen e interpretan, observando la forma que adquiere el impacto humano sobre el
paisaje y la acción constructiva del hombre; la manera en la cual reflejan las diferentes
estrategias sociales de visibilización. Mediante el registro arqueológico y
paleoecológico se formulan las preguntas sobre el carácter cultural del espacio.
Criado Boado define cuatro estrategias de visibilización: inhibición, ocultación,
exhibición y monumentalización [Criado Boado 1991: 24]. El autor propone un método
de observación: reconocer y caracterizar las estrategias de visibilidad a través del
registro arqueológico, reconstruir el tipo de voluntad de visibilidad que implican esas
estrategias, definir de qué modo esa voluntad forma parte de una racionalidad cultural
específica y relacionar esa voluntad con situaciones históricas o formaciones sociales
concretas: interpretar cronológicamente la evidencia material y el territorio [Criado
Boado 1993: 44-50].
Más recientemente, Christopher Chippindale y George Nash (2004) editaron un
libro dedicado al problema de estudiar la relación entre el paisaje y el arte rupestre, la
obra se titula: The Figured Landscapes of Rock-Art. Looking at Pictures in Place.
Contiene un numeroso conjunto de ensayos de diversos autores que abordan un amplio
espectro de problemas, relacionados con el asunto que nos concierne, y que incluye al
arte rupestre de todos los continentes del globo. En el capítulo inicial, los autores
referidos presentan el problema del estudio del arte rupestre teniendo como cuestión

232
central la de su significado, invitándonos a desarrollar una arqueología de la percepción
humana, de la cosmovisión y de la religiosidad [Chippendale y Nash 2004: 1].
Lo que distingue al arte rupestre es su carácter fijo y su inserción en el paisaje.
Tal como hemos visto, esa característica lo sitúa en un continuum espacial que abarca
de la micro a la macro escala. Su ubicación dentro del paisaje concierne a una decisión
humana que proyecta sus categorías de pensamiento sobre el entorno y define un
simbolismo particular para cada sitio con arte rupestre, además de relaciones específicas
entre cada panel y cada sitio entre sí. Esto produce patrones culturales de distribución
del arte rupestre que obedecen a una geografía de lo sagrado. Tal como lo ha enunciado
Eliade, hace ya seis décadas: “Para el hombre religioso el espacio no es homogéneo;
presenta roturas, escisiones: hay porciones del espacio cualitativamente diferentes de las
otras […] Hay, pues un espacio sagrado y, por consiguiente, ‘fuerte’, significativo, y
hay otros espacios no consagrados y, por consiguiente, sin estructura ni consistencia; en
una palabra: amorfos” [Eliade 1979: 25].
De acuerdo con Daniel Arsenault, para que un espacio físico pueda convertirse
en sagrado debe adquirir una dimensión espiritual durante el curso de determinadas
prácticas religiosas, llevadas a cabo en ese lugar por actores sociales específicos, en
contextos que son, a la vez, determinados socialmente y determinantes [2004: 77].
Agrega que un método común para convertir un espacio en sagrado es el uso y la
producción de símbolos materiales y visuales que expresen los valores de esa religión,
éste es, precisamente, el caso de la producción de arte rupestre [Arsenault 2004: 77]. La
cosmología de una sociedad influye, así, de manera directa en el proceso por medio del
cual un espacio es consagrado. De ese modo se contribuye a que los actores sociales
perciban y comprendan el mundo en el que viven como vinculado, en formas precisas, a
la dimensión religiosa [Arsenault 2004: 77].
Coincidiendo con estas orientaciones, Paul S. C. Taçon y Sven Ouzman [2004:
39-68] documentan numerosos casos, particularmente de Australia y África del sur, en
los cuales la etnografía y la etnohistoria han permitido conocer el simbolismo del
paisaje, asociado directamente con la producción de arte rupestre. Muchas veces, los
sitios con rasgos geomorfológicos, visualmente llamativos, adquieren un simbolismo
religioso particular que se inserta dentro de una cosmovisión más amplia. Así, cerros o
llanuras con afloramientos rocosos de gran tamaño, farallones, abrigos rocosos o cuevas
profundas adquieren un simbolismo sagrado que los convierte en sitios propicios para la
producción de arte rupestre. Los autores señalan que las mismas propiedades físicas de

233
la piedra se prestan para que se les asignen cualidades sobrenaturales, como la posesión
de ciertas energías mágicas, ya sea curativas o dañinas [Taçon y Ouzman 2004: 39-42].
Citado por Arsenault, Denton señala que ese aspecto cultural y concreto del paisaje
resulta para el investigador que lo ignora: “la parte invisible del paisaje” [Denton en
Arsenault 2004: 70].

CATEGORÍAS PARA EL ANÁLISIS FORMAL


DEL ARTE RUPESTRE

A partir de la manera particular en la que entiendo a la arqueología de paisaje, es


fundamental el estudio formal de los elementos básicos que componen la estructura
visual que da forma a las manifestaciones gráfico-pictóricas rupestres. A las categorías
de visibilización (inhibición, ocultación, exhibición y monumentalización), propuestas
por Criado Boado, y a las del análisis contextual (paisaje-sitio-panel-motivo) que hemos
desarrollado a partir de las propuestas de David Whitley, debemos agregar las del
análisis formal que propongo. Este nivel de análisis es pertinente, tanto para comprender
cómo se establece la relación entre las estructuras culturales y el paisaje, así como para el
análisis de los paneles rocosos con grabados o pinturas rupestres, en tanto objeto de estudio
específico, es decir, en tanto imágenes.
Desde tal perspectiva puede afirmarse que existe un nivel básico y elemental de
estructura, tanto de la construcción cultural del paisaje como del panel grabado, entendido
como unidad, es decir, como una estructura construida a partir de los medios de la
expresión visual que la componen. Así, considero a las pinturas y a los grabados rupestres
como tipos determinados de imágenes. Para los fines del análisis, los medios de la
expresión visual se pueden ordenar de acuerdo con cinco aspectos constitutivos e
irreductibles de toda imagen y de toda representación visual, ya sean pinturas, grabados
rupestres o estructuras arquitectónicas, situadas en el paisaje: la forma, el color, la
luminosidad, las cualidades materiales y la composición.
En términos de estricto rigor teórico, este debe ser el punto de partida inicial del
análisis. Debemos aclarar, sin embargo, que los elementos básicos de la estructura
visual no son perfectamente puros, los abordamos de esa manera para fines del análisis,
pero en la realidad, se presentan de forma compleja en todas las manifestaciones de la
cultura material, por esta razón, hacemos abstracción de algunas de sus características,

234
para lograr una mayor claridad conceptual. En todos los casos de manifestaciones
rupestres es posible alcanzar este nivel de análisis que nos permite reducir sus partes a una
estructura abstracta constituida por: a) elementos, b) situación de cada elemento dentro de
un conjunto determinado, c) relaciones de los elementos entre sí y d) conjunto de los
elementos como un todo.
Para decirlo en los términos de George Kubler, podemos afirmar que las formas
estructurales pueden ser percibidas, independientemente del asunto o significación [Kubler
1979:VII]. Por debajo de la diversidad estilística existe un nivel más profundo y elemental:
el nivel de la estructura visual pura que es irreductible y, por ello, el medio común para la
expresión visual en todas las épocas y lugares.
Además del análisis formal, el desciframiento del simbolismo de los elementos
formales básicos que componen la estructura visual de las manifestaciones rupestres,
forma parte esencial de la interpretación hermenéutica. La interpretación de los símbolos
visuales nos permite comprender la lógica imaginaria que rigió la producción del arte
rupestre. Mi punto de partida es la idea de que existe en el símbolo visual un sentido
espiritual implícito y que éste posee una articulación interna, en tanto sistema semántico,
así como diversas funciones dentro de los conjuntos semánticos y prácticos más amplios
en los que se insertó el arte rupestre, como lo son los relatos míticos, las prácticas rituales,
la imaginación figurativa y las experiencias concretas de vida.
En primer término, conviene hacer un análisis partiendo de las características
materiales, funciones sociales y rituales de los símbolos y objetos simbólicos, así como
planteándose el problema de su origen. El estudio del símbolo como cosa en sí misma
parte de la observación de sus cualidades materiales como forma, color, luminosidad,
cualidades materiales y técnicas, estructura de conjunto, de modo que estos aspectos nos
proporcionen claves básicas de cómo, a partir de las características físicas y visuales de
las cosas mismas, se les comenzaron a atribuir significados trascendentes.

FORMA

La forma es la disposición de las partes [Tatarkiewicz: 2004: 254]. Este aspecto nos habla
de las relaciones que las partes constitutivas de una imagen guardan entre sí, en nuestro
caso, de una representación gráfica o pictórica sobre un soporte rocoso, tanto en el nivel de
cada figura, como en el nivel de conjunto, al formar la totalidad de las figuras una

235
composición. Esta definición de forma puede completarse con otra que se ajusta a la
misma idea, en particular, hace referencia a su delimitación y configuración espacial:
“forma quiere decir aquí la distribución y el ordenamiento en los lugares del espacio, de las
partes de la materia, que tienen por consecuencia un contorno especial” [Heidegger 1985:
52].
La forma, vista de esta manera, permite un acercamiento analítico, pues hace
posible designar y diferenciar a cada uno de sus elementos. Se hace posible, así, llevar a
cabo un análisis minucioso de los elementos formales que componen cada signo visual,
grabado o pintado: el tipo de línea, la manera en la cual las líneas se unen para crear una
figura; el uso de puntos, asociados de distintas maneras para componer figuras; el uso de
planos para construir figuras o partes de ellas. Como podemos ver, en cuanto a la forma,
los elementos constructivos básicos de la estructura de los grabados y pinturas rupestres
son, de lo simple a lo complejo: el punto, la línea y el plano [Kandinsky 1975]. Los
elementos constructivos formales que dan forma a los petrograbados que estudiamos son
estos tres referidos y en los numerosos ejemplos registrados durante el trabajo de campo
podemos localizarlos fácilmente, dado el alto grado de esquematización abstracta de los
diseños de los petrograbados, aun en el caso de aquellos que son figurativos. Así, todos los
casos del noroeste de Sonora, documentados en este libro entran dentro de esa categoría.
Estos conceptos de forma pueden aplicarse también a la geomorfología general del paisaje
y a las estructuras arquitectónicas que se le agregan.
La forma, entendida como disposición de las partes, incluyendo las relaciones que
éstas mantienen entre sí, supone la definición precisa tanto del elemento como del tipo de
relación. Antes que nada, la distribución de la forma es una organización espacial. La
distribución de los elementos, ya sea en el panel (grabados o pinturas), en la estructura
arquitectónica o en la geomorfología general, establece los ritmos de las formas, dando
origen a las composiciones. Asimismo, cada elemento, dada su estructura –relación entre
las partes-, posee un ritmo específico. Por ejemplo, en el caso de los petrograbados en los
cuales aparecen diseños de grecas que repiten estructuras básicas, destaca la importancia
de este concepto (Figuras 14, 32-34). De igual manera, encontramos disposiciones
rítmicas específicas de figuras grabadas sobre paredes rocosas particulares, donde se
establece una determinada relación espacial entre el fondo y las figuras representadas, una
relación espacial de las figuras entre sí y una unidad espacial de conjunto, ya sea a nivel de
cada pared de la piedra, de cada piedra o de cada conjunto unitario más amplio que
constituya una composición.

236
La forma puede ser entendida, también, como la apariencia externa de las cosas, la
configuración visual exterior de su estructura física; podemos referirla como lo que se da
directamente a los sentidos. Tenemos así, una diferencia sustancial entre las dos
definiciones, al entender a la primera como una abstracción y a la segunda como concreta,
por definición. Este enfoque del concepto nos da como objeto de análisis la apariencia de
los grabados sobre la roca, en tanto conjunto visual que produce determinadas impresiones
sensoriales y que puede observarse desde varias perspectivas: tanto la apariencia material y
visual de las unidades mínimas, como de los conjuntos más amplios, hasta llegar a
situarlos, visualmente, en el contexto del paisaje que los contiene y ser, en ese sentido, una
herramienta de estudio del simbolismo del paisaje. Según la hipótesis que propongo: no es
casual sino intencional que los grabados sobre las rocas, de los sitios que estudiamos, sean
visibles desde el paisaje circundante. Esto último es importante pues en ciertos casos muy
definidos, donde se cuenta con información etnológica precisa, existe un simbolismo del
paisaje asociado a los sitios con manifestaciones rupestres [Whitley 1998].
Tal como lo acabamos de afirmar, los soportes rocosos sobre los cuales se
encuentran los grabados y pinturas rupestres están situados en un entorno natural y, por
ello mismo, su producción constituye una forma de acción consciente para modificar
simbólicamente el paisaje, lo que implica que el arte rupestre es una forma de “arte del
paisaje” [Bradley 1991; Hartley 1992: Whitley 1998]. Recordemos que se ha constatado
que factores como la ubicación en el paisaje, los atributos geomorfológicos y los frentes
rocosos de los paneles, poseían, en sí mismos, un significado simbólico, tan importante
como el significado de los propios motivos. El sitio y el panel rocoso nunca han sido
elementos neutros sobre los cuales se pintaran o grabaran signos significativos,
simbólicamente hablando.
La forma también puede ser entendida como el límite o contorno de un objeto
[Tatarkiewicz 2004: 254]. Es diferente de la anterior por prescindir de la sustancia de las
cosas y referirse exclusivamente al perímetro exterior o contorno. Se centra en lo que
separa y distingue una cosa de otra, una figura de la otra, un signo visual de otro. En el
caso de los grabados rupestres de La Proveedora podemos ver como todas las figuras
representadas en los grabados están delimitadas por un perímetro, se trata de figuras
claramente diferenciadas, unas de otras, formas cerradas y autosuficientes que se colocan
en una relación espacial determinada.
El análisis de la forma resulta esencial porque no sólo contiene la información
acerca de la estructura visual de los diseños, así como de la manera en la que se realizaron,

237
también revela cómo se percibieron, imaginaron y transfiguraron los seres y cosas
representados; más aún, deja ver la multiplicidad de posibilidades que existieron de figurar
las estructuras físicas de los seres y las cosas. Esta pluralidad de formas para la
representación de los seres y las cosas se debe a la compleja interacción de factores
histórico-culturales de distinta índole: cognitivos (modos particulares de simbolizar),
religiosos, estéticos, creativos y técnicos. Esta afirmación puede ser entendida, también,
en su sentido inverso, a saber: las variaciones definidas en los patrones estilísticos del arte
rupestre pueden ser un indicio importante de cambios culturales significativos [Schaafsma
1980: 6-8].
En un sentido semejante, y retomando lo afirmado por Gombrich, Layton afirma
que: “las obras de arte no están diseñadas para reproducir en cada detalle un modelo
natural –y que, ciertamente, tal meta sería inalcanzable- sino, más bien, para aislar y
presentar de una forma distintiva aquellos elementos del modelo que son significativos
para el artista y su público” [Layton 2003: 184 traducción nuestra]. Es por eso que
diferentes estilos, culturalmente formados, codifican de manera distinta las técnicas
empleadas para resolver los problemas formales, implicados en las maneras de representar
a los seres y las cosas [Layton 2003: 183].
La forma, en tanto figura definida y claramente identificable, tiene significados
y funciones simbólicas. Este aspecto de la forma se refiere a la respuesta psíquica y
cultural que su materialidad suscita. Habrá que tener en mente que la estructura no es
algo estático, no existe conflicto entre símbolo y estructura visual, pues el dinamismo de
ésta se deriva de la apertura del símbolo; son la función y la forma de figura que posee
el símbolo, con sus sentidos figurados, lo que define y dinamiza las estructuras y su
interpretación [Durand 1993]. En su Diccionario de símbolos, Juan-Eduardo Cirlot define
orientaciones heurísticas básicas para la interpretación del simbolismo de la forma:

Determinadas ciencias como la psicología de la forma, el isomorfismo, la morfología,


confluyen en muchas de sus conclusiones con la simbolística tradicional. La determinación
más amplia, general y valedera del significado de las formas es la que expuso la legendaria
Tabla de Esmeralda al decir: “Lo que está arriba es como lo que está abajo”, ratificada y
mejorada por Goethe al añadir: “Lo que está dentro (idea) está también afuera (forma)”.
Por ello Paul Guillame puede afirmar que “los términos de forma, estructura, organización
pertenecen tanto al lenguaje biológico (formas) como al psicológico (pensamientos,
ideas…) y que el isomorfismo, mediante el cual la teoría de la forma renueva la vieja

238
tradición de paralelismo (analogía mágica), se niega a establecer un corte entre el espíritu y
el tiempo”. Esto se completa aún más al indicar que “las formas corresponden en nuestra
percepción y en nuestro pensamiento a formas parecidas de los procesos nerviosos”; así, lo
circular es igual al círculo y a lo cíclico; el cuadrado se identifica con el cuaternario y el
cuatro, y la forma aparece como “intermediaria entre el espíritu y la materia” [1988: 207].

Desde esta perspectiva, podemos sostener la correspondencia más general de las


características específicas de la forma con las características particulares de la vida
psíquica. Así, las configuraciones de regularidad, simplicidad, organicidad o rigidez,
por ejemplo, pueden referirse tanto a las formas plásticas como a las formas en las que
se expresan las emociones y las ideas, a las formas que adopta la acción humana, así
como a las formas que adoptan los procesos naturales. El simbolismo de un ser o figura
suele ser ratificado o ampliado por su forma, e inversamente. En este orden de ideas,
podemos sostener que el carácter arquetípico que algunos símbolos gráficos han
asumido en la historia humana, a través del tiempo y del espacio, puede explicarse por
la correspondencia o semejanza entre la estructura formal del símbolo gráfico y las
formas que asumen los procesos físicos, los procesos naturales y los procesos
psíquicos. Por eso pueden equiparase, formalmente, los procesos biológicos y cósmicos
observados por el ser humano y la forma que adopta el símbolo visual que los evoca y
significa.
Siguiendo lo expuesto por Hofstadter, Washburn y Crowe dan cuenta del
isomorfismo que existe entre los sistemas humanos de pensamiento y de acción: los
isomorfismos conducen a asociaciones simbólicas de significado, las cuales, a su vez,
forman parte de sistemas formales más amplios [Washburn y Crowe 1988:10]. Por otra
parte, los patrones geométricos son universales, poseen una lógica interna (matemática)
que es común a todos ellos, tales patrones, como las grecas, por ejemplo, se producen
siguiendo las mismas reglas, incluso, los cambios formales introducidos por la
innovación obedecen a las mismas reglas, de ahí que el significado de tales sistemas
formales sea inherente a la estructuración de sus partes [Washburn y Crowe 1988:11].
Con el fin de completar estas ideas fundamentales para la interpretación del
símbolo visual, especialmente aquel vinculado al ámbito religioso, recordamos lo que se
nos dice en la doctrina esotérica hindú, que el carácter de la imagen se determina por la
relación establecida entre el adorante y el adorado [Cirlot 1988: 221]. Lo que resulta

239
particularmente válido para aquellas manifestaciones rupestres que tienen una función
ritual y mágico-religiosa y son veneradas como seres, cosas o lugares sagrados.
Vale la pena insistir aquí en algo que hemos dicho anteriormente, que “el
símbolo fijado por procedimientos artísticos posee una condensación extrema, que
deriva de la economía formal integrada y de la potencia alusiva que pueda poseer”
[Cirlot 1988: 221]. A mayor sencillez y claridad formal del símbolo, mayor eficacia
semántica.
A manera de conclusión de su propuesta interpretativa del símbolo gráfico,
Cirlot define los aspectos que deben tomarse en cuenta: similitud con figuras de seres
cósmicos, forma abierta o cerrada, regular o irregular, geométrica o biomorfica; número
de elementos de esa forma y significado simbólico de tal número; ritmos dominantes,
sentido elemental de su expresión y movimiento; ordenación espacial, determinación de
las zonas; proporciones; colores [Cirlot 1988: 225].
En el conjunto de los petrograbados de los sitios que estudiamos, encontramos
como principal elemento constitutivo de las figuras a la línea, ésta funciona a la vez
como medio constructivo y expresivo. En ocasiones, aparecen planos más gruesos que
sirven para indicar áreas más amplias y también puntos como expresiones mínimas de
forma. Se trata, en todos los casos, de formas cerradas y autosuficientes, claramente
distinguibles entre sí, aún en los casos de superposición. La línea, en tanto principal
medio de construcción de la imagen, definirá un contorno para delimitar precisamente
cada figura. No obstante, en ocasiones, hemos encontrado superposiciones que implican
dos momentos diferentes de realización de los grabados. En los grabados rupestres del
sitio se combinaron formas geométricas con orgánicas, aunque, en el caso de éstas
últimas, predomina una estilización esquemática que tiende a la abstracción geométrica
o a la simplificación extrema.
La forma tiene un carácter positivo-negativo: se aprovechó el gris oscuro de la
pátina de la roca como plano básico y se trazó y talló el diseño, obteniendo, al ser
levantada la pátina, un color claro contrastante con el fondo. En la mayoría de los
grabados, el grosor de la línea es el mismo en todo el diseño, pero puede variar de un
dibujo a otro.

240
COLOR Y LUMINOSIDAD

El elemento del color es un factor decisivo en las pinturas rupestres y de menor


importancia en los grabados. En relación con éstos últimos, muchas veces sólo sirve para
leer ciertos aspectos técnicos como el grado de patinación, que definiría diferentes
momentos de realización.
En algunos casos, el análisis del color resulta importante si las manifestaciones
rupestres forman parte de un conjunto visual más amplio, significativo, desde el punto de
vista de la simbólica del paisaje. La definición de las categorías teóricas a partir de las
cuales se estudia el color es indispensable y particularmente pertinente para el análisis de
las pinturas rupestres. En el caso de las pinturas rupestres, comprender el simbolismo del
color es fundamental, por tal motivo, la definición de las categorías teóricas a partir de las
cuales se estudia el color es indispensable y particularmente pertinente para el análisis de
éstas. Para las pinturas rupestres del Noroeste/Suroeste, los componentes químicos de
pigmentos de color son también un factor que puede contener información importante,
desde un punto de vista arqueológico y puede servir para datar conjuntos de
manifestaciones rupestres. Schaafsma [1980: 25-28], por ejemplo, ha comenzado a
clasificar los colores utilizados en el arte rupestre del suroeste de los Estados Unidos.
En el caso de los grabados de La Proveedora, el color es el natural de la roca,
con todos los efectos de erosión y pátina. Podemos hablar de un bicromatismo
intencional, obtenido por diversas técnicas que, al eliminar la pátina oscura, adherida a
la roca, hace aparecer el color gris claro, original de la roca sin pátina, que corresponde
al diseño, en contraste con el gris oscuro del fondo patinado. Para la región estudiada
(noroeste de México y suroeste de los Estados Unidos) Polly Schaafsma constata que
fue muy común que se seleccionaran rocas de arenisca, granito y basalto, intensamente
oscurecidas por la pátina del desierto para grabar diseños sobre ellas, debido al efecto
contrastante logrado debido a la diferencia de tono entre el color gris claro de la roca
labrada y el negro de la superficie patinada [1980: 28].
Los petrograbados tienen una cualidad primordialmente bitonal y contrastante,
aunque el efecto producido por las técnicas de frotamiento crea ciertas zonas ambiguas
en las que se confunden pequeñas áreas libres de raspado con otras frotadas, lográndose
medios tonos. Sin embargo, lo que predomina en la gran mayoría de los grabados es el
alto contraste bitonal que permite que los grabados puedan ser vistos a la distancia. Esta
característica de visibilidad nos lleva a la conclusión de que su condición perceptual

241
debe haber jugado alguna función social bien definida, pues parece ser evidente su
carácter intencional, así, los grabados puedan ser percibidos desde lejos. En ese sentido,
la categoría de visibilidad, de la arqueología de paisaje española, resulta particularmente
útil [Criado Boado1991; Criado Boado y Santos Estévez 1998; Parcero et. al. 1998].
Los elementos del paisaje circundante participan en la configuración visual del
conjunto, de manera que podemos hablar también de la participación de las formas y los
colores naturales de las rocas, de la vegetación y del cielo. Pensamos que estos factores
pueden haber influido en la elección del sitio y pudieron ser tomados en consideración
para el efecto físico, sensorial del color. Es notorio el contraste cromático entre el ocre-
pardo-gris de la roca y el azul intenso del cielo que se matiza con las variantes del verde
de la vegetación (gobernadora, palo verde, cholla y sahuaro).
El valor simbólico del color está determinado histórica y culturalmente, es común a
todas las culturas y épocas, ha sido estudiado y utilizado conscientemente en todas ellas.
Las ideas acerca del simbolismo de los colores tienen un origen religioso. Uno de los
primeros autores que estudió el simbolismo del color fue F. Portal [1996], publicando su
obra en 1839. Sostenía una hipótesis estrictamente difusionista sobre este asunto, a pesar
de que esa orientación de su teoría es insostenible el día de hoy, otros aspectos de ella
siguen siendo válidos.
De acuerdo con Portal, en la más remota antigüedad, los colores tuvieron un
significado simbólico, determinado por las doctrinas esotéricas de la religión [1996: 1]. En
función del origen religioso del arte, el simbolismo del color, que era propio del saber
esotérico de la religión, fue trasladado al arte y adoptado por los artistas. Dentro de este
dominio, estuvo sujeto a una doble influencia, tanto la que se derivaba del pensamiento
religioso, como la que era propia de la dinámica interna del arte, de modo que su
significado se fue haciendo cada vez más complejo. La elaboración de un estudio
minucioso y sistemático de las funciones simbólicas del color es ahora impostergable.
El simbolismo del color puede estudiarse, primeramente, a partir de su inserción en
la trama del discurso religioso, en sus rituales y a partir de las ideas religiosas que
determinan los cánones estéticos que regulan la producción de las obras de arte. En ese
sentido, podemos entender a qué se refiere Portal cuando dice que el simbolismo “explica
esa severidad de las leyes y de las costumbres; a cada color correspondía un concepto o
símbolo religioso: cambiarlo o alterarlo era un crimen de apostasía o de rebelión” [1996:
6]. De tal forma, la pureza o saturación del color, su falta de variación tonal era signo de la
pureza de su valor simbólico y se anteponía a cualquier otra función. En México, tenemos

242
el ejemplo extraordinario de los códices precolombinos, donde el color desempeñaba una
función decisiva de significado esotérico.
Jolande Jacobi sostiene que más allá de su especificidad histórica y cultural,
aunque estrechamente relacionada con ésta, existe una dimensión de universalidad del
simbolismo cromático:

La coordinación de los colores con las funciones psíquicas cambia con las diferentes
culturas y grupos humanos, e incluso entre los individuos. Pero, por regla general […] el
color azul –color del espacio y el cielo claro- es el color del pensamiento; el color amarillo
–el color del sol que de tan lejos llega, surge de las tinieblas como mensajero de la luz y
vuelve a desaparecer en la tenebrosidad- es el color de la intuición, es decir, de aquella
función que, por decirlo así, ilumina instantáneamente los orígenes y tendencias de los
acontecimientos; el rojo –el color de la sangre palpitante y del fuego- es el color de los
sentidos vivos y ardientes; en cambio, el verde –el color de las plantas terrestres,
perceptibles directamente- representa la función perceptiva [Jacobi 1976: 93].

Las clasificaciones, ordenamientos y definiciones simbólicas de los colores son


muy abundantes y difícilmente pueden ser presentadas exhaustivamente, además, se corre
el peligro de abusar de los detalles, de caer en la especulación, en el dogmatismo y en la
rigidez. Por tal razón, Cirlot nos previene al respecto, señalando que las interpretaciones
acerca del simbolismo del color “pueden prolongarse hasta lo indefinido por una mayor
precisión de matices y de grados paralelos de significación, pero eso constituye una de las
peligrosas tentaciones del simbolismo, que conduce a un sistema petrificado de alegorías”
[1988: 137]. Destaca que es importante, retener la analogía entre la intensidad de la
luminosa y el simbolismo del nivel correspondiente, situándolo entre los polos de luz y
oscuridad. También hay que tener en cuenta que la pureza de un color corresponderá
siempre a la pureza de su sentido simbólico; los matices primarios equivalen a fenómenos
emotivos primarios y elementales, mientras los colores secundarios y terciarios se refieren
a paralelos grados de complejidad [Cirlot 1988: 137].
Si definimos al tono como las gradaciones de la intensidad de la luz [Arnheim
1977: 249], veremos que el factor de luminosidad influye de varias maneras en la
percepción del arte rupestre. En primer lugar, hemos señalado que la eficacia visual de
los grabados se basa en el alto contraste entre el negro de la superficie rocosa patinada y
el gris claro de la superficie labrada, que pone al descubierto el color original de la

243
piedra. Desde la perspectiva de la expresión, el claroscuro juega un papel muy importante
en la dramatización de la forma y el color.
Otro aspecto importante es el grado de insolación de las pinturas y los grabados,
que determina las condiciones de su percepción. El simbolismo de la luz es y ha sido,
siempre, importantísimo en la mayoría de las culturas. La manera en la cual influye el
factor ambiental de luminosidad en la visibilidad del arte rupestre tiene que ver con su
orientación y su ubicación topográfica. Las variaciones en la iluminación, al cambiar la
inclinación de los rayos solares, en el curso del día, modifican las condiciones de
percepción de los paneles con pinturas y grabados. Cuando la luz incide directamente
sobre la piedra grabada, el contraste disminuye, dificultando su percepción, por el
contrario, tanto la iluminación indirecta como la sombra, la favorecen. Habría que
estudiar a futuro qué consideraciones geomorfológicas, topológicas, astronómicas,
práctico-utilitarias y simbólico-religiosas influyeron en la selección del sitio y la
ubicación específica de los grabados.
En relación directa con este asunto, Jane Young constata que la mayoría de los
grabados y pinturas rupestres que registró en la región de los zuni tenían una orientación
predominante E-SE, sugiere que en términos prácticos implicaría que la luz del sol
matutino estaría a sus espaldas, mientras grababan o pintaban, evitando el molesto
reflejo sobre la superficie trabajada; asimismo, gracias a esa orientación, los motivos
estarían iluminados la mayor parte del día [Young 1992: 54]. “El hecho de que en
algunos casos las imágenes del arte rupestre ‘dan la cara al sol’ puede tener una
importancia ritual semejante a la que se da en otros contextos” [Young 1992: 55].
Young se refiere, en particular, a diversos rituales zuni que implican dar la cara al sol
(purificación y rezo matutino diario, consagración de los recién nacidos), así como a las
tradiciones de orientar las ventanas de ciertos edificios y altares hacia el Este, para
recibir la luz solar [1992: 55-56]. Es importante destacar que Awonawilona, el dios
solar, dentro del relato cosmogónico de su mitología, es un dios benéfico y protector de
los zuni, es quien los guía desde el inframundo, y de una creación a otra, hasta que
logran emerger a la superficie de la tierra, en la presente era cósmica.
En el caso del sitio llamado La Cueva de las Monas, situado en la región central
de Chihuahua, que contiene pinturas rupestres de diferentes periodos, puede observarse
la manera en la cual los sucesivos pintores de sus paredes aprovecharon la excelente
iluminación que ofrece este abrigo rocoso, poco profundo, al usar la luz indirecta,

244
reflejada por el cerro que se halla enfrente, hacia el Oeste.25 Estas excelentes cualidades
lumínicas del sitio, que proporcionan la mejor luz para pintar, que es la indirecta, refleja
la inteligencia de aquellos artistas o especialistas rituales que escogieron el sitio para
realizar, en distintos periodos, expresiones pictóricas de pequeños, medianos y grandes
formatos [véase: Mendiola 2002: 51-52; Mendiola y Lazcano 2006: 70-75] (Figura 15).
De acuerdo con Rudolph Arnheim, el simbolismo de la luz “data probablemente
de una época tan antigua como la historia del hombre” [Arnheim 1977: 265]. Al interior
de la lógica simbólica de la luz, la oscuridad no aparece como mera ausencia de luz,
sino como un principio activo y contrario que se le opone. En la mitología de numerosas
culturas aparece el dualismo de los dos poderes antagónicos. El día y la noche, el sol y
la luna se convierten en las figuras paradigmáticas del conflicto esencial entre las
fuerzas que representan la luz y la oscuridad.
El significado simbólico de la luz se matiza en relación con su intensidad. La luz
es fuerza creadora, energía cósmica e irradiación. La luz de un color determinado
corresponde al simbolismo de éste, más el sentido de la emanación [Cirlot 1988: 286].
La dirección de ésta también define su significado. Para René Guénon: “la
yuxtaposición del blanco y el negro representa, lógicamente, la luz y las tinieblas, el día
y la noche, y, por consiguiente, todos los pares de opuestos o de complementarios
(apenas es preciso recordar que lo que es oposición en cierto nivel se hace
complementariedad en otro, de modo que un mismo simbolismo es igualmente aplicable
a uno y otro)” [Guénon 1995: 228].
Quien ha desarrollado con mayor detalle esta oposición-complementariedad,
hasta elevarla al nivel de clave hermenéutica decisiva para el entendimiento de todo
simbolismo, ha sido Gilbert Durand, quien define dos grandes regímenes de
simbolización: el diurno y el nocturno. Establece un gran cuadro comparativo,
diferencial y específico para cada uno de los dos regímenes, se vale de siete categorías
para hacerlos inteligibles: a) estructuras, b) principios lógicos, c) reflejos dominantes, d)
esquemas verbales, e) arquetipos epítetos, f) arquetipos sustantivos, g) de los símbolos a
los sintemas [Durand 1971: 100-101]. Desarrollados in extenso, estos dos regímenes
simbólicos constituyen el contenido de su obra Las estructuras antropológicas del
imaginario [Durand 1981].

25
Visité el sitio en abril de 2006 a invitación del arqueólogo Francisco Mendiola Galván.

245
En lo que corresponde a la tradición mítica del México antiguo, tenemos a los
símbolos del Sol y de la Luna como emblemáticos del principio dual de oposiciones
complementarias que rige a toda la simbología religiosa de los nahuas y muchos otros
pueblos, como los mayas en el sureste y los o’odham en el noroeste.

CUALIDADES MATERIALES Y TÉCNICAS DE PRODUCCIÓN

La impronta de la piedra, su cualidad lisa o porosa, su dureza, su color oscuro, su


perdurabilidad, su ubicación en lugares definidos de las laderas de los cerros volcánicos,
son las características físicas que han quedado como sustento material del arte rupestre.
Los pigmentos o la incisión y la abrasión, que dan forma a la pintura o al grabado,
imprimen el sello humano en la materia, dejando rastro de su acción perdurable. Entre
más definido el trazo y saturado el color, entre más profunda la incisión, más notoria
será la huella dejada, la marca de la mano y la herramienta se hará visible, mostrando
los indicios de la técnica, la intención humana.
En la producción de los petrograbados de este sitio podemos hablar de dos
procedimientos generales de grabado que pueden aparecer, indistintamente, por
separado o de manera combinada: técnicas de percusión directa e indirecta. Entre las
primeras encontramos a las siguientes:

Piqueteo: se golpea directamente la superficie rocosa con una herramienta


percutora, terminada en punta, que va formando una acumulación de puntos. De
acuerdo con la densidad de los puntos obtenidos por esta técnica, variará la calidad de la
línea: se pueden llegar a formar líneas y superficies bien definidas, cuando el piqueteo
es muy denso, cuando no lo es, se obtienen superficies difusas que permiten ver la
acumulación de incisiones en forma de punto.
Delineado: Puede lograrse por dos técnicas diferentes, la primera de ellas se
vale de un percutor que al golpear la superficie de la roca levanta la pátina, dando forma
a una línea continua. En la segunda, se dibuja sobre la roca con una herramienta filosa y
puntiaguda, de mayor dureza que la roca, presionándola con fuerza contra la roca. En
algunas ocasiones esta técnica constituye una fase preparatoria, creando un boceto de
línea sobre el cual se tallará el grabado.

246
Ahuecado de superficies: aplicación directa de un percutor grueso que permita
desbastar superficies más amplias de pátina.
Raspado mecánico: sirve para limpiar áreas más o menos gruesas de pátina,
frotando piedras porosas u otra herramienta, contra la superficie de la roca.
Abrasión química: aplicación de sustancias abrasivas sobre la pátina de la roca
que permiten eliminarla. Puede ser utilizada, también, para crear un boceto previo sobre
el cual se grabará después. En relación a esta técnica existe el antecedente en la región
del uso de ácidos de origen vegetal para grabar las conchas [Cordell 2001c].
Percusión indirecta: se graba la piedra con una herramienta de tipo cincel,
golpeada, a su vez, por un percutor más grueso y pesado a manera de mazo. Supone el
trazado previo de un boceto de línea sobre la roca, que se usará como guía para la talla
con la herramienta de tipo cincel, golpeada por otra que funcionará como percutor. Las
técnicas indirectas sirven en la mayoría de los casos para realizar grabado mediante las
técnicas que hemos llamado delineado y ahuecado. Se caracterizan por una mayor
precisión en el trazo y permiten realizar grabados de mayor calidad y de formas más
complejas.26
En La Proveedora encontramos los dos grandes grupos de técnicas: directas e
indirectas. En el caso de las primeras, se trata, comúnmente, de diseños más simples y
los resultados son más burdos, pues tanto la técnica de piqueteo, que utiliza un percutor
para crear planos a partir de puntos, que son producto de incisiones individuales de la
herramienta, como el delineado con un percutor que va creando líneas a partir de
incisiones individuales que se unen entre sí, no permiten la precisión de las técnicas
indirectas, no obstante que en algunos casos se trace, previamente, un boceto de línea
del diseño, con una herramienta filosa e incisiva. En el caso de la abrasión mecánica,
que es la más común, se da forma a planos, de manera más homogénea y cuidadosa,
frotando una herramienta plana y porosa contra la superficie de la roca, para eliminar la
capa de pátina.
Los grabados en los cuales se utilizó una técnica indirecta fueron realizados en
dos etapas que, aunque sucesivas, podían llevarse a cabo inmediatamente, una detrás de
la otra. La primera operación consistiría en trazar el diseño del petrograbado sobre la
roca, con una herramienta filosa, de mayor dureza que la roca, de modo que las líneas
principales quedasen marcadas con firmeza y bien definidas. En segundo término, se

26
Ver tablas en el Apéndice, en relación con las técnicas empleadas en los paneles de tamaño mural en el
Cerro San José.

247
utilizaría un cincel, que sería golpeado por otra herramienta de percusión, de manera
que fuese posible trazar líneas rectas y curvas sin titubeos, sobre la dura roca. El hecho
de que las líneas de cada figura tengan el mismo grosor, es para nosotros un indicio de
que se utilizó la misma herramienta especializada para cincelarlas.27 Si este
procedimiento se acompañó de otras acciones o eventos rituales, como canto y música o
consumo de estimulantes, es algo que, por ahora, desconocemos.
Al respecto, es importante señalar que la arqueóloga Beatriz Braniff en su
recorrido de superficie, realizado en el sitio de La Proveedora, encontró, en el cerro San
José, lo que llamó un “taller de lítica”, donde descubrió percutores que ella asocia a la
elaboración de los petrograbados: “Esta colección procede de un área contigua a una
zona de petroglifos y muchos de los objetos son percutores de piedra, los cuales
indudablemente fueron utilizados para esculpirlos” [Braniff 1992: 568]. Aunque la
afirmación de la arqueóloga nos parece demasiado contundente y que eso está aún por
probarse, consideramos viable continuar sosteniendo esa hipótesis de trabajo, esperando
poder demostrarlo en el campo de la investigación arqueológica.
Al analizar los petrograbados de La Proveedora, Dominique Ballereau señala
que: “La percusión indirecta (martillo y roca puntiaguda) sin duda se empleó en los
grabados de contornos cuidadosamente trazados. La percusión directa resulta demasiado
imprecisa en pequeña escala” [Ballereau 1998b: 9]. Encontramos un punto de vista
semejante en la obra de Polly Schaafsma, quien sostiene que un resultado más fino y
preciso se logra utilizando una herramienta en forma de cincel, junto con un percutor
[1980: 28]. Coincido con ella en que esa manera de trabajar requiere de un previo dibujo
o boceto, trazado finamente sobre la roca, de modo que el grabador pueda irlo siguiendo
con el cincel y el percutor. Existen otros sitios pertenecientes a la región del Suroeste
donde también se piensa que la técnica empleada para la realización de los grabados fue
la percusión indirecta.
Este es el caso del llamado estilo de Beaver Creek, la mayoría de los grabados
pertenecientes a este estilo fueron hechos por medio de la percusión indirecta, que se
hace visible por medio de los bordes y formas circulares bien definidos, así como por
medio de las incisiones precisas y regulares. Esto indica que fueron hechos, utilizando

27
Existen varios hallazgos arqueológicos en el continente en los que han aparecido cinceles asociados con
la elaboración de petrograbados [Schobinger 1997: 35]. De confirmarse el uso de estas herramientas
(cincel y percutor) podíamos pensar, incluso, en que su existencia permitiese ayudarnos a datar, de
manera indirecta, los petrograbados, siempre que los desechos del proceso de grabado fuesen hallados en
asociación directa con materiales fechables en contextos de excavación.

248
una herramienta en forma de mazo y un cincel bien afilado. En contraste con esa
técnica, los petrograbados hohokam del estilo Gila, por ejemplo, fueron hechos,
principalmente, mediante la percusión directa, simplemente golpeando la roca con un
percutor. La mayoría de los petrograbados de este sitio (Beaver Creek) tienen contornos
bien definidos y formas circulares, obtenidas al golpear contra la roca una herramienta
de tipo cincel con otra herramienta de percusión, dando forma, de esa manera, al diseño.
Esta técnica permite un alto grado de precisión y claridad artística [Schaafsma 1980: 64-
71; Simms y Gohier 2010].
En relación con las técnicas de elaboración de los petrograbados en la vecina
California, David Whitley refiere que, aunque muchas variantes son posibles, los
grabados de esa región se hacían, comúnmente, sobre rocas del desierto que, por un
proceso natural, habían quedado cubiertas con una pátina obscura. Los creadores de
petrograbados usaban un percutor de piedra, usualmente de cuarzo, para eliminar la
pátina de la roca, poniendo al descubierto la superficie clara de la cama rocosa,
formando, así, una imagen más clara que la superficie patinada. Además de esta técnica
directa, registra el uso de otra indirecta en la cual se utiliza una herramienta de roca a
manera de cincel y un percutor a manera de mazo o martillo. Las líneas finas se
trazaban, probablemente, con una herramienta filosa de piedra tallada, tal vez de
obsidiana [Whitley 2000: 35-37]. Para el caso del arte rupestre de los zuni, Young
[1992: 48-54] describe, también, técnicas directas e indirectas de grabado.
En relación con la técnica de elaboración de los petrograbados, nos parece
importante destacar que durante las visitas de campo realizadas en septiembre del 2002,
abril del 2003, abril de 2007 y abril del 2012 al sitio de la Proveedora, pudimos
constatar que en casi todos los casos donde se realizaron grabados existe una situación
ergonómica adecuada para el dibujo y la talla del petrograbado. Cada petrograbado se
encuentra en una roca que cuenta con un espacio circundante, lo suficientemente
cómodo para el desempeño técnico del grabador [Amador 2002]. Sostengo la hipótesis
de que debido al grado de dificultad de elaboración de los diseños, impuestos por las
características formales de las figuras y a las dificultades derivadas de la dureza de la
roca, se trata de un trabajo altamente especializado que requería un largo entrenamiento.
En relación con los aspectos materiales de las manifestaciones gráfico-pictóricas
rupestres no debemos olvidar, tal como hemos insistido, preguntar acerca del
simbolismo de la piedra, de la montaña, del lugar en el cual se hallan los petrograbados:

249
sus cuatro niveles de significación simbólica: a) nivel del motivo, b) nivel del panel, c)
nivel del sitio, d) nivel general del paisaje.
La selección del material sobre el cual se crean las pinturas y, en particular, los
grabados rupestres, es para nosotros un primer indicio de una decisión vinculada a
criterios religiosos y estilísticos: se escoge el tipo de piedra que se quiere grabar tanto
debido a su calidad como a su ubicación en un sitio específico. La calidad de la roca
sobre la cual se graba es decisiva, más allá de los aspectos asociados a un simbolismo
mágico-religioso del sitio y el panel, me parece que la gran concentración de grabados
rupestres que encontramos en La Proveedora se debe también a la excelente calidad del
granito. En otros sitios de trincheras de las regiones de los ríos Altar y Magdalena, la
roca no parece tener la misma alta calidad para servir como superficie para grabar, que
en los casos de La Proveedora y El Deseo, en la cuenca del Asunción. Las cualidades
materiales y técnicas de los grabados deben ser estudiadas en sí mismas, como en
relación a su entorno natural y cultural.
El primer aspecto que nos interesa comentar es el que relaciona las figuras de los
petrograbados con su entorno geográfico, en tanto indicativo de alguna función
simbólica. Los petrograbados son, en primer término y de manera implícita y explícita,
una marca territorial, definen un espacio y lo asocian a un sentido semántico más
amplio que trasciende su existencia meramente natural. Son, desde ese punto de vista,
símbolos de ocupación territorial por un grupo humano específico que marca el espacio
con un conjunto de signos fundamentales para su cultura, asociando, así, al paisaje con
su identidad grupal, por medio de esos signos y símbolos que lo identifican.
En sí mismos, la montaña y los cerros tienen ya significados simbólicos, no sólo
como arquetipos de elevación de la tierra que unen o ponen en contacto al cielo con la
tierra, que es un significado común a muchas culturas, sino también, por su connotación
específica como lugar determinado, considerado como un sitio sagrado particular,
característico de la topografía regional y/o como un sitio con cierto tipo de recursos o
propiedades específicas. Sabemos que para muchas culturas del desierto, los sitios
elevados como cerros y montañas poseen una connotación sagrada. Como veremos más
adelante, en el caso particular de la Tradición Trincheras, hemos propuesto significados
bien definidos para los sitios elevados en los que coinciden distintos tipos de estructuras
construidas (muros, terrazas, veredas, casas) con una abundante producción de arte
rupestre, especialmente petrograbados.

250
COMPOSICIÓN

Utilizar el concepto de composición para el análisis de los paneles con petrograbados en


La Proveedora puede parecer problemático, pues desconocemos la forma en la cual los
conjuntos de grabados fueron hechos, su relación temporal, la función y la intención con
la que fueron creados. Sin embargo, en términos de método es pertinente porque plantea
la pregunta acerca de la imagen, en tanto unidad como conjunto visual (perceptivo),
semántico, ritual y estético (Figuras 81-82, 86, 87). Este enfoque aborda, también, la
pregunta acerca de la relación de las figuras o signos visuales entre sí y de la posible
existencia de un principio organizador que determine su articulación interna (visual,
semántica, ritual y estética).
El concepto de composición es una categoría que se ha utilizado para el análisis
estético de las obras de arte, principalmente dentro de la tradición occidental, donde se
pueden observar, tanto la intención de ordenar los elementos visuales, a partir de ciertos
valores estéticos, como las funciones semánticas específicas de los signos y los
símbolos visuales para presentar un tema determinado a partir de ciertas categorías de
organización espacial de las figuras, en función de una narratividad visual. El análisis
de la composición ha tenido estas dos vertientes principales: la formal y la iconográfica.
Desde mi punto de vista, estas dos son complementarias, en todas las manifestaciones
figurativas de las artes visuales están indisolublemente articuladas y se apoyan
mutuamente [Amador 2008].
La primera estudia las imágenes a partir de las relaciones que se establecen entre
los elementos abstractos de la estructura visual: forma, color, luminosidad y cualidades
materiales. La segunda las estudia a partir de la manera en la cual se ordenan las figuras,
los objetos y los escenarios, en tanto elementos narrativos, pertenecientes a la
representación visual de un tema: mitológico, literario o histórico, que se ilustra por
medio de la imagen. Como vemos, el concepto de composición funciona bien dentro de
ciertos límites: el arte figurativo que tiene una intención descriptiva o narrativa definida,
acompañada de un tratamiento estético de las formas. De tratarse de representaciones de
sucesos míticos, esta categoría de composición nos podría ser útil. En el caso de
diversos murales prehispánicos, como en Cacaxtla y Bonampak, por ejemplo, puede
demostrarse la existencia de conceptos y cánones compositivos bien definidos y de una

251
intención narrativa manifiesta [Foncerrada 1993: 19-28; Villaseñor 1998]. Otro tanto
ocurre en los códices [León-Portilla 2003].
Hay autores que hablan de composición desde niveles muy básicos de
narratividad y organización de las formas en el espacio, como serían aquellas pinturas
rupestres de los cazadores tardíos –Epipaleolítico y Mesolítico de África y Europa- en
las que: “las escenas remiten a actividades de apariencia social y cotidiana –caza,
recolección, pastoreo, desfile, combate, danza. Sin embargo, no se sabe si esas
situaciones representan actividades reales o corresponden a una simbología mítica”
[Barandiarán 1999: 20-21]. Otro ejemplo sería el de los diseños abstractos de la
cerámica neolítica que poseen un orden formal con repeticiones rítmicas de formas
geométricas, dentro de un espacio, cuya distribución supone un concepto matemático.
En la región que nos interesa, existen algunos intentos de análisis de la
composición, aplicados al arte rupestre. En los términos más estrictos, podemos utilizar
el concepto de composición en la medida en que se pueda hablar de un soporte con una
forma definida y, por lo menos, un elemento trazado sobre él. Esta sería su mínima
expresión. En términos más rigurosos, estamos acostumbrados a hablar de composición,
a partir de conjuntos más complejos con un mayor número de elementos.
En el caso de los grabados rupestres de los cerros de la Proveedora y San José,
hemos encontrado cuatro tipos de soluciones diferentes al problema de agruparlos: 1)
composiciones mínimas donde aparece un solo petrograbado sobre una sola piedra o
sobre una sola cara de la piedra (Figura 16)(muchas veces las piedras presentan
distintas caras y a cada una de ellas pueden corresponder uno o varios motivos que,
hipotéticamente, constituyan una unidad de acción, una unidad de percepción y una
unidad de sentido); 2) composiciones en las cuales aparecen varios petrograbados sobre
una sola piedra o cara de la piedra (Figura 86-87); 3) composiciones en las cuales
conjuntos complejos de petrograbados utilizan dos o más piedras como soporte
(Figuras 81-82, 84); 4) conjuntos de petrograbados que comparten una misma zona del
cerro y que se encuentran a distancias relativamente pequeñas entre sí y su posible
articulación formal y temática plantean el problema de que constituyan una unidad
formal, semántica y de actividad ritual (Figura 17). El problema de la integridad visual,
es decir, estilística, de los conjuntos de grabados debe llevarnos a reflexionar acerca de
la totalidad de la Proveedora como unidad cultural.
Los ordenamientos compositivos pueden obedecer, principalmente, a cuatro
tipos de lógicas que deben articularse y equilibrarse: 1) la lógica estética que requiere de

252
un ordenamiento formal-visual de los elementos; 2) la lógica semántica de la imagen en
tanto representación de seres y cosas, como relato o como síntesis simbólica de
conceptos; 3) la lógica simbólica de la imagen religiosa –que se vale de un determinado
repertorio iconográfico y simbólico, cuyo orden y jerarquía obedece a proposiciones
conceptuales, pertenecientes a un sistema teológico-mitológico-ritual (la representación
visual de este repertorio iconográfico supone, a su vez, sistemas de reglas bien
definidas: cánones establecidos para la representación de figuras, escenas y
abstracciones simbólicas); 4) la lógica del ritual que prescribe y regula los gestos y
eventos de acuerdo a una simbólica y una normatividad religiosa de la ceremonia. Eso
definiría formas rituales de proceder en la elaboración de las pinturas y grabados
rupestres. Por ejemplo, en el caso de la mitología y, de ahí de las prescripciones rituales,
de los o’odham, todo acto ritual está regido por el número cuatro y debe realizarse
cuatro veces, como en la narración de los mitos y los cantos que deben llevarse a cabo
cuatro veces. En este caso, resulta importante, también, poder discernir el tipo o la
calidad de la experiencia espiritual o del evento ritual que dio origen a la imagen, si
llegara a tratarse de imágenes que reproduzcan visones de los especialistas rituales, tal
como algunos autores lo proponen [Lewis-Williams 1991; Lewis-Williams y Dowson
1988; Reyes 2000; Whitley 1998, 2000, 2011].
Llamamos a la articulación de estas diferentes lógicas, presentes en las
manifestaciones rupestres: principio organizador. Estos conceptos solamente pueden
aplicarse cuando se trata de conjuntos intencionales. En el caso de conjuntos que son
producto de la superposición o de la ausencia de una intención definida, resultaría
problemático pretender utilizarlos.

IDENTIFICACIÓN Y DEFINICIÓN DE LOS CÁNONES


DE REPRESENTACIÓN FIGURATIVA EN EL ARTE RUPESTRE

En nuestro trabajo de campo hemos podido observar la constancia con la que


determinados tipos bien definidos de figuras se repiten en un mismo sitio. Se plantea
aquí una interrogante decisiva: ¿qué se necesita saber para poder sostener que las
figuras representadas en el arte rupestre pertenecen a un repertorio iconográfico
definido? De existir, ¿tiene que ver ese repertorio con un sistema simbólico más
extenso, como lo puede ser una mitología estructurada? En relación con los casos

253
específicos del noroeste de Sonora que estudiamos, hasta ahora, lo único que podemos
adelantar es que se mantienen como constantes estilísticas algunos aspectos
indiscutibles: un grado máximo de esquematización formal de características semejantes
en cuanto al diseño, trazado y técnica de grabado, en la gran mayoría de las figuras
representadas, lo que supone una misma lógica imaginaria en la representación. La
repetición de ciertos tipos iconográficos bien definidos, tanto en los diseños
antropomorfos, como en los zoomorfos y los geométricos. La repetición de ciertas
convenciones formales para la representación: 1) frontal en los antropomorfos, 2) de
perfil en los mamíferos y 3) de planta en los reptiles [Villalobos 2003] (Figuras 12, 17).
Esas constantes, así como la observación detenida de las características formales
del conjunto de los grabados rupestres del sitio me permiten sostener la hipótesis de que
sí existe un sistema iconográfico que contiene un repertorio definido y limitado de
figuras, un método técnico y un conjunto de disposiciones formales que rigen su
representación. Lo que hasta el día de hoy no puede definirse, más que de manera
hipotética, es si esa iconografía corresponde a: 1) la representación de determinados
eventos sociales, históricos o rituales, ocurridos efectivamente; 2) la representación de
pasajes, pertenecientes a los relatos míticos de una tradición oral determinada; 3) si
pertenecen a un ámbito mágico-ritual; 4) si se trata de imágenes que aparecen en las
visiones, producto de estados alterados de conciencia; 5) la transmisión de
conocimientos práctico-utilitarios. Asunto sobre el cual propongo varias hipótesis más
adelante.
Esta cuestión nos lleva a plantearnos otras preguntas: ¿Qué tipo de concepción
espacial está implicada en las imágenes representadas en los petrograbados? ¿Se trata de
una esquematización bidimensional del espacio real? ¿El carácter plano, bidimensional
de la representación, corresponde a un espacio espiritual o mágico, distinto del espacio
físico-real de tres dimensiones que habitamos? ¿Se trata simplemente de una
esquematización formal que obedece a cánones estéticos y religiosos?
En principio, es necesario establecer el carácter simbólico de toda imagen
figurativa que se vale de elementos visuales bidimensionales para representar seres y
cosas tridimensionales, así como definir que este proceso está determinado histórica y
culturalmente, que pone en juego una lógica imaginaria particular; soportes, materiales
y técnicas específicos; convenciones formales y estéticas determinadas.
La especificidad cultural e histórica de las imágenes, en general, y de las
producidas estéticamente y con fines religiosos, en particular, define la lógica imaginaria

254
que está detrás de las formas de representar los seres y las cosas en las imágenes; cada
cultura posee sus propios conceptos y cánones, y se vale de determinadas técnicas para
lograrlo. Los conceptos acerca de lo real y de su representación imaginaria cambian de
acuerdo al tiempo y al lugar. Tanto desde el punto de vista de su producción como del de
su recepción e interpretación, las imágenes están impregnadas en todos sus aspectos de
connotaciones culturales específicas.
La inabarcable complejidad física de los seres y las cosas obliga a que toda forma
de representación de ellos tenga la necesidad de abstraer ciertos aspectos que se convierten
en la materia prima de la que se vale la representación para re-figurarlos. La representación
figurativa de la realidad obliga al uso de técnicas diversas para su reelaboración dentro de
una lógica espacial diferente, pues, mientras que los objetos reales son tridimensionales, la
imagen es bidimensional. Las imágenes son, pues, objetos visuales paradójicos: tienen dos
dimensiones pero permiten ver en ellas tres dimensiones. Este carácter paradójico está
ligado, desde luego, a que “las imágenes muestran objetos ausentes de los que son una
especie de símbolos: la capacidad de responder a las imágenes es un paso hacia lo
simbólico” [Aumont 1990: 69].
Sobre esta cuestión, Rudolph Arnheim sostiene que, estrictamente hablando, la
única manera de representar el concepto visual de cualquier objeto que posea volumen es a
través de un medio tridimensional. Toda representación de éste en una superficie plana
significa, necesariamente, una traducción bidimensional de algunos de sus aspectos
estructurales [Arnheim 1977: 72]. A pesar de la diversidad prácticamente infinita que
existe de posibles representaciones de los seres y las cosas, puede encontrarse una base
común a todas ellas.
Desde el punto de vista de la semiótica, Umberto Eco constata esas posibilidades
inagotables que contiene la representación visual de la realidad. Sostiene que a nivel de la
representación gráfica tenemos infinitas maneras de representar cualquier ser o cosa, las
maneras de dibujarlos no son previsibles pero suponen un código y, aunque este código es,
por lo general, fácilmente discernible, a partir de determinado nivel de codificación, el
reconocimiento sólo tiene lugar para quienes poseen el código [Eco 1994: 203]. Este
último es el caso de muchas de las figuras representadas en los petrograbados de los sitios
que estudiamos pues, al desaparecer el grupo social que los produjo, desconocemos los
cánones de representación que rigieron su producción, así, en ausencia del código, el
desciframiento de los signos visuales se hace muy difícil.

255
La representación supone la transformación imaginaria de la realidad, su
traducción a una lógica espacial distinta, lo que supone una reducción, una abstracción de
gran parte de sus características materiales, las cuales son transformadas en convenciones
gráficas simplificadas.
¿Qué necesitamos encontrar en una imagen para poder afirmar que representa un
suceso real o imaginado? Primero, necesitamos que existan ciertos signos visuales que,
de acuerdo a una convención social determinada, aparezcan, representando seres y
cosas, reales o imaginarios. Que esos signos aparezcan sobre un soporte que se
considere, en conjunto con los signos, como una unidad de enunciado. Que exista una
intención deliberada de poner esos signos específicos en una relación semántica tal que,
en conjunto, constituyan un enunciado, coherentemente expresado y susceptible de ser
descifrado por quien conozca los cánones que rigieron la representación. Que el
enunciado no sea alterado por la superposición o añadido de otro u otros signos ajenos
al canon y al enunciado. Que la imagen forme una escena compuesta por: personaje(s),
acción(es) y situación(es).
Esto quiere decir que las imágenes se valen de ciertos signos convencionales que
no son, necesariamente, inteligibles universalmente. Pueden pertenecer a un canon
cultural específico y sólo podrán ser descifrados si se conocen las reglas del canon. No
importa que el signo visual sea motivado –a diferencia del signo lingüístico que es
arbitrario- y que algunas de sus características imiten propiedades físicas y visuales de
la estructura del ser o cosa representado, a pesar de eso, muchas veces será imposible
descifrar el signo si no se conoce el canon. Antes de analizar ciertos ejemplos, conviene,
sin embargo, establecer las diferencias importantes que existen entre las formas de
articulación de los signos visuales y los lingüísticos. Vilches sostiene que los signos
visuales no se articulan como los signos verbales. “Las unidades propiamente visuales
no deben ser reconducidas a categorías lingüísticas sino más bien a un sistema lógico-
simbólico de representación de categorías visuales” [Vilches 1991: 22].
El signo visual reproduce ciertas características estructurales del referente que, por
mediación de códigos culturales de representación y de procesos de abstracción, da forma
a una estructura perceptiva de carácter simbólico, cuya decodificación se basa en el
conocimiento del propio código, aprendido a través de la experiencia socialmente
adquirida; la estructura visual, creada mediante el proceso de abstracción, tiene la intención
de generar el mismo significado que el de la vivencia de la cosa o ser reales, denotados por
el signo.

256
Cuando hablamos de canon, referido a la imagen y a los signos visuales, estamos
entendiendo, precisamente, el sistema lógico-simbólico de representación de categorías
visuales del que habla Vilches. La organización espacial de las formas visuales no
corresponde, necesariamente, a la organización estructural del sintagma. Se entiende, de
esta manera, que los signos visuales no constituyen estructuras sintagmáticas, sino
representaciones visuales de seres, cosas, acciones y situaciones, organizadas
espacialmente, de acuerdo con cánones culturalmente definidos, sujetos a una
variabilidad estilística inmensa.
Respecto de nuestro objeto de estudio: las manifestaciones gráfico-pictóricas
rupestres, entendemos que ese canon visual que rige las formas de representación de la
realidad ha sido creado al interior de una cultura determinada y que sólo por medio de
una investigación etnológica y etnohistórica adecuada es posible introducirse en el
sentido de esa lógica simbólica particular.
El ejemplo del trabajo de investigación etnográfica de Carlo Severi entre los
cuna de Panamá responde de manera clara y sistemática al tipo de preguntas que nos
planteamos acerca de la lógica imaginaria que rige el arte rupestre que estudiamos.
Severi explica el carácter de las pictografías hechas por los cuna sobre tablas de madera
y define con claridad su relación tanto con los rituales chamánicos de curación, como
con los procesos de transmisión de los conocimientos rituales mágicos y médicos del
chamán a sus discípulos [Severi 1985]. Muestra la lógica espacial y temporal implícita
en las técnicas pictográficas de los cuna. Define su especificidad, mostrando que no se
trata ni de una representación puntual de pasajes narrativos, presentes en los cantos que
pertenecen a los rituales curativos, ni tampoco de un sistema de trascripción fonética de
las palabras cantadas. Las pictografías referidas son un sistema mnemotécnico auxiliar
del aprendizaje oral de las canciones, utilizadas por los chamanes durante los rituales de
curación; poseen un fuerte carácter sintético, que caracteriza la teoría indígena de las
enfermedades y evoca estructuras espacio-temporales cosmológicas. Es una herramienta
didáctica que concierne a los chamanes y a sus discípulos [Severi 1985].
Severi demuestra que los pictogramas no son un sistema de notación personal,
sino que obedecen a convenciones de grupo, aprendidas y trasmitidas colectivamente: se
organizan en función de reglas bien definidas. Los pictogramas se distribuyen en el
soporte de la tabla, de acuerdo a un criterio espacial, definido por la representación
geográfica de los pueblos en los que habitan los espíritus y por una serie de líneas que
obedecen a un criterio de sucesión temporal. Los pictogramas no son una protoescritura,

257
sino un sistema codificado, directamente vinculado con el lenguaje usado en los rituales
de iniciación, en los rituales de curación y en la instrucción de los aprendices por los
chamanes. El carácter reglamentado de la trascripción pictográfica asegura el
cumplimiento de su función mnemotécnica. De tal manera, la pictografía es una técnica
diferente a la escritura que no se inserta en un supuesto desarrollo evolutivo de las
formas de protoescritura que condujeron a la escritura [Severi 1985].
Regresando al tema de los grabados rupestres de la Proveedora, en el trabajo de
campo he observado que existen numerosas modalidades particulares de un mismo tipo
iconográfico y de combinaciones de tipos con todas sus variaciones concretas. 28 Esto
nos lleva a pensar que deben tomarse en cuenta dos criterios que no se excluyen. El
primero sostendría la hipótesis de que las variaciones introducidas en los tipos
iconográficos pueden referirse a matices de significado y contexto de un mismo
símbolo. El segundo, que las variaciones pueden referirse a transformaciones del
repertorio iconográfico, que se dan en el tiempo por la acción de los agentes sociales.
Como lo he señalado anteriormente y se ha constatado en diversos estudios de
las culturas de cazadores-recolectores, las iniciativas personales benefician a la
comunidad y son bien aceptadas, a su vez, en relación con las prácticas de búsqueda de
la visión, la etnografía ha registrado que la relación entre el imaginario colectivo y la
imaginación individual es compleja; las aportaciones individuales al repertorio
imaginario mítico-simbólico y al protocolo ritual, lejos de ser despreciadas, son
bienvenidas [Ames 1985; Benedict 1957; Campbell 1991; Mithen 1996; Underhill
1948].
Esto es algo que hemos constatado en relación con los mitos de origen de los
o’odham: la proliferación de las variaciones que se dan de un mismo repertorio mítico,
hace evidente, que se permitió que los guardianes de la tradición oral introdujesen
aportaciones personales. Por tal motivo, las aportaciones personales y las variaciones
introducidas a los repertorios iconográficos no deben ser minimizadas. Aun dentro de
los sistemas de representación de imágenes más estrictamente regulados por cánones
bien definidos, las variaciones de los tipos iconográficos aparecen porque forman parte
de la dinámica propia de todo sistema reglamentado de símbolos; éstos suponen,

28
Actualmente estamos elaborando una tipología de los antropomorfos que aparecen en los grabados
rupestres del Cerro San José, utilizando criterios de características anatómicas, género, postura y
artefactos asociados como máscaras, orejeras, bastones, varas, arco y flecha, etc.

258
siempre, tanto la repetición como el cambio, por sutil que éste pueda ser, pues siempre
se trata de interpretaciones personales de un canon colectivo.
En la historia de la comunicación con imágenes, como al interior de la historia
del arte, las figuras y los motivos aparecen dentro de ciertos ciclos de continuidad y
discontinuidad. Están sujetos a procesos complejos, cuyas etapas más definidas pueden
ser: aparición, difusión, transformación, desaparición y resurgimiento en una nueva
circunstancia. Al respecto Harold Spencer dice:

La historia del arte es un proceso recíproco e interminable de continuidad y renovación.


Existe, por una parte, la inercia de la tradición, una “transmisión” de conocimientos,
costumbres, creencias y prácticas, de generación a generación. El estilo de una sociedad así
como su arte tienen una tendencia a retener ciertos aspectos en un nivel relativamente
constante, por un periodo determinado de tiempo. La tradición es, así, una fuerza
fundamentalmente conservadora. Por otra parte, en los plazos largos, el arte está sujeto a
cambios de orientación que actúan sobre el ambiente físico, social y psicológico que lo
constituyen y dotan de fuerza; responde a estos de diversas maneras. En ocasiones, estas
transformaciones pueden ser tan drásticas que reforman las antiguas configuraciones de
una manera tan completa que dan origen a una nueva tradición. La vitalidad de todo el
proceso es asegurada por este entrelazamiento de continuidad y renovación. La continuidad
de la tradición, vinculando cada forma presente con su pasado y las fuerzas que alteran y
renuevan, actuando sobre las resistencias de la tradición, definen un proceso evolutivo que
mantiene el vigor de las artes, dando a cada segmento de su historia su identidad particular
[1975: 25 traducción nuestra].

El estudio de este proceso constituye lo que vendría a ser una historia de los
motivos, propiamente dicha, a saber, la historia de los medios y las figuras a través de
los cuales se expresan, comunican, manifiestan y representan, por medio de imágenes:
las cosas, los seres y las ideas, en determinada situación histórica y cultural. Esta
dimensión de análisis correspondería a lo que el historiador del arte Erwin Panofsky ha
llamado: “historia de los estilos” [Panofsky 1983: 54]. El movimiento de continuidad y
discontinuidad de las imágenes, producidas por una cultura, supone las complejas
relaciones que existen entre la constancia y la transformación de los signos visuales, de
acuerdo con los sistemas de valores culturales.
No puede olvidarse, sin embargo, que las variaciones particulares de ciertos
tipos iconográficos pueden implicar matices de significado, de acuerdo al contexto

259
semántico de los grabados, a las relaciones de los distintos grabados entre sí o a los
cambios temáticos o rituales con los que puedan estar asociados. De tal forma, el
registro debe dar cuenta de todos estos detalles específicos. Para tal efecto, deben
registrase no sólo los signos individuales, las unidades mínimas, sino los conjuntos
completos donde pueda observase todo el contexto semántico de los elementos
individuales y su relación con el paisaje en el que se ubican y distribuyen, contextos a
partir de los cuales pueden definirse relaciones simbólicas, tanto de los signos entre sí,
como en relación con otros elementos culturales, particularmente, las estructuras
arquitectónicas, los espacios rituales y el paisaje.
Se exige, además, una clasificación tipológica minuciosa que pueda definir las
figuras básicas, sus variaciones y el contexto en el cual se dan las variaciones. Esto
último es muy importante porque muchas veces se diseñan tipologías, como es el caso
de la de Ballereau, pero a la hora de presentar el catálogo de los diferentes tipos
iconográficos, éstos se presentan descontextualizados y, de tal forma, resulta imposible
establecer relaciones estadísticas de frecuencia de asociación con otras figuras y con
otros grupos de grabados dentro del mismo sitio [Ballereau 1988b]. El adecuado
registro fotográfico es una herramienta fundamental para organizar y catalogar los tipos
iconográficos, si se realiza con los criterios descriptivos óptimos [véase: Whitley 2011].
Otra forma posible de explicar las variaciones estilísticas es la de entenderlas
como variaciones regionales, tal como lo plantea Polly Schaafsma, señalando que el
concepto de estilo no es algo estático y que, una vez que un estilo específico ha sido
descrito y su rango de distribución definido, es necesario situarlo en un contexto
arqueológico y cultural más amplio. Pueden existir variaciones regionales en los
linderos de un estilo, lo cual debe ser explicado, además de descrito, haciéndose
necesario, mostrar la manera en la cual el arte rupestre se articula con el sistema cultural
del que forma parte [Schaafsma 1980:8 y 2010].
En relación con los grabados que estudiamos, podemos decir que la fuerte
esquematización de las figuras y el carácter altamente simbólico de las imágenes,
dificultan, muchas veces, su identificación. Abundan también las figuras cuyos rasgos
han sido exagerados o deformados, pudiendo pertenecer a seres fantásticos o sagrados o,
como algunos sostienen, a visiones extáticas de los especialistas rituales. Aparecen,
también, figuras geométricas: círculos concéntricos, diseños en forma de laberintos y
grecas cuyo significado se desconoce.

260
Partiendo de estas limitaciones, pueden, sin embargo, avanzarse, a nivel
descriptivo, algunas características del estilo en lo que a la representación de las figuras
y motivos se refiere. En primer término, diremos lo más evidente: en todos los ejemplos
de figuras antropomorfas y zoomorfas encontramos el grado máximo de simplificación
esquemática posible, reduciéndose a las líneas mínimas indispensables para la
representación del motivo. Ante la carencia de detalles descriptivos suficientes, la
identificación tanto de los personajes específicos, en los grabados antropomorfos, como
de las especies en los grabados zoomorfos, se vuelve muy difícil y nos debemos
contentar, en el mejor de los casos, con identificaciones genéricas; descripciones que se
encuentran en un nivel de generalidad más alto de lo que sería deseable.
Para su clasificación hemos adoptado la siguiente terminología:

1. Figurativos: 1.1 Antropomorfos: 1.1.1 masculinos, 1.1.2 femeninos, 1.1.3


asexuados.
1.2 Zoomorfos: 1.2.1 Mamíferos: 1.2.1.1 cérvidos, 1.2.1.2 ovinos, 1.2.1.3
caprinos, 1.2.1.4 cánidos, 1.2.1.5 felinos, 1.2.1.6 artiodáctilos (jabalíes).
1.2.2 Aves, 1.2.3 Anfibios, 1.2.4 Reptiles, 1.2.5 Insectos y arácnidos, 1.2.6 No
identificados.
1.3 Fitomorfos: 1.3.1 maíz, 1.3.2 peyote, 1.3.3 calabaza.
2. Abstractos: 2.1 Geométricos: 2.1.1 circulares, 2.1.2 cuadrados, 2.1.3
rectangulares, 2.1.5 triangulares, 2.1.5 romboidales, 2.1.6 combinados.
2.2 Orgánicos.

De existir semejanzas formales con los motivos cerámicos, el estudio de las


composiciones de los diseños cerámicos podría ser interesante para comprender las
diferencias de función, así como la importancia relativa de los motivos y formas
representados en vasijas y petrograbados. A partir de llevar a cabo un análisis
comparativo entre ciertos diseños de la cerámica hohokam y de los petrograbados de La
Proveedora, Owen Lindauer y Bert Zaslow [1994] propusieron una homología en las
estructuras estilísticas del arte hohokam y trincheras, a esta comparación podemos
agregar algunos diseños de la cestería o’odham (Figuras 32-34).

261
DEFINICIÓN DEL TIPO DE ACTIVIDAD QUE DA ORIGEN
AL ARTE RUPESTRE

La descripción de los tipos de actividad con los que se asocia el arte rupestre
exige definir con precisión los conceptos en los que se basa, pues de ello dependerá la
riqueza y la calidad de la información obtenida en el trabajo de campo. Nos interesa
definir los lineamientos teóricos más generales: conceptos y estrategias que pueden
ordenar y dar sentido a una práctica de campo sistemática y al trabajo de interpretación.
Para tal efecto, someteremos a un análisis crítico las propuestas de algunos
investigadores.
De acuerdo con Leticia González Arratia, para analizar las manifestaciones
rupestres es necesario comenzar el trabajo de campo concibiendo, desde el principio, a
la arqueología como una ciencia social y a las manifestaciones rupestres como restos
materiales, producto de la actividad humana.29 Desde tal perspectiva, la autora se
propone situar a las manifestaciones rupestres dentro de un marco conceptual que toma
como ejes a “dos procesos sociales como son la producción y el consumo que permiten
explicar la manufactura y utilización de objetos materiales” [González 2000: 45].
Considera que las pinturas y grabados rupestres deben ser abordados: “en primer lugar,
como cualquier otro resto material fabricado por el hombre y conceptualizarse como tal;
y en segundo lugar, deberán aportar soluciones o aproximaciones a problemas
relacionados con el conjunto social que los fabricó y utilizó” [González 2000: 45].
Desde su punto de vista, la información debe recabarse y organizarse,
respondiendo, en primer término, a cinco núcleos problemáticos: 1) las razones por las
que fueron manufacturados, 2) el lugar que ocuparon en la práctica social, 3) el tipo de
necesidades a que respondían, 4) quiénes realizaban los grabados y por qué, y 5) cómo
vincular las figuras producidas con determinados tipos de conceptos y experiencias
[2000: 46]. Coincide en esta orientación teórica con Dato Pagan, quien sostiene que en
el estudio de las manifestaciones rupestres: “no es importante sólo la técnica de
manufactura, sino su relación con los medios de producción y la totalidad de la
organización económica y social” [Pagan 1987: 61].
Por mi parte, considero que esta orientación debe matizarse, pues pienso que los
grabados y las pinturas rupestres no pueden ser definidos o considerados de la misma

29
La autora rechaza el uso del concepto de arte rupestre para referirse a las pinturas y grabados rupestres,
por lo cual las denomina, genéricamente: “manifestaciones rupestres”.

262
manera que un útil o herramienta cualquiera y que, en ese sentido, debe establecerse con
mayor rigor el tipo de práctica social que les dio origen. En tal sentido, la información
que aportan la etnografía y la etnohistoria juegan un papel fundamental en la definición
precisa del tipo de actividades implicadas en la producción de las pinturas y grabados
rupestres, luego, esa información debe confrontarse con la evidencia arqueológica.

EL ANÁLISIS DE LAS TÉCNICAS Y SUS IMPLICACIONES CULTURALES


EN LA INTERPRETACIÓN

En relación con esto, me valdré de un ejemplo para mostrar las dificultades que
implican la definición detallada de los procesos de trabajo y de los eventos rituales
asociados a la producción del arte rupestre. David Whitley sostiene la hipótesis de que,
en el caso de ciertos sitios con grabados rupestres en California, el mismo tipo de
herramienta: un percutor de cuarzo (quartz hammerstone), fue utilizado para hacer los
petrograbados durante un periodo muy largo, que puede haber comenzado en algún
momento del Pleistoceno tardío y que su uso se extiende hasta el periodo histórico
[Whitley 2000]. Esta hipótesis fue resultado de las observaciones que realizó, junto con
Ron Dorn, de muestras de fragmentos microscópicos que fueron tomados de las partes
grabadas de las rocas y analizadas con un microscopio electrónico, dotado de escáner.
“En más de un 80% de las muestras se encontraron pequeños granos de cuarzo sellados
entre la cama de piedra y la pátina que había recubierto las partes incisas o ligeramente
incrustados al soporte rocoso. Aparte de los fragmentos de cuarzo, no se encontró
material extraño alguno” [Whitley 2000: 102 traducción nuestra].
A partir de esos datos, Whitley deduce que los fragmentos de cuarzo provienen
de la herramienta utilizada para tallar los grabados, más aún, sostiene que: “en presencia
de una gran variedad de rocas diferentes, que podían haber sido utilizadas en la
producción de los grabados, y la ausencia de cuarzo en las cercanías de muchos sitios
con petrograbados, el uso del cuarzo fue algo deliberado e intencional” [Whitley
2000:102 traducción nuestra]. Whitley atribuye esa decisión a las “prácticas
chamánicas”, a sus creencias y costumbres: “El uso selectivo del cuarzo se basa en
creencias de tipo chamánico, y los cristales de cuarzo son un componente común de los
utensilios del chamán” [Whitley 2000: 102]. Agrega que los chamanes llevaban consigo
cristales de cuarzo blanco en los viajes que realizaban para buscar visiones y que

263
acostumbraban entrechocar los cristales de cuarzo para “liberar sus poderes
sobrenaturales, creyendo que penetraban dentro del cuerpo del suplicante, acrecentando
sus poderes sobrenaturales” [Whitley 2000:102 traducción nuestra].
Explica, asimismo, que “el acto de golpear o frotar las rocas de cuarzo libera un
tipo particular de energía: la triboluminiscencia, que es un flash fotónico visible que
resulta de un cambio en el nivel atómico del cuarzo cuando éste se somete al choque o a
la fricción. En ese sentido, la creencia del chamán en el poder mágico del cuarzo se basa
en la observación empírica” [Whitley 2000:102 traducción nuestra].
Concluye que el uso continuo del mismo tipo especial de roca para hacer los
petrograbados constituye una evidencia empírica que sustenta la profunda continuidad
de formas rituales y creencias en esta región. Junto con esto, la continuidad de los
motivos y las características de los sitios, existe un razonable sustento empírico a favor
del argumento de proyectar hacia el pasado la interpretación etnográfica, en un sentido
general [Whitley 2000: 102].
Al respecto, pueden hacerse algunas observaciones para matizar su
proposición. A pesar de que la hipótesis de Whitley se apoya en la observación de
prácticas documentadas por la etnografía y la etnohistoria, y de que tanto en California
como en el suroeste de los Estados Unidos y en el noroeste de México el uso del cuarzo
por los especialistas rituales está ampliamente documentado, hay aspectos que deben
fundamentarse con mayor rigor para que la evidencia arqueológica y etnográfica
puedan apoyarse mutuamente. Lo deseable sería obtener evidencia, documentada
etnográficamente, que haga referencia explícita a los procesos de producción del arte
rupestre. Por ejemplo, a pesar de que en la tradición oral de los o’odham, en sus mitos
cosmogónicos, existen referencias directas a las prácticas chamánicas de chocar
cristales de cuarzo [Bahr et. al. 2001: 14; Lloyd 1911: 42-43], esa práctica no ha podido
ser documentada, etnográficamente, en relación directa con la producción de arte
rupestre.
El fenómeno de la triboluminiscencia sólo es visible en la oscuridad, lo que
implicaría que los grabados fueron tallados durante la noche o la práctica mágica se
realizaba después de haber sido tallado el grabado, durante la noche.
El cuarzo es el mineral más común en la corteza terrestre y es el principal
componente de muchas de las rocas ígneas como el granito, sedimentarias como la
arenisca y metamórficas como la cuarcita. Esto nos puede llevar a pensar que
posiblemente los fragmentos de cuarzo analizados en el ejemplo podrían haber

264
provenido de la estructura original de la roca. De acuerdo con la escala de Mohs, el
cristal de cuarzo tiene una dureza de siete (7) lo cual le permitiría rayar una caliza
(dureza de 3), granitos oscuros (dureza de 5,5), pero haría más difícil el grabar granitos
claros o areniscas (dureza de 7).
No sé si David Whitley tuvo ocasión de leer estas observaciones realizadas en
relación a su texto del 2000, en un artículo que publiqué en el 2008, es decir, antes de la
publicación de su libro en el 2009, donde parece responder puntualmente a estos
comentarios, aclarando que las rocas que analizaron eran basaltos que no contienen
cuarzo y que las herramientas de cuarzo pueden muy bien ser usadas para realizar
grabados rupestres sobre dichas superficies. Agrega que los oficiantes rituales pueblo
llaman al cuarzo “roca del trueno” y se entrechocan ritualmente para propiciar la lluvia
[Whitley 2009: 146-147].
A las consideraciones anteriores sobre la continuidad en el largo plazo histórico
de las técnicas y de los motivos, habrá que agregar que los constantes repintes en el caso
de las pinturas [véase Gutiérrez 2013] y las superposiciones en el de los grabados
[Whitley 2000], así como las características de los sitios y los datos que arrojan la
etnohistoria y la etnografía, refuerzan la hipótesis de que los sitios con grabados y
pinturas rupestres eran considerados como lugares sagrados y, en ese sentido, lugares
propicios a la actividad de los especialistas rituales, para las búsquedas de visiones, en
general, y para la realización de ceremonias de iniciación y rituales comunitarios.
Abundando sobre la relación entre la técnica de elaboración de los petrograbados
y el tipo de práctica que suponía, nos parece importante destacar que durante las visitas
de campo realizadas en septiembre del 2002, marzo del 2003, abril de 2007 y marzo de
2012, al sitio de la Proveedora, pudimos constatar que en casi todos los casos donde se
realizaron grabados, existe una situación ergonómica adecuada para el dibujo y la talla
del petrograbado. Cada petrograbado se encuentra en una roca que cuenta con un
espacio circundante, lo suficientemente cómodo para el desempeño técnico del
grabador, en algunos casos, incluso, como en las grandes rocas grabadas del Cerro San
José, se construyó una plataforma o entarimado de rocas planas, que facilitó las tareas
del grabador, valiéndose de rocas del mismo sitio que fueron transportadas para tal fin
[Amador 2002, 2003, 2010; Amador y Medina 2007].
La observación detallada de estas características contribuye a definir, para este
sitio en particular, las formas concretas que adoptaron el conjunto de prácticas asociadas
a la producción de los grabados rupestres y permite diseñar estrategias de excavación,

265
en los casos de rocas grabadas que se hallan sobre la llanura. Mediante la excavación se
podría obtener información acerca de las herramientas utilizadas, otros objetos
empleados con una finalidad ritual, lascas de desecho del grabado y sustancias que
hubieran intervenido en el proceso y que pudieran hallarse en contexto de excavación.
En otros lugares lo que destaca es la dificultad técnica para realizar los grabados
o pinturas, como en el sitio de La Pintada (55 km al sur de Hermosillo, Son.), un
número importante de las pinturas fueron realizadas en muros rocosos de muy difícil
acceso (Figuras 18-20). Así, podemos concluir que cada sitio tiene sus particularidades
que deben ser observadas con atención y obedecen, en cada caso, a procesos culturales
concretos y diferenciados.
Este tipo de información apoyará el trabajo de registro, que debe partir de un
cuidadoso y extenso recorrido de superficie del sitio, de manera que sea posible ir
estableciendo el lugar de las manifestaciones rupestres dentro de la estructura espacial
del paisaje, de los dispositivos culturales y dentro de la dinámica temporal del sitio.
Schaafsma propone llevar a cabo recorridos regionales intensivos para determinar la
manera en la cual los aspectos técnicos del arte rupestre se relacionan con otros factores
como el estilo, el tema representado y la situación particular de los sitios [1980: 32].

LOS PATRONES CARACTERÍSTICOS DEL ARTE RUPESTRE


Y SU IDENTIFICACIÓN

La producción de manifestaciones gráfico-pictóricas rupestres, en tanto producción


cultural, se rige por ciertos patrones que pueden ser identificados y descritos. Para lo
cual insistimos en los que hemos definido como característicos del arte rupestre en el
primer capítulo: en las zonas áridas del Noroeste/Suroeste existe una gran diversidad
cultural que coincide con una gran variedad estilística del arte rupestre, no obstante la
complejidad de la prehistoria regional, podemos encontrar patrones comunes bien
definidos en su producción. Tal como lo señalamos, la observación reiterada de patrones
muy definidos en la producción de pinturas y grabados rupestres nos conduce a la
conclusión de que las pinturas y grabados rupestres constituyen una construcción
cultural estructurada y que esa estructura puede ser mostrada por el análisis
sistemático.

266
En particular, para La Proveedora podemos definir patrones característicos. Los
grabados rupestres se realizaron sobre soportes de piedra (granito) ubicados en los
afloramientos rocosos en laderas de los cerros de origen volcánico. Son visibles desde el
paisaje circundante. El sitio es fuertemente significativo, se hallan cerca de recursos
alimenticios: era un lugar propicio para la caza, la recolección, la agricultura de
temporal y cuenta con fuentes naturales de agua estacional (Río Asunción). Está
ubicado en las importantes rutas de tránsito hacia el mar, hacia la Sierra Madre
Occidental y hacia el sur de Arizona, ruta que se estructura en función de la cuenca de
los ríos Magdalena-Altar-Asunción/Concepción, que a la vez debe de haber sido una
ruta cíclica de caza y recolección y de intercambio, además de ser, por lo menos en
tiempos históricos, una ruta de peregrinación ritual para los o’odham. Muy
probablemente, el sitio era considerado como un lugar sagrado, donde se llevaban a
cabo eventos rituales, no podemos, sin embargo, saber si era venerado también por
considerarse un lugar donde ocurrieron sucesos míticos.
Los motivos de las pinturas rupestres y los petrograbados son: antropomorfos,
zoomorfos y abstractos (geométricos y biomorficos); en la mayoría de los casos,
aparecen combinaciones de los tres tipos de motivos en todos los espacios del sitio,
donde se concentran los petrograbados (Figuras 2-3, 17, 86). El estilo del dibujo es
fuertemente esquemático y simplificado, haciendo abstracción de todo detalle realista.
Este estilo generó un repertorio iconográfico limitado de figuras y tipos claramente
definidos.

LA ARTICULACIÓN DE LOS DISTINTOS ASPECTOS Y METODOLOGÍAS


DE ANÁLISIS E INTERPRETACIÓN

Para lograr una apreciación más precisa de las prácticas culturales que dieron origen a
las pinturas y grabados rupestres y de las funciones sociales desempeñadas por éstas,
desde un punto de vista arqueológico es necesario establecer un mapa que permita
definir los patrones de distribución y sus relaciones con el resto de los elementos de la
cultura material y el paisaje del sitio (Figuras 21-22), además de realizar excavaciones
sistemáticas y utilizar las nuevas tecnologías para el registro y fechamiento del arte
rupestres, así como en el estudio de los restos dejados por la producción de grabados y
pinturas, y permitan definir con mayor precisión las herramientas, los métodos de

267
trabajo, la dinámica de los procesos de producción, la posible evidencia de eventos
rituales, asociados a ellos. Información que resultaría invaluable para una investigación
sistemática y rigurosa del arte rupestre.30
En tal sentido, insisto en la importancia sustantiva de la relación: paisaje-sitio-
panel-motivo, para la interpretación. En función de tales consideraciones, se pueden
definir las estrategias para la investigación de campo, tomando en cuenta conjuntos
problemáticos interrelacionados que entiendo como puntos de partida básicos para el
registro arqueológico: 1) Estudiar la dinámica interna de los procesos culturales de
producción de pinturas y grabados rupestres para intentar definir quién y cómo los hizo;
2) técnicas, herramientas y materiales empleados; 3) inserción de los procesos dentro de
las actividades mágico-religiosas de los especialistas rituales, de las prácticas rituales de
sociedades secretas o grupos especializados, como los clanes con derechos sobre ciertos
tipos de rituales, así como de las formas de participación del conjunto de la comunidad;
4) asociaciones culturales: el lugar que ocupan las prácticas rituales en las que se inserta
la producción de pinturas y grabados rupestres dentro de la vida social; 5) características
de los procesos de deposición de los materiales arqueológicos en el sitio; 6) secuencias
cronológicas de los restos arqueológicos y su ubicación dentro del entramado histórico
[Villalobos 2003]. Ubicación del sitio en relación con el paisaje, los tipos de
asentamiento y uso de los recursos naturales; ubicación del sitio dentro de la región
cultural.
Esos criterios generarán categorías para el registro arqueológico como: 1) la
identificación de las diferencias culturales, geográfico-ambientales y la interacción entre
ambas, con el propósito de reconocer las características particulares de cada sitio y su
ubicación dentro de la región; 2) identificación de la relación entre el arte rupestre y el
paisaje, a partir de la arqueología de paisaje, la etnografía, la etnohistoria y la
hermenéutica, por medio de las cuales pudiesen establecerse relaciones culturales
definidas entre el medio ambiente, los restos culturales y las manifestaciones pictóricas
y gráficas rupestres [Criado Boado 1991; 1993; Ingold 2008; Whitley 1998].
Análisis hermenéutico de los paneles grabados o pintados: formal, estilístico,
simbólico y temático, así como de las técnicas de manufactura. El registro arqueológico
puede cubrir las unidades observables, planteadas en la metodología del proyecto
general: 1) elementos abstractos constitutivos de la estructura visual (forma, color,

30
Véase tablas y mapas del Apéndice.

268
cualidades materiales, técnicas de manufactura, composición); 2) identificación de
secuencias complejas: estructura arqueológica, patrones de distribución, relaciones con
el paisaje y la cultura material asociada; 4) elementos simbólicos de la cultura;
relaciones simbólicas y semánticas de las unidades mínimas, de las secuencias y de los
conjuntos complejos, considerados tanto individualmente, como desde la perspectiva de
sus interrelaciones y de su posible unidad; relaciones con el simbolismo del paisaje,
derivado de la cosmovisión [Amador 2008; Quiroz y García Grande 2002].

DEFINICIÓN DE LAS PRÁCTICAS ESPECÍFICAS ASOCIADAS


A LA PRODUCCIÓN DE ARTE RUPESTRE

En relación con la definición del tipo de actividad que dio origen a la producción del
arte rupestre, González Arratia sitúa a las prácticas que dan como resultado los
petrograbados dentro del conjunto de las actividades que permiten la reproducción
social, señalando que su posición: “ha sido la de plantear como hipótesis que estas
manifestaciones formaron parte de la vida social en una vertiente relacionada con el
aspecto ideológico” [González 2000: 46]. En relación con esas afirmaciones, la posición
de Pagan es afín cuando sostiene que: “la interpretación [del arte rupestre] se sustenta en
el conocimiento de la base económica y a partir de esto se pueden entender las
manifestaciones superestructurales” [Pagan 1986: 65].
Desde perspectivas teóricas diferentes, la llamada Nueva Arqueología de los
años 80 llega a conclusiones semejantes al proponer que los principales subsistemas de
un sistema cultural son el tecnológico, el social y el ideológico y que el funcionamiento
de los subsistemas deja tras de sí evidencia material que revela la naturaleza del
componente. A partir de esas premisas se entiende al arte, en general, y al arte rupestre,
en particular, como un registro material o una especie de artefacto que corresponde al
“componente ideológico del sistema social prehistórico”; era esa la postura de Alcina
Franch en 1982 [Alcina Franch 1998]. De esta forma, tanto el materialismo histórico,
como la Nueva Arqueología, consideran a las manifestaciones gráfico-pictóricas
rupestres como “un producto del subsistema ideológico”.
Sobre esos lineamientos generales me interesa hacer algunos comentarios. En
primer término, me parece que es mucho más preciso decir que la producción de
manifestaciones gráfico-pictóricas rupestres está asociada a prácticas mágico-religiosas

269
que decir que “formaron parte de la vida social en una vertiente relacionada con el
aspecto ideológico”. Así, interpreto la hipótesis de González Arratia en el siguiente
sentido: la producción de pinturas y grabados rupestres puede asociarse al ámbito de la
magia y la religiosidad o de ciertas prácticas mágico-religiosas. Considero esta
deducción válida, en la medida en la que ella misma vincula la producción de
manifestaciones gráfico-pictóricas rupestres con diversos rituales y prácticas atribuidas
a las formas locales del chamanismo [González 2000: 46, 52 y 56].
Me llama la atención la dificultad que tienen algunos autores, basados
teóricamente en lo que se ha llamado materialismo histórico, para reconocer la
importancia de la religiosidad en la vida cultural de las sociedades tradicionales y para
llamar a las cosas por su nombre. De acuerdo con D. Walker, que estudió el arte
rupestre de California y la Gran Cuenca: “lo sagrado es un atributo intrínseco,
empotrado detrás del aspecto empírico, externo de todas las cosas y no un dominio
separado de ellas o prohibido” [citado por Whitley 1998: 25, de un manuscrito inédito,
titulado: Sacred Geography in northwestern North America].
En segundo lugar, estoy en desacuerdo con el punto de vista tanto de los autores
afines al materialismo histórico como de los pertenecientes a la Nueva Arqueología,
contrariamente a lo que sostienen tales teorías, sostengo que la ideología está presente
en todas las actividades humanas y no puede decirse que forme un grupo aparte o
especializado de actividades (un subsistema), ni que constituya una superestructura
subordinada en su determinación por una supuesta estructura económica. Tal como he
demostrado, ni en la esfera teórica ni en la vida práctica puede afirmarse que el ser
humano viva “en un mundo de crudos hechos o a tenor de sus necesidades y deseos
inmediatos”; su vida está mediada por la producción simbólica imaginaria: “el hombre
no puede enfrentarse con la realidad de un modo inmediato, trata a la realidad física sólo
por mediación de las construcciones simbólicas del lenguaje, el mito, el arte, la magia y
la ciencia” [Cassirer 1997: 47-48]. La realidad en la que vive el ser humano es una
realidad creada por las formas simbólicas, nuestra construcción de la realidad se basa
en una compleja articulación de formas simbólicas de las que depende nuestra
capacidad de comprender y expresar nuestras experiencias y, así, de poder vivir en el
mundo.
Desde la producción de alimentos hasta la religiosidad, la ideología está presente
en toda la vida humana. Distanciándose del punto de vista de la Nueva Arqueología,
Margaret Conkey entiende los aspectos cognitivos y las representaciones mentales,

270
generadas en el proceso productivo, como inseparables de los aspectos técnicos y
directamente prácticos; ambos se dan como un conjunto de operaciones llevadas a cabo
dentro de un campo de prácticas significantes. “Por contextos productivos podemos
entender no sólo la producción de formas y de objetos, sino la constante producción y
negociación de significados” [Conkey 1990: 14]. Coincido con su punto de vista.
Más aún, las diversas formas de articulación son complejas y, en particular, tanto
en las sociedades de cazadores-recolectores como en las de agricultores se ha
demostrado, extensamente, la manera en la cual prácticas religiosas y rituales se hallan
inextricablemente ligados a la obtención de alimentos o a la fabricación de herramientas
y armas, entre muchas otras actividades. La visión mítico-mágica del universo da origen a
una relación del hombre con su entorno natural que ha configurado las modalidades y los
contenidos de la actividad económica, haciendo que, durante milenios, ésta se haya
mantenido dentro de ciertas formas y medidas, conservando una estructura social
semejante.
En tercer lugar, consideramos que este asunto nos lleva a reflexionar sobre la
complejidad que existe en las relaciones que se establecen entre las formas simbólicas y
las formas que adquiere la actividad social [Merleau-Ponty 1979; Morin 1994]. Tal
como hemos mostrado en el segundo capítulo, sistemas simbólicos y sistemas sociales
se sustentan unos a otros. Así, es pertinente recordar lo que propone Clifford Geertz:
“distinguir analíticamente los aspectos culturales y sociales de la vida humana y
tratarlos como factores independientemente variables, aunque mutuamente
interdependientes” [1997: 132]. Volvemos a subrayar que el ser social y la conciencia
social forman una unidad indivisible: son interdependientes y se producen
simultáneamente. Por eso, de lo que se trata no es ni de hablar de ideología, en general,
ni de “subsistema ideológico”, sino de definir de manera concreta los tipos de
pensamiento, de sistema simbólico, de proceso cognitivo, asociado a cada tipo de
práctica concreta. Sólo así será posible definir detalladamente tanto las prácticas como
los sistemas de ideas que tienen una relación intrínseca con la producción de las pinturas
y los grabados rupestres.
En el ámbito específico de la antropología del arte, enfrentamos diversas formas de
simplificación artificiosa o dogmática de la rica complejidad que supone el estudio de los
casos concretos. Nos referimos, sobre todo, a las diversas interpretaciones economicistas,
funcionalistas y estructuralistas. Éstas oscilan entre dos extremos. Los reduccionismos
referidos operan teóricamente a la manera de la hipóstasis. En filosofía, se la ha entendido

271
como la realidad verdadera que se encuentra más allá de las apariencias, una sustancia
fundamental que explica todas las cosas. Supone la transposición de una parte por el
todo: un concepto limitado o parcial (estructura económica, función) aparece como si
fuese el concepto general, explicativo, universalmente válido para toda situación y
tiempo. Además, los reduccionismos funcionalista y economicista ponen en segundo
término al mismo objeto de estudio y subordinan su inteligibilidad a la explicación de sus
determinaciones exteriores; eluden el análisis exhaustivo de las obras concretas y proponen
generalizaciones apriorísticas tan vagas que son válidas para conjuntos tan extensos de
obras y prácticas sociales que, pretendiendo explicar todo, dejan de explicar lo
fundamental.
Gilbert Durand manifiesta una intención crítica, respecto de tales formas
analíticas, al abordar los problemas de método que plantea el estudio antropológico del
arte. Desde su punto de vista, las manifestaciones artísticas presentan una doble cara.
Por una parte, poseen un carácter singular, único e irrepetible, por la otra, y de manera
paradójica, se colocan dentro de una red significativa y estructural ya existente que
suscita la comprensión y la interpretación, ésta última corresponde a aquello que nos
hace ver a las cosas, creadas estéticamente, como algo familiar.
Para designar el primer aspecto, Durand recurre al término alemán Schöpfung, y
para el segundo, Gestaltung. Schöpfung da cuenta de la individualidad irreductible de la
obra concreta; “la unicidad esencial que resulta de su encarnación existencial, primero
en un acto humano y luego en un material circunstancial. Gestaltung orienta hacia la
objetividad informativa que hace la obra traducible a unas formas”, poniéndola a
merced del análisis y la crítica [Durand 1993: 129-174].
Sabiendo que lo que estudian la estética y la antropología del arte se presenta
bajo una forma extremadamente singular, que plantea problemas que trascienden las
generalizaciones a priori, nos previene de los diversos peligros que suponen los
reduccionismos. Sostiene, así, que la obra de arte no se puede reducir ni a las estructuras
psicológicas de sus autores, ni a los datos sociales e históricos, ni a un sistema mecánico
de formas. La obra toma siempre distancia respecto de la biografía, respecto del entorno
cultural y respecto de los cánones estéticos y religiosos establecidos, que formalizan la
expresión artística.
Desde su punto de vista, tampoco el estructuralismo formalista acierta al
presentar a la obra como la suma coherente y estructurada de sus formas intrínsecas,
presentándola, aristotélicamente, como una combinatoria de estructuras totalizadoras.

