El Crimen Que Desato La Guerra Civil

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La

convulsa primavera del 36, la que alumbra la guerra civil, contituye uno de
los capítulos más controvertidos de la España del siglo XX. Hay, pues,
numerosas y contradictorias visiones, pero Alfredo Semprún no ha escrito
una historia más al uso. Como periodista antes que todo, vuelve los ojos a
los hechos primitivos, a los escritos y noticias de entonces y, en suma, se
mete en la piel de un reportero para dar su visión personal, su propio gran
reportaje, de los acontecimientos que, con el asesinato de Calvo Sotelo
como epicentro, precipitaron la ruptura de las dos Espñas y una guerra atroz.
¿Pudo evitarse? La Policía de la época había resuelto el asesinato del líder
más caracterizado de la oposición monárquica en menos de doce horas.
Pero enfrentado a la tremenda realidad, el Gobierno de la República ocultó
deliberadamente los resultados de la investigación. El crimen, cometido por
un grupo parapolicíaco vinculado al Partido Socialista, aceleró la
cristalización de una «unión por la base» de las derechas españolas,
transformando lo que iba a ser un golpe militar clásico en un movimiento de
reacción social. Media España prescindió entonces de sus dirigentes
naturales y de muchas de sus convicciones ideológicas para preservar cinco
principios: orden público, propiedad individual, libertad de enseñanza,
libertad religiosa y unidad de la Patria. Sin esta premisa, no es posible
comprender ni la guerra civil, ni los cuarenta años de dictadura del general
Franco.

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Alfredo Semprún

El crimen que desató la Guerra Civil


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Título original: El crimen que desató la Guerra Civil
Alfredo Semprún, 2005
Diseño de portada: Yolanda Artola

Editor digital: jandepora


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A mi gran familia.

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NOTA PREVIA
El lector no tiene en sus manos un libro de historia, sino un reportaje. El autor,
por lo tanto, toma de la realidad los fragmentos que considera necesarios para
trasladar una verdad objetiva. Es decir, ni neutra ni absoluta. A lo largo de las páginas
que siguen, se recogen hechos y testimonios. Con respecto a estos últimos, hemos
establecido la precaución elemental de consignar si se prestaron antes o después de la
guerra, puesto que es inevitable que los protagonistas de un proceso histórico en
marcha modifiquen sus recuerdos de acuerdo con el devenir de la peripecia. No
consignamos notas, aclaraciones ni referencias bibliográficas a pie de página; todas
se encuentran en el texto.

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ESCENA PRIMERA
DON INDALECIO ESTÁ DE LOS NERVIOS

El 13 de julio de 1936, en un país que llevaba seis meses con las garantías
constitucionales suspendidas por el estado de alarma, incluida por supuesto la libertad
de prensa, las noticias volaban. El teléfono y su hermano mayor el telégrafo saltaban
sobre la censura, torpe y arbitraria como todas las censuras, y así, en menos de
dieciséis horas, toda España ya sabía que habían asesinado al líder de la oposición
monárquica. No se conocían todos los detalles, pero sí lo esencial: guardias de asalto
habían sacado de su domicilio, en la madrugada, al señor Calvo Sotelo para pegarle a
continuación dos tiros en la nuca. El cadáver, con la americana revuelta sobre el
rostro, había sido arrojado a la puerta del depósito del cementerio del Este.
Simplemente, era la guerra.
Visto en frío, y pensando en la matanza que siguió, nunca un cadáver ha sido tan
inoportuno para España. Ni siquiera los de los marinos norteamericanos del Maine,
que nos metieron a los yanquis en Cuba. Pero el hecho es que la mayoría de los
protagonistas contemporáneos de la tragedia no lo entendió así. No todos, claro.
Indalecio Prieto, el jefe de los socialistas, digamos, moderados, fue de los pocos que
comprendieron que la muerte del dirigente derechista iba a dar al inminente golpe
militar la dimensión «popular» en la que no creían ni el gobierno del Frente Popular,
ni sus propios compañeros de filas. Unos compañeros convencidos, además, de que
una sublevación militar sería fácilmente aplastada. Don Indalecio, voz que clama en
el desierto, presumía de ser uno de los hombres mejor informados del momento y,
como una hormiga atareada, había ido reuniendo los datos de la trama. No solo le
informaban los correligionarios que formaban parte de las unidades de orden público
y del ejército; tenía acceso a los datos de la UMRA (Unión Militar Republicana
Antifascista) y, también, a los de la sección de infiltración comunista desplegada por
Enrique Líster en cuarteles y bases de la Escuadra. Líster había vuelto de Moscú, en
principio como clandestino, con la misión específica de organizar los comités
marxistas de soldados y marineros, y tenía informes muy exactos, que a veces
compartía con el gobierno, de los estados de opinión de la «familia militar». Además,
a Prieto le llamaban con cualquier noticia, o simple chisme, alcaldes de pueblo,
militantes de base, amigos del exilio francés, periodistas y jefes de sindicatos. En su
casa de Madrid, situada encima de la sede del periódico oficial del PSOE, El
Socialista, lo extraño era la ausencia de visitantes nocturnos. Julián Zugazagoitia, el
director de El Socialista, ha reflejado como nadie las tribulaciones de aquellos días de
su jefe, compañero y amigo. Se había desarrollado la sesión parlamentaria del 16 de
junio, cuya trascripción se convertiría en el mejor compendio de las causas que nos

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llevaron a la contienda civil, y don Indalecio salía profundamente desalentado.
Zugazagoitia, que escribe después de la guerra, cuenta:
Fue uno de los momentos en que mayor preocupación observé en Prieto. A su inquietud se unía una
sorda irritación. «Esta es una Cámara sin sensibilidad. No sé si estamos sordos o que lo fingimos —me
dijo—. El discurso que ha pronunciado Gil Robles esta tarde es de una gravedad inmensa. Usted ha
tenido ocasión de oírlo como yo. Cuando detrás de mi banco oía risotadas e interrupciones estúpidas, no
podía evitar el sentirme abochornado. Gil Robles, que tenía conciencia de lo que estaba diciendo, debía
de considerarnos con una mezcla de piedad y desprecio».

¿Y qué había dicho el líder del principal partido de la derecha conservadora?


Seguimos a Zugazagoitia en su evocación de las palabras de Prieto:
Recuerde que el jefe de la CEDA (Confederación de Derechas Autónomas) nos ha dicho que su fuerza
política, después de madurado examen, había venido desarrollando su actividad en el área de la
República, y que él, personalmente, no sabía si había cometido una ligereza culpable al aconsejar a sus
amigos esa conducta, pero que, en todo caso, cada día era menor su autoridad para convencerlos de que
no se debía romper con ella. Esa merma de mi autoridad, decía, procede de la conducta de la República y
de la disminución de mi propia fe en que pueda acabar siendo un cauce legal y una voluntad nacional. Y
todavía ha añadido «condeno la violencia, de la que ningún bien me prometo, y deploro que amigos muy
queridos y numerosos se acojan a esa esperanza como única solución». La interpretación de esas
palabras no puede ser más diáfana. La propia CEDA está siendo absorbida por el movimiento que en
connivencia con los militares están preparando los monárquicos. Con una suerte de desánimo fatalista…

Prieto añadió: «Una sola cosa está clara: que vamos a merecer, por estúpidos, la
catástrofe». Prieto sabía, pero, como a una Casandra rediviva, nadie le hacía maldito
caso. Más aún: el jefe de Gobierno, Casares Quiroga, entre cuyas prendas no se
encontraba, precisamente, la continencia verbal, se atrevió a espetarle a la cara lo que
otros callaban: «No me fastidie usted más con sus cuentos de miedo y déjeme en paz.
Usted sufre ya la menopausia y trastornos propios de esta le inspiran sus
invenciones».
¿Invenciones? Probablemente, aunque sin pruebas, don Indalecio había dado con
la cabeza del golpe, con la identidad del «director». Incluso presumió, claro que a
posteriori, de que un industrial de Bilbao le reveló la fecha exacta del Alzamiento.
Pero sí supo, por ejemplo, de las frecuentes entrevistas en Pamplona entre los
generales Fanjul y Mola; conoció que en el cuartel de La Montaña, en Madrid, se
estaban acopiando armas y se llevaban a cabo ejercicios de alarma y defensa del
edificio, y obtuvo datos ciertos de que altos oficiales como García Escámez estaban
tanteando a la Guardia Civil. Otros hechos eran de fácil deducción: que el armamento
interceptado en el puerto de Amberes en la pasada primavera iba destinado a los
requetés parecía evidente, como no podía significar otra cosa la afición que le habían
cogido a viajar a la capital de Navarra todo tipo de gentes sospechosas, militares o no.
La misma Dolores Ibárruri, la Pasionaria, diputada comunista, había denunciado en
público los alijos de armas que pasaban por Estella. Y su información no provenía
exclusivamente de las redes militares tendidas por Líster. En una confesión paladina

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de hasta qué punto se estaba infiltrando el PCE en los entresijos del Estado, la
Pasionaria nos dejaría en sus memorias esta perla, prueba de la violación sistemática
de la correspondencia privada:
El plan de las derechas se perfilaba con nitidez. Los camaradas de Correos interceptaban cartas de
provincias dirigidas a gentes de derechas, en Madrid, que decían cosas tan sustanciosas como estas:
«Como usted sabe tengo un revólver Smith y yo quiero cambiarlo por una buena pistola; porque según
se va acercando eso, hay que prepararse con las armas, como lo estamos de corazón todas las derechas,
hombres y mujeres».

Sí, don Indalecio estaba de los nervios y tenía motivos. Dos años atrás, en octubre
de 1934, con los papeles cambiados, el ahora moderado socialista había conspirado
para la revolución ante las mismas narices de un gobierno, el radical-cedista,
arrogante y sobrado. También a él le habían seguido los informantes de la Policía y,
también, les habían interceptado un barco cargado de armas (el Turquesa), mientras la
prensa de derechas gritaba inútiles titulares denunciando la conspiración. El golpe de
Octubre fracasó, cierto, pero habría sido imposible y se habrían ahorrado muchos
muertos si el gobierno se hubiera adelantado con un movimiento preventivo. Las
tribulaciones de don Indalecio eran, además, de carácter inconfesable fuera de su
círculo íntimo: Prieto temía también, y mucho, a la revolución. El 11 de julio de
1936, a solo siete días del estallido de la guerra civil y después de una entrevista
oficial con Casares Quiroga, escribe en su periódico, El Liberal de Bilbao, un artículo
en apariencia tranquilizador. Casares, el jefe del Gobierno, ha transmitido a la
ejecutiva socialista su confianza de que todo está bajo control y de que existen los
medios suficientes para aplastar cualquier sublevación militar. Prieto prefiere creerle,
tal vez harto de su papel de profeta doméstico, y traslada la confianza gubernamental
a sus lectores, pero apunta una salvedad: «A menos que el movimiento fuera de
proporciones tan desmesuradas que obligase a apelar al pueblo». Porque en ese caso,
y esto es lo que le preocupa, «esa apelación a las fuerzas populares para misión
semejante ofrece el riesgo considerable de que, una vez victoriosas, se desmanden».
Y ahora, allí estaba el cadáver de Calvo Sotelo para dar al temido movimiento
«esas proporciones tan desmesuradas». Pobre Prieto. Después de la guerra, en el
exilio de Londres, don Indalecio se confesó con Gil Robles: «Se puede ser
revolucionario de buena fe una vez —le dijo—; pero para serlo una segunda vez hay
que ser un canalla». Lo fue, revolucionario, dos veces: en octubre de 1934 y, muy a
su pesar, en julio de 1936.

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ESCENA SEGUNDA
«TIENEN UN MIEDO HORRIBLE»

No hace mucho tiempo, finales de 2004, la Gran Logia de España organizó en


Santiago de Compostela una reunión pública. Patrocinaba un premio histórico y la
cena posterior estuvo abierta a algunos invitados que no pertenecían a la orden. Las
mesas, circulares, estaban dedicadas a insignes hermanos masones ya fallecidos.
Entre ellos: don Santiago Casares Quiroga. Es evidente que en este país todos, hasta
la masonería, cargan su cruz. Porque entre los personajes nefastos de la República
hay uno que brilla con luz propia y no es otro que el jefe del Gobierno en aquella
primavera trágica. Desapareció de la vida pública cuando sonaron los primeros tiros,
pero la historia más benevolente, de derechas, claro, le reconoce el gesto final de
haberse negado a armar al pueblo. Sea. En su defensa podríamos aducir que, también,
sufrió una crisis de nervios cuando descubrió, así, de repente, que había dos tipos de
fascismo: el fascismo y el antifascismo. Y los que le habían dejado el cadáver de
Calvo Sotelo eran, precisamente, sus aliados, los del segundo tipo. Don Santiago
tenía, además, un motivo muy justificado para perder los papeles. Es sabido que
estaba enfermo de tuberculosis y que padecía frecuentes ataques de fiebre,
combinados con momentos de exaltación. Seguramente, siendo piadosos, atravesaba
uno de esos accesos cuando, desde el banco azul, en la famosa sesión parlamentaria
de la tarde-noche del 16 de junio, hizo públicamente responsable a Calvo Sotelo de
«lo que pudiera ocurrir». Y no había pasado un mes cuando un capitán de la Guardia
Civil en expectativa, larga, de destino le dejaba tirado a las puertas del cementerio el
cadáver de su adversario. Aquella sesión de las Cortes era ya, ciertamente, la guerra
civil, pero esto aún no podía creerlo Casares Quiroga. Para el presidente del Consejo
de Ministros y ministro de Guerra, la situación sólo podía ir a mejor porque el
enemigo principal que se había de batir, el fascismo, estaba a punto de ser derrotado.
Y ese era precisamente el problema: que don Santiago Casares Quiroga, presidente
del Gobierno español, identificaba con el fascismo a la media España que había
votado a las derechas, a todas las derechas, el 16 de febrero de 1936. Que esa pulsión
identitaria, meramente táctica, viniera de la izquierda radical, de los anarquistas o de
la Pasionaria entraba dentro de la lógica; pero que la asumiera como propia uno de
los representantes más caracterizados de la burguesía republicana se convierte en una
burla trágica. En lo que se refiere al orden público, desde el gobierno que presidía el
señor Casares Quiroga se practicaba con una absoluta minuciosidad la política del
doble rasero. Todo, desde el lenguaje hasta los actos, demostraba la proclamada
«beligerancia» gubernamental contra una parte de los gobernados. Y esa parte de los
gobernados, no lo olvidemos, tenía miedo, un miedo atroz a ser, llanamente,

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eliminada.
No habría sido difícil entender que las derechas no habían perdido unas
elecciones normales; habían perdido unas elecciones planteadas como un todo o
nada. Y, en la lógica de los hechos, esperaban la nada. Luego, tras la derrota y el
espanto de 1939, Azaña, Prieto y Gil Robles hablarían de ese miedo como argamasa
sobre la que se fundamentó el odio. Zugazagoitia lo explicó con sencillez: «La
victoria electoral, que no había sido tan rotunda como para menospreciar las fuerzas
de las derechas, quiso ser aprovechada sobre la marcha y de esta prisa se siguió una
pérdida evidente de autoridad».
Y sin embargo, en aquellos meses decisivos, el miedo del contrario, que enseñaba
dócilmente el cuello como lo hace el lobo ante el macho que le ha dominado, se
percibía en la izquierda con una satisfacción casi sensual. Porque la derecha había
tenido que aceptar la derrota a pesar de que aún faltaban la revisión de actas y
celebrar la segunda vuelta allí donde no hubiera mayoría clara. Abrumada por el
«impulso callejero» del Frente Popular no pudo o no supo reaccionar cuando el
gobierno legítimo presidido por Portela, que era el encargado constitucionalmente de
vigilar todo proceso electoral, salió corriendo, abdicando de sus responsabilidades. Se
repetía el abandono precipitado del último gobierno de la monarquía tras las
elecciones municipales de abril de 1931. Henry Buckley, por entonces novato
corresponsal inglés del Daily Telegraph, describió en 1940 el desconcierto de 1931:
Aún hoy desconozco el resultado exacto de las elecciones del 12 de abril. Los únicos resultados que he
visto publicados concedían unos sesenta mil escaños de concejal a los monárquicos y unos catorce mil a
los republicanos. Así es que, desde un punto de vista aritmético, el triunfo había sido para la monarquía.
Unos meses más tarde me acerqué al Ministerio de la Gobernación para confirmar estos resultados. Me
llevaron a los sótanos, y allí me mostraron centenares de paquetes que contenían los resultados
telegrafiados desde cada uno de los ayuntamientos de España. Nadie se había molestado en abrirlos.
Pregunté por qué no se había hecho y cuál era la razón por la que todavía no sabíamos el resultado final
de aquellas elecciones que habían cambiado la historia del país. Me contestaron que harían falta muchos
empleados para realizar el cómputo final y que no estaban disponibles.

No. Tampoco en febrero de 1936 la victoria de las izquierdas había sido tan
abultada y tampoco, como en las elecciones municipales de abril de 1931, se ha
podido establecer verosímilmente el cómputo real de los votos de aquella jornada.
Pero la sensación de derrota, el fatalismo en la derecha, era absolutamente real. El
intento de crear un gran «centro político», operación de laboratorio llevada a cabo por
el presidente de la República, Niceto Alcalá Zamora y su primer ministro, Portela
Valladares, se había saldado con un rotundo fracaso. Sin perspectivas, batidos por
ambos lados, los hombres del portelismo, reclutados con la técnica y el espíritu de los
viejos pucherazos electorales de las elecciones de la Restauración, tiraron la toalla.
En muchos lugares de España, los gobernadores civiles, los alcaldes y los
representantes de las juntas electorales abandonaron sus puestos entregando el control
del recuento a las organizaciones del Frente Popular. Aquella noche del escrutinio el

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general Franco, como jefe del Estado Mayor del Ejército, presionó a Portela, sin
éxito, para que decretara el estado de guerra y frenara «el impulso desbordado» del
Frente Popular. Un impulso que llevó, por ejemplo, a Dolores Ibárruri a abrir las
puertas de la cárcel de Oviedo, cuando ni siquiera tenía asegurado su propio escaño
en el Congreso. Luego, ya con la Cámara constituida con mayoría absoluta de
izquierdas, la «revisión de actas» quiso hacer esa victoria mucho más aplastante. Y lo
consiguió, hasta el punto de que el propio Indalecio Prieto amenazó con retirarse de
la Comisión de actas si se le arrebataba el escaño legalmente conseguido al
mismísimo Calvo Sotelo.
En su Crónica de dos días, Manuel Azaña, investido oficiosamente como
presidente del Gobierno, retrata con su acidez habitual el desconcierto y el miedo de
la derecha. Es la entrada en su diario del 20 de febrero de 1936 y se transcribe
textualmente:
A las once, en la Presidencia, primer Consejo. Hago planes de trabajo para los ministros de Obras
Públicas, Agricultura y Hacienda. Después examinamos la situación del orden público. Continúan los
alborotos en algunos puntos de Andalucía y Levante. En Valencia hay un lío tremendo por la
sublevación de los presos de San Miguel de los Reyes. Han quemado parte del penal. Están revueltos los
presos comunes y los políticos, que han caído como rehenes de aquellos. En Alicante han quemado
alguna iglesia. Esto me fastidia. La irritación de las gentes va a desfogarse en iglesias y conventos, y
resulta que el gobierno republicano nace, como el 31, con chamusquinas. El resultado es deplorable.
Parecen pagados por nuestros enemigos. Hemos hecho después nombramientos de personal. Casi todos
los gobernadores y algunos altos cargos. Le ofrecí ayer la Subsecretaría de la Presidencia a Esplá, que
me haría buen servicio en este puesto, porque tiene experiencia política y es muy mañoso; pero no
aceptó: quiere seguir en el periódico (aunque, como se lo advertí hace tiempo, no tendría público) y
emplearse en la propaganda si el gobierno organiza algo para ese servicio. He designado a Fernández
Clérigo, que espero ha de hacerlo bien, aunque le falta costumbre de los cargos de gobierno. He
colocado a la mejor gente del partido, en el que hay un personal de segunda fila muy lúcido y capaz, y
muy honesto. De él podría salir un buen puñado de gobernantes, si nos dan tiempo para que hagan el
aprendizaje y se formen. Este es uno de los mayores obstáculos: la falta de gente apta para gobernar. No
existe el centenar de personas que se necesita para los puestos de mando. Así ha salido eso de los
gobernadores. La talla ha bajado tanto que hombres muy modestos se ofenden si se les ofrece un
Gobierno Civil. Así hoy Lezama, subdirector de La Libertad. Marcelino Domingo ha propuesto en
Consejo que le hiciéramos gobernador de Valladolid; se le consultó por teléfono y rehusó, haciendo
saber al intermediario que la oferta le molestaba como una vejación. Aspirará a una embajada, como
todo periodista que se respete.

En el Consejo, Barcia ha planteado algunas cuestiones imprecisas referentes a Ginebra, de las que no
parece todavía muy enterado. Tengo que buscarle un buen subsecretario que le saque de la tela de araña
que urdirá la gente de la casa. He hecho preguntar por teléfono al presidente de la República cuándo
podrá recibir al gobierno. Ha contestado que «la costumbres es que el gobierno se presente en el primer
Consejo que se celebre en Palacio». Esa costumbre es nueva para mí. En mi otra etapa de gobierno,
recibió a los ministros al constituirse el gabinete. Es un síntoma del aprecio en que nos tiene. Por la tarde
he ido a Gobernación, para decir unas palabras ante el micrófono. Lo habíamos acordado en Consejo, a
fin de calmar el desordenado empuje del Frente Popular y aconsejar a todos la calma.

En el despacho de Amós encontré a Giménez y Fernández, el segundo o tercer personaje de la CEDA, a


quien se atribuye una tendencia opuesta a la de Gil Robles. Este parece más guerrillero, despótico y
fascista; Giménez presume de un democratismo «cristiano-social». Recuerdo que Herbette, hace un año,
me habló con elogio de Giménez y Fernández. Era el tiempo en que Herbette no creía que en España

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hubiese «azañistas». Giménez era ministro cuando los sucesos de octubre y desde la radio habló
anunciando mi «captura». Después, en los pasillos de la Cámara ha pronosticado mi vuelta al poder por
cuatro años, en vista de la política que hacía la CEDA. Asegura que no le separa de mí más que la
política religiosa. Nunca le he oído hablar, ni leído nada suyo. Ignoro si vale para algo. Es un hombre
joven, de aspecto tosco, como de señoritón, y, por lo que hasta a mí llega de sus ideas políticas, me
parece un conservador utópico, para discursos en los juegos florales, formado en academias escolares,
con el aditamento de querer ser «moderno» y avanzado y no «asustarse de nada». Estos cristianos
sociales reeditan la posición de Ossorio hace veinte años. Rigurosamente fracasada. En España lo
«cristiano» es específicamente católico. Lo social, en cuanto sale de academias y ateneos (a veces, sin
salir) y abarca intereses vivos de las clases, es anticatólico. Y el catolicismo militante es acérrimo
defensor del orden establecido. No sé cómo pueden conciliarse en una política ambas tendencias. Quien
la mantenga de buena fe y con miras de conservación social está destinado al fracaso y la soledad, sobre
todo entre las clases conservadoras. Porque las otras ni siquiera lo oyen.

Amós me ha presentado a Giménez y Fernández, que reprimía su azoramiento. Me ha dicho que su


partido votaría la amnistía en la Diputación Permanente de las Cortes, como una medida de
«pacificación social». Tienen un miedo horrible. Ahora quieren pacificar, para que las gentes irritadas se
calmen y no les hagan pupa. Si hubiese ganado las elecciones, no se habrían cuidado de pacificar y, lejos
de dar la amnistía, habrían metido en la cárcel a los que aún andan sueltos.

Giménez y Fernández se quejaba al ministro de algunos atropellos y asaltos cometidos por la


muchedumbre contra los centros y periódicos de la CEDA. A propósito de esto, cambiamos algunas
palabras. Le dije que ese era el resultado fatal de una opresión de casi dos años y que debían haber
comprendido que no serían eternos. Me aseguraba Giménez y Fernández que confían en mí. «Tienen
ustedes que convencerse —le dije riendo— de que la derecha de la República soy yo y ustedes unos
aprendices extraviados».

Cuando me dirigía a la habitación donde habían instalado la radio, encontré a Maura, que llegaba.
También está conforme con que se dé la amnistía ahora, y si tropezamos con alguna dificultad en la
diputación permanente, que la dicte por decreto. Le contesté que de ningún modo lo haría. Si cree que la
amnistía es necesaria y urgente, que la voten en la Diputación. El decreto sería ilegal y me lo echarían en
cara. Lo que yo quiero, naturalmente, es que den sus votos para ello, y tienen tanto miedo que si no
llevase el proyecto de ley a la Diputación de las Cortes acabarían por venir a pedírmelo.

Perdón por la extensión de la cita, pero en esas líneas está perfectamente descrito
el fermento del golpe militar. En efecto, la derecha tiene miedo. En efecto, Giménez
Fernández, uno de esos hombres que nacieron demasiado pronto y que habrían
podido cambiar la historia de España si la otra derecha, caciquil y miserable, que
tanto abundaba, hubiera entrevisto de Paracuellos en adelante, intenta que el nuevo
gobierno les garantice los derechos mínimos de supervivencia. En efecto, el segundo
gobierno de Azaña, como la República, nace entre incendios de iglesias y quema de
sedes políticas con una oposición desfondada, atemorizada y en fuga (nunca se
habían expedido tantos pasaportes en tan poco tiempo). Pero, y esto no parece
percibirlo Azaña, hay una derecha que vivió la revolución de Octubre, la misma que
acabó con los proyectos de reforma agraria de Giménez Fernández, y que lo único
que lamenta, lo único de lo que se arrepiente sinceramente, con dolor, es de la
oportunidad perdida; de no haber fusilado en su momento a Largo Caballero, a
González Peña, a Companys y a Prieto. Y, sobre todo, a Manuel Azaña. Esa derecha,
que le reprochará toda su vida a los Gil Robles y a los Giménez Fernández que no

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aprovecharan la fracasada intentona revolucionaria de octubre de 1934 para acabar de
una vez por todas con el problema, está momentáneamente vencida, pero se agazapa.
Sabe que no tiene aún fuerzas bastantes, que la mayoría conservadora del país todavía
espera un milagro. Pero se prepara y se jura que la segunda oportunidad no la dejará
escapar.
Azaña, se decía, era la esperanza de la República; la esperanza de España toda. La
izquierda, la derecha y el centro unidos en una sola figura. Tal vez. Y, sin embargo, en
torno a Azaña se concitaban los odios de un clase social, de una ideología, de una
manera de ver la vida que compartían, con todos los matices que se quieran, la mitad
de los españoles. Lo explica de nuevo, con palabras magistrales, Julián Zugazagoitia,
un hombre de partido que convertido en ministro de la Gobernación en plena guerra,
sufrió un destino similar al de Casares Quiroga cuando, impotencia de todas las
impotencias, vio cómo en 1937 las fuerzas de seguridad teóricamente bajo su mando
secuestraban y asesinaban al líder del POUM Andrés Nin, declarado por Moscú
enemigo de clase y convicto de troskismo. Zugazagoitia, antes de que los nazis le
encontraran en su refugio francés y se lo entregaran a Franco para su exacta pasada
por las armas, tradujo para la historia el otro significado de esa frase terrible de
Azaña, «tienen un miedo horrible». Escribe Zugazagoitia:
Ignoro si la carne del más templado conservaría su natural reposo sintiéndose tan múltiplemente
solicitado por los deseos homicidas del sacerdote que dice la misa, del cadete que jura la bandera, del
magistrado que casa una sentencia, del periodista que escribe su artículo, del cómico que recita su
papel… hombres todos de comercio agradable, de finura de trato, de bondades sinceras que,
inopinadamente, al oír sonar las cinco letras de un apellido (Azaña), como los negros del tambor de la
guerra, se erizan furiosos y cometen mentalmente el crimen anhelado.

Pero, de momento, el que estaba sobre la mesa de autopsias era Calvo Sotelo.
Habían transcurrido solo seis meses desde que Azaña recogiera el poder de donde lo
habían tirado, literalmente, los prohombres del gobierno de Portela Valladares en una
de las deserciones más clamorosas de la historia de España, pródiga, sin embargo, en
deserciones; y el desorden, a veces rayano en el absurdo, de aquel medio año daría a
los futuros seguidores de Franco no solo las razones para justificar el golpe, sino
también el apoyo ferviente, fruto de la desesperación, de un sector de la sociedad que
de tanto escuchar el insulto de «fascista» acabaría por interiorizarlo.
Tras la madrugada en que mataron a Calvo Sotelo, Zugazagoitia, testigo de
excepción en este caso por ser uno de los primeros miembros de la dirección
socialista que recibieron de viva voz la confesión de los asesinos (luego haría el
mismo papel de confesor indulgente, y encubridor, el propio Indalecio Prieto), envió
a sus periodistas a pulsar la opinión del sector contrario. Angulo, el redactor de la
sección política, con buenos contactos por razón de oficio entre los periodistas de la
derecha, volvió algo alarmado. «Angulo me llamó aparte. La situación se ha hecho
muy tirante —me dijo—. Esto no puede prolongarse mucho tiempo. El atentado se lo

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imputan las derechas al gobierno y no parece que piensen en represalias de tipo
individual, lo que me hace suponer que se disponen a quemar las etapas preparatorias
de su movimiento».
Pocas etapas quedaban ya por quemar. Dos días antes, el 11 de julio de 1936,
había despegado del aeropuerto inglés de Croydon el avión Dragon Rapide que debía
recoger a Franco en Las Palmas. Pero, en Pamplona, Mola se desesperaba porque los
carlistas, a última hora, habían decidido sublevarse bajo la bandera rojigualda, la de
la monarquía, mientras que el núcleo de los conjurados pretendía alzarse al grito de
«Viva la República», y las negociaciones con el jefe tradicionalista Fal Conde podían
considerarse en punto muerto. Ciertamente, la conspiración se complicaba y, en
Canarias, Franco seguía sin dar su aquiescencia definitiva. Desde el lado de los
golpistas, demasiadas cosas estaban confiadas al azar, la buena suerte o la audacia. La
lógica aconsejaba esperar, aplazar una vez más la fecha del golpe que es lo que
aconsejaba Franco, pero el cadáver de Calvo Sotelo lo haría imposible.
Para muchos la espera angustiosa de la catástrofe anunciada se transformó en un
deseo sincero e insensato de que «lo que había de ocurrir» ocurriera de una maldita
vez. No hubo ni un gesto de reconciliación, ni una palabra de consuelo, ni un
ofrecimiento de esperanza. Solo ¡que empiece ya! Aunque quizá algo melodramático
y escrito por un comunista que perdió su fe en Moscú, mantiene toda su fuerza
descriptiva este párrafo de Enrique Castro Delgado:
España entera era miedo. Un miedo escondido y repartido en millones de figuras humanas para las que
el día era un tormento de temblores interiores, de miradas oblicuas, de blasfemias a flor de labios, de
plegarias, de un andar viviendo y pensando en la muerte. Al anochecer (…) el miedo era amo y señor de
España. Se le veía entrar en las iglesias y penetrar en el cuerpo, en el alma de mujeres enlutadas que
rezaban precipitadamente a un Dios que no veían. Se le veía entrar en los cuarteles y ahogar las risas de
los oficiales… Se le veía entrar en la Casa del Pueblo para provocar un silencio angustioso o dar vida a
un mundo de murmullos y de estremecimientos en las ingles. Las prostitutas comenzaron a retirarse a la
hora de las gentes decentes. El vino comenzó a no emborrachar a los borrachos. Temblaba una España.
Y la otra. Las dos tenían miedo. España entera escuchaba. Escuchaba en un escuchar que ahogaba la
respiración. Y se dormía con los ojos abiertos. Y durante toda la noche se esperaba el día con la boca
seca. Y cada mañana el pueblo bostezaba su insomnio. Y orinaba su miedo.

El historiador Vicente Palacio Atard, de quien tomamos la siguiente referencia,


afirma que ese miedo era biunívoco. Desde luego, no en todos. Para algunos en la
izquierda, el cadáver de Calvo Sotelo no era un problema; era, más bien, una
oportunidad.
En mis compañeros [volvemos a Zugazagoitia] no había unanimidad para juzgar el atentado. Escuché de
uno de ellos la siguiente opinión: «La muerte de Calvo Sotelo no me produce pena ni alegría. Para poder
condenar ese atentado sería menester que no se hubieran producido los que abatieron a Faraudo y a Del
Castillo. En cuanto a las consecuencias de que ahora se habla, no creo que debamos temerlas. La
República tiene de su parte al proletariado y esa adhesión la hace, si no inatacable, sí invencible. Si las
derechas levantan bandera de rebeldía será llegado el momento de ejemplarizarlas con una lección
implacable». El diputado que así hablaba no publicaba una jactancia, divulgaba una convicción.

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Una convicción que propagaban representantes tan señalados del Frente Popular
como Largo Caballero o Joaquín Maurín. Es muy conocido, y aún estremece su
lectura, el artículo editorial publicado por Claridad, el órgano de los caballeristas que
dirigía Araquistáin, el 15 de julio, tras la reunión de la Diputación Permanente de las
Cortes:
… Si el estado de alarma no puede someter a las derechas, venga cuanto antes una dictadura del Frente
Popular. Es la consecuencia lógica e histórica del discurso del señor Gil Robles. Dictadura por dictadura,
la de izquierdas. ¿No quiere este gobierno? Pues sustitúyale un Gobierno dictatorial de izquierdas. ¿No
quiere el estado de alarma? Pues concedan las Cortes plenos poderes. No quiere la paz civil. Pues sea la
guerra civil a fondo. ¿No quiere el Parlamento? Pues gobiérnese sin él. Todo menos un retorno de las
derechas. Octubre fue su última carta y no la volverán a jugar más.

La tarde anterior, tras el entierro de Calvo Sotelo, los enfrentamientos callejeros


habían causado cinco muertos y una veintena de heridos, la mayoría de ellos
asistentes al sepelio. Muchos de estos últimos no se atrevían a acudir a los hospitales.
Se curaban en las farmacias o en el domicilio particular.
Se puede conceder, con Enrique Castro Delgado, que también escribía después de
la guerra, que en la primavera de 1936 el miedo, que hasta entonces estaba
claramente instalado en una de las dos Españas, empezara a ganar adeptos en la otra,
pero aún eran pocos. Era un miedo, además, anclado en los hechos cotidianos y en las
amenazas de una segunda revolución. Eran palabras como las del comunista Antonio
Mitje, miembro del Comité Central, pronunciadas el 18 de mayo en Badajoz:
Yo supongo que el corazón de la burguesía de Badajoz no palpitará normalmente desde esta mañana al
ver cómo desfilaban millares y millares de jóvenes obreros y campesinos, que son los hombres del
futuro Ejército Rojo obrero y campesino de España. Este acto es una demostración de fuerza, es una
demostración de energía, es una demostración de disciplina de las masas obreras y campesinas
encuadradas en los partidos marxistas, que se preparan para muy pronto terminar con esa gente que
todavía sigue en España dominando de forma cruel y explotadora lo mejor y más honrado y más
laborioso del pueblo español.

También, Largo Caballero, el revolucionario del PSOE, el «Lenin español»,


hablaba de aniquilaciones el 15 de junio, en Oviedo, precisamente en Oviedo:
No me cansaré de repetir a todos la necesidad de unirse, porque, ¡camaradas!, la revolución viene a
pasos agigantados (…) Las finalidades de este Ejército Rojo serán sostener la guerra civil que
desencadenará la instauración de la dictadura del proletariado, realizar la unificación de este por el
exterminio de los núcleos obreros que se nieguen a aceptarla.

Se ha puesto de moda argüir que este tipo de expresiones eran meros desahogos
verbales, retórica propagandística de unos políticos, los socialistas, que en ningún
modo pensaban traducirlas en hechos. Es una lástima que esta disculpa no tuviera
muchos seguidores en 1936. El 8 de julio, el seminarista de los Misioneros
Claretianos, Agustín Vela, quien sería fusilado en Barbastro junto con sus
compañeros en los primeros días de la guerra, escribía a su madre, Ambrosia
Ezcurdía, una carta, en apariencia, ingenua:

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Querida Madre: Un saludo lo primero desde estas tierras aragonesas. Estamos ya en Barbastro. ¿Y cuál
es la causa de haber venido tan aprisa a Barbastro? Sabíamos nosotros que los que de mi curso tienen
que ir al servicio militar vendrían pronto para poder aprender la instrucción en particular. [Así veían
reducido su tiempo de permanencia en filas.] El lunes comenzaron ya los quintos la instrucción militar
bajo la dirección de militares retirados. Esta es la causa primera de haber venido tan pronto este año a
Barbastro. Quizá habrá influido algo la situación de la casa de Cervera, pues con el cambio de
ayuntamiento comenzaron los líos serios y fuertes para echarnos de allí. Por eso quizá los superiores
creyeron conveniente disminuir el número de individuos de aquella casa y así nos marchamos pronto los
que nos tocaba salir este verano. Lo que usted me pregunta de las dos casas que nos han quemado no es
del todo exacto, como dice. En esta provincia que nosotros llamamos de Cataluña, solamente quemaron
los muebles de la casa y de la iglesia de Requena y nos han hecho salir, cerrando la casa y el colegio
externo, de Játiva. En la provincia de Castilla y, más aún, en las de Andalucía nos han perjudicado
mucho más. Aquí estos de Barbastro creo que no son muy atrevidos ni arrojados, además, como hay
ejército y los jefes son muy buenos, creo que no se atreverán a molestarnos.

Los de Barbastro, no, desde luego. La muerte de los 51 jóvenes seminaristas vino
directamente desde Barcelona con las brigadas anarquistas.
En la Ciudad Condal, por esos mismos días, el periodista Josep Maria Planes,
catalanista y adversario del pistolerismo anarquista, el mismo pistolerismo que había
acabado en abril con la vida de los muy nacionalistas hermanos Badía, se encrespaba
en las páginas de La Publicitat: «La “Soli” dice que si no rectifico me obligarán a
enmudecer. Si no lo entiendo mal, eso es una amenaza de muerte. No conozco otro
sistema de obligarme a enmudecer. Yo firmo mis artículos. Tengo por tanto cierto
derecho a saber quién se hace responsable de la amenaza de que soy objeto». Lo
sabría bien pronto: el 25 de agosto de 1936 fue paseado por milicianos anarquistas en
la carretera de la Arrabasada. Su cadáver presentaba hasta siete heridas de bala en el
parietal izquierdo.
El miedo, en otros, aconsejaba el silencio. El padre Beato Dionisio de Pamplona,
que sería mártir en Monzón el 25 de julio, escribía a sus familiares el 10 de ese
mismo mes: «Pasamos unos tiempos muy difíciles, y no hay más remedio que obrar
con toda prudencia para que nadie pueda decirnos que estamos fuera de nuestro lugar.
Siempre ha sido preciso el cumplimiento de nuestro deber, pero hoy es de extrema
necesidad». Y Manuel de Falla respondía en carta del 8 de julio a Ramiro de Maeztu,
quien le había solicitado su adhesión al movimiento militar que se preparaba: «El
único remedio que tenemos contra la revolución no es una contrarrevolución de tipo
conservador, que mantiene incluso lo execrable, por ser seguro, sino otra revolución
más profunda y alta, guiada por el amor que debemos a Dios sobre todas las cosas y
al prójimo como a nosotros mismos».
No. El miedo no era, aún, igual para ambos bandos.

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ESCENA TERCERA
PERO ¿QUÉ HACE MADRID?

Al diputado Joaquín Maurín, secretario general del recién fundado POUM, la versión
nacional del PC con pinceladas troskistas, lo de Calvo Sotelo le había pillado en un
momento personal incómodo. El 13 de julio, mientras llegaban a Cataluña las
primeras noticias del asesinato, deja a su mujer, de nacionalidad francesa, y a su hijo,
Mario, en el tren camino de París, con la intención de reunirse con ellos durante las
ya próximas vacaciones. Escribiría:
En Barcelona, políticamente, aquella calurosa mañana de julio no pasaba nada de particular. En Madrid
sí que había ocurrido aquella madrugada algo muy grave: el asesinato de Calvo Sotelo. Antes de lo
ocurrido el 13 de julio, ya se presentía que las derechas, apoyadas en el ejército, se sublevarían a no
tardar. En un discurso que pronuncié en el Parlamento, el 16 de junio [otra vez la famosa sesión] auguré
un plazo de dos meses. Me equivoqué (…) El miércoles 15 de julio se reunió el Comité Ejecutivo del
POUM para estudiar la situación. Se acordó que Andrés (sic) Nin y yo nos entrevistáramos con Luis
(sic) Companys, presidente de la Generalidad. Companys nos citó para las diez de la noche. Nos dijo que
no lograba ponerse en comunicación con Madrid. Tenía la impresión de que no había gobierno o que el
gobierno dormía. Nos enseñó unas hojas clandestinas de tipo contrarrevolucionario que circulaban en los
cuarteles de Barcelona. «Los militares se mueven», dijo.

Maurín tenía cierta prisa en averiguar qué estaba ocurriendo y, sobre todo, qué
pensaba el gobierno de la situación. Se había comprometido para asistir a una serie de
reuniones del POUM en La Coruña a partir del día 18 de julio y, naturalmente, quería
saber si, por sus responsabilidades en el partido, era mejor quedarse en Madrid. Pero
la velada se alargaba y Companys no conseguía ponerse en comunicación con Juan
Moles, ministro de la Gobernación.
Desde mi casa, hacia la una de la madrugada del jueves 16, llamé a Companys, como habíamos
convenido. «Sin noticias de Madrid. Nada nuevo», me dijo. Companys, a esa hora, seguía vigilante.
Quien, al parecer, estaba durmiendo era el gobierno.

De todas formas, la comunicación con Gobernación no le habría servido de nada.


Moles estaba desarbolado, deshecho, al comprobar que bajo su mando teórico
funcionaba una jerarquía policíaca paralela, no sólo capaz de encubrir a los asesinos
de Calvo Sotelo y protegerlos, sino de ordenar requisas y registros domiciliarios y
detenciones de «fascistas» sospechosos sin ningún tipo de autorización oficial. Su
última conversación con Gil Robles, la tarde del entierro de Calvo Sotelo, fue
patética: «Guárdese la vida. Yo no puedo hacer ya nada por usted». Por su parte,
Casares Quiroga se decía que todas las combinaciones de nombramientos de los altos
mandos militares estaban ya hechas y que era imposible que triunfara el golpe. Creyó
hasta el final, incluso por encima de los hechos, que el general Mola, el director de la
conspiración, era de fiar. Mientras Companys esperaba «vigilante», don Santiago

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Casares Quiroga mantenía reunión tras reunión buscando el respaldo absoluto de
todos los grupos del Frente Popular y haciendo frente al acoso de Prieto que,
desolado ante la inminencia del golpe que él veía venir, le pedía la detención de los
dirigentes derechistas y la clausura de los centros de la CEDA y de Renovación
Española. Pero no le juzguemos duramente. Don Indalecio era consciente de que si el
gobierno de Lerroux y Gil Robles hubiera actuado así, con contundencia y sin
legalismos, en las vísperas de octubre del 34, la fallida y sangrienta revolución no
habría tenido lugar. No era el único que había aprendido algo de su propia
experiencia.
El mismo día del asesinato de Calvo Sotelo, el 13 de julio, hacia el mediodía, es
decir, menos de diez horas después de que el grupo comandado por el capitán Condés
de la Guardia Civil hubiera accedido al domicilio del diputado del Bloque Nacional,
los diputados de la minoría comunista presentes en Madrid mantuvieron una reunión
de urgencia. No está claro, pero, a tenor de los acontecimientos posteriores, se deduce
que se habían cruzado mensajes con la sede del Komintern en París y que el análisis
de la situación coincidía mucho más con el pesimismo de Prieto que con la confianza
que embargaba, aunque por distintos motivos, a Casares Quiroga, Largo Caballero o
Maurín. A primera hora de la tarde, los diputados comunistas entregaron un borrador
legislativo para ser aprobado en la sesión del Parlamento del día siguiente; sesión
que, sin embargo, habría de quedar suspendida.
Según la versión recogida por Stanley G. Payne, quien la toma a su vez de Mundo
Obrero, el proyecto de ley, en su artículo primero, establecía con carácter urgente la
disolución de todas las organizaciones reaccionarias o fascistas, tales como Falange
Española (que estaba suspendida gubernativamente desde marzo), CEDA, Derecha
Regional Valenciana y «las que, por sus características, sean afines a estas, y
confiscados los bienes muebles e inmuebles de tales organizaciones, de sus dirigentes
e inspiradores». En su artículo segundo, la resolución establecía: «Serán encarceladas
y procesadas sin fianza todas aquellas personas conocidas por sus actividades
reaccionarias, fascistas y antirrepublicanas». Y, por fin, en el artículo tercero: «Será
confiscados por el gobierno los diarios El Debate, Ya, Informaciones y ABC, y toda la
prensa reaccionaria de las provincias». Añade Payne que el 17 de julio, horas antes de
que comenzara la rebelión en Marruecos, Dimitrov y Manuilski enviaron un
telegrama urgente al politburó del PCE insistiendo en que se presionara al gobierno y
al resto de los partidos del Frente Popular para que se tomasen medidas excepcionales
e inmediatas, incluidas purgas en el ejército y en las fuerzas de orden público, para
desbaratar la conspiración y evitar el peligro de la guerra civil. Moscú, cuya
información global era muy buena, miraba con gran prevención el estallido de las
hostilidades. Desde su punto de vista, su nueva estrategia para España de infiltración
y presión en los partidos obreros, y ocupación paulatina de los resortes del poder,

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empezaba a dar resultados y la guerra civil, que no consideraban en absoluto ganada,
era un riesgo inasumible. No quedaba otra, pues, que forzar la mano.
Como veremos, el gobierno de Casares Quiroga se había quedado a medias en las
medidas preventivas y, además, al descubierto cuando el diario Ya, en su edición
especial de la noche del 13 de julio, publicó la nota del PCE con la propuesta de
resolución. Tradicionalmente, se ha explicado la suspensión del diario Ya como
respuesta a la publicación de su amplio reportaje, una de las mayores exclusivas en la
historia de la prensa española, sobre el asesinato de Calvo Sotelo. Sin embargo, Gil
Robles, que vivió de cerca los hechos, asegura que fue la publicidad dada a la nota
del PCE, que luego reproduciría naturalmente Mundo Obrero, la causa real de la
suspensión:
El señor Moles —escribe Gil Robles en sus memorias— se hallaba por completo desbordado. Las
presiones que sobre él se ejercían habían llegado al límite. Precisamente, la tarde anterior se había
reunido en su domicilio social la minoría comunista para acordar que se pidiese oficialmente al gobierno
la disolución de la CEDA, de la JAP, de Renovación Española y de los tradicionalistas, así como la
suspensión de todos los periódicos de derechas. El gobierno ordenó, en efecto, la clausura de todos los
centros tradicionalistas y de Renovación Española. Pero el origen de la medida quedaba al descubierto
desde el momento en que el diario Ya, en una edición especial del día 13, había dado cuenta del acuerdo
del partido comunista. Ello motivó la suspensión indefinida de este periódico.

Así estaban las cosas. Miembros de la Policía y de la Guardia Civil, en un coche


oficial y acompañados por militantes del Partido Socialista, acababan de asesinar al
líder de la derecha monárquica, pero el gobierno, en lugar de perseguir a los
culpables, cerraba sedes de derechas, clausuraba periódicos de derechas y detenía a
supuestos militantes de derechas. Y, pese a todo, dejando aparte consideraciones de
orden moral, lo patético es que no se atrevió a llevar a cabo la única política represiva
que habría impedido el golpe: las propuestas del PCE y de Indalecio Prieto. Porque la
otra opción, aprovechar el terrible suceso para buscar un acercamiento pacificador
con el adversario, solo lo intentó Azaña cuando la sublevación militar empezaba a
tomar «las dimensiones tan desmesuradas» que tanto temía Prieto.
Es significativo contrastar la visión que sobre el Madrid de aquellos días febriles
tuvieron dos políticos españoles como Joaquín Maurín y Gil Robles. El primero no
notó nada demasiado anormal. Incluso se entrevistó con un diputado catalán de
Izquierda Republicana, Lana Serrate, que acababa de hablar con Azaña. «Me ha
dicho el presidente que esta semana no pasará nada. La próxima, ya veremos». Para
Gil Robles:
… el ambiente de Madrid aquella mañana (15 de julio) era trágico. Durante la noche anterior y la
madrugada se habían efectuado cientos de detenciones de elementos de derecha. Por las calles céntricas
cruzaban en todas las direcciones las camionetas de Asalto. La CNT había puesto en pie de guerra a sus
masas, y el gobierno se vio precisado a ordenar la clausura de los centros anarcosindicalistas de Madrid
y de algunas provincias. También había ordenado al director general de Seguridad la clausura del
domicilio social de la CEDA. Para evitar el cumplimiento de la medida, hubo de intervenir Carrascal con
toda energía, cuando ya el comisario de Policía se encontraba en nuestro edificio de la calle de Serrano.

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En los alrededores del Congreso había un despliegue inusitado de fuerza pública. En todas las esquinas
de las calles adyacentes formaban retenes de guardias de asalto.

Y, mientras, en Chamartín, una escaramuza a tiros entre albañiles anarquistas y


socialistas dejaba un muerto y media docena de heridos. Estaba a punto de empezar la
guerra y en uno de los dos futuros bandos seguían a lo suyo.
A Maurín, el movimiento del 18 de julio le sorprendería, por supuesto, en La
Coruña. Luego, tras una serie de peripecias novelescas de una fuga frustrada, pasó
quince años en prisión. No le fusilaron. La falta de información le había impedido
participar en la guerra y poner en práctica su receta: «No habrá calma en el país —
había dicho a la Cámara el 15 de abril de 1936—, mientras no se haya vengado la
represión de octubre y se haga justicia. Un desquite es urgente. La ley del talión: ojo
por ojo y diente por diente». Se ahorró, por lo menos, el horror de la retaguardia roja
que se llevó la vida de sus mejores, y muy revolucionarios, compañeros del POUM.

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ESCENA CUARTA
LARGO CABALLERO, CALVO SOTELO Y POR QUÉ LAS COMPARACIONES
SON SIEMPRE ODIOSAS

El dirigente socialista don Francisco Largo Caballero, con su verbo encendido, fue
uno de los que poblaron de fantasmas los sueños de España en aquella primavera de
1936. En sus discursos, la revolución, bajo la égida del socialismo, es decir, de él
mismo, estaba a la vuelta de la esquina. Era imparable. Todo lo demás, la República
burguesa, las urnas, las coaliciones electorales, el Frente Popular, Azaña y sus
ministros, no representaban más que etapas efímeras, apenas ya necesarias, del gran
triunfo del proletariado. El día que un enorme cartelón con su retrato desfiló por las
calles de Moscú ¡al lado del de Lenin!, don Francisco pareció transido en éxtasis. Y,
sin embargo, Largo Caballero no siempre había sido así…
El «Lenin español» nunca tuvo suerte con las conspiraciones. En la de 1917
acabó condenado a muerte, aunque indultado, y en la de finales de 1930, contra la
monarquía, los oficiales del ejército Fermín Galán y García Hernández decidieron
sublevarse dos días antes de lo convenido por si el resto de los conjurados
republicanos se rajaban y Largo se vio en La Modelo junto con lo más granado del
Pacto de San Sebastián: Miguel Maura, Alcalá Zamora y Fernández de los Ríos. Pero
si la justicia del general Berenguer cayó implacable sobre los dos militares alzados en
Jaca (Huesca), el distendido ambiente carcelero madrileño parecía un anticipo del
triunfo republicano sobre la decrépita monarquía. Decadentes sublevaciones,
escapadas de otro siglo, que aún se permitían gestos caballerescos como el de Ramón
Franco, el héroe del vuelo del Plus Ultra, el hermano del general, que robó un avión
en Cuatro Vientos y sobrevoló el palacio Real. No lanzó las bombas porque había
corros de niños jugando en la plaza de Oriente. Consiguió huir y pasó la frontera con
otro personaje indefinible, el muy republicano general Queipo de Llano, que seis
años más tarde aseguraría Sevilla para el general Franco, don Francisco, y, cosas de la
vida, llevaría a cabo una de las reformas del mercado agrícola más avanzadas de la
época. Ramón Franco volvió al seno familiar en 1936: murió en el primer año de
guerra cuando su hidroavión volaba en misión de reconocimiento sobre Barcelona.
Pero, a principios de 1931, el futuro estaba por escribir. Henry Buckley, el ya
citado corresponsal del británico Daily Telegraph, visitó en La Modelo a los ilustres
presos:
En el locutorio de la cárcel pude contemplar a través de las rejas a un sonriente grupo de personalidades
políticas que parecían saborear anticipadamente las mieles del triunfo. Tan seguros estaban de sí mismos
que, según me contaron, se hallaban ya ultimando sus planes de gobierno, en la misma cárcel.

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El Largo Caballero que recuperó la libertad en triunfo aquel 14 de abril de 1931
es un hombre entusiasta y entregado a la República naciente. Aunque no había
firmado el Pacto de San Sebastián con los viejos burgueses liberales y los nuevos
monárquicos ofendidos (en representación del socialismo lo hizo Indalecio Prieto) y
aunque buena parte de la UGT y el PSOE, con Julián Besteiro y Andrés Saborit a la
cabeza, prefería no implicarse directamente en el gobierno provisional, Largo lo hizo
como ministro de Trabajo, mientras que don Indalecio se encargaba de Hacienda. Es
la luna de miel con el poder de Largo Caballero. Una luna de miel corta y, pronto,
amarga.
Largo Caballero vivió su paso por el ministerio, por la política real, como un
trauma; una conmoción personal que le dejaría marcado para el resto de sus días. Tras
unos comienzos rápidos, exultantes, en los que promulgó decreto tras decreto en
favor del campesinado, en los que llevó a cabo su ley de Jurados Mixtos, por la que
los salarios debían negociarse en paridad entre los representantes obreros y la
patronal; en los que consiguió equiparar la legislación de accidentes de trabajo para la
agricultura y la industria; la dura realidad de la España de la época le llevó, sin duda,
a recuperar su eclipsada fe en la razón de la fuerza, en la vía bolchevique. No, las
cosas nunca han sido fáciles para una democracia real y, mucho menos, en la Europa
febril que le tocó vivir.
Más que a las atribuladas derechas, que también, el ministro de Trabajo tuvo que
hacer frente, como en su tiempo los liberales y conservadores de la monarquía
alfonsina, a los movimientos anarquistas arrebatados por la utopía del «comunismo
libertario» y que siempre, siempre, tenían alguna cuenta pendiente que saldar con
alguien: con los patronos, con los comunistas, con los socialistas, con la Guardia
Civil… Tomados uno a uno, los anarquistas podrían ser el prototipo de español
multisecular, ese individualista con aspiraciones de gloria y con un sueño que debe
ser impuesto a los demás; en pandilla eran, simplemente, la plaga.
La oposición a los Jurados Mixtos, por ejemplo, es sintomático: la CNT se negaba
a aceptarlos por ser un «monopolio del Estado» que impedía a los trabajadores
negociar sus salarios como hombres libres. Apoyados por un estilo contundente, que
unas veces tomaba la forma de palizas y, otras, de pistolas, los anarquistas conseguían
salarios mejores que los pactados por los jurados mixtos. Y, claro, los de la UGT se
quejaban amargamente.
De hecho, los anarquistas organizaron a la naciente República hasta tres
«insurrecciones generales» entre enero de 1932 y diciembre de 1933, que fueron un
fracaso, pero que contribuyeron a llenar de violencias el ambiente, sobre todo en
Cataluña, Madrid y Andalucía. El Largo Caballero que había dicho que «la
revolución violenta nunca echaría raíces en España» estaba viviendo en carne propia
el espíritu de la contradicción. El primer enfrentamiento grave fue el de Telefónica y

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aquí les dejamos con Gabriel Jackson, autor de una descripción desapasionada, casi
para correligionarios, de los hechos:
A principios de julio, antes de que se reunieran las Cortes constituyentes, el país experimentó su mayor
pugna laboral desde el 14 de abril. La huelga de los empleados de Telefónica del 4 de julio fue declarada
por los anarquistas y estaba dirigida claramente a poner en una situación embarazosa a los ministros
socialistas del gobierno provisional. La Compañía Telefónica Nacional de España era una subsidiaria de
la American Telephone and Telegraph Company. Pocos años antes había sido negociado un contrato a
largo plazo con el gobierno de Primo de Rivera y, en el momento de la firma, los socialistas acusaron al
rey de venderse al capitalismo americano y de haber recibido en el trato un paquete gratuito de acciones.
En julio de 1931, el ministro socialista de Hacienda, Indalecio Prieto, estaba haciendo todo lo posible
para tranquilizar a los acreedores de España, cortar las fugas de capitales y detener la baja de la peseta.
Los obreros y empleados de Telefónica, afiliados a la CNT, escogieron este momento para desafiar a la
compañía controlada por los norteamericanos. La huelga paralizó la mayoría de los servicios en
Barcelona y Sevilla, pero solo obtuvo un éxito parcial en las otras provincias. Los socialistas apoyaron la
determinación del gobierno de mantener el servicio, y los trabajadores de UGT sustituyeron a los
huelguistas de la CNT en Madrid y Córdoba. La prensa socialista calificó las tácticas anarquistas de
infantiles y provocadoras y acusó a la CNT de estar dominada por pistoleros. En sus esfuerzos para
llegar a un arreglo, el coronel Maciá alegó su jurisdicción en Cataluña, mientras que Largo Caballero
insistía en que el Ministerio de Trabajo era la única autoridad competente en toda España. Habiendo
fallado en lograr un paro general en la nación, los anarquistas convocaron huelgas generales en apoyo de
los huelguistas de Telefónica, logrando conseguirlo el 20 de julio en Sevilla. Con la doble justificación
de que la huelga era organizada por pistoleros y que los teléfonos eran un servicio público esencial, el
gobierno declaró el estado de guerra en Sevilla el día 22. La artillería redujo el cuartel general de la CNT
y patrullas fuertemente armadas de la policía recorrieron las calles; hacia el día 29 la huelga estaba
quebrantada y el orden restablecido, al costo de treinta muertos y doscientos heridos. (…) Los socialistas
se hallaron en la incómoda posición de tener que defender una compañía extranjera, cuyo contrato
habían criticado duramente y actuando de quebrantadores de huelga contra sus hermanos de la clase
obrera.

Sí. Las huelgas se sucedían, el alza de los salarios se traducía en despidos


masivos; la reforma agraria, bienintencionada pero sin fondos ni racionalidad, en
abandono de cultivos y paro. La depresión económica internacional dificultaba los
magníficos planes de Obras Públicas (Prieto, como luego Franco, demostró una sana
obsesión por los pantanos) y, mientras, la derecha «cerril», metódicamente atacada
por Azaña en todo lo que más le dolía: religión, escalas militares, libertad de
enseñanza, propiedad rural, se incorporaba con entusiasmo al sabotaje silente del
programa económico y social. «Que os dé de comer la república» es una de las frases
que hicieron fortuna en aquellos años. Esa y «fuga de capitales». Los datos del primer
bienio azañista recogidos por Payne son esclarecedores:
Aunque alrededor de dos tercios de los acuerdos que los jurados mixtos negociaron en 1933 seguían
considerándose favorables a los trabajadores, la actividad huelguística creció de manera importante. Ese
año, su total se duplicó hasta 1127 huelgas (comparado con 681 en 1932) y el número de trabajadores en
huelga pasó de 269 104 a 843 303. Lo que es más, la patronal informó de que, durante la primera mitad
de 1933, las huelgas y los conflictos políticos arrojaron un resultado de 102 muertos y la pérdida de 14,5
millones de días de trabajo. La colaboración socialista en el gobierno y la significativa legislación
reformista parecían haber conducido tan solo a un mayor malestar laboral. Uno de los problemas
consistía en que un gran número de los nuevos contratos negociados en 1931 eran solo por dos años, a
renegociar en 1933; otro, la constante instigación por parte de la CNT, decidida a que la fuerza de los

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socialistas colaboracionistas no continuara creciendo. De ahí la paradoja de que la depresión y el
aumento del desempleo tuvieran en España un efecto contrario al de la mayoría de los otros países.
Mientras que en otros lugares estas condiciones generalmente desalentaban la actividad obrera, en el
caso español el creciente poder de los trabajadores organizados, estimulado por la República, trajo
consigo la aceleración de su actividad militante y el número de días de trabajo perdidos a consecuencia
de las huelgas aumentó en más de un 400 por ciento en 1933.

