El Viento Se Llevara Nuestras P - Doris Lessing

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Uno de cada tres afganos está

muerto, en el exilio o vive en un


campo de refugiados, y el mundo se
mantiene totalmente indiferente.
Desde el instante en que uno llega a
Peshawar queda envuelto por
Afganistán, su enormidad, el horror
y la tristeza. Cada afgano que
conoces, sea refugiado o muyahid,
es una tragedia; cada uno es un
ruego: ¡Ayudadnos, ayudadnos!,
escribe Doris Lessing, Premio Nobel
de Literatura 2007, en este libro,
fruto de su viaje a Peshawar —
Pakistán— con intención de
comprobar por sí misma la realidad
de un pueblo pisoteado durante los
años de la invasión rusa, indagar en
las condiciones de vida de los
refugiados y de los muyahidin,
además de verificar el rumor sobre
la existencia de mujeres
combatientes en el frente de la
Resistencia afgana.
A través de sus contactos con mulás
y muyahidin, de sus conversaciones
con médicos, emires, viudas y
huérfanos, Doris Lessing nos ofrece
un documento tan apasionante como
estremecedor.
Doris Lessing

El viento se
llevará nuestras
palabras
Un testimonio comprometido
sobre la destrucción de
Afganistán

ePub r1.0
Mangeloso 17.07.14
Título original: The wind blows away our
words
Doris Lessing, 1987
Traducción: José Arconada Rodríguez
Retoque de cubierta: Mangeloso

Editor digital: Mangeloso


ePub base r1.1
Al valeroso pueblo de
Afganistán.
A gritos os pedimos ayuda,
pero
el viento se llevará nuestras
palabras.
COMANDANTE MUYAHID
Peshawar, 1986
Prólogo
Afganistán es como un escenario
iluminado. El mundo entero lo está
mirando. Los que estuvimos
involucrados en los tiempos de «la
Catástrofe» (el nombre afgano para la
invasión soviética) debemos recordar lo
triste que fue que en aquel entonces los
reflectores estuvieran apagados; cuánta
tragedia habría podido evitarse. O, para
ir más atrás todavía, a una situación de
la que he oído hablar a afganos
importantes en tiempos del último rey
Zair, cuando Afganistán se acercó a
Estados Unidos en busca de ayuda para
defender a un país que siempre ha sido
objeto de disputas, que siempre se ha
visto como el paso de Rusia al mar, el
escenario para el Gran Juego, un país
sin muchas esperanzas de que lo dejen
en paz. Era imposible pedírselo a
Inglaterra, su viejo enemigo, cuyos
ejércitos fueron derrotados por
Afganistán tres veces en el siglo XIX.
Si Estados Unidos, el nuevo poder
mundial, hubiese incluido a Afganistán
en su esfera de influencia, las
ambiciones de la Unión Soviética
habrían sido refrenadas y Afganistán no
hubiese sido testigo de cómo el imperio
soviético se expandía sangrientamente
hasta sus fronteras; pero Estados Unidos
se negó a ver la oportunidad y fue la
Unión Soviética quien envió sus espías,
sus provocadores, construyó las
carreteras necesarias para la guerra y
fomentó el poco popular partido
comunista, al que luego utilizó como
pretexto para la invasión.
La historia está llena de «si sólo»,
pero éste es amargo. Sí, la influencia de
Estados Unidos puede estar fallando, o
aún algo peor que eso, pero ¿qué otra
opción había?
Durante aquella guerra, la habilidad
de la Unión Soviética para desinformar
y los prejuicios de Occidente hicieron
que Afganistán pareciese un teatro de
sombras chinescas; nada era lo que
aparentaba, y releer este libro dieciséis
años después me recuerda la frustración
y la desilusión descritas por un
periodista que trabajaba en Peshawar:
«Te sentirás como si estuvieses en un
saco de caucho; gritarás y chillarás pero
nadie querrá oírte». Es exactamente así.
No tiene objeto revivir errores del
pasado a menos que iluminen el
presente. La razón principal para la
ceguera de Occidente fue la debilidad
ante la Unión Soviética, una blandura
que prevaleció a lo largo de la crisis, al
margen de los crímenes que hubiera
cometido o estuviese cometiendo.
Cuando no hicimos la vista gorda ante
sus atrocidades, les encontramos una
disculpa y nos tragamos su propaganda.
Las cosas no han cambiado. Volvemos a
ser amigos de la Unión Soviética y
estamos encubriendo la cruel historia de
aquella guerra. Parece incluso que
vamos a apoyar a Rusia en su guerra
atroz contra los «terroristas» de
Chechenia, tal como hicimos, casi hasta
el final, en su guerra contra los
«terroristas» de Afganistán.
Poco después de que nuestro grupo
saliera de Peshawar, Estados Unidos
por fin envió algunos Stingers a los
muyahidin que estaban indefensos ante
los bombardeos y los habían pedido
durante años. Se trata de los misiles
tierra-aire para derribar aviones. Por fin
terminaría la guerra. Las tropas
soviéticas regresaron a casa para
participar en la disolución del imperio
soviético: la contienda había sido una
catástrofe tanto para la Unión Soviética
como para Afganistán. La primera hizo
su autocrítica por la invasión, que no
por su conducta, y los hipnotizados de
Occidente despertaron y empezaron a
musitar esa vergonzosa frase de disculpa
de nuestros tiempos: «Hemos cometido
un error».
Afganistán quedó plagado de minas
antipersona, lo que hizo más difícil el
regreso de los exiliados a sus pueblos
en ruinas, qanat destrozados (los
antiguos canales de agua), ejércitos de
niños analfabetos, grupos de
combatientes enemistados. Vale la pena
recordar lo que dijo el general (omití su
nombre con tanto celo entonces, por
miedo a que se me escapara en un
descuido y aumentar así el riesgo de que
lo asesinaran, que ahora no logro
recordarlo): «Algunos de los grupos
más fanáticos son los mejores
luchadores». Uno de esos grupos era el
liderado por Gulbuddin Hekmatyar, que
recibía apoyo de Estados Unidos.
Hekmatyar hizo que parte de las armas
que Estados Unidos les había
suministrado acabaran en Irán. Incapaz
de trabajar con otros grupos, una y otra
vez echaba a pique las precarias
alianzas que a duras penas se lograban
entablar. Lo más amable que se puede
decir sobre la política norteamericana
es que estuvo mal asesorada.
Nos enfrentamos a una situación
similar. Si se derrota a los talibanes,
entonces grupos que ahora son enemigos
tendrán, de alguna manera, que llevarse
bien, o ese pobre país caerá de nuevo
víctima de algún tirano ambicioso o de
un hatajo de ellos. Los talibanes son
producto de la Catástrofe. Aquellas
pandillas de niños de ojos brillantes que
nos rodeaban, como a todos los
visitantes, implorándonos un bolígrafo y
un cuaderno o incluso hojas de papel
sueltas, mientras se aferraban a sus
Kaláshnikov de madera, no recibieron
ninguna educación, sus padres los
criaron hablándoles de guerra y
venganza, sufrieron toda suerte de
padecimientos y terrores; niños
inteligentes que si crecieron en los
campamentos de refugiados recibieron
de un grupo de mulás ignorantes la única
«educación» posible, el Corán.
Crecieron para un futuro que les negará
siempre el acceso al mundo moderno.
Los talibanes son fanáticos sin
instrucción y sin información. En todas
partes del mundo las guerras dejan a su
paso hombres y mujeres jóvenes
capacitados sólo para matar, torturar y
reprimir a la gente, para dar el trato que
a ellos les fue dispensado.
La reacción inmediata de Estados
Unidos ante el ataque a las Torres
Gemelas del Trade Center fue el grito
ultrajado de un elefante alcanzado por
un dardo envenenado, y amenazas de
venganza inminente. Por fortuna,
prevalecieron la sensatez y quién sabe si
un mejor asesoramiento.
Es difícil aplaudir el plan de enviar
fuerzas terrestres a ese país para
enfrentarse a soldados que en la guerra
aprendieron a luchar medio muertos de
hambre, sin tiempo para detenerse, que
pueden escalar laderas difíciles para
una cabra y además llevando una pesada
carga encima. Solamente los Speznaz, el
equivalente soviético de las SAS, fueron
capaces de combatir con éxito en esa
guerra. Los soldados normales, a pesar
de su armamento superior, resultaron
inútiles. Los afganos ganaron a los
ingleses con fusiles antiguos, con su
valor y con el conocimiento de lo que
ahora llamamos la guerra de guerrillas.
En las montañas hay grutas por todas
partes, algunas tan grandes que caben
compañías enteras de soldados con
suministros de comida y armas; hay
fortalezas subterráneas que los rusos
nunca encontraron. Sólo es posible
ganar esa guerra con el apoyo de la
población, y al respecto hay informes
contradictorios que dicen que toda la
nación celebraría la caída de los
talibanes, o bien que la mayoría los
apoya.
El admirable general X dijo que la
manera afgana de apoyar a los caciques
locales (y en guerra, comandantes)
mediante alianzas frágiles era una
fortaleza, no una debilidad, como lo ve
Occidente. En los viejos tiempos, la
población de un valle o una montaña
podía profesar lealtad a un cacique local
y prescindir del gobierno central. Es una
posición un tanto comprometida si se
trata de conseguir la estabilidad después
de la guerra, pues siempre aparece algún
gamberro como Hekmatyar. Cuando las
cosas se ponen así la gente empieza a
invocar para sus adentros la figura de
«el Rey», Zair fue un monarca bastante
bueno, las cosas iban bien, pero no duró.
Los reyes en ese país rara vez mueren en
su lecho. Es una historia de complots,
golpes de Estado, asesinatos, o al menos
así ha sido en los últimos tiempos.
¿Estará la población tan agotada por las
guerras, el hambre y la represión como
para aceptar un gobierno central si éste
resulta aunque sea moderadamente justo
y estable? ¿Querrán volver a lo que les
sale por naturaleza, a sus viejos hábitos
de lealtad a los líderes locales, en
quienes al menos pueden influir
directamente, una especie de
democracia comparada con lo que han
conocido bajo los talibanes y los rusos?
Hay un elemento de la mayor
importancia que nunca se menciona.
Cuando en 1986 se denunció, una y otra
vez, que una generación de intelectuales,
ingenieros, poetas, dramaturgos,
músicos, profesores universitarios había
sido asesinada con la minuciosidad que
los regímenes comunistas aplican a esas
actividades, y que nadie en el mundo se
percataba de ello, y mucho menos
protestaba, era porque estábamos
condicionados a no verlo. Nuestra
imagen de Afganistán es la de un país de
bandidos de opereta, de comedia
musical imaginada en los Balcanes.
Cuando estuve en Peshawar conocí a
hombres que presentaban ese aspecto,
pero que hablaban de la actualidad
mundial con desenvoltura, igual que la
gente normal, y combatientes o no, de
una talla intelectual y moral que no he
vuelto a encontrar. Pero persiste la
actitud de siempre. León Flamholc vivió
y luchó junto a los muyahidin durante un
año e hizo una película, pero nadie aquí
ha querido presentarla, pues prefieren
las películas donde los combatientes
aparecen como salvajes asesinos. Una
chica inglesa combatió tres veces en
Afganistán, durante varias semanas cada
vez y en batallas grandes, y aquí no se le
ha prestado ninguna atención, salvo por
una breve aparición en Woman’s Hour,
porque nadie podía creer que los
afganos, todos ellos unos verdugos de
mujeres, pudiesen tratar a una chica
guapa como a una hermana y dejarla
combatir a su lado como uno más.
En Afganistán, la clase media
educada fue eliminada. No obstante,
miles, quizá millones, escaparon y están
en el exilio en Inglaterra, Estados
Unidos, por todo el mundo. Bush y Blair
sólo hablan de reconciliar los grupos en
litigio. El profesor Mayruh, que
enseñaba literatura en Kabul y luego en
Peshawar, fue asesinado al igual que
muchos como él, pero ¿qué pasó con el
impresionante general X? ¿Acaso nos es
imposible, incluso ahora, ampliar
nuestras mentes para dar cabida a la
idea de que existen afganos educados y
con experiencia del mundo moderno?
No he mencionado al
archiconspirador Osama Bin Laden,
pues mucha gente piensa que es sólo una
araña en una gran telaraña. Nos han
dicho que estamos luchando contra el
terrorismo mundial, ¿no parecen
historias de una mente dada a la
fantasía? Hay un mito que dice que,
cuando un héroe luchador muere, cien
hombres armados surgen en su lugar.
Estamos gobernados por personas, y
eso es algo que en Inglaterra, un país
convencido de que la retórica son los
hechos, donde pensamos, como los
aprendices de mago, que decir algo lo
convierte en realidad, lo tenemos muy
claro.
La guerra en Afganistán puede llevar
al bombardeo (esperamos que)
quirúrgicamente preciso de objetivos
estratégicos, puede acabar con los
talibanes, hasta puede incluso que sirva
para dar caza a Bin Laden, pero ¿qué
ocurre con el plan de acabar con el
terrorismo internacional? Los hay que
antes eran terroristas y ahora ocupan
posiciones de poder en Israel e Irlanda
del Norte. Nelson Mandela fue tratado
como terrorista durante años, al igual
que Keniata, quien después se convirtió
en el padre de Kenia. ¿No hará falta un
poco de cuidado, tal vez incluso algo de
humildad? ¿Qué tal una pizca del sabio y
viejo sentido común?
Y también algo de escepticismo. Un
veterano de la guerra de 1914 me
advirtió, al principio de la Segunda
Guerra Mundial: «Recuerda que en toda
guerra la primera baja es la verdad».
Había nacido un cliché; siempre lo he
recordado, y resultó ser un consejo muy
útil.

DORIS LESSING
7 de octubre de 2001
Nos acaban de decir que el
bombardeo de Afganistán ha comenzado.
Primera parte

Su larga cabellera
ondeando al viento
La leyenda dice que Apolo, en un
momento de solaz, volvió la mirada
hacia aquellos pequeños seres terrenales
que perseguían afanosamente sus
destinos, como es nuestro deber. Al ver
a Casandra, joven y deliciosa, le dijo:
«Y bien, ¿qué tal uno rápido? No vas a
perder nada. Es más, te daré el poder de
la profecía». «No me importa tenerlo»,
repuso ella, pero una vez supo que podía
predecir el futuro no hizo honor a su
palabra. Apolo se enfadó. Y además era
vengativo, una cualidad admirada por
aquel entonces. «Al menos déjame
besarte», le dijo, y ella accedió. Con ese
beso le quitó la mitad de su regalo;
podría profetizar, sí, pero nadie la
creería. Algunas versiones dicen que
Apolo le insufló su aliento en la boca;
otras, no menos remilgadas, que «le
quitó el aliento». Lo que en verdad
sucedió, al parecer, fue que le escupió
en la boca, como una serpiente. Los
orígenes de Casandra se entrelazan con
serpientes. Sus padres eran borrachos y
olvidadizos; un día, después de una
juerga, la abandonaron junto con su
hermano gemelo en un santuario.
Cuando, llena de arrepentimiento, la
pareja regresó en busca de sus niños,
«las serpientes sagradas del santuario
les lamían los oídos». Ésta es una
versión del modo en que Casandra
recibió el poder de profetizar.
Con «su cabellera ondeando al
viento», Casandra, hija de Príamo, rey
de Troya, advirtió a su padre de la
desastrosa guerra que se avecinaba,
pero nadie le hizo caso. Troya, a su vez,
también contribuyó a iniciar la guerra,
pues cometió algunos desaciertos; no se
puede echar toda la culpa a la bella
Helena. Ambos bandos actuaron como si
fuese lo indicado para que la contienda
resultase inevitable. Empezó porque
tenía que empezar. Luego siguió su
curso.
No faltó lo que nosotros
llamaríamos colaboracionismo. La
propia Casandra, hija del rey de Troya,
tuvo dos hijos con Agamenón, rey de las
fuerzas agresoras. En cuanto a Helena,
hay que decir que se trata de un caso
interesante. En las versiones resumidas
de la historia, o en versiones infantiles,
se nos presenta pasiva, pasada de mano
en mano, jugada a los dados, codiciada,
disputada, inocente de todo ello; como
una muñeca, o una estatua sonriente
imbuida de santidad. Por ser la hija de
Zeus, se la consideraba divina. ¿Era
bella porque era divina, o divina porque
era bella? Se decía que toda Troya
estaba enamorada de ella; parecería la
Virgen María de algunos países. Pero
resulta mucho más atractivo creer que
fue irresistiblemente bella.
Y ciertamente no fue pasiva.
Tanto ella como Casandra a menudo
reflejaban diferentes facetas del mismo
atributo; uno de los epítetos o alabanzas
con que se bautizó a Casandra fue: «la
que enreda a los hombres».
A Casandra la enviaron de regreso a
Micenas con el botín de guerra, como
propiedad de Agamenón. Clitemnestra,
celosa de ella, la condenó a muerte.
Casandra se enteró del complot para
acabar con la vida de ella y de
Agamenón; podía «oler la sangre».
Ciertamente, aun sin el olor a sangre no
era muy difícil adivinar que la esposa de
su amante pudiese estar enfadada. Se
negó a entrar en la habitación donde
Agamenón, su amante, su enemigo, el
padre de sus dos hijos, estaba siendo
degollado. Si no lo hubiesen matado,
ella, por supuesto, habría seguido, en
sus momentos de mayor desasosiego,
haciendo sus inteligentes predicciones
con su cabellera suelta y ondeando libre.
Y nadie le habría hecho el mínimo
caso.
Ahora es otra cosa. Hemos
cambiado, y también nuestra opinión
sobre los dioses ha cambiado. (En
cualquier momento nuestra visión de
éstos puede compararse con un papel de
tornasol, o un contador Geiger, una
medida de nuestro desarrollo, o nuestra
fase en la evolución). Ya no son
vengativos ni malhumorados ni seres
caprichosos que juegan con el destino de
los hombres, apareándose cuando les
viene en gana con cualquier bonita
mortal, dados a payasadas y
vergonzosas bromas pesadas. Podemos
imaginarlos rumiando su preocupación
por los desatinos humanos,
preguntándose cuándo, si acaso alguna
vez, sus protegidos aprenderán a tener
sentido común. «Si sólo pudiesen lograr
una pizca de Nuestro nous! ¿No es ya
hora de que absorban Nuestro sentido de
la previsión, del futuro, la habilidad de
prever el resultado de lo que hacen, de
lo que piensan? Siempre estamos
haciendo cuanto podemos para prevenir
esta o aquella estupidez; aunque, por
supuesto, pocas veces reconocen
Nuestra intervención en sus asuntos, ya
que son demasiado engreídos. Ponemos
ideas en sus mentes y ellos las creen
propias. Así es, hacemos tanto como nos
permiten hacer. Y siempre hay un
grupito, gente maravillosa que trata de
acercarse a Nosotros, ser como
Nosotros, absorber Nuestra sabiduría; y
es a través de ellos que logramos
ejercer alguna influencia sobre el
destino de los hombres. Pero les falta
aprender la primera regla: saber cuándo
hablar y cuándo callar. El problema está
en que varios de ellos, cuando apenas
alcanzan a percibir cómo somos,
pierden la cabeza y creen saberlo todo;
se sueltan el pelo y siguen la corriente.
No quieren andar el largo y aburrido
camino de la preparación de sí mismos
para estar a la altura de tener una
conversación con Nosotros, nada de eso,
en su lugar corren de un lado a otro,
balbuceando cosas sobre la Perspicacia
y la Intuición, imbuidos de sí mismos,
suministrando fragmentos de
información inoportuna, fuera de
contexto y de momento: santos, profetas,
mártires…»
Lo que me gustaría saber es quién,
además de Casandra, estuvo hablando
de la inminente guerra en el palacio de
Príamo. ¿Sólo Casandra? Por supuesto
que no. Probablemente fueran unos
cuantos, una minoría considerable para
la cual el nombre de Casandra constituía
un símbolo. Era una princesa
enloquecida, de largas trenzas, que no
paraba de lamentarse; pero en las
cocinas, las viejas esposas que ya lo
habían visto todo murmuraban
entristecidas. Un pordiosero que había
sido soldado, lisiado en una guerra
anterior, y que frecuentaba las almenas
de Troya, tomaba por el brazo a cuanta
persona pasaba por allí y le gritaba
(pues era un poco sordo por una herida
de lanza): «Esta guerra será una
calamidad para todos nosotros, no sólo
para los griegos». El pobre había
perdido el juicio, y todos sabían que
Casandra era demasiado histérica para
su propio bien.
En un tiempo muy remoto existieron
personas especiales, individuos con
talento para profetizar. Había unos
pocos en cada palacio, poblado o
granja. Ahora son una multitud. En estos
días Casandra no es un ser inspirado por
los dioses, ni una vieja llorona
abandonada en una esquina, ni un
soldado veterano que lo perdió todo en
alguna guerra. Casandra es un grito de
alerta que viene de todas partes, en
particular de los científicos, cuya
función es saber qué puede suceder, de
la gente de todas partes que se preocupa
por los asuntos públicos, de cualquier
ser pensante. Podría decirse que todo el
mundo se ha convertido en Casandra,
pues no queda nadie que no vea el
desastre que se avecina. Todos los
desastres son evitables, es decir,
evitables si en verdad controlásemos
nuestro destino, como creemos que
hacemos, o como se supone que
pensamos que hacemos, a juzgar por lo
que decimos.
Todos sabemos, o hablamos como si
supiéramos, que no debemos destruir las
selvas tropicales del mundo, ni
deforestar las laderas de las montañas,
donde las corrientes de agua pueden
arrastrar la valiosa capa orgánica y
llevarla hasta el océano, ni favorecer la
extensión de los desiertos (que por otra
parte lleva siglos, milenios). No
deberíamos envenenar los océanos, ni
liberar radiactividad, puesto que hace
inhabitables regiones enteras del mundo.
No deberíamos fabricar armas
nucleares; somos una raza imprudente e
irresponsable. No deberíamos ir a
ninguna guerra, hay otras formas más
sensatas de arreglar las diferencias. No
deberíamos…, no deberíamos…, no
deberíamos… Y deberíamos,
deberíamos, deberíamos…
Sentada en una colina que domina
Sydney, vi el cielo oscurecerse sobre
los campos, como si una nube de
langostas lo cubriese. Pensé en langostas
pues de joven a menudo vi esa franja
baja y oscura sobre el horizonte hacerse
más grande y alta, hasta cubrir la mitad
del cielo, y luego el cielo entero; pero
no, era polvo, era la tierra de miles de
granjas llevada por el viento sobre
Sydney y hasta el mar, millones de
toneladas de capa vegetal perdidas para
siempre a causa de la deforestación.
Australia ha cortado un tercio de sus
árboles, sabiendo, no hace falta decirlo,
que con eso contribuye a la extensión de
los desiertos.
Este año hemos visto el accidente de
Chernóbil, y a Suiza envenenando el
Rin; ambas catástrofes son como las que
Casandra sabía que sucederían, aun
cuando los expertos lo ignorasen. Y
volverán a ocurrir. Una vez y otra.
Hace poco, Paul Erlich (uno de los
que han alertado sobre el invierno
nuclear) decía que la verdadera pregunta
que la humanidad debía formularse era:
«¿Por qué seguimos haciendo cosas que
todos sabemos que nos hacen daño,
quizá de forma irreversible? ¿Qué nos
está pasando a todos?». Claro que ha
habido otros que se han hecho esa
pregunta, Koesder entre ellos.
Resulta divertido imaginar (por lo
improbable del caso) una conferencia
secreta convocada por las naciones,
donde éstas acordaran dejar de lado sus
lemas y gritos de guerra, así como la
búsqueda de mejores posiciones (sólo
durante la conferencia), para
preguntarse: «¿Qué nos está pasando?
¿Cuál es ese defecto humano que no nos
permite escuchar a Casandra? Parece
que el mundo, que nosotros,
estuviésemos siendo arrastrados por una
resaca de estupidez demasiado fuerte
para resistirse a ella, y de repente unos
frenéticos y desesperados gritos de
alerta aparecen en escena revoloteando
como gaviotas centelleantes para luego
bajar y desaparecer gritando: “Si hacéis
esto, sucederá aquello”. Seguro que
tiene que haber algo que podamos hacer,
todos juntos, quizás aprender a
escuchar…»
Probablemente cuando asesinaron a
Casandra en las afueras del grandioso
palacio de Agamenón, no fue sólo
porque era la favorita del rey, sino
porque todos sabían que iba a seguir
profetizando calamidades, y no querían
escucharla. Sabían que no podían evitar
hacerlo.
Pero ¿por qué nosotros no podemos
dejar de hacerlo?
Lo ignoramos.
Sin embargo, a lo largo del camino
hay claves y señales que reflejan
nuestras actitudes y propensiones.
Cuando le preguntaron a Velikovsky
cómo era posible que no recordásemos
todas las terribles catástrofes que él
situaba en las bases de nuestra historia,
o que si las recordábamos era sólo en
tanto que mitos o leyendas, respondió:
«Olvidamos las catástrofes. No
podemos hacer perdurar en la memoria
los males que han sucedido, planetas o
meteoritos que chocan contra nosotros,
cambios bruscos de clima, el nivel del
mar que sube repentinamente acabando
con ciudades enteras, con
civilizaciones…»
Recuerdo que mientras leía a
Velikovsky pensaba: «Pero ¿qué dice?
¿Es cierto que olvidamos? Nuestros
libros de historia son crónicas del
desastre: guerras, hambrunas,
epidemias. No sólo recordamos lo
sucedido sino que, además, en ocasiones
acompañamos los recuerdos con una
nota de solemnidad satisfecha, de
fruición, una verdadera nota musical de
conmemoración placentera. ¿Y dices que
olvidamos? ¿Qué pruebas tienes?».
Consideremos lo siguiente: la
Primera Guerra Mundial dejó cuatro
millones de muertos, una cifra modesta
si la comparamos con los horrores que
vendrían poco después. La
colectivización forzada impulsada por
Stalin mató entre siete y nueve millones
de campesinos rusos. En los gulags
murieron unos veinte millones de
personas. El Gran Salto Hada Delante
aniquiló a veinte millones poco más o
menos. La Revolución Cultural dejó un
saldo de alrededor de sesenta millones
de muertos. No obstante, éstos fueron
asesinatos deliberados, el resultado de
políticas criminales planeadas y
llevadas a cabo. Los cuatro millones de
muertos de la Primera Guerra Mundial
no fueron planeados ni deseados;
sucedieron, sencillamente. En su
momento fue terrible, impensable,
tremendo; toda Europa estaba
estremecida por la cantidad de muertos,
pues quizá sentía que marcaban el inicio
de nuestro ocaso. Se reconoció la
posibilidad del desastre provocado por
el hombre y con ella el desasosiego y
los malos presagios. Sin embargo,
cuando terminó la guerra, con sus cuatro
millones de muertos, llegó una
calamidad mucho mayor, la epidemia de
gripe española, que arrasó al mundo
entero y acabó con la vida de
veintinueve millones de personas. Los
años 1918, 1919, 1920 fueron horribles,
pero no sólo por la gran epidemia, sino
también por los refugiados, los lisiados,
la devastación y la pobreza que la
guerra había dejado a su paso. La gente
moría. De hecho, murieron muchos
millones más que los cuatro que desde
entonces recordamos. Nadie supo de
dónde ni por qué vino la terrible
epidemia de gripe española. También
hubo una epidemia de la enfermedad del
sueño, igualmente misteriosa y, por
suerte, menos agresiva. (Mucho después
de que todo el mundo la olvidase, se
revivió el recuerdo de esta epidemia en
el libro del doctor Oliver Sacks,
Despertares, sobre gente que vivió en el
vacío por décadas, sobrevivientes). La
Primera Guerra Mundial ha sido
recordada, debatida, analizada. Se han
escrito historias sobre ella, se ha
rendido homenaje a sus héroes, y una
vez al año nos ponemos firmes y
lamentamos tantos muertos. Pero la gran
epidemia de gripe española que mató
siete veces más gente raramente se
menciona.
En The Chronology of the Modem
World se lee, en el registro
correspondiente al año 1918: «Epidemia
de gripe (mayo, junio y octubre)». En el
de 1919: «Severa epidemia de gripe
(marzo)». Cualquiera que hojee este
libro de consulta impulsado por la
curiosidad de conocer algo del progreso
de la humanidad tendrá por fuerza que ir
mucho más allá de estos dos registros.
Todos los años hay epidemia de gripe.
Incluso hemos tenido algunas «severas».
Podemos leer un titular que rece:
«Severa epidemia de gripe en el centro
de Inglaterra: 79 personas han muerto».
Pero ¿veintinueve millones de personas?
Uno jamás llegaría a pensar en esa
cantidad con un comentario así, ni en ese
libro de consulta ni en cualquier otro.
Hace poco, un joven de talento me
pidió que fuese a ver una película que él
había realizado sobre el año 1919.
Enseguida le pregunté: «¿Es acerca de la
gran epidemia de gripe?». «¿Qué
epidemia de gripe?» fue su respuesta. Ni
siquiera había oído hablar de ella.
Mucha gente preparada no tiene la
menor idea del drama que se abatió
sobre el mundo por espacio de tres
años, y del que aún podemos oír hablar
a algún anciano sobreviviente de la
época, con esa mirada perdida que
acompaña el recuerdo de cierta clase de
desastres que nadie puede entender ni
prevenir ni predecir, y que rápidamente
se olvidan como si alguien los borrase
de la mente de la gente, de su memoria.
Quizá debiéramos preguntamos:
«¿Por qué hemos olvidado esta terrible
calamidad? ¿Qué otras calamidades
hemos decidido olvidar? ¿Qué tienen
esos desastres que nublan la mente
humana?».
Se pueden leer historias sobre la
calamitosa campaña de Napoleón a
Rusia sin encontrar nada que indique
que la mayoría de la tropa murió de
tifus, disentería y cólera. A los generales
Nieve y Hielo se les conmemora
abundantemente. Guerra tras guerra, las
fuerzas decisivas han sido el tifus, la
disentería y el cólera, y aun la peste
negra. Pero la historia muy pocas veces
los menciona.
¿Será que nuestra mente está
preparada para asimilar un tipo de
calamidades y no otros? ¿Acaso sólo
podemos recordar aquello de lo que
somos responsables, como la guerra?
¿Significa esto que a medida que
aprendamos a relacionar las causas con
los efectos, recordaremos cada vez más?
Casandra no hubiera podido
alertamos sobre la epidemia de gripe
española, ni ahora podría alertarnos
diciendo: «Si sois lo bastante estúpidos
para desatar guerras, entonces sufriréis
epidemias». A la Primera Guerra
Mundial la siguieron la gripe y la
enfermedad del sueño, pero no hubo
epidemias mundiales después de la
Segunda Guerra Mundial, ni de la guerra
de Corea, Vietnam, Camboya, o
cualquiera de las otras guerras menores.
He escuchado a gente mayor que al
recordar la gripe española dice: «Dios
nos estaba castigando por la maldad de
la guerra». De ser así, Dios a veces
castiga y a veces no.
Las epidemias son imposibles de
predecir, pero es cierto que varías
catástrofes nos esperan en el camino.
Hace muy poco que empezamos a
preparamos para hablar de las
alteraciones en el nivel del mar, que en
el pasado tomaban a todos por sorpresa.
Y seguirá tomándonos por sorpresa,
pues parece que no hemos aprendido
nada.
Si dijéramos: «Nos corresponde
otro período glaciar», los científicos
señalarían que quizá comience la
semana próxima, o en mil años. De
hecho (dicen ellos) estamos atrasados en
lo que al período glaciar se refiere.
Toda la historia, lo que nos hemos
contado mutuamente desde Egipto hasta
Babilonia, desde China hasta las
grandes civilizaciones que una vez
florecieron en las islas frente a las
costas del norte de Europa, todo ello
sucedió en el breve y cálido intervalo
entre dos violentos ataques glaciales que
cubrieron casi toda Europa alterando el
clima del resto del mundo y cambiando
la faz de la Tierra. Cuando esto vuelva a
pasar, estaremos indefensos ante ello.
¿Cómo podremos huir a zonas más
cálidas superpobladas con gente que
estará luchando contra las nuevas
condiciones climáticas? De ninguna
manera, pues sin duda moriríamos. El
hielo cubrirá nuestras ciudades, nuestros
logros, nuestras civilizaciones, nuestros
jardines y bosques, nuestros campos y
huertos, nos cubrirá a nosotros. Quién
sabe en qué forma sobrevivirán las
civilizaciones que logren subsistir, y
cómo reaparecerá la vida cuando el
hielo se retire de nuevo descubriendo
las tundras de Europa.
De modo que si dijéramos: «Nos
corresponde otro período glaciar» la
gente haría como que no nos oye.
Cuando lo dicen los científicos, la
reacción es de fastidio, como si se
tratase de una broma de deliberado mal
gusto.
En la historia de Casandra hay
pasajes donde parece que la gente no
quisiera reconocer la evidencia, como si
«los dioses la hubiesen cegado a la
verdad» (y así se dice en ocasiones).
Hay una escena muy curiosa en el
palacio de Príamo. El caballo de Troya
está ahí, inmóvil en medio del gran
patio, después de introducirlo en la
ciudad tras muchas discusiones. Se oye
el sonido del choque de armaduras
dentro del caballo. Casandra, para
variar, exclama entre lágrimas: «¡Pobres
de nosotros! Hay hombres armados en su
interior». Pero predominan los
optimistas. Casi se les puede oír
razonando amigablemente: «La verdad
es que ese ruido no parece de hombres
armados, y si así fuese, probablemente
se trata de amigos. Es un error ver una
amenaza en todo». Mientras tanto, algo
más sucedía. Casandra no era la única
que observaba el caballo. También
estaba Helena. Helena no era pitonisa ni
ciega, y sin embargo sabía que dentro
del caballo había hombres, porque los
oía. Se divertía dando vueltas alrededor
del caballo a la vez que lo golpeaba e
imitando las voces de sus esposas
llamaba a los griegos que estaban en el
interior de éste. ¿En qué se parece esta
imagen de Helena con la doliente bella y
eterna de la leyenda? La acompañaba
quien entonces era su marido, Deífobo,
un individuo de carácter sombrío de
quien se podía decir que se había
casado con Helena en un intento por
hacer de ella una mujer decente.
Recordemos que había estado casada (o
el equivalente de entonces) con Aquiles,
con Teseo, con Menelao y con París.
Toda Troya estaba enamorada de ella, y
los ancianos temblaron cuando la vieron
caminando por las almenas.
Se reunieron y escogieron a uno de
ellos para hablarle. «Escucha, debes
verlo desde nuestro punto de vista. Se
trata de un asunto de orden público. ¿Por
qué no te limitas a conseguir un anillo de
boda?», le dijo con tono áspero, como si
estuviese enfadado y deprimido a la vez,
igual que un hombre cuando le gusta la
mujer indebida, Helena rió y repuso:
«Como mejor os parezca».
Poco después del episodio del
caballo de Troya, Helena colocó una luz
en su ventana para guiar a los griegos
que aún no habían llegado al patio
central a matar a sus amigos, a sus
amantes, a sus anfitriones, con quienes
obviamente había convivido
amistosamente durante años. Odiseo y
Menelao mataron a Deífobo, su amante
marido, y luego ella marchó a Egipto,
donde vivió con el segundo.
Sin duda, durante el episodio del
caballo de Troya los dioses, por alguna
oscura razón que sólo ellos conocen,
cegaron a los hombres a la verdad.
¿O acaso a los troyanos les
disgustaba vivir allí, o estaban tan
agotados por la tensión de la espera (la
guerra siempre es una cuestión de
esperar, esperar, esperar el desastre)
que lo único que querían era que
terminase, ponerle fin a cualquier
precio?
Quizá muchos de ellos pensasen que
todo aquello era, al fin y al cabo,
absurdo. ¿Para qué estaban
combatiendo? Si Grecia era tan horrible,
¿qué hacía Casandra teniendo dos hijos
con su rey, los cuales probablemente
pertenecerían a una clase gobernante que
reinaría sobre ambos estados y acabaría
por poner fin a la reyerta?
¿Y los hijos de Helena? ¿Tuvo
alguno? Seguramente. Era esa clase de
mujer. Puede que fuera divina, pero en
su aspecto terrenal fue una conciliadora
famosa. La imagino como una mujer
saludable, sensible, práctica, rodeada de
críos y animales, reinando en su jardín o
en su cocina, dirigiendo a sus criadas en
la destilación de podones y elixires.
Todas ellas ríen y hacen bromas que los
hombres no deben escuchar.
O la imagino con Casandra, en las
almenas batidas por el viento, y abajo,
en el patio central, la figura del caballo
de Troya. Pronto saldrán los hombres de
su interior. Helena conduce a Casandra
fuera del patio y suben a lo alto del
castillo; cree que un poco de aire fresco
le hará bien a esa pobre chica
enloquecida.
Casandra está histérica y no se deja
aplacar.
Ahí está, en las almenas, temblando,
sollozando, dando un espectáculo
lamentable. Casandra y Helena son muy
distintas físicamente. La troyana es
delgada, pálida, delicada, con grandes
ojos negros y una cabellera oscura y
abundante que luce opaca y sin vida a la
sombra, pero que ahora, debido al sol y
el viento, es un torrente de un negro
iridiscente, como el petróleo.
«Oh Helena —se lamenta Casandra
—, si sólo hubiese mantenido mi trato
con Apolo, si sólo hubiese usado la
cabeza y aceptado la sabiduría que se
me ofrecía, si hubiese aprendido de los
dioses en qué momento hablar y cuándo
callar, si sólo, si sólo… Pero tema que
ser una ciega, sencillamente una
pitonisa, y ahora mira lo que me ha
pasado: estoy condenada a vivir para
siempre domeñando mi despeinada
cabellera y gritando advertencias que
nadie escucha, y si no fíjate en lo que
está sucediendo: el caballo está lleno de
griegos, me lo dice mi sexto sentido, y
¿alguien me hace caso? ¡No! todo es por
mi culpa. Si hubiese mantenido mi trato
con los dioses, quizá no habría estallado
esta guerra ni las negras naves de los
griegos estarían tras la colina, cargadas
de hombres armados y listos para
arrasar con este palacio y todos sus
habitantes hasta hacerlo desaparecer».
Así deliraba Casandra, mesándose
los cabellos.
Helena, con el codo apoyado en la
almena, está inclinada sobre ella.
Esboza una sonrisa, mientras cavila
sobre si se habrá equivocado al no dejar
nunca su rubia cabellera suelta y
flotando en nubes hermosas y brillantes.
Lleva el cabello recogido, arreglado en
moños sencillos o elaborados, y todos
los días ella y las doncellas que la
arreglan se divierten imaginando que
cada hombre que la vea ese día soñara
con el placer de deshacerle ese moño
dorado, lentamente, mechón a mechón.
No, decide Helena, ha hecho lo correcto
al llevarlo siempre bien arreglado, su
cabello es pesado, grueso, nunca volaría
al viento, como el fino cabello de
Casandra.
Helena escucha distraídamente a
Casandra. Está de perfil, mirando las
negras naves que, a lo lejos, se acercan
despacio; no tardaran en llegar a la
playa, y esa noche, en cuanto oscurezca,
vomitarán su carga de hombres armados.
Ella es una mujer fuerte, hermosa,
rebosante de salud, capaz de despertar
una fascinación que no se explica por su
mera apariencia, alta, fuerte, bien
formada, cabello rubio y ojos pardos (y
todo lo demás). Incluso en este
momento, cuando la mayoría de los
habitantes del palacio se lamenta en sus
habitaciones reforzadas —porque no
todo el mundo es ciego y sordo, ni
incapaz de asociar los ruidos que
proceden del interior del caballo con la
inminente ronda de muerte, violaciones
e incendios que se aproxima—, Helena
se cuida de mantener su rostro bajo el
velo, no permite tampoco que sus
preciosos brazos escapen desnudos de
los pliegues de su traje blanco; sabe que
su belleza se realza al escondería, debe
mostrarse sólo en provocativos
instantes. Quizás alguien esté mirando,
oculto tras los contrafuertes.
Encuentra a Casandra todavía en su
delirio y, aunque siente cariño por ella,
le molesta que sea tan insistente. ¡Qué
egoísta! ¡Qué egocéntrica! Por la cosa
más insignificante se pone a cantar y a
bailar, ¡de verdad! Como en el caso de
las serpientes; a menudo Helena se
escapa a alguno de los muchos
santuarios cercanos a Troya; va a visitar
a los dioses (sus parientes y amigos), y
las sierpes sagradas se acercan a
saludarla, se enroscan en su cuello y sus
brazos, lamen sus párpados y sus labios,
le susurran noticias de ese otro mundo
que nos cubre sin ser visto, pero no por
eso hay que contarlo una y otra vez
como hace Casandra.
Casandra sigue con la misma
cantinela. «Sangre, sangre, veo mucha
sangre…»
«Natural», piensa Helena, y se
pregunta si Menelao alcanzará a
divisarla allá arriba, en las torres.
Suavemente comienza a cantar,
sonriendo. Es una canción que le gusta
mucho. Una canción muy antigua. Helena
ignora su origen, tampoco lo conocen
los habitantes de Troya o de Grecia, que
también la cantan con cariño.
Hay una leyenda que cuenta cómo
Troya fue saqueada una vez en el
pasado; Helena supone que la canción se
remonta a aquella época.
Cerrad las puertas, ¡oh!, hombres
de Troya
[o Grecia, o Esparta, o lo que sea].
Se acercan las negras naves del
enemigo.
Corren como lobos hacia nosotros,
Como lobos negros de brillantes
colmillos…