272
¿Dónde quedarían las contradicciones internas de la obra, la posibilidad de la diferencia,
de la contradicción o la incoherencia entre los diversos niveles de la expresión y la
intelección? Y, luego, estas contradicciones, diferencias, inconsistencias aparecen no
sólo en la obra, sino, también y primordialmente, en los autores y en la cultura donde
ocurren. La complejidad de la relación teórica con la obra y con sus autores no permite
una explicación unívoca [Durand 1993].
Vinculado a la cuestión anterior, se plantea el problema de la compleja
interacción entre persona y comunidad en lo que se refiere a la producción del arte
rupestre. A partir de suponer que los grabados y pinturas rupestres son producto de un
repertorio colectivo, más que individual, se deriva una conclusión que nos parece debe
ser matizada. González Arratia sostiene que: “las figuras aisladas y los conjuntos de
figuras que aparecen grabadas fueron establecidas por la tradición comunitaria del
grupo humano que los trabajó y están directamente relacionadas con las necesidades de
su reproducción social” [González 2000: 47; 1987: 35-37].
Sobre la anterior afirmación, hacemos dos observaciones. En primer lugar,
hemos ido viendo, paso a paso, la manera en la cual sistema simbólico y sistema social
se sustentan el uno al otro. En los ejemplos comentados, observamos la compleja
interacción de los aspectos económicos, políticos y religiosos que da sentido a las
construcciones culturales. No se puede entenderlas teniendo como punto de partida un
concepto simplista de necesidad, en el que, supuestamente, se fundarían todos los
procesos culturales.
En ese sentido, debemos subrayar que la “necesidad”, en sí misma, no puede
explicar la riqueza y variedad de las producciones culturales y que habrá que buscar
otras explicaciones que entiendan a la cultura como una construcción simbólica
compleja e incorporen las suposiciones más generales sobre la significación y las metas
de la vida [Martín Juez 2002: 49]. Sólo desde una psicología ingenua es posible pensar
en el consumo como producto de un sujeto real, impulsado por necesidades y
confrontado con objetos reales, fuentes de satisfacción [Baudrillard 1979: 52]. Desde
esta perspectiva, una “teoría de las necesidades” no tiene sentido, el asunto debe
plantearse de otra manera, es decir: una teoría sobre el concepto culturalmente
construido de necesidad, el cual sería un concepto etnográficamente documentado.
Siguiendo esta línea de argumentación, puede concluirse que las necesidades,
cualesquiera que sean, deben definirse como una elaboración cultural, inserta dentro de

273
la lógica de un sistema específico: “no hay necesidades sino porque el sistema las
necesita” [Baudrillard 1979: 79-80].
En segundo lugar, nos interesa comentar lo que González Arratia sostiene: que
las pinturas y grabados rupestres, lejos de representar una creación individual,
pertenecen a un repertorio colectivo. En sus propias palabras: “el individuo o los
individuos que realizaron las figuras en las rocas siguieron una convención establecida,
y el resultado no debe considerarse como representativo del individuo que los elaboró
sino de la sociedad que generó su necesidad” [González 2000: 47; 1987: 39]. Aunque en
términos generales puede tener razón, deja de lado el problema del carácter activo de la
producción cultural. Su punto de vista se identifica claramente con las teorías holísticas
de las ciencias sociales que hemos criticado, en el segundo capítulo, y que, en palabras
de Susan D. Gillespie, “consideran a la sociedad como una entidad que existe más allá
de los individuos que la componen. En tanto sistema auto-regulador, la sociedad
constriñe o determina las conductas y las creencias individuales, tratando a los
individuos como epifenómenos y subestimando el papel que desempeñan los individuos
en el cambio social” [Gillespie 2001: 73 traducción nuestra].
Tal como hemos señalado previamente, de aquí se deriva un tema fundamental
de investigación, tanto a nivel teórico, como del registro arqueológico, para la
arqueología post-procesual: la teoría de la agencia o de los agentes sociales [Gillespie
2001]. Lo que implicaría plantearse: 1) las preguntas acerca del carácter que asumen los
agentes sociales que produjeron las pinturas y grabados rupestres y 2) las que se
refieren a las complejas interacciones entre persona y comunidad a la hora de pensar en
las prácticas que dieron origen al arte rupestre.
Recuperamos, en ese sentido, las observaciones críticas de Ian Hodder respecto
de la arqueología procesual, que son también pertinentes en este caso, pues, ya sea
desde un punto de vista procesual o marxista, cuando se deja fuera la participación
activa de las personas concretas en la producción cultural, se cae en un determinismo
social que considera a las personas como entes meramente pasivos que obedecen
ciegamente las reglas sociales y las convenciones culturales. Como muestra Hodder, la
llamada Nueva Arqueología simplemente dejó de lado este problema: “Las vasijas
individuales se estudiaban como meros reflejos pasivos del sistema sociocultural. Se
estudiaba cada vasija, cada artefacto para ver su funcionamiento en relación con el
sistema como un todo […] Así, los casos individuales de variabilidad que no actuaran
por el bien del sistema como un todo no tenían, al parecer, importancia alguna para la

274
supervivencia del sistema a largo plazo y apenas resultaban visibles arqueológicamente”
[Hodder 1994: 21].
En síntesis, reiteramos que la solución teórica a este problema implica la
posibilidad de lograr definir con precisión las características específicas que adquieren
las múltiples formas de interacción entre las diversas estructuras sociales,
históricamente determinadas, y las entidades individuales, como quiera que les
llamemos (individuos, personas, personificaciones, personajes, personalidad, el ser de la
persona, el yo, el sí mismo). Tal como lo plantea Susan Gillespie, la compleja
integración y red de interacciones entre la sociedad y sus miembros individuales, en los
términos de estructura y agencia, se ha convertido en un problema central de la teoría
social, en general, y de la arqueología contemporánea, en particular [Gillespie 2001].
Podemos concluir, que los seres humanos no somos “simples peones en un tablero,
determinados por un sistema, sino que usamos centenares de miles de medios,
incluyendo el simbolismo de la cultura material, para crear nuevos roles, redefinir los ya
existentes y negar la existencia de otros” [Hodder 1994: 22].
Definida esta orientación acerca de las prácticas sociales en las que se inserta la
producción de pinturas y grabados rupestres, podemos abordar otros dos problemas
importantes que plantea el análisis histórico-cultural concreto del arte rupestre en el
Noroeste/Suroeste: las funciones sociales desempeñadas por el arte rupestre y el tipo de
práctica cultural en la cual se inscribe su producción.

LAS FUNCIONES SOCIALES DEL ARTE RUPESTRE

En cuanto a las funciones sociales atribuidas a las pinturas y grabados rupestres


podemos encontrar diversos enfoques. En particular, sobre los petrograbados que se
asocian a la cultura hohokam del sur de Arizona como los que se asocian a la Tradición
Trincheras de Sonora se han propuesto diversas hipótesis. Por algunos años los
arqueólogos han debatido entre sí y formulado teorías acerca del significado del arte
rupestre. Así, por ejemplo, se piensa que el arte rupestre pudo haber tenido una función
mnemotécnica, semejante a la que tenían los “bastones de memoria” de los pimas,
destinados a recordar eventos. Algunas pinturas y grabados rupestres se interpretan
como símbolos totémicos de clan; como índices de las rutas que llevan hacia el Golfo de
California; como marcadores territoriales.

275
La mayoría de los investigadores coincide en la idea de que el arte rupestre tenía
un significado ceremonial y religioso. Las pinturas y grabados rupestres pueden haber
indicado lugares sagrados y, posiblemente, fueron creados como parte de rituales,
llevados a cabo por los especialistas rituales, característicos de las tradiciones locales,
algunos asociados a prácticas de tipo chamánico o de tipo sacerdotal -entre las
sociedades predominantemente agrícolas-, tales como ceremonias curativas,
representaciones de visiones sagradas, ritos de petición de lluvia y fertilidad, ritos de
paso. Algunas de las figuras antropomorfas, zoomorfas y abstractas, representadas en el
arte rupestre de Sonora y Arizona, así como en los motivos pintados de la cerámica
hohokam y trincheras, aparecen también en la cestería y la cerámica de los o’odham y
pueden llegar a tener una correspondencia con figuras de su mitología. Aunque no
podemos saber lo que el arte rupestre significaba para los grupos hohokam y trincheras,
podemos afirmar con seguridad que la producción del arte rupestre implicaba una
significativa inversión de tiempo y energía y debió de ser muy importante para ellos,
desempeñando diversas funciones, entre las cuales, la ritual debió ser primordial.
La definición de las funciones que tenía la producción de pinturas y grabados
rupestres implica reconocer, en primer término, la complejidad del sistema de funciones
en el que se debieron situar, lo que descarta las aproximaciones simplistas y
reduccionistas que tienden a limitarse a una perspectiva unifuncional. Pensamos que las
diversas funciones atribuidas a estos vestigios arqueológicos no son excluyentes entre
sí, que debieron tener varias funciones, simultáneamente. Intentando ordenar las más
importantes que se les han atribuido, podemos definirlas de la siguiente manera:

A) Función mnemotécnica: sirven como un medio visual de representación que apoya,


con imágenes, los métodos de memorización de las tradiciones orales, míticas y
rituales.
B) Función territorial o grupal: sirven para marcar un territorio que pertenece a una
comunidad, tribu, clan o sociedad secreta que delimita su espacio, marcándolo con
sus símbolos y emblemas culturales.
C) Función ritual: forman parte de un evento sagrado que deja una huella ritual en un
espacio considerado como sagrado.
D) Función documental: forman parte de un sistema de representación que sirve para
registrar determinados eventos sociales y naturales. Tanto los eventos sociales como
naturales suelen formar parte de las narrativas míticas o terminan integrándose a

276
ellas, gracias al proceso constante de mitificación de la historia que se da en las
sociedades tradicionales [Amador 2004].
E) Función cognitiva: permite conservar y transmitir cierto tipo de conocimientos.31

La etnografía y la etnohistoria juegan un papel fundamental en la investigación


orientada a comprender el significado social del arte rupestre. Los registros etnográficos
idóneos serían aquellos que hayan podido observar la producción de arte rupestre y
entrevistar a quienes lo hacen, de modo que estuvieran en posibilidad de describir la
forma de producirse y dar a conocer su significado.
En segundo lugar, tendrán valor los materiales etnográficos que nos permitan
conocer el pensamiento de los grupos actuales sobre el arte rupestre del pasado,
atribuido por ellos a sus antepasados y que consideran que forma parte de su propia
tradición. Así, por ejemplo, sobre la región del desierto de Sonora se sabe que en 1901,
los akimel o’odham de Sacaton, Arizona, veneraban como lugares sagrados, algunos
sitios con pinturas y grabados rupestres, atribuidos a los hohokam, localizados en las
cercanías de su comunidad [Russell 1980: 254]. Algo semejante ocurre entre los zuni en
relación con el arte rupestre que atribuyen a sus antepasados [Young 1992].

FUNCIONES MNEMOTÉCNICA, MÍTICA Y RITUAL

Una de las principales funciones del arte rupestre puede estar fuertemente asociada a la
mitología y el ritual, particularmente aquellos rituales cuya realización implica alguna
forma de recitación de pasajes míticos y/o de su representación gráfica o pictórica o de
representación de símbolos religiosos, figuras míticas o creencias sustantivas que se
apoyan en narrativas míticas. La hipótesis, así formulada, tiene un carácter muy general
y, en ese sentido, aparece como un enunciado bastante probable. Lo que interesa es
acotarla, de manera concreta, para que sirva como una explicación viable y no como una
generalidad vaga.
El argumento más general que sustentaría la hipótesis mítica de interpretación
del arte rupestre se sostiene en la idea de la universalidad del mito y de su papel como la
principal forma cultural en la historia de la humanidad [Amador 2004; Blumenberg
2004 (2001); Campbell 1991a (1959); 1991b (1962); Eliade 1994 (1963); Frank 1994;

31
Esta función se estudiará en el siguiente capítulo, mostrando ejemplos definidos en los cuales los
grabados rupestres se asocian con cuidadosas observaciones astronómicas y se insertan dentro de una
compleja práctica de registro, preservación y transmisión cultural de conocimientos prácticos y religiosos.

277
Gadamer 1997 (1954-1992); Kolakowski 1990 (1972)]. De ahí se deriva el argumento
de que el arte rupestre pudo desempeñar, a la vez, una función ritual y mnemotécnica,
asociada a las tradiciones míticas orales. La simbología de las diversas manifestaciones
pictóricas y gráficas rupestres representaría, de manera directa o mediada, elementos de
la cosmovisión mítica. Es plausible sostener, como lo hacen diversos autores, que los
mitos son una parte esencial de los sistemas de creencias, de las prácticas colectivas y
de la organización de las sociedades, así, es razonable pensar que el arte rupestre refleja
el universo mitológico de los hombres que lo crearon, tanto como las pinturas y vitrales
reflejan las creencias, prácticas y formas de organización social del cristianismo.
Para comprender dicha función resulta indispensable explicar no sólo la manera
en la cual pudo darse esta función social de las pinturas y los grabados rupestres, sino
también, las características concretas de las culturas, basadas en la comunicación oral, y
la particular relación que establecían entre comunicación oral y comunicación visual
(gráfica y pictórica). En la medida que estudiamos el arte rupestre de sociedades sin
escritura, destacan las funciones desempeñadas por los más diversos elementos de la
cultura material y del paisaje, en la memorización de las tradiciones orales.
El estudio de las dinámicas de la comunicación oral ha contribuido de manera
importante, tanto a la comprensión del fenómeno vivo de la comunicación humana,
como a la forma particular en la que se transmitían y conservaban los conocimientos.
Eric Havelock propone tres acepciones de oralidad que conviene explorar. Desde su
punto de vista, este concepto caracteriza tanto a sociedades enteras que se han basado en
la comunicación oral, sin utilizar la escritura, como a un determinado tipo de lenguaje
utilizado en la comunicación oral y a un determinado tipo de conciencia que es creado
por la comunicación oral y es expresable sólo por medio de ella [Havelock 1998: 25].
Esta importancia otorgada a las prácticas de oralidad de las sociedades sin escritura
debe matizarse, entendiendo que la cultura material y, particularmente, las formas de
expresión gráfica y pictórica, desempeñaron un papel complementario y sumamente
importante en la comunicación, la transmisión y la conservación de los conocimientos
colectivos.
Esas líneas generales contribuyen a comprender tanto la especificidad de la
comunicación, desde la perspectiva del habla, como a las implicaciones culturales que
son propias de las sociedades primordialmente orales; apuntan hacia la particularidad de
sus formas discursivas, cuyas características pueden ser definidas en función de su
carácter predominantemente oral.

278
En 1982, Walter J. Ong describió lo que él llamó “las psicodinámicas de la
oralidad”, directrices que nos permiten distinguir a las culturas de oralidad primaria de
las sociedades con escritura y comprender la especificidad de esta forma de
comunicación [2004: 38-80]. De acuerdo con Ong, en las culturas predominantemente
orales, las palabras están estrechamente vinculadas a la acción, derivan de ella, en
función de lo cual se las asocia con un poder sobre la gente y las cosas. Creencia que se
apoya sobre un sustrato mítico más profundo. Entre los grupos o’odham, por ejemplo, el
canto es lo que hace crecer al maíz, lo que cura a los enfermos y lo que produce toda
clase de prodigios que provienen de sus dioses creadores: Makai de la Tierra, Hermano
Mayor, Coyote y Buitre [Bahr et. al. 1994, 2001; Lloyd 1911; Saxton y Saxton 1973].
Al respecto, dice Ong:

El hecho de que los pueblos orales comúnmente, y con toda probabilidad en todo el
mundo, consideren que las palabras entrañan un potencial mágico, está claramente
vinculado, al menos de manera inconsciente, con un sentido de la palabra como, por
necesidad, hablada, fonada y, por lo tanto, accionada por un poder […] Los pueblos
orales comúnmente consideran que los nombres (una clase de palabras) confieren poder
sobre las cosas [Ong 2004: 39].

La restricción de las palabras al sonido, no sólo determina los modos de


expresión, sino, también, los procesos de pensamiento y su carácter poético: ritmo y
armonía sonora son componentes sustantivos del discurso. De tal suerte, la cultura oral
da origen a formas de pensamiento y a prácticas culturales, bien definidas, que se
asocian con ellas. La importancia de la comunicación cara a cara y de la
intersubjetividad es decisiva pues la continuidad del pensamiento se sostiene sobre la
comunicación interpersonal.
Las formas, patrones y estructuras que adquiere el discurso están determinadas
por las necesidades mnemotécnicas, lo que permite vincular al habla con el conjunto de
la cultura, en particular, con elementos específicos de la cultura material. Ésta funciona
como un soporte físico para grabar signos y símbolos mnemotécnicos que apoyan la
memorización de las tradiciones orales, juega un papel fundamental en relación con el
discurso, el saber comunitario y la memoria. Así, en referencia a los procesos de
aprendizaje y memorización, que están en la base de las culturas de oralidad, podemos
definir patrones específicos que caracterizan al discurso, haciéndolo que se distinga

279
como una forma histórica particular. La relación entre oraciones, enunciados y
proposiciones sucesivos es acumulativa, antes que subordinada. Las fórmulas
discursivas son acumulativas, descriptivas y adjetivadas, antes que simples y analíticas.
El pensamiento oral es totalizador.
Las sociedades orales deben dedicar gran cantidad de energía y tiempo a la
memorización de lo que arduamente se ha aprendido a través de los siglos. Las
innovaciones y variaciones se integran a la tradición, dentro de un contexto en el que
predominan estructuras discursivas bien definidas, cuya finalidad es la preservación del
saber. El pensamiento oral conceptualiza y expresa en forma verbal sus conocimientos,
en referencia más o menos estrecha a la vivencia humana. Los procesos de
pensamiento y las formas de expresión de las culturas orales están dominados por
dinámicas agonísticas: rituales de oralidad donde compiten las personas en habilidades
discursivas, poéticas y mnemotécnicas.
Para una cultura oral, aprender o saber, significa lograr una identificación
empática y estrecha con el saber comunitario. La conservación del saber es una tarea
colectiva, sustentada en la memoria comunitaria. Viven intensamente en un presente
que mantiene un equilibrio entre lo que se debe conservar y lo que se debe desechar de
la memoria colectiva [Ong 2004: 38-40].
Las proposiciones de Walter Ong deben matizarse en cada caso y confrontarse
con la evidencia etnográfica concreta y debe buscarse la posibilidad de establecer las
relaciones adecuadas entre cultura oral y cultura material, pues en las sociedades de
oralidad primaria, importantes conjuntos y elementos de la cultura material desempeñan
un apoyo y un contrapeso visual y gráfico de la oralidad y lo auditivo. A su vez, esos
soportes gráficos y pictóricos de la tradición oral la suponen, y su desciframiento
depende del conocimiento que se tenga de la tradición oral y de su relación con el signo
o símbolo gráfico o pictórico que la evoca.
Si pensamos que durante milenios los conocimientos esenciales de la humanidad
fueron conservados bajo la forma de la tradición oral, visualizaremos, a la vez, la
asombrosa constancia de la memoria, así como la extensa variabilidad de la cultura. Ni la
tradición, ni el narrador han sido los mismos. La historia de la cultura es la historia de sus
múltiples usos y acepciones, de cada una de sus pequeñas, pero incontables aventuras.
Desde el punto de vista del discurso, del acto de hablar y relatar, podemos tomar
como ejemplo paradigmático al mito, el cual existe al interior de un conjunto de prácticas
sociales que suponen usos diversos y un devenir. En algunos casos, los cambios

280
introducidos son tan significativos que resulta indispensable estudiar las distintas variantes.
En México tenemos, entre muchos otros, el conocido ejemplo del mito nahua de la
sucesión de eras cósmicas que aparece en la llamada Leyenda de los soles, Miguel
León-Portilla refiere 11 versiones distintas; es muy posible que existieran otras tantas,
de las cuales no tenemos registro alguno [León-Portilla 1983: 100-112]. De las
tradiciones míticas de los o’odham puedo referir siete versiones de la mitología completa.
Supongo que con todas las mitologías ocurre algo semejante, las variantes muestran tales
diferencias entre sí, que resulta indispensable estudiarlas en conjunto.
Toda versión de una historia o de un mito constituye una nueva interpretación.
El conjunto de las versiones da como resultado el campo semántico del relato. Al
interior de éste, cada versión puede ser vista como una secuencia continua y variada de
interpretaciones que se concreta en una configuración específica, teniendo, muchas
veces, a las otras como referentes. Todo mito es una secuencia sucesiva de versiones
superpuestas y entremezcladas. No existe mito alguno en estado de “pureza original”.
Lo que ha llegado hasta nosotros es un cúmulo de diversas versiones de cada mito,
interpretaciones, modificaciones que, con el paso del tiempo, han venido a formar parte
del cuerpo mitológico. En todas las mitologías ha ocurrido este proceso.
La tradición oral fue la forma más antigua e importante en la cual se conservaron,
trasmitieron y reinterpretaron los conocimientos colectivos, la tradición oral no sólo
permitió la preservación del mito, sino de todo el conjunto de conocimientos que
componen una cultura. Jan Vansina sostiene que entre las fuentes de la historia, las
tradiciones orales ocupan un lugar decisivo, son las más importantes, tanto para el estudio
de las sociedades sin escritura, como para el origen de infinidad de textos de la Antigüedad
y la Edad Media, sin embargo, se ha prestado poco interés a sus características históricas
[Vansina 1966:7]. Siguiendo a Vansina, definiremos las características de la tradición oral
que nos parecen más significativas [1966: 7-125].
Las tradiciones orales son fuentes históricas cuyo carácter propio está determinado
por la forma que revisten: son orales y se cimientan, de generación en generación, en la
memoria de los hombres. La tradición constituye una secuencia o cadena de testimonios,
puede trasmitirse de manera libre o regulada. Cuanto más libre sea la transmisión, las
desviaciones en la tradición serán más numerosas. Por el contrario, cuanto más
reglamentada sea la tradición, conservará, por periodos más prolongados de tiempo, ciertas
características. La transmisión fiel puede ser asegurada por medio de la formación
especializada de personas a las que les son confiadas las tradiciones.

281
El contenido de la tradición está determinado por la función que juegan estos
relatos dentro de la sociedad que los ha creado y hecho perdurar. Un gran número de las
tradiciones orales cumplen, simultáneamente, varias funciones: cognitiva –de conservación
y transmisión del saber práctico-, religiosa y espiritual, ética, estética, didáctica, histórica,
de formación de la identidad étnica y comunitaria.
Las tradiciones pueden estar compuestas principalmente por conocimientos
esotéricos ocultos o pueden limitarse a relatos colectivos y ser narradas en todos los
estratos de la población. De ahí que puedan pertenecer al dominio público o ser privativas
de ciertos grupos cerrados. Toda tradición esotérica es necesariamente conservada y
transmitida a través de instituciones creadas específicamente para ese fin.
Los procesos de memorización de las tradiciones orales pueden apoyarse en el uso
de ciertos objetos, imágenes o palabras, llamados mnemotécnicos, que los facilitan. Las
imágenes iconográficas juegan un papel muy importante dentro de esta función. La
alteración del testimonio forma una parte sustantiva de la tradición oral. En un número
muy importante de tradiciones orales se han ido añadiendo comentarios explicativos que,
con el paso del tiempo, se incorporaron al conjunto de la tradición.
El antecedente etnográfico regional en el que podemos apoyarnos para detallar de
manera más precisa la manera en la cual se han dado esos procesos culturales de la
tradición y la memoria es el de la cultura o’odham. Sabemos que las tradiciones míticas
orales de esos grupos se conservaron por especialistas o guardianes de la tradición
(siniyawkum) que las memorizaban, recitaban en los rituales de invierno al conjunto de la
comunidad y luego transmitían a un sucesor de su propio linaje. También sabemos que
diversos tipos de experiencias y conocimientos se conservaban por medio de las
tradiciones orales: la mitología; las canciones curativas que aún se utilizaban
tradicionalmente hasta mediados del siglo pasado en las ceremonias de sanación, para
las cuales el makai invitaba a participar a los cantores que conocían las canciones
referidas a los animales de mal agüero, causantes de las enfermedades, como “el Canto
del coyote, el Canto del Búho y el Canto del Oso, que se suponen especialmente
eficaces en los casos que la enfermedad se atribuye a esos animales” [Bahr et. al. 1974;
Curtis 1993: 25]; otro tanto ocurre con las canciones que pertenecen a la Ceremonias de
la Lluvia (Chóchkita), las que pertenecen a la Danza de la Cosecha (Ví’ikita) y las que
pertenecen a los ritos de pubertad femenina (Chúwa) [Bahr et. al. 2001: 175-214]; la
oratoria bélica que se dirigía a los guerreros antes de una partida de guerra; los sucesos
destacados que ocurrían a lo largo del año en las aldeas; las observaciones astronómicas.

282
Casi todas estas formas de conservar la cultura tenían un apoyo mnemotécnico
físico en sistemas de signos tallados en bastones de sahuaro, pino o sauce, que permitían
apoyar la memorización. Cada signo equivalía a un episodio, secuencia mítica, canción,
estrofa o suceso que podía ser recordado. Pasando el pulgar por el signo, se continuaba
hacia abajo del bastón, recitando lo ahí registrado. En 1902, Russell obtuvo bastones de
memoria que se remontaban hasta 70 años en el pasado, es decir, 1833. Narran todo tipo
de sucesos ocurridos en los pueblos, centrándose, principalmente, en asuntos
significativos de la vida cotidiana, desde el punto de vista del cronista [Russell 1980:
37-38]. Acerca de los guardianes de la tradición, Russell dice lo siguiente:

Las tradiciones de los pimas son preservadas por aquellos que muestran una aptitud
especial para recordarlas y gradualmente comienzan a ser reconocidos como
historiadores tribales. Los niños son enviados con regularidad a visitarlos para que
durante cuatro noches escuchen las narraciones acerca de la forma en la cual el mundo
fue creado y poblado; cuándo aparecieron los pimas y la manera en la cual lucharon
contra los demonios, monstruos y enemigos salvajes. Usualmente, estas historias no son
relatadas en la presencia de mujeres y, consecuentemente, ellas sólo conocen
fragmentos imperfectos de aquellas [Russell 1980: 206 traducción nuestra].

Entre los pápagos, las costumbres de memorización de los mitos y las canciones
rituales exigían que los discípulos de los custodios de la tradición aprendieran las
palabras arcaicas, a pesar de que desconocieran su significado [Underhill 1939: 127].
Los mojave, vecinos de los o’odham, se han valido de ciertas palabras clave
para facilitar la memorización de los cantos fúnebres (Tománpa):

El canto completo consta de más de trescientos cincuenta cantos breves, que son cada
uno de ellos repetición de unas cuantas palabras, a menudo obsoletas, que no tienen un
sentido relacionado pero que sirven como índice de la historia sobre la que está
construido el conjunto de cantos. Por ejemplo, uno de esos cantos consiste en los dos
versos siguientes, repetidos varias veces:

Emé kaiyovák kánga


Tiyám óngo kánga

283
Emé significa pierna; vak, paso; tiyám, ir. Las otras palabras son términos arcaicos
obsoletos o meros vocablos. Sin embargo, tienen un sentido para el cantor, pues hay una
historia relacionada con los versos y las tres palabras significativas bastan para evocarla
[Curtis 1993: 67].

Entre los navajo, los cientos de canciones ceremoniales que forman parte de su
repertorio ritual se han enseñado, tradicionalmente, con el apoyo visual de las pinturas
en arena que cumplen, entre otras, una función mnemotécnica muy definida [Underhill
1948]. El uso de diversos medios mnemotécnicos estaba muy difundido entre las
culturas de la región que estudiamos y cumplía con las funciones que define Vansina:
facilitar la memorización de las tradiciones orales y contribuir a asegurar una fiel
reproducción y transmisión de ellas [Curtis 1993].
Como he señalado anteriormente, estas formas culturales específicas que asocian
la tradición oral con distintos dispositivos mnemotécnicos de la cultura material nos
llevan a pensar que, en etapas culturales anteriores, este tipo de registro se pudo haber
llevado a cabo por medio del arte rupestre. Las conclusiones a las que llega Nancy
Olsen después de un extenso estudio de la iconografía hopi y zuni son pertinentes en
este contexto:

Desde la perspectiva etic, el creciente reconocimiento de que las tradiciones orales


pueden ser apoyadas por sistemas de comunicación no-alfabéticos de imágenes gráficas
significa un paso importante en la comprensión de estrategias alternativas que los
humanos diseñan para registrar y documentar su visión del mundo, su cosmología y su
historia. Más aún, provee de un vínculo con el pasado que ha escapado a nuestra
atención hasta ahora [Olsen 1989: 435 traducción nuestra].

Así, una vez definidos, de manera general y en función de registros etnográficos


concretos, ciertos mecanismos tradicionales de la memoria, en sociedades de oralidad
primaria, la cuestión que se plantea, en seguida, es la de conocer la manera particular en la
cual los signos y símbolos representados en el arte rupestre pudieron servir como medio
específico de soporte mnemotécnico que apoyaba la conservación y transmisión de las
tradiciones orales míticas.
Observando las características inferidas sobre las dinámicas de la oralidad,
resulta importante preguntarse si esas características que dan forma a una manera de

284
pensar y de comunicarse, influyeron en los códigos de producción de las imágenes
mnemotécnicas. Es decir, si estaban hechas para favorecer la memorización de las
narrativas esenciales de la cultura, tendrían características semejantes a las formas
discursivas: una forma que fuese fácilmente identificable y reproducible; una forma
estética, equivalente a la forma rítmica y poética del discurso. Anne Solomon
desarrolla esta hipótesis en su análisis de un cierto número de pinturas rupestres de
Sudáfrica en las cuales parece muy probable que se pueda establecer un paralelismo
entre el carácter circular y cíclico que asumen ciertas narrativas míticas, registradas
etnográficamente, y la forma circular, espiral o centrífuga de la composición de las
pinturas rupestres, referidas, posiblemente a esos mismos temas [1998: 276-281].
Una de las características que presentan algunos símbolos visuales es la de ser
fácilmente identificables y reproducibles, no obstante la complejidad de sus
significados. De ahí se derivan otras funciones del símbolo como la de sintetizar las
nociones sustantivas de la mitología. Al respecto, referimos el punto de vista expresado
por David Whitley [2000], quien recurre al ejemplo de los grupos yuma de California
para mostrar la importante relación que existe entre tradiciones míticas y arte rupestre.
Entre esos grupos, los diseños del arte rupestre tienen una clara referencia a su
mitología, mas la referencia no se da como la representación directa de un pasaje
mítico, sino como la aparición, dentro de la experiencia visionaria del chamán, de un
patrón de poder, de una imagen o figura bien definida que simboliza de manera
abstracta y sintética el origen mítico del mundo o la esencia de algún momento o
suceso mítico. Se trata de una imagen guía, una figura que funciona como una
referencia visual básica, es el punto de partida simbólico para sintetizar, comprender y
conservar la esencia de una larga cadena de narrativas míticas, es lo que en sentido
estricto podemos llamar: mitograma [Leroi-Gourhan 1971].
Young expresa una idea semejante, señalando que sólo excepcionalmente los
grabados y pinturas rupestres de los grupos zuni son representaciones literales de
pasajes míticos o de escenas de caza o batallas; algunas figuras del arte rupestre
“invocan la recitación de fragmentos míticos, leyendas folklóricas y descripciones de
ceremonias zunis; sin embargo, la imagen o imágenes parecían estar en lugar de, más
que delinear, explícitamente, ciertos pasajes de la historia o la mitología zuni” [Young
1992: 62].
Whitley explica al respecto que las manifestaciones de arte rupestre de
California que tienen una referencia mitológica “constituyen simbolizaciones abstractas

285
de los mitos, más que infantiles dibujos caricaturizados de ellos, pensados para servir
como ilustraciones didácticas para su enseñanza” [2000: 29]. Esto enfatiza, de nuevo,
que “los indígenas californianos han sido tan sofisticados, cognitivamente, como lo
somos nosotros, el día de hoy, y que sus creencias y prácticas religiosas se han basado
en conceptos abstractos y sistemas simbólicos tan complejos y desarrollados como los
nuestros” [Whitley 2000: 94 traducción nuestra].
Coincido con estas ideas que cuestionan una orientación errónea de la
antropología evolucionista, la cual pensó, durante mucho tiempo, que la aparente
simplicidad tecnológica de ciertas culturas iba aparejada con una relativa simplicidad de
sus sistemas simbólicos. Hoy sabemos que esa “simplicidad” tecnológica es muy
relativa y que más bien implica una cultura muy sofisticada: conocimientos muy
extensos y profundos de su medio ambiente natural que incluyen detallados
conocimientos biológicos, médicos, climatológicos y astronómicos; adaptaciones y
estrategias de supervivencia muy eficaces; condicionamientos corporales, psíquicos y
espirituales sumamente complejos y elaborados, que son los más adecuados al medio, y
que han sido concebidos para la larga duración.
La hipótesis mítica se sostiene sobre las siguientes premisas: las pinturas rupestres
representan pasajes o figuras simbólicas que pertenecen a un repertorio narrativo
mitológico. Estarían constituidas ya sea en la forma de escenas en las que aparecen
secuencias de personajes, realizando acciones en una situación o contexto determinado, o
representado, de manera muy sintética, conjuntos narrativos más complejos. Por esta
razón, al tener un carácter fuertemente simbólico, asociado a las narrativas míticas, pueden
ser consideradas dentro de esta categoría.
Sin embargo, no necesariamente representan pasajes puntuales de la mitología,
pueden ser mitogramas o esquemas cosmológicos, como el quincunce; es decir,
representaciones simbólicas de la esencia de conjuntos míticos más amplios, o síntesis de
determinadas ideas religiosas o conceptos esotéricos, esencia de mitos cosmogónicos que
son el punto de partida y fundamento para rituales que tienen la finalidad de curar el clima,
propiciar la abundancia o la salud, rememorar un suceso mítico. Así, el referido símbolo
cosmológico del quincunce, que representa el centro y los cuatro rumbos del universo, es
un buen ejemplo de esto, una figura que sintetiza todo el conjunto de narrativas de los
mitos cosmogónicos y lo expresa en un esquema que representa la estructura del universo
(cosmología). El símbolo del quincunce, por lo demás, aparece constantemente en el arte
rupestre del noroeste de México (Figuras 23-24, 86). Desde hace más de cincuenta años,

286
Laurette Séjourné estudió el simbolismo del quincunce, destacando sus cualidades no
sólo de esquema cosmológico (los cuatro rumbos del universo y el centro), sino la
complejidad y multiplicidad de sus significados, la variedad de sus formas y lo extenso
de su distribución [Séjourné 1993: 101-109].
Acerca de la inserción del arte rupestre dentro de rituales que impliquen la
recitación de pasajes míticos o su representación, David Whitley refiere que, en el caso de
California, existe considerable información etnográfica que concierne a la Tradición
Figurativa de Geoglifos:

[Los] geoglifos que se hallan a lo largo del río Colorado […] fueron utilizados en
rituales públicos que, siendo dirigidos por chamanes, concernían a la re-presentación de
la creación mítica del mundo. Los motivos retratan, principalmente, personajes míticos;
a menudo, los sitios se encuentran en las supuestas locaciones de los eventos míticos, en
ocasiones, los sitios están asociados a rutas de peregrinaje ritual [...] Los geoglifos del
río Colorado sólo pueden ser considerados como brillantes concepciones simbólicas de
una serie de complejas ideas y principios filosóficos. La aparente simplicidad artística
de las formas de los geoglifos parece contradecir o velar la verdadera profundidad de las
nociones intelectuales que subyacen a ellos [Whitley 2000: 95-96 traducción nuestra].

El pensamiento mítico configura la imaginación, dotando a los arquetipos de


figuras concretas, por medio de las cuales se pueden manifestar los conceptos religiosos
más complejos y los aspectos inconscientes profundos, a través de símbolos culturales
claramente definidos y conocidos por la comunidad. Como veremos más adelante, de
acuerdo con los estudios de campo de Gerardo Reichel-Dolmatoff [1978] entre los
grupos tukano de la región amazónica de Colombia, en las visiones surgidas de estados
alterados de consciencia, provocados con fines religiosos, lo que aparece
espontáneamente como imagen se asocia muchas veces con referencias míticas precisas
que son producto de la cultura local.
Aparte de los símbolos gráficos sintéticos como los esquemas cosmológicos y
los mitogramas, la otra forma en la cual se puede definir una función mnemotécnica o
mítica-ritual sería por medio de la identificación de escenas míticas completas,
representadas en el arte rupestre. Lo anterior implicaría que las imágenes estuvieran
compuestas a la manera de escenas, donde se representaría a los personajes mitológicos
realizando acciones específicas, narradas en los mitos. El desciframiento de la escena

287
comenzaría por la identificación de los personajes, la descripción de las acciones y de la
situación. Así, podemos denominar al conjunto con el concepto de escena y definir sus
partes constitutivas como: personajes, acciones y situaciones. La situación incluiría,
además de los personajes, al lugar, a los objetos presentes y utilizados por los personajes
y a los elementos perceptibles del vestuario. Este procedimiento interpretativo implicaría
contrastar las tradiciones orales con las imágenes del arte rupestre. Sobre las distintas
relaciones posibles que pueden establecerse entre imágenes y tradición oral, pueden
proponerse las siguientes: A) ilustración: la imagen representa un pasaje específico del
mito; B) imagen evocadora: la imagen es fruto de lo que el mito evoca en la imaginación
del autor; C) imagen mnemotécnica: corresponde a lo que he llamado mitograma y
esquema cosmológico, es decir, a la representación sintética de arquetipos que simbolizan
la esencia de pasajes míticos más extensos, no representan, puntualmente, un pasaje
específico, sino la esencia conceptual de un conjunto mítico determinado, como la
cosmogonía, por ejemplo. Su función es ser un auxiliar en la memorización de los relatos
míticos al interior de las culturas basadas en la tradición oral [Amador 2008].
Descartamos otros tipos de función semántica de las imágenes que no son propias
de las tradiciones culturales de la región que estudiamos, como; 1) las imágenes alegóricas,
imágenes que por combinación de distintos elementos idiomáticos representan ideas
abstractas, como lo es el caso de la iconología de Ripa [1976]; 2) las combinaciones de
escritura y pintura, como en el caso de los códices y las estelas prehispánicos
mesoamericanos, pues no se tiene registro alguno de la existencia de escritura en la región
del Noroeste/Suroeste [Cordell 1984]; 3) la idea de que los signos visuales presentes en el
arte rupestre de la región pudieran representar una “protoescritura”.
Robert J. David [2009] ha desarrollado la hipótesis mítica en su trabajo de
investigación sobre el arte rupestre de la Cuenca de Klamath, en el sur de Oregon y norte
de California. Basándose en abundante literatura etnográfica sobre las tradiciones míticas
orales de los grupos Klamath-Modoc y en el modelo de David Whitley [1994] sobre la
geografía de lo sagrado entre los grupos indígenas de California, Robert David interpreta
varios sitios con pinturas y grabados rupestres de la región fronteriza entre los estados de
California y Oregon.
Sus principales hipótesis pueden enunciarse de la siguiente manera: en contextos
culturales bien delimitados, las narrativas míticas de los grupos indígenas pueden
enriquecer sustancialmente la interpretación del arte rupestre y de los objetos de uso ritual
[David 2009: 2]. Una parte sustantiva de las prácticas religiosas de los grupos Klamath-

288
Modoc tiene que ver con prácticas de tipo chamánico, principalmente, aquellas
relacionadas con la curación de los enfermos. En función de una etiología mágica de la
enfermedad, los chamanes llevan a cabo su curación, valiéndose de un conjunto amplio de
prácticas mágico-religiosas que implica la visita a sitios considerados sagrados para
adquirir “poderes sobrenaturales”. La sacralidad de los sitios está en función de la
importancia que se les atribuye en las narrativas míticas, como lugares donde ocurrieron
sucesos relatados en los mitos. Se les considera lugares poderosos a los cuales los
chamanes concurren para adquirir poder y ayudantes mágicos que los instruyan en todos
los aspectos de su profesión. De acuerdo con David: “Los espíritus que curan, consultados
por los chamanes, son exactamente los mismos personajes descritos en los relatos míticos”
[David 2009: 5].
Más adelante añade que la naturaleza de las características mitológicas de los
espíritus auxiliares determina el tipo de poder sobrenatural que poseen y, en consecuencia,
la manera en la cual auxilian a los chamanes [David 2009: 15]. Incluso, de acuerdo con el
autor, “durante la realización de los rituales, los chamanes asumían los roles desempeñados
por los personajes heroicos del mito” [David 2009: 22]. Llevando más allá esta
orientación, David Whitley propone que incluso “algunos personajes que aparecen
representados en el arte rupestre se derivan, directamente, de los relatos míticos [David
2009: 9]”. De ahí que, siguiendo la lógica del autor, resulte indispensable conocer el
contenido de las narrativas míticas para poder comprender el arte rupestre. Así, concluye
que “la columna vertebral de la cosmología Klamath-Modoc está constituida y
substanciada por el mito, mientras que la mitología, en sí misma, se hace palpable, más
aún, tangible, gracias a las prácticas materiales del arte rupestre y la fabricación y el uso de
objetos rituales” [David 2009: 9 traducción nuestra].

FUNCIÓN TERRITORIAL Y DE IDENTIDAD GRUPAL

Hemos tratado ya, en el segundo capítulo, el asunto de la relación entre la identidad


grupal y el territorio o el comportamiento territorial al que se asocia un abanico muy
amplio de prácticas culturales y significados simbólicos. Ahora podemos ver la manera
concreta en la cual el arte rupestre puede insertarse dentro de las estrategias de identidad
y territorialidad de los grupos sociales. Recuperamos, en ese sentido, la orientación

289
teórica para definir los espacios culturales que, desde la perspectiva de la antropología
de la complejidad, propone Rafael Pérez-Taylor:

enunciar un espacio nos obliga a situarlo materialmente en un apartado tangible donde


tenga presencia física, sobre todo, cuando es un probable lugar que delimita un
territorio; este situar el espacio configura la noción de límite y de frontera, puesto que
saber hasta dónde llega, determina sus posibilidades de existencia. Lo importante aquí
es tener en cuenta que materialmente un lugar predispone su influencia física sobre
otros. Delimita a partir de ello su fortalecimiento y capacidad para mantenerse estable,
en crecimiento o decrecimiento, lo cual lo define como una forma que ocupa el lugar de
los significantes y, bajo esta perspectiva, el espacio es parte de la forma que delimita
materialmente conocimiento y certidumbre, al poder ubicar desde su frontera las
evidencias de su interior. En cualquiera de las formas en que se encuentra, siempre
manifiesta algún tipo de movimiento, actividad que denota vitalidad del espacio como
una entidad en busca de una estabilidad que le produzca la permanencia como un sitio
[Pérez-Taylor 2002b: 141].

En particular, por lo que se refiere al arte rupestre como marcador territorial y


como medio de expresión de una identidad cultural sobre el paisaje, reproduzco las
palabras de Polly Schaafsma:

El arte rupestre es el producto gráfico de valores y visiones del mundo compartidos que
reflejan paradigmas, construidos culturalmente, acerca de “la forma de ser de las cosas”.
Su variación estilística en el paisaje, que obedece a patrones, revela los rangos
geográficos de las identidades, creadas socialmente. Para los productores de la
imaginería, el arte rupestre habría establecido límites territoriales y fronteras ancestrales
[Schaafsma 2009b: 1 traducción nuestra; entrecomillado en el original].

Puede determinarse con un grado aceptable de certeza que ciertos ejemplos del
arte rupestre en el suroeste de los Estados Unidos cumplieron la función de marcadores
territoriales. En el caso específico de los grupos pueblo: hopi y zuni, Wesley Bernardini
[2005] y Jane Young [1992] han demostrado el uso de pinturas y grabados rupestres
como marcadores territoriales de los clanes que conforman esas tribus.
Bernardini asocia una parte importante de la producción de pinturas y grabados
rupestres de los hopis con sus tradiciones orales y con las migraciones narradas ahí, el

290
autor demuestra que el curso que tomaron algunas de esas migraciones puede
observarse en el registro arqueológico.
Para poder comprender este tipo de fenómenos desde una perspectiva de
conjunto y no como un fenómeno aislado, Bernardini propone varias orientaciones
metodológicas innovadoras que, en el caso de su investigación, resultaron exitosas.
Primero, describe el problema de manera sucinta, mostrando que el periodo
comprendido entre el 1275 y el 1400 d.C. presenció dramáticos cambios demográficos
en el Suroeste, en poco más de cien años, la población de docenas de áreas se concentró
en unos cuantos centros de población, que pueden contarse con los dedos de la mano.
De acuerdo con el autor, la principal causa de los cambios demográficos debe buscarse
en la migración [Bernardini 2005: 3-4].
Para comprender el fenómeno y poder articular coherentemente los datos
provenientes de la arqueología y aquellos que se derivan de los trabajos etnográficos,
Bernardini propone ir más allá de las conocidas perspectivas de la historia cultural, así
como del carácter limitado y de corto plazo que caracteriza a los estudios etnográficos;
tales limitaciones impiden comprender y registrar que el “desarrollo de las tribus del
Suroeste […] involucró a poblaciones e identidades cambiantes en el curso de más de
mil años” [Bernardini 2005: 4]. Para poder comprender ese dilatado y complejo
proceso, se requiere una perspectiva histórica de largo plazo. Bernardini encuentra esa
perspectiva en la tradición oral de los hopis. Si bien su carácter mítico no permite
utilizarla para obtener datos históricos precisos, sí nos permite, en cambio, reconstruir
una mirada de largo plazo que se formó durante un periodo muy extenso: la visión
interior de las propias comunidades, la manera de comprender su propia historia,
“desde los orígenes, hasta el presente”. Esta historia oral es, a su vez, no sólo la historia
de las múltiples migraciones, sino también de las cambiantes identidades surgidas de
ese proceso. Es posible conocer algunos de sus aspectos porque los cambios quedaron
registrados en la tradición y, además, han terminado definiendo la identidad actual de la
tribu. Permiten comprenderla como la amalgama de los variados grupos sociales,
formados por los clanes y sus diversas experiencias, vividas por separado, a lo largo de
los dilatados años de migración; proceso histórico que dio lugar al asentamiento actual
[Bernardini 2005: 7].
Ese movimiento migratorio de una aldea a otra, fue diferente para cada clan, y
provocó que cada clan adquiriera una identidad distinta que variaba en el tiempo, a
partir de las experiencias particulares que se acumulaban en su vivencia particular del

291
recorrido migratorio. Al poner el énfasis en la cadena histórica de movimientos
migratorios que se extienden hacia atrás, hasta los orígenes de la tribu, las tradiciones
orales permiten que se construya un modelo teórico a partir de ella: un patrón de
movimientos sucesivos, trazados independientemente por cada grupo. Eso fue lo que
permitió a Bernardini definir el concepto de migración serial, que enfatiza las
conexiones históricas entre las distintas partes de una travesía más vasta.
El análisis de la tradición oral se contrastó y complementó con los datos
obtenidos en el registro arqueológico: los restos arquitectónicos de los sitios,
construidos durante las migraciones; el destino de las cerámicas diagnósticas (Jeddito
Amarilla), durante los peregrinajes cíclicos; las marcas territoriales dejadas por medio
de grabados rupestres, que representan los emblemas de los clanes y señalizan los
territorios recorridos por cada uno de ellos durante las migraciones [Bernardini 2005:
7]. Harold Courlander, folklorista que recogió las tradiciones orales de los hopis, a
finales de los años 60, también describe las migraciones desde la doble perspectiva de la
arqueología y la tradición oral, poniendo énfasis, al principio, en la paradoja sin
respuesta que implica el inicio del proceso cultural que Bernardini llama migración
serial.
Grupos indígenas que en los siglos VIII y IX d.C., habían llegado a un estadio
cultural que les permitió desarrollar una agricultura eficiente y construir asentamientos
formados por grandes casas de varios pisos, hechas con piedra y adobe, se lanzaron a la
aventura de una larga y multitudinaria migración [Courlander 1987: 9-13]. A pesar de
la enorme cantidad de trabajo y esfuerzo colectivo gastado en la construcción de sus
aldeas y pueblos, los anasazis (los antiguos), como los llamaban los navajos,
continuaron respondiendo a su urgencia de moverse de un sitio a otro, como si
continuaran siendo cazadores-recolectores [Courlander 1987: 10].

Para el siglo XII habían desarrollado una tecnología asociada con una vida más
sedentaria. Cultivaban algodón y una variedad de maíz comparable a la que conocemos
hoy. Tejían su propia ropa y fabricaban cerámica de muy buena calidad. Sin embargo,
abandonaron sus aldeas de piedra y las tierras de los alrededores, una y otra vez,
escapando de algo o buscando algo en una migración tras otra, a un lugar diferente. El
sendero de una migración atravesaba el camino de otra. Aldeas de piedra, algunas de
ellas casi monumentales, surgieron en una vasta área del Suroeste; cobrando vida y

292
luego muriendo, en ocasiones después de una larga ocupación, a veces, después de unos
cuantos años [Courlander 1987: 10 traducción nuestra].

A pesar de que pueden haber existido numerosas razones por las cuales se
pudieron haber dado las migraciones, Courlander las atribuye, principalmente, a la gran
sequía de finales del siglo XIII que provocó un fuerte movimiento migratorio, desde la
región de San Juan, hacia el sur. Lo concibe como paulatino y espasmódico; nuevas
aldeas fueron construidas y abandonadas, era un periodo de renovadas migraciones. En
el curso de varias generaciones, la gente viajó hacia el sur y regresó al norte [Courlander
1987: 10]. De acuerdo con la tradición, hubo partidas de emigrantes que desaparecieron,
más allá del Gran Cañón, viajando hacia California y otros hacia el sur, llegando hasta
lo que ahora es México [Courlander 1987: 10-11].
Una de las principales ramas de la migración llegó al Valle del Río Grande, el
hecho de que estos asentamientos son el producto de varias migraciones puede
comprobarse por la gran variedad de lenguas que se hablan actualmente en las aldeas de
la región [Courlander 1987: 11]. Las series de migraciones que involucraron clanes,
familias y otras facciones de la tribu partieron de algún lugar cercano a la región del Río
San Juan. Viajaron hacia el sur y, finalmente, entraron en la región de Black Mesa,
Arizona, construyendo los asentamientos en los cuales los hopis viven el día de hoy. No
se sabe qué los llevó ahí, pues, aunque es un lugar de una gran belleza, es una tierra
árida, de lluvias escasas y sin ríos caudalosos, una tierra poco prometedora para un
pueblo de agricultores, la tradición dice, sin embargo, que para muchos de los que
llegaron ahí, el lugar cumplía cabalmente con lo dicho en las profecías y significaba el
fin de siglos de migraciones [Courlander 1987: 10-11].
Bernardini se apoya en una abrumadora evidencia etnográfica que confirma la
función territorial de ciertos tipos de grabados rupestres bien definidos, así como de una
iconografía de los emblemas de los clanes, perfectamente bien establecida por
numerosos registros etnográficos [Bernardini 2005: 96-97]. El uso de los marcadores
territoriales de clan no implica que Bernardini niegue otras funciones del arte rupestre,
registradas por la etnografía. El autor parte del análisis de los sitios con arte rupestre en
los alrededores de las aldeas de Anderson Mesa y Homol’ovi, centrándose en lo que él
define como “símbolos de clan” [Bernardini 2005: 93]. Bernardini enuncia su hipótesis
de la siguiente manera:

293
Sostengo la hipótesis de que los grupos prehistóricos pueden haber usado ciertos
símbolos del arte rupestre de maneras similares para expresar identidades de grupo
heredadas, con la implicación que la distribución de ciertos motivos del arte rupestre
pueden utilizarse para medir la diversidad de los grupos sociales en una aldea. El
análisis revela que el arte rupestre en la mayoría de las aldeas está dominado por
diferentes conjuntos de motivos, variando, incluso, de una aldea vecina a otra. Concluyo
que esta distribución refleja los diferentes antecedentes históricos de los grupos que
arribaron a la aldea, provenientes de diferentes direcciones, cada uno con una historia
única de migración y la identidad que se le asociaba [2005: 93-94 traducción nuestra].

Refiere tres funciones dominantes para el arte rupestre de los hopis y zunis que
han sido registradas en trabajos etnográficos de autores como Fewkes [1906], Yava
[1978] y Young [1992]: algunas imágenes representan deidades, otras registran eventos
históricos y otras relatan las migraciones ancestrales [Bernardini 2005: 96]. No es este
el lugar para abundar en los detalles de los registros etnográficos a los que apela
Bernardini [2005] para fundamentar su hipótesis, remitimos al lector a la obra del autor.
Lo que sí considero pertinente señalar es que una amplia gama de observaciones
etnográficas de finales del siglo XIX y principios del XX confirman el uso de los
grabados rupestres como emblemas de clan, entre diversos grupos pueblo,
especialmente entre los hopis y zunis. De hecho, la palabra hopi que se utiliza para
referirse a los petrograbados, tutuveni, tiene como una de sus acepciones, el significado
de “marcas de clan de la gente hopi” (Bernardini 2005:96). Se ha documentado
también, el uso de los emblemas de clan para delimitar terrenos agrícolas entre los hopis
y zunis, así como el uso de los emblemas de clan entre los trabajadores hopis de finales
del XIX para firmar sus documentos. “Fewkes documentó 24 símbolos de clan
diferentes, producidos por 116 individuos, cada uno de los cuales proporcionó una
interpretación verbal de su firma” [Bernardini 2005: 97].
En su recopilación de las narrativas míticas de los hopis, Courlander reproduce
pasajes de las tradiciones orales en las que se hace referencia directa a la práctica de
marcar las rocas cercanas a las aldeas con los emblemas de los clanes, durante sus
migraciones sucesivas: “Dondequiera que se detengan a descansar, dejen sus marcas en
las rocas y los acantilados para que los otros puedan saber quiénes estuvieron ahí, antes
que ellos” [Courlander 1987: 32 traducción nuestra].

294
Con fines de rigor analítico, Bernardini limitó claramente su muestra a aquellos
grabados rupestres que se hallaban en asociación directa con los asentamientos hopis del
siglo XIV y, por ello mismo, a corta distancia de las aldeas; sólo estudió los grabados
rupestres que pertenecían al estilo de arte rupestre: Pueblo IV y sólo estudió aquellos
grabados que eran semejantes a los emblemas de clan del periodo histórico, que habían
sido documentados por la etnografía [Bernardini 2005: 99-100]. A partir de los
resultados del análisis comparativo sistemático, Bernardini concluye que las aldeas
estaban compuestas por grupos con diversas historias de migración y, por ello, diversas
identidades; algunos de los emblemas de clan eran característicos de ciertas aldeas; se
encontró evidencia de grandes aldeas habitadas, muchas veces, por periodos breves; las
aldeas eran centros donde se concentraban grupos de orígenes variados con una
pluralidad de identidades [2005: 116]. Los resultados de la investigación permiten
concluir con alto grado de certeza que, efectivamente, los grabados rupestres que
representan emblemas de clan cumplieron con la función de marcadores territoriales y
son un registro fidedigno de algunas de las migraciones históricas de los grupos hopis.

EL ARTE RUPESTRE Y SU CONTEXTO MÍTICO-RITUAL

Un número importante de autores que han estudiado el arte rupestre del


Noroeste/Suroeste asocian su producción con diferentes manifestaciones específicas de
lo que se ha denominado como chamanismo, para lo cual han apelado a distintas teorías
sobre las prácticas mágico-religiosas, así como a documentos etnohistóricos y registros
etnográficos. Considero que en función de esos antecedentes, resulta fundamental
abordar el asunto, tanto desde una perspectiva teórica, como desde el análisis histórico-
cultural concreto.

ORÍGENES Y DEFINICIONES DEL CONCEPTO DE CHAMANISMO

A partir de la publicación en 1951 de la obra de Mircea Eliade, El chamanismo y


las técnicas arcaicas del éxtasis, reeditada en 1968, los términos chamán y chamanismo
han sido utilizados ampliamente por la antropología y la historia de las religiones
[Eliade 2003]. A pesar de que se ha abusado de su valor generalizador, el concepto de
chamanismo ha adquirido una capacidad descriptiva particular para hacer referencia,

295
principalmente, a cierto tipo de especialistas rituales que son propios de sociedades
tradicionales de cazadores-recolectores. En algunos casos, las prácticas mágico-
religiosas de tipo chamánico han continuado existiendo en comunidades de economía
mixta: caza, recolección y agricultura, así como en sociedades predominantemente
agrícolas o dedicadas al pastoreo.
Interpreto la intención de Eliade en el sentido de sistematizar un vasto conjunto
de materiales etnográficos de culturas asiáticas, americanas y de Oceanía, desde la
perspectiva de la historia de las religiones, en tanto disciplina científica. Teniendo en
cuenta la orientación universalista, a partir de la cual Eliade organiza los materiales, su
propósito implica, necesariamente, la construcción de una categoría capaz de describir,
explicar y sintetizar un conjunto de prácticas, hipotéticamente semejantes, bajo un
común denominador. La categoría debería servir de guía heurística para comprenderlas
y permitir organizar, de manera sistemática y estructurada, materiales etnográficos muy
diversos. Eliade utiliza la categoría refiriéndola a tres conjuntos culturales distintos: a)
el que denomina “chamanismo strictu sensu [que] es por excelencia un fenómeno
siberiano y central-asiático”; b) paralelos en otras partes del mundo, pues “semejante
chamanismo strictu sensu no está limitado al Asia central y septentrional, y más
adelante trataremos de señalar el mayor número de paralelos”; c) prácticas mágico-
religiosas de sociedades arcaicas del pasado: “ciertos elementos chamánicos en diversas
formas de magia y religión arcaicas […] muestran hasta qué punto el chamanismo
propiamente dicho conserva un fondo de creencias y de técnicas ‘primitivas’ y en qué
medida se ha innovado” [Eliade 2003: 22-24].
Teniendo esa virtud, el concepto resulta problemático cuando se confronta con la
significativa diversidad de culturas y prácticas a las que una categoría general hace
referencia y se propone describir. Paradójicamente, su capacidad sintetizadora, que es su
mayor virtud, representa su mayor peligro, el cual consiste en ubicar dentro de una
misma tipología de ritual y de forma de pensamiento religioso a prácticas culturales
pertenecientes a diferentes grupos y épocas con significados específicos distintos. En
segundo lugar, se corre también el riesgo de asimilar dentro de un solo concepto
(chamanismo) a especialistas rituales con diferentes características y funciones: no
siempre prácticas semejantes tienen un mismo significado y función. Debido a los
problemas que conlleva el uso de una categoría general para referirse a fenómenos
culturales diferentes, pertenecientes a tradiciones de grupos, muchas veces separados
espacial y temporalmente hablando, emplearemos el término en cursivas.

296
Consciente de estos problemas y con la intención de evitarlos, Eliade propuso: a)
al llevar a cabo la comparación de elementos chamánicos con elementos mágico-
religiosos análogos, tener en cuenta que éstos últimos están integrados en “otro conjunto
cultural y con otra orientación espiritual” [2003: 24]; b) “utilizar el término con rigor
científico”, criticando su uso indiscriminado: “Si se designa con el vocablo ‘chamán’ a
todo mago, hechicero, hombre-médico o extático que se halle en el curso de la historia
de las religiones y de la etnología religiosa, se llegará a una noción extraordinariamente
compleja e imprecisa a la vez, de utilidad muy dudosa” [2003: 21]. De tal suerte, Eliade
sugirió definir con mayor claridad los límites del concepto.
Sobre la etimología del término nos dice que, en sentido estricto: es por
excelencia un fenómeno siberiano y central-asiático [Eliade 2003: 22]. El vocablo
shaman nos llega, a través de la etnografía rusa y proviene del grupo evenk de habla
tungús [Eliade 2003: 22; Vitebsky 2001: 10]. En las lenguas tungús, shaman se deriva
del verbo scha, que significa: saber, así, el chamán es el que sabe, el sabio, y la
sabiduría se deriva del arte de comunicarse con los espíritus.
En 1976, Ivar Paulson propuso otra etimología:

El chamán tungús lleva un nombre (sâman, saman, haman) que viene quizá del
sánscrito (çramana, en pali samana, “monje mendicante”) de la India antigua: sin
embargo hay que compararlo con el chino ša-men, cuyo sentido es similar. A través del
ruso, este nombre ha adquirido carta de ciudadanía como término internacional de la
ciencia de las religiones para designar al mago extático y visionario [1982: 460].

Más adelante, Eliade describe una serie de términos utilizados por otros grupos
culturales del centro y norte de Asia que hacen referencia a actividades semejantes a las
llevadas a cabo por los chamanes siberianos, los que él considera como equivalentes o
sinónimos del término tungús: shaman. El fenómeno, sin embargo, no queda
circunscrito a esta región, pues Eliade hará referencia a prácticas religiosas,
hipotéticamente semejantes, tanto del norte como del sur de América, del sureste de
Asia, Oceanía y algunas breves referencias a ejemplos africanos.
Definido ese gran ámbito espacio-temporal en el cual se presenta el fenómeno
estudiado, resulta obligado presentar las notas que acotan el concepto y lo distinguen de
otras categorías. En los términos propuestos por Eliade, el chamanismo queda definido
como “la técnica del éxtasis” [2003: 22 cursivas en el original]. Por lo común, el

297
chamanismo coexiste con otras formas de magia y religión [Eliade 2003: 22]. De
acuerdo con el autor, no todos los magos pueden ser calificados como chamanes, el
chamanismo entraña una especialidad mágica particular que implica el “dominio del
fuego” y el “vuelo mágico” [Eliade 2003: 23]. El chamán se distingue de otros magos y
hechiceros, así como del curandero y del medicine-man por utilizar métodos de curación
que son de su exclusiva pertenencia [Eliade 2003: 23].
En cuanto a las distintas formas y “técnicas del éxtasis”, que son muy variadas
en la historia y la etnología religiosas, el chamán se distingue, particularmente, por ser
el “especialista de un trance” durante el cual “su alma se cree abandona el cuerpo para
emprender ascensiones al Cielo y descendimientos al Infierno” [Eliade 2003: 23].32 Lo
específico de la relación del chamán con los espíritus reside en que los domina, pues a
pesar de que el chamán es un ser humano, cuando se comunica con los muertos, los
“demonios” y los “espíritus de la Naturaleza”, el chamán mantiene su independencia y
no se convierte en su instrumento [Eliade 2003: 23]. El chamanismo no constituye, en sí
mismo, una religión, sino que define cierto tipo de prácticas y creencias que conviven
con diferentes religiones [Eliade 2003: 24-25].
El chamanismo se puede manifestar en determinadas personas de la comunidad
desde la infancia o la adolescencia o, por lo menos, antes de la madurez, presentándose
bajo la forma de una crisis personal, durante la cual, a la persona elegida se le
manifiestan los espíritus para comunicarle su vocación de chamán [Eliade 2003: 25].
Los pueblos en los cuales se dan prácticas de tipo chamánico, conceden una gran
importancia a las experiencias extáticas de sus especialistas rituales (chamanes), tales
experiencias les conciernen directa y personalmente pues los chamanes, mediante sus
trances, los curan, acompañan a sus muertos al “Reino de las Sombras” y sirven de
mediadores entre ellos y sus dioses [Eliade 2003: 25]. Algunos elementos del
chamanismo son “netamente arcaicos pero eso no quiere decir que sean ‘puros’ y
‘originarios’” [Eliade 2003: 28].
Siguiendo la orientación propuesta por el autor, parecería poder deducirse que
dentro del conjunto de las prácticas de tipo chamánico y los elementos asociados a ellas
pueden destacarse aquellos que son comunes a todas las regiones y épocas y dan forma
a sus patrones característicos, éstos adquieren un contenido concreto, determinado

32
El término Infierno utilizado por Eliade resulta francamente inadecuado en el contexto cultural
siberiano y parece más bien, una proyección cristiana del término a una realidad cultural distinta. En todo
caso el término empleado debería ser: Inframundo.

298
histórica y culturalmente, dentro de cada milieu cultural específico. Desde el punto de
vista de Eliade se podría hablar de ciertos patrones comunes que definirían al concepto
de chamanismo en el nivel de la estructura, a lo largo de la historia y de diferencias
particulares, determinadas por los contenidos culturales específicos, en el nivel de la
configuración concreta. Los patrones más definidos que de acuerdo con Eliade pueden
generalizarse a la gran mayoría de los casos son: a) las enfermedades y sueños
iniciáticos que anuncian la vocación al futuro chamán; b) las prácticas de obtención de
poderes chamánicos; c) los rituales de iniciación y las formas de transmisión de
conocimientos de maestro a discípulo; d) el indumento y la parafernalia chamánicos.
Son estos patrones los que darán forma al modelo de Eliade. Veamos en qué consiste
cada uno.

Enfermedades y sueños iniciáticos que anuncian la vocación al futuro chamán


La primera forma por medio de la cual se manifiesta la vocación del chamán es la
visión, de esa manera se anuncia, mientras se padece una enfermedad o durante el
sueño; es la llamada y, al mismo tiempo, la iniciación al propio oficio sagrado del
chamanismo. La visión también puede ser provocada al seguir determinadas técnicas
extáticas, transmitidas culturalmente.

Las enfermedades, los sueños y los éxtasis más o menos patológicos son […] otros
tantos medios de acceso a la condición de chamán. En ocasiones estas singulares
experiencias no significan otra cosa que una “elección” venida de lo alto y no hacen
más que preparar al candidato para nuevas revelaciones. Pero, casi siempre, las
enfermedades, los sueños y los éxtasis constituyen por sí mismos una iniciación; esto es,
consiguen transformar al hombre profano de antes de la “elección” en un técnico de lo
sagrado [Eliade 2003: 45].

Los espíritus “escogen” a aquellas personas que “experimentan lo sagrado con


una intensidad distinta que el resto de la comunidad y que encaran, en cierto modo, lo
sagrado, puesto que lo viven abundantemente” [Eliade 2003: 44]. De acuerdo con los
registros etnográficos a los que recurre Eliade, el contenido de las experiencias extáticas
de iniciación, aunque puede ser muy diverso, está dominado por los temas del
descuartizamiento del cuerpo del chamán y su renovación, es decir, el gran tema mítico
de la muerte-resurrección iniciática que puede implicar también la ascensión al Cielo y

299
el diálogo, cara a cara, con los dioses o los espíritus, así como el descenso al
Inframundo y el diálogo con las almas de los chamanes muertos.

Las prácticas de obtención de poderes chamánicos


A la primera visión iniciática del candidato, elegido por los espíritus, le sucede una
larga y cuidada instrucción a manos de los chamanes experimentados. La capacidad de
ver a los espíritus, ya sea en el sueño o en la vigilia, es signo de la adquisición del poder
sagrado que la nueva condición sacra del iniciado supone.
El chamán será capaz, ahora, de comunicarse con espíritus auxiliares, familiares
o protectores que le ayudarán a cumplir sus diversas funciones, siendo las más
importantes: el diagnóstico y curación de las enfermedades, la adivinación, favorecer la
cacería y, en general, propiciar la abundancia, incluido el poder de alterar el clima. “Un
chamán –dice Eliade- es un hombre que mantiene relaciones concretas, inmediatas, con
el mundo de los dioses y de los espíritus: los ve cara a cara, les habla, les pide, les
implora –pero sólo tiene ‘influencia’ cerca de un número limitado de los mismos”
[2003: 88]. Tal como se ha indicado, las relaciones del chamán con los espíritus y el
propio carácter de los mismos variarán de un lugar a otro, poseyendo, en cada caso, los
atributos culturales específicos.

Iniciación ritual, formas de transmisión de conocimientos de maestro a discípulo


A las primeras experiencias extáticas del aprendiz, sigue el largo proceso de instrucción
que, generalmente, puede durar varios años. “Durante todo este tiempo practica el
chamanismo, invoca a los dioses y a los espíritus, y aprende los secretos del oficio”
[Eliade 2003: 108]. Una vez terminado el periodo de instrucción, el chamán es
consagrado en una ceremonia pública que, difiriendo en sus características locales,
coincide en el hecho de que confirma la importancia que el chamán y sus prácticas
tienen al interior de la comunidad.

El indumento y la parafernalia chamánicos


En sí mismo, el indumento chamánico constituye una hierofanía y una cosmografía
religiosas, “revela, no sólo una presencia sagrada, sino también símbolos cósmicos e
itinerarios metapsíquicos”; representa “un microcosmos espiritual, cualitativamente

300
distinto del espacio profano circundante” [Eliade 2003: 130]. El conjunto de los
elementos que lo componen constituye un sistema simbólico y, gracias a su
consagración, es portador de poderes espirituales múltiples.

PERSPECTIVAS ETNOGRÁFICAS Y REFLEXIONES CRÍTICAS


SOBRE EL CONCEPTO DE CHAMANISMO

Habiendo definido las categorías generales que de acuerdo con Eliade acotarían los
patrones comunes, compartidos por especialistas rituales de un ámbito geográfico muy
amplio y de una dimensión temporal muy larga, considero que su modelo teórico
muestra que, en sentido estricto, no se puede hablar de chamanismo, sino, en todo caso,
y desde la perspectiva del estudio comparativo, de prácticas relativamente semejantes
al chamanismo tungús, especificando en cada caso qué elementos se comparan y desde
qué punto de vista. Éstas, a pesar de compartir ciertos elementos aparentemente
comunes, muestran, en realidad, una evidente variabilidad cultural y se insertan dentro
de complejos mítico-rituales diferentes. Así, el significado concreto de las prácticas y
las creencias sólo puede conocerse en el estudio etnográfico específico: el nombre, la
función y el significado del especialista ritual y de las actividades que realiza, varían de
un lugar y de un tiempo a otro. Si bien, cierto tipo de prácticas parecen repetirse, eso no
quiere decir que se trate del mismo fenómeno ni de que tengan el mismo significado.
Así, sería inapropiado hablar de chamanismo en un rígido sentido evolucionista como si
se tratara de una práctica universal, identificable siempre, “dentro de determinados
estadios del desarrollo cultural de la humanidad”.
Piers Vitebsky, quien ha realizado trabajo de campo en Siberia, India y Sri
Lanka, encuentra sorprendentes semejanzas en las prácticas y sistemas de creencias
entre los especialistas rituales de tipo chamánico de muy diversas partes del mundo,
grupos que muy probablemente no tuvieron ningún contacto entre sí; sin embargo,
destaca que tras las aparentes semejanzas, afloran las diferencias particulares que asume
la figura del especialista ritual de tipo chamánico en cada sociedad [Vitebsky 1995: 11].

No puede existir el chamán sin una sociedad y una cultura que lo sustenten. El
chamanismo no es una religión unitaria y única, sino una forma transcultural de
sensibilidad y práctica religiosa. En todas las sociedades conocidas por nosotros, el día

301
de hoy, las ideas chamánicas forman solamente una vertiente entre las doctrinas y las
estructuras de autoridad de otras religiones, ideologías y prácticas. Probablemente
existieron sociedades puramente chamánicas en el pasado, pero sólo tenemos ideas
vagas acerca de lo que pudo haber sido vivir en ellas. El chamanismo está disperso y
fragmentado y, tal vez, no debería ser considerado, en absoluto, un “ismo”. No existe
doctrina ni iglesia chamánica universal alguna, ningún libro sagrado que sea un punto
de referencia, ningunos sacerdotes con la autoridad suficiente para decirnos que es y que
no es lo correcto [Vitebsky 1995: 11 traducción nuestra].

De tal suerte, Vitebsky nos enfrenta con una paradoja, pues a la vez que señala
que existen sorprendentes semejanzas entre los sistemas de creencias y las prácticas de
especialistas rituales de muy diversas partes del mundo, insiste en la especificidad
cultural e histórica de los casos concretos. Sin embargo, critica a Eliade, señalando que
éste último crea una figura arquetípica, aparentemente unitaria y universal, construida
artificialmente a partir de características parciales, tomadas de ejemplos culturales
diversos, dejando de lado los aspectos históricos y culturales concretos:

El chamanismo no está fuera del tiempo: todas las formas conocidas de chamanismo
han cambiado constantemente y han sido afectadas por los contactos entre los pueblos,
las luchas territoriales, las guerras inter-tribales, el crecimiento, el colapso de los
imperios o las visiones del mundo impuestas por el colonialismo.
Este hecho es indiscutible, sin embargo, frecuentemente es ignorado. El libro más
influyente, jamás escrito, sobre chamanismo, el de Eliade, presenta al chamanismo
como un arquetipo con una aparente esencia o cualidad atemporal. A pesar de ser un
historiador de las religiones, la versión de Eliade del chamanismo parece estar parada
fuera de la historia política. Un punto de vista tal, le permite etiquetar las diferentes
formas de chamanismo como más o menos auténticas (por ejemplo, técnicas que usan
alucinógenos son consideradas como una marca de degeneración).
Una observación más atenta del contexto político mostrará que las formas arquetípicas
de Eliade proceden de prácticas políticas y religiosas diversas e incluso que compiten
entre sí, y que reflejan detalladamente las luchas y estrategias del momento. Una
atención tan centrada en la iniciación y la carrera del chamán puede, simplemente,
reprimir nuestro interés en la historia [Vitebsky 1995: 116 traducción nuestra].

Más adelante, Vitebsky agrega que en Siberia y Mongolia existían muchas


clases distintas de chamán, aun dentro del mismo grupo, unos se dedicaban,

302
principalmente, a curar, otros a localizar a las presas para cazarlas y otros más protegían
a la comunidad de los espíritus malignos y contactaban a las almas de los muertos: “La
idea del chamán puro o ideal, tal como la presenta Eliade, se vuelve cada vez más difícil
de sostener en cualquier estudio de esta región, ecológica y socialmente diversa” [1995:
34-35].
El punto de vista de Vitebsky se sustenta en su propio trabajo de campo en la
región, en consecuencia, entiendo que las observaciones a la obra de Eliade se refieren a
las generalizaciones y comparaciones y no tanto a las reconstrucciones de casos
concretos. Sin embargo, Vitebsky mismo las lleva a cabo en su libro. Por otra parte,
desde el prefacio a la primera edición, Eliade define el lugar que los trabajos
etnográficos deben jugar, desde el punto de vista de la historia de las religiones: “A las
monografías etnológicas les corresponderá situar al chamán en su medio cultural. Por
ejemplo, se corre el riesgo de desconocer la verdadera personalidad de un chamán
chukchi si se leen sus hazañas sin saber nada de la vida y de las tradiciones de los
Chukchi” [Eliade 2003: 10]. El nudo del problema sigue radicando, tal como lo hemos
señalado, en el asunto de hasta dónde es posible llevar a cabo generalizaciones y cuál es
su límite de validez.
Paul G. Bahn [2006] coincide en este punto de vista y se extiende en la crítica
del modelo de Eliade. En primer término, se pregunta acerca de la manera en la cual
podemos definir la experiencia del chamán como trance: “¿Por su apariencia física y su
comportamiento? ¿Por las palabras del propio chamán? ¿O bien, por medio de
testimonios y, entonces, en qué lenguas?” [Bahn 2006: 14]. Este primer asunto nos lleva
a la cuestión de que al interior de la obra de Eliade, los términos trance y éxtasis se
utilizan indistintamente sin que estas prácticas mágico-religiosas sean definidas con
rigor. Para tal efecto seguimos lo expuesto por Gilbert Rouget [1985], prestigiado
etnomusicólogo francés que dedicó una parte sustantiva de su trabajo de investigación al
tema de la relación entre la música y el trance entre comunidades de muy diversas
partes del mundo. De acuerdo con Rouget, los conceptos de trance y éxtasis se han
empleado, indistintamente y con poca precisión en la literatura antropológica, por lo
cual se hace necesario definirlos con claridad, pues son bien diferentes.
El trance es un estado psicofisiológico de conciencia que ocurre durante los
rituales colectivos, asociados, ya sea con la posesión o con las ceremonias chamánicas
de curación o adivinación. Se acompaña de música y, frecuentemente, se manifiesta
violentamente por medio de movimientos bruscos durante la danza y el canto.

303
Comúnmente, implica un estado convulsivo, acompañado de gritos, temblores, pérdida
de la conciencia y caída; se desarrolla a partir de un estado de sobreestimulación
sensorial. En la mayoría de los casos, ocurre una amnesia post facto, la persona que vive
la experiencia del trance no es capaz de recordar lo ocurrido [Rouget 1985: 6-9]. En el
trance las alucinaciones están ausentes. La diferencia entre chamanismo y posesión es
que en el primero el chamán tiene un rol activo, él o ella viajan voluntariamente al Cielo
o al Inframundo a visitar a los espíritus, en el segundo, el poseído juega un rol pasivo, él
o ella son visitados por un espíritu o dios. Mientras que el chamán domina a los
espíritus, el poseído es dominado por ellos [Rouget 1985: 22].
Por el contrario, el éxtasis es una experiencia mística de unión total y
arrobamiento que ocurre en la soledad, el silencio y la inmovilidad, implica las visiones
y el recuerdo. El éxtasis es una experiencia claramente memorable, asociada a la
privación sensorial: silencio, oscuridad, ayuno y abstinencia sexual [Rouget 1985: 10].
A pesar de las diferencias manifiestas entre el trance y el éxtasis, Rouget
sostiene que los dos tipos de experiencia pueden ser practicados por la misma persona,
dentro del contexto de rituales diferenciados que formarían parte de un mismo sistema
religioso [Rouget 1985: 11]. Desde esta perspectiva, resulta probable que los llamados
chamanes puedan hacer uso de las dos diferentes técnicas, dependiendo del contexto
ceremonial específico y de la finalidad que persigan.
Partiendo de estas distinciones, definidas por Rouget, la crítica de Roberte
Hamayon, especialista en religiones del norte de Asia, quien ha realizado trabajo de
campo entre los grupos tradicionales de Siberia y Mongolia, coincide con el sentido
expresado anteriormente: desde 1993 señaló que el uso indiscriminado de los términos
trance y éxtasis para definir o describir al chamanismo, además de situarlo en el mismo
nivel del fenómeno de la posesión, no se ha justificado ni fundamentado con rigor
[Hamayon 2004: 243]. Hamayon afirma que el uso de tales términos, aplicados al
chamanismo, es a la vez una herencia histórica y un obstáculo para el estudio
antropológico del chamanismo y que las prácticas culturales analizadas desde ese punto
de vista pueden ser comprendidas de un modo más adecuado, desde otra perspectiva
[Hamayon 2004: 243].
Como vimos, siguiendo a Rouget, los términos trance y éxtasis se refieren a
prácticas radicalmente distintas, sin embargo, tal como señala críticamente Hamayon, se
han usado indistintamente o, peor aún, como sinónimos [2004: 245]. Así, por ejemplo,
se describen prácticas de muy diverso tipo realizadas por chamanes, diciendo que éste

304
“entró en trance” o “sumido en un profundo trance” realizó determinadas actividades.
Así, desde su punto de vista, tales descripciones se dan sin detenerse en importantes
distinciones de detalle que permitirían saber si se trata de movimientos dancísticos,
gestos convulsivos o de la caída en estados catalépticos [Hamayon 2004: 245].
Para empezar, dice la autora, el término trance, del latín transire, no existe ni
tiene un término equivalente en las sociedades que practican el chamanismo en Siberia,
los miembros de esas comunidades no hacen referencia a un cambio de estado psíquico
para designar las acciones rituales llevadas a cabo por el chamán, sino, más bien,
describen sus actitudes como “lleno de ira o furioso” [Hamayon 2004: 245]. Más aún,
parece que la misma noción de trance les parece irrelevante, si se les pregunta si el
chamán está en trance, mientras realiza una determinada acción, no son capaces de
responder, de tal forma, el empleo del término trance para describir estas prácticas
culturales queda sometido a una doble crítica: primero, como inapropiada para
comprender el tipo de práctica que estudia, y segundo, como no perteneciendo al
sistema de representaciones culturales de estos grupos, lo que constituye el tema
fundamental de la investigación antropológica [Hamayon 2004: 245].
Un segundo tipo de objeciones, relacionadas con el empleo del término trance,
se refieren a que “la mayoría de las sociedades chamánicas interpretan el episodio ritual
que los observadores [de fuera] han llamado ‘trance’ en términos de relaciones con
entidades sobrenaturales o espíritus y realizan distinciones significativas de acuerdo con
el tipo de comportamiento físico” [Hamayon 2004: 245]. En particular, los variados
gestos y movimientos del chamán se interpretan como formas de expresar distintos
tipos de relaciones con los espíritus [Hamayon 2004: 245-246]. De tal forma, “para su
comunidad, el chamán es primariamente el agente de una función social, y el contacto
con los espíritus es, a la vez, el medio y la prueba de que ha cumplido con su función”
[Hamayon 2004: 246 cursivas en el original].
En un texto más reciente, Hamayon amplía y detalla su argumentación y
reconstruye el desarrollo de la discusión, del siglo XVII al presente. Entre las
reflexiones que presenta, encuentro una afirmación de Van Gennep, por ella citada,
donde se dice que no puede existir una religión chamanista porque esta palabra no
designa a un conjunto de costumbres, sino que afirma solamente la existencia de una
suerte de hombres que juegan un rol religioso y social [Hamayon 2011: 17]. En ese
sentido, plantea que de la misma manera que no podemos definir a las diversas

305
religiones en las cuales encontramos este tipo de especialista ritual como chamanismo,
sería absurdo llamar al catolicismo sacerdotismo [Hamayon 2011: 17].
Insiste en que el concepto de trance “es una categoría construida por el analista”.
Por el contrario, “la conducta del chamán corresponde al orden simbólico. Este episodio
ritual debe así ser aprendido a partir de la idea de contacto directo con los espíritus, y no
en referencia al estado físico o psíquico de aquél que lo realiza” [Hamayon 2011: 21].
Demuestra, enseguida, coincidiendo con R. Needham, que el estado psíquico o
psicofisiológico del especialista ritual no se puede inferir de sus actitudes, sus gestos y
su comportamiento [Hamayon 2011: 24]. El asunto es distinto y tiene que ver con el rol
simbólico que juega el chamán en cada sociedad:

Todos estos problemas (¿cuál es el psiquismo del chamán?, ¿cómo entra en “trance”, su
“trance” es auténtico?) desaparecen por sí mismos en el momento en el que dejamos de
vincular lo físico, lo psíquico y lo cultural y tomamos verdaderamente en cuenta que su
conducta emana de representaciones simbólicas. Lo esencial es que el chamán respete el
modelo de conducta preescrito para su función en el sistema simbólico de la sociedad a
la que pertenece. Asume su rol de chamán, un rol que significa representar su encuentro
con los espíritus en el marco del ritual [Hamayon 2011: 27].

Concluye al respecto que: “El hecho de que la conducta del chamán se explique
a partir de la concepción de los espíritus y de la relación que se mantiene con ellos,
permite ahorrarse las evaluaciones psicológicas y fisiológicas” [Hamayon 2011: 29]. Es
así que el ritual chamánico “pretende ser una acción colectiva sobre entidades
incorpóreas de las que una eficacia es esperada a cambio”. De ahí que sea la dimensión
de la acción simbólica la que realmente “importa a los pueblos chamanistas y la que, por
este hecho, se encuentra en el corazón del análisis antropológico” [Hamayon 2011: 29].
El vínculo entre el estado de la persona y el tipo de relación con los espíritus sólo se
establece, dentro de estas tradiciones “en la fase preparatoria al acceso a la función del
chamán” [Hamayon 2011: 31]. Fase que se encuentra “bajo el signo de un tipo de sueño
que supone advertir al soñador que los espíritus le llaman” [Hamayon 2011: 31]. Aclara,
sin embargo, que: “este tipo de sueño y estos estados tenidos por abiertos a la
comunicación con los espíritus son convencionales y estereotipados al interior de una
sociedad dada” [Hamayon 2011: 32].

306
Hechas estas aclaraciones, continuamos con la crítica de Bahn a Eliade, dentro
de la cual el primero señala que el segundo jamás llevó a cabo trabajo de campo en
relación con el chamanismo, que su obra se basa en fuentes de segunda y tercera mano y
que la perspectiva ahistórica de Eliade deja de lado los métodos fundamentales de la
antropología [Bahn 2006: 15]. “Las proposiciones y generalizaciones de Eliade sobre
las creencias religiosas jamás han estado sujetas a un control etnográfico riguroso que
sería necesario para establecer su validez” [Bahn 2006: 15 traducción nuestra]. De tal
forma, ha pretendido describir al chamanismo como un fenómeno fuera del tiempo
[Bahn 2006: 15]. Efectivamente, la carencia de trabajo de campo por parte de Eliade
conlleva una limitación muy importante a la hora de intentar llevar a cabo una
descripción adecuada del fenómeno religioso concreto. Por otra parte, la intención de
construir una categoría universalmente válida de chamanismo conduce a
generalizaciones forzadas que carecen de validez para numerosos casos específicos. Sin
embargo, en relación con las fuentes utilizadas por Eliade, cabe aclarar que éste último
se valió de prácticamente toda la literatura disponible sobre el tema en el momento de
redactar su libro y que para publicar la segunda edición de 1968, llevó a cabo una
revisión exhaustiva de los nuevos materiales publicados [Eliade 2003: 17-19].33 Desde
esta perspectiva, si bien la observación sobre la falta de experiencia etnográfica en el
caso del chamanismo resulta pertinente, en lo que se refiere a las fuentes, la crítica es
improcedente y exagerada.
Destacando la arbitrariedad que ha predominado en la definición del concepto de
chamanismo, Bahn propone que se utilicen los términos locales empleados en cada
cultura para referirse al tipo de especialista ritual que hasta ese momento se había
venido caracterizando bajo el término de chamanismo. Coincido con ese punto de vista
y por esta razón utilizaré los términos locales, cuando éstos se conozcan y, tal como he
señalado, cuando se hable en términos generales, usaré la categoría de especialista ritual
de tipo chamánico o chamán y chamanismo en cursivas. A esa precisión agregamos que
se hace necesaria la descripción detallada del tipo de actividad realizada por estos
especialistas rituales, situándolas siempre en su contexto cultural específico.
De este conjunto de afirmaciones críticas sobre el concepto de chamanismo que
aparece en la obra de Eliade, se desprende la conclusión de que difícilmente será posible
llegar a una definición general de chamanismo. Sin embargo, queda abierta la pregunta

33
A pesar de que el libro carece de una bibliografía general, pueden revisarse las notas de cada referencia
citada, a pie de página.

307
acerca del modo apropiado de realizar una etnografía comparada del fenómeno:
¿comparando un conjunto, definido rigurosamente, de elementos semejantes,
compartidos por las culturas más diversas y contrastándolos críticamente con los
aspectos contextuales específicos de sus respectivos ámbitos culturales? En los términos
de la metodología antropológica, la mejor opción posible sería la de presentar
descripciones específicas que obedezcan a información etnográfica precisa, llegando
así, a definiciones locales o contextuales acerca del significado que en cada comunidad
asumen las prácticas y los sistemas de creencias mágico-religiosos, asociados con los
especialistas rituales de tipo chamánico. Esto nos lleva a observar, críticamente, la
manera en la cual se han formulado las diversas definiciones del concepto: chamanismo.
Como veremos, en algunos casos, la influencia de Eliade ha sido interpretada en el
sentido de considerar que es posible llegar a definiciones de validez universal.
Desde el punto de vista de Jean Clottes y David Lewis-Williams [2006: 113-
114] es correcto hablar de la universalidad del chamanismo, argumentan, apelando a la
obra de numerosos autores, que si el chamanismo no fuera un fenómeno universal, el
término no se hubiera usado por un tiempo tan prolongado a lo largo de todo el mundo.
Muchos de ellos reconocen su desconcertante diversidad y, paradójicamente, la
profunda unidad que guarda un fenómeno de varios milenios de duración [Clottes y
Lewis-Williams 2006: 113]. Afirman que a pesar de que no constituye un sistema
religioso único, las diversas tradiciones chamánicas enfrentan la realidad y la
experiencia humana de manera similar [Clottes y Lewis-Williams 2006: 113].
De tal suerte, Clottes y Lewis-Williams parecen construir su definición a partir
de integrar elementos comunes de contextos etnográficos diferentes, proponiendo que el
chamanismo “consiste en técnicas curativas, el control de los animales, ritos para influir
en los elementos, profetismo, búsqueda de visiones, brujería, viajes extra-corporales y
otras actividades” [Clottes y Lewis-Williams 1998: 112]. A lo que agregan, en la
definición de 2006, que cada sistema posee sus propios rituales, símbolos y mitos
[Clottes y Lewis-Williams 2006: 114].
David Whitley, por su parte, propone una definición general que contempla la
importancia de los aspectos particulares de cada caso:

Este es un sistema religioso que comúnmente se asocia con cazadores-recolectores


contemporáneos o del periodo histórico, de todo el orbe, que, por ello, proveen una
analogía lógica para la religiosidad del Paleolítico. Los chamanes sirven como los

308
funcionarios de tales religiones, y muchas de sus actividades ceremoniales son ritos
idiosincrásicos que, casi de manera universal, se basan en interacciones putativas
directas con el ámbito sobrenatural. Eso ocurre no a través de los ritos, cuidadosamente
prescritos y formulados, de las religiones sacerdotales, sino, por el contrario, durante las
experiencias individuales del trance visionario, vividas por el chamán [Whitley 2009:
34-35 traducción nuestra].

Durante la discusión que tuvo lugar después de la exposición de la conferencia


de Jean Clottes y David Lewis-Williams, contenida en el texto que citamos de 2006,
Whitley agregó que parte de la labor científica consiste en la posibilidad de alcanzar
generalizaciones y que si, dentro de la antropología se aceptan de manera universal
términos como matrimonio, que aluden a fenómenos culturales sumamente diversos,
resulta incongruente que se objete el uso universal del término chamanismo [en Clottes
y Lewis-Williams 2006: 142].
Robert Layton define al chamanismo como “un estado psicosomático utilizado
para fines sociales y políticos (curar y tener éxito en la cacería) interpretado a partir de
las categorías idiomáticas de cada cultura” [2000: 170 traducción nuestra]. El
antropólogo Josep Ma. Fericgla, quien ha centrado sus estudios en el campo de los
estados modificados de consciencia, su uso cultural y sus aplicaciones en psicoterapia, y
quien realizó trabajos de campo en el Kurdistán turco, el Magreb y en la Alta
Amazonia, propone una definición detallada y extensa:

Podemos acordar que el elemento definitorio del chamán es el hecho de contactar a


voluntad con la dimensión oculta de la realidad por medio de técnicas de modificación
del estado ordinario de conciencia. El camino habitual para penetrar en tales éxtasis es
consumiendo enteógenos, pero también se recurre a ritmos de percusión, ayunos y
técnicas de privación sensorial. Cada pueblo tiene sus recursos específicos para inducir
el trance chamánico (o incluso puede carecer de ellos). El brujo mantiene así su
conciencia sincrónicamente despierta a ambas dimensiones de la realidad, la mágica y la
ordinaria, y ello es lo que lo diferencia de médiums y posesos. Éstos pierden su
voluntad a favor de los espíritus que, según creen, actúan a través de ellos. El chamán
viaja activamente hacia los espíritus o personajes que habitan su inconsciente
(proyectándolos sobre el mundo externo) para tratar de coordinarlos de acuerdo a su
propio interés. No se deja vehiculizar por ellos, aunque en algunas ocasiones se haga
difícil la discriminación.

309
Por otro lado, se da una diferencia capital que define al hechicero frente al resto de la
comunidad entre quienes, a menudo, es también habitual consumir potentes
psicotrópicos en ocasiones de vital importancia. Durante los estados de catarsis, el
chamán es el único capaz de controlar las entidades invisibles, causantes de
enfermedades y desarreglos, y cree tener poder también para lanzar a sus espíritus
aliados contra el enemigo, provocándole daños. El brujo disfruta de algún tipo de
asociación con ciertas entidades o poderes que existen en el mundo de lo invisible, los
llamados espíritus aliados, y los hace actuar según su propia voluntad [Fericgla 2000:
72-73 cursivas en el original].

Esta definición, a pesar de que trata de describir de manera más detallada el tipo
de prácticas, así como al sujeto que las lleva a cabo, continúa utilizando los conceptos
de éxtasis y trance como sinónimos, sin rigor conceptual, ni referencia etnográfica
alguna, además de emplear términos como brujo y hechicero a manera de sinónimos de
chamán, lo que se presta a confusión. Sin embargo, tiene la virtud de destacar la
diferencia entre la posesión por espíritus y el rol activo del chamán que “mantiene así su
conciencia sincrónicamente despierta a ambas dimensiones de la realidad, la mágica y la
ordinaria”. Por esta razón debemos insistir, de nuevo, en que el tipo de prácticas
referidas, están siempre estrechamente integradas con un sistema particular de
creencias que le son inherentes y las proveen de sentido.
Vitebsky y Paulsen sostienen que en los diversos sistemas chamánicos existe
claramente la conciencia de una mutua dependencia e interacción entre el ser humano y
el cosmos. En el caso del chamanismo clásico de los tungús, Paulson afirma que “La
idea mitológica que los tungús tienen del mundo se parece, en sus rasgos
fundamentales, al modelo cosmogónico y cosmológico general que prevalece en la zona
ártica-subártica de Eurasia del Norte […] El universo consta de tres pisos o a veces de
más (siete, nueve): el mundo superior, el mundo inferior y entre medias la tierra”
[Paulson 1982: 455]. Predomina en esta región el esquema cosmológico tripartito
(Cielo-Tierra-Inframundo), dentro del cual el Cielo y el Inframundo pueden tener varios
niveles, cuyo número puede ser distinto de un grupo a otro. El punto de vista de estos
autores coincide con lo afirmado por Clottes y Lewis-Williams sobre el concepto
tripartito del cosmos.
Estrechamente vinculada con las ideas acerca de la situación del hombre en el
cosmos, dentro de esos sistemas religiosos de Asia septentrional, todos los seres y cosas

310
están animados por un espíritu, esencia o alma. Entender la naturaleza y la forma de
actuar de este espíritu o esencia constituye el problema teológico y práctico más
importante que los especialistas rituales de tipo chamánico enfrentan [Vitebsky 1995:
12]. Para bien o mal de la humanidad, estos espíritus actúan sobre ella. De ahí la
importancia del especialista ritual como mediador entre los espíritus y la comunidad:

La actividad del chamán está basada en ideas acerca del espacio, y a pesar de que el
mundo cotidiano está infiltrado por los espíritus, existen también otros ámbitos
separados a los cuales los chamanes deben viajar. Si uno asume que los espíritus
existen, y de que existen en un ámbito diferente del nuestro y pueden alcanzarlo para
afectar nuestra salud o nuestras provisiones de alimentos, en consecuencia, cuando estas
cosas se perturban, alguien debe viajar al ámbito de los espíritus para convencerlos de
que se comporten de manera diferente [Vitebsky 1995: 15 traducción nuestra].

En el caso particular de los tungús, Paulson describe algunas de las funciones del
chamán:

Como intermediario entre este mundo y el más allá, o entre el mundo de los hombres y
el mundo sobrenatural de los espíritus y las divinidades, el chamán cumple una
importante misión de “válvula de seguridad psico-mental” de su grupo, por el hecho de
estar capacitado, gracias a su iniciación dramática, partiendo de una muerte y una
resurrección ritual, para dar un sentido a los peligros que acechan constantemente a los
suyos en la vida y en la muerte y para hacerlos pasar de la incertidumbre a la
certidumbre [Paulson 1982: 461].

El mundo de los espíritus contiene y expresa las causas verdaderas de todo lo


que ocurre en el mundo ordinario. Como podemos ver con toda claridad, el sistema de
creencias que sustenta a las prácticas del chamán tungús, implica una cosmología.
Predomina la idea de un Cosmos tripartito: Cielo-Tierra-Inframundo. Las prácticas
mágico-religiosas del especialista ritual de tipo chamánico suponen el conocimiento del
mundo para poder actuar sobre él, éste debe esforzarse por conocer las causas últimas
que mueven todo y que gobiernan la vida, para poder hacer uso de ellas en beneficio de
su comunidad. Todo esto requiere de poder mágico, de ahí que una parte sustantiva de
las prácticas chamánicas estén dedicadas a la adquisición de ese poder. Como el poder
sobrenatural obedece a una geografía sagrada, el especialista ritual de tipo chamánico

311
debe acudir a los sitios sagrados, cargados de poder, donde lo pueda adquirir [Vitebsky
1995; Whitley 2000].
Lo anterior sintetizaría lo más importante de los aspectos destacados por
distintos especialistas acerca de este tipo de fenómeno mágico-religioso. Entiendo
claramente que permanecer en una posición meramente universalista llevaría a una
aproximación superficial, desde la cual, la riqueza concreta de los matices culturales
específicos se perdería por completo. De la misma manera, una posición relativista
radical impediría observar los elementos comunes, compartidos por grupos muy
diversos y las semejanzas que guardan las prácticas y creencias mágico-religiosas de
tipo chamánico a lo largo del mundo y en el transcurso del tiempo. Concluyo que las
comparaciones entre sistemas religiosos particulares deben llevarse a cabo con el mayor
rigor posible, especificando los elementos a comparar y los criterios utilizados, de modo
que no se caiga en transposiciones arbitrarias y en comparaciones de rasgos secundarios
y no sistemáticos. En función de estos criterios, revisaré los materiales etnográficos que
considero más significativos sobre la región estudiada, para situar las prácticas en su
contexto cultural específico y poder contrastar sus aspectos concretos con las categorías
aquí presentadas.

PRÁCTICAS MÁGICO-RELIGIOSAS DE TIPO CHAMÁNICO


Y ARTE RUPESTRE EN EL NOROESTE DE MÉXICO
Y EL SUROESTE DE LOS ESTADOS UNIDOS

A pesar de que la evidencia etnográfica acerca de las prácticas mágico-religiosas


de tipo chamánico en la gran región árida del Noroeste/Suroeste es abrumadoramente
abundante, existe escasa información que describa y explique, detalladamente, las
prácticas asociadas directamente con la producción de arte rupestre, así como el
significado que esas prácticas han podido tener dentro del conjunto más amplio de la
religión y la cultura. Hasta donde he podido saber, no se cuenta con ninguna referencia
directa que describa prácticas mágico-religiosas de tipo chamánico dedicadas
específicamente a la producción de arte rupestre. En parte, eso se explica por el carácter
secreto que éstas tenían y el hecho de que la iniciación ritual constituía un requisito para
poder tener acceso a esos conocimientos y prácticas. Por otra parte, se entiende por el
hecho de que el arte rupestre fue desapareciendo, en la medida en la cual la colonización

312
europea de esta región de América fue expropiando a las comunidades indígenas de sus
territorios ancestrales, exterminándolos y encerrándolos en reservaciones o misiones.
Acerca de las dificultades de acceder al conocimiento del significado de las pinturas
rupestres y los petrograbados, acudiendo a informantes indígenas, Julian H. Steward,
quien realizó un muy extenso trabajo de investigación y registro de éstos, en los estados
de California, Nevada, Arizona y Utah- declaraba:

Numerosos intentos de definir el significado de los petroglifos y los pictogramas se han


intentado a partir de [interrogar a] los indígenas que habitan actualmente en las regiones
donde estos se encuentran. Todos ellos han terminado en un fracaso. Los indígenas
dicen no tener conocimiento de su significado o de su origen. Difícilmente eso puede
atribuirse a la reticencia, pues indígenas inteligentes han intentado dilucidar algo acerca
de las inscripciones, sin haber tenido éxito. En muchos casos, los indígenas conocen las
inscripciones y se refieren a ellas con miedo. Sin embargo, eso resulta de escaso valor
para nosotros pues queda sin explicación lo concerniente a su origen y su antigüedad
[Steward 1929: 224].

De tal suerte, las hipótesis que la antropología contemporánea ha formulado para


explicar la asociación entre el chamanismo y el arte rupestre han surgido de inferencias
y analogías que resultan de integrar y contrastar evidencia muy variada que proviene
tanto de la arqueología como de la etnohistoria y la etnografía.
El tipo de práctica social que nos puede permitir comprender la unidad dentro de
la diversidad, en lo que al arte rupestre de la región del Noroeste/Suroeste se refiere, es
la religiosidad, principalmente ciertas prácticas ceremoniales y los sistemas de creencias
asociadas a ellas: a) rituales de curación; b) ritos de paso, como las ceremonias de
iniciación al llegar la pubertad, c) rituales para favorecer la cacería, d) ceremonias de
petición de lluvia y abundancia de alimentos, d) prácticas de tipo chamánico de
obtención de poderes mágicos, búsqueda de visiones durante las cuales se da la
comunicación con los espíritus auxiliares y los antepasados; e) ritos de consagración de
un territorio o rituales cíclicos de renovación.
Hasta donde la etnohistoria y la etnografía nos permiten saber, en todas estas
prácticas religiosas han intervenido de manera destacada cierto tipo de especialistas
rituales que en cada comunidad llevan un nombre específico, así, entre los wixaritari
(huicholes) se les llama marakame, entre los o’odham de Sonora y Arizona, makai, los

313
rarámuri le dicen sukurúame. Entre algunos grupos de California, los nombres hacen
referencia al poder de curar o el término es sinónimo de “soñador” (pipaetsmúts) y
designan la capacidad de tener visiones y adquirir conocimiento a través del sueño y el
ensueño, también se les denomina como hombres de poder, en función de las
capacidades que desarrollan [Whitley 2000]. En todos estos casos referidos, a pesar de
las variantes regionales concretas, se dan patrones de comportamiento comunes que
permiten hablar de prácticas mágico-religiosas de tipo chamánico, semejantes a las
descritas anteriormente y, a la vez, dotadas con rasgos culturales específicos que varían
de una tradición a otra.
Al respecto, vale la pena tomar en consideración las diferencias de categorías y
prácticas que la etnografía ha permitido establecer. Jacobo Grinberg, por ejemplo,
realizó su trabajo de campo en un territorio muy amplio que abarca de Quintana Roo a
Chihuahua, sus categorías tratan de sintetizar el conjunto de su experiencia de
investigación, señalando cinco tipos diferentes de especialistas, jerárquicamente
diferenciados, que se refieren a cinco niveles de poder, conocimiento y autoridad:

A) Aprendiz de curandero: muchacho joven, discípulo de un curandero, que está


aprendiendo a curar.
B) Curandero: es un especialista, maneja bien una técnica como el huesero o el
que cura el mal de espanto.
C) Psicólogo autóctono o médico tradicional: sabe más que el curandero
especialista, ha expandido su conocimiento, se dirige a la totalidad de la
persona y puede curar varias cosas. Existe un rango amplísimo que va desde
el médico tradicional, recién iniciado, al experimentado que posee una
capacidad extraordinaria para diagnosticar y curar. Tiene conocimiento y
poder para curar las alteraciones psicológicas de las personas.
D) Chamán: es aquel que ha recorrido las tres categorías anteriores, su
conocimiento es más profundo, es un puente entre las distintas dimensiones
de realidad, su manera de actuar está más ligada al ámbito mágico-religioso
que a las técnicas prácticas. Es un sabio que tiene contacto con las otras
realidades, es un maestro y guía espiritual.
E) Chamán-nagual: es un chamán con poder extraordinario, con una percepción
sobresaliente para diagnosticar y curar. Es el puente entre las otras realidades
y la comunidad, es el gran maestro espiritual y guía de los linajes de

314
curanderos, cuya tradición se remonta siglos atrás [Grinberg 1992: 53-54,
1993].

Por lo que se refiere a las particularidades de los grupos o’odham, Frank Russell
llevó a cabo un minucioso trabajo etnográfico entre los pimas, en la Reservación India
del Río Gila en Arizona, de noviembre de 1901 a junio de 1902; registró y definió tres
categorías diferentes:

A) Hai’-itcottam: utiliza los conocimientos tradicionales de la herbolaria para


curar; puede ser hombre o mujer, es la categoría menos importante de las tres.
B) Si’atcokam: trata las enfermedades por medio de la magia, tiene la función de
diagnosticar las enfermedades. Hombres y mujeres pueden pertenecer a esta
categoría y obtienen su membrecía por vía hereditaria.
C) Makai: tiene poder sobre las cosechas, el clima o la guerra. Salvo muy
escasas excepciones, sólo los hombres tienen acceso a esta categoría, que es
la más alta en la jerarquía local [Russell 1980: 256-257].

