Varios - Cuentos Perversos
Varios - Cuentos Perversos
Varios - Cuentos Perversos
Antología
El camino circunscrito en estos textos, más allá de una idea del bien o del
mal, nos abre un espacio literario que reprimido, extraviado o escandalosamente
consagrado, descifra nuestra íntima naturaleza, acercándonos a lo que Nietzsche en
su Genealogía de la moral, denunció como esa equívoca conciencia que durante siglos
hizo contemplar al hombre con malos ojos sus inclinaciones naturales.
El erotismo e incluso el humor negro, que han transitado desde siempre por
complejos y secretos senderos y cuya ceremonia íntima se ha mantenido oscilante
entre Eros y Thanatos, fueron recibiendo en el escenario de su esencia multiforme,
radicales definiciones que lindaban con el prohibido universo de la perversión.
En los relatos míticos todo era permitido, los dioses y los héroes realizaban
sus sueños y asaltos sin restricciones, y en esa cruel fantasía se revelaba la fuerza
sombría y originaria del ser. Resulta entonces sorprendente la antimemoria del
hombre en el decurso de su historia, si leída desde el contexto testimonial de sus
inicios, recordamos nuestra procedencia exacta de una Eva incestuosa.
Así la sucesiva fascinación oculta de ese animal que somos, de ese ser que se
esconde bajo los párpados, afirma también que todos, en el más indescifrable de
nuestros pliegues, somos la confirmación exacta de Narciso, es decir: la certeza de
nuestra propia e insalvable obsesión; porque el yo es insuperable.
El recorrido de esta antología, nos lleva por varios estadios de los temas
proscritos, donde existen los más reconocidos matices de la perversión
amalgamada con el erotismo.
Barbusse nos deja ver por un orificio el despertar del deseo entre una pareja
de hermanos.
Cydno de Mitilene –esta última de existencia casi ilusoria– ven el deseo con
ojos femeninos y fundan dentro de sus literaturas crueles ceremonias.
Y como las artes plásticas también son festejadas en este libro, el magistral
dibujo de Miguel Ángel titulado: El rapto de Ganímedes, plasma la violación del
hermoso efebo a manos –mejor a garras– del dios Júpiter convertido en águila;
mientras Balthus, uno de los artistas más controvertidos del siglo XX, recrea a una
de sus niñas impúdicas en un cuadro lleno de simbolismos, junto a un gato que
bebe leche.
Para recorrer estos Cuentos perversos, nada sería entonces más acertado que
recordar aquel grafiti escrito en Nanterre durante los episodios de Mayo del 68:
Inventen nuevas perversiones, ¡yo no puedo más...! y evocar la cínica frase del filósofo
rumano E. M. Cioran que colma de humor esta visión transgresora: Dichosos Onan,
Sade, Masoch... sus nombres, lo mismo que sus grandes proezas, no envejecerán jamás.
La disputa sobre el goce
El hijo de Liriope creció con tales gracias de efebo, que mujeres y hombres
andaban tras él encalenturados por gozárselo. Inútilmente. A hombres y mujeres
desdeñaba con sorprendente decisión. Un día, mientras estaba de cacería, le
sorprendió la ninfa Eco... Eco bien merece una digresión. Su alegría parlanchina y
su gracia cautivaron a Júpiter. Sorprendidos en adulterio por Juno, ésta le dio como
castigo el que jamás podría hablar por completo; su boca no pronunciaría sino las
dos últimas sílabas de aquello que deseara expresar. Pues bien, apenas Eco vio a
Narciso quedó locamente enamorada de él y le fue siguiendo sin que el muchacho
se diera cuenta. Al cabo de un tiempo decide acercársele y exponerle su pasión con
ardientes palabras. Pero... ¿cómo podrá hacerlo, si las palabras le salen
incompletas? Por fortuna, le fue propicia la ocasión. El mancebo, viéndose solo,
quiere saber por dónde pueden andar sus acompañantes y grita: «¿Quién está
aquí?» Eco repite las últimas palabras: «...está aquí». Narciso queda maravillado
de esta voz dulcísima de quien no ve. Vuelve a gritar: «¿Dónde estás?» Eco repite
«...de estás». Narciso mira otra vez, se pasma. «¿Por qué me huyes?» Eco repite
«...me huyes.» Y Narciso»: «unámonos» Y Eco: «...unámonos». Por fin se
encuentran. Eco abraza al ya desilusionado mancebo. Y éste dice con terrible
frialdad: «No pensarás que yo te amo...» Y Eco repite, acongojada: «yo te amo».
«¡Permitan los dioses soberanos –grita él– que antes la muerte me desaparezca a
que tú goces de mí». Y Eco: «...¡que tú goces de mí!»
Narciso elevó sus brazos al cielo. Llorando, mesándose luego los cabellos,
gritó con acento casi blasfemo: «Díganme selvas, ustedes que habrán sido testigo
de tantos idilios apasionados... ¿por qué el amor es tan cruel para mí? Hace siglos
que están aquí; díganme: ¿han visto alguna vez a un amante sufrir designios más
crueles? Yo veo al objeto de mi pasión y no lo puedo alcanzar. No me separan de él
ni los mares enormes, ni los senderos inaccesibles, ni las montañas, ni los bosques.
