Varios - Cuentos Perversos

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Cuentos Perversos

Antología

Selección: Gonzalo Márquez Cristo

Prólogo Amparo Osorio


En el reino de Maldoror

Por Amparo Osorio

Si la literatura puede hacer belleza de la perversidad fundando escenarios de


una lúdica fascinante como lo demuestran los veintiséis relatos seleccionados, y
ofrecer herramientas fundamentales en el conocimiento del ser humano como lo
comprobaron Freud y Jung; la colección Los Conjurados, además de pretender una
vindicación de los autores incluidos, es un reconocimiento a la más libre
imaginación humana.

El camino circunscrito en estos textos, más allá de una idea del bien o del
mal, nos abre un espacio literario que reprimido, extraviado o escandalosamente
consagrado, descifra nuestra íntima naturaleza, acercándonos a lo que Nietzsche en
su Genealogía de la moral, denunció como esa equívoca conciencia que durante siglos
hizo contemplar al hombre con malos ojos sus inclinaciones naturales.

Separados de nuestra profundidad, fuimos obligados a portar la máscara


para tener cabida en un escenario moral establecido; las religiones estigmatizaron
el hedonismo y el gran filósofo Epicuro fue severamente confiscado; así las
sociedades castrantes inventaron términos como diferenciación, excluyendo la
posibilidad de la otredad y del reconocimiento de aquellos seres que dirigían sus
deseos hacia espacios no establecidos por la moral en uso.

El erotismo e incluso el humor negro, que han transitado desde siempre por
complejos y secretos senderos y cuya ceremonia íntima se ha mantenido oscilante
entre Eros y Thanatos, fueron recibiendo en el escenario de su esencia multiforme,
radicales definiciones que lindaban con el prohibido universo de la perversión.

Pero si nos pertenece el cuerpo como nuestros placeres, si la imaginación se


funda en él para obtener su pasaporte al estallido; podríamos afirmar que el
sombrío nudo de sus actos, es tal vez la fuerza secreta, predestinada desde nuestra
química galáctica.

En los relatos míticos todo era permitido, los dioses y los héroes realizaban
sus sueños y asaltos sin restricciones, y en esa cruel fantasía se revelaba la fuerza
sombría y originaria del ser. Resulta entonces sorprendente la antimemoria del
hombre en el decurso de su historia, si leída desde el contexto testimonial de sus
inicios, recordamos nuestra procedencia exacta de una Eva incestuosa.

Por eso el arte, con sus postulados de conciencia y denuncia, es el encargado,


siempre, de abrir la puerta que nos mostró las búsquedas y vías de la pasión
humana, que tan profundamente inquietan a la especie.

Las fiestas de la Fertilidad de la Tierra y las bacanales celebradas en homenaje


a Baco, el Perfecto (según el verso de Whitman), han desaparecido; sin embargo
asistimos al culto del cuerpo, verdadero objeto de devoción que ha sido despojado
de su trascendencia sagrada, ahora entronizado como dios moderno, y atado a los
cánones de una moral victoriana aún imperante en el desolador inicio del Siglo XXI.

Así la sucesiva fascinación oculta de ese animal que somos, de ese ser que se
esconde bajo los párpados, afirma también que todos, en el más indescifrable de
nuestros pliegues, somos la confirmación exacta de Narciso, es decir: la certeza de
nuestra propia e insalvable obsesión; porque el yo es insuperable.

El recorrido de esta antología, nos lleva por varios estadios de los temas
proscritos, donde existen los más reconocidos matices de la perversión
amalgamada con el erotismo.

Apuleyo en su Asno de oro, que podría ser un anticipo feliz de Kafka, si


pensamos en su punto de vista narrativo, devela su resplandeciente humor
zoofílico, tema igualmente latente en el cuento extraído de Las mil y una noches
donde una princesa sexualizada por un mono crea una divertida situación
inolvidable.

Con Sacher-Masoch y Sade asistimos a la violencia propuesta como un


despiadado instinto territorial del placer, en un encarnizado juego del poder
sexual; donde la sangre y el castigo reinan.

Barbusse nos deja ver por un orificio el despertar del deseo entre una pareja
de hermanos.

Cydno de Mitilene –esta última de existencia casi ilusoria– ven el deseo con
ojos femeninos y fundan dentro de sus literaturas crueles ceremonias.

Y como las artes plásticas también son festejadas en este libro, el magistral
dibujo de Miguel Ángel titulado: El rapto de Ganímedes, plasma la violación del
hermoso efebo a manos –mejor a garras– del dios Júpiter convertido en águila;
mientras Balthus, uno de los artistas más controvertidos del siglo XX, recrea a una
de sus niñas impúdicas en un cuadro lleno de simbolismos, junto a un gato que
bebe leche.

Dioses y hombres en el concierto del mundo han desafiado los conductos de


una razón establecida y testimoniando sus libertades individuales han sido
exiliados y proscritos.

Isidore Ducasse, Conde de Lautréamont, considerado por los surrealistas como


el genio de la rebeldía, dentro de la más alta poesía maligna, lleva a su personaje
central, Maldodor, a hacer el amor con un tiburón hembra, en uno de los episodios
más perversos y deslumbrantes de la literatura. Hay una variedad tal de frenesí en
Lautréamont, una potencia tal de metamorfosis, que la ruptura de los instintos se
encuentra, a nuestro parecer, realizada (Bachelard).

Pero si el siglo XX trajo consigo la liberación femenina y se extendieron y


multiplicaron los estudios de sexología y psicoanálisis en su analítico intento por
descifrar esa summa de creencias, costumbres y valores que rigen los
comportamientos de la criatura humana, es posible que el siglo XXI sea regido por
los postulados de Bruckner y Finkielkraut en El nuevo desorden amoroso, que
proclaman: Unirse no debe conducir a otra cosa que fundirse de nuevo y de mil maneras,
con mil otros mundos.

Dicha idea conduciría a una nueva comprobación en el sentido de que esas


verdades develadas, o transgresiones lúdicas –el camino a las sensaciones del goce,
a partir del cual surgen grandes interrogantes filosóficos y metafísicos que habitan
en nuestra alquimia–, continúan y seguirán constituyendo uno de los grandes y
complejos equipajes del hombre en su viaje terrenal.

Para recorrer estos Cuentos perversos, nada sería entonces más acertado que
recordar aquel grafiti escrito en Nanterre durante los episodios de Mayo del 68:
Inventen nuevas perversiones, ¡yo no puedo más...! y evocar la cínica frase del filósofo
rumano E. M. Cioran que colma de humor esta visión transgresora: Dichosos Onan,
Sade, Masoch... sus nombres, lo mismo que sus grandes proezas, no envejecerán jamás.
La disputa sobre el goce

Publio Ovidio Nason

Júpiter y Juno, cómodamente sentados en sus aposentos del Olimpo, bebían


el auténtico néctar de los dioses que les alegraba el ánimo y discutían acerca de
quiénes reciben más placer en el éxtasis carnal: sí las hembras o los varones. Como
no lograban ponerse de acuerdo, decidieron someterse al juicio del sabio Tiresias,
que había disfrutado del amor bajo los dos sexos. ¿Bajo los dos sexos? Sí, porque
mientras caminaba un día por un bosque vio dos serpientes acopladas; las golpeó
con su bastón y... ¡oh!, prodigio admirable, se convirtió él, allí mismo, en mujer.
Siete años después vio a las mismas serpientes acopladas y pensó: «si a quien os
hiere dais contrario sexo...» Entonces las volvió a tocar con su bastón y quedó al
punto transformado en varón. Esta era la historia de Tiresias. El sabio juez,
nombrado para dirimir la contienda, se inclinó a favor de lo que pensaba Júpiter.
Juno se sintió desairada y en castigo le privó de la vista. Como según la legislación
del Olimpo no era posible que un dios se opusiera al castigo dado por otro, Júpiter,
en el ánimo de recompensar a Tiresias, le otorgó el don de la adivinación, con lo
que reparó, en parte, el mal que le había causado la diosa.

Muy pronto el adivino se hizo célebre en toda la Beocia por lo acertado de


sus horóscopos y la gravedad de sus consejos. La bella Liriope fue la primera en
certificar lo maravilloso de sus respuestas. El río Cefiso, enamoradizo, la aprisionó
un día en el laberinto de sus aguas y la violó reiteradamente. Liriope quedó
embarazada y en el tiempo justo parió un hijo de tal hermosura que desde el
momento de nacer fue amado por todas las ninfas. Le dieron por nombre Narciso.
La madre acudió a Tiresias para que le adivinara el destino de su hijo,
preguntándole si viviría muchos años. La respuesta, aparentemente frívola, fue:
«Vivirá mucho si él no se ve a sí mismo». Pero el tiempo se encargó de demostrar
su tino con la forma en que Narciso perdió la vida y su nefasta pasión.

El hijo de Liriope creció con tales gracias de efebo, que mujeres y hombres
andaban tras él encalenturados por gozárselo. Inútilmente. A hombres y mujeres
desdeñaba con sorprendente decisión. Un día, mientras estaba de cacería, le
sorprendió la ninfa Eco... Eco bien merece una digresión. Su alegría parlanchina y
su gracia cautivaron a Júpiter. Sorprendidos en adulterio por Juno, ésta le dio como
castigo el que jamás podría hablar por completo; su boca no pronunciaría sino las
dos últimas sílabas de aquello que deseara expresar. Pues bien, apenas Eco vio a
Narciso quedó locamente enamorada de él y le fue siguiendo sin que el muchacho
se diera cuenta. Al cabo de un tiempo decide acercársele y exponerle su pasión con
ardientes palabras. Pero... ¿cómo podrá hacerlo, si las palabras le salen
incompletas? Por fortuna, le fue propicia la ocasión. El mancebo, viéndose solo,
quiere saber por dónde pueden andar sus acompañantes y grita: «¿Quién está
aquí?» Eco repite las últimas palabras: «...está aquí». Narciso queda maravillado
de esta voz dulcísima de quien no ve. Vuelve a gritar: «¿Dónde estás?» Eco repite
«...de estás». Narciso mira otra vez, se pasma. «¿Por qué me huyes?» Eco repite
«...me huyes.» Y Narciso»: «unámonos» Y Eco: «...unámonos». Por fin se
encuentran. Eco abraza al ya desilusionado mancebo. Y éste dice con terrible
frialdad: «No pensarás que yo te amo...» Y Eco repite, acongojada: «yo te amo».
«¡Permitan los dioses soberanos –grita él– que antes la muerte me desaparezca a
que tú goces de mí». Y Eco: «...¡que tú goces de mí!»

Narciso huyó implacable. Y la ninfa, sintiéndose injustamente


menospreciada, buscó refugio en lo más solitario de los bosques. Su terrible pasión
la consumía. Deliraba, se enfurecía. Y pensó: «¡Ojalá cuando él ame como yo lo
amo, se desespere como me desespero yo». Némesis, diosa de la venganza –y a
veces de la justicia–, escuchó el ruego de la ninfa. En un valle encantador había una
fuente de agua extremadamente clara, que jamás había sido enturbiada ni por el
cieno ni por los hocicos de los ganados. A esa misma fuente llegó Narciso y
fatigado y sediento se tendió en el césped para beber. Cupido entonces aprovechó
la oportunidad para clavarle su dardo en la espalda... Lo primero que vio Narciso
fue su propia imagen, reflejada en el espejo que ofrecía la superficie del agua
cristalina. Insensatamente creyó que aquel rostro bellísimo que contemplaba era el
de un ser real, distinto de él mismo. Sí, el rapaz estaba enamorado de aquellos ojos
que relucían como luceros, de aquellas mejillas imberbes, de aquel cuello esbelto,
de aquellos cabellos dignos de Apolo. El objeto de su amor era... él mismo. ¡Y
deseaba poseerse! Pareció enloquecer... ¡No encontraba boca para besar! Una voz
interior le reprochó: «¡Tonto! ¿Cómo te has enamorado de un vacío fantasma? Tu
pasión es una quimera. Retírate de esa fuente y verás entonces cómo la imagen
desaparece. Y, sin embargo, está contigo, contigo ha venido, se va contigo... ¡y no la
poseerás nunca!»

Narciso elevó sus brazos al cielo. Llorando, mesándose luego los cabellos,
gritó con acento casi blasfemo: «Díganme selvas, ustedes que habrán sido testigo
de tantos idilios apasionados... ¿por qué el amor es tan cruel para mí? Hace siglos
que están aquí; díganme: ¿han visto alguna vez a un amante sufrir designios más
crueles? Yo veo al objeto de mi pasión y no lo puedo alcanzar. No me separan de él
ni los mares enormes, ni los senderos inaccesibles, ni las montañas, ni los bosques.
El agua de una fontana me lo presenta consumido por el mismo deseo que a mí me
consume. ¡Oh pasión mía! ¡Quien quiera que seas, aproxímate a mí así como yo me
aproximo a ti! ¡Ni mi juventud ni mi belleza pueden ser motivo para que me
temas! Yo desdeñé el amor de todas las ninfas... no me depares el mismo desdén.
Pero... ¿si me amas por qué soy motivo de tus burlas? Te tiendo mis brazos y me
tiendes los tuyos. Te acerco mi boca y tus labios se me ofrecen. ¿Por qué
permanecer más tiempo en el error? Debe ser mi propia imagen la que me engaña.
Me amo a mí mismo. Atizo el mismo fuego que me devora. ¿Qué será mejor: pedir
o que me pidan? ¡Desdichado yo que no puedo separarme de mí mismo! A mí me
pueden amar otros, pero yo no me puedo amar... ¡Ay! El dolor comienza a hacerme
desfallecer. Mis fuerzas se agotan. Voy a morir en la flor de la edad. Mas no ha de
aterrarme la muerte liberadora de todos mis tormentos. Moriría triste si hubiera de
sobrevivirme el objeto de mi pasión. Pero bien entiendo que vamos a perder dos
almas y una sola vida».

Apenas acabó de decir esto, Narciso tornó a contemplarse en la superficie


translúcida de la fuente. Y lloró, ebrio de pasión, ante su propia efigie. Volvió a
balbucir frases entrecortadas... ¿Quién? ¿Narciso? ¿Su imagen llorosa? «¿Por qué
me huyes? Espérame. Eres la única persona a quien yo adoro. El placer de verte es
lo único que queda a tu desventurado amante.»

Poco a poco Narciso fue tomando los colores finísimos de esas manzanas,
rosadas por un lado, blanquecinas y doradas por otro. El ardor le consumía
lentamente. La metamorfosis duró escasos minutos. Después de Narciso no
quedaba sino una flor bellísima al borde de las aguas, que continuaba
contemplándose en el espejo sutil.

Todavía se cuenta que Narciso, antes de transformarse, pudo exclamar:


«¡Objeto vanamente amado... adiós...!» Y Eco dijo: «...adiós» y cayó seguidamente
sobre el césped, rota de amor. Las náyades, sus hermanas, la lloraron amargamente
acariciándose las cabelleras de oro. Las dríadas dejaron romper en el aire sus
llantos y lamentaciones, y a estas contestaba Eco... cuyo cuerpo jamás pudo
encontrarse. Sin embargo, por montes y valles, en todas las partes del mundo, aún
responde su voz con las últimas sílabas de todo lo que grita en su angustia patética
la raza humana.
El burro y la dama golosa

Apuleyo

El propietario destellaba de alegría. Hizo llamar a los esclavos que me


habían comprado y, acto seguido, ordenó que se les devolviera por cuadruplicado
la suma de dinero que pagaron por mí y –previa recomendación– me confió al más
acomodado de sus libertos preferidos.

