El Anillo de Fuego - Pierdomenico Baccalario
El Anillo de Fuego - Pierdomenico Baccalario
El Anillo de Fuego - Pierdomenico Baccalario
Cada cien años cuatro chicos tienen que enfrentarse a un gran reto.
Acaban de pasar cien años más… y los chicos han de ser elegidos
lo antes posible.
El reto tendrá inicio en Roma, la ciudad del Fuego.
Pierdomenico Baccalario
El anillo de fuego
Century 1
ePub r1.0
Titivillus 18.10.2020
Título original: L’anello di fuoco
Pierdomenico Baccalario, 2006
Traducción: Isabella Sgargi
Ilustraciones: Iacopo Bruno
Diseño/Retoque de cubierta: Gioia Giunchi
HOTEL
DOMUS QUINTILIA
¡BIENVENIDOS!
Una idea de Elettra. Una excelente idea, si bien por unos, largos,
instantes, Fernando se ha arrepentido de haberlo llevado consigo.
Ha sido suficiente levantarlo para que los Miller llegaran a él con
sonrisas. Los dos adultos, por lo menos.
Apretón de manos.
«Ha sido muy amable en pasar a recogernos» le ha dado las
gracias el señor Miller, dejando abandonado por un momento el
montón de maletas tipo trolley.
Fernando le ha devuelto la sonrisa de manera dudosa y, a partir
de ese momento, no ha dejado nunca de sonreír del mismo modo.
Una sonrisa forzada.
Es Sheng, ya en pijama.
El chico chino con el pelo de casquete que se parece a una taza
al revés luce un conjunto de rayas azules que desemboca en un par
de vinculantes deportivas rojas.
—He olvidado en casa mis pantuflas —se justifica enseguida él,
adivinando la sorpresa de las dos chicas.
Elettra quiere volver a cerrar la puerta, pero Sheng la avisa que
está bajando también Harvey. El americano.
—Le he oído que caminaba por el pasillo detrás de mí.
Efectivamente, unos instantes después, Harvey aparece en el
umbral. A pesar de su altura, está doblado sobre sí mismo, como si
le colgara del cuello un saco de problemas. Y tiene el pelo sobre los
ojos, como si no quisiera mirar otra cosa que no fueran sus pies.
—Yo no tengo pijama —dice, comentando el conjunto rayado de
Sheng—. ¿Da igual?
—¿Y cómo duermes sin pijama?
—Con camiseta y boxer —contesta él, sonrojándose
violentamente, de espaldas a las chicas.
—Nosotras no nos escandalizamos —contesta Elettra, guiñando
un ojo a la chica francesa—. ¿Verdad?
Mistral muestra una carcajada cristalina, interrumpida por el
movimiento brusco que Harvey hace para llegar a su cama.
—¿Yo me pongo arriba, vale?
—Vale, Hao —murmura Sheng—. Siempre he soñado con dormir
abajo…
Harvey se inmoviliza como si hubiera cogido una punta de ironía
en la respuesta de Sheng:
—¿He dicho algo equivocado? ¿Quieres dormir tú arriba? Como
quieras. —Y sin esperar respuesta, coge su bolsa de baloncesto y la
arroja sobre la cama más baja—. Yo estaré abajo.
—¡Eh! ¿Pero qué haces? —replica Sheng, muy tranquilo.
—Duermo —contesta Harvey, desapareciendo en la sombra de
la litera.
Sheng se queda plantado con sus deportivas, observa divertido a
las chicas, con una expresión que sintetiza todos sus desconciertos.
Harvey parece ser un tío bastante áspero. Uno que quiere
hacerse el duro.
Elettra advierte en el aire cierta sensación de desafío, que decide
aprovechar de inmediato. Se apoya en la litera de los chicos y,
agachándose para mirar los tejanos y las deportivas que el
americano todavía lleva puestas, le pregunta:
—¿Tú duermes con las deportivas puestas?
Harvey abre los ojos alarmado:
—¿Qué has dicho?
Elettra repite:
—Te he preguntado si en Estados Unidos duermes con
camiseta, boxer, tejanos y deportivas.
Sólo en ese momento Harvey se da cuenta de que está todavía
completamente vestido.
Incómodo, primero estudia el pijama de Elettra, luego el de
Mistral y finalmente las rayas del de Sheng, que levanta sus
deportivas y explica:
—Yo he olvidado las pantuflas. Pero éstas me las quito antes de
ir a la cama.
—¿Sí?
