El Anillo de Fuego - Pierdomenico Baccalario

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Cada cien años la humanidad se pone a prueba.

Cada cien años cuatro chicos tienen que enfrentarse a un gran reto.
Acaban de pasar cien años más… y los chicos han de ser elegidos
lo antes posible.
El reto tendrá inicio en Roma, la ciudad del Fuego.
Pierdomenico Baccalario

El anillo de fuego
Century 1

ePub r1.0
Titivillus 18.10.2020
Título original: L’anello di fuoco
Pierdomenico Baccalario, 2006
Traducción: Isabella Sgargi
Ilustraciones: Iacopo Bruno
Diseño/Retoque de cubierta: Gioia Giunchi

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1
Este libro es para mi abuela,
que mira las estrellas desde muy cerca
Lo sé, soy mortal. Pero cuando acompaño a las
estrellas,
colocadas en filas cerradas, en su curso circular,
mis pies dejan de pisar el suelo, y me encuentro junto
a Zeus, para saciarme de ambrosía, como los dioses.
Ptolomeo, astrónomo

La naturaleza ama esconderse.


Heráclito, filósofo llamado «el Oscuro»
Las estrellas de la Osa Mayor permanecen inmóviles en el cielo.
Incluso para ellas ha llegado el momento.
En el refugio entre los glaciares se oye tamborilear
nerviosamente sobre la mesa. Luego una pregunta, que permanece
largo rato suspendida en el aire cargado de humo.
—¿Creéis que vendrá?
No hay respuestas. Las ventanas de aluminio están heladas.
Fuera está nevando. El glaciar arroja fulgores azules.
—Creo que he oído a los lobos… —susurra uno de los dos
hombres, rascándose la barba—. ¿Vosotros no?
—Empecemos —propone el otro. Es gris y esquelético como un
árbol que haya sobrevivido a un incendio—. No tenemos mucho
tiempo.
La mujer deja de tamborilear sobre la mesa, comprueba en su
reloj y asiente.
—Tiene razón. Empecemos.
Los dos hombres abren sus libretas y empiezan a hojearlas.
—¿Qué tal están los chicos? —pregunta el de la barba.
—Van creciendo —contesta ella—. Y dentro de poco tendremos
que escoger.
Lleva consigo unas veinte fotos. Las enseña a sus compañeros.
Con rapidez Las imágenes van de mano en mano.
—¿Cuántos años tienen? —pregunta el hombre esquelético.
—Ocho.
El hombre de la barba está visiblemente inquieto: se levanta de
la mesa con un brinco nervioso, acerca la cara a la ventana y mira
hacia el exterior, como si pudiera divisar algo en aquella inmensa
tormenta de nieve.
—Y eso que los he oído otra vez. A los lobos, quiero decir.
El hombre esquelético suelta una carcajada ronca:
—Nos rodean treinta kilómetros de hielo. ¿Cómo puedes oír a
los lobos?
El hombre de la barba se queda junto al cristal hasta empañarlo
por completo, luego vuelve a su silla y mira por enésima vez el reloj.
—Tal vez tendríamos que quedar en un lugar más accesible. Un
jardín, como la vez anterior.
—De todas maneras ella no habría venido. Ya la conoces. Por
cierto… —El hombre esquelético señala la foto de una chica—. Ella
no, lo habíamos acordado.
La mujer pasa un dedo sobre el borde de la taza, luego levanta
una ceja sin dejar escapar más atisbos sobre lo que está pensando.
—He cambiado de idea —aclara, mientras saborea el té.
—No creo que puedas, sencillamente, cambiar de idea.
—Es mi deber.
—Pero esta chica… —Un dedo corto y huesudo señala el rostro
de pelo rizado y negro—. Sigue siendo en todo caso tu sobrina.
—Habla dos idiomas mejor que tú. ¿Qué más quieres para
convencerte?
—Conoces los riesgos.
—Y tú conoces las razones.
—La vez pasada habíamos acordado que no.
—La vez pasada era una recién nacida.
Hay un largo momento de silencio, durante el cual sólo se oyen
el hervidor sobre el fuego y el viento que remolina en la chimenea.
Los hombres miran taciturnos las fotos sobre la mesa: caras
occidentales, ojos rasgados, pelo rubio, pelirrojo, cutis clara o
morena. Chicos y chicas muy distintos entre ellos, a no ser por un
único detalle, fundamental.
Pronto lo conocerán.
Las paredes del refugio gimen bajo el peso de la nieve. Arriba,
en el frío cielo nocturno, las estrellas siguen su lenta procesión.
—No querría que cometieras un error —reanuda el hombre
esquelético.
—¿Por qué a ti nunca te ha pasado?
—Procuro prestarle atención. Además, porque yo no tengo trato
con gente de bien… Ya lo sabes.
El hombre de la barba tose para que los demás dejen de discutir.
Luego dice:
—No nos preocupemos demasiado, ahora. Todavía es pronto
para tomar una decisión. Lo único que tengo que saber es dónde
tendré que llevar el mapa.
—¿Dónde lo has escondido?
El hombre de la barba señala hacia un viejo maletín.
—Esto debería pasar desapercibido.
—Eso espero. Además, porque si alguien se enterara…
El hombre esquelético de repente deja de hablar.
Advierte unos ruidos fuera del refugio. Una pisadas sobre la
nieve. Botas. Aullar de perros. Un furioso alarido.
Lobos.
Los tres se ponen en pie de un salto.
—¿Me hacéis caso ahora? —grita el hombre de la barba y
deprisa vuelve a la ventana.
Un momento antes de que la alcance, de repente la puerta del
refugio se abre de par en par. Alguien entra en la habitación. Lleva
crampones para el hielo en las botas. Deja caer al suelo un
pasamontañas y un par de guantes.
—Perdonad el retraso… —dice, con una sonrisa encantadora.
De la capucha suelta una larga melena negra—. Es que tenía que
descubrir dónde se iniciaría.
Se quita los crampones con un ruido seco.
Cierra la puerta, dejando atrás el trineo arrastrado por los lobos.
Y dice:
—Tendrá inicio en Roma.
Inmóvil en la oscuridad, Elettra espera.
Con las piernas cruzadas, las manos sobre la soga que acciona
la trampa, está perfectamente quieta. Tiesa como los viejos armarios
amontonados a su alrededor en una procesión de sombras, una
más oscura que la otra.
Elettra respira lentamente, de manera imperceptible. Deja que el
polvo se le deposite encima, lo ignora.
«Sal de ahí, sal de ahí…» piensa, moviendo sólo los labios.
Cierra los dedos sobre la soga y, rodeada por la oscuridad,
escucha. Las calderas zumban lejanas, bombeando el agua caliente
en las tuberías de las habitaciones del hotel. Los contadores
repiquetean bajito, cada uno por su cuenta. En el sótano predomina
un silencio espeso.
El hotel, la ciudad, el mundo entero parecen terriblemente
lejanos.
No hace frío.
Es el 29 de diciembre.
Es el inicio. Pero esto Elettra todavía no lo sabe.
Un ruido muy leve le hace entender que la rata está
acercándose. Zick zick.
Las patitas sobre el suelo, por ahí, en la oscuridad.
Elettra levanta lentamente la soga y piensa, con una sonrisa de
satisfacción: «La insoportable llamada del queso de oveja romano».
«Nadie puede resistirse al queso de oveja romano» dice siempre
la tía Linda cuando se pone a cocinar.
Zick zick. Y luego silencio. Zick zick. Y después otra vez silencio.
La rata huele el aire, mientras sigue con cautela el camino de los
perfumes.
«Casi ha caído en la trampa» piensa Elettra, frotando el pulgar
sobre la soga. Y también piensa: «Pero ¿cuánto tardas, rata
estúpida?».
Ha construido una trampa sencilla: un trozo de queso de oveja
apoyado debajo de una caja de zapatos, levantada por una vieja
varilla de un paraguas. Es suficiente un empujón para arrojar la caja
sobre la rata. La única cosa difícil es entender, en la oscuridad,
cuándo ha llegado la rata al queso.
Hay que confiar en el instinto. Y el instinto le dice que todavía no
ha llegado el momento.
Elettra espera.
Falta poco.
Zick zick, hace la rata. Y después silencio.
A Elettra le encantan esos momentos. Son los últimos instantes
de un plan perfecto, los que anuncian una conclusión gloriosa.
Ya saborea la mirada de sorpresa de su padre, a la vuelta de su
viaje en el minibús. Y los gritos de horror de la tía Linda, al ver la
rata, muerta en el acto, sujetada por la cola como corresponde a
una rata muerta en el acto.
La otra, la tía Irene, le va a decir simplemente: «No debes bajar
al sótano a jugar. Es un laberinto muy peligroso». Para luego añadir,
con un brillo de astucia: «Nadie sabe adónde lleva ese laberinto».
Elettra no ha bajado para jugar: está en misión para atrapar la
rata.
Nada de juegos.
Zick zick, hace la rata.
Y luego…

Luego el techo del sótano de repente empieza a vibrar, sacudido


por una sucesión de golpes que hacen temblar las botellas en los
soportes de madera.
«No puede ser» piensa Elettra, mirando hacia arriba.
«¡No, ahora no!»
Pero la vibración no cesa. El polvo empieza a moverse, agitado.
Los golpes sobre el suelo crecen de intensidad, pasan a ser una
procesión de pisadas furiosas y van acompañados de una voz cada
vez más intensa.
Que al final se parece mucho a una sirena.
—¡EEELEEEEEETTRAAAAAA! —suena la sirena, mientras abre
la puerta del sótano de par en par.
Un halo llena las escaleras, los muebles amontonados, las
botellas de vino, los armarios y las estatuas.
Enseguida Elettra mira hacia adelante: la ratita gris está erguida
sobre las patas de atrás, un centímetro dentro de la caja de zapatos.
—¡No te escapas! —dice, tirando de la soga.
La caja cae, pero no sobre la rata.
—¡No! —exclama.
En lo alto de las escaleras, las manos de la tía Linda adivinan a
tientas los interruptores de la luz, todos se disparan. Una decena de
bombillas se ilumina abruptamente y su destello cancela cualquier
rincón de oscuridad. Están colgadas del techo en redondas
pantallas sacadas de viejas botellas.
—¡Elettra! ¿Conque estabas en la oscuridad?
—¡Maldita sea! —grita ella, poniéndose en pie de un salto—. ¡Se
me ha escapado otra vez!
—¿Quién se te ha escapado? —pregunta su tía, pasmada.
Elettra la observa con una mirada amenazadora, con la varilla
del paraguas en la mano.
—¿Qué quieres ahora?
En lo alto de las escaleras, la tía contempla el sótano como si lo
viera por primera vez.
—¡Oh, qué desorden! —se queja.
—Es muy necesario que un día de estos tu padre y yo bajemos
para arreglarlo todo. ¡No se puede tener un sótano en estas
condiciones, eso digo yo!
Parece como si se hubiera olvidado por completo la razón por la
que había bajado hasta allí.
Mientras la mira, Elettra enrojece de cólera. La tía con gracia se
pasa una mano por el abundante pelo gris claro, sin darse cuenta
del perjuicio que ha causado. La caja de zapatos está tumbada
inútilmente en el suelo y el grande sótano de piedra da cobijo a una
rata que aún se encuentra en perfecta salud. Todo el dédalo de
pasillos y habitaciones repletas de objetos, ahora, bajo la luz
despiadada de las bombillas, aparece triste.
—¿Qué quieres, tía? —grita Elettra por segunda vez. Y luego,
puesto que ella no da señal alguna de respuesta, añade:
—¡TÍA!
La tía la mira fijamente con sus grandes ojos claros.
—Elettra, cariño —dice con toda la calma—. Ha llamado tu padre
desde el aeropuerto. Dice que hay un problema con las
habitaciones. Un problema muy gordo.
—¿Qué problema?
—No me lo ha querido decir.
—¿Y dónde está ahora?
La tía Linda sonríe.
—En el aeropuerto, ¿no?

Fernando Melodía cierra de golpe el móvil: la voz pregrabada del


operador telefónico acaba de comunicarle que su crédito está
agotado.
—¡Ostras! —murmura bajo los pequeños bigotes cortados a la
perfección—. Y ahora ¿qué hago?
A su lado están los señores Miller, un matrimonio americano con
un chico de aspecto huraño. Están tranquilos junto al cartel de la
terminal A, custodiando una serie de maletas enormes.
Son más bajos que el hijo, un larguirucho desmelenado que mira
a su alrededor como si estuviera esperando que le llevaran al
patíbulo. Tal vez se avergüence por como van vestidos sus padres:
él, americana de cuadros gris nutria y pajarita de lunares; ella, traje
de chaqueta de color caqui.
Ahí están, los Miller. Recién llegados y contentos.
Han reservado la última habitación disponible del hotel para
pasar el fin de año en Roma. El profesor también tiene entre manos
un importante congreso sobre el clima. La mujer está sedienta de
shopping. El hijo, en cambio, parece como si lo hubieran arrastrado
hasta allí a la fuerza.
Fernando da un suspiro.
Para que le reconozcan como titular del hotel, lleva por debajo
del brazo un cartel donde ha escrito:

HOTEL
DOMUS QUINTILIA
¡BIENVENIDOS!

Una idea de Elettra. Una excelente idea, si bien por unos, largos,
instantes, Fernando se ha arrepentido de haberlo llevado consigo.
Ha sido suficiente levantarlo para que los Miller llegaran a él con
sonrisas. Los dos adultos, por lo menos.
Apretón de manos.
«Ha sido muy amable en pasar a recogernos» le ha dado las
gracias el señor Miller, dejando abandonado por un momento el
montón de maletas tipo trolley.
Fernando le ha devuelto la sonrisa de manera dudosa y, a partir
de ese momento, no ha dejado nunca de sonreír del mismo modo.
Una sonrisa forzada.

La razón de su incomodidad es que se encontraba en el


aeropuerto de Fiumicino para recibir a dos personas. Que no a tres.
Dos francesas con nombre Blanchard y no a tres americanos de
nombre Miller. Esperaba a una madre con su hija en el vuelo de las
ocho, cero, ocho de París Charles de Gaulle, con llegada a la
terminal B. La joven diseñadora de perfumes Cecile Blanchard y su
hija Mistral. Quería recibirlas, subirlas en el minibús del hotel y
entregarles las llaves de la habitación número cuatro, la que tiene el
interior de tono lavanda, baño con ducha y pequeña terraza
encantadora con vistas a la callejuela.
La última habitación libre del hotel.
En el hotel no hay ninguna otra habitación libre para los tres
americanos. Bien mirado, están alegres y tranquilos, señal de que
están convencidos de lo contrario. Y de que Fernando se ha
equivocado con las reservas.
Un problema gordo, con muy pocas soluciones.
Aprieta el móvil sin crédito en el bolsillo del pantalón y confía en
que Elettra le llame.

—¿Hay algún problema? —le pregunta el profesor americano.


Se acomoda imperceptiblemente la pajarita, un gesto que repite sin
parar.
—No, no, ninguno —le tranquiliza Fernando, mientras intenta
buscar una solución rápida. Y esforzándose para no pensar que es
fin de año y que Roma está asediada por los turistas—. Sólo
tenemos que esperar la llegada de otra pareja de huéspedes. —Les
indica la pantalla en la que está señalado el vuelo de París—.
Llegarán de un momento a otro.
Extraviándose en el vaivén de personas y carros de maletas,
Fernando intenta calmarse. «Se puede solucionar» piensa. No es la
primera vez, desde que ha muerto su mujer, que se equivoca con
las reservas. Pero antes nunca le había ocurrido que el hotel
estuviera completo. Y tiene la sensación de que incluso el resto de
la ciudad está al completo.
Luego piensa en Internet. Desde que empezó con las reservas
Online, las cosas se habían complicado enormemente. Antes era
suficiente con contestar al teléfono. Ahora uno tiene que conectar el
ordenador, bajar el correo electrónico, apuntar las reservas, copiar
los nombres en las fichas y anotar los dieciséis números de la tarjeta
de crédito.
Se ha vuelto un trabajo para contables.

Un abanico de personas empuja hacia la salida de las llegadas


internacionales, señal de que el vuelo de París ha aterrizado.
Fernando levanta con cierto fatalismo su cartel por encima de la
cabeza.
A lo mejor las dos parisienses han perdido el avión. A lo mejor
han cambiado de idea. O todavía queda una habitación libre, y él no
se acuerda. El hecho es que es poco probable, en un hotel con sólo
cuatro habitaciones.
Echa una mirada de reojo al chaval americano, que parece ser la
única persona en el mundo aún más oscura que él.
El móvil permanece callado con obstinación. Pero ¿cuánto va a
tardar Elettra en volverle a llamar?
—¿Usted es de la Domus Quintilia? —le pregunta en ese preciso
momento una voz masculina.
Fernando baja la mirada hacia dos pequeños chinos: un señor
vestido de seda luminosa y un chaval muy alegre, de ojos azules y
pelo corto en forma de casco. Para subrayar aún más su felicidad, el
chico enseña una fila de dientes y encías enormes.
—Perdone, ¿cómo dice? —contesta de forma mecánica
Fernando. Y mientras tanto nota que le atraviesan la espalda los
típicos escalofríos de cuando hay inconvenientes.
El hombre vestido de seda agita a la altura del ombligo una hoja
impresa.
—Soy el señor See-Young Wan Ho —se presenta—. Y éste es
mi hijo Sheng Young Wan Ho. Usted ha sido muy amable en pasar a
recogernos.
—¿Per… perdone? —se asombra Fernando. Y mientras se
asombra se entera de reojo que una señora francesa y una
muchacha que todo dice ser su hija se están acercando.
El señor See-Young Wan y algo más le agita por segunda vez la
hoja a la altura del ombligo. Su hijo Sheng sonríe contento.
—Tenemos reservada la habitación cuatro en su hotel. Ha sido
amable en pasar a recogernos.
La sonrisa dudosa de Fernando Melodía se paraliza del todo.
Mientras tanto la señora francesa, la diseñadora de perfumes, la
única persona que estaba esperando esa tarde, avisa a su hija:
—Mira, Mistral. Está el señor de nuestro hotel.
Fernando permanece inmóvil, incapaz de tomar una decisión
sobre qué hacer.
A lo mejor es por esto por lo que no se entera de que un hombre
vestido de negro pasa junto a él, dejando atrás un fuerte perfume de
violetas.
El patio del hotel tiene el color del hierro, mudo y silencioso. Elettra
lo atraviesa en un soplo, pasando junto al pozo y a los arbustos
torcidos de las plantas trepadoras, que suben majestuosos hasta
debajo del balcón. Desde la barandilla de la terraza se asoman
cuatro estatuas con una expresión indescifrable.
Elettra llega a la base de la escalera y saca la lengua al
mascarón de piedra que está sobre el arco de la entrada. Luego
ataca los escalones de dos en dos y llega a la habitación de su
segunda tía, Irene.
Llama a la puerta, pero la abre sin esperar una respuesta. En la
habitación hay una luz difusa, que entra por la gran puerta vidriera
que da a la terraza. El techo está pintado de verde y el suelo es de
baldosas con rombos blancos y negros.
—¡¿Tía?! —exclama Elettra—. ¡Tenemos el mismo problema con
las habitaciones!
La tía Irene está bloqueada en la silla de ruedas al fondo de la
habitación. Está leyendo bajo el cono de luz de una lámpara con
forma de garza. Baja el libro sobre las rodillas y mira a Elettra por
debajo de las gafas, con una ligera inclinación de la mirada. Es una
mujer muy delgada, con el pelo blanco recogido por una agraciada
horquilla de carey. En su juventud, y antes de tener el accidente que
la paralizó, era muy guapa.
—¡No me digas! —contesta como si ya conociera el problema—.
¿Tu padre lo ha vuelto a hacer?
Elettra atraviesa corriendo el último tramo de la habitación. Una
de las carreras muy suyas, que terminan con un pequeño salto. Se
arrodilla sobre la alfombra delante de la tía y la hace reír con una
mueca.
—Creo que sí, ni más ni menos. Pero esta vez lo ha hecho a la
perfección.
—¿Es decir?
—Tres habitaciones en una —explica Elettra—. Está volviendo
del aeropuerto con dos mujeres francesas, tres americanos y dos
chinos… todos están convencidos de tener reservada la habitación
cuatro.
—Dime que estás bromeando —se queja la vieja señora.
—¡Que no! Acabo de hablar con él por teléfono.
—¡Pero no puede ser! —exclama Irene, dejando caer el libro al
suelo—. ¿Es tan difícil apuntarse tres reservas? ¡Si estuviera aquí tu
madre, vaya rapapolvo que le echaría!
—Tía…
La mujer golpea con las palmas de las manos los brazos de la
silla de ruedas.
—La verdad es que tu padre está siempre en las nubes. Si mi
hermana y yo no estuviéramos corriendo tras de él, ¡el hotel ya
estaría cerrado!
—Papá no quiere ocuparse del hotel —intenta defenderlo Elettra
—. Él está escribiendo…
—¡Está escribiendo! —se ríe nerviosamente la tía—. ¡Por
supuesto! Su famosísima novela de espionaje. ¿Cuántos años hace
que debería haberla terminado? ¿Cinco? ¿Diez?
Elettra no insiste sobre aquella vieja cuestión y comprueba la
hora.
—Tenemos menos de veinte minutos para encontrar una
solución.
La tía Irene da un suspiro.
—¿Cuál?
Elettra se encoge de hombros.
—¿Pánico general?
—Llama a la tía Linda —decide la vieja señora—. ¡Necesitamos
tres mentes de mujeres para poner remedio a la de un hombre!

—Pues es sencillo —decide Linda pocos minutos después, muy


tranquila—. Les decimos que no hay sitio y les echamos.
—¡No podemos! —reclama Elettra.
—Entonces les encontramos otro alojamiento a nuestro cargo.
—Correcto: esto es lo primero que hay que hacer —la respalda
Irene.
Elettra pone manos a la obra y, después de unos intentos
fallidos, cuelga desconsolada el teléfono.
—No es tan fácil. Incluso el Astoria está todo al completo.
La tía Irene repasa la lista de hoteles y pensiones que tiene
sobre las rodillas. Dicta el número siguiente a su sobrina y
refunfuña:
—¡Maldito sea el fin de año y todos estos turistas!
Linda mide a zancadas la habitación de la hermana.
Se para delante de una bola de vidrio de su colección, la levanta
y le pasa un dedo por debajo.
—Ácaros —sentencia, examinándose luego la punta del dedo—.
Hace falta que te limpie muy bien la habitación. No es sano que
estés en medio de este polvo. Sobretodo considerada tu situación.
—¡Linda! —estalla Irene, presintiendo que está a punto de
empezar uno de sus típicos ataques de higiene—. ¡Tengo las
piernas paralizadas, no el cerebro! Es un poco de polvo, no ha
matado nunca a nadie.
Linda da la vuelta a la bola de vidrio con una mueca de disgusto,
para nada convencida. En el interior de la bola empiezan a caer
suaves copos blancos.
—Horrible —decide, volviéndola a poner en su sitio después de
unos segundos—. Es el género de cosas que sólo sirve para causar
desorden.
—No deben gustarte a ti. Y además, en todo caso, ésta es mi
habitación y la ocupo como a mí me da la gana.
—¿Y todos estos horribles cuadros decrépitos? —continúa
implacable la hermana—. ¿Y esos armarios viejos, con el típico olor
a podredumbre que tienen los armarios viejos? Te estropean todos
los vestidos, ¡mira lo que te digo! Tendrías que encargar una serie
de armarios nuevos como los que están en mi habitación. Y dentro
ponerle un perfume de vainilla. Una bolsita por cada cajón y tendrás
toda la lencería que huele a…
—¡A vainilla! ¡Sí, me lo imagino! —casi grita la tía Irene—. ¿Te
importaría, Linda, intentar concentrarte en el problema de las
habitaciones, en vez de pensar en cómo esterilizar mi vida?
Elettra cuelga el auricular por quinta vez.
—Nada que hacer tampoco con el Milton. Parece que toda la
ciudad está repleta.
—¡Eso parece! —exclama Linda—. Por cierto, hablando de
repleto: ¿qué vamos a comer esta tarde? Podría cocinar dos tiras de
polenta con un poco de lardo fundido o bien… preparar la serviola.
Podemos cocinarla al homo con dos patatas y el perejil fresco…
Elettra la ignora e intenta llamar por sexta vez. Pero ésta y la
siguiente también acaban mal.
—Todo al completo —resume al final.
—Entonces… —suspira la tía Irene—. Sólo nos queda el plan B.
—¡Ni lo pienses! —se resiste de inmediato Linda—. ¡Yo no dejo
mi habitación a los desconocidos!
—Linda, no tenemos otras…
—Además está en desorden, un desorden total. ¿Y cómo
piensas dejarlos pasar? ¿Con los zapatos? ¡Sabes de sobras que
en mi habitación nadie anda con zapatos! ¡Eh, no! ¿Y el baño? Hay
que desinfectarlo. ¿Y en cuanto se vayan? ¡Nunca más podré
usarlo! Habrá unos gérmenes desconocidos, virus para los cuales
yo no tengo anticuerpos. ¡Ni mucho menos vosotras! ¡Hay
enfermedades que pueden aguantar el vapor a cien grados! ¡Lo han
dicho incluso en la tele! Como el tío que se ha llevado consigo el
virus de los pollos a Turquía, ¿lo habéis leído?
—¡Linda! —la interrumpe Irene, apretándole la muñeca—.
Escúchame bien: en tu habitación podemos poner a las dos
mujeres. La señora francesa y su hija. Mírame: mujeres. Ella es una
diseñadora. Limpia, perfumada. Y se queda a dormir aquí sólo un
par de noches.
La hermana gruñe, poco convencida.
—¿Y dónde alojamos al señor chino?
—En la habitación de Fernando.
—¿Y Fernando?
—En el sofá de la sala de estar.
—¡El sofá de la sala de estar es delicadísimo! —se queja la tía
Linda—. Sabes de sobras que Fernando destruye todo lo que toca.
¡Y además es sonámbulo!
—Mira quién habla… —interviene Elettra—. Tú también eres
sonámbula.
—Yo no soy sonámbula —exclama la tía—. Sólo de vez en
cuando puede pasar que… que me pongo a hablar un poco en
sueños.
—¿Un poco? —se burla de ella la sobrina.
Irene intenta poner un freno a la discusión:
—Ponemos a los americanos en la cuatro. La francesa se va a la
tuya, tú te vienes a dormir aquí conmigo —resume—. Y el chino se
va a la de Fernando.
—Fernando no puede dormir sobre ese sofá —insiste Linda.
—Entonces dormirá debajo del sofá.
—No se puede dormir en el suelo. Está sucio.
—Escucha, Linda —la interrumpe la hermana—, uno de los
motivos por los que nuestro hotel está siempre al completo es que
no hay un lugar más limpio y perfumado en todo el planeta. Así
que… Fernando va a dormir en el suelo y tú y Elettra tenéis que
intentar arreglar las habitaciones para que puedan entrar estos
señores.
Las dos se van convencidas. Pero luego a Linda le asalta una
duda:
—Perdona, pero… aunque lo hagamos de esa manera nos faltan
tres camas. La del hijo del chino, la del…
—Entonces vamos a hacer así: los chicos los ponemos todos en
las literas en la habitación de Elettra.
—¿Bromeas?
—No: se lo pasarán fenomenal. Elettra habla inglés mejor que
todas nosotras juntas. Y su habitación es perfecta.
—Sí, pero…
—¿Pero qué? —la interrumpe la chica, moviendo su melena de
rizos negros—. Es una idea perfecta. Y tal vez sea también la única.
Adelante, tía. ¡Lo podemos lograr!

—¿El señor Mahler? —pregunta la chica en el aeropuerto.


Está de pie delante de la salida de los vuelos internacionales. A
su alrededor se propaga la luz anaranjada de una farola. Es
delgada, con las cejas largas y finas y las manos sutiles de
fotógrafa. Lleva un abrigo rayado, tejanos ceñidos y dos altas botas
de piel verde.
El hombre al que le ha hecho la pregunta no se ha detenido. Le
ha pasado por delante y hace como si estuviera observando la cola
para los taxis. Va vestido de negro, delgado, el pelo blanco y liso,
pómulos altos y la nariz afilada como un punzón para el hielo. Tiene
dos ojos pequeños y la boca tan sutil que parece una hendidura.
Arrastra una anónima maleta tipo trolley negra y lleva en la mano
una extraña funda de violín.
—¿Es usted, señor Mahler? —repite la chica, acercándose.
Empiezan a caer los primeros copos de nieve.
El hombre no distrae su mirada y susurra:
—Es posible.
—Beatrice —se presenta ella—. He venido a recogerle.
—Eso está claro.
La chica se muerde el labio.
—¿Le importa venir conmigo?
—¿Ha venido en coche?
—Eso está claro —contesta ella, con irritación.
Sólo entonces el hombre se da la vuelta. Tiene una mirada fría y
lejana.
—Bien —dice—. Sé que el aeropuerto está lejos del centro. Y yo
estoy absolutamente cansado.
—Joe Vinile me pidió que le llevara a comer algo…
—Esta noche no —se opone el hombre—. Todo lo que necesito
es una cama y una bañera.
Beatrice le abre camino por la acera.
—Bonito violín —comenta, abriendo la puerta de su Mini
amarillo.
—No es un violín —le contesta él, apretando imperceptiblemente
el asa de la funda.
Está nevando, cuando el minibús de Fernando Melodía llega al patio
interior de la Domus Quintilia, en el centro viejo de Trastevere. Los
huéspedes se bajan mientras caen copos compactos y corriendo se
refugian bajo la vieja terraza cubierta de madera. El conductor
desaparece rápidamente en la recepción. Y mientras ellos empiezan
a bajar las primeras maletas, vuelve al minibús, explica con
agitación lo que ha ocurrido con las reservas, propone la solución de
emergencia que las mujeres de la casa han elaborado y, sin esperar
respuesta, desaparece por segunda vez en el interior del hotel.
Entre los huéspedes estalla una furiosa discusión. Copos de
nieve cada vez más espesos caen a su alrededor dibujando
trayectorias en espirales.
El profesor americano está firme junto a la entrada del hotel con
una expresión furiosa.
—Pero ¡qué indecencia! —truena—. ¡Nunca he recibido
semejante trato!
Su mujer lo ha agarrado por las solapas de la americana y de
vez en cuando lo agita como si lo llevara con un collar.
—George… tranquilízate…
—¿Que me tranquilice? —explota él, señalando primero el viejo
patio de la Domus Quintilia, luego los escalones que suben a la
recepción—. ¿Y cómo puedo tranquilizarme? ¡Habíamos reservado
una habitación triple y nos encontramos con una doble! ¿Dónde se
irá a dormir nuestro pobre Harvey?
Al sentirse nombrado, el «pobre Harvey» lanza una mirada
disgustada a su alrededor.
—Vámonos —sentencia secamente.
Da un paso sólo para evitar las enormes maletas escocesas del
señor See-Young Wan Ho.
También el señor chino tiene una expresión enojada, y su traje
de seda luminosa no es suficiente para mejorar el humor.
—Entonces yo, ¿qué debería decir yo? Tenía reservada una
doble, la que les han dado a ustedes… ¡y me encuentro ahora con
una habitación individual! Y además, yo también tengo un hijo.
Pero, a diferencia del «pobre Harvey», el chaval chino corre bajo
la nieve como un grillo enloquecido y comenta en voz alta todo lo
que ve: la terraza de madera, las cuatro estatuas que se asoman de
la barandilla, la oscura escalera de la entrada con el mascarón
socarrón, el pozo en el centro del patio, el minibús del hotel.
Las dos huéspedes francesas están apartadas y no parecen
tener la intención de participar en la polémica.
Se parecen como dos gotas de agua y se visten de manera
idéntica. Vestidos ligeros e impalpables, de un color indefinido como
su pelo liso.
Cuando el señor Miller les pide su opinión, la señora Blanchard
se limita a observar:
—Evidentemente hubo un error en las reservas.
—¡Es una indecencia! —protesta otra vez el americano, nada
satisfecho de semejante humillación.
—Vámonos —confirma su hijo, huraño.
—Esperen… —presiente el señor See-Young Wan Ho, mirando
hacia la entrada del hotel—. A lo mejor está pasando algo.
«Eh» piensa su hijo, deteniéndose de golpe bajo la nieve.
Ha llegado Elettra.
Tiene el rostro ovalado, los ojos oscuros y firmes y un abundante
pelo negro y rizado. Viene acompañada de una señora igualmente
hermosa, con la cara fresca, los ojos claros y el pelo plateado corto
por encima de los hombros. Ambas sonríen y su aspecto es
tranquilizador, como de quien posee la solución a cualquier
problema.
—Lo sentimos muchísimo… —empieza la mujer—. Pero ya
verán que podemos arreglarlo todo.
Elettra les invita a pasar:
—Y en todo caso podemos hablar de ello en un lugar cálido, si
les parece.
Hechizado por los ojos de Linda, el profesor americano cambia
radicalmente de expresión. Rescata el cuello de su americana del
obstáculo de la mujer y le contesta de manera inesperada y
conciliadora:
—Pues claro.
Incluso el «pobre Harvey» parece revelar un poco de interés en
la cuestión. El señor See-Young Wan Ho acepta la invitación con
una reverencia. Las dos francesas dejan que un incomodísimo
Fernando se deslice junto a ellas para ocuparse del equipaje y
siguen a Elettra hasta un comedor con el techo bajo, donde hay
cinco mesas recién puestas y cuadros luminosos colgados en las
paredes.
Les espera una anciana señora en silla de ruedas.

—Me llamo Irene —empieza la mujer, mostrando una relajada


sonrisa—. Y siento muchísimo lo que ha pasado.
El profesor americano insinúa un atisbo de protesta, pero
enseguida, como acordándose de algo, se pone a escuchar.
—No hay excusas por el error que hemos cometido —continúa la
mujer—. Pero creemos que la propuesta que les hemos ofrecido es
aceptable: la ciudad está llena de gente y no sería posible para
ustedes encontrar un alojamiento mejor. Créanme: las habitaciones
que les hospedarán se pueden considerar quizá las más
acogedoras del hotel.
—Pero en mi habitación falta la cama para mi hija… —interviene
la señora francesa.
—Esto no es un verdadero problema —le contesta en ese
preciso momento Elettra—. En mi habitación hay dos literas. Si…
Mistral, ¿verdad?
La chica francesa asiente tímidamente.
—Si Mistral quiere, puede dormir en mi habitación. Los chicos
pueden compartir la otra litera. De esa manera estaríamos todos
arreglados.
Mistral observa a su madre para recibir una señal de
consentimiento.
Sheng exclama un decidido:
—¡Hao!
Y busca inútilmente la mirada de Harvey, que en cambio la dirige
hacia el suelo, incómoda.
La pareja americana confabula rápidamente. El señor Wan Ho
observa imperturbable a la vieja señora sobre la silla de ruedas.
La primera en tomar una decisión es la madre de Mistral, quien
se encoge de hombros y concluye:
—Mi hija está acostumbrada a ser independiente. Si ella está de
acuerdo, a mí me parece muy bien.
—¿Quiere ver la habitación? —le pregunta Elettra.
—No, no. ¿Está muy lejos de la mía?
—Dos escaleras.
Las dos se cruzan una sonrisa divertida, luego aceptan la
propuesta.
—Muy bien —acepta la tía Irene, satisfecha.
—Efectivamente es muy tarde —interviene en ese momento el
señor Wan Ho, alisándose el traje—. Y nosotros hemos hecho un
largo viaje. Si mi hijo está de acuerdo, yo también acepto esta
solución.
La tía Irene se dirige entonces a los dos americanos:
—Faltan ustedes, señores Miller.
El hombre cruza seráfico las manos sobre el pecho. La señora
se agacha para apartar un mechón rebelde de la frente del hijo, que
enseguida se aleja.
—¿Te apetece, Harvey? De lo contrario…
—Por mí está bien —contesta él.
Levanta sólo un instante la mirada de las puntas de los pies y la
cruza con la de Elettra.
Incómodo, de repente se da la vuelta para coger el equipaje.
Después de unos otros rígidos saludos, el comedor de la Domus
Quintilia se vacía.
Irene empuja su silla de ruedas y empieza a avanzar hacia el
ascensor. Una pequeña puerta se entreabre imperceptiblemente en
la pared detrás de sus espaldas.
—Ya puedes salir, Corazón Valiente —dice ella, dirigiéndose a la
fisura oscura de la puerta—. Ya no hay peligro.
Fernando Melodía se asoma a la estancia, se asegura de que
todos los huéspedes se hayan ido y entra. Tiene los brazos
cargados de prendas, toallas y pijama.
—¿Cómo sabías que era yo?
—Advertía en el aire tu remordimiento.
—Yo…
Las ruedas de la silla chirrían sobre el suelo.
Fuera de la ventana, el perfil anguloso de una estatua observa el
cielo emblanquecido.
—Sólo ten cuidado con el sofá —se mofa la vieja tía.
—Prefiero dormir en el suelo.
—Creo que es más oportuno, considerada la posible reacción de
Linda.
—¡Ostras!
—¿Ostras qué?
Fernando mira las escaleras por las que acaba de bajar:
—Me he dejado mi novela en la habitación. A lo mejor debería
volver arriba a buscarla. Esta tarde podría…
—Déjalo, Fernando —suspira la vieja—. No creo que a nuestro
amigo chino le apetezca robar tu obra maestra. Más bien, ayúdame
con esta silla.
Fernando deja las prendas sobre un sillón y lleva a Irene hasta
las puertas negras del ascensor.
—¿Ha sido complicado convencerlos? —pregunta.
—No más de lo habitual —contesta ella, sarcástica.
Las puertas de hierro se abren con un suspiro metálico.
Fernando Melodía inclina levemente las ruedas de goma, luego, con
un golpecito, la sube en el vano del ascensor.
—Está nevando —suspira—. Hacía mucho tiempo que no
pasaba en Roma…
—Subimos hasta los tejados, entonces —le propone la tía Irene
—. No podemos dejar de ver la ciudad que se cubre de blanco.

El Mini amarillo se desliza veloz en el tráfico de la Ronda de


Circunvalación. Los pequeños limpiaparabrisas luchan contra la
nieve que se pega al cristal.
La radio emite una suave música sinfónica. Colgado del espejo
retrovisor balancea un peluche con forma de calavera.
—He oído muchos cuentos sobre usted, señor Mahler —dice
Beatrice, adelantando una furgoneta blanca de un hotel, cuyas luces
de posición brillan como mariposas entre los copos de nieve.
—¿Y qué tal, estos cuentos?
—Todos acababan del mismo modo —sonríe la chica,
conduciendo el Mini por el hueco entre dos coches.
—¿Y le gustaban?
—Mucho.
—Usted aprecia los cuentos tristes.
—A veces la tristeza es fascinante.
—Más a menudo es simplemente triste.
Los dos permanecen callados por unos instantes, marcados por
el ritmo de los limpiaparabrisas.
—Creo que usted no ha comprendido exactamente la naturaleza
de mi trabajo —dice el hombre del violín.
—Joe Vinile habla de usted como de una especie de leyenda.
—Nunca he conocido a Joe Vinile. ¿Una leyenda de qué?
—Del crimen.
El hombre de pelo blanco sacude levemente la cabeza.
—Exactamente. ¿Qué le había dicho? Se ha equivocado.
—¿No es así, tal vez?
—Diría más bien que soy un competente realizador de las
expectativas de los demás —insiste el hombre.
—Es una cuestión de puntos de vista.
—Los puntos de vista no existen.
—¿Y qué es lo que existe, entonces?
—Lo que sabes hacer. Y lo que no sabes hacer.
—Ya. Por lo tanto, el trabajo. —Beatrice tiene ambas manos
sobre el volante del Mini—. Joe me dijo que ésta es una misión
encargada por…
Jacob Mahler mueve la mano con la rapidez de un relámpago.
Su dedo está ya delante de la nariz de Beatrice cuando sus labios
susurran con un silbido amenazador:
—Chis… No digas ese nombre.
Ella tiene las dos manos sobre el volante.
Hace como si no viera el dedo delante de su nariz. Y suelta una
pequeña carcajada sorprendida:
—¿Y por qué no debería? Sólo estamos los dos, en este coche.
—No digas nunca ese nombre —le repite el hombre del violín,
retirando de manera teatral la mano—. Es un consejo de amigo.
—¿Así que somos amigos?
—¿Quieres otro? Haz menos preguntas.
Beatrice se encoge de hombros.
Apoya por un instante la mano derecha sobre el cambio. Luego
sube el volumen de la radio.
El Mini amarillo se desliza sobre el asfalto brillante.
Está nevando cada vez más fuerte.
—Pasa, pasa —dice Elettra en voz alta, cerrando el agua del
lavabo. Le ha parecido que han llamado a la puerta—. ¡Pasa! —
repite en inglés, en voz aún más alta.
Su habitación está envuelta en la oscuridad, excepto por la luz
de la calle que se filtra entre las rendijas de la ventana. Es una luz
baja, cálida, que se hace vibrante por la nieve.
La puerta que da al pasillo se abre lo suficiente para dar paso a
Mistral, la chica francesa.
Elettra le hace un ademán de saludo y le indica la litera.
—Mejor que te pongas aquí, en la cama de encima —le sugiere,
con la boca aún llena de pasta dental—. Así en la otra ponemos a
dormir a Harvey y… —No se le ocurre el nombre del chico chino.
—Sheng —completa Mistral.
Ha traído una bolsa de flores lila. Pijama, ropa de repuesto,
cepillo de dientes y pasta dental. Es muy alta, más que Elettra, y es
bonita de manera delicada, con el pelo cortado en forma de casco y
los ojos muy grandes, perfectamente redondos y perfectamente
azules. Encaramado encima del cuello sutil, su rostro triangular
parece el de un ave de lago, una zancuda atenta y tranquila. La
chica se mueve con una lentitud prudente, sin tocar nada, con una
timidez que roza la inmovilidad.
Elettra la estudia con el ojo clínico de quien está acostumbrado a
juzgar a los demás a partir de unos pocos rasgos. Un defecto típico
de quien ve pasar decenas y decenas de personas sólo en
apariencia distintas entre sí. Su primer veredicto es de esos que no
dejan esperanza. Mistral es lenta. Nunca podrá llevarse bien con
ella. Elettra está acostumbrada a moverse a saltos, con confianza,
mientras que Mistral, para ser malos, parece una larguirucha torpe.
Y esto no está bien. Sobre todo para una chica bonita y mucho más
alta que ella.
—Tienes una habitación preciosa —dice Mistral. Su inglés tiene
un acento particular.
El tono dulce de su voz y la expresión de su cara hacen que se
arrepienta enseguida de su primer juicio.
—¿Hablas en serio? —pregunta.
—Sí. Es espléndida. —Mistral deja la bolsa de flores lila sobre la
cama, la abre y saca unas pantuflas de tela y una toalla blanca—.
Tiene buen perfume. Y está muy ordenada.
—Simple sobrevivencia, créeme —bromea Elettra—. La tía Linda
me obliga a guardar cada cosa en su sitio. Tiene que estar todo
perfecto al milímetro. Ven. Te enseño el baño.
Mistral se queda hechizada delante del espejo rodeado de
lucecitas. Pasa la mano sobre las bombillas encendidas y susurra:
—Siempre he soñado con tener un espejo así.
Mientras se mira, tiene una expresión soñadora. Elettra, parada
en la puerta, la observa y sonríe, feliz de poder compartir esa
pequeña emoción.
—Fíjate que yo lo uso muy poco… —dice.
—Y ¿por qué?
—Tengo algo que no funciona con los espejos —sonríe Elettra—.
Cuanto más los uso, más… pierden brillo y se vuelven opacos.
Mistral se ríe.
—Estás bromeando, ¿verdad?
—No. Y no es todo: fulmino las bombillas y los aparatos
eléctricos en general. Así que para mí un espejo rodeado de
bombillas es una especie de… campo de minas.
Mistral, interesada, le hace unas preguntas, riéndose divertida
por esa rareza. Su rostro triangular reflejado en el espejo en medio
de las bombillas es el emblema de la tranquilidad. Y es así que con
mucho gusto Elettra, contestándole, borra poco a poco la etiqueta
de larguirucha torpe, cambiándola por una más positiva: soñadora
romántica.
—¿En qué estás pensando? —le pregunta la chica francesa,
apoyando las manos sobre el borde del lavabo.
Elettra abandona sus pensamientos.
—¿Cómo?
—Me has puesto como debajo de una lupa… ¿o me equivoco?
—Oh, no, perdona. Es que hace mucho que… —Elettra se
recoge el pelo con las manos, luego lo deja caer otra vez sobre los
hombros—. Que no tengo una amiga en mi habitación.
Mistral intercambia su sonrisa, haciendo un gesto vago con la
mano.
—No, perdona tú. Por culpa del trabajo de mi mamá yo también
a menudo me quedo sola. Y en cuanto estoy con alguien, tengo la
sensación de que me destroza con sus juicios.
—Te aseguro que no te estaba destrozando. Al revés.
—Haz como si no hubiera dicho nada.
—Vale —concluye Elettra—. ¿A qué se dedica tu mamá?
—Se ocupa de perfumes —cuenta Mistral—. En el sentido de
que los hace.
—¿Hace perfumes? ¿Y cómo?
—Oh, es algo que a mí también me gustaría hacer cuando sea
mayor. Hay que ir a una escuela. A mí me gustaría ir a la
International Flavors & Fragrances.
—¿Me estás diciendo que hay escuelas de perfumes?
—En Francia, sí.
—¿Y dónde se encuentra la que a ti te gusta?
—En un pueblo de la Costa Azul, en Grasse, donde elaboran
perfumes desde hace siglos. No es algo fácil, créeme: para ser
perfumista hay que estudiar un montón. Tienes que saber
diferenciar las varias esencias en las categorías correctas: hay
perfumes de cabeza, de corazón, de espíritu, que son aquellos
ligeros y suaves, y de tierra, que son aquellos que se mantienen por
más tiempo. Hay perfumes agudos, dulces, arenosos, naturales,
químicos… ¡es una gozada!
—¡Caray! —susurra Elettra, sorprendida—. No pensaba que
habría alguien que… estudiara para elaborar perfumes.
Y mientras las dos chicas se ponen a hablar de esencias de
lavanda y de los grandes barriles de cobre donde ponen a macerar
las rosas, alguien llama por segunda vez a la puerta.

Es Sheng, ya en pijama.
El chico chino con el pelo de casquete que se parece a una taza
al revés luce un conjunto de rayas azules que desemboca en un par
de vinculantes deportivas rojas.
—He olvidado en casa mis pantuflas —se justifica enseguida él,
adivinando la sorpresa de las dos chicas.
Elettra quiere volver a cerrar la puerta, pero Sheng la avisa que
está bajando también Harvey. El americano.
—Le he oído que caminaba por el pasillo detrás de mí.
Efectivamente, unos instantes después, Harvey aparece en el
umbral. A pesar de su altura, está doblado sobre sí mismo, como si
le colgara del cuello un saco de problemas. Y tiene el pelo sobre los
ojos, como si no quisiera mirar otra cosa que no fueran sus pies.
—Yo no tengo pijama —dice, comentando el conjunto rayado de
Sheng—. ¿Da igual?
—¿Y cómo duermes sin pijama?
—Con camiseta y boxer —contesta él, sonrojándose
violentamente, de espaldas a las chicas.
—Nosotras no nos escandalizamos —contesta Elettra, guiñando
un ojo a la chica francesa—. ¿Verdad?
Mistral muestra una carcajada cristalina, interrumpida por el
movimiento brusco que Harvey hace para llegar a su cama.
—¿Yo me pongo arriba, vale?
—Vale, Hao —murmura Sheng—. Siempre he soñado con dormir
abajo…
Harvey se inmoviliza como si hubiera cogido una punta de ironía
en la respuesta de Sheng:
—¿He dicho algo equivocado? ¿Quieres dormir tú arriba? Como
quieras. —Y sin esperar respuesta, coge su bolsa de baloncesto y la
arroja sobre la cama más baja—. Yo estaré abajo.
—¡Eh! ¿Pero qué haces? —replica Sheng, muy tranquilo.
—Duermo —contesta Harvey, desapareciendo en la sombra de
la litera.
Sheng se queda plantado con sus deportivas, observa divertido a
las chicas, con una expresión que sintetiza todos sus desconciertos.
Harvey parece ser un tío bastante áspero. Uno que quiere
hacerse el duro.
Elettra advierte en el aire cierta sensación de desafío, que decide
aprovechar de inmediato. Se apoya en la litera de los chicos y,
agachándose para mirar los tejanos y las deportivas que el
americano todavía lleva puestas, le pregunta:
—¿Tú duermes con las deportivas puestas?
Harvey abre los ojos alarmado:
—¿Qué has dicho?
Elettra repite:
—Te he preguntado si en Estados Unidos duermes con
camiseta, boxer, tejanos y deportivas.
Sólo en ese momento Harvey se da cuenta de que está todavía
completamente vestido.
Incómodo, primero estudia el pijama de Elettra, luego el de
Mistral y finalmente las rayas del de Sheng, que levanta sus
deportivas y explica:
—Yo he olvidado las pantuflas. Pero éstas me las quito antes de
ir a la cama.

Fuera de la habitación, la nieve cae lentamente.


Las dos chicas están sentadas con las piernas cruzadas en el
suelo. Harvey está en el baño y Sheng acaricia la pantalla de cristal
de la lámpara de la mesilla de Elettra: está formada por un manojo
de muchos pequeñísimos hilos de cristal luminiscentes.
—¿Mi padre? —repite Sheng, en un perfecto inglés—. Él se
ocupa de turismo.
—¿Lleva una agencia de viajes?
—Algo parecido. Organiza intercambios culturales: un chico
chino se viene a vivir un mes con una familia europea y un chico
europeo se va a vivir un mes con una familia china, como una
especie de vacaciones de estudio.
—Parece interesante.
—Te lo diré dentro de un mes —murmura Sheng. Y luego explica
—: Prácticamente yo sirvo de conejillo de Indias en Roma, aunque
mi padre insistía en que me fuera a Londres.
—¿Y por qué no a París? —interviene Mistral.
—¿Por qué prefiero Gladiator al El código Da Vinci? —suelta
Sheng.
—París es París.
—Y Roma es una ciudad preciosa —replica Elettra a la defensiva
—. Antigua y nueva al mismo tiempo.
—Además, con nieve parece verdaderamente mágica —añade
Sheng, echando un vistazo fuera de la ventana.
—Tienes suerte: es muy difícil que nieve en Roma…
—¿Has conocido ya a la familia donde irás a vivir? —pregunta
Mistral al chico chino.
Sheng sacude la cabeza.
—No. La conoceré el año que viene… O sea, dentro de pocos
días.
—¿Y tampoco sabes si irás a parar en casa de un chico o de una
chica?
—No tengo la mínima idea.
La puerta del baño se abre y se vuelve a cerrar con un
chasquido. Harvey llega hasta ellos arrastrando los pies desnudos.
—Ya está. Si os parece, dormimos.
Nadie de los otros tres parece que le quiera contestar.
Elettra ciñe sus rodillas con los brazos y dice:
—Debe de ser realmente extraño vivir por un mes lejos de casa.
No sé si me gustaría.
—¿Un mes adónde? —pregunta Harvey.
Se lo explican, y luego él comenta tajante:
—Yo nunca querría tener en casa a un desconocido.
—Habría apostado a que dirías eso —le contesta Elettra.
—Perdona, ¿y por qué?
—Porque es evidente que no te gusta estar en compañía. De
hecho, no has dicho ni una palabra desde que has entrado en la
habitación. Excepto «duermo».
—Perdona, ¿y qué debería decir? Estoy hecho polvo.
—Podías decir algo como: «Estoy hecho polvo, chicos. ¿Qué tal
vosotros?». Se llama «conversar con los demás».
—No sabría por dónde empezar.
—¿Yo qué sé? A lo mejor por tu peli preferida, por la última
novela que has leído, por el día de tu cumpleaños… —suelta Sheng,
ahondando sus dedos entre los minúsculos tallos luminosos de la
lámpara—. Mejor dicho, casi casi os digo cuándo es mi cumple…
Harvey lo interrumpe con una carcajada ronca.
—De hecho mi cumple es algo divertido.
—No supera al mío —interviene Mistral.
—Créeme. El mío es peor —insiste Sheng.
—No lo creo —replica Harvey, cruzando las manos detrás de la
nuca—. Yo nací el 29 de febrero, ¿me creéis?

