Untitled

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 222

INTENCIÓN OCULTA

PILAR CASTÁN
© Todos los derechos reservados

No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático ni su


transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por
grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del autor. La infracción de los derechos
mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código
Penal).

Título: Intención oculta


© Pilar Castán

Registro de la Propiedad Intelectual: B-886-20

Edición publicada en octubre del 2020

Diseño de portada y contraportada: Alexia Jorques


Maquetación: Alexia Jorques
A Gabriel, por su apoyo.
1

Fueron ágiles al saltar el muro. Cruzaron la finca a pasos cortos pero ligeros. La conocían. La
habían estudiado. Un encapuchado levantó el puño. El resto se paró y apoyó una rodilla en el
suelo. Esperaron. La puerta fue forzada en segundos. La alarma, neutralizada. Otra señal de mano
y las tres sombras accedieron al interior del chalet.
Un par de oscuras siluetas se dirigió en silencio hacia el salón. Miraron a su alrededor. Debían
asegurarse de que estaban solos. Luego, fueron derechos hacia la pared del fondo. Con sumo
cuidado, dejaron sus mochilas en el suelo. Se arrodillaron. Con mano firme, uno de ellos extrajo
un detector. Los cuadros tenían alarma, como era de esperar. Volvieron la mirada hacia la puerta.
Oscuridad. Silencio.
Burlaron la seguridad con facilidad y rapidez. En unos minutos, habían descolgado dos de las
pinturas y las protegían con una manta. Atentos al menor ruido, volvieron sobre sus pasos para
abandonar la mansión.
Una furgoneta negra les esperaba con el motor encendido. Subieron. Sin quitarse la capucha,
intercambiaron una mirada. Sudaban. Deseaban largarse de allí, sin embargo, debían aguardar al
miembro rezagado.
El dormitorio principal permanecía en penumbra. Una pareja de mediana edad dormía
plácidamente ajena a cuanto sucedía a su alrededor. Aunque ya poco importaba. Indefensos,
desprotegidos, nada podían hacer para evitar su destino. Una inquietante silueta de fría mirada
estaba de pie junto a la cama. No hubo titubeo ni parpadeo. Con pulso firme, acercó la pistola al
entrecejo del hombre mientras apretaba el gatillo. Sus ronquidos se acallaron para siempre. Los
de su esposa, también.
2

Eran poco más de las nueve de la noche cuando Ester Soler entraba en el vestíbulo. Cogió el
ascensor y subió hasta la segunda planta como lo venía haciendo desde hacía varios años. Pero
ese domingo, sus pequeños ojos color castaño tenían un brillo inusual.
Al andar, sentía que sus pies pisaban las nubes. Sus retinas ahora observaban el mundo a través
de un filtro en tonos pastel. Los problemas parecían haber empequeñecido, y ningún producto de
belleza conseguiría igualar la luminosidad que su rostro emanaba. Su cuerpo estaba en Terrassa,
pero su mente se encontraba a cien kilómetros de distancia, en Girona.
Tan solo habían pasado dos horas desde que se separaron y ya lo echaba de menos. Deseaba
con todo su ser volver a ser besada, acariciada y abrazada. Fundir en uno los dos cuerpos. Se
notaba embriagada de felicidad. Sus labios dibujaban una sonrisa bobalicona, su mirada se perdía
en el infinito y su boca exhalaba un profundo suspiro.
Pero volvió a la realidad en cuanto salió del ascensor y el canto de una caja de madera se
clavó en su espinilla. Soltó un quejido. Levantó su respingona nariz y observó a su alrededor. El
rellano estaba atestado de cajas de mudanzas. De los cuatro pisos de su planta, el que estaba junto
al suyo llevaba vacío varios meses. «Quizás al fin alguien lo haya comprado», se dijo. Se estaba
dando un enérgico masaje en la pierna cuando la puerta del piso deshabitado se abrió de golpe y
apareció un hombre de unos treinta y cinco años, con la cabeza totalmente rapada. Ester pegó un
brinco y cayó sentada al suelo.
El hombre se le acercó.
—Siento haber dejado estas cajas en medio del rellano. ¿Te has hecho daño?
—Un poquito. —Ahora la rabadilla también le dolía.
Ester alzó la cabeza y vio acercarse a una mujer más joven que él. La miró con curiosidad.
Podía verle mover los pies, pero sus pisadas eran silenciosas como una gacela. «O… un felino
cuando acecha a su presa», pensó. Se agachó ante ella de forma un tanto extraña: apoyando las
manos y un solo pie en el suelo. La corta distancia le permitió observarla con detenimiento:
pómulos altos, barbilla alargada y mirada penetrante, unos rasgos que, supuso, intentaba suavizar
con el color dorado de su cabello.
—¿Estás bien? —su voz sonó grave.
—Bueno…, me saldrá un buen hematoma. —Se masajeó la pierna.
—Lo siento —se disculpó el hombre—. Te prometo que en diez minutos el rellano quedará
vacío.
—Ha sido culpa mía. Iba despistada y…, bueno… —Sonrió—. No sabía que tenía nuevos
vecinos.
—Desde esta mañana… —aclaró la rubia mientras la ayudaba a levantarse—. Yo soy Olga y
él, Jordi. —Le tendió la mano.
—Ester.
Al estrecharla, la notó firme.
—¿Ester? Creía que tú eras Antonia.
—¿Antonia? —Frunció el ceño—. ¡Oh! Entiendo la confusión. Antonia y Luis eran los antiguos
inquilinos de mi piso. —Rio—. Aún no he tenido tiempo de cambiar sus nombres en el buzón.
—Ya. Suele pasar.
—Sí.
Silencio.
—Si no te importa… —Olga flexionó las rodillas ante una caja de aspecto pesado y la levantó
sin problemas—, continuaremos con la mudanza. No quiero que nadie más se lastime.
—Sí, claro, desde luego… Bienvenidos a nuestra tranquila comunidad de vecinos. —Hizo una
pausa—. Para cualquier cosa que necesitéis…, ya sabéis dónde encontrarme.
—Gracias, muy amable. —Asintió agradecida. Pero en cuanto Ester le dio la espalda, la
sonrisa de Olga se borró de golpe. Intercambió una larga mirada con Jordi hasta que él señaló con
su barbilla a la joven vecina.
—¡Me olvidaba! —Olga volvía a mostrar una encantadora sonrisa en sus labios—. ¿Te
importaría que colocara ahí delante —señaló la pared opuesta al ascensor— una palmerita con
tiesto alto y muy elegante? Evidentemente, del riego me encargo yo.
Ester se encogió de hombros.
—Pero la luz natural no llega hasta aquí.
—No te preocupes. —Mostró unos afilados colmillos—. Aguantará.
—Por mí, vale. Ningún inconveniente.
—Bien. —Señaló la pierna de Ester—. Siento el golpe. Ponte hielo.
Ester se palpó un bulto en la espinilla e hizo una mueca de dolor.
—Descuida, lo haré.

Sacó una bolsa de guisantes del congelador, la envolvió en un trapo y se la colocó encima del
hematoma. Se acomodó en el sofá y decidió aprovechar el tiempo para consultar su teléfono
móvil. Aparecieron las últimas noticias del día: «El robo de dos cuadros, posible causa del
asesinato de Fermín Escobar y su esposa». Las borró. Tres llamadas perdidas de Clara y decenas
de wasaps de distintos grupos. Decidió empezar por llamar a su amiga. Buscó su número.
Imaginaba que haber desconectado el móvil durante el fin de semana la habría intranquilizado. Sus
labios dibujaron una sonrisa. Volvió a recordar el fin de semana. Se mordió el labio inferior.
Suspiró.
Joan Mur y ella decidieron pasear por la playa. Querían estar solos y habían esperado aquel
momento toda la mañana. Se acercaron hasta Calella de Palafrugell, un pueblo de casitas blancas,
puertas azules y barcas sobre arena dorada. Caminaron por la orilla del mar cogidos por la cintura
y se dejaron envolver por el relajante sonido de las olas. Charlaron y rieron. Se sentían cómodos
el uno con el otro.
El paseo terminó al pisar la playa. Corrieron sobre la fina arena que se metía entre los zapatos
y les dificultaba la carrera. Ester gritaba entre risas un ¡no! poco convincente. Joan la seguía cada
vez de más cerca. Poco tardó en alcanzarla y hacerla caer sobre la caliente arena. Jadeaban
risueños. El sol caía sobre ellos sin piedad. Ester cerró un ojo para protegerse de los rayos
solares y Joan se movió para provocar sobre ellos algo de sombra.
—Este año no me sentía con ánimos para celebrar mi cumpleaños, pero reconozco que ha sido
el mejor de mi vida… —le acarició la mejilla con dulzura—. Gracias a ti.
Una sonrisa de oreja a oreja se dibujó en el moreno rostro de la joven. Sus ojos brillaban.
Ajenos a la envidia que provocaban en los bañistas de su alrededor, la pareja se entregó a un
largo y sensual beso.
Aún con arena metida entre el cabello, regresaron al Toyota Prius. La felicidad había llenado el
corazón de Ester. Era incapaz de pensar en el ayer o en el mañana, solo deseaba sentir, vivir el
presente. Quería gritar a los cuatro vientos que aquel encantador ser de intensos ojos azules quería
estar con ella. Ya nada tenía la misma importancia. Al fin, había encontrado su alma gemela.

Sonó el interfono y Ester aterrizó en la realidad.


—¡Por fin! ¿Dónde te habías metido? —gritó una voz conocida por el telefonillo—. He estado
a punto de llamar a la policía.
Ester rio.
—Anda, sube.
Clara Vila y ella se conocían desde el instituto, pero su amistad no se afianzó hasta que se
reencontraron en el laboratorio del doctor Martín, donde trabajaban como técnicas.
—¿Ya ha terminado la comunión? —preguntó Ester en cuanto su amiga entró por la puerta.
—Sí. —Se dejó caer sobre el sofá—. Estoy reventada. He ayudado a mi primo con el reparto
de los detalles para los invitados y me he transformado en taxista durante unas horas. Iba a
encerrarme en mi casa, pero he preferido comprobar si mi mejor amiga estaba viva.
Ester volvió a reír.
—¿Y por qué no iba a estarlo?
—Dímelo tú: te he enviado un montón de wasaps y te he llamado varias veces, pero no
respondías. Me tenías muy preocupada —le dijo—. Te vas sola a Girona durante un fin de semana
con gente desconocida y no sabía si te había pasado algo.
—He estado incomunicada.
Ester se sentó junto a ella y estiró la pierna con la bolsa de guisantes congelados encima del
hematoma.
—¡Dios mío! ¿Qué te han hecho?
Sonó una carcajada.
—Nadie me ha hecho nada. Solo me he tropezado con las cajas de mudanza de mis nuevos
vecinos —y añadió—: y… los de Girona son desconocidos para ti, pero yo los conozco.
—Sí, ya, lo recuerdo. Los conociste en tus vacaciones por Egipto de hace dos años… —su voz
sonó burleta—. Como si eso fuera garantía de salud mental.
Ester meneó la cabeza risueña.
—¿Y en ningún momento se te ocurrió llamarme para decir que estabas bien?
—¿Qué te ocurre, Clara? ¿A qué viene esta exagerada preocupación por mi integridad física?
Su amiga vació los pulmones con un largo suspiro.
—Me gusta mi trabajo y quisiera conservarlo… —Se encogió de hombros—. Me preocupan
los despidos de los departamentos de I+D y de Recursos Humanos.
Ester le cogió de la mano.
—Tranquila, no han despedido a nadie de los laboratorios. Somos necesarios.
—De momento… —Meneó la cabeza—. Pero no quiero pensar en ello. Hablemos de ti. ¿Cómo
te fue por Girona?
El rostro de Ester se iluminó y regresó su sonrisa bobalicona.
—Bien, bien.
Clara inclinó la cabeza y torció el gesto.
—Intuyo algo interesante. A ver, cuenta…, y con detalles.
Ester sonrió.
—Como ya sabes, Esteve y Lucía, su esposa, me invitaron a la inauguración de su restaurante
que, por cierto, es una preciosidad. Lo han decorado…
—Al grano.
—Mi cometido era distraer a Joan, ya sabes el otro chico del grupo.
—El que Mercè —entrecerró los ojos— definió como de nariz amplia y con una novia muy
pija.
—Ese mismo, pero ya no tiene novia…, de momento… —continuó—. Bueno, pues, Joan no se
sentía con ánimos para celebraciones, pero sus amigos aprovecharon la inauguración para
prepararle una fiesta sorpresa. Para alejarlo de los preparativos, Esteve le obligó a hacerme de
guía turístico. De entrada, no le gustó la idea, pero terminamos pateando las antiguas calles del
Call de Girona. —Sonrió al recordarlo—. Joan es un buen guía y cuenta las historias como
ninguno… En fin, que a las nueve llegamos al restaurante para cenar y fue alucinante. Daba la
sensación de que te encontrabas en la Polinesia Francesa; un pequeño jardín con su cascada
artificial en el fondo, unas rústicas casetas de bambú en los laterales y en el centro, una larga
mesa ornamentada con velas y flores exóticas. Fue una noche mágica. Pasaron varios platos
polinesios: buenísimos. Unas chicas vestidas con las típicas faldas tahitianas de flecos largos
bailaron descalzas el tamuré. —Rio—. Sacaron a bailar a Joan mientras sus amigos se morían de
risa y le silbaban. Y… me escogió a mí para acompañarlo con el baile…
La mirada de Ester volvió a perderse. Clara chasqueó los dedos ante los ojos de su amiga.
—Desde la noche del sábado —consultó la hora— hasta ahora falta casi un día. Venga, Ester,
me lo debes.
—Bueno…, he estado todo el día con Joan y sus amigos. Organizaron para esta mañana una
salida en quads y luego almorzamos. Me divertí como nunca, pero estoy molida.
—A ver, rebobina…, te has saltado las horas entre la noche del sábado y la mañana del
domingo. Venga, más detalles.
—¡Serás cotilla! No hay más detalles.
—¿No hay más detalles? —Alzó las cejas.
Ester esbozó una sonrisa mientras negaba con la cabeza. Clara se acercó aún más a su amiga y
le escudriñó el rostro.
—¡Te has encaprichado de Joan!
La joven morena volvió a reír.
—Es más que eso… Si vieras aquellos ojos de azul intenso… —suspiró—. Te atrapan y te
impiden apartar la vista de ellos.
Clara meneó la cabeza.
—¡Qué manera de complicarte la vida! Será que no hay chicos por aquí cerca que tienes que
sacarte un novio a cien kilómetros.
Ester le lanzó un cojín.
—Estuvimos hablando de ello. Ha creado una empresa de automatismos junto a un antiguo
compañero de la facultad y pretenden arrancar un proyecto en Terrassa. En breve, vendrá para
entrevistarse con un posible colaborador. Así que, si se lo aceptan tendrá que desplazarse hasta
Terrassa con frecuencia. —Alargó la mano hacia Clara—. Sé que te preocupas por mí, pero me
llamará.
Clara se cruzó de brazos.
—Siempre dicen: «Te llamaré», pero luego si te he visto no me acuerdo.
Ester la miró con benevolencia, convencida de que su amiga nunca entendería la profundidad
de sus sentimientos.
—Clara, viven miles de millones de hombres en el mundo y solo uno te mintió. Uno no
significa todos.
Su amiga se encogió de hombros.
—Suficiente para desconfiar de sus intenciones.
—Bueno —se mordió el labio—, pues piensa que mientras se aprovecha de mí, yo también lo
hago de él.
—Debería aprender de ti… —Se levantó del sofá—. Nos vemos mañana en el laboratorio.
Mientras salía por la puerta, Ester echó una ojeada al moretón.
—Espero que el próximo encuentro sea menos traumático.
3

Un hermoso color verde le rodeaba y una suave brisa primaveral le acariciaba la piel. Salir a
correr al aire libre siempre aliviaba sus tensiones, pero aquel día no podía conectar con el
entorno. Siguió el sendero de tierra rodeado de pinos, encinas y robles. Sentía sus pisadas.
Escuchaba su respiración. El desnivel acumulado había sido importante. Su camiseta naranja
estaba empapada de sudor. El tatuaje sobre su tobillo izquierdo, símbolo de un corredor, brillaba.
A cuarenta metros vio el letrero. Se dirigió hacia allí y se paró. Echó una ojeada a su
alrededor. Se secó el sudor de la frente apartando la gorra roja. Consultó la hora y volvió a
girarse. Calculó que durante los últimos quince minutos ningún ser humano se había cruzado con
él. Bebió agua de su mochila hidratante hasta que la piel de su pescuezo se erizó. Estaba cerca. Lo
presentía. Quizás demasiado cerca… Quiso girarse, pero una voz femenina a su espalda se lo
prohibió.
Se preguntó cómo había llegado hasta él sin que la viera o la oyera y sin perder el aliento.
Sonrió satisfecho. Era buena. Muy buena.
—¿Por qué has vuelto a contactar con nosotros? Eso no fue lo acordado.
—Cambio de planes.
—No nos gustan los cambios de planes. Suelen traer complicaciones.
—Quiero estar presente cuando lo hagáis.
La mujer se tomó unos segundos antes de responder.
—Ni hablar.
El hombre dirigió una mano hacia su mochila.
—¡Eh! Cuidado —alertó la mujer.
Él levantó las palmas y las acercó con lentitud al compartimento de su mochila. Abrió la
cremallera y extrajo un abultado sobre. Se lo alargó sin volverse.
—Esto hará que los cambios de planes sean menos peligrosos.
Imaginó que la mujer observaba el grueso de billetes de su interior, pero no hubo una respuesta
inmediata. Le pareció escuchar una voz susurrante. ¿Le estarían dando instrucciones?
—Estaremos en contacto —dijo ella.
El hombre torció una sonrisa. Incluso las complicaciones tenían un precio. Solo había que
descubrirlo.
4

Eran las ocho y media de la tarde cuando Ester entraba en el edificio cargada con varias bolsas
del supermercado. Se sentía cansada después de un agotador día en el laboratorio entre
centrifugadoras y homogeneizadores, pero se había propuesto empezar a comer sano y su nevera
estaba vacía.
En la puerta de entrada se cruzó con Olga.
—¿Ya has terminado con la mudanza?
—Sí, por fin. —Y añadió—: Y mañana empiezo en un nuevo empleo.
—¿Cambias de trabajo y de piso?
—Y de ciudad. —Y añadió—: En realidad, solo es un traslado desde Tarragona. Trabajo para
una empresa informática y me han ascendido a directora de marketing para la delegación de
Barcelona.
—Enhorabuena por tu ascenso y por tu pareja. No es habitual que un hombre deje su empleo
por el ascenso de su mujer.
La vecina se encogió de hombros.
—Él es escritor, así que allí donde va se lleva su trabajo. —Se produjo un incómodo silencio
hasta que Olga lo rompió—: Por cierto, para presentarnos formalmente y conocer a la comunidad,
mi marido y yo organizamos el viernes una merienda en nuestra casa. Estás invitada.
—¡Oh! Gracias.
—¿Te va bien hacia las ocho?
—Sí, claro. Allí estaré.
—No te entretengo más. Nos vemos el viernes.
Ester recogió la publicidad de su buzón. Bostezó. Intercambió un impersonal hola con el hijo
de los vecinos del tercero tercera y se dirigió hacia el ascensor. Al momento, entró.
Iba a cerrarse la puerta del ascensor cuando una pesada bolsa de deporte cayó en su interior.
Tras ella, apareció un hombre pelirrojo de unos treinta y dos años. Vestía de riguroso negro a
pesar del calor. Se había doblado las mangas de la camisa hasta el codo y la había desabrochado
un par de botones más de lo aconsejable. Sin pronunciar palabra, se abrió paso entre las bolsas.
Ester tuvo que ceder su espacio para que él pudiera apoyar su espalda en la pared del fondo.
Permaneció allí, en silencio, mientras notaba su lasciva mirada recorrer cada curva de su
anatomía. Ester se movió hasta apoyar la espalda en la zona más alejada de aquel individuo. De
pronto, su ajustado jersey negro de tirantes le parecía demasiado corto y demasiado estrecho. Se
cruzó de brazos. Pasó la mirada por el suelo, la puerta del ascensor, los botones… Su corazón
hizo un vuelco. Aquel hombre no había apretado ningún botón. Tragó saliva. ¿Bajaría también en
la segunda planta? ¿Quién era?
El ascensor se paró en la segunda planta. Ester cargó con las pesadas bolsas de la compra y
salió. Giró a la izquierda. El hombre pelirrojo también. Su corazón empezó a bombear con fuerza.
En aquella dirección solo estaban los pisos de Olga y el suyo. Metió su temblorosa mano en el
bolso y buscó con torpeza las llaves. Él se paró detrás de ella, acercó la cabeza y le susurró:
—¿Salimos a tomar una copa?
—Creo que no —consiguió responder entre balbuceos.
El hombre se encogió de hombros.
—Soy Richi.
Ambos se estrecharon la mano.
—La próxima vez insistiré más, que lo sepas. —La señaló con los dos dedos índices—. Te
llevaré hasta Ishtar y nos divertiremos. —Soltó una desagradable carcajada.
Sin esperar respuesta, el pelirrojo giró sobre sus talones y continuó andando hacia los dos
pisos opuestos. Ella lo miró con curiosidad. Su silueta era un tanto extraña. Su cabeza y su tórax
eran grandes, desproporcionados al compararlos con sus delgadas piernas. Entonces, se paró ante
una de las puertas: la cuarta. ¡Claro! Debía ser el hermano de su vecina, la enjoyada. Su parecido
era asombroso, aunque él fuera pelirrojo y ella morena.

Repasó por enésima vez la conversación que sostuvieron Joan y ella dos días antes. Frases como:
te echo de menos, espero volver a verte… le hacían sonreír. Esperó con gran impaciencia hasta el
miércoles la llamada de Joan. Le confirmaba que habían aceptado su proyecto y en dos días
volvería a estar en Terrassa. Le pareció una noticia agridulce. Estaba encantada de volver a ver a
Joan, pero se preguntaba por qué no le había avisado de su presencia en la ciudad cuando se
desplazó para cerrar el trato.
El viernes llegó con rapidez y necesitó casi dos horas para arreglarse. Quería resultar atractiva
a los ojos de Joan, pero no quería pasarse. Rebuscó durante una hora en el armario antes de
decidirse por unos vaqueros, un top de color rosa pálido, un trench a juego y unos zapatos de
tacón alto. Se miró al espejo y sonrió al ver el resultado. Ahora se sentía algo más segura, a pesar
de sus manos temblorosas.
Consultó la hora. Hizo varias respiraciones profundas. Joan terminaría tarde de la reunión con
su cliente, así que a ella le daba tiempo de pasarse por la fiesta en casa de Olga.
No le gustaba llegar pronto, así que bajó al vestíbulo y aprovechó para cambiar la tarjeta de su
buzón. Después de varios años, sus vecinos conocerían su nombre. Hizo una mueca con los labios.
«Si ponen el mismo interés que yo —se dijo—, ni tan siquiera se darán cuenta del cambio». Se
preguntó cuántos asistirían a la merienda. Supuso que la pareja de jubilados que vivían delante de
ella y que se pasaban el día viajando con el IMSERSO no estarían. Sus vecinos, el hombre de
mediana edad y la hermana de Richi, el pelirrojo, tampoco estarían. «Vaya —se dijo—,
desconozco incluso sus nombres…». Volvió a consultar la hora. «Me da tiempo», se dijo. Y
empezó a leer los nombres de los vecinos escritos en los buzones. Olga Gallardo y Manel Puig
eran los nuevos. Ester arrugó ceño. ¿No eran Olga y Jordi? Continuó: Jana Ferrer y Eleuterio Ruiz
eran la enjoyada y el hombre de aspecto de catedrático. Conchita Llena y Josep Capdevila, los
jubilados del IMSERSO. Francesc, el chico musculoso del tercero tercera y su madre, Adelaida
Mariño… Dio un bufido. «Demasiados nombres para recordar en cinco minutos», se dijo antes de
darse la vuelta y dirigirse al ascensor.
Por un momento, pensó eludir la reunión, pero le prometió a Olga que asistiría. Soportaría
aquella aburrida reunión para no parecer descortés hasta que Joan le llamara. Entonces, nadie la
detendría y saldría corriendo a su encuentro.
Llamó al timbre, cruzó los dedos y deseó no ser la primera en llegar. La anfitriona abrió la
puerta. La recibió con una alegre sonrisa y la invitó a entrar. Siguieron el murmullo de unas voces
hasta el comedor. Ester se sorprendió al comprobar la cantidad de personas reunidas allí: casi una
veintena de vecinos.
Miró a su alrededor. Aunque sus salones tenían las mismas dimensiones, el de Olga parecía
más espacioso. Al fondo, los grandes ventanales lo iluminaban con calidez. La decoración era
sencilla aunque elegante, y el escaso mobiliario, caro. Observó la falta de cuadros u otros
adornos. Habían arrinconado la mesa rectangular del comedor y cubierto con un mantel de fino
hilo blanco para dejar espacio a los invitados. Un exquisito bufé ocupaba toda la mesa con
pequeños bocadillos en pan de chapata, bandejas con todo tipo de pinchos y canapés. Las bebidas
estaban algo separadas. Entre ellas, resaltaban unas delicadas copas flauta vacías.
Se acercaron al grupo más cercano. Lo formaban, ahora conocía sus nombres, Adelaida, una
mujer de mediana edad, robusta y de cabello caoba que hablaba por los codos y sabía cuanto
sucedía en el barrio; Eleuterio, su vecino de enfrente era un hombre de mediana edad, de cabeza
ovalada, medio calvo y perilla canosa. Poco sabía de él, aunque llevaran tiempo cruzándose en el
rellano. Se había casado en segundas nupcias con Jana. En su opinión, formaban una curiosa
pareja. No solo por los más de veinte años de diferencia entre ellos sino por el aspecto. Mientras
él aparentaba ser un afable profesor de universidad, su esposa se acercaba más al ideal de
elegante mujer de negocios.
—¿Qué te apetece tomar? —le preguntó Olga.
—Me vale cualquier refresco, gracias.
Sonó el timbre de la puerta.
—Disculpa. Le pediré a mi marido que te lo traiga.
Ester miró disimuladamente su reloj.
—Se ha perdido la costumbre de presentarse a los vecinos, pero esto es exagerado —comentó
Adelaida—. Se han tomado demasiadas molestias para quedar bien. Deberían saber que en cuanto
pasen unas semanas, más de la mitad de esos invitados se olvidarán de todo esto, y apenas
intercambiarán con ellos ni media palabra —asintió—. Ya lo veréis.
—No lo creo. —Jana sonreía—. Pienso que esto demuestra su savoir faire. Olga es ejecutiva
de una importante empresa de nuevas tecnologías y está acostumbrada a este tipo de reuniones.
Mientras hablaba, Ester se fijó en ella. Sin duda, sería de esas mujeres que empezaban el día
acicalándose y lo terminaban satisfechas por haber mimado su cuerpo con cremas, ejercicios o
cirugía.
—El marido es escritor, pero su nombre no es conocido. —Adelaida bajó la voz—. Parece ser
que trabaja por encargo —explicó mientras mordía un canapé verde—. Umm…, es delicioso, no
sé de qué está hecho, pero es delicioso.
Adelaida se dio prisa por tragar. Aún tenía muchos cotilleos que contar.
—Son ricos —dijo triunfante—. Este piso hacía meses que estaba a la venta. —Se acercó a sus
compañeros—. No lo vendían por el precio. Era muy caro.
—Siempre hay quien pica —Eleuterio pronunció aquellas palabras lentamente.
—… o a quien no le importa invertir —respondió su esposa, siempre sonriente—. Un gran piso
en el centro de la ciudad siempre es una buena inversión.
Olga volvió a pasar junto al grupo, pero esta vez sostenía una bandeja de pequeñas pastas de
hojaldre cubiertas con frutas.
—¿Unas pastitas de piña o fresa? —les ofreció.
—Yo probaré las de piña. —Ester cogió una—. Soy alérgica a las fresas.
—Bueno, por un día no pasa nada. Yo soy alérgica a la leche y cada vez que tomo un vaso, me
sienta fatal —comentó la vecina de cabello caoba—. Pero sigo bebiéndola. Nunca me ha pasado
nada.
—Lo tuyo es una intolerancia a la lactosa de la leche. Mi alergia es algo más peligroso.
—¿Tomas antihistamínicos? —preguntó Olga
—Mi única prevención es no comer fresa. El menor trozo me provocaría una fuerte crisis de
asma que podría matarme si no me inyecto adrenalina con rapidez.
—Mejor prueba los de piña —señaló Olga.
Ester volvió a consultar la hora. Al levantar la cabeza, observó a Jana. Con su habitual caminar
ágil y elegante como las gacelas, parecía dirigirse hacia un rincón del salón. Era obvio que algo
había llamado su atención. Ester la siguió. Sentía curiosidad. Quizás hubiese algo mucho más
divertido que el cotilleo de Adelaida. Se hizo paso entre otros vecinos hasta llegar junto a ella.
Observaba con detenimiento una cómoda fabricada en madera de caoba y marquetería.
—Demasiado clásica en comparación con el resto del mobiliario —opinó Ester.
Jana asintió con un ligero movimiento de cabeza.
—Sus patas me recuerdan unas peonzas.
Sin hacer caso a los comentarios, Jana se inclinó hacia delante. Con delicadeza, pasó sus dedos
cargados de anillos por las incrustaciones del mueble y lo contempló con verdadera admiración.
—Veo que sabéis apreciar un buen mueble —dijo Olga tras ellas—. Por suerte sobrevivió a la
mudanza. No puedo decir lo mismo de una valiosa cerámica de Manises que rompieron. —
Suspiró teatralmente—. En fin, en cuanto pase el perito del seguro podrán traerme el resto de las
antigüedades.
Jana se incorporó, pero mantuvo la mirada en el mueble.
—Esta cómoda es… —la señalaba mientras un anillo de oro blanco y diamantes brillaba en su
dedo— es del siglo XVIII.
—Mallorquina del siglo XVIII —precisó Olga perpleja—. ¿Te interesan las antigüedades?
Ester levantó las cejas, sorprendida. Nunca hubiera apostado por sus vecinas como
conocedoras de arte. «¿De qué me sorprendo? —pensó—, si he desconocido sus nombres hasta
hace apenas una hora».
—Soy tasadora en una casa de subastas en Barcelona y acostumbro a tratar con todo tipo de
arte y antigüedades, pero, a título personal, prefiero la pintura contemporánea.
—¡Vaya! —Olga parecía encantada de vivir junto a una entendida en arte—. Bueno, no
entiendo mucho de pintura, pero me gusta coleccionar mobiliario de estilo Luis XVI.
—Pero esta cómoda es más… moderna. —Jana acarició el mueble con patas como peonzas.
—¡Umm! —Olga dio un sorbo al cava que sostenía—. La conservo por motivos sentimentales.
Fue el primer artículo que compré y no deseo venderlo. Mi colección está formada por un armario
expositor precioso que contiene unos platos de porcelana decorados con mucho acierto. Hace
poco adquirí un sofá de tres plazas.
—Un confidente. Impresionante… Una novedad para aquella época.
—Exacto. Precioso. Tienes que verlo.
Ester escuchó a las dos mujeres alabar las cualidades de aquellas antiguallas que, a pesar de
intentarlo, era incapaz de apreciar. Miró a su alrededor, consultó su reloj y, por último, comprobó
que aún no la habían llamado.
Su estómago empezó a quejarse. Decidió alejarse de las coleccionistas para zamparse un
canapé. O varios. Apenas había movido el pie para comenzar la huida cuando Olga se volvió
hacia ella.
—¿Tú no coleccionas nada?
—Descargas de música. No termino de comprender cómo pueden transmitir emociones una
mesa, un plato o un cuadro.
Jana repasó a Ester de arriba abajo con una despectiva mirada, pero se mantuvo en silencio.
Olga señaló las manos vacías de su profana vecina y le pidió disculpas por su imperdonable
olvido.
—Ahora mismo mi marido te traerá una copa.
Levantó la cabeza y dirigiéndose a una persona detrás de Ester, pidió:
—¡Manel dame una copa de cava, por favor! —Y añadió dirigiéndose a Jana—: Al menos no
me ejecutarán por mis obras de arte. —Rio—. No encontrarán ni un Picasso ni un Monet como los
robados en casa de Fermín Escobar.
Una bonita mano masculina ofreció a Olga una copa flauta con la burbujeante bebida en su
interior.
—No es para mí, cariño. Manel, te presento a Ester, la vecina de al lado.
La joven aludida giró su cuerpo hacia el marido de Olga.
—Ho… la, Ester —la saludó.
Ester retrocedió un paso. Una helada sensación había invadido su cuerpo. Su rostro había
perdido su color. Las piernas le flaqueaban. Su corazón latía como un caballo desbocado.
Jadeaba. Todo a su alrededor daba vueltas. Se sentía aturdida, mareada. Luchó por no caer al
suelo. No comprendía la situación. Aquello no era real. Era un sueño. Una pesadilla de la que
esperaba despertar, de lo contrario, Joan Mur sería el marido de Olga.

¿Era una broma? ¿Se había equivocado? No. Durante un breve segundo, Joan pareció
sorprenderse, aunque después su rostro se volvió inescrutable. Se quedó petrificada. Muda. ¿Qué
podía hacer? Tan solo disimular. Con gran esfuerzo, alargó su mano para coger la copa que le
ofrecían. Pero sus temblorosos dedos fueron incapaces de soportar su peso y la reluciente copa de
cristal chocó con el suelo y derramó su delicado contenido. Olga se agachó para recoger los
trozos.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Jana—. Estás pálida.
—Me… me siento algo… algo mareada. Te… te… tengo la tensión baja. —Apoyó sus glúteos
en la antigua cómoda.
—Levántate de ahí —le ordenó Olga con voz grave. La sonrisa había desaparecido—. Creo
que deberías sentarte en algún lugar más cómodo. —Su tono se volvió más amigable, incluso
consiguió sonreír.
—Ya me encargo yo —respondió Joan.
Joan o Manel cogieron a Ester por el codo y la acompañó hasta la cocina. Cerró la puerta, la
ayudó a sentarse en una silla y se agachó frente a ella.
—¿Te encuentras mejor?
Quiso acariciar su mejilla, pero Ester lo apartó de un manotazo.
—¡Ni te atrevas a tocarme!
Joan se levantó y se aseguró que la puerta estuviera cerrada.
—Lo siento. —Y añadió—: Gracias por no decir que me conoces. Ha sido una sorpresa verte
aquí. Por poco nos descubren.
Ester levantó los ojos, ahora inyectados en sangre, y lo miró con desprecio.
—¡Eres un hijo de puta! ¿Cómo te atreves a tratarme así?
Una gota de sudor resbaló por el rostro acalorado de Joan. Olga y el resto de los invitados
estaban a pocos metros de ellos.
—¿No podríamos hablarlo con calma en otro momento? —preguntó casi en un murmullo.
Ester se levantó y se situó frente a él en descarada actitud desafiante.
—¿Temes que le cuente a tu querida mujercita tu desliz, por llamarlo de algún modo?
—Ester, cálmate. Tiene una explicación. —Miró de reojo la puerta.
—¿Qué me calme? ¿Cómo quieres que me calme si acabo de descubrir que estás casado con
aquella teñida aficionada al arte?
—Ahora estás muy nerviosa. —Levantó las manos a modo de barrera—. Mañana te llamo y
hablamos con tranquilidad. ¿De acuerdo?
Ester empezó a aplaudir.
—Debo felicitarte por tu actuación. Tendrían que proponerte para los Goya.
—¡Psss! Por favor, Ester…
—¿Cómo pude ser tan estúpida y tragarme todo lo que me dijiste? —Apoyó las manos en la
cadera y meneó la cabeza con una expresión de asco en el rostro—. ¡Vete a la mierda!
Lo apartó de su camino y salió de la cocina. Se volvió a mirarlo. Tenía el rostro perlado de
sudor y se cogía de los dedos. Por un instante, le dio lástima. Desde el salón le llegó la
inconfundible voz de Olga y el estómago se le revolvió. El portazo que dio al salir del piso resonó
en la escalera como una bomba. Las lágrimas empezaron a brotar de sus ojos. Su corazón se
rompía en mil pedazos, y con cada paso que se alejaba de Joan, los perdía de uno en uno.
5

Clara echó una rápida ojeada al salón. La costumbre de Yesi, una de sus compañeras de piso, de
dejar tiradas sus cosas en cualquier sitio la exasperaba. La chica de pelo cobrizo, ajena a su
malestar, seguía absorta en un reality show televisivo. Le lanzó una mirada asesina, aunque sabía
que de poco le serviría: Yesi nunca cambiaría. Dio un bufido. Decidió volver a mantener una
conversación con ella para hacerle ver que no vivía sola. Cruzó el salón dispuesta a ello, cuando
sonó el timbre de la puerta con insistencia. Se puso en alerta. ¿Quién podría ser a las nueve y
media de la noche?
Abrió la puerta y, al momento, pegó la espalda a la pared para evitar ser arrollada por la
locomotora que había entrado.
—Pasa, Ester, pasa. No te cortes.
La recién llegada se dirigió al centro del salón-comedor a grandes zancadas. Giró sobre sus
talones y la expresión de irritación de Clara se convirtió en preocupación. Su amiga apretaba los
labios con fuerza, se le marcaba una profunda arruga entre las cejas y mantenía los puños bien
cerrados.
—Joan está casado —soltó Ester.
Clara abrió los ojos como platos.
—¿Casado? ¿Qué ha ocurrido?
Ester respiró hondo y levantó la barbilla.
—Joan… o Manel… o como quiera que se llame… —Apretó los labios con fuerza y se tomó
unos segundos para tomar aire—. Quedamos en vernos hoy en Terrassa. Dijo que había venido por
unos asuntos de negocios; ¡ja!, ¡negocios!; y que cuando terminara nos veríamos. Yo para hacer
tiempo, asistí a la fiesta de bienvenida que organizaba Olga, mi nueva vecina de rellano, y ¿a que
no sabes a quién me encontré allí? A Joan. Joan es el marido de mi vecina Olga.
—¡Menudo desgraciado! —Yesi había apagado el televisor. No quería perderse ningún detalle
de aquel culebrón real—. Debió quedarse blanco cuando te vio allí.
Ester hizo un gesto de desprecio.
—Supo disimular. En cambio, yo me mareé. Me eché atrás para apoyarme en una horrorosa
cómoda con patas como peonzas y su mujercita me gritó para que me levantara. —Se cruzó de
brazos—. Joan me escondió en la cocina. El muy… —apretó los labios y meneó la cabeza—
cerdo ha tenido el morro de agradecerme que no montara un espectáculo. —Ester señaló su pecho
—. Me pidió que me calmara porque lo ocurrido tenía una explicación. —Levantó los brazos—.
¡Él está casado y yo he sido su amante! ¿Qué otra explicación puede haber?
Clara cogió la mano de su amiga.
—Lo siento.
Ester asintió. Poco más podía hacer. Un nudo en la garganta le impedía articular palabra.
Apartó la cabeza y rompió a llorar. A Clara se le encogió el corazón. La abrazó hasta que los
sollozos de su amiga se calmaron.
La acompañó al sofá y dio unos golpecitos al muslo de Yesi para que les dejara sitio para
sentarse.
—¿Qué voy a hacer ahora? —Ahogó un sollozo en su garganta—. Al fin alguien me hacía sentir
especial… Conectamos, empezábamos algo bonito. —Se encogió de hombros—. Me ilusioné
porque él pasó a ser mi todo… y ahora… de golpe, le he perdido.
Sus ojos se llenaron de lágrimas que fue secando con la palma de su mano.
—Creía que era su única compañera, pero ahora ya no será posible.
—Eso no lo sabes —objetó Clara—. Nada es imposible.
—No nos puede tener a las dos, está claro. Tendrá que escoger. —Clavó sus enrojecidos ojos
en los de su amiga—. ¿Y si me rechaza? No podría soportarlo. ¿Qué hago? Ella es directiva y
debe cobrar mucho dinero. Saldré perdiendo. La escogerá a ella.
—¿Cuándo estuviste con él en Girona nadie te dio a entender que tuviera pareja?
Ester negó con la cabeza.
—¡Dios! —Apoyó la frente en la mano—. Hice el mayor de los ridículos ante sus amigos.
¡Cómo se habrán reído de mí! Mírala, se cree que lo tiene pillado ¡qué patética!
El silencio ocupó el salón.
—¿Sabéis lo que más me jode? Descubrir que solo fui un fin de semana divertido y un clínex
que desechar. ¡Le odio! Si pudiera le haría la vida imposible hasta que purgara todo el daño que
me ha hecho.
—Vamos, Ester, no te martirices. —Clara la obligó a mirarle a los ojos—. Tú eres mucho
mejor que él.
Ester intentó esbozar una sonrisa, pero fracasó.
—Aunque es raro que su esposa no asistiera a la celebración de su cumpleaños.
Ester se encogió de hombros.
—Si ese hombre está contigo quiere decir que te quiere y que la relación con su esposa está
acabada. —Yesi golpeaba el sofá con el dedo—. Por eso no fue a su fiesta de cumpleaños.
—Si tu relación está acabada, no te compras un piso con tu pareja —objetó Clara.
—¡Va! Ni caso… —Se volvió hacia Ester—. Si juegas bien tus cartas, tú ya me entiendes,
tienes una gran oportunidad para ocupar el lugar de esa mujer.
Clara la fulminó con la mirada.
—¿Qué hago, Clara? ¿Cómo le recupero? Me da miedo enfrentarme a él por si elige a Olga.
Clara la rodeó con sus brazos.
—Esa es una decisión que solo tú puedes resolver. —Le dio un beso en la cabeza—.
Reconozco que los encuentros furtivos serían excitantes y morbosos, pero ¿qué ocurriría si su
esposa os descubre? Ten por seguro que ella te culpará de la infidelidad de su marido, aunque la
pareja esté en crisis. Como mínimo, pasarás un mal rato y quizás tengas que largarte del piso. Eso
si tú le importas… En el caso de que Joan solo pretenda divertirse contigo… bueno, sufrirás.
—Joan es tan dulce… No quiero perderlo, pero puedo encontrármelo a diario. ¿Qué hago
cuando le vea: lo ignoro, lo saludo, lo mato? Por no hablar de Olga… ¿Con qué cara miro yo a esa
mujer?
—Mira, no te agobies. Ya se arreglará. Tómate un tiempo para decidir qué quieres hacer —le
cogió de la mano— y decidas lo que decidas, yo te apoyaré.
Ester asintió complacida. Junto a ella, Yesi meneó su melena cobriza, alargó su mano y le dio
una palmada en la rodilla.
—¡Salgamos! —Se levantó—. Te arreglas el maquillaje, nos vestimos y… ¡Fiestuqui y alcohol
para olvidar! A las penas, puñalás.
Los ojos de Ester brillaron.
6

Amanecía cuando Ester volvió a casa. Al bajar del coche, cruzó los brazos y levantó los hombros
en un vano intento de protegerse del frío. A pesar de ello, agradeció la tranquilidad que se
respiraba en la calle a tan temprana hora de la mañana. Se sentía relajada. Salir de copas con Yesi
y sus amigos le había sentado bien. Al menos, había conseguido dejar de pensar.
Abrió la puerta de su piso y encendió la cegadora luz del recibidor. Su boca se abrió con un
exagerado bostezo. Entró en su dormitorio, lanzó sus zapatos de tacón alto por los aires, y anduvo
descalza hasta su cama, donde se dejó caer, aún vestida.

Abrió los ojos. Algo la había despertado. Estaba acostada bocabajo y se dio la vuelta. La
habitación estaba a oscuras. Levantó la cabeza para intentar descubrir la procedencia de aquel
molesto ruido.
—¡Joder! —exclamó.
La alarma del móvil sonaba con insistencia en el salón. Descalza y en medio de la oscuridad,
Ester se dio prisa para alcanzarlo. El corazón golpeaba con fuerza su arrugado top. El fino tacón
de un zapato se le clavó en la planta del pie, y exclamó un segundo ¡joder!, esta vez algo más
irritada. Saltaba sobre un pie mientras se tocaba el otro. Con las sienes latiendo y con un humor de
perros se lanzó sobre el sofá. Metió la mano en su bolso, extrajo su smartphone y apagó la
alarma.
Ester se frotó los ojos y bostezó varias veces antes de llegar al cuarto de baño. Se miró al
espejo. Estaba pálida, ojerosa y un molesto dolor empezaba a ganar terreno en su cabeza. Pensó
que lo peor de salir tres noches seguidas era que llegaba el día de volver a trabajar.
7

Se dejó caer en el borde de la cama. De pronto, sentía el cuerpo pesado como si hubiera
engordado cien kilos de golpe. Sus hombros cayeron hacia adelante. Su mirada se clavó en los
bajos del armario. Era de color blanco. Le gustaba el color blanco. No se había dado cuenta hasta
aquel momento, pero le gustaba su armario de puertas correderas. Era elegante. Podría pasarse el
día observándolo. Inclinó la cabeza. «¿Qué es eso?», se preguntó. Ester se levantó con gran
esfuerzo y arrastró los pies hasta el mueble. Acercó la nariz y miró a contraluz. Allí estaba. Estiró
su camiseta y frotó la mancha con ella. Quería hacerla desaparecer, eliminarla. Y frotó con tanto
vigor que el dolor se apoderó de su dedo. Entonces, se echó a llorar.
Aquella mañana había entrado en el despacho del director de Recursos Humanos con la
esperanza de recibir buenas noticias.
—Nos ha llegado a través del doctor Martín tu solicitud de aumento de sueldo —le dijo
Gustavo Fernández.
El corazón de Ester Soler empezó a latir con tanta fuerza que apenas oía el discurso. Su pie
empezó a moverse rítmicamente para contrarrestar la creciente ansiedad de su interior.
—Tienes un expediente inmejorable. Eres responsable, trabajadora y garantizas la calidad en
cada uno de tus ensayos. Sin duda, te mereces el aumento de sueldo. —Ester luchaba por ahogar
un grito de alegría. Debía esperar. Con suerte serían unos pocos minutos—. Pero… —«Siempre
existe un pero», pensó—. Sabrás que los últimos decretos del Gobierno no son muy favorables
para nosotros. Entre las medidas impuestas a las farmacéuticas está la obligatoriedad de rebajar el
precio de los fármacos. Si le añadimos la morosidad del propio Gobierno o de varios hospitales,
el problema lo tenemos servido. —El hombre separó las manos—. Por otra parte, tenemos que
convencer a la empresa que somos una filial donde aún es rentable invertir o, sencillamente, la
cerrarán. Para conseguirlo, tenemos la obligación de recortar drásticamente los actuales gastos.
En una reunión de la semana pasada, la Junta decidió, al respecto, aplicar varios puntos con
urgencia. Entre ellos, la medida más dura es un ajuste de plantilla. Se reducirá en un 10 % en cada
uno de los departamentos. —Tomó aire—. Créeme, en estos momentos aborrezco mi posición…,
pero debo rescindir tu contrato.
«¿Rescindir mi contrato? ¿Despedida?».
Los pequeños ojos color castaño de la joven se abrieron tanto que un ligero golpe en la cabeza
los habría hecho saltar de sus cuencas. El hombre seguía hablando con voz monótona que oía
lejana. Contrato…, finiquito…, paro… Aun así, le prometían indemnizarla con creces.
Fernández le alargó un cheque, el finiquito y una carta de recomendación.
Solo debía firmar el despido.
No podía creerlo.
Ester se había quedado muda. No entendía nada.
El director de Recursos Humanos continuaba hablando con media sonrisa en el rostro. Ester
cogió el bolígrafo que le ofrecía con la sensación de estar flotando en una nube. Firmó sin
rechistar. Continuaba muda.
Solo pudo moverse cuando Fernández se levantó para acompañarla hasta la puerta.
—Lo sentimos mucho —dijo fríamente—. Por cierto, deberías entregarnos la tarjeta de acceso
a la empresa.
Fue tan atento que incluso se tomó la molestia de hacer que le trajeran el bolso y la chaqueta.
Al igual que un autómata, hizo cuanto le pidieron. Entregó la tarjeta y se dispuso a salir del
despacho cuando solicitó, aún aturdida, despedirse de sus compañeros.
—No creo que sea necesario. —La miró con su sonrisa torcida—. Dispondrás de todo el
tiempo que desees para charlar con ellos fuera de la empresa.

