El Viento Se Llevara Nuestras P - Doris Lessing
El Viento Se Llevara Nuestras P - Doris Lessing
El Viento Se Llevara Nuestras P - Doris Lessing
El viento se
llevará nuestras
palabras
Un testimonio comprometido
sobre la destrucción de
Afganistán
ePub r1.0
Mangeloso 17.07.14
Título original: The wind blows away our
words
Doris Lessing, 1987
Traducción: José Arconada Rodríguez
Retoque de cubierta: Mangeloso
DORIS LESSING
7 de octubre de 2001
Nos acaban de decir que el
bombardeo de Afganistán ha comenzado.
Primera parte
Su larga cabellera
ondeando al viento
La leyenda dice que Apolo, en un
momento de solaz, volvió la mirada
hacia aquellos pequeños seres terrenales
que perseguían afanosamente sus
destinos, como es nuestro deber. Al ver
a Casandra, joven y deliciosa, le dijo:
«Y bien, ¿qué tal uno rápido? No vas a
perder nada. Es más, te daré el poder de
la profecía». «No me importa tenerlo»,
repuso ella, pero una vez supo que podía
predecir el futuro no hizo honor a su
palabra. Apolo se enfadó. Y además era
vengativo, una cualidad admirada por
aquel entonces. «Al menos déjame
besarte», le dijo, y ella accedió. Con ese
beso le quitó la mitad de su regalo;
podría profetizar, sí, pero nadie la
creería. Algunas versiones dicen que
Apolo le insufló su aliento en la boca;
otras, no menos remilgadas, que «le
quitó el aliento». Lo que en verdad
sucedió, al parecer, fue que le escupió
en la boca, como una serpiente. Los
orígenes de Casandra se entrelazan con
serpientes. Sus padres eran borrachos y
olvidadizos; un día, después de una
juerga, la abandonaron junto con su
hermano gemelo en un santuario.
Cuando, llena de arrepentimiento, la
pareja regresó en busca de sus niños,
«las serpientes sagradas del santuario
les lamían los oídos». Ésta es una
versión del modo en que Casandra
recibió el poder de profetizar.
Con «su cabellera ondeando al
viento», Casandra, hija de Príamo, rey
de Troya, advirtió a su padre de la
desastrosa guerra que se avecinaba,
pero nadie le hizo caso. Troya, a su vez,
también contribuyó a iniciar la guerra,
pues cometió algunos desaciertos; no se
puede echar toda la culpa a la bella
Helena. Ambos bandos actuaron como si
fuese lo indicado para que la contienda
resultase inevitable. Empezó porque
tenía que empezar. Luego siguió su
curso.
No faltó lo que nosotros
llamaríamos colaboracionismo. La
propia Casandra, hija del rey de Troya,
tuvo dos hijos con Agamenón, rey de las
fuerzas agresoras. En cuanto a Helena,
hay que decir que se trata de un caso
interesante. En las versiones resumidas
de la historia, o en versiones infantiles,
se nos presenta pasiva, pasada de mano
en mano, jugada a los dados, codiciada,
disputada, inocente de todo ello; como
una muñeca, o una estatua sonriente
imbuida de santidad. Por ser la hija de
Zeus, se la consideraba divina. ¿Era
bella porque era divina, o divina porque
era bella? Se decía que toda Troya
estaba enamorada de ella; parecería la
Virgen María de algunos países. Pero
resulta mucho más atractivo creer que
fue irresistiblemente bella.
Y ciertamente no fue pasiva.
Tanto ella como Casandra a menudo
reflejaban diferentes facetas del mismo
atributo; uno de los epítetos o alabanzas
con que se bautizó a Casandra fue: «la
que enreda a los hombres».
A Casandra la enviaron de regreso a
Micenas con el botín de guerra, como
propiedad de Agamenón. Clitemnestra,
celosa de ella, la condenó a muerte.
Casandra se enteró del complot para
acabar con la vida de ella y de
Agamenón; podía «oler la sangre».
Ciertamente, aun sin el olor a sangre no
era muy difícil adivinar que la esposa de
su amante pudiese estar enfadada. Se
negó a entrar en la habitación donde
Agamenón, su amante, su enemigo, el
padre de sus dos hijos, estaba siendo
degollado. Si no lo hubiesen matado,
ella, por supuesto, habría seguido, en
sus momentos de mayor desasosiego,
haciendo sus inteligentes predicciones
con su cabellera suelta y ondeando libre.
Y nadie le habría hecho el mínimo
caso.
Ahora es otra cosa. Hemos
cambiado, y también nuestra opinión
sobre los dioses ha cambiado. (En
cualquier momento nuestra visión de
éstos puede compararse con un papel de
tornasol, o un contador Geiger, una
medida de nuestro desarrollo, o nuestra
fase en la evolución). Ya no son
vengativos ni malhumorados ni seres
caprichosos que juegan con el destino de
los hombres, apareándose cuando les
viene en gana con cualquier bonita
mortal, dados a payasadas y
vergonzosas bromas pesadas. Podemos
imaginarlos rumiando su preocupación
por los desatinos humanos,
preguntándose cuándo, si acaso alguna
vez, sus protegidos aprenderán a tener
sentido común. «Si sólo pudiesen lograr
una pizca de Nuestro nous! ¿No es ya
hora de que absorban Nuestro sentido de
la previsión, del futuro, la habilidad de
prever el resultado de lo que hacen, de
lo que piensan? Siempre estamos
haciendo cuanto podemos para prevenir
esta o aquella estupidez; aunque, por
supuesto, pocas veces reconocen
Nuestra intervención en sus asuntos, ya
que son demasiado engreídos. Ponemos
ideas en sus mentes y ellos las creen
propias. Así es, hacemos tanto como nos
permiten hacer. Y siempre hay un
grupito, gente maravillosa que trata de
acercarse a Nosotros, ser como
Nosotros, absorber Nuestra sabiduría; y
es a través de ellos que logramos
ejercer alguna influencia sobre el
destino de los hombres. Pero les falta
aprender la primera regla: saber cuándo
hablar y cuándo callar. El problema está
en que varios de ellos, cuando apenas
alcanzan a percibir cómo somos,
pierden la cabeza y creen saberlo todo;
se sueltan el pelo y siguen la corriente.
No quieren andar el largo y aburrido
camino de la preparación de sí mismos
para estar a la altura de tener una
conversación con Nosotros, nada de eso,
en su lugar corren de un lado a otro,
balbuceando cosas sobre la Perspicacia
y la Intuición, imbuidos de sí mismos,
suministrando fragmentos de
información inoportuna, fuera de
contexto y de momento: santos, profetas,
mártires…»
Lo que me gustaría saber es quién,
además de Casandra, estuvo hablando
de la inminente guerra en el palacio de
Príamo. ¿Sólo Casandra? Por supuesto
que no. Probablemente fueran unos
cuantos, una minoría considerable para
la cual el nombre de Casandra constituía
un símbolo. Era una princesa
enloquecida, de largas trenzas, que no
paraba de lamentarse; pero en las
cocinas, las viejas esposas que ya lo
habían visto todo murmuraban
entristecidas. Un pordiosero que había
sido soldado, lisiado en una guerra
anterior, y que frecuentaba las almenas
de Troya, tomaba por el brazo a cuanta
persona pasaba por allí y le gritaba
(pues era un poco sordo por una herida
de lanza): «Esta guerra será una
calamidad para todos nosotros, no sólo
para los griegos». El pobre había
perdido el juicio, y todos sabían que
Casandra era demasiado histérica para
su propio bien.