En la habitación se propaga una especie de descarga eléctrica,


que Elettra advierte claramente en los dedos de las manos. Es una
descarga que ha venido del exterior, de la calle, o tal vez desde
mucho más arriba. Como si en el cielo, a una altura infinita, se
hubiera encendido un antiguo mecanismo hecho de estrellas y
antiguos misterios.
El aire palpita de silencio, luego se hace de repente inmóvil y
frío.
Las manos de Sheng cogen los tallos de la lámpara. Mistral
sentada al pie de la cama retiene el aliento.
Harvey se da cuenta de haber dicho algo raro, toma asiento y
pregunta:
—¿Tope, verdad? —Pero tiene una pizca de inseguridad en su
voz—. ¿No os parece raro? ¡El 29 de febrero!
—Yo también nací el 29 de febrero —dice Sheng en un susurro,
dándose la vuelta hacia él.
En la habitación hace aún más frío. Y la electricidad en las
manos de Elettra crece.
—No me lo puedo creer —dice Mistral—. ¡No puede ser! —Sus
ojos azules lanzan claros brillos de estupor—. Yo también.
Las manos de Sheng se inmovilizan del todo entre los hilos de la
lámpara.
—Caray… —murmura—. Es una casualidad increíble.
—Fíjate tú… —pronuncia Harvey, sentado en el borde de la
cama.
Elettra necesita moverse. Tiene calor. Dentro lleva un volcán en
ebullición. Se acerca a la ventana, la abre de par en par, deja que
entre el aire frío de la noche.
«¿Cómo es posible?» se pregunta.
Mira hacia arriba. El cielo está cubierto. No se ve ninguna
estrella.
Pero esto no quiere decir que no las hay.
Cierra los ojos, deja que unos copos le caigan sobre la cara y se
disuelvan en pequeñas lágrimas. Tiene las manos tan calientes que
le duelen las yemas.
Cuando vuelve a abrir los ojos para ponerlos sobre las tres
personas que están en su habitación, se da cuenta de que ninguno
de ellos ha hablado.
El huraño Harvey.
La soñadora Mistral.
El alegre Sheng.
—Yo no creo en las casualidades —dice Elettra, con la voz que
le tiembla.
Ella es lógica, racional, muy ordenada. Ella coge al vuelo las
personas. Ella clasifica y siempre tiene lista una explicación.
Excepto cuando le pasa que funde las bombillas o destroza los
espejos. Excepto cuando una impresora se atasca si ella pasa y una
pantalla de televisión cambia sus colores.
No cree en las casualidades. No de esa manera, por lo menos.
Porque también Elettra nació el 29 de febrero.
Lo comunica a los demás, luego siente la necesidad de apoyarse
en alguien. Roza el hombro de Sheng. Y de inmediato toda la
tensión y el calor que reprimía en su interior fluyen como una riada.
—¡AH! —grita el chico chino, sintiéndose quemar.
La lámpara en forma de soplones que tiene entre las manos
hace un brillo cegador y se hace añicos.
Emblanquecido de nieve, el tráfico de Roma reduce la velocidad
hasta que se para por completo, como un animal rendido.
Conduciendo el Mini amarillo, sola, Beatrice intenta no hacer caso
de todo lo que la rodea y se cierra en el interior del habitáculo del
coche. Sube al máximo el volumen del CD y deja que la música la
lleve lejos con su mente. Está rodeada por un sinfín de filas de
coches, bocinazos y faros encendidos. Las estatuas que guardan
los puentes sobre el Tíber la observan con una mirada austera.
Ha acompañado a Jacob Mahler hasta delante del chalet que se
ha alquilado en el barrio Coppedè, cerca de la avenida Trieste. Fue
Mahler quien lo pidió: quería dormir en medio de esos extravagantes
y amenazadores edificios, cargados de caras raras, máscaras,
almenajes, torres, lirios, rosas y ramas que se cruzan bajo los
tejados agudos.
Si a él le gusta…
Beatrice apoya la cabeza sobre la ventanilla. Está cansada. El
vidrio frío es agradable al contacto con la mejilla: congela los
pensamientos más difíciles. Esperaba mucho de este día, y tiene la
impresión de escoger muy poca cosecha. No creía que «el gran
Jacob Mahler» fuera más adaptable… Mas está decepcionada por
la inútil arrogancia de aquel hombre y de cómo ella se ha dejado
confundir.
Jacob Mahler es tremendamente inconstante.
Dicen que es un asesino como hay pocos en el mundo.
En el habitáculo del Mini todavía queda un rastro de su perfume
de violetas.
Beatrice cierra los ojos y piensa en cómo se han despedido.

«¿Qué tengo que decirle a Joe Vinile?» le ha preguntado


Beatrice, cuando se bajaba delante del chalet. Una verja de hierro
forjado llena de puntas afiladas. Terrazas sostenidas por antiguas
figuras mitológicas.
«Dile que quedamos mañana a las once y once.»
«¿Aquí?»
Los copos de nieve se le enganchaban al pelo como arañas
blancas.
Él ha sacudido la cabeza. La ha mirado con sus clarísimos ojos
afilados. Ha señalado el perfil del chalet.
—Yo no estoy aquí. No hay nadie, aquí.
«Estúpida» ha pensado Beatrice. «Nadie sabe que Jacob Mahler
ha llegado a Roma.»
«Entonces, ¿quedamos en el restaurante de Joe?»
Por segunda vez Jacob Mahler sacude la cabeza,
entreteniéndose en tomarle el pelo.
«¿Adónde, entonces?»
«En el mejor café de Roma. A las once y once.»
Y, una vez pronunciada esa frase sibilina, se ha dado la vuelta
para irse más allá de la verja.
«¿Señor Mahler?», le ha gritado Beatrice. «¿Señor Mahler?
¿Pero cuál es el mejor café de Roma?»
El viento ha engrosado las filas de la nieve, haciendo bajar una
cortina blanca entre ella y Jacob Mahler.
Cuando ha vuelto a mirar, él había desaparecido.
Un golpe de claxon la devuelve de repente a la realidad. El
tráfico ha avanzado unos metros. Beatrice pone la marcha y avanza.
Podría tardar horas, para llegar a casa. Y a ella sólo le apetecería
irse a la cama y cerrar los ojos.
Advierte una sensación de impotencia y de ansiedad. Busca el
móvil y repasa la lista de nombres, hasta encontrar el de Joe Vinile.
Selecciona la llamada vocal, observa el display iluminado del móvil,
pero no se atreve a dar el envío. Le envía un mensaje: La cita es
para mañana, a las once y once. En el mejor café de Roma.
—¡Al carajo! —grita luego.
Lanza el móvil detrás suyo. Aprieta con fuerza el volante y
cuenta los minutos que le sirven para avanzar un metro más.
Justo en ese momento el móvil empieza a llamar.
Beatrice lo recupera con una contorsión, averigua el número y
descubre con alivio que no se trata de Joe, ni tampoco de uno de
sus ex novios.
—¿Beatrice?
Es Jacob Mahler.
Ella entreabre ligeramente la boca. Una congoja le cierra el
estómago, mientras su cerebro se pregunta: «¿Cómo puede tener
mi número?».
—Dime —Beatrice se muerde el labio: le está tuteando.
—Los planes han cambiado —continua Jacob Mahler.
—¿En qué sentido?
—Tenemos que hacer algo esta noche.
—¿Has hablado con Joe Vinile?
—Tenemos que ver a un hombre.
—¿Adónde?
—Debajo del puente Sisto. Dentro de media hora.
—No podemos —contesta Beatrice. Los coches que le rodean
están inmóviles. La nieve baja vertiginosa del cielo oscuro y nada
indica que va a cesar—. Estoy en un atasco.
—Encuentra la manera. Es muy importante.
—¡No hay manera! Está todo bloqueado.
—Es por eso que nosotros estamos en marcha. Te espero aquí.
Cuento contigo.
Beatrice está a punto de protestar, pero Jacob Mahler ya ha
colgado.

«Intenta razonar» se dice a sí misma la chica.


Para volver al barrio Coppedè, Beatrice tendría que llegar al
primer semáforo y coger la travesía que sube por la colina, más allá
de la avenida divisoria.
Los coches están en columnas de tres filas. Una inagotable
procesión de luces blancas y rojas en medio de la nieve. A este
paso, para llegar al semáforo puede tardar media hora.
Y ella no dispone de media hora.
Está todo bloqueado.
Es por eso por lo que nosotros estamos en marcha.
Encuentra la manera.
Una idea disparatada le atraviesa por un momento el cerebro. De
golpe coge el abrigo del asiento posterior. Pone la mano,
temblorosa, sobre la manilla de la puerta.
Está todo bloqueado.
Es por eso por lo que nosotros estamos en marcha.
Beatrice toma aliento. Apaga el motor, abre la puerta y baja del
Mini, abandonándolo en medio del tráfico.
—Estoy loca perdida —dice, empezando a andar entre los
demás coches—. Estoy loca perdida.
A sus espaldas estallan unos golpes de claxon, pero Beatrice no
se da la vuelta. Empieza a correr, llega al semáforo y atraviesa el
cruce. Tal como pensaba, en la calle que sube por la colina los
coches discurren rápidos.
—Los misterios del tráfico romano —murmura con una sonrisa.
Al principio empieza a agitar los brazos, haciendo parar un coche
oscuro.
—¿Te puedo ayudar? —le pregunta el chico que conduce,
bajando la ventanilla.
—Sí —contesta Beatrice.
De repente pasa algo raro.
A su alrededor, todas las luces de la ciudad se apagan de golpe.
Se apagan los semáforos. A continuación las farolas. Y
finalmente los letreros, las luces de las casas.
Roma cae en la oscuridad.
—¿Qué pasa? —pregunta el chico, mirando a su alrededor
maravillado. Baja instintivamente del coche y deja la puerta abierta.
Para Beatrice es una señal del destino.
—Te robo el coche —dice.
Él cree que está bromeando y replica:
—¿Cómo no? Adelante. ¿Eres una ladrona?
—Tal vez. —Sin darle tiempo de reaccionar, Beatrice se lanza
sobre el asiento del conductor, coge el volante y se marcha,
haciendo chirriar los neumáticos, en un abanico de nieve mojada.
El chico grita detrás de ella, intenta seguirla.
Está nevando.
El Mini amarillo está abandonado en medio de una cola de
coches.
Acaba de robar uno.
Roma está totalmente oscura.
Pero su única preocupación es llegar hasta Jacob Mahler a
tiempo.
La habitación de Elettra está en la oscuridad.
—¿Te has hecho daño? —pregunta la chica a Sheng,
arrodillándose a su lado.
La lámpara de tallos ha estallado sobre el suelo en mil pedazos.
—No, pero…
—¿Mistral?
—¿Harvey?
—Yo estoy bien.
—Yo también.
—¿Alguien se ha hecho daño?
—No.
—¿Qué ha pasado?
Los chicos se acercan el uno al otro, andando a cuatro patas
sobre el suelo.
—Cuidado con los vidrios.
—Están en todas partes —dice Sheng.
Elettra busca el interruptor de la luz. Lo pulsa en vano. Se va al
baño. Pero allí tampoco hay luz.
—No hay remedio. Debe de haberse bloqueado el contador.
—Un chispazo —dice Harvey—. Ha sido como un chispazo.
—Yo lo he visto salir de las manos de Sheng —farfulla Mistral.
Tiene la voz que tiembla como la cuerda de un violín.
—Ostras —repite Sheng—. Ostras.
Es como si fuera incapaz de decir otra cosa.
La habitación está completamente rodeada por la oscuridad: la
única luz que se filtra es el reflejo de la nieve que cae en el patio. Un
patio oscuro, como el fondo de una caja negra.
—¿Adónde vas? —pregunta Harvey, adivinando el movimiento
de Elettra por la habitación.
Ella se sienta al borde de la cama y se pone unos zapatos.
—Voy a ver en el pasillo.
—Voy contigo —propone el americano, de repente activo.
Pero en realidad Elettra está pensando en otra cosa. Está
pensando en la descarga de energía que ha pasado en su interior.
En cómo la ha transmitido a Sheng, rozándolo en el hombro. Y en
cómo esa energía ha hecho estallar la lámpara de su tía.
Está asustada. Advierte que sus huesos vibran.
La lámpara ha estallado en una cegadora luz blanca.
Harvey busca a tientas sus deportivas al pie de la cama.
—¡Sabía que no tenía que quitármelas! —bromea.
—¿No nos dejaréis aquí? —pregunta Mistral.
Elettra se acerca a la puerta.
—Sólo salgo a ver si en el pasillo la luz funciona.
—Listo —dice Harvey. Luego se toca las piernas, y advierte que
lleva puesto el boxer—. Sólo un momento.
Rápido crujido de tejanos. Elettra abre la puerta e intenta
encender el interruptor del pasillo.
Tack tack.
Aquí tampoco.
—Ostras —murmura Sheng por enésima vez.
—¿Qué hacemos?
—Voy a buscar los contadores generales —propone Elettra.
—¿No tienes una vela?
—En la cocina, a lo mejor —contesta ella.
—¿Dónde estás? —pregunta Harvey, tanteando en la habitación.
Tropieza con algo, que emite un ruido amenazador.
—¡Mi bolsa! —exclama Sheng.
—¡Estate quieto, Harvey! —ordena Elettra, con una punta de
histeria—. ¡Estaos quietos todos! Dejemos que nuestros ojos se
acostumbren a la oscuridad.
—Yo no veo nada —dice Sheng.
Harvey tampoco. Se queda inmóvil en el suelo.
Todos hacen silencio.
Elettra piensa: «No puede ser todo tan oscuro».

Después de unos instantes, Harvey dice:


—Ahora empiezo a ver algo. Elettra, te veo junto a la puerta. Y
puedo ver también las camas.
—Yo también —murmura Mistral.
—En cambio yo no veo nada —insiste Sheng.
Elettra asiente. A ella también la luminosidad de la nieve le
devuelve los perfiles vagos de los muebles de la habitación. Pero
más allá de la puerta, hacia el interior del hotel, el pasillo está
completamente negro.
—Se entrevé algo… —dice.
—¡Qué suerte tenéis! —contesta Sheng—. Porque yo sigo sin
ver nada. Quizá… el estallido me ha cegado. ¡Eh!
Algo le ha rozado la cara: son las manos de Mistral.
—Tranquilízate, Sheng. Soy yo.
—¿Qué estás haciendo? —le pregunta el chico chino.
Las manos de la chica le acarician la cara.
—Me parece que no tienes nada, Sheng. Sólo, tal vez… tienes
que abrir los ojos.
Sheng se sobresalta incómodo.
—¿Tengo que…? ¿Cómo…?
—Tienes los ojos cerrados.
Sheng intenta relajarse y abrirlos lentamente.
Esta vez es Mistral quien se sobresalta:
—¡Sheng! —exclama—. ¡Chicos, mirad!
—¿Qué pasa? —dice él, de repente alterado.
Ve llegar las sombras de Harvey y Elettra. Un larguirucho
encorvado sobre sí mismo y una melena salvaje de rizos negros.
—Tus ojos… —susurra Mistral.
—¿Qué les pasa? —pregunta él, tocándoselos con las manos.
Harvey sacude la cabeza.
—A lo mejor estoy soñando.
—¿Pero qué…?
—Son amarillos —dice Harvey.
—Parecen de oro —susurra Elettra—. Como dos joyas
preciosas.
—Estáis bromeando, ¿verdad?
Mistral sacude la cabeza.
—No, de veras. Tienes dos enormes ojos de lechuza.
—De color oro.
—Pero está desapareciendo —comenta Harvey.
—¿Qué es lo que está desapareciendo?
—Lo que tienes en los ojos. Es como si estuviera…
deshaciéndose.
—¿Deshaciéndose?
—Brilla menos.
—¿Brilla menos qué?
—¿Te duelen?
—¡NO!
—¿Y ves bien?
—Veo todo… amarillo.
—¿Qué es lo que ves?
Sheng se levanta.
—Vosotros, las camas, la puerta de pasillo, el baño…
—¿Puedes ver hasta el baño?
—Sí… o sea… ¿Por qué?, ¿vosotros no?
—No.
—Tampoco yo.
—Está todo oscuro, Sheng. No se ve nada.
—¿Qué me ha pasado?
—Voy a buscar los contadores de la luz —decide Elettra,
volviéndose atrás de golpe.
—¡Vamos nosotros también! —exclaman más o menos
simultáneamente los otros tres.

Poco después, los cuatro chicos recorren a tientas el pasillo que


conduce al comedor.
—Veo cada vez menos amarillo… y cada vez menos lejos —
comenta Sheng.
Se hace observar los ojos por Mistral, que dice:
—Ahora están prácticamente normales.
Sheng se lleva el dorso de la mano a la frente.
—Sea lo que sea, está desapareciendo, ¿por lo tanto?
—Sin embargo, no estaba mal —observa Harvey—. Un chispazo
que te transforma en animal nocturno.
—La próxima vez lo haces tú, ¿vale? —bromea Sheng.
Elettra camina por delante de los demás. Conoce ese pasillo
perfectamente, pero hay algo que la inquieta, en ese estado de
silenciosa oscuridad. Y tiene la desagradable sensación de que es,
de alguna manera, culpa suya.
Llegan al comedor con sus mesas alineadas: los manteles
blancos, en la penumbra, hacen que se parezcan a grandes flores
dormidas.
La luz de seguridad del ascensor al fondo de la habitación está
apagada.
—Debe de haberse bloqueado el cuadro general —comenta
Elettra entre sí.
Cruza la habitación rozando las mesas y haciendo tintinear las
tazas de porcelana.
—¿Pasa a menudo? —pregunta Sheng.
—A veces —miente Elettra.
—No se ve un carajo —dice afligido Sheng, después de un rato.
Están delante del portón que conduce al patio, donde empiezan
las escaleras que suben a los dormitorios.
—¿Tía? —murmura Elettra, al oír un ruido en la planta superior.
Silencio.
—Por lo visto, están durmiendo a pierna suelta.
—De hecho no hay nada mejor que hacer durante un apagón…
—observa Harvey.
—¿Podemos abrir el portón y dejar que entre un poco de luz?
—Ayúdame —ordena Elettra.
Hace deslizar dos pesados cerrojos, que se mueven bien
lubrificados sin producir ruido alguno. El portón se abre con un
chasquido imperioso, como despertándose del sueño.
Fuera, una manta blanca lo cubre todo. Tenue y ligera, compacta
y silenciosa, afina el patio cuadrado, el pozo, el feo perfil del
minibús. Sobre la terraza, las cuatro estatuas llevan puestos amplios
sombreros blancos.
—Parece como estar en el Señor de los anillos —dice Harvey—.
No me sorprendería si ahora apareciera Gandalf.
Mistral se mordisquea el labio, permaneciendo callada. Para ella
también ese patio de piedra parece mágico, pero había pensado en
algo más poético que una simple película.
Con el portón abierto de par en par, ahora en la entrada del hotel
pasa un poco de luminosidad, que deja vislumbrar el hueco de las
escaleras, el mostrador de la recepción con un grueso paragüero de
cobre y una espesa selva de plantas de jardín.
—¿Elettra? —pregunta Sheng, cuando se entera de que la
dueña de la casa ha desaparecido.
—Voy —le contesta una voz lejana.
Los chicos oyen abrir y cerrar unos cajones, luego la voz de
Elettra que exclama:
—¡Genial, lo sabía!
Reaparece desde detrás del mostrador con un paquete de
cigarrillos en la mano.
—¿Fumas? —le pregunta Harvey horrorizado.
Elettra sonríe, y sus dientes muy blancos brillan bajo el reflejo de
la nieve.
—Yo no. Mi tía Linda, sí. Es decir, ella nos hace creer que ya no
fuma desde hace años, pero estaba segura de que guardaba un
paquete escondido para las emergencias. Y aquí tenemos lo que
necesitábamos.
Extrae del paquete un mechero de plástico verde.

El pulgar de Harvey frota sobre el pedernal y una llama ilumina


los escalones que bajan al sótano.
—¡Caray, qué lugar! Parece…
Mistral pasa junto a él, interrumpiéndolo antes de que le dé
tiempo a arruinar también el encanto de ese lugar. Es un antiguo
sótano de piedra, con los escalones que desaparecen en un
laberinto de estancias repletas de trastos viejos.
—Es magnífico… —comenta, saboreando la atmósfera.
—¡Hao, chulo! —murmura Sheng, asombrado por la escalera
que se hunde en el subsuelo.
—Los contadores están justo aquí… —dice Elettra con
desinterés, dando unos pasos más allá del umbral.
Harvey levanta el mechero para iluminar una fila de feas cajas
negras, dentro de las cuales brilla un disco metálico inmóvil.
—Me parecen parados.
—Tiene eco —observa Mistral, unos escalones más abajo.
—Y además una maldita rata —añade Elettra, comprobando los
contadores—. Tienes razón, Harv. Parecen parados.
El mechero lanza fulgores. Los ojos del chico americano son
grandes y profundos.
—Eh, eso parece, Elly —le contesta él, apoyándole una mano
sobre el hombro.
Elettra parpadea dos veces. Y piensa: «¿Elly? No, no. No está
bien». Odia los apodos. Y tiene que ser ella quien decide el nivel de
confianza que un chico puede permitirse.
—Yo no me llamo Elly —dice, apartándose.
—Y entonces yo no me llamo Harv —replica él, seco.
Luego deja que se apague la llama del mechero.
El sótano cae en la oscuridad.
«Ese chico me gusta» piensa Elettra.

Bajo la nieve, el patio de la Domus Quintilia regala un encanto de


tiempos pasados.
Al toque de una campana, sólo uno, largo y dilatado, Elettra
siente un escalofrío que se introduce bajo el pijama.
—Sería mejor, tal vez, que despertara a mi papá. O a mi tía.
—¿Y por qué? —le pregunta Harvey—. Si no hay electricidad
ellos no pueden hacer nada. Además porque, si no me equivoco…,
está en la oscuridad incluso ese campanario.
Mistral está junto a ellos en el umbral del portón y señala a los
demás el perfil vertical del campanario de Santa Cecilia.
—Harvey tiene razón. Estaba iluminado cuando hemos llegado
esta tarde.
—¡Es cierto! —exclama Sheng. Y a continuación—: ¡Hao!
—¿Por qué repites siempre esa palabra? —le pregunta Mistral
en ese punto.
—¿Hao? Es una exclamación. Quiere decir «majo», «chulo».
Elettra sacude la cabeza, ignorándolos.
—No puede ser. Nunca ha pasado algo parecido…
—El poder del día 29 de febrero —comenta Harvey.
—¿En qué sentido?
—Cuatro personas nacidas el día 29 de febrero se encuentran
en la misma ciudad, en el mismo palacio…
—En la misma habitación… —precisa Sheng.
—Y provocan un apagón en toda Roma. Me parece algo normal.
O, en todo caso, no muy extraño.
Elettra observa la nieve que se amontona sobre el pozo. Advierte
que el corazón le late fuerte en el pecho y que los pensamientos
corren rápidos. Harvey tiene razón: la luz se ha apagado no bien ella
ha transmitido su energía a Sheng. Y una vez ocurrido, la lámpara
ha estallado y los ojos del chico se han vuelto dos pepitas amarillas.
—Podríamos ir a mirar —dice recapitulando sus desasosiegos.
—¿Adónde?
—Fuera.
—¿Fuera adónde?
—Fuera del hotel. Podemos dar dos pasos por la calle y
averiguar si falta la luz en todas partes. O sólo nos pasa aquí a
nosotros.
—¿Y qué pasa si lo sabemos?
—No lo sé. Lo sabemos y punto.
—Y ¿por qué deberíamos saberlo?
—¿Por qué somos las únicas personas despiertas en el palacio?
Mistral se estremece.
—Yo no voy. Hace demasiado frío.
Todos están aún con sus pijamas, excepto Harvey, que se ha
puesto los tejanos.
—Nos pondremos enfermos —dice Sheng.
—Tenéis toda vuestra ropa en la habitación —contesta Harvey,
cruzando la mirada de Elettra—. Es suficiente con que nos
pongamos algo que abrigue. Luego salimos a la ciudad.
Trastevere parece dibujado con un carboncillo. Silencioso e inmóvil,
se alza sobre la alfombra blanca de nieve. Edificios austeros,
tejados en declive, pórticos oscuros, canalones adosados entre sí,
chimeneas torcidas.
Todo en la oscuridad.
Los chicos salen del hotel cautelosos, dejan Santa Cecilia a sus
espaldas y se dirigen hacia el río. Sus pisadas gruñen sobre la capa
compacta de nieve, hundiéndose suavemente en el blanco.
Sheng es el único de los cuatro que no ha dejado nunca de
hablar: se ha cubierto la cabeza con el gorro de ducha del hotel para
no mojarse el pelo, y le gustaría convencer también a los demás
para que hagan lo mismo.
—Tienes pinta de loco, con ese chisme —comenta Harvey, sin
rodeos.
Después del estallido y del apagón, su humor ha cambiado por
completo. Parece más tranquilo y confiado.
Los chicos llegan a la plaza Piscinula, donde grupos de gente
están parados para comentar lo que ha pasado. Se iluminan por
medio de los faros de los coches y señalan los palacios hundidos en
la oscuridad. Hay hombres y mujeres que se ríen, otros que se
quejan. Un dueño de un bar se ha quedado de golpe sin música.
Una pandilla de estudiantes ha abandonado las mochilas en la nieve
para armar una furiosa batalla.
Elettra localiza una pareja un poco aislada y les pregunta qué
saben del apagón.
—Trastevere está en la oscuridad —le contesta la señora—. Y
también Parioli y Esquilino. Sin embargo hay zonas donde no ha
pasado nada.
—La culpa la tiene ese maldito paso subterráneo —refunfuña el
hombre, para luego producir una dura crítica de las obras viales—.
¿No notáis esta algazara?
Los chicos aguzan el oído a un constante, aunque lejano, son de
claxon.
—¿Os imagináis lo qué está pasando por las calles, entre nieve
y semáforos apagados?
Mistral evita una bola de nieve y prepara otra de respuesta, que
lanza al azar en la plaza.
—Oh, oh. Mala idea —comenta Harvey.
—¡Todo lo contrario! ¡Es genial! —exclama Sheng, poniéndose al
lado de Mistral.
En breve, empiezan a lanzar y recibir bolas de nieve por todas
partes.
Faltando las luces de las farolas y de los letreros de neón, el
barrio viejo de Roma es un teatro de cuentos de hadas, con su
dédalo de callejuelas adoquinadas y de palacios adormecidos.
—¿Vamos a ver el Tíber en la oscuridad? —propone Elettra en
una de las pausas de la batalla.
—¿Está lejos?
—No. Justo aquí detrás.

Al llegar al río, los chicos se dan cuenta de que la ciudad está


como partida por la mitad: una parte está iluminada, la otra está en
la oscuridad, rodeada por una capa negra de silencio.
Arrimados a la baranda del puente Garibaldi, Harvey, Elettra,
Mistral y Sheng observan el barrio más allá del Tíber, donde aún
brillan las luces eléctricas.
—¡Así que no es un apagón general! —comenta Elettra, un poco
animada.
Los demás permanecen callados. Hechizada por los brillos de
luz en la corriente del río y la soñolienta danza de los copos, Mistral,
extasiada, está soñando despierta.
—¿Qué hay allá? —pregunta señalando la isla Tiberina,
iluminada a medias. Es como si la isla marcara la divisoria de aguas
entre la luz eléctrica y la oscuridad.
Elettra contesta:
—Por lo que sé yo, están el hospital Fatebenefratelli, un
restaurante, un par de iglesias y…
—¿Qué más?
Elettra se ríe de manera extraña.
—Una Virgen que se llama la Madonna de la Luz.
—Un nombre adecuado, diría yo —comenta Harvey—. ¿Vamos
a ver?
—Oh, no se puede. La Virgen está en el interior de la iglesia. Por
la noche la cierran.
—Quería decir la isla —precisa Harvey.
—Si os apetece.
Los cuatro se dirigen hacia el puente más antiguo de la ciudad,
que dibuja sobre el Tíber como un paréntesis oscuro.
Al llegar, Elettra dice:
—Éste se llama puente Quattro Capi. Por una leyenda, por
supuesto.
—¿Qué leyenda?
—En la mitad del puente hay cuatro cabezas. Dicen que son las
de los arquitectos que lo construyeron. Siempre discutían entre ellos
y por esto los decapitaron una vez acabadas las obras… Sin
embargo, sus cabezas fueron esculpidas sobre el puente porque, al
menos muertos, permanecieran siempre unidos.
—¡Qué horror! —comenta Mistral.
—En realidad las cabezas son ocho. Cuatro más cuatro… —
sigue explicando Elettra, mientras caminan por el puente
resbaladizo por la nieve—. Y tampoco son las cabezas de los
arquitectos… más bien las de Giano Bifronte.
—¿Y quién es ese señor? —pregunta Harvey.
—Es una divinidad con dos caras. Una que mira hacia el pasado
y otra que mira al futuro.
El Tíber discurre lento por debajo de los pies de los chicos. Los
copos de nieve desaparecen en medio del agua oscura y lenta del
río, mientras ráfagas de viento danzan bajo la bóveda enarcada del
puente.
—Es extraño ver la ciudad mitad iluminada y mitad sin luz —
murmura Mistral. Desea haber traído papel y lápiz para tratar de
dibujarla, pero intenta igualmente grabar cada detalle en la mente—.
Me quedaría aquí a mirarla por toda la noche.
—¿Llegamos hasta la isla? —propone Sheng, impaciente.
—Sólo un momento —dice Elettra, parada junto a las caras
esculpidas sobre el puente—. ¿No tenéis calor, vosotros? —
pregunta, casi sin pensarlo.
—¿Calor? —prorrumpe Harvey—. ¿Pero estás loca? ¡Casi nos
congelamos!
Mistral, en cambio, se acerca a ella, atenta, y le pregunta:
—¿Elettra? ¿Todo bien?
—Desde luego.
—Tienes el pelo raro…
Al contacto con la mano de Mistral, Elettra se siente arder. Sus
cabellos son como serpientes negras, duros y enredados.
Levanta la mirada hacia el cielo. Entre las nubes centellan unas
estrellas.
Y al otro lado del puente hay un hombre que está corriendo hacia
ellos.
Parece agotado. Empieza a tambalearse, mira hacia atrás
asustado. Se para a respirar, luego vuelve a correr.
Al llegar a pocos metros de los chicos, el hombre resbala en el
suelo sin producir un quejido, intenta levantarse, no puede.
—¡Socorro! —grita, permaneciendo en el suelo. Agarra entre los
brazos un viejo maletín de piel marrón. Y grita otra vez:
—¡Socorro!
Elettra, Harvey, Sheng y Mistral permanecen parados sobre la
acera, incapaces de moverse y de distraer la mirada de aquel
hombre. Debe de tener sesenta años, tal vez setenta, y lleva una
gabardina muy elegante.
—¡Caray! —exclama Sheng, sorprendido—. ¿Qué pasa?
Harvey da un paso atrás.
—Vámonos…
Mistral, al lado de Elettra, trata de hacerla retroceder.
—¡Parece borracho! —susurra.
Pero Elettra se queda a mirarlo. El hombre se ha dado cuenta de
que están allí. Levanta la cara hacia ella. Y…
«Le conozco» piensa Elettra, aunque sabe a la perfección que
no es así.
Tiene el rostro delgado, excavado, y una larga barba blanca.
Y una expresión que le suena familiar, aunque Elettra está
segura que nunca lo ha visto antes.
—¡Socorro! ¡Ayúdame! —repite el hombre, animado por una
nueva energía. Tiende una mano—. Por… favor…
Tiene los dedos tiesos y blancos por el frío. Su mirada es
implorante, pero decidida.
—Elettra… —murmura Mistral a sus espaldas—. Déjalo.
El hombre echado en el suelo lleva el maletín agarrado al pecho
y no deja ni un solo instante de mirarla. Es como si él también la
hubiera reconocido.
—¿Quién eres? —susurra Elettra en voz baja.
Él, con los labios morados por el frío, empieza a repetir
silenciosamente una palabra.
—¡Ya basta! —decide Harvey—. ¡Vámonos de aquí!
Los labios del hombre siguen repitiendo con obsesión la misma
palabra.
—¿Qué… qué está diciendo? —murmura Elettra.
Está sudando. «Hace calor. ¿Nadie se entera del calor que
hace?»
—¡Chicos! —insiste Harvey.
—¡Larguémonos! —conviene Sheng.
Mistral casi ha conseguido convencer a Elettra que se vayan,
cuando ella logra por fin entender la palabra que el hombre está
repitiendo.
Corre hacia él de golpe.
—¡Venid! —ordena a los otros chicos—. ¡Tenemos que ayudarlo!

Cuando está cerca de él, el hombre se pone de lado tratando de


levantarse. Elettra lo coge por un brazo e intenta sujetarlo, pero
pesa demasiado. Lleva la ropa empapada. Y tiembla.
Sacudiéndose la nieve del pelo, espera que alguien llegue para
ayudarla.
Llega Harvey.
—Tú estás loca —le dice—. ¿Por lo menos sabes lo que
estamos haciendo?
—No —admite Elettra.
Coge el hombre por debajo del hombro. Harvey hace lo mismo
con el otro y, los dos, consiguen ponerle de pie.
Él se tambalea, tose, se apoya en la baranda.
—Gracias… —susurra—. Vosotros…, vosotros…
Tiene las manos que tiemblan sin parar. Sus pantalones están
desgarrados en la rodilla.
—¿Quién eres? —le pregunta Elettra—. ¿Y por qué me has
dicho esa palabra?
El hombre mueve la cabeza.
—¡Ha iniciado! ¡Ha iniciado! —grita, señalando algo a sus
espaldas.
La nieve hace imposible descifrar cualquier cosa. Se ve sólo la
isla Tiberina, una mitad iluminada y otra mitad oscura.
—¿Qué es lo que ha iniciado? —le pregunta Harvey.
El hombre le clava una mirada fuera de sí.
—Tú lo sabes. ¡Todos vosotros lo sabéis! ¡Está llegando! Ellos lo
saben. ¡Y también ellos han llegado!
—¿Quién está llegando? —insiste Elettra—. ¿Y tú quién eres?
El hombre mira a sus espaldas.
—Ellos están demasiado cerca ya. —Ciñe el maletín de piel
contra el pecho, como si lo quisiera machacar.
—¿Cerca de qué? —pregunta Elettra.
—Vámonos —decide categórico Harvey.
El hombre ve que alguien llega por detrás de los dos chicos y
grita:
—¡Ellos!
Elettra y Harvey se dan la vuelta, pero son sólo Mistral y Sheng,
que lleva en la cabeza su ridículo gorro de ducha.
—No tengas miedo —explica Elettra, con un suspiro—. Sólo
somos nosotros cuatro.
—Cuatro. Cuatro. Cuatro —empieza a repetir el hombre.
—Chicos… —murmura Sheng, acercándose de un paso—.
¿Estáis seguros de que va todo bien?
—¿A ti que te parece? —le contesta Harvey, sarcástico.
El hombre se tortura la barba y el pelo con las manos.
Elettra le pregunta por enésima vez:
—¿Quién eres? ¿Y por qué repetías esa palabra?
Él la observa con los ojos abiertos.
—No lo sé —murmura de repente calmo—. Pero tú tienes que
ayudarme, antes de que lleguen ellos.
—No te entiendo.
—No tienes que entender. Sólo tienes… —Temblando, el hombre
le da el maletín de piel marrón—. Toma.
—¡No lo quiero! —exclama Elettra—. ¿Qué es? ¿Y por qué…?
¡Tampoco sé quién eres!
—Por favor —insiste el hombre—. Ellos me están buscando. No
tengo tiempo para explicarte. Nadie lo tiene. Nadie.
Elettra mira a Harvey, que sacude la cabeza. Mistral está pálida
como un fantasma y Sheng parece a punto de escaparse corriendo.
La nieve remolina a su alrededor como una danza de sal. Una
extraña energía le hace vibrar las yemas.
No hay nada que entender. Sólo vale el instinto. Y el instinto le
dice que coja el maletín del desconocido.
—¿Qué quieres que haga? —le pregunta, cogiéndolo.
—Guárdalo —ordena el hombre.
Su cara se muestra más tranquila, como si se hubiera quitado de
encima un peso inaguantable.
—Volveré a recogerlo en cuanto pueda.
Elettra asiente.
—¿Cuándo?
El hombre levanta la mano para rozarle las mejillas y ella, en
contra de su costumbre, le deja hacer.
—Pronto. Y gracias. —Observa a Harvey, Mistral y Sheng con
una mirada insólitamente triste—. Huid —añade—. Antes de que
lleguen ellos.
Mira hacia atrás.
Y vuelve a correr.

Los chicos se arriman a Elettra y al maletín de piel.


—¿Pesa? —pregunta Sheng.
—No.
—¡Caray! —exclama él, quitándose el gorro del pelo—. ¿Pero
siempre pasan cosas parecidas en Roma?
Elettra trata de respirar con calma.
—¿Por qué lo has hecho? —le pregunta Harvey, con un tono que
parece una acusación.
—No lo sé —le contesta Elettra—. Necesitaba ayuda. Estaba
asustado… Y además… repetía esa palabra.
—¿Qué palabra?
—Estaba tirado en el suelo… Me miraba y seguía repitiéndola…
De entrada no entendía. Pero luego… cuando lo he conseguido…
es como si en mi cabeza algo se hubiera soltado.
—¿Qué decía?
—Un número —contesta Elettra. Los copos de nieve son miles
de insectos blancos—. Veintinueve. Como el día de nuestro
cumpleaños.

El hombre con la gabardina corre lejos del puente Quattro Capí.


Corre.
Y corre más.
Baja las escaleras que llevan al terraplén del Tíber y sigue
rápidamente, sin mirar nunca a sus espaldas. Sin el maletín, se
encuentra ligero y con un sentido extraño de satisfacción. Hacía
días, semanas, meses que no se sentía así.
Se ríe, tropieza por el terraplén, recupera el equilibrio y continúa
riéndose.
A su derecha, la pared negra del paseo del Tíber se alza hacia
las nubes a falta de una aparente cumbre. A su izquierda, a menos
de un metro, el río corre tumultuoso y cargado de agua. Todo lo
demás está lejos, silencioso, irreal. Es como si el mundo estuviera
constituido sólo por aquella pared sin fin y por el serpenteante
líquido del río.
Ahora está eufórico.
Se para a retomar aliento y mira a su alrededor. Ha llegado a
unas arcadas oscuras. En el suelo, matorrales negros conservan
entre los ramos espinosos retazos de tela y de plástico.
Mezclada con el ruido del río cree oír una especie de música.
Una melodía lenta e increíblemente dolorosa. Una cantinela que
esconde algo que se ha perdido y tristemente lejano, que se difunde
dulcemente entre las arcadas oscuras y se confunde con el ruido de
la nieve que cae.
Es una música baja. Cálida. Como una invitación.
El hombre parpadea varias veces, aparta los cabellos
empapados de la frente y se pregunta si esa melodía existe de
verdad o si es, en cambio, un espejismo de su corazón alterado.
Respira haciendo ruido, resopla en la garganta aire frío, da unos
pasos, se tambalea, se para otra vez. Y por fin se convence de que
la melodía está. Que existe de veras. Viene de la oscuridad, bajo el
nivel del mundo, bajo la carretera donde hierven coches nerviosos,
puestos en columnas en el tráfico.
Es un sonido agudo y profundo, vivo y triste.
—Violín —comprende el hombre, acercándose a la fuente de la
música.

Apoya una mano sobre la pared. Advierte el frío viscoso de los


viejos ladrillos. Camina arrastrando los pies y se aventura en la
sombra, guiado exclusivamente por el reclamo del violín.
Está cansadísimo. Pero no se puede parar. Camina en la
oscuridad mojada de la arcada como una abeja aprisionada en una
botella. Y cuanto más camina, más la melodía se hace intensa,
intrigante. Y le llama.
Hasta que, en la cumbre de la tensión, se interrumpe por
completo, bruscamente.
El hombre mira a su alrededor desorientado.
«¿Dónde estoy? ¿Por qué he entrado aquí? ¿Aquí dónde?»
El río aún sigue a sus espaldas. Pero domina una espesa
oscuridad.
Ante él hay un violinista con el pelo blanco como el acero.

Jacob Mahler levanta el arquillo de su violín y alarga los brazos


por los costados.
—Bienvenido, Alfred… —murmura con helada tranquilidad—. No
eres fácil, de encontrar.
El hombre es como una estatua de sal.
—¿Cómo…?
—Gesang ist Dasein —recita Jacob Mahler, observando su
violín. «El canto es estar ahí.» No son palabras mías, sino de un
poeta alemán, Rilke. Él bien sabía que ningún hombre sensible
puede resistir al reclamo de la música.
—¿Qué es este teatro? ¿Qué quieres?
Jacob Mahler da dos pasos hacia él. El hombre que ha llamado
Alfred, en cambio, balancea en la oscuridad.
—Quiero el anillo de fuego —susurra Mahler.
Un largo silencio. Gotear de agua.
Roma retumba lejana.
—No sé de qué estás hablando.
—Tú eres el Guardián —susurra Jacob Mahler—. Y un Guardián
siempre tiene algo que guardar. Yo he venido a recogerlo.
—Te equivocas. Yo no soy el Guardián.
—Yo sé quién eres. Y sé perfectamente cuál es el secreto que
guardas. He hecho veintinueve mil kilómetros en avión para venir
aquí.
Los ojos del Guardián se dilatan.
—Eres uno de ellos.
La carcajada de Jacob Mahler es corrosiva.
—Por supuesto que soy uno de ellos. Quienquiera que sean…
ellos, Guardián, yo lo soy. Y ahora dime… ¿Dónde está? ¿Dónde
está el anillo de fuego?
—No sé de qué estás hablando.
El arquillo del violín silba en el aire como la hoja de un cuchillo.
Lanza brillos afilados.
—¡Cuidado! —exclama Jacob Mahler—. ¡No bromees conmigo!
El Guardián traga saliva, luego deja escapar una breve sonrisa.
—¿De qué te ríes?
—De nada. Estaba pensando que has hecho veintinueve mil
kilómetros para venir a recoger algo que yo no tengo. Y que ninguno
de los dos sabe lo que es. ¿No te parece… ridículo?
—No. ¿Dónde está el anillo de fuego?
—Buena pregunta. Pero sería como contestar a éstas: ¿hay un
orden en el mundo? ¿Existe la vida después de la muerte?
—No bromees conmigo. Ahora no. Esta noche no.
—Entonces no lo haré. Diles a ellos que no encontrarán el anillo
de fuego. Porque esta noche ha iniciado todo —replica el Guardián,
con voz seria.
—¿Dónde se encuentra?
—No lo sé.
Jacob Mahler lo agarra por los hombros. Su gesto es fuerte y
determinado. El arquillo del violín pasa una sola vez por el cuello del
hombre, justo debajo de la nuez de Adán. Él no opone resistencia.
No siente ningún dolor.
Cae al suelo, vaciado.
Ligero.
La última cosa que ve son las botas verdes de una mujer.
La última cosa que oye es la voz del violinista, que ordena:
—Hazle una foto. Y envíala a los periódicos. Debe salir en
primera plana.
Debe.
Nieve.
Hay nieve por todas partes.
Todo es blanco.
Luego, todo se vuelve oscuro.
PRIMER CANTO

—¿Sí?
—¿Quién habla?
—Soy yo. Quería recibir noticias…
—Los chicos han coincidido.
—¿Están todos los cuatro?
—Sí.
—¿Entonces?
—Entonces han salido juntos.
—¿Qué hora es?
—Es de noche. Y está nevando.
—¿Va todo… como debería ir?
—Creo que sí. A estas horas Alfred ya debería de haber
coincidido con ellos.
—¿Cómo son?
—Tienen suficiente curiosidad. Y, si quieres saberlo, Harvey se
parece mucho a ti.
—Esperemos que no.
—Harvey lo podrá lograr. Como lo podrán lograr los demás.
—Eres optimista.
—He de serlo. Una vez abierto el maletín, ya no podré
ayudarles.
—¿Y si se equivocan?
—No se van a equivocar. No habrá otro error.
—¿Así que se ha muerto? —susurra Sheng a Harvey.
El chico americano bebe un sorbo de su capuchino con
expresión huraña.
—¿A ti qué te parece?
—No sabría —replica Sheng, mordiendo un bollo de crema.
Espera, en silencio, la llegada de los demás. Es la mañana del
30 de diciembre, en el comedor de la Domus Quintilla. La tía Linda
ha preparado una espectacular serie de tartas: la veteada de
chocolate y crema, la tarta de manzana, la de naranja y el roscón de
crema. Se mueve canturreando alegremente entre las mesas,
ofreciendo café muy caliente, negro como el petróleo.
—¿Habéis dormido bien, chicos? —trina alegre, apartando con
indiferencia un cabello del jersey de Harvey.
—Estupendamente, gracias.
Los adultos del hotel están relajados y tranquilos: nadie entre
ellos parece adivinar lo que pasó la noche anterior.
El papá de Elettra lee tranquilamente La Gazzetta dello Sport. El
de Sheng se refriega los ojos soñolientos. Los padres de Harvey, en
cambio, miran el prospecto de las exposiciones corrientes, después
de haber intentado convencer inútilmente al hijo de que se fuera con
ellos a visitar los Museos Capitolinos.
Elettra y Mistral son las últimas que entran en el comedor. Mistral
tiene los ojos marcados por una noche difícil, pero se esfuerza por
sonreír y por mantener el juramento de no contar nada a nadie.
Elettra camina a su lado con mayor naturalidad.
Se sientan en la mesa con los chicos y preguntan:
—¿Novedades?
—No leo muy bien el italiano —contesta Harvey, pasándole el
periódico—. Pero diría que no son buenas.
En primera plana aparece la foto de un hombre, tirado boca
arriba en la nieve. La cara está cubierta por una mancha oscura,
que se extiende a su elegante gabardina.
—¡Oh, no! —exclama Elettra, llevándose la mano a la boca.
—¿Qué dice el artículo? —le pregunta Sheng.
—Que fue descubierto… muerto… por el paseo del Tíber. Ayer
por la noche, cuando nevaba.
—¿Muerto cómo?
—Le han cortado la garganta.
El bollo de crema de Sheng cae estrepitosamente en el café con
leche.

—No dicen mucho más… —dice Elettra—. Están investigando


para averiguar qué ha pasado, pero tampoco saben cómo se
llamaba. Exhortan a quienquiera que tenga información a dirigirse a
los Carabinieri y…
Elettra lee a los chicos todo el artículo.
—¿No dicen nada más? —insiste Harvey.
Elettra sacude la cabeza.
—Es una noticia de última hora. Todavía no saben nada.
—¿Y sobre el apagón?
—Sí… —Hojea unas páginas—. Dicen que afectó sólo unos
barrios. La electricidad volvió al amanecer y el problema parece que
está resuelto. Pero el origen del fenómeno todavía queda por
aclarar.
—Cuando se dice una velada llena de misterios… —musita
Sheng.
—Hay que ponerse manos a la obra —propone Elettra.
Los chicos acaban con desgana el desayuno y hablan
brevemente con sus padres, pidiéndoles el día libre. El papá de
Sheng y la mamá de Mistral no tienen nada en contra, mejor dicho:
el primero aprovechará para descansar del jet-lag y la señora
francesa podrá ocuparse mejor de unos clientes importantes. Los
padres de Harvey, en cambio, mantienen con él una larga discusión,
que el chico consigue ganar a costa de un pésimo humor.
—¡Dejémoslo! —musita cuando Elettra le pregunta por la razón
—. Las relaciones con los míos son bastante complicadas.
Parece que quiera añadir algo, luego, sacudiendo la cabeza,
prefiere callar sus preocupaciones.
Elettra no insiste.

