Caravaggio Argan

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Magíster en Historia del Arte. Universidad Adolfo Ibáñez Arte y Modernidad. Prof. Sandra Accatino S.

Apunte 02. Barroco. Extracto de: G. C. ARGAN, Renacimiento y Barroco, Madrid, Akal,1987

Giulio Carlo Argan

Michelangelo da Caravaggio

La pintura de Michelangelo da Caravaggio (1573-1610) fue considerada por los


críticos del siglo XVII como la antítesis de la de Annibale Carracci: si Annibale tendía al
ideal Caravaggio ponía sus miras en lo real. Se trata de una esquematización que no
corresponde a la que en rigor fue la posición de los dos artistas. Es un hecho
importante, sin embargo, que, aun esquematizando, la crítica de la época apreciara los
siguientes puntos. Primero, que Annibale y Caravaggio eran los dos grandes
protagonistas de la pintura del siglo; segundo, que uno y otro se oponían netamente a la
cultura manierista romana; tercero, que el idealismo de uno y el realismo de otro eran
dos tendencias divergentes, pero en relación dialéctica y casi de recíproca integración o
complementariedad. Eran, en fin, los dos polos del mismo problema. Nacido en el
condado de Bérgamo, Caravaggio fue discípulo en Milán de Simone Peterzano, un
manierista que se declaraba discípulo de Tiziano. En torno a los veinte años, se
establece en Roma, donde permanece hasta 1606, fecha en la que, tras haber matado
a un joven en una riña de juego, huye a Nápoles, Malta y Sicilia. Murió cuando,
perdonado por el Papa, regresaba a Roma. La suya fue una vida desesperada y
violenta, pero una extrema tensión moral y religiosa da a su pintura una carga
revolucionaria. Su realismo nace de la ética religiosa instaurada por Carlos Borromeo en
su diócesis lombarda: no consiste en la observación y la copia de la naturaleza, sino en
la aceptación de la dura realidad de los hechos, en el desdén por las convenciones, en
decir toda la verdad y en asumir la máxima responsabilidad. Ello implica excluir la
búsqueda de lo bello y volverse hacia lo verdadero; renunciar a la invención para
remitirse a los hechos ; no poner en práctica un ideal dado, sino buscar con ansiedad un
resultado ideal en la praxis comprometida de la pintura; contraponer el valor moral de
esta praxis al valor intelectual de las teorías. Los críticos del siglo XVII (Mancini, Bellori)
criticaron a Caravaggio, pero lo comprendieron: comprendieron que su realismo era lo
opuesto al naturalismo y su búsqueda de la verdad lo opuesto a la imaginación. Por ello,
contrapusieron su pintura de la Annibale, basada sobre el binomio naturaleza-historia,
sobre la cultura, sobre la imaginación. Para Caravaggio, el arte no es actividad

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intelectiva sino moral: no consiste en alejarse de la realidad para representarla, sino en