El Largo Caballero que deja el gobierno tras la derrota electoral de las izquierdas
en 1933 es, pues, un hombre muy distinto al de 1931. Un hombre que interioriza el
fracaso, pero busca culpables que le exoneren de la parte que le toca. Es un hombre
dispuesto a abrazar la política del atajo. No es el único, ciertamente. Después de dos
sublevaciones militares, una republicana (1930) y otra derechista (la Sanjurjada de
1932); tres insurrecciones obreras y un intento de golpe de Estado civil propuesto por
las derrotadas izquierdas en las elecciones de 1933; la República, como estado de
derecho y marco institucional de convivencia, no parecía tener demasiados
defensores sinceros. Largo Caballero, y con él la plana mayor socialista, se embarcó
en la revolución de Octubre de 1934. Salió mal y volvió a prisión. Renegó de la
revuelta, mintió descaradamente, y los jueces le absolvieron. Cuando salió, libre, a la
calle era ya el «Lenin español» y tenía prisa, mucha prisa, por adelantarse a los
comunistas. Julián Besteiro se lo reprocharía con dureza, casi con crueldad, cuando,
tras la guerra civil, decidió quedarse en Madrid y hacer frente a los jueces militares
franquistas mientras la mayoría de sus compañeros de la dirección habían tomado el
camino del exilio: «Estamos derrotados por nuestras culpas (claro que hacer mías
estas culpas es pura retórica). Estamos derrotados nacionalmente por habernos dejado
arrastrar a la línea bolchevique, que es la aberración más grande que han conocido,
quizá, los siglos. La política internacional rusa, en manos de Stalin, y tal vez como
reacción contra su estado de fracaso interior, se ha convertido en un crimen
monstruoso que supera en mucho a las macabras concepciones de Dostoievsky y de
Tolstoi». Don Julián Besteiro no había cambiado. En julio de 1933, con el socialismo
español en triunfo, advertía de lo mismo a los jóvenes del partido: la introducción de
un régimen socialista en España, a través de la dictadura y la violencia bolchevique,
desembocaría simplemente en un baño de sangre, «la República más sanguinaria que
se ha conocido en la historia contemporánea». No le hicieron caso.
Yo no estoy arrepentido de nada, de absolutamente de nada [ventea Largo Caballero menos de tres años
después de la advertencia de Besteiro en el mitin del Cine Europa de Madrid, el 12 de enero de 1936].
Declaro paladinamente que antes de la República nuestro deber era traer la república; pero establecido
este régimen, nuestro deber es traer el socialismo. Y cuando hablamos de socialismo, no nos hemos de
limitar a hablar de socialismo a secas. Hay que hablar de socialismo marxista, de socialismo
revolucionario. Hay que ser marxista y serlo con todas sus consecuencias. [Y el 2 de febrero, en el teatro
Cervantes de Valencia, insiste:] La burguesía cumplió su papel e hizo su revolución. La clase trabajadora
tiene que cumplir el suyo y hacer también su revolución. Si no nos dejan, iremos a la guerra civil.
Cuando nos lancemos por segunda vez a la calle [la primera fue en octubre de 1934], que no nos hablen
de generosidad y que no nos culpen si los excesos de la revolución se extreman hasta no respetar cosas
ni personas.

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El mea culpa, en realidad nostra culpa, de Julián Besteiro es un vehículo ideal
para adentramos en la psicología de la otra parte de nuestra tragedia, la derecha, a la
que llegó a representar contra toda lógica electoral don José Calvo Sotelo. Porque no
es cierto en modo alguno que la guerra civil española fuera el resultado de la colisión
de dos extremos, el socialismo de Caballero y la derecha monárquica, mientras que
una gran masa de centro vivía atenazada e impotente el inevitable cataclismo. No. La
deriva socialista hacia la revolución tras el fracaso de su primera experiencia de
gobierno es un hecho innegable, y esa deriva, ayudada con entusiasmo por el resto de
las organizaciones marxistas y por los anarquistas, no pudo ser corregida a tiempo
por el sector «converso» que representaban Indalecio Prieto y Julián Besteiro. Tal
vez, y pese a que en la historia los «podría» carecen de valor, si tras la destitución de
Niceto Alcalá Zamora como presidente de la República y su sustitución por Azaña,
Indalecio Prieto se hubiera convertido en el jefe del Ejecutivo, implicando al PSOE
directamente en la tarea de gobierno, las cosas habrían sido de diferente manera. Pero
lo cierto es que el sector caballerista vetó el tandem Azaña-Prieto y este último, en
minoría frente a la UGT y al partido, se negó a romper la disciplina de grupo. Pero es
que, además, es probable que ni siquiera un gobierno de Prieto habría servido a los
fines de la paz: un amplio sector de la izquierda socialista, cosas de la época, creía
sinceramente en la revolución. Eran los mismos militantes socialistas que llegaron a
disparar sobre don Indalecio en el mitin de Écija o los que se negaron a cumplir las
órdenes de la UGT para poner fin a la oleada de huelgas. Al final, Prieto y los suyos
estaban también aislados, desbordados en medio de una tormenta en la que si bien los
socialistas empezaron a caer muertos bajo las balas de los falangistas y de los
anarquistas, lo acabaron haciendo a manos de sus propios compañeros de lucha. Se lo
había dicho Gil Robles y, como a Besteiro, tampoco le hicieron caso: «La Revolución
es como Saturno, que acaba devorando a sus hijos».
Pero decíamos que Julián Besteiro había esbozado los rasgos de la psicología
social, la mentalidad, que iba conformando lo que hemos dado en llamar «las
derechas» en aquella primavera de 1936. Besteiro habla para justificar su apoyo al
golpe de Estado del coronel Casado, que en marzo de 1939 puso fin a la resistencia
republicana, y lo hace así:
El drama del ciudadano de la República [se refiere a los españoles de la zona aún en poder del Frente
Popular tras la pérdida de Cataluña] es este: no quiere el fascismo y no lo quiere no por lo que tiene de
reacción contra el bolchevismo, sino por el ambiente pasional y sectario que acompaña a esa justificada
reacción (teorías raciales, mito del héroe, exaltación de un patriotismo morboso y de un espíritu de
conquista, resurrección de las formas históricas, que carecen de sentido en el orden social,
antiliberalismo y antiintelectualismo, etc).. No es, pues, fascista el ciudadano de la República con su rica
experiencia trágica. Pero tampoco es en modo alguno bolchevique. Quizá es más antibolchevique que
antifascista, porque el bolchevismo lo ha sufrido en sus entrañas y el fascismo no.

Si don José Calvo Sotelo se convirtió en los escasos seis meses que mediaron

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entre el triunfo del Frente Popular de febrero de 1936 y su asesinato en el dirigente
más carismático de la derecha fue, precisamente, porque encarnó la reacción al
temido bolchevismo y porque, no cabe dudarlo, supo capitalizar la sensación de
impotencia, de puro miedo, de un sector de la población, cada vez más amplio, al que
la República negaba el pan y la sal. El mejor retrato político del Calvo Sotelo que
emerge como adalid de los que parecían condenados en la primavera de 1936, del
héroe que aguanta impávido los insultos, los gritos y hasta las amenazas de muerte en
un Parlamento hostil que abrió sus sesiones entre chamusquinas de iglesias y el
himno de la Internacional; del hombre valiente que denuncia, una y otra vez, pese al
estado de alarma siempre vigente, los atropellos que padecen las gentes de orden, las
clases medias, los obreros no sindicados, los curas, los pequeños propietarios rurales,
los católicos de a pie y, también, ¡cómo no!, los especuladores, los terratenientes y la
vieja patronal; su mejor retrato, decimos, se encuentra en su discurso del mitin
electoral del 12 de enero de 1936, una vez disuelta la Cámara y convocadas
elecciones anticipadas por Niceto Alcalá Zamora. Dijo Calvo Sotelo, el jefe de los
monárquicos, el líder de la extrema derecha, el rival de Gil Robles, el enemigo
irreductible del marxismo:
No queremos la catástrofe, aunque ella pudiera traer la monarquía. Nuestros ensueños monárquicos no
consienten que el Trono se cimente sobre regueros de sangre y montones de escombros. No. La
monarquía que volverá a España, cuando Dios lo quiera y nosotros lo consigamos, ha de construirse
sobre los pilares graníticos y solidísimos de un Estado nuevo, integrador, autoritario y corporativo, y
solo entonces, cuando se le pueda ofrecer un solio de gloria y de grandeza, quisiéramos ver la corona,
rematada por la cruz, ciñendo las sienes de esa augusta matrona que se llama España. (…) Se predica por
algunos la obediencia a la legalidad republicana; mas cuando la legalidad se emplea contra la patria y es
conculcada en las alturas, no es que sobre la obediencia, es que se impone la desobediencia, conforme a
nuestra doctrina católica, desde santo Tomás hasta el padre Mariana. No faltará quien sorprenda en estas
palabras una invocación indirecta a la fuerza. Pues bien. Sí, la hay… Una gran parte del pueblo español,
desdichadamente una grandísima parte, piensa en la fuerza para implantar el imperio de la barbarie y de
la anarquía. Su fe y su ilusión es la fuerza proletaria, primero, y la dictadura, después. Pues bien: para
que la sociedad realice una defensa eficaz, necesita apelar también a la fuerza. ¿A cuál? A la orgánica: a
la fuerza militar puesta al servicio del Estado. La fuerza de las armas, ha dicho Ortega y Gasset, y nadie
recusará este testimonio, no es fuerza bruta, sino fuerza espiritual. Y aun agrega que el honor de un
pueblo está vinculado al de su ejército… Cuando las naciones vivían la etapa venturosa de las grandes
unanimidades, el ejército era un mero complemento fundamental para la lucha exterior solamente; pero
hoy, minadas por las grandes discordias —la social, la económica, la separatista— necesitan un Estado
fuerte, y no existe un Estado fuerte sin ejército poderoso. Me dirán algunos que soy militarista. No lo
soy, pero no me importa que me lo digan. Prefiero ser militarista a ser masón, a ser marxista, a ser
separatista e incluso a ser progresista. (…) Hoy el ejército es la base de sustentación de la patria. Ha
subido de la categoría de brazo ejecutor, ciego, sordo y mudo a la de columna vertebral, sin la cual no es
posible la vida. (…) Calderón de la Barca dijo en versos inmortales que «no habría capitán, si no hubiera
labrador». Hoy habría que rectificar, diciendo que no habría labrador, si no hubiera capitán. Ni labrador,
ni productor, ni comerciante, ni Estado, ni Iglesia, ni civilización, ni patria. Cuando las hordas rojas del
comunismo avanzan, solo se concibe un freno: la fuerza del Estado y la transfusión de las virtudes
militares —obediencia, disciplina y jerarquía— a la sociedad misma, para que ellas desalojen los
fermentos malsanos que ha sembrado el marxismo. Por eso invoco al ejército y pido al patriotismo que
lo impulse. (…) No creo que, cuando un pueblo, como España ahora, se diluye en el detritus de la
ignominia y padece la ulceración de los peores fermentos, pueda ser fórmula eficaz para sanearlo,

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depurarlo y vivificarlo la apelación al sufragio inorgánico. (…) Los pueblos que cada dos o tres años
discuten su existencia, su tradición, sus instituciones fundamentales, no pueden prosperar. Viven
predestinados a la indigencia. Por eso hemos de procurar a toda costa que estas elecciones sean las
últimas. Lo serán si triunfan las izquierdas, ya lo dicen ellas sin rebozo. Pues hagan eso mismo las
derechas, hasta que, saneado el ambiente y el sistema, sea factible una apelación al sufragio.

¿Había sucumbido Calvo Sotelo al vértigo del fascismo? Sin duda, sí. Pero ¿lo
había hecho el resto de las derechas…?
Contrariamente a lo mantenido por la historiografía tradicional del franquismo, la
revolución socialista de Octubre de 1934 no puede considerarse en puridad como el
origen de la guerra civil, de la misma manera que no puede serlo la Sanjurjada de
1932 o el intento de golpe de Estado izquierdista tras las elecciones de 1933, que
dieron el triunfo a los radicales de Lerroux y a la Confederación de Derechas
Autónomas (CEDA) de Gil Robles. La revolución de Octubre en Asturias, Barcelona
y Madrid, aun con toda su carga de violencia, reconcilió en cierto modo a la derecha
clásica con las nuevas instituciones republicanas. No en vano, la República, con un
gobierno de centroderecha, había sido capaz de restablecer el orden y garantizar la
seguridad frente a las «hordas» revolucionarias. El ejército y las fuerzas de orden
público, salvo contadas excepciones, respondieron a la legalidad y se impusieron
sobre los revoltosos. Generales como López Ochoa, que era masón, o el catalán Batet
sometieron a los rebeldes en Asturias o acabaron en una noche con el intento
disimuladamente secesionista de la Generalitat de Cataluña. En Madrid o en
Barcelona, donde los socialistas no contaron con el apoyo anarquista, la revolución se
extinguió prácticamente sola. A los ojos de la mayor parte de la derecha, por lo
menos en las ciudades, la revolución de Octubre supuso una reconciliación, siquiera
momentánea, con aquella República que advino por la puerta de atrás y en medio de
la quema de conventos. Para el régimen franquista, la identificación de Octubre como
la causa directa de la guerra civil se hizo precisa para justificar una legislación sobre
responsabilidades que se remontaba, de manera retroactiva, hasta octubre de 1934.
No. Fue la explotación torcida y absolutamente demagógica de la represión que
siguió a la revolución de Octubre, fue la falta total de autocrítica moral por parte de
las izquierdas y fue la ausencia del menor reconocimiento de que se había actuado de
forma antidemocrática contra un gobierno legítimamente elegido en las urnas lo que
hizo comprender a esas mismas derechas que la izquierda consideraba la República
como un patrimonio personal del que estaban excluidos todos los que no comulgaban
a siniestra. Todo eso, y la demostración palpable, a partir de las elecciones de febrero
de 1936, de que los derrotados de Octubre iban a por «la segunda vuelta».
Qué se podía argumentar cuando González Peña, el dirigente socialista
compañero de Prieto que había comandado la revuelta asturiana, salía de la cárcel tras
las elecciones de febrero de 1936 exclamando: «No salimos arrepentidos de las
celdas que van a ocupar otros. En el Consejo de Guerra no me avergoncé de haberme

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llevado el dinero del Banco de España, y lo mismo me hubiera llevado todo el que
existiera en Asturias». González Peña, los militares más comprometidos con la
sublevación en Barcelona como Dencás o Pérez Farrás, Largo Caballero, Prieto,
Margarita Nelken, Companys… no sólo habían eludido sus responsabilidades, sino
que tras las elecciones volvían en triunfo y, en muchos casos, jactándose de lo de
Octubre. Y con el tiempo, los defensores de la legalidad republicana, como López
Ochoa, comenzaban a ser perseguidos. (López Ochoa estaba aún procesado y
detenido en julio de 1936. Enfermo, fue sacado del hospital por las turbas y su cabeza
exhibida en una pica por las calles de Madrid).
Fue, no lo duden, esa actitud vindicativa y orgullosa de la revolución asturiana,
«el después de Octubre», traducida en la toma de la calle por los movimientos
radicales, lo que realmente impulsó el golpe del 18 de julio. Pero fue el asesinato de
Calvo Sotelo lo que convirtió un pronunciamiento militar más, en ese movimiento
«desmesurado», con indudable arraigo popular en más de media España, que tanto
temía Indalecio Prieto. Paradójicamente, iba a ser don Manuel Azaña quien mejor
describiera, a posteriori, claro, cómo el desorden público continuado, la falta de
autoridad y de una justicia equitativa y eficaz lleva a la gente común, al vecindario
pacífico, a desear, incluso, la dictadura, ya sea comunista o fascista. Este texto de
Azaña procede del Cuaderno de la Pobleta y es la entrada de su diario del 20 de
mayo de 1937, en plena guerra civil:
Hay para escribir un libro con el espectáculo que ofrece Cataluña en plena disolución. Ahí no queda
nada: gobierno, partidos, autoridades, servicios públicos, fuerza armada; nada existe. Es asombroso que
Barcelona se despierte cada mañana para ir cada cual a sus ocupaciones. La inercia. Nadie está obligado
a nada, nadie puede ni quiere exigirle a otro su obligación. Histeria revolucionaria, que pasa de las
palabras a los hechos para asesinar y robar; ineptitud de los gobernantes, inmoralidad, cobardía, ladridos
y pistoletazos de una sindical contra otra, engreimiento de advenedizos, insolencia de separatistas,
deslealtad, disimulo, palabrería de fracasados, explotación de la guerra para enriquecerse, negativa a la
organización de un ejército, parálisis de las operaciones, gobiernitos de cabecillas independientes en
Puigcerdá, La Seo, Lérida, Fraga, Hospitalet, Port de la Selva… Debajo de todo eso, la gente común, el
vecindario pacífico, suspirando por un general que mande, y se lleve la autonomía, el orden público, la
FAI, en el mismo escobazo.

En Cataluña, primero dio el escobazo el Partido Comunista; luego, llegó Franco y


fue recibido igual.
Azaña escribe el epitafio de la II República en Cataluña en un diario íntimo;
Calvo Sotelo, sin embargo, profetizaba la muerte de la República española con luz y
taquígrafos, ante las mismas barbas del poder establecido y con un verbo diáfano en
el que no cabían subterfugios. Sometida la prensa a la censura del estado de alarma y
a un régimen de multas y suspensiones totalmente arbitrarias, solo las intervenciones
de los diputados en el Parlamento podían ser publicadas en su integridad. Y tanto
Calvo Sotelo como Gil Robles supieron utilizar ese resquicio para trasladar a la
opinión pública el estado de cosas que el gobierno callaba. El Parlamento se

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convirtió, entonces, en el mejor altavoz de las derechas y, por ende, en el mejor
argumentario del golpe militar.
Porque el Calvo Sotelo que apelaba claramente en enero de 1936 a la reacción del
ejército y que propugnaba un Estado con muchos de los ribetes que luego
conformarían el de Francisco Franco no era ni mucho menos un desconocido para la
España de la época ni un político recién llegado a caballo de la situación. Gallego,
nacido en Tuy (Pontevedra) el 6 de mayo de 1893, abogado del Estado, melómano, se
crio políticamente a los pechos de don Antonio Maura y fue con él diputado en dos
ocasiones (1919 y 1921) por Carballino (Orense). Se inició en los asuntos públicos
como gobernador civil de Valencia. Durante la dictadura de Primo de Rivera había
formado parte del Primer Directorio Militar como director general de Administración
Local y, luego, en el llamado Directorio Civil, fue nombrado ministro de Hacienda.
Su obra administrativa en estos dos puestos nos revela a un hombre capaz con una
idea de España en la que se adivina desde muy pronto la tentación del fascismo, de un
fascismo sui géneris entreverado de tradiciones de viejo cuño hispánico y teñido de
un fuerte reformismo social de carácter cristiano. Para Calvo Sotelo, el sufragio
universal, tal y como hoy se entiende en las democracias parlamentarias, debía ser el
último paso en la profunda transformación que había de acometer España.
Regionalista frente al autonomismo; monárquico frente a la República; municipalista
frente al gubernamentalismo, Calvo entendía las relaciones económicas entre
patronos y trabajadores a través de la doctrina social de la Iglesia. Así, frente a los
sindicatos, proponía instituciones de arbitraje y control gubernativo de los contratos
laborales y de los precios; frente al capitalismo, se demostró partidario de una política
fiscal agresiva y de que los medios de producción estratégicos, como el petróleo,
estuvieran en manos del Estado. Frente al marxismo era profundamente nacionalista
y era, ante todo, un español que amaba España a la antigua, que creía en el Imperio
en una época, no lo olvidemos, en la que todavía parecía posible crear imperios,
como el de Italia en Abisinia. Calvo Sotelo encarnaba la reacción al comunismo
desde un país en el que el liberalismo había fracasado, en un país que avanzaba pese a
la rémora de la usura, el caciquismo rural, el hambre de tierras, los patronos
explotadores, el analfabetismo y una clase media exigua y funcionarial. Un país
donde la clase dirigente seguía siendo extractiva y no productiva. Frente a la
revolución marxista, no apostó por la democracia parlamentaria sino por un Estado
corporativo de reminiscencias fascistas y contornos difusos extendidos a lo largo de
los siglos. Sus estatutos municipales, que dieron a los pueblos y ciudades de España
capacidad normativa y presupuestaria y les eximieron del asfixiante control
gubernamental; su reforma de Hacienda y del sistema impositivo, su labor en la
nivelación presupuestaria, su persecución de los capitales ociosos y especulativos, la
instauración del monopolio de petróleos (CAMPSA), le convirtieron en el mejor

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hacendista de la época. Nunca se enriqueció. Hombre de la dictadura de Primo de
Rivera, se perdió para la República desde el momento en que esta no le reconoció sus
dos actas de diputado ganadas en buena lid para las Cortes constituyentes de 1931. En
el exilio francés terminó por contaminarse del autoritarismo cristiano y rompió, ya
definitivamente, con el sufragio universal. De París viajó a Roma para hablar con
Mussolini y fue seducido por su «reforma social».
Volvió a España en 1933, después de ganar nuevamente su acta de diputado y del
indulto que le concedió Lerroux. Pero, para él, la República se le había hecho
imposible.
En la biografía de José Calvo Sotelo escrita por Alfonso Bullón de Mendoza
(editorial Ariel), que es, probablemente, la mejor de cuantas se han publicado, se
incluye el juicio que hizo Julián Zugazagoitia de su adversario asesinado:
Las fuerzas conservadoras y militares, organizadas desde hacía mucho tiempo para sublevarse, habían
sido heridas en lo vivo. Calvo Sotelo era el jefe civil del Movimiento. Se había impuesto a todos los
hombres de la monarquía, sobre los que tenía la superioridad de su preparación y de su talento. Su paso
por el Ministerio de Hacienda, como colaborador del general Primo de Rivera, le había dado una
experiencia de gobernante nada menospreciable. Aquella dictadura a la que tantas agresiones
periodísticas le hicimos, circunstancia que prueba bastante bien el tono liberal y un tanto paternal con
que era ejercida por Primo de Rivera, cometió atropellos, pero a la vez realizó algunas empresas bien
dignas de loanza: el monopolio de petróleos es una de ellas. Esa entidad se elaboró con el Ministerio de
Hacienda y sin tomar en cuenta, porque ello es ya anécdota, cómo se hiciese la concesión, es lo cierto
que la obra, andando el tiempo, había de quedar perfecta. No sé si sabiéndolo o ignorándolo, Calvo
Sotelo había iniciado una corriente socialista de la que no pocos socialistas habíamos de admirarnos.
Antes de verle y oírle en los pasillos y el salón del Congreso, le conocí y oí en el despacho pequeño del
Ministerio de Hacienda, discutiendo yo con él, en nombre de determinados intereses pesqueros, un
nuevo tributo que acababa de crear. (…) A mí, aquel hombre que razonaba frío, escuchaba atentamente
la impugnación y conocía, sin necesidad de apuntadores, el problema discutido, me hizo una impresión
excelente. Cuando mucho más tarde comprobé que otras personas, igualmente alejadas que yo de su
manera de pensar compartían mi juicio, saqué gusto de la confirmación. Sus admiradores, que luego se
convirtieron en idólatras para abdicar rápidamente ese culto y adscribirse al de José Antonio Primo de
Rivera, le atribuían un don de simpatía que, a los que no le tratábamos, nos era punto menos que
imposible descubrirle. Valiente, sí; valiente parecía serlo. Desde su escaño se pronunciaba sin ninguna
clase de reservas, desdeñando las increpaciones y las desaprobaciones. Pretendiendo energía del
gobierno para rescatar el orden público, se decidió a pedir medidas drásticas contra las masas obreras,
pero de modo preferente contra los que las incitaban a una política de destrucción y desorden,
afirmando: «Si el decir esto es declararse fascista, como me indica alguno de mis interruptores, yo
confieso que soy fascista». Tenía, lo demostró la última noche, presencia de ánimo. Sabía el juego que
jugaba y los riesgos del partido. Al reino de la fantasía pertenece el inquirir cómo habrían discurrido los
sucesos de haber capitaneado él la sublevación. Su segundo en autoridad monárquica, Goicoechea, que
solo dispone para operar de su oratoria meliflua, se les ha perdido a los militares entre el polvo de los
combates. Lo seguro es que Calvo Sotelo no se habría extraviado en el camino. Concretaba en su
persona la confianza no solo de los monárquicos, sino también de más de la mitad de los diputados de la
CEDA, que sentían enfriarse su devoción por la táctica de Gil Robles, a quien reprochaban el no haber
utilizado su paso por el Ministerio de la Guerra para abatir, tomando como pretexto el alzamiento
socialista de Octubre, al régimen, e imponer una dictadura del tipo de la de Portugal.

Ya hemos apuntado que Zugazagoitia fue el primer miembro del Partido


Socialista en recibir la confesión de los asesinos de Calvo Sotelo. No le gustó lo

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hecho, pero los encubrió hasta el final. Eran ya tiempos prácticamente de guerra y los
pistoleros, quisiéralo o no, también eran sus correligionarios.
A los ojos de la mayoría de los españoles, don José Calvo Sotelo se había
convertido a lo largo de esa primavera en el símbolo de la reacción
contrarrevolucionaria. Era, por lo tanto, uno de los primeros objetivos a batir para la
izquierda del Frente Popular y, en cierto modo, había sido esa misma izquierda la que
con sus continuas invectivas y amenazas, con su suicida actitud en las calles, le había
destacado de entre la nutrida pléyade del «fascismo español». Porque, entre otras
cosas, las elecciones del 16 de febrero de 1936 habían demostrado que un amplio
sector de la derecha, mayoritario, aún confiaba en el sistema republicano
representado por la CEDA. Aunque, como apuntábamos en líneas atrás, es imposible
conocer con exactitud cuáles fueron los resultados arrojados por las urnas, la
diferencia de votos entre las izquierdas definidas y las derechas era insignificante:
alrededor de cien mil votos a favor de las primeras. Pero el sistema electoral, que
primaba fuertemente a las mayorías, desequilibró el Parlamento en favor del Frente
Popular, una coalición electoral de coyuntura que incluía desde los burgueses de
Unión Republicana hasta los anarquistas radicales. Este desequilibrio parlamentario,
que no reflejaba la realidad del país, partido en dos y con un centro insignificante, se
agudizó aún más cuando en plena euforia izquierdista muchos de los hombres del
Gobierno de Portela Valladares abandonaron, como ya hemos visto, sus puestos sin
aguardar el definitivo recuento de votos.
No es que la derecha española hubiera demostrado hasta entonces un respeto
exquisito a las urnas, pero, desde luego, la izquierda no le iba a la zaga. Y con los
comunistas y anarquistas como compañeros de viaje, con los funcionarios del
gobierno en fuga y con las «masas populares» asaltando los gobiernos civiles, el
escrutinio tomó en una docena de provincias tintes de ópera bufa.
Honorio Maura, candidato por Cáceres, relató así lo sucedido en su provincia:
Hasta el día 19, el triunfo de las derechas en Cáceres era indiscutible. Han salido seis candidatos de
derechas y tres de izquierdas. Ese mismo día, a las diez de la noche, ya Azaña en el poder, todo cambia.
El gobernador interino, un teniente de alcalde socialista, ordena al dimisionario señor Palmar que se
recluya en sus habitaciones hasta nueva orden. Llaman luego al presidente de la Diputación y le piden
que entregue las actas del escrutinio, que están depositadas en la caja fuerte de la corporación. El
presidente se niega. Es destituido y se nombra a otro. El secretario de la Diputación, que también se
opone a la exigencia, es igualmente destituido. Entonces se requiere a un capitán de Asalto para que
acompañe al nuevo secretario a sacar las actas de la Diputación. El capitán se niega y se le castiga
enviándole a Las Hurdes para apaciguar a unos pueblos que se dice están soliviantados. Como el capitán
alegase que solo cumplirá órdenes de quien pueda dárselas, se le requiere para que delegue el mando.
Como no lo hace en la persona que les conviene, se prescinde de él y es un teniente de Asalto el que va
con el funcionario de la Diputación a buscar las actas. Estas son trasladadas al Gobierno Civil, donde
desde las tres de la madrugada hasta las nueve de la mañana se alteran de manera que resulte triunfante
la izquierda y derrotada la derecha.

También Niceto Alcalá Zamora, el presidente de la República que luego sería

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depuesto por las nuevas Cortes, denunció lo ocurrido:
A instigación de dirigentes irresponsables la muchedumbre se apoderó de los documentos electorales; en
muchas localidades los resultados pudieron ser falsificados. Muestra elocuente de la pureza con que el
mismo Portela ganó su acta de Pontevedra fue la condescendencia con que el Frente Popular pagó tal
vez su complicidad, haciendo que se lucrara con 22 000 votos absolutamente falsos, pero que necesitaba
para derrotar a un derechista.

Debemos hacer notar que don Niceto Alcalá Zamora, católico, y Portela
Valladares, masón, habían sido «uña y carne» y los fracasados muñidores de la
operación centrista. Tras el descalabro, que acabaría con la carrera política de don
Niceto, sus relaciones, por lo que hemos visto, se «enfriaron».
Sin embargo, no se trata de negar la victoria del Frente Popular en las elecciones
de febrero de 1936, en las que por primera vez se impulsó la participación de los
anarquistas. Aun reconociendo un empate técnico, la izquierda salía favorecida por el
sistema electoral e iba a gozar de una cómoda mayoría en la Cámara. El problema es
que quiso aprovechar las circunstancias favorables para convertir esa mayoría
absoluta parlamentaria, que no electoral, en una mayoría aplastante. Y lo hizo sin
rubor alguno.
Conquistada la mayoría electoral —escribirá Salvador de Madariaga— fue fácil hacerla aplastante.
Reforzada con una extraña alianza con los reaccionarios vascos, el Frente Popular eligió la comisión de
validez de las actas parlamentarias, la que procedió de una manera arbitraria. Se anularon todas las actas
de ciertas provincias donde la oposición resultó victoriosa; se proclamaron diputados a candidatos
amigos vencidos. Se expulsó de las Cortes a varios diputados de las minorías. No se trataba solamente
de una ciega pasión sectaria; se trataba de la ejecución de un plan deliberado y de gran envergadura. Se
perseguían dos fines: hacer de la Cámara una convención, aplastar a la oposición y asegurar al grupo
menos exaltado del Frente Popular. (…) Se hicieron tales cosas que don Indalecio Prieto no quiso
compartir la responsabilidad de tales polacadas. Estos son los hechos, y a los hombres de la izquierda se
les impone el deber de la verdad, sobre todo cuando los que yerran son los hombres de la izquierda.

Y añade Gil Robles:


Para aplastar a la oposición procuraron que no tuviéramos acta quienes hasta entonces habíamos sido
sus cabezas visibles. Era preciso impedir que Goicoechea, Calvo Sotelo y yo nos sentáramos en las
Cortes. Para eliminar a Goicoechea, se anularon en bloque las elecciones en Cuenca. Hacía falta,
además, impugnar las de Orense y Salamanca.

Ni Calvo Sotelo, que hizo una impresionante defensa de su acta, ni Gil Robles
pudieron ser expulsados del Parlamento. En el final del discurso del líder
monárquico, sin embargo, se encuentra una premonición de su trágico destino:
No os oculto que el dejar de ser diputado puede ser para mí un bien en el orden político, mejor dicho,
una ventaja. La condición de parlamentario en estas Cortes, cuando se milita en partidos de derecha y
cuando, forzosamente, por dictados de conciencia y de rectitud, aun haciendo abstracción de problemas
de régimen, se ha de luchar denodadamente con la mayor parte de esta Cámara y, sobre todo, con estas
nutridas falanges marxistas (…) podrá ser un honor, no lo niego; un timbre de orgullo, lo reconozco; un
alto grado de ciudadanía, lo proclamo; pero será también una fuente inagotable de sacrificios penosos y
de situaciones difíciles.

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Otro testimonio muy significativo, también de Gil Robles, porque revela cómo
iba derivando hacia la arbitrariedad el nuevo gobierno, se refiere a la repetición de las
elecciones en Granada, donde las izquierdas habían sido batidas el 16 de febrero por
cerca de 50 000 votos. La nueva convocatoria se fechó, al igual que en Cuenca, para
el 3 de mayo, con segunda vuelta el 17 del mismo mes:
El sectarismo del gobernador civil alcanzó extremos inconcebibles. Como [los candidatos de derechas]
le manifestaran hallarse dispuestos a luchar por las mayorías, «hasta donde la violencia ajena lo
permitiera», no tuvo reparo el gobernador en exclamar: «Pero, señores, ¿ustedes lo han pensado bien?
¿Ustedes saben los jaleos que va a haber por esos pueblos?». Algunos días más tarde, con motivo de la
convocatoria de una manifestación «monstruo» como protesta de la «horrorosa provocación» que
suponía la presencia en Granada de diputados y candidatos de derechas, quisieron entrevistarse de nuevo
con la primera autoridad de la provincia. Ante la denuncia de que ya se encontraban en el Gobierno Civil
los expedientes electorales, se limitó a contestar con una sonrisa evasiva. La misma con la que no dudó
en afirmar que debería agradecérsele los encarcelamientos de las gentes de derecha, puesto que se
trataba de elementales precauciones para evitar su agresión por las turbas. Como don Luciano de la
Calzada expusiera la imposibilidad de celebrar actos de propaganda en la provincia, debido a las
agresiones de que eran objeto, lo que no había ocurrido en la anterior campaña electoral, replicó el
gobernador con el mayor cinismo: «¡Ah!, señor mío, usted olvida que han cambiado las tornas».

La derecha, naturalmente, se retiró de la batalla y las izquierdas acudieron solas a


las urnas en Granada. Apenas tres meses después, la ciudad del Darro y el Genil,
«torrecillas muertas sobre los estanques», quedaba al lado de Franco. El gobernador
civil seguramente entendería que «habían vuelto a cambiar las tornas». En la
represión cayó, entre otros, Federico García Lorca.
La aplastante mayoría que representaba el Frente Popular en el Parlamento, y su
reflejo cotidiano en las calles, no era, pues, un espejo fiel de España. La mitad de la
población había votado a las derechas, más de la mitad si contamos los 300 000 votos
centristas; pero no se contaba con ella más que para cubrirla de insultos y amenazas.
Se entiende que, poco a poco, fueran desertando del «posibilismo» de Gil Robles para
nutrir las filas de Calvo Sotelo y de la Falange Española.
Se enfrentaban dos posiciones desinteresadas y honestas en el seno del Partido Socialista —concluye el
socialista Zugazagoitia—: la mayoritaria, encabezada por Largo Caballero, que consideraba cancelada la
experiencia republicana y defendía la constitución de la unidad obrera con vistas al ejercicio íntegro del
poder, desde el cual desarrollar una política eminentemente socialista; la minoritaria, corporizada por
Prieto, que tomaba en cuenta la realidad española, en la que operaban con fuerza los partidos
conservadores y reputaba peligrosísimo separarse de los republicanos y de la República.

En aquella primavera, Largo Caballero consideraba, pues, cancelada la República.


La derecha conservadora, también.

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ESCENA QUINTA
PERO ¿QUIÉN QUEMA?

En fecha tan temprana como el 15 de abril de 1936, es decir, dos meses después de
las elecciones y con Manuel Azaña todavía presidente del Gobierno, José Calvo
Sotelo lee ante el Parlamento la primera de sus requisitorias sobre el orden público.
El repaso de hechos, que reiterarán tanto él como Gil Robles en sesiones sucesivas,
señala los incendios de iglesias, de centros políticos de la derecha, de periódicos
conservadores; asaltos y atracos como «impuesto revolucionario», tiroteos,
agresiones varias… con un resultado de 74 muertos y 345 heridos. Hay censura de
prensa y va a ser la primera vez que se publiquen datos sobre unos hechos que, hasta
entonces, circulaban por toda España como rumores. Calvo Sotelo desarrolla su acta
de acusación contra el gobierno, pero es, sin duda, el tono de las interrupciones con
las que los diputados socialistas y comunistas jalonan su discurso el que presta
«color» y explica la trascendencia del debate. Así, cuando el representante del Bloque
Nacional enumera la larga lista de incidentes con muertos y heridos, un diputado de
la mayoría grita: «Muy poco, cuando no os han arrastrado a vosotros todavía». Y
Dolores Ibárruri acusa: «¿Cuánto dinero habéis tenido que pagar a los asesinos?»; a
lo que Margarita Nelken añade un «vamos a traer aquí a todos los que han quedado
inútiles en Asturias», para que la Pasionaria apuntille: «Sería más cómodo arrastrar a
los asesinos».
Calvo Sotelo, impertérrito, continúa su exposición, transcrita del diario de
sesiones:

CALVO SOTELO: … Grandes son las pérdidas que ha experimentado el arte español, y
yo supongo que al margen de la religión el arte os interesará a todos. Con los
incendios y saqueos el arte español… (Rumores).
UN DIPUTADO: Vosotros sí que habíais dejado las iglesias en cuadro.
SR. ALVAREZ ANGULO: Sin un cuadro. (Risas).
CALVO SOTELO: … Esculturas de Salcillo, magníficos retablos de Juan de Juanes,
tallas policromadas, obras que habían sido declaradas monumentos nacionales,
como la iglesia de Santa María de Elche, han ardido en medio del abandono,
cuando no con la protección cómplice de los representantes de la autoridad
pública. (Protestas).
UN DIPUTADO: Los habían vendido ya los arzobispos.
CALVO SOTELO: Todo esto ha producido consternación en el extranjero y, por
supuesto, en España, y contribuido a ciertos efectos económicos de que ahora voy
a hablar, relacionándolos con palabras del Sr. Azaña en este aspecto del problema

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político.
UN DIPUTADO: Los patriotas son los que se llevan el dinero fuera.
SRA. NELKEN: Vamos a hablar del estraperlo que es lo patriótico.
CALVO SOTELO: Estas cosas, Sr. Azaña, han ocurrido bajo la égida de este gobierno,
siéndole imputable íntegramente la responsabilidad, porque en su declaración del
otro día el Sr. Azaña, después de confesar que contaba con esto el gobierno, que
daba por supuesto que se habían de producir ciertos estados coléricos en la
muchedumbre, insinuaba como dos exculpaciones o más bien atenuaciones: una,
la de que había tenido que recoger el poder abandonado, y yo en cierto modo he
decir que no le falta razón en el argumento, porque es lo cierto que el Sr. Portela
(Rumores), que durante su efímero mandato político derrochó una arrogancia casi
frenética y desenfrenada, después, en el primer momento, en el primer vagido de
la adversidad, solo pudo prodigar vacilaciones fugitivas y decrépitas. Tiene razón
en parte el Sr. Azaña en lo que se refiere a esa exculpación de las primeras horas
o de los primeros días de su gestión ministerial. Ahora bien, Sr. Azaña, los
sucesos más graves han ocurrido cuando Su Señoría llevaba ya al frente del
gobierno no días, sino semanas; ¡si fue el 19 de febrero cuando Su Señoría tomó
posesión de la Presidencia, y era ya el 13 de marzo cuando ardía, a doscientos
pasos del Ministerio de la Gobernación la iglesia de San Luis!
VARIOS DIPUTADOS: ¿Quién la quemó?
UN DIPUTADO: El obispo de Alcalá. (Rumores y protestas).
CALVO SOTELO: ¿Sabéis lo que ha ocurrido ayer y lo que está ocurriendo hoy en
Jerez? (Nuevas protestas. El presidente reclama orden). Pues en Jerez, según
parece, han ardido esta noche varios conventos, un periódico y un centro político;
en tanto la fuerza pública está recluida, porque el representante de la autoridad le
prohíbe salir a la calle.
SR. MUÑOZ MARTÍNEZ: Entérese bien Su Señoría; no diga falsedades.
UN DIPUTADO: El cura de San Luis está procesado por llevarse las alhajas. (Siguen los
rumores).
CALVO SOTELO: Los edificios que han incendiado o intentado incendiar en Jerez,
señor presidente del Consejo, los leeré para que Su Señoría tenga noticia
detallada; son: convento de San Francisco, de Santo Domingo, de las Mínimas, de
las Reparadoras, del periódico Guadalete y de un centro de derechas.
VARIOS DIPUTADOS: ¡Para la falta que hacían!
SR. MUÑOZ MARTÍNEZ: ¿Y de dónde partieron los disparos que han producido heridos
sino del interior de los conventos?
CALVO SOTELO: Pero ¿quién quema? Voy a emplear textos vuestros, a ver sin rendís
crédito a lo que dicen diputados que se sientan en esos bancos o personas que
comulgan en vuestras ideas. ¿Quién quemó el periódico La Nación? (Nuevos

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rumores y protestas). Lo dijo el representante socialista Sr. Alvarez del Vayo. (Se
reproducen los rumores). El Sr. Alvarez del Vayo dijo en un mitin en Barcelona,
hace quince días, que los incendios producidos así en La Nación como en las
iglesias de San Ignacio y de San Luis eran debidos a que el pueblo de Madrid
quería hacer una protesta ante el ritmo lento con que el gobierno desarrollaba el
programa del Frente Popular. Y con palabras más expresivas, tomadas
íntegramente del discurso del sindicalista, o comunista, no conozco exactamente
su filiación, Sr. Asín, en el mitin celebrado en Cartagena el 5 de este mes, se dice
lo siguiente: «No debemos contentarnos con quemar una o mil iglesias. Eso es
espectáculo que tiene algo de fausto, algo de exuberante, más o menos magnífico,
pero que no tiene base sólida para garantizar nuestro bienestar del día de mañana.
La única manera de hacer efectiva nuestra liberación económica es expropiando a
la banca privada, al Banco de España, expropiando a todos los que explotan y
expolian al pueblo español». (Aplausos. Protestas. El presidente reclama
insistentemente orden). El segundo intento exculpatorio del Sr. Azaña se cifra en
este conato de argumentación: no es posible reaccionar frente a unas masas
hambreadas durante dos años —creo que estas fueron sus palabras— que se
sienten vejadas y maltratadas, y el gobierno —palabras textuales también—, por
piedad y misericordia, no reacciona. Había en ese conato de argumentación un
reconocimiento elocuente y valioso: el de que si el gobierno hubiera querido,
habría podido cortar aquellas reacciones de esa clase. (Muchos diputados
pronuncian palabras que no es posible entender). Yo, que reconozco que ante una
reacción fulminante, explosiva, pero fugaz, habrá casos en que el poder público
pueda y deba contemporizar, entiendo que es un concepto gravísimo del poder
público admitir que tal contemporización se mantenga frente a una reacción de
este tipo que dura, no ya horas, ni siquiera días, sino semanas y hasta meses.
SRA. NELKEN: Y lo que durará. (El presidente reclama orden).
CALVO SOTELO: Que el Sr. Azaña tome nota de esas palabras, por si, andando el
tiempo y conservándose en la Presidencia del Gobierno, al cabo de equis meses,
se encuentra ante masas que vuelvan a sentirse vejadas, inquietadas y hambreadas
y que quieran hacer aplicación literal de la doctrina que nos explicaba hace unas
horas. (Fin de la trascripción).

En efecto, no llevaba el gobierno más que tres meses en el poder y comenzaba a


verse desbordado por la extrema izquierda. La pregunta de Calvo Sotelo «Pero ¿quién
quema?» no era, por supuesto, meramente retórica.
La tesis, reiterada hasta la náusea por la historiografía oficial de la izquierda, de la
«provocación fascista» no se sostiene. Basta con dar un simple repaso cronológico a
los sucesos cotidianos, para probar exactamente lo contrario. El «fascismo», en la
medida en que se pueda calificar así, fue la reacción a unos planteamientos políticos

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que Payne ha resumido sin ambages en unas pocas líneas:
El establecimiento de un gobierno republicano de izquierda minoritario tras las elecciones de febrero de
1936 generó una situación política ideal y una autorización legal para una ofensiva continuada por parte
de los movimientos revolucionarios. (…) Sin embargo, la ofensiva prerrevolucionaria no originó por sí
misma la guerra civil. Ninguno de los grupos revolucionarios tenía un plan inmediato para tomar el
poder. El más prominente de ellos, los socialistas de Largo Caballero, esperaba simplemente provocar
una revuelta militar débil, similar a la Sanjurjada de 1932, que habría sido derrotada por una huelga
general que habría dado a los socialistas la oportunidad de ocupar el poder por completo.

Si ese era el plan de Largo Caballero (y Payne se ha estudiado a fondo nuestra


guerra), para que triunfara el proyecto político de Azaña y Casares Quiroga,
arriesgado y posibilista, era necesario que la derecha se dejara matar durante unos
cuantos meses. «El gobierno esperaba que la ola prerrevolucionaria pronto amainara
y que los socialistas giraran hacia el reformismo».
La apuesta, ya decimos, era arriesgada y, tal vez, habría podido tener éxito. Pero
conseguir que el proceso revolucionario mantuviera su «baja intensidad» hasta que el
PSOE girara al centro y la derecha se resignara al «mal menor» era un ejercicio, en el
mejor de los casos, de equilibrismo circense que cualquier «imprevisto», por ejemplo
el asesinato de Calvo Sotelo, podía dar al traste. Además, mantener la «baja
intensidad» del proceso revolucionario, o «prerrevolucionario» si se prefiere la
expresión de Payne, no dependía solo de uno de los actores del drama. Un sector de
la izquierda socialista no parecía dispuesto a aguardar «ese golpe débil» y trataba de
provocarlo, y otro sector obrerista, los anarquistas, no estaba en absoluto dispuesto a
que el Frente Único por Arriba, que propugnaban comunistas y caballeristas, se
hiciera con el poder. A todo esto, sin contar que por el otro lado la Falange se había
ya involucrado, pese a las reticencias iniciales de José Antonio, católico al fin y al
cabo, en una espiral de violencia de muy malas consecuencias.
De esa misma sesión parlamentaria de abril es la famosa frase de Gil Robles:
«Media España no se resigna a morir», en la que el líder de la CEDA advierte a
Azaña del riesgo que corre si se deja desbordar por los movimientos que buscan la
revolución y que resultó profética:
Porque Su Señoría [se dirige a Azaña], con las masas que le siguen, parece que desconoce que en los
momentos actuales, en todos los pueblos y aldeas de España, se está desarrollando una persecución
implacable contra las gentes de derecha; que se multa, y se encarcela, y se deporta, y se asesina a gentes
de derecha, por el mero hecho de haber sido interventor, apoderado o directivo de una organización de
derecha durante estos tiempos. (…) Llegará un instante en que, como deber ciudadano y de conciencia,
tendremos que volvernos a nuestras masas para decirles: dentro de la legalidad no tenéis protección,
porque la ley no cuenta con el amparo del gobierno, que es la suprema garantía de la ciudadanía; en
nuestro partido no os podemos defender. Tendremos que decirles, con angustia, que vayan a otras
organizaciones, a otros núcleos políticos que les ofrecen, por lo menos, el aliciente de la venganza,
cuando ven que no existe dentro de la ley una garantía para los derechos ciudadanos. (…) Una masa
considerable de opinión española que es, por lo menos, la mitad de la nación, no se resigna
implacablemente a morir; yo os lo aseguro. Si no puede defenderse por un camino, se defenderá por
otro. (…) La guerra civil la impulsan, por una parte, la violencia de aquellos que quieren ir a la conquista

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del poder por el camino de la revolución; por otra parte la está mimando, sosteniendo y cuidando la
apatía de un gobierno que no se atreve a volverse contra unos auxiliares que tan cara le están pasando la
factura de la ayuda que le prestan (…) no es una amenaza nuestra. Nosotros no cambiamos de camino,
pero la opinión puede tomar otros derroteros, y cuando la guerra civil estalle en España, que se sepa que
las armas las ha cargado la incuria de un gobierno que no ha sabido cumplir con su deber, frente a los
grupos que se han mantenido dentro de la más estricta legalidad.

El final de la sesión demuestra el grado de violencia a que se estaba llegando. La


intervención del comunista Díaz Ramos es de traca y la reproducimos según la
referencia publicada por ABC, ya que una parte fue borrada del acta de sesiones por
orden de la Presidencia:

SR. DÍAZ RAMOS (comunista. Dice que las derechas tienen que responder ante el
pueblo de la represión cruel de Octubre y, por tanto, no deben desviar la atención
del país comentando la situación del orden público): Hasta conseguir esas
responsabilidades, no cejaremos. Que lo sepa el señor Gil Robles, que se va a la
hora de las responsabilidades como todos los cobardes. (Las derechas le increpan
y el presidente le requiere para que sea más comedido).
SR. DÍAZ RAMOS: Esta Cámara es de puños fuertes, y debe decir las cosas como las
siente.
SR. FUENTES PILA: Pero aquí y fuera de aquí.
EL SEÑOR DÍAZ RAMOS repite su argumento y añade que no se conseguirá romper el
bloque popular porque tienen que cumplir un compromiso y lo cumplirán. Refiere
que ayer, en la Castellana, se preparaba un golpe cuya señal era la traca que se
disparó al pie de la tribuna presidencial, pues con ello la fuerza pública tendría
que reprimir.
UNA VOZ: ¡Qué cuento más bonito! (Protestas).
SR. DÍAZ RAMOS: Yo no sé cómo morirá el señor Gil Robles.
UN SOCIALISTA: En la horca.
SR. DÍAZ RAMOS: Pero yo sé cómo murió el sargento Vázquez, Argüelles y otros.
Desde luego, el señor Gil Robles morirá con los zapatos puestos. (Grandes
protestas en las derechas. El escándalo es inenarrable. El señor Jiménez de Asúa
pide al diputado comunista que no provoque conflictos y que modere su lenguaje.
En las derechas se produce una protesta contra la Presidencia, y le hacen saber
que lo que ha dicho es una incitación al asesinato).
SR. JIMÉNEZ DE ASÚA: No figurarán esas palabras en el diario de sesiones. (Nuevas
protestas y se reproduce el escándalo).
EL SEÑOR CALVO SOTELO, para una cuestión de orden, pide la lectura del párrafo
segundo del artículo 38, y así se hace.
SR. JIMÉNEZ DE ASÚA: La Presidencia ha dicho ya que no figurarán esas palabras en el
diario de sesiones.

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SR. CALVO SOTELO Y OTROS: No basta. (Nuevo escándalo).
SR. GIL ROBLES (dirigiéndose a los socialistas): Y conste que yo no soy un asesino
como vosotros.
(En la tribuna de la prensa, los concurrentes izquierdistas empiezan a gritar: «¿Y
Sirval? ¿Y Sirval?». Durante largo rato los periodistas de izquierda gritan
ensordecedoramente, vitoreando a Sirval, y las izquierdas les aplauden desde
abajo. El señor González Peña sale de su escaño y a grito pelado, también,
vitorea a Sirval. El escándalo alcanza enormes proporciones. Los diputados, en
pie, gritan desaforadamente y hablan de la dictadura).
SR. CALVO SOTELO: Muchos de vosotros colaborasteis con ella. (Durante unos
minutos no hay manera de entenderse, porque se cruzan frecuentes insultos y
parece inevitable la agresión personal. El señor Jiménez de Asúa quiere imponer
orden, pero ni con la campanilla ni los gritos de altavoz logra nada. Recomienda
calma y al diputado comunista le ruega que termine su discurso).
EL SEÑOR DÍAZ RAMOS atribuye al SEÑOR GIL ROBLES ciertos propósitos a través de
sus discursos de propaganda electoral, y el jefe de la CEDA dice: Yo jamás dije
eso. Lo que digo lo mantengo, y lo que hago lo defiendo.
EL SEÑOR DÍAZ RAMOS pide medidas a fondo contra la derecha. Anuncia que el Partido
Comunista apoyará al gobierno. Insiste en que el gobierno debe hacer cuestión
cerrada del punto que se refiere a la exigencia de responsabilidades. Hay que
remediar el paro y expropiar a la Iglesia.

En la sesión falta una nota de «color» de la Pasionaria que no recoge ABC, pero sí
el diario de sesiones: «Si os molesta eso, le quitaremos los zapatos y le pondremos las
botas». A lo que Gil Robles respondió: «Os va a costar trabajo, con botas o sin ellas,
porque me sé defender».
El historiador Bullón de Mendoza afirma que es a este discurso de Gil Robles, y
no al del 16 de junio, al que se refería Prieto en su frase «esta Cámara carece de
sensibilidad», que hemos reproducido más atrás. Es muy probable porque
Zugazagoitia, que es quien refiere la frase, escribía años después del incidente y
puede haberse confundido de fecha. Pero, en cualquier caso, la desazón de Prieto era
evidente.
Y es cierto que desde el sector centrista del PSOE comenzaban a revelarse
tímidos indicios de que el giro hacia el reformismo era posible. La unificación de las
juventudes comunistas y socialistas, con un Santiago Carrillo que había abrazado,
aunque todavía en secreto, la fe de Moscú, fue el primer gran aldabonazo para el
grupo de Prieto y de Besteiro que intentarían sin éxito, a base de un enjuague
electoral, derrotar a los caballeristas y desalojarlos de la dirección de la UGT. El
fracaso de la operación, cuyas consecuencias internas se arrastrarían durante la guerra

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civil y, más aún, en el largo exilio, contribuyó a ahondar la división de los socialistas
en un momento clave para España. Tardaríamos los españoles casi medio siglo en
escuchar de un secretario general del PSOE, Felipe González, la frase «hay que ser
socialista antes que marxista», que contribuiría en tan gran medida a hacer posible la
transición.
Pero al gobierno de Azaña y Casares Quiroga, al circo, le crecían continuamente
los enanos. Los anarquistas, tras el congreso de mayo celebrado en Zaragoza,
deciden, como señala certeramente Ricardo de la Cierva, trasladar el Comité
Nacional de la CNT de Zaragoza-Barcelona a Madrid, que entre sus nuevos vecinos
contó de esta forma con Cipriano Mera. El objetivo principal era «tratar de quitarle a
la UGT el monopolio de la dirección de las masas hacia la revolución total», como
dice don Ricardo, quien incluye en su Historia de la guerra civil española este
interesante testimonio del ex comunista Antonio Ramos Oliveira:
En el último decenio, la Compañía Telefónica había atraído a Madrid una multitud de obreros no
especializados, trabajadores del campo convertidos en peones, el mismo elemento humano que formaba
la levadura del anarquismo barcelonés. Esta masa, sobremanera fácil de impresionar y de adoctrinar en
la violencia y en la utopía, se unía ahora al peonaje de la industria de la edificación [ahora se diría «del
ladrillo»], y así se aclimataban en Madrid los procedimientos de lucha y la táctica vehemente que
caracterizaban a los centros industriales de Cataluña. Por lo demás, las turbulencias del momento
favorecían al anarquismo que, en pocos meses, parecía alzarse con la dirección moral del movimiento
obrero en Madrid.

Ante el disgusto, añadimos nosotros, de los chicos del PCE, que luego, cuando
tomaron el poder durante la guerra, se lo harían pagar muy caro.
No solo el anarquismo se hizo notar con fuerza en Madrid, y de qué manera, sino
en la mayor parte del sur y el oeste español. Por ejemplo, el 10 de junio, en Málaga,
pistoleros de la CNT asesinaron al concejal socialista y presidente del ramo de
pescadores, Andrés Rodríguez González, con quien mantenían algunas desavenencias
sindicales. Le pillaron a mediodía, cuando salía de su casa. Por la noche, son
militantes socialistas quienes vengan el crimen, matando en su propio domicilio al
presidente del Sindicato de Metalurgia, Miguel Ortiz Acevedo, cuando paseaba por
una habitación con su pequeña hija en los brazos. A la mañana siguiente, es asesinado
en la misma puerta de la Casa del Pueblo el presidente de la Diputación de Málaga, y
militante socialista, Antonio Román Reina. A continuación la lucha callejera se
generaliza hasta el punto de que Madrid envía una compañía de Asalto, apoyada por
carros blindados, para restaurar el orden.
Casares Quiroga, en su «delicado equilibrio», cargaba con entusiasmo contra los
responsables, supuestos o verdaderos, de la violencia derechista, mientras se rodeaba
de circunspección y precauciones ante los desafíos del sector obrero. Con su
experiencia de Casas Viejas en el primer bienio de la República, en el que fue
ministro del Interior, pesándole como una losa, sabía que detener falangistas,

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tradicionalistas o jóvenes de Acción Popular traía muchos menos problemas;
cuestiones ideológicas y de partido aparte. Tuvo, sin embargo, su segundo Casas
Viejas en Yeste (Albacete), pero ya nadie se echó las manos a la cabeza. Yeste era un
pueblo paupérrimo, de los que tanto abundaban en la España de la época. Enclavado
en las estribaciones de las sierras del Segura y de Alcaraz, aislado y con una
agricultura de subsistencia, su mayor riqueza eran los montes. Los campesinos de la
zona, vagamente anarquizados, decidieron colectivizar los bosques públicos y se
empeñaron en una tala indiscriminada. La Historia de la Cruzada española, de
Joaquín Arrarás, en su edición de 1940, relata con minuciosidad el conflicto, pero,
escrita nada más terminada la guerra, y aunque de un gran valor documental, es
preciso que la inteligencia del lector sustituya los expresivos términos guerracivilistas
por otros más adecuados. Ahí va, de todas formas, el relato completo:
La gestora municipal del pueblo de Yeste, constituida por elementos de Izquierda Republicana y
socialistas, viene alentando y dirigiendo talas despiadadas en los montes públicos. El día 20 de mayo las
masas del Frente Popular comienzan a cortar también pinos en una finca de propiedad particular. Llevan
ya talados unos 6000 árboles, cuando doce guardias civiles acuden a evitar los destrozos, quedando seis
guardias en la vecina aldea de La Graña. Al día siguiente, los marxistas de Yeste, que han llamado en su
auxilio a los de otros pueblos, se disponen a continuar las talas, en vista de lo cual los guardias de La
Graña piden refuerzos a Yeste, enviando con tal comisión al vecino Manuel Podio. Pero grupos
levantiscos, armados con hachas, le retienen como prisionero y le maltratan. En la noche del 27 acuden a
la dicha aldea de La Graña el sargento comandante de puesto de la Guardia Civil de Yeste con una pareja
y el presidente y dos miembros de la Gestora, con objeto de disuadir de sus propósitos a los taladores.
Mientras se realiza esta gestión, el alcalde de Yeste propone a los guardias civiles que entren a cenar en
una casa de vecindad, asegurando que no ocurrirá nada. Aceptada la invitación, entran los guardias e
inmediatamente es rodeada la casa por partidas de marxistas armados, de cuya agresión se libran a duras
penas los guardias haciendo muchos disparos al aire. Poco después se procede a la detención de los
cabecillas. Pero en la misma noche del 27 han regresado a Yeste el alcalde y los dos miembros de la
Gestora y trasmiten órdenes para que los obreros del pantano de Fuensanta, los que trabajan en una
carretera en construcción en Echetraspilla y en otras obras, se concentren armados en los sitios de
Cerecera, Fuensanta y Era del Llano, por donde ha de pasar la Guardia Civil el día 29 con los detenidos
de La Graña. Cuando los catorce números de aquella salen hacia Yeste conduciendo a los detenidos,
3000 marxistas apostados en los vericuetos del camino los esperan. Enterados en Yeste de lo que se
trama, salen para evitarlo un suboficial de la Guardia Civil con dos parejas, el alcalde y otros miembros
de la Gestora. [Esta segunda contradicción del redactor de los hechos sobre el papel del alcalde es muy
significativa.] Coincide este cortejo con las fuerzas de La Graña en el barranco de la Fuensanta y
Cereceda, y tras larga deliberación se acuerda dejar en libertad a los detenidos. Mas tan pronto como
estos se ven libres, secundados por grupos de marxistas que se han congregado en el barranco, acometen
con furia a los guardias. Uno de estos muere apuñalado y otros trece más quedan heridos. Los
amotinados se apropian de las armas de los guardias que han puesto fuera de combate y atacan a los
restantes que responden con fuerte tiroteo, mientras organizan su repliegue hacia Yeste, retroceso trágico
y penoso, porque han de hacerlo llevándose sus bajas. El balance de este motín rinde 19 muertos y 38
heridos.

