Lector de Poesía y Otros Ensayos Inéditos - Fernando Charry Lara PDF

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Lector de poesía

y otros ensayos inéditos


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Agradecimientos especiales a todos los autores e intelectuales que aportaron ideas y obras a este
proyecto por su confianza y generosidad.

© 2005, Fernando Charry Lara


© 2014, SCRD-Idartes y Ministerio de Cultura

Edición digital: Bogotá, diciembre de 2014


ISBN: 978-958-8877-31-0

Licencia Creative Commons: Reconocimiento-No Comercial- Compartir Igual, 2.5 Colombia. Se


puede consultar en http://creativecommons.org/licenses/by-nc-nd/2.5/co/###

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Contenido

Cubierta
Portada
Créditos

DE POESÍA COLOMBIANA
Divagación sobre Silva
La naturalidad del simbolismo en José Asunción Silva
Porfirio Barba Jacob
Eduardo Castillo
León de Greiff
Aurelio Arturo
A Eduardo Carranza
Jorge Gaitán Durán
Álvaro Mutis
La rutina de lo maravilloso
Giovanni Quessep
Jaime García Maffla
«33 poemas» de Fernando Herrera
La crisis del verso en Colombia

DOS POETAS COLONIALES


Hernando Domínguez Camargo
Sor Juana: Amor, saber y poesía
DOS ENSAYOS EJEMPLARES

Vanguardismo: Sus antecedentes modernistas


‘Nocturnos’ hispanoamericanos

DE LA GENERACIÓN DEL 27
La poesía como destino: Cernuda
Otro recuerdo de Cernuda
Aleixandre y el surrealismo
Recuerdo de Pedro Salinas
Jorge Guillén: Lenguaje y poesía

OTROS POETAS ESPAÑOLES


San Juan de La Cruz
Bécquer, umbral del simbolismo
Federico García-Lorca

DE POESÍA HISPANOAMERICANA

Ramón López Velarde


Xavier Villaurrutia
Octavio Paz
Borges en su poética
Lezama Lima
Cardoza y Aragón
Luis Cardoza y Aragón en Bogotá
Poesía de César Vallejo
Sus primeras lecturas poéticas
Los heraldos negros
Trilce
Poemas humanos y España, aparta de mí este cáliz
DE POESÍA COLOMBIANA
Divagación sobre Silva

A Eduardo Carranza

La persona del poeta parece colocarse en un primer plano cuando se intenta


juzgar la poesía de José Asunción Silva, hecha, como fue aquélla, de
dramatismo, temeridad y rebeldía. Casi no hay página sobre Silva que no se
refiera a la tragedia espiritual y social de su vida. A la hostilidad del medio, la
frustración de sus sentimientos, el círculo familiar de la muerte, sus
vicisitudes económicas, el amor o la irrealidad de sus amores, los raptos
contradictorios de tristeza y energía y de contemplación y sensualidad que
impulsaban el oleaje de su sangre, sus conflictos psicológicos, la depresión
melancólica que le tiranizaba, al orgullo y al desdén, a su ironía, su vanidad,
sus exaltaciones y debilidades, su suicidio...
Sin embargo, es poco o casi nada lo que verdaderamente sabemos acerca
de la existencia de Silva. Todas las suposiciones que alrededor de ella se
aventuran parecen derivarse de la propia confesión suya en algunas prosas,
complementada o mutilada en el opaco recuerdo de sus amigos. Pero existe
también una imagen fin de siglo que nos dibuja un ser cursi hasta en el
momento en que se preparaba a morir. Hay un anecdotario de sus trajes,
elegancias, rarezas, desatinos. Hay una leyenda de incesto que perpetuará
como necesaria la habladuría de las gentes. Hay una tradición sentimental en
torno a su belleza física. Hay una ingenua presentación de sus versos, llena de
lágrimas. Hubo hasta una inocente mata de hiedra que formaba corona súbita
sobre su tumba. Todo aquello puede predisponer a la falsificación de la
personalidad de Silva. Lo único cierto parecen haber sido la irreverencia, un
cierto disgusto de sí mismo, la diversidad y la distancia que le rodeaban, unas
ráfagas de genialidad y audaz aventura, el inconformismo y el abatimiento.
De ello el poeta nos dejó franco testimonio en algunas composiciones
que no estimaba dignas de figurar al lado de su poesía lírica, pero que supo
conservar la memoria de las gentes. Las Gotas amargas constituyen,
evidentemente, un cuerpo aislado dentro de la obra de Silva. ¿Son, como se
ha dicho, su confidencia filosófica? Existe en ellas algo más directo y
descarnado que las aleja de cualquier género de especulación y las sitúa con
toda llaneza, con toda exactitud, en la crítica de la conducta humana. ¿Era
injusta, a través de estas corrosivas estrofas, la manera de pensar de Silva
sobre sus semejantes? No lo pensamos y hay de sobra motivos para creer que
hubiese sido aún más cruel su juicio acerca de nuestros contemporáneos.
Varias de estas Gotas amargas debieron perderse para siempre, pero a través
de las que han llegado hasta nosotros adivinamos el rechazo íntimo de Silva
ante muchas concepciones del orden social y frente al comportamiento que,
siguiéndolas, exhiben los hombres. Acaso la afectación personal que algunos
le atribuyeron constituía, irónicamente, la corroboración de esta actitud
escrutadora. Un amigo suyo, Emilio Cuervo Márquez, nos describió el
aislamiento en que vivía en Bogotá y cómo Silva no aceptó ser socio de
clubes sociales, ni contertulio de muchos, ni participar como los otros en las
competencias del Hipódromo de la Magdalena... "Era como extranjero en su
propia ciudad, ya que nada le interesaba de lo que constituía el motivo de
vivir de sus paisanos".
En este grupo de poemas, por los que desfilan algunas de nuestras más
características flaquezas, el amor también enseña reiteradamente sus dobleces
e hipocresías. Recuérdense, por ejemplo, los versos dirigidos a una doncella,
en la que "jamás se habrá posado ni la sombra de un beso", y a quien,
dormida, la sorprende un sueño erótico. Silva le pregunta:

Si en los locos, ardientes y profundos abrazos agonizar soñaras de


placer en sus brazos,
por aquel de quien eres todas las alegrías, ¡oh dulce niña pálida!
di, ¿te despertarías?
Las Gotas amargas tuvieron una larga descendencia en América, en lo
cual no se ha reparado con la pausa y fijeza que el caso requiere. Por lo que
sólo toca a la poesía colombiana, es evidente que el sarcasmo sentimental de
Luis Carlos López tiene en ellas un antecedente inmediato. Pero la cuestión
se dilata e intrinca todavía más. Ese gusto por vocablos prosaicos, el ademán
cáustico, el giro punzante en medio de la desilusión y la ternura, que
caracterizan cierta zona del lirismo del mexicano Salvador Díaz Mirón,
proviene también de aquellos poemas que, a partir de la muerte de Silva en
1896, principiaron a conocerse en todos nuestros países. Otro tanto puede
decirse de la desengañada y raigal poesía del chileno Carlos Pezoa Véliz. ¿No
sería prudente pensar, además, que la influencia que en muchos poetas
hispanoamericanos de los comienzos de este siglo se señala en el ejemplo de
Jules Laforgue, por el contraste violento que ellos muestran de lo metafísico
y lo cotidiano en insólitas expresiones en las que la sátira y el humor no
llegan a destruir la pesadumbre, no siempre vendría del poeta simbolista
francés, sino, más cercana y directamente, de este aspecto de la obra de José
Asunción Silva? La burla del Lunario sentimental de Leopoldo Lugones, en
la que Laforgue asoma más de una vez, escapa a nuestra presunción. Pero en
otros casos no debe descartarse la huella que hayan alcanzado, disimuladas,
estas Gotas amargas.
A varios poetas hispanoamericanos vincula también la lección de José
Asunción Silva en lo que en ella existe de transparencia de la atmósfera física
y espiritual de un país. Silva es uno de los poetas más colombianos que
puedan pensarse. No sólo el Nocturno tercero y otros Poemas son la Sabana
de Bogotá, o la ciudad, sino que en casi todos ellos se infiltra una asombrosa
versión de nuestro ambiente. Juan llamón Jiménez intuyó con notable acierto
esta virtud poética y ama a Silva, en oposición a ciertos exotistas de esa
época, vueltos hacia Europa, la Biblia o el desierto, un "modernista natural".
Lo vernáculo y circundante no le desmerece, sino, por el contrario, da visible
sustento a su imaginación.
Aparte de las Gotas amargas, en las que estalla con inteligencia una
cólera retenida, existen otros poemas de José Asunción Silva que nos
muestran, entre las nieblas de la melancolía, las tinieblas de la inconformidad.
En una página de De sobremesa leemos: “Ah, vivir la vida, eso es lo que
quiero, sentir todo lo que se puede sentir, saber todo lo que se puede saber,
poder todo lo que se puede". Con esa avidez fue también a la poesía. Silva es
uno de los primeros poetas hispanoamericanos en enfrentarse, con decisión y
arrojo, al problema del lenguaje. Su poesía, aparentemente sencilla por el
desgano hacia las imágenes, voces o alusiones eruditas, a las que tan dado era
el gusto de la época, plantea, en primer término, la necesidad de que, en
virtud de la magia de la palabra y "como las vagas formas del deseo", sea
posible la expresión de las sensaciones. Los románticos llegaron sólo a
manifestar sentimientos. Silva, que es ya un simbolista, se interesa
profundamente en la complejidad de los estímulos sensoriales.
Temperamento introspectivo y analítico, reflexiona con ardor en su
propia sensualidad. Su poesía es conciencia de la emoción, conciencia de la
imperceptible armonía de lo existente con lo perdido, conciencia del ritmo del
poema como efluvio del ritmo universal. Un maestro suyo, Edgar Poe, había
sostenido que el mundo material está lleno de rigurosas analogías con el
mundo inmaterial. El poeta es el ser que descubre lo que está más allá de las
apariencias, gracias al instrumento mágico, la palabra, que le impulsa. Silva,
al deducir este poder del lenguaje, cumplía, en nuestra lengua, una de las
verdaderas hazañas del espíritu contemporáneo.
La afirmación que antecede merece ser, aunque con insuficiencia,
aclarada. Es corriente dudar de la práctica que hacia 1888, año que por lo
regular se toma como el del nacimiento del modernismo, hubiesen realizado
de la teoría simbolista poetas como José Asunción Silva, Julián del Casal,
Manuel Gutiérrez Nájera o Rubén Darío. Refiriéndose a sus obras, dice
Alfonso Reyes que en ellas "no hay reflejo de Mallarmé". Los hay, en
cambio, según el maestro mexicano, de Hugo, Musset, Nerval, Gautier,
Leconte de Lisie, Banville, Baudelaire, Heredia, Copée, Verlaine, Moréas "y
hasta de otros menores como Arvers, Bouilhet, Mendés, que hoy no leemos y
que tal vez nos explican mejor la formación de nuestros poetas" modernistas.
¿Será cierta, en ese momento, la influencia de la escuela simbolista
francesa en Silva, Darío, Casal o Nájera? Otro que la niega es Juan Ramón
Jiménez, mas sólo con respecto a los tres últimos: "Rubén Darío —según
palabras de su curso en Puerto Rico en 1953— es un parnasiano; al final de
su vida toma algo del simbolismo, pero no lo consiguió". En cambio, para
Jiménez, Silva, poeta no parnasiano, es, en ese grupo, el único simbolista. Y
aclara, a la manera suya: "Un parnasiano es un poeta que se pone ante la
realidad de un modo impersonal... ahí no entra para nada la emoción... su
forma es perfecta; es decir, perfecto no quiere decir nada, hay muchos grados
de perfección, pero, en fin, es una forma elaborada, ceñida, en una poesía
cerrada... el simbolismo es algo parecido y algo contrario. Aprovecha del
Parnaso la precisión, la precisión expresiva, es decir, que sea muy bella la
palabra exacta... que no haya mucha palabrería, sino que sea Preciso. Pero
ahora viene algo que lo diferencia: la precisión de lo impreciso... lo impreciso
es todo eso precisamente que se expresa en Poesía... eso es lo que quiere el
simbolismo, precisar en una imagen muy bella lo impreciso, por medio de
símbolos, de relaciones, de correspondencias entre unas cosas y otras".
Limitando el interrogante a la figura de José Asunción Silva, debe
reconocerse que la ubicación de su obra sigue aún planteándose en términos
de si el poeta bogotano debe ser tomado como exponente del modernismo o
si la persistencia en ella de ciertos caracteres románticos la sitúa, a pesar de la
novedad que ofrece, dentro de los epígonos de una vasta época de las letras
hispanoamericanas que en Colombia tuvo representantes como José Eusebio
Caro, Rafael Pombo o Jorge Isaacs. Ninguna opinión llegaría a ser sostenible
a este propósito: José Asunción Silva, solitario, es un poeta sin precedente en
la historia de nuestra poesía. Si tal suposición no es posible, mencionemos un
calificativo que ha logrado generalizarse dentro de la crítica corriente, según
el cual Silva, conjuntamente con Martí, Nájera y Casal, es uno de los
llamados "precursores" del modernismo. La palabra precursor querría indicar
aquí una especie de transacción entre lo romántico y lo modernista, si no se
toma por las acepciones de aquello "que precede o va delante" o de que
"profesa o enseña doctrinas o acomete empresas que no tendrán sazón ni
hallarán acogida sino en tiempo venidero". Existe una patente impropiedad en
el empleo del vocablo, referido a José Asunción Silva, en lo de llamarle
precursor de un movimiento al que, cronológicamente, nuestro poeta no
antecede. Movimiento que, de otra parte, se caracteriza por la diversidad de
sus estilos, preferencias y desarrollos, siendo en él la obra de Silva una de las
manifestaciones más independientes y, en ese momento, más avanzadas.
El equívoco, en Colombia, puede provenir de que algunos han juzgado
la poesía de José Asunción Silva como una anticipación de algunos aspectos
de la de Guillermo Valencia. Y, entonces, se llega a considerar a Valencia
como al modernista en su plenitud y a Silva como a un anuncio de aquél. No
puede ser más errónea esta sospecha, semejante a aquella otra según la cual la
obra de Silva sólo llegó a atisbar la revolución del modernismo. Lo cierto es
que la obra más representativa de Valencia la recogió el poeta payanés, a sus
veinticinco años, en el volumen Poesías, de 1898, y que el definitivo acento
parnasiano de este libro queda atrás, en último término, de la intención logros
simbolistas de Silva. Por eso Silva es hoy un poeta más "contemporáneo"
nuestro que Valencia.
La cuestión, sin embargo, no ha sido debidamente elucidada y en dos
escritores españoles, Federico de Onís y Enrique Diez Cañedo, comúnmente
tan cautelosos en sus juicios, quizá se haya encontrado fundamento para esas
equivocaciones. Así, según Diez Canedo, "Silva es el poeta que adivina.
Valencia es el poeta que ve..." Lo cual es indudable. Pero en seguida agrega:
"La poesía se logra en el uno (Silva) como aspiración, como impulso... y en
el otro (Valencia) cae con madurez de fruto". Y porque Onís, en su
Antología, referida a los años que corren entre 1882 y 1932, cataloga a la
poesía de Silva en la "transición del romanticismo al modernismo", que opera
desde la fecha inicial, 1882, hasta 1896, año que es ya, con la publicación en
él de Prosas profanas de Rubén Darío, de "triunfo del modernismo";
siguiendo esa terminología, Silva "es un post romántico, y por esa razón el
más típico de los creadores del nuevo lirismo romántico, subjetivo,
melancólico, hiperestésico, trascendentalmente pesimista, que constituye la
fuerza más característica del modernismo".
En los poemas de Silva existen actitudes y fondos románticos, comunes
también al modernismo. Venía, como los demás modernistas, del
romanticismo. Y no puede establecerse con fijeza, en la poesía
hispanoamericana, un límite entre lo romántico y lo modernista. Los temas
frecuentes ("algunos muertos en cuya intimidad vivo") pertenecen tanto a la
poesía romántica como a la modernista: el pasado, la muerte, el más allá.
Nadie, como él, llevó al modernismo, con patética hondura, la inquietud
espiritual de esa época. Silva no es ajeno, además, a la norma general de que
el modernismo en Hispanoamérica se proyecta, en primer término, como
revolución estética. "Mientras más dulce el verso y la música, más aterradora
la idea que entraña", dice una vez. Así, la manera en que se vierte esta poesía,
a pesar de su reiterada claridad, representa ya un paso decisivo hacia lo
moderno.
Fue reconocido que en Silva cada verso no es ya unidad independiente,
como en sus antecesores, sino todos los versos forman un todo, el poema,
objeto único de su inquietud: el poema, síntesis del ritmo de todas las
ondulaciones, imágenes, sueños, ideas, sensualidades y melancolías. Su
poética es intelectual, al pedir que en el verso haya Pensamiento puro". La
imaginación descubre el ritmo del hombre y el universo. Además, como lo ha
mostrado Rafael Maya, en Silva “lo moderno estuvo en la forma con que dio
cuerpo a ese vago mundo de sugestiones románticas... y principalmente,
situando en el Plano de la pura y simple sensibilidad lo que antes había sido
objeto del sentimiento". La gran poesía de Silva se rige, consciente de sí, por
la eficacia de la emoción. La verdadera originalidad poética, diría después
otro raro espíritu, es la de las sensaciones.

¡Si os encerrara yo en mis estrofas frágiles cosas que sonreís


………………………………….
móviles formas del Universo, sueños confusos, seres que os vais,
ósculo triste, suave y perverso que entre las sombras al alma dais,
si aprisionaros pudiera el verso fantasmas grises cuando pasáis!

Contra la imitación objetiva impuesta por sus antecesores, quería


reproducir las impresiones que las cosas provocan, en vez de las cosas
mismas. Le obsesionaba la norma mallarmeana: no pintar el objeto, sino el
efecto que produce. Quería, según sus palabras, “decir en nuestro idioma las
sensaciones enfermizas y los sentimientos complicados”. Como lo hace notar
Eduardo Camacho, dos versos resumen su estilo: "Dejé en una luz vaga las
hondas lejanías; llenas de nieblas húmedas y de melancolías". El modernismo
llegaba, con él, a la multiplicación de los sentidos dentro de una compleja
ansiedad y violencia surgida del hastío, la duda y la desilusión. Se entiende
que una vez Blanco Fombona caracterizara a la poesía modernista en "el
pesimismo, el refinamiento verbal, la exaltación de la sensibilidad, la rebeldía
y el culto de la belleza".
Se ha insistido en que el París de fines del siglo diecinueve, en el que
Silva vivió algún tiempo, revela en la novela suya, De sobremesa, todo el
deslumbramiento que era capaz de despertar en una imaginación de por sí
propensa al lujo y al sueño. En las semanas en que la escribía, casi próximo el
desenlace en que iba a terminar su vida, se acumularon adversidades y
fracasos que castigaban cruelmente su orgullo desdeñoso, su gesto
implacable. Trabajando esas páginas —que hoy leemos, acaso, sólo por ser
suyas— una esperanza de desquite contra la hostilidad del ambiente podía
compensarle su sentimiento de frustración vital, vuelto ya asco. Debió
realizarlas de prisa, casi sin vacilaciones, con la melancólica turbulencia que
en su interior suscitaría, al final, el ánimo desmayado e impotente ante el
acoso cotidiano.
De sobremesa: no destaquemos su recargo y su artificio, un
refinamiento que a veces contradice, en excesos, al buen gusto que le era
imperioso. Insistamos en sus fuerzas permanentes: voluptuosidad,
intelectualismo, avidez. ¿Existe en verdad un contraste tan definitivo, como
el que se ha señalado, entre el poeta pretendidamente sencillo, que se
complacía en la añoranza como actitud de reconocida validez Poética, y un
prosista enteramente convencido de que el esteticismo es el exclusivo clima
de la creación literaria? Es cierto que los poemas de José Asunción Silva
traslucen una emoción directa que rehuye aquella aparatosa exhibición de
cultura del modernismo. Sin embargo, no exageremos esta actitud de su
poesía. Sus mejores poemas —y no únicamente el Nocturno tercero— nos
llevan tan de repente a otra imprevista realidad, a otro mundo insólito y no
obstante indudable, que no podemos calificar de fácil una obra inspirada por
una esencial búsqueda de lo desconocido. Las palabras de Silva son claras,
transparentes, nítidas. La imagen de la vida a que ellas nos acercan es casi
siempre, por oposición, enigmática, invisible, huidiza:

Anoche, estando solo y ya medio dormido,


mis sueños de otras épocas se me han aparecido.
Los sueños de esperanzas, de glorias, de alegrías y de felicidades
que nunca han sido mías,
se fueron acercando en lentas procesiones y de la alcoba oscura
poblaron los rincones.
Hubo un silencio grave en todo el aposento y en el reloj la péndola
detúvose al momento.
La fragancia indecisa de un olor olvidado, llegó como un fantasma
y me habló del pasado.
Vi caras que la tumba desde hace tiempo esconde, y oí voces oídas
ya no recuerdo dónde.
……………………………................
Los sueños se acercaron y me vieron dormido, se fueron alejando
sin hacerme ruido
y sin pisar los hilos sedosos de la alfombra
¡y fueron deshaciéndose y hundiéndose en la sombra!

Podría, entonces, entenderse la mejor poesía de Silva, no como


precursora o anunciadora del movimiento modernista, sino, haciendo parte de
él, como uno de sus diversos modelos autónomos. El propio don Federico de
Onís expresa un concepto de la revolución modernista según el cual el
individualismo era una de sus características esenciales. La diferencia y la
originalidad de los poetas modernistas hispanoamericanos, de acuerdo con la
explicación suya, consiste en que cuando en Europa el simbolismo
reaccionaba contra la literatura anterior, un simbolista era sólo un simbolista
y, en cambio, los modernistas hispanoamericanos eran, al mismo tiempo que
simbolistas, parnasianos, románticos y clásicos. El resultado, entonces, es que
cada uno de estos poetas fue distinto de los demás: Silva, Darío, Lugones,
Valencia, Herrera y Reissig son, cada uno, grandes individualidades poéticas
diferentes.
José Asunción Silva conoció y amó la poesía de los simbolistas
franceses. Pero acaso haya sido más afortunado señalar en la vinculación con
los poemas de Edgar Poe su herencia del simbolismo. No sólo algunos fondos
o apariencias temáticas hacen posible establecer esta semejanza. Sino el
hecho de que Silva advirtió también, como fundamental, el parentesco que
existe entre magia y poesía, abogando asimismo por reconquistarlo,
sepultado, como estaba, por el tono altisonante del verso español peninsular.
Salvada, en ejemplo impar, la poesía de Gustavo Adolfo Bécquer, "ostra
solitaria que, en un mar de vacío y entre rocas de ruido —como dijo Xavier
Villaurrutia— secreta algunos poemas breves y grises, perlas de una sólida
niebla preciosa y de un misterioso oriente lunar".
El hechizo contagioso del Nocturno tercero ("Una noche, una noche
toda llena de perfumes...") se explica en parte como un extraordinario
hallazgo de las fuerzas mágicas del lenguaje. Fue principio formulado por
Poe que el poema debe esbozarse a partir del poder de sugestión del vocablo,
anterior al significado, para darle luego un significado, el cual nunca pasará
de ser secundario. Cualquier expresión es válida si ayuda a presentir el
misterio. Es decir, la palabra suscita la poesía: lo único verdaderamente real
es la palabra, no el mundo de lo inmediato. El poema no significa, sino es.
De los simbolistas debió tomar Silva, también, durante su permanencia
en Europa, si no antes, la idea de que en la poesía se precisa "un modo de la
expresión literaria en el que las palabras se usan para sugerir estados mentales
(o emociones), más que por el propio contenido objetivo". Se han citado, a
menudo, varias referencias. En De sobremesa José Fernández (es decir,
Silva) pronuncia esta frase: "Yo no quiero decir, sino sugerir", que concuerda
en ese propósito de identificación simbolista con el impresionismo de
pintores, músicos y Poetas. Allí mismo, a Baudelaire, discutido y negado por
críticos de la época, le llama "el más grande de los poetas de los últimos
cincuenta años". Encuentra a Verlaine entre los exploradores que vuelven con
frutos que tienen sabores desconocidos y deslumbrados por los horizontes
que entrevieron". Por contraste, en labios de un tardo personaje pone un
elogio a Campoamor, poeta que, para tal sujeto, es claro y se entiende,
claridad y entendimiento que no se ocultan desdeñables a Silva. Si hemos de
creer a Pedro Emilio Coll, de su admiración por Mallarmé da testimonio el
envío que desde Caracas le hizo Silva de una orquídea y que el autor de Un
coup de des agradeció en una esquela dibujada por él en diversos colores. El
obsequio de esa flor, "complicada y hermética" como un poema de Mallarmé,
al decir de Silva, más que simple anécdota literaria, constituye una
significativa revelación de las preferencias de nuestro poeta. Recuérdese, por
otra parte, la página que intituló "Transposiciones" y el orgullo que expresó
por haber creado en ella una prosa con efectos de color. También, esta frase
suya en una carta: "Sigo leyendo mis poetas y tratando de dominar las frases
indóciles para hacer que sugieran los aspectos preciosos de la realidad y las
formas vagas del sueño". Una sola vez, ponderando los versos del doctor
Rafael Núñez, se refiere Silva con ironía a parnasianos, decadentes y
simbolistas. Pero hay motivos para dudar de la sinceridad que incitara sus
opiniones en ese momento.
Con lo anterior, aparte de otras referencias que no se imponen como
indispensables, se llega a entender que la poesía simbolista fue una de las
obsesiones de José Asunción Silva. La intención y la forma con que aparecen
escritos algunos de sus más inquietantes poemas dan testimonio de la
asimilación que del simbolismo logró el poeta bogotano. Asimilación que no
es la de un precursor, sino la de quien, sin alardes, demostraba una madurez y
una plenitud que se cumplían, en eficaz sortilegio, dentro de su propia obra.
Por los años de 1884 a 1886 vivió José Asunción Silva en Londres, París
y Ginebra. El manifiesto de los decadentes o simbolistas, de Jean Moréas, se
publicó en 1886, y es además cierto que la teoría simbolista se había
difundido antes en varios escritos. A este dato, agreguemos el relativo a las
primeras publicaciones de libros de poetas simbolistas: Poemas saturnianos,
de Verlaine, es de 1866; Una estación en el infierno, de Rimbaud, de 1873;
La fiesta de un fauno, de Mallarmé, de 1876 y Les complaintes, de Jules
Laforgue, de 1885. Aunque pueda pensarse que estas memorables creaciones
de la poesía francesa no tuvieron desde el primer momento la vasta
repercusión de que después han gozado, es de presumir que el talento literario
de José Asunción Silva, insaciable de la cultura de la época, debió
contagiarse de su influjo. Otra cosa es que, a pesar de sus afinidades con el
simbolismo, Silva no llegó a alcanzar la técnica de la escuela, apenas
excediendo el matiz y la sugerencia, y que, por lo tanto, sus poemas no
ofrecen la consabida oscuridad cruzada de relámpagos, el casi invencible
hermetismo de mucha obra simbolista. La intuición de la simetría existente
entre el pensamiento y el ritmo, entre el símbolo y el verso, que constituye
punto central de la estética mallarmeana, sí llegó a ser una de sus grandes
adivinaciones.
Debe aún pensarse, si se insiste en el origen romántico de la poesía de
Silva, que el simbolismo coexistió también con el idealismo finisecular y,
como se ha reiterado, con una insepulta fuerza romántica vinculada a veces a
una concepción mística derivada del neoplatonismo. Este último también
intentaba trasponer el límite de lo sensible, avanzando más allá del mundo
material en búsqueda de lo absoluto. Mallarmé insistía en que el poema es el
instrumento mágico que permite descubrir aquello escondido detrás de las
formas externas, hasta sorprender, finalmente, las ideas. El poeta, de acuerdo
con la creencia baudeleriana, está "investido del poder casi mágico de deducir
y de precisar" el sentido que tiene la realidad cambiante de tas solas
apariencias. ¿Hasta dónde el pensamiento de José Asunción Silva coincidía
con estas aspiraciones del simbolismo? ¿Hasta dónde el simbolismo era ajeno
a una profunda, secreta, ininterrumpida convicción romántica?
Es conducente también anotar que las admiraciones de Silva se
confunden con las más arraigadas de los simbolistas franceses. En
Baudelaire, ellos reconocieron la genialidad de haber hallado la ley de la
Analogía Universal; en Verlaine, la musicalidad y ductilidad del verso en
Mallarmé, su "sentido del misterio y de lo inefable". De estos tres maestros,
los simbolistas derivaron una poética que un crítico del Embolismo, Albert-
Marie Schmidt, ha definido así: "Antes de emprender la Gran Obra Poética,
se trata de establecer la serie de sensaciones verdaderamente
correspondientes, reunirías con la idea primordial que designen todas sin
expresarla completamente, dar finalmente un compendio espiritual y vocal,
en una serie de palabras que, compuestas entre sí, no por las recetas de una
poética oratoria, sino por el encanto mágico de un ritmo especialmente
inventado, forman un solo símbolo o poema, una palabra (como quería
Mallarmé) total, nueva, extraña a la lengua y como de encantamiento".
Al leer las anteriores palabras se piensa, de inmediato, en el Nocturno
tercero, y se entiende cómo la poesía de José Asunción Silva, preocupada
primordialmente por la expresión de las sensaciones, buscaba una solución
nueva y distinta al problema de la creación poética. Silva pensaba, también,
en el "encanto mágico de un ritmo especialmente inventado", en "una palabra
total, nueva, extraña a la lengua y como de encantamiento". ¿Qué sentido
sino éste puede tener ese texto revelador que intituló "Un poema", donde, sin
dudas, trasluce su ambición de una poesía simbolista?

Soñaba en ese entonces en forjar un poema de arte nervioso y


nuevo, obra audaz y suprema... y los ritmos indóciles vinieron
acercándose juntándose en las sombras, huyéndose y buscándose...
junté sílabas dulces como el sabor de un beso, bordé las frases de
oro, les di música extraña como de mandolinas que un laúd
acompaña, dejé en una luz vaga las hondas lejanías llenas de
nieblas húmedas y de melancolías... ocultas en palabras que
ocultan como un velo... cruzar hice en el fondo las vagas
sugestiones...

Otra admiración de los poetas simbolistas, que también compartió José


Asunción Silva, fue hacia las teorías poéticas de Edgar Poe, que conocieron
aquellos en la traducción francesa que hizo Baudelaire de "La filosofía de la
composición". Atrás se ha mencionado cómo magia y poesía eran, en
concepto del autor de El cuervo, una misma cosa, persuasión que Silva
alcanzó a evidenciar en varios de sus poemas. Aparte de esa conferencia,
Silva debió conocer otros dos textos de Poe, "El principio poético" y "La
esencia del verso", por los cuales es grande la deuda del simbolismo. Las
ideas de Poe de que el dominio de la poesía es la Belleza, entendida no en la
acepción de cualidad sino como el efecto que lleva a una pura e intensa
exaltación voluptuosa del alma; de que la melancolía es el tono poético más
auténtico; de que sólo el poema breve puede tener unidad y producir una
excitación profunda; de que el tema más poético es el de la muerte; de que el
estribillo debe conservar la monotonía del sonido pero provocar diversas
variaciones en el pensamiento; de que la creación poética será absolutamente
consciente y observada por el propio poeta; de que el poema debe ser tomado
como un todo y no por sus elementos integrantes, etcétera, indudablemente
determinaron, hasta cierto grado, la poesía de Silva. En "El principio poético"
debió leer, por ejemplo, esta definición de la poesía: "Creación Rítmica de la
Belleza". Y también la siguiente norma: "La manifestación de este principio
(poético) se encuentra siempre en una enaltecedora excitación del alma, por
entero independiente de esta Pasión que es la embriaguez del corazón y de
esta Verdad que es la satisfacción de la Razón". En un inteligente estudio
acerca de la influencia de las tesis de Poe en Silva, que supera con fortuna las
repetidas opiniones de muchos catedráticos, Arturo Torres Rioseco muestra
cómo, en el Nocturno tercero, Silva sigue dichas orientaciones, sin
interesarse "por la Verdad ni por la Pasión, sino por la Belleza".
Si es válido pretender alguna conclusión, sería la de que algunos Poemas
de José Asunción Silva representan una culminación, y no sólo un anticipo,
de ciertas tentativas del modernismo. Esta característica de "madurez"
modernista se ha reconocido para su prosa, por escultórica, colorida y vana.
Pero su poesía, a pesar de lo que en ella existe de real, de sueño, de estricto,
de concreto —es decir, de poético- sigue asimilándosela a una vaguedad de
cualquier modo imprecisable. Temperamentalmente estaba constituido Silva
para llegar a la otra realidad, al poema. Lo característico de su poesía es su
expresividad misma, a pesar de que apenas se mueva entre sugerencias,
evocaciones, sombras. Su expresividad es la del contagio con lo desconocido.
Hemos de continuar acercándonos, clausurada ya hace tiempo la agitación
modernista, a la poesía de José Asunción Silva, por su fantástica capacidad
de estremecimiento, que pocos poetas como él han suscitado tan hondamente.
De su primer maestro recibió el impulso hacia una poesía "al oído del lector"
que el mismo Bécquer requería "natural, breve, seca, que brota del alma
como una chispa eléctrica, hiere el sentimiento con una palabra y huye".
Luego sus maestros simbolistas le harían afirmarse en esta secreta vivacidad
del lenguaje. Su obra se salva, así, de la objeción que con mucho fundamento
se dirige a alguna poesía modernista de, limitándose a lo externo, haber
adelgazado a veces el caudal poético. Silva, que tan extraordinariamente
estaba dotado para ejercer una cierta especie de sabiduría de la dicción, no se
detuvo, en sus poemas, ante ningún halago superficial.
Clarividente y rebelde, José Asunción Silva intuyó el sonambulismo de
poesía muy posterior a la suya, su reiterada lucha de claridad y delirio, su
atmósfera de oleaje oscuro. Lucidez, embeleso, enajenamiento. Por eso su
obra, y sí la de otros que escribieron después, no nos es indiferente. Seguimos
debatiéndonos aún, con respecto a problemas comunes a vida y poesía, dentro
de la misma indagación sin salida.

1965
La naturalidad del simbolismo en José Asunción Silva

Varias veces se refirió Juan Ramón Jiménez, como catedrático o


conferencista, a la obra de José Asunción Silva en el modernismo
hispanoamericano de finales del siglo XIX. Elogiándole como "modernista
natural" en oposición, por ejemplo, a Rubén Darío o a Guillermo falencia, a
quienes llamó "modernistas exotistas". El elogio lo fundamentó el maestro
andaluz en que, en lugar de referirse, como el nicaragüense y el payanés, a
asuntos cultos o históricos, extraños o remoque escribía (el bogotano) era
propio de su país". Y dio, como testimonio, varias muestras de su poesía.
Entre ellas, "Los maderos de San Juan", que denomina "poema bello de tipo
natural". La mayor Ponderación la tuvo para el "Nocturno" que comienza
"Una noche, una noche toda llena de murmullos..." Anotó sobre él: "Es
poesía escrita casi no escrita, escrita en el aire con el dedo. Tiene la calidad
de un nocturno, un preludio, un estudio de Chopin eterno, eso que dicen
femenino porque está saturado de mujer y luna. Como una Joya natural de
Chopin, raudal desnudo de Debussy, este río de melodía del fatal colombiano
(esta música hablada, suma de amor, sueño, espíritu, magia, sensualidad,
melancolía humana y divina) lo guardo en mí, alma y cuerpo, para siempre y
siempre que me vuelve me embriaga y me desvela".
No fue sin embargo Silva, a pesar de escribir lo "propio de su país,
cantor de región o naturaleza alguna contemplada como espectáculo. Una
sola de sus composiciones, que vendría de sus viajes por el río Magdalena, se
refiere a un "Paisaje tropical". No obstante, la atmósfera física y espiritual de
su lugar de nacimiento, Bogotá, y de la sabana que la rodea y lleva su
nombre, da tono característico a varios de sus poemas. No trajo a éstos la
luminosidad del cielo que, en ciertos meses del año, es allí resplandor que a
algunos no deja de parecer insólito. La vaguedad de la luz, su opacidad en
nubes bajas y lobreguecidas, le fue predilecta. Ella concordaba mejor con la
visión romántica (nuestro modernismo fue nuestro verdadero romanticismo,
se ha dicho) de temas suyos: la muerte, el pasado, el misterio de lo
desconocido, la nada, la zozobra ante el destino humano y el más allá. Todo
como intuición o presentimiento entre velos de sombra y melancolía:

y un color opaco y triste como el recuerdo borroso de lo


que fue y ya no existe!

La Bogotá, la Santa Fe de Bogotá en que vino al mundo Silva en 1865 y


dio término a sus días en 1896, era modesta ciudad que los historiadores
describen, en armonía con su clima frío, íntima y silenciosa. El poeta dijo de
"la brisa dulce y leve /como las vagas formas del deseo". Vientos helados,
hacia el sur, se sienten llegar a veces de la proximidad de los páramos. Finas
lloviznas, más que torrenciales aguaceros, le han sido constantes. Las calles
estrechas, empolvadas o lodosas, dispuestas en forma cuadricular. Muchas de
sus viejas casas coloniales, en su mayoría de un solo piso, albergaban
suntuosos mobiliarios, porcelanas, lámparas, pianos y espléndidos adornos.
Pero aun las de los más ricos se mantenían sobrias, tanto en el interior como
en su aspecto externo. En contraste con la escandalosa, llamativa miseria de
las viviendas pobres. La lejanía del mar y de las rutas comerciales hizo
entonces ensimismada y melancólica a la capital colombiana. Sus gentes, con
mezcla de sangres española e indígena, vestían ordinariamente de negro.
Campanas de numerosas iglesias rasgaban el aire rosa o gris de madrugada y
al anochecer. Conventos, cúpulas, liturgias y sotanas reiteraron el carácter
levítico de la villa. En la que dominaba también, en aulas y corredores con
arcos, lo espiritual, lo universitario, lo estudioso. Cuando se fue de Bogotá,
para jamás regresar de París, don Rufino José Cuervo la llamó
despectivamente "ciudad de santos y de sabios". Pero por treinta años, entre
graves investigaciones filológicas, hasta su muerte, siguió añorándola a
diario. Y le legó, al final, su obra, su biblioteca y sus haberes.
Ese ambiente de Bogotá y sus alrededores se refleja, nebuloso y
entrañable, ciertamente, en poemas de Silva. La manera como lo colombiano
se filtra sutilmente en su dicción es más notable si se piensa que el poeta fue
lector culto y apasionado de libros extranjeros. A ellos debió su estética y su
formación intelectual. Su imaginación se compenetraba toda, sin embargo,
con un ambiente de elementos reconocidamente nuestros. No fue suyo un
mundo de referencias culturales, a la religión, a la historia, a la mitología,
como el de los Poetas parnasianos. Sino de "extrema percepción sensorial", el
de las sensaciones, personales y únicas, propio de los poetas simbolistas. Allí
están las imágenes visuales, como las del matiz borroso del ámbito que sigue
siendo el de su ciudad: "dejé en una luz vaga las hondas lejanías /llenas de
nieblas húmedas y de melancolías". Lo auditivo llega también, familiar y
cotidiano, tal "las campanas plañideras que es hablan a los vivos /de los
muertos" o, más oculto, cuando "flota en las nieblas grises la melancolía, /en
que la llovizna cae, gota a gota..." El olfato, que Baudelaire rescató del olvido
a que por siglos estuvo condenado en poesía, vuelve, por ejemplo, al aspirar
el olor de Reseda de un cuerpo femenino. Y lo táctil como cuando lo hiere "el
frío que tenían en tu alcoba /tus mejillas y tus sienes y tus manos adoradas".
Nada es ajeno ni exótico en el verso de Silva. A través de cosas concretas y
cercanas a sus sentidos el poeta iba a penetrar en lo misterioso. Desde
adolescente vivió en mágico dominio de sueño y fascinación. La materia
objetiva le era sólo eco o reflejo de una realidad invisible y más real que las
simples presencias inmediatas. Pero Para avanzar por lo desconocido Silva
partía, entre las líneas de sus poemas, de aquello que, en el espacio y tiempo
suyos, le semejaba ser llano y accesible. De ahí la naturalidad de su lenguaje
y, a la vez, la profundidad de su visión poética. Pudo hacer suya la definición
que dio Stéphane Mallarmé: "La poesía es la expresión, por medio del
lenguaje humano traído a su ritmo esencial, del sentido misterioso de los
aspectos de la existencia. Y así, ella dota de autenticidad nuestra morada, y
constituye la única tarea espiritual".
Entre los poemas en que Silva refleja la vida de Bogotá se ha
mencionado especialmente "Día de difuntos". Encontrándose en él la
identidad entre el ambiente físico de la ciudad antigua, fría y en continua
llovizna en ese dos de noviembre, y la cadencia de las estrofas. El alma
introspectiva del poeta rima con la soledad humedecida y trémula del paisaje
urbano. La voz quejumbrosa de los campanarios se escucha sin cesar. Ahora
mismo, en los barrios del viejo centro, en La Candelaria y desde Las Cruces a
San Diego, el aire lluvioso y entristecido de sus calles es el mismo que debió
contemplar el poeta. Envolviéndole en meditaciones e insinuando de una vez
el ritmo del verso que mejor se acordara a su pronta expresión. Es el mismo
aire, aun cuando hoy se levanten grandes y orgullosos edificios:

La luz vaga... opaco el día... La llovizna cae y moja


con sus hilos penetrantes la ciudad desierta y fría.
Por el aire tenebroso ignorada mano arroja
un oscuro velo opaco de letal melancolía,
y no hay nadie que, en lo íntimo, no se aquiete y se recoja
al mirar las nieblas grises de la atmósfera sombría,
y al oír en las alturas,
melancólicas y oscuras,
los acentos dejativos
y tristísimos e inciertos
con que suenan las campanas,
¡las campanas plañideras que les hablan
a los vivos de los muertos!

En esta escondida ciudad suramericana José Asunción Silva trajo a sus


poemas la teoría simbolista. El simbolismo: no sólo el empleo de imágenes
simbólicas, sino una visión del mundo teñida de sueño, de sobrerrealidad y de
misterio por la fusión en ella de principios del decadentismo, el idealismo, el
esteticismo y el impresionismo, tendencias que le fueron contemporáneas.
Sus elementos en gran parte provienen, depurados, de la cosmovisión
romántica. Sin ser del todo ajenos a la exaltación y a la embriaguez espiritual.
La sensualidad enfermiza, lo lujoso estéril, la belleza mórbida. El amor al
misterio, lo oculto o secreto. Y aun a lo esotérico. La fe en absolutos místicos
como la Belleza, el Deseo o el Mal. La música como modelo de composición
por su virtud de sugerencia y su cercanía a la vaguedad y a lo inefable. Y
todo ello, junto, como medio para lograr la expresión de sensaciones o
sentimientos personales únicos tenidos por misteriosos. De allí que, desde
entonces, se entendió el simbolismo como lo líricamente más puro, profundo,
flexible y abierto". Si los Parnasianos miraban hacia fuera, seguros de que el
mundo exterior existe, los simbolistas querían ver hacia adentro. Buscando en
su interioridad la estrecha relación del hombre y el universo.
La crítica oficial ha sido incansable en repetir, en muchos escritos,
diversas falacias acerca de la situación de Silva dentro del movimiento
modernista hispanoamericano, cuya vigencia se determina generalmente de
1880 a 1920 o 30. Si fuéramos a buscar el origen de tan equivocadas
interpretaciones lo encontraríamos en que, sin duda por taita de información,
se ha pretendido erróneamente identificar a la Poesía modernista con una
etapa de la obra de Rubén Darío. Lo cual constituye engaño histórico que ha
sido tarde pero suficientemente dilucidado. Se dice, por ejemplo, que Silva
fue «precursor» del modernismo, desconociendo que tanto él como José
Martí, Manuel Gutiérrez Nájera y Julián del Casal (tomando los nombres más
sobresalientes) pertenecen a la que en verdad es la primera generación del
modernismo: tanto en sensibilidad como en expresión. Que luego, con Darío
(2 años menor que Silva), Guillermo Valencia, Leopoldo Lugones, Julio
Herrera y Reissig, Ricardo Jaimes Freyre, Enrique González Martínez y otros
se forma la segunda promoción modernista.
Y aún surge una tercera, que algunos comentaristas llaman
"postmodernismo", en la que caben poetas como el mexicano Ramón López
Velarde, la uruguaya Delmira Agustini y los colombianos Luis Carlos López,
Porfirio Barba Jacob y Eduardo Castillo.
Otro desacierto grave es el de suponer que la poesía de Silva sería
simbolista pero no modernista. Ignorando que fue el simbolismo la más alta y
noble revelación de la escritura modernista, tanto en Hispanoamérica como
en España. Pero el modernismo no fue una escuela, sino una suma de
escuelas. La descaminada insinuación de que el ademán simbolista del
bogotano lo aparta del modernismo acusa total inocencia de lo que fue este
movimiento: de su actitud, de sus técnicas innovadoras, de la variedad de
tendencias que dentro de él se mostraron. Federico de Onís dio precisión a
este asunto aclarando: "El Modernismo, como el Renacimiento o el
Romanticismo, es una época y no una escuela, y la unidad de esa época
consistió en producir grandes poetas individuales, que cada uno se define por
la unidad de su personalidad, y todos juntos por el hecho de haber iniciado
una literatura independiente, de valor universal, que es principio y origen del
gran desarrollo de la literatura hispanoamericana posterior". Añadiendo que
"no es por lo tanto la escuela, sino la diversidad de escuelas, lo que
caracteriza el modernismo hispanoamericano".
Y esa insinuación es asimismo, apenas, otra manera de volver a
identificar el modernismo, esencialmente sincrético, es decir, conciliador de
tendencias estéticas diferentes y aun opuestas, con la brillante ostentación y
prodigio verbal de Rubén Darío en su libro de 1896 Prosas profanas. Cuyos
poemas, es cierto, dieron origen a una de las escuelas que dentro de él se
formaron. Pero el modernismo, como la crítica lo viene reiterando en todos
estos años, no podría ser tomado exclusivamente por las proyecciones de una
sola obra. Así fuese aquella, prestigiada por la celebridad del nicaragüense,
que se destaca por su preciosismo exterior. Cuando tal rubendarismo o
preciosismo representa, solamente, uno de los múltiples aspectos que ofreció
la vasta universalidad del modernismo. Y que de ninguna manera definiría,
excluyente, la amplísima significación de este movimiento en distintas
manifestaciones de las letras y la vida de su época.
Más de una similitud enseñan las dos fugaces vidas de José Asunción
Silva y del sevillano Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870), que además
compartieron en la infancia comunes preocupaciones artísticas tal su afición a
la pintura. En los poemas que por primera vez (antes sólo había publicado su
versión de "Las golondrinas" del francés Béranger) se reunieron de Silva en
la antología La lira nueva, aparecida en Bogotá en 1886, se muestran visibles
las notas de "sencillez expresiva, goce en lo misterioso y valor de lo
sentimental", que un Juicio apuntó como particulares de Bécquer.
Esa pronta conciencia de lo becqueriano pudo abonar en el espíritu de
Silva su siguiente adoración a la poética de Edgar Allan Poe y a la de los
simbolistas franceses. Su vinculación al simbolismo seguramente se hizo
primero a través de las teorías de Poe, que en Francia se conocieron en la
traducción de Baudelaire de "La filosofía de la composición". Silva llevó a
sus poemas las más importantes de esas ideas. Como la de que magia y
poesía son una misma cosa. O la de que el verso debe esbozarse a partir del
poder de sugestión del vocablo, anterior al significado, para darle luego un
significado, el cual nunca pasará de ser secundario. O la noción de Belleza:
efecto que lleva a una pura e intensa voluptuosidad del alma. O la que supone
en la melancolía el verdadero tono poético. O en la muerte el tema más
intenso. O destaca al estribillo, que debe conservar la monotonía del sonido
pero, igualmente, provocar variaciones desemejantes en el Pensamiento.
Éstas y otras tesis del norteamericano indudablemente influyeron en los
poemas del autor del "Nocturno".
No es aventura suponer que a la poética de Poe y a la de los simbolistas
franceses se ligó Silva, como decimos, gracias a la temprana lección que
recibió de Bécquer. Sin pretensión de originalidad, quien suscribe estos
renglones ha querido suponer, en ocasión anterior, que la figura del poeta
español se nos ofrece, visionaria, en el umbral del simbolismo. Varios
fragmentos suyos en prosa, así como las Rimas, asoman como testimonios de
la subterránea fuerza que por adelantado, de modo quizá inconsciente, llevaba
la simpatía de Bécquer hacia las persuasiones simbolistas que después otros,
sin desconocer el influjo de Poe, sustentarían teóricamente en París. Porque la
existencia de una escuela simbolista en Francia que superó al parnasianismo
(y su devoción a lo descriptivo y narrativo, a lo objetivo e impasible), no
implica que tenga el simbolismo, como es ordinario pensarlo, origen
exclusivo en esa nación. De tiempo atrás se ha destacado su carácter
universal, sin reducirlo a la sola irradiación francesa. De nuevo citamos a
Juan Ramón Jiménez, en su sospecha de que el simbolismo procede "de la
mística española (San Juan de la Cruz), la música alemana y la lírica inglesa
del mejor romanticismo, con el intelectualista sentimental Poe a la cabeza".
Y, resaltando su modernismo natural e intimista, el mismo poeta de Moguer,
en uno de sus últimos textos, habló de que, entre los modernistas, está más
cerca de la sensibilidad del siglo XX, "por ser un fino y hondo hermano
contrario de Poe y de Bécquer, José Asunción Silva, el colombiano ansioso
de órbitas eternas.
La poesía de Silva representó, no sólo en Colombia sino en
Hispanoamérica y en España, el intento más definido y mejor logrado, antes
de finalizar el siglo XIX, de impregnar la lírica en lengua castellana de la
estética simbolista. Se recuerda que en temprano viaje a Europa, a sus 20
años, conoció el decadentismo que habría de influir principalmente en su
novela De sobremesa, el esteticismo del grupo inglés prerrafaelista, el
impresionismo, el idealismo velado de misterio y de aliento místico.
Podríamos preguntarnos si, después de 1896, los poetas colombianos que le
fueron más próximos en edad (Víctor M. Londoño, nacido en 1870, y
Guillermo Valencia, de 1873, entre ellos), perseveraron en la poética del
simbolismo o, por el contrario, regresaron a la ya entonces eclipsada
influencia parnasiana. Todo parece indicar la preponderancia, siguiente al
suicidio de Silva, del viejo Parnaso y su motivación prosódica, convencional
y decorativa. Reflejo que fue del positivismo racionalista y cientifista. Los
parnasianos Y simbolistas, puso de presente el poeta Raúl Gustavo Aguirre,
"desplazaron el acento de su preocupación hacia las palabras", pero los
Parnasianos "consagraron preferentemente su atención a los sonidos",
mientras para los simbolistas "sonidos, sentidos y combinaciones posibles de
las palabras son claves de un lenguaje mediante el cual fe es dado al poeta
enunciar una realidad de otro modo innombrable". Porque la palabra
ambiciona (y puede) llegar hasta la creación de otra realidad;

¡Si os encerrara yo en mis estrofas frágiles cosas que sonreís,


pálido lirio que te deshojas, rayo de luna sobre el tapiz de húmedas
flores, y verdes hojas que al tibio soplo de mayo abrís, si os
encerrara yo en mis estrofas, pálidas cosas que sonreís!

¡Si aprisionaros pudiera el verso fantasmas grises, cuando pasáis,


móviles formas del Universo, sueños confusos, seres que os vais,
ósculo triste, suave y perverso que entre las sombras al alma dais,
si aprisionaros pudiera el verso fantasmas grises cuando pasáis!

Es evidente que poetas más jóvenes de entonces, en Colombia y en el


resto de nuestros países, retrocedieron y se sintieron más afines al
Parnasianismo: con su taller, sus referencias greco-latinas y orientales su
impostura de la perfección formal, sus estatuas marmóreas, su agobiadora
orfebrería, su minuciosa ornamentación. Sería verosímil conjeturar también
que el mismo temperamento hispanoamericano mostró más simpatía al
parnasianismo que al simbolismo. El Parnaso complacía mejor la supuesta
erudición, con sus referencias a la historia, a la cultura, al clasicismo. El
Parnaso, además, servía eficazmente a la elocuencia de aquellos que no sólo
escribían poemas sino, en la malhadada conjunción que se dio entre el poeta
y el político, ocupaban igualmente las tribunas de la plaza pública y el
Parlamento. O escribían, con impulso oratorio, las notas editoriales de los
periódicos. La estética simbolista, de sueño, de sugerencia y de misterio, no
se prestaba a su vociferación. No insinúo que todos nuestros parnasianos
(entre quienes se dieron los espíritus sobrios e intensos, como Valencia a
quien se insiste en calificar así, o Londoño) fueron rimbombantes, pomposos
o enfáticos. Sino que su ejemplo, perseguido por muchos, estuvo más
próximo a la altisonancia que a la intimidad de la poesía.
El simbolismo, y la naturalidad con que se manifiesta en los mejores
poemas de Silva, da crédito a la esperanza de que la sensibilidad de nuestros
contemporáneos no es indiferente ante ellos. Y de que acaso tampoco lo sea
en un futuro. Lo cual, sin recelo de causar extrañeza, hace también posible la
presunción de la vigencia actual de esos mismos poemas (unos cuantos), al
centenar de años de haber sido escritos. No es sorprendente decirlo, si se
piensa que incontables obras de grandes poetas del siglo XX, como Yeats,
Rilke, Valéry, Apollinaire, Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, T.S.
Eliot o Wallace Stevens, por ejemplo, y aun poemas vanguardistas de los
años veinte, en parte representan, como tanto se les sigue hoy leyendo y
admirando, la herencia del simbolismo hasta nuestros días.
"El simbolismo puede definirse como un intento, por medios
meticulosamente estudiados —una compleja asociación de ideas
representadas mediante una mezcla de metáforas—, de comunicar
sentimientos personales únicos".
¡Sensaciones!
Porfirio Barba Jacob

Han sido frecuentes tres maneras de juzgar a Porfirio Barba Jacob (1883
-1942) en obra y persona, confundiendo además ésta y aquélla en una sola
imagen en la que se dan, inseparables, la invención y la realidad.
Apologistas incondicionales llegan a otorgarle cierta exclusividad como
poeta desgarrado por el dolor, la soledad, el amor o el pecado, el misterio de
la vida y el terror a la muerte. La Muerte, que escriben, como él, con
mayúscula. Improvisan reincidiendo en nebulosas divagaciones sobre el tono
maldito o acongojado de sus cantos. No descartan en éstos su absoluta
originalidad. Ni su satanismo: se ilusionan con el dicho suyo de que su poesía
es para "hechizados". Y le conceden especial preeminencia por haberse
alejado su autor, según su Parecer, de lo que en otras obras poéticas existe de
sustancia intelectual para beneficiar la suya de los arrebatos de la pasión y de
las desolaciones de la tragedia humana: "Nadie supo en la tierra sombría /mi
dolor, mi temblor, mi pavura". Ello puede parecer emocionante y teatral. Pero
no debería olvidarse que los asuntos de estos poemas, que se relacionan con
sentimientos nada excepcionales, son comunes a la poesía romántica
universal. Desde luego, él declaraba ser única su extrañeza: "Entre los coros
estelares /oigo algo mío disonar"; o cuando dice: "Y entre el dolor humano yo
expreso otro dolor". No obstante, la importancia de ellos no radica en los
temas ni en la novedad de las técnicas, sino principalmente en la magia verbal
con que supo Presentarlos. Y al decir lo anterior se pone de relieve una vez, a
pesar de cualquier reparo, la admiración de que, en buen número, son
"merecedores.
Otro modo de tratar a Barba Jacob, este ya desdeñoso, es el de llamarle
modernista tardío. Considerándole, como en parte lo fue, legatario de la
escritura de Rubén Darío. Tanto en su inicial exaltación y fulgor de las
formas poéticas como en su posterior meditación apenumbrada. Es así como
fueron perdiendo crédito ante la crítica el tono altisonante ("yo amo la
pompa") y la esmerada musicalidad, "el vago son sinfónico", que decía de sus
estrofas. Él lo previo: "Me está reservada una celebridad rencorosa... me
conformo con ser un ruiseñor equivocado". Y cuenta que un intelectual
cubano dudaba entre si pertenecía él al presente o era ya del pasado.
Pudiendo entonces hasta tildársele de romántico tardío. Lo cual no dejaría de
corroborar la suposición que se ha insinuado de que, en lengua española,
nuestro modernismo fue nuestro verdadero romanticismo. ¿Le importaba
aquello a Barba Jacob? Pensándolo, se respondía: "Lógico es que quien lleva
esta lumbre ardiendo congénitamente a las propias raíces de su personalidad
(...) se encoja de hombros ante la literatura, ose despreciar el flujo y reflujo de
esas mareas que constituyen la moda literaria".
Deberemos entonces tener en cuenta dos cosas. La primera, que la
poesía de Barba Jacob fue compuesta, casi en su totalidad, entre 1907 y 1925,
cuando todavía, desde México hasta la Argentina, sobrevivía en poetas
estimables la entonación modernista. La segunda, que no parece criterio
siempre afortunado, el desaire a una obra literaria por no tenérsela como
original o novedosa o por no corresponder a las modas y a las corrientes que
le fueron contemporáneas. De seguir este camino llegaríamos a menospreciar
nuestro barroco colonial, incluso en creaciones como las de sor Juana Inés de
la Cruz y Hernando Domínguez Camargo. Sólo por haber reiterado ellas, en
lo más sobresaliente, los estilos de Góngora o de Quevedo. Sonreiría Barba
Jacob al declarar una vez: "Yo debí haber nacido en Inglaterra: hubiera hecho
mejor papel, con mi poesía grave, elevada e inactual, al lado de Francis
Thompson... (o de) Shelley y los Rosseti... (o de) Yeats... que al lado de
Valencia, pongo por caso".
Y tampoco deja de desestimarse a veces la poesía de Barba Jacob
ligándola al destino personal de su autor. Cuyos magníficos fulgores, sin ser
inmunes al desacierto y a la espectacularidad, no tuvieron la eficacia de atajar
el desastre en que finalmente sucumbió. Se definió a sí mismo: "Soy
antioqueño, soy de la raza judía, gran productora de melancolía (¿cuál raza
suya judía?, nos preguntamos), y vivo como un gentil que no espera ningún
Mesías, o como un pagano acerbo en la Roma decadente". Se menciona
además el aura luciferina de que quiso rodearse. Su homosexualidad, por él
alardeada. Los episodios que le emparientan a la familia picaresca. Sus
extravagancias. Su soberbia. Su megalomanía. El anacronismo, en fin, en que
incurrió cuando ambicionaba hacerse admirar como nuevo poeta
endemoniado. Todo ello no deja de ser cierto. Como tampoco podría negarse
la desmesura de una personalidad en la que por períodos era cotidiana su
aproximación a lo maravilloso. La magnífica biografía de Fernando Vallejo,
Barba Jacob el mensajero, nos muestra con sorprendente vivacidad a un ser
deslumbrante. No dejaremos de entusiasmarnos, a través de esa Páginas,
tanto con su grandeza, comprobada en episodios sin cuento, como en sus
yerros, también de infatigable reiteración. Sus días se sucedieron largos de
alucinaciones, de placeres, de alegrías, de pesadumbres. Al asombro,
conociéndole más de cerca, se nos une igualmente la ternura. Cuando volvió
a Colombia, en 1927, Barba Jacob seria ya la sombra, el fantasma del
prodigioso personaje que no dejó de ser desde cuando abandonó por primera
vez el país, veinte años antes. Para vagar, "andando el tiempo, la vida y los
países", por la desmembrada geografía del continente. En sus distintas
repúblicas, viendo artificiales las fronteras, jamás se sintió ni se pensó
extranjero.
De las diversas actitudes que se han adoptado ante la obra de Barba
Jacob, sin más o menos olvidar al individuo que la compuso, las que
acabamos de mencionar no son únicas. Ya hemos recordado que su
aprendizaje más visible lo alcanzó con la lección de Rubén Darío. Tampoco
podrían haberle sido ajenas, entre los autores que cita, las de Guillermo
Valencia y Leopoldo Lugones. A pesar de su amor a la figura de José
Asunción Silva, que advirtió "incomparable de sencillez, de dolor y de
rebeldía", eco suyo directo no se sospecha en su poesía. De Salvador Díaz
Mirón, a quien dedicó elogioso ensayo, pudo tomar, como también de
Valencia, el excepcional pulimento de la forma que siempre practicó: "Soy
un poeta de producción lenta, difícil, dolorosa”. Y fue aún más lejos de
Valencia y de Díaz Mirón, que nunca se manifestaron tan humildemente
inconformes, como él a pesar de su arrogancia, con varios de sus propios
poemas. Gran cantidad de éstos, deliberadamente olvidados, se han perdido.
Lo que no ocurriría por los azares de su existencia o los continuos
desplazamientos. Ya que mantuvo esmerada custodia, sin alejarlas del
inmediato alcance, por las que con afecto llamaba sus "canciones". Ellas
fueron muchas veces, en los viajes que desde adolescente y sin rumbo fijo
realizó a otra ciudad o a otro país, junto con un cuaderno de apuntes, el único
equipaje que le acompañaba.
La opinión más generalizada es la de un predominio romántico dentro
del modernismo de Barba Jacob. El mismo lo confirmó: "Yo pomposo, yo
romántico, yo engreído, yo delirante, yo prestidigitador". Sus limitaciones
podrían derivar en parte de esa autosuficiencia. Aminorada, es cierto, por
severa autocrítica. Federico de Onís habló de un retroceso suyo hasta Edgar
Poe (sin mencionar a Baudelaire, inevitable) y hasta los clásicos castellanos.
Y, sobre todo, a la "afirmación única, límpida y amarga de la desesperación y
la nada individual". Por eso, en sus celosas clasificaciones, lo coloca en la
que se presentó dentro del postmodernismo como "reacción hacia el
romanticismo". Años después, en 1941, Xavier Villaurrutia pareció confirmar
esa ubicación en Laurel, antología de la poesía moderna en lengua-española.
A esto conviene añadir que, aun cuando al proclamar su "trascendentalismo"
poético, hablaba de la necesidad de abandonar las bellezas formales de sus
maestros en busca de una más profunda (entenebrida, deseara él)
manifestación de lo humano, jamás pudo o quiso Barba Jacob superar la
seducción de su lenguaje modernista. "Yo trabajo en este glorioso empeño",
solía o fingía creer. Para finalmente declarar que la técnica apropiada a este
propósito: "no puede romper a muerte ni con las formas ni con el espíritu de
la tradición". El espíritu de la tradición poética: que no dejaba de formar parte
de aquello que reivindicó como suyo, más allá de falsas apariencias, la
rebelión del modernismo.
Entre las páginas que pretenden dar cuenta de la poesía de Barba Jacob
existen infortunadamente otras en las que la ligereza y la inexactitud se
acompañan. Un distinguido historiador de la literatura hispanoamericana, por
ejemplo, dictamina que, en medio de sus vehemencias y desesperaciones, "no
logró dar salida poética a ese mundo interior que le ahogaba el corazón". Y
para nuestra sorpresa supone: Más que cantos, le oímos quejidos". Cuando
seguramente se basó en palabras del poeta que tienen otro sentido:"(Mi
poesía) está llena de temblores, de relámpagos, de aullidos". Presume
artísticas, pero no poéticas, las que da por simulaciones en que se pervertía su
exageración. Oponiéndolas a sus momentos de sinceridad, imagina que en
éstos "no siempre vio claro en su propia hondura". Tampoco le fue del todo
favorable, sin llegar al extremo anterior, el juicio de Sanín Cano: "Su poesía
señaladamente personal, honda y no exenta Vaguedades y desvíos". La
salvedad que aquí se expresa semejaría delante, no a la poesía de Barba Jacob
en la que son casi habítales la exactitud y la seguridad de la expresión, sino a
la vida escandalosa de su hacedor, con todo aquello que en ésta se mezcló,
indiscerniblemente, de lo que la opinión de las gentes distingue como
fatalidad, nobleza o ignominia.
La porción más valiosa de la obra de Barba Jacob fue escrita lejos de
Colombia, de donde partió a los 24 años. Desde entonces residió en México
con las interrupciones, varias veces forzosas, a que le conducía la sobrada
beligerancia de su actividad periodística. En 1927 decidió venir a recorrer sus
pasos en Colombia. Ya no era Miguel Ángel Osorio (su nombre verdadero),
ni Main Ximénez, ni Ricardo Arenales, sino Porfirio Barba Jacob. Al volver
de nuevo a México en su viejo amigo, el poeta simbolista Enrique González
Martínez, se dolió de encontrarle arruinado el cuerpo y con "un alma sin
posible redención". Si, taciturno, había dicho ya todo cuanto tenía por decir
en poesía. En un lenguaje que, si conmovedor (y de eso se trataba), no era
nuevo ni original. Sino delirante en la pasión, depurado por el arte y
enriquecido con personalísimo acento. Fue siempre un exaltado y no habría
podido escribir sino la que nombró "rima errante por noches de pavura". Sus
exacerbaciones fueron ineludibles. Y serían comienzo de aquella decadencia
física y espiritual. Siguió amando a Colombia como la patria de su infancia y
de su adolescencia. Y a México, patria de su juventud y de sus ilusiones. Este
último país iría a ser escenario de su prolongado, melancólico final. Entre las
compensaciones que allí tuvo, una pudo ser la de quedar incluido Ricardo
Arenales en un volumen riguroso y polémico: la Antología de la poesía
mexicana moderna editada por "Contemporáneos" en 1928 y de la que se
responsabilizó Jorge Cuesta: "Por el espíritu de las influencias que ha
recibido (se dijo en ella), Ricardo Arenales es un poeta de México". Al
comentarla Bernardo Ortiz de Montellano, otro poeta del grupo
"Contemporáneos", exaltó esta inclusión: "El soplo de Poe circula por las
venas —sangre profunda y doliente— de la poesía del gran poeta que sin
desmayos, ajeno a la languidez y a la melancolía superficial, prende en los
ritmos más puros la exasperada voz de su dolor". Ya hemos mencionado la
aparición suya en Laurel. Villaurrutia, en el prólogo, le situó como
paradigma de que "la angustia de un drama personal se resuelve, en última
instancia, en música, canto y apasionada sensualidad". Esta segunda
figuración, en cambio, no vino a ser favorecida por Octavio Paz, quien en
1982 reiteró: "Entre los poetas de esta segunda sección (de Laurel) hay uno
cuya presencia, a pesar del aprecio que le profesaba Villaurrutia, me parece
una desafinación: Porfirio Barba Jacob. Por su acento elocuente y la
musicalidad de su prosodia, uno y otra no carentes de noble intensidad, Barba
Jacob es un modernista rezagado".
No se declara cerrada la discusión sobre la poesía de Porfirio Barba
Jacob. Algunos, ya se ha recordado, le mencionan como discípulo de los
grandes maestros del modernismo por haberse servido de su gracia
idiomática, de su retórica, de su vocabulario. ¿Contó él, a su vez, con
discípulos? En Colombia quizá pueda hablarse de su huella, apenas
perceptible en unas voces, en primeros poemas de Aurelio Arturo y de
Antonio Llanos. Si se atiende a la fecha de nacimiento y mostrando algo de
laxitud, hasta se le podría incluir, como críticos lo han hecho, en la segunda
generación de modernistas hispanoamericanos. Cuya edad no excedía de la
suya en contados años. Pero ha Prevalecido, con mejores argumentos, el
primer criterio: ser sucesor de la estética y de las formas poéticas de Darío,
Valencia y Lugones, Principalmente. Y es entonces cuando debe aceptarse
que son inexistentes las novedades que Barba Jacob trajese al arte poético
dentro de la renovación que, habiendo llegado al punto culminante tales
estética y formas, cumplían los poetas jóvenes de su época yendo contra
ellas. La "reacción hacia el romanticismo" que mencionó Onís es preciso
tomarla menos como avance que como un salto atrás. Barba Jacob no innovó
en la concepción ni en la escritura de la poesía. Se estableció, con fuerza y
dignidad singulares, en su ser romántico y en el lenguaje modernista. Sin
duda, refino intensamente este último, matizándolo además de su poderosa
personalidad. Lo que dio a su canto un alarde verbal que por poco decaía no
en la música sino en la altisonancia. Y esto no hubiera sido concebible en él,
tan sabio artesano de su verso, como fruto de descuido o de desacierto.
Pensaba a si mismo que, en poesía, el lenguaje es y seguirá siendo siempre
convencional. Desechando, con esa suposición, el habla coloquial que otros
poetas habían comenzado a insinuar. Es suerte que en sus mejores poemas la
melodía verbal, en vez de enardecerse, se afina. Con orgullo confesó haber
seguido, en definitiva, "aquel consejo final de Pedro Henríquez Ureña sobre
la eficiencia imprescriptible de la musicalidad".
Repasando una colección de El Hijo Pródigo, la bella revista de Xavier
Villaurrutia que estimuló nuestra atención a la poesía y a temas que con ella
se relacionan, encuentro una nota de Gilberto Owen, otro celebrado poeta del
grupo "Contemporáneos". Owen residió, con vínculos familiares, largo
tiempo en Colombia. Se refiere su escrito a la publicación que de Poemas
intemporales de Barba Jacob hizo en 1944 en ciudad de México la editorial
que ocasionalmente llevaba el nombre de "Acuarimántima", una de sus más
conocidas composiciones. Destaca que "de entre los ásperos breñales que
rodean a aquel pueblecito andino (Santa Rosa de Osos, cuna de Barba Jacob)
surgió el delirio verbal más alto, más violento y más rico que se haya oído en
América. "Pues lo del Chocano a voz en cuello no era eso (aclara en seguida),
sino una catarata de gritos ensordecedores". Da una fugaz imagen, que no
llega a ser ingrata, de la propia persona del poeta: "Sólo una vez, de paso por
algún puerto, nos encontramos su rostro agudo y cetrino; pero fue una noche
en que su amargura rebosaba sarcasmo, y la repulsión nos hacía preferible no
haberle visto nunca. No supimos, pues, acercarnos a ese espíritu
indudablemente vigoroso, pero desconcertante". Menciona también la "limpia
verbosidad" de Barba Jacob, "en quien la palabra se goza a sí misma, y se
posee a sí misma, para engendrar a la palabra, que a virginal suena siempre,
en milagro de perpetua concepción". Agregando Owen una opinión que debe
leerse tan cordial como sincera: "Queremos decir, con esto, que todas las
palabras del colombiano (Valencia, Arenales, De Greiff) suenan a
"Acuarimántima", a nombre exacto, fiel e inaudito".
Barba Jacob explicó varias veces con lucidez su concepción de la
poesía. Soñaba en alcanzar una expresión desnuda, dejando atrás esos faustos
modernistas que, con el correr del tiempo, los hallaría superficiales. Podemos
pensar entonces que su drama, su drama poético, no fue de desatención sino
de incapacidad para eludir una estética que había creído inconmovible: el
imperio de la musicalidad. ¿Tendríamos que seguir lamentándonos de ello?
Dijo el autor de "Balada de la loca alegría" con autenticidad y atrevimiento,
en lengua bella, intensa y certera, no importa si en instantes heredada,
algunas cosas que debió sentir profundamente. Y otras que con igual hondura
imaginó. Esto acaso baste para no dejarnos lanzar en la parcialidad o en la
injusticia a que a veces conduce locuaz, el continuo requerimiento.
Eduardo Castillo