Le acompaña a la puerta del sótano, aparta las plantas de jardín


con las cuales la tía Linda trata de mimetizarla y la abre. Esperan a
que también Mistral y Sheng lleguen, luego bajan las escaleras que
conducen a aquel mundo subterráneo.
—Aquí abajo estaremos en un lugar cálido —explica Elettra,
cerrando la puerta—. Y nadie debería molestamos.
—Eres optimista —masculla Harvey—. Y no conoces a los míos.
—¡Me parecen chulos! —dice Sheng.
—Cómo no… —Harvey está oscuro como una tormenta.
—¿Molestan?
—Sí. Es decir… sobre todo después de que… Dejémoslo. Mi
padre pasa su tiempo preguntándose cómo es posible tener un hijo
tan ignorante. A mi madre, en cambio, le gustaría que me quedara
todo el tiempo pegado a ella.
Según bajan las escaleras, el sótano presenta alrededor su
laberinto de muebles viejos y de marcos vacíos.
—Lo mismo me pasa a mí. Mi madre lloró durante una semana
cuando supo de este viaje… —replica Sheng.
—Son lágrimas de afecto —interviene Mistral, estirándose como
un flamenco.
—Sueño, ¿eh? —le pregunta Harvey, sentándose en el suelo
con las piernas cruzadas.
—Mucho. No he pegado ojo.
—¿Y por qué?
—Tenía miedo —contesta Mistral, frotándose las manos—.
Como todos vosotros.
El maletín de piel está apoyado en el suelo, escondido bajo una
vieja sábana blanca.
—Siempre podemos cambiar de idea —declara Elettra—.
Después de todo, no estamos obligados a abrirlo.
Sus miradas lanzan chispas en la penumbra.
—Yo digo de seguir —propone Sheng.
—Estoy de acuerdo —dice Harvey.
—Podría ser peligroso —añade Mistral, con un hilo de voz—.
Después de todo… Ese hombre ha sido asesinado.
—Y a lo mejor por culpa de este maletín —interviene Elettra.
—Le perseguían. Tenía miedo. Y ha dicho que todo ha iniciado.
—Como inicio, no me parece que haya tenido mucha suerte…
—También ha dicho «veintinueve». Como el día de nuestro
cumpleaños.
—Y os recuerdo que ayer era el día 29 de diciembre —dice
Sheng, mordisqueándose las uñas.
La luz de las lámparas que cuelgan del techo disminuye,
bajándose de golpe.
—¿Quieres que estallen éstas también, Sheng? —se burla
Harvey.
—¡Mira que yo no tengo nada que ver!
—¿Ah, no? ¿Entonces lo he soñado todo?
—Sheng tiene razón —confirma Elettra, mientras la luz del
sótano vuelve a iluminar igual que antes—. Estamos debajo de la
calle y las luces bajan cada vez que pasa un camión.
—¿Lo has entendido? —replica Sheng.
—Y además, ayer… —continúa Elettra—. Creo que fui yo.
Pasa un dedo sobre la sábana que esconde el maletín y hace un
esfuerzo por sonreír:
—Da igual que os lo diga. No sería la primera vez que me
pasa… Pero nunca fue tan fuerte como ayer por la noche.
Mistral le dirige una mirada de complicidad.
Harvey se tumba, apoyándose en los codos.
—Perdona, que te pasa ¿qué?
—Que hago estallar las bombillas… sin tocarlas.
—¡Hao! —exclama Sheng.
—¿Y cómo lo haces?
—No lo sé. En ciertos momentos me encuentro especialmente…
cargada y… Podéis reíros, si queréis… pero cuando me siento así
incluso puedo bloquear los ordenadores.
—¿Como una especie de virus?
—No. Bloqueo la parte eléctrica. Por lo menos eso creo. Hay
veces que con sólo pasar junto a una impresora, se atasca el papel,
o a un monitor encendido, se queman unos píxeles. Y… conmigo los
espejos deslucen. —Elettra continúa—: Los uso un poco y empiezan
a perder luminosidad. Se vuelven opacos y… deslucen. Te reflejan
menos. Es difícil de explicarlo mejor que así, pero es lo que me
pasa.
—Y ayer ¿qué te pasó?
—Noté que estaba cargada cuando empezamos a hablar de los
cumpleaños. Tenía calor y no podía respirar. Finalmente, cuando el
calor había llegado a ser difícil de aguantar, toqué a Sheng en el
hombro y…
—Yo tenía las manos sobre tu lámpara…
—Le transmitiste toda la energía y…
—Y la lámpara estalló.
En el sótano hay un largo momento de silencio.
—Algo por el estilo, creo —admite Elettra, incómoda.
—Nunca he oído algo parecido —interrumpe Harvey—. De todas
maneras, no tiene nada que ver con este maletín.
—En realidad, me pasó lo mismo después —confiesa Elettra—.
Sobre el puente, cuando coincidimos con aquel hombre. Sentía
calor. La misma energía.
—¿Y ahora?
La chica sacude la cabeza.
—No. Parece todo correcto.
—¿Qué hacemos? ¿Lo abrimos? —pregunta Sheng, impaciente.
—¿Y una vez que lo hayamos abierto? —pregunta Harvey.
Sheng roza el maletín, hechizado y atemorizado al mismo
tiempo.
—Miramos lo que hay dentro.
—¿Y luego?
—Luego guardamos el secreto: hemos jurado no decir nada a
nadie.
—A lo mejor, en cambio, deberíamos llevarlo a la policía y
olvidarnos de esta historia —propone Harvey.
Elettra trae a la memoria las palabras que el hombre gritó bajo la
nieve. Las repite en voz alta:
—Todo ha iniciado.
—Nadie volverá a recoger este maletín —dice Sheng—. Da igual
que miremos lo que hay dentro.
—Será nuestro secreto.
—Como queráis.
—¿Quién lo abre?
Harvey, Sheng y Mistral miran a Elettra.
—Te lo dio a ti. Ábrelo tú.
Ella asiente, acerca las manos al maletín y abre el cierre dorado.
Clac.
Un sol pálido se asoma entre la cortina de nubes. La nieve caída
por la noche reposa compacta en los lados de las calles.
Beatrice camina nerviosamente, manchándose las botas verdes.
Son las once.
No ha dormido.
Ha dejado encendida durante toda la noche la lámpara de la
mesilla y ha ojeado las pocas fotos de su pasado feliz, cuando aún
vivía con su hermana menor. Pero, aun así, no ha podido dormirse:
cada vez que trataba de cerrar los ojos, se le paraba delante la
imagen de Jacob Mahler con su violín. Todavía notaba a su
alrededor la oscuridad del Tíber. Y la oscuridad de aquel hombre
indescifrable.
Sentía continuamente sus últimas palabras.
Antes de que lo matara, Mahler le había llamado el Guardián.
¿El guardián de qué?
Beatrice está incrédula, asustada y en parte amargada por lo que
ha pasado. Joe Vinile no le había dicho que se convertiría en
cómplice de un homicidio. Y no le había hablado para nada de
Guardianes. O de arquillos de violín afilados como navajas.
Le había dicho que había una misión importante que llevar a
cabo, y que se la pagarían generosamente, más de lo que nunca
había ganado antes. Le había dicho que para el mundo del crimen
Jacob Mahler estaba considerado una leyenda. Y que trabajar
aunque sólo por una vez con una leyenda quería decir dar un gran
salto de calidad. Quería decir acomodarse para el resto de la vida.
Le había dicho que Jacob Mahler buscaba a un hombre. Y que
ellos lo encontrarían para él, que le seguirían, para que él lo pudiera
capturar.
Pero no le había dicho que una vez capturado, Mahler le mataría
cortándole la garganta con el arquillo de su violín.
Está aún inmersa en sus pensamientos, cuando llega a la plaza
San Eustaquio y al café que lleva el mismo nombre.
Joe Vinile y Little Linch están ya sentados a una mesa. Beatrice
se sienta junto a ellos sin ni siquiera saludarles. Joe luce unas gafas
de sol tipo aviador y una cazadora negra bajo la cual aparece la
indefectible camiseta de Vasco Rossi, al que está convencido
parecerse como si fuera su gemelo.
Joe Vinile, en realidad, se llama Giovanni. Tiene cincuenta años
y ha llegado a ser lo que ha llegado a ser gracias a un próspero
contrabando de música pirateada.
A su lado, Little Linch se parece a una morsa encallada entre los
brazos de la silla. Tiene la cara enorme, el cuerpo regordete y
deformado, los dientes anchos como cepos. Beatrice desconoce su
verdadero nombre. En el hampa romana todos le llaman Little Linch,
la pequeña lince, porque cuando era joven trabajó como figurante en
Cinecittà, llegando al tope de su carrera interpretando a un
personaje medio ciego llamado el Lince.
Es el primero en dirigirle la palabra:
—Te esperábamos con tu amigo Jacob… —empieza, intentando
ponerle una mano sudada sobre el brazo.
—Hemos quedado a las once y once —replica ella,
comprobando la hora—. Y todavía faltan dos minutos.
—¿Estás segura de que vendrá?
Joe Vinile saca del bolsillo una cajita cuadrada. La apoya sobre
la garganta para poder hablar, y de la cajita sale una voz ronca y
graznante:
—El lugar… rrr… es éste… rrr… ¿Quieres un café… rrr…?
Beatrice asiente y Joe lo pide con un simple gesto de la mano.
Los camareros preparan los cafés protegidos por unos biombos,
ocultando así a los ojos de los clientes el secreto de su célebre
mezcla. Es por esto por lo que muchos consideran el San Eustaquio
el mejor café de Roma.
Los cafés se sirven muy calientes en tazas aún más calientes,
que una vez puestas sobre la mesa difunden en el aire un fuerte
perfume de violetas.
—Buenos días —saluda en ese momento Jacob Mahler,
sentándose en la única silla que queda libre.
Little Linch se sobresalta.
Son las once y once.
Y ninguno de los tres le ha visto acercarse.

—Estoy muy enfadado —empieza él, sin cruzar la mirada con


nadie en especial.
Joe Vinile pone la cajita sobre la garganta y grazna:
—¿Y se puede saber… rrr… por qué motivo… rrr…?
—Por cómo fueron las cosas ayer por la noche. Diría que muy
mal.
—Los chicos… rrr… me han dicho lo contrario… rrr… —replica
Joe—. ¿No es cierto… rrr… Lince?
Little Linch gira en balde la cucharilla en la taza.
—Yo hice lo que me pidieron que hiciera. Encontré a nuestro
hombre en la calle del Babuino y me puse a seguirle, conduciéndole
poco a poco hacia el Tíber.
—¿Y no le perdiste nunca de vista?
—No —miente Little Linch dejando la cucharilla sobre el plato,
con la mano que tiembla imperceptiblemente—. Salvo quizá unos
minutos… cuando llegamos al río —reconoce poco después—. Pero
fue por culpa del apagón.
Joe Vinile asiente.
—Algo muy… rrr… extraño —admite—. Que en todo caso no
imposibilitó… rrr… que le cogiéramos… rrr… poco después… rrr…
si no me equivoco… rrr…
Jacob Mahler se apoya con todo su peso en la mesa.
—El Guardián llevaba consigo un maletín.
Little Linch dice que sí con la cabeza.
—Lo llevaba.
—Pero no llevaba ningún maletín —interviene Beatrice— cuando
le vimos.
Joe Vinile abre las manos expresando impotencia.
—Debe de haberlo dado a alguien… rrr… o arrojado en el río.
¿Quién puede… rrr… saberlo?
En la cara del killer aparece una mueca afilada.
—O encontramos ese maletín, o la cosa queda en nada.
—¡Pero es imposible! —protesta Little Linch.
—Eres tú el que le perdió de vista —masculla el killer—. Y,
créeme, va a ser mucho más fácil recuperar ese maletín en el fondo
del río que contar a mi jefe que lo perdimos.
Beatrice mira preocupada primero a Joe Vinile, luego a Little
Linch.
Y Jacob Mahler añade, pérfido:
—Sobre todo, va a ser mucho menos doloroso.
Joe Vinile se mueve incómodo sobre la silla y pregunta:
—¿Qué había dentro… rrr… de ese… rrr… maletín?
El primer objeto que Elettra saca del maletín es un pequeño
paraguas a cuadros blancos y negros. Lo pone sobre el suelo y
comenta algo decepcionada:
—Diría que es un paraguas.
Una placa de metal, asegurada a uno de los bordes del tejido,
lee:

ANTIGUO CAFÉ GRECO


VIA CONDOTTI
ROMA

—Suerte que hay algo más… —murmura Elettra.


Esta vez saca un objeto grande como una manzana, envuelto en
una tela oscura.
En el aire se difunde un fuerte olor a alcanfor.
—¿Qué es? —pregunta Harvey.
—Un momento… —Y, lentamente, Elettra lo desenvuelve.
Dentro hay un viejo juguete. Un objeto circular, formado por
anillos de madera negra de diferentes medidas, con una punta de
metal.
—¡Hao! —murmura Sheng—. ¿Mis ojos se equivocan o es de
verdad un trompo?
—Está lleno de inscripciones… —comenta Elettra, dándole
vueltas entre los dedos.
Lo pasa a Harvey, que lo observa con atención.
—No son inscripciones. Son dibujos.
—¿De veras? —interviene Sheng, apareciendo a sus espaldas
—. ¿Qué dibujos?
—Diría que esto podría ser… ¿una especie de lobo?
Sheng coge el trompo con ansiedad.
—Lobo —confirma.
—O bien un perro —continúa Harvey.
—Perro —confirma otra vez Sheng.
Mientras el chico chino recupera el trompo y lo hace girar en el
suelo del sótano, Elettra dice:
—Hay unos más.
Saca del maletín tres paquetes idénticos, que envuelven otros
tantos trompos. La expresión de los chicos se vuelve sombría.
—Esto está lleno de dibujos en espirales —dice Harvey,
observando el primero—. En cambio este otro… no sé. Podría ser
una especie de torre, una pirámide truncada, un templo…
Sobre el último trompo están dibujados unos ojos estilizados.
Mistral lo observa atentamente.
Harvey resopla:
—Vale, pero… perdonad: ¿es posible que a aquel hombre le
siguieran por un paraguas y un par de trompos?
—¿Y yo qué sé? —dice Sheng, haciéndolos girar todos cuatro
sobre el suelo.
—Aún queda éste —murmura Elettra, sacando del maletín un
último objeto, éste también envuelto en una tela.

Tiene el tamaño de una caja para camisas. A medida que Elettra


desenvuelve la tela, se va revelando una caja de madera, muy
oscura y muy gastada. Toda la superficie está entallada de
inscripciones y dibujos estratificados, como las firmas dejadas por
generaciones de estudiantes sobre los bancos de la escuela.
—¿Qué diablo es? —pregunta Sheng.
—No tengo ni idea.
El extraño objeto parece un cruce entre un cofre y un marco de
madera doblado, cerrado por unas bisagras doradas. Elettra lo pone
sobre la tela, luego hace saltar las bisagras, abriéndolo.
La superficie interna es un rectángulo cubierto por un espeso
retículo de surcos, que recuerdan las líneas de la palma de una
mano.
—¿Y éstas qué son?
—Parece todo rasgado o… entallado…
—Telarañas —dice Mistral—. Círculos concéntricos en el agua.
—A mí me recuerda un laberinto —comenta Harvey.
Los surcos en el interior de ese objeto se entrecruzan entre sí de
manera inextricable, juntándose, todos, en un único dibujo central,
muy estilizado.
—Es una mujer rodeada de asteriscos —dice Harvey, pasándole
los dedos por encima.
—No. Son estrellas —interviene Mistral.
—Tiene razón —dice Elettra—. Es una mujer rodeada de
estrellas.
—Una, dos… —cuenta Sheng—. Siete estrellas. ¡Hao! —
exclama—. ¿Y entonces?
—Entonces no lo sé. Pero esto parece muy viejo.
—Y muy gastado.
—Para mí es esto lo que ese hombre quería proteger.
—¿Creéis que es valioso?
—Me imagino que sí… —dice Mistral, observándolo con ojo
crítico—. Parece muy antiguo.
Sheng se da cuenta de que hay una inscripción que corre a lo
largo del marco externo del objeto y pregunta a los demás si pueden
leerla.
Harvey sacude la cabeza.
—No son letras de nuestro alfabeto. Parece estar en chino.
—Pero no lo está —contesta él, mosqueado—. Es otro idioma.
—Griego —concluye Mistral—. Pero yo no sé leerlo. —Luego
pregunta:
—¿No hay nada más en el maletín?
Elettra lo averigua con cuidado.
—Diría que no. ¡Más bien… esperad!
Hay una hoja de cuaderno de cuadros y un último, minúsculo
objeto, envuelto en un papel de seda negro.
Elettra mira enseguida en su interior.
Es un diente humano.

—¡Puaj! —exclama Mistral—. ¿Pero es un diente de verdad?


Harvey lo coge entre el pulgar y el índice y lo pone a contraluz.
—Para mí sí. Un colmillo, para ser preciso. Y… ¡maldita sea!
También aquí encima hay algo grabado.
—¡Déjame ver! ¡Déjame ver! —grita Sheng, descubriendo sus
enormes encías.
—Un círculo —insiste Harvey, sujetándolo fuerte entre los dedos
—. Un círculo… un cero, un anillo, una «O»…
Se encoge de hombros.
—Me rindo. No entiendo nada.
—¿Y en la hoja qué hay?
—Una frase —dice Elettra—. Pero si vais a pensar que pueda
dar un sentido a todos estos objetos, estáis equivocados.
—Léela.
Elettra toma aliento y lee:
—Cada cien años es tiempo de contemplar las estrellas. Cada
cien años es tiempo de conocer el mundo. ¿Qué importa por qué
camino tú buscarás la verdad? A un secreto tan grande no se llega
por una sola vía. Si lo desvelas, deberás guardarlo con cuidado, e
impedir que los demás puedan descubrirlo.
Un silencio atónito se irradia en el sótano.
Elettra examina a fondo todo el maletín para asegurarse de que
esté completamente vacío. Los chicos recapitulan lo que han
encontrado: un extraño cofre de madera, cuatro trompos, un diente
sobre el que está entallado un círculo, una hoja con una frase de
significado oscuro y un paraguas a cuadros blancos y negros.
—¿Qué hacemos? —pregunta Mistral, confusamente
preocupada. Sus largas cejas parecen ser otros tantos signos
interrogativos.
—Yo creo que tenemos que volver a poner en el maletín esta
colección de locuras —sugiere Harvey, revolviendo entre los dedos
un mechón de cabellos—. Y arrojarlo en el Tíber.
—La persona que nos lo dio…
—Era un loco.
—Pero estaba huyendo —exclama Elettra—. Y tenía miedo de
que llegaran… ellos.
—Precisamente: un loco paranoico.
—¿Un loco, tú crees? Pero alguien le mató.
—Y no le disparó solamente, más bien… quiero decir… —Sheng
se pasa una mano por el cuello.
—Un secreto… que no hay que desvelar a los demás.
—¿A lo mejor él lo conocía?
—Perdona, ¿pero de qué secreto estamos hablando?
—Cada cien años… —vuelve a leer Elettra en la hoja.
—Ya es tiempo de contemplar las estrellas… —añade Mistral,
pasando un dedo sobre las que están entalladas en la madera.
—Está escrito que quien descubre el secreto debe impedir que
los demás lo descubran.
—¡Ellos! —exclama Sheng—. ¡Ahora entiendo!
—¡Basta ya! —protesta Harvey—. ¿Qué crees haber entendido?
Sabemos muy poco. Tampoco conocemos el nombre del loco, ni
mucho menos quiénes son… los demás, ellos, o como os guste
llamarlos.
—Sólo sabemos que son muy peligrosos.
—Y que el hombre del puente quería proteger estas cosas —
dice Elettra—. Como si fueran muy importantes.
—Misterio —sentencia Mistral, levantándose para estirar las
piernas—. Gran misterio.
—Pero es chulo —dice Sheng—. Quiero decir es una cosa
verdaderamente rara.
—A un secreto tan grande no se llega por una sola vía —lee
Elettra en la hoja—. A lo mejor hay de verdad un gran secreto por
descubrir. Y a lo mejor ese hombre estaba asustado justo porque lo
había descubierto.
—No nos olvidemos del veintinueve —recuerda Mistral.
—¿En qué sentido?
—En el sentido de que no es exactamente normal que alguien
medio muerto sobre un puente siga repitiendo «Veintinueve,
veintinueve», si no cree que es importante.
—Esto suponiendo que ese tío pensara, naturalmente. Y que en
cambio no estuviera simple y completamente loco —comenta
Harvey.
—Ayer fue el 29 de diciembre —recuerda Sheng por enésima
vez—. Y él estaba convencido de que algo había iniciado.
—¿Iniciado qué?
—No lo sabemos. Pero el 29 de diciembre… empezó. Ésta es la
razón por la que repetía veintinueve.
—¿Así que para vosotros el veintinueve no está relacionado con
el día de nuestro cumple?
Harvey explota:
—¿Qué estáis diciendo?
—¡Por supuesto! —contesta Sheng—. Ayer fue la supervelada
del veintinueve…
—Y del apagón…
—¿Creéis que está todo relacionado? —murmura Mistral.
—¿A lo mejor lo que nos pasó ayer… —trata de intervenir Elettra
— sirvió para que saliéramos y fuéramos al puente Quattro Capi?
Harvey sacude la cabeza.
—¡Venga! No somos unos títeres. Lo que hicimos lo hicimos
porque decidimos hacerlo. Y no estaríamos aquí para discutir sobre
estas cosas si uno de nosotros cuatro, especialmente… curioso…
no hubiera aceptado el maletín de baratijas de un viejo loco, que
ahora ya no podrá pasar a recogerlo.
—Nosotros cuatro. Puente Quattro Capi. Cuatro trompos —
observa Sheng—. ¿A lo mejor también el cuatro tiene algo que ver?
Elettra se lleva las manos a la cabeza.
—¡No se entiende nada! Yo… yo no sé por qué cogí este
maletín, pero sentía que tenía que hacerlo. Y ahora que sé lo que
llevaba dentro… tengo aún más ganas de entender. —Coge de
golpe el paraguas a cuadros blancos y negros—. Yo intento ir allá —
dice, enseñando a los demás la placa de latón—. Al Antiguo Café
Greco.
—¿Y eso sería? —le pregunta Harvey.
—Un viejo bar en el centro de Roma.
—Bonita idea —conviene Mistral—. A lo mejor el paraguas es un
camino a seguir.
Sheng descubre las encías en una gran sonrisa:
—¿Por qué no? Después de todo, ¿qué es lo que está escrito?
Al gran misterio… no se llega por una sola vía, ¿no?
Sólo Harvey no parece nada entusiasta de la idea.
—Para mí vamos a perder el tiempo y punto.
—¿Tienes algo mejor que hacer?
—Podría ir a un museo… —bromea él.

Beatrice y Little Linch caminan por la ribera derecha del Tíber.


Tras el coloquio con Jacob Mahler en el Café San Eustaquio, los
dos están de pésimo humor. Little Linch tiene la mirada siniestra.
Beatrice está taciturna.
—Ya. Más o menos le perdí aquí —dice el hombre—. Ocurrió
cuando se apagaron todas las luces y él se puso a correr. Fue
cuestión de un momento… y le perdí de vista. Pensé que volvería a
subir el Tíber para cruzarlo… De tal manera que intenté ir a buscarlo
pasando al otro lado.
—¿No bajaste hasta la isla? —le pregunta Beatrice, mirando en
cambio el puente Cestio que conduce a la isla Tiberina.
—No —admite Little Linch.
Beatrice trata de reconstruir la escena en la mente: si el hombre
se puso a correr hacia el sur, podía ser que hubiera llegado al
puente Cestio y, desde allí, hubiera cruzado la plazuela y hubiera
vuelto a subir el puente Quattro Capi, llegando a la otra ribera del
río.
—Echemos un vistazo en la isla —propone.
Los dos recorren la ribera bordeando toda la baranda. Unas
palomas heladas arrullan entre las tejas.
—Lo que estamos haciendo es totalmente inútil… —repite Little
Linch, apoyándose sobre la baranda. A pesar del aire frío de
diciembre, jadea y suda de manera repugnante—. ¿Qué esperamos
encontrar? Ese maletín puede estar en todas partes. Si lo arrojó al
río, se acabó. ¿Qué deberíamos hacer? ¿Ponernos las gafas de
bucear y las aletas e irlo a buscar en el fango? ¡Bah! Ese tío no
sabe lo que dice.
Beatrice no contesta. Se atiene a caminar. Luego pregunta, de
repente:
—¿Qué sabes tú, exactamente, de Mahler?
Little Linch levanta nieve compacta bajo las botas de tacón.
—Sé que es una víbora. Un duro. Un demonio. Dicen que es el
mejor.
—El mejor para matar… —murmura Beatrice, poco convencida.
—Joe afirma que éste es el encargo que nos puede cambiar la
vida. Y que trabajar para él hay que considerarlo como un honor.
—¿Para él? ¿Quién exactamente?
Little Linch arrastra los pies en la nieve sin dar respuesta.
—Tú sabes que Mahler está en Italia por encargo de otra
persona.
—El ermitaño —murmura Beatrice.
—Heremit —la corrige Little Linch—. No es un apodo. Es su
nombre.
—¿Heremit? ¿Y qué especie de nombre es? ¿Inglés?
—Medio chino y medio holandés, por lo que sé yo. Pero su
nombre completo es aún peor: Heremit Devil.
—¿El diablo ermitaño? —Beatrice esboza una sonrisa tensa—.
Un nombre verdaderamente tranquilizador. ¿Y dónde vive?
—En Shanghai, en un rascacielos de cuento de hadas… —Little
Linch escupe en el suelo—. Dicen que está tan chiflado que nunca
ha salido de allí.
—¿En qué sentido?
—En el sentido de que nunca ha salido de allí. Ha montado toda
su vida ahí dentro. Como un enorme reinado de cristal y cemento.
Creo que debe de ser uno de aquellos chiflados al que le asustan
las enfermedades, tocar a la gente, respirar el aire envenenado…
¿yo qué sé? Es un tío pirado. Un completo pirado.
—Sin embargo, un asesino inteligente como Jacob Mahler…
—¡Chis! —le cierra la boca Little Linch, haciéndole señas que
baje la voz—. ¿Te has vuelto loca para decir ciertas palabras?
¡Podrían escucharte!
—Sin embargo, el fantástico Jacob Mahler —se corrige Beatrice
—, la víbora, el demonio, el más capaz… trabaja para un chiflado
como Heremit Devil. Por lo tanto, en resumidas cuentas, nosotros
estamos trabajando para dos chiflados que quieren encontrar un
maletín con el riesgo de que peinemos el Tíber a la perfección.
¿Dónde está el error?
Los dos atraviesan rápidamente la isla Tiberina, mirando
alrededor de manera distraída en busca de algún indicio del paso de
su hombre. Y puesto que naturalmente no encuentran nada, vuelven
a subir por el lado opuesto pasando por el puente Quattro Capi.
—Joe nos ha recomendado no hacer demasiadas preguntas —
masculla Little Linch—. Y yo prefiero no hacerlas. Además porque
estamos jugando con fuego, mujer. Con mucho fuego. Y yo no tengo
ninguna intención de quemarme.
—Me ha aconsejado no pronunciar ni siquiera su nombre.
—¿Qué?
—Mahler. Ayer, en el coche. Tampoco quiso que pronunciara el
nombre «Heremit».
Little Linch sacude la cabeza.
—Entonces no lo pronuncies.
—¿Es tan espantoso?
—Él es quien dicta las reglas. Y la regla es: ni una palabra de
más.
Beatrice se para. Se agacha para examinar un objeto medio
cubierto por la nieve.
—¿Qué es? —le pregunta el otro.
Beatrice le da vueltas entre los dedos. Es un gorro de ducha,
sobre el que está escrito: Hotel Domus Quintilia.
La Via Condotti está repleta de gente. Montones de nieve
obstaculizan las aceras y adornos navideños de colores visten la
calle, dibujando geometrías de luces intermitentes. La escalinata de
Trinità dei Monti brilla de blanco y de un ajetreado vaivén de pellizas
coloradas, abrigos de piel y vestidos extravagantes.
El Café Greco está cerca de la plaza, rodeado por escaparates
chillones. Fuera, un letrero de mármol oscuro señala la anónima
entrada. Una vez dentro, se pasa por una elegante sucesión de
salas y mesas redondas. De las paredes cuelgan unos marcos de
oro, estampas del siglo XIX, retratos, artículos de viejos periódicos,
espadas envainadas y llamativos espejos decorativos.
Un enjambre de camareros de traje negro se desliza entre las
mesas sujetando bandejas llenas de bebidas calientes y ponches
humeantes, mientras que los clientes charlan alegremente en diez
idiomas diferentes, bajo la sombra de estatuas y macetas
monumentales, que salen de entre las columnas como plantas
tropicales.
—Qué lugar fantástico… —murmura Mistral, apretándose el
bolso en el cual lleva su libreta de diseño y sus lápices de punta
suave.
—¿Qué estamos buscando exactamente? —pregunta Harvey.
—Cualquier cosa —le contesta Elettra, desabrochándose el
anorak.
—Por fin un poco de calor —observa Sheng, balanceándose la
mochila sobre los hombros y rozando peligrosamente una estatua.
—Ten cuidado, con ese chisme —le reprocha Elettra.
Antes de salir del hotel, han puesto en la mochila todo el
contenido del maletín.
Los chicos se abren camino evitando camareros y señoras
abrigadas. Miran alrededor interesados, hasta que llegan al fondo
del local: una pequeña sala silenciosa y tranquila, cerrada por un
cordón rojo que prohíbe la entrada a otra pequeña sala, decorada
con muebles antiguos.
—Dicen que ésa era la sala donde se encontraban muchas
personas importantes… —explica Elettra, apoyándose en el cordón
—. Políticos, escritores, artistas, poetas. Dicen que nacieron muchas
grandes ideas en esta sala del café.
—¿Y por qué no se puede pasar? —pregunta Sheng.
—Para que no se estropee —contesta Elettra—. Ya es casi un
museo.
Harvey observa con descuido los cuadros en las paredes. Una
escena de cacería, el retrato de un Papa, un paisaje de sabor
romántico, un artículo de periódico de dos siglos antes… Todo muy
interesante, claro…, pero alejado años luz de lo que le puede
interesar a él.
—Vale, ¿para qué hemos venido aquí? —pregunta, por segunda
vez.
—No lo sé —reconoce Elettra—. Sólo tenemos este paraguas. Y
este paraguas nos ha dicho que viniéramos aquí.
—¿Chocolate caliente? —propone Sheng, olisqueando el aire.

Toman asiento en la primera mesa libre, peleándose para


sentarse en los sofás más cómodos, y piden cuatro chocolates.
Mistral saca su libreta y se pone a trazar unos rápidos bosquejos.
—Dibujas bien… —observa Elettra, mirando la punta del lápiz
transformar poco a poco una anónima hoja blanca en una
reproducción de la sala que los rodea.
Mistral no contesta, concentrada en su bosquejo.
Sheng resopla. Deja la mochila bajo la mesa, bloqueándola entre
sus rodillas.
—Yo digo que es mejor preguntar a alguien… —propone Elettra,
después de un rato—. De lo contrario no vamos a descubrir nada.
—Perdona, ¿y qué piensas descubrir? —replica Harvey, duro—.
Estamos en un callejón sin salida.
—Disculpe… —pregunta Elettra al camarero que trae sus
chocolates.
—Elettra, no… —murmura Harvey, tratando de detenerla.
Pero es demasiado tarde.
La chica enseña el paraguas a cuadros y continúa:
—Un señor nos dejó esto. ¿Es de ustedes?
Al ver el paraguas, el camarero no parece sorprendido en
absoluto.
—Efectivamente, sí —contesta—. Nosotros los llamamos «los
paraguas de emergencias». ¿Os dijo también cómo se llamaba, ese
señor?
—La verdad es que no —apunta Elettra—. Pero esperaba que lo
supieran ustedes.
—Era un tío raro —tercia Sheng—. Con la barba blanca y la
mirada fuera de sí.
Mistral da la vuelta a la hoja de su libreta y empieza rápidamente
a trazar un nuevo dibujo.
El camarero se pone el paraguas bajo el brazo.
—¿Cuándo le habéis visto?
—Ayer.
—Era un señor bastante alto, con barba blanca, vestido todo de
gris y con una larga gabardina… —insiste Sheng, dibujando con las
manos perfiles en el aire.
—Más o menos… así —concluye Mistral, enseñándole un
bosquejo.
—¡Ah! —exclama el camarero—. ¡Pues entonces es el profesor!
—¿El profesor?
El camarero asiente con decisión.
—Uno de nuestros clientes más aficionados. Ayer fue
sorprendido por la nevada y no sabía cómo volver a casa. Es una
gran persona, pero está fuera del mundo por completo. No me
sorprende que os haya pedido devolver el paraguas en nombre
suyo. Ya es un milagro que no lo perdiera en algún sitio. ¿Sois sus
estudiantes?
—No exactamente… —masculla Sheng.
—¿Ayer vino aquí al café? —se informa Elettra.
—Desde luego. Viene aquí cada día. Por cierto… —El camarero
comprueba el reloj—. No, todavía es pronto. Pero esperamos que
antes de las cuatro nadie se siente en su mesa.
—¿Qué mesa?
—Esa que está allá al fondo, a mano izquierda, justo antes del
cordón.
Los chicos se giran para mirar la mesa en cuestión, mientras el
camarero continúa:
—El profesor llega cada tarde y se sienta a su mesa habitual,
allá. Y si por casualidad hay alguien sentado… puede quedarse de
pie sin decir una palabra, hasta que quien le ha ocupado su asiento
no se marcha exasperado.
—¿Qué es lo que enseña?
—Esto, la verdad, no lo sé. Mejor dicho: tal vez ni siquiera sea
profesor. Pero nosotros le llamamos así porque siempre llega por lo
menos con dos libros. Uno más polvoriento que el otro.
—¿Y…?
—Se queda sentado a leer en su mesa, tranquilo, por un par de
horas. Si hay demasiada gente resopla y se mueve para que se
marchen… a no ser que sean niños.
—¿Por qué? ¿Qué pasa si hay niños?
—Se pone a contar historias. Historias sobre la antigua Roma y
los emperadores. Historias de César y de Nerón…
—¿Quién es Nerón? —pregunta Sheng.
—Si te esperas hasta las cuatro y media, se lo puedes preguntar
al profesor —le contesta el camarero.
—Me temo que será difícil —comenta Harvey, cínico.
—Nerón fue el emperador maldito de Roma —explica Elettra—.
Pasó a la historia por haber quemado la ciudad… aunque podría ser
sólo una leyenda.
—Simpático —observa Sheng.
—No. No le caía bien a nadie —dice Elettra—. Después de que
se murió, su casa fue derribada, sus estatuas echas polvo y su cara
borrada de todos los monumentos.
—Es cierto. La Damnatio Memoriae, como enseña el profesor —
se entromete el camarero, que por lo visto tiene cierta cultura sobre
el tema.
—Cancelación de la memoria, en latín —explica Elettra a sus
amigos—. Es decir… como si nunca hubiera existido.
—Un poco como el profesor —dice Sheng, en voz baja.

El camarero vuelve a atender a los demás clientes. En cuanto


desaparece en otra sala, los chicos se lanzan hacia la mesa del
profesor.
Es circular, de dos asientos, con el plano de mármol claro
aguantado por tres patas de madera. Va acompañada por una
pareja de sillones de terciopelo rojo.
—¿Habrá habido una razón por la cual siempre se sentaba aquí?
—se pregunta Harvey, mirando a su alrededor—. Entonces, uno
tiene una vista completa del café y de su entrada…
—Nadie te puede atacar por la espalda.
—Y es una de las salas más tranquilas…
—Pero, a parte de eso, no le veo nada en especial.
—Y en las paredes no hay nada útil… —observa Elettra—. Por lo
menos… me parece que no.
Mistral mira a su alrededor, buscando algún indicio.
—Deja que me siente en tu lugar —le propone Sheng,
levantándose torpemente del sillón. Moviéndose, choca con el brazo
de la chica y hace caer al suelo libreta y lápices.
—¡Oh, perdona! —Sheng se agacha para recogerlos, pero se
queda paralizado, a mitad del movimiento—. ¡Hao! —exclama. Y
luego otra vez—: ¡Hao!
Le entrega a Mistral la libreta, se arrodilla bajo la mesa y dice:
—¡Mirad! Aquí abajo hay unas inscripciones y… ¿y qué demonio
es… esto?
—¿Qué? —pregunta Harvey, arrodillándose junto a él—.
Caray…
El plano de madera que aguanta el mármol está cubierto por filas
de números y letras indescifrables, tan compactas que casi no hay
ningún espacio vacío. En medio de aquel delirio de signos,
enganchado con dos tiras de cinta adhesiva, hay un objeto estrecho
y largo.
Sheng arranca primero una y después la otra tira de celo.
—Ya está —comenta satisfecho. Y deja sobre el plano de
mármol una ficha magnética de plástico, sobre la cual está escrito:

BIBLIOTECA HERTZIANA
Via Gregoriana 28

Entrada Investigadores - Sala 4


Alfred Van Der Berger
Roma

—¡Bingo!… —murmura Harvey, maravillado.


Elettra pasa la mano sobre la ficha de plástico, como para
asegurarse que es de verdad.
—¿El profesor se llamaba Alfred van der Berger? —murmura.
—Encantado —dice Sheng.
—A lo mejor deberíamos decirlo a la policía.
—A lo mejor, en cambio… nos ha dejado otro indicio —propone
Elettra—. Y deberíamos rastrearlo antes de que llegue alguien más.
—¿Alguien de… ellos? —dice Harvey, algo escéptico.
Elettra le mira.
—Correcto.
—¿Tú sabes dónde está esta biblioteca?
Elettra da la vuelta a un mechón de pelo entre los dedos.
—No. Pero sé dónde está la Via Gregoriana.
—¿Y está lejos de aquí? —se informa Sheng con expresión
perpleja.
—Diez minutos, si nos echamos a correr.
En el número 28 de la calle Gregoriana les acoge un portón
espeluznante. Es la boca de un monstruo, abierta, con la nariz de
mármol travertino que hace de clave de bóveda a la arcada de los
labios, bajo dos enormes ojos-ventana.
—Oh, oh —murmura Sheng, en cuanto la ve—. ¿Y nosotros
deberíamos entrar ahí dentro?
—Ni hablar —dice Mistral—. Si queréis, os espero aquí.
A Elettra, en cambio, le parece que el palacio y ese monstruo
son muy divertidos:
—¡Sólo es un portón! —exclama, alegre.
—Es un portón infernal, quieres decir —añade Harvey,
pasándose los dedos por el pelo—. Justo lo que hace falta para
animarnos: un buen palacio monstruoso.
Elettra enseña a los demás la ficha del profesor y pasa el portón.
—Dentro habrá una biblioteca, al fin y al cabo.
Sheng se asoma más allá del umbral.
—Yo sólo veo unos grandes andamios.
Harvey le da una palmada en el hombro y entra junto con él.
Mistral se queda fuera, a observar la mueca diabólica de la casa
y la desolación de la calle a la que se muestra: es como si las
personas evitaran pasar por ahí.
—No me caes muy bien… —dice, dirigiéndose al monstruo—.
¡Esperadme, yo también voy! —grita luego, siguiendo a sus amigos
hacia el interior.

Más allá del portón, el palacio está derribado. La estructura


metálica y los andamios de la obra cubren la mayor parte de la vista,
dominados por una alta grúa de hierro. Un brillante cartel de latón
indica la entrada de la biblioteca, pero la puerta está atrancada por
una cerradura magnética y por un cartel que se balancea que dice:

CERRADO

—Y aquí termina nuestro rastreo —comenta Harvey, sarcástico


—. Cualquier cosa que tuviéramos que descubrir, no podremos
hacerlo.
Elettra advierte en su interior una decepción punzante. Intenta
llamar, pero no contesta nadie.
—Este lugar parece abandonado… —observa Mistral, mirando
los andamios.
—¡Vámonos a casa! —insiste Harvey.
Sheng trata de empujar la puerta, luego observa la cerradura
magnética. Coge la ficha del profesor y la pasa por la hendidura.
La puerta se abre con un tlac bastante tranquilizador.
Sheng la empuja lo suficiente para mirar más allá.
Un largo pasillo desierto.
—Ahora está abierto, chicos —murmura, devolviendo la ficha a
Elettra.

A la primera curva del pasillo, oyen el ruido de un distribuidor


automático de café. Vaso de plástico, zumbar de la máquina, agua
que cae en el vaso y bip sonoro que termina toda la operación.
Inmediatamente después aparece una mujer de mediana edad
con su café en la mano. Bebe un sorbo; luego, advirtiendo la
presencia de los cuatro chicos, se interrumpe a mitad del segundo.
—¿Y vosotros cómo habéis entrado? —pregunta.
Elettra camina delante de los demás, y llega hasta ella sin
reducir el paso.
—Con la ficha del… tío —contesta.
La señora echa un vistazo superficial al pase del profesor. Es
una mujer delgada y huesuda.
—¿No habéis visto el cartel?
—Sí, pero… hemos decidido intentarlo igual.
—Y… perdonadme si lo pregunto… —Bebe otro sorbo de café
—. ¿Cómo es posible? En veinte años de trabajo aquí dentro, jamás
he visto a cuatro chicos que quieren a toda costa entrar en la
biblioteca.
—Tenemos que… —empieza Elettra.
—Ahorradme también la historia del trabajo de curso.
Elettra se interrumpe de golpe: la bibliotecaria le ha
prácticamente leído el pensamiento.
En el momento de silencio siguiente, Mistral da un paso por
delante y saca su libreta.
—Es por el cuaderno del tío —explica, reclinando la cabeza
sobre el largo cuello—. Está literalmente volviéndose loco echando
de menos sus apuntes y… ha pensado que podría ser que lo haya
dejado sobre su mesa de trabajo. Así que hemos hecho un trato:
nosotros le recuperamos el cuaderno y él nos invita a cuatro
chocolates calientes.
La bibliotecaria examina la chica como si tuviera que escoger
pescado fresco en una parada del mercado.
—Cuatro chocolates calientes siempre son cuatro chocolates…
—comenta al terminar su examen.
—Exactamente —confirma Mistral.
—Me parece un buen trato —concluye la mujer, tomando el
último sorbo de su café—. ¿Sabéis dónde mirar?
—El tío nos ha dicho algo… —contesta Mistral, sobre cuyas
mejillas se ha pintado un color rosado—. Pero si usted nos lo
volviera a explicar, seguramente tardaríamos menos.
—Os acompaño —se ofrece la mujer.
—A lo mejor no hace falta… —se alarma Elettra, dándole un
codazo a Mistral como para decirle: «no sabemos lo que estamos
buscando».
—De todas maneras hoy estaría cerrado, y no hay mucho
movimiento —insiste la bibliotecaria—. Venid. Os llevo a las salas de
investigación.

Mientras atraviesan grandes salones con techos pintados al


fresco, que hospedan filas laberínticas de códices y libros de
arquitectura, la bibliotecaria les cuenta de las eternas obras de
restauración que, desde hace años, imposibilitan el acceso a una
buena mitad de la colección que acoge el palacio. Elettra advierte
que la tensión sube a cada paso. Harvey camina huraño a su
izquierda, cerrado en sus pensamientos amenazadores. Es como si
la entrada en la biblioteca le hubiera despertado desagradables
recuerdos. Sheng pierde el paso muy a menudo, atraído por este o
aquel libro antiguo, por esta o aquella ventana o puerta entreabierta.
La mochila con los trompos, el diente y el extraño objeto de madera
vibra sobre sus hombros. Mistral camina al lado de su acompañante,
aguantando las explicaciones sobre el estado de abandono de la
biblioteca.
Los salones pintados al fresco dejan paso a una pieza más
pequeña con una empinada escalera. Un ascensor lleva al pequeño
grupo arriba, a una luminosa buhardilla.
El espacio recuperado por debajo de las vigas ha sido dividido
en numerosos pequeños despachos, con las paredes de cartón
piedra. Desde las ventanas se disfruta de una vista impresionante
de los tejados y de las terrazas de Roma, brillantes de nieve. El
suelo de madera cruje bajo los pies.
—Éstos son los despachos que acabamos de rehabilitar… —
explica la bibliotecaria—. Ya estamos. Sala número cuatro. El
despacho de lectura particular de vuestro tío.
Empuja suavemente la puerta y enseguida se inmoviliza,
desconcertada.
Es como si hubiera pasado un huracán.
—Oh, oh… —murmura Mistral, preocupada.
Dentro del despacho, la grande mesa de madera está repleta de
libros amontonados en desorden, puestos uno encima del otro entre
montañas de papeles. De las páginas amarillentas salen puntos,
hojas de periódicos, post-it cubiertos de espesas anotaciones. El
suelo, además, está literalmente cubierto de hojas. Parece como si
alguien las hubiera arrancado y arrojado al azar, hasta por debajo de
las sillas. Muchas están garrapateadas con dibujos neuróticos,
hechos con boli: espirales, círculos, llamas estilizadas.
—Caray… —murmura Sheng.
La ventana que mira al exterior está abierta de par en par sobre
un cielo oscuro color de té.
—No me había dado cuenta de este caos… —murmura la
bibliotecaria, sacudiendo la cabeza.
—Vámonos… —susurra Harvey a los oídos de Elettra—. Ya.
La chica asiente y da un paso atrás, negándose a entrar en
aquel despacho.
Mistral, en cambio, entra en el despacho tratando de no pisar las
hojas diseminadas en el suelo. Sin decir una palabra, llega hasta la
ventana y la cierra.
—Había quedado abierta —comenta—. A lo mejor ha sido la
corriente la causa de este desastre…
La bibliotecaria asiente, pero está indudablemente poco
convencida.
—Aquí hay algo que no me convence —dice—. ¿Podéis esperar
un segundo, por favor? Voy a por un teléfono.
Mistral se agacha para recoger unas hojas del suelo.
Harvey y Sheng la alcanzan.
—Pero ¿qué haces? —le susurra el chico americano—.
Larguémonos de aquí…
—Echamos sólo un rápido vistazo —propone ella.
Sobre la mesa del profesor están amontonados los libros más
dispares. Viejas ediciones de autores griegos y latinos: Séneca,
Plutarco, Apuleyo, Plinio, Lucrecio. Y libros de ciencias, de
astronomía, todos repletos de post-it.
Harvey da la vuelta a la mesa y levanta el libro que ha quedado
abierto delante de la silla.
—¡Vale, pero vamos rápido! ¿Qué os parece, esto nos puede
interesar? Podría ser el último libro que el profesor ha estado
leyendo.
Es un libro con una cubierta de piel oscura, sobre el cual el
profesor ha enganchado un post-it amarillo en donde había escrito:
Kore Kosmou - La doncella del universo.
El libro huele a viejo. El papel es sutil y amarillento. Está escrito
en griego, con los caracteres de tinta muy negra.
Harvey lo hojea hasta una página marcada por una hoja de
cuadros, igual a la que han encontrado en el maletín.
—Aquí tenemos la segunda hoja —dice.
—¿Qué es? —pregunta Sheng con un susurro.
—No lo sé —contesta él—. Parece una especie de traducción.
Levanta la mirada para cruzar la de Elettra, que todavía sigue
inmóvil en la puerta.
—¿Puedes venir a leer lo que está escrito?
La chica sacude la cabeza lentamente.
—No… no me apetece.
—Tú has insistido que llegáramos hasta aquí —la exhorta
Harvey—. Y ésta es una de las hojas de cuadros del profesor.
Échale sólo un vistazo, tratamos de entender si nos puede servir y
nos largamos.
—A lo mejor es otro indicio —añade Sheng.
—Me encuentro como… ayer… —explica Elettra, enseñándoles
las manos—. Tengo… calor.
—Entonces significa que está bien que estemos aquí… —
exclama Mistral, arrodillada en el suelo dedicada a recoger
montones de hojas arrancadas.
Sobre cada una de ellas están dibujados centenares de círculos.

Elettra respira a fondo, luego entra en el despacho.


Sheng se aleja con un gesto teatral y deja que se acerque a la
mesa.
—Si te encuentras como ayer, no me toques, ¿vale? —musita
con una mueca simpática.
Elettra esboza una sonrisa, luego coge la hoja de cuadros que
Harvey le ofrece. La caligrafía del profesor está más angulosa de lo
habitual. Pero parece de verdad la suya, rápida y ansiosa.
Elettra lee, lentamente:
—Una vez descubierto el fuego, los hombres arrancarán las
raíces de las plantas y examinarán la calidad de las esencias.
Observarán la naturaleza de las piedras y anatomizarán a sus
similares, por el afán de ver cómo están formados. Llegarán hasta
los límites extremos de la Tierra, subirán hasta los astros. Estarán
devorados por el deseo de llevar a cabo sus proyectos y, cuando
fracasen, estarán corroídos por el dolor y por la tristeza…
—¿Nada más? —pregunta Harvey al final.
—No. Sólo hay esta frase.
—Algo divertido, ¿no? —murmura Sheng.
—¿Y aquí al final… estas palabras borradas? —insiste Harvey,
señalando las últimas dos líneas.
Elettra pone la hoja en contraluz y lee, muy lentamente:
Prometeo no debía de robar el fuego. Fue un error, que desató la
cólera de los dioses. Y ahora los dioses quieren vengarse.
—¿Quién es que robó qué? —pregunta Sheng, perplejo.
—Es una historia mitológica —explica Harvey—. Prometeo es un
Titán que roba el fuego a los dioses para regalarlo a los hombres…
—¿Y entonces? —insiste el chico chino.
—Desde entonces los hombres se encuentran libres porque
pueden usar el fuego, pero los dioses se enfurecen y encadenan a
Prometeo sobre una peña, donde un águila le comerá el hígado por
cada día de su vida.
Sheng hace una mueca de disgusto.
—¡Puaj! —Luego se toca con las manos y pregunta:
—¿Dónde se encuentra el hígado?
—¡Eh, a lo mejor lo tengo! —exclama en ese momento Mistral,
asustando a los demás—. Por lo menos eso creo —añade, cuando
se dan la vuelta para mirarla.
Tiene en las manos un cuaderno negro cerrado por una goma
elástica.
—¿Podría ser éste, su cuaderno?

A Mistral ni siquiera le da tiempo de abrirlo: fuera del despacho


se oyen unos pasos y dos voces que confabulan entre ellas.
—Están ahí dentro —masculla la de la bibliotecaria—. Me han
dicho que son los sobrinos, pero no estoy tan segura…
—Ahora vamos a ver —le contesta una voz masculina.
—¡Eh, no! —exclama Harvey, alarmado—. ¡No vamos a ver nada
de nada!
De golpe da la vuelta a Sheng y le coge la mochila, echándole
dentro el libro, la hoja con la traducción, el cuaderno recuperado por
Mistral y unos puñados de hojas que la chica ha recogido del suelo.
—¡Larguémonos! —ordena a los demás, tratando luego de llegar
hasta la puerta.
—¡Harvey! —grita Elettra.
Una figura amenazadora acaba de aparecer en el umbral. Es un
hombre que luce un uniforme negro, gafas de sol con cristal espejo
y una gorra con la inscripción SECURITY.
—¿Adónde corres, chico? —dice, alargando una mano para
intentar coger a Harvey.
—¡Eh! —grita Sheng—. ¡No toques a mi amigo!
Por detrás del agente, la bibliotecaria exclama:
—¡Estemos quietos, por favor! No ha pasado nada. El agente
Gianni sólo quiere hacer unas preguntas.
El agente abre del todo los brazos, bloqueando la puerta entera.
—¿Me dejas ver tu mochila, por favor? —pregunta a Harvey.
El chico americano da un paso atrás.
—Y ¿por qué?
—Quiero ver lo que has metido dentro. ¿Puedo?
—Ni lo piense —contesta Harvey—. Además, tampoco es mío.
—Es mío —subraya Sheng.
El agente echa un largo vistazo a todo el despacho.
—¿A qué habéis venido aquí?
—¡A nada! —protesta Mistral—. ¿Por qué nos hace estas
preguntas?
—Chicos, por favor… —interviene la mujer—. No es nada grave.
Sólo queremos tratar de entender lo que pasó aquí.
—¿Eres uno de ellos? —pregunta Mistral al agente.
El hombre se ríe secamente.
—¿De quién, chica?
—Nosotros nos vamos —interviene Elettra—. Además el
cuaderno del tío no está.
—Déjame ver esa mochila.
—Olvídalo —replica Harvey, balanceándosela sobre los hombros
—. Tú no me la coges.
—¿Eso crees? —El hombre aprieta los dedos sobre el auricular
que lleva en la oreja izquierda y ordena—: ¡Seguridad! Que suba
también Mauro. Último piso.
—¿Qué quiere hacer? —interviene la bibliotecaria.
El agente le hace una señal para que se eche atrás.
—Yo me ocuparé de estos mocosos, señora.
Luego se acerca a Harvey ajustándose bien las gafas de cristal
espejo sobre la nariz.
—¿Quieres seguir jugando conmigo?
El hombre da un paso adelante, Harvey uno atrás.
—Por favor, deje que salgamos… —murmura Mistral.
—Enséñame lo que has robado.
—¡Yo no he robado nada! —replica Harvey.
«Fue un error robar el fuego a los dioses…» piensa Elettra.
El agente se mueve de golpe y Harvey lanza en el aire la
mochila, gritando:
—¡Sheng, ahí va!
El chico chino la coge al vuelo y ya estaría listo para salir
corriendo del despacho, si el hombre de la seguridad no hubiese
cogido a Harvey por la camiseta.
—¡Ahora sí que me he cabreado! —dice.
«Prometeo desató la cólera de los dioses» piensa Elettra.
—¡Déjalo! —grita Sheng—. ¡Si quieres la mochila, aquí la tienes!
Harvey trata inútilmente de forcejear, dando patadas en el aire.
—¡Ahora os arreglo yo a vosotros dos! —exclama el agente
Gianni, arrastrando a Harvey por el despacho.
«Y ahora los dioses quieren vengarse.»
Elettra sacude la cabeza. Hay algo que no funciona en lo que
está pasando… Este hombre no tiene motivo para estar furioso: no
es culpa de ellos si el despacho está en esas condiciones. Y aunque
han llegado hasta allí con un engaño, no querían hacer nada malo.
Como Prometeo, que engañó para robar el fuego a los dioses. No
siempre uno engaña para hacer daño: a veces, es el único camino
posible.
¿Qué importa por qué camino tú buscarás la verdad? estaba
escrito en la hoja del maletín. A un secreto tan grande no se llega
por una sola vía.
De golpe, Elettra despierta de sus pensamientos. Sus manos
empiezan a quemar otra vez.
Harvey muerde la muñeca del agente, que como respuesta le
levanta contra la pared como si fuera una pluma.
—¡Maldito chico!
—¡No le haga daño! —grita la bibliotecaria en la puerta.
Sheng retrocede hacia la ventana. Mistral es una sombra, en el
rincón del despacho.
Elettra se acerca al agente Gianni y levanta una mano.
—Perdona… —dice.
—¿Y tú qué quieres, chica? —le pregunta el hombre con las
gafas de cristal espejo.
La mano de Elettra llega hasta el auricular que lleva puesto en la
oreja.
—Quiero que tú sientas… —murmura la chica, tocándole.
El agente abre los ojos. Luego la boca. Y al fin grita, mientras el
calor inesperado producido por los dedos de Elettra le funde en el
acto el mecanismo en el tímpano. Deja de agarrar a Harvey y se
lleva ambas manos a la cabeza, aturdido por el dolor.
Sheng da un brinco hacia él, saltándole como si fuera un
obstáculo. Coge a Elettra por una mano y la arrastra hacia la puerta.
Harvey vuelve a ponerse de pie, comprueba que todavía lleva la
cabeza sobre el cuello y grita a Mistral:
—¡Vámonos!
La bibliotecaria se mueve instintivamente a un lado para dejarlos
pasar.
—¡Perdone! —se ríe nerviosamente Sheng—. Pero vamos muy
deprisa.
—¡Por aquí! —decide Harvey, cogiendo una dirección al azar. A
sus espaldas, el agente Gianni aún está gritando por el dolor.
Los cuatro corren hasta quedarse sin respiro bajando las
escaleras, cruzan los salones pintados al fresco, se lanzan por el
vestíbulo de la casa de los monstruos y pasan el portón abierto de
par en par.
Por fin están fuera.

