El Crimen Que Desato La Guerra Civil
El Crimen Que Desato La Guerra Civil
El Crimen Que Desato La Guerra Civil
convulsa primavera del 36, la que alumbra la guerra civil, contituye uno de
los capítulos más controvertidos de la España del siglo XX. Hay, pues,
numerosas y contradictorias visiones, pero Alfredo Semprún no ha escrito
una historia más al uso. Como periodista antes que todo, vuelve los ojos a
los hechos primitivos, a los escritos y noticias de entonces y, en suma, se
mete en la piel de un reportero para dar su visión personal, su propio gran
reportaje, de los acontecimientos que, con el asesinato de Calvo Sotelo
como epicentro, precipitaron la ruptura de las dos Espñas y una guerra atroz.
¿Pudo evitarse? La Policía de la época había resuelto el asesinato del líder
más caracterizado de la oposición monárquica en menos de doce horas.
Pero enfrentado a la tremenda realidad, el Gobierno de la República ocultó
deliberadamente los resultados de la investigación. El crimen, cometido por
un grupo parapolicíaco vinculado al Partido Socialista, aceleró la
cristalización de una «unión por la base» de las derechas españolas,
transformando lo que iba a ser un golpe militar clásico en un movimiento de
reacción social. Media España prescindió entonces de sus dirigentes
naturales y de muchas de sus convicciones ideológicas para preservar cinco
principios: orden público, propiedad individual, libertad de enseñanza,
libertad religiosa y unidad de la Patria. Sin esta premisa, no es posible
comprender ni la guerra civil, ni los cuarenta años de dictadura del general
Franco.
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Alfredo Semprún
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Título original: El crimen que desató la Guerra Civil
Alfredo Semprún, 2005
Diseño de portada: Yolanda Artola
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A mi gran familia.
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NOTA PREVIA
El lector no tiene en sus manos un libro de historia, sino un reportaje. El autor,
por lo tanto, toma de la realidad los fragmentos que considera necesarios para
trasladar una verdad objetiva. Es decir, ni neutra ni absoluta. A lo largo de las páginas
que siguen, se recogen hechos y testimonios. Con respecto a estos últimos, hemos
establecido la precaución elemental de consignar si se prestaron antes o después de la
guerra, puesto que es inevitable que los protagonistas de un proceso histórico en
marcha modifiquen sus recuerdos de acuerdo con el devenir de la peripecia. No
consignamos notas, aclaraciones ni referencias bibliográficas a pie de página; todas
se encuentran en el texto.
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ESCENA PRIMERA
DON INDALECIO ESTÁ DE LOS NERVIOS
El 13 de julio de 1936, en un país que llevaba seis meses con las garantías
constitucionales suspendidas por el estado de alarma, incluida por supuesto la libertad
de prensa, las noticias volaban. El teléfono y su hermano mayor el telégrafo saltaban
sobre la censura, torpe y arbitraria como todas las censuras, y así, en menos de
dieciséis horas, toda España ya sabía que habían asesinado al líder de la oposición
monárquica. No se conocían todos los detalles, pero sí lo esencial: guardias de asalto
habían sacado de su domicilio, en la madrugada, al señor Calvo Sotelo para pegarle a
continuación dos tiros en la nuca. El cadáver, con la americana revuelta sobre el
rostro, había sido arrojado a la puerta del depósito del cementerio del Este.
Simplemente, era la guerra.
Visto en frío, y pensando en la matanza que siguió, nunca un cadáver ha sido tan
inoportuno para España. Ni siquiera los de los marinos norteamericanos del Maine,
que nos metieron a los yanquis en Cuba. Pero el hecho es que la mayoría de los
protagonistas contemporáneos de la tragedia no lo entendió así. No todos, claro.
Indalecio Prieto, el jefe de los socialistas, digamos, moderados, fue de los pocos que
comprendieron que la muerte del dirigente derechista iba a dar al inminente golpe
militar la dimensión «popular» en la que no creían ni el gobierno del Frente Popular,
ni sus propios compañeros de filas. Unos compañeros convencidos, además, de que
una sublevación militar sería fácilmente aplastada. Don Indalecio, voz que clama en
el desierto, presumía de ser uno de los hombres mejor informados del momento y,
como una hormiga atareada, había ido reuniendo los datos de la trama. No solo le
informaban los correligionarios que formaban parte de las unidades de orden público
y del ejército; tenía acceso a los datos de la UMRA (Unión Militar Republicana
Antifascista) y, también, a los de la sección de infiltración comunista desplegada por
Enrique Líster en cuarteles y bases de la Escuadra. Líster había vuelto de Moscú, en
principio como clandestino, con la misión específica de organizar los comités
marxistas de soldados y marineros, y tenía informes muy exactos, que a veces
compartía con el gobierno, de los estados de opinión de la «familia militar». Además,
a Prieto le llamaban con cualquier noticia, o simple chisme, alcaldes de pueblo,
militantes de base, amigos del exilio francés, periodistas y jefes de sindicatos. En su
casa de Madrid, situada encima de la sede del periódico oficial del PSOE, El
Socialista, lo extraño era la ausencia de visitantes nocturnos. Julián Zugazagoitia, el
director de El Socialista, ha reflejado como nadie las tribulaciones de aquellos días de
su jefe, compañero y amigo. Se había desarrollado la sesión parlamentaria del 16 de
junio, cuya trascripción se convertiría en el mejor compendio de las causas que nos
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llevaron a la contienda civil, y don Indalecio salía profundamente desalentado.
Zugazagoitia, que escribe después de la guerra, cuenta:
Fue uno de los momentos en que mayor preocupación observé en Prieto. A su inquietud se unía una
sorda irritación. «Esta es una Cámara sin sensibilidad. No sé si estamos sordos o que lo fingimos —me
dijo—. El discurso que ha pronunciado Gil Robles esta tarde es de una gravedad inmensa. Usted ha
tenido ocasión de oírlo como yo. Cuando detrás de mi banco oía risotadas e interrupciones estúpidas, no
podía evitar el sentirme abochornado. Gil Robles, que tenía conciencia de lo que estaba diciendo, debía
de considerarnos con una mezcla de piedad y desprecio».
Prieto añadió: «Una sola cosa está clara: que vamos a merecer, por estúpidos, la
catástrofe». Prieto sabía, pero, como a una Casandra rediviva, nadie le hacía maldito
caso. Más aún: el jefe de Gobierno, Casares Quiroga, entre cuyas prendas no se
encontraba, precisamente, la continencia verbal, se atrevió a espetarle a la cara lo que
otros callaban: «No me fastidie usted más con sus cuentos de miedo y déjeme en paz.
Usted sufre ya la menopausia y trastornos propios de esta le inspiran sus
invenciones».
¿Invenciones? Probablemente, aunque sin pruebas, don Indalecio había dado con
la cabeza del golpe, con la identidad del «director». Incluso presumió, claro que a
posteriori, de que un industrial de Bilbao le reveló la fecha exacta del Alzamiento.
Pero sí supo, por ejemplo, de las frecuentes entrevistas en Pamplona entre los
generales Fanjul y Mola; conoció que en el cuartel de La Montaña, en Madrid, se
estaban acopiando armas y se llevaban a cabo ejercicios de alarma y defensa del
edificio, y obtuvo datos ciertos de que altos oficiales como García Escámez estaban
tanteando a la Guardia Civil. Otros hechos eran de fácil deducción: que el armamento
interceptado en el puerto de Amberes en la pasada primavera iba destinado a los
requetés parecía evidente, como no podía significar otra cosa la afición que le habían
cogido a viajar a la capital de Navarra todo tipo de gentes sospechosas, militares o no.
La misma Dolores Ibárruri, la Pasionaria, diputada comunista, había denunciado en
público los alijos de armas que pasaban por Estella. Y su información no provenía
exclusivamente de las redes militares tendidas por Líster. En una confesión paladina
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de hasta qué punto se estaba infiltrando el PCE en los entresijos del Estado, la
Pasionaria nos dejaría en sus memorias esta perla, prueba de la violación sistemática
de la correspondencia privada:
El plan de las derechas se perfilaba con nitidez. Los camaradas de Correos interceptaban cartas de
provincias dirigidas a gentes de derechas, en Madrid, que decían cosas tan sustanciosas como estas:
«Como usted sabe tengo un revólver Smith y yo quiero cambiarlo por una buena pistola; porque según
se va acercando eso, hay que prepararse con las armas, como lo estamos de corazón todas las derechas,
hombres y mujeres».
Sí, don Indalecio estaba de los nervios y tenía motivos. Dos años atrás, en octubre
de 1934, con los papeles cambiados, el ahora moderado socialista había conspirado
para la revolución ante las mismas narices de un gobierno, el radical-cedista,
arrogante y sobrado. También a él le habían seguido los informantes de la Policía y,
también, les habían interceptado un barco cargado de armas (el Turquesa), mientras la
prensa de derechas gritaba inútiles titulares denunciando la conspiración. El golpe de
Octubre fracasó, cierto, pero habría sido imposible y se habrían ahorrado muchos
muertos si el gobierno se hubiera adelantado con un movimiento preventivo. Las
tribulaciones de don Indalecio eran, además, de carácter inconfesable fuera de su
círculo íntimo: Prieto temía también, y mucho, a la revolución. El 11 de julio de
1936, a solo siete días del estallido de la guerra civil y después de una entrevista
oficial con Casares Quiroga, escribe en su periódico, El Liberal de Bilbao, un artículo
en apariencia tranquilizador. Casares, el jefe del Gobierno, ha transmitido a la
ejecutiva socialista su confianza de que todo está bajo control y de que existen los
medios suficientes para aplastar cualquier sublevación militar. Prieto prefiere creerle,
tal vez harto de su papel de profeta doméstico, y traslada la confianza gubernamental
a sus lectores, pero apunta una salvedad: «A menos que el movimiento fuera de
proporciones tan desmesuradas que obligase a apelar al pueblo». Porque en ese caso,
y esto es lo que le preocupa, «esa apelación a las fuerzas populares para misión
semejante ofrece el riesgo considerable de que, una vez victoriosas, se desmanden».
Y ahora, allí estaba el cadáver de Calvo Sotelo para dar al temido movimiento
«esas proporciones tan desmesuradas». Pobre Prieto. Después de la guerra, en el
exilio de Londres, don Indalecio se confesó con Gil Robles: «Se puede ser
revolucionario de buena fe una vez —le dijo—; pero para serlo una segunda vez hay
que ser un canalla». Lo fue, revolucionario, dos veces: en octubre de 1934 y, muy a
su pesar, en julio de 1936.
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ESCENA SEGUNDA
«TIENEN UN MIEDO HORRIBLE»
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eliminada.
No habría sido difícil entender que las derechas no habían perdido unas
elecciones normales; habían perdido unas elecciones planteadas como un todo o
nada. Y, en la lógica de los hechos, esperaban la nada. Luego, tras la derrota y el
espanto de 1939, Azaña, Prieto y Gil Robles hablarían de ese miedo como argamasa
sobre la que se fundamentó el odio. Zugazagoitia lo explicó con sencillez: «La
victoria electoral, que no había sido tan rotunda como para menospreciar las fuerzas
de las derechas, quiso ser aprovechada sobre la marcha y de esta prisa se siguió una
pérdida evidente de autoridad».
Y sin embargo, en aquellos meses decisivos, el miedo del contrario, que enseñaba
dócilmente el cuello como lo hace el lobo ante el macho que le ha dominado, se
percibía en la izquierda con una satisfacción casi sensual. Porque la derecha había
tenido que aceptar la derrota a pesar de que aún faltaban la revisión de actas y
celebrar la segunda vuelta allí donde no hubiera mayoría clara. Abrumada por el
«impulso callejero» del Frente Popular no pudo o no supo reaccionar cuando el
gobierno legítimo presidido por Portela, que era el encargado constitucionalmente de
vigilar todo proceso electoral, salió corriendo, abdicando de sus responsabilidades. Se
repetía el abandono precipitado del último gobierno de la monarquía tras las
elecciones municipales de abril de 1931. Henry Buckley, por entonces novato
corresponsal inglés del Daily Telegraph, describió en 1940 el desconcierto de 1931:
Aún hoy desconozco el resultado exacto de las elecciones del 12 de abril. Los únicos resultados que he
visto publicados concedían unos sesenta mil escaños de concejal a los monárquicos y unos catorce mil a
los republicanos. Así es que, desde un punto de vista aritmético, el triunfo había sido para la monarquía.
Unos meses más tarde me acerqué al Ministerio de la Gobernación para confirmar estos resultados. Me
llevaron a los sótanos, y allí me mostraron centenares de paquetes que contenían los resultados
telegrafiados desde cada uno de los ayuntamientos de España. Nadie se había molestado en abrirlos.
Pregunté por qué no se había hecho y cuál era la razón por la que todavía no sabíamos el resultado final
de aquellas elecciones que habían cambiado la historia del país. Me contestaron que harían falta muchos
empleados para realizar el cómputo final y que no estaban disponibles.
No. Tampoco en febrero de 1936 la victoria de las izquierdas había sido tan
abultada y tampoco, como en las elecciones municipales de abril de 1931, se ha
podido establecer verosímilmente el cómputo real de los votos de aquella jornada.
Pero la sensación de derrota, el fatalismo en la derecha, era absolutamente real. El
intento de crear un gran «centro político», operación de laboratorio llevada a cabo por
el presidente de la República, Niceto Alcalá Zamora y su primer ministro, Portela
Valladares, se había saldado con un rotundo fracaso. Sin perspectivas, batidos por
ambos lados, los hombres del portelismo, reclutados con la técnica y el espíritu de los
viejos pucherazos electorales de las elecciones de la Restauración, tiraron la toalla.
En muchos lugares de España, los gobernadores civiles, los alcaldes y los
representantes de las juntas electorales abandonaron sus puestos entregando el control
del recuento a las organizaciones del Frente Popular. Aquella noche del escrutinio el
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general Franco, como jefe del Estado Mayor del Ejército, presionó a Portela, sin
éxito, para que decretara el estado de guerra y frenara «el impulso desbordado» del
Frente Popular. Un impulso que llevó, por ejemplo, a Dolores Ibárruri a abrir las
puertas de la cárcel de Oviedo, cuando ni siquiera tenía asegurado su propio escaño
en el Congreso. Luego, ya con la Cámara constituida con mayoría absoluta de
izquierdas, la «revisión de actas» quiso hacer esa victoria mucho más aplastante. Y lo
consiguió, hasta el punto de que el propio Indalecio Prieto amenazó con retirarse de
la Comisión de actas si se le arrebataba el escaño legalmente conseguido al
mismísimo Calvo Sotelo.
En su Crónica de dos días, Manuel Azaña, investido oficiosamente como
presidente del Gobierno, retrata con su acidez habitual el desconcierto y el miedo de
la derecha. Es la entrada en su diario del 20 de febrero de 1936 y se transcribe
textualmente:
A las once, en la Presidencia, primer Consejo. Hago planes de trabajo para los ministros de Obras
Públicas, Agricultura y Hacienda. Después examinamos la situación del orden público. Continúan los
alborotos en algunos puntos de Andalucía y Levante. En Valencia hay un lío tremendo por la
sublevación de los presos de San Miguel de los Reyes. Han quemado parte del penal. Están revueltos los
presos comunes y los políticos, que han caído como rehenes de aquellos. En Alicante han quemado
alguna iglesia. Esto me fastidia. La irritación de las gentes va a desfogarse en iglesias y conventos, y
resulta que el gobierno republicano nace, como el 31, con chamusquinas. El resultado es deplorable.
Parecen pagados por nuestros enemigos. Hemos hecho después nombramientos de personal. Casi todos
los gobernadores y algunos altos cargos. Le ofrecí ayer la Subsecretaría de la Presidencia a Esplá, que
me haría buen servicio en este puesto, porque tiene experiencia política y es muy mañoso; pero no
aceptó: quiere seguir en el periódico (aunque, como se lo advertí hace tiempo, no tendría público) y
emplearse en la propaganda si el gobierno organiza algo para ese servicio. He designado a Fernández
Clérigo, que espero ha de hacerlo bien, aunque le falta costumbre de los cargos de gobierno. He
colocado a la mejor gente del partido, en el que hay un personal de segunda fila muy lúcido y capaz, y
muy honesto. De él podría salir un buen puñado de gobernantes, si nos dan tiempo para que hagan el
aprendizaje y se formen. Este es uno de los mayores obstáculos: la falta de gente apta para gobernar. No
existe el centenar de personas que se necesita para los puestos de mando. Así ha salido eso de los
gobernadores. La talla ha bajado tanto que hombres muy modestos se ofenden si se les ofrece un
Gobierno Civil. Así hoy Lezama, subdirector de La Libertad. Marcelino Domingo ha propuesto en
Consejo que le hiciéramos gobernador de Valladolid; se le consultó por teléfono y rehusó, haciendo
saber al intermediario que la oferta le molestaba como una vejación. Aspirará a una embajada, como
todo periodista que se respete.
En el Consejo, Barcia ha planteado algunas cuestiones imprecisas referentes a Ginebra, de las que no
parece todavía muy enterado. Tengo que buscarle un buen subsecretario que le saque de la tela de araña
que urdirá la gente de la casa. He hecho preguntar por teléfono al presidente de la República cuándo
podrá recibir al gobierno. Ha contestado que «la costumbres es que el gobierno se presente en el primer
Consejo que se celebre en Palacio». Esa costumbre es nueva para mí. En mi otra etapa de gobierno,
recibió a los ministros al constituirse el gabinete. Es un síntoma del aprecio en que nos tiene. Por la tarde
he ido a Gobernación, para decir unas palabras ante el micrófono. Lo habíamos acordado en Consejo, a
fin de calmar el desordenado empuje del Frente Popular y aconsejar a todos la calma.
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hubiese «azañistas». Giménez era ministro cuando los sucesos de octubre y desde la radio habló
anunciando mi «captura». Después, en los pasillos de la Cámara ha pronosticado mi vuelta al poder por
cuatro años, en vista de la política que hacía la CEDA. Asegura que no le separa de mí más que la
política religiosa. Nunca le he oído hablar, ni leído nada suyo. Ignoro si vale para algo. Es un hombre
joven, de aspecto tosco, como de señoritón, y, por lo que hasta a mí llega de sus ideas políticas, me
parece un conservador utópico, para discursos en los juegos florales, formado en academias escolares,
con el aditamento de querer ser «moderno» y avanzado y no «asustarse de nada». Estos cristianos
sociales reeditan la posición de Ossorio hace veinte años. Rigurosamente fracasada. En España lo
«cristiano» es específicamente católico. Lo social, en cuanto sale de academias y ateneos (a veces, sin
salir) y abarca intereses vivos de las clases, es anticatólico. Y el catolicismo militante es acérrimo
defensor del orden establecido. No sé cómo pueden conciliarse en una política ambas tendencias. Quien
la mantenga de buena fe y con miras de conservación social está destinado al fracaso y la soledad, sobre
todo entre las clases conservadoras. Porque las otras ni siquiera lo oyen.
Cuando me dirigía a la habitación donde habían instalado la radio, encontré a Maura, que llegaba.
También está conforme con que se dé la amnistía ahora, y si tropezamos con alguna dificultad en la
diputación permanente, que la dicte por decreto. Le contesté que de ningún modo lo haría. Si cree que la
amnistía es necesaria y urgente, que la voten en la Diputación. El decreto sería ilegal y me lo echarían en
cara. Lo que yo quiero, naturalmente, es que den sus votos para ello, y tienen tanto miedo que si no
llevase el proyecto de ley a la Diputación de las Cortes acabarían por venir a pedírmelo.
Perdón por la extensión de la cita, pero en esas líneas está perfectamente descrito
el fermento del golpe militar. En efecto, la derecha tiene miedo. En efecto, Giménez
Fernández, uno de esos hombres que nacieron demasiado pronto y que habrían
podido cambiar la historia de España si la otra derecha, caciquil y miserable, que
tanto abundaba, hubiera entrevisto de Paracuellos en adelante, intenta que el nuevo
gobierno les garantice los derechos mínimos de supervivencia. En efecto, el segundo
gobierno de Azaña, como la República, nace entre incendios de iglesias y quema de
sedes políticas con una oposición desfondada, atemorizada y en fuga (nunca se
habían expedido tantos pasaportes en tan poco tiempo). Pero, y esto no parece
percibirlo Azaña, hay una derecha que vivió la revolución de Octubre, la misma que
acabó con los proyectos de reforma agraria de Giménez Fernández, y que lo único
que lamenta, lo único de lo que se arrepiente sinceramente, con dolor, es de la
oportunidad perdida; de no haber fusilado en su momento a Largo Caballero, a
González Peña, a Companys y a Prieto. Y, sobre todo, a Manuel Azaña. Esa derecha,
que le reprochará toda su vida a los Gil Robles y a los Giménez Fernández que no
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aprovecharan la fracasada intentona revolucionaria de octubre de 1934 para acabar de
una vez por todas con el problema, está momentáneamente vencida, pero se agazapa.
Sabe que no tiene aún fuerzas bastantes, que la mayoría conservadora del país todavía
espera un milagro. Pero se prepara y se jura que la segunda oportunidad no la dejará
escapar.
Azaña, se decía, era la esperanza de la República; la esperanza de España toda. La
izquierda, la derecha y el centro unidos en una sola figura. Tal vez. Y, sin embargo, en
torno a Azaña se concitaban los odios de un clase social, de una ideología, de una
manera de ver la vida que compartían, con todos los matices que se quieran, la mitad
de los españoles. Lo explica de nuevo, con palabras magistrales, Julián Zugazagoitia,
un hombre de partido que convertido en ministro de la Gobernación en plena guerra,
sufrió un destino similar al de Casares Quiroga cuando, impotencia de todas las
impotencias, vio cómo en 1937 las fuerzas de seguridad teóricamente bajo su mando
secuestraban y asesinaban al líder del POUM Andrés Nin, declarado por Moscú
enemigo de clase y convicto de troskismo. Zugazagoitia, antes de que los nazis le
encontraran en su refugio francés y se lo entregaran a Franco para su exacta pasada
por las armas, tradujo para la historia el otro significado de esa frase terrible de
Azaña, «tienen un miedo horrible». Escribe Zugazagoitia:
Ignoro si la carne del más templado conservaría su natural reposo sintiéndose tan múltiplemente
solicitado por los deseos homicidas del sacerdote que dice la misa, del cadete que jura la bandera, del
magistrado que casa una sentencia, del periodista que escribe su artículo, del cómico que recita su
papel… hombres todos de comercio agradable, de finura de trato, de bondades sinceras que,
inopinadamente, al oír sonar las cinco letras de un apellido (Azaña), como los negros del tambor de la
guerra, se erizan furiosos y cometen mentalmente el crimen anhelado.
Pero, de momento, el que estaba sobre la mesa de autopsias era Calvo Sotelo.
Habían transcurrido solo seis meses desde que Azaña recogiera el poder de donde lo
habían tirado, literalmente, los prohombres del gobierno de Portela Valladares en una
de las deserciones más clamorosas de la historia de España, pródiga, sin embargo, en
deserciones; y el desorden, a veces rayano en el absurdo, de aquel medio año daría a
los futuros seguidores de Franco no solo las razones para justificar el golpe, sino
también el apoyo ferviente, fruto de la desesperación, de un sector de la sociedad que
de tanto escuchar el insulto de «fascista» acabaría por interiorizarlo.
Tras la madrugada en que mataron a Calvo Sotelo, Zugazagoitia, testigo de
excepción en este caso por ser uno de los primeros miembros de la dirección
socialista que recibieron de viva voz la confesión de los asesinos (luego haría el
mismo papel de confesor indulgente, y encubridor, el propio Indalecio Prieto), envió
a sus periodistas a pulsar la opinión del sector contrario. Angulo, el redactor de la
sección política, con buenos contactos por razón de oficio entre los periodistas de la
derecha, volvió algo alarmado. «Angulo me llamó aparte. La situación se ha hecho
muy tirante —me dijo—. Esto no puede prolongarse mucho tiempo. El atentado se lo
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imputan las derechas al gobierno y no parece que piensen en represalias de tipo
individual, lo que me hace suponer que se disponen a quemar las etapas preparatorias
de su movimiento».
Pocas etapas quedaban ya por quemar. Dos días antes, el 11 de julio de 1936,
había despegado del aeropuerto inglés de Croydon el avión Dragon Rapide que debía
recoger a Franco en Las Palmas. Pero, en Pamplona, Mola se desesperaba porque los
carlistas, a última hora, habían decidido sublevarse bajo la bandera rojigualda, la de
la monarquía, mientras que el núcleo de los conjurados pretendía alzarse al grito de
«Viva la República», y las negociaciones con el jefe tradicionalista Fal Conde podían
considerarse en punto muerto. Ciertamente, la conspiración se complicaba y, en
Canarias, Franco seguía sin dar su aquiescencia definitiva. Desde el lado de los
golpistas, demasiadas cosas estaban confiadas al azar, la buena suerte o la audacia. La
lógica aconsejaba esperar, aplazar una vez más la fecha del golpe que es lo que
aconsejaba Franco, pero el cadáver de Calvo Sotelo lo haría imposible.
Para muchos la espera angustiosa de la catástrofe anunciada se transformó en un
deseo sincero e insensato de que «lo que había de ocurrir» ocurriera de una maldita
vez. No hubo ni un gesto de reconciliación, ni una palabra de consuelo, ni un
ofrecimiento de esperanza. Solo ¡que empiece ya! Aunque quizá algo melodramático
y escrito por un comunista que perdió su fe en Moscú, mantiene toda su fuerza
descriptiva este párrafo de Enrique Castro Delgado:
España entera era miedo. Un miedo escondido y repartido en millones de figuras humanas para las que
el día era un tormento de temblores interiores, de miradas oblicuas, de blasfemias a flor de labios, de
plegarias, de un andar viviendo y pensando en la muerte. Al anochecer (…) el miedo era amo y señor de
España. Se le veía entrar en las iglesias y penetrar en el cuerpo, en el alma de mujeres enlutadas que
rezaban precipitadamente a un Dios que no veían. Se le veía entrar en los cuarteles y ahogar las risas de
los oficiales… Se le veía entrar en la Casa del Pueblo para provocar un silencio angustioso o dar vida a
un mundo de murmullos y de estremecimientos en las ingles. Las prostitutas comenzaron a retirarse a la
hora de las gentes decentes. El vino comenzó a no emborrachar a los borrachos. Temblaba una España.
Y la otra. Las dos tenían miedo. España entera escuchaba. Escuchaba en un escuchar que ahogaba la
respiración. Y se dormía con los ojos abiertos. Y durante toda la noche se esperaba el día con la boca
seca. Y cada mañana el pueblo bostezaba su insomnio. Y orinaba su miedo.
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Una convicción que propagaban representantes tan señalados del Frente Popular
como Largo Caballero o Joaquín Maurín. Es muy conocido, y aún estremece su
lectura, el artículo editorial publicado por Claridad, el órgano de los caballeristas que
dirigía Araquistáin, el 15 de julio, tras la reunión de la Diputación Permanente de las
Cortes:
… Si el estado de alarma no puede someter a las derechas, venga cuanto antes una dictadura del Frente
Popular. Es la consecuencia lógica e histórica del discurso del señor Gil Robles. Dictadura por dictadura,
la de izquierdas. ¿No quiere este gobierno? Pues sustitúyale un Gobierno dictatorial de izquierdas. ¿No
quiere el estado de alarma? Pues concedan las Cortes plenos poderes. No quiere la paz civil. Pues sea la
guerra civil a fondo. ¿No quiere el Parlamento? Pues gobiérnese sin él. Todo menos un retorno de las
derechas. Octubre fue su última carta y no la volverán a jugar más.
Se ha puesto de moda argüir que este tipo de expresiones eran meros desahogos
verbales, retórica propagandística de unos políticos, los socialistas, que en ningún
modo pensaban traducirlas en hechos. Es una lástima que esta disculpa no tuviera
muchos seguidores en 1936. El 8 de julio, el seminarista de los Misioneros
Claretianos, Agustín Vela, quien sería fusilado en Barbastro junto con sus
compañeros en los primeros días de la guerra, escribía a su madre, Ambrosia
Ezcurdía, una carta, en apariencia, ingenua:
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Querida Madre: Un saludo lo primero desde estas tierras aragonesas. Estamos ya en Barbastro. ¿Y cuál
es la causa de haber venido tan aprisa a Barbastro? Sabíamos nosotros que los que de mi curso tienen
que ir al servicio militar vendrían pronto para poder aprender la instrucción en particular. [Así veían
reducido su tiempo de permanencia en filas.] El lunes comenzaron ya los quintos la instrucción militar
bajo la dirección de militares retirados. Esta es la causa primera de haber venido tan pronto este año a
Barbastro. Quizá habrá influido algo la situación de la casa de Cervera, pues con el cambio de
ayuntamiento comenzaron los líos serios y fuertes para echarnos de allí. Por eso quizá los superiores
creyeron conveniente disminuir el número de individuos de aquella casa y así nos marchamos pronto los
que nos tocaba salir este verano. Lo que usted me pregunta de las dos casas que nos han quemado no es
del todo exacto, como dice. En esta provincia que nosotros llamamos de Cataluña, solamente quemaron
los muebles de la casa y de la iglesia de Requena y nos han hecho salir, cerrando la casa y el colegio
externo, de Játiva. En la provincia de Castilla y, más aún, en las de Andalucía nos han perjudicado
mucho más. Aquí estos de Barbastro creo que no son muy atrevidos ni arrojados, además, como hay
ejército y los jefes son muy buenos, creo que no se atreverán a molestarnos.
Los de Barbastro, no, desde luego. La muerte de los 51 jóvenes seminaristas vino
directamente desde Barcelona con las brigadas anarquistas.
En la Ciudad Condal, por esos mismos días, el periodista Josep Maria Planes,
catalanista y adversario del pistolerismo anarquista, el mismo pistolerismo que había
acabado en abril con la vida de los muy nacionalistas hermanos Badía, se encrespaba
en las páginas de La Publicitat: «La “Soli” dice que si no rectifico me obligarán a
enmudecer. Si no lo entiendo mal, eso es una amenaza de muerte. No conozco otro
sistema de obligarme a enmudecer. Yo firmo mis artículos. Tengo por tanto cierto
derecho a saber quién se hace responsable de la amenaza de que soy objeto». Lo
sabría bien pronto: el 25 de agosto de 1936 fue paseado por milicianos anarquistas en
la carretera de la Arrabasada. Su cadáver presentaba hasta siete heridas de bala en el
parietal izquierdo.
El miedo, en otros, aconsejaba el silencio. El padre Beato Dionisio de Pamplona,
que sería mártir en Monzón el 25 de julio, escribía a sus familiares el 10 de ese
mismo mes: «Pasamos unos tiempos muy difíciles, y no hay más remedio que obrar
con toda prudencia para que nadie pueda decirnos que estamos fuera de nuestro lugar.
Siempre ha sido preciso el cumplimiento de nuestro deber, pero hoy es de extrema
necesidad». Y Manuel de Falla respondía en carta del 8 de julio a Ramiro de Maeztu,
quien le había solicitado su adhesión al movimiento militar que se preparaba: «El
único remedio que tenemos contra la revolución no es una contrarrevolución de tipo
conservador, que mantiene incluso lo execrable, por ser seguro, sino otra revolución
más profunda y alta, guiada por el amor que debemos a Dios sobre todas las cosas y
al prójimo como a nosotros mismos».
No. El miedo no era, aún, igual para ambos bandos.
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ESCENA TERCERA
PERO ¿QUÉ HACE MADRID?