El agua de una fontana me lo presenta consumido por el mismo deseo que a mí me
consume. ¡Oh pasión mía! ¡Quien quiera que seas, aproxímate a mí así como yo me
aproximo a ti! ¡Ni mi juventud ni mi belleza pueden ser motivo para que me
temas! Yo desdeñé el amor de todas las ninfas... no me depares el mismo desdén.
Pero... ¿si me amas por qué soy motivo de tus burlas? Te tiendo mis brazos y me
tiendes los tuyos. Te acerco mi boca y tus labios se me ofrecen. ¿Por qué
permanecer más tiempo en el error? Debe ser mi propia imagen la que me engaña.
Me amo a mí mismo. Atizo el mismo fuego que me devora. ¿Qué será mejor: pedir
o que me pidan? ¡Desdichado yo que no puedo separarme de mí mismo! A mí me
pueden amar otros, pero yo no me puedo amar... ¡Ay! El dolor comienza a hacerme
desfallecer. Mis fuerzas se agotan. Voy a morir en la flor de la edad. Mas no ha de
aterrarme la muerte liberadora de todos mis tormentos. Moriría triste si hubiera de
sobrevivirme el objeto de mi pasión. Pero bien entiendo que vamos a perder dos
almas y una sola vida».
Poco a poco Narciso fue tomando los colores finísimos de esas manzanas,
rosadas por un lado, blanquecinas y doradas por otro. El ardor le consumía
lentamente. La metamorfosis duró escasos minutos. Después de Narciso no
quedaba sino una flor bellísima al borde de las aguas, que continuaba
contemplándose en el espejo sutil.
Apuleyo
Antes de continuar –creo que debí haber empezado por ahí–, voy a referir
quién era mi propietario y de dónde venía. Su nombre era Tiaso y provenía de
Corinto, capital de toda la provincia de Acaya. Luego de desempeñar todos los
cargos a que tenía derecho por la nobleza de su cuna y por sus méritos, le llegó el
nombramiento de magistrado quinquenal. Y para que el acto de investir las
insignias se celebrara con el debido esplendor, había prometido realizar durante
tres días seguidos un grandioso combate de gladiadores. Para que su munificencia
fuera más deslumbrante y movido por su afán de popularidad, había llegado hasta
Tesalia en busca de animales de pura sangre y de gladiadores con renombre.
Después de organizarlo todo a su gusto y hacer las compras, se disponía a volver a
casa. Pues bien, dejó de lado sus lujosos vehículos y sus cómodas carrozas que, con
sus cortinas entreabiertas, seguían vacías en la cola de la caravana; tampoco utilizó
sus caballos tesalios u otras monturas galas de pura raza y muy estimadas. Sólo yo
contaba: me puso jaeces de oro, albarda colorada, mantas de púrpura, frenos de
plata, riendas repujadas y cascabeles de fino tintineo. Tiaso iba montado en mi
grupa y como yo era su máximo cariño, de vez en cuando se hacía mieles para
hablarme diciendo que entre tantas cosas buenas su mayor felicidad era tenerme a
mí como compañero de mesa y como montura a la vez.
Al término del viaje, realizado algunos tramos por tierra y otros por mar,
llegamos a Corinto; todo el pueblo acudió en masa y según pude observar la gente
no venía para aplaudir a Tiaso sino por la curiosidad de conocerme a mí. Pues la
fama de mis capacidades extranaturales se había divulgado tanto en aquel país,
que todos pagaban por verme, lo que me convirtió en una respetable fuente de
ingresos para mi guardián. Cuando se agolpaba mucho público deseoso de
contemplar mis prodigiosas mañas, él cerraba la puerta y sólo dejaba entrar a uno
por uno, y así con las propinas que iba recogiendo obtenía un sueldo bastante
aceptable al final de la jornada.
Apenas estuvimos solos ella se despojó de todas sus vestiduras, incluso del
sostén que sujetaba su voluptuoso busto y, de pie junto al foco de luz, extrajo de un
frasco metálico un aceite perfumado con el que se frotó bien y luego se eternizó
ungiéndome igualmente con el mismo perfume, con especial insistencia en mi
hocico. Me cubrió entonces de tiernos besos, pero no como los que dan las
meretrices en los prostíbulos para mendigar unas monedas o rendir a clientes
reacios a pagar; no, por el contrario, eran besos de verdad y desinteresados, que
acompañaba con las más dulces palabras: «Te amo», «te deseo», «eres mi único
cariño», «sin ti no puedo vivir» y todas esas expresiones a que acuden las mujeres
para seducir al hombre o manifestar sus sentimientos. Luego me cogió por la brida
y no le resultó difícil hacerme acostar de la manera que me habían enseñado. No
había en ello nada nuevo ni complicado para mí, sobre todo cuando después de
una continencia tan prolongada veía llegar los abrazos apasionados de una mujer
tan bella. Además, me había reconfortado previamente con vino abundante
escogido entre los más finos; por último, el más delicioso perfume estimulaba al
máximo el ardor de mis deseos.
Con todo, me asaltaba una cruel angustia; me daba verdadero horror pensar
cómo podría acercarme con tantas patas y de tan protuberantes dimensiones a esa
delicada criatura. ¿Cómo abrazarían mis duros cascos aquellos miembros tan leves,
tan tiernos que parecían hechos de leche y miel?