—¿Quién habla?
—Soy yo. Quería recibir noticias…
—Los chicos han coincidido.
—¿Están todos los cuatro?
—Sí.
—¿Entonces?
—Entonces han salido juntos.
—¿Qué hora es?
—Es de noche. Y está nevando.
—¿Va todo… como debería ir?
—Creo que sí. A estas horas Alfred ya debería de haber
coincidido con ellos.
—¿Cómo son?
—Tienen suficiente curiosidad. Y, si quieres saberlo, Harvey se
parece mucho a ti.
—Esperemos que no.
—Harvey lo podrá lograr. Como lo podrán lograr los demás.
—Eres optimista.
—He de serlo. Una vez abierto el maletín, ya no podré
ayudarles.
—¿Y si se equivocan?
—No se van a equivocar. No habrá otro error.
—¿Así que se ha muerto? —susurra Sheng a Harvey.
El chico americano bebe un sorbo de su capuchino con
expresión huraña.
—¿A ti qué te parece?
—No sabría —replica Sheng, mordiendo un bollo de crema.
Espera, en silencio, la llegada de los demás. Es la mañana del
30 de diciembre, en el comedor de la Domus Quintilla. La tía Linda
ha preparado una espectacular serie de tartas: la veteada de
chocolate y crema, la tarta de manzana, la de naranja y el roscón de
crema. Se mueve canturreando alegremente entre las mesas,
ofreciendo café muy caliente, negro como el petróleo.
—¿Habéis dormido bien, chicos? —trina alegre, apartando con
indiferencia un cabello del jersey de Harvey.
—Estupendamente, gracias.
Los adultos del hotel están relajados y tranquilos: nadie entre
ellos parece adivinar lo que pasó la noche anterior.
El papá de Elettra lee tranquilamente La Gazzetta dello Sport. El
de Sheng se refriega los ojos soñolientos. Los padres de Harvey, en
cambio, miran el prospecto de las exposiciones corrientes, después
de haber intentado convencer inútilmente al hijo de que se fuera con
ellos a visitar los Museos Capitolinos.
Elettra y Mistral son las últimas que entran en el comedor. Mistral
tiene los ojos marcados por una noche difícil, pero se esfuerza por
sonreír y por mantener el juramento de no contar nada a nadie.
Elettra camina a su lado con mayor naturalidad.
Se sientan en la mesa con los chicos y preguntan:
—¿Novedades?
—No leo muy bien el italiano —contesta Harvey, pasándole el
periódico—. Pero diría que no son buenas.
En primera plana aparece la foto de un hombre, tirado boca
arriba en la nieve. La cara está cubierta por una mancha oscura,
que se extiende a su elegante gabardina.
—¡Oh, no! —exclama Elettra, llevándose la mano a la boca.
—¿Qué dice el artículo? —le pregunta Sheng.
—Que fue descubierto… muerto… por el paseo del Tíber. Ayer
por la noche, cuando nevaba.
—¿Muerto cómo?
—Le han cortado la garganta.
El bollo de crema de Sheng cae estrepitosamente en el café con
leche.
BIBLIOTECA HERTZIANA
Via Gregoriana 28
CERRADO
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Iniciará el 29 de diciembre.
Cien años después.
Como todas las mañanas, Linda Melodía abre los ojos a las siete
en punto. Se desliza fuera de las sábanas con cierta pena y busca
con las puntas de los dedos sus inseparables pantuflas de lana
tirolesa.
—¿Qué hora es? —le pregunta la hermana, cuando la ve salir
del baño.
Linda masculla algo mientras se pone una camiseta, un jersey de
flores y unos pantalones color blanco nata.
Irene tiene la cabeza hundida en la almohada.
—¿Va todo bien?
Su hermana se pone delante de la ventana para hacer un par de
ejercicios de respiración.
—Diría que no. Por el asunto de los chicos prácticamente no he
pegado ojo. Hubieras tenido que verlos cuando volvieron…
¡Parecían tres máscaras de polvo y suciedad!
Irene se ríe.
—Siempre eres la misma de exagerada. Sólo debían de estar un
poco embadurnados…
—Créeme. Por un momento he pensado que Elettra… ¡Mejor
que lo dejemos!
—Son sólo unos chicos, Linda.
—¡Yo también he sido una chica! Pero no sentía la necesidad de
meterme en un edificio en obras y de arriesgar la vida para ver una
grúa. ¿O me equivoco? ¿Tú qué hacías cuándo tenías su edad?