Al diputado Joaquín Maurín, secretario general del recién fundado POUM, la versión
nacional del PC con pinceladas troskistas, lo de Calvo Sotelo le había pillado en un
momento personal incómodo. El 13 de julio, mientras llegaban a Cataluña las
primeras noticias del asesinato, deja a su mujer, de nacionalidad francesa, y a su hijo,
Mario, en el tren camino de París, con la intención de reunirse con ellos durante las
ya próximas vacaciones. Escribiría:
En Barcelona, políticamente, aquella calurosa mañana de julio no pasaba nada de particular. En Madrid
sí que había ocurrido aquella madrugada algo muy grave: el asesinato de Calvo Sotelo. Antes de lo
ocurrido el 13 de julio, ya se presentía que las derechas, apoyadas en el ejército, se sublevarían a no
tardar. En un discurso que pronuncié en el Parlamento, el 16 de junio [otra vez la famosa sesión] auguré
un plazo de dos meses. Me equivoqué (…) El miércoles 15 de julio se reunió el Comité Ejecutivo del
POUM para estudiar la situación. Se acordó que Andrés (sic) Nin y yo nos entrevistáramos con Luis
(sic) Companys, presidente de la Generalidad. Companys nos citó para las diez de la noche. Nos dijo que
no lograba ponerse en comunicación con Madrid. Tenía la impresión de que no había gobierno o que el
gobierno dormía. Nos enseñó unas hojas clandestinas de tipo contrarrevolucionario que circulaban en los
cuarteles de Barcelona. «Los militares se mueven», dijo.
Maurín tenía cierta prisa en averiguar qué estaba ocurriendo y, sobre todo, qué
pensaba el gobierno de la situación. Se había comprometido para asistir a una serie de
reuniones del POUM en La Coruña a partir del día 18 de julio y, naturalmente, quería
saber si, por sus responsabilidades en el partido, era mejor quedarse en Madrid. Pero
la velada se alargaba y Companys no conseguía ponerse en comunicación con Juan
Moles, ministro de la Gobernación.
Desde mi casa, hacia la una de la madrugada del jueves 16, llamé a Companys, como habíamos
convenido. «Sin noticias de Madrid. Nada nuevo», me dijo. Companys, a esa hora, seguía vigilante.
Quien, al parecer, estaba durmiendo era el gobierno.
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Casares Quiroga mantenía reunión tras reunión buscando el respaldo absoluto de
todos los grupos del Frente Popular y haciendo frente al acoso de Prieto que,
desolado ante la inminencia del golpe que él veía venir, le pedía la detención de los
dirigentes derechistas y la clausura de los centros de la CEDA y de Renovación
Española. Pero no le juzguemos duramente. Don Indalecio era consciente de que si el
gobierno de Lerroux y Gil Robles hubiera actuado así, con contundencia y sin
legalismos, en las vísperas de octubre del 34, la fallida y sangrienta revolución no
habría tenido lugar. No era el único que había aprendido algo de su propia
experiencia.
El mismo día del asesinato de Calvo Sotelo, el 13 de julio, hacia el mediodía, es
decir, menos de diez horas después de que el grupo comandado por el capitán Condés
de la Guardia Civil hubiera accedido al domicilio del diputado del Bloque Nacional,
los diputados de la minoría comunista presentes en Madrid mantuvieron una reunión
de urgencia. No está claro, pero, a tenor de los acontecimientos posteriores, se deduce
que se habían cruzado mensajes con la sede del Komintern en París y que el análisis
de la situación coincidía mucho más con el pesimismo de Prieto que con la confianza
que embargaba, aunque por distintos motivos, a Casares Quiroga, Largo Caballero o
Maurín. A primera hora de la tarde, los diputados comunistas entregaron un borrador
legislativo para ser aprobado en la sesión del Parlamento del día siguiente; sesión
que, sin embargo, habría de quedar suspendida.
Según la versión recogida por Stanley G. Payne, quien la toma a su vez de Mundo
Obrero, el proyecto de ley, en su artículo primero, establecía con carácter urgente la
disolución de todas las organizaciones reaccionarias o fascistas, tales como Falange
Española (que estaba suspendida gubernativamente desde marzo), CEDA, Derecha
Regional Valenciana y «las que, por sus características, sean afines a estas, y
confiscados los bienes muebles e inmuebles de tales organizaciones, de sus dirigentes
e inspiradores». En su artículo segundo, la resolución establecía: «Serán encarceladas
y procesadas sin fianza todas aquellas personas conocidas por sus actividades
reaccionarias, fascistas y antirrepublicanas». Y, por fin, en el artículo tercero: «Será
confiscados por el gobierno los diarios El Debate, Ya, Informaciones y ABC, y toda la
prensa reaccionaria de las provincias». Añade Payne que el 17 de julio, horas antes de
que comenzara la rebelión en Marruecos, Dimitrov y Manuilski enviaron un
telegrama urgente al politburó del PCE insistiendo en que se presionara al gobierno y
al resto de los partidos del Frente Popular para que se tomasen medidas excepcionales
e inmediatas, incluidas purgas en el ejército y en las fuerzas de orden público, para
desbaratar la conspiración y evitar el peligro de la guerra civil. Moscú, cuya
información global era muy buena, miraba con gran prevención el estallido de las
hostilidades. Desde su punto de vista, su nueva estrategia para España de infiltración
y presión en los partidos obreros, y ocupación paulatina de los resortes del poder,
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empezaba a dar resultados y la guerra civil, que no consideraban en absoluto ganada,
era un riesgo inasumible. No quedaba otra, pues, que forzar la mano.
Como veremos, el gobierno de Casares Quiroga se había quedado a medias en las
medidas preventivas y, además, al descubierto cuando el diario Ya, en su edición
especial de la noche del 13 de julio, publicó la nota del PCE con la propuesta de
resolución. Tradicionalmente, se ha explicado la suspensión del diario Ya como
respuesta a la publicación de su amplio reportaje, una de las mayores exclusivas en la
historia de la prensa española, sobre el asesinato de Calvo Sotelo. Sin embargo, Gil
Robles, que vivió de cerca los hechos, asegura que fue la publicidad dada a la nota
del PCE, que luego reproduciría naturalmente Mundo Obrero, la causa real de la
suspensión:
El señor Moles —escribe Gil Robles en sus memorias— se hallaba por completo desbordado. Las
presiones que sobre él se ejercían habían llegado al límite. Precisamente, la tarde anterior se había
reunido en su domicilio social la minoría comunista para acordar que se pidiese oficialmente al gobierno
la disolución de la CEDA, de la JAP, de Renovación Española y de los tradicionalistas, así como la
suspensión de todos los periódicos de derechas. El gobierno ordenó, en efecto, la clausura de todos los
centros tradicionalistas y de Renovación Española. Pero el origen de la medida quedaba al descubierto
desde el momento en que el diario Ya, en una edición especial del día 13, había dado cuenta del acuerdo
del partido comunista. Ello motivó la suspensión indefinida de este periódico.
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En los alrededores del Congreso había un despliegue inusitado de fuerza pública. En todas las esquinas
de las calles adyacentes formaban retenes de guardias de asalto.
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ESCENA CUARTA
LARGO CABALLERO, CALVO SOTELO Y POR QUÉ LAS COMPARACIONES
SON SIEMPRE ODIOSAS
El dirigente socialista don Francisco Largo Caballero, con su verbo encendido, fue
uno de los que poblaron de fantasmas los sueños de España en aquella primavera de
1936. En sus discursos, la revolución, bajo la égida del socialismo, es decir, de él
mismo, estaba a la vuelta de la esquina. Era imparable. Todo lo demás, la República
burguesa, las urnas, las coaliciones electorales, el Frente Popular, Azaña y sus
ministros, no representaban más que etapas efímeras, apenas ya necesarias, del gran
triunfo del proletariado. El día que un enorme cartelón con su retrato desfiló por las
calles de Moscú ¡al lado del de Lenin!, don Francisco pareció transido en éxtasis. Y,
sin embargo, Largo Caballero no siempre había sido así…
El «Lenin español» nunca tuvo suerte con las conspiraciones. En la de 1917
acabó condenado a muerte, aunque indultado, y en la de finales de 1930, contra la
monarquía, los oficiales del ejército Fermín Galán y García Hernández decidieron
sublevarse dos días antes de lo convenido por si el resto de los conjurados
republicanos se rajaban y Largo se vio en La Modelo junto con lo más granado del
Pacto de San Sebastián: Miguel Maura, Alcalá Zamora y Fernández de los Ríos. Pero
si la justicia del general Berenguer cayó implacable sobre los dos militares alzados en
Jaca (Huesca), el distendido ambiente carcelero madrileño parecía un anticipo del
triunfo republicano sobre la decrépita monarquía. Decadentes sublevaciones,
escapadas de otro siglo, que aún se permitían gestos caballerescos como el de Ramón
Franco, el héroe del vuelo del Plus Ultra, el hermano del general, que robó un avión
en Cuatro Vientos y sobrevoló el palacio Real. No lanzó las bombas porque había
corros de niños jugando en la plaza de Oriente. Consiguió huir y pasó la frontera con
otro personaje indefinible, el muy republicano general Queipo de Llano, que seis
años más tarde aseguraría Sevilla para el general Franco, don Francisco, y, cosas de la
vida, llevaría a cabo una de las reformas del mercado agrícola más avanzadas de la
época. Ramón Franco volvió al seno familiar en 1936: murió en el primer año de
guerra cuando su hidroavión volaba en misión de reconocimiento sobre Barcelona.
Pero, a principios de 1931, el futuro estaba por escribir. Henry Buckley, el ya
citado corresponsal del británico Daily Telegraph, visitó en La Modelo a los ilustres
presos:
En el locutorio de la cárcel pude contemplar a través de las rejas a un sonriente grupo de personalidades
políticas que parecían saborear anticipadamente las mieles del triunfo. Tan seguros estaban de sí mismos
que, según me contaron, se hallaban ya ultimando sus planes de gobierno, en la misma cárcel.
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El Largo Caballero que recuperó la libertad en triunfo aquel 14 de abril de 1931
es un hombre entusiasta y entregado a la República naciente. Aunque no había
firmado el Pacto de San Sebastián con los viejos burgueses liberales y los nuevos
monárquicos ofendidos (en representación del socialismo lo hizo Indalecio Prieto) y
aunque buena parte de la UGT y el PSOE, con Julián Besteiro y Andrés Saborit a la
cabeza, prefería no implicarse directamente en el gobierno provisional, Largo lo hizo
como ministro de Trabajo, mientras que don Indalecio se encargaba de Hacienda. Es
la luna de miel con el poder de Largo Caballero. Una luna de miel corta y, pronto,
amarga.
Largo Caballero vivió su paso por el ministerio, por la política real, como un
trauma; una conmoción personal que le dejaría marcado para el resto de sus días. Tras
unos comienzos rápidos, exultantes, en los que promulgó decreto tras decreto en
favor del campesinado, en los que llevó a cabo su ley de Jurados Mixtos, por la que
los salarios debían negociarse en paridad entre los representantes obreros y la
patronal; en los que consiguió equiparar la legislación de accidentes de trabajo para la
agricultura y la industria; la dura realidad de la España de la época le llevó, sin duda,
a recuperar su eclipsada fe en la razón de la fuerza, en la vía bolchevique. No, las
cosas nunca han sido fáciles para una democracia real y, mucho menos, en la Europa
febril que le tocó vivir.
Más que a las atribuladas derechas, que también, el ministro de Trabajo tuvo que
hacer frente, como en su tiempo los liberales y conservadores de la monarquía
alfonsina, a los movimientos anarquistas arrebatados por la utopía del «comunismo
libertario» y que siempre, siempre, tenían alguna cuenta pendiente que saldar con
alguien: con los patronos, con los comunistas, con los socialistas, con la Guardia
Civil… Tomados uno a uno, los anarquistas podrían ser el prototipo de español
multisecular, ese individualista con aspiraciones de gloria y con un sueño que debe
ser impuesto a los demás; en pandilla eran, simplemente, la plaga.
La oposición a los Jurados Mixtos, por ejemplo, es sintomático: la CNT se negaba
a aceptarlos por ser un «monopolio del Estado» que impedía a los trabajadores
negociar sus salarios como hombres libres. Apoyados por un estilo contundente, que
unas veces tomaba la forma de palizas y, otras, de pistolas, los anarquistas conseguían
salarios mejores que los pactados por los jurados mixtos. Y, claro, los de la UGT se
quejaban amargamente.
De hecho, los anarquistas organizaron a la naciente República hasta tres
«insurrecciones generales» entre enero de 1932 y diciembre de 1933, que fueron un
fracaso, pero que contribuyeron a llenar de violencias el ambiente, sobre todo en
Cataluña, Madrid y Andalucía. El Largo Caballero que había dicho que «la
revolución violenta nunca echaría raíces en España» estaba viviendo en carne propia
el espíritu de la contradicción. El primer enfrentamiento grave fue el de Telefónica y
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aquí les dejamos con Gabriel Jackson, autor de una descripción desapasionada, casi
para correligionarios, de los hechos:
A principios de julio, antes de que se reunieran las Cortes constituyentes, el país experimentó su mayor
pugna laboral desde el 14 de abril. La huelga de los empleados de Telefónica del 4 de julio fue declarada
por los anarquistas y estaba dirigida claramente a poner en una situación embarazosa a los ministros
socialistas del gobierno provisional. La Compañía Telefónica Nacional de España era una subsidiaria de
la American Telephone and Telegraph Company. Pocos años antes había sido negociado un contrato a
largo plazo con el gobierno de Primo de Rivera y, en el momento de la firma, los socialistas acusaron al
rey de venderse al capitalismo americano y de haber recibido en el trato un paquete gratuito de acciones.
En julio de 1931, el ministro socialista de Hacienda, Indalecio Prieto, estaba haciendo todo lo posible
para tranquilizar a los acreedores de España, cortar las fugas de capitales y detener la baja de la peseta.
Los obreros y empleados de Telefónica, afiliados a la CNT, escogieron este momento para desafiar a la
compañía controlada por los norteamericanos. La huelga paralizó la mayoría de los servicios en
Barcelona y Sevilla, pero solo obtuvo un éxito parcial en las otras provincias. Los socialistas apoyaron la
determinación del gobierno de mantener el servicio, y los trabajadores de UGT sustituyeron a los
huelguistas de la CNT en Madrid y Córdoba. La prensa socialista calificó las tácticas anarquistas de
infantiles y provocadoras y acusó a la CNT de estar dominada por pistoleros. En sus esfuerzos para
llegar a un arreglo, el coronel Maciá alegó su jurisdicción en Cataluña, mientras que Largo Caballero
insistía en que el Ministerio de Trabajo era la única autoridad competente en toda España. Habiendo
fallado en lograr un paro general en la nación, los anarquistas convocaron huelgas generales en apoyo de
los huelguistas de Telefónica, logrando conseguirlo el 20 de julio en Sevilla. Con la doble justificación
de que la huelga era organizada por pistoleros y que los teléfonos eran un servicio público esencial, el
gobierno declaró el estado de guerra en Sevilla el día 22. La artillería redujo el cuartel general de la CNT
y patrullas fuertemente armadas de la policía recorrieron las calles; hacia el día 29 la huelga estaba
quebrantada y el orden restablecido, al costo de treinta muertos y doscientos heridos. (…) Los socialistas
se hallaron en la incómoda posición de tener que defender una compañía extranjera, cuyo contrato
habían criticado duramente y actuando de quebrantadores de huelga contra sus hermanos de la clase
obrera.
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socialistas colaboracionistas no continuara creciendo. De ahí la paradoja de que la depresión y el
aumento del desempleo tuvieran en España un efecto contrario al de la mayoría de los otros países.
Mientras que en otros lugares estas condiciones generalmente desalentaban la actividad obrera, en el
caso español el creciente poder de los trabajadores organizados, estimulado por la República, trajo
consigo la aceleración de su actividad militante y el número de días de trabajo perdidos a consecuencia
de las huelgas aumentó en más de un 400 por ciento en 1933.
El Largo Caballero que deja el gobierno tras la derrota electoral de las izquierdas
en 1933 es, pues, un hombre muy distinto al de 1931. Un hombre que interioriza el
fracaso, pero busca culpables que le exoneren de la parte que le toca. Es un hombre
dispuesto a abrazar la política del atajo. No es el único, ciertamente. Después de dos
sublevaciones militares, una republicana (1930) y otra derechista (la Sanjurjada de
1932); tres insurrecciones obreras y un intento de golpe de Estado civil propuesto por
las derrotadas izquierdas en las elecciones de 1933; la República, como estado de
derecho y marco institucional de convivencia, no parecía tener demasiados
defensores sinceros. Largo Caballero, y con él la plana mayor socialista, se embarcó
en la revolución de Octubre de 1934. Salió mal y volvió a prisión. Renegó de la
revuelta, mintió descaradamente, y los jueces le absolvieron. Cuando salió, libre, a la
calle era ya el «Lenin español» y tenía prisa, mucha prisa, por adelantarse a los
comunistas. Julián Besteiro se lo reprocharía con dureza, casi con crueldad, cuando,
tras la guerra civil, decidió quedarse en Madrid y hacer frente a los jueces militares
franquistas mientras la mayoría de sus compañeros de la dirección habían tomado el
camino del exilio: «Estamos derrotados por nuestras culpas (claro que hacer mías
estas culpas es pura retórica). Estamos derrotados nacionalmente por habernos dejado
arrastrar a la línea bolchevique, que es la aberración más grande que han conocido,
quizá, los siglos. La política internacional rusa, en manos de Stalin, y tal vez como
reacción contra su estado de fracaso interior, se ha convertido en un crimen
monstruoso que supera en mucho a las macabras concepciones de Dostoievsky y de
Tolstoi». Don Julián Besteiro no había cambiado. En julio de 1933, con el socialismo
español en triunfo, advertía de lo mismo a los jóvenes del partido: la introducción de
un régimen socialista en España, a través de la dictadura y la violencia bolchevique,
desembocaría simplemente en un baño de sangre, «la República más sanguinaria que
se ha conocido en la historia contemporánea». No le hicieron caso.
Yo no estoy arrepentido de nada, de absolutamente de nada [ventea Largo Caballero menos de tres años
después de la advertencia de Besteiro en el mitin del Cine Europa de Madrid, el 12 de enero de 1936].
Declaro paladinamente que antes de la República nuestro deber era traer la república; pero establecido
este régimen, nuestro deber es traer el socialismo. Y cuando hablamos de socialismo, no nos hemos de
limitar a hablar de socialismo a secas. Hay que hablar de socialismo marxista, de socialismo
revolucionario. Hay que ser marxista y serlo con todas sus consecuencias. [Y el 2 de febrero, en el teatro
Cervantes de Valencia, insiste:] La burguesía cumplió su papel e hizo su revolución. La clase trabajadora
tiene que cumplir el suyo y hacer también su revolución. Si no nos dejan, iremos a la guerra civil.
Cuando nos lancemos por segunda vez a la calle [la primera fue en octubre de 1934], que no nos hablen
de generosidad y que no nos culpen si los excesos de la revolución se extreman hasta no respetar cosas
ni personas.
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El mea culpa, en realidad nostra culpa, de Julián Besteiro es un vehículo ideal
para adentramos en la psicología de la otra parte de nuestra tragedia, la derecha, a la
que llegó a representar contra toda lógica electoral don José Calvo Sotelo. Porque no
es cierto en modo alguno que la guerra civil española fuera el resultado de la colisión
de dos extremos, el socialismo de Caballero y la derecha monárquica, mientras que
una gran masa de centro vivía atenazada e impotente el inevitable cataclismo. No. La
deriva socialista hacia la revolución tras el fracaso de su primera experiencia de
gobierno es un hecho innegable, y esa deriva, ayudada con entusiasmo por el resto de
las organizaciones marxistas y por los anarquistas, no pudo ser corregida a tiempo
por el sector «converso» que representaban Indalecio Prieto y Julián Besteiro. Tal
vez, y pese a que en la historia los «podría» carecen de valor, si tras la destitución de
Niceto Alcalá Zamora como presidente de la República y su sustitución por Azaña,
Indalecio Prieto se hubiera convertido en el jefe del Ejecutivo, implicando al PSOE
directamente en la tarea de gobierno, las cosas habrían sido de diferente manera. Pero
lo cierto es que el sector caballerista vetó el tandem Azaña-Prieto y este último, en
minoría frente a la UGT y al partido, se negó a romper la disciplina de grupo. Pero es
que, además, es probable que ni siquiera un gobierno de Prieto habría servido a los
fines de la paz: un amplio sector de la izquierda socialista, cosas de la época, creía
sinceramente en la revolución. Eran los mismos militantes socialistas que llegaron a
disparar sobre don Indalecio en el mitin de Écija o los que se negaron a cumplir las
órdenes de la UGT para poner fin a la oleada de huelgas. Al final, Prieto y los suyos
estaban también aislados, desbordados en medio de una tormenta en la que si bien los
socialistas empezaron a caer muertos bajo las balas de los falangistas y de los
anarquistas, lo acabaron haciendo a manos de sus propios compañeros de lucha. Se lo
había dicho Gil Robles y, como a Besteiro, tampoco le hicieron caso: «La Revolución
es como Saturno, que acaba devorando a sus hijos».
Pero decíamos que Julián Besteiro había esbozado los rasgos de la psicología
social, la mentalidad, que iba conformando lo que hemos dado en llamar «las
derechas» en aquella primavera de 1936. Besteiro habla para justificar su apoyo al
golpe de Estado del coronel Casado, que en marzo de 1939 puso fin a la resistencia
republicana, y lo hace así:
El drama del ciudadano de la República [se refiere a los españoles de la zona aún en poder del Frente
Popular tras la pérdida de Cataluña] es este: no quiere el fascismo y no lo quiere no por lo que tiene de
reacción contra el bolchevismo, sino por el ambiente pasional y sectario que acompaña a esa justificada
reacción (teorías raciales, mito del héroe, exaltación de un patriotismo morboso y de un espíritu de
conquista, resurrección de las formas históricas, que carecen de sentido en el orden social,
antiliberalismo y antiintelectualismo, etc).. No es, pues, fascista el ciudadano de la República con su rica
experiencia trágica. Pero tampoco es en modo alguno bolchevique. Quizá es más antibolchevique que
antifascista, porque el bolchevismo lo ha sufrido en sus entrañas y el fascismo no.
Si don José Calvo Sotelo se convirtió en los escasos seis meses que mediaron
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entre el triunfo del Frente Popular de febrero de 1936 y su asesinato en el dirigente
más carismático de la derecha fue, precisamente, porque encarnó la reacción al
temido bolchevismo y porque, no cabe dudarlo, supo capitalizar la sensación de
impotencia, de puro miedo, de un sector de la población, cada vez más amplio, al que
la República negaba el pan y la sal. El mejor retrato político del Calvo Sotelo que
emerge como adalid de los que parecían condenados en la primavera de 1936, del
héroe que aguanta impávido los insultos, los gritos y hasta las amenazas de muerte en
un Parlamento hostil que abrió sus sesiones entre chamusquinas de iglesias y el
himno de la Internacional; del hombre valiente que denuncia, una y otra vez, pese al
estado de alarma siempre vigente, los atropellos que padecen las gentes de orden, las
clases medias, los obreros no sindicados, los curas, los pequeños propietarios rurales,
los católicos de a pie y, también, ¡cómo no!, los especuladores, los terratenientes y la
vieja patronal; su mejor retrato, decimos, se encuentra en su discurso del mitin
electoral del 12 de enero de 1936, una vez disuelta la Cámara y convocadas
elecciones anticipadas por Niceto Alcalá Zamora. Dijo Calvo Sotelo, el jefe de los
monárquicos, el líder de la extrema derecha, el rival de Gil Robles, el enemigo
irreductible del marxismo:
No queremos la catástrofe, aunque ella pudiera traer la monarquía. Nuestros ensueños monárquicos no
consienten que el Trono se cimente sobre regueros de sangre y montones de escombros. No. La
monarquía que volverá a España, cuando Dios lo quiera y nosotros lo consigamos, ha de construirse
sobre los pilares graníticos y solidísimos de un Estado nuevo, integrador, autoritario y corporativo, y
solo entonces, cuando se le pueda ofrecer un solio de gloria y de grandeza, quisiéramos ver la corona,
rematada por la cruz, ciñendo las sienes de esa augusta matrona que se llama España. (…) Se predica por
algunos la obediencia a la legalidad republicana; mas cuando la legalidad se emplea contra la patria y es
conculcada en las alturas, no es que sobre la obediencia, es que se impone la desobediencia, conforme a
nuestra doctrina católica, desde santo Tomás hasta el padre Mariana. No faltará quien sorprenda en estas
palabras una invocación indirecta a la fuerza. Pues bien. Sí, la hay… Una gran parte del pueblo español,
desdichadamente una grandísima parte, piensa en la fuerza para implantar el imperio de la barbarie y de
la anarquía. Su fe y su ilusión es la fuerza proletaria, primero, y la dictadura, después. Pues bien: para
que la sociedad realice una defensa eficaz, necesita apelar también a la fuerza. ¿A cuál? A la orgánica: a
la fuerza militar puesta al servicio del Estado. La fuerza de las armas, ha dicho Ortega y Gasset, y nadie
recusará este testimonio, no es fuerza bruta, sino fuerza espiritual. Y aun agrega que el honor de un
pueblo está vinculado al de su ejército… Cuando las naciones vivían la etapa venturosa de las grandes
unanimidades, el ejército era un mero complemento fundamental para la lucha exterior solamente; pero
hoy, minadas por las grandes discordias —la social, la económica, la separatista— necesitan un Estado
fuerte, y no existe un Estado fuerte sin ejército poderoso. Me dirán algunos que soy militarista. No lo
soy, pero no me importa que me lo digan. Prefiero ser militarista a ser masón, a ser marxista, a ser
separatista e incluso a ser progresista. (…) Hoy el ejército es la base de sustentación de la patria. Ha
subido de la categoría de brazo ejecutor, ciego, sordo y mudo a la de columna vertebral, sin la cual no es
posible la vida. (…) Calderón de la Barca dijo en versos inmortales que «no habría capitán, si no hubiera
labrador». Hoy habría que rectificar, diciendo que no habría labrador, si no hubiera capitán. Ni labrador,
ni productor, ni comerciante, ni Estado, ni Iglesia, ni civilización, ni patria. Cuando las hordas rojas del
comunismo avanzan, solo se concibe un freno: la fuerza del Estado y la transfusión de las virtudes
militares —obediencia, disciplina y jerarquía— a la sociedad misma, para que ellas desalojen los
fermentos malsanos que ha sembrado el marxismo. Por eso invoco al ejército y pido al patriotismo que
lo impulse. (…) No creo que, cuando un pueblo, como España ahora, se diluye en el detritus de la
ignominia y padece la ulceración de los peores fermentos, pueda ser fórmula eficaz para sanearlo,
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depurarlo y vivificarlo la apelación al sufragio inorgánico. (…) Los pueblos que cada dos o tres años
discuten su existencia, su tradición, sus instituciones fundamentales, no pueden prosperar. Viven
predestinados a la indigencia. Por eso hemos de procurar a toda costa que estas elecciones sean las
últimas. Lo serán si triunfan las izquierdas, ya lo dicen ellas sin rebozo. Pues hagan eso mismo las
derechas, hasta que, saneado el ambiente y el sistema, sea factible una apelación al sufragio.
¿Había sucumbido Calvo Sotelo al vértigo del fascismo? Sin duda, sí. Pero ¿lo
había hecho el resto de las derechas…?
Contrariamente a lo mantenido por la historiografía tradicional del franquismo, la
revolución socialista de Octubre de 1934 no puede considerarse en puridad como el
origen de la guerra civil, de la misma manera que no puede serlo la Sanjurjada de
1932 o el intento de golpe de Estado izquierdista tras las elecciones de 1933, que
dieron el triunfo a los radicales de Lerroux y a la Confederación de Derechas
Autónomas (CEDA) de Gil Robles. La revolución de Octubre en Asturias, Barcelona
y Madrid, aun con toda su carga de violencia, reconcilió en cierto modo a la derecha
clásica con las nuevas instituciones republicanas. No en vano, la República, con un
gobierno de centroderecha, había sido capaz de restablecer el orden y garantizar la
seguridad frente a las «hordas» revolucionarias. El ejército y las fuerzas de orden
público, salvo contadas excepciones, respondieron a la legalidad y se impusieron
sobre los revoltosos. Generales como López Ochoa, que era masón, o el catalán Batet
sometieron a los rebeldes en Asturias o acabaron en una noche con el intento
disimuladamente secesionista de la Generalitat de Cataluña. En Madrid o en
Barcelona, donde los socialistas no contaron con el apoyo anarquista, la revolución se
extinguió prácticamente sola. A los ojos de la mayor parte de la derecha, por lo
menos en las ciudades, la revolución de Octubre supuso una reconciliación, siquiera
momentánea, con aquella República que advino por la puerta de atrás y en medio de
la quema de conventos. Para el régimen franquista, la identificación de Octubre como
la causa directa de la guerra civil se hizo precisa para justificar una legislación sobre
responsabilidades que se remontaba, de manera retroactiva, hasta octubre de 1934.
No. Fue la explotación torcida y absolutamente demagógica de la represión que
siguió a la revolución de Octubre, fue la falta total de autocrítica moral por parte de
las izquierdas y fue la ausencia del menor reconocimiento de que se había actuado de
forma antidemocrática contra un gobierno legítimamente elegido en las urnas lo que
hizo comprender a esas mismas derechas que la izquierda consideraba la República
como un patrimonio personal del que estaban excluidos todos los que no comulgaban
a siniestra. Todo eso, y la demostración palpable, a partir de las elecciones de febrero
de 1936, de que los derrotados de Octubre iban a por «la segunda vuelta».
Qué se podía argumentar cuando González Peña, el dirigente socialista
compañero de Prieto que había comandado la revuelta asturiana, salía de la cárcel tras
las elecciones de febrero de 1936 exclamando: «No salimos arrepentidos de las
celdas que van a ocupar otros. En el Consejo de Guerra no me avergoncé de haberme
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llevado el dinero del Banco de España, y lo mismo me hubiera llevado todo el que
existiera en Asturias». González Peña, los militares más comprometidos con la
sublevación en Barcelona como Dencás o Pérez Farrás, Largo Caballero, Prieto,
Margarita Nelken, Companys… no sólo habían eludido sus responsabilidades, sino
que tras las elecciones volvían en triunfo y, en muchos casos, jactándose de lo de
Octubre. Y con el tiempo, los defensores de la legalidad republicana, como López
Ochoa, comenzaban a ser perseguidos. (López Ochoa estaba aún procesado y
detenido en julio de 1936. Enfermo, fue sacado del hospital por las turbas y su cabeza
exhibida en una pica por las calles de Madrid).
Fue, no lo duden, esa actitud vindicativa y orgullosa de la revolución asturiana,
«el después de Octubre», traducida en la toma de la calle por los movimientos
radicales, lo que realmente impulsó el golpe del 18 de julio. Pero fue el asesinato de
Calvo Sotelo lo que convirtió un pronunciamiento militar más, en ese movimiento
«desmesurado», con indudable arraigo popular en más de media España, que tanto
temía Indalecio Prieto. Paradójicamente, iba a ser don Manuel Azaña quien mejor
describiera, a posteriori, claro, cómo el desorden público continuado, la falta de
autoridad y de una justicia equitativa y eficaz lleva a la gente común, al vecindario
pacífico, a desear, incluso, la dictadura, ya sea comunista o fascista. Este texto de
Azaña procede del Cuaderno de la Pobleta y es la entrada de su diario del 20 de
mayo de 1937, en plena guerra civil:
Hay para escribir un libro con el espectáculo que ofrece Cataluña en plena disolución. Ahí no queda
nada: gobierno, partidos, autoridades, servicios públicos, fuerza armada; nada existe. Es asombroso que
Barcelona se despierte cada mañana para ir cada cual a sus ocupaciones. La inercia. Nadie está obligado
a nada, nadie puede ni quiere exigirle a otro su obligación. Histeria revolucionaria, que pasa de las
palabras a los hechos para asesinar y robar; ineptitud de los gobernantes, inmoralidad, cobardía, ladridos
y pistoletazos de una sindical contra otra, engreimiento de advenedizos, insolencia de separatistas,
deslealtad, disimulo, palabrería de fracasados, explotación de la guerra para enriquecerse, negativa a la
organización de un ejército, parálisis de las operaciones, gobiernitos de cabecillas independientes en
Puigcerdá, La Seo, Lérida, Fraga, Hospitalet, Port de la Selva… Debajo de todo eso, la gente común, el
vecindario pacífico, suspirando por un general que mande, y se lleve la autonomía, el orden público, la
FAI, en el mismo escobazo.