El tono de su móvil sonó.


—Lo siento, Ester —le dijo Clara desde el otro lado de la línea—. No te desanimes. Verás
como encuentras pronto otro trabajo. Eres competente y…
—Si fuera competente como dices no me hubieran despedido. Está claro que no soy tan
imprescindible como pensaba. A ojos del doctor Martín mi trabajo debía ser mediocre, si no, ¿por
qué me han echado?
Clara se pasó media hora al teléfono hasta que consiguió que su amiga dejara de llorar. Al
cortar la comunicación, Ester se puso un jersey a pesar de los veinticuatro grados que marcaba el
termómetro y se dirigió a la cocina arrastrando los pies.
8

Ester guardó su utilitario en un garaje a dos manzanas de su piso. Podía considerarlo un éxito si
tenía en cuenta que vivía en el centro de una ciudad de más de doscientos veinte mil habitantes
ocupada por parquímetros y aparcamientos subterráneos de pago.
Recorrió el corto trayecto hasta casa con lentitud. Nadie le esperaba y tampoco tenía mucho
que hacer. Pasó junto al Toyota Prius blanco de Joan y sus labios se torcieron en una sonrisa
maliciosa al ver a través del parabrisas el montón de tiques de aparcamiento que llevaba
acumulados en pocos días.
Entró en el luminoso vestíbulo del edificio. Al fondo había un ascensor de puertas metálicas y
a la izquierda unos buzones incrustados en la pared. Una planta alta de hojas verdes y un alargado
banco de madera aportaban el toque de calidez a la entrada. Ester se agachó para recoger un
montón de cartas tiradas al suelo, todas para Manel Puig y Olga Gallardo. Permaneció unos
segundos en silencio, mirándolas. Había seis. Sus remitentes eran diversos: grandes almacenes,
empresa eléctrica, suministradora de gas y agua. Sin darse cuenta, sus dedos empezaron a
acariciar la ventanilla de uno de los sobres. Intentó, sin éxito, quitar con la uña un diminuto
goterón de tinta junto al nombre de su examante. Sus ojos parpadearon con rapidez.
—¡Qué calor, por Dios! —soltaron detrás de ella.
Ester se giró con una sonrisa en los labios. Agradecía el descanso para su mente que aquella
mujer de pelo caoba le ofrecía.

Joan se quitó los auriculares y echó un buen trago a su bebida isotónica. Se secó el sudor de la
frente con el brazo antes de sacar las llaves de la puerta del edificio y entrar al vestíbulo. Pensaba
en la refrescante ducha que se tomaría cuando sus pulsaciones volvieron a acelerarse. Ester estaba
de pie junto al banco del vestíbulo atareada con el reparto del correo y junto a ella, Adelaida, la
vecina más chismosa del barrio. Sus zapatillas parecían haberse clavado al suelo ignorantes de la
dirección de sus siguientes pasos.
La vecina del cabello caoba lo miraba expectante. Ester permanecía inmóvil con los ojos
clavados en el puñado de cartas que sostenía. Su primer paso fue vacilante, el segundo no. Dibujó
una gran sonrisa y se acercó con la esperanza de que la presencia de Adelaida mitigara el enfado
de Ester.
—¡Buenas tardes, Adelaida!, le daría un beso si no estuviera sudado. Su pastel de carne: el
mejor que he probado. Mañana le devuelvo la bandeja. —La señaló con los dedos a modo de
pistola—. ¡Le debo una!
Adelaida rio complacida y se atusó el cabello. Ester torció el gesto al parecerle un comentario
demasiado empalagoso.
—¿Me das las mías? —le preguntó Joan.
La joven dio un respingo. Sin embargo, fue el único atisbo de emoción que transmitió. Tan solo
se permitió mover la mano para alargarle las cartas que sostenía. Joan estiró el brazo para
cogerlas con tal torpeza que provocó un choque de sus manos. No hubo risitas. No hubo cruce de
miradas. Tan solo unos dedos apartados con brusquedad.
Joan se tomó unos segundos antes de bajar los ojos y desaparecer corriendo por las escaleras.
Ester alzó la cabeza, orgullosa.
—¡Qué encanto de hombre! Hemos tenido suerte con esa pareja. —Asintió con fuerza—. Son
majísimos. Y su esposa sabe cómo hacer las cosas. ¿Te has fijado la cantidad de correspondencia
que reciben? Y solo ha pasado una semana desde su mudanza… —Apoyó la mano en el brazo de
Ester y lo zarandeó—. ¡Uf! ¡Aún recuerdo cuando nos mudamos a este piso! Seis meses después
aún recibíamos facturas en la antigua dirección. —Dio unos golpes en el brazo de la joven—. Por
suerte, hoy día los mails reducen el correo ordinario. Porque, digo yo, tan modernos como son
Olga y Manel para algunas cosas, pero para el correo están anticuados: aún lo reciben en papel.
Después hay que…
—Lo siento, Adelaida —Ester forzó una sonrisa—, pero llego tarde a mi cita.
En cuanto dio la espalda a su vecina, su gesto se torció en una mueca de asco. «¿Por qué
debería importarme si Olga recibe el correo vía mail o en papel?», se preguntó mientras
regresaba a la calle.
9

El ascensor paró en la tercera planta. Esperó unos segundos. Sacó la cabeza para asegurarse de
que ningún vecino la veía. Pisó el rellano y corrió de puntillas hasta las escaleras. Echó un vistazo
a su alrededor antes de pisar los escalones y bajar. Le disgustaba actuar de aquella forma, pero un
encontronazo al día con Joan era lo máximo que podía asimilar.
De pronto, se escucharon unos pasos. Provenían de su rellano. Se quedó inmóvil en la sombra.
Percibió el sonido de una puerta al abrirse. Luego, el murmullo de unas voces…, risas… Se pegó
a la pared y levantó su respingona nariz. Alguien retrocedió y la silueta de Joan apareció ante sus
ojos. Ester le observó desde su escondite. Vestía pantalón y camisa entallados. Parecía estar ante
la puerta de Eleuterio y Jana. Sonreía. Por el timbre de voz dedujo que su interlocutor era una
mujer.
Entonces, el tiempo se ralentizó y las imágenes fueron pasando ante sus ojos fotograma a
fotograma. Entró en escena una mano femenina portadora de un ostentoso anillo de diseño. Cruzó
el espacio que le separaba de Joan hasta descansar sobre su pecho. Con lentitud, tiró de su camisa
hasta que él desapareció de su plano de visión. Oyó unas risas amortiguadas. Luego, un discreto
clic de la puerta al cerrarse.
La respiración de Ester se había acelerado. Escondida en el último tramo de las escaleras se
debatía entre aporrear la puerta de Jana para advertirle de que Joan le mentiría y se aprovecharía
de ella u olvidarse del tema. Pero entonces, cayó en la cuenta de que Jana conocía desde el primer
día el estado civil del nuevo vecino.

Treinta minutos antes, Joan entraba en la cocina de su piso y dejaba la botella de bebida isotónica
en la encimera. A pesar de su fortuito encuentro con Ester, se sentía relajado. Correr le ayudaba a
deshacerse del exceso de adrenalina y le daba tiempo para reflexionar.
Iba directo al aseo cuando Olga apareció en el pasillo. Vestía un elegante y caro conjunto
estampado de chaqueta y pantalón.
—Estás muy guapa —le dijo sonriente.
Durante un segundo, Olga le devolvió la sonrisa.
—Arréglate. Nos esperan dentro de media hora —le ordenó—. Cenaremos con la pija y su
perrito faldero.
Joan pareció sorprenderse, pero asintió en silencio. Entró en el dormitorio. Abrió y cerró
algunos cajones de la cómoda. Olga le seguía con la mirada desde la puerta.
—¿No crees que es muy ostentoso? —Joan señaló la mano con el mentón.
Ella la alargó y movió los dedos delante de su nariz. Él dio un largo silbido.
—Solo es un anillo de oro blanco engastado con un diamante de medio quilate y pequeñas
esmeraldas, rubíes, zafiros y citrinos. —Hubo un destello de malicia en sus ojos negros—.
Perteneció a un joyero madrileño que…
—No necesito conocer los detalles —la cortó.
Ella asintió con la cabeza.
—A la pija.
—Jana.
—A Jana le gustan las joyas, así que sabrá apreciar esta.
El hombre caminó hasta su armario. Sacó una camisa y unos pantalones y se encerró en el aseo.
A los quince minutos salía vestido con una camisa blanca entallada y unos pantalones beige.
Olga le miró de arriba abajo y sonrió aprobatoriamente.
Joan tomó aire.
—¿Nos vamos? —Le tendió la mano. Ella la tomó con fuerza y sus dedos se entrelazaron.
Salieron al rellano y recorrieron en silencio los escasos cinco metros que les separaban de su
objetivo.
Llamaron al timbre.
Esperaron.
Joan se daba discretos golpes con el dedo en la pierna. Olga lo miró de reojo. Después de
esperar unos segundos, la puerta se abrió de golpe y Eleuterio apareció ante ellos.
—¡Uhh! —exclamó el hombre de mediana edad con una infantil sonrisa en el rostro—. ¡Vaya
susto!, ¿eh?
Hubo risas. Las de la pareja eran forzadas.
—Pasad. Jana está terminando de arreglarse.
Joan dio un paso atrás. Olga le miró con una sonrisa torcida en los labios.
—Vamos, será divertido.
Joan sonrió y sus músculos parecieron relajarse. Olga apoyó la mano sobre su pecho y tiró de
él.
La puerta se cerró tras ellos con un leve clic.

Al cerrarse la puerta de su piso, Ester experimentó una sensación de incredulidad que poco a poco
se transformó en enfado. ¡Qué poco ha tardado en sustituirme! Meneó la cabeza mientras se
rodeaba el cuerpo con sus brazos. Aquel fin de semana que pasó con Joan en Girona sintió que
había conectado con alguien honesto a la vez que inteligente y divertido. Pero descubrir que vivía
a pocos metros de su esposa y su amante le resultaba una situación insoportable.
Apretó los labios y se dirigió al dormitorio a grandes zancadas.
—Ya que nadie me quiere, me voy.
Abrió el armario, estiró los brazos y sacó una maleta de cabina. «¿Por qué soy incapaz de que
las cosas me salgan bien?». Sacó su ropa interior de un cajón y la tiró dentro de la maleta. Joan la
había sustituido por una mujer de gran belleza, alguien mejor que ella. Colocó un montón de
camisetas sobre sus braguitas. Las miró con el ceño fruncido y pensó: «Con esta ropa nunca
llegaré a tener el glamur de Jana…».
Llegó la hora de los pantalones y los vestidos. Contrariamente a lo que solía hacer, los metió
de cualquier forma, sin ahorrar espacio ni evitar arrugas. «Jana tiene marido y amante…, ¿y yo?».
Quiso agacharse para coger un par de zapatos, pero se dio cuenta de que la maleta se había
quedado pequeña y no le cabrían. Salió del dormitorio y regresó cargada con otra mayor. La abrió
y le traspasó el contenido de la de cabina.
Apretó la ropa con las manos abiertas para dejar espacio libre mientras se recordaba que si
habían prescindido de ella en el trabajo quizás fuera porque no era tan buena como imaginaba.
Dio un bufido. «Si pudiera manipular el tiempo, daría un salto de diez años atrás… Iría a
Amboise en Francia, con Esteban, Émilie, Julien, Sébastien, Camille… y las clases de
repostería”.
—Los pasteles no son un trabajo —ridiculizó la forma de hablar de su madre—. Vuelve a casa,
sácate una carrera seria como la de tu hermano y deja para los fines de semana el chocolate y la
crema.
Entró por la ventana una bocanada de aire húmedo que le movió el cabello. «Se avecina
tempestad», se dijo al observar los nubarrones que tapaban el cielo.
—Y ¿para qué me ha servido estudiar una carrera seria? —Dobló con brusquedad la parte de
los pantalones que sobresalía de la maleta—. ¡Estoy en el paro!
Sus ojos se llenaron de lágrimas. Parpadeó, pero terminaron resbalando por sus mejillas.
«¿Qué he conseguido siendo buena persona?», se preguntó mientras lanzaba una falda enrollada al
interior de la maleta. Pensó en el hecho de haber sido despedida de su trabajo y engañada por
quien creía era su alma gemela.
Recogió del suelo un par de sandalias y un zapato de tacón. Se arrodilló junto a la cama para
dar un vistazo debajo. Se preguntó dónde estaría su pareja, y entonces, la asociación de ideas le
hizo llorar. Se sostuvo la cabeza con las manos. Está claro que soy prescindible. «¿Por qué tengo
que ser la única que sufre?».
Al levantar los ojos, vio en un rincón de la habitación el zapato que le faltaba. El que sostenía
lo lanzó sobre aquel, que rebotó y golpeó la pared. Se puso en pie y los observó con los brazos en
jarras. Dio media vuelta y se encerró en el aseo. Metió con rapidez en un neceser todo cuanto
halló en los armarios hasta que encontró su pintalabios rojo. Lo sostuvo a la altura de los ojos. Lo
observó como si fuera la primera vez que lo viera. Lo destapó con lentitud. Le gustaba su brillo, la
intensidad de su color… Entonces, experimentó una repentina sensación de tranquilidad. Su rostro
se relajó. Se secó las lágrimas con las dos manos mientras el sonido de un gran trueno llegaba
hasta sus oídos. La idea le parecía tan obvia que no entendía cómo había tardado tanto en
ocurrírsele.

Diluviaba. El estallido de los truenos hacía estremecer. Los relámpagos iluminaban un cielo cada
vez más oscuro. El paraguas no impedía terminar empapado así que nadie se atrevería a caminar
por la calle, solo ella. Con eso contaba.
El agua le chorreaba de la cabeza a los pies, pero no le importaba. Bajó la mirada. En una
mano sujetaba su pintalabios rojo, en la otra, un sacacorchos.
El recuerdo de haber llegado hasta ahí continuaba borroso. No podía decir lo mismo de su
paseo junto al Toyota de Joan con el sacacorchos apoyado sobre la pintura. Le pareció una lástima
no haber podido usar el pintalabios para escribir «infiel» en los cristales mojados del vehículo.
Le hubiera dado un fantástico toque dramático.
Nunca había reaccionado de aquella manera, pero creía que la habían empujado a hacerlo. No
tenía otra opción. Había confiado en él y la había traicionado. Se había reído de ella, y por ello se
merecía un castigo.
Desde la distancia contempló el resultado de su venganza: una profunda rayada por todo el
coche de Joan. Dibujó una sonrisa ladeada. Su respiración se había acelerado por la emoción.
«Devolver el daño que me ha hecho, sienta bien», se dijo Ester. Aquella noche esperaba dormir
plácidamente.
10

Aquella noche tuvo el sueño ligero. Le despertó el ruido de unas sillas arrastradas en el piso
superior. Dio un golpe al interruptor y encendió la lámpara de su mesilla. Con un ojo cerrado y el
otro medio abierto, fijó la mirada en la pantalla de su móvil. Comprobó, con gran disgusto, que
eran casi las dos de la madrugada. Maldijo a sus vecinos durante un buen rato antes de volver a
cerrar los ojos. Sin embargo, no pudo conciliar el sueño. Había una cuestión que ocupaba su
mente: ¿Cómo explicaría el despido a sus padres? Rechazó de antemano mentirles. Su madre
terminaría averiguándolo y las consecuencias serían nefastas. Aunque aguantar sus sermones
tampoco era lo que su maltrecha autoestima necesitaba. Escondió la cabeza bajo la almohada.
Daba por perdida su carrera de científica.
«¿Qué futuro me espera? ¿Trabajar en el McDonald’s? ¿Emigrar a Alemania?». Respiró hondo.
Era su fin. Entonces, sacó la nariz de debajo de la almohada. Quizás no lo fuera. Se giró boca
arriba y se sentó con la espalda apoyada en el cabecero de la cama. «Sin ninguna duda, mi
curriculum es excelente —se dijo—, así que encontrar otro empleo será fácil». Calculó que en
una semana volvería a tener un contrato entre sus manos. Solo debía evitar a su madre durante ese
tiempo. «Ni se enterará». Sonrió. Se rascó la cabeza exageradamente. Suspiró. El dormir se había
terminado.
Sus pies descalzos la llevaron hasta la cocina. Bostezó. Al pasar ante la puerta de entrada, oyó
el ascensor. ¿Sería Joan que habría visto la rayada de su coche? Se acercó de puntillas hasta la
puerta con el corazón acelerado y echó un vistazo a través de la mirilla. Hizo una mueca de
disgusto. Era Eleuterio con su viejo maletín marrón roído por el uso. Ester se alejó de la puerta.
Se calentó un vaso de leche y encendió el televisor: películas no muy buenas, videoclips
musicales, tarotistas y alguna que otra reposición. Pasó canales hasta llegar al 3/24, un canal
autonómico dedicado íntegramente a las noticias. Un apuesto periodista comentaba:

… de denunciar su desaparición, han localizado el cuerpo sin vida de Anna Pla en Lloret de
Mar con signos de haber sido violada.
Esta mañana, el conocido empresario Fermín Escobar propietario del grupo inmobiliario
Arcoíris…

Apagó el televisor. Dio otro sorbo a la leche, se levantó y encendió el horno. Asumía con
resignación su falta de sueño, pero esperar el amanecer, le aburría.

Ester se secó las manos y contempló con satisfacción la encimera de su cocina. Había cubierto
toda su superficie con semiesferas de mousse de chocolate y frambuesa; una bandeja de tubos de
pasta choux rellenos de crema pastelera y una tarta de limón.
Había decidido hacer un sencillo pastel de chocolate para mitigar sus desbordadas emociones,
pero en cuanto empezó a amasar y hornear ya no pudo parar hasta que se le terminaron los
ingredientes de la despensa. Eran las seis de la mañana, se había pasado toda la noche en vela,
pero se sentía llena de energía y con la mente despejada. ¿Qué podía hacer? Se dio unos
golpecitos en los labios. Tenía pagada la cuota del gimnasio hasta final de mes, así que pensó en
aprovecharla. La primera clase de pilates empezaba a las ocho.
Pagaba su cuota desde hacía un año, pero ya no recordaba cuándo fue la última vez que pisó el
gimnasio. Teresa y Mónica, dos de sus compañeras de departamento, la convencieron para
acompañarlas. El centro ofrecía clases durante todo el día y la intención era aprovechar las dos
horas del almuerzo para desplazarse varios kilómetros por Barcelona hasta cerca del Parc de la
Ciutadella y asistir a alguna clase de pilates o yoga. A las tres semanas, Ester dejó de ir.
Consideraba que su grupo de pilates no alcanzaba su nivel e impedía su avance. Probó el de
última hora. Pero terminar la jornada laboral a las siete, cruzar Barcelona durante la franja horaria
con mayor retención de tráfico, hacer una clase de una hora y conducir otra hora hasta regresar a
casa en Terrassa, pronto la desmotivó.
El gimnasio ocupaba toda la planta de un antiguo edificio reformado. Era un espacio agradable
y luminoso donde su decoración transmitía paz y serenidad. Su clase de pilates era amplia con el
suelo de parqué y ventanas altas de grandes cristales que permitían fluir la luz natural. Un gran
espejo ocupaba la pared del fondo y en la opuesta, un montón de pelotas esperaban ser utilizadas.
La clase se llenó de mujeres que ya se conocían pero que recibieron a Ester con gran
efusividad. Le gustó el grupo. Solo esperaba que estuvieran a su altura. La monitora empezó con
unos estiramientos y poco a poco fue añadiendo ejercicios más complicados.
A los diez minutos de empezar la clase, Ester recogía sus cosas y se escabullía. Había pasado
demasiado tiempo inactiva y esta vez era ella quien no se sentía a la altura de las demás.
Regresó al vestuario y se cambió mientras decidía si sería mejor apuntarse a natación o a tenis
en su ciudad, actividades en las que no dependería de nadie ni podría compararse.
Abrió la puerta del vestuario dispuesta a salir, pero su bolso se cayó al suelo y su contenido se
desparramó. En el pasillo, una mujer de espaldas a ella hablaba por teléfono. Habría salido en
mitad de una clase. La observó con curiosidad. Esos elegantes andares, esa cabellera morena
recogida en una coleta los había visto antes, pero no los ubicaba.
—He salido al pasillo. Ya puedes hablar.
Reconoció su voz al instante: era Jana, su vecina y nueva amante de Joan. «¿Estaría hablando
con él?». Entrecerró la puerta y aguzó el oído. Jana hablaba en un tono bajo pero la escasa
distancia entre ambas le permitía oír trazas de su conversación.
—Le he localizado en la clase de yoga… Sí, a ella también… No te preocupes por Ishtar, la
tendré el fin de semana. Zhaba tendrá que estar disponible el lunes a las nueve para la sesión de
fotos. Luego te paso la ubicación… —Soltó una carcajada y continuó hablando casi en un susurro,
lo que impidió que Ester pudiera escuchar algo.
De pronto se oyeron unos pasos. Iban en su dirección. Jana cortó la llamada sin despedirse y
Ester cerró la puerta. Se escuchó la alegre voz de la recepcionista, que saludaba a Jana. Unos
segundos después, el pasillo volvía a quedar en silencio y Ester aprovechó para desaparecer.
11

Al sentarse ante el ordenador, soltó aire. Tenía que encontrar un trabajo pronto. Su economía y la
relación con su madre dependían de ello. Pero había estado fuera del mercado laboral durante
tanto tiempo que ignoraba por dónde empezar a buscarlo. «Lo primero es lo primero: mi
currículum». Se tomó un buen rato para actualizarlo. Luego se conectó a internet para empezar la
búsqueda. Le fue más fácil de lo que esperaba. Al momento, aparecieron varias páginas con
interesantes ofertas de trabajo en laboratorios. Seleccionó varias e insertó su currículum. Juntó las
manos y levantó los brazos para relajarlos. «Ahora toca esperar una respuesta». Sintió un dolor en
la espalda. Sus músculos se encontraban demasiado tensos para ser estirados. Con mano inexperta
se masajeó la zona dolorida.
Su estómago rugió. «Hora de almorzar», se dijo. Pensó en cocinar pasta y comérsela
tranquilamente mientras veía otro episodio de la serie que seguía, pero entonces le vino a la
cabeza el nombre de Ishtar. Torció los labios. En dos ocasiones durante un breve periodo de
tiempo había oído aquella palabra en boca de dos hermanos, Richi y Jana. Quizás fuera al
relacionarla con el inquietante joven que conoció en el rellano, pero asociaba Ishtar con algo
obscuro y peligroso. «¿Qué se traerán entre manos?».
En un abrir y cerrar de ojos, volvía a estar sentada ante el ordenador. Dio un mordisco al
sándwich que se había preparado antes de teclear llena de emoción ixta, ista, istar, ishtar en la
casilla de búsqueda de Google.
Al instante aparecieron más de siete millones de resultados con el nombre Ishtar, la mayoría
relacionados con una diosa babilónica. Ester arrugó la nariz. ¿Richi le quería presentar una diosa
babilónica de más de tres mil años de antigüedad? Tenía que haber algo más. Continuó
observando la pantalla y descubrió el título de una película del año 1987 con Warren Beatty y
Dustin Hoffman como protagonistas. «¿Una película?». Enseguida descartó la idea. Paseó la vista
por cada link hasta que se encontró con una cantante israelí. Doble clic y la imagen de una mujer
rubia apareció ante ella. «¿Estarían hablando de la cantante?». Según recordaba, Richi le habló de
presentarle a Ishtar y Jana esperaba recibirla el fin de semana para poder fotografiarla el lunes.
Eso se ajustaría con una persona así que concluyó, muy a su pesar, que los dos hermanos
organizaban un concierto e intentaban traer a la artista llamada Ishtar. Ester torció el gesto. «Vaya,
solo era eso…».
12

Su idea inicial había sido pasear tranquilamente hasta la Rambla dando un gran rodeo para
despejarse, pero el contenido de su nevera le hizo cambiar de opinión.
Se detuvo ante una antigua mercería y empujó su puerta de madera con la espalda. El tintineo
de unas campanillas sonó en el pequeño establecimiento tal y como lo venía haciendo los últimos
cincuenta años. Las paredes de su interior estaban forradas de pequeños cajones de gastada
madera. Tras el mostrador de cristal, Catalina se ocupaba de una clienta. Al notar su presencia,
dejó las cremalleras que sostenía y rodeó el cuerpo de Ester con sus robustos brazos.
—¿Estás bien, cariño? Clara me contó lo del laboratorio.
Por toda respuesta, Ester le entregó dos bandejas envueltas en papel de aluminio. La
propietaria del negocio lo levantó y al ver lo que contenían, sus ojos se abrieron.
—Llevo despierta desde las dos de la madrugada y… —se encogió de hombros— me he liado
a cocinar. Pensé hacer una tarta de limón, pero, vete a saber por qué, he terminado haciendo
también unas pastas de choux rellenas de crema pastelera y unas semiesferas de mousse de
chocolate y frambuesa.
—¿Son pasteles? —Se había despertado la curiosidad de la clienta quien estiró la cabeza hacia
ellas.
Ester asintió.
—Estudió repostería en Francia y los pasteles le salen… —Catalina se besó los dedos— de
rechupete. Tendrás que llevarte algunos, Paquita o de lo contrario, reventaré. —Rio.
La madre de Clara se volvió hacia la joven.
—Ya verás como se soluciona, cariño. Encontrarás un nuevo trabajo en breve.
—Lo sé. —Forzó una sonrisa—. Te dejo. He quedado con Clara.
Catalina le plantó dos maternales y sonoros besos en las mejillas que le hicieron sonreír.

Antes de la hora ya había llegado a la cafetería donde solía quedar con su amiga. La esperaría
sentada en una de las mesas. Pidió un cruasán y un café con leche. Tenía más hambre que calor. El
bocadillo del almuerzo no le había llenado suficiente el estómago. Mientras esperaba la comanda,
alargó el brazo y cogió un periódico de la mesa vacía más cercana. Quería mantener su mente
ocupada para evitar pensar en la rayada del coche de Joan.
Apuró el último sorbo de café con leche y consultó la hora. Aún faltaban unos diez minutos
para que llegara Clara. Tamborileó sobre la mesa con los dedos. Hinchó los carrillos. Pasó la
vista por el local hasta que la fijó en el televisor. Emitían un programa donde comentaban las
noticias de actualidad. Ester iba a apartar la mirada cuando el periodista dio paso al reportero que
cubría una noticia de última hora, pero no pudo:

Los cuadros robados durante el asalto al domicilio de Fermín Escobar fueron un Picasso y un
Monet. Hace escasos minutos los Mossos d’Esquadra han mostrado en rueda de prensa las
fotografías de las obras sustraídas el pasado viernes.
El chalet de los Escobar, situado en el exclusivo barrio de Sant Gervasi de Barcelona,
albergaba una quincena de pinturas de distintos artistas, aunque los ladrones solo se llevaron
dos: Femme dans un rocking-chair de Pablo Picasso y Argenteuil de Claude Monet, valorados en
10 millones de euros.
Su corazón empezó a latir con fuerza. Parpadeó incrédula sin poder desviar la vista del
televisor. «¿Cómo demonios supo Olga el nombre de las pinturas robadas en la vivienda de los
Escobar cuatro días antes de hacerse público?».

Clara madrugaba y no quería acostarse tarde, así que Ester regresó a casa a la hora de la cena.
Esperaba el ascensor con una ligera sensación de nerviosismo. Creía que vengarse del dolor
sufrido le aportaría la paz que necesitaba, pero empezaba a pensar que aquello no funcionaba así.
La ira aún luchaba por salir. Esperaba ver la rayada del Toyota de Joan a plena luz del día, pero
había buscado el coche por varias calles cercanas sin encontrarlo. Había desaparecido. Torció
una sonrisa. «¿Qué cara habrá puesto al descubrir el regalito? ¡Va! Se llevó su merecido».
Las puertas del ascensor se abrieron justo cuando alguien entraba de la calle. Ester volvió la
cabeza y la sangre se le heló. Eran Olga y Joan.
—¡Hola, Ester! ¿De vuelta a casa? —Olga la miraba sonriente.
Ester forzó una sonrisa y asintió. La miró de reojo. Vestía una blusa blanca y un traje gris de
dos piezas que completaba con unos zapatos de tacón alto. Al moverse, el largo collar metálico
que llevaba emitía un ligero sonido que molestó a Ester. Observó a Joan quien, según su opinión,
la seguía como un dócil perrito. Reprimió una mueca de aversión.
—¿Cómo os ha ido el día? —les preguntó en cuanto entraron en el ascensor—. ¿Todo bien? —
Miró con descaro a Joan, quien le sostuvo la mirada.
—Trabajo nuevo pero viejos problemas —comentó Olga—: clientes caprichosos, redes
sociales.
Joan se cruzó de brazos. Ester miró a Olga y le sonrió.
—Dichosa rutina… —dijo mientras se alisaba la camiseta con la mano. Pensó en su cabello
encrespado por la humedad ambiental y se recriminó no haberlo planchado—. ¿Y a ti…, Manel?
¿Todo bien?
Notó como Joan se tensaba a la vez que la fulminaba con la mirada.
—Supongo que mejor que a ti. Según tengo entendido, te han echado del trabajo, ¿no?
Ester apretó los labios. Por suerte para ella, el ascensor llegó a la segunda planta y las puertas
se abrieron. Les dejó tras un cortés adiós y se encerró en su casa.

Le faltó tiempo para enviar un mensaje a Clara.


Ester: ¿Adivinas con quien he tenido la mala suerte de compartir el ascensor? Sí… Joan y
Olga… ¡Aarg! Ellos tan sonrientes… como si nunca hubiera pasado nada y nunca tuvieran
problemas. ¡Olga se ha puesto todas sus joyas juntas! Le quedaban fatal… Cuando se movía
sonaba como el cencerro de una vaca. Je, je, je.
Clara: Vaya, ¡qué mala suerte!
Ester: Lo sabe, estoy segura. Sabe que he sido yo quien le ha rayado el coche, pero ha callado.
Jejeje Me teme. Teme que le chive a su mujer lo nuestro… Pero ya se enterará, ya.
Clara: Me estás asustando. Nunca te he visto tan… así. Olvídalos y aléjate de ellos.
Ester: Pensaba que eras mi amiga…
Clara: Y lo soy.
Ester: Sabes lo que estoy sufriendo.
Clara: Lo sé, pero la venganza no es el mejor remedio. Joan puede denunciarte por lo que
hiciste o por acoso o algo peor: hacer cualquier cosa para evitar que su mujer se entere.
Ester: Que venga. No le temo. Si me siento así es por culpa suya así que se atenga a las
consecuencias.
Clara: Vale, pero tienes que frenar o te meterás en un lío.
Ester: Ok. Te dejo. Tengo algo que hacer.
Clara: Ok Hasta mañana. Ten cuidado.

Ester volvió a salir de casa y se dirigió al quiosco más cercano. Compró tres revistas. Las dejó
sobre la mesa del comedor junto a un folio en blanco, unas tijeras y un pegamento de barra.
Empezó a recortar letras de las distintas revistas. En media hora terminó su collage: una hoja con
letras pegadas que juntas podía leerse: «Tu marido te es infiel y te la pega con Jana». Miró su
obra durante unos largos minutos con el ceño fruncido. Apretó los puños. Ya no quería volver con
Joan, tan solo quería que Olga lo perdiera. «Un día se arrastrará hasta mí suplicando que le
perdone». Se cruzó de brazos: «Joan podría quemar este anónimo y Olga nunca se enteraría de la
verdad —pensó mientras entornaba los ojos—. Tendré que ser más creativa».
13

A penas había dormido tres horas durante la noche y sus bostezos lo confirmaban, pero se obligó a
mantenerse despierta. Con sueño o sin él, tenía que poner en práctica su plan. Desde el amanecer
permaneció atenta al menor ruido en el rellano. Entre las siete y las ocho treinta observó a través
de la mirilla cómo salían a trabajar Eleuterio, Jana y Olga. Hacía días que no veía a los vecinos
jubilados así que dedujo que estarían de viaje. Solo quedaban en aquella planta, ella y Joan quien,
suponía, se pasaría la mañana escribiendo su libro por encargo.
No le fue fácil esperar hasta las nueve. Le parecía que el reloj no avanzaba. Paseó intranquila
detrás de la puerta con el bolso en el hombro y jugueteando con el móvil hasta que faltaron cinco
minutos para la hora. Sacó la cabeza al rellano. Aguzó el oído. Nadie. Cerró la puerta de su piso
sin hacer ruido y bajó las escaleras de puntillas. Se acercó hasta el bazar chino más cercano.
Necesitaba una caja de diez por diez centímetros y papel de regalo color rojo.
Regresó a casa con el mismo sigilo con el que salió, hasta que el ascensor se paró en su planta.
El timbre de su teléfono resonó por el silencioso edificio. Era Catalina. Ester cruzó el rellano
hasta su puerta y la abrió con torpeza antes de responder la llamada.
La madre de Clara quería contarle el revuelo que sus pasteles habían causado entre su clientela
y en especial en Paquita, la clienta que despachaba cuando llegó a la mercería. La señora le había
pedido que contactara con ella para encargarle un pastel de cumpleaños. Ester arrugó la nariz,
pero anotó su número de teléfono en un papel. No quería recordarle que ella era bióloga y no
pastelera porque siempre se había portado bien con ella. Esperó a cortar la comunicación para
lanzar el trozo de papel a la basura.
Sin perder tiempo, preparó el paquete y añadió en el interior una nota escrita con el ordenador.
Lo envolvió con papel de regalo y pegó en el lateral un adhesivo con el nombre de Olga. Lo miró
descansar sobre la mesa del comedor. Ladeó la cabeza. Sin contener ningún mecanismo
electrónico en su interior podía escuchar el tictac de la bomba de relojería que contenía. Sonrió.
Solo debía esperar a que explotara.
Consultó el reloj. Aún faltaban ocho horas que se le antojaron toda una eternidad. Había
planeado dejar el paquete en el vestíbulo, pero tenía que hacerlo en el momento adecuado para
evitar que fuera interceptado por Joan. Era habitual que él saliera a correr sobre las siete de la
tarde. Por su parte, Olga no tenía una hora fija para regresar del trabajo, pero solía llegar entre las
seis y las siete. Así que pensó en dejar el paquete a las cinco cincuenta y cinco.
Deambuló por casa atenta al menor ruido que proviniera del rellano. Quería evitar dejar
testigos que pudieran chivarse a la pareja. Se encogió de hombros. «Me da igual». Había
comprendido que Joan lo intuiría de todos modos, lo que le hacía estar más ansiosa por ver las
consecuencias de su plan. ¿Joan se enfrentaría a ella o se arrastraría suplicándole silencio? Fuera
como fuese, estaba convencida de que aquella vez se iba a liar una gorda. Esta vez no podría decir
que fue un acto de vandalismo como la rayada del coche. Tendría que dar explicaciones a Olga y
entonces, estaba segura, él vendría a por ella. Entrecerró los ojos. Lo esperaba. Sabía cómo
responder tanto a un enfrentamiento como a la súplica de silencio. Había tenido tiempo de
practicar. Le escupiría la rabia que sentía en su interior y que día a día iba en aumento.
Las horas pasaron sin que nada ocurriera en el rellano. Aprovechó para limpiar el piso,
almorzar, planchar…, pero no conseguía deshacer el nudo que le apretaba la garganta. Necesitaba
mantener su mente ocupada en algo relajante a la vez que estimulante. Echó un vistazo al reloj del
microondas: las cuatro. Arrugó la nariz. Entonces, lo recordó. «¿Y por qué no?». Corrió hasta el
cubo de la basura y revolvió en su interior hasta encontrar un papel arrugado. Cogió su móvil y
marcó el número de teléfono escrito en él.
—Buenas tardes, señora Paquita —dijo en cuanto le respondieron—. Soy Ester Soler, la chica
que hizo los pasteles que probó en la mercería de Catalina.
—Buenas tardes, Ester. ¡Qué pasteles más deliciosos! A mí no me gusta demasiado el dulce,
pero debo reconocer que estaban buenísimos.
—Gracias, señora Paquita.
—Catalina me dijo que estabas en el paro, entonces pensé que quizás te interesaría preparar un
pastel para la fiesta de cumpleaños de mi nieto. Hará cuatro añitos y le encantan los coches. Tiene
coches esparcidos por tooodo el piso. Su madre, vaya, mi hija hace una fiesta en el parque infantil
y ha invitado a tooodos sus amiguitos y pensé que sería una idea original prepararle un pastel con
forma de coche.
—Me imagino que se refiere a un pastel cubierto de fondant y decorado con pasta de azúcar de
distintos colores.
—Eso es.
—Le agradezco su oferta, pero eso es pastelería americana y yo solo trabajo con la francesa:
pastel de chocolate con nata o crema o mousse de frutas… o podríamos hacer pastelitos
individuales con el relleno que quiera y decorarlos como vagones de tren o unos bracitos de
gitano con forma de caracol.
—Vaya…, yo había pensado en un coche, pero un tren con los vagones de chocolate sería muy
original. Las abuelas queremos lo mejor para nuestros nietos…
—Al ser niños tan pequeños podríamos añadir unas frutas, galletas molidas o unas perlas de
distintos colores para llamar su atención.
—O unas golosinas.
—O unas golosinas… ¿Para cuándo los necesita?
—Para el viernes.
—¿Cuántos necesita?
—Veinte de chocolate con leche, pero ¿cuánto me cobrarás?, ¿no serán muy caros, verdad? —Y
añadió—: Si tiene que salirme más caro que un pastel normal pues…
Ester sonrió.
—Por ser clienta de Catalina solo le cobraré los ingredientes que utilice.
Silencio.
—¿Serán de buena calidad? —Su tono de voz expresaba desconfianza—. Quiero lo mejor para
mi niño.
—De la misma calidad que los que probó.
—Entonces ¡adelante! ¿Puedo confiar en ti?
—Puede confiar en mí, señora Paquita. Su nieto y sus amigos disfrutarán de un delicioso tren
de chocolate.
Ester casi podía ver la sonrisa de la abuela a través del teléfono. Aquella conversación
consiguió relajarla por el momento.

Unos minutos antes de las seis, Ester bajó al vestíbulo del edificio con una bolsa de papel en la
mano. Su rostro reflejaba una tranquilidad que no sentía. Volvió la cabeza a derecha y a izquierda.
Se paró a escuchar algún posible ruido, pero solo consiguió oír los fuertes latidos de su corazón.
Sacó el paquete del interior de la bolsa y lo dejó sobre el banco de madera bajo los buzones.
Antes de correr hacia la calle dio un último vistazo al paquete de color rojo chillón. Sonrió.
Aquella noche se iba a liar.

Cuando Olga llegó a casa, Joan se preparaba para salir a correr. Alzó la mirada hacia ella para
saludarla, pero la sonrisa se le esfumó. Sostenía con un dedo a la altura de sus ojos un tanga de
encaje de color rojo. Joan parpadeó confuso.
—Para que no me olvides. Jana —leyó Olga de una nota sacada de un paquete envuelto en
papel rojo—. ¿Hay algo que yo deba saber?
Joan se quedó inmóvil durante unos segundos antes de conseguir negar lentamente con la
cabeza. Olga dio un paso hacia él.
—Más te vale. —Le golpeó el pecho mientras le entregaba el tanga—. No quiero sorpresas.
Joan esperó a verla encerrarse en el dormitorio para dar media vuelta y salir del piso. Caminó
varios pasos antes de pararse y volver la mirada hacia la puerta de Ester. Su expresión se había
endurecido. Permaneció quieto unos minutos antes de meter la mano en su mochila y sacar un
móvil.