De hecho, Troya ha sido levantada,


saqueada y reducida a cenizas en seis
ocasiones. (La Troya de Homero es la
séptima). Helena ignora que este rosario
de calamidades ha sido difuminado para
mostrarlo como una sola calamidad
genérica. En estas tierras los relatos
históricos sólo son verbales, la memoria
de los hombres ha tomado la forma de
leyendas, de canciones, y así se
transmite de generación en generación.
«Escuchad, pequeños, os cantaré nuestra
historia, el pasado de nuestra gloriosa
ciudad, Troya la de los vientos, la joya
de estas costas, donde todo hombre es
valiente y toda mujer bella. Escuchad,
reinaban entre nosotros la felicidad, la
bonanza y la paz, pero entonces
aparecieron las naves negras de nuestros
enemigos armados tras la colina, y como
lobos…». Saquearon la ciudad. Una vez.
No seis veces, no una vez tras otra.
Resulta casi vergonzoso llevar una
relación de estos sucesos, una y otra
vez. Y otra más. Como si nuestros
gloriosos ancestros no hubiesen tenido
ni rastro de sentido común entre ataque y
ataque para impedir que volviera a
suceder. Y volviera a repetirse.
Cualquiera pensaría que con una vez
sería suficiente, ¿no?
De modo que en el pasado Troya fue
saqueada una vez, lo explican nuestros
cuentos y leyendas. Fue saqueada, ay de
mí, y las negras naves…
Preguntémonos qué responde Helena
si le dicen: «Troya, esta ciudad donde
has estado cautiva durante diez años, ya
ha sido saqueada y quemada seis veces.
¿Qué te parece?». Ni siquiera lo asimila
de inmediato. Significa descubrir el
tiempo anterior a ella, el pasado se hace
largo, lejano, no puede ver su final.
Hasta ese momento casi ha creído que el
pasado no va mucho más allá de su
propia existencia. «Seis veces —piensa
Helena, las almenas parecen temblar
bajo sus pies—. Esta ciudad se ha
levantado seis veces sobre el polvo de
su propia versión anterior… y yo no
estaba aquí». Helena controla el pánico,
hace un esfuerzo para sonreír y,
asintiendo con la cabeza, dice: «Sí, así
es la vida. ¿Acaso ha habido algo
duradero en mi vida, algo que no haya
sido causado y después destruido por la
guerra?». No, ciertamente no está
sorprendida.
Imaginemos que además le dicen
algo así como: «Helena, cuando esta
séptima destrucción termine, Troya
volverá a levantarse, y será sitiada y
quemada tres veces más; diez Troyas en
total, y al final habrá un montón de
escombros que el viento enterrará en el
polvo». Esto la impresiona todavía más.
De verdad cree que su cuerpo, fuerte y
hermoso, es inmortal, aun cuando su
inteligencia le dice lo contrario. «Tres
veces más, y yo no estaré aquí, no seré
parte de ello…». Se estremece, siente
frío en la tarde cálida, aunque comienza
a refrescar a medida que se acerca la
noche, esa noche que verá en llamas a la
séptima Troya. La repentina certeza de
su mortalidad le resulta intolerable.
Opta por olvidarlo, recupera su pulso
suave y pausado y piensa: «La
desaparición de Troya quizás esté cerca,
pero la mía está muy lejos».
Está segura de tener una vida muy
larga por delante. Una nueva etapa está a
punto de comenzar, esta noche. En pocas
horas.
Casandra sigue delirando: «Las
naves negras están esperando en las
costas de Troya». El viento alborota su
negra cabellera. «Ay, cuántos muertos,
muchos muertos se amontonarán en estas
mismas almenas, ay, la sangre correrá a
raudales de cada portal del palacio de
mi padre… Ay de mí, ay de mí…»
Helena vuelve su hermosa cabeza
hacia ella, suspirando. Mira a Casandra
largamente y sonríe. Es una sonrisa
íntima, taimada, llena de recuerdos. Está
pensando en la noche en que la robaron
del castillo de su padre para traerla
aquí, y en la sensación de aquel
momento, en la excitación. Está
pensando de qué manera, luego, cuando
anochezca, pondrá la lámpara en la
ventana de su habitación. Falta poco
para que en el palacio, ahora en silencio
y después aturdido de terror, se oigan
los gritos de los hombres al salir
atropelladamente desde el interior del
caballo de madera, el choque de sus
armaduras, los alaridos y el clamor de
los otros griegos ganando la playa desde
las naves negras hasta las puertas que
esperan abiertas gracias a la ayuda de
los aliados secretos. ¡El tumulto! Los
gritos acompañando el derramamiento
de sangre, y luego el olor acre del humo
y el crepitar de las llamas. Helena
saldrá con frío aplomo de su habitación,
pasará por encima del cadáver de su
esposo, sonreirá a Menelao y a Odiseo,
quienes lo habrán matado. El olor de la
sangre hará latir su corazón y dilatará
sus pupilas. Cuando los tres salgan para
huir deprisa por una escalera secreta
que los llevará fuera del palacio y de
ahí a la playa y las naves, Helena
pondrá por un instante la mano sobre la
de Odiseo y rozará con sus labios la
boca de Menelao; éste soltará un
gemido, aquél una carcajada…
Helena, sonriendo, se pasará
suavemente la lengua por los labios. Esa
sonrisa… Casandra la ve. De verdad la
ve; ve a Helena de pie, sonriendo.
Casandra interrumpe sus lamentos. Se
queda mirando fijamente a esta mujer,
durante largo rato, en silencio, Helena,
su amiga, su enemiga. Helena se
estremece. Oculta la cara.
Segunda parte

El viento se llevará
nuestras palabras
Hace siglos que Rusia viene
expandiendo sus dominios hacia el sur.
Su ambición por conquistar o al menos
influir en Afganistán es muy anterior a la
revolución de 1917. Durante el siglo
XIX, dos grandes imperios, Gran
Bretaña y Rusia, se entretuvieron con
«el Gran Juego», es decir, ¿a quién le
tocaba dominar Afganistán? Por su
parte, los afganos derrotaron tres veces
a los británicos obligándolos a la
retirada. Al terminar la revolución de
1917, la Unión Soviética invadió y
conquistó varios estados musulmanes
fronterizos hasta llegar a ser limítrofe
con Irán y Afganistán. Los afganos
vieron la invasión de su país como parte
de una continua expansión hacia el sur
planeada desde hada mucho tiempo. En
varias ocasiones, la Unión Soviética
había participado en intrigas en
Afganistán: durante el reinado de
Muhammad Zair sha, cuando la toma del
poder por parte de Daud, y en el golpe
comunista de 1979.
Fue justamente en 1979 cuando los
refugiados comenzaron a salir de
Afganistán hacia Irán y Pakistán y surgió
la Resistencia a los comunistas,
considerados entonces meros peones de
los rusos.
Era evidente que el gobierno títere
de Nur Muhammad Taraki no podía
sobrevivir, y la Unión Soviética invadió
el país con un ejército de cien mil
hombres. La Resistencia, que los
afganos llaman la yihad, la Guerra
Santa, se intensificó y todo Afganistán se
levantó contra los rusos, que
respondieron con un armamento
poderoso y sofisticado: helicópteros MI
24, reactores Mig, tanques y artillería
pesada. Las armas más terribles fueron
las bombas antipersona disfrazadas
como juguetes o frutas. Los hospitales
de Pakistán rebosan de niños que han
perdido las manos o los pies.
La Resistencia jamás se ha
debilitado. A pesar de no tener más
armamento que el que ocasionalmente
capturan a los rusos, los soldados de la
Resistencia, llamados muyahidin, no
han cesado en su batalla; no son ciertas
las declaraciones de varios periodistas
occidentales en el sentido de que la
guerra ha terminado y los muyahidin han
sido derrotados. La contienda dura ya
siete años, tres más que la Segunda
Guerra Mundial. La mayor parte de este
tiempo los muyahidin han combatido sin
ayuda externa, aunque es cierto que
recientemente han logrado acumular más
armamento; nunca todo el necesario, por
supuesto, ni tanto como las potencias
occidentales, en particular Estados
Unidos, aseguran. Algunas de las
batallas más extraordinarias de nuestro
tiempo se han librado entre ejércitos
provistos de tanques y poblaciones de
hombres, mujeres y niños desharrapados
y armados con granadas de fabricación
casera, hondas, piedras y viejos fusiles,
y los afganos siempre han salido
triunfantes. Incluso han logrado derribar
helicópteros con granadas de mano
atadas a cometas.
Zonas hermosas del país han
quedado convertidas en desiertos;
ciudades antiguas llenas de tesoros
artísticos han sido borradas del mapa.
Uno de cada tres afganos está muerto, en
el exilio o vive en un campamento de
refugiados. Y el mundo se mantiene
totalmente indiferente.
Como comentaba el famoso
comandante muyahid Abdul Haq,
afgano: «Lo verdaderamente duro es que
al principio pensamos que el mundo
entero estaba con nosotros; hoy sabemos
que estamos solos».
Hace ya varios años que estoy
vinculada a la lucha del pueblo afgano
por mi asociación a Afghan Relief, una
organización de caridad muy poco
común, que no gasta absolutamente nada
en administración ni en distribución.
Cada céntimo recaudado llega a los
refugiados. En septiembre de 1986, en
compañía de otros miembros de Afghan
Relief, visité los campamentos de
refugiados en Pakistán.

Tuve que esperar más de una hora en la


oficina de Air Pakistan en Piccadilly, y
fue ahí donde comenzó lo extraño.
Estuve sentada observando lo que me
rodeaba, principalmente tranquilos
grupos familiares de paquistaníes que se
proponían ir a casa para pasar las
vacaciones. Cada familia había logrado
crear un espacio privado en aquel lugar
público. Las mujeres no parecían en
absoluto oprimidas por sus maridos,
incluso a menudo les indicaban qué
debían hacer. En los mostradores de
atención al cliente había chicos y chicas,
cada una de las cuales era una auténtica
Miss Mundo. A diferencia de la
desenfadada camaradería de las jóvenes
occidentales, éstas estaban sumamente
centradas en su femineidad y parecían
siempre a punto de sumirse en sombríos
y ensimismados pensamientos, entre
suspiros, mohines y un aire de
autocontención incluso para emitir un
billete de avión. Además, lucían sus
velos, ese coqueto mechón que debían
devolver una y otra vez a su lugar,
siempre resbalándose, escurriéndose,
pidiendo un lánguido ajuste.
En el aeropuerto de Heathrow, la
salida del avión se retrasó dos horas, de
modo que tuvimos tiempo de entablar
los contactos típicos de esas situaciones.
Las familias mantenían sus formas,
aunque a duras penas; los hombres
permanecían de pie en grupos, las
mujeres sentadas en tríos o parejas
charlaban en voz baja a la vez que
cuidaban a los niños, que, aburridos,
corrían de un lado a otro. Éramos tres
personas blancas; los otros dos, eran
escandinavos cuarentones, cooperantes;
tenían el aspecto paciente propio de una
benevolencia a toda prueba.
Intercambiamos miradas, amistosas, por
supuesto. Pensé que cuando nos
encontramos en medio de una multitud
así, ruidosa, con gente vestida de
colores brillantes, los blancos nos
vemos desdibujados, apagados,
borrosos. Toda mujer paquistaní, de
cualquier edad, lleva un fino velo, por
lo general transparente, sobre la
cabellera trenzada, y vi muchas manos
muy bien pintadas que arreglaban bellas
gasas y sedas para mostrar cantidades
específicas de cabello, cuello y rostro.
En la fila para embarcar, una
adolescente paquistaní me contaba entre
risitas que ella y su hermana habían
pasado un mes en Escocia y que todas
las noches salían. ¿Adónde?, le
pregunté. Al McDonald’s y al cine,
respondió, emocionadísima por tan
exóticas delicias. No quería volver a
casa. Con la cabeza desafiadoramente
descubierta, miraba de hito en hito a los
hombres, que sin embargo no le
prestaban la menor atención.
Cuando por fin despegó el avión, los
pasajeros no tardaron en quitarse los
zapatos, soltarse los velos y convertirlo
en un caravasar, muy diferente por
ejemplo de un vuelo de British Airways.
Pude haber pasado un buen rato pero, ay
de mí, sucedió lo que siempre me
sucede cuando viajo en avión. Hace
poco, yendo a Perth, me senté al lado de
una campesina viejecita, toda de negro,
que más parecía ataviada para pastorear
ovejas o arrear un asno en la montaña.
Llevaba sobre el pecho un cartel donde
se indicaba que era fulanita de tal, que
viajaba para visitar a un sobrino en
Sydney y que agradecería mucho la
colaboración de todo el mundo.
Firmado: la Cruz Roja jordana. Con una
gran sonrisa no dejó de darle a la lengua
ni un solo minuto, aun cuando sabía que
yo no podía entender ni una palabra.
¿Sería importante lo que decía?
Resultaba imposible saberlo. Varias
personas de lengua árabe estuvieron de
acuerdo con el que afirmó que hablaba
un dialecto desconocido para ellos. Si
estaba anunciando algún peligro, no
había nada que pudiésemos hacer al
respecto, y ella seguía parloteando. Al
cabo de un rato le hice una señal y puse
con cuidado la mano en su boca al
tiempo que cerraba los ojos. Permaneció
callada diez minutos y luego, muerta de
risa, me hundió un dedo en las costillas
y volvió a empezar. Así continuó las
veinte horas que duró el viaje, más allá
de Abu Dhabi y Singapur. Una pareja
canadiense muy amable se turnó
conmigo para escucharla. ¿Estaba loca?
En absoluto, sólo decidida a beber el
cáliz de la vida hasta las heces.
En el vuelo a Pakistán, mi asiento
contiguo a la ventanilla había sido
usurpado por una robusta matrona con
quien preferí no discutir. Entre nosotras
se sentó un viejecito ya senil, al parecer
su padre, que se pasó el tiempo
dormitando. Cada vez que ladeaba la
cabeza y la apoyaba sobre el hombro de
la hija, ésta lo empujaba con firmeza
hacia mi lado. Cuando se recostaba
contra mí, yo lo empujaba hada ella. Sin
miramos ni una vez pasamos todo el
viaje así. Cuando estaba despierto
charlaban animadamente. Había mucho
que contar. Alguna vez su mano vagaba
en el aire para llegar a mi regazo o mi
bandeja, y yo volvía a ponerla en su
lugar.
Al llegar al aeropuerto de Islamabad
tuvimos que esperar en la aduana, pues
una familia llevaba un mobiliario
completo para una casa grande. La mujer
daba órdenes al marido y los hijos con
clara voz de mando. Los dos
cooperantes, que resultaron ser daneses,
comentaban con conocimiento de causa
lo que tendría que pagar la familia en
impuestos; suponían que probablemente
considerarían la idea de dejar un
televisor al agente. Esta pareja se
dirigía a Gilgit, un lugar muy romántico,
pero hacía mal tiempo y tuvieron que
quedarse en tierra hasta el día siguiente,
o quizás hasta dos días después para
tomar otro vuelo en dirección a las
montañas.
Yo tenía que permanecer cinco horas
allí antes de embarcar hacia Peshawar,
de modo que me senté en el restaurante
para contemplar la vida social de la
ciudad, pues ése era el sitio adonde la
gente iba a divertirse. No hay muchas
formas de pasarlo bien en el puritano
Pakistán. En todo ese tiempo sólo vi un
grupo mixto: dos hombres jóvenes, con
sus esposas y sus hijos; el resto eran
pandillas de varones o de mujeres en
mesas separadas. Los dos señores
conversaban, sentados, mientras
tomaban un té muy fuerte con pastas.
(¿Acaso esta infusión de tanino
concentrado, leche y azúcar se originó
en la India para luego ser llevada a
Inglaterra por los sirvientes del
imperio? ¿O se descubrió en Inglaterra y
la introdujeron en la India, donde
todavía sobrevive? En Inglaterra está
cayendo en el olvido, sustituida por el
café y una colección de tés muy suaves y
refinados). En dos ocasiones, entraron
sendos grupos de hombres mayores,
ocuparon varias mesas y engulleron
copiosas comidas mientras charlaban a
viva voz. Los grupos de mujeres lo
pasaban mucho mejor que los varones,
charlando y riendo a carcajadas. Cuando
llegaron traían puesto el velo, que les
cubría por completo la mitad inferior
del rostro, después fue cayendo, pero
ninguna lo colocaba en su lugar, hasta
que antes de salir todas se lo arreglaron.
Yo me dirigía a Peshawar, en el
noroeste de Pakistán, pues es ahí donde
se halla el centro de actividades para la
zona este de Afganistán; de la parte
occidental se ocupan en Quetta. Durante
meses había leído libros y artículos
sobre Afganistán en los que Peshawar,
una ciudad atractiva, ideal como
escenario de una película de Bogart,
aparece citada a menudo, aunque rara
vez se menciona que es el centro sólo
para la zona oriental de Afganistán. Es
como si los estados del este de Estados
Unidos proclamaran que ellos son el
país entero. Los periodistas casi nunca
van a Quetta (un lugar carente de interés,
según me han dicho), lo que significa
que apenas se hace alusión a las
actividades de la zona oeste de
Afganistán. Además, entrar en este país
por Peshawar significa atravesar las
tierras de los pastunes. Al parecer,
algunos periodistas creen que toda la
población afgana es pastún. De hecho,
así lo afirma un libro por lo demás
notable; es como querer ver en el estado
de Tejas la totalidad de Estados Unidos.
Colaboro desde hace años en Afghan
Relief y me han invitado a venir para
que vea por mí misma la realidad, a fin
de escribir algunos artículos sobre las
condiciones de vida de los refugiados y
acerca de los muyahidm. Corren
rumores de que entre éstos hay grupos
de mujeres soldados. Supuestamente
cuentan con su propia organización,
sistema de entrenamiento y fuentes de
avituallamiento.
Tenía muchas ganas de ponerme en
contacto con ellas. Nunca se produjo tal
encuentro y el viaje resultó algo
diferente. Una vez me dijeron: «¿Vas a
Peshawar? Ni te molestes en esperar
nada, porque no sucederá».

El paisaje es marrón y polvoriento. No


como África cuando se ve desde el
avión, marrón y polvoriento de lado a
lado. Ni como Australia, toda marrón y
polvorienta, y de la que durante todas
las horas que se tarda en atravesarla de
la costa oeste a la oriental sólo se ven
grandes rectángulos de fincas. Tampoco
como Tejas, donde los rectángulos
marrones son vastísimos. Esto no se
parece a nada que yo recuerde; cada
pulgada de tierra está cultivada en una
multitud de pequeñas terrazas y
parcelas, campos que no son cuadrados
ni rectángulos sino que tienen bordes
redondeados, o son curvos y se
empalman como escamas de pescado, o
al modo de plumas delicadamente
dispuestas una sobre otra. Las figuras
que forman representan un modesto
esfuerzo de reconquista por parte del
hombre frente a la erosión salvaje;
parece como si unas enormes garras
hubiesen rastrillado la tierra una y otra
vez, pero la gente siempre regresa a
trabajar sus campos sobre los barrancos
y riscos. Se tarda treinta minutos en
llegar a Peshawar desde Islamabad, y
uno desearía que el pequeño avión se
quedase quieto en el aire para poder
contemplar y asimilar la complejidad de
este paisaje ganado al polvo. Dicen que
cuando el ejército de Alejandro Magno
pasó por aquí había bosques. También
se dice que en el siglo XII se podía ir
desde Málaga a Barcelona sin
abandonar la sombra de los árboles.
Este año, cuando estuve en Islandia, me
contaron que allí también hubo árboles,
unos árboles pequeños, duros,
retorcidos, hasta que las cabras de los
invasores escandinavos dejaron el suelo
yermo. La antigua y legendaria ciudad
de Peshawar tiene más de dos mil años,
de modo que en algún momento debió de
extenderse entre ríos y bosques.
Probablemente la razón por la que esta
planicie fue poblada sean los grandes
ríos que bajaban del Himalaya
serpenteando y ramificándose en los
campos. Quizá pasó siglos albergando
pueblos construidos de barro en las
riberas y entre los árboles. Nos
acercamos a Peshawar; ¿qué son esas
aldeas tan extrañas allá abajo? No se
parecen a las aledañas a Islamabad: las
casas se ven chatas, casi borradas, como
si un enorme pulgar las hubiese
aplastado contra el suelo. Más tarde me
entero de que se trata de los pueblos de
los refugiados afganos, quienes los
levantaron apilando la tierra
humedecida para hacer las paredes, tal
como los críos construyen casitas de
barro; como tanta gente en todo el
mundo ha hecho casas de adobe durante
miles de años. Su necesidad era grande
y urgente, por lo que las viviendas se
edificaron rápidamente y son frágiles,
vulnerables.
El avión traza un amplio círculo
sobre la planicie, con el Himalaya a un
lado y un atardecer intensamente
anaranjado y brillante abriéndose
camino por entre una espesa capa de
contaminación.
A medida que descendemos se ve a
menudo, sobre el tejado de las frágiles
casas de barro, una tienda de
campamento o un cobertizo con más
gente todavía, más refugiados de la
Catástrofe, que es como los afganos
llaman a la invasión rusa.