El exesclavo me trataba con bastante consideración y delicadeza y, para


ganarse la simpatía de su patrón, ponía todo su empeño en divertirlo a expensas
de mis habilidades. En primer lugar me enseñó a instalarme en la mesa
apoyándome sobre el codo. Luego a luchar e incluso a bailar con las patas
delanteras en alto; pero particularmente y como máxima atracción, me instruyó en
la técnica de hablar con gestos adecuados: echar la cabeza hacia atrás significaba
«no» y la inclinación hacia delante significaba «sí»; cuando tenía sed miraba al
aguador y le pedía bebida guiñando alternativamente ambos ojos. Podía aprender
todo eso con mucha facilidad y, por supuesto, hubiera sabido hacerlo sin que nadie
me instruyera. Pero me reservaba por miedo: pues si imitaba con mucha fidelidad
los modales del hombre sin atenerme a las lecciones recibidas, la gente me podría
tomar por siniestro agüero y, como monstruo sobrenatural, acabarían por cortarme
el cuello para engordar los buitres a mis expensas.

Antes de continuar –creo que debí haber empezado por ahí–, voy a referir
quién era mi propietario y de dónde venía. Su nombre era Tiaso y provenía de
Corinto, capital de toda la provincia de Acaya. Luego de desempeñar todos los
cargos a que tenía derecho por la nobleza de su cuna y por sus méritos, le llegó el
nombramiento de magistrado quinquenal. Y para que el acto de investir las
insignias se celebrara con el debido esplendor, había prometido realizar durante
tres días seguidos un grandioso combate de gladiadores. Para que su munificencia
fuera más deslumbrante y movido por su afán de popularidad, había llegado hasta
Tesalia en busca de animales de pura sangre y de gladiadores con renombre.
Después de organizarlo todo a su gusto y hacer las compras, se disponía a volver a
casa. Pues bien, dejó de lado sus lujosos vehículos y sus cómodas carrozas que, con
sus cortinas entreabiertas, seguían vacías en la cola de la caravana; tampoco utilizó
sus caballos tesalios u otras monturas galas de pura raza y muy estimadas. Sólo yo
contaba: me puso jaeces de oro, albarda colorada, mantas de púrpura, frenos de
plata, riendas repujadas y cascabeles de fino tintineo. Tiaso iba montado en mi
grupa y como yo era su máximo cariño, de vez en cuando se hacía mieles para
hablarme diciendo que entre tantas cosas buenas su mayor felicidad era tenerme a
mí como compañero de mesa y como montura a la vez.

Al término del viaje, realizado algunos tramos por tierra y otros por mar,
llegamos a Corinto; todo el pueblo acudió en masa y según pude observar la gente
no venía para aplaudir a Tiaso sino por la curiosidad de conocerme a mí. Pues la
fama de mis capacidades extranaturales se había divulgado tanto en aquel país,
que todos pagaban por verme, lo que me convirtió en una respetable fuente de
ingresos para mi guardián. Cuando se agolpaba mucho público deseoso de
contemplar mis prodigiosas mañas, él cerraba la puerta y sólo dejaba entrar a uno
por uno, y así con las propinas que iba recogiendo obtenía un sueldo bastante
aceptable al final de la jornada.

Había en el círculo de mis admiradores una señora distinguida y de elevada


posición social. Pagó como los demás para verme y quedó encantada con mi gran
variedad de monerías; insensiblemente pasó de la admiración constante a una
pasión arrebatada; acosada por su extraño capricho, al igual que la mítica Pasifae –
madre del Minotauro–, y suspiraba ardientemente en espera de mis rudos abrazos.
Obsesionada, acabó proponiendo al encargado de cuidarme una alta suma como
pago de una sola noche en mi compañía; él, sin pensar para nada si esto
redundaría en mi propio provecho y preocupado solamente en su interés personal,
aceptó la propuesta.

Una vez terminada la cena salimos del comedor del magistrado


dirigiéndonos a mi dormitorio y, al entrar, nos encontramos a la hermosa señora
que llevaba ya un buen rato de espera. ¡Bondad de los dioses! ¡Qué lujo de
preparativos! Cuatro eunucos listos con toda una provisión de blandos
almohadones de plumas arreglaban en el suelo nuestro lecho sobre el cual
extendieron con cuidado una alfombra bordada en oro y púrpura de Tiro; encima
colocaron todavía más cojines, pequeños desde luego pero en gran cantidad, de
esos que usan las señoras elegantes para mullir sus mejillas y sus nucas. Y para no
retrasar con su presencia los goces que esperaba la señora, cerraron la puerta de la
habitación y se retiraron. En el interior unos cirios encendidos disipaban con su
intensa iluminación las tinieblas de la noche.

Apenas estuvimos solos ella se despojó de todas sus vestiduras, incluso del
sostén que sujetaba su voluptuoso busto y, de pie junto al foco de luz, extrajo de un
frasco metálico un aceite perfumado con el que se frotó bien y luego se eternizó
ungiéndome igualmente con el mismo perfume, con especial insistencia en mi
hocico. Me cubrió entonces de tiernos besos, pero no como los que dan las
meretrices en los prostíbulos para mendigar unas monedas o rendir a clientes
reacios a pagar; no, por el contrario, eran besos de verdad y desinteresados, que
acompañaba con las más dulces palabras: «Te amo», «te deseo», «eres mi único
cariño», «sin ti no puedo vivir» y todas esas expresiones a que acuden las mujeres
para seducir al hombre o manifestar sus sentimientos. Luego me cogió por la brida
y no le resultó difícil hacerme acostar de la manera que me habían enseñado. No
había en ello nada nuevo ni complicado para mí, sobre todo cuando después de
una continencia tan prolongada veía llegar los abrazos apasionados de una mujer
tan bella. Además, me había reconfortado previamente con vino abundante
escogido entre los más finos; por último, el más delicioso perfume estimulaba al
máximo el ardor de mis deseos.

Con todo, me asaltaba una cruel angustia; me daba verdadero horror pensar
cómo podría acercarme con tantas patas y de tan protuberantes dimensiones a esa
delicada criatura. ¿Cómo abrazarían mis duros cascos aquellos miembros tan leves,
tan tiernos que parecían hechos de leche y miel?

Sus finos labios rojos destilaban una divina ambrosía: ¿Cómo besarlos con
una boca tan amplia, tan enorme, descomunal y grosera, cuyos dientes eran
verdaderos bloques de piedra? Y, por último, aunque la lujuria consumiera todos
mis miembros, ¿cómo podría una mujer resistir una unión tan desproporcionada?
¡Pobre de mí, si estropeara a una noble dama! Me echarían a las fieras como un
número más del espectáculo que preparaba mi amo.

Entretanto, ella continuaba con sus provocaciones, con sus besos lascivos,
con sus tiernos suspiros y sus miradas de fuego y, como colofón gritó: «ya eres
mío, eres todo mío, gorrioncito». Y como ello demostraba que eran vanas mis
preocupaciones, que mis reparos no tenían el menor fundamento, nos apretamos
en estrecho abrazo, e increíblemente pudo con todo mi instrumento, con todo,
como digo. Y cuando yo, por delicadeza y consideración intentaba retirarme, ella
volvía a la carga con mayor furia y se ceñía más cerca agarrada a mi espalda. Por
Hércules, hasta creí en mi impotencia ante sus ansias y comprendí por qué la
madre del Minotauro buscó sus deleites en un amante astado.

Al término de una noche laboriosa y en vela, para evitar la indiscreta luz del
día, la mujer desapareció, pero no sin acordar antes el mismo precio para la noche
siguiente.
Itinerario del placer

Petronio

Oh, mi mala suerte! –me dijo Ascilto secándose el sudor–. ¡Si supieras lo que
me sucedió!

–¿Por qué estás tan afligido? –pregunté.

–Vagaba por las calles –contestó con voz grave–, sin encontrar nuestra
posada, cuando se me acercó un anciano de apariencia venerable y enterándose de
mi situación aseguró que me acompañaría a encontrar el rumbo adecuado.
Agradecí su colaboración y comenzamos a recorrer callejuelas oscuras hasta que
llegamos a esta sórdida casa. Tan pronto entramos pagó una habitación y sacó
unas monedas insistiendo para que las aceptara a cambio de sus ardientes caricias.
Se lanzó sobre mí, estrechándome entre sus brazos asquerosos y de no ser por mi
airada repulsión, amigo Encolpio, me habría ocurrido algo fatal.

Esto me narraba cuando apareció en ese preciso instante el viejo


acompañado de una mujer muy bella y le dijo a Ascilto:

–Eres muy esquivo. En ese cuarto te espera el más alto placer: No temas,
puedes elegir un papel activo o pasivo.

Entonces la mujer nos instaba con audacia a acompañarla.

Los lascivos ademanes de ella y los ruegos de él nos convencieron y


decidimos aceptar el generoso ofrecimiento. Pasamos por varias alcobas, viendo lo
que sucedía en ellas, como si fuera un inmenso teatro de juegos voluptuosos, como
un largo laberinto del placer. Era tan intenso el ardor que poseía a todos los
personajes y la excitación tan delirante, que parecían embriagados con esa
maravillosa bebida preparada con la raíz del satiricón. Durante nuestro
estremecedor recorrido todos los participantes de esa desatada orgía adoptaron
posiciones más obscenas y dieron gemidos lujuriosos incitándonos a unirnos a su
turbulento festín. Y de repente uno de ellos levantó su túnica hasta la cintura y sin
poder resistir la belleza de Ascilto lo lanzó sobre una cama e intentó violarlo. Corrí
a auxiliar a mi vulnerable amigo y entre ambos logramos contener a ese ardiente
bárbaro. Al liberarse Ascilto salió huyendo y yo quedé expuesto a los ataques
insistentes de muchos viciosos y lúbricos depravados que se citaban allí para
satisfacer sus deseos, pero mi fuerza y mi temor me permitieron escapar de mis
perseguidores.
Sin embargo mis problemas continuaron. Di vueltas por la ciudad
apresuradamente hasta encontrar mi posada y al abrir la puerta, fatigado por tanta
huida, vi en la penumbra a Gitón que me esperaba.

–¿Qué hay de comida? –le pregunté.

Se sentó en la cama sin responderme y comenzó a llorar. Su dolor era tan


agudo que me conmovió. Le pregunté la razón de sus lágrimas pero siguió
intentando ocultarme la causa de su desolación. Así continué interrogándolo sin
fortuna hasta que decidí amenazarlo, y entonces Gitón dijo señalándome a Ascilto
que había llegado antes que yo huyendo de aquella casa perversa:

–Tu supuesto compañero leal ha llegado aquí hace un buen tiempo y al


encontrarme solo ha tratado de forzarme, esperando que le prodigara mi placer.
Rechacé su propuesta, grité y corrí de un lado para otro pero él sacó la espada
diciéndome: «Si te haces la Lucrecia ya encontraste tu Tarquino».

Al oír eso me encaminé agresivamente hacia Ascilto y lo injurié:

–Qué puedes responder vicioso depravado, eres peor que las más
repugnantes prostitutas.

Ascilto sin poder defenderse simuló gran indignación y comenzó a dar


alaridos y a herirme con sus afiladas palabras:

–¡Cómo puedes hablar así, guerrero vil, asesino de tu huésped, cuando


deberías morir atacado por las fieras en el coliseo! ¡Cómo puedes hablar ladrón
nocturno, que ni siquiera antes de haber perdido la virilidad pudiste hallar una
mujer honrada! ¡Tú, que abusaste de mí, gozando de mi cuerpo, así como abusarás
hoy y mañana de este tierno muchacho!

–Cálmate –le repliqué al fin derrotado por su astucia–. ¿Pero por qué te
escapaste esa noche en que yo escuchaba a Agamenón?

–¿Qué podría hacer allí, idiota? Me fastidié de oír las estupideces de un


hombre arrogante, los sueños de un imbécil. Mientras tú cínicamente adulabas a
un mal poeta para que te invitara a cenar.

Muy pronto comenzamos a bromear y cambiamos de tema, pero como los


insultos de Ascilto no se me olvidaban le dije:
–Está bien, acepto que conciliemos, pero deseo que partamos en dos
nuestras posesiones para que cada uno por su lado busque la vida. Ambos
tenemos refinados talentos literarios, sin embargo para no competir contigo me
dedicaré a un oficio más digno. Y aquello será prudente porque no quiero pelear
más contigo ni darle razones a los enemigos para que injurien nuestro nombre.

–Acepto –replicó Ascilto muy herido–, pero como recuerdo que esta noche
estamos invitados a un gran banquete, disfrutemos de ese evento y mañana si así
lo deseas, buscaré nueva vivienda y un verdadero compañero.

–¿Y para qué postergar lo que ya hemos elegido? Es mejor separarnos ahora
mismo.

El amor por Gitón me daba fuerzas para ser tan cruel con Ascilto, intentando
con mis palabras liberarme de él para dedicarme totalmente a mi nueva y dulce
pasión.

Enfurecido Ascilto salió bruscamente sin despedirse y golpeó la puerta. Esta


acción me pareció un mal presagio y sabiendo lo ardiente y pasional que era temí
que podría ocurrirle algún infortunio, entonces decidí seguirlo para observar lo
que haría y frustrar así sus impulsivos planes; sin embargo para mi pesar, no logré
hallarlo durante mucho tiempo, y heme aquí recordándolo.
Taurofilia

Diodoro

Al morir Asterio, el gran Minos creyéndose con todos los derechos para ser
rey de Creta reclamó airadamente el trono, y queriendo ser persuasivo en su
pretensión dijo con arrogancia que los dioses responderían todos sus llamados y
pedidos, y que tan pronto le fuera concedido el primero de estos favores festejaría
su coronación.

Después de construirle un colosal altar a Poseidón, realizó los minuciosos


preparativos para sacrificar su mejor animal en honor del poderoso dios de las
aguas, y delante de la multitud rogó para que saliera del mar un inmenso toro. En
ese mismo instante su petición fue escuchada y una radiante bestia blanca nadó
buscando la costa. Sin embargo Minos quedó tan asombrado de la belleza del toro,
que se negó a matarlo enviándolo con el resto de su ganado para mejorar su raza, y
decidió efectuar el sacrificio prometido con uno de menor linaje.

Entonces el gran Poseidón al sentirse desairado por ese acto de su adorador,


urdió una de sus más crueles venganzas: hizo que Pasifae, la bella esposa de
Minos, se enamorara del espléndido toro blanco que se había librado del sacrificio.
Y al día siguiente cumpliendo el designio divino, ella empezó a buscarlo en la
pradera, a perseguirlo entre la maleza, a admirar durante horas su brío y fuerza;
tan deslumbrada por su hermosura, que aceptando su inusual obsesión decidió
consumarla entregándole su cuerpo, y para eso debió confiarle su extraño ardor a
Dédalo, el más refinado tallador y artesano del reino.

Éste decidido a ayudar a la reina construyó entonces una vaca de madera


que cubrió con un cuero de un animal recién desollado, y le puso al artefacto
ruedas ocultas en las pezuñas para facilitar su desplazamiento. Luego condujo la
engañosa máquina a Gortina donde el toro pacía entre la espesa vegetación, y le
enseñó a la bella Pasifae el mecanismo de su invento asegurándole al marcharse
que guardaría total silencio sobre esa aventura.

Pasifae se desnudó e ingresó al interior de la simuladora máquina y esperó


ansiosa a que el toro blanco advirtiera su asequible presencia y se dispusiera a
cortejarla. Pronto el animal se acercó al artefacto y engañado por el olor del cuero
comenzó a rondar a Pasifae hasta que decidió copular con ella. Y así la voluptuosa
mujer estremecida por el dolor y el placer que el acto le producía, se entregó con
toda su pasión al animal que sentía en los rechazos y aquiescencias, más placer que
con las otras hembras de la manada. El toro cautivado por la extraña vaca de
madera y Pasifae por las brutales embestidas sexuales, repitieron el acto
innumerables veces hasta desfallecer.