Clara pidió al doctor Martín salir unas horas antes. En parte por alargar el fin de semana y en
parte para ayudar a su amiga a salir del hoyo emocional en el que se encontraba. En los últimos
días, eran pocas las ocasiones en las que participaba en las conversaciones del grupo de amigos
que tenían en WhatsApp y sus comentarios transmitían agresividad y rabia. Temía que si no
conseguía frenarla podía terminar con antidepresivos o detenida en comisaría.
Escuchó unos pasos al otro lado de la puerta. Al abrirse, salió una bocanada de aire viciado
que le hizo arrugar la nariz. Después, apareció Ester. Llevaba el pelo recogido en una coleta.
Vestía una camiseta y unos pantalones amplios y tenía aspecto de no haber dormido durante varios
días.
—¡Estás horrorosa!
La canción de desamor You oughta know de Alanis Morissette se escuchaba de fondo.
—Tú no sabes por lo que estoy pasando… —Ester se apartó para dejarla pasar—. ¿También te
han despedido?
—He pedido unas horas al doctor Martín para estar contigo.
Ester la abrazó.
—Gracias.
—¿Cómo estás? —preguntó, aunque conocía la respuesta.
—Fatal. ¿Sabes que ya han pasado tres días desde que dejé el paquete con el tanga a la mujer
de Joan? Pues ni uno ni el otro han reaccionado.
Aquello también lo sabía. Clara la siguió en silencio hasta el salón. Ester no respondió a sus
mensajes, pero se había hartado de informarle sobre todo cuanto le ocurría.
—¿Aún no han venido a romperte la cara ni te han denunciado?
Ester negó con la cabeza.
—Y no creas que no lo he intentado. —Se dejó caer en el sofá—. Entre las seis y las ocho de
la tarde durante los últimos tres días les he esperado en la calle o en el rellano pero nada. Olga ha
pasado junto a mí como si no ocurriera nada y a Joan ni le he visto.
—Puede que Olga no viera la nota o prefiera no saber qué hace su marido. Quizás Joan intuyó
que el paquete sería idea tuya, lo abrió y ofreció el tanga a Olga como si fuera un regalo suyo.
—¿Quieres decir que aún les habré hecho un favor? —La miró con perplejidad—. Estoy por
llamar a su puerta y pedirle que reaccione. ¿Por qué permanece indiferente a todo lo que le he
hecho?
Clara se encogió de hombros.
—¡Algo raro sí que es!
—Muy raro… —Ester se señaló el pecho—. Y yo estoy fatal por su culpa. ¿Crees que fue justo
lo que me hizo? Me utilizó y luego, me apartó como a un clínex usado. Me dolió que me mintiera.
Creí haber encontrado a mi alma gemela, pero… —Dejó caer los brazos—. Si es que ¡todo me
pasa a mí! ¿Sabes lo que es descubrir que vive en el piso contiguo con su esposa? Pues hay algo
peor… y es que tengas a su amante al otro lado del rellano. —Apretó los labios—. Dime, Clara,
¿quién podría aguantar eso?
Clara esperó en silencio.
—Y ahora… —se cruzó de brazos—, me ningunea. Cree que soy alguien insignificante, alguien
con quien no vale la pena gastar su precioso tiempo. —Su rostro enrojeció—. Me ha dejado, pero
no se ha conformado con ello, sino que… me ha dejado porque Olga es mejor que yo y Jana
también. —Meneó la cabeza y dio un bufido—. Deberías ver cómo visten. Son mujeres muy
elegantes con unos trabajos muy importantes.
Le resbalaron las lágrimas por las mejillas.
—Ya no aguanto más. —Se las secó—. Me siento como una colilla aplastada e incomprendida
en una solitaria acera.
Clara puso los ojos en blanco.
—¡Qué dramática!
—¿Dramática? Tú eres mi amiga. Te conté lo que ocurrió entre nosotros. Deberías entenderlo.
Clara se inclinó hacia ella.
—Y lo entiendo, créeme, pero deberías saber que nadie es mejor que tú ni se merece que
termines deprimida, enfadada o encerrada como una ermitaña.
Clara se levantó, descorrió las cortinas y abrió la puerta corredera que daba al balcón.
Agradeció el aire fresco del exterior.
—¿Desde cuándo no sales de casa?
—Bueno, no tengo trabajo…, la despensa está llena.
—Así que hace varios días que no sales.
—Pero he estado ocupada. Ven. Te lo mostraré.
Lo primero que vio al entrar en la cocina fue un pastel sobre la encimera con forma de
locomotora y cuatro vagones cubiertos de chocolate fundido. Para simular las ruedas había
utilizado galletas y para el relleno de los vagones; piruletas, macarons, neulas y cuatro vistosas
velas de cumpleaños.
—¡Uala, Ester! Dan ganas de comérselo.
—Ni se te ocurra. Tengo que entregarlo a las cuatro y media para dar una sorpresa al nieto de
la señora Paquita.
—Les va a encantar. No dejarán ni las migas. Eres la mejor haciendo repostería.
—Pues díselo a mi madre. Ha estado aquí hace una hora. —Ester se dirigió al salón y se dejó
caer en el sofá—. No sé cómo, pero se ha enterado de que me han despedido del trabajo. No veas
la bronca que me ha echado. Que sí ya está bien por no haberme informado, que cuándo esperaba
contarle algo tan importante como eso… Pero cuando vio el tren sobre la encimera, ya fue el
sumun. Jovencita, no estuviste tantos años estudiando para terminar haciendo pasteles por encargo.
Creo que ya lo hablamos cuando te escapaste a Francia. ¡Sal a buscar trabajo! —Cogió aire—.
Que si debes esforzarte más en la búsqueda de un trabajo más reputado, más a tu nivel, bla, bla,
bla. ¡Como si tener un buen currículum fuera suficiente! Cuatrocientas personas más lo tienen igual
y optan al mismo puesto de trabajo.
—Tu madre solo se preocupa por ti. —Hizo una pausa—. Y… aunque te moleste, en algo tiene
razón: deberías encontrar trabajo pronto. Necesitas distraerte y cambiar de vida.
—Lo he probado, créeme. Respondí a varios anuncios y les envié mi currículum vía Internet,
pero es muy difícil.
—¿Te han respondido?
—Bueno… —titubeó—, no lo sé. No lo he comprobado, pero lo haré. Te prometo que miraré
si me han citado para una entrevista.
Clara se acercó al equipo de música y lo apagó. Se había terminado la triste canción de Alanis
Morissette.
—Mira, Ester, siento de veras cuanto te ha ocurrido. Me imagino que ha sido duro perder a
Joan y a tu trabajo en unas pocas horas de diferencia, pero ha llegado el momento de seguir
adelante. —Cogió las manos de su amiga—. Deja de quejarte y soluciona tus problemas. Hablas
como si fueras peor que Jana u Olga, pero es una sensación tuya, no la realidad. Ellas tienen una
profesión y tú la tuya. Ellas también tienen debilidades, aunque las desconozcas. —Le obligó a
mirarla—. Sé que te sientes triste y enfadada pero no es por culpa de Joan, es por no aceptar la
realidad. —Hizo una pausa—. Desafortunadamente, él ha elegido a su esposa y tú estás anclada en
el único fin de semana que pasasteis juntos. Pues ya vale. ¡Supéralo! Solo te oigo quejarte… o es
que ¿quieres dar lástima?
Ester la miró boquiabierta. Parecía estar a punto de replicar pero calló. Clara había alzado la
mano para pedirle tiempo.
—Olvídalo y céntrate en tu vida. Organízate para salir al gimnasio, buscar trabajo, cuidar tu
alimentación y así dejar de engullir chips y crema de cacao porque no te solucionarán los
problemas. —Le cogió las manos—. Eres mejor que Joan, Olga y Jana juntos. Sal de casa,
diviértete e interésate por la vida de los demás, pero deja de quejarte. Vuelve a ser tú, por favor.
Ester se levantó del sofá y se dirigió hacia al balcón, pero no lo pisó. La brisa movía su
cabello y le acariciaba las mejillas. Se rodeó el cuerpo con los brazos. Tenía en qué pensar. Clara
no le quitó la vista de encima, pero esperó paciente. La conocía.
—¿Crees que fue una reacción muy infantil rayar el coche de Joan y enviarle un tanga a Olga?
—Creo que fue una reacción de alguien dolido que no pide ayuda para canalizar lo que siente.
Ester volvió al sofá para taparse la cara con las manos. Gruñó durante unos segundos antes de
preguntarle a su amiga.
—¿No estuvo bien lo que hice, verdad?
—Bueno…, fue la opción que escogiste, pero hay otras quizás menos agresivas. —Apoyó una
mano sobre su hombro—. La venganza no te ha dado la paz que buscabas. Solo ha incrementado tu
malestar.
Ester asintió con la cabeza. En su cara se reflejaba la culpabilidad que sentía.
—Entreguemos el pastel a la señora Paquita y… —propuso Clara mientras se levantaba—
vayamos a la playa a tomar el sol. Eso siempre anima. Al volver, nos duchamos, nos arreglamos y
salimos con el grupo a tomar un mojito. —Le dio un ligero codazo—: Estará Roger y podrás
picarle rebatiéndole sus excéntricos trabajos publicitarios. ¿Qué me dices? ¿Te apuntas?
Ester sonrió.
—Vale, pero recuerda que estoy en el paro y no puedo gastar demasiado dinero.
Sonó el timbre de la puerta. Intercambiaron una mirada.
—Abriré yo —dijo Clara.
Ester echó una ojeada a su ropa y torció el gesto. Demasiado tarde para acicalarse.
—Será mejor que salgas. —Clara tenía los ojos abiertos por la sorpresa.
Lo primero que vio Ester fue un gran ramo de lirios, rosas amarillas y margaritas blancas.
Después, reparó en su portador. Un chico bajito con el rostro recubierto por un juvenil acné.
—¿Ester Soler? —dijo sin levantar la vista de su bloc de notas—. Esto es para usted. ¿Puede
firmarme aquí, por favor?
Al entrar en casa, Ester acercó la nariz al ramo de flores. Inspiró su delicada fragancia y sintió
una agradable excitación en su interior. Su rostro se iluminó y esbozó una gran sonrisa. Vio un
sobre blanco con su nombre junto a un lirio y lo cogió.
«Lamento lo que has tenido que pasar y te mereces una explicación. Encontrémonos mañana a
las 12 h en el Parc Vallparadís bajo el Puente del Passseig. Joan».
14

Ester observó el rellano a través de la mirilla. Estaba desierto. Comprobó la hora por tercera vez
en el último minuto. Sopló. Aún faltaba un cuarto de hora para las doce. Abrió la puerta y salió.
Pegó la oreja en la puerta del piso contiguo. Sin aparente movimiento. Corrió hasta la escalera y
bajó los tres pisos con rapidez.
Condujo entre el denso tráfico de la ciudad durante diez minutos hasta que encontró un
semáforo en colorado. Giró la cabeza hacia su derecha. Vio el verde follaje del Parc Vallparadís y
sintió un nudo en el estómago. ¿Cuál sería la mejor forma de abordar el tema? La última vez que
se vieron terminaron peleados, y temía que no quisiera escucharla.
Dejó el coche en el parking. En la calle, buscó la acera donde el sol primaveral calentaría su
espalda. Anduvo unos cien metros antes de pararse ante un edificio de reciente construcción.
«Soler & Molins, abogados» leyó en una de las relucientes placas de la fachada. Subió las
escaleras hasta la primera planta. Buscó el despacho deseado y empujó la elegante puerta de
madera. En la recepción, había una mujer joven de cabello corto y rubio.
—Hola, Silvia. ¿Está Enric? —le preguntó.
—Sí, pero…
Les interrumpió un trajeado hombre de unos treinta y tres años con un montón de carpetas bajo
el brazo. Era moreno y tenía los mismos ojos pequeños y achinados de Ester.
—Silvia, prepara un encuentro con Morales para el lunes y archiva estos documentos en su
expediente.
Levantó la vista y la posó en la recién llegada.
—¡Ei! ¡Ester! —Esbozó una gran sonrisa—. ¡Qué sorpresa!
La pareja se fundió en un fuerte abrazo. Un par de besos después, el abogado pareció
alarmado.
—¿Ocurre algo?
—¿Podemos hablar?
—Pues claro. —Estiró el brazo—. Vayamos a mi despacho. Silvia, no me pases ninguna
llamada.
—Te recuerdo tu cita con Adell para almorzar.
—Descuida. Allí estaré. —Consultó su reloj de pulsera.
Caminaron por un pasillo hasta que entraron en un luminoso y moderno despacho que Ester
había visitado en varias ocasiones. Se sentaron en la mesa redonda de un rincón. El socio del
bufete llenó dos vasos de agua. Uno se lo ofreció a Ester.
—Siento haber terminado discutiendo contigo la última vez que nos vimos, tete. —Evitó la
mirada de su hermano y removió el vaso.
Enric rio.
—Aún echo de menos nuestras broncas diarias. —La miró con curiosidad—. Pero no has
venido a disculparte. Dime, ¿qué te ocurre?
Ester sonrió. Sus ojos de color castaño se posaron en los de su hermano. Al tenerlo ante ella,
tan serio y profesional, dudó de su propia idea.
—Siempre tan perspicaz. —Esbozó una tímida sonrisa—. He venido a proponerte un
intercambio, un trueque: tu casa por mi piso. Saldrás ganando. Vivirías en el centro de la ciudad y
tendrías todas las habitaciones en una sola planta. —Y añadió—: Sí, perderías el patio, pero el
Parc Sant Jordi estaría a pocos metros. —Se mordió los labios—. ¿Qué te parece?
El hombre levantó las cejas y se quedó mirando fijamente a su hermana. Luego, con
parsimonia, se inclinó hacia delante.
—Hace más de un año que papá y mamá nos donaron su herencia. Nos asignaron la propiedad
que nosotros escogimos de mutuo acuerdo. ¿A qué viene ahora una proposición como esta? ¿Qué
ocurre, Ester?
La joven bajó la mirada. Sus dedos juguetearon con el vaso y provocaron un rítmico aunque
molesto ruido.
—Ester…, no tengo todo el día.
—Está bien, señor abogado. —Alzó las manos—. Desde las doce me está esperando en
Vallparadís el hombre perfecto. Sin embargo, tiene un insignificante defectillo: está casado y se ha
trasladado a vivir con su mujer al piso contiguo al mío.
Él la miró sorprendido.
—¿Nunca haces las cosas sencillas, verdad, princesita? —Sonrió.
—No me llames así, microbio —exclamó, ofendida.
Enric se quitó sus gafas y se rascó los ojos.
—En resumen: pretendes impugnar nuestro acuerdo para echarme de mi casa y así poner tierra
de por medio entre ese hombre y tú.
—Bueno… dicho así… —Dio un bufido—. Antes no me parecía una idea tan infantil y
absurda. Aunque… sí, esa es mi propuesta.
Enric reflexionó durante unos segundos. Conocía bien a su hermana y sabía que, a su manera, le
estaba pidiendo ayuda. Volvió a colocarse las gafas sobre la nariz mientras se sentaba
cómodamente en su silla.
—Cuéntame la historia abreviada.
Ester siempre había sido un libro abierto para su hermano. Casi nunca le había podido ocultar
sus verdaderas intenciones, lo que, incluso en aquel momento, le fastidiaba. Sin embargo, se
resignó. En un santiamén, le contó lo sucedido mientras el abogado la escuchaba en silencio con
las yemas de los dedos tocándose entre sí ligeramente. Al terminar, pareció meditar.
—Si deseas alejarte de él, como tu abogado te aconsejo poner tu piso en alquiler y buscarte
otro donde vivir.
Ester se movió incómoda en el sillón.
—Vaya…, es una propuesta interesante… y más sencilla. —Pero añadió—: ¿Qué hago, tete?
Estoy hecha un lío.
Enric se inclinó hacia delante y giró su cabeza para mirar a su hermana.
—¿Qué quieres hacer?
La mujer cerró los ojos. Respiró hondo y pasó un mechón de su largo cabello liso por detrás de
la oreja. Al fin, se encogió de hombros.
—Te ha ofrecido la oportunidad de charlar —dijo Enric—. Aprovéchala. Interrógale y hazle
sudar.
Su hermana volvió a asentir, pero permaneció en silencio mientras observaba un invisible
punto en la mesa de madera.
—En conjunto, no tiene demasiado sentido lo que me has contado y mi instinto me dice que te
alejes de ese hombre. —Aspiró con fuerza—. Pero esa es una decisión tuya.
Ester lo miró anhelante.
—Me resulta interesante su aparente doble vida —continuó el abogado—. Por un lado, está
Joan Mur, de quien conoces a sus amigos, dice vivir en Girona, ha montado un negocio de
automatismos y nada indica que tenga pareja. —Apoyó un dedo sobre sus labios—. Por otro, está
Manel Puig, casado y escritor por encargo que se ha mudado a Terrassa desde Tarragona. —Hizo
una pausa—. Tenemos dos vidas opuestas para un solo hombre. Es obvio pensar que una
de ellas sea una farsa. Aunque cabe la remota posibilidad de que las dos sean ciertas. —Hizo una
pausa—. A mi juicio, me parece más acertado creerme la versión de Girona como la verdadera.
Existen hombres que se convierten en profesionales de la doble vida para mantener sexo con
mujeres atractivas, pero de ahí a implicar a amigos y a familiares, francamente me parece una idea
descabellada. La cuestión es simple: ¿dicen la verdad treinta personas o solo una?
Ester parpadeó rápido mientras le miraba.
—¿Qué motivo tendría Joan para inventarse una esposa y una nueva vida?
—Buena pregunta. ¿Quién querría llevar una doble vida? Es complicado y agotador. —Enric
alzó las cejas—. ¿Para qué se ha mudado a Terrassa?
—Según Joan, para poner en marcha un proyecto de su negocio.
—¿Desde cuándo Joan y Olga están juntos?
Ester se encogió de hombros.
—Yo lo conocí hace dos veranos en Egipto y salía con otra chica, así que menos de dos años.
Enric apoyó la espalda a su silla y tamborileó con los dedos sobre la mesa.
—¿Sabes qué me intriga, Ester? Que solo ha mostrado interés para comunicarse contigo en el
preciso momento en que has empezado a alborotar. ¿Por qué?
—Me estás asustando, tete.
Enric sacó su móvil.
—¿Conoces el nombre de su supuesta empresa de automatismos? Puedo investigarlo.
Ester clavó los ojos en su vaso mientras le daba los datos que le pedía su hermano.
—Puedo hablar con él para preguntarle lo que me inquieta, pero ¿cómo sabré si vuelve a
mentirme?
—Por mi experiencia, después de contar una mentira es más sencillo continuar mintiendo que
explicar la verdad —respondió el abogado—. A grandes rasgos, es más fácil ocultar que mentir.
Si es listo, evitará hablar demasiado porque cuanto más hable, mayor probabilidad de ser
descubierto. Quien miente suele poner muchas excusas, te comenta su ignorancia sobre el asunto,
promete una explicación en breve, o simplemente alega un «se me olvidó».
Enric consultó la hora.
—Princesita, siento tener que dejar la conversación aquí, pero me espera un cliente dentro de
veinte minutos y no quiero llegar tarde.
—No te disculpes, ya te he robado bastante tiempo —dijo mientras se levantaba—. Gracias
por tu ayuda.
Salieron del despacho y caminaron por el pasillo hacia la recepción del bufete.
—Por cierto, no he preguntado por mi cuñada.
Los ojos del joven abogado se iluminaron y una amplia sonrisa se dibujó en su rostro.
—Aún se marea por las mañanas y come a todas horas, pero ya empieza a notarse la barriga.
—Enric pasó un brazo por el cuello de su hermana—. ¿Por qué no vienes un día de estos a cenar a
casa? ¿Qué te parece el sábado por la noche? Vendrán los de siempre.
—Ya veremos.
Enric se volvió a mirarla.
—Te esperamos a las nueve.
—Vaaale. —Rio—. Allí estaré, pero del postre me encargo yo.
—Sí, por favor… —Sus ojos brillaron como los de un niño con zapatos nuevos—. Harás tu
deliciosa crema, ¿verdad?
—Dalo por hecho.
Enric sonrió satisfecho.
—Mamá me comentó que has vuelto a la repostería —dijo al llegar a la recepción.
Su hermana se encogió de hombros.
—Solo hice un favor a una amiga.
—Pues deberías plantearte un cambio de profesión. Se te da bien.
—¿Quieres enterrar a mamá? Ya me tiene por la rarita de la familia.
Enric movió la mano para descartar aquella idea.
—Si logras alcanzar el éxito, a mamá no le importará con qué proyecto lo hayas conseguido.
Además —le guiñó el ojo—, se te veía más feliz cuando te dedicabas a la pastelería que cuando te
encerraste en un laboratorio.
—En eso llevas razón.
—Hoy, sin ir más lejos, no he oído tus rebuznos.
—¿Rebuznos? —Dio un leve codazo en las costillas de su hermano mientras reía divertida.
Pero a Enric se le borró la sonrisa en unos segundos.
—Ten cuidado, princesita —le susurró al oído—. Si ese hombre se ha mudado a Terrassa con
una historia falsa por algún motivo ilegal, recuerda que el único nexo entre sus dos personalidades
eres tú.
Un desagradable escalofrío sacudió la espalda de la joven y le hizo transformar su sonrisa en
una mueca de miedo.
15

El rellano normalmente iluminado estaba en penumbra. Ante aquella puerta cerrada, su deformada
sombra era su única acompañante. El silencio ocupaba todo el espacio de su alrededor. Tanta
quietud, la inquietaba. «Una serena calma antes de la tempestad», pensó. Movía con impaciencia
unas cartas que sujetaba en la mano.
Su hermano le había convencido para encararse con Joan, pero una ignorada intuición parecía
advertirle de algún peligro. Un estremecimiento recorrió su espalda. Temía que, al cruzar esa
puerta, se viera atrapada en un mundo desconocido para ella. Un viaje de ida a ninguna parte.
Aguantó la respiración. Oyó unos pasos. Clavó la mirada en la cerradura. «Vaya bobada», se dijo.
¿Qué podía pasarle? Conversaría con Joan o Manel y lo escucharía. Luego, pondría su piso en
alquiler, se iría de viaje a Kenia, y al regresar, volvería a trabajar. ¿Qué podía fallar?
Su vecino abrió la puerta y la miró con curiosidad. Solo cinco minutos antes lo había
telefoneado para avisarle de su llegada y asegurarse de que Olga había salido.
—Vuestra correspondencia.
—Buscaba algo más de discreción —dijo Manel visiblemente molesto.
Ester casi esperó ver cómo le cerraba la puerta en su respingona nariz.
—Pues te jodes —le dijo mientras le apartaba con la mano y entraba en el piso.
Pasaron ante la cocina, el mismo lugar donde una semana antes Joan la llevó para calmarla y
asegurarle que todo tenía una explicación.
A Ester le pareció que el salón estaba vacío. Ya no tanto por las dos únicas personas que aquel
día lo ocupaban, sino por su falta de mobiliario. Una robusta mesa de madera rodeada por seis
butacas de piel marrón envejecida y un sofá rinconero de piel oscura ante una mesilla auxiliar y un
televisor eran los únicos elementos decorativos de la estancia. En un rincón, volvió a descubrir la
fea cómoda de madera de caoba y marquetería de la que Olga estaba orgullosa y Jana admiró.
—¿Quieres tomar algo? —dijo mientras abandonaba las cartas sobre la mesilla auxiliar—.
¿Café?
—¡Vaya, qué educado! —ironizó—. Vayamos al grano.
Joan la miró durante unos largos segundos hasta que la invitó a sentarse en el elegante sofá. El
silencio les rodeó y con él, la incomodidad. Ester echó su cabello hacia atrás, decidida a romper
el hielo, pero Joan se le adelantó.
—Tendrías que dejar de rayar coches y enviar bragas por correos. —Encendió el televisor y le
bajó el volumen.
Ester frunció el ceño molesta.
—Todo acto tiene su consecuencia… —Cruzó los brazos—. Pero mira, al menos ha servido
para que hablemos. Creo recordar que debías llamarme al día siguiente para hablar con
tranquilidad.
—Lo siento, tienes razón. Perdona. Es que ser vecinos lo ha complicado.
Ella esbozó una sonrisa burlona.
—Fíjate que yo creía que era el estar casado y olvidarte de contármelo lo que lo complicaba.
Joan asintió en silencio.
—Debo agradecerte que no montases un espectáculo durante nuestro… encuentro.
—No soy aficionada a los realities shows.
—Estoy intentando disculparme. Al menos, ¡escúchame! —Bajó las cejas y frunció los labios.
Se pasó los dedos entre los cabellos y carraspeó.
—Lamento hacerte pasar por esto. —Su expresión se había relajado—. Fue una sorpresa
encontrarte aquí.
—¡Qué morro tienes!
—Entiendo que estés enfadada, pero debo pedirte que, por favor, evites hacer comentarios de
nuestra especial situación con el resto de los vecinos.
«¡Esto ya es demasiado!». Ester se alzó sin apartar la vista de Joan. Le costaba mantener la
calma interior.
—Si tanto te preocupa la opinión de tus vecinos, podrías empezar siendo más discreto con la
relación que mantienes con Jana —exclamó enfadada.
—¿Con Jana? —Un atisbo de ansiedad pareció reflejarse en el rostro del hombre y se levantó
—. ¿Qué relación crees que mantengo con ella? —preguntó cauteloso.
Ester apoyó las manos en sus caderas.
—Increíble, ¡aún lo niegas! Vi cómo tiraba de tu mano y entrabais en su piso.
—¿Eso es todo? —Su expresión se relajó—. Viste como tiraba de mí y entrábamos en su piso
—Se encogió de hombros—. ¿Y…?
Joan se volvió a acomodar en el sofá e incluso esbozó su mejor sonrisa.
—¿Estás celosa? —Parecía divertirse—. Recogimos a Jana y Eleuterio para cenar juntos en un
restaurante. Era Olga quien tiraba de mí, no Jana.
Un leve rubor apareció en las mejillas de Ester. ¿Cabía la posibilidad de que se hubiera
precipitado en su brillante deducción?
—Deberías asegurarte de conocer todos los detalles antes de hacer una libre interpretación y
enviar unas bragas a Olga como si fueran de Jana.
Ester bajó la mirada hacia sus manos.
—Lo siento —dijo—. Pero si esperas que sea tu amante mientras charlo amigablemente con
Olga, lo llevas claro.
Alargó la mano para coger su bolso y salir de aquel piso, pero Joan la sujetó con firmeza por la
muñeca.
—No te he pedido que seas mi amante.
Ella volvió a ruborizarse. Otra vez se había precipitado. Quería irse a casa para esconder su
cabeza bajo la almohada. Pero las palabras de su hermano le hicieron dudar. Se volvió a mirarlo y
entonces comprendió porque le afectaba tanto aquella situación. Tragó saliva.
—Solo fuiste un revolcón de fin de semana —comentó despectiva.
Joan la miró sonriente.
—Un buen revolcón.
Ester hizo un amago de sonrisa.
—¡Hombres! Os lo creéis todo.
La chica giró la cabeza. Necesitaba un momento para centrarse. Sus ojos se habían humedecido
y no quería que Joan lo notara. Pestañeó con rapidez mientras respiraba profundamente.
—Deberíamos calmarnos y charlar con tranquilidad.
—Estoy de acuerdo. —Ester levantó un dedo detrás de otro—. Veamos, quiero saber tu nombre
real, ¿por qué te has mudado a Terrassa?; y ¿por qué mantienes una doble vida?
—Ya sabes mi nombre: Joan Manel Mur Puig. —Sonrió—. Además, conoces a mis amigos y
mi hermana, o ¿pensaste que todos ellos mentían?
Ester sonrió incómoda.
—Sabes que estoy aquí por un proyecto y lo de la doble vida es algo más complicado. —Le
cogió una mano—. Seamos sinceros: nos gusta la compañía del otro. En condiciones normales,
podríamos seguir viéndonos, pero en la actual situación… está más complicado. —Hizo una pausa
—. Entendería que quisieras alejarte de mí y continuar con tu vida, estás en tu derecho, pero...
Ester lo miró esperanzada.
—Existe una segunda opción: esperar un par de meses hasta que el proyecto que me ha llevado
hasta aquí haya terminado y mientras, no comentar que me conoces. —Sonrió—. Deberías escoger
esta opción.
Ester no le devolvió la sonrisa. Levantó la barbilla y recorrió el salón con la mirada. Se detuvo
en una fotografía enmarcada bajo el televisor. En ella, una pareja de recién casados posaba muy
sonriente ante el anfiteatro romano de Tarragona.
—¿Por qué no me hablaste de Olga?
Él permaneció pensativo unos segundos antes de responder.
—Porque pertenecéis a dos mundos distintos.
—Ya… —Hizo un amago de sonrisa—. Tu doble vida.
—Olga no significa nada para mí —dijo tajante.
Ella señaló la foto.
—¿Cómo puedes hablar así de ella? Se merece un poco de respeto, ¿no crees? Ella te quiere.
—No como tú te imaginas. —Su sonrisa era de suficiencia.
—Y tú… ¿la quieres?
—La necesito.
Ester lo miró en silencio varios segundos.
—¿Sois de esas parejas que mantienen una relación abierta?
Joan apoyó un tobillo en su rodilla.
—Compartimos un negocio que exige el máximo de los dos. Mientras esté en marcha debo
estar junto a ella. En cuanto termine, tú y yo podríamos salir algún día a tomar algo. Pero hasta
entonces, nuestra relación será la de simples vecinos.
Ella tensó y removió la mandíbula, molesta.
—Podríamos salir algún día a tomar algo… ¡Uau, menuda oferta! —Lo miró asqueada—.
Nunca imaginé que fueras un hombre tan frío e interesado. Está claro que me equivoqué. —Se
pasó un mechón de cabello detrás de la oreja—. ¿Qué negocio es tan importante como para
mantener las apariencias del modo como lo haces en el siglo XXI?
Joan se removió incómodo en el sofá.
—Soy espía y busco a unos miembros del Estado Islámico.
Ella asintió lentamente con la cabeza mientras lo miraba con dureza. Se levantó dispuesta a
alejarse de él.
—Entiendo. —Se colocó el bolso sobre el hombro—. ¿Vas a contestar a alguna de mis
preguntas?
—¡Oh, vamos! Sonríe. —La siguió—. No ha sido la mejor respuesta, lo reconozco. —La
adelantó. Ester retrocedió, pero él apoyó sus manos en la pared y la acorraló—. Pero puede que
sea la mejor respuesta para ti. —Se inclinó para susurrarle—: A veces es peligroso querer
descubrir los secretos de quienes pretenden mantenerlos ocultos.
Los labios de Joan dibujaron una sonrisa, aunque una sombra había oscurecido sus ojos. Su
mirada se volvió opaca a la vez que fría. Ester tragó saliva. Se le erizaron los pelos de la espalda.
Quizás fuera deseo o quizás miedo, pero le atravesó el cuerpo y ofuscó su mente.
—Será… será mejor que… que me vaya a… a casa.
—Tendrás que confiar en mí.
—Vale. —El labio superior le tembló al intentar sonreír—. Me… me quedo con la copa dentro
de dos meses a cambio de mi silencio.
Sus miradas volvieron a encontrarse.
—¿Sabes que esconder parte de la verdad también se considera mentir? —su voz apenas fue
audible—. Las… las palabras carecen de sentido. —Se estremeció al percibir tan cerca el aroma
de su cuerpo—. Son los actos los que hablan por ti. —Las puntas de sus narices se tocaban—.
Y… y hasta ahora no… no han dicho nada, nada positivo.
—Los actos por sí solos no siempre dicen la verdad. —Besaba su mandíbula—. No me juzgues
sin conocer todos los detalles —susurró mientras le besaba el cuello.
La respiración de Ester se aceleró.
—Detalles que no me contarás. —Cerró los ojos al notar sus delicados besos en la comisura
de los labios.
—Conoces lo que debes conocer, el resto, olvídalo. No va contigo.
De pronto, Joan se apartó. Corrió hasta el televisor y subió su volumen. Ester lo miró jadeante
a la vez que confusa. ¡Había quedado absorto con los titulares de las noticias!

Nueva víctima mortal por drogas de diseño. Una joven de diecisiete años murió ayer en
Valencia sin que los médicos pudieran hacer nada por salvarle la vida.

Ester bajó la cabeza y la meneó de un lado a otro. Posó la mirada sobre la mesilla. Al ver el
correo sintió la imperiosa necesidad de lanzarlo sobre Joan y salir corriendo de allí. Sin embargo,
algo la detuvo. Una idea. ¿Estaría en lo cierto o volvía a precipitarse?

Según fuentes policiales, la muerte de Fermín Escobar y su esposa la semana pasada fue una
ejecución. El asesino los sorprendió en su propia cama mientras dormían. Recibieron un único
pero fatal tiro en la cabeza de la misma forma que lo hacen los asesinos profesionales.
Las cámaras de vigilancia de un chalet cercano gravaron las imágenes de tres encapuchados
vestidos de negro, uno de ellos posiblemente una mujer, que accedían al interior de la vivienda
mientras un cuarto miembro les esperaba en una furgoneta negra.
El ajuste de cuentas es una de las vías de investigación que baraja la policía para el
esclarecimiento del espeluznante asesinato.

Joan apretaba los dientes con fuerza. Su rostro parecía tenso. Ni se percató de que Ester se
encontraba tras él colocándose el bolso sobre su hombro.

Detenido en Francia un presunto…

Ester se le acercó furiosa. Alzó una mano ante sus ojos y chasqueó los dedos con la intención
de devolverle a la realidad.
—Si molesto, te dejo a solas con el televisor —su voz sonó grave—. Tengo muchas cosas que
hacer.
—No, espera. —Apagó el televisor—. Lo siento, yo.
Se pasó la mano por el cabello.
—¿Lo sientes? Me mientes, me citas y luego pasas de mí. ¿Esa es tu forma de disculparte?
Joan frunció el ceño.
—Creo recordar que has sido tú quien me ha dado plantón y me ha dejado una hora esperando
como un estúpido bajo el puente de Vallparadís.
—¿Una hora? —Ester levantó una ceja.
—Una hora.
—Bueno, tampoco es tanto. A mí me pides que espere más tiempo.
—Dos o tres meses. Cuatro a lo sumo.
—¡Fantástico! Ahora ya son cuatro meses… Me molesta ser el segundo plato de alguien.
¿Tienes algún problema de autoestima?
—Ninguno. Solo que estás en el sitio equivocado en el momento equivocado.
—¡Otra vez con lo mismo! —Levantó los brazos. Tras unos segundos en silencio, se acercó a
él—. Mira, la situación es esta: tú y yo tuvimos un rollito de fin de semana y ya está, solo eso.
—¡Exacto! ¡Y ahora te encuentro hasta en la sopa! Eres como una niña pequeña.
—¿Una… qué? Arrg. —Los ojos de Ester parecían arder—. Que te quede claro: contigo tuve
el peor sexo de mi vida.
Joan se acercó a Ester y la miró muy serio.
—Porque eres una frígida.
—¿Frígida?; ¿yo? —Apretó los labios—. ¡Impotente mentiroso!
La tensión entre ambos era palpable. Sus respiraciones se habían acelerado. Casi podía verse
saltar chispas de sus ojos. De pronto, sin mediar palabra, se abrazaron y empezaron a besarse
como si en ello les fuera la vida. Se quitaron el uno al otro la camiseta con tanta pasión como
furiosos estaban. Zapatos, bermudas, cuan migas de pan marcaban el camino hasta el dormitorio.
Ni una palabra salía de sus bocas, tan solo el jadeo incontrolado de sus respiraciones.
Cayeron sobre la cama. La cabeza de Ester chocó con un objeto duro. Lo ignoró. Tenía
demasiadas hormonas fluyendo por sus venas. Sus lenguas jugueteaban rabiosas mientras la mano
de Joan acariciaba su cuerpo. Se detuvo en el sujetador y deslizó los tirantes por sus hombros.
Ester gimió cuando él tocó sus pechos. Algo continuaba molestándole junto a su cabeza. Lo
ignoró. Jadeaba. Él estaba besando su vientre con dulzura. Se removió complacida. Otro golpecito
en la cabeza. Estiró el brazo y escondió su mano bajo la almohada. Tocó un objeto frío. Lo apartó
sin mirarlo. El chico quiso sacarle los pantalones y ella se dio la vuelta. Entonces, lo vio. Vio
aquel metal frío, aquella pistola, y su excitación se esfumó al instante. Se sentó en la cama, se
subió la cremallera del pantalón y se dirigió hacia la puerta. Joan la miró jadeante sin entender
nada. Ester salió de la habitación a grandes zancadas con el rostro pálido. Recogió sus
pertenencias esparcidas por el suelo y se vistió con manos temblorosas. Corrió tras ella. La llamó,
pero Ester solo se giró para gritarle:
—Aléjate de mí. No quiero saber nada de vosotros ni de vuestro negocio.
Cerró la puerta de golpe. Joan, vestido solo con los calzoncillos, intentaba encontrar una razón
para su comportamiento. Giró la cabeza y sus ojos se posaron en la almohada.
16

En cuanto entró en casa, Ester giró dos veces la llave dentro de la cerradura. Dejó caer el bolso
en el suelo y corrió hasta el comedor. Agarró una de las sillas y la arrastró hasta la puerta. Torció
el gesto. Su respaldo era demasiado bajo para alcanzar el picaporte y atrancar la puerta.
Necesitaba un plan B. Echó una mirada a su alrededor en busca de ideas hasta que vio el zapatero.
Apoyó el hombro en él y empujó con todas sus fuerzas hasta moverlo ante la puerta. Miró su obra
y sonrió satisfecha. Aunque la tranquilidad le duró unos pocos segundos. ¡El balcón! Corrió hasta
el salón-comedor para bajar la persiana de la puerta corredera de acceso a su balcón y al de Joan
si se sorteaba la división entre los dos pisos. En unos segundos, la estancia quedó a oscuras pero
la respiración de Ester se normalizó.
Rebuscó impaciente en su bolso y extrajo un sobre blanco, cerrado. Inmediatamente se dirigió a
la cocina. Puso agua en un cazo y esperó. Se notaba emocionada como una niña que desobedece a
su madre. Apoyada en la encimera, observaba con detenimiento la carta que sostenía entre sus
manos. A simple vista, no parecía distinta a las otras que enviaba la compañía de telefonía móvil
a sus clientes. Sin embargo, una diminuta mancha alargada de color negro junto al nombre de
Manel Puig, su destinatario, había captado su atención.
El agua empezó a hervir. Ester colocó el sobre encima del vapor. No recordaba dónde
aprendió aquel truco para abrir cartas sin rasgarlas, pero esperaba que funcionara. Si su hermano
la viera… Casi podía oírlo: «Toda persona tiene derecho a la inviolabilidad de su
correspondencia. Además, el secreto de esa carta está protegido por el Código Penal». Se encogió
de hombros. «Tampoco es para tanto», pensó. Si algo fallaba solo debía hacer desaparecer la
dichosa carta. Nadie la echaría de menos.
En menos de un minuto, el sobre quedó abierto. Cruzó los dedos deseando haber escogido la
carta que le aportara la mayor información posible sobre el negocio secreto de Olga y Joan.
Hizo una mueca de contrariedad. Lo primero que observó fue la pérdida de rigidez del sobre.
Se había humedecido demasiado. Ester respiró hondo. Esperaba que valiera la pena quebrantar la
ley. Con cautela, extrajo su contenido: una factura. Cuando era pequeña le gustaba entretenerse los
días de lluvia con la sección de pasatiempos de los cómics. En concreto, con los siete errores.
Así que, tan pronto como desplegó el documento, lo vio. Arrugó el entrecejo. Sus sospechas
quedaban confirmadas.

La sonrisa de Clara desapareció en cuanto entró en el piso y vio que la oscuridad se había
adueñado del interior. El bochorno se palpaba. De pronto, un fuerte ruido chirrió detrás de ella y
dio un brinco. Clara miró con perplejidad a su amiga mientras arrastraba un zapatero hasta la
puerta.
—¿Has visto mi creación?
El aspecto de la cocina distaba mucho del recibidor. La luz entraba a raudales por la ventana
abierta y en la encimera descansaba una bandeja con pasteles individuales de hojaldre. Aspiró su
delicioso aroma de recién horneados. Clara acercó su nariz y cerró los ojos. Notó el calor que aún
desprendían junto con las notas de canela, manzana y crema. Ester sonreía orgullosa de su trabajo.
—Necesitaba tiempo para ordenar mis pensamientos, así que empecé a amasar y me salieron
estas rosas de hojaldre con manzana y crema. Se me ocurrió aprovechar la crema sobrante para
rellenar unas tartaletas con fresas y, por último, me han salido tres triángulos de pistacho y miel.
¿Qué te parece? —hablaba sin parar—. Aún no tengo claro cómo lo haré, pero he decidido
retomar de alguna forma mi pasión por la repostería. —Y añadió—: Esta ciudad gris y aburrida
necesita de mis creaciones llenas de color y sabor.
A Clara le gustaba la repostería de Ester, pero aquella hiperactividad le preocupaba. Señaló la
mesa de la cocina.
—Vamos, sentémonos.
Ester se acercó a la nevera, sacó un par de cervezas y entregó una a su amiga.
—¡Qué calor! —Se dejó caer en la silla y movió su camiseta para hacerse aire.
—¿Sabes que existen dispositivos de seguridad para puertas algo más ligeros, verdad? —
Señaló en dirección el recibidor—. Y ¿desde cuándo te has vuelto una ermitaña?
Ester torció el gesto y sus hombros cayeron hacia adelante.
—Créeme, no es por mi gusto.
Dio un melodramático suspiro antes de contarle los últimos acontecimientos.
—¿Joan esconde una pistola bajo la almohada? Sería de plástico.
Ester negó con la cabeza.
—Yo la toqué, la sostuve en mi mano. Su tacto era pesado y frío como el metal: era auténtica.
—Se rodeó el cuerpo con los brazos—. Me asusté tanto que al llegar a casa me encerré.
—¡Qué dramática! —Bebió un sorbo de cerveza—. ¿Para qué querrá una pistola si no vivimos
en una zona insegura? —preguntó Clara, aunque al instante se encogió de hombros—. Tendrá sus
motivos, pero es peligroso guardarla en casa, se puede disparar accidentalmente. ¡Madre mía! ¿Y
si hubieras apretado el gatillo?
—Ahora estarías lamentando una desgracia. —Se encogió de hombros—. Yo le creía una
persona segura de sí misma, pero al parecer, me equivoqué. Me imagino que si la necesita tener
cerca será por algo. —Ladeó la cabeza—. ¿De quién se protege?
Clara bebió otro sorbo de cerveza.
—Umm… Me imagino que ni siquiera querrás considerarlo, pero… —jugueteó con la etiqueta
del botellín— existe la posibilidad de que no la tenga para protegerse, sino para cometer un
crimen.
Ester dio un respingo.
—No creerás… —Miraba sorprendida a su amiga—. ¿En serio? ¿Un asesino?
Clara alzó las manos entre ambas mujeres.
—Bueno, a ver. Yo no digo que sea un asesino, es una palabra muy fuerte, pero quizás… solo
quizás…, su necesidad de protección se deba a algún asunto algo, no sé…, turbio. Por cierto, ¿te
importaría subir la persiana del salón para que corra aire? Hace más calor aquí que a pleno sol en
la calle.
Ester le hizo caso a regañadientes.
—¿Sabes qué encontré sospechoso? —dijo Ester mientras dejaba sobre la mesa las dos
bandejas de pasteles—, que prefiriera ver los titulares de las noticias a estar conmigo.
Clara se encogió de hombros.
—Puede que estuviera jugando contigo o estuviera realmente interesado en las noticias.
—En ese caso ¿a qué se debía su gran interés? —Se tocó el mentón—. Umm…, abrieron con la
noticia de la muerte de una chica por drogas de diseño y le siguió la del asesinato del empresario
y su esposa.
Ester bajó la mirada y jugueteó con un triángulo de pistacho y miel.
—Drogas o robo de obras de arte… —Clara hizo un gesto de duda—. Por cómo hablas de
Joan, creo que se ajusta más a la descripción de un jeta que lleva su ligue a la misma cama donde
duerme con su mujer que de un camello o de un ladrón.
—Pero él y Olga son propietarios de obras de arte. Supongo que los coleccionistas de arte de
la provincia de Barcelona estarán asustados por si se repite un robo como el de ese empresario…,
Fermín Escobar. Puede que ellos sean solo una pareja asustada.
Clara prefirió dar un mordisco a la rosa de hojaldre que responder. Ester se encogió de
hombros.
—Ahora no tienen obras de arte en casa, a parte de una horrorosa cómoda, pero Olga aseguró a
Jana tenerlas guardadas hasta terminar la mudanza.
Ester apiló varias migas de forma distraída.
—Me esperó una hora en el parque. —Ester aspiró con fuerza—. Puede que yo sintiera miedo
por un breve instante cuando se me acercó, pero después sentí que habíamos conectado. Le miré a
los ojos y lo vi. Siento que soy especial para él, pero por alguna extraña razón, la quiere a ella. —
Su rostro se tintó de rojo fuego y su gesto se endureció—. Pues muy bien… ¡Que se quede con
ella! Él sabrá qué le ve.
Clara esperó unos segundos antes de inclinarse hacia adelante y tomar las manos de su amiga
entre las suyas.
—Claro que debes ser especial para él, pero quizás se sienta atado de pies y manos y no pueda
ofrecerte lo que te mereces.
—¿En el siglo XXI qué puede mantenerlo atado a un matrimonio infeliz?
—¿Quién dice que es infeliz? Solo conoces aquello que él te ha contado… a medias. —Hizo
una pausa—. No te olvides de Olga. ¿Y si se entera de lo vuestro? Recuerda que tiene una pistola
escondida y desconocemos de qué es capaz.
Ester bajó la mirada y la cabeza.
—¡Eh! —exclamó Clara—, son solo conjeturas. Seguro que existe una explicación inocente.
Espera unos días a ver qué pasa.
—No puedo con esta situación —Ester se dio varios golpecitos en el pecho—. No me deja
respirar. Fui feliz durante un fin de semana pero ya no. Imagino que aún estamos en Girona, pero
la realidad es bien distinta. No tiene ningún sentido que continúe pensando en Joan cuando él
prefiere a su esposa. Aunque no sé qué debe ver en Olga que yo no tenga. —Aspiró con fuerza—.
En fin.
Ester le alargó un sobre de la compañía telefónica.
—Mientras Joan estaba despistado con los titulares de las noticias me dieron ganas de lanzarle
las cartas que le había entregado, pero… me di cuenta de algo curioso. —Bajó la voz—. Cada una
de las cartas que habían recibido tenían la misma mancha de tinta junto al nombre del destinatario
—Hizo un gesto de triunfo—. Me llevé una.
Clara la miró con dureza, pero en vez de darle su opinión optó por coger una tartaleta con
crema y fresas y darle un buen mordisco.
—Umm está buenísima —dijo—. Tu crema es espectacular.
—Gracias. —Sonrió satisfecha, pero añadió—: Sé lo que estás pensando, pero la he tomado
prestada. Después la devolveré a su buzón.
Clara cogió el sobre y lo miró como si fuera una putrefacta rata de alcantarilla. Luego,
enseñándolo a su amiga le dijo:
—Lo que tú digas, pero si la devuelves arrugada —señaló el revés—, notarán que se abrió.
—¿Quieres dejar de ser tan miedosa y quejica? Me estás poniendo nerviosa —lanzó un suspiro
—. Le pondré pegamento y la plancharé. Quedará como antes.
Sus achinados ojos brillaban. Se inclinó hacia Clara y murmuró:
—Tenía que averiguar si yo tenía razón. ¿Quieres mirar en el interior?
Clara engulló otro bocado y apartó la tartaleta. A su pesar, metió los dedos en el sobre y sacó
una factura. Su mirada se deslizó rápidamente por todo el documento.
—¿Aún hay quién recibe facturas por Correo ordinario? —dijo lanzándola sobre la mesa.
—¡Clara, por Dios! ¿Dime qué ves? —insistió.
La joven volvió a coger la factura.
—Una factura de Telefónica.
Ester la fulminó con la mirada y Clara dio un discreto bufido.
—Un listado, veo un listado de teléfonos. Será porque es una factura de telefonía… —Rio su
propia gracia—. ¡Vaya! Está fechada en febrero. Pues llega cuatro meses tarde…, vale, ¡no me
mires así! Sigo. Veamos… Su importe es muy elevado. —Miró a Ester—. Bien, continúo.
Ester levantó los brazos teatralmente.
—¡Desde luego, cuando te quitan el microscopio no ves tres en un burro!
Clara tomó un sorbo de cerveza.
—¡Qué curioso! —dijo—. Va a nombre de Manel Puig Pérez.
—¿Y?
Clara se inclinó hacia adelante y clavó los ojos sobre el documento.
—Ummm.
Levantó las cejas y miró a Ester quien la observaba con una gran sonrisa.
—¡Es una fotocopia! Fíjate, hay dos lugares donde aparece el nombre del usuario —señaló la
parte superior derecha de la factura—. El nombre y la dirección que se ve a través de la ventana
del sobre pone: «Manel Puig Pérez, Plaça Freixa i Argemí, Terrassa», pero a la izquierda de la
factura bajo la fecha pone Joan Manel Mur Puig, Rambla de la Libertad, Girona. Han modificado
el nombre y la dirección y luego han sacado una fotocopia en color de la factura.
Ester asintió despacio con la cabeza. Esperó un momento antes de dar a conocer su opinión.
—Exacto. Han fotocopiado una factura real de Joan modificándole el nombre y la dirección
solo en la parte que cualquiera puede ver.
—Pero ¿para qué? —Clara parpadeaba dudosa—. ¿A quién pretende engañar? ¿A su mujer?
Ester negó con la cabeza.
—Esta diminuta mancha en la dirección se repite en todas las cartas que Joan y Olga reciben,
independientemente de quién sea su remitente.
Clara pasó un dedo por la crema de la tartaleta y se lo llevó a la boca antes de responder.
—Si la mancha se repite, puede significar que las cartas han sido fotocopiadas por la misma
máquina. Ocurre lo mismo en el laboratorio. Cuando no se ha limpiado bien el cristal de la
fotocopiadora, salen las copias de los informes con idénticas motas. —Devolvió la factura a Ester
—. Ese tipo busca ocultarse de alguien, está claro.
Ester se encogió de hombros.
—Tal vez del resto de vecinos.
—¿…?
La pastelera volvió a inclinarse hacia delante.
—¿Quién recibe hoy día las facturas por correo ordinario? Pocos. La mayoría las recibimos
por correo electrónico. —Bajó la voz—. Yo creo que Olga y Joan se están creando una identidad
nueva. Algo raro pasa aquí, Clara. —Levantó un dedo—. Joan me dijo que recordara Girona, no
lo que sucede aquí. Después, me aseguró que en unos meses el negocio entre Olga y él terminaría.
—Un negocio secreto, un cambio de identidad y una pistola escondida bajo la almohada como
poco, inspira recelo.
—Ya he pensado en ello. La verdad, no se me ocurren demasiadas ideas —admitió—. Yo voto
por algo ilegal.
Durante unos segundos, Ester se dedicó a saborear el triángulo de pistacho. Clara dio un buen
trago a la cerveza.
—Para crear un negocio legal te piden documentación oficial —dijo Ester—. Joan montó un
negocio con un amigo.
Clara dudaba de la veracidad de aquella información, pero decidió callar para no molestar a su
amiga.
—… y, supongamos, se quedó sin blanca. Entonces, organiza todo este teatro en Terrassa para
conseguir dinero. Además, pienso que si fuera un proyecto legal no necesitaría estar envuelto de
tanto secretismo. —Dio vueltas al botellín de cerveza—. En cuanto a la pistola… —pareció dudar
—, quizás se dediquen al cobro de morosos, pero en versión fuera de la ley.
Ester rio, aunque su risa sonó nerviosa.
Clara la escuchaba en silencio.
—No sé… Sospecho que esta estrategia es para desaparecer durante un tiempo —afirmó Ester.
Clara se encogió de hombros.
—Desde luego que existen personas sin escrúpulos, pero en el caso de tus vecinos seguro que
hay una explicación sencilla e inocente. Yo me esperaría unos días para ver cómo evoluciona el
tema. Y mientras, te alejas de Joan y Olga, por si acaso.
Ester asintió. Luego se inclinó hacia adelante y golpeó la mesa con un dedo.
—Si ellos quieren mantener oculto su negocio, yo me he propuesto averiguar qué se traen entre
manos.
Clara apretó los labios.
—Allá tú. —Se encogió de hombros.
—¿Qué ocurre, Clara?
—Nada.
—Clara.
—Solo es que deberías hacer caso a Joan. Te advirtió que era peligroso querer descubrir los
secretos de quienes pretenden mantenerlos ocultos. —Hizo una mueca—. Míralo así: si Joan y
Olga se dedican a algo ilegal, les preocupará que alguien les descubra o les haga peligrar su
negocio. —Se pasó un mechón de cabello por detrás de la oreja—. Quizás el solo hecho de haber
descubierto su tapadera te haya puesto en serio peligro.
—Sí, lo sé. Soy el único nexo entre sus dos vidas…, ya me sermoneó Enric.
Clara apoyó su mano en el antebrazo de su amiga y le sonrió.
—Seguro que todo se arregla. Ten paciencia.
—Está bien…, lo intentaré —dijo a regañadientes—. Por cierto, ¿podrías llamar a tu ex, el de
la Inmobiliaria Casas, para preguntar con qué nombres le compraron el piso?
Clara enrojeció y apretó los labios con fuerza, pero unos segundos después dio un bufido y
asintió con la cabeza.