sumergirse en la realidad y vivirla. Haciendo pintura, se rehace o se revive el hecho, se
descubren sus motivaciones profundas y sus aspectos trascendentes. Annibale
extiende la experiencia de lo real a lo posible; Caravaggio la profundiza y tanto más
cuanto más la contrae o concentra.
Ambos combaten las reglas de los manieristas romanos: Annibale en aras de una
mayor libertad y Caravaggio de un más áspero rigor moral. Annibale acepta el mundo
clásico como mundo poético, mientras que Caravaggio lo rechaza precisamente porque
se trata de un mundo poético que nos aleja de la única realidad, que es el presente.
Como Annibale, Caravaggio piensa que los manieristas no comprenden a Miguel Ángel
ni a Rafael; pero, para Annibale, lo que no comprenden es su clasicismo y su genialidad
inventiva, mientras que para Caravaggio es el empeño moral y el drama.
Las primeras obras de Caravaggio en Roma gustan también a los críticos
clasicistas: tienen colores «dulces y sencillos», aportan al ambiente cerrado del
manierismo romano una fresca corriente de colorismo véneto. Derivan, en efecto, de la
cultura pictórica lombardo-véneta, y dejan sentir la influencia de Lotto, de Savoldo o de
Moretto: a la pesada oratoria manierista oponen una poesía que, ciertamente, no es
deslumbrante y sonora como la de Annibale, sino íntima, sensible y lírica. En el
Descanso en la huida a Egipto, Caravaggio recupera el motivo veneciano de la
figuración sacra en el paisaje; quiere afirmar que no haya diferencia entre el sentimiento
de lo real y el sentimiento de lo divino. Las figuras son presentadas una junto a otra del
modo más simple: ningún alarde de invención, ningún artificio compositivo; y tampoco
ningún artificio de perspectiva para definir el espacio: hay cosas próximas que se ven en
sus más mínimos detalles (los guijarros y matorrales de primer plano) y cosas lejanas
que aparecen veladas por estratos de atmósfera luminosa. Ninguna tentativa de
heroización de las figuras: la Virgen cede ante el cansancio y el sueño, José es un viejo
campesino apurado, sentado sobre la bolsa, con la garrafa a los pies, y, junto a él, el
asno. El motivo religioso es también social: lo divino se revela en los humildes. Pero el
motivo realista se hace mítico en la figura «ideal» del ángel: de la tierra surge, como por
encantamiento, su bello cuerpo rosado con la blanca espiral del velo. Es un genius loci,
casi una personificación del paisaje cálido, luminoso y acogedor; su determinación

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poética es claramente veneciana. De la realidad se pasa a la realidad poética, al idilio:


el ángel es una figura poética ideal, pero apoya los pies sobre la tierra, entre la hierba y
los guijarros, toca un verdadero violín, lee las notas en el libro que San José mantiene
abierto ante él. La unidad y la armonía de la representación vienen dadas por los
colores: en el centro, el cuerpo claro y fusiforme del ángel, con la voluta blanca del velo
que se hace aún más luminosa por contraste con las puntas negras de las alas de
golondrinas; alrededor, una variada gama de tonos plateados, verde claro, tonos
habana, etc. Es una gama típicamente derivada de Lotto, como lottesca es también la
modulación sumisa, lograda a través de blandas curvas, de los contornos. Añádase a
esta evidente derivación lottesca el motivo religioso-social de la revelación de lo divino
en las personas y en las cosas más humildes, y quedará claro que Caravaggio, en
polémica contra el manierismo y el oficialismo religioso romano, defiende una cultura
figurativa y una religiosidad «lombarda» o, cuando menos, septentrionales. Se trata,
quizás, de una polémica de la cultura de provincias contra la de la capital. Las obras
«claras» del mismo período (el Baco, la Buenaventura, etc.), confirman esta posición
polémica: Caravaggio defiende la idea de la pintura como poesía, pero en el sentido que
a esta identidad habían dado Giorgione y Tiziano. La poesía no es invención fantástica,
sino expresión de la vida interior, de la más profunda realidad humana. No esta ni
contra lo real ni por encima de él; está dentro de lo real y constituye su significado más
auténtico.
Caravaggio no se detiene en esta postura genéricamente antimanierista. En el
Descanso, hay un magnífico paisaje totalmente realizado a base de delicadas veladuras
de color; pero, súbitamente, el paisaje desaparece de sus obras, las sombras se hacen
casi negras y se contraponen, sin transición, a luces violentas. Aparece, por tanto, un
brusco giro en su polémica: Caravaggio no se contenta ya con enfrentar la cultura
septentrional a la romana, sino que lleva la guerra al campo del adversario. Los
manieristas imitan a Miguel Ángel y a Rafael, pero no los comprenden; hacen pintura
«de historia», pero la historia es para ellos vana oratoria; se remiten a modelos, reglas y
teorías, pero están fuera de la cultura porque la cultura no es un principio de autoridad,
sino una experiencia que nos hace más claros, pero también más duros, los problemas
concretos de la vida. En el Bautista y en el Amor triunfante Caravaggio muestra cómo