Meses más tarde la delirante reina dio a luz a un monstruoso ser llamado
Minotauro, violento engendro con cabeza de toro y cuerpo humano, que delataría
a su esposo la increíble traición. Minos afligido al enterarse de esta manera del
extravagante adulterio de su esposa, consultó a los dioses sobre un método para
ocultar semejante deshonra, y ellos al verlo tan angustiado decidieron responderle.
Y esta vez él con sumisión, obedeciendo el oráculo, ordenó a Dédalo que le
construyera en Cnosos un gigantesco laberinto, con intrincados y oscuros
pasadizos, para que nadie descubriera el hecho, destinado a esconder en su centro
a su amada Pasifae y a su despiadado hijo el Minotauro.
Mesalina

Vinicio

El amor de Claudio el Idiota, Emperador Romano, por su esposa Mesalina,


ha sido un ejemplo de devoción religiosa. Aunque el pueblo romano cantaba
sórdidas coplas y en todos los festejos se hablaba de sus cínicas infidelidades, el
emperador parecía ignorar las afrentas que diariamente le propinaba la deliciosa
mujer.

Los soldados permanentemente hacían juegos lingüísticos relativos a los


divertimentos eróticos de ella, y aquellos que habían recibido los favores de la
exuberante mujer se reproducían por todos los rincones de Roma como si fueran
ratones. En nueve años de matrimonio, Claudio esclavizado por su pasión,
ignoraba las ligerezas de su ávida mujer y no prestaba atención a los consejos de
los amigos más cercanos, ni daba verosimilitud a las palabras irónicas, sobre ese
caso que ya empezaba a ser tan escandaloso como de alto riesgo para el buen
ejercicio del imperio.

Un día, aprovechando la ausencia de Claudio en Bretaña, Mesalina en la


cima de sus ardores, retó a las más famosas prostitutas de Roma para decidir quién
era la mujer más equiparada para el goce sexual en la corrupta y esplendorosa
ciudad, y las invitó al palacio para desarrollar la extraña competencia. A las más
afamadas prostitutas se les organizó alcoba en el suntuoso recinto, lo mismo que a
algunas esposas de generales y altos oficiales del ejército, que intentaban calmar así
la fiebre producida por la ausencia de sus maridos que se hallaban en la campaña
militar, participando en la ardiente y extenuante lid.

La fecha determinada se dio inicio a la competencia con una asistencia


multitudinaria de hombres que deseaban calmar sus ardores, animados por
centenares de observadores y curiosos. La festiva noche comenzó a desarrollarse
como un verdadero homenaje al placer carnal, y eventualmente Mesalina salía de
su habitación para animar a sus ansiosas competidoras.

Al amanecer, doce horas después, sólo quedaban en competencia una


insaciable prostituta siciliana, de nombre Escila y la delirante Mesalina, que
continuaba con todas sus destrezas llamando por turno a los cortejantes que hacían
largas filas para poseerla. El clamor de la multitud alentándolas y las blasfemias de
las damas de bien, se hicieron con el tiempo más agresivas. Pero la contienda fue
definiéndose a favor de Mesalina, cuyas destrezas eran famosas en todas las
provincias romanas y muchas veces habían traspasado las fronteras.

Derrotada Escila, fue sacada por sus amigas de los recintos del palacio,
mientras Mesalina continuó atendiendo hombres durante varias horas más, hasta
que el sol se encontró en su cenit, dando por liquidada la contienda y ciñéndose
una corona de laureles que la proclamaba la mejor amante del imperio.

Sin embargo después de esa comprobación inequívoca de su sabiduría


erótica, debió reforzar la guardia asignada por el emperador para su protección
con sus más fieles servidores, a fin de no ser asaltada cuando salía de paseo, por
varios de los casi cuarenta hombres que la poseyeron esa noche inolvidable; pues
algunos de ellos delirando de amor por ese intenso encuentro, recordaban sin cesar
en forma vívida el haber estado con la irresistible manifestación de Venus en la
tierra.
Sobre la lascivia de una mujer y la forma de curarla

Las mil y una noches

Cuentan que la hija de un sultán estaba locamente enamorada de un esclavo


negro, a quien le había entregado su virginidad, y al que a toda hora suplicaba que
la poseyera.

Era imposible para la princesa estar unos minutos separada de su esclavo


como si fuera víctima de un hechizo. Cierto día, atormentada por su delirio, le
contó su situación a una de sus criadas y ésta después de oírla le dijo que se
tranquilizara, que no existía nadie que sobrepasara a los monos en ser
apasionados, y que en uno de ellos debería buscar su sosiego.

Al poco tiempo ocurrió que al pie de la ventana del alcázar se detuvo un


juglar callejero con un mono grande y vigoroso.

Se descubrió la princesa el rostro, miró al animal y le guiñó el ojo. Al verla el


simio se inquietó a tal punto que rompió sus cadenas y ligaduras, y subió hasta
donde estaba la princesa, quien lo escondió en una cámara secreta, y allí noche y
día, gozaba con él, y ambos comían, bebían y disfrutaban del insaciable placer del
que eran arrebatados.

Sin embargo llegó el día nefasto en que se enteró el sultán de ese amor
escandaloso de su hija y enfurecido decidió matarlos a los dos.

Pero ella informada por su fiel criada de las intenciones de su padre, meditó
sobre lo que debería hacer y decidió disfrazarse de mameluco, montó en un caballo
y cargó una mula con oro, piedras preciosas y sedas, y tomando a su amado mono,
partió sin detenerse hasta llegar a Mizr.

Se hospedó allí en una cabaña a las afueras y todos los días iba a comprar
sus provisiones después de mediodía, pálida y debilitada por su intensa actividad
erótica, hasta que viéndola a punto de desfallecer el carnicero del lugar se dijo para
sí: Este mameluco debe tener una extraña historia.

Y cuando a la mañana siguiente, según la costumbre, fue el falso mameluco


a comprar la carne, decidió perseguirlo caminando a cierta distancia para no ser
visto.

–Lo seguí –contaba el carnicero– de una calle a otra, hasta que al fin llegó a
su domicilio entre los montes y penetró desapareciendo.

Busqué un lugar para poder espiarlo y vi que hizo fuego para asar la carne,
y comió de ella dándole una buena porción al mico, que comió con voracidad.

Cambió después sus vestidos por unos femeninos muy ostentosos y


entonces –seguía contando el carnicero– me enteré de que el mameluco no era un
hombre sino una mujer de gran hermosura.

Después bebió vino y le dio al mono, y comenzaron a acariciarse y observé


como el ávido animal volteando a la mujer la cabalgó durante horas haciéndola
estremecer más de diez veces, hasta que cayó desvanecida.

La cubrió el mono con una fina seda y se fue al sitio que le asignó ella para
dormir

Me deslicé furtivamente dentro de la cueva, pero al advertir el simio mi


presencia se arrojó furioso sobre mí con la intención de matarme, y me vi obligado
a sacar mi puñal que manejo con destreza, y le hice un corte fatal en su vientre.

Se despertó entonces por el alboroto la bella mujer y al ver al mono muerto


dio un fuerte alarido y tanto fue su dolor que se desmayó cayendo rudamente a la
tierra.

Cuando recuperó el sentido me dijo con su voz desgarrada por la ira:

–Hombre ruin, ¿por qué hiciste tan terrible acto? Te pido por Alá que hagas
lo mismo conmigo.

Sin embargo yo intenté calmarla y le aseguré que si me ayudaba podría


hacer lo mismo que el ardiente animal, y se lo juré tantas veces que ella pareció
serenarse, y al poco tiempo me pidió que nos acostáramos para hacer cumplir mi
palabra.

Comenzamos así ese día una feliz vida de casados hasta que semanas
después ella se mostró ofendida porque me era imposible calmar su desenfrenada
lujuria, y derrotado y triste acudí a una vieja curandera con el propósito de
solicitarle su consejo, y después de contarle mi infortunio ella meditó y me dijo:

–Tienes que traerme, joven desdichado, una vasija llena de vinagre y otra
con varias ramas de vulneraria.
Me costó mucho trabajo conseguir la mágica hierba y cuando horas más
tarde tenía sus dos encargos me dirigí donde la hechicera. Entonces vi que las puso
al fuego mezclándolas.

Luego me envió a que le hiciera el amor a mi princesa, y así lo hice hasta que
desfalleció.

Entró entonces la vieja y llevándola alzada, la sentó sobre la olla con la


cálida infusión, para que el vapor penetrara por su vulva hasta que vimos
desprenderse algo de su interior.

Asustado me acerqué para observar y vi que eran dos lombrices, una negra
y la otra amarilla, y me pareció que el deslumbrante hechizo había surtido efecto.

Y la vieja me dijo:

–La primera, es decir la negra, se engendró cuando se unió con el esclavo


negro, y la segunda, la amarilla, al copular con el insaciable mono. Sin embargo ya
ha sido liberada de su mal.

Después la princesa recobró la conciencia y aunque vivió conmigo durante


unos meses, nunca más me pidió que la copulara, porque Alá la había salvado
completamente de su desmedida lujuria. Lo cual para mí, que había conocido la
fuerza de su obsesión, nunca dejó de asombrarme.
El hortelano

Giovanni Boccaccio

Amigas mías, existen demasiadas personas estúpidas, a quienes les parece


que una mujer por ponerse la toga blanca y el hábito negro, ha dejado de sentir los
apetitos femeninos, como si al convertirse en monja se volviera de piedra. Y si
escuchan algo contrario a esa creencia, se perturban como si hubiesen cometido un
mal. Piensan también en forma errática que los trabajos del campo, las viandas
frugales y las fatigas, eliminan los apetitos concupiscentes. Pero se equivocan y
pretendo demostrarlo con esta curiosa narración.

Existe en nuestro país un convento de monjas muy alabado por su santidad,


del cual omitiré el nombre para que no pierda su prestigio. Hace algún tiempo
vivían allí ocho monjas y la abadesa, todas jóvenes; además del hortelano que
cuidaba el jardín. Este, no satisfecho con su salario, decidió regresar a
Lamporecchio, su provincia natal. Ante su intempestiva renuncia, Masetto, un
labrador joven y robusto, de la aldea cercana al convento, quiso asumir el empleo
al enterarse de que había quedado vacante.

–Yo trabajaba en un jardín grande y hermoso –dijo el que despreció su


empleo–; iba a buscar leña al bosque, traía agua y hacía otras labores parecidas,
pero ganaba muy poco dinero. Las monjas son jóvenes y como si tuviesen el diablo
en el cuerpo nada les agrada. Durante todo el día renegaban de lo que hacía
diciendo: Pon aquí aquello, y eso está mal hecho. Una tarde cansado de la ira de ellas
decidí marcharme. Entonces me pidieron que si conocía alguien para ese oficio lo
sugiriera, pero me dieron tan mal trato que yo no quiero recomendarles a nadie.

Masetto al oír esto, quiso obtener el trabajo para cumplir allí sus más
antiguos deseos, pero cautelosamente le dijo a su amigo:

–Has hecho bien en renunciar. ¿Qué hace un hombre entre tantas mujeres?
Mejor sería vivir entre diablos, porque ellas seis veces de cada siete nunca saben lo
que quieren.

Después de tales razonamientos, Masetto preparó la manera de presentarse


en el convento. Sabía el oficio de su amigo Nuto pero temía no ser aceptado
cuando lo vieran joven y apuesto. Y entonces pensó: El lugar está lejos y nadie me
conoce. Fingiré ser mudo y por lástima me recibirán.

Se presentó como un humilde hombre al convento, encontró al


administrador y con señas le pidió limosnas, ofreciéndose para cortar leña. Éste le
dio comida y luego enseñó unos troncos, que el anterior jardinero, su amigo Nuto,
no había podido cortar. Masetto lo hizo con rapidez y el administrador lo llevó al
bosque para que cortara más leña; posteriormente se la hizo atar a un asno y lo
envió con el animal al convento. Lo tuvo unos días más con él para que le ayudara
a terminar algunas labores atrasadas, hasta que una mañana la abadesa le
preguntó quién era.

–Un pobre sordomudo –respondió el administrador–; me pidió limosna y yo


le he encargado algunas oficios. Si conociera el trabajo del huerto podría quedarse;
creo que sería el indicado porque es muy fuerte. Además, no habría peligro de que
hablara con vuestras monjas.

La abadesa asintió y dijo:

–Tienes razón, intenta convencerlo. Regálale zapatos y un vestido usado y


dale de comer para que pueda cumplir con su labor.

El hombre prometió hacerlo. Masetto lo había oído todo, y se dijo a sí


mismo: Cuidaré el huerto como nadie lo ha hecho.

El administrador estaba contento de la forma en que trabajaba Masetto y le


preguntó por señas si quería quedarse. Éste le respondió afirmativamente con la
cabeza y le fue delegada la tarea de velar por el huerto y otras obligaciones
necesarias para el buen funcionamiento del convento.

Después de unos días de trabajar allí, las monjas comenzaron a molestarle, y


como suponían que era mudo, le decían palabras injuriosas. Una tarde en que
estaba descansando después de su ardua faena de hortelano, dos monjas creyendo
que estaba dormido decían:

–Si guardas silencio, te confiaría un pensamiento que tengo y tú también


podrías disfrutarlo.

La otra replicó:

–Confíamelo, que no hablaré.

–Ignoro si has pensado lo sobrias que somos –dijo la audaz mujer–, debido a
que ningún hombre puede rebasar estas puertas, excepto el administrador por
anciano, y éste por mudo. Yo he oído decir que el mayor placer de todos es el de el
hombre y la mujer. Y como por nuestra condición sólo podemos hacerlo con el
mudo, podríamos intentarlo. Además sería lo más prudente, porque al no poder
hablar, nunca sería revelado nuestro secreto. ¿Qué piensas?

–¡Qué has dicho! –dijo la otra–. ¡Hemos prometido a Dios nuestra pureza!

–¡Y cuántas cosas que nunca se cumplen se prometen día a día! –replicó la
primera.

–¿Y si quedáramos embarazadas? –reflexionó la más prudente. A lo que su


amiga contestó:

–Piensas en la tragedia antes de que llegue. Si sucede encontraremos alguna


solución y nadie se enterará.

La otra, al oír esto, sintió más deseos que la primera de probar qué clase de
placer podría ofrecer un hombre.

–¿Cómo lo haremos? –dijo.

–Este momento es el propicio, pues todas nuestras compañeras pueden estar


durmiendo. Debemos asegurarnos de que ninguna se encuentre en el huerto y
entonces despertaremos al mudo y lo llevaremos a la cabaña próxima al manantial.
Y mientras una goce con él, la otra estará vigilando, y él sin poder resistirse hará lo
que queramos.

Masetto escuchaba todo y se encontraba feliz de poder realizar sus sueños.


Cuando ellas revisaron los alrededores, la más atrevida se dirigió hacia él y lo
condujo a la cabaña, donde éste haciéndose el inocente se dejaba guiar por la
ardiente monja. Después de gozar llamó a su compañera a quien Masetto también
prodigó con su placer. Antes de marcharse volvieron a disfrutar al mudo, y las dos
coincidieron en que era lo más dulce y exquisito que les había deparado la vida. A
partir de esa tarde planearon las horas adecuadas para ir a retozar con el jardinero.

Un día una monja desde su ventana las vio y le contó a dos compañeras.
Estas decidieron acusarlas con la abadesa, pero cambiando rápidamente de
opinión fueron a participar de Masetto, y gozaron de sus favores. Finalmente la
abadesa ajena a lo que ocurría, se paseaba por el jardín una tarde calurosa, cuando
encontró a Masetto, quien fatigado por haber amado toda la noche, estaba tendido
bajo la sombra de un árbol. El viento había levantado sus ropas y se hallaba
descubierto, tentación en la que sucumbió la abadesa como antes todas las
monjitas. Lo condujo a su cámara y allí lo tuvo varios días, causando gran
desconsuelo entre las demás al ver que él no salía a labrarles el huerto. La abadesa
en cambio, probaba la dulzura que reprobaba ante las otras. Le buscaba todo el
tiempo hasta que el mudo pensó que seguir a ese ritmo no le reportaba ningún
bien, y una noche dijo a la abadesa:

–He escuchado, señora, que un gallo no basta para diez gallinas, pero ni diez
hombres podrían satisfacer a una mujer, y a mí me toca cumplirle a nueve. Estoy
agotado y ya no voy a perseverar más en ello, pues con lo que he hecho, no consigo
ni lo poco ni lo mucho. Por tanto, o me dejáis ir con Dios, o ponéis el remedio.