Irene se refriega los ojos.
—¿Yo? Trataba de salvar el mundo.
Linda levanta los ojos al cielo.
—¡Ah, desde luego! ¿Cómo he podido olvidarlo? —La besa en la
frente y dice—: Si no necesitas nada, bajo a preparar las mesas
para el desayuno.
—¿Me pasas el teléfono, por favor?
—¿Y a quién quieres llamar a las siete de la mañana?
—¿A mi amor secreto?
Linda sale de la habitación con una sonrisa. Baja las escaleras
aún silenciosas de la Domus Quintilia y llega al comedor donde
pone en el homo una decena de bollos de crema y una tarta de
avellana y chocolate.
Mientras tanto, piensa en los amores secretos de su hermana. Y
en los suyos. Recuerda algunas imágenes descoloridas: los deberes
para las vacaciones en la playa, que Irene examinaba
cuidadosamente antes de darle el visto bueno. Rememora las
carreras en la playa con las zapatillas de lona y los lazos colorados
en los cabellos, las excursiones en barco y… ese chico que se
zambullía desde las rocas, lanzándole miradas apasionadas.
«Caray» piensa Linda, poniendo en el homo un plato de galletas
de higo, «se me ha olvidado su nombre.»
En cambio, se acuerda de Irene perfectamente. Estaba igual que
como está ahora. Caminaba sobre sus piernas, claro, y su cara
tenía menos arrugas, los ojos eran más brillantes… Pero también en
esa época pasaba el tiempo volcada sobre los libros, el pelo blanco
que se movía bajo el sol.
—¿Entonces?
—Entonces no ha servido de mucho. No contesta al teléfono.
Debe de estar excavando en algún lugar del mundo… En la
universidad no me saben decir nada más.
—Tenemos que encontrarla. Y tenemos que averiguar si fue
ella quien habló.
—¿Tú tienes más noticias?
—No son buenas. Los chicos ahora son tres, han perdido a
Mistral.
—¿En qué sentido la han perdido?
—No ha vuelto. Dicen que se ha marchado con su madre.
—¿Pero no habías organizado todo con tal de que tuvieran
tiempo para buscar… el anillo de fuego?
—Por lo visto algo ha salido mal.
—Así que como la última vez.
—La última vez era distinto.
—Además porque fue hace cien años.
—En cualquier caso era distinto.
—No lo diría. Los chicos están parados y el riesgo es que
repitan los mismos errores.
—No te he dicho que estén parados. Te he dicho que han
perdido a Mistral. Los demás se han puesto en marcha esta
mañana. Tal vez… no todo está perdido.
—Nunca ha ocurrido que lo consiguieran tres. Es difícil, ¿no te
parece?
—Difícil, pero no imposible.
—Si los chicos fracasan incluso esta vez, va a ser… una
especie de fin del mundo.
—Entonces búscala, Vladimir. Sigue buscándola.
A las once y once del último día del año, Elettra llega a la Via della
Gatta. Evitando una de esas gitanas que piden monedas para leer la
mano, cruza una plazuela luminosa destinada a aparcamiento. En el
bolsillo lleva el trompo con el ojo y el diente que se encontraba en el
maletín. Antes de salir de la casa de Ermete, se han repartido las
tareas y… el tesoro.
La Via della Gatta es una decepción total: una callejuela estrecha
y oscura, sucia, revestida de pórfido y flanqueada de altos palacios
de mármol travertino oscuro. En la planta baja, altas rejas negras
protegen las ventanas.
—¿Qué querías señalar aquí? —pregunta Elettra al trompo que
lleva en el bolsillo—. No me digas que tiene razón Harvey y que tú
no sirves para nada, ¿vale?
Coge el callejón animada por las mejores intenciones pero, a
pesar de sus esfuerzos, no consigue advertir nada importante.
Después de unos metros, la calle se amplía creando una pequeña
plaza y luego sigue, volviéndose más luminosa y asfaltada.
Elettra encuentra una librería, una biblioteca, algunas tiendas, los
habituales coches aparcados encima de las aceras, una furgoneta
destartalada que lleva el nombre de una empresa de mudanzas y…
prácticamente nada más.
Se acabó la Via della Gatta.
«A lo mejor todo ha sido una casualidad» se dice, volviendo
sobre sus pasos.
Busca tanto arriba como abajo, acordándose de lo que estaba
escrito en la libreta del profesor: Busca abajo y encontrarás arriba.
«Y posiblemente yo soy la más loca entre tres chicos locos.»