En la Domus Quintilla la mañana transcurre rápidamente.


Linda silba alegremente una vieja canción de Renato Zero,
examinando minuciosamente las habitaciones del hotel con trapos y
quitapolvos de diferentes tamaños. Está contenta del sol, de los
rayos que entran por las ventanas y brillan sobre la nieve, y del aire
efervescente de diciembre.
Una vez arreglados el comedor y las escaleras, se dirige a la
habitación que comparte momentáneamente con la hermana.
Irene está leyendo junto a su planta de rosas, bajo la luz que
entra de la puerta vidriera. Tiene una manta desplegada sobre las
rodillas.
—¡Libros, libros, libros! —exclama Linda, en cuanto la ve—.
¡Nunca dejas de leer!
Irene baja el volumen y sonríe.
—Hola, Linda.
—¡Basta ya, con todas esas palabras! ¡Me dan dolor de cabeza!
¿No puedes pensar en algo mejor que hacer? Ahora dan un
programa muy bueno en la tele.
—Prefiero a Lucrecio.
—¡Oh, vaya lata!
—¿Le has leído nunca?
Linda se rinde, levantando hacia arriba los trapos de colores con
los que quiere vencer incluso la última mota de suciedad que se
esconde en la habitación.
—¡Ni lo intentes! ¡Ni siquiera quiero saber de qué habla! ¿Puedo
poner la radio? Necesitas un poco de música, hermana. ¡Un poco de
alegría! ¡No todas esas latas y latas de Lucrecio y vete a saber
quién más!
Irene señala sus piernas paralizadas y dice:
—¿Música? ¿Y por qué no? Ojalá pudiéramos bailar un poco…
—Qué tonta eres, Irene —le reprocha Linda. Le abraza de un
salto y, por unos largos instantes, se quedan abrazadas, sin decir
palabra.
—¿Has visto a Elettra? —pregunta luego Irene, abandonando
dulcemente el abrazo.
—Ha ido a mostrar la ciudad a los chicos.
—¿Qué tal te han parecido?
—Me parecían contentos. Aunque… el chino…
—Linda…
—¡Hubieras tenido que ver las deportivas sucias que llevaba!
Dos enormes zapatos deportivos cargados de barro.
—Son chicos.
—La pequeña francesa, en cambio… —continúa Linda—. Es
encantadora en absoluto. Frágil, bonita, perfumada. Tan femenina.
Si sólo le enseñara algo a nuestra Elettra, tendríamos una sobrina
un poco menos terrible.
—La verdad es que Elettra es como su madre —dice Irene—.
Pura energía.
—Y cabellos —añade Linda—. Tardo más en quitarlos de los
sofás que en arreglar las habitaciones. Parecen serpientes
venenosas.
Irene se apoya en el respaldo de la silla de ruedas, encantada e
inquieta al mismo tiempo.
—Pero no lo son. Y además, también las serpientes venenosas
tienen su importancia. ¿Te has fijado que el símbolo de las
farmacias es un bastón rodeado por dos serpientes?
—¡Ya lo creo! Con lo que valen las medicinas, ¡mejor morir
envenenados gratis!
Irene se ríe.
—No es por esto. Es porque en los tiempos antiguos se usaba el
veneno de las serpientes para preparar unos remedios medicinales.
—Suerte que luego inventaron los antibióticos —comenta Linda
Melodía, abriendo de par en par la puerta vidriera de la estancia
para ventilarla.

Más tarde la incansable dueña de la casa baja para controlar el


patio. El hotel está silencioso y en orden. Los huéspedes han salido
todos y de ellos sólo han quedado unas horrorosas pisadas en la
nieve. Las huellas del minibús de Fernando son dos largos surcos
sucios.
Sin embargo, un detalle atrae la mirada escrutadora de Linda
Melodía: unas huellas sucias de barro se dirigen a la puerta del
sótano. Y otras, ya secas, que desde allí llegan a la habitación de
Elettra. La posición del talón no deja lugar a dudas: el que las ha
dejado venía del patio.
La alegre señora se va corriendo afuera para averiguar. La
maniobra del minibús de Fernando ha dejado huellas sobre toda la
nieve, pero aun así Linda consigue descubrir un rincón del patio con
las pisadas de cuatro pares de pies que salen del hotel, se dirigen
fuera… y luego vuelven a entrar.
Sólo hay una explicación: por la noche, Elettra y los chicos
salieron a escondidas del hotel. A lo mejor para desatar una batalla
de bolas de nieve.
—Lo cual explicaría por qué esta mañana estaban tan
trastornados… —se ríe Linda, pasando el trapo sobre las huellas de
barro que del pasillo llegan a la habitación de Elettra.
—Oh, qué desastre… —murmura luego, al abrir la puerta de la
habitación. Hay maletas y ropa abandonada en todos los lados—.
¡Parece que sean treinta, no cuatro!
Pasa por encima de unas camisetas, trata de llegar hasta la
ventana para ventilar y mientras tanto va sumando otras pruebas de
la aventura de la noche anterior: un blusón empapado, los tejanos
del americano manchados de nieve hasta las rodillas, el jersey de
Elettra puesto a secar sobre el radiador.
Pero luego encuentra algo raro. En el suelo, esparcidos, hay
fragmentos de vidrios. Y otros en la papelera del baño.
—¡Mi lámpara! —chilla Linda Melodía, mirando a su alrededor,
buscando su lámpara de cristalitos—. ¿Pero qué diablo hicieron?
No tarda mucho en encontrar los restos de la lámpara. Linda
recoge los fragmentos en el suelo y lo que queda de la base. Luego
lleva la basura fuera de la habitación.
—¡A esa desgraciada se las voy a cantar claras! —estalla,
saliendo a la calle.
Fuera todavía queda mucha nieve. Linda Melodía se dirige con
decisión hacia los contenedores de basura, manteniendo levantada
la bolsa de desperdicios, como si temiera un atraco.
—¡Mi lámpara! —exclama otra vez, haciendo tintinear los
fragmentos.
Esquiva a una chica de pelo castaño, que le desea un buen día.
—¡Para usted es fácil decir buenos días! —replica Linda—. ¡Mire
qué desastre! ¡Mi lámpara! ¡Y aquí no se acaba! ¡Ayer por la noche
salieron sin pedir permiso!
La chica le sonríe.
—¿Puedo ayudarle? —pregunta, cuando se da cuenta de que
Linda quiere manejar el contenedor por su cuenta.
—Sí, gracias. ¡Sujete esto! O bien, ¡levante aquello! Una peste,
mire… ¡Una peste! —La mujer se tranquiliza sólo cuando la bolsa
con los restos de la lámpara desaparece, tragada por el contenedor
—. Ya está… —dice la chica, que la mira con dos bonitos ojos
oscuros—. Gracias por la ayuda. ¡No sé si es más complicado
gestionar un hotel, o una chica de catorce años!
—¿Usted es la titular de la Domus Quintilia?
Linda Melodía da un largo suspiro y contesta:
—Digamos que sí.
—¡Qué suerte! ¿Puedo hacerle unas preguntas? —La chica le
tiende la mano—. Me llamo Beatrice.
—¡Hao! ¡¿Pero cómo lo has hecho?! —grita Sheng, entusiasmado
—. ¡Nunca vi algo parecido! Has estado como… ¡como el
superhéroe de los dibujos animados! —Levanta el índice de la mano
derecha e, imitando el ruido de una explosión, exclama—: ¡Ahora te
dejo hablar!
Mistral le da un codazo para invitarle a no seguir adelante con
eso.
Elettra no parece alegre, en absoluto. Camina con la cabeza
agachada y los ojos medio cerrados. Sus largos cabellos negros
parecen espinosos ramos secos.
—¿Qué tal? —le pregunta Harvey.
—Estoy cansada —contesta ella—. Y muy desorientada.
—No eres la única. Están pasando cosas raras. Y en verdad…
—Harvey hojea la libreta del profesor—. Creo que con esto
entenderemos aún menos.
—Estamos todos trastornados —interviene Mistral—. Hemos
pasado un mal rato, con ese tío…
—¿Pero venga, bromeas? —replica Sheng, gesticulando—. ¡Ha
sido genial! Nos hemos largado como cuatro ladrones temerarios y
luego… las escaleras… ¡whooo! Y el portón, ¡sbam! Y finalmente…
¡a la calle! ¡Chulo!
—Tal vez es mejor que nos sentemos en algún sitio —sugiere
Mistral.
—Sí —concuerda Elettra.
Harvey sacude la cabeza.
—Creo que es mejor si nos alejamos un poco más de la…
biblioteca.
—Yo comería un bocado —propone Sheng, mirando a su
alrededor—. ¿Qué hora es? ¿Qué tal una hamburguesa?
—¿Y si volvemos al Café Greco?
—¡Hamburguesa! —insiste Sheng—. Me apetece una
hamburguesa enorme…, ¡una hamburguesa «Agente Gianni»!
Mistral le tira de la mochila:
—¿Puedes dejar ya de decir bobadas?
—¿Sabes como se llaman en Roma? —interviene Elettra, con un
atisbo de sonrisa—. Pasquinate.
—¿Pasqui-qué?
—Pasquinate.
—¿A saber?
—Pasquino es el apodo de una estatua sobre la cual los
romanos colgaban frases satíricas para tomar el pelo a los ricos y
poderosos.
Harvey levanta la libreta del profesor.
—Entonces colgamos esto.
Elettra levanta la frente de golpe.
—Ésta sí que es una idea… —dice entre sí.
—Perdona, ¿cuál?
—Pasquino no está muy lejos de aquí —explica Elettra,
señalando una calle adoquinada.
—¿Y entonces?
—Justo en frente de Pasquino hay un lugar tranquilo donde
hacen la «tarrina increíble». Nata, pistachos, fresas, merengue y
crema. ¿Qué os parece?
—¡De acuerdo! —sentencia Sheng, abandonando de inmediato
el proyecto hamburguesa.

La luz de la tarde va disminuyendo, pero no la curiosidad de los


chicos. Sentados a una mesa apartada al fondo del Cul de Sac,
delante de los restos de cuatro tarrinas increíbles, los chicos
escuchan con atención lo que Elettra lee en la libreta del profesor.
Las primeras páginas no son especialmente interesantes,
parecen apuntes de una clase universitaria sobre Nerón, que por lo
visto es su tema preferido.
—Le gustan los chiflados —comenta Harvey.
Elettra hojea página tras página.
—Así parece. Nerón emperador, Nerón en batalla, Nerón niño…
Parece que tuvo como maestro un filósofo muy importante llamado
Séneca, uno de los más destacados pensadores de la Antigüedad.
A menudo, grandes maestros han desatado alumnos locos.
Aristóteles dio clases a Alejandro Magno. Séneca a Nerón —lee
luego.
—¿Y tú qué gran maestro tuviste? —pregunta Sheng a Harvey,
recibiendo como respuesta un codazo.
—Séneca enseñó a Nerón los secretos del mundo natural. Le
habló de la Tierra, de los planetas, de la Luna y del Sol. Le describió
los cuatro elementos de los que se compone cualquier cosa: Agua,
Aire, Tierra y Fuego. Nerón quedó especialmente hechizado por el
fuego, elemento de vida y de destrucción.
Elettra se esfuerza en leer las páginas siguientes:
—Séneca afirmaba que en el descubrimiento de los secretos del
cosmos, a los hombres les está permitido llegar hasta cierto punto.
Y que hay secretos que no deben ser desvelados.
—¡Es lo mismo que estaba escrito en la hoja del maletín! —
observa Mistral.
—Aquí el profesor ha puesto una anotación: es lo que estoy
buscando. Y uno de estos secretos se esconde en Roma.
Sheng golpea la mesa con la palma de la mano.
—¿Qué os decía yo? ¡Sigue! ¡Sigue!
—Hay otra anotación… —dice Elettra, dando la vuelta de arriba
a abajo a la libreta—. Estudiar los trompos y el mapa de madera.
Entender cómo se usa. Ermete.
—¿Quién es Ermete? —pregunta Mistral, apoyando el lápiz al
lado de la libreta en la que está tomando nota de las cosas que le
parecen más importantes.
—El profesor lo llama «mapa de madera»… —observa, en
cambio, Harvey—. ¿Luego?
Elettra hojea unas páginas blancas y otras donde están
esbozados unos dibujos.
—Diría que no era tan bueno como tú, Mistral. En tu opinión,
¿qué podrían ser éstos?
La chica estudia los bosquejos en el cuaderno y comenta:
—Yo diría que ha tratado de copiar los dibujos que están sobre
los trompos.
Elettra asiente y pasa de página:
—Aquí vuelve a hablar de Nerón.
—¡Qué lata! —masculla Sheng—. ¡Yo quiero saber del secreto!
—Por lo visto también Nerón lo quería saber… —comenta Elettra
—. Cuando Séneca le habló por primera vez de un secreto delante
del cual el hombre debe detenerse, Nerón se rebeló. Le preguntó
cuál fuera ese secreto y Séneca le contestó: «Es el más grande de
los secretos, pero todavía no es tiempo de desvelarlo».
—Típica respuesta de un maestro —observa Mistral.
—¿Y Nerón? —pregunta Harvey.
—Para mí se enfadó —suelta Sheng.
Elettra se ríe.
—Yo diría que sí. Abandonó las clases de Séneca y empezó a
seguir otros maestros que habían llegado de Oriente, que le
convencieron de que adorara al Fuego y al dios del Sol.
—¿Zeus? —se atreve Sheng.
—No. Se llama… Mitra —dice Elettra, leyendo.
—Nunca lo he oído.
—Yo sí —interviene Sheng, sorprendiendo a todos—. Me parece
que aún se venera en la India. O algo por el estilo…
—El profesor apunta que Mitra es el dios del Sol: un dios que
resucita después de la muerte, tal como el sol vuelve a surgir
después de cada ocaso y… curioso: en Roma se celebra el 25 de
diciembre.
—¿Para Navidad? —pregunta Mistral.
—Mira que entonces no había Navidad —se atreve Harvey.
—¿Y cuándo recibían los regalos?
—Nerón empieza a creerse un dios —continúa leyendo Elettra—.
Y se cree el Sol en persona. En resumidas cuentas, se vuelve loco.
«Hombre necio, has ido más allá de lo que te estaba permitido. Has
buscado secretos que no tenías que buscar. Has recibido
respuestas a preguntas que no tenías que plantear». Es otra vez
Séneca, creo.
—¿Y qué contesta Nerón? —pregunta Harvey.
—Ordena que se construya el Coloso: la más grande estatua de
bronce que nunca se haya forjado, en la cual él está retratado como
dios del Sol, rodeado por rayos de fuego…
—Estaba completamente chiflado…
—Ya. Y de hecho luego quema la ciudad. Como si fuera un dios,
destruye lo que le da poder. Y para hacer eso se sirve del… —A
Elettra le cuesta leer las dos palabras siguientes—. Del anillo de
fuego.
—¿Es decir?
La chica sacude la cabeza. Enseña la libreta, sobre la que el
profesor ha dibujado un anillo rodeado de llamas. Las páginas
siguientes están brutalmente arrancadas y, sobre los fragmentos
que quedan, han sido dibujados círculos y espirales llameantes.
Al verlos, Mistral saca de la mochila las hojas que ha recogido en
el suelo de la biblioteca: allí también hay círculos y espirales,
repetidos de manera obsesiva.
—En realidad yo también hago cosas parecidas, cuando tengo
que matar el tiempo… —dice Sheng—. A lo mejor el profesor pasó
mucho rato al teléfono.
—Yo me inclino más por la locura —insiste Harvey.
—Efectivamente… —murmura Elettra, hojeando las páginas que
quedan de la libreta—. Aquí no se consigue leer nada. Excepto,
quizá… esto: El anillo de fuego es el secreto de Séneca. Está
escondido abajo y escondido arriba. Busca abajo y encontrarás
arriba. Para el camino, usa el mapa.
—¿Qué significa? —pregunta Sheng.
—Nada —prorrumpe Harvey—. Exactamente nada, como todo lo
que hemos leído hasta ahora.
—Pero si dice que para el camino hay que usar el mapa… él un
mapa nos lo dejó —comenta Mistral.
—Perdona, ¿y qué especie de mapa es? Sólo es un trozo de
madera —dice Harvey.
—¿No hay nada más, en la libreta?
Elettra sacude la cabeza.
—Me parece que no. Excepto… quizá… Parecen dos números
de teléfono medio borrados… Ilda, novedades, 06543804 Orsenigo,
dentista, 18671903. —Luego pasa la libreta a Sheng.
—Nada más, diría. —Sheng copia sobre una servilleta los
números de teléfono y observa con cuidado las últimas páginas del
cuaderno—. ¿Me dejas uno de tus lápices? —pregunta a Mistral.
Ella se lo da. Luego pregunta a los demás:
—¿Qué hacemos?
Elettra y Harvey se cruzan una mirada.
—Dentro de poco va a anochecer… —observa el chico
americano—. Y estamos fuera desde esta mañana. A lo mejor es
oportuno volver al hotel.
—¿Estás cansado? —le pregunta Elettra.
—¿Y tú?
—Sí, pero también soy muy curiosa…
En ese momento una melodía sosa se irradia del bolso de
Mistral. El sonido de su móvil ha entonado el estribillo de «You’re
beautiful», la canción de James Blunt.
—¡Puaj! —se ríe sarcásticamente Sheng, que mientras tanto va
pasando el lápiz sobre la cubierta interior de la libreta.
Mistral recupera el móvil y contesta:
—¡Eh! Hola, mamá.
La conversación pronto se transforma en un monólogo de «sí,
claro, entiendo, no, no, me parece muy bien, ¡qué va!» y termina
rápidamente. El móvil vuelve a sumergirse en el bolso y sobre la
cara de la chica se dibuja una expresión de decepción.
—¿Malas noticias? —le pregunta Elettra.
—Más o menos… —contesta Mistral—. Mi mamá tiene que ir
fuera de Roma por asuntos de trabajo y no volverá antes de mañana
por la noche. Me deja su habitación. Aunque… quizá… si no
molesto, preferiría quedarme en tu habitación.
—Desde luego, ningún problema —dice Elettra.
—¿Tienes que volver al hotel para saludarla? —le pregunta
Harvey.
Mistral tamborilea la cuchara del helado sobre el platillo.
—No sé… —contesta—. Pero creo que no.
—Entonces podemos quedarnos fuera un poco más —propone
Elettra—. Conozco un lugar genial para comer pizza.
—Yo tengo que avisar a los míos —dice Harvey.
—¿Y tú, Sheng?
—¿Qué? —El chico chino todavía está concentrado en rascar la
punta del lápiz sobre la última página de la libreta—. Me parece muy
bien… Sólo tengo que hacer una llamada a mi padre.
Mistral recupera el móvil y lo pasa a Elettra.
—¿Llamas tú?
La chica marca el número de la Domus Quintilia pero, antes de
dar el envío, dice:
—Mejor. —Mira la servilleta de Sheng y marca un segundo
número. Después de unos tonos le contesta una voz femenina.
—¿Es la señora Ilda? Sí, buenas tardes —exclama Elettra en
voz alta.
Harvey se levanta de golpe de la silla. Sheng abre la boca.
Mistral sonríe.
Elettra continúa, impasible:
—Soy la sobrina del profesor. Sí, del tío… Alfred. ¿Ah, que no lo
sabía? Yo, en cambio, sí. Somos cuatro sobrinos. Sí. Claro que…
¿Cómo no? Está… está estupendamente… Pero… a ver… me lo
imagino. Sí… él también nos lo dijo. Sabemos que hace mucho que
no pasa. Por las novedades. Claro. ¿Pero usted las tiene? Todas las
novedades, quiero decir.
Harvey se lleva las manos a la cabeza y se pone a dar vueltas
nerviosamente alrededor de la mesa.
—Las ha guardado —recalca Elettra—. Como siempre. Es…
estupendo. ¿Entonces podríamos pasar nosotros a recogerlas?
Así…, así al tío le vamos a dar una sorpresa. ¿Que son pesadas,
dice? No importa… —Elettra indica a Sheng que anote una
dirección—. El quiosco en la plaza Argentina. Vale. Dentro de un
cuarto de hora. ¡Perfecto!
Y cuelga.
—¿Pero te has vuelto loca? —le reprocha inmediatamente
Harvey—. ¿Por qué has llamado a ese número?
—¿Y por qué no? —replica ella, pasándole el móvil—. ¿Y tú qué
querías hacer?
—¡No lo sé! —suspira Harvey—. Y en todo caso… ¡ostras! ¿No
deberíamos decidir las cosas todos juntos?
—¿Y entonces? —pregunta Mistral.
—Era la dueña del quiosco de la plaza Argentina. Ha dicho que
guarda mucho material para el tío —contesta Elettra—. Que ahora
mismo vamos a recoger.
—¡Estupendo! ¿Por qué, ya que estamos, no llamamos también
al dentista para que nos dé hora? —estalla Harvey—. ¡Mejor! ¡A ver
si el diente que encontramos en el maletín era suyo!
—¿Por qué te enfadas tanto? —replica Mistral, a quien las
maneras de Harvey comienzan a irritarle los nervios.
—¡Hao! —exclama en ese momento Sheng.
—¿Qué pasa?
El chico chino enseña la cubierta interior de la libreta, que ha
ennegrecido completamente con el lápiz.
—¡Fijaos! Lo he visto hacer en la tele: se hace para que
aparezca el texto que ha quedado impreso de la página anterior…
—explica—. ¡Y funciona!
Sobre la página ennegrecida ha aparecido, en contraste, un gran
círculo, dentro del cual la letra diminuta y angulosa del profesor ha
escrito:

He descubierto & he sido descubierto


El anillo de fuego
Ellos van detrás mío
Caminan y excavan
Miran
Murmuran
Se arrastran
Matan
Oigo sus
palabras palabras palabras palabras PALABRAS
Ha iniciado
Lo que está escondido está por salir
No se puede
ESCONDER PARA SIEMPRE

Ya oscurece cuando suena el teléfono en la Domus Quintilla.


Fernando Melodía cierra La Gazzetta dello Sport con un crujido de
papel, coge el auricular y contesta:
—¿Sí? Ah, hola, Elettra.
—¿Quién es, Fernando? —pregunta de inmediato una voz
aguda. La tía Linda se asoma a la puerta y el hombre le hace una
señal para que se calle.
—No, vale, ¡qué va…! —dice mientras tanto—. ¡Me parece una
idea estupenda la de llevarlos al Montecarlo a comer una pizza!
—¿Es Elettra? —interviene Linda, con la voz que sube de
intensidad—. Si es Elettra, que se ponga conmigo enseguida.
Fernando le da la espalda, enrollándose con el hilo del teléfono.
—Por supuesto, los aviso yo… El padre de Sheng aún no ha
vuelto, mientras que los padres de Harvey… ¿Cómo dices?
La tía Linda se lanza sobre el sofá y le ordena tajante que la
ponga con la sobrina.
—Elettra, aquí está tu tía… —consigue decir Fernando, antes de
perder el contacto con el auricular.
—¡Elettra! —exclama Linda Melodía como una furia—. Sólo
tienes que decirme esto: ¿qué hicisteis ayer por la noche? ¡He visto
las huellas!
Fernando se retira hacia el sofá y masculla:
—Y en todo caso me ha dicho que están comprando unas
revistas en la plaza Argentina. Y que no van a volver para la cena.
Dirige una sonrisa incómoda a la chica de ojos oscuros que
ahora le está mirando desde el salón y vuelve a sumirse en el
periódico deportivo.
—¡Dime lo que hicisteis ayer por la noche! —ordena otra vez la
tía.
Sigue un largo rato de silencio.
—¡Elettra! —truena incrédula Linda Melodía—. ¿Qué estás
tramando? —exclama luego.
Y cuelga.
—¿Qué hicieron ayer por la noche? —pregunta divertido
Fernando, sin levantar la mirada del periódico.
—¡Tu hija lee demasiados libros! —suspira la tía Linda—.
¿Sabes lo que me ha contado, la caradura? ¡Que ayer por la noche
al puente Quattro Capi vieron a un hombre, que luego fue degollado!
—¡Caray! —exclama Fernando, sin poder disimular una pizca de
admiración por las increíbles excusas de su hija.
—También ha dicho que la noticia está en la primera página del
periódico —continúa Linda, volviendo a su huésped—. ¡Será
posible! Los chicos ahora ya se inventan historias horribles…
Picado por la curiosidad, Fernando cierra la Gazzetta y echa un
vistazo a la primera página del Messaggero:
—Efectivamente aquí dicen que de veras encontraron a un tío en
la ribera del Tíber…
—¡Fernando! ¡No empieces tú también!
El hombre se encoge de hombros, optando por un digno silencio.

Unos minutos después, Beatrice sale eufórica de la Domus


Quintilia.
Marca rápidamente un número de teléfono.
—¿Little Linch? A lo mejor he encontrado algo —dice al móvil—.
Nos vemos en la plaza Argentina. En el quiosco.
Entre las ruinas de los templos de la plaza Argentina descansan
montones de gatos. Despreocupados de la nieve y del tráfico que
los rodea, se pasean tranquilos, como dioses protectores del lugar.
No muy lejos de ellos y de las paradas abarrotadas de los
autobuses, hay un pequeño quiosco prefabricado, que parece
asediado por los carteles de anuncios. La cara arrugada de la dueña
se asoma apenas del marco de revistas amontonadas una al lado
de la otra.
Cuando los chicos se le paran delante, la mujer casi sale a
abrazarlos.
—¡Estaba tan preocupada! —exclama. Les enseña la primera
plana del Messaggero y dice—: Cuando he visto las fotos, esta
mañana, ¡casi me muero! Me parecía la gabardina de vuestro tío…
Elettra, Sheng, Mistral y Harvey tratan de cambiar de tema.
—¡Menos mal! ¡Menos mal! —suspira otra vez Ilda—. Ya hacía
días que no le veía y, si no me hubierais llamado, habría pasado por
su casa esta tarde.
—Pues menos mal que le hemos llamado… —murmura Elettra.
Ilda desaparece en los recovecos del quiosco y se pone a
rebuscar entre cestas de plástico llenas de revistas, sin dejar ni un
segundo de hablar:
—¡Me pareció asustado! Hasta le pregunté si comía, porque
estaba pálido, y mucho más delgado de lo habitual. Para mí ni
llegaba a los sesenta kilos, ¡no es broma! ¡Usted lee demasiado, le
dije! Y acumula demasiadas preocupaciones.
La quiosquera se escabulle de una pequeña puerta lateral. Es
una mujer pequeña, mucho más pequeña que los chicos, pero con
hombros y brazos gigantes: sin aparentar esfuerzo, lleva cuatro
sacos de plástico apretujados de periódicos.
—Aquí lo tenéis todo —explica—. En el primero he puesto los
principales periódicos… Le Fígaro, Le Monde, el New York Times, el
Bombay Post. Sólo falta Pravda, que siguen entregándomela con
retraso. Aquí, en cambio, he puesto las revistas de los misioneros
africanos y los semanales argentinos y bolivianos. Los mensuales
polacos y finlandeses los he recogido en el tercero, ya que viene
todo del Norte, ¿correcto? En el último hay cosas que no sé bien de
dónde llegan, porque no sé leer esas letras.
—¡Lo cojo yo! —se ofrece Sheng, echando un vistazo en el saco
en busca de periódicos chinos.
Ilda le observa con cierta curiosidad, sorprendida de que entre
los sobrinos del profesor haya uno con los rasgos orientales, luego,
como si eso explicara todo, comenta:
—De verdad es un hombre de mundo.
Los chicos se dividen los demás sacos.
—Perdone, pero… —arriesga luego Elettra, dirigiéndose a la
mujer—. Antes nos ha dicho que si nosotros no hubiéramos
llamado, habría ido directamente a casa del tío… ¿Así que usted
tiene una copia de las llaves de su casa?
—¡Claro que sí! —exclama Ilda, desapareciendo otra vez en el
interior del quiosco. Reaparece poco después, en medio de las
revistas de cocina, alcanzándoles a los chicos un manojo de llaves
—. Ésta es la copia que me dejó el profesor. Se las olvidaba a
menudo y pasaba a recogerlas cada vez que se quedaba cerrado
fuera de casa.
En el llavero hay una etiqueta con la dirección escrita con boli.
Elettra nunca ha oído el nombre de esa calle, pero opta por no hacer
más preguntas.
Se despiden de Ilda con millones de gracias y entran en la
primera estación del metro, buscando un mapa de las calles de
Roma.
—Línea B —dice Harvey, siendo el primero en encontrar la
dirección—. Última parada.
—¿Estamos a tiempo de volver y comemos una pizza? —se
pregunta Sheng, con el bolso de periódicos y la mochila sobre los
hombros.
Los demás no le contestan.
Cuando salen del metro, ya es de noche.

El sol ha bajado detrás de la colina y los palacios parecen


hormigueros crecidos a lo largo de la calle. Los coches corren
rápidos, enmarcando con sus faros la noche en cuadros. Muchas
farolas están apagadas, otras se encienden a intermitencia, como si
estuvieran agotadas. El asfalto huele a sucio y a perros callejeros.
Elettra, Harvey, Mistral y Sheng caminan lentamente, arrastrando
consigo los cuatro sacos de plástico repletos de periódicos.
—¿Pensáis que el profesor leía todo esto? —pregunta Sheng—.
¿Y en todos estos idiomas?
—No lo sé —contesta Elettra, cerrando en su mano las llaves—.
Pero, a lo mejor, dentro de poco lo descubriremos.
—Un paraje para lobos —comenta Harvey—. El Bronx en
comparación no es nada.
Los chicos caminan entre altos murales colorados.
—Está aquí… —murmura Elettra después de un rato.

Están parados delante del portón destartalado de un palacete


gris de cuatro plantas, que parece apretado entre los demás
edificios de cemento: multitudes de antenas parabólicas balancean
en las terrazas cercanas. De las ventanas relampaguean las luces
intermitentes de los televisores.
La calle está oscura, estrecha, con el asfalto lleno de baches. La
chatarra de una moto aún está asegurada con un candado a la
única farola que funciona.
—No es exactamente un barrio bonito… —murmura Mistral,
mirando a su alrededor preocupada.
Harvey tose, huraño.
—Parece que este palacio esté a punto de derrumbarse de un
momento a otro —dice.
—¿Estamos seguros de que es la dirección correcta? —pregunta
Sheng—. Porque a mí me parece que no hay nadie…
Las ventanas del edificio están todas cerradas por persianas de
aluminio. Más que cerradas, parecen atrancadas.
Un coche corre en una travesía, haciendo zumbar la marmita
moribunda.
—Yo en todo caso diría que nos apartemos de la calle… —
sugiere Elettra.
Sube los escalones que la separan del portón. En los interfonos
sólo hay una etiqueta, escrita a mano, bajo un celo.
—La dirección es correcta… —murmura Elettra—. Mirad aquí.
Sobre la etiqueta está dibujado un anillo.

Llaman al interfono dos veces, sin resultado.


Luego Elettra saca las llaves y abre el portón, que se entreabre
con un gemido. En la entrada polvorienta yacen decenas de sobres,
que han resbalado sobre las viejas baldosas desportilladas hasta la
escalera. La barandilla es negra, de madera vieja. Hay una bici
abandonada en el suelo.
Y huele a mugre.
Elettra busca el interruptor de la luz, lo pulsa.
Una lámpara oblicua crepita colgada del techo, luego se
enciende, graznando. Una luz demasiado fuerte muestra las
paredes carcomidas por la humedad. Un manojo de tubos metálicos
de distintos tamaños bordea las escaleras, desapareciendo en el
subsuelo. Los contadores de la luz parecen hongos de plástico
crecidos sobre el enlucido.
—Yo no subo… —dice Mistral.
—Para mí es mejor subir que quedarse aquí… —murmura
Sheng.
—¿La escalera va a aguantar?
—Nunca he visto algo tan cutre.
—Vente una vez a Shanghai, y te llevo a ver las casas sobre
balsas.
—¿Hay alguien? —pregunta Elettra en el hueco de la escalera.
Al quedarse sin respuesta, se apoya en la barandilla y mira hacia
arriba—. ¿En qué piso estaría?
—Si puedo apostar —dice Sheng—, considerando que tenemos
que llevar encima estos sacos y no hay indicio de ascensor… digo
que es el último.
—Creo que tienes razón —contesta la chica, empezando a subir.
Harvey cierra a sus espaldas el portón que da a la calle.
—Pero vayamos rápido.
—Pizza —recuerda a todos Sheng, como si fuera una especie de
premio.
Suben las escaleras en silencio, evitando mirar demasiado a su
alrededor.
Cuando llegan al primer rellano, la lámpara lanza una especie de
grito eléctrico.
Y se apaga.

—No hay botones —se queja Elettra, tocando la pared.


—Ni mucho menos ventanas —dice Harvey, al final del grupo.
—¡Otra vez a oscuras! —barbotea Sheng—. Ya estamos
abonados.
—¿Habéis oído? —murmura Mistral.
—¿Oído qué? —le pregunta Harvey.
—¡El sonido que ha hecho la lámpara! Ha sido… espeluznante.
—Sólo era una lámpara.
Mistral cierra los puños.
—No es normal —insiste—. La luz de las escaleras no se puede
apagar después de unos pocos segundos.
—Es una vieja instalación de una vieja casa —dice Harvey. El
huraño, pero lógico Harvey parece el más tranquilo de todos.
—Esperadme aquí… —ordena Sheng. Deja en el suelo el saco
de periódicos y se saca la mochila de los hombros. Baja los
escalones y vuelve a la entrada para pulsar el primer interruptor.
—Aquí de veras no vive nadie… —dice Elettra.
Excepto Sheng que está bajando, no se oyen pasos, ni voces, ni
siquiera agua que corra en las tuberías. La escalera está fría, lívida,
abandonada.
—Ostras —estalla Sheng poco después. Se afana con el
interruptor de la entrada, luego se rinde:
—Diría que ha muerto.
—Houston, tenemos un problema… —cita Harvey.
Elettra se da la vuelta en la oscuridad, y tiene la impresión de ver
los ojos del chico americano brillar en la oscuridad, como si él
también la estuviera mirando.
—La luz no es nuestra amiga, diría… —susurra.
—Por lo menos, hoy no —le contesta Harvey—. ¿Lo intentamos
igual?
—Al fin y al cabo, sólo es una escalera.
Y vuelven a subir, lentamente, a oscuras.

En el cuarto piso, una minúscula ventanilla que mira a la calle


deja pasar un rayo de luz. Lo suficiente para leer en la etiqueta de la
única puerta presente: Profesor Alfred van der Berger.
—Finalmente, de verdad era un profesor —dice Sheng.
Elettra pulsa el timbre. Un sonido redondo retumba en el palacio
desierto. Unos segundos después, la chica pone la llave en la
cerradura y abre la puerta.
Del piso sale un fuerte olor a tabaco y papel.
El interruptor de la luz funciona.
—¡Qué suerte! —suspira ella.
Pero el suspiro de alivio, tan pronto como entra, le muere en la
garganta.
Es espantoso.
SEGUNDO CANTO

—Vladimir, mataron a Alfred.


—¿Estás bromeando? No… no puede ser.
—Y en cambio pasó. Está en el periódico, en primera página.
—Él sólo tenía que preparar el terreno. ¡Era lo más fácil! Si
bien era el más…, el más débil de todos.
—Alfred no era el más débil.
—Lo era. Y lo sabes de sobras. ¿Te acuerdas de los lobos?
Estaba convencido de que le perseguían. Estaba obsesionado con
la idea de que le perseguían.
—Por lo visto tenía razón.
—Por lo menos consiguió…
—Entregó el maletín, y le mataron inmediatamente después.
—¿Crees que estuvieran buscando exactamente ése?
—Estoy segura. Alguien está siguiendo la pista del maletín.
Pero, ¿quién?
—No soy yo. Y no eres tú.
—Somos tres, Vladimir…
—Te has contestado tú sola.
—¿No la podemos localizar?
—La última vez que hablamos estaba en China. Hace dos
años.
—Si es como dices tú, entonces significa que ella habló.
—Sí, habló.
—Pero, ¿a quién? ¿Y por qué? Ella también sabía que, una
vez iniciado, no hay que interferir… ¿Quién está detrás, Vladimir?
—No lo sé, créeme. Las cosas se escaparon de control…
—¿Los chicos están en peligro?
—No lo sé. Tengo que… averiguar. A lo mejor puedo hacer una
llamada.
—Pues haz cien llamadas. O encontraré la manera de
detenerlo todo.
No hay muebles, ni cuadros, ni siquiera alfombras.
Más allá de la puerta del piso de Alfred van der Berger sólo hay
un pasillo, bordeado por dos altas paredes de libros hasta el techo.
Y en el medio del pasillo más volúmenes, dispuestos uno encima del
otro, haciendo de columnas, taburetes, mesas, estantes. Revistas,
periódicos, fascículos, cuadernos llenan cada centímetro cuadrado
del piso. Algunas columnas son bajas, algunas miden más de un
metro, otras llegan hasta el techo. Las estructuras de los libros sólo
dejan libre un estrecho pasaje, apenas suficiente para pasar.
—Caray… —murmura Sheng.
Ni siquiera queda espacio para posar los sacos cogidos en el
quiosco. El aire está estancado e inmóvil. La luz del plafón del techo
parece totalmente incapaz de aclarar aquella caótica masa de papel.
—Diría que necesitaba una estantería… —añade Sheng.
—Estaba completamente chiflado —barbotea Harvey.
Mistral sacude la cabeza, pasmada.
Elettra da unos pasos en el pasillo, advierte que está vibrando el
suelo bajo sus pies.
—Ostras… —murmura delante de aquella masa de libros. Estos
libros son verdaderamente un montón.
Hay polvo por todos lados.
Pasa la mano sobre los lomos de los volúmenes. Viejas
ediciones encuadernadas en piel, libros económicos, de bolsillo,
títulos italianos, ingleses, rusos, portugueses. Cubiertas claras,
oscuras, libros fotográficos, caracteres dorados y letras negras
como la noche.
—No puede ser… —murmura, adentrándose en el montón de
publicaciones—. Todo el piso es así.
El pasillo lleva a dos habitaciones, ambas completamente
cubiertas de libros. Ni siquiera hay un mueble: sólo estrechos
pasajes entre volúmenes, que forman un único laberinto.
Mistral sigue a su amiga, lentamente. En todas partes hay un
olor de polvo mezclado al de papel y tabaco.
—No toquéis nada… —susurra—. No toquéis nada.
Teme que aquella efímera construcción de páginas se le pueda
derrumbar encima de un momento a otro.

Harvey está a punto de cerrar la puerta a sus espaldas, cuando


Mistral le implora:
—¡No! ¡Déjala abierta, o vamos a ahogarnos!
Harvey asiente.
—Dejemos los sacos afuera —propone Sheng—. No creo que
nadie nos los vaya a robar…
—¿Y esto qué es? —pregunta Harvey, entrando en el pasillo.
De la parte detrás de la puerta principal cuelga una pequeña
pizarra, sobre la que alguien trazó dos columnas de números que
luego paulatinamente borró.

1000 - 70
915 - 68
560 - 69
452 - 70
390 - 69
345 - 65
230 - 60
137 - 58

—Parece la caligrafía del profesor… —observa Sheng—. ¿Pero


qué significa?
—No tengo ni idea —murmura Harvey—. ¿A lo mejor las
facturas por pagar? ¿O a lo mejor el número de libros que tiene aquí
dentro?
—Parecen dos cuentas al revés.
—Pero la segunda columna sube y baja.
—Podría ser una especie de régimen —sugiere Mistral,
volviendo lentamente sobre sus pasos—. Mi mamá tiene una tabla
parecida sobre la nevera.
—¿Pensáis que el profesor estaba a régimen? —masculla
Harvey, perplejo.
—La señora del quiosco dice que era muy delgado… —recuerda
Sheng—. Delgado como un esqueleto. Quiero decir, incluso cuando
aún estaba vivo.
—Si no me equivoco, ha dicho exactamente que pesaba menos
de sesenta kilos —observa Mistral, señalando el último número
marcado sobre la pizarra.
—Y antes pesaba sesenta, sesenta y cinco… —Harvey
comprueba toda la columna—. Máximo setenta kilos.
—Pero ¿qué significa la primera columna?
Mistral sacude la cabeza.
—No lo sé, pero… —Saca su libreta y copia pacientemente las
dos secuencias de números.
—¡A lo mejor he encontrado la cocina! —exclama mientras tanto
Elettra, desde los recovecos del piso.
—Vamos a ver —propone Sheng.

Elettra se mueve de puntillas para evitar la desagradable


sensación de caminar en el vacío. Ha pasado lo que podría ser el
comedor, repleto de libros y periódicos amontonados.
La cocina es un estrecho trastero donde el aire circula con
dificultad. Hay platos amontonados en el fregadero y hay revistas
dejadas sobre cada repisa, las páginas húmedas. De la nevera
cuelga un mapa de Roma, enganchado con cuatro imanes con
forma de astronave. El profesor ha usado un rotulador rojo para
trazar unos círculos sobre unos puntos del mapa. Y ha escrito:

Iniciará el 29 de diciembre.
Cien años después.

Mistral aparece como un fantasma, emergiendo de la oscuridad


del comedor. No bien entra en la cocina, se queda sin aliento.
—¿Qué has encontrado? —pregunta a Elettra.
—Sólo este mapa —contesta ella—. Roma. El profesor escribió
que todo iniciaría el 29 de diciembre. Así que lo sabía con exactitud.
Mistral sacude la cabeza.
—¿No podemos salir de aquí? Este lugar me da miedo.
Pero Elettra aún sigue mirando el mapa.
—Marcó Trastevere… —dice, señalando la posición de su hotel
—. Y también los Parioli y el Esquilino. Son tres de los barrios donde
ayer hubo el apagón… ¿El profesor lo sabía? ¿Lo adivinó? ¿Fue
aquélla la señal de inicio?
La mirada de Mistral no contesta a ninguna de sus preguntas.
—¿Elettra? ¿Mistral? —les llama mientras tanto Sheng, desde
otra habitación del piso—. Venid…
—¡A lo mejor he encontrado algo! —exclama Elettra,
desenganchando el mapa de Roma de la nevera.
—¡Nosotros también! —grita Sheng—. ¡Venid a ver!
Mistral no se lo hace repetir dos veces. Busca la mano de Elettra
y la arrastra fuera.
—¿Qué habéis encontrado?
—Estrellas —contesta Harvey—. Estrellas en todas partes.
El techo del dormitorio del profesor está cubierto por un mapa del
cielo, compuesto por decenas de hojas pegadas con cuidado una al
lado de la otra. Líneas rasgueadas unen las estrellas más brillantes,
creando figuras luminosas que tienen nombres antiguos: el Dragón,
el Cinturón de Orión, Hércules, el Perro, el Auriga, el Carro Menor, la
Estrella Polar, la Osa Mayor. Algunas estrellas están marcadas con
círculos rojos, como en el juego de barcos.
—Diría que el profesor estaba estudiando las estrellas —
comenta Harvey, sentándose sobre el colchón para mirar el techo.
Alrededor de la cama se respira un poco de aire y los libros
parecen menos agobiantes.
—Junto a millones de otras cosas —añade Elettra.
—¿Alguien de vosotros sabe de astronomía? —pregunta Sheng.
—¡Qué va! —suspira Harvey—. Pero puedo preguntárselo a mi
padre. Es la asignatura que enseña en la universidad.
—Estaba estudiando las estrellas para descubrir… ¿qué?
—Este… secreto, diría. Este anillo de fuego. Para encontrarlo
hay que usar el mapa y… buscando abajo se encontrará arriba… o
algo por el estilo —resume Mistral, hojeando la libreta con sus
apuntes.
—¡Clarísimo! —exclama Sheng, irónico.
—¿Qué puede ser tan importante? —se pregunta Mistral.
—Algo que también otros están buscando… un secreto que no
deben conocer… pero por el que están dispuestos a matar… —le
hace eco Sheng.
—Buscando abajo, se encuentra arriba… —repite Elettra—.
Arriba están las estrellas, ¿verdad?
—¿Y abajo?
—El suelo —observa Sheng.
—¿Y qué hay sobre el suelo?
—Nosotros. Y algunas toneladas de libros.
—Y los mismos círculos rojos… —observa Elettra, señalando a
los demás unos signos trazados sobre las pocas zonas sin libros del
suelo.
—¿Qué serían?
—No lo sé —admite ella. Sale del dormitorio para averiguar—.
Pero hay más en el pasillo.
—Parecen los círculos de un mapa del tesoro —observa Sheng
—. Sabes, tipo: ¡excava aquí!
—No entiendo —se rinde Harvey—. No entiendo nada. A lo
mejor… a lo mejor estamos corriendo demasiado. A lo mejor
deberíamos encargar la traducción del libro que hemos encontrado
en la biblioteca. O volver a leer con cuidado la libreta del profesor.
Sheng da vueltas a la mochila.
—Está todo aquí. A salvo.
Mistral señala a Harvey un libro apoyado sobre la mesilla.
—Mira lo que estaba leyendo.
El chico se tiende en la cama para cogerlo. Quita el polvo y
comenta:
—Diría que han pasado muchos días desde que lo hojeó la
última vez. Se titula: Cuestiones naturales-De los cometas. Y es de
Séneca.
Sheng hace chasquear los dedos:
—¡El maestro de Nerón!
—El mismo —confirma Harvey, hojeándolo—. Está escrito todo
en latín, si alguien lo sabe traducir…
—Resumiendo —dice Sheng—. Tenemos un diente, un chisme
que el profesor llama «mapa de madera», cuatro trompos, un libro
incomprensible en griego y un libro incomprensible en latín.
—Felicidades por la descripción —se ríe Harvey.
—Y finalmente están unos misteriosos ellos que mataron a la
única persona que nos podía explicar cómo juntar todas estas
cosas. ¿Me he olvidado de algo? —concluye Sheng.
—Aparte los alienígenas, los servicios secretos americanos y
una isla plagada de dinosaurios… diría que no, profesor Sheng —
contesta Harvey, estrechándole la mano de manera teatral.
—De acuerdo —interviene Elettra—. Lo que sabemos es que
nos hemos encontrado con algo llamado el anillo de fuego, que, por
lo que parece, es muy antiguo… y que está escondido en Roma.
Sabemos que el profesor lo estaba buscando desde hacía años y, a
lo mejor, lo encontró en uno de estos lugares.
Enseña a los demás el mapa de Roma con los barrios rodeados
de rojo.
En ese preciso momento, suena el teléfono.
Sheng da un grito. Mistral cierra la libreta de golpe.
Y un escalofrío gélido serpentea por las espaldas de los chicos.

—Debería de ser esto… —dice Beatrice, arrimando el Mini a la


acera.
Jacob Mahler se escabulle de la puerta con un único movimiento
fluido.
—¡Eh! ¡Un momento! —protesta Little Linch, todavía apretado en
el asiento posterior. Se agarra al reposacabezas y al techo del
coche para encaramarse fuera. Una vez en la calle, intenta alisarse
el traje inútilmente.
—¿No podías comprarte un coche de verdad? —se queja a
Beatrice.
—Dé las gracias al cielo que rescaté éste —contesta la chica.
Jacob Mahler está mirando un palacete gris de cuatro plantas.
Levanta una mano para señalar una luz encendida en el piso más
arriba.
—Aún queda alguien… —dice—. Perfecto. —Saca el arquillo del
violín de la funda y lo coge como si fuera una espada.
Beatrice estudia rápidamente el edificio. La quiosquera de la
plaza Argentina les ha informado acerca de los sobrinos del
profesor, y adónde se habían dirigido. Debía de ser una segunda
casa, según Little Linch, que seguía Alfred van der Berger desde
hacía unas semanas y que nunca le había visto en esa zona. Vivía
en un estudio en el centro, a escasa distancia del Café Greco. Un
estudio que luego se habría revelado completamente vacío, a no ser
por la ropa de repuesto.
—¡Qué lugar! —protesta Little Linch, pisando algo bajo las
pequeñas botas con el talón. Intenta limpiarlas en un cúmulo de
nieve, pero al final desiste—. De verdad, un lugar asqueroso.
Beatrice acciona las flechas de emergencia.
—¿Subimos a ver?
Jacob Mahler sacude la cabeza.
—Vamos nosotros.
Hace una señal a Little Linch, que le corre por detrás como si
fuera un jabalí.
Beatrice no habla, clavando los ojos con odio en la espalda de
Mahler.
—Tú quédate con el motor encendido —le ordena el killer.
Luego pasa el arquillo del violín por la cerradura, hace chasquear
el portón y entra en el palacete.
Little Linch lo sigue. Enciende una linterna y se gira una última
vez hacia Beatrice.
—Volvemos enseguida, guapa…
Luego desaparece en el interior.
Elettra mira a su alrededor frenéticamente, mientras el teléfono del
profesor Alfred van der Berger sigue llamando.
Está en alguna parte cerca de ellos, oculto bajo las decenas de
periódicos que llenan el dormitorio.
Mistral se lanza sobre algunos diarios amarillentos, levanta un
mapa plegado de Kilmore Cove y coge un viejo teléfono de baquelita
negra, ofreciéndolo a los demás.
—¡Aquí está!
—¡Contesta! —le anima Harvey.
—¡No puedo! —protesta ella—. Hace falta una voz masculina.
Sheng y Harvey se miran. Harvey coge el auricular de las manos
de Mistral y, de golpe, lo pone al oído de Sheng.
—¡Eh! —exclama desconcertado el chico chino. Y luego,
enseguida—: ¿S-sí?
—¡Profesor, soy Ermete! —Voz de hombre, bastante joven.
Bastante preocupado—. ¿Es usted, profesor? ¡Le oigo muy mal!
¿No puede cambiar ese maldito aparato?
Sheng cubre el auricular con la palma de la mano y abre los ojos,
asaltado por el pánico.
Elettra y los demás le hacen una señal de que siga.
—B-buenos días —recita Sheng al micrófono.
—¿Todo bien? Le oigo raro. ¿Qué pasa? ¡Hace una semana que
le estoy buscando!
—Todo bien —silabea Sheng, tratando de hablar con el tono más
bajo posible—. Fuera. He estado… fuera.
—Entiendo. Escúcheme… —El misterioso interlocutor parece
tener una prisa increíble. Su voz está en parte amortiguada por el
furioso zumbar de una moto—. Creo saber cómo funciona el mapa.
—¿El… mapa?
—¡El mapa, profesor! ¡Hace meses que lo estudiamos! Ayer,
leyendo un cómic, tuve una iluminación. Es como usted decía,
naturalmente. Es brutalmente fácil de usar y brutalmente antiguo.
¿Me ha entendido?
—Brutalmente… —repite Sheng, no sabiendo muy bien qué más
decir.
Elettra apoya el oído junto al auricular, tratando de oír algo.
«Pregúntale quién es» imita con los labios.
—Es decir, en realidad no… —dice Sheng—. No he entendido
mucho.
Zumbar de motor.
—Oiga —continúa el hombre—, no tengo tiempo ahora para
contarle los detalles. Pero ya estoy seguro: no es ni romana, ni
griega. La inscripción al lado la hicieron después. Y he descifrado
algunos de los grabados de la parte de atrás: todos son posteriores.
¡Le digo que ese mapa fue hecho mucho antes de Cristóbal Colón,
de Séneca o de Alejandro Magno!
—Mmm… Muy bien… —asiente Sheng, incómodo.
—¡Genial, diría yo! Oiga: si lo he adivinado, tenemos que
probarlo lo más pronto posible. ¿Cuándo nos podemos ver?
—Ah… ya… —Elettra le susurra algo—. Mañana como máximo
—contesta Sheng.
—¿Está bien en mi tienda?
—En tu tienda —asiente Sheng. Luego mira a Elettra, que abre
los ojos desesperada—. ¡Hao! —exclama entonces—. ¿Pero en la
tienda dónde… exactamente?
—En Testaccio, ¿no? ¡Al Regno del Dado!
Elettra mira a Mistral, que ya está tomando apuntes en su libreta.
—Fantástico —masculla Sheng.
—Le espero. Y traiga los trompos, ¡por favor!
En cuanto el desconocido cuelga, Sheng cierra los ojos,
abandona el teléfono y deja caerse hacia atrás en el suelo, haciendo
vibrar toda la habitación como un tambor.
Mistral se arrodilla a su lado.
—¡Has estado genial!
Sheng se pasa una mano sobre la frente.
—¡Ostras! ¿Qué me habéis obligado a hacer?
—Cualquier cosa que tú hayas hecho —observa Elettra—, ahora
que te has tumbado sobre el suelo permanecerás cubierto de polvo
para siempre.
Sheng abre los ojos.
—Me importa un pito —dice.
—¡Cuéntaselo tú a la tía Linda! —se ríe Elettra.
—Ha sido brutal… ¡hao! —exclama Sheng, echando una mirada
a Harvey, que levanta las manos, pidiéndole perdón por haberle
pasado el teléfono a traición.
El chico resume brevemente el contenido de la llamada y luego
se pone de pie, levantando una nube de polvo.
—¿Y ahora? —concluye Harvey.
—Ahora nos vamos a comernos esa pizza —contesta Sheng,
pasándose una mano sobre la barriga—, descansamos bien y
mañana vamos a ver a este tío y le preguntamos qué ha descubierto
sobre el mapa.
—¿Tú dices que nos podemos fiar?
—Diría que sí.
—¿Y si en cambio fuera… uno de ellos? —insiste Harvey—. Tal
vez esta llamada sea una trampa.
—¡Pero tú ves trampas por todas partes! —protesta Sheng—.
¿Qué os parece a vosotros?
Mistral está de acuerdo con él.
En cambio, Elettra está dudosa.
—En todo caso… —dice Harvey, volviendo a sentarse en la
cama—. En cuanto sepamos cómo funciona ese mapa, ¿qué
hacemos con él?
—Lo usamos para llegar al anillo de fuego… —vuelve a empezar
Sheng—. El profesor escribió que para llegar hasta este anillo, hay
que saber antes cómo funciona el mapa. Y si este tío lo sabe… el
problema está solucionado.
—Por cierto, que no es un problema nuestro —subraya Harvey
—. Quiero decir, no lo era hasta que tú, Elettra, tuviste la buena idea
de aceptar un maletín de un desconocido.
—No ha ido exactamente así —protesta la chica—. ¿O quieres
que te recuerde cómo nos conocimos?
—Por una reserva equivocada de tu padre.
—¿Y nuestros cumpleaños? ¿Y el apagón?
—¿Y mis ojos amarillos? —añade Sheng.
Elettra enseña a los demás el mapa de Roma con los siete
círculos.
—El profesor lo sabía. ¡Mirad aquí! Señaló exactamente los
barrios donde se apagó la luz. Y escuchad lo que escribió: Iniciará el
veintinueve de diciembre.
Harvey aprieta los labios.
—¿Y con eso qué pretenderías decir?
—Quiere decir —interviene Mistral— que en todo eso hay como
un único plan…
—Pero estamos aquí, los cuatro juntos. ¡Y no hemos llegado
aquí por casualidad! —exclama Elettra.
—¿Y cómo, de lo contrario?
Sheng echa una mirada a Mistral y suspira.
—Vaya cabezota que tiene este chico, ¿eh?
—Solamente estoy intentando razonar —replica Harvey—,
considerado que aquí me parece que nadie de vosotros quiere
hacerlo. Si seguimos así, sin pararnos a pensar ni por un momento,
corremos el peligro de perder el contacto con lo que es sensato. Es
decir, corremos el peligro de acabar como el profesor. Y como
Nerón. —Atornilla el índice de la mano sobre la sien—. Nos vamos a
volver locos. Y tal vez sea esto lo que hacen ellos. Te vuelven loco.
—¿Sabéis qué os digo? —abrevia Mistral—. Salir de aquí e irnos
a comernos una pizza. Siempre podemos hablar más tarde.
Y sin esperar que los demás la sigan, sale de la habitación.