Ella, pasmada al oírle, dijo:

–¿Qué significa esto? Creía que eras mudo.

–Señora –respondió Masetto– lo era, pero no de una manera natural, sino


por una enfermedad que me privó del habla, que precisamente he recuperado esta
noche, por lo cual doy gracias a Dios.

La abadesa le creyó y de inmediato preguntó qué era eso de servir a nueve


mujeres. Masetto le contó todo, y la mujer ante tal confidencia decidió buscar
remedio a la grave situación, para evitar que se difamara al santo convento.

Como por aquellos días había muerto el administrador, las monjas


explicaron a las gentes del pueblo que los méritos del santo protector del
monasterio habían restituido el habla al hortelano, designándolo como
administrador. Después tan diestramente se organizaron entre ellas, que el hombre
pudo soportar sus ímpetus. Y aunque engendraron muchos monjitos, todo quedó
silenciado hasta la muerte de la abadesa. Entonces Masetto, ya viejo, padre, rico y
sin preocupación de mantener a sus hijos, retornó a su país natal afirmando que así
trataba la suerte a aquel que le pone cuernos.
La sanguijuela

MARQUÉS DE Sade

El señor Gernande después de cenar me invitó a la mesa, y fue precisamente


allí, donde vi a ese monstruo actuando de una forma tan terrible que creía estar
engañada por mis ojos. Cuatro criados, entre los que se encontraban dos de los que
me habían conducido al castillo, eran los encargados de servir aquella asombrosa
cena. Ese episodio merece ser detallado y voy a intentar hacerlo sin exageración,
segura de que lo ocurrido era habitual en ese palacio.

Para comenzar sirvieron dos sopas, una de pasta de azafrán y la siguiente de


cangrejos con jamón; luego lomo de res a la inglesa, ocho entremeses, cinco
principios, cinco platos ligeros, una cabeza de jabalí en medio de ocho platos de
asado y seis de fruta; helados, seis clases de vino, cuatro licores y café para
terminar. El señor de Gernande comió de los diversos platos, devorando de
muchos todo su contenido. Se agotaron doce botellas de vino, cuatro de Borgoña al
comienzo y cuatro de champaña con el asado; el Tokai, el Moseau, el Hermitage y
el Madera, fueron bebidos con los postres. Se terminó con dos botellas de licores de
las Islas y diez tazas de café.

El señor de Gernande se mostró tan entusiasta y activo al terminar la


desmesurada cena, como si acabara de levantarse, hecho que me asombró, y
acercándose me dijo con toda la cortesía:

–Vamos a sangrar a mi esposa; ya me dirás, te lo ruego, si lo hago tan bien


con ella como contigo.

Dos muchachos que no conocía nos esperaban a la puerta del departamento


de la condesa, y el conde me confió que tenía doce siervos, que le eran renovados
cada año. Esos jóvenes me parecieron más hermosos que los anteriores y
aparentaban ser más vigorosos.

Todas las ceremonias que voy a relatar hacían parte de lo consuetudinario y


eran las que el conde realizaba diariamente, variando solamente el lugar de las
sangrías.

La condesa que llevaba un vestido de muselina flotante se arrodilló cuando


entró el conde, preparándose para satisfacer el terrible capricho de su esposo.

–¿Estás dispuesta? –preguntó su esposo.


–A todo, mi señor –respondió ella con humildad–. Sabes bien que soy tu
víctima y que sólo debes ordenar.

En ese momento el señor Gernande me pidió que desnudara a su mujer y


que se la llevara. Por más que tales horrores me repugnaran no tuve más opción
que obedecer. Era una esclava y mi voluntad no intervenía en esos actos
execrables. Despojé de su ropa a la señora y la conduje cerca de su esposo que
yacía en un gran sillón. De acuerdo con el minucioso ceremonial, ella subió al
sillón y ofreció a su esposo esa parte favorita que él había festejado tantas veces en
mí y que era su predilección en seres de uno u otro sexo.

–¡Abre señora! –le ordenó brutalmente el conde.

Durante varios minutos la hizo tomar diversas posiciones, y él la entreabría


o cerraba, y con el extremo de un dedo o con la lengua homenajeaba el angosto
orificio; y siguiendo el curso de su pasión, la pellizcaba con rigor, la apretaba y le
clavaba las uñas en su suave piel femenina. Cada vez que una herida manaba
ponía sobre ella su boca. Con esos crueles preámbulos, yo retenía a su desdichada
víctima y los dos jóvenes desnudos, arrodillados entre las piernas del conde
usaban sus bocas para excitarlo. Fue entonces cuando vi sorprendida que aquel
gigante monstruo, cuya presencia era terrorífica, casi no había alcanzado a ser un
hombre, porque la más pequeña protuberancia de un niño de tres años era similar
a la de este enorme y nefasto personaje.

El conde saltaba de placer y sus espasmos eran muy intensos. Luego de esta
primera escena se acostó en un diván y quiso que su mujer, a caballo sobre su
rostro, le ofreciera con su boca, por medio de una estricta succión, los mismos
placeres que hace poco le brindaban los jóvenes Ganímedes, quienes eran
excitados con las manos por él. Las mías mientras tanto se ocupaban de sus nalgas.
Lo acariciaba, lo manoseaba en todos los sentidos, tratando de lograr que alcanzara
lo más alto de su placer. Pero después de un cuarto de hora infructuoso decidió
cambiar a la condesa de posición, acostándola boca arriba y con los muslos muy
abiertos.

Ante el cuerpo de ella entreabierto, el conde fue presa de un furor, y


comenzó a blasfemar lanzándose con una lanceta sobre ella, hiriéndola en forma
superficial en cinco partes y bebiendo las pocas gotas de sangre que fluían de esos
cortes.

Estas primeras crueldades dieron paso a otras más descarnadas. El conde


volvió a sentarse dejando un breve sosiego a su esposa, y ocupándose de los dos
jóvenes los obligó a acariciarse mutuamente, luego realizó una cadena de sexo oral
con ellos. Su impotencia era tan radical que ni los mayores esfuerzos podían
satisfacerlo: en ocasiones parecía experimentar espasmos agudos pero su cuerpo
no manifestaba nada; y a veces me obligaba a chupar los miembros de los
jovencitos hasta su consumación, para después ir a su boca a dejar el incienso que
recogía de ellos. Finalmente los envió uno tras otro hacia la desgraciada condesa.
Los hermosos jóvenes se acercaron a ella, la insultaron, la golpearon, la
abofetearon, y entre mayor era su violencia, eran más elogiados por el conde.

Mientras tanto el señor Gernande se ocupaba de mí. Me ordenó ponerme


delante de él, con las nalgas a la altura de su rostro para él rendirle homenaje a su
dios, pero sin torturarme. Ignoro por qué no me maltrató, tampoco a sus
Ganímedes, pues sólo quería ensañarse con su esposa. Tal vez la condición de
pertenecerle era un motivo para ser maltratada, o seguramente sólo le emocionaba
la crueldad a causa de que los lazos matrimoniales le daban más intensidad a los
ultrajes y así mismo más placer. Todo es factible en esas corruptas mentes, y
aquello que más se aproxime a un crimen siempre será lo que más los hace llegar al
delirio. Finalmente nos colocó a los jóvenes y a mí alrededor de su esposa,
mezclados unos con otros; intercalando hombres entre nosotras, y todos
presentándole el trasero. Primero nos contempló desde lejos y después se
aproximó tocando, comparando, acariciando; los muchachos y yo nada teníamos
que sufrir, pero cuando llegaba a su esposa la laceraba y atormentaba.

Después volvió a cambiar la escena obligando a la condesa a ponerse boca


abajo sobre un sofá y tomando a los dos jóvenes, los introdujo por turno él mismo
en el estrecho camino ofrecido por la condesa de Gernande; permitiéndoles que se
excitasen en ese reducido lugar pero ordenándoles consumar el sacrificio en su
boca. Este acto fue demorado, y el conde enfurecido se levantó y quiso que yo
reemplazara a la condesa; le rogué que no lo hiciera, pero se irritó más. Colocó a su
esposa boca arriba sobre el sofá y me puso sobre ella, con el trasero hacia él; y allí
ordenó a sus mancebos que me poseyeran por el camino prohibido; debía entonces
excitar a la condesa con mis dedos y besarla en la boca. Para él la ofrenda era
idéntica: cuando cada uno de sus mancebos iba a terminar después de unas idas y
venidas, debía derramar en su boca el incienso que yo encendía. Cuando ellos
acababan se adhería a mi espalda como si intentara reemplazarlos.

–Inútiles esfuerzos –opinó–. No es esto lo que necesito... en realidad... en


verdad... por lamentable que sea mi estado... no resisto más... ¡Vamos condesa!
¡Dame tus brazos!
Entonces él la tomó con brutalidad, la colocó como días antes había hecho
conmigo: los brazos atados por dos lazos negros pegados al techo, y me encargó a
que le pusiera las vendas. El conde revisó las ligaduras minuciosamente y las
ajustó para que la sangre corriera con mayor fuerza. Después procedió a ejecutar
su acto macabro.
El esclavo

LEOPOLD VON Sacher–Masoch

Súbitamente, se puso el chal y el sombrero, y tuve que acompañarla al bazar.


Allí le enseñaron todos los látigos, algunos largos con mango corto, otros propios
para perros.

–Son muy buenos –dijo el vendedor.

–No, son muy pequeños –contestó Wanda, mirándome de reojo–. Los quiero
mayores.

–¿Quizá para algún dogo?

–Sí, como aquellos que se usaban en Rusia para los esclavos rebeldes.

Al final eligió uno. Tenía un aire inquietante que me sorprendió.

–Ahora adiós, Severino. Deseo hacer otras compras y no es preciso que me


acompañes.

Me despedí y fui a dar un paseo. Al regresar, vi a Wanda salir de una


peletería. Me llamó.

–Reflexiónalo bien –comenzó diciéndome de buen humor–. Nunca te he


ocultado que tu seriedad y aire soñador me cautivan. Me fascina ver un hombre
sincero entregarse enteramente a mí, extasiarse francamente a mis pies; pero,
¿cuánto durará ese encanto? La mujer ama al hombre, pero al esclavo lo pisa y lo
maltrata.

–Recházame con el pie, si te has cansado de mí. Deseo ser tu esclavo.

–Yo veo que hay instintos peligrosos dormidos en mí –añadió Wanda al


cabo de un rato– y que los despiertas, no ciertamente en tu provecho. ¿Qué dirías
tú, tan hábil en pintar las sensaciones del goce, la crueldad y el orgullo, si yo
ensayara todo en ti, como Dionisio que hizo quemar al inventor del buey de
bronce, dentro de su misma creación para comprobar si sus lamentos y sus
quejidos de muerte se parecían realmente al mugido del buey? ¿No podría yo ser
un Dionisio hembra?
–Así sea, y mi sueño quedará realizado. Soy tuyo en bien y en mal. Te
pertenezco; elige tú misma. La fatalidad me empuja, habita en mi corazón, de una
forma diabólica, omnipotente.

Luego encontré su nota: «Amado mío: Hoy no te veré, ni mañana, sino hasta
pasado mañana y ya como mi esclavo. Tu dueña, Wanda.»

Las palabras «como mi esclavo», estaban subrayadas. Leí una vez más el
papel. Entonces recibí de buen agrado la mañana, y dispuesto a que me ensillaran
como a un verdadero burro sabio, me dirigí a la montaña intentando ahogar mi
dolor, engañar mis ardientes deseos en la majestuosa naturaleza de los Cárpatos.

Ahora de vuelta, fatigado y hambriento, muriéndome de sed y de amor, me


vestí rápidamente y poco después llamé a su puerta.

–¡Adelante!

Entré. Ella, con los brazos cruzados sobre el pecho, estaba en medio de la
habitación. Frunció las cejas. Observé su traje de seda de un blanco desvanecido
como el día, y su kazabaika escarlata, rodeada de un soberbio armiño. Sobre sus
cabellos descansaba una diadema de diamantes.

–¡Wanda! –fui hacia ella en ademán de abrazarla. Ella, midiéndome con la


vista de arriba a abajo, retrocedió un paso.

–¡Mi dueña! –me arrodillé y besé la orla de su vestido.

–Está bien.

–¡Cuán bella eres!

–¿Te gusto? –preguntó con altanera satisfacción mientras se aproximó al


espejo.

–¡Voy a enloquecer!

Hizo un gesto de desprecio y me contempló de una manera burlona a través


de los párpados entornados.

–Dame el látigo.
Miré a mi alrededor buscándolo.

–¡No, continúa de rodillas! –se acercó a la chimenea, tomó el látigo, y


mirándome mientras reía, lo hizo silbar en el aire. Luego se levantó muy despacio
las mangas de la kazabaika.

Yo murmuraba:

–¡Admirable mujer!

–¡Cállate, esclavo! –su mirada se llenó de un aire sombrío, casi salvaje, y me


descargó un latigazo. Luego, instantáneamente pasó con mucha delicadeza su
brazo alrededor de mi cuello y compasiva se inclinó hacia mí.

–¿Te he hecho daño? –inquirió confusa y llena de angustia.

–No –respondí–, mas si lo hicieras, los dolores serían un placer para mí. Si te
agrada castígame otra vez.

–Pero si no me causa ningún placer...

Una extraña embriaguez se apoderó de mí.

–¡Castígame –rogué–, castígame sin piedad!

Wanda blandiendo el látigo me flageló dos veces.

–¿Es suficiente?

–No.

–¿De veras, no?

–Flagélame, te lo suplico, es un placer para mí.

–Sí, porque no es de verdad y lo sabes, mi corazón no quiere hacerte daño.


Este bárbaro juego me repugna; si yo fuera en realidad la mujer que azota a sus
esclavos, te espantarías.

–No, Wanda, te amo más que a mí mismo; me he entregado a ti en vida y


muerte, y puedes hacer contra mí todo lo que sugiera tu orgullo.
–¡Severino!

–Pisotéame –rogué y me tendí ante ella, de cara al suelo.

–¡Aborrezco las comedias! –exclamó Wanda impaciente.

–Maltrátame.

Hubo una pausa inquietante.

–Severino, ¡te lo advierto por última vez!

–Si de verdad me amas, sé cruel conmigo, supliqué levantando los ojos hacia
ella.

–¿Si te amo? ¡Está bien! –retrocedió mirándome sombríamente–. Sé pues, mi


esclavo y aprende lo que es haberse entregado a una mujer.

Inmediatamente me dio un puntapié.

–¿Qué tal, esclavo?

Nuevamente blandió el látigo.

–¡Levántate!

Quise hacerlo.

–¡Así no! ¡De rodillas!

Obedecí y comenzó a darme latigazos.

Los golpes llovían, vigorosos sobre mi espalda y mis brazos, cortando mis
carnes, dejando una sensación de quemadura; pero este sufrimiento me
transportaba porque venía de ella: la adorada; de aquella por quien yo estaba
dispuesto en todo instante a entregar mi vida.

Por fin se detuvo.

–Comienza a gustarme este juego, sin embargo por hoy es suficiente; sólo
tengo la diabólica curiosidad de indagar hasta dónde llega tu resistencia, la
voluptuosidad cruel de sentir cómo tiemblas bajo mi látigo, ver cómo te doblas, oír
por fin tus gemidos, tus ayes y tus gritos de dolor, hasta que supliques y yo
continúe hiriéndote sin piedad, hasta ver que pierdes el conocimiento y caes. Has
despertado en mí instintos peligrosos. Ahora levántate.

Me apoderé ávidamente de su mano para llevármela a los labios.