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convirtió, entonces, en el mejor altavoz de las derechas y, por ende, en el mejor
argumentario del golpe militar.
Porque el Calvo Sotelo que apelaba claramente en enero de 1936 a la reacción del
ejército y que propugnaba un Estado con muchos de los ribetes que luego
conformarían el de Francisco Franco no era ni mucho menos un desconocido para la
España de la época ni un político recién llegado a caballo de la situación. Gallego,
nacido en Tuy (Pontevedra) el 6 de mayo de 1893, abogado del Estado, melómano, se
crio políticamente a los pechos de don Antonio Maura y fue con él diputado en dos
ocasiones (1919 y 1921) por Carballino (Orense). Se inició en los asuntos públicos
como gobernador civil de Valencia. Durante la dictadura de Primo de Rivera había
formado parte del Primer Directorio Militar como director general de Administración
Local y, luego, en el llamado Directorio Civil, fue nombrado ministro de Hacienda.
Su obra administrativa en estos dos puestos nos revela a un hombre capaz con una
idea de España en la que se adivina desde muy pronto la tentación del fascismo, de un
fascismo sui géneris entreverado de tradiciones de viejo cuño hispánico y teñido de
un fuerte reformismo social de carácter cristiano. Para Calvo Sotelo, el sufragio
universal, tal y como hoy se entiende en las democracias parlamentarias, debía ser el
último paso en la profunda transformación que había de acometer España.
Regionalista frente al autonomismo; monárquico frente a la República; municipalista
frente al gubernamentalismo, Calvo entendía las relaciones económicas entre
patronos y trabajadores a través de la doctrina social de la Iglesia. Así, frente a los
sindicatos, proponía instituciones de arbitraje y control gubernativo de los contratos
laborales y de los precios; frente al capitalismo, se demostró partidario de una política
fiscal agresiva y de que los medios de producción estratégicos, como el petróleo,
estuvieran en manos del Estado. Frente al marxismo era profundamente nacionalista
y era, ante todo, un español que amaba España a la antigua, que creía en el Imperio
en una época, no lo olvidemos, en la que todavía parecía posible crear imperios,
como el de Italia en Abisinia. Calvo Sotelo encarnaba la reacción al comunismo
desde un país en el que el liberalismo había fracasado, en un país que avanzaba pese a
la rémora de la usura, el caciquismo rural, el hambre de tierras, los patronos
explotadores, el analfabetismo y una clase media exigua y funcionarial. Un país
donde la clase dirigente seguía siendo extractiva y no productiva. Frente a la
revolución marxista, no apostó por la democracia parlamentaria sino por un Estado
corporativo de reminiscencias fascistas y contornos difusos extendidos a lo largo de
los siglos. Sus estatutos municipales, que dieron a los pueblos y ciudades de España
capacidad normativa y presupuestaria y les eximieron del asfixiante control
gubernamental; su reforma de Hacienda y del sistema impositivo, su labor en la
nivelación presupuestaria, su persecución de los capitales ociosos y especulativos, la
instauración del monopolio de petróleos (CAMPSA), le convirtieron en el mejor
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hacendista de la época. Nunca se enriqueció. Hombre de la dictadura de Primo de
Rivera, se perdió para la República desde el momento en que esta no le reconoció sus
dos actas de diputado ganadas en buena lid para las Cortes constituyentes de 1931. En
el exilio francés terminó por contaminarse del autoritarismo cristiano y rompió, ya
definitivamente, con el sufragio universal. De París viajó a Roma para hablar con
Mussolini y fue seducido por su «reforma social».
Volvió a España en 1933, después de ganar nuevamente su acta de diputado y del
indulto que le concedió Lerroux. Pero, para él, la República se le había hecho
imposible.
En la biografía de José Calvo Sotelo escrita por Alfonso Bullón de Mendoza
(editorial Ariel), que es, probablemente, la mejor de cuantas se han publicado, se
incluye el juicio que hizo Julián Zugazagoitia de su adversario asesinado:
Las fuerzas conservadoras y militares, organizadas desde hacía mucho tiempo para sublevarse, habían
sido heridas en lo vivo. Calvo Sotelo era el jefe civil del Movimiento. Se había impuesto a todos los
hombres de la monarquía, sobre los que tenía la superioridad de su preparación y de su talento. Su paso
por el Ministerio de Hacienda, como colaborador del general Primo de Rivera, le había dado una
experiencia de gobernante nada menospreciable. Aquella dictadura a la que tantas agresiones
periodísticas le hicimos, circunstancia que prueba bastante bien el tono liberal y un tanto paternal con
que era ejercida por Primo de Rivera, cometió atropellos, pero a la vez realizó algunas empresas bien
dignas de loanza: el monopolio de petróleos es una de ellas. Esa entidad se elaboró con el Ministerio de
Hacienda y sin tomar en cuenta, porque ello es ya anécdota, cómo se hiciese la concesión, es lo cierto
que la obra, andando el tiempo, había de quedar perfecta. No sé si sabiéndolo o ignorándolo, Calvo
Sotelo había iniciado una corriente socialista de la que no pocos socialistas habíamos de admirarnos.
Antes de verle y oírle en los pasillos y el salón del Congreso, le conocí y oí en el despacho pequeño del
Ministerio de Hacienda, discutiendo yo con él, en nombre de determinados intereses pesqueros, un
nuevo tributo que acababa de crear. (…) A mí, aquel hombre que razonaba frío, escuchaba atentamente
la impugnación y conocía, sin necesidad de apuntadores, el problema discutido, me hizo una impresión
excelente. Cuando mucho más tarde comprobé que otras personas, igualmente alejadas que yo de su
manera de pensar compartían mi juicio, saqué gusto de la confirmación. Sus admiradores, que luego se
convirtieron en idólatras para abdicar rápidamente ese culto y adscribirse al de José Antonio Primo de
Rivera, le atribuían un don de simpatía que, a los que no le tratábamos, nos era punto menos que
imposible descubrirle. Valiente, sí; valiente parecía serlo. Desde su escaño se pronunciaba sin ninguna
clase de reservas, desdeñando las increpaciones y las desaprobaciones. Pretendiendo energía del
gobierno para rescatar el orden público, se decidió a pedir medidas drásticas contra las masas obreras,
pero de modo preferente contra los que las incitaban a una política de destrucción y desorden,
afirmando: «Si el decir esto es declararse fascista, como me indica alguno de mis interruptores, yo
confieso que soy fascista». Tenía, lo demostró la última noche, presencia de ánimo. Sabía el juego que
jugaba y los riesgos del partido. Al reino de la fantasía pertenece el inquirir cómo habrían discurrido los
sucesos de haber capitaneado él la sublevación. Su segundo en autoridad monárquica, Goicoechea, que
solo dispone para operar de su oratoria meliflua, se les ha perdido a los militares entre el polvo de los
combates. Lo seguro es que Calvo Sotelo no se habría extraviado en el camino. Concretaba en su
persona la confianza no solo de los monárquicos, sino también de más de la mitad de los diputados de la
CEDA, que sentían enfriarse su devoción por la táctica de Gil Robles, a quien reprochaban el no haber
utilizado su paso por el Ministerio de la Guerra para abatir, tomando como pretexto el alzamiento
socialista de Octubre, al régimen, e imponer una dictadura del tipo de la de Portugal.
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hecho, pero los encubrió hasta el final. Eran ya tiempos prácticamente de guerra y los
pistoleros, quisiéralo o no, también eran sus correligionarios.
A los ojos de la mayoría de los españoles, don José Calvo Sotelo se había
convertido a lo largo de esa primavera en el símbolo de la reacción
contrarrevolucionaria. Era, por lo tanto, uno de los primeros objetivos a batir para la
izquierda del Frente Popular y, en cierto modo, había sido esa misma izquierda la que
con sus continuas invectivas y amenazas, con su suicida actitud en las calles, le había
destacado de entre la nutrida pléyade del «fascismo español». Porque, entre otras
cosas, las elecciones del 16 de febrero de 1936 habían demostrado que un amplio
sector de la derecha, mayoritario, aún confiaba en el sistema republicano
representado por la CEDA. Aunque, como apuntábamos en líneas atrás, es imposible
conocer con exactitud cuáles fueron los resultados arrojados por las urnas, la
diferencia de votos entre las izquierdas definidas y las derechas era insignificante:
alrededor de cien mil votos a favor de las primeras. Pero el sistema electoral, que
primaba fuertemente a las mayorías, desequilibró el Parlamento en favor del Frente
Popular, una coalición electoral de coyuntura que incluía desde los burgueses de
Unión Republicana hasta los anarquistas radicales. Este desequilibrio parlamentario,
que no reflejaba la realidad del país, partido en dos y con un centro insignificante, se
agudizó aún más cuando en plena euforia izquierdista muchos de los hombres del
Gobierno de Portela Valladares abandonaron, como ya hemos visto, sus puestos sin
aguardar el definitivo recuento de votos.
No es que la derecha española hubiera demostrado hasta entonces un respeto
exquisito a las urnas, pero, desde luego, la izquierda no le iba a la zaga. Y con los
comunistas y anarquistas como compañeros de viaje, con los funcionarios del
gobierno en fuga y con las «masas populares» asaltando los gobiernos civiles, el
escrutinio tomó en una docena de provincias tintes de ópera bufa.
Honorio Maura, candidato por Cáceres, relató así lo sucedido en su provincia:
Hasta el día 19, el triunfo de las derechas en Cáceres era indiscutible. Han salido seis candidatos de
derechas y tres de izquierdas. Ese mismo día, a las diez de la noche, ya Azaña en el poder, todo cambia.
El gobernador interino, un teniente de alcalde socialista, ordena al dimisionario señor Palmar que se
recluya en sus habitaciones hasta nueva orden. Llaman luego al presidente de la Diputación y le piden
que entregue las actas del escrutinio, que están depositadas en la caja fuerte de la corporación. El
presidente se niega. Es destituido y se nombra a otro. El secretario de la Diputación, que también se
opone a la exigencia, es igualmente destituido. Entonces se requiere a un capitán de Asalto para que
acompañe al nuevo secretario a sacar las actas de la Diputación. El capitán se niega y se le castiga
enviándole a Las Hurdes para apaciguar a unos pueblos que se dice están soliviantados. Como el capitán
alegase que solo cumplirá órdenes de quien pueda dárselas, se le requiere para que delegue el mando.
Como no lo hace en la persona que les conviene, se prescinde de él y es un teniente de Asalto el que va
con el funcionario de la Diputación a buscar las actas. Estas son trasladadas al Gobierno Civil, donde
desde las tres de la madrugada hasta las nueve de la mañana se alteran de manera que resulte triunfante
la izquierda y derrotada la derecha.
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depuesto por las nuevas Cortes, denunció lo ocurrido:
A instigación de dirigentes irresponsables la muchedumbre se apoderó de los documentos electorales; en
muchas localidades los resultados pudieron ser falsificados. Muestra elocuente de la pureza con que el
mismo Portela ganó su acta de Pontevedra fue la condescendencia con que el Frente Popular pagó tal
vez su complicidad, haciendo que se lucrara con 22 000 votos absolutamente falsos, pero que necesitaba
para derrotar a un derechista.
Debemos hacer notar que don Niceto Alcalá Zamora, católico, y Portela
Valladares, masón, habían sido «uña y carne» y los fracasados muñidores de la
operación centrista. Tras el descalabro, que acabaría con la carrera política de don
Niceto, sus relaciones, por lo que hemos visto, se «enfriaron».
Sin embargo, no se trata de negar la victoria del Frente Popular en las elecciones
de febrero de 1936, en las que por primera vez se impulsó la participación de los
anarquistas. Aun reconociendo un empate técnico, la izquierda salía favorecida por el
sistema electoral e iba a gozar de una cómoda mayoría en la Cámara. El problema es
que quiso aprovechar las circunstancias favorables para convertir esa mayoría
absoluta parlamentaria, que no electoral, en una mayoría aplastante. Y lo hizo sin
rubor alguno.
Conquistada la mayoría electoral —escribirá Salvador de Madariaga— fue fácil hacerla aplastante.
Reforzada con una extraña alianza con los reaccionarios vascos, el Frente Popular eligió la comisión de
validez de las actas parlamentarias, la que procedió de una manera arbitraria. Se anularon todas las actas
de ciertas provincias donde la oposición resultó victoriosa; se proclamaron diputados a candidatos
amigos vencidos. Se expulsó de las Cortes a varios diputados de las minorías. No se trataba solamente
de una ciega pasión sectaria; se trataba de la ejecución de un plan deliberado y de gran envergadura. Se
perseguían dos fines: hacer de la Cámara una convención, aplastar a la oposición y asegurar al grupo
menos exaltado del Frente Popular. (…) Se hicieron tales cosas que don Indalecio Prieto no quiso
compartir la responsabilidad de tales polacadas. Estos son los hechos, y a los hombres de la izquierda se
les impone el deber de la verdad, sobre todo cuando los que yerran son los hombres de la izquierda.
Ni Calvo Sotelo, que hizo una impresionante defensa de su acta, ni Gil Robles
pudieron ser expulsados del Parlamento. En el final del discurso del líder
monárquico, sin embargo, se encuentra una premonición de su trágico destino:
No os oculto que el dejar de ser diputado puede ser para mí un bien en el orden político, mejor dicho,
una ventaja. La condición de parlamentario en estas Cortes, cuando se milita en partidos de derecha y
cuando, forzosamente, por dictados de conciencia y de rectitud, aun haciendo abstracción de problemas
de régimen, se ha de luchar denodadamente con la mayor parte de esta Cámara y, sobre todo, con estas
nutridas falanges marxistas (…) podrá ser un honor, no lo niego; un timbre de orgullo, lo reconozco; un
alto grado de ciudadanía, lo proclamo; pero será también una fuente inagotable de sacrificios penosos y
de situaciones difíciles.
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Otro testimonio muy significativo, también de Gil Robles, porque revela cómo
iba derivando hacia la arbitrariedad el nuevo gobierno, se refiere a la repetición de las
elecciones en Granada, donde las izquierdas habían sido batidas el 16 de febrero por
cerca de 50 000 votos. La nueva convocatoria se fechó, al igual que en Cuenca, para
el 3 de mayo, con segunda vuelta el 17 del mismo mes:
El sectarismo del gobernador civil alcanzó extremos inconcebibles. Como [los candidatos de derechas]
le manifestaran hallarse dispuestos a luchar por las mayorías, «hasta donde la violencia ajena lo
permitiera», no tuvo reparo el gobernador en exclamar: «Pero, señores, ¿ustedes lo han pensado bien?
¿Ustedes saben los jaleos que va a haber por esos pueblos?». Algunos días más tarde, con motivo de la
convocatoria de una manifestación «monstruo» como protesta de la «horrorosa provocación» que
suponía la presencia en Granada de diputados y candidatos de derechas, quisieron entrevistarse de nuevo
con la primera autoridad de la provincia. Ante la denuncia de que ya se encontraban en el Gobierno Civil
los expedientes electorales, se limitó a contestar con una sonrisa evasiva. La misma con la que no dudó
en afirmar que debería agradecérsele los encarcelamientos de las gentes de derecha, puesto que se
trataba de elementales precauciones para evitar su agresión por las turbas. Como don Luciano de la
Calzada expusiera la imposibilidad de celebrar actos de propaganda en la provincia, debido a las
agresiones de que eran objeto, lo que no había ocurrido en la anterior campaña electoral, replicó el
gobernador con el mayor cinismo: «¡Ah!, señor mío, usted olvida que han cambiado las tornas».
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ESCENA QUINTA
PERO ¿QUIÉN QUEMA?
En fecha tan temprana como el 15 de abril de 1936, es decir, dos meses después de
las elecciones y con Manuel Azaña todavía presidente del Gobierno, José Calvo
Sotelo lee ante el Parlamento la primera de sus requisitorias sobre el orden público.
El repaso de hechos, que reiterarán tanto él como Gil Robles en sesiones sucesivas,
señala los incendios de iglesias, de centros políticos de la derecha, de periódicos
conservadores; asaltos y atracos como «impuesto revolucionario», tiroteos,
agresiones varias… con un resultado de 74 muertos y 345 heridos. Hay censura de
prensa y va a ser la primera vez que se publiquen datos sobre unos hechos que, hasta
entonces, circulaban por toda España como rumores. Calvo Sotelo desarrolla su acta
de acusación contra el gobierno, pero es, sin duda, el tono de las interrupciones con
las que los diputados socialistas y comunistas jalonan su discurso el que presta
«color» y explica la trascendencia del debate. Así, cuando el representante del Bloque
Nacional enumera la larga lista de incidentes con muertos y heridos, un diputado de
la mayoría grita: «Muy poco, cuando no os han arrastrado a vosotros todavía». Y
Dolores Ibárruri acusa: «¿Cuánto dinero habéis tenido que pagar a los asesinos?»; a
lo que Margarita Nelken añade un «vamos a traer aquí a todos los que han quedado
inútiles en Asturias», para que la Pasionaria apuntille: «Sería más cómodo arrastrar a
los asesinos».
Calvo Sotelo, impertérrito, continúa su exposición, transcrita del diario de
sesiones:
CALVO SOTELO: … Grandes son las pérdidas que ha experimentado el arte español, y
yo supongo que al margen de la religión el arte os interesará a todos. Con los
incendios y saqueos el arte español… (Rumores).
UN DIPUTADO: Vosotros sí que habíais dejado las iglesias en cuadro.
SR. ALVAREZ ANGULO: Sin un cuadro. (Risas).
CALVO SOTELO: … Esculturas de Salcillo, magníficos retablos de Juan de Juanes,
tallas policromadas, obras que habían sido declaradas monumentos nacionales,
como la iglesia de Santa María de Elche, han ardido en medio del abandono,
cuando no con la protección cómplice de los representantes de la autoridad
pública. (Protestas).
UN DIPUTADO: Los habían vendido ya los arzobispos.
CALVO SOTELO: Todo esto ha producido consternación en el extranjero y, por
supuesto, en España, y contribuido a ciertos efectos económicos de que ahora voy
a hablar, relacionándolos con palabras del Sr. Azaña en este aspecto del problema
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político.
UN DIPUTADO: Los patriotas son los que se llevan el dinero fuera.
SRA. NELKEN: Vamos a hablar del estraperlo que es lo patriótico.
CALVO SOTELO: Estas cosas, Sr. Azaña, han ocurrido bajo la égida de este gobierno,
siéndole imputable íntegramente la responsabilidad, porque en su declaración del
otro día el Sr. Azaña, después de confesar que contaba con esto el gobierno, que
daba por supuesto que se habían de producir ciertos estados coléricos en la
muchedumbre, insinuaba como dos exculpaciones o más bien atenuaciones: una,
la de que había tenido que recoger el poder abandonado, y yo en cierto modo he
decir que no le falta razón en el argumento, porque es lo cierto que el Sr. Portela
(Rumores), que durante su efímero mandato político derrochó una arrogancia casi
frenética y desenfrenada, después, en el primer momento, en el primer vagido de
la adversidad, solo pudo prodigar vacilaciones fugitivas y decrépitas. Tiene razón
en parte el Sr. Azaña en lo que se refiere a esa exculpación de las primeras horas
o de los primeros días de su gestión ministerial. Ahora bien, Sr. Azaña, los
sucesos más graves han ocurrido cuando Su Señoría llevaba ya al frente del
gobierno no días, sino semanas; ¡si fue el 19 de febrero cuando Su Señoría tomó
posesión de la Presidencia, y era ya el 13 de marzo cuando ardía, a doscientos
pasos del Ministerio de la Gobernación la iglesia de San Luis!
VARIOS DIPUTADOS: ¿Quién la quemó?
UN DIPUTADO: El obispo de Alcalá. (Rumores y protestas).
CALVO SOTELO: ¿Sabéis lo que ha ocurrido ayer y lo que está ocurriendo hoy en
Jerez? (Nuevas protestas. El presidente reclama orden). Pues en Jerez, según
parece, han ardido esta noche varios conventos, un periódico y un centro político;
en tanto la fuerza pública está recluida, porque el representante de la autoridad le
prohíbe salir a la calle.
SR. MUÑOZ MARTÍNEZ: Entérese bien Su Señoría; no diga falsedades.
UN DIPUTADO: El cura de San Luis está procesado por llevarse las alhajas. (Siguen los
rumores).
CALVO SOTELO: Los edificios que han incendiado o intentado incendiar en Jerez,
señor presidente del Consejo, los leeré para que Su Señoría tenga noticia
detallada; son: convento de San Francisco, de Santo Domingo, de las Mínimas, de
las Reparadoras, del periódico Guadalete y de un centro de derechas.
VARIOS DIPUTADOS: ¡Para la falta que hacían!
SR. MUÑOZ MARTÍNEZ: ¿Y de dónde partieron los disparos que han producido heridos
sino del interior de los conventos?
CALVO SOTELO: Pero ¿quién quema? Voy a emplear textos vuestros, a ver sin rendís
crédito a lo que dicen diputados que se sientan en esos bancos o personas que
comulgan en vuestras ideas. ¿Quién quemó el periódico La Nación? (Nuevos
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rumores y protestas). Lo dijo el representante socialista Sr. Alvarez del Vayo. (Se
reproducen los rumores). El Sr. Alvarez del Vayo dijo en un mitin en Barcelona,
hace quince días, que los incendios producidos así en La Nación como en las
iglesias de San Ignacio y de San Luis eran debidos a que el pueblo de Madrid
quería hacer una protesta ante el ritmo lento con que el gobierno desarrollaba el
programa del Frente Popular. Y con palabras más expresivas, tomadas
íntegramente del discurso del sindicalista, o comunista, no conozco exactamente
su filiación, Sr. Asín, en el mitin celebrado en Cartagena el 5 de este mes, se dice
lo siguiente: «No debemos contentarnos con quemar una o mil iglesias. Eso es
espectáculo que tiene algo de fausto, algo de exuberante, más o menos magnífico,
pero que no tiene base sólida para garantizar nuestro bienestar del día de mañana.
La única manera de hacer efectiva nuestra liberación económica es expropiando a
la banca privada, al Banco de España, expropiando a todos los que explotan y
expolian al pueblo español». (Aplausos. Protestas. El presidente reclama
insistentemente orden). El segundo intento exculpatorio del Sr. Azaña se cifra en
este conato de argumentación: no es posible reaccionar frente a unas masas
hambreadas durante dos años —creo que estas fueron sus palabras— que se
sienten vejadas y maltratadas, y el gobierno —palabras textuales también—, por
piedad y misericordia, no reacciona. Había en ese conato de argumentación un
reconocimiento elocuente y valioso: el de que si el gobierno hubiera querido,
habría podido cortar aquellas reacciones de esa clase. (Muchos diputados
pronuncian palabras que no es posible entender). Yo, que reconozco que ante una
reacción fulminante, explosiva, pero fugaz, habrá casos en que el poder público
pueda y deba contemporizar, entiendo que es un concepto gravísimo del poder
público admitir que tal contemporización se mantenga frente a una reacción de
este tipo que dura, no ya horas, ni siquiera días, sino semanas y hasta meses.
SRA. NELKEN: Y lo que durará. (El presidente reclama orden).
CALVO SOTELO: Que el Sr. Azaña tome nota de esas palabras, por si, andando el
tiempo y conservándose en la Presidencia del Gobierno, al cabo de equis meses,
se encuentra ante masas que vuelvan a sentirse vejadas, inquietadas y hambreadas
y que quieran hacer aplicación literal de la doctrina que nos explicaba hace unas
horas. (Fin de la trascripción).
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que Payne ha resumido sin ambages en unas pocas líneas:
El establecimiento de un gobierno republicano de izquierda minoritario tras las elecciones de febrero de
1936 generó una situación política ideal y una autorización legal para una ofensiva continuada por parte
de los movimientos revolucionarios. (…) Sin embargo, la ofensiva prerrevolucionaria no originó por sí
misma la guerra civil. Ninguno de los grupos revolucionarios tenía un plan inmediato para tomar el
poder. El más prominente de ellos, los socialistas de Largo Caballero, esperaba simplemente provocar
una revuelta militar débil, similar a la Sanjurjada de 1932, que habría sido derrotada por una huelga
general que habría dado a los socialistas la oportunidad de ocupar el poder por completo.
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del poder por el camino de la revolución; por otra parte la está mimando, sosteniendo y cuidando la
apatía de un gobierno que no se atreve a volverse contra unos auxiliares que tan cara le están pasando la
factura de la ayuda que le prestan (…) no es una amenaza nuestra. Nosotros no cambiamos de camino,
pero la opinión puede tomar otros derroteros, y cuando la guerra civil estalle en España, que se sepa que
las armas las ha cargado la incuria de un gobierno que no ha sabido cumplir con su deber, frente a los
grupos que se han mantenido dentro de la más estricta legalidad.
SR. DÍAZ RAMOS (comunista. Dice que las derechas tienen que responder ante el
pueblo de la represión cruel de Octubre y, por tanto, no deben desviar la atención
del país comentando la situación del orden público): Hasta conseguir esas
responsabilidades, no cejaremos. Que lo sepa el señor Gil Robles, que se va a la
hora de las responsabilidades como todos los cobardes. (Las derechas le increpan
y el presidente le requiere para que sea más comedido).
SR. DÍAZ RAMOS: Esta Cámara es de puños fuertes, y debe decir las cosas como las
siente.
SR. FUENTES PILA: Pero aquí y fuera de aquí.
EL SEÑOR DÍAZ RAMOS repite su argumento y añade que no se conseguirá romper el
bloque popular porque tienen que cumplir un compromiso y lo cumplirán. Refiere
que ayer, en la Castellana, se preparaba un golpe cuya señal era la traca que se
disparó al pie de la tribuna presidencial, pues con ello la fuerza pública tendría
que reprimir.
UNA VOZ: ¡Qué cuento más bonito! (Protestas).
SR. DÍAZ RAMOS: Yo no sé cómo morirá el señor Gil Robles.
UN SOCIALISTA: En la horca.
SR. DÍAZ RAMOS: Pero yo sé cómo murió el sargento Vázquez, Argüelles y otros.
Desde luego, el señor Gil Robles morirá con los zapatos puestos. (Grandes
protestas en las derechas. El escándalo es inenarrable. El señor Jiménez de Asúa
pide al diputado comunista que no provoque conflictos y que modere su lenguaje.
En las derechas se produce una protesta contra la Presidencia, y le hacen saber
que lo que ha dicho es una incitación al asesinato).
SR. JIMÉNEZ DE ASÚA: No figurarán esas palabras en el diario de sesiones. (Nuevas
protestas y se reproduce el escándalo).
EL SEÑOR CALVO SOTELO, para una cuestión de orden, pide la lectura del párrafo
segundo del artículo 38, y así se hace.
SR. JIMÉNEZ DE ASÚA: La Presidencia ha dicho ya que no figurarán esas palabras en el
diario de sesiones.
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SR. CALVO SOTELO Y OTROS: No basta. (Nuevo escándalo).
SR. GIL ROBLES (dirigiéndose a los socialistas): Y conste que yo no soy un asesino
como vosotros.
(En la tribuna de la prensa, los concurrentes izquierdistas empiezan a gritar: «¿Y
Sirval? ¿Y Sirval?». Durante largo rato los periodistas de izquierda gritan
ensordecedoramente, vitoreando a Sirval, y las izquierdas les aplauden desde
abajo. El señor González Peña sale de su escaño y a grito pelado, también,
vitorea a Sirval. El escándalo alcanza enormes proporciones. Los diputados, en
pie, gritan desaforadamente y hablan de la dictadura).
SR. CALVO SOTELO: Muchos de vosotros colaborasteis con ella. (Durante unos
minutos no hay manera de entenderse, porque se cruzan frecuentes insultos y
parece inevitable la agresión personal. El señor Jiménez de Asúa quiere imponer
orden, pero ni con la campanilla ni los gritos de altavoz logra nada. Recomienda
calma y al diputado comunista le ruega que termine su discurso).
EL SEÑOR DÍAZ RAMOS atribuye al SEÑOR GIL ROBLES ciertos propósitos a través de
sus discursos de propaganda electoral, y el jefe de la CEDA dice: Yo jamás dije
eso. Lo que digo lo mantengo, y lo que hago lo defiendo.
EL SEÑOR DÍAZ RAMOS pide medidas a fondo contra la derecha. Anuncia que el Partido
Comunista apoyará al gobierno. Insiste en que el gobierno debe hacer cuestión
cerrada del punto que se refiere a la exigencia de responsabilidades. Hay que
remediar el paro y expropiar a la Iglesia.
En la sesión falta una nota de «color» de la Pasionaria que no recoge ABC, pero sí
el diario de sesiones: «Si os molesta eso, le quitaremos los zapatos y le pondremos las
botas». A lo que Gil Robles respondió: «Os va a costar trabajo, con botas o sin ellas,
porque me sé defender».
El historiador Bullón de Mendoza afirma que es a este discurso de Gil Robles, y
no al del 16 de junio, al que se refería Prieto en su frase «esta Cámara carece de
sensibilidad», que hemos reproducido más atrás. Es muy probable porque
Zugazagoitia, que es quien refiere la frase, escribía años después del incidente y
puede haberse confundido de fecha. Pero, en cualquier caso, la desazón de Prieto era
evidente.
Y es cierto que desde el sector centrista del PSOE comenzaban a revelarse
tímidos indicios de que el giro hacia el reformismo era posible. La unificación de las
juventudes comunistas y socialistas, con un Santiago Carrillo que había abrazado,
aunque todavía en secreto, la fe de Moscú, fue el primer gran aldabonazo para el
grupo de Prieto y de Besteiro que intentarían sin éxito, a base de un enjuague
electoral, derrotar a los caballeristas y desalojarlos de la dirección de la UGT. El
fracaso de la operación, cuyas consecuencias internas se arrastrarían durante la guerra
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civil y, más aún, en el largo exilio, contribuyó a ahondar la división de los socialistas
en un momento clave para España. Tardaríamos los españoles casi medio siglo en
escuchar de un secretario general del PSOE, Felipe González, la frase «hay que ser
socialista antes que marxista», que contribuiría en tan gran medida a hacer posible la
transición.
Pero al gobierno de Azaña y Casares Quiroga, al circo, le crecían continuamente
los enanos. Los anarquistas, tras el congreso de mayo celebrado en Zaragoza,
deciden, como señala certeramente Ricardo de la Cierva, trasladar el Comité
Nacional de la CNT de Zaragoza-Barcelona a Madrid, que entre sus nuevos vecinos
contó de esta forma con Cipriano Mera. El objetivo principal era «tratar de quitarle a
la UGT el monopolio de la dirección de las masas hacia la revolución total», como
dice don Ricardo, quien incluye en su Historia de la guerra civil española este
interesante testimonio del ex comunista Antonio Ramos Oliveira:
En el último decenio, la Compañía Telefónica había atraído a Madrid una multitud de obreros no
especializados, trabajadores del campo convertidos en peones, el mismo elemento humano que formaba
la levadura del anarquismo barcelonés. Esta masa, sobremanera fácil de impresionar y de adoctrinar en
la violencia y en la utopía, se unía ahora al peonaje de la industria de la edificación [ahora se diría «del
ladrillo»], y así se aclimataban en Madrid los procedimientos de lucha y la táctica vehemente que
caracterizaban a los centros industriales de Cataluña. Por lo demás, las turbulencias del momento
favorecían al anarquismo que, en pocos meses, parecía alzarse con la dirección moral del movimiento
obrero en Madrid.