De acuerdo con Bahr y Underhill, entre los o’odham, el makai realiza


principalmente actividades relacionadas con la curación de las enfermedades
tradicionales y con la magia; aunque existen curanderos que utilizan plantas
medicinales, la curación que lleva a cabo el makai tiene un carácter mayormente ritual y
mágico; se vale de cantos, pases mágicos con plumas de águila, sonajas, encendido de
cigarrillos de tabaco, aliento sobre el cuerpo del enfermo y succión de la enfermedad o
de objetos dentro del cuerpo del enfermo [Bahr 1974; Underhill 1948]. Bahr [1974]
llama chamanes (shamans) a esos hombres sabios cuya función es a la vez mágico-
religiosa, psicológica y médica, entre los akimel o’odham.
Las funciones desempeñadas por el makai son varias: A) La adivinación, que
abarca un rango muy amplio como el diagnóstico de las enfermedades; la localización
de los enemigos y la definición de la estrategia en la guerra; la localización de la presa
durante una cacería; la localización del agua en el desierto; la interpretación de los
sueños; adivinar quién será el ganador en los juegos de azar. B) La curación de los
enfermos, que tiene un carácter mayormente ritual y mágico, llevándose a cabo por
medio de cantos, pases mágicos con plumas de águila, sonajas, encendido de cigarrillos
de tabaco, aliento sobre el cuerpo del enfermo y succión de la enfermedad por el makai.

315
La preponderancia del aspecto mágico-psicológico sobre el uso de herbolaria y otros
tratamientos de medicina tradicional es una característica específica de esta región. C)
La mediación y comunicación entre el mundo de los espíritus protectores, los
antepasados y los dioses, y el mundo en el que habitamos los seres humanos, lo que se
lograba por medio de las visiones vividas en soledad y durante el sueño. D) La magia
benéfica o perjudicial: poder sobre las cosechas y el clima, así como la magia utilizada
para hacer daño a otros [Bahr 1974; Benedict 1957; Curtis 1993; Russell 1980; San
Juan 2006; Underhill 1948; Whitley 2000].
Para poder describir con mayor precisión los complejos de prácticas de tipo
chamánico en la gran región cultural que estudiamos, y que sea posible vincularlas con
las prácticas del arte rupestre, debemos organizar los materiales, definir ciertas
diferencias locales y establecer las categorías comunes. Tomaremos como guía básica
los trabajos de Ruth Underhill [1948] y Willard S. Park [1934, 1938], los que iremos
enriqueciendo con aportaciones de otros autores.
Underhill parte del principio de la diferenciación, oposición e hibridación entre
dos tradiciones religiosas básicas. La primera es la que ella asocia con los cazadores-
recolectores, cuyos sistemas religiosos se manifiestan de manera muy definida a través
de diversas prácticas de tipo chamánico y las visiones personales como fuentes de poder
mágico que aparecen durante el sueño y el ensueño o son inducidas por diversos
medios: el uso de enteógenos; la combinación de ayuno, abstinencia sexual, privación
del sueño y aislamiento. Recordemos que Underhill describe a los cazadores como
“individualistas”, su actividad es a la vez peligrosa e incierta; a lo largo del año trabajan
de manera solitaria o a lo sumo en grupos pequeños; dependen de la habilidad, valor y
salud personales; las iniciativas y habilidades personales benefician a la comunidad; en
su solitaria lucha con la naturaleza, cada hombre busca su propio contacto con lo
sobrenatural, hallando sus respuestas en la visión personal; el camino de la visión
conduce al chamanismo [Underhill 1848: vii-viii]. A pesar de que su idea acerca del
individualismo de los cazadores es problemática, debemos rescatar de su propuesta
interpretativa el hecho, descrito ampliamente por varios etnólogos que estudiaron la
región, de que la experiencia espiritual presenta claramente una modalidad
estrictamente personal y solitaria de encuentro con los espíritus, los antepasados y los
dioses.
La segunda modalidad religiosa, descrita por Underhill, corresponde a las
prácticas rituales y sistemas mitológicos de los agricultores, orientada por un

316
ceremonialismo colectivo, articulado en un estricto corpus religioso, fuertemente
normativo, dominado por sacerdotes que dirigen y memorizan secuencias rituales
comunitarias. Los rituales de los agricultores están marcados por la necesidad de la
cooperación colectiva que las tareas agrícolas suponen; sus oraciones se dirigen,
principalmente, al sol y a la lluvia; las prácticas religiosas van adquiriendo un carácter
ceremonial estandarizado, fácil de aprender por todos los miembros de la comunidad,
aparece un líder de los rituales –cuyo conocimiento es más sofisticado- que trasmite su
saber a un sucesor; el poder de este sacerdote proviene de su conocimiento de las
narrativas míticas y los procedimientos rituales, no de las visiones solitarias [Underhill
1848: vii-viii].
La mayoría de las prácticas y creencias asociadas al complejo chamánico son
compartidas por los distintos grupos de la región, con diversas variantes. Willard S.
Park sostiene al respecto:

Así, sobre una parte substancial del oeste de Norteamérica, la religión se centra
ampliamente en el chamanismo, mas, como ha sido sugerido, a través de esta región el
complejo chamánico no es idéntico ni en su contenido ni en su interpretación y la
distribución de ciertas prácticas y creencias, que ha sido reportada para las diversas
tribus, arrojará luz tanto sobre las características únicas de las prácticas locales como
sobre las interrelaciones de elementos que ocurren a lo largo de todo el oeste de
Norteamérica [1938: 76 traducción nuestra].

Formas de adquisición de poder


De acuerdo con el mismo autor “existen tres formas, ampliamente reconocidas de
adquirir poder sobrenatural en el oeste de Norteamérica: sueños involuntarios, la
búsqueda de la visión y la herencia” [Park 1934: 99; 1938: 108-109]. Es el caso del
chamán pavitoso de la gran Cuenca que los adquiere por medio de los sueños, por
herencia de un familiar y por medio de la visita a una cueva en la montaña [Park 1934:
99; 1938: 109]. Tanto en la Gran Cuenca como en el norte de California es común que
el poder chamánico llegue por medio de los sueños involuntarios que muchas veces se
comienzan a manifestar en la temprana infancia [Park 1938: 110-113]. Entre los grupos
del sur de California, el uso de la Datura está ampliamente documentado como medio
de provocar las visiones [Park 1938: 113]. Entre los o’odham, los poderes chamánicos
se adquieren por medio de sueños involuntarios que no requieren del ayuno o de otras

317
técnicas para que ocurran, el poder proviene de espíritus animales o de espíritus de los
muertos. Entre los maricopa los espíritus animales que confieren poder son el águila, el
buitre, el coyote y el búho cornudo [Park 1938: 83].
Underhill afirma que, ya sea como búsqueda deliberada o como suceso
espontáneo, la visión caracteriza a todas las tribus de cazadores de América del Norte.
La visión se presenta como un suceso espontáneo e inmediato y quien la recibe no la ha
aprendido de otro ni la transmite a un sucesor. Cualquier hombre de la comunidad
puede tener visiones y, por esa vía, adquirir poder. Una de las posibilidades es que la
visión termine conduciendo al sujeto hacia prácticas mágico-religiosas de tipo
chamánico. En otros casos, sólo se llega a la adquisición de poderes limitados
[Underhill 1948: viii].
En particular, en la región que estudiamos (Noroeste/Suroeste) la búsqueda de la
visión no exige rigores excesivos [Underhill 1948: vii-xix]. Debido a que los cazadores
se hallaban dispersos de manera heterogénea entre los agricultores y de que se daban las
más diversas combinaciones de actividades y prácticas religiosas, el área de la visión no
ha sido fácil de distinguir. De acuerdo con Underhill, se extendía, sobre todo, hacia el
norte y el oeste de los cultivadores de maíz [1948: 1]. La visión se concentraba,
principalmente, entre los grupos de la Gran Cuenca y entre los yumas y shoshoneanos
de California. Entre los tohono o’odham de Sonora y Arizona se articulaban las dos
tradiciones, de tal forma, la visión, propia de la tradición cultural de los cazadores, era
igualmente importante que las ceremonias del maíz, características de los pueblos
agrícolas. En la Gran Cuenca, la visión servía para curar, controlar y evitar las
mordeduras de víbora, actuar sobre el clima y favorecer la cacería. Entre los distintos
grupos de apaches la visión era una práctica común. A pesar de la generalización del
cultivo de maíz entre los grupos del norte de México, en algunos de ellos, la visión ha
sobrevivido de manera prístina y en el caso de los wixaritari se ha asociado con el
consumo ritual del peyote (hi’ ikuri).
Underhill sostiene que en ninguna parte de esta región, las visiones son violentas
o se asocian a experiencias dramáticas, salvo en los casos de ciertos grupos de
California como los shasta. De acuerdo con el trabajo etnográfico de Ruth Bennedict,
publicado en 1946, entre ellos “la visión era la garantía profesional del chamán. Lo
marcaba como una persona aparte” [Benedict 1957: 38]. Benedict agrega que la visión
no era meramente “una ligera alucinación” sino una fuerte “experiencia de trance”
[1957: 38-39].

318
Basándose en lo observado por Benedict y Spier, Underhill sostiene que en el
Suroeste, predominantemente, la experiencia de la visión se da por sí misma durante el
sueño o el ensueño [Underhill 1948: 1-2]. Entre los o’odham el mito de origen establece
a la visión interior que se da espontáneamente durante el sueño, como una vía sagrada y
esencial de conocimiento [Bahr et. al. 1994: 81-82]. Más aún, esa visión interior será
totalmente personal, dando origen a diferentes formas de conocimiento y actividad,
útiles a la comunidad. La visión que aparece en el sueño se consideraba la fuente
primordial de conocimiento y sabiduría para todos los miembros de la comunidad,
abarcando una gran variedad de actividades y tipos de conocimientos.

El complejo del espíritu auxiliar


El elemento común más importante, asociado a la visión, es el llamado complejo del
espíritu auxiliar que aparece en la visión, bajo la forma predominante de un animal que
cumple la función de ser un ayudante mágico que instruye al visionario en todos los
aspectos relacionados con las prácticas religiosas [Park 1938; Underhill 1948; Whitley
2000]. Underhill lo describe así:

La forma estandarizada de la visión, familiar también a otras áreas, comprende la


aparición de un espíritu auxiliar, comúnmente un animal o, menos frecuentemente, un
fenómeno natural. El espíritu tutelar dona una canción que el donatario puede cantar,
siempre que quiera invocar su poder. Frecuentemente, prescribe algunos actos rituales y
luego instruye a su protegido a que se provea de un fetiche, que representará al espíritu
tutelar y recibirá ofrendas en su nombre. Puede ser una garra, una pluma, la piel del
animal o una imagen, burdamente tallada. Este panorama general tiene el mismo patrón
básico de muchas ceremonias más elaboradas y fácilmente puede ser la matriz a partir
de la cual se desarrollaron [Underhill 1948: 3 traducción nuestra].

Sostiene la autora que es esa la forma que adquiere la visión en la Gran Cuenca,
entre los pápagos, los apaches, los shoshoneanos, los cahuillas y los serranos.
Entre los pavitosos de Nevada, cuando animales como el águila, el búho, el
venado, el antílope, el oso, el borrego cimarrón o la serpiente aparecen reiteradamente
en los sueños de una persona, se sabe que ésta se convertirá en chamán [Park 1934: 99].
El soñador debe obedecer al espíritu que aparece en sus sueños, a riesgo de su salud y su

319
vida, y reunir su parafernalia: plumas de águila, tabaco silvestre, una pipa de piedra, una
sonaja fabricada con la oreja de un venado o con su pezuña [Park 1934: 99].
Cuando el poder se da por herencia, durante los sueños, a la persona se le
aparecen familiares ya fallecidos: el padre, la madre, un tío o una tía, el abuelo o la
abuela, le dicen al soñador que él o ella deberán convertirse en chamán. Después de
recibir instrucciones del familiar muerto, el poder mismo se manifiesta en los sueños y
el familiar deja de aparecer [Park 1934: 101].
Pasar la noche en la cueva de un lugar sagrado es la otra forma de adquirir poder
entre los pavitosos, no hace falta ayunar ni cualquier otra forma de preparación, es
suficiente con llegar al lugar por la tarde, pasar la noche en la cueva y murmurar o
pensar el tipo de poder que se desea; durante el sueño se manifestará una visión, donde
se le indica al soñador que debe convertirse en chamán y es posible que se le enseñen
algunas canciones esa misma noche o durante visiones posteriores [Park 1934: 102].
Park sostiene que aunque existen diferenciaciones y especializaciones locales, la
creencia en los espíritus de animales y fenómenos naturales, como la fuente de poder
sobrenatural, está ampliamente extendida a lo largo del oeste de Norteamérica [1938:
76]. También aparecen otro tipo de espíritus auxiliares: seres acuáticos que viven en la
cercanía de fuentes naturales de agua (water-babies), fantasmas y enanos que habitan en
las montañas, espíritus de mujeres y fantasmas de los muertos, todos ellos instruyen a
los chamanes en la curación de los enfermos. Las creencias en estos seres tienen una
distribución muy amplia que abarca gran parte de la costa del Pacífico de Oregon y
California, La Gran Cuenca y ciertas partes de las Montañas Rocallosas [Park 1938: 77-
79].

El complejo mitológico
Los yumas del Río Colorado divergen ampliamente de este patrón, en sus sueños
aparecen eventos mitológicos que dan lugar a la enseñanza de un ritual de curación o al
derecho de aprender una ceremonia [Underhill 1948: 3]. Entre los yumas, a los
especialistas rituales de tipo chamánico se les llama pipaetsmúts, que significa soñó, se
cree que “el poder y el conocimiento tienen orígenes divinos y que llegan a través de
revelaciones en sueños” [Curtis 1993: 76].
Entre los cahuillas del desierto de California, el poder de los chamanes proviene
de Mukat, su dios creador, pero es conferido a través de los espíritus auxiliares [Park
1938: 82]. Los yumas y mohaves del Río Colorado tienen la creencia de que todo el

320
poder proviene de los seres mitológicos, por ejemplo, el chamán mohave insiste en que
recibió su poder del dios creador Mastamho, en los orígenes del mundo, mientras que
los yumas lo obtienen tanto de seres mitológicos como de espíritus animales [Park
1938: 83].

Los sueños visionarios


Acerca de las características que adoptan los sueños visionarios se cuenta sólo con
información parcial. Park relata que entre los pavitosos el soñador escucha primero a su
poder, conforme éste se acerca, frecuentemente, el espíritu se anuncia por medio del
canto. En algunos casos, el poder se manifiesta desde el primer sueño y en otros sólo de
manera paulatina; para ciertas personas, la experiencia es meramente auditiva [1938:
115]. Entre los yumas del bajo Colorado los sueños adoptan las figuras y los moldes de
su mitología, las canciones que se reciben por este medio tienen un paralelismo con las
narrativas míticas [Park 1938: 115].
Los sueños visionarios de los maricopa parecen obedecer a un patrón, se piensa
que la experiencia equivale a una aventura nocturna del soñador: un espíritu lo lleva de
montaña en montaña, en cada lugar recibe el aprendizaje de una manera de curar y se le
enseñan canciones [Park 1938: 116].
En su Kawaiisu Mythology, la colección más importante sobre la tradición oral
de ese grupo indígena de la región sur-centro de California, el antropólogo Maurice
Zigmond [1980] recogió el relato de una visión. De ésta existen cuatro versiones
[Zigmond 1980: 175-179], entre las cuales hemos seleccionado la que narra su
informante más confiable, Emma Williams [Zigmond 1980: 175-176]. Con el fin de
mostrar la manera en la cual ciertos sitios con arte rupestre eran considerados como
lugares sagrados que funcionaban como umbrales de entrada al mundo de los espíritus y
los dioses, David Whitley [2000: 78] cita este relato, recogido por Zigmond.
El mito dice que había un hombre enfermo, tenía un gusano dentro de su cuerpo.
Probó varios remedios como la Datura, la picadura de las hormigas, las espinas de la
ortiga y acostarse bajo el sol. Una vez que estos habían fallado, no le quedó otra
alternativa que visitar la Casa de Yahwera, bajo la tierra. Se puede llegar a ella bajando
a través de un hoyo que se encuentra en una montaña situada en Back Canyon. Tal
como destaca David Whitley [2000: 78], es un sitio con abundantes petrograbados. “A
veces la abertura se puede ver, pero a veces sólo se encuentran rocas ahí. Ése es el lugar
al cual se van los espíritus de los venados muertos” [Zigmond 1980: 175].

321
En la segunda versión, relatada por el informante Sétimo Girado, el hombre
debía ayunar durante tres días y comer tabaco para intoxicarse, para que la roca se
abriera y lo dejara entrar [Zigmond 1980: 177]. Una vez adentro, el hombre comenzó a
caminar dentro del túnel. Primero se topó con grandes serpientes, luego con osos, pasó
por encima de ellos, mientras se abría paso hacia el interior del túnel. Continuó
caminando. Llegó a un gran árbol donde habían estado los venados. Podía escuchar el
sonido de los venados en las rocas. Finalmente, llegó a la casa de Yahwera, quien le
preguntó lo que hacía ahí, a lo que el hombre respondió que estaba enfermo y quería
sanar. Yahwera sabía todo acerca de su enfermedad, sin que fuera necesario que el
hombre le contara lo que tenía. Le dio de comer una bellota y un poco de carne de
venado, parecía muy poca comida, pero cada vez que el hombre comía, aparecía más de
lo mismo.
Le mostró una habitación llena de cornamentas de venado y de las puntas de
flecha que se habían usado para matarlos. Después, Yahwera le enseñó canciones
curativas, danzas e instrucciones de cómo curar. Emergió de la casa de Yahwera a varias
millas de distancia de Back Canyon, en Loraine, cerca de la ranchería de Piute, donde se
curó de la enfermedad [Zigmond 1980: 175-176].
David Whitley destaca la importancia de esta historia en relación con la
interpretación de los sitios con arte rupestre de California, pues a partir del relato se
puede inferir el carácter sagrado de los cerros con arte rupestre y la idea de que algunos
afloramientos rocosos que se hallan en estos sitios son, de acuerdo con las tradiciones
míticas de algunos grupos indígenas, portales de entrada al mundo sobrenatural de los
espíritus y los dioses.
La historia recién relatada corresponde a una creencia ampliamente difundida
que también es común en Mesoamérica. Según las tradiciones mesoamericanas, en el
Monte Sagrado es posible traspasar el umbral que separa nuestro mundo del de los
dioses y espíritus: “en la literatura etnográfica abundan los cuentos y las leyendas de los
viajeros que traspasan sus límites por accidente, por voluntad propia o por inducción
divina” [López Austin y López Luján 2009: 63]. Incluso, encontramos relatos de casos
semejantes al descrito por Zigmond acerca de enfermos que recurren al poder del dios y
los espíritus del Monte para sanar: “No es tan frecuente encontrar visitas concertadas
con el Dueño;34 pero se afirma que van al interior del Monte quienes tienen una

34
Se refiere al espíritu o dios que es el dueño del cerro y controla todos los poderes que emanan de él.

322
enfermedad reconocida como incurable y buscan la intervención milagrosa como último
recurso” [López Austin y López Luján 2009: 64]. Otra manera de franquear el umbral
es por medio del consumo de enteógenos, entre ellos “la ingestión de hongos
psicotrópicos, los cuales provocan la aparición del Señor del Cerro o la de dos pequeñas
personas, el ‘chamaco’ y la ‘chamaca’, seres que guiarán al viajero en el trayecto
sobrenatural” [López Austin y López Luján 2009: 64]. En relación con estas creencias
podemos referir que en el Cerro de La Proveedora encontramos una gran roca (3.8 m x
3.6 m) con una figura antropomorfa grabada, de tamaño natural (1.5 m) que parece salir
de la hendidura entre dos rocas (Figuras 25-26).
Después del paréntesis anterior, retomo la descripción de las prácticas mágico-
religiosas de tipo chamánico en la región, donde podemos observar que en algunos
grupos se puede notar la influencia del ceremonialismo agrícola sobre las prácticas de
tipo chamánico, por lo cual, a la visión se le añaden ceremoniales más elaborados. En
ocasiones, la visión forma parte de un peregrinaje ritual, como en el caso de la
peregrinación de la sal entre los o’odham o la del peyote (hi’ikuri) entre los wixaritari.
Sobre este último caso, Underhill comenta que el uso de un enteógeno como el peyote,
“hace posible planear la visión como parte de una ceremonia colectiva, ocurriendo a un
mismo tiempo a todo un grupo” [Underhill 1948: 4].
Mientras que entre los grupos de cazadores la visión se mantuvo a un nivel
estrictamente personal, donde “cada hombre era su propio sacerdote”, entre los grupos
en transición hacia la agricultura o de economía mixta, los espíritus auxiliares se fueron
convirtiendo, poco a poco, en deidades, vinculadas a un elaborado ceremonialismo,
crecientemente dominado por sacerdotes [Underhill 1948: 12].

Usos y funciones del poder adquirido mediante la visión


Tanto la visión como el complejo del espíritu auxiliar se relacionan directamente con
las prácticas de tipo chamánico, asociadas a la curación de los enfermos e implican,
necesariamente, una etiología, una noción mágica de la enfermedad que, por ello,
requiere de las prácticas mágico-religiosas para lograr la sanación [Bahr 1974;
Underhill 1948]. A pesar de que estas prácticas no se pueden separar de las otras
funciones que cumple el especialista ritual de tipo chamánico, en particular, a nosotros
nos interesa explorar aquellas que pudieran estar vinculadas directamente con la
producción de pinturas y grabados rupestres.

323
Al referirse a las prácticas de tipo chamánico de los grupos de California, David
Whitley destaca tres aspectos de su cosmovisión, asociados a las prácticas mágico-
religiosas. El primero de ellos se refiere a la cosmología, a la organización simbólica del
universo, concebida como diferenciada en tres dimensiones verticales: abajo “un
inframundo sobrenatural de espíritus, fantasmas y monstruos, en medio, el mundo de los
hombres, y, arriba, los cielos, frecuentemente, el reino espiritual de los dioses” [Whitley
2000: 24].
En función de esta cosmología vertical se creía que “el poder que residía en el
inframundo sobrenatural, bajo la mundana superficie de la tierra, se extendía en la
forma de una telaraña o red” [Whitley 2000: 24]. Ese poder se manifestaba en la
superficie terrestre por medio de los afloramientos de rocas, de los abrigos rocosos, de
los sitios elevados y de las fuentes naturales de agua. Al estar habitado el inframundo
por seres espirituales, todas sus manifestaciones en el paisaje eran consideradas
numinosas, concibiendo a algunas de ellas como portales de entrada al mundo
sobrenatural, fronteras permeables a través de las cuales los seres espirituales podían
viajar entre el reino de poder y el mundo de los humanos, y a través del cual el chamán
podía penetrar en el mundo sagrado [Whitley 2000: 24-25].
Finalmente, se pensaba que el mundo sobrenatural era el perfecto inverso del
mundo natural. Así, por ejemplo, ciertas ceremonias se llevaban a cabo durante la noche
para que correspondieran al día, en el mundo de los humanos. Whitley define, para
California, tres complejos culturales específicos, vinculados con las prácticas y
creencias de tipo chamánico: 1) el del espíritu auxiliar, 2) el mítico –que recién hemos
comentado en relación con la función mnemotécnica y mítica-ritual del arte rupestre- y
3) el que se asocia con los ritos de iniciación de la pubertad [Whitley 2000: 25-33].
A partir de la noción del espíritu auxiliar y de las prácticas que se le asocian, las
cuales constituyen la tradición más extendida, Whitley propone una interpretación en la
cual el modelo neuropsicológico juega un papel primordial:

Por mucho, el patrón chamánico subyacente, más común en la California indígena, es el


que corresponde a un sistema religioso, ampliamente extendido, que se encuentra a lo
largo de gran parte de Norteamérica, que se ha denominado Espíritu Guardián, Auxiliar
del Sueño, o Complejo del Espíritu Auxiliar. En California estaba presente a lo largo de
la California central y del suroeste, la Gran Cuenca y la Meseta de Modoc,
representando la gran mayoría del estado. La característica principal de este complejo

324
era la creencia de que el poder sobrenatural se derivaba de los espíritus auxiliares. A
menudo, estos eran animales tutelares o guías, aunque también podían ser fantasmas o
fenómenos naturales como el viento o el trueno, los cuales eran vistos en un estado
alterado de conciencia, durante el cual el chamán entraba en un trance, precisamente
para ver, interactuar con y, en consecuencia, obtener espíritus auxiliares. A partir de
aquí, obtenía una relación especial con sus auxiliares y, si eran de naturaleza animal,
quedaba unido por una relación especial con esa especie particular. Ciertamente, en
varios sentidos, el chamán se convertía en su espíritu auxiliar: corporalmente se
transformaba él mismo en ese ser cuando penetraba en el reino de lo sobrenatural y, en
ocasiones, durante las danzas rituales; pero, de manera más importante, en el
pensamiento de la California indígena, las acciones del chamán y de sus espíritus
auxiliares eran conceptual y lingüísticamente inseparables [Whitley 2000: 25 traducción
nuestra].

Whitley aclara que en el caso del complejo del espíritu auxiliar es importante
destacar que el ámbito sobrenatural dentro del cual se introducía el hombre de poder
californiano, aunque separado geográfica y temporalmente del mundano, era concebido
como distinto del perteneciente a la mitología, “los espíritus auxiliares que recibía no
eran los actores, héroes, dioses y personalidades de los mitos” [2000: 26].
Por otra parte, no sólo los especialistas rituales requerían de poder sobrenatural,
todos los miembros de la comunidad requerían de algún grado de poder, ya sea para una
cacería exitosa, para realizar un viaje o para dar a luz, de ahí que todos necesitaban de
un espíritu auxiliar para tener una vida aceptablemente buena. Lo que distinguía a los
especialistas rituales de tipo chamánico de la gente común, era la cantidad de espíritus
auxiliares que poseían, la intensidad de su relación con ellos y el gran poder de los
mismos. En algunos casos, como en la Meseta de Modoc, los ritos de iniciación,
femeninos y masculinos, implicaban el aislamiento de los jóvenes, hombres y mujeres,
con el fin de tener visiones y adquirir un espíritu auxiliar que los acompañaría y
ayudaría durante toda su vida [Whitley 2000: 27].
En el caso de aquellos que se convertirían en especialistas rituales, en hombres
de poder, el proceso ocurría de la manera siguiente: tempranamente el candidato recibía
un llamado por medio de un sueño, en especial, durante el padecimiento de una
enfermedad. Si la persona aceptaba su vocación, comenzaba un largo periodo de
purificación espiritual a través del ayuno, el baño frecuente, la meditación y la
instrucción por un chamán experimentado. Una vez instruido, se alejaba de la

325
comunidad “para experimentar por primera vez su entrada al mundo de lo sobrenatural”
y ahí recibir a sus espíritus auxiliares y sus instrucciones rituales, en el aislamiento y la
soledad [Whitley 2000: 28]. Recibía también su parafernalia ritual, sus objetos de
poder: cristales de cuarzo, plumas de águila, alguna parte simbólica del espíritu auxiliar
animal, como unas garras de ave depredadora, un bastón, flechas, fetiches, objetos
mágicos que guardaba y portaba en su bolsa, hecha generalmente de piel de tejón o de
comadreja [Whitley 2000: 28]. El hombre de poder retornaba a su sitio de poder, donde
había entrado por primera vez al mundo sobrenatural, para tener visiones, entrar en
contacto con sus espíritus auxiliares, recibir instrucciones de ellos para sanar a las
personas, actuar sobre el clima o hechizar a algún enemigo.

Practicas mágico-religiosas de tipo chamánico y arte rupestre


En referencia directa a la producción de pinturas y grabados rupestres, Whitley propone
una descripción sintética de lo que podría haber sido el proceder de los especialistas
rituales, sosteniendo que se apoya en una extensa bibliografía etnográfica:

A lo largo de toda la región que comprende la Tradición de California, los chamanes


producían arte rupestre al concluir sus búsquedas de visiones con el fin de representar a
los espíritus que habían visto y a los eventos sobrenaturales en los que habrían
participado durante sus estados alterados de conciencia, tales como curar, propiciar la
lluvia o realizar actos de brujería. El sitio propio del chamán, destinado al arte rupestre,
se consideraba como un lugar sagrado que servía como su portal de entrada a lo
sobrenatural: se creía que durante los estados alterados de conciencia las grietas y
hendiduras de las rocas se abrían, permitiéndole penetrar en el reino de lo sagrado
[Whitley 2000: 74 traducción nuestra].

La búsqueda de la visión requería de varias noches de aislamiento y rezo en los


cerros, precedidos por el baño ritual, el ayuno y la espera de que durante la noche se
presentaran las visiones. De acuerdo con el autor, éstas implicaban alucinaciones
visuales, auditivas y somáticas. Conforme abundaban las visiones y la experiencia
aumentaba, el poder del especialista ritual se acrecentaba. Sin embargo, a partir de las
descripciones etnográficas consultadas, sostengo que las alucinaciones visuales,
auditivas y somáticas sólo se darían en los casos extremos, asociados al consumo de
enteógenos o potentes estimulantes. Entre algunos grupos de California, estas

326
búsquedas de visiones mágicas eran facilitadas por el uso de substancias como el
tabaco, utilizado en fuertes dosis como enema o fumado en combinación con hojas de
Datura.35
En visita realizada en mayo del 2013 al Petroglyph National Monument de
Nuevo México, situado a lo largo de la Mesa Oeste de Albuquerque, el arqueólogo
Matthew S. Schmader nos mostró la presencia en el sitio, directamente asociada a los
petrograbados, pertenecientes principalmente a las tradiciones pueblo, de tabaco
silvestre (Nicotiana rustica) y de una especie de Datura (Datura stramonium) que
crecen naturalmente en el lugar. El parque tiene una extensión de 28.3 km² y contiene
cerca de 25,000 petrograbados que fueron producidos, principalmente, por los grupos
indígenas Pueblo. Su presencia en el lugar puede indicar un posible uso ritual de las
sustancias derivadas de esas plantas, en asociación con la producción de arte rupestre.
Ese hecho nos lleva a pensar que el uso de las mismas, en relación con la producción de
arte rupestre, pudo haber ocurrido en otras regiones del suroeste de los Estados Unidos
y el noroeste de México.

El uso de la Datura entre los chumash


Applegate [1975] describe detalladamente los usos rituales y mágicos de la Datura
entre los grupos chumash del sur de California, destacando que a pesar de tener una
variedad muy amplia de usos, el más común tenía la finalidad de entrar en contacto con
un espíritu auxiliar [1975: 7]. Siguiendo lo observado por Anna H. Gayton en los años
veinte, Applegate subraya que no se consumía antes de la pubertad, que usualmente se
administraba a un grupo y que se buscaba la aparición de un espíritu auxiliar. Éste se
convertía en el espíritu guardián de por vida para cada persona [Applegate 1975: 7].
Entre los chumash se consumía en la forma de una bebida preparada a partir de
la sustancia obtenida al machacar la raíz. Dado el carácter fuertemente tóxico de la
sustancia, su recolección era llevada a cabo por un conocedor con amplia experiencia y
siguiendo rigurosas prescripciones rituales que comenzaban con una purificación e
implicaban abstinencia sexual y evitar el consumo de carne y grasa [Applegate 1975:
10-11]. Los chumash creían que si se estaba bien preparado para la experiencia, la
mente estaba en calma y si se habían seguido las prescripciones rituales como es debido,
la Datura permitía que una persona viera “más allá de las apariencias superficiales, la

35
Véase al respecto la nota 11.

327
verdadera naturaleza de las cosas, ver ‘el otro mundo’ más allá de ‘este mundo’, para
ponerlo en palabras de los chumash” [Applegate 1975: 12 traducción nuestra].
En relación con las prácticas de tipo chamánico, Applegate señala que aquellas
personas que deseaban obtener poder chamánico tomaban Datura muchas veces para
convertirse en un “conocedor de los espíritus” [Applegate 1975:14].

Lo más común es que adquiriera cierto número de espíritus auxiliares. El chamán


tendría acceso fácil a lo sobrenatural a través de las repetidas experiencias con Datura y
de la observación habitual de las restricciones sexuales y alimenticias, necesarias para
adquirir el favor del espíritu de la Datura. Explotaba los poderes de la Datura mucho
más plenamente que la persona común. El chamán podía utilizar Datura para poder
efectuar una curación difícil. El espíritu de la Datura le revelaría la causa de la
enfermedad y la cura a seguir. Por el brillo interior de una planta, que el chamán veía en
sus visiones, podía saber si era sana o venenosa, como medicina. Los chamanes
acostumbraban tomar Datura antes de ceremonias importantes como la danza de la
serpiente, la cual era conducida por el chamán de la víbora de cascabel para proteger a
los participantes de su mordedura, a lo largo del año; se llevaba a cabo cada primavera,
cuando las víboras salen de hibernación.
Un chamán malévolo podría también usar la Datura para causar la enfermedad e incluso
la muerte a otros […] Aun la sequía, el hambre y otros desastres naturales eran
atribuidos a los chamanes malignos [Applegate 1975: 14 traducción nuestra].

Anne H. Gayton [1930 y 1948] documentó el uso de la Datura (Datura


metaloides) y el tabaco silvestre (Nicotiana rustica) entre los grupos yokuts del sur-
centro de California tanto para fines curativos y adivinatorios de los especialistas
rituales (anyutun) como para las ceremonias de iniciación de la pubertad.

Las metáforas que referían la experiencia de la visión


De acuerdo con David Whitley entre algunos grupos de California, la entrada en el
ámbito sagrado por los especialistas rituales de tipo chamánico era referida por medio
de metáforas bien definidas que, de manera recurrente, hacían alusión a figuras retóricas
del tipo de: penetrar dentro de la roca, sumergirse bajo el agua, volar o tener la
sensación del vuelo y tener las sensaciones del coito [2000: 77-79]. Según el autor, tales
metáforas se derivaban de las alucinaciones visuales, auditivas y somáticas causadas por
los estados alterados de conciencia.

328
Gerardo Reichel-Dolmatoff al referirse a los mitos que fundamentan y explican
el uso ritual de la planta yajé (Banisteriopsis sp.), entre los tukano del noroeste
amazónico de Colombia, describe las sensaciones narradas por los tukano en términos
de metáforas semejantes: “’Se sentían como si se estuviesen ahogando’, una expresión
que en algunas ocasiones es usada por los indígenas para describir el orgasmo”
[Reichel-Dolmatoff 1978: 5 traducción nuestra]. La expresión se refiere a las
sensaciones provocadas por los efectos de la yajé, conocida en el Perú como ayahuasca.
El sentido más amplio del término implica que las sensaciones eróticas son de tal
intensidad que uno se sumerge por completo en ellas, haciendo alusión a las relaciones
incestuosas del dios Padre-Sol con su hija, que en el mito de los tukano dan lugar al
origen de la planta y a su consumo ritual, al mismo tiempo que describen las
sensaciones físicas de los primeros humanos en intoxicarse con la planta [Reichel-
Dolmatoff 1978: 6]. Lo relatado por el autor pone de manifiesto que todos los aspectos
rituales y la imaginería asociada con el consumo de la planta sagrada yajé están
fuertemente enraizados en la mitología y son sancionados por ésta, al mismo tiempo,
destaca la importancia de esas metáforas para comprender la experiencia en los términos
de las figuras discursivas que proporcionan las narrativas míticas.
Según Whitley, son esas metáforas y esas prácticas rituales las que brindan las
claves heurísticas para interpretar el arte rupestre de California. La idea de que las
figuras representadas en el arte rupestre provienen de la imaginería que se presenta en
los estados alterados de conciencia es central para la hermenéutica del autor. De ahí que
para interpretar las pinturas y grabados rupestres de California se valga, principalmente,
del modelo neuropsicológico, desarrollado por Lewis-Williams y Dowson [1988]. En
primer término, Whitley sostiene que el arte rupestre posee una estructura simbólica
subyacente, basada en metáforas, inversiones y oposiciones de sentido; se trata de una
lógica, implícita en su simbolismo religioso. En relación con el arte rupestre de
California afirma:

Dado el énfasis de su arte en las imágenes visionarias de los estados alterados de


conciencia, es igualmente importante destacar que todos los seres humanos tenemos
sistemas neuropsicológicos semejantes. El resultado es que, en términos generales, las
imágenes percibidas y los eventos ocurridos durante los estados alterados de conciencia
son similares de una cultura a otra y a través de periodos de tiempo diferentes. Tal como
el arqueólogo David Lewis-Williams ha señalado, estos hechos nos proveen con un

329
“puente neuropsicológico” que nos permite comprender aspectos de un arte visionario
que, de otra manera, se hubiera perdido en las profundidades del pasado [Whitley 2000:
105].

Considero necesario presentar en detalle el modelo neuropsicológico de Lewis-


Williams y la argumentación que lo sostiene, pues ha sido utilizado para interpretar el
arte rupestre tanto de California, como de otros sitios del suroeste de los Estados Unidos
[Turpin, et. al. 1994]; de esa manera, podremos asumir una posición frente al modelo
interpretativo. Además de esas razones, nos interesa, debido a que se han basado en él
para proponer una interpretación de los grabados rupestres que se hallan en el sitio que
estudiamos: los cerros de La Proveedora y San José. Específicamente, me refiero a la
investigación que llevó a cabo Verónica Reyes Carrillo en su trabajo de tesis de
licenciatura en arqueología [Reyes Carrillo 2002]. Su propuesta consiste,
principalmente, en proponer que las imágenes que aparecen en los petrograbados de La
Proveedora son el producto de los estados alterados de conciencia (EAC), suscitados
por el tipo de prácticas chamánicas que acabamos de describir. Reyes Carrillo se basa,
también, en el modelo neuropsicológico referido, particularmente, en la adaptación del
modelo de Lewis-Williams que hiciera David Whitley para estudiar diversos sitios con
arte rupestre en California (Lewis-Williams y Dowson 1988; Lewis-Williams 1991;
2008; Whitley 1994; 2000).

EL MODELO NEUROPSICOLÓGICO DE DAVID LEWIS-WILLIAMS

David Lewis–Williams ha dedicado una muy importante parte de su vida al estudio del
arte rupestre, es actualmente Profesor Emérito de arqueología cognitiva en la
Universidad de Witwatersrand en Johannesburgo. Destacan en su investigación los
temas del arte rupestre de Sudáfrica y del Paleolítico Superior europeo. Este último
tratado en su libro: The Mind in the Cave, publicado en 2002 y traducido a varios
idiomas [Lewis-Williams 2008]. Es conocido en el mundo académico mundial de la
antropología y la historia, precisamente, por su teoría acerca de los orígenes del arte
rupestre, en sus múltiples manifestaciones. Ésta se sustenta en dos proposiciones
principales: el desarrollo de una forma compleja de conciencia en el homo sapiens
sapiens del Paleolítico Superior y las prácticas mágico-religiosas del chamanismo a las

330
que asocia estados alterados de conciencia (EAC),36 cuya imaginería estaría
representada en el arte rupestre. A partir de estudiar esos fenómenos ha desarrollado lo
que él mismo llama el modelo neuropsicológico.
Mientras cumplía con sus estudios de licenciatura realizó frecuentes visitas de
investigación de campo a los sitios con arte rupestre en las montañas de Drakensberg,
en Sudáfrica. Una primera fase de investigación culminó con la publicación de su obra
Believing and Seeing: Symbolic Meaning in Southern San Rock Paintings que había
surgido de su investigación doctoral en la Universidad de Cambridge [1981].
Si bien en un principio intentó interpretar el arte rupestre, orientado por la
semiótica, muy pronto, el descubrimiento de importantes documentos etnográficos de
los san, que incluían las más de 12,000 páginas de registro etnográfico, llevado a cabo
por el lingüista alemán Wilhelm Bleek y su colaboradora, Lucy Lloyd, entre 1870 y
1875, ampliaron la perspectiva de su investigación y le proporcionaron las claves
culturales concretas que le permitirían proponer hipótesis etnográficamente fundadas
sobre el arte rupestre del sur de África.
Más tarde, realizó estudios de antropología religiosa y cognitiva, en particular,
sobre la obra de Eichmer y Höfer, así como sobre los extensos trabajos de investigación
del antropólogo Gerardo Reichel-Dolmatof [1978] dedicados a investigar los estados
alterados de conciencia (EAC), provocados por el uso ritual de la yajé (Banesteriosis
cappa) entre los grupos tukano de la selva amazónica de Colombia. Incorporó, también,
las recientes aportaciones de las neurociencias, especialmente, la obra de Gerald
Edelman [1994]. Todas esas líneas de investigación lo llevaron a valerse de una
metodología más sofisticada que le permitió formular una teoría general sobre el arte
rupestre y proponer hipótesis detalladas sobre el origen del arte en el Paleolítico
Superior y sobre una gran variedad de sus manifestaciones. En The Mind in the Cave
[2008], el autor desarrolló sistemáticamente su planteamiento. El libro está escrito
siguiendo una rigurosa lógica argumental, a través de los pasos metodológicos que
fundamentan su proposición; al mismo tiempo, desbroza la madeja de las distintas
interpretaciones que se han propuesto para explicar el complejo fenómeno que nos
interesa.
Entre sus argumentos, destaco la que considero la premisa más básica e
importante de la que parte el entendimiento del origen del arte en el Paleolítico

36
A partir de aquí haremos referencia a los estados alterados de conciencia con las siglas EAC.

331
Superior: en un sentido biológico y evolutivo, los hombres y mujeres de esa época eran
exactamente como nosotros, su mente igual de evolucionada que la nuestra; en un
sentido cultural, los sistemas simbólicos que componían su cultura se basaban en
abstracciones y nociones tan complejas y sofisticadas como las contemporáneas. Estoy
de acuerdo con esas premisas que cuestionan una orientación totalmente errónea de la
antropología evolucionista. Seguiremos su propio recorrido crítico por las diferentes
hipótesis explicativas para presentar una reconstrucción hermenéutica de su propuesta.

La analogía etnográfica y la teoría de la magia simpática


Basándose en la analogía con ciertas prácticas de los Arunta de Australia, en 1913,
Salomon Reinach formuló la primera versión de la teoría de la magia simpática o magia
de la cacería para interpretar el arte del Paleolítico Superior. Afirmaba que eran las
prácticas propiciatorias de la fertilidad y la magia simpática lo que lo dotaba de sentido.
A través de una serie de ritos “homeopáticos”, el artista se hacía poseedor de una
influencia determinante sobre el animal, representado en la figura pintada o grabada. El
arte, tanto parietal como mueble, se encontraba, así, fundado en las necesidades básicas:
la caza y la reproducción.

Estas manifestaciones artísticas no significaban, pues, lo mismo que para nosotros,


pueblos civilizados, un lujo o un juego: eran la expresión de una religión muy primitiva
hecha de prácticas mágicas por medio de arpones o azagayas […] Si los trogloditas
pensaban como los Aruntas de la Australia actual, las ceremonias que cumplían delante
de estas efigies, debían tener por objeto asegurar la multiplicación de los elefantes, de
los toros salvajes, de los caballos, de los ciervos que les servían de alimento [Reinach
1913:135].

Bajo la influencia de la obra de Frazer, La rama dorada, la hipótesis de la magia


de la caza y la fertilidad se sustentaba en los paralelos etnográficos que mostraban cómo
un conjunto de prácticas, creencias y formas de vida de los grupos de cazadores-
recolectores, a lo largo del mundo, tenían como fundamento la magia propiciatoria, a la
que se veía como un ritual oculto y misterioso. Así, la interpretación del arte Paleolítico
adquirió un carácter religioso que apareció durante mucho tiempo como la explicación
más consistente acerca del origen del arte.
Henri Breuil [1952] adoptó la interpretación de la magia simpática de Reinach,
para utilizarla en su teoría sobre el significado del arte. Se apoyó también en los

332
postulados de la escuela histórico-cultural de Schmidt y en la antropología evolucionista
de Tylor.37 Sustentada en paralelos etnográficos, formuló una hipótesis que veía en el
arte rupestre la expresión de una actividad cuyo fin y sentido radicaba en la obtención
del alimento cotidiano y el control del medio por parte del ser humano. La supuesta
representación de animales “heridos”, así como la interpretación de los signos abstractos
como armas y trampas, se sumaban a los datos aportados por el contraste etnológico.
A esas ideas se agregaron los descubrimientos realizados en Montespan y Tuc
d´Audovert que parecen documentar la presencia de ceremonias de iniciación de la
pubertad y rituales propiciatorios en lugares profundos y ocultos de las cuevas. Éstos
exigirían la existencia de oficiantes y demostrarían una condición religiosa del arte. De
tal forma, la realización de ceremonias de carácter mágico-religioso: rituales de paso y
rituales propiciatorios de la cacería y la fecundidad, transformaban el interior de las
cuevas en un lugar sagrado. La práctica artística sería el vehículo de mediación con lo
sagrado, la esencia del sistema religioso del hombre prehistórico, mientras que el artista
aparecía como el oficiante que dirigía el ritual.
Breuil, además, propuso un sistema interpretativo cronológico de los estilos,
basado en un esquema evolucionista “de lo simple a lo complejo”, que tenía como
principales pilares el análisis de la evolución técnico-cromática, el estudio de la
perspectiva y la observación de los sistemas de superposiciones de las figuras.
En relación con estas teorías, Lewis-Williams [1991] caracterizó los peligros
implícitos en una extrapolación simplista de los datos de la etnografía sobre el lejano
pasado de las culturas paleolíticas. En su conocido artículo de 1991 atacaba este
problema. La debilidad de la analogía etnográfica -tal como se había utilizado hasta
entonces para intentar explicar el arte del Paleolítico Superior- radicaba en el carácter
concreto y variable de la cultura: la distancia que separa a las culturas de cazadores-
recolectores, estudiadas por la antropología moderna, de las propias culturas paleolíticas
de Europa occidental. Además, debe tomarse en cuenta que de éstas no se ha
conservado ninguna forma de tradición oral o documento, y que con lo único que
contamos para aproximarnos a las culturas del Paleolítico Superior es con los restos de
artefactos y del arte parietal y mobiliar que han podido rescatarse.

37
En 1865 apareció Researches into the Early History of Mankind, que fundó la reputación de E. B. Tylor
como etnólogo. Seis años más tarde publicó Primitive Culture: Researches into the Development of
Mythology, Philosophy, Religion, Language, Art and Custom.

333
La etnografía, dirá Lewis-Williams, sólo nos permite aproximaciones generales
que deben ser sustentadas dentro de un sistema lógico-científico de hipótesis que
impliquen una compleja proposición de argumentos y evidencias, provenientes tanto del
estudio de los restos arqueológicos como de otras disciplinas [2008: 48-49]. Será este
último camino el que emprenderá, abordando, críticamente, el otro dilema que enfrenta
la investigación del arte del Paleolítico: el análisis de las pinturas y objetos en sí
mismos, desde la perspectiva del análisis estructural, tal como lo llevaron a cabo André
Leroi-Gourhan y Annette Laming-Emperaire. Nos aproximaremos, así, a los que
considero los aspectos más importantes de esa línea de interpretación.

La aportación de Leroi-Gourhan y la crítica de su propuesta interpretativa


Los críticos más sistemáticos de la teoría de la magia simpática fueron los arqueólogos
y prehistoriadotes André Leroi-Gourhan y Annette Laming-Emperaire. Ambos
coinciden en la negación del paralelo etnológico como base de cualquier elaboración
teórica. Según ellos, no podemos explicar el pasado, basándonos en reconstrucciones
actuales, realizadas a partir de los estudios modernos de los grupos de cazadores-
recolectores, pues éstas resultarían artificiales. Propusieron un nuevo método, basado en
el registro sistemático del arte rupestre. No obstante, en algunos casos debieron recurrir
a analogías etnográficas [Leroi-Gourhan 1971, 1982a]. A pesar de que rechaza la teoría
de la magia simpática como explicación general, pues, en el total de las cuevas
estudiadas sólo el 4% de los animales se representan “heridos por un proyectil”, Leroi-
Gourhan señala que no se puede descartar del todo y el fenómeno varía de una región a
otra: “Lo que parece ser más desconcertante es la concentración en los Pirineos, donde
el número de los “animales heridos” alcanza el 25% del total, mientras que el resto de
Europa occidental apenas cuenta con algunos casos aislados”[1982b: 57; Dickson 1996:
126-129].
Annette Laming-Emperaire [1984], discípula y colaboradora directa de Leroi-
Gourhan, definió su método de registro del arte rupestre del Paleolítico Superior, a
partir de cuatro núcleos de investigación: 1) posición de las obras dentro de la cueva, 2)
restos arqueológicos asociados, 3) huellas de actividades y 4) forma y contenido de las
representaciones. Este método implica dar forma a inventarios y diagramas sumamente
minuciosos, en los cuales se registra con detalle la manera en la cual las especies
animales se agrupan dentro de las paredes de las cuevas, de acuerdo con criterios de

334
posición, género, frecuencia y su relación con los signos abstractos.38 Su principal obra:
La signification de l’art rupestre paléolithique, su tesis doctoral, dirigida por Leroi-
Gourhan, se publicó en 1962 [Laming-Emperaire 1984].
De acuerdo con este último, la interpretación de Laming-Emperaire tuvo la
virtud de demostrar, por primera vez, que la aparente confusión de las figuras en
Lascaux era una construcción deliberada [Leroi-Gourhan 1971: 379]. “La complejidad
de los vínculos entre las figuras, los juegos de superposiciones y la perspectiva oblicua
nos han conducido a la conclusión de la existencia de una organización de los conjuntos
de figuras que los convierte en entidades, ideológicamente pertinentes” [Leroi-Gourhan
1982b: 43]. El punto de vista de estos dos autores significaba una ruptura radical
respecto del ingenuo evolucionismo, ignorante de la verdadera complejidad de la cultura
paleolítica y de las sofisticadas facultades intelectuales y espirituales del homo sapiens
sapiens del Paleolítico Superior, idénticas a las nuestras.
Como ha señalado críticamente David Whitley, la teoría de la magia simpática
proponía un escenario basado en la imagen del “hombre contra la bestia”, dentro del
cual las mujeres jugaban, a lo más, un silencioso papel pasivo [2009: 29]. Reflejaba,
además, un ethos basado en las ideas iluministas del dominio humano sobre la
naturaleza y evolucionistas, de una supuesta inferioridad del “hombre primitivo”
respecto del moderno, practicando, aquél, “rudimentarias formas de vida religiosa”
[Whitley 2009: 29].
Leroi-Gourhan partió de dos premisas que coincidían con los enunciados de la
Antropología estructural de Lévi-Strauss [1970], publicada en 1958. Siguió una
orientación general, semejante a la de Lévi-Strauss, quien demostraba en El
pensamiento salvaje, publicado en 1962, que las sociedades, hasta entonces,
equívocamente denominadas “primitivas”, por una antropología etnocéntrica y
rígidamente evolucionista, no carecían de pensamiento abstracto y que sus sistemas de
pensamiento suponen acciones intelectuales y métodos de observación comparables a la
ciencia moderna [Lévi-Strauss 1994: 13]. El pensamiento mágico forma un sistema bien
articulado y es una suerte de expresión metafórica del pensamiento científico [Lévi-
Strauss 1994: 30]. Concluía que “en vez de oponer magia y ciencia, sería mejor
colocarlas paralelamente” [Lévi-Strauss 1994: 30].

38
Este nuevo método contrastaba con la falta de rigor y sistematicidad en el registro arqueológico que
había caracterizado a autores anteriores como Breuil.

335
Estando de acuerdo con esa línea de pensamiento, Leroi-Gourhan sostendrá en
1976 que cuando hablamos del hombre del Paleolítico Superior debemos descartar la
categoría de “mentalidad primitiva” y pensar en seres humanos con sistemas complejos
de conocimientos: “hombres sensiblemente idénticos a los actuales” [Leroi-Gourhan
1982a:2].39 Confirma esta conclusión en otra obra del mismo año, destacando que el día
de hoy “sabemos que los seres humanos que pertenecieron a las culturas que hemos
considerado ‘primitivas’ son capaces de tener sistemas simbólicos sumamente
complejos” [Leroi-Gourhan 1982b:75]. Esta idea ya estaba claramente expresada en El
gesto y la palabra [1971], publicado en 1965, donde afirmaba que la aparición del
símbolo gráfico supone nuevas relaciones entre los pares mano-útil y cara-lenguaje,
“relaciones exclusivamente características de la humanidad en el sentido estricto de la
palabra, es decir, respondiendo a un pensamiento simbolizante” de las mismas
características que el que nosotros empleamos [Leroi-Gourhan 1971: 185]. Destaca, así,
que es la reflexión la que determina el grafismo [Leroi-Gourhan 1971: 186]. Sobre las
pinturas y grabados del Auriñaciense (30000 AP) sostiene que “son las más antiguas
obras de arte de toda la historia humana y se percibe con sorpresa que su contenido
implica una convención inseparable de unos conceptos altamente organizados por el
lenguaje” [Leroi-Gourhan 1971: 189].
“Es seguro que los hombres del Paleolítico superior tuvieron un sistema de
creencias muy desarrollado, sistema que se expresaba en imágenes simbólicas tomadas
del mundo de la caza” [Leroi-Gourhan 1986: 144]. Más adelante concluye: “Las obras
de las grutas decoradas no son cuadros de caza, sino que expresan vínculos de funciones
metafísicas de los símbolos que subyacen a éstos, responden al esqueleto de una
mitología” [Leroi-Gourhan 1986: 147]. Define, con toda claridad, su probable relación
con una tradición oral, portadora de una compleja mitología, de la cual sería una
sofisticada expresión gráfica y pictórica: “las antiguas figuras conocidas no representan
escenas de cacería o animales moribundos o enternecedoras escenas de familia, sino
claves gráficas sin conexión descriptiva, soportes de un contexto oral irremediablemente
perdido”. Se trata de una “transposición simbólica” y no de una “calca de la realidad”
[Leroi-Gourhan 1971: 189]. Esta conclusión se decanta cuando define al mitograma

39
Hacía referencia a las criticadas teorías de Lucien Lévy-Bruhl, expuestas en sus obras: Las funciones
mentales de las sociedades inferiores (1910) y La mentalidad primitiva (1922), donde afirmaba la
incompatibilidad lógica entre la “mentalidad primitiva” y el pensamiento científico. Los títulos de las
obras de Lévy-Bruhl revelan una mentalidad discriminatoria y el uso de un término peyorativo para
referirse a las culturas no europeas.

336
como concepto interpretativo y descriptivo de las secuencias organizadas de figuras:
“La impresión de conjunto coloca a las obras paleolíticas dentro de la categoría de
mitogramas, es decir, de figuras simbólicas sin referencia a un tiempo y espacio
coordinados, cuya relación con el tema no forma parte de una estructura narrativa que
no sea la oral” [Leroi-Gourhan 1982b: 66]. Agrega que, a diferencia de las tiras cómicas
o los textos, es la falta de linealidad lo que le otorga al mitograma su carácter” [Leroi-
Gourhan 1982b: 66].
Es fundamental destacar la importancia de la aportación de Leroi-Gourhan,
particularmente el hecho de que establece una relación sustantiva entre las imágenes, en
tanto representaciones gráficas y pictóricas de una compleja mitología y la tradición
oral, como su equivalente, materializado por medio de las expresiones verbales de un
lenguaje articulado, referido, igualmente, a un sistema mitológico sofisticado. Relación
que va más allá de la mera función mnemotécnica del arte rupestre, cuando éste se
convierte en un medio visual de representación que apoya, con imágenes, los métodos
de memorización de las tradiciones orales, míticas y rituales. Se trata de una relación
esencial entre dos formas complementarias de expresión simbólica del mundo. Relación
de interdependencia que Leroi-Gourhan demuestra a lo largo de esta minuciosa obra,
afirmando que “el arte figurativo es inseparable del lenguaje […] nació de un par
intelectual fonación-grafía […] es “claro que, desde un primer momento, fonación y
grafismo responden al mismo objetivo” [1971: 191].
De aquí se deriva una importante conclusión: las figuras de los animales
representados son símbolos que poseen una gran condensación de significado, no
representan pasajes puntuales de las narrativas míticas, sino que son figuras sintéticas
que cristalizan las nociones claves de la mitología. El autor apela a los estudios
etnográficos sobre las mitologías de los grupos cazadores-recolectores de Australia,
Asia, África y América del Norte que muestran “un pensamiento mitológico donde el
orden del mundo se integra en un sistema de correspondencias simbólicas de una
riqueza extraordinaria” [Leroi-Gourhan 1971: 193-194]. Entiende, así, a la “mito-logía”
como “una construcción pluridimensional reposando sobre lo verbal, con una ‘mito-
grafía’ que es su estricto correspondiente manual” [Leroi-Gourhan 1971: 194]. Vemos,
así, que en ocasiones, Leroi-Gourhan debió recurrir a la analogía etnográfica.
Se valió de principios comunes a los del estructuralismo para el registro y la
interpretación del arte paleolítico, utilizando métodos muy semejantes a los
desarrollados en las excavaciones. Interpretaba cada cueva como un todo unitario dentro

337
del cual era necesario establecer, del modo más completo posible, las relaciones entre
cada uno de sus elementos. Realizó un trabajo de campo monumental, registrando
minuciosamente alrededor de setenta cuevas del Paleolítico Superior (33000 a 10000
AP), ubicadas entre España y los Urales. A partir de ese registro, intentó encontrar
algún tipo de disposición estructural, subyacente a los motivos representados:

Durante mucho tiempo se creyó que los animales representaban de forma desordenada,
una presa que podía ser muerta y, de este modo, se lograba matar por hechizo al animal
mismo. El estudio pormenorizado de un centenar de cuevas decoradas de Francia y
España ha revelado que si las cuevas parecían escapar a las reglas de la composición y
la perspectiva modernas, estaban muy lejos de dar cobijo a imágenes cuya posición se
explicaba sólo por el azar.
La configuración de la cavidad muestra a menudo que el emplazamiento de las figuras
tiene una considerable importancia. Se elige el mejor panel para la confección del
conjunto “monumental”, tales como los grandes techos de Altamira, Rouffignac, Ekain,
que están cubiertos de figuras de animales entre las que reinan unas relaciones que de
ningún modo pueden explicarse por el azar. La naturaleza y el número de animales
representados responden a principios que no pueden expresarse sino bajo su aspecto
numérico y topográfico [Leroi-Gourhan 1986: 144-145].

Acerca de la organización específica de los motivos dentro de las cuevas


paleolíticas, describe un sistema:

Uno de los hechos más llamativos en el estudio del arte paleolítico es la organización de
las figuras sobre las paredes de las cavernas. El número de las especies representadas es
poco elevado y sus relaciones topográficas son constantes: bisonte y caballo ocupan el
centro de los paneles, cabras monteses y ciervos los encuadran sobre los bordes, leones
y rinocerontes se sitúan en la periferia. El mismo tema puede repetirse varias veces en la
misma caverna: se vuelve a encontrar idéntico, a pesar de sus variantes, de una caverna
a otra. Se trata, por consiguiente, de otra cosa que una representación accidental de
animales de caza, de una cosa distinta también a una “escritura”, diferente también de
unos “cuadros”. Más allá del ensamblaje simbólico de las figuras, ha existido
forzosamente un contexto oral con el cual el ensamblaje simbólico estaba coordinado y
del cual reproduce en el espacio los valores [Leroi-Gourhan 1971: 194-195].

338
Es muy importante poner de relieve las distinciones que establece Leroi-
Gourhan: no se trata de una representación arbitraria de animales de caza, no se trata de
una escritura o protoescritura, no se trata de cuadros o pinturas en el sentido occidental
moderno que estamos acostumbrados a usar. Como hemos indicado, se trata de un
complejo sistema mitográfico que sólo puede entenderse en asociación con una
tradición oral portadora de una mitología. Juntas constituyen un sistema estructurado:
la expresión gráfico-pictórica y la verbal son interdependientes.
Aun en el caso de la única imagen que parece constituir una escena, y por ello
contener una estructura narrativa explícita, “el hombre derribado por el bisonte”, en
Lascaux: “Se trata más verosímilmente de un ensamblaje mitográfico que de un relato
vívido” [Leroi-Gourhan 1971: 375, Fig. 147; 1982b: Fig. 93]. Debido a que existen
cuatro versiones conocidas de esta escena, Leroi-Gourhan sostiene que probablemente
constituía un importante y perdurable tema mítico [1982b: 38]. Considera que lo más
interesante es que “la secuencia temporal sugerida no ha sido fijada de manera rígida, de
acuerdo con una estricta tradición iconográfica. Más aún, uno puede discernir la
expresión de una tradición oral que permite al artista la libertad del episodio
descriptivo” [1982b: 39].
En función de la repetición sistemática de un patrón, a lo largo de cerca de
ochenta cuevas del Paleolítico Superior, Leroi-Gourhan propuso que los dos grupos más
numerosos de motivos animales: 1) caballos (30%) y 2) bisontes y toros (30%),
representaban los principios masculino y femenino, respectivamente. Con un criterio
semejante atribuyó un significado sexual o de género a los signos abstractos y los
agrupó en dos categorías: masculinos y femeninos, estableciendo una asociación directa
entre las representaciones de animales y los signos abstractos. Un tercer grupo estaría
representado por lo que llamó animales secundarios: cierva, mamut, cabra montés y
reno (23.5%); un cuarto por los “animales peligrosos”: osos, felinos, rinocerontes (3%)
[Leroi-Gourhan 1986: 145].
Para los fines de la explicación del sistema estructurado, Leroi-Gourhan recurrió
al concepto de composición: “La composición está vinculada a la vez con el sentido de
las figuras y el equilibrio de las formas en el espacio. Hemos visto que los paleolíticos
usaban las imágenes como si fuesen mitogramas y podemos, en consecuencia, suponer
que la composición unida al sentido está presente desde el origen mismo del dispositivo
figurativo. La sintaxis figurativa es inseparable de la de las palabras” [Leroi-Gourhan
1971: 373].

339
El descubrimiento de que las figuras están ordenadas a partir de principios
específicos de composición constituye una aportación fundamental. Leroi-Gourhan
mostrará, incluso, los distintos procedimientos de encuadramiento, simetría, asociación,
yuxtaposición y superposición empleados para dar forma a las composiciones [1982b:
19-37]. Asimismo, investigó sobre el uso de la perspectiva y la lógica imaginaria que
definía la relación de las figuras respecto del fondo y la línea de la superficie de apoyo.
Como podemos ver, la proposición interpretativa de Leroi-Gourhan era la más
sistemática y estructurada que se formulaba en relación con el arte del Paleolítico
Superior hasta entonces. Se valía de las aportaciones más recientes de la arqueología e
integraba una amplia reflexión sobre la técnica y el desarrollo cognitivo del ser humano,
hasta la aparición del homo sapiens sapiens. Comprendía una teoría general acerca del
pensamiento simbólico y sus manifestaciones en el lenguaje articulado verbal y el arte
gráfico, pictórico y escultórico. En la obra del autor, destaca la importante reflexión
sobre las relaciones entre lenguaje verbal y arte rupestre como manifestaciones
interdependientes y complementarias de un sofisticado sistema mitológico que sólo
pudo ser inferido a partir de un muy vasto trabajo de registro detallado y sistemático en
decenas de cuevas, mismo que reveló patrones bien definidos que, hipotéticamente,
mantuvieron ciertas constantes dentro de una extensa área geográfica (de España a los
Urales) y a lo largo de un inmenso periodo histórico de 20,000 años (33000-10000 AP).
Sin embargo, para algunos autores, entre ellos Lewis-Williams, su orientación
resultó ser cuestionable en varios aspectos. Este último destaca que el método
estadístico de Leroi-Gourhan era aplicado indistintamente a todas las cuevas, a pesar de
sus diferencias morfológicas concretas y que éstas dificultan el uso sistemático del
modelo estructural de Leroi-Gourhan (Entrada-Periferia-Área Central-Periferia-Área
Profunda) para comparar todas la cuevas entre sí [Lewis-Williams 2008: 64]. Aunque
Leroi-Gourhan pone de manifiesto las diferencias morfológicas de las cuevas, adapta su
modelo a cada caso, sosteniendo la vigencia del mismo para un periodo muy largo, del
Auriñaciense al Magdaleniense.
Tal como lo señala el prehistoriador español Víctor M. Fernández: a pesar de
que el modelo de Leroi-Gourhan “sigue conservando el atractivo de las interpretaciones
sofisticadas, fue precisamente su pretensión de apoyarse en los datos empíricos
estadísticos lo que causó su progresivo deterioro” [Fernández 2007: 122]. Tanto a partir
de un análisis cuidadoso de los datos originales como en función del descubrimiento de
nuevas cuevas decoradas, “se señalaron un gran número de excepciones a la ‘plantilla’

340
teórica, no sólo en la disposición de los animales dentro de la cueva sino también al
modelo mismo de la gruta planteado […] hasta llegar a la situación actual en la que
tenemos que de la hipótesis original apenas queda la idea general” [Fernández 2007:
122].
Así, por ejemplo, en el caso de la cueva de Chauvet, que cuenta con las pinturas
y grabados rupestres más antiguos conocidos, fechados entre el 33000 y el 30000 AP
[Clottes 2008: 32] las proporciones numéricas de las especies representadas no
coinciden con la plantilla de Leroi-Gourhan. El número de caballos (40) es superado por
mucho por el de los mamuts (76), los felinos (75) y los rinocerontes (65) [Clottes 2008:
40]. Más aún, la extraordinaria calidad pictórica de las figuras, así como las sofisticadas
técnicas empleadas en su realización, que combinan la pintura con el grabado,
desmienten las hipótesis de Breuil y Leroi-Gourhan, de una lenta evolución y
perfeccionamiento del arte a lo largo del tiempo, así como la validez de ciertos aspectos
de sus cronologías estilísticas [Clottes 2008: 28 y 1998: 117]. “Tanto el Abad Breuil
como Leroi-Gourhan presupusieron que el arte se desarrolló y podía ser clasificado a lo
largo de una trayectoria lineal, postulado que ya no puede sostenerse sobre la base del
registro arqueológico” [Clottes 2008:28 traducción nuestra].
La sorprendente calidad técnica y estética de las pinturas y grabados rupestres
desmiente las interpretaciones evolucionistas que atribuyen una “simplicidad primitiva”
a las sociedades que las produjeron y muestran que la verdadera maestría técnica y
estética hace evidente la correspondencia entre un sistema simbólico complejo a nivel
de la religiosidad y un sistema artesanal-artístico desarrollado. El descubrimiento de
Chauvet “desmiente todo argumento acerca de que las capacidades artísticas humanas
evolucionaron en el tiempo de lo simple a lo complejo. Cuando el arte apareció por
primera vez, apareció en su forma totalmente desarrollada, en una manera, técnica y
estéticamente sofisticada” [Whitley 2009: 53-54 traducción nuestra].
Otros autores critican la idea de inmutabilidad manifestada por Leroi-Gourhan
en relación con las estructuras sustantivas del arte del Paleolítico Superior. Idea que
expresó de la siguiente manera:

Entre las grutas y abrigos paleolíticos decorados descubiertos en Europa hasta el


presente, un centenar muestra el mismo esquema de estructura, con algunas variantes, lo
cual es normal en un ámbito tan vasto y una duración de quince a veinte milenios. Este
conjunto considerable se caracteriza por una gran uniformidad de concepción:

341
concentración de figuras en las paredes cuyo estilo evoluciona a lo largo del tiempo,
pero cuya naturaleza y cuya constitución permanecen inmutables [Leroi-Gourhan
1982a: 30-31].

De cara al muy sofisticado análisis de las cuevas que llevó a cabo, a la detallada
elaboración de una cronología estilística de las pinturas y grabados rupestres, así como
al minucioso conocimiento de las herramientas y su evolución técnica, sorprende que
Leroi-Gourhan afirme en una obra tardía esta idea de inmutabilidad a lo largo de 20,000
años de cultura paleolítica. Sin embargo, esta afirmación tan contundente puede
matizarse con otra, publicada el mismo año donde sostiene que:

Aun si la ocupación de las paredes por las figuras animales es relativamente tardía,
supone la preservación del mismo arquetipo A-B+C [caballo-toro+mamut, cierva o
Ibex] durante por lo menos 5,000 años. Esto contiene más tiempo que el de cualquier
otra civilización conocida. Si la fórmula simbólica ha permanecido sin cambios desde el
Auriñaciense (30,000 a.C.), la duración de su vida alcanza unos veinte mil años. Pero la
duración de las figuras simbólicas no puede extenderse al significado atribuido a ellas, y
este es un asunto que no podemos perder de vista [Leroi-Gourhan 1982b: 74-75
traducción nuestra].

Establece más adelante un paralelismo con el cristianismo, enfatizando tanto los


cambios de significado, a lo largo del tiempo, como de una iglesia a otra (católica,
protestante, ortodoxa, maronita, copta, armenia, etíope y nestoriana). Al matizar su idea,
agrega la reflexión ya referida sobre la complejidad de los sistemas simbólicos de las
sociedades de cazadores-recolectores.
Por su parte, Jean Clottes [2008] argumenta a favor de la asombrosa continuidad
de aspectos bien definidos de las tradiciones culturales del Paleolítico Superior. Destaca
que la unidad del arte es tan evidente que los investigadores raramente la mencionan.
Los temas (animales, figuras humanas, figuras geométricas) así como la relativa
importancia que estos tienen, se mantuvieron constantes a lo largo del Paleolítico
Superior. La continuidad de las prácticas reforzó la unidad artística, considerando que
los sistemas religiosos cambian más lentamente que los aspectos materiales de la cultura
y que en esa época los cambios en las formas de vida se dieron de manera muy lenta.
Clottes apela al ejemplo de la cueva de Parpalló, cerca de Valencia, donde se
encontraron 5,000 ofrendas en forma de piedras grabadas y pintadas en diferentes capas

342
arqueológicas que atestiguan la continuidad de una práctica religiosa a lo largo de
13,000 años, del Gravetiense al Magdaleniense [Clottes 2008: 22].
La crítica que yo formularía se refiere a otra cuestión. La metodología
interpretativa empleada por Leroi-Gourhan incurre en lo que Durand [1971] ha
denominado: hermenéuticas reductivas, cuando reduce la problemática del complejo
sistema mitológico que ha logrado reconstruir, a meras oposiciones binarias de un
principio masculino-femenino, representado paradigmáticamente en la oposición
caballo-bisonte. Todo lo que había logrado de profundidad interpretativa se pierde aquí.
Al respecto quiero decir, en primer lugar, que los fenómenos culturales son complejos y
su estructura es plural y no binaria, como él pretendía. Al interior de cada cultura y de
cada sistema mitológico, las agrupaciones y oposiciones numéricas de conceptos varían,
no es siempre binario, ni el criterio binario se puede aplicar a todos los aspectos de
una mitología. Un análisis serio y sistemático de las narrativas mitológicas de cualquier
grupo cultural, en especial de los cazadores-recolectores, pondrá en evidencia que su
lógica interna va más allá de las meras oposiciones binarias.
En segundo lugar, destaco que la oposición y complementariedad entre un
principio masculino y otro femenino es común a casi todos los sistemas mitológicos, lo
que importa, desde un punto de vista antropológico, es el poder establecer las
distinciones concretas que corresponden a cada caso y eso sólo puede lograrse cuando
existe un trabajo etnográfico cuidado y sistemático. Este no puede ser el caso, pues
dicha tradición oral se perdió.
Así, por ejemplo, en numerosas mitologías, además de existir aspectos regidos
por oposiciones duales, existen otro tipo de articulaciones numéricas asociadas a un
simbolismo religioso: la estructura cosmológica opera en función de una lógica
tridimensional: Cielo-Tierra-Inframundo; a su vez, la Tierra tiene una estructura
horizontal, tetramorfa, definida por los cuatro rumbos del universo, siendo el cuatro el
número obligado de repeticiones rituales. A la lógica del cuatro se añade el centro, así,
obtenemos el número cinco, el cual puede servir, también, para definir el sistema
totémico de los clanes que forman parte de la tribu. De ahí que la pretensión de reducir
de manera indistinta todo sistema mitológico a oposiciones binarias es un proceder del
todo arbitrario y artificioso. Como afirma Durand: “No es que un solo símbolo no sea
significativo como todos los demás, sino que el conjunto de todos los símbolos relativos
a un tema los esclarece entre sí” [1971: 17].

343
Desde esta perspectiva, resulta pertinente plantearse el razonamiento desde una
óptica contraria, en vez de reducir el significado, debemos ampliarlo, potenciarlo:
pensar que el gran tema de los animales y sus figuras, junto con los símbolos abstractos
y las figuras humanas constituyen la base idiomática fundamental de la cosmovisión del
Paleolítico Superior y que esta estructura idiomática, basada en las figuras y sus
combinaciones, dotados de una fuerte carga simbólica, servía para expresar, a partir de
su variable disposición y relación, las nociones fundamentales de su visión del mundo,
en todas las dimensiones de la existencia: cósmica, biológica y antropológica. Puede
haber tenido derivaciones específicas, tanto en relación con los aspectos cíclicos de los
fenómenos astronómicos observados, como con los biológicos (estacionales) y los
referidos a las actividades humanas y a las instituciones sociales. Representaría, a la
vez, una cosmogonía, en tanto narración de los hechos fundamentales y una cosmología,
en tanto estructura definitiva del cosmos y de cada ser y cosa dentro de él. La
diferencial distribución dentro del espacio de la cueva de los distintos grupos de
imágenes puede obedecer a una estructuración específica de los temas y de las
secuencias mitológicas principales.
Pensemos que el hombre del Paleolítico Superior vive en un mundo dominado
por poderosos animales, en estrecho contacto con ellos, compartiendo un mismo espacio
vital y observando, constantemente, la superioridad física del animal sobre el hombre.
De ahí que insistamos en la idea de que las figuras simbólicas de los animales son el
tema principal, y en conjunción con los símbolos abstractos y las escasas figuras
humanas, deben de haber proporcionado la estructura idiomática fundamental del
discurso mítico que permitía ordenar y hacer comprensible todos los aspectos de su
existencia. Tal como lo expresa Víctor M. Fernández, “los animales eran los guardianes
del mundo y detrás de cada horizonte había siempre más animales” [2007: 118].
Sin embargo, a diferencia de otros modelos analíticos estructuralistas como los
de Lévi-Strauss y Greimas, para quienes el sistema binario constituye un a priori de la
investigación, el método de Leroi-Gourhan parte, aparentemente, de un procedimiento
inverso: parece surgir a posteriori, como producto de un sistemático análisis estadístico
de la distribución de los motivos. Así, mientras que a las propuestas estructuralistas de
interpretación, formuladas por Lévi-Strauss y Greimas, podemos criticarlas por la total
exterioridad a priori del modelo de oposiciones binarias, respecto del tema estudiado
[Amador 2008; Durand 1971, 1993; Geertz 1997; Ricoeur 1999, 2003 y 2007], la

344
proposición de Leroi-Gourhan adquiere un carácter distinto por surgir como resultado
del análisis empírico de las cuevas.40
No obstante, Leroi-Gourhan coincide con aquellos autores en el hecho de que
llega a sus conclusiones a través de la extrema formalización y matematización del
significado. Así, incurre en el procedimiento característico de los reduccionismos
racionalistas que, tal como demostrará Gilbert Durand: “sólo descubren la imaginación
simbólica para tratar de integrarla en la sistemática intelectualista en boga y reducir la
simbolización a un simbolizado sin misterio” [1971: 47]. Más aún, “semejante método
de reducción a las ‘evidencias’ analíticas se presenta como el método universal […] El
símbolo –cuyo significante ya no tiene más que la diafanidad del signo- se esfuma poco
a poco en la pura semiología, se evapora, podríamos decir, metódicamente en signo”
[Durand 1971: 27]. De tal forma, la “reducción del ser a un tejido de relaciones
objetivas, [ha] eliminado en el significante todo lo que era sentido figurado, toda
reconducción hacia la profundidad vital del llamado ontológico” [Durand 1971: 29].
“Reducido de esta manera el mito a un juego estructural –dirá Durand-, uno se da cuenta
de que la combinatoria estructural, que en primera instancia parecía tan complicada, es
muy simple en definitiva, de una simplicidad casi algebraica […] se convierte en un
‘simple instrumento lógico’” [1971: 65].
Clifford Geertz confirma este punto de vista al afirmar: “Disponer cristales
simétricos de significación, purificados de la complejidad material en que estaban situados,
y luego atribuir su existencia a principios autógenos de orden, a propiedades universales

40
El enfoque estructuralista de Lévi-Strauss y Greimas parte de nociones universalistas abstractas que
dejan siempre en un segundo plano lo concreto y particular. Explícita o implícitamente, subsumen la
dimensión temporal de los procesos culturales a la estructura atemporal, dejan en suspenso el carácter
activo de la relación humana con la cultura y el carácter concreto de toda construcción cultural. Así, Lévi-
Strauss y Greimas se equivocan al transformar, para los fines del análisis estructural de los relatos míticos, las
estructuras narrativas diacrónicas en oposiciones lógicas binarias, sincrónicas, pues las narrativas míticas son
esencialmente plurales, dinámicas, progresivamente complejas y su sustancia es el tiempo [Ricoeur 1999,
2007]. Tal como ocurre en los sueños, los símbolos que aparecen en los mitos cambian su figura y su sentido,
se transmutan constantemente, en función del campo semántico específico de la narración en el que se
encuentran. La interpretación de los relatos míticos requiere comprender que la dimensión temporal es su
elemento sustantivo: pertenece a su estructura profunda y no a su estructura superficial [Ricoeur 1999: 108-
132].
En segundo lugar, podemos afirmar que, debido a que los temas míticos son de tal variedad y complejidad, su
reducción a un repertorio limitado de funciones lógicas binarias, como pretendieron Lévi-Strauss y Greimas,
resulta del todo arbitraria y artificiosa: su oposición binaria no obedece a la lógica propia de los mitos, supone
una imposición artificial externa. Al extraer los fragmentos míticos (mitemas) de su campo semántico
original, que es diacrónico, situado en la dimensión temporal, y agruparlos en secuencias lógicas binarias,
sincrónicas, se violenta la lógica argumental y el significado sustantivo de los mitos, pues se les somete a una
lógica racionalista que les es del todo ajena. “Reducido de esta manera el mito a un juego estructural –dirá
Durand-, uno se da cuenta de que la combinatoria estructural, que en primera instancia parecía tan
complicada, es muy simple en definitiva, de una simplicidad casi algebraica […] se convierte en un ‘simple
instrumento lógico’” [1971: 65].

345
del espíritu humano o a vastas Weltanschaungen a priori, es aspirar a una ciencia que no
existe e imaginar una realidad que no podrá encontrarse” [1997: 32].
Cassirer coincide con este punto de vista crítico, respecto de las interpretaciones
racionalistas del mito:

De todos modos, una teoría del mito se presenta, desde un principio, cargada de grandes
dificultades. El mito, en su verdadero sentido y esencia, no es teórico; desafía nuestras
categorías fundamentales del pensamiento. Su lógica, si tiene alguna, es inconmensurable
con todas nuestras concepciones de la verdad empírica o científica; pero la filosofía no
pudo admitir jamás semejante bifurcación. Estaba convencida de que las creaciones de la
función mitopoyética debían de tener un “sentido” filosófico, inteligible […] No
necesitamos examinar en detalle estas teorías; por mucho que difieran de contenido nos
revelan todas la misma actitud metódica. Pretenden hacernos comprender el mundo mítico
por un proceso de reducción intelectual; pero ninguna de ellas puede lograr su fin sin
constreñir y mutilar constantemente los hechos al efecto de convertir la teoría en un todo
homogéneo [1997: 115-117].

En palabras de Gilbert Durand: “se ha reducido a un modelo subjetivo único, y por


ello hipostasiado en objetividad, lo que, en sí, tiene como función expresar una
expresividad múltiple” [1993: 41].
Desde esta perspectiva, las categorías y oposiciones lógicas binarias de género
(masculino-femenino) empleadas por Leroi-Gourhan para interpretar el significado
subyacente de las pinturas rupestres paleolíticas son reductivas, pueden ser el producto
de una proyección de sus propias preconcepciones sobre los datos observados. No se
cuenta con argumentos sólidos que nos demuestren el carácter masculino de los caballos
y el carácter femenino de los bisontes y los toros.
Llevando más lejos su razonamiento, Leroi-Gourhan deriva una cosmovisión de
ese principio binario: “la concepción de un universo en el cual los fenómenos se
completan en la oposición, puesto que, en definitiva, todo sistema de referencia está
basado en la alternancia de los contrarios: día-noche, caliente-frío, fuego-agua, hombre-
mujer, etc.” [Leroi-Gourhan 1971: 382].
Esta proyección de supuestos a priori sobre los datos empíricos se pone de
manifiesto en relación con los signos abstractos pintados o grabados en las paredes de
las cuevas. Salvo el caso de las probables representaciones esquemáticas de vulvas y
falos que pueden ser reconocidos con cierta factibilidad, la extrapolación de lo femenino

346
a los símbolos rectangulares y cuadrados me parece francamente arbitraria (Leroi-
Gourhan 1971: 370-371 y Fig. 143]. La relación entre signos abstractos y animales
puede ser la contraria o, simplemente, ni siquiera estar referida al género. Una
observación detenida de los signos abstractos que el mismo Leroi-Gourhan registró, nos
permite ver que el sistema es más complejo y que las variantes de cada signo son
numerosas, que su combinatoria es más variada de lo que él mismo pretende. La
experiencia reciente de registro riguroso del arte rupestre en muchas partes del mundo,
llevada a cabo por diversos investigadores, muestra que los sistemas de signos y
símbolos abstractos en el arte rupestre son complejos y cuentan con numerosos
elementos combinados de muy variadas formas, dependiendo del contexto y de una muy
diversa combinatoria con las figuras zoomorfas y antropomorfas.
En conclusión, un sistema de interpretación puramente binario no se sostiene,
además de los animales clasificados dentro de las categorías (masculino-femenino),
aparecen especies a las cuales se les agrupa, indistinta y arbitrariamente, como
“secundarias”, sin mediar una fundamentación sistemática, otro tanto ocurre con los que
clasifica como “animales peligrosos”. La arbitrariedad del dualismo aplicado a todo el
conjunto de las figuras se hace evidente:

La gruta “estadística”,41 imagen acumulativa de ochenta grutas reales, aparece decorada


de la misma manera que los objetos, sobre la base de un simbolismo macho-hembra,
según la inspiración nacida de su topografía. Sus estrecheces y sus callejones sin salida
se ofrecen como otros tantos símbolos femeninos completados por símbolos machos:
puntos alineados, caballos, cabras monteses, ciervos. En el fondo del último divertículo
se encuentran los símbolos machos más poderosos: el hombre mismo, el león y el
rinoceronte. Las paredes más despejadas de las salas intermediarias soportan el
mitograma completo bovino-caballo y símbolos masculinos y femeninos, muchas veces
acompañados en su contorno de símbolos machos suplementarios: mamuts y cabras
monteses [Leroi-Gourhan 1971: 373].

Resulta sumamente problemático querer explicar todo el contenido de una


mitología compleja por la mera oposición del principio masculino-femenino. Este es un
típico proceder reductivo. No dudo que tal principio esté presente y se manifieste de
manera importante, sin embargo, los registros y estudios etnográficos cuidadosos de los

41
Se refiere la modelo matemático que elaboró a partir de sistematizar los resultados de ochenta grutas.

347
sistemas mitológicos han mostrado su complejidad y riqueza de significado, ningún
sistema de estas características se agota en la mera oposición de los aspectos femenino y
masculino, presentados como oposiciones binarias. Es evidente que un sistema
mitológico de tales características va mucho más allá de eso.
Las debilidades señaladas del planteamiento de Leroi-Gourhan hacen
difícilmente aceptables una parte de sus conclusiones. Rescato, sin embargo, varias de
sus ideas más importantes, las cuales han significado una muy importante aportación al
estudio sistemático del arte rupestre: como todo fenómeno cultural, el arte rupestre,
posee una estructura y los patrones de esa estructura pueden ser observados a partir de
desarrollar una investigación sistemática. Considero que la hipótesis más lúcida de
Leroi-Gourhan es la que afirma que las imágenes del arte del Paleolítico Superior
“expresan vínculos de funciones metafísicas de los símbolos que subyacen a éstas,
responden al esqueleto de una mitología” [Leroi-Gourhan 1986: 147]. El hecho de que
no podamos conocer los detalles concretos del contenido de esa mitología no quiere
decir que no haya existido un sistema mitológico complejo.
En sus últimos trabajos, Leroi-Gourhan muestra una mayor prudencia en sus
conclusiones, sosteniendo que, aunque puede afirmarse que “los hombres de la era del
reno tuvieron un sistema de creencias religiosas, nos encontraríamos en dificultades si
nos propusiéramos describirlo” [1986: 142]. Concluye que “los problemas planteados
están lejos de obtener una respuesta. No cabe duda que los paleolíticos contaban con un
instrumento de expresión de gran calidad. Nos queda el esqueleto iconográfico de un
mito” [Leroi-Gourhan 1986: 149]. Afirmación que nos lleva a concluir que en el caso
del Paleolítico Superior, en ausencia de documento alguno y de cara a las características
de los restos arqueológicos conocidos, resulta imposible reconstruir su mitología. Sólo
podemos aproximarnos a proponer de manera hipotética ciertas características muy
generales. Coincido en eso con el prehistoriador Víctor M. Fernández, quien sostiene
que “nunca podremos llegar a una explicación totalmente satisfactoria, por la simple
razón de que el verdadero significado de las figuras estaba en la mente de gentes
desaparecidas hace tanto tiempo que resulta imposible acceder a su contenido concreto”
[2007: 123].
La importante aportación de Leroi-Gourhan consiste en el reconocimiento de la
existencia de un sistema mitológico complejo que dotaría de sentido al arte rupestre del
Paleolítico Superior: las figuras están ordenadas a partir de principios específicos de
composición. En función de lo anterior se concluye que no se trata de una

348
representación arbitraria de animales de caza, no se trata de una escritura o
protoescritura, no se trata de cuadros o pinturas en el sentido occidental moderno. Como
hemos indicado, el sistema mitográfico sólo puede entenderse en asociación con una
tradición oral portadora de la narrativa mitológica. A diferencia de numerosos ejemplos
del arte occidental, las figuras del arte rupestre paleolítico no representarían, de manera
directa y puntual, pasajes narrativos específicos, “escenas míticas”, sino que
simbolizarían conceptos mitológicos más generales o conjuntos míticos más amplios,
serían mitogramas. Más aún, su riguroso método de registro del arte rupestre y sus
asociaciones contextuales; el análisis comparativo de los distintos elementos de la
cultura material y las cuidadosas y sofisticadas categorías de análisis aplicadas al
conjunto de las cuevas, así como a los paneles y a las figuras específicas, continúan
siendo una aportación fundamental de validez actual.
Finalmente, me llama mucho la atención que quien dedicara la parte más
importante de su trabajo de investigación al arte rupestre del Paleolítico Superior, a la
hora de enunciar sus conclusiones de uno de sus últimos libros, terminara formulando
más preguntas que respuestas [Leroi-Gourhan 1982b: 74]. Leroi-Gourhan finaliza sus
reflexiones destacando que ésta es la tradición de más larga duración en la historia de la
humanidad; que se trata de una tradición que debió de haber tenido variaciones de
significado a lo largo del tiempo y al interior de la multiplicidad de grupos que la
compartieron, al mismo tiempo que muestra una condensada unidad formal y temática;
que el arte rupestre debió estar en el centro de una importante forma de religiosidad, con
lugares sagrados de carácter público comunitario, en las zonas accesibles y exteriores de
las cuevas y con santuarios de reducido acceso, utilizados sólo por grupos minoritarios;
que la gran cantidad de tiempo y recursos destinados a la producción del arte rupestre y
la gran maestría lograda en su ejecución ponen de manifiesto la fundamental
importancia que éste tenía para la sociedad de ese tiempo [Leroi-Gourhan 1982b:74-76].

El método neuropsicológico
De cara a las dificultades y limitaciones teóricas planteadas, desde su punto de vista,
tanto por la analogía etnográfica simplificadora, como por el enfoque estructuralista de
Leroi-Gourhan, Lewis-Williams llegará a una nueva solución que se propondrá
aprovechar las virtudes de las dos aproximaciones en una nueva articulación teórica,
dentro de la cual, particularismo cultural y universalismo de la conciencia humana se
apoyarán mutuamente. Para tal efecto definió su proceder: 1) un precedente etnográfico

349
debe ser una fuente de donde emanen las hipótesis que serán tratadas mediante
procedimientos considerablemente distintos al argumento analógico; 2) las
correspondencias deben ser múltiples, entre más sean las coincidencias, más confiable
será la inferencia; 3) un argumento basado en una sola analogía, conectada con un solo
caso, será más convincente que uno en el que hay más de una docena de semejanzas
irrelevantes y 4) un argumento basado en una fuerte relación de relevancia empieza por
demostrar la existencia de un sistema de causalidad o determinando un mecanismo que
vincula dos figuras en el seno de una analogía por un procedimiento riguroso y claro
[1991; 2008].
Desde esta perspectiva, Lewis-Williams se apoyará primero en argumentos y
hechos que no son culturales sino psicológicos, especialmente, en un hecho universal: el
sistema nervioso es común a todos los seres humanos, incluidos, por supuesto, aquellos
pertenecientes a la especie homo sapiens sapiens que vivieron el Paleolítico Superior.
Podemos asumir, así, que los efectos de su funcionamiento fueron los mismos por lo
menos desde el Auriñaciense (33000 a 26000 AP) hasta el presente, y en todas partes
del mundo.
Basándose en las distinciones de Edelman [1994], sobre las formas de
conciencia primaria y secundaria, definirá las diferencias entre el homo sapiens
neandertalensis y el homo sapiens sapiens. Así, esta última especie se caracterizará por:
1) poseer un pensamiento abstracto con la habilidad de producir conceptos no limitados
por el tiempo y el espacio; 2) la capacidad de planear en profundidad y formular
estrategias con base en experiencias pasadas y susceptibles de realizarse en un contexto
social; 3) comportamiento económico, tecnológico y cultural innovador; 4)
comportamiento simbólico complejo que permite representar seres, cosas y conceptos
abstractos por medio de símbolos arbitrarios, vocales o visuales. Coincidirá en este
punto de vista con Leroi-Gourhan.
En segundo lugar, Lewis-Williams destaca y apela al funcionamiento del sistema
nervioso en un estado de conciencia alterada. Esto le servirá para poder valerse del
potencial heurístico que la etnografía permite: confrontando la dimensión universal de
la estructura y la fisiología cerebral con la dimensión concreta que el registro
etnográfico de las prácticas religiosas permite.
Siguió el ejemplo de Reichel-Dolmatoff, quien comparó los resultados de su
investigación de campo sobre los estados alterados de conciencia y el consumo ritual de
la yajé entre los tukano, con los experimentos científicos de Knoll, Knoll y Kuger, y los

350
de Oster sobre los estados alterados de conciencia [Reichel-Dolmatoff 1978: 44-47]; a
partir de esa orientación, Lewis-Williams propuso, como método general, comparar las
experiencias de estados alterados de conciencia (EAC) atribuidos a ciertas prácticas de
tipo chamánico, con aquellas que eran resultado de la investigación científica
controlada.
Como resultado de esa orientación, el concepto de chamanismo y el tipo de
prácticas que se le asocian adquieren un importante valor heurístico, dentro de la teoría
de Lewis-Williams. Tal como hemos visto, a pesar de que se ha abusado de su valor
generalizador, el concepto de chamanismo ha adquirido, dentro de la literatura
antropológica, una capacidad descriptiva particular para hacer referencia a cierto tipo de
especialistas rituales que, principalmente, son propios de sociedades tradicionales de
cazadores-recolectores y cuyas características concretas pueden definirse y describirse
en cada caso, a partir de extensos trabajos etnográficos de todo el mundo. Así, el autor
deduce que dentro del conjunto de las prácticas de tipo chamánico y los elementos
asociados a ellas pueden destacarse aquellos que son comunes a todas las regiones y
épocas y dan forma a sus patrones característicos, los cuales adquieren un contenido
concreto, determinado histórica y culturalmente, dentro de cada grupo cultural
específico.
Siguiendo este procedimiento lógico, Lewis-Williams apelará a un argumento
basado en los resultados que habían producido ciertas investigaciones neuropsicológicas
que parecían haber demostrado que ciertos tipos de alucinación, experimentada en
estados alterados de conciencia, ocurren de manera trans-cultural. Lo anterior se refiere
tanto a experiencias contemporáneas de laboratorio, inducidas por diferentes estímulos,
provocados artificialmente, como a prácticas culturales de ciertos grupos, estudiados por
la etnografía y suscitados de dos maneras diferentes: a) sobreestimulación provocada
por el consumo de sustancias psicoactivas,42 o por procesos de hiperventilación,
conducción sonora, movimientos rítmicos persistentes; b) privación sensorial,
provocada por permanencia en la oscuridad, aislamiento, aunado a la abstinencia y el
ayuno.
De acuerdo con Lewis-Williams, los referidos experimentos de laboratorio
demostraban que en todos los sujetos se manifiestan tres estados bien definidos. En un

42
Toda sustancia química de origen natural o sintético que al introducirse por cualquier vía (oral-nasal-
intramuscular-intravenosa-enema) ejerce un efecto sobre el sistema nervioso central (SNC), compuesto
por el cerebro y la médula espinal de los organismos vivos. Estas sustancias son capaces de inhibir el
dolor, modificar el estado anímico o alterar las percepciones.

351
estado de trance inicial, los sujetos ven formas geométricas luminosas, pulsantes,
ampliadas, fragmentadas y deformadas [Lewis-Williams 2008: 126-130]. Tal como lo
había hecho Reichel-Dolmatoff [1978: 43], para describir e interpretar esas
alucinaciones visuales, Lewis-Williams adoptó la terminología de Knoll, Kugler, Höfer
y Lawder: fenómenos entópticos, entendiendo que se dan al interior del sistema óptico-
neurológico y son independientes de las fuentes externas de luz. Las formas incluyen
rejillas, cuadrículas, acumulaciones de puntos, zigzags, curvas anidadas y series de
líneas paralelas, a esos patrones lumínicos se les denominó: fosfenos [Reichel-
Dolmatoff 1978: 43].
En un segundo y más intenso estado de trance, los sujetos tratan de dar sentido a
esas formas, convirtiéndolas en y asociándolas con seres y cosas conocidos,
pertenecientes a su repertorio cultural. En los casos de visiones provocadas que se dan
en asociación con prácticas rituales, los sujetos interpretan ciertos fenómenos entópticos
desde la perspectiva de las narrativas y símbolos particulares de su tradición mitológica.
En el tercer estado de trance, que es el más profundo, los elementos entópticos
persisten, aun cuando tienden a ser secundarios. Ahora, la atención del sujeto se enfoca
en alucinaciones icónicas de animales, personas, monstruos y eventos de intensa carga
emocional, en los cuales ellos mismos participan. De este modo, durante el proceso
psíquico que él denomina como trance, están presentes dos tipos de elementos: figuras
entópticas geométricas que derivan del sistema nervioso humano universal e imágenes
icónicas que derivan de la mente subjetiva y de la tradición cultural a la que pertenecen
las personas que experimentan los estados alterados.43 Ambos tipos de imagen son
procesados y transformados de acuerdo con las funciones y procesos psíquicos,
estudiados por la neurología, como: la fragmentación, la combinación y la rotación. Es
así que, desde la perspectiva de esta teoría, las “alucinaciones icónicas” se combinan
con imágenes geométricas entópticas y producen figuras de animales y de teriántropos,
es decir, seres imaginarios que combinan elementos humanos con elementos animales
[Lewis-Williams y Dowson 1988].
En términos etnográficos la experiencia sobre el consumo ritual de enteógenos y
las imágenes producidas durante los EAC en la que se basa Lewis-Williams es la recién
referida, de los tukano del noroeste amazónico de Colombia, estudiada por Gerardo
Reichel-Dolmatoff [1978]. Se trata de un ritual comunitario en el cual los hombres

43
Ya hemos visto lo inadecuado que resulta el término trance para describir este tipo de fenómenos.

352
adultos consumen una bebida preparada a partir de los tallos de la yajé; las mujeres y los
niños se abstienen de consumirla, pero participan en la ceremonia con cantos. El ritual
comienza al ponerse el sol y se da dentro de la casa comunal (maloca) que es iluminada
en distintos momentos por antorchas que emiten una intensa luz roja. Durante las
primeras dos horas, monótonas recitaciones alternan con la música y la danza. Los
hombres usan cascabeles atados a los tobillos y golpean la tierra con gruesos y pesados
tubos de madera, pintados con franjas en zigzag y líneas verticales paralelas,
produciendo un rítmico sonido sordo. Variados tipos de flautas de carrizo, silbatos,
trompetas de barro, conchas de caracol y caparazones de tortuga son utilizados a lo
largo de la noche para crear un ambiente sonoro ritual controlado y culturalmente
sancionado [Reichel-Dolmatoff 1978: 8-11].
Para tener visiones claras y placenteras, los tukano siguen ciertas prescripciones
como la abstinencia sexual durante varios días, anteriores a la ceremonia, el consumo de
alimentos ligeros y sin condimentar, el ejercicio y la abundante sudoración. La bebida
narcótica es consumida en pequeñas cantidades y los tres estados de conciencia
descritos se presentan. En el primero, después de violentos vómitos y diarrea viene la
sensación de volar hacia la Vía Láctea y las imágenes luminosas se presentan: puntos
danzantes, formas caleidoscópicas cambiantes, cadenas de rombos, líneas paralelas en
zigzag, cuadrículas. Figuras reconocibles como serpientes, mariposas o flores parecen
cubrir los muros de la casa. La primera fase se considera placentera y benéfica por el
efecto de la luz solar amarilla sobre los poderes de las visiones personales [Reichel-
Dolmatoff 1978: 12].
El segundo estado de trance se anuncia por la desaparición gradual de los
patrones simétricos de luz. El vuelo extático los lleva más allá de la Vía Láctea y
aparecen sobrecogedoras imágenes como de sueño en las cuales surgen figuras
tridimensionales: nubes en movimiento, personas, animales, monstruos. En el momento
que se presentan, los hombres de mayor edad y los chamanes intervienen para orientar a
los demás sobre el significado de esas visiones. Estas imágenes son portadoras de
escenas mitológicas, llenas de profundo sentido para el visionario, que las observa con
gran aprensión y cada vez más se va involucrando emocionalmente con ellas. La gente
dice ver al Padre-Sol y a su hija, la Serpiente-Canoa, del mito de la Creación, al Maestro
de los Animales, a la Persona-Trueno, a los Espíritus-Jaguares y otros seres
sobrenaturales, recreándose el origen mítico. Pueden aparecer también seres
monstruosos y sombras amenazantes de raras formas. Los animales de presa se

353
presentan, hablando en una lengua inteligible, y claman justicia, acusan a los cazadores
de haber matado a muchos de ellos. Esta etapa se caracteriza por un estado de profunda
alucinación visual, acompañado de sensaciones acústicas [Reichel-Dolmatoff 1978: 12].
En el tercer estado, los colores y formas de remolinos en movimiento se
convierten en escenas abiertas de plácidas nubes, bañadas por una suave luz verdosa. La
música llega y se va por oleadas y la persona se extravía en contemplaciones oníricas.
“Mas, la impresión duradera es de admiración y reverencia, de profunda maravilla
acerca de lo que la enredadera verde les ha revelado, existiendo más allá de la vida
ordinaria, en el reino superior, más allá de la Vía Láctea” [Reichel-Dolmatoff 1978: 13
traducción nuestra]. El fin principal de entrar en el trance es la adquisición de
conocimiento, un conocimiento que se cree existe en el Otro Mundo y que la gente trata
de adquirir de los seres sagrados [Reichel-Dolmatoff 1978: 14].
Lewis-Williams seguirá puntualmente gran parte de las observaciones de
Reichel-Dolmatoff para elaborar su modelo interpretativo. En relación con la relevancia
de este modelo para la interpretación del arte rupestre del Paleolítico Superior, Lewis-
Williams sostiene que, al ser los estados alterados de conciencia (EAC) el elemento
diagnóstico del chamanismo, el medio de entrar en contacto con los espíritus, curar a los
enfermos, actuar sobre el clima, adivinar el futuro e incidir en la vida animal, son ellos
el factor que nos permite derivar una explicación, a la vez de carácter universal y
particular, que integra los elementos comunes a todos los seres humanos y, por tanto,
aplicables al caso del arte rupestre paleolítico, con los elementos pertinentes, aportados
por la etnografía, para comprender aspectos bien definidos del arte parietal, tales como:
la combinación de motivos geométricos, semejantes a las formas entópticas, con
elementos iconográficos específicos de los estilos paleolíticos; las numerosas
superposiciones de los motivos; la aparición de teriántropos; las distribuciones de
motivos bien definidos, en ciertas partes de las cuevas, y el aprovechamiento de los
relieves de las paredes rocosas para sugerir las formas de ciertos animales.
Con el fin de explicar fenómenos semejantes del arte rupestre del Paleolítico
Superior, Lewis-Williams, seguirá el ejemplo de Reichel-Dolmatoff, confrontando el
modelo neuropsicológico, elaborado a partir de las experiencias de laboratorio con
personas contemporáneas, con los registros etnográficos de estados alterados de
conciencia de tipo chamánico, asociados con la producción de arte rupestre de culturas,
para las cuales existen varios tipos de registro etnográfico. En particular, se referirá al
arte rupestre san, que había estudiado en su natal Sudáfrica, y a los estudios llevados a

354
cabo por David Whitley acerca del arte rupestre de California y la Gran Cuenca, en
Estados Unidos. De esta forma, el método explicativo cumplirá con los pasos definidos
por él: 1) una dimensión universal de la conciencia humana en la cual se presentan
patrones visuales trans-culturales; 2) una dimensión cultural concreta, basada en las
experiencias de EAC, asociados con la producción de arte rupestre de África y
Norteamérica, registrados por la etnografía; 3) un caso comparado, el arte rupestre del
Paleolítico Superior [Lewis-Williams 1991: 152-158; 2008: 130-135].
En varios sentidos, Lewis-Williams desarrollará y ampliará esta proposición,
entendiendo, primero, que los seres humanos del Paleolítico Superior, al poseer una
mente como la nuestra, idéntica a la de las personas que participaron en las pruebas de
laboratorio, no pudieron evitar experimentar los EAC y todas las formas de experiencia
psíquica que los seres humanos vivenciamos: el sueño, el ensueño, el éxtasis y el trance,
todos ellos, estados alterados de conciencia. Lewis-Williams refiere que Erika
Bourguignon descubrió que de 488 sociedades tradicionales que estudió y luego registró
en el Ethnographic Atlas de Murdock, el 90% de ellas experimentaba diversas formas
de EAC y los vivenciaba en los términos de sus propios valores culturales, constatando,
así, la universalidad del fenómeno neuropsicológico y la particularidad de la forma en
que se manifiesta [Lewis-Williams 2008: 131]. De tal suerte, concluye que debido a que
no existe otra opción más que vivir y experimentar el espectro completo de la
conciencia humana, la gente del Paleolítico Superior no sólo lo experimentó de manera
cabal, sino que trabajó culturalmente, otorgándole sentidos concretos.
Por otra parte, el autor se propuso explicar el origen de las imágenes del
Paleolítico Superior, a partir de la experiencia iniciática de los chamanes, vivida en
soledad, en lo más profundo de la cueva, en la total oscuridad, donde, probablemente,
de acuerdo con los restos de actividad registrada, sólo llegaban unos cuantos
privilegiados, en busca de visiones, después de arrastrarse por angostos pasadizos de
decenas de metros de largo. Quizás, ayunando y con poca agua para beber. Superando
los miedos atávicos, se dejaban llevar por sus visiones, bajo la tierra, en un lugar del
Inframundo, de acuerdo con sus posibles creencias religiosas, pues la propia experiencia
de los EAC produce sensaciones de vuelo y de inmersión, creando un Cosmos tríadico:
Cielo-Tierra-Inframundo. Al final de las visiones, algunas imágenes interiores
permanecieron en la mente de los chamanes, dirá Lewis-Williams, y fueron proyectadas
sobre las paredes de la cueva, tocadas con las manos y luego, trazadas sobre el relieve

355
rocoso. Se cierra, así, el círculo hermenéutico, que une principio y fin: origen de la
pregunta y pregunta sobre el origen.
De acuerdo con las hipótesis más recientes sobre la definición de los aspectos
contextuales del análisis, en particular, sobre la ubicación de los motivos dentro de las
cuevas, se pueden establecer tres tipos de espacios claramente diferenciados: uno
exterior, al aire libre; otro más en la entrada de las cuevas y los sitios accesibles; un
último situado en los lugares de difícil acceso. La función ritual de las figuras estaría,
así, diferenciada en dos grandes grupos: los lugares accesibles y al aire libre se
dedicarían al culto colectivo y las áreas de difícil acceso a las ceremonias de pequeños
grupos de iniciados [Leroi-Gourhan 1982b; Dickson 1996]. Se piensa, además, que la
exploración y uso ritual de las partes más profundas de las cavernas se dio
paulatinamente, a lo largo de un periodo muy extenso de tiempo. “El uso de las grandes
cavernas en la región franco-cantábrica debe haber exigido la conquista de la oscuridad
tanto en términos técnicos como emotivos” [Dickson 1996: 121 traducción nuestra].