Hubo los clásicos rasgamientos de vestiduras y críticas a la Guardia Civil y pese


al nombramiento de un juez especial, o más bien por ello, no se tomaron medidas
eficaces contra los revoltosos.
La presión izquierdista sobre la derecha, con un gobierno «beligerante» que no se

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atreve a enfrentarse directamente con sus aliados parlamentarios, no se traducía
exclusivamente en violencia física o agresiones callejeras. Todo el enorme aparato
represivo gubernamental, amparado por una legislación de excepción que limita la
acción de los jueces, coadyuvaba a crear una sensación de persecución y acoso. El 14
de abril, por ejemplo, mientras en el madrileño paseo de la Castellana, en pleno
desfile militar, miembros de las milicias socialistas disparan y matan a un alférez de
la Guardia Civil de paisano, Anastasio de los Reyes, se produce un sintomático
suceso del que da cuenta ABC en su edición del día siguiente:
En la azotea de la Presidencia del Consejo de Ministros se hallaban presenciando el desfile varias
personas, una de las cuales hizo patente en alta voz su opinión de que el gobierno era el culpable de todo
lo que ocurría. Esta opinión fue oída por un portero, que se apresuró a denunciarlo a la Policía, la cual
subió a la azotea y detuvo al que opinaba. El detenido fue trasladado a la Dirección de Seguridad, donde
compareció el portero y se ratificó en su declaración.

Asombra la «diligencia» de la Policía, mientras en la calle, en un acto militar al


que asistía el presidente de la República, el gobierno y el cuerpo diplomático en
pleno, se había producido un tiroteo que dejó dos muertos (además del alférez de la
Guardia Civil, falleció días después en el hospital el joven de 16 años Benedicto
Montes Miranda) y seis heridos de bala. De la misma jornada, y anteriores,
recogemos, también de ABC, estas otras perlas:
Vitoria 14, 4 tarde. Se celebró el desfile militar en la calle de Dato. Cuando se efectuaba este, fueron
detenidos los jóvenes derechistas Ángel García, Antonio Tapia y José María Pobes, acusados de dar
gritos subversivos. Trasladados a la comisaría, lo negaron, asegurando que únicamente vitorearon a
España.

Barcelona 14,12 noche. Se ha conminado a los obreros que trabajan en el túnel de Sans, por el delegado
general de Orden Público, por no haber abandonado en el día de hoy el trabajo, a pesar de haberlo
ordenado la autoridad.

Valencia 14, 4 tarde. El ayuntamiento de Alcira ha sustituido a las Hermanas de la Caridad por
enfermeras en los servicios del hospital municipal. A despedirlas fueron las alumnas y ex alumnas del
Colegio de la Inmaculada, que regentaban, siendo acompañadas en auto hacia Valencia por el médico
forense, Sr. Torres, el subdelegado de Medicina, Sr. Ara, y el director de dicho hospital, concejal
socialista, Sr. Albentosa.

Pontevedra 14,10 mañana. El gobernador ha impuesto una multa al párroco de Salcidos por sacar una
procesión. También multó a tres vecinos de Laguardia por llevar la cruz alzada en una ceremonia
religiosa. La misma autoridad prohibió que se diera la comunión pascual a los enfermos impedidos con
la tradicional procesión.

Jaén 13,10 mañana. El alcalde de Porcuna ha ordenado la detención de 28 personas de filiación


derechista, sin que se conozcan las causas.

Valencia 13, 5 tarde. El gobernador civil ha acordado la destitución del ayuntamiento de Godella, que lo
constituían ocho concejales autonomistas, tres de Derecha Regional Valenciana, designando para
sustituirlos a una Comisión Gestora formada por nueve elementos del Frente Popular. Es de tener en
cuenta que en las elecciones del 16 de febrero obtuvo la candidatura de Derecha Regional Valenciana
1211 votos; los del Frente Popular, 396 votos, y los autonomistas, 141 votos.

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Jaén 13,1 tarde. De Alcaudete nos comunican que los obreros agrícolas se niegan a trabajar más de seis
horas y cobran como si trabajaran ocho. Siguen los alojamientos disfrazados. Anteayer, a José Ramón,
que tiene de continuo trabajando 35 hombres, le obligaron a admitir 74 más y dos niños.

Ni siquiera actuar bajo los efectos del alcohol servía de atenuante a los
«subversivos» derechistas:
Don Miguel Oyazo, inspector de utilidades; don Antonio Bros, don Enrique Paso Díaz, escritor, y don
Manuel Poblaciones, funcionario de Hacienda, han sido multados con 2000 pesetas cada uno [una
fortuna para la época] por haber proferido en un cabaret gritos subversivos.

Sucedió en Sevilla, pero se riza el rizo con esta de La Coruña:


Coruña 15, 5 tarde. Con motivo de una manifestación celebrada hace pocos días en Puentedeume, el
alcalde propuso al gobernador civil, y este lo ha ejecutado hoy, la imposición de varias multas por valor
de 1900 pesetas, todas contra significados elementos derechistas, algunos de los cuales no pudieron
tomar parte en tal manifestación porque se trataba precisamente de los detenidos en la cárcel, contra
cuyas detenciones se pronunciaban los manifestantes.

Y en Almarchán (Málaga): detenidos por orden del alcalde socialista 21 jóvenes


que hacían en su iglesia la vigilia de la Adoración Nocturna.
Estas pequeñas cosas pueblan las páginas periodísticas de aquellos meses. Las
más graves, como atentados, incautación de propiedades, incendios de cosechas,
atracos carreteros por los recaudadores del Socorro Rojo, agresiones y expulsiones
violentas de curas y monjas, cierres de colegios católicos y veto sindical a los
trabajadores no afiliados, apenas figuran por estar sometidas a la censura previa del
sempiterno estado de alarma. Las denuncias que se colaban, como la suscripción
abierta por ABC para ayudar a los obreros católicos represaliados, y dejaban noticias
estremecedoras, como esta, también del 14 de abril:
En el último número de Trabajo se publica la fotografía de un autógrafo revelador. Dice así: «Sr. Don
Luis Tovar Valle: Haga el favor de despedir al obrero que tiene de Acción Popular y admitir al dador de
esta, pues de lo contrario procederé en consecuencia». El alcalde. Los Santos de Maimona (Badajoz).

Salvador de Madariaga, que de colaborador entusiasta de la República azañista


pasaría a convertirse en uno de sus más duros fiscales (también lo fue, fiscal, del
franquismo), acuarela en su ensayo España el ambiente de campos y ciudades:
A toda prisa se decretó y aplicó una amplia amnistía. Salieron de las cárceles miles de presos y
aumentaron en proporción aterradora los desórdenes y las violencias, volviendo a elevarse llamaradas y
humaredas de iglesias y conventos bajo el cielo azul, lo único que parecía sereno en el paisaje español.
[Aquí, don Salvador se deja llevar por la poética; en abril y mayo de 1936 el cielo no estaba
precisamente sereno: hubo un temporal de lluvias extraordinario.] Continuaron los tumultos en el
campo, las invasiones de granjas y heredades, la destrucción del ganado, los incendios de cosechas.
Azaña instaló en tierra propia a 75 000 campesinos de Extremadura. [Fueron bastantes menos, aun
sumando los asentamientos realizados durante el bienio de Lerroux y Gil Robles.] Con todo,
continuaban los desórdenes, y en el país pululaban agentes revolucionarios a quienes interesaba mucho
menos la reforma agraria que la revolución. (…)
Había entrado el país en una fase francamente revolucionaria. Ni la vida ni la propiedad contaban con

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seguridad alguna. Es sencillamente ridículo explicar todo esto con las consabidas variaciones sobre el
tema del «feudalismo» y con otras ingenuidades que abarrotan las páginas de los numerosos libros
consagrados a España en aquel entonces. No era solo el dueño de miles de hectáreas concedidas a sus
antepasados por el rey don Fulano el Olvidado, quien veía invadida su casa y desjarretado su ganado
sobre los campos, donde las llamas devoraban sus cosechas. Era el modesto médico o abogado de
Madrid con un hotelito de cuatro habitaciones y media y un jardín de tres pañuelos, cuya casa ocupaban
obreros del campo ni faltos de techo ni faltos de comida, alegando su derecho a hacer la cosecha de
trigo, diez hombres para hacer la labor de uno, y a quedarse en la casa hasta que la hubieran terminado.
Era el jardinero de la colonia de casas baratas que venía a conminar a la muchacha que regaba los cuatro
rosales del jardín a que se abstuviese de hacer un trabajo que pertenecía a los jardineros sindicados; era
la intentona de prohibir a los dueños de automóviles que los condujeran ellos mismos, obligándoles a
tomar un conductor sindicado; era la huelga de albañiles en Madrid con una serie de demandas absurdas
con el evidente objeto de mantener abierta y supurando la herida del desorden, y el empleo de la bomba
y el revólver por los obreros contrarios al laudo contra los obreros que lo habían aceptado.

Mayor valor testimonial si cabe, por ser contemporáneo a los hechos, tiene el
discurso de Indalecio Prieto pronunciado en un mitin, en Cuenca, el 1 de mayo:
… no hay hipérbole alguna en afirmar que los españoles de hoy no hemos sido testigos jamás, ¡jamás!,
de un panorama tan trágico, de un desquiciamiento como el que España ofrece en estos instantes.
Quebrantadísimo su crédito exterior, que habrá que restablecer breve e imperiosamente con el sacrificio
que sea, atribuyendo totalmente ese sacrificio a las clases capitalistas, España en el exterior (…) es un
país sobre el cual se ha colgado el cartel de insolvente. Y añade—: La convulsión de una revolución, con
un resultado u otro, la puede soportar un país. Lo que no puede soportar un país es la sangría constante
del desorden público sin una finalidad revolucionaria inmediata: lo que no soporta una nación es el
desgaste de su poder público y de su vitalidad económica manteniendo el desasosiego, la zozobra y la
intranquilidad.

Luego don Indalecio hace una absoluta confesión de parte:


Podrán decir espíritus simples que este desasosiego, esta zozobra, esta intranquilidad la padecen solo las
clases dominantes. Eso, a mi juicio, constituye un error. De ese desasosiego, de esa zozobra y de esa
intranquilidad no tarda en sentir los efectos perniciosos la propia clase trabajadora a virtud de trastornos
y posibles colapsos de la economía, porque la economía tiene un sistema a cuya transformación
aspiramos, pero que mientras subsista hemos de atenernos a sus desventajas, y entre ellas esta: la de que
refleja dolorosamente sobre los trabajadores la alarma, el desasosiego y la intranquilidad de las clases
dominantes.

(Este razonamiento de Prieto ha sido después rigurosamente aplicado por el


PSOE: matrimonio gay sí, pero control estatal de salarios y precios, y de los
incesantes beneficios de la banca privada, ni pensarlo). El discurso de don Indalecio
termina con una advertencia:
Eso [los desórdenes] es colaborar con el fascismo. Porque el fascismo necesita de ese ambiente. El
fascismo, aparte de aquellos núcleos alocados que puedan ser sus agentes ejecutores…, por sí no es
nada, si no se le suman otras zonas más vastas del país, entre las cuales pueden figurar las propias clases
medias y la pequeña burguesía que, viéndose atemorizadas a diario y sin adivinar en el horizonte una
solución salvadora, pudieran sumarse al fascismo. Si el desmán y el desorden se convierten en un
sistema perenne, por ahí no se va al socialismo, por ahí no se va tampoco a la consolidación de una
república democrática que yo creo nos interesa; ni se va a la consolidación de la democracia, ni se va al
socialismo, ni se va al comunismo: se va a una anarquía completamente desesperada que ni siquiera está
dentro del ideario libertario; se va a un desorden económico que puede acabar con el país.

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El discurso es del Primero de Mayo. Ya hemos adelantado que el día 25 de ese
mismo mes, Indalecio Prieto, Negrín y González Peña fueron expulsados a botellazos
del mitin de Écija por seguidores de Largo Caballero. La retirada de Prieto fue
protegida por los muchachos de su milicia personal, la «motorizada», dos de los
cuales estarían implicados unas semanas después en el asesinato de Calvo Sotelo. El
hecho de que entre algunos de los asesinos del diputado monárquico e Indalecio
Prieto existiera una relación más que circunstancial ha fundamentado las acusaciones
contra el líder del sector «moderado» del PSOE. A día de hoy, y con los hechos
históricos conocidos, no existe prueba alguna, ni indicio razonable, que vincule a
Prieto a la organización, inspiración o inducción del asesinato de Calvo Sotelo,
aunque sí a su encubrimiento. En todo caso, y como veremos, nos encontraríamos
ante la existencia de un aparato «parapolicíaco», dirigido por militares de inspiración
socialista, que no solo escapaba al control del gobierno, sino que empezaba a hacerlo
al del propio partido.

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ESCENA SEXTA
UNA POLICÍA SIEMPRE EN ENTREDICHO (Y LA GUARDIA CIVIL,
TAMBIÉN)

La República heredó el aparato policial de la monarquía y, enseguida, se puso manos


a la obra. En abril de 1931 las fuerzas de orden público estaban integradas por el
Cuerpo de Vigilancia y Seguridad, que sería el equivalente a la actual Policía
Nacional, y la Guardia Civil. El Cuerpo de Vigilancia era la estructura superior, vestía
de paisano y procedía de la Academia de Policía. Los agentes de seguridad iban de
uniforme, con casco, y estaban subordinados a las órdenes de los agentes de
vigilancia. La primera reforma republicana fue simplemente cosmética: a los
uniformados se les cambió el casco por una gorra de plato. La Guardia Civil, con una
tradición que se remontaba a mediados del siglo anterior, era cordialmente odiada por
toda la izquierda, aunque con especial intensidad por los anarquistas. De hecho, en
todos los programas de gobierno, en todos los manifiestos revolucionarios, solía
figurar entre los primeros puntos la intención de disolver la Guardia Civil y sustituirla
por un cuerpo que no tuviera las connotaciones militares, y represivas, de la
Benemérita. Pero esta expresión de deseos chocaba con la cruda realidad y, así, la
Guardia Civil ha seguido existiendo hasta nuestros días, siempre fiel al gobierno
constituido y siempre lidiando con lo peor de cada casa. En su primer bienio, a
Azaña, y a su ministro de la Gobernación, Casares Quiroga, les sucedió lo que a
todos: que cuando empezaron a plantearse la reforma de las fuerzas de orden público
ya estaban los guardias civiles muriendo y matando al servicio de la República.
Aquel primer año, desde las huelgas de mayo en Barcelona hasta la rebelión
anarquista de diciembre y primeros de enero, la Guardia Civil tuvo medio centenar de
bajas y varios centenares de heridos. Castilblanco, Arnedo, Doña Menda, Sevilla,
Manresa, Barcelona, Madrid… jalonan la actuación de la Benemérita, que unas veces
se hace asesinar en su puesto y otras, las más, reduce a tiros las revueltas. Aun así, la
Guardia Civil nunca gozó del favor de las izquierdas. Muy cohesionada y
disciplinada, con unos mandos militares identificados con los valores tradicionales de
la milicia y con un estilo de vida propio, los gobiernos se sabían demasiado
dependientes de los generales y jefes de una fuerza formidable. Al final, siempre
acababa sobrevolando por los Consejos de Ministros el fantasma de un general
Sanjurjo negando el apoyo de la Guardia Civil a la moribunda monarquía. De ahí que
la República intentará, primero, maniobrar sobre el «sector civil» de las fuerzas de
orden público y, luego, afrontara la creación de un cuerpo de nuevo cuño, conocido
como Guardia de Asalto, de cuya fidelidad no cupieran dudas.
La primera depuración le correspondió forzosamente al Cuerpo de Vigilancia, a la

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«Secreta», para entendernos, y la llevó a cabo Ángel Galarza y Gago, militante
socialista y diputado, que andando el tiempo llegaría a ser ministro de la Gobernación
en septiembre de 1936, en plena guerra civil. Pese al ímpetu inicial, y a que Galarza
contó con la ayuda de comisarios e inspectores que habían colaborado en la
conspiración republicana, el proceso depurador se limitó a destituir a medio centenar
de cargos y a ascender a los policías que se consideraban adeptos al nuevo régimen.
Fueron muy contados los abandonos entre los profesionales de un cuerpo que, a partir
de ese momento, adoptaría, generalmente, una actitud bastante pasiva frente a los
movimientos subversivos. Como es natural, hubo policías de derechas y de izquierdas
que extremaron partidariamente su «celo», según quién estaba en el gobierno, pero la
mayoría adoptó un perfil bajo que se tradujo en unos resultados profesionales
decepcionantes. Cuando estalló la guerra, unos se pasaron a los nacionales, otros se
metieron en sus despachos como émulos del avestruz y otros, muy pocos, se
incorporaron con fervor a la Policía revolucionaria y colaboraron con las checas.
La Guardia de Asalto debía ser, por lo tanto, la fuerza primordial de la República;
una especie de contrapunto a la Guardia Civil, o así, al menos, lo entendieron los
contemporáneos. Aunque con un error cronológico de bulto, puesto que los «asaltos»
se habían fundado en enero de 1932 y actuaron contra la «Sanjurjada»; el ya citado
periodista británico Henry Buckley afirma en sus Memorias:
La única consecuencia positiva del golpe de Sanjurjo fue la creación de un cuerpo especial de la Policía
llamado Guardia de Asalto. La idea partió del primer jefe de Policía de la República, Ángel Galarza. Al
principio, los guardias de asalto iban armados solamente con las porras reglamentarias, pero, a medida
que los enfrentamientos con grupos anarquistas se iban haciendo más cruentos y aparecían agentes
provocadores en las manifestaciones que desenfundaban sus pistolas, fue necesario armar a estos
guardias y en los últimos años de la República incluso usaban metralletas y tanquetas. Pero la
importancia de la creación de este cuerpo residía en su significado político. La mayoría de sus miembros
procedía de sindicatos obreros o de agrupaciones republicanas o socialistas. Por fin la República contaba
con un cuerpo de fuerzas armadas cuya lealtad no podía ponerse en duda.

La corta vida de la Guardia de Asalto fue bastante agitada y no comenzó,


precisamente, con buen pie. Enviada a Casas Viejas para reprimir una sublevación
anarquista, acabaron por perpetrar una matanza de campesinos con fusilamientos
sumarios. Si la idea era crear una fuerza policial de izquierdas, tampoco dio al
principio los resultados apetecidos, pues aunque se seleccionó para la oficialidad a
militares de tendencias izquierdistas probadas, lo cierto es que el cuerpo actuó en
general acatando puntualmente las órdenes del gobierno, con independencia de su
color político. Durante la revolución de Octubre, fueron contados los oficiales de
asalto, como los tenientes Del Castillo y Moreno, que se negaron a reprimir la
sublevación. En Madrid, durante días, los guardias de asalto fueron cazando uno a
uno a los militantes socialistas que, convertidos en francotiradores, se agazapaban en
tejados y ventanas, y también cumplieron con la legalidad constituida en Asturias y
Barcelona. Como la Guardia Civil, y la inmensa mayoría de todos los cuerpos

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policiales que han existido o existirán, los simples asaltos obedecían las órdenes de
sus superiores.
No fue hasta el triunfo del Frente Popular de febrero de 1936, cuando los
gobiernos de Azaña y Casares Quiroga llevaron a cabo una purga a fondo, sistemática
y sin contemplaciones de la oficialidad de la Guardia Civil y de la Guardia de Asalto,
purga que se acentuó a medida que se iban haciendo abrumadores los indicios de que
se preparaba un golpe militar. Los primeros en ser apartados fueron, naturalmente, los
oficiales que habían sido promovidos por el gobierno radical-cedista; posteriormente
la caza de brujas se extendió a los «dudosos». A partir de 1936, las recomendaciones
para ingresar en el cuerpo de oficiales de la Guardia de Asalto se miraban con lupa y
los avales de «idoneidad política» debían ser concluyentes. Es más, la iniciativa de
los cambios en las jefaturas de la Guardia de Asalto no procedían en muchos casos de
los mandos naturales o del Ministerio de la Gobernación, sino de las reclamaciones
que hacían los comités locales del Frente Popular en cada provincia. El periodista
Javier Ors ha rastreado en el Archivo de Salamanca algunos de estos documentos.
Por ejemplo, las cartas de recomendación remitidas por la coalición republicano-
socialista de León en favor del capitán Juan Rodríguez Lozano.
La primera es una «nota informativa» enviada al coronel Puigdengola, en la
Dirección General de Seguridad, sobre el capitán Rodríguez Lozano que reza así:
Capitán de Infantería destinado actualmente en la Caja de Reclutas número 50 de León. Por sus ideas
intensamente republicanas fue perseguido durante el bienio Lerroux-Gil Robles. Se hallaba de capitán-
ayudante en el Regimiento 36. Con frecuencia era nombrado defensor y, claro, en Octubre, lo nombraron
para tal cargo la mayor parte de los encartados. Por esto, por negarse a firmar una sentencia de muerte
para tres procesados en consejo de guerra en que era vocal y «por leer prensa de izquierdas» se le dejó
primero DISPONIBLE; luego se le deportó a Valladolid y luego se le impusieron ocho meses de
suspensión de empleo y sueldo a pesar de su brillante hoja de servicios y su gran prestigio profesional.
Desea ser destinado al Cuerpo de Seguridad, pero a León si como se supone se quita de dicho cargo al
actual capitán Rivero de historia francamente monárquica y relaciones activas con la UME, además de
haber estado totalmente al servicio de la CEDA, y sobre todo de Calvo Sotelo. De dicho capitán Juan
Rodríguez Lozano, pueden informar los republicanos de LEÓN que han de tener gran interés en este
destino.

El documento no lleva firma, pero sí fecha: Madrid, 11 de marzo de 1936. Y el 7


de abril, don Diego Martínez Barrio recibe una carta firmada por Martín Marassa, en
representación del Frente Popular de Izquierdas de León, con el siguiente texto:
Distinguido correligionario: en reunión celebrada por esta Comisión Central, se acordó dirigirse a V.E.
recordándole la entrevista realizada por esta comisión cuando efectuó el desplazamiento a esa capital, en
la que le expusieron la necesidad del traslado del actual capitán de la Guardia de Asalto de esta localidad
señor Rivero, y se nombrara en su lugar al pundonoroso también capitán del mismo cuerpo D. Juan
Rodríguez Lozano, por ser un caballero militar, republicano probado, que haría excelente labor de
depuración en la plantilla de la compañía de guarnición en esta ciudad; extrañándonos no haya surtido
efecto la gestión que realizó personalmente la referida comisión de este frente que se desplazó a Madrid.
En la seguridad de que una omisión involuntaria hizo el que no se diese solución al asunto solicitado, y
con gracias anticipadas nos es muy grato saludarle, ofreciéndonos affmos. ss. ss.

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Martínez Barrios se limitó a remitir el oficio a Gobernación. El capitán Rodríguez
Lozano sería fusilado por los franquistas tras consejo de guerra sumarísimo por
negarse a participar en la sublevación del 18 de julio. Lo demás son pretextos.
Otras depuraciones venían envueltas en el escándalo. Así ocurrió con la
guarnición de Oviedo, en el mes de mayo. Las relaciones entre los partidarios del
Frente Popular y la Guardia de Asalto, y no digamos con la Guardia Civil, se habían
resentido desde la revolución de Octubre. Además, para nadie era un secreto que el
gobierno radical-cedista había tenido un exquisito cuidado a la hora de nombrar a los
mandos del ejército, de la Benemérita y de los «asaltos» para una región que aún
mantenía encendidos los rescoldos de la revuelta. La designación del coronel Aranda
fue, por ejemplo, un prodigio adivinatorio: no solo se ganó posteriormente la
confianza del gobierno de Casares Quiroga, sino que, tras el Alzamiento, consiguió
mantener engañadas a las milicias asturianas el tiempo necesario para organizar la
defensa de la ciudad. Pese al largo y terrible cerco, Oviedo quedó del lado franquista.
Pero eso ocurriría en julio, porque en mayo la sartén por el mango aún la tenía la
coalición del Frente Popular. Así, una vulgar reyerta ocurrida durante una verbena en
Oviedo la tarde del 23 degenera en un enfrentamiento abierto con la Fuerza Pública
que es obligada a retirarse a su acuartelamiento. Por la noche del día siguiente,
grupos de revoltosos acosan de nuevo a los guardias de asalto que, esta vez sí, reciben
la orden de tirar. Resultado: un policía y 22 revolucionarios resultan heridos.
El escándalo político no se hace esperar. El ayuntamiento de Oviedo, copado al
pleno por el Frente Popular, reclama la destitución de los oficiales y el
encarcelamiento de los responsables directos. En su apoyo, las organizaciones
obreras amenazan con una huelga general y el concejal comunista, Ramón Rozas,
aprovecha para exigir la legalización de las milicias armadas. Desde Madrid, se envía
una comisión investigadora, presidida por el teniente coronel Sánchez Plaza y de la
que forma parte el teniente Moreno. El resultado es la depuración en toda regla de la
unidad: el capitán Cabello y los tenientes Vidal, Beltrán, Rodríguez Cabeza y Panda
son bajas en el cuerpo; los tenientes Álvarez Estrada y Alonso, trasladados a otras
guarniciones, y el teniente Esperón, privado de su mando. A estas sanciones,
saludadas puño en alto por el propio juez instructor, el teniente coronel Sánchez
Plaza, sigue la humillante rueda de reconocimiento a que son sometidos todos los
guardias de la guarnición delante de un comité popular.
El asunto de Oviedo sucedía a otros enfrentamientos entre miembros de los
institutos armados y elementos de la izquierda en los que también se había dado la
razón a los provocadores. Así, los incidentes de Alcalá de Henares se saldaron con el
«exilio» de la ciudad de dos regimientos completos, el de Villarrobledo y el de
Calatrava, tal y como habían solicitado la Casa del Pueblo y el ayuntamiento. El
primero fue destinado a Palencia y el segundo a Salamanca, que como sabemos se

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sublevarían con Franco. Con todo, estos traslados, que tenían precedentes en otras
ciudades como Toledo, no era lo que más indignaba a los militares. Lo que les
indignaba, y mucho, era que servían de excusa para la depuración de la oficialidad, en
especial de los cuadros de mando medios. En Alcalá se le fue la mano a Casares
Quiroga y el asunto terminó en un consejo de guerra con petición de pena de muerte
para el coronel Gete, que fue castigado con doce años de prisión, y duras sanciones
para capitanes y tenientes. Se nos olvidaba explicar que durante los «incidentes» de
Alcalá de Henares el capitán Rubio, del regimiento de Calatrava, había tenido que
huir de su casa, con su mujer e hijos, mientras las turbas la incendiaban. El general
Gavilán, que de falangista de la primera hora y enlace de Mola llegaría a ser jefe de la
Casa Militar de Franco en las postrimerías del régimen, contaba así, casi setenta años
después, ese incidente:
Mi hermano Marcelino me llamó y me dijo que debía acompañarle a Alcalá de Henares. «¿Para qué?»,
le pregunté. Me contestó: «Quieren linchar a unos compañeros míos de los regimientos de Caballería y
debemos evitarlo». No lo dudé ni un momento y recuerdo la fecha a la perfección: 15 de mayo. Yo ya
era un veterano en conflictos y tumultos y sabía muy bien cómo actuar en estos casos. Los sucesos de
Alcalá eran otro ejemplo del clima de guerra civil que se vivía. Se hacía insoportable la vida cotidiana a
cualquier oficial que vistiera uniforme. Uno de los compañeros de mi hermano, sin poder aguantar más,
salió en defensa de unos niños maltratados por unos jóvenes. La muchedumbre, exaltada, le insultó
llamándole fascista. Tal fue la presión a la que se le sometió que el citado militar tuvo que refugiarse en
su casa, pues le perseguían a pedrada limpia. Pero los vándalos no se iban a dar por vencidos e
intentaron quemar el edificio. (Fernández-Coppel, Jorge, General Gavilán, Esfera de los Libros, Madrid,
2005).

Años más tarde, cuando los historiadores analicen la composición de la parte del
ejército que se sublevó el 18 de julio, descubrirán algunos efectos de esa política
suicida: mientras la inmensa mayoría de los generales de división y de brigada
quedan afectos a la República (140 contra 15, según la suma que hace Ricardo de la
Cierva), el porcentaje es del 80 por ciento a favor de los nacionales en lo que se
refiere a capitanes, tenientes y sargentos, que son los que en definitiva ganan las
guerras.
Sin embargo, en el corto plazo, las medidas de depuración dieron sus resultados.
Relata el falangista y escritor José María Fontana (Los catalanes en la guerra de
España, reeditado en 2005 por Grafite Ediciones) que «a principios de 1936, la
totalidad de la guarnición estaba dispuesta a actuar, e incluso se firmó un documento
de compromiso por parte de la Guardia Civil. Las fuerzas de asalto tenían más de
sesenta oficiales juramentados, constituyendo la participación más clara y segura.
Después de las elecciones y victoria, manu militari, de las izquierdas, se perdió
bastante fuerza por sustituciones y traslados de los jefes y oficiales comprometidos».

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ESCENA SÉPTIMA
NINGÚN PLAN MILITAR, POR BUENO QUE SEA, SOBREVIVE AL PRIMER
CONTACTO CON EL ENEMIGO

El aforismo militar que encabeza este capítulo es de absoluta aplicación al


enfrentamiento civil español. Durante la primavera de 1936, todos los protagonistas
de la tragedia, todos, se atienen a sus respectivos planes que, en realidad, parten de la
misma premisa: un golpe militar funciona de arriba abajo, nunca de abajo arriba,
presunción que, sin embargo, la historia ha desmentido mil veces. Pero en la España
de entonces se creía a pies juntillas que un golpe militar solo podía organizarse desde
la cúpula del generalato. En consecuencia, Azaña, primero, y Casares Quiroga
después, entretejieron una red de cambios, traslados, ceses y destituciones de
generales, coroneles y tenientes coroneles a la que apenas escaparían algunos peces
significativos, como Mola, Aranda y Yagüe. Francisco Franco, el principal
sospechoso a priori de cualquier confabulación, había sido trasladado a Santa Cruz de
Tenerife (la pérdida de Cuba y Filipinas impedían llevarlo más lejos) y Varela, que
también tenía mala fama, fue destinado a Cádiz, plaza de muy escasa guarnición. La
peor equivocación fue la cometida con el general Emilio Mola Vidal, puesto al
mando de Navarra y rodeado de las entusiastas y organizadas milicias carlistas; pero
por razones nunca aclaradas y contra todas las evidencias, Casares Quiroga siempre
confió en él. A la primera tanda, como hemos visto, siguieron los escalones inferiores
y a lo largo de los meses de mayo y junio, la Gaceta Oficial se convertiría en una
interminable lista de nombres cuyas perspectivas profesionales, residencias y familias
eran zarandeadas de un punto a otro de la nación. La Guardia Civil, por ejemplo,
sufrió en un solo decreto la destitución o traslado de 62 oficiales, que se añadían al
medio centenar de sancionados a consecuencia de los enfrentamientos callejeros en
Madrid durante el entierro del alférez Anastasio de los Reyes, el 15 de abril.
Por supuesto, no todos aceptaban disciplinariamente las medidas del gobierno. El
teniente coronel Tella, jefe de la Primera Bandera de la Legión, destituido a finales de
mayo, se exilia en el Marruecos francés tras una despedida incendiaria:
Hay una pesadilla que nos agobia a todos —dice a sus legionarios formados en el patio— y que
amenaza hundir a España, pero que no la hundirá, yo os lo aseguro, porque las manos encargadas de
defenderla no están muertas todavía, sino solamente crispadas ante la traición.

Como en un juego del gato y el ratón, que desesperaba a Indalecio Prieto por su
lentitud, Casares Quiroga amaga o golpea sin un plan concreto, llevado unas veces
por la información de sus colaboradores y, otras, por la simple intuición. La prensa
izquierdista, Mundo Obrero, Claridad, República, El Socialista…, se encrespa y pide

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medidas más drásticas, que van desde la disolución pura y simple del ejército y su
sustitución por las milicias populares, hasta la más venial del paso a retiro de todos
los militares sospechosos. Pero Casares va con tiento. No puede deshacer un ejército
que, tal y como apuntaban las cosas, iba a ser necesario para dominar a la venteada
revolución. Ya lo señalábamos en líneas atrás: equilibrio circense, apuesta de tapete
verde.
Sin saberlo, aunque quizá sospechándolo, el gobierno había conseguido
desbaratar un primer golpe: el previsto para el 20 de abril de 1936. Las
conspiraciones militares fueron un hecho cotidiano durante toda la República, pero,
en general, carecieron de apoyos o, simplemente, estaban fuera de la realidad. Franco
paró dos de las más importantes: la de octubre de 1934, que quería aprovechar el
descalabro revolucionario; y la de las elecciones de febrero de 1936. Es cierto que
exigió al gobierno de Portela Valladares que decretara el estado de guerra para frenar
al Frente Popular y garantizar el desarrollo de todo el proceso electoral; pero se negó
a ir a más y desaconsejó el golpe de Estado que, entre otros, le reclamaba Calvo
Sotelo. «El ejército no está preparado», le dijo. Pero, en abril de 1936, su actitud fue
mucho más tibia, casi condescendiente. Sabedor de que le trasladaban a Canarias, se
limitó a proponer que, una vez llegado el momento, «cada cual declare el estado de
guerra en su jurisdicción y se apodere del mando. Después ya veremos cómo nos
ponemos en relación». Al menos, así lo cuenta Gil Robles, que estuvo presente en
una de las reuniones.
Aquel intento abrileño preveía que los generales Varela, Orgaz y Rodríguez del
Barrio se sublevaran en Madrid; que el general Villegas lo hiciera en Zaragoza;
Fanjul, en Burgos; Saliquet y Ponte, en Valladolid; y González Carrasco en
Barcelona. Pero el plan cae por tierra cuando Orgaz es detenido, Varela enviado a
Cádiz y Rodríguez del Barrio, que ejercía de director de la Junta, se da de baja por
«agravamiento de una dolencia crónica». Aquella intentona debía haber sido un
pronunciamiento a la antigua, «de arriba abajo», con epicentro en Madrid y
convergencia, en caso necesario, de las guarniciones de provincias limítrofes. Pero
«al primer contacto con el enemigo», es decir, con el Gobierno, había fracasado.
Había, pues, que empezar de nuevo y, sobre todo, con un planteamiento diferente: el
siguiente «director» será Emilio Mola Vidal y la estrategia se adaptará a las nuevas
circunstancias. Como destaca Ricardo de la Cierva, y haciendo de la necesidad virtud,
Mola acepta que ya no será imprescindible contar con la adhesión de los generales
con mando para sublevar las guarniciones y, ante la situación de Madrid, plantea la
posibilidad de una inversión de los tradicionales términos: el golpe será de la periferia
al centro. Incorpora, también, un nuevo elemento: la implicación directa de las
milicias organizadas por los carlistas, los falangistas y, en menor medida, los
monárquicos. Se perfila la «dimensión popular». La primera «instrucción reservada»

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es de finales de abril de 1936 y comienza:
Las circunstancias gravísimas por que atraviesa la nación, debido a un pacto electoral que ha tenido
como consecuencia inmediata que el gobierno sea hecho prisionero de las organizaciones
revolucionarias, llevan fatalmente a España a una situación caótica, que no existe otro medio de evitar
que mediante la acción violenta. Para ello, los elementos amantes de la patria tienen forzosamente que
organizarse para la rebeldía, con el objeto de conquistar el poder e imponer desde él el orden, la paz y la
justicia. Esta organización es eminentemente ofensiva; se ha de efectuar en cuanto sea posible, con
arreglo a las siguientes bases:

(Solo recogemos un extracto. Para quien esté interesado en conocerlas en su


totalidad, están publicadas por Ricardo de la Cierva en su Historia de la guerra civil
española, edición ESM, 1969, tomo primero).
Base Primera: La conquista del Poder ha de efectuarse aprovechando el primer momento favorable y a
ella han de contribuir las fuerzas armadas, conjuntamente con las aportaciones que en hombres y
material y elementos de todas clases faciliten los grupos políticos, sociedades e individuos aislados que
no pertenezcan a partidos, sectas y sindicatos que reciben inspiraciones del extranjero, «socialistas,
masones, anarquistas, socialistas (sic), comunistas, etc»..
Base Segunda: Para la ejecución del plan actuarán independientemente, aunque relacionadas en la forma
que más abajo se indica, dos organizaciones: civil y militar. La primera tendrá carácter provincial; la
segunda, la territorial de las Divisiones Orgánicas.
Base Tercera: Dentro de cada provincia, Comité Provincial (primer orden) compuesto por un número de
miembros variables elegidos entre los elementos de orden, milicias afectas a la causa y personas
representativas de las fuerzas o entidades económicas de composición lo más reducida posible. (…)
Base Quinta: (…) se tendrá en cuenta que la acción ha de ser en extremo violenta para reducir lo antes
posible al enemigo, que es fuerte y bien organizado. Desde luego serán encarcelados todos los directivos
de los partidos políticos, sociedades o sindicatos no afectos al movimiento, aplicándoles castigos
ejemplares a dichos individuos para estrangular los movimientos de rebeldía o huelgas.
Base Sexta: Conquistado el poder, se instaurará una dictadura militar que tenga por misión inmediata
restablecer el orden público, imponer el imperio de la ley y reforzar convenientemente al ejército, para
consolidar la situación de hecho que pasará a ser de derecho.
Base Séptima: Los alféreces y suboficiales que tomen parte en el movimiento serán recompensados con
el empleo inmediato o destino civil, si así lo desean, de sueldo equivalente al del empleo-recompensa
que se les ofrece. Los cabos de análoga circunstancia percibirán una gratificación en metálico de carácter
vitalicio o colocación civil decorosa; los soldados, seguridad de trabajo con jornal remunerado en las
provincias de donde son naturales.

Términos como extrema violencia o castigo ejemplar empezaban a ser de uso


común en el lenguaje de los futuros adversarios. Nuestra guerra sería, en efecto, de
una violencia extrema y, desde luego, muy poco ejemplar. Hay también un detalle
muy significativo: la Base Séptima apela a los bolsillos, a la seguridad económica, de
la clase de tropa. En este tiempo, Mola no confía demasiado en la movilización
popular de las derechas. Se equivocará. Navarra, Aragón y Castilla y León se vuelcan
sin vacilaciones en el Alzamiento y serán 48 milicianos monárquicos, el comando de
los hermanos Miralles, quienes en los primeros días clave de la guerra mantendrán en
poder de los sublevados el paso de Somosierra.
La siguiente comunicación del director es del 25 de mayo, casi un mes después de
la Instrucción Reservada número 1. En el interregno había habido otro intento de

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golpe militar a raíz de los incidentes de Alcalá que ya hemos descrito, pero que fue
rápidamente desechado. Mola se refiere en esta nota a la situación de Madrid y a la
necesidad de cambiar de estrategia:
La capital de la nación ejerce en nuestra patria una influencia decisiva sobre el resto del territorio, a tal
extremo que puede asegurarse que todo hecho que se realice en ella se acepta como cosa consumada por
la inmensa mayoría de los españoles. Esta característica tan especial tiene forzosamente que tenerse en
cuenta en todo movimiento de rebeldía contra el poder constituido, pues el éxito es tanto más difícil
cuantas menos asistencias se encuentren dentro del casco de Madrid. Es indudable que un hombre que
pudiera arrastrar esta guarnición por entero, o en su mayor parte, con la neutralidad efectiva del resto,
sería el dueño de la situación, y sin grandes violencias podría asaltar el poder e imponer su voluntad.
Esta importante preponderancia de Madrid hace que mientras unos hombres sigan encastillados en los
ministerios sean los dueños absolutos del país. Desgraciadamente para los patriotas que se han impuesto
en estos momentos trágicos la obligación de salvar a la patria, volviendo las cosas a su justo medio, en
Madrid no se encuentran las asistencias que lógicamente eran de esperar entre quienes sufren, más de
cerca que nadie, los efectos de una situación político-social que está en trance de hacernos desaparecer
como pueblo civilizado, sumiéndonos en la barbarie. Ignoramos si falta caudillo o si faltan sus huestes;
quizá ambas cosas. De las consideraciones anteriormente expuestas se deducen dos hechos indiscutibles:
primero, que el poder hay que conquistarlo en Madrid; segundo, que la acción sobre este punto, desde
fuera, es tanto más difícil cuanto mayor sea la distancia desde donde ha de iniciarse la acción. Es
absurdo, por tanto, creer que la rebeldía de una población, por importante que sea, ni aun la de una
provincia, es suficiente para derribar un gobierno: los sucesos del 6 de octubre confirman cuanto
decimos. Claro es que si los movimientos de índole conservadora no hallasen, como respuesta
inmediata, en el proletariado, la huelga general revolucionaria, cabría levantar las masas de patriotas de
una región, lanzarlas íntegras contra la capital con razonables posibilidades de vencer; pero la actitud de
la clase obrera obliga a distraer gran número de fuerza en el mantenimiento del orden, y, como es
consiguiente, para lograr unos efectivos capaces de poderlos enfrentar con las fuerzas, tanto organizadas
como irregulares, que pueda presentar la capital se necesita que la rebeldía, desde el primer momento,
alcance una extensión considerable.

Con esta premisa, que da por cierto y con mucha probabilidad de éxito el plan de
Largo Caballero de responder al golpe militar con una huelga general revolucionaria,
Mola considera imprescindibles para el triunfo que se subleven Valladolid, Burgos,
Zaragoza y Valencia, que las fuerzas neutralicen Asturias y que permanezcan
indiferentes Andalucía y los archipiélagos. Luego, a medida que pasen las semanas,
decidirá que se incorpore al golpe el ejército de África en pleno, con lo que Valencia
cambia su importancia estratégica por Sevilla.
Sin embargo, a los efectos de nuestra historia, lo único que nos interesa resaltar es
que la conspiración militar tiene en cuenta que la fuerza y organización del adversario
es formidable, que el golpe va a fracasar seguro en Madrid y en Barcelona y que, en
el mejor de los casos, habrá que conquistar a sangre y fuego las dos principales
ciudades de España; en el peor de los casos, hasta cuatro: Madrid, Barcelona, Sevilla
y Bilbao. Las posibilidades de éxito son, pues, limitadas y dependen de demasiados
factores. Los conspiradores, por lo tanto, saben lo que se juegan y algunos, entre ellos
Franco, vacilan. El movimiento se aplaza una y otra vez. Desde Marruecos, donde se
han reunido las mejores tropas para las maniobras de Llano Amarillo, Yagüe advierte
que la dislocación de las unidades, una vez terminado el ejercicio, es un escollo que

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puede ser muy grave. Además se acerca el mes de agosto, las vacaciones de verano,
que diseminarán por todo el país a un gran número de oficiales y civiles que deben
colaborar en el golpe, pero a quienes por razones del secreto no se les ha dicho nada.
La fecha aproximada del golpe se retrasa, una vez más, hasta el 12 de julio, cuando
deben terminar las maniobras de Llano Amarillo, pero Franco pide un nuevo
aplazamiento. Por si fuera poco, los jefes carlistas se enfrascan en una de sus
tradicionales trifulcas internas y Fal Conde amenaza con retirarse de la conspiración
y levantarse por su cuenta. Desde la cárcel, el jefe de la Falange, José Antonio,
aislado y nervioso, lanza mensajes confusos. Mola, que no deja de recibir malas
noticias de Barcelona, Valencia, Bilbao y Madrid, desalentado, pide ayuda al exiliado
Sanjurjo, especie de «presidente honorario» de la conspiración, para que interceda
con los carlistas. Días de angustia que le llevan a exclamar: «A este paso, al único
que van a fusilar en este país va a ser a mí». Y en esas, en la madrugada del 13 de
julio, asesinan a Calvo Sotelo y todo cambia.
El ya citado José María Fontana refiere una anécdota barcelonesa de esos
cambios repentinos de actitud:
… La situación caminaba con rapidez hacia la guerra civil. Nadie creía en una lucha larga, pero sí que
pasaríamos días muy duros. Luys Santa Marina pensó en organizar, uniformar y armar una bandera del
Tercio a base de los ex legionarios que pululaban por el barrio Chino y la Torrassa. Fue una idea
excelente, y de haber cuajado en realidad otro muy diferente pudo ser el desenlace del Alzamiento en
Barcelona. Para acometerlo hacía falta dinero, y para conseguirlo se movieron mucho Roberto Bassas y
Pepe Ribas. Al fin se concretó una entrevista decisiva con un personaje derechista, entonces en buenas
relaciones con elementos del Fomento del Trabajo Nacional. Asistió a ella Luys Santa Marina para
explicar el plan y los propósitos y concretar el presupuesto que precisábamos. Los oyó aquel con
atención, aceptó y prometió la cifra, pero puso unas condiciones que eran las siguientes: 1.ª Eliminación
de determinadas personas. 2.ª Constitución de Guardia de Corps para una lista de personajes de la
plutocracia. Roberto intentó discutir, haciendo ver lo inaceptable de las condiciones; pero Luys, al ver
tanta contumacia, se levantó escupiéndole su desprecio, y diciéndole que se había equivocado al
confundir la Falange catalana con un grupo de pistoleros mercenarios. El mismo señor los llamó el día
14 de julio, después del asesinato de Calvo Sotelo, ofreciendo la cifra sin condiciones, y Bassas hubo de
contestarle que podía empapelar su despacho con los inservibles billetes, pues entonces ya era tarde.

(Tal y como sucedieron las cosas, es seguro que una bandera de ex legionarios no
habría podido cambiar la correlación de fuerzas en Cataluña. Barcelona cayó en
manos de la FAI, primero, y de los «técnicos» marxistas del SIM, después. Tras los
paseos «incontrolados» de los primeros meses, por las checas pasarían 20 000
personas, de las que un número aún no conocido, pero brutal, moriría. Sí están
contados los curas y monjas: unos 900 asesinados, solo en la Ciudad Condal.
Después, llegó la represalia de los vencedores).
En el otro lado, en el gobierno, hay luces y sombras. Casares confía en que el
golpe está prácticamente neutralizado. Las últimas combinaciones militares se
consideran un acierto y, en Barcelona, el Servicio de Información de la Generalitat, al
mando del capitán Escofet, daba, como así fue, por disuelta la conspiración en su

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zona. (Escofet dimitiría, asqueado, en agosto de 1936). La incógnita parecía ser Mola,
pero ya hemos dicho que Casares confiaba en él. Pese a todo, y para complacer a los
más críticos que, como el general Gómez Caminero, exigían su destitución, enviaría a
Pamplona al director general de Seguridad, Alonso Mallol, en misión de
reconocimiento. Mallol, acompañado por sesenta agentes de policía y tres secciones
de la Guardia de Asalto, se dedicó a registrar domicilios de tradicionalistas
sospechosos y a interrogar a oficiales de la Guardia Civil y del ejército. También
habló con Mola y se volvió a Madrid tan contento. Unas semanas más tarde, ya con
Marruecos sublevado, Mallol tuvo que realizar una operación de urgencia en Burgos,
a petición del general Batet que acaba de ser designado como jefe militar de la
provincia, para llevarse detenidos a Madrid al general de brigada González de Lara,
al comandante Porto y a los capitanes Murga y Moral. Pese a que Batet había dado
con la cabeza de la rebelión en su región, no pudo evitar que el resto de los oficiales
se sumara al golpe y lo destituyera. González de Lara, Porto y Moral fueron fusilados
por los milicianos en Guadalajara unos días después. Los sublevados no se lo
perdonarían a Batet, pasado sin prisas por las armas. El general que había acabado
con la sublevación de Companys en octubre de 1934 murió defendiendo, una vez
más, la legalidad.
Creía el señor Casares Quiroga —escribe Gil Robles— que el Movimiento sería dominado sin gran
esfuerzo, en el supuesto de que llegara a producirse. Pesaba demasiado en su ánimo el recuerdo de la
facilidad con que había aplastado Azaña la sublevación del 10 de agosto (la Sanjurjada). Le seducía,
además, la idea de un triunfo parecido, que robustecería su situación política, bastante quebrantada.

Si no quebrantada, al menos difícil. Porque si en el «plano militar» todo parecía ir


bien, en el otro frente, el revolucionario, las cosas se complicaban. A la espiral de
atentados entre falangistas y frentepopulistas, a las ocupaciones de tierras y al
bloqueo de las carreteras, había que sumar el enfrentamiento, ya abierto, entre la CNT
y la UGT. Desde el 2 de junio, Madrid sufría una huelga salvaje en la construcción, la
primera industria, entonces como ahora, de la capital, que se había extendido a los
ascensoristas, sepultureros, fontaneros, electricistas, calefactores, carpinteros… La
huelga, que se mantendrá incluso durante el alzamiento militar, se lleva a sangre y
fuego, sin contemplaciones. Es una prueba de fuerza entre las dos grandes sindicales
y a ninguna de las dos les falta dinamita. Los laudos del gobierno se incumplen uno
tras otro; estallan bombas e incendios en las obras y se tirotea a los «esquiroles». En
la sección «Ecos del público», el ABC del 16 de junio publica esta nota:
Nos escriben manifestándonos que los vecinos de las calles de Larra, Churruca, etc. se han quedado sin
agua debido a una avería en la conducción de la misma. Como los obreros de la construcción están en
huelga, no se pudo reparar dicha avería. En vista de ello, los vecinos recurrieron a una fuente que está
establecida en la esquina de la calle de Apodaca. A los pocos momentos de utilizarse dicha fuente, se
presentó un grupo de individuos que la destruyó. Nuestros comunicantes nos dicen que en aquella
populosa barriada están sin gota de agua y por ello esperan una enérgica actuación de la autoridad.

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Y en la misma columna del periódico, líneas arriba, se lee lo siguiente:
Nos consta de manera cierta y autorizada que numerosas personas se han dirigido al reverendísimo
prelado [el obispo de Madrid-Alcalá] consultándole acerca de si han de poner o no este año colgaduras
en los balcones para solemnizar el día del Sagrado Corazón. El señor obispo ha contestado a todos que
cree sería más conveniente suspender este año esa externa manifestación de fe y de fervor religioso, y, en
cambio, reduplicar los actos de piedad, de penitencia y de caridad para con los necesitados. Y ha
manifestado el prelado, además, su deseo de que se divulgue esto entre todos los fieles.

No, el Madrid de junio tampoco estaba para «provocaciones» religiosas.


Pero el gobierno confía en que la llegada de las vacaciones, con su diáspora,
calme un poco las cosas y se puedan reconducir en el otoño. Hay movimientos, como
sabemos, en el ala centrista del PSOE y se habla, incluso, de una amplia maniobra de
Prieto para conformar un «gobierno de salvación». No cree don Santiago Casares
Quiroga en la inminencia de una sublevación, tampoco Azaña. La tarde del 11 de
julio, las «vísperas madrileñas», Casares fue abordado por los periodistas, alarmados,
ante los rumores del golpe. Les contestó: «¡Conque ustedes me aseguran que se van a
levantar los militares! Muy bien, señores. Que se levanten. Yo, en cambio, me voy a
acostar».
Y, sin embargo, sobre la confianza de Casares y las tribulaciones de Mola, sobre
el miedo de Indalecio y las dudas de Franco, sobre la seguridad jactanciosa de Largo
Caballero y la alarma de los comunistas, que están saliendo del pozo y necesitan más
tiempo, planea lo inesperado: la intervención de un grupo de socialistas, encuadrados
en una célula parapolicíaca, que no necesita aguardar a que estalle la guerra civil,
porque hace meses que ya están metidos de lleno en ella.
El primer relato publicado sobre el asesinato de Calvo Sotelo fue un panfleto
justificatorio del crimen, en el que figuran todos los latiguillos de la izquierda y en el
que, por acusar, se acusa a la víctima hasta de haber repartido caramelos envenenados
a los niños pobres; un rumor mil veces desmentido que corrió por Madrid y que costó
la vida a una religiosa y heridas a una treintena de señoras de derechas. Ese relato lo
escribió en 1937 Manuel D. Benavides, y glosa, humillando al muerto, a los asesinos.
Pero contiene algunos datos del crimen que Benavides solo podía conocer de primera
mano, de fuente directa, como el que pone en boca del jefe del comando, del capitán
Condés, esta frase: «Se trata de algo más grave que el castigo por la muerte de un
compañero [se refiere a la del teniente Del Castillo]. La insurrección está en la calle.
Nuestra conducta ha de estudiarse en función de la defensa del régimen». Sí, es
probable que los asesinos de Calvo Sotelo actuaran convencidos de que salvaban a la
República. Pero era a su República. La República que no había podido, o sabido, ser
la de todos.

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ESCENA OCTAVA
«YO TENGO, SEÑOR CASARES QUIROGA, ANCHAS ESPALDAS»

Una de las leyendas que, como verdad revelada, se mantienen vivas en España es que
la Pasionaria amenazó de muerte a Calvo Sotelo en el Parlamento diciéndole que
«saldría con las botas puestas». No es cierto. El autor fue un diputado socialista,
Ángel Galarza Gago, de quien ya hemos hablado como subsecretario de Gobernación
y futuro jefe de la Policía del Frente Popular tras el 18 de julio. Y ocurrió en la sesión
del 1 de julio, que sería la última en la que interviniera el diputado de la minoría
monárquica. Aunque se han publicado distintas versiones, porque el presidente de la
Cámara hizo que las palabras de amenaza no figuraran en el acta, según Gil Robles,
que estaba presente, fueron estas: «Pensando en Su Señoría, encuentro justificado
todo, incluso el atentado que le prive de la vida».
Calvo Sotelo no respondió. Ya lo había hecho el 16 de junio cuando, desde el
banco azul, el propio presidente del Gobierno y ministro de Guerra, Santiago Casares
Quiroga, le espetó el famoso: «Si algo pudiera ocurrir, que no ocurrirá, Su Señoría
sería el responsable con toda seguridad». La respuesta fue, sin duda, una de las
mejores piezas de la oratoria parlamentaria:

SR. CALVO SOTELO: Yo tengo, señor Casares Quiroga, anchas espaldas. Su Señoría es
hombre fácil y pronto para el gesto de reto y para las palabras de amenaza. Le he
oído tres o cuatro discursos en mi vida, los tres o cuatro desde ese banco azul, y
en todos ha habido siempre la nota amenazadora. Bien, Sr. Casares Quiroga. Me
doy por notificado de la amenaza de Su Señoría. Me ha convertido Su Señoría en
sujeto, y, por tanto, no solo activo, sino pasivo, de las responsabilidades que
puedan nacer de no sé qué hechos. Bien, Sr. Casares Quiroga. Lo repito: mis
espaldas son anchas; yo acepto con gusto y no desdeño ninguna de las
responsabilidades que se puedan derivar de actos que yo realice, y las
responsabilidades ajenas, si son para bien de mi patria (exclamaciones) y para
gloria de España, las acepto también. ¡Pues no faltaba más! Yo digo lo que santo
Domingo de Silos contestó a un rey castellano: «Señor, la vida podéis quitarme,
pero más no podéis». Y es preferible morir con gloria a vivir con vilipendio.
(Rumores). Pero, a mi vez, invito al Sr. Casares Quiroga a que mida sus
responsabilidades estrechamente, si no ante Dios, puesto que es laico, ante su
conciencia, puesto que es hombre de honor; estrechamente, día a día, hora a hora,
por lo que hace, por lo que dice, por lo que calla. Piense que en sus manos están
los destinos de España, y yo pido a Dios que no sean trágicos. Mida Su Señoría
sus responsabilidades, repase la historia de los veinticinco últimos años y verá el

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resplandor doloroso y sangriento que acompaña a dos figuras que han tenido
participación primerísima en la tragedia de dos pueblos: Rusia y Hungría, que
fueron Kerenski y Karoly. Kerenski fue la inconsciencia; Karoly la traición a toda
una civilización milenaria. Su Señoría no será Kerenski porque no es
inconsciente; tiene plena conciencia de lo que dice, de lo que calla y de lo que
piensa. Quiera Dios que Su Señoría no pueda jamás equipararse a Karoly.
(Grandes aplausos.)

En aquellos momentos, el gobierno de Casares Quiroga había puesto en marcha


tres grandes proyectos: una reforma de la justicia, para «republicanizarla», que
sometería las sentencias de los jueces al control de un Tribunal Especial ajeno a la
magistratura e integrado por representantes de los partidos políticos y las
asociaciones obreras; una reforma del reglamento de las Cortes, que hacía innecesaria
la discusión en pleno de los proyectos legislativos, y la sustitución para el mes de
octubre de toda la oficialidad del ejército en Marruecos, en virtud de una ley con
efectos retroactivos. Sí, a pesar de las palabras de Calvo Sotelo, Casares se parecía
demasiado a Kerenski.
Desde siempre, la hagiografía de Calvo Sotelo ha presentado ese texto como la
aceptación voluntaria del martirio, como si presintiera su muerte a modo de ofrenda
pascual. Pero, el 16 de junio, José Calvo Sotelo ya conocía que el golpe militar estaba
próximo. Era evidente para él que se acercaban días de peligros y de incertidumbres,
y sabía sin lugar a dudas que sus adversarios, de ser derrotado, no estaban dispuestos
a darle cuartel. Hasta qué punto estaba al tanto del proyecto de Mola es una incógnita.
Gil Robles cree que sabía poco y solo por fuentes indirectas. Ciertamente, un sector
de la izquierda socialista le consideraba el jefe civil de la sublevación, pero a Calvo
Sotelo, como a José Antonio Primo de Rivera, a Fal Conde, a Luis Lucía y a Gil
Robles —aunque este siempre lo negará— los conjurados solo le habían pedido la
colaboración de sus seguidores y apoyos puntuales. El 26 de mayo, por ejemplo,
Mola le encargó a Goicoechea que buscara voluntarios para defender los pasos de
Somosierra, misión que recaería en los milicianos monárquicos de Carlos Miralles.
Fuera de la colaboración directa en el campo de batalla y en el control de los
servicios de retaguardia, el director no quería compromisos políticos previos.
Escarmentados por los resultados del Pacto de San Sebastián que trajo la República,
los militares pensaban en una dictadura militar que derivaría en un ¡ya veremos!
Así, bajo el título El Directorio y su obra inicial, el jefe de la conspiración
establece el 5 de junio los criterios de la colaboración con las fuerzas políticas afines.
Desde luego, nadie podría llamarse a engaño:
Tan pronto como tenga éxito el movimiento nacional, se constituirá un Directorio, que lo integrará un
presidente y cuatro vocales militares. Estos últimos se encargarán de los Ministerios de la GUERRA,
MARINA, GOBERNACIÓN Y COMUNICACIONES.