En cuanto Ester se quedó sola, cogió su portátil y, decidida a averiguar qué se traían entre manos
sus nuevos vecinos, se conectó a internet. Quizás la red le pondría sobre la pista. Se conectó a
Instagram y tecleó con agilidad el nombre de su misteriosa vecina: Olga Gallardo. Al momento
apareció en su pantalla la fotografía de una mujer rubia muy sonriente apoyada en un coche
deportivo rojo. Informaba de su afición por el arte y por la natación. Había colgado varias fotos.
Joan aparecía en algunas: vestidos de etiqueta en una fiesta, ante un edificio de Nova York, el día
de su boda… Ester decidió salir de la red social. Ya había tenido suficiente.

Se tapó hasta la nariz con la sábana y cerró los ojos. Se obligó a apartar las imágenes de unos
Joan y Olga abrazados y sonrientes para dormirse rápido pero su mente pensaba distinto a ella.
Dio un bufido. Se dio la vuelta dispuesta a no dejarse ganar por el insomnio. Empezó a contar
ovejas hasta que poco a poco su cuerpo fue relajándose.
De repente, se incorporó en la cama. «¡La carta!». Había olvidado devolverla a su buzón.
Corrió al recibidor. Abrió la puerta principal de su piso y sacó la cabeza. Se tomó unos segundos
para escuchar. Silencio. Atravesó descalza el rellano. Bajó las escaleras lo más rápido que pudo e
introdujo el sobre en el buzón de Manel Puig. «¡Misión cumplida!». Sonrió aliviada.
De vuelta en la cama pensó en lo poco que había faltado para que Joan la hubiera descubierto.
Bostezó. Necesitaba descansar. Su cuerpo volvía a relajarse. El sueño parecía llegar. Entonces,
abrió los ojos como naranjas. «¿Cómo no he caído antes?». Se levantó de un salto y corrió hasta la
cocina. Abrió un cajón y rebuscó con ansiedad. Cogió las tenacillas y echó a correr descalza por
las escaleras hacia el vestíbulo. Se posicionó ante el buzón de sus nuevos vecinos. Miró a un lado
y a otro. Debía asegurarse de que nadie la viera. Sería incómodo dar explicaciones. Introdujo las
pinzas por la ranura del buzón de Olga y Manel. Quería, necesitaba pescar el maldito sobre. No
sería fácil. Se le resistía.
Su corazón empezó a latir acelerado. Solo pensaba en las cartas que entregó a Joan durante su
encuentro y en que si habían sido ellos quienes las habían dejado juntas en el vestíbulo para que
los vecinos las vieran, entonces sería lógico pensar que esperaban recibirlas también juntas.
Recordó la pistola escondida bajo la almohada y la advertencia de Joan. Sus manos comenzaron a
sudar. Si ella había sustraído una, precisamente la que se encontraba encima del montón. «¡Qué
inteligente!», ironizó. ¿Joan se habría dado cuenta? ¿Habrían echado en falta aquella carta
perdida? ¿La habrían buscado? Ester maldijo en silencio. La carta no se dejaba pescar. La
frustración empezaba a invadirla. Sacó las pinzas del buzón y las miró con los ojos entornados.
«No me vas a dejar dormir, ¿verdad?». Movió un mechón de cabello detrás de la oreja y sopló
con fuerza. Acercó el utensilio de cocina transformado en herramienta de ladrón a la barbilla y
comenzó a darse golpecitos. «Quizás, si me relajo…», se dijo. Se tomó unos segundos antes de
volver a meter las tenacillas en la ranura del buzón. A los dos minutos ya había conseguido
recuperar la carta y dejarla caer en el buzón contiguo, el de los jubilados. Ester sonrió aliviada.
Joan pensaría que ella se habría equivocado al repartirlas… o eso esperaba.
17

Acercó el ojo a la mirilla. La iluminación del rellano era tenue pero suficiente para comprobar
que aún nadie había salido de los otros pisos en la última media hora. Entonces, escuchó el sonido
de una puerta que se abría y volvía a cerrarse. El marido de Jana salía de su piso con su habitual
maletín de piel. Ester esperó unos segundos hasta que le vio apretar el botón del ascensor.
—Buenos días, Eleuterio —intentó sonar alegre mientras cerraba con llave su puerta.
—Buenos días, Ester. Creía que salías más temprano.
—Y así era… cuando trabajaba. —Echó un rápido vistazo hacia el piso de Joan—. Ahora
estoy en el paro.
—Lo siento.
Silencio. Los dedos de Ester jugueteaban con su llavero, pero sus ojos controlaban la puerta de
Olga. El ascensor abrió sus puertas.
—¡Qué calor ha hecho esta noche! —dijo más aliviada cuando se cerraron.
—Sí, pero pronto va a llover. Me duele la rodilla.
Intercambiaron una sonrisa de cortesía antes de ser engullidos por el silencio y uno dirigir la
mirada al techo y el otro a los botones del ascensor.

El sonido de las ruedas de sus maletas rompía la tranquilidad de la mañana. A pesar del
madrugón, Josep y Conchita lucían un saludable bronceado en sus arrugados rostros. El
septuagenario vecino de Ester llevaba el equipaje hacia el ascensor mientras su esposa se paraba
ante los buzones.
—No pierdas el tiempo con eso —le recriminó el hombre—. Elena ya pasó ayer noche.
La puerta del ascensor se abrió antes de que él pudiera apretar el botón. De inmediato, su
malhumorada expresión se transformó en una encantadora sonrisa. Se peinó con los dedos su
bigote blanco y clavó los ojos en la joven que se le había aparecido delante. La contempló
ensimismado. Había llegado a una edad en la que consideraba atractiva a cualquier mujer joven y
aspiraba, en secreto, a recibir sus muestras de amabilidad y afecto.
—Buenos días —les saludó Olga.
—Buenos días —respondieron la pareja de jubilados.
Olga pasó de largo y Josep la observó alejarse.
—¿Quién es Manel Puig? —Enriqueta sostenía una carta que había sacado de su buzón—. En
este edificio no hay nadie que se llame así.
Olga giró sobre sus talones y sin apartar los ojos de su vecina, se le acercó.
—Manel Puig es mi marido. Somos los nuevos vecinos de su rellano. —Señaló la carta—. ¿Me
permite?
—Conchita, entrégasela a esta chica tan guapa y vayamos a casa. —Intentaba mantener la
sonrisa, aunque el malhumor luchaba por salir a la superficie—. Volvemos de un crucero de siete
días por el Mediterráneo y ahora me apetece echar una cabezadita.
—Un viaje estupendo —añadió su esposa mientras entregaba la carta a su propietaria—. Te lo
recomiendo. Lástima que se haya terminado, no me hubiera importado seguir dando vueltas. —Se
volvió hacia su marido—. Recuérdame que pida hora al médico, porque tengo un dolorcillo en la
rodilla que me molesta al andar.
Olga pareció reflexionar un instante y después esbozó una leve sonrisa. Antes de que sus
vecinos desaparecieran tras las puertas del ascensor, les dijo con aire indiferente:
—Una sola carta en siete días de vacaciones me parece poco. Estos días me he cruzado con
una chica que salía de su piso. ¿Les vaciaba el buzón?
—Así es —aseguró Conchita—. Era nuestra hija Elena. Ha pasado cada dos días para
controlar que todo estuviera bien y no nos entrara ningún ocupa. Además, nos vaciaba el buzón y
nos dejaba la correspondencia en casa. —Bajó el tono de voz—. Así los ladrones no saben que el
piso está vacío y evitamos que nos roben.
—Es una gran suerte tener una hija como la suya. Pueden estar orgullosos…
La pareja de jubilados esbozó una sonrisa de satisfacción.
—Y… —añadió Olga—, ¿Elena les dijo cuándo recogió por última vez la correspondencia?
—¿Por última vez? —Conchita intentó recordar—. Ayer… sí, ayer sobre las nueve de la noche.
Salía de aquí cuando me llamó para decirme: mamá te he hecho la compra, os dejo unos canelones
con bechamel en la nevera y la correspondencia sobre la mesa del comedor.
El marido mantenía abierta la puerta del ascensor.
—La cartera la habrá dejado esta mañana por error —dijo, impaciente.
—Imposible —sentenció su mujer—. Carmen es nuestra cartera de zona y suele pasar por aquí
sobre las diez de la mañana así que no ha podido ser ella. Aún es temprano.
—Da igual… —Él la miró enfurecido—. La cartera se equivocaría. Debió tirarla en otro buzón
y cuando el vecino se dio cuenta de que no era para él, la metió en el nuestro. ¿Podemos subir, ya?
—Eso, sí puede ser, porque mi Elena nunca se equivoca. Bueno bonita, voy a pasarme la
mañana poniendo lavadoras con la ropa de las maletas. Que tengas un buen día.
La pareja dejó que las puertas del ascensor se cerraran mientras Olga los contemplaba en
silencio. Bajó la cabeza y observó la carta de Telefónica que sostenía en sus manos. Para cuando
volvió a levantar la vista, unas profundas arrugas se le marcaban entre las cejas.

Aparcó el coche en la zona más oscura del aparcamiento subterráneo y paró el motor. Había
conducido hasta Barcelona con la intención de darle una segunda oportunidad a las clases de
pilates, pero había pasado la noche en vela y empezaba a notar el cansancio.
Ester bostezó y se frotó los ojos. Los cerró unos segundos. Al abrirlos, vio doble. Reclinó el
asiento del coche y recostó la cabeza. Poco tardó en dejarse llevar por una agradable sensación de
sopor que la transportó lejos de allí. Quizás fueron solo unos minutos, pero su efecto fue
reparador. Estiró los brazos y encorvó la espalda. Incluso le había dado tiempo de soñar con un
laboratorio lleno de pasteles y flores. Entonces, oyó los pasos decididos de unos tacones. Levantó
la vista y vio a Jana. Le pareció que su aspecto era, como siempre, impecable. Había elegido una
ajustada falda hasta la rodilla que le marcaba su estrecha cintura y las curvas de la cadera. Sus
pasos eran elegantes a la vez que seguros a pesar de sus zapatos de tacón estrecho y altísimo.
Ester dibujó una maliciosa sonrisa en sus labios. Había encontrado un defectillo a su perfecta
vecina: Sus pantorrillas estaban algo arqueadas.
Jana iba acompañada por una mujer de largo cabello rubio de la que Ester nunca hubiera dicho
que pudieran ser amigas. Sus estilos eran muy dispares: una elegante, la otra vulgar, pero no
dudaba que los hombres se girarían al pasar junto a ella. Su gran escote y sus pechos hinchados
llamaban tanto la atención como unas brillantes letras de neón.
Ambas mujeres se acercaron a dos hombres que esperaban junto a una lujosa berlina. Uno de
ellos, de mediana edad, cabello gris y vestido con traje oscuro, camisa blanca y corbata. El otro
rozaba los cuarenta, era de baja estatura y sus movimientos eran nerviosos. No hubo apretones de
manos ni sonrisas entre ellos. La mujer rubia miró atenta a Jana. Después se giró de espaldas y el
hombre trajeado puso una mano en su culo y otra en el voluminoso pecho. Ester rio. El grupo
estaba situado en su diagonal a unos quince metros y dudaba que la vieran, sin embargo, se deslizó
en su asiento para poder observar sin ser vista. El hombre más joven hacía fotos a la extraña
pareja desde cierta distancia. Jana miraba esquiva a su alrededor. Luego, movió los labios y la
extraña pareja se besó con pasión. Más fotos. Al volverse, el hombre mayor mostraba un gran
mechón de cabello oscuro en el lateral izquierdo de la cabeza. Sin rechistar, subió al coche de
lujo acompañado por la rubia de grandes senos. El otro hombre aprovechó para sacar varias
fotografías más. Un minuto después, los cuatro subían en el todoterreno de Jana y se alejaban de
allí velozmente. Ester les siguió con la mirada sin entender muy bien qué había presenciado.

Encontró la cafetería por casualidad. Buscaba un lugar donde desayunar rodeado de un ambiente
relajado y desconectar de sus preocupaciones diarias hasta que descubrió El Primer Café. El
sonido de las tazas al chocar con sus platillos o del vapor de su máquina de café le transportaban
a una época que echaba de menos. Aquella mañana Joan se metió la cartera en el bolsillo trasero
de su pantalón y cogió las llaves del piso. Había decidido pedir fuet y pan con tomate, un vaso de
zumo de naranja y un cappuccino con una sonrisa dibujada en su espuma. Leería el periódico con
tranquilidad y… la puerta del piso se abrió de golpe. Olga le apartó de su camino con la mano. La
vio lanzar el bolso sobre el sofá, atravesar el salón-comedor y desaparecer en el dormitorio más
pequeño. Cuando salió a los pocos segundos, se dirigía hacia él con un montón de cartas en la
mano. Joan dio un paso atrás y cerró la puerta.
—¿Cuándo pensabas decirme que faltaba una de las cartas? —la voz de Olga sonó dura.
—Creo que te equivocas.
Olga lo miró con dureza.
—Me la acaban de entregar. —Le alargó la carta que Conchita le había dado—. Solo debías
controlar que recibiéramos las seis.
—¡Mierda! —Joan miró hacia el techo y mantuvo los ojos cerrados unos segundos—. Ester
Soler me las entregó en mano y… me despisté… no las conté. —Apretó la mandíbula—. Lo
siento. Fue un error imperdonable.
—¿Cuándo las trajo?
—Unas horas después de que tú las dejaras en el suelo del portal.
—¿Qué sabes de Elena, la hija de Conchita y Josep?
Joan bajó la cabeza y se tocó el mentón antes de responder.
—Desde que estamos aquí ha venido en días alternos por la tarde. Ha estado un promedio de
treinta minutos en el interior. Salía y entraba con las manos vacías, excepto ayer por la noche que
entró cargada con bolsas y salió sin ellas.
Olga recordó el comentario de Conchita sobre la compra y los canelones que les había dejado
su hija.
—¿Por qué te las entregó Ester y no las dejó simplemente en nuestro buzón?
Joan se rascó la cabeza.
—No lo sé —se encogió de hombros y apartó sus ojos de Olga, detalle que a ella no se le
escapó—. Supongo que vio un buen montón y ya que subía a nuestra planta pues me las entregó en
mano —Y añadió—: No creo que Ester se quedara con una. ¿Para qué la querría?
Olga le sostuvo la mirada y su expresión le hizo tragar saliva.
—Yo dejé seis cartas en el suelo y Ester te entregó solo cinco. La sexta nos ha llegado esta
mañana y es la única que presenta una extraña ondulación en su revés. —Se la mostró a Joan—. Si
alguien la hubiera abierto, estaríamos al descubierto. ¿Has pensado en ello?
Olga cogió su bolso y señaló a Joan.
—Te aseguro que averiguaré si alguien la ha manipulado. —Le arrancó la carta de la mano—.
Y, por tu bien, espero que no estemos al descubierto por no saber mantener cerrada la bragueta.
Recuerda que estamos aquí por ti.
Olga salió del piso y Joan miró la puerta cerrada con el ceño fruncido.

Conducía por las calles de Barcelona mientras tarareaba la música que sonaba en la radio.
Sonreía porque sí. Se sentía feliz. «Quizás después de todo —se dijo Ester—, desplazarme hasta
Barcelona para asistir a tres clases seguidas en el gimnasio no ha sido tan mala idea». Le había
llenado de energía y sentía que podía comerse el mundo. «Me merezco un premio». Sin avisar al
resto de conductores, se movió dos carriles hacia la izquierda para girar en la primera calle.
Varios cláxones sonaron a su espalda. Levantó la mano a modo de disculpa pero continuó.
A Ester le gustaba conocer gente especial con distintas aficiones. Cada grupo le aportaba
emociones diferentes y todas enriquecedoras. Esa vez quedó con el grupo de astrología. Hablarían
sobre los próximos cambios de Luna, pero ella les buscó la ubicación para su encuentro: la
pastelería de Maria Selyanina. Le interesaba. Quería probar sus dulces.
El tiempo le pasó sin darse cuenta. Llegó a casa bien entrada la tarde cargada con varias bolsas
llenas de utensilios y productos de repostería y unos zapatos nuevos. Probar las exquisiteces de la
renombrada pastelera le había inspirado. Se sentía con ganas de crear e inventar nuevas texturas.
Así que trabajó incansable en sus ideas durante horas hasta que le dieron las tres de la madrugada
y decidió que era hora de acostarse.

Despertó tarde porque había dormido nueve horas de un tirón. Estiró los brazos para
desperezarse. Con el fluir de la sangre llegó el calor. Sintió el bochorno en la piel. Levantó la
persiana del dormitorio para permitir la entrada de los intensos rayos de sol. Regresó a la cama
con los ojos medio cerrados. Tanta claridad, dolía. Cuando se acostumbró a la fuerte luz, cogió el
móvil para comprobar con fastidio que no podía gandulear. Sus padres la esperaban para
almorzar. Dio un bufido. Tendría que mentirles y contarles que en unos días tenía un par de
entrevistas de trabajo en dos laboratorios. Envidiaba a Clara por tener una madre afectuosa,
comprensiva, cercana. Siempre había anhelado a alguien que la abrazara para transmitirle
seguridad en aquellos momentos de ansiedad. Alguien a quien contarle con sinceridad que prefería
elaborar repostería antes que volverse a encerrar en un laboratorio. Suspiró. Cogió su móvil y
antes de meterse en la ducha, envió un wasap a Clara para recordarle que debía llamar a su ex y
averiguar el nombre que Joan y Olga le dieron al comprar su piso. Sabía que su amiga necesitaría
de un pequeño empujón o, de lo contrario, podrían pasar semanas hasta que intentara contactar con
él.
18

Faltaban cinco minutos para las ocho de la mañana, cuando Josep cerró la puerta de su piso y se
acercó a la panadería. Según había calculado, disponía de una hora antes de que su esposa
regresara del ambulatorio. Era su momento. Aprovecharía para comprarse el desayuno que le
apeteciera sin que Conchita lo pudiera censurar. Al entrar en la panadería, lo recibió el dulce
aroma de pan y bollería recién horneados. Esperó su turno, impaciente. Su estómago rugía
hambriento y sus glándulas salivales trabajaban a marchas forzadas. ¿Dulce o salado? ¿Chocolate?
Al fin, salió del establecimiento cargado con un croissant, un donut y un bollo relleno de crema.
A pocos metros de su portal tropezó con la señora Adelaida. En cuanto la vio, se escondió la
bolsa.
—¡Buenos días! —exclamó—. ¡Qué temprano se ha levantado!
—Sí, aprovecho la mañana para hacer mis recados. Luego me encierro en casa y no vuelvo a
salir hasta la tarde. ¡Qué bochorno! —Se pasó un pañuelo por su sudoroso rostro—. ¿Qué, dando
una vuelta? —La mujer se fijó en el brazo que Josep mantenía a su espalda.
—Aprovecho la buena temperatura de la mañana, si no, luego el asfalto te fríe.
La señora Adelaida se abanicó.
—¡Qué calor de buena mañana! —Le dio un golpecito en el antebrazo—. Instale un aparato de
aire acondicionado. El año pasado le dije a mi Jose: «O me instalas aire frío para el próximo
verano o te planchas tú solito la ropa. Y mira, estoy fresquita todo el día, aunque empiezo a notar
un dolorcillo en el cuello que como no lo cuide me veo afónica en dos días. Pero yo no se lo digo
a mi Jose, no sea que me lo desinstale… ¿Qué? ¿Cómo le fue en el crucero?
Josep miró la hora en su reloj. Le parecía increíble cómo las palabras fluían a raudales por la
boca de aquella acalorada mujer sin apenas parar para llenar de aire los pulmones.
—Bien —respondió con la esperanza de volver a casa para zamparse su desayuno con
tranquilidad.
—Por cierto —paró de abanicarse y bajó la voz—, cómo nos ha mentido a todos esa chica
nueva.
Josep torció el gesto. Adelaida miró a un lado y a otro antes de contar el último chisme. Ester
salió del portal y al ver aquella cabeza caoba tuvo el impulso de salir en dirección contraria,
aunque tuviera que dar un rodeo.
—Olga, su nueva vecina de enfrente del rellano, la de la fiesta… ¡Ay! Es verdad, que no
asistieron. Estaban de crucero. Mejor.
Josep permaneció en silencio, pero Adelaida negó con la cabeza mientras se acercaba algo más
a su vecino. Ester simuló escribir un mensaje en su móvil y se escondió detrás de una columna.
—Esa mujer es mala, muy mala. El otro día en la pescadería me enteré de que esa mujer salió
por patas de Tarragona. Al parecer, su jefe tenía un cuadro en su despacho. Uno de los buenos,
¿sabes? Un rem… no sé qué.
—Rembrandt —dijo de mala gana.
—Eso es. Pues bien, se lo robaron y nunca más se supo. Tanto los de su entorno como la
policía sospecharon de Olga por sus continuas desavenencias. —Teatralizó un choque de manos
—. Fíjese si es mala que para despistar culpó a un compañero suyo. Sé de muy buena tinta que
ella amañó unas pistas falsas para culpar al pobre chico. Parece ser que tampoco le caía bien.
Luego, pidió un traslado y vino a parar aquí. —Lo miró triunfante—. Lo que yo le diga: esa mujer
es mala, muy mala. Nos ha engañado a todos…, pero a mí no.
Josep hinchó desesperado los carrillos. El tiempo apremiaba.
—Se lo explico porque nos conocemos de hace años, pero no lo cuente. Es un secreto.
—Descuide. —Forzó una sonrisa.
—Sí, mejor. No quiero tener problemas con esa. —Arrugó la nariz—. Mejor estar de buenas
con ella que en contra, por si acaso.
Volvió a abanicarse.
—Ay, no le entretengo más, que lleva prisa.
Ester se cruzó con la señora Adelaida, la saludó, pero no se paró a charlar con ella. Sus dedos
golpeaban con rapidez la pantalla de su móvil. Sentía ansia por informar a Clara del último
cotilleo.

La clase de Zumba había sido divertida. El grupo lo formaban amas de casa con gran sentido del
humor y una pizca de picante sexualidad en sus comentarios. Al terminar, decidieron entrar en La
Luna de Papel, una acogedora cafetería del centro y sentarse en una de sus pequeñas y redondas
mesas. Ester pensó en la cantidad de momentos como aquellos que se había perdido por estar
encerrada en el laboratorio.
Paseó la mirada por la cafetería. Su decoración transmitía una agradable sensación de
tranquilidad y el ambiente era acogedor. Sus ojos se pararon en el mostrador de madera rústica y
en la bollería que ofrecían a la clientela mientras pensaba que en su vida comería una migaja de
aquellas tartas descongeladas e insípidas que habría elaborado alguna empresa con poco
presupuesto. Arrugó la nariz. Entonces, su teléfono vibró. Comprobó que había recibido un wasap
de Clara.
Clara: ¿Adivina con qué nombres compraron Olga y Joan el piso? Con ninguno. Lo han
alquilado.
Ester: ¿Alquilado?, ¿seguro?
Un afable camarero se acercó y Ester le pidió un café. Su teléfono sonó y sus compañeras de
mesa se volvieron hacia ella. Se disculpó antes de salir a la calle.
—¡Claro que estoy segura! —exclamó la joven rubia desde el otro lado de la línea—. Según
Toni, mi ex de la inmobiliaria con quien tú me obligaste a contactar… —sonó un cierto retintín en
su tono de voz—, el propietario del piso está forrado de dinero y se divierte invirtiendo en pisos,
casas, torres, terrenos… Nunca alquila, solo compra o vende. Pues bien, Toni me dijo que el día
tres de junio el propietario les ordenó paralizar la búsqueda de un comprador para el piso, solo
para este piso y, al parecer, tiene diez o doce… Argumentó que se lo había cedido a unos
familiares que estarán en la ciudad unas semanas.
—¿Familiares? —Ester arqueó las cejas—. ¿Lo cedió sin alquilar? Umm…, el día tres de
junio fue una semana antes de mi tropiezo con las cajas de la mudanza de Olga. Si el propietario
nunca alquila y solo compra, ¿por qué esta vez hizo una excepción?
—Y ¿qué más da? La vida está llena de excepciones. Además, es lógico que no compraran si
estarán aquí solo dos o tres meses. No le des más vueltas. Al fin y al cabo, todo acaba sabiéndose.
—Ya… ya… —respondió algo distraída—. Está claro que lo de los familiares es mentira,
entonces, ¿por qué les permite alojarse allí? ¿Qué gana a cambio? O, mejor dicho: ¿qué le han
ofrecido a cambio? —Ester se pellizcó sus labios con los dedos—. Umm, curioso.
El camarero le dejó el café sobre la mesa.
—Puede que nada —objetó Clara—. Puede que solo mintieran a los vecinos para evitar sentir
vergüenza al reconocer que les han denegado una hipoteca… Oye, Ester. Son cosas que pasan.
Olvídalo. —Y añadió—: Debo dejarte. Tengo que volver al laboratorio.
Después de cortar la comunicación, Ester jugueteó unos segundos con el móvil entre los dedos.
«Puede que Clara tenga razón y la vida esté llena de excepciones, pero ¿y si significara algo?».
Regresó a la mesa y dejó el teléfono encima. Puso azúcar en el café y volvió a fijarse en el
camarero. Sostenía dos porciones de tarta de manzana que dejó en una mesa cercana. Ester arrugó
la nariz, pero para su sorpresa, los clientes intercambiaron una sonrisa y asintieron después del
primer bocado. Ester torció el gesto. Alzó la mano y llamó al camarero.
19

Se dirigió con grandes zancadas al dormitorio. Se quitó la ropa y se cubrió con una camiseta
larga. Quería preparar milhojas rellenas de crema y fresas, las preferidas de su hermano. A pesar
de su rivalidad durante la infancia, siempre existió un vínculo especial entre ellos que se vio
fortalecido con los años. Durante la adolescencia, cuando se había sentido incomprendida por su
madre, él le brindó su incondicional apoyo y la convencía de que valía la pena formar parte de
aquella familia. Por su parte, Ester participó activamente en las tres mudanzas que su hermano
había tenido desde su emancipación. Después de la última, Enric le hizo, junto a su mejor amigo,
copadrina de su boda.
Le gustaban aquellas reuniones de amigos en casa de su hermano porque, aunque todos estaban
emparejados, nadie se metía con su soltería o con la de Arnau. Tan solo eran un grupo de jóvenes
divirtiéndose.
Entró en la cocina y se conectó online a su emisora de radio favorita. Más calor en los
próximos días…, anunciaron antes de empezar a sonar los éxitos musicales del momento.

El cielo empezaba a oscurecer y el lucero del atardecer empezaba a brillar. Ester se sentía feliz.
En parte, debido a su camiseta rosa y a sus zapatos nuevos. En parte, por observar los juegos de
tres pequeños diablillos controlados por un grupo de alegres treintañeros. Disfrutaban de una vida
sencilla sin oscuros secretos que ocultar a sus vecinos. Aspiró con fuerza y desechó aquel
pensamiento. Era hora de sacar fotografías de la velada.
Como siempre, la cena fue informal a base de pan con tomate, jamón ibérico, quesos y
embutidos. Durante la velada, se respiró un ambiente de amistad y relajada alegría. Arnau se
había echado novio. Ella ya era oficialmente la única soltera del grupo.
Su postre gustó, como siempre. Tras los cafés, no tardaron en levantarse los padres de las
criaturas, que ya fuera en el cochecito o en brazos de sus madres, dormían tranquilos después de
una larga jornada de intensa actividad. Ester, Arnau y su nueva pareja fueron los últimos en
escabullirse de allí para echar una mano a su cuñada y recoger.
A la hora y media, un Audi A4 conducido por Fernando, el alto, rubio y musculoso
acompañante de Arnau, se paró ante el número veintitrés de la plaza Josep Freixa i Argemí.
Mantenían una amena conversación llena de trivialidades cuando, de pronto, el conductor la dio
por terminada. Señalaba la acera con el dedo índice.
—¿Esa no es la gimnasta?
El resto miró en la misma dirección.
—¿La conocéis? —preguntó Ester sorprendida.
—¡Vaya si la conocemos! Frecuenta un local de ambiente en Barcelona llamado Metro en el
Gayxample —informó Arnau, el amigo de su hermano—. Menuda marcha llevan en el cuerpo…
—Silbó—. Aunque últimamente se la ve bastante con una chica morena de pelo corto, muy guapa.
—Y añadió—: Lo que no sabía es que viviera aquí.
—¿Me estás diciendo que es lesbiana?
Los dos hombres se giraron a mirarla.
—¿Y te molesta? —preguntó Arnau.
—Oh, no, no. Solo que dice estar casada con un hombre.
—¿Casada con un hombre? —La pareja gay intercambió una mirada antes de echarse a reír—.
Esa es tan homosexual como nosotros.
—Bueno —dijo risueño el conductor—, conozco a hombres maduritos de los que su mujer e
hijos desconocen su homosexualidad.
—Hombres maduritos —replicó Arnau—, pero no la gimnasta. —Se giró hacia Ester y movió
la mano—. No veas la marcha que lleva.
Sentada en el asiento trasero, Ester podía observar aquella mujer sin que la vieran. Salía de su
edificio con una bolsa de basura. Sus andares la definían como una persona decidida y muy segura
de sí misma. Ester consultó su reloj. Marcaba las doce y media de la madrugada.
—¿Sabéis algo de ella?, ¿cómo se llama o a qué se dedica?
La tenue luz artificial de la calle iluminaba el rostro del atractivo conductor. A través de sus
gafas de montura verde, miraba a aquella joven de ojos achinados con un gesto de no comprender
su reacción.
—¿No conoces a tu vecina?
—Se ha trasladado hace poco.
El hombre se encogió de hombros.
—No sé nada de su vida privada, pero intuyo que debe trabajar en un gimnasio o algo así —y
precisó—, por su aspecto de deportista. Solo conozco su nombre, que… ahora no recuerdo. —Se
rascó la cabeza.
—Haz un esfuerzo, por favor —insistió Ester.
Mientras Arnau y su pareja se enzarzaban en una ridícula discusión sobre el nombre de la
mujer, esta se acercó a un BMW aparcado cerca de los contenedores.
—Era un nombre ruso. —El propietario del Audi levantó la mano—. ¿Cómo era? Umm…
Nadia.
—Tatiana —apostó Arnau.
—Olga —murmuró Ester frunciendo el ceño.
El amigo de Enric chasqueó los dedos.
—¡Exacto, Olga! Parece mentira cómo se olvida aquello que no te interesa.
La pareja gay empezó a intercambiar comentarios divertidos subidos de tono. El volumen de
sus voces cada vez se iba elevando más. Hasta que la chica los cortó.
—Esto…, ¿podríais averiguar algo más acerca de ella?
Ellos rieron con la boca bien abierta.
—¡Uy, qué curiosa! —exclamó Arnau—. Desconocía esa faceta tuya.
Más risas.
—Ya, bueno, ejem. Es una larga historia que algún día tal vez te cuente.
Ester observó a Olga subirse a su flamante BMW y desaparecer a gran velocidad de su campo
de visión. La curiosidad empezaba a extenderse por su cuerpo.

Ester entró en su piso sin hacer ruido y dejó con cuidado su bolso en la mesita del recibidor.
Mientras se quitaba los zapatos, oyó un crujido que provenía del rellano. Escuchó atenta. No se
oían pasos, pero se había activado su curiosidad. Se acercó a la puerta y pegó la oreja. Nada.
Cerró la luz del recibidor y abrió la mirilla, pero lo que vio a través de ella, le sobresaltó. Joan
permanecía ante su puerta, inmóvil. Había acercado la cabeza y parecía escuchar atento. Ester
mantuvo la respiración. Su corazón palpitaba con fuerza. Sus manos empezaron a sudar.
Petrificada por la sorpresa solo podía esperar su próximo movimiento. En unos segundos, él se
alejó y ella exhaló aliviada. Sin embargo, su curiosidad había aumentado. El hombre caminó unos
pasos antes de volver a pararse, esta vez ante la puerta de Jana y Eleuterio. Metió una mano en el
bolsillo de su pantalón y la volvió a sacar. La acercó a la puerta, insertó una llave en la cerradura
y la hizo girar. Echó una ojeada a su derecha e izquierda antes de entrar en el piso y cerrar la
puerta tras él.
La mandíbula de Ester habría caído al suelo si no fuera porque estaba bien sujeta. «¿Qué ha
sido eso?» Su mente tardó poco en elaborar una teoría. Joan había aprovechado la salida de Olga
para ponerle, otra vez, los cuernos. Ester se maldecía por haber caído en las redes de ese adicto
al sexo. «¡Incluso tiene llave propia!». Lo que solo podía significar asiduidad. Meneó la cabeza
mientras se cruzaba de brazos y apretaba los labios corroída por la envidia.
—¿Qué tiene Jana para que la prefiriera antes que a mí?
20

El domingo por la tarde, Ester paró su coche ante el gran todoterreno propiedad de Eleuterio y
Jana. Sacó la cabeza por la ventanilla y les gritó:
—¿Os vais?
—¡No! —exclamó Eleuterio mientras descargaba algo del maletero de su vehículo.
Ester hizo un gesto de resignación y se dirigió al garaje a varias calles de distancia. Había
pasado el día en la playa con sus amigos y su mente solo era capaz de pensar en meterse bajo la
ducha, untarse una gruesa capa de after sun y tumbarse en el sofá hasta el día siguiente.
Leía las últimas noticias recibidas en su móvil cuando entró en el vestíbulo con la bolsa de la
playa colgada al hombro.

Juan Álvarez, antiguo socio de Fermín Escobar, ha sido llamado a declarar ante el juez por
su posible implicación en el robo y asesinato del empresario.
Álvarez perdió gran parte de su patrimonio empresarial y personal cuando Escobar paró su
proyecto Casa Azul a mitad de la construcción de un complejo de ciento setenta viviendas de lujo
en Barcelona. Tras prestar declaración durante cuatro horas, el empresario ha salido en libertad
sin cargos.

Eleuterio la alcanzó. Cargaba con tres grandes bolsas de viaje. Jana la saludó desde la
distancia mientras hablaba por teléfono.
—Te ayudaría si mi mujer no creyera que soy su burro de carga —exclamó el hombre de
mediana edad y mirada triste.
La joven le sonrió.
—Tengo que cargar con medio armario cada fin de semana que nos vamos a Sitges. —Meneó la
cabeza mientras se dirigían al ascensor y dejaba caer el pesado equipaje.
A sus espaldas, se oyeron unos pasos. Jana se les acercaba con sus sandalias de tacón alto
mientras se quitaba las caras gafas de sol. «Esta mujer es guapa, elegante, agradable…, me supera
en todo —pensó Ester—, ahora entiendo por qué Joan la prefiere a ella».
—Deja que te ayude. —Jana alargó su mano cargada de fabulosos anillos y levantó la bolsa
menos pesada.
El rostro de Eleuterio se iluminó de admiración por su esposa. Aún no podía creerse que
hubiera tenido tanta suerte de casarse con aquella belleza morena. Por su parte, Ester sintió pena
por él. Intuía que amaba a aquella mujer de atractivo felino que atraía la mirada de los hombres y
le era infiel… con Joan.
—Lo que te dije. Soy su burro de carga —reiteró Eleuterio con falso hastío.
Consiguieron encajar las bolsas en el ascensor y ya solo les quedaba apretujarse un poco para
caber en la pequeña cabina. Se quedaron en silencio. Ester paseó la mirada por las paredes
metálicas del ascensor. Se miró los pies y luego, por el rabillo del ojo, observó a sus vecinos. Él
se acariciaba la perilla teñida. Al igual que su esposa, vestía pantalón tejano y una sencilla
camiseta, aunque la de ella fuera Dolce & Gabbana. Eleuterio le recordaba a un profesor de
universidad y su forma de distribuir el equipaje a una persona ordenada y meticulosa.
Ester levantó el mentón y dirigió la mirada al techo. «Sí, sí, muy guapa, pero tiene las piernas
curvadas», se dijo frenando una sonrisa. El ascensor se paró y bajaron al rellano. Tras un hasta
luego los vecinos se despidieron. Ester buscó el llavero dentro del bolso.
—¿Tienes las llaves, Jana? —preguntó Eleuterio.
—¡Eres insufrible! —Jana puso los ojos en blanco.
El rostro del apacible hombre se iluminó al dibujar en sus labios una gran sonrisa. Se volvió
hacia su joven vecina y dijo en un tono de voz burlón:
—Este fin de semana se las robaron.
Un ligero estremecimiento recorrió la espalda de Ester.
—No solo me las robaron del bolso, sino que me las devolvieron.
Sonó una carcajada que molestó a Jana.
—¿Qué ladrón robaría de tu bolso solo las llaves de casa, dejando las del coche, el dinero y
las tarjetas de crédito para luego devolvértelas?
—¿Por qué es tan difícil de entender? Yo nunca las dejo sobre la mesa del recibidor…
La pareja volvió a despedirse de Ester y desapareció tras la puerta de su piso. Ester
permaneció inmóvil con los ojos entornados. Su mente intentaba encontrar una explicación
razonable a la historia de sus vecinos. Movió la cabeza lentamente hasta clavar la mirada en la
puerta del piso de Joan y Olga. Frunció el ceño. Agradecía haber descubierto que Joan no la había
sustituido por la belleza de Jana, pero si no fue para pasar la noche con ella, ¿por qué motivo
entró en su casa cuando la pareja no estaba? ¿Joan había tenido algo que ver con la supuesta
desaparición de las llaves de Jana? Pero la cuestión que más le inquietaba era hasta qué punto
podía confiar en Joan.

—¿Qué sabes de Eleuterio y de Jana? —preguntó a su madre después de un breve saludo—. El


otro día me di cuenta de que desconocía completamente la vida de mis vecinos.
—No es de extrañar, Ester…, si vas a la tuya. Otras hijas llaman a su madre con mayor
frecuencia y no para cotillear como haces tú… ¿Aún vistes tan raro?
Ester bajó la mirada y se mantuvo en silencio.
—Jana es su segunda esposa —contó su madre—. No sé si te acordarás de Cristina Ribes, su
primera mujer. Creo que eras demasiado pequeña cuando nos mudamos, pero hasta entonces de
vez en cuando íbamos un grupo de vecinos al chalet que tenían en L'Ampolla. Los hombres
cocinaban una paella, o al menos lo intentaban. —Rio divertida—. Y las mujeres charlábamos de
nuestras cosas.
—Cotilleabais —sentenció Ester.
—¡No éramos cotillas! —Pareció molestarse—. Eleuterio y Cristina eran muy felices a pesar
de no poder tener hijos. —Bajó la voz—. Era por culpa de él, ya sabes, era estéril. Pero la pobre
mujer nunca se quejó porque lo compensaba con sus sobrinos. ¡Madre de Dios! Los tenían a
montones. Él tiene no sé cuántos hermanos y ella tres hermanas, creo recordar. Eleuterio y Cristina
iban juntos a todas partes y dirigían la farmacia. Yo, siempre que necesitaba algún medicamento,
se lo encargaba a ella y me lo traía por la tarde —su voz transmitió lástima—. Era un encanto de
mujer, pero mira, le falló el corazón y murió. —Suspiró—. Entonces empezó el declive de ese
hombre. Daba lástima verlo. En fin…, Eleuterio, además de la farmacia, tiene un buen cargo en el
hospital. Allí es respetado y le quieren. —Y añadió—: Entre el negocio y su trabajo debieron
reunir una verdadera fortuna: no tenían hijos a quienes pagar una buena educación.
Ester apretó el móvil y los labios con fuerza. Le molestaba que su madre aprovechase
cualquier momento para recriminarle el dinero que invirtieron en su educación sin que ella lo
aprovechara como hiciera su hermano.
—¿Por qué daba lástima verle? —preguntó irritada.
—Porque al morir Cristina, Eleuterio se volcó en su trabajo. Se volvió un hombre triste,
solitario. —Pero añadió—: Hace poco me lo encontré y parecía haber rejuvenecido. Se rasura la
cabeza y ¡se tiñe la barba! —Rio—. Tu padre podría hacer lo mismo…, en fin. —Suspiró—. Jana
es guapa, agradable y le ha alegrado la vida. Hace poco me encontré a Adelaida, no sé si te
acordarás de ella…, bueno, pues me comentó que Eleuterio se había gastado una fortuna en
modernizar su piso. —El chismorreo la animaba—. Y que había vendido el chalet de L’Ampolla
para comprarse otro más grande, moderno y lujoso en Sitges. Supongo que a Jana le entrarían
celos por el recuerdo constante que se respiraba allí de Cristina… En fin, a lo que iba. Ahora
Eleuterio sale y viaja. Esa mujer es justo lo que necesitaba.
—Entonces, ¿no hay nada oscuro en su vida?
—¿Qué va a haber de oscuro? —exclamó contrariada, aunque luego pareció dudar—. Bueno,
las malas lenguas decían que él era un maltratador psicológico y que lo echaron de su trabajo en el
hospital, pero eso son los típicos comentarios que genera la envidia. Eleuterio es un buen hombre,
trabajador y honesto.
21

Las risitas nerviosas de Clara provenían del rellano. Se sorprendió al verle abrir la puerta con
fuerza y volverla a cerrar con el mismo ímpetu. Una amplia sonrisa de oreja a oreja iluminaba su
rostro.
—¡Vaya mensajero! —exclamó—. Alto, moreno, musculoso y… ¡umm!, guapísimo. Si te das
prisa aún lo podrás ver. Hace una entrega en el piso de Jana.
—¿Ya sabe que te gusta? —preguntó Ester.
—¡Uy! No, no. —Se dejó caer en el sofá—. No me atrevo a decirle nada… Me conformo con
mirarlo.
—Termino de arreglarme y nos vamos —le gritó desde la habitación.
—¿Y no nos podríamos quedar hoy aquí? —Se estiró en el sofá—. Este calor me deja agotada.
—No me seas perezosa. —Sacó la cabeza por la puerta—. Nos esperan los amigos.

La llave se movió en la cerradura y emitió un ruido seco que apagó el leve clic proveniente del
piso de Jana. Clara fue la única que se giró.
—¡Oh! Ahí está. ¡El mensajero! —le susurró.
—¿Qué mensajero?
—¡Pss! El del ascensor… —murmuró—. Te lo he contado antes…, he subido con él. —Le
señaló con la mirada—. Buscaba a una tal Jana no sé qué…; le traía una caja pesada. ¿A que es
guapo?
Ester enarcó las cejas. Sus achinados ojos de color castaño se posaron en el hombre que se les
acercaba. Vestía el alegre uniforme con motivos naranjas de Cedex.
—Está muy colorado —observó—. Apostaría que ha dejado algo más que un paquete.
—¡Pss!… Hola, ¿Has encontrado el piso que buscabas? —preguntó Clara.
—Sí, era la última entrega por hoy. —Consultó su reloj.
Clara apretó el botón del ascensor mientras se giraba hacia su amiga y sonreía con cierta
picardía.
—¿Qué hora es? —preguntó el mensajero, sorprendido.
—Las ocho y media.
—¿Seguro? —El desconcierto invadió el rostro del hombre.
—Sí.
—Pero… ¡es muy tarde!
Clara y Ester intercambiaron una mirada y se mordieron los labios para reprimir una sonrisa.
El mensajero se tocó inquieto el reloj. Consultó su terminal de entregas. Se rascó la cabeza
abstraído en sus pensamientos. En cuanto llegó el ascensor se subió en la cabina. Clara dio un
paso hacia adelante con la misma intención, pero Ester le asió el brazo y se lo impidió.
—¡Eeeh! —exclamó la joven rubia—. ¿A qué ha venido eso?
—¿Quieres liarte con alguien como él? No se ha fijado en ti porque ya iba servido… —le
señaló el piso de Jana con la cabeza.
De pronto, se abrió la puerta de Joan. Olga salió corriendo de su interior. Se paró ante el
ascensor. Apretó el pulsador de bajar y, al ver que lo había perdido, dio un ligero puñetazo a la
puerta metálica. Se dirigió hacia la escalera sin importarle que su vecina se encontrara en su
camino. Ester intentó esquivarla, aunque recibió un fuerte golpe en el brazo que la desestabilizó y
le hizo caer al suelo.
—¡Eeeh, cuidado!
Joan frenó su huida tras Olga al ver a las dos jóvenes en el rellano. Sus ojos se clavaron en el
ascensor. Parecía indeciso. Terminó por acercarse a Ester y ofrecerle su mano para ayudarle a
levantarse del suelo.
—¿Estás bien?
—¿Al fin ha descubierto tus flirteos? —Se masajeó el brazo.
Joan tenía la mirada perdida y la tensión en el rostro le dibujaba una línea vertical entre los
ojos. Volvió a mirar el ascensor.
—Ha huido por las escaleras. —Ester las señaló con la barbilla más irritaba por su reacción
que por caer al suelo.
Joan asintió meditabundo.
—Gracias —respondió con una débil sonrisa en los labios. Dio media vuelta y, sin volver la
vista atrás, entró en su piso y cerró la puerta.
—¿Quieres liarte con alguien como él? —ironizó Clara mientras apretaba el botón del
ascensor.
Ester la fulminó con la mirada.
—Lo siento… Solo ha sido una bronca. Olvídalo.
Ester entrecerró sus ojos y ladeó la cabeza.
—¿Bronca sentimental o de negocios?