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debemos utilizar la lección de los «grandes»: recupera el planteamiento de algunas


figuras de Miguel Ángel (y, en el primer San Mateo pintado para la iglesia de San Luís
de los Franceses, de Rafael), las sitúa sobre la realidad viva y demuestra cómo,
encuadrada y contemplada de este modo, la realidad se hace más próxima y sus
contrastes resultan más netos. Otro tanto puede decirse de la historia: no aleja a la
realidad, sino que la aproxima, no serena sino que dramatiza. Los hechos del pasado
no se nos presentan como algo acaecido y ya juzgado, sino captados en el mismo
momento de ocurrir, aquí y ahora. No conocemos las causas ni los efectos del
acontecimiento inmediato; no podemos alejarnos de él, para contemplarlo y juzgarlo,
sino que nos vemos obligados a vivirlo. Es un instante, un fragmento: pero un instante
real, un fragmento vivo de nuestra existencia.
Caravaggio afronta directamente el problema de la historia en sus otras obras de
la capilla Contarelli en la iglesia de San Luís de los Franceses (Vocación y Martirio de
San Mateo y San Mateo y el ángel; 1599-1600; 1602) y en las dos de la capilla Cerasi
en la iglesia de Santa María del Popolo (Martirio de San Pedro y Vocación de San
Pablo, 1600 - 1601). El primer cuadro para la capilla Contarelli, San Mateo y el ángel
(que estaba destinado a ser situado sobre el altar y que, posteriormente en el Museo de
Berlín, resultó destruido durante la última guerra) fue rechazado por el clero como
vulgarmente realista, y se trataba precisamente del que utilizaba un esquema de
imágenes de Rafael (el Júpiter y Ganímedes de la Farnesina). Rafael era considerado
como el pintor del «bello ideal», y de este motivo del «bello ideal» Caravaggio extrae
una figura que parece demasiado realista. El ideal, pues, no nos empuja a la superación
de la realidad sino a entrar más directamente en ella, a comprender más duramente sus
contrastes: la sombra y la luz; el viejo apóstol analfabeto y el joven ángel que le guía la
mano, los grandes pies terrosos en primer plano y las alas luminosas en el fondo.
Tanto en San Luís de los Franceses como en Santa María del Popolo, los cuadros
laterales representan una «vocación» y un «martirio», como en la capilla Paulina de
Miguel Ángel. Son los dos momentos sobresalientes de la vida espiritual, pero este
significado ideal no viene expresado por la solemnidad de la composición histórica o por
los gestos heroicos de las figuras. Se hace real en la realidad concreta de los hechos y
de las personas. La Vocación de San Mateo es la llamada directa y personal de Dios,

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que sorprende al hombre cuando menos lo espera, incluso en el pecado. Mateo era
recaudador de impuestos; el lugar es el cuerpo de guardia, un ambiente angosto, sin
perspectiva de fondo, débilmente iluminado por una ventana. Los jugadores llevan trajes
modernos: no se trata de una vieja historia, sino de un hecho que ocurre ahora y podría
ocurrirle en cualquier momento a cualquiera. La gracia no es un signo que sólo el
elegido le sea dado ver: todos se vuelven sorprendidos, a excepción del avaro que
cuenta el dinero como Judas con sus treinta monedas. Con Cristo y San Pedro entra
una dura lámina de luz que envuelve a las figuras e ilumina en la oscuridad los tejidos,
las plumas y los rostros. Es un rayo de luz física, pero es también el rayo de la gracia: la
realidad queda desvelada y abrasada por esta luz imprevista. Puesto que todo ocurre
en ese instante de luz, no hay desarrollo ni acción. San Pedro no hace sino repetir el
gesto de Cristo; el diálogo es conciso: tú —¿yo?— tú. ¡Algo distinto al ut pictura poesis,
algo que no es literatura traducida a imágenes pictóricas!
Martirio de San Mateo: el acontecimiento histórico-dramático queda reducido a la
cruda realidad de un acto de violencia, de un asesinato. Se sabe por las fuentes que el
cuadro fue rehecho dos veces; el examen radiográfico ha demostrado que fue repintado
sobre la misma tela por una creciente necesidad de concisión e intensidad. El mismo
relámpago de luz revela los tres momentos del hecho: el santo arrojado del altar y
golpeado por los verdugos, el pánico y la huida de los presentes y el ángel que llega del
cielo con la palma del martirio. Está muy claro el recuerdo del Milagro del esclavo de
Tintoretto, el cuadro que, medio siglo antes, había creado un modo nuevo y más intenso
de figuración dramática. Pero Caravaggio concentra aún más los tiempos: mientras que
en el cuadro de Tintoretto las personas presentes comentaban el hecho sorprendidos y
el santo llegaba volando desde el cielo para resolver el drama, en el de Caravaggio se
retiran espantadas, el asesino golpea al santo, pero el instante de la muerte es también
el de la gloria y la misma mano extendida en un gesto de defensa y de horror coge la
palma de las manos del ángel.
Crucifixión de San Pedro: no hay otra cosa que la mecánica de la cruz, levantada
a fuerza de cuerdas y hombros. La máquina de la muerte se ha puesto en movimiento y
nada podrá pararla. No hay un desarrollo de acción, pero hay, en cambio, una duración:
es como una rueda que gira en torno al cubo. No se trata ya de un hecho instantáneo,