CONCLUSIONES SOBRE EL MODELO NEUROPSICOLÓGICO


Y EL ARTE RUPESTRE

El problema de fondo, implícito en la adopción del modelo neuropsicológico, es


que se sustituyen formas anteriores de reduccionismo interpretativo, como la magia
simpática o los rígidos modelos estructuralistas que restringen el significado del arte
rupestre del Paleolítico Superior a oposiciones binarias de género masculino-femenino,
por un nuevo reduccionismo que limita la explicación del arte rupestre al chamanismo y
a los estados alterados de conciencia. A partir de las teorías sustentadas por autores
como David Lewis-Williams, Thomas Dowson, Jean Clottes y David Whitley se ha
creado una ortodoxia que interpreta toda manifestación gráfico-pictórica rupestre como
expresión de prácticas de tipo chamánico y a la simbología representada, como figuras
entópticas, producto de visiones, surgidas en estados alterados de conciencia. Así, lejos
de reflexionar sobre los principios de método que sustentan este modelo interpretativo,
los epígonos de la teoría aplican el modelo de manera repetitiva y mecánica a los
nuevos ejemplos. En algunos casos, predomina una aproximación universalista y
abstracta que tiende a dejar de lado los aspectos culturales concretos. Por el contrario, la
antropología tiene la finalidad de investigar e interpretar la diferencia cultural; de

356
conocer y describir los aspectos concretos de cada cultura, precisamente, se basa en la
descripción detallada de los aspectos vivos y particulares de cada cultura [Duvignaud
1977; Geertz 1996, 2000]. De tal suerte, afirmará Duvignaud:

La embriología de la antropología es tanto más necesaria de establecer cuanto se


pretende hacer de ella un simple lenguaje científico despojado de toda realidad concreta.
Esta “iluminación” conduce al ejercicio del encuentro de hombres a los que no basta
reconocer el carácter de “diferencia”, ni enunciar el sistema cultural que dirige sus
relaciones mutuas para agotar su sentido, ni su infinita riqueza. A partir del momento en
que se admite la evidencia de la existencia colectiva de otros grupos humanos, lo que
construimos en Europa se convierte en objeto de un sujeto hasta ese momento silencioso
o mudo: si la antropología tiene un sentido, consiste en dar su lenguaje perdido a las
sociedades diferentes […] [Duvignaud 1977: 44-45].

Entre otras muchas orientaciones de Clifford Geertz que podrían ser pertinentes
aquí, rescato esta reflexión sobre la antropología que me parece decisiva:

El problema metodológico que presenta la naturaleza microscópica de la etnografía es


real y de peso […] Como es inseparable de los hechos que presenta la descripción
densa, la libertad de la teoría para forjarse de conformidad con su lógica interna es
bastante limitada. Las generalidades a las que logra llegar se deben a la delicadeza de
sus distinciones, no a la fuerza de sus abstracciones [Geertz 1997: 34-35].

Como hemos mostrado, las distintas expresiones gráficas y pictóricas rupestres


se insertan en complejos sistemas culturales y religiosos que de entrada descartan
cualquier enfoque unilateral y ponen en evidencia que las prácticas asociadas a su
producción no pueden ser comprendidas a partir de una sola hipótesis. Las pinturas y
grabados rupestres han tenido diversas funciones y fueron producidas por diferentes
grupos sociales con variadas finalidades, siguiendo procedimientos rituales y técnicos
con cualidades y significados particulares. Las tradiciones, además, están sujetas a
cambios a lo largo de la historia. Así, se vuelve necesario llevar a cabo un balance
crítico del modelo neuropsicológico, en la medida en que la aplicación mecánica de éste
lo convierte en un nuevo paradigma dogmático. Vamos a seguir para eso las
observaciones críticas que diversos autores realizaron acerca del modelo de Lewis-

357
Williams y Thomas Dowson, compartido y enriquecido por David Whitley y Jean
Clottes.

El modelo neuropsicológico y el arte rupestre san de Sudáfrica


Robert Layton destaca que la interpretación de Lewis-Williams sobre el arte rupestre de
los san representa un importante paso logrado a partir de la re-interpretación de los
materiales etnográficos existentes, “mostrando una lectura mucho más detallada del arte
de los drakensberg que cualquier otra ofrecida hasta entonces, obtenida al construirla
como un discurso de rituales etnográficamente atestiguados y de estados alterados de
conciencia” [Layton 2000: 171 traducción nuestra].
Retomando los argumentos de Parkinson y Manhire señala, sin embargo, que el
giro de la interpretación de las pinturas rupestres, implicada en el método de Lewis-
Williams, al valerse de la idea de una supuesta universalidad de las imágenes presentes
en los estados alterados de conciencia, “demerita los significados culturales atribuibles
al arte” [Layton 2000: 171]. A lo que Layton añade la observación de Anne Solomon
que va en el mismo sentido, cuando afirma que la interpretación de Lewis-Williams, al
inclinarse por una lectura de las pinturas rupestres que destaca su carácter de
expresiones de poder, trance e iniciación, más que de la mitología san, “pierde la
oportunidad de proponer una exégesis más detallada” [Layton 2000: 171].
Contrastando la investigación de Lewis-Williams con las de otros autores como
Deacon y Guenther, Layton llega a la conclusión de que existen más categorías de arte
rupestre san y que no todas ellas están ligadas directamente con la religiosidad y el
trance [Layton 2000: 171]. Abre, de esa manera, el horizonte de interpretación,
mostrando que no todos los ejemplos de arte rupestre se pueden explicar por el
chamanismo y los estados alterados de conciencia. Además, como podemos apreciar, se
reitera aquí, el uso impreciso y vago del término trance, lo que he señalado como un
importante equívoco en los discursos de diferentes autores.
Tal como hemos visto, Lewis-Williams se basó en los trabajos etnográficos de
Bleek y Lloyd (1870-1875) sobre las tradiciones de los ¡xam san, los que contrastó con
la etnografía sobre los rituales de curación de los ¡kung del desierto del Kalahari y, por
analogía etnográfica, con las pinturas rupestres, surgiendo de estos materiales sus
inferencias sobre las prácticas rituales de tipo chamánico y los EAC. Anne Solomon,
quien ha investigado el arte rupestre del sur de África desde la década de los ochenta,
señala que la tradición del arte rupestre san hace mucho tiempo que desapareció y que

358
no contamos con ninguna visión interior respecto de la práctica cultural de pintar
[Solomon 1998: 268]. A lo que agrega que no existen testimonios etnográficos directos
al respecto, pues en la época en la cual los trabajos antropológicos se realizaron, el arte
rupestre había dejado ya de producirse [Solomon 1998: 269]. De acuerdo con Solomon,
Lewis-Williams se limita a recuperar ciertos aspectos de las tradiciones rituales de los
grupos san para los fines de su interpretación, pero tales aspectos aparecen totalmente
descontextualizados, respecto del sistema mitológico concreto que les da vida y los dota
de sentido.
Solomon ha mantenido una postura crítica hacia el modelo neuropsicológico de
Lewis-Williams, haciendo importantes señalamientos de carácter metodológico que
ponen en evidencia problemas de fondo, implicados en el referido modelo [Solomon
1998, 1999a, 1999b y 2006]. Un primer conjunto de críticas se refieren a la manera en
la cual Lewis-Williams apela a los testimonios etnográficos para sustentar sus hipótesis.
La crítica más importante se refiere a la afirmación de Solomon de que en ninguna parte
de los testimonios etnográficos existe suficiente evidencia que sustente la existencia del
chamanismo entre los grupos san [Solomon 1999a]. Solomon cita a Richard Katz, quien
realizó un detallado estudio de las ceremonias de curación de los ¡kung del desierto del
Kalahari durante el otoño de 1968 [Katz 1982: 4], y quien afirma que los ¡kung
“carecen de una tradición chamánica” [Katz 1982: 231; Solomon 1999a]. Esta
afirmación destaca, en particular, debido al grado de rigurosidad del método empleado
por Katz en el registro etnográfico y su insistencia en recoger lo específico de las
tradiciones ¡kung:

La explicación prematura y el exceso de interpretación se dan a expensas de la


descripción precisa. Este desequilibrio es lo que caracteriza a gran parte de la
investigación dedicada a estudiar los métodos tradicionales o espirituales de curación.
También trato de evitar las presuposiciones de semejanzas y un acercamiento
reduccionista […] Por ejemplo, no comparo la energía espiritual de los kung, llamada
num, con la energía espiritual de otras culturas, como tampoco sitúo la experiencia
curativa de los kung en el contexto de otros estudios sobre la curación y la conciencia
[Katz 1982: 9 traducción nuestra].

Solomon sostiene, también, que los testimonios etnográficos a los que apela
Lewis-Williams para sustentar su hipótesis de que la religión de los san es chamánica y

359
de que su arte rupestre debe ser entendido en términos de ritual y trance alucinatorio, así
como en función de su cosmología chamánica, se refieren, en realidad, a pasajes
mitológicos dedicados a los temas de la muerte, los seres espirituales y los primeros
humanos de los orígenes míticos [Solomon 1999a, 2006: 263]. Algo similar ocurre con
los rituales de los ¡kung: “La enfermedad y la muerte ‘real’ son los problemas
fundamentales tratados durante la danza, y el ritual de trance ¡kung es una estrategia
para lidiar con el asunto de la mortalidad” [Solomon 1999a].
Solomon insiste en que hay otras maneras posibles de interpretar los registros
etnográficos sobre la mitología san y su relación con el arte rupestre. Destaca, por
ejemplo, que la abundancia de las alusiones al erotismo y la sexualidad en el arte
rupestre de la región suroeste del Cabo no pueden ser explicadas “por los rituales
curativos ni por los estados alterados de conciencia” [Solomon 2006: 264]. En tal
sentido, Anne Solomon hace una aportación importante al interpretar la relación entre
tradiciones míticas y arte rupestre de una manera más lúcida de lo que los estudios
iconográficos convencionales habían hecho hasta entonces, afirmando que: “Las
características formales de las narrativas y el mito pueden relacionarse con los atributos
formales del arte [rupestre]” [Solomon 1998: 276]. Partiendo de tal presupuesto,
Solomon propone que al carácter circular y cíclico de las narrativas corresponde una
composición circular, en espiral o centrífuga y que esa correspondencia formal se
refuerza con una correspondencia temática, en la representación, ya no de pasajes
mitológicos puntuales, sino de los grandes temas como la muerte, la regeneración y la
resurrección [Solomon 1998: 276-281]. Esas ideas pueden fundamentarse en las teorías
matemáticas y físicas que demuestran que la simetría puede darse no sólo en el mundo
natural (formas de plantas y animales) y en las artes visuales, sino también en la música
y en la literatura [Washburn y Crowe 1988: 6-14].
La autora muestra que la hipótesis del chamanismo y los EAC parte del supuesto
de una continuidad cultural inalterada, del Holoceno al pasado reciente, lo que es
insostenible. Describe, de tal forma, al método de Lewis-Williams como atemporal y
ahistórico. Apelando al empleo de las aportaciones metodológicas de la historia del arte
para el estudio de las pinturas rupestres, destaca que el análisis formal pone de relieve
que la supuesta unidad y uniformidad del arte rupestre sudafricano no es tal y de que
existen numerosas variantes estilísticas que dan cuenta de cambios culturales, prácticas
distintas y diferencias culturales entre los grupos san de las diversas regiones y épocas
[Solomon 1998, 1999a, 1999b]. Esta nueva interpretación aportada por los métodos del

360
análisis formal de la historia del arte, que da cuenta de una pluralidad estilística, puede
apoyarse en una lectura atenta de los registros etnográficos que permite observar,
también, una diversidad cultural de una región a otra y de una época a otra [Solomon
1999b].

Las actividades mágicas pueden diferenciarse en función de si forman parte de rituales


comunitarios o son privados, si son informales, no-rituales u oportunistas. El
reconocimiento de tales diferencias en el repertorio mágico de un solo grupo conduce a
la proposición de que la diversidad al interior del arte de una sola región (o aún de un
solo sitio) puede relacionarse con una especialización del sitio, por ejemplo, el uso de
diferentes tipos de sitios, en diferentes locaciones, para diferentes fines. Algunos de
estos pueden ser reconocidos en términos arqueológicos el día de hoy [Solomon 1999b
traducción nuestra].

Así, concluye la autora:

El quid de mi propuesta sobre el arte san consiste en sostener que, mientras que una
gran parte de éste tiene que ver con el mundo espiritual, eso no implica, necesariamente,
chamanismo, y el énfasis atribuido a los EAC es problemático (a pesar de que los
estados alterados pueden haber sido experimentados, no son, necesariamente, centrales,
ni la fuente de la imaginería presente en el arte y en el mito). Más bien, sostengo que las
prácticas y creencias religiosas se centran en la posesión por espíritus (una entidad
antropológica distinta), y una variedad de prácticas mágicas que se derivan de la
creencia en la influencia de estos espíritus que adquieren poder después de la muerte;
los espíritus incluyen tanto a los seres de los tiempos primordiales, que fueron vencidos
en los tiempos de la segunda creación, como a los espíritus de los muertos [Solomon
1999b traducción nuestra].

El punto de vista de Solomon ha suscitado debate y, por ejemplo, Jannie


Loubster, durante la discusión que tuvo lugar después de la presentación de la ponencia
de Lewis-Williams [Lewis-Williams 2006: 46], señaló que Anne Solomon ha
reinterpretado los documentos etnográficos de los san, argumentando que, lejos de
referirse al trance de los chamanes en términos metafóricos, designándolo como
muerte del chamán, en realidad, se refieren a los espíritus de los muertos, a los espíritus
ancestrales. Loubster responde que eso constituye un error, pues los san, a diferencia de

361
la gente de lengua bantú, carecen de espíritus ancestrales. Por mi parte, en la medida en
la cual desconozco el contenido de esos documentos, sólo puedo señalar que el debate
sobre la interpretación de las tradiciones mitológicas san y su relación con el arte
rupestre, sigue abierto.
Jean-Loïc Le Quellec, quien se ha dedicado al estudio del arte rupestre del
continente africano, afirma la importancia de la relación que existe entre las narrativas
míticas locales y el arte rupestre, en el caso de África del sur:

Así, en su gran mayoría, el arte rupestre de África del sur es menos una evocación de
danzas y trances que una ilustración de ciertos mitos san acerca de la muerte y el Otro
Mundo o relatos cosmogónicos que involucran a seres mitad humanos, mitad animales.
En este caso, la gente representada en la forma de teriántropos o seres
sobrenaturalmente alargados no son chamanes sino personas muertas, y las escenas
colectivas no muestran ceremonias de trance, sino que ilustran la vida en el Otro Mundo
o episodios de la cosmogonía [Le Quellec 2004: 199 traducción nuestra].

El autor va más allá en su crítica, definiendo con detalle las cronologías y las
diferencias regionales específicas del arte rupestre de África del sur. De ahí surge un
panorama mucho más diverso y concreto del que presenta Lewis-Williams. Importantes
variaciones técnicas y temáticas que permiten distinguir estilos claramente
diferenciados, adquieren forma. Le Quellec insiste en que sólo a partir de establecer
claramente estas distinciones temporales y espaciales es que se hace posible proceder a
una interpretación coherente y sistemática que se apoye en un registro arqueológico
cuidadoso [2004: 173].
Al establecerse esas distinciones, Le Quellec encuentra que, incluso para cada
sitio y región, existen diferentes cronologías y estilos que oscilan entre rangos
temporales tan amplios que abarcan del 10,000 al 300 AP [2004: 173-181]. Desde esta
perspectiva, proponer un solo modelo interpretativo para manifestaciones del arte
rupestre tan diversas, pertenecientes a distintas tradiciones, valiéndose de una
interpretación particular de la etnografía de los grupos san del siglo XIX y XX, resulta
improcedente. En ese sentido, concluye Le Quellec:

¡Sin embargo, carece de sentido sustituir una explicación monolítica por otra, y concluir
que todo el arte rupestre de África del sur se inspiró en la mitología! Uno sólo tiene que

362
reconocer que ciertos temas míticos han inspirado numerosas imágenes del arte
rupestre, y que, además, no todas estas imágenes pueden atribuirse a los san, así, vastas
perspectivas de investigación se abren frente a nosotros [2004: 203].

Según este autor, lo que predomina en las interpretaciones (re-semantizaciones)


del arte rupestre propuestas por los grupos san del siglo XIX y XX, a las que apela
Lewis-Williams, son las referencias al ámbito de la mitología, más que a los temas del
supuesto chamanismo y el trance [Le Quellec 2004: 156-163]. “Estas observaciones son
suficientes para mostrar que en África del sur el arte rupestre, frecuentemente está
mezclado con la mitología de la gente de los alrededores, aun si ellas no crearon estas
obras, y que los nuevos significados míticos atribuidos son muy comunes” [Le Quellec
2004: 163].
Estos comentarios críticos nos llevan a la conclusión de que existen otras
perspectivas teóricas, igualmente válidas, para contrastar los documentos etnográficos
con el arte rupestre de África del sur. Las interpretaciones que vinculan al arte rupestre
con las tradiciones míticas y rituales de los grupos de la región se sustentan sobre una
base etnográfica, etnohistórica, arqueológica y estilística que parece ser suficientemente
sólida. Así, desde el punto de vista de esos autores, el modelo neuropsicológico basado
en el chamanismo y los estados alterados de consciencia no se sostiene como
interpretación válida para todo el conjunto del arte rupestre de África del sur, dado el
periodo histórico tan extenso que abarca y la diversidad cultural regional de las
sociedades que lo produjeron.
En un trabajo dedicado a la discusión en torno a la relación entre la etnografía y
la interpretación del arte rupestre, Lewis-Williams [2006: 30-44] reformuló su hipótesis,
en función de la críticas recibidas. Ahí puntualizó que los diversos grupos lingüísticos
de cazadores-recolectores del desierto del Kalahari no realizaron el arte rupestre de
África del sur y que las comunidades san del sur, que en el pasado lo crearon, dejaron
de hacerlo hacia finales del siglo XIX. Sostiene, sin embargo, que los extensos
documentos etnográficos de ese siglo permiten construir un puente sobre los huecos
temporales y espaciales que separan al arte rupestre de las tradiciones de la gente del
Kalahari y de los creadores de las imágenes del sur, y que cualesquiera que sean las
diferencias entre estos, las semejanzas son sorprendentes [Lewis-Williams 2006: 31-
32].

363
Afirma el autor que lo primero que constató a la hora de contrastar la etnografía
con el arte rupestre es que éste no constituía una manera de ilustrar la totalidad de la
vida cotidiana de los san, y que todo el vasto conjunto de las manifestaciones rituales de
esos grupos, tampoco estaba presente en el arte. Lo afirma con la intención de
argumentar que el arte rupestre, de manera abrumadora, se ocupa del principal ritual
san, dedicado a reunir a toda la gente y a procurar su salud, su purificación y su
bienestar. Ritual que él interpreta como referido al trance curativo, provocado por las
danzas comunitarias [Lewis-Williams 2006: 32]. Para ello se apoya en los trabajos
etnográficos de Megan Biesele, publicados en 1993, quien afirma que las metáforas de
transformación, derivadas de la danza del trance, junto con otros conceptos, permean el
folklore san.
Agrega que a pesar de que se conocen los nombres específicos que cada
comunidad le da a sus especialistas rituales, él prefiere usar el término chamán
(shaman) para referirse a ellos, considerándolo un mejor término común para todos los
casos, que el de “curandero” o “doctor” que emplean otros autores [Lewis-Williams
2006: 32-33]. Aclara en sus conclusiones que si bien la etnografía textual define
prácticas y creencias, expresadas mediante las convenciones lingüísticas de cada
cultura, el arte rupestre las representa mediante sus propias convenciones formales y
dentro de contextos específicos. De ahí que los documentos etnográficos no expliquen
de manera directa al arte rupestre, así como las pinturas no representan, puntualmente,
los pasajes míticos. Cada uno expresa a su manera la creencia común en un mundo o
ámbito espiritual [Lewis-Williams 2006: 42-43]. Comento, al respecto, que no podemos
perder de vista que el arte ha sido creado en función de una cosmovisión mítica, propia
de cada grupo y que esa cosmovisión se hace explícita mediante las narrativas
mitológicas, registradas etnográficamente. Desde mi punto de vista, la polémica sigue
abierta y, a pesar de que nuevos argumentos han sido vertidos, ninguna de las dos
interpretaciones se puede desechar por completo, de manera clara y contundente.

El modelo neuropsicológico y el arte rupestre en el oeste de Norteamérica


En lo que se refiere al uso de las fuentes etnográficas, en el caso de David Whitley
[1998, 2000, 2006], observamos que su trabajo de investigación alcanza importantes
niveles de detalle, sacando provecho de los extensos materiales etnográficos y
etnohistóricos disponibles. Al respecto, el autor escribe:

364
Las fuentes etnográficas no proveen las interpretaciones pero si proveen las guías. Y
son una fuente de información e inspiración más segura acerca de la prehistoria de lo
que muchos arqueólogos se han dado cuenta.
Lo que he llegado a conocer a partir de mis estudios sobre el oeste de Norteamérica es a
la vez simple y extremadamente complejo. Las religiones chamánicas de estas culturas
estaban unidas por una serie de tendencias generales y patrones, así como divididas por
sustantivas variaciones y distinciones locales [Whitley 2009: 132 traducción nuestra].

Incluso, parece que Whitley logra contrastar la imaginería representada en el arte


rupestre con descripciones verbales, registradas etnográficamente, de las visiones
observadas durante los EAC por jóvenes que participaron en ceremonias de iniciación
[1998: 15]. De esas experiencias existen varios registros, entre los cuales se pueden citar
los referidos por Julian H. Steward: “Tal como el Sr. R. Olson afirma, entre los quinault
de la zona de Sound Puget [en el estado de Washington], los pictogramas fueron hechos
por muchachos durante sus ceremonias y las figuras representaban monstruos acuáticos
míticos vistos por ellos durante sus visiones” [Steward 1929: 225].
Una segunda referencia relata que: “Entre los nez percé (Nùmípotrtókĕń) [de
Idaho, Oregon y Washington], Spinden reporta un cierto número de pictogramas
realizados por niñas durante sus ceremonias de pubertad que representaban cosas vistas
por ellas en sueños o en relación con las ceremonias” [Steward 1929: 225].
Una tercera referencia sostiene que: “entre los grupos cupeños y luiseños de
California los pictogramas fueron hechos por niñas durante sus ceremonias de
adolescencia” [Steward 1929: 225].
Steward relata ciertos detalles de las ceremonias de iniciación entre los grupos
luiseños y cupeños: duraban hasta tres meses, las niñas debían pasar tres días en un
temascal y al cuarto salían, al salir, sus caras eran pintadas de negro durante el primer
mes. A lo largo del segundo mes, su rostro era pintado con líneas blancas verticales y
durante el tercero con líneas onduladas rojas, con un diseño llamado de la “víbora de
cascabel”. La culminación de la ceremonia consistía en una carrera hasta unas rocas
donde sus familiares las recibían con pintura roja, con la cual, las iniciadas pintaban
cadenas de diamantes sobre la roca, los diseños representan a la víbora de cascabel
[Steward 1929: 227]. Aclara el autor que estos hechos no demuestran que todo el arte
rupestre era producido de esa manera. Estas tres referencias son de gran importancia
pues vinculan de manera directa las imágenes culturales pertenecientes a rituales de

365
iniciación con la producción de arte rupestre y corresponden a registros etnográficos
precisos.
Acerca de las características de los registros etnográficos, Whitley resume la
situación, señalando que no todas las fuentes primarias están completas, que algunas
enfatizan algunos aspectos del ritual, omitiendo otros, sin embargo, entre todas es
posible hacerse una visión de conjunto [2006: 296]. Asimismo, destaca que existe más
información acerca de algunos grupos que de otros, y que se cuenta con registros más
numerosos sobre los rituales de iniciación femeninos que acerca de los masculinos.
Entre los grupos de California, especialmente los takic, tanto en los casos de las
niñas como de los niños, las ceremonias consistían principalmente en: 1) aislamiento, 2)
instrucción esotérica y de principios morales, comúnmente por un chamán, 3) en
algunos casos la creación de pinturas de arena (mapas cosmológicos) por parte de los
chamanes, 4) ayuno e ingestión de sustancias psicotrópicas y/o la realización de pruebas
extenuantes físicamente y 5) una carrera a un sitio con arte rupestre, en el momento
culminante del ritual, con el fin de realizar pinturas ahí [Whitley 2006: 296].
Como hemos visto más arriba, Whitley define, básicamente, tres formas
diferentes en las que describe la intervención de los especialistas rituales de tipo
chamánico en la producción de pinturas y grabados rupestres californianos: el complejo
del espíritu auxiliar, la vertiente mítico-ritual y las ceremonias de iniciación de la
pubertad, respecto de las cuales hace referencia a las variantes estilísticas de cada caso
[Whitley 2000].
Considero que una de las aportaciones más importantes de Whitley consiste en
proponer un concepto, etnográficamente fundado, de geografía de lo sagrado [1998],
retomado por autores posteriores como Robert J. David [2009], mismo que yo he
recuperado como una guía heurística básica para interpretar el arte rupestre del noroeste
de Sonora. Whitley lo define, afirmando que “la distribución de los sitios [con arte
rupestre] estaba en función de la percibida ubicación del poder sobrenatural sobre el
paisaje” [Whitley 1998: 21]. Esta orientación heurística se deriva, directamente, de los
materiales etnográficos y permite comprender el carácter sagrado de los sitios con arte
rupestre y el simbolismo del paisaje, indisolublemente asociado a su producción,
incorporando un elemento decisivo de análisis contextual: la relación del motivo
representado con el panel rocoso sobre el cual se pintó o grabó y de éste con el sitio
con arte rupestre, así como de la relación de cada sitio con un simbolismo del paisaje
derivado de la cosmovisión de cada grupo [Whitley 1998: 11,16-17, 21, 25].

366
Como hemos podido ver, existe suficiente material etnográfico y etnohistórico
que apoya las observaciones de Whitley sobre la importancia de los especialistas
rituales de tipo chamánico dentro de las comunidades indígenas de California y la Gran
Cuenca.44 La existencia de especialistas rituales de tipo chamánico en la vasta región
árida que abarca la Gran Cuenca, California, el suroeste de los Estados Unidos y el
Noroeste de México es indiscutible y un extenso acervo etnográfico y etnohistórico lo
sustentan. Sin embargo, no es posible documentar su participación directa en la
producción de arte rupestre, ni conocer el contenido específico de sus visiones, ni
asociar la imaginería producida durante los estados alterados de conciencia con las
figuras y composiciones que aparecen en el arte rupestre de la región. Las referencias,
en todo caso, son muy escuetas, como las expresadas por Steward en relación con las
figuras presentes en el arte rupestre del área de Santa Bárbara-Tulare, en California,
donde “humanos de formas fantásticas” y “animales como el castor, el ciervo,
probablemente el oso, coyotes y otros” eran interpretados por los indígenas de la región
de Tulare como “representaciones de los poderes de los doctores [chamanes]” [Steward
1929: 227]. El mismo autor recoge las observaciones de Anne H. Gayton: “En el
condado de Tulare algunos de los extraños pictogramas se cree que fueron hechos por
los grupos mono del oeste y por los yokuts, de acuerdo con la Dra. Gayton, son ‘marcas
de los doctores’. Puede que estos representen poderes de los chamanes aunque no es
seguro que todos obedezcan a este propósito” (Steward 1929:227; véase también
Gayton 1930 y 1948).
De tal suerte, no existen testimonios etnográficos que describan en detalle la
forma y el significado de su participación en la producción de pinturas y grabados
rupestres, por lo cual, estos han tenido que ser inferidos. En ese sentido resulta
sumamente significativo un testimonio recogido por Johannes Neurath acerca de los
grados de iniciación que conducen, en el nivel más alto, a la formación del marakame
(chamán) entre los huicholes de la Sierra de Nayarit, el informante le explicó en qué
consisten los tres primeros grados y lo instruyó acerca de su significado, mas cuando
inquirió acerca de los siguientes, por respuesta se le dijo que se le “tronaría el oído” si
escuchaba esas cosas [Neurath 2009: 483]. Al respecto, Neurath comenta: “(Así de
peligrosos son estos aspectos del conocimiento ritual)” [2009: 483 entre paréntesis en el
original].

44
Prácticas que incluyen el uso sistemático de estimulantes como la Datura, por los grupos chumash.

367
Acerca de las características de los registros etnográficos y su lugar en el estudio
del arte rupestre, Robert Layton señala con gran claridad los factores a considerar:

1) El estatus de la persona que proporciona la información en relación con:


2) el particular modo en el cual el arte se halla inserto en un cuerpo definido de
conocimiento y la manera en la cual se tiene acceso a ese conocimiento;
3) las reglas que gobiernan cómo, cuándo y qué tanto de ese conocimiento se puede
divulgar a alguien de afuera;
4) la empatía, entrenamiento y orientación teórica de la persona que recibe y registra ese
conocimiento;
5) la manera en la cual las fuentes etnográficas primarias son empleadas cuando se
llevan a cabo análisis secundarios y más generales [2006: 75 traducción nuestra].

En segundo lugar, como hemos señalado anteriormente, en la región que


estudiamos (Noroeste/Suroeste) la búsqueda de la visión no exigía rigores excesivos
[Underhill 1948]. En la mayor parte de ella, las visiones no eran violentas ni se
asociaban a experiencias dramáticas, salvo en los casos de ciertos grupos de California
como los shasta, cuyas experiencias de EAC eran sumamente dramáticas. Asimismo, el
uso de la Datura, una sustancia psicotrópica sumamente potente, entre los grupos
chumash y los grupos youkuts ha sido descrito. En el Suroeste, de manera
predominante, la experiencia se presenta por sí misma durante el sueño o el ensueño
[Underhill 1948]. Así, los estados alterados de conciencia serían, en la mayoría de los
casos, imágenes oníricas ya sea diurnas o nocturnas, o aquellas provocadas por el
ayuno, la abstinencia y el aislamiento.
Por otra parte, las descripciones verbales de la imaginería que se presenta en los
EAC, experimentados por los especialistas rituales de tipo chamánico, son
prácticamente nulas, pues estas experiencias eran vividas en soledad y estrictamente
personales, así, se mantenían en secreto, en el más estricto hermetismo. No se diga
respecto de su significado y de la manera adecuada de interpretarla. Ha sido menos
difícil tener acceso a aquellas descritas por novicios que experimentan su ceremonia de
iniciación, tal como lo relata el mismo Whitley: “Desafortunadamente, el sueño del
chamán era mantenido en secreto, así, cualquier disertación sobre esas experiencias
sería limitada y circunspecta, más aún, la identidad del chamán raramente era revelada.

368
Sin embargo, podemos hacernos una idea de esas visiones, poniendo particular atención
a las descripciones alegóricas” [2000: 77-78 traducción nuestra].

Conclusiones sobre el modelo neuropsicológico


Sobre la aportación del modelo neuropsicológico a la interpretación del arte rupestre del
Paleolítico superior, Vitebsky señala que desde principios del siglo XX la interpretación
de las figuras que combinan elementos humanos y animales en las cuevas paleolíticas
del sur de Francia dieron origen a la idea de que se trataba de chamanes y de que “el
chamanismo podía haber sido la religión original, primordial del ser humano” [1995:
28]. En los años sesenta esa versión fue popularizada por Lommel que escribió un libro
titulado: Shamanism: the beginnings of art. La obra fue criticada por “tratar de explicar
algo desconocido por medio de otra cosa, igualmente desconocida”. Se valía de
paralelismos que no pueden demostrarse entre las sociedades más diversas de todas
partes del mundo [Vitebsky 1995: 28]. En particular, sobre la posición de Lewis-
Williams, Clottes y Whitley, Vitevsky afirma que:

Recientemente, otros escritores han ampliado el debate sobre el arte rupestre a


Norteamérica y Sudáfrica. A pesar de que hablan de “chamanes”, evitan caracterizar la
posición social de esas personas o de su salud mental, pero definen a sus chamanes en
términos de “estados alterados de conciencia”. Sin embargo, si la posición social de un
chamán prehistórico es casi imposible de adivinar, el estado mental del chamán es aún
más intangible.
Las ideas que rodean a los chamanes son tan complejas y sutiles que requieren de todos
los esfuerzos de los antropólogos que trabajan con personas vivas, para descubrirlas y,
aun así, existen muchos peligros de malentendidos. Es posible que los cazadores
paleolíticos tuvieran chamanes en sus comunidades, mas, la teoría no puede probarse
[Vitebsky 1995: 28-29 traducción nuestra].

Más adelante, Vitebsky matiza su punto de vista, afirmando que: “A pesar de


que la existencia de los chamanes paleolíticos no puede ser probada, la casi universal
asociación del chamanismo con la cacería da sustento a la especulación acerca de que el
chamanismo bien puede haber sido la más antigua religión, disciplina espiritual y
práctica médica” [1995: 30]. Yo sostengo que si bien la hipótesis del chamanismo no
puede probarse para el arte del Paleolítico Superior, la asociación entre especialistas
rituales de tipo chamánico y los grupos de cazadores-recolectores de todo el orbe es

369
abrumadoramente mayoritaria, por lo cual podemos afirmar que lo más probable es que
este tipo de especialistas rituales hayan existido entre los cazadores-recolectores del
Paleolítico Superior.
También vale la pena destacar que en obras posteriores a la de Vitebsky,
Whitley ha desarrollado una caracterización más detallada de los aspectos sociales y
culturales de los casos de chamanismo que estudia [Whitley 1998, 2000 y 2009].
Incluso, aborda de manera directa, in extenso, el problema de la posible psicopatología
de los chamanes [2009: 209-245].
Por su parte, Lewis-Williams, a pesar de la críticas, continúa defendiendo la
validez universal de la categoría de chamanismo y reduciendo la interpretación del arte
rupestre a un concepto tan vago y general como el de “estados alterados de conciencia”,
el cual carece de una fundamentación etnográfica en lo que a las visiones de los
especialistas rituales se refiere. En los ejemplos que él estudia no existen testimonios
etnográficos directos, relacionados con la visualización de fenómenos entópticos, sino
que él los infiere del análisis del arte rupestre de los san, a partir de su lectura de un caso
sudamericano: los testimonios de algunos miembros de la comunidad tukano de
Colombia, recogidos por Gerardo Reichel-Dolmatoff [1978], que describen sus
prácticas de consumo comunitario del enteógeno llamado yajé.
Siguiendo el ejemplo de Reichel-Dolmatoff, de contrastar los testimonios tukano
con los experimentos modernos sobre EAC, Lewis-Williams y Dowson infirieron el
carácter trans-cultural del fenómeno. Lewis-Williams y Dowson siguieron ese mismo
procedimiento para interpretar el arte rupestre del Paleolítico Superior, buscando
ejemplos de figuras y elementos gráficos y pictóricos que fueran representaciones de
fosfenos. A partir de ahí, ese método ha sido transpuesto mecánicamente por otros
autores de varias partes del mundo y aplicado a múltiples ejemplos, dada la hipotética
universalidad de los estados alterados de conciencia y de las formas entópticas que se
observan. Tal método ha implicado la universalización acrítica del concepto de
chamanismo.
Como muestra Layton: “Nadie ha podido demostrar que tales hombres
percibieran formas entópticas en el curso de sus actividades de tipo chamánico […] A
pesar de la semejanza formal con entópticos, no existe suficiente sustento etnográfico
para la interpretación entóptica” [2000: 173 traducción nuestra].
En el caso registrado por Reichel-Dolmatoff [1978], en el cual se basa Lewis-
Williams, se proporcionaron lápices de colores y hojas de papel blanco a algunos

370
miembros de la comunidad tukano y se les pidió que dibujaran las visiones que tenían,
después de consumir la yajé. Es importante subrayar que el experimento se llevó a cabo
con hombres comunes de la tribu, no con especialistas rituales. Otra cuestión
importante, que me gustaría destacar, es que un buen número de las interpretaciones
proporcionadas por los tukano aparecen en un lenguaje directamente asociado con
temas mitológicos y experiencias rituales comunitarias [Reichel-Dolmatoff 1978: 49-
144]. De manera muy clara, lo que vuelve inteligibles a las imágenes es el discurso
mítico, que subyace a toda su manera de pensar y que pone de manifiesto su
cosmovisión particular. Concluyo que las imágenes percibidas en un estado alterado de
conciencia no pueden ser interpretadas en ausencia o fuera del contexto mítico
específico de la cultura que las experimentó.
En ese sentido, Layton había señalado como sumamente problemático, en
términos metodológicos, la tendencia a incorporar un aspecto cultural, bien identificado
en un lugar del mundo, a un modelo global, utilizado como válido, universalmente, y
aplicado a experiencias culturales que les son ajenas [Layton 2006: 91].
A estas observaciones podemos agregar los estudios científicos, sistematizados
por Theodor X. Barber en 1970 [2008], sobre los efectos físicos y psicológicos
provocados por la ingestión de LSD, mescalina, psilocibina o sustancias semejantes.45
De manera rigurosa, Barber describe y comenta en detalle el asunto, definiendo con
claridad las variables estudiadas y las características específicas de cada experimento.
Presentaré un resumen muy sintético de sus conclusiones que nos permitirán evaluar
críticamente lo propuesto por Lewis-Williams sobre los estados alterados de conciencia.
En su investigación, Barber [2002: 8-46] define como Variables antecedentes:
1) la droga: su estructura química y la dosis; 2) situación: el lugar y el contexto humano
en el cual se administra, si se consume de manera individual o colectiva, la atmósfera
creada por el tipo de relaciones humanas generadas durante el consumo; 3) escenario:
incluye las expectativas del consumidor respecto de los efectos, sus actitudes y
motivaciones; 4) características personales del sujeto. Variables dependientes (Efectos
consecuentes): 1) efectos somático-simpatéticos, ej., dilatación de la pupila, debilidad
física, mareo; 2) cambios en la imagen corporal, ej., sensaciones de cambio de tamaño,
forma, peso o proporción relativa de determinadas partes del cuerpo; 3) sensaciones de
tipo onírico (sensación de un estado semejante al sueño); 4) reducción en la eficiencia

45
LSD: dietilamida de ácido lisérgico, LSD-25; mescalina (3,4, 5-trimetoxi-β-feniletilamina), psilocibina
(4-PO-DMT).

371
de las capacidades intelectuales y motrices; 5) cambios en la percepción del tiempo;
cambios en la percepción visual, ej., saturación de los colores, distorsión de la
apariencia de las cosas, ondulación aparente de las cosas; 6) cambios en la audición, la
percepción olfativa, gustativa y sinestesia; 7) hiperreceptividad a las sugerencias
verbales; 8) cambios en las emociones y los estados de ánimo que pueden variar de la
euforia y el éxtasis a la disforia y las reacciones de tipo psicótico.
Desde la perspectiva del asunto que nos interesa, destaco algunas de las
conclusiones a las que llega Barber. La respuesta a la dosis es personal y varía de un
individuo a otro, no existe un patrón común aplicable en general [Barber 2008: 11-12].
Las variables situacionales afectan los estados de ánimo y las emociones de los
consumidores, un ambiente amigable y relajado producirá un estado psíquico exento de
angustia, es diferente el consumo individual que el colectivo. Sin embargo, estas
variables no alteran el tipo de efectos perceptuales y somáticos que las sustancias
producen [Barber 2008: 16]. De manera semejante, las expectativas y motivaciones de
los consumidores afectan también las emociones y estados de ánimo (2008:16-18). El
tipo de experiencia vivida varía de acuerdo a la personalidad de cada consumidor:
personalidades paranoides o altamente imaginativas o con tendencias al misticismo
tienen vivencias diferentes [[Barber 2008: 18-20].
Todos los efectos consecuentes referidos anteriormente (1-8) son descritos con
detalle por Barber [2008: 20-46]. Entre los cuales destaco que debido a la ingestión de
esas sustancias se aumentan las posibilidades de percibir con los ojos cerrados fosfenos,
es decir: “colores luminosos, luces parecidas a estrellas y patrones que se transforman
en objetos bien formados como estructuras arquitectónicas, tapices, celosías, diamantes
u otras formas parecidas a los cristales”. [Barber 2008: 27-28]. Igualmente, se presenta
la hipótesis de que la ingesta de esas sustancias puede facilitar la percepción, con ojos
cerrados, de cierto tipo de fenómenos llamados entópticos como lo serían formas
espirales, túneles, rejillas, cuadrículas, zigzags y grecas de distintos tipos.
Una cuestión muy importante que debe subrayarse, tal como lo hace Barber, es
que el concepto de alucinaciones atribuidas al consumo de estas sustancias es ambiguo
y poco claro, de ahí que, fuera de las sensaciones de mareo, inhabilidad física e
intelectual, intensificación de los colores, distorsión y ondulación de los objetos,
cambios en la percepción del transcurso temporal y cambios en la percepción del cuerpo
propio, no se producen alucinaciones, propiamente dichas, como percibir seres y cosas
que no se encuentren presentes o la aparición de seres fantásticos; tal como registra

372
Barber “los sujetos, prácticamente siempre están conscientes que los efectos visuales se
deben a la droga y no están ahí realmente” [2008: 28-29].
En función de las categorías antropológicas en las que me baso, la experiencia
de consumo de estas sustancias se debe clasificar como éxtasis, en los términos
definidos por Rouget y nunca como trance, debido al tipo de experiencia y sensaciones
que provoca: “una experiencia mística de unión total”, “claramente memorable”
[Rouget 1985: 10]. Al respecto señala Barber:

Después de tomar una droga del tipo LSD, un número sustantivo de sujetos se ponen
alegres y comunicativos, tienen una sensación de bienestar y tienden a comparar los
efectos de la droga con sus experiencias previas de embriaguez con alcohol. Las
sensaciones de euforia se vuelven muy intensas, en ciertos momentos, y son descritas
por los sujetos como de dicha, felicidad o encantadora satisfacción. Algunos sujetos que
pasan por este tipo climático de experiencia, también atraviesan por una fase en la cual
sus ideas y pensamientos parecen ser de gran importancia, las nuevas ideas son
aceptadas fácilmente y se produce una sensación de haber alcanzado una profunda
introspección y conocimiento de sí mismo, de la vida y de la realidad [2008: 38
traducción nuestra].

Para el asunto que nos concierne, esto nos lleva a concluir que la percepción de
fosfenos y fenómenos entópticos sólo se daría en los casos de consumo de este tipo de
sustancias (LSD, mescalina, psilocibina), pero no en los casos de visiones espontáneas
o de visiones oníricas, producidas durante el sueño o el ensueño, experimentadas por los
especialistas rituales. Asimismo, las supuestas “tres fases del estado alterado de
consciencia” que refiere Lewis-Williams y a partir de las cuales construye su modelo
neuropsicológico de análisis del arte rupestre no se presenta en ninguno de los casos
estudiados de manera rigurosa y sistemática. Tampoco se producen alucinaciones que
supuestamente den origen a seres fantásticos como los teriántropos, referidos por el
autor. De tal suerte, los EAC en los que se basa Lewis-Williams para construir su
modelo tendrían que haber sido registrados sistemáticamente y descritos en detalle a
partir de estudios etnográficos cuidadosos para poder tener un sustento válido. Éste no
es el caso.
Más aún, el propio Jean Clottes, durante la discusión a la que dio lugar la
ponencia de Layton [Layton 2006: 96], reconoce que: 1) después de hablar con un gran

373
número de psicólogos, éstos señalan que, a partir de observar alrededor de tres mil casos
de EAC, concluyen que ninguno de los pacientes estudiados pasa exactamente por las
tres fases y 2) que no podemos conocer la importancia y el significado que los
chamanes le pudieron otorgar a las formas entópticas.
El segundo conjunto de observaciones de Layton al modelo neuropsicológico se
basa en investigaciones sobre el arte rupestre de Norteamérica y Australia que muestran
una variedad más amplia de formas de producción y funciones del mismo, como lo
serían: a) la representación de emblemas totémicos que tienen la función de marcadores
territoriales; b) señalar sitios de almacenamiento de alimentos; c) formar parte de un
ritual mágico-religioso que tiene el fin de favorecer la cacería. Layton explica que cada
una de las vertientes asociada, ya sea al chamanismo, al totemismo o a la magia
simpática, tienen sus propios patrones bien definidos: “Cada ejemplo etnográfico de arte
rupestre chamánico, totémico, mágico o secular implica y contiene claves específicas
sobre su estilo, iconografía y distribución, lo que permite a aquellos que son personas
competentes dentro de la tradición cultural alcanzar lecturas autorizadas, identificando
el discurso apropiado” [Layton 2000: 179].
Siguiendo a Wesley Bernardini pudimos ver la manera en la cual los emblemas
de los clanes hopis aparecen, precisamente con esta función totémica de marcadores
territoriales y como forma de registro de las migraciones de los clanes. Las conclusiones
de Nancy Olsen (1989:421), obtenidas a partir de un extenso estudio y análisis
estadístico de motivos zoomorfos tomados de un muy amplio conjunto de fuentes
etnográficas de los grupos pueblo, complementan de manera importante lo observado
por Bernardini. Olsen concluye:

La comparación de motivos de diferentes contextos confirma que, probablemente, un


sistema de comunicación visual estaba presente entre los anasazi de la región de Mesa
Verde. La correspondencia con motivos idénticos de los hopis y zunis contemporáneos
sugiere, firmemente, vínculos históricos con la tradición oral y la arqueología, ya
conocida. Desenmarañar las intrincadas relaciones de las imágenes equivaldría a
describir y definir el desarrollo de los procesos cognitivos de la cultura pueblo del oeste
[…] Las formas animales que representan conocidos símbolos etnográficos de clan,
pueden ser un medio de entender las tempranas representaciones de la organización
social. Si el sistema cognitivo es un desarrollo a partir de los anasazi, uno puede ver la
tendencia hacia el antropomorfismo como un proceso de auto-reconocimiento o
autoconciencia. Por otra parte, el papel de los animales como “auxiliares espirituales”

374
parece haber cambiado menos […] La utilización del “arte” como un sistema cultural
para la investigación arqueológica es útil como un paradigma para la investigación y la
elaboración teórica y nos permite una comprensión del fenómeno humano llamado
“arte”, más allá del marco de referencia europeo occidental [Olsen 1989: 434-435
traducción nuestra, entrecomillado en el original].

Estos ejemplos y observaciones dejan ver un panorama más amplio que nos abre
un horizonte hermenéutico más rico y complejo en relación con el arte rupestre. Las
prácticas rituales de tipo chamánico y los estados alterados de conciencia pueden haber
sido en algunas regiones y momentos históricos una de las fuentes de producción de arte
rupestre, pero, de ninguna manera, serían la única, sólo constituyen una de las múltiples
líneas heurísticas de investigación, entre muchas otras posibles. Existe una diversidad
más amplia de prácticas culturales que se asocian directamente con la producción de
grabados y pinturas rupestres, como la conmemoración cíclica de un suceso mítico, el
totemismo, la magia simpática, los ritos de paso, las ceremonias de petición de lluvias y
abundancia.
A manera de conclusión podemos decir que el modelo neuropsicológico aportó
un conjunto de orientaciones heurísticas que permitieron iniciar una reflexión sobre
aspectos del arte rupestre del Paleolítico Superior, así como el de otras regiones del
mundo, que hasta entonces habían sido dejados de lado o no contaban con un conjunto
de hipótesis que propusieran una línea sistemática de comprensión. Esta teoría logró, de
manera acertada, centrar la atención de los investigadores en los complejos mágico-
religiosos, mostrando la decisiva importancia y relevancia que han tenido cierto tipo de
especialistas rituales en casi todo el mundo, en relación con diferentes prácticas
culturales como la curación de los enfermos, las ceremonias de iniciación, los rituales
asociados a la cacería, la hechicería, la adivinación y la profecía, sin embargo, su
vínculo directo con la producción de manifestaciones gráfico-pictóricas rupestres y la
manera en la cual ésta se dio es, en muchos casos, producto de la inferencia y no se
puede conocer su significado cultural específico.
Sobre la aportación de Clottes y Lewis-Williams a la interpretación de las
pinturas del Paleolítico Superior, David Whitley, quien ha trabajado con ellos, comparte
sus puntos de vista y ha mantenido un contacto constante por años, propone un balance:

375
Podemos afirmar con seguridad que la interpretación chamánica de Clottes y Lewis-
Williams explica aspectos dispersos de este arte que, previamente, habían sido
considerados sin relación alguna o dejados sin explicar (las formas icónicas y entópticas
como componentes lógicos relacionados, pertenecientes a una sola tradición artística,
por ejemplo). Ellos incorporaron detalles acerca de la ubicación de imágenes
individuales sobre las superficies rocosas que habían permanecido sin reconocer o eran
consideradas como meramente idiosincrásicas (el uso del frente rocoso en la
composición de los motivos individuales). Así, trataron a las cuevas mismas como
grandes composiciones topográficas, apuntando de tal forma a un tipo de arte
chamánico –y, por inferencia, de religión y sociedad- que puede no tener una
contrapartida o analogía reciente [Whitley 2009: 50-51].

Desde mi punto de vista, tales inferencias deben ser tomadas con reservas, pues
sobre las categorías de entópticos y fosfenos no se cuenta con registros etnográficos
precisos y no existe una metodología detallada que permita distinguirlos y diferenciarlos
de otros signos o símbolos gráficos y pictóricos semejantes con un significado cultural
específico. En segundo lugar, el modelo neuropsicológico carece de una
fundamentación rigurosa en lo que respecta a las fases de los estados alterados de
conciencia, y en los contextos en los cuales existe un rico acervo etnográfico, resulta de
muy poca utilidad, en la medida en la cual, lo único que permite identificar es la
probable relación de las pinturas y grabados rupestres con estados alterados de
conciencia y ésta es sólo una hipótesis difícil de probar. Resulta, por el contrario, mucho
más productivo la investigación cultural concreta, sustentada en la confrontación de los
datos de la arqueología con las aportaciones de la etnografía y la etnohistoria, así como
de la hermenéutica, para la interpretación de conjunto.
En ese sentido, puedo presentar distintos tipos de objeciones y alternativas a la
interpretación entóptica. En numerosos casos, las figuras, definidas como entópticas o
fosfenos, es muy probable que no obedezcan a la representación directa de un EAC,
sino que esas formas pueden haber sido trabajadas culturalmente y dotadas de nuevos
significados que ya no refieren la supuesta imaginería “percibida en un EAC”. Incluso,
algunos fenómenos como la referida repetición y superposición de figuras en el arte
rupestre, pueden obedecer a la finalidad de propiciar ritualmente la fertilidad y la
abundancia, más que a la de representar la sucesión y yuxtaposición de imágenes en un
EAC. Considero que en muchos casos la superposición indica el carácter sagrado del
panel rocoso y del lugar, de ahí la obligación de que ciertos motivos sólo se pinten o

376
graben en determinados paneles y no en otros. Eso implicaría que la superposición ha
sido el producto de la repetición ritual de una misma práctica a lo largo del tiempo, por
distintos sujetos, y no la representación de lo percibido por un solo sujeto, en un “estado
alterado de conciencia”.
Otro motivo que suscita debate es la llamada representación de teriántropos en
el arte del Paleolítico Superior, es decir, seres imaginarios que combinan rasgos
zoomorfos y antropomorfos, considerados por Lewis-Williams como imágenes que
provienen de un EAC. Por una parte, ya vimos que este tipo de alucinaciones no se
producen en los casos estudiados de consumo de LSD, mescalina o psilocibina [Barber
2008], por otra, si miramos con detalle algunas de las figuras que Lewis-Williams
considera que son teriántropos, nos daremos cuenta de que están más cerca de ser
representaciones de humanos cubiertos con la piel de un animal, como son los casos de
los grabados de la cueva de Les Trois-Frères o el de la cueva de Gabillou, donde se
observa claramente que se trata de una piel de animal sobrepuesta al cuerpo humano,
pues sus patas cuelgan hacia atrás y se distinguen de las piernas humanas [Lewis-
Williams 2008: 195 y 231]. Si de ahí se puede inferir un ritual de tipo chamánico es ya
otro asunto, lo que yo afirmo, simplemente, es la dificultad de identificar con certeza, en
el arte del Paleolítico Superior, la categoría de los seres imaginarios, llamados
teriántropos, como imágenes que provendrían de un EAC.
Solomon coincide en esta cuestión señalando que a partir de una reevaluación
crítica elaborada por varios autores contemporáneos acerca del papel jugado por la
imaginería derivada de las narrativas mitológicas en el arte rupestre, se ha propuesto que
las figuras denominadas teriántropos por Lewis-Williams, así como “otras figuras
poseyendo un carácter no humano o inhabitual” que aparecen en las pinturas rupestres
del sur de África, se refieren, más bien, al “mundo de los espíritus” y de los “primeros
humanos” narrados en los mitos de origen de los san [Solomon 2006: 263].
De nuevo se pone de relieve el importante límite del modelo neuropsicológico:
parte del supuesto de que el significado cultural de las formas entópticas no se puede
conocer y es sólo en los casos en los cuales los registros etnográficos permiten un
acceso al significado de la iconografía, que se hace posible comprenderla, así como el
de las prácticas asociadas a la producción de arte rupestre y al simbolismo del paisaje,
atribuido a los sitios con pinturas y grabados.
En el caso del Paleolítico Superior, dada la ausencia total de testimonios
culturales, el significado de las pinturas y los grabados no se puede definir y no se debe

377
adivinar o inventar. No obstante los problemas que presenta su método de
interpretación, Lewis-Williams propone una sugerente línea de investigación respecto a
ciertos aspectos como lo propicio del ambiente oscuro y solitario de las partes interiores
de las cuevas paleolíticas para la generación de imágenes y la importante contribución
de la imaginación creadora para proyectar las imágenes interiores sobre los muros de la
cueva.
En el caso de culturas donde existen registros etnográficos y etnohistóricos, la
aplicación del método pierde sentido si no se contrasta con los documentos etnográficos
y etnohistóricos. De hecho, lo más interesante de las investigaciones de David Whitley
sobre los grupos de California es la riqueza cultural de los documentos etnográficos y
etnohistóricos en los que se apoya su interpretación. Integrar con mayor profusión los
valiosos elementos culturales, contenidos en las narrativas míticas de los grupos que
producen arte rupestre, llevará a que la investigación dé un paso más allá y rompa con
su unilateralidad interpretativa.

EL MODELO NEUROPSICOLÓGICO
Y EL ARTE RUPESTRE DE LA PROVEEDORA

La investigación llevada a cabo hasta ahora nos muestra que las prácticas
mágico-religiosas de tipo chamánico han jugado un papel central en las culturas de
cazadores-recolectores, dentro de la región del noroeste de México y suroeste de los
Estados Unidos. Se ha aclarado también que aunque parecen compartir ciertos patrones
comunes, en realidad, cada práctica y sistema religioso tiene un carácter cultural
específico y debe ser estudiado en su contexto espacio-temporal particular. Esas
tradiciones han perdurado con diversas modificaciones dentro de ciertos grupos,
caracterizados por una economía mixta (caza-recolección-agricultura temporal) y, en
menor grado, dentro de sociedades agrícolas. Como hemos visto, algunos autores
infieren, a partir de testimonios etnográficos indirectos, que distintas clases de rituales
de tipo chamánico se pueden relacionar con ejemplos específicos del arte rupestre. Sin
embargo, resulta indispensable subrayar que no existe ningún testimonio etnográfico
explícito y directo que describa la actividad de un especialista ritual de tipo chamánico,
relacionada con el arte rupestre, ésta es sólo una inferencia.

378
Por otra parte, la complejidad de los problemas implicados en el arte rupestre no
se agota ni se puede explicar, de manera exclusiva, por las prácticas mágico-religiosas
de tipo chamánico y los EAC. Para dar cuenta de la gran diversidad de estilos,
tradiciones culturales y creencias religiosas, manifiestas e implicadas en el arte rupestre,
es indispensable confrontarlas con un conjunto más amplio de prácticas culturales
asociadas a éste y de funciones sociales desempeñadas por él. Además, resulta
fundamental situarlo en el contexto de la historia, de los procesos de transformación
cultural y de las características específicas del grupo que las produjo.
En los casos del arte rupestre del noroeste de Sonora y sur-centro de Arizona,
muy probablemente producido por los grupos pertenecientes a las tradiciones Trincheras
y Hohokam, respectivamente, no se cuenta con ninguna información etnohistórica o
etnográfica que apoye la investigación, debido a que esos grupos culturales
desaparecieron, como tales, alrededor del siglo XV. A la llegada de los europeos,
quienes ocupaban esas regiones del desierto de Sonora eran los grupos o’odham, y
éstos, hasta donde puede saberse, no conocían la práctica de producir arte rupestre. De
ahí que desconozcamos los detalles concretos de la manera de producirse y debamos
apoyarnos en las inferencias, derivadas, tanto del análisis de los restos arqueológicos,
como de aquellos que son producto de una interpretación cuidadosa y sistemática de los
paneles grabados, así como de la analogía etnográfica, en los aspectos que se considere
pertinente recurrir al uso de los materiales etnohistóricos y etnográficos de los grupos de
la región y que la pertinencia de la analogía se fundamente adecuadamente.
Es importante destacar que las prácticas mágico-religiosas de tipo chamánico no
han sido un fenómeno estático, sino que se han ido transformando; se adaptaron y
modificaron conforme se daban los cambios sociales de los grupos culturales de la
región. Sobre esta cuestión Vitebsky afirma que:

El chamanismo puede ser una religión particularmente apropiada para una sociedad sin
clases, de cazadores, mas los chamanes funcionan también bajo los más diversos
sistemas sociales y políticos. Conforme la importancia de la cacería declina, otras
formas de religión, adivinación y curación comienzan a aparecer y el elemento
chamánico que permanece se hace crecientemente ambiguo y difícil de distinguir. Al
chamán, como la única figura central, se une o lo suplanta un rango complementario y
paralelo de especialistas [1995: 33 traducción nuestra].

379
Tal como se ha subrayado, la paulatina generalización de la agricultura entre la
mayoría de las culturas locales fue transformando las tradiciones religiosas, dándose, en
algunos casos, la sustitución de los especialistas rituales de tipo chamánico por
sacerdotes y de las tradiciones religiosas, características de los grupos cazadores, por
aquellas que son propias de los agricultores, incluidas, todas las combinaciones
posibles, descritas, algunas de ellas, por Underhill:

Las antiguas prácticas chamánicas de los cazadores-recolectores sufrieron muchos


cambios y adaptaciones cuando sus practicantes adoptaron la manera de ver las cosas de
los agricultores. Aun así, alguna tradición aparece pura y sin digerir, como el ocasional
chamán chupador entre los hopi o la visión entre los pimas. Por su parte, los
recolectores, frecuentemente enriquecen sus ceremonias de cacería y de curación con
elementos de la pompa y del espectáculo, aprendidos de los aldeanos. Así, los apaches
han convertido a las kachinas de los pueblo, proveedoras de lluvia, en espíritus de la
montaña, invocados para curar las enfermedades [1948: vii-viii traducción nuestra].

El caso de los grupos pueblo ancestrales es paradigmático, tipifica la paulatina


sustitución de tradiciones de caza-recolección por tradiciones agrícolas y del
chamanismo por el sacerdocio, así como de la compleja articulación de elementos
provenientes de las dos tradiciones. Desde esta perspectiva, resulta indispensable
intentar definir con mayor claridad ciertos momentos importantes de la historia regional,
durante los cuales, los cambios culturales pueden haber afectado la relación entre
prácticas religiosas y modalidades de producción de pinturas y grabados rupestres.
El mayor peligro de cualquier modelo interpretativo, incluido, obviamente, el
modelo neuropsicológico, es el de aplicarlo a cualquier caso, sin poner atención a sus
particularidades histórico-culturales. Siguiendo a Gadamer, debemos, entonces, obviar
tanto los presupuestos implícitos en el horizonte epistémico desde el que interpretamos,
como ser capaces de reconstruir los aspectos sustantivos del horizonte interpretado
[Gadamer 1999: 331-377].
En la gran región del Noroeste/Suroeste en lo que a la relación entre cultura
material, prácticas religiosas y producción de arte rupestre se refiere, podríamos afirmar,
a manera de hipótesis rectora que, aunque se pueden observar diferentes periodos y
tipos de sociedades, cada caso es diferente. Los énfasis particulares en el tipo de
actividad (caza, recolección, pesca y agricultura) varían y, a pesar de que en muchas

380
sociedades puede observarse una tendencia hacia la mayor importancia de la agricultura,
eso no se expresa, necesariamente, de manera directa e inmediata, en cambios en las
ideas religiosas, las prácticas rituales o la iconografía; las mediaciones son más
complejas y los cambios en las tradiciones religiosas y artísticas se dan de manera muy
lenta.

Horizonte Arcaico
Es probable que, en un primer periodo, durante el Arcaico, las prácticas mágico-
religiosas de tipo chamánico se dieran en su forma más pura, en ellas se recurriría a la
búsqueda de la visión, como forma de adquisición de conocimiento y poder o ésta se
presentaría de manera involuntaria, a través de los sueños. Cabe preguntarse si, tal como
lo sostiene David Whitley, ¿es posible que la visión fuera seguida de la producción de
arte rupestre? Sobre este asunto, los testimonios que aporta la etnografía son
contradictorios. Vitebsky refiere que, en algunos casos, los especialistas rituales pueden
recordar lo ocurrido durante la visión y en otros no.

Los reportes varían respecto de hasta dónde la experiencia del chamán, vivida durante el
trance, puede ser recordada, una vez que el chamán ha regresado a un estado de
conciencia normal. En una fecha tan temprana, como el siglo XVIII, a un viajero ruso,
un chamán yakut le contó que no recordaba nada, y otros chamanes siberianos han
relatado lo mismo durante este siglo. Por otra parte, un chamán de Altai actuaba como si
saliera de un sueño profundo y anunciaba, “¡Una travesía segura! ¡Fui bien recibido!”
En otro registro, un chamán selkup se levantó, fumó, tomó té y después recapituló su
travesía, paso a paso [Vitebsky 1995: 65 traducción nuestra].

Para aclarar este asunto, conviene definir la diferencia sustantiva en el tipo de


práctica cultural que nos permita comprender por qué en algunos casos la experiencia se
puede recordar y en otras no. Para tal efecto volvemos a la explicación de Gilbert
Rouget [1985]. De acuerdo con lo que hemos expuesto anteriormente, siguiendo a
Rouget, los conceptos de trance y éxtasis se refieren a prácticas bien diferentes. Tal
como se dijo, el trance es un estado psicofisiológico de conciencia que ocurre durante
los rituales colectivos que se desarrolla a partir de un estado de sobreestimulación
sensorial. En la mayoría de los casos, ocurre una amnesia post facto, la persona que vive
la experiencia del trance no es capaz de recordar lo ocurrido [Rouget 1985: 6-9]. En el

381
trance la visión mística está ausente. La diferencia entre chamanismo y posesión es que
en el primero el chamán tiene un rol activo, él o ella viajan voluntariamente al Cielo o al
Inframundo a visitar a los espíritus, en el segundo, el poseído juega un rol pasivo, él o
ella son visitados por un espíritu o dios. Mientras que el chamán domina a los espíritus,
el poseído es dominado por ellos [Rouget 1985: 22].
Por el contrario, el éxtasis es una experiencia mística de unión total y
arrobamiento que ocurre en la soledad, el silencio y la inmovilidad, implica las visiones
interiores y el recuerdo. El éxtasis es una experiencia claramente memorable, asociada a
la privación sensorial: soledad, silencio, oscuridad, ayuno y abstinencia sexual [Rouget
1985: 10]. Recordamos también que Rouget sostiene que los dos tipos de experiencia
pueden ser practicados por la misma persona, dentro del contexto de rituales
diferenciados que formarían parte de un mismo sistema religioso [1985: 11].
Partiendo de estas premisas, podemos proponer la hipótesis de que los
especialistas rituales de tipo chamánico podían utilizar las técnicas del trance para las
ceremonias públicas de curación y adivinación y las del éxtasis para las visiones
solitarias. La etnografía regional nos dice que además de los especialistas rituales, las
personas comunes y corrientes también se valían de visiones personales para obtener
espíritus auxiliares que los protegerían o ayudarían para tener éxito en alguna actividad
difícil. Como las técnicas empleadas se refieren a métodos basados en la privación
sensorial (ayuno, abstinencia, soledad, oscuridad) es probable que se tratara de
experiencias relacionadas con el éxtasis religioso que podían ser recordadas con
posterioridad. Como hemos visto, en este caso también podemos incluir a las
experiencias extáticas provocadas por el consumo de sustancias psicoactivas.
Referidas, en particular, al caso que estudiamos, puede observarse que si se hace
uso de una mirada atenta, se pueden distinguir probables experiencias extáticas,
representadas en los grabados rupestres, dejando de lado por completo la teoría de los
fosfenos y las formas entópticas, observados en un EAC. Veamos un ejemplo. El
principal sitio de trincheras con arte rupestre del noroeste de Sonora está formado por
los cerros volcánicos de La Proveedora y el Cerro San José, ocupa un área de 9.5 km² y
contiene alrededor de 6,000 grabados rupestres. Las figuras antropomorfas representan
solamente el 10% de todos los grabados. Su proporción numérica en el sitio contrasta
con su importancia simbólica: sus actitudes corporales, gestos, posturas y expresiones
faciales constituyen una fuente invaluable de información acerca de la gente que los

382
produjo, así como de las principales características culturales de las tradiciones del
Arcaico y de la Tradición Trincheras que ahí habitaron (Figuras 11, 17, 27-30).
Cuando se confrontan, cara a cara, algunas de estas figuras humanas de tamaño
natural, resulta imposible no formularse las preguntas básicas acerca de su significado.
¿Qué es lo que estás figuras tienen en común? Todas ellas están en una posición frontal;
todas ellas son, aproximadamente, de tamaño natural; todas ellas miran hacia el Este y
hacia arriba; todas ellas tienen sus piernas extendidas y sus brazos en posición lateral,
con las palmas de las manos hacia atrás; todas ellas tienen una expresión de admiración.
Estas características figurativas que se repiten, nos conducen a la conclusión de que para
representarlas han sido utilizadas convenciones formales (iconográficas) bien definidas.
Asimismo, tales convenciones implican que, al interior de su propia cultura, las figuras
están asociadas con una práctica significativa que parece haber sobrevivido por varios
siglos.
En primer lugar, intentaré analizar su expresión facial y su postura corporal,
valiéndome de las técnicas que provienen del estudio cinético de la conducta humana no
verbal. Paul Ekman sugiere que las expresiones faciales y las acciones corporales
contienen información relacionada, directamente, con las emociones experimentadas,
mientras que las señales corporales, especialmente la postura y la orientación de la
cabeza, comunican, primordialmente, información acerca de la intensidad de la emoción
experimentada [Ekman 1965].
A partir de una larga investigación transcultural, Ekman demuestra que las
emociones se expresan de manera transcultural, son innatas y, en consecuencia,
universales. Sin embargo, existen reglas culturales que definen qué clase de emociones
pueden ser expresadas de manera pública y de qué manera, Ekman lo llama: reglas de
manifestación. Basándose en el análisis de tres zonas faciales, referidas a seis
emociones básicas: sorpresa, miedo, ira, repugnancia, alegría y tristeza, Ekman
demuestra que las expresiones faciales pueden ser leídas correctamente y que un método
de interpretación puede ser desarrollado, lo llama: Técnica de Registro de Afectaciones
Faciales [Ekman 2003: 2-3].
Basado en ese método voy a interpretar cuatro de las figuras antropomorfas, dos
de ellas se encuentran en la ladera este del Cerro Calizo y las otras dos, a una distancia
de 1 km, en la ladera este de La Proveedora. A pesar de que son extremadamente
esquemáticas, creo que pueden leerse en términos de las emociones humanas (Figuras
27-30). Comenzando con su expresión facial, podemos afirmar que el primer grabado

383
antropomorfo del Cerro Calizo tiene los ojos bien abiertos, las cejas levantadas, pero
ligeramente contraídas, la mandíbula cae hacia abajo y la boca está abierta, estas son las
señales visibles de la sorpresa, yo diría que se trata de la admiración reverente (Figuras
27 y 28) [véase Ekman 2003: 148-171, fotos A-Q].
El segundo grabado antropomorfo del Cerro Calizo (Figura 28) tiene las cejas
levantadas y contraídas, los ojos bien abiertos, la boca abierta con los labios tensos,
contraídos hacia atrás, estas son las señales visibles del miedo. En los grabados
antropomorfos de La Proveedora (Figuras 29-30), la inclinación hacia arriba de la
cabeza es exagerada, en particular, la Figura 29 tiene una clara expresión de sorpresa:
los ojos bien abiertos, las cejas levantadas y la boca abierta (Figuras 17, 27-30). Las
cuatro figuras manifiestan una expresión de admiración reverente con sutiles
diferencias que pueden tener el acento, ya sea en el miedo o en la sorpresa. A partir de
aquí, definiré está emoción como miedo y admiración reverentes, como súplica
reverente. La última se confirma por la inclinación hacia arriba de la cabeza. Propongo
que esta emoción posee connotaciones religiosas: estaríamos frente al tipo de emociones
que se producirían en la presencia de dioses o de espíritus poderosos.
En lo referente a la postura y disposición corporal de las figuras, podemos
observar que en las cuatro, las palmas de las manos están orientadas hacia atrás.
Particularmente, la Figura 29 fue grabada sobre una roca que tiene la forma de asiento,
lo que implica que él o ella se hallan en una posición sedente, asiéndose tensamente de
la roca con sus manos (Figura 29). La rígida disposición corporal y la evidente tensión
de las manos manifiestan una emoción sumamente intensa, tensión que también se
revela por la disposición de los brazos y los hombros. Sus cabezas miran hacia arriba,
hacia el cielo, con una expresión de admiración y súplica (Figuras 17, 27-30).
De modo que podamos continuar con nuestra interpretación, enunciaré mi
siguiente hipótesis: estas figuras representan personas teniendo una visión. En
particular, pienso que lo más probable es que se tratara de novicios que atraviesan por
un rito de iniciación, me inclino a pensar que están viviendo una intensa experiencia
espiritual y que, tal como se ha mostrado en la etnografía y etnohistoria de los grupos
indígenas de la vecina California [Whitley 2006], los especialistas rituales dirigían y
vigilaban el proceso, cuidando de los jóvenes durante el mismo. De tal forma,
presenciaron las expresiones faciales y corporales de los novicios, durante la
experiencia extática, y la plasmaron en el arte rupestre del Cerro Calizo, siendo este
lugar un sitio sagrado, propicio para la realización de tales ceremonias de iniciación y

384
purificación. Concluimos que las figuras que estudiamos representarían la vivencia
corporal y espiritual del estado de éxtasis.
Reitero mi propuesta metodológica que va en el sentido de proponer que el
análisis del arte rupestre debe tomar en consideración la compleja relación que existe
entre motivo, panel, sitio con arte rupestre y simbolismo del paisaje. Así, podemos
sostener que la distribución de los sitios con arte rupestre estaba en función de la
percibida sacralidad del paisaje y que éstos eran considerados lugares para adquirir
poder, a través de las visiones [Whitley 1998: 21]. La actividad de los especialistas
rituales pudo haberse basado en esta creencia, de ahí que asistieran a esos lugares para
“adquirir poder” o para entrar en contacto con entidades espirituales: si uno asume que
los espíritus habitan en una dimensión de realidad distinta de la nuestra e intervienen
para afectar nuestra salud o nuestra dotación de alimento, todas aquellas personas que
buscan entrar en contacto con ellos deben viajar al reino de los espíritus para
persuadirlos de o suplicarles que se comporten de otra manera [Vitebsky 1995: 15].
Si el sitio con arte rupestre era considerado como el portal del mundo espiritual,
el acceso a éste se haría posible a través de las hendiduras en las rocas, tal como
podemos ver en las figuras 25 y 26, en un grabado del sitio de La Proveedora, en el cual
se representa a un antropomorfo de tamaño natural (1.54 m), saliendo de la hendidura
entre dos rocas (Figuras 25-26).
Las figuras humanas analizadas aquí fueron grabadas sobre rocas que tienen una
condición ergonómica favorable para asumir su misma postura, recargándose contra la
roca. Todas ellas miran hacia el Este, que es la región por la que sale el sol y, dentro de
la mitología de los o’odham, es la región donde se localiza el paraíso de los muertos
[Bahr et. al. 1994, et. al. 2001; Russell 1980; Underhill 1939, 1946]. Esto vincularía el
significado del sitio con arte rupestre con la sacralidad de estos cerros y con un sentido
más amplio del simbolismo del paisaje.
Retornando al análisis histórico de las prácticas religiosas de tipo chamánico en
la región (Noroeste/Suroeste), podemos afirmar que en el caso del Arcaico, se trataría
de tradiciones características de los grupos cazadores-recolectores. Fue, precisamente,
durante ese periodo, que la producción de arte rupestre se generalizó y se convirtió en
una práctica sistemática en el Noroeste/Suroeste. Sin embargo, los estilos no son
homogéneos, aunque, en algunos casos, muestran rasgos comunes.
Si observamos las principales características de algunos estilos de las pinturas y
grabados rupestres atribuidos al Arcaico, podremos observar la proliferación de motivos

385
entre los cuales predominan elementos del tipo de concentraciones de círculos, zigzags
y líneas curvas ondulantes, superposiciones de líneas en forma de red o cuadrícula,
elementos en forma de peine y contadas figuras humanas, excesivamente esquemáticas
y poco definidas. Polly Schaafsma ha descrito detalladamente diversas variantes de lo
que denomina Estilo Abstracto de Petroglifos del Arcaico, el cual tiene una distribución
muy amplia, abarcando la Gran Cuenca, el sur-centro de Arizona, la Sierra del Pinacate
en Sonora, el suroeste de California, el norte de Chihuahua, el sur de Nuevo México y
Texas y el este de Utah [1980: 33-54]. Se les puede situar con mayor precisión,
alrededor del año 1000 a.C., sin embargo, Schaafsma sostiene que algunas variantes del
estilo pueden tener una mayor antigüedad [Schaafsma 1980: 17].
A pesar de la amplia distribución de los estilos abstractos, otros estilos
figurativos son contemporáneos o, incluso, anteriores, como los antropomorfos y
zoomorfos de gran formato de la Sierra de San Francisco en la península de Baja
California [Gutiérrez 2013] y los antropomorfos de Barrier Canyon en el este de Utah,
considerados, éstos últimos, como anteriores a la Tradición Fremont, es decir, anteriores
al 500 d.C. [Schaafsma 1980; Simms y Gohier 2010]. Los grupos sociales que
produjeron esas pinturas y grabados parecen compartir características semejantes. De tal
forma, un esquema general para todo el Arcaico no es aplicable:

Soy poco proclive a adscribir esquemas generales a los estilos del arte rupestre, los
cuales, a su vez, se postularían como reflejo de formas de organización social o
religiosa. Por ejemplo, el arte rupestre más temprano de los cazadores-recolectores no
siempre es abstracto, basta observar los murales de Baja California o el Estilo de Barrier
Canyon. No obstante, las diferencias de estilo que existían entre ellos, en todos esos
grupos, creadores tanto de los motivos fuertemente abstractos, como de los grandes
antropomorfos de Baja California o de las más espirituales figuras del Estilo Barrier
Canyon, el papel jugado por los chamanes debe de haber sido muy importante
[Schaafsma, comunicación epistolar 2009 traducción nuestra].

En el caso de La Proveedora, aunque se han encontrado vestigios arqueológicos


que apuntan hacia la presencia de grupos del Arcaico en el sitio, principalmente puntas
de proyectil diagnósticas, cuestión que analizamos en detalle en el capítulo cuarto,
sostengo que, en un sentido estricto, elementos gráficos o pictóricos con esas
características de estilo, similares al Estilo Abstracto de Petroglifos del Arcaico, son

386
muy escasos, aparecen en unas cuantas rocas del Cerro San José y de la porción central
de la ladera este de La Proveedora (Figura 31).46
Los encontramos, además, de manera contigua a las diversas variantes de los
estilos que identificamos como perteneciendo, probablemente, a la Tradición
Trincheras. Así, aparecen como elementos aislados dentro de un conjunto
predominantemente Trincheras. La gran mayoría de los diseños abstractos que aparecen
grabados a lo largo de todo el sitio corresponden a formas geométricas regulares,
muchas veces estructuradas en base a ejes simétricos [Washburn y Crowe 1988],47 lo
que los hace claramente distintos de los rasgos estilísticos característicos del Estilo
Abstracto de Petroglifos del Arcaico que pueden ser descritos, a partir de una
terminología acuñada para referirse al arte occidental de los años 50-60 del siglo XX,
como informalistas [Cirlot 1959; Dorfles 1969]. Tal como hemos visto [supra 148]
algunos de los diseños geométricos de los grabados rupestres que atribuyo a la
Tradición Trincheras, aparecen tanto en la cerámica Trincheras decorada (Púrpura/rojo
y Púrpura/Café) como en la Hohokam de los periodos Sedentario, Colonial y Clásico
(Tanque Verde) [Barstad 1999; Lindauer y Zaslow 1994] (Figuras 14, 32-34).

Diseños cerámicos hohokam, Fuente Lindauer y Zaslow [1994]. Comparar


con petrograbados de La Proveedora y El Deseo (Figuras 32-34).

En la medida en la cual toda la serie de grabados antropomorfos comparte


características estilísticas comunes, con diferentes variaciones, situadas en zonas
claramente diferenciadas, propongo que forman parte del propio desarrollo del estilo

46
Sugiero comparar los petrograbados de las figuras 31, 35-37, con los que aparecen en: [Schaafsma
1980, fig. 24].
47
Véase al respecto, el catálogo elaborado por Ballereau [1988:37-69].

387
Trincheras, dominante en el sitio. Tal vez las que se encuentran en el Cerro Calizo
pertenezcan a las primeras fases, pero eso no se puede determinar, por ahora. Lo que
parece haber, más bien, es una diversificación temática en distintas áreas del conjunto
del sitio, probablemente asociada a diferentes funciones sociales del arte rupestre y un
desarrollo de las formas en el tiempo, con variaciones estilísticas definidas.
Los paneles grabados de La Proveedora parecen integrar un sistema de símbolos
culturales elaborados durante un largo periodo, que componen un repertorio
iconográfico bien definido, inteligible para quienes hicieron uso de ese código; parecen
pertenecer a un estilo que, pudiendo tener sus orígenes en el Arcaico, va incorporando,
paulatinamente, nuevos elementos. En cambio, en un sitio cercano que se halla a 60
kilómetros de ahí, llamado Cerrito del Pápago, sí encontramos grabados rupestres con
una oscura pátina que parecen pertenecer a un estilo muy semejante al Estilo Abstracto
de Petroglifos del Arcaico, descrito por Schaafsma (Figuras 35-37). Los grabados del
sitio parecen guardar una unidad temática muy definida.
En La Proveedora, sin embargo, varios de los elementos gráficos que Reyes
Carrillo interpreta como fosfenos tienen cualidades formales que, desde mi punto de
vista, indican una lectura diferente, por ejemplo, las líneas paralelas en zigzag que
observamos en los grabados de La Proveedora son regulares y precisas, semejantes a las
que aparecen en la cerámica Trincheras Púrpura sobre Rojo (Figura 6). Considero que
es poco probable que sean el producto directo de un estado alterado de conciencia, en
todo caso, han sido trabajadas culturalmente y en función del análisis formal y por
comparación con motivos semejantes, puede inferirse que son una manera de
representar el agua que fluye. En el arte rupestre de Chihuahua, las líneas paralelas en
zigzag se asocian con el agua en movimiento [Guevara et. al. 2008].
Más aún, sostengo que, de manera semejante a como lo han hecho los zuni con
las vasijas que sirven para guardar el agua [Young 1992: 125-126], los diseños pintados
sobre las vasijas Trincheras para almacenar agua, pueden haber servido como un
elemento simbólico con la función mágica de atraer el agua a la vasija y propiciar que el
agua nunca escaseé.
Esos símbolos culturales se repiten, en variadas formas de combinación y de
manera sistemática, en distintas partes de los cerros de La Proveedora (Figuras 38-39).
Encontramos una variante de este diseño en El Deseo (Figura 40). El movimiento de
las líneas parece imitar, claramente, el flujo del agua. Por homología, en el caso de los
grabados rupestres en forma de líneas paralelas en zigzag, podría tratarse de una función

388
semejante: constituir dispositivos mágico-religiosos que tienen la finalidad de atraer el
agua al lugar, como sería el caso del grabado que se ubica dentro de la estructura de
muros en la cima norte de La Proveedora (Figura 69), tema que abordamos en el
siguiente capítulo. Otro tanto ocurre con series de líneas onduladas paralelas que
aparecen en los grabados del Cerro San José, dentro de una covacha llena de pocillos
para recibir agua de lluvia, y sobre los cuales las huellas del escurrimiento del agua es
evidente. Resulta evidente que ese espacio se dedicó a cultos relacionados con el agua
en forma de lluvia, como veremos en el capítulo siguiente (Figura 92).
Discrepo, así, de la aplicación mecánica y descontextualizada del modelo
neuropsicológico que llevó a cabo Verónica Reyes Carrillo para interpretar los grabados
rupestres de La Proveedora [Reyes 2000: 89-91]. Lo que ella define como “fosfenos,
poseedores de un origen neurológico resultado de una estimulación sobre el sistema
nervioso central relacionada al chamanismo” [Reyes 2000: 89] no lo son, propongo, por
el contrario, que se trata de elementos bien codificados de un complejo sistema de
símbolos que, en todo caso, en algún tiempo pudieron tener su origen en una visión,
provocada por un EAC, pero que, a partir de un momento definido, su presencia
obedece a la repetición de un código comunitario de comunicación mítico-ritual que a
la representación directa de fosfenos, percibidos en un EAC. El grado de elaboración
formal de los grabados que supuestamente representan fosfenos, apunta hacia el
desarrollo de un simbolismo religioso y sus aspectos formales y estéticos que hace
pensar en un sistema mítico-ritual muy elaborado, más que en grafismos que pudieran
ser la representación directa de una visión extática. Si apelamos al ejemplo de los
tukano, estudiado por Reichel-Dolmatoff, entenderemos que las formas entópticas que
aparecen en sus visiones son interpretadas por ellos en función de los conceptos
aportados por sus narrativas míticas y se convierten, así, en símbolos religiosos.
Más aún, en algunos casos, Reyes Carrillo interpreta como “curvas anidadas”,
que ella afirma, representan una de las formas entópticas clásicas [Reyes 2000: 90],
figuras que tanto Ballereau [1988, 1991] como yo, interpretamos como lunas crecientes
(Figura 21). En otros casos, interpreta, equivocadamente, como “representaciones de
formas entópticas” grabados con grecas que son características, tanto de la cerámica
Trincheras como de la cerámica Hohokam de los periodos Sedentario, Colonial y
Clásico (Tanque Verde), [Reyes 2000: 91] (Figuras 14 y 32-34).
Dentro del mismo esquema, Reyes Carrillo [2000: 91] interpreta como forma
entóptica, típica de la primera etapa de un EAC, el diseño de un petrograbado, formado

389
por una red de líneas diagonales paralelas que dan forma a figuras de rombos. En el
borde sur de la ladera este de la Proveedora y en el Cerro San José encontramos
repeticiones del mismo diseño o de variantes del mismo que también aparecen en la
cerámica Trincheras (Figuras 41, 44). Representaciones semejantes aparecen en el
Cerro de la Nana, cercano al Cerro de Trincheras (Figura 42). Lejos de ser una forma
entóptica característica, el símbolo parece ser mucho más complejo, implicando
elaboradas nociones geométricas y espaciales que darían lugar a una variante del
esquema cosmológico: el quincunce; símbolo cosmológico extensamente difundido a lo
largo de Mesoamérica y el Noroeste. También podemos encontrar ese diseño en la
cerámica Trincheras Púrpura sobre Rojo y en la cerámica Mata Roja sobre Café,
Texturada [Van Pool, et. al. 2008: 64]. Más aún, los rombos formados por contornos de
líneas diagonales paralelas son muy semejantes a los diamantes de la víbora de cascabel
que abunda en el sitio (Crotalus Atrox) y que también se expresa en los grabados
rupestres de La Proveedora, bajo la forma de cadenas de diamantes con un punto
central, diseño del cual tenemos un ejemplo claro en una roca contigua a la referida por
Reyes Carrillo (Figura 43).
En esa zona sureste de La Proveedora se halla un grabado que representa otra
posible variante del esquema cosmológico, el cual, siguiendo lo afirmado por Mountjoy
y Smith [2005: 395-411] y por Mountjoy [2012: 37-41] sobre un petrograbado de la
región de Tomatlán, Jalisco, puede interpretarse como una versión local del patolli, al
igual que otro semejante que encontramos en el Cerro San José (Figura 44). Sobre su
significado y función, los autores afirman que era mucho más que un juego o una forma
de diversión: “a través de su contenido simbólico, rituales asociados y funciones
adivinatorias, guardaba estrechos vínculos con la cosmología y el calendario”
[Mountjoy y Smith 2005: 404; Mountjoy 2012: 37-41, Fig. 40]. Russell documentó una
enorme cantidad de juegos, que nosotros llamaríamos de entretenimiento, azar y
apuestas, jugados por los akimel o’odham [1980: 174-181]. Ellos, lejos de creer en la
“suerte” o el “azar”, relata Russell, creían que durante el juego eran ayudados o
perjudicados por seres sobrenaturales, a los cuales se les hacían ofrendas y peticiones en
altares específicos, localizados dentro de pequeños abrigos rocosos en los cerros [1980:
175]. En particular, una versión pima del patolli, llamada kints, es descrita por Russell,
quien presenció cómo se jugaba [1980: 175-176]. Encontramos otra forma de
representarlo en el cerro de La Nana (Figura 42).

390
Inmediatamente asociados al referido diseño de La Proveedora, sobre la misma
roca, aparecen líneas dentadas en forma de pequeños triángulos, si contamos los
triángulos nos dan 28, el número de días que forman un ciclo lunar completo.
¿Casualidad o calendario? Todas estas figuras están muy lejos de ser meras
representaciones gráficas de patrones entópticos, sostengo la hipótesis que son símbolos
portadores de nociones sumamente complejas. El diseño de líneas horizontales con
triángulos aparece también en la cestería de los o’odham [Russell 1980: Lam. XXIXa].
Otra manera en la cual se ha interpretado la línea dentada es como la
representación gráfica de un instrumento musical, fabricado con madera o hueso de
venado; se le graban muescas, las que se frotan con un palito para producir sonidos
rítmicos: su uso en la cacería ritual del venado entre los diversos grupos yuto-aztecas
del occidente y norte de México y el suroeste de los Estados Unidos (nayeri, wixaritari,
rarámuri, hopi y zuni) está ampliamente documentado y aparece en el arte rupestre de
varias regiones del noroeste y occidente de México [García 1994; Neurath 2002;
Viramontes 2005] (Figura 85).
Los ejemplos de interpretación forzada se multiplican, Reyes Carrillo pretende,
voluntaria o involuntariamente, adecuar la realidad al modelo, en todo caso, se debería
proceder a la inversa. Sucede con otro grabado que ella interpreta como “forma
entóptica”, considerando que: “El espiral es la forma entóptica que aparece con mayor
frecuencia en los petrograbados de La Proveedora”. El elemento referido por Reyes
Carrillo está formado por un cuadrado dividido por líneas diagonales en forma de “X”
que configuran cuatro zonas triangulares, dentro de los cuatro triángulos se grabaron
espirales. Además de subrayar el carácter entóptico de las espirales, Reyes Carrillo lo
interpreta como un “símbolo chamánico” que remite a la “asociación estrella-motivo
acuífero” [2000: 115] (Figura 45).
Tal como he señalado, el referido motivo tiene una amplia distribución en
Mesoamérica, el occidente y el noroeste de México y aparece en algunos sitios del
suroeste de Estados Unidos, no sólo en Sonora; se le ha identificado claramente como
un esquema cosmológico (quincunce), interpretación que yo comparto: las cuatro zonas
triangulares en las que las líneas diagonales dividen al cuadrado equivalen,
simbólicamente, a los rumbos del universo y en el punto donde se cruzan, se forma el
centro; como bien indican Guevara y Mendiola, las líneas diagonales son la
representación de “los puntos recorridos por el sol durante el año en el horizonte.

391
Variante de lo que algunos investigadores llaman ‘reloj de arena’” [Guevara et. al.
2008: 139]. (Figuras 23-24 y 45).
En otros casos, las cuatro zonas triangulares que se forman dentro del cuadrado
se interpretan como las cuatro estaciones anuales a que da lugar el movimiento del sol
sobre el horizonte, a lo largo del año. En el caso particular del grabado referido, las
espirales son semejantes a la manera en la cual se representan las nubes y el humo en
otros grabados, pudiendo simbolizar el fuego-humo de la estación seca y el agua-nube
de la estación lluviosa (Figura 45). La relación simbólica entre las nubes y los rumbos
del universo aparece de manera muy definida entre los grupos pueblo, Parsons atestigua
en su trabajo etnográfico, publicado en 1939, que los “Seres de las Nubes” eran siempre
descritos a partir de los colores de los cuatro rumbos del universo [Parsons 1996: 172].
Asociadas directamente al mismo grabado, encontramos las líneas dentadas,
recién descritas: en las tres que aparecen, la suma de los triángulos da 14, de nuevo se
plantea la pregunta: ¿forman parte de una cuenta calendárica de medio ciclo lunar?
En la cerámica Ramos Policroma de Casas Grandes encontramos diseños
semejantes al quincunce, descrito en La Proveedora: rectángulos divididos por dos
diagonales en forma de “X” con espirales circulares dentro de los triángulos inferior y
superior y con espirales cuadradas con grecas escalonadas en los triángulos izquierdo y
derecho [Guevara et. al. 2008: 118; Nielsen-Grimm y Stavast 2008: 116, 118, 123].
En el sitio llamado Four Pillars de la región de South Mountain, que contiene
abundantes petrograbados hohokam, se encuentra un grabado semejante, está formado
por un cuadrado dividido por dos diagonales, los triángulos formados tienen círculos en
su interior y el perímetro exterior del cuadrado termina en una espiral; Todd Bostwick
lo considera un marcador astronómico: en el solsticio de verano uno de los ejes
diagonales del grabado se alinea con la salida del sol [Bostwick y Krocek 2002: 173-
178]. Bostwick llega a esa conclusión, después de observar el fenómeno durante cuatro
años seguidos. Todo lo anterior parece confirmar claramente el significado y la función
que le atribuyo y no el que propone Reyes Carrillo.
Si observamos con atención lo que ocurre a nivel macro-regional, tanto con los
diseños que aparecen en los grabados y pinturas rupestres, como con los que se pintan
sobre la cerámica, nos vamos a dar cuenta que el proceso que define las variaciones
estilísticas está marcado por un largo trabajo cultural con las formas y que a esa
sofisticada elaboración de las formas le corresponde una densa carga de significado de
las mismas, para expresarlo en los términos de Clifford Geertz. Una deficiencia

392
importante del modelo neuropsicológico es que no ha desarrollado un método serio y
sistemático que permita definir con claridad cuáles diseños del arte rupestre son figuras
entópticas y cuáles no lo son. En numerosos casos eso sólo puede definirse por medio
de estudios etnográficos, etnohistóricos, iconográficos y hermenéuticos muy
cuidadosos, de otra manera se corre el riesgo de aplicar mecánica e irreflexivamente el
modelo, e incurrir en graves errores de interpretación. Aplicar el modelo
neuropsicológico de manera mecánica e irreflexiva equivale a seguir un camino fácil
que evita tener que llevar a cabo el largo, difícil y complejo trabajo de análisis estilístico
e iconográfico, así como el que se refiere a la investigación de los significados
culturales específicos de los símbolos que aparecen en el arte rupestre.

Horizonte de expansión de la agricultura


Un segundo horizonte cultural, que puede haber afectado el desarrollo de los estilos
existentes y generado nuevos, muestra un importante y largo proceso de cambio
macroregional (1500 a.C. a 150 d.C.); podría estar definido por la introducción y
generalización de los cultivos del maíz, la calabaza y el frijol, y el inicio y desarrollo de
la producción cerámica; duraría hasta el momento en el cual el predominio de las
sociedades agrícolas estableció una clara diferenciación cultural entre tres tipos sociales
predominantes (300 a.C. al 1150 d.C.): 1) cazadores-recolectores, 2) economías mixtas
que combinan la caza-recolección con la agricultura de temporal y 3) sociedades
basadas, primordialmente, en una agricultura intensiva.
Este segundo periodo va a presenciar una lenta y compleja transformación
religiosa y ritual: la paulatina transición de las prácticas y sistemas de creencias de tipo
chamánico a las propias de los agricultores, ocurridas principalmente en las sociedades
de creciente sedentarización. Algunos de los grupos presencian el paso de una vida
libre, caracterizada por los encuentros personales y espontáneos con las manifestaciones
de lo sagrado, a una vida perfectamente regulada por el calendario y los meticulosos
rituales del ciclo agrícola. Numerosos grupos oscilarán entre estos dos polos, integrando
abigarradas combinaciones de elementos culturales. Considero que es dentro de este
periodo que se debe situar una buena parte de la producción de los grabados rupestres
de La Proveedora, misma que continúa en el siguiente, hasta alrededor del 1450 d.C.,
siguiendo las cronologías propuestas para el Complejo Trincheras por McGuire y
Villalpando, las que considero son las más pertinentes.

393
Joseph Campbell recurre a un mito de origen de los apaches jicarilla para ilustrar
la transición que referimos: “En la leyenda de origen de los indios apache jicarilla, de
Nuevo México, hay un ejemplo excelente del abandono por una tribu cazadora de la
forma de religiosidad, representada por el chamanismo, ante la fuerza mayor de un
complejo cultural plantador más estable, organizado socialmente y mantenido por
sacerdotes” [Campbell 1991a: 267-268]. El mito de origen referido contiene un
importante episodio en el cual los dioses creadores (Hactcin) ponen en evidencia los
poderes limitados de los chamanes, quienes, al verse debilitados, se ven obligados a
integrarse a las nuevas formas religiosas, bajo una nueva figura que los Hactcin les
asignan [Campbell 1991a: 273-275; Bierhorst 2002: 84].
Fericgla presenta ejemplos semejantes de modificación y adaptación de
tradiciones de tipo chamánico que dan forma a religiones organizadas. Sobre la religión
buitista de Guinea y el Gabón señala que esta religión, consumidora de la raíz visionaria
de iboga, puede ser “la evolución de antiguas prácticas chamánicas organizadas hoy en
forma social más compleja” [Fericgla 2000: 70]. Propone que un caso semejante puede
encontrarse en las Iglesias denominadas del Santo Daime del Brasil, cuyos seguidores,
dentro de los rituales que fija su religión, consumen grupalmente ayahuasca
(Banisteriopsis caapi), el enteógeno panamzónico de uso tradicional más extendido
entre los especialistas rituales indígenas amazónicos y andinos [Fericgla 2000: 70]. De
acuerdo con Fericgla las prácticas de los daimistas “ilustran a la perfección la
transformación de técnicas propiamente chamánicas en técnicas ceremoniales
eclesiásticas y grupales” [2000: 70].
Durante ese segundo periodo histórico que proponemos, que culmina alrededor
de la etapa comprendida entre el año 1000 y el 1150 d.C., quienes posiblemente
encarnaban de manera muy clara las nuevas formas religiosas de los agricultores, eran
los grupos pueblo ancestrales o anasazi. Jane Young afirma que “el recuento zuni de los
orígenes y la historia cultural arqueológica comparten ciertos grandes temas básicos,
incluyendo el cambio económico de la caza y recolección al cultivo del maíz” [Young
1992: 19].
La etnografía nos permite formarnos una imagen de las características que pudo
haber tenido el ceremonialismo de los agricultores durante ese periodo. Así, por
ejemplo, de acuerdo con Ruth Benedict, los zunis son una gente dedicada al ceremonial,
rinden culto a sus dioses enmascarados, al sol, a la salud, a los fetiches sagrados, a la
guerra y a los muertos [1957: 54]. No existe otra actividad que compita en importancia

394
en la vida de los adultos. Implica el aprendizaje de complejas ceremonias, llenas de
recitaciones, increíblemente extensas, que desafían cualquier capacidad de
memorización y están regidas por infinitas preocupaciones acerca de los detalles más
nimios, pues cualquier cosa puede influir en beneficio o perjuicio de las lluvias
adecuadas y la cosecha [Benedict 1957: 54-55]. Benedict explica esa obsesión por los
más mínimos detalles:

Esta preocupación por el detalle es suficientemente lógica. Se cree que las prácticas
religiosas zuni son, por derecho propio, poderosas en un sentido sobrenatural. En cada
paso, si el proceder es correcto, si el atuendo del dios enmascarado es tradicional hasta
el último detalle, si las ofrendas son inobjetables, si las palabras de las oraciones que
duran horas son perfectas, el efecto se producirá, de acuerdo con los deseos humanos
[…] Cada detalle tiene eficacia mágica [Benedict 1957: 55 traducción nuestra].

Young confirma lo dicho por Benedict, relatando que:

Los zunis que participan activamente en la Sociedad Kachina o en cualquier otra


organización religiosa deben dedicar gran parte de su tiempo a las actividades rituales;
aprenden oraciones y cantos, pasan muchas horas practicando danzas y ensayando
dramas rituales zuni, llevando a cabo series anuales de visitas a los lugares sagrados,
ayunando y, frecuentemente, meditando; restaurando máscaras, disfraces y otra
parafernalia ritual [Young 1992: 32 traducción nuestra].

La cantidad de sociedades ceremoniales y cargos religiosos entre los diversos


grupos pueblo es abrumadora [Parsons 1996: 112-169].
Las variantes culturales que pudieron haberse dado en este periodo de transición
y compleja articulación entre chamanismo y ceremonialismo agrícola pueden haber
encontrado la manera de expresarse a través del arte rupestre. Un ejemplo característico
de este periodo es el del antropomorfo del estilo fremont (ca. 750 d.C.):

El arte rupestre fremont destaca gracias a las cualidades del antropomorfo fremont, un
sello gráfico de la identidad fremont que fue representado, tanto a lo largo de Utah,
como del oeste de Colorado al este de Nevada […] La figura fremont con sus collares
ornamentales y su imponente y distintivo tocado es la corporeización del poder y el
prestigio. Al mismo tiempo que une iconográficamente a los fremont, los separa de sus

395
vecinos pueblo, al sur. Se le representa de varias guisas, frecuentemente, como un
cazador o, aparentemente, presidiendo sobre los animales de caza; en otras instancias,
como guerrero, así como sosteniendo cabezas-trofeo. […] Guerreros y portadores de
escudos, que en ocasiones llevan cabezas-trofeo son las figuras que prevalecen en la
región Vernal del noreste de Utah. […] En el conjunto, las figuras heroicas sugieren una
estrategia de liderazgo, basada en los poderes de personas individuales, probablemente,
chamanes, que contrastan con las formas comunitarias de organización socio-religiosa
de los pueblo [Schaafsma, 2010: 161-162].