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El DIRECTORIO ejercerá el poder con toda su amplitud, tendrá la iniciativa de todos los decretos leyes
que se dicten, los cuales serán refrendados por todos sus miembros. Dichos decretos leyes serán
refrendados en su día por el Parlamento constituyente elegido por sufragio, en la forma que
oportunamente se determine. Al frente de los ministerios no consignados anteriormente figurarán unos
consejeros técnicos, quienes ejercerán las funciones que hoy tienen los ministros. (…) Los primeros
decretos-leyes serán los siguientes:
a) Suspensión de la Constitución de 1931.
b) Cese del presidente de la República y miembros del gobierno.
c) Atribuirse todos los poderes del Estado, salvo el judicial, que actuará con arreglo a las leyes y
reglamentos preestablecidos que no sean derogados o modificados por otras disposiciones.
d) Defensa de la dictadura republicana. Las sanciones de carácter dictatorial serán aplicadas por el
Directorio sin intervención de los Tribunales de Justicia. (…)
e) Disolución de las actuales Cortes.
f) Exigencia de responsabilidades por los abusos cometidos desde el poder por los actuales gobernantes
y los que les han precedido.
g) Disolución del Tribunal de Garantías.
h) Declarar fuera de la ley todas las sectas y organizaciones políticas que reciben su inspiración del
extranjero.
i) Separación de la Iglesia y el Estado, libertad de cultos y respeto a todas las religiones.
j) Absorción del paro y subsidio a los obreros en paro forzoso comprobado.
k) Extinción del analfabetismo.
l) Creación del carnet electoral. En principio no tendrán derecho a él los analfabetos y quienes hayan
sido condenados por delitos contra la propiedad y las personas.
m) Plan de obras públicas y riegos de carácter remunerador.
n) Creación de comisiones regionales para la resolución de los problemas de la tierra, sobre la base del
fomento de la pequeña propiedad y de la explotación colectiva donde ella no fuera posible.
o) Saneamiento de la Hacienda (…)
(…) El DIRECTORIO se comprometerá durante su gestión a no cambiar el régimen republicano,
mantener en todo las reivindicaciones obreras legalmente logradas, reforzar el principio de autoridad y
los órganos de Defensa del Estado, dotar convenientemente al Ejército y a la Marina, creación de
milicias nacionales, organizar la instrucción premilitar desde la escuela y adoptar cuantas medidas
estime necesarias para crear UN ESTADO FUERTE Y DISCIPLINADO.

No debía haber dudas. El nuevo Estado, bajo la forma republicana, se parecería


mucho más a la Italia de Mussolini que a la «dictablanda» de Primo de Rivera. Para
Calvo Sotelo, su puesto estaba claro: el punto p, como «consejero técnico» de
Hacienda. Porque el mando sería, por supuesto, militar.
Pero también es un hecho que Calvo Sotelo, como José Antonio, había influido
ideológicamente en un amplio sector del ejército. Al menos un 30 por ciento de los
militantes de Falange eran militares y ese porcentaje se doblaba entre los que seguían
al Bloque Nacional. El Estado corporativo que preconizaba Calvo Sotelo tenía mucho
de organización cuartelera y amparaba el ideal de una sociedad ordenada y laboriosa,
pero justa para los humildes. Ese ideal inalcanzable, dada la naturaleza humana, pero
tan caro a los militares de «no esperar nada del favor, ni temer nada de la
arbitrariedad». Calvo Sotelo lo había descrito muchas veces en el mismo Parlamento,
la última el 16 de junio:

SR. CALVO SOTELO: Frente a ese Estado estéril [el de la Constitución de 1931], yo
levanto el concepto del Estado integrador, que administre la justicia económica y

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que pueda decir con plena autoridad: no más huelgas, no más lock-outs, no más
intereses usurarios, no más fórmulas financieras de capitalismo abusivo, no más
salarios de hambre, no más salarios políticos no ganados con un rendimiento
afortunado, no más libertad anárquica, no más destrucción criminal contra la
producción, que la producción nacional está por encima de todas las clases, de
todos los partidos y de todos los intereses. (Aplausos). A este Estado le llaman
muchos Estado fascista; pues si ese es el Estado fascista, yo, que participo de la
idea de ese Estado, yo, que creo en él, me declaro fascista. (Rumores y
exclamaciones).
UN DIPUTADO: ¡Vaya una novedad!

Paradójicamente, uno de los indicios que apuntalan la presunción de que Calvo


Sotelo no estaba directamente implicado en la planificación del golpe es la actitud
hacia él del Partido Comunista, que, pese a la propaganda de Mundo Obrero, le
descartaba como una amenaza inmediata o peligrosa. Para el PCE, cuyos militantes
en Correos, Telégrafos y Teléfonos mantenían interceptadas las comunicaciones de
media España, el principal enemigo a batir no era otro que Gil Robles. Años después,
Dolores Ibárruri recordaría sus intervenciones como portavoz comunista durante
aquellos días para lamentarse del error de cálculo que fue haber sobreestimado el
papel de Gil Robles en la conspiración contra la República. La Pasionaria había
lanzado una arenga, ciertamente prepotente:
Sr. Casares Quiroga, para evitar las «perturbaciones» que tanto molestan a Gil Robles y a Calvo Sotelo,
para terminar con el estado de desasosiego que existe en España, no basta con hacer responsable de lo
que pueda ocurrir a un señor Calvo Sotelo cualquiera, sino que hay que comenzar por encarcelar a los
patronos que se niegan a aceptar los bandos del gobierno. Hay que encarcelar a los terratenientes que
lanzan a la miseria y al hambre a los campesinos; hay que encarcelar a los que con cinismo sin igual,
llenos de sangre de la represión de Octubre, vienen aquí a exigir responsabilidades por lo que no se ha
hecho. Y cuando se comience por hacer esta obra de justicia, señores ministros y señor Casares Quiroga,
no habrá un gobierno que cuente con un apoyo más firme, más fuerte que el vuestro, porque las masas
populares de España se levantarán para luchar contra todas esas fuerzas que, por decoro, no se debería
tolerar que se sentasen ahí.

Pero a la luz de los hechos posteriores escribirá:


… Como una experiencia política para el futuro, y como una necesidad de profundizar más, y de saber
ver a tiempo los cambios que se producen en la correlación de fuerzas en el campo de nuestros
adversarios, y afinar nuestra política, quiero recordar el papel que de una manera invariable y un tanto
subjetiva continuamos atribuyendo a Gil Robles, viendo en 61 la cabeza de la conspiración
antirrepublicana que estaba en el aire, que se mascaba cuando ya el papel de Gil Robles, sin dejar de ser
importante en el campo de las derechas, no era el determinante. Desde el fracaso de las derechas en las
elecciones de febrero, y aunque esto no se dijese públicamente por los interesados, el papel político de
Gil Robles había descendido extraordinariamente. Este no aparecía para la extrema reacción como la
figura y el jefe que ella necesitaba. (…) Gil Robles podía ser el hombre de los grandes discursos y de las
frases pomposas, el hombre de la reacción y de la política de represión gubernamental. Thiers y Gallifet
al mismo tiempo. Pero no el hombre capaz de encabezar y dirigir una sublevación. Y esto no lo
ignoraban las fuerzas que estaban tras el jefe de la CEDA. Fue hacia los militares hacia donde se

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orientaron las fuerzas derechistas. Y no es casual que fuese un militar quien tuviese en sus manos
prácticamente los hilos de la conspiración.

Conviene no perder de vista que la Pasionaria trata de desvincular al PCE del


asesinato del líder monárquico, aunque sea ninguneando el poder de convocatoria de
la víctima entre las derechas. «No lo hicimos nosotros —viene a decir—, entre otras
razones porque no lo considerábamos un peligro; creíamos que era Gil Robles, y nos
equivocamos». El PC, pese a todos los intentos del franquismo por cargarle también
ese muerto a los comunistas, no tuvo relación directa con el crimen, pero no por las
razones que apunta Dolores Ibárruri. En aquellas fechas, los comunistas, siguiendo
las nuevas directrices de Moscú, trataban pausadamente de reforzar su posición
dentro del movimiento obrero y lo que menos les interesaba era provocar una
conmoción que adelantase la inevitable reacción militar. Aparte de las
complicaciones internacionales del momento, y lejos del optimismo de los
caballeristas, en el PCE no se consideraba que el ejército estuviera aún lo
suficientemente quebrantado y lo mismo rezaba para las derechas. Además, el
proceso de «unificación por arriba» con el PSOE necesitaba tiempo. Ya se habían
fundido los dos sindicatos y las juventudes, pero quedaban los pasos más difíciles. Y
estaba, también, pendiente una serie de cuestiones con los anarquistas y los troskistas
del POUM, cuyas masas eran ciertamente reacias a la «unificación por arriba o por
abajo». La prudencia de los comunistas, de cuya excelente información no se puede
dudar pese a las justificaciones a posteriori de la Pasionaria, se ilustra perfectamente
con este párrafo de Buckley:
Pero lo que más sorprendía al observador en aquella primavera de 1936 no eran las refriegas y tiroteos
que se producían en la ciudad, sino una suerte de inquietud general que se mascaba en el ambiente y que
hacía que todo el mundo se hubiera puesto nerviosamente en marcha. Primero hubo desfiles para
celebrar la victoria en las elecciones, después para pedir la amnistía, a continuación para conmemorar el
Primero de Mayo. La gente se pasaba la vida desfilando por las calles de Madrid, vistiendo la camisa
roja de las juventudes socialistas o la azul de los comunistas, marchando cada vez más acompasada y
marcialmente, cantando o gritando consignas y eslóganes, reivindicando sobre todo el derecho a la
marcha misma, una marcha que ya nada ni nadie podría detener. La gente se había echado a la calle, y
ese fervor popular coincidía con una creciente influencia del comunismo en España. Desde la revolución
de Asturias, los comunistas, a través de una organización llamada Socorro Rojo Internacional, habían
distribuido gran cantidad de dinero entre los familiares de los mineros encarcelados, además de
encargarse de su defensa proporcionándoles abogados. Eso hizo que el papel de los comunistas
españoles subiera bastantes enteros, un partido que hasta entonces había tenido una incidencia
relativamente pequeña en la política española. Pero, más que nada, el comunismo se presentaba entonces
como la única opción política con ideas nuevas, capaz de sacar al país del marasmo al que los liberales
de Manuel Azaña lo habían conducido.

Y no les quepa duda de que Prieto, Caballero y demás compañeros mártires


habían tomado nota de este resurgimiento. Claro que Caballero, flanqueado por dos
consejeros filocomunistas como Alvarez del Vayo y Araquistáin, creía cándidamente
que los podría dominar. Se dio cuenta tarde, cuando le tumbaron del gobierno, ya en
plena guerra civil, y descubrió que muchos de sus «fieles socialistas» llevaban ya una

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hoz y un martillo en la solapa.
De las memorias de Largo Caballero, publicadas en México en 1954, es este
fragmento:
De otra parte, en las esferas gubernamentales todo eran intrigas y zancadillas. Prieto creyó manejar a
Negrín a su antojo, y se equivocó porque Negrín era prisionero del Partido Comunista. Este pensó que
Prieto se le sometería como Negrín, porque gracias al PC era ministro de Defensa Nacional; pero Prieto
no se somete a nadie; por el contrario, su deseo es que todos se sometan a él. Su propia sombra le
estorba. No se entendían. La traición de mayo de 1937 no les sirvió de provecho. Se devoraban entre sí,
mientras los milicianos perdían su vida en defensa de la libertad y la independencia. En mi domicilio de
Valencia recibí la visita de tres compañeros de Barcelona que venía a solicitar que me fuera con ellos,
pues en la capital catalana había fuerte marejada política y creían que yo debía estar allí donde quizá
pudiera ser necesario. Llegué a la capital catalana, y me encontré con que habían puesto a Prieto en la
disyuntiva de dimitir. La crisis estaba latente y ya era casi oficial. Un diputado se entrevistó con Prieto
para preguntarle si había dimitido; este contestó que no, pero que sabía que tenían ya preparado un
sustituto. Más parecía una destitución que una dimisión. A los amigos nos pareció que no convenía
permitir que los comunistas triunfasen en esa maniobra y que debíamos ayudar a Prieto antes de que
aquellos ganasen la partida. Tanto a Prieto como al presidente de la República, señor Azaña, se les
informó en detalle de lo que se tramaba. Pero este último carecía de energías para resolver por sí los
problemas difíciles con la resolución y rapidez que exigían y convocó a los representantes de los
partidos para examinar la situación y aconsejarse. Los representantes de los partidos se inclinaron del
lado de Negrín y de los comunistas. El más decidido contra Prieto fue González Peña, presidente del
Partido y de la Unión y ministro de Justicia gracias a su protector Prieto, ahora traicionado. ¡Oh, los
refranes castellanos son perfectamente aplicables a estos individuos! «Cría cuervos y te sacarán los
ojos».

También Valentín González, el Campesino, que tras conocer de cerca a Stalin se


dedicó con la fe del converso a luchar contra el comunismo por todo el mundo,
recordaría el error de Largo Caballero:
No busco disculpas a mis errores, pero desearía que cada cual reconociera con la misma honestidad los
suyos. Si la URSS alcanzó tal preponderancia en España fue por la culpa de las potencias democráticas,
que con su no intervención le abandonaron la zona republicana en lucha a muerte contra el franquismo y
el nazifascismo europeo. Y si los comunistas españoles cometimos abusos y demasías y nos impusimos
o estuvimos a punto de imponernos, fue porque los demás no estuvieron a la altura de las circunstancias.
Los partidos comunistas son fuertes en la medida en que los demás partidos y las organizaciones
sindicales son débiles y vacilantes y les hacen juego. Esa fue la lección española y esa es la lección
europea y mundial.

Lo escribía en 1952. Pero, a finales de junio de 1936, el PCE sabía que lo que
necesitaba era tiempo. Lo cuenta Payne:
En medio de esta euforia prerrevolucionaria, el 22 de mayo Codovilla y Jesús Hernández presentaron un
informe a la Komintern en Moscú en el que aportaban una brillante relación de la situación en España
que claramente impresionó a sus superiores. Cuando informaron de que los concejales comunistas ya
ejercían un considerable poder en varias ciudades e incluso decidían qué oponentes debían ser
encarcelados, Dimitrov exclamó entusiasmado: «Eso es una democracia de verdad». Sin embargo,
cuando Codovilla y Hernández preguntaron si tan favorables condiciones conducirían a un rápido
desarrollo de la dictadura democrática de los obreros, Dimitrov sofocó tales especulaciones, haciendo
hincapié en que las prioridades eran, sencillamente, el fortalecimiento del Frente Popular y la decisiva
victoria sobre el fascismo.

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Sí, los cadáveres recientes de los compañeros marxistas alemanes, austríacos e
italianos eran el mejor recordatorio contra una revolución precipitada. Solo, como
hemos visto, cuando comprendieron que otro cadáver, el de Calvo Sotelo, iba a
desbaratarlo todo, se resignaron a quemar etapas.
Calvo Sotelo no iba a ser, pues, el jefe civil del Alzamiento porque, entre otras
cuestiones, esa figura ni siquiera entraba en las previsiones de los golpistas.
Ciertamente, mantuvo contactos frecuentes con algunos de los generales implicados
en Madrid, como Villegas, Fanjul o Kindelán; contactos que, de todas formas,
habrían sido normales por afinidad ideológica. Serrano Suñer, como Gil Robles,
también se inclinaba por la teoría de que no estaba enterado de la mecánica interna
del golpe: «Más de una vez, ya avanzada la conspiración, el mismo Calvo Sotelo en
el Parlamento me preguntaba impacientemente: “Pero ¿qué piensa, qué hace su
cuñado [Franco]? ¿Qué hacen los generales? ¿No se dan cuenta de lo que ya está a la
vista?”».
A mediados de junio, una vez redactado el «programa político» del futuro
Directorio Militar, el diputado monárquico recibió a Félix Maíz, secretario del
general Mola y le despidió con este mensaje: «Diga usted al general Mola que no
opongo ningún reparo a su comunicado. Que solamente espero conocer día y hora
para ser uno más a las órdenes del ejército». Razones políticas aparte, de las que ya
hemos hablado, es comprensible que los conspiradores trataran de limitar al máximo
las relaciones con unos personajes a los que seguía diariamente la Policía y que
tenían controlados por el gobierno su correo y sus comunicaciones. La tesis del
profesor Alfonso Bullón de Mendoza es que, a diferencia de Largo Caballero en
octubre de 1934, Calvo Sotelo no fue el organizador de un golpe de Estado, aunque sí
pudiera estar informado de los preparativos. Pero, en cualquier caso, fue uno de los
inductores ideológicos «porque defendía públicamente no ya el derecho, sino la
obligación, de que el ejército, columna vertebral de la patria, interviniera para
implantar el orden si el caos se apoderaba de España».
Desde luego, se contaba con su colaboración, inestimable, para después del
triunfo. Un día después de su asesinato, el general Mola se preocupó de sacar de
Madrid al político derechista doctor Albiñana. Ya sabemos que Mola consideraba que
el riesgo de fracaso en la capital de España era muy alto. Aunque Albiñana salió
efectivamente con destino a Burgos el día 14 de julio, se le ocurrió regresar a Madrid
el 16 para asistir a una reunión de monárquicos. Detenido y encarcelado en la
Modelo, fue asesinado el 22 de agosto. Es fácil colegir que si Mola contaba con
Albiñana para después del triunfo, aunque no le reveló la fecha del Alzamiento,
contaría mucho más con don José Calvo Sotelo. Y, por los hechos conocidos, este la
habría prestado con entusiasmo. Pero ir más allá en la especulación de cómo habría
sido la España de Franco con Calvo Sotelo vivo carece del menor interés a los efectos

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de esta historia. Porque, lo cierto, es que el Calvo Sotelo asesinado aportó al
movimiento militar mucho más de lo que podía esperarse de la acción de un solo
hombre.

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ESCENA NOVENA
EL FANTASMA TOMA CUERPO, PERO NO LO LLAMES FASCISMO; SU
VERDADERO NOMBRE ES REACCIÓN

Permítanme una disquisición. Los historiadores del marxismo han discutido hasta la
saciedad, casi con pundonor de erudito, sobre las dos estrategias que se debatían en el
seno del comunismo para conseguir la unidad de las clases trabajadoras. Trotsky, por
ejemplo, fue siempre partidario de lo que Ricardo de la Cierva denomina «frente
único por arriba»; mientras que Stalin se decantó al principio por el «frente único por
abajo». No era una diferencia banal, ni mucho menos. Stalin pretendía la unificación
de las diferentes organizaciones de la izquierda revolucionaria, de los anarquistas a
los socialistas, mediante la absorción pura y simple de sus bases. Sin importar el
nombre que adoptara el nuevo movimiento (aunque siempre le gustaron las
denominaciones que incluían los términos frente y antifascismo), se trataba de arrojar
a las tinieblas exteriores a los dirigentes políticos y quedarse con sus afiliados y
seguidores. Trotsky, más realista y más atento a los movimientos reaccionarios que
empezaban a vislumbrarse en Italia y Alemania, propuso la alianza de todos los
movimientos y partidos obreristas, pero contando con los cuadros dirigentes de cada
organización política. Además, claro, de promover la independencia de los
comunistas de cada nación frente a la «tiranía de la III Internacional». Las teorías de
Trotsky fueron excelentemente acogidas en España, donde los movimientos obreros
tenían cierta tendencia a la disgregación. Colaboraciones puntuales sí, pero cada uno
desde sus propias posiciones. El triunfo de Hitler obligó a Stalin a cambiar de táctica
(una de sus especialidades), asumiendo como propio (al final parecía que lo había
inventado él) el planteamiento de Trotsky. Las conversaciones con el PSOE se
reanudaron en vísperas de la revolución de Octubre de 1934, pero sin mucho éxito.
No en vano, el equipo socialista de entonces, con Fernández de los Ríos, Besteiro,
Largo Caballero y Prieto, era el mismo que había rechazado la integración del
socialismo español en la III Internacional y se sabía de memoria las triquiñuelas de
los compañeros comunistas. (Fernández de los Ríos fue el autor de la famosa
pregunta sobre la Libertad que Lenin respondió con un ¿para qué?) Anota a este
respecto don Ricardo, que ha tratado prolijamente el asunto, que fue Santiago Carrillo
uno de los más duros defensores de la posición socialista en aquellos momentos.
Luego, como es sabido, se pasó con armas y bagajes al PCE, tras haberle entregado
graciosamente a las juventudes de su partido. Sin embargo, el fracaso socialista en la
revuelta de Octubre, en la que el PCE actuó de comparsa, fue muy bien aprovechado,
como hemos visto, por la propaganda comunista, que cuando se produjo la catástrofe
de 1936 empezaba a sacar feliz rendimiento a la táctica de la unión por arriba.

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Mientras, en el otro bando, en el de las derechas, se iba a producir el fenómeno
inverso: la aparición de un frente único por abajo, en el que los líderes políticos de los
diferentes sectores y partidos iban a ser, literalmente, dejados en la cuneta por sus
masas. El fantasma del «fascismo» había tomado cuerpo, pues, en una reacción que
tenía mucho de espontánea y a la que, en realidad, por encima de la clase social, el
poder adquisitivo o la educación, no le unía más que el deseo de orden, la unidad de
la patria y, tal vez, una indefinida afinidad religiosa. Así, en el bando de los
sublevados nos vamos a encontrar con falangistas dispuestos a nacionalizar la banca,
tradicionalistas partidarios de la vieja monarquía, monárquicos alfonsinos, burgueses
republicanos conservadores, agrarios rancios, liberales de toda la vida, catalanistas e,
incluso, a los nacionalistas vascos alaveses.
Esa España, partida por gala en dos, había sido perfectamente descrita en marzo
de 1936 por el anarquista Ángel Pestaña, en lo que es un prodigio de síntesis:
Los partidos de derecha, empezando por los más representativos de las clases conservadoras, ¿quiénes
los componen? ¿De qué elementos nutren sus filas? Principalmente de capitalistas, de industriales, de
terratenientes, de individuos de profesiones liberales, de alta, media y pequeña burguesía. Y, además, de
proletarios, de jornaleros, de asalariados; estos en número menor que aquellos, es cierto; pero en número
suficiente para que la calificación de partido de clase burguesa se desdibuje lo suficiente hasta quedar
difuminados sus contornos. Si de los partidos conservadores pasamos a los partidos liberales, ya sean
republicanos o de otras diversas denominaciones, veremos que es muchísimo más difícil aplicar una
denominación determinada. La mezcla de los elementos que los componen es tal y tan contradictoria que
no hay medio humano de acercarse medianamente a la verdad. Burgueses y proletarios, ricos y pobres,
individuos de buena y de mediana posición, y hasta quienes no tienen donde caerse muertos, forman en
la fila de estos partidos. Y después de los partidos que hemos citado, ya no quedan más que los partidos
socialista y comunista, y los que de estas dos denominaciones genéricas derivan. En cuanto a ellos, al
Partido Socialista y Comunista, ¿son, realmente, partidos de clase? Se llaman de clase, cierto es, pero se
llaman de clase apelando a una arbitrariedad más o menos disculpable… Examinad el origen de la
mayoría de sus elementos dirigentes y de dónde proceden y a qué clase pertenecieron antes de irse a esos
partidos y veréis que pertenecieron a la clase media, a la pequeña burguesía, a las profesiones liberales,
contra las que disparan constantemente sus dardos más envenenados y mortíferos.

Pestaña, por supuesto, presenta un nuevo partido político que ofrece la utopía del
comunismo libertario como medio de superar la contradicción. Pero no es eso lo que
nos importa en este momento, sino el reconocimiento de que detrás de las derechas
también existía una amplia base popular.
Y esa masa, por lo general tibia y muchas veces «anarquizante», estaba herida en
lo vivo. Clásico es el texto del periodista catalán Gaziel, publicado en La Vanguardia
de Barcelona el 12 de junio de 1936:
¿Cuántos votos tuvieron los fascistas en España cuando las últimas elecciones? Nada: una ridiculez…
Hoy, por el contrario, los viajeros llegan de las tierras de España diciendo: «Allí todo el mundo se vuelve
fascista». ¿Qué cambio es ese? ¿Qué ha ocurrido…? Lo que ocurre es, sencillamente, que allí no se
puede vivir, que no hay gobierno; las huelgas y los conflictos, y el malestar y las pérdidas, y las mil y
una pejigueras diarias, aun descontando los crímenes y los atentados, tienen mareados y aburridos a
muchos ciudadanos. Y en esta situación, buscan instintivamente una salida, un alivio, y no
encontrándolos en lo actual, llegan poco a poco a suspirar por un régimen donde por lo menos parezcan

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posibles. ¿Cuál es la forma política que suprime radicalmente esos insoportables excesos? La dictadura,
el fascismo. Y he aquí cómo sin querer, casi sin darse cuenta, la gente se «siente» fascista. De los
inconvenientes de una dictadura no saben nada, como es natural. De ellos sabrían después, cuando
hubiesen de soportarlos, y entonces se preocuparían de ellos. Pero, de momento, no ven en esa forma de
gobierno fuerte nada más que el medio infalible para sacudirse las insoportables moscas de la relajación
presente. Y esto es lo único que les importa, hoy por hoy, como en verano, no se piensa en sacudirse el
frío, sino exclusivamente el calor, y viceversa en invierno… En todas partes y en todos los tiempos, las
dictaduras se han producido arriba cuando hubo anarquía abajo. El fascismo no tiene nada de nuevo más
que su nombre ocasional, se trata de uno de los fenómenos más antiguos de la historia política, y su
verdadero nombre es reacción. Cada vez que se pudre un estado social, de sus entrañas brota una
dictadura férrea. Fascismo es en el caso de España y de Francia la sombra fatal que proyecta sobre el
suelo del país la democracia misma, cuando su descomposición interna la convierte en anarquía. Cuanto
más crece la podredumbre, tanto más se agiganta el fantasma. Y la preocupación alucinada que el Frente
Popular triunfante experimenta por el fascismo vencido no es, por lo tanto, otra cosa que el miedo de su
propia sombra.

Por lo tanto, el proceso de unificación por la base de las derechas tendía a superar
las clásicas diferencias entre republicanos y monárquicos, agnósticos y creyentes,
conservadores y liberales, centralistas y regionalistas, taurinos y antitaurinos,
anglófilos y germanófilos, intervencionistas y capitalistas estrictos… para dejarlas en
el puro esqueleto ideológico común: respeto a la propiedad individual, paz social,
libertad de enseñanza y unidad nacional. Los demás aditamentos incorporados
durante el franquismo no son más que literatura frente a esos cuatro principios.
Léanse, si no, algunos de los nombres que conformaban la lista trágica de una de las
primeras sacas de la cárcel Modelo de Madrid, la que se produjo el 23 de agosto de
1936:

MELQUIADES ÁLVAREZ GONZÁLEZ, decano del Colegio de Abogados de Madrid,


jefe del Partido Republicano Liberal Demócrata, varias veces diputado, jurista y
orador eminente y antiguo presidente del Parlamento.
JOSÉ MARTÍNEZ DE VELASCO, jefe del Partido Agrario, antiguo ministro de la
República.
JULIO RUIZ DE ALDA, militar, aviador que participó en la hazaña del Plus Ultra.
Uno de los fundadores de Falange Española.
FERNANDO PRIMO DE RIVERA, militar, doctor en Medicina, hermano de José
Antonio.
RAFAE ESPARZA, ex diputado.
MANUEL RICO AVILLO, antiguo ministro y alto comisario de España en
Marruecos durante la República. Había sido el ministro del Interior que, en
1933, bajo la presidencia de Martínez Barrio, garantizó la seguridad y la libertad
en el proceso electoral que dio el triunfo a los radicales y a la CEDA.
FRANCISCO JIMÉNEZ DE LA PUENTE, conde de Santa Engracia, monárquico liberal.
RAMÓN ÁLVAREZ VALDÉS, ex ministro de Justicia, miembro del Partido
Republicano Liberal Demócrata, elegido diputado a Cortes en febrero de 1936.

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JOSÉ MARÍA ALBIÑANA, abogado médico y diputado por Burgos; había fundado
el Partido Nacionalista Español y ya hemos visto que Mola había intentado
sacarlo de Madrid en vísperas del Alzamiento.
OSWALDO FERNÁNDEZ CAPAZ, general del Ejército y colonizador de Ifni durante
la República.
RAFAEL VILLEGAS MONTESINO, general.
SANTIAGO MARTÍN BAGUENAS, comisario de Policía; se le acusó siempre de ser
un «infiltrado» de la derecha.
ENRIQUE MATORRAS PÁEZ, falangista, ex comunista, autor de un libro denuncia
publicado en 1934 (?) bajo el título El comunismo en España.
IGNACIO JIMÉNEZ MARTÍNEZ DE VELASCO.

La saca había venido precedida de un «suelto» publicado el 8 de agosto por el


diario madrileño Política, órgano oficial de los azañistas de Izquierda Republicana,
que, naturalmente, acabaría ilustrando la «Causa General» franquista:
[en La Modelo] …hay curas, militares y civiles que, gracias a su oficio, son gordos y grasientos, salvo
alguna rara excepción. La mayoría de ellos, como no se afeitan, no se distinguen demasiado de los otros
presos. Hablan poco, meditan mucho y lloran a menudo. (…) En otras galerías están encerrados fascistas
comprometidos con la rebelión y otros que fueron detenidos antes de que estallara como Ruiz de Alda y
Sánchez Mazas. Hay, en fin, prisioneros políticos, antiguos y recientes. Los más notables de estos
últimos son Albiñana, Melquíades Alvarez y Martínez de Velasco. Este último no ha pasado más que
tres noches, contando esta última, en la trena. Lástima que Lerroux y Gil Robles no puedan hacerles
compañía.

Y si Calvo Sotelo se convirtió en la principal referencia pública de ese proceso de


unificación por la base, lento al inicio, acelerado al final, se debió a que fue el
primero en despojarse de lo accesorio para dejar a la vista el esqueleto. Y entre lo
accesorio estaba incluida, desde luego, la monarquía:

SR. CALVO SOTELO: Cuando se habla por ahí del peligro de militares monarquizantes
[dijo en la sesión parlamentaria del 16 de junio] yo sonrío un poco, porque no
creo —y no me negaréis cierta autoridad moral para formular este aserto— que
exista actualmente en el ejército español (…) un solo militar dispuesto a
sublevarse a favor de la monarquía y en contra de la República. Si lo hubiera sería
un loco, lo digo con toda claridad (rumores), aunque considero que también sería
loco el militar que al frente de su destino no estuviera dispuesto a sublevarse a
favor de España y en contra de la anarquía, si esta se produjera. (Grandes
protestas y contraprotestas).

Indalecio Prieto pilló el cambio al vuelo:


Se dio de baja definitivamente en las listas monárquicas —escribió al día siguiente en El Liberal—.
Quien observe la cautela que sirve de guía a la palabra del ex ministro de la dictadura no podrá atribuir a

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arrebatos de la improvisación esta frase: «Si el fascismo es el amparo de la producción española, yo soy
fascista».

Paradojas de la vida. Un general monárquico que había dejado tirado a su rey,


Sanjurjo, iba a presidir el golpe de unos militares entre los que había viejos
republicanos, como Queipo; falangistas, como Yagüe, y masones como Cabanellas.
Un general que se lanzaba al grito de «Viva la República», Mola, era el caudillo de
los tradicionalistas de boina roja y cruz de Cristo al cuello, que odiaban la República
y soñaban con una monarquía autoritaria. Los grandes finqueros de Andalucía
preparaban sus cuadrillas de peones y deudos con escopetas y garruchas, como en los
tiempos medievales; mientras en Madrid y Barcelona habían caído, y caerían, obreros
y menestrales vestidos con la camisa azul. Y, además, estaba Francisco Franco.
José Antonio Primo de Rivera ya era título nobiliario con Grandeza de España,
pero habrían bastado dos de sus frases, «hay que reconciliar al obrero con la patria» y
«queremos una España alegre y faldicorta», para habérselo otorgado. Conocedor
perfecto por su origen social y su formación intelectual de la mecánica interna —
moral, económica y social— de la derecha tradicional española, comprendió
enseguida que su Falange Española iba a ser fagocitada en esa gran «absorción por la
base». Sus muertos en los combates callejeros, los muertos del adversario, sus
encarcelados, sus expulsados del trabajo y aun de la convivencia normal, no serían
más que instrumentos en manos de la gran reacción que había de venir. Se resistió,
apostrofó a las derechas, a los plutócratas sin alma y sin memoria, y, al final,
claudicó. Envió enlaces a los militares conjurados y trató, desde la cárcel, de que
estos respetaran al menos los rasgos distintivos de su organización paramilitar, los
mandos naturales, con vistas a una posguerra española que preveía entregada, una vez
más, a la derechona. El comunicado que, desde la cárcel de Alicante, «urgente e
importantísimo», envía a los afiliados trasluce su amargura. Es del 24 de junio de
1936:
Ha llegado a conocimiento del jefe nacional la pluralidad de maquinaciones en favor de más o menos
confusos movimientos subversivos que están desarrollándose en diversas provincias de España. La
mayor parte de los jefes de nuestras organizaciones, como era de esperar, han puesto en conocimiento
del mando cuantas proposiciones se les han hecho (…) pero algunos, llevados de un exceso de celo o de
una peligrosa ingenuidad, se han precipitado a dibujar planos de actuación local y a comprometer la
participación de los camaradas en determinados planes políticos. (…) El respeto y fervor de la falange
hacia el ejército están proclamados con tal reiteración que no necesitan ahora de ponderaciones. (…)
Pero la admiración y estimación profunda por el ejército como órgano esencial de la patria no implica
conformidad con cada uno de los pensamientos, palabras y proyectos que cada militar o grupo de
militares pueda profesar, preferir o acariciar. (…) El apartamento que el ejército se ha impuesto a sí
mismo de la política ha llegado a colocar a los militares, generalmente, en un estado de indefensión
dialéctica contra los charlatanes y los trepadores de los partidos. Es corriente que un político mediocre
gane gran predicamento entre militares sin más que manejar impúdicamente algunos de los conceptos de
más hondo arraigo en el alma militar.
De aquí que los proyectos políticos de los militares (…) no suelen estar adornados por el acierto. Esos
proyectos arrancan casi siempre de un error inicial: el de creer que los males de España responden a

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simples desarreglos de orden interior y desembocan en la entrega del poder a los antes aludidos,
charlatanes faltos de toda conciencia histórica, de toda auténtica formación y de todo brío para la
irrupción de la patria en las grandes rutas de su destino.
La participación de la Falange en uno de esos proyectos prematuros y candorosos constituiría una
gravísima responsabilidad y arrastraría su total desaparición, aun en el caso de triunfo. Por este motivo:
porque casi todos los que cuentan con la Falange para tal género de empresas la consideran no como un
cuerpo total de doctrina, ni como una fuerza en camino para asumir por entero la dirección del Estado,
sino como un elemento auxiliar de choque, como una especie de fuerza de asalto, de milicia juvenil,
destinada el día de mañana a desfilar ante los fantasmones encaramados al poder.
Consideren todos los camaradas hasta qué punto es ofensivo para la Falange el que se le proponga tomar
parte como comparsa en un movimiento que no va a conducir a la implantación del Estado
nacionalsindicalista, al alborear de la inmensa tarea de reconstrucción (…) sino a reinstaurar una
mediocridad burguesa conservadora (de la que España ha conocido tan largas muestras), orlada, para
mayor escarnio, con el acompañamiento coreográfico de nuestras camisas azules.

Luego, Franco añadiría a la coreografía la boina roja de los carlistas y la


chaquetilla blanca de los jefes del Movimiento sobre el azul mahón. Por lo demás,
ese texto era profético salvo en un punto esencial: al dictador no se le ocurrió entregar
el poder a los políticos burgueses y «trepas» que tanto desdeñaba José Antonio. Unos
políticos, dicho sea de paso, cuyos descendientes ideológicos colaborarían
decisivamente a instaurar una democracia parlamentaria auténtica, espejo de
libertades. Pero estamos en 1936, y eran tiempos de soñar con mundos nuevos, con
rutas imperiales para una España alegre y faldicorta, reconciliada con los más
humildes y emborrachada de utopía. Aún faltaba crear la gran clase media.
La nota del 24 de junio terminaba instruyendo a los falangistas para que cualquier
contacto con la conjura se hiciera jerárquicamente, es decir, a través del propio José
Antonio. Días más tarde, este ampliaría las instrucciones en el mismo sentido:
Cada jefe provincial o territorial se entenderá exclusivamente con el jefe superior del movimiento
militar en el territorio o provincia, y no con ninguna otra persona. Este jefe superior se dará a conocer al
jefe territorial o provincial con la palabra «Covadonga», que habrá de pronunciar al principio de la
primera entrevista que celebren.

Para esas fechas, finales de junio, los enlaces personales de José Antonio, Hedilla
y el conde de Mayalde, habían contactado con el director, y la Falange entraba de
lleno en la conspiración. Visto con perspectiva y sin apasionamiento; hay que
reconocer que el tribunal popular que condenó a muerte a José Antonio por rebelión
no andaba desencaminado. Claro, que los «jueces» carecían de estas pruebas y lo
habrían fusilado de todas formas; le odiaban casi tanto como a Calvo Sotelo. Para la
izquierda revolucionaria, el fascismo era el principal enemigo: pretendía pescar en la
misma clientela.
Tal vez, tenía razón José Antonio al advertir que la derecha burguesa y
conservadora consideraba a sus «chicos» como una útil fuerza de choque, un
instrumento de acción y represalia que, por lo menos, marcaba golpes sobre un
adversario arrollador. La venganza por mano ajena como consuelo de impotentes. Sin
embargo, José Antonio era injusto al no reconocer en esos burgueses a los propios

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padres de la mayoría de sus jóvenes escuadristas. Padres y madres angustiados, que
pasaban noches en vela para acabar presidiendo el entierro de sus hijos o llevándoles
comida y ropa a la prisión. Burgueses despreciados por la Falange, pero que serían en
muchos casos fusilados por el simple delito de tener un hijo falangista.
Falange fue, en efecto, un factor continuo de desestabilización. Pero no nos
engañemos: lo que desestabilizaba era su mera existencia. En la batalla callejera entre
las milicias falangistas y las izquierdistas, los gobiernos de Azaña y de Casares
Quiroga actuaron como juez y parte en una minuciosa aplicación de los poderes
públicos, basada en el doble rasero, de la que ya hemos hablado. Estigmatizados por
la propaganda marxista hasta el delirio, detener falangistas se convirtió en un recurso
fácil frente a las presiones del Frente Popular. Fue un error. La mística de unos
jóvenes que iban a la matanza sin protestas, como si matar o morir fuera lo más
normal del mundo, acabó por calar entre los militares, que engrosaron hasta un tercio
de las filas de Falange y, a la postre, proporcionaría a los rebeldes un andamiaje
ideológico y romántico que no se debe desdeñar. En vísperas de la sublevación,
reunido el ejército de África para las maniobras de Llano Amarillo, durante la comida
de despedida los jóvenes alféreces, tenientes y capitanes de la Legión, de Regulares,
de Caballería… se gritaban de mesa en mesa «queremos CAFÉ» (Camaradas Arriba
Falange Española) ante la mirada complacida de sus jefes.
Ante la cansina discusión de quién empezó primero la batalla callejera, si la
Falange o las milicias de izquierda, anarquistas incluidos, la cronología es muy clara:
entre el 2 de noviembre de 1933 y el 10 de junio de 1934, todos los muertos (11) son
falangistas. Son los días en que a José Antonio se le apodaba Simón el Enterrador y
en que se traducían las siglas FE (Falange Española), como «Funeraria Española». El
primer muerto reconocido por Falange, José Luis de la Hermosa, cayó víctima de una
interpretación errónea del concepto de libertad de expresión: le apuñalaron en
Daimiel cuando en un mitin socialista se le ocurrió interrumpir al orador para
recordarle la matanza de Casas Viejas. Por cierto, que el autor de la puñalada también
se llamaba José Luis de la Hermosa. Las siguientes bajas están relacionadas con la
salida y distribución del primer semanario falangista (FE). Ante la orden dada por la
UGT y la CNT prohibiendo a los trabajadores de artes gráficas la composición,
impresión, distribución y venta de la prensa fascista, los falangistas deciden vocearlo
por las calles y se enfrentan con los piquetes contrarios. También era peligroso
exhibir el periódico en público. Entre los muertos se encuentra el capataz de venta del
diario La Nación, Vicente Pérez Rodríguez, que sin pertenecer a Falange había
aceptado encargarse de la distribución del semanario.
El problema era palpable —cuenta el general Gavilán—. En Madrid contábamos apenas con un millar
de afiliados, una cifra a todas luces insignificante. Debíamos hacer propaganda entre los miembros de
las organizaciones sindicales existentes, la mayoría de izquierdas; es decir, debíamos vociferar «¡Falange
Española, los salvadores de la patria!» en las inmediaciones de la Casa del Pueblo o en los barrios

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comunistas de Cuatro Caminos y Vallecas. Las pedradas y los palos que recibíamos eran considerables,
pero los jefes de las centurias nos arengaban para que nos mantuviésemos en nuestros puestos. (…) Lo
que al principio se arreglaba a puñetazos, pronto derivó en el uso de las pistolas.

Falange trataba de penetrar en dos de los feudos más mimados por las izquierdas:
la universidad, dominada por la FUE, y el sector sindical. Creó el SEU (Sindicato
Español Universitario) y una organización obrera, CONS. El «frente universitario»
pronto dejaría la primera víctima: Matías Montero, antiguo militante de la FUE que
se había pasado a la Falange. Manuel Tagüeña, entonces dirigente de la FUE y que
acabaría mandando un Cuerpo de Ejército republicano durante la guerra, lo cuenta
así:
Al mediodía del 9 de febrero, estábamos un grupo de amigos en el local de Eduardo Dato, en espera de
unos callos que nos cocinaba la madre de un compañero. Asomados al balcón vimos pasar a un grupo de
falangistas. Con ellos iba Matías Montero, de medicina, antiguo miembro de la FUE y ex simpatizante
comunista. Nos saludó con la cabeza y le contestamos, mientras cruzábamos miradas de desafío con sus
acompañantes. Cuando bajaban hacia la plaza de España, vimos que les seguía un sujeto vestido de
obrero, bajo y con ojo saltones, que nos hizo señas para que nos uniéramos a él. Le contestamos medio
en broma que no podíamos porque íbamos a comer, y lo vimos marchar solo. No nos imaginábamos que
era el prólogo de una tragedia. El obrero, de un sindicato de UGT, esperó a que el grupo se dividiera, y
luego fue detrás de Matías Montero y lo mató a tiros por la espalda. Trató de huir, pero fue detenido por
la Policía. (…) Nos dábamos cuenta de que las cosas se ponían demasiado serias. La lucha verbal se
transformaba en lucha a muerte y la sangre derramada abriría un foso cada vez más profundo entre los
dos polos en que se dividiría a nuestra generación.

El «frente sindical» también costaría numerosas bajas, como la de José García


Vara, que había cambiado la disciplina de la UGT en el sindicato de Artes Blancas
(panadería) por la de Falange y trataba de romper el monopolio socialista de una de
las secciones más fuertes de Madrid. «Por luchar por el amor, te ha matado el odio»,
exclamó José Antonio en el entierro. Pero, para entonces, Falange se había adentrado
en el universo de las pistolas y de una manera brutal: ametrallando
indiscriminadamente un autocar en el que regresaban de pasar un día de campo los
jóvenes socialistas. Murió Paquita Rico y varios más resultaron gravemente heridos.
La izquierda también iba a nutrir de nombres su martirologio.
Con más o menos intensidad, con más o menos muertos a favor y en contra, la
guerra privada de la Falange parecía seguir sin solución de continuidad hasta que el
triunfo del Frente Popular en febrero de 1936 acabará por ponerla contra las cuerdas.

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ESCENA DÉCIMA
POSTAL MADRILEÑA DE UNOS DÍAS DE PRIMAVERA. LA MUERTE ES UN
ACTO DE SERVICIO

El mes de marzo de 1936 se estaba haciendo especialmente pesado para la Falange.


Prácticamente barridos de las calles por las milicias y con siete muertos en once días,
las escuadras de primera línea deciden elevar el punto de mira de sus represalias: el
profesor de derecho penal y diputado socialista Jiménez de Asúa, ideólogo de la rival
FUE y odiado por los falangistas… La muerte, había dicho José Antonio, «es un acto
de servicio».
Aunque han pasado setenta años, sigue habiendo confusión, y pasión, en el relato
de los hechos. Parece, sin embargo, cierto que la espiral de violencia
«prerrevolucionaria» que había estallado tras las elecciones de febrero, lejos de
amainar iba in crescendo, sin que el gobierno fuera capaz de cortarla. Gil Robles da
la cifra de 32 locales de su partido asaltados e incendiados entre el 20 de febrero y el
30 de marzo, en toda España; a los que hay que añadir los centros de Falange, de los
Tradicionalistas y del Partido Radical; un centenar de templos y conventos, sedes de
periódicos derechistas, de asociaciones obreras católicas y simples edificios
particulares. En Pamplona, el Diario de Navarra resiste a tiros el asalto; en
Santander, Manuel Hedilla defiende a tiros y botellas de gasolina el centro social de
Falange; en la provincia de Granada diversos enfrentamientos entre frentepopulistas y
guardias civiles se saldan con seis muertos, decenas de heridos y una huelga general
en la que se perdió, por incendio, la iglesia de Nuestro Salvador con el pórtico de
Juan de Siloé. Pero es en Madrid donde la situación se desboca. Grupos de
mozalbetes, sin razón aparente, organizan el 11 de marzo un festejo incendiario en el
puente de Vallecas ante la desesperación del todavía ministro de la Gobernación,
Amós Salvador, que no entiende de dónde han salido esas «bandas de gente joven,
que no pertenecen a ninguna disciplina ni a ningún partido». La fuerza pública
interviene casi siempre tarde y, cuando lo hace a tiempo, termina a tiros. Y sobre
todo, nadie parece investigar los hechos, buscar a los responsables y presentarlos al
juez. El trabajo policial es malo y rutinario, desalentado, cuando no acaban por ser
detenidas las propias víctimas. Cientos de pequeñas tragedias, ignoradas por la
censura de prensa, se suceden en los pueblos y aun en las capitales de provincias. Por
supuesto, a veces caen de los dos lados, pero las derechas llevan la peor parte. Y a
cada víctima, su entierro; y a cada entierro, sus promesas de venganza.
En Madrid, el 6 de marzo son tiroteados varios obreros de Falange que trabajaban
en la demolición de la plaza de toros de Vista Alegre; hay dos muertos y varios
heridos graves. Una semana después, el día 12, al atardecer, un grupo del Socorro

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Rojo que pide dinero en las calles para los represaliados de Octubre intercepta en el
paseo de Sagasta a dos jóvenes estudiantes; les cachean pistola en mano, descubren
que son afiliados al SEU, les dejan seguir y les disparan por la espalda. Uno llamado
Olano, falangista, muere; el otro, Valdosel, tradicionalista, resulta gravemente herido.
Hay testigos, pero no se detiene a los culpables.
A la mañana del día siguiente, a las ocho y media en punto, sale de su domicilio
en la calle de Goya, número 24, Jiménez de Asúa. Desde un coche que espera a la
puerta sale una ráfaga de pistola ametralladora que falla el objetivo pero que alcanza
al policía de escolta, señor Gisbert. Jiménez de Asúa, con buenos reflejos, se refugia
en una carbonería próxima. El coche de los pistoleros arranca, pero se les cala unas
bocacalles más allá y se dispersan. Jiménez de Asúa llega a tiempo para recoger las
últimas palabras de su escolta: «Don Luis, me han matado». Será detenido el
propietario del vehículo, un falangista llamado Alberto Aníbal Alvarez, y varios otros
sospechosos: Alberto Ortega, Rebuelta, Azcona y De la Peña. A partir de aquí, se
mezclan la leyenda y la historia. Para los falangistas, los autores de la muerte del
policía Gisbert fueron sacados de España por Juan Antonio Ansaldo en una avioneta
Hornet Moth. Les recogió en Pamplona y les llevó a Biarritz. Por lo tanto, Alberto
Ortega no podía ser, en justicia, inculpado. Pero lo fue, aunque no conviene adelantar
acontecimientos.
Porque el entierro del policía Gisbert sí fue todo un acontecimiento. La izquierda
quería demostrar de quién era la calle y lo demostró: desfile de milicias uniformadas,
autoridades, discursos y nota oficial del Frente Popular. Por la tarde, mientras la
viuda del policía Gisbert se encerraba en casa para llorar el luto, el cortejo se
transformó en una manifestación de protesta y esta en una algarada: las turbas
asaltaron el diario La Nación, órgano de Calvo Sotelo y su tribuna preferida, que no
conseguiría recuperarse del golpe. Luego se trasladaron a la iglesia de San Luis, en la
calle de Montera, y la incendiaron. También fue pasto de las llamas la de San Ignacio,
en la calle del Príncipe. A doscientos metros, se alzaba la Dirección General de
Seguridad.
El atentado es un error mayúsculo. Ricardo de la Cierva lo sentencia:
Jiménez de Asúa no era jefe de bloque parlamentario ni era un líder nacional. Pero era una figura ilustre
de la República y del Partido Socialista; su prestigio científico ya estaba consagrado internacionalmente
y con justicia pasaba por ser uno de los padres de la Constitución. Los falangistas, exasperados
justamente por el asesinato en grupo de sus jóvenes, no miden bien las trágicas consecuencias que para
ellos tendría la decisión de esta represalia truncada.

Sí, en la dinámica de la guerra callejera, se había superado un listón. Entonces,


como ahora, no todos los muertos eran iguales. Y así, el 23 de marzo cae en Oviedo a
manos de socialistas el ex ministro de Trabajo y jefe local del Partido Liberal
Demócrata, Alfredo Martínez. «Yo os suplico —dijo a sus familiares— que no toméis
represalias contra nadie; yo perdono a todos y pido a Dios que yo sea la última

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víctima». Pero enseguida los falangistas responden en la cabeza de Luciano
Malumbres, director de La Región, de Santander. Unos meses antes ya habían
acabado con el ex director de Seguridad, Andrés Casaus, también en Santander. A
raíz del atentado contra Jiménez de Asúa, José Antonio Primo de Rivera, Julio Ruiz
de Alda, Fernández Cuesta y Barrado, es decir, la plana mayor de la Falange, entran
en prisión. La organización es suspendida gubernativamente y sus centros cerrados, y
así permanecerán hasta el estallido general de las hostilidades, pese a una sentencia
del Supremo en contra. José Antonio y Ruiz de Alda no saldrán de la cárcel más que
con los pies por delante. Los juicios por «asuntos menores», como tenencia ilícita de
armas, y las sentencias condenatorias a seis meses de prisión se encadenan sobre el
jefe de la Falange como lluvia pertinaz. Y José Antonio se desespera y amenaza: «Ya
no hay soluciones pacíficas. La guerra está declarada y ha sido el gobierno el primero
en declararse beligerante. Estamos en guerra».
Las escuadras falangistas lo toman al pie de la letra, aunque al principio sin
mucha «suerte». El 16 de marzo, nada más conocerse la detención de su jefe, tirotean
a la pareja de policías que protege el domicilio de Largo Caballero, en la calle Viriato
de Madrid. No les alcanzan y los pistoleros son detenidos. El 7 de abril, mandan una
bomba escondida en una cesta de huevos a Eduardo Ortega y Gasset, diputado y
abogado del Socorro Rojo Internacional. La bomba estalla cuando el letrado no está
en casa. Terminarán por acertar…
El 9 de abril, la Audiencia Provincial de Madrid condena al falangista Alberto
Ortega a 25 años de prisión por el asesinato del policía de escolta de Jiménez de
Asúa. Como Falange afirma que los auténticos culpables han huido a Francia en el
avión de Ansaldo, la consecuencia es clara: Ortega ha sido condenado sin pruebas.
El ponente de la causa había sido el juez Manuel Pedregal Luege, magistrado del
Supremo. En la noche del 13 de abril regresaba a su casa tras haber pasado una de sus
tardes burguesas y apacibles en la tertulia del Círculo de Bellas Artes. A las ocho y
media de la noche cogió el metro y se apeó en la estación de Chamberí. Su casa, en el
número 24 de la calle de Luchana, estaba ya a solo unos pasos cuando tres o cuatro
desconocidos le ametrallaron en las piernas. El juez fue recogido por un taxista y
trasladado a la Casa de Socorro, desde donde le remitieron al equipo quirúrgico.
Aunque los disparos a las piernas tenían la pretensión de ser un «aviso», la pérdida de
sangre por las dos heridas de bala le causó la muerte unas horas después. Aun y todo,
pudo describir el aspecto de los pistoleros al juez de guardia y denunciar que había
recibido varias amenazas de muerte por parte de Falange.
Por lo tanto, los lectores de la prensa del día siguiente, aniversario de la
proclamación de la República, se encontraron junto con el anuncio del magno desfile
conmemorativo y las habituales listas de huelgas y detenciones de supuestos fascistas
con la noticia de un nuevo asesinato. Y, por supuesto, no todos los periódicos lo

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trataban con la mesura y circunspección de ABC. El ambiente, pese a la mañana
desapacible de lluvia, estaba realmente caldeado. El despliegue de la fuerza pública a
lo largo del paseo de la Castellana era impresionante y cerca de las tribunas de
autoridades se habían concentrado miembros uniformados de las recién organizadas
milicias socialistas en misión de protección.
Si al falangista Isidoro Ojeda Estefanía no le hubieran dado «el paseo» en julio de
1936, es probable que ahora tuviéramos una idea más clara de quién fue el que
concibió la insensatez de tirar una traca bajo la tribuna presidencial. Aquello estalló
primero como si fuera una bomba, y con un remedo de fuego de ametralladora
después. Hay que imaginarse la confusión y la tensión del momento, con la gente
corriendo de un lado a otro y los caballos de la Guardia Presidencial desbocándose.
Y, además, la lluvia se convirtió en diluvio. El embajador norteamericano Claude
Bowers, que se pasó la mayor parte de su misión diplomática viajando por España sin
enterarse de nada, estaba en una de las tribunas:
La guardia entró inmediatamente en acción. Penetrando a caballo entre la multitud para dirigirse al
centro del desorden, mientras que los soldados continuaban desfilando con entereza como si nada
hubiera ocurrido. Algunos instantes después, sin embargo, un destacamento de guardias de asalto a
caballo apareció en una calle lateral que daba a la Embajada de Gran Bretaña. Nadie comprendía la
razón. López Largo, jefe de Protocolo de la Presidencia, me dijo que algunos comunistas, en un acceso
de locura, se habían puesto a descargar sus revólveres. Esto era absolutamente falso, pues ya hacía
tiempo que estaban en marcha los métodos fascistas.

Entre tanto, la lluvia arreciaba y el embajador Bówers decidió irse a casa. De lo


ocurrido se enteró por la prensa, censurada como sabemos. Desde luego no era un
hombre curioso: aunque había sido testigo presencial de que una compañía de la
Guardia de Asalto había intervenido en los sucesos, no parece que le preocupara
saber más. Para él, como demuestra a lo largo de toda su aburrida obra, en España no
pasaba nada; y si pasaba eran «provocaciones fascistas». Extraño diplomático que se
pasó toda la guerra en Biarritz, pero toda, y a quien la visión de la iglesia incendiada
de Santa María de Elche, escenario tradicional de la representación del Misterio, no le
hizo sospechar nada. «La mujer que guardaba la puerta tenía lágrimas en los ojos.
Nos tomó por una delegación oficial de Madrid, llegada para restaurar la iglesia. Su
alegría nos sorprendió». Efectivamente, Bowers iba de sorpresa en sorpresa: un
comité popular le detiene en Carmona, pese a la inmunidad diplomática, y lo atribuye
a que estaban nerviosos porque los fascistas habían anunciado una manifestación.
Recorre España en coche y de su experiencia deduce que no es cierto que los comités
locales y el Socorro Rojo monten controles para exaccionar a los automovilistas; algo
que sabía toda España, entre otras cosas porque le había sucedido al propio Niceto
Alcalá Zamora, y que obligó al Real Automóvil Club de Gran Bretaña a desaconsejar
vivamente los viajes a la península. Tampoco indagó las razones de por qué el
gobernador civil de Toledo se empeñó en acompañarle hasta la raya de la provincia,

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con una escolta armada hasta los dientes. Para él todo era normal y apacible, salvo,
claro está, las «provocaciones» fascistas.
El caso es que mientras Bowers se aleja camino de su residencia, en el paseo de la
Castellana, a unos cien metros de la tribuna presidencial, estaban recogiendo muertos
y heridos. El falangista de la «traca» había sido detenido y, al parecer con unas copas
de más, declaró que él también tenía derecho a expresarse: «He hecho esto porque
también soy del pueblo y era mi voluntad». Tenía 42 años, trabajaba de cocinero y
vivía en Canillas. Ian Gibson, que relata con amplitud el asunto, añade un detalle:
«Un periódico de izquierdas (El Socialista) comentó al día siguiente, demostrando su
anticatolicismo que “en un movimiento brusco del falangista, la tela de su camisa se
desgarró. Colgando del cuello del detenido apareció un crucifijo grande”».
No existe una versión oficial contrastada sobre lo ocurrido en el paseo de la
Castellana. Se sabe que, tras la traca de marras, el desfile continuaba su ritmo.
Cuando llegó el turno a la Guardia Civil, algunos grupos de espectadores comenzaron
a insultarla, arrojando bolas de papel. De paisano, entre la gente, se encontraban
varios guardias civiles que, en un principio, aguantaron estólidamente el abucheo
dirigido a sus compañeros. Por fin, cuando arrecian los gritos de «UHP, UHP» y
«asesinos, asesinos», los guardias, cinco o seis según las fuentes, se dirigen hacia uno
de los grupos alborotadores y lo dispersan. Vuelta la calma, y con los guardias en su
sitio, comienza a desfilar la Guardia de Asalto. Y, entonces, alguien dispara sobre los
guardias. El alférez Anastasio de los Reyes resulta muerto en el acto de dos balazos
en la espalda; otros dos agentes, Antonio García García, hijo de un capitán de la
Guardia Civil, y Emeterio Moreno, resultan heridos. El primero, en el suelo, saca la
pistola, pero se le echan encima unos guardias de asalto y, seguramente pensando que
se trata del autor de los disparos, lo reducen brutalmente. García tuvo muy mala
suerte, sin haber conseguido recuperarse de las lesiones de ese día, también fue
«paseado» al comenzar la guerra. En el tiroteo tuvieron que intervenir varias
personas, porque otros seis espectadores también resultaron heridos de bala; uno de
ellos, un muchacho, falleció a los pocos días, como ya hemos visto. No hubo
detenciones.
Aquella noche, el gobierno tenía, pues, dos cadáveres más que enterrar. El
primero, el del juez Pedregal, no dio muchos problemas; pero el del alférez De los
Reyes iba a convertirse en la primera manifestación masiva contra el Frente Popular.
Antes de seguir, es conveniente hacer un inciso. ¿Quién había disparado contra el
oficial de la Benemérita? A falta de una investigación a fondo que la Policía no se
creyó obligada a hacer, cada cual elaboró su teoría. Ya sabemos que el jefe de
Protocolo de la Presidencia de la República, que algo debía de saber, le dijo al
embajador Bowers que habían sido pistoleros comunistas; en la prensa de derechas se
acusó en general a las milicias marxistas; y en la prensa de izquierdas, concretamente

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en El Socialista, se dijo que había sido una respuesta de «personas desconocidas»
contra una provocación de los fascistas. Como anota Gibson, con cierta ironía
amarga, a los compañeros del alférez muerto no les debió de hacer mucha gracia que
le consideraran, además, un agente del fascio. Anastasio de los Reyes, de 55 años, era
un típico guardia civil, disciplinado, padre de familia y por completo ajeno a la
política.
Pero si esas eran las versiones más o menos oficiosas, en la calle corrían otras.
Tagüeña llegó a afirmar que al alférez lo habían asesinado sus propios compañeros
porque lo consideraban un peligroso ultraderechista. La versión es delirante, pero en
aquellos tiempos, en los que un rumor sobre la distribución de caramelos
envenenados a los niños pobres acababa en asaltos a conventos con muertos y
heridos, cada bando creía lo que quería creer. En la derecha, sin embargo, se acusó a
los guardias de asalto y en especial a un teniente muy conocido por sus ideas
marxistas llamado José del Castillo. Ciertamente, los asaltos, a pie o a caballo, habían
intervenido durante los incidentes, pero era su misión y, además, el teniente Del
Castillo estaba desfilando en esos momentos al frente de su sección. Es difícil, sin
embargo, desmontar las leyendas. Años después, Hugh Thomas recogería esa
versión, pero justificada: le mataron guardias de asalto porque le vieron sacar una
pistola y creyeron que iba a atentar contra Azaña, pese a que el todavía presidente del
Gobierno se hallaba a más de cien metros de donde ocurrieron los hechos.
En cualquier caso, ya tenemos metido en danza al teniente Del Castillo y a punto
de convertirse en un personaje clave de la tragedia que se avecinaba. Claro está que el
gobierno contribuyó poderosamente a que así fuera; porque ni hecho aposta el
entierro de Anastasio de los Reyes les pudo salir peor. Primero intentaron que se
celebrara en «la intimidad» por el procedimiento de retener el cadáver en el Instituto
Anatómico Forense, no permitir el velatorio y trasladarlo al anochecer al depósito del
cementerio. Luego censuraron de la esquela su condición de oficial de la Guardia
Civil y la hora del sepelio. Además, prohibieron a todos los miembros de las fuerzas
armadas que asistieran al mismo. Los resultados fueron los que siguen: los
compañeros del muerto, que estaba destinado en el Parque Móvil del Instituto, el
mismo cuartel del que salió Tejero el 23-F, liderados por sus jefes y oficiales,
secuestraron literalmente el cadáver del alférez y lo trasladaron al acuartelamiento
donde se instaló, solemne, la capilla ardiente. Acto seguido, en asamblea, decidieron
que el entierro se celebraría a las tres de la tarde, en lugar de a las once de la mañana,
para dar tiempo a que se conociera la noticia y pudiera asistir el mayor número
posible de gente. La oposición, por su parte, apoyó decididamente a los convocantes,
y la clandestina UME (Unión Militar Española) dio orden a sus afiliados de que
acudieran al entierro, naturalmente con sus armas reglamentarias. También Falange
dio instrucciones en el mismo sentido. El éxito de la convocatoria fue enorme. Desde

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el cuartel del Parque Móvil, hoy en la calle Príncipe de Vergara, el féretro fue
conducido en un vehículo hasta el cuartel de Bellas Artes, al final del paseo de la
Castellana. Y desde ahí, a hombros de sus compañeros, comenzó a marchar el
cortejo, Castellana abajo, hacia la Cibeles…
Una vez más les dejamos con Buckley, testigo presencial, aunque solo de la
primera parte de los acontecimientos:
Al llegar al paseo de la Castellana, [el cortejo] fue saludado por una salva de disparos que procedían de
los tejados donde se habían apostado francotiradores socialistas. Los guardias civiles que acompañaban
al cortejo fúnebre sacaron sus armas y contestaron al fuego de los francotiradores, de manera que a lo
largo de la Castellana se organizó una batalla campal. Los enlutados familiares y los políticos que habían
acudido al entierro echaron cuerpo a tierra para resguardarse de aquella lluvia de balas. En medio del
tiroteo, el cortejo fúnebre continuaba su camino hacia Cibeles sin que nadie pareciera dispuesto a
detener aquella masacre. Al llegar junto a las verjas del parque del Retiro, en la puerta de Alcalá, el
cortejo fue de nuevo tiroteado por jóvenes socialistas que habían tomado posiciones detrás de las verjas
del parque. El nerviosismo más absoluto se había apoderado de los guardias civiles que acompañaban al
féretro y que disparaban a su propia sombra. Yo seguía de cerca aquel accidentado entierro, pero al ver
cómo se ponían las cosas en la puerta de Alcalá, decidí buscar refugio en el bar más cercano.