Sus finos labios rojos destilaban una divina ambrosía: ¿Cómo besarlos con
una boca tan amplia, tan enorme, descomunal y grosera, cuyos dientes eran
verdaderos bloques de piedra? Y, por último, aunque la lujuria consumiera todos
mis miembros, ¿cómo podría una mujer resistir una unión tan desproporcionada?
¡Pobre de mí, si estropeara a una noble dama! Me echarían a las fieras como un
número más del espectáculo que preparaba mi amo.
Entretanto, ella continuaba con sus provocaciones, con sus besos lascivos,
con sus tiernos suspiros y sus miradas de fuego y, como colofón gritó: «ya eres
mío, eres todo mío, gorrioncito». Y como ello demostraba que eran vanas mis
preocupaciones, que mis reparos no tenían el menor fundamento, nos apretamos
en estrecho abrazo, e increíblemente pudo con todo mi instrumento, con todo,
como digo. Y cuando yo, por delicadeza y consideración intentaba retirarme, ella
volvía a la carga con mayor furia y se ceñía más cerca agarrada a mi espalda. Por
Hércules, hasta creí en mi impotencia ante sus ansias y comprendí por qué la
madre del Minotauro buscó sus deleites en un amante astado.
Al término de una noche laboriosa y en vela, para evitar la indiscreta luz del
día, la mujer desapareció, pero no sin acordar antes el mismo precio para la noche
siguiente.
Itinerario del placer
Petronio
Oh, mi mala suerte! –me dijo Ascilto secándose el sudor–. ¡Si supieras lo que
me sucedió!
–Vagaba por las calles –contestó con voz grave–, sin encontrar nuestra
posada, cuando se me acercó un anciano de apariencia venerable y enterándose de
mi situación aseguró que me acompañaría a encontrar el rumbo adecuado.
Agradecí su colaboración y comenzamos a recorrer callejuelas oscuras hasta que
llegamos a esta sórdida casa. Tan pronto entramos pagó una habitación y sacó
unas monedas insistiendo para que las aceptara a cambio de sus ardientes caricias.
Se lanzó sobre mí, estrechándome entre sus brazos asquerosos y de no ser por mi
airada repulsión, amigo Encolpio, me habría ocurrido algo fatal.
–Eres muy esquivo. En ese cuarto te espera el más alto placer: No temas,
puedes elegir un papel activo o pasivo.
–Qué puedes responder vicioso depravado, eres peor que las más
repugnantes prostitutas.
–Cálmate –le repliqué al fin derrotado por su astucia–. ¿Pero por qué te
escapaste esa noche en que yo escuchaba a Agamenón?
–Acepto –replicó Ascilto muy herido–, pero como recuerdo que esta noche
estamos invitados a un gran banquete, disfrutemos de ese evento y mañana si así
lo deseas, buscaré nueva vivienda y un verdadero compañero.
–¿Y para qué postergar lo que ya hemos elegido? Es mejor separarnos ahora
mismo.
El amor por Gitón me daba fuerzas para ser tan cruel con Ascilto, intentando
con mis palabras liberarme de él para dedicarme totalmente a mi nueva y dulce
pasión.
Diodoro
Al morir Asterio, el gran Minos creyéndose con todos los derechos para ser
rey de Creta reclamó airadamente el trono, y queriendo ser persuasivo en su
pretensión dijo con arrogancia que los dioses responderían todos sus llamados y
pedidos, y que tan pronto le fuera concedido el primero de estos favores festejaría
su coronación.
Meses más tarde la delirante reina dio a luz a un monstruoso ser llamado
Minotauro, violento engendro con cabeza de toro y cuerpo humano, que delataría
a su esposo la increíble traición. Minos afligido al enterarse de esta manera del
extravagante adulterio de su esposa, consultó a los dioses sobre un método para
ocultar semejante deshonra, y ellos al verlo tan angustiado decidieron responderle.
Y esta vez él con sumisión, obedeciendo el oráculo, ordenó a Dédalo que le
construyera en Cnosos un gigantesco laberinto, con intrincados y oscuros
pasadizos, para que nadie descubriera el hecho, destinado a esconder en su centro
a su amada Pasifae y a su despiadado hijo el Minotauro.
Mesalina
Vinicio
Derrotada Escila, fue sacada por sus amigas de los recintos del palacio,
mientras Mesalina continuó atendiendo hombres durante varias horas más, hasta
que el sol se encontró en su cenit, dando por liquidada la contienda y ciñéndose
una corona de laureles que la proclamaba la mejor amante del imperio.
Sin embargo llegó el día nefasto en que se enteró el sultán de ese amor
escandaloso de su hija y enfurecido decidió matarlos a los dos.
Pero ella informada por su fiel criada de las intenciones de su padre, meditó
sobre lo que debería hacer y decidió disfrazarse de mameluco, montó en un caballo
y cargó una mula con oro, piedras preciosas y sedas, y tomando a su amado mono,
partió sin detenerse hasta llegar a Mizr.