Ante el disgusto, añadimos nosotros, de los chicos del PCE, que luego, cuando
tomaron el poder durante la guerra, se lo harían pagar muy caro.
No solo el anarquismo se hizo notar con fuerza en Madrid, y de qué manera, sino
en la mayor parte del sur y el oeste español. Por ejemplo, el 10 de junio, en Málaga,
pistoleros de la CNT asesinaron al concejal socialista y presidente del ramo de
pescadores, Andrés Rodríguez González, con quien mantenían algunas desavenencias
sindicales. Le pillaron a mediodía, cuando salía de su casa. Por la noche, son
militantes socialistas quienes vengan el crimen, matando en su propio domicilio al
presidente del Sindicato de Metalurgia, Miguel Ortiz Acevedo, cuando paseaba por
una habitación con su pequeña hija en los brazos. A la mañana siguiente, es asesinado
en la misma puerta de la Casa del Pueblo el presidente de la Diputación de Málaga, y
militante socialista, Antonio Román Reina. A continuación la lucha callejera se
generaliza hasta el punto de que Madrid envía una compañía de Asalto, apoyada por
carros blindados, para restaurar el orden.
Casares Quiroga, en su «delicado equilibrio», cargaba con entusiasmo contra los
responsables, supuestos o verdaderos, de la violencia derechista, mientras se rodeaba
de circunspección y precauciones ante los desafíos del sector obrero. Con su
experiencia de Casas Viejas en el primer bienio de la República, en el que fue
ministro del Interior, pesándole como una losa, sabía que detener falangistas,
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tradicionalistas o jóvenes de Acción Popular traía muchos menos problemas;
cuestiones ideológicas y de partido aparte. Tuvo, sin embargo, su segundo Casas
Viejas en Yeste (Albacete), pero ya nadie se echó las manos a la cabeza. Yeste era un
pueblo paupérrimo, de los que tanto abundaban en la España de la época. Enclavado
en las estribaciones de las sierras del Segura y de Alcaraz, aislado y con una
agricultura de subsistencia, su mayor riqueza eran los montes. Los campesinos de la
zona, vagamente anarquizados, decidieron colectivizar los bosques públicos y se
empeñaron en una tala indiscriminada. La Historia de la Cruzada española, de
Joaquín Arrarás, en su edición de 1940, relata con minuciosidad el conflicto, pero,
escrita nada más terminada la guerra, y aunque de un gran valor documental, es
preciso que la inteligencia del lector sustituya los expresivos términos guerracivilistas
por otros más adecuados. Ahí va, de todas formas, el relato completo:
La gestora municipal del pueblo de Yeste, constituida por elementos de Izquierda Republicana y
socialistas, viene alentando y dirigiendo talas despiadadas en los montes públicos. El día 20 de mayo las
masas del Frente Popular comienzan a cortar también pinos en una finca de propiedad particular. Llevan
ya talados unos 6000 árboles, cuando doce guardias civiles acuden a evitar los destrozos, quedando seis
guardias en la vecina aldea de La Graña. Al día siguiente, los marxistas de Yeste, que han llamado en su
auxilio a los de otros pueblos, se disponen a continuar las talas, en vista de lo cual los guardias de La
Graña piden refuerzos a Yeste, enviando con tal comisión al vecino Manuel Podio. Pero grupos
levantiscos, armados con hachas, le retienen como prisionero y le maltratan. En la noche del 27 acuden a
la dicha aldea de La Graña el sargento comandante de puesto de la Guardia Civil de Yeste con una pareja
y el presidente y dos miembros de la Gestora, con objeto de disuadir de sus propósitos a los taladores.
Mientras se realiza esta gestión, el alcalde de Yeste propone a los guardias civiles que entren a cenar en
una casa de vecindad, asegurando que no ocurrirá nada. Aceptada la invitación, entran los guardias e
inmediatamente es rodeada la casa por partidas de marxistas armados, de cuya agresión se libran a duras
penas los guardias haciendo muchos disparos al aire. Poco después se procede a la detención de los
cabecillas. Pero en la misma noche del 27 han regresado a Yeste el alcalde y los dos miembros de la
Gestora y trasmiten órdenes para que los obreros del pantano de Fuensanta, los que trabajan en una
carretera en construcción en Echetraspilla y en otras obras, se concentren armados en los sitios de
Cerecera, Fuensanta y Era del Llano, por donde ha de pasar la Guardia Civil el día 29 con los detenidos
de La Graña. Cuando los catorce números de aquella salen hacia Yeste conduciendo a los detenidos,
3000 marxistas apostados en los vericuetos del camino los esperan. Enterados en Yeste de lo que se
trama, salen para evitarlo un suboficial de la Guardia Civil con dos parejas, el alcalde y otros miembros
de la Gestora. [Esta segunda contradicción del redactor de los hechos sobre el papel del alcalde es muy
significativa.] Coincide este cortejo con las fuerzas de La Graña en el barranco de la Fuensanta y
Cereceda, y tras larga deliberación se acuerda dejar en libertad a los detenidos. Mas tan pronto como
estos se ven libres, secundados por grupos de marxistas que se han congregado en el barranco, acometen
con furia a los guardias. Uno de estos muere apuñalado y otros trece más quedan heridos. Los
amotinados se apropian de las armas de los guardias que han puesto fuera de combate y atacan a los
restantes que responden con fuerte tiroteo, mientras organizan su repliegue hacia Yeste, retroceso trágico
y penoso, porque han de hacerlo llevándose sus bajas. El balance de este motín rinde 19 muertos y 38
heridos.
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atreve a enfrentarse directamente con sus aliados parlamentarios, no se traducía
exclusivamente en violencia física o agresiones callejeras. Todo el enorme aparato
represivo gubernamental, amparado por una legislación de excepción que limita la
acción de los jueces, coadyuvaba a crear una sensación de persecución y acoso. El 14
de abril, por ejemplo, mientras en el madrileño paseo de la Castellana, en pleno
desfile militar, miembros de las milicias socialistas disparan y matan a un alférez de
la Guardia Civil de paisano, Anastasio de los Reyes, se produce un sintomático
suceso del que da cuenta ABC en su edición del día siguiente:
En la azotea de la Presidencia del Consejo de Ministros se hallaban presenciando el desfile varias
personas, una de las cuales hizo patente en alta voz su opinión de que el gobierno era el culpable de todo
lo que ocurría. Esta opinión fue oída por un portero, que se apresuró a denunciarlo a la Policía, la cual
subió a la azotea y detuvo al que opinaba. El detenido fue trasladado a la Dirección de Seguridad, donde
compareció el portero y se ratificó en su declaración.
Barcelona 14,12 noche. Se ha conminado a los obreros que trabajan en el túnel de Sans, por el delegado
general de Orden Público, por no haber abandonado en el día de hoy el trabajo, a pesar de haberlo
ordenado la autoridad.
Valencia 14, 4 tarde. El ayuntamiento de Alcira ha sustituido a las Hermanas de la Caridad por
enfermeras en los servicios del hospital municipal. A despedirlas fueron las alumnas y ex alumnas del
Colegio de la Inmaculada, que regentaban, siendo acompañadas en auto hacia Valencia por el médico
forense, Sr. Torres, el subdelegado de Medicina, Sr. Ara, y el director de dicho hospital, concejal
socialista, Sr. Albentosa.
Pontevedra 14,10 mañana. El gobernador ha impuesto una multa al párroco de Salcidos por sacar una
procesión. También multó a tres vecinos de Laguardia por llevar la cruz alzada en una ceremonia
religiosa. La misma autoridad prohibió que se diera la comunión pascual a los enfermos impedidos con
la tradicional procesión.
Valencia 13, 5 tarde. El gobernador civil ha acordado la destitución del ayuntamiento de Godella, que lo
constituían ocho concejales autonomistas, tres de Derecha Regional Valenciana, designando para
sustituirlos a una Comisión Gestora formada por nueve elementos del Frente Popular. Es de tener en
cuenta que en las elecciones del 16 de febrero obtuvo la candidatura de Derecha Regional Valenciana
1211 votos; los del Frente Popular, 396 votos, y los autonomistas, 141 votos.
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Jaén 13,1 tarde. De Alcaudete nos comunican que los obreros agrícolas se niegan a trabajar más de seis
horas y cobran como si trabajaran ocho. Siguen los alojamientos disfrazados. Anteayer, a José Ramón,
que tiene de continuo trabajando 35 hombres, le obligaron a admitir 74 más y dos niños.
Ni siquiera actuar bajo los efectos del alcohol servía de atenuante a los
«subversivos» derechistas:
Don Miguel Oyazo, inspector de utilidades; don Antonio Bros, don Enrique Paso Díaz, escritor, y don
Manuel Poblaciones, funcionario de Hacienda, han sido multados con 2000 pesetas cada uno [una
fortuna para la época] por haber proferido en un cabaret gritos subversivos.
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seguridad alguna. Es sencillamente ridículo explicar todo esto con las consabidas variaciones sobre el
tema del «feudalismo» y con otras ingenuidades que abarrotan las páginas de los numerosos libros
consagrados a España en aquel entonces. No era solo el dueño de miles de hectáreas concedidas a sus
antepasados por el rey don Fulano el Olvidado, quien veía invadida su casa y desjarretado su ganado
sobre los campos, donde las llamas devoraban sus cosechas. Era el modesto médico o abogado de
Madrid con un hotelito de cuatro habitaciones y media y un jardín de tres pañuelos, cuya casa ocupaban
obreros del campo ni faltos de techo ni faltos de comida, alegando su derecho a hacer la cosecha de
trigo, diez hombres para hacer la labor de uno, y a quedarse en la casa hasta que la hubieran terminado.
Era el jardinero de la colonia de casas baratas que venía a conminar a la muchacha que regaba los cuatro
rosales del jardín a que se abstuviese de hacer un trabajo que pertenecía a los jardineros sindicados; era
la intentona de prohibir a los dueños de automóviles que los condujeran ellos mismos, obligándoles a
tomar un conductor sindicado; era la huelga de albañiles en Madrid con una serie de demandas absurdas
con el evidente objeto de mantener abierta y supurando la herida del desorden, y el empleo de la bomba
y el revólver por los obreros contrarios al laudo contra los obreros que lo habían aceptado.
Mayor valor testimonial si cabe, por ser contemporáneo a los hechos, tiene el
discurso de Indalecio Prieto pronunciado en un mitin, en Cuenca, el 1 de mayo:
… no hay hipérbole alguna en afirmar que los españoles de hoy no hemos sido testigos jamás, ¡jamás!,
de un panorama tan trágico, de un desquiciamiento como el que España ofrece en estos instantes.
Quebrantadísimo su crédito exterior, que habrá que restablecer breve e imperiosamente con el sacrificio
que sea, atribuyendo totalmente ese sacrificio a las clases capitalistas, España en el exterior (…) es un
país sobre el cual se ha colgado el cartel de insolvente. Y añade—: La convulsión de una revolución, con
un resultado u otro, la puede soportar un país. Lo que no puede soportar un país es la sangría constante
del desorden público sin una finalidad revolucionaria inmediata: lo que no soporta una nación es el
desgaste de su poder público y de su vitalidad económica manteniendo el desasosiego, la zozobra y la
intranquilidad.
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El discurso es del Primero de Mayo. Ya hemos adelantado que el día 25 de ese
mismo mes, Indalecio Prieto, Negrín y González Peña fueron expulsados a botellazos
del mitin de Écija por seguidores de Largo Caballero. La retirada de Prieto fue
protegida por los muchachos de su milicia personal, la «motorizada», dos de los
cuales estarían implicados unas semanas después en el asesinato de Calvo Sotelo. El
hecho de que entre algunos de los asesinos del diputado monárquico e Indalecio
Prieto existiera una relación más que circunstancial ha fundamentado las acusaciones
contra el líder del sector «moderado» del PSOE. A día de hoy, y con los hechos
históricos conocidos, no existe prueba alguna, ni indicio razonable, que vincule a
Prieto a la organización, inspiración o inducción del asesinato de Calvo Sotelo,
aunque sí a su encubrimiento. En todo caso, y como veremos, nos encontraríamos
ante la existencia de un aparato «parapolicíaco», dirigido por militares de inspiración
socialista, que no solo escapaba al control del gobierno, sino que empezaba a hacerlo
al del propio partido.
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ESCENA SEXTA
UNA POLICÍA SIEMPRE EN ENTREDICHO (Y LA GUARDIA CIVIL,
TAMBIÉN)
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«Secreta», para entendernos, y la llevó a cabo Ángel Galarza y Gago, militante
socialista y diputado, que andando el tiempo llegaría a ser ministro de la Gobernación
en septiembre de 1936, en plena guerra civil. Pese al ímpetu inicial, y a que Galarza
contó con la ayuda de comisarios e inspectores que habían colaborado en la
conspiración republicana, el proceso depurador se limitó a destituir a medio centenar
de cargos y a ascender a los policías que se consideraban adeptos al nuevo régimen.
Fueron muy contados los abandonos entre los profesionales de un cuerpo que, a partir
de ese momento, adoptaría, generalmente, una actitud bastante pasiva frente a los
movimientos subversivos. Como es natural, hubo policías de derechas y de izquierdas
que extremaron partidariamente su «celo», según quién estaba en el gobierno, pero la
mayoría adoptó un perfil bajo que se tradujo en unos resultados profesionales
decepcionantes. Cuando estalló la guerra, unos se pasaron a los nacionales, otros se
metieron en sus despachos como émulos del avestruz y otros, muy pocos, se
incorporaron con fervor a la Policía revolucionaria y colaboraron con las checas.
La Guardia de Asalto debía ser, por lo tanto, la fuerza primordial de la República;
una especie de contrapunto a la Guardia Civil, o así, al menos, lo entendieron los
contemporáneos. Aunque con un error cronológico de bulto, puesto que los «asaltos»
se habían fundado en enero de 1932 y actuaron contra la «Sanjurjada»; el ya citado
periodista británico Henry Buckley afirma en sus Memorias:
La única consecuencia positiva del golpe de Sanjurjo fue la creación de un cuerpo especial de la Policía
llamado Guardia de Asalto. La idea partió del primer jefe de Policía de la República, Ángel Galarza. Al
principio, los guardias de asalto iban armados solamente con las porras reglamentarias, pero, a medida
que los enfrentamientos con grupos anarquistas se iban haciendo más cruentos y aparecían agentes
provocadores en las manifestaciones que desenfundaban sus pistolas, fue necesario armar a estos
guardias y en los últimos años de la República incluso usaban metralletas y tanquetas. Pero la
importancia de la creación de este cuerpo residía en su significado político. La mayoría de sus miembros
procedía de sindicatos obreros o de agrupaciones republicanas o socialistas. Por fin la República contaba
con un cuerpo de fuerzas armadas cuya lealtad no podía ponerse en duda.
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policiales que han existido o existirán, los simples asaltos obedecían las órdenes de
sus superiores.
No fue hasta el triunfo del Frente Popular de febrero de 1936, cuando los
gobiernos de Azaña y Casares Quiroga llevaron a cabo una purga a fondo, sistemática
y sin contemplaciones de la oficialidad de la Guardia Civil y de la Guardia de Asalto,
purga que se acentuó a medida que se iban haciendo abrumadores los indicios de que
se preparaba un golpe militar. Los primeros en ser apartados fueron, naturalmente, los
oficiales que habían sido promovidos por el gobierno radical-cedista; posteriormente
la caza de brujas se extendió a los «dudosos». A partir de 1936, las recomendaciones
para ingresar en el cuerpo de oficiales de la Guardia de Asalto se miraban con lupa y
los avales de «idoneidad política» debían ser concluyentes. Es más, la iniciativa de
los cambios en las jefaturas de la Guardia de Asalto no procedían en muchos casos de
los mandos naturales o del Ministerio de la Gobernación, sino de las reclamaciones
que hacían los comités locales del Frente Popular en cada provincia. El periodista
Javier Ors ha rastreado en el Archivo de Salamanca algunos de estos documentos.
Por ejemplo, las cartas de recomendación remitidas por la coalición republicano-
socialista de León en favor del capitán Juan Rodríguez Lozano.
La primera es una «nota informativa» enviada al coronel Puigdengola, en la
Dirección General de Seguridad, sobre el capitán Rodríguez Lozano que reza así:
Capitán de Infantería destinado actualmente en la Caja de Reclutas número 50 de León. Por sus ideas
intensamente republicanas fue perseguido durante el bienio Lerroux-Gil Robles. Se hallaba de capitán-
ayudante en el Regimiento 36. Con frecuencia era nombrado defensor y, claro, en Octubre, lo nombraron
para tal cargo la mayor parte de los encartados. Por esto, por negarse a firmar una sentencia de muerte
para tres procesados en consejo de guerra en que era vocal y «por leer prensa de izquierdas» se le dejó
primero DISPONIBLE; luego se le deportó a Valladolid y luego se le impusieron ocho meses de
suspensión de empleo y sueldo a pesar de su brillante hoja de servicios y su gran prestigio profesional.
Desea ser destinado al Cuerpo de Seguridad, pero a León si como se supone se quita de dicho cargo al
actual capitán Rivero de historia francamente monárquica y relaciones activas con la UME, además de
haber estado totalmente al servicio de la CEDA, y sobre todo de Calvo Sotelo. De dicho capitán Juan
Rodríguez Lozano, pueden informar los republicanos de LEÓN que han de tener gran interés en este
destino.
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Martínez Barrios se limitó a remitir el oficio a Gobernación. El capitán Rodríguez
Lozano sería fusilado por los franquistas tras consejo de guerra sumarísimo por
negarse a participar en la sublevación del 18 de julio. Lo demás son pretextos.
Otras depuraciones venían envueltas en el escándalo. Así ocurrió con la
guarnición de Oviedo, en el mes de mayo. Las relaciones entre los partidarios del
Frente Popular y la Guardia de Asalto, y no digamos con la Guardia Civil, se habían
resentido desde la revolución de Octubre. Además, para nadie era un secreto que el
gobierno radical-cedista había tenido un exquisito cuidado a la hora de nombrar a los
mandos del ejército, de la Benemérita y de los «asaltos» para una región que aún
mantenía encendidos los rescoldos de la revuelta. La designación del coronel Aranda
fue, por ejemplo, un prodigio adivinatorio: no solo se ganó posteriormente la
confianza del gobierno de Casares Quiroga, sino que, tras el Alzamiento, consiguió
mantener engañadas a las milicias asturianas el tiempo necesario para organizar la
defensa de la ciudad. Pese al largo y terrible cerco, Oviedo quedó del lado franquista.
Pero eso ocurriría en julio, porque en mayo la sartén por el mango aún la tenía la
coalición del Frente Popular. Así, una vulgar reyerta ocurrida durante una verbena en
Oviedo la tarde del 23 degenera en un enfrentamiento abierto con la Fuerza Pública
que es obligada a retirarse a su acuartelamiento. Por la noche del día siguiente,
grupos de revoltosos acosan de nuevo a los guardias de asalto que, esta vez sí, reciben
la orden de tirar. Resultado: un policía y 22 revolucionarios resultan heridos.
El escándalo político no se hace esperar. El ayuntamiento de Oviedo, copado al
pleno por el Frente Popular, reclama la destitución de los oficiales y el
encarcelamiento de los responsables directos. En su apoyo, las organizaciones
obreras amenazan con una huelga general y el concejal comunista, Ramón Rozas,
aprovecha para exigir la legalización de las milicias armadas. Desde Madrid, se envía
una comisión investigadora, presidida por el teniente coronel Sánchez Plaza y de la
que forma parte el teniente Moreno. El resultado es la depuración en toda regla de la
unidad: el capitán Cabello y los tenientes Vidal, Beltrán, Rodríguez Cabeza y Panda
son bajas en el cuerpo; los tenientes Álvarez Estrada y Alonso, trasladados a otras
guarniciones, y el teniente Esperón, privado de su mando. A estas sanciones,
saludadas puño en alto por el propio juez instructor, el teniente coronel Sánchez
Plaza, sigue la humillante rueda de reconocimiento a que son sometidos todos los
guardias de la guarnición delante de un comité popular.
El asunto de Oviedo sucedía a otros enfrentamientos entre miembros de los
institutos armados y elementos de la izquierda en los que también se había dado la
razón a los provocadores. Así, los incidentes de Alcalá de Henares se saldaron con el
«exilio» de la ciudad de dos regimientos completos, el de Villarrobledo y el de
Calatrava, tal y como habían solicitado la Casa del Pueblo y el ayuntamiento. El
primero fue destinado a Palencia y el segundo a Salamanca, que como sabemos se
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sublevarían con Franco. Con todo, estos traslados, que tenían precedentes en otras
ciudades como Toledo, no era lo que más indignaba a los militares. Lo que les
indignaba, y mucho, era que servían de excusa para la depuración de la oficialidad, en
especial de los cuadros de mando medios. En Alcalá se le fue la mano a Casares
Quiroga y el asunto terminó en un consejo de guerra con petición de pena de muerte
para el coronel Gete, que fue castigado con doce años de prisión, y duras sanciones
para capitanes y tenientes. Se nos olvidaba explicar que durante los «incidentes» de
Alcalá de Henares el capitán Rubio, del regimiento de Calatrava, había tenido que
huir de su casa, con su mujer e hijos, mientras las turbas la incendiaban. El general
Gavilán, que de falangista de la primera hora y enlace de Mola llegaría a ser jefe de la
Casa Militar de Franco en las postrimerías del régimen, contaba así, casi setenta años
después, ese incidente:
Mi hermano Marcelino me llamó y me dijo que debía acompañarle a Alcalá de Henares. «¿Para qué?»,
le pregunté. Me contestó: «Quieren linchar a unos compañeros míos de los regimientos de Caballería y
debemos evitarlo». No lo dudé ni un momento y recuerdo la fecha a la perfección: 15 de mayo. Yo ya
era un veterano en conflictos y tumultos y sabía muy bien cómo actuar en estos casos. Los sucesos de
Alcalá eran otro ejemplo del clima de guerra civil que se vivía. Se hacía insoportable la vida cotidiana a
cualquier oficial que vistiera uniforme. Uno de los compañeros de mi hermano, sin poder aguantar más,
salió en defensa de unos niños maltratados por unos jóvenes. La muchedumbre, exaltada, le insultó
llamándole fascista. Tal fue la presión a la que se le sometió que el citado militar tuvo que refugiarse en
su casa, pues le perseguían a pedrada limpia. Pero los vándalos no se iban a dar por vencidos e
intentaron quemar el edificio. (Fernández-Coppel, Jorge, General Gavilán, Esfera de los Libros, Madrid,
2005).
Años más tarde, cuando los historiadores analicen la composición de la parte del
ejército que se sublevó el 18 de julio, descubrirán algunos efectos de esa política
suicida: mientras la inmensa mayoría de los generales de división y de brigada
quedan afectos a la República (140 contra 15, según la suma que hace Ricardo de la
Cierva), el porcentaje es del 80 por ciento a favor de los nacionales en lo que se
refiere a capitanes, tenientes y sargentos, que son los que en definitiva ganan las
guerras.
Sin embargo, en el corto plazo, las medidas de depuración dieron sus resultados.
Relata el falangista y escritor José María Fontana (Los catalanes en la guerra de
España, reeditado en 2005 por Grafite Ediciones) que «a principios de 1936, la
totalidad de la guarnición estaba dispuesta a actuar, e incluso se firmó un documento
de compromiso por parte de la Guardia Civil. Las fuerzas de asalto tenían más de
sesenta oficiales juramentados, constituyendo la participación más clara y segura.
Después de las elecciones y victoria, manu militari, de las izquierdas, se perdió
bastante fuerza por sustituciones y traslados de los jefes y oficiales comprometidos».
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ESCENA SÉPTIMA
NINGÚN PLAN MILITAR, POR BUENO QUE SEA, SOBREVIVE AL PRIMER
CONTACTO CON EL ENEMIGO
Como en un juego del gato y el ratón, que desesperaba a Indalecio Prieto por su
lentitud, Casares Quiroga amaga o golpea sin un plan concreto, llevado unas veces
por la información de sus colaboradores y, otras, por la simple intuición. La prensa
izquierdista, Mundo Obrero, Claridad, República, El Socialista…, se encrespa y pide
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medidas más drásticas, que van desde la disolución pura y simple del ejército y su
sustitución por las milicias populares, hasta la más venial del paso a retiro de todos
los militares sospechosos. Pero Casares va con tiento. No puede deshacer un ejército
que, tal y como apuntaban las cosas, iba a ser necesario para dominar a la venteada
revolución. Ya lo señalábamos en líneas atrás: equilibrio circense, apuesta de tapete
verde.
Sin saberlo, aunque quizá sospechándolo, el gobierno había conseguido
desbaratar un primer golpe: el previsto para el 20 de abril de 1936. Las
conspiraciones militares fueron un hecho cotidiano durante toda la República, pero,
en general, carecieron de apoyos o, simplemente, estaban fuera de la realidad. Franco
paró dos de las más importantes: la de octubre de 1934, que quería aprovechar el
descalabro revolucionario; y la de las elecciones de febrero de 1936. Es cierto que
exigió al gobierno de Portela Valladares que decretara el estado de guerra para frenar
al Frente Popular y garantizar el desarrollo de todo el proceso electoral; pero se negó
a ir a más y desaconsejó el golpe de Estado que, entre otros, le reclamaba Calvo
Sotelo. «El ejército no está preparado», le dijo. Pero, en abril de 1936, su actitud fue
mucho más tibia, casi condescendiente. Sabedor de que le trasladaban a Canarias, se
limitó a proponer que, una vez llegado el momento, «cada cual declare el estado de
guerra en su jurisdicción y se apodere del mando. Después ya veremos cómo nos
ponemos en relación». Al menos, así lo cuenta Gil Robles, que estuvo presente en
una de las reuniones.
Aquel intento abrileño preveía que los generales Varela, Orgaz y Rodríguez del
Barrio se sublevaran en Madrid; que el general Villegas lo hiciera en Zaragoza;
Fanjul, en Burgos; Saliquet y Ponte, en Valladolid; y González Carrasco en
Barcelona. Pero el plan cae por tierra cuando Orgaz es detenido, Varela enviado a
Cádiz y Rodríguez del Barrio, que ejercía de director de la Junta, se da de baja por
«agravamiento de una dolencia crónica». Aquella intentona debía haber sido un
pronunciamiento a la antigua, «de arriba abajo», con epicentro en Madrid y
convergencia, en caso necesario, de las guarniciones de provincias limítrofes. Pero
«al primer contacto con el enemigo», es decir, con el Gobierno, había fracasado.
Había, pues, que empezar de nuevo y, sobre todo, con un planteamiento diferente: el
siguiente «director» será Emilio Mola Vidal y la estrategia se adaptará a las nuevas
circunstancias. Como destaca Ricardo de la Cierva, y haciendo de la necesidad virtud,
Mola acepta que ya no será imprescindible contar con la adhesión de los generales
con mando para sublevar las guarniciones y, ante la situación de Madrid, plantea la
posibilidad de una inversión de los tradicionales términos: el golpe será de la periferia
al centro. Incorpora, también, un nuevo elemento: la implicación directa de las
milicias organizadas por los carlistas, los falangistas y, en menor medida, los
monárquicos. Se perfila la «dimensión popular». La primera «instrucción reservada»
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es de finales de abril de 1936 y comienza:
Las circunstancias gravísimas por que atraviesa la nación, debido a un pacto electoral que ha tenido
como consecuencia inmediata que el gobierno sea hecho prisionero de las organizaciones
revolucionarias, llevan fatalmente a España a una situación caótica, que no existe otro medio de evitar
que mediante la acción violenta. Para ello, los elementos amantes de la patria tienen forzosamente que
organizarse para la rebeldía, con el objeto de conquistar el poder e imponer desde él el orden, la paz y la
justicia. Esta organización es eminentemente ofensiva; se ha de efectuar en cuanto sea posible, con
arreglo a las siguientes bases:
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golpe militar a raíz de los incidentes de Alcalá que ya hemos descrito, pero que fue
rápidamente desechado. Mola se refiere en esta nota a la situación de Madrid y a la
necesidad de cambiar de estrategia:
La capital de la nación ejerce en nuestra patria una influencia decisiva sobre el resto del territorio, a tal
extremo que puede asegurarse que todo hecho que se realice en ella se acepta como cosa consumada por
la inmensa mayoría de los españoles. Esta característica tan especial tiene forzosamente que tenerse en
cuenta en todo movimiento de rebeldía contra el poder constituido, pues el éxito es tanto más difícil
cuantas menos asistencias se encuentren dentro del casco de Madrid. Es indudable que un hombre que
pudiera arrastrar esta guarnición por entero, o en su mayor parte, con la neutralidad efectiva del resto,
sería el dueño de la situación, y sin grandes violencias podría asaltar el poder e imponer su voluntad.
Esta importante preponderancia de Madrid hace que mientras unos hombres sigan encastillados en los
ministerios sean los dueños absolutos del país. Desgraciadamente para los patriotas que se han impuesto
en estos momentos trágicos la obligación de salvar a la patria, volviendo las cosas a su justo medio, en
Madrid no se encuentran las asistencias que lógicamente eran de esperar entre quienes sufren, más de
cerca que nadie, los efectos de una situación político-social que está en trance de hacernos desaparecer
como pueblo civilizado, sumiéndonos en la barbarie. Ignoramos si falta caudillo o si faltan sus huestes;
quizá ambas cosas. De las consideraciones anteriormente expuestas se deducen dos hechos indiscutibles:
primero, que el poder hay que conquistarlo en Madrid; segundo, que la acción sobre este punto, desde
fuera, es tanto más difícil cuanto mayor sea la distancia desde donde ha de iniciarse la acción. Es
absurdo, por tanto, creer que la rebeldía de una población, por importante que sea, ni aun la de una
provincia, es suficiente para derribar un gobierno: los sucesos del 6 de octubre confirman cuanto
decimos. Claro es que si los movimientos de índole conservadora no hallasen, como respuesta
inmediata, en el proletariado, la huelga general revolucionaria, cabría levantar las masas de patriotas de
una región, lanzarlas íntegras contra la capital con razonables posibilidades de vencer; pero la actitud de
la clase obrera obliga a distraer gran número de fuerza en el mantenimiento del orden, y, como es
consiguiente, para lograr unos efectivos capaces de poderlos enfrentar con las fuerzas, tanto organizadas
como irregulares, que pueda presentar la capital se necesita que la rebeldía, desde el primer momento,
alcance una extensión considerable.
Con esta premisa, que da por cierto y con mucha probabilidad de éxito el plan de
Largo Caballero de responder al golpe militar con una huelga general revolucionaria,
Mola considera imprescindibles para el triunfo que se subleven Valladolid, Burgos,
Zaragoza y Valencia, que las fuerzas neutralicen Asturias y que permanezcan
indiferentes Andalucía y los archipiélagos. Luego, a medida que pasen las semanas,
decidirá que se incorpore al golpe el ejército de África en pleno, con lo que Valencia
cambia su importancia estratégica por Sevilla.
Sin embargo, a los efectos de nuestra historia, lo único que nos interesa resaltar es
que la conspiración militar tiene en cuenta que la fuerza y organización del adversario
es formidable, que el golpe va a fracasar seguro en Madrid y en Barcelona y que, en
el mejor de los casos, habrá que conquistar a sangre y fuego las dos principales
ciudades de España; en el peor de los casos, hasta cuatro: Madrid, Barcelona, Sevilla
y Bilbao. Las posibilidades de éxito son, pues, limitadas y dependen de demasiados
factores. Los conspiradores, por lo tanto, saben lo que se juegan y algunos, entre ellos
Franco, vacilan. El movimiento se aplaza una y otra vez. Desde Marruecos, donde se
han reunido las mejores tropas para las maniobras de Llano Amarillo, Yagüe advierte
que la dislocación de las unidades, una vez terminado el ejercicio, es un escollo que
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puede ser muy grave. Además se acerca el mes de agosto, las vacaciones de verano,
que diseminarán por todo el país a un gran número de oficiales y civiles que deben
colaborar en el golpe, pero a quienes por razones del secreto no se les ha dicho nada.