En un tiempo muy remoto existieron
personas especiales, individuos con
talento para profetizar. Había unos
pocos en cada palacio, poblado o
granja. Ahora son una multitud. En estos
días Casandra no es un ser inspirado por
los dioses, ni una vieja llorona
abandonada en una esquina, ni un
soldado veterano que lo perdió todo en
alguna guerra. Casandra es un grito de
alerta que viene de todas partes, en
particular de los científicos, cuya
función es saber qué puede suceder, de
la gente de todas partes que se preocupa
por los asuntos públicos, de cualquier
ser pensante. Podría decirse que todo el
mundo se ha convertido en Casandra,
pues no queda nadie que no vea el
desastre que se avecina. Todos los
desastres son evitables, es decir,
evitables si en verdad controlásemos
nuestro destino, como creemos que
hacemos, o como se supone que
pensamos que hacemos, a juzgar por lo
que decimos.
Todos sabemos, o hablamos como si
supiéramos, que no debemos destruir las
selvas tropicales del mundo, ni
deforestar las laderas de las montañas,
donde las corrientes de agua pueden
arrastrar la valiosa capa orgánica y
llevarla hasta el océano, ni favorecer la
extensión de los desiertos (que por otra
parte lleva siglos, milenios). No
deberíamos envenenar los océanos, ni
liberar radiactividad, puesto que hace
inhabitables regiones enteras del mundo.
No deberíamos fabricar armas
nucleares; somos una raza imprudente e
irresponsable. No deberíamos ir a
ninguna guerra, hay otras formas más
sensatas de arreglar las diferencias. No
deberíamos…, no deberíamos…, no
deberíamos… Y deberíamos,
deberíamos, deberíamos…
Sentada en una colina que domina
Sydney, vi el cielo oscurecerse sobre
los campos, como si una nube de
langostas lo cubriese. Pensé en langostas
pues de joven a menudo vi esa franja
baja y oscura sobre el horizonte hacerse
más grande y alta, hasta cubrir la mitad
del cielo, y luego el cielo entero; pero
no, era polvo, era la tierra de miles de
granjas llevada por el viento sobre
Sydney y hasta el mar, millones de
toneladas de capa vegetal perdidas para
siempre a causa de la deforestación.
Australia ha cortado un tercio de sus
árboles, sabiendo, no hace falta decirlo,
que con eso contribuye a la extensión de
los desiertos.
Este año hemos visto el accidente de
Chernóbil, y a Suiza envenenando el
Rin; ambas catástrofes son como las que
Casandra sabía que sucederían, aun
cuando los expertos lo ignorasen. Y
volverán a ocurrir. Una vez y otra.
Hace poco, Paul Erlich (uno de los
que han alertado sobre el invierno
nuclear) decía que la verdadera pregunta
que la humanidad debía formularse era:
«¿Por qué seguimos haciendo cosas que
todos sabemos que nos hacen daño,
quizá de forma irreversible? ¿Qué nos
está pasando a todos?». Claro que ha
habido otros que se han hecho esa
pregunta, Koesder entre ellos.
Resulta divertido imaginar (por lo
improbable del caso) una conferencia
secreta convocada por las naciones,
donde éstas acordaran dejar de lado sus
lemas y gritos de guerra, así como la
búsqueda de mejores posiciones (sólo
durante la conferencia), para
preguntarse: «¿Qué nos está pasando?
¿Cuál es ese defecto humano que no nos
permite escuchar a Casandra? Parece
que el mundo, que nosotros,
estuviésemos siendo arrastrados por una
resaca de estupidez demasiado fuerte
para resistirse a ella, y de repente unos
frenéticos y desesperados gritos de
alerta aparecen en escena revoloteando
como gaviotas centelleantes para luego
bajar y desaparecer gritando: “Si hacéis
esto, sucederá aquello”. Seguro que
tiene que haber algo que podamos hacer,
todos juntos, quizás aprender a
escuchar…»
Probablemente cuando asesinaron a
Casandra en las afueras del grandioso
palacio de Agamenón, no fue sólo
porque era la favorita del rey, sino
porque todos sabían que iba a seguir
profetizando calamidades, y no querían
escucharla. Sabían que no podían evitar
hacerlo.
Pero ¿por qué nosotros no podemos
dejar de hacerlo?
Lo ignoramos.
Sin embargo, a lo largo del camino
hay claves y señales que reflejan
nuestras actitudes y propensiones.
Cuando le preguntaron a Velikovsky
cómo era posible que no recordásemos
todas las terribles catástrofes que él
situaba en las bases de nuestra historia,
o que si las recordábamos era sólo en
tanto que mitos o leyendas, respondió:
«Olvidamos las catástrofes. No
podemos hacer perdurar en la memoria
los males que han sucedido, planetas o
meteoritos que chocan contra nosotros,
cambios bruscos de clima, el nivel del
mar que sube repentinamente acabando
con ciudades enteras, con
civilizaciones…»
Recuerdo que mientras leía a
Velikovsky pensaba: «Pero ¿qué dice?
¿Es cierto que olvidamos? Nuestros
libros de historia son crónicas del
desastre: guerras, hambrunas,
epidemias. No sólo recordamos lo
sucedido sino que, además, en ocasiones
acompañamos los recuerdos con una
nota de solemnidad satisfecha, de
fruición, una verdadera nota musical de
conmemoración placentera. ¿Y dices que
olvidamos? ¿Qué pruebas tienes?».
Consideremos lo siguiente: la
Primera Guerra Mundial dejó cuatro
millones de muertos, una cifra modesta
si la comparamos con los horrores que
vendrían poco después. La
colectivización forzada impulsada por
Stalin mató entre siete y nueve millones
de campesinos rusos. En los gulags
murieron unos veinte millones de
personas. El Gran Salto Hada Delante
aniquiló a veinte millones poco más o
menos. La Revolución Cultural dejó un
saldo de alrededor de sesenta millones
de muertos. No obstante, éstos fueron
asesinatos deliberados, el resultado de
políticas criminales planeadas y
llevadas a cabo. Los cuatro millones de
muertos de la Primera Guerra Mundial
no fueron planeados ni deseados;
sucedieron, sencillamente. En su
momento fue terrible, impensable,
tremendo; toda Europa estaba
estremecida por la cantidad de muertos,
pues quizá sentía que marcaban el inicio
de nuestro ocaso. Se reconoció la
posibilidad del desastre provocado por
el hombre y con ella el desasosiego y
los malos presagios. Sin embargo,
cuando terminó la guerra, con sus cuatro
millones de muertos, llegó una
calamidad mucho mayor, la epidemia de
gripe española, que arrasó al mundo
entero y acabó con la vida de
veintinueve millones de personas. Los
años 1918, 1919, 1920 fueron horribles,
pero no sólo por la gran epidemia, sino
también por los refugiados, los lisiados,
la devastación y la pobreza que la
guerra había dejado a su paso. La gente
moría. De hecho, murieron muchos
millones más que los cuatro que desde
entonces recordamos. Nadie supo de
dónde ni por qué vino la terrible
epidemia de gripe española. También
hubo una epidemia de la enfermedad del
sueño, igualmente misteriosa y, por
suerte, menos agresiva. (Mucho después
de que todo el mundo la olvidase, se
revivió el recuerdo de esta epidemia en
el libro del doctor Oliver Sacks,
Despertares, sobre gente que vivió en el
vacío por décadas, sobrevivientes). La
Primera Guerra Mundial ha sido
recordada, debatida, analizada. Se han
escrito historias sobre ella, se ha
rendido homenaje a sus héroes, y una
vez al año nos ponemos firmes y
lamentamos tantos muertos. Pero la gran
epidemia de gripe española que mató
siete veces más gente raramente se
menciona.
En The Chronology of the Modem
World se lee, en el registro
correspondiente al año 1918: «Epidemia
de gripe (mayo, junio y octubre)». En el
de 1919: «Severa epidemia de gripe
(marzo)». Cualquiera que hojee este
libro de consulta impulsado por la
curiosidad de conocer algo del progreso
de la humanidad tendrá por fuerza que ir
mucho más allá de estos dos registros.