Se hospedó allí en una cabaña a las afueras y todos los días iba a comprar
sus provisiones después de mediodía, pálida y debilitada por su intensa actividad
erótica, hasta que viéndola a punto de desfallecer el carnicero del lugar se dijo para
sí: Este mameluco debe tener una extraña historia.
–Lo seguí –contaba el carnicero– de una calle a otra, hasta que al fin llegó a
su domicilio entre los montes y penetró desapareciendo.
Busqué un lugar para poder espiarlo y vi que hizo fuego para asar la carne,
y comió de ella dándole una buena porción al mico, que comió con voracidad.
La cubrió el mono con una fina seda y se fue al sitio que le asignó ella para
dormir
–Hombre ruin, ¿por qué hiciste tan terrible acto? Te pido por Alá que hagas
lo mismo conmigo.
Comenzamos así ese día una feliz vida de casados hasta que semanas
después ella se mostró ofendida porque me era imposible calmar su desenfrenada
lujuria, y derrotado y triste acudí a una vieja curandera con el propósito de
solicitarle su consejo, y después de contarle mi infortunio ella meditó y me dijo:
–Tienes que traerme, joven desdichado, una vasija llena de vinagre y otra
con varias ramas de vulneraria.
Me costó mucho trabajo conseguir la mágica hierba y cuando horas más
tarde tenía sus dos encargos me dirigí donde la hechicera. Entonces vi que las puso
al fuego mezclándolas.
Luego me envió a que le hiciera el amor a mi princesa, y así lo hice hasta que
desfalleció.
Asustado me acerqué para observar y vi que eran dos lombrices, una negra
y la otra amarilla, y me pareció que el deslumbrante hechizo había surtido efecto.
Y la vieja me dijo:
Giovanni Boccaccio
Masetto al oír esto, quiso obtener el trabajo para cumplir allí sus más
antiguos deseos, pero cautelosamente le dijo a su amigo:
–Has hecho bien en renunciar. ¿Qué hace un hombre entre tantas mujeres?
Mejor sería vivir entre diablos, porque ellas seis veces de cada siete nunca saben lo
que quieren.
La otra replicó:
–Ignoro si has pensado lo sobrias que somos –dijo la audaz mujer–, debido a
que ningún hombre puede rebasar estas puertas, excepto el administrador por
anciano, y éste por mudo. Yo he oído decir que el mayor placer de todos es el de el
hombre y la mujer. Y como por nuestra condición sólo podemos hacerlo con el
mudo, podríamos intentarlo. Además sería lo más prudente, porque al no poder
hablar, nunca sería revelado nuestro secreto. ¿Qué piensas?
–¡Qué has dicho! –dijo la otra–. ¡Hemos prometido a Dios nuestra pureza!
–¡Y cuántas cosas que nunca se cumplen se prometen día a día! –replicó la
primera.
La otra, al oír esto, sintió más deseos que la primera de probar qué clase de
placer podría ofrecer un hombre.
Un día una monja desde su ventana las vio y le contó a dos compañeras.
Estas decidieron acusarlas con la abadesa, pero cambiando rápidamente de
opinión fueron a participar de Masetto, y gozaron de sus favores. Finalmente la
abadesa ajena a lo que ocurría, se paseaba por el jardín una tarde calurosa, cuando
encontró a Masetto, quien fatigado por haber amado toda la noche, estaba tendido
bajo la sombra de un árbol. El viento había levantado sus ropas y se hallaba
descubierto, tentación en la que sucumbió la abadesa como antes todas las
monjitas. Lo condujo a su cámara y allí lo tuvo varios días, causando gran
desconsuelo entre las demás al ver que él no salía a labrarles el huerto. La abadesa
en cambio, probaba la dulzura que reprobaba ante las otras. Le buscaba todo el
tiempo hasta que el mudo pensó que seguir a ese ritmo no le reportaba ningún
bien, y una noche dijo a la abadesa:
–He escuchado, señora, que un gallo no basta para diez gallinas, pero ni diez
hombres podrían satisfacer a una mujer, y a mí me toca cumplirle a nueve. Estoy
agotado y ya no voy a perseverar más en ello, pues con lo que he hecho, no consigo
ni lo poco ni lo mucho. Por tanto, o me dejáis ir con Dios, o ponéis el remedio.
MARQUÉS DE Sade
El conde saltaba de placer y sus espasmos eran muy intensos. Luego de esta
primera escena se acostó en un diván y quiso que su mujer, a caballo sobre su
rostro, le ofreciera con su boca, por medio de una estricta succión, los mismos
placeres que hace poco le brindaban los jóvenes Ganímedes, quienes eran
excitados con las manos por él. Las mías mientras tanto se ocupaban de sus nalgas.
Lo acariciaba, lo manoseaba en todos los sentidos, tratando de lograr que alcanzara
lo más alto de su placer. Pero después de un cuarto de hora infructuoso decidió
cambiar a la condesa de posición, acostándola boca arriba y con los muslos muy
abiertos.
–No, son muy pequeños –contestó Wanda, mirándome de reojo–. Los quiero
mayores.
–Sí, como aquellos que se usaban en Rusia para los esclavos rebeldes.
Luego encontré su nota: «Amado mío: Hoy no te veré, ni mañana, sino hasta
pasado mañana y ya como mi esclavo. Tu dueña, Wanda.»