Los tres que quedan miran a su alrededor. Harvey hojea la libreta


de Mistral, hechizado por su habilidad. Hay bosquejos de los cuatro
en el Café Greco, de la biblioteca Hertziana, de las columnas de la
plaza Argentina.
—No me interesa ir detrás de un secreto como éste, chicos… —
concluye, cerrándola sobre las rodillas—. Y no quiero que me siga
una pandilla de misteriosos… ellos… que me la tienen jurada.
La cara de Elettra es una máscara de decepción.
—Si esto es lo que piensas, nadie puede obligarte a que te
quedes con nosotros.
Harvey se levanta de la cama.
—Exactamente. Creo que debemos dejarlo ahora, esta noche.
Nada de mapa, Regno del Dado, anillo de fuego… Es una locura
total. No hay nada concreto…
Harvey baja de repente el tono de la voz.
Alguien está subiendo las escaleras.

—¿Habéis oído también vosotros? —susurra a los demás, con


un hilo de voz.
—¿Dónde está Mistral? —pregunta Sheng, mirando a su
alrededor.
—¿Mistral? —murmura Elettra.
No contesta nadie. Los tres se inmovilizan junto a la cama del
profesor, a la escucha. Coches lejanos. El aire inmóvil del piso. La
nevera de la cocina que gorgotea y, de vez en cuando, se pone a
funcionar con un temblor.
—¿Mistral? —murmura Elettra por segunda vez.
Un ruido. Harvey le agarra la muñeca.
Elettra asiente. Lo ha oído también ella: era la barandilla de la
escalera.
Y luego pasos sobre los escalones.
Alguien está subiendo.
Elettra se asoma por la puerta del dormitorio y se sobresalta.
Mistral está al otro lado del pasillo, inmóvil como un fantasma. Sus
ojos redondos son enormes, asustados.
Elettra se tumba en el suelo y mira de reojo más allá de la jamba,
hacia la puerta de la entrada que han dejado abierta.
Con el corazón en un puño, ve zigzaguear en las escaleras la luz
de una linterna.
Sheng llega hasta ella, arrastrándose. Harvey se queda
acuclillado detrás de ellos.
—Están subiendo… —susurra Elettra.
—¿Quién?
—No lo sé.
Escuchan los pasos.
Como mínimo son dos personas.

Quienquiera que sea, está a punto de subir el último tramo de las


escaleras. Elettra hace una señal a Mistral para que los alcance,
pero la chica sacude la cabeza e indica sus pies. En el suelo está
dibujado un círculo rojo.
La linterna ha llegado al rellano.

La primera persona que aparece en el umbral se asemeja a un


vampiro. Está vestido de negro, alto, delgado, con el pelo
completamente blanco y un violín en la mano. Detrás de él, a duras
penas le sigue una especie de ballena sobre dos piernas, que lleva
la linterna y arrastra los pies, agarrándose a la barandilla.
—Son ellos —murmura Sheng—. Han llegado.
El hombre alto y delgado se para delante de la entrada y levanta
lentamente el violín, ajustándolo entre el hombro y la barbilla. En la
mano derecha brilla ahora un arquillo. Lo apoya cuidadosamente
sobre las cuerdas y empieza a tocar una melodía atormentada e
hipnótica, que discurre por el piso del profesor como la miel. Son
notas delicadas, perfectamente circulares. Lentas y muy dulces, se
insinúan entre los libros, llegando a los oídos de los chicos como
caricias.
Elettra advierte los párpados pesados. Los mueve una vez, dos,
los cierra.
Cuando los vuelve a abrir, la música del violín aumenta. El
hombre da una patada a la puerta, golpeándola contra la pared.
Está dentro.

La música danza con él en el pasillo, persuasiva. Son notas que


hablan de sueño, de tranquilidad, de calma. Elettra se esfuerza para
tener los ojos abiertos. Sheng, a su lado, se ha abandonado a un
sueño improviso. Y terriblemente profundo.
Harvey está en la cama del profesor, la cabeza debajo de la
almohada.
«No quiero… dormir…» se impone la chica hiriéndose las yemas
de los dedos con las uñas hasta casi hacerlas sangrar.
El pulso es débil, como sin sangre, los ojos pesados.
«Quedaos abiertos…» repite para sí, testaruda. «Quedaos
abiertos…»
Cuando las fuerzas ya empiezan a abandonarla, la música se
para de golpe. Elettra consigue ver a Mistral que da un paso hacia
adelante por el pasillo. Tiene las manos apretadas sobre los oídos.
Y está diciendo:
—¡Basta! ¡Basta!

—Hola, chica —susurra Jacob Mahler.


Detrás suyo, Little Linch se tambalea en el rellano como un
cachalote hipnotizado por el canto de las sirenas.
Mistral se quita las manos de los oídos y sacude la cabeza.
—Basta música, basta —murmura.
Una sonrisa pérfida se dibuja en el rostro de Jacob Mahler. Baja
el violín y el arquillo a los costados.
—Así que eres tú la más sensible del grupo… Yo dejo de tocar,
prometido. Pero tú no empieces a llorar, ¿vale? Porque yo odio a la
gente que llora. —Da dos pasos hacia ella y añade—: Además
porque no tienes ninguna razón para llorar.

En la parte opuesta del pasillo, Elettra está tumbada en el suelo


con los ojos cerrados y pesadísimos, aturdida por la música que se
le ha enganchado dentro de la cabeza. Sheng ha abierto la boca y
casi se pone a roncar. Harvey está inmóvil en la cama, paralizado
con la cabeza bajo las almohadas.
El suelo vibra peligrosamente.
Elettra se inmoviliza de golpe, como si estuviera cayendo en el
vacío. Como cuando, durmiendo, se pierde de repente el equilibrio.
Abre los ojos.
Mistral está hablando.

—Por favor… —dice, siguiendo con la mirada el avance de


Mahler—. ¿Qué quiere? No hemos hecho nada…
—Vosotros no habéis hecho nada. Pero yo quiero igualmente
algo. —La mirada cínica de Jacob Mahler analiza las paredes y las
columnas de libros sin desvelar la más mínima sorpresa—. Así que
te lo voy a preguntar sólo una vez: ¿lo cogisteis vosotros?
—¿Qué? —pregunta Mistral.
—Mi maletín.
—N-no.
—¿No que no lo cogisteis, o no que no me quieres contestar?
Mistral mira a su alrededor. Ve a Elettra y Sheng tumbados en el
suelo del dormitorio.
—No porque no era tu maletín —contesta.
Elettra cierra otra vez los ojos.
—Muy bien, entonces… —murmura Jacob Mahler, levantando
otra vez el violín.
—¡No! —gime Mistral, volviendo a poner instintivamente las
manos a los oídos—. ¡Basta con esa música!
—¿Dónde está mi maletín? —pregunta el hombre, avanzando
dos pasos más en el interior del piso.
Tumbada en suelo, Elettra se da cuenta de que está temblando.
Pero enseguida se entera de que no es ella la que tiembla… Es
el suelo.

Jacob Mahler ha notado algo raro y la entonación de su voz está


cargada de tensión.
—Escucha… —dice—. Sé que lo tienes, que lo tenéis… Así que
ya puedes llamar aquí a tus amigos y devolvedme mi maletín.
Mistral sacude la cabeza.
—¿Cómo puede ser —sigue el hombre— que una chica dulce y
sensible como tú se encuentre en un lugar tan desagradable como
éste? ¿Por qué has venido aquí, eh? Yo creo que si tus padres lo
supieran, se enfadarían mucho…
—Yo sólo tengo a mi mamá… —contesta Mistral, retrocediendo
hacia el comedor—. Y ella no se enfada nunca.
Jacob Mahler sonríe, pero es como si su sonrisa tratara de frenar
una furia a punto de explotar.
—Tienes suerte. Te propongo un trato: tú ahora me dices dónde
has escondido mi maletín… y yo te dejo volver con tu mamá. ¿Qué
te parece?
—Es que yo no lo tengo, el maletín…
—¿Y entonces quién lo tiene?
—Nerón —contesta la chica, desafiando a Jacob Mahler con una
mirada atrevida.
El suelo del piso vibra con un temblor profundo y un par de libros
caen al suelo.
Elettra se reanima de golpe. Harvey está a su lado, la mano
apoyada sobre su hombro.
—¿Cuánto pesas? —pregunta con un susurro.
—¿Por qué?
—Ahora sé lo que significan esos números en la puerta… Son…
Una segunda vibración, más fuerte que la anterior, le hace
perder el equilibrio y caer sobre ella.
Las paredes del piso emiten un quejido prolongado y otros libros
vienen al suelo.
—¡Socorro! —grita Sheng, despertándose de golpe y
enterándose de que el suelo del dormitorio se está inclinando.
Elettra mira al pasillo. Las paredes de libros parecen hinchadas
como velas. Un horrible sonido se difunde debajo de ellos, seguido
por un chirrido metálico, como de tubería arrancada.
—Es una trampa, ¿entiendes? —dice Harvey, tratando de
levantarse del suelo—. La segunda columna señala el peso del
profesor. ¡Y la primera el peso que el piso aún podía aguantar!
Una tercera vibración.
—¿Cuánto? —pregunta Elettra, abriendo los ojos.
—137 kilos —contesta Harvey, ayudándola a levantarse.

A la tercera vibración Little Linch mira a su alrededor, en busca


de su colega.
—¡Eh, Mahler! —exclama, aún aturdido por la música—. ¿Qué
está pasando aquí?
Reconoce el pelo blanco del killer en el interior del piso y da unos
pasos hacia él.
—¿Pero qué demonio son todas estas hojas que revuelan por
todas partes? —bufa.
En cuanto cruza el umbral, Mahler se percata de su presencia y
grita:
—¡No te muevas!
—¿Cómo? —masculla Little Linch, la boca abierta por el
asombro.
Da otro medio paso, y un abismo se abre de repente bajo sus
pies, tragándoselo.
—¡Eh! —llega a exclamar, antes de desaparecer en una nube de
polvo.

El abismo se propaga por todo el pasillo. Montones de libros se


derrumban como enormes fichas de dominó.
—¡Se derrumba todo! —grita Mistral.
En el dormitorio, Elettra se pega a Harvey, que grita:
—¡Las marcas rojas! ¡Busca en el suelo una de las marcas rojas!
—¡Sheng! ¡Mistral! ¡Las marcas rojas!
El suelo del pasillo se levanta con un estruendo, luego
desaparece con un estallido en una nube de polvo. Las paredes se
inclinan, la tubería explota en cataratas de agua, las baldosas se
polvorizan como arena.
Elettra se estrecha a Harvey sin enterarse de nada, salvo del
ruido.
Ni siquiera podría decir dónde se encuentra, si está parada o se
está precipitando.
Hay polvo, sólo polvo. Luego oye un grito, que podría ser de
Mistral, o quizá no.
Trata de soltarse de Harvey, pero su brazo se lo impide, la coge
con fuerza y la protege. Advierte junto a su mejilla la mejilla de
Harvey. Y su voz que le susurra «Todo va bien. Todo va bien…»,
mientras a su alrededor el mundo está derrumbándose.
Los dos se arrodillan, se sientan en el suelo. Esperan. Ahora
oyen el agua que discurre. Ven luces intermitentes. Sheng está
tosiendo. Su mochila aparece por un momento desde una nube de
polvo.
Elettra trata de mover las piernas. Poco a poco, se da cuenta de
que está sobre una especie de balsa que cuelga sobre el vacío. Y
que también Sheng está en equilibrio sobre una porción de suelo
que ha quedado intacta.
¿Y Mistral?
Elettra cierra los ojos.
Tiene las piernas que balancean sobre el vacío, como las de un
equilibrista.

Sentada en el Mini, Beatrice ve la puerta del palacete saltar en


medio de la calle como el corcho de una botella de champán,
seguida por una nube de polvo. Apaga la radio y abre la puerta de
par en par, precipitándose afuera.
Sólo entonces oye el ruido. Un zumbido sordo y retumbante que
sale de las viejas paredes del edificio.
Ve a gente que se asoma por las ventanas. Oye golpear puertas
y los primeros gritos que repiten:
—¡El terremoto!
Pero no es un terremoto.
Beatrice se lleva las manos a la boca.
—¡Se está derrumbando!
Ni siquiera ha acabado la frase cuando el edificio se inclina por
detrás, se encaja, se dobla sobre sí como un tetrabrik de leche
tirado a la basura.
Beatrice se protege detrás de la puerta del Mini. Los faros
intermitentes brillan en el polvo.
La gente empieza a salir corriendo de los palacios cercanos.
Algunos huyen gritando. Otros se paran a mirar.
Un hombre camina tranquilamente hacia ella.
—No puede ser… —murmura Beatrice, reconociendo a Jacob
Mahler.
Está cubierto de polvo de los pies a la cabeza. Su ropa es del
mismo color de su pelo, pero anda imperturbable, como si no
hubiera pasado nada. En una mano lleva el violín. Con la otra
arrastra a una chica.
A Beatrice le parece ver a un fantasma.
—Vámonos —dice el fantasma, empujando hacia dentro a la
chica y tomando asiento en el coche.
Su cara es una máscara de polvo.
Beatrice pone la marcha atrás y aprieta el acelerador, haciendo
chirriar los neumáticos del Mini. El coche golpea en la acera. Luego
mete la primera, hace una maniobra brusca, toca el claxon y evita a
una pareja que estaba detenida en medio de la calle.
—¿Dónde está Little Linch? —pregunta.
—Ha muerto —dice Mahler.
—¿Cómo ha ocurrido?
Se oyen llegar, desde lejos, las primeras sirenas.
—Comía demasiado —contesta el killer, con una risa sarcástica.
Elettra abre los ojos. Está tumbada sobre un colchón, la cabeza
hundida en una almohada y otra cama que le hace de techo.
Es su litera.
Parpadea, mira a su alrededor. Reconoce los muebles rodeados
por la penumbra, la segunda litera, su habitación.
Oye la respiración de Sheng y Harvey que duermen a su lado.
Es de noche.
¿Pero de qué día?
Trata de mover los brazos. Luego las piernas. Se pone sentada,
notándose entumecida. Con una mano se toca la cara. Tiene una
tirita a la altura de la sien.
No ha sido un sueño.
—¿Elettra? —susurra en ese momento la voz de su padre.
La chica no se había dado cuenta de él, sentado al fondo de la
cama. Sólo era una sombra entre las sombras.
Fernando se acerca para darle un beso.
—Elettra, hija mía… pero ¿qué habéis hecho?
No la abraza, limitándose a mirarla desde el borde de la cama.
—Has tenido mucha suerte…
—Papá… —Elettra tiene la garganta seca—. ¿Qué hora es?
¿Cómo… cómo he llegado hasta aquí?
La puerta de la habitación se entreabre y deja entrar a la tía
Linda.
—¡Elettra! —casi grita la mujer. Luego se tapa la boca para no
despertar a los demás chicos—. ¡Gracias a Dios! ¡Estás bien!
La tía Linda se abalanza sobre la litera, ahogando a la sobrina en
un abrazo cariñoso.
—¡Tú estás loca! ¡Tú y tus amigos!
—Tía, pero ¿qué…?
Linda le coge la cara entre las manos y le aprieta con fuerza las
mejillas.
—¡Ha sido una tontería! ¡Una verdadera tontería!
—Papá… Tía… no sé qué deciros: no me acuerdo nada…
En ese momento, Elettra se acuerda del suelo que se derrumba,
la nube de polvo y las luces que danzan en la oscuridad.
—No te preocupes; Harvey nos lo ha contado todo… —susurra
Fernando Melodía, señalando la segunda litera—. Él te ha traído a
casa, tú estabas desmayada.
—¿Harvey me ha traído a casa?
La tía Linda une las manos y las agita a un palmo de sus narices.
—¿Pero con todos los lugares que hay, chicos, justo en un
edificio en obras os habéis metido para jugar? ¿Y encima, en
invierno?
Elettra sacude la cabeza lentamente, tratando de entender lo que
puede haber contado Harvey.
—¿En una obra?
Fernando detiene a tía Linda con un gesto paciente de la mano.
—Lo sabemos. Harvey nos ha contado que habéis ido allá tan
sólo para echar un vistazo a las excavadoras, pero…
—¿Pero será posible? —le interrumpe la tía Linda, pasmada—.
¡Con todas las cosas que se pueden ver en Roma… las
excavadoras!
—Y puesto que era de noche, deberías haber tenido más
cuidado de dónde ponías los pies —sigue Fernando.
—¡Has caído en una alcantarilla! ¡En una alcantarilla! —suspira
visiblemente la tía.
El padre, en cambio, acaricia a Elettra en la frente.
—Te has dado un porrazo en la cabeza y te has desmayado.
La chica asiente, sorprendida por lo que Harvey ha inventado. Y
también por la sensación de que su padre, en realidad, no se ha
creído ni siquiera una palabra de aquel cuento, pero se lo está
repitiendo para evitar que ella se traicione con la tía Linda.
—También Sheng se ha hecho daño —interviene la tía—. Le he
hecho un vendaje para inmovilizar el brazo, pero mañana por
seguridad os llevo a los tres a Urgencias. ¡Y no me importa si es fin
de año!
—¿Qué hora es, ahora? —pregunta Elettra al padre.
—Casi las dos.
—Era una trampa… —murmura Elettra entre sí.
—No era una trampa —le contesta Fernando en voz tan baja que
la tía no lo puede oír—. Vosotros os habéis metido allí, y habéis
tenido suerte.
Elettra mira a su padre tratando de entender cuánto, en realidad,
sabe.
—Papá, nosotros…
—Por supuesto no hemos dicho nada a los padres de Harvey ni
tampoco al papá de Sheng —continúa él—. Pero…
—Pero mañana hablaremos —interviene la tía Linda—. Y no
creas salirte con la tuya tan fácilmente. Los chicos estaban en tus
manos.
A Elettra se le ocurre algo:
—¿Y Mistral?
Fernando Melodía se pone tieso.
—¿Pero no ha ido adonde su madre? —contesta por él la tía
Linda.
Fernando asiente:
—Harvey nos ha dicho que ha cogido un taxi en el centro y se ha
ido a la estación…
—Y pensar que todavía tienen aquí todas las maletas.
Elettra observa el cuerpo de Harvey rodeado por la penumbra,
dándole las gracias por la habilidad con la que ha sabido protegerlos
a todos, guardando su secreto.
—Ahora a dormir. Lo demás, ya lo pensaremos mañana, ¿vale?
—le propone su padre.
A la idea de Mistral, Elettra advierte las lágrimas que le suben a
los ojos.
—No hubiéramos tenido que ir allá —murmura.
La tía le apoya una mano sobre la frente.
—Descansa, ahora…
Elettra asiente y coge otra vez sueño. Oye la puerta de la
habitación que se cierra y su padre que dice:
—Hemos tenido mucha suerte.
Harvey abre los ojos. Está sudando. Tiene la respiración
entrecortada y las mantas envueltas alrededor de su cuerpo. El reloj
le corta en dos la muñeca. Comprueba la hora. Son las seis.
—La cama no está precipitándose… —dice, para tranquilizarse
—. Sólo ha sido un sueño.
Se quita de encima las mantas y la sábana lentamente, para no
despertar a los demás. Sus piernas están excoriadas y cubiertas de
abrasiones. Pone los pies en el suelo frío. Necesita sentir algo
sólido.
En cuanto cierra los ojos ve páginas de libros volar en el aire.
Hojas quemadas que suben arriba. Y un mar de polvo. Ve a Elettra
desmayada, con las piernas en el vacío, y Sheng agarrado a la
mochila como a un paracaídas.
Ve lo que ha quedado del suelo de la cuarta planta y la escalera
que él y Sheng han bajado cargándose sobre los hombros a Elettra.
Ve la luz intermitente de los bomberos y sus camiones rojos, con las
largas escaleras de aluminio.
Se han escabullido del palacio antes de que alguien les pudiera
ver. Luego Harvey ha tumbado a Elettra en el suelo y ha vuelto a
entrar.
«¿Adónde vas?» le ha preguntado Sheng.
«En busca de Mistral.»
«¡En el palacio todavía hay una chica!» ha gritado luego.
«La vamos a buscar» le ha contestado un bombero, y ha trepado
por la escalera extensible como una salamanquesa. Otros hombres
han entrado desde lo que quedaba del portón de la entrada,
armados de hachas.
«¿Habéis visto salir a una chica?» ha preguntado Harvey a la
gente que abarrotaba la calle.
Pero nadie le ha hecho caso, todos estaban concentrados en el
espectáculo de los bomberos.
«¿Habéis visto salir a una chica?» ha seguido preguntando
Harvey a todos los que encontraba.
Hasta que una mujer le ha contestado: «¿Una chica con el pelo
liso, castaño claro? La he visto irse con su padre. Un hombre con el
pelo blanco. Llevaba un violín… ¿Es posible?».
Harvey ha asentido.
Era posible.

Harvey se levanta, coge algo de la mesilla y se dirige al baño.


Enciende las luces del espejo y se queda mirándose largo rato.
Tiene los ojos de un viejo.
Luego baja la mirada sobre la libreta de Mistral, que ha
recuperado de la mesilla.
Se pone a hojear lentamente las páginas, deteniéndose en el
último dibujo: ellos cuatro en la habitación del profesor.
—¿Harvey? —susurra una voz a sus espaldas.
El chico ve el reflejo de Elettra en el espejo.
—¿No duermes? —le pregunta, volviendo a cerrar la libreta.
—Ya no. ¿Tú qué tal estás?
—Sólo tengo unos rasguños.
—Gracias por haberme traído hasta aquí.
—¿Querías que te dejara allá?
—No, pero… Quería decir…
Harvey se da la vuelta para mirarla. Desliza la libreta por detrás
de la espalda y luego la introduce en los boxer.
—No ha sido difícil. Eres ligera. Y por suerte…, de lo contrario el
suelo se habría derrumbado antes.
—He… hablado con mi padre. Me ha contado tu versión de los
hechos.
—No es mi versión: yo no soy bueno en inventar excusas. Es de
Sheng.
—¿Él se encuentra bien?
—Le duele un brazo.
Elettra vacila unos segundos antes de hacerle la última pregunta:
—¿Y Mistral? ¿La has visto?
—No.
—Crees que… está…
—No. Una mujer le ha visto alejarse en compañía del hombre del
violín.
Elettra se muerde el labio.
—¿Con vida?
—Necesariamente.

Los dos salen de la habitación y recorren con los pies descalzos


todo el pasillo. Llegan hasta el comedor, de donde procede el tenue
resplandor de una televisión encendida. El papá de Elettra se ha
quedado dormido en el sofá.
Están dando las telenoticias de la mañana.
—Ya ves —susurra Harvey, cuando en la pantalla aparecen las
imágenes de un palacio derribado—. Aquéllos somos nosotros.
Un helicóptero graba la escena desde lo alto: la casa del
profesor es un paralelepípedo de cemento doblado sobre sí, en
torno al cual danzan luces, grúas y mangueras. El corresponsal a
bordo del helicóptero comunica agitado las escasas informaciones
de que dispone: «Un viejo edificio en ruinas… una fuga de gas… un
hundimiento estructural… miles de libros…».
Elettra y Harvey se acercan para tratar de oír algo más. «No se
sabe cuántas familias vivían en la casa… aparte del profesor Alfred
van der Berger que vivía en el piso derruido… actualmente, los
socorros no han encontrado…»
—Así que ningún rastro de una chica francesa —suspira Elettra,
animada.
—Te lo he dicho: se la ha llevado ese hombre.
—Está viva, Harvey —murmura Elettra—. Y está en Roma con
él.
Harvey le enseña los apuntes en la libreta de Mistral.
—La verdad es que nadie va a creer a estas cosas. No podemos
contar… nada.
—No —admite Elettra—. Pero a lo mejor podemos tratar de
buscarla nosotros mismos.
—¿Y cómo?
—Pidiendo ayuda.
—¿A quién?
—A lo mejor hay una persona que puede creerse lo que nos ha
pasado… —Elettra busca en la libreta uno de los últimos apuntes de
Mistral. Luego se lo da a leer a Harvey.

Tendido en la cama, Sheng sabe perfectamente que está


soñando, pero no consigue dejar de hacerlo. Ese sueño le da miedo,
pero es como si no pudiera despertarse. Sólo puede rendirse, como
un espectador forzado.
Está caminando en la selva en compañía de Harvey y Elettra.
Hace mucho calor y el silencio es total. No se oye ningún insecto,
ninguna ave. Es como si la selva estuviera vacía. De vez en cuando
entre las plantas asoma un monumento romano: un palacio, una
columna, un obelisco, como si la floresta hubiera crecido sobre la
ciudad. Luego la vegetación tropical deja paso a una extensión de
arena fina, muy blanca, que cruje bajo los pies.
Más allá de un estrecho tramo de mar azul y limpio, hay una
pequeña isla cubierta de algas.
Elettra, Harvey y Sheng se zambullen entre las olas y, otra vez,
Sheng se da cuenta de la total ausencia de sonidos.
En la isla les está esperando una mujer. Tiene la cara tapada por
una capa y lleva puesto un vestido muy ceñido, sobre el que están
dibujados todos los animales del mundo.
Harvey es el primero en salir del agua y se arrodilla delante de la
mujer.
Elettra le sigue, pero se queda de pie.
Sheng, en cambio, se queda acuclillado en el agua. Está
asustado.
La mujer les mira fijamente, inmóvil en la playa cubierta de algas.
Luego levanta la mano derecha, la desliza bajo el vestido y saca un
viejo trompo de madera, que le ofrece al chico chino.
Justo entonces, Sheng abre los ojos.

—Tranquilízate, Sheng… —le dice Harvey, la mano apoyada


sobre el hombro—. Sólo era una pesadilla.
Las imágenes del sueño rebotan en la cabeza de Sheng: la
selva, la playa, la isla, la mujer, el trompo…
—¡He soñado con el trompo! —exclama—. ¡Tenemos que… usar
el mapa!
—Era lo que queríamos hacer nosotros también.
—¿Qué hora es?
—Es temprano. ¿Qué tal te encuentras?
Sheng nota que su brazo derecho le pulsa.
—Me duele un poco el brazo, pero… no es nada. He soñado con
vosotros. Había… había una especie de selva que cubría la ciudad.
Elettra le hace un ademán de que calle.
—Luego nos lo cuentas, si te apetece. Tenemos poco tiempo.
—¿Para hacer qué?
—Tenemos que marcharnos antes de las siete.
—¿Adónde?
—Vamos a rescatar a Mistral.
—¿Y cómo?
—¿Te vienes con nosotros? —pregunta Elettra.

Como todas las mañanas, Linda Melodía abre los ojos a las siete
en punto. Se desliza fuera de las sábanas con cierta pena y busca
con las puntas de los dedos sus inseparables pantuflas de lana
tirolesa.
—¿Qué hora es? —le pregunta la hermana, cuando la ve salir
del baño.
Linda masculla algo mientras se pone una camiseta, un jersey de
flores y unos pantalones color blanco nata.
Irene tiene la cabeza hundida en la almohada.
—¿Va todo bien?
Su hermana se pone delante de la ventana para hacer un par de
ejercicios de respiración.
—Diría que no. Por el asunto de los chicos prácticamente no he
pegado ojo. Hubieras tenido que verlos cuando volvieron…
¡Parecían tres máscaras de polvo y suciedad!
Irene se ríe.
—Siempre eres la misma de exagerada. Sólo debían de estar un
poco embadurnados…
—Créeme. Por un momento he pensado que Elettra… ¡Mejor
que lo dejemos!
—Son sólo unos chicos, Linda.
—¡Yo también he sido una chica! Pero no sentía la necesidad de
meterme en un edificio en obras y de arriesgar la vida para ver una
grúa. ¿O me equivoco? ¿Tú qué hacías cuándo tenías su edad?
Irene se refriega los ojos.
—¿Yo? Trataba de salvar el mundo.
Linda levanta los ojos al cielo.
—¡Ah, desde luego! ¿Cómo he podido olvidarlo? —La besa en la
frente y dice—: Si no necesitas nada, bajo a preparar las mesas
para el desayuno.
—¿Me pasas el teléfono, por favor?
—¿Y a quién quieres llamar a las siete de la mañana?
—¿A mi amor secreto?
Linda sale de la habitación con una sonrisa. Baja las escaleras
aún silenciosas de la Domus Quintilia y llega al comedor donde
pone en el homo una decena de bollos de crema y una tarta de
avellana y chocolate.
Mientras tanto, piensa en los amores secretos de su hermana. Y
en los suyos. Recuerda algunas imágenes descoloridas: los deberes
para las vacaciones en la playa, que Irene examinaba
cuidadosamente antes de darle el visto bueno. Rememora las
carreras en la playa con las zapatillas de lona y los lazos colorados
en los cabellos, las excursiones en barco y… ese chico que se
zambullía desde las rocas, lanzándole miradas apasionadas.
«Caray» piensa Linda, poniendo en el homo un plato de galletas
de higo, «se me ha olvidado su nombre.»
En cambio, se acuerda de Irene perfectamente. Estaba igual que
como está ahora. Caminaba sobre sus piernas, claro, y su cara
tenía menos arrugas, los ojos eran más brillantes… Pero también en
esa época pasaba el tiempo volcada sobre los libros, el pelo blanco
que se movía bajo el sol.

La máquina del café sopla vapor caliente en la leche,


montándola para un capuchino. Linda espolvorea en forma de
corazón un poco de cacao y disfruta de su desayuno habitual, antes
de que los demás se despierten. Un poco más allá, Fernando sigue
roncando en el sofá, delante de la televisión encendida. De aquí a
poco se despertará de golpe, comprobará la hora y le pedirá un café
corto, doble, que se tomará de un sorbo.
Con una bocera de leche en la punta de la nariz, Linda abandona
el comedor y recorre el pasillo que lleva a la habitación de Elettra.
Se detiene para escuchar.
Hay un gran silencio.
«Bien», piensa, mientras se limpia la nariz, «están durmiendo.
Mejor no despertarlos.»
—¡Voy! ¡Voy! —masculla Ermete De Panfilis, arrastrando las
pantuflas hasta la puerta de entrada de su tienda en el Testaccio.
Por el trayecto echa un vistazo al despertador. Ni siquiera son las
ocho.
¿Quién puede ser, tan temprano?
«Quienquiera que sea, es mi culpa» piensa, cruzando la sala de
estar-garaje.
Su madre le había dicho miles de veces que no se tiene que vivir
y trabajar en el mismo sitio, de lo contrario uno siempre tiene que
trabajar.
El timbre suena por enésima vez, y es la última gota que colma
el vaso.
—¡Pero basta ya! —grita, superando su sidecar recién arreglado
—. ¿Habéis entendido que he entendido? ¡Voy a abrir, maldita sea!
Luego se detiene.
¿Dónde está la puerta?
Mira a su alrededor desorientado: tiene como la sensación de
que alguien le ha desplazado la entrada de la casa. Es aquella
odiosa sensación de desorden típica por la mañana muy temprano.
Odiosa como todo lo que pasa por la mañana: el café caliente, las
últimas noticias, las camionetas de leche, los niños que se van a la
escuela, las llamadas urgentes. Forman parte de un mundo que a
Ermete le gustaría borrar para siempre: el mundo de «antes de las
once».
Un mundo que su madre, en cambio, nunca se olvida de
recordarle, cuando le llama cada domingo por la mañana a las siete
y treinta.
Podría ser ella, a la puerta. Dondequiera que esté la puerta, por
supuesto… Sería del todo normal verla aparecer ya perfectamente
vestida y maquillada, dinámica lo suficiente como para irritarle de
manera exagerada y con cincuenta ansiedades que quiere compartir
con él.
Ya está en la puerta.
Antes de llegar hasta ella, Ermete De Panfilis se rasca durante
un rato el trasero.
¿Es muy necesario que abra?
Fuera de la mirilla no ve nada. Pero a lo mejor tampoco ha
mirado exactamente por la mirilla.
Dando un suspiro descorre el pestillo y trata de arreglarse los
últimos escasísimos cabellos, que están derechos en su cabeza
como el pelo de un puerco espín.
—Aquí estoy… —dice, abriendo de par en par la puerta con un
suspiro.
Una ráfaga helada le recuerda de repente que lleva puesto el
albornoz.
No hay nadie.

Ermete es ingeniero electrónico por voluntad de su madre. Su


licenciatura le servía a ella para poder jugar a las cartas
orgullosamente con las amigas. Y en parte a él, para poder tener un
piso lejos de casa y cultivar sus verdaderas pasiones, a saber: era
radioaficionado, experto en motos antiguas, arqueólogo diletante
con la manía de los misterios, coleccionista de estatuillas de cerdos,
aficionado lector de cómics y, por supuesto, máximo experto
mundial de juegos de mesa de cualquier época.
—¿Qué bromas son éstas? —exclama el ingeniero,
radioaficionado, arqueólogo, historietista, señor de los juegos
Ermete De Panfilis en el umbral de su casa—. ¿Quién ha sido?
Por la calle no hay nadie. En el jardín de su chalet tampoco. El
letrero de su tienda, Al Regno del Dado, está apagado
rigurosamente.
—¿Es usted el dueño? —le pregunta una voz a la altura de su
ombligo.
Ermete baja su mirada con un ceño molesto.
Y entonces se da cuenta de que están los tres mocosos: una
chica con el pelo negro parecido a un pulpo, un larguirucho que
parece el cantante de los Oasis en versión alargada y un chino con
un brazo vendado.
—¿Y vosotros quiénes sois?
—Nos gustaría entrar, si no te importa.
—¿Y por qué?
—Estamos aquí por el mapa —explica la chica.
—¿Mapa? ¿Qué mapa?
Ermete trata de concentrarse rápidamente sobre los
acontecimientos de los últimos días.
—La del profesor Van der Berger.
El corazón del hombre da un sobresalto.
—¿Y vosotros qué tenéis que ver, con el profesor Van der
Berger?
—Nos dio el mapa pidiéndonos que lo guardáramos hasta que él
no volviera a buscarlo —explica el chico con el brazo vendado,
levantando una mochila gastada y sucia.
—¿Y por qué no volvió a buscarlo? —pregunta Ermete.
—Porque murió —explica la chica de pelo negro—. Ellos le
mataron hace dos días a orillas del Tíber.
—Y ayer por la noche también intentaron matarnos a nosotros —
añade el cantante de los Oasis en versión reducida—. Haciendo que
se nos derrumbara un palacio encima.
—Y creemos que secuestraron a nuestra amiga Mistral.
—¿Ahora podemos pasar?

Ermete se aparta de la puerta, aturdido por la ráfaga de


informaciones.
—Dejadme que lo entienda bien… —masculla, invitando a los
tres dentro del Regno del Dado—. Ayer, por teléfono…
—Yo contesté —explica Sheng.
—Pero… ¿por qué…? —El hombre se rasca ruidosamente la
cabeza. Cierra la puerta a sus espaldas y anuda a la cintura el
albornoz—. Quiero decir… —Una expresión interrogativa se le
queda dibujada en la cara.
Ermete es un hombre bastante perspicaz, aunque su aspecto
haría pensar en lo contrario. Es delgado sin ser seco, con los
hombros hundidos y una alusión de barriga. Tiene los pómulos
marcados y los ojos azules, a menudo entumecidos por el sueño.
Tiene más barba que cabellos, que crecen desordenados como los
objetos que amueblan su piso.
El Regno del Dado es una mezcla entre un sótano, un bar y un
garaje. Por un lado hay motos desmontadas alineadas junto a
piezas de carrocería esmaltadas, herramientas de taller,
neumáticos, tornillos, dados y pernos. Por el otro, una serie de
mesas de plástico con tableros de juegos, más dados y marcadores.
Detrás de una puerta acristalada se entrevén marañas de cables de
un aparato de radioaficionado, con largas antenas puestas en la
terraza.
—Antes de llegar aquí lo hemos consultado entre nosotros —
explica la chica—. Y hemos decidido contártelo todo. Pero te aviso:
tardaremos bastante.
El estómago de Ermete gime ruidosamente.
—¿Os parece bien si nos sentamos en la cocina? —propone—.
Quizá tenga media tonelada de copos de maíz por acabar.

La cocina está llena de platos de plástico amontonados uno


encima del otro. Un enorme póster de King Kong señorea sobre el
fregadero, mientras cuatro cabezas negras de lord Fener de La
guerra de las Galaxias hacen de mantel.
Los chicos comen copos de maíz e, interrumpiéndose los unos a
los otros, empiezan a contar todo lo que ha ocurrido.
Mientras tanto, Sheng pone sobre la mesa el contenido de la
mochila: el mapa de madera, el diente, los trompos, las hojas
recogidas en la biblioteca, la libreta del profesor y la de Mistral, el
libro griego Kore Kosmou y el de Séneca De los cometas.
—Ellos llegaron en cuanto encontramos este libro —susurra
Harvey—. Eran dos: uno bajo y gordo. El otro alto, negro, con un
violín.
Ermete pone los ojos en blanco.
—¿Qué quieres decir con un violín?
—Lo usa de manera hipnótica —explica Elettra—. Era casi
imposible quedarse despiertos.
El hombre se rasca la barba, pensativo.
—Brutal…
—El gordo murió —dice Sheng.
—Sí, y a lo mejor lo habéis matado vosotros, yo qué sé… ¿con
un trombón lanzallamas? —se ríe Ermete.
—Murió cuando el piso del profesor se derrumbó.
—¿En qué sentido… se derrumbó?
—Para Harvey era una trampa. El cree que el profesor calculó
exactamente su peso y el de los libros que había amontonado en el
piso, y que los colocó de manera que, si hubiera entrado alguien de
más, se habría derrumbado todo.
En la media hora siguiente, Ermete se hace explicar
detalladamente lo que pasó. A medidas que los chicos se
desahogan, su cara se hace cada vez más preocupada.
—Entonces ahora estamos todos en peligro —dice, al finalizar el
cuento.
—Es probable —concuerda Sheng.
—Fíjate tú que yo no le creía… —murmura el hombre—.
Desconfiaba de todos, y cuanto más nuestra investigación
avanzaba, más él estaba convencido de que le seguían. Que le
espiaban. Unas personas que querían apoderarse, en definitiva…,
de este mapa. —Ermete señala el extraño objeto de madera sobre
el cual Sheng tiene celosamente apoyada una mano.
—Era exactamente lo que quería el hombre del violín: el maletín
del profesor. Y sabía que lo teníamos nosotros.
—¿Tú sabes para qué sirven estas cosas?
—¿Y por qué ellos las quieren a toda costa?
—Creo que sí —contesta Ermete.
—A nosotros no nos interesa tanto este maletín —puntualiza
Harvey— cuanto encontrar a Mistral. Hemos pensado que
podríamos cambiarlo: les damos a ellos el maletín y volvemos a
tener a nuestra amiga.
—Pero, antes de hacer esto, querríamos saber qué es lo que
cambiamos —añade Elettra.
El ingeniero tamborilea los dedos sobre la mesa.
—Si Alfred lo supiera… —suspira—. Vosotros no sabéis cuánto
hacía que guardaba este mapa.
—¿Pero por qué es tan importante?
—Porque sirve para encontrar el anillo de fuego —contesta
Ermete.
—¿Es decir?
El ingeniero se encoge de hombros.
—Esto no lo sé. No era la parte de la investigación que me
correspondía.
—En nuestra opinión se trata de algo que perteneció a Nerón —
suelta Elettra.
—Oh, no —replica Ermete—. El anillo de fuego es mucho más
antiguo. A lo mejor pasó por las manos de Nerón, pero es mucho
más antiguo. Más antiguo que los romanos, que los pitagóricos y
que los filósofos griegos. Y mucho más antiguo que las pirámides. El
profesor pensaba que fuera un secreto guardado desde hace miles
de años, transmitido oralmente de los maestros a los discípulos. —
Elettra enseña el mapa de Roma con las marcas del profesor—. Él
estaba seguro de que se encontraba en la ciudad.
Ermete estudia por unos instantes el mapa, luego pide a Sheng
que abra la caja de madera e indica a los chicos que los barrios
marcados están dispuestos exactamente como las estrellas
entalladas en el centro del mapa de madera, alrededor de la figura
de la mujer.
—Ésta es la Osa Mayor.

Los chicos miran maravillados el objeto rectangular, con sus


incomprensibles vueltas entalladas encima.
—¿Tú entiendes lo que está escrito aquí? —pregunta Elettra,
señalando los caracteres griegos dispuestos a lo largo del mapa de
madera.
Ermete se levanta.
—A un secreto tan grande no se llega por una sola vía —
contesta, desapareciendo en otra habitación. Vuelve poco después
con un grueso volumen lleno de fotos—. Pero no os engañéis por la
frase, porque creo que fue entallada mucho tiempo después
respecto al mapa.
Coloca el libro en medio de la mesa de la cocina, lo abre y
muestra a los chicos una torre piramidal, sobre cuya cumbre arde un
gran fuego.
—Y no hace falta que os diga todo lo que sé. Cuando el profesor
me enseñó el mapa por primera vez, me lo presentó como un
posible juego antiguo. Una especie de tablero parecido a los que los
egipcios empleaban para jugar al senet. Pero estaba perplejo, y yo
también. Este mapa está formado por elementos efectivamente en
contraste entre ellos, que pertenecen a época distintas. Las huellas
que se han acumulado a lo largo del tiempo prueban que pasó de
mano en mano muchas veces y que algunos de sus dueños lo
perfeccionaron, o sencillamente… le pusieron su firma. La frase
entallada en un costado puede ser un ejemplo. Pertenece al período
en el que el mapa se encontraba en Grecia. En los tiempos de
Sócrates y Platón. ¿Sabéis algo de ellos?
Los chicos asienten.
—Poca cosa…
—Eran grandes filósofos.
—¿Cómo Séneca?
—Correcto. Pero más antiguos. Si miráis el mapa desde fuera,
—continúa Ermete— os daréis cuenta de que presenta unos tacos
de maderas puestos aquí y allá, como parches. Y estas pequeñas
inscripciones, letras, figuras… ya han desaparecido casi del todo.
Pero, con una buena cámara, he podido descubrir algo asombroso.
—¿Es decir?
—¡Que éste… es un mapa estelar de los caldeos!
Los chicos no parecen para nada afectados por esa revelación.
—Chulo… —murmura luego Sheng, como si temiera meter la
pata.
Ermete apoya las manos sobre el libro de fotos.
—Me imagino que no sabéis nada de los caldeos…
—Efectivamente…, no —admite Elettra.
—Cero —confirma Harvey.
—¡No los he oído nunca! —exclama Sheng, animado por la
general admisión de ignorancia.
—Vamos a ver… los caldeos eran los habitantes de la más
antigua ciudad del mundo, una ciudad llamada Ur. Fijaos en esta
coincidencia: Roma, en latín, se llamaba Ur-be.
—Uau —exclama Harvey, irónico—. Estoy temblando de la
emoción.
—Los caldeos… —continúa Ermete, enseñando las fotos de
antiguas ruinas cubiertas de arena— fueron los primeros hombres
que miraron hacia el cielo y que inventaron la astrología, la ciencia
que une el destino de las personas con el movimiento de los astros.
¿Sabéis de los signos zodiacales? ¿Cuáles son vuestros signos?
—Piscis.
—Piscis.
—Piscis, yo también —dice Sheng. Aunque la verdad es que
nací en el año del mono.
Ermete se queda por un instante boquiabierto, luego continúa:
—Ya, precisamente. Fueron inventados por los caldeos. Fueron
grandes astrónomos, grandes científicos y grandes sacerdotes. A
partir de sus conocimientos astronómicos desciende en cierto
sentido el culto iranio de Mitra, que se difunde en Roma sobre todo
entre las legiones y los soldados. Mitra era el dios del Fuego, del Sol
que cada noche muere y cada mañana vuelve a nacer.
—¡Leímos sobre este Mitra en la libreta del profesor! —exclama
Elettra—. Sabemos que en cierto momento Nerón pensó haberse
vuelto como él, el Sol en Tierra…
—Pero ésa fue sólo una parodia arrogante —masculla Ermete.
—Y que en Roma se celebraba el 25 de diciembre —añade
Harvey.
—Es verdad. Hoy para nosotros los occidentales el 25 de
diciembre es el día de Navidad. Pero antiguamente… el nacimiento
de Jesús se celebraba el día 6 de enero.
—¿El día de Reyes? —pregunta Elettra.
—El 6 de enero es el día de la epifanía. Y «epifanía» es una
palabra griega que significa «revelación». O sea… el día de la
cumbre, de la luz. Porque es también el día en el que se revelan los
tres reyes llegados de Oriente…
—Los Reyes Magos —murmura Harvey.
—Correcto —sonríe Ermete. ¿Y qué sabemos de ellos? Que
posiblemente eran tres, que llevaban dones y que habían llegado
siguiendo…
—Un cometa —concluye Elettra.
—¡Eh, esto lo sabía yo también! —exclama molesto Sheng, que
ha sido anticipado por un soplo.
—Un cometa, es correcto —reanuda Ermete—. Y ésta es la
razón por la cual se piensa que los Reyes Magos fueron sumos
sacerdotes, depositarios de una tradición muy antigua, y estudiosos
del cielo.
Harvey se remueve incómodo sobre la silla.
—Dime —lo incita Ermete.
—Sobre la mesilla del profesor —contesta Harvey, señalando el
texto de Séneca— había un libro sobre los cometas…
—Cuestiones naturales-De los cometas —lee Ermete.
—¡Qué lío! Parece todo mezclado… —murmura Elettra.
—Y lo está. Quien estudia las estrellas piensa que nuestra
existencia está conectada con el movimiento de las constelaciones.
Y que hay momentos favorables y desfavorables para iniciar las
cosas. El profesor pensaba que nosotros estábamos cerca de un
momento especialmente favorable. Que, según sus cálculos, se
presenta una vez cada cien años.
—Caray… es mucho tiempo.
—Ya. «Los tiempos están maduros» repetía siempre Alfred en
las últimas semanas.
—Cuando me dio el maletín —recuerda Elettra— dijo: «Ha
iniciado».
Ermete asiente:
—Estaba obsesionado por el tiempo y me metía prisa para que
lograra entender cómo usar el mapa. Decía que el riesgo era perder
para siempre el momento propicio… Y estaba apremiado por los
signos. Decía que el inicio sería una simple casualidad. Nada más.
Las palabras de Ermete se deslizan en el aire como el aceite.
Una casualidad, nada más.
Como cuatro chicos nacidos el 29 de febrero, que se encuentran
en Roma en la misma habitación.

A mitad de la mañana, Linda Melodía toma la iniciativa.


Recorre a grandes pasos el pasillo que lleva a la habitación de
Elettra, la mano ya levantada para llamar a la puerta.
—¿Chicos? ¡Son las diez y media! —exclama delante de la
puerta—. ¿Qué os parece si os levantáis?
Nadie le contesta.
—¿Chicos? —insiste la mujer, llamando con fuerza a la puerta.
Entreabre la puerta.
—Levantaos, dormil…
La habitación está desierta.
Linda Melodía, levemente preocupada, entra en la habitación.
Sobre la cama de Elettra hay un mensaje.
Linda lo coge como se coge una multa de aparcamiento indebido
y lee:

Hemos salido a dar una vuelta.


No os preocupéis por nosotros.
Estamos bien.
Nos vemos esta tarde.
¡Y feliz Fin de Año!