La impresión que me produjo Peshawar


fue de confusión, ruido, tráfico, un lugar
sin orden, desvencijado por completo;
pero un amigo que conoce la India me ha
dicho que las ciudades paquistaníes son
más limpias, más ricas y están mejor
cuidadas. No se ven pordioseros ni
muestras evidentes de pobreza, no hay
gente viviendo en las calles.
La población de Peshawar se ha
duplicado con los refugiados. Hace siete
años, cuando éstos comenzaron a llegar,
muchos paquistaníes compartieron sus
casas y sus pertenencias con ellos, pues
según las leyes de Dios ése era su deber.
Ahora hay aproximadamente tres
millones y medio de refugiados, y la
mayoría se encuentra alrededor de
Peshawar.
Esto no es nuevo aquí; la historia de
la planicie está plagada de continuas
invasiones, conquistas, atropellos.
Tiempo atrás, Peshawar formaba parte
de Afganistán. Los gobernantes lo
usaban para escapar de las inclemencias
del tiempo, ya fuera el frío o el calor.
Peshawar perteneció también a los
pastunes, quienes ahora se sienten
encerrados en su territorio actual, su
tierra por derecho, que antaño les fue
arrebatada. Naturalmente, es una
situación incómoda para los
paquistaníes; los antiguos
conquistadores son ahora sus huéspedes
o se hallan retenidos, resentidos, en el
interior de sus fronteras.
Los muyahidin andan a zancadas por
todo Peshawar, hay cientos de miles de
ellos entre los amistosos paquistaníes.
Los occidentales piensan que todos ellos
tienen pinta de bandidos y están
entusiasmados o deprimidos. Llevan
unos pantalones sumamente holgados;
uno de nuestro grupo los probó y dice
que es la prenda más fantástica que se ha
inventado, por las corrientes de aire que
circulan por el interior con cada paso
que se da. Luego se ponen una camisa
ancha y larga hasta las rodillas, y se
cuelgan en el hombro una manta que
hace las veces de cama, abrigo y tienda.
Algunos llevan chaleco. Vi uno de tejido
inglés de buena calidad con el orillo
Made in Britain usado como
decoración. Otros son bordados. Se
calan el gorrito afgano, solo o rodeado
de un turbante, o bien esa especie de
boina afgana. Hay muchos tipos de
turbantes, y todos resultan
sorprendentes. Cuando estos hombres no
llevan sus Kaláshnikov, y se supone que
no deben llevarlos en la ciudad, se les
ve cargando al hombro un arma
imaginaria. Hombres de fiero aspecto
que parecen de otro siglo, y en cierta
forma así es; sin embargo, están bien
informados de lo que ocurre en el
mundo. No tienen idea de cómo
presentarse ante los occidentales con
naturalidad, así que adoptan toda suerte
de posturas heroicas, hablan de
martirios, de morir por su fe, de un
Paraíso lleno de vírgenes, chicos guapos
y vino. Cuando se les toma una
fotografía, adoptan poses guerreras,
creen que así resultarán más
impresionantes. Sin embargo, en las
conversaciones corrientes dejan de lado
esa bravuconería. Son gente sensible, no
fanáticos; al menos los que yo conocí.
No traté con ningún mulá extremista y
fanático ni con sus seguidores, aunque a
juzgar por algunos programas de
televisión y artículos hay quienes no han
conocido sino ese tipo de afganos.
Poseen ese humor sarcástico
característico de los que lo tienen todo
en su contra: es un humor negro,
retorcido y chocante, como el de los
judíos. Estos guerreros entran y salen de
Peshawar para participar en las batallas
que nunca faltan en la zona este de
Afganistán. Aquí descansan y se
alimentan, dejan sanar sus heridas,
visitan a sus familias; en los campos de
refugiados. Traen cartas y mensajes.
Cuando uno ve encontrarse en la calle a
dos o tres, o a un grupo de muyahidin,
es toda una escena: besos y abrazos en
abundancia, están contentos y aliviados
de verse vivos unos a otros, son
camaradas que coincidieron por última
vez en una batalla. Es una camaradería
estrecha, de guerra, muy diferente de la
del islam, que es otra cosa. Resulta
agradable observar esta cercanía desde
fuera, y apuesto a que cuando esta guerra
acabe estos hombres hablarán de ella
como los mejores años de su vida.
Cuando piensan en cómo deben
presentarse ante un occidental, la
palabra yihad aparece a cada momento.
Con ella se refieren a su Resistencia, y
no significa simplemente la Guerra
Santa. Es más bien lo que significó la
Resistencia en Francia durante la última
guerra. Todos quieren expulsar a los
rusos de su país. «Luchamos contra los
árabes cien años hasta que nos
derrotaron, y lucharemos lo mismo
contra los rusos», afirman. La vida del
muyahid es dura y a menudo breve. Si
resultan malheridos en combate, es
difícil que sobrevivan; hay que cruzar
unas enormes montañas antes de llegar
al hospital. Los chicos que crecen en los
campos son su reemplazo. Su mayor
deseo es irse con su padre, sus
hermanos, pero algunos comandantes no
les dejan combatir hasta cumplir los
dieciséis años de edad. Massud, por
ejemplo, pasa horas mandando a casa a
los chicos que continuamente le asedian
rogándole que les deje pelear. (Massud
es un comandante admirado en todo
Afganistán prácticamente por todos los
muyahidin, sin importar a qué partido
pertenezcan. Es lo más cercano a un
líder nacional que ha surgido en esta
guerra).
Los afganos no se parecen en nada a
los paquistaníes: son un pueblo duro,
montañés, hecho a la supervivencia;
guerrero y orgulloso de ser capaz de
vivir con mucho menos de lo que
necesita otra gente más débil. Antes de
la Catástrofe todos los visitantes
quedaban encantados con los afganos,
así como con su pasado legendario,
cuando eran orgullosos, duros, valientes,
independientes, además de divertidos y
generosos. ¿Por qué son tan guapos
todos los afganos? Una respuesta puede
ser macabra: como mueren tantos en su
primer año de vida, los supervivientes
son los mejor adaptados y los más
apuestos. Los paquistaníes también son
gente muy guapa, pero de una manera
diferente: encantadores, de trato
agradable, amables… y perezosos.
Mientras esperas en una oficina llena de
hombres paquistaníes (ninguna mujer,
por supuesto), te das cuenta de que tales
oficinas quizás existan sólo para darle
un empleo a los hombres. Estamos
sentados en una sala grande,
destartalada, con las ventanas sucias y
un ventilador que gira despacio sobre
nuestra cabeza (juraría que esos
ventiladores son hipnóticos y
adormecedores). La estancia está
abarrotada de escritorios viejos, y en
ella hay dos máquinas de escribir. (¿Por
qué no? Yo misma uso una de ésas). Hay
unos diez hombres sentados contra la
pared, sin hacer nada en absoluto, aparte
de tomar té y cuchichear. Miran con
cierta amabilidad a los desconcertantes
huéspedes occidentales, entre los que
figuran tres mujeres vestidas de manera
indecente. (En nuestra opinión, hemos
puesto especial cuidado al respecto;
llevamos los brazos y el cuello
cubiertos, y pantalones o faldas largas).
Solicitamos permisos, uno para el valle
de Parachinar, que está casi totalmente
rodeado por Afganistán. El oficial en
jefe se niega a damos la autorización.
Afirma que allí se está librando una
batalla. Un comandante muyahid ya nos
lo había advertido, pero también
aseguró que había terminado. Se lo
comentamos al oficial, que dice que si
los rusos llegaran a secuestrarnos
Pakistán sería responsable. Sin
embargo, sabemos que los periodistas
no paran de salir y entrar de Afganistán.
Uno nos explicó que al anochecer el
camino se transforma en una autopista
llena de muyahidin, aldeanos, espías de
todo tipo, comerciantes que traen
mercancías para el bazar de Peshawar y,
por supuesto, periodistas. En Peshawar
se cuenta un chiste sobre un empresario
americano que se propone abrir una
agencia de viajes para ir a Afganistán
con los muyahidin. La batalla
burocrática continúa y al cabo de un rato
se traslada a otra oficina más
importante. Mientras tanto charlamos
con los hombres. Quieren saber de
dónde venimos; a todos les gustaría
visitar Londres, Tejas, Estocolmo. Uno
pregunta si Londres está en Inglaterra.
Hacemos bromas sobre vaqueros y
pozos de petróleo. Tanto los hombres
como las mujeres son muy simpáticos,
además de hermosos, divertidos y
cariñosos. Me quedaría mirándolos todo
el tiempo. Aunque no es muy fácil ver a
las mujeres. Al partir, mi recuerdo más
vivido era de los grupos de hombres de
pie por ahí, sentados aquí y allá,
paseando por las calles, apoyados
contra los coches, mirando fijamente a
las mujeres, a nosotras tres: una ya
mayor, yo misma; una rubia de Tejas,
continuamente asediada por los
paquistaníes, que encuentran muy
seductor el cabello rubio y los ojos
azules, y una preciosa chica de origen
afgano que había crecido en Inglaterra.
Las tres tratamos de analizar esa mirada
fija, oscura, intensa. ¿Qué podía
significar? ¿Hostilidad? ¿Curiosidad?
¿Disgusto? Parecería que esos hombres
dejaran de algún modo de ser humanos
mientras te miran. Produce cierto temor.
En ocasiones se burlan o ríen, pero la
mayoría de las veces es la mirada fija,
distante, prolongada, oscura, destinada
al extranjero. Sin embargo, en cuanto se
les llama, esos mismos hombres se
muestran amistosos y serviciales,
vuelven a ser personas.
A menos que tengas influencias (y
todo funciona con influencias, según a
quién conozcas), las impresiones de
Peshawar y de la Resistencia afgana a
menudo están determinadas por la
suerte; ¿a qué grupos de muyahidin
conoces?, ¿qué partido político te
acoge? Hay siete partidos políticos entre
los afganos exiliados, todos se basan en
el islam y el Corán, abarcan desde el
fanatismo de los fundamentalistas a las
actitudes liberales modernas de Hariqat.
Los periodistas pululan en el lugar y
forman de por sí un tema de estudio.
Muchos llegan aquí por su propio
temperamento, porque se trata de una
ciudad sórdida, romántica, convertida en
un hervidero de espías, traficantes de
armas, de drogas, y cualquier clase de
aventureros. Los periodistas se reúnen
en ciertos hoteles y bares. Si surge algún
tema de interés, los agentes del KHAD,
que se han colocado detrás, de espaldas,
avanzan las sillas hacia ti, como en una
ópera bufa, y escuchan con todo
descaro, y se dice que a veces alguno
suelta maliciosamente una falsa
información sólo por el placer de
enredarlos. (KHAD es el servicio
secreto del gobierno títere afgano,
entrenado y mantenido por los rusos).
Los espías de Peshawar son famosos
por su capacidad de servir a varios
clientes a la vez, dos, tres o quizá más.
El KHAD, los rusos, los gobiernos
extranjeros, los partidos políticos
afganos rivales en el exilio, todos se
espían entre sí, a los muyahidm, a los
refugiados, a los periodistas, a los
cooperantes extranjeros.
Hay una gran cantidad de periodistas
jóvenes enviados allí para que se curtan.
El precio es alto, en mi opinión, un
doloroso aprendizaje. Cualquier país
musulmán es difícil para un occidental.
Hemos luchado contra ellos durante más
de mil años. Estamos llenos de
ignorancia y de prejuicios, y ellos
también lo están. Es muy desafortunado
que Occidente, particularmente Estados
Unidos, asocie las palabras «islam» y
«musulmán» con «terrorismo», o con el
islam fundamentalista del que nos llegan
noticias en relación con Jomeini y
Gadaffi. Esto es sólo una rama del islam
y, a mi juicio, ni siquiera la más
importante, aunque quizá, por desgracia,
llegue a serlo. Pakistán no es
fundamentalista como lo es, por
ejemplo, Irán, ni mucho menos.
Los países islámicos son muy
diferentes entre sí, y leyes que parecen
idénticas son, en la práctica, distintas.
Tomemos por ejemplo la sentencia de
los cincuenta latigazos. En Irán o en
Arabia Saudí será aplicada de manera
tan salvaje como suena. En Pakistán se
han suavizado los extremos del islam (y
se modificarán más si se logra mantener
a los fanáticos fuera del poder). El
verdugo debe usar un látigo forrado y
sostener el Corán entre el brazo y el
costado del cuerpo: el libro no debe
caer al suelo mientras agita el látigo.
Algunas leyes nos parecen absurdas.
Pakistán es un país «seco».
Presumiblemente, esto significa que
circula alcohol de forma clandestina. La
gente que no está acostumbrada a beber
suele dar espectáculos lamentables
cuando lo hace. Si uno es extranjero
puede beber, pero no es tan divertido si
para tomarse una copa hay que firmar
permisos y esconderse en la habitación
del hotel. Una de las razones por las que
se permite consumir alcohol a los
occidentales es porque saben que el
vino es un ingrediente de nuestras
prácticas religiosas; un camarero, tal
vez con anhelante resignación, preguntó
a un amigo mío que salía del bar del
hotel si la experiencia religiosa le había
resultado satisfactoria. La actitud hacia
las mujeres no es uniforme y, según me
han dicho, empeora. Una mujer
convencional probablemente se sienta
satisfecha, pues se considera a salvo. He
oído a algunas obligar a sus maridos a
hacer cualquier cosa y reñirles de
manera verdaderamente odiosa, ¿la
venganza del esclavo? Con todo, para
una mujer con talento, ambiciosa o
independiente, esto es el infierno. Tal
como lo fue la Inglaterra victoriana. Una
mujer periodista, a menos que hable el
idioma, se enfrenta a toda suerte de
dificultades por las actitudes de los
hombres. Al periodista varón no se le
permite entrar en contacto con las
mujeres de los campamentos de
refugiados, que junto con los muyahidin
son precisamente los objetivos de los
periodistas. Todos los muyahidin
pertenecen, al menos nominalmente, a
alguno de los siete partidos. Éstos no se
asemejan en absoluto a nada de lo que
hay en Occidente y a veces resultan muy
difíciles de entender, pues se basan en
cuestiones religiosas, y las diferencias
por las que discuten, compiten o pelean
son para nosotros mezquinas, a veces
meras sandeces.
Los muyahidin están deseosos de
llevar a los periodistas al país, no muy
adentro, ciertamente, pero esto se debe
más bien a la naturaleza de los
visitantes, a quienes a menudo tienden a
despreciar por su debilidad. Si durante
siete años de guerra el heroísmo ha sido
tu arma principal, entonces es el
heroísmo lo que más valoras. Nos han
hablado de algunos cineastas que llegan
con el propósito de filmar las batallas y,
que al comenzar a sonar los tiros corren
en busca de protección; entonces un
muyahid toma la cámara y filma la
acción. O también de médicos que no
aguantan las condiciones de vida de los
muyahidin, no soportan la escasez de
alimentos, exigen comidas y
alojamientos especiales, e incluso
algunos han llegado a desmayarse ante
las terribles heridas que sus pacientes
han sufrido en acción. Por esta falta de
resistencia, los muyahidin prefieren que
los países colaboradores aporten
equipos capaces de impartir formación
en técnicas médicas básicas a ciertos
muyahidin seleccionados, de forma que
sean éstos quienes acompañen a los
grupos de soldados que van a
Afganistán. Se quejan de que los
periodistas se niegan a viajar a Kabul o
a Mazar-i-Sharif y otras zonas liberadas,
y prefieren no alejarse de la frontera,
quizá Kandahar o la zona de los
pastunes. Como decía un comandante:
«Si vas a Bahrein de vacaciones, ¿por
qué no a Kabul? Lo tenemos
controlado». Sí, son así de
extravagantes, pero te parten el corazón,
son tan valientes y tienen tan poco;
incluso ahora casi todas las armas de
que disponen son las que han arrebatado
a los rusos.
En cualquier hotel como el Green o
el Dean se puede oír a algún neófito sin
aliento preguntar a otro: «¿Has estado
dentro?». Da la impresión de que estos
hoteles se construyeron como escenario
para alguna película de capa y espada.
Yo diría que ir dentro, a la tierra de los
pastunes, en general por cuatro o cinco
días, no es forzosamente la mejor
manera de conseguir información
adecuada e imparcial: conocerás sólo la
opinión del grupo que te ha llevado. Si
no gustas a algún grupo, no entras. Hace
poco una joven periodista exclamaba, ya
exasperada por la frustración, que se iba
a Delhi, el único lugar donde se podía
conseguir información. Al día siguiente
de oír a una personalidad de un partido
asegurar que estaba dispuesto a ayudar a
cualquier periodista con intenciones
serias, el Pakistan Times publicaba un
artículo en el que se afirmaba que los
muyahidin estaban hartos de correr
riesgos ayudando a tantos periodistas a
entrar a cambio de tan escasos
beneficios. No es fácil, y ciertas
informaciones están fuera del alcance de
casi todo el mundo.
Hay en nuestro grupo un afgano de
Paghman que tenía amigos y familiares
combatiendo junto a los muyahidin o
trabajando en Afghan Relief. Una chica
afgana educada en Inglaterra, que
estudia periodismo en Peshawar y habla
farsi, árabe y algo de urdu. Un cineasta
sueco, León Flamholc, cuyos
antepasados eran de Uzbekistán y que,
vestido de muyahid, parece un perfecto
muyahid. Habla farsi. Ha estado dentro
en un viaje anterior a Peshawar y tiene
una película a medio terminar. Una
cineasta de Tejas, Nancy Sheils, para
quien éste era su tercer viaje y que tiene
también una película comenzada. Y yo.
Hace años que estoy involucrada con los
afganos pero no había venido a Pakistán.
(Nací en Persia, donde viví hasta los
cinco años. Sí, todos estos aromas y
sonidos que percibo son recuerdos que
vuelven a mi memoria).
Desde el instante en que uno llega a
Peshawar queda envuelto por
Afganistán, su enormidad, el horror, la
tristeza. Desde que amanece hasta
entrada la noche es de lo único que se
habla, en lo que se piensa y, en mi caso,
con lo que se sueña. Cada afgano que
conoces, sea refugiado o muyahid, es
otra tragedia; cada uno es un ruego:
¡Ayudadnos, ayudadnos! Dicen que en
Occidente estamos muy mal informados,
que de no ser por eso estaríamos
ayudándoles. Es la clase de ironías que
nos tientan todavía a creer que existen
esos dioses que, sentados allá arriba, se
ríen de nosotros. Desde el comienzo de
la guerra los rusos han declarado, e
incluso puede que de verdad lo crean,
que la Resistencia afgana está financiada
por Occidente, principalmente por
Estados Unidos. A los soldados rusos
les dicen que van a luchar contra el
imperialismo norteamericano (más aún,
contra el imperialismo sionista
norteamericano, curioso matiz), contra
los chinos; los bandidos del capital
internacional. Y lo que hallan son
hombres harapientos, descalzos, con
Kaláshnikov robados a los rusos
mismos. Algunos desertan al encontrarse
con eso. «No hay que exagerar —
comenta un comandante muyahid—
quizás un uno por ciento se indigna lo
suficiente para desertar, el resto tiene
una mente soviética y les han enseñado a
vernos como animales que hay que cazar
y matar». Siete años después de iniciada
la contienda, la mayor parte del
armamento de los muyahidin es el que
han logrado quitar a los rusos. Dicen los
muyahidin que cuando Estados Unidos
empezó a negar que estuviese enviando
ayuda lo hizo de manera tal que se
pensase que en verdad la prestaba pero
que no podía admitirlo. Ahora reconoce
que envía ayuda, pero ¿qué hay de ella?
Muy poco de lo que se les manda llega a
sus manos. Es el tema principal de
cualquier conversación entre
comandantes muyahidin. Yo ya lo
esperaba, pues había leído al respecto.
«Estamos luchando por vosotros tanto
como por nosotros —afirman—. Los
rusos quieren lo que siempre han
querido: tener acceso a los puertos de
aguas cálidas y tomar lo que ahora es
Pakistán. ¿Por qué no nos ayudáis? Sería
en vuestro propio interés».
La cuestión que salta a la palestra en
toda conversación, en toda entrevista, es
ésta: «Desde el principio Occidente ha
subestimado la magnitud de la
Resistencia. Desde hace siete años
leemos, a veces en los principales
periódicos, que estamos acabados, listos
para rendimos. Eso nunca ha sido cierto.
Nos describís como si permaneciésemos
pasivos ante los rusos, con algunos
ataques repentinos del tipo dispara y
corre, no como lo que en verdad somos:
una nación en guerra permanente, con
toda la población involucrada en ella.
¿No queréis verlo por vosotros
mismos?».
Pasamos la mañana en la sede de
cierto partido político mientras llegan
comandantes muyahidin procedentes de
la zona oriental de Afganistán, de norte a
sur, en grupos de tres, se sientan un rato,
responden a las preguntas que se les
formulan y se van para dejar el sitio a
otros. Vienen de Paghman y del
Parachinar; de Baghlan y Bagram; de
Kabul y Paktia; hay turcomanos de
Mazar-i-Sharif y de Badakstán con su
cara de guerreros chinos, así como de
Nuristán, estos últimos de rasgos
desconcertantes por lo familiares, hasta
el punto de que algunos parecen recién
llegados de Escocia o Kent. Los
nuristaníes aseguran ser descendientes
de los ejércitos de Alejandro Magno,
aunque éstos barrieron con todo en
Afganistán, al igual que hicieron los
mongoles y los árabes. Los ingleses, los
últimos invasores, no llegaron muy
lejos; estos guerreros los derrotaron por
tres veces. (Historia: tres hombres están
hablando: «Mis ancestros fueron
mongoles, los vuestros árabes, los
afganos lucharon contra nosotros y ahora
nosotros juntos, como hermanos,
luchamos contra los rusos hasta la
muerte»). Un comandante acaba de
llegar del frente próximo a Mazar-i-
Sharif; ha venido a buscar munición y
explica: «Ha sido una batalla muy dura,
con reactores y helicópteros. Se acercan
desde la frontera y se retiran de nuevo.
Pelean como cobardes, nos bombardean
desde muy alto. Han quemado todos los
cultivos, esperaron a que estuviesen
maduros porque querían destruir nuestra
fuente de suministros. Se tarda un mes en
transportar un cargamento de armas y
comida desde Peshawar hasta Oxus;
constantemente tenemos que cuidamos
de los “juguetes” rusos, bombas
disfrazadas de relojes, plumas o
juguetes para niños. Las dejan caer en
los caminos por donde saben que
podemos pasar». En los campamentos,
los hospitales están llenos de niños que
han perdido brazos, manos, pies, piernas
por culpa de esos juguetes que les atraen
irresistiblemente. Otro comandante del
extremo norte cuenta cómo él y su tropa
han cortado las tuberías que llevan
queroseno, gas o gasolina: «Las
destruimos una y otra vez, los rusos no
pueden pasarse la vida reparándolas,
sólo pueden vigilarlas durante el día,
pues nosotros tenemos el control por la
noche». Le dijimos: «Somos reporteros
de Estados Unidos e Inglaterra, ¿quiere
usted enviar algún mensaje a
Occidente?».
«¿Dónde están las armas? Estamos
luchando con hachas». (Creímos que
exageraba. A los muyahidin se les acusa
de recurrir a la hipérbole poética, dicen
que no hay que dar crédito a sus
palabras, pero más tarde otra persona
que había estado combatiendo en esa
batalla confirmó que ese detalle era
cierto). «No tenemos comida, hemos
estado masticando lana y cuero. Llega un
momento en que nos sentimos muy
débiles y tenemos que interrumpir la
batalla, incluso cuando vamos ganando».
Otro comandante del norte comenta
que mantienen a sus familias y demás
personas a su cargo en unas cuevas en
las colinas, junto con los caballos y
asnos. Sus pueblos han sido arrasados,
no queda nada de ellos, los sistemas de
irrigación están destruidos. Por cada
soldado hay cinco personas que
dependen de él; se turnan para ir al
frente en unidades de cien: «No tenemos
medicinas —cuenta—, ni médicos ni
comida. Bueno, hemos quitado algo a
los rusos, pero sus medicinas son raras
para nosotros, jeringas y pastillas, no
sabemos cómo usarlas». Un comandante
de Kabul explica: «Tenemos dos
organizaciones, una que funciona dentro
de Kabul y otra fuera. La interna se
dedica al sabotaje; todos en Kabul están
de nuestro lado, y por eso los rusos no
consiguen atrapamos. Las mujeres
también nos ayudan, y hasta los niños.
Tenemos gente en el KHAD, tantos que
los rusos no podrían descubrirlos; nos
dicen cuándo esperar ataques y gracias a
eso ganamos. Los rusos no pueden
moverse más de tres kilómetros fuera de
Kabul».
A lo largo de la mañana todos los
comandantes repiten lo mismo: es el
hambre lo que está destruyendo a los
muyahidm: «No tenemos comida, no
tenemos abrigo, no tenemos botas, sólo
sandalias. Perdemos las manos y los
pies por congelación. Hay lugares donde
la gente ya se muere de hambre y apenas
estamos en otoño, falta pasar todo el
invierno. Mandadnos comida, abrigo. Si
nos facilitarais misiles tierra-aire,
derrotaríamos a los rusos; ¿por qué
nadie lo entiende?».
Continuamente repiten: «Occidente
dice que estamos desunidos porque ve
las cosas con arreglo a sus ideas.
Piensan en un único gobierno para todo
Afganistán, por eso siempre están
creando un Massud o un Hakkani, o
cualquier otro, haciendo cábalas sobre
si alguno por fin será el líder nacional;
ése no es el estilo afgano. Nosotros
tenemos líderes locales, todos se
respetan mutuamente y trabajan juntos,
pero no significa que de ahí salga un
dirigente nacional», todos estos puntos
fueron confirmados en una entrevista a
un militar con un alto cargo en un
partido. No quiso ser fotografiado,
filmado ni grabado. Aseguró ser sólo
uno de los muchos que habían trabajado
en el ejército afgano como agente
encubierto y que, cuando las cosas se
pusieron demasiado peligrosas, había
marchado a Peshawar para ayudar en la
coordinación de las batallas de los
muyahidin. Para nuestro alivio, pues a
decir verdad ya teníamos una sobredosis
de piedad musulmana, comenzó
afirmando:
—Yo soy un militar, no un religioso.
Ésta es la sede militar operativa de este
partido, y yo soy uno de los que la
controlan. Tal vez les parezca que los
hombres que están sentados en ese
banco no tienen pinta de comandantes de
alto rango, pues aquí nadie lleva
uniforme. —Una docena de hombres
ataviados como muyahidin nos
observaba—. No son miembros de este
partido, ustedes pueden sacar las
conclusiones que juzguen pertinentes, yo
responderé a todas sus preguntas y lo
haré sólo con la verdad, pero los
periodistas pueden causar mucho daño,
pues pocos se dan cuenta del provecho
que el enemigo puede sacar de cualquier
detalle aparentemente insignificante.
Ustedes no han sido entrenados en
labores de inteligencia, en tanto que yo
sí. No es culpa de ustedes, pero les
advierto que protegeré nuestras
posiciones en esta conversación.
»El punto principal, el punto clave,
es que al margen de lo que les hayan
dicho, la guerra continúa. No se ha
detenido, como a veces aparece en sus
periódicos. No dejaremos de luchar,
lucha» remos hasta triunfar y ver a los
rusos retirarse, o hasta que nos maten a
todos. Éste es el hecho básico y más
importante. Nadie en Occidente parece
tener idea de la extensión de la
Resistencia; cada casa, cada pueblo está
comprometido. Si en un momento dado
un área está tranquila, eso no significa
que esté sometida, sólo está esperando,
quizá por el clima.
Le preguntamos por la coordinación
entre las diversas áreas de Afganistán,
los diferentes partidos:
—Hay dos aspectos. Primero el
militar; en algunas partes de Afganistán
es posible que un comandante tenga a su
mando a hombres de todos los partidos
políticos, y ha sido así desde el
principio de la guerra. En otras zonas
hay grupos de muyahidin que luchan
entre sí, y existen todas las variaciones
entre estos dos extremos. Sin embargo,
aun los muyahidin más tercos y
fanáticos han llegado a entender que
para ganar tienen que colaborar.
Tenemos líderes respetados por
todos en general, de quienes ustedes sin
duda han oído hablar, y ellos cooperan
entre sí. El aspecto político no es menos
importante; los siete partidos sufren una
presión procedente de dos direcciones:
desde fuera, por ejemplo, cuando se
recibe ayuda con la condición de que los
partidos cooperen en un cierto asunto y,
quizá más importante, desde dentro. Los
muyahidin están cansados de las
discusiones ideológicas entre las
facciones. Existe un tercer factor sobre
el que estoy seguro no hace falta que me
extienda, pues es un problema que se
presenta en todas partes, en todos los
países: se trata del choque de
personalidades, lo que en nuestro caso
se ve exacerbado por las enormes
diferencias ideológicas. Nada es fácil en
esta lucha y quizá lo más difícil es lo
relativo a la ideología. Aquellos a los
que Occidente llama fundamentalistas
son los más ideológicos, pero también
los mejores luchadores, fueron los
primeros en combatir. Tienen aliados y
seguidores en todo el mundo musulmán
y, a largo plazo, esto puede creamos
dificultades a todos. Estoy seguro de que
habrán oído hablar de ello durante su
estancia aquí, pues a todos nos
preocupa.
El otro grupo principal de
luchadores es igual de numeroso pero
está menos unido. Deseaban un regreso
al Afganistán de antes de la Catástrofe,
donde las diversas interpretaciones
islámicas pudiesen convivir. Este tipo
de tolerancia es algo ajeno a los
fundamentalistas. Un detalle interesante
es que los fundamentalistas tienen más
choques internos que ningún otro grupo.
Los problemas que se originan por el
choque de personalidades constituyen un
factor común a cualquier grupo.
—¿Le importaría ofrecemos una
visión estratégica sobre esta guerra?
—Entenderán ustedes que no les dé
una respuesta completa, y tampoco
pueden esperarla. Sería demasiado
difícil hacerlo. He estado en esta lucha
desde el primer día en formas
diferentes. Podría escribir no uno, sino
varios libros sobre esta historia tan
comprometida y enrevesada. Podría
decirles que hay en la actualidad tres
áreas principales de lucha: Herat, Kabul
y Kandahar, pero esto podría no ser
cierto la semana que viene* habrá
nuevas zonas de lucha. La presión del
enemigo se ha quintuplicado en el último
año: disponen de más tropas, de
armamento más sofisticado, están
utilizando mejores tácticas y mucha más
crueldad. Las bajas y la destrucción de
material en su lado son mayores que
nunca, y en el nuestro hay mucho
sufrimiento y muchas víctimas. Habrán
oído que el ochenta por ciento de
Afganistán está controlado por los
muyahidin y el veinte por ciento por los
rusos. En cierto modo esto es cierto,
pero desde el punto de vista militar es
más útil pensar así: el ciento por ciento
de Afganistán está controlado por los
rusos y el ciento por ciento por nosotros,
¿quién va a dar el próximo golpe y
dónde? Los rusos no pueden hacer lo
que quieren, ni siquiera en las ciudades
donde aseguran tener el control, nunca
saben qué volará en pedazos.
No pueden moverse libremente por
las rutas principales; son peligrosas
para ellos, aunque nosotros tampoco
podemos usarlas, pero a cambio
podemos operar en cualquier terreno y
ellos no. Controlamos las Áreas
Liberadas, pero los rusos enviarán sus
bombarderos si algo no les conviene.
Destruyen nuestros cultivos y nuestros
animales. Están intensificando la
política de acabar con nuestro alimento.
Mientras estamos aquí sentados, muchos
refugiados están saliendo en tropel de
zonas recién bombardeadas porque los
sistemas de irrigación han sido
destrozados deliberadamente y
quemados los cultivos. Ahora entienden
lo que quiero decir con eso de que
ambos controlamos Afganistán. Se están
construyendo más puestos de seguridad
que en los últimos tres o cuatro años,
pero la mayoría de ellos ya han sido
cercados, derribados, inutilizados. ¿La
moral? Su moral está muy baja porque la
guerra sigue sin arrojar ningún
resultado, pero la nuestra también lo
está. Llevamos siete años luchando,
estamos cansados y sentimos que
ustedes no nos ayudan. Supongo que
habrán oído que los muyahidin afirman
estar luchando por ustedes; es algo que
de verdad creemos, uno de nuestros
motivos para luchar. Para nosotros es
sumamente difícil reponer nuestros
suministros, equipar a nuestros hombres
y alimentarlos. El invierno pasado no
suspendimos la lucha, sino que
seguimos, y a un costo muy alto.
Nuestros hombres combaten en
sandalias sobre altas capas de nieve;
combaten con la misma indumentaria
que llevan en verano, luchan con muy
poca comida y hasta que se acaba. Este
país, Pakistán, ya no puede aceptar más
refugiados. Nuestra deuda con Pakistán
es muy grande, el país se compadece de
nosotros, nos ayudan tanto como pueden,
les estamos agradecidos. Sin embargo,
cuando lleguen los trenes con más
refugiados tras nuevos bombardeos en
sus pueblos, puede que mueran por falta
de agua y alimentos. En ocasiones
tenemos más armas de las que podemos
usar por nuestra incapacidad para
transportarlas. —Acabábamos de oír a
un comandante describir cómo había
capturado tanques y armas rusas cerca
de Kabul, pero había tenido que
destruirlo todo; no tenía dónde guardarlo
—. Contamos con suficientes armas de
un tipo y con pocas de otro. Tal como
les han dicho todos los muyahidin que
han conocido, necesitamos misiles
tierra-aire, más dinero para comprar lo
que nosotros sabemos que necesitamos,
no lo que otra gente cree que
necesitamos. Necesitamos alimentos,
suministros médicos, y rápido, el
invierno está en camino. ¿Les han dicho
que allí donde antes los campesinos
alimentaban a los muyahidin ahora a
menudo son éstos quienes comparten su
muy escasa comida con ellos porque se
mueren de hambre?
»Los norteamericanos…, estamos
agradecidos por lo que han dado y
siguen dando. Leemos sobre esas
grandes sumas de dinero destinadas a
nosotros, pero ¿qué pasa con ese dinero
y esas provisiones? Los estadounidenses
han expresado su apoyo a nuestra causa
y tenemos que creer que es real, pero
¿no sería conveniente, tanto para ellos
como para nosotros, descubrir adónde
va a parar ese suministro de armas y
dinero? Ellos lo envían, nosotros no lo
recibimos. En medio hay una especie de
agujero en el que la mayoría de estas
cosas se desvanece. Una y otra vez
leemos en sus periódicos que se han
mandado tales y cuales armas pero, si
así fue, nosotros no las hemos visto. Los
norteamericanos en general no parecen
haber entendido que la guerra tiene que
ser una combinación de lo militar y lo
político; nosotros hacemos nuestra parte
y la hacemos bien, pero nos da la
sensación de que no se nos apoya
adecuadamente.
—¿Se retirarán los rusos? —
preguntamos.
—Ustedes saben perfectamente que
los rusos jamás se han ido de ningún
país por voluntad propia. Si yo fuese
Gorbachov, no sabría cómo salir
después de semejante derramamiento de
sangre y tanta propaganda, pero si se
encontrase alguna fórmula, se
marcharían. Quieren irse. No importa lo
que digan, saben que nunca dejaremos
de luchar. He trabajado con los rusos
durante años, les conozco bien. Como
soldado, los admiro por su resistencia
en la Segunda Guerra Mundial; no son
buenos luchadores, pero fueron buenos
defensores de sus hogares. Carecen de
cualidades marciales, son malos
tiradores y demasiado pesados
físicamente, beben en exceso, no saben
escalar ni moverse en la montaña, tienen
muy poco aguante, no son nada sin sus
equipos, sus vehículos, sus aeroplanos.
Nosotros nos defendemos sin nada de
eso. No pueden equiparar a un ruso con
un afgano; tienen que mandar a tres o
cuatro contra uno de nosotros. Nos
bombardean desde tan alto que no
podemos alcanzarles.
»Cuando lanzan a afganos contra
afganos no lo hacen bien. No nos
entienden, no entienden nuestra forma de
independencia (la anarquía, si prefieren
llamarlo así), que es nuestra fuerza. La
clase de presiones que aplican sobre el
ejército afgano hace imposible que éste
utilice las cualidades de lucha afganas;
no permitirán ninguna iniciativa a la
fuerza armada afgana. Nosotros creemos
que el ejército afgano combate mal,
porque sus soldados no tienen la
conciencia tranquila. Siempre llega un
momento en que los grandes planes
simplemente se derrumban, se vienen
abajo, fallan.
En este punto se desata una breve
disputa entre dos de los hombres
sentados en el banco sobre cuántos
miembros del ejército afgano están
contentos con su trabajo. «Cuarenta mil
como máximo en todo el país», dice uno.
«No más de cinco mil —replica el otro
—. Si hubiese más nos iría mejor, son
unos inútiles».
—Los rusos tienen una característica
que les perjudica; si algo va mal, no
cambian sus tácticas ni tratan de
emprender otro camino; se limitan a
insistir con más fuerza e intensifican lo
que están haciendo. A menudo destruyen
lo que intentan hacer, son rígidos e
inflexibles, no escuchan a nadie, son
tercos, y hacen las cosas a su manera.
Así pues, si los rusos fuesen sutiles,
habrían encontrado hace tiempo la forma
de salir de esta guerra sin perder su
prestigio. Además, escogen a gente débil
como líder. Ésa es una desventaja para
ellos a largo plazo. Conozco bien a
Najib, es un don nadie, un hombre débil,
¿cómo puede gobernar un país? No es
inteligente, ningún afgano le respetaría.
Para entender a Afganistán hay que
recordar que sus habitantes son la gente
más independiente del mundo. Cuando
digo que cada uno es un comandante
natural y que nunca podrá seguir bien a
nadie, lo digo con cierta ironía.
»Estoy seguro de que han oído
hablar hasta el cansancio de la yihad,
pero en mi opinión Occidente tiene un
concepto demasiado simple de ella. El
afgano lucha antes que nada por sí
mismo, por su familia, por su pueblo,
por su gente. Lucha por una combinación
de todas esas razones; y lucha por su
religión. Cuando oigan la palabra yihad,
y la habrán oído mil veces al día,
recuerden lo compleja que es esta
Guerra Santa.
Le preguntamos si sería muy difícil
para los muyahidin dejar de combatir y
aceptar la paz.
—Sí, mucho. Son guerreros por
naturaleza. Cuando esta guerra termine,
habrá un período en que los asuntos
tribales y personales se arreglarán. Los
combates cesarán gradualmente, pero
existe una característica afgana que
deben ustedes tener presente: cuando
decidimos ser leales a un gobierno,
también le obedecemos. El futuro
gobierno debe tolerar diferencias de
opinión muy grandes, religiosas y
políticas; sin embargo, habrá una
diferencia entre el antes y el después de
la guerra: antes de la invasión rusa
quizás había unos cientos de comunistas,
cuando se vayan no quedará ninguno.
A continuación nos interesamos por
las actitudes ante la cobertura mediática.
—Todas las semanas, o cada diez
días, redacto un informe de estrategia
basado en la información que llega de
todo Afganistán, pues tenemos gente en
cada rincón del país y se nos envía
información precisa. Yo mando el
informe al exterior, pero jamás vemos ni
una palabra en la prensa de sus países.
A veces nos parece que hacemos
esfuerzos enormes para ayudar a los
periodistas a entrar en Afganistán y
darles información, y que no recibimos
ningún beneficio a cambio.
Personalmente creo que necesitamos
mucha más atención de los medios de
comunicación y hacer mayores esfuerzos
por realizar buenas películas y buenos
reportajes periodísticos. Sobre todo
necesitamos que vengan más periodistas
a Afganistán, pero no sólo hasta
Peshawar, que es hasta donde casi todos
llegan; tienen que ver todo el país,
nosotros estamos dispuestos a llevarlos.
—¿Qué piensa del periodista francés
que describió tan bien una fortaleza
muyahidin que, en cuanto salió el
reportaje, los rusos fueron directamente
a bombardearla?
—Ciertamente, se trató de un hecho
muy desafortunado. Él fue descuidado,
como a menudo lo son los periodistas,
pero en definitiva valió la pena. Si
ustedes estuvieran mejor informados, a
nosotros nos iría mucho mejor.
Toda la información suministrada
por este comandante fue corroborada en
otras entrevistas. Por ejemplo:
—Usted dice que ahora no hay
menos soldados rusos en Afganistán,
sino muchos más, pero eso contradice
las últimas declaraciones de los rusos.
—¿Nunca han oído hablar de la
famosa desinformación rusa?
Otro comandante comentó: «Acabo
de leer que ha caído una bomba en
Sudáfrica y ha matado a nueve personas.
Vengo de una batalla donde derribamos
un helicóptero, destrozamos seis tanques
y matamos a treinta rusos con una
pérdida de cinco muyahidin, pero eso
nunca saldrá en vuestros periódicos.
¿Tendría quizá mejor suerte si tuviese la
cara negra?»
Conversando con un muyahid a
punto de regresar a Kabul me decía:
—¿Sabes de alguna pastilla que
sirva para calmar el hambre? Es nuestro
peor enemigo.
Una visión de la guerra de un ama de
casa (yo misma):
—¿Por qué no montan una fábrica de
comida concentrada que los muyahidin
puedan llevar a la guerra?
—Somos guerreros, hacemos lo que
sabemos hacer.
—Napoleón dijo que un ejército
avanza más con el estómago que con los
pies.
—Si nosotros avanzásemos en
función de nuestro estómago, la guerra
ya habría terminado. Yo mismo y mis
hombres acabamos de volver del frente.
Estuvimos allí veinte días; los alimentos
se acabaron y empezamos a comer
hierba.
—Sí, sí, sí, ya lo sabemos, pero si
montan una pequeña fábrica o, mejor
dicho, varios talleres de cocina
pequeños aquí, en Peshawar, o en las
cuevas de las montañas, y hacen comida
concentrada, fácil de llevar…
—¿Quién?
—Bueno, quizá los partidos…
—¡Los partidos! ¿Qué partidos? Tú
no los conoces.
—¿Por qué no todos juntos?
—¡Juntos! ¡No hacen más que
pelear! ¿Sabías que Massud acaba de
pedir a su cuartel general que envíen
comida antes de la llegada del invierno?
No le han enviado nada.
—Dices que los muyahidin trabajan
cada vez más unidos, prescindiendo de
los partidos. ¿Por qué no montan ellos
unas fábricas pequeñas o talleres y
hacen…?
—¿Qué tonterías estás diciendo?
—En el pasado vuestros propios
ejércitos marcharon con moras secas
comprimidas, ricas en calorías, no para
veinte días, claro, pero sí para tres o
cuatro. Necesitáis conseguir azúcar,
grasa, finitos secos y harina (muchas
calorías y vitaminas). Cuando todo está
bien mezclado se comprime, de forma
que las cualidades se mantengan pero el
alimento sea pequeño y ligero.
—Perfecto, mándanos el dinero,
dinos qué hay que hacer, y nosotros lo
haremos.
—Necesitaréis varias instalaciones
en diferentes lugares, pues los rusos las
volarán en cuanto se enteren.
—Si pudieran ser móviles, mucho
mejor, ¿no? ¿Podríamos hacer comida
concentrada para caballos? Nuestros
caballos y asnos cargan nuestro equipo y
nuestros alimentos, pero casi nunca hay
comida para ellos y se mueren.
Un tema importante en toda
conversación con los muyahidin es que
los partidos políticos, que dicen
representar a los que combaten, ya no lo
hacen. Sin embargo, la ayuda procedente
del exterior se envía a través de los
partidos, y para conseguir las pocas
municiones y comida que les dan los
muyahidin tienen que seguirles el juego.
«Nosotros luchamos, somos los que
hacemos frente a los rusos. Los partidos
se quedan en Peshawar riñendo entre
ellos, repartiéndose buenos cargos,
coches; se han convertido en unos
burócratas. Si mañana ganásemos la
guerra, desaparecerían. Nadie los
quiere».
El emir Mohamadi, líder del partido
Hariqat, nos había concedido una
entrevista. Hariqat apoya las relaciones
con Occidente, el islam liberal, la
restauración del Afganistán anterior a la
Catástrofe, donde florecían diferentes
interpretaciones del islam. (Y donde los
mulá no eran tan poderosos como ahora;
como hemos visto, en los malos tiempos,
políticos o religiosos, es cuando
prosperan las creencias extremas). El
emir es un mulá. Yo estaba nerviosa
pues mis interpretaciones de la palabra
mulá son demasiado simples. Había
oído a algunas mujeres quejarse sobre
ellos: «Los mulás nos tienen fastidiadas
en los campamentos de refugiados —
decían—. Controlan todo cuanto
hacemos, y los paquistaníes lo
permiten». (Una de las razones por las
que los mulás se han vuelto tan
poderosos es precisamente ésa. Los
paquistaníes tienen problemas para
patrullar los campamentos porque no se
permite la presencia de hombres en las
zonas de mujeres, mientras que los
mulás, por ser tan piadosos, sí pueden
entrar. Así pues, los paquistaníes
utilizan a los mulás para controlar a las
mujeres).
No había conocido, y sigo sin
conocer, a ninguno de esos hombres (en
general viejos) fanáticos e ignorantes,
pero algunos del grupo consiguieron
entrevistarles y filmarles, y regresaron
espantados.
Me impresionó mucho Among the
believers[1] de Naipaul, pero, como ya
he dicho, viviendo en Occidente he
conocido a varios musulmanes (cuya
religión no me gusta ni más ni menos que
otras) inteligentes, tolerantes y liberales,
que me han comentado que el islam está
lleno de personas como ellos, incluso en
países como Irán, donde esperan su
oportunidad. En Pakistán conocí a más
gente así. Me he preguntado cómo es que
Naipaul, teniendo el bagaje religioso
adecuado y la experiencia para
encontrarse con quien quisiera,
solamente conoció a maníacos
religiosos, y en tantos países
musulmanes. ¿Por qué son tantos los
occidentales que vuelven de sus
incursiones al mundo islámico trayendo
relatos de fanatismo e intolerancia?
¿Acaso Occidente disfruta asustándose
con los extremismos del islam porque
todavía nos impresionan las noticias del
malvado sarraceno?
La casa del emir era como cualquier
otra, pero su jardín estaba lejos de ser
común, lleno de jazmines, rosas,
macetas de plantas, patios sombreados;
todo lo que un jardín oriental debe tener.
Contra un fondo de arbustos había una
cama baja, con un jergón delgado,
cubierta con una tela color salmón
brillante y púrpura, como si fuese un
trono pequeño. Frente a ella había una
estera larga. Dejamos los zapatos al
borde. Sobre la cama estaba el emir
Mohamadi sentado con las piernas
cruzadas. Vestía de un blanco
deslumbrante y en su cabeza llevaba un
turbante de cuadros lila como un mantel,
atado alrededor de una elegante gorra
negra y plateada. Jugueteaba con un
rosario; sus manos me parecieron las de
un hombre de acción, musculosas,
fuertes.
Se ha dicho que vivimos en una
«cultura de apariencias», cada vez
juzgamos más a la gente por su aspecto.
(Creo que cada vez más la gente se
comporta en función de su aspecto). Esto
vino a mi memoria por mis reacciones
hacia el mulá. Había aprendido a
aceptar que hombres que parecían
bandidos balcánicos del siglo XVIII
hablasen con propiedad sobre asuntos
de la actualidad mundial; sin embargo,
aunque me habían advertido que el emir
no calzaba con la idea occidental de un
muid, su presencia no dejó de
asombrarme. He leído bastante sobre el
islam para conocer algo sobre sus ideas
básicas, su historia y sus principales
figuras históricas, así que no me
sorprendió que se pareciera a los
retratos de Rumi o El Ghazali, la
auténtica imagen de un santo medieval,
pero ¿que también fuese un hombre
moderno? Yo suponía, en mi obtusa
mente occidental, que su aspecto era el
resultado de un ejercicio de asesoría de
imagen, diseñado para impresionar a los
creyentes menos avispados, hasta que
cuando salí de Pakistán se lo comenté a
mis amigos musulmanes, quienes me
dijeron: «Oh no, mi padre es igual». «En
absoluto, mi tío es idéntico». Supongo
que no tendría que extrañamos que
algunas sectas cristianas decidan dirigir
sus ritos con indumentarias que hacen
parecer a los oficiantes príncipes
renacentistas, ni que ciertas órdenes
cristianas aún vistan como campesinos
medievales.
El discurso introductorio del emir
sobre la historia de la guerra afgana
terminó así: «Es un hecho demostrado
que yo inicié la Resistencia. Salí con
dos amigos por Quetta. No teníamos
dinero, nada. Buscamos a los estudiantes
y les preguntamos si estarían dispuestos
a combatir. Entrenamos algunos grupos
de comando, atacamos ocho puestos
fortificados de policía. La noticia corrió
como la pólvora por todo Afganistán, y
así fue cómo comenzó la Resistencia».
Fue una larga entrevista. Éstas son
las respuestas que más me
impresionaron:
—Si no se hubiese producido la
invasión rusa, ¿cómo cree que sería
Afganistán ahora?
—Seríamos libres, ¿acaso no es eso
lo principal? Me sorprende que lo
pregunte. Afganistán no es libre. Con los
rusos no existen derechos humanos.
Cualquier progreso en ese terreno en
cualquier país es patrimonio del mundo
entero. Cuando en un país se suprime el
Estado de derecho, eso implica una
pérdida para todo el mundo. Afganistán
ha retrocedido en todos los aspectos.
Estábamos avanzando en legislación,
libertad de las personas, de prensa, las
comunicaciones, la educación. El país
se estaba modernizando; muchos de
nuestros jóvenes estudiaban en el
extranjero, empezábamos a tener una
elite con conocimientos tecnológicos;
las cosas cambiaban muy deprisa.
Luego el emir habló largo rato sobre
el islam, de cómo Afganistán podía
haber sido un modelo para un Estado
islámico liberal.
—El islam está estrechamente ligado
con el nacionalismo afgano y esto se ha
intensificado con la guerra. No vamos a
abrazar el islam de nadie cuando seamos
libres de nuevo. Debéis recordar que
nuestros sunitas y chiítas trabajan juntos;
no están divididos como en otros países
islámicos. Antes de la Catástrofe,
Afganistán no era en absoluto un país
fanático; había algunos grupos fanáticos,
pero no tenían poder, ni siquiera el
respeto general.
—Los rusos afirman que con ellos
las mujeres afganas se han liberado —
señalamos.
—Las mujeres comenzaron a
liberarse antes de la Catástrofe, podían
escoger entre llevar el velo si querían, y
algunas así lo hicieron, o usar tejanos y
blusas si lo deseaban. La mayoría no
llevaba velo. Al norte, las tayikas, las
mongolas, las uzbecas y otras no lo
usaban, no forma parte de su tradición.
¿Acaso no le corresponde al propio
islam cambiar la situación de la mujer?
¿Insinuáis que si un país desaprueba la
política de otro eso le da derecho a
invadirlo? Históricamente el islam ha
mejorado la situación de la mujer,
algunas leyes hay que verlas en su
contexto histórico. Parecéis olvidar que
la situación de las mujeres en Occidente
mejoró recientemente, hace apenas
medio siglo. El islam es una buena base
para el desarrollo. Que se cometan y se
hayan cometido abusos no es una razón
para atacarnos. Una cosa es decir que
el islam oprime a las mujeres, y otra
que quienes las oprimen son los
hombres —cursivas de la autora—. Los
rusos oprimen a todo el mundo, no dan
esperanzas de cambio. Nosotros
ofrecemos esperanza y las bases para el
cambio. Los comunistas oprimen a las
minorías y a las religiones en todas
partes, y nadie protesta. ¿Acaso las
mujeres son los únicos seres oprimidos?
El islam se reformará a sí mismo, y el
mundo puede ayudamos a hacerlo. Estoy
seguro de que la forma de liberar a las
mujeres en Afganistán no es destruyendo
sus hogares y matando a sus hijos.
—¿Qué piensa usted de la situación
actual de la guerra?
—La guerra va muy bien, a pesar de
que os hayan dicho lo contrario. Lo que
necesitamos son los misiles tierra-aire;
también luchamos por vosotros.
Adquirimos armas allí donde podamos
encontrarlas, pero no podemos obtener
de los rusos los misiles que necesitamos
para derribarlos. Les arrebatamos casi
todo tipo de armas, pero no podemos
conseguir misiles.
—Los rusos se llevan a los jóvenes
a la Unión Soviética para adoctrinarlos.
¿Cala hondo ese adoctrinamiento?
—Los entrenan a fin de que trabajen
para los rusos en Afganistán y se les da
información que ellos mismos
reconocerán como falsa cuando regresen
a casa. Los afganos sovietizados serán
una pequeña minoría, y si no vuelven a
ser buenos afganos recibirán mucha
presión para cambiar. Si no logran
cambiar, entonces sus padres les
matarán. Los afganos piensan a largo
plazo; no dirán «éste es mi hijo», sino
«ésta es una mala persona». Será duro
para los padres, pero lo harán.
—Los rusos afirman que están
modernizando el país.
—Mussolini logró que los trenes
fuesen puntuales; Hitler consiguió el
pleno empleo, y sin embargo hoy nadie
admira a ninguno de los dos.
—¿Qué consiguen ustedes a cambio
de la pérdida de su libertad?
—El genocidio.
—¿Qué proporción de comunistas
hay en la población afgana?
—Si había setenta y cinco mil
comunistas en Afganistán cuando los
rusos nos invadieron, que lo dudo,
hemos matado a cincuenta mil de ellos.
Si quedan veinticinco mil por ahí, los
mataremos rápidamente.
Después de la entrevista todos
hablamos largo y tendido sobre el emir.
Un afgano dijo:
—El emir viene de una familia muy
antigua, llena de poetas y literatos, pero
con una fuerte tradición militar. Esa
combinación no es rara en Afganistán.
En primer lugar queríamos saber por
qué se convirtió en un mulá.
—Tenéis que entender que ser un
mulá no significa ser religioso o tener
«vocación» en el sentido occidental. Un
mulá es un maestro de la ley, de las
tradiciones. Para un hombre con una
familia como ésa, era lógico hacerse
mulá. El emir estuvo en el parlamento
durante mucho tiempo, elegido por su
circunscripción. Luego fue senador. Los
senadores no se eligen, se les nombra a
dedo; es un cuerpo asesor, como un
consejo de sabios.
Otro afgano comentó con sarcasmo:
—El emir Mohamadi tuvo que
hacerse miembro del parlamento para
ser escuchado; en el antiguo Afganistán
no bastaba con ser un muid.
En Peshawar, los siete partidos están
estructurados y se comportan como
gobiernos en el exilio. A través de ellos
se canalizan la ayuda y las armas, lo que
les ha dado más poder del que deberían
tener. Lo único en lo que todos los
muyahidin concuerdan es en que los
hombres que combaten en Afganistán
están hartos de los partidos. Por
ejemplo, estábamos en la sede central de
cierto partido cuando entró un muyahid
para preguntar si alguien hablaba
alemán. Había trabajado en Alemania
mientras su padre y sus hermanos
luchaban en la yihad. Su padre murió y
sus hermanos le llamaron para que
volviese a casa, llevaba varios meses
peleando como muyahid. La sede
central es un edificio muy agradable,
más bien de estilo femenino, todo
blanco, decorado con unas grecas azules
muy alegres, y con un lindo jardín.
Encantador, el lugar perfecto para una
fiesta al aire libre, para dilatadas
conversaciones de verano; pero ahora es
un hervidero de guerreros, de muyahidin
que vienen de todo Afganistán. Entonces
llegó un coche blanco del que se apeó un
mulá. «Ahí lo tenéis —dijo nuestro
amigo—; mirad adonde va a parar todo
nuestro dinero: coches y ganancias para
los mulás, empleos para sus amigos. Los
soldados venimos a buscar municiones y
tenemos que esperar, mientras que los
mulás llegan y se les hace pasar de
inmediato. Luego de esperar todo el día
consigo municiones para combatir dos
semanas, después tengo que parar un
tiempo. —A continuación repitió lo que
ya le habíamos oído decir cientos de
veces—: ¿Por qué no nos ayudáis? ¿Por
qué no nos dais armas? Si
consiguiéramos ayuda suficiente, la
guerra terminaría en unas cuantas
semanas».
La cooperación dentro de Afganistán
está creciendo entre los combatientes de
distintos partidos. Líderes de líneas
políticas muy diferentes tratan de aunar
sus esfuerzos. Se oye decir: «Massud
está imponiendo la unidad lentamente en
toda la parte central de Afganistán».
En Peshawar, cada vez más gente de
los partidos, incluso en altas posiciones,
rechaza el sectarismo, su arrogancia,
intentan romper las barreras; la
cooperación entre los combatientes está
reforzando Afganistán tanto dentro como
fuera del país.