Pocos casos se han dado en las letras hispanoamericanas, como el de Eduardo


Castillo (1889-1938), de tan rigurosa fidelidad a una vocación. Es común en
nuestro medio, y a causa quizá de la falta de oportunidades que éste ofrece a
la creación literaria, el ejemplo de quienes, con eventuales aptitudes para el
ejercicio de ella, son arrastrados o prefieren entregarse a otras actividades,
sobre todo las cercanas a la Política, con el antiguo vicio nacional de ir
siempre tras una cuota de poder que dé más pronta satisfacción a las penurias
o la sola vanidad, pastillo, en circunstancias todavía menos propicias a las
actuales, en as que la diversificación del trabajo hace verosímil el acceso a
alguna de sus fuentes, permaneció siempre en su tarea de escritor,
ayudándose apenas de un periodismo modesto que no llegaba a interferiría.
Cuando todos iban tras los halagos del mando o del renombre, él no aspiró a
ninguna prebenda ni quiso ser otra cosa que el autor de poemas, cuentos,
traducciones, crónicas y notas críticas que dan testimonio de un raro talento y
una extrema sensibilidad. En el curso de una existencia que a sus mismos
amigos llegaba a parecer fantasmal, cada día le encerró, lúcido y recatado, en
la soledad de la poesía. Y como según la norma de alguno, no pudo vivir de
la poesía, vivió para ella. La imagen que de él nos ha quedado nos muestra a
un cuerpo casi inmaterial, de mirada inexpresiva, que cruzaba huidizo al lado
sin hacerse notar, envuelto en los últimos años en su ensimismamiento y en la
capa romántica. Se cuenta de sus desaforadas lecturas y sus paraísos
artificiales. Al brillo de otros opuso sin alarde su hondura. Estuvo lejos de ser
lo que la gente conoce como un gran hombre pero en cambio semejaba un ser
excepcional.
No lograríamos ocultar nuestra simpatía por una obra como la suya.
Dentro de límites que en vez de confinarla a una dicción vacía suscitaron las
palabras que le eran más secretas e irrevocables, su poesía mantiene calidades
que permiten reconocerla entre la pródiga que, en nuestro idioma, se ha
escrito en este siglo. No sería el caso de destacar sus rasgos innovadores, que
si hoy no se reconocen tampoco se los propuso. Ni su riqueza exterior, pues
aspiraba tratar los asuntos con las menores palabras. Ni un desgarrador
lamento, convencido como era del pudor verbal. Ni su derroche humanístico,
porque se reservaba a la intimidad. Pero no fueron ni siguen siendo comunes
sus cualidades: gracia, oído, sentido de la proporción, lirismo, transparencia,
naturalidad. Muchas de sus páginas en prosa y otros tantos de sus juicios han
envejecido. Pero, en cambio, no pocos de sus poemas conservan una
seducción que los años no lograrían aminorar: el hallazgo de lo espiritual en
lo sensible. La intensidad de su expresión los rescata del olvido. De ahí que
podamos llamar la atención sobre su originalidad: la persistencia en ellos de
la fluidez poética. Aunque no nos hacemos ilusiones, el amor a la aventura
estética no debería implicar, en los futuros poetas jóvenes, el desdén a una
tradición que en esos poemas se insinúa. Lo que algún día mostró su
fascinación vuelve a ser nuevo otra vez. Lo dijo hace rato, a despecho de su
furor iconoclasta, el manifiesto dadaísta: "Me gusta una obra antigua por su
novedad: sólo el contraste nos ata al pasado".
Cuando, habiendo nacido en 1889, se dio a conocer Eduardo Castillo
hacia 1905 en publicaciones bogotanas, se iniciaba en Colombia la que se
conoce como la segunda promoción del movimiento modernista. A ella
pertenecen quienes en este país formaron la Generación del "Centenario", en
la que se distinguió Castillo por su exclusiva dedicación literaria y cuyos
maestros visibles fueron José Asunción Silva, Guillermo Valencia y Víctor
M. Londoño. Castillo y Porfirio Barba Jacob, de obras tan divergentes, son
los que en ella dieron su acento más personal. Y los que abandonaron los
temas de Valencia y Londoño, frecuentemente ligados a la antigüedad
clásica, que aparecen aún en sus compañeros: el pulimento del lenguaje,
cierta exquisitez decadente y una inspiración algo convencional podían
notarse en Ángel María Céspedes, Miguel Rash Isla, Delio Seravile y
Roberto Liévano. José Eustasio Rivera, como iba a hacerlo después en su
novela, se alejaba hacia lo terrígena. Castillo y Barba dan, cada uno a su
manera, una nota de independencia a esas limitaciones. Una crítica adversa a
los centenaristas ha sostenido que, herederos de las conquistas logradas, se
limitaron a disfrutarlas. Y que decayó en ellos la curiosidad por la cultura
extranjera que habían mantenido sus antecesores. No fue este el caso de
Castillo, interesado en varias literaturas europeas de su época.
Se ha mencionado la admiración que guardó siempre Castillo por la
persona y la poesía de Guillermo Valencia, dieciséis años mayor, de quien
fue no sólo pariente sino su secretario particular. Lo que hizo posible la
sospecha de haberse formado a la sombra del poeta Payanes. Afirmación que
se destruye por sí sola, con el simple cotejo de una y otra obra. Seguramente
fue cierto el magisterio que Valencia ejerció sobre él en varias materias y es
posible que muchas de las lecturas de Castillo pudieron ser insinuadas en la
estrecha amistad que el celebrado maestro y su joven interlocutor
mantuvieron durante años. Los conocimientos humanísticos de que
presumiblemente disponía Valencia debieron estimular a quien, habiendo
apenas cursado estudiosprimarios, llegó a compensar su falta de formación
universitaria, si de ésta puede hablarse en ese momento, con la pasión por los
libros. El ejemplo de Valencia se cumple acaso en la paciencia que ambos
trabajaron, separados en el aislamiento y la distancia tiempo, sus respectivos
lenguajes. No vamos a ir más lejos de indicar nuestra preferencia por uno que
revela matices subjetivos, como el de Castillo, si la estética a que se ciñe
Ritos imponía una buscada objetividad que sin embargo no obligó a frenar
por instantes el impulso sentimental. Son, pues, obras poéticas enteramente
distintas las de Valencia y Castillo, y es esto lo que interesa poner de
presente.
Se dijo también que la poesía de Castillo era resultado de sus lecturas y
que no fue, por lo tanto, fruto de su íntima personalidad. Es, pretendió
definírsela, "comentario artístico a lecturas hechas devotamente, o a
sensaciones vividas a través de los libros". La especie no ha dejado de correr
y la recoge más de un manual de literatura. ¿Se empequeñecen con ella los
versos de Castillo? Es difícil sostenerlo, cuando en todas partes se reconoce
hoy en la experiencia intelectual una fuente, y de ninguna manera la menor,
de la inspiración poética. La emoción, en el poeta, es inseparable de la
palabra, de un texto escrito o leído. ¿En qué quedaría, de desdeñar la
influencia de la cultura, la obra de muchos de los grandes poetas europeos y
americanos, no sólo de nuestra época sino también del pasado? Libros
franceses, ingleses, italianos y portugueses enriquecieron el espíritu de
Castillo y son ejemplares las versiones que de poemas en esas lenguas realizó
al español. Un criterio provinciano le tacha de haber sido un devorador de
libros sin contacto verdadero con las pasiones humanas. Ciertamente
carecemos de datos sobre la intimidad de Castillo y no quisiéramos de
momento apelar a la tesis de la despersonalización de la poesía: esas
máscaras del poeta. Pero nos parece que, encerrado en una habitación, como
nos lo pintan, su temperamento dado a la introspección, a la fantasía y al
análisis ha debido vivir, con la suya* muchas vidas: "No hay para mí —dijo
— pesares ni júbilos extraños”. Y, dejando de lado la discusión sobre el
estímulo intelectual en la creación poética, creemos que, al contrario,
abundan en la poesía de Castillo las circunstancias ambientales, la llamada de
lo cotidiano, lo más trémulo de una interioridad.
El modernismo inclinaba más a Castillo a las ambiciones simbolistas de
aquella "precisión de lo impreciso" que a la impasibilidad de los parnasianos.
Así lo confiesa: "No sé. Pero a mí, por lo menos, los orfebres impersonales y
objetivos a lo Leconte de L'Isle me dejan en el corazón la frialdad de mármol.
Por mucho que los admire, me es imposible amarlos". No tanto le sedujo,
pues, la perfección formal parnasiana como sí la analogía simbolista. Más
cerca entonces de Silva que de Valencia, su protector, su amigo. Perseguía
más la indagación, por los secretos corredores de la conciencia y del deseo,
que el deslumbramiento de la belleza física. Más el registro de las
sensaciones que la confrontación de las ideas. Más la clausura dentro de la
propia alma que el arrebato ante los estímulos del mundo exterior. En sus
mejores poemas lo sentimental, como en Baudelaire, avanza hacia lo síquico.
Ser otro y ser el mismo: la poesía como exteriorización de la otredad del
hombre. Cambio permanente del ser que es tema, por ejemplo, en
"Fugacidad". También buscaba, más que la descripción, la sugerencia. Por
eso huye de la gran entonación y se acoge a lo confidente. Ni gesticulación,
ni espectáculo: transparencia. A la sonoridad prefiere la sordina. A la fuerza,
la sutileza. Afectividad sin descensos, sabiduría sin huella de cincel. Y la
destreza con que le fluían los poemas no aminoró en ellos su gracia, virtud
que le fue connatural.
De otro lado, la poesía de Castillo se alejó de cualquier preocuparon
conceptual. Uno de sus maestros, Rémy de Gourmont, dijo algo que cita
Pound: "Una idea no es más que una sensación marchita, una imagen
borrada". Se mantuvo dentro de un lirismo de inspiración romántica, propio
en quien entendía la creación del poema como un proceso de interiorización
de la mirada: dar en él lo más secreto de sí mismo. Su acento apenumbrado se
liga profundamente a su temperamento crepuscular. No hay tonos violentos
sino, esfumada, la misma luz vaga y otoñal de la ciudad en que vivió y que a
través de la lluvia él quiso ver, como antes la vio Silva, humedecida en
lágrimas. Todo cuanto le rodeaba apareció siempre interpretado bajo el
ímpetu de su emotividad. No compartió el exotismo de algunos modernistas
ni el americanismo lugareño de otros. Lo que predomina su disposición de
afecto por los seres y las cosas. Y su atracción por el misterio del lado oculto
de los seres y las cosas. Y el reconocimiento inmediato, límpido, de los
sentimientos. La inteligencia le fue inseparable de su corazón. Poesía que, a
pesar de su conciencia del lenguaje, de su trabajo con las palabras, se nos
revela espontáneamente, libremente, en la vivacidad de las emociones.
Acabamos de mencionar el lirismo romántico de Castillo. Octavio Paz
señalado que, en rigor, "el modernismo fue nuestro verdadero romanticismo"
o, por lo menos, "otra versión" de éste. Ya Sanín Cano, actor y testigo de ese
movimiento, lo había calificado como "derivación" del romanticismo. En
gran parte, por la oposición de los modernistas a la actitud crítica de un
positivismo que arruinaba, con su desdén a lo que no fuese susceptible de
prueba, los poderes de la sensibilidad y de la imaginación. Por ello, al cabo
de casi un siglo, el modernismo reitera la anterior rebeldía romántica. Dice el
escritor mexicano: "Entre nosotros el modernismo fue la necesaria respuesta
contradictoria al vacío espiritual creado por la crítica positivista de la religión
y de la metafísica; nada más natural que los poetas hispanoamericanos se
sintiesen atraídos por la poesía francesa de esa época y que descubriesen en
ella no sólo la novedad de un lenguaje sino una sensibilidad y una estética
impregnadas por la visión analógica de la tradición romántica y ocultista".
Para Castillo, ser poeta era creer "en el sentido místico del mundo", según sus
palabras. Y, además, crear por analogía con el ritmo del lenguaje y con el
ritmo del universo. Era ver en éste, y aquí alude a Baudelaire, "una selva de
símbolos, un sistema de cifras que representan realidades espirituales". Soñó
con la restauración de la primacía del espíritu. Porque, pensaba, "El universo
que abarcan nuestras percepciones sensoriales, deficientes y a veces falaces,
no es el universo total. Más allá de ese mundo empieza otro infinitamente
más rico en aspectos y matices que sólo puede intuir el poeta dotado de una
genial extra-lucidez, de una agudísima supervisión". Romanticismo y
ocultismo: no en vano la primera sección de su único libro, El árbol que
canta, que publicó tardíamente en 1928, diez años antes de su muerte, se
llama "La hora romántica". Y de ahí, sin duda, su interés no sólo en la mística
sino, como varios modernistas, por todo cuanto toca a lo trascendente
inmaterial y sus apariciones, los huéspedes desconocidos de nuestra
conciencia: "¿Dónde está —se preguntó— la línea divisoria que separa ese
mundo del de la realidad?". De ahí también su aguda nostalgia de lo religioso,
que es entusiasmo por el candor franciscano, comprensión de la "íntima
hermandad de las cosas", añoranza de la pureza infantil, pero también
erotismo, amor en toda su fatalidad, en toda su insatisfacción. Así, en algunos
de sus poemas, la mujer asoma como en un cuadro rodeada del halo extático,
"cual las madonas niñas de los Libros de Horas". O se le aparece, en el
recuerdo "como desde una vida ultraterrena".
Porque en la poesía de Castillo el amor es ausencia. Ausencia que no
convoca a la desesperación ni a la ira ("Amo la rabia de perderte / tu ausencia
en el caballo de los días", escribió César Moro) pero tampoco se resigna a su
soledumbre, a su irremediable melancolía. En ella se encendieron sus más
punzantes palabras. Y podría también haber hablado de la ausencia como de
la más real de las presencias:

Bajo esta noche azul, todas las cosas


que ven mis ojos: la dormida fuente,
los árboles amigos, y las rosas
y el hechizo lunar, todas las cosas
que ven mis ojos, me hablan de la ausente.
Valga la referencia: por los mismos años Guillaume Apollinaire, un
poeta tan lejano y diferente a él en sus orientaciones y audacias, caudillo de la
vanguardia poética europea, que conoció del amor sus dominios espirituales y
carnales, lo cantó también como privación, como producto puramente mental,
como pasión prisionera y acorralada en la frente desnuda del amante: "Je
t'adore ó madéese exquise méme si tu n'es que / dans mon imagination". Mas
en el poema de astillo no se trata de una ausente, sino de la avidez de la
concreta aparición femenina. Porque, ¿llegaría a ser evidente ese vacío
particular el de la mujer de "Arieta" que surge tan frágilmente como sus otras
criaturas, cuando de veras podemos acertar que sólo tuvo vida aquellos
renglones? Esa ausencia no es de ella, sino es la soledad a Tras la sospecha,

para el alma que la nombra,


fue algo como la sombra de una sombra
o un sueño recordado en otro sueño.

De lo cual dan testimonio muchos instantes de su poesía. En


"Incertidumbre", por ejemplo, confiesa: "No sé si eres verdad..." y por ello
aclara que "para no perderte no te toco". Fracasa la búsqueda de la amada
definidamente conjeturable y apersonada en alguien. Fracasa pero hasta cierto
punto, porque la amada "se halla dispersa y difundida en todas". Su amor sin
amada precisa es amor plural que le lleva a preguntarse por qué ama a
mujeres que nunca ha conocido. Uno de sus más conocidos sonetos, "Desfile
blanco", no podría haber sido un desfile de cuerpos femeninos: es un "desfile
suspirante de sombras adoradas",

Laura, Beatriz, Leonora, Desdémona, Julieta, desfile suspirante de


sombras adoradas de ojos beatos y céreas manos inmaculadas,
fantasmas de mis sueños de niño y de poeta;
En pasos espectrales y en actitud discreta pasáis por mis jardines
internos, delicadas y aéreas con el suave prestigio de las hadas,
bajo una luz difusa de oro y violeta.
Entre vuestras siluetas de encanto diluido divaga, con las manos
colmadas de azucenas, la mística silueta de la que no ha venido...

Su cuerpo de celeste madona leonardina se pliega al excesivo peso


de las melenas, frágil como una lámpara que apenas ilumina.

Fue además Eduardo Castillo uno de los primeros poetas colombianos


en reflexionar con apasionada lucidez acerca del fenómeno de la creación
poética, lo que le confiere un presagio de modernidad. La poesía fue varias
veces, como en el poeta moderno, asunto de sus poemas. A ello debió ser
conducido por lecturas francesas, que desde la juventud le formaron
mentalmente, según su declaración. Debió también conocer los textos de
teoría poética de Poe, que no dejó de mencionar. Todo le acercaba a un
simbolismo no regido por determinados principios estéticos sino, conforme a
sus palabras, por "la exaltación del más intransigente individualismo y la más
absoluta libertad para crear de acuerdo con el propio temperamento". Y
varias veces repitió la exigencia de Verlaine al artista de, en todo momento
"étre soi meme". En síntesis, quiso combinar su decidida inspiración
romántica con las libertades que había proclamado el modernismo. En el
inconcluso prólogo a su segunda colección de poemas, la que no llegó a
publicar, manifiesta su despreocupación por escribir conforme a preceptos de
escuela, recalcando la exigencia de la espontaneidad, la verdad y la
sinceridad que, según su juicio, debería regir toda concepción artística. En el
poema pretendió en especial el aseen-mente de la melodía, tanto interior
como exterior: "Para mí —dijo— el verso es sobre todo imagen o emoción
musicalizadas... Por eso seguramente los grandes poetas de mi dilección han
sido poetas auditivos: un Lamartine, un Poe, etcétera". A través de la música
del lenguaje quería llegar, como algunos de sus modelos, no sólo a la
concordancia con el universo sino aún al conocimiento de la realidad. Su
catolicismo tuvo que aceptar que la revelación de lo desconocido la alcanza
también el hombre en la dimensión de la poesía. Sin los temas helénicos que
habían deslumbrado, como en los Poemas de Guillermo Valencia, a quienes
se sintieron persuadidos por lo parnasiano; sin mayores innovaciones
métricas, ya que la nota que ofrece el conjunto de sus versos es la de una
relativa variedad de ritmos, medidas y combinaciones de estrofas, y sin el
gesto meditativo que para otros fue predilecto, en las composiciones de
Castillo quisiera dominar, no obstante la tacha de poeta libresco a que ya nos
hemos referido, una estrecha fusión entre vida y poesía, lo que hace más
visible la herencia romántica. La zozobra que podría haber avasallado esos
poemas se refrena muchas veces en una lograda proporción Debió celebrar la
opinión de Coleridge: "Está mal expresado aquello que, sin pérdida del
sentido y de la dignidad, sea posible decirlo con palabras más sencillas". Y el
imán de la atmósfera sensible. Fue así como no sólo gracias a los primeros
simbolistas sino al mismo Mallarmé, a quien admiraba sin aproximarse a su
hermetismo, mereció gozar del amor a la sugerencia y al matiz. Varias veces
repitió la fórmula de Brandes: "El arte se realiza por sustracción y no por
adición". Por lo cual se sostuvo en creer que "el secreto del arte sólo estriba
/en decir muchas cosas con muy pocas palabras".
El pensamiento que tuvo Castillo de la poesía como sensibilización del
lenguaje contribuyó acaso a llevarlo al ejercicio de la crítica poética,
queriendo para sí cotejar el suyo propio con la elocución ajena. Son
numerosos los artículos que en este campo dio a conocer en la prensa
literaria. En éstos se refiere tanto a poetas colombianos y de habla española
como a los que frecuentó en otros idiomas. En esas notas se reiteran casi
siempre, con tersura, los atributos de su inteligencia, sutileza y buen gusto.
Trasparentan ellas, desde luego, sus preferencias: de modo que llegó a
cuestionarse por algunos, que no las compartieron, el hecho de que haya sido
él, en verdad, un crítico, impregnadas como están esas páginas sobre poesía,
según se objetó, de un aire por igual poético. Suponemos que el juicio
anterior no es enteramente exacto, pues Castillo utiliza, por lo regular, cierta
consideración de valores que escapa a la sola fantasía. No se diría tampoco
que fue en ellas objetivo, habiendo estimado que "al crítico no le es posible
ser imparcial", por lo que descartó la existencia de una crítica impersonal.
Puso en cambio su interés en la crítica impresionista, alejada de lo doctoral y
lo dogmático, que encontró una de sus justificaciones en el aforismo de
Wilde según el cual sólo podemos hablar con la imparcialidad de las cosas
que no nos interesan.
Al recorrer las notas de Castillo, fatalmente gastadas algunas por el
tiempo, constatamos más de una equivocación o, por lo menos, de lo que
como tal ahora se piensa. ¿Cómo pudo creer, por ejemplo habiéndose
conocido ya parte considerable de obras como las de Antonio Machado y
Juan Ramón Jiménez, que la poesía española estaba representada por
nombres menores de ese momento y cuya huella se ha borrado del todo?
¿Cómo creyó en la grandeza de Amado Nervo? ¿Cómo ignoró la importancia
de tentativas que, destacando los poderes de la imaginación, iban a ampliar
con clarividencia la creación poética? ¿Cómo, aunque aprovechó a veces el
influjo de Lugones en cuanto a la desacralización de los temas poéticos, el
empleo de la ironía y del lenguaje coloquial, no atendió a otros de sus
estímulos que hubieran logrado en él un acento más novedoso? La adoración
irónica a la luna, en varios poemas, le llegó no sólo del Lunario sentimental
sino de Jules Laforgue, objeto de su devoción; más afín del argentino están,
sin embargo, cierto apego suyo a lo pintoresco a lo cotidiano, al habla de la
conversación. Mencionamos especialmente esta cercanía a la lección de
Lugones, acaso la que le hubiese sido más fértil, aunque careció la poesía de
Castillo del casi exclusivo esfuerzo intelectual de la de aquél, que llega a
dañarla en lo que se descifra como carencia de intimidad.
Aunque se haya pensado que los poemas que mejor le representan
fueron los que escribió más tarde y se han juntado con el nombre o por él de
Los siete carrizos, suponemos que en El árbol que canta nos ofrece su mayor
sugestión. Será allí Eduardo Castillo uno de los más singulares y permanentes
valores de la poesía colombiana, saliendo casi siempre airoso de los riesgos a
que expone la exaltación sentimental. En Los siete carrizos, aparte de felices
ejemplos como "Interrogante", es evidente que las intenciones de ir a una
extrema naturalidad retórica y de observar la mayor lealtad con la emoción,
en vez de enriquecer el acento le implicaron un indudable sacrificio de sus
dones. Acaso, como varios poetas hispanoamericanos y españoles de su
tiempo, pensó en evolucionar del lenguaje escrito al hablado, persiguiendo la
dicción clara y directa. Pero quien había escrito El árbol que canta, donde es
notoria la alianza de la perfección formal con una decorosa continuidad del
sentimiento, sin caer en los excesos modernistas de un preciosismo vacuo ni
en las simplezas de lo estentóreo o lo trillado, limitaba así, en ese impulso
hacia "la suprema sencillez, la suprema diafanidad", el anterior encanto y la
tensión de su palabra. Sin que, por otra parte, lograse con ello mostrar más
desnuda su alma. Pero estamos lejos de dar imperiosa validez a este juicio,
dejando a los lectores la consideración de uno y otros poemas. No lo
discutamos: éstos deben ser estimados en el entendimiento de que algunos,
incluso entre los que seleccionó él mismo para su libro, contienen ecos de un
decadentismo suntuario que ya hoy se muestra artificial. Como lo es, pávido,
su satanismo. Aunque éste, y el erotismo desolado que irrumpe de pronto
como con aire de extrañeza, nos revela el lado secreto de su personalidad: el
drama de un hombre, atraído tal lo fue por la divinidad en que creyó, pero a
quien seguramente enardecía, como en el poema de Enrique Molina, "el viejo
roce melancólico de la /carne y el cielo".
León de Greiff

Nacido León de Greiff en Medellín, capital de la región antioqueña de


Colombia, en 1895, en su ascendencia se juntaron las sangres española,
alemana y escandinava. Inicialmente figuró, en su ciudad natal en el grupo de
los "Panidas". Dirigida por él, se publicó en 1915 la revista que dio a conocer
a esos jóvenes. Casi todos ellos se trasladaron pronto a Bogotá. Y a los pocos
años se juntaban a la nómina de Los Nuevos", que con este nombre editó una
revista en 1925. A la distancia, "Los Nuevos" debieron advertir a los ismos
surgidos en Europa alrededor de la Primera Guerra Mundial: futurismo,
expresionismo, cubismo, dadaísmo, surrealismo, imaginismo y,
principalmente en lengua española, creacionismo y ultraísmo. Pero,
seguramente, no interesaron demasiado en lo novedoso de sus tendencias.
Dos de “ Los Nuevos", a lo largo de sus vidas, fueron exclusivamente poetas:
León de Greiff y Rafael Maya. Los otros, en su mayoría, alternaron la
literatura con la política y el periodismo.
Si aún hoy la circunstancia social y económica de Colombia no Permite
a sus escritores dedicarse exclusivamente a la tarea literaria, mucho menos
era posible a quienes comenzaban a consagrarse a ella en los años 20. Y así
debió León de Greiff resignarse, desde juventud, a desempeñar modestos
empleos en oficinas de estadísticas públicas. Una sola vez, como funcionario
de la Embajada de Colombia en Suecia, se le ocupó en el servicio
diplomático. Cuando, anciano, se retiró de su último cargo, la pensión de
jubilado apenas alcanzaba a cubrirle sus necesidades más imperiosas. Murió
en Bogotá en 1976. Casi se le escuchan todavía los pasos por las calles que
día y noche recorrió. Su impar y solitaria estampa fue en sesenta años, para
las gentes, la encarnación del más raro, insolente y misterioso arte poético.
Existen dos poemas suyos, por lo menos, en que dibuja su silueta. Un soneto,
de 1916: "Porque me ven la barba y el pelo y la alta pipa /dicen que soy
poeta...".Y aquel otro, su autorretrato de muchos años después:"...belfa la
boca de hastiado gesto /si sensual, ojos griseos, con un resto /de su fulgor, —
soñantes, de adehala /todavía. La testa sin su gala /pilosa. El alta frente. Elato.
Enhiesto...".
En Colombia, hacia finales del siglo XIX, en la primera promoción del
modernismo hispanoamericano se presenta la figura de José Asunción Silva
(1865-1896). Lector primero de Bécquer y luego de Poe, Baudelaire,
Verlaine, así como de prerrafaelistas, decadentes y simbolistas, fue Silva —
como con acierto reconoce José Olivio Jiménez—"el poeta de su generación
que más intuitivamente, y con mayor lucidez crítica a la vez, se entra en el
ámbito del simbolismo". Ya en el siglo XX el ejemplo más seguido fue el de
Guillermo Valencia (18731943) con su gesto de clásico y parnasiano. La
descendencia inmediata del modernismo fue la de los poetas "Centenaristas",
hacia 1910: Luis Carlos López, (1879-1950), Porfirio Barba Jacob (1883-
1942), José Eustasio Rivera (1888-1928) y Eduardo Castillo (1889-1938),
principalmente. A los "Centenaristas" se les considera como segunda
generación modernista aunque ya en ellos López representa una de las varias
reacciones que, dentro del mismo modernismo, se levantan contra éste: la de
la exaltación de lo criollo.
A los "Centenaristas" siguió el referido grupo de "Los Nuevos' • Uno de
sus integrantes, el poeta y crítico Rafael Maya, señaló que "la última onda del
movimiento modernista no acaba en los "Centenaristas" sino en la generación
que siguió a ésta, o sean "Los Nuevos". Aparte de situar allí los propios
versos de su primer libro, menciona los de León de Greiff, Germán Pardo
García, José Umaña Bernal y Rafael Vásquez. Y aun cuando el comentarista
hizo la salvedad de que no se refería sino a las primeras producciones de
dichos poetas, su testimonio explica, por sí solo, la situación de la poesía en
Colombia hasta bien avanzada la década de 1930. Pero la creación de León
de Greiff, por lo que más adelante se dirá, queda al margen de estas
consideraciones. Es en 1939 cuando oficialmente van a reunirse los Poetas de
"Piedra y Cielo", en quienes es evidente su distancia de "Los Nuevos" en
concepción de la poesía, asuntos y lenguaje. El avance hacia la poesía
contemporánea se afirmará definitivamente con los colaboradores de la
revista Mito (1955-1962). Grupos posteares seguirán nuevas y persuasivas
corrientes.
Desde luego, parecería superfluo plantear, como cuestión primordial, la
pertenencia de un escritor a determinada orientación o movimiento. Bien dijo
Jorge Luis Borges desconfiar de las escuelas literatas, por pensarlas
"simulacros didácticos para simplificar lo que enseñan". Las contradicciones
inherentes a mucha obra hacen verosímil esta sospecha. Sin embargo,
tratándose de la filiación poética de León de Greiff, creemos que el
planteamiento del asunto queda al margen de la que pudiera tomarse por
inútil controversia. Se intentaría con ello, en cambio, la simple aproximación
al sentido artístico que debió guiar su poesía. Pues de dos maneras,
aparentemente opuestas, se ha querido estimarla. Algunos la llaman
modernista: su amor a la música, la relación estrecha que entre ésta y la
palabra se establece en varios de sus poemas, la vinculan con el legado del
simbolismo. Otras acaso acertemos al pensar que constituye una diversa
manifestación de la vanguardia hispanoamericana de los años 20, sin mayor
relación con los ismos que en ésta se presentaron, pero, como ellos, no menos
importante en su novedad y en su actitud.
Fueron pocas o casi ningunas las declaraciones que a lo largo de su vida
dio León de Greiff sobre cuestiones poéticas. Excepcionalmente, advertimos
algunas. Como cuando, en una "Cancioncilla", funde música y poesía
insinuando: "Sólo la música es. La Poesía, la Música son una sola Ella". Mas
en la sexta de sus Prosas de Gaspar (1937) encontramos una revelación en la
que, a pesar del tono humorístico o desdeñoso, se evidencia clara su
predilección por una poesía culta, artística, sin concesiones a la facilidad ni al
frecuente predominio de lo sentimental. Entre aquellas líneas se lee: "La
poesía —yo creo— es lo que no se cuenta sino a seres cimeros, lo que no
exhiben a las almas reptantes las almas nobles; la poesía va de fastigio a
fastigio: es lo que no se dice, que apenas se sugiere, en fórmulas abstractas y
herméticas y arcanas e ilógicas".
A través de esta sexta prosa de Gaspar es patente, nos parece, la afinidad
de León de Greiff con la poesía simbolista. La cual, como es sabido,
generalmente se toma junto con la parnasiana, como influencia decisiva en la
poética del movimiento modernista. Movimiento o época cuya plena
vigencia, de acuerdo con los manuales literarios, ocurrió aproximadamente
entre 1880 y 1920. Aunque con razón se piensa que, por lo menos de alguna
manera, el ejemplo del modernismo no cesó por largo tiempo de pervivir, no
obstante los cambios de sensibilidad y la sucesión o capricho de las modas.
Volvemos a Borges, para dar íntegra la confesión suya en el prólogo que en
1972 antecedió a sus poemas de El oro de los tigres: "Descreo de las escuelas
literarias, que juzgo simulacros didácticos para simplificar lo que enseñan,
pero si me obligaran a declarar de dónde proceden mis versos, diría que del
modernismo, esa gran libertad, que renovó las muchas literaturas cuyo
instrumento común es el castellano y que llegó, por cierto, hasta España".
Pensamos ahora no sólo en la obra de León de Greiff sino en la de otros
poetas a quienes, a pesar de no vivir en los días actuales, todavía podemos
llamar nuestros contemporáneos, como serían Yeats o Valéry, Antonio
Machado o Juan Ramón Jiménez, T.S. Eliot o Wallace Stevens. Pensando en
estos poetas, así como en el ascendiente que siguen ellos ejerciendo, acaso
nos preguntaríamos si la herencia del simbolismo deba juzgarse enteramente
extinguida. Ciertas apariencias —el prosaísmo, la ironía, el humor, el
lenguaje coloquial (no ausentes del todo en ellos, aunque tampoco habituales)
podrían inducir a respuesta afirmativa. Pero la obstinación en lo misterioso y
en la revelación de lo personal oculto y único, que sigue dominando en
célebres creaciones poéticas de nuestro tiempo, nos hace suponer que no se
ha olvidado y es difícil olvidar la lección del simbolismo. Además, es notoria
su valía, por la total subjetividad que entraña, en corrientes como el
surrealismo y el expresionismo cuyo influjo en la poesía del inmediato
pasado, y aún en la de hoy, no llegaría a ser desconocido.
Se recordará que los simbolistas persiguieron la música de las palabras,
como los parnasianos habían buscado su precisión plástica. De Greiff aspiró
también a tomar de la música su virtud de remembranza, vaguedad y
sugerencia, hermanando la perfección armónica de la dicción con la melodía.
Siguiendo la fórmula mallarmeana, De Greiff prefería no nombrar sino
sugerir. En viejas palabras de Remy de Gourmont el simbolismo representó
"individualismo en literatura, libertad del arte, abandono de las fórmulas
enseñadas, tendencia hacia lo nuevo y lo raro, aun hacia lo extravagante". Los
tres rasgos principales en la poética simbolista destaca comúnmente la crítica
sobresalen en la obra de De Greiff: exaltación de la imaginación y de la
sensibilidad; renovación del verso, y espíritu de independencia. Insistir, como
nos hemos atrevido a insistir, en el simbolismo de los poemas de León de
Greiff, es otra manera de situarlos en la mejor tradición de la poesía de
Occidente hasta la mitad del siglo XX. Manifestó Juan Ramón Jiménez en su
curso en Puerto Rico sobre el modernismo: “Los poetas más representativos
de todo el mundo, desde fines del siglo pasado hasta los días que corremos,
fueron y son simbolistas". Quisiéramos avanzar la suposición de que el
vanguardismo de De Greiff fue también otro beneficio que le dejó el
simbolismo.
En su Historia literatura hispanoamericana (1954) Enrique Anderson
Imbert recordó sucintamente la insurrección de los poetas jóvenes en la
convulsa década de los años 20. Algunos, ya para entonces en la madurez de
sus vidas, sintieron deseos de repetir las experiencias europeas desde el
expresionismo hasta el dadaísmo. "Otros ––añade el crítico argentino—, que
al terminar la guerra andaban más o menos en los 30 años, fueron más
violentos, decididos y consecuentes en su afán de escandalizar: César
Vallejo, Vicente Huidobro, Oliverio Girando, León de Greiff". En Colombia,
fue De Greiff quien con mayor eficacia representó ese cambio de maneras
literarias, convirtiéndose en "el índice inconfundible de la nueva escuela". Lo
anotó Rafael Maya, al traer a la memoria el ambiente y la hora en que
apareció: las gentes tradicionalistas "se congregaron en capillas y sinagogas
para llorar la muerte del soneto, estrangulado como un cisne por las manos de
un poeta rubicundo, de nombre bárbaro, que instaló el búho sobre el hombro
de la Musa. Los jóvenes, en cambio, aplaudieron aquella fuerza nueva que
venía a remozar la sensibilidad poética de un pueblo apenas salido de la orgía
romántica". El alemán Rudolf Grossman, en su Historia y problemas de la
literatura latinoamericana (1969), anota que en de Greiff" se pone de
manifiesto con especial nitidez otro rasgo del expresionismo temprano: su
polaridad de sencillez y preciosismo en una y la misma personalidad... (...) Si
alguna vez sorprende por la sencillez como, otras veces, por la extravagancia,
eso también forma parte de sus caprichos, como la acrobacia métrica, que
debía expresarse ya en los títulos de sus creaciones: Tergiversaciones (1925),
Libro de signos (1930), Variaciones alrededor de nada (1936), Fárrago
(1954)". Y en su ya mencionada relación Enrique Anderson Imbert traza
breve imagen de la "única" e "inimitable' personalidad del poeta: "Complejo,
introvertido, sarcástico, descontento, imaginativo, con estallidos de ritmos,
palabras y locuras, siempre lírico, León de Greiff fue, entre los buenos poetas
colombianos, el que abrió la marcha de la vanguardia. Desde
Tergiversaciones no ceso de contorsionarse. En realidad ya desde 1915, en la
revista Panida de Medellín, había empezado a asombrar con una poesía que
no se parecía a nada de lo que se conocía en Colombia. Después aparecieron,
en España y en Hispanoamérica, poetas que, al crecer, dejaron en la sombra a
León de Greiff: pero él vino primero y lo que hizo lo saco de su cabeza.
Juvenil en su arrebato lírico, pasan los años pero sigue gozando del respeto
de los jóvenes, generación tras generación".
¿Qué podía haber de solidario entre León de Greiff y los poetas
vanguardistas que irrumpieron en la escena literaria, como él, un poco antes
de 1920? Pienso que el mayor vínculo es el de haberse enriquecido en su
juventud, uno y otros, con lecturas comunes. En primer término, la de
Rimbaud, ejemplar en su insurgencia contra los órdenes establecidos y en su
amor por la fantasía y la invención verbal. Las de Aloysius Bertrand e Isidore
Ducasse, Conde de Lautrémont, ("Oh Gaspard de la Nuit! Oh Aloysius
Bertrand! Oh Lautréamont! Oh Chants de Maldorodor!, tan amados vosotros
(y el loco Blake, y Coleridge!) en la adolescencia, en la juventud y aún en la
madura edad, pero más en los albores de la juventud, casi en la
pubescencia."). Imágenes, ráfagas sonoras, delirios y sueños de una oscura y
subterránea corriente romántica, incuestionable en todos ellos y que casi
secretamente se prolonga hasta nuestros días. Fue Hugo Friedrich, como lo
recuerda un estudioso de León de Greiff, quien dijo que el romanticismo,
desaparecido como escuela, perdura "como destino espiritual de generaciones
posteriores".
Pero de Greiff leía asimismo a otros poetas, y si fuésemos a los más
antiguos, mencionaríamos, por ejemplo, a Francois Villon, su camarada y
"casi que su cómplice", en cuya burla irreductible se mezclan la jovialidad y
la pena. Entre los españoles, a Manrique, Góngora y Quevedo. También a
poetas de la antigüedad clásica. A románticos ingleses y alemanes. A
italianos, rusos y orientales. Es muy vasto, en espacio y en tiempo, el
catálogo de sus fervores. Verlaine, una de las adoraciones de toda su vida.
Baudelaire, constantemente referido en su altivez, hastío, melancolía y
evasión de la vida cotidiana, como en sus símbolos y correspondencias.
Edgar Poe en su mundo nocturno, ídolos femeninos y sombrías desolaciones,
pero sobre todo en su especial "Filosofía de la composición": el hallazgo del
ritmo, el tono y los recursos estilísticos más apropiados para la creación de la
atmósfera poética. Laforgue, largamente seguido por varios poetas
hispanoamericanos, en su mueca de disgusto e ironía (Julio Laforgue sedujo
mi juventud...").
La circunstancia de haber compartido, a lo largo de una vida, el asombro
o el enajenamiento ante creaciones singulares como las de Rimbaud, Blake y
Lautréamont, y luego su simpatía por otras de enérgico dinamismo como las
de Jarry, Apollinaire y Max Jacob, emparienta forzosamente a León de
Greiff, con la poesía vanguardista de los años veinte. Algunas de sus
actitudes vitales lo unían también a aquellos nombres. Tengamos además en
cuenta que el vanguardismo no fue, ni pretendió serlo, una escuela sino un
común ademán sedicioso. De su conjura iría a perdurar, por ejemplo, la
certidumbre de que el poema es un objeto; un ser vivo, diríamos mejor. Y de
que tiene un fin en sí mismo.
Estudiosos del desarrollo de la literatura hispanoamericana han puesto
de presente que durante la época del modernismo se gestaron todos los
avances que las vanguardias del decenio de 1920 reclamaron, ingenua o
maliciosamente, como exclusivas originalidad y novedad suyas. La
vanguardia renegó del pasado modernista sin vislumbrar (u ocultando) que en
él, precisamente, germinaron tales logros. Ha venido a reconocerse, pues, la
conexión casual entre modernismo y vanguardia. Un ensayo del argentino
Saúl Yurkievich, A través de la trama (1984), da nuevas aportaciones al
respecto, mostrando cómo la modernidad, afán de actualidad, nació con el
modernismo. En éste se prefiguraron las libertades de los vanguardistas: "Al
querer captar lo móvil e instantáneo, prepara la visión veloz y simultánea, la
mutabilidad, la excitabilidad de la proteica poesía de vanguardia. (...) Con los
modernistas comienza la identificación de lo incognoscible con lo
inconsciente, de la originalidad con la anormalidad. La oscuridad y la
incongruencia empiezan a convertirse en impulsores de la sugestión poética.
Lo arbitrario, lo lúdico, lo absurdo, devienen estimulantes estéticos. Por
irrupción de las potencias irracionales, las oposiciones y los conflictos se
instalan en el interior del discurso para minar la concatenación lógica, la
coherencia conceptual. El signo poético se vuelve hermético, ilógico,
anómalo, cada vez más distante del discurso natural. El poeta busca un
voluntario obnubilarse para transgredir los límites de la percepción normal,
busca sobrepasar los significados emergentes para que resurjan las
virtualidades semánticas. (...) La poesía modernista es la caja de resonancia
de las contradicciones y conflictos de su época. Refleja esa crisis de
conciencia que generará la visión contemporánea del mundo".
Es también cierto que, como el mismo Yurkievich lo señala, dentro de la
evolución de la vanguardia hispanoamericana (y no sólo en ella, sino en el
movimiento mundial del que fue su reflejo), se dieron dos épocas. A una
primera, estrepitosa, de estilo y temáticas internacionales que llegó a
desmerecer en repeticiones y monotonía, siguió una segunda en la que los
anteriores desajustes, dejando de ser ostentosos, lograron interiorizarse:
profundizando con ello, la expresión Poética. Lejos del bullicio surgieron así
creaciones de tanta importancia como Trilce de César Vallejo, Residencia en
la tierra de Pablo Neruda y Altazor de Vicente Huidobro. A esta segunda
época corresponden también los mejores tomos de León de Greiff:
Tergiversaciones, Libro de signos y Variaciones alrededor de nada.
León de Greiff es, ante todo, el creador de un lenguaje poético. Su obra,
un vehemente ejercicio de habilidad verbal. Ese debió ser su concepto,
implícito en todo cuanto escribió: la poesía es una experiencia física de la
palabra, hasta llegar con ella a sustituir la mezquina Calidad cotidiana. Y
manteniendo la convicción de que el fin de la poesía no es otro de aquel que
señaló un escritor francés: la creación de mi lenguaje dentro del lenguaje. Su
grandeza radica en gran parte en una maravillosa capacidad de construcción
idiomática y en la forma como en ella conviven la expresión culta junto al
habla corriente, el arcaísmo, el neologismo, las voces extranjeras y las de su
propia invención. El innegable interés por la obra de León de Greiff se justica
también en la persuasión de ese arduo y heterogéneo fausto de la Palabra.
Variaciones alrededor de nada es, entre sus libros, aquel en que el
acento del poeta acaso se manifestó más intenso, acendrado, ardoroso. Sobre
todo en la limpidez de las favilas ("Nació en el viento y se finó, ¡radiosa
/canción maravillosa!"), de los rondeles ("Ha tiempo esa flauta no suena, /la
flauta lontana que un día /trabó su opaca melodía con el canto de la Sirena"),
de las arietas ("Yo me enveneno con un recuerdo..."), de los ritornelos ("Esta
rosa fue testigo /de ése, que si amor no fue, /ninguno otro amor sería..."), de
los sonecillos ("Yo quiero sólo andar, errar —viandante /indiferente—, andar,
errar, sin rumbo..."), de las canciones nocturnas ("En tu pelo está el perfume
de la noche /y en tus ojos su tormentosa luz. /El sabor de la noche vibra en tu
boca palpitante. /Mi corazón, clavado sobre la noche de abenuz..."). Allí la
"Trova de los navios, de Odiseo, de Calypso y de la aventura" ("Ayer
zarparon todos los navios. /No sobró ni un mal leño para el viaje...").
El lenguaje se carga de agudo, penetrante lirismo; resplandece de
sencillez e intimidad. Noche y mujer, indivisibles, son el destino de su amor.
Y de su obsesión: "La noche. La noche...! Mi monomanía"-Allí también la
serie de Relatos en la que se expresa la multitud de espíritus que poblaron su
espíritu ("Multánimes almas /que hay en mí!"): su diversidad de
personalidades poéticas, Leo Le Gris, Matías Aldecoa, Erik Fjordsson, Sergio
Stepansky, Claudio Monteflavo, Ramón Antigua, Diego de Estúñiga, Hárald
el Obscuro, Guillaume de Lorges, Gaspar, Beremundo el Lelo y otros más,
cada uno personaje de sueño y a la vez desmesuradamente real. Mediante la
invención de estos seres imaginarios León de Greiff manifestó la versatilidad
y universalidad de su alma. Ellos son los dobles suyos: objetivaciones de un
mundo interior en el que se juntan, hasta confundirse, las riquezas de la
experiencia vital y de la experiencia cultural del poeta.
Si alcanzáramos a conjeturar la posible influencia que la obra de León
de Greiff ha ejercido sobre la posterior poesía (y novela) hispanoamericana,
aunque ella no haya sido debidamente reconocida, no dudaríamos en
señalarla, sobre todo en poetas colombianos, en las siguientes afinidades que
merecen más estudiosa relación y aquí apenas se enuncian. En primer
término, en la expresión de la poesía utilizando como contorno,
indistintamente, la prosa o el verso; en la creación de un cierto tipo de poema
narrativo, del que son modelo sus relatos; en la invención de personajes que
acuden como dobles del poeta y exteriorizaciones de su universo íntimo, a
través de los cuales se manifiestan diversos caracteres poéticos; en la visión
del trópico tal fuerza anárquica, densa, febril, alucinada; en la presencia del
sin sentido, de la futilidad, de la derrota en la existencia humana; en la
frecuencia del tema del viaje, de la evasión. Dichas actitudes, aunque no
pertenecen con exclusividad a la obra del poeta, sí constituyen en ella
conjunto que la caracteriza y cuyas huellas aparecen, indelebles, en poetas
más cercanos. Ellos, vale la pena aclararlo, no han tomado nada de su
lenguaje, de sus peculiaridades formales y, menos, de su buscada alianza
entre música y poesía. La obra de León de Greiff no hizo parte de escuela, ni
la formó; no cuenta, tampoco, con discípulos posibles. Otros poetas, no
digamos si mayores o menores, los tienen. El acento del poeta colombiano
está a salvo de cualquier imitación. Es suyo, inalcanzable. Su belleza, en
ocasiones tan íntima, sorprende a la vez por su lejanía. No concebimos
aquellos vocablos, sugerentes, volubles, melodiosos, sino en el solo aire de
sus Poemas. Su poesía revela, como pocas, la intención de permanecer
tenazmente insobornable y solitaria. Su extremo subjetivismo hace que sea,
más que original, casi única. Por eso es tan suya su atmósfera de sueños,
melancolías, nostalgias, deseos de expresar lo inexpresable, lo inadvertido, lo
inefable. Por ello la exclusividad de su lenguaje.

La lectura de los poemas de León de Greiff nos lleva a la presunción de


que, habiéndose iniciado su autor en los finales del movimiento modernista
pero debiendo sobre todo su formación a la lectura del precursor Poe y de los
simbolistas franceses, el sentido más hondo del simbolismo, que concibió a la
poesía como aventura infinita, habría de conducirlo, en muchos momentos, al
texto vanguardista. Sin embargo, el vanguardismo del poeta de Greiff es
creación original suya que no se relaciona con particularidades Formales ni
con temas, programas o manifiestos de poéticas juveniles que le fueron
contemporáneas.
Del simbolismo recibió su más nocturno y exacerbado ascendiente. De
él le vino, desde los primeros poemas, una aguda sensibilidad, compleja y
refinada; cierta rebeldía contra la realidad circundante, o puesta al derroche
de su imaginación; la presencia constante del hastío y del fastidio; una
extrema percepción sensorial; el gozo de la estética, de la libertad formal, del
sueño y del misterio; un imperioso estado de exaltación espiritual. Le vino
también su pasión por la música como ideal de composición poética. Le vino,
remozada, la vitalidad de un romanticismo que permanecía oculto. Por él le
acompañó una visión, no hacia el exterior de las cosas, sino aquella que en
muchos renglones se empeñó en asomarse a la entraña de su alma.
Y del simbolismo, poesía abierta a nuevas formas, motivos e
inclinaciones, le vino igualmente la necesidad de rejuvenecer, con su fe en las
fuerzas mágicas de cada vocablo, una poesía que hasta su tiempo perseveraba
en antigua esclavitud no sólo a la declamación sino, además, a lo razonable, a
lo verosímil, a lo conceptual. Sus palabras llegaron como ráfaga de altanera
frescura. Antes de que otros vanguardistas asomaran a la escena literaria, dio
una primera y perdurable lección de insurgencia y transformación del gusto
poético. Cuando muchos de esos mismos vanguardistas cayeron en la
intrascendencia y el engaño, conservó a lo largo de su vida, juntas, la
novedad y la dignidad de la poesía. Que comenzó con él, en Hispanoamérica,
a actualizarse y a comunicarse con el mundo de esos años. El juego verbal, el
humor, el sarcasmo, lo absurdo y lo arbitrario estimularon asombrosamente
sus creaciones. Pocas veces se había escuchado voz semejante en habla
castellana. Fue la suya una personalidad fuerte y única que no adocenó sus
poemas en ninguno de los ismos de la época. Por lo que llegó a ser
excepcional hacedor de lenguaje y mundo poéticos.
Aurelio Arturo

El nombre de Aurelio Arturo, casi desconocido del público, ha gozado sin


embargo del mejor prestigio entre los grupos literarios del país, desde hace
más de treinta años, cuando llegó a la capital de su lejana comarca del sur de
Colombia, alucinante y mágica entre las hojas de sus poemas. El acento de su
poesía se admiró desde el primer momento por la rara combinación que logra
de misterioso entresueño y melodía secreta. Se le escuchaba, desde entonces,
aparte. Esto quiere decir que se le reconocía en su soledad, en su atmósfera
encantada, en su emoción intransferible. Se confirmaba, entre diversas
calidades no comunes, la de ser una de las más originales voces de nuestra
poesía.
¿Cómo podría entenderse esta originalidad de la poesía de Aurelio
Arturo? A pesar de ser acaso el rasgo más atendible en su obra, es poco o
nada lo que de ella ha pretendido dilucidar la crítica sobre nuestros poetas. En
su habla confluyen los ríos, los bosques, el rumor que imprecisamente va
dejando la vida con sus relámpagos y sus sombras, con sus días y sus noches.
¿Es este un no saber qué pertenece a la naturaleza o a sí mismo lo que
engendra tal sugestión oculta? En estos poemas no se presentan graves
lamentos, ni arrebatos, ni furias, ni hondas melancolías, ni se precisa de las
palabras o de los ritmos esbeltos. Su intención no se diría residir en la
complejidad de las sensaciones. Ni en el empeño por objetivar,
tumultuosamente, el desorden de la experiencia interior. La belleza no
quisiera tampoco aparecérsele, con la fórmula baudeleriana, resultado del
entendimiento calculo, porque una como indolencia contribuye, lánguida, al
hechizo de esta incertidumbre en determinar el límite entre lo exterior y lo
subjetivo.
No es el suyo, además, un lenguaje que se caracterice por el empleo de
formas inusitadas o imágenes deslumbrantes. La sobriedad, una desierta
vigilia iluminada, establecen ese lunar territorio por el que vaga, en desvelo o
en embriaguez, la palabra poética. Aparentemente, ella rechaza los recursos
técnicos reconocibles, y es por lo tanto más extraña y poderosa la fuerza de
su gracia. Pero es una poesía intencionalmente melodiosa, a través de la cual
se establece contacto con cielo y tierra, de vocablos que se deslizan por entre
nubes y ramajes con reiterada música, música que aguas o vientos o árboles
repiten y prolongan, de ritmo lento, a veces entrecortado, a veces casi
silencioso como el del hombre que por un momento olvida lo circundante y
habla consigo mismo. La naturaleza es una sola con su poesía. ¿No residirá el
secreto de ella en la intimidad que establece entre la palabra y los objetos,
entre la palabra y su propia intimidad, y a través de la cual el lector descubre
o confirma lo auténtico de su lirismo?
La publicación de los primeros poemas de Aurelio Arturo, en revistas y
suplementos dominicales, hacia 1930, implicaba en buena medida una
reacción contra algunos aspectos de la poesía colombiana de ese momento,
en la cual no se acallaban aún los ecos de la influencia modernista. Se había
dado antes, es cierto, un paso interesante hacia el vanguardismo en los
poemas de Luis Vidales, pero no como para que pudiesen ellos tomarse como
punto de partida, entre nosotros, de un concepto diferente de la poseía, quizá
por su escasa difusión o porque las gentes no se hallaban preparadas para un
cambio tal de sus maneras literarias. Los excelentes poemas de Aurelio
Arturo que por entonces se dan a conocer, como "Canción de la noche
callada", "Clima", "Rapsodia de Saulo", y otros no incluidos ahora en
volumen, como "Vinieron mis hermanos", y "Canción de amor y soledad",
que podemos leer en colecciones de prensaron también un avance definitivo,
pero fuera de los "ismos", hacia una nueva poesía. Poco tiempo después, en
1936, cuando irrumpe el movimiento de "Piedra y Cielo" con resonancia
nacional, el público comienza a enterarse de una mutación, de todos modos
fértil e inaplazable, que se imponía a su sensibilidad poética
La poesía de Aurelio Arturo surge, así, unos años más tarde que la del
grupo de "Los Nuevos" y es breve tiempo anterior a "Piedra y Cielo".
Indispensable parece esta ubicación cronológica para conocer lo que, en un
primer momento, sería en ella su orientación, su aspiración, su espíritu. Es
claro, desde luego, su alejamiento de las formas que pudiesen tomarse como
derivaciones, si acaso las hubo, de los poetas de "Los Nuevos". Mas es
asimismo evidente su distancia del estilo generacional, los temas y el
lenguaje que, salvo matices tan diversos y personales como los de Eduardo
Carranza, presenta "Piedra y Cielo". Lo anterior no implica, sin embargo, que
algunos poemas de Aurelio Arturo correspondan a un gusto hoy ya remoto,
cuando, por el contrario, hemos visto crecer hacia ellos la estimación de los
jóvenes en el transcurso de los últimos años y hemos advertido cómo se
comprende su lección, sin que a veces se copien siquiera sus procedimientos,
sino, en lo que de más aprovechable tiene el ejemplo de esta poesía,
atendiendo, de preferencia, a su riqueza de intuiciones líricas.
No presentan sus poemas ese encadenamiento de imágenes sucesivas
que ha sido nota frecuente en muchos poetas de nuestra época. Su actitud
ante la metáfora es de reserva: no la imagen por sí misma, creadora de
mundos poéticos propios, creadora de toda posible poesía, como dio en
concebírsela en obras de tan innegable validez como las del mejor
superrealismo o la de Vicente Huidobro, pero cuyo ejemplo, seguido por
otros, se agota a veces en medio de una acrobacia falaz, hasta caer
decididamente en lo no significante. El sortilegio lirico lo entiende mejor la
poesía de Aurelio Arturo en una especial melodía del lenguaje. La palabra
tiene en sus versos, ante todo, un valor melodioso que se relaciona
estrechamente con la expresión de inexpresable, es decir, que busca con
eficacia la comunicación de un estado poético. La palabra no se entiende aquí
por su solo sentido, ni por su plasticidad, sino por su naturaleza evocativa,
por su capacidad sugeridora, por su carga emocional. A ello, en sus mejores
momentos contribuye una cadencia que viene a ser casi no de sonido, por
secreta, por silenciosa, sino de íntimo y callado soliloquio.
Si se cuenta en Colombia, en los años posteriores a los de "Piedra y
Cielo", con una obra poética que haya despertado verdaderamente la
admiración de la juventud, esa obra es la de Aurelio Arturo. Es aún más
significativo este hecho si se considera que sus versos no habían sido hasta
ahora reunidos en libro, siendo por tanto bien fragmentario el conocimiento
de ellos. A lo cual se agrega que su producción surgía, por lo menos
aparentemente, al margen de la actividad de nuestras publicaciones literarias.
A sostener este entusiasmo, a fomentarlo, contribuyó la aparición, en 1942,
en la extinguida Revista de la Universidad Nacional, de su poema Morada al
sur, que no debe dudarse en calificarlo como a una de las más hermosas y
delirantes manifestaciones de la poesía colombiana. Una entrañable voz
americana, una voz llena de sueños humanos, una voz alerta a nuestro paisaje
y a nuestras cosas, no deja de escucharse, turbadora dentro de su ardiente
sencillez, en la lectura de esta obra. Alguien ha pensado que la poesía puede
ser apta para cultivarse, pero que, en primer término, es un principio
espontáneo del vivir, del existir.
En raras ocasiones llega el conocimiento de una obra poética no sólo a
producir el asombro, sino, más aún, a mover el ejercicio de una vocación. De
mí quiero afirmar que, cuando la pasión inicial por la poesía se dispersaba
entre varias direcciones no coincidentes con aquello que, más tarde, ha
logrado en parte expresarla, pude reconocer en los poemas de Aurelio Arturo
una orientación hacia nuevas posibilidades de concebir lo lírico. Han pasado
los años. Sigue maravillándonos cuanto existe de gravedad, embeleso y
transparencia en esos poemas-Su creación ayudó a hacernos comprender que
lo mágico es sólo la consecuencia de un profundizar en la realidad,
horadándola: de ahí el amor de su poesía por lo real y lo concreto. Un sol,
que es el sol de una tarde de Colombia, dora lentamente el lenguaje y en
palabras acerca horizontes, tibios cuerpos de mujeres, lejanías. La
transmutación de una densidad nacional en imagen constituye vivo aliento de
esta poesía que, como él mismo la ha definido, "es un país que sueña"

1963
A Eduardo Carranza

Mi primer encuentro con Eduardo Carranza* debe haber ocurrido hace años,
pero de él mantengo imagen tan fresca que me parece cosa de ayer: la tarde y
la esquina bogotanas donde un joven poeta, a quien ya rodeaba una vasta
admiración fervorosa, conversaba, alto, alegre, vertiginoso, adorador de todas
las cristalinas presencias de este mundo, detenido por un adolescente casi
silencioso que después no dejaría de sentir para siempre el calor de su
amistad y la fascinación de su verso. Evoco ese primer diálogo de dos
borrosas siluetas en aquella equina, sin que acierte a decir si son los mismos
los que luego se han encontrado, como ahora, muchas veces. Quisiera que de
algún modo pudiésemos ser los mismos. Hemos vivido tantas fugitivas vidas,
hemos sido tantos seres que en sucesivos instantes aman, sufren, se
apasionan, son indiferentes y sueñan encarcelados dentro de un solo cuerpo
Si permanece vivo este recuerdo y si acertara a fijarlo con palabras es para
afirmar la perseverancia, a través o a pesar del tiempo, de mi afecto por
Eduardo Carranza y la seguridad con que en mí se ha mantenido la devoción
por las sorprendentes virtudes de su poesía.
No considero necesario insistir de nuevo en la importancia que, hacia
1935, tuvo en las letras colombianas la aparición de unos poemas de
extraordinaria levedad, hondura y casi inmaterial belleza. Canciones para
iniciar una fiesta, publicado al siguiente año, representó en la historia de
nuestra poesía, además de una azulada visión en la que asoman y se
desvanecen las más aéreas criaturas que habían presentido los hombres de
esta tierra, un adelgazamiento de la expresión, un hallazgo de finísimos
acentos, una búsqueda de la manera de llegar a libertarse de tonos de oquedad
y altisonancia que, después de un modernismo excesivamente prolongado,
quisieron también superar otros intentos de poner al día nuestro lenguaje
poético. Son Eduardo Carranza y Aurelio Arturo, a pesar de ser tan diferentes
entre sí, los dos poetas en los que hoy se reconoce que mejor representan en
Colombia, por los años treinta, la adivinación de nuevas y deslumbrantes
corrientes de la poesía contemporánea. Quienes han venido después de ellos
de alguna manera, aun a veces sin saberlo, son herederos de la música de sus
versos.
La poesía colombiana comenzó a perder desde entonces, en sus mejores
momentos, una cierta pesantez oratoria a la que tanto contribuyeron los
ejemplos neoclásicos, románticos y parnasianos. El habla poética, como con
la nostalgia con que se pretendiera una tradición, comenzó a hacerse, tal lo
fue en las grandes intuiciones de un José Asunción Silva, más inmediata,
eficaz, luminosa. Era el camino que aproximaba, en ambición de más amplio
alcance, a cualquier posible mudanza de nuestra poesía.

La obra de Eduardo Carranza es también creadora de un mundo poético


propio. Lo pueblan lunares doncellas a cuyas mínimas cinturas aún no se
aproximan las furias de la estación violenta. Después, en alguna hora estival,
sus bocas irán a ser de beso y sus brazos de abrazo-Pero prefirió dibujarlas
casi siempre en un entresueño de distancia y de melancolía: la pasión por lo
femenino a la que se interpone una ausencia insondable. Sin que tampoco
pueda desconocerse que tan puro erotismo no se rinda a la fatalidad física.
Hechizado por la vida, por la mujer, por el suelo en que ha nacido, su poesía
ha sido a lo largo de los días fiel a su total enamoramiento. Carranza volvió a
idealizar un tipo esencialmente espiritual con que a veces se presenta la
belleza femenil: más de un muchacho de varias generaciones aprendió a
amar, abandonado entre las cuatro paredes de un cuarto, leyendo sus poemas.
Poeta que canta desde el corazón en desvelo, su poesía será siempre la de un
hombre enamorado. Pero lo que en otros implica el riesgo sentimental, en él
se salva y perdurará por el gobierno del buen gusto, la gracia verbal y la
lucidez. Ello constituye acaso la más apreciable singularidad de esta poesía.
En unas páginas que preceden a El olvidado y Alhambra (1957),
Dámaso Alonso señaló "lo sensorial, lo temporal y lo permanente" en los
poemas de Carranza. Se trata, según Alonso, de un libro árabe: “De lo árabe
tiene por cualquier página la fina sensualidad tan penetrante; pero ya me sería
difícil, dentro de la poesía árabe —añade—, definirlo más exactamente:
porque tiene la pena de amor, el sollozo y la melancolía de las grandes
casidas apasionadas, y también la minuciosa precisión, dibujable, de esos
breves poemas de los árabes andaluces". Como primera característica señala
la delicadeza y el apasionamiento melancólico. Delicadeza que es delgadez,
ligereza, aroma y música. Apasionamiento sensual nada vociferante:
nostalgia de presencias casi inmateriales. Indica también Alonso cómo los
sentidos dominan la poesía de Carranza. No sólo el olfato y el oído, sino el
tacto y la vista. Por eso los poemas van desenvolviéndose en imágenes
transparentes cuyo límpido chorro no cesa de erguirse. Vemos esos poemas,
anhelantes y melodiosos, vemos y palpamos las cosas que por ellos fluyen.
Seres, objetos y naturaleza fulgen en el aire. La luz de su poesía es la misma
luz de nuestros paisajes. Y el paso del tiempo, más sensible sin duda en estos
años últimos de su trabajo poético, una obsesión que ahonda en ardor la
palabra.
Quiero señalar la originalidad como atributo esencial de la obra de
Carranza. Ella surgió en un momento en que el ejemplo de importantes voces
de la poesía española e hispanoamericana era seguido por la mayor parte de
los poetas jóvenes de estas naciones, desde México hasta la Argentina. Se
escuchaba en ellos el eco de influencias comunes. Abundó la pirueta verbal
cuyo linaje podía rastrearse fácilmente, frívola, en los ismos de la primera
posguerra más al alcance de la mano. Era general el desorden y la simpleza a
que conducían el fárrago y la improvisación en una vasta producción
anónima. De tantos nombres como se oyeron entonces, apenas se recuerdan
ahora unos pocos. Sobreviven hoy, de aquella ola tumultuosa de los años
veinte y treinta, escasas figuras solitarias que desde los primeros renglones
llamaron la atención por su acento personal. Entre ellas, la de Eduardo
Carranza.
Diafanidad, esencialidad y fulgor aparecen hermosamente acordados en
su palabra. Críticos extranjeros han pensado que esta poesía prolonga una
tradición colombiana de amor por los valores nacionales e hispánicos y la
definen en una aspiración hacia cierto tipo de clasicismo, que nada debe al
rigor académico, escrita, como está, con pasión, sino que tendería, tal como él
mismo lo ha expresado, a un "equilibrio entre lo vital y lo formal, la perfecta
correspondencia entre el impulso creador y la expresión artística: lo
sentimental ciñéndose exactamente al modelado de lo intelectual". Hay
quienes en nuestra época, herederos de la lección de T. S. Eliot, se sienten
atraídos por una poesía en la que la confidencia humana de su autor se
esfuerza en desaparecer. Los poemas de Carranza se sitúan en el extremo
opuesto de esta esperanza. En ellos la persona del poeta, sus sensaciones y
sus sentimientos, sus experiencias, su deseo, su vida toda, aparecen
simultáneamente junto a las exigencias del arte que hace posible su
representación.
Desde hace unos años ese mundo de la poesía de Carranza a que antes
he hecho referencia, de hechizo juvenil aunque desde un comienzo traspasado
por melancólicas nieblas, viene expresando febrilmente, con voz que a ratos
es sollozo, los desgarradores pesares de hombre ante la ineludible fuerza del
tiempo y sus destrucciones. Los días de la infancia se reiteran, soleados y
rumorosos, en su recuerdo.-Se presenta más evidente que nunca la convicción
en la miseria y fugacidad de la existencia: "No tenemos sino esta única vida
—hermosa y triste". El terror de la muerte asoma de súbito, llanamente en
alusiones: "el tiempo vino a recordarme —mi manera de ser mortal". El
último libro de Carranza, Hablar soñando y otras alucinaciones, incluye
algunos de los más altos fragmentos de su poesía. Lo de veras significativo
en ellos es la expresión de un lamento viril largamente contenido. Que se
exterioriza, en lenguaje próximo al hablado, sin que la palabra se
empobrezca: por el contrario, gana ella en vivacidad. A la gracia antigua de
su verso se suma hoy la hondura en los temas de la ausencia, la pérdida, la
desolación. Un poema como "El insomne” vendrá a acudir siempre a la
memoria. Como otros tantos de una obra poética conmovida y destellante.