Mientras dejamos a nuestro reportero inglés refugiado en un bar (sabia medida, lo


sé por experiencia), los organizadores del entierro se enfrentaban a un serio dilema:
seguir el itinerario previsto o desviarse hacia el Congreso de los Diputados, tal y
como pedía a gritos la mayoría de los asistentes. En el Congreso era día de sesiones,
pero casi no había diputados de la derecha: estaban en el entierro. Así que durante
unos minutos sobrevoló la Cámara el fantasma del general Pavía. Fuerzas de la
Guardia de Asalto se apostaron en los alrededores del edificio y cambiaron sus
pistolas por mosquetones. Entre los diputados, alguien se refirió malévolamente a la
Guardia Civil y salió en su defensa Azaña: «Ustedes, con sus silbidos, ponen a esta
gente contra la República, como el día 14, cuando la manifestación». Y Prieto, que
pasaba por allí, replicó festivo: «Ahora va a resultar que nosotros fuimos los que
pusimos (sic) la traca, para matarnos a nosotros mismos». Pero era injusto. En el
paseo de la Castellana los que morían en esos momentos eran de derechas.
La cordura, sin embargo, pareció imponerse. El hijo mayor del alférez Anastasio
de los Reyes relató a Gibson que fue él mismo quien consiguió que el cortejo siguiera
el camino adelante. «Ya se han perdido demasiadas vidas», afirma que exclamó. El
féretro fue entonces subido a la carroza y tomo Alcalá arriba hacia la plaza de Manuel
Becerra. Una multitud le acompañaba, y muchos empuñaban pistolas.
En la plaza de Manuel Becerra estaba desplegada la sección de Especialidades del
cuartel de Pontejos, es decir, los antidisturbios, al mando del teniente Del Castillo. Ya
habían tenido un grave incidente en el paseo de la Castellana cuando algunos de los
hombres de la sección dispararon a quemarropa contra el cortejo matando a un joven
de 24 años. Se justificaron diciendo que habían tenido que defender a su teniente Del
Castillo de una agresión tumultuaria, pero también es casualidad que entre tanta gente

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acertaran en la cabeza a Andrés Saenz de Heredia, primo hermano de José Antonio
Primo de Rivera y muy conocido falangista por las fuerzas de seguridad. Sea como
fuere, el estado de ánimo de los asaltos, que llevaban varias horas en medio del
tiroteo, no era el más apropiado para disolver profesionalmente el cortejo. Y en
muchas peores condiciones estaba el oficial al mando. Porque el teniente Del Castillo
acababa de ser zarandeado en el paseo de la Castellana, sí, pero, además, era un
oficial sectario. Sin obedecer las órdenes de dispersarse, los asistentes al entierro
cerraron filas y se acercaron a la línea de guardias. Fue el teniente Del Castillo quien
disparó. Tras gritar «¡Esto, no hay derecho! ¡Esto hay que resolverlo, aunque a
tiros!», le descerrajó un balazo en el pecho al joven que tenía más cerca y que resultó
ser un estudiante tradicionalistas llamado José Luis Llaguno Acha. No le costó la
vida de milagro porque la bala se desvió al chocar con el pasador de los tirantes que
llevaba puestos para compensar el peso de la pistola escondida en el bolsillo de atrás.
Del Castillo, por segunda vez en la misma tarde, estuvo a punto de ser linchado. Le
salvaron varios oficiales asistentes al sepelio al grito de «será la justicia quien le
castigue». Cumplió seis días de arresto y del caso nunca más se supo. Llaguno fue
operado en una clínica de San Bernardo. Aún convaleciente, sus padres se lo llevaron
a casa por temor a que un comando lo rematara en el hospital. El entierro del alférez
Anastasio de los Reyes había costado cinco muertos y dos docenas de heridos. Y el
nombre del teniente Del Castillo pasó a ingresar la «lista negra» de Falange.

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ESCENA UNDÉCIMA
SEGUNDA VUELTA EN CUENCA. DÍAS DE VINO Y ROSAS PARA «LA
MOTORIZADA»

Saliendo de Madrid en dirección a La Coruña hay que subir un repecho conocido


como la cuesta de las perdices. A la derecha, junto a la sede del CNI y la estatua del
padre Huidobro, un capellán de la Legión que murió en la batalla de Madrid, se
encuentra el restaurante «La Pérgola», cuyos jardines son el escenario de algunas de
las mejores bodas de la capital. Ya existía en mayo de 1936, aunque entonces aún se
llamaba «Casa Camorra». Discreto, por hallarse a las afueras, y con una cocina
excelente, que son cosas que también cuentan, fue el lugar elegido por Indalecio
Prieto para ajustar con sus chicos de «la Motorizada» los planes de la batalla por
Cuenca.
Ya sabemos que tras la revisión de actas de las elecciones celebradas en febrero,
la mayoría del Frente Popular había decidido anular las elecciones de Granada y
Cuenca. En esta última, donde las derechas habían conseguido el «copo», se había
presentado don Antonio Goicoechea, el líder del bloque monárquico y superior
teórico en el partido de Calvo Sotelo, y el general Fanjul, que lo hizo como
independiente. En Granada, las derechas acabaron por retirarse de la contienda ante la
parcialidad del gobernador civil, pero en Cuenca la apuesta era demasiado fuerte:
para la nueva convocatoria se había decidido formar una candidatura unitaria en la
que, junto a Goicoechea, figuraba esta vez José Antonio Primo de Rivera. También se
intentó colocar a Francisco Franco en la lista, pero a última hora el general renunció y
se resignó a su destino en Canarias. Hizo bien. Y eso que las perspectivas de triunfo
no eran nada malas una vez que los anarquistas, que volvían con celeridad a sus
viejas costumbres, habían aconsejado la abstención a sus huestes.
No es fácil, pese al tiempo transcurrido y las toneladas de papel escrito, entender
por qué la CEDA se prestó a apoyar un frente electoral que era toda una declaración
de principios. Gil Robles lo explicó como una medida utilitarista para garantizar un
puesto en la Cámara, y de paso la inmunidad parlamentaria, a los dirigentes
derechistas que podían perder sus actas por las maniobras sectarias de la Comisión
Electoral. Pero ni Primo de Rivera estaba en esa situación —no había conseguido los
votos suficientes— ni parecía lo más conveniente para la credibilidad de un partido,
que se decía dispuesto a colaborar con la República, la inclusión en las listas de uno
de los más caracterizados enemigos del régimen y que, además, era declaradamente
fascista. El caso es que José Antonio Primo de Rivera estaba en prisión y, por las
trazas, parecía que por mucho tiempo, con lo que un acta de diputado le sacaba de la
cárcel. Pero, sobre todo, para la derecha, José Antonio era «uno de los nuestros». Es,

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tal vez, el mayor reproche que se le puede hacer a la CEDA y a Gil Robles sobre su
comportamiento en aquellos momentos de tanta tensión. Este, y el que nunca, pese a
los intentos de Giménez Fernández, llegó a clarificar con rotundidad su postura ante
los dos grandes dilemas que enfrentaban a la derecha española: monarquía o
república, fascismo y democracia. Época de confusiones, en cualquier caso.
Como era de suponer, el nombre de Primo de Rivera cayó como una bomba y
había que prepararse para lo peor. De momento, el ex ministro portelista Alvarez
Mendizábal, que tras perder las elecciones por Cuenca de febrero había conseguido
que se anularan, volvió a la carga para afirmar que, en realidad, la nueva convocatoria
debía considerarse una «segunda vuelta» y no una repetición, con lo que impedía que
se presentara Primo de Rivera. Tal y como estaba redactado el decreto ley, la
pretensión de Mendizábal era jurídicamente un fiasco y políticamente una maniobra
innoble. La idea fue, naturalmente, acogida con entusiasmo por el gobierno y por el
Frente Popular, aunque tuvieran que dejar pasar por idiota al ministro que había
elaborado el decreto. Este se disculpó, dijo que todo era un error de redacción y se
anuló la candidatura de Primo de Rivera.
Tácticamente, la nueva cacicada izquierdista favorecía a las derechas. Hecho el
gesto con José Antonio, nadie podría reprochar a los líderes conservadores la
sustitución en la lista del jefe de Falange. Al contrario, la acción claramente ilegítima
del Frente Popular y del gobierno cargaba de argumentos a la oposición. Y, sin
embargo, decidieron mantener la candidatura de Primo de Rivera contra viento y
marea y, como si se tratara de una batasuna presentida, introducir en las urnas las
papeletas ilegalizadas. Luego ya discutirían en el Parlamento. Sí, no hay nada nuevo
bajo el sol.
Enfrentado al desafío, Casares Quiroga consideró que estaba obligado a ganar la
elección, pero era un asunto que no se presentaba fácil porque en la primera vuelta las
candidaturas del Frente Popular habían sido derrotadas en toda la línea por las
derechas. Unas derechas que ahora, además, estaban «muy motivadas» tras casi tres
meses de acoso y horror. Y le pidió ayuda a Prieto; y este se la dio.
Como demostraría en muchas ocasiones a lo largo de su vida, Indalecio Prieto
tenía la virtud de ver más allá de la agitada superficie y comprendió enseguida que
tras los graves incidentes ocurridos durante el entierro del alférez Anastasio de los
Reyes había mucho más que una simple demostración de descontento militar o una
algarada fascista.
Ayer [escribió en El Liberal de Bilbao], se descubrió que el fascismo ha prendido, y muy fuertemente,
en las organizaciones militares. Un fenómeno desorientador cabe registrar en dicha jornada y en la
precedente del martes: que no se consumara la suerte… ¿Es que el movimiento estaba aquellas horas
acéfalo? Probablemente… Quizá faltara el caudillo y se acude en estas horas en su busca si todavía no se
ha dado con él.

En efecto, Gil Robles reconocerá que Prieto no andaba desencaminado:

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Pero la manifestación de aquella tarde en Madrid tuvo, sobre todo, el carácter de una protesta ciudadana,
concretada en torno al ejército, que venía siendo injuriado y zaherido sistemática, pública e
impunemente. La insensatez del Frente Popular contribuiría a poner de relieve ese carácter de protesta.
Al día siguiente, los trabajadores madrileños respondieron con la huelga general. Se mostraron opuestos
a ella los directivos de la Casa del Pueblo y los representantes de las organizaciones locales de los
partidos socialista y comunista. Sin embargo, el paro fue absoluto. Bastó que lo decretara así la CNT.

El frente cívico-militar contrarrevolucionario, todavía a falta de director,


empezaba a tomar forma. ¿Podría ser Franco? Prieto así lo creía y lo dijo muchas
veces en público. Los rumores de que el general se presentaba por Cuenca eran
insistentes y estaba claro que las derechas iban a dar la batalla por José Antonio
Primo de Rivera. Había que ganar como fuera y así nos encontramos con Prieto en
«Casa Camorra», almorzando con sus fieles chicos de «la Motorizada».
Después de la guerra, en sus Cartas a un escultor, don Indalecio explicaba a su
amigo Quintanilla:
… por su extraordinaria movilidad, se dio el nombre de «la Motorizada» a un grupo de muchachos de la
Juventud Socialista de Madrid, casi todos pertenecientes al Sindicato de Artes Blancas (panaderos) que
en octubre de 1934 dieron pruebas de gran temple. Algunos de esos muchachos, por espontánea
decisión, me acompañaron en mi doloroso peregrinar por la primavera de 1936. A varios de entre ellos, y
de modo singular a uno que después sucumbió heroicamente en las cumbres de Somosierra frente a los
militares sublevados, debo yo el haber salido con vida del mitin de Écija…

Ese «héroe» de Somosierra al que se refiere Prieto era, con toda seguridad, Luis
Cuenca, uno de los asesinos de Calvo Sotelo. Pero no adelantemos acontecimientos.
Efectivamente, «la Motorizada» era una unidad de acción formada en el sector del
socialismo madrileño que estaba más vinculado a Prieto y se formó de una manera
paralela a las MAOC (Milicias Antifascistas Obreras y Campesinas). Pese a que
siempre conservaron cierta autonomía, compartían con el resto de las milicias
juveniles los instructores militares y las redes de suministro de armas. Internamente,
eran anticaballeristas y, tras la unificación de las juventudes socialistas con las del
PCE, se declararon anticomunistas. Pero confrontados al odiado enemigo «fascista»,
los chicos de «la Motorizada» dejaban a un lado cualquier diferencia y colaboraban
con entusiasmo con las milicias socialistas «oficiales» de Tagüeña y, después, con las
unificadas de Santiago Carrillo. Habían hecho sus pinitos en Madrid durante la
fracasada revolución de Octubre de 1934, actuando como francotiradores desde los
tejados y en los grupos que debían asaltar el palacio de Comunicaciones y algunos
cuarteles, al mando de oficiales comprometidos como Del Castillo y Faraudo. Pero su
estreno a lo grande tuvo lugar en Cuenca.
Uno de sus miembros, Casto de las Heras, confirmó a Gibson muchos años
después:
Todos éramos incondicionales de Prieto. No éramos «guardaespaldas» suyos exactamente. Aquella
palabra no se utilizaba entonces. Pero sí estábamos dispuestos a protegerle con nuestra vida, como
ocurrió en Ecija. Se ha dicho que «la Motorizada» ganó la segunda vuelta de las elecciones de Cuenca.

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(…) Creo que es verdad. A Cuenca fuimos los de «la Motorizada» para proteger a Prieto y luego vigilar
los colegios para que los caciques no falsearan las elecciones. Estuvimos allí una semana. Aquel
ambiente fue tremendo, allí todo dependía de los caciques, lo controlaban todo. Estando nosotros, los
caciques no pudieron coaccionar a la gente y, claro, las izquierdas ganaron las elecciones.

Por supuesto, los «caciques» ni siquiera pudieron salir de sus casas; y muchos
electores tampoco: los había metido en la cárcel el gobernador civil. Pero sigamos
con los recuerdos de Casto.
Entre mis amigos de «la Motorizada», casi todos muertos ya [él hablaba en 1981], recuerdo
especialmente a Enrique Puente, nuestro jefe —era presidente de la Juventud Socialista Madrileña—,
Florentino Rodríguez, panadero como Puente; Ángel Tejeda, Julio Estrada y Luis Cuenca. Fernando
Condés era nuestro instructor de milicias, y todos le queríamos entrañablemente. Era una gran persona y
un gran socialista.

Es un punto de vista.
La versión más conocida de lo ocurrido en las elecciones de Cuenca es la de Gil
Robles, pero al tratarse de un testimonio interesado es por lo que hemos dado voz a
Casto de la Heras. No sería extraño que en la primera vuelta el cacicazgo hubiera
ejercido sus habituales presiones, aunque, en ese caso, lo normal es que hubieran
apoyado a los centristas de Portela Valladares y Alcalá Zamora, que eran los que
habían «organizado» las elecciones y disponían de su propio gobernador civil. Y, sin
embargo, ganaron las derechas a los portelistas. Un testimonio que refleja bastante
bien el ambiente que rodeó las elecciones conquenses es el de propio Prieto:
Cuando llegué al teatro [donde iba a pronunciar su mitin] humeaban cerca las cenizas de la hoguera en
que habían ardido los enseres de un casino derechista asaltado por las masas populares. En un céntrico
hotel hallábanse sitiadas desde la víspera significadísimas personalidades monárquicas. El ambiente era
de frenesí.

Y, ahora, Gil Robles:


En una comida que tuvo lugar en «Casa Camorra» quedaron designados los 120 muchachos de mayor
confianza. Se trasladaron a Cuenca en tres autocares, el día 2 de mayo. Los recibió el propio gobernador
civil con estas palabras: «Creo, como el señor Casares, que hay que ganar las elecciones, y en sus manos
está ello». En una reunión posterior, quedó distribuida la provincia en tres zonas de actuación, bajo la
responsabilidad de los jefes de milicias Padrón, Garcés y Menéndez. Enrique Puente se encargó de la
capital, a las órdenes directas del gobernador. (…) Los jóvenes socialistas iniciaron la recogida de actas
cuando se hallaba el escrutinio en pleno desarrollo. Pistola en mano, se obligó a los miembros de las
mesas a firmarlas en blanco. Al entregárselas al gobernador, este le dijo a Padrón con absoluto cinismo:
«Guárdalas como recuerdo de estas elecciones». En el Gobierno Civil se hallaban preparadas otras, de
antemano, en previsión de lo que pudiera ocurrir.

Los jóvenes socialistas habían actuado en calidad de «delegados gubernativos» en


función de Policía auxiliar. No era la primera vez que desde instituciones oficiales se
equiparaba a una milicia de partido con las fuerzas de seguridad del Estado. Aunque
Payne afirma que fue en Cuenca donde comenzó el fenómeno parapolicíaco, lo cierto
es que la introducción oficial de activistas de los partidos obreros en las estructuras
ordinarias de la Policía ya estaba extendida por toda España. El Mundo Obrero del 23

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de abril había publicado unas declaraciones del gobernador civil de Asturias, señor
Bosque:
He nombrado a muchos comunistas delegados gubernativos en toda Asturias. Aquí tengo estos
telegramas que responden a la batida antifascista que los delegados y las demás autoridades obreras y
republicanas realizan por la región. Un cura, un secretario de ayuntamiento, dos médicos metidos en la
cárcel. La cifra se eleva a varios centenares. Los delegados gubernativos cumplen admirablemente su
función.

En lo que sí acierta completamente Payne es al afirmar que este proceso de


asimilación policial haría posible un crimen como el que le costó la vida a Calvo
Sotelo.
Cuando, días más tarde, Enrique Puente, en presencia de Prieto y del teniente de
Asalto Moreno, entregó a cada uno de los responsables de la operación de Cuenca un
reloj de pulsera y cien pesetas, comentó: «Nunca salieron tan baratas unas elecciones
victoriosas». El escándalo fue tan mayúsculo que hasta un ministro del gobierno
exigió la dimisión del gobernador. No lo consiguió. Pero entre la izquierda madrileña,
los «muchachos de Prieto» pasaron a la categoría de leyenda. Les felicitó
personalmente el propio Casares y hasta les invitó a cenar en «Los Burgaleses». Y a
Largo Caballero le entraron celos…
Del fracaso revolucionario de Octubre de 1934, los socialistas sacaron algunas
conclusiones erróneas y otras acertadas. Entre las primeras, el ninguneo a la
movilización llevada a cabo por los jóvenes derechistas en Madrid y otras provincias,
donde contribuyeron decisivamente a mantener abiertas las comunicaciones. Pero
entre las conclusiones acertadas destacaban dos: que los oficiales del ejército
«comprometidos» con la causa no se habían movido, salvo excepciones, y que las
masas obreras eran impotentes frente a las fuerzas de seguridad del Estado, a menos
que se consiguiera organizarlas, armarlas y entrenarlas. La diputada socialista
Margarita Nelken, a quien atribuirle cualquier componente de moderación suena a
sarcasmo, no daba crédito a lo que había sucedido con su querida revolución.
Exiliada en Moscú hasta las elecciones de febrero de 1936, desgranaba su amargura
por el fracaso de 1934:
Hacía varios meses que la propaganda revolucionaria trabajaba al ejército. Las clases se adherían
abiertamente a la preparación del Movimiento. Había regimientos, principalmente en Madrid, que
estaban enteramente comprometidos igual que si fueran organizaciones obreras. Entre los oficiales, el
reducido número de los que verdaderamente compartían el ideal de una transformación de la sociedad
por medio de la implantación de la dictadura del proletariado hallábase reforzado por el número bastante
considerable de republicanos asqueados por la vileza de la «monarquía sin corona». (…) Pero el ejército
no se movió.

Y la Nelken se queja de esas «traiciones que podríamos llamar indiscutibles, o


sea, defecciones de aquellos militares con cuyo concurso era lícito contar, puesto que
lo habían formalmente prometido».

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Un puñado de oficiales, sin embargo, cumplió su palabra. El entonces teniente
Condés, el teniente Moreno, el teniente Del Castillo, el capitán Faraudo, gente con
redaños, formados en las guerras de África, condecorados y muy marxistas, salieron a
la calle y fueron aplastados. La torpeza infinita con que la derecha afrontó el
«después de Octubre», especialmente persiguiendo con saña a Azaña y a los
anarquistas que, salvo en Asturias, habían permanecido al margen, permitiría a la
izquierda revolucionaria no solo recuperarse, sino volver unida y en triunfo de la
mano de los republicanos. Y para corregir los errores advertidos se pusieron manos a
la obra.
La amnistía devolvió a los oficiales de Octubre a la carrera militar, aunque no
todos encontraron un fácil acomodo. Carlos Faraudo y Condés se encontraron con la
oposición cerrada de sus diferentes cuerpos, el de Ingenieros y el de la Guardia Civil,
respectivamente, y quedaron en situación de «disponibles» sin destino. Otros, como
Del Castillo y Moreno, pidieron el traslado a la Guardia de Asalto, que les fue
concedido con rapidez. Todos, los «disponibles» y los «colocados» fueron
reclamados por los socialistas para que pusieran en pie una organización miliciana
digna de ese nombre y tan aguerrida, al menos, como las de los carlistas.
Profesionales probados, duros y absolutamente sectarios, comenzaron sin demora el
encuadramiento y la instrucción de las juventudes. Ya hemos visto a Condés como
mentor de «la Motorizada» y a Del Castillo y Moreno en sus dobles papeles de
policía y de instructor de milicias. Nos falta el cuarto: Carlos Faraudo de Micheo,
capitán, aristócrata, amigo de Margarita Nelken y devoto de Largo Caballero.
Que a los enemigos de Prieto dentro del Partido Socialista no les había gustado
nada la expedición de Cuenca es un hecho. Su discurso, que ya conocemos,
advirtiendo contra los peligros del desorden y las falsas expectativas revolucionarias,
le costó una dura respuesta del órgano caballerista Claridad y el que casi, según su
exagerada versión, le mataran en el mitin de Écija. Pero no cabe duda de que el
«desempeño» de «la Motorizada» había impresionado a todos, especialmente a Largo
Caballero.
Las celebraciones del Primero de Mayo, una demostración de «dominio», en
expresión de la propia prensa izquierdista, habían sido un éxito. Salvador de
Madariaga hizo una aguda observación al comparar la paralización absoluta de la
vida ciudadana durante las Semanas Santas de la monarquía con aquel Primero de
Mayo. En lugar de procesiones, desfiles; en lugar de cristos y vírgenes, efigies de
Marx, Lenin, Caballero y Stalin; en lugar de saetas, la Internacional… Nadie podía
trabajar, desplazarse, asistir a un espectáculo ajeno a la gran celebración obrera.
Previsores, muchos ciudadanos partieron al campo. Las milicias juveniles, cuya
unificación acababa de ser proclamada, tuvieron una lucida intervención en toda la
parafernalia. Miles de ellos, uniformados y marciales, cubrieron carrera de tres en

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fondo a lo largo del paseo de la Castellana. En Toledo, entusiasmada por la visión
marcial de sus jóvenes reclutas, la Nelken les exhortaba: «Tenéis que desprenderos en
las próximas luchas de la clemencia y la piedad». No hacían falta tales exhortos; la
clemencia y la piedad huían de España a marchas forzadas: en la misma provincia
toledana, en el pueblo de Burrujón, los vecinos Pablo Rodríguez y Fortunato Díaz
habían sido obligados a llevar en brazos a sus dos pequeños hijos muertos, por
negarse a celebrar un entierro civil.
El éxito de las milicias había que potenciarlo y Largo Caballero pensó en el
capitán Carlos Faraudo como el hombre ideal para esta misión. En la tarde del jueves
7 de mayo, Manuel Tagüeña Lacorte, uno de los jefes de la ya unificada Juventud
Marxista de Madrid, acudía al domicilio de Carlos Faraudo con un mensaje
importante: Largo Caballero deseaba que el capitán asumiera el mando militar de las
milicias socialistas. Para dar más empaque a la visita, le acompañaban otros dos
«responsables»: Fernando de la Rosa y Federico Coello. Cuenta Tagüeña que salieron
encantados de la visita.
Era un oficial de Ingenieros muy culto y con opiniones muy claras y definidas sobre una futura España
socialista, que al cumplir la justicia social diera además a nuestro país la categoría que merecía entre
todas las demás naciones. Vivía Faraudo en el barrio de Salamanca. Nos despedimos de él y apenas
habíamos llegado al centro de Madrid cuando nos enteramos de que había sido asesinado.

Le «cazaron» en la calle de Lista, esquina la de Alcántara. Eran las diez y cuarto


de la noche, y el oficial de Ingenieros paseaba cogido del brazo de su esposa, Elena
Piloche. Alguien se bajó de un vehículo y le descerrajó dos tiros por la espalda. Fue
una cosa muy profesional: la mujer no recibió el menor rasguño. Se le echó la culpa a
la Falange y, ciertamente, varios historiadores joseantonianos atribuyen el crimen a la
organización. Pero había un algo indefinible en todo el asunto que permitía sospechas
más graves. Después del funeral y el entierro, al que había asistido la plana mayor del
PSOE, se reunieron en cónclave los miembros de la poco clandestina Unión Militar
Republicana Antifascista, a la que había pertenecido Faraudo, para analizar la
situación. Entre los asistentes cabe contar a los tenientes Del Castillo y Moreno, que
habían portado a hombros el féretro de su amigo y compañero. Allí sabrían que el
gobierno tenía en su poder una lista interceptada a la muy clandestina UME (Unión
Militar Española) en la que figuraban los nombres de catorce militares socialistas y
miembros de la UMRA: la encabezaba Faraudo y seguían por este orden, según
Gibson, las siguientes víctimas: Del Castillo, Hidalgo de Cisneros y Moreno.
También figuraban los capitanes Arturo González y Urbano Orad de la Torre. El
entierro fue una demostración de rabia, con las milicias socialistas desfilando puño en
alto y encendidas arengas. El teniente coronel Mangada pronunció un discurso de
advertencia al gobierno: «Si no se toman medidas enérgicas contra las provocaciones
fascistas y reaccionarias, tendremos que juramentamos todos para exigir ojo por ojo y

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diente por diente». Unas horas después se enterraba a Bruno Ponce y a Juan Palacios,
militantes del Frente Popular, muertos durante unos enfrentamientos con falangistas
en Cuatro Caminos.
Tras la reunión, el capitán Orad de la Torre tomó papel y pluma para redactar una
carta de aviso a sus adversarios de la UME: «Si vuelve a tener lugar otro atentado
semejante, replicaremos con la misma moneda, pero no en la persona de algún oficial
del ejército, sino en la de algún político». Pues, a su juicio, eran los políticos los
responsables de semejante estado de cosas. Muchos años después, el 28 de
septiembre de 1978, el capitán Urbano Orad de la Torre, que había sido masón como
casi todos los miembros de la UMRA (y algunos de la UME), tomaba una vez más
recado de escribir. Pero, esta vez, se dirigía al diario El País para defender la
inocencia de la masonería en el crimen de Calvo Sotelo. Ya muy anciano, con
problemas de salud y fallos de memoria, el capitán Urbano, el mismo que apuntó los
cañones contra el cuartel de La Montaña y se batió con fuerza y arrojo en Somosierra,
confunde fechas y nombres. Pero lo esencial es el reconocimiento paladino: «Nunca
actuó Orad de la Torre en esas fechas como miembro de la masonería, sino como
militar republicano». Y sigue:
El 12 de mayo (sic) mataron a Del Castillo. Aquella noche se reunieron un grupo de militares con rango
de teniente coronel a capitán entre los que figuraban Barbeta (sic), Faraudo (sic), Díaz Tendero y otros, y
decidieron que había que cumplir lo dicho. Echaron a suertes y le tocó a Condés tomar el mando del
grupo. Los guardias fueron voluntarios. Tomaron una camioneta de asalto, con su chófer de servicio, que
fue el único que no era voluntario. (…) Fueron a buscar a Goicoechea y no estaba en casa. Dijo Condés
que fueran a por Gil Robles y tampoco estaba en su casa de la calle de Serrano (sic). Entonces, al pasar
por la calle de Velázquez un guardia dijo que allí vivía Calvo Sotelo. Subieron a la casa, lo cogieron, se
lo llevaron detenido, y en la calle de Alcalá (sic) uno de los guardias le pegó un tiro.

Errores aparte, aunque algunos muy significativos puesto que está probado que la
expedición de castigo de Condés fue directamente a buscar a Calvo Sotelo, Orad de la
Torre nos describe un acto de insubordinación contra las leyes y el orden
constitucional vigente, cometido por militares vinculados a un partido con
representación parlamentaria, el PSOE, y al mismo tiempo miembros de una
organización ilegal. Y, además, con empleo de medios y personal perteneciente a la
Dirección General de Seguridad. Otros lo llaman rebelión o golpe de Estado. Otros
aun, justicia popular o simple represalia. Pero no actuarán solos: con ellos colaboran
miembros de «la Motorizada» de Prieto y de la Juventudes Socialistas Unificadas. La
estructura militar de la futura revolución estaba tomando forma. No más fallos como
el de Octubre. La Causa General guarda una nota del teniente Máximo Moreno a
Largo Caballero con estas líneas: «Don Francisco. Anoche en la calle de Lista, 67,
unos individuos se apearon de un coche e hicieron unos disparos al capitán don
Carlos Faraudo —perteneciente a nuestro partido—, un camarada más que nos mata
la reacción fascista —por la causa socialista».

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Del asesinato de Faraudo, el 7 de mayo, al del teniente Del Castillo, el 12 de julio,
no se puede acusar al gobierno de Casares Quiroga de pasividad frente al fascismo,
sino de todo lo contrario. Las detenciones de falangistas, supuestos o auténticos, y de
derechistas se cuentan por miles. Simples alcaldes se arrogan la autoridad y clausuran
los centros políticos de la oposición, destierran a los vecinos «sospechosos», expulsan
a los curas y se incautan de conventos e iglesias. Cuando no, es la Casa del Pueblo
quien lleva la iniciativa del acoso. La censura mutila las informaciones, pero no
puede impedir que se divulguen los hechos porque son los propios medios de
comunicación de la izquierda los que incitan a las razias y presumen de los
resultados. Y cuando lo jueces actúan y liberan a detenidos sin pruebas, son ellos
mismos los que pasan a encabezar las listas de «fachas» a batir. «Para qué
necesitamos jueces profesionales —declara la Nelken—, si un obrero basta para
aplicar la justicia del pueblo».

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ESCENA DUODÉCIMA
¿PARA QUÉ TE CASAS CON UN MUERTO?

Los primeros doce días de julio, los últimos días de su vida, fueron de mucha tensión
para el teniente José del Castillo Sáenz de Tejada. No es que le arredrara el peligro, ni
mucho menos; pero en la guerra, frente a Abdel Krim, uno sabía la mayor parte de las
veces dónde estaba el enemigo. En las calles de Madrid, podía surgir de cualquier
parte. También le afectaba el cansancio propio de su puesto. Aunque el grupo de
Pontejos de la Guardia de Asalto tenía como misión principal la protección del
Congreso de los Diputados y la Presidencia del Gobierno, la situación no se prestaba
a distingos. A la huelga de la construcción, con su rosario de bombas y
enfrentamientos entre cenetistas y ugetistas, había que añadir las represalias y
contrarrepresalias entre Falange y todos los demás. A cada muerto, a cada incidente,
sucedían nuevas manifestaciones de protesta y nuevos enfrentamientos y los cuatro
Grupos de Asalto —Pontejos, Pacífico, López de Hoyos y el de Caballería— estaban
desbordados. Del Castillo estaba destinado, además, en la «compañía de
Especialidades», dedicada principalmente al control y represión de motines y
manifestaciones; en turnos preestablecidos de un día de servicio por tres libres. Pero
eso era la teoría; la práctica garantizaba muchas más horas de guardia y, sobre todo,
muchas, muchas horas de tensión. Y para mayor abundamiento, mientras se
consideraba que el grupo de Pacífico «era de derechas», el grupo de Pontejos reunía a
los oficiales y guardias más políticamente seguros y de los que más se fiaba el
gobierno. Resultado: muchas horas de trabajo.
Del Castillo se sabía amenazado de muerte y algunas veces le acompañaban
jóvenes milicianos socialistas como escolta de protección. Pero era un militar,
africanista para más señas, acostumbrado a jugarse la vida. Sus superiores, que tenían
«ojos y oídos» en todas partes, sabían que Del Castillo estaba condenado a muerte
por Falange y que entre las derechas, incluso entre las gentes de orden, su nombre era
sinónimo de violencia y sectarismo policial. Cuando los asaltos machacaban una
manifestación monárquica o un cortejo fúnebre falangista, el rumor popular siempre
atribuía el mando de la carga al teniente Del Castillo. Ciertamente, en muchas
ocasiones así era, pero ni aquel 12 de julio, domingo, ni el día anterior, sábado,
cuando fue brutalmente reprimida una manifestación monárquica, había estado de
servicio el teniente Del Castillo. De hecho, iba a entrar de guardia a las diez de la
noche del domingo.
Del Castillo acababa de cumplir 35 años. Era natural de Alcalá la Real (Jaén),
había estudiado en Granada, e ingresó muy pronto en el ejército. En 1922, tras el
desastre de Annual, le vemos de alférez en el regimiento Tetuán número 1. Allí

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conoció a Condés, vivió con él los peligros de la guerra y tramaron una amistad que
la ideología compartida hizo gitana. Volvió a la península en 1925, destinado a Alcalá
de Henares. Conspiró contra la monarquía, cooperó en la planificación de Octubre, y
fue detenido y condenado. Tras salir de la cárcel, ingresó «con honores» en la
Guardia de Asalto y contrajo matrimonio civil con Consuelo Morales el 20 de mayo.
Vivía en la casa de los padres de su mujer, en la calle de Augusto Figueroa, número
11. El edificio aún existe, aunque la mayoría de los comercios y establecimientos de
la zona ha cambiado mucho. Se conservan como entonces «La Gloria», especializada
en uniformes para hostelería y sanidad, y en la esquina norte con la calle de
Fuencarral aún está en pie el pequeño oratorio de Santa María del Arco. Hay,
también, un par de bares clásicos, pero el ambiente es muy distinto al de aquella
época. En el número 9 hay un local de tatuajes y, desde allí hasta Fuencarral, uno de
frutos secos, varias tiendas de «moda gay», una sauna/hotel y un locutorio. Y sin
embargo, «los más viejos del lugar» todavía recuerdan el asesinato del teniente y el
ambiente terrible de aquel mes de julio.
El día 3, por la tarde, un grupo de falangistas que tomaban café en una terraza de
la calle Torrijos había sido ametrallado desde un coche. Hubo dos muertos y cinco
heridos. Al día siguiente, por la noche, un comando falangista sorprende a la puerta
de la Casa del Pueblo, en la calle de Gravina, a un grupo de militantes socialistas. Los
ametrallan, con un balance de dos muertos y siete heridos. En su política habitual del
doble rasero, el segundo atentado es respondido rápidamente con redadas de
sospechosos derechistas, registros domiciliarios y recogida de publicaciones
prohibidas. Son más de doscientas las personas que acaban en los calabozos de la
Dirección General de Seguridad. Pero en medio del despliegue policial se producen
dos hechos, hasta entonces insólitos: el secuestro, tortura y asesinato del joven José
María Sánchez Gallego, de 18 años, hijo del empresario del Circo Price, y el
secuestro y asesinato del teniente de complemento y falangista don Justo Serna
Enamorado. No hay certeza sobre quiénes fueron los autores. El cadáver del teniente
fue hallado en una cuneta de la carretera de Carabanchel, maniatado y apuñalado. El
del joven Sánchez Gallego se encontró en las mismas condiciones en la carretera de
Pozuelo. Justo Serna Enamorado hacía el muerto número 61 de Falange desde las
elecciones de febrero. Antes del 18 de julio, caerían otros siete falangistas más. El
fantasma de los «paseos» acababa de sobrevolar Madrid y las derechas, estremecidas,
culpan a las milicias de acción del Frente Popular. Pero en la UME no todos pensaban
lo mismo. La sospecha de que grupos de policías estaban implicados en una guerra
sucia no era nueva y la muerte del teniente de complemento no hacía más que
reforzarla.
Uno de los problemas del «caso Castillo» es que nadie en la Policía de la época se
tomó en serio la investigación del crimen. Se dio por sentando que habían sido los

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falangistas y se clamó venganza. Los estudiosos sucesivos han aportado distintas
versiones, todas apócrifas, sobre la autoría del crimen que son imposibles de
confirmar. La prensa de la época relató que el teniente había pasado la tarde con su
mujer paseando por la glorieta de Bilbao. Luego se fueron a casa para que él cenara
antes de tomar el servicio. Consuelo Morales explicó a Gibson en 1981 que bajaron
juntos al portal y que allí se despidieron. Ella se fue hacia la izquierda, en dirección a
la casa de sus tíos, y él, hacia la derecha, camino de la calle de Fuencarral. Consuelo
escuchó el ruido de unos disparos y le dio un vuelco el corazón. Su presentimiento
resultó cierto. Volvió sobre sus pasos y en la esquina, frente al oratorio, rodeado de
gente, estaba un guardia con una pistola: «¿Es de su marido, señora? Reconocí el
arma enseguida». Nada más contraer matrimonio, Consuelo había recibido un
anónimo: «¿Para qué te casas con un muerto?».
A Del Castillo lo ametrallaron de frente y, sin duda, lo hizo un profesional.
Aunque valiente y capaz de aceptar cualquier riesgo, no significa que Del Castillo
fuera un insensato. Sobre él habían llovido las amenazas de muerte en forma de
anónimos; se sabía en la lista negra de la UME y de Falange; la tarde anterior una
compañera socialista, Leonor Menéndez, le había advertido de que pensaban matarle
aquella misma semana y varios de sus compañeros de Asalto venían insistiendo en
que tomara medidas de protección. Por eso, el teniente llevaba el arma reglamentaria
montada y amartillada en el bolsillo de la guerrera y, por las trazas, cruzó la calle
Augusto Figueroa hacia Fuencarral en diagonal. La información de la época recoge la
versión de un testigo, Juan de Dios Fernán Cruz, ferviente monárquico, admirador de
Calvo Sotelo, colaborador de ABC y muy relacionado con las obras sociales de la
Iglesia, lo que exigía un gran valor y presencia de ánimo en aquellos momentos, que
según los relatos periodísticos dio este testimonio: «En aquel instante, al entrar en la
calle de Augusto Figueroa, vi venir hacia mí a un teniente de Asalto que dejaba la
acera de enfrente, sin duda para entrar en la calle de Fuencarral por la opuesta. No
habría llegado al centro de la calle cuando, tras él, irrumpieron cuatro o cinco
individuos —no puedo determinar el número exactamente—, a uno de los cuales oí
gritar: “Ese es, ese es, tírale”».
Estaba tan cerca del teniente que Fernán Cruz, según el relato contemporáneo, fue
derribado al suelo por el cuerpo del herido y perdió las gafas. Ayudó a trasladar a Del
Castillo en un coche hasta el equipo quirúrgico de la calle de la Ternera y recogió sus
últimas palabras: «Lléveme con mi mujer que ha poco que se ha separado de mí».
Luego repitió su declaración a la Policía y se marchó. Si sabía algo, se lo llevó a la
tumba, porque fue paseado por los rojos al comenzar la guerra.
La versión presenta demasiadas lagunas. En primer lugar, Del Castillo recibió tres
disparos de frente: uno le alcanzó en la mano, otro en un brazo y el tercero, el que le
mató, en el pecho. Varios impactos más, muy agrupados, dieron contra la pared del

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oratorio, y un joven fue alcanzado en una pierna, calle Fuencarral arriba, lo que
confirma la trayectoria de las balas y que todos los disparos fueron hechos por la
misma arma, una pistola ametralladora. Pero Fernán Cruz declara que vio venir a un
teniente de Asalto, es decir, de uniforme y con gorra de plato, y que escuchó gritar
«ese es» a unos jóvenes que irrumpieron tras él.
Ian Gibson, en su libro La noche que mataron a Calvo Sotelo, atribuye el crimen
a un grupo de tradicionalistas que actuaron en venganza por el disparo que le hizo
Del Castillo al estudiante Llaguno durante el entierro del alférez Anastasio de los
Reyes. Pero el riesgo de los relatos orales no es solo que el que los hace haya podido
percibir un detalle equivocado que condiciona la realidad, sino que con el paso del
tiempo incorpore hechos ajenos, leídos o escuchados a lo largo de muchos años, que
se asumen como vivencias propias. Gibson fue desmentido por uno de los supuestos
asesinos tradicionalistas de Del Castillo. No solo negaba su participación, sino que
con su presencia echaba por tierra la afirmación, también recogida por Gibson, de que
había muerto durante la guerra. Y sin embargo, la existencia de una fuente anónima,
que le asegura que fueron unos tradicionalistas, le lleva a descartar, por ejemplo,
cualquier complicidad en el crimen del testigo Fernán Cruz, que ni siquiera vivía
cerca y que nunca explicó qué hacía allí esa noche. También descarta a la Falange, en
este caso porque uno de sus miembros, joven activista en aquellos tiempos, le cuenta
que no pudieron matar a Del Castillo el día previsto porque recibieron órdenes desde
arriba, prohibiendo el atentado.
Ricardo de la Cierva, más cauto, también recibe una confidencia oral y como tal
la transmite. Según la versión de don Ricardo, fue un oficial del ejército, el
comandante A.G.C., el autor del crimen. «Al teniente Del Castillo lo maté yo. En
Falange se decidió quitarlo de en medio y fue muy fácil. Aquella noche le seguí con
la pistola ametralladora preparada y en el momento oportuno le metí la ráfaga en los
riñones».
Esta versión, que matrimonia convenientemente el hecho de que fuera un solo
tirador quien mató a Del Castillo, con la autoría intelectual de Falange, que solía
actuar en grupos, presenta también problemas insolubles. Primero, que los tiros
fueron de frente; segundo, que el trayecto entre la casa de Del Castillo y el lugar
donde cayó muerto se recorre en menos de un minuto, con lo que poco tiempo tendría
el comandante para seguirle y esperar la oportunidad; y, tercero, que en el lugar del
suceso se halló una pistola que no era la del teniente Del Castillo. Su arma fue
encontrada en el bolsillo de su guerrera: se le había disparado al caer y la pernera del
pantalón presentaba el correspondiente orificio de salida. ¿De quién era la pistola que
según la viuda de Del Castillo le enseñó el guardia municipal? Y otro detalle extraño:
si se habían separado en el portal de su casa y entre este y la bocacalle de Fuencarral
se tarda menos de un minuto, ¿cómo es que la viuda de Del Castillo no llegó al lugar

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del atentado antes de que recogieran moribundo al teniente? No podía haberse alejado
a más de dos minutos de distancia y no es probable tanta celeridad en la asistencia y
traslado del herido. ¿Esperó Del Castillo unos minutos en la misma calle, tras
despedirse de su mujer, hasta comprobar que todo estaba tranquilo? ¿Se fumó un
cigarrillo en el bar de enfrente de su casa, que todavía existe? O, tal vez, ¿se encontró
con algún vecino y estuvo charlando con él unos minutos? Y puestos a dudar,
¿conocía a su asesino y por eso no reaccionó? Los franquistas mantuvieron desde un
principio que al teniente Del Castillo lo asesinaron por negarse a cumplir la orden de
matar a Calvo Sotelo. Claro que nunca aportaron la más mínima prueba y es seguro
que de haberla tenido, o siquiera un indicio, la habrían explotado hasta la saciedad.
En fin, curiosidades de anticuario. Podrían ser perfectamente falangistas —ya
hemos dicho que muchos militares lo eran—, tradicionalistas o miembros de la UME.
Pero sin duda, el crimen de Del Castillo, un hombre que iba sobreaviso y que cruzaba
la calle en diagonal para surgir por un punto inesperado, fue obra de profesionales. Al
menos tanto como los que mataron al capitán Faraudo el 7 de mayo; muerte que dio
lugar a la reunión de la UMRA y a su amenaza de que la próxima vez la represalia
caería sobre un político. Y así, toma todo su valor la expresión de Orad de la Torre «y
decidieron que había que cumplir lo dicho».
Los partidarios de la vinculación simplista entre los asesinatos de Del Castillo y
Calvo Sotelo insisten en que la muerte del político fue una represalia más dentro de la
batalla callejera que se estaba librando en España entre grupos extremistas. Conceden
que fue una acción desproporcionada, pero insisten en despojarla de cualquier otra
intención que no sea meramente la venganza: por ejemplo, un acto deliberado de
provocación. Nosotros, humildemente, creemos que fue, también, una medida
«preventiva».
El 24 de mayo, Indalecio Prieto había advertido a su auditorio en el Coliseo
Albia, de Bilbao, que el fascismo no era un peligro ilusorio y, añadió:
No tendrá a estas horas la articulación debida para la lucha, y por eso se debate oprobiosamente en viles
asesinatos aislados; pero el ambiente va extendiéndose y densificándose, y nosotros tenemos la
obligación de no deparar al enemigo circunstancias que justifiquen su existencia y que mañana,
cualquier día, a través de un incidente dramático en una aldea o en la calle de una ciudad populosa,
origine el levantamiento de gentes que arden en deseos vengativos de ahogarnos.

La mayor parte de los testimonios socialistas de aquella época coinciden en que


su primera reacción, al conocer el asesinato de Calvo Sotelo, fue exclamar: «Esto es
la guerra». Del mismo modo se reaccionó en la derecha: Mola advirtió que no se
podía esperar más, «porque nos van a eliminar uno a uno a todos»; Franco vio
despejarse sus dudas, y hasta un recalcitrante carlista como Fal Conde comprendió
que sus huestes, las milicias del requeté, se alzarían con su permiso o sin él. Payne,
en una frase feliz, resume así la impresión de los futuros sublevados: «Por primera
vez parecía más peligroso no rebelarse que rebelarse».

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Es, pues, altamente improbable que la junta de la UMRA, en la que se integraban
militares que tenían contactos y relaciones continuas y estrechas con ministros, altos
jefes militares, parlamentarios y dirigentes obreros, ignorara la trascendencia política,
las evidentes consecuencias de una acción de tal naturaleza. El jefe del comando, el
capitán Condés, aunque creamos que fue elegido por sorteo para la misión —método
utilizado entre los militares con mucha más frecuencia de lo que podría parecer— no
era un novato en política. En aquellos días, se le atribuyó una frase, «es inútil dejar
que se adelanten», referida a los golpistas, que demuestra su convencimiento de que
la sublevación tan temida iba a ser un hecho. Y existía, además, otro factor nada
desdeñable: el convencimiento extendido entre los militares revolucionarios de que el
gobierno de Casares Quiroga estaba contemporizando con la reacción y no hacía nada
decisivo para acabar con el movimiento que se estaba preparando. Muchos de estos
militares, como hemos visto, eran al mismo tiempo instructores de las milicias
socialistas y comunistas. Conocían muy bien los dos patios —el del ejército y el de
las vanguardias obreras— y eran mucho menos optimistas que Largo Caballero sobre
las escasas perspectivas de éxito de los sublevados. Como iban a demostrar los
hechos, tenían razón. Los dos primeros meses de guerra vieron cómo se deshacía en
el campo de batalla, ante un enemigo escaso pero organizado, lo mejor de sus
milicias. Y, por último, si el destino de España era la revolución, y para ellos lo era,
¿a qué venían los rumores de un gobierno de Prieto pactado con los burgueses?
Tampoco se puede desdeñar el factor psicológico. Ya hemos relatado que el
ambiente de tensión de aquellos días terribles afectaba a todos. Huelgas aparte, era
evidente para cualquiera que tuviera acceso a los partes de Gobernación que la
resistencia de Falange, lejos de debilitarse ante los continuos golpes y la presión
policial, estaba aumentando; y eso solo podía deberse al trasvase a la organización de
otros jóvenes derechistas procedentes de la CEDA. Lejos de Madrid, en Castilla, en
Andalucía y fundamentalmente en Navarra, la percepción del peligro era aún mayor,
como demuestra el peregrinaje de responsables izquierdistas a la capital de España
durante esos días para denunciar el rearme de las derechas y en demanda de más
contundencia por parte de un gobierno que, sin embargo, en menos de dos meses
había practicado o tolerado más de tres mil detenciones de «facciosos»…
Y así, mientras el teniente Del Castillo cenaba con su mujer a las nueve de la
noche del domingo 12 de julio, el comentario general entre las personas
«informadas» eran los incidentes que acababan de tener lugar en Valencia; unos
incidentes que los compañeros de Del Castillo solo podían interpretar como una
prueba más de lo razonable de sus temores. En la noche del 10 de julio, un grupo de
seis falangistas había irrumpido en el estudio de Unión Radio de Valencia, se habían
hecho con el micrófono y, ante los estupefactos oyentes, lanzaron la siguiente
proclama:

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¡Aquí Unión Radio de Valencia! En estos momentos, Falange Española ocupa militarmente el estudio de
Unión Radio. ¡Arriba el corazón! Dentro de unos días saldrá a la calle la revolución nacional
sindicalista. Aprovechamos este servicio para saludar a todos los españoles y particularmente a nuestros
correligionarios.

Aunque no era precisamente Aristóteles el redactor de la proclama, su efecto fue


desproporcionado; no obstante, es mejor que lo cuente la Pasionaria:
¿Qué hicieron las autoridades ante esto, que era un aviso y una alarmante demostración de la audacia y
de los propósitos de los fascistas? Simplemente radiar varias veces el himno de Riego y una alocución
del gobernador de Valencia. Lo que no hicieron las autoridades, en parte y a su manera, lo hizo el
pueblo. El casino central de la derecha valenciana fue asaltado por las masas, que le prendieron fuego e
impidieron que los bomberos actuasen para sofocarlo. Una enorme multitud se dirigió a la redacción del
periódico monárquico La Voz Valenciana con el propósito de hacer allí lo mismo que habían hecho en el
casino, pero la Policía lo impidió. Más tarde, el restaurante Vodka, lugar donde se reunían los señoritos
falangistas, fue ocupado por los obreros y destrozados todos los enseres. En algunas barriadas de las
afueras de la capital valenciana fueron incendiados círculos y casinos derechistas, resultando algunas
personas heridas. La respuesta que el pueblo daba a las provocaciones falangistas era un anuncio de lo
que más tarde iba a ocurrir frente a la sublevación de los militares felones.

Sí, no tenían dudas: la reacción estaba a punto de saltar, el gobierno no hacía nada
y era preciso adelantarse.

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ESCENA DECIMOTERCERA
«NO TENEMOS COJONES SI NO NOS CARGAMOS ESTA NOCHE A VEINTE
SEÑORITOS»

Aquel domingo, José Calvo Sotelo lo había dedicado por entero a su familia. El relato
de cómo pasó las últimas horas de su vida se lo debemos a su hija Enriqueta, quien,
muchos años después, plasmaría en unos folios la memoria oral celosamente
conservada por su madre, Enriqueta Grandona, y por los mejores amigos de su padre.
Ya hemos advertido que es inevitable en este tipo de testimonios que el autor mezcle
o incorpore hechos y detalles sabidos muy a posterior de cuando se produjo el
acontecimiento, que pueden no ser exactos. Tradición, historia y leyenda tienen, a
veces, las lindes entremezcladas.
Pero, de cualquier forma, los recuerdos de Enriqueta, que no tenía más de trece
años, nos dicen que por la mañana oyeron misa en la iglesia de la Concepción, que a
la salida su padre habló con un militar, el coronel Joaquín Ortiz de Zárate, con quien
le unía cierta amistad porque veraneaban juntos en Comillas; que, a continuación,
fueron a visitar a su abuelo, Pedro Calvo, que llevaba algún tiempo en cama a causa
de una úlcera, y que el resto de la jornada la pasaron apaciblemente en su casa de la
calle Velázquez, 89. Hoy, el edificio donde se encontraba el domicilio de la familia
Calvo Sotelo ya no existe. Ha sido sustituido por otro que, a tenor de las fotografías
que se conservan del anterior, no le hace justicia. En julio de 1936, la calle de
Velázquez era de doble dirección, con un hermoso bulevar en el centro. El número 89
se encontraba casi «a las afueras», al lado de un solar y haciendo esquina con la calle
Diego de León. Una zona que por las noches era muy solitaria y oscura. Pero era un
piso soleado y grande, capaz de albergar al matrimonio y sus cuatro hijos, más dos
doncellas, una institutriz francesa y un mozo para los recados.
Esa tarde, Enriqueta tenía algo de fiebre, pero aun así estuvo levantada. Calvo
Sotelo era un padre que se hacía caro de ver. Merendaron horchata, traída de un bar
cercano, y su hermana Conchita y su padre tocaron un dúo de bandurria, él, y piano,
ella. Interpretaron el Momento musical de Schubert. Por las noches, Calvo Sotelo
solía reunir a sus amigos para una tertulia casera. Pero ese domingo, a pesar de otros
testimonios, Enriqueta afirma con absoluta seguridad que no recibió a nadie. Solo una
visita desacostumbrada, la del padre Pérez, misionero del Corazón de María, que
venía a advertirle de un rumor inquietante que corría por Madrid referido a su
próximo asesinato. Termina Enriqueta sus recuerdos personales:
Al poco rato de la visita vino mi padre a la habitación que compartíamos mi hermana y yo. Venía ya en
batín un poco despeinado (él llevaba el pelo totalmente hacia atrás, muy planchado y liso). Pero por la
noche y cuando ya se iba a dormir, se ponía cómodo y se revolvía un poco el pelo, cayéndole algún

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mechón sobre la frente (tenía ya muchas canas en las sienes, a sus 43 años). Así le recuerdo yo aquella
noche, cuando entró en mi cuarto. Se tumbó atravesado a los pies de mi cama (yo me encogí, para
dejarle sitio) y empezó a hacerme mimos (solía hacerlo cuando estábamos enfermos); me pasaba su dedo
índice por los labios, me pellizcaba un poco la cara… Al cabo de un ratito, se levantó y volvió a sentarse
en una butaca y conectó la radio para escuchar el concierto que trasmitía entonces la radio todos los
domingos por la noche. Mientras, mi hermana se había acostado también y mi madre se había sentado en
la otra butaca. Permanecíamos los cuatro a obscuras, sin más luz que la que penetraba de la calle, por el
balcón abierto de par en par, en aquella calurosa noche de julio. La claridad era suficiente para
distinguirnos y yo vi a mi padre levantar las manos varias veces, en actitud de dirigir la invisible
orquesta de la radio. Cuando terminó el concierto, mi padre se levantó, vino hacia mi cama, me tocó la
frente: «Parece que apenas tienes fiebre ya»; me dio un beso, que yo le devolví, otro a mi hermana y se
fue a acostar. Detrás de él, mi madre. Es la última vez que yo vi a mi padre.

Enriqueta, febril como sabemos, no se despertó cuando el comando del capitán


Condés irrumpió en la casa de madrugada. Sus últimos recuerdos de su padre fueron,
pues, muy bellos.
El aviso del padre Pérez sobre el riesgo que corría su vida no era el único que
había recibido Calvo Sotelo durante aquella semana. Su amigo y entrañable
compañero en las Cortes, el diputado catalán Joaquín Bau Nolla, que tenía una gran
fortuna, acababa de regalarle un Buick con la intención de hacerlo blindar. No
llegaría a usarlo más que una vez: la tarde del 11 de julio, en que fueron los dos
juntos a probarlo al Retiro.
Tras su muerte, muchas de las personas que trataron con él, unas muy cercanas,
como Bau, otras menos, explicaron que Calvo Sotelo tenía la certeza de su próxima
muerte y la aceptaba como un sacrificio en el altar de la patria. Así, el propio Bau
declaró a los jueces de la Causa General, incoada por el régimen de Franco, que
aquella tarde en el Retiro su amigo le confesó:
Como las noticias que tenía de los esfuerzos legítimos y patrióticos, que se realizaban para acabar con
aquel estado de cosas, no eran lo satisfactorias que cabía esperar, máxime que no se podía contar con las
colaboraciones decisivas de elementos, que se esperaba se considerasen a ello obligados, la única forma
para que despertase la conciencia nacional sería que ese atentado fuera una realidad, y afirmaba
serenamente ante Dios: «Que si con el sacrificio de su vida despertara España y fuera la iniciación para
la salvación de la patria, estimaría por bien empleado su sacrificio».