No habíamos olvidado en absoluto


nuestro propósito de saber algo de las
mujeres guerreras de Afganistán, pero el
ambiente de algunas entrevistas hizo
imposible mencionar el asunto. No fue
éste nuestro único problema. Casi todas
las entrevistas acusaron la diferencia de
interpretación de la palabra
«entrevista». Para nosotros significa que
formulamos preguntas y nos responden.
Aquí tuvimos que escuchar largas
disertaciones antes de poder plantear
alguna pregunta. Esto se debe a su
sensación de aislamiento, de desamparo.
Como dijo un comandante: «Es como si
os gritásemos pidiendo ayuda y el viento
se llevase nuestras palabras».
En mis apuntes de cierta entrevista
se lee: «X sigue hablando, hace diez
minutos que empezó». «Quince minutos
más tarde, sigue y sigue y sigue». «Ya
lleva media hora». «¡Cuarenta minutos y
todavía continúa!» «¡Por fin!».
Todas estas súplicas desesperadas y
conmovedoras se pueden resumir así:

1. Según los muyahidin, la guerra va


bien, no están mal; nosotros, en
Occidente, estamos mal informados.
2. Tienen intenciones de luchar hasta
la victoria.
3. ¿Por qué Occidente no les ayuda?
¿Dónde están los misiles tierra-aire?
4. Necesitan alimentos; los rusos
queman sus cosechas, destruyen sus
campos y sus sistemas de riego.

Pasamos horas y horas en


habitaciones de hotel que huelen a humo,
y en las oficinas de los partidos tomando
Coca-Cola, escuchando conversaciones
sobre por qué Occidente no ayuda a los
muyahidin. Para mí la afirmación más
dolorosa ha sido ésta: «Obviamente no
saben lo bárbaros que son los rusos; de
lo contrario nos ayudarían». Esto me
recuerda a la antigua Rodesia del Sur,
donde año tras año, década tras década,
oía a los africanos decir: «Si nuestros
hermanos de Inglaterra supiesen cómo se
nos trata, nos ayudarían». Quienes así
hablaban eran los precursores de los
activistas próximos a salir a escena.
Ahora desprecian a la generación
anterior, los llaman «Tíos Tom», en mi
opinión injustamente. Una cosa es ser
parte de un gran movimiento donde
todos comparten las mismas opiniones, y
otra diferente estar aislado como lo
estaban la mayoría de estos hombres.
Estaban armados con el conocimiento de
que el derecho se hallaba de su parte,
pues los ingleses les habían arrebatado
sus tierras, pero la gente en Inglaterra
había dicho que sus derechos, los
derechos africanos, tenían que ser
respetados. Y ellos repetían con cándido
empecinamiento: «Cuando nuestros
hermanos en Inglaterra se enteren…».
A sus hermanos en Inglaterra les
importaba un bledo lo que les sucediera.
Cuando salí de Rodesia del Sur y quise
explicar cómo los blancos trataban a los
negros en Sudáfrica o en Rodesia del
Sur, a mí y a otra media docena de
personas que intentábamos cambiar la
opinión pública nos llamaban «rojos»,
«comunistas», «liberales» —siempre un
insulto en el sur de África—,
«buscapleitos» y cosas por el estilo.
Nos miraban con condescendencia, nos
degradaban, éramos el hazmerreír. Un
debate sobre la situación en Rodesia del
Sur habría vaciado la Cámara de los
Comunes. Las críticas sobre la situación
en Sudáfrica eran incipientes en alguno
que otro círculo marginal. En parte se
debió a ciertas novelas que se
escribieron entonces, como Cry the
Beloved Country (Llanto por la tierra
amada), de Alan Patón. Pero Rodesia
del Sur, ¿una colonia británica? ¡Claro
que no nos estábamos portando mal!
¡Eso sería impensable! ¿Cómo?
¿Nosotros, los ingleses? Sin embargo,
cada vez más me pregunto: supongamos
que a principios de los años cincuenta la
gente hubiese estado preparada para
escuchar las escasas voces de alarma,
¿se habrían evitado los desastres que
vinieron después? ¿La guerra civil de
Rodesia del Sur, que duró siete años?
En mi opinión, sí. Una década más tarde,
criticar los regímenes blancos en
Sudáfrica comenzó a calificarse,
reveladoramente, de «opinión
aprendida», pero para entonces ya era
demasiado tarde.
«Si los occidentales supiesen cómo
estamos sufriendo en Afganistán…» No
todos los diagnósticos de los motivos
occidentales son tan inocentes.
«Estados Unidos y la Unión
Soviética tienen un arreglo secreto:
Rusia puede hacer lo que quiera con
nosotros aquí, en Afganistán, siempre y
cuando se mantenga lejos de América
del Sur. Eso también cuenta para la isla
de Granada, donde los rusos se pasaron
de la raya y hubo que castigarlos; no
cumplieron el acuerdo secreto». Así
habló un muyahid tocado con un gorro
de piel ruso que había quitado a un
soldado al que había matado dos
semanas atrás cerca de Kabul.
Un muyahid con cicatrices de
muchas batallas y varios dedos
mutilados por un juguete bomba nos
comentó: «A los norteamericanos les
conviene que nosotros mantengamos a
los rusos encallados aquí en Afganistán.
Mientras les tengamos ocupados, se lo
pensarán bien antes de armar bronca en
otra parte. Nuestra lucha mantiene el
equilibrio del poder. Supongamos que
mañana echamos a los rusos de
Afganistán: Quedarían libres para
empezar otra aventura en otro lado.
Quizás algún enfrentamiento en la
frontera china, tal vez una pequeña
excursión a Europa. Europa es como
Estados Unidos, está dividida y eso la
hace vulnerable. ¿Suecia tal vez? Suecia
es débil por haber sido neutral durante
tanto tiempo. Cuando el Oso ruso atacó
a Finlandia, salió muy mal herido, y a
los noruegos los vieron pelear contra
Alemania».
En la oficina del Hariqat nos habló otro
muyahid. «Es evidente que Estados
Unidos podría terminar esta guerra
ahora mismo si nos diese más ayuda,
pero no lo hace; ¿por qué? Todavía está
traumatizado por Vietnam, algo dentro
de ellos les dice: “Si un pequeño país
como Afganistán, mucho peor armado
que los vietnamitas, puede ganar a la
gran nación rusa, entonces nosotros (los
norteamericanos) somos incluso peores
que los rusos”. Éste es un eje de su
razonamiento, y tal vez no sean
conscientes de ello. Por eso
deliberadamente mantienen la guerra en
una baja intensidad; no quieren que los
rusos ganen en Afganistán, pero tampoco
que ganemos nosotros. Cuando ganemos,
será la primera vez que se gana una
guerra al comunismo, y la habrán ganado
irnos muyahidm harapientos; eso haría
quedar muy mal a Estados Unidos. El
principal problema es que Estados
Unidos está dividido; en cambio los
rusos no, en absoluto, son un poder
imperialista mundial y saben
exactamente lo que quieren y cómo
conseguirlo. Logran sus objetivos
mediante la opresión y la mentira».
Hay un grupo de muyahidm sentados
en el césped del hotel bajo los árboles.
Son nueve. No son del Hariqat,
pertenecen a otro partido. De nuevo
vuelven a impresionarme sus caras, tan
diferentes; son de varías partes de
Afganistán. Un afgano nos explicó:
«Afganistán es una mezcla de diferentes
pueblos con diversos orígenes. No
necesariamente se gustan entre ellos,
pero no se molestan mutuamente. Es
como lo que pasa entre escoceses,
galeses e ingleses. No os caéis muy bien
entre vosotros, pero tampoco peleáis.
Los nómadas, como los cochis, los
mongoles, los turcomanos, los kirguiz,
los uzbecos y muchos otros, ven a los
otros como un pueblo diferente, pero se
unen para luchar contra un invasor».
Este grupo acaba de llegar de
combatir cerca de Kabul. Acusan el
desgaste de la batalla.
Poco antes de su llegada habíamos
comentado la publicación en el
Guardian de tres artículos de Jonathan
Steele, un periodista que había sido
huésped de los rusos y se tragó todo lo
que allí le dijeron. Incluso cayó en la
trampa de los «pueblos Potemkin»,
utilizada con éxito por los rusos durante
siglos. (Potemkin fue general en tiempos
de Catalina la Grande, de hecho su
amante favorito. Para ocultar la
escuálida pobreza del país,
acostumbraba a construir fachadas de
pueblos prósperos a lo largo de las rutas
por donde pasaba la corte o los
extranjeros. Hoy día los rusos enseñan a
los periodistas crédulos zonas bien
conservadas diciéndoles que se trata de
la zona por la que han preguntado,
cuando la verdadera está bombardeada y
destruida).
¿No es sorprendente que el
Guardian tome partido a favor de los
soviéticos? Claro que no, les digo, el
Guardian siempre ha sido propenso a
los errores. En la época de la
Federación de África Central (ya
olvidada, pero en su momento una
opción importante), que fue un último
esfuerzo del poder blanco por preservar
sus posiciones al tratar de amalgamar
Rodesia del Sur, Rodesia del Norte y
Niasalandia (que ahora es Zimbabue,
Zambia y Malaui), el Guardian apoyó la
idea con entusiasmo, al igual que otros
periódicos de los que uno esperaba tal
actitud.
Me parece sumamente extraño oír
mencionar el Guardian en semejante
entorno, así como otros periódicos
occidentales.
Un muyahid comenta: «¿Por qué os
sorprendéis? Los británicos invadieron
la mitad del mundo con el argumento de
que tenían derecho a “civilizar” a los
pueblos. Lo intentaron con nosotros.
Ahora los británicos han perdido su
imperio, pero no han dejado de ser
imperialistas. Cuando los rusos invaden
y destruyen, lo llaman “civilización” y
“modernización”. Tal como hicieron los
poderes imperialistas europeos. Por ese
motivo periódicos como el Guardian
apoyan a los rusos; ya no pueden ser
imperialistas, pero sí respaldar actitudes
imperialistas por persona interpuesta, a
través de los rusos».
La entrevista con el ministro de
Educación en Hariqat empezó con la
acostumbrada petición de ayuda y una
declaración de su heroica postura.
Después afirmó:
—Si nosotros ganamos mañana,
tendremos suficiente gente para dirigir
bien Afganistán; hay
tanto talento, habilidades y
experiencia desperdiciados entre los
refugiados de los campamentos y los
muyahidin, Sin embargo, si en diez años
no hemos ganado la guerra, entonces
sufriremos mucho, porque a nuestros
niños no se les está dando una educación
tecnológica moderna. Sí, es cierto que
algunos reciben ayuda, pero son pocos,
hay muchos talentos desperdiciándose.
Los paquistaníes nos ayudan con los
chicos, pero no pueden ayudamos tanto
como quisieran porque ellos también
están sufriendo; no es un país rico.
Todos los partidos en Peshawar y en
Quetta cuentan con escuelas, pero no son
suficientes, ninguno de nosotros tiene
bastante dinero para pagar decentemente
a los profesores. En los campamentos
los padres tratan de echar una mano,
pero no tienen dinero. Ése es un
problema, la educación en los
campamentos de refugiados. No hay que
olvidar la cantidad de niños que hay en
los campamentos. La mayoría de las
familias tienen entre cuatro y diez hijos,
y no están recibiendo educación. Las
Áreas Liberadas de Afganistán son otro
problema. Nuestra red de escuelas
primarias se ajustan al modelo antiguo:
escuelas en las mezquitas, escuelas
religiosas y otras similares, pero no
tenemos escuelas avanzadas. Si
construyésemos una escuela secundaría,
los rusos la bombardearían enseguida.
Los rusos siempre bombardean los
centros de enseñanza y los hospitales.
Es lógico; no quieren que tengamos una
población instruida, no quieren que los
muyahidin se recuperen cuando están
heridos. Por eso bombardean escuelas y
hospitales. Hemos tenido una buena
noticia: Estados Unidos dice que si los
partidos de Peshawar colaboran, nos
darán dinero para levantar más colegios
en las Áreas Liberadas.
—¿Comparte usted la idea de que
los partidos deben llegar a un arreglo
para colaborar?
—Claro, estamos de acuerdo con
eso; en las Áreas Liberadas se aceptan
niños de todos los partidos en nuestras
escuelas, las escuelas Hariqat. Es muy
bueno que los norteamericanos hayan
puesto esa condición. Con todo, la ayuda
que nos dan no basta. Ahora bien, si
otros países pudiesen ayudarnos con la
educación como hace Estados Unidos,
quizás empezaríamos a ver la luz al final
del túnel.

Todo refugiado debe estar inscrito en un


partido para recibir raciones de comida.
Esto significa que quienes no son
miembros de un partido no están
inscritos y se mueren de hambre, o
deben ser alimentados por familiares
que ya tienen poca comida. Para ponerlo
más claro: algunas personas con mente
independiente, que no quieren ser
definidas por un partido, pueden morir
de hambre o tener muchas dificultades
para alimentarse y alimentar a sus hijos.
No todos los refugiados están en los
campamentos. Pasamos un par de días
visitando gente que ha encontrado algún
agujero en la misma Peshawar.
Construyen colmenas de casitas de barro
en un solar o se acomodan de cualquier
forma en las calles.
Pronto comenzaron los enredos y
problemas que algunos veteranos daban
por sentado —y con los que incluso
parecían disfrutar— como parte
inevitable de la Experiencia Peshawar.
Puesto que las mujeres guerreras de
Afganistán seguían eludiéndonos, pues
no llegamos a tener noticias de ellas,
decidimos filmar y entrevistar a mujeres
instruidas. Un partido nos había
asignado un joven para que nos cuidase
y enseñase todo. (Había sido muyahid,
pero lo enviaron aquí para que atendiese
a las familias en el campamento).
Aseguró que ninguno de nosotros tendría
problemas, incluso León podría filmar a
las mujeres. Salimos con él en busca de
las calles indicadas. Cuando llegamos,
todos nos quitamos los zapatos y nos
sentamos intercambiando fórmulas de
cortesía con varios hombres; luego a las
tres mujeres nos llevaron a la zona de
mujeres. Se trataba de dos habitaciones
pequeñas con un pequeño patio; todo era
pobre, limpio, frugal. Estaban
amuebladas al estilo afgano, con cojines
y colchones a lo largo de las paredes, y
esteras en el suelo. Las paredes eran de
ladrillo y encalado blanco. Había dos
mujeres jóvenes y una mayor, y muchos
niños, todos simpáticos, correteando
alrededor, ansiosos por hablar. Uno se
siente cohibido al conversar con los
muyahidin, pues han convenido en
presentarse siempre como intrépidos y
heroicos, pero con las mujeres no
sucede nada de eso. Enseguida te
cuentan cómo ha ido todo, lo terrible, lo
pavoroso, cuánto han sufrido, cuánto
sufren ahora. Hablan entre sollozos,
recuerdan todos los detalles que los
periodistas ansían recabar y que son tan
difíciles de oír de boca de los hombres.
Esta familia llegó hace cuatro años
cruzando las montañas. Su pueblo, lleno
de mujeres y de niños, fue bombardeado
por los rusos; los hombres se habían ido
a luchar. «En nuestro pueblo no quedó
nada en pie —nos explican—;
guardábamos nuestras provisiones en el
sótano de la casa. Bajamos allí y nos
salvamos, a pesar de que bombardearon
nuestro hogar. Del pueblo salió un grupo
de cien personas; siete eran de nuestra
familia, incluyendo esta niña». Una
preciosa criatura de unos nueve años,
Nadala, dice que recuerda perfectamente
aquella terrible jornada. «Había nieve y
hielo, pero no agua, los niños tenían la
lengua hinchada por la falta de agua.
Tardamos dos semanas; los rusos nos
bombardearon durante todo el camino,
tiraban bombas de día y de noche. Esta
chica —una de las jóvenes— iba a
caballo con un crío en brazos, un
aeroplano ruso pasó muy bajo y ella
sintió que le corría sangre; era del bebé.
Se cayó del caballo, el crío estaba
muerto. Muchos tenían los pies
congelados. De los cien que salimos
solamente diez logramos cruzar las
montañas y llegar a Pakistán. Ahora
vivimos aquí. Los hombres vinieron por
nosotras unas semanas más tarde. Luego,
cuando vieron que estábamos bien,
regresaron para combatir junto a los
muyahidin».
Fue la mujer mayor quien nos relató
todo; lloraba, reía, imitaba el ruido de
los aviones, de los tanques, los
disparos, las granadas. Rebosaba de
vida y de rabia. Nos sentamos todas
juntas, las mujeres con los niños, y nos
entendimos perfectamente, como hacen
las mujeres. Contábamos con una
intérprete farsi, pero nos hubiéramos
arreglado igual sin ella.
Habíamos dedicado suficiente
tiempo a la cortesía, así que les
preguntamos si podíamos filmarlas.
Enseguida se notó el rechazo, la
incomodidad. Las dos mujeres jóvenes
dijeron que sus esposos no estaban y que
eran ellos quienes debían dar la
autorización. Una no escondió el temor
que le inspiraba su marido. El mal
momento pasó y seguimos charlando. Se
quejaban de la estrechez de su vida
actual, encerradas todas juntas después
de haber tenido una vida espaciosa en el
pueblo.
De repente aparecieron dos
hombres, los maridos, y todo cambió.
Uno era maestro de escuela y hablaba
algo de inglés. Había luchado en el
ejército afgano hasta que, poco tiempo
atrás, desertó con cuatro mil soldados,
que se llevaron consigo sus Kaláshnikov
y seis tanques. Cientos de esos hombres
vinieron a Peshawar. El otro individuo
se convirtió para nosotros en el símbolo
de las frustraciones de Peshawar,
incluso de la Experiencia Peshawar
misma. Era más bajito que la mayoría de
los afganos, más menudo, con una
apariencia sumamente tenebrosa,
sospechosa, un bravucón. Era el marido
temido. De pronto las mujeres habían
desaparecido de la galería y estaban
dentro, mirando por las ventanas, o
preparando la comida en un cuchitril que
hacía las veces de cocina, con la cara
cubierta por el velo; bien al fondo. Los
dos hombres habían ocupado su lugar, se
sentaron con nosotras, con los niños
sobre el regazo y los hombros; saltaba a
la vista que eran muy buenos padres. Las
dos mujeres jóvenes estaban
embarazadas; ambas tenían niños de
pecho, además de otros mayores. Estas
mujeres, bellezas afganas, todas
hinchadas y lechosas, rodeadas de
criaturas, eran vulnerables, necesitaban
protección; no costaba verlas con los
ojos de los hombres. Presenciábamos
una escena de vida familiar
desaparecida hace tiempo de Occidente,
perdida en el pasado gracias al control
de la natalidad y a la liberación de la
mujer. Ese hombre posesivo, carcelero,
malhumorado, con los ojos enrojecidos,
era con toda probabilidad tan buen
marido como padre, al viejo estilo:
locamente enamorado de su mujer,
celoso, sexualmente apasionado,
exigente, absorbente.
Nosotras, mujeres emancipadas, a
veces tenemos momentos de debilidad y
soñamos con…, bueno, en realidad con
lo que soñamos es con un verdadero
marido a la antigua. Por desgracia no se
puede tener una parte sin la otra, hay que
estar a las duras y a las maduras. Los
amables compañeros que comparten
nuestro estilo, nuestra vida, jamás serán
como este policía enamorado (en verdad
era policía, trabajaba en seguridad) y
temido por su esposa. Nuestros hombres
nunca rodean a sus mujeres con fiereza,
enojo, necesidad hambrienta, y si acaso
lo hacen no se les permite que dure
mucho rato. «¿Quién te has creído que
eres, Hitler?». En consecuencia, se
sienten inseguros, a la deriva. Nunca han
estado realmente comprometidos, no en
lo profundo de sus instintos. Lo que
estaba viendo allí, en esa galería, era el
otro extremo de las experiencias de las
mujeres occidentales: el marido
sexualmente apasionado, y cuantos más
hijos, mejor.
Era como mirar una cárcel pequeña,
cálida.
Mientras yo me perdía en estos
pensamientos, que serían considerados
excéntricos tanto por los hombres como
por las mujeres afganos que allí estaban,
ellos seguían hablando de la yihad y de
los rusos. ¿Nos dábamos cuenta de que
los rusos habían matado, por lo menos, a
un millón de civiles? Creían que el
número sin duda era superior. ¿Nos
dábamos cuenta de que las mujeres y los
niños que estábamos viendo podían
haber muerto? ¿Sabíamos que Pakistán
albergaba a más de tres millones de
refugiados, probablemente casi cuatro?
¿Y qué del millón, había quizá dos
millones de refugiados en Irán? ¿Nos
dábamos cuenta?
Ya que no habíamos podido filmar a
las jóvenes, ¿podríamos quizá filmar a
la señora mayor? ¿Por qué no?
Accedieron generosamente.
Procedimos a explicarles en qué
consistía la publicidad, «la imagen», la
propaganda, la información. No
entendieron nada, es algo ajeno a ellos
por completo.
—¿Para qué quieren que lo
contemos de nuevo? —preguntaba la
señora con toda razón—. Se lo
acabamos de contar.
—Queremos que la gente de Estados
Unidos la vea contando su historia,
porque no entienden lo que le ha pasado.
—Los rusos bombardearon nuestro
pueblo, entonces nosotros vinimos
cruzando las montañas y… —Hablaba
mecánicamente.
De repente una de nosotras le pidió:
—Háblenos de su casa en
Afganistán.
Entonces la señora rompió a llorar,
se olvidó de la cámara y empezó un
lamento que era casi un canto:
—Oh, Afganistán, mi querido
Afganistán, cuánto añoro mi hogar, mi
patria, mi gente, mi Afganistán.
Pienso en la ironía de que, entre toda
la gente del mundo, precisamente los
rusos tendrían que entender eso de
«añoro mi patria», pues son ellos
quienes no paran de hablar de su patria,
su rodina.
El maestro juega con un niño que
tiene un rudo Kaláshnikov de madera.
Dispara con él, ¡ta-ta-ta-ta-ta!, y grita
«¡libertad y muerte!» siguiendo las
indicaciones de su padre.
—Mientras haya rusos pelearemos
—afirman los hombres y la señora y los
niños, por si todavía no nos hemos dado
por enteradas.
León no pudo entrar para filmar a
esta familia. Mientras tanto estuvo
hablando en la habitación exterior con
dos jóvenes que habían estudiado en
Kabul pero no conseguían una plaza en
la universidad en Pakistán. «Ahora
tenemos mucho tiempo libre, como
puedes ver estamos ociosos», decían
entre risas. Son hermanos de una doctora
joven que trabaja en una clínica donde
se atiende a mujeres y niños refugiados.
Es ella quien mantiene a toda la familia.
Y ¿qué pasó con el jovencito que había
asegurado que no habría «ningún
problema» en que filmásemos a las
mujeres? Simplemente desapareció.
Nosotras, las mujeres, entramos en
la habitación de la doctora. Me recuerda
los tiempos en que fui pobre. Es una
estancia sencilla, encalada, con el suelo
cubierto de esteras de colores bonitas y
baratas, fotos de revistas pegadas en las
paredes y una colcha brillante. Contra
las paredes hay jergones en los que nos
sentamos con las piernas cruzadas,
postura cómoda para todas menos para
mí. No sé cómo lo hacen. En la
habitación reina un calor húmedo. Su
padre era el director de una fábrica de
artículos de lana en Kabul y ayudaba en
secreto a los muyahidin. Los empleados
se enteraron de que los comunistas
planeaban encerrarle en la cárcel y se lo
advirtieron. Huyó con toda su familia.
«Así pues, vinimos cruzando las
montañas, bombardeados por los rusos».
La madre era contable, había
trabajado en Estados Unidos. Todos
conocían otros países. La doctora nos
cuenta que en Kabul era libre, llevaba
vestidos occidentales, estudiaba y
trabajaba. Ahora está en el purdá, tiene
que llevar velo hasta para asomarse a la
puerta. Ni siquiera puede ir a la
biblioteca para buscar libros, sus
hermanos tienen que traérselos. De
noche, leer es el único entretenimiento.
«¿Qué otra cosa podemos hacer?» El
severo espíritu puritano de Pakistán me
había afectado tan profundamente que
cuando me oí decir: «¿No hay cafés o
restaurantes, o quizás algún teatro donde
puedas ir?», me sentí como si le
preguntase: «¿Nunca vas a los
burdeles?». Su sonrisa puso de
manifiesto que se daba cuenta de la
ridiculez de la pregunta, así como de
que yo también era consciente de que
resultaba ridícula.
Un campamento de refugiados consiste
típicamente en un laberinto de
habitaciones pequeñas que se comunican
entre sí a veces, si hay suerte, mediante
un exiguo patio. Por lo general las
paredes son de adobe, en ocasiones
están encaladas. O bien se compone de
cientos de tiendas de campaña, cada una
rodeada por un bajo muro de barro.
Según las pautas de configuración del
purdá, debe haber una habitación
exterior para los hombres donde las
mujeres no pueden entrar cuando hay
visitantes masculinos; cuando se puede,
esas pautas se cumplen. Las
habitaciones son minúsculas, sólo caben
los jergones alrededor de la pared y
algunos estantes para la comida y las
escasas pertenencias. Es la pobreza más
absoluta. Siempre hay muchos niños.
Aquí las mujeres hacen malabarismos
para apañárselas con las magras
raciones que reparten los partidos. Sus
maridos están luchando y vienen a
visitarlas cuando pueden.
Algunas veces una familia o un
grupo de familias cuenta con un hombre
que vela por ellas. En otras ocasiones,
Massud, Hakkani u otros comandantes
han ordenado a un muyahid abandonar
el combate para encargarse de los suyos.
Las familias no son tan sólo pasivos
receptores de ayuda y comida. Peshawar
está lleno de afganos que han creado
toda suerte de pequeños negocios.
Venden comida en los mercados
viejos de Peshawar, así como productos
afganos en general; perchas, alfombras,
artículos de bronce, ropas y tristes
recuerdos de los soldados rusos
muertos: sombreros de piel, gorras,
prendedores con la estrella roja,
cinturones, cualquier cosa. Todas estas
mercancías llegan continuamente de
Afganistán a lomos de caballos y burros,
junto con las cartas y noticias de casa.
Es un tráfico continuo. Si los afganos
fuesen menos emprendedores, ¿quizá los
paquistaníes se sentirían menos
molestos? Los paquistaníes se quejan de
que los afganos les quitan los empleos.
Estos argumentan: «No os estamos
quitando el empleo, nosotros montamos
nuestros propios negocios». De hecho,
los campamentos están llenos de
pequeñas empresas.
Oí a dos afganos de clase media que
de alguna manera sobreviven en
Peshawar intercambiar opiniones sobre
por qué Occidente es reacio a ayudar a
los refugiados.
«Creo que es porque nos negamos a
mostramos indefensos —afirma uno—.
Occidente reacciona ante un niño que se
muere de hambre, sobre todo si es
negro, pero supón que ves una escena
como ésta en televisión: un afgano que
está combatiendo con los muyahidin
resulta herido, no puede seguir
luchando. Se pone a vender buñuelos al
lado de la carretera por donde pasan los
muyahidin cuando visitan a sus familias
en los campamentos. Su esposa y siete
hijos también están en el campamento.
Trabaja de sol a sol pero apenas gana lo
suficiente para que sus hijos no se
mueran de hambre; sin embargo están
mal alimentados, no tienen abrigo ni van
a la escuela. ¿Crees que la gente
reaccionaría ante esta historia?»
«No —responde el otro—. Es una
cuestión de condicionamiento. Están
condicionados para responder ante el
niño negro, no ante nosotros».
Pregunté a un amigo paquistaní si
pensaba que a largo plazo esta invasión
de empresas y energía afganas podría
beneficiar a Pakistán. Generalmente,
cuando un país acepta refugiados, al
cabo de un par de generaciones resultan
evidentes los efectos beneficiosos. Me
respondió que Pakistán tenía
demasiados problemas como para sacar
provecho de otro más. Cuando planteé la
misma pregunta a algunos
norteamericanos y otras personas,
coincidieron en que a Pakistán no le
vendría mal una infusión de energía y
fortaleza afganas.