1974

*Introducción a una lectura de sus poemas.


Jorge Gaitán Durán

Creo haberle conocido hacia el final de sus estudios universitarios por los
lados de "La Fortaleza", luego de los mediodías y tardes del "Asturias", pero
tal conocimiento debió ser en extremo breve y hoy lo imagino imprecisable.
Después se me presenta su delgada figura, su compañía por la calle con libros
y abrigo bajo el brazo o en la conversación del café, habiéndosele acentuado
en firmeza con los años las líneas del rostro, en el que dominaba en boca,
ojos, dientes, una alegría tenaz. Sus rasgos acusaron bien pronto empeño
varonil, reciedumbre de carácter, rigor ante los demás y ante sí mismo; sabían
también reflejar la razón verdadera de sus dudas e insatisfacciones-Como el
trato social era estímulo de su inteligencia y temperamento, compensaba sus
encierros, desde entonces, con largas horas cordiales de reunión. Su amistad
fue siempre generosa, entera, sin sombras.
No hizo parte del grupo de poetas que sucedió a "Piedra y Cielo",
orientado aún, en la mayoría de ellos, dentro de tendencias dominantes en
aquel momento de la poesía colombiana. De ese grupo iba a surgir, en
algunos, una separación definitiva con la obra de sus antecesores inmediatos.
Unos años menor, Jorge Gaitán Durán pudo quizá advertir, en el despertar de
su vocación poética, la lucha que se planteaba por lograr para la lírica, llena
entonces de intenciones formales, una mayor densidad. Debió atraerle
vagamente la reacción hacia una poesía que ha pretendido ser menos esbelta
que expresiva. Aunque no fuese del todo decidida, su preferencia se orientaba
también en la búsqueda de una nueva dimensión imaginaria.
Su primer libro de poemas, que aparece en 1946, muestra ya, a pesar de
cierto balbuceo inicial e ineludible, la separación que intenta de una temática
y unos tonos anteriores en nuestra poesía. Insistencia en la tristeza recoge los
versos escritos hacia sus veinte años, naturalmente impregnados de
sentimientos y ardores juveniles. Su nombre mismo anuncia el halago de la
pesadumbre. Sus desolaciones son literarias o demasiado humanas, como se
quiera, pero corresponden a un ciclo vital. Junto a su libertad frente a las
corrientes imperantes, se anuncia en él uno de los dones a que jamás fue
extraña la obra de Gaitán Durán: la hermosura de la palabra. Quien relea esas
páginas, un tanto olvidadas por la mayor significación que posteriormente
alcanza su obra poética, no dejará de reconocer en ellas una gracia naciente
que iba más tarde a llenarse de sentido y fuerza perdurables.
Varios escritores volvieron por entonces a plantear en Colombia la
necesidad de que el poema participase de la vida y de las aspiraciones del
pueblo en lucha. Este llamado coincidía con la vasta agitación política que se
extendió, a lo largo de oscuros acontecimientos durante interminables días y
noches sangrientos, desde 1946. La mayor parte de los intelectuales estaba
del lado de las gentes vencidas y humilladas. Algunos quisieron que su obra
reflejase aquella ola trágica y pudiese servir de aliento a la insurgencia
popular. Se discutía acerca de la eficacia que acaso lleguen a alcanzar, en este
sentido, la literatura y las artes; si se trata de tal eficacia a través de la poesía,
nuestro escepticismo, por razones otras veces explicadas que ahora no vienen
al caso, siempre se ha mantenido irreductible.
Presencia del hombre no corresponde con exactitud, en 1947, a este de
poesía combatiente que se pregonaba, pero en sus versos es visible un
sentimiento de amor y de solidaridad hacia las batallas del hombre
contemporáneo. El poeta quiso objetivar su acento: no son sus personales
angustias las que le obsesionan, sino aquellas en que interviene el sino de la
colectividad. El hombre, el semejante, el hermano, se hacen presentes. Una
esperanza de redención se agita en ese libro vibrantemente. Si afirma con
orgullo la soberanía del hombre, es asimismo para reclamar el deber
imperioso de su libertad. La voz de la poesía anhela confundirse con la voz
humana. Sin entrar de lleno en la arenga, serenando, embelleciendo el eco de
sus palabras, el poeta expresa la esperanza de un mundo futuro, más feliz y
armonioso, en el que el hombre pueda realizar la plenitud de su destino.
Gaitán Durán, por otra parte, iba a mantener siempre despierta una
preocupación lúcida por la suerte de nuestro pueblo, manifestada a través de
diversos escritos en prosa, o en problemas denunciados en la revista Mito, o
en su trabajo ocasional de columnista de diarios y gacetas políticas, o en
ensayos de aguda perspicacia como el que en 1959 intituló La revolución
invisible. Desechó la idea de que pudiese existir una calidad intelectual
independiente de la calidad humana: "Todo edificio estético —dijo—
descansa sobre un proyecto ético. Las fallas en la conducta vital corrompen
las posibilidades de la conducta creativa". En esta convicción se afirmaban
sus inquietudes sociales.

***

Mas no podría entenderse con facilidad el caso de un joven que


permaneciese indefinidamente fiel a una manera de la poesía. El poeta vive
obsesionado por el problema de la expresión, es decir, por las reducciones
que el lenguaje impone a la intuición lírica. Su drama inicial, como artista,
radica en el reconocimiento de que el ejercicio de las palabras apenas asoma
a la región menos silenciosa de su experiencia o de su sueño. Jorge Gaitán
Durán escribe poco después (aparece fechado en Bogotá, abril de 1949) el
poema Asombro, editado dos años más tarde.
El asombro del sexo, de la belleza y de la angustia del sexo, constituye
el tema de estos versos y va a ser preocupación central, aunque no
excluyente, en la obra posterior suya. Gaitán Durán, impresionado primero
por lo sentimental y más tarde por lo social, quería ir entonces, como varios
de sus compañeros de generación poética, a la búsqueda de lo personal
profundo. Que el conocimiento del hombre sobre sí no avanza al paso de la
civilización, es la queja de varios poetas contemporáneos. Mas sabido es que
este género de poesía entre cuyos ejemplos se advierte una aventura tan
resuelta de sumergirse y ahondar en el misterio humano, ha caído también en
la adoración de los vocablos. Casi podría afirmarse con desesperanza que el
poeta, obligado como está a valerse de las palabras, materia de su arte, era
siempre esclavo de ellas. Esclavo de sus limitaciones. Esclavo también sus
excesos.
¿Era este el caso de Asombro'? El poema, en persecución de su eficacia,
no se atrevía a violar la palabra. Yo recuerdo haberle requerido una poesía
tan alejada de las viejas como de las nuevas retóricas. Su vacilación de
entonces, con respecto al futuro de su propia obra, era patente en la selección
que de la misma hizo para una antología de nuevos poetas colombianos
(publicada en 1949 en Espiral), y en la que, junto a poemas de Presencia del
hombre, incluía apenas una muestra de lo que venía escribiendo con la
intención hermética y a la postre verbal de Asombro. Ante mi reclamo, me
decía en una carta: "Tal vez te parecerá pueril: pero desde el momento en que
me liberé de ciertos problemas, pude considerar Asombro nada más desde un
punto de vista poético, y me pareció que publicarlo, alejarme de los
sentimientos que lo engendraron, a través de la edición, significaba para mí la
superación de una época amarga y torturante. Al mismo tiempo yo afirmaba
así la pretensión de que toda obra de arte —aun cuando en el presente no
corresponda ya a los sentimientos y pensamiento del autor–– es respetable si
obedeció a un auténtico impulso vital..." Asombro muestra el encantamiento
ante el poder misterioso del sexo: de ahí la glorificación que en él se hace de
esa “oscura mitad” de la existencia, de ese lado estremecido y combatido
donde el cuerpo humano irradia su luminosidad más intensa. El amor es ese
solo momento supremo que confunde a la realidad con la imaginación. Desde
esos versos, Gaitán Durán reflexiona intensamente acerca del erotismo. Una
parte del infierno del hombre radica en el obedecimiento a su instinto. Él lo
dijo así: "Cada ser siente o vislumbra en ciertos instantes de sigilo trémulo
que el erotismo introduce en la vida un elemento de placer y de fiesta, pero
también de desorden y destrucción". "El libertino", poema fechado en 1953,
se interna, también, con hermosura delirante, en un tumulto donde vagan
sonámbulamente la sed y la nostalgia del deseo.
La convicción de que el poeta es un ser a quien la sociedad con'
temporánea tiende a extrañar en el aislamiento y en el vacío ha movido a
algunos, yendo al pasado, hacia aquellas figuras en las que la lucha por la
libertad del hombre encarna su mayor rebeldía. Una de esas figuras es la del
Marqués Alfonso Francisco de Sade. En la obra de este gentil hombre, en su
perverso resplandor helado, Gaitán Duran halló estímulo a sus obsesiones
sobre la experiencia erótica. La felicidad, pensaba Sade, consiste en la entera
satisfacción de los deseos. Para alcanzarla, es preciso destruir todos los
prejuicios y apartar todos los temores: sólo así logra el hombre realizarse.
Entre los aspectos que trató Gaitán Durán en su ensayo sobre este
personaje se destaca el relativo a la notable contribución que presto Sade a la
soberanía de la literatura. Sade se propuso, como acaso nadie, expresar la
verdad, toda la verdad, hasta deshacer con furia los velos que imponen la
ignorancia y la esclavitud. Esa ambición, cuya práctica llena de escándalo la
oscuridad y el silencio de las épocas, le otorga una entidad que resulta difícil
negar o siquiera discutir. Él "desnuda al hombre para ofender a la sociedad,
porque la sociedad ofende al hombre". Sade pertenece a esa rara familia de
escritores que, ante una humanidad verdaderamente "sádica", se siente en la
obligación de decir la verdad a todos los hombres. De ahí la soberbia y la
iluminación de su acento. De ahí la soledad y la cólera de su deseo.
El libertino y la revolución, título de ese ensayo, se interna en problemas
que algunos quisieran eludir, pero cuya presencia sigue hoy agitando la
conciencia privada y la conciencia pública, como en los días en que Sade,
solo y desestimado, poblaba con manuscritos el desamparo de su celda. El
texto de Gaitán Durán responde a un propósito de claridad y de veracidad. Su
ejecución ofrece una muestra de su tacto para el planeamiento de materias
cuyo rostro final culmina, legítimamente, en el dominio de la poesía. El poeta
Gaitán Duran era un hombre desvelado en su propia pasión. Los versos de
René Char, que sirven de prólogo, definen con plenitud su inteligencia
poética: "Le poéme est l’amour realisé du désir demeuré désir".
Sade, a pesar de su satanismo, de su lujuria, de sus pretendidos
crímenes, representa un tipo de héroe humano que la sensibilidad Moderna
estima en oposición a ciertos valores tradicionales y en la búsqueda de lo
absoluto bajo todas las formas del placer. Su caso no era simplemente de
inadaptación ante las instituciones sociales: sino la lucidez de una
insurgencia. Es lo que en el ejemplo suyo, aparentemente imposible, merece
ser resaltado. Los personajes de Sade pertenecen, por ello, a la vida y a la
imaginación de nuestro tiempo.
En los poemas de Amantes (1959) Gaitán Durán muestra bellamente
cómo el erotismo es el resplandor culminante de toda vida y de toda
naturaleza. Dos cuerpos que se aman, arden en el incendio de su piel, a solas,
en una palpitación simultánea a la armonía de las esferas. Pero los cuerpos,
mientras se abrazan, no pueden contemplarse. Únicamente a través de la
palabra vemos cómo somos en el momento en que nos consumimos en la
tensión erótica. La poesía realiza así al deseo. El poeta quiere vivir los
nombres de la carne, tocar los vocablos que designan la celeste carne, poema
solitario que descubre sobre la tierra. Pero el mundo de los amantes es de
ferocidad y de Melancolía: “Sus bocas están juntas, mas separadas siguen las
almas". Dos desconocidos de siempre, dominados por el rencor, el tedio, la
sospecha, se acogen a la sombra; estrechándose, apenas logran dar tregua a
sus cicatrices. El abrazo y la muerte se entrelazan en un movimiento
diabólico:

desnudos afrentamos el cuerpo


como dos ángeles equivocados,
como dos soles rojos en un bosque oscuro,
como dos vampiros al alzarse el día,
labios que buscan la joya del instante entre dos muslos,
boca que busca la boca, estatuas erguidas
que en la piedra inventan el beso
sólo para que un relámpago de sangres juntas
cruce la invencible muerte que nos llama.
De pie como perezosos árboles en el estío,
sentados como dioses ebrios
para que me abrasen en el polvo tus dos astros,
tendidos como guerreros de dos patrias que el alba separa,
en tu cuerpo soy el incendio del ser.

La fatalidad del destino, como si se tratase del suyo propio, es otro de


los temas que incitan, con misteriosa obstinación, la poesía de Jorge Gaitán
Durán. "No somos más que máscaras que el Destino dirige como quiere",
repite, previendo todo posible desenlace, el coro de mujeres de Los
hampones, ópera con música de Luis Antonio Escobar, cuyo texto escribió a
mediados de 1961. El hombre, además de ser ese desconocido de sí mismo,
ignora también todo lo que ocurre a su alrededor. La lucha entre inteligencia
y acción, que allí se plantea, establece la desconfianza última ante la
pasividad de aquélla y la osadía de ésta: como la acción, la inteligencia
tampoco puede nada contra su enemigo el Destino. El resultado final nos
envuelve en un encadenamiento escéptico. El ansia de vivir y la seguridad
que da fuerza se frustran ante los intereses del poder. El hombre inteligente
está condenado al aislamiento. Mas tampoco vale la pena trocar inteligencia
por vida, ya que la servidumbre parece ser la consecuencia más evidente de la
acción.

***

Los poemas gnómicos que, con el nombre de China, aparecieron en


marzo de 1962 en la revista Eco, los escribió Gaitán Durán con anterioridad a
Amantes y a Si mañana despierto. Están fechados en 1952-1955. Las
motivaciones del amor y de la muerte no se aminoran estos sutiles versos,
con instantáneas fulguraciones, avidez, luces y terrores juntos. El vocablo
reconquista sus significaciones a medida q concentra la intensidad del
pensamiento y la emoción:

Ni tú en mi lecho, dormida,
ni mi libertad despierta,
pueden abrirme la puerta
de la existencia perdida.

Quedó desnuda. Toqué


ese cuerpo fugitivo
y a la muerte le arranqué
la gloria de verme vivo.
Vase nuestro orgullo al fin.
La muerte es puro servir.

La concisión y la imaginación se alían en esas breves estrofas que


conducen hacia un mundo de interrogaciones y sombras imprevistas. El gozo
de vivir no excluye la certeza del vacío. La eternidad, la hora, el instante,
desasosiegan al hombre. Un huracán inextinguible agita melancólicamente
esta grave meditación sobre el tiempo que, con frecuencia, es el poema.

***

En Si mañana despierto, de diciembre de 1961, se plantea la inminencia


de la muerte. Me recordó este título, sigue recordándome sin proponérselo,
aquellos versos de Ramón López Velarde: "¡Lumbre divina, en cuyas lenguas
cada mañana me despierto: —un día, al entreabrir los ojos—, antes que
muera estaré muerto!". En este libro, el ultimo que publicó Gaitán Durán, se
apodera de su poesía la certidumbre de la simultaneidad del amor y la muerte:
"Los hombres. ––dice–– saben que van a morir; la más rara lucidez es
permanente recuerdo de la muerte, por tanto del Ser. Recuerdo que estalla en
el instante erótico y que culmina en el olvido del ser individual". La
combinación de poesías y textos en prosa, en esas páginas, obedece a un
rasgo acentuado de manera cada vez más firme en la a de Gaitán Durán. El
poema busca, más allá de las palabras y de la imagen, ese innombrable
momento en el que la emoción intelectual coincide con la vibración lírica. En
la poesía de Jorge Gaitán Duran se reflejan problemas de la inteligencia que,
por su reiteración e intensidad, constituyeron parte del ser profundo del poeta.
El paisaje natal asoma en esos versos. Se adivinan el cielo de Cúcuta, su
soleado espacio, sus nubes, el hervor perpetuo de la tierra bajo una luz de
larga transparencia:

Toco con mis labios el frutero del día.


Pongo con las manos un halcón en el cielo.
Con los ojos levanto un incendio en el cerro.
La querencia del sol me devuelve la vida.
La verdad es el valle. El azul es azul.
El árbol colorado es la tierra caliente.
Ninguna cosa tiene simulacro ni vida.
Aquí aprendí con el vuelo y el río.
Su paisaje —en el que, a pesar del trópico prodigioso, predomina una
desierta blancura— es paisaje puramente interior. Apenas sirve al recuerdo:
la infancia y la familia. A los muertos de su casa, largamente aludidos en
anteriores poemas. El clima de su corazón era cálido y luminoso y en él se
detuvo muchas veces el sol de Colombia. Gaitán Durán no canta el
resplandor solar sobre las cosas, su brillo sólido e inmóvil en el tiempo, sino
que lo retiene, secreto, fundido a la memoria más íntima.
Los fragmentos en prosa del Diario, que acompañan a los poemas de Si
mañana despierto, no se proponen un designio poético inmediato, aunque en
ellos aparecen algunos desarrollos que pudieran ser tomados como ampliación
de los asuntos de su poesía. Entre éstos vuelve el erotismo, entendido tanto en
lo que se refiere al desnudo y deslumbrador momento de la conjunción
amorosa, como a sus proyecciones hacia la muerte, el vacío y la soledad
humana. La invasión fúnebre penetra fantasmalmente dos seres que se
consumen en el abrazo. Una copa de terror bebe el amante junto al cuerpo
amado. El poema persigue aquel éxtasis imposible de retener por otro medio:
“Sólo la poesía puede capturar el erotismo".
En la poesía de Gaitán Durán persevera, en ráfagas insaciables, una
voluptuosidad que se mira a sí misma. Preocupada, su actitud persigue el
descubrimiento de aspectos más recónditos de los que a primera vista se
sospechan en el amor. "Los cuerpos ayuntados —dice— son himno, poema,
palabra. El poema es acto erótico". Comprueba que el hombre y la mujer que
se aman son calavera y son huesos y son muerte antes de la muerte. El
epígrafe de Quevedo, insistente de ruinas y defunciones, nos da una de las
claves de este hermoso libro. El de Novalis, reiterando el de Luis Cernuda en
Los hampones sobre las relaciones entre los mundos visible e invisible, nos
acerca a lo desconocido: la única realidad que desearíamos. La poesía de
Gaitán Durán, en medio de la apariencia de la belleza física y de la
sensualidad, se agita entre estas inquietantes preocupaciones:

Sé que estoy vivo en este helio día


acostado contigo. Es el verano.
Acaloradas frutas en tu mano
vierten su espeso olor al mediodía.

Antes de aquí tendernos no existía


este mundo radiante. ¡Nunca en vano
al deseo arrancamos el humano
amor que a las estrellas desafía!
Hacia el azul del mar corro desnudo.
Vuelvo a ti como al sol y en ti me anudo,
nazco en el esplendor de conocerte.
Siento el sudor ligero de la siesta.
Bebemos vino rojo. Esta es la fiesta
en que más recordamos a la muerte.

La poesía de Si mañana despierto, que en parte nace de la inteligencia,


no corresponde, a pesar de sus desvelados orígenes, al destino exclusivo de
una desolación mental. En manera alguna este poeta podría tomarse como a
un desengañado del mundo. Su poesía es leal a su vida. Su vida amaba
apasionadamente a la vida. El universo le incita a través de poderosas
seducciones. La sospecha de la nada apenas insinúa sus sombras. Estos
poemas participan con ansia del calor y el rumor de la existencia, pero no
ceden a sus halagos sino que intentan abarcarla toda, ir más allá de su gozo,
con amor y violencia, en un perpetuo ademán de deslumbramiento. La vida
arde y, entre tanto, despertamos del tiempo. El poeta es consciente de la
soledad y del afán de cielo y tierra que agudiza su desamparo:

Soledades del cielo, las estrellas; Los hombres, soledades de la


tierra.

Una voluntad de vida y deseo se yergue melancólicamente y desafía,


impetuosa, la helada vehemencia de la muerte: "Precisamente porque no
olvido la muerte, creo con pasión en este mundo". Ante la seguridad de su
destrucción física, no se allana a rendirse, sino que quiere "vivir cada día en
guerra, como si fuera el último". Ese día postrero dirá: "Hoy te pago el ansia
con que viví cada momento”.
Dentro de la perspectiva de unos años, es admirable comprobar cómo la
poesía de Jorge Gaitán Durán, en Si mañana despierto, gana en intensidad, en
plenitud, en rigor. Al tono lleno de luz y de gracia, que sorprendió desde el
primer momento, se añade en sucesivos ejemplos un grave don expresivo
empeñado en manifestarse, con hondura Y originalidad, dentro de algunos de
los temas más sugestivos de la lírica contemporánea. Él mismo lo dijo allí:
"Cuando la muerte es inminente, la palabra —cada palabra— se llena de
sentido. La sentimos nacer al fin grávida, indispensable. Esplende lo que por
años había sido nuestra duda: su fasto, conquista del mundo".

***

La poesía es un combate contra el lenguaje". Esta sentencia de Alfonso


Reyes apoyaba a Gaitán Durán en el pensamiento de que el poeta
contemporáneo está colocado en una situación que exige de 'ante las
circunstancias concretas, una definición: el lenguaje viene Ser su
herramienta. La validez de la poesía radica entonces en la capacidad del poeta
para "convertir en herramienta el lenguaje". El poeta asume el empeño de ser
expresión de sí mismo y de los hombres. Su compromiso, como él lo
señalaba en el caso de César Vallejo, es con una determinada ideología, sino
con la condición humana. El poeta se entrega a descubrirla y delatarla.
Gaitán Durán era consciente del obstáculo que al poeta plantea la
incapacidad del lenguaje para traducir al hombre. La tensión del poeta ante la
palabra se origina por la necesidad ineludible de que su revelación llegue en
términos de exactitud y de belleza. Al poeta no es útil la lengua heredada,
sino que, para realizar el poema, deberá transformar el vocablo.
Con el esbozo anterior, el ensayo suyo intitulado "De las retóricas"
constituye una nueva contemplación de este problema inmemorial: “El poeta
—dice en él— para cumplir su deber esencial, la poesía, encuentra un
lenguaje definido por otras épocas, desprovisto de libertad convertido en el
poema que ha sido y cuyas transformaciones han ido quedando
inexorablemente atrás de las transformaciones de la vida. En su persecución
de lo humano, ha tropezado desde el comienzo contra los límites estéticos, no
únicamente el dibujo de los clásicos o la interrogación de los románticos o el
sueño de unidad instrumental de los modernistas, sino además cierta tiránica
disposición interior: el poeta no sólo se expresa sino necesita expresarse con
fasto. No sólo debe dar respuesta a su situación, sino tiene que hacerlo ––y
ahí reside la tensión— en términos de doble verdad: eficacia y belleza. Su
lucha es de nuevo —y a ello llega por el camino entrañable–– una lucha por
la palabra, una palabra que signifique y a la vez que rutile: el vocablo poético
debe llevar al reino del otro la pesadumbre de la existencia humana y a la vez
tener vida propia: gloria. Es en última instancia la misma historia del hombre:
dividido entre la eternidad abrumadora del signo y ese descubrimiento de su
ser que es la violación del signo, hay días tremendos en que quiere decirlo
todo, gritar su angustia o su júbilo, y el lenguaje —seco, enterizo, objeto ya,
tradición— no le deja decir nada, lo vuelve poca cosa. Pero las palabras del
hombre se pierden o envilecen en la viscosa cotidianidad, resbalan sobre la
opaca superficie que son nuestros semejantes y siguen girando como astros
apagados entre impenetrables cosas: las del poeta quedan consignadas,
petrificadas en el poema como la sabiduría en la estela, constituyen prueba de
su culpa o de su impotencia, revelan la carrera por el laberinto moderno entre
nuestra indigencia, dolor y lodo de cada hora, y el Verbo color de incendio,
inmortal y suntuoso, con que debemos comunicárselo a los demás para que la
comprendan y le pongan fin. Mientras el escritor o el intelectual o e científico
pretende y puede hoy reformar el mundo, el poeta vive en el infierno".

***

Una valoración más exacta de la poesía de Jorge Gaitán Durán tendrá


que detenerse con amplitud ante varios de los temas aquí aludidos. O logrará,
desde otras perspectivas, un análisis que permita admirar rasgos diferentes.
He tratado de mencionar algunas cuestiones cuya sola cita, breve, sirva acaso
para vincular sus poemas a inquietud espiritual que era en ellos inspiración
verdadera. Desde luego, el esplendor de su poesía es para mí inseparable de
su recuerdo personal, aunque objetivamente tal impresión carezca de validez.
Al surgir de estas notas ha sido continua su presencia, un porfiado avanzar de
hechos que creía perdidos en la memoria, una como llovizna en que se
mezclan asordinadamente días y voces de irrepetible figuración. Su vida es su
poesía, que a primera vista podía parecer fruto de la inteligencia solitaria.
Hojeo, interesado, páginas de su Diario y aparecen súbitos relámpagos
que iluminan matices secretos. De pronto, al azar, una justificación de su
viaje a Europa en 1959: "Más que por algo, se viaja contra algo… Siempre
viajamos hacia el paraíso... No sé si se haya advertido el simbolismo del
avión: volamos, nos hemos desprendido de nuestra condición terrestre y
ascendemos en busca de una condición a la vez nueva y antiquísima... para
restaurar la comunicación original —luego olvidada— entre el hombre y los
dioses". Y el 29 de marzo de ese año, en Guadalupe, la referencia a un
escenario que dos años más ^de está próximo al de su muerte: "...Última
noche en América... En el aeropuerto, bajo el cielo estrellado de las
Antillas...". Estadía, por algún tiempo, en Europa: la penúltima. Entonces
debió escribir ese extraño poema que es "El regreso":

El regreso para morir es grande.


(Lo dijo con su aventura el rey de haca).
Mas amo el sol de mi patria,
el venado rojo que corre por los cerros,
y las nobles voces de la tarde que fueron
mi familia.
Mejor morir sin que nadie
lamente glorias matinales, lejos
del verano querido donde conocí dioses.
Todo para que mi imagen pasada
sea la última fábula de la casa.
Luego sus volvía, iba, regresaba. Colombia jamás dejó de serle una de
sus preocupaciones más sinceras. La amaba, como se ama de verdad,
exigentemente, sin perdonar errores, ni falacia, ni desvíos. Cuando en sus
poemas aparece alguna referencia a ella, es para soñarla hasta el fondo
remoto de sí mismo. Su pasión intelectual le imponía una ética nada
indiferente al trato de las situaciones concretas. Sin admitir, como poeta
compromisos extraños a la creación de su arte, como hombre sabía
comprometerse en lo cotidiano. Lo cotidiano era la patria: sus gentes, sus
angustias, sus convulsiones, su presente y su futuro. Era un ciudadano alerta
de su país y de su época.
Que va a ser difícil olvidarle, lo sabemos: está vivo, al lado. Nos
acompaña en recuerdos, libros, poemas, pensamientos, nostalgias, proyectos,
con toda la energía de su inteligencia y la profundidad de su corazón. La
tarde de ese 22 de junio cuando, contra mi esperanza, me cercioré de la
noticia de su muerte, en medio de la sensación aturdidora y desconcertante
pude pensar que el dolor de muchas gentes, y no sólo de nuestros amigos, iba
a ser también por un infortunio de Colombia. Su desaparición, en una
madrugada del Caribe, mientras volaba por la oscuridad y la borrasca
acercándose ya a estas costas, es una de las pérdidas mayores de nuestra
poesía. Mas su presencia y ejemplo son inmarchitables. Escuchemos cómo su
voz delira bajo la amarga hermosura de la tierra. No callas, Jorge: tu palabra
despierta en mitad de nuestro silencio.

1963
Álvaro Mutis

Con el título de Los elementos del desastre apareció, en 1953, el segundo


volumen de poemas de Álvaro Mutis. Inicialmente había publicado en 1948,
hacia sus veinticinco años, un breve cuaderno en compañía de Carlos Patiño:
La balanza. Patiño iba a entregarse luego a estudios de lenguaje. Mutis
intuyó desde un comienzo que su destino estaría permanentemente ligado a la
creación poética y, aunque no son numerosos sus libros de poesía —de 1965
es Los trabajos perdidos y recientemente, en 1973, se ha recogido toda su
obra en la edición barcelonesa de Summa de Maqroll el Gaviero— sí
constituyen ellos una de las contribuciones más notables, por su calidad,
originalidad y virtud estimulante, al desarrollo de la moderna poesía
hispanoamericana.
No se añadiría un juicio nuevo si se dijese que la poesía de Mutis está
notoriamente gobernada por la riqueza de su imaginación, lo cual no explica
del todo, en la generalidad misma con que se expresa, el sentido y proyección
que la animan. El mundo de sus fantasmas, el húsar o Maqroll el Gaviero,
entre ellos, al tiempo que decididamente se inclina a los poderes de la
invención no descarta, de otro lado, un examen de la condición y del destino
humanos y una añorante aproximación a la tierra que sirve de fondo a su
aventura. La rauda y maravillosa silueta de aquel arcángel de luz y
reciedumbre se consume finalmente en insondable disolución moral y física,
en el lodo del trópico y la fermentación de atroces sustancias. Ese otro, el
vigía, arrastró mucho sus pesadumbres y sus males, nostálgico y delirante,
por las noches de nuestros grandes ríos. La atmósfera de las tierras bajas es
en Mutis obsesiva: sus cálidos mediodías en plazas entregadas al bochorno y
a los insectos, su naturaleza siempre desmesurada, sus ruidosas lluvias
nocturnas oídas y recordadas en la soledad de los aposentos. Los sueños de
esta poesía están así íntimamente entrelazados con la visión de un paisaje y
de unos hombres que a cada instante son los nuestros.
Algún tiempo después de leer Los elementos del desastre se refería
Octavio Paz a la impresión que le había causado este volumen y al
reconocimiento que en él había logrado de un poeta: "Un poeta de la estirpe
más rara en español: rico sin ostentación y sin despilfarro”. Escaso linaje que
así se le revelaba: "Necesidad de decirlo todo y conciencia de que nada se
dice. Amor por la palabra, desesperación ante la palabra, odio a la palabra:
extremos del poeta. Gusto del lujo y gusto por lo esencial, pasiones
contradictorias pero que no se excluyen y a las que todo poeta debe sus
mejores poemas". Conforta saber que un poeta, atraído como todos los poetas
por la seducción de lenguaje, sea al mismo tiempo capaz, no sólo de resistirse
a su esplendor, sino de poner en entredicho sus facultades. Ya sobre la
inutilidad del esfuerzo poético se nos había advertido en un pasaje de ese
libro:

"...si estas y otras tantas cosas suceden por encima de las palabras,
por encima de la pobre piel que cubre el poema,
si toda una vida puede sostenerse con tan vagos elementos,
¿qué ajan nos empuja a decirlo, a gritarlo vanamente!
¿en dónde está el secreto de esta lucha estéril
que nos agota y lleva mansamente a la tumba?"

***

Desde su obra juvenil se registra en él un goce nunca disimulado por dar


a la poesía un rostro alegremente desdeñoso de lo consabido poético. Mutis
ha tenido acaso la certeza de que no existe poema, por inmediato a lo real que
sea, sino en lo arbitrario de la imaginación. De ahí que se empeñe en rechazar
aquello que los prejuicios de la tradición juzgan como enteramente propio,
exclusivo y forzoso del poema. La poesía de Mutis no cede a expresarse en
fórmulas impuestas por la comodidad o la costumbre. Una sorpresa de fiebre
lúcida invade en ella, sucesivamente, al lector.
Varias demostraciones de que Mutis irrumpe en territorios que no
pertenecen a lo comúnmente calificado como poético podrían ensayarse. Me
parece que la más aparente de todas ellas, por ser al mismo tiempo la más
sencilla, nos revela, de inmediato, el intento del poeta. Es entonces el caso de
recordar que esta poesía, desde sus iniciales manifestaciones, se ha expresado
indistintamente en prosa o en verso, sin establecer diferencia entre una u otro
como instrumento de su creación. Ello concuerda además con su predilección
por lo narrativo. No pretendo insinuar la originalidad de este procedimiento.
Pero, si no original, el abandono del verso y la consecuente insistencia en
prosa, como encarnación de la poesía, implica no sólo un aspecto formal —
la rebelión contra moldes que se juzgan limitativos y falsos–– sino, aún más,
la sospecha de que ellos carecen de la libertad propiciatoria para el desarrollo
de una emoción poética movida por fuerzas más secretas, vivas e
imprevisibles.
Unas palabras del mismo Mutis confirman esta actitud de recelo ante el
verso. Inicialmente, una desconfianza que abarca, incluso, todo lo “literario”:
“Hay ciertos retratos de Bradbury —dice—, ciertos textos publicitarios,
ciertas imágenes del cine, ciertos hechos de nuestra vida diaria
contemporánea, que comienzan a parecerme mucho más cargados de poesía
que cualquier poema. El que exista la posibilidad de que varios cadáveres de
cosmonautas giren sin descomponerse, encerrados en sus cápsulas, alrededor
de nuestro planeta, me parece, por ejemplo, un hecho de la más grande y
definitiva poesía. Un recordar el <<polvo eres>> que supera toda imaginación
posible. Pocos poetas contemporáneos me han dado más la experiencia de lo
poético como un texto publicitario de una marca de automóvil, sobre la
imagen de una interminable carretera de Arizona, que desfila solitaria y
vertiginosamente ante nuestros ojos. Este desplazarse de la poesía nuevas
zonas y niveles de la cotidiana experiencia, me preocupa cada vez más y cada
vez me deja mayores dudas sobre la eficiencia del poema escrito". En
seguida, su desgano se localiza contra la propia lengua: "Esta sensación de
inutilidad tiende a hacerse más aguda y dolorosa si pienso que el poema ha
sido escrito en un idioma que comienza a prescribir entre los hombres y que
ha servido en los últimos doscientos años a literaturas de tercera zona, a una
retórica ñoña y estéril". En conclusión, su creencia en que, en estos años, la
fertilidad poética de algunos prosistas hispanoamericanos se contrapone al
vacío de los poetas: "De allí una de las razones por las cuales la prosa de
Fuentes, de Cortázar, de García Márquez o de Vargas Llosa venga densa de
una poesía que abandonó para siempre a los poemas escritos por los
contemporáneos de estos novelistas".
Dejando aparte el tono último en lo que aparece de generalizador y de
rápido ¿serán acaso los poetas de lengua española los que hoy, en sus lugares
de América y Europa, más desmerecen?, es evidente que no sólo las obras de
varios prosistas jóvenes de nuestro idioma, sino aun algunas manifestaciones
de otras artes y técnicas han llegado a ser capaces de producir, en nuestro
tiempo, una mayor sensación poética de la que nos brinda gran parte de una
poesía obediente a la forma tradicional, agotada entre sílabas de cansancio,
adocenamiento y frustración. Hasta ha sido posible suponer que esa "forma"
de la poesía juzgada antes como imprescindible y única, pueda estar en
camino de desaparecer. La multiplicación y el predominio de las imágenes
visuales amenazan la exclusividad que el lenguaje oral, y luego el escrito, han
alcanzado a mantener sobre lo poético. Éstas y otras cosas se mencionan y
repiten. Digámoslo, sin embargo, de una vez: la poesía, quiérase o no,
continuará inseparable de la palabra.
En la palabra de Álvaro Mutis, precisamente, hay algo oculto que
constituye el origen mismo de la germinación poética. Otros poetas pueden
tener una expresión en la que se reconocen fáciles virtudes como la sola
esbeltez, o valederas siempre, como su pureza o incandescencia. Existe en
Mutis una rara condición verbal. En sus poemas se reconoce un trabajo
secreto por descubrir la esencial función delatora del lenguaje. A veces
sombría, otras relampagueante, directa en la intención y abriéndose paso
hacia adentro, el habla obedece, incisiva, a la urgencia de esclarecimiento del
mundo amargo y fantástico que obsesiona a este poeta.
El sabor del exilio se reitera, con refrenada nostalgia, en muchos
instantes de su poesía. La ansiedad, la destrucción incesante del tiempo y la
justificación de la propia vida invaden esta distancia. Desde 1956 vive Álvaro
Mutis lejos de Colombia. Al evocarla en algunos des nombres nos ayuda a
redescubrirla: la experiencia poética es la revelación de nuestras más
concretas raíces olvidadas. Las natales regiones desfilan permanentemente,
renovándole dureza y melancolía, cuando entre la tempestad y el follaje de
una noche brota violenta la remembranza:

Esta noche ha vuelto la lluvia sobre los cafetales.


Sobre las hojas de plátano,
sobre las altas ramas de los cámbulos,
ha vuelto a llover esta noche un agua persistente y vastísima
que crece las acequias y comienza a henchir los ríos
que gimen con su nocturna carga de lodos vegetales.
La lluvia sobre el zinc de los tejados
canta su presencia y me aleja del sueño
hasta dejarme en un crecer de las aguas sin sosiego,
en la noche fresquísima que chorrea
por entre la bóveda de los cafetos
y escurre por el enfermo tronco de los balsos gigantes.
Ahora, de repente, en mitad de la noche
ha regresado la lluvia sobre los cafetales
y entre el vocerío vegetal de las aguas
me llega la intacta materia de otros días
Calvada del ajeno trabajo de los años.

***

Sería de esperar, debe decirse, que la edición de Summa de Maqroll el


Gaviero, que recoge la poesía publicada por Álvaro Mutis a lo largo de
veinticinco años, permita no sólo el conocimiento de una obra admirable por
muchos aspectos sino también, junta en volumen, la observación en ella, por
parte del lector atento, de una modernidad que desde un comienzo la
emparentó con algunas creaciones poéticas, acaso las más valiosas de nuestra
época, en las que la interrogación sobre su propio destino constituye la razón
misma de su existencia.
A pesar, o tal vez a causa del impulso de su imaginación, la poesía de
Mutis no ha dejado de preguntarse, en efecto, cómo podría ser escrita, para
quiénes y con qué vocablos, formas e imágenes. Recelosa de sus dones, ha
preferido ir en busca de la perdida virtud origina del lenguaje. Sus largos
silencios dan testimonio, no de mudez, sino de las exigencias que formula al
poema y de las vacilaciones acerca de su eficacia posible. Otros poetas,
sabemos, suelen estar complacidos y seguros de lo que dicen. Nuestra
predilección sabrá inclinarse de todos modos por quienes, como Mutis,
intentan en cambio luchar contra la insuficiencia y la vacuidad resonante de
las palabras.
"No hay en toda la poesía colombiana un conjunto tan ambicioso, tan
rico y tan personal", dice el comienzo del inquietante ensayo de Juan Gustavo
Cobo con que se abren las páginas de la Summa. Audacia, fertilidad e
individualidad de la poesía de Mutis, cuyas más sobresalientes calidades
quisiéramos difícilmente resumir. Exploración y conciencia del lenguaje,
hemos dicho; al mismo tiempo, configuración, dentro del poema, de un
mundo alucinado y de unos seres ya vueltos mito. Estos elementos, que
raramente se presentan hacen que pueda hablarse de ella como de una de las
muestras de mayor originalidad en la poesía hispanoamericana
contemporánea. De ahí este mínimo homenaje al poeta y a su obra.
La rutina de lo maravilloso

En 1964, con la primera edición de El transeúnte de Rogelio Echavarría, nos


encontrábamos ante el segundo libro de un poeta que, desde sus versos
iniciales, supo suscitar en torno a ellos la sorpresa que sólo despierta la
creación original. Ahora vuelve a publicarse esa obra, en la colección
"Autores Nacionales" del Instituto Colombiano de Cultura, aumentada con
nuevos poemas y con algunas páginas críticas que, ciertamente, ayudarán a su
mejor conocimiento.
Se diría que el tono predominante en su acento es aquel que inquiere por
el sentido, o mejor, por el sin sentido de las cosas que rodean al hombre. Así
se llamen vida, amor, muerte, soledad, libertad o tiempo. Echavarría, desde el
poema inaugural, indaga sobre ellas en medio del remolino urbano: "Todas
las calles que conozco /son un largo monólogo mío". No es infrecuente
entonces que a cada momento le asalte, apasionadamente, la contradicción:
acaso por el reconocimiento que ha hecho el ser humano, desde el
romanticismo, de que esta es nada menos que indiscutible sustancia de
nuestro espíritu. Contradicción y arbitrariedad del mundo y de nuestras
existencias. Futilidad, desengaño, vacío. A esta reflexión dolorosa,
amenguada en él por el temor que sus palabras muestran hacia el lamento o la
vociferación, correspondería, extremo, el aforismo de Vallejo: "Absurdo sólo
tú eres puro". En los poemas de Echavarría es entrañable el amor a la mujer,
al sol y a la lluvia, a la noche, al rumor metropolitano, al universo en sus
innúmeras apariencias concretas, aunque a la vez es constante la fugacidad
eterna de lo amado. Es la soledad del amante que a sí mismo se escucha:
"¡Oh tú a quien siempre hablo cuando todo ha dejado de oírme".
Porque creo que está suficientemente reconocido, no voy a insistir en
que la continua alusión a lo cotidiano, que se hizo corriente en posteriores
poetas colombianos, se advirtió, entre los primeros, desde sus versos. "La
poesía de Rogelio Echavarría forma parte de nuestra educación sentimental",
dio testimonio Darío Jaramillo Agudelo. Los poemas se llenaron de
menciones a los objetos con que diariamente tropezamos. Las imágenes de
Echavarría son unas veces casi visuales y otras están sumergidas en su propia
abstracción, reverberaciones de un lenguaje que se debe tanto a la luz como a
la explorada penumbra interior. Imágenes que se hacen necesarias en cuanto
le significan una relación de los elementos y los seres con su intimidad y
porque ayudan a la mejor expresión de ésta, pero no por su solo crédito
ingenioso. El mundo suyo parece contemplado desde una subjetividad que se
busca a sí misma. No es por ello inexplicable la soslayada fuerza sentimental
que quisiera a veces desgarrarse hasta el grito pero prefiere aflorar en mueca
silenciosa. El encuentro de la desdicha o ¿ la rutina de lo maravilloso:"¡De
suerte que este instante es la vida!” “En este parvo libro en el que Rogelio
Echavarría ha reunido sus poemas bajo el título de El transeúnte encuentra
expresión una de formas de poesía más originales y audaces de nuestro
tiempo”. En estos términos saludaba Aurelio Arturo la publicación primera
del volumen, en 1964. Esa manera se manifiesta en un lenguaje inmediato,
natural, a veces callejero, al que una imagen directa, necesariamente alada
dentro de su concreción, añade frescura y espontaneidad. Así en el epitafio al
maestro amigo, de quien sigue siendo válido su testimonio sobre la
originalidad y audacia de esta poesía:

Demoraste en la paz
del Sur definitivo,
hoja lenta que otoño
baja como una lágrima.
A tu lado bebí
agua profunda y fresca.
¿Y quién mi fiebre
pulsará, la mano huérfana? Una palabra más,
un ademán apenas
de adiós y se rompiera
tu cielo de silencio.
En los poemas de Rogelio Echavarría no es insólito hallar la confluencia
de la velocidad expresiva con la pluralidad de emociones inconexas o
contrarias. Ya he mencionado su versión del sin sentido, de 1a sin salida que
encierra al hombre en el laberinto diario. El significado de algunas
composiciones, de ciertas metáforas, de uno u otro Verso, posiblemente
escapará de momento al lector. Mas no la intuición de las vivencias que los
han hecho posibles. Ello está lejos de insinuar que su lenguaje se complazca
en la oscuridad; es audible en él ese diálogo entre poeta y lector en que se
define, en último término, la magia del poema.

En sus recientes composiciones es posible aún constatar una como


sintaxis anómala, de frase mutilada, que a cambio de perseguir lo explícito
logra una comunicación insólita. La palabra no semeja allí tender a la
transparencia: ensaya una visión no sólo fragmentaria sino desintegradora de
lo real. Una visión que quisiera ser cifra del universo. La intención de esta
poesía da entonces razón a la creencia de Borges de que el arte no es algo
donde se refleja el mundo, sino, definitivamente no tan humilde, "una cosa
más agregada al mundo".
Giovanni Quessep

Giovanni Quessep (1939) se inició con poemas en los que un tono reflexivo y
desencantado parecía ser dominante: El ser no es una fábula (1968). Luego
su poesía fue canto y cuento, como la definen unas palabras de Antonio
Machado que colocó al comienzo de su segundo libro, Duración y leyenda
(1972): "Canto y cuento es la poesía. /Se canta una viva historia, /contando su
melodía". Imágenes que avanzan por entre sucesivas ondas de fábula y
cadencia. Sabiduría en el manejo de las arquitecturas clásicas del verso, desde
la tradicional canción española: "Me gusta —declaró— el lenguaje de la
canción, su intensidad lírica, su música. La estructura musical del poema,
soñada y pensada. Si busco lo conceptual en mi poesía, es lo conceptual dado
por la melodía". Simetría y acendramiento pero, al mismo tiempo, exaltación
del lenguaje. Primacía de la musicalidad y la fluidez sobre un vago, blanco
fondo en duermevela.
Gabriel Rodríguez, al referirse a esa esencia flexible del verso Quessep,
dice: "Que a esta altura un poeta sea capaz de flexibilizar la métrica
castellana, comunicándole sentido y sonido, resulta bastante sorprendente".
En Canto del extranjero (1976) debería señalarse también el realce de las
maneras de composición y, como antes en alusiones culturales apenas
insinuadas, una nueva visión enriquecida de temas que son su mundo poético:
el amor, en primer término, y luego algunas de sus ineludibles derivaciones
como el sueño, el olvido, el tiempo o la muerte. Realidad y poesía son en él
un mismo universo verbal. Él lo indicó así: "Tu historia es lo que sueñas /Lo
real es ya fábula naciendo de tu mano".
Ha seguido determinando la poesía de Quessep esa depurada
concentración, un uso de la palabra limitado a lo precisamente expresivo,
aquella sigilosa actitud ante la pronta y general abundancia. Todo esto
mostrado desde su primera colección de poemas. Ahora, con caracteres que el
tiempo deja ver mejor definidos, esas propiedades se acentúan en una
aspiración de una poética que, como la definió Rilke, intenta transformar el
objeto visible en esencia invisible:

Digamos que una tarde el


ruiseñor cantó
sobre esta piedra
porque al tocarla
el tiempo no nos hiere
algo nos queda
no todo es tuyo olvido
entre las ruinas pienso
que nunca será polvo
quien vio su vuelo
o escuchó su canto

Se pensaría que un impulso como el que anima a Quessep, de tan


meditado designio en el logro de lo poético, sin instancias exteriores, es poco
frecuente entre las nuevas voces de la poesía hispanoamericana. Quessep ama
lo maravilloso oriental en las viejas literaturas china y árabe así desconocer lo
maravilloso contemporáneo. Da testimonio de una orientación menos
requerida por urgencias del ambiente que, en otros poetas, han llegado a ser
escuchadas. Alguno podrá argumentar que una y otra actitud reclaman su
validez: la de quien se sumerge, con su meditación, con sus ficciones, en un
universo personal, o la de aquel que prefiere registrar, como si fuese propia,
la convulsión de los hechos que le cercan. Es cierto que toda obra, si
significante, revela fatalmente a su tiempo. La poesía no se ha negado jamás
a expresar el hombre en su soledad. Tampoco parece haber impugnado al
poeta su capacidad de participación en la vida que le rodea o la de manifestar,
al menos, la nostalgia de esa participación. Quessep ha confesado: "Persigo lo
humano en el mito. Escribo muchas veces a partir del olvido de la realidad
inmediata, sin que por ello —al final— quede excluida de mis poemas".
La poesía de Quessep se expresa, tensa, serenamente, en imágenes de
tiempo perdido u olvidado, entre sombras que son más del símbolo o la
leyenda, con materia de instantes de los que se ha apoderado para siempre la
fijeza. Desconfía de la retórica versolibrista pero no se encarcela en
estrecheces. Tiene la libertad del que sueña y, sobre todo, la de aquel que
despierta de los sueños. Quien la escribe, conforme a la pretensión de Borges,
reconocerá en ella un día, como en un espejo, su propia cara. Es, por eso, una
de las más cálidas y cernidas en el conjunto de la joven poesía colombiana.
Jaime García Maffla

Jaime García Maffla (1941) colocó como epígrafe de uno de sus libros unos
versos ajenos en los cuales se define su propia poesía: "A donde se escucha
/al hombre que está solo consigo". La grave e intensa obra de este joven
corresponde, ciertamente, a la actitud de para quien la imaginación solitaria
no sólo es el medio más propicio sino también el sustento poderoso de toda
experiencia poética. De ahí ese inagotable, persuasivo fluir de una meditación
que Incesantemente se apasiona en su poesía por plantearse, con originalidad
y hondura, suscitaciones eternas de la creación lírica. La realidad próxima
parece esfumarse por momentos ante la inquisidora mirada que recorre, ávida
de sí misma, secretas galerías interiores. La visión poética es en él de
exploración y de crítica de esa intimidad. Coincide por ello con algunos en la
comprensión de la poesía como un laborioso empeño de la inteligencia
gobernada por la imaginación y, desde luego, por la emoción.

García Maffla publicó su primer libro en 1968, Morir lleva un nombre


corriente. Se le apreció como un hallazgo feliz del mundo de la adolescencia,
aunque desde el poema inicial se insinuara la ensimismada inclinación
posterior de su obra: "Todo este vivir es irrealidad /semeja /un ave por
primera vez en las manos". Vino después Dentro de poco llamarán a la
puerta (1972) en el que, agudizando la austeridad del lenguaje, avanza hacia
la levedad y depuración del pensamiento poético. Fue Mallarmé, recordemos,
quien dijo que la única tarea verdaderamente espiritual es la poesía Si las
cosas dan allí la impresión de huida o desvanecimiento, la vida, sin embargo,
asoma de pronto su imagen desolada o cae, fantasmal como el guerrero, "con
estruendo de armas y sueños". En Guirnalda entre despojos y Sus ofrendas
olvidadas, aparecidas ambas colecciones en 1976 y que constituyen la
manifestación hasta ahora más definidora de este poeta, su poesía ha
mostrado ser una constancia de la lucidez sobre la confusión del
entendimiento y de la sensibilidad que, salvados unos cuantos casos
ejemplares, pudiera tomarse como síntoma más notorio de una indiscipl1' na
no pocas veces frecuente. El poeta peruano Javier Sologuren ha dicho:
"García Maffla lleva al verso sus preocupaciones existenciales y lo hace con
un lenguaje atento, minucioso, severo. Su poesía se presenta, así, como un
monólogo permanente en el curso del cual la inteligencia busca el rostro de
una verdad siempre elusiva".
En varios de sus poemas García Maffla querría ir descifrando de la
realidad los símbolos a través de los cuales el hombre pudiese tener indicio
de su existencia y, consecuentemente, justificación del acto poético. La
realidad, a su vez, parece que pretendiera encontrar un sentido, o sentidos
diferentes en la obra de este poeta. De ahí la misión ordenadora y reveladora
de su lenguaje: establecer un puente entre la conciencia y el universo.
Lenguaje esclarecedor y comunicativo, pero, por ser de la poesía, nada
conceptual. Por momentos, las palabras se ordenan en una especial sintaxis,
que no es la del delirio o monólogo errático, como en otros poetas
contemporáneos, sino una que obedece a la urgencia de iluminar y volver
transparente un mundo interior al que la vida exterior se intuye muchas veces
como conjunto de fuerzas hostiles e invisibles.

En su patio de rosas, temprana primavera,


El engañado advierte cómo, de la materia
De su vida
Crecen los vencimientos, la desilusión,
El fulgor de su espera fantasía hecho ya.
¿A qué vivir? Ahora se pregunta; fragmentos
sus días son, tras el ensueño a penas duras
recogidos, aliento el de sus semejantes hecho herida,
y la mirada suya, la de su corazón, luz de sus ojos, un universo
desplomado.

"Son versos prismáticos, cuyas caras reflejan, cada una, una posibilidad
del poema", observa Pedro Gómez Valderrama refiriéndose a Guirnalda
entre despojos. Es ésta una de las características más valiosas de la obra de
García Maffla: la pluralidad de sentidos del poema. Con ella puede
mostrarnos las muchas fases de las cosas, las múltiples variaciones de las
señales que nos salen al encuentro. Y con ella sigue siendo inevitable la
sospecha de que, en definitiva, la poesía es creación verbal del mundo. Ese
lenguaje suyo, que en su rigor puede presentarse a alguien como demasiado
adusto, ha logrado precisamente a causa de su propiedad, una nueva versión
de la belleza idiomática, haciéndola más breve y casi silenciosa. "El arte de
escribir —se preguntó Martí—, no es reducir?". Concretar y adelgazar la
dicción para liberarla de una opulencia vacía y reconquistar así su poder de
representación su riqueza de significados. La palabra, si desnuda e
independiente como en estos poemas, quiere vivir sola y por sí misma.
Un amigo inglés, Derek Harris, notable conocedor de la poesía
contemporánea en español, me escribe al conocer Guirnalda entre despojos:
"Los poemas de García Maffla me han entusiasmado y me han dejado
conmovido con la extraordinaria fusión de fuerza y delicadeza de aquella voz
tan personal. ¡Y qué dominio formal —cada palabra en su lugar! Habita allí
el espíritu vivo del mejor romanticismo que poco a poco ha ido ganando al
falso canto de los “tenores huecos” que llenó y empobreció la poesía de habla
española".
«33 poemas» de Fernando Herrera

Desde un comienzo la poesía de Fernando Herrera se ha distinguido por una


desnudez verbal próxima al lenguaje común, que entraña sin embargo, y
acaso por ello mismo, una singular intensidad de expresión Es verso libre que
colinda con la prosa, no la escrita sino la hablada. Y tiene la cadencia, no de
un ritmo estudiado sino del habla corriente de la conversación. Dice las cosas
llana y directamente, con la eficacia de las palabras precisas e indispensables
para excitar de inmediato la imaginación del lector.
Esa pudiera ser la apariencia de estos poemas de Fernando Herrera.
Hablan con frescura y vivacidad de seres y de objetos que pertenecen al
mundo de todos los días. Nos los presenta de manera casi objetiva. Casi
apenas, no enteramente objetiva, porque quiere entregarnos no la presencia
sino el alma de las cosas. Sí, la poesía es o debiera ser siempre afirmación de
la realidad. Sólo que la gracia de la poesía es también la de que con ella
podemos hacerla nuestra, soñarla o vivirla en nuestros pensamientos y
sentimientos, interiorizando así en nosotros, entrañablemente, esa misma
realidad.
Con este sobrio, exacto lenguaje, liberado de adherencias superfluas o
sentimentales, Fernando Herrera ha logrado una creación poética propia, bien
distante de cierto estilo internacional que reconociblemente se ha ido
extendiendo, sin moderación ni crítica alguna, en más de una comarca de la
poesía de nuestro idioma hasta agobiarnos del todo con su insignificancia.
Tal estilo, que quizá tenga su origen más advertible en ordinarias
traducciones poéticas nacidas de la improvisación y la prisa, carece del
proceso de interiorización y de individualización de la experiencia exterior
que quisiéramos siempre encontrar en el poema. Wallace Stevens, que mucho
se propuso conocer acerca de la esencia de la poesía, pensó: «El mundo que
nos rodea estaría desolado si no fuera por nuestro mundo interior». Con lo
que podemos decir que ambos mundos deben fundirse mágicamente en la
palabra poética. Así, siguiendo con pasión el mundo de sus imaginaciones,
intimando con ellas en lo más secreto de su escritura, Fernando Herrera ha
logrado, por igual, la calidez y la diafanidad de sus poemas.
Este poeta, tan alerta a todo cuanto encuentra en su vida cotidiana y que
en amorosa contemplación comparte a veces las vidas de los hombres de la
calle, sus afanes, sus oficios, sus penumbras, se encierra también de pronto
dentro de sí mismo con refrenada nostalgia de sus días pasados. La dicción
explícita alterna entonces, más reservada, con un velado lirismo. Ello quiere
decir que debemos acercarnos a esta poesía con el más cuidadoso fervor,
atentos a cada diversa circunstancia.
Extraños a la trivialidad, al pronto aplauso y al simple ingenio de los que
frecuentan bulliciosos las lecturas públicas, los poemas de Fernando Herrera,
a pesar de su sencillez aparente, requieren en cambio, concentrada, una
lectura silenciosa. De ahí el especial reconocimiento que han merecido en la
poesía colombiana contemporánea.
La crisis del verso en Colombia