El tono grandilocuente de esta declaración judicial, en la que se advierte con


diáfana claridad el propósito hagiográfico en el que se empeñaron durante la guerra y
después de la victoria los amigos y correligionarios de Calvo Sotelo, nos deja, sin
embargo, tres datos ciertos: que el político asesinado tenía conciencia plena de lo que
su figura significaba para las derechas; que sabía de las dificultades que estaba
encontrando Mola en aquellos momentos; y que aceptaba el riesgo derivado de su
posición. Ir más allá, como hizo Bau, y le honra en su amistad, nos parece trabajar de
postulante para una canonización. (Calvo Sotelo no fue declarado «muerto en
campaña» hasta 1968).
Pero esa conciencia de que su figura y su palabra eran importantes para esa parte
de España desmoralizada y asustada fue la causa de que aquilatara en exceso el

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peligro. Son muchos los testimonios que coinciden en afirmar que sobre Calvo Sotelo
llovieron avisos y advertencias para que adelantara las vacaciones estivales y
abandonara Madrid con su familia. Estaba claro que, dada la situación, ese año no
podría veranear en Comillas y había elegido Portugal. Sin embargo, no tenían
previsto partir hasta el 20 de julio, porque Calvo Sotelo deseaba intervenir en la
sesión parlamentaria del día 14, que iba a tratar del desorden público. Y así se lo dijo
a Jesús Marañón:
En estos momentos no me debo marchar. Mis intervenciones parlamentarias mantienen en tensión a las
pobres gentes, perseguidas, acorraladas. Yo percibo su reacción claramente en el correo [ya sabemos por
el testimonio de Dolores Ibárruri que estaba intervenido por militantes del Frente Popular], cada día
más copioso y entusiasta. Si yo me fuera de Madrid, la gente se sentiría desamparada. Todo lo hecho
resultaría estéril y no se podría intentar nada en lo futuro…

Calvo Sotelo había, además, despreciado los consejos para que adoptara unas
elementales medidas de protección. Cuenta Gil Robles que el capitán Ansaldo,
hombre de acción a quien José Antonio Primo de Rivera terminó expulsando de
Falange por sus métodos demasiado expeditivos, le pidió que construyera un zulo en
su propia casa y que aceptara una guardia permanente de «guerrilleros». Calvo se
negó a tener esa escolta porque, con razón, la consideraba inútil. «Esos muchachos no
podrán ir armados y solo serían unas víctimas más». No sabemos por qué no aceptó
la idea del escondrijo en su piso, ni por qué siguió durmiendo en su casa, cuando el
resto de los líderes derechistas más amenazados, Gil Robles, Goicoechea y Lerroux,
hacía tiempo que cambiaban de lugar para pasar la noche. Y eso que Calvo Sotelo se
había tomado muy en serio el exabrupto de Casares Quiroga haciéndole responsable
«de lo que pudiera ocurrir».
La única precaución que sí adoptó la sabemos por Luis de Galinsoga, que era el
director de ABC, y fue a raíz de esa intervención de Casares. Reproducimos el
testimonio del periodista, pero haciendo la salvedad de que está prestado a posteriori,
es decir, cuando el testigo ya conoce el final de la historia:
Ya comprenderás [dice Galinsoga que le dijo] que después de lo que ha dicho Casares esta tarde en el
Congreso, mi vida está pendiente del menor incidente callejero, auténtico o provocado por ellos mismos,
y yo quisiera que tú, que estás en el periódico hasta el amanecer, me advirtieras inmediatamente de
cualquier suceso de esta especie para que no me sorprendan desprevenido las represalias, aunque creo
que todo será inútil porque me considero sentenciado a muerte.
Aun en la noche del sábado 11 de julio [recuerda otra vez Galinsoga], antevíspera de su asesinato,
estuvo en mi despacho y me repitió la consigna inolvidable. Pero la fatalidad dispuso que la noche del
domingo 12, en que cayó muerto a balazos en la calle de Augusto Figueroa el teniente de Asalto Del
Castillo, yo no me encontrase en ABC, por ser domingo y, por tanto, día de descanso en el periódico [en
efecto, los diarios de la mañana no salían a la venta los lunes en aquella época]. No pude cumplir su
encargo, que era para mí un mandato sagrado.

En realidad, Calvo Sotelo confiaba ciegamente en sus dos agentes de escolta, los
policías Antonio Alvarez y Luis Gamo (que sería asesinado a poco de comenzar la

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guerra), que le eran afectos y a quienes había tomado mucha confianza. De hecho, en
una ocasión avaló un crédito de 60 000 pesetas para uno de ellos. Por eso, se sintió
desagradablemente sorprendido cuando a primera hora de la tarde del día 3 de julio,
en lugar de Gamo y Álvarez se presentaron otros dos policías. «Vengo a presentarme
con mis compañeros porque somos los agentes de la nueva escolta».
Calvo Sotelo no ocultó su extrañeza: «¿Y los otros? ¿Qué fue de ellos? ¡Tan
buenos amigos como éramos ya…! Y ¿a qué se debe el cambio?». El nuevo policía
contestó evasivo: «No lo sé. Cosas… líos de la Dirección. De madrugada dispusieron
un cambio de escoltas. La suya pasó al servicio de Largo Caballero».
Cuatro días después, Bau recibe una llamada misteriosa. Alguien quiere verle con
urgencia. La entrevista se celebra a las nueve y media de la mañana siguiente en la
cafetería Chócala, de la calle de Alcalá. El misterioso personaje es uno de los nuevos
escoltas de Calvo Sotelo, el agente don Rodolfo Serrano de la Parte, gallego y muy
relacionado con el clan Casares Quiroga, quien le advierte con absoluta reserva que
han recibido órdenes de vigilar todos los movimientos del político monárquico y de
abstenerse si se produjera un atentando contra su «protegido». Ítem más. El agente
Serrano afirma que las órdenes vienen del propio Alonso Mallol, director general de
Seguridad, y que se las ha trasmitido Lorenzo Aguirre, el jefe de Personal de la
Dirección General de Seguridad. Añade que Lorenzo Aguirre les ha insinuado que si
el atentado se produjera en descampado o sin testigos, que procuraran auxiliar a los
atacantes. Y, por fin, explica que él es republicano, pero también creyente y que no
está dispuesto a cumplir ese papel. Tras la conversación, Serrano de la Parte vuelve a
su oficina y pide el traslado a Galicia, que le será concedido.
La noticia es muy preocupante y sensacional. Bau se lo cuenta a Calvo Sotelo,
quien hace partícipes de la misma a Gil Robles y a Ventosa, portavoz de la minoría
catalana. A Gil Robles no le extrañó porque a él le había ocurrido lo mismo con su
escolta y estaba tratando de que le restituyeran a los antiguos agentes. Por eso le
aconsejó que hablara inmediatamente con el ministro de la Gobernación. Así lo
hicieron. Moles les respondió que no había dado orden alguna en ese sentido y
prometió que le pondría unos nuevos agentes, lo que cumplió, aunque a decir de
Calvo Sotelo «parecían mucho peor que los otros».
Después de la guerra, ante los tribunales franquistas, Rodolfo Serrano de la Parte
mantuvo la misma versión y reconoció que, en lugar de intentar proteger a Calvo
Sotelo, había pedido el traslado para no verse complicado en un asesinato. Tanto
Aguirre como el otro escolta, José Garriga Pato, lo negaron todo. Para Lorenzo
Aguirre, que había sido ascendido a jefe superior de Policía de Madrid en los
primeros meses de la guerra, aquella acusación debía de ser la menor de sus
preocupaciones. Su firma estaba en varias órdenes de detención que habían acabado
en «paseos» y se le relacionaba con la temida Brigada del Amanecer. Su más duro

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acusador ante el tribunal fue el abogado y policía José Escalona, que permaneció en
la Dirección de Seguridad hasta octubre de 1936.
A su presencia, las milicias se llevaron funcionarios a asesinar sin que Aguirre hiciera nada por
salvarlos, antes al contrario, visto con complacencia el asesinato de sus compañeros y justificándolo
diciendo que «por algo sería»; y cuando llegaban las viudas a pedir noticias, Aguirre no les daba
facilidad alguna para encontrar los cadáveres, de cuyo sitio tenía conocimiento. (…) También presenció
el declarante cómo Aguirre mostraba interés personal por el asesinato de algún funcionario.

Otro comisario de la época, Lino, de quien luego tendremos completa noticia,


relató sucesos parecidos durante aquellos meses en la Dirección de Seguridad. Entre
otras cosas, contó que durante semanas durmió con sus compañeros en el despacho,
con las pistolas montadas, para no caer en manos de las milicias. Logró pasarse a los
nacionales ese invierno.
Seguramente, la verdad sobre el cambio de escolta de Calvo Sotelo se encuentre
en un término medio. Cierto es que un policía de vigilancias políticas, más ayer que
hoy, no tenía por qué sorprenderse de que sus superiores le ordenaran vigilar las idas
y venidas de su «cliente». Si Rodolfo Serrano de la Parte advirtió a Bau, es porque
supuso que la orden de espiar a Calvo Sotelo llevaba una intención oculta.
La oficinilla de intervenciones («pinchazos», decimos ahora) de Telefónica, en la
Gran Vía, la Dirección General de Seguridad, en la puerta del Sol, y el cuartel de
Asalto de Pontejos, en la calle del Correo, todas en Madrid, parecen ser los centros
donde se articuló una especie de Policía paralela en la que se mezclaban cargos
políticos, como Aguirre o Carlos Esplá, miembros de las milicias, policías y oficiales
de Asalto. En Pontejos, por ejemplo, existía un despacho con el rótulo de «Milicias»
escrito en la puerta y en Telefónica no se sabía quién tenía más teléfonos
intervenidos, si el gobierno o las centrales sindicales. Solo teniendo en cuenta esta
realidad, se puede llegar a comprender cómo fue posible el secuestro y asesinato de
Calvo Sotelo. Según uno de los asaltos que participó en el crimen, Aniceto Castro,
«entre los guardias se mezclaban algunos paisanos pistoleros (…) pero esto ocurría
otras noches porque esos pistoleros pertenecían a la escolta de políticos y
frecuentaban el cuartel [Pontejos] y realizaban además servicios de investigación y
capturas».
A todo esto, habíamos dejado al jefe de la oposición monárquica parlamentaria en
el momento de acostarse. Tecleó en la máquina de escribir «España está destrozada,
vamos a reconstruirla», que bien podría ser el principio de una proclama, pero cambió
de idea y no continuó el escrito. Allí, en el carro, quedó la hoja de papel. Y se
durmió. Mientras, la noticia del asesinato del teniente Del Castillo volaba por
comisarías, periódicos de la noche y centros de izquierdas. Tras la autopsia, que fue
un simple reconocimiento visual, el cadáver del teniente fue trasladado al salón rojo
de la DGS, donde se dispuso la capilla ardiente. La tensión subía por momentos entre
las compañías de Asalto de Pontejos y en la misma puerta del Sol. El teniente Barbeta

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reunió a sus hombres y les arengó, exigiendo venganza con frases como «no tenemos
cojones si no nos cargamos esta noche a veinte señoritos chulos que son los culpables
de la muerte del teniente Del Castillo». Había gestos de rabia entre algunos oficiales,
que pisoteaban sus gorras de servicio, gritos y pesadumbre. Simeón Vidarte, entonces
diputado socialista por Badajoz, recuerda:
Los alrededores de la Dirección estaban a esa hora intransitables. La conmoción que había producido en
el Madrid del Frente Popular este cobarde asesinato era indescriptible. Las Juventudes clamaban
venganza por la muerte de su instructor. Los ánimos estaban tensos. En el Cuerpo de Asalto,
especialmente creado por la República para garantizar el orden público, los jefes republicanos se
preguntaban indignados si el gobierno se proponía que uno a uno fueran cayendo los militares más leales
al régimen, sin tomar alguna decisión enérgica que lo evitase.

Sobre las doce de la noche, una comisión de oficiales que, según testimonio
recogido por Gibson, incluía a tres capitanes y a un teniente, todos de Asalto,
consiguió hacerse recibir por el ministro de Gobernación para exigirle que se les
permitiera llevar a cabo una redada general de fascistas. Asintió el ministro, pero
como los asaltos no estaban familiarizados con las tareas de investigación, Moles les
prometió que daría las órdenes oportunas para que les entregaran los ficheros de
sospechosos de pertenecer a la Falange y a otras organizaciones suspendidas que
había elaborado la Brigada de Investigación. Pronto, las distintas compañías de
Asalto fueron distribuyéndose las listas de domicilios que había que registrar, se
repartieron las camionetas disponibles y los guardias, acompañados de algunos
paisanos, salieron a la captura de facciosos. Moles, eso sí, les había hecho prometer
que no matarían a nadie y que se limitarían a llevar a los detenidos hasta la Dirección.
Pero para muchas de las víctimas, más de doscientas, aquella razzia indiscriminada,
ilegal e injusta, significó una muerte aplazada: continuaban en la cárcel cuando
estalló el Alzamiento y fueron sacados y paseados.
En la selección de objetivos participaron personas ajenas a la Dirección de
Seguridad, como el ya varias veces citado Manuel Tagüeña Lacorte, dirigente de las
Juventudes Socialistas, quien admitió sin darle importancia que se instaló en una
oficina con el capitán Fontán para expurgar unos ficheros que poseía su compañero
Ordóñez. Este los había conseguido en el asalto a una sede de Falange. Pero primero
tuvo que ir a buscar las fichas, para lo que le acompañó en un vehículo otro oficial de
Asalto. A la hora de elegir los nombres, Tagüeña confiesa en sus memorias que «no
conocíamos a nadie y escogimos aquellos que figuraban anotados con cuotas
mensuales más altas o a los que aparecían como obreros, que podían ser gente a
sueldo». (Falange tenía muchos obreros en sus filas; pero los socialistas de la época
siempre los tildaban de mercenarios).
¿Figuraba el nombre de Calvo Sotelo en esas listas? Con toda seguridad no. Pero
al amparo de la confusión y de los gritos se estaba formando otra expedición de
castigo. Y en esta, lo que menos había era histeria.

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La plataforma número 17, una furgoneta abierta, con cuatro puertas a cada lado y
seis bancos corridos, abandonó el acuartelamiento de Pontejos cuando ya habían
partido todas las demás. Enfiló hacia la Puerta de Alcalá y al llegar a la calle de
Velázquez la tomó en dirección a Diego de León. Allí, dio media vuelta para tomar el
carril de bajada y se detuvo ante el número 89, el domicilio de Calvo Sotelo. Otra
expedición, en un vehículo Fiat de cuatro plazas, iba camino de un chalet de la calle
O’Donnell, donde vivía el ex presidente del Partido Radical y ex presidente del
Gobierno Alejandro Lerroux. No hubo expedición para buscar a Gil Robles. Por
confidencias de sus escoltas debían de saber que se encontraba pasando el fin de
semana con su familia en el sur de Francia. Pero tampoco hallaron a Lerroux.
Como recordarán, Urbano Orad de la Torre afirmaba en su carta que todos los
ocupantes de la plataforma 17, menos el conductor de servicio, fueron voluntarios.
Sabemos que al menos había otra persona, un guardia de Asalto que no debía de ir de
buen grado a ese servicio: el agente Aniceto Castro Delgado, que era de derechas.
La simple lectura de las reseñas biográficas de los ocupantes de la furgoneta nos
explica más del crimen que todo lo que nosotros podamos añadir. Son estas, de
acuerdo con los datos de Bullón de Mendoza, Gibson, Ricardo de la Cierva, la Causa
General y otros:

CAPITÁN DE LA GUARDIA CIVIL FERNANDO CONDES. Nacido en la provincia de


Pontevedra, como Calvo Sotelo. Ingresó en el ejército a los 16 años. Era hijo de
un comandante de Infantería. Tras pasar por la academia de Toledo, fue
destinado a Marruecos donde cumplió bien. Allí conoció al teniente Del Castillo,
con el que ya hemos dicho que trabó una fuerte amistad. En 1928 pidió el
ingreso en la Guardia Civil y, tras pasar por Cifuentes, Guadalajara, Barcelona y
Oviedo, fue destinado al parque de automóviles de Madrid. Aquí entabló una
buena amistad con la diputada por Badajoz Margarita Nelken. Nunca se
pudieron probar las acusaciones de que habían sido amantes, aunque su relación
era muy estrecha. La Nelken le presentó al dirigente de la UGT Amaro del Rosal
y este, a su vez, a Largo Caballero que le «otorgó una total confianza». Fue uno
de los pocos militares comprometidos con la revolución de Octubre que cumplió
su palabra: intentó tomar el parque de automóviles de la Guardia Civil con
apoyo de la sección de Infantería de Del Castillo, que aún no había ingresado en
Asalto; pero fracasaron y fueron detenidos, juzgados y condenados. Amnistiados
tras el triunfo del Frente Popular en febrero de 1936, fue ascendido a capitán,
pero la Benemérita se negó a concederle un destino y quedó como disponible.
Fue instructor de milicias socialistas, en especial de «la Motorizada», y tenía
libre acceso a las dependencias de Pontejos. Formaba parte de la UMRA y era
militante del Partido Socialista. En los últimos días de junio, frecuentaba una
tertulia de milicianos y militares izquierdistas en una cafetería de la calle de

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Sevilla.
LUIS CUENCA ESTEVAS (Ricardo de la Cierva le cita como Victoriano Cuenca).
También gallego, de La Coruña, era hijo de un ingeniero industrial y nieto de un
general de la Guardia Civil. Por «reveses de fortuna» emigró a Cuba, donde se
mezcló en turbulencias políticas. Se decía, aunque no está probado, que fue
escolta del dictador cubano Camacho. Desde entonces le apodaban
indistintamente «el Pistolero» y «el Cubano». En 1932, de vuelta en España,
ingresó en las Juventudes Socialistas. Formaba parte de «la Motorizada» y había
hecho escoltas a Indalecio Prieto. Según declaró su hermano Luis en la Causa
General, era amigo de Del Castillo y mantenía una relación más superficial con
Condés. Entre sus compañeros se le atribuían los asesinatos de Matías Montero
y de Juan de Dios Rodríguez.
FEDERICO COELLO. Natural de Morón de la Frontera (Sevilla), de 30 años.
Médico afiliado a las Juventudes Socialistas de Madrid y directivo de la FUE.
Según Tagüeña, era hombre de acción que no vacilaba en disparar, incondicional
de Largo Caballero (de hecho era novio de su hija, Carmen), y había hecho
servicios de acompañamiento de Indalecio Prieto con «la Motorizada».
FRANCISCO ORDÓÑEZ. Era amigo de Coello y, como este, había pertenecido a la
junta directiva de la FUE. También era «caballerista». Se afilió a las Juventudes
Socialistas en 1934 y participó activamente en la reorganización de las milicias,
trituradas tras el desastre de la revolución de Octubre.
SANTIAGO GARCÉS ARROYO. Amigo del presidente de las Juventudes Socialistas,
Enrique Puente, y hombre de acción de «la Motorizada» actuaba a veces como
escolta de Prieto. Estuvo afiliado al Sindicato de Artes Blancas (panaderos).
Explicó a Gibson que se subió a la camioneta porque era amigo de Condés.
Durante la guerra llegó a ser jefe del temido SIM (Servicio de Información
Militar) creado por Prieto.
JOSÉ DEL REY HERNÁNDEZ. Miembro de las Juventudes Socialistas desde 1931,
ingresó en la Guardia de Asalto en 1932. Participó en los preparativos de la
revolución de 1934. Tras la amnistía, fue destinado al servicio de vigilancias
políticas. En julio de 1936 era el escolta de Margarita Nelken.

Con ellos iban los guardias Tomás Pérez, Aniceto Castro, Antonio San Miguel
Fernández, Bienvenido Pérez Rojo, Ricardo Cruz Cousillos y Orencio Bayo
Cambronero, que era el conductor. En distintas obras y relatos figuran otros nombres,
pero su presencia aquella noche en la plataforma 17 no está probada.

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ESCENA DECIMOCUARTA
«VOLVERÉ, SI ES QUE NO ME MATAN ESTOS SEÑORES»

La plataforma número 17 recorrió la distancia entre Pontejos y el número 89 de


Velázquez en menos de diez minutos. Eran las dos y media de la madrugada cuando
se detuvo ante el portal. Hacía ya más de cinco horas que habían matado a Del
Castillo y la capital estaba siendo peinada desde la una de la mañana por las
expediciones de castigo de los asaltos. Pero en la casa de Calvo Sotelo todos dormían
ajenos al peligro. Nadie de sus conocidos, nadie en la Policía llamó para anunciarle,
al menos, el grave incidente que acaba de producirse en el centro de Madrid.
Condés distribuyó a su gente en los alrededores del domicilio, cortando el acceso
por Diego de León y por la propia calle de Velázquez, y dejó a dos guardias para
vigilar el descampado contiguo al edificio. No parece que tuviera la menor intención
de dejar escapar a la presa. Tras identificarse como oficial de la Guardia Civil ante los
dos policías municipales que «guardaban» el domicilio de Calvo Sotelo, subió al
segundo piso acompañado por Luis Cuenca, José del Rey y dos guardias de uniforme.
Y llamó al timbre.
—¡Abran a la Policía! ¡Venimos a hacer un registro!
Pero detrás de la puerta estaban las dos doncellas de servicio, en bata y asustadas
que se negaban a abrir.
—Traemos orden de hacer un registro, si no abren tiramos la puerta abajo.
Por fin, se despierta Calvo Sotelo. Se pone un batín y se asoma al balcón: «¿Son
policías de verdad los que están llamando al piso?», pregunta a uno de los vigilantes
nocturnos. «Sí, don José, es la Policía».
Calvo Sotelo abrió y por la puerta entraron en tromba Condés y sus hombres. Se
distribuyeron por las habitaciones.
Fueron correctos, pero inflexibles —contaría años después Enriqueta—. El matiz, sin embargo, que
caracterizó su actuación y que percibió perfectamente mi madre y los que la presenciaron, fue una ironía
despectiva, un velado sarcasmo ante la buena fe aparente de mi padre. Se sonreían entre ellos y cruzaban
miradas burlonas.

—Traemos orden de la Dirección General de Seguridad para hacer un registro.


—¿A estas horas y de tan extraña manera?
—Esta es la orden que nos han dado.
El registro es superficial. Abren algunos cajones, miran en los estantes del
despacho. Calvo Sotelo, mientras, intenta tranquilizar a su mujer:
—Es la Policía, no te asustes, vienen a hacer un registro. Lo siento por ti, que
siempre eres la víctima de todo.

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Pero la intuición de Enriqueta Grandona era exacta. En el despacho, Condés
encuentra una pequeña bandera bicolor unida a un asta de metal. La destroza.
—Esta casa es muy grande para registrarla toda; no vale la pena. Lo siento, señor
Calvo Sotelo, pero traemos orden de la Dirección General de Seguridad de llevarle
detenido.
—¿Detenido? Pero ¿por qué? ¿Y mi inmunidad parlamentaria? ¿Y la
inviolabilidad del domicilio? Soy diputado y me protege la Constitución.
Era inútil.
—Permítanme que llame a la Dirección General de Seguridad. Nueva negativa y,
además, han arrancado los cables del teléfono.
—Exijo y pido que me dejen en casa hasta que amanezca el día. Nueva negativa.
Una vez más, correcta, pero firme:
—Se viene usted con nosotros, en la Dirección le darán todas las explicaciones
que quiera.
Pero Calvo Sotelo insiste, se niega y se sienta en la cama. Condés exhibe el carnet
que le acredita como oficial de la Guardia Civil.
—Supongo que esto le bastará a usted para convencerse de la autoridad legítima
de nuestra misión. Enriqueta Grandona ve el carnet y exclama:
—¡Con lo que yo quiero a la Guardia Civil! Condés se sonríe y Calvo Sotelo
estalla:
—¡Cállate, Enriqueta, que se van a reír de ti y entonces sí que ya no respondo!
Calvo Sotelo se vistió despacio, vigilado siempre por los intrusos. Su mujer le
preparó un maletín con una muda, mientras repetía obsesivamente «no te vayas, Pepe,
por favor, no te vayas».
—Le doy mi palabra de caballero de que dentro de cinco minutos estará usted
delante del director general de Seguridad.
Calvo Sotelo se despide de sus hijos, que duermen. Les besa, pero solo se
despierta Conchita. «No te asustes, es que me llevan detenido».
—¿Cuándo volverás, Pepe?
—Dentro de cinco minutos te llamaré desde la Dirección General de Seguridad…
Si es que estos señores no me llevan a pegarme cuatro tiros.
No fueron cuatro. Bastaron dos.
Ya en la calle, sin la cercanía de su mujer, Calvo Sotelo tiene un momento de
debilidad. Cuando le indican su asiento y ve a Condés remoloneando en la acera, se
alarma.
—Supongo que usted vendrá conmigo, o me tienen que matar aquí, porque yo no
me muevo.
—¿Es que no le merecen confianza los de Asalto? Suba usted que yo no me
muevo. Voy aquí delante, no se preocupe.

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Calvo Sotelo quedó instalado en el tercer departamento, sentado en dirección a la
marcha, entre dos guardias de asalto. En el asiento frontero no se sentó nadie. En el
cuarto departamento de espaldas al detenido, otros guardias, y entre ellos, Cuenca,
exactamente detrás del detenido, a la altura de la nuca.
—¿Y el capitán?
—Aquí estoy.
—¡Ah! Está bien. Entonces vamos. Ya veremos en qué acaba todo esto.
En el banco delantero se sentaron el chófer, el capitán Condés y José del Rey; en el segundo, algunos
paisanos y guardias; en el tercero, que era de espaldas a la dirección, no iba nadie; en el cuarto, el
declarante, el señor Calvo Sotelo y el guardia del escuadrón de Seguridad, y en el quinto, el Pistolero
[Cuenca] y otros paisanos. Se encaminó la camioneta calle Velázquez abajo, y a los pocos momentos de
emprender la marcha, cree que fue al llegar al cruce con la calle de Ayala, sonó un tiro, y al momento vio
que el señor Calvo Sotelo caía hacia la derecha y el Pistolero esgrimía detrás de él una pistola con la
que, indudablemente, había disparado sobre la nuca de aquel. Al instante, vio cómo el Pistolero hizo un
segundo disparo sobre la cabeza del señor Calvo Sotelo, cuando este ya estaba cabeza abajo. Entonces el
guardia del escuadrón se pasó al asiento de atrás. El Pistolero exclamó: «Ya cayó uno de los de Del
Castillo», y al mismo tiempo Condés y José del Rey se cruzaron miradas y sonrisas de inteligencia.
Al llegar a la confluencia de Velázquez con Alcalá, les detuvo otra camioneta de Asalto allí apostada, al
mando del teniente Barbeta. Les dejó pasar y siguieron en la camioneta 17 hasta el cementerio del Este,
al llegar al cual el capitán Condés, José del Rey y algunos otros se apearon, y, tras hablar breves palabras
con dos guardas del cementerio, dieron orden de apear el cadáver, el que extrajeron de la camioneta
entre varios y lo dejaron dentro del recinto del cementerio, bajo los cobertizos en una acera próxima a la
puerta de entrada.
A continuación volvieron en la camioneta sus ocupantes hacia Pontejos. Por el camino dijo el chófer:
«Supongo que no me delataréis». Y Condés respondió: «No te preocupes, que nada te pasará». Cuando
pasaban junto a la plaza de toros, dijo José del Rey: «El que diga algo de todo esto se suicida. Lo
mataremos como a este perro». Llegado al cuartel de Pontejos, el Pistolero entró en él, llevando el
maletín del señor Calvo Sotelo, y el comandante Burillo, al verle, le abrazó. Ambos subieron a la
Comandancia, juntamente con el capitán Condés, José del Rey y otros oficiales de Asalto de Pontejos.
Algo más tarde vio llegar y subir allí también al teniente coronel de Asalto Sánchez Plaza.
(De la declaración de Aniceto Castro ante los jueces).

Tras la guerra, el régimen de Franco se empeñó en demostrar que el secuestro y


asesinato de Calvo Sotelo había sido un crimen de Estado, es decir, un crimen
ordenado por el gobierno de la República y ejecutado por las fuerzas de seguridad del
Estado, pero nunca se aportaron pruebas concluyentes para despejar esa equis. Y no
pudieron porque, simplemente, en Madrid aquella noche el Estado republicano había
dejado de existir.
El asesinato de Calvo Sotelo, al menos en lo que se refiere a la identificación del
jefe del comando, el capitán Condés, fue resuelto por la Brigada de Investigación
Criminal en menos de 24 horas. También estaban identificados el chófer de la
plataforma número 17 y varios de los guardias de asalto que habían participado en la
acción. No crean que fue un alarde de perspicacia policial. No, ni mucho menos. El
comisario de Policía, Julio de Antón, dio a conocer recientemente, en 2001, las
memorias mecanografiadas del comisario Lino, que su familia había conservado
celosamente (Policía y Guardia Civil en la España republicana, editorial Edibeso

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Wells, Madrid). Por él sabemos ahora, setenta años después, que los datos
fundamentales de la investigación nunca fueron trasladados al juez encargado del
caso.
A las tres de la madrugada del 13 de julio, el comisario jefe de la Brigada de
Investigación Criminal de Madrid (la Secreta), Antonio Lino Pérez-González, estaba
aún en su despacho. Los acontecimientos de la noche, con la Guardia de Asalto
campando a sus anchas por las calles de Madrid, le habían dado un mal pálpito, y
aunque ninguno de sus superiores le había encargado investigación alguna, por
ejemplo, el asesinato del teniente Del Castillo, decidió quedarse en la jefatura. Lino
no era precisamente un novato; llevaba en la Policía desde 1902 y había sido uno de
los primeros jefes de brigada nombrados por Azaña. Su nombre era habitual en las
páginas de la prensa. Acababa de resolver, entre otros, el atentado frustrado contra
Ortega y Gasset, el de la bomba dentro de una cesta de huevos, y había permanecido
de pie, mientras llovían las balas, en el entierro de Anastasio de los Reyes. Y esa
noche, ya hemos dicho, tenía un mal pálpito, intuición policial que se llama.
Nada más desaparecer la camioneta de Asalto calle Velázquez abajo, la mujer de
Calvo Sotelo llamó desde el teléfono de la portería a la Dirección, donde habló,
precisamente, con el comandante Ricardo Burillo que era el jefe del Grupo de Asalto
de Pontejos y que estaba de oficial de servicio. También habían llamado los agentes
de vigilancia en la puerta del domicilio de Calvo Sotelo comunicando la novedad. Y
sobre las tres, el director de Seguridad, Alonso Mallol, llamó al comisario Lino para
preguntarle si sabía algo de la detención por unos desconocidos del diputado
monárquico. Lino, naturalmente, dijo que no y comprendió que su intuición no le
había fallado. Unos minutos después, fue convocado al despacho de Mallol donde ya
estaba el teniente coronel Sánchez Plaza.
Me explicaron que el señor Calvo Sotelo había sido detenido y trasladado a un camión y que
seguramente era obra de los comunistas, diciendo el director que tanto el teniente coronel como yo
debíamos trasladarnos juntos al domicilio del señor Calvo Sotelo y hablar con los guardias de servicio.

Durante el trayecto, el comisario nota la preocupación del oficial de Asalto y


hasta le escucha murmurar «¡qué disparate!».
Los guardias de seguridad de la puerta, al ver al teniente coronel, se le acercaron diciéndole que no
había más novedad que la detención del señor Calvo Sotelo; y después de hacerles a los guardias varias
preguntas sin importancia y sin que se refiriera al objeto de nuestra visita, se volvió a mí diciendo: «Si le
parece podemos regresar, pues esto ya está visto». Yo entonces comprendí que lo que se trataba era de
desvirtuar los hechos, por lo que dirigiéndome a los guardias, les pregunté por las características de la
camioneta en que se habían llevado al señor Calvo Sotelo, contestándome espontáneamente que era de
las nuestras, la marcada con el número 17, que iba ocupada por dos o tres guardias, entre ellos un cabo, y
varios paisanos. Hice ver al teniente coronel que era necesario interrogar a la familia y servidumbre,
subiendo ambos al domicilio de Calvo Sotelo, donde nos enteramos de todo lo sucedido.

Mientras se llevaba a cabo esta primera gestión, Enriqueta Grandona había

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comenzado a movilizar a los amigos de su marido. Biempica, Amado, Sainz
Rodríguez, Goicoechea, el conde de Vallellano despertaron en esas horas febriles de
la madruga al presidente de las Cortes, Martínez Barrio, a los vicepresidentes
Jiménez de Asila y Fernández Clérigo y a todos los miembros del gobierno, desde
subsecretario para arriba, que se les pusieron a tiro de teléfono. Visitaron la Dirección
de Seguridad, el Ministerio de Gobernación, se enfrentaron con Mallol, quien, fuera
de sí ante los insultos, amenazó al conde Vallellano con enviarle a la Guardia de
Asalto («Yo no la recibiré como Calvo Sotelo», parece que respondió el conde); y
recorrieron las comisarías. Todo en vano. La única respuesta es que se estaba
investigando la desaparición y se trataba de averiguar el paradero del diputado
monárquico.
Para entonces, el comisario Lino ya había hablado largo y tendido con Mallol,
explicándole que los comunistas no tenían la menor intervención en el asunto y que
lo primero era averiguar dónde estaba la dichosa camioneta número 17. Mallol, hay
que decirlo claramente, le encargó la investigación sin restricciones. Pero Lino, que
sabía de qué iban las cosas, pidió a sus inspectores que actuaran con mucha
discreción, mientras él se volvía por su cuenta al domicilio de Calvo Sotelo «pues
quería una declaración fresca del portero y de los dos guardias de la puerta que me
parecieron muy sinceros».
Al regresar a Pontejos, las cuatro o cinco piezas del sencillo puzzle comenzaban a
encajar. Los inspectores habían localizado en Pontejos la camioneta y averiguado que
el chófer de servicio y otro guardia la habían llevado a lavar al parque de automóviles
hasta dos veces. Que pese a todo, quedaban algunas manchas de sangre que se
intentaron limpiar con tierra y que en Pontejos se daba la explicación de que un
guardia había sufrido una hemorragia nasal.
Sobre las ocho de la mañana, Lino vuelve al despacho del director para dar cuenta
de lo sucedido con la camioneta y de que las otras gestiones para hallar a Calvo
Sotelo no han dado resultado. En el despacho estaba presente el comandante Torres.
—Lo que le haya tenido que suceder a Calvo Sotelo —explicaba Torres a Mallol
— a estas horas ya ha sucedido.
—¿Y no habrá reacción? —contestó preocupado Mallol.
—Se les ametralla —respondió el comandante.
Lino afirma que esas palabras le produjeron tanta impresión que Alonso Mallol lo
advirtió, y que le dijo que, si quería, podía ir a Pontejos a detener al chófer de la
camioneta. «Contestando yo que los guardias de asalto tenían sus jefes naturales que
debían practicar la detención». Salió del despacho «trastornado», porque comprendió,
ya sin dudas, que el crimen «se había fraguado entre todos aquella misma noche,
queriendo al principio achacárselo a los comunistas».
En Pontejos, el comandante Ricardo Burillo y el teniente Barbeta hicieron un

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«blando interrogatorio» al chófer de la camioneta del que existen dos versiones; la del
conductor, Orencio Bayo Cambronero, quien declaró en 1939 que Burillo y Barbeta
se negaron a consignar en el atestado lo que él les dijo, que había participado en el
crimen; y la de Burillo, que siempre negó, incluso la víspera de su fusilamiento, que
hubiera manipulado la declaración. El caso es que Orencio Bayo fue remitido a la
Dirección General de Seguridad con un papel en el que declaraba que no había
participado en ningún servicio «porque había estado durmiendo desde las once de la
noche hasta las seis de la mañana». Desde luego, Burillo no debió de poner mucho
celo en la investigación, puesto que no menos de un centenar de personas, incluido el
teniente Máximo Moreno y el propio Barbeta, sabían perfectamente que Bayo
Cambronero había estado de servicio aquella noche, además de figurar su nombre en
el estadillo de guardias para aquel día. Lino, que fue el encargado de tomarle la
declaración en la DGS, nos dice expresivamente:
A la hora de estar en mi despacho se me presentó el conductor de la camioneta y dos de los guardias que
iban en ella manifestándome que venían por orden de su jefe para prestar declaración, llamándome al
mismo tiempo el director diciéndome que en media hora tenía que estar el atestado en el juzgado; así es
que prestaron la declaración que quisieron y así fueron al juzgado.

Pero Lino, mientras se termina el papeleo, pega la hebra con uno de los guardias,
«el que parecía más ingenuo y más asustado», y, en plan colega, le sonsaca un detalle
trascendental: que aquella noche había visto entrar y salir del cuartel de Pontejos a un
teniente de la Guardia Civil, muy conocido porque en la revolución de Octubre le
habían cogido unos uniformes. «Esto para mí fue la clave».
En efecto, Lino sabe que fue a Fernando Condés, recién ascendido a capitán, a
quien se le incautó de una partida de uniformes de la Guardia Civil con los que
pensaba disfrazar a los miembros de la milicia socialista para tomar un
acuartelamiento el 6 de octubre. Manda sacar unas fotografías de la ficha de Condés
—las únicas que hoy se conservan—, las enseña un poco por ahí y se lo confirman.
Pero en la Dirección las cosas han cambiado mucho en esas pocas horas. Nadie
demuestra el menor interés en seguir la investigación, y mucho menos en detener a
Condés; por lo que, pese a recibir alguna amenaza velada, o quizá por ello, Lino
decide acudir a la Dirección General de la Guardia Civil. «Fui a ver al comandante
Naranjo, ayudante del general Pozas (que era entonces el director general de la
Benemérita) al que le expliqué el caso (…) y cuál sería mi sorpresa cuando me dijo
que él no se quería meter en nada y que obrara yo como quisiera». Lino, por fin, se
decide a detener él mismo a Condés. Pero el capitán no está en su casa. Se ha
marchado advirtiendo a la portera que no volvería más. «Esto me hizo pensar que fue
avisado», termina su relato el comisario.
Si a Lino empezaban a amenazarle de muerte, al juez de guardia, Ursicino Gómez
Carbajo, le estaban haciendo luz de gas. Prácticamente tuvo que repetir todas las

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diligencias que ya había hecho el comisario Lino y, por lo tanto, interrogó a los dos
vigilantes de la casa de Calvo Sotelo. Llegó a la misma conclusión que Lino: las
fuerzas de asalto estaban tapando descaradamente el crimen. De las declaraciones de
los guardias dedujo que «cualquier organismo policial de mediana solvencia
profesional y ética» habría esclarecido el delito y detenido a sus autores en «cuestión
de horas». Entre gestión y gestión, el juez recibió el aviso de que en el depósito del
cementerio del Este había un cadáver que, por las trazas, podría ser el de Calvo
Sotelo. Lo era. Tenía dos disparos en la nuca.
Los primeros en identificar el cadáver fueron tres periodistas: Alcocer, el
fotógrafo Yubero y Barrado. Los dos primeros son del diario de la noche Ya, de
derechas, y el tercero, de un periódico anarquista. Alcocer, que era redactor de
sucesos, estaba esperando en el despacho del comisario Aparicio cuando sonó el
teléfono. Llamaban desde el cementerio preguntando por la filiación de un cadáver
dejado allí durante la madrugada. El interlocutor afirmaba que los guardias de asalto
le habían prometido llevar la documentación por la mañana. Alcocer dejó una nota
escrita al comisario Aparicio y salió pitando con Yubero hacia el cementerio.
Barrado, sospechando que «algo sabían», les siguió. Pero su periódico no se editaba
hasta la mañana siguiente, mientras que la información, con las preciadas fotografías
de Calvo Sotelo muerto sobre la mesa de mármol del depósito, sí la publicó el Ya esa
misma noche, en una edición especial. Era tan completa que dejaba poco margen a
las maniobras de la Dirección para ganar tiempo y disimular las características del
crimen.
Porque en Pontejos, el bueno de don Ursicino seguía luchando contra un
imposible. Había localizado la furgoneta, «era la que estaba más limpia, como recién
lavada», descubierto rastros de «sangre viva» y de «sangre muerta» en el suelo del
vehículo y, ahora, se disponía a celebrar ruedas de reconocimiento de sospechosos
para que la familia de Calvo Sotelo, el portero, los guardias de la puerta y el servicio
doméstico identificaran a los guardias de asalto que habían accedido al domicilio u
ocupado la furgoneta. Pero al juez le hicieron uno de los trucos más viejos del oficio:
el comandante Burillo y los tenientes Barbeta y Moreno se presentaron con 150
agentes en el juzgado, ninguno de los cuales, salvo el chófer de la plataforma, que ya
había sido interrogado, había tenido nada que ver con el asunto. Varios de ellos,
incluso, pertenecían a la guarnición de Toledo. Es evidente que la intención de
Burillo y sus oficiales era alargar la rueda de reconocimiento y buscar el inevitable
error de los testigos. Y lo consiguen. Uno de ellos reconoce a un guardia de Toledo
que se había pasado la noche en la puerta de la Embajada de Estados Unidos. Le
detienen y le encarcelan junto con el chófer. Unos días después, ese guardia toledano,
Andrés Pérez Molero, se encerraría en el Alcázar y se convertiría en co-protagonista
de uno de los episodios más famosos de la guerra civil. A Gibson le contó, en 1981,

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que tras su detención:
… la sección de Toledo formó un escándalo en Pontejos. (…) Yo había estado toda la noche con mi
compañero en la Embajada de Estados Unidos. ¡Toda la noche! Mis compañeros lo sabían, como es
lógico. Y lo sabía perfectamente el teniente Barbeta. Salí de la cárcel hecho un veneno, un veneno. Yo
no tragaba aquel régimen. (…) Yo político no he sido nunca. He sido amante del orden, de la ley y de la
justicia. Pero aquello fue un desastre. Yo me preguntaba en la cárcel: pero ¿será posible que haya gente
así en el cuerpo? ¿Es que son políticos esta gente o señores de orden público?

La investigación judicial, por supuesto, no llegó a nada. A finales de julio, se


presentó en el juzgado una patrulla de milicianos socialistas y se llevaron el sumario.
En él, figuraban las órdenes de busca y captura de Condés y Cuenca. Pero, para
entonces, Fernando Condés y Luis Cuenca habían muerto en el frente de Somosierra.
El teniente Moreno, que con toda probabilidad organizó las expediciones de Calvo
Sotelo y Lerroux, les siguió a los pocos meses. Su avión se estrelló y prefirió pegarse
un tiro antes de dejarse capturar. Los principales testigos del magnicidio se habían
llevado sus secretos a la tumba.

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ESCENA DECIMOQUINTA
«AHORA ESTÁIS MUY TRANQUILOS PORQUE VEIS QUE CAE EL
ADVERSARIO»

Amanecía en Madrid y la Hoja del Lunes del 13 de julio se voceaba con el gran
titular: «Han asesinado al teniente Del Castillo». Nada sabían sus redactores de que
en el depósito del cementerio del Este descansaba para siempre el protagonista de una
noticia aún más sensacional. Hasta las once de la mañana, aquel cadáver era el de un
sereno encontrado muerto en la calle. Algo sospechaban, sin embargo, los dos
guardas nocturnos del cementerio. El muerto tenía «aspecto de señor» y sus ropas y,
sobre todo, los zapatos eran de precio. Así se lo comunicaron a su jefe cuando, por la
mañana, a las nueve, se incorporó al trabajo.
Una hora antes, alguien había llamado a la puerta del director de El Socialista,
Julián Zugazagoitia. El visitante mostraba «el ajamiento de quien ha perdido la
noche».
—Vengo a decirte, porque acaso convenga que lo conozcas, que anoche han
matado a Calvo Sotelo.
—Ese atentado es la guerra.
—Antes de decidirnos a ejecutar la represalia estuvimos vacilando si ir a casa de
Gil Robles o de Calvo Sotelo. Nos decidimos por el segundo, con el propósito de
volver a por Gil Robles si terminábamos pronto en casa del primero.
Zugazagoitia nunca reveló el nombre de su visitante porque «no muchos días más
tarde había de tocarle perder la vida en los chanchales de la sierra de Guadarrama.
Me parece una prueba de respeto a su muerte no asociar su nombre a la relación que
me hizo».
Sin duda era Luis Cuenca, puesto que el otro «correligionario» que participó en el
crimen y que también resultaría muerto en Somosierra, Fernando Condés, estaba en
ese mismo instante confesándose en la sede del Partido Socialista ante Simeón
Vidarte. Zugazagoitia escuchó el relato de Cuenca y se hizo enseguida una
composición de lugar:
Pensaba preferentemente en las consecuencias políticas del atentado. Este parecía haberse discurrido por
los militares, como réplica a la agresión que un día antes [solo habían sido cinco horas, en realidad]
costó la vida a un oficial republicano. (…) Militares de la UMRA fueron los que organizaron la
represalia, tomando como centro operatorio el cuartel de los guardias de asalto de la calle de Pontejos.
Su tejemaneje previo debió de ser bastante complicado, haciendo intervenir en la operación a buen golpe
de personas, lo que dio como resultado que los amigos del muerto no tardaran en tener una información
casi puntual de todo lo sucedido, que fue realmente monstruoso.

Zugazagoitia llamó de inmediato a Indalecio Prieto, que estaba en Vizcaya, en el

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pueblo de Pedernales, pasando el fin de semana.
—¿Qué quieres que haga?
—Que te vengas inmediatamente a Madrid.
A Juan Simeón Vidarte también le habían sacado de la cama. Al teléfono estaba
Ferbal, jefe de la oficina de la secretaría del Partido Socialista: «Aquí está un señor
que necesita con urgencia hablar con usted. Ha preguntado por Prieto, por Lamoneda
y por usted. Le he dicho que los compañeros Prieto y Lamoneda no están en Madrid».
La entrevista tuvo lugar en la sede del partido, en la calle Carranza, número 20.
Vidarte ya sabía con quién se iba a encontrar, con Condés, y se marchó a toda prisa
de su casa sin desayunar ni afeitarse.
—Usted dirá qué le pasa.
—Algo terrible. Anoche matamos a Calvo Sotelo.
De creer a Vidarte, lo que quería Condés era justificarse. Dijo que solo tenían
pensado secuestrar a Calvo Sotelo, Gil Robles y Goicoechea, con la idea de
descabezar la sublevación que se avecinaba. Y acabó echándole la culpa a Cuenca,
por haber pegado los dos tiros. Preguntaba al final si debía entregarse.
—Yo no me considero facultado para tomar una determinación de esta
importancia. Le he oído a usted como en confesión o como un abogado escucha a un
reo. Aunque usted no haya sido el autor material del asesinato, es el que mandaba la
expedición y su responsabilidad es la misma. Supongo que tendrá usted donde
ocultarse, mientras vemos cuáles son las derivaciones que pueda tener este asesinato.
—Sí, puedo ocultarme en casa de la diputada Margarita Nelken. Allí no se
atreverán a buscarme. El guardia que la acompaña como vigilante iba también en la
camioneta.
Aquí, en estos dos testimonios, se condensa la versión del crimen que ha
mantenido siempre el PSOE: que fue una iniciativa personal de un grupo de militares
y una reacción al asesinato de Del Castillo. Al día siguiente, Casares Quiroga
mantuvo una reunión con miembros del Frente Popular y algunos oficiales de Asalto.
Estaban Prieto, Vidarte, Uribe, Lois, Carrillo y Edmundo Domínguez. Ofrecían el
concurso de sus milicias para «sumarlas a los elementos armados de que dispone el
gobierno, en caso de que fuera necesario ante cualquier movimiento contra el
régimen». Casares agradeció el ofrecimiento, según la nota oficial. Pero, en realidad,
no parecía tan dispuesto. En un momento dado, anunció su intención de detener a
todos los oficiales de Pontejos. Pero Prieto se opuso:
—¿Usted piensa hacer eso?
—Pues sí, porque es un crimen que no se puede ocultar.
—Si usted comete esta tontería, le aseguro que la minoría socialista se marchará
del Congreso.
—Muy bien, muy bien, pero el oficial de Asalto que aparezca con la más mínima

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responsabilidad, ese es detenido.
Prieto se salió con la suya y no se detuvo a nadie. A esas alturas, don Indalecio
defendía al partido por encima de todas las cosas y, quizá, también a sí mismo: había
demasiados militantes cercanos a él implicados en el crimen. ¡Y él tenía tantos
enemigos! Después de la guerra, en el exilio, Prieto intentaría explicarse:
… me reprochan, presentándolo como una incongruencia con el fundamento de mis vaticinios, que yo
armara al pueblo y le dirigiera en la guerra. Mis vaticinios no podían justificar mi deserción. Primero
cumplí mi deber previniendo al pueblo del peligro que corría, y más tarde asociándome con él en su
defensa. La circunstancia de haber desoído mis consejos no me liberaba de la obligación de ocupar mi
puesto cuando la lucha sobrevino.

El 14 de julio, acompañado por treinta mil personas, fue enterrado el cadáver de


Calvo Sotelo. El gobierno había impedido que se le velara en la Academia de
Jurisprudencia, de la que era presidente. Partió directamente del depósito ala tumba.
Ante el féretro, cubierto por la bandera bicolor, Antonio Goicoechea hace la primera
declaración de guerra:
No te ofrecemos que rogaremos a Dios por ti; te pedimos a ti que ruegues a Dios por nosotros. Ante esta
bandera colocada como una reliquia sobre tu pecho, ante Dios que nos oye y nos ve, empeñamos
juramento solemne de consagrar nuestra vida a esta triple labor: imitar tu ejemplo, vengar tu muerte,
salvar a España. Que todo es uno y lo mismo; porque salvar a España será vengar tu muerte e imitar tu
ejemplo será el camino más seguro para salvar a España.

El cortejo, al llegar a Manuel Becerra, devino en manifestación. La Guardia de


Asalto, rotos todos los frenos, se empleó a fondo: murieron cinco manifestantes y
treinta resultaron heridos, todos de bala. Los oficiales de Asalto que protestaron por
la brutalidad de la represión, Gallego, España y Artal, fueron detenidos. Ya nada
parecía importar. Las cárceles de toda España se llenaban de derechistas. Cuenca,
Condés, Del Rey y demás compañeros de la furgoneta número 17 andaban libres y las
páginas de los periódicos, pese a la censura, daban cuenta de la inmensa redada
policial:
Málaga 13, 4 tarde. La Policía ha detenido esta mañana a un joven llamado José López Ruiz, al que,
según parece, se le perseguía por ser afiliado a Falange Española. En el domicilio del detenido se
practicó un registro cuyo resultado se ignora hasta ahora. El señor López Ruiz, que es hijo político del
general Ruiz Trillo, ha ingresado en la cárcel.

Teruel 13, 5 tarde. El gobernador ha impuesto multas a varios vecinos de Foz de Calanda por vitorear al
fascio y a Primo de Rivera.

Huelva 13,1 tarde. La madrugada última fueron detenidas, por orden del director general de Seguridad,
las caracterizadas personalidades de esta capital Eduardo Díaz, Diego Pajarón, Rodrigo Escalera,
Alejandro Algora, Juan Duelos, Ramón Garcés y el ex alcalde de Bolleillos José Celestino. Se ignoran
los motivos de la detención.

Murcia 13, 4 tarde. La madrugada última la Policía practicó varios registros domiciliarios y detuvo a
varias personas de significación derechista, entre ellas al directivo de Acción Popular (CEDA) Enrique
Agerio Miró, a quien se hizo venir de Los Alcázares, donde veraneaba. Dado su delicado estado de

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salud, se le ha permitido que permanezca en su domicilio.

Pontevedra 13, 4 tarde. En Cangas de Morrazo fueron detenidos dos miembros de Falange Española,
acusados de proferir frases escandalosas.

Valencia 14, 4 tarde. Desde anoche, a las diez, y durante la madrugada última, la Policía ha practicado
numerosas detenciones. Destacadas personalidades valencianas que fueron llevadas primeramente a la
Jefatura de Policía, a las tres de esta madrugada y en el coche celular, han sido llevadas a la cárcel
Modelo. Entre ellas están los directivos de Renovación Española, Vicente Lasalla, José Cruz, el doctor
Rosa Meca y varios más. Muchos falangistas y simpatizantes, en su mayoría jóvenes, han vuelto a ser
detenidos y encarcelados. Los hermanos Moutas, de 15 y 17 años de edad, sobrinos del diputado
asturiano José María Moutas, también están encarcelados. El señor marqués de Laconi estaba preso e
incomunicado desde el domingo. Esta mañana se personaron en el Gobierno Civil los directivos del
Instituto Médico, presidentes de los distintos colegios sanitarios de la provincia, pidiendo la libertad del
doctor Rosa Meca, que es presidente del Colegio Oficial de Odontólogos de las provincias de Valencia,
Alicante, Castellón, Albacete y Murcia. El gobernador civil no dejó muy satisfechos a los peticionarios,
a pesar de los razonamientos expuestos ante la primera autoridad de la provincia por el doctor Bosch
Marín, ex director general de Sanidad.

Barcelona 14,3 tarde. La Policía ha practicado gran número de registros durante esta madrugada y la
mañana de hoy en domicilios de elementos significados de Falange y otros de significación derechista.
Parece ser que la actividad de la Policía tenía por objeto buscar al jefe regional de Falange Española,
Roberto Basas. A consecuencia de esos registros ha sido detenido un señor apellidado Martí, en cuya
casa la Policía se incautó de dos escopetas de caza, para las que al parecer tenía licencia. Se han
practicado ocho detenciones de elementos que en la comisaría nos han dicho que eran de significación
derechista, los cuales han sido recluidos en los calabozos de dicho centro oficial.

Salamanca 14, 5 tarde. Esta madrugada fue detenido y encarcelado el jefe provincial de Falange
Española, Francisco Bravo, después de haber sido registrado minuciosamente su domicilio. También
fueron detenidos dos fascistas más.

Zamora 14,5 tarde. Han sido detenidos varios fascistas que han ingresado en la cárcel.

Durante esos días claves, las asombradas derechas vieron cómo eran patrullas
conjuntas de milicianos y policías las que practicaban registros y hacían detenciones.
Desde Gobernación se dictó una nota de obligado cumplimiento a los periódicos:
quedaba prohibido emplear la expresión asesinato en el caso de Calvo Sotelo. No, ni
un solo gesto de apaciguamiento.
A Condés, Prieto se lo encontró el día 15 de julio por la tarde, entre un grupo de
militantes socialistas que aguardaba instrucciones en Carranza, 20. Le hizo una seña
y le llamó aparte.
El sumario de Calvo Sotelo evidencia que fue usted quien detuvo a la víctima.
—Lo sé. Pero nada me importa ya de mí. Abrumado por la vergüenza, la
desesperación y el deshonor, estoy dispuesto a quitarme la vida.
—Suicidarse sería una estupidez. Van a sobrarle ocasiones de sacrificar
heroicamente su vida en la lucha que, de modo ineludible, comenzará pronto, dentro
de día o dentro de hora…
En efecto, el capitán Condés tuvo ocasiones de sobra. Junto con el teniente
Moreno, el capitán Orad de la Torre y el capitán Fontán participó en el asalto del

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cuartel de La Montaña. Luego, Condés fue nombrado director técnico de «la
Motorizada» y partió hacia Somosierra con Luis Cuenca. Allí, el 23 de julio, vio
morir al Pistolero. A Condés le bajaron con tres balazos, uno en la garganta, el día 26
de julio. Estuvo agonizando tres largos días. En su funeral, Margarita Nelken tuvo
unas sentidas palabras. También otros ocupantes de la camioneta número 17,
Francisco Ordóñez y Santiago Garcés, tuvieron oportunidad de sacrificar
heroicamente su vida, pero no lo hicieron: actuaron en labores de la retaguardia,
ambos en misiones de espionaje y contraespionaje. Garcés nada menos que como jefe
nacional del SIM, que sembró el terror en la retaguardia republicana. Y al médico,
Coello, le nombraron comandante de Sanidad Militar.
Por la mañana del día 15 de julio, en el Congreso se reunió la Diputación
Permanente de las Cortes para aprobar la prórroga del estado de alarma. El conde de
Vallellano, en nombre de Renovación Española y Tradicionalistas, procedió a la
lectura de una nota que Martínez Barrio prohibió que quedara reflejada íntegramente
en el acta de sesiones. Decía así, y era la segunda declaración de guerra que hacía el
Bloque Nacional en menos de 24 horas:
No obstante la violencia desarrollada durante el último período electoral y los atropellos cometidos por
la Comisión de Actas, acudimos al actual Parlamento, cumpliendo así un penoso deber, en aras del bien
común, de la paz y de convivencia nacional. El asesinato de Calvo Sotelo —honra y esperanza de
España—, verdadero crimen de Estado, nos obliga a modificar nuestra actitud. Bajo el pretexto de una
ilógica y absurda represalia, ha sido asesinado un hombre que jamás preconizó la acción directa, ajeno
completamente a las violencias callejeras, castigándose en él su actuación parlamentaria, perseverante y
gallarda, que le convirtió en el vocero de las angustias que sufre nuestra patria. Este crimen, sin
precedentes en nuestra historia política, ha sido ejecutado por los propios agentes de la autoridad. Y esto
ha podido realizarse merced al ambiente creado por las incitaciones a la violencia y al atentado personal
contra los diputados de derecha que a diario se profieren en el Parlamento.
«Tratándose de Calvo Sotelo, atentado personal es lícito y plausible», han declarado algunos, y el propio
presidente del Consejo ha amenazado a Calvo Sotelo con hacerle responsable a priori, sin investigación
ulterior, de acontecimientos fáciles de prever que pudieran producirse en España.
¡Triste sino el de este gobernante, bajo cuyo mando se convierten en delincuentes los agentes de la
autoridad! Unas veces es la represión criminal de Casas Viejas, sobre unos campesinos humildes; otras,
como ahora, el atentando contra un patriota y político insigne. (…) Nosotros no podemos convivir un
momento más con los amparadores y cómplices morales de este acto. No queremos engañar al país y a la
opinión internacional, aceptando un papel en la farsa de fingir la existencia de un Estado civilizado
normal, cuando en realidad desde el 16 de febrero vivimos en plena anarquía, bajo el imperio de una
monstruosa subversión de todos los valores morales, que ha conseguido poner la autoridad y la justicia
al servicio de la violencia y el crimen.
No por esto desertamos de nuestro puesto en la lucha empeñada ni arriamos la bandera de nuestros
ideales. Quien quiera salvar a España y su patrimonio moral como pueblo civilizado nos encontrará los
primeros en el camino del deber y del sacrificio.

A continuación, Gil Robles habló en el Parlamento por última vez. Lo hacía ya en


nombre de toda la oposición parlamentaria.

SR. GIL ROBLES: ¡Triste sino el de este régimen, si incurre, frente a un crimen de esa
naturaleza, en el error tremendo de pretender paliar los acontecimientos! Si exigís

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las debidas responsabilidades, si actuáis rápidamente contra los autores del
crimen, si ponéis en claro los móviles, ¡ah!, en ese caso quizá, y no lo lograréis en
todo, quedará circunscrita la responsabilidad a los autores; pero si vosotros estáis
con habilidades mayores o menores paliando la gravedad de los hechos, entonces
la responsabilidad escalonada irá hasta lo más alto y os cogerá a vosotros como
gobierno y caerá sobre los partidos que os apoyan como coalición del Frente
Popular, y alcanzará a todo el sistema parlamentario y manchará de barro y de
miseria y de sangre al mismo régimen. En vosotros está. (…) Nosotros no
estamos dispuestos a que continúe esa farsa. Vosotros podéis continuar; sé que
vais a hacer una política de persecución, de exterminio y de violencia de todo lo
que signifique derechas. Os engañáis profundamente: cuanto mayor sea la
violencia, mayor será la reacción; por cada uno de los muertos, surgirá otro
combatiente. Tened la seguridad —esto ha sido la ley constante de todas las
colectividades humanas— de que vosotros, que estáis fraguando la violencia,
seréis las primeras víctimas de ella. Muy vulgar por muy conocida, pero no
menos exacta, es la frase de que las revoluciones son como Saturno, que devoran
a sus propios hijos. Ahora estáis muy tranquilos porque veis que cae el
adversario. ¡Ya llegará un día en que la misma violencia que habéis desatado se
volverá contra vosotros!