El grupo de amigos ocupó un par de mesas de una de las tantas terrazas que ocupaban las calles
del centro de la ciudad. Sus habitantes habían salido de sus casas para refrescarse con una cerveza
fría o un refresco. Ester quiso ser la nota discordante y se acercó a la heladería más cercana a por
un delicioso cucurucho de chocolate y mango.
De regreso a la terraza donde se encontraban sus amigos, su mente fue incapaz de centrarse en
otro tema que no fuera el secreto de sus vecinos. Pero solo eran suposiciones. Necesitaba conocer
detalles reales del pasado y carácter de su rival, no conjeturas que solo conseguían ofuscarla.
¿Cómo podía haberlo olvidado? Buscó su smartphone y marcó un número de teléfono de su
listado de contactos. Esperó impaciente antes de escuchar una agradable voz al otro lado. Tras un
breve saludo, Ester entró en materia.
—Después de la cena en casa de mi hermano, me acompañaste a casa y vimos a mi vecina
Olga. Quedamos en que intentarías averiguar algo acerca de ella.
—¡Uy, olvidé llamarte! —exclamó Arnau, el amigo de Enric.
Ella sonrió. Sus despistes habían hecho historia.
—Entonces, ¿pudiste averiguar algo?
—Cariño, siempre cumplo lo que prometo —su voz sonaba alegre—. Pregunté por Metro a
varios conocidos. Pero es la última vez que hago algo parecido.
—¿Por qué?
—Me dieron un susto de muerte. —Y añadió tras un estudiado silencio—: Alguien se chivó.
No hay otra explicación.
Ester empezó a mover el pie, inquieta.
—Te cuento —continuó—. Fernando hacía pis en los aseos mientras yo le esperaba fuera del
local. Me apoyé en la pared cerca de la entrada pensando en mis cosas cuando, sin saber de dónde
salió, se me plantó delante un cuarentón con la cabeza pelada al cero y cara de pocos amigos. Me
pegó un susto el tío… Estaba tan cerca de mí que incluso noté su apestoso aliento a tabaco.
—Y ¿qué quería?
—¡Acojonarme! —Sonó una estrepitosa risa al otro lado de la línea—. Y lo consiguió. ¡Vaya si
lo consiguió! —admitió risueño.
A Ester le sorprendió la diversión que el inquietante encuentro le producía, pero era Arnau, el
excéntrico amigo de su hermano, y por ello no se lo tuvo en cuenta.
—¿Te hizo o te dijo algo?
—Me interrogó. Solo le faltó atarme a una silla y colocarme un foco en la cara, pero da igual,
el efecto fue el mismo.
—Por Dios, Arnau no me tengas en ascuas; ¿qué quería saber?
—Saber por qué andaba preguntando por Olga, quien era yo, si la había seguido, quien me
enviaba, cosas así.
—Ya, lo normal —exclamó irónica—. ¿Qué le respondiste?
—No te delaté, si es lo que te preocupa —le tranquilizó—. Le vendí el cuento de un amigo
bisexual interesado en ella. Entonces apareció mi hombretón y el desgraciado se fue. —Y añadió
—: La explicación que le di debió satisfacerlo porque no he vuelto a cruzarme con él.
Ester se pellizcó el labio inferior con los dedos.
—¿Lo habías visto otras veces?
—Nunca. Era un hetero.
—Siento haberte metido en un lío —dijo al fin—. Si hubiera sabido que tendrías problemas,
yo…
—¡Bah! Bobadas —le cortó—. No pasó de una varonil demostración de chulería. Después
¡Fernando me echó un polvo que me hizo olvidar hasta mi nombre!
Una estrepitosa risa sonó al otro lado de la línea telefónica. Ester lamió el helado, risueña. En
cuanto pudo, volvió a interrogarlo.
—Bien, entonces, ¿qué averiguaste?
Ester sujetó el teléfono con el hombro y se tapó la oreja libre con el dedo.
—Pues no demasiado, no te creas. Es muy discreta con su vida privada. Te dije que salía con
una chica morena de pelo corto, muy guapa, ¿recuerdas? Pues bien, tienen previsto casarse pronto
y las malas lenguas comentan que viven en una casa muy chula en Cornellá.
El rostro de Ester reflejó su sorpresa.
—¿Cornellá de Llobregat? —Un goterón de helado derretido cayó sobre su pie—. Esa ciudad
está a diez minutos en tren de Barcelona, ¿no?
El chico no respondió tan solo continuó su relato.
—Comparten casa y… afición por el taekwondo.
—¿Taekwondo? —Ester imaginó a Olga pegar un grito mientras descargaba una certera patada
en la boca de su estómago. Las manos le empezaron a sudar.
—Sí, se conocieron practicándolo en un gimnasio. —Y añadió divertido—: Cualquiera se mete
con ellas, te dan media ostia y te dejan KO.
Ester tragó saliva. Cuanto más conocía a su vecina, más la detestaba y más miedo le producía.
—Continúa, Arnau, por favor.
—¿Qué más…? ¡Ah, sí! Ahora viene lo más curioso. Si su vida personal es igual a discreción,
lo referente a su profesión es igual a misterio.
Silencio.
—No pondría la mano en el fuego, desde luego, pero sospecho que la aparición del Greñas —
dijo para referirse al calvo que lo interceptó a la salida de la discoteca— fue para mantener el
secretismo de su empleo. No he podido aclarar a qué se dedica porque hay para todos los gustos:
profesora de alemán, funcionaria, marchante de arte, comercial de cabinas de rayos UVA y, por
suponer, yo añadiría: gimnasta o guardaespaldas.
Rio divertido.
—Umm, interesante. —Dio un mordisco al helado sin poder evitar la caída de otro goterón de
chocolate.
—Sea lo que sea que esconde, todos han coincidido en algo: de vez en cuando desaparece
durante unos días por motivos de trabajo.
Ester intentaba evitar mancharse de chocolate derretido mientras sostenía el teléfono con la
cabeza ladeada. Un enorme goterón cayó sobre su camiseta blanca. Optó por tirar el helado a una
papelera, buscar un clínex dentro de su bolso y secarse los chorretones.
—Y ¿por qué ha aparecido junto a mi piso? —preguntó pensativa.
—Cariño, no lo sé, y tampoco voy a averiguarlo —su voz continuaba risueña—. Tú, por si
acaso, evita ponerte en su camino o te las verás con su media ostia o con el Greñas.
Volvió a reír. Ella se mantuvo seria. La sensación de tener un nudo en el estómago le era muy
desagradable.
—Je, je. —Forzó una risa—. Ejem… Gracias. No olvidaré tu consejo.
—¡Ey, espera! Me he ganado el derecho a saber el motivo de tu interés.
Esta vez fue Ester quien rio, pero su risa sonó nerviosa.
—Solo es curiosidad. A la semana de mudarse, organizó una merienda en su casa para conocer
a los vecinos de la escalera. Simplemente me pareció intrigante —mintió.
—Bueno, al principio es normal entablar amistad con todos. Buscas afinidades. Ester —dijo en
un tono de voz más serio—. Hazme caso, olvídala y en pocos días desaparecerá de allí para
reaparecer en Cornellá y en Gayxample.
—Descuida, así lo haré.
22

La ciudad empezaba a despertar mientras los dorados rayos de sol clareaban lentamente el cielo.
Sus ágiles pasos era el único sonido que escuchaba a su alrededor. Apenas unos solitarios y
alejados transeúntes ocupaban la calle. Somnolientos trabajadores que caminaban como
autómatas. Ester sonreía. Le agradaba la sensación de tranquilidad y esperanza que se respiraba a
aquellas horas de la mañana.
Se paró ante un local con la persiana subida medio metro: La Luna de Papel. Echó un vistazo a
su alrededor y cuando se aseguró de que nadie estaba lo suficientemente cerca como para
distinguir su rostro, golpeó el fino metal con los nudillos. Una tenue luz le llegó del interior, luego
escuchó unos pasos que se acercaban. Alzaron la persiana para que pudiera entrar y después la
volvieron a bajar.
—Aquí tienes lo que te prometí.
Una mujer con delantal y cofia con rejilla cogió las dos bandejas que Ester le entregaba y las
dejó sobre el largo mostrador. La penumbra invadía el local al igual que el agradable olor a pan
recién horneado. Una joven dependienta que colocaba en las estanterías panes y croissants de
masa precocida se volvió un segundo para observarlas. Faltaban quince minutos para abrir la
panadería al público y una extraña entregaba dos bandejas de vistosos pasteles individuales a su
jefa.
—Esto es para ti —dijo la panadera mientras alargaba un sobre hacia la recién llegada.
—Veamos primero cómo reaccionan tus clientes y luego, ya negociaremos el precio.
La dueña de la cafetería asintió satisfecha.

Al pisar la acera, Ester se cruzó con el primer cliente de la mañana y al mismo tiempo, sonó su
teléfono. El corazón se le aceleró. Su hermano le llamaba.
—¿Victoria está bien? —preguntó a modo de saludo.
Oyó la risa de Enric a través de la línea.
—Sí, no te preocupes. Mi hijo aún no ha nacido.
Ester frunció el ceño.
—¿Estas son horas de llamar a tu hermana?
Pasó un coche junto a ella.
—¿Cómo es que estás en la calle a tan temprana hora si no trabajas?
—A ver. ¿Qué es eso tan urgente que no puede esperar un par de horas?
—Tengo un día complicado y he supuesto que te gustaría conocer lo antes posible el resultado
del informe que encargué a mi detective privado sobre Joan Mur.
Ester se tensó.
—La idea fue iniciar una primera investigación para averiguar qué datos sobre su identidad
eran falsos y qué datos eran reales.
Ester giró en la primera calle para alejarse del tráfico de la calle Galileo.
—Existe un Joan Manel Mur Puig de treinta años, nacido y domiciliado en Girona —contó
Enric—. Vive en la Rambla de la Libertad en una casa vieja que reforma desde hace algo menos
de un año. Se graduó en ingeniería de aplicaciones en la Universidad de Girona y ha tenido varios
empleos desde entonces: repartidor de pizzas, dependiente en una tienda de videojuegos e
informático en una multinacional. Aquí escaló posiciones hasta alcanzar el cargo de director de
proyectos, pero, a pesar de gozar de un buen sueldo y atractivos beneficios sociales, hace unos
dos años se asoció con un antiguo compañero de facultad y crearon una empresa de automatismos
industriales. Las cuentas de la empresa están saneadas y tienen cinco empleados. Actualmente
posee un nivel de ingresos aceptable y vive según sus posibilidades. Está al corriente de sus
obligaciones fiscales, no se le han detectado adicciones ocultas como drogas, alcohol o juego y
carece de antecedentes penales. Se le desconoce pareja y no está inscrito en el Registro Civil
como casado. En lo que respecta a su familia no existen deudas importantes en ninguno de ellos.
Su madre trabaja de maestra y su padre está jubilado. Joan Manel Mur Puig es el mayor de sus tres
hijos. Gisela es su hermana mediana, casada y madre de un hijo. Judit, su hermana menor, murió
hace seis meses de un accidente cerebrovascular.
—¿Una embolia? ¿A su edad?
—A los veintidós años. Trabajaba como camarera en un bar musical muy conocido de Girona
llamado La Gamba, y me huele a drogadicción o a letal mezcla de droga y alcohol.
Ester dio un bufido.
—Ahora entiendo el motivo por el que rechazaba celebrar su cumpleaños. La muerte de su
hermana le debió afectar tanto que no estaba de humor. —Cerró los ojos y meneó la cabeza—. Yo
me he centrado en mi dolor mientras él estaba pasando por un verdadero suplicio.
—Pudo rechazar celebrar su cumpleaños por la tristeza que la muerte de su hermana le
producía o… porque la celebración le alejaba de su actividad secreta.
Silencio.
—¿Actividad secreta? ¿A qué te refieres?
—Los fines de semana de los últimos dos o tres meses Joan ha estado desapareciendo sin que
nadie conociera su paradero hasta que hace tres semanas su rastro se evaporó definitivamente.
—Y apareció en Terrassa.
—Eso parece. En su empresa cuentan que está de viaje de negocios, pero yo no me lo trago. Es
pura estrategia de marketing para mantener su reputación intacta. Si contasen que uno de los
socios fundadores está en paradero desconocido por propia voluntad habría una fuga de clientes
hacia la competencia.
—Umm. ¿Dónde se metería los fines de semana? —Ester se tomó unos segundos antes de
hablar—. Si no está casado, entonces podría ser cierto que a Joan y Olga les une un negocio o
proyecto común.
—Deberías recordar que se ha creado una segunda identidad. ¿Con qué finalidad? —Y añadió
sin esperar una respuesta—: En mi humilde opinión, existen múltiples razones para hacer algo así:
por seguridad, para evitar ser víctima de algún terrorista.
—¿En serio crees que le busca un terrorista?
—No olvides que desconocemos dónde estuvo los fines de semana de los últimos meses. Pudo
haber presenciado un crimen… o pretende evitar que las actividades delictivas de su nueva
identidad manchen la buena reputación de su imagen oficial.
—Así, la pistola que encontré sería para protegerse.
Silencio.
—¿Qué pistola? —preguntó Enric.
Ester se mordió los labios.
—Una que hallé escondida bajo la almohada de su cama… No preguntes. —Y añadió—: Le vi
entrar con llave en el piso de Jana y… Jana es otra vecina del rellano…, y entró mientras ella y su
marido estaban fuera de fin de semana. Al día siguiente, Jana se quejaba de haber perdido y
recuperado las llaves. Sospecho que, de alguna manera, Joan se las robó.
—Apoderarse de un bien ajeno sin violencia o amenaza se llama hurto.
Ester puso los ojos en blanco.
—¿Jana echó en falta algo del interior de su piso?
—No lo sé.
—Presupones unas habilidades en Joan más propias de un profesional del hurto que de un
empresario.
—Pero ¿y si Olga le echó un cable? —su tono de voz sonó más animado—. ¿Y si fuera una
ladrona? Las malas lenguas aseguran que Olga fue despedida de su anterior trabajo por haber
robado un cuadro propiedad de su jefe.
—No te creas todos los rumores. La mayoría son debidos a la falta de información.
—Puede… —Hizo un gesto de duda—. Enric, ¿por qué crees que Olga mantiene su nombre
real y Joan se lo ha cambiado?
Enric aspiró con fuerza.
—¿Qué te hace suponer que el nombre de Olga forma parte de su identidad real?
—Arnau la conoce de Gayxample, pero… puedes llevar razón —asintió—. Pienso en Joan,
Olga, su proyecto y Jana… ¿y si Jana fuera el misterioso proyecto? ¿Y si Joan cambió de
identidad porque Jana ya conocía la real?
—Umm… ¿Sugieres que Jana conoce la identidad real de Joan, pero nunca lo ha visto cara a
cara? —Durante unos segundos el silencio ocupó la línea —. Cuidado, las especulaciones deben
ser respaldadas con pruebas. Pero… si tuvieras razón…, me decantaría hacia un fraude en la red.
—Su emoción se palpaba a través de la línea—. Supongamos que en el pasado Joan pudo ser
víctima de una estafa por internet y…, supongamos que ahora intenta obtener más información
acerca de Jana antes de dar el siguiente paso.
—¡Uaau, todo empieza a encajar! Imagina… supón… Joan asegura que un proyecto le ha
llevado hasta Terrassa, así que… quizás… sea un tema profesional y… quizás Jana sea una clienta
o proveedora de su empresa.
Enric dio un bufido.
—Continuaría formulando estrambóticas hipótesis durante horas con mi hermana favorita, pero
tengo que repasar mis notas antes del juicio de esta mañana —su tono de voz pasó a sonar más
profesional—. Si quieres saber mi opinión, no te mezcles con Joan, Olga o Jana a no ser que
fueras testigo de un delito, entonces, me llamas.

A pesar de los nuevos datos sobre sus vecinos y la advertencia de su hermano, Ester sentía que el
día no podía haber empezado mejor. Estaba convencida que los clientes de La Luna de Papel
descubrirían el verdadero placer con cada bocado de la nueva oferta de repostería. Al menos,
contaba con ello. Contactó con la propietaria de la cafetería cuando fue con sus compañeras de
zumba y le ofreció la oportunidad de diferenciarse de su competencia. Dejaría atrás los pasteles
congelados y vendería sus maravillosas creaciones de calidad que aportarían valor a su negocio.
De paso, Ester recibiría un dinero extra que complementaría su menguada prestación por
desempleo. Solo encontraba ventajas al plan.
Motivada por la ilusión de su primera entrega se acercó hasta Barcelona y entró en Espai
Sucre, una escuela de postres para restaurantes. Su corazón empezó a latir en cuanto entró.
Durante los últimos días había estado perfilando la idea de volver a los fogones profesionalmente,
pero era consciente de su larga ausencia del sector. Aunque su creatividad se mantenía intacta,
necesitaba actualizarse. Así que se presentó en la reputada escuela para pedir información sobre
los cursos que impartían.
Salió cabizbaja y decaída. Necesitaba mucho más dinero del que tenía ahorrado para poder
inscribirse en el curso que empezaba en septiembre. El importe que cobraba del paro tampoco le
ayudaría en su objetivo. Pensó en vender pasteles a un mayor número de cafeterías, pero después
de calcularlo, terminó con un bufido. Pensó en su hermano y en la posibilidad de pedirle un
préstamo. Él se ganaba bien la vida y, en otras ocasiones, ya le había echado una mano. Su estado
de ánimo mejoró al encontrar una posible solución a su problema monetario. Confiaba en que ese
curso le daría la oportunidad de dar rienda suelta a su creatividad, le permitiría conocer gente
interesante y salir de las cuatro paredes de un laboratorio. Volvería a encontrarse rodeada de
harina, chocolate, texturas, colores… La idea le entusiasmó hasta tal punto que dio media vuelta y
regresó a la escuela para añadir su nombre a la lista de espera. Había decidido que ya no le
importaba cómo afectaría aquella noticia a su madre.

Silbaba cuando entró en su casa. Durante unas horas se había olvidado de sus vecinos y ya no veía
la necesidad de atrancar la puerta con un zapatero. Se dejó caer en el sofá, se quitó las sandalias y
leyó los mensajes de su móvil. Sonrió. Clara pasaría a verla en un par de horas y la reacción de la
clientela de La Luna de Papel había sido excelente. La propietaria del local le pedía ir a visitarla
a la mañana siguiente para pactar las condiciones de su relación laboral. Ester dio un salto y un
grito de júbilo. «¡Esto marcha!». Corrió hasta el ordenador y lo conectó. Tenía que preparar un
listado de precios para sus creaciones.
La llegada de Clara cogió a Ester por sorpresa. Se había enfrascado en el cálculo de su tarifa y
se le había ido el santo al cielo. Para tomar el aire, salieron a pasear. Ester informó a su amiga de
su nuevo proyecto profesional y después de una hora de charla terminaron en una conocida
pizzería de la ciudad: había algo que celebrar.
Siempre les había gustado el aroma que percibían al entrar al restaurante, una mezcla de queso,
especias y cocción al horno. Les dio la bienvenida un sonriente camarero y la suave música
ambiental.
—Me gusta verte feliz y me alegra que hayas encontrado un objetivo en tu vida. Empezabas a
preocuparme con tu obsesión por tus vecinos —dijo Clara en cuanto el camarero les tomó nota del
pedido.
—Bueeeno. —Se rascó la nariz—. Esta mañana charlaba con mi hermano y… —esbozó una
sonrisa de triunfo— he deducido el misterioso objetivo de Joan: Jana y…, de alguna manera
intuyo que está relacionado con sus profesiones, pero… —Ester se encogió de hombros— aún no
sé cómo.
Clara abrió los ojos mientras apretaba los labios en un gesto de duda.
—Empresa de automatismos y sala de subastas… —Se encogió de hombros—. Una relación
normal. —Pero añadió—: Si tuvieras razón, Joan pudo instalar algún tipo de tecnología en la sala
de subastas donde trabaja Jana, y ella no le pagó.
—Ya pensé en ello y no tiene demasiado sentido. Si contratas a una empresa para un trabajo, lo
normal es que trates con el jefe, que le veas. —Ester torció el gesto—. ¿Y si no les relaciona la
sala de subastas, sino el local donde la cantante israelí tocará?
Clara arrugó el ceño.
—¿Cantante israelí? ¿Qué cantante…? —Abrió la boca—. ¡Ah, sí! ¡La cantante israelí! La que
Jana y su hermano nombraron…
Ester asintió.
—¿Y Joan se muda a Terrassa solo para conocer a una cantante? ¡Ni que fuera Ariana Grande!
El camarero les sirvió las dos pizzas y Ester le pidió mayonesa. En cuanto se la trajeron, la
espació por toda la superficie de su capricciosa. Clara meneó la cabeza. Siempre le había
fascinado sus peculiares gustos en la comida.
Ester, ajena a la mirada de su amiga, se había inclinado hacia su smartphone y daba golpecitos
en la pantalla.
—No recuerdo su nombre, pero si busco por cantante israelí quizás aparezca en internet —
Cortó un triángulo de su pizza—. ¡Ishtar! La cantante se llamaba Ishtar.
—Podrías comprobar si ya están publicadas las fechas de sus próximos conciertos —dijo
Clara mientras cortaba un trozo de pizza con tenedor y cuchillo.
—Umm, a ver… —Dobló el triángulo de pizza y le dio un gran mordisco—. Sí, empezará
pronto su gira por varios países, pero no cantará aquí.
—Puede que oyeras mal el nombre.
Ester meneó la cabeza sin apartar la vista de la pantalla del smartphone.
—Creo recordar que Ishtar significaba algo más. Veamos… Sí, mira, aquí.
Ester mostró a su amiga el enlace que había encontrado.
—Ishtar también fue una diosa babilónica. —Ambas mujeres intercambiaron una mirada—.
¿Sabes algo de Babilonia?
—¿No crees que nos estamos yendo por las ramas? ¿Ahora nos vamos hasta Babilonia? —
Clara hizo un gesto de desacuerdo pero respondió—. Está la canción de Boney M que había
sonado en casa de mis padres By the river of Babylon…; y luego está la historia bíblica de la
Torre de Babel.
—La que explica el origen de las distintas lenguas mundiales.
—Si lo recuerdo bien, según la Biblia, los babilonios construyeron una torre muy alta para
alcanzar el cielo, pero Dios se enfadó y les castigó haciéndoles hablar distintos idiomas. Al no
entenderse entre ellos, tuvieron que emigrar a otras partes de la Tierra. —Clara se encogió de
hombros—. Estamos hablando de la época posdiluviana.
Ester cortó otro triángulo de pizza, lo dobló y le dio un buen mordisco mientras, con su mano
libre, buscaba información sobre Babilonia a través de su smartphone.
—Aquí dice que la ciudad llegó a alcanzar los 180.000 habitantes, y para protegerla se levantó
a su alrededor un doble muro de noventa y seis kilómetros junto a un profundo foso lleno de agua
y… —puntualizó— para acceder a su interior, construyeron ocho puertas. A la principal se la
conocía como la Puerta de Ishtar.
Ester miró sorprendida a su amiga.
—¿En serio pensó el salido de Richi que yo caería rendida en sus brazos si me mostraba una
puerta antigua?
Una pareja que se estaba sentando en la mesa junto a la suya las miró.
—Pensaría que sería una original forma de ligar, pero —Clara había bajado su tono de voz
para evitar la curiosidad de la pareja— ¿qué interés podría tener una antigua puerta para alguien
como él?
—Para él no, pero ¿y para alguien metido en temas de antigüedades y subastas de arte?
—Como Jana.
Ester cortó otro triángulo de pizza y le dio un mordisco.
—Umm, ¡deliciosa! Veamos qué más encuentro en internet… Según los historiadores de la
época, en Babilonia los edificios eran espectaculares. Entre ellos, sobresalía Etemenanki el más
alto de la Tierra con noventa metros de altura, conocido por los hebreos como Torre de Babel. El
esplendor de la gran ciudad terminó en el año 539 a. C. al ser conquistada por los persas,
quemada y destruida por completo. Sus habitantes la abandonaron y, poco a poco, la arena del
desierto fue cubriendo las ruinas.
—¿Has tenido en cuenta que, si la ciudad fue abandonada y terminó en ruinas, la Puerta de
Ishtar también debió destruirse?
Ester hizo una mueca de disgusto.
—Tienes razón.
Clara dejó los cubiertos sobre su plato y le robó el móvil a su amiga. Deslizó el dedo por la
pantalla y dio golpecitos.
—Umm.
—¿Qué ocurre? —Ester se había inclinado sobre el teléfono.
—Un mensaje del grupo. Tere, Ramon y Oscar ya han llegado a casa de Jaume y Montse. Solo
faltamos nosotras.
—Responde tú misma. Diles que llegaremos en media hora.
Los dedos de Clara volaron sobre el smartphone de Ester.
—Ya está. Veamos…, aquí hay un enlace con una descripción de la ciudad por parte de
Heródoto.
—No creo que eso nos interese.
—Lo que tú digas, pero… —Clara levantó la mano—. Heródoto, el primer cronista de
Occidente e historiador griego del siglo V a. C., habló de una costumbre babilónica que calificó
como vergonzosa.
—A ver, lee. —Dio un trago a su cerveza.
—Parece ser que Babilonia pertenecía al dios Marduk, pero los babilonios también creían en
otras decenas de dioses. Entre ellos, la divinidad femenina de mayor importancia en el panteón
era Ishtar. Solían representarla mediante una estrella de ocho puntas o una mujer desnuda con las
manos en los pechos. Para los babilonios, tenía tres formas distintas de reinado divino: diosa de
la guerra (era la dama de las batallas y recibía cultos sanguinarios de sus devotos) y diosa de la
fertilidad y el amor (era la protectora de las prostitutas y de los amoríos extramaritales).
Llegó hasta sus oídos el estrepitoso ruido de unos vasos y una bandeja de metal al caer al
suelo. Se volvieron. Una camarera con el rostro bermellón estaba agachada ante la puerta de la
cocina. De pronto, una espontánea ovación llenó el restaurante.
—¡Qué patosa! —dijo Clara—. En fin, sigamos. Ahora viene lo interesante: según Heródoto,
toda mujer nacida en el país estaba obligada una vez en su vida a prostituirse en el templo de la
diosa Ishtar. Todas, sin excepción, tenían que hacer el amor con un extranjero. En el templo de la
diosa, se sentaba la mujer con una corona de flores en la cabeza. No volvería a su casa hasta que
un desconocido la eligiese y le arrojase una moneda a cambio de mantener relaciones sexuales
con ella. El dinero, por poco que fuera, se entregaba al Templo y se consideraba sagrado.
Las dos jóvenes intercambiaron una mirada de sorpresa.
—Vale, esa costumbre y el depravado de Richi suena a mezcla explosiva —dijo Ester—. Pero
yo oí a Jana asegurar a alguien por teléfono que en breve tendría a Ishtar en sus manos. Entonces,
si los hermanos no pertenecen a una secta imitadora de las costumbres babilónicas del templo de
Ishtar.
—… puede que Ishtar sea una estatua o un cuadro.
—… en todo caso, una reliquia antigua, única y de un valor incalculable. —Ester se mordió el
labio inferior—. Puede que Jana sea la intermediaria entre el vendedor y el comprador.
Las dos amigas se miraron con los ojos brillantes y la boca abierta. Levantaron sus copas de
cerveza y brindaron.
—Vale, tranquilicémonos —pidió Clara—. Alejémonos de la euforia y la excitación. —Se
tomó unos segundos antes de responder—. Podría entender que Jana esperase recibir una reliquia
babilónica al ser una especialista en antigüedades, pero es ilógico pensar que un simple mortal
como Joan también esté interesado en ella.
Ester cogió la última porción de pizza que le quedaba en el plato y la observó durante unos
segundos. Después, miró a su derecha y a su izquierda antes de inclinarse hacia adelante.
—A no ser… —dijo casi en un susurro— que quiera vengarse de Jana por algo y esté con Olga
para interceptar la entrega de Ishtar.
23

Caminaba en dirección a su casa distraída por los mensajes intercambiados con el grupo de
guitarra. En una mano sostenía su móvil y en la otra una bolsa con las frutas que había comprado.
Se sentía de buen humor. Su hermano había aceptado prestarle el dinero necesario para el curso de
repostería en la restauración.
Llegó ante un semáforo y levantó la nariz del móvil. Miró a su alrededor y se fijó en quienes la
rodeaban: madres que empujaban cochecitos con sus bebés, personas mayores con carros de la
compra, hombres de negocios o autónomos con el móvil en la mano… Ella se sentía distinta. Tenía
ideas, proyectos y una camiseta que había recogido en la tienda de estampación y que ella misma
había diseñado: un tubo de ensayo roto por el peso de una tarta. Sonrió orgullosa. Pertenecía al
grupo supremo de los creadores de arte, de los… dobló la esquina y chocó con una barriga. Ester
dio un brinco. El hombre era corpulento, vestía una sosa camiseta beige y su rostro se ocultaba
tras unas oscuras gafas de sol, unos cabellos largos hasta el hombro y una barba poblada. Durante
lo que le pareció un eterno segundo, la sujetó por los hombros. Al soltarla, le mostró una sonrisa
forzada y se disculpó. La joven reanudó su camino.
El extraño individuo anduvo varios metros delante de ella, hasta que se paró ante el escaparate
de una elegante boutique de ropa femenina. Al pasar junto a él, Ester giró la cabeza. Al instante, el
bello de todo su cuerpo se erizó. Sintió su inquietante mirada a través del reflejo del cristal.
Aceleró el paso. Se volvió. El hombre iba detrás de ella. Su corazón empezó a golpearle el pecho.
De vez en cuando volvía la cabeza para comprobar con terror que aquel hombre mantenía la
distancia a unos siete metros. Sudaba. No podía respirar. Le faltaba aire. Necesitaba huir. «No
puede agredirme aquí. Demasiada gente». Palideció. «¡El portal!». Sus manos buscaron con
ansiedad las llaves en el bolso.
Pasó junto a un grupo de personas que charlaban en la esquina más próxima a su casa. ¡Ahora!
Echó a correr sin volver la vista atrás.
Incapaz de esperar al ascensor, subió las escaleras corriendo. Llegó al primer rellano
jadeando. Sus pulmones necesitaban recobrar el aliento y se escondió en un rincón oscuro. Meneó
la cabeza. «¿En qué momento me he vuelto tan miedosa?», se preguntó. Entonces, un ruido resonó
en el interior del edificio. El miedo paralizó su cuerpo. La puerta del vestíbulo se había cerrado
de golpe. «¡Está dentro!».
Escuchó.
Silencio.
Miró por el hueco de las escaleras. Nadie. «Tranquila, solo es un vecino. El tipo está en la
calle». Los latidos de su corazón le golpeaban las sienes, pero el miedo la empujó a reanudar su
escapada.
Llegó a la segunda planta y aguzó el oído. Dio un suspiro. Nadie la esperaba. Cruzó el rellano
en dirección a su piso mientras sus pulmones le pedían aire a gritos. Maldijo su recién adquirida
facultad de idiotez. Se sentía avergonzada por su absurdo comportamiento como histérica
paranoica. La puerta del ascensor se abrió. Se volvió y la sangre se le heló. Su perseguidor salía
de su interior y se dirigía hacia ella con una indescriptible sonrisa en sus delgados labios. Lo miró
paralizada. No tenía escapatoria. Estaba acorralada. «Gritar, eso es, gritaré. Alguien me
escuchará». Entonces, la puerta contigua se abrió y sonó un grito agudo. Olga la miró con
curiosidad mientras se apartaba para dejar entrar al extraño individuo en su casa.
Ester lanzó la bolsa de deporte y la raqueta sobre el sofá. Se pasó la mano por la frente. Meneó la
cabeza. Se dirigió al balcón y abrió de par en par la puerta corredera. Quizás respirar aire le
borraría la sensación de monumental ridículo que sentía. Se apoyó en la barandilla. ¿Quién era
aquel tipo? Volvió la cabeza hacia el balcón del piso de Joan y Olga. ¿Estaría relacionado con el
misterioso proyecto de la pareja? Alargó el cuello y echó un vistazo al balcón contiguo. Estaba
desértico, pero se oía un lejano murmullo. Sus ojos brillaron. Entró en su piso y a los pocos
segundos reapareció con una escalera de tres peldaños. En un abrir y cerrar de ojos, Ester había
sorteado la mampara de cristal opaco que separaba las dos viviendas y se había plantado en el
balcón de sus vecinos. Se agachó. Dos metros de ancho de pared la protegían. Ningún transeúnte o
vecino parecía haberse fijado en ella. Respiró aliviada. Estaba a salvo, al menos, de momento.
Permaneció inmóvil hasta que oyó la voz de Olga. Provenía de la ventana situada sobre su
cabeza, la de la cocina. Con la espalda pegada a la rugosa pared, fue estirando las piernas hasta
que las palabras le llegaron con claridad.
—Tu parte —la voz del extraño invitado sonó ronca.
Ester escuchó el sonido de un papel o un sobre al doblarse.
—Dime, ¿por qué estoy aquí?
—Porque nuestra charla necesita de un lugar seguro —dijo Olga—. Los Ruiz celebrarán una
fiesta la Noche de San Juan y tenemos la lista de invitados. Entre algo más de cincuenta nombres,
aparece el de Oleg Bubka.
—¿El Sapo en una fiesta de los Ruiz?
Ester oyó un golpe seco. ¿Un puñetazo?
—¡Joder! ¡Puta casualidad!
Ester se sobresaltó y se agachó por instinto. Su corazón golpeaba con fuerza su pecho. Al
instante, se oyó un ¡psss! Olga pedía discreción. La joven volvió a levantarse.
—El seguimiento de Jana Ferrer me ha llevado en dos ocasiones hasta un chalet de Mataró. —
Pausa—. ¿Adivinas de quien es propiedad?
—El Coleccionista… —Chasquidos de boca—. ¿Qué coño hacen los Ruiz con esos dos?
—Ella vende arte y él lo colecciona.
—¿Y hace visitas a domicilio? —preguntó en tono irónico—. Investiga qué relación une a los
Ruiz con esos dos. No quiero sorpresas.
Se escucharon unos nuevos chasquidos con la boca.
—¿Cómo has obtenido la lista de invitados?
—Joan entró en el piso de los Ruiz.
—¿Será idiota…? —dio un bufido—. ¿Joan y tú estáis en la lista?
—No, y mejor que sea así. Si nos ve allí, habrá represalias. Por no hablar de que tendríamos
que advertir de su presencia al resto del grupo, y eso… tampoco nos conviene…
—¡Joder! Un paso en falso y la mierda nos tragará…, pero… —dijo esperanzado—. Oleg
desconoce que tenemos la lista de invitados, así que no nos puede acusar de no haberlo advertido.
Si en la fiesta te tropiezas con él, preparamos un encuentro en la playa, le atamos una piedra al
cuello y problema solucionado.
—¿Antes o después de ser liquidados por sus gorilas?
—Tienes razón, pero conocemos a alguien que cobra por hacer ese tipo de trabajos.
Siguieron unos segundos de silencio.
—¡Maldito el día que tropezamos con ese bastardo hijo de…! —exclamó Olga.
Alguien empezó a golpear rítmicamente la encimera de la cocina. Luego, se le unieron un par
de chasquidos con la lengua.
—Si recibes una invitación de los Ruiz, recházala. No podemos ir —la voz del hombre
transmitía cansancio.
—Estoy de acuerdo, pero ¿qué hacemos con Joan? Él fue quien me informó de la fiesta.
Además, posee la lista de invitados.
—Da igual. Joan no irá a la fiesta. Podrían reconocerle… Tenemos que deshacernos de la lista.
Nadie tiene que conocer su existencia. ¡Nadie!
—Castro —en la voz de Olga había preocupación—. Hay algo más…
—¡No me jodas!
—Nuestra tapadera podría estar al descubierto: alguien abrió una de mis cartas falsas.
Ester tragó saliva.
—¿Es que todo el mundo se ha conchabado contra nosotros? —su voz transmitió tal nivel de
agresividad que el corazón de Ester se aceleró—. ¿Tienes un nombre?
—Una sospecha, pero… créeme, lo solucionaré.
Se escuchó otro chasquido de lengua hasta que el sonido de una llave dentro de la cerradura
llegó hasta Ester.
—¿No dijiste que Joan volvía tarde? —preguntó Castro malhumorado.
Ester oyó el ruido de la puerta de entrada al cerrarse seguido del agradable sonido de la voz de
Joan a modo de saludo. Sin embargo, Joan se encontró con la ira del hombre al que Olga había
nombrado Castro.
—¿Cómo consiguió la lista de invitados? —le espetó.
—Tengo mis propios recursos —balbuceó Joan, incómodo.
Ester imaginó al hombre con gafas oscuras dibujando una sonrisa ladeada.
—Respuesta incorrecta. Repito, ¿cómo obtuvo la información?
Silencio.
—Registré el piso.
Volvieron a escucharse los golpecitos rítmicos sobre la encimera de la cocina.
—¿Forzó la entrada de la vivienda para husmear?
—No la forcé. Tenía las llaves.
—¿Es consciente de que ha puesto en peligro nuestro operativo?
—Estoy deseando que llegue el día de ajustar cuentas, de verle caer —la voz de Joan sonó con
tal frialdad que estremeció a Ester—. ¡Porque necesitábamos un empujón! No puedo esperar una
eternidad con los brazos cruzados esperando unos resultados que no llegan, mientras esos… —Se
tomó unos segundos para recobrar el equilibrio—. Nadie quedaba en el rellano y sabía que el piso
estaría vacío el fin de semana, así que vi la oportunidad y la aproveché.
Castro se tomó un momento antes de responder.
—Entiendo. Cree que puede hacerlo mejor que nosotros —su voz sonó demasiado calmada—.
¿Debo recordarle quién vino a nosotros para solicitar ayuda?
—Se equivoca, confío en ustedes, pero esto puede darnos un empujón.
—O un traspié… ¿Es consciente de que puede haber echado a perder nuestro trabajo? Una sola
denuncia por allanamiento y el operativo se va a la mierda.
—Pero no la han puesto —se apresuró a responder—. Además, el piso carece de cualquier
sistema de seguridad. ¡Pregunte a Olga!
Se intuía a la legua que Castro intentaba mantener una calma que no sentía.
—A ver si le queda claro… Puede abrir con llave una puerta, pero pueden quedar detectores
de apertura, de movimiento, control de encendido de luces o de cualquier aparato conectado a la
red eléctrica.
Se hizo un tenso silencio hasta que Castro volvió a hablar.
—Queda fuera.
—Usted no puede…, fui yo quien los llevé hasta ellos…
—¡Y quién puede estropearlo! ¿Debo recordarle con quien está usted hablando?
—He luchado para llegar hasta aquí, ahora no puede apartarme. Estamos muy cerca. Necesito
estar aquí. Deseo estar presente en la agonía de ese desecho humano.
Sus palabras sonaron tan cargadas de odio que Ester dio un respingo.
—¡Lárguese! Coja sus cosas y vuelva a la rutina de su vida. Y no se preocupe. Leerá la noticia
en los periódicos.
Tras un largo momento de tensión se oyeron unos pasos.
—¡Espere! —dijo Castro—. Elimine cualquier copia que aún conserve de la lista.
Sonaron varios pip. Luego, una puerta al abrirse seguido de un fuerte portazo. Ester se sentó en
el suelo. Temía que Castro acabara con su vida si la descubrieran escondida en el balcón.
—¿Sabes si Joan descubrió algo que nos fuera de utilidad? —preguntó el hombre en tono
sombrío.
—Nuestro objetivo no está en ese piso —afirmó Olga.
Silencio.
Ester fruncía el ceño. ¿En qué estaba involucrado Joan? ¿Robó las llaves de Jana para entrar en
su piso y registrarlo? Joan no halló el objetivo… ¿Se referían a una estatua de Ishtar? Sonó la
melodía de un teléfono móvil y la sacó de sus cavilaciones. Oyó los pasos de varias personas
alejándose de la ventana. Se deslizó con sigilo por el balcón hasta quedarse muy cerca de la
puerta acristalada que daba al salón. Por suerte, la tenían abierta y podría continuar escuchando la
conversación.
Protegida por la cortina de visillos, alargó el cuello y echó un vistazo al interior. Había
desaparecido el hombre moreno con gafas oscuras. En su lugar, había uno completamente calvo.
Aparentaba unos cuarenta años. Tenía un aire inteligente. Sin embargo, su afilada nariz, sus labios
delgados y unas oscuras ojeras rodeando unos ojos demasiado abiertos infundieron temor en Ester.
Se le antojó la expresión de un demente.
Sonó un teléfono móvil.
—Estoy con Olga Gallardo. Pondré el manos libres —informó Castro a modo de saludo—.
¡Decidme que tenéis algo!
—Tenemos noticias del mensajero que, según Joan, entregó un paquete a los Ruiz —dijo una
voz ronca de hombre.
El ruido del tubo de escape libre de una moto impidió a Ester oír parte de la conversación.
Agachada en el balcón y con el sol calentándole la piel, echó una ojeada al interior del salón.
Castro tenía apoyadas las manos sobre la mesa del comedor, mientras asentía repetidamente con la
cabeza.
—¿Qué entregó el mensajero a los Ruiz? —la voz de Castro sonaba calmada.
—Según la descripción del albarán —respondió el otro hombre a través de la línea telefónica
—, un duplicado en yeso de Ishtar. Pesaba unos 14 kg y medía 1,22x0,75 m.
Ester se sorprendió al oír por tercera vez en pocos días aquel nombre.
—¿Qué…?
Se oyó el claxon de un vehículo en la calle que impidió a Ester escuchar la pregunta de Castro.
Volvió a mirar hacia el interior del salón. Castro levantaba las cejas y miraba a su compañera,
quien le respondía con un movimiento negativo de cabeza.
—Richi Ferrer se llevó la diosa babilónica en una furgoneta hasta…
Otro claxon sonó en la calle.
—¿Qué has obtenido de la vigilancia de Eleuterio Ruiz?
—Ese hombre es un muermo —dijo la voz ronca—. Lo despidieron del hospital por su bajo
rendimiento y adaptabilidad a las normas de su nuevo jefe. Desde entonces, se pasa el día en la
farmacia. Es la típica farmacia de barrio de toda la vida, llena de jubilados con sus pastillitas y de
jóvenes madres con sus hijitos. En la zona es bien conocido y apreciado. Le ayuda una chica de
veintiún años con la que solo mantiene una relación laboral. Nada más. Lo que os dije: un
muermo.
—¿Visitas a amigos o a familiares? —preguntó Olga.
—Ninguna, al menos durante la vigilancia. El tiempo libre lo pasa en su casa o en su segunda
residencia de Sitges junto a su esposa.
Castro asentía con la cabeza, meditabundo.
—Olga, ¿Qué has averiguado de su esposa? —preguntó el jefe.
—Jana Ferrer es más activa que su marido. El fin de semana Eleuterio se quedó en el chalet de
Sitges y ella salió de copas con sus amigas; asistió tres días al gimnasio; el lunes y el jueves visitó
la Escuela de arte Roc Muntalà, en Barcelona. Enseñan pintura y manualidades. Estuvo cuatro
horas. Por la tarde, volví y sonsaqué a la recepcionista. Parece ser que Jana elegirá el trabajo de
dos de sus alumnos más aventajados para exponerlo en la galería.
—¿Algo más?
—He averiguado que en los últimos meses se han interpuesto un par de denuncias contra Jana
Ferrer por la compra de unos cuadros a particulares. Los vendedores consideran que la
transacción se cerró por un precio más bajo de lo esperado. Ninguna de las denuncias ha
prosperado.
Ester frunció el ceño. Olga había obviado la visita de Jana a Mataró.
Sonó otra vez un claxon en la calle.
—¿…?
—Ricardo Ferrer es el típico derrochador sin recursos —habló una segunda voz desconocida
hasta entonces y con un acento que Ester no supo reconocer—. Un pobre con deseos de rico: viste
ropa cara pero sus amigos tienen nombres como el Chotas, el Tatoo o el Químico. Se reúne con
ellos, todos los días en el bar Pringao, de Rubí. Pasan el rato bebiendo whisky y chupitos. Cada
día les invita a alguna ronda. Fuma dos paquetes de cigarrillos al día, juega semanalmente a lotos,
primitivas, los ciegos y a cuantas apuestas le ofrezcan. Sus gastos superan con creces los ingresos
provenientes de su trabajo en un almacén de material eléctrico. Por cierto, fue su hermana quien le
encontró el curro. Los fines de semana intenta ligar, sin conseguirlo, con las chicas más atractivas
de la disco. Fue despedido de su anterior trabajo en Girona por regalar demasiadas copas gratis.
Parece ser que era su forma de hacerse el simpático con las chicas.
Esta vez el claxon sonó con mayor insistencia y el corazón de Ester empezó a latir con fuerza.
Si aquel conductor irritado no dejaba de hacer ruido, Olga podría cerrar la ventana y quedarse sin
escuchar el resto de la conversación o, algo peor, podrían sacar la cabeza al balcón y descubrir
que les había estado espiando.
—Farmacia, hospital, vaporizadores.
—¿Algo más, Kosovo? —preguntó Castro.
«¿Kosovo? ¿Un acento de Europa del Este?», se preguntó Ester.
—Sí. Investigué las posesiones de los Ruiz y encontré algo curioso. Existe un abismo entre el
sistema de seguridad del chalet de Sitges y el piso de Terrassa. Bueno, de hecho, aquí no tienen
instalado ni un simple detector de incendios.
—Es cierto. No tienen ni una simple cadena de seguridad en la puerta —matizó Olga.
—Se han gastado una fortuna en proteger el chalet contra los cacos: dos cámaras de seguridad
enfocan la entrada al recinto, cámaras de videovigilancia en color y barreras de infrarrojos para
el jardín, puerta blindada de calidad y detectores en todas las ventanas. —Y añadió—: Todo
controlado por una empresa de seguridad.
—Interesante.
—Pero aún hay más, los propietarios de la urbanización han contratado un servicio de
vigilancia privada. Dos coches patrullan sus calles las 24 horas.
—Les habrá entrado pánico al ver que Los Fantasmas ocupan las portadas de los periódicos —
dijo Olga.
Ester oyó unas débiles risitas.
—Tanta vigilancia me escamó e hice unas llamadas —continuó Kosovo—. Obtuve la lista
oficial de las obras de arte que posee Jana y envié una copia por mail a Olga.
—Así es y ya he empezado a estudiarlas.
Kosovo continuó.
—Os apuesto una mariscada a que esa mujer guarda allí más de las declaradas. El gasto en
vigilancia no compensa el valor de los supuestos cuadros. Espero los planos del chalet y, en
cuanto los revise, os comento. Aunque sería más fácil colarnos en la fiesta que los Ruiz organizan
para la Noche de San Juan ¿Te has enterado de esto, Olga?
Olga se echó atrás como si hubiera recibido una descarga eléctrica y clavó su mirada llena de
terror en un Castro estupefacto.
—Bueno, no…
Castro la animó a hablar con un movimiento de mano.
—Pero ahora entiendo porque el martes condujo hasta Tarragona para entrevistarse con el
comercial de Tarraco Eventos y contrató un servicio de catering con camareros incluidos para la
noche del 23 de junio. Supongo que planea una fiesta para celebrar su santo. Nada que nos afecte a
nosotros.
—¿Podría ser que la elección del trabajo de los dos alumnos de la escuela de arte fuera para
exponerlo precisamente en esa fiesta? Según me contó un vecino del chalet de Sitges, el año
pasado Jana Ferrer y Eleuterio Ruiz organizaron una fiesta por todo lo alto a la que asistieron
aficionados al arte y todo indica que este año están preparando algo parecido.
—Si organiza una fiesta de arte habrá demasiados testigos para intentar algo —aseguró Castro
—. No iremos.
—Pienso que la reunión de un grupo de personas en un ambiente festivo y con un alto nivel de
alcohol en las venas ofrece una situación favorable para nosotros. Propongo que Olga y Joan se
aseguren de ser invitados —dijo la voz ronca al otro lado de la línea.
Olga dirigió la mirada hacia el cielo. Castro se limpió el sudor de la calva y de la nuca con un
pañuelo.
—Joan está fuera. Yo le sustituiré —dijo Castro malhumorado.
—Ferrer y Ruiz confían en ellos dos como pareja —dijo Kosovo—. Cualquier cambio
levantaría sospechas.
—Pienso lo mismo —dijo la voz ronca.
Castro observó el móvil con recelo y empezó a oírse el chasquido de su lengua. Olga apoyó la
mano sobre la de su compañero mientras le clavaba una mirada suplicante.
—Quiero a Joan lejos de Sitges. —Y añadió—: Nuestra tapadera podría quedar al descubierto
si fuera incapaz de mantener la sangre fría.
—Entonces utilicémosle solo para permitir tu acceso a la fiesta, y pasada una media hora que
busque una excusa para largarse —propuso Kosovo.
Castro levantó la vista hacia Olga y enarcó las cejas a modo de pregunta. Olga se encogió de
hombros.
—De acuerdo. Pero serán diez minutos. Luego se largará de allí. Yo seré presentado como el
hermano de Olga, efectuamos la vigilancia y localizamos el objetivo. Relinque y Kosovo os
quedáis aquí. Vuestra presencia no será necesaria.
Silencio.
—Mantenernos a cien kilómetros de distancia sería correr un riesgo innecesario. Existen
imprevistos que…
—El riesgo es bajo —la voz de Castro sonó tajante—. La ejecución se efectuará en otra
ocasión, sin tantos testigos. Además, los últimos asaltos han puesto en alerta a esos esnobs. La
presencia de un coche o furgoneta desconocidos podría levantar sospechas.
Se hizo un momentáneo silencio, roto por el tic nervioso de Castro. Intercambió una mirada con
su compañera mientras paseaba por el salón.
—Joan ser irá en cuanto llegue. Olga y yo localizamos el objetivo y salimos pitando. Relinque
y Kosovo esperaréis nuestras noticias desde la furgoneta a un kilómetro de distancia. Eso es todo.
El claxon de un coche hizo dar un brinco a Ester.
—De acuerdo, jefe —oyó decir a Kosovo antes de cortarse la comunicación.
Olga se sentó en una silla apoyando los antebrazos en las rodillas.
—Estamos jodidos.
—Lo sé.