De esta forma podemos ver cómo, al lado de los pueblo ancestrales, los fremont,
caracterizados por una economía mixta, de base cazadora-recolectora, con agricultura de
temporal, conservan la figura del hombre de poder. A partir de la importancia que tiene
en el arte rupestre, puede inferirse su lugar preponderante en la sociedad. Las alargadas
figuras fremont “no parecen estar conectadas en forma alguna con el desarrollo de la
agricultura” pues se dan en sitios donde la horticultura tenía poca importancia
[Schaafsma 1980: 180]. “En todo caso, juzgando a partir de los ejemplos etnográficos,
la estructura social habría sido tal que las actividades religiosas habrían descansado en
las manos de practicantes religiosos especializados como los chamanes y no en un
sacerdocio organizado como el que existía entre los pueblo” [Schaafsma 1980: 180].
De acuerdo con la autora, es probable que el antropomorfo fremont tenga su
antecedente en una figura equivalente de los pueblo ancestrales, perteneciente a la fase
Basketmaker II (1-400 d.C.) [Schaafsma 2010]. El seguimiento histórico de las
variaciones estilísticas del arte rupestre de los anasazi arroja valiosa información,
relacionada con el asunto que nos ocupa. Al igual que en el posterior caso de los
fremont, en el temprano arte de los pueblo, Schaafsma infiere “un sistema ideográfico o
una estructura religiosa, basada en prácticas chamánicas” [1980: 109]. Conforme pasa el
tiempo, los grandes antropomorfos con tocados y ricamente ataviados del periodo
Basketmaker II van decreciendo en tamaño y monumentalidad, en el siguiente periodo
Basketmaker III se van haciendo más simples. La aparición de un tipo semejante de
antropomorfos, a los que ahora se añade la representación de un pájaro u otra ave sobre
la cabeza, es interpretada como un rasgo que indica “la capacidad de emprender el vuelo
que los chamanes reclaman para sí, durante el cual, el alma, desprendiéndose del
cuerpo, asume la forma de un pájaro” [Schaafsma 1980: 133-34].

396
Un cambio sustantivo en los antropomorfos es que “en vez de mantener su
estática rigidez frontal e invocar un aire de pertenecer a otro mundo, frecuentemente, se
hallan involucrados en una variedad de actividades” [Schaafsma 1980: 132]. Schaafsma
observa que estos cambios iconográficos del repertorio, que incluyen numerosos
elementos novedosos, conllevan el desarrollo de “nuevos sistemas de pensamiento”
[1980: 122].
En el siguiente periodo, la creciente sedentarización y la concomitante
importancia de la producción cerámica hacen aparecer los motivos geométricos de la
cerámica en el arte rupestre de los grupos pueblo ancestrales o Hisatsinom, según los
hopi, el repertorio incluye espirales, círculos concéntricos, la doble espiral inversa,
cadenas de diamantes y grecas rectangulares. Las nuevas aportaciones incluyen
zoomorfos como el borrego cimarrón y una larga serie de cuadrúpedos: cérvidos,
cánidos y felinos; aparecen también arácnidos e insectos, entre los que destaca el
ciempiés, al que considero un probable símbolo de la estación de lluvias, como veremos
más adelante.
Entre los símbolos de este periodo, encontramos algunos que son
particularmente importantes para nuestra investigación: antropomorfos sumamente
esquemáticos (stick figures) que aparecen levantando ambos brazos en ángulo recto,
mostrando las palmas de las manos o con una mano levantada, “saludando”, y con la
otra mano colocada en la cintura, otros más que parecen estar danzado, tomados de las
manos y figuras ambiguas, mitad humanas, mitad lagartijas. Los antropomorfos
referidos son relevantes porque tanto en La Proveedora como en el Cerro San José, así
como en la región de South Mountain, en Arizona, que contiene grabados rupestres
hohokam, encontramos figuras equivalentes que son muy similares y que aparecen
también en la cerámica hohokam del periodo Sedentario: Sacaton Rojo sobre Café
[Bostwick y Krocek 2002: 103-143; Schaafsma 1980: Figs. 67, 95-99]. En lo que a las
figuras antropomorfas que aparecen en el arte rupestre se refiere, observamos que es
muy probable que los contactos culturales entre los grupos trincheras, hohokam y
pueblo estén en el origen de los rasgos compartidos. Veremos en el próximo capítulo el
sustento etnográfico y arqueológico en el cual me baso para apoyar esta hipótesis sobre
las características estilísticas comunes.
A partir del análisis comparativo de los diseños cerámicos y de los grabados
rupestres, defiendo la siguiente hipótesis, válida para toda la región del
Noroeste/Suroeste: la aparición de las figuras geométricas, semejantes a las

397
decoraciones pintadas sobre la cerámica, marcan un cambio iconográfico en el arte
rupestre que puede ser paralelo al desarrollo de la cerámica decorada y propio del
afianzamiento de tradiciones culturales, propiamente agrícolas. Al mismo tiempo,
basándonos en documentos etnográficos, sostenemos que la presencia en el arte rupestre
y en la cerámica de las nuevas figuras antropomorfas se asocia al desarrollo de nuevas
formas rituales: pueden corresponder a figuras que representen gestos, actitudes y
danzas rituales, pertenecientes a las ceremonias agrícolas. Presentaremos la evidencia,
en detalle, en el próximo capítulo.
Entre los grupos pueblo ancestrales, el periodo parece estar caracterizado por la
estabilidad, la construcción de sistemas simbólicos que dan forma a una identidad
común y la aparición de un nuevo repertorio iconográfico:

En contraste, después de ca. 500 d.C., el arte rupestre anasazi, hacia el sur, carece del
sello de la figura antropomórfica [del chamán]. El énfasis en el conflicto es muy tenue y
las escenas de caza son sumamente escasas, a pesar de que el borrego cimarrón aparece
frecuentemente. Se puede afirmar con seguridad que, a nivel macro-regional, en el
mundo pueblo de la Meseta Central y la Meseta Sur de Colorado, de Nevada del este al
Río Grande, entre el 950 y el 1150 d.C., existía un acervo visual básico que indicaba
una estabilidad iconográfica y cultural, que caracterizó a este periodo. El repertorio
iconográfico incluye pequeñas figuras humanas, flautistas, parejas copulando y otros
temas asociados con la fertilidad; borregos cimarrón y otros animales; así como motivos
cerámicos, espirales, líneas ondulantes; debe haber sido comprensible para todos los
grupos de la región, indicando, tanto una visión del mundo compartida, como un modus
operandi. El arte rupestre de los pueblo ancestrales proyecta una identidad cultural
común [Schaafsma 2010: 163].

Entre los hohokam, vecinos de los grupos de la Tradición Trincheras,


encontramos interesantes semejanzas y diferencias. En particular, en el sur de Arizona
existen ejemplos del Estilo Abstracto de Petroglifos del Arcaico en sitios con
petrograbados que se han identificado como pertenecientes a la cultura hohokam: “el
estilo hohokam de petroglifos del Gila parece haber evolucionado in situ, a partir de un
legado arcaico, dominado por elementos abstractos curvilíneos, definidamente
informales” más tarde se le añaden “las espirales y los soles”, figuras humanas y
zoomorfas: “perros, lagartijas, borregos y pájaros” [Schaafsma 2010: 166]. Los motivos
zoomorfos y antropomorfos del arte rupestre son similares a los de la cerámica, “es

398
probable que una imaginería similar se continuó produciendo a lo largo de los periodos
Colonial y Sedentario, hasta alrededor del 1100” [Schaafsma 2010: 166-167].
Entre el 950 y el 1150 d.C. el arte rupestre de los hohokam manifiesta los
patrones de estabilidad que son observables en otras partes del Suroeste, pero deja ver
fuertes vínculos con el occidente y el noroeste de México [Schaafsma 2010]. Braniff
propone que durante el Preclásico terminal “se comienzan a esbozar, con mayor
claridad, relaciones entre el Occidente de México y el noroeste –que incluye el suroeste
de los Estados Unidos- por lo que podemos sugerir que esta ampliación está
directamente relacionada con el desarrollo político y económico de los primeros estados
mesoamericanos” [Braniff 2000: 163]. Anteriormente había señalado que: “Estas
interrelaciones se infieren de la similitud que existe entre algunos materiales
arqueológicos presentes en ambas regiones, que puede ser explicada en razón de
contactos entre los diferentes grupos que los produjeron” [Braniff 2000: 159].
Siguiendo a Mountjoy, Schaafsma propone un nexo cultural del arte rupestre
hohokam con los grabados rupestres de Nayarit y Sinaloa, en particular con el complejo
de figuras espirales (Figura 77). Mountjoy asocia ese complejo de grabados espirales
de Nayarit con el agua y con sitios ceremoniales: “Con respecto a la interpretación de
los petroglifos, existe, aparentemente, una fuerte correlación con el agua, en el área de
San Blas […] La correlación de los petroglifos con el agua recibe una mayor
fundamentación de los estudios en Sinaloa” [1974: 25]. Agrega que en numerosos
casos, los grabados rupestres se sitúan “a lo largo de los bancos de los ríos o arroyos, en
los arroyos o en la playa” [Mountjoy 1974: 25]. El segundo aspecto con el que se
asocian los petrograbados “parece ser con los monumentos construidos por la mano del
hombre que tienen un significado ceremonial” [Mountjoy 1974: 26].
Acerca del significado de las espirales, el autor señala que en San Blas y sus
alrededores se les denomina, de manera persistente: “caracoles”, a lo que agrega que
uno de los grabados del sitio 37 de San Blas parece representar el caracol con su concha
[Mountjoy 1974: 27]. En otros casos, la espiral se asocia con una figura fálica en forma
de serpiente. Refiere también las observaciones de Lumholtz sobre el arte de los
huicholes, donde la espiral representa un remolino en el agua o se le asocia con ofrendas
para la petición de lluvias; concluye que las asociaciones significativas que unen todas
esas representaciones son la lluvia y las nubes, el maíz y las serpientes (algunas
emplumadas), junto con el corazón y El Abuelo Fuego [Mountjoy 1974: 27-28].

399
Mountjoy refiere la importancia que para los huicholes tiene el equilibrio entre
los fenómenos de lo seco y lo húmedo con sus manifestaciones en el paisaje y sus
respectivas deidades. Relata la importancia que tienen las peregrinaciones al mar y la
realizada para la obtención (“cacería”) del peyote (hi’ikuri), destacando que “los
huicholes no sólo relacionan frecuentemente las espirales con las serpientes y el agua,
sino también la espiral radiada se asocia con el viaje interior del peyote. En el centro de
esas espirales se da una ligera elaboración de la línea que representa al dios del fuego,
origen de la experiencia del peyote” [Mountjoy 1974: 28].
En una obra posterior, Mountjoy asocia la producción de pinturas y grabados
rupestres de Nayarit y Jalisco con la transición de la estación seca a la lluviosa y con la
petición de lluvias y una cosecha abundante:

en algunos casos de Jalisco y Nayarit en donde el análisis cuidadoso y extensivo ha sido


posible, la gran mayoría de los diseños parece estar relacionada con ceremonias llevadas
a cabo con el propósito de conseguir lluvia del dios solar a beneficio de las plantas y los
animales de los que la gente dependía para su sustento. Estas ceremonias fueron del tipo
de los “ritos de renovación”, relacionadas con el cambio crítico entre la estación seca
asociada con la escasez y la estación de lluvias asociada con la abundancia, una
transición que constituía una renovación anual del mundo indígena.
De cierta manera, los diseños grabados o pintados funcionaron como un sistema
rudimentario de escribir, aunque los mensajes fueron destinados a un dios, en lugar de a
otros seres humanos, y estos mensajes comunicaban súplicas de los indígenas para que
un ser sobrenatural, el dios solar, les proporcionara ciertas cosas de sustento que fueron
esenciales para su supervivencia.
Esta asociación del arte rupestre con ceremonias para conseguir lluvias quizás explica la
abundancia de arte rupestre en ciertas áreas geográficas como en las fronteras norte y
sur de Mesoamérica, en donde los nativos dependían de la lluvia para sus cultivos de
tipo temporal, así como de las plantas y los animales silvestres, de los que también
dependían [Mountjoy 2012: 7-8].

Después de analizar las posibles relaciones interculturales del símbolo de la


espiral, Mountjoy concluye que: “Así, aparece una fuerte posibilidad de que la espiral
pueda ser considerada como un rasgo indicativo del contacto entre el Suroeste y
Mesoamérica. Basados en la distribución de los petroglifos, tal contacto se habría dado
subiendo la costa oeste, a través de Sinaloa, y probablemente ocurrió con posterioridad

400
al 1100 d.C.” [1974:30 traducción nuestra]. Asocia esta interacción cultural con “una
fuerte ola de ceremonialismo y de arte ceremonial que se movió hacia arriba por la costa
oeste de México, hacia la frontera sur de Sonora, casi cara a cara con los hohokam,
alrededor de 1100-1200 d.C.” [Mountjoy 1974: 31].
A través del análisis comparativo de los motivos decorativos hohokam y de
elementos semejantes en los grabados rupestres de La Proveedora, Lindauer y Zaslow
[1994] demuestran que los hohokam y los grupos del Complejo Trincheras
compartieron una tradición decorativa: “un tipo de arte rupestre geométrico [...]
documenta la existencia de contactos hohokam-trincheras entre el 900 y un poco más
tarde que el 1100 d.C.” [Lindauer y Zaslow 1994: 341-342]. Existe suficiente evidencia
arqueológica que atestigua los intercambios culturales, incluido el comercio de la
concha [Villalpando 2001d]. El análisis comparativo del arte rupestre y la cerámica,
sugiere que “esta interacción pudo haber sido facilitada por una visión del mundo
compartida, que ya se encontraba entonces en la gran región o que, por el contrario, el
comercio fue el instrumento que propició que esa visión del mundo se compartiera y
esos elementos ideológicos se difundieran” [Schaafsma 2010: 168].

Horizonte de la agricultura intensiva


Para el tercer periodo que proponemos (1100-1450 d.C.), aparecen elementos
iconográficos que pueden asociarse con el ceremonialismo agrícola. Uno de estos
elementos, perfectamente definido, es el de las máscaras kachina de los pueblo:

Las máscaras kachina representan seres ancestrales propiciadores de la lluvia,


intermediarios entre los mundos humano y sobrenatural. Es difícil datar su primera
aparición en el arte rupestre, mas, en la región pueblo del oeste, algunas escasas figuras
enmascaradas que aparecen en la cerámica, sugieren una fecha anterior al 1300 d.C.
para ciertas figuras kachina […] Estas máscaras aparecen dispersas entre un inventario
iconográfico que, de otra manera, refleja una visión del mundo correspondiente a las
fases Pueblo II y III [Schaafsma 2010: 174].

Elsie Clews Parsons nos relata que los espíritus kachina se asocian con la lluvia,
las cosechas y los animales de caza. Relata que la gente de Cochiti les pide abundantes
cosechas y todas aquellas cosas de las cuales depende la vida de la gente [Parsons 1996:
176]. Los espíritus kachina están en el centro de lo más significativo del

401
ceremonialismo de los pueblo. Su simbología los vincula directamente con la temática
central de las sociedades de agricultores y los indispensables ceremoniales de petición
de lluvias y cosecha abundante.
Durante ese periodo, el cambio iconográfico más radical se va a dar dentro de la
Tradición Mimbres:

[Un] gran cambio ocurrió entre el 1000 y el 1050 d.C. en lo que ahora es el sur de
Nuevo México. Este es uno de los puntos de quiebre más significativos en la historia
iconográfica del Suroeste. De singular importancia y con escasos precedentes
regionales, lo que se considera comúnmente como la iconografía Mimbres –en la
cerámica y en el arte rupestre- señala la introducción de una nueva visión del mundo.
Muchos estudiosos citan fuentes mesoamericanas –algunos, específicamente del oeste
de México- como el origen de las nuevas ideas que marcan el comienzo de este cambio
[…] El sistema gráfico Mimbres no sólo destaca nuevos temas, sino también modos
radicalmente diferentes de representación que permiten un mayor detalle en el diseño,
expandiendo de esa manera el potencial comunicativo de la imagen. Varias de las
figuras dentro de este nuevo complejo gráfico se cree que derivan de las cosmologías
del centro de México: serpientes con cuernos y emplumadas, los héroes gemelos, las
figuras con anillos circulares o anteojeras, con los atributos del dios Tláloc, así como
individuos enmascarados. Personas ataviadas como la serpiente con cuernos son
representados como decapitadores […] imágenes que evocan las nociones
mesoamericanas Posclásicas […] Formas de vida que sintetizan dos o más especies son
características del arte figurativo de Mimbres, estos componentes distinguen,
ideológicamente, a la iconografía de Mimbres de la de las regiones vecinas. De hecho,
la iconografía Mimbres y el resultante estilo de arte rupestre Jornada, en sí mismo,
puede ser visto como la versión “local” de desarrollos más sofisticados en México
[Schaafsma 2010: 170].

Es probable que a partir de esa época las redes de comunicación e intercambio


intercultural se ampliaran e integraran un muy vasto territorio. Se presentan, así,
escenarios cada vez más complejos que hacen más difícil el discernimiento del origen y
desarrollo de los estilos de las manifestaciones gráfico-pictóricas rupestres. Se pone de
manifiesto que el tipo de prácticas culturales dentro de las que se producían las pinturas
y grabados rupestres se deben haber diversificado de manera importante. Nos valemos
de los ejemplos anteriores, sin pretender llevar a cabo un recorrido exhaustivo de los

402
estilos, para mostrar la importancia que la variedad estilística ha tenido en la gran región
y la compleja articulación que se debe haber dado entre los cambios sociales y las
prácticas religiosas y culturales, vinculadas directamente con la producción de arte
rupestre. Dadas la diversidad y compleja articulación entre formas religiosas y arte
rupestre, la estrategia de investigación debe partir de principios interpretativos que
aborden el asunto desde la complejidad, inherente al problema, y eviten al máximo el
reduccionismo metodológico.

403
CAPÍTULO IV

ANÁLISIS DE LOS SITIOS

Ofrecer a los espíritus lo que les gusta, en pago


por lo que se les solicita –clima favorable, fertilidad,
salud y longevidad; control de las condiciones,
incluida la presciencia; la purificación y la secularización-
éstas son las principales categorías religiosas
y mágicas a las que los ritos pertenecen.
Elsie Clews Parsons

ESTRATEGIAS CONSTRUCTIVAS, SIMBOLISMO DEL PAISAJE


Y ARTE RUPESTRE EN LOS CERROS DE TRINCHERAS

Cualquiera que visite el Cerro de Trincheras en la cuenca del río Magdalena se


dará cuenta, a kilómetros de distancia, de su definida presencia visual, destaca por su
forma, su tamaño y su color café pardo oscuro (Figuras 7 y 8). Al acercarnos, se
percibe con claridad la sensación de escalonamiento que la vista de las terrazas produce.
Desde la cima, el dominio visual sobre el territorio circundante y la lejana distancia son
muy definidos. Elisa Villalpando y Randall McGuire calculan, aproximadamente,
634,856 horas/persona para la construcción de todas las estructuras de muros y terrazas
en el Cerro de Trincheras, considerando que los materiales (piedras y tierra de relleno)
se tomaron de las inmediaciones [Villalpando y McGuire 2004: 239; 2009: 368-371].
Su descripción de las características arquitectónicas del Cerro de Trincheras nos permite
formarnos una imagen de sus últimas dimensiones:

El sitio es visualmente monumental desde un radio de 25 kilómetros. El cerro en sí


cubre 100 hectáreas que se elevan unos 150 metros sobre el nivel de la actual planicie
aluvial. Los elementos más obvios son las más de 900 terrazas localizadas
principalmente sobre la cara norte. Algunas de éstas llegan a tener de 300 a 400 metros,
aunque la mayoría miden entre 15 y 30 metros de largo. La altura de las terrazas varía
de unas decenas de centímetros, las que se encuentran en la base del cerro, hasta los tres
metros, aquellas cercanas a la cima. Más de trescientas estructuras circulares y
cuadrangulares con paredes de hasta un metro de altura aparecen adosadas a algunos
muros de las terrazas. Dos estructuras especiales destacan del resto de la arquitectura del
sitio: la Cancha es un rectángulo con las esquinas redondeadas de 15 por 57 metros, en

404
la base norte del cerro. La Plaza del Caracol se localiza en la parte oriental de la cima,
en ella el Caracol ocupa un lugar central, rodeado de estructuras circulares, en un
espacio abierto delimitado por muros con accesos bien definidos. El Caracol tiene
muros de más de metro y medio de altura que forman una espiral de 13 por 8 metros, la
cual semeja la concha de un gasterópodo seccionado [Villalpando y McGuire 2004:
230].

Además del Cerro de Trincheras, otros sitios de la región muestran una


importante actividad humana de transformación del paisaje. En los cerros de La
Proveedora y San José se construyeron 152 terrazas, de diferentes tamaños, además de
numerosos senderos (Figuras 46-47), se alinearon grandes rocas, se aplanaron y
rellenaron algunas zonas de la llanura para formar plazas (Figura 48); a este tipo de
construcciones hay que añadir una muy prolífica producción de grabados rupestres que
alcanza la cifra aproximada de 6000 diseños registrados en un área de 9.5 km² [Amador
y Medina 2007; Villalobos 2003: 16] (Figuras 21 y 22).
En la región del río Altar, McGuire y Villalpando reportan once cerros de
trincheras que contienen diversos tipos de estructuras, entre las que predominan las
terrazas en las laderas de los cerros, un promedio de 15 terrazas por cerro [1993: 76]. El
único cerro de la región que carece de terrazas incluye una estructura de muros sin
argamasa (corral),48 en la cima, tiene forma circular y una entrada orientada hacia el
norte [McGuire y Villalpando 1993: 144-146]. Otros cuatro cerros comparten estas
características, uno de ellos con dos corrales [McGuire y Villalpando 1993: 76]. En
estos cerros de trincheras se encontraron, también, muros y basamentos circulares y
cuadrados de casas en foso [McGuire y Villalpando 1993: 76]. El cerro de trincheras
más grande de la región es el llamado Tío Benino, contiene 290 terrazas, le sigue el
cerro llamado La Hormiga con 44 [Villalpando y McGuire 2007: 142] (Figura 49).
Los rasgos más destacados de los cerros de trincheras en el noroeste de Sonora
(200-1450 d.C.) son los asentamientos complejos, asociados a las cuencas fluviales y a
los cerros volcánicos. En las laderas encontramos terrazas, senderos y rampas. Dentro
de cada sitio, y de una región a otra, las terrazas varían en tamaño y función [Braniff
1992; McGuire y Villalpando 1993; Villalobos 2003; Villalpando y McGuire 2009].
Pueden haber servido para el cultivo de agaves, por ejemplo, para habitación o para

48
Se ha llamado corrales a estas estructuras, mas, en un sentido estricto no lo son, por lo cual aparecerán
en cursivas a lo largo del texto.

405
albergar talleres de producción de ornamentos de concha, construyéndose distintos tipos
de estructuras sobre ellas, como en el caso del Cerro de Trincheras. Incluso, su
ubicación en los distintos niveles de altura de la ladera puede haberse traducido en algún
tipo de jerarquía social (Villalpando y McGuire 2009). Sobre las laderas pueden
encontrarse, también, grabados rupestres en los afloramientos rocosos. El grado de
densidad en la concentración de grabados varía de una región a otra, es mucho mayor en
la zona del Asunción (La Proveedora, Cerro San José, el Deseo, Cerrito del Pápago)
[Amador y Medina 2007].
Sobre algunas de las cimas se construyeron estructuras de muros (corrales y
círculos de piedra) que, debido a su ubicación, pudieron haber servido tanto para
realizar observaciones astronómicas, especialmente sobre un calendario de horizonte,
como para vigilar el territorio circundante desde las alturas, dada la visibilidad hacia las
llanuras y cerros aledaños, lo que define una función más: la comunicación a la
distancia. Su forma y posición indican que es muy probable que hayan servido también
para fines ceremoniales [Amador y Medina 2007; Fish y Fish 2007; Villalpando y
McGuire 2009; Zavala 2006] (Figura 50).
Esas estructuras, ubicadas en las cimas, tienen formas geométricas definidas:
espirales -imitando el corte transversal de un caracol marino-, circulares o elípticas
(concéntricas), cuadradas, rectangulares o hexagonales. Debido a su muy probable
función ritual y a que las formas de las estructuras se repiten en los diseños del arte
rupestre y de los ornamentos de concha, puede deducirse que debió de haber existido un
simbolismo de la forma, asociado a ellas. En algunos casos como en el Cerro de
Trincheras, el acceso a la cima parece haber estado restringido y protegido por un
sistema de muros y terrazas [Villalpando y McGuire 2009].
A pie de cerro se pueden observar metates, morteros fijos y manos para el
procesamiento de alimentos de origen vegetal, así como grabados rupestres sobre los
afloramientos rocosos. En algunos casos, como en La Proveedora, a la presencia de
metates y morteros se asocia cierto tipo de terrazas de forma circular, delimitadas por
círculos de grandes rocas que debieron ser desplazadas para dar forma a espacios
colectivos de trabajo y reunión [Amador y Medina 2007] (Figuras 51, 75-76).
En las llanuras inmediatas a los cerros, los alineamientos de grandes rocas con
grabados -que fueron desplazadas deliberadamente- dan lugar a plazas de mayor
tamaño, pueden tener forma circular, elipsoidal, espiral o rectangular. Lo más probable
es que funcionaran como espacios colectivos de reunión, tal es el caso del Cerro San

406
José, cuya plaza, ubicada en la parte sur de la ladera oeste, de forma elipsoidal, mide 50
x 60 m [Amador y Medina 2007] (Figuras 48, 52). Un espacio de características
semejantes, con forma de plaza circular a pie de cerro, puede observarse en el sitio El
Deseo, en la cuenca del Asunción (Figura 53). En el Cerro de Trincheras, el espacio
denominado La Cancha, ubicado en la parte inferior de la ladera principal, debió de
haber jugado una función equivalente [Villalpando y McGuire 2009]. Este tipo de
espacios poseen una acústica particular que facilita y potencia la audición, lo que pudo
haber favorecido la realización de eventos comunitarios que implicaban el canto, la
danza y el discurso público [Amador y Medina 2007; Villalpando y McGuire 2009].
Este tipo de acústica es, además, un rasgo característico de los grandes centros
ceremoniales mesoamericanos.
Las casas en foso y los hornos para procesar agave se presentan también en las
planicies, asociadas a los cerros. Este tipo de horno es particularmente característico de
los sitios ubicados en la cuenca del Altar [McGuire y Villalpando 1993]. En superficie
es común encontrar restos de herramientas líticas -talladas y pulidas-, de ornamentos de
concha y de algunas de las cerámicas diagnósticas (Lisa de varios tipos; Púrpura/Café;
Púrpura/Rojo y Policroma) (Figuras 6, 41, 54, 75). La distribución y concentración de
los elementos diagnósticos varía de un sitio a otro [Braniff 1992; McGuire y
Villalpando 1993; Villalobos 2003; Villalpando y McGuire 2009]. Todos estos
elementos crean un patrón cultural común que se manifiesta con variaciones definidas
en cada sitio, dentro de la región de los ríos Magdalena-Altar-Asunción/Concepción.
Estas características dan forma a lo que denomino Tradición Trincheras y definen su
ámbito regional.

LA TRANSFORMACIÓN CULTURAL DEL PAISAJE


EN LOS CERROS DE TRINCHERAS Y SU SIGNIFICADO

Como hemos visto, los cerros de trincheras constituían localidades elevadas y


prominentes que pudieron haber funcionado como marcadores visuales sobresalientes
en el paisaje, dominando los asentamientos comunes, tal vez, jugando un papel
simbólico, semejante a los montículos, las pirámides y los centros ceremoniales,
construidos en sitios elevados por las culturas mesoamericanas [Fish y Fish 2007a;
Haury 1976; Nelson 2007; O’donovan 2002; Villalpando y McGuire 2004 y 2009;

407
Zavala 2006]. El patrón repetitivo y el carácter masivo de las terrazas en algunos sitios,
como en el Cerro de Trincheras, crean un efecto visual de escalonamiento de las laderas
de los cerros que es visible a la distancia (Figuras 7 y 8). Su monumentalidad puede
asociarse a la exhibición del poder del grupo que los construyó y del dominio
estratégico de los cerros sobre los valles adyacentes [Nelson 2007; Zavala 2006]. En el
caso de La Proveedora y el Cerro San José, la abundancia de grabados sobre los
afloramientos rocosos que son visibles desde la llanura inmediata, así como la
construcción de plazas y el alineamiento de grandes rocas son también formas evidentes
de transformación cultural del paisaje. Tales procedimientos pueden ser comprendidos a
partir de las categorías que proponen varios autores: a) placecrafting, concepto que, en
ausencia de una traducción literal, podemos entender como trabajo cultural o trabajo
artesanal-artístico sobre los sitios [Nelson 2007]; b) simbolismo del paisaje y arte del
paisaje (landscape art) [Whitley 1998]; c) estrategias de visibilización, en particular,
exhibición y monumentalización [Criado Boado 1991].
Las decisiones que llevaron a la selección de cerros específicos deben de haberse
tomado, primero, en función de la relación directa que se establecía entre su presencia
monumental (tamaño, ubicación y geomorfología) y el carácter sagrado que se les
atribuía. En un segundo momento, la construcción de las estructuras sobre los cerros se
presenta como un acto deliberado para exaltar sus rasgos naturales de monumentalidad
y, en consecuencia, contribuye a poner de manifiesto el poder del grupo que las
construyó y su dominio sobre el territorio circundante, desde la cima.
Tanto en el caso del Cerro de Trincheras como en el de La Proveedora, los
aspectos referidos (tamaño, ubicación y geomorfología) deben de haber jugado un papel
simbólico decisivo para ser escogidos como lugares idóneos para construir
asentamientos, pues, además de los aspectos prácticos, la monumentalidad natural de
los cerros, su forma y color que destacan a kilómetros de distancia imponen una actitud
de admiración y reverencia (Figuras 7-8, 55-56). Probablemente, fueron primero sitios
sagrados de peregrinaje ceremonial cíclico, espacios para las grandes congregaciones
estacionales y, sólo más tarde, lugares de habitación permanente. Al respecto, Nelson
propone una genealogía del proceso que la monumentalización de los cerros de
trincheras pudo haber seguido:

La cima, como construcción social, comenzó siendo un sitio sagrado natural, ubicado en
un circuito ritual. Adecuada para la sacralización, debido a sus connotaciones

408
cosmológicas de encuentro entre la tierra y el cielo, la cima se convirtió en un lugar para
sancionar los cambios estacionales y celestiales, así como los ritos de paso. Con el
transcurso del tiempo y sin un resultado palpable, los especialistas rituales quedaron
asociados al lugar, conforme su significado cambiaba. Para realzar la efectividad de las
ceremonias y preservar la memoria de los significados asociados, se ocuparon de la
construcción de pequeños monumentos individuales, como ofertorios y gnomones. Sus
propios entierros pudieron haberse convertido en esos monumentos, fijándolos, de esa
manera, en la memoria colectiva, como ancestros idealizados de la comunidad [2007:
234 traducción nuestra].

La interpretación del simbolismo asociado a la transformación cultural del


paisaje (estructuras arquitectónicas y arte rupestre) de sociedades que desaparecieron
hace siglos, sin haber dejado una tradición oral que pueda ser atribuida a ellos con
certeza, ni registro etnográfico alguno, es una tarea sumamente difícil. En estos casos,
cuando no existe información testimonial o documental disponible, los métodos que
permiten un análisis formal sistemático como la arqueología de paisaje, la
arqueoastronomía, el análisis estilístico e iconográfico del arte rupestre, y los métodos
comparativos, como la analogía etnográfica y el contraste con los materiales
etnohistóricos, son el único camino posible a seguir [Amador 2007; Broda 2004; Taçon
y Chippindale 1998]. A estas orientaciones heurísticas podemos agregar que la
hermenéutica posibilitará contrastar los elementos surgidos de los métodos anteriores y
dar coherencia y sistematicidad al conjunto de la interpretación [Durand 1971, 1993;
Gadamer 1999; Ricoeur 1974, 1999, 2006, 2007].
La gran tarea que supuso la construcción de los cerros de trincheras, realizada
bajo condiciones climáticas extremas, nos lleva a preguntarnos acerca de la
organización social que produjo esas obras colectivas. En esta cuestión quedan
implicados varios aspectos sustantivos, entre los que destacan la escala social de los
grupos y sus formas de organización política.
Esas obras sólo fueron posibles a partir de una complejidad social mayor a la de
las aldeas dispersas, no sólo por la cantidad del trabajo humano implicado, sino,
también, por su calidad. Además del diseño y la ingeniería, supusieron una bien
organizada red de relaciones políticas que exigía conocimientos especializados y
relaciones de poder que justificaran la existencia de una élite con la autoridad suficiente

409
para ejercer el mando y ser capaz de llevar a cabo la dirección y supervisión de las
tareas constructivas.
Para el conjunto de la región que abarca el complejo Cultural Trincheras, en la
cuenca fluvial de los ríos Magdalena-Altar-Asunción/Concepción, el Cerro de
Trincheras es el único en el cual las estrategias constructivas de monumentalización y
exhibición de las estructuras de terrazas aparecen en su forma más evidente y lograda.
La función política de destacar el poder del grupo que llevó a cabo su construcción,
supone, asimismo, la exaltación del poder de los líderes que encabezaron esas obras. El
liderazgo implica, de suyo, jerarquías y diferencias sociales. De tal suerte, al interior de
las estructuras de terrazas del sitio, tal jerarquía debe poder distinguirse. Es así que
aparece una bien definida diferenciación en tamaño, forma, ubicación y materiales
asociados en los distintos niveles de las terrazas de la ladera norte del cerro, que es la
principal, lo que ha llevado a proponer la hipótesis de una diferenciación social interna
que se manifiesta en el registro arqueológico, mediante esas características [Villalpando
y McGuire 2009: 78, 192]. Esta idea puede sustentarse también en lo expresado por
Geertz sobre la cuestión: en el centro de toda sociedad organizada con un cierto grado
de complejidad existen tanto una élite que gobierna, como un conjunto de formas
simbólicas que están ahí para poner de manifiesto no sólo que esa élite gobernante está
presente, sino que, además, gobierna [Geertz 2000: 124].
En particular, los resultados de la recolección, excavación y análisis de los
materiales hallados en las tres terrazas superiores de la ladera norte, a las que se les dio
el nombre de El Mirador, arrojan la conclusión de que la presencia importante de
cerámica decorada, ornamentos de concha (anillos y pendientes decorados), cuentas de
piedra y concha, y pipas de cerámica reflejan el uso de ciertos bienes de lujo, propios
de un grupo de élite [Villalpando y McGuire 2009: 186, 190 y 192]. A los anteriores
bienes de lujo debemos agregar las cerámicas decoradas de Casas Grandes. Asimismo,
el análisis de la forma y ubicación espacial de El Mirador parecen confirmar esta
hipótesis, pues desde ahí se domina la visibilidad de toda la ladera norte del cerro; uno
de sus niveles se asocia con una función administrativa y otra con la probable residencia
“del líder del Cerro de Trincheras” [Villalpando y McGuire 2009: 192].
El ejercicio del poder y la autoridad requieren siempre de elaboraciones
culturales sofisticadas que lo fundamenten y justifiquen. Se trata de lo que Geertz
[2000] ha llamado la construcción simbólica de la autoridad. Las élites gobernantes
“justifican su existencia y ordenan sus acciones en términos de colecciones de historias,

410
ceremonias, insignias, formalidades y accesorios que han heredado o, en situaciones
más revolucionarias, inventado” [Geertz 2000: 124].
Los rasgos evidentes de una monumentalización y exhibición intencionadas que
se expresan mediante la visibilidad de las construcciones arquitectónicas aparecen de
manera clara y manifiesta en el Cerro de Trincheras. En su análisis sobre este fenómeno,
Ben Nelson [2007] aclara que la monumentalización juega un papel político bien
definido que tiene la función de exaltar el poder del grupo de élite local. Dicha
exaltación tuvo que haberse sustentado sobre la base de un previo discurso mítico-
religioso, referido al simbolismo cósmico de los lugares elevados como montes y
cerros, sobre el que, más tarde, se montaría un discurso político de exaltación del poder
de la élite [Nelson 2007]. Ese modo de proceder es descrito por Geertz cuando sostiene
que las élites gobernantes localizan, definen y dan forma al centro, alrededor del cual se
desenvolverá la vida social, además, establecerán su conexión con las cosas
trascendentes y marcarán su territorio con todos los signos rituales de la dominación
[Geertz 2000: 125].
Se trata de un fenómeno político que se ha dado de manera manifiesta, no sólo
entre las élites de Mesoamérica, sino en numerosos casos históricos, entre los que
destacan el antiguo Egipto, Mesopotamia y las monarquías de la Europa medieval. El
discurso que justifica el ejercicio del poder se sustenta sobre la base de un previo
discurso religioso que lo dota de un fundamento trascendente [Alcina Franch 1992;
Amador 2004; Broda 1978; Campbell 1991b; Cassirer 1992; Frankfort 1993; Geertz
2000]. Apoyándose en lo escrito por Broda [1978], Alcina Franch sintetiza de manera
muy clara este planteamiento cuando destaca que el poder en una sociedad compleja y
estratificada como la mexica tenía una importancia que iba más allá de las relaciones
interpersonales e interclasistas y constituía uno de los núcleos de mayor peso en su
organización política y social. El ritual, particularmente el culto guerrero, fortalecía la
posición dominante de la nobleza dentro de Tenochtitlan. Más aún, la función de
gobernar estaba asociada directamente con el mantenimiento del orden cósmico, y el
discurso político con la cosmovisión, tal como lo reflejan las abundantes metáforas
cósmicas que se utilizaban para referirse al soberano mexica [Alcina Franch 1992: 161-
171; Broda 1978: 221-255].
Cazeneuve distingue claramente dos etapas, en la primera, el liderazgo aparece
dentro de sociedades tradicionalmente igualitarias como algo que rompe la norma, en
una segunda etapa, se invierte el procedimiento y la diferencia se convierte en la norma:

411
El jefe, objeto de tabúes particulares, es tratado, en efecto, como un personaje insólito,
extraño a las normas; su contacto es tan peligroso como el de una cosa impura. Esto
hace pensar que surgió en una sociedad igualitaria e indivisa, de modo tal que se le
consideró una anomalía.
Desde el principio escapaba a la norma común, y, por ello, era inquietante, numinoso
[…] Si el jefe podía ser a la vez impuro y mágicamente poderoso, ello se debía más bien
a que se encontraba por sobre el nivel de la norma […] Es necesario señalar, sin
embargo, que la sublimación religiosa pudo invertir esa situación: el rey, considerado
un personaje anormal en una sociedad clánica de tradición igualitaria, se presentaría con
el andar del tiempo, muy por el contrario, como la encarnación del equilibrio social –de
la regla-, y dejando de ser mago, recibiría una nueva consagración: la de un dios
[Cazeneuve 1971: 72-73].

Teniendo claras las diferencias culturales y aquellas referidas a la escala social y


al grado de diferenciación jerárquica interna de la sociedad, entre el fenómeno político
mexica y el menos desarrollado proceso de diferenciación social interna, ocurrido en el
Cerro de Trincheras, podemos comprender el sentido en el cual se esbozan los posibles
paralelismos. En particular, destacamos que, respecto de las tareas de construcción, un
cierto tipo de discurso político, sustentado sobre la base de una cosmovisión religiosa
debió servir para dotar de sentido al gran esfuerzo que implicaron las labores colectivas,
así como para la construcción simbólica de la autoridad que definió y justificó una
relación determinada entre medios y fines, entre dirigentes y dirigidos. Los aspectos
mítico-religiosos debieron haber jugado un papel primordial, especialmente en la
construcción de los espacios ceremoniales. Tanto a nivel universal, en el caso de las
sociedades premodernas, como a nivel de las tradiciones culturales indígenas de la
región del norte de México y del suroeste de los Estados Unidos que conocemos, las
narrativas míticas han cumplido la función de dotar de sentido y justificar a las
instituciones y a las prácticas sociales [Amador 2004 y 2011; Bahr et. al. 1994, 2001;
Campbell 1991b; Cassirer 1992; Eliade 1994; Frank 1994; Parsons 1996; Underhill
1939, 1946, 1948].
A partir del análisis de las características observadas en los cerros de trincheras
del noroeste de Sonora, desde las categorías de la arqueología de paisaje, y del estudio
de los testimonios etnográficos y los documentos etnohistóricos regionales, propongo
una hipótesis: no se puede explicar la enorme tarea constructiva en los cerros volcánicos

412
(terrazas, rampas, plataformas y senderos, espacios domésticos, espacios ceremoniales,
observatorios, sistemas defensivos y arte rupestre), bajo las condiciones climáticas
extremas del desierto, sin que dicha construcción estuviera inmersa en un sistema
cultural complejo que proveyera a la comunidad con metas colectivas que trascendieran
la mera satisfacción de las necesidades inmediatas de alimentación, abrigo y defensa;
propósitos colectivos que, muy probablemente, estuvieron fundados en elaboraciones
culturales sofisticadas, las cuales debieron integrarse dentro de un sistema mitológico
complejo.
A su vez, es una característica universal de los sistemas mitológicos el poseer un
conjunto de mitos especializados, denominados cosmogónicos, cuya función primordial
es la de dotar a la comunidad de una explicación acerca del origen del mundo y de todo
lo que existe; ahí se narra el origen del universo, de la tierra y de todos los seres vivos
[Amador 2004 y 2011; Bierhorst 2002 y 1990; Eliade 1994; Eliot et. al. 1990; León-
Portilla 1983; López Austin 1996 y 1999]. Ese sistema de ideas se expresa en esquemas
cosmológicos que describen la estructura del universo. Es, en tal sentido, que interpreto
las palabras de Durkheim: “No hay religión que no sea una cosmología al mismo
tiempo que una especulación sobre lo divino” [1992: 14].
Farmer, Henderson y Witzel han mostrado con toda claridad las profundas
homologías que han existido, a nivel universal, en las categorías de pensamiento mítico
y cosmológico de las principales tradiciones religiosas de China, la India, Asia oriental
y occidental, Mesoamérica y Europa [2002: 48]. Retoman de Needham la categoría de
pensamiento correlativo, que definen como la propensión general a organizar la
información natural, socio-política y cosmológica en conjuntos altamente organizados
de sistemas de correspondencias [Farmer et. al. 2002: 49].

Las estructuras correlativas aparecen en todo el mundo en los sistemas mágicos,


astrológicos y de adivinación premodernos; en los diseños de aldeas, ciudades, templos
y complejos de plazas; en los sistemas abstractos referidos al orden de los dioses, los
demonios y los santos; en los sistemas numerológicos formales; en las cosmologías
jerárquicas y temporales; y en muchos sistemas similares [Farmer et. al. 2002: 49
traducción nuestra].

De acuerdo con estos autores, hacia los inicios de nuestra era, en todo el mundo
“los tipos dominantes de sistemas correlativos ya habían aparecido y guiarían el

413
pensamiento cosmológico durante los tiempos tradicionales […] sistemas correlativos
semejantes, aunque de un tipo menos abstracto, también evolucionaron dentro de las
fuertemente estratificadas tradiciones mesoamericanas precolombinas” [Farmer et. al.
2002: 50 traducción nuestra]. El surgimiento de esos sistemas se hizo más propicio en
los momentos de integración política y de intensos contactos interculturales. Dentro de
algunas tradiciones, las repetidas fusiones sincréticas de distintas fuentes, durante
periodos prolongados, dieron lugar a la emergencia de sistemas con propiedades
correlativas fuertemente exageradas (conocidas en matemáticas como auto-replicantes,
de similitud propia o estructuras fractales), dentro de las cuales se pensaba que cada
parte del cosmos reflejaba a la otra.
Un conjunto muy vasto de evidencia demuestra que los sistemas correlativos
evolucionaron de modo similar en diferentes civilizaciones del mundo [Farmer et. al.
2002: 51). Los autores sostienen que esas estructuras correlativas estaban presentes en
el pensamiento mesoamericano, destacan, en particular, la relación simbólica que existía
entre el cuerpo humano y el cosmos y consideran a los estudios de Alfredo López-
Austin [1980] sobre las concepciones nahuas del cuerpo, como un importante punto de
partida para una investigación orientada en ese sentido y equivalente a los estudios
sobre las tradiciones médicas de China y la India [Farmer et. al. 2002: 56, nota 20].
Una revisión cuidadosa de los sistemas mitológicos de las culturas indígenas del
norte de México y del suroeste de los Estados Unidos nos muestra con toda claridad la
validez de estas premisas: sus sistemas mitológicos contienen un conjunto de narrativas
míticas que podemos definir como mitos cosmogónicos y de los mismos se derivan
conceptos cosmológicos que se ponen de manifiesto en los rituales, en una simbología
del paisaje y en la estructura de los asentamientos: ubicación, forma, distribución y
orientación. Esta sustantiva relación conceptual que se ha establecido entre los espacios
construidos y el esquema cosmológico es especialmente válida para los lugares que son
considerados como sagrados y que tienen una función ceremonial. Estamos enfrentados,
así, a estructuras correlativas claramente presentes en el pensamiento religioso de esos
grupos.
Así, por ejemplo, en el mito cosmogónico de los o’odham observamos una
creación cósmica en cuatro etapas: 1) creación del Cosmos por la divinidad principal,
que hasta entonces había permanecido inactiva, en una especie de éter indiferenciado y
caótico; 2) creación de mundos, fases y dimensiones de la existencia, en particular, de
dioses secundarios que, a partir de ese momento, se encargarán de las tareas sustantivas

414
de la creación, reemplazando al dios originario; 3) creación del Cielo y de la Tierra; 4)
creación de los seres vivos que habitan la Tierra. El mito o’odham sigue un patrón
común a los mitos de origen de los nahuas, de los mayas quichés, de los hopis y de los
zunis que consiste en un concepto cíclico de creaciones y destrucciones sucesivas
[Amador 2011; Bahr et. al. 1994, 2001; Courlander 1987; Garibay 1979; Garza, de la
1998; León-Portilla 1983; López Austin 1996, 1999; Parsons 1996; Popol Vuh].
De los mitos de origen o’odham se deriva una cosmología bien definida: en el
plano horizontal una noción cuatripartita del espacio, determinada por los cuatro rumbos
del universo y un centro; a cada dirección cósmica le corresponde un color: Este:
blanco, Oeste: negro, Norte: amarillo, Sur: azul.49 Dentro de ese esquema predomina el
eje Este-Oeste, regido por el movimiento solar. En el plano vertical el cosmos está
subdividido en tres dimensiones: Cielo, Tierra e Inframundo. Cielo y Tierra, Sol y Luna,
hombre y mujer aparecen como manifestaciones de un principio cósmico dual de
opuestos complementarios (masculino-femenino) que subyace y mueve a todo lo que
existe. Los mismos principios-energías esenciales rigen al Cosmos, a los seres vivos y a
la vida social [Amador 2011; Bahr et. al. 1994, 2001; Curtis 1993; Lloyd 1911; Russell
1980; Saxton y Saxton 1973; Underhill 1946].
Respecto de la relación entre los mitos de origen y las ideas que rigen la
fundación de los asentamientos, entre los tohono o’odham, por ejemplo, existen cuatro
grupos dialectales (archi o aacti, kuhatk, huhuhra y kokolotli) definidos tanto por las
pequeñas diferencias lingüísticas como por su ubicación geográfica, en torno a “cuatro
pueblos originarios”, cuya formación se explica en el llamado: “mito de la Emersión”
[Underhill 1948: 59-69]. Destaco, en ese sentido, que se trate de cuatro pueblos
originarios que se ubican en una distribución este-oeste/norte-sur y que su origen está
asociado, directamente, con algunos de los eventos fundamentales de sus narrativas
míticas.
Desde esa perspectiva, cabe preguntarse si las formas y relaciones espaciales
(ubicación, orientación, distribución, intervisibilidad y morfología) de las estructuras
arquitectónicas, construidas sobre los cerros de trincheras, además de obedecer a los
fines prácticos definidos, son la expresión simbólica de esquemas cosmológicos. De ser
así, los sistemas míticos debieron haber jugado un papel fundamental tanto en la

49
Este esquema cuatripartito determina la importancia esotérica del número cuatro, definiendo que todas
las repeticiones rituales como recitación y canto, número de días que debe durar una ceremonia de
purificación, se den de cuatro en cuatro o a partir de múltiplos de cuatro.

415
selección de los sitios habitables como en su configuración. La relación mítico-
simbólica entre el paisaje y las estructuras fundamentaría y daría origen a prácticas
rituales específicas.
Es muy probable que esas estructuras correlativas, que son universales y que,
además, se han observado de manera bien definida tanto en las tradiciones míticas de
Mesoamérica como en las de los grupos indígenas del Noroeste/Suroeste, hayan estado
presentes en el pensamiento mítico de la Tradición Trincheras. Me refiero a sus rasgos
generales, no a su contenido concreto, que está determinado por la historia específica de
cada grupo. Difícilmente podrá objetarse la existencia de una mitología compleja, de un
conjunto de mitos cosmogónicos de los que se derivaría una cosmología y de la
proyección de esos conceptos míticos sobre el paisaje y sobre la organización cultural
del espacio habitado. Más aún, en el periodo en el cual se construyó la última fase del
Cerro de Trincheras (1300-1450) la organización social y política de sus habitantes
debió mostrar una tendencia hacia una creciente complejidad, diferenciación y
estructuración jerárquica interna que debe haberse expresado en formas de pensamiento
más sofisticadas.
Fundamos nuestras hipótesis en observaciones realizadas en los sitios, y
partimos de la idea que ciertos aspectos, a la vez básicos y esenciales de los sistemas de
pensamiento pueden inferirse de las características que asume la relación que se da entre
el paisaje y las estructuras culturales. Desde mi punto de vista, la organización cultural
del paisaje en los cerros de trincheras no es casual ni arbitraria, obedece a dos factores
decisivos, presentes en los restos arqueológicos: 1) los factores práctico-utilitarios que
determinan una organización eficiente de los dispositivos culturales que optimizan el
acceso a los recursos naturales y el desarrollo de las labores productivas y domésticas;
2) los aspectos religiosos, que determinan una organización simbólicamente
significativa de las estructuras y espacios culturales. Lejos de oponerse, los dos factores
se complementan y yuxtaponen en un todo armónico, organizado de manera funcional,
en términos prácticos, y simbólicamente significativa, en términos religiosos [Amador y
Medina 2012].
La antropología, la sociología y la historia han demostrado ampliamente la
necesidad del ser humano de vivir en un mundo estructurado, simbólicamente
significativo, coherente y comprensible para todos los miembros de cada comunidad.
Durante la casi totalidad de la historia humana, y aún hoy en día para numerosas

416
sociedades del presente, los sistemas mitológicos han jugado ese papel esencial de dotar
de coherencia, orden y claridad al mundo.
Con fundamento en la arqueoastronomía y la arqueología de paisaje, podemos
proponer varios aspectos que pueden indicar una relación entre la estructura de los
asentamientos y un simbolismo del paisaje, asociado a ciertas prácticas de observación
astronómica y a probables conceptos cosmológicos.

LA OBSERVACIÓN DE FENÓMENOS ASTRONÓMICOS


Y SU IMPORTANCIA CULTURAL

En primer lugar destaco la orientación de ciertas estructuras arquitectónicas, por


ejemplo, los muros en forma de “V” que se hallan en la cima del Cerro de Trincheras y
que, de acuerdo con Villalpando y McGuire, parecen definir posiciones para observar la
salida del sol en los solsticios:

La cima del cerro tal vez fue un centro administrativo o ceremonial accesible sólo a
unos cuantos habitantes y usado sólo en tiempos o ceremonias especiales. El recinto
incluía la Plaza del Caracol hacia el extremo este y el pico más elevado hacia el oeste.
El único elemento presente en este pico es un muro en V que apunta hacia la salida del
sol en el solsticio de invierno. Un poco más abajo en la cara norte de este pico, otro
muro en V apunta a la salida del sol en el solsticio de verano, dos elementos más que
confirman la estructura compleja del asentamiento [Villalpando y McGuire 2004: 238].

McGuire aclara que las estructuras en forma de “V” en la cima del Cerro de
Trincheras definen posiciones para observar la salida del sol en los solsticios, sobre un
calendario de horizonte [McGuire, comunicación personal, 2009]. Esta hipótesis
coincide en su orientación general con lo propuesto por Ivan Šprajc: “Las orientaciones
[de estructuras arquitectónicas] se refieren, por lo regular, a fenómenos observables en
el horizonte, es decir, a los puntos de salida y puesta de los cuerpos celestes” [2001:
296].
De la forma y la ubicación de ciertas estructuras de muros puede inferirse una
probable función ritual y un simbolismo específico, atribuido a las cimas. Así por
ejemplo, en el complejo de sitios arqueológicos, estructurados en torno al Cerro de

417
Trincheras, habrá que tener en consideración que eran varias estructuras de muros las
que tenían un probable uso ceremonial. Sobre el Cerro de Trincheras podemos referir: la
Plaza del Caracol, La Cancha, El Caracolito. En las cimas de los cerros aledaños al
Cerro de Trincheras encontramos estructuras de muros de piedra con formas
geométricas regulares (circulares, elipsoidales y cuadrangulares) que siguen un patrón
repetitivo [Fish y Fish 2007a; Zavala 2006]. Esas estructuras de “corrales y círculos de
piedra” están presentes también en las cimas de algunos cerros de trincheras, tanto de la
cuenca del río Altar [McGuire y Villalpando 1993], como de la cuenca del río
Asunción: La Proveedora, El Deseo y el Cerrito del Pápago [Amador y Medina 2007].

Representaciones de fenómenos astronómicos en los grabados rupestres


Otro aspecto que apunta hacia la observación de fenómenos astronómicos y a un
probable registro de estos en el arte rupestre es la hipotética representación de diversos
astros (Sol, Luna, Venus y estrellas) en los petrograbados de los cerros de la Proveedora
y San José, que propone el astrofísico Dominique Ballereau. De poderse demostrar,
sería un importante indicador de una atenta observación y representación gráfica de los
cuerpos celestes [Ballereau 1988, 1991]. Ballereau sostiene que: “los símbolos
astronómicos pueden identificarse con facilidad, y se relacionan con la luna, el sol y las
estrellas. Su gran número y su distribución uniforme en el sitio ponen de manifiesto que
la observación del cielo desempeñaba un papel importante en los pueblos del noroeste
de México” [Ballereau 1988: 28].
El autor clasifica los grabados de acuerdo con el astro y el tipo de aspecto o
fenómeno de éste que él considera que se encuentra representado. En relación con la
luna, su clasificación incluye “representaciones de lunas crecientes”, las que define,
“desde un punto de vista puramente geométrico” como “un semicírculo y una
semielipse que se tocan en los extremos de un diámetro gran eje común” [Ballereau
1988: 28] (Figura 57a). Añade que la luna “aparece como se ve entre tres y cinco días
antes del novilunio. No se han encontrado imágenes del primer cuarto” [Ballereau 1988:
28]. En este caso particular, la interpretación me parece incontrovertible: la forma de la
luna creciente es tan definida y simple y la representación gráfica de ésta, en los
grabados rupestres de La Proveedora, tan clara, que difícilmente existe un margen de
error. La única observación que yo haría a esta clasificación de Ballereau es que no
todas las figuras que él clasifica como lunas crecientes están bien definidas, de modo

418
que yo restringiría el número de las clasificadas bajo este rubro a aquellas que se ciñen
estrictamente a su propia definición.
El segundo rubro que considero probable es el que él define como lunas
crecientes asociadas con un astro brillante: “se trata de la conjunción de la luna y un
planeta brillante (Venus o Júpiter)” [Ballereau 1988: 29]. El referido es un fenómeno
astronómico común, visible a simple vista, que es muy fácil de representar, agregando al
diseño de la luna creciente un punto a un lado [Ballereau 1988: 33, Láms. III-H y III-G].
Ballereau justifica su categoría de “representaciones de lunas llenas” de la
siguiente manera: 1) aparecen con crecientes lunares, 2) su superficie interna está
enteramente vaciada y 3) no hay rayos externos que pudieran confundirse con discos
solares [Ballereau 1988: 29, 33 Láms. II-D, II-F, IV-A] (Figura 60b).
El autor considera a los círculos radiados como representaciones inequívocas del
sol [Ballereau 1988: 30] (Figura 58). No proporciona argumentos para defender su
interpretación, de modo que contamos con escasos elementos para evaluarla
críticamente. Sin embargo, a nivel gráfico, el uso de círculos radiados ha sido la
convención más simple y clara para representar al sol, a nivel universal y,
probablemente, a nivel regional, del cual existen numerosos ejemplos. Guevara y
Mendiola clasifican como soles figuras de círculos radiados y de círculos con un punto
interior representados en grabados rupestres de la región cercana a Paquimé [Guevara,
et. al. 2008: 30, 40, 125, 129 y 134]. Ellis y Hammack [1968: 35] interpretan pinturas
rupestres en la forma de tres círculos concéntricos como soles. Fewkes distingue figuras
de círculos radiados con rasgos humanos como emblemas totémicos del clan del sol,
usados a manera de firma entre los trabajadores hopi de finales del siglo XIX [Fewkes
1897: 4].
A la hipótesis de Ballereau podemos agregar la de Marc Thompson [2006: 165-
183], quien sostiene que Venus, concebido como la Estrella Matutina y la Estrella
Vespertina, fue ampliamente representado dentro de las tradiciones indígenas
prehispánicas del Suroeste como una cruz con un perímetro exterior, figura de la cual
muestra ejemplos en el arte rupestre de Nuevo México.

Las culturas de Mesoamérica y el Suroeste compartieron una constelación de rasgos que


se asocian a conceptos y representaciones gráficas de Venus. Estos rasgos incluyen
orientaciones hacia el lucero del amanecer y el lucero del atardecer, personificaciones
masculinas, combinaciones del simbolismo de la estrella con el de la serpiente y

419
asociaciones con la idea de dualidad y con la guerra [Thompson 2006: 177 traducción
nuestra].

Tanto en La Proveedora como en el Cerro San José podemos encontrar la misma


figura de la cruz con perímetro exterior que Thompson refiere como representación de
Venus en los grabados rupestres que describe (Figura 59).
Las hipótesis de Ballereau y Thompson pueden contrastarse con ciertas prácticas
del periodo histórico. Existen registros etnográficos bien definidos sobre la observación
de los fenómenos astronómicos por los diversos grupos o’odham -mismos que hemos
referido ya-, los sintetizamos a continuación.
Entre los tohono o’odham y los akimel o’odham existía un calendario lunar de
12 o 13 meses, siendo más probable que el de 13 meses provenga de una tradición más
antigua, sin influencia europea, calendario compartido por [Lumholtz 1990; Russell
1980; Underhill 1939]. Lumholtz reproduce un calendario lunar de 13 meses utilizado
por los tohono o’odham, proporcionando los nombres de cada mes [Lumholtz 1990:
76]. Durante el día, la hora se indica a partir de la posición del sol, en la noche se
determina por la posición de las Pléyades. A las Pléyades, los tohono o’odham les
llaman “Las Viajeras” y son éstas las que se utilizan para determinar las estaciones del
año, las actividades a realizar durante el ciclo agrícola y las fechas de ciertas
festividades [Underhill 1939: 125].
Los solsticios de verano e invierno eran observados rigurosamente. El primero
daba origen a la cacería ritual del venado bura y durante el segundo se llevaba a cabo la
fiesta de recitación de las tradiciones míticas; se pensaba que durante el solsticio de
invierno, el Sol se quedaba quieto por cuatro días, empezando con el día que las
Pléyades se ponían al atardecer. Tanto entre los akimel o’odham como entre los tohono
o’odham, el periodo de cuatro días del solsticio de invierno era considerado sagrado, se
trataba de las cuatro noches más largas del año, durante las cuales los guardianes de la
tradición (siniyawkum) relataban los mitos de origen de manera oficial a la comunidad
[Bahr et. al. 1994: 282; Underhill 1939: 125].
Los akimel o’odham tienen puntos definidos de observación de los movimientos
anuales del sol, los cuales hacen referencia a un calendario de horizonte, situado en la
Sierra de la Estrella [Russell 1980]. Los tohono o’odham conocían muchas estrellas,
con las cuales formaban constelaciones que tenían nombres definidos. La cuenta de las
fases lunares y los principales eventos del calendario eran memorizados por un

420
especialista de la comunidad, quien los grababa en un “palo calendario”, que es una vara
de sahuaro, pino o sauce, con muescas mnemotécnicas, que ayudan a su poseedor a
recordar los eventos registrados; siguiendo las muescas con el pulgar, a través del
bastón, de arriba hacia abajo, se recuerdan los eventos grabados. Las muescas siguen
una simbología personal que sólo cada guardián del calendario conoce [Underhill 1939:
126].
El hecho de que los o’odham hayan llevado un registro minucioso de los
fenómenos astronómicos, valiéndose de esos medios mnemotécnicos, puede apoyar la
hipótesis de un posible registro equivalente por medio de los grabados rupestres en
periodos anteriores (Figuras 57-60). Sin embargo, sabemos muy bien que un registro de
esas características no es demostrativo de prácticas equivalentes entre los grupos de la
Tradición Trincheras, sino sólo apoyan los argumentos que las hacen más probables.
En relación con estos tipos de registros de las fases lunares y los meses lunares,
encontramos importantes analogías entre los o’odham y los diversos grupos pueblo,
principalmente hopis y zunis. Michael Zeilik describe prácticas de registro de las fases
lunares entre los pueblo, cita a Stevenson (s/f), quien reportó que en San Ildefonso,
perteneciente al grupo tewa (P'ohwhóde), un especialista de la comunidad “observador
de la luna” llevaba el registro de las fases lunares por medio de muescas talladas sobre
una piedra plana que era depositada en una cámara ceremonial. Mientras que entre los
hopis y zunis se utilizaba un bastón calendario, de la misma manera que entre los
o’odham [Zeilik 2008: 219-220].
Zeilik propone que los calendarios tradicionales estaban formados por trece
meses lunares y que cada cultura hacía ajustes particulares para coordinar el calendario
lunar con el solar; sugiere, también, la posibilidad de que buscando el contexto
arqueológico adecuado sería posible ubicar marcas equivalentes en el arte rupestre
[Zeilik 2008: 221]. Así, por ejemplo, Bostwick reporta dos sitios cercanos a Phoenix
(Shaw Butte y South Mountain Park) en los cuales se encontraron series de trece puntos
o círculos pequeños, grabados sobre los afloramientos rocosos, piensa que pueden
representar la cuenta de los meses [Bostwick y Krocek 2002: 184, 186; Bostwick y
Plum en línea]. En La Proveedora encontramos petrograbados formados por series de
puntos o de líneas con muescas de diversas formas: líneas o pequeños triángulos que
pueden referirse a cuentas calendáricas (Figura 60).
Sobre la observación de los solsticios y su importancia ritual entre los grupos
pueblo, Elsie Clews Parsons destaca que las posiciones extremas del sol se alcanzan en

421
esos momentos: en el solsticio de verano, la posición más extrema al norte y en el de
invierno, la posición más extrema al sur. “Estos puntos que son los más distantes son
visitados por el Sol durante cuatro días, antes de volver de regreso en su marcha, es el
momento adecuado para recibir las ofrendas de bastones de rezo de sus hijos. Siendo un
hombre inestable, el Sol debe ser auxiliado en su recorrido; debe ser ‘girado’ o ‘tirado
de regreso’” [1996: 180 traducción nuestra]. De manera semejante a los o’odham, en los
grupos pueblo, los hombres mayores relatan a los jóvenes sus mitos de origen, el mito
de la Emersión, durante el solsticio de invierno [Parsons 1996: 215].
Orión y las Pléyades son las constelaciones más conocidas por los pueblo, son
las que definen el tiempo durante las ceremonias nocturnas; en la tradición tewa, llaman
a las primeras “estrellas del invierno” y a las segundas “estrellas del verano” [Parsons
1996: 182]. Las estrellas son observadas por los Jefes de las aldeas y en Jémez se piensa
que son espíritus. Probablemente, todos los grupos pueblo dotan a la galaxia y a todas
las estrellas de un carácter divino, antropomórfico [Parsons 1996: 182].

Representaciones del quincunce


A ese conjunto de observaciones astronómicas que acabamos de describir, debemos
añadir las representaciones de los rumbos del universo (símbolo del quincunce) que
hemos visto tallado en los grabados rupestres de numerosos sitios de Trincheras de las
cuencas fluviales del Magdalena, el Altar y el Asunción (Cerro de la Nana, Atil, La
Proveedora, Cerro San José, El Deseo y El Cerrito del Pápago); representaciones que
serían una evidencia de conceptos cosmológicos expresados mediante símbolos visuales
en el arte rupestre, esto es lo que, siguiendo a Leroi-Gourhan, llamamos mitograma: una
figura sintética, por medio de la cual se representa un conjunto de complejos conceptos
mitológicos, en este caso, cosmológicos (Figuras 23-24, 86).
El simbolismo del quincunce resulta particularmente pertinente en relación con
las observaciones astronómicas, si se toma en consideración que sus cuatro lados
definen los rumbos del universo y sus dos líneas diagonales, con sus cuatro puntos
extremos, definen las posiciones del sol en los solsticios, al amanecer y al atardecer,
representan los ejes sobre los que se mueve el sol de un horizonte a otro; el centro en el
que se cruzan constituye el centro: punto de contacto entre el cielo y la tierra. Siguiendo
lo expuesto por Köler sobre el signo calendárico ollin, de origen Preclásico, Šprajc
destaca que “representaba precisamente las direcciones hacia los cuatro puntos
solsticiales en los horizontes oriente y poniente, refiriéndose al movimiento anual del

422
Sol” [2001: 281). Agrega que: “El glifo maya del Sol (kin), símbolo floral con cuatro
pétalos, probablemente tiene las mismas raíces” [Šprajc 2001: 281]. Más aún, un buen
número de testimonios etnográficos de diferentes culturas indígenas modernas “también
indican que las llamadas esquinas del mundo, o los ‘rumbos cardinales
mesoamericanos’ han de haber coincidido con los puntos solsticiales en el horizonte”
[Šprajc 2001: 281].

Parece que estos rumbos, como importantes referencias espaciales en el cómputo del
tiempo, están plasmados también en las imágenes en la página 1 del códice Fejervary-
Mayer y en las páginas 75 y 76 del Códice Madrid; ambos dibujos representan
esquemas calendáricos evidentemente colocados en el plano terrestre, ya que se indican
los lados cardinales del cielo (norte, sur, este y oeste), correctamente distribuidos en el
espacio; puesto que también se encuentran marcadas las direcciones intercardinales,
éstas probablemente corresponden a los puntos solsticiales [Šprajc 2001:281].

Tanto en el caso del sitio Four Pillars, en la localidad de Twin Buttes, cerca de la
ciudad de Phoenix, como en el caso de La Proveedora, aparecen grabados rupestres con
representaciones de los cuatro rumbos del universo con incisiones en forma de círculos,
situados dentro de los triángulos interiores que representa cada cuadrante o rumbo del
universo. Todd Bostwick propone que los cuatro círculos, dentro de los cuadrantes del
panel principal de ese sitio, representan las posiciones del sol, al amanecer y al
atardecer, en los solsticios de verano e invierno. La hipótesis se ve reforzada por las
observaciones realizadas en el curso de cuatro años, que permiten constatar que, durante
el solsticio de verano, el sol sale detrás del panel y se alinea perfectamente con la línea
recta que funciona como eje del petrograbado descrito [Bostwick y Krocek 2002: 192-
196].
Guevara y Mendiola atribuyen a la figura de un rectángulo dividido por dos
líneas diagonales que dan forma a cuatro triángulos interiores (quincunce) –y que son
semejantes a los grabados rupestres que describimos- el significado de “representación
de los puntos recorridos por el sol durante el año en el horizonte” [Guevara et. al. 2008:
139]. La figura aparece tanto en la cerámica de Paquimé, fechada entre 1060 y 1340
d.C., como en los grabados rupestres del sitio Arroyo de los Monos, situado en la región
que perteneció a la tradición de Casas Grandes [Mendiola y Lazcano 2006]. Como
sabemos, las tradiciones Trincheras y Casas Grandes fueron contemporáneas y existen

423
registros arqueológicos bien definidos de contactos culturales entre ambas, como
veremos más adelante.
En el caso de La Proveedora, uno de los grabados rupestres que tiene esta forma
presenta incisiones circulares en cada triángulo interior del quincunce, de manera
semejante al descrito por Bostwick. Está asociado espacialmente a una especie de
ventana, formada por rocas con cortes rectilíneos, construida artificialmente, que apunta
exactamente en dirección al Este (90°) y hacia un petrograbado antropomorfo; el
conjunto (ventana y grabado) pudo servir como un marcador astronómico, como un
dispositivo que indica la posición que el observador debe adoptar para mirar el
horizonte Este (Figura 61) [Medina 2007].

Las observaciones astronómicas y su relación con los fenómenos meteorológicos,


las actividades productivas y las prácticas rituales
Otro camino para evaluar la probabilidad de la observación astronómica sistemática
entre los grupos Trincheras sería el de contrastarla con las prácticas mesoamericanas y
de otros grupos del Noroeste/Suroeste, desde el punto de vista de una probable analogía,
y establecer, así, su lugar en relación con el conjunto de prácticas a las que
tradicionalmente ha estado vinculada: la coordinación del calendario con las actividades
productivas, la periodicidad de las temporadas de lluvia de las que dependían las
cosechas, los ciclos de las plantas silvestres alimenticias y de los animales de presa; y la
relación del calendario y los ciclos productivos con el ritual.

La observación de los cuerpos celestes, que permite computar el tiempo y, por tanto,
predecir los cambios estacionales en la naturaleza, llegó a ser particularmente necesaria
en el origen de la agricultura, ya que este modo de subsistencia requiere el debido
ordenamiento y la planeación de las labores en el ciclo anual. Por consiguiente, los
conocimientos astronómicos ofrecían una ventaja adaptativa a la sociedad que contaba
con mejores especialistas en la materia, puesto que posibilitaban una economía más
eficaz; es por ello que la astronomía adquirió gran importancia en los estados
tempranos, contribuyendo a la legitimación del poder del estrato gobernante. En este
sentido, las civilizaciones prehispánicas de Mesoamérica no representan ninguna
excepción [Šprajc 2001: 274].

424
Otros aspectos, aparentemente más simples parecen dar cuenta de este tipo de
observaciones dentro de la Tradición Trincheras, como la construcción de las terrazas
habitacionales y agrícolas en las zonas de menor insolación, para protegerse del exceso
del sol, lo que implicaba la cuidadosa observación de los movimientos solares a lo largo
del año. Es el caso del Cerro de Trincheras, donde el mayor número de terrazas se sitúan
sobre la ladera norte.
Todos estos elementos sugieren tanto la aplicación práctica como un probable
uso religioso de cierto tipo de observaciones y conocimientos astronómicos y podrían
ser indicadores de expresiones de su cosmovisión en la cultura material. Al interior de
esa cosmovisión, el simbolismo de los cerros y lugares elevados debió haber jugado un
papel fundamental y estaría estrechamente relacionado con los fenómenos astronómicos
observados, catalogados y sistematizados dentro de un sistema de categorías
cosmológicas-astronómicas.

La observación de los astros resultó, por una parte, en una serie de conocimientos
exactos. Por la otra, el orden celeste, por parecer invariable y perfecto, llegó a
considerarse superior al orden terrenal y humano; esta noción dio origen a una enorme
variedad de mitos que explican el orden universal y a creencias según las cuales los
acontecimientos en la Tierra se ven afectados por los fenómenos observados en el cielo.
Ambas clases de ideas y representaciones […] están en un determinado grupo social
íntimamente relacionadas entre sí y articuladas en un todo relativamente congruente;
forman parte de una visión estructurada del universo, es decir, de la cosmovisión [Šprajc
2001: 274-275].

Este tipo de asociación entre el simbolismo mitológico y los fenómenos


astronómicos observados parece haber estado presente en otros sitios de la región
(Noroeste/Suroeste) y ha sido estudiada ampliamente, tanto desde una perspectiva
arqueoastronómica como de una etnoastronómica. De acuerdo con la más reciente
terminología, se denomina a ambas: astronomía cultural [Aveni 2008: 6]. Según
Michael Zeilik, las diversas funciones que cumplían las observaciones astronómicas
entre los grupos pueblo ancestrales dieron origen a tres métodos diferenciados para
observar los fenómenos astronómicos:

En general, debemos distinguir entre los propósitos astronómicos y las prácticas


astronómicas (que se derivan de esos propósitos). En el contexto pueblo del Suroeste, la

425
astronomía sirve a los propósitos de establecer y validar: 1) direcciones sagradas y
patrones cósmicos, 2) mitología cósmica, 3) ciertos sitios rituales y templos, 4) el
calendario ritual y el agrícola, y 5) las fechas para la caza y la recolección. Estas
finalidades deseadas propiciaron el desarrollo de calendarios de horizonte, marcadores
de luz y sombra, y contadores de fases lunares para registrar el calendario. La principal
tarea de la observación del calendario se centra en los métodos para anticipar las fechas
de las festividades. Las ceremonias de los pueblo deben anunciarse con anticipación
suficiente para que los preparativos rituales puedan llevarse a cabo, de manera
apropiada y puedan intercalarse, adecuadamente, las ceremonias solares con las lunares.
Típicamente, el ciclo ceremonial se extiende a lo largo del año y las observaciones
solares y lunares, conducidas por los oficiales religiosos apropiados, definen el
momento de los rituales, que se presentan en una secuencia tal que el fin de una
ceremonia marca el inicio de la siguiente [Zeilik 2008: 202-203 traducción nuestra,
cursivas en el original].

Referido también al caso de los grupos pueblo, Parsons explica que el calendario
ritual estaba basado en las observaciones lunares y solares, siguiendo el principio de que
una ceremonia debía ser seguida por otra, en un orden bien definido, previamente fijado,
orden que también estaba en función del ciclo económico, es decir, de las estaciones:
agrícola, del tejido, de la guerra, de la caza y de la construcción de casas y edificios
[Parsons 1996: 493].
Entre los sitios del Suroeste con fenómenos astronómicos estudiados y bien
definidos podemos citar los siguientes: el Cañón del Chaco en Nuevo México (Sofarer
2007 y Sofarer et. al. 2008), Shaw Butte y South Mountain en las cercanías de Phoenix,
Arizona [Bostwick y Bates 2006; Bostwick y Krocek 2002; Bostwick y Plum en línea
1997].
En el primer caso, Sofarer afirma que la gente de Chaco, que habitó la árida
cuenca de San Juan, en Nuevo México, entre el 850 y el 1130 d.C., desarrolló una
elaborada forma de registrar y conmemorar los ciclos solares y lunares: 1) mediante la
alineación astronómica de importantes edificios con las posiciones extremas y medias
de los ciclos solar y lunar (construcciones que parecen haber tenido una función
fundamentalmente ritual); 2) a través de la orientación del Gran Camino del Norte; 3) en
el caso del sol, por el registro de un sistema de sombras y de rayos de luz, proyectados
sobre un grabado rupestre en forma de espiral, durante los solsticios, y sobre una doble
espiral en los periodos intermedios (equinoccios); en el caso de las posiciones extremas

426
del ciclo lunar de 18.6 años, por un sistema de sombras proyectadas sobre un grabado
espiral [Sofarer et. al. 2008: xiii-xv, 23-72].50
En el segundo caso, Todd W. Bostwick y Stan Plum reportan un sitio elevado en
la cuenca de Phoenix que, debido a su ubicación y a la presencia de restos de los tipos
cerámicos diagnósticos de los periodos Colonial y Sedentario Temprano (850-1050
d.C.), se ha atribuido a los hohokam. Se caracteriza por una estructura de muros en
forma oval (23 x 29 m), hecha con piedras sobrepuestas sin argamasa, mide 1m de alto
y 1m de grueso. En su interior, una roca de (1.4 x 1.8 x 0.75m), situada al centro, “ha
estado alineada con la salida del sol en el solsticio de invierno y la puesta del sol en el
solsticio de verano” [Bostwick y Plum en línea 1997]. Sobre la cara plana de la roca se
grabaron 13 círculos con marcas de puntos sobre ellos, distribuidos de forma espiral, los
autores creen que el número de los círculos puede referirse al calendario de 13 meses
lunares de los o’odham y que los solsticios se registraban a través de un sistema de
sombras y cuchillas de luz, proyectadas sobre los grabados, durante esos dos eventos.
A esa roca se añaden una amplia serie de grabados rupestres y orientaciones
astronómicas de estructuras arquitectónicas que parecen confirmar la función de
observatorio del sitio. Según los autores, la puerta de una habitación de forma oval que
se halla en el noreste del sitio se ilumina con un rayo de luz con la salida del sol durante
el solsticio de verano; de manera semejante, una roca en forma de “V” en una
habitación de forma cuadrada, que se halla en la parte noroeste del complejo, se alinea
con la puesta del sol durante el solsticio de verano; otra serie de rocas con grabados se
alinean con la salida y la puesta del sol en el solsticio de invierno [Bostwick y Plum en
línea 1997].
En el tercer caso, South Mountain Park, se encontraron también los tipos
cerámicos diagnósticos hohokam de los periodos Colonial y Sedentario Temprano (850-
1050 d.C.), por lo que se ha atribuido la realización de los petrograbados a los grupos
hohokam de la cuenca de Phoenix. Bostwick y Krocek reportan en el sitio una
multiplicidad de dispositivos culturales, diseñados para un registro calendárico preciso
de los solsticios de verano e invierno, ya sea por observaciones de alineaciones de los
paneles grabados con la salida y puesta del sol, como por fenómenos de luz y sombra,

50
Michael Zeilik [2008] matiza el punto de vista de Sofarer y Sinclair, señalando que las dificultades
implicadas, tanto en el acceso al sitio de Fajada Butte, como en la posibilidad de anticipar con claridad la
fecha exacta de los solsticios, valiéndose del sistema de luces y sombras, lo han llevado a pensar que la
función de los fenómenos observados en Fajada Butte es más bien la de constituir hierofanías:
manifestaciones del carácter sagrado del Sol y la Luna.

427
proyectados sobre los paneles de grabados en las fechas definidas. En particular, dentro
del sitio destaca la zona llamada Four Pillars, que ya hemos descrito, donde los dos
tipos de fenómenos: alineación con paneles grabados y proyección de luces y sombras
sobre ellos se pueden observar con claridad y fueron registrados a lo largo de cuatro
años de observación sistemática [Bostwick y Krocek 2002: 192-198].
Podemos concluir que la astronomía cultural, que implicaba cuidadosas
observaciones astronómicas, formas específicas de registrarlas, personas especializadas,
encargadas de llevar a cabo estas actividades, una relación directa del calendario con el
ritual y con las actividades productivas, era común al Noroeste/Suroeste y a
Mesoamérica. Sin embargo, vale la pena destacar las diferencias más definidas para
presentar un panorama más preciso. De acuerdo con Michael Zeilik:

Una comparación general de las prácticas de los pueblo históricos, al contrastarse con
las actividades de los mayas y de las culturas del centro de México, mostraría que el
Suroeste carecía de: 1) calendarios escritos, 2) un sistema numérico de cuenta larga, 3)
calendario ritual de 260 días, 4) atención detallada a las conjunciones de Venus, 5) un
sistema de portadores del año y 6) pasajes cenitales del sol [Zeilik 2008: 222 traducción
nuestra; cursivas en el original].

Desde esta perspectiva, y habiendo establecido las diferencias específicas entre


las tradiciones mesoamericanas y las del Suroeste, me parecen especialmente
pertinentes algunas de las orientaciones teóricas desarrolladas por Johanna Broda para
entender el carácter que pudieron asumir tanto las observaciones astronómicas, como de
otros fenómenos naturales, realizadas por las diversas culturas del México prehispánico,
y sus consecuencias para la configuración de las estructuras arquitectónicas, su relación
con el paisaje y sus funciones rituales. Si bien conciernen a Mesoamérica, consideramos
que existe suficiente evidencia, como trataremos de demostrar, para considerar válidas
algunas de sus conclusiones para los casos que estudiamos del Noroeste/Suroeste. La
misma autora ha propuesto un análisis comparativo sistemático entre los de los indios
pueblo y de los mexicas [Broda 2004]. Al respecto y siguiendo a Nowotny y
Schaafsma, ha desarrollado una metodología clara, poniendo de manifiesto que no se
trata de establecer analogías entre rasgos aislados, sino de comparaciones que se
refieran “a elementos estructurales relevantes que comparten ambas áreas” [Broda 2004:
266]. En función de esas consideraciones, define lo que entiende por paisajes rituales:

428
Los paisajes rituales se refieren a la ritualidad que giraba alrededor de las
montañas sagradas, los peñascos, las rocas talladas y los petrograbados. En
muchos casos, estos lugares de culto se vinculaban con la astronomía y la
observación solar. En un sentido más general se trataba de una geografía a la que
sus habitantes le atribuían un carácter sagrado, y de un culto a la piedra [Broda
2004: 270 cursivas en el original].

A partir de la integración de todos los elementos descritos hasta ahora, se logra


una síntesis más compleja que permite contrastar las tradiciones mesoamericanas con
las del Noroeste/Suroeste a partir de categorías claramente delimitadas que nos permiten
comprender las relaciones establecidas entre: a) las características de los paisajes
rituales, b) la manera en la cual se vinculan con diferentes tipos de prácticas culturales y
c) los aspectos de la cosmovisión que se ponen de manifiesto en la interacción de ambos
(paisajes rituales y prácticas culturales).
Así, podemos definir el tipo de elemento del paisaje ritual que nos interesa
analizar, como los cerros, montes y sitios elevados, en general, específicamente,
aquellos sitios elevados, con construcciones, que han sido objeto de un trabajo cultural
de transformación del paisaje (placecrafting). El análisis supone la descripción detallada
de las características del sitio elevado (geomorfología); el tipo, la forma, la ubicación, la
orientación y las relaciones internas de las estructuras arquitectónicas construidas; y su
relación con otros aspectos de intervención cultural sobre el paisaje como el arte
rupestre o los relieves tallados sobre las rocas o muros. El segundo aspecto permite
establecer cuál es el tipo de actividad asociado con el sitio: observaciones astronómicas
y la creación de calendarios que se deriva de estas; predicción del clima, la delimitación
de las temporadas de lluvias y de la temporada seca; actividades productivas y rituales,
derivadas del calendario y asociadas directamente con él. El tercer aspecto nos permite
reconocer los conceptos cosmológicos que entrarían en juego en relación con los
diferentes elementos de los sitios y de las actividades asociadas o, por lo menos,
formular hipótesis al respecto.
En función de que he descrito en detalle las características de los sitios
pertenecientes a la Tradición Trincheras, pasaré al análisis de: a) las relaciones de las
distintas actividades entre sí, b) las relaciones de estas últimas con la cosmovisión y,
finalmente, c) un análisis de los sitios que integre todos los aspectos. En primer término,

429
retomo la manera en la cual Broda destaca la importancia que en Mesoamérica asumió
“la observación sistemática y repetida a través del tiempo de los fenómenos naturales
del medio ambiente que permite hacer predicciones y orientar el comportamiento social
de acuerdo con estos conocimientos” [1991: 462]. Más aún, este tipo de saber daba
origen a la formación de especialistas que eran los depositarios de la función y de la
autoridad, tanto para interpretar los fenómenos naturales observados, como para definir
los tiempos y modalidades que debían adoptar las prácticas rituales, las actividades
productivas y la guerra. En todos estos ejemplos citados podemos observar la acción
decisiva de las estructuras correlativas que establecen sistemas de correspondencias
entre los distintos órdenes de la realidad: astronómico, biológico, económico, político,
mitológico y ritual. Encontramos una explicación semejante a la que proponen Farmer,
Henderson y Witzel en las palabras de Clifford Geertz:

La percepción de la congruencia estructural entre una serie de procesos, actividades,


relaciones, entidades, etc., y otra serie que obra como programa de la primera, de suerte
que el programa pueda tomarse como una representación o concepción de lo
programado –un símbolo-, es la esencia del pensamiento humano. La posibilidad de esta
transposición recíproca de modelos para y modelos de que la formulación simbólica
hace posible es la característica decisiva de nuestra mentalidad [Geertz 1997: 92].

Geertz insiste, además, en que estos fenómenos son perfectamente observables:


“Los actos culturales (la construcción, aprensión y utilización de las formas simbólicas)
son hechos sociales como cualquier otro; son tan públicos como el matrimonio y tan
observables como la agricultura” [1997: 90]. Así, concluye el autor, afirmando que los
símbolos y sistemas de símbolos que definen las disposiciones religiosas son los
mismos que “colocan esas disposiciones en un marco cósmico” [Geertz 1997: 95].
A partir de aquí podemos entender que la observación sistemática de los
diversos procesos naturales influyó en la construcción de una cosmovisión, de modo
que, conocimientos precisos que tienen una función práctica-utilitaria como el
calendario y su influencia en actividades como la caza, la recolección y la agricultura se
confunden con elementos míticos y rituales, que tienen una función religiosa: fiestas de
petición de lluvia y abundancia, por ejemplo. Articulación compleja entre magia,
ciencia y religión que Malinowski y Lévi-Strauss han demostrado ampliamente [Lévi-
Strauss 1994; Malinowski 1994] y que podemos constatar en las culturas precolombinas

430
de todo el continente americano. Esos procesos de articulación compleja entre formas
de vida y cosmovisión pueden ser comprendidos en el sentido expuesto por Alfredo
López Austin:

La cosmovisión es un conjunto estructurado de sistemas ideológicos que emana de los


diversos campos de acción social y que vuelve a ellos dando razón de principios,
valores y técnicas […] Como la cosmovisión se construye en todas las prácticas
cotidianas, la lógica de esas prácticas impregna la cosmovisión.
Cada tradición conserva por largos periodos de tiempo los principios generales que, al
repetirse como patrones normativos en los distintos campos de acción social, se
convierten en arquetipos […] Mesoamérica tiene entre las causas primordiales de su
unidad histórica la generalización y el desarrollo del cultivo del maíz. Su cosmovisión
fue construyéndose, durante milenios, en torno a la producción agrícola […] Sobre el
fuerte núcleo agrícola de la cosmovisión pudieron elaborarse otras construcciones.
Debido a que la lógica básica del complejo de la cosmovisión radicó en la actividad
agrícola, su duración ha sido tan prolongada, continuando en nuestros días [1999: 16].

Tal como lo destaca Broda, y numerosos estudios lo confirman el día de hoy,


sabemos con toda seguridad que para las culturas precolombinas de América, la
observación de la naturaleza incluía conocimientos detallados y sistemas de
clasificación definidos y bien estructurados, acerca de temas que hoy estudian las
ciencias modernas como la astronomía, la geografía, la climatología, la química, la
botánica, la zoología y la medicina, entre las principales. En relación con las
observaciones astronómicas y algunas de sus aplicaciones en Mesoamérica, Johanna
Broda afirma:

Los antiguos mexicanos no sólo registraban estas observaciones en inscripciones,


estelas y textos jeroglíficos, sino que el tiempo y el espacio eran coordinados con el
paisaje por medio de la orientación de edificios y sitios ceremoniales. Las fechas más
destacadas del curso anual del Sol se fijaban mediante un sistema de puntos de
referencia sobre el horizonte. Dentro de este sistema las montañas jugaban un papel
determinante [Broda 1991: 463].

Encontramos en esta práctica sistemática una importante homología cultural.


Hemos visto ya que, con diferencias específicas respecto de Mesoamérica, en el

431
Suroeste, las observaciones astronómicas y su registro a través de diferentes
procedimientos eran una práctica común entre los grupos pueblo y hohokam. En los
casos del Cañón de Chaco en Nuevo México, Shaw Butte y Four Pillars en Arizona, los
procedimientos de alineación y orientación de estructuras arquitectónicas coincide con
las prácticas mesoamericanas, a éstas se agregan los fenómenos de proyección de luces
y sombras sobre edificios, muros o petrograbados.
Más allá de esta práctica compartida y logrando una cuidadosa síntesis de
numerosos materiales arqueológicos, etnohistóricos y etnográficos, Broda llega a
importantes conclusiones que resultan particularmente relevantes para nuestra
investigación. En primer término, se concluye que para las culturas mesoamericanas es
posible establecer una relación sistemática entre la observación de los fenómenos
naturales, la utilización práctica de esos conocimientos, la cosmovisión, el calendario y
el ritual. En segundo lugar, que un aspecto privilegiado en el cual se ponen de
manifiesto estas relaciones se refiere al clima y al ciclo agrícola, con los cuales se
vinculan elementos esenciales de la cultura y la cosmovisión:

La vinculación con la naturaleza se manifestaba dentro del culto mexica: 1) en su


relación con la astronomía (observación del curso del Sol, de la Luna, así como de
ciertas estrellas y constelaciones: por ejemplo, Venus, las Pléyades, etcétera; 2) en su
relación con los fenómenos climatológicos (la estación de lluvias y la estación seca), y
3) en su relación con los ciclos agrícolas y de las plantas (ecología, agricultura) […] La
preocupación fundamental del culto mexica giraba alrededor de la lluvia y de la
fertilidad, lo que es de esperar en una cultura que derivaba su sustento básico de la
agricultura. [Broda 1991: 464-465].

Los rituales de petición de lluvias ponen al descubierto la relación que existía


entre los conocimientos que se tenían sobre el ciclo del agua, y el esquema cosmológico
tripartito del plano vertical del universo: Cielo-Tierra-Inframundo. Veamos, paso a
paso, cómo se daba esa articulación:

El dios mexica Tláloc no era sólo el patrón de la lluvia y de las tormentas, sino que
también de los cerros; en este sentido era un antiguo dios de la tierra. Se decía que la
lluvia procedía de los cerros en cuyas cumbres se engendraban las nubes. Para los
mexica las montañas eran sagradas y se concebían como deidades de la lluvia. Se les
identificaba con los tlaloque, seres pequeños que producían la tormenta y la lluvia, y

432
formaban el grupo de los servidores del dios Tláloc […] Estos aspectos de los tlaloque
como dioses de los cerros que viven en cuevas al interior de la tierra, conectan la
naturaleza del dios con el antiguo culto mesoamericano de la tierra […] También los
tlaloque se vinculan íntimamente con la agricultura, y eran considerados los dueños
originales del maíz y de los demás alimentos. Los hombres adquirían acceso al alimento
básico mediante el culto a Tláloc. Se suponía que el maíz, las demás plantas comestibles
y las riquezas en general eran guardados en cuevas dentro de los cerros [Broda 1991:
466, 470 y 471].

Ya Caso había destacado que, según los mexicas, el agua de las lluvias se
almacenaba en grandes cuevas que había en las montañas y que ésta brotaba, luego, por
los manantiales, así, es muy común observar en la escritura jeroglífica la representación
del cerro con una caverna llena de agua en su interior [1953: 60]. Más aún, sostiene que
“siempre que hay un pequeño cerro aislado en medio de un valle, se tiene la seguridad
de hallar restos arqueológicos que demuestran el culto al dios de la lluvia” [Caso 1953:
60].
López Austin y López Luján constatan la sobrevivencia de tales tradiciones entre
numerosas comunidades indígenas del presente, refiriendo en particular los rituales
celebrados durante el mes de mayo en el oriente de Morelos, frente a una cueva sagrada
en el cerro llamado Coatépec, cuyo nombre significa: “en el cerro de las serpientes”
[2009: 15].

Las prácticas religiosas pueden variar, pero es común que los montes considerados
dispensadores de las aguas reciban la veneración de los pueblos y aldeas vecinas, y que
los dones agrícolas a los seres acuáticos que habitan en la oscuridad de las cuevas se
ofrezcan al inicio de la temporada de lluvias. Estos cultos son la razón de que, en un
amplísimo radio territorial, muchas elevaciones topográficas posean nombres de
profundo significado mítico. En algunos casos el vínculo con el sitio cósmico es directo,
como sucede con el cerro llamado Tlalocan, en Hueyapan, Morelos, donde se celebran
anualmente los ritos dedicados a los dioses de la lluvia y el viento; pero también es
frecuente que –como en el caso del Coatépetl- el nombre designe a un ser sobrenatural
[López-Austin y López Luján 2009: 17].

Sobre la concepción mesoamericana del Monte Sagrado, López Austin y López


Luján nos dicen que su origen histórico es inasible y que tal vez “su figura ya formaba

433
parte del bagaje cultural de quienes llegaron al continente americano como cazadores-
recolectores” [2009: 167]. Evidentemente, esa visión del cosmos “se transformó
considerablemente con el nacimiento de la agricultura. Hasta donde lo muestran las
evidencias materiales, los agricultores mesoamericanos imaginaban que el axis mundi
era el motor de los procesos de cultivo” [López Austin y López Luján 2009: 167]. A
partir de una muy extensa investigación y el estudio exhaustivo de las fuentes, los
autores proponen un modelo del cosmos acorde con el pensamiento mesoamericano:

De acuerdo con dicho modelo, la parte más profunda del eje cósmico es el Lugar de la
Muerte. Sobre él descansa la Cueva, que es el gran depósito de las aguas, las semillas-
corazones y las fuerzas vitales de la regeneración. El depósito tiene una cubierta dura, lo
que hace del Monte un recipiente pétreo. La bodega oculta se comunica con el exterior
por la boca de la Cueva, que es el umbral entre los pisos anecuménicos inferiores y el
ecúmeno.51 En la cumbre del Monte se yergue el Árbol Florido, cuerpo tubular dentro
del cual se revuelven las fuerzas opuestas y complementarias del cosmos para formar
los flujos cíclicos. De las ramas del Árbol penden las flores, los frutos y el néctar que
han de derramarse sobre la tierra, y en torno a la fronda vuelan aves e insectos
sobrenaturales. Es la apertura superior, la astral. El Árbol sostiene los cielos superiores,
afianzando para ello sus raíces en el Mundo de la Muerte. Así, completa su calidad de
vía entre lo Alto y lo Bajo […] La figura del eje cósmico se proyecta con todos sus
elementos […] hacia los cuatro rumbos para formar el quincunce; en cada rumbo tiene
características distintas que, a su vez, serán reflejadas en el axis mundi [López Austin y
López Luján 2009: 170].

Podemos observar, a partir de este modelo, el lugar que tiene el Monte Sagrado
dentro del esquema cosmológico. El Monte Sagrado no es, sin embargo, una estructura
estática, es, al mismo tiempo, un protagonista, un poder que actúa a través de su Dueño,
que lo gobierna y es la personificación del edificio cósmico. El Dueño “se auxilia en sus
funciones de gran cantidad de seres menores que adoptan diversas figuras,
principalmente de animales y, entre estos, de serpientes” [López Austin y López Luján
2009: 170]. “El axis mundi y sus cuatro proyecciones cardinales conforman un conjunto

51
Por anecúmeno los autores entienden: “el tiempo-espacio propio de los dioses y los muertos y ajeno a
las criaturas”; su ubicación corresponde a los cielos superiores, los pisos del inframundo, el axis mundi y
los extremos del mundo con los árboles cósmicos. Por ecúmeno: “el mundo habitado por las criaturas,
aunque también está ocupado definitiva o transitoriamente por seres sobrenaturales. Entre una y otra
dimensión se encuentran los umbrales, peligrosos sitios de comunicación, por los cuales los dioses
circulan libremente” (2009:43).

434
geométrico que impele a los dioses, las fuerzas, los astros, los meteoros y las semillas-
corazones a producir los principales procesos que dan existencia al mundo de las
criaturas” [López Austin y López Luján 2009: 170-171]. De acuerdo con los autores, los
principales procesos son: la salida, paso superior, ocaso y paso inferior de los cuerpos
astrales, cuyo arquetipo es el Sol, que define el ciclo luz-oscuridad; el paso del tiempo;
el ciclo vida-muerte; el de las fuerzas de germinación y crecimiento; los ciclos del agua,
el rayo, las nubes, el granizo y el viento que dividen al año en la estación de lluvias y la
estación seca; y el ciclo del poder [López Austin y López Luján 2009: 171].
Queda muy claro que este modelo, producto de una muy vasta y completa
síntesis, nos permite relacionar las características estructurales del sitio con el tipo de
actividades que se le asocian, así como con los aspectos cosmológicos que dotan de
sentido al conjunto de estructuras y prácticas. A partir de lo anterior se puede entender
que un complejo sistema ceremonial giraba en torno al Monte Sagrado.
El último elemento en el que nos apoyaremos para establecer un paralelismo que
contribuya a esclarecer nuestra interpretación de las estructuras culturales del Cerro de
Trincheras se deriva de la ritualidad asociada a la relación entre el Monte Sagrado, su
Dueño y el poder de éste sobre las lluvias y el sustento. Lo que nos lleva a una
cuidadosa observación de las ofrendas a Tláloc en el Templo Mayor, construcción que
simbolizaba al Monte Sagrado [López Austin y López Luján 2009]. De acuerdo con
Broda “el estudio de las ofrendas en animales marinos me hizo ver que la relación de
Tláloc con los cerros y el mar sólo puede entenderse dentro del contexto más amplio de
la cosmovisión prehispánica, según la cual el espacio debajo de la tierra se concebía
como lleno de agua y existía una comunicación subterránea entre los cerros, las cuevas
y el mar” [1991: 479]. “El mar era el símbolo absoluto de la fertilidad y por esto, los
mexicas enterraron numerosas especies marinas en las ofrendas del Templo mayor de
Tenochtitlan” [Broda 2004: 282]. De tal manera:

Los mexicas atribuían una gran importancia al agua almacenada al interior de los cerros,
que en su cosmovisión se conectaba por vetas subterráneas con el mar. El mar fue
concebido como el huey atl, “el agua grande”, o ilhuica atl, “el agua celeste” (Sahagún),
donde el mar se juntaba con el cielo. Esta cosmovisión era muy antigua en Mesoamérica
y se halla reflejada en multitud de ofrendas por toda el área que la arqueología ha
rescatado desde el Preclásico. Esa misma cosmovisión siguió manifestándose en la gran
cantidad de fauna marina enterrada en las ofrendas del Templo Mayor: su simbolismo

435
se explica si recordamos que el mar, para los mexicas, era el símbolo de la fertilidad
absoluta [Broda 2009: 63].

La detallada y cuidadosa investigación de Leonardo López Luján confirma y


amplía este punto de vista, destacando la importancia de las ofrendas al dios Tláloc en el
Templo Mayor, dentro de las cuales son particularmente significativas las ofrendas de
piedras verdes y fauna marina: “no existe mucho lugar a discusión en cuanto al
significado acuático y de fertilidad de las cuentas de piedra verde y de la fauna
oceánica” [López Lujan 2009: 54]. Así, entre las ofrendas 18, 19 y 97 se encontraron
392 cuentas de piedra verde, 2,224 caracoles y 275 conchas, además de fragmentos de
coral y del cartílago rostral de pez sierra [López Lujan 2009: 54].
Esta asociación o estructura correlativa no es privativa de los mexicas. En el
Suroeste, tanto los zunis como los hopis conciben al mar como el origen de todas las
aguas, y entre estos últimos, las conchas, el coral y la turquesa pertenecen a la diosa o
espíritu femenino Huruing Wuhti [Courlander 1987: 32]. Tal descripción coincide con
lo relatado por Parsons, quien refiere que los hopis llaman “La Mujer del Amanecer” a
un ser femenino que vive bajo el agua y que se puede identificar con Huruing Wuhti, La
Mujer de las Substancias Duras [Parsons 1996: 177]. Así, resultan fuertemente
significativas tanto la manera de concebir al mar dentro del esquema cosmológico,
como la asociación manifiesta, en las tradiciones orales de los grupos pueblo, entre la
turquesa, las conchas marinas, el coral y una diosa acuática o Espíritu femenino
acuático, estableciendo la posibilidad de un importante paralelismo con las tradiciones
nahua-mexicas. Parece claro que los atributos de Huruing Wuhti corresponden a los de
la diosa nahua Chalchiuhtlicue, en su advocación de diosa de las aguas terrestres y
marinas, así como en su asociación con la piedra verde, dado su nombre “La de la falda
de jade”.
A partir de todo este conjunto de premisas, podemos concluir que de la
observación sistemática de los astros, a la cual estaban asociados importantes aspectos
de la arquitectura y el paisaje, se derivaba un calendario preciso, íntimamente asociado
con la agricultura. El conocimiento detallado de otros fenómenos como el ciclo natural
del agua y su relación con el crecimiento de las plantas eran bien conocidos, mas, estos
conocimientos, lejos de expresarse en un lenguaje como el científico de hoy en día, eran
expresados por medio de un discurso religioso, pues era la religión la forma de
pensamiento que articulaba todos los órdenes de la realidad.

436
La expresión religiosa de estos fenómenos daba origen a un conjunto de
prácticas rituales, encaminadas a asegurar las lluvias suficientes y adecuadas para los
cultivos, el ritual era una petición de abundancia, orden y armonía. En todas las
regiones, del Suroeste a Mesoamérica, el ciclo de fiestas comienza antes del inicio de la
estación de lluvias, variando las fechas de acuerdo a las tradiciones de cada grupo, las
características regionales de la estación de lluvias y de los tiempos de siembra y
cosecha; el ciclo de fiestas culmina después de la cosecha con ceremonias, alrededor del
solsticio de invierno, en las cuales se da gracias por los bienes recibidos y se inicia la
petición de lluvias para el ciclo siguiente.
Cuenta Lumholtz que entre los wixaritari, por ejemplo: “Durante la estación seca
y parte de la húmeda, es decir, desde el principio de abril hasta fines de agosto, celebran
los huicholes constantes fiestas para que llueva” [2006: 16]. En otra obra explica que el
principio activo de la religión de los huicholes “es el deseo de producir lluvia, lo cual
permite abundantes cosechas de maíz, su principal alimento. Considero que ésta es una
característica común a las tribus agrícolas del continente. En primero y en último lugar,
el agua es el punto central de todas sus ceremonias, el núcleo de sus pensamientos”
[Lumholtz 1986: 49].
De acuerdo con Johannes Neurath, entre los huicholes de la Sierra de Nayarit:

En el ciclo anual, el solsticio de invierno corresponde al Cambio de Varas. Nuestro


Padre, el Sol, renace y sus corazones son las varas de mando. En esta misma época del
año se realiza la peregrinación a Wirikuta. La llegada de los jicareros al Cerro del
Amanecer corresponde a una nueva creación del sol, pero ahí el culto solar se conecta
claramente con la petición de lluvia. A los iniciados, en sus visiones o sueños de peyote,
se les aparecen las serpientes de la lluvia, mismas que ellos traen de regreso a la sierra.
En la fiesta del peyote (Hikuli Neixa) que se celebra durante el mes de mayo, ya a
finales de la temporada seca, culminan los ritos relacionados con la iniciación. Los
jicareros escenifican su transformación en serpientes emplumadas de la lluvia y
manifiestan, así, la importancia que estas tienen para la propiciación de la fertilidad
[Neurath 2009: 484].