Tres millones, se dice pronto; tres,


cuatro millones de refugiados, pero
hasta que ves los kilómetros y
kilómetros de campamentos de
refugiados no te das cuenta de lo que en
verdad significa, multitud de cubículos
de barro o en su defecto chozas,
enjambres de niños, la mayoría sin
educación; todas las mujeres encerradas
juntas; una sanidad inadecuada; agua
insuficiente. Y los refugiados siguen
llegando de Afganistán por miles, por
cientos de miles. Un doctor
estadounidense decía:
—Los rusos no estarán contentos
hasta haber sacado a todos los afganos
de Afganistán. Es lo que quieren, un país
vacío para colonizarlo y explotarlo sin
oposición. Saben que mientras haya
afganos vivos dentro del país, tendrán
que luchar contra ellos.
—Sí, pero mientras haya afganos
fuera del país también tendrán que
luchar con ellos.
—Por eso tratan de conseguir que
cierren las fronteras.
Casi todo el tránsito —combatientes,
su equipo, sus animales, productos para
los mercados, periodistas, espías y
aldeanos— pasa a través de las tierras
de los pastunes. Éstos nunca han sido
devotos de ningún gobierno. No quieren
a Pakistán ni a Kabul ni a los rusos. Su
historia es antigua y sorprendente; dicen
ser Beni Israel, descendientes de una de
las diez tribus de Israel, llevados a
Afganistán hace mucho tiempo por
Nabucodonosor. En resumidas cuentas,
son judíos. Llevan nombres del Antiguo
Testamento; hay tumbas antiguas con
inscripciones en hebreo; mantienen
algunas costumbres judías. Este pueblo
tiene fama de ser rudo e intransigente
incluso entre los afganos. Se negaron a
cooperar con los rusos para derrotar a
les muyahidin, pero ahora los rusos
emplean una política muy inteligente
para atraerlos. Los pastunes creen que
les han robado sus tierras, se sienten
confinados en un área muy pequeña. Los
rusos les ofrecen tierras a cambio de
que se retiren de la frontera o, si
prefieren quedarse, les dan dinero para
que se nieguen a ayudar a los
muyahidin. Estas presiones funcionan,
hasta cierto punto. ¿Tendrán éxito? De
ser así, cerrarán a los muyahidin una de
las entradas a Afganistán desde
Pakistán, quizá la más importante. Sin
embargo, los pastunes no mantienen su
fidelidad por un soborno, como
demuestra la historia; siempre han
tomado el dinero sin importar quién lo
ofrezca y luego buscan su propio interés.
Odian a los rusos y ésa es la esperanza
de los muyahidin.
Los cuatro fuimos al barrio donde
viven los afganos no inscritos,
escoltados por nuestro policía
particular, quien había dejado claro que
no podíamos ir allí sin él. ¿Con qué
derecho? ¿Quién lo había dicho? Nunca
supimos. Según los experimentados, era
una especie de mentor que debíamos
tener. Quizá pensamos que pasaríamos
inadvertidos; tres mujeres, una británica
(de la antigua Rodesia del Sur y nacida
en Irán, pero obviemos el detalle), una
tejana y una chica afgana nacida en
Inglaterra, además de un cineasta sueco,
nada fuera de lo común en Occidente,
donde las gentes se mezclan y
confunden, se mueven por todas partes,
pero para las autoridades éramos algo
imposible. ¿Qué estábamos haciendo?
Bueno, dijimos, trabajamos para Afghan
Relief y queremos ver las… Pero ¿por
qué juntos? Porque somos amigos.
¡Pero, pero, pero! «Estaréis mucho
mejor con vuestro policía, no es tan
malo como creéis, podría ser mucho
peor».
Cada callejón, cada trozo de tierra,
cada casa presenta a ambos lados un
canal no muy profundo con agua, con
aguas residuales, todo lo que un hogar
desecha. El olor es fuerte. Nancy Sheils,
acostumbrada al sur de India, dice que
la evacuación moderna de aguas
residuales es una superstición occidental
y que millones de personas se las
arreglan muy bien sin ella. Yo le dije
que antes de que Inglaterra tuviese
alcantarillado la gente moría de cólera,
tifus, disentería, y que no estaba
dispuesta a dejarme convencer y
mostrarme tolerante con unas zanjas
llenas de mierda. Sin embargo, noté que
en mi segunda visita a la zona apenas
reparé en cosas que en la primera me
habían llamado la atención.
Cerca de las habitaciones que
visitamos, apretujado entre personas de
todas las edades, vivía un qazi, o juez
religioso, y su familia. Había sido algo
así como un magistrado, pero ahora
trabaja de portero. Una mujer, su
cuñada, es pariente del Daud que invitó
a los rusos a Afganistán. No quisimos
preguntarle qué pensaba ahora de su
distinguido familiar. Nadie, ni las
jóvenes ni las viejas ni los niños ni el
qazi, quería dejamos ir, algunos
hablaban inglés y nos contaban lo
desesperados que estaban por un
momento de sociabilidad que rompiese
su aburrida monotonía en esos cubículos
donde vivían hacinados, en esos
laberintos de calles. Y las mujeres por
supuesto, oprimidas por el purdá.
Era gente que en Afganistán había
tenido casas, jardines, una buena vida.
Luego, sin previo aviso, nos
llevaron a un lugar polvoriento entre tres
paredes de ladrillo donde habían
montado una tienda. En el interior de
ésta había una mujer, con la cara
cubierta, por supuesto, un hombre que se
veía sombrío y muy desesperado, un
niño de cinco o seis años que se aburría
sin nada que hacer. Había un bebé
envuelto como una larva en una malla
antimosquitos; acababa de despertar,
parecía bastante saludable y normal.
Otra criatura falleció «cuando veníamos
por las montañas», había otro niño un
año mayor que el bebé pero del mismo
tamaño, estaba acostado boca abajo, tan
quieto que pensamos que estaba muerto
o agonizante. Algo andaba muy mal. La
familia no estaba inscrita para la
comida; el hombre ganaba unas pocas
rupias por semana trabajando como
porteador en el mercado. El interior de
la tienda era bochornoso, el aire
polvoriento. Pronto sería frío y
polvoriento, pero era ahí donde pasarían
el invierno. Justo donde están ahora.
Las callejuelas por donde
anduvimos estaban llenas de afganos
charlando. Toda el área está llena de
afganos. Puestos de venta de frutas y
verduras. La mayoría de los hombres
eran muyahidin de visita entre una
batalla y otra. Después nos llevaron a
una habitación que se me antojó lujosa,
hasta que me di cuenta de cuánto habían
cambiado mis criterios de valoración en
tan sólo un par de días. Era una estancia
de tamaño decente y techo alto, con las
paredes realmente blancas. En el suelo
había una alfombra afgana de verdad.
Encima de los colchones que bordeaban
las paredes había tapetes y cojines, y en
la cama una colcha de lana de muchos
colores. En el techo giraban las aspas de
un ventilador. Sobre todo destacaba, en
una esquina, una nevera, la primera que
veía. Luego pensé que en Inglaterra, y
seguro que en Estados Unidos también,
esa nevera sería considerada demasiado
vieja incluso para una mala tienda de
artículos de segunda mano. Fue la mejor
habitación que vimos; sus habitantes
eran profesores y tenían trabajo.
Un comandante de Paghman nos
visitó varías veces. Pertenece a otro
partido y es de bajo rango comparado
con el que organiza campañas
completas. Era hijo de un campesino.
Como era un chico listo, entró en el
ejército, donde se distinguió antes de la
Catástrofe. Ahora tiene algunos cientos
de hombres a su mando. La primera
noche acababa de llegar de batallar en
Paghman y estaba eufórico, locuaz,
incansable, jactancioso. Al día
siguiente, una vez descargada la
adrenalina, era un hombre sobrio y se
sentía muy cansado, dijo que sufría el
«shock de la batalla»; no pudo dormir,
pues pasó la noche viendo rusos en su
mente y tenía que estar despierto para
matarlos. Había luchado contra los rusos
durante siete años. Tres días atrás
habían matado a ochenta y herido a
ochocientos. Los rusos llevaban siete
años tratando de sitiar Paghman. Lo que
antes fue el Paraíso de Afganistán, lleno
de huertos, jardines, campos, pueblos,
sistemas de riego, con medio millón de
habitantes, ahora es un desierto; uno
jamás creería que haya habido jardines y
mucha agua y flores allí. Las bombas
rusas han llegado tan hondo que han
perforado las capas freáticas a diez
metros de profundidad. El castillo de
Paghman todavía custodia la entrada al
valle. Ése fue su punto fuerte para atacar
Kabul tiempo atrás. Ahora los rusos
controlan un cinturón de cinco
kilómetros alrededor de Kabul, pero
sólo durante el día. «Somos nosotros —
explica— quienes decidimos lo que
pasa dentro y fuera de Kabul. Por
ejemplo, el último Primero de Mayo los
rusos anunciaron una celebración, ya
sabes, su celebración del Día
Internacional del Trabajador, y nosotros
decidimos acompañarlos. Apostamos
dos grupos de hombres cerca del
castillo en un estrecho desfiladero y
permanecimos a la espera en las
proximidades de un puesto ruso. Por lo
que nos habían dicho nuestros
informantes, sabíamos que por ahí
pasarían dos convoyes militares. No fue
sino hasta las cuatro de la tarde cuando
por fin aparecieron. Los dejamos hechos
trizas. Nuestros hombres descendieron
hacia los convoyes; llevaban incluso
hachas y barrotes, pues los rusos no
aguantan ese tipo de lucha. Capturamos
varios Kaláshnikov y DSHK, y
camiones blindados para llevar
personal. No teníamos dónde guardar
tanta cosa, así que lo rociamos con
gasolina y le prendimos fuego; las
explosiones se vieron desde todo Kabul.
Ésa fue nuestra contribución al Primero
de Mayo. Fue un ataque muy famoso,
podéis verificarlo si queréis. Os lo digo
porque nos acusan de exagerados. No es
cierto, hay batallas todo el tiempo y
nadie se entera, excepto los rusos, y
ellos saben muy bien que no
exageramos».
En otra visita, con otro grupo
distinto de hombres, nos contó: «Los
rusos emplean métodos que son
incongruentes con sus pretensiones
políticas. Al principio algunos se
dejaron seducir por su oratoria, pero eso
fue hace mucho tiempo. Ahora no debe
de haber más de dos mil comunistas en
todo el país, y algunos están fingiendo;
no tienen más remedio. Los rusos dan
empleo a gente que les obedezca, en la
que puedan confiar, o en la que crean
que pueden confiar. Eso es imperialismo
clásico. Luego hacen tratos con los
familiares de sus trabajadores, o los
secuestran y amenazan con torturarles si
los empleados no les siguen el juego.
Esto da oportunidades a la Resistencia.
Son gente con la que se puede contar
para que trabajen descuidadamente o
cierren los ojos ante algo, para que
corran un riesgo. En verdad no son
colaboracionistas. Han aprendido de los
rusos, que son unos corruptos, cómo
burlar el sistema y son mucho más útiles
donde están que si hubiesen huido. Lo
primero que hacen los rusos es formar
una red de colaboradores. Otro método
incoherente con sus pretensiones: en
lugar de colectivizar la tierra, como
aseguran hacer, han creado una cantidad
de pequeños capitalistas. Si una persona
tiene veinte hectáreas, los rusos le
quitan quince y le dejan cinco. Luego
dicen: “Si te portas bien y no colaboras
con los muyahidin, podrás conservar tus
cinco hectáreas”. Con las otras quince
consiguen otros tres pequeños
capitalistas, controlados de la misma
forma. En los pueblos utilizan otra
política. Si alguien tiene cincuenta mil
afganis, le dejan diez mil, le quitan
cuarenta mil y se los dan a otras
personas que espiarán para ellos.
Ambicionan tener un control
autofinanciado de nuestro país. Cuando
llegan a una ciudad, escogen las mejores
casas, desalojan a los propietarios y se
las dan a sus soplones con el propósito
de crear una elite servil. Sin embargo,
nosotros sabemos quiénes son los
verdaderos soplones, no ellos, leñemos
tanta gente trabajando para nosotros en
su red que siempre sabemos qué hacen y
qué piensan hacer. Es así como gente
con tan pocas armas y tan pocas
municiones consigue tan buenos
resultados». Este hombre hablaba con
gran admiración de Massud, que es de
otro partido: «Massud ha recuperado las
minas de esmeraldas de las manos rusas.
Sus agentes están comprando armas en
los mercados internacionales, ya tiene
reparados y listos para usar dieciocho
helicópteros y trece aviones de reacción
que quitaron a los rusos, dispone de
seiscientos tanques… ahora debe de
tener más. Tiene donde guardarlos, no
como nosotros, que capturamos sesenta
tanques cerca del castillo de Paghman y
tuvimos que quemarlos». (Las montañas
están llenas de escondites; cuevas y
fortalezas naturales que los comandantes
muyahidin usan como cuarteles
generales. No sólo los muyahidin las
utilizan. Un ejército de turcomanos sigue
combatiendo contra los rusos décadas
después de que éstos conquistaran su
país. Tienen una «ciudad de juncos» en
un juncar cerca de la frontera rusa, y allí
cuentan con un ejército, armas, hasta
hospitales y bibliotecas. Ahora han
trasladado ese cuartel central a otro
lugar).
Este comandante nos comentó que el
KHAD iba tras él, pero no se le permitía
llevar pistola en Pakistán: «El KGB
tiene influencia aquí, donde uno no lo
esperaría; por eso no se me permite ir
armado».
Mientras hacíamos estas visitas,
nosotros cinco nos alojábamos en el
hotel Dean, que debe de ser único en su
especie en todo el mundo. Erigido bajo
el imperio, consiste en un área grande
con construcciones de una sola planta
dispersas entre jardines y árboles. En
las habitaciones hace mucho calor y
están mal ventiladas, aunque me
despertaba en medio de la noche aterida
de frío; el aire del forzado ventilador me
había secado el sudor sobre la piel.
Luego no lograba conciliar el sueño
a causa del ruido. Los ventiladores
chirriaban. El aire acondicionado
zumbaba y su maquinaria emitía sin
cesar golpes secos. Parecía que las
habitaciones fuesen un barco que
chapoteaba en un río, chap-chap,
chap-chap. Con todo en movimiento, las
cortinas, los bordes de las fundas de las
sillas, la ropa colgada en su respaldo, se
hacía más intensa la sensación. Si me
hubiese asomado a la ventana, habría
visto el agua serpentear en medio de una
jungla. Encima de nuestras cinco
habitaciones en línea había un espacio
vado, supongo que serían las
buhardillas. De ahí llegaban unos ruidos
sorprendentes, demasiado estruendosos
para ser ratas. Quizá los pájaros habían
tomado el lugar, o incluso animales
pequeños. La sensación de estar
acompañada y de sentirme incluso
observada era muy intensa. Si miraba
alguna rendija estaba segura de que
vería ojos, y no forzosamente de
animales. Sin embargo, cuando en
verdad me asomé a la ventana, todas las
fantasías se desvanecieron; sólo había
jardines llenos de sombras, árboles,
arbustos, pálidas estrellas, grupos de
habitaciones con la luz apagada, y el
vigilante nocturno haciendo su ronda.
No quiero criticar este hotel tan
especial por temor a que lo destruyan y
levanten uno de esos insípidos
monstruos internacionales. Vaya este
cuento a modo de ambientación: como
de costumbre, no conseguía dormir por
la falta de ventilación y daba vueltas en
mi habitación a las cuatro de la
madrugada cuando oí una fuerte
detonación. ¿Un disparo? El hotel acoge
a vendedores de armamento, traficantes
de droga, ladrones, espías, delincuentes
de todo tipo, al igual que periodistas,
trabajadores sociales y turistas
normales. En el momento no hice nada,
pero a los cinco minutos me asomé; no
había nadie en la galería ni en los
jardines, todo estaba en calma, las
ventanas de las habitaciones estaban
oscuras. Al poco rato sonaron unos
golpes en mi puerta. Tampoco abrí
enseguida y cuando lo hice no había
nadie. Media hora después oí una serie
de ruidos difíciles de definir. No era la
clase de ruidos que cabe esperar en un
hotel respetable a las cuatro y media de
la madrugada, digamos en el Tunbridge
Wells. ¿Voces? No. Era más bien como
si estuviesen arrastrando o empujando
algo pesado. Me levanté para mirar; no
se veía nada. Poco a poco llegó la
mañana. Dos muyahidin salieron de una
habitación cercana. Se echaron sus
mantas al hombro y se perdieron en el
amanecer. El vigilante del hotel les
acompañó hasta la puerta. Partiendo de
esta serie de acontecimientos podrían
crearse varios cuentos.
De más está decir que en los hoteles
los taxistas que esperan clientes a la
puerta, los camareros, los
recepcionistas, todos son policías.
Más o menos a los tres días de estar
allí te das cuenta de que te has
convertido en un ser sospechoso de una
manera que en cualquier otra parte
resultaría cómica. Lo primero que
piensas al ver a alguien es: «¿Para quién
trabajas?». ¿Paranoia? ¡En absoluto!
Equipo esencial de supervivencia.
Todo el lugar está lleno de intrigas,
sucesos misteriosos, espías. Personajes
tan obviamente sospechosos que un
novelista sólo los utilizaría en una sátira
o en una parodia. Se acercan con aire
inocente para plantear preguntas
capciosas como si tal cosa, para
explicar por qué están en Pakistán o en
Peshawar, por qué se han sentido
impulsados a visitarte en tu habitación o
a acompañarte a la mesa, le entran ganas
de reír a carcajadas, mirarles para que
ellos también se rían… Pero no, las
reglas del juego lo prohíben; la
solemnidad se impone. Luego
desaparecen, supuestamente con la
intención de redactar un informe para
alguien. Ésta es una parte esencial de la
Experiencia Peshawar y significa que te
han enseñado una muestra de esa
sórdida y peligrosa comedia negra que
estoy segura no se da en ninguna otra
parte.

Debo señalar que si bien la situación de


Afganistán resulta fácilmente
comprensible, por muy trágica y
complicada que pueda ser, Pakistán en
cambio es un cúmulo de contradicciones
a las que no acerté a encontrar sentido.
Los cuatro periódicos en inglés que
leíamos cada mañana mientras
tomábamos el desayuno bajo los
árboles, observados por los gatos del
hotel, los cuervos y una especie de
buitres, pintaban un país lleno de
manifestaciones y crisis. Todas las
ediciones incluyen artículos
desesperados sobre el estado de la
nación, pero lo que leíamos en los
diarios no reflejaba lo que veíamos en
la gente ni en la vida cotidiana. La
característica de los paquistaníes parece
ser una indolencia amable e
imperturbable. Y su encanto. Todos son
encantadores. El encanto rezuma en los
amigables ojos pardos, en la sonrisa, en
la cara. El encanto es la cualidad que
abre el camino a mil transacciones que
de otra manera no podrían llevarse a
cabo. Cuando crees que no hay
esperanza para tal permiso, ese billete
de avión o una cita, el encanto acude en
tu ayuda. Tienen reservas inagotables de
amabilidad. ¡Un país de gente
encantadora! ¿Cómo es posible una cosa
así? Cuando regresé a Inglaterra, las
preguntas que planteé a mis amigos
paquistaníes suscitaron algún que otro
comentario cínico, pero prefiero
mantenerme en la ignorancia. Después
de todo, no fui a analizar Pakistán.
Aun así, por donde pasaba
preguntaba por la señorita Bhutto. Uno
creería que en un país donde el velo de
las mujeres es un asunto tan importante
alguien diría: «¡Pero si es una mujer!».
Pues no. «Es demasiado joven», dicen.
«Zia es un zorro viejo demasiado astuto
para ella». «No es más que una agente
soviética». «Será parte importante de la
oposición cuando crezca». Mas nunca
«Pero si es una mujer».
Disponíamos de mucho tiempo para
holgazanear bajo los árboles o sentamos
en la hierba por la noche a contemplar la
luna. Nos sentábamos, ociosos. Nos
sentábamos. Así es como funcionan las
cosas en Pakistán, lenta, impredecible,
exasperantemente. Se concierta una cita,
no se cancela, pero simplemente no se
realiza. La gente no llega a la hora
señalada, o ni siquiera aparece.
Complicadas secuencias de
acontecimientos planeados a la manera
occidental, lo que significa que con toda
seguridad sucederán, ni siquiera
empiezan. Después de tres o cuatro días,
por las noches decíamos: «¿Y qué
imaginamos que ocurrirá mañana?».
'Iodos los veteranos que conocimos, los
médicos occidentales que instruyen a los
afganos, los empleados de los
hospitales, los trabajadores sociales,
todos han desarrollado un humor a la
defensiva, una especie de protección
contra la histeria. «Aquí la burocracia
es así;…», dicen.
No me gustaría tener que soportarlo
por mucho tiempo.
Quizá lo más frustrante era la
dificultad para conseguir que los
hombres nos contaran las cosas con
tanto detalle y viveza como las mujeres.
Esto define una diferencia entre ellos y
nosotras que no es necesariamente un
halago para nosotras, para quienes todo
tiene que ser personalizado. Conservo
las anotaciones de una conversación con
un comandante muyahid. Habíamos
pasado toda la tarde conversando sobre
—no podía ser de otra manera— por
qué Occidente no les ayuda; sobre los
rusos; sobre las diferentes
características nacionales de varios
países occidentales. (Por ejemplo, los
franceses: histéricos y emocionales,
aunque han hecho mucho por ayudamos;
los norteamericanos: comerciantes, pero
sin el menor concepto de sus verdaderos
intereses a largo plazo; los ingleses:
mitad imperialistas, mitad comerciantes;
los suecos: muy sinceros y trabajadores;
los rusos; todos irnos imperialistas). En
medio del conocido discurso sobre la
arrogancia de los mulás comentó algo
que dejaba entrever una extraordinaria
experiencia personal. De ahí resultó esta
conversación:
—¿Así que simplemente dejaste el
ejército afgano para unirte a los
muyahidin?
—Sí.
—¿Cómo lo hiciste?
—Bueno, no era fácil decidir el
momento oportuno porque nos vigilaban
todo el tiempo, de modo que cuando
pudimos, nos fuimos.
—Sí, pero exactamente, ¿qué pasó?
—Cogimos unos tanques y nos
largamos.
—Debes entender que a la gente en
Occidente le fascinaría conocer esta
historia.
—Te lo estamos contando. Diles que
muchos afganos dejan el ejército afgano
para ir a luchar con los muyahidin.
—Sí, sí, ya lo sé pero, por favor,
dime exactamente qué ocurrió.
—¿Qué quieres saber?
—¿Era de noche cuando os luisteis?
—¿Qué? Claro que era de noche.
Nosotros luchamos de noche, de modo
que los rusos también tienen que
hacerlo. Decimos que si no tenemos
sueño, pues entonces los rusos tampoco
pueden dormir.
—¿Y esa noche en particular?
—Habíamos enviado un mensajero a
los muyahidin para informarles de que
queríamos unimos a ellos. Estaba
previsto lanzar un ataque a sus
posiciones, así que les avisamos. Nos
respondieron con otro mensaje en el que
nos indicaban que fingiéramos atacarles
y luego nos quedásemos allí, y eso fue lo
que hicimos.
—Suena muy fácil.
—Fue fácil; para eso lo planeamos.
—¿Murió alguien?
—Sí, muchos rusos; de los nuestros
no tantos.
—Has dicho que intercambiasteis
mensajes con los muyahidin, ¿cómo
sucedió?
—Hay tanta gente en el ejército
afgano trabajando para los muyahidin
que siempre sabemos lo que hacen y
viceversa.
—Dices que algunos de los vuestros
murieron.
—Sí.
—¿Hubo heridos?
—A mí me hirieron en el brazo. Al
que estaba a mi lado lo mataron.
—¿Y entonces?
—Vine a un hospital para muyahidin
en Peshawar y al cabo de unas semanas
regresé para luchar con los muyahidin
cerca de Kabul.
Hay personas que se marchan de
Peshawar pensando que escapan de «una
noche en Casablanca».
En mi caso, estaba contenta si el
tráfico no acababa con mi vida.
Habiendo crecido en Rodesia, donde los
límites de velocidad y las leyes de
tráfico se consideraban ataques a la
libertad personal, pensaba que lo había
visto todo. Cuando cae el sol, las calles
se llenan con un millón de bicicletas,
todas sin luces. En Salisbury pusieron el
primer semáforo (acompañado de
aplausos sarcásticos) al final de la
Segunda Guerra Mundial. El tráfico de
Peshawar es como la hora punta en
París, pero cuatro veces peor; además se
complica con la presencia de carros
tirados por caballos, o burros, vacas y
bueyes paseándose por las calles. Las
bicis, a menudo con varias personas
encima, casi nunca llevan luces. Hay
coches de todo tipo, y los autocares de
la región parecen latas enormes
decoradas con frases, fotos de estrellas
de cine, citas del Corán. Hay que
mencionar asimismo la peculiar
contribución del subcontinente a la
movilidad internacional; motocicletas
convertidas en minitaxis que, aunque no
deberían, llevan hasta cinco personas y
te dejan los huesos hechos gelatina.
Todos conducen aferrados al claxon,
como si confiasen más en los sonidos
que en la vista. Hasta el viaje más corto
es una secuencia de conatos de choques,
«pero se adquiere un sexto sentido»,
dice un amigo paquistaní con tono alegre
virando y conduciendo a toda velocidad
bajo las narices de las bestias y las
máquinas. Simplemente optas por no
mirar, es mejor no ver la muerte venir.
En cada ciudad te sientes envuelto por
su característica principal; después de
unos días en Peshawar sentía que el
mundo entero era una peligrosa red de
calles en una nebulosa de humo y polvo;
polvo por doquier, mezclado con el olor
de la gasolina y el gasóleo que te
taponan las fosas nasales, te ensucian la
piel y el pelo.
En los jardines del hotel Dean, el
polvoriento tráfico quedaba al otro lado
del seto, que sin embargo no protegía
del alboroto. La niebla tóxica apagaba
las estrellas; sólo las más brillantes
lucían a través de ella, no se trataba del
resplandor denso y bajo que cabe
esperar del cielo de una noche
meridional, que, tan pronto como el sol
desaparece, hace insignificantes los
asuntos humanos. Al contrario, la
humanidad se impone con las luces
polvorientas de la ciudad, se ven
destellos rojos y amarillos en el cielo
oscuro y piensas que son fuegos
artificiales, pero luego te das cuenta de
que las bengalas salen del valle de
Parachinar, donde debe de haber algún
«incidente» en curso. Entonces te sientas
a ver si hay más bengalas o disparos.
Hay polvo en las estrellas, polvo en los
arbustos y en las galerías, polvo de los
coches que entran y salen del hotel,
polvo en el sudor que exige varias
duchas al día para sacárselo de encima.
Un paisaje polvoriento, un paisaje
de tierra, tal como lo vi al aterrizar;
ahora me rodeaba.
Sin embargo eso fue antes de que
saliéramos a pasear; después de unos
días de largas esperas con intervalos de
prisas, que era lo único que hacíamos,
supe que necesitaba caminar. Nancy
Sheils (otra andariega) y yo nos citamos
a las cinco y media de la madrugada y
salimos a la calle todavía desierta.
Fue la única manera de ver la
cantidad de árboles que había por todas
partes, pero fuimos en la dirección
equivocada. Al cabo de un rato
caminábamos a lo largo de un canal
ancho y pestilente. Nos dimos por
vencidas. Al día siguiente nos dirigimos
hacia el otro lado y llegamos a los
campamentos construidos por los
ingleses para el personal de su ejército
y, por supuesto, no había ningún canal de
aguas residuales a la vista. ¿Adónde van
entonces esas aguas? Mejor no saberlo.
Allí todas las casas eran agradables, con
jardines y patios especiales para tomar
el té y sentarse a pasar el tiempo;
cuando visitamos una por dentro,
imaginé a la típica familia inglesa,
similar a la mía. La señora de la casa
como mi madre, protestando todo el
tiempo por el polvo, el calor, las moscas
y, claro está, las malas condiciones
sanitarias. En Kermanshah, donde nací,
mi madre solía decir: «Los criados han
arrojado el agua sucia esta mañana
temprano y a mediodía ya estaba seco,
no sé adónde ha ido a parar». Donde
había acabado, naturalmente, era en el
polvo que el viento esparcía por todo el
paisaje. No cuesta imaginar cómo estas
esposas, una vez terminadas las labores
domésticas, hablaban de Peshawar; por
un lado, aliviadas porque el calor y su
solitaria batalla contra el polvo había
terminado y, por otro, atormentadas por
la vida en la que no se permitían
participar; la vida real de sus criados o
de los soldados que sus maridos
dirigían. Su contacto con ellos era
estrictamente oficial; jamás se
relacionaba con sus familias, con el
indio común y corriente. (En ese tiempo
todavía formaba parte de la India, no de
Pakistán). En la casa donde tomamos el
té había una sala grande y umbría llena
de fotografías, dominada por el
ventilador que giraba lentamente; de la
pared colgaba la piel de un tigre que
había devorado a varios hombres y cuya
caza nos contaron en detalle. Alfombras
de Pakistán y Afganistán, toda suerte de
adoraos, visillos de encaje. Había un
criado, muy observador, a cargo de
todo; nos ofrecía pasteles y más
pasteles, patatas fritas con salsa de
tomate y deliciosas fintas en rodajas, y
su mirada censuradora me hada recordar
a mi madre cuando decía entre risas:
«Le aseguro que tengo que cuidarme de
no meter la pata con los criados de la
casa. Si me paso de la raya, enseguida
me lo hacen saber. Tuve que aprender a
contenerme ante ellos». Las casas son
ahora propiedad de paquistaníes
acomodados, pero los fantasmas del
imperio aún rondan por ahí. Nuestro
anfitrión había estado en el ejército
británico en las dos guerras mundiales.
Sigue siendo todo un soldado, vive
pendiente de las noticias de la lucha en
Afganistán y critica o alaba las acciones
según el caso. En verdad le gustaría
mucho estar allí.
Hay barrios con viviendas
preciosas, árboles, jardines; Peshawar
está muy extendido sobre la planicie,
aunque no muy densamente. Cuando
buscas una dirección, en un momento te
encuentras en una calle llena de grandes
casas con puertas muy bonitas, para
enseguida pasar a un pequeño campo de
maíz, con cabras que escarban en la
basura. Doblas la esquina, y estás de
nuevo en la zona residencial.
En Peshawar nunca olvidas que los
edificios tienen una vida corta, como las
personas. No es sólo el contraste con la
solidez de Londres, donde están tan
profundamente enraizados en la tierra
que te dan la sensación de continuidad;