En el balcón, Ester fruncía el ceño. Allí se cocía algo gordo, y Joan estaba plenamente
involucrado. Apoyada en la pared, levantó una mano para protegerse del sofocante sol. Meneó la
cabeza. Desde luego, era la última vez que hacía una locura semejante.
Sacudió la cabeza. No podía permitirse el lujo de sentir miedo en aquel momento. Olga y
Castro habían salido del piso y en poco menos de un minuto, llegarían a la calle. Si diera la
casualidad, y la ley de Murphy no solía equivocarse, que alzaran la vista descubrirían una intrusa
en el balcón de su piso. En aquella circunstancia, ni un búnker podría protegerla de la ira de esos
delincuentes. Tragó la escasa saliva que le quedaba en la boca. Tenía el tiempo justo para sentarse
en la barandilla y deslizarse hasta su protector hogar.
Se estaba sujetando en la barandilla cuando cometió el error de mirar hacia la calle. Por
primera vez en su vida, sintió vértigo. Empezó a temblar. Luego miró sus sudadas manos para
comprender que no soportarían su peso. Resbalaría y caería diez metros al vacío sin que nada
evitara el fuerte golpe contra el suelo. Sus huesos se romperían y su cráneo reventaría como una
sandía esparciendo sus sesos por la cuadriculada acera. Con un poco de suerte, moriría. Se echó
atrás como impulsada por un resorte y rebotó contra la pared sin dejar de pensar que morir
reventada o asesinada no entraba en sus planes de futuro. Tictac, tictac. El tiempo apremiaba y la
situación le exigía una solución inmediata. Levantó la vista al cielo, suplicante. Su cuerpo estaba
paralizado y su mente bloqueada. Por respuesta, recibió el suave soplo de brisa que acarició su
piel húmeda. Inspiró agradecida por aquella sensación que le permitió alejarse durante un breve
instante de sus preocupaciones. Se agachó ignorando el rasguño en la espalda provocado por el
roce con la rugosa pared. Alargó el brazo, abrió unos centímetros más la puerta corredera, apartó
las cortinas y entró gateando al salón de sus vecinos.
En el interior, la recibió un sofocante bochorno, aunque el acalorado cuerpo de Ester lo
percibió como una bocanada de aire fresco. Se quedó allí, de rodillas, jadeante. Su boca estaba
seca y su instinto le pedía huir, pero antes necesitaba reponer fuerzas. Se tomó unos segundos
antes de levantarse del suelo y dirigirse de puntillas a la puerta principal del piso. Tomó el pomo,
pero este no se movió. «¡Maldita sea! La han cerrado con llave». Se giró. Cerró los ojos para
evitar que el pánico la invadiera. La única vía para regresar a su casa era el balcón. Corrió a
asomarse al exterior, pero el miedo volvió a dibujarse en su rostro. La calle se había llenado de
transeúntes, de alegres niños y de vecinos asomados al balcón. Imposible saltar sin que alguien la
viera.
Descartadas las opciones más lógicas, Ester consideró alternativas menos ortodoxas, porque
de algo estaba segura: si la encontraban allí, no llamarían a la policía. Barajó la posibilidad de
hacer un boquete en la pared o en la puerta, de forzar la cerradura, incluso avisar a un cerrajero,
de llamar a Joan para que la rescatara, buscar un buen escondite y esperar paciente a que
regresaran, o…, sencillamente, buscar una copia de la llave. Era lo más sensato y menos ruidoso.
Regresó al recibidor y buscó con movimientos lentos entre su escaso mobiliario.
Sin rastro de la llave.
Apoyándose sobre las puntas de las sandalias, anduvo hasta la cocina, donde metió la nariz en
los botes de cerámica, en los cajones, en los armarios y bajo el fregadero con igual resultado.
Nada.
Sin rastro de la llave.
Lejos de desanimarse, Ester regresó al salón-comedor a grandes zancadas. Se situó en medio
de la estancia, de pie, con los brazos apoyados en la cintura y el ceño fruncido. Observó su
alrededor.
Debía reconocerlo. El interiorista había hecho un buen trabajo combinando a la perfección el
tono gris de las paredes con los muebles de madera oscura. Presidiendo el salón, el gran sofá. La
imagen de Joan sentado allí mismo cortando con ella, le dolía. Giró la cabeza y se fijó en la mesa
de centro con sobre de madera barnizada y en una bonita cajita de nogal. Se agachó y la abrió.
Solo contenía posavasos. Continuaba sin aparecer la dichosa llave.
Levantó los ojos y los posó en la librería que tenía delante. Sin hacer ruido, aunque sin tanto
sigilo, Ester se acercó a curiosear. Un pequeño equipo de música en un rincón y algunos libros de
arte y economía repartidos por el resto de las estanterías.
Demasiado impoluto. Echó en falta el toque familiar de unas revistas o unos papeles
desordenados. Por el contrario, según su criterio, le sobraba la única fotografía que había en la
habitación. Ester la cogió. Una pareja posaba sonriente ante el anfiteatro romano de Tarragona.
Ella vestía de blanco y su largo cabello rubio caía sobre los hombros. Se apoyaba en el torso de
un Joan con barba y elegantemente vestido de novio. Ester frunció el ceño. Se preguntaba si
cuando se sacaron aquella fotografía, Joan era consciente de que abrazaba a una mujer capaz de
liquidarlo si se inmiscuía demasiado en sus turbios asuntos. Ahora ella sabía que era
extremadamente peligrosa y una mala influencia para él. Dejó el marco donde lo había encontrado
con unos labios tan apretados que dibujaban una línea recta.
Giró sobre sus talones y al hacerlo, los ojos le brillaron maliciosamente. Junto a la mesa del
comedor se encontraba la cómoda mallorquina del siglo XVIII fabricada en madera de caoba y
marquetería que tanto entusiasmó a Jana durante la fiesta de bienvenida de Olga. Recordó estar a
punto de desmayarse al descubrir la identidad del supuesto marido de la anfitriona y su reacción
al apoyarse ligeramente en el feo mueble.
Sin prisas, pero saboreando el momento, Ester se acercó. Estaba sola, tenía la oportunidad y
nadie se enteraría. Sonrió. Sería su pequeña venganza. Levantó los glúteos y los apoyó en la
cómoda. Luego, arrastró el trasero hasta sentarse justo en medio de la antigualla. Flexionó las
rodillas y abrazó sus morenas piernas. Al mirar como sus sandalias descansaban sobre la madera
de caoba, sonrió ampliamente. Empezaba a sentirse algo mejor. Ya no le incomodaba estar en casa
ajena a escondidas del propietario. Al contrario, sentía revolotear unas mariposas en su estómago.
La posibilidad de fisgar libremente y con total impunidad la intimidad de unas personas de dudosa
respetabilidad, a sabiendas de estar cometiendo un delito, le emocionaba. Si de algo estaba segura
era de que nadie la denunciaría a la policía. Quizás la asesinaran, pero no la denunciarían. Sus
labios dibujaron una muesca de disgusto.
—¡Qué consuelo!
Se levantó de un salto. Tenía trabajo. Aprovecharía la oportunidad de averiguar cómo era su
rival y qué estaban planeando Joan y el grupo. Le sorprendió la frialdad de sus pensamientos
además de la absoluta ausencia de miedo.
Registró la cómoda y la librería con el mismo resultado que en la cocina o el recibidor. Nada,
ni llave ni papeles u objetos habituales. Los muebles eran solo eso, muebles… vacíos.
Salió al pasillo y entró en el cuarto de baño. Percibió la humedad y el aroma de una ducha
reciente, pero allí tampoco halló nada de interés salvo los productos típicos del aseo personal
tanto femenino como masculino.
Regresó al pasillo y se detuvo. Las paredes estaban pintadas del mismo color gris del salón
pero vacías, sin pinturas ni fotografías. Apartó la vista. Una puerta abierta unos metros más
adelante le esperaba. Recorrió todo el pasillo hasta llegar al dormitorio principal. Estaba como lo
recordaba, en penumbra. Encendió la luz que encontró junto a la puerta y entró. Era la primera vez
que lo veía iluminado, aunque no se sorprendió de encontrarlo pulcro y ordenado. Se acercó a la
cama y deslizó la mano bajo las almohadas. La pistola había desaparecido.
Echó un vistazo al interior del armario. Contenía solo ropa de mujer. A la izquierda: tejanos,
blusas y jerséis de manga corta. A la derecha: un par de conjuntos elegantes y caros. En la parte
baja, zapatos de tacón y sandalias nuevas compartían espacio junto a unas albarcas mallorquinas
muy gastadas. Se agachó. Olga era ordenada y meticulosa rayando el absurdo. Alineaba el calzado
de forma que las punteras se situaran a tres centímetros de la puerta del armario. Intentó esbozar
una sonrisa, pero su atención ya había cambiado de dueño. Una bolsa oscura de deporte
permanecía semi escondida bajo un grueso jersey de lana. Miró a su alrededor para confirmar que
se encontraba sola y alargó los brazos. Pesaba. Tuvo que arrastrarla ante ella. Abrió la larga
cremallera y observó su interior. Una toalla azul meticulosamente doblada cubría el contenido. Al
levantarla, sus ojos se abrieron como platos. Había unos pantalones elásticos, un jersey ligero,
unos extraños zapatos de suela flexible, unas anillas metálicas, una cuerda, una caja con
herramientas, unos guantes y un… pasamontañas. Todo en color negro.
Ester se apartó de golpe sin poder quitar la vista de la bolsa. Su corazón empezó a latir con
fuerza. «Quizás sea aficionada a la escalada», se dijo. Pero aquella suposición no le pareció muy
convincente. Las ideas se le amontonaban en la cabeza: vigilancia, infiltración, furgoneta
camuflada, pasamontañas, Joan… Se estremeció. Cuanto había visto u oído le planteaba
demasiadas preguntas, preguntas sin respuesta, por ahora. Su instinto le pedía salir corriendo de
allí, pero decidió dominarlo. Aún quedaban habitaciones por registrar. Se acercó a la bolsa con
cautela, ignorando el temblor de sus manos. Cerró la cremallera y la devolvió a su sitio.
Todavía le quedaban dos habitaciones por registrar. Entró en la más próxima. Al hacerlo, Ester
no pudo evitar una sonrisa. Aquel dormitorio no estaba tan ordenado. La cama estaba hecha, pero
habían dejado algunas arrugas en la sábana. Unos pantalones de hombre estaban tirados sobre la
silla. En la mesita de noche descansaban un libro y la segunda fotografía de la vivienda. Se acercó
a cogerla. Joan sonreía a la cámara. Le acompañaba una chica con su misma nariz y sus ojos
azules: Judit, su hermana. Decidió no registrar el dormitorio.
Deshizo sus pasos y miró la puerta de la tercera habitación. A diferencia de las demás, estaba
cerrada. Ladeó la cabeza. Entornó los ojos. Con sumo cuidado, movió el pomo y lo empujó
ligeramente.
Era un cuarto sencillo donde el elegante gusto del interiorista no había salpicado. Las paredes
aún mantenían el color blanco original oscurecido por los roces y el paso del tiempo. Un sofá
barato, una mesa de camping, una silla de director y un televisor de quince pulgadas transmitían
mayor uso que el impoluto salón-comedor. En el suelo, junto al sofá, descansaban unas revistas de
viajes, algunos libros de bolsillo y varios periódicos que servían de mesita al mando a distancia.
Nada mereció su atención.
Ester centró sus pesquisas en la mesa de camping habilitada como zona de trabajo. En una de
las esquinas había varias revistas de arte, catálogos de subastas y de museos. En el centro, un
ordenador portátil. «Joan lo utilizará para su trabajo, sea el que sea», se dijo.
Deslizó los dedos por el ordenador hasta que oyó el leve clic que le permitió levantar la tapa.
Estaba encendido. Movió el ratón y esperó. Hubiera esperado cualquier cosa, pero lo que
apareció en medio de la pantalla, le sorprendió: La imagen en color de un rellano con cuatro
viviendas. Se acercó al monitor y leyó el letrero colgado en la pared: «Planta 2». La chica abrió
los ojos como platos.
—¡Joder! —exclamó perpleja—. ¡Pero si es el mío!
Una cámara inmóvil enfocaba la segunda planta. Ester lo miraba con la boca abierta. Luego, se
sentó en la silla y descansó la espalda en su respaldo de lona. Paseó la mirada por el monitor
hasta detenerse en una carpeta del escritorio: «Vecinos». Clicó encima. Al momento aparecieron
varios documentos. Sus ojos se abrieron por la sorpresa. Cada uno se había grabado con la planta,
el piso y el nombre de su ocupante. Clicó sobre «Arxivo 2-1 Ester Soler Bach».
Ester Soler Bach (2.º 1.ª): 28 años. Soltera. Licenciada en Biología.
Ocupación actual: paro.
Ocupación anterior: Laboratorios Splinger (empresa farmacéutica). Despedida.
Situación familiar: padres, Anna Maria y Ernest, ama de casa y jubilado. Donaron un piso y una
casa a sus hijos. Propietarios de un apartamento en la playa de Begur (Girona).
Hermano: Enric. 33 años. Casado. Abogado. Socio del Bufete Soler & Molins.
Pareja: Jorge, con quien compartió piso durante seis meses.
Otros: Alérgica a la Fresa (shock anafiláctico).
Ester tragó saliva. Parpadeó varias veces y se pasó un mechón de cabello detrás de las orejas.
Se levantó de la silla y empezó a andar por la pequeña habitación. Volvió a sentarse y cerró aquel
documento. ¿Habría la misma información para cada uno de los vecinos? Dos nuevos clics y abrió
un archivo… y otro… y otro.
Sentía una mezcla de inquietud y curiosidad, pero le divirtió averiguar que definían a Adelaida
Mariño del 3.º 3.ª como mujer de gran verborrea. Tenía 52 años, había nacido en Vigo
(Pontevedra), estaba casada con un tornero y tenía un único hijo llamado Francesc, de 25 años.
Los del 4.º 2.ª eran una pareja de testigos de Jehová que los domingos predicaban sus creencias.
Al vecino del 1.º 3.ª le habían interpuesto varias denuncias por estafador y estaba pendiente de
cuatro juicios. Los del 1.º 1.ª eran unos conocidos y reputados ginecólogos en Terrassa. La hija
adolescente del 3.º 1.ª había sido detenida en varias ocasiones por dormir la mona en un banco de
la Rambla, aunque el asunto había quedado en papel mojado al ser su tío teniente de alcalde de la
ciudad. Ester sonrió. Empezaba a comprender la proliferación de programas televisivos
dedicados al cotilleo. El morbo, los secretos o las desgracias tenían algo que enganchaba.
Regresó al listado de documentos que contenía la carpeta. Se fijó en sus tamaños y en que solo
había un piso que tenía el privilegio de ocupar una carpeta propia. Había sido etiquetada como:
«2-4 Ferrer-Ruiz».
Ignoró el rugido de su hambriento estómago para centrar su atención en los archivos que
contenían. No le sorprendió comprobar que la información correspondía a Eleuterio Ruiz, Jana
Ferrer y Richi Ferrer.
Ester dio un soplido. Aquel expediente era sin duda el resultado de un plan de vigilancia
intensivo. Contenía fotografías de Eleuterio, Jana, Richi y de un hombre con cabello castaño claro.
También se incluía un listado con los nombres de sus amistades además de los invitados a la fiesta
de la Noche de San Juan. Si Joan había borrado su lista ante Castro, era de suponer que aquella
copia pertenecía a Olga. Echó un vistazo a los nombres. Levantó las cejas e hizo una mueca de
disgusto. No conocía a nadie. Buscó un papel donde anotarlos para investigarlos al llegar a casa,
pero no encontró ninguno. «La próxima vez que asalte una vivienda debería recordar llevarme el
móvil».
El expediente contenía también la relación de obras de arte que había enviado Kosovo y que
Jana Ferrer había comprado. Destacaban adquisiciones de artistas tan conocidos como Joan Miró,
Dalí, Picasso, Tàpies o Eduardo Chillida. Ester sonrió. Olga había añadido unas notas junto al
nombre de cada pintura. «¿Qué experta en antigüedades necesita apuntes como estos?».

- Tarrassó (gran calidad y empiezan a venderse bien).


- Litografía de Joan Miró Composición 38x38 (salida 550 €), Xarxa (salida
36 000 €).
- Figura enraizada dibujo a lápiz de Dalí (2000 € de salida).
- Rostro litografía de Pablo Picasso 32x25 cm (300 € de salida).
- Juan Uslé Borrando Azul (60 000 €).
- Manolo Valdés (valor seguro).
- Heraldo II Palazuelo (140 000 €).
- Rafael Durancamps Estudio de pintor (salida 18 000 €).
- Tàpies.
- Figura femenina tendida Pere Pruna: principal objetivo representación de
la figura humana, especialmente las mujeres que insinúan su belleza.
- Eduardo Chillida (4500 - 15 000 €).

El expediente contenía también otros datos de sus vecinos:


Juana Ferrer Moreno (Jana) (2.º 4.ª): 33 años. Cursó estudios de peluquería, inglés, pintura e
Historia del arte (Madrid).
Ocupación actual: tasadora en la sala de subastas Vidal Delgado (Barcelona).
Ocupación anterior: tasadora de compañía de seguros, ayudante del conservador del MNAC,
Galería de arte Raimon Antich, Rizos de Oro (peluquería).
Situación familiar: padre, Ángel Ferrer pescador de gambas y rape en Palamós. Muerto en
1995 de cáncer de pulmón. Madre, María Moreno, jubilada, anteriormente cocinera. Residencia
actual: calle Santa Bárbara, 105 en Palamós (Girona).
Hermano: Ricardo Ferrer Moreno (Richi) 32 años, soltero. Estudios: auxiliar de mecánica.
Ocupación actual: almacenero en Eléctrica Olazábal (Rubí).
Pareja: Eleuterio Ruiz. Tres años de matrimonio.
Otros: coleccionista de pintura contemporánea. Tratamientos estéticos de liposucción y
aumento de labios.

Eleuterio Ruiz. 55 años (3.º 4.ª): licenciado en Farmacia.


Ocupación actual: gerente farmacia Ruiz de Terrassa, adquirida en 1987.
Ocupación anterior: responsable de la farmacia del hospital de Égara en Terrassa durante 23
años. Fue despedido por David Verneda de 38 años, casado y con 2 hijos. Cobró una
indemnización de 75 000 euros.
Situación familiar: Padres: Consol y Salvador, jubilados. Viven en la casa familiar de
Sabadell, c/ Azcárate, 21.
Hermanos: Pere (mecánico), Josep (dentista), Lluís (logopeda), Jordi (contable) Francisco
(comercial) y Eulalia (ama de casa).
Pareja actual: Juana Ferrer, casados desde hace 3 años. Sin hijos.
Pareja anterior: Cristina Ribes, casados durante 20 años. Enviudó hace 8 años por
insuficiencia cardíaca.
Hobbies: maquetación.
Otros: Persona tranquila y carácter reservado. Único propietario del piso donde reside y de la
farmacia Ruiz. Comparte con Jana la propiedad de un chalet en Sitges (Barcelona). Sin deudas.

Ester paseó la mirada por la habitación y admitió que las cosas nunca eran lo que parecían.
Ella siempre había deducido por su aspecto que el bueno de Eleuterio era catedrático. Pero
también en eso se había equivocado.

Dos pisos más abajo, en la calle, una mujer de cabello dorado colocaba el tique del parquímetro
en un lugar visible de su coche. Tras colgarse el bolso del hombro, su rostro de pómulos altos y
barbilla alargada se giró a la derecha y a la izquierda antes de cruzar el asfalto. Consultó el reloj.
Tenía el tiempo justo para tomarse una ducha antes de su cita. Empujó la puerta de madera y
cristal, y entró en el portal.

Ester se pellizcaba el labio inferior mientras meditaba acerca de las piezas que componían aquel
rompecabezas. Admitía que aquel grupo quisiera robar una valiosa obra de arte. Pero ¿qué pintaba
en todo eso Joan? No era ningún entendido o coleccionista de arte, o al menos, así lo creía. Quizás
sus problemas económicos para rehabilitar su casa en Girona o tirar adelante con el negocio de
automatismos tuvieran algo que ver. Por otra parte, le preocupaba su visceral odio al asegurar al
grupo querer estar presente en la agonía de ese desecho humano sin escrúpulos. «¿Se habría
referido a Jana?» Ester abrió la boca. Había caído en la cuenta de que solo agonizan quienes están
a punto de morir. ¡Planeaban un asesinato!

Ajena a la intrusa que se había colado en su piso, Olga Gallardo entró en el ascensor del edificio.
Ester notó la boca seca. Un asesinato era algo mucho más serio. Nadie tenía derecho a quitar la
vida a otra persona, por mucho que la odiase. Tendría que dar cuenta a la policía, o bien sería
cómplice de la muerte de otro ser humano.
Se frotó el rostro con las manos en un vano intento por disminuir el cansancio provocado por el
calor, el estrés y la hipoglucemia que empezaba a marearla. Solo la mantenía allí su determinación
por descubrir quién era el blanco de todo el odio que sentía Joan y qué lo detonó. Deslizó el dedo
por el trackpad y abrió otro documento con un doble clic. Lo examinaba cuando un movimiento en
la imagen de la pantalla captó su atención. Una mujer rubia salía del ascensor de la segunda
planta. La robusta practicante de taekwondo regresaba a casa. El pánico se apoderó de Ester.
Tenía que salir de allí o tendría un serio problema. Olga la mataría sin pestañear y unas semanas
más tarde unos excursionistas encontrarían su cadáver en medio del bosque en avanzado estado de
descomposición.
Había cometido el grave error de bajar la guardia y olvidar dónde se encontraba. Debía salir
de allí cuanto antes, pero el miedo la había paralizado. De pronto, dio un respingo. Habían
introducido una llave en el bombín.
«¡Vamos, Ester, reacciona!», se espoleó. Tenía que salir de allí. ¡Ya! Su respiración se aceleró.
Su corazón también. Sin apartar la mirada de la cámara, empezó a cerrar los archivos que había
abierto y bajó la tapa del portátil.
Se oyó el inequívoco clic de la puerta. Olga había entrado en la vivienda y cerraba la puerta
tras ella. Se quitó los zapatos. Gimió de placer al tocar el suelo con los pies desnudos. Aún sin
calzado, sus pasos sonaron fuertes por el pasillo. Luego, de repente, se paró ante el dormitorio de
Joan, consultó su reloj y empezó a despojarse de sus ropas.
Ester se escondía tras la puerta de la habitación de Joan. El sudor la empapaba. Olga se
encontraba a medio metro de ella. El corazón le golpeaba con violencia el pecho. Rezó para que
su agitada respiración no la delatase. Levantó los ojos suplicantes. Olga estaba demasiado cerca
de ella. Pero, de pronto, la oyó alejarse. Dejó ir un contenido soplido y se apoyó en la pared. No
la había descubierto. Sin perder tiempo, asomó la cabeza al pasillo. No vio a nadie, pero oyó el
agua golpear el plato de la ducha. Olga estaba en el cuarto de baño y su graznido destrozaba I've
got you under my skin, la bonita canción de Frank Sinatra. Sin desperdiciar la oportunidad, Ester
se encaminó como alma que lleva el diablo hacia la puerta de entrada. Pero a un solo paso de la
libertad, se detuvo. Se giró y regresó sobre sus pasos.

A Olga le gustaba cantar mientras se duchaba. Era su forma de relajarse y quitarse los problemas
del trabajo antes de sumergirse en su vida privada. Salió del aseo envuelta en una toalla. El piso
estaba silencioso excepto por su tarareo de Under my skin. Entró en su dormitorio animada con la
idea de la cena romántica y lo que viniera después. Abrió el armario con la intención de escoger
un seductor vestido y unos zapatos de infarto, pero, de pronto, enmudeció.
Alzó la mano. Apoyó un dedo sobre una de las perchas y la movió unos centímetros hacia la
izquierda. Su rostro adoptó una expresión de desconcierto.
Bajó la vista hacia sus zapatos antes de arrodillarse. Los observó con detenimiento. Uno de
ellos no tenía la puntera alineada como el resto. Además, pisaba ligeramente el tejido de su bolsa
de deporte. Se levantó rápido y metió la mano en su bolso.
Sacó una pistola, quitó el seguro y la cargó. Sujetó el arma con firmeza ante ella. Inclinada
hacia adelante y con las piernas algo flexionadas, registró la habitación. Salió al pasillo. Lo
recorrió con pasos cortos aunque rápidos. Abrió la puerta del segundo dormitorio. Nadie. Entró
en el pequeño. Nadie. Deshizo sus pasos hasta entrar en el aseo y en la cocina con igual resultado.
Bajó el arma y la aseguró.
De pie en el centro del salón, Olga se preguntaba por una posible vía de entrada y salida de
aquel piso. Se volvió hacia la puerta principal. Se acercó, la abrió y, mientras escondía la pistola
detrás de sí, examinó la cerradura. La ausencia de arañazos, golpes o roturas le llevaron a pensar
que no había sido forzada. Aun así, pasó la mano por el marco antes de cerrar la puerta en
silencio.
Entró en el piso con el ceño fruncido. Aquellos detalles sin importancia para otros, a ella la
mantenían en alerta. Le embargaba una desagradable sensación de pérdida de control. Cruzó el
salón comedor para volver a guardar el arma, pero antes de salir de la estancia, se paró.
Retrocedió varios pasos hasta alinearse con el balcón. Se quedó un instante observándolo. Salió
por la puerta de cristal. La recibieron los brillantes rayos de sol y una ligera brisa. Se apoyó en la
barandilla y bajó la vista hacia la calle. Luego hacia el cristal de separación con el piso contiguo.
Alargó la cabeza y echó un vistazo al balcón de Ester Soler. Junto al cristal divisorio vio una
escalera de cocina. La observó con atención. Estaba limpia como si llevara menos de un día en la
intemperie. Frunció el ceño.
Una punzada le atravesó la espalda. Regresó al interior de la vivienda y corrió hacia la
habitación más pequeña. Rodeó la mesa de camping. Dejó la pistola a un lado mientras levantaba
la pantalla del portátil. De pronto, los músculos de su cuello se habían tensado. La grabación de
las imágenes del rellano se había interrumpido. Clicó y buscó la última imagen. La cámara había
continuado grabando durante unos tres minutos después de que ella entrara en el piso. Luego, nada.
Apretó los puños con fuerza. Se preguntaba si aquello había sido resultado de un fallo del equipo
o de una mano interesada en detener la grabación.
24

El termómetro en el salón de Ester marcaba los treinta y tres grados. Había contactado con el
servicio técnico para que repararan el equipo de climatización, pero debía esperar tres o cuatros
días. Estirada en su mullido sofá se había dejado llevar por el calor y el bochorno. En una mano,
sostenía sin apenas fuerza el mando a distancia del televisor, que en aquel momento de la tarde se
le antojaba el mejor invento de la historia moderna. Con la otra, movía el Science a modo de
abanico para intentar mitigar el sofocante calor que las ventanas abiertas no conseguían suavizar.
Había aplazado hasta la noche el conectar el horno y cocinar unos pasteles para la cafetería La
Luna de Papel que debía entregar a la mañana siguiente. De pronto, pareció recobrar la energía.
Clara era la solución.
Ester metió las dos masas de bizcocho en el horno de Clara. Cerró la puerta de la cocina y se
sentó en el sofá del salón. Su aire acondicionado funcionaba y disponía de casi una hora antes de
que su amiga se hubiera arreglado para ir al cine. Tiempo suficiente. Encendió el televisor y pasó
los canales de uno en uno hasta que la curiosidad le obligó a quedarse en uno.
—¡Uff! No me apetece usar el secador. —Clara se le acercó mientras se quitaba la toalla de la
cabeza.
Ester le pidió con grandes espavientos que se sentara junto a ella.
—Hablan sobre el asesinato del empresario y su esposa.
—¡Ah, sí Fermín Escobar! La sobrina de mi tío Antonio trabajaba con él en la Inmobiliaria
Arcoíris. Según parece, tenía muy mal carácter.
La recién llegada se acercó al sofá y se dejó caer en él. Se limitó a guardar silencio y a seguir
la entrevista. En la pantalla, dos hombres mantenían una conversación separados por una amplia
mesa.
Víctor Campo, conocido periodista de sucesos, miraba al presentador del programa mientras le
explicaba cuanto sabía acerca de los autores del asesinato del empresario.
—… grupos de ladrones entran de madrugada en chalets de zonas residenciales mientras los
propietarios aún duermen —explicaba—. Les roban desde televisores de plasma hasta joyas,
dinero o incluso algún coche. —Movía los dedos al ritmo de su voz—. Los grupos más violentos
despiertan e intimidan a los propietarios para exigirles la apertura de una supuesta caja fuerte que,
en la mayoría de los casos, no existe.
Le acompañaba Emilio Peña, el presentador del programa más visto de la tarde Cuéntame tu
secreto.
—Entonces, ¿quizás asocien vivir en una casa con tener dinero?
—Eso es debido a que son foráneos. —Hizo una pausa—. Son exagentes de las fuerzas
especiales de algún país del este, principalmente albanokosovares. Están altamente cualificados,
pero son muy peligrosos.
Emilio había transformado su habitual expresión de superficialidad por una exagerada
expresión de sumo interés en el caso.
—Entonces, ¿en qué se diferencian de la banda que asesinó a Fermín Escobar y a Montse
Amat?
—Hasta hace unos días, en casi todo. —Se tomó unos segundos—. Para empezar, escogen a sus
víctimas entre los propietarios de lujosos chalets o pisos de alto standing de grandes ciudades.
El presentador movió la cabeza mientras apretaba teatralmente los labios.
—Increíble —murmuró—. Entonces ¿podemos pensar que son españoles? —dijo, al fin.
—Seguramente. —Y añadió—: Burlan los más sofisticados sistemas de alarma con gran
facilidad para conseguir importantes obras de arte ya sean en pintura, escultura, grabado e incluso
—sonrió— un sarcófago entero. Pero jamás hasta ahora habían usado la violencia.
Emilio asentía mientras esperaba la siguiente pregunta por el pinganillo que llevaba puesto en
el oído.
—Entonces, ¿es posible que hayan fichado a un nuevo miembro, tal vez… a un albanokosovar?
El invitado, sonrió.
—Eso será una conjetura hasta que la policía los detenga. —De nuevo recobró la seriedad—.
De momento, si observamos las únicas imágenes existentes de Los Fantasmas vemos a tres
personas encapuchadas vestidas de negro entrando en casa de Escobar. Si añadimos al conductor
que les suele esperar fuera con una furgoneta, sumamos cuatro. Siempre se ha sospechado que esta
banda estaba formada por tres miembros. De ahí que la policía sospeche de la esporádica
colaboración de un sicario.
Antes de continuar la entrevista, el presentador bajó la mirada hacia su mesa. A través del leve
silencio que se produjo, quiso dar relevancia al último comentario. Luego, elevó las cejas y miró
al techo mientras comentaba:
—Da miedo pensar que estás a merced de un asesino a sueldo que pasea con total tranquilidad
por tu propia casa.
Campo bebió un sorbo de agua antes de responder.
—No solo eso, sino que pueden convivir con nosotros sicarios camuflados bajo una máscara
de simpatía y amabilidad. Por un lado, ayudan a cruzar la calle a una indefensa abuelita; por otro,
son capaces de asesinar a sangre fría a cambio de dinero. Estas personas carecen de
remordimientos.
El entrevistador asintió, pensativo.
—Antes, cuando les has mencionado, lo has hecho con las palabras Los Fantasmas. ¿Es así
cómo se les llama? —Apoyó el codo sobre la mesa y se inclinó hacia delante.
—Se les conoce así desde hace unos diez años en círculos policiales. —Sus manos seguían
gesticulando—. Su primer robo conocido fue el sarcófago de Apolo. Como su nombre indica, es
un sarcófago —rio—, pero de una antigüedad de más de 1800 años. Es de mármol blanco y tiene
unas dimensiones importantes: más de dos metros de largo. Aun así, fue robado del Museo
Diocesano de Tarragona durante la noche. Sin testigos, sin pistas y sin imágenes de las cámaras, la
captura de los ladrones o la recuperación de la pieza fue imposible. Simplemente, desapareció.
—¡Uau! —exclamó Emilio visiblemente sorprendido—. ¡Parece increíble! —Bebió agua de su
vaso mientras recobraba la compostura que, por un momento, había perdido.
—¿Actualmente, qué pistas sigue la policía? —Su expresión volvía a ser de seriedad.
—Han encontrado la posible furgoneta negra usada en el asalto, abandonada en un polígono
industrial de las afueras de Cornellá de Llobregat. En estos momentos, un equipo de la policía
científica la está examinando por si hallan alguna pista que los lleve hasta el grupo criminal,
aunque intuyo que no hallarán nada, como siempre.
—Estas son las ocasiones en las que me alegro de ser del montón —dijo Clara.
Ester se volvió hacia su amiga.
—Es increíble cómo han esquivado a la policía durante diez años… —Ester apagó el televisor
con el mando a distancia.
—Se esconderán muy bien. En las películas, los ladrones de guante blanco siempre tienen otro
trabajo como tapadera. Suelen estar relacionados con el mundo del arte: un pintor desconocido, un
galerista o un guapo coleccionista como Pierce Brosnan.
—Umm. Me imagino que los ladrones profesionales pasarán varios días vigilando las rutinas
de sus víctimas, permanecerán cerca puede que incluso interactúen con ellos o intenten acceder a
una fiesta privada de arte. —Sus ojos brillaban por la excitación—. ¿Y si Olga y Joan fueran
miembros de la banda de ladrones más buscada del momento?
25

La venta de una fotografía a una agencia de publicidad fue la excusa perfecta para un encuentro
sorpresa del club Aficionados a la Fotografía. Ester Soler esperaba a sus amigos sentada bajo una
gran sombrilla y junto a cuatro sillas vacías. Las restantes mesas de la terraza estaban ocupadas
por empleados cansados de estar encerrados entre cuatro paredes o por jóvenes madres que se
escondían del sol mientras sus incansables hijos correteaban por la plaza y la llenaban de voces.
Un joven camarero latinoamericano le sirvió el café con hielo que había pedido. Dio un par de
sorbos antes de conectarse a Instagram y recibir varios mensajes de Whatsapp. Empezaba una
conversación escrita entre varios amigos y conocidos a través del móvil cuando vio de reojo a
dos mujeres que cruzaban la plaza y se acercaban directamente hacia su posición. Sin alzar la
vista de la pantalla, levantó una mano y se deshizo el recogido de su cabello en un vano intento
por ocultar su rostro.
—Hola, Ester, vamos a hacerte compañía —dijo Jana Ferrer mientras se sentaba en una de las
sillas vacías—. No te preocupes… —movió la mano—, solo será un momento. Bonito vestido.
Ester, desconcertada, se alisó el vestido de tirantes y alegres colores.
—Adelante, sentaos…, no os cortéis… —consiguió decir.
Pero para entonces, Olga ya ocupaba una de las sillas y buscaba al camarero con la mirada.
Jana se quitó la chaqueta del traje beige que vestía y se quedó con una camiseta blanca. De pronto,
un intenso aroma de perfume caro las rodeó.
Ester cruzó las piernas, se pasó un mechón de cabello tras la oreja y miró fugazmente a Olga.
Parecía relajada. Se fijó en sus brazos atléticos y, al momento, notó su boca seca.
Empezó a darle vueltas al móvil hasta que lo dejó sobre la mesa, apoyó los antebrazos en su
asiento y esperó.
Por suerte, alguien inició una trivial conversación con el socorrido tema del tiempo. «¡Qué
bochorno!». «Prefiero el invierno al verano». «El aire acondicionado no para cuando estamos en
casa».
El camarero se acercó al grupo con una bandeja vacía y un bloc de notas. Tras escribir en
ilegible taquigrafía «Dos cafés con hielo», dio media vuelta y desapareció.
El silencio rodeó a las tres mujeres quienes eludían la mirada de las otras. Ester se fijó en una
revista que había ante Olga y sobre la mesa. La fotografía de un mueble antiguo ocupaba su
portada.
—Desconocía que vendieran revistas de antigüedades.
Olga levantó las cejas y torció los labios.
—Te aseguro que editan revistas mucho más raras que esta. —Y añadió—: Es un catálogo con
los lotes que saldrán a subasta esta tarde. —Posó la mirada en Jana—. Asistiré como observadora
de los verdaderos profesionales.
—¿Vais a una subasta? —Ester se había vuelto hacia Jana—. Creía que solo eras tasadora.
La mujer morena echó su largo cabello hacia atrás.
—Ser tasadora es solo un recurso más. Si quieres hacer negocios en este mundillo, tus
conocimientos y networking deben ser amplios.
Jana se inclinó para coger un cigarrillo. Lo encendió y levantó la barbilla para echar lejos el
humo. Olga escuchaba en silencio mientras parecía buscar algo entre las páginas del catálogo.
—Y hoy pujaré por un precioso cuadro de Mir —dijo Jana.
—Vaya…, ¿qué probabilidad hay de encontrar a dos amantes del arte en el mismo rellano…?
—dio un sorbo de café mientras observaba a las dos mujeres por encima de la taza.
Olga le dedicó una breve mirada, pero no dijo nada. Solo estiró los brazos para mostrarle la
fotografía de un mueble del catálogo. Se preguntó si aquello sería una desesperada estrategia de
Olga para cambiar de tema. Cogió el catálogo que le tendían y leyó la descripción adjunta a la
fotografía: «Consola Luis XVI realizada en madera de caoba con aplicaciones de bronce dorado».
Le seguía su precio: 50 000 euros. Ester las miró perpleja, pero las dos mujeres no parecían estar
impresionadas.
—Precioso, ¿verdad?
—Su precio es algo… —Ester carraspeó y devolvió el catálogo— elevado. Desde luego, el
arte está vetado para la mayoría de los mortales.
Jana la obsequió con una encantadora sonrisa. Echó atrás la cabeza y rio.
—Las buenas litografías o ciertas pinturas alcanzan precios astronómicos, como la venta de un
Greco por un millón trescientos mil euros.
Ester no pudo reprimir un silbido.
—Aunque existen óleos bastante interesantes por seis o siete mil euros o litografías firmadas
por el autor por quinientos. —Levantó su mano enjoyada—. Como ves, el arte puede ser asequible
a cualquiera.
Ester se inclinó hacia adelante.
—Siento curiosidad. ¿Por qué objeto has pujado más alto?
La escultural morena dio una calada a su cigarrillo antes de responder.
—He pujado para clientes de Vidal Delgado por objetos muy variados. —Se observó los
dedos que sostenían el cigarrillo—. Una pluma estilográfica por la que se pagó 6000 euros. —Dio
otra calada mientras esperaba divertida la reacción de sus compañeras y se reclinó en la silla—.
Lo merecía. Era un ejemplar muy buscado en el mercado europeo. —Jugueteó con una uña—.
Podría hablarte de un juego de ajedrez con figuras de personajes orientales en marfil tallado, así
como joyas, esculturas, mobiliario, candelabros e incluso unos soldaditos de plomo muy antiguos.
—Dejó caer la ceniza en el cenicero y recibió con una sonrisa el café que le trajo el camarero—.
Recuerdo especialmente aquellos soldaditos. Su tasación fue dificultosa al carecer de la
documentación necesaria, pero puedo asegurarte que el precio de salida fue elevado para el
público en general. —Su rostro se iluminó—. Competí con dos pujadores muy interesados que
incrementaron el precio final más de lo esperado, pero nunca se me escapa la presa… —Una
amplia sonrisa de orgullo le iluminó su bello rostro—. Sin embargo, a pesar de haber pagado una
fortuna por ellos, en cuanto los entregamos a nuestro cliente, los regaló a su hijo: un mocoso de tan
solo tres años, quien los rascó, tiró y golpeó destrozándolos ¡en cinco minutos! —Hizo un gesto
desaprobatorio.
—Una pelota habría bastado. —Olga se encogió de hombros mientras vaciaba el sobre de
azúcar en el café.
Ester dio el último sorbo a su aguada bebida antes de observar:
—Supongamos que me sobra el dinero e invierto una fortuna en un cuadro. ¿Lo llevo a casa y
lo mantengo a la vista, aunque con miedo a un posible robo, o lo encierro en la caja de seguridad
de un banco?
Jana rio.
—¿Y privarte del placer de observar tu adquisición? —Jana negó con la cabeza—. Colgarías
el cuadro en tu salón, pero instalarías un buen sistema de alarma.
Olga vertió el humeante café sobre los cubitos de hielo de su copa.
—Cualquier buen sistema de alarma puede ser burlado por ladrones profesionales con más o
menos rapidez. Los ladrones que robaron en el museo o en casa de Fermín Escobar son un buen
ejemplo de ello.
Ester se sorprendió al oírle calificar de profesionales a aquellos peligrosos delincuentes.
Invadieron la privacidad de una familia y asesinaron a unos seres humanos por unos simples
cuadros. ¿Quién en su sano juicio los llamaría así? Serían cualquier cosa excepto profesionales.
—Con alarma o sin ella, ¿qué pintura vale más que la vida de una persona? —preguntó con el
ceño fruncido.
—Los amantes del arte no asesinan por un cuadro. Lo ocurrido a Escobar y a su esposa es más
propio de un ajuste de cuentas que de un robo. —Convino Jana mientras apagaba el cigarrillo
aplastándolo contra el cenicero.
Ester comprobó la hora en su móvil. Preferiría estar con sus amigos, pero ya que llegaban dos
minutos tarde, aprovecharía para obtener información de una experta en compraventa de objetos
de arte.
—Y ahora, ¿qué harán Los Fantasmas con los cuadros robados, los venderán o los subastarán?
Jana se arrellanó en la silla.
—Vender un cuadro de gran valor sin un comprador previo, es un error. —Hizo una pausa antes
de continuar—: En cuanto existe una denuncia por la sustracción de una obra de arte, las fuerzas
de seguridad, los galeristas y las salas de subastas recibimos de la policía y la Interpol fotografías
y documentación relacionada con ella. Antes de sacar a subasta un objeto, identificamos al antiguo
propietario, comprobamos que sea un original y que no ha sido robado.
—Entonces, ya los habrán vendido en el mercado negro.
—Si las obras de arte son demasiado conocidas, quizás tampoco puedan ponerlas en el
mercado negro. —Jana encendió otro cigarrillo.
Esta vez fue Olga quien hizo un comentario.
—Lo habitual en estos casos es un robo por encargo. —Y añadió cuando vio que las dos
mujeres la miraban—: Según comentaron en las noticias.
Levantó la copa de café.
—Quizás puedas encontrarte con obras robadas y poco conocidas en algún mercadillo. —Dio
un sorbo a su bebida—. Las importantes son aseguradas por sus propietarios. No sería ninguna
tontería pensar que estos ladrones pretendan exigir un rescate por los cuadros robados.
Ester asintió, pensativa.
—¡Vaya! Sí que entiendes de robos de cuadros.
Olga la miró durante unos segundos antes de responder con calma.
—Como te dije, sigo las noticias.
Ester se volvió hacia Jana y se recogió el cabello.
—¡Que bochorno! —comentó mientras se abanicaba con la mano—. Si seguimos con esta
humedad ambiental, lo único que coleccionaremos serán sapos.
Por un momento creyó leer desconcierto e ira en los ojos de Olga y esperó un fuerte derechazo
de taekwondista sobre su nariz, pero su vecina se limitó a mantener el rostro inexpresivo. ¡Toma
indirecta! Se dijo disfrutando del momento.
—¿Las casas de subastas también sois víctimas de estos robos? —le preguntó a Jana
—Mucho menos de lo que pudieras pensar. La mayoría de los robos se producen a particulares o
en castillos.
«¿Castillos?». Todo aquello le pareció muy alejado de su sencilla vida de técnica de
laboratorio. Sus ojos brillaban. Apartó la taza de café que quedaba entre ella y Jana.
—Así que podríamos decir que Los Fantasmas han robado unos cuadros de gran valor por
encargo de algún coleccionista tacaño que no desea pagar una gran suma por ellos.
Jana rio.
—Posiblemente.
—Y si esos ladrones son capaces de distinguir una copia de un original, entonces deben ser
también unos expertos en arte.
—Quizás.
Ester se echó hacia atrás, pensativa.
—Me pregunto dónde se esconderán y cómo serán. —Se volvió hacia Olga—. Igual viven en el
piso junto al nuestro y lo ignoramos… —Pasó la mirada de Olga a Jana—. ¿Alguna de vosotras
tiene un pasamontañas negro y ropa oscura?
Jana se echó a reír mientras Olga permanecía con una fría expresión en el rostro.
—Me alegro de teneros como vecinos. —Ester se volvió hacia Olga con una sonrisa de
suficiencia—. Al menos no sois ni okupas ni los ladrones más buscados del momento…
Hubo un tenso silencio que finalmente, Olga rompió.
—Por cierto —entrecerró los ojos—, ¿habéis tenido problemas con el correo últimamente? Se
me ha perdido alguna carta.
Ester no esperaba aquel comentario y reaccionó con perplejidad, aunque intentó disimularlo.
Tragó saliva y bajó la mirada con la excusa de deslizar su móvil dentro del bolso. Olga sonreía y,
al hacerlo, mostró sus afilados colmillos.
—Pásate al correo digital —dijo Jana—. ¡Estamos en el siglo XXI!
Una pareja se acercó al grupo y saludó a Ester.
—Es hora de irnos… —dijo Jana mientras se levantaba de la silla y dejaba un billete de diez
euros sobre la mesa—. Yo invito.