«Cuatro chicos locos» se corrige enseguida. «Cuatro, no tres.»
Recorre la calle por segunda vez, pasando revista a los nombres
en los interfonos en busca de una señal.
—Te vamos a encontrar, Mistral… —murmura—. No te
preocupes, que te vamos a encontrar.
Aquella certeza es más fuerte que cualquier otro pensamiento,
más fuerte que la preocupación de llamar a casa para avisar que
todo va bien. Elettra está completamente concentrada en su
objetivo, en sus amigos. Nunca le había sucedido estar tan de
acuerdo con alguien. Es como si los conociera desde siempre.
Harvey es huraño, sí, pero en el fondo él también cree en la
aventura que están viviendo. Y Elettra todavía puede sentir su
mejilla cerca de la suya, mientras cuidaba de ella en el piso del
profesor… Y luego está Sheng, tan entusiasta que parece ingenuo.
Pero un ingenuo con una inquebrantable confianza en los demás.
—¿No la encuentras, eh? —pregunta de repente un señor muy
gordo de bigotes imponentes, parado fuera de un bar.
Elettra se detiene de golpe.
—¿Eres turista, verdad? —suelta el gordo—. Yo tengo olfato
para ciertas cosas. Nunca me equivoco. ¡Estás en Roma para el fin
de año! Lo he adivinado, ¿eh? ¿De dónde eres, de París? ¡Apuesto
a que no has comido nunca un buen plato de spaghetti! —El gordo
explota en una carcajada y Elettra está indecisa si devolverle la
pelota directamente en dialecto romano, o si seguir el juego.
Opta por ignorarlo, y sigue por la calle.
El hombre la mira muy satisfecho y le grita:
—De todas maneras tienes que levantar la mirada. ¡La gata que
estás buscando está allí arriba, sobre la comisa en la esquina! En la
primera planta. No se te puede escapar: ¡es una estatua! —Y suelta
otra carcajada.
Elettra levanta los ojos: apoyada sobre la cornisa de uno de los
palacios, está la estatua de una gata. «Eso explica el nombre de la
vía.»
Pero el hombre del bar no ha acabado:
—Vienen todos por la misma razón… La leyenda dice que en el
punto exacto donde mira la gata se esconde un tesoro. Mientras que
yo digo que la gata al pasar de los años se ha dado la vuelta. ¡Para
mí, hace tiempo miraba hacia el bar! ¿En tu opinión, qué más
tesoros hay aquí? —Y, con una tercera carcajada, se despide de la
chica y vuelve a entrar en el local.
Los tres empiezan a dividir los dientes hasta que, una hora
después, la estufa de gas se apaga definitivamente y un frío
cortante empieza a filtrarse por las paredes de la barraca.
Elettra mira los grupos de letras.
—Son siempre las mismas… —comenta.
—Lo único que se me ha ocurrido es que se puede escribir mi
nombre… —observa Ermete, frotándose los dedos para calentarse.
Coge un canino, tres molares y dos incisivos y los pone uno al
lado del otro, formando un sarcástico ERMETE amarillento. Luego
usa los dientes como las fichas de un macabro mosaico, intentando
formar otras palabras:
—Tre… Iter…
La gitana trata inútilmente de reanimar la pequeña estufa,
mientras Elettra se frota las manos entumecidas.
—Tremiti es el nombre de un grupo de islas… ¿Es posible? A lo
mejor lo que estamos buscando se encuentra allí. Miti… —continúa
intentando Ermete—. Mitte… Mitri… Mitre…
Elettra nota que los dedos le hormiguean.
—¿Cómo has dicho?
—¿Terre? —masculla Ermete—. ¿Reti?
—No, no. Antes has dicho una palabra que me ha hecho
recordar… El dios del Sol. Nerón. Y el fuego.
—A lo mejor sólo te hace falta un poquito de calor… —comenta
el ingeniero, colocando los dientes uno al lado del otro—. Pero
entiendo lo que quieres decir: Mitra. Pero yo he dicho Mitre, o Mitri…
No se puede componer más. A no ser que en esa caja haya un
diente con una «A».
—¡Espera! —exclama Elettra, iluminada por una intuición—. En
realidad nosotros tenemos una letra más.
—¿Cuál?
La chica se lleva una mano al bolsillo y recupera el diente del
profesor.
—¡Aquí también hay una letra! Yo creía que era un círculo, o un
anillo… ¿pero si en cambio es uno cero o… una simple «O»?