Hacia 1935 se inicia en Colombia un movimiento poético que a pesar de su


diversidad aparente, ofrece, en ella, características generales reconocibles.
Los poetas que integran el grupo de "Piedra y Cielo" —nombre que
constituye ya una clara indicación de sus orientaciones, aunque la estética y
la poesía de Juan Ramón Jiménez no se reflejen unánimemente— mantienen
determinadas modalidades de forma que permitieron advertir la existencia de
un estilo común a una generación literaria. Giros, sintaxis, vocabulario y
procedimientos metafóricos similares, así como la predilección por
determinados moldes poéticos, son muestras evidentes de los nexos y de una
relativa aproximación hacia un cierto gusto colectivo. De cómo esta opinión
se acerca a la verdad lo demuestra, en primer término, el hecho de que la
generación de los poetas de "Piedra y Cielo" constituye el último grupo, con
rasgos definidos como tal, que ha surgido en las letras colombianas. Los
poetas y escritores que después aparecen han operado como individualidades
aisladas. La observación, sin embargo, no sugiere reproche alguno hacia este
agrupamiento de vocaciones y de sensibilidades. Llego a suponer, por el
contrario, que sólo mediante la reunión y el esfuerzo conjunto pudo ser
posible el vencimiento de un aire irrespirable, reiterado en fórmulas
consabidas, que amenazaba por no desaparecer de nuestra poesía. Aunque es
cierto que pocos años atrás ya Aurelio Arturo había escrito algunos de sus
más hermosos poemas, fue "Piedra y Cielo", con la beligerancia propia de lo
que presenta aspectos de novedad y de solidaridad, el grupo que, desde ese
instante y por algún tiempo, alcanzó mayor influencia en la vida literaria del
país.
Que esa influencia haya sido o no saludable a la poesía colombiana, es
algo que hoy podemos juzgar mediante el mejor entendimiento que se logra,
en perspectiva y mesura, con la distancia de los años. Las críticas más
encarnizadas que se lanzaron contra los poetas de “Piedra y Cielo”
provinieron, en su mayor parte, de aquellos sectores en los cuales
predominaba aún, medio siglo después de su aparición victoriosa, la ilusión
modernista. Al contrario de lo que pudo ocurrir en algunas naciones
hispanoamericanas, la vigencia del modernismo se prolongó casi
indefinidamente entre nosotros. Si es verdad que en ese movimiento (de
finales del pasado siglo y comienzos del presente), se reúne una serie de
tendencias artísticas y filosóficas que caracterizan, en nuestro idioma, el
nacimiento de la época moderna, en el caso de Colombia, abrumada por el
prestigio literario y aun político de quienes aquí fueron sus brillantes
exponentes, parecía haberse producido un fenómeno de resignación general
con los frutos de aquellos comienzos geniales y de querer eternizarlos en la
obra sucesiva. Los cánones modernistas, sobre todo en sus aspectos
parnasianos de perfección de la forma más que de aspiración hacia una
objetividad imperturbable, llegaban a considerarse como exigencia perpetua
de toda poesía posible. Los mayores poetas surgidos antes de la fecha
indicada ––si reiteramos la excepción ya hecha y agregamos alguna otra––
bien pueden quedar comprendidos, no ocultándose los reparos que se dirijan
a esta clasificación tan general y tan amplia, entre las diversas orientaciones
que caben, sin embargo, dentro de la también amplia y general manera como
se manifestó la revolución del modernismo. Forma, lenguaje, temas y
sentimiento de esos poetas son los mismos de la poesía modernista, es decir,
de la poesía que ya hacia 1920 dejaba de ser moderna. Por ello se comprende
la reacción que en esos sectores aún estacionados en los ideales simbolistas o
parnasianos se produciría ante la irrupción de los poemas de "Piedra y Cielo".
Los poetas de "Piedra y Cielo" trajeron a la poesía colombiana un aire
de ligereza, de levedad, de esbeltez, ausente casi del todo en el verso de
quienes los antecedieron. La obra literaria del país se ha caracterizado por
elementos tales como la pureza idiomática y la corrección gramatical que,
aunque constituyen factor no despreciable, es cierto que le comunican la
pesantez de sus esfuerzos. Un lenguaje excesivamente puro puede
corresponder mejor a la tarea minuciosa de un investigador que al impulso
esencialmente libre de un creador de poesía. Inspiración es imaginación. No
se quiere afirmar que los poetas de "Piedra y Cielo" sean antiformalistas y
rompan esa línea que parece constituir una de las tradiciones más auténticas,
y a menudo no afortunada, de nuestra poesía. Pero sí sus palabras se
desenvuelven con mayor agilidad, gracia y finura. El adelgazamiento de la
expresión trae también como consecuencia el abandono de una pompa verbal
que culminaba, así en la plaza pública como en la negada intimidad del verso,
en las evocaciones tropicales de una antigüedad decorativa. Nuestra poesía,
que en gran parte es oratoria, ha servido mejor, con mucha frecuencia, los
intereses del discurso que los de la lírica. El poema ideal era "de ancha
cabeza y resonante cola". En los versos de algunos poetas de "Piedra y Cielo"
se observa, en cambio, el propósito, ya intentado por otros, de no ser
elocuentes. Y aunque de continuo sea su acento declamatorio, por la presión
de las formas en que se expresa, en sus mejores manifestaciones pretende
sostenerse, aéreo, en una atmósfera de vuelo y transparencia.
La actitud de estos poetas frente a las maneras modernistas que, ya se ha
dicho, se empeñaban en continuar siendo el tono imperante del verso, da
término a una estética que, precisada entre nosotros por Guillermo Valencia
en los últimos años del diecinueve, amenazaba dominar por tiempo
indefinido el verso y, en general, el ambiente literario en Colombia. Varios
libros de un grupo de poetas surgido hacia 1925 y que forman parte de la
generación de "Los Nuevos constituyen, evidentemente, una prolongación de
las tesis parnasianas. Al mencionar este punto es necesario decir que ellos no
mantuvieron, al contrario de lo que se ha afirmado, el menor contacto con los
ismos de la primera posguerra, fuentes indiscutibles de la “nueva” poesía, y
menos que, superando sus programas, se desembarazaran de ellos. Esta
opinión es tan equivocada con respecto a los poetas de “Los Nuevos” como,
diez años después, en relación con los de "Piedra Y Cielo". Pero no tratando
sino el caso de los primeros, es evidente que muy poco debieron haberse
interesado, como sí algunos prosistas de la misma generación, en el proceso
de tales tentativas, que aspiraban a un cambio profundo en las formas de
concepción y de creación del arte. Con una o dos excepciones, es improbable
que hayan advertido la utilidad de sus mensajes, entre los cuales el primer
manifiesto del surrealismo data precisamente de 1924. Luis Vidales pudo
haber sido el único entre ellos que se benefició de los estímulos intelectuales
de esas escuelas. Gómez de la Serna, cuya influencia en la poesía española de
la misma época es decisiva en algunos aspectos, pudo ser su maestro de
ingenio y juego inteligentes. La poesía, con el ejemplo de la greguería, se
escribía entonces con humor, con espíritu de juego. Una esperanza de más
misteriosas y oscuras raíces, la de los poetas y los pintores surrealistas,
llegaría después. Pero a Colombia llegaría muchos años más tarde. A nuestras
maneras de expresión, en las que la forma con un tanto de pulimento y de
altisonancia tiene asegurado su prestigio, debió repugnar, con desdén
provinciano, la rebeldía sonámbula del surrealismo.
Frente a la inspiración afrancesada de poetas anteriores, de la cual se
exceptúa la predilección no excluyente de Rafael Maya por lo español y lo
clásico, los poetas de "Piedra y Cielo" oponen el gusto por lo hispánico y por
lo americano, obteniendo la nota americana una seducción mayor en poetas
más recientes. No sería, pues, falso precisar el sitio donde ha de quedar
ubicado "Piedra y Cielo", sino, como parece inevitable, en una derivación del
grupo español de 1927. Hay, no obstante, más timidez en la expresión
metafórica de nuestros poetas, y esa diferencia ya establece una distancia
digna de considerarse. Los españoles de esa generación escriben su poesía en
gran número de imágenes y metáforas, al mismo tiempo que se complacen en
el remozamiento de algunas viejas maneras del verso nacional. Mas lo
esencial es, para ellos, la metáfora y la imagen, pudiendo estar su origen bien
en la ascendencia surrealista o dadaísta o en la creacionista o ultraísta. Unos
años después, cuando surge el grupo colombiano, la preocupación está más
cerca de la palabra por la palabra misma, del verso esbelto por el verso
mismo, del breve o extenso poema como una suma de gracias puntuales, y no
importa tanto el atrevimiento metafórico ni su aspecto mágico, sino el brillo
levemente gracioso o sonoro de la estrofa. Por ello, nuestros poetas de
"Piedra y Cielo" continúan la tradición formalista de la poesía colombiana,
poniendo más esmero en el culto por la propia forma y aun por la apariencia
puramente formal de las metáforas e imágenes de aquella poesía española.
Por ello, también, su fácil influencia en un momento de la literatura
colombiana.
Años después de "Piedra y Cielo" aparecen en nuestra poesía nuevos
poetas y una notable variedad de tendencias en el modo de concebir lo lírico.
Por el temor de olvidar alguno, es preciso no mencionar ningún nombre. Se
creyó entonces que la repetición por sus predecesores de unas mismas
palabras, de unas mismas imágenes, de unas mismas emociones, había
conducido fatalmente a la pérdida del misterio poético. Se adivinaba que los
versos ya carecían de su poder de trascendencia, de comunicación, de
estremecimiento. La fuerza y gracia desnudas de la poesía no se advertían
tras unos ropajes que se pensaban demasiado frívolos o inútiles. Un
penetrante sentido crítico, aguzado en algunos por una auténtica vocación
poética, ha inducido desde entonces a entender la poesía como una grave y
profunda respuesta a los interrogantes del ser, a los problemas propios del
destino y de la situación de todos los hombres. Estas inquietudes se han
manifestado, de un tiempo a esta parte, tanto en el verso como en la prosa. La
preocupación por la sola línea bella, que fatalmente conduce al preciosismo,
se ha abandonado en un afán casi unánime por la necesaria intensidad y
sobriedad del verdadero lirismo. Todo preciosismo se supone afectado de
perfección superficial, y no corresponde a una urgencia de expresividad sino,
frecuentemente, al abuso de un manejo hábil. Hacia una escritura en la que el
poder de revelación del hombre sobre el hombre desarrolle su plena eficacia,
en los órdenes de la imaginación, del sentimiento y de la inteligencia, debería
tender siempre, como se ha aspirado, el esfuerzo del poeta.
Mas, a pesar de que algunos realicen en Colombia este esfuerzo,
podemos dar como cierto un momento de crisis en nuestra poesía. Pretendería
interpretar tal crisis, si por ella se comprende un desgano general por el verso,
en la circunstancia evidente de que la sociedad contemporánea ha extremado
hasta los últimos límites la soledad del poeta. El poeta es un ser a quien cada
vez resulta más difícil comunicarse con sus semejantes, interferida como está
su palabra por las necesidades inmediatas y por los intereses de los grupos.
Su voz, apenas nacida, se quiebra contra una roca brutal, no de simple
indiferencia, sino de dureza y repulsión. Sus vocablos no pertenecen al
idioma de su gente, aunque pretendan explicarla o reflejarla. Jamás su
mensaje fue tan desestimado y sin eco ni respuesta.
Claro está que toda crisis poética es en gran parte una crisis de lenguaje,
de medio expresivo. Esta explicación no deja de aclarar los aspectos sociales
del problema. Un escritor inglés ha planteado la obligación que tiene el poeta
de usar el lenguaje coloquial, que es aquel con el que todo individuo está más
familiarizado y con el cual se puede cumplir mejor el fin de la poesía de
conversar persona a persona, íntimamente, yendo más allá de donde puede
alcanzar la prosa. Aquella “música de la poesía” permanece latente en el
idioma cotidiano y toda revolución poética pretendería, una vez pasado de
moda el lenguaje utilizado por una generación precedente, el regreso a ese
idioma cotidiano del tiempo nuevo. Lenguaje cotidiano, lenguaje ordinario
que expresa, con toda su vivacidad, al hombre de una época. Es este idioma
el que busca para su verso el poeta y no el que le llega de la anterior creación
literaria, el cual, al deslustrarse con el uso, ha perdido su virtud significativa.
Sabemos, como consecuencia, que es deber de toda generación literaria
encontrar su propio lenguaje.
Hasta dónde el lenguaje cotidiano está, a su turno, impregnado de
literatura, es cuestión imposible de precisar, y en tiempo como el nuestro en
el que la difusión de lo hablado y lo escrito alcanza tan importante extensión,
se puede presumir, con legítimo derecho, que muchos modos de la
conversación deben su existencia a la obra artística. Pero este aspecto, útil a
otro tipo de investigación, lo descartamos como extraño a nuestro objeto. Nos
interesa por sobre todo registrar la interdependencia entre el lenguaje usual y
el poético. Subrayar la acomodación de éste a aquél. Afirmar que el poema,
insustituible versión de la soledad de un hombre, es asimismo la explicación
su deseo. Deseo de un ser de llegar a otros seres, de revelar la naturaleza
común, de confundir su sueño en el sueño de otros cuerpos.
Mas este esfuerzo del poeta por reintegrarse a la sociedad y habla
corriente no encuentra una correspondencia justa, que se traduciría en el
interés del público por el poema. Existe una prevención contra el verso
surgida con el pretexto de la mentalidad práctica, pero que, sin embargo, no
obedece a una actitud reflexiva sino sórdida, ininteligible, a la nueva
superchería de la época. Es difícil que en distinto tiempo se haya
manifestado, por boca de los poetas, como en éste, un impulso tan universal
de devoción y de conocimiento hacia todos los hombres. Es difícil, también,
que en otros años, como en los presentes, se haya acumulado tanto repudio
sobre el poeta.
El hermetismo de mucha poesía —generalizando estas consideraciones
últimas a otros países y lenguas— parece ser la respuesta, no consecuente, sin
embargo, que algunos poetas dirigen a esta incomprensión. Hemos visto,
durante largos períodos, movimientos sucesivos en los que predomina, en el
verso, un cierto ademán desdeñoso hacia el público. El poema parece ser
escrito para lectura exclusiva de una determinada clase de individuos
familiarizados con un vocabulario especial, con una temática dada, con un
ambiente casi privado. Ese género de poesía no llega a interesarnos, alejado
como está del hombre, en un mundo de artificio y esterilidad. La poesía debe
despertar siempre en las zonas más hondas del ser, sin menosprecio del
instinto ni de la inteligencia, logrando para sí un equilibrio coincidente en el
que importa tanto la profundidad como la lucidez del misterio. Los grandes
poetas oscuros, oscuros porque su grave fervor Penosamente aflora en
palabras, han mantenido como preocupación esencial una conciencia
desmesurada de lo humano. La oscuridad es parte de su drama y su ardiente
revelación difícil se ha hecho con humildad y obedeciendo a una imperiosa
fuerza interior. Otro hermetismo, si inexpresivo por no corresponder a una
verdadera urgencia de la expresión, refleja en cambio una simple actividad
retórica.
Porque, si la poesía no corresponde fundamentalmente a una necesidad
de expresión, ¿cómo justificar su existencia y el papel del poeta? A simple
vista parece obvio este planteamiento. No lo es, sin embargo, si consideramos
que, con frecuencia, es común la actitud de quienes han hecho posible una
especie de adoración religiosa por la obra artística, de sentimiento de
inferioridad ante ella, de oscura confusión ante sus creaciones. Se siente la
existencia de lo artístico como se siente, sin desentrañarlo, el mito. El espíritu
crítico, característico de lo moderno, se postra, no obstante, en más de una
ocasión, ante la liturgia con que se realiza el arte. Ello ha sido posible en gran
parte por la misma actitud ritual del artista. Es ingenuo defender la
posibilidad de que los versos puedan llegar a todos los hombres, cultos o
incultos, indiscriminadamente. Pero debe sospecharse del poeta que entiende
la poesía como una especie de idioma particular o, cuando mucho, exclusivo
de una clase de personajes iniciados, los poetas. La poesía, como revelación,
implica un esfuerzo combinado: de entendimiento en el lector y de
comunicación en el poeta. En un momento dado, quien la escribe es
consciente de su mundo a solas, de la distancia que le separa de sus
semejantes. Este es en él un primer instante de la percepción poética. Después
tenderá a manifestar esa conciencia. De allí la significación indispensable de
sus palabras.
Pero si del poeta nos sentimos con derecho a exigirle una voz en la cual
podamos todos reconocernos, ¿será justa, al mismo tiempo, su situación de
exiliado frente a todas las clases que integran la estructura social moderna?
Ante una sociedad a la que apenas preocupa una producción de bienes
destinados a satisfacer las urgencias de consumo y a cuyas clases separa por
sobre todo el mayor o menor trabajo empleado en esa producción y el no
siempre equivalente gasto o privación de la misma, ¿puede, por algún
aspecto, parecer útil la misión de un ser como el poeta que, no siendo técnico
ni siendo obrero, no sirve tampoco, como el militar, para manejar la fuerza, y
ni siquiera, como el sacerdote o el político, para formular promesas? Las
diferentes clases, que no advierten en la obra del poeta la menor posibilidad
de provecho, le niegan, con una lógica generalizada, toda eficacia social.
Otro asunto es que el poeta deba resignarse a esta condena de
ostracismo. Cuando más iracundo es el afán anónimo que le somete a estar
solo, él puede, como en cualquiera otra oportunidad, reflexionar acerca de sus
deberes. Ellos son esencialmente éticos. En cuanto a su condición de hombre,
los que tocan con la libertad y bienestar de sus semejantes. En cuanto
escritor, los propios de la dignidad intelectual. Aquel que olvida esta doble
situación de individuo y de artista, con sus dos aspectos igualmente
insobornables, claudica en una de dos partes: en una torre de marfil o en el
rebaño del arte dirigido por políticos. Ni aquí ni allá cumplirá su función. Su
palabra no es sólo volumen o sonido, sino, esencialmente, significado. Por
eso su mensaje alcanzará una plena fecundidad y permanencia si en él se
conjuga el desarrollo armonioso de su voz de hombre y de su voz de poeta.
En aquella voz, un día desterrada, los hombres reconocerán la voz universal.
Tal reconocimiento, casi nunca instantáneo, se produce sólo cuando es
superada una crisis que, operando en lo social, en lo político y en lo
económico, mantiene también a los hombres en el abandono de su naturaleza
poética.
La soledad del poema la juzgamos así, en la historia, como un período
de crisis en el que los hombres pierden todo contacto con él, porque no se
sienten expresados en sus palabras. Si tal revelación del hombre no existe,
suponemos que la crisis fue de la poesía. Si es el oído que no alcanzó hasta
esa revelación, es que los hombres vivieron una época sorda. ¿Cómo se
definirá mañana, con respecto a nosotros, la situación presente?
Cuando, hacia 1948, se habían advertido ya nuevos signos valiosos que
reflejaban un cambio de actitud en los poetas más jóvenes con respecto a la
estimación de la poesía, el país se hunde en la crisis mayor de su historia.
Nada permanece indiferente a ese drama, que da término al relativo grado de
tolerancia y de civilización política que habíamos podido lograr en medio
siglo de paz interior. Si Colombia podía mantener hasta entonces el crédito de
varias de sus instituciones y, a pesar de la pobreza del pueblo y del
caciquismo invulnerable, la tendencia hacia una cierta organización
democrática, a partir de ese momento no conoce sino manchas de sangre. El
juicio de responsabilidades por tan larga y vergonzosa desgracia, que parece
aún inoportuno, ha de señalar para el asco futuro a quienes, propiciándola,
fueron sus inspiradores rabiosos y usufructuarios melancólicos. Una nueva
generación de escritores y poetas, que apenas abandonaba la vida
universitaria, mudó en ese momento sus esperanzas por un general
sentimiento de frustración del que sería difícil recuperarla del todo, si
alguien, y no sólo su esfuerzo solitario, lo intentara. La cultura del país sufrió
en la mayoría de sus aspectos una paralización que apenas puede tomarse
como reflejo del desastre nacional. Nadie pudo ser ajeno a una sensación de
desconfianza de todos los valores, a un estado de escepticismo de todas las
circunstancias y a una desilusión de todos los mitos. Los pocos poemas que
por esa época, se escriben reflejan la aridez del lenguaje colectivo. Los
jóvenes poetas, en quienes predomina un acento que se va volviendo más
íntimo, intentaron otras vías de expresión a través de las cuales la realidad de
sus vidas, tan insignificantes en ese ambiente, no ofreciera, como en la
poesía, la desnudez absoluta de su amargura. Sus escritos en prosa obedecen
tanto a este sentimiento de pudor como a la necesidad de plantear una serie de
problemas vinculados al orden práctico. Cuyo cerco era inevitable, y a
reflejar, en nuestra zozobra, el desasosiego universal.
Las influencias decisivas, españolas e hispanoamericanas que habían
venido orientando a nuestros poetas, pierden, ante las nuevas circunstancias,
su antigua seducción. También es cierto que algunas de ellas, por acción del
tiempo, podían tomarse ya fuera de lugar. Pero entre nosotros, sin embargo,
seguían pesando muchos nombres. Las influencias en "Piedra y Cielo"
fueron, por ejemplo, las que, en países menos insulares, aprovecharon grupos
de poetas diez años anteriores al colombiano. La guerra civil dispersó las
voces españolas y apenas unas de ellas nos comprueban hoy la importancia
de su obra. Salvo esas excepciones, que no es preciso mencionar, la poesía
española que surgió hacia 1925 carece ahora de vigencia. Por otra parte, una
poderosa voz del sur, que en su mejor época sorprende por la dimensión de su
lírica y de su épica, se evade después, bajo predominantes circunstancias
políticas, entre una vasta masa indiferente. Así es verdad que, en este
momento, la lectura de aquellos poetas no constituye, como ocurría años
atrás, referencia obligatoria. Neruda sigue interesando por la vitalidad de su
mensaje anterior. Pero, aludidas las excepciones, no ocurre lo mismo con los
españoles, cuyo ejemplo correspondía a estímulos diferentes que se han
perdido casi del todo. Y si de influencias colombianas se tratara, es cierto que
el acento de León de Greiff, a quien los jóvenes consagran su mejor atención,
es, como de ciertos privilegios se predica, algo en extremo personal e
intransferible.
Ante un país que fue de cárceles y torturados, humillado por la muerte y
obsesionado por la venganza, resultaría de un humor trágico la solicitud, a
sus poetas, de olvidar la ruina colectiva y continuar una temática con la que
alguno pudo embriagarse en un mundo menos ensombrecido, pero que nada
dice al espíritu de un pueblo en cuya experiencia se han acumulado tantos
infortunios ciertos. Tampoco puede ser posible una actitud a través de la cual
jamás deliberadamente se desee el contacto con nuestras concretas
particularidades, con la realidad de nuestras desolaciones y esperanzas.
Nuestra poesía será hoy un idioma vivo, dirigido al habitante que somos, al
contemporáneo, o se perderá en el formulismo literario. Deberá ser, además
una poesía artística. Encontrar el camino es la salvación que invocamos.
¿Será posible así confiar en un pronto resurgimiento del interés Por el
verso, o tendremos que esperar en Colombia a que una nueva generación
descubra, en el lenguaje de una época próxima o remota, la palabra poética
perdida? En el primer caso, estaremos también abocados al problema del
mismo descubrimiento: una lengua llena de irremplazable vivacidad y
hondura. Y, en nuestras bocas, de urgente amor y reconciliación. Pero al
comprobar, aquí y allá, la condición de soledad de que padece el poeta,
extranjero y proscrito en un mundo tenazmente ajeno, condición que agravan
las circunstancias de un país que ha retrocedido a discutir el derecho a la vida
y en el que apenas es posible el afán por superar las más agobiadoras
dificultades, estamos manifestando nuestra desconfianza y nuestro temor de
que, por este tiempo y por fuerza de la necesidad o de la incomprensión, el
verso pueda constituir entre nosotros testimonio apreciable. Aunque sin duda,
a pesar del vacío a su alrededor, será siempre testimonio verosímil, será
siempre testimonio necesario.

1959
DOS POETAS COLONIALES
Hernando Domínguez Camargo

Es don Hernando Domínguez Camargo un poeta que no fue sólo el más


importante del Nuevo Mundo, en el siglo XVII, sino que alcanza como pocos
dimensión verdaderamente universal. No es el caso de entrar en
comparaciones de la obra suya con la de poetas hispanoamericanos como Sor
Juana Inés de la Cruz, la otra notable figura poética de esa centuria, ni menos
de conducir tal confrontación, limitándola en el espacio y ampliándola en los
años, al ámbito de la poesía colombiana.
Debería estar entregado Domínguez Camargo, nacido en 1606 y muerto
hacia 1659, a la composición de su dorado y numeroso poema cuando la
monja mexicana leía apenas las primeras páginas en la biblioteca de su
abuelo. Si domina en ella una aptitud que la lleva con igual firmeza de un
lado a otro de la gracia y del saber, en él todo el fuego se ha concentrado
antes en el exclusivo gozo de hallar el esplendor de la palabra. Si hay
quienes, más tarde, llegan a disfrutar en el país de un reconocimiento
temprano y casi siempre generoso que contribuye a desviarlos hacia
actividades más pomposas, en la burocracia o en la política, nuestro poeta
virreinal no descansará jamás de escribir a solas. Don Hernando Domínguez
Camargo, cura sin biografía y olvidado parte de su vida en villorrios
indígenas, va a encontrar la sola justificación de su existencia en lograr la
mayor visualidad y movimiento de las metáforas preservando en ellas el
fasto, tensión, vehemencia y justeza del lenguaje. Él fue el primer convencido
de que, sin duda ganaría la posteridad cuanto iba reuniendo en vocablos su
imaginación. Iniciando el poema, consciente de tan laborioso empeño, lo
dice:

y porque a siglo y siglo esté constante, en cada letra gastaré un


diamante.
Ninguno de los admiradores de Domínguez Camargo intenta desconocer
que la lectura del San Ignacio de Loyola la interrumpen hoy, con frecuencia,
diversas dificultades. No se trata solamente de la utilización que en él se hace
de procedimientos como el hipérbaton y la perífrasis, generalizados en los
poemas barrocos. El primero, a trasponer el orden más común de la oración,
permite sobre todo realzar aquellos matices de sonido en cuyo poder de
sugerencia confía especialmente el poeta. Los circunloquios de la segunda, al
no llamar las cosas por su nombre sino acudir a un proceso conceptual son de
ordinario exigencias movidas por el simple ingenio o la erudición tediosa.
Uno y otra coinciden en el poema.
A los anteriores tropiezos deben agregarse arduas características
sintácticas. La distancia, por ejemplo, que a menudo separa, dentro una
estrofa, al sujeto del verbo o al sustantivo del adjetivo. Y la forma elíptica,
que rechaza la inclusión de todo término que no sea absolutamente
indispensable: es lástima, a este respecto, que la poesía de lengua española,
hispanoamericana y peninsular, no haya aprovechado escasos modelos, como
el de Domínguez Camargo, que ayudarían a rehuir expresiones superfluas y
vacuas, más propicias a otros géneros, usufructuarios de la emoción
colectiva. El poeta bogotano debió meditar largamente cada una de sus
palabras. En la Invectiva apologética dijo algo que trasluce la manera como
irían insinuándose sus renglones hasta llegar al total esclarecimiento: "No es
lo mismo borrar que hacer borrones: los versos bien borrados salen sin borrón
y los versos sin borrador son todos borrones". No es una paradoja: el lenguaje
de Domínguez Camargo, a causa de su propia riqueza, constituye precioso
alarde de economía, eficacia, ascetismo.
Mas no existen únicamente obstáculos surgidos a través de la
disposición externa del poema. Aun para sus contemporáneos, la poesía de
don Hernando Domínguez Camargo ha tenido que aparecer como erizada de
escollos por cuanto en ella se manifestaban series de imágenes culturales, no
accesibles sino a una minoría, pertenecientes al mundo de lo renacentista y lo
barroco y con las cuales el poeta, apasionado de esa tradición, se
compenetraba íntimamente. Es claro que tamañas complejidades son mucho
mayores para quienes avanzan hoy por su lectura, ya que esas imágenes han
dejado en gran parte de actuar, sustituidas por otras que, cercanas, nos
despiertan inclinación más viva. El universo mental en que el poema se agita
ha envejecido. Otra cosa es que su autor no quiera parecemos un poeta actual.
Sin poderle señalar límites, él es, como lo predice Mendoza Várela*, uno de
aquellos que siempre estarán en el futuro.
Se afirma que seguramente no se presenta el caso de un poeta como
Domínguez Camargo en quien tanto se advierta la influencia de don Luis de
Góngora. Hay quienes creen que ni siquiera el Primero sueño de Sor Juana,
en el cual la intención de imitar la poesía gongorina fue confesada por su
propia autora, llega a tal aprovechamiento de técnicas y ambientes como lo
consiguió el San Ignacio de Loyola. Otros poetas coloniales no revelan en
igual grado, es cierto, este ascendiente. Así, Bernardo de Balbuena, de
espléndida nota ornamental, o Pedro de Oña, de quien en 1639 se publicó la
primera parte del Ignacio de Cantabria, poema que antecede en el motivo al
de Domínguez Camargo. Pudo acaso nuestro poeta, con posterioridad a ellos
conocer y beneficiarse mejor del verso de Góngora.
Domínguez Camargo es ante todo poeta visual. Góngora, en
comparación con sus precursores Garcilaso o Herrera, había destacado la
fuerza del color, la magia de la luminosidad. El maestro cordobés, dice José
Lezama Lima, "ha creado en la poesía lo que pudiéramos llamar el tiempo de
los objetos o de los seres en la luz". De allí también, flamígero, el dinamismo
de la poesía de Domínguez Camargo. Tal vez fue Socorro Rodríguez quien
primero registró en él esa velocidad interior, arrolladora y cálida, al hablar de
"unos versos...tan llenos de fuego". El hechizo del lenguaje es allí inseparable
de la manera como se escapan a borbotones los sueños y como la pasión
acosada estalla delirante mientras chisporrotea, eléctrica, la claridad del
horizonte. Indistintamente, cuando domina el universo nocturno fulguran en
la sombra los carbunclos, rubíes encendidos. Al sol o bajo la luna:
reverberación de la palabra, paraísos de la naturaleza, sensualidad del
corazón:

Ni el oro fuera oro en su cabello,


ni el nácar fuera nácar en su frente,
ni en cada hoja de su labio bello
sueldo el rubí tirara de luciente;
la nieve le tiznara el blanco cuello,
la perla le manchara el neto diente,
su mejilla la rosa oscureciera
y a su carne la pluma endureciera,

No sólo por lo que hay en ella de obstinación resplandeciente se vincula


la poesía de don Hernando Domínguez Camargo a la de Góngora. Su
vocabulario, sus imágenes y sus mitos declaran igual procedencia. Sin
embargo, es indispensable reiterar algunas aclaraciones que se insinúan con
plena evidencia. Ya a Gerardo Diego le movía la fidelidad del neogranadino a
las Soledades, aunque poniendo de manifiesto la "sensibilidad e imaginación
propias". Lo cual concuerda con la tesis, sostenida por algunos, de que la
sensibilidad poética de Domínguez Camargo lo individualiza a tal punto que
comunica a su obra un sello esencialmente propio. De donde Emilio Carrilla
afirma que "la sombra de don Luis no ahoga la voz creadora y personal". Y
Joaquín Antonio Peñalosa define el carácter original de la poesía de
Domínguez Camargo, sin desconocer sus relaciones con la de Góngora, como
un fenómeno de "transvasión de almas", o "filiación de genios".
Esta asimilación de lo gongorino por el autor de San Ignacio de Loyola
continuará siendo motivo de estudios. Hace algún tiempo, Eleanor Webster
Bulatkin publicó en la revista Thesaurus un ensayo que constituye una de las
más nítidas contribuciones a este tema. Al analizar esos sucesivos collares de
metáforas que ofrece el poema, ese despliegue de una metáfora en numerosas
imágenes o, a la inversa, la acumulación de varias en una sola, indica que
Domínguez Camargo, deseando el mejor juicio y placer de sus lectores en la
poesía de Góngora, manejaba el habla de éste por condensación de sus
visiones poéticas o por combinación de las diversas fracciones de las mismas.
A tal texto pertenece el siguiente aparte: "No se puede interpretar esto
como imitación o plagio. Ni debería llamarse a Góngora su maestro, sino más
bien su competidor. Domínguez, el poeta para poetas, esperaba hallar a un
poeta-lector para que reconociera las imágenes españolas, precisamente
porque una parte del gozo estético que les estaba brindando a los poetas de su
público debía consistir en el virtuosismo y comprensión de sus variaciones
sobre temas de Góngora. Es como si Domínguez estuviese jugando una
especie de partida de billar con el lenguaje, en el que dejara a su rival
hispánico lanzar primero los tiros". Es decir, Góngora creó un lenguaje;
Domínguez Camargo, dentro de la lealtad a sus términos, multiplicó
misterios, analogías, adivinaciones.
Como otros poetas que intentaron eternizar la gloria de sucesos o
personalidades en epopeyas que, sin embargo, logran mejor descubrirnos la
intimidad de sus creadores, don Hernando Domínguez Camargo, no obstante
estar cantándonos las hazañas de Ignacio de Loyola, escribió poesía
esencialmente lírica. Obedeciendo a tal tentativa su poema peca, como la
mayoría de los de ese género varias veces fallido, en la desmesura de 1.116
octavas. Ello quiere decir que, para su merecedora divulgación, resulta útil
presentarlo en selecciones delos fragmentos más valiosos. Son los elegidos de
nuestro interés, en la por momentos dispendiosa narración acerca del héroe,
maravillosos versos aislados que van surgiendo en toda su esbeltez con
independencia solitaria. O es una estrofa entera la que aprisiona una imagen
memorable. Debemos detenernos en ésta y en aquellos: incitación a alcanzar,
un día, el resto de la lectura.

* De la poesía de Domínguez Camargo existen varias ediciones. El Instituto Caro y Cuervo


publicó en 1960 el excelente volumen de las Obras bajo el cuidado de Rafael Torres
Quintero y con la colaboración de investigadores colombianos y mexicanos. El San Ignacio
de Loyola, poema heroico (Madrid, 1666), se reimprimió en 1956 con prólogo de Fernando
Arbeláez. Además, Emilio Carilla es autor, en 1948, de una selección de sus poemas. Y de
1969 es la Antología poética, hecha por Eduardo Mendoza Várela.
Sor Juana:
Amor, saber y poesía

Se ha repetido varias veces el caso de quien, sin dejar de reconocer la


maestría formal del verso, discute haber sido temperamento poético,
esencialmente, el de Sor Juana Inés de la Cruz. Ello no debió ocurrir en vida,
cuando se la alababa justamente por las gracias de su ingenio, facilidad y
destreza, no siendo imprudente recordar que la idea de la poesía en esa época
coincidió lastimosamente, sin sospechar engaño, con el simple truco
formalista. Muerta en 1695, vino después un enjuiciamiento que la desestimó
por completo. Durante los siglos dieciocho y diecinueve su memoria fue
conservada en discreta penumbra, no siendo ajeno tan vengativo ocaso al
menosprecio que por entonces se tuvo del arte barroco. Iban a ser los poetas
modernistas quienes resucitaran el interés por sus poemas. Luego otros
escritores han llamado la atención sobre diversos aspectos de la personalidad
fascinante de Juana de Asbaje, insistiendo la mayoría en su significación ante
todo poética.
No sería indicado, sin embargo, desconocer que en la poesía de Sor
Juana se dan cita con frecuencia el amaneramiento, el prosaísmo y la argucia
discursiva. Su culteranismo es a veces no sólo "un frenesí de la mente
académica", sino franca declinación del vuelo poético. Mas lo que de veras
conviene resaltar es que las mejores muestras representativas de esa poesía
estuvieron oportunamente libres de tales extravíos. Sor Juana no intentó
escapar a las influencias dominantes en su tiempo y éstas no siempre
mostraron rebeldía al espíritu cortesano, a la habilidad silogística, a una
retórica de erudición y tecnicismo. En un escrito sobre la monja, Pedro
Salinas destacó aquellas imperfecciones para concluir en la afirmación de la
irreductible alma filosófica de Sor Juana: alma inclinada al saber pero
constreñida por las circunstancias a expresarse en verso, más devota de la
inteligencia y de la verdad que de la imaginación poética. Parecería que
Salinas, dueño de un criterio no sólo comprensivo sino alerta como pocos,
olvidó, al formular sus juicios, los poemas memorables de Sor Juana. Aquel
ensayo suyo se intitula "En busca de Juana de Asbaje". Xavier Villaurrutia
comentó: "Después de leerlo nos damos cuenta de que Salinas se lanzó a
buscarla con el propósito de no encontrarla".
Lo dicho por Salinas, admirador del barroco, tiene antecedentes, acaso a
pesar suyo, en enemigos del barroco. Alfonso Méndez Planearte, en las
páginas preliminares de su excelente edición de la Lírica persona de Sor
Juana, recuerda que el padre Feijóo le concede un primar lugar entre "las
mujeres sabias y agudas", pero con la aclaración de que "talento poético... fue
lo menos que tuvo". Mucho después Justo Sierra no se limita a recoger
algunas frases desdeñosas de paladines mexicanos de la Reforma como
Altamirano y el Nigromante: la halla sin "nada de genial, sino sólo algo de
ingenioso y de sentimental”. Menéndez y Pelayo, quien rabió contra todo lo
gongorino, admite sin entusiasmo "algunas" de sus poesías, sirviéndole su
ejemplo de cómo “el ambiente puede pervertir las naturalezas más
privilegiadas”. La ya censurada estrechez de mucha crítica pudo así
confinarla, a lo largo de dos siglos, a uno de los últimos lugares entre los
poetas de nuestro idioma. Sólo después de la revaloración que sobre lo
barroco ha traído esta época, es improbable que lleguen a repetirse los
argumentos de neoclásicos y románticos contra la poesía de Sor Juana. Ella y
el bogotano Hernando Domínguez Camargo se mencionan hoy como los dos
poetas de mayor importancia en la América virreinal.
La intención de Salinas seguramente quiso ser otra y a través de sus
observaciones, no obstante el reparo básico que expresan, se advierte la
admiración que guardaba para la figura intelectual de Sor Juana. Si aquí se
hace mención de ese estudio, que él debió concebir con la lealtad y claridad
que aplicaba en todo lo suyo, es para señalar que no todas las objeciones
contra la poesía de Sor Juana obedecen a una actitud antigongorina. Lo que
se ha puesto en duda, también por contemporáneos, es nada menos que la
existencia en ella del don poético.
El mismo Salinas apunta que, en veintiséis años de vida en el convento y
en circunstancias propicias para haber llegado a la abundancia, Sor Juana
"escribió poco, no fue una poetisa en cantidad". Su ensayo es once años
anterior al tomo de Lírica personal, que se publicó en 1951: ello quizá
explica esta afirmación. Porque, considerado el volumen, en lo que primero
se está de acuerdo es en un antiguo reparo a la obra de Sor Juana, que
Alfonso Reyes, trayendo los términos de uno de los comentaristas de la
monja, expresó así: "Cuánta razón hubiera tenido la pretendida «Sor Filotea
de la Cruz» [se refiere a la carta pública que escribió con este seudónimo,
censurándola, el obispo de Puebla, Manuel Fernández de Santa Cruz], si en
vez de querer vedar a Sor Juana el ejercicio de las letras humanas,
simplemente le hubiera aconsejado —como muy bien dice don Ezequiel A.
Chávez— resistirse «a las instancias de tantos que abusaban de su bondad,
pidiéndole versos a todo propósito», que es por donde padece un tanto su
poesía".
Sí, es evidente que Sor Juana no fue, al contrario de lo supuesto por
Salinas, poetisa parva. Su pecado jamás sería el de la escasez ni el de haber
esquivado su naturaleza poética. ¿Es la falta de cantidad, por otra parte, culpa
que pueda imputarse a un poeta? La experiencia enseña que es preferible
juzgar lo contrario, ya que raras veces la profusión coincide con la calidad. El
yerro de Sor Juana tampoco debería señalarse en haber derrochado su verso.
Estaba, por instinto, fatalmente predestinada a la improvisación y a la
facilidad. Cedía al juego de buscar obstáculos para vencerlos a través de
alardes retóricos .Además se contagiaba, no obstante haber buscado refugio
en la vida religiosa, del deslumbramiento por el mundo cortesano de los
virreyes de la Nueva España. Quería también demostrar la variedad de su
talento siguiendo simultáneamente las distintas corrientes de los grandes
poetas de los Siglos de Oro. Aunque sólo se la haya catalogado por algunos
en lo barroco, iba asimismo a lo renacentista, al culteranismo de Góngora y
Calderón o al conceptismo de Quevedo, sin olvidar el tradicionalismo de
Lope. Era casi siempre culta sin desdeñar lo popular. En suma, fueron
múltiples los intereses de su inteligencia, de su sensibilidad, de su corazón.
Por eso se nos aparece sorprendente y a veces mediocre. ¿Esta diversidad
suya, entonces, es reprobable en un poeta? De ninguna manera, a pesar de
que, por propia certeza, se piensen más estimables otras virtudes nacidas de
la contención y de la sobriedad.
Resulta, entonces, evidente la conclusión de que un poeta, prodigo o
escaso, no debe ser juzgado sino por aquellos poemas que son
verdaderamente definidores de su personalidad poética, sin que importe el
número de ellos (y acaso, si no se tuviese la concepción de que el poema
debe ser tomado como un ser, en su conjunto, ni si quiera sería necesario que
habláramos de poemas, sino de versos aislados). Pocos poetas podrán ser
leídos en obras completas: la mayoría lo será en algunos poemas o a lo sumo
en libros. El interés por una creación poética lo suscita su intensidad. Ésta no
se mide en volúmenes. Lo anterior, que parece demasiado claro, se olvida con
frecuencia: reprochamos a unos por escribir tanto, acusamos a otros de casi
no haber escrito jamás. En realidad, deberíamos conformarnos con la medida
en que el poeta de veras lo es, sin reparar en la amplitud o cortedad con que
se haya expresado. ¿Por qué reprueban éstos a Sor Juana haberse excedido
componiendo versos? ¿Por qué aquellos se lamentan de que apenas dejase los
que le conocemos? Todo lo cual carece de validez, cuando lo único
considerable es que escribió el Primero sueño, unos sonetos de amor y otras
sombrías fulguraciones por las que siempre se la recordará.
Es imprescindible, desde luego, la referencia a sus sonetos amorosos,
cuya composición no se precisa bien si ocurrió en la primera juventud o si, en
"función de recuerdo", largos años después "cuando ya su sentimiento
erótico, amenguándose en el tiempo, permitía el triunfo de su razón". Enrique
Díez-Canedo vio en ellos "más que la violencia de un querer contrariado, la
tristeza de una pasada desilusión, vuelta en lágrimas".
Sabemos poco o nada de los amores de Juana de Asbaje lo que no
impide que entendamos algo de cómo vivió ella el amor. ¿Era la realidad de
un ser la que suscitaba su sentimiento? Más parece haberlo sido la
incorporeidad de ese ser. El querer suyo, que implica la separación del cuerpo
amado, es permanente ausencia. La melancólica extensión por la que vaga su
ansiedad es la de los fantasmas del amor. Ha debido —"ojos bien separados
color castaño, amplia frente, fácil sonrisa, nariz recta, mentón decidido, dedos
delicados"— encender soterradas pasiones. Es presumible que, frente a ellas,
en vez de alentarlas las frustró. Más que la muerte, la distancia o el freno
moral del estado religioso, sería su propia manera de concebir el amor
aquello que la alejaba de realizarlo. No hay rostro, si el ardor lo tocó, que no
se escape entre los versos suyos dejándonos penosamente, como de seguro
ocurrió en vida, una desolada imagen inasible. Ella misma desearía la fuga de
los seres que pasaron por su corazón. Por eso, “si te labra prisión mi
fantasía”, no importa que alguien concreto huya y sea eterno ausente. Su
amor es el de los amantes imposibles:

Detente, sombra de mi bien esquivo, imagen del hechizo que más


quiero, bella ilusión por quien alegre muero, dulce ficción por
quien penosa vivo.
Si al imán de tus gracias, atractivo, sirve mi pecho de obediente
acero, ¿para qué me enamoras lisonjero
si has de burlarme luego fugitivo?
Mas blasonar no puedes, satisfecho,
de que triunfa de mí tu tiranía:
que aunque dejas burlado el lazo estrecho que tu forma fantástica
ceñía
poco importa burlar brazos y pecho si te labra prisión mi fantasía.

Uno de los estudios que mejor han venido a tratar el tema del amor en
Sor Juana es el que recientemente le consagró Ramón Xirau. Para este
inteligente conocedor de su poesía, la expresión amorosa de Sor Juana le
recuerda la idea que nació entre los cátaros y pasó luego a los trovadores de
Provenza y Occitania. En Dante y en ellos, dicen Xirau, "el amor lo es de
verdad si es amor recíproco desgraciado. Sólo existe el amor cuando no se
realiza para mejor llegar a ser en un constante posponer las relaciones
amorosas. La espada que Tristán coloca entre los dos cuerpos desnudos es
uno de los símbolos más explícitos de este amor que se irrealiza para
realizarse".
"Amores que ella escribe sin amores", dijo el padre Calleja, su biógrafo,
para apoyar aquella afirmación de Sor Juana de que todo, verso y prosa,
excepto el Primero sueño, lo escribió "por encargo". Esos amores no son
ilusorios: alguien los vivió profundamente. Es no sólo más sugestivo, por
misterioso, sino también más verosímil, pensar que fueron propios y no
ajenos, porque en todo caso su vivencia, real o soñada, ocurrió sobre todo en
la poesía. Ello la impulsa en sus poemas a discurrir largamente sobre la
pasión amorosa. El amor, como en otros torturados espíritus, era en ella una
forma despiadada de la meditación.
Se presenta así la poesía de Sor Juana, en varias de sus muestras felices,
con un expresivo y espontáneo gesto en el que el hechizo poético deriva
preferentemente de la inteligencia. No quiero con esto insinuar que esos
poemas nos parezcan hoy, por cerebrales, carentes de emoción, sino que en
ellos la emoción, honda y conmovida a veces hasta el sentimiento, es en
primer término de orden mental. Decir que su poesía es inteligente no implica
frialdad sino eficacia de la pasión. Admitamos que en muchas ocasiones sus
versos merecen ser tomados apenas como goces formales y que en otras son
dóciles a la adulación cortesana, los motivan circunstancias enteramente
triviales o descienden al simple juego de conceptos y palabras. Por la
ocurrencia de esas debilidades no puede llegar a negarse el genio poético de
Sor Juana. Su acento valioso y sustancial nos lo entregan, hemos dicho, los
poemas de amor y el Primero sueño.
Primero sueño, que así intituló y compuso la Madre Juana Inés de la
Cruz, imitando a Góngora, es el nombre que los primeros editores dieron al
poema en que la poetisa penetró por el mundo del sueño y del conocimiento.
Es indudable que Góngora está presente en él: cultismos, imágenes,
procedimientos metafóricos y recursos estilísticos proceden de varios
modelos del poeta cordobés. Aunque la palabra "imitación" la hubiere
utilizado ella misma para referirla a ese texto y estudios críticos hayan
establecido con detalle tal influjo, no deja tampoco de ser evidente, como se
ha advertido, una divergencia esencial entre la observación interior del alma
en el poema de Sor Juana y el incesante apoderamiento de las formas
exteriores que caracteriza a la poesía gongorina. Sor Juana imitó allí el
lenguaje, más al mismo tiempo que imitaba estableció, por el contraste de
actitud, la originalidad de su expresión. Como lo dijo Alfonso Reyes, "supo
vaciar en el molde ajeno su propia sangre, su índole inclinada a la
introspección y a las realidades más recónditas del ser". No existe en el
poema de Sor Juana esa "exaltación de la realidad", de la realidad material,
de la realidad de los sentidos que, según la afortunada calificación de Salinas,
es en definitiva la obra de Góngora. Sor Juana moderó aquel ejemplo
mediante la necesidad, que seguramente la dominaba y la iluminaba, de
revelar el universo nocturno, el sueño, la noche oscura, la inmersión en el
espíritu del hombre.
En este poema de Sor Juana, el alma, en la travesía lúcida de un sueño,
intenta desentrañar de una vez al Cosmos por medio de la intuición pero,
fracasada, acude al conocimiento metódico y deductivo del cual también
duda, hasta cuando el cuerpo despierta y nace un nuevo día. El padre Calleja
sintetiza el asunto: "Siendo de noche, me dormí; soñé que de una vez quería
comprender todas las cosas de que el Universo se compone; no pude, ni aun
divisar por categorías, ni aun solo un individuo. Desengañada, amaneció y
desperté". Escepticismo, pues, no únicamente ante el amor sino también con
respecto a la posibilidad de conocer. De seguro quiso mostrar Sor Juana que
la razón es impotente para explicar al ser y al mundo. Ansiaba el
conocimiento, desconfiando de él. No es creíble que haya pensado en la sola
fe como medio para llegar a la verdad: su vida se resume en una compleja
aspiración por el saber. No olvidemos que, defendiendo los poderes de la
inteligencia, dijo ella que el Ángel es más que el hombre sólo porque
entiende más.
"Se trata del mejor poema filosófico en lengua española", escribe Ramón
Xirau en el ensayo a que antes se ha hecho referencia. El paisaje de Góngora
es la naturaleza resplandeciente, la luz, la seducción de las apariencias. El de
Sor Juana, falto de aquella reverberación, es, tal como Xirau lo observa,
paisaje puramente intelectual: “Un poema hecho del material del tiempo que
se desliza de la noche al día y, más concretamente, por lo que toca a los seres
vivos, del dormir al despertar”.
Se ha hecho notar que, gracias principalmente a ese poema, la poesía de
Sor Juana se relaciona, por delirante y soñadora, con la de nuestra época.
Entre algunas confesiones declaró Sor Juana que ni aún en el sueño se libraba
"de este continuo movimiento de mi imaginativa". El sueño le era, como la
poesía, estado de conocimiento. Poetas posteriores, afirmándose en esta
creencia, han aventurado que el enajenamiento poético, la inconsciencia, los
éxtasis y la sustancia de los sueños son los medios capaces de entregar, o por
lo menos de insinuarnos, una revelación distinta sobre lo real. La criatura
humana intenta trascender las cosas que nos limitan y rodean: la existencia
verdadera está más allá de sus mezquinas contingencias. Nuestra vida secreta
no cesa de comunicarse con otra infinita realidad, " más vasta, anterior y
superior a la vida individual". Así lo vislumbraron, iluminados, aquellos que
estuvieron más cerca del origen de la poesía moderna. El alma poética de Sor
Juana no fue extraña a tales profecías o adivinaciones. Ello no dejará de ser
motivo para el reconocimiento a su obra.

1968
DOS ENSAYOS EJEMPLARES
Vanguardismo: Sus antecedentes modernistas

En ocasión anterior he pretendido hacer referencia al tránsito del modernismo


al vanguardismo en la poesía hispanoamericana. Este propósito se ha
realizado sin aludir a obras o libros, en particular, de esas dos épocas. He
supuesto que nuestros comentadores muestran de modo ligero el curso
poético que va de la aventura modernista a la aventura vanguardista, sin
revelar los nexos evidentes que existen entre una y otra.
Textualmente he dicho: "Los manuales literarios ofrecen una fácil
versión según la cual nuestra poesía, momentáneamente y en virtud de genial
ruptura, pasó del modernismo de finales de siglo pasado y principios del
presente al vanguardismo de Huidobro, De Greiff, Vallejo, Neruda, Borges y
algunos otros poetas. Fenómeno que, según sospechan, se cumplió sin
mayores travesías ni antecedentes. Conjeturan así que, como la nota
sobresaliente de las vanguardias fue el uso y abuso de metáforas, imitando a
poetas europeos los nuestros se lanzaron entontes, sin mediar previas
motivaciones, a convertir sus poemas en cascadas de imágenes. Tal
suposición desconoce la historia literaria y podemos considerarla falsa. La
evolución que lleva al predominio de la imagen poética, hacia los años
veinte, es un lento transcurso en el cual no pueden ser olvidados ciertos
antecesores notables, de la propia América hispánica, ni el poderoso influjo
de su imaginación".
El más antiguo de esos precedentes podemos acaso encontrarlo, en la
primera generación modernista, en una porción de la obra de José Asunción
Silva que, según se dijo, el propio poeta no consideraba digna de figurar al
lado de su poesía lírica. Son sus Gotas amargas. En parte, fueron
reconstruidas póstumamente, ya que no quedó manuscrito del poeta para
ellas. Don Baldomero Sanín Cano, cercano confidente suyo, resumió su
intención así: "De estas poesías quiso José Asunción Silva hacer un cuerpo
aparte. No consintió que vieran la luz pública. Rehusó siempre el proyecto de
sacarlas en libro, como se lo pidieron muchos amigos durante su vida. Las
miraba con cierto desdén altivo. Correspondieron a una época acerba de su
vida, en que el mundo le enseñaba el vacío de los corazones".
Como en el resto de su obra, no es el derroche de metáforas nota
sobresaliente de Gotas amargas. Pero otros caracteres suyos, sin embargo, las
acercan a maneras como subsiguientes poetas han entendido la función de la
poesía. No sólo en tiempo de las vanguardias sino con posterioridad a éstas.
Y aún hasta los años que vivimos. En el arranque de estos poemas de Silva es
manifiesta su disconformidad con la concepción que de la vida mostraban sus
contemporáneos, en su propio país y en el extranjero. Comenzaba a
desarrollarse en las jóvenes ciudades hispanoamericanas un modo de vivir
que imponía naciente burguesía enriquecida. El predominio de los intereses
privados y del utilitarismo era absoluto. Con total desconocimiento y
abandono de la vida y de los fines del espíritu, sólo preocupaba a la gente su
ascenso en las categorías sociales y la satisfacción de su atan dinero. Aunque,
como se ha puesto de presente, no tuviésemos una alta clase suficientemente
poderosa, las normas de vida burguesa se impusieron en nuestra América.
Los antiguos ideales desaparecerían totalmente ante el imperio de la
voracidad y del sensualismo. Un ensayo de Rafael Gutiérrez Girardot,
Modernismo, supuestos históricos y culturales, ha dado lúcida interpretación
de este fenómeno, relacionado la literatura de lengua española de finales del
siglo diecinueve con las letras europeas del mismo período.
C.M. Bowra, distinguido crítico inglés a quien la poesía contemporánea
debe mucho de su mejor conocimiento, ha supuesto que José Asunción Silva
"en el breve transcurso de su vida, y a pesar que le separaban de Europa miles
de millas, desarrolló inicialmente un avanzado tipo de poesía simbolista" y
"más tarde operó en él un cambio radical, orientándose hacia una manera
poética agudamente moderna". Esta última manera, según Bowra, es la de
Gotas amargas. No existiendo hasta el presente una exacta cronología de los
poemas del autor del Nocturno, nos es difícil saber con certeza si la escritura
de Gotas amargas fue coetánea o posterior a la de sus poemas líricos de
inspiración simbolista. Por lo que acerca de ellas informa Sanín Cano,
permanece la duda de que surgiesen antes o en los años finales de la
existencia de Silva. Ya que ésta, a partir de su sonada crisis comercial y hasta
el término de sus días, tuvo no una sino varias etapas de infortunios en que,
según la expresión de su amigo, "el mundo le enseñaba el vacío de los
corazones".
Pero nos parece que no importa demasiado conocer si las Gotas
amargas vinieron después de los poemas líricos o si fueron naciendo
simultáneamente con éstos. Acaso lo único que deba interesarnos es el haber
sido ellas porción significativa, e indudablemente importante, en el trabajo
poético de Silva.
Nos atañe también destacar cómo estas composiciones de José Asunción
Silva preceden a un modo de poesía ulterior, que caracteriza a ciertas formas
de la vanguardia poética en lengua española, de cuales aún siguen vigentes
algunas en obras contemporáneas. Hay en esas estrofas crítica social, sátira
contra costumbres y modas, ridiculización de las cursilerías y esnobismos que
comenzaban a implantarse entre las clases adineradas, reprobación por su
desprecio de los valores espirituales. Para llevar al verso esa actitud Silva
abandonó los modelos poéticos tradicionales y recurrió a una dicción desnuda
y directa que anticiparía en gran parte el prosaísmo de poemas del siglo XX.
Alabando en nuestro poeta este cambio de posición estética, que le permitió
advertir y censurar aspectos deprimentes y abyectos de la sociedad de su
tiempo, Bowra escribe: "La poesía de Silva es interesante por dos razones. En
primer lugar, porque muestra cómo un poeta, de notable sensibilidad como la
suya, se volvía contra la visión simbolista. Sencillamente, en la práctica la
hallaba falsa e incongruente con la vida real. Su sentido de la verdad lo
impulsó a abandonarla y a expresar lo que la realidad significaba para él. Y
como tenía que decir la verdad, se embarcó en un tipo de poesía totalmente
nuevo que no se estremece ante nada y se complace en lo desagradable. Tiene
humor e ironía, mas no ofrece consuelo ni resuelve disonancias. En segundo
término, Silva justifica este cambio. Ve que lo que ahora escribe no es lo que
la gente espera o le gusta, pero está convencido de que su época lo necesita".
Entre las Gotas amargas hay una, "Avant-propos", que en las distintas
ediciones aparece encabezando esa serie suya. Es un alfilerazo contra la
sensiblería literaria que se propagó extensamente por el idioma y allí mismo
aparece denominada como semi-romántica: algo que simula ser pero no
representa al verdadero romanticismo. Silva conocía bien la esencia del alma
romántica y su notable proyección en la poesía moderna europea. Ello debió
moverle para el empleo tal nominación. "Avant-propos" censura a mucha
literatura, no sólo de su época. Y es un llamado a la sobriedad y precisión del
lenguaje. Algunas orientaciones de la vanguardia, atentas a críticas como ésta
tendieron a lograr para sí dichas virtudes:

Prescriben los facultativos


cuando el estómago se estraga,
al paciente, pobre dispéptico,
dieta sin grasas.
Le prohíben las cosas dulces,
le aconsejan la carne asada
y le hacen tomar como tónico
gotas amargas.
Pobre estómago literario
que lo trivial fatiga y cansa,
no sigas leyendo poemas
llenos de lágrimas.
Deja las comidas que llenan,
historias, leyendas y dramas y
todas las sensiblerías
semi-románticas.
Y para completar el régimen
que fortifica y que levanta,
ensaya una dosis de estas
gotas amargas.

Aparte de Gotas amargas escribió Silva “Sinfonía color de fresa con


leche”, poema humorístico en el que hizo burla del preciosismo y artificio de
los versos de Rubén Darío en Prosas profanas, de 1896, el libro más exterior
de los suyos. Ese reparo de Silva a tal amaneramiento se adelantó así mismo
al desdén que las vanguardias mostrarían, además, por todo tipo de poesía
hierática o declamatoria. Mas el hecho de haber censurado esos preciosismos
y artificios dio ocasión para que algunos comentaristas, del pasado y aun
posteriores, hayan por error Sumido que José Asunción Silva no fue
modernista. Aducen que no lo fue, por su austeridad verbal y por haberse
opuesto a las afectaciones de que abusaron los discípulos de Darío. Olvidan
esos críticos que el modernismo jamás representó a una escuela sino a un
conjunto heterogéneo de corrientes innovadoras. Entre ellas, la naturalidad en
el simbolismo del colombiano contrastó con el exotismo parnasiano del
nicaragüense No obstante uno y otro, aunque de distinta manera, coincidieron
en la tarea revolucionaria del modernismo. Viniendo a estar más próxima la
manera de Silva a la sensibilidad poética del siglo XX.
Pero sería injusto ignorar que gran parte de la obra de Rubén Darío fue
también ejemplo maravilloso que aprovecharon las vanguardias en el empeño
de actualizar, en su momento, la poesía hispánica. Los vanguardistas, sin
embargo, incurrieron en una falacia: pretendieron ocultar ese ejemplo, como
el de otros poetas modernistas, con el ánimo de sugerir que sus novedades, ni
más ni menos, eran del todo de sus exclusivas originalidad e invención. No
podrían hacérnoslo creer. Porque es cierto, por ejemplo, que en muchos
poemas de Darío, particularmente aquellos en que no aparecen sombra ni luz
de su primer preciosismo, se muestran elementos tales como el humor, la
ironía, el prosaísmo y el lenguaje coloquial. Elementos que parecen
determinar a gran parte de la poesía vanguardista. Y que ésta, sin confesarlo,
tomó de algunos poetas del modernismo. De entre esos poemas de Darío,
plenos de antelación, recordemos apenas el comienzo de su célebre
"Epístola" a la señora de Leopoldo Lugones. Está fechada en 1906:

Madame Lugones, j'ai commencé ces vers


en écoutant la voix dún carillón d'Anvers...
Así empecé, en francés, pensando en Rodenbach
cuando hice hacia el Brasil una fuga... de Bach!
En Río de faneiro iba yo a proseguir,
poniendo en cada verso el oro y el zafir
y la esmeralda de esos pájaros-moscas
que melifican entre las áureas siestas foscas
que temen los que temen el cruel vómito negro.
Ya no existe allá fiebre amarilla. ¡Me alegro!
Et pour cause. Yo pan-americanicé
con un vago temor y con muy poca fe
en la tierra de los diamantes y la dicha
tropical. Me encantó ver la vera machicha,
mas encontré también un gran núcleo cordial
de almas llenas de amor, de ensueños, de ideal. Y
si había un calor atroz, también había
todas las consecuencias y ventajas del día,
en panorama igual al de los cuadros y hasta igual
al que pudiera imaginarse... Basta.
Mi ditirambo brasileño es ditirambo
que aprobaría tu marido. Arcades ambo.

Y ya que aparece mencionado el nombre de Leopoldo Lugones,


recordemos también la fascinación que mostró este argentino por la metáfora
poética, idolatría que fue también de los poetas vanguardistas. Uno de sus
libros mejor celebrados se llamó Lunario sentimental, de 1909. Fue
alucinante en él su mezcla de ironía junto con el amor a la imagen insólita,
sorprendente, temeraria. Y, además, su uso del habla de la conversación.
Empieza diciendo su "Himno a la luna":

Luna, quiero cantarte,


oh ilustre anciana de las mitologías,
con todas las fuerzas del arte.
Deidad que en los antiguos día
imprimiste en nuestro polvo tu sandalia,
no alabaré el litúrgico furor de tus orgías
ni tu erótica didascalia,
para que alumbres sin mayores ironías,
al polígloto elogio de las Guías,
noches sentimentales de misses en Italia.

Aumenta el almizcle de los gatos de algalia;


exaspera con letárgico veneno
a las rosas ebrias de etileno
como cortesanas modernas;
y que a tu influjo activo,
la sangre de las vírgenes tiernas

corra en misterio significativo.


Yo te hablaré con maneras corteses
aunque sé que sólo eres un esqueleto,
y guardaré tu secreto
propicio a las cabelleras y a las mieses.
Te amo porque eres generosa y buena. ¡Cuánto,
cuánto albayalde
llevas gastado en balde
para adornar a tu hermana morena!
El mismo Polo recibe tu consuelo;
y la Osa estelar desde su cielo,
cuando huye entre glaciales moles
la luz que tu veste orla,
gime de verse encadenada por la
gravitación de sus siete soles.
Sobre el inquebrantable banco
que en pliegues rígidos se deprime y se esponja,
pasas como púdica monja
que cuida un hospital todo de blanco.
Eres bella y caritativa:
el lunático que por ti alimenta
una pasión nada lasciva,
entre sus quiméricas novias te cuenta,
oh astronómica siempreviva!
Y al asomar tu frente
tras de las chimeneas, poco a poco,
haces reír a mi primo loco
interminablemente.
En las piscinas,
los sauces, con poéticos desmayos,
echa sus anzuelos de seda negra a tus rayos
convertidos en relumbrantes sardinas.

Cuando, años más tarde, estalla con gran estrépito en Buenos Aires el
ultraísmo argentino, blanco preferido de sus ataques fueron la persona y la
poesía de Leopoldo Lugones. Modificando burlescamente el título Lunario
sentimental por un paródico Nulario sentimental, Jorge Luis Borges, joven
capitán de la revuelta ultraísta, escribió contra Lugones: "Ni sufro sus rimas,
ni me acuerdo del tétrico enlutado ni pretendo que sus imágenes,
divulgadoras siempre y nunca ayudadoras del pensar, puedan equipararse a
las figuras orgánicas que muestran Ramón Gómez de la Serna y Rafael
Cansinos Asséns".
De ese ataque juvenil al autor de Lunario sentimental iría Borges a
arrepentirse pasados unos cuantos años. Ya en prólogo a la Antología Poética
argentina que en 1941 seleccionó, junto con Silvina Ocampo y Adolfo Bioy
Casares, hizo nacer toda la poesía ultraísta del ejemplo poético de Leopoldo
Lugones. Confesó entonces Borges: "Tal vez Lugones fue el primer poeta
argentino que cuidó cada línea, cada epíteto cada verbo. El ultraísmo exageró
estas atenciones y no paró hasta la desintegración del poema". Y finaliza, no
ocultando ya su decepción, con la confidencia de que el ultraísmo "durante
quince años se consagró a reconstruir los borradores del Lunario
sentimental".
Dando testimonio de honestidad intelectual enmendó así Jorge Luis
Borges sus primeros juicios contra la poética de Lugones. A quien finalmente
terminó por admirar como a uno de los grandes maestros de las letras
hispánicas. Una de aquellas rectificaciones del antiguo enemigo ultraísta la
hizo en conferencia que dictó en la Unión Panamericana en 1962. Donde
manifestó: "Yo he pensado que todo suicida muere asesinado por sus amigos,
asesinado por todos, como murió César. Todos nosotros tuvimos alguna parte
en el suicidio de Lugones. Lugones, además, era considerado, con toda
justicia, como el primer poeta argentino, pero los jóvenes lo atacamos
injustamente, acaso para librarnos de su poderosa gravitación. Todos
sentíamos su presencia. Todos sentíamos que escribir bien era escribir como
él. (...) Todos fuimos injustos para él. Todos inventamos que algo se había
hecho después que él no había hecho antes. Sé que lo que yo pueda decir
ahora no puede tener importancia para Lugones. Si Lugones existe en alguna
parte, está mucho más allá de estas pequeñas mezquindades de la nombradía,
de la gloria, de la justicia póstuma. Pero yo sé que aquí estoy cumpliendo con
mi deber honrando a ese extraordinario poeta, del cual todos descendemos y
que ha sido injusta y acaso deliberadamente olvidado".
El caso del uruguayo Julio Herrera y Reissig es diferente. Jamás
alcanzaría reconocimiento oficial, pero desde poco después de su temprana
muerte fue admirado, como creador genial, por los jóvenes vanguardistas del
continente. Y aun cuando en vida no publicó ningún libro, su nombre y sus
poemas circularon ampliamente en prensa hispanoamericana de esos años,
más culta, más política, más literaria y menos comercial que la de ahora.
Fueron así influidos por Herrera y Reissig poetas tan distintos entre sí como
Luis Carlos López en Colombia, Ramón López Velarde en México, Vicente
Huidobro en Chile y César Vallejo en Perú. En 1910, a unos meses de su
desaparición, circuló el primer libro suyo, ordenado por él mismo, que &e una
antología de su obra: Los peregrinos de piedra.
Con conocimiento de los clásicos castellanos, incluso de Góngora,
proscrito entonces por los pedagogos y tildado como ejemplo de mal gusto,
las lecturas favoritas de Herrera y Reissig debieron ser simbolistas. Y, entre
éstas, la del poeta francés Jules Laforgue (nacido en Montevideo en 1860 y
muerto en 1887). Se ha supuesto que la poesía de Laforgue penetró en
nuestros países hacia 1920. Pero tal conjetura sería inexacta si se considera
que, en casos como los de Herrera y Reissig, Lugones, López Velarde y León
de Greiff, el ejemplo del autor de L'imitation de Notre-Dame la lune fue
seguido desde comienzos de siglo. Se piensa que la importancia de Laforgue
supera lejos de Francia a la que le conceden dentro de las letras de esa nación.
La revolución que originó Laforgue en la poesía simbolista se cumplió en
aspectos diversos. La incorporación a la creación poética, en primer lugar, de
un nuevo elemento: la ironía. Y, junto a ésta, la multiplicación de imágenes
novedosas. Y una extraña y sugestiva adjetivación. Ironía, lenguaje coloquial,
verso libre, metáforas sorprendentes, rareza de epítetos. Todo ello, mezclado
a cierto gusto por lo popular son aportes con que Laforgue enriqueció la
poesía de varios idiomas. De ahí el culto que le han profesado personalidades
poéticas como T.S. Eliot. Su ascendiente en el modernismo
hispanoamericano fue notable. Allen Phillips, estudioso especializado en este
campo, señaló: "es posible que Laforgue haya sido, más que un estímulo
fecundo, una fuente concreta e inmediata de la legión de metaforistas que
surgieron con el modernismo". La escritura de Herrera y Reissig fue tan
intrépida como la de Laforgue. A la poesía de ambos son comunes palabras
rebuscadas, giros violentos, choques de lo literario y lo conversacional .Y,
bajo la máscara de la ironía, ocultamiento de una profunda tristeza.
Varias fueron las lecciones de Julio Herrera y Reissig, lo que explica la
amplitud y variedad de su influjo. Acaso fue el poeta de lengua española que
más leyeron nuestros vanguardistas de la generación siguiente a la suya,
desde México hasta el Río de la Plata. La más notoria de esas lecciones sería
la novedad y fausto de imágenes: "No hay, en nuestra poesía, otro ejemplo así
de ametralladora metafórica", escribió de él Enrique Anderson Imbert. Y
Neruda, exaltando al lunático montevideano, dijo: "Su locura verbal no tiene
parangón en nuestro idioma". Aparte de su lenguaje, merece mencionarse
también su onirismo, su mirada hacia las zonas irracionales del ser, por lo que
algunos le toman como poeta surrealista avant la lettre. Así desde un
principio se creyó, con la terminología de la época, que su modernismo era
un ultramodernismo. Fue el mismo Neruda quien lo dio a conocer en Madrid
a sus amigos de la Generación del 27: "Yo llevé la pasión herrerayreissigiana
a Madrid, a mi generación. Es verdad que algún brillante erudito se preocupó
alguna vez de él: existía la erudición, pero no la pasión. Nada más
apasionante que la poesía de este uruguayo fundamental, de este clásico de
toda la poesía. Así fue que leí a Vicente Aleixandre, y luego a Federico, a
Alberti, a Altolaguirre, a Cernuda, a Miguel Hernández y a algunos otros
más, las décimas góticas de Herrera y Reissig. Yo contrapuse al disparatado
criollo, con su centelleo de imágenes perturbadoras, al también uruguayo
Lautréamont, cuyo delirio sigue incendiando la poesía del mundo. (…) Al
leer a mis compañeros españoles la Tertulia lunática salían chispas verdes,
sulfúricos diamantes, y mientras más arreciaban las sorprendentes ecuaciones
de las décimas julianas, más fuertemente se comunicaba el poder poético del
uruguayo".
Recordemos algunas décimas de la Tertulia lunática:

En túmulo de oro vago,


cataléptico fakir,
se dio el tramonto a dormir
la unción de un Nirvana vago...
Objetívase un aciago
suplicio de pensamiento,
y como un remordimiento pulula
el sordo rumor
de algún pulverizador
de músicas de tormento.
El cielo abre un gesto verde
y ríe el desequilibrio
de un sátiro de ludibrio enfermo
de absintio verde...
En hipótesis se pierde
el horizonte errabundo
y el campo meditabundo de
informe turbión se puebla, como
que todo es tiniebla
en la conciencia del Mundo.

Ya las luciérnagas —brujas


del joyel de Salambó—
guiñan la marche aux flambeaux
de un aquelarre de brujas...
Da nostalgias de Cartujas
el ciprés de terciopelo,
y vuelan de tu pañuelo,
en fragantes confidencias,
interjecciones de ausencias
y ojeras de ritornelo.

Otra anticipación modernista al vanguardismo fue la del peruano José


María Eguren. De quien se afirma que con él nació la poesía moderna del
Perú. Representó, junto con Herrera y Reissig y Lugones, la reacción que
dentro del mismo modernismo se dio contra aquellas notas que parecieron
características, o por lo menos ostentosas, de la más declamatoria poesía
modernista. Y sería en su país una apertura hacia una lírica despojada de
viejos resabios ideológicos o costumbristas. Se interesó por traer al poema las
huellas de un mundo invisible situado en las afueras de la realidad
circundante. En alcanzar certeza y lucidez para su fantasmagoría solitaria:
"Vivo cercando —anotó— el misterio de las palabras y de las cosas que nos
rodean". Se apoyaba también en las exuberancias de su imaginación y de su
vocabulario. Sonámbulo, acendrado, esencial, su verso se estaciona en
alucinaciones más cerca de la pesadilla que del ensueño. Y en una
interiorización del alma poética que precedería, visionaria, al irracionalismo
de poetas futuros. Como en su poema "El dominó":

Alumbraron en la mesa los candiles,


moviéronse solos los aguamaniles, y
un dominó vacío, pero animado,
mientras ríe por la calle la verbena,
se sienta, iluminado,
y principia la cena.
Su claro antifaz de un amarillo frío da
los espantos en derredor sombrío esta
noche de insondables maravillas y
tiende vagas, lucífugas señales,
a los vasos, las sillas
de ausentes comensales.
Y luego en horror que nacarado flota,
por la alta noche de voluntad ignota,
en la luz olvida manjares dorados,
ronronea una oración culpable llena
de acentos desolados,
y abandona la cena.