Todos los años hay epidemia de gripe.
Incluso hemos tenido algunas «severas».
Podemos leer un titular que rece:
«Severa epidemia de gripe en el centro
de Inglaterra: 79 personas han muerto».
Pero ¿veintinueve millones de personas?
Uno jamás llegaría a pensar en esa
cantidad con un comentario así, ni en ese
libro de consulta ni en cualquier otro.
Hace poco, un joven de talento me
pidió que fuese a ver una película que él
había realizado sobre el año 1919.
Enseguida le pregunté: «¿Es acerca de la
gran epidemia de gripe?». «¿Qué
epidemia de gripe?» fue su respuesta. Ni
siquiera había oído hablar de ella.
Mucha gente preparada no tiene la
menor idea del drama que se abatió
sobre el mundo por espacio de tres
años, y del que aún podemos oír hablar
a algún anciano sobreviviente de la
época, con esa mirada perdida que
acompaña el recuerdo de cierta clase de
desastres que nadie puede entender ni
prevenir ni predecir, y que rápidamente
se olvidan como si alguien los borrase
de la mente de la gente, de su memoria.
Quizá debiéramos preguntamos:
«¿Por qué hemos olvidado esta terrible
calamidad? ¿Qué otras calamidades
hemos decidido olvidar? ¿Qué tienen
esos desastres que nublan la mente
humana?».
Se pueden leer historias sobre la
calamitosa campaña de Napoleón a
Rusia sin encontrar nada que indique
que la mayoría de la tropa murió de
tifus, disentería y cólera. A los generales
Nieve y Hielo se les conmemora
abundantemente. Guerra tras guerra, las
fuerzas decisivas han sido el tifus, la
disentería y el cólera, y aun la peste
negra. Pero la historia muy pocas veces
los menciona.
¿Será que nuestra mente está
preparada para asimilar un tipo de
calamidades y no otros? ¿Acaso sólo
podemos recordar aquello de lo que
somos responsables, como la guerra?
¿Significa esto que a medida que
aprendamos a relacionar las causas con
los efectos, recordaremos cada vez más?
Casandra no hubiera podido
alertamos sobre la epidemia de gripe
española, ni ahora podría alertarnos
diciendo: «Si sois lo bastante estúpidos
para desatar guerras, entonces sufriréis
epidemias». A la Primera Guerra
Mundial la siguieron la gripe y la
enfermedad del sueño, pero no hubo
epidemias mundiales después de la
Segunda Guerra Mundial, ni de la guerra
de Corea, Vietnam, Camboya, o
cualquiera de las otras guerras menores.
He escuchado a gente mayor que al
recordar la gripe española dice: «Dios
nos estaba castigando por la maldad de
la guerra». De ser así, Dios a veces
castiga y a veces no.
Las epidemias son imposibles de
predecir, pero es cierto que varías
catástrofes nos esperan en el camino.
Hace muy poco que empezamos a
preparamos para hablar de las
alteraciones en el nivel del mar, que en
el pasado tomaban a todos por sorpresa.
Y seguirá tomándonos por sorpresa,
pues parece que no hemos aprendido
nada.
Si dijéramos: «Nos corresponde
otro período glaciar», los científicos
señalarían que quizá comience la
semana próxima, o en mil años. De
hecho (dicen ellos) estamos atrasados en
lo que al período glaciar se refiere.
Toda la historia, lo que nos hemos
contado mutuamente desde Egipto hasta
Babilonia, desde China hasta las
grandes civilizaciones que una vez
florecieron en las islas frente a las
costas del norte de Europa, todo ello
sucedió en el breve y cálido intervalo
entre dos violentos ataques glaciales que
cubrieron casi toda Europa alterando el
clima del resto del mundo y cambiando
la faz de la Tierra. Cuando esto vuelva a
pasar, estaremos indefensos ante ello.
¿Cómo podremos huir a zonas más
cálidas superpobladas con gente que
estará luchando contra las nuevas
condiciones climáticas? De ninguna
manera, pues sin duda moriríamos. El
hielo cubrirá nuestras ciudades, nuestros
logros, nuestras civilizaciones, nuestros
jardines y bosques, nuestros campos y
huertos, nos cubrirá a nosotros. Quién
sabe en qué forma sobrevivirán las
civilizaciones que logren subsistir, y
cómo reaparecerá la vida cuando el
hielo se retire de nuevo descubriendo
las tundras de Europa.
De modo que si dijéramos: «Nos
corresponde otro período glaciar» la
gente haría como que no nos oye.
Cuando lo dicen los científicos, la
reacción es de fastidio, como si se
tratase de una broma de deliberado mal
gusto.
En la historia de Casandra hay
pasajes donde parece que la gente no
quisiera reconocer la evidencia, como si
«los dioses la hubiesen cegado a la
verdad» (y así se dice en ocasiones).
Hay una escena muy curiosa en el
palacio de Príamo. El caballo de Troya
está ahí, inmóvil en medio del gran
patio, después de introducirlo en la
ciudad tras muchas discusiones. Se oye
el sonido del choque de armaduras
dentro del caballo. Casandra, para
variar, exclama entre lágrimas: «¡Pobres
de nosotros! Hay hombres armados en su
interior». Pero predominan los
optimistas. Casi se les puede oír
razonando amigablemente: «La verdad
es que ese ruido no parece de hombres
armados, y si así fuese, probablemente
se trata de amigos. Es un error ver una
amenaza en todo». Mientras tanto, algo
más sucedía. Casandra no era la única
que observaba el caballo. También
estaba Helena. Helena no era pitonisa ni
ciega, y sin embargo sabía que dentro
del caballo había hombres, porque los
oía. Se divertía dando vueltas alrededor
del caballo a la vez que lo golpeaba e
imitando las voces de sus esposas
llamaba a los griegos que estaban en el
interior de éste. ¿En qué se parece esta
imagen de Helena con la doliente bella y
eterna de la leyenda? La acompañaba
quien entonces era su marido, Deífobo,
un individuo de carácter sombrío de
quien se podía decir que se había
casado con Helena en un intento por
hacer de ella una mujer decente.
Recordemos que había estado casada (o
el equivalente de entonces) con Aquiles,
con Teseo, con Menelao y con París.
Toda Troya estaba enamorada de ella, y
los ancianos temblaron cuando la vieron
caminando por las almenas.
Se reunieron y escogieron a uno de
ellos para hablarle. «Escucha, debes
verlo desde nuestro punto de vista. Se
trata de un asunto de orden público. ¿Por
qué no te limitas a conseguir un anillo de
boda?», le dijo con tono áspero, como si
estuviese enfadado y deprimido a la vez,
igual que un hombre cuando le gusta la
mujer indebida, Helena rió y repuso:
«Como mejor os parezca».
Poco después del episodio del
caballo de Troya, Helena colocó una luz
en su ventana para guiar a los griegos
que aún no habían llegado al patio
central a matar a sus amigos, a sus
amantes, a sus anfitriones, con quienes
obviamente había convivido
amistosamente durante años. Odiseo y
Menelao mataron a Deífobo, su amante
marido, y luego ella marchó a Egipto,
donde vivió con el segundo.
Sin duda, durante el episodio del
caballo de Troya los dioses, por alguna
oscura razón que sólo ellos conocen,
cegaron a los hombres a la verdad.
¿O acaso a los troyanos les
disgustaba vivir allí, o estaban tan
agotados por la tensión de la espera (la
guerra siempre es una cuestión de
esperar, esperar, esperar el desastre)
que lo único que querían era que
terminase, ponerle fin a cualquier
precio?