Elettra apoya el diente junto a los otros cinco.
OMITRE.
—Oh… —murmura Ermete, mirando las letras una al lado de las
otras—. ¡Pues claro! Lo único es que la «O» no va aquí, sino que al
otro lado.
MITREO.
—¿O sea? —pregunta Elettra.
—¡El mitreo! —explica Ermete—. Es el nombre del templo en el
que antiguamente se adoraba Mitra.
—¿Y entonces?
—En Roma hay uno muy famoso, que se encuentra bajo tierra,
debajo de otras dos iglesias. —Ermete agarra la mano de Elettra,
apretándola con fuerza—. Y está completamente rodeado de un
manantial de agua. Un río subterráneo que gira a su alrededor…
—¿Un anillo de agua? —pregunta Elettra.
—¡Exactamente! —exulta Ermete—. ¡No hay un lugar mejor para
esconder… un anillo de fuego!
—¿Y dónde está este lugar?
—En San Clemente —contesta Ermete, poniéndose de pie.
Ermete tiene los ojos abiertos. El labio que tiembla. Las manos
neuróticamente apretadas sobre el abdomen dolorido.
—¿Eres uno de ellos? —le pregunta otra vez Elettra.
—¿Cómo puedes pensar algo parecido?
—¿Ese hombre no era amigo tuyo?
—Era un conocido.
—Era uno de ellos.
—¿Y yo cómo podía saberlo? —explota Ermete—. Yo no tengo
nada que ver con… ellos. ¿Yo qué sé quién seguía al profesor o me
seguía a mí?
—¿Cómo puedo creerte?
—Me crees y punto —insiste el ingeniero.
—Enseña tu mano a la gitana —propone Elettra.
Ermete De Panfilis abre los ojos.
—Pero, ¿qué dices, Elettra? —exclama—. ¿Qué va a cambiar si
le enseño la mano? ¡No bromees! ¡Por cierto… salgamos de este
lugar antes de que Joe se despierte!
—¿Tienes miedo? —pregunta Elettra.
—¡Ni en sueños! —protesta él, pasmado—. ¡Ostras, Elettra! —
exclama, cuando se da cuenta de que la chica está hablando en
serio—. ¿Te interesa saber incluso mi signo zodiacal? ¿E incluso el
ascendente?
—A ella le es suficiente con leerte la mano.
—¡Elettra! ¡Es tarde!
Luego, con un suspiro exasperado, Ermete deja que la gitana le
coja la mano.
—¿Qué es lo que ves? —le pregunta la chica.
—¿Qué crees que puede ver? ¡Verá una mano ensuciada de
polvo! —masculla Ermete.
A sus plantas, Joe Vinile emite un sonido agonizante.
—¿Qué es lo que ves? —insiste Elettra.
—¿Ya has llegado a cuando en BUP falsifiqué la firma de los
míos? —ironiza Ermete—. ¿Y a ese mítico fin de semana en el que
quedé con dos chicas sin que la una supiera de la otra?
La mujer sacude la cabeza.
Lee la mano y sacude la cabeza.
Al verla tan concentrada, Ermete le da un empujón, tratando de
liberarse.
—No me hagas bromas, ¿eh?
—¿Qué es lo que ves? —pregunta Elettra por tercera vez.
La gitana relaja su rostro en una sonrisa serena:
—Veo una mano que nunca ha trabajado ni un día en su vida.
—¡Y estoy orgulloso de eso! —estalla Ermete.
—Y una enorme línea de mentiras…
Elettra y Ermete se ponen tensos.
—Pero todas son mentiras divertidas. Bromas y… juegos. Burlas
de niños —acaba la gitana.
—¡Viva la sinceridad! —exclama el ingeniero, dando un profundo
respiro—. ¿Podemos irnos ahora?
—¿Así que no es uno de ellos?
La gitana sonríe.
—A no ser que ellos sean personas que sólo quieren jugar, diría
que no.
Ermete se agacha para recoger el anillo de fuego y lo tiende
bruscamente a Elettra.
—¡Toma esto antes de que madame se enfade!
—Perdóname —le dice la chica, cogiendo el anillo de fuego.
—No pasa nada —contesta Ermete—. Lo único es que… no me
lo esperaba…
Elettra se pone de puntillas para abrazarle.
—Perdóname de veras, Ermete. Es que ya no sé en quién
confiar.
—Ahora confía en mí: ¡tenemos que salir de aquí! —dice él,
devolviéndole el abrazo.