Y ya en el final de esta brevísima referencia a poetas que, habiendo


entregado su obra dentro del modernismo, deberían tomarse, más que como
precursores, como verdaderos iniciadores de la vanguardia, nombramos al
mexicano José Juan Tablada. Al hablar de que con estos poetas se inicia el
vanguardismo poético hispanoamericano queremos ratificar, una vez más,
que las conquistas logradas por ese vanguardismo se originaron durante el
largo desarrollo, tan plural como discrepante, de la poesía modernista. Que
no creció en un solo sentido, obedeciendo a determinada poética dominante,
sino encarnó en múltiples manifestaciones de su espíritu subversivo y
creador. Por lo cual es justo afirmar, como lo ha hecho el crítico argentino
Saúl Yurkievich, la relación consiguiente, la "conexión causal entre
modernismo y vanguardia".
Sobresalió José Juan Tablada entre los más importantes modernistas
que, por la osadía de obra suya, constituyeron puente hacia las ulteriores
novedades del vanguardismo. Su poesía inicial nació dentro de la estética de
parnasianos y simbolistas, pero no tardó en interesarse por nuevas maneras
poéticas. Desde un principio defendió al arte como cambio permanente:
"Todo depende (señaló) del concepto que se tenga del arte; hay quien lo cree
estático y definitivo; yo lo creo en perpetuo movimiento. La obra está en
marcha hacia sí misma, como el planeta, y alrededor del sol". En distintos
modos renovó continuamente su escritura. Como Ministro Plenipotenciario
de México vivió en Bogotá en 1919 y aquí escribió uno de sus libros
memorables, Un día..., que recoge muchos de sus haikús. Introdujo esta
forma poética japonesa, arraigada al alma oriental, que se manifiesta en una
sola imagen deslumbrante. De ejemplares concreción y exactitud, en pocas
sílabas el haikú refleja la intuición de la existencia, en un instante
esclarecedor, tras largas contemplación y meditación. Con su curiosidad por
las innovaciones, escribió así mismo poemas ideográficos, de representación
del poema por medio de dibujos, al igual que los Calligrammes de Guillaume
Apollinaire. También, como los futuristas italianos, incursionó en la
experimentación tipográfica: uso de diferentes tipos de letra en un mismo
poema, espacios en blanco, irregular presentación de los versos. Uno de esos
poemas fue escrito ante la presencia o con el recuerdo de nuestra ciudad vieja
y provinciana: sus calles, sus casas, sus muros, sus tejados. La relaciona,
verso por verso, con la modernidad de Nueva York. Pero, a pesar de la
disimilitud de los ambientes, no deja de comprobar, en uno y otro sitio, la
igualdad impasible de las noches. Oigámoslo, al concluir estas labras:

Neoyorkina noche dorada


Fríos muros de cal moruna
Rector's champaña fox-trot
Casas mudas y fuertes rejas
Y volviendo la mirada
Sobre las silenciosas tejas
El alma petrificada
Los gatos blancos de la luna
Como la mujer de Loth
Y sin embargo
es una
misma
en New York y
en Bogotá
la Luna...!
"Nocturnos" hispanoamericanos

La contemplación de la noche ha sido en la creación poética universal uno de


sus más antiguos y fascinantes temas. Figuró ya en las cosmogonías de
pueblos primitivos y no deja de aparecer, prolongándose indefinidamente en
el espacio y en el tiempo, en la palabra de poetas contemporáneos. Al indagar
en los impenetrables orígenes del universo, la poesía griega, estimulando las
secretas imaginación del orfismo, llamó a la noche madre de los dioses, ya
que noche y tinieblas debieron preceder trémulamente a las infinitas
formaciones de la materia. Y por ello la noche sería sinónimo de fertilidad y
semilla de todo comienzo. Se la emparentó también con la pasividad con lo
recóndito femenino, como si se hablara a la vez del fuego y cielo. Y los
viejos poetas la concibieron bella aun cuando silenciosa y taciturna.
Embozada con negro manto y velo aureolado de estrellas, no dejaron de
relacionarla, sin embargo, con las lobregeces del sepulcro y de la muerte.
El tema de la noche se enlaza casi indisolublemente con el del sueño y,
en la poesía moderna, con el legado que parece serle más próximo: el que ha
venido hasta nosotros desde los años del romanticismo alemán. Al mencionar
aquí al romanticismo debiera aclararse que no se hace referencia a aquella
falsa corriente que en lengua española puede tomarse como ejemplo de
vacuidad, grandilocuencia y desorden, en la que aparecen participando tantos
nombres de diecinueve que definitivamente han pasado al olvido, sino a esa
de estremecida magia verbal, que de Alemania pasó a solitarias figuras
poéticas de varias naciones como Gérard de Nerval en Francia o Gustavo
Adolfo Bécquer en España. Es a este romanticismo auténtico que acercó lo
conocido y visible del mundo a lo desconocido e invisible de las cosas y del
alma humana, al que apuntan estas alusiones a la noche y al sueño. A la
noche y al sueño como ardorosa obsesión de algunas raras obras que han
enaltecido lo mejor de nuestra tradición poética. Sabiendo de antemano que,
como ya alguien lo expresó, '' el sueño no es más que poesía involuntaria".
Si es cierto que la imagen de la noche es una de las más referidas en la
poesía de todos los pueblos, puede también sospecharse que fue a partir del
movimiento romántico cuando sus poetas consagraron a ella una de sus
mayores devociones. Debió surgir este fervor emparentado con algún
misticismo y con el recogimiento que acompañaría al éxtasis ante el aspecto
fúnebre o turbador que en ella toma la misma naturaleza. La meditación sobre
la muerte y el misterio nocturno llegaron en un momento a ser moda de la
poesía europea. Pero fue en los Himnos a la noche de Jorge Federico Felipe
de Hardenberg, llamado Novalis, escritos en 1799 dos años después de
fallecer su Jovencísima amada, Sofía, cuando esa meditación, en el alba
romántica, alcanzó su más punzante, enardecido y perdurable acento. Desde
los Himnos de Novalis se ha querido conjeturar que la única poesía que
merece el nombre de tal es la poesía lírica. Aquella a través de la cual nos es
dable compenetrarnos con lo más velado del lenguaje y de la imaginación del
ser humano.
Años después del romanticismo la gran intención de los poetas
simbolistas franceses, que algunos han calificado como neorromántica, iba a
ser acaso la de rehumanizar la poesía, profundizando en las relaciones de1
hombre con el hombre y del hombre con la naturaleza. Recordemos que la
escuela simbolista iría por lo común a entenderse como aquella que prefiere,
vaga y melodiosamente, sugerir o evocar las cosas y los estados de ánimo,
sus exaltaciones y melancolías, mediante símbolos o imágenes, en vez de
nombrarlos de manera directa y precisa. Expresa sentimientos raros e
inefables, sentimientos personales difícilmente expresables, acudiendo a
rodeos, a analogías, a correspondencias, a semejanzas de unas con otras.
Varias tendencias la animaron, antirracionalistas y antimaterialistas, e incluso
esotéricas u ocultistas. Porque se aspiró muchas veces a la posibilidad del
conocimiento mágico, tratando de penetrar intuitivamente, como por
percepción instantánea e íntima de los fenómenos, en lo que no podría ser
explicable por medios naturales o científicos.
Como anteriormente los románticos, con quienes en un renacer del
idealismo coinciden en diversas pretensiones hasta considerarse e como sus
inmediatos herederos, los simbolistas aspiraron, amantes lo oculto y lo
incógnito, a una interiorización de la mirada poética. Mallarmé había
aclarado que mientras los parnasianos se volcaron años atrás, hacia las
simples presencias exteriores, detallándolas bella pero fríamente por medio
de fórmulas expresivas directas, descriptivas o narrativas, los simbolistas
"replegándose sobre sí contemplan la vida interior y sus escondrijos
misteriosos, los cuales intentan evocar mediante procedimientos de expresión
indirecta y en particular por el empleo del símbolo" .Así, yendo más lejos que
los parnasianos, los simbolistas pensaron que poetizar es mirar adentro de sí
mismos, anteriorizar el verso, ir más allá de lo exterior, elevarse por encima
del simple rostro de las cosas hasta alcanzar la secreta unidad del alma y el
universo. Baudelaire lo había previsto al decir que "el poeta está investido del
poder casi mágico de deducir y de precisar el sentido que tiene la realidad
cambiante de las solas apariencias".
José Asunción Silva fue ciertamente el primer poeta hispanoamericano
en seguir, en sus mejores poemas, el ejemplo de la poética simbolista.
Avanzó, así, más lejos de sus contemporáneos parnasianos, seguro como
estaba de que era misión de la poesía reivindicar el misterio de la vida. En
una de las páginas iniciales de De sobremesa Silva revela sus preferencias a
través del personaje de la novela, adorador de la poética decadente y
simbolista: "decir en nuestro idioma las sensaciones enfermizas y los
sentimientos complicados que en formas perfectas expresaron en los suyos
Baudelaire y Rossetti, Verlaine y Swinburne". Allí mismo llama a
Baudelaire, maestro del simbolismo, entonces discutido y negado por la
mayoría de los críticos, “ el más grande de los poetas de los últimos cincuenta
años". Y encuentra a Paul Verlaine entre los exploradores que vuelven con
"frutos que tienen sabores desconocidos y deslumbrados por los horizontes
que entrevieron".
La poesía de José Asunción Silva, nada distante de la vida sino por el
contrario sumergida en ella y en sus zozobras, muestra asimismo una
indudable raíz romántica, que era la de todos los poetas del modernismo
hispanoamericano y que fue también, no tan reservadamente, el indiscutido
fondo de la aventura simbolista. Recordemos ahora cómo el legado que Silva
recibió de los simbolistas franceses debió venirle de las ideas que el
norteamericano Edgar Allan Poe, profeta de éstos, expuso en sus
conferencias "Filosofía de la composición, de 1846, y "El principio poético",
de 1849. De allí dedujo Silva particularmente, el parentesco entre magia y
poesía. Gran parte sus poemas se refieren, cuando parece ser más entrañable
esta alianza, al misterio de la noche. Y esos poemas de José Asunción Silva
vinieron a ser el origen de una trémula tradición de la poesía
hispanoamericana, la tradición de los "nocturnos", en la que la noche es el
escenario de la más honda intimidad y de la más certera depuración poética.
Si, el hechizo del nocturno Una noche... se explica como hallazgo de las
fuerzas mágicas del lenguaje. De tal hallazgo quedaría cautivado por la
conjunción, que es también del simbolismo decadente, entre la belleza y la
muerte, lo que le insinuó el erotismo fúnebre de varios de sus poemas.
Sobre ese diamantino nocturno de José Asunción Silva escribió Juan
Ramón Jiménez: "Este nocturno, germen de tanto en tantos, es sin duda el
poema más representativo del último romanticismo y el primer modernismo
que se escribió en la América española. Funde dos tendencias o fases
idealistas en un punto exacto que coge lo mejor, más desnudo, más esencial
de cada una, y desecha de cada una lo sobrante. Es poesía desnuda, poeta
desnudo, mujer desnuda, por eso no pasa, como no pasarán los picadores
desnudos entre los toros desnudos y los caballos desnudos de Picasso. Es
poesía escrita, casi no escrita, escrita en el aire con el dedo. Tiene la calidad
de un nocturno, un preludio, un estudio de Chopin eterno, eso que dicen
femenino porque está saturado de mujer y luna. Como una joya natural de
Chopin, raudal desnudo de Debussy, este río de melodía del fatal colombiano
(esta música hablada, suma de amor, sueño, espíritu, magia, sensualidad,
melancolía humana y divina) lo guardo en mí, alma y cuerpo, para siempre y
siempre que me vuelve me embriaga y me desvela".
Dos años menor que Silva fue Rubén Darío quien, poco después de
publicar en 1896 el bello, inusitado libro que le dio la mayor preeminencia,
Prosas profanas, queda como el más atendible jefe y personero del
movimiento modernista. Han muerto ya José Martí, Julián del Casal,
Gutiérrez Nájera y Silva, compañeros de la primera generación del
modernismo. Su caudillaje, como adalid y renovador de la poesía castellana,
como siglos antes lo habían sido Garcilaso o Góngora, sería indiscutible en
Hispanoamérica y en España. Aquel volumen compendió todo el esplendor y
toda la audacia de la nueva escuela, de la nueva época. Llenó de invenciones
y de restauraciones, de fúlgidos giros verbales, de ritmos y de combinaciones
métricas, de ricos matices, imágenes y léxico, la versificación de nuestro
idioma. Dijo Jorge Luis Borges: "Todo lo renovó Darío: la materia, el
vocabulario, la métrica, la magia peculiar de ciertas palabras, la sensibilidad
del poeta y de sus lectores. Su labor no ha cesado ni cesará. Quienes alguna
vez lo combatimos comprendemos hoy que lo continuamos Lo podemos
llamar el libertador".
Después de Prosas profanas reunió Rubén Darío sus nuevos poemas en
Cantos de vida y esperanza, cuya primera edición se hizo en 1905, en los que
prima un distinto tono que se muestra con sus reflexiones mezcla de lo
emocional y de lo abstraído, acerca de su propia existencia y con sus
turbadoras indagaciones acerca del sentido de la vida, el arte, el placer, el
amor, el tiempo, la muerte o la religión. A ese tomo, de trascendente visión
rítmica y analógica del universo, siguieron otras colecciones de sus poemas,
en los que la expresión se siguió dando más honda y austera aunque jamás, es
cierto, se aminoró el amor por la brillantez del verso. Queda, sin embargo, la
duda sobre si acaso Rubén Darío, dueño de tanto esplendor, de tanta variedad
y riqueza de su escritura, superó realmente la sola actitud parnasiana, en
medio de su anhelo de la perfección, refinamiento verbal y predominio
avasallador de la forma, y llegó a alcanzar la sin duda más alta intención
simbolista. Si alcanzó plenamente la intención del simbolismo, es decir, la
precisión de lo inefable como manifestación de sensaciones únicas, por
personales, raras, fugaces e irrepetibles.
Con esta sugestión, que insinuantemente le vino a veces del simbolismo,
escribió Rubén Darío algunos poemas nocturnos que se recogieron en sus
Cantos de vida y esperanza.
¿Qué podía haber de solidario entre León de Greiff y los poetas
vanguardistas que irrumpieron en la escena literaria, como él, un poco antes
de 1920? Se podría conjeturar que el mayor vínculo es el de haberse
enriquecido en su juventud, uno y otros, con lecturas comunes- En primer
término la de Rimbaud, ejemplar en su insurgencia contra los órdenes
establecidos y en su amor por la fantasía y por la invención verbal. Las de
Aloysius Bertrand e Isidore Ducasse, Conde Lautréamont ("Oh Gaspard de
la Nuit! Oh Aloysius Bertrand! Oh Lautréamont! Oh Chants de Maldoror!
tan amados vosotros [y el loco Blake! Y Coleridge!] en la adolescencia, en la
juventud, y aun en la edad madura, pero más en los albores de la juventud,
casi en la pubescencia…") Imágenes, ráfagas sonoras, delirios y sueños de
una oscura y subterránea corriente romántica, incuestionable en todos ellos y
que acaso secretamente se prolonga hasta nuestros días. Fue Hugo Friedrich
quien dijo que el romanticismo, desaparecido como escuela, perdura "como
destino espiritual de generaciones posteriores".
Pero León de Greiff leía asimismo a otros poetas y, si fuésemos a los
más antiguos, mencionaríamos por ejemplo a François Villon, su camarada y
"casi su cómplice", en cuya burla irreductible se mezclan la jovialidad y la
pena. Entre los españoles, a Manrique, Góngora y Quevedo. También a
poetas de la antigüedad clásica. A italianos, rusos y orientales. Es muy vasto,
en espacio y tiempo, el catálogo de sus fervores. Pero entre los que más le
seducen figuraban aquellos que, años atrás, fueron igualmente adoración de
Darío, Lugones, Valencia y demás modernistas hispanoamericanos. Él es
también, en muchos poemas, prolongación del modernismo. Se mencionaría
además a Verlaine: su poesía melodiosa e impresionista. Escribió una vez De
Greiff: "La poesía —yo creo— es lo que «no se dice», que apenas se
sugiere". Baudelaire, constantemente referido en su altivez, hastío,
melancolía y evasión de la vida cotidiana, como en sus símbolos y
correspondencias. Edgar Poe en su mundo nocturno, ídolos femeninos y
sombrías desolaciones, pero sobre todo en la práctica de “La filosofía de la
composición”: el hallazgo del ritmo, el tono y los r cursos estilísticos más
apropiados para la creación de la atmósfera poética. Laforgue, largamente
seguido por varios de nuestros poetas, en su mueca de disgusto e ironía
("Julio Laforgue sedujo mi juventud..."). No sospecho, a pesar de que algunos
la citan como influencia decisiva, la que pudo dejarle la lección hermética de
Mallarmé.
Desde luego, la circunstancia de haber compartido, a 1o largo de una
vida, el asombro o el enajenamiento ante creaciones singulares como las de
Rimbaud, Blake y Lautréamont, y luego su simpatía por otras de enérgico
dinamismo como las de Jarry, Apollinaire y Max Jacob, enlaza forzosamente
a León de Greiff con la poesía vanguardista de los años veinte. Algunas de
sus actitudes vitales lo unían también a aquellos nombres. Tengamos además
en cuenta que el vanguardismo no fue, ni pretendió serlo, una escuela, sino
un común ademán sedicioso. De su conjura iría a perdurar, por ejemplo, la
certidumbre de que el poema es un objeto, un ser vivo, diríamos mejor, y de
que tiene un fin en sí mismo.
En un constante intento de originalidad y de innovación León de Greiff
logró crear sus propios medios de expresión, su personal lenguaje, su
personal estilo. Por eso encontramos, desde sus primeros hasta sus últimos
poemas, un agudo, un penetrante lirismo que resplandece en la vehemencia
de unos y en la intimidad de otros. Noche y mujer, indivisibles, son el destino
de su amor. Y su más permanente obsesión las sombras y alucinaciones de su
ser noctámbulo: "La noche. La noche...! Mi monomanía!"
Meses antes de morir, según se cuenta, el poeta mexicano Xavier
Villaurrutia escribió su propio epitafio: "Duerme aquí, silencioso e ignorado
/el que en vida vivió mil y una muertes. /Nada quieras saber de mi pasado.
/Despertar es morir. ¡No me despiertes!" Están aquí compenetrados
íntimamente los tres principales temas que incitan su poesía: la noche, el
sueño y la muerte. Aun podrían agregarse otros: la soledad y el vacío que nos
enfrentan a nosotros mismos, la Realidad del mundo y de la misma existencia
personal, el acoso y la Pesadumbre de la pasión amorosa.
No parece equivocado decir que la música de su poesía, en algunos
momentos derivada aun del habla corriente, es música silenciosa pertenece
más al espíritu que a los oídos. Dejó Xavier Villaurrutia una excelente obra
en verso, aislada, ceñida, solitaria, de deliberada brevedad, pero que puede al
mismo tiempo, y quizá debido a tal circunstancia, ser mostrada como ejemplo
de intensidad y concentración poco comunes. Dicha brevedad fue
compensada con diversas manifestaciones del talento literario entre las cuales
sobresalieron el drama, la narrativa, el ensayo y, singularmente, la crítica de
letras y de pintura. Acaso por eso mismo su poesía, que no deja de ser lo más
representativo de su creación, se caracteriza, a pesar de su atmósfera
soñolienta, por lo que tal vez podemos llamar una clarividente inteligencia
poética. Despierto y desvelado, sonámbulo a veces aunque sin extraviarse de
la lucidez, entre el sueño y la vigilia no se dejó sorprender jamás Xavier
Villaurrutia por un primer envite hacia la ligereza o la desmesura.
En un sugestivo libro acerca de la persona y la obra de Villaurrutia
refirió Octavio Paz: "Mi relación con Xavier fue, como la que mantuve con
Jorge Cuesta, de índole intelectual. Mejor dicho: literaria. A Xavier no le
interesaban tanto las ideas como a Cuesta y a mí. Sentía una invencible
desconfianza ante todas las teorías, los sistemas y las escuelas. El horror que
experimentaba ante el marxismo, el tomismo y otros sistemas se mitigaba y
volvía impaciencia e ironía frente a escuelas y movimientos poéticos como el
surrealismo. No era un hombre de ideas: era un hombre extraordinariamente
inteligente que, por escepticismo, había decidido poner su inteligencia al
servicio de su sensibilidad. No quiso pensar ni juzgar sino ahondar con
lucidez en sus sensaciones y sentimientos. Voluntaria limitación que le dio,
ya que no la verdadera riqueza espiritual, sí algo esencial y que no es fácil
condensar en una frase. Al inclinarse sobre la complejidad de las sensaciones
y las pasiones, descubrió que hay corredores secretos entre el sueño y la
vigilia, el amor y el odio, la ausencia y la presencié Lo mejor de su obra es
una exploración de esos corredores".
Nostalgia de la muerte, libro central de la poesía de Xavier Villaurrutia,
se inicia con unos nocturnos en los que, acaso, el poeta dio su más certera y
conmovida voz.
DE LA GENERACIÓN DEL 27
La poesía como destino: Cernuda

A Danilo Cruz Vélez

Hace años quise expresar, en un texto asediado por dificultades aún


insuperables, mi admiración por la poesía de Luis Cernuda. Hoy, al reanudar
aquel intento, me digo, como entonces, que en la percepción de la poesía
importaría cada vez más el descubrimiento de un mundo, el mundo de la
imaginación del poeta, al fragmentario análisis que, sin avanzar de los
escollos aparentes, constituye costumbre casi general. Pero, también,
comprendo que el deseo de llegar a esa región, más allá de la avara realidad
próxima, impone el sacrificio de un criterio objetivo, merecedor, en este caso,
de una estimación preferente. De esta resignación se derivan, al cabo, el tono
y las limitaciones que así siguen imponiéndose.
El correr del tiempo, lejos de extrañar o debilitar aquel sentimiento de
admiración, lo aumenta con nuevos motivos. El verso de Luis Cernuda se nos
ofrece hoy con una intensidad que bien puede entenderse como consecuencia
o culminación de su acento anterior. El crecimiento en profundidad es patente
en esta poesía. Las composiciones primeras se nos presentan como un esbozo
ya definido, dentro de la languidez del dibujo, de la magnitud a que ha de
llegar luego su creación poética. Cuando las releemos, conocidos sus libros
posteriores, nos revelan una inspiración y una fuerza que permanecían
inéditas. Allí está, "hacia el pálido aire se yergue mi deseo", el poeta que
conformará el significado futuro de una obra.
En La realidad y el deseo palpita una vibración que reconocemos como
aquella que domina, sin que podamos escapar a su infernal corriente, la
atmósfera de esta época. Quizá por ello la avidez con que leemos sus páginas.
En cada línea el hombre que la escribe es el contemporáneo nuestro. No es,
por tanto, difícil presumir la razón por la cual la poesía de Luis Cernuda goza
hoy de una atención mayor a la que podía concedérsele cuando apenas
asomaba entre otras voces que el auditorio español, tradicionalmente
empeñado en la altisonancia, podía considerar más llamativas. Hacia un
tiempo nuevo, que adivinaba, supo proyectarse esta poesía.
La obra de Cernuda reveló desde un comienzo la preocupación por
alcanzar el grado máximo de expresividad dentro de los menores recursos y
el ningún alarde del gesto. Concentrar la palabra, lo que no implica limitación
sino sugestividad: desnudez, hondo latido, finura de tacto. La resonancia de
esta poesía, como la huella de unos pasos por la memoria, es íntima, secreta,
silenciosa. Su gracia melancólica y su ira las ciñe un cristal transparente: no
hay allí dureza ni frialdad sino refrenada vehemencia inextinguible. El verso
de Cernuda, de rostro contenido, arrastra, en su profundo oleaje, un mar
tumultuoso que golpea en agonía el pecho. Al surgir de lo remoto, en
lentitud, muestra su pasión amargamente lúcida.
El título de La realidad y el deseo, que Cernuda ha dado al conjunto de
sus poemas, expresa una preocupación central dentro de la obra del poeta.
Cernuda entiende el problema lírico como la lucha entre realidad y deseo. El
poeta y su destino es en gran parte el tema de su poesía, ampliado hacia otras
motivaciones. En ella se agiganta dolorosamente la conciencia de la
imposibilidad del hombre para satisfacer la atracción que lo empuja hacia lo
circundante. La insatisfacción del deseo conduce asimismo a un sentimiento
de lucha contra lo real. Se comprende la razón por la que sea, esencialmente,
una poesía de soledad.
Al publicarse, hacia finales de 1958,1a tercera edición de La realidad y
el deseo, Cernuda, en uno de sus escritos más memorables, nos da la historia
de su poesía. "La franqueza absoluta, medio de originalidad", escribió
alguien. Pocas páginas pueden existir, como éstas, en las que un hombre
muestre su corazón de manera tan franca. A través de ellas no sólo seguimos
la evolución de sus versos sino vislumbramos la experiencia vital del poeta.
Una y otra se explican y complementan mutuamente, aunque la conexión
apenas pueda pensarse con respecto de algunos poemas, y, en todo caso,
Cernuda no ha pretendido insistir en ella. No es en los acontecimientos que
pudiéramos llamar exteriores en donde puede hallarse la intensidad de una
vida. A menudo, los seres que han vivido su existencia con mayor ardor,
carecen, por contraste, de biografía. Lo silencioso y gris de sus días no
concuerda con el drama sin solución que penosamente se agita en su
intimidad, casi para siempre oculto si la palabra no lo rescata del olvido.
Ese trabajo de Cernuda, Historial de un libro, nos sirve además para la
confrontación de aquellas ideas centrales que integran su pensamiento
poético, y dadas la claridad, sutileza y sabiduría con que allí se expresan, nos
indican, al mismo tiempo que una poco común inteligencia sobre estas
materias, un apasionado y largo razonar sobre las mismas. El poeta y su
destino constituyen, como lo hemos señalado, tema principal de sus versos.
El destino y los problemas de la poesía son el asunto alrededor del cual gira
su obra en prosa.
Una de las actitudes críticas de Cernuda, en tal escrito, debe ser
señalada. Se refiere al simple cambio de un nombre. A propósito del que
llevaba su libro inicial, Perfil del aire, manifiesta que en la primera edición
de La realidad y el deseo lo modificó por el de Primeras poesías. Cernuda
explica así su desdén por el título original: "ya para entonces mi antipatía a lo
ingenioso en poesía me lo había hecho poco agradable.
No debe olvidarse, a este respecto, que no sólo el gongorismo sino
también la afición general por la metáfora (creacionismo, ultraísmo, etcétera).
Son elementos primordiales para juzgar la obra poética de la generación a que
pertenece Cernuda. Es frecuente, por lo mismo, encontrar en ella abundantes
muestras de derroches verbales, de destrezas idiomáticas, de brillantes
oscuridades exteriores. El ingenio, a cuyo culto las letras españolas consagran
prolongada fidelidad, obedece acaso a rasgos esenciales del ser y de la
lengua, pero es lo cierto que contribuye con saña a deformar y a confundir el
concepto de lo literario. Se llega, en un momento, a tomar como expresión lo
que apenas es pura dicción. La palabra del poeta debería interesarnos
exclusivamente por su capacidad de revelación y de comunicación. No por la
suma de gracias decorativas que en ella puedan juntarse. Su posibilidad es la
de intuir lo mágico. Hasta llegaríamos a preferir un idioma aparentemente
seco, despojado de halagos formales, en el que la profundiza del pensamiento
poético halla un más libre cauce para su plenitud, a aquel otro, que persevera
en la sola voluntad de estilo, reduciendo su ambición, a la postre, a la
agudeza y a su momentáneo aplauso.
Quizá convenga, de una vez, aclarar un equívoco que podría surgir en
relación con lo dicho sobre el verso de Cernuda. Existe, en él, un propósito
deliberado de rehuir lo debido a efectos de color o sensualidad de la palabra y
a la ocurrencia de simples enfrentamientos mentales. Pero, al mismo tiempo,
es un verso en el que lo inspirado comparte su lugar con lo artístico. Su
tradición es aquella en la que la experiencia espiritual, emoción y
conocimiento, se traduce en experiencia estética.
El verso de Cernuda, casi incorpóreo en un principio, ha sabido guardar
las calidades de ligereza, de levedad anhelante, de tersura, de gracia apenas
dibujada en el aire, que algunos señalaron en sus primeros poemas. Después
acentúa en él un tono dramático, pálido y violento a la vez, por el que se
desencadena, pero sin estrépito, una furia largamente contemplada. Los
vocablos parecen haber querido ser limitados a su función puramente
significativa, a través de una perseverante limpieza de elementos que, siendo
embeleso de otros, enturbian, con el vaho sonoro, la luz de terrible
transparencia de la poesía. El antiguo problema de la incapacidad de la
expresión para traducir lo intuido encuentra en el verso de Cernuda, exacto en
la balanza con que en él se proporcionan el delirio y la inteligencia, una de las
soluciones más satisfactorias que hayan podido presentarse en la historia de
nuestra lírica.
Debemos creer a Cernuda cuando nos habla de la seducción que en él
despertó, durante su larga permanencia en Gran Bretaña y Escocia, la poesía
inglesa. Su temperamento había rechazado el adorno, la verbosidad y el
ingenio, a los cuales destacaba como fallas de la obra poética española. El
verso francés habría asimismo de darle otras muestras, un tanto disimuladas,
de vicios similares. Los poetas ingleses Afirmaron en Cernuda el gusto por la
concisión y la sobriedad, dentro de la delgadez admirable de su propio
acento, negado al grito y a la declamación. De la lectura de ellos, según nos
lo declara, dedujo, con el abandono de la frase por sí misma, la necesidad de
reflejar, a través del poema, una experiencia, no ofreciendo al lector la sola
impresión subjetiva de su resultado, sino el proceso de ella. Otra lección que
de los poetas ingleses confiesa fue la de referir su emoción personal a
situaciones históricas o dramáticas, a fin de objetivarla y lograr una mayor
eficacia poética, tal como se presenta en poemas que parecen gozar de su
predilección.
La investigación acerca de las propias emociones es método preferido en
la creación de esta obra. Con él gana la poesía una rara capacidad de
concreción de la palabra y de tensión del espíritu poético. Después de larga
observación es dado al fervor solitario de un hombre captar, en una imagen
deslumbrante, la marea contradictoria y recóndita de su existencia. El instante
de aquella revelación es ya el poema, que reclama para sí la indispensable
correspondencia verbal al rastro que haya dejado esa imagen. No constituye
este examen de las emociones un procedimiento poético único, y hay quienes
preferirán entregarse a ellas, rindiéndose a su enigma, confiados en la
creencia de que el gozo de la poesía es ajeno a una extrema vigilancia de la
sensibilidad. Pero es lo cierto que este rigor no sólo no es extraño sino que,
por el contrario, es de la esencia de la poesía. Es conocimiento del ser y del
mundo. La fórmula del poeta inglés Matthew Arnold es grata a Cernuda:
"Poesía es en el fondo crítica de la vida".
Se comprende también, como consecuencia de lo anterior, la declaración
de Cernuda referente a la necesidad de una experiencia previa al poema, sin
la cual éste "no parecería inevitable ni adquiriría contorno exacto ni expresión
precisa". Esta experiencia sugiere la vida del poema e incita a quien lo
escribe a sondear en ella, alargando su desarrollo, o a ofrecer una síntesis,
abreviándolo. "Concentración e intensidad" son requeridas en ambos casos,
precedentes o simultáneos al verso, como son indispensables estas dos
condiciones a la expresión poética, a pesar de la diferencia en la rapidez o en
la lentitud con la que se desenvuelva su marcha. Cualquiera sea la forma de la
poesía, en extensión o en ritmo, obedecerá siempre a un sueño desvelado y
desconfiado de sí mismo.
La poesía, así, podrá corresponder a una exploración desentrañadora del
mundo, como de quien jamás antes se ha detenido a considerar sus imágenes,
y por ello es significativa la confesión que hace Cernuda al referir cómo el
momento más decisivo en el despertar de su instinto poético fue la tarde de su
juventud en que "sin transición previa, las cosas se me aparecieron como si
las viera por vez primera, como si por primera vez entrara yo en
comunicación con ellas, y esa visión inusitada, al mismo tiempo provocaba
en mí la urgencia expresiva". La poesía, desde ese instante, mueve al poeta a
tomar una posición frente a la realidad. En Cernuda, aunque él no lo hubiese
declarado, son fácilmente reconocibles las dos corrientes ya anotadas,
confundidas en una sola, de inclinación y de rechazo de lo real. El deseo le
mueve hacia la realidad más surge al mismo tiempo la conciencia de su
imposible posesión. El poeta, prisionero de lo inmediato, quiere llegar
entonces a una realidad menos aparente y, por lo tanto, desconocida y real.
La lectura de los poetas superrealistas debió ejercer entonces, en una etapa
oportuna, una influencia fértil y renovadora, que aun cuando se apagase en él
después, en sus manifestaciones externas, habría de perdurarle en una íntima
convicción acerca del carácter frenético y rebelde de la poesía.
Gran parte de la obra de Luis Cernuda ha sido escrita en el destierro, y
aun sería posible afirmar que a ella pertenecen los poemas que mejor le
definen en el conjunto de la lírica contemporánea. Desde Las nubes (libro
fechado en Inglaterra entre 1937 y 1940 y que forma la séptima parte de La
realidad y el deseo), la nostalgia de su tierra española, la tristeza creciente de
su aislamiento en el extranjero, apenas aminorada durante sus años en
México, le dictan algunos de los versos más característicos de un estilo
general suyo en el que el tono elegíaco ha sido señalado, a nuestro juicio con
razón, como predominante:

Hay quienes aman los cuerpos


Y aquellos que las almas aman.
Hay también los enamorados de las sombras
Como poder y gloria. O quienes aman
Sólo a sí mismos. Yo también he amado
En otro tiempo alguna de esas cosas,
Mas después me sentí a solas con mi tierra,
la amé, porque algo debe amarse
Mientras dura la vida. Pero en la vida todo
Huye cuando el amor quiere fijarlo.
Así también mi tierra la he perdido,
si hoy hablo de ti es buscando recuerdos
En el trágico ocio del poeta.
(El ruiseñor sobre la piedra)

La guerra civil, que constituye la más definidora y cruel experiencia


colectiva del grupo peninsular de 1927, dio lugar a que surgiera una
considerable producción de versos en los que se canta la catástrofe y la gloria
del pueblo español. Ello coincidía con una exigencia que frecuentemente se
formula a los poetas de ser parte beligerante en los episodios políticos patrios
e internacionales. No es esta la ocasión de debatir este asunto ni de
pronunciar, a favor o en contra, consabidas fórmulas acerca de la necesidad o
posibilidades del arte llamado social y de masas. Quisiera simplemente decir,
en cuanto a los poemas que sobre la tragedia española se escribieron por esos
años y posteriormente, que entre ellos existen, junto a algunos de indudable
acierto, otros en los que la grandeza del motivo no deja perdonar la
indigencia de su trato. Entre los primeros se recordarán siempre los de
Cernuda. En ellos, sin patetismos externos, se nos da la visión íntima del
drama. Como bien lo señalaba Octavio Paz al comentar, en 1943, la segunda
edición de La realidad y el deseo, "el libro Cernuda es algo más que la
expresión de sus experiencias individuales; me parece que es la elegía de una
generación y de un momento de la historia, que se despiden, para siempre, de
España y de un mundo que ya no volverán". La poesía de Cernuda ha sido, en
gran parte, una honda interpretación lírica de la desgracia española.
Sin embargo, ni aun en este aspecto, que la acercaría a un público
numeroso, puede hablarse de intención popular en los poemas de Luis
Cernuda. Designio éste que él ha desechado como contrario a la naturaleza de
la poesía. Entiéndase que no se trata de un concepto mezquino o vanidoso
acerca de que sólo determinados temas pueden ser materia poética. La lucha
entre los hombres, como el amor, o la hermosura, o el tiempo, entran con
libertades idénticas en el verso de Cernuda. También es ajeno aquí un
propósito político, el cual, a este efecto, se asimila a la intención popular.
Otra cosa es que la poesía sea fruto de una experiencia espiritual y ésta, en
concepto suyo, sea externamente estética pero internamente ética. Como
resultado de una disciplina de esta índole, la poesía jamás será indiferente al
sufrimiento humano. Lo que no ha querido la obra de Cernuda es buscar al
lector indiscriminado y entusiasta que reclama alegremente a los poetas
descender hasta su gusto, en el cual las preferencias se orientan por las
estrofas oratorias y vacías, pródigas en necedad. Cernuda ha citado una vez
estas palabras de Keats: "Nunca escribí un solo verso con la mínima sombra
de haber pensado en el público... Odio la popularidad sensiblera". A ello se
agrega, desde nuestro punto de vista, la duda acerca de la utilidad que puede
alcanzar la poesía cuando a ella se le asigna una determinada tarea política.
Es algo en que algunos, que la propugnan, deberían detener su atención: ¿Es
realmente eficaz, o sea que cumple fines prácticos, ya que no artísticos, la
poesía política?
Si toda verdadera obra poética tiene un fondo de creación espiritual,
porque el poeta pretende ser el autor de una realidad distinta de la que lo
rodea y oponer al universo visible de los hombres su propio universo
invisible, la poesía de Luis Cernuda acentúa agudamente, en la contradicción
entre el deseo y lo real, este intento desesperado:

Un día comprendió cómo sus brazos eran Solamente de nubes;


Imposible con nubes estrechar hasta el fondo
Un cuerpo, una fortuna.
(Desdicha)

De ello se deriva una obra que, descartando la generalizada


complacencia por la palabra, por el resplandor desierto de la rima, por la
visual iluminación de la metáfora o por el brillo instantáneo del artificio,
quiere para sí una dimensión predominantemente espiritual.
Cuando Cernuda declara el afecto, dentro de sus propios poemas, por
aquellos que obedecen al ritmo del monólogo, implícitamente confiesa
también su inclinación por una poesía de fondo intelectual, en la que impera
una percepción más clarificadora de lo objetivo y de su correlación secreta
con lo subjetivo, más entrañable que ornamental, de singular vislumbre
psicológica, y en la que el verso tiene una agitada y alterna palpitación, como
la del amor que se hace reflexivo, entre la pasión y la inteligencia. La lucha
del pensamiento y el cuerpo, que se libra oculta en lo profundo del hombre
aflorando en un rumor impreciso de voz o de sollozo, cuenta en la poesía de
Cernuda con una de aquellas manifestaciones en que tal conflicto sutilmente
se expresa con sagacidad y belleza excepcionales.
Esta obra nace de la necesidad de expresión de un espíritu para el que no
existe forma posible de vida distinta de la que se realiza a través de la tensión
poética. La poesía es la respiración de su sueño. Pocas veces se da el caso de
alguien tan predestinado para ella y tan convencido, al mismo tiempo, de su
destino excluyente. Su labor a lo largo de los años se concentra toda
alrededor de su poesía. Cuanto escrito en prosa, narraciones o ensayo,
igualmente la justifica y desarrolla. La realidad y el deseo ha ido creciendo
con el impulso irresistible de una fuerza que en su raíz obedece a su solo
instinto de nitidez y de delirio. Por ello su ímpetu sostenido sin esfuerzo. Por
ello la energía sensible e intelectual de su palabra.
Dentro de la poesía española tradicional adivinamos la obra de Cernuda
en una línea en la que la delicadeza de la expresión está simultáneamente
alentada por la llama de la emoción y por la austeridad del pensamiento.
Garcilaso, por cuyo verso declara especial predilección, aúna, a su juicio, lo
poético y lo artístico. De Jorge Manrique aprecia la acomodación justa del
vocablo y la consiguiente reticencia de su forma. De Bécquer, su intensidad,
su exquisitez, su imán hacia la nube distante que flota desterrada de lo
cotidiano. Por eso también el acento de Cernuda, "dejo inspirado de invisible
espíritu", corresponde a un extraño ideal de hondura y de precisión no ajeno,
sin embargo, a una sensual indolencia. Su gracia alada y su densidad, pero
sobre todo su dominante sentido del misterio, logran que en él pueda darse,
casi sin proponérselo, la combinación de la hermosura poética con un fervor
de naturaleza metafísica. Su lirismo es, al mismo tiempo, finura y gravedad.
Como poeta esencialmente atento a la convulsión que despiertan las
ráfagas del mundo y de la vida moderna, se ha mencionado alguna vez el
nombre de Baudelaire para relacionarlo con la actitud que se traduce a través
de sus versos. Su modernidad: revelación sobre el poeta y la creación lírica.
Hay en Cernuda también aquella nota trágica de la aceptación de un destino
solitario enfrentado a los poderes oscuros de la ciudad y de la civilización, en
medio del vacío y del desconcierto y hacia el final fracaso absoluto. La
angustia se resuelve en desesperación. Su pesimismo: conciencia de la
limitación del hombre. Y, como se ha advertido, tal aspecto se agudiza en los
poemas de Cernuda porque en ellos no aparece ninguna relación con el más
allá. Esta poesía no espera del cielo el paraíso que le niega la tierra.
Mas no se trata de insinuar antecedentes ni influencias en la poesía de
Luis Cernuda, existiendo, con razones bien válidas, el convencimiento de que
es uno de aquellos pocos poetas fatales que ha creado una obra original, apta
para sostenerse sola en el aire y resistir, en su desnuda esbeltez, los huracanes
del tiempo y de la moda. No sólo sería inverosímil que una determinación
como la suya por llegar a un lirismo esencial pudiese ser olvidada, sino que,
por el contrario, existen hoy signos evidentes de que cada día se aprecian sus
poemas por un público capaz de llegar hasta ellos con oídos mejores. No
obstante la grandilocuencia que, bajo máscaras distintas, persevera en sus
antiguas maneras renovadas, la poesía de nuestra lengua recibe a veces, en
América o en España, algunas incitaciones, como las que provienen de La
realidad y el deseo, capaces de redimirla de su insistente naufragio verbal.
Con la aguda conciencia de problemas que afectan al hombre universal,
pero sobre los cuales, en los años presentes, se ha tomado una posesión
lúcida, la poesía de Luis Cernuda pertenece a esta época y la refleja a través
de una sensibilidad ávida y soñolienta. Ya hemos sugerido algunos de sus
temas: el amor, la hermosura, el tiempo, la destrucción, la soledad. Mas
Cernuda no se limita al simple dictado de las emociones que ellos pueden
despertar, sino, ahondando en la exploración de la inteligencia, nos da la
visión trémula de un mundo de luz y melancolía.
Su poesía se interna con filo punzante en la desolación contemporánea.
Esos poemas, que parecieran ser los de un hombre definitivamente a solas,
revelan una zozobra común a muchos hombres:

Mas no me cuido de ser desconocido


En medio de estos cuerpos casi contemporáneos,
Vivos de modo diferente al de mi cuerpo
De tierra loca que pugna por ser ala
Y alcanzar aquel muro del espacio

Separando mis años de los tuyos futuros.


Sólo quiero mi brazo sobre otro brazo amigo,
Que otros ojos compartan lo que miran los míos.
Aunque tú no sabrás con cuánto amor hoy busco
Por ese abismo blanco del tiempo venidero
La sombra de tu alma, para aprender de ella
A ordenar mi pasión según nueva medida.
(A un poeta futuro)

El afán visionario de Cernuda por alcanzar una realidad suprasensible es


otra manifestación de la necesidad humana de ir hacia algo no por mágico
menos real. Todo lo visible, de acuerdo con la fórmula romántica, descansa
sobre un fondo invisible. Sí, la verdadera existencia no es la que perciben
nuestros sentidos. Las palabras de Rimbaud justifican este destino: "El poeta
define la medida de lo desconocido que se agita en el alma colectiva de su
época".
La realidad y el deseo, además de ofrecer algunos de los poemas más
inquietantes de nuestro idioma, descubre la tormenta de un espíritu en su
aspiración tenebrosa hacia lo insondable. Ya alguien pensaba que la poesía es
una metafísica que se hace sensible al corazón y se manifiesta por gracia de
las imágenes. La lírica de Cernuda es, además, una desconcertante prueba de
la sed y de la práctica de la libertad humana. La imaginación es la única
fuerza capaz de despertar la conciencia del hombre. Cuanto más hoy se cerca
al individuo, más violentamente lo rescata la poesía. En este cálido libro un
gran poeta puso todo su sueño, todo su amor y su odio, su luz y sus sombras
interiores, su asco y su embeleso, su mirada, el ritmo de su respiración, su
vida toda. Este libro deja ya una cicatriz de hermosura y de error en la
historia de la poesía española.
Es difícil definir con presunción de exactitud lo que a una obra
individual pueda deber, en determinado momento, la evolución de la poesía
de un pueblo o una lengua, si su ejemplo no toca solamente apariencias
externas sino profundiza en estímulos que se refieren ya a su espíritu, a su
esencia, a su verdad interior. Lo que hasta aquí se ha dicho alude apenas a
aspectos que son la superficie de La realidad y el deseo. No intentemos
avanzar, dejando que estos poemas, como la vez primera de su lectura, nos
sigan desvelando en su solo encantamiento: “Horror de la vida, éxtasis de la
vida”.

1961
Otro recuerdo de Cernuda

Algo que anteriormente no expresé de mis recuerdos sobre la juvenil lectura


de textos de Cernuda fue el interés que puse, no sólo en sus versos, sino en
algunos de sus ensayos iniciales. Los encontré en Biblioteca Nacional de
Bogotá, en la revista Cruz y Raya dirigida en Madrid por el escritor José
Bergamín. Tal vez el primero de ellos fue el titulado "Bécquer y el
romanticismo español", aparecido en aquella publicación en su número 26,
correspondiente a mayo de 1935. Después supe que ese trabajo del poeta
formaba parte de una serie de escritos con que la revista se proponía
conmemorar el centenario del nacimiento de Bécquer. Y sobre su paisano
sevillano entregaría posteriormente Cernuda otros textos, ya no tan
evocativos sino de decidida índole crítica.
El segundo ensayo suyo que pude leer en Cruz y Raya (en su número 37
de abril de 1936) fue el que llamó "Divagación sobre la Andalucía
romántica". Como aquel sobre Bécquer, este sobre Andalucía no lo consideró
merecedor de figurar en los tomos Poesía y literatura que dio a las prensas
años antes de su muerte. Al recogerlos Luis Maristany junto con otros
artículos, aparecidos en publicaciones literarias, que Cernuda no reunió en
sus libros de ensayo, dijo que esas páginas sobre aquella región española
estaban "dentro de lo que bien pudiera denominarse mito de lo meridional:
reducto genesíaco al que muchos espíritus occidentales se han sentido
atraídos desde el romanticismo, como presunta panacea ante su inadaptación
—por motivos y manifestaciones muy diversas— en la sociedad moderna".
Añadiendo que "en este sentido, la visión cernudiana de Andalucía guarda
cierto paralelo con la pasión casi religiosa que Hölderlin sentía por Grecia o
con el ideal de vida, a la vez liberador y afrodisíaco, que en la experiencia de
(André) Gide encarnaron las tierras de Túnez".
Y aun otra página crítica de Cernuda llegó a mis manos, aparecida en
algunas de las revistas literarias hispanoamericanas que circulaban en esos
años con gran acogida de sus lectores jóvenes. Llevaba el título de "Palabras
antes de una lectura" y, como allí mismo constaba, había servido de
introducción, fechado en 1935, a un acto en que por primera vez el poeta tuvo
contacto directo con el público leyendo poemas suyos.
En esos tres ensayos de Cernuda creí yo entender la simpatía del poeta
por el romanticismo, bien fuera por la época romántica o más concretamente
por el movimiento romántico. El primero de ellos trataba sobre Bécquer, con
admiración que jamás declinó, quien generalmente es considerado como
primera figura del romanticismo Peninsular y que salvó a éste del general
prosaísmo y vacuidad de la poesía en español de su siglo. Gustavo Adolfo
Bécquer, al que Xavier Villaurrutia llamó "ostra solitaria que, en un mar de
vacío y entre rocas de ruido, secreta algunos poemas breves y grises, perlas
de una sólida niebla preciosa y de un misterioso oriente lunar". El tono de la
“Divagación sobre la Andalucía romántica” es decididamente sentimental y
lírico. Y en las frases previas a una lectura poética el asunto planteado sería
igualmente romántico: el antagonismo entre la realidad y el deseo.
Se hablaba en los años cuarenta de una corriente poética de la poesía
hispanoamericana que, por su vitalismo y ensoñación, no dudaban los
comentaristas en calificarla de neorromántica. Acaso pude yo también
sospechar que los poemas y la actitud poética de Cernuda podían tomarse
como antecedente y singular ejemplo de esa tendencia. Pero eran
principalmente los poemas de Cernuda (los de las series “Un río, un amor”,
"Los placeres prohibidos" y "Donde habite el olvido") así como sus escritos
en prosa ya mencionados, los que me daban la certeza de la simpatía suya por
el mundo romántico. Y así lo expresé en el primer artículo que sobre su
poesía escribí, en marzo u 1948, "Luis Cernuda, un poeta de la soledad".
Recordemos unos breves fragmentos de los ensayos de Cernuda a que
me he referido y que me dieron sustento para conjeturar esa simpatía:
"... la poesía moderna, con los rasgos distintivos que todavía le prestan
expresión, nace en la época llamada romántica", dice en "Bécquer y el
romanticismo español''. Y agrega:
"Una nueva sociedad aparece entonces, y con ella un nuevo espíritu. En
el mundo se desencadenaba el movimiento espiritual que designamos con el
nombre de romanticismo. Pero el origen de aquella tormenta universal había
sido largo y subterráneo; años de agitación secreta, sólo manifestada en
súbitas sacudidas aisladas, le habían precedido; así como también el trastorno
político de la misma época, con el cual tan estrecha relación guarda el hecho
espiritual romántico, no fue tampoco cosa de un momento y unos hombres,
sino largo y sostenido encadenamiento.
Pero el romanticismo podemos considerarlo también como un hecho
eterno. Algo así como un espíritu diabólico que se divirtiera a través de los
tiempos, asaltando a determinados individuos, haciendo resonar en ellos esa
vibración particular, esa extraña conmoción vital que siempre le caracterizan.
No sería difícil señalar nombres de poetas clásicos atacados de ese sagrado
mal".
Y más adelante:
"Sabido es cuán pomposa y solemne parece nuestra literatura a los
extranjeros. Y precisamente el romanticismo más hondo implica una
liberación de la pompa, del ornato que como vano ramaje rodeaba con sus
anchas hojas decorativas el cuerpo esbelto y ligero de la poesía. Sé que no es
corriente considerar así el romanticismo. En España nos acostumbró a
sustituir las ruinas paganas por la catedral, la ninfa por la ondina, Horacio por
Víctor Hugo; pero no se trataba de eso. Se trataba de introducir nuestra vida,
ya distinta, en la atmósfera de la poesía; de hacer que se aceptaran como
poéticos ambientes y pasiones actuales cuya intromisión en el lirismo debía
estimarse por la mayoría como terrible prosaísmo. Todavía hoy asistimos a
esa transformación; todavía vemos a veces desconocer a los más profundos
poetas a favor de los más ornamentales. Y es que las gentes están demasiado
acostumbradas a lo preconcebidamente poético, lo rico y lo nobiliario. No
comprenden que la poesía está en todo y el verdadero poeta la siente en todo
fluir misteriosamente. Eso representa la poesía de Bécquer con respecto a los
románticos españoles.
Una sensación alada y misteriosa es la naturaleza en esta poesía, tan
distinta del banal decorado empleado por sus rivales. Un agudo Puñal de
acerados filos, alegría y tormento, es el amor; no una almibarada queja
artificiosa. Una entrega total al torrente diverso de los días, su lirismo
apasionado; no un divertido y eficaz esparcimiento al margen de la propia
vida".
En la Andalucía romántica encuentra Cernuda su paraíso terrestre,
definiéndolo así:
''Confesaré que sólo encuentro apetecible un edén donde mis ojos vean
el mar transparente y la luz radiante de este mundo; donde los cuerpos sean
jóvenes, oscuros y ligeros; donde el tiempo se deslice insensiblemente entre
las hojas de las palmas y el lánguido aroma de las flores meridionales. Un
edén, en suma, que para mí bien pudiera estar situado en Andalucía".
Y pasa luego a hablar de cómo el romanticismo ha sido una corriente
espiritual que secreta y subterráneamente se viene prolongando a través del
tiempo. Lo dice así:
Si la actitud romántica es sólo una fecha en la historia del espíritu y
desaparece pasada esa fecha, hablar hoy de romanticismo únicamente
significaría conmemorar un gesto perdido, pero no el continuo fluir de una
corriente inagotable en la criatura humana. Mas el romanticismo, como el
héroe que lo encarna en Cádiz, el novelesco episodio de Galdós, repite
apagadamente en nuestro oído: ¿Crees que muero? ¡Ilusión! Yo no puedo
morir; soy inmortal. Al hablar, pues, de romanticismo no se crea que repito
esa gran palabra para celebrar una conmemoración; con ella designo algo tan
vivo y fuerte entre nosotros que en torno nada encuentro donde pueda cifrarse
idéntica riqueza de posibilidades".
En el tercer texto que nos ocupa, "Palabras antes de una lectura",
Cernuda entiende que la rebeldía es el gesto más auténtico del poeta. Y al
conjeturarlo así podemos suponer que está pensando en algo ciertamente
característico de algunos poetas románticos. Porque es sabido que la actitud
romántica más peculiar es el individualismo, el afán de personalizar hasta el
extremo no sólo la obra artística sino existencia misma del artista. El héroe
romántico vino a ser un egocéntrico dominado en su soledad por la
melancolía y el hastío o un permanente rebelde contra la sociedad. Y en
ambos casos es su vida de un ser misterioso que vive profundamente sus
emociones y pasiones. La rebeldía y el misterio confluyen así en muchas de
esas vidas. "¿Qué puede el poeta por sí?", se pregunta Cernuda. Para señalar
que:
"Nunca como ahora la sociedad ha reducido la vida a tan estrechos
límites. Y ciertamente el poeta es casi siempre un revolucionario, yo por lo
menos así lo creo; un revolucionario que como los otros hombres carece de
libertad, pero que a diferencia de éstos no puede aceptar esa privación y
choca innumerables veces contra los muros de su prisión. La mayoría de las
gentes produce hoy la impresión de cuerpos amputados, de troncos podados
cruelmente".
Y esa misma sociedad ha querido eliminar el misterio que, como
sabemos, es algo de que difícilmente puede prescindir el hombre. El poeta,
entonces, se rebela contra esa pretensión. Lo dijo así Cernuda:
"La sociedad moderna a diferencia de aquellas que la precedieron, ha
decidido prescindir del elemento misterioso inseparable de la vida. No
pudiendo sondearlo, prefiere aparentar que no cree en su existencia. Pero el
poeta no puede proceder así, y debe contar en la vida con esa zona de sombra
y de niebla que flota en torno de los cuerpos humanos. Ella constituye el
refugio de un poder indefinido y vasto que maneja nuestros destinos. Alguna
vez he percibido en la vida la influencia de un poder demoníaco, o mejor
dicho, daimónico, que actúa sobre los hombres".
Los anteriores fragmentos de Cernuda, junto con la lectura de varias de
sus primeras colecciones poéticas, incluyendo en ellas sus poemas en prosa
de Ocnos, me indujeron a pensar, como lo he dicho, en el romanticismo o
neorromanticismo de su obra. Pero una carta suya, en la que respondía al
envío que le hice de un trabajo mío sobre poesía de Vicente Aleixandre, vino
en parte a aclararme la posición que había él asumido en el transcurso de
unos años. Antes de esa Carta, quisiera repetir aquí lo que he dicho acerca de
mi relación epistolar con el poeta:
“A lo largo de unos quince años fueron varias las cartas que, por
diversas circunstancias, crucé con el poeta Luis Cernuda. De las suyas,
conservo apenas cinco; las restantes debieron perderse, como otros papeles,
en los cambios frecuentes de domicilio que hice por esa época, de 1948, en
que inicialmente dirigí la primera, a 1963, año de su desaparición en Ciudad
de México. De las mías, como ha sido costumbre, no dejé borrador alguno.
Con aquella inicial carta, que sería de días antes del trágico abril colombiano
de 1948, le hice llegar un trabajo mío acerca de su obra poética. Llevó por
nombre "Luis Cernuda, un poeta de la soledad" y apareció en el suplemento
literario de El Tiempo, los domingos 21 y 28 de marzo de ese año. Fue quizá
uno de los primeros –– sino el primero—, que se publicó en Suramérica sobre
este tema. La dirección del poeta, que entonces profesaba en Mount Holyoke
College, Estados Unidos, luego de su primer y triste exilio en Gran Bretaña,
me la indicó don Pedro Salinas o acaso mi profesor de derecho indiano, don
José María Capdequí. Su respuesta vino fechada el 23 de abril siguiente.
La segunda de las cartas de Cernuda se refiere a una conferencia mía,
"La poesía neorromántica de Vicente Aleixandre", leída en Biblioteca
Nacional dentro de un ciclo en el que también Jaime Ibáñez comentó a Rainer
María Rilke, Andrés Holguín a Paul Valéry y Daniel Arango a Antonio
Machado. Un breve volumen, editado a fines de 1947 por la Universidad
Nacional de Colombia, recogió esas charlas con el título "Cuatro poetas del
siglo XX".
La tercera de estas cartas, ya del 3 de enero de 1961, es contestación al
envío que le hice de un posterior estudio mío, el cual se publicó en la revista
Eco y fue generosamente incluido en 1977 por Derek Harris en su
compilación Luis Cernuda dentro de la colección "El escritor y la crítica", en
Taurus Ediciones de Madrid.
La separata a que se refiere su carta del 13 de septiembre de 1961 es la
del mismo estudio salido en Eco.
Entre las cartas de Cernuda que no llegué a conservar, recuerdo lo
menos tres temas:

a. Trabajando en la Universidad Nacional de Colombia y con autorización


de su rector de entonces, doctor Gerardo Molina, escribí en 1948
invitándole a dictar en ella un cursillo sobre la materia poética o literaria
que escogiera. Me contestó desalentadoramente, informándome su
imposibilidad de viajar por no tener pasaporte español y "no querer
obtenerlo de las autoridades actuales de mi país" o frase semejante a
ésta.
b. Hacia 1959 o 1960 me escribió pidiéndome que interviniera ante el
socio colombiano de ediciones Guadarrama, de Madrid, ya entonces
residente en Bogotá, a fin de que se le cancelaran los derechos de autor
que le correspondían, y no había recibido, por sus Ensayos sobre poesía
española contemporánea, publicados allí en 1957. Ignoro si la gestión
que realicé llegó a tener resultado favorable.
c. El poema suyo "Díptico español", que se incorporaría después a su libro
Desolación de la quimera, me lo entregó en México en diciembre de
1960 para su inserción en la revista Mito. Semanas después me escribió
solicitándome se pospusiera su publicación, pues deseaba introducir
cambios al texto, uno de los más amargos y punzantes de tal conjunto.
Finalmente autorizó su salida, sin modificación alguna. Apareció en el
número correspondiente a marzo-abril de 1961".

La carta en que Cernuda pone de presente la evolución de su obra


poética, o "el proceso y desarrollo de un carácter", según sus Palabras, no
rechaza el acento romántico o neorromántico que en un comienzo pude
advertir en escritos suyos anteriores como los que he mencionado,
aveniéndose sin reparo a tal calificación, pero a la vez niega en forma
terminante ese mismo tono para sus prosas y poemas posteriores. He creído
siempre que le asistía toda justicia para esa aclaración. Pues los libros en
verso que ya entonces venía escribiendo, desde su llegada a Gran Bretaña, y
los que en largo exilio escribió hasta sus días finales, de Cómo quien espera
el alba a Desolación de la quimera, lo confirman plenamente. Lo pertinente
de esa carta, fechada en julio de 1948, dice así:
"Siento en realidad más cerca de mí la persona de Aleixandre que su
obra, lo mismo que me ocurría, y me ocurre, con la de Federico García-
Lorca. ¿Es que cuando asistimos tan de cerca a la vida de un poeta la obra de
éste aparece como un reflejo tan sólo de una criatura admirable? Si ello es así
me contradigo yo mismo, porque siempre he creído que la obra es más
importante que la persona, en el caso de un artista.
Sentiría que esas palabras le hicieran pensar que no estimo
suficientemente la obra de Aleixandre y la de Lorca; en realidad son esos dos
los poetas contemporáneos míos que más cerca siento, y cuyos versos
imagino han de sobrevivimos en la admiración futura.
Sí, su estudio me parece muy certero, sobrio y completo a un tiempo. Un
punto de él quisiera comentarle: ese en que usted nos une, a Aleixandre y a
mí como poetas románticos o neorrománticos. Ya lo noté al leer su otro
trabajo, pero no le dije nada entonces, porque usted basaba su opinión en
escritos míos menos recientes, acerca de los cuales había motivo para
calificarlos como románticos, en parte.
Creo que en mi caso esos escritos diversos van mostrando el proceso y
desarrollo de un carácter, el cual sólo aparece enteramente con la perspectiva
en el tiempo. ¿Pudiera decirse ahora que la calificación de romántico le va
justa? A Aleixandre sí, a mí no —aparte de que mi simpatía por el
romanticismo sea en extremo limitada. Permítame que le copie unas palabras
de una carta reciente que me ha escrito Octavio Paz, poeta y amigo a quien
quiero y admiro: «Recuerdo que hace años me impresionó mucho aquel verso
suyo: 'No es el amor quien muere, sino nosotros mismos'. Pero ahora esa
verdad romántica se ha transformado en esta: 'El amor es lo eterno y no lo
amado'. Antes, usted había expresado un hecho trágico; ahora una verdad
espiritual».
Sé que Salinas habla de romanticismo con respecto a mí, pero con toda
su benevolencia y condescendencia para conmigo, él, como Guillén, como
Dámaso Alonso, pertenece a otra generación, y ya no alcanza este mundo en
el cual nos debatimos, intentando expresarlo, realizarlo. Perdóneme esta larga
carta. Voy a dejarla en el correo antes que me arrepienta de haber hablado
demasiado acerca de mí".
Quizá no sea en exceso aventurado suponer que el primer entusiasmo de
Cernuda por el alma romántica debió derivarse, de alguna manera, del fervor
que mucho le animó para acercarse al espíritu y aun a la escritura del
surrealismo. Tradujo al español poemas surrealistas y reseño libros y
manifestaciones diversas de ese movimiento. Al que no entendió como una
simple moda literaria. Él mismo precisó así aquel fervor:"... el superrealismo
no fue sólo, según creo, una moda literaria, sino además algo muy distinto:
una corriente espiritual en la juventud de una época, ante la cual yo no pude,
ni quise, permanecer indiferente".
Mas el surrealismo no le llevó al terreno teórico al que fueron otros y
menos a la práctica de la escritura automática que en cierto momento fue
dogma de esa tendencia. Coincidía con la protesta surrealista y con su
rebeldía contra una sociedad injusta y envejecida. En sus poemas, la rebeldía
se tradujo en la libertad de la expresión y en el frenético dinamismo de las
imágenes, con lo cual pudo decir cosas que de tiempo atrás venían agitando
su conciencia y su pasión. En la libertad de las palabras y de las imágenes el
hombre joven que escribía esos poemas pudo reconocerse a sí mismo. No vio
en el surrealismo una manera poética sino una actitud vital.
Aquella rebeldía del surrealismo correspondía en tiempos modernos a la
que también manifestó el romanticismo, salvadas las distancias, ante la
sociedad y las letras de su tiempo. Esa rebeldía había sido contra la estética
clásica, contra el academicismo y la rigidez de la corrección idiomática,
contra la severidad de los cánones formales en poesía. Y porque, además, el
romanticismo proclamó la unión entre la poesía y la vida. Y queriendo
mostrar la vida en todos sus aspectos, no eludió el mundo de la noche, las
potencias profundas y ocultas del hombre, las fuerzas inconscientes que
mueven su existencia, su derecho al sueño, al delirio y al deseo. Muchos años
después el surrealismo vendría a coincidir con el romanticismo en estas
pretensiones y por eso su estrella ha sido el resplandor en que se juntan la
libertad, el amor y la poesía.
De ahí que haya dicho antes, esta noche, que ojalá no sea aventuro
sospechar que el entusiasmo juvenil de Cernuda por el romanticismo, del que
después se apartó, pudo en parte provenir del que, en momento determinante
de su vida, le acercó al surrealismo.
No ha sido mi propósito mostrar la evolución o desarrollo de la Poesía
de Cernuda, sino traer a cuento un recuerdo personal sobre un momento de
ese tránsito. Por eso, simplemente, quisiera dar término con unas palabras
que en ocasión anterior he referido al bello tomo que encierra sus poemas, La
realidad y el deseo: "En este cálido ro un gran poeta puso todo su sueño, todo
su amor y su odio, su luz, y sus sombras interiores, su asco y su embeleso, su
mirada, el ritmo de su respiración, su vida toda. Este libro deja ya una cicatriz
de hermosura y de terror en la historia de la poesía española".
Aleixandre y el surrealismo

No sé hasta dónde tendría que avanzar mi memoria para recordar el momento


en que, por vez primera, me fue dado acercarme a los poemas de Vicente
Aleixandre. Supongo que ha debido ser en cierta colección de poetas
españoles, que cumplía el oficio de revelarnos, con prisa, la entrada a un
mundo que de inmediato se tornaba inolvidable. Allí se nos concedían
muestras de la obra poética en el lapso que, en este siglo, siguió a la
renovación modernista y se prolongó hasta cerca del momento en que la
historia de España volvía a ser sangre y de luto. Allí se nos suscitó el amor y
la admiración por esta poesía. Allí leímos inicialmente a varios de esos poetas
cuya voz iba a seguir llenando de sueño muchos años de nuestra existencia y
que sólo vendría, ya en varios de ellos, a callar la muerte. Después la
Antología de Gerardo Diego nos proporcionaba un material más completo y
algo también acerca de esas personas: no sólo sus poemas y pensamiento
poético, sino también los hechos exteriores, fotografías y apuntes como para
presumir de una vez, en vida y poesía, algunos de sus rasgos más
característicos. De aquella lectura de los poemas Vicente Aleixandre iban a
quedar enredados en la imaginación versos cuyo dibujo irregular constituyó,
desde ese instante, halago y estímulo decisivo para nuestra pasión:

Bajo el sollozo un jardín no mojado


Oh pájaros los cantos los plumajes
Esta lírica mano azul sin sueño
Del tamaño de un ave unos labios No escucho
El paisaje es la risa Dos cinturas amándose
Los árboles en sombra segregan voz Silencio.