–¡Qué audacia, no vuelvas a intentar hacerlo porque me enfureces y tendré


que castigarte –dijo alejándome con el pie–. ¡Fuera de mi vista, esclavo!
Encuentro con tiburones

Isidore LUCIEN Ducasse,

Conde de Lautréamont

Desde siempre buscaba un alma que se me pareciera, y no podía


encontrarla. Pese a escudriñar con minucia todos los rincones del planeta, mi
perseverancia resultó inútil. Sin embargo, no podía permanecer solo. Necesitaba de
alguien que aprobara mi carácter, que tuviera las mismas ideas que yo. Una
mañana en que el sol surgió del horizonte, en toda su magnificencia, se apareció
también ante mis ojos, un joven cuya presencia hacía brotar flores a su paso. Se me
acercó con la mano extendida: «He venido a ti que me buscas. Bendigamos tan feliz
día». Pero yo le respondí: «Vete; no te he llamado; no necesito tu amistad...» Caía la
tarde; la noche comenzaba a extender sobre la naturaleza la negrura de su velo.
Una hermosa mujer, que yo apenas distinguía, extendió también sobre mí su
encantadora influencia y me miró con piedad; sin embargo, no se atrevía a
hablarme. Dije entonces: «Acércate para que pueda distinguir con claridad los
rasgos de tu rostro; pues la luz de las estrellas no es suficiente para iluminarlos a
esta distancia». Entonces, con andar recatado y la mirada clavada en el suelo, holló
la hierba para dirigirse hacia mí.

En cuanto la tuve cerca y pude descifrar su expresión le dije: «Veo que la


bondad y la justicia se aposentan en tu corazón: no podremos vivir juntos. En este
momento admiras mi belleza que a más de una ha conmovido; pero te
arrepentirás, tarde o temprano, de haberme consagrado tu amor; pues no conoces
mi alma. No porque te fuera infiel alguna vez: yo me entrego con igual confianza y
abandono a la que con tanto abandono y confianza se entrega a mí; aprende esto
para siempre: los lobos y los corderos no se miran con ojos tiernos.» ¿Qué
necesitaba pues, yo, que con tanto asco rechazaba lo más hermoso que había en la
humanidad?; no habría sabido decir lo que necesitaba. No estaba todavía
acostumbrado a darme rigurosa cuenta de los fenómenos de mi espíritu, mediante
los métodos que recomienda la filosofía.

Me senté en una roca, junto al mar. Un navío acababa de desplegar todas las
velas para alejarse de aquellos parajes: un punto apenas perceptible apareció de
pronto en el horizonte y se acercaba, poco a poco, empujado por el viento y crecía a
medida que ganaba proximidad. Una tempestad iba a iniciar sus embates y el cielo
se oscurecía ya, hasta quedar de un negro casi tan horrendo como el corazón del
hombre. El navío, que era un gran bajel de guerra, acababa de echar todas sus
anclas, para evitar que el fuerte oleaje lo barriera contra las rocas de la costa. El
viento soplaba con furor y hacía trizas las velas. Los truenos retumbaban en medio
de los relámpagos pero no podían acallar los gritos y las lamentaciones que se
escuchaban en la casa sin fundamentos, sepulcro móvil. La agitación de esas masas
acuosas no había logrado romper las cadenas de las anclas, pero sus sacudidas
habían entreabierto un camino al agua en los flancos del navío. Brecha enorme,
pues las bombas no dan abasto para evacuar las masas de agua salada que se
abaten como montañas sobre el puente.

El navío dispara cañonazos de alarma y comienza a hundirse con lentitud...


con majestad. Quien no haya visto una embarcación hundiéndose en el huracán,
entre la intermitencia de los relámpagos y la oscuridad más profunda, cuando
muchos se encuentran abrumados por la desesperación, ignora los accidentes de la
vida. Finalmente, de entre los flancos de la nave brota un grito universal de dolor
inmenso, mientras el mar redobla sus inmisericordes ataques. Es el grito que obliga
a lanzar el abandono de las fuerzas humanas. Todos se envuelven en el manto de
la resignación y depositan su suerte en las manos de Dios. Retroceden
apretujándose como un rebaño de corderos. El navío en peligro dispara cañonazos
de alarma; pero se hunde con lentitud... con majestad. Han hecho funcionar las
bombas durante todo el día. Esfuerzo inútil. Ha llegado la noche, espesa,
implacable, para colmar tan maravilloso espectáculo. Todos se dicen que, una vez
en el agua, no podrán ya respirar; pues por lejos que lleven su memoria no
encuentran ningún pez entre sus antepasados; pero se exhortan a contener el
aliento el mayor tiempo posible, para prolongar la vida dos o tres segundos más;
es la vengativa ironía que quieren dedicar a la muerte... El navío en peligro dispara
cañonazos de alarma; pero se hunde con lentitud... con majestad. Ignoran que el
barco, al hundirse, provoca una poderosa circunvalación de las olas alrededor de sí
mismo; que el cenagoso limo se ha mezclado con las turbias aguas y que una
fuerza procedente de abajo, respuesta a la tempestad que causa sus estragos arriba,
imprime al elemento entrecortados y nerviosos movimientos. Así, pese a la
provisión de sangre fría que atesora de antemano, el futuro ahogado, luego de
profunda reflexión, debe sentirse satisfecho si prolonga su vida, en los torbellinos
del abismo, durante la mitad de una respiración ordinaria –si somos generosos. Les
será pues imposible burlarse de la muerte, supremo deseo.

El navío en peligro dispara cañonazos de alarma: pero se hunde con


lentitud... con majestad. Es un error. No dispara ya cañonazos, no se hunde ya. La
cáscara de nuez ha desaparecido por completo. ¡Cielos! ¡Cómo se puede vivir
todavía, tras haber gozado tantas voluptuosidades! Acababa de concedérseme ser
testigo de las mortales agonías de varios de mis semejantes. Minuto a minuto seguí
las peripecias de sus angustias. A veces, el bramido de una anciana, enloquecida
de espanto, primaba sobre todo lo demás. Otras, sólo el vagido de un infante
impedía escuchar las órdenes de maniobra. El bajel estaba demasiado lejos como
para percibir con claridad los gemidos que el viento me traía, pero yo los
aproximaba con mi voluntad y la ilusión óptica era completa. Cada cuarto de hora,
cuando una ráfaga de viento, más fuerte que las demás, alzando sus acentos
lúgubres a través del grito de los aterrorizados petreles, dislocaba el navío con un
crujido longitudinal y aumentaba los lamentos de quienes iban a ser ofrecidos en
holocausto a la muerte, yo me hundía en la mejilla una aguzada punta de hierro y
pensaba para mí: «¡Más sufren ellos!». Así tenía, por lo menos, un término de
comparación. Les apostrofaba desde la orilla, lanzándoles imprecaciones y
amenazas. ¡Me parecía que debían oírme! ¡Me parecía que mi odio y mis palabras,
salvando la distancia, aniquilaban las leyes físicas del sonido y llegaban claras, a
sus oídos ensordecidos por los mugidos del furioso océano! ¡Me parecía que
debían pensar en mí y exhalar su venganza en impotente rabia! De vez en cuando,
lanzaba una mirada hacia las ciudades dormidas en tierra firme, y, viendo que
nadie sospechaba que un buque iba a hundirse a poca distancia de la orilla, con
una corona de aves de rapiña y un pedestal de gigantes acuáticos de vacío vientre,
recobraba el valor y recuperaba la esperanza, ¡su perdición era, pues, segura! Sólo
como precaución, había ido a buscar mi fusil de doble cañón por si algún náufrago
sentía la tentación de llegar a nado hasta las rocas, para escapar de la muerte
inminente, porque si esto sucediera, una bala disparada por mí le daría con
precisión en su hombro y le impediría cumplir su deseo. En lo más intenso de la
tempestad divisé, nadando sobre las aguas, con esfuerzos desesperados, a un
hombre de cabeza enérgica con el cabello erizado. Tragaba litros de agua y se
hundía en el abismo, sacudido como si fuera un corcho. Pero pronto aparecía de
nuevo, los cabellos chorreantes y con la mirada clavada en la orilla, parecía
desafiar a la muerte. Su sangre fría era admirable. Una herida sangrante,
provocada seguramente por la punta de algún escollo oculto, cruzaba su rostro
intrépido y noble. No sobrepasaría los dieciséis años y con la luz de los relámpagos
que iluminaban la noche, se podía percibir sobre su labio apenas la pelusa del
melocotón. Ahora estaba solo a doscientos metros del acantilado; y yo podía verle
sin dificultad. ¡Qué valentía! ¡Qué espíritu indomable! ¡Parecía que se estuviera
burlando del destino cuando hendía con vigor las olas, cuyos surcos se abrían
difícilmente ante él sin claudicar la firmeza de su testa! ...Yo lo había decidido con
antelación, y me debía a mí mismo el cumplir la promesa: la hora postrera había
sonado para todos, nadie podía escapar. Esa era mi determinación y nadie la
cambiaría... Se oyó un sonido seco y la cabeza se hundió de inmediato para no
reaparecer más. Este crimen no me complació tanto como podría suponerse,
precisamente porque estaba hastiado de matar y lo hacía ya por una simple
costumbre de la que no se puede prescindir, aunque solo produzca un goce
insignificante. Los sentidos ya están embotados, tensos, endurecidos. ¿Qué
voluptuosidad podía experimentar ante la muerte de aquel ser humano cuando
había más de un centenar que me iban a ofrecer el espectáculo de su combate con
las olas, una vez el navío se hundiera por completo? Además, en aquella muerte yo
no tenía siquiera el acicate del peligro, pues la justicia humana, acunada por el
huracán de esa noche horrenda, dormitaba en las casas, a pocos pasos de mí.

Hoy, al cabo del tiempo, con el insoslayable peso de los años sobre mi
cuerpo, lo expreso con sinceridad y como una verdad suprema y solemne: yo no
era tan cruel como se dijo luego entre los hombres, aunque a veces la maldad
produjera perseverantes estragos durante años enteros. Sin embargo a veces no
había límites a mi furor, sufría accesos de crueldad y me convertía en una bestia
terrible para quien se pusiera al alcance de mis ojos huraños, siempre y cuando
perteneciera a mi raza. Si se trataba de un caballo o de un perro, los dejaba pasar:
¿oyeron lo que acabo de decir? Desgraciadamente era presa de uno de esos
accesos, la razón me había abandonado la noche en que ocurrió aquella tempestad
(porque en realidad yo era muy cruel pero prudente) y creí que todo lo que cayera
en mis manos en esa oportunidad, debía perecer; y no pretendo ahora excusarme
de mis desmanes. No toda la culpa es de mis semejantes. Me limito apenas a decir
las cosas como son, a la espera del juicio final que me obliga a rascarme la nuca de
antemano. Cuando cometo un crimen sé lo que hago: ¡No quería hacer otra cosa!
De pie sobre la roca, mientras el huracán agitaba mi melena y hacía ondear mi
manto, espiaba casi en elación mística, la fuerza de la tempestad que se cebaba en
el buque, bajo un cielo sin estrellas. Contemplé, en actitud triunfante todas las
incidencias de aquel drama, desde el momento en que la embarcación echó sus
anclas hasta el instante en que se hundió en fatal envoltura arrastrando a las
entrañas del mar, a quienes se habían revestido con ella, como si fuera un manto.

Se aproximaba el momento en el que yo mismo iba a involucrarme, como


importante actor en esas escenas de la naturaleza convulsionada. Cuando las
condiciones de visibilidad del sitio donde el buque había librado su combate,
permitieron ver con claridad que éste había naufragado y pasaría el resto de sus
días en la planta baja del mar, algunos de los sobrevivientes que habían sido
arrastrados por las olas reaparecieron en la superficie. En fatal desesperación se
agarraban unos a otros de los brazos, de dos en dos, de tres en tres, sin caer en la
cuenta que ese era el medio más seguro para no salvar sus vidas pues esto
dificultaba sus movimientos y se hundían entonces como cuencos agujereados...
¿Qué significa ese ejército de monstruos marinos que corta las olas a gran
velocidad? Cuento seis; sus aletas natatorias son vigorosas y les permiten abrirse
paso en las olas de varios metros de altura. Todos esos seres humanos, que agitan
inútilmente sus cuatro miembros en ese continente de poca firmeza, pronto se
convierten en una tortilla sin huevos para los tiburones que se la distribuyen según
la ley del más fuerte. La sangre se entremezcla con las aguas. Las feroces pupilas
de las bestias alumbran apenas la escena de la carnicería. ¿Qué es ese tumulto de
las aguas, allá, en el horizonte? Diríase una tromba que se acerca. ¡Qué manera de
nadar! Descubro lo que es. Un enorme tiburón hembra se acerca a tomar su parte
del picadillo de hígado y a comer papilla fría. Está furioso y hambriento. Entabla
una lucha con los demás tiburones para disputar los miembros aún palpitantes que
flotan aquí y allá en la superficie de la crema roja. Lanza, a diestra y siniestra,
dentelladas que producen heridas mortales. Pero tres fuertes tiburones rodean a la
hembra obligándola a girar violentamente en todos los sentidos para desbaratar
sus maniobras. Con una emoción creciente, desconocida hasta entonces, el
espectador emplazado en la orilla sigue esa batalla naval de nuevo género. Tiene
los ojos fijos en el valeroso tiburón hembra, que exhibe dientes tan fuertes. Sin
vacilar se lleva la mira del fusil a la cara y, con su destreza habitual, consigue
alojar su segunda bala en las agallas de uno de los tiburones, cuando éste se deja
ver en la cresta de una ola. Entonces quedan dos tiburones que dan muestra del
mayor encarnizamiento. Desde la cúspide de la roca, el hombre de la baba salobre
se lanza al mar y nada hacia la alfombra de color agradable llevando en la mano el
cuchillo de acero que nunca le abandona. A partir de entonces cada tiburón tendrá
que vérselas con un nuevo enemigo. Avanza con ímpetu hacia su fatigado
adversario y, tomándose su tiempo, le hunde en el vientre la hoja afilada. La
ciudadela móvil se libra con facilidad de su último adversario... El nadador y el
tiburón hembra que él ha salvado se encuentran frente a frente. Se miran fijamente
a los ojos por breves instantes y cada uno se asombra a su vez de encontrar tanta
ferocidad en la mirada del otro. Giran en redondo sin perderse de vista diciendo
cada uno para sí: «me he equivocado hasta ahora, he aquí a uno más perverso y
malvado que yo». Entonces, como si estuvieran de acuerdo y entre dos aguas se
deslizaron el uno hacia la otra transidos de admiración, el tiburón hembra
hendiendo el agua con sus aletas, Maldoror abriendo las ondas con sus brazos;
contuvieron su aliento en gesto de profunda veneración, deseosos ambos de
contemplar, por primera vez, su vivo retrato. Cuando estuvieron a una distancia
de unos tres metros, sin mayor esfuerzo, cayeron bruscamente el uno contra el
otro, como dos amantes; se estrecharon con dignidad y gratitud, en un abrazo tan
tierno como el de hermano y hermana. Los deseos carnales no tardaron en suceder
a esta demostración de amistad. Dos nerviosos muslos se adhirieron estrechamente
a la piel viscosa del monstruo como dos sanguijuelas, y con los brazos y las aletas
enlazadas alrededor del cuerpo amado al que abrazaban con ardor, sus gargantas
y sus pechos se convirtieron pronto en una masa glauca con aroma de algas
marinas que se deslizaba ajena a la tempestad que seguía rugiendo. Alumbrados
por la luz intermitente de los relámpagos, con la ola espumosa como lecho nupcial,
mecidos por una corriente submarina y rodando sobre sí mismos hacia las
desconocidas profundidades del abismo oceánico, se unieron por fin en un
acoplamiento prolongado, horrendo y casto... ¡Por fin había encontrado a alguien
parecido a mí... ¡Ya no estaría solo en el universo!... ¡Ella, mi tiburón, tenía también
mis ideas!... ¡Estaba frente a mi primer amor!
Misterios de Safo

Cydno de Mitilene

Safo además de ser la profetisa de nuestra religión amorosa es nuestra


inspiradora y nuestra guía. Es la diosa a la que adoramos bajo la imagen de la luna.