en el sur de África he visto docenas de
ciudades, pueblos, aldeas asentados de
forma superficial en el suelo, y sin
embargo no dan esa sensación de
temporalidad. Gracias a Dios, sólo hay
unos pocos edificios modernos y altos
en Peshawar, y son tan horrorosos como
en cualquier otro lugar. Las
construcciones nuevas tienden a copiar
las antiguas, de manera que una escuela
recién erigida tiene dos o tres pisos y
posee una elegancia diáfana gracias al
uso de los arcos y las decoraciones de
los mongoles. Cualquier edificio nuevo
puede parecer atacado por el tiempo,
pues enseguida aparece una mancha
oscura en la parte baja de las paredes
blancas, como si la tierra subiese para
reclamar lo que le pertenece. Todo, no
sólo las patéticas colmenas de barro de
los refugiados, parece provisional,
transitorio, apenas levantado o a punto
de venirse abajo. Ése es el encanto del
lugar, lo fascinante; «polvo eres, y en
polvo te convertirás», ése es el mensaje
de este paisaje, este paraíso de los
conservacionistas, de los ecologistas.
Visitamos a la familia de un
comandante muyahid con quien
habíamos trabado amistad. Al principio
la ruta recorría las calles típicas de
Peshawar, con esas edificaciones de
ladrillo o barro, livianas, agradables,
encaladas o no, algunas manchadas,
desconchadas o agrietadas. Los
mercados de Peshawar son exactamente
lo que uno espera de un mercado
oriental medieval: laberintos de
callejuelas con patios y tenderetes, y
todas las carreteras que salen de
Peshawar están jalonadas de montones
de estos puestos de venta a los lados.
Son de barro, o de barro y paja, y su
techo está hecho a base de juncos, ramas
viejas, plantas de maíz apiladas o
amontonadas sobre juncos o sobre un
par de palos; algunos tienen un
montículo de barro arenoso, y sobre ese
suelo han crecido hierbas y maleza. En
los puestos se venden frutas, verduras,
carne, toda clase de mercancías, y los
hombres, muchos de ellos afganos, se
sientan delante, o bien se recuestan en
camas confeccionadas de cuerdas y
palos, a ver el mundo pasar. Algunas
veces se reúnen en grupos y se sientan a
charlar y a contemplar los coches y el
tráfico, el tráfico asesino de Peshawar.
Pronto los lados de la carretera se
colman de muyahidin, muchos de ellos
armados, pues ya no están en la ciudad.
Hay cientos, luego miles, más tarde
parece que toda esa masa de gente son
muyahidin. Ocasionalmente entre los
hombres se mueve alguna mujer. Hay
que estar atento para distinguirla: su
atuendo, al igual que su andar, la hace
invisible. Es curioso, pero una mujer
con burka tiene un modo de caminar más
libre, más informal, que otra con velo.
El burka cubre de la cabeza a los pies;
se ciñe a la cabeza, tiene una rejilla para
los ojos y el resto flota alrededor al
andar. Dentro, la mujer está en un mundo
diferente, observa sin ser vista,
realmente es invisible (huelga decir que
los burkas se utilizan para todo tipo de
transacciones peligrosas o dudosas. En
las fronteras entre Pakistán y Afganistán,
las autoridades miran las manos y los
pies; ¿es un muyahid o un periodista que
trata de pasar a Afganistán?). El velo,
una tela tendida sobre la boca, deja a la
vista sólo los ojos, lo que da a la mujer
un aspecto furtivo, escurridizo. Resulta
doloroso ver a una mujer con quien has
hablado, un ser humano, una persona
transformada de esa manera.
Cuando regresé a Londres me
envolví la cabeza con un velo que me
cubría la boca y la frente hasta las cejas.
Sólo se me veían los ojos. Durante todo
el día caminé así por la calle; me había
vuelto invisible. Habiendo captado al
vuelo mi petición, «no quiero que me
miren», la mirada de la gente resbalaba
sobre mí y me pasaba por encima. No
dejan que las miradas se crucen. Pronto
me di cuenta de que mis ojos trataban de
hacerse notar; en un país musulmán los
habría llevado muy maquillados. Fue
entonces cuando me percaté de que por
lo general en un autobús, o en el metro,
o al pasar a alguien en la acera, confío
en que mi cara transmita un mensaje,
bien sea con una sonrisa, una mirada,
pero ahora, con la boca escondida, no se
veía la sonrisa. Cuando te cubres la
boca, en todo momento eres muy
consciente de ello; de repente parece
algo prohibido, desagradable o
vergonzoso, algo erótico que hay que
ocultar, como una llaga. Empecé a
preguntarme qué clase de fijación oral u
obsesión tendría el primero que ordenó
cubrirse la boca, algo que por lo demás
no aparece en el Corán ni citado como
un mandamiento del Profeta. En algún
lugar, en los primeros tiempos del islam,
tuvo que haber un autoritario obsesivo,
como san Pablo, que se impuso en el
cristianismo durante siglos atormentando
y humillando a las mujeres con
prohibiciones que jamás pudieron
emanar de Cristo. Los musulmanes
liberales afirman que en el Corán hay
diversos textos donde se establece la
igualdad de las mujeres y que podrían
servir de base para la reforma del islam.
Por ejemplo: «La mujer es la mitad
gemela del hombre»; «el Paraíso está
bajo los pies de tu madre»; o «a la mujer
no se le debe quitar lo que es de su
propiedad». Esta última frase es la que
ha permitido a las musulmanas
establecerse como mujeres de negocios.
También ayuda que la primera esposa de
Mahoma fue una próspera comerciante
por méritos propios.
¿Por qué tenemos que preocupamos
por lo que se dijo hace siglos? Está
claro que hay algo en el mecanismo de
la mente humana que así lo exige. Una
vez al año los chiítas musulmanes se
flagelan, se rebajan a una idiotez
escandalosa de automutilación porque
los nietos de Mahoma fueron asesinados
en el siglo V (del calendario cristiano).
Miembros de nuestro grupo vieron a
algunos chiítas llegar al hospital
cubiertos de sangre, malheridos después
de haberse golpeado a sí mismos con
barras de hierro y cadenas, de tal forma
que se parecían más bien (como
comentó un amigo musulmán) a Cristo
cuando le bajaron de la cruz. Los
cristianos discuten continuamente sobre
la interpretación de los textos del
Antiguo y Nuevo Testamento. Hace poco
oí un sabio y simpático discurso sobre
cómo la religión según san Marcos
podría ser una cosa totalmente distinta
de aquella con la que hemos cargado;
todo depende de los textos que se
escojan.
Aunque nos empeñemos en negarlo,
a la gente le gustan las figuras de
autoridad. Cualquier persona madura
recordará cómo, no hace mucho tiempo,
los discípulos de san Freud elevaron a
dogma sus palabras. Por fortuna parece
que esta religión ha sido cortada de raíz.
Ciertamente hay algo en las mujeres
que responde al hecho de verse
prisioneras, cautivas. Hemos
presenciado recientemente cómo grupos
de musulmanas declaraban sentirse
«libres» con el velo. ¿Por qué no, si eso
las hace felices? Sin embargo, no
deberían imponer su elección a las
demás. En Irán grupos de mujeres
ortodoxas recorrieron la ciudad en
busca de sus «hermanas» que habían
cometido el desliz de mostrar un rastro
de lápiz de labios o un mechón de pelo.
Cuando encontraban alguna le arañaban
la boca, le tiraban del cabello, la
abofeteaban y pegaban, le gritaban
«puta». Por desgracia no son sólo los
hombres quienes oprimen a las mujeres.
La carretera todavía estaba atestada
de los enormes autobuses decorados con
colores chillones, motocicletas taxis y
coches; pero ahora había más carros
tirados por bueyes y burros. De repente
estás en medio de un campo fértil, con
abundantes plantaciones, árboles,
canales de riego, estanques, acequias.
Cada centímetro está cultivado. La
carretera está bordeada de búfalos
felices que se revuelcan con gracia o a
los que chicos a medio vestir llevan a
tomar un baño en el estanque; las vacas
tienen buen aspecto, los asnos están bien
alimentados. No vi ningún animal
maltratado; bueno, sólo uno, un asno
agotado que tiraba de un carro en una
calle en Peshawar, lo llevaba un
muyahid de aspecto desesperado. Hasta
los gatos del hotel se veían saludables,
quizá porque el Profeta era conocido
por su amor a los gatos. Un poco más
allá reparaban la carretera; mujeres con
el velo a medio poner llevaban tierra en
canastos chatos, mientras que los
hombres, sentados a intervalos a lo
largo de medio kilómetro, picaban
piedras a martillazos. Todos llevaban
gafas de protección, lo que les hada
parecer escolares; se protegían los
dedos con una especie de manguitos
como para tinta. Estos escribas,
sentados a la sombra de pantallas de
mimbre o tela que parecen velas, siguen
picando sin prisa. De vez en cuando se
ven algunos túmulos de piedras afiladas,
firmes como dientes sembrados en la
tierra. Algunos son de los muyahidin y
parecen enormes veleros surcando las
colinas con cientos de banderines, casi
todos verdes, que ondean alegres.
Poco a poco el exuberante paisaje
cambia, se toma más árido y pedregoso.
La carretera continúa flanqueada de
tenderetes, está llena de gente, coches,
bestias. En varías ocasiones nuestro taxi
tuvo que detenerse; de inmediato nos
rodeaban hombres que nos miraban
fijamente, a veces con una sonrisa
burlona; éramos mujeres, mujeres sin
velo, mujeres occidentales. Los críos
nos saludaban: Hello, how are you?,
para mostrar que estaban aprendiendo
inglés en la escuela, y los hombres,
serios, barbados, con turbante, les
reñían. Sin embargo, ellos no les hacían
el menor caso y corrían al lado del
coche riéndose. Vimos muchas caras
nuristaníes, qué impresión, con su nariz
occidental, recta, hasta respingona; ojos
verdes o azules, cabello claro, quizá
rizado. Debes reprimir el impulso de
tratarles como paisanos. Existe una
teoría según la cual los ingleses, los
anglos, tienen sus orígenes en estos
lares; parte de una tribu nuristaní,
debido a la presión demográfica, se vio
obligada a vagar durante cientos de años
antes de terminar en Inglaterra. Aquí te
sientes tentado a creerlo. Al rato
salimos repentinamente de la carretera
para enfilar un camino y al instante nos
encontramos en un paisaje desértico.
Todo era un polvo rojo, pedregoso,
agreste, con desfiladeros y riscos, por
todas partes había edificaciones
derruidas y a ras de suelo se veían los
restos de viejas chozas como
protuberancias de un rojo brillante. El
polvo volaba por todas partes, velando
incluso el cielo azul. Había fabricas de
ladrillos (el ladrillo es la primera forma
que toma el polvo en su camino para
dejar de serlo), y esparcidas aquí y allá
ocasionales tiendas de campaña, quizás
al abrigo de un árbol solitario o un
arbusto; una vivienda para una familia
de refugiados afganos. Estas tiendas
también han dado un paso adelante hacia
la condición de casa; aquí una tienda
puede ser la cubierta bajo la que se
levantan las paredes de barro hasta un
metro o más de alto. Están rojas por el
polvo; los escasos árboles que crecen
están llenos de polvo. No hay nada
verde; un rebaño de vacas atraviesa la
llanura roja para ir a pastar a algún
lugar que no se alcanza a ver. A menos
de dos o tres kilómetros está la tierra
fértil, aunque desde aquí parece
improbable. El polvo rojo de la llanura
se extiende a lo lejos, bordeado por una
línea verde que parece estar al pie del
Himalaya: kilómetros de polvo, tierra y
piedras.
A un lado de la llanura, en la
distancia, hay un muro bajo, de tierra.
Tras él hay un campamento de
muyahidin; pertenece a un partido
político. Grupos de muyahidin vagan en
la explanada de polvo y luego
desaparecen tras el muro. Todos están
armados. El muro largo, uniforme, rojo
contra el cielo azul me recuerda algunas
partes de España, su grandeza, su
soledad. Pero tras él hay un hormiguero
de hombres armados, miles de ellos. En
este paisaje la soledad es sólo aparente.
Al poco rato estábamos en un
pueblecito de casas de barro construidas
por los mismos refugiados, y entonces se
produjo otra confusión de las que
parecen inevitables. Nos habían invitado
a visitar al comandante y su familia.
Aquí también nos dijeron que no habría
problemas para filmar a las mujeres. Sin
embargo, el comandante estaba ausente;
sus asistentes no sabían de él, hada tres
días que no le veían. Suponían que
estaría en la batalla que se libraba en el
valle. Su madre y su esposa estaban muy
preocupadas por él. Al día siguiente
apareció, dio toda clase de disculpas
pero ninguna explicación sobre el
incidente.
Los asistentes no sabían nada
respecto a la filmación de la familia. De
nuevo a las tres mujeres nos llevaron a
la zona de las mujeres, mientras los
hombres se sentaban en la habitación
para los visitantes masculinos.
Estas mujeres estaban mucho mejor
que la mayoría; tenían espacio. Una
pared alta cercaba un patio grande
donde tres caballos comían la caña de
maíz que habíamos visto carretear en el
camino para destinarla a forraje. Había
pollos, en un nicho en la pared de barro
había un jardincito como de metro y
medio de lado, con jazmines y rosas.
Seco y polvoriento, pero jardín al fin y
al cabo. Había dos mujeres jóvenes,
eran las esposas del comandante y de su
hermano, otro comandante; ambas
estaban embarazadas, amamantaban a
sendos bebés y, además, cada una de
ellas tenía otro hijo mayor: seis niños en
total. Los dos mayores jugaban con un
pajarito parecido a una perdiz que tenían
en una jaula de cuerdas. Eira su
mascota, pobre pajarillo. Las dos chicas
eran muy bellas, al estilo de cierto
canon afgano; la cara en forma de
corazón con pómulos amplios, boca
sensual aunque el labio superior deja
ver los dientes, muy blancos. Sus
grandes ojos verdes, francos y directos,
cándidos, están a un mundo de distancia
de los oscuros ojos sigilosos de sus
vecinas paquistaníes. Tenían el porte y
el andar de la mujer montañesa.
Una señora mayor estaba al mando
de todo; tenía sesenta años, era la madre
del comandante, y se trataba de una
mujer formidable. Enseguida entendimos
lo que nos habían dicho sobre las
sorpresas del purdá; apenas nos
habíamos sentado cuando ella se levantó
la falda para enseñarnos el vientre
hinchado. Tenía un tumor, nos dijo que
no le dolía pero tampoco podían
extraérselo. Acudía a una clínica de
unos médicos de Kabul en el exilio,
pero apenas disponían de medicinas.
Varias personas familiarizadas con
el islam nos han contado que si un
hombre alcanza la categoría de «amigo
privilegiado» de una familia puede
visitarla cuando quiera, incluso estar
con las mujeres en el purdá, y éstas
serán para él casi hermanas, a salvo de
toda tentación sexual. Ellas se
comportarán con él con la familiaridad
que se reserva a un pariente y podrán
aparecer en su presencia no sólo sin
velo, sino casi a medio vestir, y sin
ninguna timidez.
Les preguntamos a las jóvenes si
Nancy y Saira podrían filmarlas y
fotografiarlas; pero no estaban sus
maridos para dar el permiso. En cuanto
a la señora y los críos, no había ningún
problema.
Las dos familias vivían en sendas
habitaciones más bien pequeñas unidas
por una galería. Las paredes eran de
cemento sin pintar. El suelo estaba
cubierto de esteras. En un rincón había
una pila de ropa de cama que llegaba
casi hasta el techo, además de los
habituales colchones alrededor de las
paredes, cubiertos con telas muy
vistosas. Las mujeres llevaban vestidos
muy coloridos y bonitos, pendientes,
collares, brazaletes.
Se trataba de bisutería, cuentas de
plástico. Cuando empezó la guerra, las
mujeres de Afganistán entregaron sus
joyas, y objetos de valor para comprar
armas y municiones. Reatas de animales
cargados con las joyas cruzaron las
montañas hasta los campamentos en
Pakistán. A las mujeres que llegaron
como refugiadas a los campamentos no
les quedaba gran cosa, lo que tenían lo
vendieron para comprar comida. Los
bazares de Peshawar están llenos de sus
collares, brazaletes, pendientes. Me
compré un collar: veintiún complicados
colgantes de cobre engarzados a una
trenza de brocado. Da la apariencia y la
sensación de algo intensamente
personal, privado y muy usado. Está
hecho para lucirlo ceñido al cuello.
Aquí tengo que llevarlo sobre un vestido
liso de cuello alto, muy elegante. Está en
mi habitación, sobre una mesa, y parece
atraer mi mirada. ¡No me olvides!, dice.
Durante toda la visita no pararon de
ofrecemos té, y nosotras lo
rechazábamos, pues eso significa que no
tenían té; de lo contrario simplemente lo
hubiesen traído. Había poca comida,
pocos juguetes para los niños. La señora
era quien más hablaba; animada, vivaz,
confiada. Cuando sus hijos se van a
batallar, dejan los niños a su cuidado, no
al de sus esposas.
Su historia, por supuesto, comienza
así: «Entonces los rusos nos
bombardearon y destruyeron nuestros
alimentos, y vinimos cruzando las
montañas…». Cuentan que su vida aquí
es pobre y aburrida. En su tierra no les
faltaba de nada, todos eran felices en
Afganistán antes de la Catástrofe. Ahora
nunca salen del campamento. ¿Adónde
van a ir? Sin contar que carecen de ropa;
los niños tienen solamente lo que llevan
puesto, unos vestiditos de algodón y
camisas y pantalones; y el invierno se
aproxima.
—Además —afirma la señora—,
aquí nos sentimos seguras, rodeadas por
nuestros muyahidin. En Peshawar muere
mucha gente, a manos del KHAD, de los
rusos.
Una vez más, preguntamos por las
mujeres combatientes. ¿Han oído hablar
de ellas, existen?
—Oh sí —responde enseguida—.
Cerca de Herat hay una. —Ella misma
era de Herat y su difunto marido también
—. La mujer comandante se llama
Maryam. Era hija única y su padre
sentenció: «Sólo tengo una hija, ningún
hijo, de modo que ella tiene que ir a la
yihad».
Le puso su cinturón de municiones y
sus hombres la aceptaron. Es famosa. Es
tan valiente como un varón. Suele decir:
«Cuando encuentre un hombre tan
valiente como yo, me casaré con él».
Pero tiene treinta y cinco años y, por
supuesto, no se puede casar hasta que
ganemos la guerra. Es muy inteligente.
Por ejemplo, una vez que se supo que
venían los rusos, hizo que la gente del
pueblo llevase vacas y pollos al otro
lado del puente. Los soldados rusos
están mal alimentados y ella sabía que al
llegar se detendrían para atrapar las
vacas y los pollos. Cuando bajaron de
los tanques, sus soldados los mataron a
todos. En otra oportunidad dijo a unos
rusos que acababan de llegar: «Venid,
sois nuestros huéspedes, sentaos». Una
vez sentados, ella y sus soldados
vertieron gasolina alrededor de ellos y
les prendieron fuego. Los quemaron
vivos. Hay otra mujer comandante en
Panjshir, he oído hablar de ella.
La señora nos cuenta que en Herat
dieron muerte a dos mil personas de su
tribu; a veintiséis los mataron con
napalm mientras rezaban.
—Herat está de blanco —comenta.
Significa que se disponen a morir;
cuando uno dice que alguien está de
blanco, significa que lleva la mortaja
puesta, que está listo para morir—. ¿Por
qué el mundo no protesta por la
destrucción de Herat? Era tan hermosa y
ahora sólo hay escombros. ¿Por qué
permitís que los rusos se porten como
salvajes? Paghman también está
arrasada, no queda nada de ella, era tan
bonita.
He de admitir que mientras estaba
allí sentada con las mujeres, todo tan
amigable, sociable y familiar, entre esas
paredes que aíslan del mundo, y con
esos hombres valientes, robustos y
armados fuera para defendemos, me
descubrí pensando: «Caramba, ¿por qué
no dejarles todo a ellos?». Fue
exactamente como me sentí después de
pasar cinco días mimada y protegida en
el hospital Middlesex, en Londres. Al
salir no podía creer que alguna vez en la
vida me había enfrentado al tráfico, las
calles, la lucha de la vida cotidiana.
Permanecí dos días en ese estado. Estoy
segura de que sería fácil caer víctima
del purdá y al poco tiempo empezar a
creer que no hay otra forma de vida
posible.
La conversación sobre las dos
comandantes se prolongó largo rato por
una razón muy tonta. Ellas se aburrían
con nosotras y querían seguir su vida, y
nosotras habíamos agotado nuestros
temas de conversación y nuestro
repertorio de farsi. Sin embargo, los
niños estaban con nosotras y, claro está,
los hombres, que estaban en la
habitación de la entrada, no podían venir
a la zona de las mujeres, y tampoco
tenían un chiquillo para enviar de
mensajero. Simplemente pensaban que
lo estábamos pasando bomba y no
queríamos irnos. Al final se nos ocurrió
mandar a un niño para avisarles.
Acordamos que volveríamos otro
día para filmarlas a todas con permiso
de sus maridos, lo cual no ocurrió.
Sucedieron otras cosas, pero no ésa.
En cuanto a Maryam, la mujer
comandante, preguntamos por ella a
cuanto muyahid encontramos, pero se
limitaban a sonreír educadamente. Nos
dijeron que las mujeres siempre les
ayudaban en la guerra, ocultándolos en
la ciudad, buscándoles escondites,
llevándoles municiones y mensajes, la
guerra no podría librarse sin su
colaboración, pero ¡una mujer
comandante! No habían oído nada al
respecto. Claro que ella sería
«invisible», como una mujer con burka.
En Afganistán hay tradición de
mujeres guerreras. Existió una llamada
Malali, una heroína con monumentos en
su honor por todas partes; a muchas
niñas les ponen su nombre. Se hizo
famosa en la sonada batalla en Maiwan,
en 1882. El general inglés Burroughs iba
ganando; los afganos habían marchado
toda la noche y estaban cansados.
Entonces apareció Malali, una
campesina, y tras tacharles de cobardes
avanzó hacia las líneas británicas. La
mataron enseguida, pero su muerte
infundió energía a los afganos, que
ganaron la batalla.
Llama la atención el que hasta las
mujeres de nuestro partido duden de la
existencia de Maryam; sonríen con la
misma educada incredulidad que los
muyahidin y dicen: «Es suficiente con
que exista ese mito, el mito de una
mujer». Yo sí creo en ella; hay
demasiados detalles en esta historia
para que sólo sea un mito.
Habíamos intentado llegar a algún
campamento que no fuese uno de esos de
exhibición adonde los paquistaníes,
como es lógico, llevan a todos los
visitantes. Incluso nos dijeron que uno
ya disponía de un libro para que
firmaran los VIP.
Al día siguiente de nuestro fallido
encuentro con el comandante cuya
familia visitamos, se presentó y nos
condujo a la misma zona desértica a ver
unos campamentos recién establecidos.
Recorrimos de nuevo el camino dejando
atrás los campos fértiles, con sistemas
de riego, y los animales bien
alimentados, hasta llegar al desierto, con
el aire lleno de polvo rojo, donde sólo
se ven piedras, secos desfiladeros y
cadenas rocosas. Ya no quedaban
buenos terrenos para albergar
campamentos de refugiados, sólo tierras
pobres, desiertos o montañas.
El partido ha suministrado las
tiendas, algunas con desgarrones. Se
diseminaban entre el polvo, entre los
desfiladeros, algunas entre los escasos
matorrales del desierto. Esta gente salió
de Afganistán cruzando las montañas
hace seis semanas. Hacía mucho calor, y
murieron veinte niños y bebés.
Alrededor de algunas tiendas ya se
han levantado las bajas paredes de
barro, pero la mayoría sólo cuenta con
un reborde de tierra amontonada. El
suelo de las tiendas es de tierra. Dentro
no hay nada, excepto algunas cacerolas.
No hay mucha comida, sólo una bolsa
con un poco de harina cuelga en una
esquina. Harina y sal. «La sal es
barata», explica el comandante con
expresión ceñuda. Todos los días viene
un camión con agua, pero sólo la justa
para beber, no para lavarse. Hay algunos
pozos de letrina entre las tiendas. Tienen
más o menos un metro de largo por
sesenta centímetros de hondo. No están
tapados, no hay nada con que taparlos.
Como decía mi madre, en otro contexto,
el sol seca los depósitos y luego el
viento se los lleva con el polvo,
repartiendo enfermedades. «Pero los
rayos ultravioleta matan los microbios»,
nos decimos para reconfortamos.
Incluso en mi lugar tan horrible
como éste las mujeres deben mantenerse
separadas de los hombres. Grandes y
pequeñas se apiñan a las puertas de sus
tiendas y observan a los hombres y a los
críos de cualquier edad, que van por
donde quieren, junto con las niñas
pequeñas. A los diez años las niñas
dejan de ser libres y deben quedarse con
las mujeres, hasta ese momento gozan de
una libertad de la que jamás volverán a
disfrutar. Cuando nos dirigimos hada la
tienda de las mujeres, una masa de
mujeres y niños nos rodean pidiéndonos
medicinas, cualquier medicina. Es
lógico, cuanto más pobres, más
ignorantes y mayor su admiración
desmedida por la medicina occidental;
no conocen los escándalos que nos
hacen tener cuidado con las medicinas
que tomamos. Además, están realmente
necesitados de medicamentos.
«Entonces los rusos bombardearon
nuestros pueblos y destruyeron nuestras
cosechas, y vinimos cruzando las
montañas, etcétera.», y durante las
semanas que dura el viaje mujeres de
todas las edades y niños de todas las
edades, con poca comida y poca agua,
enferman, como es de esperar, tienen
diarrea, reuma; se rompen los brazos;
sufren trastornos nerviosos, no pueden
dormir. Son heridas de los bombardeos
que quedan sin tratamiento. Y no hay
medicamentos, ninguno. Piden y piden, y
lo único que tenemos son unas pocas
aspirinas que se llevan como si fuesen
milagrosas.
Es terrible moverse entre esa gente,
sin nada que darles, excepto la promesa
de hacer pública su situación.
Algunas personas estaban ansiosas
por contamos su historia, convencidas
de que si el mundo se enteraba la ayuda
no tardaría en llegar. Todas las historias
empiezan igual: «Los rusos
bombardearon nuestro pueblo y vinimos
cruzando las montañas». Una mujer dijo
que, cuando los rusos encontraban gente
en los pueblos, rajaban el vientre de las
mujeres y mataban a los fetos «por
diversión». Otra explicó que, en un
ataque de los rusos, éstos encontraron a
una chica horneando pan a las afueras
del pueblo, la metieron en el homo y le
quemaron. Se reían. ¿Sabíamos acaso
que los rusos apiñaban a la gente, la
rociaban de gasolina y la prendían
fuego? ¿Sabíamos que los rusos
arrojaban a algunas personas vivas en un
pozo, las cubrían de tierra y luego
pasaban los tanques por encima un par
de veces hasta que nada se movía? La
lista de atrocidades era larga. «¿Quieren
escuchar más?», nos preguntó el
comandante con rabia. Dijimos que no,
pensando en nuestra gente de Occidente,
que ya ha oído tanto del horror ajeno
que no sería de extrañar que empezase a
sufrir de «el agotamiento de la
compasión».
Otras personas ni siquiera pueden
contar su historia. En una tienda en la
que se ve el cielo a través de los
agujeros hay una señora mayor vestida
con los harapos en que quedó convertida
su ropa después del viaje. En el suelo de
tierra hay tres sacos grasosos. Sus cinco
hijos murieron combatiendo junto a los
muyahidin. Sentada, se balancea, llora,
se balancea, loca de dolor.
Durante esa visita el comandante
puso un Kaláshnikov en mis brazos y me
pidió que me hiciese una foto así. Me
había roto la muñeca y tenía un vendaje.
Está claro que jamás entendería por qué
no me gustaba esa imagen tan dramática.
Me sentía molesta; a él le dolió que me
molestase. ¿Acaso no era un
Kaláshnikov? ¿Acaso no estaba yo
herida igual que ellos? Creo que esto es
lo que se llama un choque cultural.
Fue allí también donde vimos en
verdad el dilema fundamental del
fotógrafo. León quería tomar fotografías
de todo este sufrimiento para mostrarlo
al mundo. Había dos niños pequeños del
extremo norte de Afganistán, huérfanos;
no teman nada en el mundo. Un viejo
turcomano les encontró vagando en la
carretera cerca de Mazar-i-Sharif. No
podían decir qué les había pasado
porque no lo recordaban. Sus padres y
hermanos estaban con ellos, luego
aparecieron los aviones rusos, y ya no
recordaban más. El viejo atravesó
Afganistán de norte a sur con ellos
pidiendo limosna para poder sobrevivir;
salieron del país cruzando las montañas
hasta llegar a ese campamento, ese
refugio, esa zona moteada de tiendas
hechas andrajos en un desierto sin agua
ni comida. Encontró una familia
dispuesta a acoger a los niños. Todavía
estaban en estado de shock. En su cara
había asombro y vacío. León quería
entrevistarles mientras les filmaba junto
a un muyahid arrodillado a su lado que
les animaba a explicar su historia. No
pudieron hacerlo y rompieron a llorar.
León estaba disgustado, los curiosos
también. Fue horrible.
Los refugiados no dejan de venir.
Hay miles de ellos, cientos de miles.
Muchos mueren al llegar. Los
paquistaníes ya no inscriben a más
refugiados, no dan abasto, y no se les
puede culpar. Las agencias de ayuda
internacionales colaboran, pero no lo
suficiente. Cuatro millones de personas
es mucha gente. Los países occidentales
acogen a irnos cuantos miles de
refugiados y lo proclaman a los cuatro
vientos. Los paquistaníes han acogido a
millones, y llevan siete años haciéndolo,
y ni siquiera son un país rico.
No he mencionado a los refugiados
en Irán, donde hay entre medio millón y
un millón (he oído hablar de hasta dos
millones). Si los refugiados lo pasan
mal en Pakistán, la situación de los de
Irán es mucho peor. Hace poco
concedieron un permiso limitado a un
grupo de la Cruz Roja para inspeccionar
algunos campamentos. Irán acaba de
firmar un pacto con la Unión Soviética y
¿qué será de los refugiados? Ya antes
del pacto, Jomeini entregaba los
muyahidin que abandonaban la batalla
para visitar a sus familias directamente
a los rusos. Al enterarse de esto alguien
preguntó a un afgano: «¿Cómo concilia
Jomeini ese comportamiento con su
condición de musulmán?». A lo que
respondió con frialdad que simplemente
se trataba de defender cierto® intereses
básicos, así de sencillo.