En un arrebato de rabia, a Linda le gustaría estrujar la hoja, pero


se resiste.
Corre fuera de la habitación en busca de Fernando y, en cuanto
le encuentra, se la pone debajo de la nariz.
—¡Mira qué hace tu hija! —grita—. ¿No ha sido suficiente la que
armó ayer?
—Linda… —murmura Fernando, tratando simultáneamente de
leer el mensaje y de calmar su furia.
—¡Un papelito! —explota Linda—. ¡Después de todo lo que pasó
ayer!
La madre de Harvey se acerca y pregunta:
—¿Por qué? ¿Qué pasó ayer?
La tía Linda está a punto de contestarle, pero por una vez se le
adelanta Fernando, que consigue meter una frase tranquilizadora:
—Oh, nada en especial… Han estado haciendo un poco el loco
por las calles de Roma. —El mensaje de Elettra se desliza
rápidamente en el bolsillo de sus pantalones.
—¿Y ahora aún están en la habitación? —insiste la señora Miller.
—No exactamente… —contesta Linda Melodía, golpeando
nerviosamente el pie en el suelo.
—¿Y dónde, entonces?
—La verdad… no lo sabemos —admite Fernando, hundiéndose
bajo la severa mirada de la señora americana.
Busca un apoyo en Linda, que se lo niega de inmediato:
—Han salido esta mañana temprano, sin decirnos nada.
La cara de la señora Miller enrojece.
—¿Qué quiere decir que han salido?
—Para dar una vuelta. Pero volverán pronto…
—¿Una vuelta adónde?
—Ah… pues… no lo sabemos.
—¡Pero es una vergüenza! —estalla la señora—. ¡George!
Su marido se acerca. Tiene la nariz un poco manchada de
azúcar en polvo.
—¡Harvey no está! —le resume sintéticamente la mujer.
—¿Cómo que no está?
—¡Ha salido esta mañana temprano con la hija de los señores y
su nuevo amiguete chino! ¡Sin decirnos nada! ¡Y sin ni siquiera
saludamos!
—¿Y adónde ha ido?
Fernando estruja el papelito en el bolsillo de los pantalones.
—Han salido para… pues… para hacer una especie de juego,
creo… —improvisa.
—Imposible —afirma tajantemente el profesor—. Mi hijo nunca
juega. Es un chico muy maduro.
—Entonces, a lo mejor… ¿se ha ido a un museo y no quiere
hacer mucha cola? —suelta Fernando, con la cara roja como un
pimiento.
—Usted no me gusta, señor —declara el profesor universitario—.
Si todavía me encuentro aquí es sólo por complacer a mi esposa…
pero ahora yo creo que usted ha superado cualquier nivel de
decencia. Así que le pregunto: ¿dónde está mi hijo?
—Está por la ciudad con Elettra y Sheng —contesta Fernando.
La señora Miller se dirige a Linda, esperando encontrar un eficaz
apoyo femenino, y le confía:
—A Harvey no le gusta perder el tiempo con los chicos de su
edad. Ni mucho menos con las chicas… ¡sobre todo si son inquietas
o despistadas!
—Lo que hace Harvey es asunto suyo —estalla Linda,
alineándose inesperadamente al lado de Fernando—. Al fin y al
cabo, me parece lo suficientemente mayor como para tomar
decisiones por su cuenta, ¿no?
—¿Pero cómo se atreve? —amenaza el profesor.
—¡Si el pobre Harvey ha decidido perder el tiempo con chicos de
su edad y encima con mi sobrina, que es tan inquieta y despistada,
es porque posiblemente hasta ahora se estaba muriendo de
aburrimiento!
—¡Oh cielo! —suspira la madre de Harvey—. ¡George, di algo!
El hombre levanta un dedo hacia arriba.
—¿Y usted, qué quiere decir, George? —lo interrumpe Linda
Melodía, con los brazos en las caderas—. ¿Que va a hablar con el
director del instituto?
Harvey, Elettra y Sheng, arrodillados sobre las sillas de la cocina de
Ermete De Panfilis, están mirando el mapa estelar abierto sobre la
mesa.
—Mirad… —explica el hombre—. Hay que empezar desde el
centro, donde está la mujer rodeada por las estrellas de la Osa
Mayor.
—¡Hao! —dice Sheng, justo para no perder la costumbre.
—La Osa Mayor es la constelación a la que pertenece la Estrella
Polar, la estrella que indica el camino del Norte.
—El camino del Norte… —toma nota mentalmente Elettra. Pero
le gustaría que fuera Mistral quien tomara notas en su libreta.
Harvey, en cambio, estalla:
—Oye, si has descubierto cómo funciona, ¿nos lo podrías decir
sin darle tantos rodeos?
—Como queráis, pero de esta forma os vais a perder lo mejor. La
verdad es que éste no es un mapa normal… y no señala
simplemente adónde ir. Es el mapa de todos los mapas posibles. Es
el mapa que Alejandro Magno usó para conquistar el Oriente. El
mapa que los Reyes Magos siguieron para regresar a Occidente. El
que Platón usó para describir la Atlántida, que Marco Polo enseñó al
Gran Khan y que permitió a Cristóbal Colón descubrir la ruta para el
Nuevo Mundo.
—¡Hao! —repite Sheng, acodándose.
—Has dicho unos nombres al azar, ¿verdad?
—Para nada —Ermete sale de la cocina y vuelve a entrar con un
dossier de hojas—. Éstas son las fotos y los negativos de todas las
inscripciones entalladas en el mapa. ¡Mirad aquí! —dice,
empezando a hojearlas—. Este signo podría ser la única firma
dejada por Alejandro Magno en su vida. Los caracteres asirio
babilónicos «B», «G», «M» corresponden a Baltasar, Gaspar y
Melchor, es decir los Reyes Magos. Este símbolo es la firma de
Cristóbal Colón, mientras que esta rúbrica en la madera es el sello
de los Polo, los mercaderes venecianos que llegaron hasta la China.
—¡Mi casa! —exclama Sheng, orgulloso.
—Podría seguir por una semana —continúa Ermete, reponiendo
sus documentos—. Pero por lo visto no os interesa conocer a los
demás posibles propietarios del mapa: Platón, Pitágoras, el
emperador Adriano, Ibn Battuta, Schliemann… y todos los demás,
hasta Alfred van der Berger. Y vosotros.
—A mí sigue pareciéndome sólo un trozo de madera lleno de
surcos… —murmura Harvey, nada impresionado por aquella
exposición.
—¿Schliemann es el que descubrió el tesoro de Troya? —
pregunta en cambio Sheng, hechizado por la idea de tener entre las
manos un mapa tan importante.
—Justo él —confirma Ermete, dando la vuelta al mapa—. Y ésta
es su firma, perfectamente descifrable.
—Es simplemente imposible —murmulla Harvey.
—Así que todas estas personas… —lo interrumpe Elettra—
¿sabían cómo usarlo?
—Sí.
—¿Y lo utilizaron para descubrir el anillo de fuego?
—No —contesta Ermete—. El mapa no sirve para encontrar el
anillo de fuego.
—¡Alto! ¡Alto! —explota Sheng, las manos hacia delante como
para parar un penalti—. Lo único que había entendido hasta ahora
era que el mapa servía para encontrar el anillo de fuego.
—Sí, pero…
—Pero si acabas de decir que no sirve para encontrar el anillo de
fuego… Perdona, ¿para qué sirve?
—En estos días, en Roma, el mapa puede servir para encontrar
el anillo de fuego —dice Ermete.
Sheng le mira con sospecha.
—Acabas de decir lo contrario.
Elettra agarra a Sheng por la muñeca.
—Ha dicho «en estos días», «en Roma» y «puede servir».
Sheng asiente, aunque sigue sin entender.
—Precisamente. ¿Entonces…?
—Entonces eso quiere decir que… en otros momentos…, en
otros lugares…, este mapa permite descubrir más cosas.
—¡Hao! Ahora lo tengo.
Sheng sonríe con su boca de cincuenta dientes.
—¿Y cómo se hace?
—En realidad es sencillo.

Pasan a Ermete el mapa de Roma que Elettra descolgó de la


nevera del profesor y él lo despliega sobre el plano de madera, de
manera que los surcos de la parte interior se encuentren por debajo
del mapa.
—Se hace así, creo —dice.
—¡¿Qué quiere decir… crees?! —exclama Harvey.
—Es la primera vez que lo intento… —explica él—. Echadme
una mano para pegar bien el mapa…
Elettra pone en las esquinas del mapa de Roma las tazas de los
cereales.
—Me imagino que también Marco Polo lo hizo así… —bromea
Harvey.
Ermete lo ignora.
—Bien. Sobreponiendo este mapa, hemos definido el «dónde».
Lo que nos falta por descubrir es el «qué». —El ingeniero recoge de
la mesa los trompos de madera—. Mirad los dibujos. Primer trompo:
la torre del silencio… o sea, un lugar sagrado: el refugio, el lugar
seguro donde uno puede parar y descansar. Segundo trompo: el
perro guardián.
—¡Yo ya decía que era un perro! —interviene Sheng, mientras
Harvey le lanza una mirada huraña.
—Custodia algo importante y valioso —continúa Ermete—. Pero
para alcanzarlo, hace falta superarlo. Tercer trompo: el ojo.
Solamente un buen observador puede ver algo que a los demás
escapa. Y por fin el último: el remolino. El lugar que atrae los navíos
y hace que se hundan. Peligro.
Ermete dispone los cuatro trompos al lado del mapa.
—¿Qué deberíamos hacer? —pregunta Elettra.
—Lanzarlos —contesta él, con una punta de tensión en la voz—.
Sobre el mapa.

La carcajada de Harvey rompe el silencio que sigue.


—¡Hala! —se ríe con sarcasmo el chico americano—. ¿Y tú de
verdad piensas que hay que hacer algo tan estúpido?
—No es algo estúpido.
—¡Es peor! ¡Es disparatado! —dice Harvey, levantándose de la
silla—. ¡Nueve de cada diez veces, el trompo se va a caer al suelo!
—Y nueve de cada diez veces, tu horóscopo está equivocado —
replica Ermete—. Pero una de cada diez veces está correcto. Y una
posibilidad de cada diez es más de lo que puedes esperar en la
vida.
—¡Bobadas! —explota Harvey—. Para mí no has entendido ni
jota de este mapa. No es así que funciona. Chicos: ellos quieren
este mapa porque es antiguo y vale un montón de dinero y tal vez
hay algún coleccionista de arte que sólo espera poderlo poner en su
sala de estar. ¡Pero, la verdad, no creo que deseen lanzarle encima
uno trompos!
Ermete está a punto de replicar, cuando le interrumpe Sheng,
que suelta un sonoro «¡ALTO!» y coge el trompo de la torre. Luego
añade:
—Yo soñé con hacer ese juego de los trompos.
Harvey levanta las manos al cielo.
—¡Estupendo! ¡Ahora sólo faltaba el sueño!
Pero Sheng parece muy serio.
—¿Crees que es suficiente coger el trompo… y lanzarlo sobre el
plano de madera, correcto?
—Sí —murmura Ermete, poniendo de lado las tazas que
aguantan el mapa—. Por lo menos creo.
—Entonces lo intentamos.
Elettra hace una señal a Harvey para que se calle, mientras
Sheng levanta el trompo y ajusta la punta en el centro del mapa.
—En cualquier caso, no nos cuesta nada.
—Ridículo… —masculla Harvey.
—Dime, trompo de la torre —invoca Sheng, acordándose de la
cara cubierta de la mujer con la que soñó—, ¿cuál es el lugar
seguro?
Le transmite un movimiento con la palma de la mano y lo deja ir.
El trompo se pone a girar vertiginosamente sobre sí mismo y se
mueve sobre el mapa. La punta sigue los trayectos entallados en la
madera que está abajo, bailando entre las calles de Roma como un
elegante bailarín. Via Condotti, Villa Borghese, Testaccio, Parioli…,
el trompo se mueve en todas las direcciones, como si estuviera
eligiendo la mejor.
«No se llega por una sola vía» piensa Sheng, mientras el trompo
sube por el curso del Tíber, dando giros vertiginosos. Llega a la isla
Tiberina y curva ligeramente hacia el sur. Y allí se para, empezando
a dar vueltas sobre sí mismo en círculos concéntricos cada vez más
grandes.
—Trastevere. Piazza in Piscinula —lee Ermete.
—¡Hao! —exclama Sheng.
—¡Entonces funciona!
—¿Por qué? —pregunta el hombre.
Elettra sonríe.
—Porque ésa es mi casa.
El trompo deja lentamente de girar y se apoya de un lado,
exactamente sobre la calle donde está la Domus Quintilla.
—Entonces, ¿qué os parece? —pregunta Ermete a los demás,
las manos en los bolsillos del albornoz.
—Si no lo hubiera visto, no me lo creería… —murmura Sheng.
—Es una simple casualidad —replica Harvey testarudo.
—Yo voy a probar otra vez —propone Elettra.
Coge el trompo y lo lanza una segunda vez. El trompo de la torre
recorre todo el mapa y se para otra vez en Trastevere, dejando
todos boquiabiertos.
Harvey sacude la cabeza, escéptico. Pero no comenta.
Elettra, en cambio, coge el trompo del ojo.
—Intento lanzar también éste. Que indica…
—Algo que un buen observador tiene que saber ver… —sugiere
Ermete.
—Entonces, vamos a ver… ¡Adelante, trompo!
La chica lo lanza con un buen movimiento firme. El trompo
empieza a dar vueltas entre las calles y se para en una callejuela en
el centro de la ciudad.
—Via della Gatta… —lee Ermete—. ¿Os suena?
—No —contesta Elettra—. Ni siquiera sé dónde está.
—¿Entonces? —pregunta Sheng, visiblemente decepcionado—.
¿No nos sirve de nada?
—Precisamente —vuelve a atacar Harvey.
—A lo mejor el trompo nos quiere decir que tenemos que ir allá y
ver… —supone Elettra.
Sheng abre los ojos:
—¿Tal vez Mistral esté escondida allí?
Elettra coge el trompo del perro guardián.
—Si Mistral ha sido secuestrada, como creemos… ¿este trompo
nos lo debería señalar, verdad? El perro, que se tiene que esforzar
para encontrar algo importante…
—Sí, ¿cómo no? —masculla Harvey.
Elettra lanza el trompo, que se pone a dar vueltas y luego da
pequeños saltos. Finalmente se para sobre una casa del barrio
Coppedè.
—Esto también es un misterio —comenta Elettra, perpleja.
Harvey se ríe.
—Dos tiros buenos y dos tiros inútiles.
La expresión de Sheng es indescifrable.
—¿Qué quiere decir Coppedè?
Ermete se encoge de hombros.
—Es el nombre del arquitecto medio loco que hizo el plano del
barrio.
—¿Y qué tal es el lugar?
—Es una zona residencial, pero muy extravagante. Hay un
montón de casas extrañas, por lo que sé incluso rodaron unas
películas de horror.
Elettra y Sheng se cruzan una mirada asustada.
—Un lugar entretenido… —comentan—. ¿Podría ser peligroso?
—¿Por qué no se lo preguntamos al trompo que queda? —
propone Harvey, con un tono de provocación—. ¿No es ése el que
señala dónde se encuentra el peligro?
Y sin esperar respuesta, coge el trompo del remolino y lo lanza
sobre el mapa.
El trompo se balancea como enloquecido por unos segundos.
Luego se para sobre la misma casa en el barrio Coppedè, justo
al lado del trompo del perro guardián.
Mistral abre los ojos sobre el techo azul de la habitación.
«¿Qué habitación?» se pregunta, sentándose en la cama.
Se encuentra en un pequeño dormitorio con el techo azul. Un
armario, una alfombra, un pequeño sillón de piel clara. La única
ventana tiene las persianas cerradas y por las rendijas filtran unos
hilos de luz.
«Así que es de día… Pero ¿qué ha pasado?»
Lo último que recuerda es el suelo del piso del profesor que se
empina como un caballo enloquecido y deja lugar a un abismo.
Recuerda a Elettra a unos pocos pasos de ella que le grita buscar
las marcas rojas en el suelo y luego… Luego nada más.
Al recobrar las fuerzas, Mistral baja de la cama: se siente
entumecida, la cabeza pesada y las piernas hinchadas. Se mira:
quien la ha puesto en la cama, hasta la ha cambiado. Su ropa está
bien doblada a los pies de la cama.
Mistral dedica unos instantes a echar una ojeada a través de las
persianas, para tratar de saber dónde se encuentra: fuera de la
ventana hay una especie de castillo medieval con los tejados
almenados. Y un jardín de árboles negros, el rincón de una fuente,
una casa amarilla con las paredes decoradas de llamativos motivos
florales…
Si esto es Roma, no se parece a Roma. Mistral agarra jersey y
pantalón y empieza a ponérselos directamente sobre el pijama.
Luego se da la vuelta de golpe.
Alguien ha abierto la puerta.
Es un hombre, que Mistral reconoce de inmediato.
Deja caer el jersey.
Y grita.

Jacob Mahler dice sólo una palabra:


—¡Basta!
Mistral ahoga la voz que tiene en la garganta y va hacia atrás en
el espacio libre entre la cama y la mesilla, sacudiendo la cabeza.
«Es una pesadilla» piensa. «Sólo es una pesadilla.»
Pero Mahler se queda inmóvil en la entrada, con la mirada
helada y una evidente tirita justo donde empiezan los cabellos.
—No quiero hacerte daño —dice.
Mistral advierte la pared contra la espalda.
—¿Quién eres?
—Soy la persona que te ha salvado la vida.
La chica sacude la cabeza, desconfiada.
—Te arrastré fuera del palacio mientras se derrumbaba —
continúa Mahler—. Y te llevé aquí para que recobraras fuerzas.
—Tú eres uno de ellos… —murmura Mistral. Sus manos
recorren nerviosamente las paredes de la habitación, en busca de
algo.
—Sé perfectamente que no te gusto. Y no me importa. Pero te
sugiero que confíes en mí. ¿Cómo te llamas?
—Mistral.
Jacob Mahler da unos pasos dentro de la habitación, hasta rozar
la cama.
—Bien, Mistral. Yo soy Jacob.
La mano del killer se queda suspendida en el aire, sin encontrar
la de la chica. Es larga y fina, cubierta de minúsculas heridas.
Después de unos segundos, el hombre la vuelve a bajar.
—Como quieras. Pero te aviso: estás cometiendo un error.
—Tú eres uno de ellos —insiste la chica.
Mahler se ríe.
—¿Y tú? ¿Tú quién eres? ¿O quién te gustaría ser?
Mistral nota un nudo en su garganta, pero trata de dominar el
miedo.
—Si sigues así, yo no te puedo ayudar —continúa Jacob.
La chica se pasa nerviosamente una mano entre los cabellos.
—¿Ayudar cómo?
—En volver a casa, por ejemplo. ¿Dónde vives?
—En París.
—Mmm… Demasiado lejos de aquí, ¿es verdad?
—Depende de dónde estemos aquí.
Mahler levanta una ceja.
—Es un buen intento. Eres lista.
—Y sé que tú no me quieres ayudar.
—Entonces, deberías saber también que no quiero hacerte daño.
Sólo quiero una cosa. Y tú sabes lo que es.
—No —contesta la chica, testaruda.
—Mistral… —insiste Mahler señalando la puerta abierta a sus
espaldas—. ¿Quieres contarme qué habéis hecho con ese
maletín… o tengo que ir a coger el violín?
El recuerdo de las notas hipnóticas de aquel instrumento sacude
a Mistral como si fuera un puñetazo. La sola idea de oír otra vez esa
melodía le hace abrir los ojos, asustada.
—¿Entonces?
—Me has dicho que me llevaste fuera del palacio mientras se
derrumbaba…
—Es correcto.
—¿Qué les ha pasado a los demás?
—¿Por qué? ¿Había alguien más? —pregunta Mahler,
fingiéndose sorprendido.
—Lo sabes perfectamente.
—No tengo ni idea de cuántos seáis. ¿Quieres decírmelo tú?
Mistral sacude la cabeza.
Mahler se apoya en la cama.
—Saca tus propias cuentas, en todo caso, porque creo que
nadie más puede haberse salvado. El suelo se ha derrumbado.
¡Bum! Han cogido a Little Linch con todos tus amigos.
Mistral advierte las lágrimas que presionan en los ojos.
—Es la ley de la naturaleza: alguien muere. Y alguien vive. Tú
estás viva, Mistral, gracias a mí. ¿No crees que por lo menos me
debes un pequeño favor?
Mistral sacude la cabeza, lentamente.
—Yo no ayudo a los que son como tú.
Mahler llega hasta la ventana y echa un vistazo hacia fuera.
—Ah, los chicos de hoy… —murmura entre sí—. Juegan a hacer
de héroes, mientras que simplemente han visto demasiados
telefilmes. ¿Tú miras los telefilmes, Mistral? —Abre la ventana,
dejando entrar el aire frío y el ruido del tráfico—. ¿No? Mal. Yo los
adoro, porque duran como máximo veinte minutos. Veinte minutos, y
cuando se acaban los puedes olvidar, por lo menos hasta la semana
siguiente. ¿No es espléndido? ¿No sería perfecto si la vida fuera
dividida en episodios de veinte minutos, que luego se pueden
olvidar? —Lanza su mirada como una saeta sobre Mistral—. ¿No
sería espléndido?
Mistral asiente, poco convencida.
—¿Ves cómo al final sabes razonar? Pues a mí me gustaría que
este nuestro telefilme se acabara rápidamente. Me gustaría que tú
volvieras con tu mamá y te olvidaras de todo, como se hace con un
episodio malo.
—Hasta la semana que viene —contesta Mistral.
—Precisamente, ¿no te gustaría dar a tu mamá la posibilidad de
ver también el siguiente episodio del telefilme de Mistral?
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir… —contesta Mahler, haciendo golpear la ventana
— que o me cuentas qué habéis hecho de ese maletín… o yo
termino tu telefilme aquí, ahora. Y para siempre.
Mistral no tiene dudas: el hombre está hablando en serio. Trata
de mantener las rodillas rectas, a pesar de que la cabeza le da
vueltas por el miedo.
—Ese maletín, Mistral, —continúa Jacob Mahler— es mío. Y
estoy muy enfadado por cómo me lo habéis robado.
—Nosotros no lo hemos robado…
—Muy enfadado.
—Ni siquiera queríamos cogerlo… Él nos lo dio.
—Continúa.
—Cuando vimos al profesor Van der Berger en el puente, estaba
huyendo de ellos… de ti. Decía que todo había iniciado y que
teníamos que guardar el maletín por él. Pero nosotros…
—¿Qué hicisteis?
—Lo… lo arrojamos al río.
Mistral trata de mantener la cabeza alta, pero sus ojos no
pueden soportar la intensidad de los de Mahler.
El killer levanta la mano derecha y, lentamente, se pone a contar
los segundos que la separan del final de su telefilme:
—Cinco… cuatro… tres… dos… uno…
—Está en el sótano —contesta Mistral poco antes del cero—. Lo
dejamos… en el sótano.
—¿En el sótano de la Domus Quintilia?
Mistral se muerde el labio, sin contestar.
—Buena chica —sonríe Jacob Mahler—. Ahora voy a buscarlo.
Luego vuelvo y te llevo con tu madre. ¿De acuerdo?
Sin esperar respuesta, el hombre del pelo blanco sale de golpe
de la habitación y cierra la puerta a sus espaldas. Con llave.

Fuera está Beatrice.


—Haz que se calle —ordena Mahler, dándole las llaves. Y no la
dejes salir por ningún motivo. Ninguno. Yo voy a recuperar el
maletín.
—¿Qué piensas hacer con ella?
—Me ha visto. Puede reconocerme.
—¿Y qué? Sólo es una chica. No querrás…
—Yo no mato a los chicos —ataja Mahler. Se lleva una mano al
bolsillo y saca una pistola brillante y sutil—. Si hace falta, lo encargo
a otros.
Beatrice mira horrorizada la mano del killer.
—¿Estás bromeando, verdad?
—No. Si intenta escapar y no logras detenerla de otra manera…
dispárale.
La pistola pasa a Beatrice.
Mahler se aleja rápido, bajando las escaleras del chalet.
—Sé que eres muy buena, chica. No me defraudes.
En el aire permanece un indicio de perfume de violetas.

La puerta de la planta baja se abre y se cierra.


Beatrice observa desde una ventana en forma de portilla su Mini
amarillo que cruza la plaza. Luego mira la pistola que tiene en la
mano, estremecida por pensamientos discordantes. Jacob Mahler le
ha pedido que no le defraude, pero ella no está dispuesta a ir más
allá.
Una cosa es ir a recogerle al aeropuerto, pensando
ingenuamente en participar en una operación de alto nivel, en una
de esas películas de agentes secretos en las que se intercambian
los maletines. Otra cosa es presenciar el asesinato de un hombre a
orillas del río Tíber y luego descubrir que el maletín lo tienen unos
chicos, que sólo por eso hay que matar.
No está segura de hacer lo correcto. No está segura en absoluto.
Se dirige hacia la habitación de Mistral.
Apoya el oído sobre la puerta y la oye murmurar:
—¿Mamá, dónde estás?
El corazón femenino de Beatrice se vuelve pequeño como un
alfiler. «No soy tu mamá» piensa. «Pero podría ser tu hermana.»
—No te haré daño —susurra Beatrice desde la puerta cerrada—.
Y él tampoco.
Lleva la pistola en el bolsillo.
—Confía en mí, pequeñita. Confía en Beatrice.
TERCER CANTO

—¿Entonces?
—Entonces no ha servido de mucho. No contesta al teléfono.
Debe de estar excavando en algún lugar del mundo… En la
universidad no me saben decir nada más.
—Tenemos que encontrarla. Y tenemos que averiguar si fue
ella quien habló.
—¿Tú tienes más noticias?
—No son buenas. Los chicos ahora son tres, han perdido a
Mistral.
—¿En qué sentido la han perdido?
—No ha vuelto. Dicen que se ha marchado con su madre.
—¿Pero no habías organizado todo con tal de que tuvieran
tiempo para buscar… el anillo de fuego?
—Por lo visto algo ha salido mal.
—Así que como la última vez.
—La última vez era distinto.
—Además porque fue hace cien años.
—En cualquier caso era distinto.
—No lo diría. Los chicos están parados y el riesgo es que
repitan los mismos errores.
—No te he dicho que estén parados. Te he dicho que han
perdido a Mistral. Los demás se han puesto en marcha esta
mañana. Tal vez… no todo está perdido.
—Nunca ha ocurrido que lo consiguieran tres. Es difícil, ¿no te
parece?
—Difícil, pero no imposible.
—Si los chicos fracasan incluso esta vez, va a ser… una
especie de fin del mundo.
—Entonces búscala, Vladimir. Sigue buscándola.
A las once y once del último día del año, Elettra llega a la Via della
Gatta. Evitando una de esas gitanas que piden monedas para leer la
mano, cruza una plazuela luminosa destinada a aparcamiento. En el
bolsillo lleva el trompo con el ojo y el diente que se encontraba en el
maletín. Antes de salir de la casa de Ermete, se han repartido las
tareas y… el tesoro.
La Via della Gatta es una decepción total: una callejuela estrecha
y oscura, sucia, revestida de pórfido y flanqueada de altos palacios
de mármol travertino oscuro. En la planta baja, altas rejas negras
protegen las ventanas.
—¿Qué querías señalar aquí? —pregunta Elettra al trompo que
lleva en el bolsillo—. No me digas que tiene razón Harvey y que tú
no sirves para nada, ¿vale?
Coge el callejón animada por las mejores intenciones pero, a
pesar de sus esfuerzos, no consigue advertir nada importante.
Después de unos metros, la calle se amplía creando una pequeña
plaza y luego sigue, volviéndose más luminosa y asfaltada.
Elettra encuentra una librería, una biblioteca, algunas tiendas, los
habituales coches aparcados encima de las aceras, una furgoneta
destartalada que lleva el nombre de una empresa de mudanzas y…
prácticamente nada más.
Se acabó la Via della Gatta.
«A lo mejor todo ha sido una casualidad» se dice, volviendo
sobre sus pasos.
Busca tanto arriba como abajo, acordándose de lo que estaba
escrito en la libreta del profesor: Busca abajo y encontrarás arriba.
«Y posiblemente yo soy la más loca entre tres chicos locos.»
«Cuatro chicos locos» se corrige enseguida. «Cuatro, no tres.»
Recorre la calle por segunda vez, pasando revista a los nombres
en los interfonos en busca de una señal.
—Te vamos a encontrar, Mistral… —murmura—. No te
preocupes, que te vamos a encontrar.
Aquella certeza es más fuerte que cualquier otro pensamiento,
más fuerte que la preocupación de llamar a casa para avisar que
todo va bien. Elettra está completamente concentrada en su
objetivo, en sus amigos. Nunca le había sucedido estar tan de
acuerdo con alguien. Es como si los conociera desde siempre.
Harvey es huraño, sí, pero en el fondo él también cree en la
aventura que están viviendo. Y Elettra todavía puede sentir su
mejilla cerca de la suya, mientras cuidaba de ella en el piso del
profesor… Y luego está Sheng, tan entusiasta que parece ingenuo.
Pero un ingenuo con una inquebrantable confianza en los demás.
—¿No la encuentras, eh? —pregunta de repente un señor muy
gordo de bigotes imponentes, parado fuera de un bar.
Elettra se detiene de golpe.
—¿Eres turista, verdad? —suelta el gordo—. Yo tengo olfato
para ciertas cosas. Nunca me equivoco. ¡Estás en Roma para el fin
de año! Lo he adivinado, ¿eh? ¿De dónde eres, de París? ¡Apuesto
a que no has comido nunca un buen plato de spaghetti! —El gordo
explota en una carcajada y Elettra está indecisa si devolverle la
pelota directamente en dialecto romano, o si seguir el juego.
Opta por ignorarlo, y sigue por la calle.
El hombre la mira muy satisfecho y le grita:
—De todas maneras tienes que levantar la mirada. ¡La gata que
estás buscando está allí arriba, sobre la comisa en la esquina! En la
primera planta. No se te puede escapar: ¡es una estatua! —Y suelta
otra carcajada.
Elettra levanta los ojos: apoyada sobre la cornisa de uno de los
palacios, está la estatua de una gata. «Eso explica el nombre de la
vía.»
Pero el hombre del bar no ha acabado:
—Vienen todos por la misma razón… La leyenda dice que en el
punto exacto donde mira la gata se esconde un tesoro. Mientras que
yo digo que la gata al pasar de los años se ha dado la vuelta. ¡Para
mí, hace tiempo miraba hacia el bar! ¿En tu opinión, qué más
tesoros hay aquí? —Y, con una tercera carcajada, se despide de la
chica y vuelve a entrar en el local.

Sheng se abre paso para bajar del enésimo bus y, en cuanto


está en la acera, camina con paso veloz, recorriendo las manzanas
que todavía le separan del barrio Coppedè. Va armado de un
enorme mapa de la ciudad que por lo menos en teoría se podría
volver a plegar, bolis y lápices para anotar todo lo que haga falta,
una tarjeta de viajes medio agotada y una cámara de reportero que
le hace parecer igual que a Peter Parker, el único reportero capaz
de dar con Spiderman.
En el bolsillo lleva dos de los trompos que han lanzado: el del
perro y el del remolino. Y reza para que lo que está intentando hacer
sirva efectivamente de algo.
Al primer cruce Sheng pone los dedos en el mapa, comprueba
bien y, sin tener la menor duda, se equivoca de calle. Cuando se da
cuenta casi es demasiado tarde para remediarlo: el sol está alto en
el cielo, los árboles del parque de Villa Borghese ostentan sus
troncos centenarios, y Roma es indudablemente demasiado grande
para dedicarse a más palizas.
Se sienta, para considerar la situación.
La orientación nunca ha sido su especialidad, sobre todo en una
ciudad tan distinta de la que lo ha visto crecer. Si estuviera en
Shanghai, llamaría a un primo suyo para que le pasara a recoger, o
bien alquilaría un palanquín. Pero no está en Shanghai. Está en
Roma. Y ha sido suficiente tratar de entender cómo funcionan los
autobuses para estar hasta las narices de las instrucciones en
italiano…
Comprueba la hora, intenta no pensar en todo el retraso que ha
acumulado al subir y bajar de todos los autobuses equivocados, y
vuelve a ponerse en marcha hacia el barrio Coppedè.
La cámara colgada del cuello le va golpeando, del brazo
vendado le salen agudas punzadas de dolor… Pero Sheng está
contento de encontrarse allí. No tiene idea de lo que encontrará en
la casa que ha marcado con un círculo rojo, ni tampoco de las fotos
que hará, pero prefiere tratar de hacer todo lo posible antes que
quejarse del mundo entero como hace Harvey.
—¡Yo no tengo la culpa! —grita después de un rato Sheng,
cuando se entera de que la calle que ha cogido, en lugar de bajar,
sube—. ¡Todas estas calles están torcidas!

Mientras tanto, en el Regno del Dado, Harvey pasea


nerviosamente de un sitio para otro.
Son las doce del mediodía.
Y Ermete está todavía duchándose. Desde hace por lo menos
media hora.
Harvey le oye cantar, mientras volutas de vaho se filtran por la
puerta entreabierta. A la enésima desafinación, se aleja y
comprueba una vez más la hora.
—¿Pero cuánto tiempo aún vas a tardar? —pregunta. Es una
pregunta dirigida un poco a todos: a la interminable ducha de
Ermete, a Elettra y su misión en la Via della Gatta y a Sheng que a
estas horas seguramente debe de estar perdido por las calles de
Roma.
Para Harvey el hecho de separarse ha sido una pésima idea. Y
después de una mañana transcurrida en oír las llamadas de Ermete
a una serie de amigos a cual más sospechoso, aparte también la de
quedarse con él.
Sobre el papel, su tarea parecía la más difícil: tenían que
encontrar a un amigo poco recomendable de Ermete para descubrir
si sabía algo sobre el hombre del violín. O sobre el secuestro de
Mistral.
Pero después de miles de intentos inútiles, justo cuando parecía
que estuvieran a punto de ir a encontrarse con ese amigo
desconocido, el ingeniero había dicho que estaba cansado y que
necesitaba darse una ducha, para concentrarse.
—¿Una ducha de una hora? —grita Harvey, enojado por la
espera.
Advierte en sus adentros una cólera cada vez más fuerte, que no
consigue desahogar de ninguna manera. Quisiera saber si Elettra y
Sheng han descubierto algo siguiendo las indicaciones de los
trompos. Y está dudoso sobre la respuesta que preferiría recibir:
porque si esos trozos de madera funcionan, entonces eso quiere
decir que él se está volviendo loco.
—Todo esto es absurdo… —murmura delante de uno de los
juegos de mesa de Ermete—. Así es como me siento: un peón en la
mano de alguien.
Recorre el piso por enésima vez y, cuando oye al ingeniero
tararear seráfico, aprieta los puños de rabia.
—¡Bonita ayuda nos das! —masculla, impaciente.
Al volver a la cocina, pasa al lado del teléfono y decide hacer una
llamada.
Levanta el auricular. Lo vuelve a bajar. Lo vuelve a levantar.
Luego marca rápidamente el número de móvil de sus padres.
—¿Papá?
—¿HARVEY? ¿Pero dónde te has metido? —grita de inmediato
su padre. El teléfono se estremece al pasar a manos de la señora
Miller, que casi sin respirar lo arrolla con una avalancha de
preguntas.
—Todo va bien… todo bien… —trata de decir Harvey. Pero su
madre parece un río desbordado—. ¡Pues no, estamos muy bien!
Sí, volvemos dentro de poco… Estamos sólo… ¡no! ¡No! ¡Mamá!
¡Escúchame! ¡Escúchame bien! ¡NO! ¡Ahora no puedo volver! ¡Y no
pienses en ir a buscarme! En casa de un amigo. ¡Sí, un amigo! ¡No
sé cómo se llama! ¡ESTOY BIEN! ¡Mamá! Sólo quería… sólo
quería…
Cuelga de golpe el auricular antes de que se le queme el oído.
—¡Y felicidades también a vosotros! —murmura luego, mirando
al teléfono.
La puerta del baño se abre. Ermete ha terminado.
—¿Todo bien? —pregunta, dando masajes a los pocos cabellos
que le quedan.
—Todo bien ¡y un cuerno! —grita Harvey—. ¡Vámonos!

«¿Qué tesoro señala la gata?» se pregunta Elettra, observando


la bonita estatua de mármol negro en vilo sobre la cornisa.
La chica se acerca y se aleja del palacio, buscando el mejor
punto de observación para descubrir dónde se dirige la mirada de la
estatua. Entonces… —decide después de varios intentos— la gata
mira hacia fuera del callejón. Mira hacia la plaza Grazioli, donde está
el aparcamiento.
Elettra da vueltas a un rizo de sus cabellos entre los dedos,
pensativa.
«Yo no estoy buscando un tesoro…» se dice. «Busco a Mistral o,
como máximo… el anillo de fuego.»
Si la gata es lo que ha señalado el trompo, entonces lo que
señala la gata es… un palacio elegante de plaza Grazioli. Su mirada
de piedra podría estar dirigida a cada una de sus muchas ventanas.
O al portón de la entrada. O a los sótanos.
Elettra salva un cúmulo de nieve y se dirige a localizar los
nombres en los timbres.
Pero acercándose, nota por segunda vez a la gitana que ha
evitado poco antes: permanece sentada en un rincón del palacio,
con las piernas cruzadas sobre una alfombra de cartones.
«¿Es posible?» se pregunta. Elettra comprueba otra vez la
posición de la gata. «¿Es posible?»
Se acerca a la gitana y ni siquiera sabe qué decirle.
La mujer levanta la cara arrugada del montón de viejos abrigos
con los cuales trata de protegerse del frío y saca una taza de
plástico en la que nadan unas pocas monedas de cobre.
—Suerte, señorita. Te deseo mucha suerte, a ti y a tu familia —
masculla, como un triste refrán.
«Un poco de suerte no me vendría mal» piensa Elettra.
—¿Y por qué no? —musita luego.
Se mete la mano en el bolsillo para coger unas monedas y saca
primero el trompo y luego el diente. Finalmente coge cincuenta
céntimos y los mete en la taza de la gitana.
—Toma —dice.
La gitana se sobresalta. De repente cambia de expresión y, tan
pronto como la moneda suena entre las demás, se levanta de la
alfombra de cartones y se dispone a alejarse.
Elettra se da la vuelta para comprobar si por si acaso se ha
acercado un carabiniere, pero excepto algunas personas que cruzan
la plaza y la gata inmóvil sobre la cornisa al otro lado, no ve a nadie.
—¿Adónde vas? —pregunta entonces a la mujer.
Ella levanta las manos sobre la cabeza y, dándole la espalda,
exclama:
—¡No, no! ¡Fuera! ¡Vete de aquí!
—¿Estás hablando conmigo?
La gitana asiente. Recoge sus abrigos y se aleja repitiendo:
—¡Déjalo! ¡Déjalo!
—¿Dejar qué? —insiste Elettra, desconcertada.
La mujer no contesta y se va corriendo.

Sheng se detiene para comprobar el mapa que no es


exactamente plegable delante de un grande arco oscuro que
sobrepasa la calle principal. Después de una breve lucha contra el
viento, da un respiro de alivio: a no ser que haga otros clamorosos
errores, ese arco absurdo separa el resto de Roma del barrio
Coppedè.
Es una estructura amenazadora, ligera y pesada al mismo
tiempo, que aguanta un palacio parecido a una prisión.
—¡En guardia!, perro guardián… —murmura Sheng con ademán
heroico, arremangándose y tratando de no destrozar el mapa—. Y
¡en guardia, remolino!
Tan pronto como cruza el arco, tiene verdaderamente la
sensación de que la ciudad ha cambiado. En el centro de la plaza ve
una fuente con cuatro ranas, rodeada de grises montones de nieve.
En tomo, palacios que parecen repletos de mármol travertino
oscuro.
Sheng comprueba la posición de la casa a la que tiene que llegar
y hace saltar el obturador de la cámara.
Chalet de cuadros amarillos y rojos. Clic.
Ventanas sustentadas por máscaras que se ríen
sarcásticamente. Clic.
Balcones que se apoyan en hombros de titanes. Clic. Clic.
Caballeros con armadura que sustentan canalones de cobre.
Clic.
Tejado inclinado. Clic.
Apunta el objeto de sus fotos con la rapidez de un pistolero.
Sigue sin reducir el paso, con la expresión profesional de quien
está obligado a hacer ese sucio trabajo y quiere acabarlo lo antes
posible. Ninguno de los transeúntes se digna mirarle,
considerándole como uno de los habituales turistas orientales
sedientos de fotos de souvenir.
Sheng llega así, tranquilamente, hasta el destino que había
planeado: se trata de un chalet con una oscura torre pequeña,
rodeado de una verja de hierro llena de puntas tan torcidas que se
merecen cuatro fotos distintas. Clic. Clic. Clic. Clic.
Más allá de la verja hay un oscuro jardín (dos fotos). Y una serie
de minúsculas huellas de cuervos sobre la nieve (una foto).
El chico levanta los ojos para observar el resto del chalet. La
fachada es completamente asimétrica: columnas y aleros esconden
habitaciones y entradas laterales. Sheng coge la cámara y se pone
a sacar fotos.
Luego, mientras enfoca una ventana con las persianas cerradas,
tiene como la sensación de haber visto a alguien. Hace zoom
adelante y atrás sin enfocar nada y, en voz tan baja que casi ni se
oye a sí mismo, se pregunta:
—¿Mistral? ¿Estás aquí?
Queda a la espera de una respuesta, que desde luego no llega.
Entonces baja la cámara y mira a su alrededor. Ve semáforos y
señales de tráfico. Héroes y monstruos, espadas y lirios. Emblemas
y blasones. La verja de hierro y el jardín.
—Caray… —murmura—. Este lugar da escalofríos.
Bordea la verja hasta llegar a un estrecho pasaje limpio de nieve
que conduce hasta la entrada del chalet. Su mirada está atraída por
algunas manchas rojas, que salpican el terreno como minúsculas
heridas.
—Bingo… —murmura Sheng, sacando unas fotos. Hace zoom,
se entera de que son pequeñas manchas de sangre.
Clic. Clic.
Luego baja la cámara y se da la vuelta para mirar a sus
espaldas. No hay nadie. Calle. Coches. Semáforos. Señales de
tráfico. Emblemas y blasones.
—Mucho más que escalofríos… —dice. Trata de concentrarse
otra vez en la casa, pero se da cuenta de que no lo consigue.
Vuelve a bajar la cámara y admite—: ¡Me da un miedo tremendo!
Se aleja sin tardar más, golpea torpemente a unos transeúntes,
pide perdón y continúa.
«Basta ya de fotos» piensa.
Perros, dragones, animales esculpidos, ojos, manos de piedra.
Basta de verdad. Está harto del barrio Coppedè.
Se pone a correr.
Llega hasta la fuente de las ranas y corre volando bajo el arco,
deteniéndose tan sólo después de tenerlo a sus espaldas. Está otra
vez en Roma.

—¡Alto! —grita Elettra a la gitana.


La mujer corre, balanceándose torpemente en su montón de
ropa.
—¡Vete! —contesta, sin detenerse.
Elettra la sigue, primero dando grandes pasos, luego corriendo.
—¿Por qué huyes?
La gitana se limita a gesticular.
Elettra va más rápida, y en breve le alcanza.
La mujer se rinde, apoyándose en la pared.
—¿Se puede saber qué te ha pasado? —le acosa Elettra.
—En tu bolsillo… —jadea la vieja, el rostro congestionado por el
esfuerzo.
—¿Qué? ¿Éste? ¿El trompo? ¿Conoces este trompo?
La gitana sacude la cabeza, expandiendo a su alrededor una
nube de olores desagradables: cabellos sucios, sudor, polvo.
—¿Entonces esto? ¿Lo reconoces? —insiste Elettra,
enseñándole el diente.
La mujer se cubre los ojos con las manos y trata de huir otra vez.
—¡No! ¡Vete de aquí! ¡No soy yo!
—¿No eres tú qué? —grita Elettra, agarrándola.
La gitana consigue liberarse y se pone a correr otra vez.
Elettra, resoplando, vuelve a seguirla.
—¡¿Me podrías explicar, por favor?!
Luego tiene una idea:
—¿Conoces a Alfred van der Berger? —grita—. ¿El profesor?
Oyendo ese nombre, la vieja reduce sensiblemente su huida. Se
da la vuelta para mirar a la chica, sacude la cabeza y luego vuelve a
correr.
—¡Tú conoces al profesor! —grita Elettra, corriendo dos veces
más rápido—. ¡Yo también le conozco! ¡Es mi amigo!
Esta vez la gitana se detiene de golpe. Elettra le alcanza, da la
vuelta a la campana deformada de sus abrigos y le repite:
—Alfred van der Berger. El profesor. El diente me lo dio él.
—Él ha muerto —dice la gitana.
—Lo sé.
—Le mataron la noche pasada… —De los ojos de la gitana salen
dos lágrimas que excavan un surco brillante en las mejillas sucias—.
Estaba nevando. Y el río gritó.
—Sí, sí, sí… —confirma Elettra por cada frase suya, eufórica por
haber encontrado otra persona que conoce la historia—. Fueron
ellos…
La mujer mira a su alrededor asustada y sus manos se agitan
como para borrar todo lo que la rodea.
—¡Chis! —murmura entre sus dientes negros—. Habla bajo.
Hay… sombras… que oyen. Sombras que hacen gritar al río.
—Yo también estaba esa noche. ¡Estaba sobre el puente! —
continúa Elettra.
—No —contesta la gitana—. Tú no estabas. Sólo había nieve. El
río que lloraba. Y el violín. Estaba el violín, la noche pasada, cuando
él murió.
Elettra vuelve a ver delante de ella al hombre de pelo blanco que
traspasa la entrada del piso del profesor. Todavía percibe muy clara
la dulce cantinela con la que casi ha conseguido que se durmiera. E,
incluso a distancia de tantas horas, por un momento está obligada a
cerrar los ojos.
—¿Tú también has conocido al hombre del violín? —pregunta en
voz baja.
La gitana sacude la cabeza.
—Sólo le he oído. No le he visto.
—¿Fue él quien mató al profesor?
No llega una respuesta, sino otra pregunta:
—¿Cuándo te dio el diente?
—La noche pasada, en el puente.
—¿Y te dijo por qué?
—No. Pero supongo que por la misma razón por la que me dio
las demás cosas: para que el hombre del violín no las encontrara.
—A mí también me lo dijo —dice la gitana. Su mano se mete
entre las capas de su ropa. Sale poco después con un cordón de
cuero negro, que lleva colgado un segundo diente.
Lo acerca al de Elettra.
Encima lleva entallada la letra «M».
—Lo siento, señor Heinz —contesta Fernando Melodía al hombre
que se ha presentado a la Domus Quintilia, pidiendo una habitación
—. Pero de verdad que estamos al completo.
El hombre va vestido totalmente de negro. Acarrea la funda de
un violín y un gran sombrero le tapa parte de la cara.
—¿Pero está seguro de verdad? —insiste—. Su hotel me lo ha
recomendado un amigo…
—Estoy seguro —contesta Fernando—. Y además, de todas
maneras, no estamos precisamente del humor adecuado como para
recibir a huéspedes, créame.
—¿Le ha ocurrido algo?
—Sí. Diría que sí —contesta Fernando Melodía, sin más
comentarios—. Y ahora, si me permite…
Pero el hombre no parece tener la intención de marcharse.
—¿Podría al menos enseñarme las habitaciones —continúa—, o
dejar que dé una vuelta?
—No, créame. Estamos muy ocupados. Hay cierta agitación
general por culpa de mi hija, así que… —Fernando se resiste a
añadir algo más.
—¿Cuántos años tiene su hija?
—Catorce.
—Entonces le entiendo: es la edad en la que empiezan a
rebelarse a los padres.
Fernando sacude la cabeza.
—No creo que pueda entender. El hecho es que ha convencido
también a los hijos de los demás huéspedes de… de hacer no sé
qué… —hace un gesto con las manos, como para decir: «Ha ido
así». Luego se acerca al mostrador de la recepción para acompañar
al hombre hacia la salida—. De todas maneras, será para la próxima
vez, eso espero.
—¿Dónde se encuentra el sótano? —le pregunta el hombre de
golpe.
—Perdone, ¿cómo?
—Le he preguntado dónde está el sótano.
—Ahí detrás… —masculla Fernando, señalando la puerta
escondida detrás de las plantas—. ¿Pero por qué…?
Las manos del hombre se mueven como un relámpago sólo dos
veces, golpeándole en el pecho. Después del primer golpe
Fernando se deja caer sobre sí mismo, sin aliento. Tras el segundo,
se desliza al suelo como agotado.
—Gracias por la información —murmulla Jacob Mahler, pasando
por encima.
Se agacha para cogerle por debajo de las axilas y lo arrastra
hasta detrás del mostrador, para que no le vean. Luego, echando
rápidos vistazos a derecha e izquierda, abre el registro de las
reservas y lo hojea nerviosamente en busca de los nombres
registrados en la última semana.
Pero en el cuaderno no hay ningún nombre. Como si en el hotel
no hubiera ningún huésped.
«¿Cómo puede ser?»
Abre los cajones en busca de documentos de registro o de otros
recibos, y otra vez no encuentra nada. Ningún pasaporte. Ningún
DNI.
—¡Maldita sea! —masculla, dirigiéndose al cuerpo desmayado
de Fernando—. ¿Pero cómo gestionas este hotel, eh? ¡No has
registrado a nadie!
Renunciando a descubrir la identidad de los demás chicos del
grupo, Mahler vuelve a cerrar torpemente todos los cajones. Tendrá
que contentarse con los nombres que ya conoce: Elettra y Mistral.
—Por ahora, el maletín —murmura, apartando las plantas. Es
decir, la cosa por la que ha sido pagado. La cosa que Heremit Devil
le ha ordenado encontrar.
Abre de par en par la puerta del sótano. Una escalera de piedra
se hunde en la oscuridad. Mahler busca una luz, la enciende. Una
serie de lámparas ilumina una habitación subterránea con el techo
de ladrillos rojos.
—Sótano.
Jacob Mahler mira a su alrededor y sonríe.
Al fondo de la escalera hay una rata. Una pequeña rata que le
observa, sorprendida por tanta luz. Jacob adora las ratas: criaturas
silenciosas como él, que desde hace años luchan sus batallas en
contra de la especie humana. Y que los hombres no podrán nunca
vencer.
Tan pronto como huele el peligro, la ratita va a esconderse en su
guarida subterránea.
Mahler baja los escalones de dos en dos, poniendo atención en
que su abrigo no toque el suelo. Huele el aire lleno de polvo, se
acerca al primer mueble y levanta la sábana que lo cubre. Una
cómoda. Levanta otra: un armario liberty. Y luego una tercera: dos
mesillas.
Aprieta los dientes, perplejo. El sótano es enorme. ¿Dónde
pueden haber escondido su maletín?
Mahler inspecciona la habitación. No tarda mucho en descubrir la
huellas de una reciente reunión que tuvo lugar en el suelo.
Sigue las huellas hasta una cómoda desgastada.
Primer cajón.
Segundo cajón.
Tercer cajón.
Sobre su labio se dibuja una sonrisa.
—Maletín —dice.