La fecha aproximada del golpe se retrasa, una vez más, hasta el 12 de julio, cuando
deben terminar las maniobras de Llano Amarillo, pero Franco pide un nuevo
aplazamiento. Por si fuera poco, los jefes carlistas se enfrascan en una de sus
tradicionales trifulcas internas y Fal Conde amenaza con retirarse de la conspiración
y levantarse por su cuenta. Desde la cárcel, el jefe de la Falange, José Antonio,
aislado y nervioso, lanza mensajes confusos. Mola, que no deja de recibir malas
noticias de Barcelona, Valencia, Bilbao y Madrid, desalentado, pide ayuda al exiliado
Sanjurjo, especie de «presidente honorario» de la conspiración, para que interceda
con los carlistas. Días de angustia que le llevan a exclamar: «A este paso, al único
que van a fusilar en este país va a ser a mí». Y en esas, en la madrugada del 13 de
julio, asesinan a Calvo Sotelo y todo cambia.
El ya citado José María Fontana refiere una anécdota barcelonesa de esos
cambios repentinos de actitud:
… La situación caminaba con rapidez hacia la guerra civil. Nadie creía en una lucha larga, pero sí que
pasaríamos días muy duros. Luys Santa Marina pensó en organizar, uniformar y armar una bandera del
Tercio a base de los ex legionarios que pululaban por el barrio Chino y la Torrassa. Fue una idea
excelente, y de haber cuajado en realidad otro muy diferente pudo ser el desenlace del Alzamiento en
Barcelona. Para acometerlo hacía falta dinero, y para conseguirlo se movieron mucho Roberto Bassas y
Pepe Ribas. Al fin se concretó una entrevista decisiva con un personaje derechista, entonces en buenas
relaciones con elementos del Fomento del Trabajo Nacional. Asistió a ella Luys Santa Marina para
explicar el plan y los propósitos y concretar el presupuesto que precisábamos. Los oyó aquel con
atención, aceptó y prometió la cifra, pero puso unas condiciones que eran las siguientes: 1.ª Eliminación
de determinadas personas. 2.ª Constitución de Guardia de Corps para una lista de personajes de la
plutocracia. Roberto intentó discutir, haciendo ver lo inaceptable de las condiciones; pero Luys, al ver
tanta contumacia, se levantó escupiéndole su desprecio, y diciéndole que se había equivocado al
confundir la Falange catalana con un grupo de pistoleros mercenarios. El mismo señor los llamó el día
14 de julio, después del asesinato de Calvo Sotelo, ofreciendo la cifra sin condiciones, y Bassas hubo de
contestarle que podía empapelar su despacho con los inservibles billetes, pues entonces ya era tarde.
(Tal y como sucedieron las cosas, es seguro que una bandera de ex legionarios no
habría podido cambiar la correlación de fuerzas en Cataluña. Barcelona cayó en
manos de la FAI, primero, y de los «técnicos» marxistas del SIM, después. Tras los
paseos «incontrolados» de los primeros meses, por las checas pasarían 20 000
personas, de las que un número aún no conocido, pero brutal, moriría. Sí están
contados los curas y monjas: unos 900 asesinados, solo en la Ciudad Condal.
Después, llegó la represalia de los vencedores).
En el otro lado, en el gobierno, hay luces y sombras. Casares confía en que el
golpe está prácticamente neutralizado. Las últimas combinaciones militares se
consideran un acierto y, en Barcelona, el Servicio de Información de la Generalitat, al
mando del capitán Escofet, daba, como así fue, por disuelta la conspiración en su
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zona. (Escofet dimitiría, asqueado, en agosto de 1936). La incógnita parecía ser Mola,
pero ya hemos dicho que Casares confiaba en él. Pese a todo, y para complacer a los
más críticos que, como el general Gómez Caminero, exigían su destitución, enviaría a
Pamplona al director general de Seguridad, Alonso Mallol, en misión de
reconocimiento. Mallol, acompañado por sesenta agentes de policía y tres secciones
de la Guardia de Asalto, se dedicó a registrar domicilios de tradicionalistas
sospechosos y a interrogar a oficiales de la Guardia Civil y del ejército. También
habló con Mola y se volvió a Madrid tan contento. Unas semanas más tarde, ya con
Marruecos sublevado, Mallol tuvo que realizar una operación de urgencia en Burgos,
a petición del general Batet que acaba de ser designado como jefe militar de la
provincia, para llevarse detenidos a Madrid al general de brigada González de Lara,
al comandante Porto y a los capitanes Murga y Moral. Pese a que Batet había dado
con la cabeza de la rebelión en su región, no pudo evitar que el resto de los oficiales
se sumara al golpe y lo destituyera. González de Lara, Porto y Moral fueron fusilados
por los milicianos en Guadalajara unos días después. Los sublevados no se lo
perdonarían a Batet, pasado sin prisas por las armas. El general que había acabado
con la sublevación de Companys en octubre de 1934 murió defendiendo, una vez
más, la legalidad.
Creía el señor Casares Quiroga —escribe Gil Robles— que el Movimiento sería dominado sin gran
esfuerzo, en el supuesto de que llegara a producirse. Pesaba demasiado en su ánimo el recuerdo de la
facilidad con que había aplastado Azaña la sublevación del 10 de agosto (la Sanjurjada). Le seducía,
además, la idea de un triunfo parecido, que robustecería su situación política, bastante quebrantada.
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Y en la misma columna del periódico, líneas arriba, se lee lo siguiente:
Nos consta de manera cierta y autorizada que numerosas personas se han dirigido al reverendísimo
prelado [el obispo de Madrid-Alcalá] consultándole acerca de si han de poner o no este año colgaduras
en los balcones para solemnizar el día del Sagrado Corazón. El señor obispo ha contestado a todos que
cree sería más conveniente suspender este año esa externa manifestación de fe y de fervor religioso, y, en
cambio, reduplicar los actos de piedad, de penitencia y de caridad para con los necesitados. Y ha
manifestado el prelado, además, su deseo de que se divulgue esto entre todos los fieles.
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ESCENA OCTAVA
«YO TENGO, SEÑOR CASARES QUIROGA, ANCHAS ESPALDAS»
Una de las leyendas que, como verdad revelada, se mantienen vivas en España es que
la Pasionaria amenazó de muerte a Calvo Sotelo en el Parlamento diciéndole que
«saldría con las botas puestas». No es cierto. El autor fue un diputado socialista,
Ángel Galarza Gago, de quien ya hemos hablado como subsecretario de Gobernación
y futuro jefe de la Policía del Frente Popular tras el 18 de julio. Y ocurrió en la sesión
del 1 de julio, que sería la última en la que interviniera el diputado de la minoría
monárquica. Aunque se han publicado distintas versiones, porque el presidente de la
Cámara hizo que las palabras de amenaza no figuraran en el acta, según Gil Robles,
que estaba presente, fueron estas: «Pensando en Su Señoría, encuentro justificado
todo, incluso el atentado que le prive de la vida».
Calvo Sotelo no respondió. Ya lo había hecho el 16 de junio cuando, desde el
banco azul, el propio presidente del Gobierno y ministro de Guerra, Santiago Casares
Quiroga, le espetó el famoso: «Si algo pudiera ocurrir, que no ocurrirá, Su Señoría
sería el responsable con toda seguridad». La respuesta fue, sin duda, una de las
mejores piezas de la oratoria parlamentaria:
SR. CALVO SOTELO: Yo tengo, señor Casares Quiroga, anchas espaldas. Su Señoría es
hombre fácil y pronto para el gesto de reto y para las palabras de amenaza. Le he
oído tres o cuatro discursos en mi vida, los tres o cuatro desde ese banco azul, y
en todos ha habido siempre la nota amenazadora. Bien, Sr. Casares Quiroga. Me
doy por notificado de la amenaza de Su Señoría. Me ha convertido Su Señoría en
sujeto, y, por tanto, no solo activo, sino pasivo, de las responsabilidades que
puedan nacer de no sé qué hechos. Bien, Sr. Casares Quiroga. Lo repito: mis
espaldas son anchas; yo acepto con gusto y no desdeño ninguna de las
responsabilidades que se puedan derivar de actos que yo realice, y las
responsabilidades ajenas, si son para bien de mi patria (exclamaciones) y para
gloria de España, las acepto también. ¡Pues no faltaba más! Yo digo lo que santo
Domingo de Silos contestó a un rey castellano: «Señor, la vida podéis quitarme,
pero más no podéis». Y es preferible morir con gloria a vivir con vilipendio.
(Rumores). Pero, a mi vez, invito al Sr. Casares Quiroga a que mida sus
responsabilidades estrechamente, si no ante Dios, puesto que es laico, ante su
conciencia, puesto que es hombre de honor; estrechamente, día a día, hora a hora,
por lo que hace, por lo que dice, por lo que calla. Piense que en sus manos están
los destinos de España, y yo pido a Dios que no sean trágicos. Mida Su Señoría
sus responsabilidades, repase la historia de los veinticinco últimos años y verá el
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resplandor doloroso y sangriento que acompaña a dos figuras que han tenido
participación primerísima en la tragedia de dos pueblos: Rusia y Hungría, que
fueron Kerenski y Karoly. Kerenski fue la inconsciencia; Karoly la traición a toda
una civilización milenaria. Su Señoría no será Kerenski porque no es
inconsciente; tiene plena conciencia de lo que dice, de lo que calla y de lo que
piensa. Quiera Dios que Su Señoría no pueda jamás equipararse a Karoly.
(Grandes aplausos.)
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El DIRECTORIO ejercerá el poder con toda su amplitud, tendrá la iniciativa de todos los decretos leyes
que se dicten, los cuales serán refrendados por todos sus miembros. Dichos decretos leyes serán
refrendados en su día por el Parlamento constituyente elegido por sufragio, en la forma que
oportunamente se determine. Al frente de los ministerios no consignados anteriormente figurarán unos
consejeros técnicos, quienes ejercerán las funciones que hoy tienen los ministros. (…) Los primeros
decretos-leyes serán los siguientes:
a) Suspensión de la Constitución de 1931.
b) Cese del presidente de la República y miembros del gobierno.
c) Atribuirse todos los poderes del Estado, salvo el judicial, que actuará con arreglo a las leyes y
reglamentos preestablecidos que no sean derogados o modificados por otras disposiciones.
d) Defensa de la dictadura republicana. Las sanciones de carácter dictatorial serán aplicadas por el
Directorio sin intervención de los Tribunales de Justicia. (…)
e) Disolución de las actuales Cortes.
f) Exigencia de responsabilidades por los abusos cometidos desde el poder por los actuales gobernantes
y los que les han precedido.
g) Disolución del Tribunal de Garantías.
h) Declarar fuera de la ley todas las sectas y organizaciones políticas que reciben su inspiración del
extranjero.
i) Separación de la Iglesia y el Estado, libertad de cultos y respeto a todas las religiones.
j) Absorción del paro y subsidio a los obreros en paro forzoso comprobado.
k) Extinción del analfabetismo.
l) Creación del carnet electoral. En principio no tendrán derecho a él los analfabetos y quienes hayan
sido condenados por delitos contra la propiedad y las personas.
m) Plan de obras públicas y riegos de carácter remunerador.
n) Creación de comisiones regionales para la resolución de los problemas de la tierra, sobre la base del
fomento de la pequeña propiedad y de la explotación colectiva donde ella no fuera posible.
o) Saneamiento de la Hacienda (…)
(…) El DIRECTORIO se comprometerá durante su gestión a no cambiar el régimen republicano,
mantener en todo las reivindicaciones obreras legalmente logradas, reforzar el principio de autoridad y
los órganos de Defensa del Estado, dotar convenientemente al Ejército y a la Marina, creación de
milicias nacionales, organizar la instrucción premilitar desde la escuela y adoptar cuantas medidas
estime necesarias para crear UN ESTADO FUERTE Y DISCIPLINADO.
SR. CALVO SOTELO: Frente a ese Estado estéril [el de la Constitución de 1931], yo
levanto el concepto del Estado integrador, que administre la justicia económica y
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que pueda decir con plena autoridad: no más huelgas, no más lock-outs, no más
intereses usurarios, no más fórmulas financieras de capitalismo abusivo, no más
salarios de hambre, no más salarios políticos no ganados con un rendimiento
afortunado, no más libertad anárquica, no más destrucción criminal contra la
producción, que la producción nacional está por encima de todas las clases, de
todos los partidos y de todos los intereses. (Aplausos). A este Estado le llaman
muchos Estado fascista; pues si ese es el Estado fascista, yo, que participo de la
idea de ese Estado, yo, que creo en él, me declaro fascista. (Rumores y
exclamaciones).
UN DIPUTADO: ¡Vaya una novedad!
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orientaron las fuerzas derechistas. Y no es casual que fuese un militar quien tuviese en sus manos
prácticamente los hilos de la conspiración.
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hoz y un martillo en la solapa.
De las memorias de Largo Caballero, publicadas en México en 1954, es este
fragmento:
De otra parte, en las esferas gubernamentales todo eran intrigas y zancadillas. Prieto creyó manejar a
Negrín a su antojo, y se equivocó porque Negrín era prisionero del Partido Comunista. Este pensó que
Prieto se le sometería como Negrín, porque gracias al PC era ministro de Defensa Nacional; pero Prieto
no se somete a nadie; por el contrario, su deseo es que todos se sometan a él. Su propia sombra le
estorba. No se entendían. La traición de mayo de 1937 no les sirvió de provecho. Se devoraban entre sí,
mientras los milicianos perdían su vida en defensa de la libertad y la independencia. En mi domicilio de
Valencia recibí la visita de tres compañeros de Barcelona que venía a solicitar que me fuera con ellos,
pues en la capital catalana había fuerte marejada política y creían que yo debía estar allí donde quizá
pudiera ser necesario. Llegué a la capital catalana, y me encontré con que habían puesto a Prieto en la
disyuntiva de dimitir. La crisis estaba latente y ya era casi oficial. Un diputado se entrevistó con Prieto
para preguntarle si había dimitido; este contestó que no, pero que sabía que tenían ya preparado un
sustituto. Más parecía una destitución que una dimisión. A los amigos nos pareció que no convenía
permitir que los comunistas triunfasen en esa maniobra y que debíamos ayudar a Prieto antes de que
aquellos ganasen la partida. Tanto a Prieto como al presidente de la República, señor Azaña, se les
informó en detalle de lo que se tramaba. Pero este último carecía de energías para resolver por sí los
problemas difíciles con la resolución y rapidez que exigían y convocó a los representantes de los
partidos para examinar la situación y aconsejarse. Los representantes de los partidos se inclinaron del
lado de Negrín y de los comunistas. El más decidido contra Prieto fue González Peña, presidente del
Partido y de la Unión y ministro de Justicia gracias a su protector Prieto, ahora traicionado. ¡Oh, los
refranes castellanos son perfectamente aplicables a estos individuos! «Cría cuervos y te sacarán los
ojos».
Lo escribía en 1952. Pero, a finales de junio de 1936, el PCE sabía que lo que
necesitaba era tiempo. Lo cuenta Payne:
En medio de esta euforia prerrevolucionaria, el 22 de mayo Codovilla y Jesús Hernández presentaron un
informe a la Komintern en Moscú en el que aportaban una brillante relación de la situación en España
que claramente impresionó a sus superiores. Cuando informaron de que los concejales comunistas ya
ejercían un considerable poder en varias ciudades e incluso decidían qué oponentes debían ser
encarcelados, Dimitrov exclamó entusiasmado: «Eso es una democracia de verdad». Sin embargo,
cuando Codovilla y Hernández preguntaron si tan favorables condiciones conducirían a un rápido
desarrollo de la dictadura democrática de los obreros, Dimitrov sofocó tales especulaciones, haciendo
hincapié en que las prioridades eran, sencillamente, el fortalecimiento del Frente Popular y la decisiva
victoria sobre el fascismo.
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Sí, los cadáveres recientes de los compañeros marxistas alemanes, austríacos e
italianos eran el mejor recordatorio contra una revolución precipitada. Solo, como
hemos visto, cuando comprendieron que otro cadáver, el de Calvo Sotelo, iba a
desbaratarlo todo, se resignaron a quemar etapas.
Calvo Sotelo no iba a ser, pues, el jefe civil del Alzamiento porque, entre otras
cuestiones, esa figura ni siquiera entraba en las previsiones de los golpistas.
Ciertamente, mantuvo contactos frecuentes con algunos de los generales implicados
en Madrid, como Villegas, Fanjul o Kindelán; contactos que, de todas formas,
habrían sido normales por afinidad ideológica. Serrano Suñer, como Gil Robles,
también se inclinaba por la teoría de que no estaba enterado de la mecánica interna
del golpe: «Más de una vez, ya avanzada la conspiración, el mismo Calvo Sotelo en
el Parlamento me preguntaba impacientemente: “Pero ¿qué piensa, qué hace su
cuñado [Franco]? ¿Qué hacen los generales? ¿No se dan cuenta de lo que ya está a la
vista?”».
A mediados de junio, una vez redactado el «programa político» del futuro
Directorio Militar, el diputado monárquico recibió a Félix Maíz, secretario del
general Mola y le despidió con este mensaje: «Diga usted al general Mola que no
opongo ningún reparo a su comunicado. Que solamente espero conocer día y hora
para ser uno más a las órdenes del ejército». Razones políticas aparte, de las que ya
hemos hablado, es comprensible que los conspiradores trataran de limitar al máximo
las relaciones con unos personajes a los que seguía diariamente la Policía y que
tenían controlados por el gobierno su correo y sus comunicaciones. La tesis del
profesor Alfonso Bullón de Mendoza es que, a diferencia de Largo Caballero en
octubre de 1934, Calvo Sotelo no fue el organizador de un golpe de Estado, aunque sí
pudiera estar informado de los preparativos. Pero, en cualquier caso, fue uno de los
inductores ideológicos «porque defendía públicamente no ya el derecho, sino la
obligación, de que el ejército, columna vertebral de la patria, interviniera para
implantar el orden si el caos se apoderaba de España».
Desde luego, se contaba con su colaboración, inestimable, para después del
triunfo. Un día después de su asesinato, el general Mola se preocupó de sacar de
Madrid al político derechista doctor Albiñana. Ya sabemos que Mola consideraba que
el riesgo de fracaso en la capital de España era muy alto. Aunque Albiñana salió
efectivamente con destino a Burgos el día 14 de julio, se le ocurrió regresar a Madrid
el 16 para asistir a una reunión de monárquicos. Detenido y encarcelado en la
Modelo, fue asesinado el 22 de agosto. Es fácil colegir que si Mola contaba con
Albiñana para después del triunfo, aunque no le reveló la fecha del Alzamiento,
contaría mucho más con don José Calvo Sotelo. Y, por los hechos conocidos, este la
habría prestado con entusiasmo. Pero ir más allá en la especulación de cómo habría
sido la España de Franco con Calvo Sotelo vivo carece del menor interés a los efectos
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de esta historia. Porque, lo cierto, es que el Calvo Sotelo asesinado aportó al
movimiento militar mucho más de lo que podía esperarse de la acción de un solo
hombre.
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ESCENA NOVENA
EL FANTASMA TOMA CUERPO, PERO NO LO LLAMES FASCISMO; SU
VERDADERO NOMBRE ES REACCIÓN
Permítanme una disquisición. Los historiadores del marxismo han discutido hasta la
saciedad, casi con pundonor de erudito, sobre las dos estrategias que se debatían en el
seno del comunismo para conseguir la unidad de las clases trabajadoras. Trotsky, por
ejemplo, fue siempre partidario de lo que Ricardo de la Cierva denomina «frente
único por arriba»; mientras que Stalin se decantó al principio por el «frente único por
abajo». No era una diferencia banal, ni mucho menos. Stalin pretendía la unificación
de las diferentes organizaciones de la izquierda revolucionaria, de los anarquistas a
los socialistas, mediante la absorción pura y simple de sus bases. Sin importar el
nombre que adoptara el nuevo movimiento (aunque siempre le gustaron las
denominaciones que incluían los términos frente y antifascismo), se trataba de arrojar
a las tinieblas exteriores a los dirigentes políticos y quedarse con sus afiliados y
seguidores. Trotsky, más realista y más atento a los movimientos reaccionarios que
empezaban a vislumbrarse en Italia y Alemania, propuso la alianza de todos los
movimientos y partidos obreristas, pero contando con los cuadros dirigentes de cada
organización política. Además, claro, de promover la independencia de los
comunistas de cada nación frente a la «tiranía de la III Internacional». Las teorías de
Trotsky fueron excelentemente acogidas en España, donde los movimientos obreros
tenían cierta tendencia a la disgregación. Colaboraciones puntuales sí, pero cada uno
desde sus propias posiciones. El triunfo de Hitler obligó a Stalin a cambiar de táctica
(una de sus especialidades), asumiendo como propio (al final parecía que lo había
inventado él) el planteamiento de Trotsky. Las conversaciones con el PSOE se
reanudaron en vísperas de la revolución de Octubre de 1934, pero sin mucho éxito.
No en vano, el equipo socialista de entonces, con Fernández de los Ríos, Besteiro,
Largo Caballero y Prieto, era el mismo que había rechazado la integración del
socialismo español en la III Internacional y se sabía de memoria las triquiñuelas de
los compañeros comunistas. (Fernández de los Ríos fue el autor de la famosa
pregunta sobre la Libertad que Lenin respondió con un ¿para qué?) Anota a este
respecto don Ricardo, que ha tratado prolijamente el asunto, que fue Santiago Carrillo
uno de los más duros defensores de la posición socialista en aquellos momentos.
Luego, como es sabido, se pasó con armas y bagajes al PCE, tras haberle entregado
graciosamente a las juventudes de su partido. Sin embargo, el fracaso socialista en la
revuelta de Octubre, en la que el PCE actuó de comparsa, fue muy bien aprovechado,
como hemos visto, por la propaganda comunista, que cuando se produjo la catástrofe
de 1936 empezaba a sacar feliz rendimiento a la táctica de la unión por arriba.
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Mientras, en el otro bando, en el de las derechas, se iba a producir el fenómeno
inverso: la aparición de un frente único por abajo, en el que los líderes políticos de los
diferentes sectores y partidos iban a ser, literalmente, dejados en la cuneta por sus
masas. El fantasma del «fascismo» había tomado cuerpo, pues, en una reacción que
tenía mucho de espontánea y a la que, en realidad, por encima de la clase social, el
poder adquisitivo o la educación, no le unía más que el deseo de orden, la unidad de
la patria y, tal vez, una indefinida afinidad religiosa. Así, en el bando de los
sublevados nos vamos a encontrar con falangistas dispuestos a nacionalizar la banca,
tradicionalistas partidarios de la vieja monarquía, monárquicos alfonsinos, burgueses
republicanos conservadores, agrarios rancios, liberales de toda la vida, catalanistas e,
incluso, a los nacionalistas vascos alaveses.
Esa España, partida por gala en dos, había sido perfectamente descrita en marzo
de 1936 por el anarquista Ángel Pestaña, en lo que es un prodigio de síntesis:
Los partidos de derecha, empezando por los más representativos de las clases conservadoras, ¿quiénes
los componen? ¿De qué elementos nutren sus filas? Principalmente de capitalistas, de industriales, de
terratenientes, de individuos de profesiones liberales, de alta, media y pequeña burguesía. Y, además, de
proletarios, de jornaleros, de asalariados; estos en número menor que aquellos, es cierto; pero en número
suficiente para que la calificación de partido de clase burguesa se desdibuje lo suficiente hasta quedar
difuminados sus contornos. Si de los partidos conservadores pasamos a los partidos liberales, ya sean
republicanos o de otras diversas denominaciones, veremos que es muchísimo más difícil aplicar una
denominación determinada. La mezcla de los elementos que los componen es tal y tan contradictoria que
no hay medio humano de acercarse medianamente a la verdad. Burgueses y proletarios, ricos y pobres,
individuos de buena y de mediana posición, y hasta quienes no tienen donde caerse muertos, forman en
la fila de estos partidos. Y después de los partidos que hemos citado, ya no quedan más que los partidos
socialista y comunista, y los que de estas dos denominaciones genéricas derivan. En cuanto a ellos, al
Partido Socialista y Comunista, ¿son, realmente, partidos de clase? Se llaman de clase, cierto es, pero se
llaman de clase apelando a una arbitrariedad más o menos disculpable… Examinad el origen de la
mayoría de sus elementos dirigentes y de dónde proceden y a qué clase pertenecieron antes de irse a esos
partidos y veréis que pertenecieron a la clase media, a la pequeña burguesía, a las profesiones liberales,
contra las que disparan constantemente sus dardos más envenenados y mortíferos.
Pestaña, por supuesto, presenta un nuevo partido político que ofrece la utopía del
comunismo libertario como medio de superar la contradicción. Pero no es eso lo que
nos importa en este momento, sino el reconocimiento de que detrás de las derechas
también existía una amplia base popular.
Y esa masa, por lo general tibia y muchas veces «anarquizante», estaba herida en
lo vivo. Clásico es el texto del periodista catalán Gaziel, publicado en La Vanguardia
de Barcelona el 12 de junio de 1936:
¿Cuántos votos tuvieron los fascistas en España cuando las últimas elecciones? Nada: una ridiculez…
Hoy, por el contrario, los viajeros llegan de las tierras de España diciendo: «Allí todo el mundo se vuelve
fascista». ¿Qué cambio es ese? ¿Qué ha ocurrido…? Lo que ocurre es, sencillamente, que allí no se
puede vivir, que no hay gobierno; las huelgas y los conflictos, y el malestar y las pérdidas, y las mil y
una pejigueras diarias, aun descontando los crímenes y los atentados, tienen mareados y aburridos a
muchos ciudadanos. Y en esta situación, buscan instintivamente una salida, un alivio, y no
encontrándolos en lo actual, llegan poco a poco a suspirar por un régimen donde por lo menos parezcan
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posibles. ¿Cuál es la forma política que suprime radicalmente esos insoportables excesos? La dictadura,
el fascismo. Y he aquí cómo sin querer, casi sin darse cuenta, la gente se «siente» fascista. De los
inconvenientes de una dictadura no saben nada, como es natural. De ellos sabrían después, cuando
hubiesen de soportarlos, y entonces se preocuparían de ellos. Pero, de momento, no ven en esa forma de
gobierno fuerte nada más que el medio infalible para sacudirse las insoportables moscas de la relajación
presente. Y esto es lo único que les importa, hoy por hoy, como en verano, no se piensa en sacudirse el
frío, sino exclusivamente el calor, y viceversa en invierno… En todas partes y en todos los tiempos, las
dictaduras se han producido arriba cuando hubo anarquía abajo. El fascismo no tiene nada de nuevo más
que su nombre ocasional, se trata de uno de los fenómenos más antiguos de la historia política, y su
verdadero nombre es reacción. Cada vez que se pudre un estado social, de sus entrañas brota una
dictadura férrea. Fascismo es en el caso de España y de Francia la sombra fatal que proyecta sobre el
suelo del país la democracia misma, cuando su descomposición interna la convierte en anarquía. Cuanto
más crece la podredumbre, tanto más se agiganta el fantasma. Y la preocupación alucinada que el Frente
Popular triunfante experimenta por el fascismo vencido no es, por lo tanto, otra cosa que el miedo de su
propia sombra.
Por lo tanto, el proceso de unificación por la base de las derechas tendía a superar
las clásicas diferencias entre republicanos y monárquicos, agnósticos y creyentes,
conservadores y liberales, centralistas y regionalistas, taurinos y antitaurinos,
anglófilos y germanófilos, intervencionistas y capitalistas estrictos… para dejarlas en
el puro esqueleto ideológico común: respeto a la propiedad individual, paz social,
libertad de enseñanza y unidad nacional. Los demás aditamentos incorporados
durante el franquismo no son más que literatura frente a esos cuatro principios.
Léanse, si no, algunos de los nombres que conformaban la lista trágica de una de las
primeras sacas de la cárcel Modelo de Madrid, la que se produjo el 23 de agosto de
1936:
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JOSÉ MARÍA ALBIÑANA, abogado médico y diputado por Burgos; había fundado
el Partido Nacionalista Español y ya hemos visto que Mola había intentado
sacarlo de Madrid en vísperas del Alzamiento.
OSWALDO FERNÁNDEZ CAPAZ, general del Ejército y colonizador de Ifni durante
la República.
RAFAEL VILLEGAS MONTESINO, general.
SANTIAGO MARTÍN BAGUENAS, comisario de Policía; se le acusó siempre de ser
un «infiltrado» de la derecha.
ENRIQUE MATORRAS PÁEZ, falangista, ex comunista, autor de un libro denuncia
publicado en 1934 (?) bajo el título El comunismo en España.
IGNACIO JIMÉNEZ MARTÍNEZ DE VELASCO.
SR. CALVO SOTELO: Cuando se habla por ahí del peligro de militares monarquizantes
[dijo en la sesión parlamentaria del 16 de junio] yo sonrío un poco, porque no
creo —y no me negaréis cierta autoridad moral para formular este aserto— que
exista actualmente en el ejército español (…) un solo militar dispuesto a
sublevarse a favor de la monarquía y en contra de la República. Si lo hubiera sería
un loco, lo digo con toda claridad (rumores), aunque considero que también sería
loco el militar que al frente de su destino no estuviera dispuesto a sublevarse a
favor de España y en contra de la anarquía, si esta se produjera. (Grandes
protestas y contraprotestas).
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arrebatos de la improvisación esta frase: «Si el fascismo es el amparo de la producción española, yo soy
fascista».
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simples desarreglos de orden interior y desembocan en la entrega del poder a los antes aludidos,
charlatanes faltos de toda conciencia histórica, de toda auténtica formación y de todo brío para la
irrupción de la patria en las grandes rutas de su destino.
La participación de la Falange en uno de esos proyectos prematuros y candorosos constituiría una
gravísima responsabilidad y arrastraría su total desaparición, aun en el caso de triunfo. Por este motivo:
porque casi todos los que cuentan con la Falange para tal género de empresas la consideran no como un
cuerpo total de doctrina, ni como una fuerza en camino para asumir por entero la dirección del Estado,
sino como un elemento auxiliar de choque, como una especie de fuerza de asalto, de milicia juvenil,
destinada el día de mañana a desfilar ante los fantasmones encaramados al poder.
Consideren todos los camaradas hasta qué punto es ofensivo para la Falange el que se le proponga tomar
parte como comparsa en un movimiento que no va a conducir a la implantación del Estado
nacionalsindicalista, al alborear de la inmensa tarea de reconstrucción (…) sino a reinstaurar una
mediocridad burguesa conservadora (de la que España ha conocido tan largas muestras), orlada, para
mayor escarnio, con el acompañamiento coreográfico de nuestras camisas azules.
Para esas fechas, finales de junio, los enlaces personales de José Antonio, Hedilla
y el conde de Mayalde, habían contactado con el director, y la Falange entraba de
lleno en la conspiración. Visto con perspectiva y sin apasionamiento; hay que
reconocer que el tribunal popular que condenó a muerte a José Antonio por rebelión
no andaba desencaminado. Claro, que los «jueces» carecían de estas pruebas y lo
habrían fusilado de todas formas; le odiaban casi tanto como a Calvo Sotelo. Para la
izquierda revolucionaria, el fascismo era el principal enemigo: pretendía pescar en la
misma clientela.
Tal vez, tenía razón José Antonio al advertir que la derecha burguesa y
conservadora consideraba a sus «chicos» como una útil fuerza de choque, un
instrumento de acción y represalia que, por lo menos, marcaba golpes sobre un
adversario arrollador. La venganza por mano ajena como consuelo de impotentes. Sin
embargo, José Antonio era injusto al no reconocer en esos burgueses a los propios
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padres de la mayoría de sus jóvenes escuadristas. Padres y madres angustiados, que
pasaban noches en vela para acabar presidiendo el entierro de sus hijos o llevándoles
comida y ropa a la prisión. Burgueses despreciados por la Falange, pero que serían en
muchos casos fusilados por el simple delito de tener un hijo falangista.