Las palabras «como mi esclavo», estaban subrayadas. Leí una vez más el
papel. Entonces recibí de buen agrado la mañana, y dispuesto a que me ensillaran
como a un verdadero burro sabio, me dirigí a la montaña intentando ahogar mi
dolor, engañar mis ardientes deseos en la majestuosa naturaleza de los Cárpatos.
–¡Adelante!
Entré. Ella, con los brazos cruzados sobre el pecho, estaba en medio de la
habitación. Frunció las cejas. Observé su traje de seda de un blanco desvanecido
como el día, y su kazabaika escarlata, rodeada de un soberbio armiño. Sobre sus
cabellos descansaba una diadema de diamantes.
–Está bien.
–¡Voy a enloquecer!
–Dame el látigo.
Miré a mi alrededor buscándolo.
Yo murmuraba:
–¡Admirable mujer!
–No –respondí–, mas si lo hicieras, los dolores serían un placer para mí. Si te
agrada castígame otra vez.
–¿Es suficiente?
–No.
–Maltrátame.
–Si de verdad me amas, sé cruel conmigo, supliqué levantando los ojos hacia
ella.
–¡Levántate!
Quise hacerlo.
Los golpes llovían, vigorosos sobre mi espalda y mis brazos, cortando mis
carnes, dejando una sensación de quemadura; pero este sufrimiento me
transportaba porque venía de ella: la adorada; de aquella por quien yo estaba
dispuesto en todo instante a entregar mi vida.
–Comienza a gustarme este juego, sin embargo por hoy es suficiente; sólo
tengo la diabólica curiosidad de indagar hasta dónde llega tu resistencia, la
voluptuosidad cruel de sentir cómo tiemblas bajo mi látigo, ver cómo te doblas, oír
por fin tus gemidos, tus ayes y tus gritos de dolor, hasta que supliques y yo
continúe hiriéndote sin piedad, hasta ver que pierdes el conocimiento y caes. Has
despertado en mí instintos peligrosos. Ahora levántate.
Conde de Lautréamont
Me senté en una roca, junto al mar. Un navío acababa de desplegar todas las
velas para alejarse de aquellos parajes: un punto apenas perceptible apareció de
pronto en el horizonte y se acercaba, poco a poco, empujado por el viento y crecía a
medida que ganaba proximidad. Una tempestad iba a iniciar sus embates y el cielo
se oscurecía ya, hasta quedar de un negro casi tan horrendo como el corazón del
hombre. El navío, que era un gran bajel de guerra, acababa de echar todas sus
anclas, para evitar que el fuerte oleaje lo barriera contra las rocas de la costa. El
viento soplaba con furor y hacía trizas las velas. Los truenos retumbaban en medio
de los relámpagos pero no podían acallar los gritos y las lamentaciones que se
escuchaban en la casa sin fundamentos, sepulcro móvil. La agitación de esas masas
acuosas no había logrado romper las cadenas de las anclas, pero sus sacudidas
habían entreabierto un camino al agua en los flancos del navío. Brecha enorme,
pues las bombas no dan abasto para evacuar las masas de agua salada que se
abaten como montañas sobre el puente.
Hoy, al cabo del tiempo, con el insoslayable peso de los años sobre mi
cuerpo, lo expreso con sinceridad y como una verdad suprema y solemne: yo no
era tan cruel como se dijo luego entre los hombres, aunque a veces la maldad
produjera perseverantes estragos durante años enteros. Sin embargo a veces no
había límites a mi furor, sufría accesos de crueldad y me convertía en una bestia
terrible para quien se pusiera al alcance de mis ojos huraños, siempre y cuando
perteneciera a mi raza. Si se trataba de un caballo o de un perro, los dejaba pasar:
¿oyeron lo que acabo de decir? Desgraciadamente era presa de uno de esos
accesos, la razón me había abandonado la noche en que ocurrió aquella tempestad
(porque en realidad yo era muy cruel pero prudente) y creí que todo lo que cayera
en mis manos en esa oportunidad, debía perecer; y no pretendo ahora excusarme
de mis desmanes. No toda la culpa es de mis semejantes. Me limito apenas a decir
las cosas como son, a la espera del juicio final que me obliga a rascarme la nuca de
antemano. Cuando cometo un crimen sé lo que hago: ¡No quería hacer otra cosa!
De pie sobre la roca, mientras el huracán agitaba mi melena y hacía ondear mi
manto, espiaba casi en elación mística, la fuerza de la tempestad que se cebaba en
el buque, bajo un cielo sin estrellas. Contemplé, en actitud triunfante todas las
incidencias de aquel drama, desde el momento en que la embarcación echó sus
anclas hasta el instante en que se hundió en fatal envoltura arrastrando a las
entrañas del mar, a quienes se habían revestido con ella, como si fuera un manto.
Cydno de Mitilene
Todos los años, durante una noche de plenilunio de primavera, Cydno y sus
discípulas festejamos los misterios de Safo. Las violetas sagradas invaden nuestro
templo. Las imágenes viriles –pinturas, esculturas, tótems– se ocultan bajo un
oscuro velo; o se arrojan al mar si la cálida diosa inspira a alguna de nosotras a
deshacernos de los objetos sacrílegos.