Quizá muchos de ellos pensasen que
todo aquello era, al fin y al cabo,
absurdo. ¿Para qué estaban
combatiendo? Si Grecia era tan horrible,
¿qué hacía Casandra teniendo dos hijos
con su rey, los cuales probablemente
pertenecerían a una clase gobernante que
reinaría sobre ambos estados y acabaría
por poner fin a la reyerta?
¿Y los hijos de Helena? ¿Tuvo
alguno? Seguramente. Era esa clase de
mujer. Puede que fuera divina, pero en
su aspecto terrenal fue una conciliadora
famosa. La imagino como una mujer
saludable, sensible, práctica, rodeada de
críos y animales, reinando en su jardín o
en su cocina, dirigiendo a sus criadas en
la destilación de podones y elixires.
Todas ellas ríen y hacen bromas que los
hombres no deben escuchar.
O la imagino con Casandra, en las
almenas batidas por el viento, y abajo,
en el patio central, la figura del caballo
de Troya. Pronto saldrán los hombres de
su interior. Helena conduce a Casandra
fuera del patio y suben a lo alto del
castillo; cree que un poco de aire fresco
le hará bien a esa pobre chica
enloquecida.
Casandra está histérica y no se deja
aplacar.
Ahí está, en las almenas, temblando,
sollozando, dando un espectáculo
lamentable. Casandra y Helena son muy
distintas físicamente. La troyana es
delgada, pálida, delicada, con grandes
ojos negros y una cabellera oscura y
abundante que luce opaca y sin vida a la
sombra, pero que ahora, debido al sol y
el viento, es un torrente de un negro
iridiscente, como el petróleo.
«Oh Helena —se lamenta Casandra
—, si sólo hubiese mantenido mi trato
con Apolo, si sólo hubiese usado la
cabeza y aceptado la sabiduría que se
me ofrecía, si hubiese aprendido de los
dioses en qué momento hablar y cuándo
callar, si sólo, si sólo… Pero tema que
ser una ciega, sencillamente una
pitonisa, y ahora mira lo que me ha
pasado: estoy condenada a vivir para
siempre domeñando mi despeinada
cabellera y gritando advertencias que
nadie escucha, y si no fíjate en lo que
está sucediendo: el caballo está lleno de
griegos, me lo dice mi sexto sentido, y
¿alguien me hace caso? ¡No! todo es por
mi culpa. Si hubiese mantenido mi trato
con los dioses, quizá no habría estallado
esta guerra ni las negras naves de los
griegos estarían tras la colina, cargadas
de hombres armados y listos para
arrasar con este palacio y todos sus
habitantes hasta hacerlo desaparecer».
Así deliraba Casandra, mesándose
los cabellos.
Helena, con el codo apoyado en la
almena, está inclinada sobre ella.
Esboza una sonrisa, mientras cavila
sobre si se habrá equivocado al no dejar
nunca su rubia cabellera suelta y
flotando en nubes hermosas y brillantes.
Lleva el cabello recogido, arreglado en
moños sencillos o elaborados, y todos
los días ella y las doncellas que la
arreglan se divierten imaginando que
cada hombre que la vea ese día soñara
con el placer de deshacerle ese moño
dorado, lentamente, mechón a mechón.
No, decide Helena, ha hecho lo correcto
al llevarlo siempre bien arreglado, su
cabello es pesado, grueso, nunca volaría
al viento, como el fino cabello de
Casandra.
Helena escucha distraídamente a
Casandra. Está de perfil, mirando las
negras naves que, a lo lejos, se acercan
despacio; no tardaran en llegar a la
playa, y esa noche, en cuanto oscurezca,
vomitarán su carga de hombres armados.
Ella es una mujer fuerte, hermosa,
rebosante de salud, capaz de despertar
una fascinación que no se explica por su
mera apariencia, alta, fuerte, bien
formada, cabello rubio y ojos pardos (y
todo lo demás). Incluso en este
momento, cuando la mayoría de los
habitantes del palacio se lamenta en sus
habitaciones reforzadas —porque no
todo el mundo es ciego y sordo, ni
incapaz de asociar los ruidos que
proceden del interior del caballo con la
inminente ronda de muerte, violaciones
e incendios que se aproxima—, Helena
se cuida de mantener su rostro bajo el
velo, no permite tampoco que sus
preciosos brazos escapen desnudos de
los pliegues de su traje blanco; sabe que
su belleza se realza al escondería, debe
mostrarse sólo en provocativos
instantes. Quizás alguien esté mirando,
oculto tras los contrafuertes.
Encuentra a Casandra todavía en su
delirio y, aunque siente cariño por ella,
le molesta que sea tan insistente. ¡Qué
egoísta! ¡Qué egocéntrica! Por la cosa
más insignificante se pone a cantar y a
bailar, ¡de verdad! Como en el caso de
las serpientes; a menudo Helena se
escapa a alguno de los muchos
santuarios cercanos a Troya; va a visitar
a los dioses (sus parientes y amigos), y
las sierpes sagradas se acercan a
saludarla, se enroscan en su cuello y sus
brazos, lamen sus párpados y sus labios,
le susurran noticias de ese otro mundo
que nos cubre sin ser visto, pero no por
eso hay que contarlo una y otra vez
como hace Casandra.
Casandra sigue con la misma
cantinela. «Sangre, sangre, veo mucha
sangre…»
«Natural», piensa Helena, y se
pregunta si Menelao alcanzará a
divisarla allá arriba, en las torres.
Suavemente comienza a cantar,
sonriendo. Es una canción que le gusta
mucho. Una canción muy antigua. Helena
ignora su origen, tampoco lo conocen
los habitantes de Troya o de Grecia, que
también la cantan con cariño.
Hay una leyenda que cuenta cómo
Troya fue saqueada una vez en el
pasado; Helena supone que la canción se
remonta a aquella época.
Cerrad las puertas, ¡oh!, hombres
de Troya
[o Grecia, o Esparta, o lo que sea].
Se acercan las negras naves del
enemigo.
Corren como lobos hacia nosotros,
Como lobos negros de brillantes
colmillos…
El viento se llevará
nuestras palabras
Hace siglos que Rusia viene
expandiendo sus dominios hacia el sur.
Su ambición por conquistar o al menos
influir en Afganistán es muy anterior a la
revolución de 1917. Durante el siglo
XIX, dos grandes imperios, Gran
Bretaña y Rusia, se entretuvieron con
«el Gran Juego», es decir, ¿a quién le
tocaba dominar Afganistán? Por su
parte, los afganos derrotaron tres veces
a los británicos obligándolos a la
retirada. Al terminar la revolución de
1917, la Unión Soviética invadió y
conquistó varios estados musulmanes
fronterizos hasta llegar a ser limítrofe
con Irán y Afganistán. Los afganos
vieron la invasión de su país como parte
de una continua expansión hacia el sur
planeada desde hada mucho tiempo. En
varias ocasiones, la Unión Soviética
había participado en intrigas en
Afganistán: durante el reinado de
Muhammad Zair sha, cuando la toma del
poder por parte de Daud, y en el golpe
comunista de 1979.
Fue justamente en 1979 cuando los
refugiados comenzaron a salir de
Afganistán hacia Irán y Pakistán y surgió
la Resistencia a los comunistas,
considerados entonces meros peones de
los rusos.
Era evidente que el gobierno títere
de Nur Muhammad Taraki no podía
sobrevivir, y la Unión Soviética invadió
el país con un ejército de cien mil
hombres. La Resistencia, que los
afganos llaman la yihad, la Guerra
Santa, se intensificó y todo Afganistán se
levantó contra los rusos, que
respondieron con un armamento
poderoso y sofisticado: helicópteros MI
24, reactores Mig, tanques y artillería
pesada. Las armas más terribles fueron
las bombas antipersona disfrazadas
como juguetes o frutas. Los hospitales
de Pakistán rebosan de niños que han
perdido las manos o los pies.