Todos los años, durante una noche de plenilunio de primavera, Cydno y sus
discípulas festejamos los misterios de Safo. Las violetas sagradas invaden nuestro
templo. Las imágenes viriles –pinturas, esculturas, tótems– se ocultan bajo un
oscuro velo; o se arrojan al mar si la cálida diosa inspira a alguna de nosotras a
deshacernos de los objetos sacrílegos.

...No puedo seguir. Tengo terror de exceder los límites de mi condición de


sacerdotisa: existen misterios cuya revelación podría pagar con mi vida y después
de muerta deshonrarían mi memoria.

Sin embargo, como estos epigramas serán guardados con mis cenizas
cuando llegue la muerte, liberaré ahora mi corazón con las siguientes confidencias.

Cumplimos las purificaciones y los preparativos rituales. Y durante la


ceremonia cantamos un himno que me es prohibido escribir.

Durante el rito anual, es importante para darle toda su dimensión al acto,


que una de nuestras hermanas, víctima de padecimientos físicos o de los espíritus
de la voluptuosidad incontenible, se entregue feliz al altar de sacrificio, buscando
con ansiedad terribles emociones que aún no ha podido descubrir.

Aquella que desea morir, elige entre nosotras a las cinco que más ama. Y
aunque podemos rechazar la alta distinción para ser reemplazadas por otras, jamás
ha ocurrido que alguna de las elegidas eluda el honor de acompañar a la víctima
en el inicio de su laberíntico viaje, desdeñando los sublimes goces que la última
despedida le concederá.

Porque nuestras costumbres son distintas a las de los demás pueblos,


nuestra moral pocas veces coincide con la de las tierras del exilio. Por tal motivo no
dudamos en ayudar a morir a quien voluntariamente persigue ese estado como un
cese a sus dolores o como la fuente de insuperables delicias.

Las cinco oficiantes desnudan a la voluntaria víctima, y mientras la maceran


en baños de exquisitos aromas, las demás nos distribuimos en grupos de tres o
cuatro formando un círculo alrededor de aquellas que en extensos lechos de placer,
junto a las cráteras de bronce colmadas de deliciosos vinos, realizarán el sacrificio.

Perfumadas y desnudas las elegidas atan a la víctima entre dos columnas del
palacio, decoradas con violetas oscuras y rosas alexandras. Entonces la más joven
toma cinco delgadas flechas de plata y las reparte entre las victimarias, quienes se
aprestan a vendar los ojos de aquella que ha decidido abandonarnos.

Se escucha una melodía suave que invita al ensueño y prepara nuestros


corazones para consagrar el sacrificio. Obedeciendo a una ceremonia estricta, las
sacerdotisas rodean a la víctima de la enfermedad o de la lujuria, y lanzando las
saetas en su cuerpo desnudo le otorgan su liberación. Dos flechas son clavadas
arriba de sus senos; otra en el muslo izquierdo más abajo de su pubis; la cuarta en
la espalda entre el hombro derecho y la nuca, y la última en la parte más
protuberante de la nalga del mismo lado...

A los gritos del suplicio, muchas de nosotras estremecidas por el terror,


esconden sus rostros en los almohadones de los lechos, y todas nos sentimos
conmovidas por un sombrío delirio voluptuoso. Este instante es el de los alaridos,
los besos hirientes, los sollozos desoladores y las libaciones de consuelo.

El dolor transforma la música de las cítaras, las flautas y los tamboriles. Poco
a poco vamos recuperándonos, ávidas de un espectáculo que sólo hasta el año
siguiente será posible disfrutar, a menos que una circunstancia desfavorable lo
postergue.

La víctima que se desangra lentamente por las pequeñas heridas, desfallece


sobre su lecho mortal. Una de las escogidas entreabre las piernas y se sienta sobre
su rostro dejándose besar el sexo, en el que la agonizante hunde con insuperable
febrilidad el dardo de su lengua.

La que goza esta última ofrenda, besa alternativamente uno y otro seno de la
viajera, por los que fluye en purpúreos hilillos la sangre de las heridas. Una
sacerdotisa arrodillada ante el lecho se baña el rostro con la sangre que mana de su
muslo, y hunde su lengua estremecida por el aroma acre del rojo líquido en esa
vulva que ya no conocerá más placer, y la acaricia con la voluptuosidad de quien
no ignora que ofrece a un ser el deleite póstumo.

Dos oficiantes jóvenes pasan suavemente sus bocas y dedos desde la planta
de los pies hasta la garganta agónica, deteniéndose en sus flancos convulsos. Y
otra, besa su espalda afanosamente y la penetra con un bastoncillo de plata que le
conmueve las entrañas...

Al consumarse esta compleja cópula, se apodera de nosotras un delirio


indescriptible y absoluto. La víctima, excitada por tantos contactos sexuales, llora,
grita, muerde, jadea, convulsiona, poseída por los espasmos del placer y el
padecimiento que se mezclan brutalmente en su interior.

Sus gozadoras se adhieren a ella, ebrias de sangre y de muerte,


profundizando las heridas de las mortales saetas con sus cuerpos estremecidos por
la lujuria.

Y todas las espectadoras agotando el vino de las cráteras para calmar la sed
de nuestros labios resecos por tanto ardor, nos poseemos con salvajismo, con la
mirada extraviada por el furioso deseo, por la embriaguez y por la contemplación
desgarradora del sacrificio.

Y al amanecer, cuando despertamos y nos preparamos para la cremación de


la que decidió partir, advertimos horrorizadas que una de las oficiantes se ha
dormido con la boca hundida en el inmóvil sexo de la muerta.
Historias de mujeres

Pierre Louys

El árbol

Me despojé de la ropa para subir a un árbol: mis muslos desnudos abrazaron


la corteza húmeda y lisa, mis manos pisaron sus ramas.

Luego en lo alto, entre sus hojas y defendida del calor por su generosa
sombra, me puse a caballo sobre una horquillada rama balanceando los pies en el
aire.

Había llovido. Las gotas que caían del follaje se deslizaban por mi piel. Mis
manos estaban manchadas de musgo y mis pies que habían caminado sobre las
flores estaban teñidos de rojo.

Cuando el viento pasaba a través de la copa todavía empapada, el árbol se


estremecía, y yo entonces apretaba más las piernas y posé mis labios entreabiertos
en la nuca musgosa de una rama.

Las confidencias

Al día siguiente fui a la casa de mi bella amiga de infancia y tan pronto nos
vimos quedamos en silencio, ruborizadas. Ella me hizo entrar en su cuarto para
estar a solas.

Tenía tantas cosas que decirle, tantos deseos que confiarle, pero al ver su
rostro se me olvidaron. No me atrevía a arrojarme a su cuello, sólo podía admirar
su talle alto, la forma contorneada de su cuerpo, sus dulces ademanes.

Me asombraba que su cara no hubiese cambiado, que fuese tal como era
antes, a pesar de haber aprendido muchas cosas que me asustaban. De pronto me
senté sobre sus rodillas y abrazándola le hablé al oído precipitadamente,
confiándole mis secretos con avidez. Entonces ella acercando su cara a la mía, con
voz trémula, me habló de su pasión.

Primer epitafio

En el país donde nacen los manantiales y donde el lecho de los ríos está
conformado de hojas de roca, yo Bilitis, he nacido.
Mi madre era fenicia y Damófilos, mi padre, heleno. Ella me enseñó los
cantos de Byblos, tristes como el alba primera.

He adorado a Astarté en Chipre. Conocí a Pasafa en Lesbos. Y ha sido escrito


todo lo que he amado. Sí, he vivido deliciosamente. Caminante, díselo a tu hija.

Y no sacrifiques por mí la cabra negra: pues sólo deseo que en dulce libación
le aprietes la opulenta ubre sobre mi tumba.
El mirón subrepticio

Henry Barbusse

¿Te das cuenta que no hay nadie?

Y una mano señaló la cama destendida, los percheros sin prendas, la mesa
desierta: esa devastación cuidada que muestran las habitaciones vacías.

Después, frente a mis ojos, esa mano se puso a temblar como una hoja. Yo
podía escuchar los latidos acelerados de mi corazón. Las voces susurraron:

–Estamos solos... Nadie nos ha visto.

–Se diría que es la primera vez que estamos solos.

–No obstante nos conocemos desde siempre...

Se escuchó una risita.

Daba la impresión que tuvieran urgencia de su soledad, primera etapa de un


misterio al que se encaminaban juntos. Se habían escapado de los otros; se los
habían quitado de su rededor. Estaban construyendo una soledad prohibida. Pero
bien se veía, que, luego de hallar la soledad, ya no sabían qué más buscar.

Entonces escuché un balbuceo desolado, casi un sollozo:

–Nos queremos tanto...

Luego subió hasta mi mirilla una frase tierna, jadeando, ensayando las
palabras, poco segura, como un pájaro pequeñito:

–Quisiera quererte más.

...Contemplándolos así inclinados uno hacia otro, en la cálida sombra que


los envolvía y velaba las edades en sus rostros, se hubiera podido pensar en dos
amantes que se acercaban.

¡Dos amantes! Eso era lo que soñaban ser, sin saber bien qué significaba
aquello.
Uno de los dos dijo: la primera vez. Era la primera vez que les parecía estar
solos, no obstante haber crecido juntos...

Se incorporaron de repente y el delgado rayo de sol que los recorría hasta


caer a sus pies, dibujó su forma, les iluminó la cara y el pelo, de manera que su
presencia le dio claridad al cuarto.

¿Se irían, me dejarían abandonado? No volvieron a sentarse y todo se sumió


otra vez en la penumbra, en el misterio, en su verdad.

...Al observarlos, experimentaba una mezcla confusa de mi pasado y del


pasado del mundo. ¿Dónde estaban? En todas partes, ya que estaban... Ellos están
a orillas del Nilo, del Ganges, del Cydno, al borde del eterno curso de las edades.
Son Dafnis y Cloe, junto a un matorral de mirto, arropados en la luz griega,
iluminados por un verde reflejo del follaje mientras sus rostros se reflejan el uno en
el otro. Su balbuceo confuso zumbaba como el batir de alas de abejas, junto al
frescor de las fuentes y frente al calor que calcina los campos, cuando en la lejanía
se mueve un carro rebosante de gavillas y de azul.

El mundo se abre otra vez; la verdad descarnada aflora. Están


desasosegados, les atemoriza la posibilidad de una aparición brusca de alguna
deidad; son desventurados y dichosos; están lo más cerca posible pues se han
ofrecido uno a otro cuanto pueden. Pero ni siquiera sospechan lo que se brindan.
Son demasiado pequeños, demasiado jóvenes; todavía no existen; cada uno es para
él mismo un oscuro enigma.

Al igual que todos los seres, que yo, que nosotros, quieren lo que no tienen,
mendigan. Pero piden limosna a ellos mismos, piden ayuda a sus presencias, a sus
personas.

Él, un hombre, y ya empobrecido por su compañera, arrastrándose hacia


ella, le tiende los brazos inseguros y torpes, y no se atreve a mirarla.

Ella, mujer en su plenitud ha echado hacia atrás su cara en la que se


destacan sus ojos brillantes, es un tanto regordeta y sonrosada. La piel de su cuello,
satinada y tensa, palpita: es, entre su cara y su seno, el punto preciso y delicado de
su pulso. Medio cerrada, un poco voluptuosa por lo que ya está emanando de ella,
parece una rosa que se respira a sí misma.

Se ven sus piernas torneadas hasta las rodillas, lleva medias amarillas de
hilo; el vestido que envuelve su cuerpo le da la apariencia de un ramillete.
Y yo no podía apartar la vista de sus gestos, y bebía ese espectáculo, con el
ojo pegado al agujero, como un vampiro.

Al cabo de un largo silencio, él inquirió:

–¿Quieres que nos tratemos de usted?

–¿Por qué?

Parecía absorto en el esfuerzo de concentrar la atención.

–Para volver a empezar –dijo al fin.

E insistió:

–¿Quiere usted?

Ella tembló visiblemente ante esta nueva manera de hablarse, de ese usted
que asumía la forma de primer beso.

Se aventuró a decir:

–Parece que fuera una cosa que nos cubría y que de pronto nos quitan...

Ahora él fue un poco más atrevido:

–¿Quiere usted que nos besemos en la boca?

Ella se sintió sofocada y no pudo sonreír del todo.

–Quiero –dijo.

Se abrazaron. Alargaron los labios y se llamaban en voz baja, como en un


gorjeo de pájaros.

–Juan...

–Elena...

Era lo primero que inventaban. ¿Besar no es acaso la caricia más tiernamente


menuda que se puede hacer y que anuda los lazos más estrechos?
Otra vez me pareció que ese par ya no tenía edad. Al tomarse las manos,
juntar los rostros, trémulos y ciegos en la sombra del beso, caían en el estereotipo
de todos los amantes.

Pero se detuvieron de pronto, se apartaron de la caricia que no sabían usar


todavía.

Tornaron al diálogo inocente de antes. ¿De qué hablaban? Del pasado, tan
próximo y breve todavía.

Estaban saliendo del paraíso de la infancia. De su dorado no saber.


Conversaron sobre la casa y el jardín donde habían residido. Esa casa los
preocupaba. Se levantaba en medio de un jardín cercado por una tapia, de suerte
que desde el camino, solamente se veía lo alto del tejado y las habitaciones
quedaban al abrigo de las miradas de los transeúntes.

Susurraron:

–Qué grandes eran las alcobas en la casa de nuestra infancia...

En el jardín, tan cuidado y tranquilo, sólo pensaban en las flores... Todavía


ayer en aquel jardín eran como hermano y hermana. Con la vista abarcaban la
alberca, la alameda cubierta y el cerezo, que, en invierno, cuando el césped está
blanco, tiene demasiadas flores.

De pronto ella se irguió y dijo: –No quiero acordarme más.

Él comentó: –No quiero que nos parezcamos. Ya no deseo que seamos


hermanos.

Lentamente abrieron los ojos.

–¡No tocarse más que las manos! –murmuró él con un ligero temblor en la
voz.

–Ser hermanos no es nada.

Al fin estaban en la hora de las grandes decisiones, de morder los frutos


prohibidos. Era el momento de hacer de ellos lo que quisieran, de responder a la
voz ancestral del deseo.
Pocos días antes, al caer la tarde habían saboreado ya las mieles de la
desobediencia, cuando salieron al jardín, contra el veto de los mayores.

–Yo tomé su mano, rememoró el muchacho, y percibí su emoción.

Volvieron a juntar sus labios. Sus bocas y sus ojos eran los de Adán y Eva
eternizados en la primera experiencia amorosa de todos los mortales. Vagaban en
la luz brillante del paraíso sin saberlo; eran sin ser. Cuando –por el efecto del
triunfo de la curiosidad prohibida nada menos que por Dios en persona– llegaron
a descubrir el secreto, conocieron la separación acariciante y vislumbraron la
poderosa voluntad de la carne, el cielo se oscureció. Cayó sobre ellos la
certidumbre de un porvenir de dolor. Los ángeles, como buitres, los arrojaron del
edén. Rodaron por la tierra, día a día. Habían creado el amor y sustituido la
riqueza divina por la pobreza de ser el uno para el otro.

Esos dos adolescentes ocuparon ahora su lugar en el eterno drama.


Hablaban dándole al tuteo la importancia reconquistada.

–Quisiera quererte más, con más fuerza, pero no sé cómo... Quisiera hacerte
daño y tampoco sé...

No conversaban más, como si hubieran agotado las palabras. Estaban al


borde de ellos mismos y yo alcanzaba a percibir el temblor de sus manos. Se
dejaban llevar por la inspiración de sus manos, iban a tientas hacia la dicha extraña
y trágica, hacia el pecado delicioso que se comete al mismo tiempo, hacia el enlace
por el cual dos seres vuelven a nacer, íntimamente confundidos, como un sólo ser
informe.

No podía distinguirlos... Me pareció que él tendía las manos hacia ella,


mientras ella le aguardaba con los ojos resplandecientes. Vislumbraba que, en la
ardiente sombra que los envolvía, él estaba a medio vestir y que entre la confusión
de las ropas, se erguía triunfante su desnudez... flor inusual, que es la misma cosa
que su entraña, que toda su carne, que su corazón... Y que los enlaza como un
misterio vivo...