El presidente del Gobierno y ministro de Guerra, don Santiago Casares Quiroga,


no se había atrevido a sentarse en la cabecera del banco azul. Desaparecería de la
política y aun de la vida pública, sin dar explicaciones. Pero mientras la derecha
reclamaba la verdad sospechada, el gobierno se acogía a la «investigación judicial en
marcha». Era el secreto del polichinela que Casares y su ministro de la Gobernación,
Moles, conocían la identidad de los asesinos. Era, también, un secreto a voces que sus
aliados parlamentarios no se la iban a dejar revelar: la guerra venía y el tiempo corría
a su favor.
La guerra venía ya a marchas forzadas. La noche del 15 de julio, Carlos Miralles
junta a su gente y recogen las armas. Parten hacia Somosierra para guardar el paso a
las tropas de Mola. El Dragon Rapide ha llegado a Las Palmas. Los requetés reciben
las órdenes de movilización y una compañía de Regulares, en un remoto campamento
africano, se prepara para la marcha. El golpe comenzará en África el 17 por la tarde;
en la península y archipiélagos, el 18. Los españoles tardarán cuarenta años en volver
a oír hablar libremente en sus Cortes a un jefe de la Oposición Parlamentaria.
Gil Robles había partido esa misma tarde en dirección a la frontera. El 18 de julio
Azaña encargaba a Martínez Barrio formar un gobierno de «dictadura republicana»
que tomara en sus manos el orden público y buscara una transacción con la derecha.
Reunidos en la Presidencia de la República, en el palacio Nacional, se adhirieron a la
propuesta Martínez Barrio, Giral, Prieto, Besteiro, Viñuales, Amós Salvador,

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Fernández de los Ríos y Sánchez Román. Por teléfono, dio su aquiescencia Miguel
Maura desde La Granja de San Ildefonso. Pero unos minutos después, volvió a
llamarle el presidente Azaña. Largo Caballero se había opuesto y amenazaba con
desencadenar la revolución social. «Comprenderá —le explicó a Maura— que con la
oposición decidida de las masas obreras con que Largo Caballero nos ha amenazado,
no podemos intentar nada». Martínez Barrio, entonces, renuncia. Y Azaña, con su
hiel habitual escribiría: «Me dejó solo. Cuando vio que fracasaba el gobierno
fantasma que pretendía formar, echó a correr y no paró hasta Valencia». Uno de los
mejores había tirado la toalla.
El propio general Mola le había advertido de lo inútil de su gesto. Fue una
conversación telefónica desesperada, que Gil Robles supo demasiado tarde para
intentar nada.

MARTÍNEZ BARRIO: En este momento, los socialistas están dispuestos a armar al


pueblo. Con ello desaparecerán la República y la democracia. Debemos pensar en
España. Hay que evitar a toda costa la guerra civil. Estoy dispuesto a ofrecerles a
ustedes, los militares, las carteras que quieran y en las condiciones que quieran.
Exigiremos responsabilidades por todo lo ocurrido hasta ahora y repararemos los
daños causados.
GENERAL MOLA: Lo que usted me propone es ya imposible. Las calles de Pamplona
están llenas de requetés. Desde mi balcón no veo más que boinas rojas. Todo el
mundo está preparado para la lucha. Si yo digo ahora a estos hombres que he
llegado a un acuerdo con usted, la primera cabeza que rueda es la mía. Y lo
mismo le ocurrirá a usted en Madrid. Ninguno de los dos podemos dominar a
nuestras masas…

Y así, de esta sencilla manera, comenzó la guerra civil española.

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EPÍLOGO

El gobierno republicano se hundió en septiembre de 1936 agotado por los esfuerzos estériles de
restablecer la unidad de dirección, descorazonado por la obra homicida —y suicida— que estaban
cumpliendo, so capa de destruir al fascismo, los más desaforados enemigos de la República. El buen
desempeño de su aplastante responsabilidad habría exigido por parte de todos la asistencia más leal.
Durante aquellas semanas, el optimismo causó estragos en la eficacia y la prontitud de la defensa. De
entonces es la campaña contra la formación de un ejército regular, sometido a la disciplina del Estado
porque tal ejército, decían, iba a ser el instrumento de la contrarrevolución. Se dio el caso de que unos
trenes de reclutas, movilizados por el gobierno y enviados a Barcelona para reconstituir las unidades de
la guarnición, no pudieron pasar la raya de Cataluña porque las autoridades locales les impidieron
proseguir el viaje. El trabajo, lejos de hacerse más intenso, menguó en duración y rendimiento… (Azaña,
Manuel, Causas de la guerra de España, Crítica, Barcelona, 2004).

En su exilio de Collonges-sous-Saléve, poco antes de morir, Azaña escribió once


artículos para la prensa extranjera, intentando explicar por qué y cómo España se
había visto envuelta en la catástrofe. En su análisis, amargo, hablaba del carácter
español, del miedo y del odio. La humillación de haber temido y el ansia de no tener
miedo nunca más atizaban la furia. Media España odiaba a la otra y la temía, y se
despedazaron.
El lector que haya llegado hasta aquí resolverá que no estamos de acuerdo. El
miedo y el odio fueron el fruto, no la causa, de un proceso revolucionario que sus
impulsores fueron incapaces de llevar a término. Para esa izquierda revolucionaria, el
asesinato de Calvo Sotelo fue, si se me permite, uno de los pocos actos de coherencia
entre las palabras y los hechos de unos líderes políticos atrapados en una realidad que
no estaban dispuestos a someter. Cuando Azaña profirió aquello de que «todas las
iglesias de España no valían la vida de un republicano», despreciaba a esa parte de
España, más grande o más pequeña, para la que una iglesia valía, no la vida de un
solo republicano, sino, incluso, la propia. Pero si la República no estaba dispuesta a
contar con todos, debería por lo menos haber actuado en consecuencia. El régimen
republicano, cuya aceptación acabó convertida en una cuestión de fe, era, en
definitiva, un sistema de organización del Estado tan bueno o malo como cualquier
otro. La República, entendida como un medio para otras metas, no podía sobrevivir.
No era, pues, el modelo de régimen institucional lo que se ventilaba. Como en el
resto de la Europa continental, lo que se decidía en la década de los años treinta era el
modelo de sociedad. Las derechas, incluso las extremas, habrían acabado aceptando
una democracia parlamentaria real y una reforma social que era necesaria, deseable e
inevitable. Pero no se resignaban a desaparecer y, menos, ante una revolución
indecisa y débil, por más que anunciada. Largo Caballero no podía ser un Lenin, por
la misma razón que José Antonio Primo de Rivera no podía ser Mussolini. Y ese
hecho estaba perfectamente interiorizado por sus contemporáneos. Calvo Sotelo fue

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asesinado por esa simple razón, porque el tiempo de la revolución se agotaba y solo
la guerra podía despejar el camino de débiles e indecisos. A nadie puede extrañar que
fueran los pretorianos de la izquierda los que asumieran el deber de ponerla de una
vez en marcha. Largo y Prieto, uno detrás del otro, acabaron expulsados del poder y
maldiciendo al comunismo y a las democracias. Pero cuando los dirigentes
republicanos culpaban a Gran Bretaña y a Francia por haber dado la espalda a la
República, olvidaban que la monarquía parlamentaria británica y la república gala ya
habían escogido su campo: el de la democracia y el Estado de derecho. Y también
olvidaban que, a lo largo de la reciente historia, las naciones soberanas han negociado
y tratado con todo tipo de regímenes, fascistas o comunistas, pero que nunca lo han
hecho con una revolución frustrada.
Francisco Franco no lo olvidó.

ALFREDO SEMPRÚN
Madrid, 11 de septiembre de 2005

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ÁLBUM DE FOTOS Y APÉNDICES

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Para nadie era un secreto que el general Franco acataba y
servía a la República sin el fervor de todo buen republicano.
Desde luego, no era un admirador de Azaña, a quien
reprochaba una reforma del ejercito que había convertido en
discrecionales, es decir, políticos, los ascensos y destinos de
oficiales y jefes. El futuro dictador guardó, sin embargo, un
exquisito cuidado en su relación con los gobiernos de Izquierda
Republicana y colaboró estrechamente con los del bienio
radical-conservador. Tras la victoria del Frente Popular y su
destino en Canarias, el general se mantuvo circunspecto frente
a la idea de un golpe de Estado, que consideraba azaroso a
causa de la división interna de las fuerzas armadas. Pese a las
muestras de disciplina militar del general, Azaña nunca se fio
de él, pero tuvo que contemporizar por su indudable prestigio
entre los militares. La víspera del asesinato de Calvo Sotelo,
Franco había remitido un mensaje a Mola solicitando un
aplazamiento del golpe, mensaje que rectificó al conocer la
noticia. Ante los rumores del inminente levantamiento, Azaña
preguntó a Casares Quiroga: «¿Qué hace Franco?». «Está bien
guardado en Canarias», le respondió. Pero el general ya había
volado.

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El sepelio de Calvo Sotelo tuvo lugar en la tarde del 14 de julio.
El gobierno, en previsión de incidentes, prohibió que el cadáver
abandonara el depósito del cementerio del Este (hoy de La
Almudena) hasta la verificación del entierro. Aun así, cerca de
cuarenta mil personas, muchas de ellas con el brazo en alto,
acompañaron al féretro. Por la mañana, entre puños en alto, se
había inhumado al teniente Del Castillo.

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Nada más comenzar la guerra, un grupo de milicianos
socialistas se presentó en el juzgado y a punta de fusil se llevó
el sumario de Calvo Sotelo, aún en fase de instrucción. Estas
imágenes estaban guardadas, al parecer, en el Instituto de
Medicina Legal y fueron incorporadas a la Causa.

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La fotografía más conocida del asesinato. El cadáver de Calvo
Sotelo sobre la mesa del depósito del cementerio de Este.

Santiago Casares Quiroga, presidente del gobierno y ministro


de Guerra en la primavera de 1936.

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José Calvo Sotelo en sus tiempos de ministro de Hacienda
durante la dictadura de Primo de Rivera.

Las «plataformas» de la Guardia de Asalto supusieron un gran


adelanto técnico para la Policía de la época. Permitían, gracias
a sus ocho portezuelas, desplegar con rapidez una sección
antidisturbios. La número 17 fue utilizada para secuestrar a
Calvo Sotelo.

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Fotografía de la familia de Calvo Sotelo en Comillas (Cantabria).
Aunque solían veranear en Santander, ese verano de 1936 las
circunstancias aconsejaban un cambio de aires. Calvo Sotelo,
su esposa, Enriqueta Grandona, y sus cuatro hijos habían
elegido Portugal, adonde pensaban llegar hacia el 20 de julio.
Tras el asesinato y los primeros levantamientos militares en
África, la familia de Calvo Sotelo fue sacada de Madrid la noche
del 17. Llegaron enlutados a Lisboa y fueron recibidos por una
multitud. La viuda salió de la estación apoyada en el brazo del
general Sanjurjo.

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Una de las escasas fotografías del capitán Condés, jefe del
comando que secuestró y asesinó a Calvo Sotelo.
Probablemente fue ésta la imagen que mostró el comisario Lino
a la viuda y al servicio de la familia para identificar al culpable,
aunque no sirvió para detenerle.

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El Colegio Maravillas de Madrid, incendiado en mayo de 1931,
ante la pasividad de la fuerza pública. «La República nació
entre chamusquinas», diría Azaña. El anticlericalismo de la
izquierda y del anarquismo español venía de antiguo. Amplios
sectores de la población habían abandonado la Iglesia, pero no
con indiferencia, sino con odio. La quema de conventos marcó
la frontera infranqueable entre la República y una parte de
España.

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El asesinato de Calvo Sotelo en el ABC del 14 de julio; y la
esquela del día 15. El gobierno intentó censurar sin éxito el
término «asesinato».

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Cartas de recomendacion del Frente Popular de León a favor

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del capitán Rodríguez Lozano. Muchos de los destinos y puestos
de mando en la Guardia de Asalto respondían a este tipo de
solicitudes, ajenas a los mandos naturales del cuerpo policial.

Indalecio Prieto en un mitin socialista. Alertó contra los excesos


y el desorden de la primavera trágica pero, cuando la
sublevación militar se venteaba inminente, cerró filas con el
partido y encubrió el asesinato de Calvo Sotelo. Su cercanía
personal con algunos de los implicados le ponía, además, en
una situación de debilidad política y personal.

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Tránsito breve en La Modelo madrileña de los dirigentes de la
futura República, tras el fracaso de la sublevación de Jaca. De
izquierda a derecha: Justo Aedo, Jesús de Río, Ángel Galarza,
Luis Hernández Alfonso, Antonio Sánchez Fuster, Carlos
Castillo, Niceto Alcalá Zamora, Francisco Largo Caballero,
Fernando Buriel, Fernández de los Ríos, Miguel Maura, Emilio
Palomo y Santiago Casares Quiroga: ex monárquicos,
socialistas, católicos, masones y conservadores comparten
patio.

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El teniente de Asalto José Del Castillo y Sáenz de Heredia,
instructor de las milicias socialistas y «bestia negra» de
Falange. Fue asesinado a las nueve y media de la noche del 12
de julio, en la calle Augusto Figueroa de Madrid. Acababa de
despedirse de su mujer para entrar de servicio en Pontejos.

Las revueltas campesinas fueron casi siempre reprimidas por la


Guardia Civil, cuerpo insustituible al final para todos los
gobiernos.

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Esta comunicación, con la firma de Zugazagoitia, entonces
ministro de Gobernación, figura en la Causa General.
Demuestra que la persona de Calvo Sotelo seguía siendo
objeto de los mayores odios por parte de la izquierda, aun
muchos meses después de su muerte.

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APÉNDICE 1
GLOSAS BIOGRÁFICAS

ALCALÁ ZAMORA Y TORRES, NICETO


(Priego de Córdoba, 1877 - Buenos Aires, 1949)
Abogado, militante del Partido Liberal y prohombre de la monarquía alfonsina en su
primera etapa política, en la que ocupó los Ministerios de Hacienda y Guerra; se
convirtió al republicanismo en 1930. Católico confeso, participó en la conjura
republicana de 1930, fue firmante del Pacto de San Sebastián y el fracaso de la
sublevación de Jaca le llevó a la cárcel. Salió en triunfo tras la caída de Alfonso XIII
y fue elegido primer presidente del Gobierno Provisional. Dimitió en protesta por el
sesgo antirreligioso de la Constitución de 1931, pero tras su promulgación fue
nombrado presidente de la República. Disolvió las Cortes y convocó elecciones que
ganó la derecha. Tampoco se llevó bien con los nuevos gobiernos, a los que
mediatizó constantemente, y disolvió de nuevo el Parlamento con la intención de
crear un gran partido de centro. El fracaso de la operación llevó al Frente Popular a la
victoria. Fue destituido con los votos de la izquierda y con la abstención complacida
de la derecha. El 18 de julio de 1936 le sorprendió de vacaciones en Noruega. No
volvió vivo a España.

AZAÑA DÍAZ, MANUEL


(Alcalá de Henares, 1880 - Montauban, Francia, 1940)
Alumno de los agustinos de El Escorial, doctor en derecho, se afilió en 1914 al
Partido Reformista de Melquíades Álvarez. Se hizo célebre gracias a un manifiesto
contra la dictadura de Primo de Rivera y contra Alfonso XIII. En 1925 fundó con
José Giral el partido Acción Republicana. Participó en el Pacto de San Sebastián. Fue
ministro de Guerra en el primer gobierno Provisional y sustituyó en la Presidencia del
Gobierno a Niceto Alcalá Zamora. Impulsor de las reformas militares y religiosas,
consiguió ganarse la animadversión eterna de buena parte de la derecha tradicional
española. Su primer gobierno acabó en medio de los escándalos de Casas Viejas,
Castilblanco y Arnedo. En 1934 fundó Izquierda Republicana junto con Marcelino
Domingo y Santiago Casares Quiroga. La revolución socialista de octubre de ese
mismo año le sorprendió en Barcelona; fue detenido, juzgado y absuelto en un
proceso que demostró a las claras el odio cerval que le tenía media España.
Tras la victoria del Frente Popular en febrero de 1936, fue elegido de nuevo
presidente del Gobierno, que formó sin la participación directa de los socialistas. Tras
la destitución de Alcalá Zamora, fue nombrado presidente de la República, cargo que
quiso dignificar trasladándose al palacio Real y con una guardia de honores de

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vistosos uniformes. Nombró a su amigo Casares Quiroga presidente del Gobierno y el
18 de julio de 1936 intentó detener lo inevitable auspiciando un gobierno de
conciliación con Martínez Barrio. No fue posible la paz y se pasó la guerra
quejándose de que no se le hacía demasiado caso. Tras la caída de Cataluña se exilió
en Francia y dimitió de la Presidencia por carta del 27 de febrero de 1939. Los nazis
intentaron apresarlo para entregárselo a Franco, que estaba muy interesado en el
asunto; pero el cónsul de México le dio refugio en la legación-hotel de Montauban.
Allí, en la habitación número 11, vivió sus últimos días. Ante la negativa del
gobierno de Vichy a enterrarle con la bandera republicana, el féretro se cubrió con la
de México.

CALVO SOTELO, JOSÉ


(Tuy, Pontevedra, 1893 - Madrid, 1936)
Economista y jurista, fue secretario de la Academia de Ciencias Morales y Políticas,
del Ateneo de Madrid, y profesor de la Universidad Central. Se inició en la política
como miembro del Partido Conservador de Antonio Maura; fue gobernador civil de
Valencia (1922) y colaboró estrechamente con la dictadura de Miguel Primo de
Rivera, en cuyo directorio civil llegó a desempeñar con notable éxito el cargo de
ministro de Hacienda.
Exiliado al proclamarse la República, no pudo regresar hasta la amnistía de 1934,
pese a que había ganado por dos veces un escaño por Orense. Dirigente de
Renovación Española, se convirtió en el portavoz parlamentario de los monárquicos,
primero, y de buena parte de la derecha, después, cuando su presidente, Antonio
Goicoechea, fue despojado del escaño que había ganado en febrero de 1936 por la
Comisión de Actas. Azote en el Congreso del Frente Popular, fue sacado de su casa y
asesinado en Madrid por un comando integrado por miembros de las fuerzas de
seguridad y militantes socialistas en la madrugada del 13 de julio de 1936.

CASARES QUIROGA, SANTIAGO


(La Coruña, 1884 - París, 1950)
Masón. Suscribió el Pacto de San Sebastián como representante de la Federación
Republicana Gallega. Tuvo un primer fracaso, que debía haber sido premonitorio,
cuando llegó tarde a Jaca para dar la contraorden de la sublevación de Galán y
Hernández, en 1930. Encarcelado, salió en triunfo tras la caída de la monarquía. Fue
el ministro de Gobernación del primer bienio azañista durante las matanzas de Casas
Viejas y Castilblanco. Íntimo de Azaña, cofundó con él Izquierda Republicana y le
sucedió al frente del gobierno y de la cartera de Guerra tras la destitución de Alcalá
Zamora, en mayo de 1936. Atrapado entre la necesidad de contemporizar con la
izquierda revolucionaria, que le respaldaba parlamentariamente, y el temor a una

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revolución de esa misma izquierda, dejó que el orden público se le fuera de las
manos. No pudo impedir la sublevación militar y su gobierno naufragó el 18 de julio.
Se negó a repartir armas al pueblo. Tras la guerra, se exilió en Francia.

GIL ROBLES QUIÑONES, JOSÉ MARÍA


(Salamanca, 1898 - Madrid, 1980)
Ganó en 1922 la cátedra de derecho político en la universidad de La Laguna (Santa
Cruz de Tenerife). Durante la dictadura de Primo de Rivera tuvo un papel secundario
como secretario de la Confederación Católica de Empresarios del Campo y miembro
del Consejo Editorial de El Debate. Católico próximo a la Doctrina Social de la
Iglesia, su carrera política comenzó realmente tras la instauración de la República y la
redacción de una Constitución laicista. Se mantuvo en el «accidentalismo», incapaz
de despejar la dicotomía entre monarquía y república. Fue, sin embargo, leal al
régimen y, al frente de la CEDA, llevó a la derecha al triunfo en las elecciones de
1933. Sin embargo, la izquierda siempre negó la legitimidad de derecho y ejercicio a
las derechas conservadoras y Niceto Alcalá Zamora decidió encargar el gobierno a
los radicales de Lerroux.
La entrada de tres ministros cedistas en el gobierno al año siguiente fue la excusa
para la revolución de Octubre. El fracaso revolucionario abrió más parcelas de poder
a Gil Robles, que se hizo cargo del Ministerio de Guerra. El desastroso final del
gobierno de coalición radical-cedista y la aversión que le tenía don Niceto llevaron al
adelanto electoral que dio el triunfo al Frente Popular. La derecha conservadora
nunca le perdonó los titubeos y las cesiones políticas de su bienio. Durante la
primavera trágica intentó mantener a la España conservadora dentro de un juego
constitucional del que la mayoría izquierdista había decidido expulsarla. Se exilió tras
la sublevación de 1936, una vez que comprendió que los militares ni contaban con él
ni estaban dispuestos a repetir una experiencia democrática, ya fuera republicana o
monárquica. Regresó a España en 1968.

LARGO CABALLERO, FRANCISCO


(Madrid, 1869 - París, 1946)
Obrero estuquista, se afilió en 1890 a la UGT y en 1894 al PSOE. En 1905 fue
elegido concejal del ayuntamiento de Madrid. Dio con los huesos en la cárcel en casi
todas las conspiraciones en las que participó: 1904, 1917, 1930 y 1934; pero siempre
por poco tiempo. Fue secretario general de UGT, miembro de la comisión nacional
del PSOE, ministro de Trabajo en el primer bienio de Azaña y presidente del
Gobierno entre 1936 y 1937. Evolucionó de unas posiciones moderadas de
colaboración con los poderes establecidos a la utopía de la revolución marxista. Se
opuso a la integración del socialismo español en la III Internacional Comunista,

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partido con el que siempre se mostró reticente. El PCE se lo hizo pagar, consiguiendo
expulsarle de la Presidencia del Gobierno en 1937. Tras la derrota, se exilió en
Francia donde fue capturado por los nazis en 1940. Pasó toda la guerra en un campo
de concentración alemán. Murió al poco tiempo de su liberación.

LERROUX GARCÍA, ALEJANDRO


(La Rambla, Córdoba, 1864 - Madrid, 1949)
Tal vez el mejor representante del populismo en la historia política española.
Periodista demagogo, anticlerical y opositor estruendoso a los gobiernos de la
Restauración, se hizo muy popular entre los movimientos obreristas de Barcelona,
llegando a tener una destacada actuación en la Semana Trágica de 1909. En 1908
había fundado el Partido Radical, como reacción al naciente nacionalismo catalán,
separándose de su amigo y mentor Nicolás Salmerón. En los años finales de la
monarquía, su estrella parecía irse apagando, entre otras cuestiones porque nunca fue
muy «estricto» en el control de los dineros propios y ajenos, ya fueran públicos o
privados. Sin embargo, la llegada de la República le catapultó de nuevo.
Tras un primer período de colaboración con Azaña, derivó hacia posturas
derechistas y formó parte de la coalición conservadora que ganó las elecciones de
1933. Fue presidente de Gobierno varias veces pero, tras la revolución de Octubre de
1934, las derechas se distanciaron de él, en una actitud suicida que todos pagarían
cara. Ciertamente, Lerroux seguía con sus políticas clientelares, fáciles a las
corruptelas; pero la cuestión del estraperlo (un asunto de corrupción ligada al juego)
se desorbitó demagógicamente. Muchos de sus partidarios se apuntaron con
entusiasmo a la operación centrista de Alcalá Zamora, y en las elecciones de 1936
Lerroux ni siquiera consiguió su escaño. Huyó a Portugal al estallar las hostilidades y
regresó a España en 1947.

MARTÍNEZ BARRIO, DIEGO


(Sevilla, 1883 - París, 1962)
Masón. Fundador del Partido Radical en Sevilla, fue uno de los más firmes
colaboradores de Alejandro Lerroux, con quien ejerció varias carteras ministeriales,
hasta que la «derechización» del veterano activista revolucionario le excusó de
fidelidades. Fundó la Unión Republicana, pequeño partido de centroizquierda que
concurrió a las elecciones de 1936 dentro de la coalición del Frente Popular. De
talante moderado y conciliador, fue presidente del Parlamento en las difíciles
situaciones de la primavera trágica. Azaña le encargó la formación de un gobierno de
conciliación el 18 de julio, en un intento tardío de evitar la contienda. Pero la
oposición de Largo Caballero a cualquier gesto con las derechas y la negativa del
general Mola a reconsiderar la situación le dejaron sin opciones. Se retiró a Valencia

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en un primer momento, justo cuando se entregaban las primeras armas a las milicias
de UGT. Llegó a ser elegido presidente de la República en el exilio.

MAURÍN JULIÁ, JOAQUÍN


(Huesca, 1896 - Nueva York, 1973)
Maestro. Pasó del anarcosindicalismo al comunismo, pero se alejó de la disciplina de
Moscú. Cofundador del Bloque Obrero y Campesino en 1930; en 1935 se unió a
Andrés Nin en el POUM, de carácter troskista. Le sorprendió el Alzamiento en La
Coruña y pasó diez años en las cárceles de Franco. Su compañero, Nin, fue asesinado
durante la guerra por la Policía comunista, siguiendo órdenes de Moscú.

NELKEN MANSBERGER, MARGARITA


(Madrid, 1896 - México, 1968)
Precursora del feminismo, rabiosamente anticlerical, demagoga e instalada en el ala
radical del Partido Socialista; el nombre de la Nelken siempre aparece asociado a los
momentos más turbios de la República. Dirigió la primera huelga femenina en
España, la de las cigarreras; alentó la expulsión de las monjas de los hospitales y
asilos, se encargó de la sublevación fracasada del campo extremeño en octubre de
1934; escapó a Moscú y, a su regreso, fue una de las voces agrias y amenazantes en
las Cortes de 1936. Su animadversión hacia Gil Robles y Calvo Sotelo llegó a ser
ridiculizada por sus propios compañeros de partido. Algunas fuentes la consideran
como uno de los inspiradores de la represión en Madrid durante los primeros meses
de la guerra. Se hizo comunista, pero acabó siendo repudiada por Moscú en los años
sesenta.

PORTELA VALLADARES, MANUEL


(Pontevedra, 1867 - Bandol, Francia, 1952)
Masón. Empezó su carrera política en 1920 como miembro del Partido Liberal. Fue
gobernador civil de Barcelona y ministro de Fomento durante la dictadura de Primo
de Rivera. Protegido de Niceto Alcalá Zamora, con la República se pasó a los
radicales de Lerroux. Don Alejandro recurrió a sus servicios como gobernador
general de Cataluña en 1935, tras la suspensión de la autonomía, y como ministro de
Gobernación. Fue el muñidor, como presidente del Gobierno, de la operación
centrista organizada por don Niceto, pero le fallaron los mecanismos caciquiles que
tan bien conoció en los tiempos de la Monarquía. Entregó el poder a Azaña sin
esperar a que se culminara el proceso electoral y mientras la izquierda revolucionaria
ocupaba colegios y Gobiernos Civiles. Se exilió en Francia.

PRIETO, INDALECIO

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(Oviedo, 1883 - México, 1962)
Pasó una infancia difícil en Bilbao, donde se inició en el periodismo. Llegó a ser
propietario de El Liberal. Ingresó en el PSOE muy joven, defendió siempre la vía
socialdemócrata y fue uno de los más firmes opositores al ingreso de los socialistas
españoles en la III Internacional. Frente a la opinión de Julián Besteiro y de Largo
Caballero, no quiso colaborar con la dictadura de Primo de Rivera y se apartó de la
actividad pública. Firmó a título personal el Pacto de San Sebastián. Implicado en la
sublevación de Jaca de 1930, consiguió escapar a Francia. Prieto, al contrario que
Largo Caballero, siempre tuvo suerte en las lides conspiratorias y no pisó la cárcel.
También en octubre de 1934 logró cruzar la frontera (se dice que vestido de fraile), y
en 1940 pudo huir de los nazis y llegar a Buenos Aires. Era un hombre inteligente y
siempre presumió de estar muy bien informado, pero su incapacidad para aproximar
posturas dentro de las dos grandes alas del socialismo español hizo estériles todos los
intentos de llevar adelante la vía socialdemócrata. Prieto, decían de él sus amigos, no
admitía demasiadas imposiciones, prefería esperar y ver.
Fue ministro de Obras Públicas en el primer bienio de Azaña, desde donde
impulsó la política de pantanos, y trató de que el PSOE se implicara en las tareas de
gobierno tras la victoria del Frente Popular en 1936. Rechazada esa opción por la
mayoría de Largo Caballero, ahora converso de la revolución, y derrotado en los
comités de dirección del Partido, mantuvo su fidelidad al PSOE por encima de todo.
Fue ministro de Guerra en el gobierno de Negrín; se enfrentó a este y a los
comunistas y fue destituido. Su pesimismo sobre las posibilidades de que la
República ganara la guerra era proverbial.

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APÉNDICE 2
RESUMEN DE LA SESIÓN PARLAMENTARIA DEL 16 DE JUNIO DE 1936

Se lee la proposición no de ley del señor GIL ROBLES, sobre el orden público en
España. La Cámara está animadísima, y en el banco azul, están el presidente del
Consejo y los ministros de Estado, Marina, Gobernación, Obras públicas,
Agricultura y Comunicaciones.

DISCURSO DEL SR. GIL ROBLES

SR. GIL ROBLES: Señores diputados, espero que el espíritu más suspicaz encuentre
plenamente justificado el planteamiento del tema a que se refiere la proposición
no de ley que acaba de leerse; ello no implica solamente el ejercicio de un
derecho, sino el cumplimiento de un deber por parte de los grupos de oposición
de la Cámara; pero aunque no hubiera esta razón, que yo estimo suficiente, lo
sería la actitud perfectamente conocida en materia de orden público de alguno de
los grupos que apoyan la política del gobierno. (LA SEÑORA IBÁRRURI pide la
palabra). Y habrían de darle mayor actualidad aún las declaraciones formuladas
el viernes último por el propio gobierno de la República. Por ello, señores
diputados, en cumplimiento, como antes decía, de un deber, con toda la serenidad
que requiere el momento en que vivimos y con toda la sinceridad, que es un
tributo obligado a la propia convicción, voy a plantear el tema ante la Cámara.
Forzosamente he de hacer una mayor cantidad de alusiones directas a la
política del gobierno que preside el Sr. Casares Quiroga, pero he de hacerlas
siempre referidas al conjunto de la política que se viene desarrollando en España
a partir del 19 de febrero. Para hacerlo así no tendría más que recordar que el
gobierno que actualmente rige los destinos de España se ha declarado, desde la
cabecera del banco azul, continuador, no sólo en su composición, sino en su
orientación y en su programa del Gabinete que se formó a raíz del triunfo
electoral de las izquierdas.
La obra crítica de la labor de un gobierno ha de hacerse en todo momento, si
se quiere que sea justa, en función de las circunstancias en que actúa, de los
medios con que cuenta y de los resultados que obtiene. Yo me atrevería a decir,
señores diputados, como punto de arranque de las afirmaciones que después he de
sostener, que difícilmente puede encontrarse en la historia política de España un
gobierno que haya contado con más medios para desarrollar su labor.
Bueno será que recordemos algunos hechos. Apenas instaurada la actual
situación política a raíz de las elecciones de febrero, el gobierno se encontró con

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graves dificultades de orden público, dimanadas de la imposibilidad legal de
llevar a la práctica determinados puntos del programa electoral de las izquierdas.
Para ver de resolverlas acudió a la Diputación Permanente de las Cortes y ese
organismo, que, derivando de las Cortes anteriores tenía legítimamente un signo
político contrario, dándose cuenta de las realidades del momento, de que un deber
patriótico obligaba a procurar al gobierno los medios precisos para salvar una
posible situación de anarquía, aun violentándose extraordinariamente, votó una
serie de medidas que el gobierno necesitaba. Lo hizo a sabiendas de que en la
hipótesis contraria no habría encontrado por parte de esas fuerzas una
reciprocidad. Señores diputados de la mayoría, cuando en momentos de
ofuscación, en algunos instantes (perdonad que os lo diga con esta claridad),
acorralados por el resultado de vuestros propios errores, os revolvéis contra las
fuerzas de derecha, a las que presentáis como posibles beneficiarias de una
situación de anarquía, yo os pediría que recordarais cuál ha sido la posición
patriótica de los partidos dentro de la Diputación Permanente de las Cortes.

Máximas posibilidades

SR. GIL ROBLES: Se reúne la Cámara actual, y el gobierno, que tiene que acometer una
labor legislativa, se encuentra con que por parte de las Cortes no haya trabas ni
dificultades; tiene las máximas posibilidades para desenvolver su obra. En primer
término, una mayoría que suple con las fuerzas del número la fuerza moral que
perdió al arrebatar por la violencia unas actas. Después, un Reglamento de la
Cámara que hace prácticamente imposible toda obra de obstrucción. (UN
DIPUTADO: «Vosotros lo hicisteis»). Por último, una actitud de los grupos de
oposición que, convencidos de que se debe intentar hacer una obra nacional, han
venido a cumplir su deber sin crear esas dificultades sistemáticas que quizá en
algún momento habríamos desarrollado como justa correspondencia a la política
impuesta por vosotros. No ha habido por esta parte dificultades especiales a la
obra del gobierno.
En el orden gubernativo, a más de los resortes ordinarios del poder que son
potentísimos cuando se ponen al servicio de una voluntad enérgica, habéis tenido
toda clase de medios extraordinarios: leyes de excepción votadas por estas Cortes,
suspensión de las garantías constitucionales, mediante prórrogas del estado de
alarma, a las cuales en la misma Diputación Permanente dieron sus votos las
fuerzas de derecha; y, por si esto fuera poco a vuestro favor y a vuestra
disposición, el factor moral que supone la exaltación del triunfo por vosotros
conseguido y la depresión natural de vuestros adversarios.
¿Qué más medios materiales y morales podíais apetecer para realizar la obra

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política que habíais prometido desenvolver dentro de paz y tranquilidad y que
constituye los postulados de vuestra doctrina?
Hace muy pocas sesiones, al pedir el gobierno una nueva prórroga del estado
de alarma, el Sr. Carrascal, en nombre de esta minoría, razonó la imposibilidad
por nuestra parte de conceder la nueva prórroga. Bueno será que fijemos otra vez
la atención en este asunto. La suspensión de garantías constitucionales —con ello
no descubro secreto alguno— es, pura y simplemente, una corrección que los
regímenes democráticos y liberales ponen a los posibles excesos del sistema; pero
esta corrección que supone la suspensión de garantías y del estado de alarma, para
no ser una cosa que, en cierto modo, se perpetúe en manos de un gobierno como
ahora ocurre, tiene que justificarse por su equidad y por su eficacia; por su
equidad, para que, mediante ella, la arbitrariedad que va inherente al estado de
suspensión de garantías no se agrave jamás con la aplicación de medidas injustas;
por su eficacia, para que rinda aquellos frutos que la sociedad debe esperar de la
limitación de las libertades individuales. Y yo me pregunto: al cabo de cuatro
meses que tenéis en vuestras manos estos resortes excepcionales, ¿habéis actuado
con equidad y habéis obtenido la eficacia? ¿Habéis cumplido con la equidad? Que
lo digan los centenares, los miles de encarcelamientos de amigos nuestros, las
deportaciones, no hechas por el gobierno muchas veces, sino por autoridades
subalternas rebeladas contra la autoridad del gobierno de la República; las multas
injustas, impuestas a diario en esas ciudades y en esos pueblos; los atropellos
continuos a todo lo que somos y significamos. En vuestras manos, el estado de
excepción no se ha nutrido de equidad; ha sido una arbitrariedad continua, un
medio de opresión; muchas veces, simplemente un instrumento de venganza. Ha
muerto en vuestras manos el título primero para tener derecho a aplicar durante
mucho tiempo un estado de excepción que no lo empleáis para hacer que todos
los ciudadanos estén dentro de la ley, sino para aplastar a aquellos que no tienen
el mismo ideario que vosotros, que tienen la valentía de no compartir vuestros
ideales. (Muy bien).
Que así ha ocurrido lo demuestran plenamente —tengo que rendir a este
respecto un tributo de justicia— las mismas rectificaciones hechas por el gobierno
desde el Ministerio de la Gobernación a muchos, no a todos, los atropellos que se
cometen en las provincias españolas. Constantemente por parte del Ministerio de
la Gobernación y no ahora solo en que ocupa la cartera el señor Moles, ha habido
necesidad de ordenar libertades donde había habido detenciones, aperturas de
centros para corregir determinadas clausuras, rectificaciones, en una palabra, de
atropellos y arbitrariedades cometidas por esas provincias. Y si esto, por una
parte, es para el gobierno el cumplimiento del deber, por otra es el
reconocimiento implícito de un estado de subversión en virtud del cual las

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autoridades inferiores no obedecen los dictados del gobierno que se sienta en el
banco azul. Habéis ejercido el poder con arbitrariedad, pero, además, con
absoluta, con total ineficacia. Aunque sea molesto, señores diputados, no tengo
más remedio que leer unos datos estadísticos. No voy a entrar en el detalle, no
voy a descender a lo meramente episódico. No he recogido la totalidad del
panorama de subversión de España, porque, por completa que sea la información,
es muy difícil que pueda recoger hasta los últimos brotes anárquicos que llegan a
los más lejanos rincones del territorio nacional.

Datos estadísticos

SR. GIL ROBLES: Desde el 16 de febrero hasta el 15 de junio, inclusive, un resumen


numérico arroja los siguientes datos:
Iglesias totalmente destruidas, 160.
Asaltos de templos, incendios sofocados, destrozos, intentos de asalto, 251.
Muertos, 269.
Heridos de diferente gravedad, 1287.
Agresiones personales frustradas o cuyas consecuencias no constan, 215.
Atracos consumados, 138.
Tentativas de atraco, 23.
Centros particulares y políticos destruidos, 69.
Ídem asaltados, 312.
Huelgas generales, 113.
Huelgas parciales, 228.
Periódicos totalmente destruidos, 10.
Asaltos a periódicos, intentos de asalto y destrozos, 33.
Bombas y petardos estallados, 146.
Recogidas sin estallar, 78. (Rumores).
Diréis, señores diputados, que esta estadística se refiere a un período de
agitación y de exacerbación de pasiones, a la cual en su discurso primero en esta
Cámara se refería el Sr. Azaña cuando presidía el gobierno. Podréis decir que
posteriormente, al calmarse el fervor pasional, al actuar los resortes del poder, al
acabar los primeros momentos ha venido un instante de tranquilidad para España.
Me va a permitir la Cámara que, brevemente, haga una estadística de cuál es el
desconcierto de España desde que el Sr. Casares Quiroga ocupa la cabecera del
banco azul.
Desde el 13 de mayo al 15 de junio, inclusive:
Iglesias totalmente destruidas, 36.
Asaltos de iglesias, incendios sofocados, destrozos e intentos de asalto, 34.

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Muertos, 65.
Heridos de diferente gravedad, 230.
Atracos consumados, 24.
Centros políticos, públicos y particulares destruidos, 9.
Asaltos, invasiones e incautaciones —las que se han podido recoger—, 46.
Huelgas generales, 79.
Huelgas parciales, 92.
Clausuras ilegales, 7.
Bombas halladas y explotadas, 47.
¿Será necesario, señores diputados, que a la vista de esta estadística aterradora
yo tenga que descender a detalles? ¿Será preciso que vaya recogiendo, uno por
uno, detalles que en algunos casos si vuestra curiosidad tuviera necesidad de ser
satisfecha podría ir a las páginas del diario de sesiones, mediante el permiso de la
Presidencia? ¡Ah! Pero permitidme, señores diputados, que recoja, así, al azar,
unos cuantos botones de muestra de esta última temporada de desconcierto y
anarquía en que está viviendo el pueblo español.
Un día, señor presidente del Consejo de Ministros, son los ingenieros de una
mina, alguno de ellos extranjero, que durante diecinueve días están secuestrados y
encerrados en el fondo de la mina, sin que el gobierno tenga fuerza suficiente para
acabar con ese conflicto y concluir con esa vergüenza. Otro día, o todos los días,
son los asaltos, las detenciones de los coches y automóviles que circulan por las
carreteras, para exigirles el pago de una contribución para el Socorro Rojo
Internacional, sin que haya una autoridad que evite ese ejemplo bochornoso que
no se da en ninguna nación del mundo. Otras veces, señor presidente del Consejo
de Ministros, el desorden y la anarquía se traducen en vergüenza para nosotros
como españoles. Ahí está la circular dictada por el Automóvil Club de Inglaterra,
diciendo que no se garantiza a ningún coche que entre en el territorio español. Ahí
tenéis la vergüenza de lo ocurrido en Canarias, en Puerto de la Luz, donde la
escuadra española no puede repostarse, y en cambio, un crucero extranjero por la
fuerza, si es preciso, de sus patrullas obtiene un combustible que se ha negado a
un buque del Estado español. Otro, señor presidente del Consejo, es el caso
verdaderamente sangriento que se ha dado en un pueblo de la provincia de
Córdoba, donde elementos societarios, con el alcalde a la cabeza, hirieron a un
guardia civil.

Pasado y presente

SR. GIL ROBLES: Es decir, señores, que por parte del gobierno ni equidad en la
aplicación de los resortes excepcionales de poder, ni eficacia para obtener el

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resultado que únicamente puede justificar la existencia de los estados de
excepción. ¡Ah!, pero se dirá: el gobierno ya ha hecho una declaración solemne,
categórica; ya ha adoptado unas medidas en virtud de las cuales va a desaparecer
toda esa anarquía que podía remotamente justificar incluso el planteamiento del
tema. Es cierto. El gobierno ha hecho esa manifestación después de una serie de
incidentes que están en la memoria de todos y después de una laboriosa
elaboración en el seno del Consejo de Ministros; pero esa declaración y esa
actitud, Sr. Casares Quiroga, es la confesión más paladina y solemne que puede
hacerse de un fracaso. En primer lugar, esas medidas enérgicas que S.S. anuncia y
esa actitud decidida no son espontáneas en el gobierno; para nadie es un secreto
que han sido en virtud de un requerimiento, que tenía todos los caracteres de una
conminación, por parte de grupos que se sientan detrás del banco azul. En
segundo lugar esa declaración dice de un modo categórico que ha habido
autoridades que no han obedecido al gobierno, que ha habido individuos y
colectividades que han usado de funciones que corresponden al poder público;
incluso, si la memoria no me es infiel, en las palabras del gobierno se desliza el
concepto de anarquía. Es decir, que el gobierno reconoce al cabo de cuatro meses
de poderes excepcionales, al cabo de cuatro meses de tener en sus manos todos
los factores necesarios para gobernar, que España está desgobernada, que las
autoridades no obedecen, que hay un abuso de autoridad y hay quien asume
funciones que no le corresponden, que el país está viviendo unos momentos de
anarquía. ¿Hay confesión más paladina de un fracaso? ¿Hay manifestación más
categórica de que durante este tiempo el gobierno no ha podido cumplir con su
deber? Pero, además, Sr. Casares Quiroga, permítame que se lo diga, es que esas
medidas que ha anunciado y esa energía verbal que despliega no han servido
absolutamente para nada. El viernes pasado ha hecho el gobierno esa declaración
categórica. Ese mismo día, o el siguiente, nos ha dicho la prensa que el gobierno
ha cursado órdenes enérgicas a las autoridades dependientes de él.
Pues bien, en las últimas cuarenta y ocho horas han ocurrido en España nada
más que los siguientes incidentes: unos heridos en Los Corrales (Santander); un
afiliado a Acción Popular herido gravemente en Suances; un tiroteo al polvorín de
Badajoz; una bomba en un colegio de Santoña; cinco heridos en San Fernando; un
guardia civil asesinado en Moreda; un dependiente muerto por las milicias
socialistas en Villamayor de Santiago. (EL SR. ALMAGRO: «Al guardia civil y al
obrero los habéis matado vosotros». Rumores y protestas). Dos elementos de
derecha muertos en Uncastillo; un tiroteo en Castalla (Alicante); unos obreros
muertos por sus compañeros en Suances; unos fascistas tiroteados en Corrales de
Buelna (Santander); varios cortijos incendiados en Estepa; un directivo de Acción
Popular asesinado en Arriondas; un muerto y dos heridos gravísimos, todos de

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derecha, en Nájera; un muerto y cuatro heridos, también de derecha, en Carchel
(Jaén); insultos, amenazas, vejámenes a las religiosas del Hospicio de León;
cuatro bombas en varias casas en construcción en Madrid. He aquí, en las últimas
cuarenta y ocho horas, el producto de la energía puramente verbal de las órdenes
del Sr. Casares Quiroga. ¡Ah!, señores diputados, pero ya frente a estos
argumentos se dibujaba, en una interrupción de la mayoría, otro argumento,
tentador por lo fácil, que yo espero que se ha de esgrimir esta tarde contra
nosotros: de todo este estado de subversión, de todo este estado de anarquía,
quienes tienen la culpa son las derechas con sus provocaciones. (Rumores).
Bueno será, señores diputados, que para dar todas las facilidades posibles a la
discusión, dejemos a un lado determinados ejemplos inequívocos de que han sido
las derechas las que han traído ese estado de subversión. Me refiero a lo ocurrido
en los tiroteos de Málaga entre socialistas y comunistas y sindicalistas. Allí todo
ha obedecido, pura y simplemente, a la intervención de los elementos de derecha.
(Rumores. UN DIPUTADO: «Sr. Lorenzo, hay agentes provocadores»). Le
recomiendo a Su Señoría que lea el artículo de Solidaridad Obrera, donde decía
«¡Alto el fuego!», dirigiéndose a sus camaradas y advirtiéndoles que no es lícito
asesinar a obreros. Tome nota Su Señoría para sucesivas interrupciones.
Vamos también a dejar a un lado episodios tan insignificantes como la culpa
que se quiso hacer recaer sobre elementos de derecha por el asesinato de los
hermanos Badía, sin perjuicio de que las actuaciones judiciales vinieran a
demostrar al cabo de muy poco tiempo de quién era la verdadera culpa, si de las
derechas o de los elementos anarcosindicalistas. Y dejemos igualmente a un lado
otro episodio insignificante como el del esclarecimiento en torno al asesinato en
Santander del Sr. Malumbres. También allí fueron acusados elementos de
derecha, sin perjuicio de que muy pronto se pusiera en claro la verdadera causa.
(EL SR. ALONSO GONZÁLEZ: «Está probado»). Pero vamos a dejar, digo, esas
negativas que la realidad y la justicia han opuesto a esas acusaciones formuladas
en bloque contra organizaciones de derecha. A los efectos dialécticos yo
concedería al gobierno y a la mayoría todo lo que quisieran en orden a la
responsabilidad de elementos que no considero derechas, aunque puedan en algún
momento ostentar ese calificativo. Pero es que el fracaso, Sr. Casares Quiroga,
sería el mismo. Igual fracasa un gobierno no pudiendo dominar una subversión
causada por las derechas que producida por las izquierdas, y cuando ese gobierno
tiene un signo contrario a aquellos adversarios sobre quienes se pretende echar la
culpa de una subversión nacional, mayores son todavía el fracaso y la
responsabilidad. Si Su Señoría, con los elementos que tiene, no ha podido
dominar a izquierdas o a derechas, y a unas o a otras considera sublevadas, quiere
decir que el gobierno no ha cumplido con el más elemental de sus deberes, que es

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velar por el cumplimiento de la ley por parte de las izquierdas y de las derechas.
(Rumores e interrupciones. La Presidencia impone silencio).

La entraña del problema

SR. GIL ROBLES: Vayamos, señores diputados, a la verdadera entraña del problema.
Este gobierno no podrá poner fin al estado de subversión que existe en España, y
no podrá hacerlo porque este gobierno nace del Frente Popular, y el Frente
Popular lleva en sí la esencia de esa misma política y el germen de la hostilidad
nacional. Mientras dentro del bloque del Frente Popular existan partidos y
organizaciones con la significación que tienen el Partido Socialista (que acabará
por tildar de fascistas a todos aquellos que no piensen como el Sr. Largo
Caballero) y el Partido Comunista, no habrá posibilidad de que haya en España
un minuto siquiera de tranquilidad.
No pretendáis, señores diputados, que yo vaya con esto a incurrir en la
inocencia de buscar una división en el Frente Popular. (Exclamaciones y
rumores). No. No me voy a referir a esa cordialidad evidentísima que nace de la
pelea pintoresca de vuestros órganos de prensa, y que constituye hoy el solaz
máximo de casi toda España, no. (Rumores. EL SR. CARRILLO: «¡Fíate de la Virgen
y no corras!»). Más os voy a decir: tengo la seguridad de que, aun no queriéndolo
muchos de sus elementos integrantes, el Frente Popular tendrá que subsistir,
porque dentro de esta Cámara, oídlo bien, por lo menos por lo que a nosotros
respecta, no habrá más mayoría posible que la que en estos momentos apoya a ese
gobierno. (Rumores). Diré más todavía: nuestro interés es que estéis
perfectamente unidos e implicados en las mismas responsabilidades, porque como
el fracaso es evidente, como vais a llevar a la ruina al país, como vuestra caída va
a ser estrepitosa, nuestro interés está, repito, en que no haya un solo grupo del
Frente Popular que se libre de ese fracaso enorme a que estáis condenados
irremediablemente.
(Aplausos y rumores).

Los que saben adónde van

SR. GIL ROBLES: Convénzase el Sr. Casares Quiroga. Hay en el Frente Popular unos
partidos que saben perfectamente adónde van; no ocurre lo mismo a otros que
apoyan la política de Su Señoría. Los grupos obreristas saben perfectamente
adónde van: van a cambiar el orden social existente; cuando puedan, por el asalto
violento al poder y por el ejercicio desde arriba de la dictadura del proletariado,
mientras ese momento llega, por la destrucción paulatina, constante y eficaz del

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sistema de producción individual y capitalista que está viviendo España. Para
ello, un día son las perturbaciones, las agitaciones, las huelgas sistemáticas que
retraen el capital, que producen la huida del capital, muchas veces son
combinaciones y negocios criminales, que soy el primero en condenar, que
ocasionan siempre el colapso de la economía. Otro día son bases de trabajo que
no significan propiamente el deseo de legítimas reivindicaciones obreras, sino
más bien el propósito de matar la producción capitalista, absorbiendo el beneficio
de producción y si es necesario las mismas reservas del capital, para poco a poco
ir desacreditando el sistema, matando esa producción y el día de mañana
presentarse a decir: este es el momento de la aplicación integral de nuestras
doctrinas y programas. Hoy la incautación, mañana la socialización. Ellos saben
adónde van, ellos tienen marcado su camino. Vosotros no, señores de Izquierda
Republicana y de Unión Republicana. Estáis unidos, atados a la responsabilidad
de esos grupos y tenéis que ver con tristeza cómo un día se mofan de vuestras
escasas fuerzas en el país, cómo otro día os obligan a votar, quizá contra vuestras
convicciones, cosas que están dentro de su programa y no dentro del vuestro, y
cómo en todo momento la férrea disciplina y un interés político, que tendréis que
pensar si no es contrario al interés nacional, hacen que ahí tengáis que callar
cuando en esos pasillos y en vuestras reuniones sois los primeros en condenar
violentamente la política de los sectores obreros, que van conduciendo a España a
la ruina y a la desesperación. (Muy bien. Grandes aplausos. Rumores).
¡Ah! Y que esa es una realidad se demuestra por algo que de las
conversaciones de los pasillos ha saltado a las columnas de la prensa diaria. Ha
sonado la palabra dictadura, pero ha sido en vuestros labios, pidiendo plenos
poderes, hablando de la necesidad de una dictadura republicana. Sois vosotros los
que estáis extendiendo la papeleta de defunción al régimen democrático. Ya le
disteis un golpe de muerte con el nacimiento de estas Cortes y la aprobación de
determinadas actas. Pero ahora estáis prostituyendo la democracia con el ejercicio
de la demagogia, y ha llegado el momento de que vosotros mismos extendáis
definitivamente su papeleta de defunción al pedir una dictadura republicana,
dictadura que implica una verdadera contradicción con los términos en que os
habéis producido por el agobio a que os han llevado los fervores de la alianza con
los elementos obreros. Y es, señores diputados —y con esto voy a concluir—, que
ese anhelo, ese deseo vuestro de un gobierno fuerte, de un gobierno autoritario, de
un gobierno de plenos poderes, como si no fueran bien plenos los que tenéis en
vuestras manos, lo que está diciendo es la ley suprema de la sociedad en todos los
tiempos, en todas las latitudes, en todas las épocas de la historia. Desengañaos,
señores diputados; un país puede vivir en monarquía o en república, en sistema
parlamentario o en sistema presidencialista, en sovietismo o en fascismo, como

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únicamente no vive es en anarquía, y España hoy, por desgracia, vive en anarquía.
Señores del gobierno, nosotros os pedimos determinadas medidas para acabar con
la situación en que se encuentra España, situación que no puede prolongarse por
mucho tiempo. Estáis contrayendo la tremenda responsabilidad de cerrar todos los
caminos normales a la evolución de una política. Nosotros, que no hemos sido
nunca obstáculo para ello, tenemos que decir hoy que estamos presenciando los
funerales de la democracia. Hay una teoría política (permitidme, señores
diputados, que modestísimamente os la recuerde) del ciclo evolutivo de las
formas de gobierno. Según ella existe un momento en que la democracia se
transforma en demagogia, pero como eso no puede subsistir, contra la demagogia
surgen, por desgracia, los poderes personales. Cuando habláis de dictadura y de
plenos poderes, quizá sin daros cuenta, por un aliento patriótico que salta por
encima de las pequeñeces de la disciplina de partido, estáis haciendo la
condenación más firme de un sistema, de una política y de un gobierno. (Grandes
aplausos).

HABLA POR LOS SOCIALISTAS EL SR. DE FRANCISCO


El Sr. De Francisco, en nombre de la minoría socialista, consume un turno en contra
de la proposición

SR. DE FRANCISCO: A partir de la elección de las Cortes Constituyentes sé muy bien


cuáles son los recursos oratorios del Sr. Gil Robles. Conociéndolos nosotros, no
se extrañe él de que no nos impresionen ya. Tienen solo como finalidad producir
determinados efectos. En una cosa vamos a estar los dos de acuerdo esta tarde: en
que el gobierno del Frente Popular dispone desde el momento en que se
constituyó de multitud de medios de acción para lograr sus fines. Pero nuestro
lamento es contrario al del Sr. Gil Robles. El gobierno no ha hecho todo lo que
puede, no ha utilizado todos los recursos que tiene en sus manos para terminar
con las violencias.
Cuando hablaba el Sr. Gil Robles me parecía que estaba relatando episodios
del bienio en que él gobernó.
No se puede venir aquí a echar en cara cosas de que uno mismo tiene que
acusarse. Lo primero que se necesita es autoridad moral, y vosotros, señores de la
derecha, carecéis de ella. (Aplausos).
Esas cifras manejadas por el Sr. Gil Robles de asesinatos, de atracos, de
incendios habrá que ver si pueden ser asignadas al haber de las fuerzas que dirige
S.S. Yo, que no tengo una vinculación directa con el Socorro Rojo Internacional,

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pero conozco la integridad de las personas que lo forman, digo que quienes hayan
tomado el nombre del Socorro Rojo para realizar atracos o son vulgares asesinos
o gentes pagadas por las personas interesadas en promover desórdenes. Y hay que
desentrañar también lo que ocurre con esas importaciones de armas y esas
compras de uniformes de la Guardia Civil…
No es una frase estereotipada ni un deseo de sacudirnos el polvo de la levita,
aunque no la usemos. Es que desde que tengo uso de razón el capitalismo vive en
plena subversión dentro de nuestro país. Todas las leyes de carácter social se han
vulnerado siempre. Incluso la de maternidad, que debería tener los máximos
respetos por razones de sentimientos.
Con el triunfo de la República se consigue acrecer el acervo legislativo de
nuestro país. Y sois vosotros —me refiero a las fuerzas por vosotros
representadas— los que a todo trance tratáis de vulnerarlas y hacerlas fracasar.
Así ha sucedido con aquella ley de Términos municipales, que habrá que
restablecer muy pronto.
En los primeros meses de la República fui honrado con un encargo del
gobierno provisional por tierras de Andalucía, donde se estaban produciendo
paralizaciones de brazos comúnmente conocidas como huelgas. ¿Sabéis lo que
encontré al examinar la situación, especialmente en Sevilla?
Pues que en aquella magnifica región, donde se caía la mies de las espigas, los
obreros no reclamaban a los dueños de las tierras mejoras de salarios ni nada
parecido. Lo que allí ocurría es que los propietarios querían abandonar las tierras,
sin conciencia ni sentido humanista.
SR. MAURA (DON MIGUEL): Se recogieron las cosechas, Sr. De Francisco.
SR. DE FRANCISCO: Sí; a los quince días de haber traído ese informe al gobierno de
que Su Señoría formaba parte como ministro; pero lo que querían los propietarios
era abandonar las tierras y las cosechas para que los obreros se muriesen de
hambre. Ha habido en España subversiones de carácter militar, Sr. Gil Robles,
que no han merecido la condenación de Su Señoría. No hablemos de los
procedimientos de represión y de tortura de la época en que gobernó Su Señoría.
Ya llegará el momento de tratar de todo eso.
El presidente del Consejo y el Gobierno saben muy bien cuál es nuestro
pensamiento sobre todo esto, y están seguros de nuestra lealtad y de nuestro
sincero apoyo. Firmes en nuestro deber y en la defensa de nuestro derecho,
obraremos con energía, dispuestos a no volver a sufrir vuestra experiencia,
señores de derechas.
No plegaremos nuestra bandera, que tiene un color y un significado conocidos
de todo el mundo.
La misión de las clases conservadoras no puede ser la de colocarnos carros en

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el camino para que no podamos andar. Es otra la que debe ser su verdadera
finalidad. Todavía estamos esperando que saquen el dinero de donde lo haya para
resolver el paro obrero, que es un mal del régimen capitalista.
Lo único que nosotros podemos reprochar al gobierno, y no nosotros, sino
recogiendo los latidos de la opinión, es la lentitud con que marcha. Pedimos, eso
sí, que marche con más celeridad en el desarrollo de su obra.