Celebraban la venta de la fotografía de su amigo Roger a una conocida agencia de publicidad. El


cuerpo de Ester se encontraba sentado en una silla, pero su mente no podía mantener la atención.
Sin poder evitarlo, le venían fragmentos de su conversación con Olga y Jana, pensaba en la
probabilidad de estar viviendo junto a unos peligrosos delincuentes y en la advertencia de su
hermano: eres el único nexo entre las dos vidas de Joan. Sentía la cabeza a punto de explotar así
que se disculpó y se acercó a los aseos. Necesitaba calmarse, pero optó por llamar a su madre.
—¿Qué sabes del propietario del piso junto al mío? —le preguntó después de un breve saludo.
—¡Qué cotilla te has vuelto! —Pero Anna Maria se tomó un momento para pensar—. ¿El
abuelo? Pobrecito, murió hace unos años. Era muy mayor.
—¿Quién se quedó con su piso?
—Pues creo que su nieto —explicó—. Lo alquiló durante algunos años, pero terminó por
venderlo. Según me comentaron, el nuevo propietario lo reformó hace muy poquito. Debiste ver
las obras.
—¡Es verdad! El año pasado pusieron parqué en todo el piso y reformaron la cocina.
—Pero dudo que lo vendan. Piden demasiado dinero.
—Ya… bueno, ejem… ¿Recuerdas el nombre del nuevo propietario?
—¡Hay que ver lo cotilla que te has vuelto! —Rio su madre.
Ester entrecerró los ojos e inclinó la cabeza algo molesta por el comentario.
—El propietario del primero quiere demandarlo —mintió—, ya sabes…, goteras.
—Uuuy, entonces va listo… Se lo quedó un inversionista…, algo así como Inversiones no sé
qué… No, Inmuebles Egara, ¡eso es!
—Sé quiénes son. Tienen la oficina en la avenida Jacquard cerca del bufete de Enric.
Ester ya había obtenido la información que necesitaba, así que tardó menos de dos segundos en
despedirse de su madre. No podía perder el tiempo si quería navegar por internet e investigar
antes de encontrarse con sus amigos.

La renombrada casa Balclis de Barcelona estaba a punto de empezar una subasta extraordinaria de
arte contemporáneo y de vanguardia. La sala donde iba a celebrarse era un espacio amplio, lleno
de sillas dispuestas en hileras. En sus paredes colgaban varias pinturas adornadas con recargados
marcos.
A medida que los asistentes entraban en la sala, tomaban asiento. Aquella tarde, el grupo lo
formaban mayoritariamente hombres trajeados de mediana edad. En apariencia, gozaban del poder
adquisitivo necesario para la compra de una obra de arte valorada en miles de euros.
Sin demasiada discreción, alguno de esos señores se volvió para observar la entrada de dos
mujeres jóvenes. Si bien la rubia de constitución atlética fue la primera en pisar la sala, la mirada
de esos maduros ojos se posó en su acompañante. Una atractiva mujer de cabellos oscuros vestida
en un impoluto color beige. Su entallado conjunto de falda y chaqueta con mangas hasta los codos
realzaba su espléndida figura. En un instante, se vio rodeada por algunos anticuarios, hombres de
negocios y ricos coleccionistas de arte deseosos de recibir una sonrisa o una mirada de la
inteligente y hermosa señora Jana Ferrer. Olga giró la cabeza, puso los ojos en blanco y reprimió
un gesto de desagrado. Sin embargo, Jana ajena, o tal vez habituada, a la admiración que parecía
levantar, saludaba con una encantadora sonrisa y un firme apretón de manos.
Tras unos breves momentos para los saludos, los asistentes se sentaron en sus sillas. Olga
observaba a su vecina con discreción. Durante el trayecto entre Terrassa y Barcelona, Jana le
confesó su nerviosismo, aunque ni en sus movimientos ni en su sonrisa, parecía transmitirlo.
Pretendía adquirir una pintura de Joaquim Mir con un precio de salida de 48 000 euros y se había
prometido hacer todo lo posible por conseguirlo. Para evitar el peligro de dejarse llevar por el
momento y pagar un precio excesivo por el cuadro, se impuso un límite de 100 000 euros. No
obstante, confiaba en no llegar a esa cifra puesto que debía pensar en pagar a la casa de subastas,
su prima por la compra.
Siguiendo las instrucciones del director de la sala, la subasta dio comienzo. Sentados en una
mesa junto a él, estaban los asesores de la casa preparados para recibir instrucciones, vía
telefónica, de los posibles compradores que no asistían en persona, pero les interesaba pujar por
algún lote en concreto. Se presentó una litografía de Joan Miró firmada por el propio autor, que un
empleado mostró a los asistentes. Jana contuvo la respiración. Debía ser paciente y esperar. En la
próxima hora saldrían a subasta decenas de lotes. Uno de ellos, el suyo.

Habían pasado once años desde que la vida de Jana dio un giro de ciento ochenta grados. Ya no
quedaba ni un atisbo de aquella joven pelirroja de veintidós años, empleada en una peluquería de
su ciudad natal, Palamós. De vuelta a casa al finalizar su jornada laboral miraba en silencio sus
manos de brillante piel y fruncía el ceño. Intentaba en vano, borrar con sus dedos las manchas
marrones que los tintes le habían dejado. Triste, desmotivada y con la sensación de sostener el
peso del Mundo con sus delgados brazos apenas conseguía contener las lágrimas por su
desgraciada suerte. Atrás habían quedado la ilusión y el deseo de salir de la mediocridad para
trabajar con los mejores profesionales. Soñaba con ahorrar el suficiente dinero para abrir, algún
día, su propio negocio. Sin embargo, dos años después de empezar a trabajar, su experiencia
profesional se reducía al lavado y teñido de cabellos en un pequeño establecimiento de barrio.
Sentía escalofríos con solo pensar en jubilarse tras cuarenta años de desmotivador trabajo en
aquel cuchitril. Deseaba que le ofrecieran la oportunidad para demostrar su creatividad en el corte
y en el peinado, pero Jana suspiraba resignada. El próximo día, a pesar de las prisas, sí se
pondría los guantes.
Palamós es una ciudad de la costa mediterránea que anualmente recibe gran cantidad de
visitantes. Así pues, no era extraño encontrar una turista en la peluquería. Pero aquella británica
sesentona que entró un sábado a última hora de la tarde era distinta. Vestía pantalón corto como
las otras, pero mantenía una conversación mucho más interesante. Nada de las habituales charlas
sobre hijos malcriados, maridos calzonazos o cuñadas envidiosas. Más tarde, al recordar aquel
día, daría gracias a su madre por insistir tanto para que recibiera clases de inglés. En su país
aquella turista era una anticuaria a punto de jubilarse que le habló del arte como inversión.
Le habló de los bienes tangibles: joyas, documentos antiguos, libros, metales preciosos, sellos
y obras de arte. Estos dos últimos, le aseguró, estaban en constante revalorización, incluso por
encima del IPC.
—En España son pocos los que invierten en obras de arte —le comentó—. Pero, junto a la
filatelia, produce más rentabilidad que los activos financieros habituales. Hace poco vendí una
pintura por 45 000 ₤ que compré hace unos años por ¡1500 ₤! Además, existen gran cantidad de
obras de arte exentas de declararse, ya sea por formar parte del patrimonio histórico, por su
antigüedad o por su valor. Aun así, hay que estar vigilantes con las falsificaciones. —Y añadió—:
El mercado negro mueve hasta doscientos millones de euros.
Jana la escuchaba en silencio, memorizando todo cuanto decía sin atreverse a preguntar,
temiendo que cualquier cambio la devolviera a la fría oscuridad de la ignorancia. Aquella inglesa
le estaba abriendo una ventana por la que observar un mundo de posibilidades, hasta entonces
ignorado. Fue tanta la emoción que le embargó que sintió incluso dificultad para respirar. Por fin
había encontrado lo que había estado buscando con tanto anhelo: su destino. Sin embargo, la
ilusión inicial fue sustituida por las dudas e inseguridades que siempre le acompañaban. Debía ser
realista. Sus conocimientos sobre arte se reducían a lo leído en los cuatro libros de su habitación.
No era fácil empezar de cero en una nueva profesión sin los estudios o experiencia necesaria. Por
otra parte, sabía que si no lo intentaba, se arrepentiría el resto de su vida. Al volver a casa lloró
con amargura. Se sentía prisionera en una cárcel de gruesas paredes construidas con obligaciones,
responsabilidades y agradecimientos. «¡Maldita sea, solo tengo veintidós años!», se riñó.
Maldecía su temperamento pasivo y conformista. En un último intento por escapar de aquel
intenso dolor, salió al jardín en busca del consuelo de su madre. Quizás, al fin y al cabo, ella
tuviera razón: nunca llegaría a ser nada en esta vida. Nada.
Sus dudas se esfumaron mientras observaba a su madre mirar fotografías antiguas. La ira borró
de un plumazo cualquier otro sentimiento de su interior. Su necesidad de alejarse de todos cuantos
la dañaban, le dio el último y definitivo empujón para trazar un plan. Un plan que comenzó al
matricularse en secreto en los cursos de historia del arte y técnicas de pintura, y que continuó en el
momento que consiguió el tiempo y el dinero necesarios para dedicarse de lleno a sus estudios.
Pocos días después, mientras desenredaba el cabello a la madre de una chica que se casaba
aquella misma tarde, le metió algunos tijeretazos aleatorios en el cabello. El estropicio fue
evidente; varios mechones gruesos cortados sin ninguna delicadeza ni profesionalidad. Cuando la
clienta vio aquello, empezó a quejarse y Jana le gritó: «¡Estúpida ballena!». La atónica
propietaria de la peluquería tras socorrer a la desfallecida señora, la despidió sin dudarlo. Jana
se sintió satisfecha. Había sido más fácil de lo esperado. Tan solo había necesitado derribar el
muro de la responsabilidad y la integridad.
Esperó a cobrar del paro para volar hasta Madrid, donde se dedicó de lleno a su formación.
Siguió los consejos de aquella anticuaria británica. Alternó sus estudios con las visitas a museos,
galerías de arte, conferencias. Fue a las casas de subastas para examinar los lotes expuestos antes
de su venta. En su tiempo libre, leía libros y revistas especializadas. Se sentía satisfecha, llena de
la energía que siempre le había faltado.
Libre.
Con perseverancia y dedicación, al terminar el primer año empezó a comprender el mercado.
Las prácticas laborales en galerías de arte se sustituyeron por un contrato real a media jornada en
una casa de subastas. Fue por entonces cuando asistió emocionada a su primera subasta en la
reputada Christie’s, en España. Ansiaba ver a los auténticos profesionales en acción, entre ellos,
algunos extranjeros. En los últimos años, el arte como inversión había tenido un fuerte crecimiento
en países como China, Corea, India y Rusia. La casualidad quiso que en la subasta Jana conociera
a Mijaíl Ivanovich, un rico y atractivo coleccionista ruso de treinta y cinco años. La atracción que
sintió fue tan fuerte que no pudo oponer demasiada resistencia y cayó en sus brazos. Empezaron
una intensa y bonita relación sentimental. De Mijaíl aprendió que, para dedicarse al
coleccionismo de obras de arte, debía primero decidir si centrarse en pintores de una
nacionalidad o ceñirse a una época. Le aconsejó centrar sus esfuerzos en la pintura contemporánea
porque empezaba a estar en auge o en los autores españoles por su relación calidad-precio. La
instruyó en todos los entresijos y trucos de ciertos inversores para impulsar la carrera de algunos
artistas y así verse favorecidos con la subida del precio de sus obras.
Poco tiempo después, Jana hacía su primera compra. Desde entonces, su colección de pintura
contemporánea fue ampliándose sin descanso.
26

Mientras conducía su utilitario en dirección norte por la autopista AP-7, Ester contaba las últimas
novedades a una Clara cada vez más alucinada. La miraba con la boca abierta, sin disimular su
sorpresa.
—… y, si juntas todas las piezas, llegas a la conclusión de que tengo como vecinos a los
ladrones más buscados del momento: Los Fantasmas.
—¿A Los Fantasmas? ¡Vaya…! ¡Qué miedo! Solo con pensar que fueron cómplices del
asesinato de dos personas mientras dormían… —Clara se estremeció y mostró el brazo a su amiga
—. Mira, la piel de gallina.
—Y es más: van a por los Ruiz…
Clara la miró horrorizada.
—Supongamos que es verdad ¿Quién se la tendrá jurada?
—¿Y por qué motivo? —Ester se encogió de hombros—. Según mi madre, que conoce a
Eleuterio desde hace años, es un hombre trabajador y honesto. Busqué a Jana y Richi en las redes
Sociales con resultado similar. Jana asiste solo a galerías de arte, inauguraciones de exposiciones
y a subastas. En cuanto a Richi reconozco que me da repelús y es un cabeza-hueca pero también un
chico de ilusiones más que de acciones.
Ester puso el intermitente y adelantó a un camión.
—En el expediente de Olga constaba la dirección actual en Palamós de María Moreno, la
madre de Jana…
—Palamós… —Esbozó una leve sonrisa—. He aquí tu interés para que te acompañara a
Palamós. —Meneó la cabeza contrariada—. No vamos a la playa, ¿verdad?, sino a extraer
información de la madre de Jana y Richi.
—Por probar… —La conductora se encogió de hombros—. Quizás sepa algo que
desconocemos.
Clara apartó la mirada hacia la ventanilla, molesta.
—Sí, claro, y a nosotras nos lo va a contar.
Cerró los ojos y escuchó la animada canción que sonaba. Dejó que su ritmo deshiciera el
malestar que había invadido su interior y recibió con agrado los rayos de sol que caían en su
regazo.
—Al final, la diosa Ishtar que nombraron Richi y su hermana solo es un duplicado en yeso de
una escultura antigua —dijo Clara sin ningún atisbo de enfado en su expresión, pero con los
brazos cruzados.
—Decepcionante, ¿verdad? Puede que para ellos sea importante…, quizás el líder de una secta
les pidiera una imagen religiosa para venerar
Ester redujo la velocidad del vehículo.
—Si tú lo dices… —Clara se encogió de hombros—. ¿Quién les odiará tanto como para
contratar a unos ladrones?
—Umm. —Su rostro se iluminó—. Yo lo sé … Xavi Maragall, el propietario del piso donde
viven Olga y Joan. —Sonrió satisfecha—. Tendrá unos cincuenta y cinco años, es propietario de
Inmuebles Egara, S. L. y vive en Sant Cugat. En Facebook cuelga fotos junto a sus deportivos o
participando en medias maratones o en la maratón de Nueva York. Creo que podría ser un pujador
anónimo en una subasta que también asistió Jana. Ella terminó por adjudicarse el cuadro que él
quería y ahora pretende recuperarlo.
—¿Crees que le compensará?
—Puede que económicamente no, pero los hombres a veces se dejan llevar por su testosterona
o por su orgullo pisoteado.
Silencio.
—¿Sabes qué más me intriga?; el hecho de que Castro y Olga ocultaron a sus compañeros el
nombre de uno de los invitados, precisamente a quien Olga parece temer. —Ester dibujó una
sonrisa de regocijo—. Vaya, vaya, conocemos su talón de Aquiles. —Ester se mordisqueó el labio
inferior—. Lo primero que deberíamos averiguar es quién es el tal Oleg.
Clara guardó silencio y volvió la cabeza hacia la ventanilla. Con algo de suerte su amiga se
olvidaría del tema.
—Puedes coger mi móvil para buscarlo en internet… —insistió Ester.
Clara hinchó los carrillos, pero terminó por meter la mano en el bolso de Ester y extraer su
móvil. Se conectó a Google y con dedos ágiles, empezó a teclear sobre la pequeña pantalla.
—Umm, demasiados Oleg Bubka.
—Relaciónalo con la ciudad de Mataró y con el Coleccionista. —Y añadió—: Prueba también
con arte o compraventa de arte.
Ester canturreó la canción que sonaba en la radio.
—¡Uf! —exclamó Clara sin levantar los ojos del móvil—. Nada concluyente. Multitud de
páginas dedicadas a un deportista de Ucrania… También aparece un político…, uno relacionado
con el tráfico de armas.
—¿Armas?
Clara levantó la mano para pedir tranquilidad.
—Un reputado empresario, un actor… —Sopló con fuerza—. Imposible descubrir su identidad
con los escasos datos que disponemos. —Devolvió el móvil al bolso de su amiga—. Mejor
olvídate del tema.
Habían abandonado la carretera y entraban en la ciudad costera de Palamós. Las dos mujeres
guardaron silencio. Clara se peinaba con los dedos su lacio pelo rubio mientras asimilaba toda
aquella información. Por su parte, Ester luchaba por fijar la vista al frente. Un semáforo en rojo la
obligó a detener el vehículo. Tamborileó con los dedos. Se mordió el labio hasta que sucumbió a
su deseo y volvió la mirada hacia la playa. Había dejado que los rayos de sol cayeran sobre ella,
así como los cálidos besos de Joan. Le pareció que el tiempo se había parado y que solo existían
ellos dos. Sus miradas se encontraban repletas de promesas de futuro, un futuro que a Ester le
dolía profundamente. El semáforo cambió de color y un claxon sonó insistente. Ester inspiró con
fuerza y volvió el rostro hacia delante. Los recuerdos la debilitaban, y no podía permitírselo.
Debía centrarse en averiguar la verdad, aunque esta se revelara espantosa.
Clara bajó el volumen de la música y leyó en voz alta una noticia de última hora que había
recibido en su smartphone.

Han sido recuperados los dos cuadros robados hace dos semanas en casa de Fermín Escobar.
Tanto el Picasso como el Monet, se han encontrado envueltos en una manta dentro de un trastero
alquilado a nombre de Juan Álvarez, su antiguo socio. En apariencia, no han sufrido ningún tipo
de daño, si bien tendrán que ser peritados por expertos de la Brigada de Patrimonio Histórico de
la policía. La detención del empresario arruinado por Escobar no se ha hecho esperar. Por el
momento, se le acusa de tenencia de obras de arte robadas. Los Mossos d’Esquadra mantienen la
investigación abierta al no poder probar la responsabilidad de Álvarez en el asesinato del
empresario.
—¿Has pensado en el papel de Joan en todo esto? —Clara miraba al frente.
Ester asintió lentamente, tragó saliva y sonrió con tristeza.
—Seguro que se ha visto obligado a estar con ellos… —dijo Clara—, puede…
—Clara, no intentes defenderlo. Desea «estar presente en la agonía de ese desecho humano».
Podría ser uno de los ladrones o el conductor de la furgoneta o… el sicario.
Clara sintió frío y paró el aire acondicionado. Un asesinato era más estremecedor que el robo
de un cuadro. Giró la cabeza y posó la mirada en la conductora.
—Si Joan fuera el sicario, la pistola no la habrías encontrado en la habitación de Olga sino en
la suya.
—Ya vale, Clara. —Levantó una mano—. No quiero pensar en ello.
—Allá tú, pero mantente lejos de ellos, incluido Joan. —Y añadió—. Una llamada anónima a
la policía podría ser una buena solución. Largarte bien lejos durante una temporada, sería otra.
Ester arrugó la nariz.
—No voy a huir de mi casa.
—¿Bromeas? Estás en medio de algo gordo. —Se estremeció—. ¡Por Dios! Suena a peli de
terror. Podrías mudarte a mi piso hasta que todo esto termine.
Ester se giró a mirarla con una franca sonrisa y unos ojos serenos.
—Tranquila, Clara. Liquidarme ahora alertaría a la policía y pondría en peligro su plan.
Clara se había quedado de una pieza. No esperaba tanto aplomo y objetividad en las palabras
de Ester. Luego volvió a cruzarse de brazos y miró a través de su ventanilla.
—Allá tú, pero piensa qué vas a hacer.
—De momento, quiero buscar un lugar donde aparcar el coche. Luego, convencer a la madre de
Jana y Richi para que nos cuente si hay alguien que se la tiene jurada.
Clara se encogió de hombros.
—Vale. Si solo te preocupa esto.
Una musiquilla pegadiza rompió el incómodo silencio que había envuelto a las dos amigas.
Clara buscó en el bolso de Ester y cogió su móvil.
—Número desconocido.
Ester dejó que sonara.
—¿Quieres coger el puto teléfono?
—¡No! Y deja de gritar, Clara. Sé que estás preocupada por mí y te lo agradezco, pero por
favor, deja que investigue un poco y luego cuando volvamos, entre las dos decidimos qué hacer.
¿De acuerdo?
Clara no respondió, estaba muy enojada.
—¿De acuerdo? —insistió Ester.
—De acuerdo —prometió a regañadientes.

El sol dejaba sin sombra las aceras de la calle, y el calor se hacía insoportable. Cobijadas en el
centro comercial, Clara y Ester dejaron pasar el tiempo antes de su próxima visita. Pasearon en
silencio por sus anchos pasillos, absortas en sus propios pensamientos. El aire fresco y la música
de fondo contribuyeron a disipar la tensión acumulada.
Aburridas de mirar escaparates sin comprar nada, decidieron al fin, sentarse en una terraza y
pedir unos refrescantes cafés con hielo. Clara se acercó a los aseos. Ester aprovechó su ausencia
para devolver la llamada perdida del número desconocido. Era Sonia, una amiga de su hermano.
Le pedía el favor de elaborar para el día siguiente un pastel para su hijo en forma de campo de
fútbol. Se deshacía en mil disculpas, pero era su último recurso. Al parecer, su suegra se había
olvidado de encargar la tarta a la pastelería y a esas horas del día ya no le aceptaban el encargo.
Ester sí lo hizo.
En cuanto cortó la comunicación, bebió un sorbo de café antes de pasarse los dedos por los
cabellos. Ser pastelera era su ilusión, pero ¿podría vivir de ello? De pronto, se sintió cansada.
Apoyó la barbilla en una mano mientras con una cucharilla removía distraída los cubitos casi
deshechos. Luego sonrió con tristeza. Necesitaría algo más que una ilusión para ser una
emprendedora con éxito.

—¿Seguro que es aquí? —Clara arrugó la nariz.


—Creo que sí. En su expediente constaba la calle Santa Bárbara, 105 de Palamós.
—Pues no parece la casa de alguien con glamur.
—A mí me gusta. Destaca sobre el resto de las viviendas de la calle y la hace única. Además,
¿quién te ha dicho que la madre de Jana tenga que ser glamurosa?
Clara la miró con escepticismo. A los ojos de un turista extranjero, el color naranja chillón de
aquella fachada tendría su encanto. Para ella, fue chocante. Era el reflejo de una personalidad
alegre y de gran vitalidad, más propio de unos jóvenes artesanos que de una jubilada.
Quizás a la señora se le fuera la mano al echar el pigmento, concluyeron. Sin perder el tiempo,
Ester alargó el brazo y apretó el timbre. Un par de minutos después, se abrió la puerta y apareció
una delgada septuagenaria de pelo gris. Parpadeó y con la mano se protegió de la intensa luz del
exterior. Tras sus gafas redondas se escondían unos ojos algo hundidos, rodeados de arrugas y una
mirada cansada. Vestía pantalones cortos de poliéster de color beige y un blusón amarillo con
grandes flores azul celeste. Mostraba una piel tan morena como arrugada por el paso de los años y
el sol.
—¿Señora María Moreno? —Ester esbozó su mejor sonrisa—. Somos Cris y Elena. Estamos
organizando una cena de antiguos alumnos e intentamos localizar a su hija.
La anciana se puso rígida. Parecía sorprendida, pero se mantuvo en silencio. Su mirada seguía
fija en la visitante, escudriñándola. Confundida por su reacción, Ester decidió repetir su
introducción por si la buena señora era dura de oídos. Por un instante, María Moreno sonrió
divertida. Luego, levantó la mano para pedir silencio.
—Mi hija murió hace diez años. —Aclaró en un tono agresivo antes de cerrar la puerta en las
jóvenes narices.
Durante unos segundos, Ester y Clara se quedaron en el umbral intentando asimilar lo ocurrido.
Tenían preparadas varias respuestas en función de las obtenidas de María Moreno. Esperaban
encontrarse con desconfianza, enojo o incluso hermetismo, pero nunca habían imaginado aquella
reacción. Ester se adelantó y golpeó la puerta con suavidad.
—Señora, ¿su hija se llama Juana Ferrer Moreno? —preguntó—. Porque si es así, la
conocemos. Está viva. Trabaja en Barcelona y …
—¡Váyanse! —gritaron desde el interior de la vivienda.
Las chicas miraron en derredor. Desde una ventana cercana, una mujer las observaba con
curiosidad. Aquello no marchaba según lo previsto. Ester empezó a inquietarse. Se mordió los
labios, se pasó el cabello tras la oreja y se acercó a la puerta.
—Lamentamos molestarla… —dijo Clara con suave voz.
—Pero necesitamos hacerle algunas preguntas —continuó Ester—. Su hija, o alguien con su
nombre, tiene problemas y necesitamos su ayuda. Solo serán cinco minutos. Luego nos iremos y no
volverá a vernos. Se lo prometo.
Pasaron unos minutos hasta que María Moreno, abrió.
—¿Son de la policía? —preguntó en un tono cauteloso.
—No. —Ester le alargó el móvil para mostrarle una fotografía de Jana—. ¿Es esta su hija?
La anciana las observó con recelo. Luego, bajó la mirada hacia la instantánea. Ester respiró
aliviada. Había asentido.
—Su hija está viva pero en peligro —le explicó—. Necesitamos su ayuda.
Por un instante, la anciana volvió a quedarse inmóvil. Después, consultó su reloj.
—¿Qué gano yo dándoles información? —preguntó levantando las cejas—. Aún tengo que ir a
comprar.
«¡Es increíble!», pensó Ester. Jana o Richi podrían encontrarse en peligro de muerte y su
propia madre intentaba sacar tajada de la situación. Pero terminó aceptando a regañadientes
llenarle la despensa a cambio de su preciado tiempo. Satisfecha con el trato, la anciana les mostró
una gran sonrisa y se apartó de la puerta, invitándolas a pasar.
Siguieron la delgada figura por un corto y estrecho pasillo falto de luz. Inadaptadas aún a la
oscuridad, las jóvenes extendieron los brazos temerosas de tropezar con algún objeto olvidado en
el suelo por la anciana. Solo sus pisadas sobre varias baldosas despegadas del suelo rompían la
silenciosa procesión. De pronto, la madre de Jana encendió una lamparita que iluminó tenuemente
la estancia. Habían llegado al salón-comedor, una habitación diminuta con exceso de mobiliario.
Ester se tocó la nariz incómoda por el desagradable olor agrio que se respiraba allí. A pesar de la
deficiente ventilación, aquella mujer mantenía la ventana y la persiana cerradas a cal y canto. Les
contó que intentaba escapar del calor rodeándose de oscuridad y quietud. Sus únicos
acompañantes en aquel encierro voluntario eran un viejo ventilador y un pequeño televisor.
Con pasos inseguros, María Moreno les acercó dos polvorientas sillas apiladas detrás de la
puerta. Luego, desapareció dejándolas solas. Las dos jóvenes intercambiaron una elocuente
mirada. Ester observó el mueble del comedor. Estaba limpio y ordenado en lo posible. Un largo y
blanco tapete protegía la melamina de los roces. Sobre él y dispuestas como en un altar, varias
fotografías de una señora Moreno más joven y sonriente. En todas ellas, la acompañaba un
corpulento hombre de cabello oscuro. Colocados en fila, varios medicamentos para los achaques
se ocultaban tras unas baratas flores de plástico. Ningún recuerdo de sus hijos. En aquel instante,
Ester temió estar a punto de reabrir una vieja herida.
María reapareció en la habitación cargada con refrescos de limón y unas pastas. Con
discreción, volvió a consultar su reloj. Llegaba tarde a su cita, pero si esas muchachas cumplían
su parte del trato, bien merecía aquel sacrificio.
—No se preocupe por su hija —dijo Ester—. De momento está bien, pero necesitamos su
ayuda para protegerla.
—No se confundan. Me importa muy poco lo que pueda sucederle. Como les dije, mi hija
murió hace diez años, o al menos para mí. —Se encogió de hombros—. Solo siento curiosidad.
Además —y añadió con una sonrisa—, cobro una mísera pensión de viudedad y la comida extra
me irá de perlas.
La mujer se acercó al mueble y abrió el cajón. Clara aprovechó para volverse hacia Ester con
una expresión de sorpresa dibujada en la cara.
—Los políticos solo piensan en llenar sus bolsillos y olvidan a sus mayores. ¡Me gustaría
verlos con ochenta euros para pasar el mes! —María Moreno se giró, sin encontrar lo que andaba
buscando—. Eso es lo que me queda después de pagar la luz, el agua y la bombona de butano. De
vez en cuando, acepto limosnas de mis vecinos. Me dan arroz y leche. Es una humillación vivir así
después de tantos años de duro trabajo y … —La mujer apretó los labios con fuerza y volvió a
salir del comedor.
Poco después, regresó con un sobre envejecido por el paso del tiempo. De su interior sacó una
decena de fotografías. De entre todas, escogió una que dejó en la mesa ante las jóvenes. Se veía a
una pareja cogida de la mano y a dos niños tan pelirrojos como su madre. El hombre era rubio y
de tez morena. Sonreían.
—Juani era muy guapa. Por suerte, heredó los rasgos de mi familia —explicó—. Tenía un
carácter muy dulce. Siempre sonreía y era muy simpática con todo el mundo.
La anciana les mostró la fotografía de una sonriente niña subida en una bicicleta.
—Era muy guapa y… se parecía a usted —dijo Clara.
—Fue el ojito derecho de su padre. Se llamaba Ángel, un gandul —precisó María Moreno con
desprecio—. A la niña casi nunca la veías llorar. Era muy fuerte. No se dejaba dominar por nadie
y siempre conseguía lo que se proponía. —La anciana esbozó una débil sonrisa—. Era como un
muchachote con faldas. Trepaba por los árboles, jugaba al fútbol y con coches.
—Cuesta reconocerla con el cabello pelirrojo —dijo Ester—. Ahora Jana lo lleva moreno y no
parece tan pecosa.
—¿Jana? —Torció la boca, divertida—. Yo la bauticé como Juana, pero me gustaba llamarla
Juani. El ignorante de su padre consideró que era un nombre muy feo para una niñita tan bonita y
empezó a llamarla Jana, Juana en catalán antiguo.
—Señora Moreno, creemos que planean atacar a ella o a su marido y…
—¿Está casada? —Rio—. ¡Quien lo hubiera dicho! ¿Quién es el pobre desgraciado?
Ester parpadeó. Se sintió una estúpida ingenua. Hábilmente, las interrogadoras habían pasado a
ser interrogadas. Si aquella anciana ignoraba la boda de su propia hija, solo podía significar una
ruptura en su relación. En concreto, desde hacía diez años. Entonces, Ester reprimió una sonrisa.
María las había engañado para conseguir comida. «El hambre agudiza el ingenio», pensó.
—Un farmacéutico de mediana edad, un buen hombre —respondió—. Señora Moreno.
—¿Conocen también a Ricardo? —interrumpió.
—No, lo siento —se disculpó Clara.
—No lo sienta —aseguró—. Era muy empalagoso y agobiante. Ricardo siempre estaba pegado
a mis piernas. No me dejaba ni un solo momento. En más de una ocasión, estuvo a punto de
hacerme caer. —María les señaló la fotografía de un niño de tres años en la playa—. Era el más
débil de los dos. Siempre lloraba por todo. —Hizo una pausa—. ¿Saben? Llegó a darme
vergüenza salir con él por la calle. Por cualquier insignificancia él hacía un drama. Cuando se
enfadaba, lloraba, cuando pedía algo, lloraba, y solo se le pasaba si me abrazaba. —María se
señaló con un dedo—. Lo hacía para ponerme en evidencia. Siempre tienes que mantener las
formas, es la manera de llegar a ser algo, y Ricardo lo sabía, pero me hacía pasar vergüenza con
sus tonterías, sus lloros y sus abrazos a cualquier hora. ¡Nunca conseguía vestir impoluta! Siempre
me manchaba con sus manos pringosas de chocolate. —Hizo una pausa antes de preguntar con
amargura—. ¿A quién han estafado esta vez?
Las dos amigas intercambiaron una mirada e intentaron no parecer desconcertadas, pero al
hablar, Ester empezó a balbucear.
—Eeh…, que… —Carraspeó—. ¿Qué le hace suponer que han podido estafar a alguien?
—¿Por qué estarían aquí, si no? —La anciana enarcó una ceja.
—Pensamos que alguien la tiene tomada con Richi o Jana y quizás usted sepa algo.
María Moreno rio a carcajadas ajena a la incomodidad de Ester y a la adrenalina que le subía a
Clara.
—Algo habrán hecho —dijo al fin. Sus ojos las miraban con curiosidad y sus dedos las
señalaban—. ¿Saben? Creo que ustedes dos me están mintiendo. Si tanto les preocupa que alguien
pueda tomarla con mis hijos, ¿por qué no van a la policía?
—Lo haremos en cuanto tengamos suficientes pruebas por eso estamos aquí. —Sin esperar
respuesta, Ester empezó el interrogatorio—: ¿Juani ha tenido miedo de alguien o ha hecho alguna
cosa que pudiera provocar sentimientos de venganza u odio hacia ella o su marido?
Al oír la pregunta la anciana se sumió en sus pensamientos. Permaneció largo rato en silencio
para desespero de Ester.
—Señora Moreno —Ester se inclinó hacia adelante y clavó el dedo sobre la mesa—, hemos
aceptado pagar por su información. Sin embargo, aún no nos ha contado nada que pueda sernos de
utilidad.
Clara la miró escandalizada por su falta de tacto con la anciana, pero María levantó la cabeza,
parpadeó confusa y tardó un poco en volver de sus lejanos recuerdos.
—Cuando su padre y yo nos separamos —explicó al fin—, él se largó con los niños y nunca me
permitió verlos. Entonces Juani tenía 8 años y Ricardo 6. Intenté encontrarlos, pero él y la bruja
de su madre los arrancaron de mi vera. Decían que no querían que se mezclaran conmigo ni con mi
nueva pareja. No éramos suficientemente buenos para ellos. —La mujer sonrió con amargura.
Luego, se volvió hacia las fotografías del mueble—. Mi segundo marido tenía una buena posición:
era empresario, muy trabajador y cariñoso. ¿Saben? Dejé a mi primer marido por él. ¡Eso le
fastidió! Y puso a los niños en mi contra.
La anciana acarició con el dedo la fotografía de su segundo marido.
—¿Desde entonces no ha vuelto a ver a sus hijos? —preguntó Clara.
La mujer negó con energía.
—Vaya…, lo siento. Ha tenido que ser duro.
—Una madre nunca abandona a sus hijos, aunque los demás lo quieran —dijo levantando con
orgullo el mentón. Les enseñó dos fotografías de los niños recibiendo la primera comunión—.
Ángel, su padre, era un perdedor nato. Teníamos dificultades para llegar a fin de mes. Él era
pescador y yo fregaba suelos. Por una compañera de trabajo, me enteré de que buscaban un
hombre en una fábrica. Ofrecían un empleo estable y bien remunerado. Habríamos tenido más
dinero, pero lo rechazó. Dijo que su padre había sido pescador y él moriría siendo pescador. No
se veía encerrado ocho horas sin ver el mar. ¡Menuda bobada! Solo servía para pescar gambas y
rape. —María Moreno hizo un gesto de fastidio—. Fui yo quien tuvo que cambiar de trabajo, y
por suerte, acerté. El inútil confiaba en mi sueldo hasta que me cansé de él y de sus tonterías.
¿Saben? Me ganaba muy bien la vida. Era cocinera en el Playa Mar, el mejor Hotel de la Costa
Brava. —Sus ojos brillaron de orgullo—. Muchísimas personas venían al restaurante solo para
degustar mis platos.
—¿Por qué antes creyó que Juani había estafado a alguien? —Ester intentó centrarla.
María Moreno la miró perpleja.
—Porque me engañó a mí.
Clara y Ester se quedaron en silencio.
—Engañaron a su propia madre para beneficio propio. —Sus ojos brillaron por el intenso
dolor que sentía—. Así que fíjese cómo son esos dos.
Ester se acercó a la anciana y le cogió la mano, convencida de que se iba a echar a llorar.
Agradecida por el consuelo que le ofrecía aquella joven, María le sonrió con gran dulzura.
—¿Qué le hicieron, señora Moreno?
Con discreción, María se sonó y se secó una solitaria lágrima que resbalaba por su arrugada
mejilla. Alzó los ojos y los posó en la joven morena. Su voz era casi un susurro.
—Durante catorce años no pude hablar ni abrazar a mis hijos. ¿Saben lo duro que es eso para
una madre? —Hizo una pausa—. La familia de su padre les llenó la cabeza de muchas mentiras
sobre mí, incluso llegaron a odiarme. —La anciana se pasó el pañuelo por los ojos—. Cuando
Ángel murió, Juani tenía 22 años y ya nada le impedía buscarme. Querían conocer mi versión de
los hechos. Nuestro primer encuentro fue muy frío, pero poco a poco, los fui recuperando. Pasaron
dos años antes de venirse a vivir conmigo. Aceptaron a mi marido y volvimos a ser una familia.
—Miró su fotografía durante un instante—. ¿Saben? Les ayudé en todo lo que pude. No sé cómo le
habían educado, pero Juani se infravaloraba. Estudió peluquería y era buena en su oficio, pero
solo le permitían lavar y teñir cabezas. Nunca la oí quejarse, como tampoco la vi luchar por
mejorar su situación. ¡Era patético! Sencillamente, se conformaba. —Levantó el dedo índice—.
Conmigo aprendió a valorarse, a creer en ella, a hacer aflorar su espíritu luchador escondido
quién sabe dónde por quién sabe quién —dijo con desprecio—. Al fin y al cabo, corría mi sangre
por sus venas.
Esbozó una débil sonrisa.
—¿Saben? A Juani le fascinaba mi cabello pelirrojo. Nunca entendí el porqué. Era como el
suyo, aunque, eso sí, más cuidado. —Retocó la posición de la caja de galletas—. Por entonces yo
aún tenía contactos y fue fácil encontrarle una buena peluquería donde la consideraran una
profesional de confianza. Ricardo era peón de la construcción. Trabajaba muchas horas, a veces
sin contrato o no le pagaban a su hora. Pero era lo único que sabía hacer, según me decía. —María
arrugó la nariz—. Nunca sería nadie metido entre andamios y fumando ese apestoso tabaco. Y así
se lo decía siempre: «Si sigues así, serás un fracasado como tu padre».
Ester y Clara se echaron atrás al ver como la apagada expresión del rostro de la anciana se
transformaba en un profundo sentimiento de asco.
—Le conseguí un trabajo estable como comercial en la mejor inmobiliaria de la ciudad. —
Sonrió orgullosa—. Las influencias siempre son buenas. Le pulí los modales, le enseñé cuatro
cosas básicas, y me sorprendió —asintió—. Pronto sobresalió. Fue durante mucho tiempo el
mejor vendedor. Cambió de amistades, se compró una moto grande, salía con sus compañeros de
trabajo, esquiaba… Se adaptó con facilidad a ambientes más finos a los acostumbrados cuando
trabajaba en las obras. Por primera vez en su vida, me sentí orgullosa de él. Al poco tiempo —la
tristeza le volvió a humedecer los ojos—, Luis, mi esposo, murió. Fue a dormir la siesta y ya
nunca despertó.
María señaló las fotos expuestas en el mueble y se enjugó las lágrimas.
—Lo encontré sentado en su sillón.
La anciana se tomó unos momentos para relajarse mientras se tocaba nerviosa un grueso anillo
de oro amarillo con un gran diamante en el centro. Aún conservaba su alianza.
—Mi casa era muy grande —continuó—, así que convencí a los chicos para que vivieran
conmigo. Yo me había jubilado. Después de tantos años, dejé la dirección de los restaurantes. Sin
Luis me sentía vacía.
Volvió a mirar la fotografía de su marido.
—Sin darme cuenta, empecé a dedicar mi tiempo a Juani y a Ricardo. Cocinaba para ellos,
salíamos de compras, enseñé a mi hija a ser una señorita y a mi hijo a ser un hombre de provecho.
—Aspiró con fuerza—. Me codeaba con gente muy influyente y deseaba que mis propios hijos
estuvieran a la altura. —Hizo una pausa para dar un sorbo a la limonada—. Gracias a mí, esa
chica pasó de ser una desgraciada a tener un oficio. Solo quedaban por refinar sus modales y sus
gustos. La convencí para que estudiara inglés, protocolo y pintura. Pronto dio muestras del
refinamiento que deseaba para ella. Llenó su habitación con libros de arte y también transformó su
vida amorosa. Dejó a ase novio de pacotilla, un simple peón de fábrica sin ningún futuro, por un
joven y prometedor abogado que le presenté en una galería de arte. —Levantó el mentón con
visible orgullo—. Aprendió a tener clase. Si el desgraciado de su padre hubiera levantado la
cabeza no la hubiera reconocido. —Rio con amargura—. Siempre le decía: «Juani, fíjate un
objetivo y ve a por él». —Sus ojos volvieron a entristecerse—. Nunca sospeché que su primer
objetivo sería yo.
La señora bebió un sorbo de limonada. Ester la observó con la cabeza ladeada. Sospechaba
que la anciana necesitaba contar su historia y nadie se lo impediría. Solo debía tener paciencia.
—Pero las desgracias nunca vienen solas. A los tres o cuatro meses, empecé a tener problemas
con la memoria. —Hizo una mueca de desprecio—. Ellos se preocuparon más que yo. Yo les
repetía una y otra vez que me encontraba bien, que solo era por la pérdida de mi esposo, pero
ellos insistían. Decían que empezaba a tener fallos en la memoria. Tanto insistieron que acepté ser
visitada por un especialista. —Bebió otro sorbo de limonada para deshacer el nudo que le
apretaba la garganta—. ¿Saben? Me asusté. Pero notaba el cariño y el apoyo incondicional de mis
hijos, y eso me reconfortaba. Ellos cuidarían de mí, dijeron —la voz se rompió—. Yo lloré como
una magdalena. Aquella noche la pasé en vela. Me senté en mi precioso jardín con mis bonitos
álbumes de fotografías y mis mejores recuerdos: viajes, galardones, fiestas. Hice balance de mi
vida. —Suspiró—. Por la mañana, Juani me encontró allí sentada. Vio tanta cantidad de álbumes a
mi alrededor que me pidió ver las fotos de su infancia y, claro, yo me levanté y fui al despacho a
buscar este sobre. Las pasó una a una, en silencio hasta que empezó a llorar —la voz de la anciana
tembló.
María Moreno recogió las fotografías de sus hijos esparcidas por la mesa y las guardó en el
amarillento sobre.
—A partir de aquel día todo fue a peor. No recordaba dónde había dejado las llaves, por
ejemplo; era incapaz de recordar que había pasado la tarde con los chicos tomando una horchata
en el puerto. —María se secó los ojos con un pañuelo—. Empezaron a decir que yo estaba muy
irritable, cuando les preguntaba alguna cosa de sus estudios: ¿cómo te va el inglés, Juani? ella me
respondía con cara de perplejidad: «Mamá, hace semanas que terminó el curso», pero yo no
recordaba que me lo hubiera contado. Quizás me fallase un poco más la memoria, pero yo lo
achacaba al estrés por la pérdida de mi marido. Al fin, me llevaron a la consulta privada de un
médico.
Dibujó una sonrisa triste.
—Su diagnóstico fue tajante: alzhéimer. De las cuatro fases de que consta la temible
enfermedad estaba en la tercera. En la siguiente olvidaría las personas más cercanas hasta llegar a
las más familiares y un día, olvidaría incluso mi propia personalidad. No existía ningún
medicamento, así que ya pueden imaginarse el disgusto. —Limpió una imperceptible motita de la
mesa—. Sería incapaz de reconocer a mis hijos, olvidaría a mi marido y mi propio nombre. Se me
cayó el mundo al suelo. —Meneó la cabeza—. Cuando llegas a cierta edad, solo te quedan los
recuerdos. Lo que eres y has sido depende de tu memoria. Si esta se borra, pierdes tu identidad.
Era injusto. Les pedí que buscaran una residencia donde ingresarme. No podía permitir que ellos
perdieran su juventud cuidando de una minusválida como yo. La juventud es para vivirla, les dije.
Ester y Clara bebieron un sorbo de su refresco.
—Había decidido arreglar las cosas y compensarles el tiempo que estuvieron sin mí. Les dije
que vendería la casa. La mitad del dinero sería para ellos dos. La otra mitad, más unos ahorrillos
que tenía serían para la residencia. Se negaron en redondo. Decían que ellos me cuidarían, que
contratarían una enfermera solo cuando yo empeorara. Pero me aconsejaron vender aquella finca
tan grande y comprar un pisito céntrico más pequeño donde vivir los tres. Yo los creí. —Sus ojos
se llenaron de lágrimas—. Pero un mes más tarde, ingresaba en la mejor residencia geriátrica de
Girona. Muy buenas instalaciones y mejor asistencia. Venían a visitarme casi todos los días. —
María dio un pequeño sorbo a su bebida—. A las dos semanas hubo un cambio. Una tarde les
comenté que los médicos del centro a penas entendían mi sorprendente recuperación. Pensaban
hacerme unas pruebas para evaluar mi enfermedad. —Sus ojos volvieron a llenarse de lágrimas y
su voz tembló—. Ese fue el último día que los vi. De eso hace ya diez años. —Volvió a mover de
sitio la caja de galletas—. Debí adivinar sus intenciones cuando Ricardo me abrazó y me besó
muy fuerte. Es un buen chico, ¿saben? Pero se deja influenciar por su hermana. —Negó con la
cabeza—. No lo he vuelto a ver, aunque nunca me falta una postal por Navidad. Espero que le
vaya bien.
Clara alargó el brazo y cogió la mano de la anciana.
—Cuando tuvimos los nuevos resultados me reuní con la directora y el médico del geriátrico.
No se explicaban cómo pudo un neurólogo titulado cometer tal error, pero las pruebas eran
concluyentes: No padecía de alzhéimer; solo estrés por la muerte de mi marido y el reencuentro
con mis hijos. Solo eso. Lloré de alegría. —Empezó a retorcer un pañuelo que tenía entre las
manos—. Si quieren un consejo de esta mujer de setenta y dos años que ya se va de este mundo,
tengan siempre un rinconcito con algún dinerito guardado. No se lo gasten todo y recen para que
nunca les falte, porque tanto tienes, tanto vales. Es así de cruel pero así de cierto. —Suspiró—.
Después de la reunión, el médico salió del despacho y me dejó con la simpática directora del
centro. Bonita sonrisa, voz muy agradable, pero corazón frío como el acero. Fue directa al grano:
o antes de fin de mes abonaba la cantidad para cubrir los gastos de mi estancia en la residencia, o
se verían en la desagradable obligación de expulsarme del centro. —Movió la mano—. Les
ahorraré los desagradables detalles y les contaré el final. Todo había sido un montaje de mis
queridos hijos para quedarse con mi dinero. Me dejaron en la más completa miseria. Se lo
llevaron todo.
Muy a su pesar, un torrente de lágrimas brotó de sus hundidos ojos.
—Cuando quise darme cuenta, mi finca había sido vendida y mis ahorros del banco, robados.
—Se secó las lágrimas con un pañuelo de algodón—. Se lo habían llevado todo, todo. —Su
mentón temblaba—. Me abandonaron como a un perro sarnoso en la más absoluta pobreza. —
Apretó los labios—. ¿Qué podía esperar de los hijos del desgraciado de Ángel? Después de lo
que hice por ellos, ¡miren cómo me lo agradecieron! —Hizo una pausa para peinarse con los
dedos y recobrar el equilibrio emocional.
María cogió el vaso de limonada con mano temblorosa y bebió un sorbo. Algo más
reconfortada, continuó con su relato.
—Entre el dinero del banco y el de la venta de la casa, me robaron 100 millones de las
antiguas pesetas. No sé cuánto será eso en euros.
—Seiscientos mil euros —aclaró Ester.
—Confié en ellos… Por suerte, no pudieron quitarme mi pensión. Cobro una miseria, pero algo
es algo. Me alojé en la habitación de una vieja pensión hasta que un día recibí una nota con una
dirección, un número de teléfono y 180 €. Llamé y aquí estoy. Vivo de alquiler en la casa que
había compartido de joven con Ángel y sus hijos. —Respiró hondo—. Hay noches que aún lloro
de rabia por haber creído en ellos. —Miró a Ester y Clara—. ¿Qué podía esperar de los hijos de
ese inútil? Incluso para dejarme preñada necesitó ¡diez años! Y ya ven —dijo dejando caer sus
manos sobre la mesa—, aquí estoy, sola en una casa que me trae malos recuerdos, pero no tengo
dónde ir. Si quieren otro consejo, no se fíen de nadie, porque todo el mundo miente. —Hubo un
breve silencio en torno a la mesa que María Moreno rompió—. Esos… —Apretó los labios con
fuerza—. Los hijos de Ángel son capaces de cualquier cosa. —Frunció el ceño y meneó el dedo
ante ellas—. Creedme. Si alguien desea hacer daño a Juani será porque se lo tendrá bien
merecido. Algo cruel habrá hecho.
—Supongo que interpondría una denuncia contra ellos… —dijo Clara.
La señora Moreno hizo un gesto de dolor y se movió incómoda en su silla. Creyó que debía
poner fin al interrogatorio. Intentaba enterrar en la profundidad de su mente una parte de su vida
que consideraba dolorosa y humillante. Y no podía permitir que unas extrañas se pasearan por sus
recuerdos con total libertad. Lo último que quería era dar lástima. Miró a su alrededor y suspiró.
«Pero todo el mundo tiene un precio», pensó. Muy a su pesar, el suyo era la comida.
Tragándose su orgullo, les explicó cómo intentó contratar los servicios de un buen abogado con
los trescientos euros que sus despreciables hijos habían tenido la delicadeza de dejar en la cuenta
bancaria que compartían. Quería justicia, pero no tenía dinero. Tanto tienes, tanto vales. Pensó en
un abogado de oficio, sin embargo, no conseguía recordar el nombre del supuesto médico que le
diagnosticó el alzhéimer ni la dirección de su consulta. No tenía nada. Necesitaba ayuda y nadie
se dignó a echarle una mano. Incluso sus supuestos amigos y conocidos le dieron la espalda.
—El día que descubrí el engaño fui a dormir con la esperanza de que la noche borraría lo malo
del pasado y el nuevo día me llenaría de ilusión. —Suspiró—. Te levantas con menos dolor, es
cierto, pero las desgracias siempre dejan una sensación amarga, un oscuro recuerdo que entristece
y no se borra fácilmente.
La anciana levantó los hombros.
—A pesar de todo, intento sobrellevarlo lo mejor que puedo. Al fin y al cabo, la vida es eso.
Un problema tras otro cuando no varios a la vez. —Y añadió—: Cada día me siento aquí, a
oscuras rezando, viendo la tele y esperando que pase el calor. El día que muera nadie me echará
en falta. ¡Qué ironía! Yo tengo que hacer algo por mi hija cuando ella solo supo apuñalarme. Es lo
malo de ser madre, supongo.
Ester la miró largo rato, incapaz de imaginarse el dolor de María Moreno. Había perdido
cuanto tenía: marido, hijos, amistades y dinero. Ya solo le quedaban unos recuerdos amarilleados
por el inexorable paso del tiempo. Hoy lo tienes todo, mañana no tienes nada, concluyó. Pensó en
su familia, sus amigos y… en ¡Joan! Su empatía la había alejado del objetivo real de aquella
visita.
—Siento abrir viejas heridas, señora Moreno, pero debo insistir. —La anciana asintió con la
cabeza—. Durante su convivencia con Ricardo y Juani, ¿recuerda si ocurrió algo que pudiera
suscitar odio o deseos de venganza en alguien?
María hizo una mueca de ignorancia.
—Al poco de llegar aquí, Ricardo tuvo problemas con una chica. Llegó a casa llorando y
gritando porque ella se había enterado de que mi hijo le ponía los cuernos. Parece ser que la
acompañaba a casa y luego salía con otra. Al final se quedó sin las dos. —María rio—. En eso no
salió a su padre. Ricardo no es capaz de hacer daño ni a una mosca, pero su hermana es fría y
calculadora. Le tiene comido el poco seso que tiene.
—¿No recordará el nombre del antiguo novio de Juani? —Ester cruzó los dedos y mantuvo la
respiración.
María Moreno juntó las cejas. Parecía esforzarse por recordar algo que había olvidado.
—No, pero recuerdo que lo conoció durante el verano. Era un chico rubito. La venía a buscar y
se iban a la playa. Tenía una moto acuática y creo que era francés.
—¿Le suena el nombre de Xavi Maragall?
María Moreno negó con la cabeza. Ester metió la mano en su bolso y extrajo el móvil. Buscó
una fotografía de Joan y se la mostró.
—¿Le conoce, señora Moreno?
María la miró con detenimiento y luego negó con la cabeza. Ester respiró tranquila. Seguras de
no poder sonsacar más información a la anciana mujer, le agradecieron su tiempo y se despidieron
de ella con la promesa de volver algo más tarde con la compra.