Pero justo en el momento en el que lo coge, se da cuenta de que


pasa algo raro.
El maletín es ligero, demasiado ligero.
—Esto no lo teníais que hacer, chicos —murmura Jacob Mahler.
Apoya el maletín en lo alto de la cómoda y lo abre.
Está vacío. Completamente vacío.
Lo golpea con una patada que hace que se caiga al suelo, luego
aprieta los puños para sofocar un grito. Se pone a canturrear
lentamente la escala de Do, con el intento de tranquilizarse.
A la tercera escala, lo consigue. Pero también se da cuenta de
que ha hecho demasiado ruido.
Levanta una ceja: el techo del sótano vibra por unos pasos que
se aproximan.
Mahler recoge del suelo el maletín vacío. Hecha un último
vistazo en tomo y masculla para sí:
—Muy lista, Mistral…; realmente lista.
Los pasos se detienen de golpe.
Mahler escucha y empieza a contar los segundos. Sabe coger al
vuelo cuándo es tiempo de largarse.
Ni siquiera le da tiempo a poner el pie sobre el primer escalón
cuando desde el piso de arriba llega un grito femenino:
—¡Fernando! ¿Qué haces ahí?
Mahler sube la escalera. Llega a la puerta del sótano y, a través
de las ramas de las plantas, ve a una señora agachada detrás del
mostrador.
Trata de salir sin hacer el más mínimo ruido.
Pero la mujer se vuelve a levantar de golpe.
—¿Y quién es usted? —exclama.
Jacob la ignora, dirigiéndose hacia la salida.
—¿Perdone? —insiste Linda Melodía—. ¿Se puede saber quién
es usted?
Una segunda voz grita asustada detrás de Mahler:
—¡Linda, cuidado!
Pertenece a una mujer sobre una silla de ruedas: tiene las
facciones gastadas por el tiempo y las manos agarradas a los
brazos.
—¡Alto! —ordena Linda Melodía.
Jacob Mahler levanta el brazo para alejarla, pero ella, en vez de
apartarse, levanta de golpe el mango de la escoba y se lo arroja
sobre la cabeza, partiéndolo en dos.
—¡Ahora la pagas, maldito ladrón! ¡Vete enseguida de aquí!
El hombre le agarra el brazo fuertemente.
—Es precisamente lo que estaba a punto de hacer… —masculla.
—¡Déjame! —grita Linda, tratando de liberarse.
Mahler podría fracturarle la muñeca. O matarla.
Pero no lo hace porque, en el fondo, admira la manera con la
que esa mujer está defendiendo su territorio. Se limita a darle un
empujón y a llegar a la salida.
La vieja en silla de ruedas le grita algo que él ni siquiera
escucha.
Deja el hotel a sus espaldas, llevando consigo ese inútil maletín
vacío.
Algo cálido le está bajando por la cara.
Se toca la frente. Por lo visto, el bastonazo de la mujer le ha
vuelto a abrir la herida.
«Sígueme» le ha dicho la gitana, y Elettra le ha obedecido.
Ha dejado la ciudad conocida para sumergirse en la invisible de
los gitanos, pensando en las cosas que sabe de ellos. Muy pocas, y
ninguna alentadora: «No confíes en ellos. No les mires. Que nunca
te lean la mano. Que no te toquen. No te acerques».
Y, en cambio, a pocas horas de la noche de Fin de Año, Elettra
ha aceptado seguir a una de ellas entre los refugios construidos bajo
un puente del Tíber.
La sigue más allá de una barandilla rota, por un camino de nieve
sucia, excavado entre los arbustos, entre los guijarros del río y las
ramas secas en las que están enganchados trozos de plástico
parecidos a exvotos.
La sigue bajo la sombra helada de un puente. Bajo el ruido de
los coches. Deja la ciudad a sus espaldas.
Su guía es un cúmulo de suciedad y abrigos zurcidos. Pero, de
vez en cuando, entre sus cabellos brilla un destello de oro. Una vieja
joya, sólo una, en la oreja derecha.
La corriente del Tíber discurre impetuosa, reforzada por la
nevada de los días anteriores. Es como un canto, que ahoga el del
tráfico.
—Hemos llegado… —anuncia la gitana mucho tiempo después.
Enseña a Elettra una barraca de emergencia, construida de
chapas, plástico, viejas tablas, persianas rotas. No hay cerradura.
Se entra empujando una puerta hecha de carteles de anuncios
pegados entre sí.
Dentro hace frío. Se advierte la nieve golpear más allá de las
paredes y el hielo de las piedras del puente cernirse sobre el tejado.
La gitana trata de encender una pequeña estufa. De entrada la
llama no prende, pero un par de patadas bien ajustadas a una
bombona abandonada en el suelo hacen pitar en el tubo los últimos
estertores de gas.
Elettra se queda en la entrada, atemorizada. El suelo está
cubierto de plásticos. Parches de material aislante asoman de las
paredes. Hay un olor agrio y desagradable.
—Ven… —dice la gitana—. No quiero hacerte daño.
Se dirige hacia el fondo de la barraca, donde están amontonados
baúles y cajas viejas. Empieza a buscar algo.
Elettra traga y entra.
—Ayúdame… —dice la mujer—. Es pesado.
Apartando los baúles, las dos sacan a la luz una caja de madera,
escondida junto a la pared del fondo de la barraca. Es muy pesada,
como si estuviera llena de piedras.
—¿Por qué me has traído hasta aquí? —pregunta Elettra.
La gitana busca la llave de la caja, hurgando dentro de algunas
cestas llenas de dijes dorados. Cuando la encuentra, se arrodilla en
el suelo para abrirla.
—Me la trajo el profesor… —explica la gitana—. Después de que
le leí la mano.
Elettra clava los ojos en la caja, pasmada.
—¿Te trajo este baúl? ¿Y qué hay dentro?
—Espera.
—¿Cuándo le leíste la mano?
—Cuando le conocí, él estaba buscando. Y yo estaba
esperando. Nos vimos en la plaza de la Gatta.
—¿Qué estaba buscando?
—Un tesoro, me dijo. Pero estaba triste por una culpa que no era
suya. Puedo percibir cuándo una persona se encuentra así. Se ve
en los ojos. Me acerqué y le pregunté si le podía leer su mano.
—¿Y él?
—Dijo que sí, pero…
—¿Qué llevaba escrito?
—El fin del mundo… —murmura la gitana, cerrando los ojos y
dando vueltas a la llave en la vieja cerradura.
Luego levanta la tapa del baúl.

—No sé por qué ha querido traerlos… —explica con voz ligera,


después de haber echado un vistazo al contenido del baúl—. Creo
que porque había visto el fin del mundo dibujado sobre su piel. Él ya
lo sabía, ¿sabes? Me preguntó cómo lo había entendido.
Elettra permanece callada, sin poder distinguir lo que hay dentro.
Consigue leer sólo la letra negra entallada sobre la tapa: Orsenigo
1867-1903.
Ese nombre le recuerda algo, pero no lo sabría decir. Un apunte
del profesor, quizá… Uno de los muchos en sus libreta, copiados por
Mistral. Pero la extraña familiaridad con ese nombre le hace latir el
corazón.
La gitana levanta las manos hacia el techo.
—Yo no sé cómo he podido entenderlo. Pero realmente sobre su
mano he visto el fin del mundo. —Señala la palma izquierda—.
Todas sus líneas estaban cortadas… Y todas formaban una gran
espiral.
—Como un remolino —dice Elettra.
—Como un remolino, sí… —asiente la gitana—. El remolino del
peligro.
Elettra aprieta en su bolsillo su trompo.
La voz de la mujer sube de intensidad:
—Cada una de sus líneas estaba equivocada. Le veía dentro
otras líneas. Veía hombres gritar. Veía lágrimas. Veía llamas que
ardían. Vientos terribles que lo sacudían todo. Y la tierra que se
abría bajo los pies. Había un mar negro y salado, que lo arrasaba
todo. Esto es lo que vi en las manos del profesor.
Elettra siente el impulso de marcharse. El Tíber canta, líquido,
fuera de la barraca.
—Pero todavía no sé porque me los trajo… —sigue murmurando
la gitana. Sumerge las manos en el baúl—. Me pagó para que los
guardara. Me pagó bien y me dijo: «Nadie vendrá a buscarlos. Pero
tú escóndelos. Y si un día alguien te preguntara algo… tú… tú
lárgate. Si tienes miedo, destrúyelos. Pero no los enseñes a nadie.
A nadie». —Su único pendiente brilla—. Luego añadió,
enseñándome las líneas del fin del mundo, que también ellos
estaban buscando el tesoro. Y que no tenían que saber dónde
buscar.
Elettra, las manos en los bolsillos, da medio paso adelante, para
ver lo que hay dentro del cajón.
—Yo los escondí, como él quiso —continúa la gitana—. Y nadie
vino a buscarlos. Hasta hoy. Cuando has llegado tú.
—Y tú has huido.
—Sí.
—Querías venir a destruirlos.
—Sí. Lo he pensado.
—¿Y por qué has cambiado de idea?
—El profesor me dijo que lo que estaba buscando estaba
relacionado con el fin del mundo. Es por esto por lo que tenía miedo:
porque para él habían otros hombres que llevan el fin del mundo
grabado en las manos —contesta la gitana—. Mientras que tú, en
cambio…
—¿Yo qué? —pregunta Elettra dando medio paso atrás.
La mujer levanta las manos del baúl.
—Tú no tienes miedo.
Elettra suelta una carcajada.
—Oh, no, te equivocas. Yo tengo mucho miedo. Mucho más de
lo que puedas imaginarte.
—Déjame ver tu mano —dice la gitana.
—¡No! —grita Elettra, alarmada. Un escalofrío le baja por la
espalda como una gota helada.
—Déjame ver tu mano —insiste la gitana.
—¿Por qué?
—Quiero leer tus líneas.
Elettra sacude la cabeza.
—Yo… yo no quiero…
—A veces no vale lo que tú quieres o no quieres.
—No me interesa saber lo que está escrito en mi mano.
—En el espejo te reflejas incluso con los ojos cerrados.
—¿Qué sabes tú de los espejos?
La gitana inclina la cabeza, ligeramente, sobre el hombro
derecho. Al verla así, tiene una expresión increíblemente dulce. Le
está pidiendo la mano como si la invitara a un baile.
—Pero no me digas nada… —murmura Elettra—. Si adviertes
que hay algo, no me lo digas.
La gitana asiente.
Y el pacto está firmado.

Elettra confía su mano izquierda a la gitana, la palma puesta


hacia arriba.
—Por favor… —susurra, como una oración.
La mujer cierra con decisión sus dedos alrededor de los de
Elettra y empieza a pasar la yema del índice a lo largo de la palma
de la chica. La mueve arriba y abajo, en largos círculos apretándola
aquí y allá como la punta de un trompo.
Sigue por algunos minutos, luego se separa con un único
movimiento preciso.
—¿Entonces? —pregunta Elettra.
—Me has pedido que no te diga nada. Y yo no te lo diré.
El corazón de Elettra late a un ritmo cada vez más fuerte.
—Mira tú, ahora… Mira lo que nos ha dejado el profesor —dice
la gitana, invitándola a acercarse al baúl.
Conteniendo el aliento, Elettra pone sus ojos sobre una serie de
objetos blancos e irregulares. En un primer momento no entiende de
qué se trata.
—No puede ser… —murmura. Se arrodilla delante del baúl con
una mezcla de horror y curiosidad.
Sacude la cabeza. En la palma de la mano todavía advierte la
presión de los dedos de la gitana.
—¿De verdad son lo que pienso?
La mujer sonríe.
—Dientes —dice.
El baúl contiene centenares, tal vez miles, de dientes humanos.

—Hola… —susurra Beatrice, entreabriendo la puerta de la


habitación.
Mistral está sentada en la cama y no da ninguna señal de
estupor. No contesta, se limita a mirar recto por delante suyo, con
una expresión lejana y testaruda.
Beatrice da unos pasos en la habitación.
—¿Qué tal te encuentras?
La chica mira las persianas cerradas y no dice ni una palabra.
—Ya falta poco… —insiste Beatrice, tratando de ser lo más
tranquilizadora posible—. Va a volver dentro de poco.
—¿Pero no va a volver para llevarme a casa, verdad? —
pregunta Mistral, de repente.
Beatrice llega hasta la cama y apoya las manos encima.
—¿Por qué dices eso?
—Porque sois ellos.
—¿Y quiénes son ellos?
La mirada de Mistral es dura.
—No soy una estúpida —dice—. Sois ellos sólo porque no sé
vuestros nombres.
—Te equivocas…
—¿De verdad? ¿Y entonces quiénes sois? ¿Y por qué me
habéis secuestrado?
Beatrice se muerde el labio.
—Ya verás que dentro de poco todo estará acabado. Es sólo
que…
Los ojos de Mistral son profundos e intensos. Invitan a no
tomarle el pelo. A decir la verdad.
Beatrice suspira.
—Yo trabajo para él, sí… —le confía—. Pero no sé nada de toda
esta historia. Sólo te puedo decir que no dejaré que te haga daño.
Créeme.
—¿Él es muy malvado, verdad? —pregunta Mistral, mirando
hacia la puerta entreabierta a espaldas de la chica.
Beatrice clava su mirada en el entramado de la manta de lana.
Piensa en cuánto valor hace falta para mentir a una chica así. Y en
cuánto hará falta para confesar toda la verdad.
—Sí —susurra—. Mucho.
Mistral vuelve a clavar su mirada sobre la persiana cerrada.
—Lo sabía —susurra—. Y apuesto a que fue él quien mató al
profesor.
Beatrice trata de cambiar rápidamente de tema:
—Yo tenía una hermanita como tú. O sea… —sonríe—, más o
menos como tú. Podría tener tu edad, hoy.
—¿Y por qué ya no la tienes?
—Nos separaron. Ocurre, cuando los padres… se pelean.
—Yo no tengo padres. Sólo tengo a mi mamá, así que no puede
pelearse con nadie —comenta Mistral.
—¿A veces es mejor, sabes? Yo crecí con mi papá, y… —una
secuencia de malos recuerdos le pasa de golpe delante de los ojos
—. Y no fue muy divertido.
Mistral la mira sin entender, pero no hace preguntas. Se pasa
una mano por debajo de los ojos.
—¿Quieres un pañuelo? —pregunta Beatrice.
—No estoy llorando.
En el dormitorio baja un silencio pesado. De la ventana llegan los
sonidos atenuados del tráfico.
—¿Cómo te llamas?
—Beatrice.
—Yo soy Mistral.
—Hola, Mistral.
—¿De verdad crees que dentro de poco todo se va a acabar?
Beatrice asiente, nerviosa. Observa a Mistral y se ve a sí misma
a los catorce años. Cerrada en su habitación, esperando a que su
padre decidiera que el castigo había acabado y la dejara salir.
—Desde luego que lo decía en serio. Desde luego.
Mistral mueve nerviosamente las manos. Beatrice escucha los
ruidos de la calle. Le parece haber reconocido el motor de su Mini.
Luego, una puerta que golpea al fondo de las escaleras.
—¿Qué pasa? —pregunta Mistral.
—Nada —contesta Beatrice, saliendo de la habitación.
Jacob Mahler ha vuelto.
—Vale. No te muevas —exclama Ermete al teléfono—. Voy
enseguida.
—¿Adónde vamos? —pregunta Harvey, mirando al ingeniero que
atraviesa como un relámpago todo el piso, los pocos cabellos
todavía mojados.
Abre y cierra todos los cajones. Las llaves de su moto han
desaparecido, lo de siempre.
—¿Cómo es posible? —exclama furioso. El teléfono suena otra
vez—. ¡Contesta tú!
Harvey levanta el auricular y por unos instantes escucha una voz
femenina que grita sin tomar aliento. Intuyendo de quién se trata,
tapa el auricular con una mano y grita:
—¡Ermete! ¡Es tu madre!
—Dile que no estoy —contesta el ingeniero, hurgando bajo un
montón de camisetas sucias—. ¿Pero dónde las he metido?
Harvey destapa el auricular y susurra:
—Señora… En este momento…
—¡NO ESTOY! —grita el hombre desde el fondo de la
habitación.
Acaba de encontrar las llaves dentro un pote vacío. Las agarra,
alcanza a Harvey, le coge el teléfono de las manos y especifica:
—Hola mamá. Oye: cualquier cosa que sea, no me interesa. No
no no no. De verdad: ¡hoy no estoy! —Y cuelga.
Luego se arrodilla delante de Harvey y le explica:
—Me ha llamado Elettra. Parece que ha encontrado… algo
increíble…
—¿Es decir? —pregunta Harvey con un sobresalto.
—Ah, es una vieja leyenda de Roma… Hace unos siglos había
un fraile, en la isla Tiberina…
—La conozco —lo interrumpe Harvey—. Es la isla donde ha
iniciado todo.
Ermete ignora la digresión y sigue:
—Se llamaba fraile Orsenigo. Era un sacamuelas.
—¿Qué?
—Una especie de dentista. Lo único es que no curaba los
dientes. Los sacaba. Y lo hacía directamente con las manos.
Harvey se lleva automáticamente las manos a la boca.
—No es mi género, gracias.
—Y en cambio toda Roma acudía a él, porque no se hacía
pagar. Te metía los dedos en la boca y… ¡trac! A quien le duele una
muela que la eche fuera. Dicen que fue a verle también el Papa y
que sólo en aquella ocasión los dedos del fraile fueron
especialmente amables. Lo único que Orsenigo pedía a cambio de
sus servicios era poder quedarse con los dientes que sacaba. Hasta
el punto de que a lo largo de su vida parece que acumuló casi dos
millones de ellos.
Harvey de repente tiene una intuición.
—¿Esta historia tiene alguna conexión con el diente que
encontramos en la maleta?
—Parece que sí —confirma Ermete—. Elettra ha encontrado la
caja de fraile Orsenigo. Que por supuesto está llena de dientes. Y
cada uno de los dientes… lleva escrito algo.
Harvey abre los ojos.
—¿Quieres decir que sobre los dientes hay una especie de
mensaje?
—Eso es. Ahora voy a ver.
—Voy contigo.
—No —lo detiene Ermete—. Tú te vas a ver a mi amigo. Sin mí.
—Así me detienen al instante…
—No creo que esté vigilado: no es un pez gordo, más que nada
es un pirata de películas y de música. Sin embargo, ya sabes cómo
son las cosas…, es una de esas personas que sabe todo de todos.
—No. No sé cómo son las cosas.
—Intenta colaborar un poco… —Ermete se acerca al escritorio y
escribe deprisa algo sobre una hoja—. Él podría ser la persona que
necesitamos para descubrir algo sobre el hombre del violín. Por
ejemplo si alguien le ha visto. O si corren voces… —Le da la hoja—.
Vete de mi parte y pregúntale todo lo que sabe. Pero no te
comprometas demasiado y, sobre todo, no le digas cómo te llamas.
—Me parece algo bastante siniestro —observa Harvey.
—De hecho, lo es. ¿Pero no querías hacer algo tú también?
—¿Qué es este Bucatino? —pregunta el chico, leyendo la hoja.
—Es un restaurante a pocas manzanas de aquí. Camina
trescientos metros y coge la primera a la derecha. No tiene pérdida.
Ermete abre la puerta del garaje.
—¿Y cómo reconozco a tu amigo?
—Es muy fácil… —masculla el hombre, poniéndose el casco.
Sube en el sidecar y da gas—. Es igual que Vasco Rossi.
—¿Es decir?
—¿Pero no conocéis los americanos a Vasco Rossi?
—Nunca le he oído.
El sidecar zumba como un helicóptero de guerra.
—Es pequeñito, con un poco de barriga y el pelo largo. Se llama
Joe. Le vas a reconocer porque le operaron de las cuerdas vocales
y para hablar usa una cajita de amplificación que apoya en el cuello.
—Cajita de amplificación —anota mentalmente Harvey.
—¡Y cierra el garaje! —grita Ermete, haciendo chirriar los
neumáticos sobre la nieve.

Elettra y la gitana están sentadas con las piernas cruzadas sobre


el suelo de plástico de la barraca. Ninguna de las dos dice una
palabra.
Han empezado a sacar los dientes de la caja, dividiéndolos en
grupos, según la letra que llevan grabada encima. De momento,
tienen cinco grupos.
—¿Eran líneas malas? —pregunta Elettra en un momento dado,
pescando del baúl un puñado de incisivos y molares.
La gitana no contesta. Sigue dividiendo los dientes con metódica
precisión.
—No hay líneas buenas y líneas malas. Sólo hay líneas —
explica luego.
—Las líneas sobre el fin del mundo son líneas malas.
—Depende del mundo en el que vives —replica la mujer.
Elettra no sabe qué contestarle y deja pasar un rato, antes de
preguntar:
—¿Si te preguntara acerca de lo que has visto sobre mi mano…
lo harías?
—Sólo si lo quieres de verdad.
—No estoy segura.
—Entonces no te lo voy a decir.
La mirada de la gitana corre rápida hacia la entrada de la
barraca. Ha oído que se están acercando unos pasos.
—Creo que ha llegado mi amigo… —suelta Elettra.
Llega a la puerta hecha de capas de carteles de anuncios y la
abre para que entre Ermete.
—Que desastre… —se queja el hombre, limpiándose el
chaquetón manchado de barro—. Casi me daba un baño helado en
el Tíber.
Una vez dentro, levanta la mano para saludar a la gitana.
—¡Ermete! —se presenta.
Ella le contesta con un brillo de oro en los cabellos.

—¡Es increíble! —exclama Ermete un momento después,


contemplando el baúl—. ¿Pero por qué Alfred nunca me habló de
eso?
—Hay una letra sobre cada diente —explica Elettra, enseñando
a Ermete los grupos sobre el suelo—. Hasta ahora cinco letras en
total.
—Hará falta un día para vaciarlo… —comenta el ingeniero,
mirando los centenares de dientes que aún quedan en el baúl.
—Es para eso por lo que te he llamado. Esperaba que vinieras
también con Harvey y Sheng.
—Estaban ocupados… Y de todas maneras en el sidecar no
cabíamos todos. Déjame ver las letras… —interrumpe Ermete.
Son la «I», la «T», la «E», la «R» y la «M», cada una aparece
sobre dientes distintos.
El hombre se rasca la cabeza.
—¿Para qué piensas que pueden servir?
—No tengo la menor idea —contesta la chica—. Pero, por lo
visto, el profesor la tenía.
—¿No le explicó nada? —pregunta Ermete a la gitana.
—Sólo que ellos lo estaban buscando. Y que no tenían que
saber dónde buscar.
—Así que hay que buscar algo en este baúl…
Ermete hunde las manos entre los dientes, ahondando el brazo
hasta el codo.
—¿Pero qué? —pregunta.

Los tres empiezan a dividir los dientes hasta que, una hora
después, la estufa de gas se apaga definitivamente y un frío
cortante empieza a filtrarse por las paredes de la barraca.
Elettra mira los grupos de letras.
—Son siempre las mismas… —comenta.
—Lo único que se me ha ocurrido es que se puede escribir mi
nombre… —observa Ermete, frotándose los dedos para calentarse.
Coge un canino, tres molares y dos incisivos y los pone uno al
lado del otro, formando un sarcástico ERMETE amarillento. Luego
usa los dientes como las fichas de un macabro mosaico, intentando
formar otras palabras:
—Tre… Iter…
La gitana trata inútilmente de reanimar la pequeña estufa,
mientras Elettra se frota las manos entumecidas.
—Tremiti es el nombre de un grupo de islas… ¿Es posible? A lo
mejor lo que estamos buscando se encuentra allí. Miti… —continúa
intentando Ermete—. Mitte… Mitri… Mitre…
Elettra nota que los dedos le hormiguean.
—¿Cómo has dicho?
—¿Terre? —masculla Ermete—. ¿Reti?
—No, no. Antes has dicho una palabra que me ha hecho
recordar… El dios del Sol. Nerón. Y el fuego.
—A lo mejor sólo te hace falta un poquito de calor… —comenta
el ingeniero, colocando los dientes uno al lado del otro—. Pero
entiendo lo que quieres decir: Mitra. Pero yo he dicho Mitre, o Mitri…
No se puede componer más. A no ser que en esa caja haya un
diente con una «A».
—¡Espera! —exclama Elettra, iluminada por una intuición—. En
realidad nosotros tenemos una letra más.
—¿Cuál?
La chica se lleva una mano al bolsillo y recupera el diente del
profesor.
—¡Aquí también hay una letra! Yo creía que era un círculo, o un
anillo… ¿pero si en cambio es uno cero o… una simple «O»?
Elettra apoya el diente junto a los otros cinco.
OMITRE.
—Oh… —murmura Ermete, mirando las letras una al lado de las
otras—. ¡Pues claro! Lo único es que la «O» no va aquí, sino que al
otro lado.
MITREO.
—¿O sea? —pregunta Elettra.
—¡El mitreo! —explica Ermete—. Es el nombre del templo en el
que antiguamente se adoraba Mitra.
—¿Y entonces?
—En Roma hay uno muy famoso, que se encuentra bajo tierra,
debajo de otras dos iglesias. —Ermete agarra la mano de Elettra,
apretándola con fuerza—. Y está completamente rodeado de un
manantial de agua. Un río subterráneo que gira a su alrededor…
—¿Un anillo de agua? —pregunta Elettra.
—¡Exactamente! —exulta Ermete—. ¡No hay un lugar mejor para
esconder… un anillo de fuego!
—¿Y dónde está este lugar?
—En San Clemente —contesta Ermete, poniéndose de pie.

—Tenemos que ir —ordena Jacob Mahler a Beatrice. Tiene el


humor de una tormenta. Arroja al suelo un maletín vacío, apoya
encima la funda de su violín y añade—: Enseguida.
—¿Ir adónde?
—Tú piensa en el coche.
—¿Y tú?
El hombre pasa junto a ella, dejándose por detrás el olor de su
característico perfume. Abre un armario, agarra su maleta tipo trolley
y la lanza al pasillo.
—Tengo que hablar con la chica.
—¿Para decirle qué?
—Me ha mentido.
Jacob Mahler vuelve sobre sus pasos y da una patada al maletín
vacío, haciendo caer la funda del violín hasta los pies de Beatrice.
—Y no quiero permitirle que vuelva a pasar.
—¿Qué quieres hacer?
—Preguntas.
—¿Y si no te contesta?
Jacob levanta una ceja, como para señalarle que se está
pasando.
—Tú baja a preparar el coche —ordena.
—¿Y si no te contesta? —insiste en cambio Beatrice.
En el instante siguiente se encuentra sin aliento. Mahler la ha
levantado contra la pared con un movimiento felino y le ha plantado
su cara a pocos centímetros de la suya.
—Escucha —dice—. Porque te lo voy a decir sólo una vez.
Ahora yo voy a hablar con esa mocosa. Y ella me va a contestar.
Porque se da el caso de que, no sé bien cómo, ella y sus amigos me
están imposibilitando recuperar lo que mi jefe quiere que le traiga.
—¿Tienes miedo, Jacob Mahler? —masculla Beatrice, ahogada
por su presión—. ¿Temes a Heremit Devil?
Mahler le golpea con la palma de la mano y la arroja al suelo. La
bofetada suena como un cristal quebrado.
—Ya te había dicho que no pronunciaras nunca ese nombre.
—Heremit… Devil… —murmura la chica, quedándose en el
suelo con la cara protegida por el codo. Y repite otra vez—: Heremit
Devil.
Jacob Mahler aprieta los puños.
Beatrice apoya la espalda contra la pared del pasillo. Se pasa
lentamente el dorso de la mano sobre los labios, dándose cuenta de
que están sangrando. Luego dice:
—Aquí está el gran Jacob Mahler. El killer infalible que pega a
las mujeres y que deja que un grupo de chicos se lo carguen.
El hombre la mira desdeñosamente desde arriba.
—Eres patética.
—Tal vez. Pero tú me necesitas.
—No lo creo.
—Yo, en cambio, creo que sí —replica Beatrice—. Y te lo voy a
repetir: no te acerques a esa chica.
—¿Y quién me lo impide? ¿Tú?
—Si hace falta, sí —replica Beatrice sacando la pistola del
bolsillo.
Mahler suelta una carcajada y le vuelve la espalda.
—Ni siquiera sabes lo que estás haciendo. No está cargada.
—¿Ah sí? —amenaza Beatrice.
—Vete a preparar el coche… —ordena Jacob Mahler,
agachándose para coger algo del trolley.
—¡Y tú vete al diablo! —exclama Beatrice, apretando el gatillo.
CUARTO CANTO

—Sé quién es. Se llama Jacob Mahler. Es un alemán. Ex niño


prodigio. Ex servicios secretos. Se retiró de la escena legal hace
diez años para darse al crimen. Dicen que es un apasionado de la
música y que Mahler no es su verdadero nombre.
—Lo que quisiera saber es qué hace en Roma.
—Ha venido para matar a Alfred, diría. Y a coger el maletín.
—Así que… están realmente dispuestos a matar.
—Diría que ya lo han hecho.
—¿Y nosotros no podemos hacer nada?
—El pacto era que no interviniéramos con los chicos.
—El pacto también era que no mataran a Alfred.
—No sé qué pensar. No sé quién ha puesto en marcha esto. Ni
por qué. Aún no he podido encontrar a… ella. Tal vez Alfred mismo
se haya dejado escapar algo…
—No lo creo.
—¿Y entonces?
—Entonces un killer de ese calibre no viene a Roma por su
cuenta. Trabaja para alguien, alguien que está puesto al día sobre
el anillo de fuego. Sobre todo, vamos. Así que la pregunta es…
¿quién es ese alguien?
—No lo sé, pero sé que es peligroso.
—Tenemos que avisarlos.
—Tú en realidad estás pensando: tenemos que detenerlos.
—No, no podemos detenerlos. Ya no.
—¿Por qué?
—Porque conozco a mi sobrina.
Cuando Sheng vuelve al piso de Ermete no encuentra a nadie.
Llama al timbre una, dos, tres veces, sin resultado.
Da una vuelta por todo el edificio para asegurarse de que es el
correcto, luego vuelve a llamar al timbre, intenta llamar a voces,
pero sólo obtiene que un vecino, molesto, se asome desde el piso
superior.
Sheng le saluda tímidamente.
Luego mira a su alrededor, contando frenéticamente los
segundos y quejándose por no haber llevado consigo un móvil o un
número de contacto. Lo único que se le ocurre es volver a la Domus
Quintilla, que está… en Trastevere, le parece recordar.
Despliega el mapa delante suyo y se pone a buscar.
Tiene que volver a pasar por un puente y luego, a lo mejor, coger
el autobús número nueve. O el doce.
—¿Por qué es tan complicado? —se desespera.
Vuelve a plegar rabiosamente el mapa y decide esperar cinco
minutos más.
—Sólo cinco —se propone en voz alta.
Los segundos pasan lentos y, al cuarto minuto de los cinco que
se había dado, Sheng ve asomarse a Harvey al fondo de la acera.
—¡Hao! ¡Harvey! —le saluda.
—¡Sheng! ¿Cuándo has llegado?
—¿Hace una, dos horas?
—Imposible. He estado fuera menos de media hora.
—¿Pero dónde has estado? ¿Y por qué no hay nadie en casa?
Harvey saca las llaves y abre el garaje.
—He estado en un restaurante aquí cerca. ¡Genial! ¡Nunca había
comido los bucatini!
—Te veo muy preocupado… —le reprocha Sheng—. ¿Elettra?
¿Ermete?
El cierre metálico del garaje se levanta con un zumbido de
chapa.
Harvey le resume lo que sabe: la caja de dientes que Elettra ha
encontrado, la salida en sidecar de Ermete y el encuentro en el
restaurante con su siniestro amigo.
—¿Qué tipo era?
Harvey sacude la cabeza, decepcionado.
—No he tenido una buena impresión. Por cierto, le he dicho
poco. Además porque aquel tío no hablaba, sino que agonizaba
dentro de una cajita. Pero cuando le he contado lo del hombre del
violín…
—¿Qué le has contado?
Harvey resopla.
—En realidad nada. Pero le he preguntado si le conocía. Y tan
pronto como le he hablado del tema, él se ha como… despertado.
Me ha hecho sentar, me ha pedido un plato de bucatini y me ha
hecho trescientas preguntas.
—¿Y tú?
—Los he comido.
—¿Y las preguntas?
—Le he contado un montón de cuentos —sonríe Harvey—. Para
inventar cuentos, he llegado a ser muy bueno, casi como tú. Ya te lo
he dicho: ese tío no me ha gustado en absoluto.
—¿Le has hablado del maletín?
—¿Pero por quién me has tomado?
—¡Hao! Eres genial, Harvey. ¿Pero se lo has dicho o no?
—¡No! —contesta el chico americano—. ¡No le he dicho nada!
Sheng va a abrir la nevera y vuelve con una Coca Cola helada.
—No sé…
—¿No sabes qué?
—No sé tantas cosas y ahora… me pregunto si hemos hecho
bien en contarle todo a Ermete.
—Yo también lo he pensado —admite Harvey.
—¿Y…?
—Y también he pensado que podría ser uno de ellos.
Sheng abre los ojos.
—¿Es decir?
—Sabemos que trabajaba con el profesor. Pero no estamos
seguros de que el profesor confiara en él.
—Pero su libreta llevaba escrito el nombre de Ermete al lado
de… Estudiar los trompos y el mapa de madera. Entender cómo se
usa.
—El hecho es que… no sé cómo explicártelo, Sheng, pero he
tenido la sensación de que el amigo de Ermete… ya conociera al
hombre del violín.
—¿Y cómo lo has entendido?
—No me ha preguntado nada sobre él. Sólo me ha preguntado
por mí y por cómo conozco a Ermete. Escucha… —Harvey empieza
a contar los pasajes con las puntas de los dedos—. Ermete conoce
al profesor Alfred van der Berger. El amigo de Ermete conoce al
hombre del violín. El hombre del violín mata al profesor. ¿Cuál es la
única conexión entre estas personas?
—Ermete —admite Sheng, que luego añade:
—Pero él nos ha ayudado. Y nos ha explicado cómo usar el
mapa.
—Desde luego, pero el mapa lo teníamos nosotros —le recuerda
Harvey.
Sheng se queda un rato en silencio reflexionando.
—Y nosotros prácticamente se lo hemos entregado.
—Precisamente. Por cierto… ¿qué has encontrado en la casa
del barrio Coppedè?
Sheng le enseña las fotos y le confiesa que, en un momento
dado, se ha ido corriendo de miedo.
—¿Miedo a qué, exactamente?
—No lo sé. Miedo y punto. Como si en aquel chalet hubiera
algo… espantoso, eso.
Harvey mira al amigo con un esbozo de sonrisa.
—¡Más claro que el agua!

En ese momento suena el teléfono. El sonido metálico y


repentino les sobresalta.
—¿Contestamos? —pregunta Sheng, al segundo timbre.
—Podría ser la madre de Ermete. Ha llamado ya diez veces.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—Es suficiente con escuchar el contestador. Se activa
automáticamente a partir del quinto timbre.
De hecho, después del quinto timbre, se oye la voz aguda de
una señora que grita: «¡Ermete! ¡Ermete! ¡Contesta! ¡Sé que estás
ahí! ¡Ermete! ¡Coge ese teléfono o voy a por ti!».
Los chicos se cruzan una mirada divertida, luego el bip del
contestador cierra el monólogo.
—Mejor que nos vayamos de aquí —propone Harvey, cuando en
la habitación vuelve el silencio—. ¡A lo mejor la madre de Ermete se
viene aquí de verdad!
—¡Debe de ser una furia! —exclama Sheng.
—Además… —continúa Harvey—. Cuanto más pienso en el tío
con el que he hablado, más me apetece alejarme de él unos
cuantos kilómetros.
—Efectivamente, si conoce a Ermete, debería de saber también
dónde vive… ¿Pero adónde quieres ir? —pregunta Sheng—. No
sabemos dónde están Elettra y Ermete y…
—A no ser que… —De repente Harvey se acuerda del número
de móvil de Ermete. Intenta llamarle, pero no le contesta—.
Desconectado. Apagado. O de todas maneras no funciona.
—¡Faltaba eso!
—Sólo tenemos dos alternativas.
—¿Jugar con uno de estos maravillosos juegos de mesa? —
propone Sheng.
—No. La primera es volver al hotel. Día acabado. Por lo menos
por hoy.
—¿Y la segunda?
—Podríamos…
—¡No! —exclama Sheng, intuyendo la propuesta de Harvey.
—¡Aún no he dicho nada!
—Ya lo he entendido… —Sheng empieza nerviosamente a medir
a zancadas la habitación.
—¿Sheng? ¿Qué has entendido?
El chico chino recupera la mochila y pone en su interior todo su
equipo.
—Por lo menos, antes recogemos todo lo nuestro.
—¿Quieres oír la segunda posibilidad o no?
—Lo sé —suspira Sheng—. Volvemos juntos al barrio Coppedè.
¡Y buscamos a Mistral!
Harvey pone en la mochila la libreta de su amiga.
—A veces me sorprendes.
—Hao… —murmura Sheng—. Pero te aviso: para llegar hasta
allá tenemos que coger un montón de autobuses. Y casi hemos
terminado la tarjeta.

Unos minutos después, Harvey y Sheng salen de casa. El cielo,


pálido, anuncia nieve. Llegan hasta la acera y miran a su alrededor,
desconfiados. Pero las pocas personas que caminan ateridas de frío
no parecen tener interés en ellos.
—¿Cómo se hace para saber si alguien nos está siguiendo? —
pregunta Sheng.
—Hay que vigilar —contesta Harvey.
Se dirigen hasta la parada de autobuses.
—¿Harvey?
—¿Qué?
—Todo esto es emocionante… —le confía Sheng—. Pero…
ahora… casi me gustaría que acabara.
—A mí también —le contesta el americano.
A sus espaldas, el teléfono del piso de Ermete llama en balde
por cinco veces. Luego, en automático, se activa el contestador:
«¡Harvey! ¡Sheng!» grita la voz del ingeniero, grabándose en la
cinta. «¡He visto la perdida! ¡Tenéis que venir aquí a la basílica de
San Clemente! ¡Repito: basílica de San Clemente! A lo mejor lo
hemos encontrado… “lo que ya sabéis”… ¡Venga! ¡Os esperamos!».
La basílica de San Clemente tiene el aspecto de un animal
agachado bajo la nieve. Dentro, la concha dorada del altar está llena
del cuchicheo de los pocos turistas y del eco de sus pasos.
Elettra y Ermete entran por una pequeña puerta lateral.
—Nunca había entrado aquí… —dice la chica, mirando a su
alrededor—. Es una iglesia muy bonita.
Ermete le indica la nave de la derecha donde está la taquilla.
—¡Qué suerte tienes! —suspira—. Yo creo haber venido aquí
unas treinta veces. Creo conocerme de memoria todas las iglesias
de Roma.
Elettra le lanza una mirada interrogativa.
—Era un monaguillo esforzado —explica el ingeniero—. Cuando
mi madre aún estaba orgullosa de mí.
La taquilla está cerrada, pero Ermete aprovecha de sus viejos
conocidos y, tras una rápida conversación con un cura alto y enjuto
como un palillo, se hace entregar las llaves que abren una puerta
muy grande.
Más allá de la puerta hay una escalera que se hunde bajo tierra
en una cascada de escalones blancos.
—¿Dónde está el mitreo? —pregunta Elettra.
—Muy abajo —contesta Ermete.

Bajo la iglesia de San Clemente hay una segunda iglesia. Un


abanico de lámparas de pie, plantadas en el suelo, se enciende con
una ráfaga de chasquidos. Una vez bajada la escalera, Elettra tiene
la impresión de entrar en un bosque de piedra iluminado por las
antorchas. Las antiguas paredes son como bóvedas de ramas
entrecruzadas. Las tumbas esculpidas en los muros, los nichos y las
inscripciones en las lápidas son cortezas arrugadas.
Hay inscripciones latinas y fragmentos de mosaicos. Frescos
descoloridos por el tiempo. Imágenes desteñidas, de colores
perdidos.
Y un húmedo silencio.
—¿Es esto? —pregunta Elettra, recorriendo como un animal
nocturno aquella extraña floresta de ladrillos y piedras.
—No. Ésta es la iglesia antigua. El mitreo está aún más abajo —
contesta Ermete, guiándola por la nave izquierda, hasta una
estrecha escalera excavada como un pozo. Sobre el suelo hay
restos de columnas como colmillos cortados—. Tenemos que bajar
por aquí —dice.
Bajo la iglesia subterránea hay un tercer templo.
Y allí se empieza a oír el río.
El templo que se encuentra por debajo de la iglesia está oscuro y
húmedo. Hay agua que discurre en tomo, en las paredes, con un
ruido de manantial. Elettra tiene la sensación de encontrarse en
medio de la corriente de un río invisible, encauzado por la piedra y
por la oscuridad.
Reprime un escalofrío.
—Es por este lado, si no me acuerdo mal… —dice Ermete,
girando hacia un pasillo con el techo estrecho y alto. Y luego hacia
un segundo pasillo, iluminado por una antorcha eléctrica que
produce brillos sobre las arcadas doradas.
En todo su alrededor está el ruido del agua. Y hace frío.
Sin embargo, desde que ha bajado al templo, en el húmedo
abrazo del río subterráneo, Elettra tiene calor.
—Advierto que estamos cerca… —susurra.

El mitreo es una sala estrecha y larga, con el techo de cañón y


una serie de asientos de piedra excavados a lo largo de las paredes.
En el centro hay un altar esculpido, dominado por cuatro pequeñas
cabezas. Elettra lo observa por la reja de la única puerta que
permite el acceso.
—Ése es el tercer altar, el más antiguo de todos —indica Ermete
—. Si no me equivoco, encima está esculpido el dios Mitra que lucha
contra un toro. Gracioso, ¿verdad?
—Ya —contesta Elettra, pero ella no le ve la gracia.
Ermete se arrodilla delante de la cerradura de la reja:
—Un altar del Sol que está bajo tierra, rodeado de agua.
«A lo mejor es esto lo que él encuentra gracioso…»
—Un altar sobre el que está esculpida una antigua divinidad que
vence un toro… —masculla Ermete, observando con cuidado la
cerradura—. Vete a saber qué le había hecho, este toro. —Saca del
bolsillo una navaja suiza—. Hace tiempo me apasionaban los
candados. Y he descubierto que prácticamente no hay ninguna
cerradura segura.
—¿Quieres forzarla?
—Algo parecido, sí —admite el ingeniero—. Si es que lo consigo.
De entrada el cuchillo gira en balde; luego, de golpe…, la
cerradura salta.
—Ya está.
La puerta se entreabre chirriando.
—¡Señorita, pase por favor! —bromea Ermete, señalando la sala
vacía.
Elettra da un respiro profundo y entra.
—¿Ves algo? —le pregunta el ingeniero, rozando los asientos
esculpidos en las paredes.
—No. Pero es verdaderamente pequeño.
—¿Y qué sientes?
—Estoy quemando —contesta Elettra.

Dan dos veces la vuelta a la sala.


El altar de Mitra es un paralelepípedo esculpido con una imagen
del dios en forma humana. El suelo que lo rodea es resbaladizo,
alisado por los siglos. El techo está interrumpido por once aberturas.
—¿Es aquí donde el emperador Nerón adoraba el Sol? —
pregunta Elettra en voz baja, temerosa de estorbar la atmósfera de
un lugar tan antiguo. Pasa una mano sobre los bajorrelieves del altar
y siente que su piel está quemando.
Ermete se encoge de hombros.
—No tengo la más remota idea. Pero si había que buscar en un
mitreo, éste es el lugar adecuado por donde empezar.
—Ni siquiera sabemos qué tenemos que buscar.
—Tampoco cómo. ¿Anillo de fuego? —susurra Ermete—. ¿Anillo
de fuego?
Elettra se ríe a su pesar.
—No creo sea suficiente con llamarle como si fuera un gato…
—¿Y quién lo sabe?
No es fácil encontrar algo raro en la antigua simplicidad de esa
sala: piedra, sombras y once nichos abiertos en la bóveda. Un altar,
dominado por cuatro pequeñas cabezas. Y el agua que discurre
más allá de las paredes.
—Si tú no tienes ideas, yo me rindo —dice Ermete, después de
un rato. Se apoya en el muro que trasuda humedad—. Es como
jugar a un juego del que no sabemos las reglas.
—Anillo de fuego… Anillo de fuego… —repite Elettra, inmóvil en
la sala—. Hace calor, aquí.
—¿Tú crees? Yo me muero de frío.
La chica se arrodilla en el suelo y apoya las manos sobre las
piedras.
Fría. Fría. Fría.
Empieza a desplazarse, andando de rodillas sobre el suelo.
Fría. Fría. Fría.
—¿Qué estás haciendo?
—Chis… —contesta Elettra—. No puedes imaginarte la cantidad
de energía que tengo dentro.
Cierra los ojos y trata de concentrarse, con las manos apoyadas
en la piedra. Cuanto más se mueve por el mitreo, más sus dedos
empiezan a desplazarse solos, como antenas. Notan antiguas
huellas que se han quedado inmutadas a través del tiempo.
Fría. Fría. Fría.
Cálida.
—A lo mejor lo noto… —susurra.
Roza las piedras alrededor. Fría. Fría. Fría.
La del centro, en cambio, está cálida.
—Está aquí… —repite la chica a Ermete, poniendo las dos
manos sobre aquella piedra tan igual, pero tan distinta de las
demás.
El ingeniero se arrodilla junto a ella. Golpea la superficie de la
piedra con la empuñadura de la navaja.
—Parece hueca —dice en un hilo de voz.
Elettra no contesta.
—Podría intentar sacarla —propone Ermete—. Pero no sé si lo
voy a conseguir.
—Inténtalo —susurra la chica.

En ese momento, se oye un ruido de pisadas.


—Creo que está llegando alguien… —acaba de decir Ermete.
Luego un chirrido se propaga por la sala subterránea. Un hombre
macizo, con una cazadora negra y una camiseta sucia, entra en el
mitreo.
—Finalmente… rrr… os he encontrado, ¿eh… rrr…? —exclama.
Su voz áspera, a gritos, está amplificada por una cajita de
plástico negro que apoya sobre la garganta.
—¿Joe? —se sorprende Ermete—. ¿Qué haces aquí?
—Digamos… rrr… que he pasado a escuchar… rrr… tu… rrr…
contestador automático… rrr… —masculla Joe Vinile—. Y he
pensado… rrr… a ver si el viejo Ermete… rrr… quiere hacerlo todo
por su cuenta.
—¿Ermete? —pregunta Elettra—. ¿Quién es este hombre?
—¿Ermete… rrr…? ¿Quién es esta chica… rrr…?
Joe Vinile se agita soltando una carcajada espeluznante.
Ermete trata de levantarse, pero el hombre lo sujeta al suelo con
una brillante pistola negra. Luego tose:
—Alto ahí… rrr…
Elettra no consigue entender.
—¡Ermete! —exclama, sorprendida.
—Tú quieta… rrr…, mocosa… rrr… Además porque me parece
que Ermete… rrr… nos estaba estafando… rrr… a todos… rrr…
—¿Cómo has podido encontramos? —pregunta el ingeniero.
La pistola de Joe Vinile danza, amenazadora, y acompaña sus
gestos:
—Explícamela tú, una cosa… rrr…, ¿pero ellos son todos… rrr
unos chicos?
Ermete asiente.
Joe Vinile se ríe.
—¿Y ahora quién le va a decir… rrr… a Mahler… rrr… que un
grupo de lactantes… rrr… se lo han cargado… rrr…?

Beatrice entra en la habitación de Mistral y le ordena:


—¡Vámonos, rápido!
La chica se levanta de golpe.
—¿Qué ha sido ese disparo?
—¡No importa! —grita Beatrice—. Tenemos que irnos de aquí.
¡Enseguida!
Luego vuelve al pasillo, acaba de atar y amordazar a Jacob
Mahler, lo agarra por los brazos y empieza a arrastrarle hacia el
baño. Abre de una patada la puerta y levanta el cuerpo del killer lo
suficiente como para tirarlo a la bañera.
—Estate quieto ahí…
—¿Beatrice? —le llama Mistral.
—¡Voy! —La chica mira a Mahler una última vez y sale corriendo
del baño.
Mistral está de pie en el pasillo. Mira las huellas de sangre sobre
el suelo.
—¿Le has matado?
—No. No lo creo. Pero le he dejado fuera de juego por un rato —
murmura Beatrice—. Ahora tenemos que hacer una última cosa. ¡Tú
coge eso! —ordena, señalando la funda del violín—. Mientras yo…
llamo a unos amigos.
Se va corriendo a otra habitación, recoge un sobre amarillo lleno
de fotos impresas por ordenador y vuelve a la habitación de Mistral.
—Un poco de pruebas aquí… —dice, dispersando las fotos en el
suelo—. Y un poco en las demás habitaciones. —En el sobre sólo
deja un par de fotos—. Éstas nos pueden servir por si acaso. —Mira
a Mistral—. ¿Estás lista?
—Sí.
—Bien.
Bajan rápidamente las escaleras.
Una vez fuera, Beatrice señala a Mistral el Mini amarillo
aparcado junto a la acera.
—Bien —repite.
Coge el móvil de su bolsillo y marca muy deprisa el número de
los Carabinieri.

Con las sombras de la tarde que se alargan como nubes negras,


el arco del barrio Coppedè parece la puerta monumental de una
película fantasy, de esas que separan el mundo de los buenos del
de los malos.
—¿Todo bien? —pregunta Harvey a Sheng.
—Me duele el brazo, pero no es nada —contesta el otro,
apretando los dientes.
—¿Seguimos?
—Ya que hemos vuelto hasta aquí… diría que sí.
Los dos chicos cruzan el arco. Una vez allí, aparentemente, nada
ha cambiado: el mismo aire cortante, las mismas personas que
caminan deprisa y la misma nieve acumulada. Pero los palacios que
les rodean tienen expresiones diferentes.
—¿Entiendes lo que quería decir? —pregunta Sheng.
—Es estupendo… —contesta Harvey.
Sheng sacude la cabeza, tranquilizado por el amigo.
—Más vale así. —Después de un rato añade—: Estaba
pensando en que Ermete podría ser uno de ellos…
—¿Y entonces?
—Hay algo que no me convence. La llamada de ayer en el piso
del profesor.
—¿Y por qué?
—Porque si de verdad Ermete fuera uno de ellos, no habría
llamado. Hubiera tenido que saber que el profesor ya había muerto.
Harvey asiente, admirado.
—Tienes razón —dice—. Tienes razón, completamente.
Sheng levanta la mirada y señala una de las calles arboladas.
—Ahí la tienes. La casa es aquélla.

El chalet aún tiene las ventanas cerradas y las persianas


bajadas. Un viento helado sopla entre las arcadas vacías. Visto
desde fuera, tiene una geometría que se escapa a cualquier
comprensión: es como si cambiara de forma dependiendo del lado
del que uno lo mira.
Los chicos bordean todo el jardín, protegido por la verja de hierro
forjado. Arboles torcidos, entumecidos por el invierno, sobresalen de
la nieve como esqueletos.
Al otro lado, una verja negra chirría en el viento.
—Está abierto —dice Harvey.
Un pasaje despejado de nieve y tres escalones conducen a un
patio con dos pequeñas columnas amarillas.
—Y parece estar abierta también la puerta de la entrada… —
añade Harvey.
—No es normal —murmura Sheng—. No puede estar todo
abierto. Antes no estaba así.
Harvey cruza la verja manteniendo la mirada fija sobre la puerta
de la entrada que, de hecho, no está perfectamente cerrada.
Sheng le sigue, el corazón le late furiosamente en el pecho.
Harvey se para a unos pocos metros de la puerta entreabierta.
Hay un timbre.
Llama.
Muchos metros por debajo de la basílica de San Clemente, tres
personas están ocupadas en mover una vieja piedra. Jadeando,
tirando y empujando, la piedra ha empezado a ceder,
balanceándose como una vieja muela inestable. El tiempo ha
pasado lentamente, sin que nadie bajara a molestarlos.
Después de mucho esfuerzo, la piedra por fin se extrae,
revelando un pequeño nicho. Un espacio sellado y lleno de polvo,
grande como una caja de zapatos. Apenas suficiente para encerrar
una rata.
Al ver el nicho, Joe Vinile levanta la pistola. Su voz graznante
intima a Ermete que se aparte. Luego apunta el arma contra Elettra.
—¡Mira… rrr… —ordena Joe— lo que hay dentro… rrr…!
«Ratas en la trampa» piensa Elettra, arrodillándose junto al
nicho.
Hay polvo. Sus manos están calientes como bombillas. Bajo el
polvo hay más polvo. Y más abajo hay una venda de hilo.
—¿Hay alguien? —pregunta Harvey, empujando lentamente la
puerta de entrada del chalet.
Más allá de la entrada hay una habitación oscura, con una
escalera que sube al primer piso. Dos cuadros en las paredes. Un
escritorio. Y una lámpara apagada.
Un viento frío sopla por las escaleras.
Harvey repite la pregunta, luego entra. El vestíbulo lleva a otras
habitaciones. Las puertas tienen forma de arco. Los techos,
pintados de azul.
Harvey se da la vuelta. Sheng le alcanza, blanco en la cara.
—¿Te da miedo?
—Diría que sí.
—¿Qué hacemos?
—No lo sé. —Sheng mira a su alrededor—. El trompo nos ha
avisado del peligro del perro guardián… a lo mejor más vale no
molestarlo.
Harvey observa los escalones que llevan al piso de arriba.
—¿Subimos? —propone.