...Sin duda, él le había quitado la falda porque hasta mi escondite llegó esta
frase exhalada muy bajo, confundida en el silencio terrible:

–Es tu boca de verdad.

Y yo me estremecía por encima de ellos, sintiendo un amor sin límites por la


verdad que despedazaba mi cuerpo sobre la pared... Y como si mi aliento los
quemara... se levantaron atemorizados. Habían terminado. Y la ardiente aventura
cuyo preludio, por casualidad había presenciado, continuaría en otra parte y en
otro lugar culminaría.

Se habían incorporado apenas cuando se abrió la puerta. La abuela estaba


ahí asomándose. Como si llegara de la oscuridad del pasado. Escudriñaba el
cuarto. Los llamaba a media voz, con infinita dulzura.

–¿Están ahí, muchachos?

–¿Qué hacen? Vengan rápido que los están buscando.


El impostor

Guillaume Apollinaire

El excelentísimo general Kocodrilof no puede recibirle ahora. Está mojando


el pan en sus huevos pasados por agua.

–Pero –respondió el príncipe Mony al portero– yo soy su oficial de órdenes.


Los petersburgueses son ridículos con sus estúpidas sospechas. ¡Acaso no ven mi
uniforme! Me han llamado a San Pertersburgo con urgencia y espero que no sea
para escuchar las tontas disculpas de los porteros.

–Muéstreme su documentación –replicó el guardia, un tártaro enorme.

–¡Aquí está! –dijo agresivamente el príncipe poniéndole el revólver bajo la


nariz al aterrado portero que se inclinó para dejar pasar al oficial.

Mony haciendo sonar las espuelas, subió rápidamente al primer piso del
palacio del general príncipe Kocodrilof, con quien debía salir hacia el Extremo
Oriente. Todo parecía vacío y Mony, que sólo había visto a su general el día
anterior en una recepción ofrecida por el zar, se inquietó ante esa extraña acogida.
No obstante el general lo había citado y él se presentaba a la hora fijada.

Se adentró en un inmenso salón desierto y sombrío. Lo atravesó


murmurando:

–Ya no puedo detenerme, el juego ha comenzado. Continuaré mis


investigaciones.

Abrió una puerta que se cerró estrepitosamente a sus espaldas, penetró en


una estancia más oscura que la anterior.

La voz dulce de una mujer preguntó en francés:

–Fedor, ¿eres tú?

–¡Sí, amor mío! –dijo Mony en voz baja decidido a realizar la impostura,
sintiendo los intensos latidos de su corazón.

–Se encaminó presuroso al lugar de donde surgía la voz y se encontró con


una amplia cama. Había una mujer acostada completamente vestida. En la
penumbra ella abrazó y besó a Mony apasionadamente. Él correspondió a sus
generosas caricias. Luego levantó su falda y la mujer comenzó lentamente a
separar las piernas. No llevaba bragas y un delicioso perfume a hierba emanaba de
su piel satinada, mezclándose con el aroma del odor di femina. Mony apoyó la mano
en su sexo y lo notó húmedo. La mujer susurró:

–Tómame... No soporto más... Malo, perverso, hace ocho días que te espero.

Y Moni, en vez de contestar, se sacó amenazador su falo en todo su poder y


subiéndose al lecho lo introdujo con furia en la raja velluda de la desconocida que
en seguida comenzó a ondularse y le dijo:

–Entra bien... Me haces feliz...

Entonces la mujer alargó la mano hasta la base del miembro que festejaba su
cuerpo y comenzó a palpar la redondez de sus testículos.

La mano de la desconocida palpaba minuciosamente los cojones de Mony. Y


de pronto lanzó un desesperado grito y con violencia se desprendió de su
copulador:

–Me está usted engañando, señor –exclamó con ira–, mi amante tiene tres.

Saltó de la cama y encendió la luz. La habitación estaba amueblada con


especial sencillez: un lecho, sillas, una mesa, un tocador y una estufa. En la mesa
reposaban algunas fotografías y en una de ellas se encontraba un oficial de aspecto
brutal, luciendo el uniforme del regimiento Preobranjenki.

La desconocida era alta. Su hermoso cabello se hallaba en desorden. Tenía


un corpiño abierto que evidenciaba un pecho opulento, conformado por unos
senos blancos estriados de azul, que descansaban suavemente en los encajes.

Entonces ella con una actitud amenazadora que expresaba a la vez enojo y
sorpresa se bajó castamente la falda y caminó en silencio hacia él.
En las afueras de Biskra

André Gide

Nos quedamos apenas seis días en Sousse. Fueron unos días monótonos, en
los que, sobre un fondo de triste espera, ocurrió, no obstante, un episodio que tuvo
en mí una repercusión considerable. Es más mentiroso callarlo que indecente
contarlo.

Paul, mi compañero de viaje, me abandonaba a ciertas horas para ir a pintar,


pero yo no estaba tan enfermo como para no ir con él algunas veces. Por lo demás,
durante todo el tiempo de mi enfermedad no estuve en cama, ni siquiera en la
habitación, un solo día. Nunca salía sin llevar capa y bufanda: tan pronto como
estaba afuera, algún niño se ofrecía a llevármelas. El que me acompañó ese día era
un árabe muy joven de piel morena, a quien en los días anteriores había observado
ya entre la banda de pilluelos que holgazaneaba en los alrededores del hotel.
Cubría su cabeza con el tradicional fez, al igual que los otros, y llevaba
directamente sobre la piel una chaqueta de tela gruesa y abollados pantalones
tunecinos que le daban a sus piernas desnudas una apariencia todavía más fina.
Aparecía más reservado y discreto que sus camaradas, o más temeroso, por lo que
éstos ordinariamente se le adelantaban; pero ese día había salido yo, no sé cómo,
sin que me viera su pandilla y él me alcanzó de pronto en la esquina del hotel.

El edificio estaba situado fuera de la ciudad, cuyos alrededores son arenosos


por ese lado. Apenaba mucho el ver los olivares, tan bellos en el campo
circundante, sumergidos a medias en la duna movediza. Un poco más lejos a uno
le sorprendía siempre el encontrar un río, un delgado hilo de agua surgido de la
arena justo a tiempo para reflejar un poco de cielo antes de desembocar en el mar.
Un pequeño grupo de lavanderas negras acurrucadas junto a ese poco de agua
dulce constituía el motivo ante el que acababa de instalarse Paul. Yo había
prometido reunírmele, pero, aunque la marcha por la arena fue demasiado
fatigosa, me dejé llevar a la duna por Alí –tal era el nombre de mi joven
acompañante–, y pronto llegamos a una especie de embudo o de cráter, cuyos
bordes dominaban un poco el paraje y desde donde se podía ver a quien se
aproximara. Tan pronto como llegamos allá por la arena acumulada en suave
pendiente Alí arrojó la bufanda y la capa; luego se dejó caer él también y, tendido
de espaldas, con los brazos en cruz, comenzó a mirarme riendo. Yo no era tan
inocente como para no entender su actitud; de todos modos no respondí de
inmediato a la invitación que ella entrañaba. Me senté no muy lejos de él, pero
tampoco demasiado cerca, y, mirándole fijamente a mi vez, esperé con anhelante
curiosidad lo que iba a hacer.

¡Esperé! Me sorprende ahora mi constancia... ¿Pero era la curiosidad lo que


me retenía? No lo sé. El motivo secreto de nuestros actos, quiero decir de los más
decisivos, se nos escapa, y no sólo en el recuerdo que guardamos de ellos, sino
también en el momento mismo. ¿Es que todavía vacilaba en el umbral de lo que
llaman pecado? No; me habría sentido demasiado decepcionado si la aventura
hubiese terminado con el triunfo de mi virtud, por la que sentía ya desdén y
horror. No; era la curiosidad la que me hacía esperar... Y vi que su risa se
marchitaba lentamente, que sus labios volvían a cerrarse sobre sus dientes blancos;
un gesto de decepción, de tristeza, oscureció su rostro encantador. Por fin se
levantó y dijo:

–Adiós.

Pero sujetándole por la mano que me tendió le hice caer sobre la arena. Su
risa despuntó de inmediato. No perdió mucho tiempo en soltar los nudos
complicados de los cordones que le servían de cinturón, pues sacando de su
bolsillo un puñalito cortó de un golpe el embrollo. La ropa cayó, arrojó a lo lejos su
chaqueta y se irguió desnudo como un dios. Durante unos segundos tendió hacia
el cielo sus brazos delgados, y luego, riendo, se dejó caer contra mí. Su cuerpo
estaba, quizá, ardiente, pero pareció a mis manos tan refrescante como la sombra.
¡Qué bella estaba la arena en el adorable esplendor del anochecer!, ¡con qué rayos
se vistió mi alegría!

Entretanto, se hizo tarde; tenía que reunirme con Paul. Sin duda, mi aspecto
llevaba la marca de mi delito, y estoy seguro de que sospechó algo pero, por
discreción acaso, no me preguntó, y yo no me atreví a contarle nada.

Con el alma en la boca

José Chalarca

Los periódicos dirán que fui un monstruo. Que mi maldad no ha tenido ni


tendrá igual. Que fui perverso, diabólico, engendro maldito de los poderes
satánicos.

Son ellos o soy yo. He sido preparado largamente para este momento; nada
se descuidó. El aeropuerto está lleno; hay hombres, mujeres y niños. Ninguno tiene
absolutamente nada que ver con el trabajito que me ha traído aquí, pero eso no
debe interferir. Estoy más allá de cualquier sentimentalismo. Seguramente muchos
caerán cuando yo abanique mi ametralladora frente al mancito. Pero no me
importa; no debe importarme, no existen para mí así como yo no existo para ellos.

Si muero y esto es el noventa y nueve por ciento de las posibilidades, los


policías, los servicios de inteligencia del ejército, de todos los cuerpos que ha
creado el Estado para hacer caminar la justicia, se abalanzarán sobre mis huellas
para investigar mi vida hasta en los más secretos detalles. Todos mis actos serán
puestos al descubierto y los periodistas y las gentes de toda clase meterán sus
narices en mi existencia por curiosidad, para aterrarse o para conmoverse, para
encontrar causas, para aventurar razones, emitir juicios, formular hipótesis,
absolver o condenar.

Yo en mi condición de victimario, seré proscrito, mi cuerpo sin vida


terminará lleno de los agujeros innumerables dejados por las balas disparadas por
los escoltas del hombre, quedaré tendido en el duro piso de granito, expuesto a la
mirada de los curiosos y luego de la autopsia permaneceré sobre una mesa de la
morgue a la espera de que alguien me reclame para darme sepultura. Para mí
serán todos los madrazos y todos los insultos, para el mandril el honor y la gloria.

Debiera estarme agradecido, yo soy la mano del destino que le dará tránsito
a la inmortalidad de héroe.

Apenas tengo veintiún años. Creo que soy muy joven y que aún me quedan
cosas por vivir, que el futuro puede depararme todavía sorpresas agradables. Pero
no. Para mí el futuro es ahora y el pasado es la carne podrida sobre la que clavarán
sus garras los policías y los curiosos para separar hebra por hebra y dejar al
descubierto hasta sus más escondidas tramas.

Buscarán a mis padres, a mis hermanos, a mis amigos y les preguntarán una
y otra vez; les harán decir muchas veces lo que hablaron conmigo, lo que
conocieron de mis aventuras y mis andanzas; combinarán relatos y relaciones,
tramarán testimonios, urdirán argumentos, les harán decir lo que no han dicho,
testimoniar lo que no vieron hasta conseguir una historia que tenga la truculencia
suficiente para calmar los escrúpulos de las gentes de bien, escandalizadas por la
vileza indecible de mi acción.

Es posible que haya vivido demasiado rápido; que haya acumulado


experiencia; que la cantidad y la calidad de las vivencias le hayan dado a mi vida
un matiz de falsa intensidad. Pero seguramente así tuvo que ser.

No exagero si digo que lo he probado todo, que nada me es desconocido. Fui


un niño corriente, levantado en un hogar humilde donde las privaciones que
acompañan la pobreza son el pan de todos los días. Pero no éramos miserables.
Estábamos en esa posición que permite apreciar el valor de las carencias, establecer
equiparaciones con lo que tienen los otros, y percibir con más refinamiento las
injusticias de la fortuna.

Iba a la escuela como todos los muchachos del barrio y jugaba fútbol y
escuchaba las transmisiones radiales de las pruebas ciclísticas. Era un adolescente
como todos con la misma capacidad de goce de cualquiera de los hijos del
vecindario, pero con un gusanito en el alma que me decía: tú no puedes quedarte
en lo mismo, tienes que buscar otras salidas, tú no eres del montón; estás llamado a
distinguirte, a realizar cosas que se salen de lo común. Desde siempre me gustaron
las emociones fuertes. Los juegos corrientes y molientes me dejaban indiferente; si
en esa época hubiera tenido revólver no estaría hoy aquí, con mi ametralladora
Ingram bien asida y dispuesta para vaciar todo su cargador sobre el sujeto de gafas
que se parezca a la foto que tengo en el bolsillo del saco.

Por ese apetito desmesurado de aventura fue por el que me vi metido en el


asalto a la panadería del barrio. Riesgo inútil, nos expusimos a ser baleados y ni
siquiera pan había por ser un viernes santo.

Sí, empecé muy rápido. A los doce años estaba metiendo marihuana a lo
loco; como al cabo de cierto tiempo me hacía tanto efecto como el tabaco, le di a la
coca. ¡Ah! fueron días fantásticos al principio pero luego los efectos empezaron a
disminuir y yo a buscar drogas más duras. Fui de los primeros experimentadores
del bazuco; pero este vicio también me dejó vacío al poco tiempo. Sobre todo
porque el deseo es insaciable y la desazón que acarrea la falta es terrible y
angustiosa y yo no le camino a la pena o al displacer.

Casi parejamente con la droga llegué al juego. Primero apuestas simples y


juegos corrientes, después la ruleta, el póker, los dados. Puedo decir que no hay
juego que desconozca. Creo que soy jugador por esencia y que disfruto al máximo
las emociones que depara el azar; también que de todas las pasiones accesibles al
corazón humano, la del juego las dejó atrás a todas. El juego y el sexo es lo que
mantengo hasta ahora, y es juego lo que me tiene aquí en este aeropuerto
internacional, bien afirmado sobre mis piernas para sostener la ametralladora y
hacer blanco efectivo.
Sí, he ido muy rápido y he hecho de todo, porque hay que hacerle a todo
cuando se trata de conseguir la plata. Eso sí, nada de trabajo, de ese trabajo vulgar
que copa las veinticuatro horas del día de las personas y sólo reporta centavos. No.
Trabajos duros, riesgosos por cifras de dinero que valgan la pena y justifiquen el
peligro que se corre. Una vez, por darle gusto a los viejos, a la familia, estuve de
mensajero en un almacén de abarrotes. Me tocaba llevar los pedidos que las
señoras hacían por teléfono o dejaban pagos para que yo los arrimara después
hasta sus casas, en bicicleta.

Los viejos, mis viejos tal vez creyeron que ya me habían organizado, que ya
sentaría cabeza y que posiblemente habían asegurado mi futuro. Hasta me dijeron
un día lo de aprovechar la bicicleta y alcanzar el estrellato. Que así habían
empezado todos los ciclistas que lograron fama y dinero: ahí estaban “Cochise”
Rodríguez, Fabio Parra, Lucho Herrera. Que no era más que seguir el ejemplo.
Pobres viejos. Se morirán de viejos y de pendejos.

Fue en la tienda donde descubrí el sexo. Primero la señora, en una ausencia


del marido, me llevó al segundo piso del almacén donde tenían las habitaciones y
me inició en las acrobacias amatorias. Fue un encuentro desprovisto del menor
encanto: la mujer tenía los senos caídos, la cintura y las caderas llenas de estrías y
grasa. Hubo un momento en que me sentí haciendo el amor con mi mamá y por
poco salgo corriendo así empeloto como estaba.