Sin embargo, como estos epigramas serán guardados con mis cenizas
cuando llegue la muerte, liberaré ahora mi corazón con las siguientes confidencias.
Aquella que desea morir, elige entre nosotras a las cinco que más ama. Y
aunque podemos rechazar la alta distinción para ser reemplazadas por otras, jamás
ha ocurrido que alguna de las elegidas eluda el honor de acompañar a la víctima
en el inicio de su laberíntico viaje, desdeñando los sublimes goces que la última
despedida le concederá.
Perfumadas y desnudas las elegidas atan a la víctima entre dos columnas del
palacio, decoradas con violetas oscuras y rosas alexandras. Entonces la más joven
toma cinco delgadas flechas de plata y las reparte entre las victimarias, quienes se
aprestan a vendar los ojos de aquella que ha decidido abandonarnos.
El dolor transforma la música de las cítaras, las flautas y los tamboriles. Poco
a poco vamos recuperándonos, ávidas de un espectáculo que sólo hasta el año
siguiente será posible disfrutar, a menos que una circunstancia desfavorable lo
postergue.
La que goza esta última ofrenda, besa alternativamente uno y otro seno de la
viajera, por los que fluye en purpúreos hilillos la sangre de las heridas. Una
sacerdotisa arrodillada ante el lecho se baña el rostro con la sangre que mana de su
muslo, y hunde su lengua estremecida por el aroma acre del rojo líquido en esa
vulva que ya no conocerá más placer, y la acaricia con la voluptuosidad de quien
no ignora que ofrece a un ser el deleite póstumo.
Dos oficiantes jóvenes pasan suavemente sus bocas y dedos desde la planta
de los pies hasta la garganta agónica, deteniéndose en sus flancos convulsos. Y
otra, besa su espalda afanosamente y la penetra con un bastoncillo de plata que le
conmueve las entrañas...
Y todas las espectadoras agotando el vino de las cráteras para calmar la sed
de nuestros labios resecos por tanto ardor, nos poseemos con salvajismo, con la
mirada extraviada por el furioso deseo, por la embriaguez y por la contemplación
desgarradora del sacrificio.
Pierre Louys
El árbol
Luego en lo alto, entre sus hojas y defendida del calor por su generosa
sombra, me puse a caballo sobre una horquillada rama balanceando los pies en el
aire.
Había llovido. Las gotas que caían del follaje se deslizaban por mi piel. Mis
manos estaban manchadas de musgo y mis pies que habían caminado sobre las
flores estaban teñidos de rojo.
Las confidencias
Al día siguiente fui a la casa de mi bella amiga de infancia y tan pronto nos
vimos quedamos en silencio, ruborizadas. Ella me hizo entrar en su cuarto para
estar a solas.
Tenía tantas cosas que decirle, tantos deseos que confiarle, pero al ver su
rostro se me olvidaron. No me atrevía a arrojarme a su cuello, sólo podía admirar
su talle alto, la forma contorneada de su cuerpo, sus dulces ademanes.
Me asombraba que su cara no hubiese cambiado, que fuese tal como era
antes, a pesar de haber aprendido muchas cosas que me asustaban. De pronto me
senté sobre sus rodillas y abrazándola le hablé al oído precipitadamente,
confiándole mis secretos con avidez. Entonces ella acercando su cara a la mía, con
voz trémula, me habló de su pasión.
Primer epitafio
En el país donde nacen los manantiales y donde el lecho de los ríos está
conformado de hojas de roca, yo Bilitis, he nacido.
Mi madre era fenicia y Damófilos, mi padre, heleno. Ella me enseñó los
cantos de Byblos, tristes como el alba primera.
Y no sacrifiques por mí la cabra negra: pues sólo deseo que en dulce libación
le aprietes la opulenta ubre sobre mi tumba.
El mirón subrepticio
Henry Barbusse
Y una mano señaló la cama destendida, los percheros sin prendas, la mesa
desierta: esa devastación cuidada que muestran las habitaciones vacías.
Después, frente a mis ojos, esa mano se puso a temblar como una hoja. Yo
podía escuchar los latidos acelerados de mi corazón. Las voces susurraron:
Luego subió hasta mi mirilla una frase tierna, jadeando, ensayando las
palabras, poco segura, como un pájaro pequeñito:
¡Dos amantes! Eso era lo que soñaban ser, sin saber bien qué significaba
aquello.
Uno de los dos dijo: la primera vez. Era la primera vez que les parecía estar
solos, no obstante haber crecido juntos...
Al igual que todos los seres, que yo, que nosotros, quieren lo que no tienen,
mendigan. Pero piden limosna a ellos mismos, piden ayuda a sus presencias, a sus
personas.
Se ven sus piernas torneadas hasta las rodillas, lleva medias amarillas de
hilo; el vestido que envuelve su cuerpo le da la apariencia de un ramillete.
Y yo no podía apartar la vista de sus gestos, y bebía ese espectáculo, con el
ojo pegado al agujero, como un vampiro.
–¿Por qué?
E insistió:
–¿Quiere usted?
Ella tembló visiblemente ante esta nueva manera de hablarse, de ese usted
que asumía la forma de primer beso.
Se aventuró a decir:
–Parece que fuera una cosa que nos cubría y que de pronto nos quitan...