Acuclillada en el suelo del mitreo, Elettra aparta el polvo. Sus


dedos rozan un objeto envuelto con cuidado en viejas vendas de
hilo. Es estrecho y largo, puesto de canto en el nicho.
—¿Entonces… rrr…? —pregunta impaciente Joe Vinile.
El agua fluye ruidosamente en las paredes que les rodean.
Ermete, en el rincón opuesto de la habitación, se come
nerviosamente las uñas.
Elettra agarra el objeto y trata de levantarlo, descubriendo que es
muy ligero. Sus manos queman. Temblando, apoya el montón de
vendas en el suelo de la sala.
Está cerrado con un sello dorado.
—¿Entonces… rrr…? —grita Joe Vinile. Su voz tiene el efecto de
un puñado de sal sobre una herida—. ¡Quita… rrr… esas vendas…
rrr…!
Elettra se da la vuelta para mirar a Ermete, pero el ingeniero
tiene la mirada perdida.
—¿A qué esperas… rrr…? —tose Joe—. ¡Abre ese chisme…
rrr…! ¡Déjame ver… rrr… qué diablo… rrr… es!
Elettra roza el sello en forma de anillo. Lo maneja ligeramente, lo
suficiente como para deshacer las vendas.
Dentro hay un objeto circular. Es de hierro.
Las manos de Elettra se mueven febriles para desenvolver las
últimas vendas.
Luego lo agarra, lo levanta.
Es un espejo.

En la primera planta del chalet hay un pasillo al que dan cuatro


puertas. Una está abierta y lleva a un pequeño dormitorio con el
techo azul. La única ventana tiene las persianas cerradas y entre las
rendijas se filtran los últimos reflejos del día.
La cama deshecha está cubierta de fotos.
—Quienquiera que haya dormido aquí, —observa Harvey— se
ha marchado hace poco.
Sheng coge unas fotos, luego las deja caer con un grito:
—¡El profesor!
Harvey recoge las fotos del suelo y las mira. Son todas muy
parecidas: Alfred van der Berger tendido en el suelo sin vida. Y, de
pie junto a él, el hombre del violín.
Un escalofrío de terror serpentea entre los chicos.
—Tenemos que largarnos de aquí… —murmura Sheng.
Harvey sale de la habitación. En el suelo del pasillo hay una
larga línea de sangre. Lleva a un baño.
—Harvey… —insiste Sheng—. No es prudente quedarnos aquí.
Harvey sigue la línea roja con el corazón en un puño.
La puerta del baño está abierta. Hay un gran espejo, un lavabo y
una bañera escondida por una cortina de plástico.
La sangre desaparece detrás de la cortina.
Harvey se acerca muy lentamente.
Y, muy lentamente, la aparta.
—Harvey… —murmura Sheng desde el pasillo. Luego, tan
pronto como oye el amigo gritar, chilla—: ¡Harvey! ¡Harvey!
La pistola de Joe Vinile se mueve como una serpiente delante de los
ojos de Elettra.
—¡Déjame ver… rrr…! —exclama el hombre, haciéndola apartar.
Tiene la frente perlada de gotitas y el pelo pegado al cráneo
brillante. Se arrodilla en el suelo jadeando y pone las manos
sudadas sobre el espejo.
—¿Todo… rrr… aquí… rrr…? —comenta. Le da vueltas entre los
dedos, perplejo—. ¿Qué diablo… rrr… hemos encontrado?
También Ermete se acerca. El objeto lanza brillos de plata
agrietada y de mercurio. Y parece exactamente lo que es: un viejo
espejo cóncavo, con la parte que refleja poco más grande que un
melón. Tiene el borde irregular, como si fuera la astilla de un espejo
mucho más grande, engastada más tarde en un marco de bronce.
—El anillo de fuego… —murmura Ermete.
Elettra se resiste a mirarlo. «Es un espejo» piensa.
—¡Un espejo… rrr… roto…! —exclama Joe Vinile. Su cuerpo
gordo es sacudido por una serie de carcajadas convulsas. Lo deja
en el suelo y se pone de pie con dificultad—. ¿Hemos… rrr… hecho
todo esto… rrr… sólo para encontrar… rrr… un espejo… rrr… roto…
rrr…? ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! ¡Si Little Linch… rrr… supiera para qué ha
muerto… rrr…! ¡Un estúpido… rrr… espejo… rrr…!
—Un espejo… —murmura Ermete. Luego añade como en trance
—: La luz que se vuelve fuego. La vida que se vuelve destrucción.
¿Cómo he podido no pensarlo antes?
—¿Qué estás… rrr… mascullando? —grita Joe Vinile.
Ermete mira a Elettra, las pupilas que vibran de emoción, pero
esta vez es ella quien tiene la mirada perdida. Su pelo rizado, negro,
es una barrera insuperable alrededor de su rostro.
El ingeniero continúa hablando consigo mismo:
—¡Eso es lo que usó Prometeo para robar el fuego a los dioses!
Un simple espejo cóncavo. Lo suficiente para concentrar los rayos
del sol y transformar la luz en fuego.
—¿Y entonces… rrr…? —interviene Joe Vinile.
Pero Ermete es como un río desbordado:
—Ahora entiendo todas aquellas citas, esos pasajes
incomprensibles que Alfred ha tratado de relacionar entre ellos. Toda
la historia del anillo de fuego que reaparece cada cien años… y que
pasa de mano en mano. A partir de los antiguos caldeos que
adoraban el fuego hasta los griegos que inventan el mito de
Prometeo, desde la Magna Grecia donde Arquímedes usa los
espejos para defender Siracusa de los romanos, hasta los mismos
romanos, que traen el espejo hasta aquí. ¿Entiendes, Elettra? Nerón
no quema Roma de noche, sino durante el día… ¡Con éste!
Joe Vinile resopla.
—¿Estás diciendo… rrr… que este… rrr… trozo de cristal… rrr…
vale algo?
—Puede tener un valor inmenso —contesta Ermete—. O bien no
valer nada.
Elettra está callada. No mira. Piensa.
Piensa en Ermete y en Harvey y en Sheng y en Mistral.
Piensa en el profesor.
Piensa en el espejo.
Piensa que el anillo de fuego es un espejo cóncavo. A lo mejor el
más antiguo del mundo. A lo mejor el primero. Es el espejo del
fuego, y ella advierte que está ardiendo por el solo deseo de salir de
ahí.
Estar fuera. Bajo el cielo estrellado.

Joe Vinile usa el pie para darle la vuelta al espejo. Sobre el


marco de bronce están entallados un dibujo y una inscripción:
—¿Y ésta… rrr…? ¿Qué es? ¿Un cometa… rrr…? ¿Y este…
latinorum? Tú que has estudiado… rrr…, ¿qué diablos pone… rrr?
Ermete está a punto de coger el espejo con la mano, pero Joe
aleja el espejo con el pie.
—¡Mírame… rrr… y no me toques… rrr…!
Ermete esfuerza la vista en la oscuridad. Lee la frase entallada
en el dorso del espejo y sonríe.
¿De qué te ríes… rrr…?
—El profesor había acertado —murmura el ingeniero, buscando
otra vez la mirada de Elettra—. Es una frase de Séneca, sacada de
un libro suyo sobre los cometas.
—¿Qué dice… rrr…?
—Hay una razón invisible detrás de un mundo visible.
Joe Vinile estalla.
—No significa… rrr… nada.
—No es verdad… —interviene Elettra, dándose la vuelta de
repente.
Sus cabellos se mueven como una tormenta a punto de
desatarse.
Y sus ojos están completamente amarillos.

Dentro de la bañera está tendido un hombre. Tiene las manos y


los tobillos atados, una mordaza de látex sobre los labios y el pecho
cubierto de sangre.
—¡Harvey! —grita Sheng, irrumpiendo en el baño y abrazando a
su amigo—. ¿Estás bien?
El chico asiente.
—¿Es él, verdad? —murmura Sheng.
—Es el hombre del violín —confirma Harvey en un susurro—.
¿Pero qué hace ahí dentro?
—¿Está muerto?
El hombre tiene los ojos cerrados y parece que ha perdido
mucha sangre. La bañera está completamente manchada de rojo.
—Diría que sí. —Harvey da un paso hacia adelante.
—¿Qué haces? —exclama Sheng.
—Sólo quiero comprobar…
—¡Harvey, déjalo! ¡Vámonos de aquí!
El chico americano da un segundo paso hacia la bañera. Luego
un tercero. No deja de mirar a la cara inmóvil del hombre.
—¡Vuelve atrás! —le suplica Sheng.
Harvey da un paso más, se dobla y le roza un brazo con la punta
de los dedos.
Luego da medio paso atrás, todavía tieso por la tensión. Se da la
vuelta para mirar a Sheng y susurra:
—Sí…, está muerto… —murmura.
De repente, una mano trata de agarrarlo por la cintura. Harvey ni
siquiera tiene tiempo para darse la vuelta.
Sheng grita:
—¡Harvey, cuidado!
El hombre del violín ha abierto los ojos.
Harvey tropieza con la cortina de plástico y hace saltar todas las
anillas. Resbala y cae al suelo.
—¡No! —grita Sheng, precipitándose a su lado y ayudándole a
ponerse de pie.
El hombre del violín forcejea en la bañera, tratando de desatarse.
Los chicos no se demoran un segundo más.
Se precipitan fuera del baño. Corren por el pasillo y luego
escaleras abajo, fuera de la puerta principal y por el pasaje.
Ni siquiera se paran una vez superada la verja.
Tampoco una vez superado el arco.
No se detienen y huyen.

Al ver los ojos amarillos de Elettra, Joe Vinile retrocede hacia la


salida del mitreo.
—Eh… rrr…, chica… rrr… ¿qué diablos… rrr… te está
pasando… rrr…? —grita.
Tan pronto como llega a la puerta, una sombra aparece a sus
espaldas. Una sombra con un brillo de oro entre los cabellos.
Joe emite una especie de gruñido y gira la cabeza lo suficiente
como para encararla:
—¿Y tú… rrr… quién diablo… rrr… eres?
Un momento después Ermete le salta encima, dándole un
puñetazo que Joe Vinile encaja como si fuera una caricia. Ermete
intenta darle otro golpe, pero Joe le ataca con la cabeza gacha y le
estrella contra una pared del mitreo. Los dos se enredan en una
lucha grotesca, con Joe que lanza golpes con la cabeza y Ermete
que trata de levantarle por el cinturón de los pantalones.
Elettra, en cambio, mira pasmada a la gitana.
—He venido a decirte, chica…, que tu línea de la vida todavía es
muy larga —anuncia la mujer.
—¡Haced algo! —chilla Ermete, lanzando puñetazos al azar
sobre la espalda de Joe Vinile.
—¡Alto! —grita Elettra.
Pero los dos siguen peleándose como si nada.
—¡Cuidado con esa pistola! —grita otra vez la chica.
Tan sólo en ese momento Joe Vinile parece enterarse de que
aún tiene la pistola agarrada en la mano. Se libera fácilmente de la
torpe presión de Ermete y da un paso atrás.
Abre la boca para decir algo, pero sin la cajita de amplificación
su voz es una simple masa de sonidos guturales.
Así que levanta la pistola sobre la cabeza y da un segundo paso
atrás.
Error.
El pie va a parar en el nicho que está en el suelo y él pierde el
equilibrio. La cabeza rebota con un ruido sordo contra el altar de
Mitra. La pistola cae al suelo con un resonar metálico.
Un largo silencio se apodera de la sala.

La gitana todavía sigue en la puerta, cubierta por su bulto de


abrigos.
Ermete respira con dificultad, contándose las costillas que aún le
parecen sanas.
—¿Elettra? —pregunta—. ¿Estás bien?
—Sí…, eso creo. ¿Y tú qué?
El ingeniero dice que sí, tosiendo, luego da unos pasos
inseguros hacia Joe Vinile.
—Se ha desmayado —dice. Con un pie aparta la pistola—.
Tenemos que irnos enseguida de aquí…
Ermete busca el espejo, pero la gitana da un salto y se interpone
entre él y el anillo de fuego.
—Tú, no —ordena, levantando la mano.
El hombre se frota los huesos.
—Yo no… ¿qué?
—No eres tú el que tiene que tener el anillo —explica la gitana—.
Sino ella.
Ermete sacude la cabeza con violencia.
—Escucha… no te metas en medio tú también, ¿vale? ¿Por qué
es muy diferente quién lo coja?
—El anillo es de quien se lo pone. Y el espejo es de quien tiene
que reflejarse —contesta la gitana, inflexible.
—¡Yo no me quiero reflejar! —protesta Elettra.
—Ante el espejo te reflejas incluso con los ojos cerrados —le
recuerda la mujer.
Ermete las mira sin entender.
—¿Os habéis puesto de acuerdo, o yo me he vuelto loco?
Elettra se le acerca.
—¿Eres uno de ellos? —le pregunta a quemarropa.
—¿Por qué paras? —pregunta Mistral a Beatrice.
La chica pone las luces intermitentes y aparca el Mini amarillo
junto a la acera.
—Aún nos falta por hacer una cosa… —dice, enigmática.
Hace un ademán a Mistral de que se baje y recorre con ella un
estrecho callejón. Su aliento cálido se convierte en nubes de vapor.
—¿Nos está siguiendo? —pregunta Mistral, encogiéndose de
hombros.
—No. Él no nos puede seguir —contesta Beatrice—. Por lo
menos eso creo.
Su labio se ha vuelto de color ciruela y siente latir las sienes con
un dolor cada vez menos sordo.
Alrededor de ellas, Roma ha caído en la última helada noche de
diciembre. La noche de San Silvestre.
—¿Tú sabes por qué se llama así? —pregunta a Mistral.
—Así, ¿qué?
—La noche de San Silvestre. —Hasta consigue sonreír—.
Quiero decir: si me hablas de Silvestre, lo único que se me ocurre es
el gato blanco y negro que intenta cazar a Piolín, pero siempre falla.
La cosa parece divertir también a Mistral.
—Así que nosotras intentaremos ser tan buenas como Piolín. Y
que no nos cojan.
Beatrice asiente y levanta la tapa.
—¡Ánimo, Mistral! —ordena, señalando con la barbilla la boca
abierta del contenedor de la basura—. Ya es hora de hacer limpieza.
Mistral levanta la funda del violín y la arroja dentro.
—¡Y vete al diablo! —exclama Beatrice y cierra la tapa de golpe.
Advierte que la adrenalina la está abandonando de repente,
como agua caliente que deshace la nieve. Se da cuenta de que
tiene que moverse deprisa, antes de que se desplome. Tiene que
irse, lejos, antes de volver a pensar en lo que ha hecho realmente.
—Vale —dice.
Mistral la mira con sus grandes ojos líquidos.
—¿Y ahora?
—Subimos al coche y te llevo a casa.
—¿Y tú?
—No te preocupes por mí —dice ella—. Sé lo que tengo que
hacer.
No es cierto. Pero ya es algo.

Ermete tiene los ojos abiertos. El labio que tiembla. Las manos
neuróticamente apretadas sobre el abdomen dolorido.
—¿Eres uno de ellos? —le pregunta otra vez Elettra.
—¿Cómo puedes pensar algo parecido?
—¿Ese hombre no era amigo tuyo?
—Era un conocido.
—Era uno de ellos.
—¿Y yo cómo podía saberlo? —explota Ermete—. Yo no tengo
nada que ver con… ellos. ¿Yo qué sé quién seguía al profesor o me
seguía a mí?
—¿Cómo puedo creerte?
—Me crees y punto —insiste el ingeniero.
—Enseña tu mano a la gitana —propone Elettra.
Ermete De Panfilis abre los ojos.
—Pero, ¿qué dices, Elettra? —exclama—. ¿Qué va a cambiar si
le enseño la mano? ¡No bromees! ¡Por cierto… salgamos de este
lugar antes de que Joe se despierte!
—¿Tienes miedo? —pregunta Elettra.
—¡Ni en sueños! —protesta él, pasmado—. ¡Ostras, Elettra! —
exclama, cuando se da cuenta de que la chica está hablando en
serio—. ¿Te interesa saber incluso mi signo zodiacal? ¿E incluso el
ascendente?
—A ella le es suficiente con leerte la mano.
—¡Elettra! ¡Es tarde!
Luego, con un suspiro exasperado, Ermete deja que la gitana le
coja la mano.
—¿Qué es lo que ves? —le pregunta la chica.
—¿Qué crees que puede ver? ¡Verá una mano ensuciada de
polvo! —masculla Ermete.
A sus plantas, Joe Vinile emite un sonido agonizante.
—¿Qué es lo que ves? —insiste Elettra.
—¿Ya has llegado a cuando en BUP falsifiqué la firma de los
míos? —ironiza Ermete—. ¿Y a ese mítico fin de semana en el que
quedé con dos chicas sin que la una supiera de la otra?
La mujer sacude la cabeza.
Lee la mano y sacude la cabeza.
Al verla tan concentrada, Ermete le da un empujón, tratando de
liberarse.
—No me hagas bromas, ¿eh?
—¿Qué es lo que ves? —pregunta Elettra por tercera vez.
La gitana relaja su rostro en una sonrisa serena:
—Veo una mano que nunca ha trabajado ni un día en su vida.
—¡Y estoy orgulloso de eso! —estalla Ermete.
—Y una enorme línea de mentiras…
Elettra y Ermete se ponen tensos.
—Pero todas son mentiras divertidas. Bromas y… juegos. Burlas
de niños —acaba la gitana.
—¡Viva la sinceridad! —exclama el ingeniero, dando un profundo
respiro—. ¿Podemos irnos ahora?
—¿Así que no es uno de ellos?
La gitana sonríe.
—A no ser que ellos sean personas que sólo quieren jugar, diría
que no.
Ermete se agacha para recoger el anillo de fuego y lo tiende
bruscamente a Elettra.
—¡Toma esto antes de que madame se enfade!
—Perdóname —le dice la chica, cogiendo el anillo de fuego.
—No pasa nada —contesta Ermete—. Lo único es que… no me
lo esperaba…
Elettra se pone de puntillas para abrazarle.
—Perdóname de veras, Ermete. Es que ya no sé en quién
confiar.
—Ahora confía en mí: ¡tenemos que salir de aquí! —dice él,
devolviéndole el abrazo.

Harvey y Sheng corren hasta quedarse sin aliento, sin detenerse


nunca. Harvey va por delante, decidiendo a vuelo dónde y cuándo
girar, orientándose por las calles de Roma sin titubeos.
Sin mirar nunca hacia atrás.
Corren para poner el mayor trecho posible entre ellos y el
hombre de pelo blanco. Y a pesar del hielo que hace peligroso cada
paso, corren sin disminuir la velocidad nunca, incluso en las curvas,
esquivando por un pelo a los desprevenidos transeúntes.
Cuando por fin deciden calmarse, la ciudad que les rodea ha
vuelto a ser Roma. Ya no queda nada que les recuerde los
almenajes del barrio Coppedè. Ven las cúpulas blancas, las filas de
columnas monumentales y las procesiones de arcadas. Ven las
ruinas del imperio orgullosamente iluminadas con luces
espectaculares.
Roma les protege y les esconde.
Pero la ciudad es demasiado grande y demasiado antigua para
seguir desafiándola de esa manera.
Necesitan un lugar seguro donde descansar.
Un lugar donde nadie les pueda tocar.
La Domus Quintilla.

Jacob Mahler consigue salir de la bañera y se queda tendido en


el suelo frío del baño. Se quita la mordaza con los dientes y empieza
a arrastrarse hacia el lavabo, con las manos y los pies que siguen
atados. El pecho le duele inmensamente.
Primero se pone de rodillas, luego de pie con un golpe de
riñones. Se apoya en el borde del lavabo. Se levanta. El espejo
refleja las facciones de su rostro.
Se parece a una calavera.
—¡Me las vas a pagar! —masculla, mirando a su propia imagen
—. No pienses que no iré a por ti.
La cabeza le pulsa como un tambor. La herida en el pecho le
impide respirar.
Se mueve torpemente, alcanza el botiquín junto al espejo, lo
abre, agarra con la punta de los dedos su neceser y lo arroja en el
lavabo, revolviendo todo el contenido. Hurga entre los paquetes de
plástico, encuentra la gillette, la abre y se pone el mango entre los
dientes. Luego levanta las muñecas y se pone a restregar los nudos
sobre la hoja, arriba y abajo, deshaciéndolos a cada movimiento.
Un minuto después, está suelto. Escupe la gillette y se suelta
también los tobillos.
Respira con dificultad.
Tiene el pecho completamente cubierto de sangre.
Sale tambaleando del baño. Llega hasta la habitación de Mistral
y mira hacia dentro. Está vacía. Más bien, no. Está llena de fotos
desparramadas por todas partes.
Conoce aquellas fotos. Fue él quien las ordenó para la prensa.
Son las de Alfred van der Berger.
—¡AAARGH! —grita, sacando con fuerza las sábanas de la
cama y arrastrándolas por el pasillo.
Primero tiene que ocuparse de la herida. Luego, de la chica.
Sin embargo, tan pronto como llega al baño, oye una música, las
notas de una canción.
«You’re beautiful», de James Blunt.
La melodía procede de las sábanas que ha llevado consigo.
Jacob Mahler se arrodilla y hace caer al suelo un móvil.
Es el móvil de Mistral.
—¿Sí? —casi grita, al contestar.
—¿Te has despertado bien, sí? —le saluda Beatrice—. ¿Por
casualidad has mirado ya fuera de la puerta?
Mahler no habla.
—Estás acabado, Jacob… —continúa la chica—. Parece que
han encontrado al asesino del Tíber.
—No puedes haberlo hecho… —murmura él, bajando las
escaleras con furia.
Abre de par en par la puerta principal.
Y retrocede, golpeado por una luz azul intermitente. Hay dos
coches aparcados enfrente del chalet.
—¡Alto! —le intima un agente de los Carabinieri—. ¡Manos
arriba!
Jacob Mahler abre los ojos. Sabe reconocer el ruido de las
pistolas cuando le apuntan a él. Pero no pone las manos en alto.
Cierra la puerta a sus espaldas y sube otra vez al piso de arriba,
con la respiración entrecortada por el dolor en el pecho. Llega a su
trolley y saca el teléfono satélite para las emergencias.
Desde el jardín oye las voces de los carabinieri que están
rodeando la casa.
—¡Sal de ahí con las manos arriba!
Las luces intermitentes se filtran por las persianas cerradas.
Jacob conecta el móvil. Sólo tiene tres números activos. Con
cualquier otra combinación de teclas, el teléfono hace explosión.
Los marca.
Seis, seis, seis.
Luego acerca el micrófono al oído, mientras abajo los agentes
están derribando la puerta principal.
—Venga… —murmura Jacob.
Crujido. Crujido.
—Venga…
Crujido. El satélite recibe la señal de llamada, la refleja en
Shanghai, la dirige hacia un rascacielos de cristal negro en el que
nadie puede entrar sin autorización.
Primer timbre.
Un carabiniere empieza a subir las escaleras.
Segundo timbre.
Jacob se aleja por el pasillo, dirigiéndose hacia la ventana en
forma de portilla.
Tercer timbre.
Mira fuera de la ventana: jardín nevado.
Cuarto timbre.
Ningún intermitente. Pasos por la escalera.
Sexto timbre.
—Devil —contesta una voz al otro lado. Es un poco más que un
silbido de una serpiente. Afilada como la uña de un dragón.
—Jacob —contesta él—. Me han cogido.
El carabiniere se asoma por la parte superior de la escalera, en
posición de ataque. La pistola apunta a la cabeza.
—¡Alto! —grita—. ¡No te muevas!
Jacob termina la llamada.
No está seguro de que el diablo envíe a alguien en su ayuda.
Mientras tanto, sin embargo, es mejor preparar el infierno.
—¡Manos arriba! —repite el carabiniere—. ¡Tíralo al suelo!
Jacob Mahler levanta lentamente las manos.
Sus manos marcan tres números al azar en el móvil.
—¡Como quieras! —grita al carabiniere.
Arroja el móvil al pasillo.
Cuenta hasta cinco.
Y todo el pasillo estalla en una explosión de llamas.
Beatrice para el Mini en la Via dell’Arco Antico. El motor fuma en la
noche.
—Tienes que pasar por debajo de ese arco, coger a la derecha,
—explica a Mistral— y estarás en la plaza in Piscinula. De allí,
deberías encontrar el hotel por tu cuenta.
La chica asiente. Se le acerca para darle un beso en la mejilla.
—Gracias por todo lo que has hecho.
Beatrice levanta una mano, simulando indiferencia.
—De nada. Te lo había prometido.
Mistral abre la puerta y pone un pie afuera, en la nieve.
—Vigila —le recomienda otra vez Beatrice.
—¿Estás segura de que no quieres venir tú también? —pregunta
la chica—. Podríamos contarlo todo a los señores del hotel y…
Beatrice le interrumpe.
—No puedo. No es un lugar para mí.
—¿Y por qué?
—No soy una buena persona…
—Te equivocas.
—No lo digas tan claro. —Beatrice está como si el interior de su
cuerpo estuviera por hacerse añicos—. O podría cambiar de idea.
Mistral baja del Mini.
—Déjate ver, si te apetece.
—Lo haré. Recto por ahí y luego a la derecha —le recuerda
Beatrice.
Espera que se aleje, le hace una señal de saludo y luego mete la
primera marcha. Mientras conduce, siente su pecho cargado de
lágrimas. El cinturón la ahoga.
No sabe adónde ir.
No sabe qué hacer.
Sólo sabe que ha hecho lo correcto.
Llega hasta el Tíber, cruza el puente Quattro Capi, luego coge la
calle que bordea la Pirámide. De allí, baja hasta el Coliseo y busca
las luces de la Via del Corso y el alboroto de los clubes. Es casi la
medianoche de un fin de año muy difícil.
Pone la radio y sube el volumen para intentar relajarse.
Las luces de la ciudad discurren alrededor.
Saborea la carretera que discurre bajo las ruedas.
Mira la hora. Faltan pocos minutos para el año nuevo.
—Año nuevo… vida nueva —susurra, esperando las explosiones
de sonidos y de luces que acompañarán la llegada de la
medianoche.

La capital del mundo antiguo espera el repicar de fin de año.


Miles de personas han conectado la televisión para sincronizar
sus relojes. Elettra, Ermete y la gitana salen de las profundidades de
San Clemente en un silencio irreal. Son los últimos minutos del año.
Las serpentinas de colores revolotean entre los edificios. Las
luminarias emiten brillos intermitentes. Las ventanas resplandecen
de las luces de los televisores encendidos. Por detrás de los
cristales hay risas y corchos de botellas aguantados, manos que se
buscan y besos listos para estamparse.
—Es el fin de año más raro de mi vida… —dice Elettra,
caminando por la ciudad excitada, con el anillo entre las manos.
Las primeras ventanas empiezan a abrirse. Las voces de los
presentadores de televisión retumban entre los edificios.
—Lo mismo digo yo… —sonríe Ermete—. Nunca pasé un fin de
año con dos mujeres. ¿Y para ti, gitana?
La mujer no contesta: camina delante de ellos con el paso
entrenado de quien desde siempre mide la ciudad a pie y con los
ojos tranquilos de quien está acostumbrado a ver a los demás que
celebran.
Desde las ventanas abiertas empieza a oírse la cuenta atrás de
los últimos veinte segundos del año. Los tres se paran a escuchar
las miles de voces que, como una sola, recalcan los instantes que
faltan a la medianoche.

La gitana se vuelve hacia Elettra y le dice:


—Es la hora.
Le está pidiendo que haga algo. Algo importante, que tiene que
hacerse.
Los segundos pasan rápidos.
Es la noche de los deseos. La noche de San Silvestre, del
nombre del Papa que celebró misa el último día del año 999. El que
muchos creían que sería el último día del mundo.
Tras esa medianoche, cambió todo.
Elettra mira a la gitana. Y la gitana repite:
—Ya es la hora de que el mundo cambie otra vez.
Elettra. Kore Kosmou. La doncella del universo.
Es ella quien tiene que decidir. Es ella quien tiene que usar el
anillo de fuego. Tiene que hacerlo ahora.
O bien renunciar.
Los segundos se escapan volando. La cuenta atrás suena cada
vez más fuerte, como una llamada.
Las manos de Elettra revelan el sello y deshacen el hilo.
La gitana dice:
—Mira.
Ermete sonríe.
Y Elettra levanta el espejo para mirar.

Las primeras en saltar son las bombillas intermitentes de las


luminarias. Se vuelven blancas y explotan una tras otra como
palomitas de maíz. Luego les toca a las farolas, que se encienden
en blancas llamaradas. La energía se propaga como un ola,
transforma los monitores de los televisores en hojas blancas
deslumbrantes, las bombillas de las casas en brillos repentinos,
hace vibrar las resistencias de los electrodomésticos y funde los
tubos de neón. Un gran relámpago blanco corre a lo largo de la
ciudad, se irradia a partir de San Clemente como una única
explosión de luz. Roma palidece en una sola explosión eléctrica que
la envuelve como una ráfaga de viento.
Luego, tal como ha llegado, rápida e improvisa, la luz
desaparece. Ráfagas de fusibles y cortocircuitos empiezan a saltar
en todas las calles, en todos los palacios, en todos los barrios. Sus
chasquidos marcan el tiempo, compitiendo con las botellas que se
descorchan y los primeros festejos.
Roma cae en la oscuridad, exhausta y sobrecargada.
Las risas se quedan atragantadas. El champán discurre en ríos
repentinamente silenciosos. Tras el blanco absoluto que la ha
encendido como una estrella reflejada en la nieve, la capital se
apaga de golpe, en un inmenso vórtice negro.
Apagón.

—¿Elettra? —pregunta después de mucho rato la voz de Ermete


—. ¿Elettra, estás bien?
La chica abre los ojos. Está dentro de la oscuridad, con Ermete
agachado sobre ella.
—¿Qué ha pasado? —pregunta.
—Te has reflejado en el anillo de fuego y ha habido una enorme
explosión de luz…, luego te has desmayado —explica el ingeniero.
Elettra se siente débil y agotada.
—No me acuerdo de nada.
Extiende las manos a su alrededor y nota el frío del metal. Está
sentada en el sidecar de Ermete.
—¿Podrás aguantar hasta el hotel?
Elettra mira las ventanas de los palacios que la rodean. Los
brillos de los televisores han sido sustituidos por las deslizantes
luces de las velas.
Velas.
Miles y miles de velas, encendidas en todos los balcones de la
ciudad.
—¿Por qué? —pregunta la chica.
—Ha habido otro apagón —contesta Ermete—. Ha sido como
una sobrecarga de corriente.
Elettra observa la calle y ve a la gitana que baila una danza
muda y silenciosa.
—¿Qué está haciendo?
—¿Quién lo sabe? —murmura Ermete—. Pero parece feliz.
—Pregúntale… —susurra Elettra—. Pregúntale qué es lo que ha
visto en mi mano. ¿Te importa?
Ermete se encoge de hombros.
—Puedo intentarlo, pero… no estoy seguro de que me conteste.
Se aleja del sidecar y deja a Elettra contemplando el espectáculo
de la calle iluminada por las velas.
Cuando vuelve a mirar hacia la gitana, la chica sólo ve a Ermete.
—Tan pronto como le he hecho la pregunta —dice el ingeniero,
volviendo al sidecar— se ha echado a reír, me ha susurrado la
respuesta al oído y luego se ha marchado corriendo.
—¿Y qué te ha dicho? —pregunta Elettra.
—Que en tu mano ha visto una estrella. Y que tú, reflejándote, la
has llamado.
Fernando Melodía está tumbado en el sofá de la Domus Quintilla,
con dos costillas rotas. Pero la única fractura verdaderamente
irreparable es la de su orgullo. El orgullo puesto en ridículo por el
ladrón del día anterior. Y por Linda, que en cambio logró echarle a
golpes de escoba.
Ella, por su parte, siempre le recuerda su mal papel:
—Vamos, Fernando… —le mima—. ¿Te duele mucho el
puñetazo que te dio esa canalla?
No le haría tan mal, si ella lo dejara en paz.
Suspira.
Es una mañana muy extraña. Desde que ha vuelto la corriente,
los telediarios no paran de hablar del segundo apagón de la ciudad:
un corte completo de la energía, que obligó a los romanos a festejar
a la luz de las velas. Incluso en la cena del Presidente. Y en las
veladas más importantes. No todos se dijeron decepcionados: la
ciudad estuvo hundida en una atmósfera de otros tiempos. Alguien
propuso celebrar así cada fin de año: sin energía eléctrica. Los
políticos culpan a los técnicos, los técnicos culpan a la política
internacional. Los políticos internacionales no son localizables.
Mientras tanto la electricidad ha vuelto.
«Pero el apagón» piensa Fernando «no es en absoluto la cosa
más extraña. No tanto como la manera en la que los chicos
volvieron al hotel.»
Incluida Mistral.
Antes de verlos reaparecer, los padres de Harvey y el padre de
Sheng estaban decididos a darles un castigo ejemplar pero, tan
pronto como los vieron aparecer por la puerta principal, muy
cansados y muy asustados, los abrazaron sin más. Y cuando llegó
Mistral, Harvey y Sheng casi se desmayaron de felicidad. La
abrazaron y le hicieron un montón de preguntas, todas en voz baja,
de manera que los adultos no pudieran oírlas.
¿Y Elettra? Elettra fue la última en llegar a casa, huraña y
silenciosa. Según Linda, la acompañó un chico en moto. ¡Nada más
y nada menos que en sidecar!
Fernando decidió que no le diría nada. Además, porque Linda
animó la reunión con el cuento del intruso echado a golpes de
escoba, mostrando lo que quedaba del heroico bastón como si fuera
una reliquia de museo.
Luego celebraron el año nuevo, todos juntos, olvidándose de la
discusión de la tarde.
Y las amenazas de querella y de denuncia.
Y todo lo que merecía la pena olvidar.
Fue Irene la que insistió en celebrar. Celebrar de veras.
Fernando bajó al sótano a buscar una de esas botellas especiales,
las de la reserva Ulysses Moore, que compró con su mujer durante
la luna de miel en Cornualles.
Aún quedaban cuatro.
¡Pum! El corcho fue a parar al techo, acompañado por las
puntuales quejas de Linda: «¿Y ahora quién va a quitar esa mancha
de allá encima?».
Brindaron.
«Salud» dijo Irene haciendo tintinear la copa con la del padre de
Sheng.
Sentados en el suelo del sótano, Harvey, Elettra, Sheng y Mistral
celebran la que podría ser la última reunión. Mistral espera a que
vuelva su madre, para luego marcharse a Francia. Por la tarde, los
señores Miller dejarán Roma para viajar a Nápoles, donde tendrá
lugar la ponencia del padre de Harvey. Volverán a la ciudad tan sólo
para coger el avión hacia Estados Unidos.
Más que un saludo, parece una especie de despedida. Dentro de
pocas horas, miles de kilómetros los separarán.
—¡Pero yo me quedo en Roma por un mes! —exclama Sheng,
cuando la atmósfera entre ellos llega a ser demasiado pesada…—.
Elettra y yo queremos cortar la corriente un par de veces más.
Los cuatro sonríen.
Se han contado todo lo que ha pasado, detalladamente.
Saben que tendrán que tomar decisiones importantes. Y se
repiten constantemente las preguntas a las que aún no saben qué
contestar. El segundo apagón, en especial, crea curiosidad en
todos. Elettra ha explicado lo que pasó justo después de que ella se
reflejara en el anillo de fuego. Cuando Mistral le pregunta qué fue lo
que vio en el espejo, Elettra sacude la cabeza, dudosa.
Se vio a sí misma. Transformada en luz.
Pero contesta:
—Nada especial, diría.
Ahora el antiguo espejo está delante de ellos, totalmente
inofensivo. Los cuatro han querido reflejarse en él, mirando sus
imágenes desenfocadas y manchadas por el tiempo. Han leído la
frase de Séneca en el dorso, pasándose el anillo de fuego de mano
en mano, con miedo reverencial. Y se han dicho, en voz baja, que
ha sido por encontrar ese espejo que el profesor Alfred van der
Berger ha estudiado por años, y ha sido asesinado.
Pero aún no entienden el porqué. Se sienten agobiados por algo
que no consiguen dominar, al que no pueden dar unas
circunstancias, un lugar, un tiempo, o bien una cara.
Cuanto más estudian el objeto descubierto bajo la basílica de
San Clemente, más se convencen, sin embargo, de que el espejo
sólo es una pieza, un punto de partida.
Es un misterio que a su vez esconde otros misterios, a lo mejor
contenidos en la libreta del profesor o en los libros que estaba
leyendo.
O, a lo mejor, en el hecho de haberse encontrado en Roma.
Sea lo que sea, es un misterio peligroso.
—Ellos seguirán buscándolo… —dice Harvey.
—Y saben que tú vives aquí —añade Mistral a favor de Elettra.
Su parte del relato, lo del secuestro, ha sido la que más les ha
impresionado. La parte de Harvey y Sheng, en cambio, con Jacob
Mahler que forcejeaba en la bañera, los ha asustado.
—A lo mejor lo han detenido… —propone Sheng, optimista como
siempre—. Si aquella chica, Beatrice, ha conseguido llamar a la
policía, yo digo que le han pillado.
—Tenemos que esperar… —dice Elettra—. A lo mejor nos darán
noticias.
Todavía nadie puede saber lo que ha pasado. El primer día de
enero no hay periódicos para leer y en la televisión aún destaca la
noticia del apagón.
—En cualquier caso, ya no tiene el violín… —dice Mistral.
—El problema no es él. Aunque esté muerto o esté detenido —
interviene Harvey—, ellos enviarán a alguien más. Y esa persona se
presentará aquí. En esta casa.
—Es nuestro refugio —protesta Elettra.
—Ya ha sido violado —replica Harvey—. Pregúntale a tu padre.
—Es demasiado peligroso ahora —confirma Sheng—. Aunque
los trompos han indicado que este lugar está… a salvo, tenemos
que vigilar. Tienes que vigilar.
Elettra asiente.
—A lo mejor los trompos querían decir que está a salvo para
nosotros. Pero no para el anillo. O para las demás personas.
—¿Por lo tanto qué hacemos con él?
Harvey propone regalarlo a un museo.
—De esta manera estará seguro.
Elettra, en cambio, tiene una idea distinta:
—Yo creo que nosotros tenemos que seguir estudiándolo. Y que
tenemos que investigar sobre lo que Ermete y el profesor habían
descubierto.
—¿Y cómo?
—Sheng se quedará en Roma por un mes. Él y yo podríamos…
—¡Hao, sí! —la interrumpe él—. Nosotros podríamos continuar.
—Pero en compañía de Ermete —añade Elettra—. Después de
todo, es él quien ha estudiado el mapa de los caldeos. Y las dos
cosas están relacionadas, ¿no?
Los chicos se miran dudosos. Mistral, que es la única que no ha
conocido a Ermete, deja que los demás decidan.
—¿Y la gitana? —pregunta.
—La gitana parecía saber mucho más de lo que me contó —
admite Elettra—. No tan sólo porque nos siguió hasta San
Clemente, sino sobre todo luego, cuando me convenció para que
me reflejara en el espejo. Parecía saber que… tenía que hacerlo. La
buscaré. Y le pediré por qué.
Los chicos permanecen silenciosos por un largo rato.
—Después está el tema de los dientes. ¿Quién ha entallado
todas esas letras en los dientes? ¿Y por qué? —se pregunta Mistral.
—Ermete dice que son dientes muy viejos. Que tienen más de
cien años —interviene Elettra.
—Cien años, cien años —masculla Harvey—. El cien siempre
reaparece en esta historia.
—Chicos —dice Sheng, después de un rato—, es inútil darle
tantas vueltas. Está claro que tenemos que poner manos a la obra.
Hemos recibido una especie de regalo. Desde luego un regalo
peligroso, pero que no podemos ignorar. Tenemos que… usarlo. Ver
hasta dónde nos puede llevar. Si somos capaces de entenderlo,
naturalmente. Yo creo que Ermete es el único que nos puede
ayudar. El único en el que podemos confiar.
—Es el único adulto en el que podemos confiar —puntualiza
Mistral—. Y por lo que me habéis contado, sabe mucho más que
nosotros.
—Pero él también está en peligro. No puede quedarse en Roma,
—insiste Harvey—. No está sólo Mahler. También Joe Vinile aún
sigue por ahí.
—Creo que sí —admite Elettra.
—Y le conoce.
—Entonces ¿por qué no le invitas a tu casa? —le propone
Mistral.
—¿En Nueva York?
—¿Quién le podría encontrar ahí?
—No lo sé… Tengo que pedírselo a mis padres… —dice Harvey
—. Pero tal vez no sea una mala idea.
—De lo contrario podría pedírselo yo a mi madre —propone
Mistral—. Lo puedo hacer hoy mismo, en cuanto vuelva. En París
tengo una casa enorme. Y siempre está vacía.
Lo que Mistral no dice es que, tan pronto como vuelva a Francia,
en esa casa tan grande y vacía, tendrá miedo a quedarse sola.
—¿Pensáis que Ermete estará dispuesto a dejar Roma? —
pregunta Sheng.
—Dudo que su madre le dé el permiso… —bromea Harvey—.
Pero creo que él estará encantado.
—Pero si dejamos el espejo a Ermete… —interviene Mistral—,
¿qué haremos del mapa? ¿Y de los trompos?
—Los trompos nos los repartimos —propone Sheng—. Uno por
cabeza. Luego echamos a suerte sobre quién tiene que quedarse
con el mapa.
Elettra sacude la cabeza.
—No. Yo no me lo puedo quedar.
—¿Por qué?
—Por la misma razón por la que no puedo quedarme con el
anillo de fuego. Si hay un nombre que ellos conocen… es el mío.
—Tienes razón —concuerda Mistral—. Y tampoco yo. Ellos ya
saben quién soy.
—Quedamos nosotros dos… —dice Sheng.
—¿Cómo nos lo jugamos? —pregunta Harvey.
—Dados. —Enseña un par de dados rojos y negros que ha
cogido de casa de Ermete—. Quien suma el número más alto se
queda con el mapa.
Sheng lanza los dados y le sale un tres y un dos.
Harvey hace rodar en el suelo un seis y un cinco.
—¡No! Ya lo sabía —protesta, sacudiendo la cabeza.
Elettra le entrega el mapa de madera.
—Guárdalo tú, con cuidado, pero no nos digas dónde. Mejor que
no lo sepamos.
—Correcto —aprueba Sheng.
Harvey abre una vez más el mapa, luego lo vuelve a cerrar y se
lo pone sobre las rodillas.
—Vale. Pero a estas alturas tenemos que hacer un pacto.
En el sótano se extiende un silencio antiguo.
—No vamos a usar nunca más este mapa si no estamos los
cuatro juntos. No sé cuándo esto puede pasar. A lo mejor cuando
vosotros dos averigüéis algo más sobre el profesor, o cuando
Ermete nos diga para qué sirve realmente el anillo de fuego…
pasará, tal vez, de aquí a un año. O bien no pasará nunca más. El
pacto es: estamos los cuatro juntos, o nada.
Elettra asiente y añade:
—Y lo que ha pasado en estos días será nuestro gran secreto.
—Los cuatro, otra vez —confirma Sheng, estirando la mano
abierta sobre la de Harvey—. Yo estoy de acuerdo.
Mistral sonríe.
—Sí —dice, poniendo también su mano—. Yo también.
—A estas alturas haría falta una frase mejor que… «todos para
uno, uno para todos…» —dice Elettra—. Pero, al final, incluso los
tres mosqueteros eran cuatro.
—¿Tú también estás en el grupo? —le pregunta Harvey.
Elettra pone su mano sobre las de sus nuevos amigos.
—Pase lo que pase. Lo que nos depare el futuro —dice, con tono
solemne—. Sí. Estoy con vosotros. Y vosotros conmigo.
La tía Irene aguarda a que salga la luna sobre los tejados. Aprieta
los brazos de su silla de ruedas y escucha el respiro de la casa. La
Domus Quintilia está tranquila.
Sólo su hermana se remueve en la cama. Desde siempre ha sido
un poco sonámbula, y aunque esté dormida puede soltar largos
discursos.
Irene pasa junto a la planta de rosas, acerca la silla de ruedas a
la puerta vidriera que da a la terraza y abre la cerradura. El aire frío
de la noche danza en el resquicio que se amplía.
La mujer sale a la terraza en camisón y cierra la puerta vidriera a
sus espaldas.
Afuera está helado.
Es el saludo de enero.
Empuja la silla hasta las cuatro estatuas de piedra que se
asoman al patio interior. Sobre su camisón están dibujados animales
de toda especie.
No tiene frío.
Levanta la mirada hacia el cielo. Está despejado y suavizado por
el halo blanco de la luna. Las siete estrellas de la Osa Mayor brillan
inmóviles sobre ella.
—Nosotros os miramos y vosotros nos miráis… —murmura Irene
—. Aunque rara vez entendamos vuestras miradas.
Se apoya con fuerza en los brazos de la silla.
—¿Qué tengo que hacer, ahora? —pregunta a la noche de luna
—. ¿Me he equivocado en elegir a mi sobrina? A Alfred le han
matado. Y sólo quedamos tres. Esto no tendría que haber pasado.
Nunca había ocurrido antes.
Lentamente, con las muñecas que tiemblan por el esfuerzo,
Irene se levanta de la silla de ruedas.
—Ellos han secuestrado a Mistral. E incluso pueden llegar a
matar. No estaba pactado así. ¿Cómo es posible, después de todos
los esfuerzos que hicimos para encontrar a los chicos? ¿Ellos
pueden llegar a tanto?
Irene pone los pies en el suelo. Luego empieza a empujar sobre
sus piernas débiles.
—Dime, Naturaleza: ¿todavía puedo esperar que el Pacto siga?
En el refugio nos dijimos que tendría inicio en Roma. Así ha sido. El
anillo de fuego ha sido llevado a la luz. La doncella del cosmos se
ha reflejado. La llamada de luz ha sido lanzada. Y el primer paso se
ha dado. ¿La has visto en Nueva York? ¿Y en Shanghai? ¿Te has
fijado qué luz tan blanca tenía nuestra estrella? Está escondido
abajo y escondido arriba. Busca abajo y encontrarás arriba. Así
estaba escrito, y así ha sido. Refléjate en lo pequeño para reflejarte
en lo grande. Pero también estaba escrito que a los chicos no los
tocarían. ¿Quién ha cambiado las reglas?
Irene tiembla, pero su voluntad es más fuerte que su edad.
Y hace que se pueda quedar de pie perfectamente.
—Contéstame, Naturaleza… —pregunta otra vez, los dientes
apretados por el esfuerzo. Levanta las manos temblorosas hacia el
cielo estrellado e invoca—: ¡Contéstame! ¡Contestadme! ¿Qué
tengo que hacer?
Su mirada es profunda y absorta. Sus oídos aguardan el sonido
invisible de una respuesta.
Cuando llega la respuesta, con un suspiro, la vieja mujer la
escucha, se deja mecer por ella y se abandona sobre la silla,
agotada.
Cierra los ojos y sonríe.

Arriba, encima de ella, las estrellas de la Osa Mayor brillan


inmóviles en el cielo.
Pero entre ellas brilla una nueva estrella, pequeña y veloz, aún
invisible a los telescopios y a los ojos de los astrónomos. Es una
estrella que corre con furia a través del espacio con su larga cola de
hielo ardiente.
Es un cometa. El anillo de fuego lo ha llamado.
Y se dirige hacia la Tierra.
Agradecimientos

Os he robado muchos meses para pensar y escribir este primer


episodio. Generalmente no me gustan las páginas de los
agradecimientos, pero esta vez es distinto. Y vosotros sabéis por
qué.
Como siempre, Marcella ha entendido lo que estaba pasando
antes que los demás, y me ha esperado pacientemente. Hace
algunos años discutimos sobre el argumento de Century, cuando
nos gustaba la idea de escribir una historia ambientada en Italia y en
Roma, una Roma que fuera lo más posible verdadera y, por eso,
fuera de lo común. Y eso creo que lo hemos logrado.
Tengo que agradecer a Clare porque es la más romántica,
soñadora y testaruda editora que jamás podáis encontrar. Es la
única persona capaz de localizarme al móvil incluso cuando el móvil
está apagado. Gracias a Iacopo y Francesca por cómo consiguen
ver lo que estoy escribiendo aun antes de escribirlo. Entre mis
amigos, gracias especialmente a dos Beatrice. Una debería
reconocerse en estas páginas y la otra me proporcionó una
fantástica tarjeta de visita. Gracias por la ayuda a Alessandro,
Walter, Tommy, Andrea y Franco y, como siempre, a mamá y papá:
vuestro ojo crítico (muy crítico) y vuestros consejos clarificadores
(muy clarificadores) son realmente insustituibles.
Algunos personajes de este primer episodio esconden a
personas en carne y hueso: el doctor Tito me sugirió los «dientes»,
Elena el personaje de Elettra y el profesor Gianni Collu, con su
incalculable número de libros, me inspiró el personaje de Alfred.
Linda Melodía, en la vida real, se llama Laura, y es una persona
fantástica.
¡Nos vemos en Nueva York!
Pierdomenico Baccalario

Nací el día 6 de marzo de 1974 en Acqui Terme, un pequeño y


bonito pueblo del Piamonte. He crecido rodeado de bosques, con
mis tres perros, mi bicicleta negra y con Andrea, que vivía a cinco
kilómetros cuesta arriba de mi casa.
Empecé a escribir en el BUP: en ciertas clases especialmente
aburridas fingía tomar apuntes, mientras que en realidad me
inventaba cuentos. Allí también he conocido a un grupo de amigos
aficionados a los juegos de rol con los que he inventado y explorado
decenas de mundos fantásticos. Soy un curioso, pero reservado
explorador.
Cuando cursaba Derecho en la universidad, gané el premio
Battello a Vapore por la novela La strada del guerriero, en el que fue
para mí uno de los más hermosos días de mi vida. Y desde
entonces he empezado a publicar novelas. Después de la
licenciatura, me he dedicado a los museos y a proyectos culturales,
tratando de sacar historias interesantes incluso de los viejos objetos
polvorientos. He empezado a viajar y a cambiar de horizonte: Celle
Ligure, Pisa, Roma, Verona. Me encanta ir a lugares nuevos y
descubrir distintos estilos de vida, aunque luego, al final, siempre
regreso a los mismos.
Hay un lugar, en especial. Es un árbol del valle de Susa, desde
donde se disfruta de un panorama magnífico. Si, como yo, os
apasiona caminar, os explicaré cómo llegar hasta allí.
Pero tiene que ser un secreto.
Iacopo Bruno

No sé explicaros quién soy, pero ha ido más o menos así. Yo


tengo un amigo especial que no necesita nunca nada. Desde que
éramos pequeños, si quería una astronave…
La dibujaba…
Y es que la dibujaba tan bien que parecía de verdad.
Subíamos en ella y dábamos en ella una bonita vuelta alrededor
del mundo. Una vez, dibujando un resplandeciente biplano rojo, más
o menos como el del Barón Rojo, pero más pequeño, faltó poco
para que no precipitáramos dentro de un enorme volcán que
precisamente acababa de dibujar.
Cuando tenía sueño, dibujaba expresamente una cama de
cuatro patas… Y allí soñaba con los angelitos hasta la mañana.
Llevaba siempre consigo un estupendo lápiz de madera de dos
puntas, siempre perfectamente sacadas.
Ahora este amigo mío se ha ido a China, pero me ha dejado su
lápiz mágico.

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