Durante todo este tiempo seguimos


tratando de establecer contacto con
refugiadas afganas profesionales o con
cierto nivel de instrucción. Habíamos
decidido que queríamos escuchar la
opinión de una mujer así que, a pesar de
estar sufriendo en Pakistán el yugo del
purdá, de vivir bajo un velo, protestase
contra la invasión de su país por los
rusos, que decían estar liberando a las
mujeres. Después nos dio vergüenza
haber pensado en esos términos y nos
dimos cuenta de que la propaganda rusa
nos había afectado sin que nos
percatáramos siquiera. Sería imposible
encontrar una refugiada afgana que
necesitase denunciar lo que ocurría;
sobraban las palabras.
Alguien nos habló de una mujer a la
que llamaremos Amina, que podría
representar todo un rango o clase de
mujer afgana. Instruida, o parcialmente
instruida, libre en Afganistán de lucir
vestidos occidentales y no llevar el
velo, alcanzó por sí misma cierto grado
de formación, quizá como enfermera, o
como contable. Su familia, incluido su
padre, apoyó sus aspiraciones. Se casó
con un ingeniero altamente cualificado;
era un buen matrimonio, ya que su
marido buscaba una mujer emancipada y
educada. Luego vino la Catástrofe y ella
huyó de los rusos a través de las
montañas con sus hijos y embarazada de
otro que murió al poco de nacer. Está en
uno de los mejores campamentos de
refugiados, tiene dos pequeñas
habitaciones y una galería. De repente se
encuentra rodeada de mujeres con ideas
tradicionales, con quienes no habría
tenido ningún contacto en Afganistán.
Estas notan que tiene una educación
superior y nociones peligrosamente
modernas que no puede ocultar. La
envidia de las desaventajadas,
exacerbada por las dificultades y por los
mulás que rondan las calles en busca de
cualquier actitud contraria a la Ley,
persigue a esta mujer. Tiene que volver
al purdá, debe cubrirse el rostro cada
vez que sale del área femenina, que es la
habitación del fondo. La menor
infracción de las reglas del purdá será
comunicada a los mulás. Se encuentra en
un campamento del partido; su comida
depende de éste y sus hijos sufrirían por
su mala conducta. Está prisionera de
muchas maneras y no tiene salida hasta
que termine la guerra en Afganistán.
«Si no consiguen entrevistar una
mujer así, y en tal caso será difícil
filmarla, pueden escribir esta historia.
Es la historia de muchas mujeres», nos
dijo el afgano que nos lo contó.
Los intentos por entrevistar y filmar
alguna afgana instruida continuaron,
pero siempre, misteriosamente,
fracasaban.
Una mujer que trabajaba en una
escuela afirmó no tener «ningún
problema» en que la filmásemos. Sin
embargo, de acuerdo con mi experiencia
la expresión «ningún problema»
significa siempre que algo va mal. Para
evitar los miles de curiosos que siempre
hay en los callejones le propusimos que
viniese a nuestro hotel; nadie tendría por
qué enterarse. Se presentó al anochecer,
profusamente velada, por supuesto, y
acompañada de un pariente varón, como
imponen las normas. Nos dirigimos a mi
habitación. Allí, como de costumbre,
cuando desenvolvimos a esa mujer
empaquetada descubrimos una chica
corriente, alegre y vivaz, como tú o
como yo. Le preguntamos si quería
comer en la habitación, donde nadie la
observaría. O quizá, nos atrevimos a
proponer, sobre la hierba. Para entonces
ya había oscurecido. Sentarse en un
jardín después de estar prisionera en
esas habitaciones sofocantes noche tras
noche; incapaz de resistirse, aceptó. Su
hermano lo aprobó, le pareció bien,
¿quién iba a verla? Así pues, nos
sentamos fuera, sobre el césped oscuro,
y escuchamos sus lamentos y los de su
hermano por la libertad perdida de
Kabul antes de la Catástrofe. Entonces
sucedió algo desafortunado.
Repentinamente apareció junto a nuestra
mesa un hombre de su barrio; quería que
le invitásemos a sentarse, quería
trabajar como ayudante de filmación. Un
par de días antes nos había seguido por
la calle. Nos había perseguido. No nos
gustaba el tipo, pero no logramos
desembarazamos de él. De repente vio a
nuestra invitada, la chica afgana sin
velo, la miró con atención. Ella
temblaba. Al estar en Peshawar, Ciudad
Paranoia, todos creímos que el vigilante
de la zona, el policía, la había oído salir
de su habitación y había enviado aquel
individuo para controlar a la pobre
muchacha, que pasaba toda la noche en
su habitación. ¿Acaso era simplemente
casualidad? El hombre se quedó, no
quería irse, y la chica estaba paralizada.
«¿Esto te perjudicará de algún modo?»,
le susurramos. «Oh, no pasa nada, no
pasa nada», respondió. Cuando por fin
el tipo se largó, la joven pidió que la
llevásemos al servicio, donde creo que
vomitó.
A buen seguro que el mulá liberal
que dijo al ser entrevistado: «¿Es el
islam o son los hombres quienes
oprimen a las mujeres?» no aprobaría
esta escena. Sin embargo, sucedió muy
por debajo de él en la escala jerárquica.
Es posible que desde su punto de vista
el policía bravucón fuese una persona
insignificante. Estoy convencida de que
el mulá probablemente no conozca este
mezquino nivel de intimidación y
persecución ¿Por qué estoy tan
convencida? Pues porque este mismo
proceso se da en cualquier parte del
mundo. «¿Qué? ¿Insinúas que mis
policías aceptan sobornos, dan palizas a
inocentes, falsifican pruebas? ¡Por
supuesto que no!» «¿Estás dando a
entender que los oficiales de mi
departamento son corruptos en los
escalafones más bajos? ¡Qué estupidez!»
Trazamos un nuevo plan: la chica
nos visitaría con su madre y su padre en
su domingo, que es nuestro viernes, y les
filmaríamos contándonos todas sus
experiencias. Luego almorzaríamos en la
habitación, donde estuviesen a salvo.
Después, con las mujeres veladas,
iríamos al museo. Sería una fiesta para
las mujeres y les recordaría cómo era la
vida en un país sensato. Eso dijeron
ellas, pero aquella mañana apareció un
jovencito, un mensajero de la familia.
Ay, ay, la madre estaba enferma y, claro,
la hija tenía que quedarse a cuidarla.
Unos días más tarde, el policía se
acordó de la promesa que nos había
hecho de dejamos entrevistar y filmar a
una mujer instruida; se presentó en el
hotel con dos chicas envueltas en
ropajes de la cabeza a los pies. Eran
enfermeras. Estaba claro que él no
pensaba irse, lo que significaba que
ellas no podían quitarse el velo y no
podríamos filmarlas. Al fin lo
persuadimos de que se marchara, y lo
hizo, de muy mal talante. Las chicas se
quitaron el velo y se volvieron
conversadoras, amigables, chicas
normales, emocionadas con la
oportunidad de salir de las restricciones
de su vida. A los quince minutos exactos
regresó el hombre. Tuvieron que
ponerse el velo y las llevó a casa.
El leitmotiv, el tema de nuestra
visita, que podría ser «las mujeres se
esfuman», seguía imponiéndose. Durante
horas planeábamos y tramábamos cómo
burlar a los cancerberos de estas pobres
mujeres, pero fracasábamos. Por
supuesto, había otra razón posible;
aquellas que todavía tienen familiares en
Afganistán temen salir de las sombras.
Usar a los parientes como rehenes o
como medio de presión es una de las
tácticas favoritas de los rusos.
Nancy y yo decidimos volar a
Chitral, en el Himalaya, un trayecto de
media hora. Era un avión pequeño, con
la habitual azafata de dulce belleza. Para
entonces había entendido por qué las
pocas mujeres que hay en los sitios
públicos son todas guapas. Habiendo
desterrado los rostros femeninos al
interior de las casas, de manera que todo
lo que se ve son hombres, hombres,
multitudes de hombres melancólicos,
cuando tienen una excusa para mostrar
una cara de mujer, los paquistaníes se
aseguran de que sea bonita. Imagino que
esto puede calificarse de hipocresía.
Esquivamos todos los picos. Bajo
nuestros pies se extendía el sinfín de
terrazas intrincadas por todas las colinas
y laderas. Parecían escamas de un pez
verde o lentejuelas. En el aeropuerto de
Chitral nos esperaba un señor del hotel
Mountain View con un todoterreno,
ningún coche normal aguanta los
caminos de Chitral. Nos habían
advertido que teníamos que presentarnos
de inmediato en el cuartel de policía,
como todo el mundo. Con los rusos a
sólo unos kilómetros tras las montañas
en Afganistán, y los chinos detrás de las
otras, Chitral es un área de importancia
militar. Las cumbres nevadas de la
sierra de Afganistán están a unos pasos,
al final del camino.
Estuvimos largo rato sentadas en la
comisaría; yo estaba fascinada con un
amplio tablero de madera donde
figuraba la lista de todos los oficiales de
distrito desde finales del siglo XIX.
Hasta 1947, fecha en que el
subcontinente indio se liberó de los
británicos, todos los nombres eran
ingleses, muy ingleses. Advertí que
habían estado destacados allí sólo
durante un año. Imaginé a un joven
inglés destinado a la soledad de las
montañas de Chitral para representar al
imperio. Era fácil imaginarlo, pues
conocí a muchos; ceremonioso, tímido,
tercamente convencido del valor del
imperio, por lo común honrado. Sería
concienzudo, y sin la menor noción de la
gente que lo rodeaba. Me intrigaba el
hecho de que, mientras yo estaba tan
absorta contemplando el tablero, que me
contaba la vida de los jóvenes
destinados a este lugar entre tribus
hostiles, a Nancy no le interesaba en
absoluto. Para mí eran historias sobre
gente que podía haber conocido a mis
padres o a mis abuelos. Para ella el
imperio británico era algo del todo
ajeno.
Al fin nos llamaron para
presentarnos ante el jefe de la policía.
Era un hombre de complexión pesada,
apariencia decente, uniformado, por
supuesto, sentado tras un escritorio
cargado de papeles. Cuando alguien de
rango inferior entraba para dejar un
mensaje o una nota, le saludaba
chocando los talones, enseguida se
relajaba y se quedaba muy tranquilo; era
evidente que a sus subordinados no les
resultaba muy amenazador.
Nos hizo hablar todo el tiempo.
En cualquier lugar de Occidente dos
mujeres de edad indeterminada que
pasean con cámaras son tan «invisibles»
como una mujer con burka en un país
islámico. ¿Quién se volvería a miramos?
Aquí constituíamos un reto, o una ofensa
para la vista, y este policía estaba
desconcertado. Nancy estaba cubierta
con sus cámaras y equipos, y decíamos
la verdad, queríamos ver a un médico
que Nancy conocía y que dirigía una
clínica para afganos llamada Medicina
para la Libertad. «Por supuesto que las
autoridades deben de saber de ese
médico», le dijimos. Él insistía en que
no tenía ni idea de quién hablábamos.
Así estuvimos un buen rato. Quería
saber si el objeto de nuestra visita era
visitar a los khafir kalash, que es la gran
atracción turística de estos lares; una
tribu medieval. Todos los libros que he
leído sobre esta área la describen como
lo que en verdad debió de ser la
Risueña Inglaterra. Muchas canciones y
bailes, ciertamente, todo muy
pintoresco, pero sucio, maloliente y por
lo general no muy apetecible. Sí, sí,
dijimos, queríamos ver la tribu khafir
kalash, pero no en esta visita; quizás en
otra. Nos dio un poco de vergüenza la
diferencia de perspectiva que
demostramos, pues pertenecemos a esa
minoría de la población mundial que
puede decir: «¿Por qué no vamos otra
vez a Pakistán, que es tan bonito?
Además nos quedó por visitar…»
Seguimos charlando. Le preguntamos
si en invierno se esquiaba, pues eso nos
habían dicho. Explicó que en invierno
Chitral era espantoso, y parecía sumirse
en una gran tristeza sólo de pensar en
ello. Le pregunté si se sentiría más
complacido de vemos en invierno y
sonrió. Luego nos condujeron a otra
oficina donde nos entregaron pases para
dos días.
Hay lugares tan hermosos que hielan
los sentidos. Chitral es uno de ellos. Es
una población de construcciones bajas
entre montañas que se alzan imponentes.
A ratos los picos blancos se
confunden con las nubes blancas. Los
arroyos corren por todas partes. Incluso
en septiembre el sol no hace acto de
aparición sino hasta después de las ocho
de la mañana y parte a las cuatro y
media; ¡cómo será en invierno!
Interminables horas de noche, horas
de una melancólica penumbra con
momentos tristes cuando el sol llega
hasta abajo para acariciar el pueblo con
dedos cálidos. Ahora entendíamos por
qué el jefe de policía temía al invierno.
De vuelta en el hotel, los jardines
exhiben su extensión. Son amplios y
tienen las mismas plantas y arbustos que
podría tener un jardín de hotel en
Zimbabue. Sin embargo, era
completamente diferente de los hoteles
de campo, por ejemplo, los de las
montañas del Vumba, donde todos son
hoteles con bebida. El Mountain View
se levantó en los años sesenta, un
edificio de dos plantas tranquilo,
agradable, con amplias galerías.
Estando en Peshawar no habría
imaginado que llegaría a pensar en el
hotel Dean como la civilización misma,
pero las pretensiones del Mountain
View se vislumbran en esta
conversación: «¿Puede servimos agua
de soda con limón, por favor?».
Administrador: «No tenemos agua
de soda, esto no es Peshawar, ¿sabe?».
Había Coca-Cola, 7-Up y más
Coca-Cola.
Tuvimos que alquilar un todoterreno,
cuyo conductor, por supuesto, era
miembro de la policía, un tipo amistoso
y colaborador, ayudado por un nuristaní
de aspecto clásicamente inglés. No
hacía más que decirme en un inglés
desastroso cuánto le gustaba el inglés.
Salimos en el todoterreno a buscar
al doctor. El hospital está en
construcción, y de momento han
instalado en el patio las tiendas, ya
familiares, con paredes de barro
alrededor, llenas de aprendices de
muyahidin. Al acercarnos oímos al
doctor decir: «Parece que oigo hablar en
inglés, ¡otra vez!» Como este lugar está
tan cerca de la frontera afgana, llegan
periodistas de día y de noche. Se les
atiende, se les enseña todo y luego se
van. «Y después ¿qué pasa con los
artículos? —pregunta el médico—. Si
acaso los escriben, no los imprimen».
Luego sigue la conversación, que parece
repetirse varias veces al día, sobre por
qué la prensa occidental se hace eco del
punto de vista ruso pero no del afgano.
Este hombre y su mujer dirigen un
espacioso centro donde enseñan a los
combatientes afganos técnicas de
asistencia médica a fin de que puedan
ayudar a los muyahidin en la batalla. El
centro no está lejos de Peshawar, pero
es la clínica más cercana al escenario
real de los combates, nos explica el
doctor. «Además, ésta es la ruta que más
utilizan los refugiados para salir de
Afganistán. Es el único lugar donde las
mujeres y los niños de los campamentos
locales pueden recibir atención médica.
Hoy tendría que haber largas filas de
mujeres esperando a la doctora que
viene dos o tres veces por semana desde
Peshawar, pero de alguna forma se han
enterado de que no podía venir». Jamás
acudirán a un doctor varón, por muy
enfermas que estén. Dijo que podíamos
volver al día siguiente y filmar. ¡Claro
que podíamos filmar a las mujeres!
(¡Ningún problema!) Regresamos al
hotel. Habían servido una cena
comunitaria en la galería. Eira una
escena oscura. Por alguna razón que
todavía no entendía, dos noches a la
semana se producía un apagón en el
hotel, se encendían velas. En la cena
había un fotógrafo independiente sueco;
una alemana que trabajaba en un hospital
para mujeres y niños afganos en
Peshawar, y su esposo, que se dedicaba
a algo relacionado con la construcción
en Chitral. Su hijito estaba con ellos.
Una vez terminada la cena, no había
nada que hacer aparte de irse a la cama.
Nancy y yo nunca nos acostamos antes
de la una o las dos, pero aquí
obedientemente nos retiramos a las diez
en punto. Varios paquistaníes se
quedaron a charlar en la galería con el
dueño del hotel, un joven regordete con
—no hace falta decirlo— gran encanto.
Estoy segura de que durante el largo
invierno este hotel, que permanece
abierto, es el centro de la sociedad
(masculina) local. Todavía sin sueño,
me acosté a escuchar los sonidos de la
noche de Chitral. Una camada de
cachorros estaba desvelada y chilló
frenéticamente toda la noche. Un burro
rebuznaba los lamentos de todo el
universo. Los hombres se dirigieron a
sus habitaciones charlando
amigablemente. Se oía el ruido de agua
corriendo en alguna parte y los
mosquitos zumbaban sobre las paredes.
Al rato cantaron los gallos. Luego, a las
cinco menos diez, la llamada del muecín
a la oración. Chitral no es un pueblo
muy grande. Tiene una mezquita hermosa
con un minarete de buen tamaño;
cualquiera pensaría que con una llamada
basta. Pues no, durante unos minutos
media docena de fuertes voces
masculinas resonaron en el pueblo
llamando a levantarse y orar. Me vestí
en la oscuridad, torpemente a causa de
mi muñeca rota, y me asomé fuera. Ya
había unos cuantos barbudos con
turbante rezando sus oraciones sobre la
hierba, todavía a oscuras. Se levantaron,
se inclinaron, se arrodillaron y
volvieron a inclinarse. En el islam, esto
de la oración requiere muchas energías.
Quizás el que inventó los ejercicios
pensó: «¡Si las oraciones van
acompañadas de ciertos movimientos
ideados para ejercitar todo el cuerpo,
todos se mantendrán en forma!». Al cabo
de cinco sesiones al día los musulmanes
más piadosos terminan por practicar no
poco ejercicio.
Cuando terminaron, las cimas de las
montañas brillaban a la luz del sol.
El cuarto de baño tenía la ducha más
original que jamás he visto. El cuarto en
sí era una simple habitación grande de
paredes de cemento a la vista. Tenía un
armario de dimensiones victorianas.
¿Acaso en el naufragio del imperio
arrojaron por la borda este armario
Victoriano aquí? Había un lavamanos
con todo tipo de enchufes eléctricos
para afeitadoras, luces y todo eso, el
último grito en equipo moderno. El
retrete estaba sobre un pequeño
pedestal. La ducha sobresalía de la
pared en un rincón y mojaba todo el
suelo cuando se usaba. ¿Por qué no? Así
el suelo quedaba limpio al mismo
tiempo que la persona se duchaba.
Desayunamos a las seis en un
comedor que podía albergar sin
problemas a doscientas personas. ¿Se
habría llenado alguna vez? Dos mesas
largas cubiertas con los manteles más
mugrientos que jamás haya visto
formaban un ángulo recto y ocupaban
casi todo el espacio; había otra mesita
solitaria que era donde desayunamos
nosotras, acompañadas de un afligido
viudo que nos contó que, muerta su
esposa y solo en la vida, se dedicaba a
recorrer el mundo. Se sentía afortunado
por haber escogido Pakistán para pasar
las vacaciones, tiene tantos lugares
hermosos. Era un hombre de aspecto
torvo* En una sien presentaba el cráter
de una antigua herida. ¿Traficante de
armas? ¿De drogas? ¿Un espía común y
corriente? ¿Acaso uno de los viejos
tiempos, entregado a los intereses de un
país? Creo que era holandés o alemán.
Chitral fue una de las plazas
comerciales en la antigua Ruta de la
Seda. La palabra «seda» evoca un toque
de glamour o lujo, pero la ruta no era
más que una trocha rocosa que bordeaba
la ladera de la montaña con una caída
fácil al río. Las bestias de las caravanas
debían pasar de una en una. Ir al bazar
de Chitral, en la calle principal, es como
retroceder varios cientos de años. Es
una calle empinada, pedregosa,
flanqueada por los habituales puestos de
barro, o de barro y paja, con cubiertas
de barro amontonado. Como de
costumbre venden cualquier cosa,
aunque ahora algunas son de plástico. El
lugar está lleno de muyahidin que
pasean, compran comida para sus
familias que están en campamentos,
toman té en las minúsculas casas de té.
Compramos algunas cosas y nos fuimos
en el todoterreno a la clínica del
médico. La doctora no había venido de
Peshawar y no había filas de mujeres
que pudiésemos filmar o fotografiar.
Decidimos seguir camino hasta Garam
Chasma, que significa «tibia
primavera». Tardamos dos horas, no por
la distancia sino por las terribles
carreteras.
Nos detuvimos algunas veces para
llevar a algún muyahid. Era
sorprendente, admirablemente
maravilloso. La carretera discurre por la
montaña buscando el espacio necesario
para encajar, Algunos cantos del río son
grandes como una casa.
Después de casi media hora de viaje
llegamos a un lugar con muchas tiendas
blancas sobre una ladera. Era un
campamento de muyahidin. Había
cientos de hombres en las colinas. Nos
apeamos del vehículo, incluido el
conductor, que lo hizo para cuidamos.
Sin embargo, no había por qué
preocuparse. A la semana de volver a
casa vi en la televisión un reportaje
sobre los muyahidin donde se les
presentaba como salvajes enloquecidos
que actuaban bajo el efecto de la droga.
Si rodaran un documental sobre este
campamento, la impresión que darían
sería la de un grupo de hombres amables
y bien educados en un campamento muy
ordenado. Desde su punto de vista debió
de causarles cierta impresión
encontrarse de pronto con dos mujeres
infieles sin velo; en todo caso, puesto
que el campamento está junto a la ruta
principal, a cada momento ven aparecer
periodistas, quizás a demasiados. Se
comportaron con una cortesía
impecable. En una tienda unos estaban
durmiendo, en otra charlaban. Uno
escribía cartas para la familia, otros
leían algún libro o periódicos, uno en
inglés. Un muyahid sentado en el
espacio entre dos tiendas preparaba la
comida con vegetales fritos en grasa y
una especie de salsa; de seguro no sería
una comida muy abundante. Cuando nos
alejábamos de las tiendas oíamos
bromas y risas a nuestras espaldas,
repetían «gachacha» «gachacha»
(imitaban nuestro «gracias») afectando
chillonas voces femeninas. Podrían
haber sido burlas socarronas u hostiles,
pero saltaba a la vista que eran bromas
sin mala intención.
Seguimos el viaje hasta el
desfiladero. En Garam Chasma el
conductor nos llevó a un pequeño huerto
y nos trajo té verde de Chaijana. Justo
detrás del huerto unos hombres
levantaban una pared de ladrillos para
un edificio nuevo, trabajaban entre
chistes y risotadas. La pared parecía
bastante endeble, pero cualquier obra
humana se veía ligera e insignificante
entre estas montañas. Había cientos de
caballos en verdes praderas; todos
estaban gordos, era el final del verano.
Durante las horas que estuvimos allí los
muyahidin llevaban en grupos a los
caballos a abrevar al río.
Tuvimos suerte, llegamos cuando los
muyahidin se preparaban para partir
hacia las montañas a combatir. Destino:
Panjshir. Tardarían varios días en llegar
allí. Caminan casi continuamente, se
detienen sólo cuatro horas al día para
comer pan, tomar té verde y dormir un
poco. Llevan consigo reservas de su
propio pan, su grueso y achatado non
regional. Cuando por fin llegan a sus
escondites, tienen los pies y las
pantorrillas hinchados, y deben
descansar. Calzan únicamente sandalias.
Cuando viene la nieve, muchos pierden
los dedos, o incluso los pies.
Final de la tarde. La luz de
septiembre ilumina las verdes praderas
muy por encima del pueblo donde
cientos de hombres siguen ocupados
colocando la carga en el lomo de sus
lustrosos caballos. Llevan sus mantas
colgadas al hombro con su querido
Kaláshnikov. Yo estaba sola en el
todoterreno, en la calle principal del
pueblo, justo frente a la pequeña casa de
té atestada de muyahidin que tomaban su
última comida antes del viaje. Pasaban
sin cesar delante del vehículo, de uno en
uno, de dos en dos, en grupos, y se
detenían. ¿Una mujer blanca en un jeep?
Tenía que ser médico. Todos me pedían
medicamentos. Se iban a la lucha sin
medicamentos, sin médico. Yo decía no,
no; lo sentía mucho, no tenía nada.
Formulaban su petición simple y
llanamente, y tomaban la negativa con el
estoicismo de quien está acostumbrado a
las decepciones. En verdad esa «calle»
era un camino de barro duro y trillado
entre construcciones de barro y paja.
Esta escena también podía ser de cientos
de años atrás, excepto por las armas que
llevaban los hombres.
También pasaron unas cuantas recuas
de asnos; eran animales pequeños que
avanzaban con agilidad entre los surcos
y las piedras. Estaban bien alimentados,
pero todos presentaban llagas a causa de
las cinchas y las correas mal puestas.
Cuando termine el invierno no tendrán el
mismo aspecto; estos burros regordetes,
o al menos muchos de ellos, estarán
muertos. No hay suficiente comida.
Las filas de hombres con sus
caballos subieron hasta el desfiladero y
desaparecieron en las montañas.
Regresamos a Chitral. Si Chitral
había conseguido que Peshawar
pareciera una metrópoli, ahora Chitral,
comparada con Garam Chasma, era la
civilización misma. Seguíamos
pensando en los combatientes que
caminarían por las montañas esa noche.
Estaría muy oscuro, no había luna. El
silencio sería profundo; quizá sólo el
ruido de los cascos sobre las piedras y
de las aves nocturnas. Hemos oído y
leído sobre tropas de muyahidin
descuidados y ruidosos que terminan
llamando la atención del enemigo, pero
este grupo parecía muy serio, alerta y
responsable.
Volvimos en el todoterreno a
Medicina para la Libertad para la cena a
la que nos habían invitado, pero
encontramos a todos en plena crisis. En
la galería del hospital a medio terminar
estaba sentado el grupo de muyahidin
que recibían formación médica con el
doctor Brenner. Por culpa de un lío
administrativo se cerraba la clínica,
aunque esperaban que no
definitivamente. No hay otra en los
alrededores, ni para los muyahidin ni
para los miles de refugiados que ocupan
los campamentos de la zona.
El edificio tenía que ser evacuado, y
las tiendas, retiradas. Algunos tendrían
que dedicarse al tedioso papeleo de la
pequeña burocracia, que quita tanto
tiempo y pone en la cara esa expresión
característica de quien ha tomado una
paciente determinación. La misma
expresión de los muyahidin cuando les
dije que no tenía medicinas.
El doctor Brenner decía que era
cuestión de aguante. Cuando inauguró su
primera clínica, no tenía dinero.
Después de comenzar la construcción lo
buscó. Y apareció. Siempre lo
encontraba, pero nunca resultaba
suficiente. Cuando todo parecía perdido,
llegaba cierta suma de alguna parte.
Hablaba como la gente religiosa: «Dios
proveerá».
Antes de despedirnos de este grupo,
al que dejamos sentado tranquilamente
en su galería, con la sala de operaciones
sin terminar detrás, charlando quizá por
última vez si la decisión burocrática se
tomaba en su contra, les preguntamos si
alguno había oído hablar de la mujer
comandante de Herat, la que tenía
hombres a su mando. Respondieron con
tímidas y educadas sonrisas que
significaban que algo así era imposible.
De nuevo nos acostamos temprano
después de la última llamada a la
oración. El grupo de hombres en la
galería cuchicheaba con voz soñolienta.
De verdad parecía que todo Chitral
durmiese, pero quizás, ojalá, en las
casas la gente se divertía, charlaba, tal
vez hombres y mujeres. Quizás hubiese
alguna fiesta. Sin embargo, todos debían
levantarse a las cinco, y en efecto se
levantaban a las cinco, de modo que
probablemente era hora de dormir. Me
acordé de las lamentaciones del jefe de
policía por las terribles noches de
invierno; ¿acaso eso significaba que las
de otoño en Chitral eran festivales de
placer?
Quizá la próxima vez que visitemos
Chitral todo sea diferente. El
emprendedor gerente del hotel está
construyendo un salón de té, pues no hay
en Chitral ninguno para los visitantes
occidentales. Tendrá una buena vista
sobre los tejados y los jardines, y más
allá del río se divisarán las montañas,
que parecen advertimos: «Esto también
pasará». Por este valle han pasado los
ejércitos de Alejandro Magno y los
mongoles. Ahora los rusos están detrás
de esa cordillera, a la espera de su
turno.
El gerente dice: «Quizás el próximo
verano regresen los estadounidenses y
todos seremos ricos». Luego se ríe.
Comparte la impaciencia tierna de los
europeos hacia los norteamericanos por
dejar que les pongan nerviosos unas
pocas bombas. Dice, como todo el
mundo: «Al fin y al cabo en sus
ciudades se matan unos a otros todo el
tiempo». Se encoge de hombros. Como
todos nosotros.
El conductor del todoterreno, es
decir, el agente de policía a cargo de
nosotras, nos ha dicho que deberíamos
filmar la mezquita, con las primeras
luces de la mañana, lo que, en ese pozo
entre las montañas, sería tarde. Cuando
nos pusimos en marcha y preguntamos
por el camino para llegar a ella, varios
barbudos con turbante fingieron no
entender la palabra «mezquita», así que
no sabíamos por dónde ir. Regresamos
al hotel y nos indicaron el camino y que
no hiciéramos caso de los mulás. En el
trayecto coincidimos con muchos niños
uniformados que se dirigían a la
escuela: el mundo moderno. La mezquita
es hermosa, clara, espaciosa, elegante,
sus cúpulas están pintadas de diferentes
colores. Parecía flotar entre los
primeros rayos de sol. A cierta distancia
ofrece la visión de lo que una mezquita
debería ser; pero fue mal construida y ya
presenta manchas y grietas. Una pareja
de mulás, furiosos de celos, no quitaban
el ojo a Nancy mientras fotografiaba su
mezquita.
Luego volvimos a encontramos con
el tropel de escolares. Detrás de
nosotras venía un regimiento de
soldados. Se dirigían a otro viejo
edificio desmoronado que
probablemente fuera el palacio donde
los antiguos gobernantes se solazaban.
Tenía unos azulejos bellísimos en la
entrada; queríamos ir a verlos pero
dudamos ante la posibilidad de que
fuese propiedad del ejército. Nancy dejó
caer un accesorio de su cámara. El
oficial a cargo lo recogió con la punta
de su bayoneta, se lo tendió con un
saludo y con una sonrisa nos invitó a
entrar. Seguimos a los soldados hasta un
gran patio vacío rodeado de
habitaciones que se están derrumbando y
en las que los soldados desaparecieron
rápidamente. ¿Para qué?, nos
preguntamos. ¿Qué hacían los soldados
en esas ruinas? Producía melancolía
estar allí, en ese viejo palacio, que
pronto sería otro montón de escombros
que indicarían que una vez allí hubo un
palado.
Teníamos billetes para el segundo
vuelo que salía de Chitral esa mañana.
Parece fácil, pero en verdad significó
muchas dificultades y largas colas.
Las oficinas de la línea aérea en
Chitral se reducen a un sórdido cubículo
cuya galería, de unos pocos metros
cuadrados, da cabida a la taquilla de
venta de billetes, y a una apretada
corriente de gente que sale de un lado y
desaparece por el otro. Para entrar en
ella hay que ser ágil. En cuanto abre sus
puertas, numerosas personas se agolpan
contra la taquilla. Cuando nos
descubrieron a nosotras, mujeres, en
medio de esa masa de hombres,
enseguida nos hicieron pasar al interior,
donde no pudieran vemos. Nos dieron
billetes para un vuelo que ya estaba
completo. Siempre están completos.
Para salir en avión de Chitral se
requiere una habilidosa navegación
entre las montañas, y a la mínima
sospecha de mal tiempo se suspenden
todos los vuelos. Así pues, siempre hay
una acumulación de esperanzados
pasajeros amontonados alrededor de esa
taquilla. Estábamos desesperadas por
salir de Chitral. ¿Y si llega el mal
tiempo y quedamos encerradas aquí? ¿Y
si tenemos que pasar todo el invierno
aquí? La otra opción, aunque no en
invierno, es un viaje de diez horas por
carretera, muy pintoresco, pero tan
espantoso que quienes lo han hecho
comentan: «Bueno, ciertamente es algo
que hay que hacer, pero una sola vez».
Las provisiones para pasar todo el
invierno hay que traerlas en otoño. A la
primera nevada se cierra la carretera, y
los aviones pueden volar o no.
Cuando logramos salir de la oficina
a contracorriente del resto de la
clientela, un muyahid preguntó: «¿Cómo
han entrado en la oficina si nosotros no
podemos?».
«Verá —dijo Nancy con sencilla
dignidad—, somos mujeres».
En el aeropuerto nos despedimos del
conductor del taxi y de su pícaro
asistente nuristaní con auténtica tristeza.
«Eres muy buen conductor», le dije
sinceramente, pensando lo bien que
había llevado el todoterreno durante
horas y horas en esas terribles
carreteras. En ese momento el vehículo
empezó a avanzar hacia atrás, se había
olvidado de poner el freno. La gente se
apartaba a saltos del camino, riendo;
aseguraron el vehículo y nos
acompañaron al aeropuerto. Entonces un
hombre vestido con el típico atuendo
paquistaní, ese que parece un pijama,
nos pidió los pasaportes.
Repentinamente Nancy se convirtió en
una auténtica hija de la Revolución
norteamericana y dijo con arrogancia
que no estaba acostumbrada a enseñar su
pasaporte a cualquiera que se lo pidiera.
Para respaldarla hice notar al señor que
no llevaba ninguna identificación
visible. El pobre tipo estaba pasmado;
por supuesto, era de la comisaría, quería
asegurarse de que de verdad nos
marchábamos. Hurgó en un bolsillo y
sacó un documento con su fotografía
donde se indicaba que era de
«Seguridad». Estaba doblado en un
pedazo de papel viejo. Así pues, le
mostramos nuestros pasaportes.
Estábamos tristes por irnos de Chitral.
Siendo aquel pequeño aeropuerto de
montaña el fin del mundo, no es extraño
que los extremos se toquen; no hay
cafetería, pero un hombre te lleva en una
bandeja el té a donde estés sentada.
Luego Nancy y yo fuimos desterradas al
purdá a través de inmigración. Hicieron
que Nancy desarmase por completo su
equipo fotográfico. En cuanto a mí, tuve
que quitarme la muñequera de velero
que llevaba en la muñeca rota, por si
acaso ocultaba drogas o quizás una
bomba. Claro está que ese trabajo lo
hicieron unas chicas de deslumbrante
belleza. Se reían al tantear varias partes
de mi anatomía, incómodas pero
resueltas. En el aeropuerto de Chitral, el
purdá es una pequeña habitación para
mujeres y niños. Estaba llena. En el
purdá las mujeres se asoman a la
ventana y pasan el tiempo abriendo la
puerta un instante para ver qué ocurre al
otro lado; es un lugar donde escuchas y
miras todo cuanto sucede fuera de la
habitación donde estás encerrada.
No había un solo asiento vacío en el
avión. Bajaron escoltado a un joven
alto, de pelo largo, cosecha de los años
sesenta, norteamericano, que estaba
drogado y atontado, y luego volvieron a
embarcarlo. Un hombre de seguridad
armado con una porra hizo todo el viaje
en la cabina del piloto. Nos
preguntábamos si había habido alguna
bomba o algún incidente en el
aeropuerto del que no supiéramos; no
habíamos leído ningún periódico en
Chitral.
Bajamos a la neblina de polvo de
Peshawar. En el hotel Dean los
ventiladores siguen girando en el aire
denso. El tiempo se me acaba. Justo
antes de partir conocí, no a la mujer
instruida que había estado buscando,
sino a un profesor. Fue un hombre quien
explicó con mayor elocuencia la
situación de sus compatriotas femeninas.
Era el profesor Mayruh. Había
impartido clases de literatura en Kabul y
ahora trabajaba en la Universidad de
Peshawar. Me dijo:
«He oído que has conocido a los
muyahidin. Son grandes personajes, lo
sé, pero te digo una cosa, prefiero mil
veces ser un muyahid que una de sus
mujeres. Un muyahid pasa muchas
penalidades, vive sin apenas comida, no
tiene ropa de abrigo, si le hieren lo más
seguro es que muera, pues no dispone de
atención médica, a muchos los matan.
Aun así, todo eso es mejor que ser una
mujer afgana en uno de esos terribles
campamentos. Somos gente de montaña
y gente de desierto, estamos
acostumbrados a tener espacio, a nadie
le falta espacio en Afganistán, ni en los
pueblos ni fuera de ellos. Las mujeres
disfrutaban de una buena vida antes de
la Catástrofe, muy pocas llevaban velo,
no estaban obligadas a llevarlo, el poder
de los mulás no era nada comparado con
lo que es ahora. Una de las tragedias de
esta guerra es que los mulos hayan
alcanzado tanta influencia. Los afganos
no son un pueblo fanático por naturaleza,
aunque lo parezcan cuando hablan de la
yihad. Es esta guerra lo que ha
intensificado lo que antes era sólo un
aspecto de su carácter.
»Las mujeres han dejado de cantar
—explica el profesor—. Hace tiempo,
antes de la Catástrofe, en los pueblos
sólo se oía el canto de las mujeres.
Ahora están hacinadas como animales en
los campamentos, con sus hijos, y no ven
fin a la guerra. Sus hombres están
combatiendo, las visitan entre batallas, a
veces pasan meses sin verlos. Las
mujeres se deprimen, al igual que os
ocurre a vosotras, y viven con sedantes,
cuando tienen suerte y los consiguen.
Las obligan a vivir en el purdá y llevar
velo, no pueden salir de los
campamentos, están controladas por los
mulás y las autoridades paquistaníes del
campamento. No; no critico a los
paquistaníes, sin ellos estaríamos todos
muertos, no quedaría ningún afgano».
Luego habló sobre la matanza de
intelectuales afganos a manos de los
rusos. «Toda una generación de poetas,
dramaturgos, escritores e intelectuales
ha desaparecido en sus prisiones y
desde entonces no se ha vuelto a saber
de ellos. Se estaba desarrollando un
movimiento literario en Afganistán, algo
muy nuevo y prometedor. Toda esta
gente ha sido borrada, sencillamente.
¿Por qué el mundo no ha protestado?
¿Alguna vez ha sucedido algo así, que se
acabe con toda una generación de
intelectuales sin una palabra de
indignación por parte de nadie? La lista
de sus nombres llenaría esa pared de
arriba abajo, todos torturados y
asesinados, y ni siquiera un murmullo de
protesta».
Finalmente encontramos una mujer a
quien podíamos entrevistar y filmar sin
la supervisión de ningún protector
autodesignado. Lo que hasta entonces
había parecido tan difícil de lograr
resultó simple, como pasa con todo
cuanto se logra después de muchas
dificultades. Es difícil imaginar que
alguien pueda obligar a Taywar Kakar a
hacer algo contra su voluntad. Es una
mujer menuda pero vigorosa, decidida,
llena de seguridad. Vive en las
condiciones comunes de pobreza con sus
siete hijos, cinco niñas y dos chicos, a
quienes mantiene con su empleo de
maestra. Trabaja de firme.
Estaba en Kunduz, al norte de
Afganistán, y se incorporó a la
Resistencia inmediatamente después del
golpe comunista de 1978. Con ayuda de
los comandantes de la Resistencia
masculina estableció una escuela para
adiestrar a los chicos en el uso de armas
y explosivos. Fomentó y participó en
numerosas manifestaciones contra el
régimen comunista y en 1980, cuando
los rusos invadieron el país, le
encomendaron la tarea de llevar dinero,
ropa y comida a las familias de los
hombres de Kabul que estaban presos o
muertos. Allí encontró trabajo como
maestra y se involucró activamente en
actividades clandestinas.
Miembros del partido comunista
amenazaron con arrestarla, a lo que ella
replicó: «Sois unos hipócritas, vuestras
palabras son dulces pero vuestras
acciones son amargas». Fue arrestada y
torturada. No facilitó ninguna
información a los rusos. La mantuvieron
aislada por ser «un mal ejemplo para las
demás prisioneras». No consiguieron
sacarle nada, la liberaron y regresó a
Kunduz. Allí continuó colaborando con
la Resistencia hasta que un hombre que
sabía todo de ella fue nombrado oficial
del KHAD en Kunduz. Con ayuda de los
muyahidin, huyó a Kabul con toda su
familia. Cuando le planteamos la
pregunta habitual: «Los rusos dicen estar
devolviendo la libertad a las mujeres de
Afganistán, ¿qué piensas de eso?», se
echó a reír y afirmó que antes de la
Catástrofe no había ninguna mujer en
prisión; ahora las cárceles de Afganistán
están llenas de mujeres.
Casi por casualidad salió el tema de
las mujeres de la Resistencia. «En Herat
hay una mujer que combate con la
Resistencia. Su padre fue un defensor de
la libertad y lo mataron. Luego mataron
a su hermano, que lo reemplazó como
comandante. Ella tomó el relevo y formó
un grupo independiente de mujeres
combatientes. Los muyahidin les dieron
armas, y operan por su cuenta y riesgo».
¿Y la mujer llamada Maryam, con
tres mil hombres a su mando? Este
asunto, que cuando llegamos a Peshawar
constituía nuestra prioridad, había
perdido su importancia; de pronto
parecía frívolo, incluso típico del
sensacionalismo occidental.
¿Qué importaba quién estuviese
combatiendo? A ellos les traía sin
cuidado. Lo que cuenta es la lucha en sí.
De regreso a casa volé vía
Islamabad. Si al ir a Peshawar hubiese
tenido un asiento tan malo como el que
me tocó de regreso, jamás habría
conocido ese paisaje que semeja un
campo de batalla entre el hombre y la
naturaleza.
Pasé una noche en un hotel. El
insomnio persiste; estuve junto a la
ventana desde la una en adelante,
mirando y escuchando. Hacía un calor
bochornoso; olía a polvo, a gasolina, a
especias, a aguas residuales. Los
sonidos, tan diferentes de los de
Londres, mantenían alerta mis oídos.
También en Islamabad la gente se
acuesta temprano, pero en un piso más
alto había una luz encendida y durante
toda la noche se oyeron canciones. Un
hombre cantaba con tristeza y lentitud
todos sus anhelos y privaciones. Justo
bajo mi ventana se sentaba el vigilante
del aparcamiento del hotel con algunos
amigos, tres o cuatro. Estos hombres,
barbudos, con turbante, serios, tomaban
té, se iban, daban una vuelta, volvían,
sus voces apagadas eran un murmullo
continuo, a menos que un autocar o
coche privado saliese del aparcamiento
en un intento madrugador por burlar el
tráfico. La luz del piso de arriba no se
apagó, ni las canciones cesaron. Luego
se oyó la llamada del muecín, tierna y
melancólica, como la canción del
vecino. Formaban un triste dúo.
Cada día que paso fuera de Pakistán
lo admiro más. En Peshawar la gente es
cínica con respecto a los motivos de
este país, dicen que roban la ayuda y las
armas de los refugiados, que las
autoridades aceptan sobornos, que la
mera existencia de los campamentos de
refugiados ha impulsado la economía.
Puede que sea cierto, pero cuando
regresé de Pakistán la prensa informaba
de que a muchos trabajadores que
Europa aceptó porque le convenía los
enviaban de vuelta a su país. Y no sólo
Europa, Arabia se deshacía de los
trabajadores extranjeros. Conocimos
algunos de ellos en Peshawar. Cuántas
alharacas hacemos por unos pocos
refugiados que recibimos, nosotros, los
países ricos de Europa. Sin embargo, el
general Zia se ha mantenido
imperturbable; no entregará los
refugiados a los rusos.
Por otra parte, Benazir Bhutto ha
afirmado que si logra llegar al poder les
enviará a casa.

Noviembre de 1986

Ahora los muyahidin reciben


algunos Stinger, los misiles tierra-aire.
No tantos como pidieron; no los
suficientes para que puedan ganar, pero
el hecho de contar con algunos debe de
influir en su moral.

Diciembre de 1986
Cuando este libro está en la
imprenta, llegan noticias de que los
rusos están dispuestos a iniciar un alto
el fuego de seis meses con ciertas
condiciones.
Por supuesto, saben que los
muyahidin no las aceptarán, en cuyo
caso la lucha no se detendrá.
¿Qué tratan de conseguir los rusos?
¿Cuáles son los efectos ya visibles?

1. Cuando en otoño los rusos


anunciaron la retirada de una pequeña
cantidad de tropas, la gente dijo:
«Estupendo, la guerra se acaba», con
expresión aliviada y el corolario tácito
de que ya no había que preocuparse por
ella, no hacía falta ni pensar en eso. Este
aspecto de la nueva oferta repite la
propaganda rusa desde el inicio de la
guerra, toda dirigida a reducir el interés
de Occidente, disipar su preocupación
por la contienda.
2. Pakistán está más dividido que
antes respecto a los refugiados afganos:
puede decidir devolverlos (si no lo hace
el gobierno de Zia, lo hará otro). Tanto
si los devuelve como si no, un país ya
inestable se desestabiliza aún más.
3. Algunos muyahidin pueden
sentirse tentados a rendirse. Quizás
algunos lo hagan, aunque no creo que
muchos. En todo caso, el efecto será
debilitar y confundir a la Resistencia.
Por otra parte, esta misma confusión, un
elemento totalmente novedoso en la
guerra, puede intensificar la Resistencia
o modificar sus patrones.

Claro que los rusos quieren que la


guerra acabe, pero quieren que termine
con arreglo a sus condiciones. Creo que
esta oferta puede tener resultados
explosivos, mucho más allá de lo
previsto por los rusos. Por ejemplo, si
Pakistán se derrumba, para Rusia sería
muy tentador invadirla; ¿con qué
consecuencias? O la evolución de la
situación (en direcciones no previstas
por los rusos) podría obligar a una
intervención internacional mucho mayor
de la que ellos desean. Ciertamente, si
los refugiados y los muyahidin son
devueltos al país por la fuerza, sólo la
más estricta supervisión internacional
evitaría un asesinato en masa. Cuanto
mayor sea la intervención internacional,
más probabilidades habrá de que se
establezca un tipo de gobierno que los
rusos desde luego no desean.
Es posible que esta oferta encaje en
la categoría de la conducta rusa descrita
por el militar entrevistado en Peshawar.
Son tan inflexibles que, si algo les sale
mal, no prueban una táctica diferente,
sino que intensifican el método que están
usando y, en ocasiones, destruyen lo que
tratan de salvar.
Si por otra parte, cuando este libro
salga a la luz, se produce un
reconocimiento verdadero de las
exigencias de los muyahidin, entonces
el leopardo ruso aparecerá como si
hubiese cambiado sus manchas.
Mientras tanto los afganos, tanto
dentro como fuera de su país, necesitan
ayuda desesperadamente.
Acabo de enterarme de que la
clínica dirigida por Medicina para la
Libertad en Chitral obtuvo el permiso
del gobierno paquistaní para continuar
su trabajo. Se puede enviar ayuda
económica a:

Freedom Medicine
941 River Street Suite 201
Honolulu, Hawai 96817.

También a:

Afghan Relief
Registered Charity N.º 289910
PO Box 457
Londres NW2 4BR

O por transferencia bancaria directa


a:
Sres. C. Hoare & Co.
16 Waterloo Place
Londres SW1Y4BH
Acc. Afghan Relief#93322000

Enero de 1987
Tercera parte

Entrevistas con Taywar Kakar


Centro de Información Afgana
Boletín mensual
Nro. 57, diciembre de 1985

Taywar Sultán,
una luchadora de la Resistencia

La señora Taywar Kakar, conocida en la


Resistencia como Taywar Sultán, tiene
treinta y siete años de edad y es madre
de siete hijos (cinco niñas y dos chicos).
En la actualidad vive como refugiada
con su familia en Peshawar, Pakistán.
Se graduó en la facultad de
Formación de Educadores de Kunduz, en
el norte de Afganistán, donde trabajó
como maestra y directora de colegio.
Poco después del golpe comunista de
abril de 1978 se incorporó activamente
a la Resistencia. Apoyada por los
comandantes locales de ésta, estableció
una escuela en la pequeña localidad de
Choqor Qishlaq, donde adiestraba a los
jóvenes en el uso de armas y explosivos.
Fue admitida en el encuentro de los
comandantes de la Resistencia Jamiat
(profesor Rabani), donde estuvieron
presentes importantes figuras del
movimiento, tales como Oazi
Islamuddin, Nek Mohammad Kan,
Maulawi Adbul Samad. Ante ellos
presentó las siguientes propuestas:

1. Ningún luchador por la libertad,


en especial los comandantes, debería
casarse hasta que finalizase la guerra.
2. No se debería confiar en los
luchadores de la Resistencia liberados
de prisión diez o veinte días después de
su arresto por parte de las autoridades
comunistas.
3. A fin de evitar infiltraciones del
enemigo en las filas de la Resistencia,
debería establecerse de forma clara una
organización especial que investigase
los antecedentes de cada combatiente.

En abril de 1979, con ocasión del


primer aniversario del régimen
comunista, Taywar y sus colegas
decidieron aguar la ceremonia oficial
conmemorativa. Se había ordenado a los
maestros que llevaran a los escolares a
la plaza de armas. Taywar y sus amigas
entregaron a algunos chiquillos unos
globos de goma y juguetes explosivos.
Cuando empezó el desfile, los globos y
los explosivos empezaron a reventar
aquí y allá. Algunas mujeres entre la
multitud exclamaron: «¡Vienen los
muyahidin!». La gente salió corriendo.
Algunos soldados apostados en tomo a
la plaza de armas dispararon. Cundió el
pánico. Los miembros del partido que
desfilaban corrieron en busca de
refugio. En la tribuna oficial reinaba la
confusión. En la desbandada mucha
gente resultó herida. Incluso la esposa
del gobernador de la provincia tuvo que
ser hospitalizada. La ceremonia se
suspendió.
Luego las autoridades decidieron
celebrar el Primero de Mayo, día de los
Trabajadores. Las señoras no quisieron
resignarse a ser pasivas espectadoras.
La víspera de la festividad pidieron a
algunos de sus mejores alumnos que
capturaran avispas y las mantuvieran
vivas en cajitas. De nuevo se congregó
mucha gente. Activistas armados del
partido comenzaron a marchar en orden
militar vociferando consignas y llevando
pancartas, banderas y grandes retratos
de los líderes del régimen. La multitud
empujada por miembros clandestinos de
la Resistencia se apretaba cada vez más.
Los niños, como si estuviesen fuera de
control, corrían entre las filas de los que
desfilaban y abrían las cajas a sus pies.
Las avispas se colaron entre los
pantalones y las faldas y empezaron a
picarles. Los del desfile dejaron de
gritar sus consignas. Corrían en círculos
arrojando al suelo todo cuanto llevaban
encima. Pero los niños se excedieron en
su labor. Había demasiadas avispas.
También atacaron a la gente del público,
que también chillaba y corría. Fue un
desastre. No pudo reanudarse la
ceremonia. Taywar explicó: «Ese día
cientos de retratos de los líderes,
camisetas, etcétera estaban tirados por
el suelo. En la confusión recogimos
veinticinco pistolas y armas ligeras.
Enviamos las ametralladoras a los
muyahidin en el campo y entregamos las
pistolas a las mujeres que trabajan en la
sección militar de la Resistencia
clandestina urbana».
Disfrazada de campesina
completamente velada, con el pretexto
de peticiones personales, iba de una
oficina administrativa a otra para
establecer contacto con miembros de la
Resistencia e intercambiar información.
Organizó un encuentro de combatientes
de la Resistencia en su propia casa.
Acudieron dieciocho hombres y fue
elegida como la persona a cargo de los
grupos de mujeres de la Resistencia. Los
muyahidin de Panjsher apoyaron sin
reservas su candidatura.
Más tarde se creó un comité de
ayuda a las familias de los prisioneros y
mártires de la Resistencia. Recogían
dinero, comida y ropa, y escogieron a
Taywar para ir a Kabul con el fin de
distribuirlos entre las familias
necesitadas de la capital. Fue así como
llegó a Kabul. Fue a principios de 1980
y los rusos habían invadido el país.
Encontró trabajo como maestra en la
escuela Ghafoor Nadim. Había siete mil
alumnos (niños y niñas) y trescientos
profesores, de los cuales doscientos
eran mujeres. El director del centro era
miembro del partido Khalqui y sólo
veinte maestras estaban también
afiliadas a él. El resto se oponía al
régimen y muchos de ellos trabajaban
activamente con la Resistencia, lodos,
sin embargo, estaban dispuestos a
participar en las manifestaciones, llevar
mensajes nocturnos o realizar cualquier
otra tarea comprometida.
En Kabul participó activamente en
las labores de organización del
movimiento de Resistencia clandestino.
Tomó parte en la preparación del
levantamiento popular contra los rusos
en marzo de 1980. Con una buena
conexión con los grupos masculinos de
la Resistencia, las mujeres se
organizaron en tres secciones:
1. Investigación de las personas que
colaboraban con el enemigo;
2. Persecución de sospechosos y
descubrimiento de sus contactos;
3. Grupos operativos. El miembro
más activo de un grupo operativo contra
el enemigo era una chica llamada Fndia;
era muy bonita y de apariencia inocente,
y poseía una gran habilidad
secuestrando y ejecutando rusos;
contaba en su haber con al menos quince
operaciones llevadas a cabo con éxito;
todas las víctimas fueron rusos.
La misma Taywar estaba implicada
en la preparación y divulgación de
panfletos y carteles de propaganda
contra el régimen, así como en la
intimidación de miembros del personal
administrativo proclives a colaborar con
el régimen. La persona en cuestión
recibía tres advertencias, después de la
tercera se pasaba el caso a la sección
operativa.
Generalmente las mujeres
conseguían información a través de sus
contactos en la administración y la
pasaban a los grupos de Resistencia
urbana para su propio uso y el de los
comandantes en el campo. La mayoría
de los casos de desaparición o muerte
de rusos y agentes enemigos se debió a
la iniciativa de las mujeres. Asimismo
eran responsables de numerosos
atentados con bomba.
Sin embargo, también sufrieron
pérdidas importantes. Cientos de
mujeres y niñas fueron arrestadas,
torturadas y ejecutadas. Taywar pasó un
año en prisión (1983) y sufrió la tortura
más horrible (su experiencia como
prisionera aparece en nuestra serie «La
vida en las cárceles afganas»).
Ella confirmó la información sobre
las mujeres de la Resistencia en las
ciudades de provincia. Además de las
mujeres de Kunduz en el norte, que ella
misma organizó, existen importantes
movimientos femeninos de Resistencia
en Herat y Kandahar, al oeste del país.
En Herat, la comandante Razia es muy
conocida. Su padre fue un combatiente
por la libertad y lo mataron. Luego su
hermano lo reemplazó como
comandante, pero también murió. Razia
tomó el lugar de su hermano y en 1983
formó un grupo independiente de
mujeres combatientes; consiguieron
armas y han realizado varias
operaciones en el campo.
En la ciudad de Kandahar, cada vez
es mayor el número de mujeres que se
incorporan a la Resistencia desde 1981.
Las de más edad se encargan de los
niños y del hogar. Las jóvenes quedan
libres para trabajar con los muyahidin.
Bajo el velo les llevan armas,
municiones e información; las más
atractivas atraen a los rusos o a los
agentes de Kabul y les guían a una casa
donde los muyahidin están
esperándoles.