Iniciémonos con unas confesiones propias, para traer luego las más
valederas de Aleixandre. La sola atracción de la novedad expresiva acaso no
explica totalmente cómo ella podía inducir a un lector Joven a escribir, a su
turno, poemas. La inconsciente vocación se asomaba en medio de la sorpresa,
como venciendo sobre un ejército de sombras, al recorrer unos renglones
trémulos y desgarrados. La poesía de Vicente Aleixandre contribuyó, con su
hermosa eficacia, a establecer esa zona de delirio y de magia que hace posible
el surgimiento de un verso. Nos situaba en un mundo en el que, con
frecuencia, el sueño es asombrosamente real. Mientras más nos escapáramos
de lo "poético" y de su lenguaje gastado y mellado, mejor podíamos
aproximarnos a la realidad sin nombre que intuíamos. Todo esto ha debido
presentarse de manera enteramente oscura o imprecisable: nuestros pasos
habrán sido siempre indecisos y sonámbulos. Los poemas de Vicente
Aleixandre nos abrieron entonces la relación con un universo desconocido,
insólito, deslumbrante.
Fuimos imantados por la novedad de los poemas de Vicente Aleixandre:
una deliberada incoherencia de imágenes, una tendencia que se establecía en
lo hermético, un bucear por las aguas más sumérgelas de la marea nocturna.
Se nos fijaba la aspiración de la poesía en revelarnos aspectos del ser
largamente inéditos. Ello ha dado ocasión a que varias veces se hable de
surrealismo en los poemas de Aleixandre reunidos en tres de sus primeros
libros: Pasión de la tierra, Espadas como labios y La destrucción o el amor.
El propio poeta no ha negado enteramente esta influencia. Alguna vez dijo:
"No he creído nunca en lo estrictamente onírico, en la «escritura automática»,
en la abolición de la conciencia creadora. Pero he de confesar la profunda
impresión que la lectura de un psicólogo, de incisiva influencia, me produjo
en 1928, y el cambio de raíz que en mi modesta obra se produjo. Mi segundo
libro, Pasión de la tierra, de poemas en prosa, escrito en 1928-29 y publicado
más tarde en México, rompía abiertamente con la tradición y era la poesía en
libertad, la poesía manando con hervor caliente del fondo entrañable del
poeta, aquí instrumento de un fuego que habríamos de llamar telúrico". El
mismo Aleixandre anota que en ese libro, Pasión de la tierra, tal fuerza
tomaba su manera más libre para manifestarse luego en los versos de
Espadas como labios. Y señala, en síntesis esclarecedora, la evolución de su
poesía: "Un bien diferenciado estado interior, más que un tema objetivo,
seguía dando todavía a cada uno de los poemas su unidad propia; aunque ya
en algunos el claro bulto de un tema con representación estaba manifiesto. La
destrucción o el amor acentuaba con relieve esta diferenciación y una rotunda
unidad exterior (sobre la interna) daba perfil y cuerpo a cada una de las piezas
que lo componían. Sombra del paraíso, mi reciente libro, es, en este sentido,
el último eslabón de una cadena evolutiva. No ha habido saltos".
En una cierta medida existe, innegablemente, influjo del surrealismo en
la poesía de Aleixandre. Mas ocurre que el surrealismo no se dio en la poesía
de lengua española, salvo una u otra excepción hoy casi no recordada, con el
carácter ortodoxo, de sumisión a una disciplina y a un programa establecidos,
que tomó en el país de origen. Allí su ejercicio obedeció a planteamientos
más rigurosos. No quisiera, sin embargo, que esto pudiera entenderse como
superioridad de conjunto del surrealismo francés, cuando en nuestro idioma,
al lado de esas obras de Vicente Aleixandre, pueden también señalarse en es
tentativa poemas de Pablo Neruda, Luis Cernuda, Octavio Paz, Enrique
Molina, Juan Larrea, Cardoza y Aragón o César Moro, siendo la mención de
estos nombres de veras parcial en dos sentidos: por limitada y por no ocultar
diferencias y simpatías. Pero es suficientemente demostrativa, en cambio, de
una calidad y de una plenitud.
Quisiera añadir que tanto en Hispanoamérica como en España se ha
escrito poesía surrealista, aunque, en el momento de escribirla, no se haya
pretendido atribuir poderes sobrenaturales a lo inconsciente. Ha sido más un
querer la conciencia de la inconsciencia, un lograr atención de la vigilia sobre
el sueño. ¿O sólo es surrealista la poesía que obedece al automatismo? ¿O es
que de veras se ha escrito poesía bajo el dictado automático, libre de la
voluntad y de la enmienda en el instante de su creación? Estas preguntas
asoman ya con aire trasnochado. Lo cierto es que el surrealismo pretendió ser
algo distinto de una retórica o de un movimiento literario. Implicaba, como es
sabido, la liberación del espíritu de las mutilaciones a que lo han sometido la
lógica y los convencionalismos sociales, una pretensión de desencadenar las
potencias oscuras de nuestro ser, una búsqueda Vertiginosa de lo intuitivo sin
mancha. Su esperanza de cambiar al hombre y a la sociedad no habría podido
jamás reducirse a un formulismo excluyente.
La aventura espiritual del surrealismo, pese a las limitaciones de sus
obras concretas, es una de las más admirables de nuestra época y rebasa,
luminosa de vehemencia subversiva, cualquier procedimiento, o limitemos,
entonces, el surrealismo a la escritura automática y comprendamos mejor lo
que significa esta recuperación para el hombre de sus perdidas riquezas.
Bretón, al cabo de los años, tuvo que reconocer el "infortunio completo" en la
historia de una escritura automática que pretendía transcribir directamente los
sueños sin ninguna interferencia de elementos insomnes. A causa de las
frustraciones a que condujo, a partir de una época dejó de considerarla entre
sus principios capitales. Que el descenso hacia el interior del espíritu no haya
observado, en otros poetas, esa técnica, no autoriza para desconocer en ellos
una actitud rebelde contra el largo monopolio de lo razonable y lo verosímil
y, más específicamente, su coincidencia con muchos aspectos de la
desesperada y singular hazaña del surrealismo por la libertad, el amor y la
poesía.
Vicente Aleixandre fue cumpliendo en su obra una tarea dilucidadora
que avanza desde sus libros primeros, si exceptuamos Ámbito, del
hermetismo a lo comunicable, de la oscuridad hacia la clarificaron. Tal
movimiento parece haberse desarrollado naturalmente, sin que fuese animado
de este especial propósito, pero con la adivinación de que así se cumplía el
destino. Aleixandre fue lúcido de su tránsito al escribir que la poesía "es un
camino hacia la luz, un largo esfuerzo hacia ella. Sólo mucho después —
agrega— yo he descubierto la claridad y el espacio celeste. Pero desde la
angustia de las sombras, desde la turbiedad de las grandes grietas terráqueas
estaba presentida la coherencia del total mundo poético". Aleixandre, hasta
llegar a En vasto dominio y Poemas de la consumación, sus últimos
volúmenes publicados, viene revelándonos esa universalidad del ser, esa
totalidad de hombre, meditador triste ante el tiempo, el espacio y el silencio.
Su cenital resplandor de ahora reconoce los orígenes en aquellos subterráneos
gritos que, horadando la piedra, iban finalmente a irrumpir en un precioso
manantial de transparentes imágenes.
La obra de Vicente Aleixandre constituye otro grande ejemplo de que la
tradición de la poesía es la de su mudanza permanente. Lo que en un
momento llegó a parecer desviación o exotismo —no es cierto: ¿Garcilaso,
Góngora, Darío?— se vincula de inmediato, si animado por una fuerza
convulsiva, a la corriente ávida de la literatura y o lenguaje de un pueblo. No
podría tomarse a la tradición como remedo o copia. Un poeta japonés expresó
mejor esta conjetura hace tres siglos, en breves palabras: «No pretendo seguir
los pasos de los hombres de antaño; busco lo mismo que ellos buscaron". Lo
que quiere decir que el verdadero poeta no imita las soluciones que antes se
han dado a los problemas poéticos, sino que debe buscarlas por sí mismo,
resolviéndolos nuevamente. La tradición de la poesía, es, así, la de la
cambiante y eterna historia de esas soluciones. Aleixandre es, en nuestra
época, uno de aquellos creadores que, hallándolas, ha alcanzado su
consagración.

1968
Recuerdo de Pedro Salinas

Pasó una vez por Bogotá Pedro Salinas. Se desempeñaba en ese tiempo como
profesor de una universidad estadounidense, posiblemente la Johns Hopkins
de Baltimore. Nuestra Universidad Nacional, que disfrutaba entonces una de
sus épocas mejores, tuvo la fortuna de contar con él como expositor de un
cursillo sobre poesía española durante varias semanas. Aún tenía entonces,
pasados los cincuenta años de su edad, algo de aquel poeta joven madrileño
que Juan Ramón Jiménez conoció en viaje siempre a cátedras de Sevilla,
París o Cambridge, "árbol bueno y cariñoso... alto entre sus ramas de
verdosísima salud estival... sonriente, rubio y rojo". La tragedia española de
1936, que debió sufrir con amargura y sobriedad, le había dejado una honda
huella que sin embargo no alteró la juventud de su corazón. Su inteligencia
estaba íntimamente acordada con su bondad. Su juicio se explayaba lúcido,
descubridor, agudo. Esa visita, como duchos años después la de Jorge
Guillén, entrañable amigo suyo, iba a ser tan breve como estimulante.
Era el año de 1947. Fue notorio el gesto de Salinas de haber encontrado
acá ambiente grato no sólo para su actividad profesional sino también para su
nostalgia de exiliado, que ya llevaba algún tiempo, en nación de lengua y
circunstancias diferentes a las de su origen. Acaso pensó Salinas residir en
Colombia, según lo manifestó en privado, y habría constituido su presencia
lección e incentivo notables en un momento en que los nuevos estudios de
filosofía y letras, a cargo ya de profesores especializados y exclusivamente
dedicados a su tarea, comenzaban a desarrollarse en naciente instituto con
perspectivas serias y modernas. Es presumible que el pudor de Salinas no
debió permitirle la oportunidad de que las propias directivas universitarias,
que acogieron su visita con el mayor afecto, llegasen a enterarse de este deseo
suyo. Y al poco tiempo, es cierto, se apoderaba del país una situación política
desoladora que también invadió las aulas universitarias. De modo que
difícilmente a Salinas le hubiese sido dado trabajar aquí con la plenitud y
fecundidad que siguieron acompañándole en esos años.
Dos meses más tarde de los sucesos de abril de 1948 en Bogotá, la
Universidad imprimía un volumen de ensayos de Salinas con el título de El
defensor. La intención al publicarlo era la de ofrecer un nuevo testimonio de
aprecio hacia el poeta y el catedrático que acababa de estar entre nosotros.
Tal propósito se frustró en gran parte por haber aparecido el libro a los pocos
días de esos acontecimientos, pero, sobre todo, por el hecho de que luego
vino a quedar largamente olvidada la edición en alguna bodega oficial.
Fueron contados, por ello, los lectores que entonces llegaron a conocer esta
obra.
Tenía Salinas en ese momento, y creemos lo ha de conservar en el
futuro, el prestigio de, añadida la destreza de la forma, ser uno de los poetas
más intensos y prosistas más sagaces de su generación. Compartiendo el
acatamiento general hacia la obra fuimos al trato de su persona. Raras veces
la nobleza y simpatía de un ser podrían acrecentar de tal manera la
admiración previa. Junto al respeto por su creación literaria, sobre la cual la
actitud guardada por él era, como pocas, discreta, Salinas suscitaba en torno
suyo una espontánea sensación de dignidad y calor humanos. Su fervor por la
poesía y por la indagación del poema fue de inmediato compartido por
quienes le rodearon. Condición suya era la de motivar el entusiasmo por
cualquier tema que desarrollase, revelándole aspectos inéditos de vivacidad y
sugestión.
No sólo era Pedro Salinas el gran poeta que leíamos en Poesía junta,
volumen argentino que recogió sus colecciones poéticas anteriores, sino
también el crítico excelente de quien estaban ya divulgándose, entre otros,
sus estudios sobre Rubén Darío Jorge Manrique y la literatura española del
siglo XX. Sensibilidad, talento, contemplación y sabiduría formaron su obra.
Fueron fértiles aquellos años de su producción. La capacidad expresiva se
diversificaba en poemas, ensayos, narraciones, comedias, todo dentro de "una
profunda, una unitaria comprensión poética del mundo". Nostalgia de
emigrado: su teatro, lo manifestó a quien esto escribe, nació en el exilio
norteamericano del requerimiento de escuchar con detención ciertos matices
de la lengua propia. Quería, necesitaba vivir en país de habla española; de
haber sido posible, como dije antes, en Colombia. Gozó de las reminiscencias
españolas que le ofrecieron Bogotá, Popayán y Cartagena. Viajó en seguida
por Quito y Lima. Residió luego temporalmente en la Universidad de Puerto
Rico, en el recuerdo de sus amigos la estación más feliz de Salinas en
América. Después, en diciembre de 1951, iría a morir en Boston.
No sé si en Salinas el renombre del crítico ha opacado un tanto al del
poeta. O, como sería más exacto pensar, si su poesía no cuenta ahora para los
últimos lectores con el favor de la moda. No es injusta la opinión de alguien
sobre la estrechez del medio literario en nuestro idioma: "entre nosotros la
literatura no tiene, cuando la tiene, sino actualidad". Sería acaso excesivo,
entonces, pretender que una poesía como la suya, de tan depuradas esencias,
pudiese resistir al olvido que la inautenticidad y la improvisación son capaces
de acumular. Es preferible, mejor, asumir que la indiferencia del ambiente no
ha tocado los poemas de Salinas. Está del lado de esta venturosa sospecha la
circunstancia de que sus libros de poemas han sido varias veces reimpresos,
una vez en forma total y de que, en los últimos años, se hayan publicado en
España una antología en Alianza Editorial y las poesías completas en Barral
Editores. Ello es índice de interés por el verso de Salinas.
Desde los poemas de Presagios, pasando por los de Seguro azar, Fábula
y signo y La voz a ti debida hasta llegar a los de Razón de amor (o sea su
primer recorrido poético), la insistencia de la mujer amada ha hecho que el
juicio general sobre ellos sea el de que los anima un espíritu esencialmente
amoroso. Esa mujer, salvo momentos en que el tema es su ausencia, no
parece corresponder tanto a una idealización como a un ser concreto —"un
rostro serio, grave / una desconocida / alta, pálida y triste"— que se mueve en
el espacio y en el tiempo que vive el poeta. La existencia a su alrededor es la
urbana y corriente de escenarios y elementos de la vida contemporánea,
teléfono, el automóvil, el reloj, la velocidad. Ellos, a pesar de su naturaleza
técnica o aparente significado trivial, se adhieren estrechamente a la persona
amada. A su intimidad, a su cercanía secreta, a su sensualidad, a su ternura,
no permanece ajeno el universo circundante. Ya en uno de sus primeros
poemas quiso así Salinas a este amor:

Para cristal te quiero,


nítida y clara eres.
Para mirar el mundo, a
través de ti, puro, de
hollín o de belleza, como
lo invente el día. Tu
presencia aquí, sí,
delante de mí, siempre,
pero invisible siempre,
sin verte y verdadera.
Cristal. ¡Espejo, nunca!

1972
Jorge Guillén: Lenguaje y poesía

El poeta Jorge Guillén dictó, en el período 1957-1958, la cátedra de poesía


Charles Eliot Norton de la Universidad de Harvard. El tema desarrollado por
el conferenciante fue el de las relaciones diversamente establecidas entre la
poesía y el lenguaje a través de los casos de Berceo, Góngora, San Juan de la
Cruz, Bécquer y Miró, para concluir en un análisis, que en parte versa sobre
la propia obra, acerca de la generación poética española de 1927. El volumen
que recogió primeramente las exposiciones de Guillén fue impreso por dicho
centro universitario en lengua inglesa; luego, con el título de Lenguaje y
poesía, apareció la versión castellana.
El planteamiento inicial de la disertación es el siguiente: el poema, aun
cuando de espíritu indivisible, objetivamente se nos aparece como lenguaje.
La estimación que del lenguaje profese el artista, su inclinación natural y
confesada hacia una u otra manera de considerarlo, hacen que, por este
aspecto, deba establecerse una separación entre dos clases de poetas: aquellos
que consideran las palabras como heladoras de la intuición poética y quienes
piensan que, por el contrario, ésta es, por esencia, inefable. El ejemplo
escogido por el autor entre los primeros es el del novelista, intencionalmente
lírico, Gabriel Miró. De los segundos, que mantienen la creencia en el poder
insuficiente del vocablo, toma los modelos de un místico, San Juan de la
cruz, y de un visionario, Gustavo Adolfo Bécquer. Otra diferencia entre
poetas explora este libro: algunos, como Gonzalo de Berceo, escriben un
verso cercano de la conversación o de la prosa, y otros, cuyo insuperable
maestro será don Luis de Góngora, crean medios expresivos que rehuyen
hasta el último extremo cualquier contacto con el habla común.
"Nadie en España mejor que Berceo nos ilumina el problema del
lenguaje prosaico en forma métrica", dice Guillén. En medio de su
extraordinaria sencillez, establece una cercanía inmediata con lo sobre
natural. Berceo cree con humilde y graciosa sinceridad en el milagro sin
asombrarse ante él. Tan diáfana visión, en voces frescas de romance que
armonizan con el latín escrito, es la del pueblo cristiano de Castilla en el siglo
trece. La seducción de sus versos, en los que se confabulan, en un prosaísmo
nada prosaico, las hermosuras y fealdades de la realidad, merece ser estimada
sin prejuicios: "Para comprender a un Berceo y la clase de poetas a que él
pertenece sería de mal gusto tener buen gusto. Según ellos, la poesía no se ha
desposado con la belleza"
A la expresión directa de Berceo se opondrá, hasta constituir una lengua
aparte, la indirecta, hermética y deslumbrante de Góngora. La poesía llega a
manifestarse así en un idioma especial "que ha de ser diferente de la prosa —
como el mismo don Luis lo decía— y digno de personas capaces de
entenderle". En las grandes construcciones verbales de Góngora el idioma
castellano se ennoblece. Cada si contribuye a levantar el soberbio edificio
sonoro: la arquitectura, tan arrogante como peligrosa aliada del poema.
Poesía de cosas, de imágenes y de símbolos en los que se glorifica a la
realidad, sin que oigamos siquiera el eco de las pasiones que debieron
animarla. Apunta Guillén: "Aunque la poesía sea un arte sucesivo como la
música —<<palabra en el tiempo», diría Antonio Machado—, el verso de
Góngora suscita sin cesar una metáfora de espacio, y en él se inscribe una
entidad, que permanece ante la vista mientras va deslizándose palabra tras
palabra ante el oído". Guillén reconoce que la obra gongorina es hija de la
inspiración, el esfuerzo y la cultura, pero no deja de señalar que, en
definitiva, no es alba sino ocaso: acabamiento o término, dentro perfección.
El capítulo dedicado a San Juan de la Cruz es uno de los más
penetrantes análisis de Guillén. Sus tres composiciones mejor conocidas,
Noche oscura del alma, Cántico espiritual y Llama de amor viva, las
considera como quizá las insuperables culminaciones de la lírica española.
De ellas destaca, en primer término, la unidad de sentido y de sonido,
condición para él indispensable, que debe cumplir el vocablo dentro del texto
poético. Según Guillén, "San Juan de la Cruz acierta con el equilibrio
supremo entre la poesía inspirada y la poesía construida, en oposición a
tantos modernos para quienes la poesía y el arte presentan una contradicción
irreductible". En San Juan, como en Garcilaso, se alían el temperamento y la
destreza, la pasión y el álgebra.
San Juan piensa, sin embargo, que la poesía, o mejor dicho su origen, el
estado anterior a la escritura, es fatalmente indecible:"...porque el espíritu del
Señor... pide por nosotros con gemidos inefables lo que nosotros no podemos
bien entender ni comprender para lo manifestar. Porque, ¿quién podrá escribir
lo que a las almas amorosas, donde Él mora, hace entender? ¿Y quién podrá
manifestar con palabras lo que las hace sentir? ¿Y quién, finalmente, lo que
las hace desear? Cierto, nadie lo puede". Pero de esta incapacidad del
lenguaje se deriva la misión de la poesía. Porque si el amor no puede decirse,
si es intraducible, podemos acudir al giro poético: "...donde no pudendo el
Espíritu Santo dar a entender la abundancia de su sentido por términos
vulgares y usados, habla misterios en extrañas figuras y semejanzas". La
poesía será siempre, por ello, imágenes, comparaciones, metáforas. De ahí
también que un poema no llegue jamás a ser totalmente explicado ni
entendido: "La comprensión del poema —comenta Guillén— no agota su
contenido. A la esencial inefabilidad corresponde una esencial
ininteligibilidad".
De paso debe mencionarse que Guillén cree, a nuestro entender con
razón, que los poemas de San Juan habrán de tomarse por sí solos, en su
exclusivo valor poético, sin atender al sentido místico-alegórico que
quisieron darle los comentarios de su propio autor. Es decir, Guillén sitúa los
poemas de San Juan en una atmósfera terrestre, libre de toda intención, ajena
a lo poético. No se trata de dudar de las explicaciones del santo acerca del
amor que le movió en vida y que exaltó en sus poemas, ni de conferir a ese
amor un carácter más humano que divino. Sino de considerar en estos
poemas solamente su significación poética, incontaminada de cualquier
atributo conceptual.
"Me cuesta trabajo saber qué cosas he soñado y cuáles me han
sucedido". Guillén recuerda, entre otras, esta confesión de Gustavo Adolfo
Bécquer e indica como predecesores suyos a los poetas alemanes que, en
pleno siglo dieciocho, afirmaron la definitiva importancia de los sueños.
Bécquer, solitario en medio de la altisonancia y la vacuidad de sus
contemporáneos, en forma enteramente lúcida vivió e hizo suyas aquellas
maravillosas relaciones entre El alma romántica y el sueño, según el título
del precioso estudio que Albert Beguin consagró a este tema. Para Bécquer,
el sueño permite al hombre liberar la inteligencia, "embotada por su contacto
con la materia". El espíritu vagará entonces "...indeciso en ese punto que
separa la vigilia del sueño", en ese espacio o nube "en que cambian de forma
objetos".
Bécquer mostró también desconfianza frente a la palabra. Los sueños
son el camino de la poesía, pero contra ésta conspiran la ineficacia, la
mezquindad, la pobreza de las voces: "Pero, ¡ay! —se cita un fragmento de
sus Páginas desconocidas— que entre el mundo de la idea y el de la forma
existe un abismo que sólo puede salvar la palabra; y la palabra, tímida y
perezosa, se niega a secundar sus esfuerzos". Por ser tan de lo espiritual
indefinible, la poesía de Bécquer, como lo anota Guillén, pertenece mejor al
dominio de la sugestión que al de la exacta comunicación. Nuestro siglo
rescató a tiempo la imagen de y un Bécquer mal admirado, a punto de
naufragar entre lágrimas. Hoy se le cuenta entre los más luminosos
precursores de la poesía moderna y a ello contribuye un reconocimiento,
como el que formula el conferenciante, de que "no había de incurrir él ni en
la espontaneidad irresponsable ni en el rigor sin ardor".
El ensayo sobre Gabriel Miró, que de seguro ha de contribuir a la
reconsideración de una figura que brilló principalmente por el virtuosismo de
su prosa impresionista, analiza el caso de un escritor que, a desemejanza de
San Juan y de Bécquer, pudo creer en la valía suficiente del lenguaje. Una
declaración del novelista levantino resume la seguridad en su estética: "Quizá
por la palabra se me diese la plenitud de la contemplación".
El libro trae un apéndice intitulado "Lenguaje de poema, una
generación", en el que Jorge Guillén formula juicios no sólo acerca de los
poetas de su grupo, sino también sobre su propia poesía. La importancia de
este texto es notable, ya que el autor de Cántico, uno de los más grandes
ejemplos de la lírica contemporánea, define en él su actitud ante algunos
problemas a los cuales la crítica poética viene consagrándose, desde hace
años, con sutileza y precisión. Recordarnos haberle escuchado varias de estas
opiniones, reiteradas con vivacidad persuasiva en el curso sobre poesía
española del siglo veinte, desarrollado por don Jorge en Bogotá, en 1961. Fue
durante su permanencia, generosa de suscitaciones y de estímulos, como
profesor visitante de la Universidad de Los Andes.
A estas últimas páginas pertenece un párrafo en el que Guillén aclara la
vinculación que su obra puede tener con la llamada "poesía pura" y responde
a las consiguientes tachas de frialdad y de abstracción que fueron un día
dirigidas contra sus poemas y los de otros Poetas de la generación de 1927.
Quiero terminar las presentes líneas trayendo aquí esas palabras del "poeta
castellano" (Guillén nació en Valladolid), merecedoras de toda atención:
¿Poesía pura? Aquella idea platónica no admitía realización en cuerpo
concreto. Entre nosotros nadie soñó con tal pureza, nadie la deseó, ni siquiera
el autor de Cántico, libro que negativamente se define como un anti-
Charmes. Valéry, leído y releído con gran devoción por el poeta castellano,
era un modelo de ejemplar altura en el asunto y de ejemplar rigor en el estilo
a la luz de una conciencia poética. Acorde al linaje de Poe, Valéry no creía o
creía apenas en la inspiración —con la que siempre contaban estos poetas
españoles: musa para unos, ángel para otros, duende para Lorca. Esos
nombres diurnos o nocturnos, casi celestes o casi infernales, designaban para
Lorca el poder que actúa en los poetas sin necesidad de trance místico. Poder
ajeno a la razón y a la voluntad, proveedor de esos profundos elementos
imprevistos que son la gracia del poema. Gracia, encanto, hechizo, el no sé
qué y no charme fabricado. A Valéry le gustaba con placer un poco perverso
discurrir sobre "la fabricación de la poesía". Esas palabras habrían sonado en
los oídos de aquellos españoles como lo que son: como una blasfemia.
"Crear", término del orgullo, "componer", sobrio término profesional, no
implican fabricación. Valéry fue ante todo un poeta inspirado. Quien lo es
tiene siempre cosas que decir.

1970
OTROS POETAS ESPAÑOLES
San Juan de La Cruz

Una breve referencia a la poesía de San Juan de la Cruz (1542-1591), con


motivo de cumplirse en este 14 de diciembre el cuarto centenario de su
muerte, no debería descartar la alusión a dos o tres motivos que
necesariamente suscita la lectura de sus poemas. De él se ha presumido,
reduciendo a siete el número de sus composiciones de autenticidad
indiscutible, que es "el gran poeta más breve de la lengua española, acaso de
la literatura universal". Lo que quiere decir que no Perteneció a la abundante
especie de los rimadores profesionales. Y, de otra parte, el más renombrado
de los poetas místicos castellanos es asimismo aquel que, entre las figuras
poéticas de primer orden en el liorna, "inspira hoy una admiración más
unánime".
Otro asunto es el de que la deseada entrega del alma a Dios, o amor
divino, la expresó San Juan con símbolos de amor humano. Con motivo de
las pugnas religiosas que se dieron en su época entre los carmelitas descalzos
y los no reformados, estos últimos le hicieron encarcelar en la ciudad de
Toledo. Allí, humillado, pasó nueve meses de su vida. Fue durante ellos, sin
comunicación alguna con el mundo, cuando escribió los tres poemas que le
inmortalizaron: Canciones que hace el alma en la íntima unión en Dios su
esposo amado, conocido por su primer renglón como Llama de amor viva;
Canciones entre el alma y el esposo, o Cántico espiritual, y Canciones del
alma que se goza de haber llegado al alto estado de la perfección, que es la
unión con Dios, por el camino de la negación, comúnmente llamado Noche
obscura por dos palabras que figuran en su verso primero. Los nombres
completos de estas tres poesías muestran divergencias en varias de las
antiguas ediciones. Los gozos de la unión o comunicación del alma con el
Creador, decíamos, fueron manifestados en las tres composiciones con
semejanza simbólica al amor entre amado y amada, entre hombre y mujer. Es
esa la principal característica de sus estrofas.
En el desarrollo de los temas, muchos de no inmediata comprensión, San
Juan se valió tanto de símbolos como de alegorías. Recordemos, entonces,
que los símbolos hacen relación a sensaciones, sentimientos o fenómenos
subjetivos que no pueden revelarse directamente v dado su carácter inefable,
inexpresable, se declaran por medio rodeos, de relaciones, de
correspondencias entre unas y otras cosas. Así, la imagen simbólica
corresponde a exaltaciones o estados únicos, personales y misteriosos. La
alegoría, en cambio, presenta conceptos abstractos por medio de figuras: es
personificación o encarnación de ideas (la paz, la justicia, por ejemplo). El
mundo de la imagen simbólica es de las cosas sensibles; el de la alegoría, de
las cosas inteligibles. La imagen simbólica se dirige a la emoción; la alegoría,
al entendimiento. El símbolo brota de la experiencia, de lo enteramente
vivido. La alegoría, del ingenio conceptual. El símbolo es fruto de la
intuición poética. La alegoría, del posterior razonamiento.
En el aprovechamiento de símbolos y alegorías San Juan de la Cruz
mantuvo pasión por la lectura de la Biblia. Y, en especial, uno de sus libros:
Cantar de cantares de Salomón. Conoció también la obra de Garcilaso de la
Vega y su introducción a la poesía castellana de metros del verso italiano.
Pero además de la Biblia y de Garcilaso, según comentadores, leyó la curiosa
versión "a lo divino" que de los poemas toledano hizo Sebastián de Córdoba.
Éste fue un versificador que utilizó las formas italianas siguiendo a Boscán y
a Garcilaso. Y se propuso llevar a cabo la "divinización" de las poesías de
ambos, en ese momento de gran convulsión espiritual, convirtiéndolas en
textos adecúa para el apoyo de la Contrarreforma en España. Su libro, de
1575, se llamó Las obras de Boscán y Garcilaso trasladadas en materias
cristianas. Alcanzó popularidad en su tiempo, tanto que tuvo segunda dos
años después. Opinan que hoy no nos acordaríamos de él si no fuese porque
San Juan de la Cruz lo leyó largamente, estudió sus modos y contenido, y de
él quedaron huellas en sus propios poemas. En todo caso la versión de
Córdoba, que Dámaso Alonso calificó de "desgraciada", alcanzó repercusión
enorme en los hombres de letras que vivían en conventos españoles .Vieron
ellos la manera de que hermosas imágenes al amor humano se convirtieran en
imágenes al amor divino. Las figuraciones del poeta laico se cargaron así de
sentido religioso.
Halló Dámaso Alonso la causa de tal divinización de la poesía, que
culmina en San Juan, en el hecho de ser esencialmente inefable la experiencia
mística: "Por ser inexpresable, la vivencia mística es sólo pintada, mentada, a
través de imágenes, en especial de imágenes del amor profano. Situado
dentro de esta gran corriente, San Juan toma el máximo poema de amor,
divinizado, que la tradición le ofrece: el Cantar de Cantares"'. Y explica el
mismo Alonso que San Juan de la Cruz no hizo sino seguir la corriente del
vasto proceso de divinización que se cumplió en la literatura española del
siglo XVI.
Repitiendo, además, lo que varias veces ha sido mencionado, se
conjetura que los versos de San Juan pueden leerse de dos maneras:
literalmente, como muestras sublimes de amor humano, o como poemas
místicos y alegóricos en los que Alma y Creador son los verdaderos
personajes. La primera, la de la lectura literal, es la que realmente nos
interesa. De ella habla José Luis Aranguren en su libro sobre San Juan.
Aranguren, pensador católico, ha profundizado tanto en la poesía como en las
exégesis del santo. Y recuerda que fue Jorge Guillén quien primero
emprendió el conocimiento directo de los textos, "posponiendo la
información que podría allegarse en torno a esta poesía", referente a
circunstancias históricas de su génesis o a su significaron trascendental. Se ha
pensado, así, que deben leerse primero como poemas "exentos", es decir, sin
adición alguna de comentarios interpretativos ni de explicaciones acerca de la
experiencia mística que encierran. Arguyendo, quienes pregonan esa lectura,
que ella no implica descartar posteriores alusiones a tal experiencia.
Deberíamos conocer, entonces, estos poemas como si nada supiésemos de
quién los escribió. Dijo Jorge Guillén: "Los poemas, si se los lee como
poemas —y eso es lo que son—, no significan más que amor, embriaguez de
amor, y sus términos se afirman sin cesar humanos. (...) En los tres grandes
poemas no hay más que imágenes: irreales representaciones concretas que
forman el relato de un amor. Nada abstracto se mezcla a la historia, reducida
a los pasos y las emociones de una pareja enamorada. (...) No sabemos cómo
el poeta ha actuado con el pensador. Actualmente, para penetrar en el
territorio del poeta ¿hace falta e permiso del pensador? El poeta canta en
términos humanos de suerte que seduzcan por sí solos, porque el sentido
místico-alegórico permanece fuera, anterior y posterior a la obra misma, a su
propio ser poético. Atendamos, pues, en la lectura del poema a sus únicos
valores, los simbólicos, dentro de una atmósfera terrestre, sin pensar en las
posibles alegorías conceptuales, por completo —o casi por completo—
extrañas a la esfera poética".
José Luis Aranguren piensa, igualmente, que los tres poemas mayores
de San Juan son poemas de amor: "Lo único que digo es que «argumento», la
«acción» del Cántico espiritual es la consumación de la unión amorosa,
enteramente narrada... el acto mismo de la unión de los amantes. El Cantar
de cantares era un poema sobrecargadamente sensual. El Cántico espiritual
no es sensual, pero es en cambio profundamente erótico ".También Noche
obscura y Llama de amor viva son, de acuerdo con este ensayista, poemas
eróticos. Lo son, ciertamente, una lectura libre y desembarazada, laica o no
religiosa.
La constante y esencial presencia de símbolos en la poesía de San Juan
de la Cruz ha hecho que se considere al santo como uno de los primeros
poetas simbolistas del mundo. Un simbolista avant la lettre, anterior a los
poetas simbolistas franceses de finales del siglo XIX, que se anticipó a hacer
de la imagen simbólica el núcleo central del poema. Como los simbolistas,
pensaría San Juan de la Cruz que la misión de la poesía es manifestar lo
inefable. Acudiendo por ello, preferencia, a lo sugerente. Valiéndose de
desvíos, analogías, connotaciones entre objetos y pensamientos. Y así, como
un precursor simbolismo poético decimonono, lo vio entre otros Juan Ramón
Jiménez. Quien declaró que el origen de ese simbolismo se encontraba en la
poesía mística española, en la música alemana (seguramente pensando en
Wagner) y en líricos de lengua inglesa como Edgar Allan Poe.
Fundamentando su aserto, recordó palabras del "Prólogo" al Cántico
espiritual: "no pudiendo el Espíritu Santo dar a entender la abundancia de su
sentido por términos vulgares y usados, habla misterios en extrañas figuras y
semejanzas".
Aspecto que interesa destacar en la interpretación que hace Dámaso
Alonso de la poesía de San Juan de la Cruz es que no tuvo él como meta de
su vida la realización de un quehacer artístico, enteramente desinteresado. Ya
que, según Alonso, "El arte no era nada, no significaba nada para él. No tenía
resquicio para el arte quien estaba lleno de Dios". No es un artista (explica),
pero supera —aun en el arte que no se propuso— a los grandes artistas. Y
hace notar que "hoy tenemos datos más que suficientes para afirmar la total
despreocupación estética de San Juan". En concordancia con Alonso, anotó
Pedro Salinas: "La obra de San Juan de la Cruz no tiene ningún carácter de lo
que llamaríamos literario. Está escrita para declaración de su propia alma y
para auxilio y ayuda de sus prójimos en trance de turbación espiritual".
Algo nos hace recelar de opiniones tan respetables como las expuestas
entre otros por Alonso y Salinas, dos de los más lúcidos estudiosos de la
poesía peninsular. Nos preguntamos si, al concertar sus poemas, ¿sería tal el
desinterés del santo por la ejecución de una tarea artística, bastándole
únicamente la comunicación con Dios y el amparo espiritual de sus
semejantes? Nuestra duda, que nos atrevemos a insinuar, se sustenta en la
extremada conciencia de la belleza que domina esta escritura. Dejemos de
lado la maravillosa conjunción que ella ostenta entre la emoción poética y la
concepción intelectual. Y atendamos solamente, por un momento, a la
perfección formal de cada una de las líneas en que avanzan los poemas.
Difícilmente llegaremos a considerar esa perfección como derivada del
desgano estético. Ella sería, así supuesta, cuestión del todo milagrosa. Difícil,
por tanto, de ser alcanzada con el solo juicio literario.
Bécquer, umbral del simbolismo

El nombre de Gustavo Adolfo Bécquer aparece en la historia de poesía


española, junto con los de Garcilaso de la Vega y San Juan de Cruz, como el
de aquellos poetas cuyas obras entablan punzante e íntima relación con el
lector. Otros, como Góngora o Quevedo, podrán destellar con mayores
resplandores verbales. O despertar superior hechizo intelectual. Pero no
alcanzarán a llegarnos tan entrañablemente. Sin desconocer el dominio
artístico alcanzado tanto en las Rimas como en las Églogas o en el Cántico,
son la desnudez, la humanísima voz y la sinceridad expresiva lo que
vivamente conmueve en estas obras. Que no cesan de reflejar, a pesar del
tiempo la pasión con que fueron escritas. Son, las tres, piezas de breve
extensión: la suficiente para que no desmaye un instante la atención de quien
sigue sus páginas. Ellas representan, con algunas otras, la pureza esencial del
más hondo y auténtico lirismo español.
Nació Gustavo Adolfo Bécquer en Sevilla en febrero de 1836. Fijaron
así su estampa: "Era un hombre negro. Moreno hasta la exageración, sombrío
hasta la grosería, soñando despierto". Se desempeñó sin mayor brillo como
burócrata, comediógrafo o periodista. Han narrado también sus desdichas
amorosas. Todo lo cual semeja ser verosímil si se recuerda su confesión: "Me
cuesta trabajo saber qué cosas he soñado y cuáles me han sucedido".
Nombres y apellidos germánicos nos insinuarían que su genuina ascendencia
poética fue la de románticos alemanes que en las postrimerías del siglo XVIII
atestiguaron el valimiento de los sueños en nuestras vidas. Se recuerda a
Hölderlin: "El hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando
reflexiona". El linaje nórdico de su poesía nos explica también parte de su
dimensión solitaria. Cuando todos alababan lo pintoresco de Zorrilla, lo
pedestre de Campoamor, el "poco colegio" de Espronceda, la ampulosidad de
Núñez de Arce, él debió medir su distancia de todo aquel mundo de
prosaísmo versificador que, como siempre, contaba con las aclamaciones del
reconocimiento oficial. Se ha pensado, y no faltan razones para ello, que es
difícil en la poesía hispánica ser solamente poeta lírico. Mucho más se
aprecian la dicción esbelta, elocuente u ornamental, que personas a quienes se
tiene Por entendidas o cultas no dejan penosamente de asimilar a la poesía.
Por ello será tal vez que el público, y la mayoría de las veces también los
mismos poetas, no imaginan culminar al verso sino acompañado de aplausos
tras un escenario. Tantas sonoridades y ditirambos no dejarían escuchar en el
Madrid de sus días la profundidad oculta entre la gracia, ligereza,
inmaterialidad de las Rimas. Xavier Villaurrutia dio la imagen sin par de su
retraimiento: "Gustavo alcanzó apenas los 34 años, muriendo en el invierno
madrileño de 1870. Adolfo Bécquer, ostra solitaria que, en un mar de vacío y
entre rocas de ruido, secreta algunos poemas breves y grises, perlas de una
sólida niebla preciosa y de un misterioso oriente lunar".
Tuvo Bécquer entendimiento claro de la poesía y de su propia obra.
Tanto que se sospecha haber sido el mejor crítico de sus poemas. Mucho se
ha citado esa página suya, el prólogo al libro La soledad de su amigo
Augusto Ferrán, en la que estableció notable diferencia: “Hay —escribió—
una poesía magnífica y sonora; una poesía hija de la meditación y el arte, que
se engalana con todas las pompas de la lengua, que se mueve con una
cadenciosa majestad, habla a la imaginación, (...) seduciéndola con su
armonía y su hermosura. Hay otra, natural, breve, seca, que brota del alma
como una chispa eléctrica, que hiere el sentimiento con una palabra y huye, y
desnuda de artificio, desembarazada dentro de una forma libre, despierta, con
una que las toca, las mil ideas que duermen en el océano sin fondo de la
fantasía" .A la primera la llama Bécquer "la poesía de todo el mundo' A la
segunda, "la poesía de los poetas". La primera es como la melodía que se
desarrolla hasta el final. La segunda, un acorde del que apenas ''quedan las
notas vibrando con un zumbido armonioso". Opina Dámaso Alonso que lo
esencial aquí es "la distinción entre la poesía pomposa, adornada,
desarrollada, y la poesía breve, desnuda, desembarazada, (…). Toda nuestra
poesía —no popular— anterior a Bécquer, lo mismo la clásica que la
romántica, pertenecía al primer tipo, y el gran hallazgo, el gran regalo del
autor de las Rimas a la poesía española, consiste en el descubrimiento de esta
nueva manera". La extensión de estas dos citas libera de mayores
explicaciones acerca de la preferencia Bécquer por esa segunda manera. Que
es la suya propia y constituye como dice Alonso, su singular aporte a la
poesía española. Que es lírica interior, desnuda y concentrada, libre de
halagos retóricos, con definido acento de intimidad de que carecía el
romanticismo español. Y para la cual lo exterior no existe sino cuando ha
entrado en la subjetividad del poeta.
Las palabras de Bécquer implican igualmente reprobación del
formalismo, que ha sido y continúa siendo de los vicios mayores de la poesía
hispánica. De ahí que la quiera "desembarazada dentro de un forma libre".
Dejando atrás las hinchadas estrofas de clásicos y románticos y
sustituyéndolas por móviles contornos en los que lo aéreo entra levemente,
sin gravedad, el verso. A la pesadez de las consonantes, que da origen a una
sonoridad vacía, prefirió la evocación melodiosa de la asonancia. A lo
resonante opuso lo cadencioso. A manifestación escueta, la reticencia. A la
descripción, la insinuación. A la línea, el matiz. Después otro poeta diría en
distinta lengua, más o menos: "son más gratos los versos grises /que a lo
Indeciso lo Exacto juntan". Se estaba iniciando el recorrido que llevaría años
más tarde la aspiración de la poesía, entre analogías, correspondencias y
símbolos, a "comunicar sentimientos personales únicos". Y a lograr, como
otro español lo pensó, la precisión de lo impreciso, es decir, de lo inefable.
Con elementos de tal naturaleza Gustavo Adolfo Bécquer iría no sólo a
crear una nueva tradición poética sino a señalar una dirección entre las varias
que con el tiempo dieron nacimiento a la nueva poesía española. No, Bécquer
no es aquel poeta para señoritas que una crítica lacrimosa quiso presentarnos.
Sino un rebelde iluminado que concibió apasionadamente cambiar la
expresión poética. Cambiarla, interiorizándola. No un romántico rezagado
sino el adivinador de una futura estación imaginativa. Convocando lo
invisible, buscó la relación perdida entre vocablo y realidad.
Despierto, sin dejar de soñar, debió advertir en el aire la nueva vibración
que, océano de por medio, había traído a la lírica Edgar Alian Poe. La poesía,
ajena a la Verdad, a la Moral, a la Patria, a la Familia, sus consabidos temas.
Extraña también al infinito número de pobres renglones, acicalados para ser
"versos". Una nueva concepción sobre estas materias comenzaba entonces a
imponerse. La firmeza con que Bécquer expuso su pensamiento contribuyó
esclarecedoramente a consolidarla. Habiendo muerto tan joven, lo
conseguiría, acaso, a través de unos pocos que, en España y en América,
entendieron su actitud. Porque debe decirse que no todos los que han alabado
a Bécquer, aquí o allá, lo han comprendido: entre ellos abundan, por el
contrario, quienes perpetuaron la verbosidad y el fárrago. O, simplemente,
siguieron hasta hoy no sabiendo distinguir entre poesía y literatura.
Si quisiera aludirse con mínimo detenimiento a los jóvenes de entonces
que en América conocieron la lección becqueriana se mencionará en primer
término a quien parece haberla asimilado mejor: José Asunción Silva. En
1871, un año después de la muerte del sevillano, sus amigos hicieron la
primera edición de las Rimas. Según se refiere, la gran fama del poeta, casi
ignorado en vida, comenzó hacia 1876. En 1880 una casa neoyorkina lanzó
aquel volumen de pastas azules y bordes dorados que se rememora de tarde
en tarde. Posiblemente fue ese el tomo de Bécquer que llegó a manos de
Silva, cuando éste contaba 15 años. Acaso no fue suya la más temprana pero
sí la mejor lectura que acá tuvieron las Rimas. Minuciosamente, pensando
todavía en aquello de "idea" y "forma" en poesía, debió repasar muchas veces
estrofas como: "Yo soy el invisible /anillo que sujeta /el mundo de la forma
/al mundo de la idea". El tema de la muerte, predominante en ellas, iría
asimismo a ser suyo. Más de una similitud ofrecen sus dos fugaces vidas, que
además compartieron en la infancia comunes preocupaciones artísticas tal su
afición a la pintura. En los poemas que por primera vez (antes sólo había
publicado su versión de "Las golondrinas" del francés Béranger) se reunieron
de Silva en 1886 en la antología La lira nueva, debida al fervor de José María
Rivas Groot, se muestran visibles las notas de "sencillez expresiva, goce en lo
misterioso y valor de lo sentimental" que un crítico apuntó como
características Bécquer. Luego el verso y la prosa de Silva se beneficiarían de
otras influencias, preferentemente francesas e inglesas, en la orientación
simbolista que aparece sin duda como la más importante del modernismo
hispánico. Quienes en Colombia erróneamente han dicho que fue Silva
simbolista pero no modernista, limitando y confundiendo al modernismo con
la época más exterior y ornamental de la obra de Rubén Darío (la de Prosas
profanas), ignoran, como si fuese poco, la esencial raíz simbolista del mejor
modernismo hispanoamericano. Y ya que se nombra a Darío, no está demás
traer a la memoria la publicación que el nicaragüense hizo en 1887, un año
antes de la de Azul, de unas Rimas. Presentadas en Chile a un concurso, según
la convocatoria del mismo, "de poesías del género sugestivo o insinuante, de
que es tipo el poeta español Gustavo A. Bécquer". Se cuenta que, predilecta,
la lectura de este último se remontaba también a los 15 años de Darío.
Esa pronta conciencia de lo becqueriano pudo abonar en el espíritu de
Silva, hablando sólo de él, su siguiente adoración a Poe y a los simbolistas
franceses. La figura de Gustavo Adolfo Bécquer se nos ofrece así, visionaria,
en el umbral del simbolismo. No ambicionan las presentes líneas decir con
ello nada nuevo. Fragmentos de la "Introducción" a las Rimas, del prólogo a
La soledad de Ferrán y de las Cartas literarias a una mujer asoman como
testimonios de la subterránea fuerza que, por adelantado, de modo quizá
inconsciente, llevaba la simpatía de Bécquer hacia las creencias simbolistas
que después otros sustentarían. Hacia una visión del mundo impregnada de
sueño, de irrealidad y de misterio. La existencia de una escuela simbolista
francesa a fines del siglo diecinueve no implica que sea el simbolismo, como
es ordinario pensarlo, manera originariamente exclusiva de allí.
De tiempo atrás se ha destacado su carácter universal, sin reducirlo a la
irradiación francesa. Poetas de diversas lenguas, en sus comienzos, han
tenido presente ese modelo. Pero como lo reconoce Henri Peyre, un escritor
de ese mismo país, al avanzar luego en su tarea se han liberado de él,
contradiciéndolo inclusive. Un ensayo de José Olivio Jiménez, titulado "La
conciencia del simbolismo en los modernistas hispánicos", es ilustrativo
sobre ello.
Recordemos que Juan Ramón Jiménez, tratando estas cuestiones, intentó
desconocer la prioridad hispanoamericana en la iniciación y desarrollo del
movimiento modernista. Con lo que incurrió, como otras veces, en manifiesta
injusticia. Sin embargo, textos suyos nos aclaran la naturaleza y los posibles
gérmenes del simbolismo. Fue el quien escribió:"... el simbolismo (es) más
gótico y oriental (que el Parnasianismo francés), más medievalista y más
mágico, porque procedía de la mística española (San Juan de la Cruz), la
música alemana y la lírica inglesa del mejor romanticismo, con el
intelectualista sentimental Poe a la cabeza". En otra oportunidad recalcó el
poeta de Moguer: "Que haya simbolismo hoy como ayer en lo íntimo de mi
escritura es natural, ya que soy un andaluz (¿no es igual la poesía arábigo-
andaluza al simbolismo francés?)".Y en su curso de 1953 en Puerto Rico
sobre el modernismo, en consecuencia con lo anterior, dijo de Bécquer
"puente hacia el modernismo": "Bécquer como antecedente necesario: unió la
balada alemana con la poesía popular española (dos elementos ya del
simbolismo). Los poetas arábigo-andaluces del califato de Córdoba eran
también simbolistas".
No resulta entonces extraña la adivinación que tuvo Bécquer, en años de
composición de sus Rimas, de las teorías simbolistas francesas. Ni menos que
pueda considerársele, por el modo de influir su obra en Unamuno, Antonio
Machado o Juan Ramón Jiménez, como el primer poeta moderno de España.
La pasión estrechamente unida al rigor. Ecos suyos siguen escuchándose hoy
en contemporáneos nuestros. Una sola constancia de la modernidad suya es la
preocupación de sus propios poemas sobre ellos mismos. La poesía como
examen de la poesía. Ésta es el motivo de las once primeras Rimas. No
dejamos de entrever en ellas a Gustavo Adolfo Bécquer, soñador lúcido,
recelando severo noche y día tras cada estrofa, línea o palabra suya, "tras una
sombra, tras la hija ardiente de una visión".
Federico García-Lorca

La conmemoración del primer centenario del nacimiento de Federico García-


Lorca da ocasión, una vez más, de exaltar la persona y la creación de un
poeta que no ha dejado de ser referencia continua en gran parte del siglo
XX.Y al decir lo anterior no sólo se está pensando en el orbe hispánico,
porque la figura de Lorca, de poderosa irradiación en los días en que él vivía,
no ha cesado de despertar la mayor sugestión y ser motivo de estudio en
diversos y lejanos países. Acaso no exista en la Poesía española de la centuria
que va finalizando, sin olvidar los valiosos nombres que en ella se destacan,
alguien que como Lorca haya suscitado en mayor grado la admiración y el
interés de los lectores.
Se dirá que a ello han contribuido factores extra-literarios. Ante todo,
haber sido el poeta víctima de atroz asesinato, tan increíble ahora como
cuando fue noticia por el mundo. O, ya ligándose de algún modo a las letras,
de tener su poesía (dejando de lado, en estas líneas, cualquier alusión a sus
bellas piezas teatrales) la representación más viva que por medio de la
palabra, en nuestra época, se haya alcanzado del alma española y de su
pueblo. Así se la ha mirado en medios hispanoamericanos y en los extraños a
nuestra lengua. Esta última Circunstancia, en el juicio acerca de su obra,
inexorablemente se tendrá siempre en cuenta. Más sería presunción descartar
otros argumentos de especie disímil a la de los anteriores, que lleguen a
aducirse para aplicar la atención de las gentes, aún la de aquellas que no
tienen mayor relación con la poesía, hacia el recuerdo y el arte de Lorca.
Estas no se resignarían, como tampoco la crítica, a no tener por cierta
Justificación sin ambigüedades que una vez hizo de sí mismo:"...esta Criatura
que soy yo: poeta de nacimiento y sin poderlo remediar".
Parece que de cualquier manera como se miren los poemas del
granadino la consideración en ellos de su predominante carácter español va a
ser, sin embargo, capital. La vinculación espiritual del poeta con su tierra se
dio en él como quizá sólo en contados casos haya podido ocurrir. Lo
tradicional asoma sin deliberación ni artificio en su palabra. Federico de Onís
puso de presente que la ciudad de Granada, con su profundidad histórica
milenaria, constituía, no como exterioridad, sino por ser en él raíz y esencia,
principio fundamental de la inspiración lorquiana. Granada, "punto de
entrecruzamiento de todas las tradiciones que han hecho a España: sobre el
sustrato de 1o español primitivo, lo romano y lo árabe, lo gallego y lo
castellano, 1o gitano y lo americano", fundidos en ella, más que en ninguna
otra parte, cuando la nación llegó a unificarse.
La atadura del poeta a su región natal no le impedía, por esa misma
esencia y raíz granadinas, reconocer como propio todo el suelo español. El de
Castilla, por ejemplo. Onís mencionó a este propósito una declaración suya:
"Durante mis ausencias de España, cuando me separa de ella la tierra o el
mar, yo concreto mis nostalgias no en mi tierra de Granada, no en la
extensión de los olivos, sino en una mañana de marzo profunda al pie de las
profundas murallas de Ávila. España desde lejos es Castilla". De donde,
siendo Lorca "el escritor de nuestro tiempo más pura y esencialmente
español" (y no se refiere exclusivamente a la generación del 27), dedujo el
ilustre catedrático que era también, por esa misma circunstancia, "el más
difícil de traducir y de entender".
A esas influencias, provenientes del territorio, el paisaje y los hombres
con quienes en el campo o en la ciudad se cruzó a diario, debió Lorca el fluir
constante de su imaginación poética. A ellas se añadirán las que recibió de su
lectura, que se ha presumido exclusiva, de autores españoles. De tal modo su
sensibilidad y su inteligencia se nutrirían poderosamente de lo español, sin
casi conceder lugar a lo que llegare de fuera. Esto se apreció desde su inicial
Libro de poemas, impreso en 1921, todavía con influencias modernistas:
Darío, Rueda, los Machados, Herrera y Reissig. Y continuó manifestándose,
inalterablemente hasta el contacto con la vida norteamericana, en las
sucesivas colecciones de su poesía. De las cuales una, Canciones, mostró en
1924 alguna similitud, no únicamente con lo que fue el ultraísmo y su
adoración de las metáforas, sino con el cosmopolitismo y el divertimiento
que lucían entonces algunas vanguardias europeas. Pero, en Lorca, sin olvidar
un instante el reflejo de lo andaluz. Con ese ademán localista, afincado en su
terruño, se oponía al gesto presumidamente internacional de ultraístas y
futuristas de esos años. En apoyo de Lorca también se asevera, de otra parte,
que su acercamiento a lo Popular representa en España una adhesión al
ejemplo de los clásicos. Andalucismo que se acentúa, con rostro cercano al
de la representaron dramática, en el Poema del cante jondo, comenzado a
escribir hacia 192l.Y culmina, como de todos es sabido, en el que tituló
Primer romancero gitano, de 1928. Volumen en el que avanzó aún más la
aptitud suya para el tratamiento de lo escénico, aun cuando los versos
siguiesen configurándose como poema lírico.
Porque en lo teatral, sin considerar las piezas del género (la mayoría de
las cuales alcanzó a llevar a las tablas), sino aquellas frecuentes
composiciones, muchas veces breves, que son a manera de diálogos, brilló
especialmente el españolismo de su poesía. Luis Cernuda dice que no sólo la
vista, sino los cinco sentidos, intervienen en su obra "tan sensual y tan sentida
en la cual se diría que la inteligencia apenas tiene parte y todo se debe al
instinto y a la intuición". Piensa Cernuda que por ello "muchas veces Lorca
parece un poeta oriental", con la "riqueza de su visión y el artificio, lo
recamado de la expresión y lo exuberante de la emoción". Tal españolismo
mostraba garbosamente requerir fuentes ajenas a las de su propia lengua y
sustancia.
Los comentaristas se preguntan entonces cómo le llegó el ascendiente
para escribir un libro como Poeta en Nueva York en el que asoma, yendo a la
zona oscura e inconsciente de la experiencia poética' su conexión con el
surrealismo francés. Esa excepción, que tampoco aminora la raigambre
española de su obra, pudo quizá darse tanto por la rebeldía innata en él como
por concesión y por intuición del juvenil ambiente artístico de la época, cuya
atmósfera estaba dominada por una general tendencia al irracionalismo. En la
camaradería de la Residencia de Estudiantes de Madrid, antes de 1929, tal
aproximación debió ser estimulada por Luis Buñuel y Salvador Dalí. Quienes
pronto ingresarían oficialmente al movimiento surrealista, del cual el primero
se retiró en 1932 y el segundo, con mayor escándalo, en 1938. Otro tanto
pudo ocurrir con el conocimiento que vino a tener Lorca en aquel tiempo de
los poemas de Juan Larrea, según refiere Cernuda, que le mostraban una
"nueva técnica literaria" y un "nuevo rumbo poético". Debió confrontar así,
ardorosamente, la lucha entre la tiniebla de lo instintivo y la lógica poética.
Pero al regresar del viaje por Estados Unidos y Cuba no tardó en volver,
enriquecido por la experiencia surrealista, a su alta y honda exprés española.
Con la pasión de penetrar en la esencia remota de Andalucía: fue la escritura
de Diván del Tamarit. Contemporánea, para algunos, de su más alabado
Llanto por Ignacio Sánchez Mejías. Iría el Diván a conservarse como última
colección de poemas suyos. Junto con la de los Sonetos del amor oscuro. Sin
saber de otros que, con éstos, pudiesen integrar el proyectado tomo de Jardín
de sonetos.
El nombre de Federico García-Lorca se asoció principalmente en
Hispanoamérica, y de seguro también en su país, al Romancero gitano. Y no
hay que decir cuánto del espíritu y de la presencia de España existe en ese
libro. La imaginaria o real mitología andaluza, la "Andalucía del llanto",
hechiza dando aliento "misterioso, ya desvelado o sonámbulo, a sus páginas.
Que asoman entre las más resplandecientes de cuantas concibió su genio
poético. Pero, a la vez, las que con mayor oportunidad le hicieron incurrir,
acaso inevitablemente, en una suerte de costumbrismo, de popularismo o de
neopopularismo, según quiera llamársele, que muchos han objetado. La
objeción radica principalmente en afirmar que, con el colorido local de sus
romances gitanos, cae Lorca en un pintoresquismo que no le deja ser "un
poeta acorde al tono general de su tiempo". Además, que con ellos "inicia un
retroceso hacia lo estrictamente regional", hacia lo "esotérico granadino", que
correspondería, con riesgo de ser anacrónico, a una etapa de poesía andaluza,
próxima al folclor, que ya había sido superada. Se cita al respecto como
ejemplar el caso anterior de Juan Ramón Jiménez, anhelante de ser "andaluz
universal", en cuyo verso el provincialismo llega depurado. Pero es cierto
que, aun cuando no llegase a superar este carácter provincial, lo andaluz es
manejado por Lorca con discreto rigor, por lo que algunos, sin descartar
también para él ese tratamiento de "andaluz universal", le juzgan además
"andaluz profundo". Y en cuanto a impugnar al poeta su alejamiento de un
"tono general", aparte de ser imprecisable y discutible ese tono, la existencia
de éste no implicaría la obligación de acatarlo so pena de incurrir en fatal
equivocación. En cambio la tacha de costumbrismo rezagado, esa voluntad de
arraigo invencible en la realidad y en la tradición españolas, ha encontrado y
seguramente seguirá encontrando mayor eco. A pesar de la gracia y de la
novedad que personalizan, de manera excepcional, a esos romances.
Los elementos regionales establecen en el Romancero gitano no sólo
vínculo ceñido entre lo popular y lo culto, entre la tradición y la originalidad,
sino, más firme aún, entre el alma del poeta y una concreta realidad histórica
y geográfica: Andalucía. De ahí que en las imitaciones que de aquellos
romances hicieron poetas hispanoamericanos, con la habilidad que creyeron
incluso exhibir, se mostraban enteramente desacordados la forma lorquiana
imitada y el asunto a que aludían. Antes de que fuesen reunidos en un libro,
publicaciones literarias de nuestros países (como la revista Universidad de
Bogotá, quizá mediante envíos de Jorge Zalamea, amigo del poeta) dieron a
conocer algunos de ellos. Muchos jóvenes, y otros que no lo eran tanto,
guardaron, por años, la fascinación con que se les presentaron. Y quisieron
para sus propios poemas, que desde luego fueron también romances, el
lenguaje, las metáforas, cierta disposición escenográfica, el mundo y los
matices que mostraban los de Federico García Lorca. La moda se extendió
rápidamente de norte a sur del continente.
Pudiendo decirse que el arte poético de Lorca (del Romancero,
primordialmente) marcó una época, ya distante, de mucha escritura
hispanoamericana. Leídas ahora aquellas serviles imitaciones constatamos
cómo, en su remedo y falsedad, han envejecido horriblemente recordándonos
la sentencia de Apollinaire: la moda, máscara de la muerte. Al paso que con
la relectura, los romances de Lorca, no importando ocasionales descensos en
lo simplemente ingenioso, siguen mostrando fuerza y vivacidad
incuestionables.
Lo narrativo acompañado de metáforas fue procedimiento de Góngora
que deslumbró a Lorca. Quien heredó de ultraístas y creacionistas el amor a
la imagen poética, pero dando a ésta mayor humanidad, granadino quiso ir
más lejos de aquel ocultamiento de la narración que existe en las estrofas del
cordobés, conservándose ella meramente "como un esqueleto del poema
envuelto en la carne exquisita de las imágenes". Y siguió con precauciones el
ejemplo gongorino. Porque no obstante la admiración por Góngora, que
después fue por Quevedo ("porque Quevedo es España", dijo), logró Lorca la
mezcla de mito y de elemento realista en sus propios romances, lo cual es
verdadera mente hallazgo afortunado. Reclamando como imprescindible la
presencia de dicha fusión, que no consiguieron sus imitadores. Y obtuvo así
mismo que esencias poéticas, y no sólo el lenguaje y las imágenes, fueran al
cabo el dominio de sus poemas. Cuya frecuente atmósfera, si no quiere
repetirse aquello de su "naturaleza mágica", es de incierta turbación
misteriosa. La sensualidad reinó en ellos más que la invocación desnuda a la
inteligencia. Aunque la vigilancia, la cautela, la intuición los escoltaban
celosamente y sin tregua. No fue presunción poeta afirmar del Romancero
que es "un libro donde apenas está expresada Andalucía que se ve, pero
donde está temblando la que no se ve". Tampoco sus imitadores pudieron
transmitirnos la vibración íntima que acompaña a aquel o a cualquier otro
mundo invisible. Por ello el mismo poeta cuidaría de defender esa obra
atribuyéndole, como lo manifestó varias veces, una intención anti-pintoresca
y anti-folclórica. Intención que jamás llegó a acompañar a quienes sin reserva
ni discreción copiaron de Lorca, apenas, los aspectos más exteriores. Como
escribió Pedro Salinas, "la valía del romance lorquiano estriba en haber
convertido lo romancesco en una visión del hombre y su fatalidad, no
declarada por modo intelectual en ideas, sino comunicada en función poética
con ímpetu dramático y virtualidad metaforizante supremos".
A poco de haber muerto el poeta un distinguido crítico colombiano,
cuya simpatía no fue grande por la poética nueva de su tiempo, comprobaría
(y lo comprobaría a su pesar), la enorme influencia y consiguiente prestigio
que venimos comentando. Dijo entonces, perplejo, que la producción de
Federico García Lorca había saldado, de una vez para siempre, la deuda que
la poesía española contrajo con la hispanoamericana por la renovación que a
aquella le había dado, tiempo atrás, Rubén Darío. El concepto lo recogió
favorablemente, de inmediato, algún catedrático estadounidense. Carece de
importancia el aspecto regional que animaba a esta aseveración, pues a nadie
interesa hoy especialmente destacar la nacionalidad ni ocuparse demasiado de
la procedencia, central o periférica, de los creadores literarios de una lengua.
Despejada esta antigualla, quisiera recordarse, aunque acaso sobra, que la
escritura del poeta granadino, tan valiosa, original y alucinante como en
efecto fue, no se propuso, ni tuvo en mente proponérselo, realizar una
transformación de la poesía y la prosa castellanas como la que pudieron llevar
a cabo Darío y otros modernistas en los decenios finales del siglo XXI e
inicios del XX. No querramos dudar, en la actualidad, de que a más de
sesenta años de la desaparición del poeta puedan ordenarse mejor, sin incurrir
en semejantes desvíos y exageraciones, los conceptos acerca de su creación
maravillosa. Sobre la cual no existe aún, infortunadamente, la claridad de
Juicio a que su esplendor la hizo merecedora.
Pero, como desinteresándose de tal incomprensión, el verso de Lorca
sigue gozando, con justicia, del más alto crédito dentro de la Poesía en lengua
española del siglo XX. Algo distinto, que tampoco deberá dejar de anotarse,
es que en gran parte ha perdido su influjo sobre las gentes jóvenes que hoy la
escriben. Una mayor sugestión intelectual del poema, a veces
desdichadamente con sacrificio de toda emoción, se admira ahora, con
frecuencia, en otra clase de poetas. Y sólo de tarde en tarde el acento
comarcal de alguno, que no será de los mejores, deja advertir que no se han
echado del todo al olvido, como materia poética, los viejos localismos.
Es evidente, además, que la poesía de Lorca presenta un sinnúmero de
dificultades en su interpretación. Que pueden tener origen en la particularidad
de su lenguaje: el significado especial que, como es corriente, el poeta daba a
algunas palabras de su predilección. Dijo bien Cernuda que Lorca, poeta
generalmente considerado como popular, es muchas veces poeta hermético.
Con lo cual se relaciona especialmente un complejo uso de símbolos que, de
querer pasar por alto sobre ellos, hace indescifrables no pocos de sus versos.
Ya lo vamos indicando: la crítica sobre la poesía de Lorca, a pesar de ser
abundante, no podrá tomarse siempre como afortunada. Porque debería ella
aclararnos algunas dudas. Como la siguiente: tomando el tan mentado
andalucismo, y así parece natural, por provincialismo o costumbrismo,
¿conlleva esa expresión regional suya, fatalmente, una limitación atribuible a
sus poemas? Esta semeja ser la opinión de muchos. Por lo que la menor
proporción, en su obra poética total, de tal provincialismo o costumbrismo, y
la excelencia que puede haber alcanzado allí mismo su transfiguración
poética, merecerían a su favor aprecio cuidadoso. Pero es más corriente, sin
mayores precisiones, afirmar o negar su sitio entre los grandes poetas de
nuestro tiempo. Esos vacíos han hecho aseverar a José María Aguirre que "el
poeta más estudiado de la literatura española contemporánea es
probablemente el menos correctamente definido". Es el mismo ensayista
español, autor del bello libro Antonio Machado, poeta simbolista, quien da la
eventual clave para, sin estrechez ni excesos, orientar el juicio sobre la poesía
del granadino: "Es posible que Lorca no fuera un gran poeta: es seguro, no
obstante, que Lorca es, por lo menos, un poeta muy importante, mucho más
importante de lo que hasta el momento han conseguido mostrar sus críticos".
DE POESÍA HISPANOAMERICANA
Ramón López Velarde
(México, 1888-1921)

"Color del sombrero negro de Ramón López Velarde".


B. Ortiz de Montellano

En esta hora nocturna, bajo un silencio de piedra, atravesabas, Ramón López


Velarde, las calles de la ciudad. Has visitado el café, los Periódicos, la
política, las conversaciones que envenenan el aire. Ahora, en tu casa, tienes
por lo menos tu soledad, libertad única y solo Premio, que no pide más el
poeta. Mañana regresarás a lo que, en cambio, múltiple, te exige la vida en
medio del afán cotidiano, el abandono en la hostilidad, el vacío. De todos
modos se ha ganado la hora y puedes llegarte a los libros y borradores. Al
lecho y al sueño. El reloj reparte su tic-tac uniforme por la habitación. ¿Qué
escalofrío te hace, de pronto, fijando la mirada en la sombra, roer los
escombros de una antigua marea siempre retornada? ¿Qué abrazo recuerdan
tus brazos y tu beso, por qué boca siente su sequedad, su sed, por qué labios
dulces y oscuros, finalmente húmedos, violentamente pronunciados hacia el
delirio? No debe dormir lejos aquella criatura de languidez y sensual
indolencia, cuyas líneas del rostro no precisas ahora, sino más bien su andar,
el alucinante fuego de su falda y su blusa revolotear, cálido, junto a tu
juventud y sobre tus pensamientos en el atardecer de la calle.
¿Qué hay entre mares y tierras, entre el tiempo antiguo y el futuro, entre
lo conocido y lo desconocido, sino la palabra del hombre? Por ella nacemos y
morimos y con ella nos es permitido dejar testimonio de la zozobra, cuanto
menos visible, más íntima y perdurable. De la palabra es la poesía. Y la
mayor pasión de la poesía es la de ser igual al hombre, exacta en la revelación
de las luces y las sombras que se entrelazan en su conciencia y en su sueño.
¡Tener la lucidez del milagro, crear el relámpago al señalarlo con la palabra!
Hay en tu misteriosa poesía la mayor claridad, luz, resplandor. Tu poesía,
como tu drama, penetra en regiones de tiniebla, pero podías avanzar por las
praderas nocturnas seguro del frenesí, porque luego, en tu claro mundo a so
a., recordar los estremecimientos era, simplemente, nombrarlos.
"Sobre tu capital cada hora vuela "bajo las blancas nubes, inmóviles, de
la primavera perpetua. El cielo glorioso reaviva, como una mirada, la avidez
vasta y sin término de los corazones. Y alimenta claridad del aire una
inmortal adolescencia y placidez voluptuosa. Esta es la región propia de tu
poesía, que conoce, pétalo por pétalo, e florecimiento de púrpura de su
misterio. Aquí las viejas calles hermosas, los muros de violeta del tezontle,
los jardines románticos de álamos y fresnos, la majestad antigua de plazas,
piedra y eternidad juntas. Amas la ciudad y reconoces su cuerpo al tacto, al
lado tuyo, como el de una amante. Te salen al encuentro un enlutado traje de
resucitada y unos guantes negros. Por allí van también las fugitivas de la
provincia, las anónimas muchachas de Morelia y Durango. Tú las miras pasar
"con el limpio daño de la virginidad" y tu sueño, como tu deseo, crece hacia
ellas en adoración nostálgica.
No importan más datos para dibujar tu imagen. Hoy nos queda tu
palabra, imán perpetuo para recordarte, mágico joven eterno de poesía
mexicana. Poco se sabe, pero es cuanto basta saber de tu vida: la levedad de
niño y el color de tu sombrero negro. Así en el aire, y no sobre frágil muro, se
ha de fijar tu retrato.

1956
Xavier Villaurrutia

Como quien intenta aproximarse a un juicio adecuado, podría decirse de


Xavier Villaurrutia (1903-1950) que la música de su poesía pertenece más al
espíritu que a los oídos. El poeta mexicano dejó una excelente obra en verso,
de extraordinaria brevedad, pero que puede, al mismo tiempo, y quizá debido
a tal circunstancia, ser mostrada como ejemplo de madurez y concentración
poéticas poco comunes. La brevedad aludida fue compensada por Xavier
Villaurrutia con diferentes expresiones del talento literario, entre las cuales el
drama, el ensayo y la crítica deben ser mencionados. Dentro de todas estas
manifestaciones se advierte, como nota fundamental, la búsqueda apasionada
de lo esencialmente lírico. Villaurrutia, como otros poetas de nuestra época,
creyó siempre que la poesía no puede limitarse a los versos. Es por eso Por lo
que muchas páginas suyas en prosa, aun aquellas que nos revean, con su
sobriedad característica, a un crítico severo de las letras y las artes, están
llenas de poesía y de silenciosa música.
Debe, entonces, añadirse que Xavier Villaurrutia, a pesar de haber
intentado otros caminos, no pudo jamás ocultar su destino más auténtico, su
destino de poeta, ni limitar la extensión de su poesía. La crítica de la poesía
constituye en él un ejercicio poético y es desde el punto de vista de su fervor
por la poesía como puede interpretarse el conjunto de su obra.
Habiendo nacido en 1903, escribió Xavier Villaurrutia unos pocos
poemas que se recogieron en pequeños libros: Reflejos, 1926; Nostalgia de la
muerte, 1938; Décima muerte, 1941, y Canto a la primavera y otros poemas,
1948. La elaboración de ellos debió de ser tan lenta como apasionada. Cada
vez resulta más evidente el lugar común de que los valores literarios no se
miden por la amplitud sino por la intensidad de su mensaje.