La Resistencia jamás se ha
debilitado. A pesar de no tener más
armamento que el que ocasionalmente
capturan a los rusos, los soldados de la
Resistencia, llamados muyahidin, no
han cesado en su batalla; no son ciertas
las declaraciones de varios periodistas
occidentales en el sentido de que la
guerra ha terminado y los muyahidin han
sido derrotados. La contienda dura ya
siete años, tres más que la Segunda
Guerra Mundial. La mayor parte de este
tiempo los muyahidin han combatido sin
ayuda externa, aunque es cierto que
recientemente han logrado acumular más
armamento; nunca todo el necesario, por
supuesto, ni tanto como las potencias
occidentales, en particular Estados
Unidos, aseguran. Algunas de las
batallas más extraordinarias de nuestro
tiempo se han librado entre ejércitos
provistos de tanques y poblaciones de
hombres, mujeres y niños desharrapados
y armados con granadas de fabricación
casera, hondas, piedras y viejos fusiles,
y los afganos siempre han salido
triunfantes. Incluso han logrado derribar
helicópteros con granadas de mano
atadas a cometas.
Zonas hermosas del país han
quedado convertidas en desiertos;
ciudades antiguas llenas de tesoros
artísticos han sido borradas del mapa.
Uno de cada tres afganos está muerto, en
el exilio o vive en un campamento de
refugiados. Y el mundo se mantiene
totalmente indiferente.
Como comentaba el famoso
comandante muyahid Abdul Haq,
afgano: «Lo verdaderamente duro es que
al principio pensamos que el mundo
entero estaba con nosotros; hoy sabemos
que estamos solos».
Hace ya varios años que estoy
vinculada a la lucha del pueblo afgano
por mi asociación a Afghan Relief, una
organización de caridad muy poco
común, que no gasta absolutamente nada
en administración ni en distribución.
Cada céntimo recaudado llega a los
refugiados. En septiembre de 1986, en
compañía de otros miembros de Afghan
Relief, visité los campamentos de
refugiados en Pakistán.
Noviembre de 1986
Diciembre de 1986
Cuando este libro está en la
imprenta, llegan noticias de que los
rusos están dispuestos a iniciar un alto
el fuego de seis meses con ciertas
condiciones.
Por supuesto, saben que los
muyahidin no las aceptarán, en cuyo
caso la lucha no se detendrá.
¿Qué tratan de conseguir los rusos?
¿Cuáles son los efectos ya visibles?
Freedom Medicine
941 River Street Suite 201
Honolulu, Hawai 96817.
También a:
Afghan Relief
Registered Charity N.º 289910
PO Box 457
Londres NW2 4BR
Enero de 1987
Tercera parte
Taywar Sultán,
una luchadora de la Resistencia
El extraño caso
de la conciencia occidental
Salir de Pakistán fue como pasar de un
clamor a un repentino silencio. En
Peshawar a cada momento me
encontraba con afganos refugiados y
combatientes, y cada uno tenía una
petición, tácita o muy explícita; la
terrible angustia de la necesidad. Si
hubiese tenido coraje suficiente para
decirles que en Occidente cada día
vemos en televisión sufrimientos como
el suyo en todas partes del mundo,
probablemente habrían argumentado:
«Sí, pero somos nosotros los que
luchamos por vosotros contra un
enemigo común». No entienden por qué
no les ayudamos. No deja de
sorprenderles nuestra ceguera. Además,
están llenos de reproches, de
incredulidad, de asombro, de un
silencioso orgullo herido. Algunos se
han visto obligados a pedir limosna, por
la necesidad de alimentar a la familia,
aunque no demasiados, pues el orgullo
afgano es grande. Hay quienes exigen, se
sienten con derecho a recibir ayuda.
Protestan. Discuten contigo.
Y luego, repentinamente, la
indiferencia de Occidente, el silencio.
Aun cuando te lo esperas, no deja de
impresionarte. Resulta doloroso.
El Times del 22 de noviembre
publicó una pequeña nota en que se
afirmaba que sesenta mil afganos huían
hacia Pakistán porque los rusos habían
destruido sus cosechas (queman los
campos cultivados). Puesto que Pakistán
ya no inscribe a más refugiados para
proporcionarles comida y ayuda,
muchos de esos sesenta mil morirán.
Como muchos de las riadas anteriores
han muerto, están muriendo ahora. La
reseña aparecía en una de las páginas
interiores. Las noticias sobre Afganistán
siempre están relegadas a esa parte de
los periódicos reservada a las
informaciones secundarias o menos
importantes.
De todas maneras, resulta positivo
que la información se recogiese en ese
periódico. Hace dos años, cuando
estaba en Toronto, el Wall Street
Journal me hizo una entrevista. La joven
que enviaron me dijo que quería que
hablase sobre lo que a mí me interesara.
Impresionada por este nuevo estilo de
periodismo, dije que me gustaría hablar
sobre Afganistán, que llevaba cinco
años luchando contra Rusia, con muy
poco o ningún apoyo del mundo exterior.
Por la expresión de su rostro deduje que
el tema no le interesaba mucho. Le
expliqué que no había precedentes de
una guerra de cinco años entre un pueblo
prácticamente desarmado y una
superpotencia sin que el mundo apenas
le prestara atención. Enseguida
murmuró: «Vietnam», tal como supuse
que haría. Argumenté que los
vietnamitas habían estado armados y
equipados. Le conté que un millón de
civiles afganos han sido asesinados por
los rusos. Que había cinco millones en
el exilio; era como si un tercio de la
población de Estados Unidos tuviese
que buscar refugio en Canadá a causa de
una agresión exterior. Repuso entonces
que todo resultaba muy difícil de creer.
La entrevista siguió su curso por
caminos sumamente trillados. Cuando
salió impresa, no incluía mención alguna
de Afganistán. Desde entonces el Wall
Street Journal ha sido «muy bueno» con
Afganistán. Sin embargo, cualquiera que
esté implicado en este asunto sabe que
hay un muro de indiferencia, tanto en
Gran Bretaña como en Estados Unidos,
y que es tan fuerte e irracional que uno
llega a preguntarse por qué.
En el mundo hay «alrededor» de
diez millones de refugiados, y la mitad
son afganos. Las cifras de los refugiados
afganos nunca salen en los titulares; en
cambio, muy a menudo se puede leer:
«Tantos miles de refugiados salen de
Sudán», o de Etiopía.
¿Qué factor determina el valor
noticioso de una catástrofe? ¿Por qué el
horror de Afganistán nunca se ha
considerado importante? En mi opinión,
la respuesta a estas preguntas explicaría
una buena parte de las presunciones y
los prejuicios que gobiernan nuestros
órganos informativos.
Todos los periódicos, tanto europeos
como norteamericanos, rechazaron mis
artículos sobre lo que vi en los campos
de refugiados en Pakistán, sobre lo que
me contaron los combatientes afganos.
El Washington Post. El Times. El
Newsweek. El New Yorker. La revista
del New York Times llegó a decirme que
querían algo «más personal».
Me tomo la libertad de creer que si
esos artículos hubiesen versado sobre
otros temas que no estuvieran sujetos a
esta misteriosa inhibición, a este ucase,
los habrían publicado.
Poco después de volver de Pakistán
se emitió un programa de televisión de
la serie Everyman («Cada hombre»).
Describía a los muyahidin cual
fanáticos drogados, dementes que
farfullaban sobre su derecho a una
felicidad paradisíaca de bellas vírgenes
y chicos hermosos (esto dio pie a unos
chistes tontos en la prensa sobre los
guerreros homosexuales de Afganistán).