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sino de un hecho que se prolonga en el tiempo y cuya propia lentitud y duración lo


hacen más trágico. No hay, pues, un relampagueo de luz ni un violento encuentro de luz
y sombra. Los colores son débiles, como estancados en una luz muerta y sin irradiación.
Tras el hecho instantáneo del Martirio de San Mateo y el hecho vivido en su acaecer
«ralentizado» de la crucifixión de San Pedro, la Vocación de San Pablo nos presenta un
hecho apenas recién ocurrido, en el instante de pausa y de silencio que sigue al
desarrollo de un drama. La composición está dominada por la gran masa del caballo; la
llama repentina del fulgor divino lo había espantado, pero ahora se encuentra ya
tranquilo junto al hombre caído. Una vez desvanecido el resplandor milagroso, queda
una luminiscencia que parece emanar del caballero aterrado con el gesto de los brazos
abiertos.
El tema del hecho ocurrido, y ocurrido para siempre, incancelable, es fundamental
en la poética de Caravaggio, y se relaciona con el de la muerte. Para los críticos del
siglo XVII, Caravaggio abre el camino a la pintura de género, especialmente a la
naturaleza muerta; él mismo afirmaba que no hay diferencia entre pintar un cuadro de
flores y un cuadro de figuras. La naturaleza muerta se relaciona, para él, con la idea de
la muerte: es la presencia de las cosas en medio de la ausencia o la desaparición del
hombre. El Canasto de frutas, la única de sus naturalezas muertas que nos queda, está
visto desde abajo, de modo que los frutos y las hojas destaquen con nitidez sobre la
pared clara. Los detalles más accidentales —la cáscara rugosa de los higos, la brillante
de las manzanas, la transparente de las uvas— aparecen fijados con una objetividad
fría y despiadada. Ninguna participación o interpretación: la verdad del objeto emerge
precisamente por la ausencia o la desaparición del sujeto. La idea de la muerte es
dominante en Caravaggio, como ya lo era en Miguel Ángel. Pero, mientras que para
Miguel Ángel era liberación y sublimación, para Caravaggio es sólo el final, el enigma de
la tumba. Sobre este tema vuelve con obsesiva insistencia incluso después de las
pinturas de San Luís de los Franceses y de Santa María del Popolo: con el Entierro de
Cristo (1602 -1604); la Muerte de la Virgen (1606); la Degollación del Bautista, en Malta
(1608); el Entierro de Santa Lucía, en Siracusa (1608) y la Resurrección de Lázaro, en
Messina (1609).
En la Muerte de la Virgen, que fue rechazada por el clero de Santa María della