***
De acuerdo con la frase de alguno, "poeta es el hombre que cree en su
genio, y artista el que lo pone en duda". Lo que vale tanto como afirmar que
no en todos los casos resulta suficiente ser dueño de un temperamento
poético sino que, además, es indispensable procurar los medios para no
perderlo. Aquello que apenas es promesa, se frustra fatalmente cuando se
confía a la riqueza de la sensibilidad. Quien es incapaz de discutir su propio
don poético, será todavía más incapaz de expresarlo. Nunca se alcanzará a
ponderar suficientemente la esterilidad de una poesía sin arte.
El prólogo de Villaurrutia a la antología Laurel, en el cual examina el
proceso de la poesía en lengua española a partir del modernismo es,
finalmente, una preciosa página de autocrítica. Se refiere allí a la influencia
de la corriente irracionalista en la contemporánea poesía de España e
Hispanoamérica. Dicha corriente está caracterizada, como es sabido, por la
importancia que concede al mundo de los sueños y al influjo del inconsciente.
Frente a esa tendencia se encuentra la que afirma y reclama la mayor
atención, la profunda conciencia del acto poético. La actitud conciliadora de
la poesía de Xavier Villaurrutia ante estas dos posiciones contrarias queda
definida en estas reveladoras palabras: "Conviene tener presente que, sin
desdeñar la corriente del irracionalismo, antes bien asimilando las nuevas
posibilidades y aportaciones de esta forma de libertad, otros espíritus se
mantienen dentro del sueño— en una vigilia, en una vigilancia constantes".
La intención de la mayoría de los poemas de Xavier Villaurrutia es la de
revelar su oculto espíritu de hombre, sus deseos recónditos, las zozobras del
corazón, las insobornables provincias secretas de un alma inasible. El poeta,
como lo expresó él mismo, lleva dentro de sí, en la oscuridad de su cuerpo,
un mar que lo recorre a tientas, un mar esclavo que no rompe sus riberas,
desolado, que ni siquiera asoma su espuma a los labios; la oreja sigue un
sordo rumor y él debe soportarlo, desde todos los siglos, como un
remordimiento. Las semejanzas que Baudelaire descubría entre el hombre y
el mar conservan un origen misterioso y ha de ser este tema, por su
fascinación y melancolía, uno de los motivos eternos de la poesía universal.

***
Mas no se trata de que el poeta parezca estar conmovido, sino de que
realmente lo esté. De esta manera puede interpretarse la reflexión de alguien
acerca de la necesidad de contener, hasta adelgazarlo, el ancho grito del
romántico. La poesía de Villaurrutia se caracteriza mucho por la repetida
contención de las emociones a través de la claridad de un espíritu. Despierto
y desvelado, este poeta no se dejó sorprender jamás, ni siquiera en el
abandono y en la marea de los sueños, por un primer envite hacia la amplitud,
hacia la desmesura. Se atuvo las más de las veces a la sentencia valéryana de
que, entre dos Palabras, debe escogerse la menor.
No se desdeñó para la creación de su obra la invitación al sueño de los
poetas irracionalistas. Pero una torturante vigilia debió presidir el surgimiento
de cada uno de sus poemas, de uno por uno de sus versos, de una a una de sus
palabras. Hasta un descuido mínimo, desde un punto de vista formal, sería
extraño en su poesía. El siguiente párrafo condensa su conducta poética:
"Pocas veces en América se une un temperamento poético bien dotado a una
cabeza reflexiva, lógica, severa. Confórmame los poetas con el instinto vago
y difuso en el que creen ver un don bastante por sí solo para desarrollar una
obra. Desdeñan o temen las normas del orden y hallan insoportable la
severidad que se opone a su abandono. Por eso en el cielo de nuestra poesía
nos alegramos en mayor grado a la vista de un solo poeta que prefiere el
orden al instinto, que frente a cien hombres de versos que no han salido jamás
de su regalada virtud poética".
En algunos de sus últimos poemas se advierte mayor acercamiento a la
expresión desnuda del deseo humano. Como por mucho tiempo estuvo
reprimida, fue lenta y vacilante la conquista de su libertad. No quiero decir, ni
mucho menos, que Xavier Villaurrutia consiguiera, a través de esa difícil
libertad, renegar de su antigua actitud y darse a una poesía menos elaborada.
Esos poemas también muestran las cicatrices de un proceso intelectual arduo,
más se abandonan deliciosamente al goce de los sentidos. La sensualidad —
dijo él— es una forma de la inteligencia. Pero su sensualidad es reflexiva y
obedece menos al desorden de la pasión que a la seducción de la mente.
Me parece que una preocupación tan irreductible por el imperio de la
más profunda conciencia había de provocar una frialdad forzosa que
conduciría, necesariamente, al escepticismo del poeta frente a la poesía. De
haber Xavier Villaurrutia creído menos en un imposible control absoluto del
intelecto sobre la inspiración, tal vez una parte de su obra se resentiría menos
de una perfección no siempre poética.
La nostalgia de la muerte es uno de los más constantes entre los
agobiadores sentimientos inspirados por la fuerza taciturna que arrastra al
hombre en el mundo. La muerte es el motivo de muchos poemas de Xavier
Villaurrutia, quien presintió a diario ("no hay hora en que yo no muera", dice
uno de sus versos) llegar callando su lívido paso:

"A nada puede compararse un cementerio en la nieve.


¿Qué nombre dar a la blancura sobre lo blanco?
El cielo ha dejado caer insensibles piedras de nieve
Sobre las tumbas.
Y ya no queda sino la nieve sobre la nieve
Como la mano sobre sí misma eternamente posada".

1956
Octavio Paz

¿Cuál es la condición esencial de la poesía de Octavio Paz, el sueño o la


palabra, que el lector de sus versos más fácilmente reconoce? ¿Es el hallazgo
de un lirismo verdadero, es la aproximación al insobornable misterio poético
o, solamente, son la gracia y luminosidad del idioma lo que llaman a la
admiración por la obra de este poeta?
La lectura de los poemas de Octavio Paz nos permite deducir, si nuestra
atención se dirige primeramente a este objeto, una consecuencia importante.
Merece destacarse en estos versos la especial nobleza de su lenguaje poético.
Pocas obras existen que puedan servirnos, como la suya, para mostrar un
ejemplo actual de belleza y claridad del idioma. Llegaría a afirmarse que el
solo resplandor de sus palabras es duradero. Mas, al revés de lo que ocurre en
muchos casos, el equilibrio que las sujeta y su natural correspondencia con la
necesidad de apresarlas no permiten la entrega al exclusivo fulgor del verso.
Entonces, volviendo a la pregunta inicial, podemos decir que en la obra
de Octavio Paz se reconoce el sueño y la palabra, y que es tanto el hallazgo
de un auténtico lirismo como la presencia de un Magnífico idioma poético lo
que justifica el interés por su poesía.

***

A la orilla del mundo (1942), libro del poeta, lleva un epígrafe de


francisco de Quevedo: "Nada me desengaña /el mundo me ha hechizado".
Posteriormente, en un trabajo suyo en prosa titulado Poesía de soledad y
poesía de comunión (1943), se encuentra la tácita explicación de por qué
estas palabras aparecen colocadas en la iniciación de aquel volumen.
Quevedo, poeta esencialmente lúcido acerca del significado de su poesía,
expresa allí, nos dice, una situación satánica. No basta con afirmar, para
poder entenderla, que la conciencia de sí, llevada hasta el último extremo, es
la esencia de la poesía de Quevedo. Estos dos versos nos manifiestan, según
lo muestra Paz, el estado del pecador que se da cuenta de la inexistencia del
mundo que lo encanta y al cual al mismo tiempo se siente enlazado por el
amor. La nota esencial, en la que Octavio Paz halla un anticipo de Baudelaire,
reside en la plena conciencia del mal. Quevedo pretende sustentar la
conciencia del hombre en sí misma, para que ella sola se sacie. Por ello
escribe Paz: "La solución de Quevedo es una solución intelectual y moderna;
se abraza a la muerte, no para recobrar la vida, para salvarse en la vida eterna,
sino como una resignación estoica. Quevedo encuentra en la resignación
estoica una forma severa de la soledad implacable del hombre, a solas con su
conciencia".
Hay resignación estoica en las poesías de A la orilla del mundo, sobre
todo en aquellas que nos revelan, reiterando el drama espiritual antes
descrito, la voz más profunda del poeta. Domina en estos versos una obsesión
de la soledad. Más que un sentimiento de criatura solitaria, es la obsesión de
la conciencia ante sí misma. En esta poesía se pide al hombre ahincadamente
enfrentarse consigo mismo: "Vuelve los ojos hacia tu diario nacimiento".
Todo clama por el conocimiento de sí. El ejercicio mismo de la poesía no se
entiende sino como una manera, acaso la única posible, de penetrar en la
propia conciencia. Este es el sentido del ruego que el poeta formula a la
poesía:

"Llévame solitaria,
llévame entre los sueños,
llévame, madre mía,
despiértame del todo,
unta mis ojos con tu aceite,
para que al conocerte, me conozca".

Fue en el primer manifiesto surrealista donde se abogó por el total


abandono del poeta al sueño, a los tesoros del sueño. El hombre aún no había
caído en cuenta de que sus limitaciones en el dominio de la razón acaso
podría suplirlas aprovechando la oculta riqueza de sus noches. "Yo creo —
dijo Bretón— en la unión futura de estos dos estados, en apariencia tan
contradictorios, que son el sueño y la realidad, en una especie de realidad
absoluta, de superrealidad, si se pudiera decir así. Es a esta conquista a la que
yo voy, seguro de no poder alcanzarla...". Bretón aspiraba a originar la
creación artística al mismo tiempo en el sueño que en las facultades
conscientes, fusionando estos dos estados solamente opuestos en las
apariencias, la vigilia y el sueño, en espera de aquella superrealidad o
realidad absoluta.
El ejercicio de la imaginación, tal como lo han proclamado y practicado
los poetas españoles e hispanoamericanos, no coincide, salvo raras
excepciones, con la creencia en la fuerza todopoderosa de lo onírico.
Al proclamar el fundamental aspecto imaginativo del arte moderno, una
declaración, si así puede llamarse, de la Revista El Hijo Pródigo (la que, junto
con Taller, sirvió de expresión al grupo al cual Pertenece Octavio Paz), dijo
así: "...los frutos de la imaginación poseen más realidad de la que supone la
gente apegada a la realidad, a una realidad sórdida y, por lo demás, bastante
irreal, pues está mutilada por sus limitaciones y desfigurada por sus
prejuicios... El arte, por medio de la imaginación creadora, expresa los
deseos, los sueños, los instintos de un hombre o de una sociedad. Y al
expresar esos instintos o esos sueños los hace más claros y lúcidos, los
muestra a plena luz. El arte invita al hombre a vivir sus sueños, no en el
reposo y la sombra, sino bajo la luz del sol. La poesía es una invitación a la
rebelión y, por tanto, no una fuga de la realidad, sino un deseo de
transformarla en algo menos estúpido y mecánico, en algo más libre e
individual. La poesía no niega la realidad: al mostrarnos los sueños y los
instintos, intenta convertir la realidad en el sueño que sueña y no se atreve a
cumplir".
La obra de Octavio Paz es uno de los más claros ejemplos de que, en el
ansia de revelar al hombre, un mayor rigor para consigo mismo se exige al
poeta, quien no puede renunciar, en esa decisión, ni a la conciencia ni al
sueño.
El título de otro libro de versos de Paz, Libertad bajo palabra (1949),
explica por sí solo a la poesía como manifestación de la libertad del hombre.
La poesía es el acto en el cual el ser humano expresa, desarrolla su libertad. Y
acaso la sola libertad posible se otorgue al hombre en forma de palabra
poética.
En Semillas para un himno (1954) el poeta logra la liberación de su
poesía reconquistando, en primer término, la libertad de la palabra. O sea su
originalidad propia, su fuerza primera, su pluralidad de significados, su
inicial gracia encandiladora. Reconquista de la palabra, desnuda y virginal,
sin las limitaciones a que la reducen la prosa y la conversación. La palabra
vuelve a su naturaleza pura y recobra sus valores sonoros, plásticos,
significativos y, a través de ellos, su completa expresividad:

"Una espiga es todo el trigo


Una pluma un pájaro vivo y cantando
Un hombre de carne es un hombre de sueño
La verdad no se parte
El trueno proclama los hechos del relámpago
Una mujer soñada encarna siempre en una forma amada
El árbol dormido pronuncia verdes oráculos
El agua habla sin cesar y nunca se repite
En la balanza de unos párpados el sueño no pesa
En la balanza de una lengua que delira
Una lengua de mujer que dice sí a la vida
El ave del paraíso abre las alas".

Las imágenes se suceden aquí con el frenesí de algo que no quisiera


interrumpirse: la danza. Ritmo e imagen guardan más de secreta relación
estrecha: "Dejar el pensamiento en libertad, divagar —dice Paz—, es regresar
al ritmo; las razones se transforman en correspondencias, los silogismos en
analogías y la marcha intelectual en fluir de imágenes..., la creación poética
consiste, en buena parte, en esta voluntaria utilización del ritmo como agente
de seducción... La frase o «idea poética» no precede al ritmo, ni éste a
aquélla. Ambos son la misma cosa. En el verso ya late la frase y su posible
significación".
***

En un volumen admirable, El arco y la lira (1956), Octavio Paz estudia


varios temas sobre la poesía.
¿Cómo entiende Paz el fenómeno de la inspiración? La creación de la
poesía ha sido para él, según se ha dicho ya, el ejercicio de la libertad
humana. La inspiración es el desarrollo de esa libertad, la cual radica en la
capacidad que el hombre tiene de trascenderse, es decir, de ser otro.
Recordemos "la incurable otredad que padece lo uno", de que nos hablaba
Antonio Machado. El hombre no es algo inmóvil ni estático. En cada palabra
suya, en cada gesto, es otro y el mismo. La "otredad" está en su naturaleza
misma y es inseparable de su ser. De ahí que Paz señale las dificultades en
que han incurrido, al explicar la creación poética, teóricos de la misma tan
iluminados como Novalis y Bretón. Su dificultad, nos explica Paz, radica en
concebir al hombre como dueño de una naturaleza de la que extrae sus
palabras, o de la cual, por el contrario, brotan ellas en especiales
circunstancias. Paz cree en la inspiración como expresión de la "otredad" del
hombre. Ella no está en nuestro interior ni en nuestro pasado, sino adelante:
"es algo (o mejor: alguien) que nos llama a ser nosotros mismos. Y ese
alguien es nuestro ser mismo". Lo distintivo del hombre es su posibilidad que
tiene de ser "otro". Somos temporalidad y perpetua mutación y nos
realizamos cuando somos "otro". Las palabras son uno de los medios de que
nos valemos para ser "otro": "La inspiración es esa voz extraña que saca al
hombre de sí mismo para ser todo lo que es, todo lo que desea: otro cuerpo,
otro ser. La voz del deseo es la voz misma del ser, porque el ser no es sino
deseo de ser... La inspiración es lanzarse a ser, sí, pero también y sobre todo
es recordar y volver a ser. Volver al ser... En su primer movimiento, la
inspiración es aquello por lo cual dejamos de ser nosotros; en su segundo
movimiento, este salir de nosotros es un ser nosotros más totalmente".
La inspiración, dice Paz, se manifiesta a través de las imágenes. Poetizar
es imaginar. El poeta es creador de imágenes y, por tanto, "varón de deseos".
La poesía es deseo, es "hambre de realidad". ¿Cuál será, entonces, el fin
último de la imagen? Al reunir o acercar realidades opuestas, unifica la
diversidad del mundo. Y, lo que es más importante, elimina la contradicción
entre objeto y sujeto. El poeta se empeña en verificar la correspondencia de
los contrarios. Paz cita las palabras de Bretón: "la véritable existence est
aitteurs" y nos dice cómo, para romper el dualismo sujeto-objeto (o sea, para
suprimir lo que llamamos "realidad"), el creador del surrealismo acudió a las
ideas de Freud, explicando lo poético como revelación del inconsciente,
aunque "Bretón siempre tuvo presente la insuficiencia de la explicación
psicológica de la inspiración y aun en sus momentos de mayor a adhesión a
las ideas de Freud cuidó de reiterar que la inspiración era fenómeno
inexplicable por el psicoanálisis".
Así, si el lenguaje de la poesía ha sido entendido como lenguaje de las
imágenes, se comprende cómo en la época moderna la imagen deba ser el
centro solar del poema.
Para Paz, como para otros poetas, "un poema no tiene más sentido que
sus imágenes... La imagen no es medio; sustentada en sí misma, ella es su
sentido... La imagen se explica a sí misma". En el poema "...sus imágenes no
nos llevan a otra cosa, como ocurre con la prosa, sino que nos enfrentan a una
realidad concreta... La manera propia de comunicación de la imagen no es la
transmisión conceptual. La imagen no explica: invita a recrearla, a revivirla".
Machado, como lo recuerda Paz, decía que el poema no representa, sino
presenta. Por ello, una misma cosa puede decirse de muy diferentes maneras
en prosa, pero de una sola en poesía. Aquí los vocablos son únicos, son
solamente ellos, irremplazables. En poesía, el vocablo deja de ser un
instrumento, un útil. Se trata, en primera instancia, de regresar el lenguaje, a
través de la imagen, a su naturaleza original. La imagen devuelve a la palabra
sus valores plásticos, sonoros, afectivos y significativos. Es decir, la imagen
recobra para la palabra su condición original, o sea la posibilidad de
significar varias cosas a la vez. En el segundo momento, el lenguaje cesa de
ser ese conjunto, que por tal se entiende, de signos significantes: "los diversos
significados de una palabra se actualizan en las frases del poema". El poema,
en esta forma, trasciende el lenguaje.

***
Otro tema que preocupa a Octavio Paz corresponde al título ya citado de
Poesía de soledad y poesía de comunión.
El poeta —dice Paz— es el desterrado de la sociedad contemporánea y
de allí que pueda hablarse de la clandestinidad de la poesía moderna. El culto
de la poesía respira un aire de conspiración, secreto y nocturno. Su rito se
cumple en pasajes subterráneos y en soledad absoluta. Todo ello mueve a Paz
a formular esta afirmación, que exasperará a algunos: "Esto no es una
metáfora: la poesía no existe para la burguesía ni para las masas
contemporáneas". Pero, asimismo, se tiene la esperanza de que la poesía
moderna, nacida de la soledad, sea poesía de comunión. El poeta, condenado
al destierro, adivina que en el punto extremo de su soledad termina su
condena. Porque allí, explica, donde parece que no hay nadie, surge el otro,
surgen todos. Como la poesía moderna corresponde, además, a una situación
que afecta a todos, el canto solitario puede llegar, un día, a ser palabra común
a todos los hombres.
Este tema corresponde al desarrollo de tesis surrealistas. Paz las estudia
con inteligencia apasionada. Analiza el programa surrealista de transformar la
vida en poesía para operar una revolución definitiva sobre los espíritus y la
vida social, hallándolo similar al programa romántico de Federico Schlegel.
Éste decía: "La poesía romántica... debe mezclar y fundir poesía y prosa,
inspiración y crítica, poesía natural y poesía artificial, vivificar y socializar la
poesía, hacer poética la vida y la sociedad, poetizar el espíritu..." Recuerda
cómo Novalis intentaba convertir a la sociedad en comunidad poética, en
poema viviente, en la que colectivamente grupos humanos producirían
poesía. Los surrealistas, al igual que los románticos, atacan los conceptos de
objeto y sujeto. Y las ideas de la inspiración, como manifestación del
inconsciente y de la creación colectiva de poemas, implican no sólo la
socialización de la creación poética, sino aún más: "Vivir poesía es ser
poemas, ser imágenes. El surrealismo no se propone tanto la creación de
poemas como la transformación de los hombres en poemas vivientes".
¿Pero es válida, por lo menos en los años presentes, la tentativa
surrealista que así quiere negar la creación de las obras poéticas,
disolviéndolas, a través de la pretendida socialización de la inspiración, la
vida y la acción colectivas? ¿Podemos pensar en el poema sin creador? No
podrá existirlo, en mucho tiempo, y a Octavio Paz, que estado tan cerca del
grupo surrealista francés y ha compartido, sustentándose en el triángulo
libertad-amor-poesía, algunas de sus singulares tentativas, debemos estas
palabras:"...independientemente de lo que reserve el porvenir a este grupo y a
sus ideas, es evidente que la soledad sigue siendo la nota predominante de la
poesía actual. La escritura automática... no está al alcance de los hombres. La
poesía no ha encarnado en la historia, la experiencia poética es un estado de
excepción y el único camino que le queda al poeta es el antiguo de la
creación de poemas, cuadros y novelas".
El arco y la lira es teoría de la poesía. La poesía de Octavio como una
importante porción de la lírica moderna, es también teoría de la poesía:
revelación del hombre sobre sí mismo. Teoría de la poesía y de su poesía.
Este admirable trabajo en prosa multiplica la obra poética suya, aclarando a
muchos su significado y evolución. Se comprende con cuánto interés se
camina por sus páginas, rigurosas en su necesaria precisión y desbordantes de
belleza permanente. Esta obra nos demuestra, en la plenitud de su mediodía,
que no se opone a la vocación poética, sino, por el contrario, le confiere un
significado, la asistencia del espíritu reflexivo.
No debe ser extraño, en nuestro tiempo, el caso de un poeta como
Octavio Paz, que en forma tan decidida se enfrenta al conocimiento de la
poesía. No debe serlo, porque si en algún modo el hombre contemporáneo ha
ganado algo, es en lo que respecta a la esperanza de una mejor concentración
de su espíritu sobre sí mismo. En esta aspiración, ningún otro análisis puede
ser tan fecundo como el de la experiencia poética. El día en que conozcamos
un poco mejor, en su vasto misterio y desolación, el oculto intento de la
poesía, habremos avanzado unos pasos hacia la revelación de nuestro ser más
profundo y verdadero.

1956

***
La poesía de Octavio Paz se afianza definitivamente dentro de lo que él
mismo ha llegado a calificar como la tradición más auténtica de la poesía
moderna: la tradición de la ruptura. A simple vista, los dos términos de esta
fórmula chocan entre sí. Tenemos por costumbre asimilar tradición a
permanencia y ruptura a derrumbe de toda continuidad. Sin embargo, ha
existido en arte la tradición de que en él se debe inventar permanentemente.
La historia de la poesía se nos presenta como una fértil sucesión de cambios,
unidos por secretos o inconscientes lazos, a través de los cuales se ha hecho
visible esta voluntad de romper para crear.
Acaso el poeta voluntariamente no asume siempre una actitud que sitúe
su obra en oposición a los modelos del pasado, sino que existe algo de veras
fatal en esta situación. El poema, como invención hombre, es nuevo y distinto
todos los días. La imaginación, que ya de tiempo atrás se la considera como
el impulso que orienta al poeta, lo mueve irresistiblemente hacia la novedad.
Se arguye que, al librarse de la repetición, alguno cree con exceso en su
propia originalidad. Ya sabemos que este sueño de lo nuevo y lo original
pertenece muchas veces a un mundo ilusorio: la invención es a menudo
reinvención, hallazgo imprevisto con el pasado. Pero no importa que al poeta
lo engañen en ocasiones las máscaras de la mutación. Lo que interesa señalar
es que su producción debe ser inseparable de la aventura. Octavio Paz, alerta
entre pocos a esta lección, es un convencido de la poesía como movimiento
perpetuo.
En un texto anterior de Octavio Paz, Signos en rotación (1965), se lee
que, contra la opinión corriente de que la poesía moderna es poema de la
poesía, desde Una temporada en el infierno de Rimbaud "nuestros grandes
poetas han hecho de la negación de la poesía forma más alta de la poesía: sus
poemas son crítica de la experiencia poética, crítica del lenguaje y el
significado, crítica del poema mismo". El hecho a que se refiere Paz parece
concentrarse en la concepción de la poesía como postura crítica ante el
lenguaje. El poeta, al hablar de las cosas, utiliza palabras que no se limitan a
designarlas, a otorgarles un significado, sino que, por su atracción poderosa
sobre las otras voces que las acompañan, son capaces, por sí solas, de
constituir una fuerza como de imanación o encantamiento. El lenguaje que
emplea el poeta no es, por ello, aquel que usualmente conviene a las
necesidades del trato social, sino uno que intenta terminar con esas
significaciones inmediatas y que, en desarrollo de su feroz intento, llega a la
vez a destruirse y a recrearse. Más aún: a destruir y a re las realidades.
Crítica del lenguaje y de su sentido convencional es, en uno de los
aspectos más dignos de ser destacados, el poema Blanco, de Octavio Paz, que
acaba de publicarse en rara edición orientada hacia la comprensión visual de
las páginas, los signos, los espacios. Este poema, de acuerdo con las
particularidades tipográficas que le son propias, puede ser leído de varias
maneras, o sea que tiene diversas significaciones. Ello concuerda con una
verdad que Paz ha sintetizado así: "Cada lector es otro poeta; cada poema,
otro poema". De modo que si el poema, en algún momento, parte del silencio
o de lo blanco para llegar al silencio o lo blanco, negando así toda acepción a
las palabras, aspira también, en otros instantes, a tener tantos sentidos como
lectores Igualmente el silencio y lo blanco pueden decir tanto como las
palabras. En alguna parte intenta Paz la abolición del entendimiento, la
destrucción del lenguaje. Esto parece ser evidentemente mallarmeano, como
las restantes obsesiones por la vacuidad, el silencio, la página, el espacio, lo
blanco. Paz ha reconocido que "si algún poeta del pasado reciente es nuestro
precursor, nuestro maestro y nuestro contemporáneo, ese poeta es Mallarmé".
Paz oscila entre suprimir el significado, como Mallarmé, o ir a la búsqueda de
la significación. Finalmente, habrá de entender al poema en esta última
necesidad, pero afirmando que "no es poeta aquel que no haya sentido la
tentación de destruir el lenguaje o de crear otro, aquel que no haya
experimentado la fascinación de la no significación y la no menos aterradora
de la significación indecible".
Podría entonces pensarse que Blanco corresponde a una forma de Poesía
experimental, pero más exacto sería afirmar que es, en el mejor sentido de la
expresión, poema crítico. Así llama el mismo Paz a Un golpe de dados de
Mallarmé: poema que lleva en sí su propia negación y que hace de ella su
punto de partida. Pero Blanco no es sólo eso, sino que constituye, por la
densidad y reverberación de su lenguaje, una de las más perfectas creaciones
verbales de la poesía contemporánea. Su intención es también la de
presentarnos las simultáneas visiones de lo real, un parpadeo de luces que se
encienden y apagan en ese espacio estrellado: la página. Poesía en
movimiento, blanco ofrece el movimiento de la realidad. Hace unos años,
Paz decía: los tigres beben sueño en esos ojos"; esa imagen de embeleso ante
una mirada se modifica hoy para darnos lo que hay también en ella de
movedizas llamas, de apariciones y desapariciones, de rápidos
deslumbramientos: "ojo jaguar en espesura de pestañas". Mundo en rotación,
poema que apasionadamente persigue reflejar el incesante torbellino de la
realidad. Al mostrárnoslo, Octavio Paz está al mismo tiempo renovando, en
actitud y palabra, la poesía de nuestra lengua.

1968
Borges en su poética

Entre los escritores contemporáneos de lengua española, uno de los mejor


estudiados es acaso el argentino Jorge Luis Borges. Por lo menos deberíamos
señalar, entre los volúmenes que se le han consagrado, los de Rafael
Gutiérrez Girardot, Alicia Jurado, Ana María Barrenechea y el reciente de
Guillermo Sucre, los cuales, algunos con menor difusión que otros,
constituyen esfuerzos valiosos y logrados por dar a su obra, desde diversas
perspectivas, el relieve que merece. La poesía y la prosa de Borges, hasta
hace unos años admiración pocos, son hoy ampliamente conocidas, no sólo
en nuestros países sino en círculos extranjeros a cuyos idiomas se las ha
traducido.
Existe un primer aspecto de referencia forzosa al mencionar a Borges.
Es el del mayor interés que los lectores muestren por una de las tres
manifestaciones principales en las que se ha concretado su creación: la
poesía, el ensayo o el cuento. Cada cual podrá elegir una de ellas de acuerdo
con su particular preferencia. El último de géneros parece ser el que los
comentaristas indican como más representativo del genio literario de Borges.
En sus cuentos, piensan, es donde convergen mejor esas raras virtudes suyas
de la originalidad, la lucidez, la perfección, la transparencia y la imaginación.
Sus narraciones parecen compendiar, al mismo tiempo, la capacidad
metafísica y el instinto poético. Recuerdo la opinión de Raimundo Lida: "El
poeta Borges, a veces áspero y desigual, el ensayista Borges, generalmente
fragmentario, el crítico Borges, que solía atraer demasiado sobre sí mismo la
mirada del lector en vez de dirigirla hacia los libros que comentaba, se han
fundido y concentrado en el cuentista Borges, Borges más admirable hasta
ahora". Hace unos años, cuando se escribía el anterior juicio, llegó a pensarse
que el silencio del poeta se compensaba ampliamente, aventajándosele, en las
apariciones del narrador. Alguien, sin embargo, no dejó de observar que el
conocimiento de su poesía era imperioso para comprender mejor a Borges
escritor y hombre.
En las historias de Borges es cauteloso, pero innegable, cierto tono
emocional que les comunica, con secreta evidencia, un sentido poético. Hay
en ellas, asimismo, una inclinación hacia el mundo de la inteligencia. Se ha
exagerado esta última nota hasta llegar a deducir una frialdad, un predominio
abusivo de los juegos mentales y de los recursos del estilo. El propio Borges,
en declaraciones reiteradas, ha contribuido a que se le crea haber vivido y
escrito dentro de una ominosa atmósfera libresca: "Vida y muerte han faltado
a mi vida", pocas cosas me han ocurrido y muchas he leído", "en el decurso
de una vida consagrada menos a vivir que a leer", "estoy podrido de
literatura", etcétera. A través de estas frases no resulta difícil entender la
nostalgia de Borges por algunas formas de vida, aun las más perversas, que
de otra manera no acertaríamos a explicarnos. Muchos de sus relatos no
ocultan fascinación por una mitología de matones. Alicia Jurado habla de "la
secta del cuchillo y del coraje que Borges no puede admirar con la razón,
pero que atrae alguna zona irracional de su compleja psicología". Recuerda
igualmente una página del Evaristo Carriego en la que Borges, sin duda por
personal experiencia, confiesa la misión del tango en dar a quien lo escucha
la certidumbre de haber sido valiente.
Esa emoción casi oculta en sus cuentos, que nace muchas veces de la
certeza en la fugacidad humana y en el misterio y sin sentido del universo, se
expresa en su poesía en forma más directa. Los poemas de Borges, desde
Fervor de Buenos Aires, de 1923, resultan por eso "sencillos" en
comparación con sus textos en prosa. Se habla de que en más de un tema, de
un aspecto, de un lenguaje pronto a la ternura, la poesía de Borges,
especialmente en su primera época, está predispuesta a la expresión
sentimental. Las sombras de la infancia, el sueño y la familia alimentan la
gracia que su ciudad le ofrece en semblantes a la vez humildes y esenciales.
Porque es cierto que Borges, enamorado de la escondida belleza de calles y
suburbios, no se limita a nombrarlos en un testimonio de afecto, sino que
quiere penetrar hasta las entrañas en el descubrimiento de elementos que
ignorada y profundamente determinan la vida nacional. Una resonancia
espiritual de lo argentino se ha advertido en sus poemas, no tanto por uso de
palabras como por intuición de una sustancia última.
Porque este escritor, que en su país ha sido censurado de desdeñar cierto
nacionalismo, no disimula la verdad de su existencia en haberla llevado
permanentemente compenetrada con el vivir argentino. Ello, a pesar de
temporal ausencia física en su juventud o de trato predilecto, en los libros,
con diversas culturas. Recuérdese aquel verso en el que habla de que sus años
europeos son ilusorios: Yo he estado siempre (y estaré) en Buenos Aires".
Algunas veces no debió Borges ocultar tristeza por su destino, al creerse
desconocido o abandonado en sitio de un continente no sólo baldío sino
remoto aquel en que se acreditan los nombres literarios. En medio de esta
pesadumbre, que nos es dado suponer, Borges entendió la razón ese destino
en la contemplación de su país, que desde entonces acompaña, atemperada
por una visión simultánea de lo universal. Joven, vuelto de Europa, declaró:
"Creo que nuestros poetas no de acallar la esencia de anhelar de su alma y la
dolorida y gustosísima tierra criolla donde discurren sus días. Creo que
deberían nuestros versos tener sabor de patria".
Pudo haber sido semejante la experiencia suya a la atribuida por él a
Evaristo Carriego, poeta de los finales modernistas, cuya alma fue la familiar
y lacrimosa del arrabal de Buenos Aires. La circunstancias de ser Carriego
figura modesta al lado de Borges no invalida esta conjetura. Tampoco el
hecho de que la plenitud de la vida la soñarse Carriego, con avidez pesarosa,
apenas a través de la gesta de D' Artagnan en Dumas. No importan éstas y
otras diferencias: lo que no es imposible sospechar es el punto en que
coinciden ambas iluminación. Carriego, presume Borges, pretendía que la
vida sólo estaba en Francia, en su pasado de gloriosos aceros, y que a él
escasamente le había tocado el siglo XX en un suburbio sudamericano: "En
esa cavilación estaba Carriego cuando algo sucedió. Un rasguido de laboriosa
guitarra, la despareja hilera de casas bajas vistas por la ventana... algo,
cualquier cosa. Algo que no podremos recuperar, algo cuyo sentido sabemos
pero no cuya forma, algo cotidiano y trivial y no percibido hasta entonces,
que reveló a Carriego que el universo (que se da entero en cada instante, en
cualquier lugar...) también estaba ahí, en el mero presente, en Palermo, en
1904. Entrad, que también aquí están los dioses, dijo Heráclito de Éfeso a las
personas que lo hallaron calentándose en la cocina".
En algún momento de su juventud, en mitad de las supersticiones
ultraístas o de las pesquisas del expresionismo alemán, Borges (podemos
igualmente imaginar) debió sentir la corazonada de que le era dado percibir el
universo en la madeja de las cosas más recatadas y próximas. Su poesía, al
tiempo que reflejó lo inmediato entrañable, iba hacia una desusada búsqueda
de lo espiritual y confiaba a la inteligencia el poder de dilucidar la emoción.
La realidad, como lo consignan algunos, aparece luego incorporada en su
poesía dentro de una dimensión en que ya no es posible reconocerla sino
como metáfora o símbolo.
En su ensayo sobre Borges el poeta, en donde se quiere sobre todo
indagar acerca de su espíritu poético, Guillermo Sucre observa que si bien en
esta época otros poetas de nuestro idioma han realizado obra en la que se
manifiesta mayor impulso creador, caracteriza a Borges "la autenticidad del
acto poético, su meditación también ante ese acto; el gesto y la lucidez para
esclarecerlo". De allí se deriva ese rechazo de Borges hacia aquella noción
del poeta que no se somete a una disciplina rigurosa, que no cree en la obra
de arte profundamente buscada e intencional. La inspiración la concibe como
el resultado de una larga paciencia. Borges no pertenece a esa familia de
artistas para quienes lo desconocido puede explicar gran parte de su creación:
ésta es el fruto del trabajo, que domina y hace posibles las presencias
enigmáticas. Borges rechaza la teoría Ion que mira al poeta como "una cosa
liviana, alada y sagrada, que nada puede componer hasta estar inspirado, que
es como si dijéramos loco". El poeta, para él, no es sólo el creador de un
lenguaje, sino el creador responsable y consciente de cada una de sus
palabras. Lo piensa además como sacerdote, como asceta, "casi como mártir".
A este tipo de poetas sacerdotales lo define, según Guillermo Sucre, "tanto la
inteligencia como la supremacía que asigna a lo verbal; pero lo verbal que
supone toda una metafísica: la tentativa por alcanzar «la palabra del
universo», por cifrar el mundo en un libro". Aunque, como lo indica este
diáfano crítico de la poesía borgiana, tal tentativa se presenta en ella con el
escepticismo propio de su lucidez: "Borges sabe que no puede expresar el
universo sino tan sólo aludirlo, mencionarlo". Por eso, de preferencia, Borges
no afirma, sino supone; no niega, sino sugiere alternativas; huye la
aseveración terminante con la esperanza de hallar, al término de las dudas, la
verdad de sí mismo:

Yo solicito de mi verso que no me contradiga, y es mucho.


Que no sea persistencia de hermosura, pero sí de certeza
espiritual.
Yo solicito de mi verso que los caminos y la soledad lo atestigüen.

Sin embargo, el ultraísmo, sobre el cual escribió en su momento varios


textos definidores, no dejó marcadas huellas en la propia obra de Borges. La
persuasión de que la poesía es enteramente imagen, con preferencia por un
tono lírico-humorístico, no llegó a satisfacerle del todo. Participó de la
devoción por las asociaciones inusitadas sin desconocer los riesgos: "Siempre
fui novelero de metáforas, pero solicitando fuese notorio en ellas antes lo
eficaz que lo insólito". Otros son los signos considerables de sus libros
juveniles: el encuentro, ante todo, de una esencia espiritual en su
comunicación con las cosas inmediatas. Del ultraísmo, del que fue también
uno de sus iniciadores, quizá le sedujo el aire renovador que traía a las letras
españolas peninsulares, todavía no salidas del desconcierto que les llevó la
estética rubeniana. Debió, como nos lo insinúa, recelar de su vistosa energía.
El ultraísmo era la exaltación de la frase, del alarde ingenioso. Borges
aspiraba a algo distinto, de veras comunicativo y sustancial. En el ultraísmo
se daban las imágenes vanguardistas entresacadas principalmente del
dinamismo de la vida moderna. Borges, aparte, elucidó desde entonces la
intención de la poesía en un punzante indagar acerca del hombre:

Aquí otra vez, los labios memorables, único y semejante a vosotros.


Soy esa torpe intensidad que es un alma.
He persistido en la aproximación de la dicha y en la privanza del
dolor.
He atravesado el mar.
He practicado muchas tierras; he visto una mujer y dos o tres
hombres.
He querido a una niña altiva y blanca y de una hispánica quietud.
He visto un arrabal infinito donde se cumple una insaciada
inmortalidad de ponientes.
He mirado unos campos donde la carne viva de una guitarra fue
dolorosa.
He paladeado numerosas palabras.
Creo profundamente que eso es todo y que ni veré ni ejecutaré
cosas nuevas.
Creo que mis jornadas y mis noches
se igualan en pobreza y en riqueza a las de Dios y a las de todos
los hombres.

Este poema, "Mi vida entera", pertenece al segundo libro de Poesía de


Borges, Luna de enfrente, publicado en 1925. Al mencionarlo, como podría
también hacerse con otros de esos años, quisiera poner de presente (aunque
me doy cuenta de lo desmedido de la expresión) que no existe en realidad esa
diferencia tan palmaria que se ha establecido entre dos épocas de su poesía.
La primera, reunida en los dos volúmenes antes nombrados, y en el que, en
1929, lleva el título de Cuaderno San Martin. La segunda, representada por
las composiciones escritas con posterioridad, las cuales se leen en las varias
ediciones de sus Poemas, la primera de 1954, y en El hacedor, de 1960.
Algunos insisten en que esa segunda época se definiría por un creciente deseo
de lograr la trasparencia de sí mismo, rehuyendo la fatuidad de la imagen por
sí misma y desnudando a la metáfora de su precaria resolución de ser
original. Si bien Guillermo Sucre se refiere a dos épocas, por la desemejanza
entre ellas de lenguaje y formas, no sólo reconoce "la continuidad de una
misma meditación poética", sino que aclara: "No faltan quienes lo sostengan,
y quizá el mismo Borges lo crea también así. Pero esa división no nos parece
ajustada a lo esencial. El temple poético de Borges no ha cambiado
radicalmente. La elementalidad que vemos prevalecer en sus últimos poemas
es también el eco y la resonancia —aunque con más depuración–– de los
poemas de juventud".
Varios aspectos, invariables en los poemas de la juventud y de madurez,
considera Guillermo Sucre en su estudio sobre la poesía de Borges.
Mencionaré únicamente tres de ellos. Primero, el tono hablado o coloquial:
Borges continúa en nuestra poesía un esfuerzo, iniciado en el modernismo
por Darío y continuado luego por poetas como Ramón López Velarde, que
partiendo del idioma de la conversación tiende a elevarlo hacia una
dimensión poética; el lenguaje de la poesía abandona entonces su lastre
artificial y declamatorio, asumiendo, enriquecido de significación, el habla
corriente. Segundo, la tendencia meditativa: estos poemas, que rehuyen el
énfasis y la altisonancia, parecen muchas veces, cavilando entre imágenes,
ser monólogos en los que la confesión y la nostalgia traslucen con pudorosa
intensidad un purgatorio de vacilaciones y melancolías. Tercero, el
deliberado prosaísmo: como consecuencia del acento de la conversación y de
la duda, el poema no quiere ceder a las exigencias del consabido lenguaje
poético, que reclama el uso exclusivo de vocablos y fórmulas consagrados
por la tradición, sino que busca, en "una suerte de arte combinatorio donde lo
lírico se mezcle con lo narrativo y aun con lo explicativo", el mayor poder de
expresión de la poesía. Dice Guillermo Sucre que Borges abre así nuevas
perspectivas a la poesía hispánica, junto a poetas contemporáneos que
participan de esta tentativa, como Luis Cernuda, César Vallejo u Octavio Paz.
Si a alguien se le pidiese un ejemplo de la poesía de Borges, escogería
tal vez Mateo XXV, 30, no porque los rasgos anteriores puedan en él ser
simultánea y suficientemente considerados, sino por la notable revelación que
nos da acerca de su destino poético, sin desechar el propio descontento (no
sabemos si suscitado en la humildad o en la ambición) por la manera como lo
ha servido:

El primer puente de Constitución y a mis pies


fragor de trenes que tejían laberintos de hierro.
Humo y silbidos escalaban la noche,
que de golpe fue el Juicio Universal. Desde el invisible horizonte
y desde el centro de mi ser, una voz infinita
dijo estas cosas (estas cosas, no estas palabras,
que son mi pobre traducción temporal de una sola palabra):

—Estrellas, pan, bibliotecas orientales y occidentales,


naipes, tableros de ajedrez, galerías, claraboyas y sótanos.
Un cuerpo humano para andar por la tierra,
uñas que crecen en la noche, en la muerte,
sombra que olvida, atareados espejos que multiplican,
declives de la música, la más dócil de las formas del tiempo,
fronteras del Brasil y del Uruguay, caballos y mañanas,
una pesa de bronce y un ejemplar de la Saga de Grettir,
álgebra y fuego, la carga de Junín en tu sangre,
días más populosos que Balzac, el olor de la madreselva,
amor y víspera de amor y recuerdos intolerables,
el sueño como un tesoro enterrado, el dadivoso azar
y la memoria, que el hombre no mira sin vértigo,
todo eso te fue dado, y también
el antiguo alimento de los héroes:
la falsía, la derrota, la humillación.
En vano te hemos prodigado el océano,
en vano el sol, que vieron los maravillados ojos de Whitman,
has gastado los años y te han gastado, y todavía no has escrito el
poema.

Es verosímil pensar que el mismo Borges ha hecho creer en dos etapas


distintas de su poesía al pronunciarse, a partir de cierto momento, contra el
frenesí de lo novedoso en las metáforas. Podemos estar de acuerdo en que el
poeta de la madurez no se entusiasma tanto por ellas como el poeta de la
juventud. Sin embargo, deberíamos recordar que en el Borges ultraísta las
imágenes llevan un gesto, desde luego tan premeditado, pero casi siempre
más hondo que el de aquellas de sus compañeros: es esa profundidad la que, a
la vez que lo aleja del ultraísmo, va a simplificarle la frase poética. Quisiera
aducir que no existe, entonces, esa ruptura; aunque formas y lenguaje ríen,
porque en verdad el designio de su poesía ha sido, antes y ahora,
esencialmente significativo. Tal dirección, capaz de acrecentar e palabra su
virtud de hallazgo, comunicación y sugerencia, la Borges en sus primeros
poemas y la ha prolongado hasta en los últimos. Ello da validez al aserto de
que, desde Fervor de Buenos Aires hasta las composiciones recientes, en la
poesía de Borges se observa una constante de depuración y espiritualidad.
Se mencionan algunos escritos en los que Borges rechaza su inicial
exaltación de las metáforas raras, sorprendentes o extravagantes. Ya de 1933
es el ensayo sobre "Las kenningar" de la poesía nórdica, nebulosas alusiones
de los escaldos hacia el año mil, por las cuales se ha interesado igualmente en
nuestros días el poeta cubano José Lezama Lima. En La metáfora evoca el
pensamiento aristotélico de que ésta surge de una intuición de analogía entre
cosas disímiles; existen, por lo demás, algunas afinidades necesarias como
sueño y muerte, mujer y flor, ríos y vidas, combinadas desde las primeras
literaturas y cuyas posibilidades de mención siguen siendo aún ilimitadas.
Según "La busca de Averroes", el fin del poema no es el asombro: el poeta
está más interesado en descubrir que en inventar. En una conferencia sobre el
novelista norteamericano Nathaniel Hawthorne confirma tal pensamiento,
con una variante: "Es quizá un error suponer que puedan inventarse
metáforas. Las verdaderas, las que formulan íntimas conexiones entre una
imagen y otra, han existido siempre; las que aún podemos inventar son las
falsas, las que no vale la pena inventar".
En otro texto de Borges, menos conocido que los anteriores, es todavía
más concluyente su animadversión por la oscuridad en las metáforas. Me
refiero a la conversación que, en 1962, tuvo por tema a Leopoldo Lugones.
Allí recuerda que, en el prólogo del Lunario sentimental, Lugones propuso
tres innovaciones para la poesía: métrica, de rima y de imágenes nuevas.
Lugones se lanzó, en sus poemas, a fraguarlas. Quince años más tarde los
ultraístas argentinos, que en ese momento creían desdeñar a Lugones,
imitaron, sin embargo aquel deseo suyo de la extrañeza y proliferación de las
imágenes. Las palabras de Borges vienen a reconocer que, en tal afán,
Lugones y los ultraístas se equivocaron: "Creo que hay pocas metáforas
esenciales, unas pocas metáforas que manifiestan las afinidades esenciales de
las cosas, y que la función del poeta es repetirlas con una leve novedad. No
creo que podamos hacer otra cosa... No sé si los poetas podemos inventar
otras metáforas. Podemos simular que las inventamos, pero sólo lograremos
un momentáneo estupor con ello". Irónicamente, añade: "Recuerdo lo que me
dijo un amigo mío a quien yo le leí un poema que creía asombroso; me dijo:
«No soy partidario del susto en literatura». El susto realmente es una emoción
que dura poco y es triste querer intimidar o sorprender a los lectores. El poeta
debe buscar algo más importante. Debe, no diré persuadir, sino conmover.
Además, no debe decir cosas asombrosas; debe decir cosas que sean sentidas
por el lector como verdaderas".
Este reconocimiento de las limitaciones de todo poeta compenetra
decididamente con el juicio último de Borges sobre poesía. Ella, nos ha
dicho, es "inmortal y pobre". Inmortalidad y pobreza de la poesía: apenas una
ráfaga de adoración ante aquello que nos sigue siendo impenetrable.

1970

***

Al releer ahora los poemas de Jorge Luis Borges en el volumen Obra


poética, no es difícil comprobar la persistencia de una estética a veces
recelosa de sí misma. Ella va insinuándose desde el joven poeta que hacia
1923 recogió sus composiciones primeras en Fervor de Buenos Aires,
saludado entonces por juicios como los de Alfonso Reyes y Enrique Diez
Cañedo, vaticinadores de la dimensión ni del escritor, hasta mostrarse con
más definidos rasgos en el consagrado autor de Elogio de la sombra, de 1969,
libro con el que se cierra conjunto de poesías a que nos referimos.
Debe sin duda admirarse la continuidad en el largo y no extenso
desarrollo de su poesía. Por amplias temporadas el poeta Borges permaneció
silencioso y se pensaba, como antes he dicho, que las formas de la prosa,
especialmente en el cuento y en el ensayo, eran no sólo las que mejor lo
representaban, sino también aquellas en las los dones del creador literario
podían advertírsele con plenitud incomparable. El poeta Borges pasó así a ser
figura reconocida, pero a la que no se mencionaba tanto como al Borges
cuentista o ensayista. Se discutía apenas si aquel primer libro o Luna de
enfrente, de 1925, ilustraba mejor la actitud ultraísta, en parte criatura suya,
de la que había proclamado uno de los manifiestos más difundidos. Después
de 1929, con Cuaderno San Martín, parecía haber enmudecido su verso.
Solamente unos pocos poemas escribió luego en un vasto trecho. Mientras
tanto se celebraban la novedad y sabiduría de su prosa. Los cuentos de El
Aleph, entre otros, se señalaron como la mejor fusión y concentración de su
fantasía y de su inteligencia.
La persistencia o continuidad a que aludimos no es debida únicamente a
la obsesión por algunos temas que él mismo destaca, sino a la forma como los
desarrolla. Materias suyas son "Buenos Aires, el culto de los mayores, la
germanística, la contradicción del tiempo que pasa y de la identidad que
perdura". Como él mismo lo dice, a los espejos, laberintos y espadas
anteriores añade, a partir de Elogio de la sombra, la vejez y la ética. El
tratamiento de ésos y demás asuntos, si se atiende a unas líneas del prólogo
de ese libro en las que se niega como poseedor de una estética, indica que las
por él llamadas "astucias" son precisamente parte de ella: eludir los
sinónimos, argentinismos, arcaísmos y neologismos, preferir las palabras
habituales a las asombrosas, simular incertidumbres. Sí, todo ello, pero
sabiendo además que estas normas no son obligatorias. Borges ha tenido el
talento de la flexibilidad, y su estética, de la que descree como de cualquiera
otra o de las escuelas literarias y sus dogmas, no constituye por tanto una
limitación sino un estímulo. Una de las virtudes de esta estética es la de no
dejar conocer la suma de sus recursos y movimientos.
Al imprimirse nuevamente en 1969 los poemas de Fervor de Buenos
Aires con el texto que recoge la edición madrileña que comentamos, las
modificaciones que introdujo en ellos son tan importantes que arrancaron a
Borges la declaración de, a causa de las mismas, no haber tenido que
reescribir enteramente el libro: "He mitigado sus excesos barrocos, he limado
asperezas, he tachado sensiblerías y vaguedades". A esos excesos barrocos de
ayer, sobre todo en lo que toca a las metáforas, cuya fortuita capacidad de
dejar perplejo al lector es uno de los defectos de que más abomina hoy
Borges, los recuerda con maliciosa indulgencia: "Como los de 1969, los
jóvenes de 1923 eran tímidos. Temerosos de una íntima pobreza, trataban
como ahora de escamotearla bajo inocentes novedades ruidosas". La
corrección en que se empeñó Borges fue la de eliminar tales novedades
simplemente ruidosas en la versión definitiva de los poemas. Llegó así a su
certeza espiritual. Está lejana ya la época que rememora cuando invoca la
lectura juvenil de Joyce:

Fuimos el imagismo, el cubismo,


los conventículos y sectas
que las crédulas universidades veneran.
Inventamos la falta de puntuación,
la omisión de mayúsculas,
las estrofas en forma de paloma
de los bibliotecarios de Alejandría.
Ceniza, la labor de nuestras manos
y un fuego ardiente nuestra fe.

Entre las rectificaciones hechas, las que acaso eran más previsibles son
las de cambiar los exclusivos términos argentinos por las correspondientes y
válidas voces castellanas. Con esta variación la palabra adquiere evidente
eficacia y puede escuchársela en un ámbito más extenso. La expresión, que
pierde su incierto color local, se acerca mejor a los distantes lectores. El
buscado carácter mitológico de la ciudad de Buenos Aires no merma
dimensión por el hecho de que el lenguaje con que se le delate no sea el que
forzosamente va de boca en boca en sus calles. Borges, sin eliminarlo del
todo y consciente de sus posibilidades creadoras, restringe a convenientes
límites el habla coloquial. La poesía gana con ello mayor entendimiento, lo
que de ninguna manera es motivo de deterioro o menosprecio.
La supresión de algunos versos la ha realizado Borges con acierto
asimismo indudable. Las tachaduras logran que desaparezcan ciertas
imprecisiones que ahora nos es dado apreciar. No todas ellas merecerían
fatalmente nuestra poco significante aprobación. Por ejemplo, lamentamos la
de un verso cuyo poder definitorio no es menor al de los restantes de aquella
vehemencia contenida que se encierra en "Mi vida entera": "Soy esa torpe
intensidad que es un alma". Pero en general lo borrado contribuye a destacar
los elementos poéticos que pensamos más perdurables. El sacrificio de
algunos versos, la mutilación de fragmentos y aun la eliminación, en los tres
primeros libros, de varias composiciones, todo lo cual suponemos no debe
haberse realizado con la íntima indiferencia del autor, despoja de cualquier
sospecha de vanidad al rigor con que se expresan la poesía y el pensamiento
poético de Borges.
Al término de este esfuerzo por llegar a una forma justa en la que
conviven armoniosamente el origen en esencia mágico de la palabra y la
transparencia, propiedad y donaire con que se la traza, Borges resume una
trayectoria que es la suya: "Es curiosa la suerte del escritor. Al principio es
barroco, vanidosamente barroco, y al cabo de los años puede lograr, si son
favorables los astros, no la sencillez, que no es nada, sino la modesta y
secreta complejidad". Ese barroquismo inicial —de su prosa, de su verso— es
una de las maneras de ser moderno con que soñó la juventud del poeta: el
ultraísmo, las metáforas raras, lo insólito. El sentido de la proporción y la
necesidad de ser verdaderamente expresivo darían desde entonces base a su
esperanza. Al bullicio que desde fuera llamaba para que se le celebrara, sabía
oponer el gozo en lo íntimo, la proximidad de una laboriosa revelación. Hoy
Borges, al referirse a la totalidad de su obra, declara haber estado "más cerca
del modernismo que de las sectas ulteriores que su corrupción engendró y
que ahora lo niegan". En el prólogo de El oro de los tigres, de 1972, nuevo
volumen que no alcanzó a ser incluido en la colección de poemas a que
venimos remitiéndonos, su confesión su aún más tajante: "Descreo de las
escuelas literarias, que juzgo simulacros didácticos para simplificar lo que
enseñan, pero si me obligaran a declarar de dónde proceden mis versos, diría
que del modernismo, esa gran libertad, que renovó las muchas literaturas
cuyo instrumento común es el castellano y que llegó, por cierto, hasta
España".
El modernismo del cual ha podido estar más cerca la poesía de Borges,
como por diversas razones parece tan natural como evidente, es el de
Leopoldo Lugones, cuya imprevista muerte ocurrió en 1938. A él ha
dedicado no sólo los más queridos de sus libros, El Hacedor, de 1960, y El
otro, el mismo, de 1967, sino, a lo largo de su vida, conferencias, ensayos y
hasta un curso en universidad norteamericana.
Desde cuando, en el liceo de Suiza, el joven poeta pretendía a novedad
al definir la luna, "con una suerte de estudiosa pena /agotaba modestas
variaciones, /bajo el vivo temor de que Lugones y hubiera usado el ámbar o
la arena". Lugones pudo igualmente insinuarle, con algunos de sus cuentos
fantásticos, la oposición que narrativa de Borges ha practicado al tradicional
realismo hispánico También procede de Lugones su aserción de que la
melodía es la esencia del poema, o sea el modo como se corresponden la
emoción y el sonido del verso. Lugones, el modernismo y el idioma en que se
entiende con los compatriotas atan su destino fatalmente, un poco a pesar
suyo, a España y a la lengua castellana. Porque, aclara, lo "exaltan otras
músicas más íntimas": la lírica inglesa y la alemana. La pasión argentina es
otra cosa: engendra la raíz de su alma (porque le acusan de un europeísmo
que, si bien entendemos, no resulta diferente a una manera de ser de Buenos
Aires). La España que admira no es la del lucimiento sino otra, silenciosa,
desgarrada y cálida, que a ratos pueden olvidar porque inexorablemente está
con él. El modernismo que acoge en Lugones es, desde luego, el de una
maravillosa aventura verbal.
De la poesía de Lugones le apartan la vistosa técnica, los derroches de
virtuosismo, la suma sapiencia en que no dejaba de incurrir el gran amigo y
discípulo de Darío. Borges ha sabido comprender que "el defecto de Lugones
es la falta de intimidad... (porque) le faltó la inocencia, la despreocupación de
Rubén Darío". Borges, no obstante ser un poeta de extraordinaria destreza,
que a todo momento expresar con perfección lo que quiere decir, no elude,
moderando el esplendor, la ternura de una confidencia ni la familiaridad de
un acento. Sabe asimismo, en un extremo, que sólo hacer sentir no satisface
al poema. Tampoco es suya, en el otro, la intención que experimentan ahora
algunos seguidores, de una poesía de helados ejercicios intelectuales,
sugerida quizá por continuas referencias suyas al mundo de la cultura, pero a
cuyo triste campo de razonamiento o de erudición Borges nunca ha intentado
llevarnos. Mairena nos recordaba, hace años, que el intelecto no ha cantado
jamás, ni es esa su misión, aunque tampoco llegase a concebir poesía sin
ideas. Guardando el equilibrio de este juicio se encuentran las mejores
composiciones de Borges. Ni brasa ni nieve, sino dinamismo esencial del
ritmo poético. Sonámbula o lúcida, pero siempre sensible, toda poesía es
inseparable de lenguaje y vida. La obra de Borges viene a darnos otro alto
ejemplo de ello y de que, como convencido su autor de la suficiencia de la
palabra, no incurre del todo en exageración quien, admirándola, piense que
en el poema puede cifrarse el misterio del universo.

1972

*Otra versión de este poema figura en el volumen Obra poética de Alianza Emecé,
Madrid,1972.
**Alianza Editorial, S.A., Madrid, 1972
Lezama Lima

A José Manuel Rivas Sacconi

La obra total de José Lezama Lima parecería obedecer primordialmente al


impulso de ahondar en la infinitud de lo poético. Con frecuencia otros
escritores han mantenido también esta pretensión llenan a diario muchas
páginas acerca de la poesía. En Lezama Lima tal afán llegó a ser
obsesionante. Poeta de la poesía, se hizo crítico para pensar más en ella y
novelista para desarrollar con mayor amplitud su atmósfera. Pero no se trata
sólo, en este último caso, de invadir nuevos territorios con la magia del
poema. Lo que le preocupa entonces, a pesar de la narración, es contemplar a
espacio, en el fluir de las invenciones y los mitos, ese instante en que la
poesía llega a ser sorprendida y aislada para de inmediato sumergirse, ajena,
en el resto del mundo. Un libro suyo de poemas se llama La fijeza. La
dolorosa avidez del poeta pretende una posesión quimérica: la poesía, no
obstante su realidad y solidez, es inasible. Otro título la nombra Enemigo
rumor y nos explica: "Se convierte a sí misma, la poesía, en una sustancia tan
real, y tan devoradora, que la encontramos en todas las presencias. Y no es el
flotar, no es la poesía en la luz impresionista, sino la realización de un cuerpo
que se constituye en enemigo y desde nos mira. Pero cada paso, dentro de esa
enemistad, provoca estela o comunicación inefable".
El acoso de la poesía como extrañeza y seducción simultáneas ha
insinuado la alusión de algunas nociones que, si no enteramente nuevas,
adquieren en su pensamiento un cariz personal. La poesía, sabemos, es
aproximación hacia la existencia verdadera y vertiginosa de lo desconocido.
La criatura humana avanza a su encuentro buscando en la metáfora las
asociaciones que le permitan establecer una relación entre su alrededor y lo
que está más allá de las apariencias. La poesía: luz sobre los seres y las cosas.
Ya Baudelaire meditaba en que ningún objeto tiene realidad propia. Aunque
no se derive forzosamente de su catolicismo, es posible pensar que la poesía
de Lezama Lima se fundamenta en cierta concepción mística del universo y
corresponde además, en alguna manera, a la antigua creencia de que acaso el
cosmos nació en forma espiritual, de modo que cuanto de materia ha existido
en él, después es símbolo o reflejo de aquella perdida espiritualidad. La
poesía, iluminándolas, nos restituye las presencias invisibles.
¿Cómo llegar a apresar, siquiera en una ráfaga huidiza, la deslumbrante
sustancia de esa luz? Lezama Lima ha levantado una de las mayores
construcciones verbales de nuestro tiempo. Me refiero, en primer término, a
su novela Paradiso, larga y asombrosa navegación por esa niñez que se
eterniza en el hombre, sin olvidar las imágenes de su verso. Se le llama, por
eso, barroco, para dar alguna denominación a la magnífica riqueza, pero,
sobre todo, a la complejidad de su lenguaje. "Será la pervivencia del barroco
poético español —ha escrito— las posibilidades siempre contemporáneas del
rayo metafórico de Góngora envuelto por la noche oscura de San Juan". Se
dice que es cabal su conocimiento del poeta cordobés y decidida su
predilección por él y por los culteranos menores. Con luciente y laborioso
idioma ha horadado el fondo de la vida criolla cubana, descubriéndonosla a
unos y recuperándola para otros. Desde luego, sus propios poemas son por
naturaleza enigmáticos y las reservas que ofrecen son algo que mueve nuestra
simpatía sin que a veces deje de suscitar disgusto. Lo último puede también
ocurrir con más de uno de sus procedimientos novelísticos, que los críticos
encuentran equivocados o anacrónicos. Sin embargo, todas esas
argumentaciones llegan a carecer de importancia si se considera que la obra
suya da testimonio, como pocas, de la plena realización de un destino
poético. Su expresión no ha surgido clara ni oscura, sino misteriosamente
lúcida de sí mismo: "Apesadumbrado fantasma de nadas conjeturales, el
nació dentro de la poesía siente el peso de su irreal, su otra irrealidad,
continuo
El poeta que hacia 1950, en la revista Orígenes, ejercía ya inteligente
magisterio sobre los jóvenes escritores cubanos, comenzó, en estos dos o tres
últimos años, a ser mencionado con devoción e sectores hispanoamericanos y
españoles. Se habla de versiones de su novela a otras lenguas y quizá logre
conservarse en ellas, lo que parece difícil, el singular derroche de una dicción
tan suya en suntuosidad, vocablos, giros, sintaxis, música, respiración.
¿Llegarán a celebrarse de igual manera sus poemas? El conocimiento de
Paradiso servirá indudablemente para penetrar en su órbita. Mas aparte de la
mayor difusión que, no obstante sus dificultades, puede alcanzar aquélla, es
legítimo suponer que para éstos no se pretenderá jamás curso semejante.
Desde uno de sus primeros poemas, "Muerte de Narciso" (1937), la poesía de
José Lezama Lima muestra características que la alejan la comprensión
corriente: un resplandor frío, un existir volcado so re los libros, una pasión
imaginativa que incesantemente delira:

Dánae teje el tiempo dorado por el Nilo,


envolviendo los labios que pasaban
entre labios y vuelos desligados.
La mano o el labio o el pájaro nevaban.
Era el círculo en nieve que se abría.
Mano era sin sangre la seda que borraba
la perfección que muere de rodillas
La blancura seda es ascendiendo en labio derramada,
abre un olvido en las islas, espadas y pestañas vienen
a entregar el sueño, a rendir espejo en litoral de tierra y roca
impura.
Húmedos labios no en la concha que busca recto hilo,
esclavos del perfil y del velamen secos el aire muerden
al tornasol que cambia su sonido en rubio tornasol de cal salada,
busca en lo rubio espejo de la muerte, concha del sonido.
Si atraviesa el espejo hierven las aguas que agitan el oído.
Si se sienta en su borde o en su frente el centurión pulsa en su
costado.
Si declama penetran en la mirada y se fruncen las letras en el
sueño.
Ola de aire envuelve secreto albino, piel arponeada
que coloreado espejo sombra es del recuerdo y minuto del silencio.
Ya traspasa blancura recto sinfín en llamas secas y hojas
lloviznadas.
Chorro de abejas increadas muerden la estela, pídenle el costado.
Así el espejo averiguó callado, así Narciso en pleamar fugó sin
alas.

Debe tenerse la obra de José Lezama Lima como una de las creaciones
en las que la imagen poética, devoradora del mundo como él la piensa, ha
descifrado más intensamente, para nuestra gozosa comprensión, secretas
esencias del espíritu hispanoamericano.