Falange fue, en efecto, un factor continuo de desestabilización. Pero no nos
engañemos: lo que desestabilizaba era su mera existencia. En la batalla callejera entre
las milicias falangistas y las izquierdistas, los gobiernos de Azaña y de Casares
Quiroga actuaron como juez y parte en una minuciosa aplicación de los poderes
públicos, basada en el doble rasero, de la que ya hemos hablado. Estigmatizados por
la propaganda marxista hasta el delirio, detener falangistas se convirtió en un recurso
fácil frente a las presiones del Frente Popular. Fue un error. La mística de unos
jóvenes que iban a la matanza sin protestas, como si matar o morir fuera lo más
normal del mundo, acabó por calar entre los militares, que engrosaron hasta un tercio
de las filas de Falange y, a la postre, proporcionaría a los rebeldes un andamiaje
ideológico y romántico que no se debe desdeñar. En vísperas de la sublevación,
reunido el ejército de África para las maniobras de Llano Amarillo, durante la comida
de despedida los jóvenes alféreces, tenientes y capitanes de la Legión, de Regulares,
de Caballería… se gritaban de mesa en mesa «queremos CAFÉ» (Camaradas Arriba
Falange Española) ante la mirada complacida de sus jefes.
Ante la cansina discusión de quién empezó primero la batalla callejera, si la
Falange o las milicias de izquierda, anarquistas incluidos, la cronología es muy clara:
entre el 2 de noviembre de 1933 y el 10 de junio de 1934, todos los muertos (11) son
falangistas. Son los días en que a José Antonio se le apodaba Simón el Enterrador y
en que se traducían las siglas FE (Falange Española), como «Funeraria Española». El
primer muerto reconocido por Falange, José Luis de la Hermosa, cayó víctima de una
interpretación errónea del concepto de libertad de expresión: le apuñalaron en
Daimiel cuando en un mitin socialista se le ocurrió interrumpir al orador para
recordarle la matanza de Casas Viejas. Por cierto, que el autor de la puñalada también
se llamaba José Luis de la Hermosa. Las siguientes bajas están relacionadas con la
salida y distribución del primer semanario falangista (FE). Ante la orden dada por la
UGT y la CNT prohibiendo a los trabajadores de artes gráficas la composición,
impresión, distribución y venta de la prensa fascista, los falangistas deciden vocearlo
por las calles y se enfrentan con los piquetes contrarios. También era peligroso
exhibir el periódico en público. Entre los muertos se encuentra el capataz de venta del
diario La Nación, Vicente Pérez Rodríguez, que sin pertenecer a Falange había
aceptado encargarse de la distribución del semanario.
El problema era palpable —cuenta el general Gavilán—. En Madrid contábamos apenas con un millar
de afiliados, una cifra a todas luces insignificante. Debíamos hacer propaganda entre los miembros de
las organizaciones sindicales existentes, la mayoría de izquierdas; es decir, debíamos vociferar «¡Falange
Española, los salvadores de la patria!» en las inmediaciones de la Casa del Pueblo o en los barrios
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comunistas de Cuatro Caminos y Vallecas. Las pedradas y los palos que recibíamos eran considerables,
pero los jefes de las centurias nos arengaban para que nos mantuviésemos en nuestros puestos. (…) Lo
que al principio se arreglaba a puñetazos, pronto derivó en el uso de las pistolas.
Falange trataba de penetrar en dos de los feudos más mimados por las izquierdas:
la universidad, dominada por la FUE, y el sector sindical. Creó el SEU (Sindicato
Español Universitario) y una organización obrera, CONS. El «frente universitario»
pronto dejaría la primera víctima: Matías Montero, antiguo militante de la FUE que
se había pasado a la Falange. Manuel Tagüeña, entonces dirigente de la FUE y que
acabaría mandando un Cuerpo de Ejército republicano durante la guerra, lo cuenta
así:
Al mediodía del 9 de febrero, estábamos un grupo de amigos en el local de Eduardo Dato, en espera de
unos callos que nos cocinaba la madre de un compañero. Asomados al balcón vimos pasar a un grupo de
falangistas. Con ellos iba Matías Montero, de medicina, antiguo miembro de la FUE y ex simpatizante
comunista. Nos saludó con la cabeza y le contestamos, mientras cruzábamos miradas de desafío con sus
acompañantes. Cuando bajaban hacia la plaza de España, vimos que les seguía un sujeto vestido de
obrero, bajo y con ojo saltones, que nos hizo señas para que nos uniéramos a él. Le contestamos medio
en broma que no podíamos porque íbamos a comer, y lo vimos marchar solo. No nos imaginábamos que
era el prólogo de una tragedia. El obrero, de un sindicato de UGT, esperó a que el grupo se dividiera, y
luego fue detrás de Matías Montero y lo mató a tiros por la espalda. Trató de huir, pero fue detenido por
la Policía. (…) Nos dábamos cuenta de que las cosas se ponían demasiado serias. La lucha verbal se
transformaba en lucha a muerte y la sangre derramada abriría un foso cada vez más profundo entre los
dos polos en que se dividiría a nuestra generación.
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ESCENA DÉCIMA
POSTAL MADRILEÑA DE UNOS DÍAS DE PRIMAVERA. LA MUERTE ES UN
ACTO DE SERVICIO
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Rojo que pide dinero en las calles para los represaliados de Octubre intercepta en el
paseo de Sagasta a dos jóvenes estudiantes; les cachean pistola en mano, descubren
que son afiliados al SEU, les dejan seguir y les disparan por la espalda. Uno llamado
Olano, falangista, muere; el otro, Valdosel, tradicionalista, resulta gravemente herido.
Hay testigos, pero no se detiene a los culpables.
A la mañana del día siguiente, a las ocho y media en punto, sale de su domicilio
en la calle de Goya, número 24, Jiménez de Asúa. Desde un coche que espera a la
puerta sale una ráfaga de pistola ametralladora que falla el objetivo pero que alcanza
al policía de escolta, señor Gisbert. Jiménez de Asúa, con buenos reflejos, se refugia
en una carbonería próxima. El coche de los pistoleros arranca, pero se les cala unas
bocacalles más allá y se dispersan. Jiménez de Asúa llega a tiempo para recoger las
últimas palabras de su escolta: «Don Luis, me han matado». Será detenido el
propietario del vehículo, un falangista llamado Alberto Aníbal Alvarez, y varios otros
sospechosos: Alberto Ortega, Rebuelta, Azcona y De la Peña. A partir de aquí, se
mezclan la leyenda y la historia. Para los falangistas, los autores de la muerte del
policía Gisbert fueron sacados de España por Juan Antonio Ansaldo en una avioneta
Hornet Moth. Les recogió en Pamplona y les llevó a Biarritz. Por lo tanto, Alberto
Ortega no podía ser, en justicia, inculpado. Pero lo fue, aunque no conviene adelantar
acontecimientos.
Porque el entierro del policía Gisbert sí fue todo un acontecimiento. La izquierda
quería demostrar de quién era la calle y lo demostró: desfile de milicias uniformadas,
autoridades, discursos y nota oficial del Frente Popular. Por la tarde, mientras la
viuda del policía Gisbert se encerraba en casa para llorar el luto, el cortejo se
transformó en una manifestación de protesta y esta en una algarada: las turbas
asaltaron el diario La Nación, órgano de Calvo Sotelo y su tribuna preferida, que no
conseguiría recuperarse del golpe. Luego se trasladaron a la iglesia de San Luis, en la
calle de Montera, y la incendiaron. También fue pasto de las llamas la de San Ignacio,
en la calle del Príncipe. A doscientos metros, se alzaba la Dirección General de
Seguridad.
El atentado es un error mayúsculo. Ricardo de la Cierva lo sentencia:
Jiménez de Asúa no era jefe de bloque parlamentario ni era un líder nacional. Pero era una figura ilustre
de la República y del Partido Socialista; su prestigio científico ya estaba consagrado internacionalmente
y con justicia pasaba por ser uno de los padres de la Constitución. Los falangistas, exasperados
justamente por el asesinato en grupo de sus jóvenes, no miden bien las trágicas consecuencias que para
ellos tendría la decisión de esta represalia truncada.
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víctima». Pero enseguida los falangistas responden en la cabeza de Luciano
Malumbres, director de La Región, de Santander. Unos meses antes ya habían
acabado con el ex director de Seguridad, Andrés Casaus, también en Santander. A
raíz del atentado contra Jiménez de Asúa, José Antonio Primo de Rivera, Julio Ruiz
de Alda, Fernández Cuesta y Barrado, es decir, la plana mayor de la Falange, entran
en prisión. La organización es suspendida gubernativamente y sus centros cerrados, y
así permanecerán hasta el estallido general de las hostilidades, pese a una sentencia
del Supremo en contra. José Antonio y Ruiz de Alda no saldrán de la cárcel más que
con los pies por delante. Los juicios por «asuntos menores», como tenencia ilícita de
armas, y las sentencias condenatorias a seis meses de prisión se encadenan sobre el
jefe de la Falange como lluvia pertinaz. Y José Antonio se desespera y amenaza: «Ya
no hay soluciones pacíficas. La guerra está declarada y ha sido el gobierno el primero
en declararse beligerante. Estamos en guerra».
Las escuadras falangistas lo toman al pie de la letra, aunque al principio sin
mucha «suerte». El 16 de marzo, nada más conocerse la detención de su jefe, tirotean
a la pareja de policías que protege el domicilio de Largo Caballero, en la calle Viriato
de Madrid. No les alcanzan y los pistoleros son detenidos. El 7 de abril, mandan una
bomba escondida en una cesta de huevos a Eduardo Ortega y Gasset, diputado y
abogado del Socorro Rojo Internacional. La bomba estalla cuando el letrado no está
en casa. Terminarán por acertar…
El 9 de abril, la Audiencia Provincial de Madrid condena al falangista Alberto
Ortega a 25 años de prisión por el asesinato del policía de escolta de Jiménez de
Asúa. Como Falange afirma que los auténticos culpables han huido a Francia en el
avión de Ansaldo, la consecuencia es clara: Ortega ha sido condenado sin pruebas.
El ponente de la causa había sido el juez Manuel Pedregal Luege, magistrado del
Supremo. En la noche del 13 de abril regresaba a su casa tras haber pasado una de sus
tardes burguesas y apacibles en la tertulia del Círculo de Bellas Artes. A las ocho y
media de la noche cogió el metro y se apeó en la estación de Chamberí. Su casa, en el
número 24 de la calle de Luchana, estaba ya a solo unos pasos cuando tres o cuatro
desconocidos le ametrallaron en las piernas. El juez fue recogido por un taxista y
trasladado a la Casa de Socorro, desde donde le remitieron al equipo quirúrgico.
Aunque los disparos a las piernas tenían la pretensión de ser un «aviso», la pérdida de
sangre por las dos heridas de bala le causó la muerte unas horas después. Aun y todo,
pudo describir el aspecto de los pistoleros al juez de guardia y denunciar que había
recibido varias amenazas de muerte por parte de Falange.
Por lo tanto, los lectores de la prensa del día siguiente, aniversario de la
proclamación de la República, se encontraron junto con el anuncio del magno desfile
conmemorativo y las habituales listas de huelgas y detenciones de supuestos fascistas
con la noticia de un nuevo asesinato. Y, por supuesto, no todos los periódicos lo
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trataban con la mesura y circunspección de ABC. El ambiente, pese a la mañana
desapacible de lluvia, estaba realmente caldeado. El despliegue de la fuerza pública a
lo largo del paseo de la Castellana era impresionante y cerca de las tribunas de
autoridades se habían concentrado miembros uniformados de las recién organizadas
milicias socialistas en misión de protección.
Si al falangista Isidoro Ojeda Estefanía no le hubieran dado «el paseo» en julio de
1936, es probable que ahora tuviéramos una idea más clara de quién fue el que
concibió la insensatez de tirar una traca bajo la tribuna presidencial. Aquello estalló
primero como si fuera una bomba, y con un remedo de fuego de ametralladora
después. Hay que imaginarse la confusión y la tensión del momento, con la gente
corriendo de un lado a otro y los caballos de la Guardia Presidencial desbocándose.
Y, además, la lluvia se convirtió en diluvio. El embajador norteamericano Claude
Bowers, que se pasó la mayor parte de su misión diplomática viajando por España sin
enterarse de nada, estaba en una de las tribunas:
La guardia entró inmediatamente en acción. Penetrando a caballo entre la multitud para dirigirse al
centro del desorden, mientras que los soldados continuaban desfilando con entereza como si nada
hubiera ocurrido. Algunos instantes después, sin embargo, un destacamento de guardias de asalto a
caballo apareció en una calle lateral que daba a la Embajada de Gran Bretaña. Nadie comprendía la
razón. López Largo, jefe de Protocolo de la Presidencia, me dijo que algunos comunistas, en un acceso
de locura, se habían puesto a descargar sus revólveres. Esto era absolutamente falso, pues ya hacía
tiempo que estaban en marcha los métodos fascistas.
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con una escolta armada hasta los dientes. Para él todo era normal y apacible, salvo,
claro está, las «provocaciones» fascistas.
El caso es que mientras Bowers se aleja camino de su residencia, en el paseo de la
Castellana, a unos cien metros de la tribuna presidencial, estaban recogiendo muertos
y heridos. El falangista de la «traca» había sido detenido y, al parecer con unas copas
de más, declaró que él también tenía derecho a expresarse: «He hecho esto porque
también soy del pueblo y era mi voluntad». Tenía 42 años, trabajaba de cocinero y
vivía en Canillas. Ian Gibson, que relata con amplitud el asunto, añade un detalle:
«Un periódico de izquierdas (El Socialista) comentó al día siguiente, demostrando su
anticatolicismo que “en un movimiento brusco del falangista, la tela de su camisa se
desgarró. Colgando del cuello del detenido apareció un crucifijo grande”».
No existe una versión oficial contrastada sobre lo ocurrido en el paseo de la
Castellana. Se sabe que, tras la traca de marras, el desfile continuaba su ritmo.
Cuando llegó el turno a la Guardia Civil, algunos grupos de espectadores comenzaron
a insultarla, arrojando bolas de papel. De paisano, entre la gente, se encontraban
varios guardias civiles que, en un principio, aguantaron estólidamente el abucheo
dirigido a sus compañeros. Por fin, cuando arrecian los gritos de «UHP, UHP» y
«asesinos, asesinos», los guardias, cinco o seis según las fuentes, se dirigen hacia uno
de los grupos alborotadores y lo dispersan. Vuelta la calma, y con los guardias en su
sitio, comienza a desfilar la Guardia de Asalto. Y, entonces, alguien dispara sobre los
guardias. El alférez Anastasio de los Reyes resulta muerto en el acto de dos balazos
en la espalda; otros dos agentes, Antonio García García, hijo de un capitán de la
Guardia Civil, y Emeterio Moreno, resultan heridos. El primero, en el suelo, saca la
pistola, pero se le echan encima unos guardias de asalto y, seguramente pensando que
se trata del autor de los disparos, lo reducen brutalmente. García tuvo muy mala
suerte, sin haber conseguido recuperarse de las lesiones de ese día, también fue
«paseado» al comenzar la guerra. En el tiroteo tuvieron que intervenir varias
personas, porque otros seis espectadores también resultaron heridos de bala; uno de
ellos, un muchacho, falleció a los pocos días, como ya hemos visto. No hubo
detenciones.
Aquella noche, el gobierno tenía, pues, dos cadáveres más que enterrar. El
primero, el del juez Pedregal, no dio muchos problemas; pero el del alférez De los
Reyes iba a convertirse en la primera manifestación masiva contra el Frente Popular.
Antes de seguir, es conveniente hacer un inciso. ¿Quién había disparado contra el
oficial de la Benemérita? A falta de una investigación a fondo que la Policía no se
creyó obligada a hacer, cada cual elaboró su teoría. Ya sabemos que el jefe de
Protocolo de la Presidencia de la República, que algo debía de saber, le dijo al
embajador Bowers que habían sido pistoleros comunistas; en la prensa de derechas se
acusó en general a las milicias marxistas; y en la prensa de izquierdas, concretamente
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en El Socialista, se dijo que había sido una respuesta de «personas desconocidas»
contra una provocación de los fascistas. Como anota Gibson, con cierta ironía
amarga, a los compañeros del alférez muerto no les debió de hacer mucha gracia que
le consideraran, además, un agente del fascio. Anastasio de los Reyes, de 55 años, era
un típico guardia civil, disciplinado, padre de familia y por completo ajeno a la
política.
Pero si esas eran las versiones más o menos oficiosas, en la calle corrían otras.
Tagüeña llegó a afirmar que al alférez lo habían asesinado sus propios compañeros
porque lo consideraban un peligroso ultraderechista. La versión es delirante, pero en
aquellos tiempos, en los que un rumor sobre la distribución de caramelos
envenenados a los niños pobres acababa en asaltos a conventos con muertos y
heridos, cada bando creía lo que quería creer. En la derecha, sin embargo, se acusó a
los guardias de asalto y en especial a un teniente muy conocido por sus ideas
marxistas llamado José del Castillo. Ciertamente, los asaltos, a pie o a caballo, habían
intervenido durante los incidentes, pero era su misión y, además, el teniente Del
Castillo estaba desfilando en esos momentos al frente de su sección. Es difícil, sin
embargo, desmontar las leyendas. Años después, Hugh Thomas recogería esa
versión, pero justificada: le mataron guardias de asalto porque le vieron sacar una
pistola y creyeron que iba a atentar contra Azaña, pese a que el todavía presidente del
Gobierno se hallaba a más de cien metros de donde ocurrieron los hechos.
En cualquier caso, ya tenemos metido en danza al teniente Del Castillo y a punto
de convertirse en un personaje clave de la tragedia que se avecinaba. Claro está que el
gobierno contribuyó poderosamente a que así fuera; porque ni hecho aposta el
entierro de Anastasio de los Reyes les pudo salir peor. Primero intentaron que se
celebrara en «la intimidad» por el procedimiento de retener el cadáver en el Instituto
Anatómico Forense, no permitir el velatorio y trasladarlo al anochecer al depósito del
cementerio. Luego censuraron de la esquela su condición de oficial de la Guardia
Civil y la hora del sepelio. Además, prohibieron a todos los miembros de las fuerzas
armadas que asistieran al mismo. Los resultados fueron los que siguen: los
compañeros del muerto, que estaba destinado en el Parque Móvil del Instituto, el
mismo cuartel del que salió Tejero el 23-F, liderados por sus jefes y oficiales,
secuestraron literalmente el cadáver del alférez y lo trasladaron al acuartelamiento
donde se instaló, solemne, la capilla ardiente. Acto seguido, en asamblea, decidieron
que el entierro se celebraría a las tres de la tarde, en lugar de a las once de la mañana,
para dar tiempo a que se conociera la noticia y pudiera asistir el mayor número
posible de gente. La oposición, por su parte, apoyó decididamente a los convocantes,
y la clandestina UME (Unión Militar Española) dio orden a sus afiliados de que
acudieran al entierro, naturalmente con sus armas reglamentarias. También Falange
dio instrucciones en el mismo sentido. El éxito de la convocatoria fue enorme. Desde
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el cuartel del Parque Móvil, hoy en la calle Príncipe de Vergara, el féretro fue
conducido en un vehículo hasta el cuartel de Bellas Artes, al final del paseo de la
Castellana. Y desde ahí, a hombros de sus compañeros, comenzó a marchar el
cortejo, Castellana abajo, hacia la Cibeles…
Una vez más les dejamos con Buckley, testigo presencial, aunque solo de la
primera parte de los acontecimientos:
Al llegar al paseo de la Castellana, [el cortejo] fue saludado por una salva de disparos que procedían de
los tejados donde se habían apostado francotiradores socialistas. Los guardias civiles que acompañaban
al cortejo fúnebre sacaron sus armas y contestaron al fuego de los francotiradores, de manera que a lo
largo de la Castellana se organizó una batalla campal. Los enlutados familiares y los políticos que habían
acudido al entierro echaron cuerpo a tierra para resguardarse de aquella lluvia de balas. En medio del
tiroteo, el cortejo fúnebre continuaba su camino hacia Cibeles sin que nadie pareciera dispuesto a
detener aquella masacre. Al llegar junto a las verjas del parque del Retiro, en la puerta de Alcalá, el
cortejo fue de nuevo tiroteado por jóvenes socialistas que habían tomado posiciones detrás de las verjas
del parque. El nerviosismo más absoluto se había apoderado de los guardias civiles que acompañaban al
féretro y que disparaban a su propia sombra. Yo seguía de cerca aquel accidentado entierro, pero al ver
cómo se ponían las cosas en la puerta de Alcalá, decidí buscar refugio en el bar más cercano.
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acertaran en la cabeza a Andrés Saenz de Heredia, primo hermano de José Antonio
Primo de Rivera y muy conocido falangista por las fuerzas de seguridad. Sea como
fuere, el estado de ánimo de los asaltos, que llevaban varias horas en medio del
tiroteo, no era el más apropiado para disolver profesionalmente el cortejo. Y en
muchas peores condiciones estaba el oficial al mando. Porque el teniente Del Castillo
acababa de ser zarandeado en el paseo de la Castellana, sí, pero, además, era un
oficial sectario. Sin obedecer las órdenes de dispersarse, los asistentes al entierro
cerraron filas y se acercaron a la línea de guardias. Fue el teniente Del Castillo quien
disparó. Tras gritar «¡Esto, no hay derecho! ¡Esto hay que resolverlo, aunque a
tiros!», le descerrajó un balazo en el pecho al joven que tenía más cerca y que resultó
ser un estudiante tradicionalistas llamado José Luis Llaguno Acha. No le costó la
vida de milagro porque la bala se desvió al chocar con el pasador de los tirantes que
llevaba puestos para compensar el peso de la pistola escondida en el bolsillo de atrás.
Del Castillo, por segunda vez en la misma tarde, estuvo a punto de ser linchado. Le
salvaron varios oficiales asistentes al sepelio al grito de «será la justicia quien le
castigue». Cumplió seis días de arresto y del caso nunca más se supo. Llaguno fue
operado en una clínica de San Bernardo. Aún convaleciente, sus padres se lo llevaron
a casa por temor a que un comando lo rematara en el hospital. El entierro del alférez
Anastasio de los Reyes había costado cinco muertos y dos docenas de heridos. Y el
nombre del teniente Del Castillo pasó a ingresar la «lista negra» de Falange.
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ESCENA UNDÉCIMA
SEGUNDA VUELTA EN CUENCA. DÍAS DE VINO Y ROSAS PARA «LA
MOTORIZADA»
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tal vez, el mayor reproche que se le puede hacer a la CEDA y a Gil Robles sobre su
comportamiento en aquellos momentos de tanta tensión. Este, y el que nunca, pese a
los intentos de Giménez Fernández, llegó a clarificar con rotundidad su postura ante
los dos grandes dilemas que enfrentaban a la derecha española: monarquía o
república, fascismo y democracia. Época de confusiones, en cualquier caso.
Como era de suponer, el nombre de Primo de Rivera cayó como una bomba y
había que prepararse para lo peor. De momento, el ex ministro portelista Alvarez
Mendizábal, que tras perder las elecciones por Cuenca de febrero había conseguido
que se anularan, volvió a la carga para afirmar que, en realidad, la nueva convocatoria
debía considerarse una «segunda vuelta» y no una repetición, con lo que impedía que
se presentara Primo de Rivera. Tal y como estaba redactado el decreto ley, la
pretensión de Mendizábal era jurídicamente un fiasco y políticamente una maniobra
innoble. La idea fue, naturalmente, acogida con entusiasmo por el gobierno y por el
Frente Popular, aunque tuvieran que dejar pasar por idiota al ministro que había
elaborado el decreto. Este se disculpó, dijo que todo era un error de redacción y se
anuló la candidatura de Primo de Rivera.
Tácticamente, la nueva cacicada izquierdista favorecía a las derechas. Hecho el
gesto con José Antonio, nadie podría reprochar a los líderes conservadores la
sustitución en la lista del jefe de Falange. Al contrario, la acción claramente ilegítima
del Frente Popular y del gobierno cargaba de argumentos a la oposición. Y, sin
embargo, decidieron mantener la candidatura de Primo de Rivera contra viento y
marea y, como si se tratara de una batasuna presentida, introducir en las urnas las
papeletas ilegalizadas. Luego ya discutirían en el Parlamento. Sí, no hay nada nuevo
bajo el sol.
Enfrentado al desafío, Casares Quiroga consideró que estaba obligado a ganar la
elección, pero era un asunto que no se presentaba fácil porque en la primera vuelta las
candidaturas del Frente Popular habían sido derrotadas en toda la línea por las
derechas. Unas derechas que ahora, además, estaban «muy motivadas» tras casi tres
meses de acoso y horror. Y le pidió ayuda a Prieto; y este se la dio.
Como demostraría en muchas ocasiones a lo largo de su vida, Indalecio Prieto
tenía la virtud de ver más allá de la agitada superficie y comprendió enseguida que
tras los graves incidentes ocurridos durante el entierro del alférez Anastasio de los
Reyes había mucho más que una simple demostración de descontento militar o una
algarada fascista.
Ayer [escribió en El Liberal de Bilbao], se descubrió que el fascismo ha prendido, y muy fuertemente,
en las organizaciones militares. Un fenómeno desorientador cabe registrar en dicha jornada y en la
precedente del martes: que no se consumara la suerte… ¿Es que el movimiento estaba aquellas horas
acéfalo? Probablemente… Quizá faltara el caudillo y se acude en estas horas en su busca si todavía no se
ha dado con él.
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Pero la manifestación de aquella tarde en Madrid tuvo, sobre todo, el carácter de una protesta ciudadana,
concretada en torno al ejército, que venía siendo injuriado y zaherido sistemática, pública e
impunemente. La insensatez del Frente Popular contribuiría a poner de relieve ese carácter de protesta.
Al día siguiente, los trabajadores madrileños respondieron con la huelga general. Se mostraron opuestos
a ella los directivos de la Casa del Pueblo y los representantes de las organizaciones locales de los
partidos socialista y comunista. Sin embargo, el paro fue absoluto. Bastó que lo decretara así la CNT.
Ese «héroe» de Somosierra al que se refiere Prieto era, con toda seguridad, Luis
Cuenca, uno de los asesinos de Calvo Sotelo. Pero no adelantemos acontecimientos.
Efectivamente, «la Motorizada» era una unidad de acción formada en el sector del
socialismo madrileño que estaba más vinculado a Prieto y se formó de una manera
paralela a las MAOC (Milicias Antifascistas Obreras y Campesinas). Pese a que
siempre conservaron cierta autonomía, compartían con el resto de las milicias
juveniles los instructores militares y las redes de suministro de armas. Internamente,
eran anticaballeristas y, tras la unificación de las juventudes socialistas con las del
PCE, se declararon anticomunistas. Pero confrontados al odiado enemigo «fascista»,
los chicos de «la Motorizada» dejaban a un lado cualquier diferencia y colaboraban
con entusiasmo con las milicias socialistas «oficiales» de Tagüeña y, después, con las
unificadas de Santiago Carrillo. Habían hecho sus pinitos en Madrid durante la
fracasada revolución de Octubre de 1934, actuando como francotiradores desde los
tejados y en los grupos que debían asaltar el palacio de Comunicaciones y algunos
cuarteles, al mando de oficiales comprometidos como Del Castillo y Faraudo. Pero su
estreno a lo grande tuvo lugar en Cuenca.
Uno de sus miembros, Casto de las Heras, confirmó a Gibson muchos años
después:
Todos éramos incondicionales de Prieto. No éramos «guardaespaldas» suyos exactamente. Aquella
palabra no se utilizaba entonces. Pero sí estábamos dispuestos a protegerle con nuestra vida, como
ocurrió en Ecija. Se ha dicho que «la Motorizada» ganó la segunda vuelta de las elecciones de Cuenca.
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(…) Creo que es verdad. A Cuenca fuimos los de «la Motorizada» para proteger a Prieto y luego vigilar
los colegios para que los caciques no falsearan las elecciones. Estuvimos allí una semana. Aquel
ambiente fue tremendo, allí todo dependía de los caciques, lo controlaban todo. Estando nosotros, los
caciques no pudieron coaccionar a la gente y, claro, las izquierdas ganaron las elecciones.
Por supuesto, los «caciques» ni siquiera pudieron salir de sus casas; y muchos
electores tampoco: los había metido en la cárcel el gobernador civil. Pero sigamos
con los recuerdos de Casto.
Entre mis amigos de «la Motorizada», casi todos muertos ya [él hablaba en 1981], recuerdo
especialmente a Enrique Puente, nuestro jefe —era presidente de la Juventud Socialista Madrileña—,
Florentino Rodríguez, panadero como Puente; Ángel Tejeda, Julio Estrada y Luis Cuenca. Fernando
Condés era nuestro instructor de milicias, y todos le queríamos entrañablemente. Era una gran persona y
un gran socialista.
Es un punto de vista.
La versión más conocida de lo ocurrido en las elecciones de Cuenca es la de Gil
Robles, pero al tratarse de un testimonio interesado es por lo que hemos dado voz a
Casto de la Heras. No sería extraño que en la primera vuelta el cacicazgo hubiera
ejercido sus habituales presiones, aunque, en ese caso, lo normal es que hubieran
apoyado a los centristas de Portela Valladares y Alcalá Zamora, que eran los que
habían «organizado» las elecciones y disponían de su propio gobernador civil. Y, sin
embargo, ganaron las derechas a los portelistas. Un testimonio que refleja bastante
bien el ambiente que rodeó las elecciones conquenses es el de propio Prieto:
Cuando llegué al teatro [donde iba a pronunciar su mitin] humeaban cerca las cenizas de la hoguera en
que habían ardido los enseres de un casino derechista asaltado por las masas populares. En un céntrico
hotel hallábanse sitiadas desde la víspera significadísimas personalidades monárquicas. El ambiente era
de frenesí.
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de abril había publicado unas declaraciones del gobernador civil de Asturias, señor
Bosque:
He nombrado a muchos comunistas delegados gubernativos en toda Asturias. Aquí tengo estos
telegramas que responden a la batida antifascista que los delegados y las demás autoridades obreras y
republicanas realizan por la región. Un cura, un secretario de ayuntamiento, dos médicos metidos en la
cárcel. La cifra se eleva a varios centenares. Los delegados gubernativos cumplen admirablemente su
función.
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Un puñado de oficiales, sin embargo, cumplió su palabra. El entonces teniente
Condés, el teniente Moreno, el teniente Del Castillo, el capitán Faraudo, gente con
redaños, formados en las guerras de África, condecorados y muy marxistas, salieron a
la calle y fueron aplastados. La torpeza infinita con que la derecha afrontó el
«después de Octubre», especialmente persiguiendo con saña a Azaña y a los
anarquistas que, salvo en Asturias, habían permanecido al margen, permitiría a la
izquierda revolucionaria no solo recuperarse, sino volver unida y en triunfo de la
mano de los republicanos. Y para corregir los errores advertidos se pusieron manos a
la obra.
La amnistía devolvió a los oficiales de Octubre a la carrera militar, aunque no
todos encontraron un fácil acomodo. Carlos Faraudo y Condés se encontraron con la
oposición cerrada de sus diferentes cuerpos, el de Ingenieros y el de la Guardia Civil,
respectivamente, y quedaron en situación de «disponibles» sin destino. Otros, como
Del Castillo y Moreno, pidieron el traslado a la Guardia de Asalto, que les fue
concedido con rapidez. Todos, los «disponibles» y los «colocados» fueron
reclamados por los socialistas para que pusieran en pie una organización miliciana
digna de ese nombre y tan aguerrida, al menos, como las de los carlistas.