Insistieron mucho en el maltrato que
habían dispensado a un hombre
sospechoso de ser un espía. Los
muyahidin nunca se han presentado a sí
mismos como otra cosa que no sea
guerrilleros luchando por todos los
medios por la libertad de su país; al
contrario de los rusos, no mienten sobre
sus métodos de lucha. El programa
causó mala impresión en varias
personas que conozco. Algunos me
comentaron: «Si así es como son los
afganos, quizá no esté mal que los rusos
los tengan en un puño». Esta frase ilustra
lo que los afganos caracterizaban como
un síntoma de nuestra naturaleza todavía
imperialista: incapaces ahora de
«civilizar» pueblos atrasados,
participamos, por poderes, en el
imperialismo ruso. Pedí a mi agente,
Jonathan Clowes, que indagara si el
canal de televisión en cuestión me
permitiría presentar otro punto de vista;
yo acababa de volver de Afganistán y
me parecía que el programa había sido
parcial, por no decir algo peor. Ese
programa y otros dos dijeron: «No,
Afganistán es un plomazo». «A nadie le
interesa Afganistán». Esto refleja a la
perfección la manera en que los medios
se escudan en actitudes que ellos
mismos han creado. Trata un tema como
un plomazo, ponlo siempre en una
página interior y luego di que no suscita
interés. El cuarto programa dijo estar
dispuesto a hacer una entrevista,
siempre que yo entendiese que
Afganistán sería sólo el trampolín para
temas más interesantes; quizá la nueva y
sorprendente noticia de que no apruebo
el apartheid y estoy descontenta (como
todo el mundo) con la situación en
Sudáfrica.
Si el programa Everyman hubiera
cumplido medianamente bien con su
labor de informar, habría explicado a
los telespectadores, quienes no saben
nada en absoluto de la situación afgana
(por un lado, porque nadie les ha
explicado nada y, por otro, por el
bloqueo psicológico apoyado por la
actitud de los medios), que existen siete
partidos políticos en Pakistán, que todos
afirman representar a Afganistán y que
cada uno tiene un punto de vista
diferente a pesar de basarse todos ellos
en el islam. Todos quieren llevar
reporteros a Afganistán. Una vez en
Peshawar, la cuestión es encontrar un
grupo que confíe en ti. Everyman
escogió, o fue escogido, por un grupo
extremista, y deberían haber dicho que
de haber ido con otro habrían tenido una
imagen distinta.
Los muyahidin no pasan tantos
apuros, no corren tantos riesgos, sólo
por dar a los televidentes occidentales
media hora de experiencias exóticas. Lo
hacen porque necesitan ayuda, y porque
creen, pobres inocentes, que si nosotros,
Occidente, conocemos sus penalidades
querremos ayudarles. ¿Por qué no se
dijo nada sobre sus necesidades? Que
están muriendo de hambre. Que los
rusos destruyen las cosechas y los
sistemas de riego. Que están
desesperados por conseguir ropa de
abrigo, comida; que necesitan ambas
cosas con urgencia.
¿Cuántos muyahidin, cuántas
personas que huyen de los rusos, cuántas
de las que todavía quedan en el país,
cuántos morirán este invierno y en la
primavera? Supongo que leeré, en las
últimas páginas del Times, el
Independent o el Guardian. «Se estima
que cientos de miles de afganos han
muerto de hambre durante los meses de
invierno y primavera». En la primera
página los titulares darán cuenta de la
hambruna en África.
Es difícil conseguir las cifras de los
que mueren de inanición en África.
Impresionada por aquel grito al mundo
entero del atractivo Bob Geldof:
«Veintidós millones de personas están
muriéndose de hambre en África»,
intenté seguir la pista de las verdaderas
cifras. Según el libro de Peter Gill,
recomendado por Oxfam, A Year in the
Death of África («Un año en la muerte
de África») doscientas mil personas
murieron de hambre en 1984 según
oficiales expertos en ayuda extranjera,
la cifra total «puede haber» alcanzado el
millón.
¿Por qué estos doscientos mil o este
millón de africanos merecen los titulares
mucho más que la misma cantidad de
afganos?
Sencillamente porque, por una u otra
razón, estamos sensibilizados por
África.
Un mes atrás, mientras una amiga
trataba de recoger en Kent donativos
para Afghan Relief, una señora le dijo:
«Tenemos nuestras propias obras
caritativas de las que ocupamos, y las
tenemos más cerca». Cuando le preguntó
si había colaborado para aplacar la
hambruna en Etiopía, la mujer
respondió: «Por supuesto».
Hay algunas respuestas
estereotipadas para la situación de
Afganistán. Al volver a casa resultó muy
desalentador verificar lo estrecha que es
la gama de respuestas automáticas que
se reciben.
«Afganistán es el Vietnam de la
Unión Soviética». Bueno, si lo analizas
no es así, excepto porque en ambos
casos pueblos subdesarrollados (o, si se
prefiere, del Tercer Mundo) se
opusieron y se oponen a poderosas
potencias mundiales. Sin embargo, los
vietnamitas tuvieron todo tipo de
armamento, entrenamiento, ayuda.
Además, la guerra se libró bajo el
resplandor de la publicidad, fue una
guerra televisada. Noche tras noche
seguimos su desarrollo en las pantallas
de televisión.
—¿Sabía usted que los rusos atan un
grupo de gente, la rocían con gasolina y
les prenden fuego? —pregunté.
Respuesta sensata:
—Como los norteamericanos en
Vietnam.
—Bueno, en realidad no hicieron
eso.
—Pero usaron napalm; viene a ser lo
mismo.
Supongo que se podría decir:
Entonces está bien, ¿no?
En un hospital una enfermera me
preguntó dónde había estado y cuando
respondí dijo: «¿Dónde queda eso?».
Una irlandesa a quien expliqué que
la mitad de los refugiados del mundo
son afganos observó: «El problema con
esa gente es que tienen demasiados
hijos».
En la radio, un periodista que había
entrevistado a un líder fundamentalista
de la guerrilla y se mostraba en
desacuerdo con algunas de sus actitudes
se preguntó: «¿Por qué apoyamos a
gente como ésa?». Luego con tono
humorístico concluyó: «Para fastidiar a
los rusos, supongo».
El tono de voz que la gente usa
cuando habla de Afganistán es muy
revelador. Es común emplear un tono
ligero, casi de broma; el mismo que
siempre se adopta, deliberada o
inconscientemente, en los medios para
indicar al oyente o televidente que el
asunto no es serio.
Otra muestra tomada de la radio: la
Comisión de las Naciones Unidas para
los Refugiados pedía cuarenta millones
de libras para paliar el deterioro de las
condiciones de los refugiados en todo el
mundo. Dio dos ejemplos. El segundo
era que ciertos programas de trabajo
para los refugiados afganos en Pakistán
estaban a punto de cancelarse. El
comentarista tenía prisa por pasar a algo
más interesante y habló con tono ligero,
despreocupado, sin concederle ninguna
importancia; nadie pensaría que estaban
hablando de gente que puede morir sin
esos programas de trabajo.
Cuando partí de Pakistán, los rusos
anunciaron con gran aparato la retirada
de parte de sus tropas. La gente de
Pakistán y todos los afganos sabían que
no era más que otra muestra de su
inteligente propaganda y que a buen
seguro Occidente caería en la trampa.
Mientras los expertos explicaban lo que
sucedía, analizando por qué la retirada
de esas tropas no cambiaba en absoluto
las cosas, me encontraba con gente que
parecía ansiosa por creer en las
declaraciones de los rusos. «Pero están
retirando las tropas, ¿no es cierto?».
Otra trapacería rusa que Occidente
aceptaba encantado era cuando exhibían
a unos muyahidin capturados y les
hacían decir cuán contentos estaban de
haberse rendido y cuánto deseaban que
sus compañeros se rindieran también;
mostraban los mismos soldados una y
otra vez. Me recuerda a un criador de
ovejas llamado Dartmoor que
acostumbraba entretenemos a los
londinenses con una historia sobre los
funcionarios que iban a contar sus
ovejas, por las que él recibiría un
subsidio del Estado; según explicaba,
les mostraba el mismo rebaño una y otra
vez, hasta cuatro veces. «Los muy tontos
nunca se dieron cuenta».