Tal como hemos visto en el primer capítulo, Lumholtz describió la Fiesta del
Sahuaro (naváita) en La Noria, dedicada a la recolección de la pitahaya del sahuaro, la
elaboración de una bebida fermentada, a partir de la pulpa diluida en agua, y la petición
de lluvia, misma que tuvo lugar en el verano de 1909. La ceremonia se realiza en una

437
fecha cercana al solsticio de verano y se acompaña de danzas comunitarias, cantos,
ofrendas y peticiones a las nubes de los cuatro rumbos para que bendigan a la gente con
la lluvia suficiente y adecuada para sus cosechas [Lumholtz 1990: 45-60]. Como
contraparte, en el invierno, Lumholtz relata que en Santa Rosa, cada cuatro años, se
lleva a cabo la Fiesta de la Cosecha (Vi’ikita) para dar gracias por los bienes obtenidos.
Es tan importante que hasta cincuenta aldeas participan en ella. La fiesta se realiza en
una fecha cercana al solsticio de invierno, sin embargo, en Quitovak, Sonora se llevaba
a cabo en agosto, año tras año [Lumholtz 1990: 92-98]. De nuevo, los símbolos de las
nubes, del relámpago y el trueno, y de la abundancia de alimentos están presentes de
manera central. Más adelante, Lumholtz nos dirá que los principales fines perseguidos
en la fiesta del víkita, en Quitovak, son la lluvia y el mantenimiento de buenas
relaciones con I’itoi, Hermano Mayor y Creador [Lumholtz 1990: 173]. Coincidiendo
con otra fecha calendárica importante, el equinoccio de primavera, se lleva a cabo entre
los tohono o’odham una ceremonia, acompañada del canto, que tiene la intención de
propiciar una abundante cosecha de pitahayas de sahuaro [Lumholtz 1990: 60].
Los ejemplos son muy numerosos en la etnografía del Occidente y norte de
México, en la del suroeste de los Estados Unidos, como en el área de tradiciones
mesoamericanas, donde muy probablemente tienen una antigüedad mayor. Sobre la
pertinencia de esta aproximación al problema y su validez para las tradiciones culturales
del suroeste de los Estados Unidos, Polly Schaafsma sostiene que:

La lluvia fue fundamental para la supervivencia de los agricultores del Suroeste


estadounidense, quienes cultivaron maíz en un entorno árido; las peticiones a los seres
sobrenaturales que las controlaban fueron también indispensables para que las cosechas
prosperaran. Las ideas sobre el origen de la lluvia son similares en las sociedades
agrícolas de Mesoamérica y el Suroeste de los Estados Unidos, y traspasan las fronteras
ecológicas entre las tierras tropicales al sur, y la árida Oasisamérica, al norte, todas las
cuales dependían de las estaciones de lluvias.
Las cosmologías que definen los paisajes culturales y los rituales que aseguran buenas
lluvias se vinculan ideológicamente en todo ese territorio, a pesar de sus distintas
expresiones locales. El mundo conceptual “panamericano” sobre la lluvia, como todo
sistema simbólico, condensa significados y se vincula a elementos que, a primera vista,
parecerían ajenos a él. Numerosas deidades telúricas y ancestrales se relacionan con los
cultos a la lluvia [Schaafsma 2009a: 48].

438
Apoyando este análisis comparativo entre tradiciones mesoamericanas y del
Suroeste, podemos referirnos a los hopis, de los cuales existen suficientes registros
etnográficos que acreditan fehacientemente la relación entre la observación por
especialistas rituales (ta’ wa mongwi) del movimiento anual del sol sobre un calendario
de horizonte, la definición de las fechas para la realización de las tareas agrícolas y,
primero, la preparación para y, luego, la realización de las diferentes fiestas asociadas
con el ciclo agrícola y con las consecuentes peticiones de lluvia y buena cosecha [Broda
2004; Forde 1931 y 1966; Fewkes 2000; Iwaniszewski y Vigliani 2009; Parsons 1996;
Zeilik 2008].
El esquema cosmológico tripartito juega un papel esencial dentro de estos
rituales, pues se cree que el lugar del agua es el Inframundo, que el agua sube, a través
de la Tierra, hacia el Cielo, por las fuentes naturales, los cerros y los montes, así, forma
las nubes, de donde se precipita hacia la Tierra, penetrando en ella y descendiendo al
Inframundo, donde el ciclo se reinicia. En el Inframundo, todas las aguas están
interconectadas y se unen con el mar. En ese sentido, la deidad o deidades y espíritus
que habitan en los cerros, en el Inframundo acuático y en el mar, juegan un papel
fundamental en producir las lluvias y la abundancia de alimentos. Entre los wixaritari
(huicholes), Tatei Haramara (Nuestra Madre Mar) y las diosas del agua, quienes son
también consideradas como serpientes, son entidades sagradas a las cuales se les pide
lluvia y una buena cosecha [Fresán 2002: 24].
De acuerdo con Diego Méndez Granados: “El agua es el tejido conjuntivo del
cosmos; surge del inframundo, corre por la superficie terrestre, se evapora, sube al cielo,
se condensa, cae a la tierra y mar en forma de lluvia y allí vuelve a su punto de partida y
se sumerge en el inframundo. Es la envoltura, la ropa de la vida y, en cierta medida, de
la muerte, pues la morada de ultratumba es un lugar acuático” [Méndez 1999: 23].
Entre los zunis encontramos una concepción muy semejante del Inframundo
acuático. “Los zunis creen que bajo la tierra circular se encuentra un sistema de vías
fluviales que finalmente se comunican con los océanos, los cuatro océanos circundantes.
Los manantiales y los lagos son las aberturas de ese sistema” [Parsons 1996: 213].
Como podemos ver, este esquema, además de explicar el ciclo del agua, permite
definir las entidades sagradas que intervienen en él y a las cuales los rituales deben
dirigirse. Refiriéndose a los mexica, Broda, concluye:

439
El culto a los dioses de la lluvia reflejaba la observación de los ciclos meteorológicos
anuales, la división básica en la estación de secas y de lluvias, el ciclo del crecimiento
del maíz, así como el papel de los cerros como generadores de nubes y lluvia. Por eso
los mexicas invocaban a los cerros, y Tláloc como dios de los cerros controlaba ese
proceso. Los mexicas visualizaban el ciclo hidrológico de la generación de las nubes, la
lluvia que cae del cielo y nuevamente su evaporación desde la tierra [2009: 63].

Lo interesante es que este sistema simbólico de representación del ciclo del


agua, tal como hemos venido mostrando, no es privativo de Mesoamérica, lo
encontramos también en el noroeste de México y el suroeste de los Estados Unidos. El
pensamiento de los grupos pueblo lo representa con toda claridad:

El agua, que es totalmente importante, proviene del Inframundo (que es también el lugar
de origen de la gente y el lugar al cual su espíritu retorna, después de la muerte). El agua
emerge del Inframundo a través de los manantiales, en las tierras bajas o de las
montañas, para ser captada por las nubes [en el Cielo]. Después de ser usada en este
mundo [la Tierra] el agua regresa al Inframundo para completar el ciclo, que es
delicado. Los indios pueblo hacen un penoso esfuerzo para asegurar que sus
pensamientos y sus acciones contribuyan a mantener el ciclo y no a menguarlo [Phillips
et. al. 2006: 18 traducción nuestra].

Las semejanzas incluyen numerosos detalles, como los descritos por Schaafsma:

Así como ocurre en México con Tláloc y sus asistentes, los tlaloques, las kachinas de
los pueblo están asociadas tanto con los cerros, alrededor de los cuales se forman las
nubes y la bruma, como con el reino del inframundo acuático, al cual se accede por la
vía de los manantiales y lagos, lugar donde los muertos retornan. Esto último sugiere
una afiliación con Chalchiuhtlicue, la contraparte femenina de Tláloc. Ciertos
manantiales y lagos son considerados como el sipapu, o lugar donde la humanidad
emergió a la superficie de la tierra. Se considera que todas estas fuentes acuáticas
terrestres están interconectadas bajo la tierra [Schaafsma 1999: 173 traducción nuestra].

Confirmando la asociación descrita entre el simbolismo de los cerros y lugares


elevados, las ceremonias de lluvia, el esquema cosmológico tripartito y los seres
sagrados, propiciadores de la lluvia, Polly Schaafsma describe la conjunción de estos

440
elementos en sitios con arte rupestres de los estilos Mimbres y Jornada Mogollón que
definiría un estrecho vínculo entre Mesoamérica y el Noroeste/Suroeste:

En el arte rupestre del suroeste de Estados Unidos encontramos seres sobrenaturales


donadores de lluvia, entre ellos una figura con anteojeras y los atributos del Tláloc
mesoamericano. Se encuentran figuras de Tláloc en la mayor parte de los sitios
Mimbres y Jornada Mogollón, al sur de Nuevo México y en lugares aledaños de Texas
y Chihuahua, que van desde 1050 hasta 1400 d.C., aproximadamente. Se han
encontrado también efigies de madera y piedra en las cuevas de esa zona. Se cree que
esta vertiente del suroeste estadounidense sobre Tláloc está estrechamente relacionada
con los seres sobrenaturales enmascarados que hoy en día se conocen entre los indios
pueblo como kachina, y que son considerados la manifestación corpórea de los
ancestros que habitan el inframundo y retornan al mundo de sus descendientes como
nubes que regarán sus sembradíos [Schaafsma 2009a: 48-49].

Entiendo que en cada cultura el esquema cognitivo acerca del ciclo del agua
tiene connotaciones específicas y desarrollos particulares, que varían de una región a
otra y se transforman con el paso del tiempo, gracias a la actividad de los agentes
sociales. Tomando en cuenta estos factores de variabilidad, estoy convencido de que a
partir de estos supuestos se pueden explicar con mayor claridad aspectos sustantivos de
la Tradición Trincheras y su expresión en la estructura y función de importantes
elementos de su arquitectura y de la ubicación y contenido del arte rupestre. A través del
análisis comparativo sistemático, hemos podido establecer la co-presencia de elementos
compartidos en cuanto a los paisajes rituales -en particular, cerros y sitios elevados-, las
prácticas culturales realizadas en asociación con ellos y los conceptos cosmológicos que
los dotan de sentido, entre tradiciones mesoamericanas y del Noroeste/Suroeste.
En un estudio más reciente, Broda [2011] amplía y detalla los resultados de su
investigación de 2004, anteriormente referida. En particular, esta investigación se
dedica al estudio comparativo de las ofrendas en Mesoamérica y el Suroeste, dentro del
cual reafirma y profundiza en la metodología y los conceptos utilizados para los fines
del estudio comparativo. Se refiere, en particular, a las ofrendas dedicadas a la petición
de lluvias de los pueblos agrícolas de ambas regiones.
Me interesa destacar, especialmente, que se confirma la presencia, compartida
por los mexicas y los grupos pueblo, de sustantivos elementos cargados de un fuerte
simbolismo: en el caso del Templo Mayor: las referidas ofrendas de especies marinas,

441
primordialmente conchas y caracoles de diferentes especies; así como tortugas y peces;
figurillas talladas en piedra de ranas, sapos y serpientes, símbolos acuáticos y de
fertilidad; y la serpiente-relámpago [Broda 2011: 115-124]. Entre los grupos pueblo se
refiere a la presencia de esculturas en miniatura de sapos, ranas y serpientes, asociadas
directamente a la petición de lluvia [Broda 2011: 124]. Menciona, asimismo, la famosa
Danza de la Serpiente de los hopi y los altares con ofrendas dedicados a la petición de
lluvias, entre cuyos elementos destaco a la serpiente del relámpago y el trueno, las
nubes y los símbolos o esquemas cosmológicos que ella denomina “cosmogramas” y yo
he referido con el término: quincunce, símbolo, este último, presente tanto en las
tradiciones Mesoamericanas como del Noroeste/Suroeste [Broda 2011: 124-133]. Todos
estos elementos están presentes en la iconografía del arte rupestre de la Cultura
Trincheras, como en las ofrendas encontradas en el Cerro de Trincheras, como veremos
a continuación.

CERROS DE TRINCHERAS: ESTRUCTURAS ARQUITECTÓNICAS,


PRÁCTICAS CULTURALES Y COSMOVISIÓN

Como hemos visto, los cerros de trincheras son un sello cultural distintivo del noroeste
de Sonora, aunque el fenómeno tiene una escala transregional [Fish et. al. 1991; Fish y
Fish 2007a]. Suzanne K. Fish y Paul R. Fish sostienen, como hipótesis principal, que
“los conceptos ideológicos fueron centrales en el emplazamiento, forma y distribución
de muchos [cerros de trincheras]” [2007a: 148]. Se refieren a lo que yo llamaría
conceptos religiosos, para lo cual apelan a registros etnográficos de distintos grupos que
han habitado el Noroeste, quienes consideran que los cerros poseen valores espirituales:

Según los estudios etnográficos en diversos grupos como los pima, tepehuanos, seri,
cora y huichol, los cerros poseen una diversidad de valores espirituales, sirven como
casas de seres sobrenaturales, lugares sagrados para casas de dios y templos, espacios
para depositar o proteger objetos sagrados, puntos de partida para viajes iniciativos,
puntos visibles para delimitar territorio y como cementerios, son el origen de las nubes,
del viento y del agua. Asimismo, los cerros sirven como locaciones prescritas para
rituales [Fish y Fish 2007a: 48].

442
No está de más insistir en que los valores espirituales que los autores asocian
con los cerros y que son propios de los grupos indígenas del Noroeste/Suroeste,
hablantes de lenguas yuto-aztecas, coinciden, en sus núcleos fundamentales, con los
atributos del Monte Sagrado que destacan López Austin y López Luján, después de su
exhaustiva revisión de documentos, monumentos, códices y testimonios, antiguos,
coloniales y modernos, pertenecientes a las tradiciones mesoamericanas: a) Eje
cósmico; b) Punto de ascenso y ocaso de los astros; c) Bodega de la riqueza; d) Refugio
de la flora y fauna; e) Casa del dios patrono; f) Lugar de origen de los hombres; g)
Fuente de poder, autoridad y orden; y h) Morada de los muertos [2009: 93-126].
Además de los elementos referidos que vinculan los cerros de trincheras con
tradiciones mesoamericanas, una geografía cultural los ubica “en el límite norteño de un
continuum de cerros terraceados que llega hasta el sur de México, los conceptos
prehispánicos sobre los cerros en el Noroeste/Suroeste seguramente han tenido
influencia de la esfera ideológica mesoamericana” [Fish y Fish 2007a: 148-149].
Desde esa perspectiva, Suzanne K. Fish y Paul R. Fish entienden a los cerros de
trincheras como “elementos de un paisaje construido, expresando conceptos que
incluían tanto a los elementos naturales como a las formas arquitectónicas simbólicas”
[2007: 149]. Al afirmar la existencia de un continuum de cerros terraceados que unen el
Noroeste/Suroeste con prácticas culturales y conceptos provenientes de Mesoamérica,
los autores coinciden de manera importante con Ben Nelson [2007], cuando éste afirma
que los cerros de trincheras, junto con los juegos de pelota y los montículos son una más
de las intrigantes formas arquitectónicas, presentes en el Noroeste/Suroeste, derivadas
de Mesoamérica [2007: 229]. De acuerdo con el autor, si a los elementos
arquitectónicos descritos añadimos otros objetos como las campanas de cobre, las
trompetas de concha de caracol, las figurillas antropomórficas de barro y los espejos,
nos hallamos frente a un fenómeno de importación cultural que exige una explicación
[Nelson 2007: 229]. Braniff elabora una detallada lista de productos intercambiados
entre Mesoamérica y el Noroeste/Suroeste, la cual divide en tres periodos: 1) antes de
nuestra era, 2) del año 1 al 1150-1200 d.C. y 3) del 1200 al 1550 d.C.; demuestra, así,
que desde el Preclásico existió un importante intercambio de elementos de la cultura
material y, consecuentemente, de la cultura espiritual entre las dos regiones [Braniff
2000: 171-178].
De acuerdo con Nelson, abordar el asunto adecuadamente exige definir con
claridad algunos presupuestos. En primer término, asumir que todos estos ítems estaban

443
asociados con prácticas significativas que jugaban un papel central que definía roles
sociales y relaciones a través su presencia y su uso en el ritual. En segundo lugar, que
los actores sociales del Noroeste/Suroeste tenían conocimiento de las prácticas
mesoamericanas y que este punto de partida mesoamericano es fundamental para
comprender el significado que los objetos y las estructuras tenían en el contexto cultural
del Noroeste/Suroeste [Nelson 2007: 229]. Este enunciado implica aceptar que la
adopción de las prácticas y objetos de origen mesoamericano y el conocimiento de su
significado por los actores sociales del Noroeste/Suroeste implicaba que las ideas de la
cosmovisión mesoamericana, que estaban estrechamente vinculadas con el tipo de
construcción arquitectónica y el uso de objetos rituales, no eran ignoradas y debieron de
ser adoptadas, también, con pleno conocimiento, por los grupos del Noroeste/Suroeste.
Como sabemos, montículos, juegos de pelota y cerros de trincheras funcionaban
como monumentos. De tal suerte, resulta pertinente reflexionar sobre la función del
monumento. Nelson responde que los monumentos son estructuras que tienen la
intención de destacar el significado de ciertos lugares y sucesos de importancia
duradera, su presencia continua funciona como un recordatorio constante de su
significado [2007: 230]. En su carácter mnemónico, portador de valores que deben
reforzarse y como elemento que perdura en el tiempo, su significado sirve para orientar
las prácticas colectivas y extender la memoria social, más allá de la duración de las
vidas individuales [Nelson 2007: 230]. De ahí que los monumentos se construyan con
materiales duraderos y su tamaño, ubicación, forma y color potencien su efecto de atraer
la atención hacia determinados lugares [Nelson 2007: 230]. Los constructores de
monumentos evocan lo sobrenatural al construir estructuras que van más allá de lo
ordinario [Nelson 2007: 230]. La estrategia de origen mesoamericano de transformar las
cimas de los cerros que dominan el paisaje circundante, en sitios ceremoniales sagrados
de carácter monumental, se desplegó en los cerros de trincheras del noroeste de Sonora
con esos probables significados y funciones.
Para que las características de los sitios mesoamericanos construidos en las
cimas de los cerros sean comparables con los cerros de trincheras de Sonora, Nelson
propone ciertos parámetros de comparación. Destaca, primero, que la continuidad en los
cerros terraceados no se da sobre la costa del Pacífico, que fue una ruta sumamente
importante de intercambio cultural entre los grupos del Occidente, Noroeste y Suroeste,
sino en el interior de México, a partir de la tradición Malpaso-Chalchihuites de

444
Durango, Zacatecas y noreste de Jalisco, y los sitios de características semejantes,
ubicados en el sur de Zacatecas, Jalisco y Guanajuato [Nelson 2007: 232].
En segundo lugar, propone que el parámetro comparativo debe incluir el tipo de
semejanza, lo que nos lleva a poner atención a los medios empleados para dar forma a
la monumentalidad: construcciones, elementos que enaltezcan la forma, espacios
abiertos, elementos que unan e integren las partes del conjunto. Para evaluar estos
aspectos debemos poner atención a aquellos relacionados con las dimensiones, la
durabilidad, la variedad de construcciones y la energía consumida en su construcción
[Nelson 2007: 232]. Las semejanzas tendrán que ser claramente visibles en la
arquitectura de paisaje y resonar simbólicamente junto con los otros elementos de un
medio ambiente construido artificialmente [Nelson 2007: 232].
Volvemos ahora a los casos particulares de Sonora para contrastar estas
perspectivas heurísticas con la configuración de las estructuras locales. A partir de su
recorrido de superficie, Suzanne K. Fish y Paul R. Fish encontraron un conjunto de
sitios en la cuenca del Magdalena, con vestigios de ocupación en los cerros, a una
distancia máxima del Cerro de Trincheras de 10 km y mínima de 0.75 km, conjunto que
llamaron heartland o núcleo trincheras, para el cual definieron dos periodos de
ocupación: Cerámico Temprano y Fase El Cerro. La primera corresponde a la fase de
las cerámicas diagnósticas del Complejo Trincheras (200-1300 d.C.), con un primer tipo
de lisa en el cerámico temprano inicial y, posteriormente, nuevos tipos lisos y las
cerámicas decoradas correspondientes: Trincheras Púrpura sobre Rojo y Trincheras
Púrpura sobre Café. La fase El Cerro (1300-1450 d.C.) corresponde a la ocupación
principal del Cerro de Trincheras, durante la cual, prácticamente desaparecen las
cerámicas decoradas diagnósticas.
Los tipos de elementos arquitectónicos más destacados y extendidos en los
cerros secundarios, asociados al Cerro de Trincheras, al que los autores atribuyen una
función ritual, fueron los llamados corrales y círculos de piedra, que aparecen en las
cimas de estos. Los corrales se encuentran siempre en la cima del cerro, tienen formas
predominantemente elipsoidales y circulares, aunque los hay también de forma
cuadrangular, tienen una estructura de muro de piedras sobrepuestas, sin mortero, su
altura varía, de cerro a cerro, entre los 40 y 150 cm, y su diámetro varía entre los 13 y
los 24 m. [Fish y Fish 2007a: 150-151] (Figura 62). Coincido con los autores cuando
afirman que les parece significativo que en el valle del río Magdalena, en los cerros de
trincheras, los corrales y los círculos de piedra sean “el elemento arquitectónico más

445
común y, a la vez, el más persistente que se construyó en todas las épocas en las cimas
de los cerros” [Fish y Fish 2007a: 152].

Las semejanzas tanto en forma como en ubicación podían ser indicativas de que los
corrales y los círculos de piedra en los cerros de trincheras secundarios, estén
relacionados conceptualmente con los elementos especiales que se ubican en un área
formal en la cima del Cerro de Trincheras. Los tamaños relativamente estandarizados
tanto de los corrales como de los círculos de piedra, así como su ubicación en las cimas
de los cerros sugiere que podrían estar asociados con conceptos ideológicos y una
práctica ritual [Fish y Fish 2007a: 151 cursivas en el original].

Comentamos los dos enunciados de la proposición anterior. La primera frase


contiene una hipótesis que puede ser obviada: existe un simbolismo ritual atribuido a las
estructuras de muros en las cimas de los cerros, compartido tanto por El Caracol,
ubicado en la cima del Cerro Trincheras, como por las estructuras de muros (corrales y
círculos de piedra) que se ubican en las cimas de los cerros que rodean al Cerro
Trincheras, a distancias que varían entre 4.02 y 7.79 km (Figura 62).

El Caracol (12.6 x 7.7 m); cuarto oval adyacente (4.5 x 4m), dibujo de
Daniel Amador Segura, Fuente: Villalpando y McGuire 2009.

Habría, así, una homología funcional, ritual, del simbolismo de la forma y del
paisaje para todas las estructuras de muros construidas sobre las cimas de los cerros
de trincheras de la cuenca del río Magdalena. La coincidencia se daría tanto en su

446
ubicación en las cimas, como en sus formas predominantes: a) circulares o elipsoidales
concéntricas, en los cerros periféricos y b) en espiral, semejante al caracol, el caso del
Cerro de Trincheras, cuya estructura de muros, observada desde una vista aérea, parece
imitar el corte transversal de una concha marina: “semeja la concha de un gasterópodo
seccionado” [Villalpando y McGuire 2004: 230].
De la segunda frase expresada por los autores, deduzco que los conceptos
ideológicos a los que ellos se refieren son de tipo religioso, ya que los asocian tanto a
prácticas rituales como a un conjunto de ideas que giran en torno al carácter sagrado de
los cerros y del lugar de éstos dentro de la cosmovisión religiosa. Como hemos visto,
hasta ahora, todas las actividades humanas suscitan la producción de ideas y creencias,
en ese sentido, el término “conceptos ideológicos” resulta impreciso y debe ser referido
a un tipo de actividad específica y a un tipo de conocimiento particular. En este caso,
propongo que esas estructuras cobrarían sentido en relación con los conceptos
cosmológicos y calendáricos, anteriormente explicados, principalmente, las
observaciones astronómicas y su relación con el calendario, la agricultura y la
importancia concedida a los cerros y sus agentes mágico-religiosos en el ciclo del agua,
como propiciadores de la lluvia y la abundancia.
No es necesario subrayar la importancia del agua en estos sitios áridos, de
escasas precipitaciones pluviales, sobre todo para culturas con una fuerte impronta
agrícola. De ahí, el tipo de ritual al que podrían haber estado asociados serían los
rituales del ciclo agrícola, en particular, con la fiesta de petición de lluvias, realizada en
la fecha del solsticio de verano. Entre los tohono o’odham, por ejemplo, se lleva a cabo
entre el 22 y el 24 de junio, fecha inmediatamente anterior al inicio de las lluvias en la
región, con una cacería ritual del venado. De ser válidas las analogías etnográficas, la
fecha de la fiesta de petición de lluvias haría pertinente la función de la estructura de
muro en forma de “V”, en la cima del Cerro Trincheras, que marca el punto de
observación de la salida del sol en el solsticio de verano y permite fijar con anticipación
la fecha para realizar la ceremonia. De manera semejante, la fiesta celebrada en el
solsticio de invierno por los distintos grupos o’odham, en la cual se relatan los mitos de
origen y se da gracias por los bienes recibidos, haría pertinente la función del muro en
forma de “V” que marca el punto de observación de la salida del sol en el solsticio de
invierno.
Entre los grupos lingüísticos yuto-aztecas existen profundas semejanzas de
forma y significado en las ceremonias de petición de lluvias que preceden y acompañan

447
a la siembra del maíz, compartiendo importantes elementos: el tipo de ofrendas, entre
las que destacan los bastones de rezo con plumas; las imágenes de las nubes y de la
serpiente del relámpago y el trueno; las mazorcas y/o la harina de maíz; las referencias a
los rumbos del universo y a los mitos de origen; la importancia de los cerros y montañas
para el ritual; la participación de especialistas rituales que propician la lluvia: sivanyi,
entre los o’odham, y shiwanni, entre los zuni; y las danzas comunitarias propiciadoras,
durante las cuales se toman de la mano, entrelazando los dedos. Así, por ejemplo, entre
los grupos o’odham y los grupos pueblo, Parsons describe algunas de las semejanzas:

Entre los pápagos, el fetiche más importante de cada aldea es guardado por el Jefe de la
aldea o cacique. Sirve para propiciar la lluvia y consta de un bulto o de un canasto que
contiene piedras, puntas de flecha, figurillas talladas en piedra, a veces una rana de
piedra y bastones de rezo. El canasto se guarda en la casa del Jefe, “la gran casa”, una
casa redonda. Él es un hombre de paz y la gente acostumbra trabajar su tierra […] El
Jefe de la aldea preside la ceremonia de la lluvia que antecede a la siembra. Los Jefes de
las Direcciones son personificados por gente de las diversas aldeas y son los primeros a
los que se les sirve el licor ritual. En el mito del Emerger o de la Emersión se dice que
los chamanes fueron colocados en las montañas como jefes que habitan la montaña. El
chamán que produce lluvia se llama sivanyi (compárese con el término zuni equivalente:
shiwanni) y lleva a cabo proezas de malabares durante la ceremonia de la lluvia, luego
predice cuándo lloverá. El sivanyi también dirige a los peregrinos de la sal. En la danza
que sirve “para bajar la lluvia” participan hombres y mujeres, se toman de las manos,
formando un círculo que se mueve en dirección contraria a la del sol –la danza puede
ser comparada con las que ocurren en Kéres, Jémez e Isleta, previamente a que se abra
la compuerta [Parsons 1996: 998].52

Como hemos podido ver, el contraste de los datos arqueológicos con lo


registrado por la etnografía y la etnohistoria nos permite proponer escenarios hipotéticos
que contribuyen de manera importante a una mejor comprensión de los posibles
significados atribuidos a las estructuras culturales del complejo Trincheras. Desde el
punto de vista de los parámetros, definidos anteriormente para proponer una
comparación sistemática entre los rasgos culturales de los cerros de trincheras y las
construcciones mesoamericanas sobre los cerros, presentaremos un análisis de conjunto
y de los rasgos significativos, uno por uno.

52
Al respecto véase también: Lumholtz [1990], Fewkes [2000] y Broda [2011].

448
Vistas las construcciones desde esta perspectiva, la forma espiral, semejante al
corte transversal de una concha de caracol marino que tienen tanto El Caracol como las
otras estructuras de muros situadas en las cimas de los cerros de trincheras, cobraría un
particular relieve de sentido, dada la importancia simbólica que el mar habría jugado en
relación con el ciclo del agua y de los rituales de petición de lluvias y abundancia. El
probable acceso restringido al espacio de La Plaza del Caracol se explicaría como un
privilegio y una obligación de la élite de propiciar las lluvias y la abundancia, por medio
de rituales realizados en ese lugar, asegurando la supervivencia de la comunidad. El
fracaso de la élite en propiciar la lluvia y una cosecha abundante, debido a una sequía
prolongada, minaría su autoridad moral y sería la causa del malestar social y de los
conflictos.
De esta forma, todo un conjunto de prácticas culturales, vinculadas con el
simbolismo del mar, del caracol marino y de las conchas, que serían propias tanto de la
Tradición Trincheras como de los o’odham, adquieren un sentido más preciso.
Recordemos que la producción en gran escala de ornamentos de concha: cuentas,
pendientes, pulseras y orejeras es una característica bien definida de la Cultura
Trincheras. Más aún, algunas de las estructuras de muros en las cimas tienen una forma
casi idéntica a los anillos hechos con la concha de la especie Conus por los artesanos de
la Tradición Trincheras. Es el caso de la estructura registrada con la clave SON:F:2:50
que se encuentra en las montañas de Santa Teresa, en la cuenca de Altar [McGuire y
Villalpando 1993: 144-146].
Para los o’odham, la peregrinación al mar, o peregrinación de la sal, siguiendo la
ruta fluvial hasta llegar al Golfo de California era un evento ritual de primordial
importancia religiosa y estaba asociado con la petición de lluvias y abundancia. De
acuerdo con Frank Russell, los akimel o’odham consideraban a la sal un objeto sagrado
y la forma que la peregrinación adoptaba estaba sancionada por prescripciones bien
definidas, que incluían caminar hacia delante durante el viaje, sin mirar a los lados,
alimentarse solamente con pinole, realizar los rituales indicados al llegar a la laguna
sagrada y al retornar a la comunidad, no consumir la sal sino sólo después de varios días
de abstinencia sexual y ceremonias de purificación [Russell 1980: 94].
Ruth Underhill refiere detalladamente las rigurosas prescripciones rituales que
acompañan a la peregrinación de la sal de los tohono o’odham, entre las que se
describen las ofrendas de palos de rezo con plumas de águila, que eran depositadas a lo
largo del camino y al llegar al mar. Concluye que aquellos que la habían realizado por

449
cuarta vez, “aprendían un ritual que producía lluvia, pues la sal proviene del océano. Se
proveían de un fetiche, generalmente una concha marina que recogían en la playa, y se
purificaban con ella” [Underhill 1948: 8].
No está de más recordar que en todos los cerros de trincheras de la región fluvial
(Magdalena-Altar-Asunción/Concepción) se han encontrado restos de ornamentos de
concha, constatando que su fabricación constituía una actividad sumamente importante.
Se han definido rutas de obtención de las conchas y de intercambio, tanto de la materia
prima, como de los ornamentos elaborados [Villalpando 2001d]. A su valor económico
y ornamental podríamos agregar un importante valor simbólico y ritual. De manera
acertada, Bridget Zavala insiste en la importancia simbólica de las conchas:

La forma espiral de El Caracol es un elemento recurrente en los cerros de trincheras. En


el Cerro Trincheras, por ejemplo, una estructura denominada El Caracolito, tiene la
misma forma. Como su nombre lo indica, la estructura es de menor tamaño que El
Caracol. El Caracolito, situado en la ladera baja del lado oeste del cerro, produjo [a
partir de la excavación] 510 campanillas de concha (un cuarto de todos los objetos de
concha hallados) cuyo corte transversal semeja la estructura de muros donde fueron
recuperados […] La joyería de concha del sitio incluye, frecuentemente, elementos de
forma espiral, asimismo, petroglifos de forma espiral se encuentran en el área. En los
dos casos, los motivos espirales y de círculos concéntricos parecen representar los
cerros de trincheras o los sitios habitados […] reforzando la importancia del motivo del
caracol [2006: 142 traducción nuestra, cursivas en el original, se eliminaron las
referencias bibliográficas del original].

En función de las siguientes razones: a) la cantidad de objetos hallados (510),


que deja ver que se trataba de una práctica sistemática; b) su forma, semejante a la
concha del caracol marino, a la espiral y a la estructura dentro de la cual se hallaron; c)
la ubicación de la estructura en el lado oeste del cerro, orientado hacia el mar (Golfo de
California); d) la semejanza con las prácticas nahuas de ofrecer conchas, caracoles y
restos de animales marinos a Tláloc, descritas anteriormente; propongo que no debemos
descartar una orientación heurística que apunta en el sentido de que los objetos de
concha y restos de cerámica decorada, hallados en el sitio, debieron haber sido ofrendas
rituales asociadas a la petición de lluvias.
En relación con los petrograbados de forma espiral que se encuentran en el área
del Caracolito, referidos por Zavala, podemos recordar que Mountjoy asocia el

450
complejo de grabados rupestres de Nayarit que tienen forma espiral con el agua y con
sitios ceremoniales: “Con respecto a la interpretación de los petroglifos, existe,
aparentemente, una fuerte correlación con el agua, en el área de San Blas […] La
correlación de los petroglifos con el agua recibe una mayor fundamentación de los
estudios en Sinaloa” [Mountjoy 1974: 25]. Mountjoy agrega que en numerosos casos,
los grabados rupestres se sitúan “a lo largo de los bancos de los ríos o arroyos, en los
arroyos o en la playa” [1974: 25].
De acuerdo con ese autor, el segundo aspecto con el que se asocian los
petrograbados “parece ser con los monumentos construidos por la mano del hombre que
tienen un significado ceremonial” [Mountjoy 1974: 26]. Acerca del significado de las
espirales, señala que en San Blas y sus alrededores se les denomina, de manera
persistente: caracoles, a lo que agrega que uno de los grabados del sitio 37 de San Blas
parece representar el caracol con su concha [1974: 27]. Refiere también las
observaciones de Lumholtz sobre el arte de los huicholes, donde la espiral representa un
remolino en el agua o se le asocia con ofrendas para la petición de lluvias; concluye que
las asociaciones significativas que unen todas esas representaciones son la lluvia y las
nubes, el maíz y las serpientes (algunas emplumadas), junto con el corazón y El Abuelo
Fuego [Mountjoy 1974: 27-28]. Si a esas observaciones agregamos la hipótesis, ya
referida anteriormente, compartida por Mountjoy y Schaafsma, de que ese complejo
simbólico de petrograbados en forma espiral se difundió por la costa del Pacífico hasta
Sinaloa y, luego, de ahí a Sonora y Arizona, apareciendo tanto en el arte rupestre de la
Cultura Trincheras como en el de la Tradición Hohokam, agregaremos un argumento
más a favor de la interpretación que propongo.
Si bien no afirmo que necesariamente exista un significado único de la espiral y
la concha para todas las tradiciones indígenas yuto-aztecas del noroeste de México, sí
existe una alta probabilidad de elementos simbólicos compartidos entre los diferentes
grupos que por siglos mantuvieron comunicación e intercambios culturales de todo tipo.
Así, discrepo de la interpretación, compartida por Zavala y Doolitle [Doolitle 1988;
Zavala 2006], acerca del simbolismo de la forma espiral de las estructuras de muros en
las cimas de los cerros, en todo caso, el significado que ellos proponen, de simbolizar a
los cerros de trincheras sería un significado derivado o de segundo orden.
Desde mi punto de vista, la concha marina simbolizaría, en primer término, al
mar, y estaría vinculada, primordialmente, a las divinidades o espíritus marinos, a la
relación del mar con el agua y la fecundidad, en todas sus manifestaciones,

451
particularmente en su forma de lluvia, de la cual las divinidades y espíritus marinos
serían importantes agentes propiciadores. Lourdes Suárez Diez, en referencia al uso
ritual de la trompeta de caracol, afirma que en el pensamiento religioso prehispánico, la
concha del caracol “era símbolo del agua, líquido vital para los pueblos, en particular
los agrícolas; siempre asociada a la idea de ella, representaba toda la magia y misterio
del mar de donde ella procedía” [Suárez 2007: 124]. Después de un extenso y cuidado
trabajo de investigación, la autora afirma que las conchas y caracoles tuvieron una gran
importancia entre las tradiciones culturales prehispánicas “desde el sur de los actuales
Estados Unidos hasta América Central” [Suárez 2007: 17]. Es claro para ella que entre
todos estos grupos su uso está asociado a una fuerte carga simbólica [Suárez 2007: 18].
Más adelante, se extiende al respecto:

Las culturas agrícolas, dependientes directamente del agua, han indicado de múltiples
maneras su presencia a través de símbolos muy variados que aparecen dentro de sus
contextos religiosos, acervo artístico, escritura, creencias, ritos, mitos, escultura, pintura
y cerámica. Uno de esos símbolos, tal vez el más común, es el material de concha
representado de muy distintas formas, con la presencia del animal mismo o de objetos
de esa materia prima.
La concha, directamente conectada con el agua, se encuentra asociada con deidades,
creencias religiosas y, muchas veces, deificada ella misma. Unida al agua y símbolo de
ella, a la concha se le atribuyen poderes sobrenaturales derivados de su procedencia. Es,
pues, el primer plano simbólico claramente diferenciado, el que conecta al agua con la
concha y reafirma su origen [Suárez 2007: 143].

Sobre la iconografía de origen mesoamericano que aparece en el


Noroeste/Suroeste, particularmente en Snaketown y Paquimé, Beatriz Braniff hace
referencia a: “El gran caracol convertido en trompeta, a veces con perforaciones para
colgarse del cuello, es un elemento muy mesoamericano, símbolo del agua, asociado
con las escenas virtuales y religiosas” [Braniff 2008: 89].
Lumholtz registra, en las afueras de Santa Rosa, un santuario, construido por los
tohono o’odham del lugar, dedicado a la conmemoración del sacrificio de cuatro niños,
que logró detener la inundación del valle por el mar. Sobre el montículo principal, de
piedras sobrepuestas, se colocó una concha marina [Lumholtz 1990: 103]. Más adelante
señala que, en un sentido de culto religioso: “Los pápagos adoran al mar” [Lumholtz
1990: 105].

452
Es evidente que lo más deseable para los grupos que han habitado el desierto de
Sonora es la lluvia suficiente que da vida a todos los seres vivos: plantas y animales, de
los que depende su existencia. Cuando la agricultura se convierte en la actividad
económica primordial, la dependencia de la pluviosidad se vuelve más apremiante.
Desde esta perspectiva, la interpretación del simbolismo de las estructuras de muros en
las cimas de los cerros de trincheras, destacados tanto por Zavala como por Suzanne K.
Fish y Paul R. Fish, debe situarse en un campo semántico más amplio que incluya al
prolífico arte rupestre de los cerros de trincheras, entendiendo a todo el conjunto de sus
manifestaciones culturales como un complejo más vasto, dentro del cual cada elemento
jugaría un importante papel en la simbología religiosa. De tal forma, el simbolismo
atribuido a las estructuras ceremoniales del Cerro de Trincheras, como las
correspondientes a los cerros secundarios cercanos, completarían su significado al
contrastarse con el análisis de los grabados rupestres.

ICONOGRAFÍA DEL ARTE RUPESTRE EN EL CERRO DE LA NANA

La interpretación del simbolismo del paisaje de los cerros de trincheras sólo es posible
si también se lleva a cabo el análisis sistemático del arte rupestre. En el Cerro de
Trincheras el número de grabados rupestres es escaso, sin embargo, en los cerros
aledaños existe una mayor profusión de ellos. En el cerro que se halla inmediatamente
al suroeste encontramos tres grabados rupestres sobre los afloramientos rocosos que
representan dos figuras antropomorfas con la cabeza en forma de círculos concéntricos,
una de ellas sostiene una vara en las manos, junto a ellos aparece un grabado de formas
geométricas que representa una cadena de rombos, imita el dibujo de diamantes de la
serpiente de cascabel de la especie llamada: Crotalus atrox, tal como lo hemos
mostrado anteriormente para La Proveedora (Figura 43).
Interpreto las figuras antropomorfas como probablemente asociadas a un amplio
complejo mítico-ritual, propio de los grupos yuto-aztecas del Noroeste/Suroeste,
descrito detalladamente por Ruth Underhill [1948], quien sustentó su interpretación
tanto en su propio trabajo etnográfico, como en una amplia literatura etnográfica sobre
los grupos indígenas de la región, referida a las ceremonias de petición de lluvias,
asociadas al cultivo del maíz. Los grabados representarían ya sea a especialistas rituales,
adornados con máscaras, tocados y varas ceremoniales, o seres míticos relacionados con

453
las actividades ceremoniales de petición de lluvias, del tipo de las realizadas por los
grupos pueblo del oeste y los o’odham: peregrinaciones, danzas, cacería ritual,
fabricación, manipulación y colocación de varas con plumas de águila. La serpiente de
cascabel juega un papel simbólico de primer orden dentro del complejo mítico-ritual,
relacionado con el carácter sagrado de los cerros y su papel en la generación de la lluvia
y la abundancia de alimentos. Aquí nos limitamos a apuntar esta línea de interpretación
de los grabados, que desarrollaremos más adelante, en relación con el arte rupestre del
Cerro San José.
El Cerro de la Nana, situado a una distancia menor a un kilómetro (0.76 km) del
Cerro de Trincheras, contiene abundantes grabados rupestres con motivos
antropomorfos, zoomorfos y abstractos, además de terrazas, estructuras de senderos en
forma de círculos concéntricos que ascienden sobre el cerro, y círculos e hileras de
piedra. Desde la cima se domina el campo visual en 360, lo que lo convierte en un
punto de observación privilegiado [Amador y Medina 2007].
Algunas de las imágenes grabadas sobre los afloramientos rocosos del cerro
pueden hacer referencia directa o metafórica a los temas de la lluvia, la abundancia y los
rituales, relacionados con éstas. Desde mi punto de vista, destacan las siguientes figuras:
la serpiente en forma de relámpago que desciende de una nube (Figura 63); imagen que
tiene una gran importancia en la simbología de los pueblos agrícolas de la América
Precolombina.
Existe una extensa bibliografía sobre el tema de la serpiente del relámpago y el
trueno asociada con la lluvia, en todo el continente americano. Entre los algonquinos del
Medio Oeste de Norteamérica, el relámpago era concebido como una inmensa serpiente
vomitada por Manito, el dios creador [Spence 1985 (1914):112]; entre los micmac del
noroeste de los Estados Unidos, el trueno es provocado por siete serpientes de cascabel
que viven bajo una montaña de siete millas de alto, gritan al volar por el cielo, agitando
sus cascabeles [Hagar 1897: 104-105]; en las Grandes Planicies, los pawnee llaman al
trueno: el silbido de la serpiente [Spence 1985: 112]; para los paiute de la Gran Cuenca,
el rayo es una serpiente roja con cabeza humana cuyo rugido es el trueno [Powell 1971:
243]; en el Suroeste, entre muchos otras, se observa la creencia de los zuni de que en el
mar y en el inframundo acuático habita la serpiente cornuda o emplumada del agua que
trae la lluvia [Hultkrantz 1957 :97].
En el occidente de México tenemos que para los wixaritari (huicholes), la
serpiente roja del relámpago es la que trae la lluvia, asimismo, el agua de lluvia que

454
corre y los ríos son concebidas como serpientes [Lumholtz 1986: 39, 47, 121]. La
serpiente en forma de relámpago es una figura ampliamente difundida en Mesoamérica:
en el Cetro de Manikin, como atributo del dios K, entre los mayas del Clásico;
representaciones de la efigie del Tláloc o “proto-Tláloc” en la urna de Tlapacoya, donde
aparece flanqueado por serpentinos relámpagos; el Tláloc del Códice Laúd blande un
rayo en forma de serpiente; entre los zapotecas aparece en diversas manifestaciones de
Cocijo y entre los totonacas se le asocia con Tajín, en ambos casos, los nombres de los
dioses hacen referencia al relámpago; aparece, también, en las tradiciones de grupos
indígenas actuales: mixtecos y zapotecas, triquis, mijes, nahuas, popolocas, jacaltecas y
tojolabales, entre otros.
Como sabemos, el relámpago y el trueno anuncian la lluvia, por lo cual esta
figura simboliza ese fenómeno natural y se considera como dotado de un gran poder
fertilizador, de hecho, una figura semejante, que representa a la serpiente del relámpago
y el trueno juega un papel central en las ceremonias de petición de lluvia de los hopis y
tewas [Curtis 1994 (1926): 38-49; Fewkes 2000 (1894-95 y 1897-98); Harrison 1964;
Heizer 1966; Warburg 2004 (1923)]. Además, como se indicó anteriormente, y debido a
las propiedades de triboluminiscencia del cuarzo, los oficiantes rituales pueblo llaman al
cuarzo “roca del trueno” y lo entrechocan ritualmente para propiciar la lluvia [Whitley
2009: 146-147]. Entre los wixaritari la serpiente del relámpago es la que trae la lluvia.
Al describir a las deidades femeninas, Lumholtz se refiere a ella:

Tate’ Naaliwa’mi, en el este, una serpiente roja porque apareció en el relámpago. Es


básicamente una serpiente de agua y lluvia que trae la lluvia del este y la denominaré
Madre Agua del Este. Su supuesta morada, y en consecuencia el principal lugar de
culto, es un barranco profundo con cuevas en la parte oriental del territorio huichol,
cerca de Santa Catarina […] Se cree que el relámpago es el bastón de esta Madre, y así
como la lluvia acompaña al rayo en la primavera o en la temporada de lluvias, las flores,
resultado de la lluvia, le pertenecen: “son su falda”, dicen los indígenas [1986: 39].

Asociado a la figura de la serpiente del relámpago y el trueno, encontramos en el


Cerro de La Nana grabados con la forma de cadenas de diamantes con un punto interior
que son muy semejantes al diseño propio de un ejemplar de la víbora de cascabel que es
muy común en la región (Crotalus atrox), serpiente que, como hemos visto, en las
tradiciones nahuas se asocia con “el Dueño del cerro” y contribuye a traer la lluvia. La

455
serpiente de cascabel también juega un papel central en las ceremonias referidas de los
hopis y tewas: rituales propiciatorios de la lluvia [Curtis 1994:38-49; Fewkes 2000;
Harrison 1964; Heizer 1966; Warburg 2004].
A esas dos figuras debemos agregar las probables representaciones de nubes,
que son idénticas a las que aparecen en el grabado de la serpiente del relámpago y el
trueno (Figura 64). La alusión a elementos que probablemente jugarían, simbólica y
ritualmente, un papel propiciatorio de la lluvia se refuerza con las representaciones del
ciempiés (Chilopoda) en el arte rupestre, ya que, si atendemos a su ciclo biológico,
sabremos que este sale de su reclusión bajo la tierra con las primeras lluvias del verano,
jugando el papel de anunciar las lluvias, de ahí su probable asociación mítica y ritual
con la lluvia, por medio de un proceder metonímico: el ciempiés se hace visible en el
entorno, durante la temporada de lluvias (Figura 65).53
Un conjunto de figuras que están ampliamente representadas en el Cerro de la
Nana son aquellas que se asemejan a anfibios: ranas y ajolotes, así como las
representaciones de reptiles, tales como la lagartija y la tortuga. En algunos casos,
encontramos figuras ambiguas, aparentemente, mitad humanas-mitad anfibias o reptiles.
En total suman veintidós: 5 antropomorfas; 11 figuras ambiguas que combinan
elementos humanos con elementos propios de los anfibios o los reptiles: colas, patas en
forma de garras, cuerpos en forma de lagartija, tortuga, rana o ajolote; 3 anfibios (ranas
y ajolotes) y 3 que pueden ser lagartijas (Figura 66).
Respecto de este tipo de fauna para la región, subrayamos dos cuestiones.
Primero, debemos destacar, en relación con los aspectos del paleoclima, que en la
región del río Magdalena, donde se encuentra el Cerro de Trincheras, hacia “finales del
siglo XIX, antes de que el proceso de erosión se volviera tan drástico por el bombeo
intensivo del manto acuífero, el río corría durante todo el año, en un cauce amplio que
llegaba a formar meandros y una laguna en la base del cerro” [Villalpando y McGuire
2004: 229]. La existencia de la laguna y de agua corriente durante todo el año en el
cauce del río Magdalena, crearía las condiciones posibles y favorables para la vida de
los anfibios. Segundo, de acuerdo con los estudios más recientes sobre las especies de
reptiles y anfibios que habitan y han habitado el Desierto de Sonora, en particular, la
región correspondiente del noroeste de Sonora que estudiamos, existen siete especies de

53
Los ciempiés requieren de un micro-ambiente húmedo porque carecen de la cutícula cerosa de los
insectos y los arácnidos, de manera que rápidamente pierden agua a través de la piel [Barnes 1982:810-
816].

456
sapos, tres de ranas, quince de lagartijas y una de tortugas que son nativos de la región
[Rosen 2007: 313-314].
En particular, me llama la atención que las dos especies de ranas, nativas de la
región (Pternohyla fodiens y Scaphiopus couchi), comparten una característica
importante de su ciclo biológico: la primera se aparea durante la temporada de lluvias
del verano (junio-septiembre), y el llamado que hace el macho a la hembra se escucha
en todo su hábitat; la segunda, también sale de su hibernación bajo la tierra durante la
temporada de lluvias del verano, con el fin de aparearse; los machos llaman a las
hembras con un sonido parecido al balido de las cabras y los borregos. De manera
semejante, a lo referido sobre el ciempiés, el ciclo biológico de estas ranas se asocia
directamente con la lluvia y, así, en función de la atenta observación de los fenómenos
naturales que los grupos indígenas han practicado a lo largo de toda su historia, las
ranas pueden haber jugado el papel de símbolos de la lluvia, dentro de su cosmovisión.
Durante su expedición de 1909-1910, Lumholtz constató la asociación directa entre el
inicio de las lluvias en el Desierto de Sonora y la aparición de las ranas con su canto
[Lumholtz 1990: 43-44]. A partir de esta lógica, podemos pensar que su representación
en el arte rupestre puede asociarse, también, con el tema de la lluvia, por un
procedimiento metonímico.
En algunas tradiciones míticas de los grupos pueblo estos animales se asocian a
las diferentes manifestaciones del agua como charcas, estanques y ríos; se les vincula,
también, con el Inframundo acuático. Se cree que estos animales poseen propiedades
mágicas que contribuyen a atraer la lluvia. Específicamente, desde la perspectiva de la
tradición mítica zuni, Jane M. Young registró referencias directas a esa clase de figuras
en los diseños pintados sobre la cerámica, en la pintura mural y en el arte rupestre:

Los zunis creen que los niños pequeños, cuando mueren, se convierten en esas criaturas:
tortugas, ranas y serpientes de agua. Debido a que no han vivido lo suficiente en el
mundo “acabado” están todavía cerca del mundo “inmaduro”, de tal forma, se vuelve
innecesario para ellos tener que pasar por cuatro ciclos de nacimiento y muerte para
poder retornar a su estado más temprano de existencia. Así, se convierten en seres
“inmaduros”, semejantes a los hombres-salamandra que fueron los zunis en el tiempo de
los comienzos.
Estos animales son seres acuáticos, tanto desde un punto de vista literal como
metafórico. No sólo son seres que viven dentro o cerca del agua, sino que sus imágenes

457
son utilizadas en diversas actividades rituales destinadas a obtener agua para los zunis
en la forma de lluvia. Representaciones de ranas, sapos, ajolotes y de Kolowisi [la
serpiente de agua, emplumada o con cuernos] se pintan sobre las jarras de agua para que
éstas se llenen de agua. Tales figuras se pintan también en los murales de las kivas y en
la parte trasera de las máscaras kachina para asegurar que haya suficiente agua para las
cosechas […] de manera semejante, los zunis identificaron ciertas figuras como sapos,
ranas e insectos que viven en y cerca de cuerpos de agua, añadiendo que fueron talladas
o pintadas sobre las rocas en los alrededores de la aldea, con el fin de atraer la lluvia a
esa área [Young 1992: 125-126 traducción y cursivas nuestras].

Aunque sabemos que las creencias de los grupos indígenas actuales y del
periodo histórico no son, necesariamente, las de aquellos que tallaron los grabados
rupestres, sus interpretaciones, especialmente aquellas vinculadas directamente con las
antiguas tradiciones orales o las que corresponden a personas iniciadas, poseedoras de
profundos conocimientos esotéricos, nos permiten construir un marco general de
referencia para la interpretación del arte rupestre que puede detallarse, progresivamente.
En su análisis comparativo de los paisajes rituales en las tradiciones mexica y de
los pueblo, Broda destaca la coincidencia en las “representaciones de animales, es decir
de pequeñas esculturas de serpientes, ranas, lagartijas, tortugas”, las cuales comparten
un mismo simbolismo asociado con el agua y la tierra, así como con las ceremonias de
petición de lluvias y buena cosecha [Broda 2004: 287-288].
Entre los hohokam encontramos brazaletes de concha con figuras de ranas en
alto relieve [Haury 1976: fig. 15.20] y en el sitio Pueblo Bonito del Cañón del Chaco se
halló una rana tallada en azabache con ojos y collar de turquesa [Cordell 2001: 180, fig.
36]. En el arte rupestre de los grupos pueblo ancestrales, la figura del hombre-reptil
aparece, también, especialmente en los periodos Pueblo II y Pueblo III. De acuerdo con
Polly Schaafsma las representaciones de lagartijas “emergen como un elemento
importante en el arte anasazi tardío, frecuentemente son casi indiferenciables de los
antropomorfos; de ahí el término ‘hombres-lagartija’ para esas figuras que son
ambiguas” [1980: 136 traducción nuestra]. Schaafsma considera que, probablemente, la
ambigüedad era intencional y que la efigie de una mujer-lagartija excavada en la kiva
del sitio de Salmon Ruins, indica que “la lagartija antropomorfa pudo haber sido un ser
sobrenatural de importancia ceremonial” [1980:136 traducción nuestra].

458
Después de llevar a cabo un análisis sistemático de la cerámica hohokam,
Stephanie M. Whittlesey propone que “los hohokam eran antiguas gentes
mesoamericanas” que compartían “muchos de los principios cosmológicos básicos,
deidades, rituales religiosos e iconografía que hicieron de la religión mesoamericana
algo tan complicado y místico” [2007: 69 traducción nuestra]. Sugiere que uno de los
elementos principales compartidos se refiere al complejo asociado a Tláloc como dios
de la lluvia, la tormenta y la tierra, el conjunto de ceremonias dedicadas a obtener la
lluvia suficiente para las cosechas y todo el acervo de símbolos asociados con el agua:
montañas y cerros, serpientes, conchas marinas y vasijas de barro [Whittlesey 2007:
69]. Al respecto no abundaremos en lo ya expuesto anteriormente sobre el tema,
solamente destacaremos que, de acuerdo con la autora:

El simbolismo del agua se encuentra por todas partes en la decoración pintada de las
ollas hohokam. Aves acuáticas, peces, serpientes, tortugas y formas ondulantes como
renacuajos -todas ellas criaturas que viven en o cerca del agua y que entre los antiguos
mesoamericanos simbolizaban al agua- se deslizan a través de los receptáculos
decorados. Los hohokam repitieron estos símbolos del agua en otros medios como en
los grabados rupestres y en las conchas. Aún sus diseños geométricos referían al agua:
grecas en espiral que representaban a las olas rompiendo y a las serpientes, o las mismas
grecas emplumadas que podían evocar a Quetzalcóatl, así como los motivos
escalonados que representaban a las nubes [Whittlesey 2007: 71 traducción nuestra].

Regresando a los grabados rupestres del Cerro de la Nana, destacamos que entre
las figuras grabadas sobre los afloramientos rocosos del sitio encontramos al quincunce,
que simboliza los rumbos del universo y el centro; esta figura, como hemos visto,
contiene e implica un esquema cosmológico, ahí registramos once versiones. Como
hemos visto, el quincunce es una de las manifestaciones espaciales del Monte Sagrado y
su simbolismo sitúa al cerro en el centro de los cuatro rumbos del universo. En función
de ser el cerro el dador de la lluvia, el simbolismo del quincunce, figuración por
excelencia de los rumbos del universo, está siempre presente en las ceremonias de
petición de lluvia y abundancia: la cacería ritual del venado y las ceremonias del maíz
de los diversos grupos yuto-aztecas del Noroeste/Suroeste. A partir de estas
observaciones he podido poner de manifiesto que el intento de una interpretación del

459
simbolismo del paisaje de los cerros de trincheras sólo es posible si también se lleva a
cabo el análisis sistemático del arte rupestre.

CONCLUSIONES: ESTRUCTURAS CONSTRUCTIVAS, SIMBOLISMO DEL


PAISAJE Y ARTE RUPESTRE EN LOS CERROS DE TRINCHERAS

Debemos recapitular aquí sobre el conjunto de las evidencias presentadas hasta ahora en
nuestra argumentación para poder enunciar una serie articulada de conclusiones que se
desprenden de esos argumentos expuestos. En primer lugar, señalo que existe suficiente
evidencia para sostener que prácticas semejantes de observación astronómica, -con
diferencias específicas- existieron tanto en Mesoamérica como en el Noroeste/Suroeste,
y están presentes en la región del noroeste de Sonora, en sitios pertenecientes a la
Tradición Trincheras. A partir de la observación de los siguientes fenómenos: a)
características repetidas sistemáticamente de estructuras de muros con formas
geométricas en las cimas de los cerros que dominan el horizonte y componen un patrón
regional claramente definido; b) la presencia de estructuras con la función específica de
observar los calendarios de horizonte, en general, y los solsticios, en particular, como
las referidas en la cima del Cerro de Trincheras y de un dispositivo orientado hacia el
horizonte del Este y, en la Proveedora, una estructura de muros en la cima norte con
visibilidad hacia los horizontes Este y Oeste; c) la presencia de grabados rupestres con
probables representaciones del Sol, la Luna y Venus; d) las representaciones del
quincunce –mitograma que representa un esquema del cosmos- en el arte rupestre de
toda la región fluvial de los ríos Magdalena-Altar-Asunción/Concepción; e) las
prácticas de observación astronómica, registradas entre los grupos indígenas o’odham
del periodo histórico que habitaron en el noroeste de Sonora y sur-centro de Arizona,
además de lo registrado entre los grupos pueblo del mismo periodo. A partir de toda
esta evidencia sostengo que es muy probable que tales prácticas de observación
astronómica tuvieran lugar entre los grupos de la Tradición Trincheras.
En segundo lugar, tanto de los testimonios etnográficos como de los documentos
etnohistóricos consultados, así como de la arqueología de paisaje y el análisis
comparativo de los paisajes rituales entre los mexicas y los grupos pueblo (Broda
2004), resulta una bien definida evidencia que apunta hacia una importante asociación
entre: a) el carácter sagrado de los cerros y lugares elevados; b) su relación con las

460
observaciones astronómicas, la creación de calendarios solares y lunares; c) la
predicción de los fenómenos meteorológicos; d) las actividades productivas,
principalmente, la agricultura, que incluía a la caza y la recolección; e) un ciclo ritual
vinculado directamente con la agricultura y orientado principalmente a la obtención de
lluvia y una abundante cosecha; y f) elementos sustantivos de la cosmovisión (esquema
tripartito del cosmos: Cielo-Tierra-Inframundo y su relación con el ciclo del agua) en
los que se observan importantes semejanzas entre Mesoamérica y el Noroeste/Suroeste.
Al respecto, vale la pena recuperar las conclusiones a las que llega Broda al comparar
los paisajes rituales entre los grupos pueblo y los mexicas:

Hemos argumentado que los paralelismos analizados derivan de una herencia común
muy amplia y antigua. Aunque la ubicación del suroeste de los Estados Unidos en la
periferia de Mesoamérica haya sido marginal y su conexión con los centros de poder,
esporádica y poco aclarada hasta el momento, las fuertes similitudes sugieren que
existían muchas raíces comunes […] Estos datos provenientes de la arqueología y del
estudio de la gráfica rupestre son muy interesantes, porque proporcionan evidencia
concreta que vincula la cosmovisión y la ritualidad de los pueblo con las regiones al sur.
Eso no quiere decir, sin embargo, que el culto de la lluvia de los indios pueblo sea una
calca del culto a Tláloc que en el Posclásico practicaban los nahuas del centro de
México. Aquí lo fundamental no es la deidad con los rasgos particulares del Tláloc
mexica sino el culto del agua y de la tierra; los paisajes sagrados con cerros, cuevas,
manantiales, lagos, ríos y la particular cosmovisión que conecta el interior de los cerros
y las aguas subterráneas con el mar. Estos paisajes rituales, además, estaban
estrechamente vinculados con los ritos agrícolas, el simbolismo de la planta sagrada del
maíz y la relación de los muertos con el cumplimiento de los ciclos meteorológicos,
agrícolas y el bienestar de los vivos en general [Broda 2004: 292-294].

Después de un análisis pormenorizado de los elementos que encontramos en el


Cerro de Trincheras podemos, entonces, visualizarlo como Monte Sagrado: su aspecto
monumental acentuado por las terrazas curvas que ascienden en forma concéntrica hacia
la cima, donde se sitúa El Caracol, en un gran espacio ritual abierto, con visibilidad
hacia todas partes, en el límite o umbral entre el Cielo y la Tierra; espacio que tiene su
contraparte en la plaza ritual de La Cancha, situada en la base del cerro que se hunde en
la tierra, uniendo las tres dimensiones del espacio vertical: Cielo-Tierra-Inframundo. La

461
abertura hacia el Inframundo se manifiesta a través de la laguna que en tiempos antiguos
se formaba en su base [Villalpando y McGuire 2004: 229 y 2009: 51].
En referencia a las semejanzas y diferencias entre los sitios ceremoniales en las
cimas de los cerros del contexto norte de Mesoamérica y los cerros de trincheras de
Sonora, en particular, el Cerro de Trincheras, Ben Nelson destaca que los cerros de
trincheras hacen referencia a una ciudad idealizada, construida sobre un cerro, que sería
la manifestación del poder de sus líderes políticos y religiosos; los dos tipos de sitios
construidos en los cerros comparten aspectos arquitectónicos comunes como los
espacios ceremoniales públicos y los residenciales y la presencia en el lugar de los
restos mortuorios. Nelson aclara que la monumentalidad del Cerro de Trincheras es
menos desarrollada y manifiesta que la de los sitios mesoamericanos, el trabajo de
modificación cultural de los cerros (placecrafting) es menos elaborado, las pirámides
están ausentes, lo que Nelson interpreta como rasgos que atestiguan una menor
diferenciación jerárquica interna [2007: 243-244]. Concluye que “en estas regiones
norteñas, las ideologías dependían fuertemente en los vínculos establecidos entre el
poder, la cosmología, el tiempo, la distancia y el lugar” [Nelson 2007: 246].
Coincido con sus conclusiones, las cuales contribuyen a fortalecer la hipótesis
que propongo sobre la compleja articulación de las dimensiones económica, política y
religiosa que debió haber existido en la Cultura Trincheras y el estrecho vínculo entre la
cosmovisión y el emplazamiento estructural de sus elementos arquitectónicos, que ha
sido posible inferir, a partir del análisis sistemático.

ARQUEOLOGÍA DE PAISAJE Y ARTE RUPESTRE


EN LA PROVEEDORA Y EL CERRO SAN JOSÉ

Al noroeste del estado de Sonora, en el área cercana a la ciudad de Caborca, se


ubican una serie de sitios arqueológicos asociados al lecho fluvial del Río
Asunción/Concepción y a los cerros de origen volcánico. La zona arqueológica con el
nombre genérico de La Proveedora se localiza a 7.5 km de Caborca, en dirección
suroeste, en el rancho Puerto Blanco, señalado del lado izquierdo sobre la carretera 44
[INEGI 1:250,000 H 12-4 y 1:50,000 H12 A66]. En relación con la hidrología local,
además del río Asunción/Concepción se conservan lechos de pequeños arroyos de
temporal. Como hemos dicho ya, los cerros de La Proveedora y San José se sitúan

462
dentro de la llanura desértica que media entre la Sierra Madre Occidental y el Golfo de
California, donde se ubica la cuenca de los ríos Magdalena-Altar-Asunción/Concepción
(Figura 5), asociados a la cual se construyeron los principales sitios de la Tradición
Trincheras.

Mapa con la localización de Caborca. Fuente Ballereau 1988.

En el sitio de La Proveedora, que incluye al Cerro San José, el recorrido a pie y


la inspección visual hacen evidente la confluencia de ambos factores: cuenca del
Asunción y cerros volcánicos; elementos especialmente favorables para el
establecimiento y desarrollo de asentamientos culturales (Figuras 22, 55-56);
aseguraban agua suficiente para el consumo humano, para el crecimiento de los recursos
vegetales silvestres y para el posterior desarrollo de la agricultura de temporal en las
llanuras de inundación y de los agaves en las terrazas construidas sobre las laderas.
En febrero de 1694, el Capitán Juan Mateo Mange describe la región de Caborca
como una tierra fértil e irrigada, con acequias, de próspera agricultura de frijol y
calabaza [Mange 1985: 30-31]. Relata que parte de la población se hallaba ausente
porque “habían ido a caza de venados y que sólo de las rancherías propincuas y
aquellas, se podía formar un pueblo de 600 almas” [Mange 1985: 30]. Agrega que: “Es
el puesto cómodo y placentero para una misión […] tiene fértiles y feraces tierras todas
debajo de riego de acequias donde cogen mucho frijol y calabazas” [Mange 1985: 31].
La fecha de la visita nos deja ver que se trata de una abundante cosecha de invierno. El

463
Padre Sedelmair describe a Caborca en 1740 como una región próspera, habitada por
más de trescientas familias, dedicadas a la agricultura, haciendo referencia también al
cultivo de algodón, y a la ganadería mayor, principalmente [Pérez-Taylor y Paz Fraire
2007: 146].
Otro aspecto especialmente favorable para el asentamiento era la facilidad de
acceso a materias primas básicas para la elaboración de herramientas líticas. Al sur de la
Proveedora, en dirección al Cerro San José, se localizó un afloramiento rocoso,
utilizado, probablemente, para la extracción de núcleos y el primer proceso de
devastación de los mismos. Cercano al desplante de la planicie que continúa al sur de la
ladera, se observa una concentración muy alta de material de superficie, conforme nos
alejamos al sur se hace más dispersa [Medina 2007: 2-3]. Los objetos arqueológicos
presentes en superficie son tanto lítica tallada: raspadores, núcleos, punzones, raederas,
choppers y percutores, como lítica pulida, principalmente manos; cerámica decorada:
Trincheras Púrpura sobre Café, Trincheras Púrpura sobre Rojo, Policroma y Lisa con
escobillado interior [Amador y Medina 2007; Braniff 1992; Villalobos 2003].
En su recorrido de superficie por los cerros de La Proveedora y San José, la
arqueóloga Beatriz Braniff [1992] encontró en las cercanías de este último, lo que ha
llamado un “taller de lítica”, donde descubrió percutores que ella asocia a la elaboración
de los petrograbados. “Esta colección procede de un área contigua a una zona de
petroglifos y muchos de los objetos son percutores de piedra, los cuales indudablemente
fueron utilizados para esculpirlos” [Braniff 1992: 568].
Es necesario llevar a cabo un análisis sistemático de los artefactos recolectados
que permita establecer de manera rigurosa los tipos y funciones de la lítica y,
posteriormente, una excavación extensiva, a partir de la cual sea posible definir las
secuencias cronológicas de las series, no obstante, de lo observado en las temporadas
2002 y 2003, en la visita de reconocimiento de 2007, en la temporada 2012 y tomando
en consideración los resultados que arroja el informe de la temporada 2003 [Villalobos
2003], puede observarse la abundancia de restos de herramientas líticas (talladas y
pulidas) probablemente asociadas al procesamiento de vegetales, al procesamiento de
presas de caza y sus derivados; puntas de proyectil, así como distintos tipos de
percutores y cinceles asociados a la producción de grabados rupestres. Lo importante
para nosotros será destacar la especificidad cultural que revistió la acción humana sobre
el paisaje en estos sitios.

464
LA ESTRUCTURA DE MUROS EN LA CIMA NORTE
DE LA PROVEEDORA

La estructura de muros: su morfología y sus funciones sociales


Podemos hablar, en el sentido expuesto anteriormente, de un patrón regional, pues la
mayoría de los sitios de cerros de trincheras en el noroeste de Sonora poseen muros en
las cimas con formas geométricas regulares (circulares, elipsoidales, espirales,
cuadrangulares y rectangulares). Varios sitios en la cuenca del Asunción como La
Proveedora, El Deseo y el Cerrito del Pápago tienen estas características, al igual que el
Cerro de Trincheras y los cerros secundarios que se le asocian, en la cuenca del río
Magdalena.
Para el análisis me valdré de un ejemplo, se refiere a lo que observamos en las
estructuras de muro de piedra sin argamasa que se construyeron sobre la cima del cerro
norte de La Proveedora (Figuras 50, 67). En este caso, el conjunto de la estructura imita
un diseño que aparece repetido numerosas veces en los petrograbados (Figura 68). La
estructura mide 52 x 21 m y tiene una forma hexagonal alargada con dos entradas. La
que se encuentra en el lado norte mira hacia el Este y la que se encuentra en el lado sur
mira hacia el Oeste. Los accesos norte y sur son angostos y están asociados con
pequeños muros de piedra cuadrangulares que se cierran hacia el interior. El desplante
arquitectónico representa, imita o asemeja una figura en forma de doble “C”,
embonando una dentro de la otra (₪) [Amador y Medina 2007] (Figuras 67-68).
Sostenemos la hipótesis de que la utilización de este recurso morfológico poseía
un significado simbólico bien definido. Es probable que la forma y la posición de esta
estructura arquitectónica tuvieran la función de reforzar un rasgo cultural de identidad
grupal, que sería destacado tanto por el simbolismo de la forma geométrica del muro
como por el del cerro y el de su posición sobre la cima [Amador y Medina 2007].
Al simbolismo de la forma geométrica del muro debe asociarse una roca de
aproximadamente 100 x 80 x 100 cm, sobre la cual se tallaron dos grabados: una figura
de seis líneas paralelas en zigzag y un cérvido; la roca grabada se halla en el interior de
la estructura del muro, a tres metros de la pared oeste y cinco de la pared norte. Aunque
fue desplazada de su lugar, su ubicación original puede identificarse por un pozo de
saqueo que se halla inmediatamente junto a ella (Figuras 50, 69). Si la roca se girara en

465
ese sentido, para regresarla a su hipotético lugar original, los grabados rupestres
volverían a quedar en la posición en la que fueron tallados: el cérvido, ahora de pie,
dejaría de estar de cabeza y las líneas paralelas en zigzag quedarían como un río que
fluye hacia abajo; además, la cara de la piedra que estaba enterrada carece de pátina,
evidenciando que era la que estaba hacia abajo y hoy está hacia arriba.
La presencia de grabados rupestres situados al interior de las estructuras de
muros en las cimas de los cerros de trincheras me parece altamente significativa, en la
medida en la cual, constituye un patrón regional bien definido, que fue también
observado en el caso de los corrales en las cimas de los cerros, localizados en la cuenca
del Río Magdalena: “los petrograbados aparecen algunas veces en piedras adosadas
dentro de las paredes de los corrales o colocadas intencionalmente en las cimas” [Fish y
Fish 2007a: 160]. El significado de los grabados rupestres podría estar asociado al
simbolismo de las formas de los corrales y a su probable función ritual. En este caso,
podemos adelantar, como hipótesis a detallar posteriormente, que la figura del venado
puede relacionarse con el tema de la fertilidad y el diseño grabado con líneas paralelas,
en zigzag, con el simbolismo del agua, tema que he desarrollado en el apartado anterior
y sobre el cual me extenderé más adelante, en relación a lo observado en La Proveedora
y en el Cerro San José. Baste recordar aquí que las figuras forman parte de un complejo
mítico-ritual que se relaciona directamente con el simbolismo de los cerros y su función
como sitios sagrados, productores de lluvia y abundancia de alimentos.
Tomando como referencia la hipotética posición original de la piedra grabada,
puede trazarse una línea imaginaria que alinearía a la roca entre las mirillas que
probablemente están orientadas con la posición del sol en el solsticio de invierno, al
atardecer, y la mirilla que probablemente está orientada con la detención mayor lunar de
invierno (Figura 70) [Quiroz 2010]. Más aún, si tomamos en cuenta lo registrado por
Bostwick y Plum en el sitio de Shaw Butte, que hemos referido anteriormente, sobre
una estructura de muro en forma oval con una roca grabada a su interior, alineada con la
posición del sol en el solsticio de verano, podemos pensar en una función semejante de
la roca grabada en el cerro norte de La Proveedora, función que deberá verificarse en
una próxima temporada de campo.
Desde el interior de la estructura de muros se tiene visibilidad tanto hacia el Este
como hacia el Oeste, donde se encuentra el Golfo de California, a 70 km, en línea recta,
a través de la llanura desértica, y a 85 km, siguiendo el río Asunción/Concepción. Hacia
el Este se ubica el valle inmediato al cerro de la Proveedora, en la distancia lejana se

466
encuentra un macizo de cerros volcánicos al noreste de Pitiquito y otro perteneciente a
la región de Altar que debieron servir como calendario de horizonte, sobre el cual se
observarían y registrarían las posiciones del sol naciente a lo largo del año [Medina
2010] (Figura 71).

Horizonte este desde la cima norte de La Proveedora. Diagrama de


recorrido anual del sol: Adriana Medina Vidal [Medina 2010].

De la misma manera, el horizonte Oeste es completamente visible desde el


interior del muro, permitiendo observaciones en el calendario de horizonte de las
posiciones solares en el ocaso (Figura 72). A partir de observaciones desde el sitio y
del uso de los dispositivos de Google Earth y del software: Calendar Magic V 15.8
Adriana Medina [2010] ha comprobado que sobre los dos horizontes (Este y Oeste) se
puede observar el ciclo solar anual completo (solsticios y equinoccios) en sus salidas y
puestas, dando lugar a un calendario anual confiable.54
Tanto el tramo sur del muro este como el tramo norte del muro oeste están
orientados en una dirección Norte-Sur casi perfecta y su perpendicular permite definir el
eje: Este-Oeste, fijado por los muros norte y sur, de esta manera, las orientaciones de los
muros están perfectamente bien definidas y constituyen un sólido argumento en relación
con sus posibles funciones de observación astronómica (Figura 70). Al respecto,
queremos citar lo expuesto por Ivan Šprajc sobre las orientaciones de estructuras y la
relación de dicha orientación con las observaciones astronómicas en Mesoamérica:

54
Para determinar las fechas en que ocurren las puestas del Sol en los solsticios y los equinoccios desde
esta terraza, Adriana Medina Vidal consultó el software de Calendar Magic V 15.8
[http://www.stokepoges.plus.com/calendar.htm]. El resultado de la consulta fue una gráfica con la cual
procesó la información, obteniendo los calendarios de horizonte (Este y Oeste) donde se traza el recorrido
solar anual [Medina 2010].

467
Considerando que los edificios normalmente tienen plantas aproximadamente
rectangulares, sus orientaciones pueden describirse con azimuts de las líneas norte-sur o
este-oeste, que corresponden a uno u otro par de los lados paralelos del rectángulo. Por
lo tanto, la orientación de un edificio de planta rectangular contiene, en realidad, cuatro
direcciones con el potencial significado astronómico. Tomando en consideración las
líneas este-oeste, observamos que la mayoría de sus azimuts se encuentran dentro del
ángulo de desplazamiento anual del Sol por el horizonte […] lo que significa que las
orientaciones han de referirse mayormente a determinadas fechas del año trópico
señaladas por las posiciones correspondientes del Sol en el horizonte [Šprajc 2000:296].

El arqueólogo Cesar Villalobos ya había señalado que en la pared oriental se


localizan tres mirillas, atribuyéndole, a la estructura, una función defensiva:

Esta estructura se localiza en el extremo norte del Cerro La Proveedora, la registramos


como estructura 4, se trata de un alineamiento que sigue el contorno de la cima del cerro
en la que fue trazada, en algunos sectores el muro con el que está hecha sobrepasa un
metro de altura, presenta dos accesos, uno se localiza en el extremo noreste con acceso
mirando al este y el otro en el extremo sur oeste con acceso al oeste. Un detalle que no
puede pasar desapercibido es que a lo largo de los muros se localizan pequeñas ventanas
o más bien mirillas de unos cincuenta centímetros por lado, estas mirillas atraviesan
perpendicularmente al muro, que en su parte más ancha supera 1.70 m. Las mirillas
están perfectamente orientadas para mirar la ladera del cerro, es decir, el campo visual
que la persona que está mirando de la parte interna de la estructura hacia el exterior es la
ladera del cerro; actualmente son tres mirillas las que se mantienen visibles pero
alrededor de toda la estructura hay lajas careadas que sin duda alguna formaron parte de
dichas mirillas [Villalobos 2003: 20].

Desde nuestro punto de vista, la hipótesis de su posible funcionalidad bélica es


poco probable, por lo cual, el nombre de “La Fortaleza” que le ha acuñado Villalobos
no parece ser el más apropiado, debido a que su arquitectura no necesariamente tuvo
fines prácticos defensivos [Amador y Medina 2007]. Esto último se desprende, en su
mayor parte, de la observación empírica desde el sitio: no es un punto estratégico en lo
que a la defensa del sitio se refiere y no domina visualmente todo el horizonte, la
visibilidad de todo el flanco sur queda obstruida por el cerro de La Proveedora [Medina
2007: 2].

468
Unido a esto, tal como Suzanne K. Fish y Paul R. Fish señalan respecto de las
estructuras de muros sin argamasa, construidas en las cimas de numerosos cerros de
trincheras: “la baja altura de las paredes de algunos de los corrales es incompatible con
una función defensiva uniforme” [Fish y Fish 2007a: 151]. Más aún, en términos de
estricta estrategia militar, no tiene sentido alguno concentrarse para la defensa en un
espacio tan aislado, reducido y vulnerable; para cuando los invasores estuviesen
atacando ese punto, sería evidente que habrían sido derrotados, pues toda la aldea en la
llanura y el conjunto del cerro, salvo la cima norte, habrían sido ocupados por el
invasor, al cual sólo le restaría incendiar la cima del cerro para acabar con los supuestos
defensores, parapetados tras los muros. La misma forma de la estructura con dos
accesos bien definidos, orientados uno hacia el Este y otro hacia el Oeste, indica una
función diferente a la defensiva. Además de estas razones, ni en los recorridos de
superficie, ni en la visita de reconocimiento, realizados en el sitio, se encontraron
evidencias de actividad bélica como lo serían abundantes restos de puntas de proyectil
[Amador y Medina 2007; Braniff 1992; Villalobos 2003].
Para el análisis de las propiedades defensivas de los cerros de trincheras,
Villalpando y McGuire emplean una metodología de análisis de los factores defensivos,
para la cual destacan que si la función principal de las terrazas y otros elementos
arquitectónicos fue la defensiva, estas estructuras “deberán proporcionar protección así
como impedir el avance” [2007: 136]. Desde esta perspectiva, la inclinación de la
pendiente y la dificultad del ascenso implicarían una función defensiva [Villalpando y
McGuire 2007: 136-137]. Si tomamos en cuenta estos criterios, advertiremos que la
estructura de muros a la que nos referimos está ubicada en un lugar que cuenta con
partes de fácil acceso y otras que representan una mediana dificultad. Por el lado sur se
puede llegar caminando, sin necesidad de escalar una ladera escarpada. Los muros son
bajos, de modo que no protegen al defensor, ni impiden la visibilidad del supuesto
agresor. De esta manera, se presentan nuevos argumentos en contra de su probable
función defensiva.
La atribución de un uso de observación astronómica, asociada a los calendarios
de horizonte, nos parece más probable, además, se pueden añadir las funciones: ritual,
de observación y comunicación a distancia, a través de señales hacia el Norte, Este y
Oeste. Desde esta perspectiva, la posición de las mirillas tendría sentido en función de
servir para marcar puntos fijos de observación del calendario de horizonte, tanto desde
el interior como desde el exterior de la estructura de muros. El grosor del muro (1.70 m)

469
y la falta de movilidad de la posición en la cual se dispararía un arco vuelven inviable,
prácticamente, esta función (Figura 73).
Por este conjunto de razones hemos preferido llamarle: “El Observatorio”. En
esta orientación, coincidimos con Paul y Suzanne Fish cuando sostienen que las
características de visibilidad de los sitios con corrales, ubicados en las cimas de los
cerros, pueden estar relacionadas con una función ritual: “La alta visibilidad de las
cimas puede ser la cualidad ideológica que se destaca, otorgándole un alto valor
espiritual a éstas, en relación con los sitios asentados en las partes bajas del valle,
estableciendo una exclusividad en las prácticas rituales para realzar la comunicación del
calendario ritual o de ceremonias trascendentales” [Fish y Fish 2007a: 162].
Con la finalidad de dotar de un mayor fundamento a esta hipótesis, se llevó a
cabo un análisis preliminar tanto de la orientación de la estructura como de las mirillas.
Tomando como base los planos de César Villalobos [2003], la fotografía satelital y la
definición de los calendarios de horizonte este y oeste (Medina 2010), Rossana Quiroz
calculó que “la declinación magnética para abril de 2003 en la latitud y longitud que
correspondía a la Estructura IV –llamada por Villalobos “La Fortaleza”- respondía a 11°
20’ E [Quiroz 2010: 1] (Figura 70).55 De acuerdo con Quiroz: “El plano muestra de
igual forma la orientación de estas ‘mirillas’ y, una vez realizada la corrección de 11°
20’ respecto del norte magnético, registrado por Villalobos, es posible calcular las
orientaciones astronómicas obteniendo resultados preliminares, sujetos a verificación en
campo, los cuales no consideran aún las alturas de los muros o los horizontes
geográficos” [Quiroz 2010: 1-2].
De los resultados obtenidos por Rossana Quiroz destaco los que considero más
significativos: a) la Mirilla 2, ubicada “en el muro este y en el sector norte, responde a
los 270° astronómicos, por lo que resulta lógico vincular ésta a los eventos de salida y
puesta del sol equinoccial de marzo y septiembre; b) la Mirilla 4 “responde a una
desviación de 242°”, actualmente, “la posición solar a la puesta durante el solsticio de
invierno ocurre a los 242° 22’, así que es muy probable que la mirilla 4 se halle
vinculada a dicho fenómeno” [Quiroz 2010: 3];56 c) la Mirilla 5, “ubicada en el extremo
sur del muro este, presenta una orientación de 237° al oeste […] parece responder a la
posición de la detención mayor lunar de verano, cuya puesta ocurre actualmente a los

55
National Geophysical Center [http://ngdc.noaa.gov/geomagmodels/struts/calcDeclination].
56
Dependiendo de la inclinación del horizonte occidental respecto a la estructura [Quiroz 2010:3].

470
236° 30’ azimutales” [Quiroz 2010: 3];57 d) la orientación de la Mirilla 5 parece
repetirse en el caso de la Mirilla 10 (33° con respecto al eje Este-Oeste) “de ser correcta
nuestra hipótesis, la Mirilla 5 estaría vinculada a la detención lunar mayor de verano,
mientras que la 10 a la detención lunar mayor de invierno” [Quiroz 2010: 3]; e) las
Mirillas 7, 8 y 9 presentan una orientación de “116° al Este, por lo cual puede referirse
“a la salida solar en el solsticio invernal, que responde a una desviación astronómica de
117° 37’ a 0° de altitud” [Quiroz 2010: 3]. Podemos concluir que si bien dependemos
de verificar las mediciones directamente, in situ, en una próxima temporada de campo,
la probable orientación de las mirillas con fenómenos como los lunisticios, equinoccios
y solsticios constituye un fuerte argumento a favor de la hipótesis de su función de
observatorio astronómico.

Probables significados y filiaciones culturales de la forma del muro


En relación con la forma del muro podemos constatar que el símbolo referido de la
doble “C” encontrada, ya sea en su versión rectilínea o curva, aparece con frecuencia en
los grabados rupestres de La Proveedora y el Cerro San José (Figuras 12, 68), como en
numerosos sitios de trincheras, tanto de la cuenca del río Altar (Tío Benino) (Figura
74), como del Asunción (Cerrito del Pápago, El Deseo); en los petrograbados del sitio
hohokam, South Mountain Park [Bostwick y Krocek 2002: 61, 72, 73, 170, 171, 206];
en el sitio hopi llamado Pictograph Point [Fewkes 1892: 23; Stephen 1936: 131; Waters
1963: 62]; aparece también en la cerámica hohokam, Fase Tanque Verde (1200-1400
d.C.) [Barstad 1999: 38-39], en la cerámica Casas Grandes Policroma [Van Pool y Van
Pool 2007: 3]; en la cestería de los o’odham [Russell 1980].
Existen variadas referencias a su significado que aparecen en registros
etnográficos, principalmente de los hopis, entre los cuales se le atribuye el significado
de hermandad (nakwách) [Waters 1963: 186] y el de símbolo del agua: “el agua, labrada
en un diseño en forma de meandro” [Mallery 1972 (1893): 643]. Fewkes [1892: 23]
describe un petrograbado en el sitio de Hopi Mesas que representa una figura humana
con un escudo, al interior del escudo reconoce el símbolo de la amistad (“el signo de la
amistad”), entre otros símbolos. Alexander M. Stephen [1936: 131] también reconoce el
símbolo de la amistad (“marca de la amistad”) en un grabado rupestre, también en Hopi
Mesas, que representa un escudo, probablemente se trata del mismo grabado. En

57
Apenas, un grado y medio de diferencia con respecto a la orientación de la mirilla [Quiroz 2010:3].

471
referencia al significado de este símbolo, Mallery cita el testimonio y el manuscrito de
Thomas Varker Keam, quien era un coleccionista que comerciaba con la cerámica y
artesanía hopi y anasazi. Establecido durante los años 70 del siglo XIX en Ponsekya, en
la reservación hopi del noreste de Arizona, Keam estuvo relacionado de manera
importante con los primeros etnólogos y arqueólogos del Suroeste como Cushing,
Matthews y Stephen. Mallery afirmaba en 1893 que:

El diseño superior de la Fig. 1003, tomado del catálogo manuscrito de T. V. Keam, es el


agua, labrada en un diseño en forma de meandro, que es el signo genérico, convencional
de los Hopitus. Los dos dedos índices se unen como en el diseño inferior de la misma
figura [...] Al cierre de los festivales religiosos, los participantes se unen en una danza
de despedida, llamada la “danza del dedo ligado”. Forman una línea doble y cruzando
sus brazos enfrente de ellos, enganchan los índices de su mano con los de su vecino [...]
cantando su canción de despedida. Los diseños en forma de meandro son los emblemas
de su danza amistosa” [1972: 643 traducción nuestra].

Nakwach, Dibujo de Daniel Amador Segura, Fuente [Mallery 1972].

Según Waters, el símbolo de hermandad aparece en un sitio con pinturas


rupestres llamado Pictograph Point, cercano a la comunidad hopi de Mesa Verde, dentro
de un contexto iconográfico de figuras relacionadas con la representación de los líderes
religiosos de los clanes hopis: Oso, Topo, Águila y Perico. De acuerdo con esa
interpretación, la gran kiva, representada dentro de la misma pintura, simboliza la
reunión de los cuatro jefes y, por ello, de la unión de todos los clanes
(Nalöönangmomwit). Acerca del símbolo, Waters afirma: “La Figura 18 es otra forma

472
del símbolo nakwách de la hermandad, formado también cuando los sacerdotes
enganchan sus manos de la misma manera durante la danza pública de la Wüwüchim, el
día de hoy” [Waters 1963: 62 traducción nuestra].
Más adelante, describe la conclusión de la ceremonia, cuya traducción literal
significaría, según él: “manifestación de la germinación”, lo que enfatizaría el
dramatismo implicado en el clímax de la despedida, en Shongopovi: “Todos se toman
de la mano en la forma del nakwách, símbolo de la hermandad” [Waters 1963: 186
traducción nuestra]. El testimonio de Elsie Clews Parsons no difiere de lo observado por
Waters, ella refiere también la práctica de enganchar los dedos durante la danza de los
Wüwüchimtü y la representación de figuras danzando en esa forma sobre un cuenco
[1996: 388]. Durante el noveno día de la ceremonia Wüwüchim, realizada en Walpi,
alrededor de las 5:00 de la mañana, los danzantes: “Deteniéndose cerca del acantilado y
de cara al fuego, ligan sus brazos, uno con el otro” [Parsons 1996: 619].
Como existe un riguroso hermetismo alrededor del significado y de las doctrinas
esotéricas asociadas a gran parte de las ceremonias y prácticas rituales de los hopis,
éstas se realizan en forma cerrada, dentro de las kivas, y sólo pueden participar en ellas
los iniciados de las sociedades o clanes con derechos sobre las mismas. De ahí que la
parte sustantiva de su significado se desconoce, a pesar de lo observado por los
cronistas y antropólogos externos a la comunidad. La revelación de secretos sagrados
por informantes internos ha sido severamente castigada, incluso con la muerte. No
obstante, alguna información ha podido filtrarse, debido al empleo de métodos no del
todo éticos [véase: Gutiérrez 1996].
El día de hoy no podemos conocer el significado específico atribuido a ese
símbolo por los grupos pertenecientes a la Tradición Trincheras, lo que sí podemos
afirmar, en función de su reiterada presencia en el arte rupestre y en la estructura de
muros en la cima de la Proveedora, es que poseía un simbolismo al que se le atribuía un
gran valor y que la figura tenía una amplia difusión en el Noroeste/Suroeste, donde cada
cultura le asignaba un significado específico. No podemos saber si esa figura estaba
relacionada con un simbolismo orientado a exaltar la unidad de los clanes de una tribu,
como algunas de las interpretaciones proponen, sin embargo, puedo destacar que en
toda la gran región (Noroeste/Suroeste) la estructura tribal, dividida en clanes totémicos,
dominó en la mayoría de las culturas y aún sigue viva entre aquellas que conservan sus
tradiciones de manera más firme. Ha sido observada etnográficamente desde finales del
siglo XIX y principios del XX en la mayoría de los grupos que han habitado Sonora,

473
Chihuahua, Arizona y Nuevo México. De ahí, la importancia de propiciar la fraternidad
entre los clanes para mantener la unidad tribal.
Por otra parte, la amplia distribución del símbolo puede explicarse por los
contactos interculturales. En la gran región árida del Noroeste/Suroeste, los
intercambios económicos, las relaciones políticas y los contactos culturales fueron no
sólo posibles sino necesarios, en particular, entre los pueblo ancestrales, los hohokam,
los mogollón y los grupos del Complejo Trincheras parecen indudables. Eso nos lleva a
preguntarnos: ¿qué aspectos de la cultura fueron compartidos por los distintos grupos de
la región y durante qué periodos? ¿Cuáles fueron las características que revistieron los
intercambios culturales entre estos grupos? Me parece coherente proponer que debido a
la cercanía, al intercambio económico, a las migraciones y a la tendencia universal a
compartir elementos culturales, especialmente entre grupos pertenecientes a una misma
raíz lingüística, en la región del Noroeste/Suroeste, las semejanzas y rasgos culturales
compartidos fueron abundantes; ya es tiempo de comenzar a elaborar un recuento
minucioso de éstos.

Esbozo de escenarios posibles en torno a las relaciones culturales intergrupales en


el Noroeste/Suroeste prehispánico
De acuerdo con Elisa Villalpando, lo más destacado de los intercambios de los grupos
Trincheras con otras regiones, que aparece en el registro arqueológico, puede resumirse
de la siguiente manera:

La ruta de la concha del Golfo de California correspondiente al periodo de agricultores


tempranos seguía el curso de los ríos Magdalena y Altar para entrar en el suroeste de
Arizona hacia el valle de Tucson, donde se encontraban comunidades similares como
las de Santa Cruz Bend, Los Pozos, Las Capas, Los Ojitos, Donaldson y otras. Es muy
posible que se intercambiaran ornamentos ya elaborados como brazaletes, aunque
también podría ser que hubiera un interés por la materia prima en sí, para elaborar ellos
mismos la joyería [Villalpando 2001d: 251].

Las relaciones de intercambio de bienes de prestigio más claras se registran después del
primer milenio de nuestra era con Paquimé hacia el noreste y el occidente de México
hacia el Sur. Las cerámicas decoradas con hematita especular de la tradición Trincheras
aparecen en varios de los sitios del sur de Arizona y entre los grupos vecinos de la
Serrana sonorense; sin embargo, la falta de fechas de radiocarbón impide contar con una

474
temporalidad exacta. La obsidiana de Nuevo México parece estar presente en varios de
los sitios sonorenses y el Arroyo Bacoachi fue una ruta de intercambio entre los
Trincheras y los grupos nómadas de la Costa Central.
En el periodo Prehispánico tardío (entre 1300-1450 d.C.), en pleno auge de Paquimé,
los grupos de la tradición Trincheras reciben –seguramente a cambio de conchas- las
bellísimas cerámicas decoradas chihuahuenses, principalmente Ramos Policroma,
Babícora Policroma y Carretas Policroma, y, en cantidades menos significativas,
cerámicas de la tradición Salado [Villalpando 2001d: 253].

Así, en el registro arqueológico se pueden documentar numerosos ejemplos de


contactos e intercambios culturales entre los distintos grupos que habitaron el
Noroeste/Suroeste durante esta época. No obstante, más allá de la presencia de
cerámicas intrusivas, debemos comenzar a pensar con detenimiento en las formas que
adquirieron los contactos interculturales en la gran región Noroeste/Suroeste. Para
sustanciar con ejemplos mi hipótesis apelaré a algunos de ellos. En primer lugar
citaremos a Linda Cordell, quien sostiene la siguiente hipótesis:

Una sequía que asoló la región en la década 1130 debe de haber ejercido poco efecto en
los hohokam, pero fue devastadora para los pueblo ancestrales, en su conjunto, y parece
haber desestabilizado en particular a los de Chaco. Se antoja probable que el gran
período de crecimiento poblacional, de expansión de la irrigación y de construcción de
aldeas que experimentaron los hohokam a partir de la década de 1100 haya sido
alimentado parcialmente por personas que abandonaron el sistema de los pueblo
ancestrales. La transición que vemos entre los hohokam podría ser resultado, por lo
menos en parte, de la incorporación de emigrantes que acaso hayan ofrecido trabajo a
cambio de alimento [Cordell 2001: 167].

Sobre este problema, Jared Diamond [2007], quien estudió con detenimiento el
problema del colapso de ciertas sociedades del pasado y del presente, propone hipótesis
bien argumentadas sobre el fenómeno del colapso anasazi en Chaco, las que apuntan en
un sentido semejante al propuesto por Cordell. Concluye que la deforestación de los
bosques de coníferas cercanos al Cañón del Chaco, provocada por un uso desmedido de
la madera -como vigas en las construcciones y como combustible- jugó un papel
decisivo en el deterioro de la pluviosidad, en el deterioro de los suelos y,
consecuentemente, en el deterioro de la agricultura. A ésta se agregan otros tres

475
factores: a) una serie de bien documentadas sequías (1040, 1090 y 1130 d.C.); b) la
especialización e interdependencia económicas de los diversos grupos, articulados en
torno a Chaco, que trajo como consecuencia un colapso global; y c) los conflictos
sociales y políticos, suscitados por la escasez de alimentos [Diamond 2007: 211]. Uno
de los resultados fue, obviamente, la migración.
Como el anterior, existen varios casos. Así, por ejemplo, sobre los asentamientos
hohokam de la cuenca de Tucson, Gregonis y Reinhard afirman que hubo importantes
contactos culturales con los vecinos de la Tradición Mogollón:

Después del 1100 d.C., la influencia del heartland hohokam comenzó a menguar y se
estrecharon los lazos culturales que los unían con la gente mogollón, hacia el norte y el
este, resultando en una mezcla de rasgos hohokam y mogollón en la cuenca de Tucson.
Alrededor de 1250 d.C., los aldeanos comenzaron a construir casas con muros de adobe
y los ceramistas hohokam innovaron sus diseños y crearon un estilo de vasijas que fue
ampliamente copiado por los grupos de la cuenca de Tucson. Para 1350, alguna gente se
había mudado a unas cuantas comunidades de gran tamaño, compuestas de casas de
varios pisos, construidas sobre el nivel del suelo en forma de casas-apartamento, mas, la
población en su conjunto parece haber menguado [1988: 4 traducción nuestra].

Gladwin, quien a partir de 1927 excavó varios sitios hohokam en Arizona,


defendió la hipótesis de que, entre 1300 y 1350, los hohokam sufrieron una invasión de
grupos provenientes de Flagstaff y Little Colorado, en el norte de Arizona. Las huellas
materiales dejadas por esta invasión serían un tipo de cerámica policroma, el uso de la
piedra para la construcción de los muros de las casas y la costumbre de inhumar a sus
muertos. Gladwin sostiene la idea de que se trató de una invasión pacífica y que cada
grupo continuó desarrollando sus propios rasgos culturales, uno al lado del otro, lo que
explicaría la constancia de restos culturales diferentes a partir de 1300 y hasta,
aproximadamente, 1400-1450. Así, mientras los hohokam continuaron viviendo en
casas de una sola planta, fabricando la cerámica Púrpura sobre Café, grabando imágenes
sobre las conchas y cremando a sus muertos, los supuestos invasores, provenientes de la
tradición de los pueblo, siguieron construyendo sus casas de varios pisos, utilizando la
piedra en los muros, fabricando la cerámica policroma e inhumando a sus muertos, bajo
el piso de sus casas [Gladwin 1929: 37].

476
Jeffery J. Clark [2007] presenta un conjunto amplio de evidencia arqueológica
para documentar su hipótesis acerca de la existencia de por lo menos dos movimientos
migratorios de grupos pueblo, desde la región de Kayenta, en el noreste de Arizona,
hasta el Valle de San Pedro, habitado por gente de la Tradición Hohokam. El primero se
daría hacia finales del siglo XII y principios del XIII, mientras que el segundo se daría
hacia finales del XIII y principios del XIV [Clark 2007: 104].

La Meseta del Colorado había sido golpeada por una sequía que devastó sus cosechas,
alimentadas por el agua de lluvia. El descontento social que la sucedió, condujo a
muchas familias, e incluso a aldeas completas, hacia los ríos y manantiales que ofrecían
una fuente permanente de agua. Las migraciones dejaron a la región de Kayenta, en el
noroeste de Arizona, casi totalmente despoblada y jugaron un importante rol en la
reconfiguración del Suroeste, ocurrida en el siglo XIV. Algunos migrantes llegaron
hasta los valles fluviales de Arizona central y del sureste, donde se asentaron entre la
gente que los arqueólogos llaman hohokam. Los efectos de esa diáspora reverberaron a
lo largo del mundo hohokam durante un siglo, dejando tras de sí un confuso patrón de
artefactos y arquitectura que ha dado origen a controversias entre los arqueólogos del
Suroeste, que han durado casi el mismo tiempo [Clark 2007: 99 traducción nuestra].

Conforme llegaron en grandes grupos, trayendo consigo tradiciones cerámicas y


textiles altamente desarrolladas, los inmigrantes de origen pueblo deben de haber sido
una fuente de fascinación y alarma, sugiere Clark. A pesar de que las características y
los patrones de distribución de la cultura material no eran homogéneos en toda la región
perteneciente a la Cultura Hohokam, los elementos aportados por los inmigrantes
pueblo pueden distinguirse claramente [Clark 2007: 101-102]. En particular, es bastante
visible un importante incremento en la producción de cerámica corrugada que es
característica de los pueblo, además de la que se ha llamado cerámica del estilo
Maverick Mountain, a la que se agregará la Policroma Salado, a comienzos del siglo
XIII [Clark 2007: 103-104].
Por mi parte, considero que se puede apoyar la hipótesis que defiende la
importancia que jugaron los intercambios y contactos culturales entre los diversos
grupos del Noroeste/Suroeste, durante el periodo que va del 200 al 1450 d.C., con
numerosos argumentos. El primero se refiere a la constancia cíclica de las sequías en la
región y al tipo de respuestas culturales que se habrían desarrollado como prácticas de
supervivencia, tales como la migración o de otras prácticas que se han descrito

477
etnográficamente como la de solicitar agua y alimentos, cuando estos se agotan, a los
vecinos, a cambio de trabajo. Lo que parece ser bastante probable, en un medio
ambiente con las características descritas. En tal sentido, podemos citar lo relatado a
Ruth Underhill por Doña María Chona, acerca de una práctica cultural, vigente entre el
último tercio del siglo XIX y el primero del XX:

Cuando el verano se había ido y la charca se había secado Donde el Agua Hace
Remolinos, tomábamos a los niños y nos íbamos a los cerros, siguiendo al agua.
Pasando las montañas, donde se llama México, vivían más gentes nuestras que tenían
acequias en sus campos. Trabajábamos para ellos y nos daban de comer. Íbamos con
muchos otros pueblos, como si fuéramos a la guerra, por precaución contra los apaches
[Underhill 1975: 119].