Profesionales probados, duros y absolutamente sectarios, comenzaron sin demora el
encuadramiento y la instrucción de las juventudes. Ya hemos visto a Condés como
mentor de «la Motorizada» y a Del Castillo y Moreno en sus dobles papeles de
policía y de instructor de milicias. Nos falta el cuarto: Carlos Faraudo de Micheo,
capitán, aristócrata, amigo de Margarita Nelken y devoto de Largo Caballero.
Que a los enemigos de Prieto dentro del Partido Socialista no les había gustado
nada la expedición de Cuenca es un hecho. Su discurso, que ya conocemos,
advirtiendo contra los peligros del desorden y las falsas expectativas revolucionarias,
le costó una dura respuesta del órgano caballerista Claridad y el que casi, según su
exagerada versión, le mataran en el mitin de Écija. Pero no cabe duda de que el
«desempeño» de «la Motorizada» había impresionado a todos, especialmente a Largo
Caballero.
Las celebraciones del Primero de Mayo, una demostración de «dominio», en
expresión de la propia prensa izquierdista, habían sido un éxito. Salvador de
Madariaga hizo una aguda observación al comparar la paralización absoluta de la
vida ciudadana durante las Semanas Santas de la monarquía con aquel Primero de
Mayo. En lugar de procesiones, desfiles; en lugar de cristos y vírgenes, efigies de
Marx, Lenin, Caballero y Stalin; en lugar de saetas, la Internacional… Nadie podía
trabajar, desplazarse, asistir a un espectáculo ajeno a la gran celebración obrera.
Previsores, muchos ciudadanos partieron al campo. Las milicias juveniles, cuya
unificación acababa de ser proclamada, tuvieron una lucida intervención en toda la
parafernalia. Miles de ellos, uniformados y marciales, cubrieron carrera de tres en
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fondo a lo largo del paseo de la Castellana. En Toledo, entusiasmada por la visión
marcial de sus jóvenes reclutas, la Nelken les exhortaba: «Tenéis que desprenderos en
las próximas luchas de la clemencia y la piedad». No hacían falta tales exhortos; la
clemencia y la piedad huían de España a marchas forzadas: en la misma provincia
toledana, en el pueblo de Burrujón, los vecinos Pablo Rodríguez y Fortunato Díaz
habían sido obligados a llevar en brazos a sus dos pequeños hijos muertos, por
negarse a celebrar un entierro civil.
El éxito de las milicias había que potenciarlo y Largo Caballero pensó en el
capitán Carlos Faraudo como el hombre ideal para esta misión. En la tarde del jueves
7 de mayo, Manuel Tagüeña Lacorte, uno de los jefes de la ya unificada Juventud
Marxista de Madrid, acudía al domicilio de Carlos Faraudo con un mensaje
importante: Largo Caballero deseaba que el capitán asumiera el mando militar de las
milicias socialistas. Para dar más empaque a la visita, le acompañaban otros dos
«responsables»: Fernando de la Rosa y Federico Coello. Cuenta Tagüeña que salieron
encantados de la visita.
Era un oficial de Ingenieros muy culto y con opiniones muy claras y definidas sobre una futura España
socialista, que al cumplir la justicia social diera además a nuestro país la categoría que merecía entre
todas las demás naciones. Vivía Faraudo en el barrio de Salamanca. Nos despedimos de él y apenas
habíamos llegado al centro de Madrid cuando nos enteramos de que había sido asesinado.
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diente por diente». Unas horas después se enterraba a Bruno Ponce y a Juan Palacios,
militantes del Frente Popular, muertos durante unos enfrentamientos con falangistas
en Cuatro Caminos.
Tras la reunión, el capitán Orad de la Torre tomó papel y pluma para redactar una
carta de aviso a sus adversarios de la UME: «Si vuelve a tener lugar otro atentado
semejante, replicaremos con la misma moneda, pero no en la persona de algún oficial
del ejército, sino en la de algún político». Pues, a su juicio, eran los políticos los
responsables de semejante estado de cosas. Muchos años después, el 28 de
septiembre de 1978, el capitán Urbano Orad de la Torre, que había sido masón como
casi todos los miembros de la UMRA (y algunos de la UME), tomaba una vez más
recado de escribir. Pero, esta vez, se dirigía al diario El País para defender la
inocencia de la masonería en el crimen de Calvo Sotelo. Ya muy anciano, con
problemas de salud y fallos de memoria, el capitán Urbano, el mismo que apuntó los
cañones contra el cuartel de La Montaña y se batió con fuerza y arrojo en Somosierra,
confunde fechas y nombres. Pero lo esencial es el reconocimiento paladino: «Nunca
actuó Orad de la Torre en esas fechas como miembro de la masonería, sino como
militar republicano». Y sigue:
El 12 de mayo (sic) mataron a Del Castillo. Aquella noche se reunieron un grupo de militares con rango
de teniente coronel a capitán entre los que figuraban Barbeta (sic), Faraudo (sic), Díaz Tendero y otros, y
decidieron que había que cumplir lo dicho. Echaron a suertes y le tocó a Condés tomar el mando del
grupo. Los guardias fueron voluntarios. Tomaron una camioneta de asalto, con su chófer de servicio, que
fue el único que no era voluntario. (…) Fueron a buscar a Goicoechea y no estaba en casa. Dijo Condés
que fueran a por Gil Robles y tampoco estaba en su casa de la calle de Serrano (sic). Entonces, al pasar
por la calle de Velázquez un guardia dijo que allí vivía Calvo Sotelo. Subieron a la casa, lo cogieron, se
lo llevaron detenido, y en la calle de Alcalá (sic) uno de los guardias le pegó un tiro.
Errores aparte, aunque algunos muy significativos puesto que está probado que la
expedición de castigo de Condés fue directamente a buscar a Calvo Sotelo, Orad de la
Torre nos describe un acto de insubordinación contra las leyes y el orden
constitucional vigente, cometido por militares vinculados a un partido con
representación parlamentaria, el PSOE, y al mismo tiempo miembros de una
organización ilegal. Y, además, con empleo de medios y personal perteneciente a la
Dirección General de Seguridad. Otros lo llaman rebelión o golpe de Estado. Otros
aun, justicia popular o simple represalia. Pero no actuarán solos: con ellos colaboran
miembros de «la Motorizada» de Prieto y de la Juventudes Socialistas Unificadas. La
estructura militar de la futura revolución estaba tomando forma. No más fallos como
el de Octubre. La Causa General guarda una nota del teniente Máximo Moreno a
Largo Caballero con estas líneas: «Don Francisco. Anoche en la calle de Lista, 67,
unos individuos se apearon de un coche e hicieron unos disparos al capitán don
Carlos Faraudo —perteneciente a nuestro partido—, un camarada más que nos mata
la reacción fascista —por la causa socialista».
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Del asesinato de Faraudo, el 7 de mayo, al del teniente Del Castillo, el 12 de julio,
no se puede acusar al gobierno de Casares Quiroga de pasividad frente al fascismo,
sino de todo lo contrario. Las detenciones de falangistas, supuestos o auténticos, y de
derechistas se cuentan por miles. Simples alcaldes se arrogan la autoridad y clausuran
los centros políticos de la oposición, destierran a los vecinos «sospechosos», expulsan
a los curas y se incautan de conventos e iglesias. Cuando no, es la Casa del Pueblo
quien lleva la iniciativa del acoso. La censura mutila las informaciones, pero no
puede impedir que se divulguen los hechos porque son los propios medios de
comunicación de la izquierda los que incitan a las razias y presumen de los
resultados. Y cuando lo jueces actúan y liberan a detenidos sin pruebas, son ellos
mismos los que pasan a encabezar las listas de «fachas» a batir. «Para qué
necesitamos jueces profesionales —declara la Nelken—, si un obrero basta para
aplicar la justicia del pueblo».
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ESCENA DUODÉCIMA
¿PARA QUÉ TE CASAS CON UN MUERTO?
Los primeros doce días de julio, los últimos días de su vida, fueron de mucha tensión
para el teniente José del Castillo Sáenz de Tejada. No es que le arredrara el peligro, ni
mucho menos; pero en la guerra, frente a Abdel Krim, uno sabía la mayor parte de las
veces dónde estaba el enemigo. En las calles de Madrid, podía surgir de cualquier
parte. También le afectaba el cansancio propio de su puesto. Aunque el grupo de
Pontejos de la Guardia de Asalto tenía como misión principal la protección del
Congreso de los Diputados y la Presidencia del Gobierno, la situación no se prestaba
a distingos. A la huelga de la construcción, con su rosario de bombas y
enfrentamientos entre cenetistas y ugetistas, había que añadir las represalias y
contrarrepresalias entre Falange y todos los demás. A cada muerto, a cada incidente,
sucedían nuevas manifestaciones de protesta y nuevos enfrentamientos y los cuatro
Grupos de Asalto —Pontejos, Pacífico, López de Hoyos y el de Caballería— estaban
desbordados. Del Castillo estaba destinado, además, en la «compañía de
Especialidades», dedicada principalmente al control y represión de motines y
manifestaciones; en turnos preestablecidos de un día de servicio por tres libres. Pero
eso era la teoría; la práctica garantizaba muchas más horas de guardia y, sobre todo,
muchas, muchas horas de tensión. Y para mayor abundamiento, mientras se
consideraba que el grupo de Pacífico «era de derechas», el grupo de Pontejos reunía a
los oficiales y guardias más políticamente seguros y de los que más se fiaba el
gobierno. Resultado: muchas horas de trabajo.
Del Castillo se sabía amenazado de muerte y algunas veces le acompañaban
jóvenes milicianos socialistas como escolta de protección. Pero era un militar,
africanista para más señas, acostumbrado a jugarse la vida. Sus superiores, que tenían
«ojos y oídos» en todas partes, sabían que Del Castillo estaba condenado a muerte
por Falange y que entre las derechas, incluso entre las gentes de orden, su nombre era
sinónimo de violencia y sectarismo policial. Cuando los asaltos machacaban una
manifestación monárquica o un cortejo fúnebre falangista, el rumor popular siempre
atribuía el mando de la carga al teniente Del Castillo. Ciertamente, en muchas
ocasiones así era, pero ni aquel 12 de julio, domingo, ni el día anterior, sábado,
cuando fue brutalmente reprimida una manifestación monárquica, había estado de
servicio el teniente Del Castillo. De hecho, iba a entrar de guardia a las diez de la
noche del domingo.
Del Castillo acababa de cumplir 35 años. Era natural de Alcalá la Real (Jaén),
había estudiado en Granada, e ingresó muy pronto en el ejército. En 1922, tras el
desastre de Annual, le vemos de alférez en el regimiento Tetuán número 1. Allí
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conoció a Condés, vivió con él los peligros de la guerra y tramaron una amistad que
la ideología compartida hizo gitana. Volvió a la península en 1925, destinado a Alcalá
de Henares. Conspiró contra la monarquía, cooperó en la planificación de Octubre, y
fue detenido y condenado. Tras salir de la cárcel, ingresó «con honores» en la
Guardia de Asalto y contrajo matrimonio civil con Consuelo Morales el 20 de mayo.
Vivía en la casa de los padres de su mujer, en la calle de Augusto Figueroa, número
11. El edificio aún existe, aunque la mayoría de los comercios y establecimientos de
la zona ha cambiado mucho. Se conservan como entonces «La Gloria», especializada
en uniformes para hostelería y sanidad, y en la esquina norte con la calle de
Fuencarral aún está en pie el pequeño oratorio de Santa María del Arco. Hay,
también, un par de bares clásicos, pero el ambiente es muy distinto al de aquella
época. En el número 9 hay un local de tatuajes y, desde allí hasta Fuencarral, uno de
frutos secos, varias tiendas de «moda gay», una sauna/hotel y un locutorio. Y sin
embargo, «los más viejos del lugar» todavía recuerdan el asesinato del teniente y el
ambiente terrible de aquel mes de julio.
El día 3, por la tarde, un grupo de falangistas que tomaban café en una terraza de
la calle Torrijos había sido ametrallado desde un coche. Hubo dos muertos y cinco
heridos. Al día siguiente, por la noche, un comando falangista sorprende a la puerta
de la Casa del Pueblo, en la calle de Gravina, a un grupo de militantes socialistas. Los
ametrallan, con un balance de dos muertos y siete heridos. En su política habitual del
doble rasero, el segundo atentado es respondido rápidamente con redadas de
sospechosos derechistas, registros domiciliarios y recogida de publicaciones
prohibidas. Son más de doscientas las personas que acaban en los calabozos de la
Dirección General de Seguridad. Pero en medio del despliegue policial se producen
dos hechos, hasta entonces insólitos: el secuestro, tortura y asesinato del joven José
María Sánchez Gallego, de 18 años, hijo del empresario del Circo Price, y el
secuestro y asesinato del teniente de complemento y falangista don Justo Serna
Enamorado. No hay certeza sobre quiénes fueron los autores. El cadáver del teniente
fue hallado en una cuneta de la carretera de Carabanchel, maniatado y apuñalado. El
del joven Sánchez Gallego se encontró en las mismas condiciones en la carretera de
Pozuelo. Justo Serna Enamorado hacía el muerto número 61 de Falange desde las
elecciones de febrero. Antes del 18 de julio, caerían otros siete falangistas más. El
fantasma de los «paseos» acababa de sobrevolar Madrid y las derechas, estremecidas,
culpan a las milicias de acción del Frente Popular. Pero en la UME no todos pensaban
lo mismo. La sospecha de que grupos de policías estaban implicados en una guerra
sucia no era nueva y la muerte del teniente de complemento no hacía más que
reforzarla.
Uno de los problemas del «caso Castillo» es que nadie en la Policía de la época se
tomó en serio la investigación del crimen. Se dio por sentando que habían sido los
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falangistas y se clamó venganza. Los estudiosos sucesivos han aportado distintas
versiones, todas apócrifas, sobre la autoría del crimen que son imposibles de
confirmar. La prensa de la época relató que el teniente había pasado la tarde con su
mujer paseando por la glorieta de Bilbao. Luego se fueron a casa para que él cenara
antes de tomar el servicio. Consuelo Morales explicó a Gibson en 1981 que bajaron
juntos al portal y que allí se despidieron. Ella se fue hacia la izquierda, en dirección a
la casa de sus tíos, y él, hacia la derecha, camino de la calle de Fuencarral. Consuelo
escuchó el ruido de unos disparos y le dio un vuelco el corazón. Su presentimiento
resultó cierto. Volvió sobre sus pasos y en la esquina, frente al oratorio, rodeado de
gente, estaba un guardia con una pistola: «¿Es de su marido, señora? Reconocí el
arma enseguida». Nada más contraer matrimonio, Consuelo había recibido un
anónimo: «¿Para qué te casas con un muerto?».
A Del Castillo lo ametrallaron de frente y, sin duda, lo hizo un profesional.
Aunque valiente y capaz de aceptar cualquier riesgo, no significa que Del Castillo
fuera un insensato. Sobre él habían llovido las amenazas de muerte en forma de
anónimos; se sabía en la lista negra de la UME y de Falange; la tarde anterior una
compañera socialista, Leonor Menéndez, le había advertido de que pensaban matarle
aquella misma semana y varios de sus compañeros de Asalto venían insistiendo en
que tomara medidas de protección. Por eso, el teniente llevaba el arma reglamentaria
montada y amartillada en el bolsillo de la guerrera y, por las trazas, cruzó la calle
Augusto Figueroa hacia Fuencarral en diagonal. La información de la época recoge la
versión de un testigo, Juan de Dios Fernán Cruz, ferviente monárquico, admirador de
Calvo Sotelo, colaborador de ABC y muy relacionado con las obras sociales de la
Iglesia, lo que exigía un gran valor y presencia de ánimo en aquellos momentos, que
según los relatos periodísticos dio este testimonio: «En aquel instante, al entrar en la
calle de Augusto Figueroa, vi venir hacia mí a un teniente de Asalto que dejaba la
acera de enfrente, sin duda para entrar en la calle de Fuencarral por la opuesta. No
habría llegado al centro de la calle cuando, tras él, irrumpieron cuatro o cinco
individuos —no puedo determinar el número exactamente—, a uno de los cuales oí
gritar: “Ese es, ese es, tírale”».
Estaba tan cerca del teniente que Fernán Cruz, según el relato contemporáneo, fue
derribado al suelo por el cuerpo del herido y perdió las gafas. Ayudó a trasladar a Del
Castillo en un coche hasta el equipo quirúrgico de la calle de la Ternera y recogió sus
últimas palabras: «Lléveme con mi mujer que ha poco que se ha separado de mí».
Luego repitió su declaración a la Policía y se marchó. Si sabía algo, se lo llevó a la
tumba, porque fue paseado por los rojos al comenzar la guerra.
La versión presenta demasiadas lagunas. En primer lugar, Del Castillo recibió tres
disparos de frente: uno le alcanzó en la mano, otro en un brazo y el tercero, el que le
mató, en el pecho. Varios impactos más, muy agrupados, dieron contra la pared del
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oratorio, y un joven fue alcanzado en una pierna, calle Fuencarral arriba, lo que
confirma la trayectoria de las balas y que todos los disparos fueron hechos por la
misma arma, una pistola ametralladora. Pero Fernán Cruz declara que vio venir a un
teniente de Asalto, es decir, de uniforme y con gorra de plato, y que escuchó gritar
«ese es» a unos jóvenes que irrumpieron tras él.
Ian Gibson, en su libro La noche que mataron a Calvo Sotelo, atribuye el crimen
a un grupo de tradicionalistas que actuaron en venganza por el disparo que le hizo
Del Castillo al estudiante Llaguno durante el entierro del alférez Anastasio de los
Reyes. Pero el riesgo de los relatos orales no es solo que el que los hace haya podido
percibir un detalle equivocado que condiciona la realidad, sino que con el paso del
tiempo incorpore hechos ajenos, leídos o escuchados a lo largo de muchos años, que
se asumen como vivencias propias. Gibson fue desmentido por uno de los supuestos
asesinos tradicionalistas de Del Castillo. No solo negaba su participación, sino que
con su presencia echaba por tierra la afirmación, también recogida por Gibson, de que
había muerto durante la guerra. Y sin embargo, la existencia de una fuente anónima,
que le asegura que fueron unos tradicionalistas, le lleva a descartar, por ejemplo,
cualquier complicidad en el crimen del testigo Fernán Cruz, que ni siquiera vivía
cerca y que nunca explicó qué hacía allí esa noche. También descarta a la Falange, en
este caso porque uno de sus miembros, joven activista en aquellos tiempos, le cuenta
que no pudieron matar a Del Castillo el día previsto porque recibieron órdenes desde
arriba, prohibiendo el atentado.
Ricardo de la Cierva, más cauto, también recibe una confidencia oral y como tal
la transmite. Según la versión de don Ricardo, fue un oficial del ejército, el
comandante A.G.C., el autor del crimen. «Al teniente Del Castillo lo maté yo. En
Falange se decidió quitarlo de en medio y fue muy fácil. Aquella noche le seguí con
la pistola ametralladora preparada y en el momento oportuno le metí la ráfaga en los
riñones».
Esta versión, que matrimonia convenientemente el hecho de que fuera un solo
tirador quien mató a Del Castillo, con la autoría intelectual de Falange, que solía
actuar en grupos, presenta también problemas insolubles. Primero, que los tiros
fueron de frente; segundo, que el trayecto entre la casa de Del Castillo y el lugar
donde cayó muerto se recorre en menos de un minuto, con lo que poco tiempo tendría
el comandante para seguirle y esperar la oportunidad; y, tercero, que en el lugar del
suceso se halló una pistola que no era la del teniente Del Castillo. Su arma fue
encontrada en el bolsillo de su guerrera: se le había disparado al caer y la pernera del
pantalón presentaba el correspondiente orificio de salida. ¿De quién era la pistola que
según la viuda de Del Castillo le enseñó el guardia municipal? Y otro detalle extraño:
si se habían separado en el portal de su casa y entre este y la bocacalle de Fuencarral
se tarda menos de un minuto, ¿cómo es que la viuda de Del Castillo no llegó al lugar
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del atentado antes de que recogieran moribundo al teniente? No podía haberse alejado
a más de dos minutos de distancia y no es probable tanta celeridad en la asistencia y
traslado del herido. ¿Esperó Del Castillo unos minutos en la misma calle, tras
despedirse de su mujer, hasta comprobar que todo estaba tranquilo? ¿Se fumó un
cigarrillo en el bar de enfrente de su casa, que todavía existe? O, tal vez, ¿se encontró
con algún vecino y estuvo charlando con él unos minutos? Y puestos a dudar,
¿conocía a su asesino y por eso no reaccionó? Los franquistas mantuvieron desde un
principio que al teniente Del Castillo lo asesinaron por negarse a cumplir la orden de
matar a Calvo Sotelo. Claro que nunca aportaron la más mínima prueba y es seguro
que de haberla tenido, o siquiera un indicio, la habrían explotado hasta la saciedad.
En fin, curiosidades de anticuario. Podrían ser perfectamente falangistas —ya
hemos dicho que muchos militares lo eran—, tradicionalistas o miembros de la UME.
Pero sin duda, el crimen de Del Castillo, un hombre que iba sobreaviso y que cruzaba
la calle en diagonal para surgir por un punto inesperado, fue obra de profesionales. Al
menos tanto como los que mataron al capitán Faraudo el 7 de mayo; muerte que dio
lugar a la reunión de la UMRA y a su amenaza de que la próxima vez la represalia
caería sobre un político. Y así, toma todo su valor la expresión de Orad de la Torre «y
decidieron que había que cumplir lo dicho».
Los partidarios de la vinculación simplista entre los asesinatos de Del Castillo y
Calvo Sotelo insisten en que la muerte del político fue una represalia más dentro de la
batalla callejera que se estaba librando en España entre grupos extremistas. Conceden
que fue una acción desproporcionada, pero insisten en despojarla de cualquier otra
intención que no sea meramente la venganza: por ejemplo, un acto deliberado de
provocación. Nosotros, humildemente, creemos que fue, también, una medida
«preventiva».
El 24 de mayo, Indalecio Prieto había advertido a su auditorio en el Coliseo
Albia, de Bilbao, que el fascismo no era un peligro ilusorio y, añadió:
No tendrá a estas horas la articulación debida para la lucha, y por eso se debate oprobiosamente en viles
asesinatos aislados; pero el ambiente va extendiéndose y densificándose, y nosotros tenemos la
obligación de no deparar al enemigo circunstancias que justifiquen su existencia y que mañana,
cualquier día, a través de un incidente dramático en una aldea o en la calle de una ciudad populosa,
origine el levantamiento de gentes que arden en deseos vengativos de ahogarnos.
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Es, pues, altamente improbable que la junta de la UMRA, en la que se integraban
militares que tenían contactos y relaciones continuas y estrechas con ministros, altos
jefes militares, parlamentarios y dirigentes obreros, ignorara la trascendencia política,
las evidentes consecuencias de una acción de tal naturaleza. El jefe del comando, el
capitán Condés, aunque creamos que fue elegido por sorteo para la misión —método
utilizado entre los militares con mucha más frecuencia de lo que podría parecer— no
era un novato en política. En aquellos días, se le atribuyó una frase, «es inútil dejar
que se adelanten», referida a los golpistas, que demuestra su convencimiento de que
la sublevación tan temida iba a ser un hecho. Y existía, además, otro factor nada
desdeñable: el convencimiento extendido entre los militares revolucionarios de que el
gobierno de Casares Quiroga estaba contemporizando con la reacción y no hacía nada
decisivo para acabar con el movimiento que se estaba preparando. Muchos de estos
militares, como hemos visto, eran al mismo tiempo instructores de las milicias
socialistas y comunistas. Conocían muy bien los dos patios —el del ejército y el de
las vanguardias obreras— y eran mucho menos optimistas que Largo Caballero sobre
las escasas perspectivas de éxito de los sublevados. Como iban a demostrar los
hechos, tenían razón. Los dos primeros meses de guerra vieron cómo se deshacía en
el campo de batalla, ante un enemigo escaso pero organizado, lo mejor de sus
milicias. Y, por último, si el destino de España era la revolución, y para ellos lo era,
¿a qué venían los rumores de un gobierno de Prieto pactado con los burgueses?
Tampoco se puede desdeñar el factor psicológico. Ya hemos relatado que el
ambiente de tensión de aquellos días terribles afectaba a todos. Huelgas aparte, era
evidente para cualquiera que tuviera acceso a los partes de Gobernación que la
resistencia de Falange, lejos de debilitarse ante los continuos golpes y la presión
policial, estaba aumentando; y eso solo podía deberse al trasvase a la organización de
otros jóvenes derechistas procedentes de la CEDA. Lejos de Madrid, en Castilla, en
Andalucía y fundamentalmente en Navarra, la percepción del peligro era aún mayor,
como demuestra el peregrinaje de responsables izquierdistas a la capital de España
durante esos días para denunciar el rearme de las derechas y en demanda de más
contundencia por parte de un gobierno que, sin embargo, en menos de dos meses
había practicado o tolerado más de tres mil detenciones de «facciosos»…
Y así, mientras el teniente Del Castillo cenaba con su mujer a las nueve de la
noche del domingo 12 de julio, el comentario general entre las personas
«informadas» eran los incidentes que acababan de tener lugar en Valencia; unos
incidentes que los compañeros de Del Castillo solo podían interpretar como una
prueba más de lo razonable de sus temores. En la noche del 10 de julio, un grupo de
seis falangistas había irrumpido en el estudio de Unión Radio de Valencia, se habían
hecho con el micrófono y, ante los estupefactos oyentes, lanzaron la siguiente
proclama:
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¡Aquí Unión Radio de Valencia! En estos momentos, Falange Española ocupa militarmente el estudio de
Unión Radio. ¡Arriba el corazón! Dentro de unos días saldrá a la calle la revolución nacional
sindicalista. Aprovechamos este servicio para saludar a todos los españoles y particularmente a nuestros
correligionarios.
Sí, no tenían dudas: la reacción estaba a punto de saltar, el gobierno no hacía nada
y era preciso adelantarse.
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ESCENA DECIMOTERCERA
«NO TENEMOS COJONES SI NO NOS CARGAMOS ESTA NOCHE A VEINTE
SEÑORITOS»
Aquel domingo, José Calvo Sotelo lo había dedicado por entero a su familia. El relato
de cómo pasó las últimas horas de su vida se lo debemos a su hija Enriqueta, quien,
muchos años después, plasmaría en unos folios la memoria oral celosamente
conservada por su madre, Enriqueta Grandona, y por los mejores amigos de su padre.
Ya hemos advertido que es inevitable en este tipo de testimonios que el autor mezcle
o incorpore hechos y detalles sabidos muy a posterior de cuando se produjo el
acontecimiento, que pueden no ser exactos. Tradición, historia y leyenda tienen, a
veces, las lindes entremezcladas.
Pero, de cualquier forma, los recuerdos de Enriqueta, que no tenía más de trece
años, nos dicen que por la mañana oyeron misa en la iglesia de la Concepción, que a
la salida su padre habló con un militar, el coronel Joaquín Ortiz de Zárate, con quien
le unía cierta amistad porque veraneaban juntos en Comillas; que, a continuación,
fueron a visitar a su abuelo, Pedro Calvo, que llevaba algún tiempo en cama a causa
de una úlcera, y que el resto de la jornada la pasaron apaciblemente en su casa de la
calle Velázquez, 89. Hoy, el edificio donde se encontraba el domicilio de la familia
Calvo Sotelo ya no existe. Ha sido sustituido por otro que, a tenor de las fotografías
que se conservan del anterior, no le hace justicia. En julio de 1936, la calle de
Velázquez era de doble dirección, con un hermoso bulevar en el centro. El número 89
se encontraba casi «a las afueras», al lado de un solar y haciendo esquina con la calle
Diego de León. Una zona que por las noches era muy solitaria y oscura. Pero era un
piso soleado y grande, capaz de albergar al matrimonio y sus cuatro hijos, más dos
doncellas, una institutriz francesa y un mozo para los recados.
Esa tarde, Enriqueta tenía algo de fiebre, pero aun así estuvo levantada. Calvo
Sotelo era un padre que se hacía caro de ver. Merendaron horchata, traída de un bar
cercano, y su hermana Conchita y su padre tocaron un dúo de bandurria, él, y piano,
ella. Interpretaron el Momento musical de Schubert. Por las noches, Calvo Sotelo
solía reunir a sus amigos para una tertulia casera. Pero ese domingo, a pesar de otros
testimonios, Enriqueta afirma con absoluta seguridad que no recibió a nadie. Solo una
visita desacostumbrada, la del padre Pérez, misionero del Corazón de María, que
venía a advertirle de un rumor inquietante que corría por Madrid referido a su
próximo asesinato. Termina Enriqueta sus recuerdos personales:
Al poco rato de la visita vino mi padre a la habitación que compartíamos mi hermana y yo. Venía ya en
batín un poco despeinado (él llevaba el pelo totalmente hacia atrás, muy planchado y liso). Pero por la
noche y cuando ya se iba a dormir, se ponía cómodo y se revolvía un poco el pelo, cayéndole algún
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mechón sobre la frente (tenía ya muchas canas en las sienes, a sus 43 años). Así le recuerdo yo aquella
noche, cuando entró en mi cuarto. Se tumbó atravesado a los pies de mi cama (yo me encogí, para
dejarle sitio) y empezó a hacerme mimos (solía hacerlo cuando estábamos enfermos); me pasaba su dedo
índice por los labios, me pellizcaba un poco la cara… Al cabo de un ratito, se levantó y volvió a sentarse
en una butaca y conectó la radio para escuchar el concierto que trasmitía entonces la radio todos los
domingos por la noche. Mientras, mi hermana se había acostado también y mi madre se había sentado en
la otra butaca. Permanecíamos los cuatro a obscuras, sin más luz que la que penetraba de la calle, por el
balcón abierto de par en par, en aquella calurosa noche de julio. La claridad era suficiente para
distinguirnos y yo vi a mi padre levantar las manos varias veces, en actitud de dirigir la invisible
orquesta de la radio. Cuando terminó el concierto, mi padre se levantó, vino hacia mi cama, me tocó la
frente: «Parece que apenas tienes fiebre ya»; me dio un beso, que yo le devolví, otro a mi hermana y se
fue a acostar. Detrás de él, mi madre. Es la última vez que yo vi a mi padre.
Calvo Sotelo había, además, despreciado los consejos para que adoptara unas
elementales medidas de protección. Cuenta Gil Robles que el capitán Ansaldo,
hombre de acción a quien José Antonio Primo de Rivera terminó expulsando de
Falange por sus métodos demasiado expeditivos, le pidió que construyera un zulo en
su propia casa y que aceptara una guardia permanente de «guerrilleros». Calvo se
negó a tener esa escolta porque, con razón, la consideraba inútil. «Esos muchachos no
podrán ir armados y solo serían unas víctimas más». No sabemos por qué no aceptó
la idea del escondrijo en su piso, ni por qué siguió durmiendo en su casa, cuando el
resto de los líderes derechistas más amenazados, Gil Robles, Goicoechea y Lerroux,
hacía tiempo que cambiaban de lugar para pasar la noche. Y eso que Calvo Sotelo se
había tomado muy en serio el exabrupto de Casares Quiroga haciéndole responsable
«de lo que pudiera ocurrir».
La única precaución que sí adoptó la sabemos por Luis de Galinsoga, que era el
director de ABC, y fue a raíz de esa intervención de Casares. Reproducimos el
testimonio del periodista, pero haciendo la salvedad de que está prestado a posteriori,
es decir, cuando el testigo ya conoce el final de la historia:
Ya comprenderás [dice Galinsoga que le dijo] que después de lo que ha dicho Casares esta tarde en el
Congreso, mi vida está pendiente del menor incidente callejero, auténtico o provocado por ellos mismos,
y yo quisiera que tú, que estás en el periódico hasta el amanecer, me advirtieras inmediatamente de
cualquier suceso de esta especie para que no me sorprendan desprevenido las represalias, aunque creo
que todo será inútil porque me considero sentenciado a muerte.