–Quiero –dijo.
–Juan...
–Elena...
Tornaron al diálogo inocente de antes. ¿De qué hablaban? Del pasado, tan
próximo y breve todavía.
Susurraron:
–¡No tocarse más que las manos! –murmuró él con un ligero temblor en la
voz.
Volvieron a juntar sus labios. Sus bocas y sus ojos eran los de Adán y Eva
eternizados en la primera experiencia amorosa de todos los mortales. Vagaban en
la luz brillante del paraíso sin saberlo; eran sin ser. Cuando –por el efecto del
triunfo de la curiosidad prohibida nada menos que por Dios en persona– llegaron
a descubrir el secreto, conocieron la separación acariciante y vislumbraron la
poderosa voluntad de la carne, el cielo se oscureció. Cayó sobre ellos la
certidumbre de un porvenir de dolor. Los ángeles, como buitres, los arrojaron del
edén. Rodaron por la tierra, día a día. Habían creado el amor y sustituido la
riqueza divina por la pobreza de ser el uno para el otro.
–Quisiera quererte más, con más fuerza, pero no sé cómo... Quisiera hacerte
daño y tampoco sé...
...Sin duda, él le había quitado la falda porque hasta mi escondite llegó esta
frase exhalada muy bajo, confundida en el silencio terrible:
Guillaume Apollinaire
Mony haciendo sonar las espuelas, subió rápidamente al primer piso del
palacio del general príncipe Kocodrilof, con quien debía salir hacia el Extremo
Oriente. Todo parecía vacío y Mony, que sólo había visto a su general el día
anterior en una recepción ofrecida por el zar, se inquietó ante esa extraña acogida.
No obstante el general lo había citado y él se presentaba a la hora fijada.
–¡Sí, amor mío! –dijo Mony en voz baja decidido a realizar la impostura,
sintiendo los intensos latidos de su corazón.
–Tómame... No soporto más... Malo, perverso, hace ocho días que te espero.
Entonces la mujer alargó la mano hasta la base del miembro que festejaba su
cuerpo y comenzó a palpar la redondez de sus testículos.
–Me está usted engañando, señor –exclamó con ira–, mi amante tiene tres.
Entonces ella con una actitud amenazadora que expresaba a la vez enojo y
sorpresa se bajó castamente la falda y caminó en silencio hacia él.
En las afueras de Biskra
André Gide
Nos quedamos apenas seis días en Sousse. Fueron unos días monótonos, en
los que, sobre un fondo de triste espera, ocurrió, no obstante, un episodio que tuvo
en mí una repercusión considerable. Es más mentiroso callarlo que indecente
contarlo.
–Adiós.
Pero sujetándole por la mano que me tendió le hice caer sobre la arena. Su
risa despuntó de inmediato. No perdió mucho tiempo en soltar los nudos
complicados de los cordones que le servían de cinturón, pues sacando de su
bolsillo un puñalito cortó de un golpe el embrollo. La ropa cayó, arrojó a lo lejos su
chaqueta y se irguió desnudo como un dios. Durante unos segundos tendió hacia
el cielo sus brazos delgados, y luego, riendo, se dejó caer contra mí. Su cuerpo
estaba, quizá, ardiente, pero pareció a mis manos tan refrescante como la sombra.
¡Qué bella estaba la arena en el adorable esplendor del anochecer!, ¡con qué rayos
se vistió mi alegría!
Entretanto, se hizo tarde; tenía que reunirme con Paul. Sin duda, mi aspecto
llevaba la marca de mi delito, y estoy seguro de que sospechó algo pero, por
discreción acaso, no me preguntó, y yo no me atreví a contarle nada.
José Chalarca
Son ellos o soy yo. He sido preparado largamente para este momento; nada
se descuidó. El aeropuerto está lleno; hay hombres, mujeres y niños. Ninguno tiene
absolutamente nada que ver con el trabajito que me ha traído aquí, pero eso no
debe interferir. Estoy más allá de cualquier sentimentalismo. Seguramente muchos
caerán cuando yo abanique mi ametralladora frente al mancito. Pero no me
importa; no debe importarme, no existen para mí así como yo no existo para ellos.
Debiera estarme agradecido, yo soy la mano del destino que le dará tránsito
a la inmortalidad de héroe.
Apenas tengo veintiún años. Creo que soy muy joven y que aún me quedan
cosas por vivir, que el futuro puede depararme todavía sorpresas agradables. Pero
no. Para mí el futuro es ahora y el pasado es la carne podrida sobre la que clavarán
sus garras los policías y los curiosos para separar hebra por hebra y dejar al
descubierto hasta sus más escondidas tramas.
Buscarán a mis padres, a mis hermanos, a mis amigos y les preguntarán una
y otra vez; les harán decir muchas veces lo que hablaron conmigo, lo que
conocieron de mis aventuras y mis andanzas; combinarán relatos y relaciones,
tramarán testimonios, urdirán argumentos, les harán decir lo que no han dicho,
testimoniar lo que no vieron hasta conseguir una historia que tenga la truculencia
suficiente para calmar los escrúpulos de las gentes de bien, escandalizadas por la
vileza indecible de mi acción.