Esa tradición de los tohono o’odham se remonta por lo menos al siglo XVIII,
pues el Padre Jacobo Sedelmair de la Compañía de Jesús, relata lo observado en el año
de 1740:

A un lado de esta ruina [de Casas Grandes] y nación Pima, como para el norte, se
mantienen los Pápagos, que también es nación Pima, pero muy inferior a la otra
respecto a que estos no tienen río, arroyo ni ojo de agua, y viven el verano en los llanos
haciendo vatequi o pozos para beber, y en dichos llanos siembran, de temporal, maíz,
frijol y calabazas, muy poco de estos, y apenas se les acaba se reparten a las rancherías
y pueblos de los otros Pimas, a servirles como criados por sólo el interés de la comida, y
aún se alargan a venir hasta San Ignacio y Dolores [Pérez-Taylor y Paz Fraire 2007: 145
(570-571)].58

El segundo argumento se refiere a la constatación de importantes semejanzas


formales entre algunas de las cerámicas decoradas hohokam, de los periodos Colonial y
Sedentario, y una serie de grabados rupestres del sitio de La Proveedora, en Sonora [ver
supra 149, 386] (Figuras 32-34) [Lindauer y Zaslow 1994: 341-342], lo que, junto con
el comercio de la concha y la presencia de las cerámicas intrusivas, en los dos lados,
documentaría los contactos. Podemos incluso encontrar diseños pintados sobre la
cerámica Mimbres [Cordell 2001: 188, Fig. 45] y sobre la cerámica Policroma

58
Citamos la versión de los Materiales para la historia de Sonora, editada por Rafael Pérez-Taylor y
Miguel Ángel Paz Fraire, pues es la más completa y su trabajo de paleografía el más claro.

478
Maverick Mountain del Valle de San Pedro [Clark 2007: 99, Fig. 12.2] que son casi
idénticos a figuras equivalentes en la gráfica rupestre de La Proveedora (Figura 12).
Asimismo, observamos un crecimiento paralelo al de los hohokam, en la región
de Trincheras -inmediatamente contigua a la región hohokam-, a partir del periodo 800-
1100 d.C., que se aceleró durante el periodo 1100-1300 d.C., ya que se considera a este
último, como el más probable al que puede atribuirse la construcción de las terrazas en
los cerros volcánicos [McGuire y Villalpando 1993; Villalpando 2001c]. Pensando que
la organización social de los grupos Trincheras estaba madura para un cambio
importante de esas características, es muy probable que la construcción de las terrazas
en los cerros de trincheras se haya dado durante el periodo (1100-1300 d. C.). De
acuerdo con Suzanne K. Fish y Paul R. Fish: “La proliferación de asentamientos con
estructuras de piedra en los cerros, a lo largo del Noroeste/Suroeste, es el sello distintivo
a partir del 1200 d.C.” [Fish y Fish 2007: 147]. El hecho de que el fenómeno se dé casi
simultáneamente en diversos lugares, apunta hacia la existencia de contactos culturales
y de una respuesta semejante de diversos grupos a un problema común.
Un tercer argumento importante, que vale la pena valorar, es el de los muy
numerosos registros de intercambios económicos, contactos culturales, migraciones
periódicas y conflictos bélicos que se dieron en la gran región desértica del
Noroeste/Suroeste durante el periodo histórico. La proyección hacia el pasado de este
tipo de relaciones que se inferirían, a partir de la evidencia etnohistórica y etnográfica, y
completarían la evidencia arqueológica, resulta, desde mi punto de vista, perfectamente
válida en este aspecto, a la inversa, resultaría del todo improbable que este tipo de
relaciones no se hubiesen dado con anterioridad a la llegada de los europeos.
De acuerdo con Parsons, los intercambios y relaciones entre los o’odham y los
zunis, sus vecinos más cercanos, pertenecientes al grupo lingüístico yuto-azteca,
existieron durante siglos [1996: 991]. De la misma manera, los elementos míticos y
rituales compartidos por los grupos o’odham y los grupos pueblo, en general, y con los
hopi, en particular, son muy importantes. Resultan especialmente relevantes en lo que a
la mitología se refiere, el mito de la Emersión del inframundo, en tanto mito de origen,
presente en las dos mitologías [Bahr et. al. 1994, 2001; Courlander 1987; Nequatewa
2007; Parsons 1996] y, entre los ritos compartidos, destacan las ceremonias de petición
de lluvias [Parsons 1996; Underhill 1948].
Según Ruth Underhill, tanto pimas como pápagos contaban con un sistema de
comunicación bien estructurado, tanto hacia el sur de Sonora, como hacia el Oeste,

479
donde vivían diversos grupos de origen yumano, alrededor del río Colorado; había
comunicación, también, en dirección noroeste, hacia la Gran Cuenca y el noreste de
California. Parte de la comunicación hacia el Noreste estaba bloqueada por sus
enemigos, los apaches, sin embargo, “en la época prehistórica, era a través del borde
Mogollón que los inmigrantes pueblo se filtraban hacia el Gila y es, principalmente con
los hopis que habitaban arriba del borde, que los pápagos muestran algunas de sus más
obvias semejanzas” [Underhill 1939: 3 traducción nuestra].
De acuerdo con Broyles, Rankin y Felger, apaches, mojaves y seris viajaban a lo
largo del desierto de Sonora para obtener sal y una variedad de conchas marinas,
comerciar, llevar a cabo rituales, visitar parientes, entablar alianzas o realizar
incursiones bélicas [Broyles et. al. 2007: 138].
Una amplia red de senderos atravesaba el desierto de Sonora, comunicándolo
con otras regiones del norte de México y del suroeste de los Estados Unidos. Un
complejo sistema de intermediación permitía que los bienes viajaran grandes distancias,
así, por ejemplo, los sarapes de los hopis llegaban a los quechuanos del río Colorado, a
través de los havasupais, hualalpais y mojaves; por medio de una red semejante,
diversas conchas marinas del Golfo de California llegaban a los hopis. Desde el Este, la
ropa fabricada con piel de búfalo por los comanches pasaba por los grupos pueblo del
este y llegaba hasta los zunis, hopis y navajos.
Los zunis del noroeste de Nuevo México se han atribuido la autoría de pinturas y
grabados rupestres del sur-centro de Arizona y, por lo menos dos de sus clanes, creen
que descienden de gente del desierto, probablemente, de los hohokam. Por su parte, los
hopis, también se atribuyen la autoría de arte rupestre del sur-centro de Arizona, sus
tradiciones refieren viajes a la región del bajo río Colorado, asentamientos en partes de
la Papaguería oeste y conexiones que alcanzan el río San Pedro, en el sur de Arizona
[Broyles et. al. 2007: 138-139].
En su estudio sobre los grabados rupestres de la Cuenca de Phoenix, Todd W.
Bostwick apela también a los posibles contactos y relaciones interculturales de la
región, destaca las semejanzas observadas por Cushing entre la cultura material de los
hohokam y la de los zunis, afirmación con la que coinciden los arqueólogos Lynn
Teague y Judy Brunson. Teague incluso encuentra semejanzas entre la cultura material
de los hopis y la de los hohokam. A esos argumentos, Bostwick agrega los referidos a
las semejanzas lingüísticas entre los grupos de lenguas yuto-aztecas y los concernientes
a los intercambios y migraciones regionales: “el ampliamente extendido comercio

480
durante los tiempos prehistóricos” y el hecho de que se sabe que “algunos grupos
migraron hacia nuevos territorios durante las sequías, especialmente durante el siglo
XIII” [Bostwick y Krocek 2002: 2-3 traducción nuestra].
Hasta ahora, se ha explorado muy poco el estudio de los rasgos culturales
compartidos entre las diversas culturas del Noroeste/Suroeste, la mayoría de los
estudios destaca los aspectos locales y regionales y han sido tímidos en sacar
conclusiones a nivel macro-regional, salvo ciertos trabajos de carácter etnográfico como
el clásico estudio de Underhill: “Cultural Patterns of the Greater Southwest” [1948] y el
Capítulo VII de Pueblo Indian Religión, donde Parsons lleva a cabo un estudio
comparativo de las prácticas y sistemas de creencias religiosas de los pueblo entre sí y
con respecto de otros grupos regionales: varios grupos de California, entre ellos los
yumanos; de Arizona y Sonora: tohono o’odham, akimel o’odham, mayos, yaquis; de
Chihuahua: rarámuri; y del occidente de México: nayeri y wixaritari [Parsons 1996].

MORTEROS Y METATES FIJOS EN LOS CERROS


DE LA PROVEEDORA Y SAN JOSÉ

Comenzamos este análisis con dos preguntas: ¿Podemos relacionar el tema de la


fertilidad y la abundancia de alimentos con las actividades de la recolección y la
agricultura: la cosecha y el procesamiento de semillas cultivadas y silvestres? ¿Se
expresa esta asociación simbólica por medio de las figuras en forma de ciervas preñadas
que se grabaron en los costados de los metates fijos que se encuentran en el cerro de La
Proveedora?
Tomamos como unidad de análisis un reducido tipo de artefactos, presentes en el
campamento de recolección de los grupos que visitaban el sitio: los metates y morteros
fijos (Figuras 51, 75-76). Al respecto, podemos formular una hipótesis: en la época en
la que se comenzaron a utilizar como artefactos de molienda, el sitio era visitado,
probablemente, siguiendo un patrón estacional, durante el verano y parte del otoño,
cuando maduran los frutos silvestres (pitahayas, brotes de cholla, tunas, frijoles de
mezquite, nueces de palo de fierro). Proponemos que su fabricación pertenece al
periodo Arcaico, debido al excesivo desgaste que se pone de manifiesto en las huellas
de uso deja ver una utilización sumamente prolongada. A esa evidencia se agrega la
coincidencia en el sitio tanto de puntas de proyectil tipo Pinto, pertenecientes al Arcaico

481
Medio (4500-1500 a.C.), como de tipo San Pedro (1500/1200-800 a.C.) y Ciénega (800
a.C.-150 d.C.), pertenecientes al periodo de Agricultura Temprana [Villalobos 2003: 27-
28; Carpenter et. al. 2008].
A lo anterior podemos añadir que la fabricación de los morteros y el uso
cotidiano de los metates y morteros fijos obedecen a un patrón regional característico
que sitúa esos artefactos en los rangos temporales recién definidos. La amplia
distribución de los metates y morteros fijos para la molienda de semillas a lo largo del
Noroeste/Suroeste es un elemento diagnóstico del Arcaico y de las estrategias de
aprovechamiento de los recursos silvestres, propios de los grupos cazadores-
recolectores del periodo [Altschul y Rankin 2008: 14-17; Cordell 1984: 166-168; Fagan
1995: 296].
Observamos, así, que los morteros y metates fijos, localizados donde la ladera de
los cerros se une con la llanura, definen un espacio y no pueden pensarse en sí mismos,
sino, sólo en asociación con las pequeñas plazas que se extienden a su alrededor y que
obligan a construir una terraza, a nivelar la llanura inmediata, a dar forma a un círculo
de grandes rocas alineadas para crear un espacio colectivo de trabajo y reunión. Esta
transformación del paisaje nos lleva a la pregunta acerca de la continuidad en el uso de
esos artefactos y espacios en el largo plazo, así como de las transformaciones que deben
haber sufrido, al introducirse, paulatinamente, los cultivos del maíz, el frijol y la
calabaza. En la última fase (1300-1450 d. C.) se daría el desarrollo de la agricultura
intensiva.
El carácter fijo de los morteros y metates obliga a las mujeres a congregarse en
un lugar específico del paisaje que ya está integrado, desde la fase más temprana, a un
campamento y, a partir de la sedentarización, a una aldea. Su situación espacial localiza
y fija las actividades ahí desarrolladas: reunir y moler las semillas recolectadas. Pone de
manifiesto una división social del trabajo basada en el género. El carácter estable y
permanente nos hace pensar que los metates y morteros están situados en un lugar
idóneo, eficiente, contiguo a donde se realizan las tareas de recolección y, a la vez,
seguro, por estar dentro del campamento.
Desde una perspectiva cultural más amplia, podemos ver con claridad que esta
condición estructural y contextual de los morteros y metates, dentro del campamento
analizado, da origen a una vida social que va más allá de la mera actividad de moler
semillas. Las voces y el sonido de las herramientas de piedra moliendo nos dicen que
hay grupos de mujeres trabajando a distancias definidas, un mismo sonido rítmico

482
circula por todo el valle.59 Se crea, así, una serie de secuencias prácticas: formas de
actividad en las cuales las mujeres del grupo social o de los distintos grupos (llámense:
clanes, tribus o aldeas) se relacionan e identifican entre sí, mediante una actividad, un
espacio y un conjunto definido de artefactos. De ahí que el mero uso de los morteros y
metates fijos supone todo un conjunto articulado de relaciones y actividades que se dan
en un tiempo y espacio ad hoc.
Puede verse, de esta manera, que esos artefactos han sido elaborados en función
de las tareas prácticas que cumplirán, de una relación espacial articulada en función de
su eficacia práctica (acceso a y procesamiento de los recursos), y de la proyección de
valores culturales sobre el paisaje. Estas categorías serán re-elaborados a partir de las
vivencias que las secuencias prácticas susciten, a lo largo del tiempo. Es así que la
lógica de la serie de secuencias prácticas de su uso, andada hacia atrás, nos lleva a la
serie de secuencias prácticas por medio de las cuales se fabricaron las manos y los
morteros: ¿Quiénes fueron y que criterios usaron para producirlos de esa manera y
ubicarlos en esos sitios específicos? ¿Cómo se relacionaron las necesidades de las
mujeres con el proceso de su fabricación y con los fabricantes?
Otro detalle de lo observado nos indica, claramente, una relación cultural de
ocupación y apropiación del lugar por los grupos que lo convierte en un territorio.
Hemos visto que los morteros y metates fijos se concentran en varios lugares
específicos de La Proveedora y el Cerro San José. En todos los espacios donde se
sitúan, encontramos manos completas y restos de manos a un lado o muy cerca de ellos,
a distancias de un metro o dos (Figura 75). Desde mi punto de vista, esto indica un
claro sentido de ocupación y apropiación del territorio: la certeza de que se regresará al
mismo lugar y se hallará la herramienta en su lugar, explica la razón práctica por la
cual las manos se guardaron cerca de los morteros y metates. No era necesario
transportarlas de un sitio a otro, podían dejarse ahí, puesto que se le consideraba un
territorio propio y se sabía, de antemano, que en la siguiente ocasión se hallarían en el
mismo lugar; se percibe, así, una conciencia territorial que implica una relación
determinada con la cultura material, en este caso: morteros, metates y manos. Lo
significativo es la aparente larga duración con la que el patrón de uso parece repetirse a
lo largo de un periodo muy extenso, que se extiende hasta el periodo histórico, como se

59
Desarrollamos esta idea a partir de las sugerencias de la Dra. Rosemary A. Joyce, propuestas durante el
VII Coloquio Bosch-Gimpera del IIA-UNAM, realizado durante el mes de marzo del 2008.

483
puede constatar a partir de los testimonios coloniales como el del Capitán Mange de
1694 [1985: 30-31].
La presencia de los petrograbados, claramente visible desde la llanura inmediata,
funciona también como un dispositivo de apropiación territorial: pone de manifiesto en
el paisaje los símbolos culturales de un grupo particular que se apropia del territorio.
Los morteros y metates fijos, junto con los petrograbados, implican una manera bien
definida de dejar una huella visible sobre el territorio, huella que tiene un sello cultural
distintivo. En ese sentido, nos llama la atención que algunas de las grandes rocas usadas
como metates y morteros fijos, en La Proveedora, tengan grabados rupestres en sus
caras laterales (Figuras 75-76). ¿Es una forma gráfica de dotarlos con símbolos de
identidad grupal? ¿Forma parte de un ritual de petición de abundancia de alimentos?
¿Forma parte del dispositivo mágico-simbólico de uso del artefacto? Hemos visto como
entre los wixaritari (huicholes), por ejemplo, los diseños pintados o grabados sobre
jícaras o bordados en los morrales o prendas de vestir, al mismo tiempo que se conciben
como una parte sustantiva de las mismas propiedades funcionales del útil, “significan
plegarias solicitando algún beneficio material o protección contra daños, o bien
veneración hacia alguno de los dioses [...] son expresiones de ideas religiosas que
impregnan la existencia íntegra de este pueblo” [Lumholtz 1986: 325-326].
En el sentido anterior, podemos proponer que los diseños grabados sobre los
metates fijos no son meras decoraciones neutras, sino parte esencial de la funcionalidad
del artefacto y están inscritos dentro de un simbolismo mágico-religioso que los
convierte en una especie de plegaria que potencia sus propiedades útiles y contribuye a
que nunca falte el sustento. Ese es un proceder totalmente semejante al de los zunis que
decoran las jarras para el agua con diseños de animales asociados simbólicamente con
ésta, de manera que nunca les falte el agua para beber [Young 1992: 125-126].
Los diseños grabados representan cérvidos femeninos con los vientres
sumamente abultados, formando un gran semicírculo que podemos interpretar como
preñez. ¿Se asocia, simbólicamente, la abundancia de semillas y frutos silvestres
recolectados y de semillas de maíz cultivadas con la fecundidad de los cérvidos? Hasta
donde sabemos, para varios grupos indígenas del norte y occidente de México, entre los
que destacan los wixaritari, el simbolismo del venado está claramente asociado a la
abundancia de alimentos y a la fertilidad: “El ciervo es el emblema del sustento y la
fertilidad, por lo cual riegan con su sangre el maíz que ha de sembrarse, para fertilizarlo,

484
siendo este el sacrificio más aceptado a los dioses, pues que sin él no se obtendrá la
lluvia, ni las buenas cosechas, la salud, ni la vida” [Lumholtz 2006:34].
De igual manera, en los mitos de origen de los o’odham, el venado es el primer
alimento donado por los dioses creadores a la gente [Bahr et. al 1994] y en el mito de
origen de la agricultura, los venados juegan un papel de primordial importancia [Saxton
y Saxton 1973]. Como veremos más adelante, este simbolismo parece formar parte de
un patrón cultural que, con variaciones locales, abarca la gran región del
Noroeste/Suroeste.

CARACTERÍSTICAS ESTILÍSTICAS Y ELEMENTOS PARA SITUAR


TEMPORALMENTE LOS GRABADOS RUPESTRES

Existen algunos indicadores generales para ubicar los grabados rupestres del sitio en un
marco temporal amplio. Señalamos que en ausencia de dataciones absolutas, se debe
recurrir a diversos métodos parciales que dan como resultado grandes marcos generales
de ubicación temporal. En primer término, nos valemos tanto del análisis formal como
del análisis temático de los grabados rupestres de La Proveedora y el Cerro San José.
Este análisis nos muestra que existe una relativa uniformidad técnica y estilística en
todo el sitio, con variaciones menores. Resumo, a continuación, los aspectos
considerados en el análisis formal que nos llevan a esa conclusión.

Elementos básicos de la estructura formal de los grabados de La Proveedora


Los elementos constructivos básicos de la estructura que dan forma a los petrograbados
que estudiamos son, de lo simple a lo complejo, el punto, la línea y el plano [sobre la
función estructural de estos elementos, véase: Amador 2008; Dondis 1990; Kandinsky
1975]. En los numerosos ejemplos registrados durante el trabajo de campo podemos
localizarlos fácilmente, dado el alto grado de esquematización abstracta de los diseños de
los grabados, aun en el caso de aquellos que son figurativos y representan seres humanos o
animales.
En el caso de los que se encuentran en el sitio estudiado, para los cuales
consideramos a La Proveedora y al Cerro San José como una unidad, podemos ver como
todas las figuras representadas tienen como principal base estructuradora a la línea, de
modo que están delimitadas por un perímetro, se trata de figuras claramente diferenciadas

485
unas de otras: son formas cerradas y autosuficientes que se colocan en una relación
espacial determinada que permite distinguirlas individualmente, aun en los casos de
superposición [sobre el concepto de forma cerrada véase: Amador 2008: 30-36;
Wölfflin:1985: 199-203]. Así, en todo el conjunto de los petrograbados encontramos
como principal elemento constitutivo de las figuras a la línea, ésta funciona a la vez
como medio constructivo y expresivo. En ocasiones, aparecen planos más gruesos,
asociados a la línea, que sirven para indicar áreas más amplias; también se recurre al
punto como expresión mínima de forma. Así por ejemplo en el caso de las tortugas que
encontramos en el Cerro Calizo y en algunos antropomorfos de la ladera este del Cerro
San José podemos ver la combinación de líneas y puntos; en un panel que se encuentra
en el Cerro Calizo, con grabados en forma de venado, tortuga y grecas semejantes a las
que aparecen en los diseños de la cerámica decorada, se utilizaron los tres elementos
gráficos: el punto, la línea y el plano (Figuras 11-12, 16-17, 27-28, 86).
Las configuraciones de regularidad, simplicidad, organicidad o rigidez, por
ejemplo, pueden referirse tanto a las formas gráficas como a las formas en las que se
expresan las ideas y las emociones, a las formas que adopta la acción humana, así como
a las formas que adoptan los procesos naturales o los fenómenos sobrenaturales. El
simbolismo de un ser o figura suele ser ratificado o ampliado por su forma, e
inversamente. A mayor sencillez y claridad formal del símbolo, mayor eficacia
semántica. De ahí llegamos a la conclusión que el carácter fuertemente esquemático y
abstracto de las figuras grabadas tiene que ver con conceptos complejos, con
abstracciones conceptuales que forman parte del núcleo central de la cosmovisión. En
ese sentido, la abundancia de espirales, sencillas y dobles, así como de círculos
concéntricos o símbolos como el quincunce o la doble “C” encontrada, constituyen
ejemplos fehacientes de la utilización del simbolismo de la forma para expresar,
mediante formas abstractas geométricas, conceptos sofisticados (Figuras 12, 23-24, 42-
44, 68, 77-78).
La forma tiene un carácter positivo-negativo: se aprovechó el café o gris oscuro
de la pátina de la roca como plano básico y se trazó y grabó el diseño, obteniendo, al ser
levantada la pátina, el color gris claro original del granito, el cual contrasta con el fondo
oscuro. En la mayoría de los grabados, el grosor de la línea es el mismo en todo el
diseño, pero puede variar de una figura a otra. En el caso del panel de mayor tamaño
con grabados que se encuentra en la ladera oeste del Cerro San José (Figura 86),
medimos con el vernier el grosor de las líneas de los grabados, encontrando una

486
importante uniformidad, las medidas oscilan entre un mínimo de 0.5 y un máximo de
2.3 cm, promediando 1.3 cm el total de las líneas. Las diferencias en el grosor de la
línea tienen que ver con las variaciones técnicas, iconográficas y estilísticas: son más o
menos homogéneas al interior de cada estilo y tipo iconográfico.
Los petrograbados tienen una cualidad primordialmente bitonal y contrastante,
sin embargo, en algunos casos, el efecto producido por las técnicas de piqueteo crea
ciertas zonas ambiguas en las que se confunden pequeñas áreas libres de incisión con
otras grabadas, lográndose medios tonos; sin embargo, lo que predomina en la gran
mayoría de los grabados es el alto contraste bitonal. Este contraste visual es muy
importante porque permite que los grabados sean visibles a la distancia, desde la llanura
aledaña. En ese sentido, su condición perceptual debe haber jugado alguna función
social definida: la evidente estrategia de hacer visibles los grabados pone de manifiesto
la intención deliberada de que puedan ser percibidos a la distancia. Así, para la
interpretación de esa característica, resulta particularmente útil la categoría de
visibilización, de la arqueología de paisaje española, en particular la de exhibición de los
petrograbados, asociada a la monumentalidad de los cerros [Criado Boado1991; Criado
Boado y Santos Estévez 1998; Parcero, et. al. 1998]. En tal sentido, los petrograbados
de La Proveedora y el Cerro San José cumplen la función, entre otras, de marcadores
territoriales, dada su visibilidad.
Tal como hemos indicado anteriormente, los elementos del paisaje circundante
participan en la configuración visual del conjunto, de manera que podemos hablar
también de la participación de las formas (geomorfología) y los colores naturales de los
cerros, de las rocas, de la vegetación y del cielo. Pensamos que estos factores pueden
haber influido en la elección que determinó la ubicación de los petrograbados y
pudieron ser tomados en consideración para el efecto físico, visual, sensorial de la
forma y el color. Es notorio el contraste cromático entre el ocre grisáceo de la roca y el
azul intenso del cielo que se matiza con las variantes del verde de la vegetación
(gobernadora, palo verde, cholla y sahuaro).
Otro aspecto importante es el grado de insolación de los grabados, que determina
las condiciones de su percepción. El simbolismo de la luz es y ha sido siempre
importantísimo en la mayoría de las culturas. La manera en la cual influye el factor
ambiental de luminosidad en los petrograbados tiene que ver con su orientación y su
ubicación topográfica. Las variaciones en la iluminación, al cambiar la inclinación de
los rayos solares, en el curso del día, modifican las condiciones de percepción de los

487
grabados. Cuando la luz incide transversalmente sobre la piedra grabada, el contraste
disminuye, dificultando su percepción, por el contrario, tanto la iluminación indirecta
como la sombra, o en ocasiones, la iluminación directa la favorecen.
Como hemos señalado, parecen haber existido consideraciones geomorfológicas
en la elección del Cerro de La Proveedora, debido a su monumentalidad y, como
veremos, a la calidad de la piedra para grabar. Aunado a esto, tenemos una orientación
predominante de los grabados hacia las posiciones intercardinales que determinarían,
entre otras cosas, sus condiciones de percepción, teniendo iluminación directa matutina
los grabados situados en las laderas este de la Proveedora y el Cerro San José y luz
directa vespertina aquellos que se sitúan en las laderas oeste respectivas. Hemos ya
insistido, anteriormente, en que las orientaciones astronómicas de cierto tipo de
grabados rupestres es un fenómeno cultural común en la gran región del
Noroeste/Suroeste, lo que obedece tanto a funciones práctico-utilitarias de observación
de fenómenos astronómicos, vinculadas tanto a un calendario que permite organizar las
actividades productivas como a funciones ligadas a un simbolismo religioso que
determina un calendario ritual. Es muy probable que la combinación idónea de ambas
características influyera en la selección del sitio y la ubicación específica de los
grabados.
La impronta de la piedra, sus cualidades de textura, su dureza, el color oscuro
creado por la pátina, su perdurabilidad, su ubicación en lugares definidos de las laderas
de los cerros volcánicos han quedado como sustento material del petrograbado.
Respecto de la ubicación podemos adelantar que un gran número de las piedras
grabadas están asociadas con los arroyos que descienden de los cerros durante la
temporada de lluvias. La incisión y el ahuecado, que dan forma al grabado, imprimen el
sello humano en la materia, dejando rastro de su acción perdurable. Entre más profunda
la incisión, más notoria será la huella dejada, la marca de la herramienta se hará visible,
mostrando los indicios de la técnica y acrecentando su visibilidad.
En el conjunto del sitio (Proveedora-Cerro San José) encontramos los dos
grandes grupos de técnicas: directas e indirectas. En el caso de las primeras, se trata,
comúnmente, de diseños más simples y los resultados son más burdos, pues tanto la
técnica de piqueteo, que utiliza un percutor para crear líneas y planos a partir de puntos,
que son producto de incisiones individuales de la herramienta, como el delineado con
un percutor que va creando líneas a partir de incisiones individuales que se unen entre
sí, no permiten la precisión de las técnicas indirectas, no obstante que en algunos casos

488
se trace, previamente, un boceto de línea del diseño, ya sea con una herramienta filosa e
incisiva o dibujándola con una herramienta suave como un pedazo de carbón. En el caso
del ahuecado, se da forma a planos de manera más homogénea y cuidadosa,
desbastando la superficie rocosa, por medio de una técnica de piedra contra piedra,
dando lugar a áreas más amplias donde se eliminó tanto la capa de pátina como la parte
superficial de la roca.
Los grabados en los cuales se utilizó una técnica indirecta fueron realizados en
dos etapas que, aunque sucesivas, podían llevarse a cabo inmediatamente, una detrás de
la otra. La primera operación consistiría en trazar el diseño del petrograbado sobre la
roca, por medio de los procedimientos ya señalados, de modo que las líneas principales
quedasen marcadas con firmeza y bien definidas. En segundo término, se utilizaría una
herramienta tipo cincel, que sería golpeado por otra herramienta de percusión, de
manera que fuese posible trazar líneas rectas y curvas sin titubeos, sobre la dura roca de
granito.
El hecho de que las líneas de cada figura tengan, casi uniformemente, grosores
de línea definidos y relativamente constantes es para nosotros un indicio de que se
utilizó el mismo tipo de herramienta especializada para cincelarlas. En este caso, las
técnicas indirectas podían ser: piqueteo, delineado y ahuecado. En los grabados
realizados con una técnica indirecta se logra una gran calidad en las líneas y superficies
ahuecadas, el grabado llega a tener entre 0.5 y 2.3 mm de profundidad, medidos con el
vernier.
En función de la dureza de los granitos sobre los cuales se realizaron los
grabados, que van dentro de la escala de Mohs del 5.5 al 7, consideramos que la
mayoría de los grabados debieron realizarse por medio de técnicas indirectas,
principalmente las que hemos llamado delineado y ahuecado. En rocas de estas
características, la labor técnica de realizar líneas rectas continuas, círculos precisos,
ángulos y zonas planas más gruesas exige un cuidadoso trabajo que implica un boceto
previo y una técnica sofisticada de gran precisión en el grabado. Implica, además, el uso
de herramientas de suficiente dureza, que permitan desbastar el granito.
En relación con la técnica de elaboración de los petrograbados, nos parece
importante destacar que durante las visitas de campo realizadas en septiembre del 2002,
abril del 2003, abril de 2007 y marzo de 2012 al sitio de la Proveedora, pudimos
constatar que en casi todos los casos donde se realizaron grabados existe una situación
ergonómica adecuada para el trazado del diseño y la talla del petrograbado. Se

489
presentan, sin embargo, algunos casos en los cuales los grabados se realizaron sobre
rocas o caras de la roca de difícil acceso. Cada grabado se encuentra en una roca que
cuenta con un espacio circundante, lo suficientemente cómodo para el desempeño
técnico del grabador [Amador 2002]. Incluso, en el caso de los paneles grabados de
mayor tamaño y más importantes por el número de grabados que tienen, que se ubican
en el Cerro San José, se colocaron cuñas de piedra para sostenerlos y rocas planas que
dan forma a una especie de andamio que facilita el proceso técnico de grabado. En
campo, principalmente en el Cerro San José, en las áreas cercanas e inmediatamente
contiguas a los grabados, hemos encontrado riolitas en forma de pirámide triangular,
con claras huellas de uso, que probablemente fueron utilizadas a manera de cincel,
siendo golpeadas por cantos rodados, a manera de percutor, para realizar los grabados.
La riolita tiene una dureza que va del 6 al 7 en la escala de Mohs, por lo cual, bien
puede funcionar como herramienta de grabado. Una investigación futura exige un
trabajo de arqueología experimental para poner a prueba las hipótesis enunciadas acerca
de las técnicas.
A partir de aquí, me parece coherente inferir que debido al grado de dificultad de
elaboración de los diseños, impuestos por las características formales de las figuras y
por las dificultades derivadas de la dureza del granito, se trata de un trabajo altamente
especializado que requería un largo entrenamiento. Asimismo, dada la gran inversión
de tiempo y trabajo, la labor de producción de grabados rupestres debió tener una gran
importancia desde un punto de vista cultural.

Distribución espacial de figuras, motivos y temas al interior del sitio


En relación con los aspectos materiales del arte rupestre, no debemos olvidar, tal como
hemos insistido, preguntar acerca del simbolismo de la piedra, del cerro, del lugar en el
cual se hallan los petrograbados: sus cuatro niveles de significación serían: a) nivel del
motivo, b) nivel del panel, c) nivel del sitio, y d) nivel general del paisaje. Para cumplir
con este seguimiento, más adelante llevaremos a cabo el análisis pormenorizado de los
paneles de la ladera oeste del Cerro San José.
La selección del sitio y del tipo de la materia rocosa sobre la cual se crean los
grabados es el indicio de una decisión que pone de manifiesto aspectos asociados tanto
a un simbolismo religioso, como a consideraciones técnicas y estéticas. Desde esta
perspectiva, tomamos en cuenta aspectos como la calidad de la roca, su ubicación y
orientación, así como los aspectos asociados a un simbolismo mágico-religioso, tanto

490
del sitio como del panel. Tengo la firme convicción de que la gran concentración de
grabados rupestres que encontramos en La Proveedora y el Cerro San José se debe,
entre otros factores, a la excelente calidad de la piedra (granito). En otros sitios de
trincheras de las regiones de los ríos Altar y Magdalena, la roca no parece tener la
misma calidad para servir como superficie para grabar, que en los casos de La
Proveedora y El Deseo, en la cuenca del Asunción. De tal suerte, las cualidades
materiales y técnicas de los grabados deben ser estudiadas en sí mismas, así como en
relación a su entorno natural y cultural.
El primer aspecto que nos interesa comentar es el que relaciona las figuras de los
petrograbados con su entorno geográfico, en tanto indicativo de alguna función del
simbolismo religioso y del simbolismo del paisaje. Los petrograbados son, en primer
término, una marca territorial, definen un espacio y lo asocian a un sentido semántico
más amplio que trasciende su existencia meramente natural. Son, desde ese punto de
vista, símbolos de ocupación territorial de un grupo humano específico que marca el
paisaje con un conjunto de figuras: signos y símbolos, fundamentales para su cultura.
Así, lo vinculan con un grupo humano determinado, por medio de las imágenes que lo
identifican.
Uno de los patrones más definidos para la distribución de los grabados es su
asociación con dos factores: la concentración de las grandes rocas con pátina oscura y
los arroyos que descienden de los cerros. Además, dentro del conjunto total del sitio
parece haber una distribución temática de las figuras que marca una función diferencial,
especializada, de cada zona particular. Así, por ejemplo, en la ladera oeste del Cerro San
José se concentran los motivos de los cérvidos, cánidos y antropomorfos, asociados con
el tema la cacería ritual del venado y la petición de lluvia, tal como trataremos de
demostrar.
Tanto en el Cerro Calizo, situado en la parte noreste de La Proveedora, como en
la parte central de la ladera este de La Proveedora se concentra un número importante
de figuras antropomorfas que parecen representar actitudes y gestos corporales
asociados con algún tipo de experiencia ritual extática. De acuerdo con Vázquez [2007]
en el Cerro Calizo los porcentajes de los motivos son los siguientes: cuadrúpedos 24%,
cérvidos 18%, antropomorfos 14%, espirales 14%, círculos 12%, no identificados
(denominados gorros) 7%, tortugas 3%, lagartijas 5% y borregos cimarrón 2%.
En el extremo norte de la ladera este de la Proveedora el tema más importante es
el de los cérvidos, aparecen, ya sea formando conjuntos bien integrados, como si se

491
tratara de manadas o en agrupaciones más dispersas. De manera semejante a lo que
ocurre en el Cerro Calizo, en esta parte norte de la ladera este, a los cérvidos se agregan
las tortugas como segundo motivo zoomorfo en importancia y en tercer lugar tenemos a
las lagartijas; las figuras abstractas predominantes en esa zona son los semicírculos en
forma de crecientes lunares, los círculos radiados que pueden representar al sol, la doble
espiral inversa y el diseño en forma de “S” (scroll), semejante al xonecuilli y
antropomorfos aislados, de pequeña escala. En una de las rocas parece representarse el
movimiento del sol sobre los cerros (Figura 79).
En el extremo sur de la ladera este de la Proveedora se concentran los cérvidos
como tema principal al que se asocian antropomorfos y reptiles, probablemente
lagartijas, además de un par de quincunces (Figura 80). Así, vemos que existe un orden
temático que organiza los grabados rupestres dentro de determinadas zonas del sitio,
mostrando que su distribución no es arbitraria o azarosa: existe una estructura cultural
que subyace a su ubicación.
En sí mismos, los cerros tienen ya significados simbólicos, no sólo como
arquetipos de elevación de la tierra que unen o ponen en contacto al Cielo con la Tierra,
entendidos como entidades metafísicas, sino también por su connotación específica
como lugar determinado, considerado por alguna o algunas culturas locales como un
sitio sagrado particular, característico de la topografía regional. Tal como hemos
mostrado, los sitios elevados como cerros y montañas poseen una connotación sagrada
en un área geográfica muy vasta que abarca desde Mesoamérica hasta el límite norte del
Suroeste, por lo menos. En el caso particular de la Tradición Trincheras, es muy
probable que hayan existido significados religiosos bien definidos para los sitios
elevados en general y, en particular, para aquellos en los cuales se presentan estructuras
de muros con petrograbados en las cimas, las que debieron tener una función
ceremonial.
La integridad visual del conjunto total de grabados, es decir, su unidad
estilística, conduce a la conclusión de que la totalidad de la Proveedora constituye una
unidad cultural. La repetición de ciertos tipos iconográficos bien definidos tanto en los
diseños antropomorfos, como en los zoomorfos y los abstractos, así como la repetición
de ciertas convenciones formales para la representación de los motivos son un claro
indicio de que existían cánones técnicos, religiosos y estéticos de representación bien
definidos, los cuales, muy probablemente pueden asociarse con un simbolismo mágico-
religioso. Se expresaron en convenciones de representación que son comunes a todo el

492
sitio: 1) frontal en los antropomorfos, 2) de perfil en los mamíferos y 3) de planta en los
reptiles [Villalobos 2003].
Esas constantes, así como la observación detenida de las características formales
del conjunto de los grabados rupestres del sitio me permiten sostener la hipótesis de que
sí existía un sistema iconográfico que contenía un repertorio definido y limitado de
figuras, un método técnico y un conjunto de disposiciones formales que regían su
representación.
En la totalidad del sitio se registraron, durante la temporada 2003, en un área
aproximada de 9.5 km², 5873 grabados rupestres [Villalobos 2003:16]. En relación con
la clasificación temática de las figuras por Villalobos y su distribución proporcional en
el sitio encontramos: a) 556 antropomorfos, equivalentes a un 9.46%; b) 2030
zoomorfos, equivalentes al 34.56%; y c) 3287 abstractos, equivalentes al 55.98%
[Villalobos 2003:16]. Se observa, así, un repertorio iconográfico característico que se
constata en la repetición sistemática de las tipologías de cada una de las tres categorías a
lo largo del conjunto del sitio.
Podemos observar, sin embargo, variantes estilísticas bien definidas tanto en los
cérvidos como en los antropomorfos. En el primer caso la forma del abdomen puede
variar de semicircular a linear recta o, incluso, triangular, mientras que la forma de la
cabeza puede ser totalmente esquemática, formada por dos líneas paralelas que
representan a la vez al hocico, la cabeza y las orejas, y otra forma menos esquemática
que detalla un poco más la forma del hocico. En el caso de los antropomorfos, las
variantes son sumamente numerosas e incluyen aspectos referidos a todas la partes del
cuerpo como a los artefactos que portan (máscaras, orejeras, tocados, varas y arcos). He
elaborado un cuadro muy detallado que incluye todas las características de los
antropomorfos de la ladera oeste del Cerro San José, véase el apéndice al final.
Debemos comentar, sin embargo, que los datos obtenidos durante la temporada
2003 están sujetos a verificación, pues en la temporada 2012 [Medina y Amador 2012]
contrastamos las cifras obtenidas por el grupo encabezado por Villalobos en la
temporada 2003 con un nuevo registro sistemático que realizamos, descubriendo que
mientras que en el Informe de 2003 [Villalobos 2003], para la ladera oeste del Cerro
San José, se registraron 43 unidades mínimas (rocas con grabados o pinturas rupestres),
nosotros encontramos 111 unidades mínimas que contenían 733 grabados, 11 pinturas y

493
54 pocillos, lo que da un total de 798 pinturas, grabados rupestres y pocillos [Medina y
Amador 2012].60
De acuerdo con nuestra tipología, encontramos 134 antropomorfos (17 %), 207
zoomorfos (26 %), 7 fitomorfos (0.9 %), 192 geométricos (24%), 30 artefactos (4%), 8
cuerpos celestes (Sol, Luna, Venus, estrellas) (1%), 150 indefinidos (19%), 5
antropomorfos-zoomorfos (0.6%), 54 pocillos (7%), 10 pinturas y una roca con restos
de pigmento (1%) [Medina y Amador 2012].

Elementos para situar la gráfica rupestre dentro de rangos temporales definidos


Podemos pensar en una probable ocupación estacional, poco constante, desde el
Arcaico, fundada en la presencia de metates y morteros fijos, así como en el hallazgo de
una punta de proyectil tipo Pinto, perteneciente al Arcaico Medio (4500-1500 a.C.). No
obstante, parece observarse un reflejo poco sistemático de la probable ocupación arcaica
en la producción de grabados rupestres que, para este periodo, puede corresponder a
aquellos cubiertos por una oscura pátina y que son semejantes al Estilo Abstracto de
Petrograbados, descrito por Schaafsma [1980]. Se encuentran en una zona del Cerro
San José, a 1 km de distancia de donde se localizó la punta de tipo Pinto. No obstante,
como hemos visto, el referido estilo abstracto no fue el único estilo regional del
Noroeste/Suroeste, perteneciente al Arcaico, algunos motivos figurativos pueden ser de
igual antigüedad. No obstante, dicho estilo se sitúa en la contigua región centro-sur de
Arizona y puede haber abarcado el noroeste de Sonora.
La continuidad de la ocupación parece confirmarse tanto por la presencia de
puntas de proyectil de tipo San Pedro (1500/1200-800 a.C.) y Ciénega (800 a.C.-150
d.C.), pertenecientes al periodo de Agricultura Temprana [Villalobos 2003: 27-28;
Carpenter et. al. 2008], como por el descrito desgaste de uso excesivo de los metates y
morteros fijos.
Algunos motivos, como la representación del arco y la flecha y la ausencia del
átlatl en los grabados rupestres, nos dan una fecha máxima de antigüedad de esos
grabados que podemos situar entre el 200 y el 600 d.C., periodo durante el cual
probablemente aparece y se generaliza el uso del arco y la flecha en la región del

60
Ver Apéndice, cuadro.

494
Desierto de Sonora [Andrews y Bostwick 2000; Fagan 1995: 247, 272, 277, 314;
Schaafsma 1980: 15].61
Si contrastamos este dato con la escaso número de grabados rupestres de los
estilos arcaicos, descritos por Schaafsma y ponemos atención a la abundancia de restos
de cerámicas diagnósticas Trincheras, en superficie, así como a la presencia de diseños
de grecas, curvas y rectilíneas, en los grabados rupestres, las cuales guardan una
estrecha semejanza con los diseños pintados sobre la cerámica hohokam de los periodos
Colonial (750-950 d.C.) y Sedentario (950-1150 d.C.) [Lindauer y Zaslow 1994]
podemos proponer que la producción continua y sistemática de grabados rupestres, del
estilo predominante, se sitúa alrededor del 200 d.C., y se prolonga, por lo menos, hasta
el 1150 d.C. [ver supra 149 y 386] (Figuras 32-34).
La concurrencia de patrones de diseño semejantes en la cerámica hohokam y en
los petrograbados de los cerros de trincheras del noroeste de Sonora implica una
simbología compartida por ambas tradiciones culturales, la cual subyace a la estructura
geométrica de los motivos. Siguiendo lo descubierto por Brainerd, Washburn y Crowe
demuestran que los tipos de simetría y los motivos utilizados en los diseños, en este
caso de la cerámica decorada y de los petrograbados, obedecen a conceptos creados y
transmitidos culturalmente, lo cual implica que definen la identidad cultural: “la
consistencia de determinadas formas de simetría pueden caracterizar a un grupo
cultural” [Washburn y Crowe 1988: 12-13]. Más aun, Bert Zaslow continuó con el
estudio de los diseños de la cerámica hohokam decorada, utilizando la matemática de
patrones. Descubrió por este medio que en el caso de la cerámica Roja sobre Café del
sitio Snaketown, existen una serie de cambios en la simetría de los diseños, ya sea por
traslación o rotación, a través de los periodos: Pionero, Colonial, Sedentario y de la Fase
Soho del Clásico (1150-1300 d.C.). Su análisis de la simetría de los diseños permitió
llegar a la conclusión de que los cambios fueron graduales, pero continuos, permitiendo
afirmar la continuidad de una tradición a lo largo de un extenso periodo de tiempo
[citado por Washburn y Crowe 1988: 25-26].
A partir de su recorrido de superficie y excavación de pozos de sondeo en el
Cerro San José –también conocido como La Calera- Beatriz Braniff llegó a la siguiente
conclusión:

61
En relación con la representación en el arte rupestre, tanto al átlaltl como al arco y la flecha, véase el
sitio: Atlatls to bows: Introduction, http://gamblershouse.wordpress.com/2010/04/17/atlatls-to-bows-
introduction/.

495
Todo un sistema de terrazas se encuentra unido por escalones y veredas. Los muros de
piedra retienen y se asocian a cuartos circulares de piedra de 2 a 4 m de diámetro y 50
cm de alto, con acceso lateral.
En todo este sistema hay cerámica que incluye la decorada Trincheras, lítica, concha, un
mortero inmóvil, petroglifos, todo lo cual sugiere una función doméstica. Este tipo de
material se encuentra en las trincheras excavadas y visitadas, por lo que asumimos que
su función era de habitación. Pero, además, desde todas estas terrazas se domina el
panorama a gran distancia, por lo que también pudieron haber funcionado como
miradores y vigías [Braniff 1992: 124].

En relación con las cerámicas que aparecen en superficie, tanto en el Cerro San
José como en La Proveedora, destacamos la presencia de los tipos que corresponden a la
Fase 2 (200-800 d.C.) -para toda la región- o la denominada Fase temprana o Atil –para
el valle de Altar-, con fecha aproximada de inicio 750 d.C. [McGuire y Villalpando
1993; Villalpando y McGuire 2004]. Esta última es característica de una cerámica lisa
(Trincheras Lisa 1 y 1a) y una decorada (Trincheras Púrpura/Roja especular), un patrón
de asentamiento compuesto por pequeñas aldeas de casas semi-subterráneas (pithouses),
cuyos materiales asociados sugieren la existencia de agricultura. También en el caso de
las cerámicas decoradas, especialmente de la Trincheras Púrpura/Roja, encontramos
semejanzas entre algunos diseños pintados y los petrograbados (Figuras 6, 41).
En el sitio se encontraron restos de basamentos de casas semi-subterráneas
(pithouses) [Braniff 1992; Villalobos 2003: 18-19]. También encontramos cerámicas
que pertenecen a la Fase Altar (800-1150 d.C.): caracterizada por la presencia de varios
tipos cerámicos, lisos y decorados (Trincheras Lisa 2, Trincheras Púrpura/Rojo no
especular, Trincheras Púrpura/Café, Altar Policroma). La importante presencia de
terrazas construidas sobre las laderas de los cerros de La Proveedora y San José, además
de ser un elemento diagnóstico de la Tradición Trincheras, definen un marco temporal
(800-1300 d.C.) [Carpenter et. al. 2008; McGuire y Villalpando 1993 y Villalpando
1991]. En particular, Villalobos propone una asociación espacial entre terrazas y
grabados rupestres en el Cerro San José:

si bien las terrazas representan el desarrollo tardío de la Cultura Trincheras, y ya que en


el complejo La Proveedora tenemos indudablemente la presencia de este elemento
arquitectónico, podríamos deducir que aquí también tendríamos representada dicha fase

496
tardía, pero además, registramos a lo menos 25 trincheras que están asociadas
directamente con petrograbados (relación espacial indudable), con lo que si logramos
articular la relación trinchera-petrograbado tendríamos un importante punto de partida
para fechar relativamente esta dupla, obviamente, y en el mejor de los casos, un
fechamiento por radiocarbono proveniente de la excavación de las terrazas y un idílico
(pero no imposible) fechamiento absoluto del petrograbado nos podría confirmar o
rechazar esta idea [Villalobos 2003: 44].

Por otra parte, la variación en la pátina que se forma sobre las partes incisas de
los grabados indica, cuando menos, varias etapas, que pueden obedecer a los diversos
periodos de ocupación, los que, en conjunto, muy probablemente comprendieron varios
siglos. Por lo general, en el conjunto del sitio, las diferencias de color de la pátina no
son muy significativas, salvo en algunos casos del Cerro San José (Zona C), debido a la
diversidad de factores que determinan su formación no son un factor confiable para
diferenciar etapas de producción, por la simple observación directa, además, parece
mantenerse una unidad estilística general con variaciones menores. Esto hace probable
que los grupos humanos que ocuparon el sitio, en sus distintas fases, mantuvieron una
relativa continuidad cultural, a través del tiempo.

ESTRUCTURAS CULTURALES EN EL CERRO SAN JOSÉ

Al sur del macizo montañoso principal de La Proveedora se encuentra el Cerro


San José, los separa una planicie de menos de 1km (0.92 km). El eje longitudinal del
cerro, de dos kilómetros de largo, está orientado NNE-SE. En la ladera oeste del Cerro
San José se encuentran los conjuntos de petrograbados más importantes del sitio:
entendiendo que consideramos como una unidad a la totalidad del cerro, junto con la
planicie inmediata. Están claramente definidos por la orografía que forma su desplante
en todos los niveles; los grupos de grabados están organizados por la forma, el tamaño y
la distribución de los afloramientos rocosos y siguiendo un patrón de orientación de los
conjuntos de paneles grabados para todo el cerro, en forma de cruz, hacia los puntos
intercardinales [Amador y Medina 2007; Medina y Amador 2012].
Con el fin de definir las áreas con importantes concentraciones de
petrograbados, nombramos los conjuntos, presentes en la ladera oeste, en una dirección

497
N→S, comenzando con la letra “A”, en el extremo norte. Las áreas clasificadas
comprenden de la letra A a la G, dentro de las cuales se registraron 111 rocas grabadas
conteniendo 789 manifestaciones rupestres entre grabados, pinturas y pocillos.
La zona que considero más importante por su estructura de plaza, la
concentración de grabados rupestres y la presencia del panel rocoso que contiene el
mayor número de motivos (75) en la cara principal de la roca, se encontró a pie de
cerro, de acuerdo con nuestra clasificación, pertenece al conjunto “C”. Está delimitada
por un complejo de grandes rocas alineadas que forman una semielipse de 50 x 60
metros y rodean una planicie, la llamamos: La Plaza (Figuras 48, 52). Un dato
importante de esta especie de plaza, frente a la ladera oeste, es que se forma una caja de
resonancia perfecta que facilita y potencia la audición en todos los puntos del área
circundante y produce el fenómeno del eco. Esta propiedad acústica del sitio puede
comprobarse empíricamente. En función de esa característica puede inferirse que el
espacio de La Plaza es especialmente favorable para las reuniones públicas y los
rituales: permite que el discurso verbal, los cantos y la música puedan ser escuchados
desde cualquier punto de la extensa elipse; explica, además, que la llanura inmediata al
pie de monte esté nivelada para fines de uso comunitario, ya sea por razones naturales o
artificiales. Este argumento se sustenta, también, en el hecho ampliamente conocido de
que numerosas plazas, complejos arquitectónicos y juegos de pelota, pertenecientes a
sitios ceremoniales mesoamericanos, coinciden en esas propiedades acústicas.
El Cerro San José comparte los rasgos más destacados de los cerros de trincheras
que hemos referido anteriormente. Sobre las laderas encontramos terrazas, senderos,
grabados rupestres; en las cimas: observatorios con visibilidad a las llanuras y cerros
aledaños, estructuras de muros con probable función ritual; a pie de cerro: morteros
fijos, grabados rupestres; en las llanuras asociadas a los cerros: grandes rocas alineadas,
espacios colectivos de reunión, restos de herramientas líticas, artefactos de concha y de
algunas de las cerámicas diagnósticas (Lisa con escobillado interior, Púrpura/Café,
Púrpura/Roja y Policroma).
En el caso específico del Cerro San José, destacan estructuras bien definidas que
son fundamentales para reconstruir la configuración cultural del sitio: a) terrazas-
plataformas y terrazas-senderos: las primeras permiten la observación del horizonte y
sirven de base a la construcción de casas, mientras que los senderos facilitan el acceso a
las diversas estructuras construidas sobre la ladera, incluidos los petrograbados,
comunican los distintos paneles y áreas con los descansos, las terrazas y la plaza; b) se

498
observa una alta concentración de petrograbados que está en función de la abundancia
de afloramientos rocosos de granito con pátina oscura, muy adecuados para la
producción de grabados; d) formas cóncavas y circulares en la estructura de plaza, en la
manera que se alinearon las grandes rocas para formar un espacio público y en
numerosos diseños de los petrograbados; e) 2 morteros fijos contiguos a los grandes
paneles grabados; f) covachas producto del acomodo natural de grandes rocas a las que
se agrega un trabajo cultural de grabado de pocillos y diseños, además de
concentraciones de lítica y cerámica. Todo el conjunto da lugar a lo que podemos
definir como un estilo particular de arquitectura de espacios colectivos [Amador y
Medina 2007 y 2012].
La visibilidad desde esta ladera es, predominantemente hacia el SO, aunque
también abarca parte del SSE, hacia donde se puede ver el cordón montañoso llamado
Lista Blanca, en una dirección de 165°. Entre los dos conjuntos montañosos (San José y
Lista Blanca) atraviesa el lecho del Río Asunción, seco durante las estaciones sin lluvia:
primavera y otoño. La parte norte de la ladera oeste del Cerro San José mira hacia la
parte sur de la ladera este del cerro de La Proveedora, donde encontramos estructuras
semejantes: terrazas, pequeñas plazas, alineamientos de rocas, metates y morteros fijos,
grabados rupestres y materiales en superficie idénticos a los recién descritos.

LAS GRANDES ROCAS GRABADAS

La definida orientación de dos de los tres grandes paneles rocosos hacia La


Plaza, así como el hecho de que estos formen parte de un alineamiento deliberado de
grandes rocas que configura una semielipse perimetral, nos lleva a la conclusión de que
éstos jugaban una importante función relacionada con el probable carácter ceremonial
de La Plaza. Esta hipótesis se fortalece con la observación de que la posición vertical
del panel principal está apuntalada por cuñas de piedra, para mantenerlo en un ángulo
de 90°, respecto del suelo. El hecho de que se hallan seleccionado los paneles rocosos
de mayor tamaño y los grabados se distribuyan dentro de éstos de acuerdo con la forma
y tamaño de las rocas son indicadores de una intención evidente.

499
Grabados rupestres del conjunto “E”
Análisis formal: En el conjunto “E” se encuentra uno de los tres grandes paneles
rocosos del sitio que contiene grabados rupestres (Figuras 81-82). Mide 2.5 x 4.0 m y
tiene una orientación de 200° (SSO). Está asociado directamente con el lecho de los
arroyos que se forman sobre la ladera del cerro en tiempos de lluvias, creando la
apariencia de que el agua brota de sus costados.
El análisis de las técnicas de grabado y de la pátina arroja los siguientes
resultados: dada la complejidad de las formas representadas, la dureza de la roca y la
calidad y precisión de los grabados, en la totalidad de los mismos se debió utilizar una
cuidada técnica de percusión indirecta, en particular: el delineado que da forma a las
líneas rectas y curvas continuas y el ahuecado para crear planos más gruesos de
superficies libres de pátina. En las rocas grabadas se pudieron distinguir dos diferentes
facturas: grabado fino detallado y fino más inciso. La única diferencia es la profundidad
del grabado que medimos con un vernier (0.5 a 2.5 mm). Las variaciones en el color de
la pátina son prácticamente imperceptibles. En función de la manifiesta unidad técnica,
iconográfica, estilística y temática concluimos que el panel forma un conjunto
intencional, claramente definido.
El análisis de la representación da como resultado el predominio de dos tipos de
figuras esquemáticas, con sus subdivisiones: antropomorfos y zoomorfos, dentro de los
últimos encontramos cérvidos y cánidos. Ambos motivos se representan de acuerdo a
las convenciones definidas anteriormente: frontal para los antropomorfos y de perfil
para los mamíferos, siguiendo el principio ya descrito. La diferencia particular de este
conjunto de cuatro paneles, únicos en todo el conjunto del sitio, es que los cánidos y
cérvidos se representan en movimiento y no de manera estática, tal como ocurre en todo
el resto del sitio (La Proveedora-Cerro San José). Esto llama nuestra atención, en la
medida en la cual, salvo tres paneles con grabados semejantes en el área “C”, no existe
ningún otro caso de esas características en el total de zoomorfos que, de acuerdo al
conteo de Villalobos [2003], asciende a 2030.
El panel principal de este conjunto cuenta con once zoomorfos: cinco cérvidos y
seis cánidos. Interpreto a cuatro de los cérvidos como pertenecientes al género
masculino, en función de la cornamenta, abundante en tres de ellos, y al restante como
perteneciente al género femenino, debido a la carencia de cornamenta y al abultamiento
del vientre, que pudiera indicar preñez. Las características de las cornamentas nos llevan
a la conclusión de que la especie representada es el venado bura (Odocoileus hemionus)

500
que se caracteriza porque éstas se bifurcan mientras crecen, ampliándose más bien hacia
adelante, y son mayores que las del venado de cola blanca (Odocoileus virginianus).
Además, la especie cazada ritualmente por los o’odham es la primera. La existencia del
venado bura en el territorio de la Pimería es referida en la anónima: Descripción
geográfica natural y curiosa de la provincia de Sonora. Por un amigo del servicio de
Dios y del Rey Nuestro Señor. Año de 1764, atribuida por algunos al Padre Juan Nentvig
[Pérez-Taylor y Paz Fraire 2007].
El panel de la derecha tiene un antropomorfo con una vara en la mano, seis
cánidos y un cérvido. En los paneles a la izquierda del principal encontramos, en la
posición más extrema de la izquierda, a un antropomorfo apuntando con su arco y
flecha hacia el panel contiguo, a su derecha: una roca que contiene tres cérvidos con
cornamenta y un cánido.

Análisis narrativo: Abordo, ahora, el asunto del tema representado, para lo cual,
describo, a continuación, lo que parece ser una escena bien definida. Sobre la roca
principal, un grupo de 11 zoomorfos, dibujados de perfil, corren de izquierda a derecha;
diferenciados por su forma y tamaño, pueden distinguirse, claramente, en el grupo,
cérvidos y cánidos. Se trata, como señalamos, de la única escena en todo el sitio (La
Proveedora-Cerro San José) donde los cérvidos y los cánidos se representan en
movimiento.
Encima, abajo y a la derecha de los animales que corren se ubica un gran grupo
de antropomorfos esquemáticos (stick figures) que los rodean. Han sido representados
frontalmente, adornados con lo que parecen ser diversos tipos de tocados y máscaras, la
gran mayoría de las cabezas de las figuras están formadas por círculos (92%), de las
cuales, 23 de los 34 (68%) son círculos concéntricos, interpreto que todas ellas
representan máscaras. Sólo una de las figuras humanas tiene la cabeza diferente, con
una especie de penacho de una pluma. Cinco de los 34 antropomorfos portan varas en
las manos. Estas figuras son semejantes a las que he descrito en el cerro más cercano al
Cerro de Trincheras y en el Cerro San José (Figura 83), lo cual nos habla de una unidad
cultural más amplia, en términos territoriales, manifiesta en el arte rupestre, que
abarcaría toda la región fluvial de los ríos Magdalena-Altar-Asunción/Concepción.
Regresando a la descripción de los grabados, encontramos que una de las figuras
humanas porta un arco y apunta hacia los cérvidos que corren en dirección a él, seis de
las figuras antropomorfas representadas levantan la mano derecha o izquierda,

501
mostrando la palma de la mano al espectador –a manera de saludo- y colocan la otra
mano sobre la cintura, formando con el brazo un ángulo recto. Once de los
antropomorfos flexionan los brazos en ángulo recto con las manos hacia abajo y las
palmas hacia atrás, sólo una de ellas, a la inversa, coloca las palmas hacia el frente y los
brazos hacia arriba, en ángulo recto.
Como hemos visto, a la roca principal pueden añadirse otras tres que, debido a
su contigüidad, al motivo que representan y a la coherencia estilística del conjunto de
las figuras, forman parte del tema representado (Figura 81). A la derecha del panel
principal, en una roca más pequeña, se representó a un antropomorfo con una vara en la
mano, seis cánidos que parecen correr hacia la izquierda, en dirección a los cérvidos del
panel principal, para toparse con ellos de frente, y en el extremo superior se representó
un cérvido (Figura 81). A la izquierda del panel principal, en una roca de forma
vertical, observamos un antropomorfo con arco y flecha en la mano, apuntando hacia
otra roca a su derecha que contiene tres cérvidos y un cánido, corriendo en dirección de
la roca principal del conjunto (de izquierda a derecha), siendo la parte más rezagada de
la manada (Figura 84). Las cuatro rocas grabadas forman una unidad visual, temática y
simbólica, perfectamente coherente.
Propongo como hipótesis que la escena grabada sobre el panel principal y las
rocas contiguas en el conjunto “E” simboliza la cacería ritual del venado.62 Al
representarse de manera simultánea distintos momentos de la cacería ritual:
persecución, cacería y muerte de los venados, ceremonia y danza, estaríamos en
presencia de lo que Snodgrass [1998] ha llamado imagen sinóptica, para referirse a la
manera de representar pasajes míticos en imágenes artísticas, en las cuales se combinan
distintos pasajes o momentos de las narrativas míticas en una sola escena.
Desde esta perspectiva, el tipo de varas que los antropomorfos estarían portando
serían varas ceremoniales con plumas de águila, también llamadas: bastones de rezo.
La forma de éstas, la manera en la que las sostienen sus portadores y su actitud ritual
nos conducen a esa conclusión. Así, las figuras humanas representarían distintos tipos
de especialistas rituales, portando accesorios mágicos: máscaras, tocados y varas,
correspondientes todos ellos a un tipo específico de ceremonia. Fundo esta hipótesis en
el contraste con diversas descripciones etnográficas que se refieren a distintos aspectos

62
Tanto Armando Quijada Hernández [1977], como César Villalobos [2003] interpretan este conjunto de
grabados como una escena de cacería.

502
relacionados con el tema de las ceremonias de petición de lluvia y abundancia de
alimentos, y de la cacería ritual del venado que se le relaciona.
Russell llama a tales varas: “varas mágicas” (magic wands); de acuerdo con su
investigación etnográfica, realizada entre los akimel o’odham del sur de Arizona
(Sacaton 1901-1902): “fueron fabricadas para sostenerse en la mano durante ceremonias
que tenían la intención de provocar la lluvia, curar a los enfermos o para usos [rituales]
diversos” [Russell 1980:108 traducción nuestra]. Ruth Underhill, registra prácticas
semejantes entre los tohono o’odham; describe con mayor detalle esas varas,
relacionadas con las ceremonias de petición de lluvias para la cosecha de maíz que se
realiza con diversas variantes entre los grupos: wixaritari, nayeri, tepehuanos, cahitas,
akimel o’odham, tohono o’odham, hopis y zunis, todos ellos, hablantes de lenguas yuto-
aztecas:

[…] la ofrenda más típica [en las ceremonias de petición de lluvia] era la vara, con
plumas o decorada de otra manera, conocida con el nombre de bastón de rezo.
Probablemente, debería ser llamada una invitación, más que una ofrenda, pues su
propósito era el de provocar la presencia o la bendición de [los espíritus] sobrenaturales.
Mi impresión es que esta vara era, en realidad, una representación de los deseados
espíritus, reducidos a esencias, en una especie de taquigrafía mágica. Los zunis
mencionaron clara y repetidamente esta idea con las siguientes palabras: “…cuatro
veces le di forma humana a mis varas emplumadas,” y algunas varas de Sia eran, en
realidad, caras pintadas [1948: 21traducción nuestra].

De acuerdo con Parsons, entre los grupos pueblo -con excepción de los grupos
tewa y tiwa- no existe ceremonia alguna en la cual los bastones de rezo no sean
ofrendados o usados:

Efectivamente, puede decirse que el ceremonial de los pueblo consiste en la fabricación


y ofrecimiento de bastones de rezo, acompañados de la oración y otros rituales.
Enterrados en la milpa o el lecho del río; escondidos bajo los arbustos o árboles, o en
fosas; hundidos en el agua en los manantiales, estanques, lagos, ríos o represas para el
riego; transportados largas distancias a las cimas de las montañas; emparedados entre
los muros de las casas y las kivas o colocados dentro de los nichos; dispuestos bajo el
piso o en los techos, dentro de las cuevas, sobre los afloramientos rocosos o en templos
construidos con piedras; colocados en un altar o alrededor de una imagen o fetiche del

503
maíz, como en las imágenes de los Hermanos de la Guerra de los zunis o de la imagen
en Walpi de la Mujer del Amanecer o del fetiche del maíz en Sia; sostenidos en la mano
durante el ceremonial o adorados en casa por un periodo determinado o de por vida, los
bastones de rezo son usados por los miembros de todos los grupos ceremoniales y, en la
región oeste, por “los pobres”, incluso por los niños [1996: 270 traducción nuestra].

Sobre el uso y el significado de los palos de rezo con plumas de ave, entre los
wixaritari, relata Lumholtz:

Consiste dicho objeto en un par de plumas de águila [y] de halcón, atadas a un palo que
les sirve de mango. Es incomprensible para los indios el vuelo de los pájaros,
especialmente el de aquellas aves que se remontan muy alto, de las que creen que lo ven
todo y lo oyen todo y que poseen místico poder, el cual juzgan que reside en las plumas
de las alas y la cola. A esto se debe que las plumas de águila y de halcón sean
codiciadas por todas la tribus americanas, a fin de obtener sabiduría, valor y protección
contra los males que advierten. Las llamadas plumas de adivino, habilitan a este para
ver y oír cuanto ocurre por, sobre y debajo de la tierra, y con ayuda de ellas realiza sus
sortilegios mágicos, tales como la curación de los enfermos, la transformación y
metamorfosis de los muertos, la aparición del sol, etcétera. Cuando quiere poner en
actividad las fuerzas sobrenaturales de sus plumas, empuña la vara con la mano derecha,
imprimiéndole generalmente ligero y trémulo movimiento. Se supone que el poder de
las plumas emana de los golpecitos que se dan. No se encuentra sacerdote alguno que
no lleve en la mano una o más de dichas plumas, y en las festividades se las atan a la
cabeza los principales ejecutantes [Lumholtz 2006: 13].

Respecto del atado de plumas, usado por el makai (chamán), entre los tohono
o’odham, Lumholtz relata que consiste en cuatro plumas, atadas de dos en dos, que se
toman por las puntas inferiores y se agitan suavemente hacia adelante y hacia atrás
[Lumholtz 1990: 37]. Como podemos ver el uso ceremonial de los bastones de rezo con
plumas es fundamental dentro de todo el espectro ceremonial de los o’odham, los
pueblo, los wixaritari, así como de numerosos grupos yuto-aztecas del oeste y norte de
México, y el suroeste de los Estados Unidos.
Esta posible escena de cacería ritual puede asociarse temáticamente con otros
grabados, de un estilo similar, que se encuentran en otro sitio de Trincheras, situado a
38 km de distancia, en el municipio de Pitiquito, cerca del rancho llamado El Deseo

504
(Figura 85a). Ahí podemos encontrar un petrograbado en forma de cérvido junto al cual
se grabó lo que parece ser la representación esquemática de un instrumento musical que
se usa en la cacería ritual del venado, entre los diversos grupos yuto-aztecas del norte de
México y el suroeste de los Estados Unidos (nayeri, wixaritari, rarámuri, akimel
o’odham, tohono o’odham, hopis y zunis) [Bonfiglioli 2011; García 1994; Neurath
2002; Seler 1998; Viramontes 2005].
En su análisis de las pinturas rupestres del semidesierto queretano,
pertenecientes al llamado: Estilo Rojo Linear Zamorano, Carlos Viramontes (2005:
383-388) propone una interpretación cercana a la nuestra. Las figuras antropomorfas
representadas son sumamente esquemáticas y semejantes a las que describimos en el
Cerro San José: también parecen sostener en la mano varas y sus cabezas estar
adornadas con tocados, algunos de ellos en forma de círculos radiados. Eso implicaría,
en un nivel muy general, convenciones formales compartidas para la representación de
las figuras y sus atributos. Retomo algunas de sus descripciones:

La mayor parte de las veces la cabeza ostenta adornos a manera de “tocado”, en


ocasiones compuestos por dos o más líneas que parten de ella […] en ocasiones, el
tocado parece representar una cornamenta.
Un atributo singular lo constituye una línea circular dispuesta a manera de “aura”
alrededor del círculo sólido que forma la cabeza; cuando este es el caso, en la mayoría
de las ocasiones el atavío se desplanta directamente del círculo exterior [Viramontes
2005: 385].

Curiosamente, la forma de la cabeza de los antropomorfos representados es


semejante a la que encontramos en el complejo Trincheras. Acerca de los bastones o
varas que portan las figuras y la representación esquemática del instrumento musical,
Viramontes señala:

Otro atributo significativo lo representan unos artefactos con apariencia de bastones


cortos que muchas de las figuras sostienen […] a veces son tan largos como las figuras
mismas […] con frecuencia también incluyen un diseño que hemos observado
únicamente en esta región: se trata de una serie de pequeños triángulos dispuestos uno
al lado del otro para formar una hilera.
En la gráfica rupestre de la Peña Pintada I, de la región de Tomatlán, se observaron
también hileras de triángulos dispuestas por lo general en pares, vinculadas con los

505
huesos mellados del venado, que entre los huicholes es emblema de sostén y fertilidad,
puesto que en la mitología de ese grupo alguna vez el maíz fue un venado y su cuerno el
peyote original; Lumholtz sugiere que el metatarso mellado de este animal, al rascarse
contra el hueso escapular del mismo, puede producir un fuerte sonido que acompaña la
canción de la cacería; el sonido sería el señuelo con el cual se atraería el venado hacia la
trampa. Por su parte, también Seler (1998) apuntó que la noche anterior a la caza del
venado los chamanes huicholes emplean un instrumento musical denominado kalatsikí,
esto es, sonajas de huesos huecos con incisiones que hacían sonar sirviéndose de un
omóplato, unos y otro de venados; este instrumento musical era similar al
omichicauaztli de los antiguos mexicanos y según los huicholes tenía la virtud de atraer
a los animales a las trampas [2005: 385-386].

Como puede verse, el uso ritual del instrumento ha sido común a diversos
grupos, entre los cuales se cree que tocando ese instrumento, los cazadores dirigen los
venados hacia las trampas. De acuerdo con lo observado por Lumholtz entre los
wixaritiari: “Se considera procedimiento muy eficaz para hacer caer al venado en la
trampa, el frotar dos huesos estriados de venado, a fin de producir un ruido que sirva de
acompañamiento al canto de los cazadores” [Lumholtz 2006: 109] (Figura 85b).
Russell describe las características de ese instrumento entre los akimel o’odham,
y presenta la fotografía de cuatro de ellos:

El palo con muescas o palo raspador tiene como uso general llevar el ritmo durante el
canto de las canciones ceremoniales. Una punta del palo es colocada sobre una canasta,
volteada hacia abajo [a manera de caja de resonancia] y otro palo o un hueso escapular
de venado se frota rápidamente sobre las muescas, el sonido que resulta de este
instrumento de percusión compuesto puede ser comparado al del tambor redoblante. Sin
embargo, normalmente, se sostiene en la mano y se raspa con un palito, usado para ese
propósito. Estos instrumentos son tan importantes en las ceremonias de la lluvia pimas
que, comúnmente se les refiere como “palos de lluvia” [1980: 167].

En la región de Bavoquivari, cerro sagrado de los tohomo o’odham, Lumholtz


narra el uso de dos palos raspadores, uno apoyado sobre una canasta invertida, a manera
de caja de resonancia, para producir música y acompañar el canto de un makai, durante
una ceremonia de curación de un hombre enfermo [Lumholtz 1990: 35].

506
Carlo Bonfiglioli refiere el uso de un instrumento, muy similar al anteriormente
descrito, entre los rarámuri (tarahumaras) del Alto Río Concho, denominado entre ellos
sipíraka [2011:73-110]. Bonfiglioli describe en detalle las ceremonias en las cuales es
utilizado por el especialista ritual sipáame (el que raspa). Llama particularmente nuestra
atención el hecho de que entre los rarámuri el instrumento lleva grabado el símbolo del
quincunce, por considerarse que representa, tal como hemos visto, los rumbos del
universo y es, justamente en los puntos cardinales, “donde se activa la comunicación
con los seres celestes” [Bonfiglioli 2011: 82]. De ser compartida esta creencia por las
tradiciones indígenas sonorenses, aportaría argumentos en favor de la importancia ritual
de la presencia del quincunce en el arte rupestre de los sitios de Trincheras.
Por su parte, Lumholtz narra que, en la región de Caborca, la fiesta del sahuaro,
cuya finalidad era la petición de lluvia y una cosecha abundante, estaba vinculada
directamente con la cacería ritual del venado bura, al cual la gente se refiere como buro.
Durante la danza, los hombres portan flechas y el canto se acompaña con la música que
produce el makai, usando los palos raspadores; un festival similar se lleva a cabo entre
los grupos indígenas que viven al oeste del río Altar [Lumholtz 1990: 147-148].
Los tohono o’odham dieron el nombre de khuijin a la cacería ritual del venado.
Ésta se llevaba a cabo uno o dos días después del solsticio de verano, cuya fecha es
importante, entre otras muchas cosas, porque marca el inicio de la temporada de lluvias.
Dentro de los cantos y danzas que formaban parte del ritual, utilizaban el instrumento
referido, llamado raspador, en conjunción con otro en forma de jícara –a manera de caja
de resonancia-, los cuales acompañaban la danza nocturna, posterior a la persecución y
cacería del venado bura (Odocoileus hemionus) [Paz Frayre 2010: 275]. De acuerdo con
Doña Alicia Chuhuhua, la ceremonia tenía la finalidad de propiciar la lluvia:

Para ellos [los pápagos], en aquel tiempo, con la tradición, para el 24 de junio nos
veníamos acá al Álamo. Ahí, veníamos a danzar para llamar al agua…La Danza del
Buro, y se danzaba, yo creo que una noche nomás se danzaba, que yo recuerdo era una
noche. Cuando llegábamos a Las Calenturas de vuelta, ya estaba la lluvia, y para esto,
ya tenían preparada la tierra […] Para eso, tenían que corretear al animal [venado], al
buro, lo buscaban; y ya trayendo el animal iniciaba. En aquel tiempo había mucho buro,
llegaban a agarrar uno o dos animales. Eran los jóvenes quienes iban por el buro, los
jóvenes de aquel tiempo, iba Matías, Pedro, Ángel, eran unos 3, 4 los que salían todo el
tiempo a traer al buro […] Tenían un caballo especialmente para eso. Porque lo

507
correteaban, hasta que lo alcanzaban […] El animal tenía que estar vivo, lo lazaban
vivo. Tenían que correrlo, correrlo y lo lazaban vivo, lo tumbaban y lo picaban, lo
mataban […] Cuando traían al buro lo cocían sin sal, lo ponían a cocer allí, ahí abajo del
mezquite […] Ya en la noche, pues se danzaba [Paz Frayre 2010: 274-275].

En el testimonio de Doña Alicia se ve claramente la asociación de la cacería


ritual del venado bura con el consumo comunitario de su carne, la danza ceremonial
para pedir lluvia y el inicio de las labores agrícolas. Me parece también importante
destacar que la cacería asume la forma de una persecución y que, no obstante la
posterior introducción del caballo, su tradición puede rastrearse hacia el pasado
prehispánico. Existen numerosas referencias a la cacería tradicional del venado bajo la
forma de la persecución hasta un cerco de encierro donde se le mata. Este modo de
proceder cobraría sentido en relación con el panel grabado que analizamos, donde los
venados parecen ser perseguidos con la ayuda de perros, siguiendo la modalidad de
cacería, caracterizada por la persecución y la muerte ritual.
Acerca de la forma que adquiere la danza del Ví’ikita, realizada por los tohono
o’odham cada año en el mes de agosto, en la comunidad de Quitovak, y destinada a
obtener una lluvia abundante, Jacques Galinier refiere el uso de lanzas o, posiblemente,
bastones de rezo dentro de ella, señalando que sirven para propiciar la lluvia:

la danza para pedir lluvia se efectuaba en la noche. Los hombres y las mujeres formaban
una fila perpendicular al oriente. Enfrente de ellos estaba dibujada sobre el suelo una
línea vedada de harina de maíz. Había además cuatro músicos cantantes, quienes
tocaban una corita. Los danzantes, con los perniles de sus pantalones enrollados hacia
arriba, usaban delantales. Sus brazos y torsos estaban decorados con líneas de arcilla,
imitando al venado. Sostenían flechas en una mano y lanzas en la otra; aparentemente
estos objetos eran medios para obtener la lluvia. Los rostros de las mujeres estaban
rayados con polvo, sus brazos estaban manchados imitando al joven venado [Galinier
1997: 303].

Constatamos, en el conjunto de los testimonios citados, la constancia de ciertos


símbolos que son comunes a los rituales de petición de lluvias y a los paneles con
grabados rupestres del Cerro San José. Asimismo, encontramos coincidencias de
elementos, asociados a la cacería ritual del venado y a la petición de lluvias, entre los
petrograbados del Cerro San José y los del cerro El Deseo, además de los referidos: la

508
serpiente del relámpago y el trueno, las cadenas de diamantes que simbolizan a la
serpiente de cascabel, el quincunce y figuras humanas en probables posturas de danza
ritual que completarían un complejo simbólico común.

La gran roca grabada del Conjunto “C”


El conjunto “C”, que denominamos “La Plaza”, parece ser el predominante, es el
espacio más grande con las características morfológicas recién descritas, a saber: forma
una semielipse con las rocas alineadas –separadas unas de otras por algunos metros-, las
que fueron desplazadas y colocadas para construir una estructura perimetral que rodea el
amplio espacio abierto de “La Plaza”, mismo que está nivelado y funcionaría como sitio
de reuniones colectivas.
La transformación de este lugar se hace evidente con la demarcación de
numerosos senderos, el desplazamiento y re-distribución de grandes rocas, colocándolas
al pie de un gran panel rocoso que contiene numerosos grabados (3.10 x 6.10 m). Muy
probablemente, proveían al panel de una base para trabajarlo bajo condiciones eficientes
y funcionales, en términos ergonómicos [Amador y Medina 2007]. Asimismo, se
encuentran numerosas cuñas de piedra debajo del gran panel con grabados, que tendrían
la función de evitar un posible derrumbe y, sobre todo, de mantener la cara grabada en
un ángulo recto en relación con el piso [Medina 2007]. La verticalidad del panel resulta
algo buscado de manera deliberada, no sólo para permitir condiciones favorables para el
trabajo del grabador, sino, principalmente, porque la visibilidad del panel grabado debe
de haber sido fundamental para la estructura ceremonial de La Plaza y,
específicamente, para exaltar la función y el significado del panel, como conjunto, así
como del simbolismo particular de las figuras grabadas (Figura 86).
Esta gran roca grabada mide 3.10 x 6.10 m y tiene una orientación de 208, mira
hacia el SSO. La cara principal contiene 75 motivos. Sobre ella se encuentran
representados, principalmente, figuras antropomorfas esquemáticas de frente, dieciocho
en total. Ocho de ellas aparecen en la posición anteriormente descrita: levantando la
mano derecha y colocando la izquierda sobre la cintura; se alinean a lo largo del mural,
en zigzag, de arriba abajo, comenzando por el ángulo superior izquierdo; sólo la primera
levanta la mano izquierda y coloca la derecha sobre la cintura. Las ocho figuras parecen
llevar distintos tipos de máscaras, entre las que predominan las que tienen forma
circular y de círculos concéntricos (50%), además de tocados y orejeras circulares. En
tres de ellas, los círculos de las orejeras tienen un punto central. El simbolismo del

509
círculo parece ser muy importante, pues, incluso los que son concéntricos se repiten
como motivos aislados, dos veces más en el mural, y los que tienen un punto central se
repiten tres veces, concentrándose en la parte superior derecha.63
Otro rasgo significativo de estos antropomorfos es que en once de ellos (61%)
aparecen representados los genitales masculinos, definiendo una clara pertenencia de
género. Al resto (39%) los definimos como asexuados, pues no parecen mostrar un
rasgo característico de género.
Dos de las figuras, ubicadas en el cuadrante inferior izquierdo, entre el centro y
el extremo izquierdo del mural, tienen la cabeza en forma de tres círculos concéntricos.
En cuatro de las figuras, a la “máscara” circular, se añaden otros elementos en el tocado:
en dos de las figuras aparecen líneas horizontales, una con terminación en forma de
punta de proyectil y otra en forma de punto redondeado (Figura 83b). Una importante
línea de investigación puede conducir a la comparación de estas figuras antropomorfas,
de torsos alargados y dotadas con significativos atributos: máscaras, tocados, bastones,
posturas y gestos corporales, con los seres sobrenaturales de los hopis, las kachinas, que
se asocian con la lluvia y el Inframundo acuático, son los antepasados que retornan en
forma de nubes para traer la lluvia y la abundancia [Parsons 1996; Schaafsma 2009c].
Las principales figuras abstractas representadas en el mural son: cinco círculos
con un punto interior, tres círculos concéntricos: figuras que recuerdan la representación
del chalchíhuatl en la iconografía nahua-mexica, particularmente en su significado
acuático y de fertilidad. Aparte encontramos círculos en forma de escamas, líneas en
zigzag, colocadas vertical y transversalmente, una cadena de rombos, triángulos
opuestos por el vértice, grecas onduladas, en forma de doble espiral inversa (scroll).
Esta última figura (doble espiral inversa) es semejante al xonecuilli que, de acuerdo con
López Austin y López Luján es un “símbolo pluvial y estelar” que lo encontramos ya en
los glifos de tradición olmeca, dado “su antiguo valor pluvial, aparece como nube en
Chalcatzingo […] Sahagún dice que es ‘figura del rayo que cae del cielo’” [López
Austin y López Luján 2009: 67, nota 1]. Corroborando esto último, constatamos que el
grabado rupestre donde aparece la serpiente del relámpago y el trueno en el Cerro de la
Nana tiene, en la parte inferior, un grabado en forma de xonecuilli.
Uno de los significados de ese símbolo, que nos incumbe directamente, es su
asociación (probable constelación de las Pléyades) con la constante tarea astronómica

63
En la ladera oeste del Cerro San José se encontró, durante la temporada 2012 una cuenta de cerámica
en forma de chalchihuite: círculo con un hueco central.

510
de observación de las constelaciones estelares y la relación de sus posiciones en el cielo
nocturno con la predicción de la llegada de las lluvias [Rivas Castro y Lechuga 2002:
62-71]. Con base en estas consideraciones, la doble espiral inversa puede simbolizar
también las dos estaciones del año: la seca y la húmeda, y el paso cíclico de una a la otra
(Figura 78).
Otro símbolo importante, representado tanto en el lado derecho, como en el
izquierdo, es el quincunce: aparece en la forma de un cuadrado cortado por dos líneas
diagonales que se cruzan en el centro. Reitero que la figura simboliza los rumbos del
universo: es un mitograma que representa la cosmología: un esquema del plano
horizontal de los rumbos del universo.
En el centro del panel aparece un símbolo compuesto por dos figuras
rectangulares en forma de “C”, situadas cara a cara e interconectadas (₪), sus brazos
centrales se unen y los extremos se extienden, el inferior hacia arriba y el superior hacia
abajo, teniendo cada uno cuatro pequeñas líneas a los lados. En la base del eje central
del mural se representa una variante curva de la misma figura, con prolongaciones en
los extremos. Con sutiles variaciones, esta figura aparece en los petrograbados de todos
los cerros de trincheras de la cuenca fluvial del Magdalena-Altar-Asunción/Concepción
(Figuras 12, 68, 74). Como hemos visto, está presente también en las tradiciones hopis,
asociándose su significado al agua y a la reiteración de la amistad durante ciertas danzas
rituales [Mallery 1972; Parsons 1996; Stephen 1936; Waters 1963].
Los animales representados en el panel son: 1) aves: cuatro garzas; 2)
mamíferos: cuatro cérvidos, tres con cornamenta y uno sin ella; tres cuadrúpedos no
identificados (¿perro, coyote o jabalí?), un probable conejo o liebre; 3) reptiles: una
lagartija y un camaleón (Phrynosoma solare). Es probable que dos figuras representen,
de manera esquemática, el crótalo: apéndice de la cola de la serpiente de cascabel. Si
asociamos estas figuras con la cadena de rombos que aparece en el lado izquierdo del
mismo mural, podemos pensar en la posible referencia a aspectos distintos de la
serpiente de cascabel, en particular, el espécimen que tiene el dibujo de diamantes
(Crotalus atrox), (Figura 43) del cual observamos dos ejemplares vivos en el sitio,
durante la temporada 2007.64
Esta forma de representar a la víbora de cascabel parece ser una convención bien
establecida que comparten varios grupos del Noroeste/Suroeste. Tal como lo hemos

64
Para un catálogo exhaustivo de los motivos representados en los tres paneles analizados véase el
Apéndice que aparece al final.

511
referido, existen testimonios etnográficos que sustentan esta interpretación: en sus
pinturas rupestres, asociadas a los rituales femeninos de pubertad, los grupos luiseños y
cupeños de California representan a la serpiente de cascabel por medio de cadenas de
rombos [Steward 1929: 225 y 227; Vuncannon 1997: 96-100; Whitley 2000: 85-87 y
2006: 295-326]. También en el Altiplano Central y en la zona maya el diseño de
rombos de la víbora de cascabel aparece en los textiles y relieves.
En conclusión, en esta gran roca grabada, a partir de la iconografía de los
petrograbados, podemos confirmar que se reiteran los significados asociados al carácter
ceremonial del sitio, dada la presencia de los antropomorfos que representarían
especialistas rituales asumiendo posturas, actitudes y gestos característicos del ritual,
además de portar varas, tocados, máscaras y orejeras que refuerzan tal sentido. La
importancia simbólica del venado, asociado, por sí mismo, al alimento, así como por su
vinculación mítica con el origen del maíz y con la fertilidad, se destaca y se hace
patente. La serpiente y la fauna asociada con el agua y la generación de la lluvia, como
las cuatro garzas que aparecen en el panel, constituyen figuras que insisten en y
constatan la relación del cerro con la lluvia y, consecuentemente, con la abundancia de
alimentos.
Vemos de nuevo, la importante presencia de la víbora de cascabel (Crotalus
atrox), asociada al agua y a la lluvia, une, simbólicamente, las tres dimensiones
verticales: Cielo-Tierra-Inframundo: su madriguera está bajo la tierra, repta sobre ella y
aparece en el cielo en forma de relámpago y trueno; habita en el Cerro y colabora con el
dios de la lluvia y sus ayudantes. “Tres nociones fundamentales acompañan a la
serpiente mesoamericana: primero que la serpiente es agua, el conducto del agua o el
portador del agua; en segundo lugar, que su boca se abre hacia una cueva; y tercero, que
la serpiente es el cielo” [Miller y Taube 1993: 159 traducción nuestra].
El cambio de piel -que en el caso de la víbora de cascabel, también deja tras de
sí al cascabel- simboliza la constante renovación: vida-muerte-resurrección, concepto
fundamental de las tradiciones prehispánicas del continente americano. Miller y Taube
afirman que, en términos religiosos, la serpiente puede haber sido la fauna más
importante en Mesoamérica [Miller y Taube 1993: 148].

Segundo panel mural con grabados rupestres del conjunto “C”


La tercera gran roca tiene grabadas las siguientes figuras: un óvalo y dos círculos con
repeticiones concéntricas; posibles representaciones fitomorfas, que interpreto como la

512
planta del maíz; círculos radiados, que se han interpretado como soles [Ballereau 1988,
1991; Ellis y Hammack 1968; Guevara et. al. 2008]; cadenas de rombos, que interpreto
como representaciones de la serpiente de cascabel; diversos zoomorfos: un cérvido, una
tarántula y, posiblemente, un puma; una cruz con una línea perimetral que la rodea, que
se ha interpretado como la representación del planeta Venus [Thompson 2006]; una
figura formada por líneas curvas asociadas; figuras en forma de “S” horizontal, o doble
espiral inversa que, como hemos visto, semeja al xonecuilli (Figuras 59, 78, 87).
Desde mi punto de vista, destaca una figura sobre la que propongo una
interpretación: representa una línea curva en forma de media luna, abierta hacia abajo, a
manera de jícara, derramando un chorro de agua, y la serpiente del relámpago y el
trueno, debajo del agua que cae sobre la tierra. Debido a las diferencias de técnica y
pátina, pienso que, en una etapa posterior, al grabado se le sobrepuso otra figura, en el
extremo derecho, que parece representar un anfibio, probablemente una rana, con la
boca abierta, escupiendo agua, sin embargo, el esquematismo de esta última dificulta su
identificación (Figura 88).
La vertiente de interpretación más importante de este símbolo nos lleva de nuevo
a la noción del Monte Sagrado como fuente primordial del agua de lluvia. Sustentada en
numerosos documentos que hacen referencia tanto a la cosmovisión prehispánica de los
nahuas como la de los grupos indígenas actuales, nos encontramos con la creencia de
que los ayudantes del dios de la lluvia, distribuidos en cinco espacios que representan
los cuatro rumbos del universo y el centro, se valen de cántaros llenos de agua para
hacer llover. En algunas de las narraciones, es la serpiente del agua la que les indica a
los ayudantes del dios que cántaro usar [Garibay 1979: 26; López Austin y López Luján
2009].
Entre los diversos grupos pueblo, el símbolo de la serpiente del relámpago y del
trueno juega un papel fundamental en las ceremonias de petición de lluvias,
particularmente entre los hopis [Curtis 1994; Fewkes 2000; Parsons 1996; Warburg
2004; Waters 1963]. Me parece fuertemente significativo que en la cosmología zuni se
conciba al cielo como una sólida cubierta de piedra “que descansa sobre la tierra como
un cuenco invertido” [Parsons 1996: 213]. De tal suerte, integrando los diversos
aspectos, parecería confirmarse la interpretación del grabado: el semicírculo
representaría ya sea a la bóveda celeste, a la luna –asociada siempre al agua- o a los
cántaros con agua que al invertirse provocarían la lluvia; la serpiente simboliza al
relámpago y al trueno que anuncia, antecede y suscita la lluvia; y los chorros de agua, la

513
benéfica lluvia, cayendo sobre la tierra. Hemos visto ya (supra 436-437) la importancia
del símbolo de la serpiente del relámpago y el trueno en su carácter de anunciadora y
proveedora de la lluvia en todo el continente americano, tanto en tradiciones
prehispánicas como en aquellas pertenecientes a los grupos indígenas modernos.
Podemos equiparar puntualmente este símbolo, grabado en la roca del Cerro San
José, con otro semejante que hemos descrito para el Cerro de la Nana, en la cuenca del
Río Magdalena, donde la serpiente del relámpago y del trueno desciende de una nube y
tiene abajo un xonecuilli (Figura 63). Los dos grabados sobre la roca se presentan, así,
como plegarias de petición de lluvias y equivalen, a su manera, a los altares hopis de
petición de lluvias, con las serpientes del relámpago y del trueno de los cuatro rumbos,
pintadas con arena de colores, saliendo de las nubes y rodeadas de ofrendas [Fewkes
2000: 278-284, Láminas LXXI-LXXIII]. Otra coincidencia importante consiste en que
uno de los altares hopi, de los cuales se reproduce un dibujo (Lámina LXXII), el Altar
del Antílope en Cuñopovi, contiene unas tablas con hilos, de los cuales cuelgan plumas
atadas que fueron pintadas de rojo (nakwákwocis), en la ladera este de La Proveedora
existe un grabado que representa este tipo de tabla con el hilo, del cual cuelgan las
plumas (Figura 89).
En resumen, los símbolos y objetos rituales compartidos entre los altares de
ofrendas para la petición de lluvia de los o’odham, los hopis y los petrograbados del
Cerro San José, La Proveedora y La Nana son: 1) las serpientes de cascabel y del
relámpago y el trueno, 2) las nubes, 3) los palos de rezo, 4) el venado, 5) las mazorcas
de maíz o representaciones de la planta, 6) la lluvia cayendo del cielo, 7) los símbolos
que hacen referencia a los cuatro rumbos del universo y el centro (quincunce) y 8) a los
anteriores debemos agregar los especialistas rituales realizando gestos y danzas
ceremoniales, ataviados para la ocasión. De ser pertinente esta interpretación, el
significado y la función ritual de los paneles grabados, referidos a la petición de lluvias,
quedaría firmemente asentada. Sobre la probable ruta que siguió la difusión del
simbolismo mítico de la serpiente, de Mesoamérica al Suroeste, Carot y Hers proponen
un Camino Tierra Adentro, originado por la diáspora teotihuacana [Carot y Hers 2011].
Ruth Benedict destaca la primordial importancia que tienen los rituales de
petición de lluvia y abundancia entre los zuni:

Si se les pregunta acerca del propósito de cualquier observancia religiosa, tienen una
respuesta lista. Es por la lluvia. Ésta es, más o menos, la respuesta convencional.

514
Refleja, no obstante, una actitud zuni, profundamente enraizada. La fertilidad es, por
encima de todo, la bendición otorgada por los dioses y, en el desértico territorio de la
meseta zuni, la lluvia es el requisito primordial para el crecimiento de las cosechas. Los
retiros de los sacerdotes, las danzas de los dioses enmascarados, aún muchas de las
actividades de las sociedades chamánicas son juzgadas en función de si ha habido lluvia
o no. “Bendecir con agua” es el sinónimo de todas las bendiciones […] Sin embargo, la
lluvia es sólo uno de los aspectos de la fertilidad, por la cual los zuni elevan sus
plegarias. El crecimiento de los huertos y el de la tribu se conciben como estrechamente
unidos [Benedict 1957: 58-59 traducción nuestra].

Los grupos trincheras deben de haber compartido muchas de estas características


culturales, resulta, así, altamente probable que, en tanto agricultores que habitaban un
entorno árido, tuvieran prácticas religiosas semejantes, encaminadas a propiciar la lluvia
y la abundancia. En los registros coloniales de los jesuitas, particularmente en la
Descripción geográfica natural y curiosa de la Provincia de Sonora. Por un amigo del
servicio de Dios y del Rey Nuestro Señor. Año de 1764 se relata la forma de realizarse
la ceremonia de petición de lluvias entre los o’odham y tehuimas (pimas y ópatas), que
fue prohibida por los jesuitas:

Una entre otras [“supersticiones”] retenían aún hasta los Ópatas, no ha muchos años
muy célebre, y era entrada la noche, salir unas niñas de la casa, en que quedaban sus
músicos, algunos viejos y viejas, haciendo a la sordina algún ruido con calabazas
huecas, palitos y huevos, a un lugar muy bien barrido y aseado a bailar vestidas de
blanco, o sólo en camisa, que llamaban llamar a las nubes, porque lo hacían en tiempos
de aguas, cuando paran, y creían que a estas diligencias se paraban los nublados y daban
el riego que necesitaban a sus sembrados. Pero fue Dios servido, que lo supiesen los
Padres Misioneros, a pesar del secreto con que lo hacían y con el desengaño de su
patentada alucinación, desterraron tal abuso [Pérez-Taylor y Paz Frayre 2007: 210 (100-
101)].

Si no me equivoco, la anterior es la descripción más antigua con la que contamos


acerca de las ceremonias de petición de lluvias para la región norte y centro de Sonora.
Desgraciadamente, las crónicas de los jesuitas que arribaron a Sonora y Baja California,
referidas a la cosmovisión religiosa y a las tradiciones rituales de los grupos indígenas
con los que convivieron son casi siempre muy parcas o están marcadas por prejuicios

515
religiosos profundamente arraigados. Debido a su celo evangelizador, profesaban un
manifiesto desprecio hacia ellas. El ejemplo en el cual estos prejuicios se muestran de la
manera más virulenta y desmesurada es el caso de las crónicas del jesuita Johann Jakob
Baegert, publicadas en 1771 y reeditadas en 1772, quien describe a la gente guaycura de
Baja California Sur en los términos más despectivos posibles:

Al describir el carácter de los californianos sólo puedo decir que son aburridos,
extraños, descorteces, sucios, insolentes, malagradecidos, acostumbrados a mentir,
ladrones, flojos, demasiado conversadores, y casi como niños en su manera de razonar y
actuar. Son descuidados, poco previsores, gente irreflexiva, y no poseen control alguno
sobre sí mismos, sino que siguen, en todo momento, sus instintos naturales, casi como
animales.
Sin embargo, son, como todos los nativos americanos, seres humanos, verdaderos hijos
de Adán […] Como otras personas, poseen razón y entendimiento, y su estupidez no es
innata, sino, el resultado de sus hábitos; y yo soy de la opinión de que si sus hijos fueran
enviados a seminarios y colegios europeos, y sus niñas a conventos donde las jóvenes
mujeres son instruidas, probarían ser iguales en todos los aspectos a los europeos en la
adquisición de la moral y las ciencias y las artes, como ha sido el caso de muchos
jóvenes nativos de otras provincias americanas [Baegert 2014: 378 traducción nuestra].

Más adelante agrega:

De ninguna manera, las diferentes tribus representaban comunidades de seres racionales


que se someten a leyes y regulaciones y obedecen a sus superiores, más bien se parecían
a manadas de cerdos salvajes, los cuales corren de aquí para allá, de acuerdo con sus
propios deseos, estando juntos el día de hoy y dispersos el día de mañana, hasta que se
encuentren por casualidad en algún tiempo futuro. En una sola palabra, los californianos
vivían, salva venia, como si fuesen librepensadores y materialistas [Baegert 2014: 390
traducción nuestra].

No me extiendo al respecto, debido a que los términos en los cuales Baegert se


refiere a los guaycuras me parecen francamente ofensivos, los cuales son
particularmente insidiosos en lo que se refiere a los especialistas rituales y curanderos

516
(chamanes).65 No obstante sus arraigados prejuicios, se ve obligado a reconocer que los
guaycuras poseen una excelente salud, una gran fuerza física, así como la capacidad de
caminar y correr por kilómetros, sin mostrar cansancio o agotamiento; siempre están de
buen ánimo y gozan de la vida, careciendo de los sentimientos de envidia, celos y
amargura y de las preocupaciones que aquejan a los europeos. Alrededor de 1800 su
cultura había desaparecido. En Sonora y Baja California el etnocidio fue intensivo y
sistemático.
La mayoría de los estudios contemporáneos coinciden en señalar lo
problemático del punto de vista de los jesuitas. Al respecto señala María del Carmen
Espinosa sobre el modo de pensar de los misioneros jesuitas en el Noroeste:

El nomadismo pleno, la falta de agricultura y de una institucionalización política y


eclesiástica a la europea impedían a los jesuitas ver a los indios Mayo, Seri, Apache o
Pueblo como el reino vecino y amenazante al que había que derrotar, pero sí los
consideraban sujetos de conversión y evangelización.
El señorío frontero, entonces, era una combinación de tinieblas y vacío. Las condiciones
de vida hacían pensar en la ausencia de todo lo que manifestaba la mano divina. Si no se
percibía de manera evidente la presencia de Dios, entonces el reino con el que se
compartía la demarcación debería estar encabezado por el demonio. Fue contra él, y no
contra los indígenas, hacia quien se enfocó la ofensiva. Los naturales, entonces, no
fueron considerados la personificación del demonio, sino simplemente le estaban
sometidos. Así, la presencia de los religiosos cristianos era como un medio para la
liberación de los indios.
De esta manera, conceptos como “idolatría” y “religiones paganas” determinaron la
incomprensión de la religiosidad nativa pero al mismo tiempo permitieron establecer
criterios de incorporación del “otro” [Espinosa 2010: 172].

De acuerdo con la autora: “Todo ello representaba oponerse al Maligno e


imponer la ley de Dios. Por supuesto, el triunfo de convertir a estos pueblos al
cristianismo era directamente proporcional a las dificultades que implicaba su barbarie y
la lucha contra el medio” [Espinosa 2010: 174].
Sobre esta misma cuestión Miguel Olmos Aguilera señala:

65
Me baso en la traducción del alemán al inglés realizada por Charles A. Rau en 1875 para la
Smithsonian Institution.

517
La actitud de Pérez de Ribas, al igual que de muchos misioneros de la época, no
pretendía en ningún momento entender las creencias paganas. En todo caso, la
evangelización tuvo el objetivo de extirpar las viejas creencias arraigadas por el
demonio, por lo que la guerra no estaba declarada contra los indios sino contra el diablo,
que los había mantenido bajo su poder. Así, los evangelizadores se batieron por
reconquistar las almas ganadas por los enemigos de Dios, y junto con los militares
emprendieron furiosas persecuciones contra los chamanes, que se rebelaron contra el
poder católico, por ser los curanderos nativos, los sacerdotes originales que detentaban
el poder social, por ser los sabios de la cultura. Por esa razón, las primeras víctimas de
los chamanes fueron los misioneros, que llegaban a su territorio con pretensiones de
disminuir el poder de la antigua religión [Olmos 2011: 163].

De acuerdo con el autor, las crónicas de Pérez de Ribas no representan una


visión imparcial de la historia de la religión, a lo largo de su obra las referencias a la
cultura de los indios se dan en términos de condena [Olmos 2011: 163-164].
Guy Rozat se refiere a la visión de Pérez de Ribas en términos coincidentes con
lo anteriormente expuesto:

En el relato de la conquista espiritual de esas regiones del padre jesuita, la obsesión de


la omnipresencia diabólica se traduce en una inflación descomunal de los signos
“visibles” de esa presencia, no solamente toda la cultura indígena es descrita en función
de ese origen demoniaco, sino que a cada paso los soldados de la compañía [de Jesús]
tienen que enfrentarse con los representantes del enemigo del género humano; cualquier
resistencia a la evangelización no puede ser otra cosa que producto de una intervención
del mal. En cada página aparece el demonio o sus secuaces, a tal punto que es esa figura
la que ordena y domina el relato de la crónica del padre jesuita. Es en el contexto de esa
gran lucha cósmica como hay que entender sus justificaciones de la obra de los padres
como la defensa de los presidios y de la acción militar para asegurar la perennidad de la
obra misional [Rozat 2004: 320].