Centro de Información Afgana


Boletín mensual
Nro. 58, enero de 1986
La vida en las cárceles
afganas
Entrevista con Taywar Sultán
(segunda parte)

La señora Taywar Kakar, conocida


en la Resistencia como Taywar Sultán,
al describir sus experiencias en el
movimiento clandestino de la
Resistencia (véase CIA, boletín
mensual, Nro. 57, diciembre de 1985),
habló también de su vida en la cárcel.
Ésta es la segunda entrega de la
entrevista.
Fue arrestada por primera vez el 26
de diciembre de 1982. «Arrestaron a
varios miembros de mi célula
clandestina y alguno reveló mi nombre.
Agentes del KHAD me vigilaron y
siguieron muy de cerca», explica.
Además de otras actividades, la
señora Kakar estaba organizando una
manifestación para el 27 de diciembre
(aniversario de la invasión rusa). El 26
de diciembre, a las once de la mañana,
llegaron dos jeeps a su casa llenos de
hombres armados, dos mujeres entraron
y le ordenaron que las acompañara sin
decirle adonde ni por qué. Ella ya había
dado instrucciones a su hija Fauzia, de
dieciséis años, y a su hijo Temor, de
doce, de que, en caso de que la
arrestasen, llevaran todos los
documentos escondidos en la vivienda a
un lugar más seguro, y dijeran a sus
colegas que no fuesen por su casa. Tuvo
suerte de que cuando la registraron no
quedaba ya ningún documento. Primero
la condujeron al cuartel general del
KHAD en Shisdarak. La dejaron en la
habitación número 11, en el último piso
del edificio. Estaba desprovista de
muebles, era fría y húmeda. Le quitaron
el abrigo y el jersey.
A las 23.00 la llevaron a un salón
grande en el sótano. Había tres grupos
de personas sentadas en diferentes
rincones del mismo, incluyendo un
consejero ruso. A la señora Kakar le
ordenaron que tomara asiento en una
silla de metal equipada para sujetarle
las manos y los pies. Primero le ataron
las manos y los pies, y luego comenzó el
interrogatorio. Diversas personas le
planteaban las mismas preguntas
formuladas de diferentes formas;
empezaron con preguntas sobre su
identidad, lugar de residencia en Kunduz
y familiares cercanos. Después
colocaron frente a ella una caja con
dinero. Le dijeron que si cooperaba
enviarían a sus hijos a estudiar al
extranjero, le darían el dinero y la
liberarían. El consejero ruso, que
hablaba en pastún, afirmó que bastaba
con que nombrara a una persona en
conexión con ella.
La señora Kakar explicó: «Perdí los
estribos y repliqué que él era un
extranjero y no tenía derecho a
preguntarme qué hago en mi país. Los
hombres se enfadaron y me atacaron. Me
asestaron un puñetazo en la boca y
patadas con botas. Unos empezaron a
zarandearme tirándome del pelo.
Sangraba por la boca, los oídos y la
nariz. Uno cogió una pistola y apuntando
a mi cabeza dijo: “Voy a contar hasta
cincuenta; si para entonces no has
respondido, disparo”. Empezó a contar y
los otros me hicieron más preguntas. Me
preguntaron: “Dinos quiénes son los
líderes de tu banda”. Les dije que
conocía algunos muy famosos; Taraki y
Amin. Inmediatamente alguien se separó
de uno de los tres grupos, se abalanzó
sobre mí y comenzó a golpearme con
unas varillas eléctricas. Cada varilla me
producía una descarga y me dolía
muchísimo. Quedé inconsciente por un
rato. Cuando recobré el sentido, estaban
preguntándome qué tipo de actividad
había planeado para el 27 de diciembre.
Como no tenían ninguna prueba, no dije
nada. Pasé toda la noche entre golpes y
preguntas. Por la mañana cavaron un
hoyo en la nieve y me metieron en él,
con la nieve hasta el cuello. Al principio
estaba aterida, congelada, pero al cabo
de un rato sentía el cuerpo entumecido y
no experimentaba dolor. Por la tarde me
llevaron de nuevo al salón y me dieron
un pedazo de pan. Antes de ser arrestada
me habían comentado que el hambre
ayuda a sufrir menos durante las
torturas, así que comí muy poco. Los
interrogatorios se prolongaron siete
días. En todo ese tiempo me
mantuvieron despierta con una luz muy
intensa sobre los ojos. La cuarta noche
de interrogatorios en el sótano trajeron
un aparato especial conectado a unas
agujas muy afiladas. Me las clavaban en
las uñas y apretaban un botón. Eso
producía una descarga eléctrica muy
fuerte y las uñas empezaron a separarse
(todavía tiene las uñas de las manos
rotas). Al séptimo día, en vista de que
no conseguían ninguna confesión, me
amenazaron con traer a mi esposo y mis
hijos, y torturarles delante de mí».
De ahí la trasladaron a Sedarat (el
ministerio principal) y la encerraron en
una habitación. Una noche le entregaron
unos analgésicos. Le parecieron
sospechosos y los escondió. Más tarde
entraron dos mujeres, una afirmaba ser
miembro del Hezb-e-Islami, y la otra se
identificó como miembro del Jamiat.
También receló de ellas, no creía lo que
decían. Una se quejaba de dolor de
cabeza y la señora Kakar le dio una
pastilla. Se la tomó y al momento se
mostró muy relajada y alegre, reveló su
verdadera identidad como agente del
KHAD y le enseñó una pequeña
grabadora que llevaba bajo la blusa.
Tras un mes de interrogatorio la
trasladaron a una habitación normal. Los
interrogadores, incluidos los rusos, no
lograron hacerla confesar ni obtener
ninguna prueba de su participación en
las actividades de la Resistencia. En
Sedarat, Taywar vio a dos mujeres muy
mayores; una de setenta años, de
Panjsher, a quien arrestaron cuando
transportaba munición en una cesta de
uvas; la otra, de sesenta, era de Baghlan.
También había una familia entera en esa
prisión. Los hombres estaban detenidos
en una sección aparte; las mujeres y los
niños estaban en la cárcel con Taywar y
otras prisioneras. La familia había
intentado huir de Alemania del Este a
Occidente, pero les arrestaron en la
frontera de Alemania del Este y las
autoridades les entregaron al régimen de
Kabul. Más tarde los niños pequeños
fueron enviados a la guardería Watan (un
centro ruso de entrenamiento especial).
A otra señora mayor la presionaban para
que grabara una cinta pidiendo a sus
hijos que regresaran del exilio en
Alemania. Los chicos estaban en una
lista de busca y captura y serían
ejecutados en cuanto llegasen. Por lo
tanto la madre, que lo sabía, se negaba a
hacerlo.
Dice la señora Kakar que después
de un mes de tortura física comenzaron
con la tortura psicológica. Una vez le
enseñaron una carta donde se anunciaba
la intención de su esposo de divorciarse
de ella basándose en que, por estar en la
cárcel, había perdido su reputación
como buena mujer. Otra vez le dijeron
que a su hija Fauzia la había atropellado
un coche y estaba muerta.
«Un día me llevaron a una sala
grande —explica— Me señalaron una
cortina y dijeron que detrás estaba mi
hija Fauzia, de dieciséis años. Me
tendieron un papel para que escribiese
mi confesión. Luego oí ruidos de golpes,
bofetadas mezcladas con llantos y gritos.
Mi cuerpo se puso tenso, pensé que iba
a desmayarme. Tuve la sensación de
hundirme en un hoyo oscuro donde los
sonidos parecían lejanos. Estaba helada,
estremecida, confundida. Este tipo de
tortura continuó una semana. Buscaba a
Fauzia entre las prisioneras. Al mes vi a
una chica, corrí hacia ella, pero cuando
se volvió vi que no era ella. Tenía las
uñas rotas y negras. Sufría una crisis
nerviosa».
Después de un año detenida, y sin
haber obtenido de ella documentos ni
confesión alguna, la señora Kakar fue
liberada. Volvió a casa el 3 de mayo de
1982. Le dieron empleo como maestra
en la escuela primaria Qala-e-Shada.
Regresó a Kunduz. Allí estableció
contacto con algunos comandantes de
Jamiat-o-Islami (profesor Rabani).
Continuó con sus actividades de la
Resistencia hasta abril de 1984 cuando
Faruq Miajel, quien sabía todo sobre
ella, fue nombrado oficial del KHAD en
Kunduz. Con ayuda de amigos de la
Resistencia huyó de la zona. Marchó a
Kabul y de allí a Ghazni. Los muyahidin
la ayudaron a cruzar la frontera y a
unirse a los afganos en el exilio.
Cuarta parte

El extraño caso
de la conciencia occidental
Salir de Pakistán fue como pasar de un
clamor a un repentino silencio. En
Peshawar a cada momento me
encontraba con afganos refugiados y
combatientes, y cada uno tenía una
petición, tácita o muy explícita; la
terrible angustia de la necesidad. Si
hubiese tenido coraje suficiente para
decirles que en Occidente cada día
vemos en televisión sufrimientos como
el suyo en todas partes del mundo,
probablemente habrían argumentado:
«Sí, pero somos nosotros los que
luchamos por vosotros contra un
enemigo común». No entienden por qué
no les ayudamos. No deja de
sorprenderles nuestra ceguera. Además,
están llenos de reproches, de
incredulidad, de asombro, de un
silencioso orgullo herido. Algunos se
han visto obligados a pedir limosna, por
la necesidad de alimentar a la familia,
aunque no demasiados, pues el orgullo
afgano es grande. Hay quienes exigen, se
sienten con derecho a recibir ayuda.
Protestan. Discuten contigo.
Y luego, repentinamente, la
indiferencia de Occidente, el silencio.
Aun cuando te lo esperas, no deja de
impresionarte. Resulta doloroso.
El Times del 22 de noviembre
publicó una pequeña nota en que se
afirmaba que sesenta mil afganos huían
hacia Pakistán porque los rusos habían
destruido sus cosechas (queman los
campos cultivados). Puesto que Pakistán
ya no inscribe a más refugiados para
proporcionarles comida y ayuda,
muchos de esos sesenta mil morirán.
Como muchos de las riadas anteriores
han muerto, están muriendo ahora. La
reseña aparecía en una de las páginas
interiores. Las noticias sobre Afganistán
siempre están relegadas a esa parte de
los periódicos reservada a las
informaciones secundarias o menos
importantes.
De todas maneras, resulta positivo
que la información se recogiese en ese
periódico. Hace dos años, cuando
estaba en Toronto, el Wall Street
Journal me hizo una entrevista. La joven
que enviaron me dijo que quería que
hablase sobre lo que a mí me interesara.
Impresionada por este nuevo estilo de
periodismo, dije que me gustaría hablar
sobre Afganistán, que llevaba cinco
años luchando contra Rusia, con muy
poco o ningún apoyo del mundo exterior.
Por la expresión de su rostro deduje que
el tema no le interesaba mucho. Le
expliqué que no había precedentes de
una guerra de cinco años entre un pueblo
prácticamente desarmado y una
superpotencia sin que el mundo apenas
le prestara atención. Enseguida
murmuró: «Vietnam», tal como supuse
que haría. Argumenté que los
vietnamitas habían estado armados y
equipados. Le conté que un millón de
civiles afganos han sido asesinados por
los rusos. Que había cinco millones en
el exilio; era como si un tercio de la
población de Estados Unidos tuviese
que buscar refugio en Canadá a causa de
una agresión exterior. Repuso entonces
que todo resultaba muy difícil de creer.
La entrevista siguió su curso por
caminos sumamente trillados. Cuando
salió impresa, no incluía mención alguna
de Afganistán. Desde entonces el Wall
Street Journal ha sido «muy bueno» con
Afganistán. Sin embargo, cualquiera que
esté implicado en este asunto sabe que
hay un muro de indiferencia, tanto en
Gran Bretaña como en Estados Unidos,
y que es tan fuerte e irracional que uno
llega a preguntarse por qué.
En el mundo hay «alrededor» de
diez millones de refugiados, y la mitad
son afganos. Las cifras de los refugiados
afganos nunca salen en los titulares; en
cambio, muy a menudo se puede leer:
«Tantos miles de refugiados salen de
Sudán», o de Etiopía.
¿Qué factor determina el valor
noticioso de una catástrofe? ¿Por qué el
horror de Afganistán nunca se ha
considerado importante? En mi opinión,
la respuesta a estas preguntas explicaría
una buena parte de las presunciones y
los prejuicios que gobiernan nuestros
órganos informativos.
Todos los periódicos, tanto europeos
como norteamericanos, rechazaron mis
artículos sobre lo que vi en los campos
de refugiados en Pakistán, sobre lo que
me contaron los combatientes afganos.
El Washington Post. El Times. El
Newsweek. El New Yorker. La revista
del New York Times llegó a decirme que
querían algo «más personal».
Me tomo la libertad de creer que si
esos artículos hubiesen versado sobre
otros temas que no estuvieran sujetos a
esta misteriosa inhibición, a este ucase,
los habrían publicado.
Poco después de volver de Pakistán
se emitió un programa de televisión de
la serie Everyman («Cada hombre»).
Describía a los muyahidin cual
fanáticos drogados, dementes que
farfullaban sobre su derecho a una
felicidad paradisíaca de bellas vírgenes
y chicos hermosos (esto dio pie a unos
chistes tontos en la prensa sobre los
guerreros homosexuales de Afganistán).
Insistieron mucho en el maltrato que
habían dispensado a un hombre
sospechoso de ser un espía. Los
muyahidin nunca se han presentado a sí
mismos como otra cosa que no sea
guerrilleros luchando por todos los
medios por la libertad de su país; al
contrario de los rusos, no mienten sobre
sus métodos de lucha. El programa
causó mala impresión en varias
personas que conozco. Algunos me
comentaron: «Si así es como son los
afganos, quizá no esté mal que los rusos
los tengan en un puño». Esta frase ilustra
lo que los afganos caracterizaban como
un síntoma de nuestra naturaleza todavía
imperialista: incapaces ahora de
«civilizar» pueblos atrasados,
participamos, por poderes, en el
imperialismo ruso. Pedí a mi agente,
Jonathan Clowes, que indagara si el
canal de televisión en cuestión me
permitiría presentar otro punto de vista;
yo acababa de volver de Afganistán y
me parecía que el programa había sido
parcial, por no decir algo peor. Ese
programa y otros dos dijeron: «No,
Afganistán es un plomazo». «A nadie le
interesa Afganistán». Esto refleja a la
perfección la manera en que los medios
se escudan en actitudes que ellos
mismos han creado. Trata un tema como
un plomazo, ponlo siempre en una
página interior y luego di que no suscita
interés. El cuarto programa dijo estar
dispuesto a hacer una entrevista,
siempre que yo entendiese que
Afganistán sería sólo el trampolín para
temas más interesantes; quizá la nueva y
sorprendente noticia de que no apruebo
el apartheid y estoy descontenta (como
todo el mundo) con la situación en
Sudáfrica.
Si el programa Everyman hubiera
cumplido medianamente bien con su
labor de informar, habría explicado a
los telespectadores, quienes no saben
nada en absoluto de la situación afgana
(por un lado, porque nadie les ha
explicado nada y, por otro, por el
bloqueo psicológico apoyado por la
actitud de los medios), que existen siete
partidos políticos en Pakistán, que todos
afirman representar a Afganistán y que
cada uno tiene un punto de vista
diferente a pesar de basarse todos ellos
en el islam. Todos quieren llevar
reporteros a Afganistán. Una vez en
Peshawar, la cuestión es encontrar un
grupo que confíe en ti. Everyman
escogió, o fue escogido, por un grupo
extremista, y deberían haber dicho que
de haber ido con otro habrían tenido una
imagen distinta.
Los muyahidin no pasan tantos
apuros, no corren tantos riesgos, sólo
por dar a los televidentes occidentales
media hora de experiencias exóticas. Lo
hacen porque necesitan ayuda, y porque
creen, pobres inocentes, que si nosotros,
Occidente, conocemos sus penalidades
querremos ayudarles. ¿Por qué no se
dijo nada sobre sus necesidades? Que
están muriendo de hambre. Que los
rusos destruyen las cosechas y los
sistemas de riego. Que están
desesperados por conseguir ropa de
abrigo, comida; que necesitan ambas
cosas con urgencia.
¿Cuántos muyahidin, cuántas
personas que huyen de los rusos, cuántas
de las que todavía quedan en el país,
cuántos morirán este invierno y en la
primavera? Supongo que leeré, en las
últimas páginas del Times, el
Independent o el Guardian. «Se estima
que cientos de miles de afganos han
muerto de hambre durante los meses de
invierno y primavera». En la primera
página los titulares darán cuenta de la
hambruna en África.
Es difícil conseguir las cifras de los
que mueren de inanición en África.
Impresionada por aquel grito al mundo
entero del atractivo Bob Geldof:
«Veintidós millones de personas están
muriéndose de hambre en África»,
intenté seguir la pista de las verdaderas
cifras. Según el libro de Peter Gill,
recomendado por Oxfam, A Year in the
Death of África («Un año en la muerte
de África») doscientas mil personas
murieron de hambre en 1984 según
oficiales expertos en ayuda extranjera,
la cifra total «puede haber» alcanzado el
millón.
¿Por qué estos doscientos mil o este
millón de africanos merecen los titulares
mucho más que la misma cantidad de
afganos?
Sencillamente porque, por una u otra
razón, estamos sensibilizados por
África.
Un mes atrás, mientras una amiga
trataba de recoger en Kent donativos
para Afghan Relief, una señora le dijo:
«Tenemos nuestras propias obras
caritativas de las que ocupamos, y las
tenemos más cerca». Cuando le preguntó
si había colaborado para aplacar la
hambruna en Etiopía, la mujer
respondió: «Por supuesto».
Hay algunas respuestas
estereotipadas para la situación de
Afganistán. Al volver a casa resultó muy
desalentador verificar lo estrecha que es
la gama de respuestas automáticas que
se reciben.
«Afganistán es el Vietnam de la
Unión Soviética». Bueno, si lo analizas
no es así, excepto porque en ambos
casos pueblos subdesarrollados (o, si se
prefiere, del Tercer Mundo) se
opusieron y se oponen a poderosas
potencias mundiales. Sin embargo, los
vietnamitas tuvieron todo tipo de
armamento, entrenamiento, ayuda.
Además, la guerra se libró bajo el
resplandor de la publicidad, fue una
guerra televisada. Noche tras noche
seguimos su desarrollo en las pantallas
de televisión.
—¿Sabía usted que los rusos atan un
grupo de gente, la rocían con gasolina y
les prenden fuego? —pregunté.
Respuesta sensata:
—Como los norteamericanos en
Vietnam.
—Bueno, en realidad no hicieron
eso.
—Pero usaron napalm; viene a ser lo
mismo.
Supongo que se podría decir:
Entonces está bien, ¿no?
En un hospital una enfermera me
preguntó dónde había estado y cuando
respondí dijo: «¿Dónde queda eso?».
Una irlandesa a quien expliqué que
la mitad de los refugiados del mundo
son afganos observó: «El problema con
esa gente es que tienen demasiados
hijos».
En la radio, un periodista que había
entrevistado a un líder fundamentalista
de la guerrilla y se mostraba en
desacuerdo con algunas de sus actitudes
se preguntó: «¿Por qué apoyamos a
gente como ésa?». Luego con tono
humorístico concluyó: «Para fastidiar a
los rusos, supongo».
El tono de voz que la gente usa
cuando habla de Afganistán es muy
revelador. Es común emplear un tono
ligero, casi de broma; el mismo que
siempre se adopta, deliberada o
inconscientemente, en los medios para
indicar al oyente o televidente que el
asunto no es serio.
Otra muestra tomada de la radio: la
Comisión de las Naciones Unidas para
los Refugiados pedía cuarenta millones
de libras para paliar el deterioro de las
condiciones de los refugiados en todo el
mundo. Dio dos ejemplos. El segundo
era que ciertos programas de trabajo
para los refugiados afganos en Pakistán
estaban a punto de cancelarse. El
comentarista tenía prisa por pasar a algo
más interesante y habló con tono ligero,
despreocupado, sin concederle ninguna
importancia; nadie pensaría que estaban
hablando de gente que puede morir sin
esos programas de trabajo.
Cuando partí de Pakistán, los rusos
anunciaron con gran aparato la retirada
de parte de sus tropas. La gente de
Pakistán y todos los afganos sabían que
no era más que otra muestra de su
inteligente propaganda y que a buen
seguro Occidente caería en la trampa.
Mientras los expertos explicaban lo que
sucedía, analizando por qué la retirada
de esas tropas no cambiaba en absoluto
las cosas, me encontraba con gente que
parecía ansiosa por creer en las
declaraciones de los rusos. «Pero están
retirando las tropas, ¿no es cierto?».
Otra trapacería rusa que Occidente
aceptaba encantado era cuando exhibían
a unos muyahidin capturados y les
hacían decir cuán contentos estaban de
haberse rendido y cuánto deseaban que
sus compañeros se rindieran también;
mostraban los mismos soldados una y
otra vez. Me recuerda a un criador de
ovejas llamado Dartmoor que
acostumbraba entretenemos a los
londinenses con una historia sobre los
funcionarios que iban a contar sus
ovejas, por las que él recibiría un
subsidio del Estado; según explicaba,
les mostraba el mismo rebaño una y otra
vez, hasta cuatro veces. «Los muy tontos
nunca se dieron cuenta».
Gorbachov declara a menudo que la
guerra afgana está próxima a su final.
Eso es lo que recogen hasta la saciedad
los titulares de los periódicos. Lo que la
gente lee es La guerra afgana terminará
pronto, y les oyes decir: «Pero
Gorbachov acabará con la guerra,
¿no?». De hecho, las cosas están
exactamente donde estaban. Lo que
quiere Gorbachov es que deje de llegar
ayuda a las guerrillas, lo que ya ha
empezado a suceder, antes de decidir la
retirada. El sabe, cosa que los lectores
del Guardian y el Independent ignoran,
que los que en verdad están
combatiendo, los muyahidin, no dejarán
de luchar incluso si se ven privados de
la poca ayuda que reciben; seguirán
aprehendiendo armas de los rusos como
han hecho desde el principio. Parece la
repetición del fin de la guerra de la
antigua Rodesia del Sur: organizaron
interminables conversaciones en
infinitas mesas de negociación, pero a
los que libraban la batalla, a los
guerrilleros combatientes, no los
invitaron. Hoy no se celebraría ninguna
conferencia ni conversaciones sobre la
guerra afgana si los muyahidin no
hubiesen seguido luchando año tras año,
a pesar de que los periodistas
occidentales han anunciado una y otra
vez su derrota.
La declaración de Gorbachov: «La
guerra afgana está próxima a su final» es
una estratagema más de los
propagandistas.
En los informes sobre las
negociaciones para concluir el conflicto
afgano se ha descubierto una señal
nueva. Uno de los obstáculos —así nos
lo presentan— que impiden el acuerdo
soviético para terminar la guerra es su
aversión por el fundamentalismo
islámico. Ellos no detestan el
fundamentalismo. Colaboran
estrechamente con el Irán de Jomeini, le
suministran armas, expertos, asesores,
tecnología, maquinaria. He oído a
afganos de alto rango describir a Irán
como un satélite soviético. Sin embargo,
saben que nosotros sí sentimos mucha
aversión y temor por el fundamentalismo
islámico. Están jugando
deliberadamente con nuestra aversión y
nuestro temor.
¿Por qué caemos en la trampa una y
otra vez? Y otra más.
La razón está en lo profundo de
nuestra psicología, tiene sus raíces en
actitudes que se toman por hechos
consumados, sin mucho análisis. Sobre
todo sin que las analicen quienes más
las reflejan.
Existe cierta reticencia a criticar a la
Unión Soviética. Después de todo lo que
ha sucedido, de las informaciones que
hemos recibido sobre el país, persiste
cierta inhibición que los rusos
manipulan inteligentemente.
Es casi imposible abordar el tema
sin que te acusen de «reaccionaria», así
de polarizadas están nuestras respuestas,
y yo siento una especie de
desesperación de sólo intentarlo. Hay
una red o un espectro de actitudes
iluminadas en un extremo por el caso
que se ventila en este momento en los
tribunales de Australia sobre
exactamente cuánto nos van a informar, a
nosotros, los ciudadanos, de la cantidad
de agentes soviéticos que han alcanzado
importantes posiciones en ese país;
cuánto nos han traicionado, para usar un
término pintoresco y pasado de moda.
En el otro extremo del espectro está
precisamente la reticencia a criticar a
los rusos, la disposición a disculparles.
Así, si la Unión Soviética libera en
Chernóbil una radiactividad que
envenena su propio suelo y aguas, que
causará la muerte de quién sabe cuántos
de sus ciudadanos, que envenena las
cosechas y el suelo de toda Europa con
unas consecuencias a largo plazo aún
desconocidas, casi enseguida nos
llegarán noticias y comentarios según
los cuales lo de Chernóbil y lo de Three
Mile Island es equiparable, si bien lo de
Three Mile Island no mató a nadie, no
envenenó alimentos ni animales ni
suelos. Esto significa que si la Unión
Soviética derribase un avión comercial
y causara la muerte de todos sus
pasajeros casi enseguida se probaría
que de alguna manera la culpa era de
Estados Unidos, y pronto el incidente se
grabaría en la mente de la gente como
una responsabilidad compartida entre la
Unión Soviética y Estados Unidos.
Luego resultaría que las pruebas
parecerían demostrar que Estados
Unidos no tuvo la culpa, pero si la tuvo
o no ya no importa, no vale la pena ni
planteárselo.
La política de Estados Unidos en
Nicaragua (en mi opinión errónea) ha
sido criticada implacablemente por todo
el mundo, vituperada sin cesar; en
cambio, la política soviética en
Afganistán es perdonada y presentada en
términos más suaves.
Este conjunto de actitudes fascina a
los psicólogos y fascinará todavía más a
los historiadores.
Se preguntarán cómo el régimen más
brutal y cínico de su tiempo resultó ser
tan admirado y disculpado por gente que
se decía humanista, humanitaria y
demócrata, incluso mucho después de
quedar al descubierto su verdadera
naturaleza.
Quizás existan claves, indicios que
podamos estudiar.
Por ejemplo, hace poco un ruso
explicó en televisión que la afirmación
de un crítico respecto a que el régimen
soviético había asesinado diez veces
más gente que Hitler había sido
censurada y retirada de un programa,
«pues sería hiriente para los
sentimientos de nosotros, los rusos».
Esto debe recordar a la gente de mi
generación un comentario hecho por una
joven aparatchik del partido comunista
ruso quien, en relación con el discurso
de Kruschev en el XX Congreso, dijo
con toda elegancia que en su opinión
jamás debió ser pronunciado porque «no
es muy agradable para nosotros».
Pues no, ninguno de ellos fue muy
agradable para aquellos de nosotros que
soñamos (unos más, otros menos) el
«sueño» soviético.
Que asesinó a tantos, ¿cuántos
fueron?
¡Oh, las estimaciones! «Se estima
que…»
¿Fueron siete o nueve millones los
asesinados deliberadamente durante la
colectivización forzada de los
campesinos en la Unión Soviética? Por
Stalin. Puesto así: «Stalin asesinó…»,
da la impresión de que lo hubiese hecho
él con sus propias manos, solo. Pero se
hizo con la entusiasta y eficiente
colaboración de cientos de miles de
leales miembros del partido comunista.
Aparentemente, no fueron veinte
millones de soldados rusos los que
murieron en la última guerra, sino ocho
millones, como dijo el mismo Stalin.
Los veinte millones ahora citados
(también por Occidente, siguiendo al
dirigente ruso) incluyen los asesinados
por Stalin (con la entusiasta y eficiente
colaboración de los miembros del
partido) en los gulags.
Estas cifras también se ponen en
cuestión, no los ocho millones muertos
en la guerra (si hemos de creer a Stalin),
sino los doce millones asesinados.
Según Víctor Suvórov (seudónimo de un
oficial soviético que desertó), los
demógrafos soviéticos afirman que la
población debía de haber alcanzado los
315 millones en 1959, pero el censo
sólo recogió 209 millones. ¿Dónde, se
pregunta él, están los den millones que
faltan? (Se estima que Hitler «ejecutó» a
veinte millones).
¿Qué son veinte millones? ¿O
incluso cien millones en estos días?
Cuando leí que durante el Gran Salto
Hacia Delante en China murieron entre
veinte y cuarenta millones, pensé que
eso tenía que ser la apoteosis de la
prodigalidad estadística, hasta que poco
después llegó la noticia de que «durante
la Revolución Cultural habían muerto
entre veinte y ochenta millones».
(Ambas campañas se llevaron a cabo,
por supuesto, con la entusiasta y hábil
cooperación de leales camaradas). La
verdad es que esta actitud arrogante
hacia la muerte de millones de chinos
probablemente se derive de los chinos
mismos. Mao Zedong, al dirigirse a una
multitud de alrededor de un millón de
personas en Pekín, aseguró que no
importaba si Occidente tiraba bombas
nucleares sobre su pueblo y mataba a la
mitad de la población, porque quedarían
muchísimos chinos. Un amigo que estuvo
presente me comentó que la multitud
prorrumpió en exclamaciones de
aprobación.
Las estadísticas son complicadas no
sólo por el amour propre de los
asesinos o las cifras redondas de los
estadísticos. Cuando hace dos años dije
a la mujer del Wall Street Journal que
había dos millones y medio de
refugiados en Pakistán, reduje la
cantidad por la barbaridad de la misma;
se suponía que la verdadera cifra
rondaba ya los tres millones y medio.
Durante el viaje oímos varias
estimaciones, en una escala entre tres
millones y medio a cuatro millones y
medio de refugiados en Pakistán; entre
medio millón y dos millones en Irán. La
diferencia tan grande en las cifras de
Irán me dan mala espina; más que un
indicio de indiferencia me parece un
encubrimiento.
Los exiliados de Afganistán se
representan siempre como la gente que
está en los campamentos. Sin embargo,
además de éstos hay cientos de miles de
exiliados en Londres, París, Canadá,
Estados Unidos y Australia. En su
mayoría son de clase media, miembros
educados de la población que no fueron
asesinados, que no están encarcelados
en Afganistán. Nunca se menciona a
estos refugiados.
En un mundo donde aceptamos como
normal frases que informan de que
«entre veinte y ochenta millones de
personas murieron…», supongo que
cinco millones de refugiados afganos
difícilmente merecen ser mencionados.
¿Y el millón de civiles afganos
asesinados por los rusos? Esa cifra es
una estimación, ahora es mucho mayor,
crece por momentos.
Los asesinados por los jemeres
rojos, dos millones de personas,
tampoco se mencionan. En su momento
no hubo manifestaciones por ellos, los
humanitarios no protestaron ni hicieron
circular peticiones. Sin embargo, fueron
asesinados por un dictador comunista
(con la enérgica colaboración de los
jóvenes camaradas); actuó el mecanismo
de inhibición automática: hasta resulta
de mal gusto aludir a ello.
Lo que sucede es que nos han
condicionado a ver la Alemania de
Hitler, que sólo duró trece años, muy
poco tiempo, como el arquetipo del mal
de nuestra época: hemos aceptado ese
martilleo continuo en un solo nervio.
Varias veces por semana leemos, u
oímos, frases como ésta: «Fulanito es el
peor carnicero desde Hitler». Una pauta
de pensamiento como ésa pasa por alto a
Stalin, Mao Zedong, Pol Pot, los
invasores de Afganistán.
Probablemente en el pasado a
menudo ha sucedido que una atrocidad
terrible se convierte en el símbolo o el
sinónimo de otra atrocidad menor o
mayor, de forma que ésta se olvida.
Parece que así funciona la mente
humana. Podemos seguir su
funcionamiento observando los cambios
en la forma de referimos al asesinato de
seis millones de judíos. Cuando la
noticia estaba fresca, decíamos: «Los
seis millones de judíos asesinados por
Hitler en las cámaras de gas». Después
se redujo a «los seis millones de judíos
asesinados por Hitler». Mientras
nuestras mentes en verdad no pueden
captar la enormidad de los seis
millones, al menos es un número, una
cifra, representa gente, seres humanos;
ahora se le ha dado un título, el
Holocausto, gracias a un programa de
televisión. La humanidad de la gente
asesinada se ve disminuida por el título.
Pronto olvidaremos cuántos fueron. Ya
hemos olvidado, gracias a nuestro
método de usar a Hitler como
representante de los males de nuestro
tiempo, a los judíos que Stalin asesinó
pocos años antes de morir (conocidos
como los Años Negros) y a quienes
fueron matando sistemáticamente en los
países que ocupaban en Europa del Este
y en la misma Unión Soviética. Hay
constancia de que sacaron de los museos
torturas y métodos de matar medievales
y los utilizaron con ellos. Ya no se
menciona a estas pobres víctimas.
¿Cuántos fueron? ¿Cientos de miles?
¿Un millón? ¡Quién sabe! ¿Se les olvida
porque fueron comparativamente pocos?
No creo que tengan un monumento en
ninguna parte.
Algunas formas de matar nos
parecen peores que otras. ¿Por qué el
asesinato de seis millones de judíos es
peor que, digamos, dejar
deliberadamente morir de hambre, como
política, a entre siete y nueve millones
de campesinos, en su mayoría
ucranianos? Si alguien se atreviese a
plantear esa pregunta, la respuesta sería:
Porque fue un asesinato racial,
deliberado, diferente cualitativamente
por el uso de las cámaras de gas. Pero
incluso estos «seis millones» —el
Holocausto— ya han sido objeto de
simplificación. Hitler también mató, por
razones raciales, a «alrededor» de un
millón de gitanos. Muchos de ellos en
las cámaras de gas. Murieron por ser
gitanos y, según Hitler, racialmente
inferiores. Esta gente jamás se
menciona. No hay libros escritos por las
víctimas, no hay programas de radio ni
de televisión, ni servicios funerarios,
ningún recuerdo para el millón de
gitanos «aproximadamente» asesinados
por Hitler. (Y claro está, por los
miembros de su partido). ¿Acaso
compartimos la opinión de Hitler de que
los gitanos no importan? Claro que no;
es sólo que esa barbaridad ha quedado
eclipsada por otra mayor en número.
Aun así, si seis millones de judíos son
un holocausto, entonces, ¿un millón de
gitanos no son un sexto de holocausto?
¿No deberíamos desechar esa palabra,
«holocausto», y utilizar un lenguaje que
muestre alguna consideración y respeto
por los muertos?
Los gitanos no son los únicos
olvidados. Se supone que Hitler asesinó
en Alemania y en los países ocupados
por Alemania «alrededor» de doce
millones de personas. Seis millones de
judíos, un millón de gitanos, lo que suma
siete millones; quedan cinco millones.
¿Quiénes fueron? Antes de empezar a
matar a los judíos y gitanos,
«racialmente inferiores», muchos
alemanes se levantaron contra Hitler y
fueron asesinados. La Alemania de
Hitler eliminó a muchos alemanes
comunistas, socialistas, sindicalistas y
gente decente y corriente. La herida de
la matanza de los judíos en los campos
de exterminio es tan profunda que ha
sido casi imposible conceder algo de
humanidad a los alemanes de aquel
tiempo. Sin embargo, no cabe duda de
que en algún momento tendremos que
empezar a revisar ese asunto más
fríamente. ¿Quiénes fueron esos otros
cinco millones asesinados por Hitler?
¿Cuántos de ellos eran alemanes? ¿No
es hora de que los alemanes, que fueron
los primeros en oponerse a Hitler (y que
deben de haberse sentido los más
solitarios, la gente más aislada del
mundo, pues por aquel entonces nadie se
oponía a Hitler todavía), sean tenidos en
cuenta, honrados?, ¿no es hora de que se
conozca su historia? Creo que no
deberíamos sentirnos tranquilos
mientras no lo hagamos, igual que
cuando nos permitimos juicios blancos y
negros, patrones de pensamiento,
excesos de simplificación.
Nosotros mismos somos los
prisioneros de estos números, de estas
cifras, de estas estadísticas; los
millones, y millones de millones. ¿Será
que acaso nuestro uso descuidado e
informal de estos «millones» es una de
las causas de la brutalidad, de la
crueldad?
Mientras escribo esto me persiguen
las palabras del poeta ruso muerto en un
gulag, Osip Mandelstam: «Y tan sólo
los de mi propia especie me matarán».

Noviembre de 1986

Nota: Desde que este material fue a


la imprenta, el New Yorker, bajo una
nueva dirección, decidió publicar una
parte de El viento se llevará nuestras
palabras.
DORIS LESSING, de soltera Doris May
Tayler (nacida en Kermanshah, Persia,
actualmente Irán, el 22 de octubre de
1919 - Londres, 17 de noviembre de
2013), fue una escritora británica,
ganadora del Premio Nobel de
Literatura en 2007. La obra de Doris
Lessing tiene mucho de autobiografía,
inspirándose en su experiencia africana,
en su infancia, en sus desengaños
sociales y políticos. Los temas
plasmados en sus novelas se centran en
los conflictos culturales, las flagrantes
injusticias de la desigualdad racial, la
contradicción entre la conciencia
individual y el bien común. Autora de
más de cuarenta obras, y célebre desde
la aparición, en 1950, de su primer libro
«Canta la hierba», es considerada una
escritora comprometida con las ideas
liberales, pese a que ella nunca quiso
dar ningún mensaje político en su obra.
Doris Lessing fue el icono de las causas
marxistas, anticolonialistas,
antisegregacionistas y feministas. En
1956, conocidas sus críticas constantes
e implacables, se le prohibió la estancia
en toda África del Sur y especialmente
en Rodesia.
En 1962 publicó su novela más
conocida, «El cuaderno dorado», que la
impulsó a la fama, convirtiéndola en el
icono de las reivindicaciones feministas.
En 1995, con 76 años, regresó a
Sudáfrica para visitar a su hija y a sus
nietos, y dar a conocer su autobiografía.
Ironías de la historia, fue acogida con
los brazos abiertos, cuando los temas
que ella había tratado en sus obras
habían sido la causa de su expulsión del
país cuarenta años atrás.
En 2007 recibió el Premio Nobel de
Literatura por su «capacidad para
transmitir la épica de la experiencia
femenina y narrar la división de la
civilización con escepticismo, pasión y
fuerza visionaria».
La crítica literaria en general tomó la
concesión del Premio Nobel de
Literatura a Doris Lessing con sorpresa
y escepticismo, debido a que no contaba
en las quinielas al galardón del 2007, a
pesar de ser una «eterna candidata».
Autores como Ana María Moix, Germán
Gullón, José María Guelbenzu o Mario
Vargas Llosa alabaron sus méritos
literarios tras la concesión del galardón,
lo mismo que dos de sus traductores,
Carlos Mayor y Dolors Gallart.
El crítico estadounidense Christopher
Hitchens se refiere al Nobel de Lessing
diciendo: «Uno queda estupefacto al ver
que, al menos por una vez, el comité del
Nobel ha hecho realmente algo
honorable y meritorio…».
Sin embargo, algunas voces críticas se
han alzado contra esta decisión:
El crítico literario estadounidense
Harold Bloom tildó la decisión de la
Academia Sueca de «políticamente
correcta»: «Aunque la señora Lessing al
comienzo de su carrera tuvo algunas
cualidades admirables, encuentro que su
trabajo en los últimos 15 años es un
ladrillo… ciencia ficción de cuarta
categoría».
El crítico literario alemán Marcel
Reich-Ranicki desde la Feria del Libro
de Fráncfort consideró el Nobel como
una «decisión decepcionante»: «La
lengua inglesa tiene escritores más
importantes y más significativos como
John Updike o Philip Roth». También
Umberto Eco, en el mismo foro, a pesar
de considerar que la autora merecía el
premio, admitía su sorpresa por la
decisión declarando: «es extraño que el
premio lo vuelva a ganar un autor de
lengua inglesa tan poco tiempo después
de Harold Pinter».
Notas
[1]V. S. Naipaul, Entre los creyentes: Un
viaje por tierras del Islam, Ediciones
Quarto, Barcelona, 1984. <<

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