Después fue el señor, mi patrón. Una noche de viernes luego de un día


agitado y casi media botella de aguardiente, me arrinconó en la trastienda. Yo me
dejé hacer, más por curiosidad que por placer. Ya sabía cómo era la cosa gracias a
los comentarios de los compañeros de colegio, pero no había tenido ninguna
experiencia física en ese sentido. Estaba dispuesto a todo pero perdí el interés
cuando miré la verga flácida del vejete.

No duré los dos meses trabajando y volví a mis andanzas. Sí, de verdad que
he ido rápido.

Palpo los contornos fríos de la ametralladora que mantengo bien disimulada


bajo el saco y vuelvo a verme acribillado y leo en la imaginación los titulares de los
periódicos sensacionalistas luego de las primeras pesquisas sobre mi vida:
“maniático del crimen y del sexo el antisocial dado de baja en el vil atentado
contra” ...como se llame mi hombrecito. Bueno no me importa su nombre. Lo único
que cuenta es la efectividad de mis disparos.
Cómo me gustaría ver la cara de envidia de esos periodistas y de la gente
que quiere curiosear en mi vida por gozar siquiera una ínfima parte de lo que he
gozado yo.

Yo y mi novia, mi Marcia; ella catorce, yo dieciséis. Nos vimos y nos


gustamos y en la primera cita nos fuimos a la cama. Era el medio día pleno, sus
padres habían salido y la casa fue toda para nosotros. Nos quedamos en una sala
con marquesina. Se quitó rápido el vestido y los rayos de sol que se filtraban por
los vidrios del techo arrancaban destellos de los finísimos vellos dorados que
tapizaban su piel. Sus tetas pequeñitas apenas se distinguían en su torso. Su vulva,
casi sin pelos, aparecía como una boca distendida por la sonrisa.

Nos acariciamos temerosos como si nuestros cuerpos fueran de porcelana o


estuvieran recién pintados. Mi verga entró en ella sin preámbulos y mi lengua
recogió con delicadeza las lágrimas de su desfloramiento.

Cuando nos conocimos mejor y descubrimos por nuestra cuenta las


posibilidades ancestrales de los cuerpos para darse placer, teníamos entonces
largas sesiones de sexo que en vez de saciarnos aguzaban nuestros sentidos para
ensayar otros estadios de la pasión.

Cada uno vivía en su casa y para estar a solas aprovechábamos las ausencias
de nuestras respectivas familias. Cuando hacía un trabajito bueno, tenía entonces
para pagar una o dos semanas de hotel. Fueron unas escapadas preciosas. Aunque
éramos sólo un par de niños, nadie se atrevía a decirnos nada: ni en mi casa porque
ya conocían mi temperamento ni en la de ella porque en el vecindario y en todo
Medallo tenía el prestigio de ser la peor caspa.

Fue entonces cuando hice caso de la invitación que me habían hecho unos
manes para trabajar para ellos y cobrar en grande. Sabían que a mí no se me
arrugaba para nada, que tenía cojones y podía llegar lejos.

Había que recibir entrenamiento. Nada fácil; la disciplina era de lo más


templado: ejercicios gimnásticos para conseguir estado físico, defensa personal,
manejo de todo tipo de armas, conducción de vehículos.

Pronto fui motorista consumado, perito en las más arriesgadas acrobacias, el


mejor para disparar cualquier arma desde la parrilla y algunas desde el manubrio.
No fallaba tiro. Nunca supe de dónde saqué tanta habilidad, un pulso tan firme, un
ojo tan certero.
Con el primer trabajito para mi nueva patota me hice a una Honda 5OO
Enduro y a Ever. Yo no soy marica, ni soy cacorro pero lo cierto es que el
muchachito me gustó desde el momento en que lo vi.

Yo pasaba frente al Calazans en mi poderosa; él estaba en la acera con un


grupo de sus compañeros. Sentí un corrientazo cuando mis ojos se cruzaron con
los suyos amarillos en los que se pintaban la envidia por mi moto y el asombro por
mi forma de manejar. Seguro me veía como a un dios.

Llevaba una camisa de franela verde menta, un pantalón Girbaud y calzaba


unas botas Reebook de grandes lengüetas. Lo invité a subir a la parrilla y accedió
de inmediato sin oponer ningún reparo.

Arranqué hacia la autopista sur, donde pudiera desarrollar toda la velocidad


y la potencia de mi Honda. Los brazos de Ever se aferraron a mi cintura y de
inmediato me puse arrecho. Me invadió un deseo irrefrenable de besarlo, de
acariciar todo su cuerpo. Sin mediar palabra alguna sentí que identificaba mi
emoción y respondía pegando más su cuerpo al mío y descansando su cabeza
sobre mi hombro.

En tácito acuerdo fuimos al hotel donde acostumbraba llegar con Marcia, al


cuarto lleno de luz que siempre nos asignaban.

Dejé que él se desnudara primero y admiré extasiado cada tramo de su


cuerpo que iba dejando al descubierto. Era todavía un niño pero ya estaba
formado; apenas tenía unos pocos pelos sobre el pubis y el pene parecía recién
salido del capullo.

Nos acariciamos mutuamente. Unimos nuestros labios y nuestras vergas


ansiosos y como si llevásemos siglos haciendo lo mismo me ofreció sus ancas de
contextura firme. Penetré su carne estrecha y percibí un sabor áspero y agradable,
en todo distinto al sabor de las entrañas cálidas de Marcia. Seguí adelante, sin
hacer caso a sus gritos de dolor o de placer (¡quien lo sabe!) hasta lograr el orgasmo
al que llegué en el momento mismo que Ever.

Me atacó luego la curiosidad por probar lo que sentían Marcia y Ever


cuando yo los penetraba y me ofrecí a los embates del sexo impúber de mi sardino
y juro que lo disfruté y lo sigo disfrutando en grande.

Que mano de pendejos los que se privan de los goces que ofrece la vida
porque los condenan las religiones, las sociedades o las leyes. No cabe otro
mandamiento que el de gozar mientras estemos vivos; aun del dolor. Creo que el
máximo de la sabiduría está en hallar placer hasta en el más extremo
padecimiento.

¡Maldita sea! tanto recuerdo me está excitando. Ya la verga se me puso tiesa


como un riel. Tengo una parola del putas. Lo peor de todo es que no volveré con
Marcia y con Ever hasta dentro de quince días... si me va bien. Carajo, marico que
soy. Nada puede distraerme. Debo estar con las pilas puestas, no bajar la guardia
ni por una décima de segundo. Este es el trabajo más delicado que me han
encomendado y el mejor pagado.

Pero es que no logro sentirme bien con esta pinta, me parece muy boleta...
gafas oscuras, corbata, saco cruzado. Parezco un mafioso de película. Y lo peor de
todo es que estoy a pie. O será que tengo miedo y estoy buscando excusas. No,
miedo no. Yo soy un man teso ya probado en la faena. El primer hombrecito que
me cargué me produjo el efecto de mi primera traba, pero un vómito en el que casi
boto hasta el entresijo me curó. Los que he ido quebrando después como que me
afirman el pulso y refinan mi gusto por la vida. He caído con cada uno de ellos.
Ellos y yo hemos ido ciegos al encuentro con la muerte, sólo que yo no me he
topado con la bala de la que soy blanco y vuelvo a abrir los ojos a la vida como si
naciera. ¡No sé hasta cuándo me alcance la suerte!

Tal vez por eso soy como soy, me mantengo con el alma en la boca, temeroso
y atento, para no dar el tropezón que me la haga escupir.

Cómo quisiera acabar esto de una vez. Pero no debo alterar el plan, sino
seguir al pie de la letra las instrucciones. Lo de la letra es apenas un decir, jamás se
nos dan órdenes por escrito, todo es de palabra. Así yo vea al man que me toca
debo esperar la señal de mi compañero que está al frente.

¡Severa pinta la de ese pelao! Se parece a mi Ever, ¡que va! ¡él es más bello!
Cómo le sienta de bien ese morado del buzo y el pantalón ceñido y los tenis, si, son
unos “Convers”. El niño quería unos de esos; ah, pero es que a mí no me gusta
mucho ese combinado. Qué bello es, cómo camina; se cree el rey del mundo. La
belleza me estremece.

Si salgo de ésta compraré un apartamento. Ya no más hoteles ni residencias.


Me iré a vivir con Marcia, con Ever y con el bebé. Me acostaré con los dos y me
embriagaré de sus cuerpos. Si la gente no pensara y dijera tanta babosada, es más,
si no limitara su existencia a eso que piensa y dice, viviría mejor.
¿Por qué negarse lo que el cuerpo pide? Fuera todo freno; que se prohíba
prohibir. ¡Y un carro, para salir a pasear... los cuatro!

Muchos creen que el amor es sólo culiar; yo no. Además de eso, es pensar en
todo momento en los seres que se aman, querer su bienestar, su salud, su alegría;
que estén bien vestidos, que no sufran. Por eso yo lo he previsto absolutamente
todo.

Si no quedo vivo, alguien de la banda los buscará a Marcia, a Ever y al bebé


y los matará sin que sufran. Nadie se acostará con mi Marcia ni con mi Ever. Ellos
son míos, están cosidos a mi corazón como otra piel. Y no sólo por eso, es que yo
no soy tan hijueputa para dejarlos expuestos a los interrogatorios de la policía, a la
maldita curiosidad de los periodistas que no desaprovecharán palabra suya ni
ángulo fotográfico para construir historias amañadas con qué alimentar el morbo
de la opinión pública. No, ellos se irán conmigo.

La hora es. No sé cómo me vaya. Es la primera vez que trabajo de pie,


siempre lo había hecho desde la parrilla de la Quinientos y a toda marcha. Tengo la
verga parada, firme como el cañón de la ametralladora y apuntando. No estoy
seguro de que las otras veces hubiera sido así... no... pero los calzoncillos estaban
después mojados de semen. Ahí está el hombre y allá la señal del camarada... ese
otro que se arrima no estaba en los planes... que lleve del bulto por metido...
fuegoooooo!

Noticia de los autores

Guillaume Apollinaire. Seudónimo de Wilhelm Apollinaire de


Kostrowitsky (1880-1918); poeta, novelista y ensayista francés autor de: Los pintores
cubistas (1913), El poeta asesinado (1916), basada parcialmente en sus experiencias
como soldado en la I Guerra Mundial, y el drama Las tetas de Tiresias (1918). Fue
quien introdujo el término surrealismo, y quien primero soñó con ese fundamental
movimiento artístico. Su prestigio poético lo obtuvo con: Alcoholes (1913),
considerada su obra maestra, y Caligramas (1918).

Apuleyo. Nació en Madaura, norte del África, en el año 125. Estudió en


Cartago. Estuvo también en Atenas. Se desconoce la fecha de su muerte. Hasta los
treinta años vivió en Roma y se volvió luego a Cartago. Es autor de una Apología o
Pro de magia liber, para defenderse de una acusación de hechicería. Escribió sobre
Sócrates y Platón.
Henri Barbusse (1873 -1935). Saltó a la fama en las letras francesas en 1908
con la publicación de su novela El infierno calificada como escandalosa. Es autor de
dos libros de poemas y de la novela: El fuego.

Giovanni Boccaccio. Parece que nació en Florencia en 1313 y murió el 21 de


diciembre de 1375 en Cartaldo. Escritor prolífico. Entre sus obras se destacan La
casa de Diana, El filocolo, La armoniosa visión. Fue un famoso personaje de la Italia de
su época.

José Chalarca (Manizales - Colombia, 1941). Autor de los libros de cuentos:


Color de hormiga (1973), El contador de cuentos (1975), Las muertes de Caín (1995),
Trilogio (2001); y de ensayo: Yourcenar o la profundidad (1989) y La escritura como
pasión (1996). Son reconocidos además sus libros sobre el tema del café.

Cydno de Mitilene. Aunque es incierta su biografía se supone que nació en


la isla de Mitilene en 1840 y murió en 1910 en el mar Egeo a bordo de su yate
Artemisa. Renovadora del espíritu sáfico es autora de Los tiernos epigramas.

Marqués de Sade, seudónimo de Donatien Alphonse François. Nació en


París en 1740. Autor de novelas, obras de teatro y tratados filosóficos. En 1772 fue
juzgado y condenado a muerte por diversos delitos sexuales. Escapó a Italia pero
regresó a París en 1777 y fue encarcelado en Vincennes. Rodó de prisión en prisión
y en 1803 ingresó otra vez en Charenton, donde murió en 1814. Autor de: Justine o
los infortunios de la virtud (1791), Juliette o las prosperidades del vicio (1796), Los ciento
veinte días de Sodoma (publicada póstumamente) y La filosofía en el tocador (1795).

Sículo Diodoro (c. 90-20 a.C.), historiador griego nacido en Sicilia;


contemporáneo de Julio César y Augusto. Autor de: Biblioteca storica; vasta y
ambiciosa obra de cuarenta volúmenes que narra desde la creación hasta las
guerras de las Galias. Se conservan íntegramente quince volúmenes, y de los
demás algunos fragmentos.

André Gide. París (1869-1951). Recibió el Premio Nobel de literatura en


1947, cuando tenía 78 años de edad. Entre sus obras más difundidas se destacan:
Los alimentos terrestres (1897), Los nuevos alimentos, Los cuadernos de André Walter, Las
cuevas del Vaticano (1914), Si la semilla no muere (1920), Los monederos falsos (1925);
entre las más difundidas.

Conde de Lautrémont. Seudónimo de Isidore Lucien Ducasse. Nació en


Montevideo, Uruguay, el 4 de abril de 1846; murió en París el 14 de noviembre de
1870. En 1868, cuando tenía 22 años, comenzó a publicar Los cantos de Maldoror,
verdadero hito de la literatura universal. También es autor de dos cuadernillos de
poesía que poseen un prólogo magistral.

Pierre Louÿs. (1870-1925). Nació en Gante, Bélgica. Fundó la revista Conque.


Escribió Las canciones de Bilitis (1894), libro que le dio un gran reconocimiento
universal y cuya primera edición la presentó como unas traducciones de una poeta
griega de la edad lírica. Afrodita (1896), La mujer y el pelele (1898), llevada al cine por
Buñuel bajo el título Ese oscuro objeto del deseo, y Conchita (1911), dirigida por
Sternberg y protagonizada por Marlene Dietrich.

Ovidio. Nació en Roma el 20 de marzo del año 43 a.C. y murió el año 17 de


la era cristiana en el pueblo costero de Tomos, situado en la orilla izquierda del
mar Euxino, desterrado por el emperador Augusto. Escribió: El arte de amar,
Amores, Las metamorfosis, Las heroidas, Las tristes y Las pónticas, estas dos últimas
compuestas en el exilio.

Petronio. No se conoce ningún dato cierto sobre su vida. Por los sucesos que
relata en su obra Satiricón, puede situarse en la época de Nerón. Tácito en sus
Anales, hace alusión a un Petronio, favorito del emperador, quien imponía la moda
en la corte y le apodaron elegantium arbiter, árbitro de la elegancia.

Leopold von Sacher-Masoch (1836-1895), narrador austríaco de cuyo


nombre deriva la palabra masoquismo, por ser la perversión sexual generalizada
en los personajes de sus obras. Autor de: Historias de Galitzia (1846), El Don Juan de
Kolomea (1866) y El legado de Caín (1877), donde se incluye su famosa historia La
Venus de las pieles (1874).

Vinicio. Cronista e historiador romano nacido en el 40 d.C. y cuya obra,


aunque se conserva fragmentariamente goza de un aguzado y divertido estilo
sobre las costumbres de su época. Autor de: Historias de la vida romana.
Para aquellos que piensan que el amor será salvado por lo perverso (Robert
Mintz), este libro se publicó en la ciudad de Bogotá, con la dirección gráfica de
Común Presencia Editores.

Viñeta ovalada: Felina fellinesca de Leonel Góngora

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