Aun en la noche del sábado 11 de julio [recuerda otra vez Galinsoga], antevíspera de su asesinato,
estuvo en mi despacho y me repitió la consigna inolvidable. Pero la fatalidad dispuso que la noche del
domingo 12, en que cayó muerto a balazos en la calle de Augusto Figueroa el teniente de Asalto Del
Castillo, yo no me encontrase en ABC, por ser domingo y, por tanto, día de descanso en el periódico [en
efecto, los diarios de la mañana no salían a la venta los lunes en aquella época]. No pude cumplir su
encargo, que era para mí un mandato sagrado.
En realidad, Calvo Sotelo confiaba ciegamente en sus dos agentes de escolta, los
policías Antonio Alvarez y Luis Gamo (que sería asesinado a poco de comenzar la
Sobre las doce de la noche, una comisión de oficiales que, según testimonio
recogido por Gibson, incluía a tres capitanes y a un teniente, todos de Asalto,
consiguió hacerse recibir por el ministro de Gobernación para exigirle que se les
permitiera llevar a cabo una redada general de fascistas. Asintió el ministro, pero
como los asaltos no estaban familiarizados con las tareas de investigación, Moles les
prometió que daría las órdenes oportunas para que les entregaran los ficheros de
sospechosos de pertenecer a la Falange y a otras organizaciones suspendidas que
había elaborado la Brigada de Investigación. Pronto, las distintas compañías de
Asalto fueron distribuyéndose las listas de domicilios que había que registrar, se
repartieron las camionetas disponibles y los guardias, acompañados de algunos
paisanos, salieron a la captura de facciosos. Moles, eso sí, les había hecho prometer
que no matarían a nadie y que se limitarían a llevar a los detenidos hasta la Dirección.
Pero para muchas de las víctimas, más de doscientas, aquella razzia indiscriminada,
ilegal e injusta, significó una muerte aplazada: continuaban en la cárcel cuando
estalló el Alzamiento y fueron sacados y paseados.
En la selección de objetivos participaron personas ajenas a la Dirección de
Seguridad, como el ya varias veces citado Manuel Tagüeña Lacorte, dirigente de las
Juventudes Socialistas, quien admitió sin darle importancia que se instaló en una
oficina con el capitán Fontán para expurgar unos ficheros que poseía su compañero
Ordóñez. Este los había conseguido en el asalto a una sede de Falange. Pero primero
tuvo que ir a buscar las fichas, para lo que le acompañó en un vehículo otro oficial de
Asalto. A la hora de elegir los nombres, Tagüeña confiesa en sus memorias que «no
conocíamos a nadie y escogimos aquellos que figuraban anotados con cuotas
mensuales más altas o a los que aparecían como obreros, que podían ser gente a
sueldo». (Falange tenía muchos obreros en sus filas; pero los socialistas de la época
siempre los tildaban de mercenarios).
¿Figuraba el nombre de Calvo Sotelo en esas listas? Con toda seguridad no. Pero
al amparo de la confusión y de los gritos se estaba formando otra expedición de
castigo. Y en esta, lo que menos había era histeria.
Con ellos iban los guardias Tomás Pérez, Aniceto Castro, Antonio San Miguel
Fernández, Bienvenido Pérez Rojo, Ricardo Cruz Cousillos y Orencio Bayo
Cambronero, que era el conductor. En distintas obras y relatos figuran otros nombres,
pero su presencia aquella noche en la plataforma 17 no está probada.
Pero Lino, mientras se termina el papeleo, pega la hebra con uno de los guardias,
«el que parecía más ingenuo y más asustado», y, en plan colega, le sonsaca un detalle
trascendental: que aquella noche había visto entrar y salir del cuartel de Pontejos a un
teniente de la Guardia Civil, muy conocido porque en la revolución de Octubre le
habían cogido unos uniformes. «Esto para mí fue la clave».
En efecto, Lino sabe que fue a Fernando Condés, recién ascendido a capitán, a
quien se le incautó de una partida de uniformes de la Guardia Civil con los que
pensaba disfrazar a los miembros de la milicia socialista para tomar un
acuartelamiento el 6 de octubre. Manda sacar unas fotografías de la ficha de Condés
—las únicas que hoy se conservan—, las enseña un poco por ahí y se lo confirman.
Pero en la Dirección las cosas han cambiado mucho en esas pocas horas. Nadie
demuestra el menor interés en seguir la investigación, y mucho menos en detener a
Condés; por lo que, pese a recibir alguna amenaza velada, o quizá por ello, Lino
decide acudir a la Dirección General de la Guardia Civil. «Fui a ver al comandante
Naranjo, ayudante del general Pozas (que era entonces el director general de la
Benemérita) al que le expliqué el caso (…) y cuál sería mi sorpresa cuando me dijo
que él no se quería meter en nada y que obrara yo como quisiera». Lino, por fin, se
decide a detener él mismo a Condés. Pero el capitán no está en su casa. Se ha
marchado advirtiendo a la portera que no volvería más. «Esto me hizo pensar que fue
avisado», termina su relato el comisario.
Si a Lino empezaban a amenazarle de muerte, al juez de guardia, Ursicino Gómez
Carbajo, le estaban haciendo luz de gas. Prácticamente tuvo que repetir todas las
Amanecía en Madrid y la Hoja del Lunes del 13 de julio se voceaba con el gran
titular: «Han asesinado al teniente Del Castillo». Nada sabían sus redactores de que
en el depósito del cementerio del Este descansaba para siempre el protagonista de una
noticia aún más sensacional. Hasta las once de la mañana, aquel cadáver era el de un
sereno encontrado muerto en la calle. Algo sospechaban, sin embargo, los dos
guardas nocturnos del cementerio. El muerto tenía «aspecto de señor» y sus ropas y,
sobre todo, los zapatos eran de precio. Así se lo comunicaron a su jefe cuando, por la
mañana, a las nueve, se incorporó al trabajo.
Una hora antes, alguien había llamado a la puerta del director de El Socialista,
Julián Zugazagoitia. El visitante mostraba «el ajamiento de quien ha perdido la
noche».
—Vengo a decirte, porque acaso convenga que lo conozcas, que anoche han
matado a Calvo Sotelo.
—Ese atentado es la guerra.
—Antes de decidirnos a ejecutar la represalia estuvimos vacilando si ir a casa de
Gil Robles o de Calvo Sotelo. Nos decidimos por el segundo, con el propósito de
volver a por Gil Robles si terminábamos pronto en casa del primero.
Zugazagoitia nunca reveló el nombre de su visitante porque «no muchos días más
tarde había de tocarle perder la vida en los chanchales de la sierra de Guadarrama.
Me parece una prueba de respeto a su muerte no asociar su nombre a la relación que
me hizo».
Sin duda era Luis Cuenca, puesto que el otro «correligionario» que participó en el
crimen y que también resultaría muerto en Somosierra, Fernando Condés, estaba en
ese mismo instante confesándose en la sede del Partido Socialista ante Simeón
Vidarte. Zugazagoitia escuchó el relato de Cuenca y se hizo enseguida una
composición de lugar:
Pensaba preferentemente en las consecuencias políticas del atentado. Este parecía haberse discurrido por
los militares, como réplica a la agresión que un día antes [solo habían sido cinco horas, en realidad]
costó la vida a un oficial republicano. (…) Militares de la UMRA fueron los que organizaron la
represalia, tomando como centro operatorio el cuartel de los guardias de asalto de la calle de Pontejos.
Su tejemaneje previo debió de ser bastante complicado, haciendo intervenir en la operación a buen golpe
de personas, lo que dio como resultado que los amigos del muerto no tardaran en tener una información
casi puntual de todo lo sucedido, que fue realmente monstruoso.
Teruel 13, 5 tarde. El gobernador ha impuesto multas a varios vecinos de Foz de Calanda por vitorear al
fascio y a Primo de Rivera.
Huelva 13,1 tarde. La madrugada última fueron detenidas, por orden del director general de Seguridad,
las caracterizadas personalidades de esta capital Eduardo Díaz, Diego Pajarón, Rodrigo Escalera,
Alejandro Algora, Juan Duelos, Ramón Garcés y el ex alcalde de Bolleillos José Celestino. Se ignoran
los motivos de la detención.
Murcia 13, 4 tarde. La madrugada última la Policía practicó varios registros domiciliarios y detuvo a
varias personas de significación derechista, entre ellas al directivo de Acción Popular (CEDA) Enrique
Agerio Miró, a quien se hizo venir de Los Alcázares, donde veraneaba. Dado su delicado estado de
Pontevedra 13, 4 tarde. En Cangas de Morrazo fueron detenidos dos miembros de Falange Española,
acusados de proferir frases escandalosas.
Valencia 14, 4 tarde. Desde anoche, a las diez, y durante la madrugada última, la Policía ha practicado
numerosas detenciones. Destacadas personalidades valencianas que fueron llevadas primeramente a la
Jefatura de Policía, a las tres de esta madrugada y en el coche celular, han sido llevadas a la cárcel
Modelo. Entre ellas están los directivos de Renovación Española, Vicente Lasalla, José Cruz, el doctor
Rosa Meca y varios más. Muchos falangistas y simpatizantes, en su mayoría jóvenes, han vuelto a ser
detenidos y encarcelados. Los hermanos Moutas, de 15 y 17 años de edad, sobrinos del diputado
asturiano José María Moutas, también están encarcelados. El señor marqués de Laconi estaba preso e
incomunicado desde el domingo. Esta mañana se personaron en el Gobierno Civil los directivos del
Instituto Médico, presidentes de los distintos colegios sanitarios de la provincia, pidiendo la libertad del
doctor Rosa Meca, que es presidente del Colegio Oficial de Odontólogos de las provincias de Valencia,
Alicante, Castellón, Albacete y Murcia. El gobernador civil no dejó muy satisfechos a los peticionarios,
a pesar de los razonamientos expuestos ante la primera autoridad de la provincia por el doctor Bosch
Marín, ex director general de Sanidad.
Barcelona 14,3 tarde. La Policía ha practicado gran número de registros durante esta madrugada y la
mañana de hoy en domicilios de elementos significados de Falange y otros de significación derechista.
Parece ser que la actividad de la Policía tenía por objeto buscar al jefe regional de Falange Española,
Roberto Basas. A consecuencia de esos registros ha sido detenido un señor apellidado Martí, en cuya
casa la Policía se incautó de dos escopetas de caza, para las que al parecer tenía licencia. Se han
practicado ocho detenciones de elementos que en la comisaría nos han dicho que eran de significación
derechista, los cuales han sido recluidos en los calabozos de dicho centro oficial.
Salamanca 14, 5 tarde. Esta madrugada fue detenido y encarcelado el jefe provincial de Falange
Española, Francisco Bravo, después de haber sido registrado minuciosamente su domicilio. También
fueron detenidos dos fascistas más.
Zamora 14,5 tarde. Han sido detenidos varios fascistas que han ingresado en la cárcel.
Durante esos días claves, las asombradas derechas vieron cómo eran patrullas
conjuntas de milicianos y policías las que practicaban registros y hacían detenciones.
Desde Gobernación se dictó una nota de obligado cumplimiento a los periódicos:
quedaba prohibido emplear la expresión asesinato en el caso de Calvo Sotelo. No, ni
un solo gesto de apaciguamiento.
A Condés, Prieto se lo encontró el día 15 de julio por la tarde, entre un grupo de
militantes socialistas que aguardaba instrucciones en Carranza, 20. Le hizo una seña
y le llamó aparte.
El sumario de Calvo Sotelo evidencia que fue usted quien detuvo a la víctima.
—Lo sé. Pero nada me importa ya de mí. Abrumado por la vergüenza, la
desesperación y el deshonor, estoy dispuesto a quitarme la vida.
—Suicidarse sería una estupidez. Van a sobrarle ocasiones de sacrificar
heroicamente su vida en la lucha que, de modo ineludible, comenzará pronto, dentro
de día o dentro de hora…
En efecto, el capitán Condés tuvo ocasiones de sobra. Junto con el teniente
Moreno, el capitán Orad de la Torre y el capitán Fontán participó en el asalto del
SR. GIL ROBLES: ¡Triste sino el de este régimen, si incurre, frente a un crimen de esa
naturaleza, en el error tremendo de pretender paliar los acontecimientos! Si exigís
El gobierno republicano se hundió en septiembre de 1936 agotado por los esfuerzos estériles de
restablecer la unidad de dirección, descorazonado por la obra homicida —y suicida— que estaban
cumpliendo, so capa de destruir al fascismo, los más desaforados enemigos de la República. El buen
desempeño de su aplastante responsabilidad habría exigido por parte de todos la asistencia más leal.
Durante aquellas semanas, el optimismo causó estragos en la eficacia y la prontitud de la defensa. De
entonces es la campaña contra la formación de un ejército regular, sometido a la disciplina del Estado
porque tal ejército, decían, iba a ser el instrumento de la contrarrevolución. Se dio el caso de que unos
trenes de reclutas, movilizados por el gobierno y enviados a Barcelona para reconstituir las unidades de
la guarnición, no pudieron pasar la raya de Cataluña porque las autoridades locales les impidieron
proseguir el viaje. El trabajo, lejos de hacerse más intenso, menguó en duración y rendimiento… (Azaña,
Manuel, Causas de la guerra de España, Crítica, Barcelona, 2004).
ALFREDO SEMPRÚN
Madrid, 11 de septiembre de 2005
PRIETO, INDALECIO
Se lee la proposición no de ley del señor GIL ROBLES, sobre el orden público en
España. La Cámara está animadísima, y en el banco azul, están el presidente del
Consejo y los ministros de Estado, Marina, Gobernación, Obras públicas,
Agricultura y Comunicaciones.
SR. GIL ROBLES: Señores diputados, espero que el espíritu más suspicaz encuentre
plenamente justificado el planteamiento del tema a que se refiere la proposición
no de ley que acaba de leerse; ello no implica solamente el ejercicio de un
derecho, sino el cumplimiento de un deber por parte de los grupos de oposición
de la Cámara; pero aunque no hubiera esta razón, que yo estimo suficiente, lo
sería la actitud perfectamente conocida en materia de orden público de alguno de
los grupos que apoyan la política del gobierno. (LA SEÑORA IBÁRRURI pide la
palabra). Y habrían de darle mayor actualidad aún las declaraciones formuladas
el viernes último por el propio gobierno de la República. Por ello, señores
diputados, en cumplimiento, como antes decía, de un deber, con toda la serenidad
que requiere el momento en que vivimos y con toda la sinceridad, que es un
tributo obligado a la propia convicción, voy a plantear el tema ante la Cámara.
Forzosamente he de hacer una mayor cantidad de alusiones directas a la
política del gobierno que preside el Sr. Casares Quiroga, pero he de hacerlas
siempre referidas al conjunto de la política que se viene desarrollando en España
a partir del 19 de febrero. Para hacerlo así no tendría más que recordar que el
gobierno que actualmente rige los destinos de España se ha declarado, desde la
cabecera del banco azul, continuador, no sólo en su composición, sino en su
orientación y en su programa del Gabinete que se formó a raíz del triunfo
electoral de las izquierdas.
La obra crítica de la labor de un gobierno ha de hacerse en todo momento, si
se quiere que sea justa, en función de las circunstancias en que actúa, de los
medios con que cuenta y de los resultados que obtiene. Yo me atrevería a decir,
señores diputados, como punto de arranque de las afirmaciones que después he de
sostener, que difícilmente puede encontrarse en la historia política de España un
gobierno que haya contado con más medios para desarrollar su labor.
Bueno será que recordemos algunos hechos. Apenas instaurada la actual
situación política a raíz de las elecciones de febrero, el gobierno se encontró con
Máximas posibilidades
SR. GIL ROBLES: Se reúne la Cámara actual, y el gobierno, que tiene que acometer una
labor legislativa, se encuentra con que por parte de las Cortes no haya trabas ni
dificultades; tiene las máximas posibilidades para desenvolver su obra. En primer
término, una mayoría que suple con las fuerzas del número la fuerza moral que
perdió al arrebatar por la violencia unas actas. Después, un Reglamento de la
Cámara que hace prácticamente imposible toda obra de obstrucción. (UN
DIPUTADO: «Vosotros lo hicisteis»). Por último, una actitud de los grupos de
oposición que, convencidos de que se debe intentar hacer una obra nacional, han
venido a cumplir su deber sin crear esas dificultades sistemáticas que quizá en
algún momento habríamos desarrollado como justa correspondencia a la política
impuesta por vosotros. No ha habido por esta parte dificultades especiales a la
obra del gobierno.
En el orden gubernativo, a más de los resortes ordinarios del poder que son
potentísimos cuando se ponen al servicio de una voluntad enérgica, habéis tenido
toda clase de medios extraordinarios: leyes de excepción votadas por estas Cortes,
suspensión de las garantías constitucionales, mediante prórrogas del estado de
alarma, a las cuales en la misma Diputación Permanente dieron sus votos las
fuerzas de derecha; y, por si esto fuera poco a vuestro favor y a vuestra
disposición, el factor moral que supone la exaltación del triunfo por vosotros
conseguido y la depresión natural de vuestros adversarios.
¿Qué más medios materiales y morales podíais apetecer para realizar la obra
Datos estadísticos
Pasado y presente
SR. GIL ROBLES: Es decir, señores, que por parte del gobierno ni equidad en la
aplicación de los resortes excepcionales de poder, ni eficacia para obtener el
SR. GIL ROBLES: Vayamos, señores diputados, a la verdadera entraña del problema.
Este gobierno no podrá poner fin al estado de subversión que existe en España, y
no podrá hacerlo porque este gobierno nace del Frente Popular, y el Frente
Popular lleva en sí la esencia de esa misma política y el germen de la hostilidad
nacional. Mientras dentro del bloque del Frente Popular existan partidos y
organizaciones con la significación que tienen el Partido Socialista (que acabará
por tildar de fascistas a todos aquellos que no piensen como el Sr. Largo
Caballero) y el Partido Comunista, no habrá posibilidad de que haya en España
un minuto siquiera de tranquilidad.
No pretendáis, señores diputados, que yo vaya con esto a incurrir en la
inocencia de buscar una división en el Frente Popular. (Exclamaciones y
rumores). No. No me voy a referir a esa cordialidad evidentísima que nace de la
pelea pintoresca de vuestros órganos de prensa, y que constituye hoy el solaz
máximo de casi toda España, no. (Rumores. EL SR. CARRILLO: «¡Fíate de la Virgen
y no corras!»). Más os voy a decir: tengo la seguridad de que, aun no queriéndolo
muchos de sus elementos integrantes, el Frente Popular tendrá que subsistir,
porque dentro de esta Cámara, oídlo bien, por lo menos por lo que a nosotros
respecta, no habrá más mayoría posible que la que en estos momentos apoya a ese
gobierno. (Rumores). Diré más todavía: nuestro interés es que estéis
perfectamente unidos e implicados en las mismas responsabilidades, porque como
el fracaso es evidente, como vais a llevar a la ruina al país, como vuestra caída va
a ser estrepitosa, nuestro interés está, repito, en que no haya un solo grupo del
Frente Popular que se libre de ese fracaso enorme a que estáis condenados
irremediablemente.
(Aplausos y rumores).
SR. GIL ROBLES: Convénzase el Sr. Casares Quiroga. Hay en el Frente Popular unos
partidos que saben perfectamente adónde van; no ocurre lo mismo a otros que
apoyan la política de Su Señoría. Los grupos obreristas saben perfectamente
adónde van: van a cambiar el orden social existente; cuando puedan, por el asalto
violento al poder y por el ejercicio desde arriba de la dictadura del proletariado,
mientras ese momento llega, por la destrucción paulatina, constante y eficaz del
SR. CALVO SOTELO: Señores diputados, es esta cuarta vez que, en el transcurso de tres
meses, me levanto a hablar sobre el problema del orden público. Lo hago sin fe y
sin ilusión, pero en aras de un deber espinoso, para cuyo cumplimiento me siento
con autoridad, reforzada al percibir de día en día cómo al propio tiempo que se
agrava y extiende esa llaga viva que constituye el desorden público arraigada en
la entraña española se extiende también el sector de la opinión nacional de que yo
puedo considerarme aquí como vocero, a juzgar por las reiteradas expresiones de
conformidad con que me honran una y otra vez.
España vive sobrecogida con esta espantosa úlcera que el Sr. Gil Robles
describía en palabras elocuentes, con estadísticas tan compendiosas como
expresivas; España, en esa atmósfera letal, revolcándose todos en las angustias de
la incertidumbre, se siente caminar hacia la deriva bajo la mano o en las manos —
como queráis decirlo— de unos ministros, sin duda inteligentes, yo eso lo
reconozco, que, sin embargo, son reos de su propia culpa, esclavos más
exactamente dicho de su propia culpa, ya que para remediar el mal que el acaso
les ha puesto delante han de tropezar con la carencia de la primera de las
condiciones necesarias, que es de no haberlo procreado. Vosotros, vuestros
partidos o vuestras propagandas insensatas han provocado el 60 por ciento del
problema del desorden público, y de ahí que carezcáis de autoridad. Ese problema
está ahí, en pie, como el 19 de febrero; es decir, agravado a través de los cuatro
meses transcurridos por las múltiples claudicaciones, fracasos y perversiones del
sentido de autoridad desde entonces producidos en España entera.
Y en esto ya coinciden con nosotros muchos diputados que se sientan en esos
escaños. No es que yo pretenda que esa coincidencia tenga aquí una expresiva
exteriorización. Yo percibo las presiones formidables que el ambiente de la
Cámara y la disciplina de los partidos en el hemiciclo ejercen sobre el estado de
ánimo de los diputados que constituyen la mayoría. Esto ha ocurrido antes y
El Frente, bifronte
SR. CALVO SOTELO: En estas últimas semanas, sin embargo, ha ocurrido algo que yo
quisiera destacar ahora, y es que, en realidad, el Frente Popular se ha
resquebrajado. Aludo concretamente a una fuerza sindical de la máxima
categoría, a la CNT. La CNT no se presta tan fácilmente, como muchos pensaban,
a la unidad del proletariado. La CNT desacata alguna de las leyes que acaban de
promulgarse. La CNT no admite que sus conflictos pasen por la jurisdicción de
los Jurados Mixtos ni por la ley del Sr. Largo Caballero, que vosotros acabáis de
poner nuevamente en vigor. La CNT, por consiguiente, política y, sobre todo,
sindicalmente, no está de modo auténtico, de modo veraz, de modo ostensible, en
el seno del Frente Popular.
SR. PESTAÑA: No lo ha estado nunca.
SR. CORDERO BEL: No lo ha estado jamás.
SR. CALVO SOTELO: Lo estuvo el 16 de febrero. (Fuertes rumores). La CNT, que votó
la candidatura del Frente Popular, representa un millón de votos, y es por tanto,
un millón de ciudadanos y desde el momento en que se produce esa dispersión
sindical salpicada de hechos gravísimos y dolorosos, en algunos casos en forma
sangrienta, es evidente que si el Frente Popular ya no es frente, sino bifronte —ni
popular, porque, si por la derecha está siendo repudiado cada día más, por el
centro se encuentra abandonado por numerosos grupos de opinión y por la
izquierda se halla rebasado—, ha perdido gran parte de la autoridad política con
que trajo aquí el gobierno que presidió el Sr. Azaña. Este es un hecho político a
mi juicio indiscutible: el Frente Popular y el gobierno que emergió de su seno,
con representación mayoritaria, desde el momento en que la CNT no coincide en
su actitud pública y sindical con la política que el Frente Popular dirige, es solo
una personificación minoritaria de la opinión española.
SR. CORDERO BEL: No tiene nada que ver el Papa con el Frente Popular.
SR. CALVO SOTELO: Su Señoría es muy gracioso, pero aquí sobran los payasos.
SR. CORDERO BEL: Su Señoría se considera intérprete de la CNT y es solamente el
SR. CALVO SOTELO: Hipertrofia de la guerra de clases: yo quisiera dejar bien sentado
que, para mí, marxismo y obrerismo son conceptos muy distintos, y que no se
puede admitir ya la equivalencia entre marxismo y política social. La política
social que el marxismo reclama entra en los programas de muchos partidos que
no son marxistas. No conozco ningún partido político que no acepte la política
social, aunque discrepe en el grado, en la cuantía en que esta puede administrarse.
El marxismo es ahora una disposición espiritual de grandes multitudes proletarias
para la lucha de clases, con el propósito de destruir la economía burguesa en que
vive España. Cuando se habla de la revolución de Octubre de 1934 y se la quiere
presentar como inspirada únicamente en finalidades de tipo social, pienso que hay
una gran parte de verdad en el diagnóstico, pero que se incurre también en notorio
error. De aquella revolución fueron elementos integrantes, por ejemplo, los
obreros de las fábricas militares, que, dentro del proletariado español, son
verdaderos aristócratas por el conjunto de ventajas y de garantías de que están
rodeados en los trabajos que realizan al servicio del Estado. Y, sin embargo,
fueron a la revolución. Es que el marxismo constituye hoy en España —en
muchos puntos del extranjero también— la predisposición de las masas
proletarias para conquistar el poder, sea como fuere. Y así el marxismo desarrolla
una táctica de destrucción económica, porque no piensa en la finalidad económica
inmediata, sino en la conquista, a ser posible inmediata, de los instrumentos del
SR. CALVO SOTELO: Frente a esto, ¿qué hace, qué puede hacer el Estado? Días atrás el
señor ministro de Trabajo —cuyos deseos de acierto sinceramente reconozco y
proclamo— decía en unas declaraciones: «Por ahí se cree que el Ministerio de
Trabajo puede intervenir en todos los conflictos sociales. Esto no es posible,
porque muchos de ellos son tramitados en forma de acción directa y no llegan al
Ministerio de Trabajo».
Fijaos bien: en forma de acción directa; esto lo dice el ministro, con tangente
plasmación de una realidad. La acción directa a pesar de la ley de Jurados mixtos,
El principio de autoridad
SR. CALVO SOTELO: Ese es el desorden económico; pero existe otra forma de desorden
no menos grave, aun cuando solo sea espiritual, que es el que atañe al principio de
Varios episodios
SR. CALVO SOTELO: Pues bien, señor presidente del Consejo de Ministros, esa máxima
autoridad legal y oficial que Su Señoría posee en los actuales momentos ha de
sintonizar con una política de máximo y externo y popular respeto a las esencias
del uniforme, del honor militar, ese honor militar del que dijo D. José Ortega y
Gasset que es el mismo honor del pueblo.
Y puesto que el debate se ha producido sobre desórdenes públicos o sobre el
orden público, ¿cómo yo podría omitir un repaso rapidísimo de algunos episodios
tristes acaecidos en esta materia y que constituyen un desorden público,
atentatorio a las esencias del prestigio militar?
Un día, señores del gobierno, ocurren en Oviedo unos incidentes que no
quiero relatar con una descripción detallada, aunque si es preciso entregaré la nota
a los señores taquígrafos, con la venia de la Presidencia; un día ocurren unos
SR. CALVO SOTELO: Voy a concluir ya. Sr. presidente del Consejo, con lo que llevo
dicho creo que queda explicado el alcance que quiero dar a los propósitos
manifestados en la nota del penúltimo Consejo de Ministros. ¿Contrición?
¿Atrición? Esa nota, como dijo el Sr. Gil Robles con gran elocuencia, es una
autocrítica implacable. Para que el Consejo de Ministros elabore esos propósitos
de mantenimiento del orden ha sido preciso 250 o 300 cadáveres, 1000 o 2000
heridos y centenares de huelgas. Por todas partes desorden, pillaje, saqueo,
destrucción. Pues bien; a mí me toca decir, señor presidente del Consejo, que
España no os cree. Esos propósitos podrán ser sinceros, pero os falta fuerza moral
para convertirlos en hechos. ¿Qué habéis realizado en cumplimiento de esos
propósitos? Un telegrama circular bastante ambiguo por cierto, que yo pude leer
en un periódico de provincia, dirigido a los gobernadores civiles, y una
combinación fantasmagórica de gobernadores, reducida a la destitución de uno,
ciertamente digno de tal medida, pero no digno ahora, sino hace tres meses. Y
quedan otros muchos que están presidiendo el caos, que parecen nacidos para esa
triste misión, y entre ellos y al frente de ellos, un anarquista con fajín, y he
nombrado al gobernador civil de Asturias que no parece una provincia española
sino una provincia rusa. (Fuertes protestas. UN DIPUTADO: «Y eso ¿qué es? Nos
está provocando». EL PRESIDENTE agita la campanilla reclamando orden).
Yo digo, señor presidente del Consejo de Ministros, compadeciendo a Su Señoría por
la carga ímproba que el azar ha echado sobre sus espaldas…
PRESIDENTE DEL CONSEJO DE MINISTROS: Todo menos que me compadezca Su Señoría.
Pido la palabra. (Aplausos).
SR. CALVO SOTELO: El estilo de improperio característico del antiguo señorito de la
ciudad de La Coruña… (Grandes protestas)
PRESIDENTE DEL CONSEJO: Nunca fui señorito. (Varios diputados increpan al señor
Calvo Sotelo airadamente).
PRESIDENTE: ¡Orden! Los señores diputados, tomen asiento.
PRESIDENTE DEL CONSEJO: Señor Calvo Sotelo, voy pensando en que es propósito
deliberado de Su Señoría producir en la Cámara una situación de verdadera
pasión y angustia. Las palabras que Su Señoría ha dirigido al Sr. Casares Quiroga,
olvidando que es el presidente del Consejo de Ministros, son palabras que no
están toleradas, no en la relación de una Cámara deliberativa, legislativa, sino en
la relación sencilla con el gobierno. (Aplausos)
SR. CALVO SOTELO: Yo confieso que la electricidad que carga la atmósfera presta a
veces sentido erróneo a palabras pronunciadas sin la más leve maligna intención.
PRESIDENTE DEL CONSEJO: Después de lo que ha dicho hoy aquí Su Señoría, si algo
ocurre, el responsable será Su Señoría. (Aplausos). No basta con que amigos de
Su Señoría vayan por ahí tratando de ahondar divisiones. Su Señoría,
representación genuina de la dictadura, trata de manejar argumentos apoyado en
esos elementos militares, no castigados por mí, sino por los Tribunales de
Justicia.
Sin sentido ninguno de la responsabilidad, sin más deseo que deshacer toda la
obra de la República, busca la perturbación en el ejército para maniobrar sobre
ella. Mientras al frente del ejército estén personas de responsabilidad, con sentido
de responsabilidad, no hará más que cumplir con su deber.
Téngalo por seguro, Señoría, aunque la sonrisa le retoce, porque me parece
advertirla en el gesto de Su Señoría. Inútilmente Su Señoría tratará de actuar
como defensor del ejército y aun de la Guardia Civil.
Y ahora, dado el mentís que era preciso a las afirmaciones del Sr. Calvo
Sotelo, voy a examinar las otras hechas aquí por dicho señor y el Sr. Gil Robles.
Es necesario tener siempre muy presente, en un temperamento como el mío,
la responsabilidad necesaria para no sentir, por lo menos, asombro al ver cómo
los que hablan, como aquí se ha hablado hoy, son aquellos que durante años han
perseguido, han torturado a la gente. ¡Pero si estáis examinando vuestra propia
obra!
Exacto el caso de unos obreros que se encerraron en una mina llevando
consigo a los ingenieros. ¿Qué medidas se nos reprocha no haber tomado? ¿La de
bajar a una mina de grisú con guardias armados que disparasen para que ocurriera
allí una catástrofe? No se hizo, y ¿qué sucedió? Pues que los obreros abandonaron
la mina y todo se solucionó.
El Sr. Gil Robles se ha referido al abastecimiento de barcos de nuestra
escuadra en Canarias, que no puede hacerse a consecuencia de la huelga. No tiene
nada de particular que informes así lleguen al señor Gil Robles. A menudo se
reciben despachos de gentes que ven fantasmas por todas partes. Que el gobierno
ha fracasado, se dice. ¿Y cuándo se ven ahora por ahí manifestaciones de fascistas