Iba a la escuela como todos los muchachos del barrio y jugaba fútbol y
escuchaba las transmisiones radiales de las pruebas ciclísticas. Era un adolescente
como todos con la misma capacidad de goce de cualquiera de los hijos del
vecindario, pero con un gusanito en el alma que me decía: tú no puedes quedarte
en lo mismo, tienes que buscar otras salidas, tú no eres del montón; estás llamado a
distinguirte, a realizar cosas que se salen de lo común. Desde siempre me gustaron
las emociones fuertes. Los juegos corrientes y molientes me dejaban indiferente; si
en esa época hubiera tenido revólver no estaría hoy aquí, con mi ametralladora
Ingram bien asida y dispuesta para vaciar todo su cargador sobre el sujeto de gafas
que se parezca a la foto que tengo en el bolsillo del saco.
Sí, empecé muy rápido. A los doce años estaba metiendo marihuana a lo
loco; como al cabo de cierto tiempo me hacía tanto efecto como el tabaco, le di a la
coca. ¡Ah! fueron días fantásticos al principio pero luego los efectos empezaron a
disminuir y yo a buscar drogas más duras. Fui de los primeros experimentadores
del bazuco; pero este vicio también me dejó vacío al poco tiempo. Sobre todo
porque el deseo es insaciable y la desazón que acarrea la falta es terrible y
angustiosa y yo no le camino a la pena o al displacer.
Los viejos, mis viejos tal vez creyeron que ya me habían organizado, que ya
sentaría cabeza y que posiblemente habían asegurado mi futuro. Hasta me dijeron
un día lo de aprovechar la bicicleta y alcanzar el estrellato. Que así habían
empezado todos los ciclistas que lograron fama y dinero: ahí estaban “Cochise”
Rodríguez, Fabio Parra, Lucho Herrera. Que no era más que seguir el ejemplo.
Pobres viejos. Se morirán de viejos y de pendejos.
No duré los dos meses trabajando y volví a mis andanzas. Sí, de verdad que
he ido rápido.
Cada uno vivía en su casa y para estar a solas aprovechábamos las ausencias
de nuestras respectivas familias. Cuando hacía un trabajito bueno, tenía entonces
para pagar una o dos semanas de hotel. Fueron unas escapadas preciosas. Aunque
éramos sólo un par de niños, nadie se atrevía a decirnos nada: ni en mi casa porque
ya conocían mi temperamento ni en la de ella porque en el vecindario y en todo
Medallo tenía el prestigio de ser la peor caspa.
Fue entonces cuando hice caso de la invitación que me habían hecho unos
manes para trabajar para ellos y cobrar en grande. Sabían que a mí no se me
arrugaba para nada, que tenía cojones y podía llegar lejos.
Que mano de pendejos los que se privan de los goces que ofrece la vida
porque los condenan las religiones, las sociedades o las leyes. No cabe otro
mandamiento que el de gozar mientras estemos vivos; aun del dolor. Creo que el
máximo de la sabiduría está en hallar placer hasta en el más extremo
padecimiento.
Pero es que no logro sentirme bien con esta pinta, me parece muy boleta...
gafas oscuras, corbata, saco cruzado. Parezco un mafioso de película. Y lo peor de
todo es que estoy a pie. O será que tengo miedo y estoy buscando excusas. No,
miedo no. Yo soy un man teso ya probado en la faena. El primer hombrecito que
me cargué me produjo el efecto de mi primera traba, pero un vómito en el que casi
boto hasta el entresijo me curó. Los que he ido quebrando después como que me
afirman el pulso y refinan mi gusto por la vida. He caído con cada uno de ellos.
Ellos y yo hemos ido ciegos al encuentro con la muerte, sólo que yo no me he
topado con la bala de la que soy blanco y vuelvo a abrir los ojos a la vida como si
naciera. ¡No sé hasta cuándo me alcance la suerte!
Tal vez por eso soy como soy, me mantengo con el alma en la boca, temeroso
y atento, para no dar el tropezón que me la haga escupir.
Cómo quisiera acabar esto de una vez. Pero no debo alterar el plan, sino
seguir al pie de la letra las instrucciones. Lo de la letra es apenas un decir, jamás se
nos dan órdenes por escrito, todo es de palabra. Así yo vea al man que me toca
debo esperar la señal de mi compañero que está al frente.
¡Severa pinta la de ese pelao! Se parece a mi Ever, ¡que va! ¡él es más bello!
Cómo le sienta de bien ese morado del buzo y el pantalón ceñido y los tenis, si, son
unos “Convers”. El niño quería unos de esos; ah, pero es que a mí no me gusta
mucho ese combinado. Qué bello es, cómo camina; se cree el rey del mundo. La
belleza me estremece.
Muchos creen que el amor es sólo culiar; yo no. Además de eso, es pensar en
todo momento en los seres que se aman, querer su bienestar, su salud, su alegría;
que estén bien vestidos, que no sufran. Por eso yo lo he previsto absolutamente
todo.
Petronio. No se conoce ningún dato cierto sobre su vida. Por los sucesos que
relata en su obra Satiricón, puede situarse en la época de Nerón. Tácito en sus
Anales, hace alusión a un Petronio, favorito del emperador, quien imponía la moda
en la corte y le apodaron elegantium arbiter, árbitro de la elegancia.