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Scala, la ética religiosa se relaciona con un nuevo sentimiento social. La Virgen es


representada, como observa Bellori) como una «mujer muerta hinchada», una ahoga da
rescatada y depositada sobre una litera, con una muchacha (la Magdalena) que llora
desesperada junto a ella y, alrededor, representando a los apóstoles, los parientes y
vecinos entristecidos, con esa sencilla solidaridad en el dolor que sólo se encuentra en
los humildes. Es mucho más que el motivo social de la devoción popular: es la
presencia de Dios en los hechos de la vida cotidiana, en la humanidad sin
convencionalismos de la pobre gente. Ya en las dos versiones de la cena de Emaús
Caravaggio había hecho sentarse a Cristo en la mesa de una taberna, mientras que el
hostelero era testigo de uno de los más solemnes de sus actos. Para él, Dios no está en
el cielo entre coros angelicales, sino en la tierra, entre los pobres y los doientes. En la
Virgen del Rosario (1607) exalta no ya la devoción o el obsequio sino la verdadera fe de
los pobres: la expresa en el tembloroso tenderse de las manos implorantes de los fieles
reunidos en torno al trono.
La religiosidad de Caravaggio está en relación con las corrientes religiosas más francas
de la época. Frente a la amenaza de la herejía, había quien sostenía la necesidad de
una defensa a ultranza de la autoridad de la Iglesia y de su aparato político (los
Jesuitas) y quien perseguía, por el contrario, la unidad espiritual de los fieles más allá
de las divisiones jerárquicas y de clase, el despertar de la fe, la praxis comprometida de
la caridad. A esta última corriente (derivada del apostolado de San Felipe Neri) se une
Caravaggio. Ello se aprecia en el cuadro de las Siete obras de misericordia (1607) para
el Pio Monte della Misericordia en Nápoles: una composición aparentemente desunida,
por fragmentos, pero totalmente animada por un fervor contenido, por el ritmo apretado
de ese tener que hacer, por la alegría interna que acompaña a la obra de caridad. Más
que nunca, en esta obra y en las sucesivas, se concreta en Caravaggio la idea de que
el valor del arte no reside en la nobleza de los contenidos y de las formas sino en el
fervor del hacer, en el modo en que la acción de la pintura realiza la intencionalidad y el
compromiso moral del artista. Lo que se encuentra en la obra no es otra cosa que un
tiempo, un fragmento de su existencia: tiempo o fragmento vividos con el empeño de
una confrontación directa con la realidad. Por primera vez el artista no trata ya de
representar algo exterior, sino de expresar el flujo, el tormento, la angustia de su propia

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interioridad, de responder a la pregunta ¿quién soy?, ¿cuál es la razón de mi ser en el


mundo?) ¿qué habrá cuando yo no esté ya?.
El de Caravaggio puede parecer un caso aislado en el vasto y clamoroso marco del arte
barroco, pero lo cierto es que tendrá repercusiones lejanas incluso en los dos polos
opuestos de la cultura artística europea del siglo XVII: sobre Rembrandt, en Holanda, y
sobre Velázquez en España. No hay que olvidar que el desarrollo de la cultura figurativa
barroca comienza después de la muerte de Caravaggio y que uno de los máximos
creadores de dicha cultura, Rubens, vivió en Roma durante los primeros años del siglo y
conoció y admiró la obra de Caravaggio, a pesar de encontrarse tan lejos de su gusto
por el énfasis pictórico, por las alegorías vistosas y por los más brillantes efectos de luz
y color. El arte barroco, en su conjunto, es una exaltación demasiado enfática del valor
de la vida como para no revelar, por debajo, la idea obsesiva y angustiosa de la muerte.
Y, si hace de la misma muerte un espectáculo en sus aparatos fúnebres y en sus
sepulcros, será para cubrir ese gélido horror de la tumba que Caravaggio había
señalado como el destino último del hombre. Si rompe las bóvedas de las iglesias para
mostrar a Dios en el cielo, será para rechazar la idea —que Caravaggio había afirmado
— de la presencia de Dios en el mundo y en la conciencia de los hombres. Si se
entrega a las estridencias de la retórica, será para anular el terrible silencio de
Caravaggio. No tiene sentido preguntarse si el arte de Caravaggio es barroco o
antibarroco: podríamos preguntarnos más bien si el arte barroco es caravaggista o anti-
caravaggista. Y podríamos responder que el arte barroco reacciona a Caravaggio, pero
lo asume como un polo ineludible de la dialéctica entre realidad e ideal, entre verdad e
imaginación.

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