1971

*A ello ha contribuido especialmente la publícació11 mexicana en 1968 de Paradiso, por


Ediciones Era, posterior a la de Ediciones Unión, La Habana, 1966, que círculo en forma
bastante limitada. Y también la antología de su prosa y verso en Arca, Montevideo, 1968, la
cual reproduce el contenido de un volumen anterior hecho en Cuba
Cardoza y Aragón

"Joven sagitario, armado de agudas, certeras flechas que lanzaba al cielo de


lo imposible para herir en lo inexplorado, desde su temprana aparición en las
letras Luis Cardoza y Aragón se destacó por una decidida voluntad de
novedad". Con estas palabras se inicia un breve texto luminoso en el que
Xavier Villaurrutia definía la esencial condición poética de la prosa y verso
de este notable escritor. La obra de Cardoza y Aragón, desde la juvenil de
Luna Park y Maelstrom hasta la más reciente, sus poemas, sus ensayos, su
crítica, confluyen inevitablemente hacia una "incontenible poesía". Versión
del mundo esencialmente metafórica: "Realidad metáfora del lenguaje /llamo
a la luna sol y es de día". El mundo es una metáfora del lenguaje, discurría
Mallarmé. De tiempo atrás alguien pensaba que el mejor trabajo de la
clemente poética se establece, a través del vocablo, en el descubrimiento o
fabulación de la realidad. Por ello sabemos que la poesía, demostrándolo o
así cuantos intentos se han frustrado por desvirtuar su naturaleza, es creación
de la palabra. Nada en el poema es ajeno a ella. Sin eludir las circunstancias
que lo rodean, acosado por el arrebato de lo exterior o por las emociones
personales, su ser pertenece por entero a la lengua. Visibles o abstractas, las
representaciones de la imagen poética aparecen ante todo como exaltación
verbal.
Acaso no esté por demás reiterar lo anterior. Ya Dionisio Halicarnaso,
hace 2.000 años, pensó en el lenguaje como "algo externo a la pasión o a la
idea que en él se manifiesta y que puede trabajarse aparte y tener belleza
propia independiente del pensamiento". Insistamos entonces en este aspecto
con alusión a una poesía como la de Cardoza y Aragón en la que se han
señalado virtudes que, si nunca ajenas, llegarían a tomarse a la ligera como
superiores o siquiera marginales al papel con que, material y físicamente,
participa en ella la palabra. Se habla, con preferencia, de su descollante
ejemplo dentro de la expresión surrealista en lengua española, de su
capacidad de vigilarse dentro del universo onírico, de la seducción
vertiginosa de sus sueños, de la sorprendente forma como en él se alía la
exactitud al delirio y de su amor, en fin, a la experimentación y a la
invención. Todo lo cual ha sido posible precisamente por una no disimulada
exploración del lenguaje. Siendo el intento que el poeta se propone el de
trascender las restricciones de la palabra, es inseparable de él este buceo que
algunos, por incomprensión o por soberbia, se resisten a confesar.
Xavier Villaurrutia menciona, en aquella ocasión, la manera de Cardoza
y Aragón de "encontrarse y encontrar imágenes inéditas... la irresistible
tentación del espíritu y de los sentidos y el abandono a las influencias más
seductoras de la poesía moderna... la riqueza de su temperamento rico y ético,
contradictorio y desesperado, siempre vibrante... dispuesto siempre a una
nueva aventura...". "Cuando algún día —escribe allí Villaurrutia— estudien
el carácter de la poesía hispanoamericana y la poderosa nueva corriente de
irracionalismo que la recorre, se verá que este poeta ha hecho valiosas
exploraciones, atrevidos sondajes, y que se ha anticipado a otros poetas a
quienes la fama ha coronado con más voluble prisa que estricta justicia". Y
así se lo representa: "Sagitario sonámbulo disparando, con los ojos abiertos y
cerrados del dormido despierto, lluvia de flechas que descubren blancos
impensados".
La publicación de los dos primeros libros de Cardoza y Aragón, Luna
Park en 1923 y Maelstrom en 1926, coincidió con las tendencias
predominantes de las "literaturas de vanguardia" posteriores a la primera
guerra mundial. Los jóvenes advertían el desarrollo de la poesía en una
inclinación que se insinuaba cada vez más en lo oscuro, lo ingenioso, lo
misterioso, lo extraordinario o lo simplemente raro. En pocos períodos de la
historia literaria se ha manifestado tan violenta, como entonces, la intención
de ruptura con artistas y escritores del pasado. A todos los "ismos" surgidos
en esos años los impulsa tumultuosamente la negación de los modelos
anteriores. En Hispanoamérica y España se coincide ante todo en el rechazo a
los escritores del modernismo, de inspiración parnasiana o simbolista.
Niño casi, como nos lo narra en un capítulo de sus Dibujos de ciego,
viajó solo desde su Antigua natal, ensimismada entre ruinas y crepúsculos, a
París. El deslumbramiento ha tenido que ser enorme. Me pregunto, sin
embargo, si en verdad estuvo alguna vez ausente de su país. Porque como
Rafael Landívar en el poema suyo, que sin duda es también él mismo, se fue
sin partir y sin volver volvió:"Se empinan los reyes en Palenque /para verte
llegar, viajero inmóvil". El amor a Guatemala estará siempre unido, en su
vida y en su obra, a una ternura infinita y a un relámpago sin tregua.
Aprendimos a querer como nuestro a ese pueblo a través de las transparentes
y turbadoras páginas de Guatemala las líneas de su mano. Noche y volcán,
luces y sombras se entrecruzan en el sagrado dominio del Popol Vuh. El
raudo y verdinegro plumaje de los quetzales invade el cielo de este paraíso
mitológico. Y es también tierra dolorosa, contra la que se han ensañado
muchas injusticias, de permanente convulsión política y a cuyas luchas
difícilmente habría podido ser extraño un escritor tan compenetrado con su
destino.
Durante su permanencia en Francia e Italia, especialmente, Cardoza y
Aragón no sólo conoció las tendencias que irrumpían en las letras y el arte
europeos de esos años, sino que se relacionó personalmente con muchos de
sus protagonistas. Bretón, Eluard, Artaud, Tzara son, entre otros, sus amigos
surrealistas. El prólogo de Maelstrom, de Ramón Gómez de la Serna,
comienza reafirmando, una vez más, la necesidad de cambiar no solamente la
poesía sino también la vida, el hombre, la Creación entera: "Todo lo que sea
desollar el mundo, revolverle, mostrarle tumefacto para despertar su
verdadera idea, me parece muy bien. En Cardoza y Aragón se ve la vida
revuelta, en líneas cruzadas, sin ese suplicio de la línea recta que hay que
abolir. Se aburre la imaginación con una sola imagen. ¡Pasan tantos tranvías!
Hay que fumigar la naturaleza con imágenes nuevas". La imagen
poética, se pensaba además, debe encerrar considerable carga de arbitrariedad
y de sorpresa: no de otra manera logrará el hallazgo de una extrañeza virgen e
imprevisible.
El poeta joven vivió aquella primera etapa heroica en la que el
surrealismo, "hijo del frenesí y de la sombra", proclama una gran revolución
poética basada en la revolución íntima del hombre y de sus relaciones con el
universo. El surrealismo, no obstante las reservas que sugieran algunas de sus
prácticas, nos ha de quedar indicado como una de las mayores rebeldías del
espíritu humano. En ningún tiempo el hombre, soñador definitivo, ha soñado
tanto en la poesía: de ahí que haya llegado a pensarse, con Marcel Raymond,
que la poesía moderna es más una especulación o es más un mito que una
realidad histórica. Es verdad que, por ejemplo, el surrealismo creyó con
excesiva benevolencia en las virtudes de la escritura automática y en los
instrumentos del azar. Pero el hecho de haberse propuesto problemas de tan
difícil solución para nuestro estado actual de prisioneros de todos los
convencionalismos, de haber arrasado muchas telarañas y entrevisto,
alucinado, el camino hacia una realidad que imaginamos más auténtica, nos
demuestra la validez de su esfuerzo. Y se sueña también entonces, como
Cardoza y Aragón, en la libertad total del hombre dentro de la esperanza de
un orden social idealmente libre: "Que mundo tan hermoso /engendra mi
deseo".
Pero Cardoza y Aragón vio alejarse de sus propias ambiciones legítimas,
de sus ambiciones de poeta y de escritor de estas tierras, al surrealismo
francés. Ello coincide con un movimiento general de la Vanguardia
hispanoamericana que, después de haber mantenido devoción primera por lo
europeo, vuelve su mirada hacia todo lo que deriva de nuestro espacio
original. "La conmoción del surrealismo ––dijo— encierra para mí mayor
interés que su obra. Su influjo es su obra mejor". Es cierto: la vigencia
surrealista más considerable es la de una poética que hizo posible una nueva
y rica visión de la existencia y de la realidad, transformando la vida en
poesía. Recuerdo haberle oído hablar hace años sobre la declinación del
surrealismo en esta parte del continente. Sigue viva, afirmaba entonces, una
tendencia de los que aprovechan sus enseñanzas, su audacia expresiva, los
hallazgos del irracionalismo, el sueño, pero dentro de una extremada
vigilancia. Y el lenguaje, mutilado por el manejo con que lo arruinan
tecnócratas e ideólogos, vuelve a adquirir valor primordial. Es una situación,
explicaba, nacida en parte de las lecturas clásicas y de la poesía inglesa de
nuestro tiempo. Se ha buscado la naturalidad, la cotidianidad, pero dentro del
misterio de la vida, el destino, el amor y la muerte. Para concluir: la corriente
literaria más importante de América la constituyen ahora quienes, después de
haber aprovechado la experiencia surrealista, tienden hacia los temas
trascendentes.
Mi primer encuentro con la poesía de Cardoza y Aragón debió haber
sido en la antología Laurel, si no se produjo en revistas literarias de México
que leíamos, en los años de universidad, con inocultable fervor. Nuestra
aspiración iba oscuramente hacia el conocimiento, no por extraordinario
menos presentido, de una poesía que nos acercase, en desazonado lamento, a
la expresión de nuestros sueños más jóvenes. Aquel volumen, en el que
hallábamos reunidos tantos nombres cuyo eco continúa aún adviniéndose a
través del ejemplo de poetas diferentes, iba no sólo a insinuarnos con claridad
el sentido de lo poético, sino a llenarnos de sugerencias, lecciones y
estímulos. Pudo allí incurrirse en pocas omisiones que el tiempo se ha
encargado de señalar. Pero hoy, cuando cae otra vez a las manos, volvemos a
confirmar la adivinación que, a través de sus preferencias, acertó a lograr en
aquello que, sin duda, mejor nos impresiona en los ulteriores desarrollos de
nuestra poesía.
Los poemas que en esa selección figuraron de este poeta nos lo
presentan en una indagación de las zonas más secretas del hombre, yacentes
en su subconsciencia:

Solo de soledad y solitario y solo


como el loco en el centro de su locura,
yo digo lo que tú me has dicho
con la ahogada voz del mar
en mis oídos de ceniza que canta.

Convencido de los derechos de la imaginación, su universo se colma de


relaciones insospechadas. Al horadar en la profundidad de sí mismo,
sonámbulo milagroso, descubre sin embargo, adolorido, entrañas de árbol:
"árbol podado soñando con las flores de sus ramas". La poesía de Cardoza y
Aragón avanza desde y hacia adentro del hombre. Después de sumergirse en
el oleaje del sueño, como el ahogado que tuviese entera la lucidez de su
hundimiento, regresa afirmando el secreto de la poesía, que es el secreto de
su poesía: "Tener conciencia de la subconsciencia, hacer inventarios de lo
irracional". Libertad de los sueños, que no se opone a la libertad de despertar
de los sueños.
Tal como alguien puede recordar una especie de descubrimiento
apasionante sin que el tiempo lo aminore, recuerdo siempre el que en mi
produjo, hacia los años cuarenta, la lectura de algunos textos, verso y prosa,
de Cardoza y Aragón. Su norma ha sido, ante todo, norma poética. De
sobriedad, de hondura poética. No se puede imaginar común el caso de un
poeta que haya reflexionado tan intensamente sobre el fenómeno de la poesía:
"La estrella del rigor fulge en mi frente. He nacido sólo para cantar el
misterio". Sus mismos poemas son modelo de certeza, de precisión de dibujo,
a pesar de la obstinada embriaguez onírica: "Sólo amo las palabras
necesarias". De ahí el interés por su obra, plena a la vez de delirio y de
geometría, en la que se siente palpitar anhelante nuestro corazón americano,
insomne en un mundo de hermosura frenética.
Un poeta cuya vocación ha sido formada en parte en la lectura de
Baudelaire, como Cardoza y Aragón, pregona, por ello, la validez simultánea
del enigma y de la concisión. Del orden y de la voluptuosidad. De la
conciencia y del delirio:

"Negar la noche es el destino del sonámbulo.


La noche contra la cual se rebelan sólo
los hombres que alimentan el inicuo
demonio de los sueños".

Soñar y no soñar al mismo tiempo. A la belleza convulsiva se llega tanto


por el desvelo como por el abandono. Poesía tan alejada de todo realismo nos
revela, igualmente, la pasión por lo real. Su intención y su logro los ha
explicado diciendo: "A la deriva en la corriente natural y en la corriente
brotada de la imaginación, apoyado sobre el entresueño y la realidad, a las
distintas unidas en el mismo impulso, como aquellos pájaros de Apollinaire
que sólo un ala tienen y por parejas se juntan para poder volar". De ahí
proviene su idea de lo anti-poético, entendido como aquello que se opone a la
verdad y a la claridad. Lo maravilloso de lo fantástico, lo aprendió en André
Breton, es que no es fantástico sino real.
La concepción suya del artista se ha afianzado en que es, ante todo, "una
conciencia, un ser en quien es más imperiosa la necesidad de exactitud, de
verdad, de lo real y concreto". Si quiere llegar a lo real o desconocido es para
transfigurarlo en metáfora. Recordemos su definición de la poesía: arte y
ciencia de lo concreto. Esta búsqueda inaudita, que el surrealismo ensayaba
por nuevos caminos, le apasionó en una época. Sin embargo, es condicionada
su adhesión a la tentativa surrealista: "Lejos de estereotipos y doctrinas
poéticas, como olvidándolo todo para recomenzar, vigilé mi rebaño de
amianto en el rechazo de lo evidente, en la percepción de lo irreductible al
entendimiento, centrado en lo precario de la condición humana y en la
necesidad de lo maravilloso". Y al cabo halló, en nuestro tiempo pasado y
presente y en nuestro pueblo, tiempo y pueblo americanos, las dos bases
sólidas sobre las cuales se llega a engendrar la obra de arte.
Pudo ser el ansia de realidad lo que acercara la poesía de Cardoza y
Aragón a la entraña viva de América: es un poeta tremendamente inquietado
por el misterio de lo real. En sus poemas, como él lo ha hecho contemplar en
la pintura de José Clemente Orozco, se advierte la negra nube remota de lo
indígena y su gran universo de mitos, pesadillas, magia. La muerte y la
muchedumbre inagotable de sus rostros: "Yo canto porque no puedo eludir la
muerte". Lo precortesiano, como corriente de poderoso río milenario, inunda
con furia y espiritualidad. Lo moderno acude en extrañeza de visiones,
novedad de la expresión, imprevisto conocimiento de algo que alcanza a
iluminarse en la conciencia. Su poesía ha sido y seguirá siendo siempre
joven, permanentemente actual. En ella se entrelazan, con desenfreno natural
de olas, diversas relaciones de lo antiguo y lo de hoy, de lo primitivo y lo
europeo, del mundo aborigen y el espíritu contemporáneo. Para definir a
México, país al que ha consagrado, por años, tanto amor e inteligencia, lo
dice con palabras que también trascienden el sentido de su obra: "México
surge y camina sobre el filo en que se funden Oriente y Occidente. Un loto de
una parte, un teorema de la otra". Nuestra poesía deberá entonces alimentarse
de lo nuestro, pero sin exclusivismos locales. Incorporarse, sobre lo propio, a
la cultura de todas partes. Ser de nuestra era para ser de siempre.
Del conjunto de su creación se ha dicho justamente que es prueba de la
sentencia de Shelley cuando calificaba la distinción entre poesía y prosa
como "un error vulgar". Sus textos acerca de la pintura de México, aquellos
sobre la conmovida Guatemala, sus ensayos literarios, su Elogio de la
embriaguez, su Pequeña sinfonía del Nuevo Mundo, confirman la tenaz
atmósfera poética de la obra en prosa de Cardoza y Aragón. Si sólo fuera por
muchos fragmentos suyos en prosa se diría que es, únicamente con ellos, uno
de los poetas más considerables de la época. En el poema del Nuevo Mundo,
recordémoslo, lo prehistórico americano y lo futuro universal se anulan en el
solo presente imaginario de la poesía, rítmico, apasionado, de ardida pureza
solar.
La obra de Luis Cardoza y Aragón es una de las más fecundas
manifestaciones en la poesía hispanoamericana de nuestro tiempo. Fecunda
por su originalidad, por su renovada vigencia, por su audaz aventura sin
ocaso. El predominio del lenguaje metafórico y la forma concentrada de su
expresión ofrecen a veces dificultades en una primera lectura, pero fue otro
poeta, Robert Browning, quien declaró: "Creo que mi obra ha sido, en
general, demasiado difícil para muchos con los que me hubiera gustado
comunicarme; mas nunca me propuse equivocar a la gente, como suponen
algunos críticos. Por otra parte, tampoco me propuse nunca ofrecer una
literatura que sustituyese, para el hombre ocioso, al puro y al dominó".
Ocurre que a veces, en el silencio y la soledad, una voz o su eco, que
oscuramente creemos oír llegar, nos dan de pronto el testimonio de la propia
vida. Lo inesperado de tal presencia apenas audible se confunde con la
instantánea fulguración de la poesía. Diamante o luz petrificada: el fantasma
de la medianoche despierta, claro y misterioso, en una metáfora. El mismo
Cardoza y Aragón escribió una vez: "La poesía no se explica. Pero de todas
estas dudas nace una certeza que me basta, poesía es la única prueba concreta
de la existencia del hombre".

1974
Luis Cardoza y Aragón en Bogotá

Debió ser hacia finales de 1946 cuando llegó a Bogotá Luis Cardoza V
Aragón. Venía como representante de Guatemala ante el gobierno
colombiano. De cuantos éramos los poetas jóvenes de ese momento, los que
veníamos después de la agitación que trajo "Piedra y Cielo", era acaso yo el
más interesado en la lectura de revistas literarias que se publicaban en la
capital de México, ciudad que compartía con Buenos Aires el liderazgo
editorial y cultural de Hispanoamérica: Romance, de los emigrados
españoles; Taller, cuyo Consejo de Redacción encabezaba Octavio Paz, y El
Hijo Pródigo, casi inimitable en su género, dirigida por Xavier Villaurrutia.
Las encontrábamos en las librerías o en los puestos de prensa junto con Sur y
los diarios dominicales bonaerenses. En éstos, desde los años de universidad,
leíamos ya con avidez, por ejemplo, a Jorge Luis Borges, el mismo a quien
otros, en su propio país y en los restantes de nuestra lengua, muchos años
después, descubrirían con retardado entusiasmo.
Han sido constantes en las páginas mexicanas los poemas y ensayos de
Cardoza y Aragón. Ejemplares los primeros en la correspondencia entre rigor
y sonambulismo y los segundos en el juego de novedad y lucidez. De ahí la
alegría, que creo haber contagiado entonces a mis amigos, con que acogimos
a quien, despreocupado de cualquier presunción diplomática, iba a ser en
adelante, en largas caminatas nocturnas, en la mesa de café, en su casa, un
nuevo compañero. Más cercano a nuestras inquietudes y esperanzas que
muchos de aquellos intelectuales con algún renombre, cuya camaradería
hubiéramos pretendido, pero evidentemente más interesados, en esos años
como siempre, en figurar en política. Y, siguiendo una vieja costumbre
colombiana, en conquistar con ella las altas vitrinas burocráticas. Muchas
noches nos reuníamos los amigos en la pequeña residencia de la legación.
Nos acompañaba a veces, silenciosamente escrutador, Aurelio Arturo, cuya
densa poesía, fragmentaria y escasamente conocida de la mayor parte de los
contertulios, nos ayudó a encontrar otros caminos a quienes queríamos
apartarnos de los excesos formalistas que acusábamos en el piedracielismo.
Las conversaciones se prolongaban casi hasta el amanecer. De vuelta a
nuestras casas, en pequeños grupos, continuaban sin tregua las menciones a la
poesía, a los poetas y a los libros. Casi todos habíamos publicado poemas,
pero después casi todos dejaron de escribirlos.
Nos interesaban también los aspectos teóricos y los problemas de la
poesía. Cardoza y Aragón vivió en su adolescencia y juventud largos años en
Francia, entre 1921 y 1929,1o cual incitaba nuestro interés para interrogarle,
por ejemplo, sobre el surrealismo. En 1932 se residenció en México, donde
desde entonces vivió en exilio casi permanente. Al llegar a ese país se
vinculó a su actividad cultural, a sus intelectuales y artistas, a su prensa
literaria y política. Inicialmente, a los poetas de la generación de
"Contemporáneos". Uno de los más brillantes entre éstos, el malogrado Jorge
Cuesta, había escrito sobre él unas líneas definidoras: "Cardoza y Aragón
atiza un incendio en incendio en su alma. Su temperatura interior es el rojo
blanco; su temperatura exterior es la del hielo. Entre esos dos extremos, su
temperamento es como el de esos países que al mismo tiempo arden y se
congelan (…). Si hubiera que resumir en una las emociones que hierven en
sus obras, tendrá que decirse que la emoción que este escritor transmite es el
escalofrío. El amor a la poesía..."

***

Antes de venir a Colombia publicó Cardoza y Aragón, en Taller una


nota acerca de la Exposición Surrealista de 1939 en Ciudad de México. Se
sabe que en su organización tomó parte el propio André Bretón, reconocido
unánimemente como jefe del más ortodoxo surrealismo y enfrentado al
asedio que sobre ese movimiento, según se dice, quería ejercer en Francia la
extrema izquierda. Pero los resultados de la exposición decepcionaron a
muchos. Se la vio trivial y pequeña frente a la inmensa esperanza surrealista.
También el poeta peruano César Moro, residente entonces en aquel país,
figuró entre quienes promovieron ese certamen. Sus resultados pueden haber
influido en el posterior alejamiento de Moro del surrealismo, por "pérdida de
lucidez" de algunos de sus integrantes o "errores" de Bretón. Cito su actitud
en coincidencia con la de Cardoza y Aragón, ignorando sobre ellas cualquier
casualidad o relación. Este último no vaciló en la inmediata denuncia y dijo:
"Parece (André Bretón) estar ya muy comprometido en su iglesia y haber
perdido sus bellas cualidades de escándalo y blasfemia como para mandar al
diablo al surrealismo, su pontifical seriedad y el triste rebaño que administra".
Naturalmente, los ataques eran por haber tomado el nombre del surrealismo
desnaturalizando con mal arte y mala literatura la gran pasión encarnada en
creaciones memorables. Recordaba también Cardoza unas palabras de Louis
Aragón: "Si usted escribe tristes imbecilidades siguiendo un método
surrealista, ellas serán siempre tristes imbecilidades sin excusa".
Tales pudieron ser antecedentes que influyeron en las opiniones que
expresó en Colombia sobre el surrealismo. Se le había considerado como
adicto a la soberbia rebeldía surrealista o, cuando menos, a las corrientes de
irracionalismo que se manifestaban en la poesía hispánica, tanto en la
americana como en la peninsular. Lo que entonces no expuso debía tomarse
como parcial rectificación a esta conjetura y, a la vez, como esclarecimiento
de su posición. Su poesía, como el estricto surrealismo aspiraba —según
señaló— a "tener conciencia de la subconsciencia, a hacer inventarios de lo
irracional". De esa ambición se habían alejado, a su parecer, los poetas
surrealistas franceses, a quienes juzgaba abatidos en la retórica y en una
escritura sin fantasía creadora ni veraz participación de las fuerzas oscuras de
nuestra existencia.
Una vez nos dijo Cardoza: "Neruda es para mí más interesante Y más
rico y más intenso que toda la producción poética del surrealismo francés
reunida. Ha llevado a tal extremo sus propios defectos, con tanta arrogancia y
decisión, que ellos constituyen su fuerza y su gloria. Por lo mismo, es la voz
más definida de nuestro tiempo en habla española, y una de las más
originales. Su riqueza, la amplitud de su voz, aniquila y opaca las numerosas
pequeñas voces, sin cauda y sin vigor, de la poesía surrealista de Francia, hoy
terminada". Y concretó su estimación del surrealismo francés realzando lo
que mejor, en él, estimula nuestras esperanzas: los ensayos y "tres o cuatro"
novelas y relatos poéticos. "El surrealismo (pensaba) ha terminado como
academia, como tentativa organizada o gregaria. Su enseñanza, su aportación,
son considerables. Es necesario conocerlo a fondo en su ambición, en sus
creaciones, en sus defectos y deficiencias, en su conformismo y su
intransigencia. Fue un movimiento que enriqueció las posibilidades de
expresión, más allá de los límites del romanticismo y del sionismo. Su
lección perpetua empieza a vivir nuevamente. Es la faz más convulsa de la
corriente dionisíaca. Cayó en el amaneramiento y en la receta. Sin embargo,
todo ello no impide que pertenezca a una de las más altas tradiciones
poéticas: la tradición francesa".
Para Cardoza era visible en la poesía de muchos países una corriente de
los que aprovechaban las enseñanzas del surrealismo, su audacia expresiva,
los hallazgos del irracionalismo, del sueño, pero dentro de una extrema
vigilancia. Haber digerido la corriente surrealista y tender hacia los temas
trascendentales, (añadía) creo que constituye la tendencia más numerosa y
rica de hoy en América". Además, nos puso de presente que ya para entonces
el lenguaje, en era de nuevo un valor primordial, como sigue
considerándosele hasta hoy. El caos, con todas las confusiones buscadas y
rebuscadas, ha pasado al olvido. Es una situación nacida en gran parte —
explicaba–– de las lecturas clásicas y de la poesía inglesa de nuestro tiempo,
desde Walt Whitman, pasando por T.S. Eliot, hasta llegar a los nombres
recientes. La búsqueda de la naturalidad, la sencillez, el idioma de la
conversación, la cotidianidad, sin menoscabo del misterio de la vida, el
destino, el amor y la muerte. Los temas —sostenía como apoyando sus
palabras—, aunque sean eternos, no por ello son los mismos: en cada época
son diferentes.
Recientemente, en 1982, publicó Cardoza y Aragón en México un
polémico libro que lleva por título (alude a una frase de Paul Valéry) André
Bretón atisbado sin la mesa parlante. El tema es el surrealismo, "anterior a su
nacimiento y posterior a su muerte". En él formula acidas críticas a las
actitudes políticas de Bretón dentro de la ortodoxia de su movimiento: la cual
le llevó a apartarse de las luchas sociales en que tomaron parte varios de sus
antiguos compañeros, alejándolo de ellos. Aunque desde las primeras páginas
no deja de reconocer la grandeza e integridad del poeta, del prosista, del
teórico, del caudillo que fue André Bretón. Este se movió exclusivamente en
el campo de la revolución poética, que es el del lenguaje, sin aventurarse en
el riesgo de la revolución política. El nuevo estremecimiento que fue capaz
de producir operó más en el orden espiritual que en el de la conmoción
pública: "Bretón no fue un burócrata de la magia. Lo invadía y lo alucinaba,
cuando más la inesperaba. Su magia no intentó eludir lo humano; intentó
revelarlo y develarlo". El surrealismo fue parte de la juventud de Cardoza,
con su pureza, su misteriosa irradiación, su insurgencia: "Como concepción
de la vida traducía y creaba libertad. Alivió mi sed y contribuyó a exasperar
mis fabulaciones y mis inconformidades". Y se define así: "He vivido ávido
de la realidad no develada, la que pone en marcha al sonámbulo de las doce
del día que he sido". La solidaridad de Cardoza sin duda se expresa a favor de
los poetas surrealistas que se comprometieron con la izquierda en las batallas
de nuestro tiempo, como Paul Eluard y Louis Aragón, aun cuando prefiere no
callar evidencias: "Y Bretón y Aragón, que a su muerte se odiaron Por haber
sido más que hermanos, al final de sus días se descubrieron con afín
decepción de sus opiniones enemigas. Artaud no se Preocupó con un destino
semejante al de Bretón o Aragón; llegó a sentir que nada era real, que todo
era mentira, que ninguno de los tres había encontrado algo".

***

Una serie de lecturas, predominantemente francesas, nos indicó Cardoza


y Aragón. Recuerdo entre aquéllas, en primer término, El alma romántica y
el sueño de Albert Beguin, que estudia la proyección del romanticismo
alemán y su mundo onírico en la poesía moderna. Luego él mismo me haría
llegar la edición original de ese hermoso libro. Años después supe en México
que Xavier Villaurrutia, hasta su muerte, lo mantenía siempre cerca del lecho.
También me envío la obra completa de Rimbaud en La Pléiade y los poemas
y notas de Ramón López Velarde. No sabría recordar todos los títulos y
autores que nos indicaba: La experiencia poética de Rolland de Renéville,
Llave de la poesía de Jean Paulhan, La herencia del simbolismo de Bowra,
ensayos de Eliot acerca de la poesía y de los poetas, La poesía pura de Henri
Bremond, el verso y la prosa de Paul Valéry, los estudios Curtius, De
Baudelaire al surrealismo de Marcel Raymond. Y, atrás, todo Baudelaire y
todo Poe. Y Mallarmé, Lautréamont, Apollinaire y Reverdy. Desde luego, los
ensayos y las novelas y los poemas de André Bretón y de Louis Aragón,
junto con Paul Eluard, Antonin Artaud y Tristan Tzara. Y Ezra Pound, pero
también la poesía alemana de nuestro siglo y de los contemporáneos de
lengua inglesa. Tampoco es posible traer a la memoria tantas referencias
suyas a obras, críticas y escritores en aquellas conversaciones interminables.
Acostumbrados nosotros, que aún no teníamos la amistad cercana de talentos
formados en letras europeas como León de Greiff y Jorge Zalamea, al
predominio casi exclusivo de la poesía hispánica a que fueron adictos
nuestros antecesores de "Piedra y Cielo", nos llenábamos de pasión por tales
relaciones ya mágicas para nuestro fervor juvenil. A lo que quiero agregar el
aprecio que manifestaba Cardoza por dos poetas españoles de la Generación
del 27 que ya antes me habían atraído, de preferencia, por no estar
contaminados de lo ingenioso y por su visionaria y desgarradora
contemplación del destino humano: Luis Cernuda y Vicente Aleixandre. La
adhesión a ellos era parte de su simpatía, que ha seguido compartiendo, por
las nuevas presencias románticas. Siendo también nuestra inclinación por los
ejemplos de Salinas, de Jorge Guillén, del mejor García-Lorca.
Respetábamos en Cardoza y Aragón su imperativa dedicación a la tarea
intelectual, lejos de cualquier halago publicitario y del ambiente mundano
que, lamentablemente, empaña con intrigas y frivolidades la imagen del
poeta. Y lejos también de la frecuente exhibición de poeta y poesía como
espectáculo de sociedad. En ello nos complacía encontrar también entre los
nuestros valiosos modelos de altivez y de discreción espiritual; ¡ejemplares
soledades orgullosas, entre otras, de León de Greiff, de Rafael Maya, de
Aurelio Arturo! Y hablando de poesía colombiana, dos figuras aparecían
mencionadas especialmente: José Asunción Silva y Porfirio Barba Jacob.
Narraba, entre otras anécdotas, la de la tarde en que, en compañía de Federico
García-Lorca, esperó al viejo poeta errabundo en los muelles de La Habana.
Pero Cardoza, quien ha pensado que sólo existe la tradición de la invención
permanente, hallaba, con pocas salvedades, demasiado inmóvil y académica
la tradición de nuestras letras. Con franqueza que no debía molestarnos nos
dijo que era ella, con asiduidad, de gramáticos y no de verdaderos creadores
literarios. Repasando los manuales de literatura muchos años después, a partir
de las retardatarias censuras de Gonzalo Jiménez de Quesada contra la
versificación italianizante de su época hasta, por lo menos, bien entrado el
siglo veinte, seguimos creyendo que no era del todo injusto ni descaminado el
juicio de nuestro amigo.

***

Un poco antes, desempeñando un cargo en la Universidad Nacional, que


patrocinó su venida, había tenido durante varias semanas la suerte de estar al
lado de Pedro Salinas. Imposible decir cuánto su Presencia encendió en mí el
respeto, la alegría, la admiración y el afecto. Y ese 1947 en que permaneció
con nosotros Luis Cardoza y Aragón vendría a ser último año generoso con
aquella vida nuestra, tan ilusionada como estudiosa, de poetas jóvenes. En
respuesta a un escrito mío sobre Vicente Aleixandre, tuvo él la nobleza de
enviarme de Madrid La destrucción o el amor y Sombra del paraíso. Iba,
también, entonces, a cruzar las primeras cartas con Luis Cernuda, exiliado en
Mount Holyoke. Al promediar el año trágico siguiente, ya acumulada sobre
Colombia tanta devastación, fue íntima fortuna mía recibir de Puerto Rico un
nuevo poema de Salinas, "Zero", y de Cernuda un título que hubiera sido
también en ese momento para un libro de cualquiera de nosotros: Como quien
espera el alba. Las dedicatorias estos dos últimos volúmenes vinieron
fechadas, irremediablemente, en el mismo desolado abril del 48.

Diciembre, 1983
Poesía de César Vallejo

Uno de los pocos reconocimientos que alcanzó César Vallejo, en vida suya,
fue el de figurar en un histórico tomo: Antología de la poesía española e
hispanoamericana (1882-1932) de Federico de Onís, que apareció en Madrid
en 1934. Ocurría ello a los 42 años de su edad. Es cierto que su nombre
también se había encontrado en el Índice de la nueva poesía americana que,
con prólogos de Alberto Hidalgo, Vicente Huidobro y Jorge Luis Borges, vio
la luz en Buenos Aires en 1926. Mas el hecho de ser tenido en cuenta en la
antología de Onís, de amplia divulgación tanto en América como en la
península, pudo ser considerado por muchos como consagratorio ya que era
grande, con justicia, el prestigio que rodeaba a la obra crítica del catedrático
de la Universidad de Columbia.
Los poemas de Vallejo no dejaron de destacarse en cuantas selecciones
de la poesía moderna en lengua castellana se han publicado desde entonces
en diversos países. La más exigente de ellas, Laurel, salida en México en
1941 por iniciativa de José Bergamín y con la colaboración de Xavier
Villaurrutia (quien parece haber sido su único responsable), Emilio Prados,
Octavio Paz y Juan Gil-Albert, incluyó la creación del poeta peruano, muerto
tres años antes en la capital francesa, con algunas muestras tomadas de sus
libros y, entre ellos, de sus versos póstumos. Estos últimos no estaban aún, en
ese momento, suficientemente divulgados. Otro hecho importante para la
extensión del nombre y de la poesía de César Vallejo fue la aparición en
Editorial Séneca, un año antes de lanzar Laurel, del poema España, aparta de
mí este cáliz, con prólogo de Juan Larrea. En 1942 el poeta peruano Xavier
Abril, compañero suyo en años europeos, editó en Buenos Aires una
Antología de César Vallejo.
Dentro de las clasificaciones que hizo Onís, en aquel volumen, se
encasilló a César Vallejo en el ultraísmo. Éste fue tenido como manifestación
de la rebeldía juvenil que recogía, en el mundo hispánico, el sentido
primordial de varios movimientos literarios surgidos, principalmente en
Europa, hacia la segunda década del siglo XX. Se proyectó ante todo en la
poesía. Según su manifiesto, de 1918, "Nuestra literatura debe renovarse;
debe lograr su ultra, y en nuestro credo cabrán todas las tendencias, sin
distinción, con tal que expresen un anhelo nuevo. Más tarde, estas tendencias
lograrán su núcleo y se definirán". El Ultra, como el resto de los ismos, tuvo
a la image11 poética como su mayor estímulo. Aspiró, aunque en menor grado
que el futurismo italiano, a que en su temática apareciese la dinámica de la
vida moderna, con el ritmo de su velocidad y de sus máquinas) adelantos
industriales. Y que mostrara también novedad con metáforas ajenas al
sentimentalismo y a cierta retórica, ya envejecida, verso modernista. Jorge
Luis Borges, en su raudo paso por el ultraísmo (del que pronto iría a desertar
y a arrepentirse) intentó definir mejor su programa: "Reducción de la lírica a
su elemento primordial: metáfora. (...) Síntesis de dos o más imágenes en
una, que ensancha así su facultad de sugerencia".
Debió Vallejo, posiblemente, leer en Lima algunas revistas del
ultraísmo, como Cervantes, que se editó en Madrid entre 1916 y 1920. En sus
páginas se dieron a conocer, entre otras primicias: poemas ultraístas junto con
los creacionistas que seguían a Vicente Huidobro; los manifiestos del
dadaísmo; una antología de recientes poetas franceses y la traducción que
hizo Rafael Cansinos Asséns de Un coup de dés... de Stéphane Mallarmé.
Tales fueron acaso algunas de sus iniciales les lecturas vanguardistas. Pero no
le convencería un aspecto esencial en la poética de éstas. En cuanto
aspiraban, como el ultraísmo, a despojar al objeto artístico de su dimensión
trascendente llevando el poema a lo que llamaron un fino juego: el mito de la
poesía lúdica. Además, los ultraístas, que confiaban en la autonomía del arte,
aspiraron a la creación de un mundo poético independiente del mundo de lo
real y emancipado de cualquier nexo con lo humano: se pretendía establecer
distancia entre la realidad estética de la poesía y la realidad humana de su
hacedor. De ahí que en aquellos poemas la naturaleza, las cosas y los seres
aparezcan como transformados y desrealizados. Un defensor de esta actitud,
el ensayista Antonio Marichalar, escribió en 1924 en Revista de Occidente de
Madrid: "La vida es una cosa demasiado seria para, con ella, hacer literatura.
Precisa distinguir bien los elementos artísticos y los vitales para saber dar al
arte lo que es del arte. Y hoy, más que nunca, se cuida y se procura esa
distinción".
La posición de César Vallejo, desde el comienzo de su escritura poética,
se mostró enteramente contraria a esa voluntad de juego y de
deshumanización de la poesía que ambicionaba el ultraísmo. De modo que
difícilmente podría catalogársele de poeta ultraísta. Por el contrario, vanas
veces acusó a la generación vanguardista del decenio de 1920, a la que él
mismo pertenecía, de ser tan retórica, plagiaría y simuladora como, a su
juicio, lo habían sido las anteriores generaciones de nuestros países: la juzgó
"impotente para crear o realizar un espíritu propio, hecho de verdad, de vida,
en fin, de sana y auténtica inspiración humana". Y en 1927 reclamó a sus
jóvenes compañeros adoptar una actitud que, en definitiva, debería
sustentarse en una posición ética: "Hay un timbre humano, un sabor vital y de
subsuelo, que contiene, a la vez, la corteza indígena y el sustratum común a
todos los hombres, al cual propende el artista, a través de no importa qué
disciplinas, teorías o procesos creadores. Dése esa emoción sana, natural,
sincera, es decir, prepotente y eterna y no importa de dónde vengan y cómo
sean los menesteres de estilo, técnica, procedimientos. A este rasgo de
hombría conmino a mi generación".

Sus primeras lecturas poéticas


En septiembre de 1915, a los 23 años, ocurren dos hechos de importancia en
su vida. Se gradúa de bachiller en letras en la Universidad de Trujillo con una
tesis sobre El romanticismo en la poesía castellana, de la cual se ha
destacado especialmente su simpatía por quienes anunciaron algunos
aspectos de la lírica moderna: los románticos alemanes. Y en ese mismo mes
se da a conocer como poeta, con una lectura en acto público y mediante la
publicación de composiciones suyas en la prensa de esa ciudad. Se sabe que
había leído, adolescente, a autores mexicanos como Manuel Acuña (1849-
1873) y Juan de Dios Peza (1852-1910) y posteriormente a otros poetas de
esa misma nación que ya avanzaban del romanticismo hacia el modernismo:
Salvador Díaz Mirón (1853-1928) y Manuel Gutiérrez Nájera (1859-1895).
Dejándolos de lado, buscó luego la lección de modernistas corno Rubén
Darío (1867-1916), José Santos Chocano (1875-1934) y Francisco
Villaespesa (1877-1936). Sobre el nada superficial americanismo del
nicaragüense ("Darío de las Américas celestes"), a quien admiraría toda su
vida, escribió:"(José Enrique) Rodó dijo de Rubén Darío que no era el poeta
de América, sin duda porque Darío no prefirió, como Chocano y otros, el
tema, los materiales artísticos y el propósito deliberadamente americano en su
poesía. Rodó olvidaba que para ser poeta de América le bastaba a Darío la
sensibilidad americana, cuya autenticidad, a través del cosmopolitismo y
universalidad de su obra, es evidente y nadie puede poner en duda".
Otra devoción que tendría Vallejo, en ese tiempo, debió ser una
antología, La poesía francesa moderna, compilada por Enrique Diez Cañedo
y Fernando Fortún, que se editó en Madrid en 1913 y mereció fervorosa
acogida entre los escritores jóvenes de Hispanoamérica. Ese libro tuvo la
mayor importancia en la formación poética, no sólo del peruano sino también
en Pablo Neruda y en quienes, vanguardistas o no, comenzaban entonces a
escribir versos. Ya que les permitió acercarse a una de las influencias que
iban a ser definidoras de aquellos primeros poemas: la poesía simbolista
francesa, replegada sobre sí misma en contemplación de la vida interior del
espíritu y, por ello, amiga de la sugerencia, la vaguedad, la insinuante
melodía verbal, el misterio y el ensueño.
Se interesaría igualmente el joven Vallejo en Los peregrinos de piedra,
único volumen de sus versos y a la vez selección de los mismos que en vida
alcanzó a ordenar Julio Herrera y Reissig (1875-1910). Se publicó
póstumamente en el año de su muerte. Sin embargo, con anterioridad, los
poemas del uruguayo habían circulado ampliamente en países
hispanoamericanos, reproducidos en periódicos de la época. Gracias a esa
pronta difusión ejerció vasta influencia quien con el tiempo iba a ser
reconocido como precursor de nuestras vanguardias poéticas y de nuestra
poesía moderna. Su influjo llegó a poetas tan diferentes entre sí como César
Vallejo, el mexicano Ramón López Velarde (1888-1921) y el colombiano
Luis Carlos López (1879-1950). El vocabulario de Herrera y Reissig es no
sólo rico sino exuberante. Pero su nota más saliente es el derroche de la
imagen poética: la predilección suya por ella señaló en buena parte el tránsito
del modernismo a la vanguardia. Sus poemas se dividieron en dos grupos:
uno, de tono pastoral o criollista, como el de la serie Los éxtasis de la
montaña y otro, barroco y de renovación sintáctica, de Los maitines de la
noche y Los parques abandonados. En composiciones de la primera juventud
de Vallejo, que el poeta no quiso recoger, y en algunas que sí figuran en su
primer libro, llega a apreciarse, en voces y metáforas, aquel ejemplo. En su
segunda colección poética ya nada quedó de ese ascendiente.

Los heraldos negros


Los heraldos negros se llamó el primer volumen de César Vallejo. Aun
cuando en la carátula se indicó a 1918 como año de edición en Lima, no vino
a circular sino en 1919. La más visible característica suya es la coexistencia
en él de dos acentos poéticos: el modernista, que había heredado, y el que
asoma como voz propia y personal del poeta. En efecto, unos cuantos de los
poemas, los más antiguos, muestran imágenes y vocablos que, reiterando
cierta retórica del modernismo, pueden considerarse como simplemente
convencionales. Pero en los siguientes, aquellos que más suscitan nuestro
interés, ya descartados los reflejos principalmente simbolistas, irrumpe
patente, espontánea, directa, la emoción del poeta. Vallejo había admirado, en
traducciones, la poesía simbolista francesa; esa misma poesía la sintió más
cercana, sin embargo, en algunas líneas de Rubén Darío. Pero del
modernismo de éste, y del peculiar de Herrera y Reissig, le alejan sus lujos
formales: la brillantez de ritmos, imágenes, adjetivación y sonoridades.
Prefiere la intensidad de la expresión al oropel hasta entonces dominante. El
verbo se le va volviendo más austero, en busca de manifestar la intimidad de
sus exaltaciones e inquietudes.
Evidentemente, en Los heraldos negros se combinan cierta
ampulosidad, referencias culturales y altisonancias propias del preciosismo
verbal de Darío o del de Herrera y Reissig y Leopoldo Lugones, con una
honda y desnuda sencillez que va a hacer posible la irrupción, un tanto
volcánica, de la ardorosa subjetividad de Vallejo. Por eso, en opinión de
glosadores de la obra, Los heraldos negros es muestra singular de lo que
algunos (y no Onís) entienden por posmodernismo, considerado como
reacción y superación de un modernismo particularmente ostentoso. En
varios poemas del libro Vallejo está próximo a la ruptura que representa su
segunda publicación poética: Trilce.
Los epítetos que utiliza Vallejo en ese primer libro, a medida que va
encontrando una expresión original, los elige por su capacidad de
simbolización y de abstracción más que por su poder de suscitar percepciones
sensoriales como los de la tendencia impresionista en el modernismo. Uno de
los mejores comentaristas del peruano, Américo Ferrari, señala que este
proceso de depuración de los adjetivos se extiende así mismo a las imágenes:
"En los primeros poemas hay una pululación de imágenes de gusto
modernista. También en este terreno podemos asistir a la evolución de la
imagen plástica e impresionista, que pinta con colores vivos elementos
naturales, hacia la imagen símbolo, en la cual un elemento sensible refiere a
una realidad espiritual o inteligible mucho más vasta. (...) Así se ensancha el
campo de significación de la imagen, pero por eso mismo ésta se hace cada
vez más abstracta, más general". Una muestra de ello la encontramos en "El
poeta a su amada", cuyos dos primeros cuartetos dicen:

Amada, en esta noche tú te has crucificado


sobre los dos maderos curvados de mi beso;
y tu pena me ha dicho que Jesús ha llorado
y que hay un viernesanto más dulce que ese beso.
En esta noche rara que tanto me has mirado
la Muerte ha estado alegre y ha cantado en su hueso.
En esta noche de setiembre se ha oficiado
mi segunda caída y el más humano beso.

Como recuerda el ensayista colombiano Rafael Gutiérrez Girardot, son


pocos los poemas de Los heraldos negros en los que no se presenta, como en
el anterior, el lenguaje bíblico mezclado con recuerdos de su infancia y de su
provincia de Santiago de Chuco. A ese lenguaje corresponde el cruce de
imágenes tomadas de la Historia Sagrada y de la pasión de Jesucristo. Pero
Vallejo no es propiamente un poeta religioso ni le preocupan asuntos
teológicos. Le mueve más, según Gutiérrez Girardot, aquello que, con
palabras de Hegel, se conoce como la muerte de Dios. Expresión que no
alude a un postulado de ateísmo, pues no era éste entonces el caso de Vallejo.
Sino a la pérdida del sentimiento religioso, a la desmitificación de los
fenómenos como consecuencia del adelanto de las ciencias y también a la no
representación de Dios con los atributos del Todopoderoso: la racionalidad y
la secularización de la vida, la sociedad y el pensamiento modernos. Más que
de muerte, deberíamos hablar de la ausencia de Dios dentro del materialismo
característico de la emergente condición burguesa. Sobre los poetas
simbolistas dice Vallejo en "Retablo":

Como ánimas que buscan entierros de oro absurdo,


aquellos arciprestes vagos del corazón
se internan, y aparecen... y, hablándonos de lejos,
nos lloran el suicidio monótono de Dios.

De ahí también que la crítica hable, aun cuando no siempre


relacionándola con el fenómeno anterior, de la profunda sensación de
orfandad que existe en esta poesía. De su visión del hombre en la que impera
un fatal sentimiento de soledad, de oscuridad, de desamparo del ser frente al
Universo. De la impotencia humana ante las fuerzas del mal. De la carencia
de amor, ternura, comprensión y solidaridad entre los hombres. Muchos
versos de Vallejo son testimonio de este drama. Como los del poema liminar
del libro:

Hay golpes en la vida, tan fuertes...Yo no sé!


Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma... Yo no sé!
Y el hombre... Pobre... pobre! Vuelve los ojos, como
cuando por sobre el hombro nos llama una palmada;
vuelve los ojos locos, y todo lo vivido
se empoza, como charco de culpa, en la mirada.

Trilce
En la segunda colección de versos de César Vallejo, Trilce, aparecida en
1922, se encuentran también dos voces o dicciones poéticas. Una, afín a las
de las poesías más personales del libro anterior y que corresponde a las
composiciones que alguno podría llamar claras: obedecen a ciertas normas
tradicionales, dejan ver la anécdota en que semejan apoyarse y ofrecen cierta
regularidad. Sus temas se relacionan constantemente con la infancia y la
nostalgia hogareña. El otro tono es el de los poemas que, en franca oposición
a los anteriores y por las dificultades que encierran, llamaremos herméticos.
En estos últimos el poeta se ha propuesto adaptar el lenguaje a la intuición
poética. O mejor, al fluir de las intuiciones poéticas.
Para el italiano Roberto Paoli, estudioso de la poesía peruana y
especialmente de la de Vallejo, los poemas oscuros de Trilce se relacionan
con "una preocupación intelectual, de vanguardia y experimental". Es decir,
los conecta con el espíritu de aventura y de revolución poética que caracterizó
a las vanguardias de los años veinte. Américo Ferrari piensa, por el contrario,
que la inspiración de esos poemas herméticos, cuyas complejidades han dado
ocasión a no pocas y distintas interpretaciones, no es de naturaleza intelectual
sino afectiva. Aseverando, por consiguiente, que "Trilce representa una
experiencia vital profunda y se opone, por ello mismo, a toda preocupación
experimental". Se apoya, para sustentar esta opinión, en que en diversos
escritos Vallejo "denunció la poesía de laboratorio, el intelectualismo de
ciertos poetas como Valéry, y en general todo intento experimental en
materia de literatura". Podríamos añadir que, ciertamente, el poeta peruano
ironizó varias veces sobre la pretendida originalidad de los vanguardistas,
como cuando en 1926 escribió contra ellos: "Hacedores de imágenes,
devolved las palabras a los hombres. (...) Hacedores de colmos, se ve de lejos
que nunca habéis muerto en vuestra vida".
Nos parece, sin embargo, que el propósito de ofrecer una experiencia
vital en poesía no se opuso a la preocupación intelectual y experimental que
efectivamente muestran los poemas más misteriosos de Trilce. Es indiscutible
que Vallejo utilizó en ellos procedimientos típicos de las vanguardias. Como
el de emplear en ocasiones singular ortografía y, en la presentación de los
versos, tipografía caprichosa. O el de eludir todo nexo con la anterior retórica
modernista. O el sistemático rechazo de la regularidad y del orden
consabidos: "Rehusad, y vosotros, a posar las plantas /en la seguridad dupla
de la Armonía. /Rehusad la simetría a buen seguro", leemos en el poema
XXXVI. En Trilce el libre surgir de las emociones corre turbador, como entre
saltos, en dinamismo vertiginoso, sin someterse a relaciones advertibles:
concreto y desesperado, refleja su lucha con las palabras. Conjeturamos,
entonces, que esta lucha correspondió tanto a la necesidad de expresar
directamente la experiencia vital del poeta como a la preocupación intelectual
y experimental para darla a conocer con la mayor fidelidad posible. Y no
podría desconocerse que Trilce participa de la gran aventura verbal que en
buena parte fue el vanguardismo. Como la de las creaciones poéticas que le
fueron contemporáneas en Hispanoamérica: Altazor (1919-1931) de Vicente
Huidobro, Tentativa del hombre infinito (1925) de Pablo Neruda,
Calcomanías (1925) de Oliverio Girando y Tergiversaciones (1915-1925) de
León de Greiff. Y deberemos tener presente asimismo que, en poesía, toda
exploración a la vida se traduce ineludible, fatalmente, en exploración al
lenguaje.
Ya en composiciones de Los heraldos negros asoma lo que va a ser
Trilce: además de lograr una expresividad inmediata, exacta, estricta.
Intención, sin desviaciones, de manifestar incorruptible el pensamiento.
Vallejo envidiaba el lenguaje directo del león. Deberían quedar atrás los
adornos heredados de los modernistas, su voluntad de estilo, su ritual
esteticismo. El poeta sería libre de asociar, sin rodeos ni orden alguno, todas
sus intuiciones, no importa si fuese desmesurada e incoherentemente. Como
respondiendo a la realidad del mundo exterior que a él se le presentaba,
regido por el absurdo y sus monstruosas evidencias, igualmente arbitrario,
inarmónico y caótico. Las literaturas europeas de la primera posguerra
reflejaban definitivamente la crisis de la razón y de la racionalidad. Se
intentaría además abolir el pasado y sus valores artísticos tradicionales.
Vallejo comprendió esta revuelta corno ruptura del lenguaje en busca de la
representación espontánea e íntegra de las vivencias y de la mente del
hombre. Así apareciesen ellas, como la existencia misma, en vasto desorden:

Oh las cuatro paredes de la celda.


Ah las cuatro paredes albicantes
que sin remedio dan al mismo número.
Criadero de nervios, mala brecha,
por sus cuatro rincones cómo arranca
las diarias aherrojadas extremidades.
Amorosa llavera de innumerables llaves,
si estuvieras aquí, si vieras hasta
qué hora son cuatro estas paredes.
Contra ellas seríamos contigo, los dos,
más dos que nunca. Y ni lloraras,
di, libertadora!

Ah las paredes de la celda.


De ellas me duele entretanto más
las dos largas que tienen esta noche
algo de madres que ya muertas
llevan por bromurados declives
a un niño de la mano cada una.
Y sólo yo me voy quedando,
con la diestra, que hace por ambas manos,
en alto, en busca de terciario brazo
que ha de papilar, entre mi donde y mi cuando,
esta mayoría inválida de hombre.

Esta desahogada y repentina presentación de las propias vivencias se


entrega, en poemas de Trilce, a manera de versión taquigráfica de procesos
mentales y afectivos. Vallejo asumió la inmediatez: abolió la distancia entre
las cosas pensadas o sentidas y su encarnación en la escritura poética. Anota
Ferrari que se propuso "construir una poesía abierta que, en lugar de dar
cuenta a posteriori de lo pensado, quiere interceptar el pensamiento en sus
fuentes vivas, seguirlo en sus arranques, sus interrupciones, sus
aceleraciones, sus demoras y sus retrocesos, revelarlo pensante y, por
consiguiente, siempre imperfecto, siempre infinito". En síntesis —añade—"se
trata de lograr que el poema dé cuenta inmediatamente del flujo confuso de la
vida afectiva, de las violentas contradicciones del pensamiento, como si la
palabra escrita emanara directamente de la tensión de la vida".
¿Qué significa la voz Trilce, que desde un comienzo ha sido uno más
entre los muchos enigmas del libro? Se ha supuesto que es fusión de dos
adjetivos: dulce y triste. Varias explicaciones más intrincadas se han
insinuado. Pero Vallejo manifestó haber escogido la palabra (otra entre sus
numerosos neologismos) simplemente por su sonoridad, por su vibración
musical. Alguna referencia esotérica, no obstante, ha querido descubrirse en
ese título.

Poemas humanos y España, aparta de mí este cáliz


Le hubiera sido imposible al poeta avanzar más allá de Trilce en persecución,
como quería, de un habla inaudita. Más allá no restaba sino el silencio. Y la
poesía de Vallejo enmudeció por varios años. No tantos, pues consta que en
1935 intentó, sin éxito, publicar un volumen con nuevas composiciones.
Unos meses antes de morir, entre el 3 de septiembre y el 8 de diciembre de
1937, según se ha conjeturado, se empeñó a diario en volver a escribir
poemas y en revisar los que tenía en borradores desde 1923 a su llegada a
Europa. 25 de ellos parecen haber sido originalmente escritos en aquel
período final. Los 51 restantes acaso sean todos anteriores, como de algunos
de ellos se tiene la certeza. Sólo vinieron a recogerse todos en libro
póstumamente, en París, en 1939. El conjunto lo forman 104 piezas poéticas,
distribuidas así: 13, las más antiguas pues datan de 1923 a 1929, que los
primeros editores llamaron Poemas en prosa, título no escogido por él; 76
que integran Poemas humanos, nombre (que es el mismo del volumen
completo, con sus tres secciones) igualmente dado por los editores, ya que él
había pensado, junto con ése, en los de Nómina de huesos o Arsenal de
trabajo, y 15 que componen la serie España, aparta de mí este cáliz.
La dicción que prima, sobre todo en los particularmente designados
Poemas humanos, es el soliloquio en voz baja, la conversación íntima, lenta y
sobria, a solas, consigo mismo. En buena parte, los textos parecen escritos
para sí: "Ahora mismo hablaba de mí conmigo". Y con frecuencia reiteran
porfiadas pesadillas sobre la vida de todos los días y el sin sentido y la muerte
que la rondan. Sin desconocer el hermetismo de muchos pasajes, la inflexión,
casi siempre anhelante y atormentada, es no sólo confidencial sino, por
instantes, familiar. Otras veces, con enumeraciones reiterativas, semeja
crecientes letanías. El ritmo avanza persiguiéndose en oleaje poderoso. En
Poemas humanos y en España, aparta de mí este cáliz se dieron algunas de
las revelaciones poéticas más punzantes y misteriosas de la poesía castellana
moderna.
En Poemas humanos, a diferencia de lo que ocurre en Trilce, se advierte
la preocupación de su autor por organizar el desarrollo del poema, evitando
sus anteriores dislocaciones, y acompañarlo de un ritmo ascendente. A éste
contribuye muchas veces, predilecta, la unión de endecasílabos y
heptasílabos. Algún número de las composiciones sigue presentando, se diría
que inevitablemente, graves dificultades de interpretación. Aunque, a pesar
de sus hermetismos, debió pensar el poeta en la obligación suya, a costa de
algún sacrificio, de comunicarse con sus semejantes. De hablar a solas, pero a
la vez con todos. El poema casi siempre tiene como centro una obsesión. La
cual está frecuentemente encarnada en una palabra, o grupo de palabras, que
se reiteran continuamente. Abundan las frases y vocablos ajenos a lo literario:
"Vallejo es consciente —anota Ferrari— de escribir un lenguaje poético en el
que el tono prosaico entra como elemento indispensable para dar a la poesía
la aptitud para expresar, con la mayor fuerza posible, la angustia de lo
cotidiano":

ya que, en suma, la vida es implacablemente,


imparcialmente horrible, estoy seguro.

En uno de los Poemas ¡mínanos, como en anteriores ocasiones, hizo


Vallejo de la poesía, de la propia poesía suya, el asunto de su poesía. Lo
tituló "Intensidad y altura":

Quiero escribir, pero me sale espuma,


quiero decir muchísimo y me atollo;
no hay cifra hablada que no sea suma,
no hay pirámide escrita, sin cogollo.
Quiero escribir, pero me siento puma;
quiero laurearme, pero me encebollo.
No hay toz hablada que no llegue abruma,
no hay Dios, ni hijo de Dios, sin desarrollo.
Vamos, pues, por eso, a comer yerba,
carne de llanto, fruta de gemido,
nuestra alma melancólica en conserva.

¡Vámonos!¡Vámonos! Estoy herido; vámonos


a beber lo ya bebido,
vámonos, cuervo, a fecundar tu cuerva.

Américo Ferrari explica que en este poema vuelve a darse el conflicto


entre el ser espiritual y el ser animal del hombre, tema que reaparece
continuamente en Vallejo. Pero, así mismo, en él la cuestión capital es otra:
"es la distancia o el hiato entre el universo ilimitado de la expresión posible y
el universo limitado de la expresión escrita; es decir, el conflicto se produce
entre la intuición directa, íntima, que el poeta tiene de la realidad, y las
palabras en las que esta intuición debe tener cuerpo". Señala igualmente
Ferrari que la poesía de Vallejo es oscura "porque busca la traducción de una
emoción elemental, presente en lo más hondo del alma, allí donde no hay más
que tinieblas". El poema ideal, de acuerdo con aquello que el mismo
ensayista deduce de "Intensidad y altura", debería escribirse con una única
palabra que representara todas las palabras: el envidiado rugido del león-
Porque el problema reside en la insuficiencia del habla: mientras la intuición
—esencial a la obra de arte— es una, ilimitada e indivisible, el lenguaje, en
cambio, es cerrado y múltiple, por ser suma de palabras. La cual fragmenta y
desvirtúa la unidad con que el poeta concibe la intuición. Añade Ferrari que
"la palabra preocupaba y fascinaba a Vallejo tanto como el problema del ser y
de la existencia. (...) Para el Vallejo de la última época, el ser y el lenguaje se
confunden ya para siempre en la misma inquietud".
La obsesión de Vallejo por la orfandad y el abandono que padece el
hombre coincide con la cosmovisión que sobre ello mantuvieron románticos
alemanes e ingleses. En cuyo centro hallamos el sentimiento de desamparo
que sufre la criatura humana, sometida a un destino doloroso que debe asumir
sin llegar siquiera a comprender. Es esto lo que ha dado ocasión a señalar que
temas apasionantes del alma romántica se prolongaron, no sólo en el peruano,
sino en varios poetas del siglo XX. Pero el destino del hombre sería,
preponderantemente, objeto central de la meditación poética de Vallejo.
Desde Los heraldos negros, causa de su desasosiego fue entre otras la de
hallar la razón de ser del mal y de la consiguiente aflicción que motivan sus
infinitas fuerzas como la enfermedad, la muerte, el egoísmo, la soledad, la
pobreza, el desamparo. Fuerzas malignas que, multiplicadas en todo sitio a
cada instante, han tiranizado inmemorialmente al hombre.
Las penas del hombre las habrá de sospechar Vallejo como algo
consubstancial a la existencia, como parte forzosa e inseparable de los seres.
Y se las representa a manera de círculo vicioso y sin salida. Pero en Poemas
humanos surge la comprensión de la vida, ya también, como experiencia
social. La vida: acción, felicidad, ilusión o desengaño no solitarios sino
compartidos con los demás mortales. En este libro el mundo se compone,
más que de cosas, de relaciones humanas. Y, de acuerdo con su militancia
política (pues se hizo miembro del partido comunista en España, en 1931),
pensó que, según dijo, "el sufrimiento y la marginalidad de los hombres es
fruto y condición de un sistema; no se trata de un caso personal, ni de una
condena metafísica, sino de una problemática social".
Reflexionando sobre estos temas, Vallejo va a concebir a la solidaridad
con los afligidos, en Poemas humanos y en España, aparta de mí este cáliz,
como única forma de superar la congoja individual. Desde la adolescencia le
había acompañado esa compasión instintiva por el padecimiento de sus
semejantes. El poeta joven de Los heraldos negros vislumbró confusamente
en el futuro, entre la afectividad de sus metáforas, una vaga esperanza de
redención universal:

Y cuándo nos veremos con los demás, al borde de una


mañana eterna, desayunados todos.
Hasta cuándo este valle de lágrimas, a donde
yo nunca dije que me trajeran.

En Poemas humanos es más grande esta fraternidad con todos los seres,
esta ardorosa compañía a las infinitas maneras de sus tormentos. El amor a
los que padecen hace que el amor a la mujer, con el espíritu y el instinto, con
el cuerpo y el alma, deje de ser motivo frecuente del poema. A través de la
identificación con el dolor de los demás encuentra Vallejo la fórmula como se
podrá un día superar el desamparo y vencer la injusticia: el sufrimiento sólo
desaparecerá cuando todos los hombres hagan causa común contra él. Y el
lazo que logrará esa unión será cita universal de amor soñada desde sus
primeros renglones poéticos. Esta cita universal es para la humanidad entera,
sin distingos entre buenos o malos, opresores u oprimidos, ricos o pobres:

¡Amadas sean las orejas Sánchez,


amadas las personas que se sientan,
amado el desconocido y su señora,
el prójimo con mangas, cuello y ojos!
¡Amado sea aquel que tiene chinches,
el que lleva zapato roto bajo la lluvia,
el que vela el cadáver de un pan con dos cerillas,
el que se coge un dedo en una puerta,
el que no tiene cumpleaños,
el que perdió su sombra en un incendio,
el animal, el que parece un loro,
el que parece un hombre, el pobre rico,
el puro miserable, el pobre pobre!

Existió en César Vallejo la dualidad entre el ciudadano del mundo y el


ser ensimismado en su propia alma. Entre el visionario que presentía la
posibilidad de un paraíso en la tierra y, conmovido, cotidianamente
comprobaba la inextinguible presencia del absurdo, el sufrimiento y el mal.
Entre el prosista disciplinado en la función política y el poeta que no admitió
freno a su imaginación. Varias de sus convicciones, especialmente aquellas
que sugieren la felicidad futura del hombre en el país que admiraba como
ejemplo universal del bien y de la justicia, nos parecen hoy no sólo
equivocadas sino candorosas. No importa. Vallejo mismo descreyó también
de todas las ideologías, así fuesen filosóficas, religiosas o sociales. Así fuese,
no importa, la suya propia. Nos lo dijo en "Despedida recordando un adiós":

¡Adiós, hermanos san pedros,


heráclitos, erasmos espinosas!
¡Adiós, tristes obispos bolcheviques!
¡Adiós, gobernadores en desorden!
¡Adiós, vino que está en el agua como vino!
¡Adiós, alcohol que está en la lluvia!

A finales de 1937, meses antes de morir, el poeta escribió y puso en


orden 15 composiciones, que se admiran entre las mejores del gran conjunto
de su obra. Su tema fue la guerra civil española. Unas pocas de ellas se
elaboraron antes del conflicto, pero las acomodó a varios de sus trágicos
desarrollos. El título corresponde al del último de esos poemas: España,
aparta de mí este cáliz. La convulsa vida europea de aquellos años indujo a la
mayoría de los escritores a comprometerse políticamente con la derecha o la
izquierda. Vallejo optó, desde 1928, por esta última. Había pasado ya la
época en que se proclamaban la deshumanización del arte y la autonomía y
pureza del ejercicio artístico. Los poetas y los artistas tomaron entonces
conciencia de que debían sumarse a la humanidad y participar en las luchas
sociales. Vallejo se colocó entre quienes defendieron la legitimidad de la
República Española, contra la cual se levantaron fuerzas militares apoyadas
por las derechas. En España, aparte de mí este cáliz son permanentes las
imágenes y el acento de la Biblia. El miliciano que, como él, estuvo al lado
de la República, es en esos poemas viva reencarnación de Cristo en un nuevo
tipo de hombre que acepta su propio sacrificio para poner fin a la desdicha
universal. Según Jean Franco, la pasión que registra este ciclo "es la de un
pueblo entero: combina el espíritu mesiánico del Antiguo Testamento con la
promesa de resurrección del Nuevo Testamento". Como la misma ensayista
hace notar, figuran en los 15 poemas un himno, un responso, una plegaria,
una letanía y una profecía. Debe resaltarse que, a pesar de su posición
partidaria, la voz del poeta no se tiñó allí de odio sino, por el contrario, de
amor y de esperanza en la futura felicidad humana. Escribió Guillermo Sucre:
"La guerra suscita en Vallejo un estado de iluminación. (...) Es el fervor y la
inocencia lo que da verdadera intensidad a este libro. Y un lenguaje no sólo
de resonancia bíblica sino también, y sobre todo, de profunda estirpe
castellana".
A partir de cierto momento César Vallejo había detestado de la escritura
a puerta cerrada, del literato de gabinete que no quiere saber de la vida,
resguardado como entre cristales de la impureza cotidiana. El reino del
escritor es el reino de este mundo, afirmó varias veces. El compromiso del
poeta no lo entendía con ninguna facción partidista, habiéndose
comprometido él con una de las más activas y radicales de la historia
contemporánea. Sino en la obligación de expresar la experiencia humana en
todas sus dimensiones, con todos sus anhelos y frustraciones. Y de expresarla
con fidelidad, sin falacias ni evasiones. De seguro pensó que así podría el
poeta contribuir con firmeza y lealtad a corregir los aspectos aberrantes de la
existencia, hasta lograr el cambio del hombre y de la sociedad que idealmente
ansiaba su credo político. Puede por ello decirse que la estética le era
forzosamente una ética.
En 1932 escribió a su amigo el poeta español Juan Larrea algo que no ha
dejado de citarse como confirmación de que, a pesar de su militancia,
eminentemente pública, insistió en entender a la poesía, a su íntima tarea
poética, como territorio exclusivamente suyo. Se lo confía así: "En cuanto a
lo político, he ido a ello por el propio peso de las cosas y no ha estado en mis
manos evitarlo. Se vive y la vida se le entra a uno con formas que, casi
siempre, nos toman por sorpresa. Sin embargo, pienso que la política no ha
matado totalmente el que era yo antes. He cambiado, seguramente, pero soy
quizás el mismo. Comparto mi vida entre la inquietud política y social y mi
inquietud introspectiva y personal y mía para adentro".
Varios críticos se han detenido en conjeturar oscilaciones o discordias
en que pudo incurrir, en su tarea de prosista, el pensamiento de César Vallejo.
Se presentan en materias relacionadas principalmente con el arte, la política y
las obligaciones del escritor frente a la vida pública y a su propia creación
artística. Pero, como lo ha observado José Miguel Oviedo, esas
contradicciones se armonizaron para enriquecer y singularizar la extrañeza de
su poesía. Ésta, con la obsesión desvelada en las dudas y las perplejidades, da
testimonio de la imperiosa unidad de su persona poética. Una intensa
experiencia intelectual se alió, esperanzada, a los pesares de su experiencia
humana.
Desde sus días peruanos hasta los más amargos del exilio europeo supo,
con belleza y verdad juntas, practicar su antigua persuasión de no escribir en
verso sino aquello que pudiese tocar al corazón del hombre. Pugnaces ideas
le fueron alternativa y sinceramente objeto de adhesión o de rechazo. Pero el
debate interior que ellas suscitaron afloró a sus poemas despojado de
cualquier ropaje especulativo, hasta existir sólo como emoción desnuda.
Alguien pareciera ahora recordamos que, con tantos desacuerdos como días y
noches transcurridos, nuestra vida es una y, a la vez, la de una muchedumbre
de seres que, acompañándonos siempre al lado, invisibles, apenas les
sospechamos cruzar como fantasmas.
La poesía es la voz de esos fantasmas.

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