Sobre la actitud del jesuita Eusebio Kino hacia ciertos grupos indígenas,
Armando Quijada Hernández comenta:

En el capítulo segundo, del libro sexto, de la primera parte, foja 39 del manuscrito, Kino
relata: “El capitán coro con sus pimas de Quiburi mata más de 300 enemigos Jocomes,
sumas, mansos y apaches…” y después los pormenores de la lucha. En el capítulo

518
siguiente escribe: “…Las noticias de esta victoria fueron bien recibidas en todas
partes…” y especifica, “…que el padre visitador (Oracio Police) escribió (que) daba mil
gracias a su divina majestad por el suceso tan feliz…” que “El padre rector de Matápe
dedicó una misa solemne y fiesta a la Santísima Trinidad por este buen logro. (Y) el
señor teniente del Real de Juan dijo: doy a vuestra reverencia y a toda la provincia
muchos parabienes de tan feliz victoria… Y acá (escribió Kino en la misión de Dolores)
nos las damos todos y a Nuestro Señor y María Santísima y repicamos las campanas por
ello…” En estos capítulos y en los siguientes no encontramos una sola palabra que
denotara aflicción, tristeza o lástima por aquellos indígenas muertos o vencidos, los
cuales tenían grandes diferencias con los pimas y españoles de entonces, pero también
eran seres humanos que formaban familias y comunidades, con virtudes y defectos, con
muy individuales formas de entender y realizar su existencia, por ello el júbilo que
encontramos en Kino, con relación a aquellos sucesos, nos parece un gesto contrario al
humanismo universal que debería haber profesado como religioso de la doctrina de
Cristo, por lo tanto estamos persuadidos de que esta actitud lo aleja mucho de la
santidad que algunos contemporáneos nuestros le quieren atribuir [Quijada Hernández
1991: 98].

Hizo falta en el Noroeste una figura como Fray Bernardino de Sahagún, con un
verdadero interés por el conocimiento detallado de la cultura indígena y,
primordialmente, de su religión y de las formas que adquirían el culto y el ritual.
Imagino el sufrimiento de los agricultores o’odham y tehuimas cuando sus ceremonias,
esenciales para obtener una buena cosecha, fueron prohibidas por los misioneros
jesuitas, quienes, herederos de un pensamiento moldeado fuertemente por las ideas de la
Contrarreforma, se creían poseedores de la verdad absoluta. Sahagún, por el contrario,
educado en Salamanca, centro de irradiación de las ideas renacentistas, en la España de
esa época, desarrolló una forma de pensar que hoy llamaríamos pluralista y tolerante, y
una actitud hacia el conocimiento más cercana al pensamiento clásico greco-latino.
Vemos, en estos ejemplos, que los testimonios etnohistóricos y etnográficos, tal
como lo muestran los lineamientos más básicos de la hermenéutica, están siempre
mediados por el horizonte de pensamiento de sus autores. Podemos observar, así,
actitudes muy diferentes, en Lumholtz, por ejemplo, encontramos, constantemente, un
ávido interés por conocer y comprender el modo de pensar de la gente de las
comunidades indígenas que visitó, y elogios a su inteligente manera de saber vivir bien,
aún en medios ambientes, desde nuestro punto de vista, inhóspitos [Lumholtz 1986,

519
1990 y 2006]. Durante la colonización europea del Noroeste/Suroeste, misioneros y
militares destruyeron un mundo que no comprendieron y que funcionaba a la
perfección, nada de lo que trajeron los europeos le hacía falta a la gente del Desierto de
Sonora para vivir bien.

LA CUEVA EN EL CERRO

Durante la temporada 2012 encontramos en el Cerro San José una pequeña cueva o
covacha, formada en parte por el acomodo natural de grandes rocas [Medina y Amador
2012: 53-71] (Figura 90). En algún momento de la ocupación del sitio por gente de la
Tradición Trincheras, la mayor parte de los huecos entre las rocas se rellenaron,
artificialmente, con piedras de menor tamaño, dejando abierta, solamente, una especie
de ventana que mira hacia el SO. La Covacha, como la bautizó Medina, se encuentra en
la zona de la ladera oeste que hemos denominado “D”, su importancia radica en su
ubicación estratégica en la ladera del cerro; en su difícil acceso; en la disposición de las
rocas que la componen; en su alto grado de conservación; en la calidad, cantidad y
características de los grabados y pinturas rupestres, además de los pocillos que, entre
todos, suman 165 manifestaciones rupestres; en sus características espaciales, interiores
y exteriores; en la posibilidad de que cumpla una función calendárica de marcar ciertas
fechas a través de la proyección de haces de luz sobre alguno o algunos de los grabados
que se encuentran en su interior (Figura 91); y una muy definida función ceremonial de
culto a la lluvia, a través de todos sus dispositivos, que a continuación describimos.
Catorce de las grandes rocas que la forman contienen grabados y/o pinturas
rupestres o pocillos. El elemento más importante dentro de La Covacha son los 48
pocillos que representan el 29% de todas las manifestaciones rupestres que contiene; su
función es muy clara: recoger el agua de lluvia. Algunos de ellos están asociados
directamente con las paredes rocosas sobre las cuales se dan los escurrimientos del
agua, durante la temporada de lluvias, los de mayor tamaño tienen una profundidad de
hasta 18 cm y un diámetro de 30 cm (Figura 92).
Sobre las paredes de escurrimiento encontramos de nuevo el grabado con la
serpiente del relámpago y el trueno, junto con grabados rupestres en forma de líneas
paralelas en zigzag y curvas ondulantes, además de antropomorfos esquemáticos con las
características descritas anteriormente: cabeza en forma de círculos concéntricos, con un

520
tocado en forma de cuernos o de dos plumas, una en cada extremo, portando un bastón
en la mano derecha, mostrándola al frente, y la izquierda en jarras sobre la cintura. Las
huellas de los escurrimientos del agua de lluvia sobre los grabados ubicados en la pared
de la roca son evidentes por los depósitos de arcilla que se forman sobre la misma al ser
arrastrada por el agua.
La Covacha y un pequeño conjunto de rocas situadas en el extremo norte del
Cerro San José son los únicos lugares que contienen pinturas rupestres, registradas hasta
ahora en el sitio. Todas son de color rojo ocre, siendo, lo más probable, el óxido de
hierro el pigmento utilizado. Al interior de La Covacha, solamente una roca (clasificada
como D 36) contiene las pinturas. Dado el deterioro, debido al intemperismo, las
pinturas son muy tenues, por lo cual el registro fotográfico es difícil y, a pesar del
contraste de las fotografías por medio del sistema digital Corel Photoshop, continúan
siendo poco definidas, por lo cual se recurrió al software: Decorrelation Stretch
(DStretch), diseñado por Jon Harman [Harman S/F] para poder observarlas con una
mayor definición. El resultado del análisis arroja como formas definidas: una cadena de
círculos en diagonal, figuras en forma de peine con una línea diagonal paralela y tres
antropomorfos esquemáticos, dos de ellos parecen portar máscaras de forma triangular
que terminan en cuernos (Figura 93).
Uno de los antropomorfos, cuyos brazos están en posición de ángulo recto hacia
abajo, doblando los codos, sostiene en su mano derecha una serpiente, formada por una
gruesa línea en zigzag y en la izquierda una especie de bolsa, parecida a la registrada
por Russell entre los pimas [Russell 1980: 118-120 y Fig. 43], la cual servía para portar
tabaco, considerada planta sagrada, y utilizada primordialmente para fines rituales.
Como se dijo, su cabeza tiene forma de máscara triangular que termina en cuernos. El
otro antropomorfo, bien definido, portador de una máscara semejante, asume una de las
posturas corporales ya descritas: brazo derecho flexionado en ángulo recto hacia arriba,
mostrando la mano hacia el frente y el brazo izquierdo en jarras, parece portar, también,
una bolsa, colgada al hombro y que desciende hasta la cintura, lo cual, sin embargo, es
difícil discernir, dado el extremo esquematismo de la figura (Figura 94).
Al respecto puede agregarse que en una de las rocas contiguas al gran panel con
grabados de la zona “C”, encontramos un motivo semejante a los recién descritos,
representado en un grabado: una figura humana, portando posiblemente también una
bolsa, junto a él una serpiente que mide lo mismo que la figura, en la mano izquierda
sostiene un cuenco del que sale una línea ascendente, tal vez humo, que se convierte en

521
un torso humano. Este tipo de bolsas han sido descritas ampliamente para toda la región
del Noroeste/Suroeste como propias de los especialistas rituales, dentro de la cual
portarían su parafernalia ritual, principalmente tabaco, cristales de cuarzo y plumas de
águila o la parte de algún animal, considerado su ayudante mágico (Figura 95).
Por la parte exterior de La Covacha destaca una gran roca, de aproximadamente
10 m de altura, una de las mayores de toda la ladera oeste, que forma una de sus
paredes, sobre ésta se grabaron líneas rectas y líneas curvas onduladas en forma de
serpientes, para lo cual se debió utilizar una escalera o andamio, debido a lo inaccesible
de la pared exterior y a su tamaño. La iconografía predominante en las rocas exteriores
de La Covacha son los antropomorfos de las características ya descritas en los anteriores
paneles de las zonas “E” y “C”, representan el 9% de los motivos; zoomorfos, entre los
cuales predominan claramente los cérvidos y cánidos, lagartijas en menor proporción,
representan el 16% de los motivos; entre los geométricos encontramos el motivo de la
doble “C” encontrada, círculos y cuadrados concéntricos, curvas onduladas y el
quincunce, representan el 13%; tenemos también dos círculos radiados 1% y grabados
abstractos de formas orgánicas, clasificados como indefinidos que representan el 21%
de los motivos.
En conclusión, podemos observar que se mantiene una unidad temática respecto
de los motivos predominantes en la ladera oeste, el énfasis muy claro en La Covacha
radica en el carácter ceremonial de su interior, dedicado al complejo simbólico que gira
en torno al culto de la lluvia y la fertilidad. El simbolismo del Monte Sagrado parece
confirmarse al hacerse evidente la estructura de cerro con una cueva interior y en tal
sentido, el carácter ceremonial del conjunto de los dispositivos culturales, presentes en
la ladera oeste del Cerro San José, asociados directamente a los rituales de petición de
lluvia y fertilidad.
De hecho, estos rasgos culturales específicos (cerro con una cueva interior)
tienen una relación directa con nociones religiosas fundamentales de Mesoamérica. De
acuerdo con las tradiciones míticas nahuas, el agua que cae del cielo en forma de lluvia
es almacenada, originalmente, en el interior de las cuevas que se hallan dentro de los
montes y cerros. De ahí que las representaciones de un cerro con una cueva interior, de
la cual fluye el agua, son comunes en los códices y en la escritura glífica. En
Mesoamérica, el Monte Sagrado era re-producido por la construcción de las pirámides,
muchas de las cuales se dedicaron al culto del dios de la lluvia. Dentro de la Tradición
Trincheras, los cerros terraceados tienen una función y un simbolismo equivalente.

522
Por otra parte, podemos observar la existencia de cuevas sagradas en los montes
del Desierto de Sonora, pertenecientes a las tradiciones o’odham. Lumholtz narra la
visita a la Cueva Sagrada de Montezuma, considerada entre los tohono o’odham, como
la Casa del Hermano Mayor, su dios principal. Está situada a una altura aproximada de
300 m en el lado sur del Cerro Sagrado de Bavoquivari. La entrada está oculta por
pequeñas rocas que se han agregado, dejando libre, solamente una abertura muy
angosta, en su interior se hallaron ofrendas de cientos de varas de flechas, sin puntas,
Lumholtz relata que, recientemente, se encontró otra cueva en el lado oeste del monte
con un número considerable de puntas de proyectil [Lumholtz 1990: 42].
El mismo autor narra la visita a la Cueva Sagrada en la Montaña Negra
(Tjuktóak) en El Pinacate, dentro del Desierto de Altar, en la cual, por recomendación
del makai, depositaron ofrendas para el Hermano Mayor: una flecha, un bastón de rezo
con de plumas de águila y pintado de rojo, fibra de yuca en un atado, cigarrillos de
tabaco y cuentas de piedra azul. El mito de origen narra que ahí fue donde el Hermano
Mayor llegó, después de que las aguas del diluvio que destruyó la tierra, menguaron
[Amador 2011a; Bahr et. al., 1994 y 2000; Lumholtz 1990: 201-209].

INTERPRETACIÓN DEL CONJUNTO

Como hemos podido observar, lo que más destaca de la porción registrada de


esta ladera es la disposición arquitectónica del conjunto: terrazas, senderos, paneles
grabados, cueva con dispositivos ceremoniales, plaza elipsoidal y rocas alineadas en
semicírculo para crear, primero, un patrón morfológico general y, dentro de él, varios
espacios específicos en distintos niveles de altura. La mayor parte de las estructuras,
incluyendo los diseños de los grabados, repiten patrones morfológicos semejantes: la
concavidad, lo circular, lo concéntrico, la forma espiral, el semicírculo y la doble curva
inversa. Como se ha señalado al principio de este capítulo, la organización cultural del
paisaje no es casual ni arbitraria, obedece a la integración de los factores práctico-
utilitarios y de los religiosos, los cuales se complementan y articulan en un todo
armónico, organizado de manera funcional, en términos prácticos y, simbólicamente
significativos, en términos religiosos. Sabemos que en las sociedades de tipo tribal de
esta región, la religiosidad estaba presente en todas las actividades sociales y que no
existía una separación tajante entre trabajo productivo y religiosidad, por ello, un solo

523
orden heurístico explica y ordena todos los aspectos culturales. Acerca de los pápagos,
Lumholtz señala que entre ellos existe una muy fuerte disposición hacia todo lo que es
religioso [1990: 40].
Aunque los elementos aparecen de manera simultánea en el presente, pueden
obedecer a cronologías diferenciales, así, por ejemplo, los morteros y metates fijos,
labrados en la roca madre, parecen ser estructuras muy antiguas, debido al excesivo
desgaste y deterioro que muestran. La amplia distribución de este tipo de artefactos, a lo
largo del Noroeste/Suroeste, que sirven para la molienda de semillas, es un elemento
diagnóstico del Arcaico y de las estrategias de aprovechamiento de los recursos
silvestres, propios de los grupos cazadores-recolectores del periodo. Dada la
continuidad en el uso y la importancia de esta fuente de alimentos, aún en el periodo de
agricultura intensiva, la funcionalidad de los metates y morteros fijos parece haber
persistido. Como hemos afirmado, la presencia en el sitio de 10 puntas de proyectil
diagnósticas del Arcaico y del periodo de Agricultura Temprana, pueden reforzar la
hipótesis del origen Arcaico de los metates y morteros fijos [Villalobos 2003].
En espera de poder realizar una excavación extensiva en La Proveedora y el
Cerro San José, podemos afirmar que el resto de las estructuras y elementos sólo pueden
situarse en el tiempo de manera hipotética, siguiendo el ejemplo de las cronologías
definidas por McGuire y Villalpando para los sitios de las cuencas de los ríos Altar y
Magdalena. La presencia de casas en foso (pithouses), cerámicas lisas diagnósticas y
cerámica Púrpura sobre Rojo con hematita especular, corresponderían a un periodo
equivalente a la llamada Segunda Fase para la cuenca del Magdalena (200-800 d.C.)
[Villalpando y McGuire 2004] y la Fase Atil o Temprana (750-800) para la cuenca del
Altar [McGuire y Villalpando 1993].
La construcción de las terrazas y las estructuras de muros en las cimas
corresponderían a un periodo equivalente al de la Fase Altar (800-1150 d.C.) y
coincidirían con la aparición de un nuevo tipo de cerámica lisa y de las cerámicas
decoradas diagnósticas: Trincheras Lisa 2, Trincheras Púrpura sobre Rojo no especular,
Trincheras Púrpura sobre Café y Altar Policroma. Recordemos que según McGuire y
Villalpando [1993], los cerros de trincheras aparecen justamente en esta etapa.
Afirmación que contradice lo sostenido por Bowen, quien consideraba que aparecen
hasta la fase siguiente [Bowen 1976]. Por su parte, Beatriz Braniff sostiene, a partir de
su trabajo en la Proveedora, que el patrón Altar continúa hasta la llegada de los
14
españoles, al haber obtenido fechas de C del siglo XV para la cerámica Trincheras

524
Púrpura sobre Rojo. Sin embargo, esto último resulta hasta cierto punto relativo, porque
14
las fechas C obtenidas corresponden a 1450 + 200 [Braniff 1992]. Debido a la
variación de 200 años, la tradición Trincheras puede haber desaparecido alrededor del
año 1250 o, a la inversa, extenderse hasta el 1650; lo último resultaría muy poco
probable, en función de los datos arqueológicos e históricos, conocidos hasta el día de
hoy.
En referencia a los aspectos práctico-utilitarios de la organización interna del
sitio (La Proveedora y Cerro San José) podemos decir que aparecen algunos patrones
bien definidos: ubicuidad en relación con las posibilidades de acceso al agua, cercanía al
río Asunción, cercanía a las planicies de inundación, donde se concentraría el agua,
tanto para formar pequeños arroyos y estanques en la estación lluviosa, como para
irrigar a las plantas alimenticias silvestres y para posibilitar la agricultura temporal.
Morteros fijos a la sombra, terrazas, descansos y senderos para facilitar la movilidad y
ocupación del cerro. En el Cerro San José, desde La Plaza, se tiene dominio de la
visibilidad hacia el Oeste, Suroeste, Sur y parte del Sureste. Desde la cima se domina la
visibilidad en 360°.
Por lo que respecta a las orientaciones de carácter religioso que subyacen al
orden y significado de las estructuras, reiteramos la siguiente hipótesis, presentada al
principio del capítulo: el espacio habitable se construye a la manera de un microcosmos
que refleja aspectos decisivos del esquema cosmológico, derivados del mito
cosmogónico. Al nivel de las actividades sociales, significa que la cosmogonía se
reiterará ritualmente, de manera cíclica, en los momentos decisivos del año, durante los
cuales se conjuntan elementos del ciclo cósmico y elementos del ciclo estacional y
biológico, como en el paso de la estación seca a la estación lluviosa, por ejemplo. En
relación con esta idea, Ricoeur abunda en lo siguiente:

En el universo sagrado, la capacidad para hablar se funda en la capacidad del cosmos


para significar. Por lo tanto, la lógica del sentido procede de la misma estructura del
universo sagrado. Su ley es la ley de la correspondencia, correspondencia entre la
creación in illio tempore y el orden actual de apariencias naturales y actividades
humanas. Esta es la razón por la que, por ejemplo, un templo siempre esté en
conformidad con algún modelo celestial. Y de que la hierogamia de la tierra y el cielo
corresponda a la unión entre lo masculino y lo femenino como una correspondencia
entre el macrocosmos y el microcosmos […] Hay una triple correspondencia entre el

525
cuerpo, las casas y el cosmos, la cual hace a los pilares de un templo y a nuestras
columnas vertebrales simbólicas unas de las otras, así como hay correspondencia entre
un techo y un cráneo, la respiración y el viento, etc. [Ricoeur 2006: 74-75].

Teniendo en mente este principio en nuestro análisis concreto de las estructuras,


entendemos la organización espacial del Cerro San José como configurada a partir de
los elementos de su organización estructural, que destacan: la gran roca grabada como el
polo que constituye el centro ordenador de la plaza elipsoidal; la acústica privilegiada
de la misma, potenciando la realización de actividades colectivas; su forma delimitada
perimetralmente por la gran semiespiral de grandes rocas alineadas y grabadas, que
crean una especie de anfiteatro; la ladera del cerro con las inmensas rocas patinadas, que
funcionan como escenografía monumental para los paneles grabados; los senderos como
comunicadores de todos los espacios construidos y de todas las dimensiones de realidad,
simbolizadas por las estructuras culturales, a los que se añaden los aspectos del paisaje
destacados, formando todo el conjunto un microcosmos, armónicamente estructurado.
La Plaza, de manera articulada con los senderos, organiza la comunicación
interna del conjunto ceremonial. El cerro funciona como un mediador entre la Tierra y
el Cielo, lo que definiría una relación de significado entre La Plaza y El Cerro, en la
cual los senderos juegan el papel de unir, articular y comunicar. En tal sentido, las
diferencias de altura de los grabados y las estructuras cobrarían sentido como
paradigmáticas de los distintos niveles o dimensiones simbolizados. Así, concluimos
que la distribución-organización de las estructuras presentes en el sitio obedece a la
repetición simbólica de esquemas cosmológicos. De acuerdo con Ricoeur: “Tal es la
lógica de las correspondencias, la cual liga el discurso con el universo de lo Sagrado
[…] es siempre por el discurso que esta lógica se manifiesta, pues si un mito no narrase
cómo llegaron a ser las cosas o si no hubiese rituales que re-presentasen ese proceso, lo
Sagrado permanecería sin manifestarse” [Ricoeur 2006: 75].
Al sistema de correspondencias espaciales concernientes a la cosmología, debe
asociarse un sistema de correspondencias temporales, referidas a la cosmogonía que se
reitera cíclicamente en el ritual, uniendo y armonizando todos los aspectos de la vida,
poniendo de manifiesto la unidad total: Tiempo-Espacio. Los datos que nos permitirán
comprender y articular estos distintos niveles de la cultura están en función de los
siguientes aspectos y procedimientos:

526
A) El análisis de la estructura espacial del sitio: la manera en la cual los elementos
naturales y culturales del paisaje se articulan para producir un todo significativo.
B) Los restos culturales que, a partir de su análisis, nos permitirían definir el tipo de
actividad realizada en el sitio: como las herramientas que componen series asociadas
al procesamiento de productos vegetales, tanto silvestres como cultivados; aquellas
asociadas a la cacería y al procesamiento de sus productos; petrograbados y restos
de herramientas utilizados para su elaboración; objetos de carácter ritual, en
contexto de excavación que pudieran ser un indicio de esa actividad. Los restos
cerámicos y sus cronologías, así como la comparación de los diseños pintados en la
cerámica, con aquellos que aparecen en los petrograbados. Las estructuras
arquitectónicas que definen las formas de habitar ese mundo; muros en las cimas
que dan lugar a espacios ceremoniales y de observación astronómica y
comunicación a la distancia.
C) La información proveniente de la etnohistoria y la etnografía que nos permite
proponer, por analogía reiterada, probables escenarios de comportamiento social,
contribuyendo a explicar las actividades sociales realizadas en los sitios y su
significado.
D) La hermenéutica que nos sirve como herramienta interpretativa del conjunto de las
manifestaciones culturales: el análisis formal del arte rupestre, el análisis
iconográfico, las probables asociaciones de las imágenes con narrativas míticas; el
simbolismo asociado a la organización espacial del sitio; el significado cultural de
los objetos y de su uso; las analogías etnográficas.

A partir de los datos que arrojan el análisis formal (estilístico e iconográfico), la


arqueología, la etnohistoria y la etnografía, sostengo que: lo sustantivo del espacio
construido a partir de la ladera oeste del Cerro San José obedece a una función ritual y
las figuras representadas en los grabados rupestres pueden haber jugado un papel
decisivo en el ritual, asociándose su significado con los contenidos mítico-religiosos,
puestos en juego en las ceremonias. Hemos visto ya como, tanto en Mesoamérica, como
entre los grupos indígenas modernos de la región, todas las diversas artes se conjugaban
para potenciar los procedimientos rituales, darles un carácter vistoso, impresionante y
agradable a los dioses. Considero que ideas y formas de proceder semejantes se daban
en la ladera oeste del Cerro San José, al ser transformado el paisaje para construir un
espacio ritual ad hoc: los grandes paneles grabados, al pie del cerro, el espacio

527
elipsoidal, formado una estructura de plaza, al mover y acomodar las grandes rocas que
configuran su perímetro, las características de excelente acústica que propician el uso
ritual de la música y el canto, la danza y la recitación, además de un vestuario ritual
adecuado y la presencia de los grabados como portadores de imágenes sagradas. Es en
ese sentido que podemos interpretar algunos de los motivos representados:

A) Posibles referencias a eventos rituales, en función de las actitudes de las figuras


antropomorfas y de sus atributos: máscaras, tocados, orejeras, varas ceremoniales o
referencias a pasajes míticos que narran tales actividades.66
B) Las cabezas de las figuras antropomorfas aluden a los círculos concéntricos, que se
repiten en las orejeras de forma circular y en círculos concéntricos aislados,
distribuidos en distintas partes de los paneles, implicando un simbolismo de la
forma circular, bien definido. A partir de la relación cultural con Mesoamérica
podemos referirnos al chalchihuite que simboliza el líquido sagrado del agua y era
empleado en ciertas ceremonias, a fin de asegurar una cosecha abundante de maíz.
C) Representaciones de cérvidos que pueden asociarse a un complejo mítico-ritual que,
con diversos matices y versiones, es muy importante en el Occidente y norte de
México, así como en el suroeste de los Estados Unidos y se le relaciona, entre otros
temas, con el primer alimento donado por los dioses, con el origen del maíz y con la
fertilidad.
D) La presencia de símbolos cosmogónicos-cosmológicos: como el quincunce que
simboliza tanto los rumbos del universo y el centro, como las posiciones del sol en
el amanecer y el atardecer, durante los solsticios; las probables representaciones de
procesos cíclicos: las espirales sencillas y dobles, los círculos concéntricos, las
grecas cuadrangulares y rectangulares, las líneas en zigzag y las onduladas
continuas.
E) La representación de figuras que pueden simbolizar: unión, alianza, hermandad
entre los clanes y grupos que ocuparon el sitio.
F) La representación de figuras que simbolicen o se consideren asociadas a la petición
de lluvia y abundancia de alimentos vegetales y animales; figuras que simbolicen a
la fertilidad en general y a la renovación de la vida, simbolismo correspondiente al
ciclo: vida-muerte-resurrección, característico de las sociedades agrícolas de todo el

66
En el arte rupestre y en la cerámica hohokam encontramos numerosas representaciones de figuras en
actitudes semejantes.

528
continente americano; figuras asociadas con el paso de la estación seca a la
lluviosa; animales emblemáticos asociados en general con el agua y la lluvia:
serpiente del relámpago y el trueno, serpiente de cascabel, lagartija, rana y tortuga,
ciempiés, garza, planta del maíz, manadas de cérvidos.

Sobre la ladera oeste del Cerro San José llego a la siguiente conclusión: la temática
de los tres grandes paneles grabados tiene que ver con un complejo ritual de fiestas que
se inician en la fecha del solsticio de verano con una cacería ritual del venado y la
fiesta de petición de lluvias asociada al comienzo de las labores de siembra del maíz.
Con pequeñas variaciones de detalle, estas fiestas son comunes a todos los grupos
hablantes de lenguas yuto-aztecas del Occidente y norte de México y del suroeste de los
Estados Unidos. Ruth Underhill vincula la cacería ritual del venado con la ceremonia de
petición de lluvias y cosecha abundante, rituales que se habían llevado a cabo entre los
tohono o’odham hasta tiempos recientes. Como hemos visto, la cacería ritual del venado
bura entre los o’odham se iniciaba con la persecución del venado, “corretear al buro”
hasta atraparlo vivo, el día 23 de junio, es decir, inmediatamente después del solsticio
de verano. Coincidía con el día de San Juan y marcaba el inicio del ciclo agrícola. La
danza que se realizaba la noche posterior a la cacería ritual del venado y la que se
realizaba durante la ceremonia del Vi’ikita, tenían la finalidad de propiciar la lluvia
[Galinier 1997; Lumholtz 1990; Paz Frayre 2010]. El conjunto de ceremonias asociadas
al ciclo agrícola, en general, y al maíz, en particular, que, además de la referida, incluía
a la fiesta de bendición y purificación del Vi’ikita, terminaba con las fiestas de la
cosecha y con el ritual de recitación, por el guardián de la tradición (siniyawkum), de las
tradiciones orales míticas, durante las cuatro noches más largas del año, en el solsticio
de invierno [Bahr et. al. 1994: 282; Underhill 1939: 125].
En relación con esto, vale la pena plantear la conveniencia de llevar a cabo un
estudio comparativo con el caso de los wixaritari de Jalisco, pues se han encontrado
petrograbados en los que aparecen cérvidos representados junto a figuras
antropomorfas, escenas que han sido interpretadas como representaciones de rituales de
caza, asociados a la fertilidad [Mountoy 2001 y 2012]. Existen precedentes de ese tipo
de estudios comparativos. A finales de los años cuarenta, Ruth Underhill llevó a cabo
un análisis comparativo de los rituales de cacería del venado y de las ceremonias del
maíz, dentro de la región denominada por la antropología norteamericana de esa época
como: “Greater Southwest”. Underhill [1948] encontró una gran variedad de esas

529
fiestas y una distribución muy amplia, que abarcan desde el norte de Jalisco, en México,
en su latitud más austral, hasta los estados de California, Arizona, Nuevo México,
Texas, Utah, Nevada y Colorado, en los Estados Unidos, en su latitud septentrional.
Acerca de la cacería ritual del venado, la autora destaca los rasgos comunes de
los rituales entre los diversos grupos yuto-aztecas y propone la siguiente idea:

La caza comunitaria es el punto en el cual los agricultores y los cazadores-recolectores


se acercan más. Es fácil imaginar que este método grupal para enfrentar lo sobrenatural
precedió a las ceremonias del maíz y contribuyó a proveerlas con un patrón ritual. La
gran cacería era una de las pocas ocasiones durante las cuales los nómadas se reunían
para acciones en gran escala. Necesitaban de la organización, de manera que pudieran
ahuyentar a los animales y conducirlos a un lugar central; necesitaban de un hombre
experimentado que planeara el trabajo y asignara posiciones. Un hombre así, era,
naturalmente, un cazador exitoso y en las áreas donde rige la visión extática, él poseería,
además, un espíritu auxiliar, una canción mágica y un fetiche […] [Underhill 1948:28
traducción nuestra].

Las ceremonias para propiciar la localización del venado y lograr su cacería,


eran, de acuerdo con Underhill, conducidas por un especialista ritual que recitaba
canciones y oraciones, frecuentemente mostraba objetos sagrados, ordenaba la
presentación de ofrendas y dictaba las prescripciones rituales [Underhill 1948: 29]. Los
seres sobrenaturales invocados eran aquellos animales considerados por cada grupo
como los guardianes del venado, principalmente, depredadores, asociados cada uno de
ellos con uno de los cuatro rumbos del universo y el centro, entre los zunis y los keres,
por ejemplo: el puma del Norte, el coyote del Oeste, el lince del Sur y el lobo del Este,
el águila del Arriba y el topo del Abajo. Esa importancia ritual de la referencia a los
rumbos del universo explicaría la presencia del símbolo del quincunce en el arte
rupestre. Un segundo tipo de ceremonias de cacería del venado que se llevaba a cabo en
las aldeas tenía que ver con la abundancia, en general, más que con el éxito de una
cacería inmediata (Underhill 1948).
En términos religiosos, el venado y el maíz están estrechamente vinculados, lo
que puede constatarse en la mitología de los grupos referidos. Entre los mitos de los
tohono o’odham sobre la cacería del venado, hay uno particularmente interesante, se
titula: “El venado bura captura a un cazador” [Saxton y Saxton 1973: 227-231] y narra

530
los siguientes sucesos: se cuenta la historia de un joven que no tenía aptitudes naturales
para la cacería, a pesar de eso, su padre intentaba, una y otra vez, enseñarle a cazar
venados, así, aprendiendo a hacerlo, hirió a uno que se internó en el desierto, el joven
fue siguiendo al venado herido hasta una cueva, dentro de ella, lo perdió de vista, pero
encontró a un grupo grande de gente, ahí dentro, sus habitantes lo regañaron por haber
herido al venado, a quien se referían como si fuese una persona, después de cierto
tiempo descubrió que todas esas personas eran, en realidad, venados y que él también se
había convertido en uno.
Así, vivió entre ellos durante algún tiempo, hasta que en una ocasión que todos
salieron de la cueva, un cazador lo hirió a él, apenas pudo escapar con vida y regresar a
la cueva. Después de cierto tiempo sanó de sus heridas. Pensaba que le gustaba ser
venado y no quería volver a vivir entre los hombres, mas, inesperadamente, el jefe de
los venados le dijo que tenía que volver a su casa y decirle a la gente que él jamás
debería cazar venados, que debería dedicarse a sembrar alimentos y cosecharlos. Eso
fue lo que ocurrió, el hombre buscó un buen pedazo de tierra y se dedicó a la
agricultura. Ese es el origen de la gente a la cual se le llama, hoy en día, agricultores.
Como vemos, se trata del mito de origen de la agricultura y refiere, entre otras
cosas, que ha sido aquel, no apto para la cacería, el que se ha tenido que dedicar a la
agricultura y fue, justamente, el jefe venado quien le trasmitió la enseñanza. Este mito
es, al mismo tiempo, un mito de origen y una historia de iniciación y adquisición de
poder: la cueva es el lugar sagrado donde ocurre la iniciación y el venado, maestro
animal de los hombres, quien inicia al joven, dándole el don de hacer crecer a las
plantas y, así, poder convertirse en agricultor.67 Todo ello confirma una de las nociones
simbólicas del venado como maestro animal de la gente y a la experiencia de
convivencia con los venados, en la caverna, como proceso iniciático: adquisición de
poder y sabiduría. Entre los nayeri y wixaritari un mito muy semejante tiene una
importancia central en su cosmogonía, se le asocia al origen del Sol, al ciclo del planeta
Venus y al origen del chamanismo [Neurath 2002: 162-164]. Pero, de manera mucho
más importante, la asociación simbólica entre el venado y el maíz articula las dos
raíces de la cultura: la tradición de caza y recolección con la tradición agrícola. Así,
en el mito de origen de la agricultura de los wixaritari, la primera cosecha de maíz va

67
Como hemos podido ver, en diversas culturas del norte de México y Mesoamérica, la cueva es
considerada un lugar sagrado, propicio para la iniciación [López Austin y López Luján 2009; Park 1938].

531
acompañada del sacrificio de un venado que es cazado por el dios Pálikata con la ayuda
de trampas:

El hermoso animal fue traído y toda la parafernalia ceremonial colocada sobre él; le fue
dedicada la ceremonia huichola completa. Pálikata no se atrevía a ensangrentarse las
manos, puesto que debía ofrecer sangre al maíz. Así que Matasúli (manos sangrientas)
descuartizó al animal muerto. Pálikata ofreció la sangre a las cuatro direcciones y al
centro del campo de maíz, donde estaba puesto el altar; de esa manera se dio de comer
al maíz [Zingg 1998: 111].

De la misma manera, si seguimos la argumentación de Underhill, podemos


vincular los rituales de cacería ritual del venado con las ceremonias del maíz, como ella
las denomina, y cuyos rasgos comunes en la gran región del Noroeste/Suroeste son los
siguientes:

El modelo de las ceremonias del maíz en el Gran Suroeste puede ser descrito en
términos muy generales. Ellos celebran lo que podemos llamar el ciclo vital del maíz: su
nacimiento o siembra, su madurez o los festivales del maíz tierno y la muerte o cosecha.
Existen muchas repeticiones, subdivisiones o peticiones adicionales de lluvia, de
acuerdo con los intereses particulares de cada grupo, pero las tres fases del ciclo que
representan el nacimiento, la madurez y la muerte del maíz, siempre están presentes
[Underhill 1948: 15].

Desde esa perspectiva, integrando todos los elementos que hemos propuesto,
podemos interpretar que las figuras antropomorfas de los grabados rupestres representan
especialistas rituales llevando a cabo las ceremonias, asociadas a la petición de lluvia y
abundancia. Como hemos visto, sus atributos: las máscaras, los tocados y el bastón de
rezo, así como sus actitudes corporales, parecen estar referidos a una práctica ritual;
están presentes también en el arte rupestre atribuido a los pueblo ancestrales (anasazi),
cuyas figuras antropomorfas, pertenecientes a sus pinturas y grabados rupestres, son
semejantes a algunas de las que aparecen en los grabados del Cerro San José (Figura
83). En ambos casos se trata de una referencia doble, tanto a los especialistas rituales
que llevan a cabo la ceremonia, como a los seres sobrenaturales que ellos simbolizan
por medio de sus atavíos, recitaciones, gestos y danzas.

532
En síntesis, tomando en cuenta todos los elementos estudiados, propongo el
siguiente escenario como el más probable: el sitio (La Proveedora-Cerro San José)
parece ser de una larga ocupación, por lo menos a partir del Arcaico Medio (4500-1500
a.C.), la que parece tener continuidad durante el periodo de Agricultura Temprana (1500
a.C.-150 d.C.).
Durante el Arcaico era un sitio para establecer campamentos estacionales,
durante el verano, cuya finalidad productiva era la recolección de alimentos vegetales
que maduran durante esa época del año: pitahayas de los grandes cactus columnares,
frijoles de mezquite, brotes de cholla y nueces de palo de fierro, entre otros. Durante el
Periodo de Agricultura Temprana (1500 a.C.-150 d.C.) y el de transición al periodo de
ocupación Trincheras (200-750 d.C.), a las actividades anteriores debió agregarse la
agricultura de temporal, que dependía de las lluvias de verano e invierno: maíz,
calabaza y frijol. Comienza, así, una etapa de paulatina sedentarización y de una
tendencia hacia la mayor importancia de la agricultura como fuente principal de
alimentos, que se traducirá en la construcción de estructuras más definitivas de
ocupación habitacional como las terrazas y casas en foso en el siguiente periodo (800-
1150 d.C.). Es posible que solamente durante la última fase Trincheras (1300-1450), de
agricultura más intensiva, encontremos un patrón de asentamiento permanente, a lo
largo de todo el año.
Durante las primeras fases, el establecimiento de los campamentos implicaba la
reunión anual o estacional de diversos clanes, pertenecientes al mismo grupo. La
actividad productiva fundamental giraba en torno a la recolección masiva de los
productos de la estación referidos, a los que en una etapa posterior se agregarán los
cultivos de verano. La congregación de los diversos clanes posibilitaba y favorecía la
realización de rituales asociados con dos temas principales: a) propiciar la lluvia y la
abundancia y b) reiterar las alianzas de los clanes que aseguraban la fuerza del grupo y
de ahí la hegemonía sobre el territorio, el mantenimiento de una paz relativa y la
posibilidad de la cooperación en gran escala para las tareas necesarias al bienestar
común. La producción de grabados rupestres debió de haber jugado un papel
fundamental en las prácticas religiosas colectivas, gracias a su visibilidad (exhibición),
permitía justificar un reclamo grupal sobre el territorio y permitía hacer palpable y
duradera la alianza entre los clanes del grupo.

533
CONCLUSIONES

I
Desde la perspectiva de los problemas que plantea el estudio de las
manifestaciones gráfico-pictóricas rupestres en el noroeste de Sonora, resulta necesario
estructurar un panorama general del asunto, que permita situarlas en un contexto
regional e histórico-cultural más amplio, debido a que se hallan en la región norte del
continente americano con la mayor concentración de arte rupestre; comprende: el
suroeste de los Estados Unidos, la Gran Cuenca, California y el norte de México.
Dentro de esta gran región los movimientos migratorios y los contactos interculturales
fueron muy importantes, desde los periodos más tempranos de poblamiento lo que
implica que las diversas culturas de la región Noroeste/Suroeste compartieron
importantes aspectos culturales. Es por eso que, no obstante la complejidad de la
historia local, es posible observar ciertos patrones comunes que rigen la producción de
arte rupestre en el noroeste de México y el suroeste de los Estados Unidos de América.
Su producción en esta gran región abarca lapsos de tiempo muy extensos. Desde
la perspectiva de su ubicación en un rango temporal, podemos concluir que, a pesar de
que existen algunos ejemplos de manifestaciones gráfico-pictóricas rupestres atribuidas
a grupos humanos del Pleistoceno, el grueso de las más antiguas se concentra en el
periodo Arcaico, su producción continua a lo largo de toda la época anterior al contacto,
en menor medida, durante el periodo histórico y, en algunos pocos casos, se extiende
hasta el presente.
Entre los patrones comunes que caracterizan al arte rupestre del
Noroeste/Suroeste, destacamos los más significativos. Se realizan sobre soportes de
diversos tipos de piedra (arenisca, basalto o granito) ubicados en afloramientos rocosos
en laderas de cerros y montes, en farallones o en abrigos rocosos poco profundos. Son
visibles desde el paisaje circundante. Se realizan en sitios fuertemente significativos, ya
sea porque se hallen cerca de recursos alimenticios; sitios propicios para la caza o la
recolección; sitios propicios para la agricultura de temporal; sitios con fuentes naturales
de agua, permanentes o estacionales; sitios ubicados en rutas importantes de tránsito
cíclico, como rutas hacia el mar, rutas cíclicas de caza y recolección, rutas de
intercambio. Comúnmente se les ha considerado lugares sagrados, donde se llevan a

534
cabo eventos rituales o son sitios venerados por considerarse lugares donde ocurrieron
sucesos míticos. En la mayoría de los casos se combinan dos o más de estas variables.
Los motivos de las pinturas rupestres y los petrograbados son: antropomorfos,
zoomorfos y abstractos. En la mayoría de los casos, aparecen combinaciones de los tres
tipos de motivos en un mismo sitio. El estilo del dibujo es fuertemente esquemático y
simplificado, haciendo abstracción de todo detalle realista. Cada estilo genera un
repertorio iconográfico limitado de figuras y tipos claramente definidos.
El carácter estructurado del arte rupestre parece ser una constante muy extendida
en diferentes áreas del planeta y que, por lo menos dentro del ámbito de ciertas culturas
de cazadores-recolectores, agricultores tempranos o de sociedades basadas en sistemas
de economía mixta, presenta patrones semejantes, muy definidos. La observación
reiterada de patrones característicos en la producción del arte rupestre nos conduce a la
conclusión de que éste constituye una construcción cultural estructurada y que esa
estructura puede ser mostrada por el análisis sistemático.

La agricultura aparece en Sonora durante el periodo Arcaico Tardío/Agricultura


Temprana (1500 a.C. 150 d.C.) y está bien documentado por medio de diferentes
complejos artefactuales; La Playa es el sitio más importante del noroeste de Sonora para
el estudio de este periodo. Acerca del complejo cultural Trincheras podemos afirmar
que, alrededor del periodo: 200-700 d. C. comienza a formarse en la región de los valles
fluviales de los ríos Magdalena-Altar-Asunción/Concepción un complejo cultural
caracterizado por una economía mixta, basada en la producción agrícola, que
complementa su dieta con la recolección de productos vegetales silvestres y la cacería;
desarrolla adaptaciones específicas a cada micro-región. Esa tradición tiene fases muy
definidas de desarrollo que pueden observarse tanto en los patrones de asentamiento
como en los restos de utensilios y de las construcciones arquitectónicas. Entre el 750 y
el 1450 la tendencia es hacia una creciente complejidad.
A partir del periodo comprendido entre el 800 y el 1150 parece haber un
crecimiento económico, que sería consecuencia del aumento de la productividad y se
traduciría en un incremento de la población, en la diversificación de las actividades, en
el aumento del número de los asentamientos y en el mayor tamaño de éstos.
La construcción de las terrazas en los cerros parece pertenecer a este periodo y
es un indicador de un nivel más alto de organización social, debido al gran esfuerzo
colectivo que supone su construcción, y al conjunto de conocimientos especializados de

535
ingeniería, agricultura y observaciones astronómicas sistemáticas que requiere. El
predominio de la agricultura supone una amplia gama de conocimientos sistematizados
no sólo de agronomía, también astronómicos: los relativos a observaciones del
calendario para definir las fechas de las actividades agrícolas, así como de los
movimientos solares que permitieron controlar los grados de insolación de los cultivos y
los aspectos climatológicos que tienen una relación directa con la productividad de los
recursos alimenticios, ya sean silvestres o cultivados. Asociado directamente con este
aspecto están las actividades rituales, vinculadas directamente con el ciclo agrícola, las
cuales precisan, también, de fechas bien definidas.
Por otra parte, la probable representación de astros y fenómenos astronómicos en
los grabados rupestres de ciertos sitios de trincheras, el uso ceremonial de ciertas
estructuras arquitectónicas y, en particular, la posible orientación astronómica de ciertas
estructuras arquitectónicas y de ciertos paneles con grabados rupestres, confirmarían la
aplicación práctica y el uso religioso de los conocimientos astronómicos.
Varios indicadores relacionados con la cerámica, los objetos de concha y el
análisis comparativo de diseños pintados en la cerámica y los grabados rupestres
parecen atestiguar diversas formas de intercambio con las vecinas culturas de Arizona
(hohokam) y Chihuahua (Casas Grandes). Durante la transición a la fase Realito (1300-
1450) ocurren cambios drásticos en el patrón de asentamiento que pueden significar no
sólo el abandono de ciertos sitios de cerros de trincheras y la construcción de nuevos,
sino la mayor concentración de la población en sitios mayores y más densamente
poblados, así como el mayor control colectivo e institucional de la población, la
realización de ceremonias colectivas masivas, la mayor diferenciación social y el
predominio de ciertas élites, relativamente privilegiadas, sobre el conjunto de la
población.
Posteriormente al 1450, por causas aún no comprobadas de manera científica los
cerros de trincheras fueron abandonados. Las ocupaciones posteriores se caracterizan
por un significativo cambio en los restos de artefactos, en los restos de las estructuras
arquitectónicas y en los patrones de asentamiento, mismos que han permitido definir un
conjunto de materiales protohistóricos atribuido a grupos culturales distintos o
posteriores al complejo Trincheras, particularmente los o’odham.
El conjunto de la evidencia arqueológica reunida hasta ahora parece indicar que
la Cultura Trincheras del noroeste de Sonora es un desarrollo local a partir de una

536
población previamente asentada en el lugar, sin embargo, la discusión sobre su origen
continúa.
La Cultura de Trincheras se levantó sobre la base de una tecnología sofisticada e
inteligente que suponía conocimientos muy detallados de los factores ambientales,
climatológicos, agrícolas y astronómicos. Gracias a éstos y valiéndose de recursos
materiales proporcionados por el Desierto de Sonora, fue posible aprovechar al máximo
los recursos vegetales y animales que ahí se encontraban y adaptar exitosamente la
agricultura a esas difíciles condiciones. Se creó, de esa manera, una economía
sustentable que permitió la existencia de una población muy numerosa en torno a ciertos
centros nucleares, dispersos a lo largo del sistema fluvial de los ríos Magdalena-Altar-
Asunción/Concepción.

II
Enfrentar en términos teóricos el problema de los procesos de formación de la
identidad grupal y personal exige, en principio, entender a la cultura como una
construcción simbólica, o mejor, como una compleja articulación de redes simbólicas.
El ser humano no puede enfrentarse con la realidad de un modo inmediato, trata a la
realidad física sólo por mediación de las construcciones simbólicas del lenguaje, el
mito, el arte, la magia y la ciencia. La cultura es una compleja red de sistemas
simbólicos creados por el ser humano, así, el análisis de la cultura ha de ser una ciencia
interpretativa en busca de significaciones. Gracias a ese conjunto de sistemas
simbólicos, los seres humanos se comunican, perpetúan y desarrollan sus conocimientos
y sus actitudes frente a la vida.
Los diversos sistemas simbólicos que componen la cultura: el sistema de creencias,
la estructura política y las formas de organización económica están articulados de manera
compleja, determinándose, recíprocamente. Este asunto nos lleva a reflexionar sobre la
complejidad que existe en las relaciones que se establecen entre las formas simbólicas y las
formas que adquiere la actividad social. Sistemas simbólicos y sistemas sociales se
sustentan unos a otros.
Respecto de la formación de la identidad, la cultura tiene una doble función:
simbólica y práctica. Se construyen los sistemas simbólicos que permiten la creación de
una colectividad en torno a metas colectivas definidas, creencias, conceptos y
representaciones de la realidad (símbolos colectivos ↔ imaginario compartido) y prácticas

537
de grupo (rituales ↔ vida cotidiana). A partir de esto se crea una noción gregaria y una
especie de juramento colectivo que unifica, que crea un sentido de pertenencia a un
proyecto, a un destino común. Simultáneamente, este sistema de identidad colectiva es un
medio por el cual el grupo social se diferencia de los otros.
Las culturas crean sistemas de identidad referidos a su proyecto colectivo. Para
ello producen estructuras y códigos sociales particulares, desarrollan sus propias formas
de pensamiento. Estructuras sociales y sistemas simbólicos organizan y dan sentido a la
vida colectiva: dotan de forma y significado a un ethos compartido. El establecimiento
de códigos de comportamiento y de un sistema interpretativo común, sirve para
identificarse con un colectivo en continuo proceso de formación y re-constitución.
Una de las tareas fundamentales de toda cultura es la creación de un sentido de
pertenencia al grupo social: de una identidad colectiva, de ahí que debamos plantear
como un problema teórico importante, estudiar las relaciones que existen entre
imaginario social e identidad colectiva. Las formas de identidad colectiva que
construyen las culturas suponen la creación de valores que van a definir los parámetros
de constitución de la verdad y lo verdadero, las reglas que rigen las relaciones sociales,
los ideales y metas que deben orientar a la colectividad, las ideas y creencias acerca de
la vida, a partir de las cuales se evalúa su sentido.
Las culturas generan e instituyen procesos de identidad, referidos siempre a su
proyecto colectivo. Producen categorías de pensamiento propias para comprender sus
propias prácticas colectivas: su historia, su manera de organizarse, social y
políticamente; crean valores trascendentes que van más allá de las necesidades
inmediatas y dan sentido a la vida colectiva. La cultura establece distinciones en la
realidad que suponen formas diversas de organizar la vida, de concebirla e interpretarla.
Detrás de toda cultura podemos encontrar una cosmovisión, una ontología que, a su vez,
supone un horizonte de pensamiento determinado histórica y culturalmente. Las ideas
maestras de una cultura pueden inducirse a partir de los enunciados presentes en el
discurso, de las imágenes materializadas en su arte y a partir del análisis sistemático de
la cultura material. Para comprender el horizonte epistémico de una cultura hace falta
una hermenéutica con una perspectiva más amplia que permita comprender ese
horizonte: un metalenguaje que ponga en evidencia la lógica del lenguaje que se estudia,
en este caso: la cosmovisión que fundamenta la construcción de la identidad cultural de
cada grupo.

538
En toda cultura existen estructuras básicas del pensamiento que han funcionado,
a lo largo de su historia y que, a pesar de haber sufrido innumerables transformaciones,
conservan ciertas características definidas. Esas estructuras han servido en distintos
momentos para dar respuesta a las interrogantes fundamentales que los seres humanos
se han planteado acerca de la vida y su sentido. Al proporcionar los instrumentos
básicos de conocimiento e interpretación de la realidad, determinan las formas de
concebir la vida e interpretar al mundo, están en la base de los procesos por medio de
los cuales se forman la identidad colectiva y personal. Su adquisición y uso tienen un
carácter eminentemente social, inscritos en el interior de los rituales que constituyen lo
fundamental de la vida comunitaria.
Las estrategias de creación de identidad se sustentan en conjuntos estructurados
de códigos que operan a la manera de un conjunto referencial, a través del cual los
miembros del grupo interpretan la realidad. Ese conjunto referencial se basa en distintas
formas de redundancia simbólica. Todo grupo social tiene la necesidad de crear un
lenguaje común, una misma terminología, vinculada, directamente con el sentido que
adquiere la actividad grupal. Por medio de la comunicación, los grupos desarrollan
juicios compartidos acerca del significado de sus acciones pasadas, presentes y futuras.
El cuerpo colectivo de la identidad se pone de manifiesto mediante el discurso,
la experiencia práctica y la producción material de una cultura. Si las relaciones sociales
pueden ser vistas como relaciones práctico-discursivas, podemos comprender cómo las
diversas culturas construyen su figura grupal y social a través de la actividad colectiva,
el discurso, la cultura material y su relación con el paisaje. La identidad se crea y recrea
en el proceso práctico-discursivo: produciendo, constantemente, sentidos, al interior de
la vida comunitaria. El mundo real, lejos de ser algo puramente objetivo, está construido
también sobre la base de los hábitos lingüísticos de cada grupo cultural y en función de
eso, de sus hábitos de pensamiento.
En la construcción del sí mismo, en la construcción comunitaria, lo que se forma
y transforma es el imaginario y el contexto práctico-material que moldean la figura del
grupo. El grupo es determinado por los códigos culturales: el discurso, las relaciones
sociales y los objetos; a su vez, el grupo social, como entidad activa y consciente,
determina y transforma los códigos culturales: se trata de procesos simultáneos y
complementarios.
La formación de la identidad funciona también como un sistema de control
social y político. En casos extremos, el imaginario colectivo puede llegar a convertirse

539
en un universo concentracionario que obliga a la constante referencia a unos conceptos,
valores, códigos y rituales que se refuerzan, permanentemente, encerrando a sus
miembros en un sistema de regularidad, relativamente cerrado y artificial. De cara a esta
institucionalidad concentracionaria, se establece una relación entre imaginario colectivo
y control político donde la coerción es la forma extrema, mientras que la integración
voluntaria es lo deseable. De cualquier forma que se constituya la institucionalidad
política, de manera laxa o estricta, ésta implica, necesariamente, un sistema de
regulación y control de la vida cotidiana, un orden reglamentado de la reproducción
social, sometido a los valores morales, sustentados por la cultura.
Los procesos de formación de la identidad establecen distinciones específicas
que diversifican las identidades en un abanico de pluralidad. La primera distinción
básica se da entre: mismidad y otredad. La edad, el género, el parentesco, la etnicidad,
la división social del trabajo, las diferencias y jerarquías sociales, la religiosidad son
algunas de las construcciones sociales que generan formas particulares de constitución
de la identidad. Los seres humanos podemos desarrollar lógicas imaginarias comunes y
el mismo tipo de emociones, al hacerlo, interiorizamos representaciones simbólicas de
la realidad, acerca de lo que somos cada uno de nosotros y, en consecuencia, nos
identificamos con otros. También damos origen a percepciones de la realidad y modos
particulares de concebirnos a nosotros mismos que nos diferencian de los demás y que
luego habrán de definir nuestra manera de relacionarnos con los otros, con nosotros
mismos y con el mundo. Construimos distintas identidades en el proceso de vivir y
conocer el mundo.
Los procesos diferenciales de formación de la identidad comprenden factores
fijos y factores cambiantes, así, la identidad se pone a prueba todos los días: se
confronta con referentes relativamente estables de la cultura y referentes que pueden
redefinirse o transformarse al interior de las prácticas sociales. Lo que da forma a los
grupos de identidad se asocia, por ejemplo, a referencias temporales (experiencias
compartidas por grupos generacionales) y referencias espaciales (habitar un mismo
lugar y conocer una topografía común). Estos dos aspectos aparecen la mayor de las
veces, plasmados en las narrativas comunitarias. Vivir y habitar un espacio de manera
común hace a los grupos, los une y, a la vez, los separa y distingue de los demás.
Nuestro modo ser en la tierra está definido por nuestro modo de habitar. Existir como
ser humano significa estar en la tierra como mortal, significa habitar.

540
En la mayoría de las sociedades tradicionales la formación de la identidad de
cada persona y la posibilidad de que ésta sea capaz de desarrollar un sentido fuerte de
pertenencia a su comunidad, se logra por medio de elaborados y dramáticamente
significativos rituales de iniciación. La principal función de los ritos de iniciación es
enraizar la vida humana en un Cosmos y su orden arquetípico, dentro del cual se sitúa a
la comunidad humana y a la persona.

Los artefactos y construcciones pertenecientes a la cultura material de una


sociedad, más allá de su carácter útil, de su función y de su pertenencia a un momento
histórico específico, son también portadores de los componentes simbólicos que definen
la identidad de un grupo social. Más allá de sus funciones tecnológicas, los artefactos
forman una vasta red de símbolos que nos hablan acerca de infinidad de detalles de la
vida social: las jerarquías, el comportamiento socialmente aceptado, las imágenes que
las personas y los grupos humanos se forman de ellos mismos, los hábitos de vida, las
modalidades que adquiere su imaginación creadora. El problema radica en descubrir las
distintas formas por medio de las cuales las cosas y las construcciones pertenecientes a
la cultura material de una sociedad determinada pueden mostrar los componentes
simbólicos que sustentan la especificidad cultural de los grupos sociales y la vida activa
de las personas que los conforman. Nuestra relación con las cosas está mediada por
diversas formas de pensamiento que están insertas dentro de las tramas de significación
de los diversos sistemas simbólicos (técnico, artesanal, artístico, económico, político,
religioso). Nuestra relación con otros seres humanos y con el mundo está mediada por
las cosas.
Desde la perspectiva de la construcción de identidad cultural, la cultura material
se puede separar en tres categorías: a) fuertemente controlada, empleada
instrumentalmente y con una importante carga simbólica que forma parte de una red de
relaciones de poder; b) cosas cuyo significado está abierto a la negociación, pero que no
siempre son una cosa de uso constante; c) cosas poco significativas para una cultura
determinada y que están abiertas a la libre intervención de los agentes sociales.
Los procesos de formación de la identidad, asociados a la cultura material,
pueden estudiarse tanto en las formas culturales específicas que reviste su producción,
como en las maneras culturales de su uso, y en tanto medio y forma de relación con el
otro, por ejemplo, a través del don y el intercambio. En el primer caso veríamos que las
formas particulares de producir las cosas y el campo semántico de los significados

541
atribuidos a ellas, definen a un grupo y lo caracterizan singularmente, otro tanto
ocurriría con las formas culturales que reviste su uso y con los valores que se atribuyen
a las cosas usadas y a las que forman parte de un don o se destinan al intercambio. La
forma concreta que adopta esta mediación está definida histórica y culturalmente, de ahí
que implique complejas relaciones simbólicas y afecte los procesos de construcción de
la identidad personal y colectiva.

De la misma manera que la fabricación de los diversos utensilios, la edificación


de estructuras arquitectónicas es una construcción simbólica. En un sentido más general,
el pensamiento simbólico se proyecta sobre el paisaje.
Desde su nacimiento, el ser humano se ubica espacialmente, lo que implica la
coordinación de la percepción, de los estímulos sensoriales y de la motricidad para
entender las nociones y relaciones básicas, implicadas en la experiencia corporal-
sensorial del espacio: la forma, la distancia, el movimiento, lo lleno y lo vacío.
Cada cosmovisión tiene que definir sus nociones de espacio: su cosmología. A
partir de la formación de imágenes mentales, se construyen los modelos conceptuales
del espacio. La arquitectura es una estructura cultural que, al ser interpretada, permite
entender ciertos aspectos de las tradiciones, las prácticas rituales y los conceptos
cosmológicos de una cultura.
La transformación del paisaje no radica sólo en su modificación física, sino,
especialmente, en su cambiante significación. La cultura enseña como ver y entender el
espacio. Existen definidos estratos instrumentales y simbólicos asociados a la
transformación cultural del paisaje, al que corresponden diferentes formas histórico-
culturales de vivir y habitar. Las diferentes lenguas conllevan diferencias fundamentales
en la manera de concebir y describir la orientación espacial; corresponden a
comportamientos cognitivos diferenciales que se expresan de manera sistemática. El
concepto de paisaje implica no sólo sus aspectos materiales sino, también, y de manera
sustantiva, los aspectos imaginarios que se proyectan sobre el espacio: el simbolismo
del paisaje.
El espacio habitable se construye a la manera de un microcosmos que refleja
aspectos decisivos del esquema cosmológico. La cosmogonía se reitera, ritualmente, de
manera cíclica, en el espacio sagrado, uniendo Tiempo y Espacio. Los símbolos
permiten abolir la fragmentación y aislamiento de los lugares, los seres y las cosas;
introducen claridad y orden en la vida; relacionan y estructuran las dimensiones de la

542
existencia en un Cosmos. Los símbolos se sustentan en y, a su vez, fundan la
correspondencia que liga entre sí todos los órdenes de la realidad.
El ser humano se hace uno con el Mundo, no sólo al proyectar su pensamiento
simbólico sobre el paisaje, sino, también, por el procedimiento inverso: al introyectar la
naturaleza, el universo, dentro de sí. Todo sistema cosmogónico ha implicado la
conciencia del hombre de formar parte del Universo, de la Tierra, junto con todos los
otros seres vivos. La dimensión ontológica del mito se encarga de poner de manifiesto
esta conciencia por medio de narrativas míticas y eventos rituales sustantivos para la
vida humana, como los ritos de paso, entre los cuales, resultan particularmente
significativos, los rituales de iniciación.
El entorno posibilita la vida social y ésta, a su vez, conforma y transforma el
paisaje. No obstante, el entorno resiste la acción humana: el paisaje no es una entidad
pasiva. En todas las épocas existe una interacción compleja entre paisaje y cultura. Ni el
medio natural determina absolutamente la cultura, ni el ser humano domina por
completo al entorno natural. La acción del hombre sobre el paisaje es una acción que se
da en el tiempo y que, en ese sentido, está sujeta a la variabilidad cultural e histórica y a
la acción transformadora de las dinámicas de los fenómenos naturales. Incluso en
términos epistemológicos, resulta problemático separarlos, pues están ontológicamente
unidos: son una misma realidad. El ser humano sólo puede existir dentro de un cosmos
que, a la vez, lo produce y es su producto.
El territorio opera como un símbolo por medio del cual se define el espacio propio
y el de los otros; un símbolo a través del cual se crea la imagen, la figura propia y la de los
otros. En el centro de numerosas estrategias de construcción de la identidad está la idea de
territorialidad. Para las sociedades fundadas en la religiosidad, el comportamiento
territorial tiene una profunda raíz mitológica, el espacio no es homogéneo, se proyecta
sobre el paisaje una geografía de lo sagrado; existen lugares sagrados diferenciados de
todo el resto de las tierras que no lo son. La conciencia diferencial del espacio está
íntimamente relacionada con la idea del hábitat como un lugar sagrado. La consagración
ritual del espacio habitable sobre el que se asienta una comunidad es un suceso religioso
de primordial importancia que equivale a una fundación del Mundo.

III
El arte rupestre del noroeste de Sonora posee cualidades que lo inscribe dentro
de un concepto de arte que podemos definir, partiendo de un conjunto de características

543
culturales específicas que nos permiten llegar a un nivel de concreción bien fundado.
Este arte sólo cobra sentido al interior de un campo semántico más amplio, que excede
lo meramente estético y comprende el conjunto de prácticas rituales y sistemas míticos,
que conforman la noción de lo sagrado, dentro de su cultura. Las funciones utilitaria,
mítica, ritual y estética, lejos de oponerse entre sí, se complementan: son
interdependientes. Este arte es eminentemente simbólico y, esta cualidad es la que le
permite compartir ya sea, entre los miembros de la comunidad o de los especialistas
rituales iniciados, los elementos simbólicos y arquetípicos que aparecen en su
cosmovisión cultural.
En tanto que esta forma de arte está inserta en el pensamiento mágico-mítico y
sus prácticas rituales, su función principal es la de ser vehículo de energías propias que
tienen el sentido de potenciar la experiencia religiosa profunda. Desde este punto de
vista, podemos entender que la producción artística opera a partir de una lógica que está
en función de su servicio al ritual mágico-religioso. El arte, así considerado, es casi
siempre rito, ya sea objeto, gesto o sonido, no está decantado en un soporte neutral y no
es algo separable de las cosas útiles o de significación simbólica.
El valor estético no se opone al sentido espiritual, sino, le sirve de medio idóneo
de expresión. Junto con el canto y la recitación ritual de las tradiciones míticas orales, el
arte rupestre forma parte de un tipo de práctica cultural que tiene que ver con enunciar,
mostrar y explicar las cosas verdaderas: los conocimientos esotéricos profundos. En el
contexto mítico-ritual, el arte de la palabra, el arte del canto, el arte de la imagen, el arte
de la música y de la danza son, todos ellos, los medios propios de la revelación, los
sustratos materiales a partir de los cuales se hace presente la verdad de lo sagrado.
Dentro del universo mágico-mítico en el que situamos al arte rupestre que
estudiamos, las formas adquieren sentido al evocar la realidad profunda del mito, que
aparece en la visión extática del especialista de lo sagrado, y la hacen patente en el
mundo. La forma estética en la que se materializan las representaciones gráficas y
pictóricas de los motivos mágico-religiosos son los símbolos que dan forma a la
dimensión sagrada que sustenta todo lo que existe. Son la manifestación visible de lo
invisible. La forma se altera en función de las necesidades de simbolizar y de revelar los
atributos de lo espiritual por medio de estilizaciones específicas. El arte rupestre que
estudiamos posee las cualidades que acostumbramos atribuir a las obras maestras de
arte: una afirmación de dominio del oficio artístico y de excelencia estética que
trasciende las particularidades culturales y los límites temporales y espaciales.

544
El hecho de que la función estética esté subsumida dentro de un conjunto
simbólico y funcional más amplio, no indica que no haya sido fundamental y un aspecto
intrínseco de su producción. La maestría en el oficio artístico y artesano, así como la
excelencia estética en la producción de ciertos objetos y obras de muy distintos tipos,
lejos de haber sido algo ajeno a las culturas prehispánicas de América, era uno de sus
rasgos distintivos.
Los grabados rupestres de los sitios de Trincheras, particularmente los de La
Proveedora, el Cerro San José, El Deseo y La Nana, poseen un componente estético que
se manifiesta en su excelencia y perfección formal, las que suponen dificultades
técnicas de producción de tal complejidad, que implican un largo y cuidadoso proceso
de aprendizaje técnico, de carácter artístico o artesanal. Debido a la inserción del arte
rupestre dentro de un conjunto de prácticas rituales y sistemas mitológicos, el grabador
tenía que estar familiarizado con la simbología religiosa y las prescripciones rituales,
asociadas a la producción de pinturas y grabados rupestres, además de la necesidad de
desarrollar las capacidades y destrezas técnicas.
La sofisticación que en muchos casos muestran las pinturas y grabados rupestres
de la gran región del noroeste de México y el suroeste de los Estados Unidos, desmiente
las interpretaciones evolucionistas que atribuyen una “simplicidad primitiva” a las
sociedades que las produjeron y muestran que la verdadera maestría técnica y estética
hace evidente la correspondencia entre un sistema simbólico complejo a nivel de la
religiosidad y un sistema artesanal-artístico desarrollado.
A la hora de definir a las manifestaciones gráfico-pictóricas rupestres, no
podemos olvidar que los soportes rocosos sobre los cuales se encuentran éstas, están
situados en un entorno natural y, por ello mismo, su producción constituye una forma de
acción consciente para modificar simbólicamente el paisaje. El simbolismo del paisaje
es una característica fundamental, asociada a la producción de pinturas y grabados
rupestres, tanto en el Noroeste/Suroeste como en muchas partes del mundo, y se
encuentra ampliamente documentado por la etnohistoria y la etnografía.
Uno de los factores decisivos que definen al arte rupestre es su ubicación en
substratos geológicos, es decir, su ubicación en el paisaje natural, lo que implica que el
arte rupestre es una forma de “arte del paisaje”. Esa característica implica la necesidad
de definir al arte rupestre también a partir de su atributo contextual y, en ese sentido, ser
congruentes con los principios básicos del análisis simbólico, para el cual, la
importancia simbólica del contexto es fundamental. Partiendo tanto del análisis de los

545
sitios con arte rupestre, desde la perspectiva de la arqueología de paisaje, como de los
registros etnográficos y etnohistóricos, puede hablarse con toda claridad de cuatro
niveles de simbolismo, articulados de manera compleja: el del motivo, el del panel, el
del sitio con arte rupestre y el simbolismo general del paisaje. Podemos, además
caracterizar al sitio con arte rupestre como un lugar destinado para el ritual y situado
dentro de un paisaje con un simbolismo específico. Así, se ha constatado que factores
como la ubicación en el paisaje, los atributos geomorfológicos y los frentes rocosos de
los paneles, poseían, en sí mismos, un significado simbólico, tan importante como el
significado de los propios motivos. De tal forma, es la asociación simbólica: paisaje-
sitio-panel-motivo la que permite potenciar el significado pleno del arte rupestre. En
numerosos casos, a esos tres factores les podemos añadir la orientación astronómica,
como un elemento, igualmente importante, en cuanto a su simbolismo.

Los grabados y las pinturas rupestres no pueden ser definidos o considerados de


la misma manera que un útil o herramienta cualquiera y que, en ese sentido, debe
establecerse con mayor rigor el tipo de práctica social que les dio origen. En tal sentido,
la información que aportan la etnografía y la etnohistoria juegan un papel fundamental
en la definición precisa del tipo de actividades implicadas en la producción de
manifestaciones gráfico-pictóricas rupestres, luego, esa información debe confrontarse
con la evidencia arqueológica.
Así, podemos concluir que cada sitio tiene sus particularidades que deben ser
observadas con atención y obedecen, en cada caso, a procesos culturales concretos y
diferenciados. Este tipo de información apoyará el trabajo de registro, que debe partir de
un cuidadoso y extenso recorrido de superficie del sitio, de manera que sea posible ir
estableciendo el lugar del arte rupestre dentro de la estructura espacial del paisaje, de los
dispositivos culturales y dentro de la dinámica temporal del sitio.
En particular, para los sitios arqueológicos de La Proveedora, el Cerro San José,
El Deseo y La Nana, situados en las cuencas del río Asunción y del río Magdalena,
podemos definir patrones característicos. Los grabados rupestres se realizaron sobre
soportes de piedra (granito) ubicados en los afloramientos rocosos en laderas de los
cerros de origen volcánico. Son visibles desde el paisaje circundante. Los sitios son
fuertemente significativos, se hallan cerca de recursos alimenticios: eran lugares
propicios para la caza, la recolección, la agricultura de temporal y cuentan con fuentes
naturales de agua, principalmente, estacionales. Están ubicados en las importantes rutas

546
de tránsito hacia el mar, hacia la Sierra Madre Occidental y hacia el sur de Arizona, ruta
que se estructura en función de la cuenca de los ríos Magdalena-Altar-
Asunción/Concepción, que a la vez debe de haber sido, en sus orígenes, una ruta cíclica
de caza y recolección, más tarde de intercambio y peregrinación. Muy probablemente,
los sitios eran considerados lugares sagrados, donde se llevaban a cabo eventos rituales,
sin embargo, no podemos saber si eran venerados también por considerarse lugares
donde ocurrieron sucesos míticos.
Los motivos de los petrograbados son: antropomorfos, zoomorfos y abstractos
(geométricos y biomorfos); en la mayoría de los casos, aparecen combinaciones de los
tres tipos de motivos en todos los espacios de los sitios donde se concentran los
petrograbados. El estilo del dibujo es fuertemente esquemático y simplificado, haciendo
abstracción de todo detalle realista. Este estilo generó un repertorio iconográfico
limitado de figuras y tipos claramente definidos.
Desde el punto de vista de lo que puede arrojar la analogía etnográfica, resulta
fundamental estudiar la dinámica interna de los procesos culturales de producción de
pinturas y grabados rupestres: quién y cómo los hizo; técnicas, herramientas y
materiales empleados; inserción de los procesos dentro de las actividades mágico-
religiosas de los especialistas rituales, dentro de las prácticas rituales de sociedades
secretas o grupos especializados, como los clanes con derechos sobre ciertos tipos de
rituales, así como de las formas de participación del conjunto de la comunidad.
Debe prestarse especial atención a las asociaciones culturales: el lugar que
ocupan las prácticas rituales en las que se inserta la producción de pinturas y grabados
rupestres dentro de la vida social y su relación con otros aspectos de la cultura material.
Características de los procesos de deposición de los materiales arqueológicos en el sitio.
Secuencias cronológicas de los restos arqueológicos y su ubicación dentro del
entramado histórico. Ubicación del sitio en relación con el paisaje, con los tipos de
asentamiento y uso de los recursos naturales; ubicación del sitio dentro de la región
cultural.
La interpretación hermenéutica de los paneles grabados o pintados debe tener
como punto de partida al análisis formal, estilístico, simbólico y temático de arte
rupestre, así como de las técnicas de manufactura. El registro arqueológico puede cubrir
las unidades observables, planteadas en la metodología de interpretación: 1) elementos
abstractos constitutivos de la estructura visual (forma, color, cualidades materiales,
técnicas de manufactura, composición); 2) identificación de secuencias complejas:

547
estructura arqueológica, patrones de distribución, relaciones con el paisaje, cultura
material asociada; 4) elementos simbólicos de la cultura; relaciones semánticas de las
unidades mínimas, de las secuencias y de los conjuntos complejos, considerados tanto
individualmente, como desde la perspectiva de sus interrelaciones y de su posible
unidad; relaciones con el entorno natural.
La compleja integración y red de interacciones entre la sociedad y sus miembros
individuales, en los términos de estructura y agencia, se ha convertido en un problema
central de la moderna teoría social, en general, y de la arqueología, en particular.
Podemos concluir, que los seres humanos no somos simples peones en un tablero,
determinados por un sistema, sino que usamos todos los medios a nuestro alcance,
incluyendo el simbolismo de la cultura material, para crear nuevos roles, redefinir los ya
existentes y negar la existencia de otros.
La definición de las funciones que ha jugado la producción de pinturas y
grabados rupestres implica reconocer, en primer término, la complejidad del sistema de
funciones en el que se debieron situar, lo que descarta las aproximaciones simplistas y
reduccionistas que tienden a limitarse a una perspectiva unifuncional. Pensamos que las
diversas funciones atribuidas a estos vestigios arqueológicos no son excluyentes entre
sí, que debieron tener varias funciones, simultáneamente. Podemos definirlas de la
siguiente manera:

F) Función mnemotécnica: sirven como un medio visual de representación que apoya,


con imágenes, los métodos de memorización de las tradiciones orales, míticas y
rituales.
G) Función territorial o grupal: sirven para marcar un territorio que pertenece a una
tribu, clan o sociedad secreta que delimita su espacio, marcándolo con sus símbolos
y emblemas culturales.
H) Función ritual: forman parte de un evento sagrado que deja una huella ritual en un
espacio considerado como sagrado.
I) Función documental: forman parte de un sistema de representación que sirve para
registrar determinados eventos sociales y naturales. Tanto los eventos sociales como
naturales suelen formar parte de las narrativas míticas o terminan integrándose a
ellas, gracias al proceso constante de mitificación de la historia que se da en las
sociedades tradicionales.
J) Función cognitiva: permite conservar y transmitir cierto tipo de conocimientos.

548
La etnografía y la etnohistoria juegan un papel fundamental en la investigación
orientada a comprender el significado social del arte rupestre. Los registros etnográficos
más importantes serán aquellos que hayan podido observar la producción de arte
rupestre y entrevistar a quienes lo hacen, de modo que describan la forma de producirse
y expliquen su significado. En segundo lugar, tendrán valor los materiales etnográficos
que nos permitan conocer el pensamiento de los grupos actuales sobre el arte rupestre
del pasado, atribuido por ellos a sus antepasados, y que consideran que forma parte de
su propia tradición.
El tipo de práctica social que nos puede permitir comprender la unidad dentro de
la diversidad, en lo que al arte rupestre de los desiertos del Noroeste se refiere, es la
religiosidad, principalmente ciertas prácticas ceremoniales y los sistemas de creencias
asociadas a ellas: a) rituales de curación; b) ritos de paso, como las ceremonias de
iniciación al llegar la pubertad, c) rituales para favorecer la cacería, d) ceremonias de
petición de lluvia y abundancia de alimentos, d) prácticas de tipo chamánico de
obtención de poderes mágicos, manifestación de estados de trance en los que se da la
comunicación con los espíritus auxiliares y los antepasados; e) ritos de consagración de
un territorio o rituales cíclicos de renovación.
Hasta donde la etnohistoria y la etnografía nos permiten saber, en todas estas
prácticas religiosas han intervenido de manera destacada cierto tipo de especialistas
rituales que en cada comunidad llevan un nombre específico, entre algunos grupos, los
nombres hacen referencia al poder de curar o el término es sinónimo de “soñador” y
designan la capacidad de tener visiones y adquirir conocimiento a través del sueño,
también se les denomina como hombres de poder, en función de las capacidades que
desarrollan. En todos estos casos referidos, a pesar de las variantes regionales concretas,
se dan patrones de comportamiento comunes que permiten hablar de prácticas mágico-
religiosas de tipo chamánico.
La mayoría de las prácticas y creencias asociadas al complejo chamánico son
compartidas por los distintos grupos de la región, con diversas variantes. Una parte
substancial de la religión se centra ampliamente en especialistas rituales de tipo
chamánico, mas, como ha sido sugerido, a través de esta región, el complejo mágico-
ritual no es idéntico ni en su contenido ni en su interpretación de una tradición cultural a
otra.

549
Existen tres formas, ampliamente reconocidas de adquirir poder sobrenatural en
el suroeste de Norteamérica: sueños involuntarios, la búsqueda de la visión y la herencia
familiar. Ya sea como búsqueda deliberada o como suceso espontáneo, la visión
caracteriza a todas las tribus de cazadores de América del Norte, incluido el norte de
México. La visión interior será totalmente personal, dando origen a diferentes formas de
conocimiento y actividad, útiles a la comunidad. En algunos grupos se puede notar la
influencia del ceremonialismo agrícola y a la visión se le añaden ceremoniales más
complejos.
Las prácticas rituales de tipo chamánico y los estados alterados de conciencia
pueden haber sido en algunas regiones y momentos históricos una de las fuentes de
producción de arte rupestre pero, de ninguna manera, serían la única, constituyen, sólo,
una de las múltiples líneas heurísticas de investigación, entre muchas otras posibles.
Existe una diversidad más amplia de prácticas culturales que se asocian directamente
con la producción de grabados y pinturas rupestres, como la conmemoración cíclica de
un suceso mítico, el totemismo, la magia simpática, los rituales de paso, las ceremonias
de petición de lluvias y abundancia.
En relación con el modelo neuropsicológico de David Lewis-Williams podemos
concluir que aportó un conjunto de orientaciones heurísticas que permitieron iniciar una
reflexión sobre aspectos del arte rupestre del Paleolítico Superior, así como el de otras
regiones del mundo, que hasta entonces habían sido dejados de lado o no contaban con
un conjunto de hipótesis que propusieran una línea sistemática de comprensión. Esta
teoría logró, de manera acertada, centrar la atención de los investigadores en los
complejos mágico-religiosos, mostrando la decisiva importancia y relevancia que han
tenido cierto tipo de especialistas rituales en casi todo el mundo, en relación con
diferentes prácticas culturales como la curación de los enfermos, las ceremonias de
iniciación, los rituales asociados a la cacería, la adivinación y la profecía, la hechicería,
sin embargo, su vínculo directo con la producción de manifestaciones gráfico-pictóricas
rupestres es en muchos casos producto de la inferencia y no se puede demostrar.
Desde mi punto de vista, las categorías de entópticos y fosfenos, utilizadas por
esa teoría, no están bien fundadas etnográficamente y no existe una metodología
detallada que permita distinguirlos y diferenciarlos de otras figuras semejantes con un
significado cultural bien definido. En segundo lugar, en los contextos en los cuales
existe un rico acervo etnográfico, el modelo neuropsicológico resulta de muy poca
utilidad, en la medida en la cual lo único que permite identificar es la probable relación

550
de las manifestaciones rupestres con supuestos estados alterados de conciencia y ésta es
sólo una hipótesis difícil de probar. Resulta, por el contrario, mucho más productivo la
investigación cultural concreta, sustentada en la confrontación de los datos de la
arqueología con las aportaciones de la etnografía y la etnohistoria, así como de la
hermenéutica, para la interpretación de conjunto.
En ese sentido, puedo presentar distintos tipos de objeciones y alternativas a la
interpretación entóptica. En numerosos casos, las figuras definidas como fosfenos o
entópticas (zigzags, círculos anidados, rejillas, etc.) es muy probable que no obedezcan
a la representación directa de un estado alterado de conciencia (EAC) sino que esas
formas pueden haber sido trabajadas culturalmente y dotadas de nuevos significados
que ya no refieren la supuesta imaginería “percibida” en un EAC. Incluso, algunos
fenómenos como la repetición y yuxtaposición de figuras zoomorfas en el arte rupestre,
pueden obedecer a la finalidad de propiciar ritualmente la fertilidad y la abundancia,
más que a la de representar la sucesión y superposición de imágenes en un EAC.
Considero que en muchos casos la superposición indica el carácter sagrado del panel
rocoso y del lugar, de ahí la obligación de que ciertos motivos sólo se pinten o graben
en determinados paneles. Eso implicaría que la superposición ha sido el producto de la
repetición ritual de una misma práctica a lo largo del tiempo, por distintos sujetos, y no
la representación de lo percibido por un solo sujeto, en un estado alterado de conciencia.
A partir de las teorías sustentadas por autores como David Lewis-Williams,
Thomas Dowson, David Whitley y Jean Clottes, se ha creado una ortodoxia que
interpreta toda manifestación gráfico-pictórica rupestre como expresión de prácticas de
tipo chamánico y a la simbología representada, como figuras entópticas, producto de
visiones, surgidas en estados alterados de conciencia. Así, lejos de reflexionar sobre los
principios de método que sustentan este modelo interpretativo, los epígonos de la teoría,
a diferencia de sus autores originales que la han aplicado con una gran capacidad
interpretativa, aplican el modelo de manera repetitiva y mecánica a los nuevos ejemplos.
En algunos casos, predomina una aproximación abstracta y universalista que tiende a
dejar de lado los aspectos culturales concretos, por el contrario, la antropología trata de
la interpretación de la diferencia cultural, estudia de manera concreta los grupos
culturales para llegar a una descripción densa de sus sistemas simbólicos y sociales
específicos.
Las distintas manifestaciones gráficas y pictóricas rupestres se insertan en
complejos sistemas culturales y religiosos que de entrada descartan cualquier enfoque

551
unilateral y ponen en evidencia que las prácticas asociadas a su producción no pueden
ser comprendidas a partir de una sola hipótesis. Las pinturas y grabados rupestres tienen
diversas funciones y fueron producidas por diferentes grupos sociales con diferentes
finalidades, siguiendo procedimientos rituales y técnicos de variadas cualidades y
significados. No todos los ejemplos de arte rupestre se pueden explicar por el
chamanismo y los estados alterados de conciencia.
Las ideas que rodean a los especialistas rituales de tipo chamánico son tan
complejas y sutiles que requieren de todos los esfuerzos de los antropólogos que
trabajan con personas vivas, para descubrirlas y, aun así, existen muchos peligros de
malentendidos. Lo más probable es que los cazadores paleolíticos tuvieran chamanes en
sus comunidades, mas, la teoría no puede probarse.
Existe suficiente material etnográfico y etnohistórico que apoya las
observaciones de Whitley sobre la importancia de los especialistas rituales de tipo
chamánico y los estados alterados de conciencia, en la producción de pinturas y
grabados rupestres de California, incluyendo el uso sistemático de estimulantes como la
Datura, por los grupos chumash. Sin embargo, hasta ahora, no ha sido posible registrar
descripciones verbales de la imaginería que se presenta en los EAC, experimentados por
los especialistas rituales, pues sus prácticas se han mantenido en secreto.
En el caso de Lewis-Williams, no existen testimonios etnográficos directos,
relacionados con la visualización de fenómenos entópticos, sino que él los infiere del
análisis del arte rupestre de los san, a partir de su lectura de los testimonios de chamanes
tukano de Colombia, recogidos por el antropólogo Gerardo Reichel-Dolmatoff.
Lewis-Williams y Dowson siguieron ese mismo procedimiento para interpretar
el arte rupestre del Paleolítico Superior, buscando ejemplos de figuras y elementos
gráficos que fueran representaciones de fosfenos. Nadie ha podido demostrar que tales
hombres percibieran formas entópticas en el curso de sus actividades de tipo chamánico.
A pesar de la semejanza formal con entópticos, no existe suficiente sustento etnográfico
para la interpretación entóptica del arte rupestre, tal como Layton lo destaca. Las
imágenes percibidas en un estado alterado de conciencia no pueden ser interpretadas en
ausencia o fuera del contexto mítico particular de la cultura que las produjo. Es sólo en
los casos en los cuales los registros etnográficos permiten un acceso al significado de la
iconografía, que se hace posible comprenderla, así como el de las prácticas asociadas a
la producción de manifestaciones gráfico-pictóricas rupestres y el del simbolismo del
paisaje, atribuido a los sitios con arte rupestre.

552
El modelo propone una interesante línea de investigación en el caso del
Paleolítico Superior, dada la ausencia total de testimonios culturales, pero en el caso de
culturas donde existen registros etnográficos y etnohistóricos, la aplicación del método
pierde sentido. Integrar con mayor profusión los valiosos elementos culturales,
contenidos en las narrativas míticas de los grupos que estudian, llevará a que la
investigación logre dar un paso más allá.

IV
En relación con los grandes sitios de Trincheras en el noroeste de Sonora
concluyo que no se puede explicar la enorme tarea constructiva en los cerros
volcánicos: terrazas agrícolas, espacios domésticos, espacios ceremoniales,
observatorios, sistemas defensivos y arte rupestre, bajo las condiciones climáticas
extremas del desierto, sin que dicha construcción estuviera inmersa en un sistema
cultural complejo que proveyera a la comunidad con metas colectivas que trascendieran
la mera satisfacción de las necesidades inmediatas de alimentación, abrigo y defensa;
propósitos colectivos que, muy probablemente, estuvieron fundados en elaboraciones
culturales sofisticadas, las cuales debieron integrarse dentro de un sistema mitológico
complejo y materializarse tanto en esquemas cosmológicos como en conceptos
cosmogónicos. Toda religión elabora su propia cosmología.
Así, las formas y las relaciones espaciales (ubicación, orientación, distribución,
intervisibilidad y morfología) de las construcciones arquitectónicas construidas sobre
los cerros, además de obedecer a los fines prácticos definidos, son la expresión
simbólica de esquemas cosmológicos. Sistemas simbólicos que debieron haber jugado
un papel importante tanto en la selección de los sitios habitables como en su
configuración. La relación mítico-simbólica entre el paisaje y las estructuras
fundamentaría y daría origen a prácticas rituales específicas.
La organización cultural del paisaje en los cerros de trincheras no es casual ni
arbitraria, obedece a dos factores decisivos, presentes en los restos arqueológicos: 1) los
factores práctico-utilitarios que determinan una organización eficiente de los
dispositivos culturales, los cuales optimizan el acceso a los recursos naturales y el
desarrollo de las labores productivas y domésticas; 2) los aspectos religiosos, que
determinan una organización simbólicamente significativa de las estructuras y espacios
culturales. Lejos de oponerse, los dos factores se complementan y yuxtaponen en un

553
todo armónico, organizado de manera funcional, en términos prácticos y,
simbólicamente significativa, en términos religiosos.
Las decisiones que llevaron a la selección de cerros específicos deben de haberse
tomado, primero, en función de la relación directa que se establecía entre su presencia
monumental (tamaño, ubicación y geomorfología) y el carácter sagrado que se les
atribuía. En un segundo momento, la construcción de las estructuras sobre los cerros se
presenta como un acto deliberado para exaltar sus rasgos naturales de monumentalidad
y, en consecuencia, contribuye a poner de manifiesto el poder del grupo que las
construyó y su dominio sobre el territorio circundante, desde la cima.
Tanto en el caso del Cerro de Trincheras como en el de La Proveedora, el Cerro
San José y El Deseo, los aspectos referidos (tamaño, ubicación y geomorfología) deben
de haber jugado un papel simbólico decisivo para ser escogidos como lugares idóneos
para construir asentamientos, pues, además de los aspectos prácticos, la
monumentalidad natural de los cerros, su forma y color que destacan a kilómetros de
distancia, imponen una actitud de admiración y reverencia. Probablemente, fueron
primero sitios sagrados de peregrinaje ceremonial cíclico, espacios para las grandes
congregaciones estacionales y, sólo más tarde, lugares de habitación permanente.
Al interior de un sistema tal, el simbolismo de los cerros y lugares elevados
jugaría un papel fundamental y estaría estrechamente relacionado con los fenómenos
astronómicos observados, catalogados y sistematizados dentro de un sistema de
categorías cosmológicas-astronómicas. Podemos concluir que la astronomía cultural,
que implicaba cuidadosas observaciones astronómicas, formas específicas de
registrarlas, personas especializadas, encargadas de llevar a cabo estas actividades, una
relación directa del calendario con el ritual y con las actividades productivas, era común
tanto a Mesoamérica como al noroeste de México y al suroeste de los Estados Unidos.
La observación sistemática y repetida a través del tiempo de los fenómenos
naturales del medio ambiente permitía hacer predicciones y orientar el comportamiento
social, de acuerdo con estos conocimientos. Más aún, este tipo de saber daba origen a la
formación de especialistas que eran los depositarios de la función y de la autoridad,
tanto para interpretar los fenómenos naturales observados, como para definir los
tiempos y modalidades que debían adoptar las prácticas rituales, las actividades
productivas y la guerra.
Los rituales de petición de lluvias ponen al descubierto la relación que existía
entre los conocimientos que se tenían en relación con el ciclo del agua y el esquema

554
cosmológico tripartito del plano vertical del universo: Cielo-Tierra-Inframundo. A partir
de este conjunto de premisas podemos concluir que de la observación sistemática de los
astros, a la cual estaban asociados importantes aspectos de la arquitectura y el paisaje, se
derivaba un calendario preciso, íntimamente asociado con la agricultura.
El conocimiento detallado de otros fenómenos como el ciclo natural del agua y
su relación con el crecimiento de las plantas eran bien conocidos, mas, estos
conocimientos, lejos de expresarse en un lenguaje como el científico de hoy en día, eran
expresados por medio de un discurso religioso, pues la religión era la forma de
pensamiento que articulaba todos los órdenes de la realidad. Así, la expresión religiosa
de estos fenómenos daba origen a un conjunto de prácticas rituales, encaminadas a
asegurar las lluvias suficientes y adecuadas para los cultivos, el ritual era una petición
de abundancia, orden y armonía.
El esquema, además de explicar el ciclo del agua, permite definir las entidades
sagradas que intervienen en él y a las cuales los rituales deben dirigirse. Se confirma,
así, la asociación entre el simbolismo de los cerros y lugares elevados, la iconografía del
arte rupestre, las ceremonias de petición de lluvia, el esquema cosmológico tripartito y
los seres sagrados, propiciadores de la lluvia. No es necesario subrayar la importancia
del agua en estos sitios áridos, de escasas precipitaciones pluviales, sobre todo para
culturas con una fuerte impronta agrícola. De ahí, el tipo de ritual al que podían haber
estado asociados, serían los rituales del ciclo agrícola, en particular con la fiesta de
petición de lluvias, realizada en la fecha del solsticio de verano y la fiesta de la cosecha
en agosto.
La forma espiral de la concha del caracol marino que tienen las estructuras de
muros situadas en las cimas de la mayoría de los cerros de trincheras en la cuenca del
río Magdalena y del Asunción, y está presente de manera abundante en el arte rupestre,
se explicaría por la importancia simbólica que el mar y el caracol marino habrían jugado
en relación con la fertilidad y con el ciclo del agua y de los rituales de petición de
lluvias y abundancia. El probable acceso restringido al espacio de La Plaza del Caracol,
en la cima del Cerro de Trincheras, se explicaría como un privilegio y una obligación de
la élite de propiciar las lluvias y la abundancia, por medio de rituales realizados en ese
lugar, asegurando la supervivencia de la comunidad. El fracaso de la élite en propiciar la
lluvia y una cosecha abundante, debido a una sequía prolongada, minaría su autoridad
moral y sería la causa de malestar social y conflicto. De esta forma, todo un conjunto de
prácticas culturales, vinculadas con el simbolismo del mar y de las conchas marinas,

555
que serían propias tanto de la Tradición Trincheras como de los o’odham, cobrarían
sentido.
La interpretación del simbolismo de las estructuras de muros en las cimas de los
cerros de trincheras debe situarse en un campo semántico más amplio que incluya al
prolífico arte rupestre de la Cultura Trincheras, entendiendo a todo el conjunto como un
complejo cultural más vasto, dentro del cual cada elemento juega un importante papel
en la simbología religiosa. De tal suerte, el intento de una interpretación de conjunto
para los sitios de cerros de trincheras sólo es posible si también se lleva a cabo el
análisis sistemático del arte rupestre. Podemos hablar, en ese sentido, de un patrón
regional, pues la mayoría de los sitios de cerros de trincheras en el noroeste de Sonora
poseen muros en las cimas, con formas geométricas regulares: circulares, elipsoidales,
cuadrangulares y rectangulares; en la mayoría de los casos, al interior de estas
estructuras encontramos piedras con grabados rupestres.
En el caso de la estructura de muros situada en la cima del cerro norte de La
Proveedora, la atribución de un uso de observación astronómica, asociada a los
calendarios de horizonte, nos parece muy probable, además, se pueden añadir las
funciones: ritual, de observación estratégica y comunicación a la distancia, a través de
señales. Desde esta perspectiva, la posición de las mirillas que se hallan en distintas
posiciones dentro de los muros, servirían como marcadores astronómicos: puntos fijos
que determinaban la posición exacta para realizar las observaciones del calendario de
horizonte. Por esta razón proponemos llamarle: “El Observatorio”.
En la gran región árida del Noroeste/Suroeste, los intercambios económicos, las
relaciones políticas y los contactos culturales, fueron no sólo posibles sino necesarios,
en particular, entre los pueblo ancestrales, los hohokam, los grupos del complejo
Trincheras, los grupos de la Tradición Casas Grandes y los grupos de la Cultura
Mogollón parecen indudables. Más allá de la presencia de cerámicas intrusivas,
debemos comenzar a pensar con detenimiento en las formas que adquirieron los
contactos interculturales en la gran región Noroeste/Suroeste.
Los muy numerosos registros de intercambios económicos, contactos culturales,
migraciones periódicas y conflictos bélicos que se dieron en el Noroeste/Suroeste,
durante el periodo histórico, nos llevan a pensar que la proyección hacia el pasado de
este tipo de relaciones que se inferirían, a partir de la evidencia etnohistórica y
etnográfica, y completarían la evidencia arqueológica, resulta perfectamente válida, a la

556
inversa, resultaría del todo improbable que este tipo de relaciones no se hubiesen dado
con anterioridad a la llegada de los europeos.
A diferencia de los estudios mesoamericanos, donde se habla de un núcleo duro,
de elementos culturales compartidos, hasta ahora, se ha explorado muy poco el estudio
de los rasgos culturales compartidos entre las diversas culturas del Noroeste/Suroeste,
salvo ciertos trabajos de carácter etnográfico o muy recientes, la mayoría de los estudios
destaca los aspectos locales y regionales y han sido tímidos en sacar conclusiones a
nivel macro-regional.
Los rasgos más destacados de los cerros de trincheras en el noroeste de Sonora
(200-1450 d.C.) son los asentamientos complejos, asociados a las cuencas fluviales y a
los cerros volcánicos. La presencia de terrazas; senderos y rampas; grabados rupestres
sobre los afloramientos rocosos; estructuras de muros (corrales y círculos de piedra),
ubicadas en las cimas; metates, morteros fijos y manos para el procesamiento de
alimentos de origen vegetal en las planicies; terrazas de forma circular, delimitadas por
círculos de grandes rocas, que dan forma a espacios colectivos de trabajo y reunión, y a
plazas de mayor tamaño; casas en foso; los hornos para procesar agave, que se
presentan también en las planicies, asociadas a los cerros; la presencia en superficie de
restos de herramientas líticas -talladas y pulidas-, de ornamentos de concha y de algunas
de las cerámicas diagnósticas, dan forma a lo que denomino Tradición Trincheras y
definen su ámbito regional. La distribución y concentración de los elementos
diagnósticos varía de un sitio a otro. Todos estos elementos crean un patrón cultural
común que se manifiesta con variaciones definidas en cada sitio, dentro de la región de
los ríos Magdalena-Altar-Asunción/Concepción.
Existen algunos indicadores generales para ubicar los grabados rupestres del
sitio en un marco temporal amplio. Señalamos que en ausencia de dataciones absolutas,
se debe recurrir a diversos métodos parciales que dan como resultado grandes marcos
generales de ubicación temporal. En primer término, nos valemos tanto del análisis
formal como del análisis temático de los grabados rupestres de La Proveedora y el Cerro
San José. Este análisis nos muestra que existe una relativa uniformidad técnica y
estilística -con variaciones menores- tanto en todo el sitio, como en los otros sitios de
trincheras del río Asunción y Magdalena.
La integridad visual del conjunto total de grabados, es decir, su unidad
estilística, conduce a la conclusión de la totalidad de la Proveedora (incluido el Cerro
San José y el Cerro Calizo) como unidad cultural. Esa relativa homogeneidad estilística

557
puede extenderse al arte rupestre de otros sitios de la región como el Cerro de la Nana y
el Cerro de Trincheras, en la cuenca del río Magdalena, al sitio El Deseo, en la cuenca
del río Asunción, lo que muestra una mayor amplitud del estilo de arte rupestre
perteneciente a la Tradición Trincheras. La repetición de ciertos tipos iconográficos
bien definidos tanto en los diseños antropomorfos, como en los zoomorfos y los
abstractos, así como la repetición de ciertas convenciones formales para la
representación de los motivos son un claro indicio de que existían cánones técnicos,
religiosos y estéticos de representación bien definidos, los cuales, muy probablemente
pueden asociarse con un simbolismo mágico-religioso. Se expresaron en convenciones
de representación que son comunes a todo el sitio: 1) frontal en los antropomorfos, 2) de
perfil en los mamíferos y 3) de planta en los reptiles.
Esas constantes así como la observación detenida de las características formales
del conjunto de los grabados rupestres de la región, me permiten afirmar que sí existía
un sistema iconográfico que contenía un repertorio definido y limitado de figuras, un
método técnico y un conjunto de disposiciones formales que regían su representación.
En la totalidad del sitio encontramos, en un área aproximada de 9.5 km², 6000 grabados
rupestres. En relación con la clasificación temática de las figuras y su distribución
proporcional en el sitio encontramos que, a pesar de que en los números totales de todo
el sitio tenemos las siguientes cifras: antropomorfos 9%, zoomorfos 35% y abstractos
56%, que incluye a La Proveedora en conjunto, así como al Cerro San José (La Calera),
existe una distribución diferencial que indica una especialización y concentración de
ciertos motivos en determinadas zonas, lo cual indica una diferenciación funcional y de
simbolismo religioso para distintas partes del sitio. Esto, sin embargo, no niega la
unidad estilística del conjunto.
A nivel del noroeste de Sonora, se observa un repertorio iconográfico bien
definido que se constata en la repetición sistemática de las tipologías de cada una de las
tres categorías, a lo largo del conjunto del sitio de la Proveedora y que es consistente
con el que aparece en los sitios de la cuenca del Asunción y del río Magdalena.

Al nivel del desarrollo histórico, podemos pensar en una ocupación estacional,


desde el Arcaico, no obstante, parece observarse un reflejo poco sistemático en la
producción de grabados rupestres de los grupos culturales del Arcaico, petrograbados
que pueden corresponder a aquellos cubiertos por una oscura pátina y que son
semejantes al Estilo Abstracto de Petrograbados, descrito por Schaafsma.

558
La continuidad de la ocupación se confirma tanto por la presencia de puntas de
proyectil de tipo San Pedro (1500/1200-800 a.C.) y Ciénega (800 a.C.-150 d.C.),
pertenecientes al periodo de Agricultura Temprana, como por el desgaste, provocado
por el uso excesivo de los metates y morteros fijos.
La representación del arco y la flecha y la ausencia del átlatl en los grabados
rupestres nos dan una fecha máxima de antigüedad, que podemos situar entre el 200 y
el 600 d.C., periodo durante el cual probablemente aparece y se generaliza el uso del
arco y la flecha en la región del Desierto de Sonora. Si contrastamos este dato con la
escasa presencia de grabados rupestres de los estilos arcaicos, descritos detalladamente
por Schaafsma, y ponemos atención a la abundante presencia de restos de cerámicas
diagnósticas Trincheras, así como a la presencia de diseños de grecas en los grabados
rupestres que guardan una estrecha semejanza con los diseños pintados sobre la
cerámica hohokam de los periodos Colonial (750-950 d.C.) y Sedentario (950-1150
d.C.), podemos proponer que la producción continua y sistemática de grabados
rupestres, del estilo predominante, se sitúa alrededor del 200 d.C. y continúa, por lo
menos hasta el 1150 d.C. La concurrencia de patrones de diseño semejantes en la
cerámica hohokam y en los petrograbados de los cerros de trincheras del noroeste de
Sonora implica una simbología compartida por ambas tradiciones culturales, la cual
subyace a la estructura geométrica de los motivos.
Tanto en el Cerro San José como en La Proveedora, destacamos la presencia de
los tipos cerámicos diagnósticos y de las estructuras arquitectónicas propias del patrón
de asentamiento Trincheras, que indican una ocupación continua de la Cultura
Trincheras del 200 d.C. al 1450 d.C. Por otra parte, la variación en la pátina que se
forma sobre las partes incisas de los grabados indica, cuando menos, varias etapas, que
pueden obedecer a los diversos periodos de ocupación, los que, en conjunto, muy
probablemente comprendieron varios siglos. No obstante las diferencias de color de la
pátina, parece mantenerse una unidad estilística general con variaciones menores. Esto
hace probable que los grupos humanos que ocuparon el sitio, en sus distintas fases,
mantuvieron una relativa continuidad cultural, a través del tiempo.
Por lo que respecta a las orientaciones de carácter religioso que subyacen al
orden y significado de las estructuras, partimos de una guía heurística básica: el símbolo
está ligado al cosmos. El pensamiento simbólico, en general, y el religioso, en
particular, aluden a y derivan de una cosmogonía-cosmología. Trasladada a la
arqueología de paisaje, la idea implica que el espacio habitable se construye a la manera

559
de un microcosmos que refleja aspectos decisivos del esquema cosmológico, derivados
del mito cosmogónico. Al nivel de las actividades sociales, significa que la cosmogonía
se reiterará ritualmente, de manera cíclica, en los momentos decisivos del año, durante
los cuales se conjuntan elementos del ciclo cósmico, del ciclo biológico -como en el
paso de la estación seca a la estación lluviosa- y del ciclo antropológico: vida productiva
y ceremonial.
En relación con las figuras y escenas representadas en las grandes rocas
grabadas del Cerro San José sostengo que lo sustantivo del espacio obedece a una
función ritual y que las figuras representadas en los grabados rupestres juegan un papel
decisivo en el ritual, asociándose su significado, con los contenidos mítico-religiosos,
puestos en juego en las ceremonias de petición de lluvia y abundancia.
La congregación de los diversos clanes posibilitaba y favorecía la realización de
rituales asociados con dos temas principales: a) propiciar la lluvia y la abundancia y b)
reiterar las alianzas de los clanes que aseguraban la fuerza del grupo y de ahí la
hegemonía sobre el territorio, el mantenimiento de una paz relativa y la posibilidad de la
cooperación en gran escala para las tareas necesarias al bienestar común.
La producción de grabados rupestres debió de haber jugado un papel
fundamental en las prácticas religiosas colectivas, gracias a su visibilidad (exhibición),
permitía justificar un reclamo grupal sobre el territorio y permitía hacer palpable y
duradera la alianza entre los clanes del grupo.

560
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