Gorbachov declara a menudo que la
guerra afgana está próxima a su final.
Eso es lo que recogen hasta la saciedad
los titulares de los periódicos. Lo que la
gente lee es La guerra afgana terminará
pronto, y les oyes decir: «Pero
Gorbachov acabará con la guerra,
¿no?». De hecho, las cosas están
exactamente donde estaban. Lo que
quiere Gorbachov es que deje de llegar
ayuda a las guerrillas, lo que ya ha
empezado a suceder, antes de decidir la
retirada. El sabe, cosa que los lectores
del Guardian y el Independent ignoran,
que los que en verdad están
combatiendo, los muyahidin, no dejarán
de luchar incluso si se ven privados de
la poca ayuda que reciben; seguirán
aprehendiendo armas de los rusos como
han hecho desde el principio. Parece la
repetición del fin de la guerra de la
antigua Rodesia del Sur: organizaron
interminables conversaciones en
infinitas mesas de negociación, pero a
los que libraban la batalla, a los
guerrilleros combatientes, no los
invitaron. Hoy no se celebraría ninguna
conferencia ni conversaciones sobre la
guerra afgana si los muyahidin no
hubiesen seguido luchando año tras año,
a pesar de que los periodistas
occidentales han anunciado una y otra
vez su derrota.
La declaración de Gorbachov: «La
guerra afgana está próxima a su final» es
una estratagema más de los
propagandistas.
En los informes sobre las
negociaciones para concluir el conflicto
afgano se ha descubierto una señal
nueva. Uno de los obstáculos —así nos
lo presentan— que impiden el acuerdo
soviético para terminar la guerra es su
aversión por el fundamentalismo
islámico. Ellos no detestan el
fundamentalismo. Colaboran
estrechamente con el Irán de Jomeini, le
suministran armas, expertos, asesores,
tecnología, maquinaria. He oído a
afganos de alto rango describir a Irán
como un satélite soviético. Sin embargo,
saben que nosotros sí sentimos mucha
aversión y temor por el fundamentalismo
islámico. Están jugando
deliberadamente con nuestra aversión y
nuestro temor.
¿Por qué caemos en la trampa una y
otra vez? Y otra más.
La razón está en lo profundo de
nuestra psicología, tiene sus raíces en
actitudes que se toman por hechos
consumados, sin mucho análisis. Sobre
todo sin que las analicen quienes más
las reflejan.
Existe cierta reticencia a criticar a la
Unión Soviética. Después de todo lo que
ha sucedido, de las informaciones que
hemos recibido sobre el país, persiste
cierta inhibición que los rusos
manipulan inteligentemente.
Es casi imposible abordar el tema
sin que te acusen de «reaccionaria», así
de polarizadas están nuestras respuestas,
y yo siento una especie de
desesperación de sólo intentarlo. Hay
una red o un espectro de actitudes
iluminadas en un extremo por el caso
que se ventila en este momento en los
tribunales de Australia sobre
exactamente cuánto nos van a informar, a
nosotros, los ciudadanos, de la cantidad
de agentes soviéticos que han alcanzado
importantes posiciones en ese país;
cuánto nos han traicionado, para usar un
término pintoresco y pasado de moda.
En el otro extremo del espectro está
precisamente la reticencia a criticar a
los rusos, la disposición a disculparles.
Así, si la Unión Soviética libera en
Chernóbil una radiactividad que
envenena su propio suelo y aguas, que
causará la muerte de quién sabe cuántos
de sus ciudadanos, que envenena las
cosechas y el suelo de toda Europa con
unas consecuencias a largo plazo aún
desconocidas, casi enseguida nos
llegarán noticias y comentarios según
los cuales lo de Chernóbil y lo de Three
Mile Island es equiparable, si bien lo de
Three Mile Island no mató a nadie, no
envenenó alimentos ni animales ni
suelos. Esto significa que si la Unión
Soviética derribase un avión comercial
y causara la muerte de todos sus
pasajeros casi enseguida se probaría
que de alguna manera la culpa era de
Estados Unidos, y pronto el incidente se
grabaría en la mente de la gente como
una responsabilidad compartida entre la
Unión Soviética y Estados Unidos.
Luego resultaría que las pruebas
parecerían demostrar que Estados
Unidos no tuvo la culpa, pero si la tuvo
o no ya no importa, no vale la pena ni
planteárselo.
La política de Estados Unidos en
Nicaragua (en mi opinión errónea) ha
sido criticada implacablemente por todo
el mundo, vituperada sin cesar; en
cambio, la política soviética en
Afganistán es perdonada y presentada en
términos más suaves.
Este conjunto de actitudes fascina a
los psicólogos y fascinará todavía más a
los historiadores.
Se preguntarán cómo el régimen más
brutal y cínico de su tiempo resultó ser
tan admirado y disculpado por gente que
se decía humanista, humanitaria y
demócrata, incluso mucho después de
quedar al descubierto su verdadera
naturaleza.
Quizás existan claves, indicios que
podamos estudiar.
Por ejemplo, hace poco un ruso
explicó en televisión que la afirmación
de un crítico respecto a que el régimen
soviético había asesinado diez veces
más gente que Hitler había sido
censurada y retirada de un programa,
«pues sería hiriente para los
sentimientos de nosotros, los rusos».
Esto debe recordar a la gente de mi
generación un comentario hecho por una
joven aparatchik del partido comunista
ruso quien, en relación con el discurso
de Kruschev en el XX Congreso, dijo
con toda elegancia que en su opinión
jamás debió ser pronunciado porque «no
es muy agradable para nosotros».
Pues no, ninguno de ellos fue muy
agradable para aquellos de nosotros que
soñamos (unos más, otros menos) el
«sueño» soviético.
Que asesinó a tantos, ¿cuántos
fueron?
¡Oh, las estimaciones! «Se estima
que…»
¿Fueron siete o nueve millones los
asesinados deliberadamente durante la
colectivización forzada de los
campesinos en la Unión Soviética? Por
Stalin. Puesto así: «Stalin asesinó…»,
da la impresión de que lo hubiese hecho
él con sus propias manos, solo. Pero se
hizo con la entusiasta y eficiente
colaboración de cientos de miles de
leales miembros del partido comunista.
Aparentemente, no fueron veinte
millones de soldados rusos los que
murieron en la última guerra, sino ocho
millones, como dijo el mismo Stalin.
Los veinte millones ahora citados
(también por Occidente, siguiendo al
dirigente ruso) incluyen los asesinados
por Stalin (con la entusiasta y eficiente
colaboración de los miembros del
partido) en los gulags.
Estas cifras también se ponen en
cuestión, no los ocho millones muertos
en la guerra (si hemos de creer a Stalin),
sino los doce millones asesinados.
Según Víctor Suvórov (seudónimo de un
oficial soviético que desertó), los
demógrafos soviéticos afirman que la
población debía de haber alcanzado los
315 millones en 1959, pero el censo
sólo recogió 209 millones. ¿Dónde, se
pregunta él, están los den millones que
faltan? (Se estima que Hitler «ejecutó» a
veinte millones).
¿Qué son veinte millones? ¿O
incluso cien millones en estos días?
Cuando leí que durante el Gran Salto
Hacia Delante en China murieron entre
veinte y cuarenta millones, pensé que
eso tenía que ser la apoteosis de la
prodigalidad estadística, hasta que poco
después llegó la noticia de que «durante
la Revolución Cultural habían muerto
entre veinte y ochenta millones».