DISCURSO DEL SR. CALVO SOTELO

La actuación del gobierno

SR. CALVO SOTELO: Señores diputados, es esta cuarta vez que, en el transcurso de tres
meses, me levanto a hablar sobre el problema del orden público. Lo hago sin fe y
sin ilusión, pero en aras de un deber espinoso, para cuyo cumplimiento me siento
con autoridad, reforzada al percibir de día en día cómo al propio tiempo que se
agrava y extiende esa llaga viva que constituye el desorden público arraigada en
la entraña española se extiende también el sector de la opinión nacional de que yo
puedo considerarme aquí como vocero, a juzgar por las reiteradas expresiones de
conformidad con que me honran una y otra vez.
España vive sobrecogida con esta espantosa úlcera que el Sr. Gil Robles
describía en palabras elocuentes, con estadísticas tan compendiosas como
expresivas; España, en esa atmósfera letal, revolcándose todos en las angustias de
la incertidumbre, se siente caminar hacia la deriva bajo la mano o en las manos —
como queráis decirlo— de unos ministros, sin duda inteligentes, yo eso lo
reconozco, que, sin embargo, son reos de su propia culpa, esclavos más
exactamente dicho de su propia culpa, ya que para remediar el mal que el acaso
les ha puesto delante han de tropezar con la carencia de la primera de las
condiciones necesarias, que es de no haberlo procreado. Vosotros, vuestros
partidos o vuestras propagandas insensatas han provocado el 60 por ciento del
problema del desorden público, y de ahí que carezcáis de autoridad. Ese problema
está ahí, en pie, como el 19 de febrero; es decir, agravado a través de los cuatro
meses transcurridos por las múltiples claudicaciones, fracasos y perversiones del
sentido de autoridad desde entonces producidos en España entera.
Y en esto ya coinciden con nosotros muchos diputados que se sientan en esos
escaños. No es que yo pretenda que esa coincidencia tenga aquí una expresiva
exteriorización. Yo percibo las presiones formidables que el ambiente de la
Cámara y la disciplina de los partidos en el hemiciclo ejercen sobre el estado de
ánimo de los diputados que constituyen la mayoría. Esto ha ocurrido antes y

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ocurrirá siempre. Pero pasadas esas mamparas bien explícitas se observa esa
coincidencia, ya en términos confidenciales, ya a veces en forma casi ostentosa. Y
es que, sin duda alguna, comienza a caer de vuestros ojos aquella venda de
optimismo engañador que os había cegado en los días alegres de las bodas del
Frente Popular, después de vuestro triunfo electoral, y ahora os sentís muchos de
vosotros, aunque no lo digáis, tan llenos de zozobra e inquietud como nosotros,
porque os dais cuenta de que estáis metidos en un desfiladero que no tiene fin, luz
ni horizonte.

El Frente, bifronte

SR. CALVO SOTELO: En estas últimas semanas, sin embargo, ha ocurrido algo que yo
quisiera destacar ahora, y es que, en realidad, el Frente Popular se ha
resquebrajado. Aludo concretamente a una fuerza sindical de la máxima
categoría, a la CNT. La CNT no se presta tan fácilmente, como muchos pensaban,
a la unidad del proletariado. La CNT desacata alguna de las leyes que acaban de
promulgarse. La CNT no admite que sus conflictos pasen por la jurisdicción de
los Jurados Mixtos ni por la ley del Sr. Largo Caballero, que vosotros acabáis de
poner nuevamente en vigor. La CNT, por consiguiente, política y, sobre todo,
sindicalmente, no está de modo auténtico, de modo veraz, de modo ostensible, en
el seno del Frente Popular.
SR. PESTAÑA: No lo ha estado nunca.
SR. CORDERO BEL: No lo ha estado jamás.
SR. CALVO SOTELO: Lo estuvo el 16 de febrero. (Fuertes rumores). La CNT, que votó
la candidatura del Frente Popular, representa un millón de votos, y es por tanto,
un millón de ciudadanos y desde el momento en que se produce esa dispersión
sindical salpicada de hechos gravísimos y dolorosos, en algunos casos en forma
sangrienta, es evidente que si el Frente Popular ya no es frente, sino bifronte —ni
popular, porque, si por la derecha está siendo repudiado cada día más, por el
centro se encuentra abandonado por numerosos grupos de opinión y por la
izquierda se halla rebasado—, ha perdido gran parte de la autoridad política con
que trajo aquí el gobierno que presidió el Sr. Azaña. Este es un hecho político a
mi juicio indiscutible: el Frente Popular y el gobierno que emergió de su seno,
con representación mayoritaria, desde el momento en que la CNT no coincide en
su actitud pública y sindical con la política que el Frente Popular dirige, es solo
una personificación minoritaria de la opinión española.
SR. CORDERO BEL: No tiene nada que ver el Papa con el Frente Popular.
SR. CALVO SOTELO: Su Señoría es muy gracioso, pero aquí sobran los payasos.
SR. CORDERO BEL: Su Señoría se considera intérprete de la CNT y es solamente el

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intérprete del repulsivo dictador que tuvo España.
SR. CALVO SOTELO: Y pese a todos los aspavientos que al enunciarlo hacéis ahí
vosotros, y pese a todas las penumbras que en su torno queréis proyectar, es lo
cierto que eso tiene una trascendencia política inconmensurable a mi juicio, que
en parte, no del todo, explica la vejez prematura que puede otorgarse a los dos
instrumentos políticos del Frente Popular: el gobierno y el Parlamento. El
gobierno, nacido ayer, no tiene por eso pasado; sin embargo, tampoco tiene
futuro. Le acecha, políticamente, la muerte. Es un gobierno sin ayer y sin mañana;
es un punto muerto que solamente un milagro divino podría galvanizar. Pero el
Parlamento —y esto es lo más curioso— adolece de la misma vejez prematura.
Comentarios, no nuestros, sino de gentes de izquierda, de periódicos de izquierda,
lo destacan en estas últimas semanas. ¿A qué obedece ese ambiente de abulia y de
indiferencia que se percibe en este Parlamento durante las sesiones normales?
¿Cómo explicarse esto en un Parlamento recién elegido, y elegido, además, con
toda la flora esplendorosa del triunfo que habéis obtenido el 16 de febrero? Lo
que esto quiere decir es que el Parlamento está roído por el gusano de la
mixtificación. España no es esto. Ni esto es España. Aquí hay diputados
republicanos elegidos con votos marxistas; diputados marxistas partidarios de la
dictadura del proletariado, elegidos con votos de obreros que son enemigos de la
dictadura del proletariado, y apóstoles del comunismo libertario; y ahí y allí hay
diputados con votos de gentes pertenecientes a la pequeña burguesía y a las
profesiones liberales que a estas horas está arrepentida de haberse equivocado el
16 de febrero al dar sus votos al camino de perdición por donde nos lleva a todos
el Frente Popular. (Rumores). La vida de España no está aquí, en esta
mixtificación.
UN DIPUTADO: ¿Dónde está?
SR. CALVO SOTELO: Está en la calle, está en el taller, está en todos los sitios donde se
insulta, donde se veja, donde se mata, donde se escarnece, y el Parlamento
únicamente interesa cuando nosotros traemos la voz auténtica de la opinión.
(Aplausos).
SR. GALARZA: La voz de Martínez Anido.
SR. CALVO SOTELO: Para que un Parlamento pueda desarrollar una labor fecunda es
menester que se hayan resuelto fuera de él los problemas primarios de la vida
pública y, entre ellos, el del orden y la paz. Si esto no ocurre falta el mínimo de
convivencia, de unanimidad si queréis, preciso para que puedan debatirse los
demás problemas substantivos y objetivos de una nación. Y lo que ahora ocurre es
que el problema del orden público está en pie y a cada momento se agrava y
agudiza; y esto es así porque no hay autoridad en el gobierno ni decisión para
resolverlo. Por eso este problema ha de ser considerado en un aspecto ya menos

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casuístico que el que yo consideraba en otras tardes, tanto más cuanto que el Sr.
Gil Robles, con sus datos, me ha ahorrado este trabajo, y sí, en cambio, en otro
que podría parecer más doctrinal, más de fondo político. Porque la verdad sea
dicha: si bien en su virulencia actual la responsabilidad del calamitoso desorden
público en que España vive es patrimonio exclusivo de ese gobierno —exclusivo
porque es intransferible—, y de esa responsabilidad dará el gobierno cuenta ante
Dios, ante la historia y ante los hombres, no es menos cierto que hay un fondo
endémico en el desorden nacional en que desde hace años se desarrolla la vida del
país. Desde hace mucho tiempo, apenas han transcurrido unas cuantas semanas
sin que los ciudadanos españoles sintieran inquietados sus tranquilos afanes, su
cotidiano vivir, por los percances y episodios de desorden que se registran por la
derecha, por la izquierda, por arriba, por abajo, por el Este o por el Oeste.
SR. ÁLVAREZ ANGULO: Sobre todo, por «el Este».
SR. CALVO SOTELO: Quiero ahora examinar cuáles pueden ser las causas de este
hecho, descartando, desde luego, las personas y el régimen; las personas, porque
no se podría sin notoria insinceridad decir que la República haya sido un vivero
de estadistas; pero tiene hombres inteligentes que han pasado por el banco azul
mezclados a veces con mediocridades también evidentes. No están ahí las causas,
ni quisiera tampoco situarlas por razón del régimen, porque doctrinalmente ni la
monarquía tiene la exclusiva del orden, ni la república el monopolio del desorden.
El desorden cabe en todas las formas de gobierno, como oportunamente indicaba
el Sr. Gil Robles. ¿Carencia de resortes políticos? No. Desde hace años, todos los
gobiernos han contado con plenitud de poderes políticos, sobre todo en materia de
orden público. Antes de la Constitución de 1931, regía el decreto ministerial de
plenos poderes gubernativos. La Constitución entra en vigor con aquel aditamento
o estrambote de la ley de Defensa de la República. Cae esta ley y entra a regir la
ley de Orden Público. En resumen, apenas habrán transcurrido dos meses de
plenitud constitucional.
Y ahora mismo —lo recordaba el señor Gil Robles— llevamos cuatro meses
de Frente Popular y tres o cuatro prórrogas del estado de alarma. No han faltado
los medios excepcionales, la plenitud de poderes, no.
¿Es que han faltado los recursos materiales? La política de orden público de la
República —tengo que hacer referencia a la República, porque esa política se
inicia el año 1931— ha sido una política de desembolso sin tasa ni freno. En
alguna ocasión he recordado que la República ha creado casi tantos agentes de la
autoridad como maestros, y que el gasto del orden público ha aumentado en
España en estos últimos cuatro años en cerca de 150 millones de pesetas por año;
cifra fabulosa cuya capitalización permitiría resolver alguno de los problemas
cancerosos que pesan sobre la vida española. No han faltado, pues, medios

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materiales. La República, el Estado español dispone hoy de agentes de la
autoridad en número que equivale casi a la mitad de las fuerzas que constituyen el
ejército en tipo de paz. Porcentaje abrumador, escandaloso casi, no conocido en
país alguno normal, si queréis en ningún país democrático europeo. Por
consiguiente, no se puede decir que la República, frente a estos problemas del
desorden público, haya carecido de los medios precisos para contenerlo.
¿Cuál es, pues, la causa? La causa es de más hondura, es una causa de fondo,
no una causa de forma. La causa es que el problema del desorden público es
superior, no ya al gobierno y al Frente Popular, sino al sistema democrático
parlamentario y a la Constitución de 1931.
Yo quisiera articular esta tesis examinando los dos matices fundamentales del
desorden que ahora padece España, que son el desorden económico y el desorden
militar. El desorden económico a base o como consecuencia de la hipertrofia de la
lucha de clases, que destruye fatalmente la economía nacional; y el desorden
militar a base o como consecuencia de la hiperestesia, de la degeneración del
concepto democrático que arruinan todo sentido de autoridad nacional.

El problema económico: Francia y España

SR. CALVO SOTELO: Hipertrofia de la guerra de clases: yo quisiera dejar bien sentado
que, para mí, marxismo y obrerismo son conceptos muy distintos, y que no se
puede admitir ya la equivalencia entre marxismo y política social. La política
social que el marxismo reclama entra en los programas de muchos partidos que
no son marxistas. No conozco ningún partido político que no acepte la política
social, aunque discrepe en el grado, en la cuantía en que esta puede administrarse.
El marxismo es ahora una disposición espiritual de grandes multitudes proletarias
para la lucha de clases, con el propósito de destruir la economía burguesa en que
vive España. Cuando se habla de la revolución de Octubre de 1934 y se la quiere
presentar como inspirada únicamente en finalidades de tipo social, pienso que hay
una gran parte de verdad en el diagnóstico, pero que se incurre también en notorio
error. De aquella revolución fueron elementos integrantes, por ejemplo, los
obreros de las fábricas militares, que, dentro del proletariado español, son
verdaderos aristócratas por el conjunto de ventajas y de garantías de que están
rodeados en los trabajos que realizan al servicio del Estado. Y, sin embargo,
fueron a la revolución. Es que el marxismo constituye hoy en España —en
muchos puntos del extranjero también— la predisposición de las masas
proletarias para conquistar el poder, sea como fuere. Y así el marxismo desarrolla
una táctica de destrucción económica, porque no piensa en la finalidad económica
inmediata, sino en la conquista, a ser posible inmediata, de los instrumentos del

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poder público. Esta es la explicación de una porción de movimientos
huelguísticos que en estos momentos están planteados en España, en los cuales
existen reivindicaciones económicas justas en alguna parte, pero en las que en
cuanto rebasan la posibilidad económica del sistema burgués en que se vive, ya
no hay designio económico, sino político.
Y ya que se dice que en Francia también ha estallado una especie de
sarampión huelguístico, como en Bélgica y en España, aun a trueque de abusar de
vuestra atención, he de señalar alguna diferencia interesante.
Aun teniendo en cuenta que en Francia el gobierno, más que por iniciativa de
los obreros, por decisión motu propio (sic), haya ofrecido —quizá a estas horas
esté a punto de convertirse en ley— un avance tan considerable como el de la
jornada de cuarenta horas, es evidente, sin embargo, que en el resto del conjunto
de las demandas obreras formuladas por los huelguistas franceses, no se va tan
lejos como en la mayor parte de las demandas que formulan los obreros españoles
de la industria. Y si no, cotejemos rápidamente.
Primera reclamación de los obreros franceses.
SRA. IBARRURI: ¿Cuál es el nivel medio de vida de los obreros franceses y el de los
obreros españoles?
SR. CALVO SOTELO: Ahora lo diré, señora Ibárruri. (Rumores). Primera reclamación de
los obreros franceses: que se respete la libertad sindical; primera reclamación de
los obreros españoles: el monopolio de determinada sindical.
SRA. IBARRURI: En Burgos el Sindicato Católico no deja que trabajen los obreros de la
UGT y de la CNT. (Rumores y protestas. El presidente reclama orden).
SRES. GONZALO SOTO Y ALBIÑANA: Eso no es cierto. Es todo lo contrario. (Rumores).
En Burgos, lo que ocurre es que los obreros socialistas y sindicalistas, que son
minoría, tratan de impedir que trabajen los obreros católicos, que son la mayoría.
Es todo lo contrario. (Rumores y protestas. El presidente agita la campanilla).
SR. CALVO SOTELO: Los obreros franceses han reclamado y conseguido ya plenamente
que no sea impedimento para trabajar el marxismo, y aquí se pretende que el
marxismo sea una condición previa sine qua non para el trabajo, que es también
todo lo contrario. Yo he de deciros a vosotros, marxistas, que uno de los primeros
formatos del contrato colectivo de trabajo que acaba de pactarse en Francia es el
de los empleados de banca, contrato que se ha formalizado en presencia del
ministro de Hacienda, M. Auriol, que es socialista. ¿Entre quiénes se
formalizaba? Entre los patronos, de un lado, y los sindicatos obreros, de otro. Y
¿cuáles eran los sindicatos? Pues, entre otros, había los de la CGT y los
Sindicatos Cristianos, y el ministro socialista asumía el poder deliberante entre
unos y otros, sin tratar de negar el trabajo a unos obreros que se llamaban
católicos. Comparad.

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Segunda diferencia. Reivindicación fundamental de los obreros franceses: los
contratos colectivos de trabajo, reivindicación que lo es también de los obreros
belgas, porque M. Van Zeeland, en la primera declaración que ha hecho, después
de constituir su gobierno, lo decía: «En materia social queremos ir a los comités
paritarios y a los contratos colectivos de trabajo», y yo pensaba: pues los comités
paritarios se han creado en España, en 1926, y los contratos colectivos de trabajo
tienen en España una raigambre nacional también de casi diez años, mientras que
en Francia apenas existían otros que los de cada taller, los de cada empresa, no los
de carácter regional o nacional como aquí; luego no estábamos tan atrasados.
Aumentos de salarios. En Francia son uniformes; aquí son a voleo: en unos
sitios, altos; en otros, medios, y en otros, bajos; el grado aumento de salarios no
depende de las condiciones económicas de cada caso, de cada zona, de cada
empresa; depende de la mayor o menor presión de cada sindicato, de la mejor o
peor preparación de cada núcleo obrero y de la temperatura política de cada
gobernador o de cada alcalde. Los aumentos de salario en Francia son moderados:
del 7 al 15 por 100; los aumentos de salario en España, en algún caso rebasan el
ciento por ciento. (Rumores y protestas. UN DIPUTADO: «Hay jornales de seis
reales»). En algunos casos se ha llegado a extremos inconcebibles. Para los
obreros de la navegación mercante se ha señalado como tipo diario del costo de
manutención 4,50 pesetas por cabeza, y yo os digo que no hay familia de la clase
media española con más de cinco o seis individuos que gasten diariamente en
manutención por cabeza 4,50 pesetas. (Grandes protestas. LA SEÑORA IBARRURI
pronuncia palabras que no se perciben). En el Queen Marie, el mayor
transatlántico del mundo, se ha fijado un tipo de 3 pesetas. (Rumores. LA SEÑORA
ÁLVAREZ RESANO pronuncia palabras que no se entienden. EL PRESIDENTE agita la
campanilla, reclamando orden).
Pero, además, hay esta diferencia; los aumentos franceses son la
compensación a la baja registrada en los salarios franceses el año 1930 a 1931 y
en la industria española no ha habido baja de jornales, sino alza, desde 1930.
SRA. IBARRURI: Siempre han sido jornales de hambre. (Rumores).
SR. CALVO SOTELO: Debo decir a Su Señoría que eso no se puede decir, y para
demostrarlo citaré un ejemplo. Uno de los primeros contratos colectivos que
acaba de aprobarse en París se refiere, me parece, a un ramo metalúrgico, y en él
se ha señalado, como jornal medio, un aumento de 50 céntimos de franco por
hora. Era de cuatro francos y pasa a 4,50 por hora, que, a base de ocho horas, que
era la jornada en vigor, son 34 o 36 francos. Yo digo a Su Señoría que con 36
francos en París —y al cambio actual, son 18 pesetas— se vive mucho peor que
en Madrid con 9 pesetas. (Grandes rumores. LA PRESIDENCIA reclama orden).
El aumento de salarios, en Francia, se refiere exclusivamente a la industria y

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al comercio —también esto debe tenerse en cuenta— y el español se refiere
también al campo. Yo, que reconozco que en algunas ocasiones en el campo
español se han satisfecho jornales inferiores al mínimo de justicia (rumores), he
de deciros que esto supone económicamente —y no entro en el problema para no
apartarme de aspectos más importantes— una cuestión fundamental, porque un
aumento de salario en la industria puede, mejor o peor, repercutir en los precios y,
por consiguiente, puede compensarse con relativa facilidad; pero un aumento de
salario en el campo, cuando sea superior a los márgenes de provecho industrial
que existen, no tiene compensación posible, porque los precios agrícolas están por
tierra y no hay posibilidad de levantarlos, sobre todo en economías herméticas.
(LA SEÑORA IBARRURI pronuncia palabras que no se entienden claramente). A no
ser que empecéis por arruinar en parte al mismo proletariado de la ciudad, única
manera de mejorar al proletariado del campo.
No sé si habréis contemplado alguna vez la distribución injusta que se hace de
la renta nacional que va, en su mayor parte, a la ciudad, a pesar de que la mayor
parte de la población no está en la ciudad sino en el campo. Un 30 por ciento de la
población de España, que es la ciudad, consume el 60 o el 70 por ciento de la
renta nacional, y el 70 por ciento de la población de España, que es el campo,
percibe y consume el 40 o 30 por ciento restante. Esta desigualdad no se corrige
más que con una redistribución económica, no entre obreros y patronos, sino
entre la ciudad y el campo, y ello supondría la elevación de los precios agrícolas,
o sea, que el habitante de la ciudad pague más caro el pan, el vino, las legumbres
y las patatas y todos los demás productos.
SRA. ÁLVAREZ RESANO: Quitaremos los intermediarios.
SR. CALVO SOTELO: Lo que yo quería señalar —y perdonadme esta digresión
inesperada— es que la política económica desarrollada por esta impulsión
marxista (que dijérase encaminada, haya o no posibilidad, a legalizar una especie
de paraísos artificiales) forzosamente destruirá nuestra riqueza y producción.

El Estado ante la situación

SR. CALVO SOTELO: Frente a esto, ¿qué hace, qué puede hacer el Estado? Días atrás el
señor ministro de Trabajo —cuyos deseos de acierto sinceramente reconozco y
proclamo— decía en unas declaraciones: «Por ahí se cree que el Ministerio de
Trabajo puede intervenir en todos los conflictos sociales. Esto no es posible,
porque muchos de ellos son tramitados en forma de acción directa y no llegan al
Ministerio de Trabajo».
Fijaos bien: en forma de acción directa; esto lo dice el ministro, con tangente
plasmación de una realidad. La acción directa a pesar de la ley de Jurados mixtos,

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recientemente aprobada, soslaya los conflictos sociales en muchos casos e impide
que el Ministerio de Trabajo actúe. Y en otros, en que el Ministerio de Trabajo
puede intervenir, ¿cómo lo hace? ¿Con qué designios? Con el de la avenencia,
con el de la solución cuanto más pronta mejor y a base de una posible cordialidad.
Esto es, dando un poco menos de lo que se pide por los obreros y un poco más de
lo que se otorga por las clases patronales. Pues ni esta ni aquella es ya posible,
señor ministro y señores diputados de la mayoría, dentro de una economía como
la nuestra y en una situación como la que actualmente atraviesa la mayor parte de
los pueblos, no solo España; digo que es imposible, porque el Estado, que no
puede inhibirse, naturalmente tampoco debe ser productor. Un Estado proletario
—y no os sonriáis de la paradoja— es siempre el más patronal de todos los
Estados, ya que no hay en él más que un patrono —el Estado—, ante el cual
tienen que rendirse todos los obreros. Producir, no, pero sí dirigir la producción
en el sentido de administrar la justicia económica. Yo no sé por qué el Estado, que
administra la justicia civil y la criminal, no puede administrar la economía,
determinando a priori, antes de que haya conflictos sociales, cuál es la
participación en la renta que corresponde al capital; inexcusable, y a la mano de
obra, que es inexcusable también, que debe ir en primer término, porque es la que
representa la aportación más alta de todas las que intervienen en el proceso de la
producción.
Un Estado, señor ministro de Trabajo, no puede por eso estructurarse sobre las
bases perfectamente inoperantes de la Constitución de 1931, y pagáis las
consecuencias de ello, aunque vosotros, las debéis pagar gustosamente, porque
sois partidarios de esa Constitución. Frente a ese Estado estéril, yo levanto el
concepto del Estado integrador, que administre la justicia económica y que pueda
decir con plena autoridad: no más huelgas, no más lock-outs, no más intereses
usurarios, no más fórmulas financieras de capitalismo abusivo, no más salarios de
hambre, no más salarios políticos no ganados con un rendimiento afortunado, no
más libertad anárquica, no más destrucción criminal contra la producción, que la
producción nacional está por encima de todas las clases, de todos los partidos y de
todos los intereses. (Aplausos). A este Estado le llaman muchos Estado fascista;
pues si ese es el Estado fascista, yo, que participo de la idea de ese Estado, yo,
que creo en él, me declaro fascista. (Rumores y exclamaciones. UN DIPUTADO:
«¡Vaya una novedad!»).

El principio de autoridad

SR. CALVO SOTELO: Ese es el desorden económico; pero existe otra forma de desorden
no menos grave, aun cuando solo sea espiritual, que es el que atañe al principio de

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autoridad. Un tratadista francés, a quien yo sinceramente admiro, Lucien Romper,
ha dicho que todas las fórmulas de convivencia social y política pueden reducirse
a dos: orden consentido y orden impuesto; el régimen de orden consentido se
funda en la libertad; el régimen de orden impuesto se funda en autoridad. España
está viviendo un régimen de desorden no consentido ni arriba ni abajo, sino
impuesto de abajo arriba. Por consiguiente el régimen español que no se ha
podido prever en esas fórmulas del tratadista antes citado, es un régimen que no
se funda ni en la libertad ni en la autoridad. No se funda en la autoridad, aun
cuando se diga que su sostén principal es la democracia; muy lejos me llevaría un
análisis del sentido integral de ese vocablo; no lo intento, pero me vais a permitir
que escudriñe un poco en el concepto degenerativo con que ahora se vive la
democracia.
España padece el fetichismo de la turbamulta, que no es el pueblo, sino que es
la contrafigura caricaturesca del pueblo; son muchos los que con énfasis salen por
ahí gritando: «¡Somos los más!». Grito de tribu —pienso yo—; porque el de la
civilización solo daría derecho al énfasis cuando se pudiera gritar: «¡Somos los
mejores!», y los mejores casi siempre son los menos. La turbamulta impera en la
vida española de una manera sarcástica, en pugna con nuestras supuestas soit
disant condiciones democráticas, y, desde luego, con los intereses nacionales.
¿Qué es la turbamulta? La minoría vestida de mayoría; la ley de la democracia es
la ley de la mayoría, y ya es mucho que la ley del número absoluto, de la mayoría
absoluta, sea equivalente a la ley de la razón o de la justicia, porque, como decía
Anatole France, «una tontería, no por repetida por miles de voces, deja de ser
tontería». Pero la ley de la turbamulta es la ley de la minoría disfrazada, con el
ademán soez, y vociferante, y eso es lo que está imperando ahora en España; toda
la vida española en estas últimas semanas es un pugilato constante entre la horda
y el individuo, entre la cantidad y la calidad, entre la apetencia material y los
resortes espirituales, entre la avalancha brutal del número y el impulso selecto de
la personificación jerárquica, sea cual fuere, la virtud, la herencia, la propiedad, el
trabajo, el mando; la que fuere. La horda contra el individuo, y la horda triunfa
porque el gobierno no puede rebelarse contra ella o no quiere rebelarse contra
ella, y la horda no hace nunca la historia, Sr. Casares Quiroga; la historia es obra
del individuo. La horda destruye o interrumpe la historia, y SS. SS. son víctimas
de la horda. Por eso SS. SS. no pueden imprimir en España un sello autoritario.
(Rumores).
Y el más lamentable de los choques (sin aludir ahora al habido entre la turba y
el principio espiritual religioso) se ha producido entre la turba y el principio de
autoridad, cuya más augusta encarnación es el ejército. Vaya por delante un
concepto en mí arraigado: el de la convicción de que España necesita un ejército

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fuerte, por muchos motivos que no voy a desmenuzar. (UN DIPUTADO: «Para
destrozar al pueblo como hacíais»). Entre otros, porque de un buen ejército, de
tener buena aviación y buenos barcos de guerra depende, aunque muchos
materialistas cegados no lo entiendan así, incluso cosa tan vital y prosaica como
la exportación de nuestros aceites y de nuestras naranjas. Hecha esta declaración,
he de decir a Su Señoría, señor ministro de la Guerra, celebrando su presencia
aquí, que, lamentablemente, se están operando fenómenos de desorden que ponen
en entredicho muchas veces el respeto que nacionalmente es debido a ciertas
esencias institucionales de orden castrense. Yo bien sé que algunos posos
históricos de aquella tosquedad programática que poseían los partidos
republicanos del siglo XIX han creado en viejas figuras arcaicas actuaciones
republicanas un ambiente de entredicho, de prevención, de recelo hacia los
principios militares que acaso se puede calificar de antimilitarismo, y que sin
duda alguna, por fuerzas de ese impulso transmitido de generación en generación,
ha llevado a nuestra Constitución algún que otro precepto de dudoso acierto,
como, verbi gracia, el que suprime los tribunales de honor y el que excluye de
manera permanente de la más alta jerarquía de la República a los generales del
ejército. Este hecho, que es tanto un hecho histórico como un hecho actual,
explica sin duda cierta falta de tino, de tacto —siempre exquisito, debería
prodigarse— en las conexiones de la política estatal con la vida militar. Su
Señoría, señor Casares Quiroga, se encuentra al frente de la cartera de Guerra con
unas facultades excepcionales y con unas posibilidades de desenvolvimiento del
principio autoritario también singulares. Probablemente, de Cassola acá ningún
ministro ha tenido las posibilidades de mando que Su Señoría. Hace veinte años,
las Juntas de Defensa actuaron ardorosamente para pedir ciertas garantías de
equidad en los ascensos, en los traslados, en los destinos, y el general Aguilera
inició una etapa de restricción del arbitrio ministerial, fundada en el
establecimiento de los turnos de antigüedad, elección y concurso, y
principalmente el primero, mejor o peor, respondiendo al criterio que el general
Aguilera definía en aquellas palabras de que el militar no debe esperar nada del
favor ni temer tampoco nada de la injusticia, se ha llegado a los días actuales, en
que dos decretos recientes, uno de marzo y otro de junio, han establecido la más
omnímoda de las facultades ministeriales para la organización del personal
militar. Uno, autorizando al ministro para declarar disponible forzoso a quien le
plazca, sin expediente, por conveniencias del servicio, sin traba de ninguna clase,
y otro, de hace pocos días, que es mucho más trascendental, permitiendo al
ministro que toda vacante producida por declaración de disponibilidad forzosa sea
provista libremente, sin sujeción a ninguna clase de preceptos. Este hecho da a Su
Señoría, indudablemente, una autoridad legal, unas posibilidades efectivas que no

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ha conocido ningún otro de los titulares de la cartera de Guerra en los últimos
años.
No voy a entrar en el fondo del problema desde el punto de vista militar,
aunque tampoco querría desaprovechar la ocasión de decir a Su Señoría que le
pueden acechar diversos peligros, uno el del paniaguadismo, cuyos brotes serían
lamentables; otro el de incurrir en preferencias de tipo extremista huyendo de
posibles vinculaciones de tipo extremista huyendo de posibles vinculaciones
republicanas o antirrepublicanas, a las que se viene haciendo referencia muy
frecuente en estos últimos tiempos en la prensa y aun en los discursos de los
personajes republicanos. Sobre el caso me agradaría hacer un levísimo
comentario.
Cuando se habla por ahí del peligro de militares monarquizantes, yo sonrío un
poco, porque no creo —y no me negareis cierta autoridad moral para formular
este aserto— que exista actualmente en el ejército español, cualesquiera que sean
las ideas políticas individuales que la Constitución respeta, un solo militar
dispuesto a sublevarse a favor de la monarquía y en contra de la república. Si lo
hubiera, sería un loco o un imbécil, lo digo con toda claridad (Rumores).; aunque
considero que también sería loco el militar que, al frente de su destino, no
estuviera dispuesto a sublevarse a favor de España y en contra de la anarquía, si
esta se produjera. (Grandes protestas y contraprotestas).
PRESIDENTE: No haga Su Señoría invitaciones que fuera de aquí pueden ser mal
traducidas.
SR. CALVO SOTELO: La traducción es libre, señor presidente; la intención es sana y
patriótica, y de eso es de lo único que yo respondo.

Varios episodios

SR. CALVO SOTELO: Pues bien, señor presidente del Consejo de Ministros, esa máxima
autoridad legal y oficial que Su Señoría posee en los actuales momentos ha de
sintonizar con una política de máximo y externo y popular respeto a las esencias
del uniforme, del honor militar, ese honor militar del que dijo D. José Ortega y
Gasset que es el mismo honor del pueblo.
Y puesto que el debate se ha producido sobre desórdenes públicos o sobre el
orden público, ¿cómo yo podría omitir un repaso rapidísimo de algunos episodios
tristes acaecidos en esta materia y que constituyen un desorden público,
atentatorio a las esencias del prestigio militar?
Un día, señores del gobierno, ocurren en Oviedo unos incidentes que no
quiero relatar con una descripción detallada, aunque si es preciso entregaré la nota
a los señores taquígrafos, con la venia de la Presidencia; un día ocurren unos

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incidentes en unas verbenas entre guardias de asalto y el público, y como sanción
espectacular se destaca de Madrid un teniente coronel o comandante instructor del
expediente, y a las veinticuatro horas, ante los guardias de asalto (no son jefes, no
son oficiales, son guardias de asalto), cuerpo creado por la República y al cual,
por tanto, no se le puede poner ningún cuño ex monárquico o arcaico), ante los
guardias de asalto del décimo grupo, reunidos en su compañía, se da entrada a un
pelotón de guardias rojos, comunistas, para que reconozcan entre aquellos,
formados en rueda de presos, a los autores de los incidentes habidos la noche
anterior en la verbena.
UN DIPUTADO: No es exacto. Fueron acompañados del juez. ¡No es verdad! ¡No es
verdad!
PRESIDENTE: ¡Orden! Pida Su Señoría la palabra, pero no interrumpa.
SR. CALVO SOTELO: Podrá tener Su Señoría una versión; yo me atengo a la mía, que
por el conducto que me ha llegado reputo de toda autoridad. Y aquellos guardias
de asalto han de apretar los labios y contener las lágrimas ante el vejamen a que
se les somete. (Exclamaciones y rumores). Pues por ese episodio en el que en el
caso peor, que yo no lo admito, dadas mis informaciones, pero que en el caso peor
habría podido haber alguna falta individualizable se han decretado sanciones
colectivas.
UN DIPUTADO: Faltas colectivas, colectivas, colectivas. (Rumores).
SR. CALVO SOTELO: La falta puede haber sido individual, pero la sanción ha sido
colectiva.
EL MISMO DIPUTADO: No es verdad.
SR. CALVO SOTELO: Sanción colectiva: cinco oficiales han sido destituidos, algunos
trasladados, otros han pedido la baja en el cuerpo.
UN DIPUTADO: Los culpables.
SR. CALVO SOTELO: Segundo episodio. Un cadete de Toledo tiene un incidente con los
vendedores de un semanario rojo. Se produce un alboroto, no sé si incluso hay
algún disparo, ignoro si parte de algún cadete, de algún oficial, de un elemento
militar o civil, no lo sé, pero lo cierto es que se produce un incidente de
escasísima importancia. Los elementos de la Casa del Pueblo de Toledo exigen
que en término perentorio (UN DIPUTADO. «Falso». Rumores) se imponga una
sanción colectiva (Siguen los rumores), y, en efecto, a las veinticuatro horas
siguientes el curso de la Escuela de Gimnasia es suspendido ab irato y se ordena
el pasaporte y la salida de Toledo, en término de pocas horas, a todos los
sargentos y oficiales que asisten al mismo, y la Academia de Toledo es trasladada
fulminantemente al campamento, donde no había intención de llevarla, puesto
que hubo que improvisar menaje, utensilios, colchonetas, etc., y allí siguen. Se ha
dado satisfacción así a la exigencia incompatible con el prestigio del uniforme

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militar, porque si se cometió alguna falta, castíguese a quien la cometió, pero
nunca es tolerable que por ello se impongan sanciones a toda una colectividad, a
toda una corporación. (Rumores).
Tercer caso. En Medina del Campo estalla una huelga general, ignoro por qué
causa, y para que los soldados del regimiento de Artillería, allí de guarnición,
puedan salir a la compra, consiente, no sé qué jefe —si conociera su nombre lo
diría aquí y no para aplaudirle— que vayan acompañados en protección por
guardias rojos. (Rumores).
UN DIPUTADO: No es verdad. Lo sé positivamente. (Siguen los rumores). Es verdad.
(Protestas).
SR. CALVO SOTELO: En Alcalá de Henares (los datos irán, si es preciso, al diario de
sesiones, para ahorrar la molestia de la lectura…) (Risas). Tomadlo a broma; para
mí esto es muy serio. (Rumores). Un día un capitán, al llegar allí es objeto de
insultos, intentan asaltar su coche y se ve obligado a disparar un tiro para
defenderse, y es declarado disponible. (Rumores). Otro día un capitán, en la plaza
Municipal de Alcalá, es requerido por unas mujeres, para que defienda a un
muchacho que está siendo apaleado por una turba de mozalbetes; interviene, se
promueve un incidente y el coronel ordena que pase al cuartel, queda allí
arrestado y se le declara disponible. Otro día (este hecho ocurrió hace poco más
de un mes) llega a Alcalá un capitán en bicicleta, el capitán señor Rubio; la turba
le sigue, se mete él en su casa; la turba intenta asaltarla y tiene que defenderse;
pide auxilio al coronel o al general; se lo niegan; sigue sosteniendo la defensa
durante dos o tres horas; tiene que evacuar a la familia por la puerta trasera de la
casa donde vive. (Rumores. EL PRESIDENTE agita la campanilla, reclamando
orden). Al día siguiente el general de esa brigada ordena que los oficiales salgan
sin uniforme ni armas a la calle, y al otro día, gracias a las gestiones que realizan
los elementos de la Casa del Pueblo en los centros ministeriales, se da la orden de
que en el término de ocho horas sean desplazados los dos regimientos de
guarnición en Alcalá el uno a Palencia y el otro a Salamanca. (Rumores y
protestas. EL PRESIDENTE reclama orden).
PRESIDENTE: Señor Calvo Sotelo, ponga S.S. ya fin al episodio, porque advierto que
va a hacer la apología del delito que se cometió subsiguiente.
SR. CALVO SOTELO: Señor presidente, de lo ocurrido después no pensaba decir una
palabra, aunque podría decir muchas; pero como ante la orden de traslado del
regimiento ignoro si hubo o no desobediencia, me callo; de lo que protesto es de
que se dé la orden de traslado a dos regimientos a consecuencia de incidentes con
unos elementos civiles que vejaron a diversos oficiales. Si hubo alguien que
incurriera en responsabilidades impóngasele sanción, pero individualmente, no a
toda la corporación, no a todo el regimiento, no a toda la colectividad. (Muy

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bien). De eso es de lo que protesto. Ya ve S.S. como no hay en mis palabras nada
que pueda rozar la disciplina militar. (Rumores y protestas).
SR. MUÑOZ DE ZAFRA: ¡Y que haya que aguantar esto en silencio! ¡No hay derecho!
(Rumores. EL PRESIDENTE reclama orden insistentemente).
PRESIDENTE: Sr. Muñoz de Zafra, a lo que no tiene derecho S.S. es a interrumpir de
esa manera. Si S.S. quiere contestar al Sr. Calvo Sotelo pida la palabra y se la
concederé. (Aplausos en la derecha).
SR. MUÑOZ DE ZAFRA: Me desagradan tanto los aplausos de estos señores por lo que
tengan de política, como el reproche de S.S.
SR. CALVO SOTELO: Yo podría alargar esta lista, pero la cierro. Voy a hacer un solo
comentario ahorrándome otros que quedan aquí en el fuero de mi conciencia y
que todos podéis adivinar. Quiero decir al Sr. presidente del Consejo de Ministros
que puesto que existe la Censura, que puesto que S.S. defiende y utiliza los plenos
poderes que supone el estado de alarma, es menester que S.S. transmita a la
Censura instrucciones inspiradas en el respeto debido a los prestigios militares.
Hay casos bochornosos de desigualdad que probablemente desconoce S.S., y por
si los desconoce, y para que los corrija y evite en lo futuro, alguno quiero citar a
S.S. Porque, ¿es lícito insultar a la Guardia civil (y aquí tengo un artículo de
Euskadi Rojo en que dice que la Guardia Civil asesina a las masas, que es
homicida) y, sin embargo, no consentir la Censura que se divulgue algún episodio
como el ocurrido en Palenciana, pueblo de la provincia de Córdoba, donde un
guardia civil separado de la pareja que acompañaba es encerrado en la Casa del
Pueblo y decapitado con una navaja cabritera? (Grandes protestas).
VARIOS SEÑORES DIPUTADOS: Es falso, es falso.
SR. CALVO SOTELO: ¿Que no es cierto que el guardia civil fuera internado en la Casa
del Pueblo y decapitado? El que niegue eso es (…) (El orador pronuncia palabras
que no constan por orden del presidente y que dan motivo a grandes protestas e
increpaciones).
PRESIDENTE: Señor Calvo Sotelo, retire S.S. inmediatamente esas palabras.
SR. CALVO SOTELO: Estaba diciendo, señor presidente, que a un guardia civil, en un
pueblo de la provincia de Córdoba, en Palenciana me parece, no lo recuerdo bien,
se le había secuestrado en la Casa del Pueblo (Se reproducen las protestas. VARIOS
DIPUTADOS: «Es falso, es falso»). y con una navaja cabritera, se le había
decapitado, cosa que, por cierto, acabo de leer en Le Temps de París, y que ha
circulado por toda España. (Exclamaciones)
PRESIDENTE: Su Señoría ha pronunciado más tarde unas palabras que yo le ruego
retire.
SR. CALVO SOTELO: Y al afirmar esto se me ha dicho: eso es una canallada; entonces
yo… (Grandes protestas)

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PRESIDENTE: La Presidencia no ha oído otras palabras que las de que era falsa la
afirmación que hacía Su Señoría, y como las personas que a grandes gritos
estaban acusando a Su Señoría de decir una cosa incierta son diputados por
Córdoba, la Presidencia no tuvo nada que decir. Su Señoría ha respondido de una
manera desmedida a lo que no era un ataque.
SR. CALVO SOTELO: Si el señor presidente del Congreso estima desmedido contestar
como contesté a la calificación de que era una canallada lo que yo decía, acato su
autoridad. Puede Su Señoría expulsarme del salón, puede Su Señoría retirarme el
uso de la palabra; pero yo, aun acatando su autoridad, no puedo rectificar unas
palabras… (Grandes protestas)
PRESIDENTE: ¡Orden! ¡Orden! Yo no quiero hacer a Su Señoría, Sr. Calvo Sotelo, el
agravio de pensar que entra en su deseo el propósito de que le prive de la palabra
ni de que le expulse del salón.
SR. CALVO SOTELO: De ningún modo.
PRESIDENTE: Pero sí digo que se coloca en una situación que no corresponde a la
posición de Su Señoría. Si yo estuviera en esos bancos, no me sentiría molesto
por ciertas palabras porque agravian más a quien las pronuncia que a aquel contra
quien van dirigidas. De todas suertes, existe al pronunciarlas y al recogerlas un
agravio general para todo el Parlamento, del que Su Señoría forma parte.
SR. CALVO SOTELO: Yo, señor presidente, establezco una distinción entre el hecho de
que se niegue la autenticidad de lo que yo denuncio y el calificar la exposición de
ese hecho, efectuada por mí, como una canallada. Son cosas distintas.
PRESIDENTE: No es eso. Basta que los grupos de la mayoría lo nieguen para que Su
Señoría no pueda insistir en la afirmación.
SR. CALVO SOTELO: Señor presidente, a mí me gusta mucho la sinceridad, jamás me
presto a ningún género de convencionalismos, y voy a decir quién es el diputado
que ha calificado de canallada la exposición que yo hacía: es el señor Carrillo. Si
no explica estas palabras, han de mantenerse las mías. (Se reproducen fuertemente
las protestas).
PRESIDENTE: Se dan por retiradas las palabras del señor Calvo Sotelo. Puede seguir Su
Señoría.
SR. SUÁREZ DE TANGIL: ¿Y las del Sr. Carrillo?
(EL SR. CARRILLO replica con palabras que levantan grandes protestas y que no se
consignan por orden de la Presidencia).
PRESIDENTE: Señor Carrillo, si cada uno de los señores diputados ha de tener para los
demás el respeto que pide para sí mismo es preciso que no pronuncie palabras de
ese jaez, que, vuelvo a repetir, más perjudican a quien las pronuncian que a aquel
contra quien se dirigen. Doy también por no pronunciadas las palabras de Su
Señoría.

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Autocrítica implacable

SR. CALVO SOTELO: Voy a concluir ya. Sr. presidente del Consejo, con lo que llevo
dicho creo que queda explicado el alcance que quiero dar a los propósitos
manifestados en la nota del penúltimo Consejo de Ministros. ¿Contrición?
¿Atrición? Esa nota, como dijo el Sr. Gil Robles con gran elocuencia, es una
autocrítica implacable. Para que el Consejo de Ministros elabore esos propósitos
de mantenimiento del orden ha sido preciso 250 o 300 cadáveres, 1000 o 2000
heridos y centenares de huelgas. Por todas partes desorden, pillaje, saqueo,
destrucción. Pues bien; a mí me toca decir, señor presidente del Consejo, que
España no os cree. Esos propósitos podrán ser sinceros, pero os falta fuerza moral
para convertirlos en hechos. ¿Qué habéis realizado en cumplimiento de esos
propósitos? Un telegrama circular bastante ambiguo por cierto, que yo pude leer
en un periódico de provincia, dirigido a los gobernadores civiles, y una
combinación fantasmagórica de gobernadores, reducida a la destitución de uno,
ciertamente digno de tal medida, pero no digno ahora, sino hace tres meses. Y
quedan otros muchos que están presidiendo el caos, que parecen nacidos para esa
triste misión, y entre ellos y al frente de ellos, un anarquista con fajín, y he
nombrado al gobernador civil de Asturias que no parece una provincia española
sino una provincia rusa. (Fuertes protestas. UN DIPUTADO: «Y eso ¿qué es? Nos
está provocando». EL PRESIDENTE agita la campanilla reclamando orden).
Yo digo, señor presidente del Consejo de Ministros, compadeciendo a Su Señoría por
la carga ímproba que el azar ha echado sobre sus espaldas…
PRESIDENTE DEL CONSEJO DE MINISTROS: Todo menos que me compadezca Su Señoría.
Pido la palabra. (Aplausos).
SR. CALVO SOTELO: El estilo de improperio característico del antiguo señorito de la
ciudad de La Coruña… (Grandes protestas)
PRESIDENTE DEL CONSEJO: Nunca fui señorito. (Varios diputados increpan al señor
Calvo Sotelo airadamente).
PRESIDENTE: ¡Orden! Los señores diputados, tomen asiento.
PRESIDENTE DEL CONSEJO: Señor Calvo Sotelo, voy pensando en que es propósito
deliberado de Su Señoría producir en la Cámara una situación de verdadera
pasión y angustia. Las palabras que Su Señoría ha dirigido al Sr. Casares Quiroga,
olvidando que es el presidente del Consejo de Ministros, son palabras que no
están toleradas, no en la relación de una Cámara deliberativa, legislativa, sino en
la relación sencilla con el gobierno. (Aplausos)
SR. CALVO SOTELO: Yo confieso que la electricidad que carga la atmósfera presta a
veces sentido erróneo a palabras pronunciadas sin la más leve maligna intención.

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(Protestas). Sr. presidente del Consejo, cuando yo comenté, con honrada
sinceridad, que me producía una evidente pesadumbre comprender la carga que
pesa sobre sus hombros (no importa ser adversario político para apreciar cuándo
las circunstancias de un país pueden significar para el más enconado y resuelto de
esos adversarios una pesadumbre y cuándo pueden significar, por el contrario,
una holgura, un regocijo y una tranquilidad), Su Señoría me contestó en términos
que parlamentariamente yo no he de rechazar, claro está, pero que eran
francamente despectivos, diciendo que la compasión mía la rechazaba de modo
airado, y entonces yo quise decir al Sr. Casares Quiroga, al cual sin haberlo
tratado, he conocido de lejos en la capital de La Coruña como un —ya no
encuentro palabra que no moleste a Su Señoría, pero conste que no quiero
emplear ninguna con mala intención— sportman, como un hombre de burguesa
posición, un hombre de plácido vivir, pero acostumbrado, sin embargo, que es lo
que yo quería decir, al estilo de improperio, porque Su Señoría, siendo hombre
representativo de la burguesía coruñesa, sin embargo, era el líder de los obreros
sindicalistas, de los más avanzados, y con frecuencia les dirigía soflamas
revolucionarias, quise decir, repito, que no me extrañaba que, en el estilo de
improperio de Su Señoría, tuviera para mí palabras tan despectivas. ¿Intención
maligna? Ninguna. (Rumores). Si la tuviera, lo diría. (Más rumores). Pero
¿adónde vamos a parar, señores? ¿Me creéis capaz de la cobardía de rectificar un
juicio que yo haya emitido aquí? Si hubiera querido ofender, lo diría,
sometiéndome a todas las sanciones; no he querido ofender. (Grandes rumores y
protestas. EL PRESIDENTE reclama orden).
Lamento que se haya alargado mi intervención por este último incidente, y
concluyo, volviendo con toda serenidad y con toda reflexión a lo que querría que
fuese capítulo final de mis palabras, y es que anteayer ha pronunciado el Sr.
Largo Caballero un nuevo discurso, uno nuevo, no porque el señor Largo
Caballero —y esto es en elogio de su consecuencia política— cambie de ideales,
sino porque es el último, y en él, quizá con mayor estruendo, con mayor
solemnidad, con mayor rotundidez, ha acentuado su posición política. El Sr.
Largo Caballero ha dicho, terminantemente, en Oviedo —aquí tengo el texto,
pero no es cosa de leerlo y os evito esa molestia— que ellos van resueltamente a
la revolución social y que esta política, la política del gobierno del Frente
Popular, solo es admisible para ellos en tanto en cuanto sirva el programa de la
revolución de Octubre, en tanto en cuanto se inspire en la revolución de Octubre.
Pues basta, señor presidente del Consejo; si es cierto eso, si es cierto que S.S.,
atado umbilicalmente a esos grupos, según dijo aquí en ocasión reciente, ha de
inspirar su política en la revolución de Octubre, sobran notas, sobran discursos,
sobran planes, sobran propósitos, sobra todo; en España no puede haber más que

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una cosa: la anarquía. (Grandes aplausos).

CONTESTACIÓN DEL PRESIDENTE DEL CONSEJO


(SR. CASARES QUIROGA)
El presidente del Consejo contesta al Sr. Calvo Sotelo. Dice que este ha puesto el
dedo sobre llagas que ningún español debía tocar ahora. Añade que es
absolutamente inexacto que a él determinados elementos políticos le hayan puesto
topes y condiciones.

PRESIDENTE DEL CONSEJO: Después de lo que ha dicho hoy aquí Su Señoría, si algo
ocurre, el responsable será Su Señoría. (Aplausos). No basta con que amigos de
Su Señoría vayan por ahí tratando de ahondar divisiones. Su Señoría,
representación genuina de la dictadura, trata de manejar argumentos apoyado en
esos elementos militares, no castigados por mí, sino por los Tribunales de
Justicia.
Sin sentido ninguno de la responsabilidad, sin más deseo que deshacer toda la
obra de la República, busca la perturbación en el ejército para maniobrar sobre
ella. Mientras al frente del ejército estén personas de responsabilidad, con sentido
de responsabilidad, no hará más que cumplir con su deber.
Téngalo por seguro, Señoría, aunque la sonrisa le retoce, porque me parece
advertirla en el gesto de Su Señoría. Inútilmente Su Señoría tratará de actuar
como defensor del ejército y aun de la Guardia Civil.
Y ahora, dado el mentís que era preciso a las afirmaciones del Sr. Calvo
Sotelo, voy a examinar las otras hechas aquí por dicho señor y el Sr. Gil Robles.
Es necesario tener siempre muy presente, en un temperamento como el mío,
la responsabilidad necesaria para no sentir, por lo menos, asombro al ver cómo
los que hablan, como aquí se ha hablado hoy, son aquellos que durante años han
perseguido, han torturado a la gente. ¡Pero si estáis examinando vuestra propia
obra!
Exacto el caso de unos obreros que se encerraron en una mina llevando
consigo a los ingenieros. ¿Qué medidas se nos reprocha no haber tomado? ¿La de
bajar a una mina de grisú con guardias armados que disparasen para que ocurriera
allí una catástrofe? No se hizo, y ¿qué sucedió? Pues que los obreros abandonaron
la mina y todo se solucionó.
El Sr. Gil Robles se ha referido al abastecimiento de barcos de nuestra
escuadra en Canarias, que no puede hacerse a consecuencia de la huelga. No tiene
nada de particular que informes así lleguen al señor Gil Robles. A menudo se
reciben despachos de gentes que ven fantasmas por todas partes. Que el gobierno
ha fracasado, se dice. ¿Y cuándo se ven ahora por ahí manifestaciones de fascistas

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que van alargando el brazo, insultando a los ministros, disparando contra la
gente? No. No se ha fracasado en el orden público.
Los espectáculos públicos abarrotados y la gente marchando tranquilamente
por las calles, a pesar de la fábrica de bulos que preparan todas las noches. Yo no
digo con esto que la situación de orden público sea así en toda España. No, sería
un insensato si afirmase eso. El estado de perturbación de hoy es inferior al que
había hace cuatro días. Estamos dispuestos a hacer uso de la ley en la medida que
nos ha sido otorgada. Las palabras del Sr. De Francisco demuestran que hemos de
encontrar en todos los sectores del Frente Popular el debido apoyo.
Cualquier acto de violencia que se realice será sancionado mediante la
utilización de los poderes del estado de alarma, no otros. Yo no sé si alguien
habrá pensado en otros poderes. Para mí, republicano y demócrata, no hay más
poderes que los que hoy tenemos. Lo contrario sería preparar el camino para la
dictadura y nosotros estamos dispuestos a que eso de ninguna manera ocurra.
Por si alguna vez es necesario dar mayor celeridad a los debates de la Cámara
tenemos ya preparada la reforma al reglamento, pero conste que ni queremos ni
necesitamos otros poderes.
Todos nosotros, los que por lo menos formamos en las filas republicanas,
tenemos una fe inconmovible en las virtudes de la democracia. Y cualesquiera
que sean los actos producidos dentro de ella, y que son consecuencia de dos años
de abusos, tendrán remedio dentro del área de esa misma democracia.
En la larga lista de sucesos leída por el señor Gil Robles habrá que ir
buscando caso por caso la intervención del elemento patronal. Ahí va otro caso no
citado: Almendralejo. Allí todos los años hubo trabajo, y el actual los patronos se
niegan sistemáticamente a darlo. Pues bien, lo tendrán que dar. (EL SR. DAZA
interrumpe, y de los bancos de la mayoría salen voces contra él). En
Almendralejo la clase patronal ha tomado acuerdos secretos, y uno de ellos es el
de ejecutar al que falte a ellos; otro es el de practicar el pistolerismo.
¿Y qué he de decir de la patronal madrileña? Cuando el gobierno, haciendo
uso de su dignidad y de su autoridad, establece ciertas bases de trabajo, los
patronos se niegan a cumplirlas. Pues bien; los patronos tendrán que cumplir
nuestras decisiones y acatar la autoridad. Y esto sin gestos y sin excesos
verbalistas, porque atribuírmelos a mí es el colmo de la indignación.
Se trata de provocar una convulsión constante, y el gobierno está dispuesto a
sancionar a todo aquel que falte a la ley; llámese patrono o llámese obrero.
No quiero incurrir, Sr. Calvo Sotelo, en excesos verbalistas. Ya veremos si
España es la vuestra o la auténtica la que está a nuestro lado. (Aplausos de la
mayoría).

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Comunistas y sindicalistas

(La señora Ibárruri interviene, en nombre de la minoría comunista).


SRA. IBARRURI: Por primera vez los comunistas estamos de acuerdo con una
proposición del Sr. Gil Robles; pero lo estamos solo en el fondo; en cambio, unos
y otros vamos por caminos distintos.
El Sr. Gil Robles ha pronunciado un bello y ampuloso discurso, como los que
predicaba por aldeas y ciudades cuando hablaba de la justicia distributiva.
El Sr. Gil Robles ha hablado hoy aquí con arreglo al papel que le han
asignado y que él y las personas de su grupo saben cumplir perfectamente.
El Sr. Gil Robles nos ha enumerado una relación de hechos. Pues bien; el Sr.
Gil Robles sabrá que después de los incendios de algunas iglesias se han
encontrado en casas particulares objetos de culto, que no suelen estar en las casas.
(Rumores).
Mientras en las calles las derechas se dedican a la provocación, envían aquí a
unos hombres que, con caras de niños ingenuos, preguntan al gobierno…
(Rumores). Se confeccionan uniformes de la Guardia Civil y por la frontera de
Navarra, señor Calvo Sotelo, entran armas y municiones, sin duda para
organizaciones como la que creó hace tiempo el miserable asesino Martínez
Anido, con el que colaboró Su Señoría.
La República no ha hecho aún justicia con Martínez Anido ni con Su Señoría.
Con un republicano embustero se pretendió ampliar falsamente la base de la
República. Y todos los hechos cometidos vinieron a provocar el Octubre glorioso,
el Octubre del que nos vanagloriamos todos los que tenemos sentido político y fe
en los destinos de España frente a los intentos del fascismo.
(Lee la señora Ibárruri una lista de personas muertas por las hordas —dice—
dirigidas por una señorita cuyo apellido promueve el odio de los trabajadores
españoles, y unos señoritos cretinos, que añoran las glorias sangrientas de Hitler
y Mussolini. Habla de lo ocurrido en varios pueblos asturianos y cuenta cómo se
torturó a algunas gentes. Al citar a Sirval los marxistas, puestos en pie,
aplauden. Los periodistas de izquierda, que hay en la tribuna de la prensa, la
aplauden también).
SRA. IBARRURI: Cultivasteis vanas mentiras, que tendían a hacer odiosa a todas las
clases sociales de España el movimiento de Octubre, movimiento que tuvo sus
excesos, muy justificados, pero fue romántico, porque perdonó la vida a muchos
que no han sabido agradecerlo. (Aplausos).
La mentira de las violaciones de muchachas tuvo también su fin. Necesitabais
hacer que las mujeres sintieran odio a la revolución y acudisteis a lo de los niños
con los ojos arrancados. La culminación de las mentiras está en la novela de los

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guardias de asalto quemados vivos.
Pero todo se acaba, y cuando España comienza a saber la verdad, el resultado
no se hace esperar. El pueblo demostró su repulsa a quienes se creían los amos de
España. Como estos no se resignan con la derrota, se niegan a cumplir los laudos
y las disposiciones gubernamentales.
¿Por qué se producen las huelgas? Las huelgas se producen porque los
trabajadores quieren conquistar aquello que las derechas les han negado siempre.
No tiene que temer el gobierno porque los trabajadores se declaren en huelga. No
hay ningún propósito sedicioso en su actitud. Solo hay en ella el deseo de salir de
la situación actual.
Se ha hablado aquí de la situación en el campo. Concretamente voy a
referirme a la provincia de Toledo, y al hablar de Toledo me refiero, porque el
caso es igual, a las demás provincias de España. Con excesiva tolerancia de estos
hombres (señala a los republicanos de la mayoría), vienen aquí los grandes
terratenientes a entorpecer la labor de justicia social. (Señala hechos ocurridos en
varios pueblos).
Apelando a maniobras non sanctas, se sacan los capitales al extranjero. Contra
esos hay que proceder, y no contra los trabajadores y los campesinos, que tienen
hambre y sed de justicia.
Las maniobras de las derechas no lograrán alterar la fe que los elementos del
Frente Popular tienen en el gobierno que los representa. Y si hay generalitos
revolucionarios azuzados, hay también soldados y cabos heroicos como el de
Alcalá.
Para terminar con el actual estado de España no hay que hacer solo
responsable, señor Casares Quiroga, a un Calvo Sotelo cualquiera; hay que
encarcelar a todos los que entorpezcan la labor de la República y castigarlos
severamente. Las masas sociales sabrán ir a otro nuevo Octubre y aún más allá…
(Aplausos de la mayoría).
(El Sr. Pabón, don Benito, sindicalista, interviene también. Dice que las
palabras de los Sres. Calvo Sotelo y Gil Robles le han producido extrañeza y
asombro. En sus predicaciones anunciaron fieros males, que no se han
producido).
SR. PABÓN: Las derechas españolas tienen una sensibilidad enfermiza. Se asustan de
que estallen cuatro petardos, y haya cuatro muertos y cuatro huelgas, y no se
preocupan de que haya centenares de miles de obreros en paro forzoso y en
hambre. (Termina anunciando que votará en contra de la proposición).

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ALFREDO SEMPRÚN. Licenciado en periodismo por la Universidad
Complutense de Madrid. Hijo, hermano y padre de periodistas, comenzó su carrera en
1974 en el diario ABC. A lo largo de treinta años de ejercicio, ha cubierto
prácticamente todas las áreas de una profesion que, en su experiencia, siempre da más
satisfacciones que disgustos. Formó parte del equipo fundador del periódico La
Razón, del que es actualmente subdirector. Este es su primer «reportaje por largo».

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