(Ambas campañas se llevaron a cabo,
por supuesto, con la entusiasta y hábil
cooperación de leales camaradas). La
verdad es que esta actitud arrogante
hacia la muerte de millones de chinos
probablemente se derive de los chinos
mismos. Mao Zedong, al dirigirse a una
multitud de alrededor de un millón de
personas en Pekín, aseguró que no
importaba si Occidente tiraba bombas
nucleares sobre su pueblo y mataba a la
mitad de la población, porque quedarían
muchísimos chinos. Un amigo que estuvo
presente me comentó que la multitud
prorrumpió en exclamaciones de
aprobación.
Las estadísticas son complicadas no
sólo por el amour propre de los
asesinos o las cifras redondas de los
estadísticos. Cuando hace dos años dije
a la mujer del Wall Street Journal que
había dos millones y medio de
refugiados en Pakistán, reduje la
cantidad por la barbaridad de la misma;
se suponía que la verdadera cifra
rondaba ya los tres millones y medio.
Durante el viaje oímos varias
estimaciones, en una escala entre tres
millones y medio a cuatro millones y
medio de refugiados en Pakistán; entre
medio millón y dos millones en Irán. La
diferencia tan grande en las cifras de
Irán me dan mala espina; más que un
indicio de indiferencia me parece un
encubrimiento.
Los exiliados de Afganistán se
representan siempre como la gente que
está en los campamentos. Sin embargo,
además de éstos hay cientos de miles de
exiliados en Londres, París, Canadá,
Estados Unidos y Australia. En su
mayoría son de clase media, miembros
educados de la población que no fueron
asesinados, que no están encarcelados
en Afganistán. Nunca se menciona a
estos refugiados.
En un mundo donde aceptamos como
normal frases que informan de que
«entre veinte y ochenta millones de
personas murieron…», supongo que
cinco millones de refugiados afganos
difícilmente merecen ser mencionados.
¿Y el millón de civiles afganos
asesinados por los rusos? Esa cifra es
una estimación, ahora es mucho mayor,
crece por momentos.
Los asesinados por los jemeres
rojos, dos millones de personas,
tampoco se mencionan. En su momento
no hubo manifestaciones por ellos, los
humanitarios no protestaron ni hicieron
circular peticiones. Sin embargo, fueron
asesinados por un dictador comunista
(con la enérgica colaboración de los
jóvenes camaradas); actuó el mecanismo
de inhibición automática: hasta resulta
de mal gusto aludir a ello.
Lo que sucede es que nos han
condicionado a ver la Alemania de
Hitler, que sólo duró trece años, muy
poco tiempo, como el arquetipo del mal
de nuestra época: hemos aceptado ese
martilleo continuo en un solo nervio.
Varias veces por semana leemos, u
oímos, frases como ésta: «Fulanito es el
peor carnicero desde Hitler». Una pauta
de pensamiento como ésa pasa por alto a
Stalin, Mao Zedong, Pol Pot, los
invasores de Afganistán.
Probablemente en el pasado a
menudo ha sucedido que una atrocidad
terrible se convierte en el símbolo o el
sinónimo de otra atrocidad menor o
mayor, de forma que ésta se olvida.
Parece que así funciona la mente
humana. Podemos seguir su
funcionamiento observando los cambios
en la forma de referimos al asesinato de
seis millones de judíos. Cuando la
noticia estaba fresca, decíamos: «Los
seis millones de judíos asesinados por
Hitler en las cámaras de gas». Después
se redujo a «los seis millones de judíos
asesinados por Hitler». Mientras
nuestras mentes en verdad no pueden
captar la enormidad de los seis
millones, al menos es un número, una
cifra, representa gente, seres humanos;
ahora se le ha dado un título, el
Holocausto, gracias a un programa de
televisión. La humanidad de la gente
asesinada se ve disminuida por el título.
Pronto olvidaremos cuántos fueron. Ya
hemos olvidado, gracias a nuestro
método de usar a Hitler como
representante de los males de nuestro
tiempo, a los judíos que Stalin asesinó
pocos años antes de morir (conocidos
como los Años Negros) y a quienes
fueron matando sistemáticamente en los
países que ocupaban en Europa del Este
y en la misma Unión Soviética. Hay
constancia de que sacaron de los museos
torturas y métodos de matar medievales
y los utilizaron con ellos. Ya no se
menciona a estas pobres víctimas.
¿Cuántos fueron? ¿Cientos de miles?
¿Un millón? ¡Quién sabe! ¿Se les olvida
porque fueron comparativamente pocos?
No creo que tengan un monumento en
ninguna parte.
Algunas formas de matar nos
parecen peores que otras. ¿Por qué el
asesinato de seis millones de judíos es
peor que, digamos, dejar
deliberadamente morir de hambre, como
política, a entre siete y nueve millones
de campesinos, en su mayoría
ucranianos? Si alguien se atreviese a
plantear esa pregunta, la respuesta sería:
Porque fue un asesinato racial,
deliberado, diferente cualitativamente
por el uso de las cámaras de gas. Pero
incluso estos «seis millones» —el
Holocausto— ya han sido objeto de
simplificación. Hitler también mató, por
razones raciales, a «alrededor» de un
millón de gitanos. Muchos de ellos en
las cámaras de gas. Murieron por ser
gitanos y, según Hitler, racialmente
inferiores. Esta gente jamás se
menciona. No hay libros escritos por las
víctimas, no hay programas de radio ni
de televisión, ni servicios funerarios,
ningún recuerdo para el millón de
gitanos «aproximadamente» asesinados
por Hitler. (Y claro está, por los
miembros de su partido). ¿Acaso
compartimos la opinión de Hitler de que
los gitanos no importan? Claro que no;
es sólo que esa barbaridad ha quedado
eclipsada por otra mayor en número.
Aun así, si seis millones de judíos son
un holocausto, entonces, ¿un millón de
gitanos no son un sexto de holocausto?
¿No deberíamos desechar esa palabra,
«holocausto», y utilizar un lenguaje que
muestre alguna consideración y respeto
por los muertos?
Los gitanos no son los únicos
olvidados. Se supone que Hitler asesinó
en Alemania y en los países ocupados
por Alemania «alrededor» de doce
millones de personas. Seis millones de
judíos, un millón de gitanos, lo que suma
siete millones; quedan cinco millones.
¿Quiénes fueron? Antes de empezar a
matar a los judíos y gitanos,
«racialmente inferiores», muchos
alemanes se levantaron contra Hitler y
fueron asesinados. La Alemania de
Hitler eliminó a muchos alemanes
comunistas, socialistas, sindicalistas y
gente decente y corriente. La herida de
la matanza de los judíos en los campos
de exterminio es tan profunda que ha
sido casi imposible conceder algo de
humanidad a los alemanes de aquel
tiempo. Sin embargo, no cabe duda de
que en algún momento tendremos que
empezar a revisar ese asunto más
fríamente. ¿Quiénes fueron esos otros
cinco millones asesinados por Hitler?
¿Cuántos de ellos eran alemanes? ¿No
es hora de que los alemanes, que fueron
los primeros en oponerse a Hitler (y que
deben de haberse sentido los más
solitarios, la gente más aislada del
mundo, pues por aquel entonces nadie se
oponía a Hitler todavía), sean tenidos en
cuenta, honrados?, ¿no es hora de que se
conozca su historia? Creo que no
deberíamos sentirnos tranquilos
mientras no lo hagamos, igual que
cuando nos permitimos juicios blancos y
negros, patrones de pensamiento,
excesos de simplificación.
Nosotros mismos somos los
prisioneros de estos números, de estas
cifras, de estas estadísticas; los
millones, y millones de millones. ¿Será
que acaso nuestro uso descuidado e
informal de estos «millones» es una de
las causas de la brutalidad, de la
crueldad?
Mientras escribo esto me persiguen
las palabras del poeta ruso muerto en un
gulag, Osip Mandelstam: «Y tan sólo
los de mi propia especie me matarán».
Noviembre de 1986