Bien entrada la tarde y sudorosas por el ambiente caluroso, Ester y Clara regresaron a la casa de
María Moreno con una caja repleta de víveres. Llamaron con insistencia al timbre. Pasados unos
minutos sin respuesta, decidieron probar suerte en la puerta del vecino. La ocupante del número
ciento siete era una bronceada mujer de unos cuarenta y muchos años que las recibió con una
toalla en las manos y el cabello húmedo. Vestía una pulcra camiseta blanca y unas modernas
chancletas que años atrás no se hubiera atrevido a llevar.
—¡Carai! —exclamó al ver la caja de alimentos—. ¿Maria ha ganado algún sorteo?
—No. —Ester dejó los víveres en el suelo del recibidor.
—Vosotras no sois parientes. ¿Quiénes sois?
En otras circunstancias, Ester habría terminado en aquel momento la conversación. Vivía en
una ciudad con más de doscientos veinte mil habitantes donde no conocía ni el nombre de sus
propios vecinos. Paseaba por las calles sin saludar a nadie porque a pocos conocía. Su forma de
vivir chocaba con las costumbres de los municipios más pequeños, donde los habitantes se
conocían y la intromisión en la vida privada de los otros era habitual y consentida. Pero creyó que
si manejaba con habilidad esa fastidiosa costumbre podría jugar a su favor. Con un poco de suerte,
obtendría la información que anhelaba. Ester esbozó la mejor de sus sonrisas.
—Estamos ayudándola con la compra, pero no está. ¿Podríamos dejársela a usted?
—Por lo que veo, os ha engañado con su carita de lástima.
La expresión de sorpresa en los rostros de Clara y Ester debió ser evidente porque la vecina de
María Moreno se echó a reír.
—No os dejéis engañar por el aspecto de porcelana fina de María. También yo tendría esa piel
tan delicada si no hubiera cuidado de mis tres hijos, dos varones y una hembra. Entrad —les
ordenó.
La vecina echó un discreto vistazo al interior de la caja, aunque Ester supuso que en cuanto
ellas salieran a la calle metería la mano y alguno de los productos quizás no llegase a su destino.
—¿De qué la conocéis?
—Preparamos una reunión de antiguos alumnos y hemos venido a Palamós para contactar con
Jana, su hija —dijo Clara—. ¿La conoce?
—¡Desde que nació! Supongo que María no sabe dónde encontrar a su propia hija, ¿verdad?
Las dos amigas negaron con la cabeza y la vecina sonrió satisfecha.
—Poneos cómodas —señaló un sillón— mientras os busco el teléfono de la tía de Jana en Sant
Feliu de Guíxols. Ella sabrá donde localizarla. —Y añadió en voz baja—: Pero no se lo chivéis a
su madre.
La distribución de aquella casa era igual a la de María Moreno, pero con grandes diferencias.
Gozaba de una gran iluminación natural y la habían decorado en tonos alegres. Un rincón del salón
estaba repleto de souvenirs de viajes ajenos; y presidiendo la pared junto a la ventana, un Cristo
de madera y un rosario. Llegó hasta sus oídos el alegre canto de un pájaro mezclado con los
fuertes ladridos de un perro. La vecina regresó con una manoseada agenda. Se sentó en la butaca
junto a ellas, arrancó un trozo de papel y anotó un número de teléfono.
—Es el de Antonieta, la tía de Jana y Richi. —Se lo entregó—. Ella ha mantenido siempre el
contacto con los hijos de su hermano. —Se acomodó en la butaca dispuesta a entablar una
conversación—. ¿Qué os ha contado esa vieja bruja? ¿Os ha explicado cómo sus propios hijos la
dejaron en la miseria?
Clara sintió como le subía la adrenalina por la falta de respeto hacia la anciana.
—Más o menos —dijo.
—¡Bah! No le hagáis demasiado caso. Siempre cuenta la misma historia y al final, ha
terminado por creérsela. La casa señorial donde vivía era propiedad de su segundo marido. Al
morir él, sus herederos fueron sus cuatro hijos, no ella. Se rumorea que sacaron un buen pico por
su venta, ¡casi un millón de euros! Además, si María no denunció a sus hijos sería porque no hubo
delito, ¿no creéis?
Clara miró pensativa la caja de los víveres y Ester se reprendió por ingenua. Empezaba a estar
cansada de tantas mentiras.
—¿Quieren llamarla desde aquí? —preguntó la vecina señalando su teléfono.
Ester se apartó el oscuro cabello de la mejilla y dibujó una amplia sonrisa en sus labios.
—¡Oh! No se preocupe, ya la llamaremos. —Se levantó—. Le agradecemos su ayuda, pero
debemos irnos.
—Sí, debemos irnos. —Clara forzó una sonrisa—. Gracias por su ayuda.
Las dos jóvenes aceleraron el paso hasta que llegaron a la puerta. Pero en ese momento, Ester
reprimió su instinto de huida. Se recordó que necesitaba respuestas, y aquella curiosa mujer
podría ser una buena fuente de información.
—¿Qué pasó en esa familia? —le preguntó—. Según la madre, fue su primer marido quien la
apartó de sus hijos. Pero… —entrecerró los ojos en un falso esfuerzo por recordar— en la
escuela, Jana hablaba como si su madre hubiera muerto.
Clara puso los ojos como platos. ¿Desde cuándo tenía aquellas dotes de actriz?
—Es comprensible, los padres se separan y rehacen su vida, pero los hijos son quienes más
sufren la rotura familiar —dijo moviendo la cabeza con desdén—. Hay que aguantar más, ser más
tolerante y no separarse al primer tropiezo. Yo he aguantado mucho, muchísimo. El cura ya nos
advirtió: el matrimonio es para lo bueno y para lo malo.
Las chicas asintieron en silencio.
—Esos chavales lo pasaron muy mal, os lo aseguro. Mi hermana vive en el mismo pueblo y me
lo contaba. Decidme, ¿qué madre en su sano juicio rechaza a sus propios hijos pequeños? —
Meneó la cabeza.
Animada por la cara de incredulidad de las dos jóvenes, la vecina cotilla empezó a hablar.
Había olvidado su cabello húmedo.
—María de los «Cañas» fregaba suelos, pero encontró un trabajo como cocinera en un hotel
importante. No se relacionaba con la selecta clientela, pero se le subieron los humos a la cabeza.
Su marido era pescador y la quería, pero no podía pagarle sus caprichos. Además, se hartó de
sacar mocos y cuidar niños. —Encogió los labios—. Le molestaban. Yo he cuidado prácticamente
sola a mis tres hijos y a mi madre enferma que en paz descanse.
La vecina se santiguó.
—Engatusó al propietario del hotel. Era viudo y padre de cuatro hijos casi adolescentes. Ya
estaban criados y no había que sacarles los mocos y, además, estudiaban en el extranjero. Al poco
tiempo, María abandonó a su marido y a sus dos hijitos.
Movió la cabeza mientras su rostro dibujó un gesto de repulsa.
—No quiso saber nada más de ellos. Ángel se tragaba el orgullo e iba con los niños a visitarla,
pero ella nunca se dignó a recibirlos.
Las chicas la miraron escandalizadas. La vecina asentía.
—Imaginad el desespero que debieron sentir aquellos pobres chiquillos… allí de pie, llorando
a moco tendido, llamando a su madre sin que ella se dignara a abrirles la puerta. —Hizo un
chasquido con la lengua para enfatizar su desacuerdo—. Lo pasaron muy mal, muy mal, muy mal,
sobre todo el niño, que la quería con locura. Se volvió un niño triste que respondía a manotazos y
a patadas. El padre consiguió con facilidad la custodia de sus hijos. —Hizo un amago de reír—.
Ella renunció a los pequeños. Ángel, para evitarles más sufrimiento, se trasladó a Sant Feliu de
Guíxols. Allí vivía su familia que les arropó y les protegió. ¡Podres chiquillos! Estaban
convencidos de que habían hecho algo mal, que su madre se había enfadado por ello y les
abandonó. ¡Qué asco de mujer! —Movió la cabeza—. Crecieron sin el amor y el cariño de una
madre. La mujer es el puntal de la familia. Si ella falla, el resto cae. Esos chicos pasaron por
mucha escasez durante su infancia. En esa casa entraba la pensión de la abuela y lo poco que
cobraba el padre del pescado que vendía en la lonja. Pero María vivía como una reina en una casa
señorial y sin escasez.
La vecina se volvió a tocar el cabello y señaló en dirección a la casa de la señora Moreno.
—A los hijos de su segundo marido les pagaron buenos colegios, aunque siempre lejos de la
ciudad. Vestían ropa cara y jamás les negaron sus caprichos. En cambio, Jana dejó los estudios
para ponerse a trabajar en una panadería. La pobre quería aportar su granito de arena a la
maltrecha economía familiar pero el padre sabía que los estudios eran importantes y la obligó a
estudiar. Ella escogió peluquería.
—Al menos Jana y Richi tuvieron un padre y una familia que los quisieron —dijo Clara.
La vecina asintió.
—Pero las desgracias nunca vienen solas…; su padre, el pobre, cogió una enfermedad mala y
murió. Aunque ya eran mayorcitos cuando ocurrió, fue un gran golpe para ellos, sobre todo para
Richi. Sin su apoyo ni consejo, empezó a ir por mal camino. —Bajó la voz—. Malas compañías,
se emborrachaba los fines de semana y se metía en peleas, el pobre… Decían que también
tonteaba con drogas, pero eso yo no lo creo.
Se tocó el cabello preocupada por si se le secaba demasiado rápido.
—No sé porque, un buen día buscaron a su madre. La verdad, no lo entiendo. Si mi madre me
hubiera abandonado, yo no querría saber nada más de ella.
—Quizás quiso conocer otra versión.
—O… Jana, al ser la hermana mayor de Richi, sentía que debía protegerlo e intentó disuadirlo
para alejarlo de sus amigotes, pero no lo consiguió. Así que pensó en un cambio de aires.
Descubrió dónde vivía su madre y fue a pedirle ayuda.
El rostro de la vecina transmitía la satisfacción que sentía en esos momentos por el cotilleo.
—Un día, al salir de misa, los vi juntos. Parecían una verdadera familia feliz. Lástima que con
quince años de retraso. Luego me olvidé de ellos hasta que, por desgracia, María volvió a vivir en
esa casa.
Ester intentó adivinar. Por una parte, le vinieron a la mente los álbumes de fotografías de
viajes, galardones etc. de María Moreno y su segundo marido. Por otra, un pequeño sobre con un
puñado de fotos desordenadas de sus propios hijos. Comprendió lo mismo que Jana aquella
mañana en el jardín de su casa: su madre nunca los había echado de menos. Habían vivido
separados por unos diez quilómetros de distancia y nunca en catorce años tuvo la necesidad ni
hizo el esfuerzo de ir a su encuentro.
—Les tira a mis perros comida envenenada y laca en spray a mis pájaros. —Alargó el brazo en
dirección opuesta a donde estaban—. Ella es la mala, ¡no sus hijos! —Apoyó las manos en la
cintura—. La trato con respeto por ser una señora mayor pero no le tengo ninguna simpatía.
Abandonó a sus propios hijos. Una cosa es abandonar a tu marido y otra muy distinta a tus hijos.
Se lucha por ellos. —Hizo una pausa para coger aire—. Esa mujer está sola porque se lo ha
ganado a pulso. ¡Ni sus hijastros quieren saber nada de ella!
Consciente de que aquella conversación había llegado a su fin y que ya no aportaría nueva
información, Ester se aclaró la voz. Era hora de jugársela.
—Alguien me comentó que Jana se había ido de la ciudad porque le querían hacer una cara
nueva.
Clara se removió incómoda en su silla. Ester cada vez mentía con mayor aplomo.
—¿No habrá sido esa bruja?
—No, no —Clara se apresuró a tranquilizar a la vecina mientras dedicaba una mirada de
enfado a su amiga—, fue un compañero de clase.
—Debieron ver cómo era su madre realmente y se largaron para rehacer su propia vida. —hizo
un gesto de desprecio antes de continuar—. Esos chicos se ganan la vida honradamente. No se
meten en líos. Jana es feliz. Se casó y tiene un trabajo estable en Barcelona. Richi consiguió
trabajo en una discoteca de Girona. Es buen chico, aunque no encuentra novia. Es algo tímido.
Debe costarle confiar en las mujeres después de haber sido traicionado por la que más quería.
Una desagradable sensación de miedo atravesó el pecho de Ester. Discrepaba de la vecina en
cuanto a la timidez del hermano de Jana con las mujeres. Se pasó nerviosa el cabello tras la oreja
mientras miraba incómoda el reloj. Intentó centrarse en la conversación, aunque el recuerdo de su
primer y único encuentro con Richi aún la perturbaba. El aliento del hombre demasiado cerca de
su mejilla mientras le susurraba una lujuriosa amenaza eran su prueba.
—¿Entonces nadie se la tiene jurada a Jana? —preguntó Ester.
La solícita vecina parpadeó sorprendida por la pregunta.
—Solo su madre.

Con gran frustración, Ester anduvo junto a Clara en silencio. Habían desaprovechado un caluroso
día de verano en la playa por su ridículo intento de emular las técnicas de investigación de los
televisivos detectives privados. Suspiró. Volvía a estar en un callejón sin salida.
—¡Aaarg! Odio que me manipulen de esta forma —exclamó Clara—. Otro día yo me quedo en
la playa mientras tú haces de detective. —Señaló detrás de ellas—. He perdido parte de mi
presupuesto semanal para… para… ¡No sé para qué!
—Lo siento. Tampoco yo sé para qué hemos venido… No nos han contado nada que pueda
sernos de utilidad.
De pronto, Ester clavó los pies en el suelo. Clara intentó quejarse, pero ella alzó la mano.
Lentamente le fue apareciendo una sonrisa en los labios. Miró a su amiga y le cogió el brazo.
—¡Volvamos!
Giró sobre los talones y corrió hacia el número ciento siete. Clara la siguió sin comprender,
aunque no quería perderse lo que fuera a pasar. Ester llamó con insistencia al timbre y esperó con
impaciencia.
—Perdón. Antes ha comentado que Richi trabajaba en un local en Girona, pero ¿recuerda su
nombre? —preguntó Ester a una sorprendida vecina con el cabello otra vez, mojado.
—No, lo siento.
La vecina de María Moreno intentó cerrar la puerta, pero Ester puso un pie dentro.
—Haga un esfuerzo por recordarlo, por favor. Es importante.
La vecina las miró visiblemente irritada durante unos segundos, pero después, sin quitarles los
ojos de encima, gritó:
—¡Vicky! ¡Sal un momento!
Apareció una chica de unos veinticinco años vestida con un pantalón de cintura baja y una corta
camiseta ajustada.
—Cariño, ¿cómo se llama la discoteca de Girona? Aquella donde trabaja el vecino de tía
Marga.
—Ya no trabaja allí. Lástima, era muy simpático. Siempre nos invitaba a una copa —dijo con
una sonrisa—. La Gamba. Os lo recomiendo.
Ester sonrió satisfecha.

Recogieron el coche con la sensación de haber encontrado el cabo que desharía la madeja. Solo
debían tirar de él. A pesar del calor, el camino hasta el aparcamiento fue lento. La euforia por su
descubrimiento las animaba a elaborar locas teorías sobre lo sucedido y ralentizaba su marcha
hasta que Clara pidió un poco de realismo y objetividad. Ester torció el gesto, pero admitió que
tenía razón. Se conectó a internet a través de su móvil para pedir información acerca de Judit Mur,
pero la emoción inicial se transformó en frustración al instante: no aparecía ninguna noticia sobre
su prematura muerte. Ester no se dejó intimidar por el primer tropiezo.
—¡Vayamos a Girona!
Clara la miró con reticencia.
—Vayamos y hablemos con alguien de La Gamba. Si tenemos suerte, nos darán la información
que necesitamos para continuar la investigación.
—¿Ahora? —Clara abrió los ojos como platos—. Pero si está lejos…
—Solo son unos cuarenta kilómetros, unos… veinte minutos en coche. ¡Vamos, Clara!
¡Hagámoslo!
—Es un local nocturno y, cuando lleguemos, ¡estará cerrado! Tendremos que esperar hasta
medianoche para entrar, tendremos que consumir algo, se nos hará tarde y luego nos esperarán
cien kilómetros para regresar a casa y… nadie nos asegura que obtengamos información nueva a
cambio de tanto esfuerzo.
Ester cogió a su amiga por los hombros y la miró directamente a los ojos.
—Clara, necesito saber qué le ocurrió a la hermana de Joan. Estamos muy cerca. Lo presiento
—Ester juntó las manos—. Por favor… —Puso morritos y mirada de niña buena.
Clara dio un bufido.
—Estááá bieeen…, pero me debes una.
—¡Si!
Siguieron las indicaciones del GPS y encontraron La Gamba con facilidad. Pararon a escasos
metros del local en una zona habilitada para el aparcamiento de vehículos y se tomaron un tiempo
para observar el pub desde la distancia. Aún tenía las puertas cerradas. Clara refunfuñó que si
habían llegado temprano que cuánto tiempo pensaba quedarse allí… hasta que una furgoneta se
paró junto al local. Un hombre se apeó y abrió el establecimiento con llave. Permaneció en su
interior un cuarto de hora antes de regresar a la furgoneta. Abrió su puerta lateral y comenzó a
descargar cajas.
—Vamos —Ester bajó del coche sin dar opción a Clara para quejarse.
Caminaron a paso ligero hasta él.
—Perdona —Ester se dirigió al hombre—, ¿trabajas aquí?
—Si buscáis trabajo habéis llegado tarde, ya no admiten currículums.
El hombre cogió una caja con vasos de plástico.
—No buscamos trabajo. Esperábamos encontrar a alguien que hubiera conocido a Judit Mur.
El hombre las observó con interés.
—¿Por qué preguntáis por Judit? ¿La conocíais?
—No, solo a su hermano. —Ester hizo una dramática pausa—. Tiene problemas… mentales…
graves, e intuimos que podrían estar relacionados con la muerte de Judit. Fue un duro golpe para
él… Aún no ha asimilado que su hermana menor muriera a consecuencia de una fulminante
embolia, algo más propio de una persona mayor.
Clara mantenía la vista fija en ella e intentaba frenar el impulso de salir corriendo. El hombre
arqueó una ceja.
—Si insinúas que se drogaba, estás muy equivocada. En mi local, si alguien quiere mantener el
trabajo, tiene que pasar una prueba de orina cada domingo y la suya siempre salía negativa. —El
hombre arrastró una caja hasta la puerta de su furgoneta, luego se volvió hacia ellas—. Judit era
fisioterapeuta y hacía las prácticas en el hospital. El día de su muerte se fue a casa al terminar su
jornada. Su madre cuenta que le notó una dificultad en el habla antes de paralizársele un lado de la
cara. Llamó a su médico, quien le recomendó pasar por un servicio de urgencias. A los cinco
minutos pareció recuperarse totalmente. Aun así, quiso llevarla al hospital y llamó a un taxi
mientras Judit se duchaba. —Miró abstraído la caja de vasos—. Sufrió otra crisis, pero esta vez
se le paralizó el lado derecho de su cuerpo. Su madre llamó a la ambulancia, pero cuando llegó a
los cinco minutos, su hija ya se había desplomado y los sanitarios no pudieron hacer nada para
salvarle la vida. —Se quedó en silencio unos segundos antes de continuar—. Murió en sus brazos.
Por un instante conectaron con el desespero y el dolor de aquella madre y sus corazones se
encogieron.
—Debió ser horrible… —Ester carraspeó para deshacer el nudo de su garganta—. ¿Sabes si
Judit recibió algún golpe en la cabeza?
Él se encogió de hombros.
—Si lo recibió, la autopsia no lo detectó. Además, la acompañó en coche un compañero de
trabajo hasta el portal de su casa y parecía encontrarse bien.
Las dos mujeres intercambiaron una mirada.
—¿Era Richi Ferrer quien la acompañó a casa? —El hombre asintió y Ester se animó a seguir
preguntando—. ¿Eran pareja?
—¿Pareja? —la pregunta lo dejó desconcertado—. No, que yo sepa, aunque podría ser. La
vida de mis empleados no me importa, solo me importa su orina. —Rio su propia gracia.
Clara y Ester forzaron una sonrisa.
—Judit era una chica activa con objetivos en la vida y Richi era un alocado que prefería
regalar bebidas a cobrarlas. —Señaló el local nocturno—. Es mi negocio y no puedo permitirme
el lujo de ir regalando las consumiciones. En cuanto me enteré, le despedí —añadió mientras
cogía de nuevo la caja de vasos—: O me ayudáis a descargar la furgoneta o dejamos la charla
para otro día. Tengo que trabajar.
Las dos amigas se despidieron del propietario de La Gamba y le agradecieron su tiempo.
El sol empezaba a descender cuando decidieron pasear descalzas junto a la orilla del mar. El
rítmico sonido de las olas les llenaba de una agradable sensación de paz. La brisa acariciaba la
piel de sus cuerpos agotados después de zambullirse en el agua y de jugar con las olas como
niñas. Caminaron largo rato en silencio hasta que Ester lo rompió.
—Estoy segura de que Joan contrató al sicario de Los Fantasmas para cargarse a Richi Ferrer.
Clara desvió la mirada hacia el horizonte y cogió aire.
—¿Crees que una embolia sería motivo suficiente para contratar a un sicario?
—Supongo que no. —Ester se encogió de hombros—. Contratas a un sicario por envidia, odio
o incluso por venganza, pero no por acompañar a una chica en coche. Se nos escapa algo.
—Puede que Richi la forzara.
Ester emitió un gruñido.
—Una violación puede provocar lesiones en los genitales y trastorno de estrés postraumático,
pero ¿una embolia? —Meneó la cabeza—. Lo dudo.
Dio una patada al agua.
—Joan parece un buen hombre, pero… —exhaló un fuerte suspiro—, ya no sé qué creer. Me
apartó de su lado para evitar que yo pudiera impedir el asesinato.
Clara hizo un gesto como de dolor de estómago, pero se apiadó de su amiga y optó por
contener su propia opinión.
—Lo siento, Ester… —Apretó ligeramente su mano—. Pase lo que pase, me tienes a tu lado,
¿vale?
Ester asintió en silencio.
—Deberíamos regresar al coche —dijo Clara al sentir que el entorno ya no ofrecía la
relajación que necesitaba.
Caminaron algo más de un kilómetro hasta encontrar el Citroën C3 naranja de Ester.
—Deberías empezar a admitir que desconoces importantes aspectos de la vida de Joan y que
esto te empuja a suponer que se comportaría como tú lo harías. —Se detuvo un instante antes de
continuar—. Tendrías que preguntarte si el hombre que conociste posee el temple necesario para
contratar a un sicario y ser testigo del asesinato a sangre fría de un ser humano.
Abrieron el maletero. En su interior dejaron las bolsas con las toallas y Ester se cambió las
chanclas por unos zapatos con los que poder conducir. En su mente aparecieron dos diablillos
vestidos de rojo con cuernos y tridente incluidos. Uno con la cara de Olga preparado para acabar
con ella. El otro, Joan pidiéndole paciencia mientras disparaba a Richi en la nuca. Y en medio de
ambos, ella con alas blancas mirándolos con expresión bobalicona. ¡Malditos seáis los dos! La
sangre le palpitaba en las sienes. Su instinto le pedía alejarse de ladrones y sicarios, pero su
consciencia moral le advertía del peligro de arrastrar el resto de su vida el sentimiento de culpa
por no haber impedido un crimen. Levantó el mentón, inspiró sonoramente y dijo:
—Desempolvemos los apuntes de fisiología. —Sacó su móvil y empezó a consultar los
mensajes—. ¿Qué sabemos de las embolias?
Clara le pasó la botella de agua fría comprada en un supermercado.
—Veamos… lo que le ocurrió a Judit al llegar a casa se correspondería con un Accidente
Isquémico Transitorio, o AIT, porque sus síntomas desaparecen en unos minutos o máximo 24
horas.
—Eso es. —Ester dio un trago de agua—. Por lo que recuerdo, el AIT lo provoca el
estrechamiento o lesión de un vaso sanguíneo, un coágulo de sangre dentro de una arteria del
cerebro o desplazado desde otro sitio como el corazón.
—Exacto, entonces se produce una disminución breve y repentina de sus funciones cerebrales y
aparecen los síntomas que varían según el área del cerebro afectado. Puede aparecer desde
debilidad en las extremidades, dificultad para hablar, problemas de visión, vértigo, parálisis
facial, dolor ocular… —Clara dio un mordisco a una gominola de cola.
—Me decanto por un coágulo que se deshizo por sí solo y permitió a Judit recuperarse
totalmente en unos minutos. —Ester mordió un disco de regaliz negro mientras enviaba un mensaje
—. Su madre hizo bien al querer acudir cuanto antes al hospital porque después una de cada tres
personas sufre un ictus, embolia o trombosis.
—Creo recordar… —Clara abrió la puerta del acompañante— que los síntomas de un
Accidente Cerebrovascular son los mismos que en un AIT, pero aquí el vaso sanguíneo se rompe o
tapona y una parte del cerebro no recibe la sangre que necesita. Entonces, las neuronas del área
afectada no reciben oxígeno y mueren pasados unos minutos provocando los daños permanentes.
Pero el riesgo de sufrir un accidente cerebrovascular se incrementa a partir de los cincuenta y
cinco años y no es propio en una chica de veinte.
Ester guardó el móvil en el bolso, se abrochó el cinturón de seguridad y arrancó el motor.
—La edad es importante, pero también puede ocurrir en personas con hipertensión, consumo de
tabaco, diabetes, colesterol alto, enfermedad cardíaca, consumo de cocaína o alcohol, un trauma
en la cabeza…
—Vale, ahora ya sabemos la causa de su muerte, pero eso no nos aclara por qué su hermano ha
contratado a un asesino profesional. No tiene sentido. —Clara bebió un buen trago de agua—.
¿Judit tomaría cocaína o algún tipo de droga?
—Esa información aparecería anotada en el informe de la autopsia que no tenemos…; aun así,
el propietario de La Gamba dejó muy claro que los análisis de orina de Judit daban siempre un
resultado negativo en drogas. —Ester se pasó la lengua por los dientes—. Lo que no entiendo es:
si su hermana murió por causas naturales, ¿por qué Joan quiere ver muerto a Richi?

Había oscurecido cuando Ester cruzó la puerta metálica del parque. Su corazón latía desbocado.
En aquel instante hubiera deseado encontrarse en cualquier lugar del planeta antes que a veinte
metros de Joan, pero se sentía con la obligación moral de estar allí.
Lo vio de pie junto a un robusto árbol lejos de las miradas de los escasos paseantes. Alto,
moreno, elegante. No le quitaba ojo. Parecía tranquilo. Ella tenía la boca seca.
En cuanto estuvieron cara a cara, Joan cruzó los brazos a la altura del pecho y observó con
detenimiento las personas que se movían a su alrededor.
—Gracias por acceder a verme.
Joan la miró muy serio.
—¿A qué viene este encuentro? —Sus ojos se encontraron—. Me dejaste bien claro la última
vez que no querías saber nada de mí.
La chica esquivó su mirada y se mordió los labios. Joan deshizo el nudo de sus brazos. Hundió
sus manos en los bolsillos de las bermudas y dio un paso hacia adelante. Se quedaron a pocos
centímetros el uno del otro. El olor fresco a ducha reciente produjo una agradable sensación de
mariposas en el estómago de Ester.
—Fue una agradable sorpresa leer tu wasap —dijo él mientras su cara se iluminaba con una
encantadora sonrisa. Muy a su pesar, Ester se la devolvió.
Aquellos hermosos ojos azules le sostenían la mirada y desmontaban cualquier barricada que
hubiera podido alzar. Sintió la caricia de su dedo mientras le quitaba arena del brazo. Sus piernas
empezaban a flaquear cuando recordó el motivo de su encuentro. Se pasó el cabello tras la oreja.
Carraspeó.
—Te… he citado porque quisiera, bueno, espero que no, bueno…
Joan sonreía divertido. Ester cogió aire.
—He descubierto el verdadero motivo de tu presencia en Terrassa: Richi Ferrer. Estás
convencido de su implicación en la muerte de Judit y sé que Olga, Castro y sus otros compinches
te ayudarán a vengarte de él.
Joan palideció. Ester quiso leer sorpresa y miedo en su expresión. Se apartó unos pasos del
hombre. Ignoraba cómo reaccionaría al ver su plan descubierto.
—¿Cómo…? —balbuceó mientras daba un paso atrás.
—¿Cómo lo he averiguado? —Se encogió de hombros—. Descubrí que Richi y Judit
trabajaban juntos en La Gamba. El resto fue fácil.
Joan se movió inquieto. Se giró hasta darle la espalda. Le siguió un momento de tenso silencio,
pero tras unos largos segundos, él se volvió. Levantó la vista. Al hablar, su tono había cambiado.
—¿Cómo has averiguado que mi hermana trabajaba en La Gamba? —preguntó con aspereza.
Ester volvió a encogerse de hombros.
—Fui a Palamós.
El rostro de Joan pasó de blanco nuclear al rojo fuego en un segundo.
—¿Fuiste a Palamós? —Se pasó la mano por la cabeza y apretó las mandíbulas con fuerza. Las
aletas de su amplia nariz se movían—. ¿Qué has hecho, Ester? ¿Con quién has hablado?
—Con María Moreno.
Joan miró al cielo.
—Nada vincula la muerte de tu hermana con Richi, pero tú estás obsesionado con vengarte de
ese pobre desgraciado que no sabe ir solo por el mundo.
—¿Vengarme?
Joan le lanzó una mirada tan intensa que Ester dio otro paso atrás.
—Estás totalmente equivocada. —Se señaló el pecho y añadió—: Busco justicia. Mi hermana
se merece justicia y ahora, gracias a una metomentodo, como tú, los planes pueden haberse
arruinado.
Su voz empezó a alzarse. Ester echó un vistazo a su alrededor. Vio a un par de jubilados pasar
cerca de ellos.
—No quiero ni imaginar lo que se siente al perder un hermano. —Bajó el tono de voz—: Pero
sé que eres una buena persona y que no necesitas mezclarte con gentuza. Déjalo en manos de la
policía. Son peligrosos, Joan. Pueden dañarte.
—¡Y a ti qué más te da! —espetó—. Lo que cuenta es que sacaré a ese cabrón de la calle. —Su
respiración se agitó—. El final está muy cerca.
—Pero ¿a qué precio? —Se pasó el pelo detrás de la oreja—. En un mundo perfecto, tu
hermana continuaría con vida, pero la realidad es bien distinta. Acepta que, aunque demasiado
joven, su muerte fue por causas naturales y déjala que descanse en paz. —Respiró hondo—. Solo
así empezarás a disfrutar del presente.
—No lo entiendes, ¿verdad? Richi es el culpable de su muerte y, como tal, debe pagar por ello.
Solo así podré disfrutar del presente.
Ester tragó saliva. Un escalofrío le había recorrido la espalda. Pasó una madre riñendo a su
hijo. Esperaron pacientes a que se alejaran para retomar la conversación.
—Es imposible razonar contigo —dijo visiblemente contrariado—. Richi violó y asesinó a mi
hermana.
—¡Pero no hay pruebas!
—¿Sabes que hubo otra víctima? Se llamaba Aina Torres y también murió en circunstancias
parecidas. Dime, ¿le pedirías a su familia que olvidara lo ocurrido?
Se hizo el silencio. Aquella última revelación la había impresionado. ¿Qué habría de cierto?
Tanto una violación como una estrangulación o un envenenamiento habrían sido descubiertos por
el forense sin mucha dificultad, entonces, ¿cómo podrían haber sido asesinadas las dos mujeres
por Richi sin dejar ningún rastro en la autopsia? Sintió frío.
—Olvidar, no; pero sí aceptar su vacío. Esta conspiración me parece… espantosa.
—¿Espantosa? —Levantó las cejas sorprendido. Sonó una risa amarga. Después apretó con
fuerza su mandíbula y se situó muy cerca de ella. Demasiado. Le habló casi en un susurro, aunque
con gran dureza.
—¿Sabes lo que fue espantoso? Que mi madre viera morir a su hija sin poder hacer nada por
evitarlo. ¡Deja de inmiscuirte en mis asuntos!
—O si no ¿qué? —Alzó el mentón—. ¿Vas a enviar a Olga para sellar mis labios?
Joan meneó la cabeza mientras sonreía.
—Olga es más peligrosa de lo que imaginas. ¿Recuerdas el nombre de Oleg Bubka de la lista
de invitados a la fiesta de Eleuterio y Jana? Pues deberías saber que Olga y Castro temen que se
les relacione con él y harán lo posible para evitarlo. ¿Por qué crees que te pidieron borrar todas
las copias de la lista de invitados?
Joan parpadeó. Aquellas palabras le habían cogido por sorpresa o, al menos, eso pensó Ester.
—¿Ahora te dedicas a espiarnos? —Creyó percibir miedo en su voz—. ¿Nos has puesto
micros?
—¿Qué? ¡No!, pero es cierto. —Bajó su tono de voz—. Tan cierto como que nos quieren fuera
de circulación… a ti y a mí.
Joan miró a su alrededor antes de responder.
—Aunque fuera verdad, mi prioridad es Richi. El resto no me importa.
—Joder, pero a mí sí. —Ester señaló su pecho—. Me gustaría vivir un poquito más.
Joan se quedó en silencio. Sus ojos azules, tan hermosos en otras ocasiones, se habían vuelto
opacos. Su masculino rostro, inescrutable. «Joan tiene mucho en qué pensar», se dijo. Estaba
segura de que aquella nueva revelación le haría recapacitar. Tendrían que unir fuerzas para
denunciar a Los Fantasmas, conseguir que la policía aceptase el caso de Judit y Aina Torres y por
último salir ilesos de todo ese embrollo. Pero lo más importante era que en ese proceso, ella
estaría siempre a su lado, se ganaría su respeto y volverían a estar juntos.
Joan alargó distraído la mano hacia un arbusto y, tras un discreto clic, arrancó una hoja.
Jugueteó con ella unos interminables segundos. Se tomó varios minutos antes de responder. Luego
dio unos pasos indecisos hacia ella. Cogió aire y lo soltó sonoramente.
—Aprecio mucho tu amistad. Has sabido estar a la altura de las circunstancias y mantener el
tipo delante de Olga. Te lo agradezco sinceramente. Pero es hora de que aceptes que lo nuestro
terminó. Sé que es difícil siendo vecinos del mismo rellano, pero olvida que existo.
Ester lo miró perpleja. La mandíbula le colgaba. ¿Amistad?
—No me seas soberbio. Lo nuestro nunca empezó. Pertenecemos a mundos distintos. En el mío
existe la integridad. —Le señaló con el dedo—. Tan solo te he dado la oportunidad de recapacitar,
pero me has decepcionado.
Notó cómo un ejército de lágrimas pedía permiso para salir y calló. Giró sobre sus tacones y
caminó hacia la calle sin despedirse.
—Ester —la llamó—, te lo advierto, aléjate de nosotros.
Una solitaria lágrima osó deslizarse con extrema lentitud por su fría mejilla y saltar por un
oscuro espacio vacío hasta morir esparcida en el suelo del parque. Salvaría la vida de Richi,
aunque el mundo entero se lo impidiera.
Joan dio un rodeo antes de salir del parque Sant Jordi. En cuanto lo hizo, una oscura silueta
salió tras unos espesos arbustos. Con la intensidad de la discusión ninguno de los dos se había
percatado de su cercana presencia.
27

Ester se levantó de la cama arrastrando los pies descalzos hasta la cocina. Disponía de tres horas
antes de entregar un pastel a una amiga de su hermano, pero sentía que le fallaban las fuerzas.
Horneó una primera masa de bizcocho, que terminó quemada. En un segundo intento, la parte
central de la base le quedó cruda. La destrozó con un par de zarpazos y la tiró a la basura junto
con la primera. Se dejó caer en una silla y se fijó en las migas esparcidas por media cocina. Se
echó a llorar. Dobló las piernas y las abrazó. Quería estar sola, aislarse del mundo. Sentía que no
sabía elaborar ni un simple bizcocho…, aunque quizás fuera que no quería hacerlo. No era el tipo
de tarta que a ella le gustara hacer. Un simple campo de futbol para un mocoso no era la mejor
forma de dar a conocer su creatividad. Ella deseaba crear una obra de arte que impresionara a
niños y a adultos. Torció el gesto. ¿Aquel desánimo que sentía se debía al encargo que le habían
confiado o a la charla con Joan? Se secó las lágrimas con las manos y se puso en pie.
—¿Dejaré que una simple tarta o las palabras corrosivas de Joan boicoteen mi futuro
profesional? —Se echó el cabello atrás—. Ni hablar.
Apiló con el pie las migas en un rincón del suelo de la cocina y se dispuso a trabajar.
Poco después entregaba la tarta a cambio de treinta euros. Pensaba que era un precio
demasiado bajo por su maravillosa y deliciosa creación. «Las dos gruesas capas de trufa y nata
cubiertas por esponjoso bizcocho y nata coloreada en verde no tienen precio».
Se metió el dinero en el bolsillo y envió un wasap a Clara: «Sé cómo entrar en la fiesta de
Jana».

Ya había anochecido cuando le vio pasar con su coche. Entonces, cesó el rítmico tamborileo de
sus dedos sobre el volante. Giró la cabeza y observó la solitaria calle, solo iluminada por varias
farolas que proyectaban una amarillenta luz sobre el asfalto. Las antiguas y estrechas casas
permanecían en silencio, cerradas y, en apariencia, sin luz interior, casi sin vida, al igual que sus
propietarios.
El leve sonido del motor de un coche acercándose le hizo mirar por el retrovisor. La berlina
pasó de largo y desapareció en la primera esquina. Respiró aliviada. Estiró el cuello para buscar
su reflejo en el espejo e hizo un gesto de desagrado. Las prematuras arrugas alrededor de sus ojos
habían empezado a ganar profundidad. Demasiada tensión.
Se oyeron pasos que resonaban por toda la calle, pero sabía de dónde provenían y clavó la
vista en aquella dirección. Al momento, le vio. Su calva brillaba bajo la luz de la farola. Mientras
se acercaba con paso firme, miraba en derredor. Se paró ante su coche, abrió la puerta y se sentó
en el asiento del acompañante. Olga Gallardo se giró a mirarlo. Le sudaba el bigote.
—Me ha visitado el Sapo —dijo Castro a modo de saludo.
—¡Maldito hijo de puta! —Golpeó el volante con la palma de su mano—. ¿Qué quería?
El hombre hizo un chasquido con la lengua antes de responder.
—Nuestra ayuda. Parece que el juez Fugardo tiene conciencia.
Olga lo fulminó con la mirada. Estaba furiosa.
—¡Que se joda! —espetó. Luego estiró el dedo índice y lo sacudió ante él—. No cuentes
conmigo. Sería un suicidio meternos entre él y un juez. —Y añadió aún más furiosa—. El puto día
que se cruzó en nuestro camino tendríamos que haberle metido un tiro entre las cejas.
Castro reflexionó un momento. Se lo hubiera cargado esa misma tarde si no fuera por la
presencia de su hijo. Tensó la mandíbula.
—Estoy de acuerdo —dijo entre dientes—. Pensaré en algo.
Las gotas de sudor resbalaban por su cara y se las secó con las palmas de las manos.
Agradeció en silencio el delicado siseo del climatizador cuando se conectó. El aire frío invadió el
habitáculo y le dio una tregua. Olga miraba a través de su ventanilla cuando su jefe preguntó:
—¿Ha habido otro encuentro entre el Coleccionista y Jana Ferrer?
La mujer se volvió a mirarlo y negó con la cabeza.
—Estate tranquilo, solo será una fiesta-exposición plagada de pijos coleccionistas de arte, y él
será uno más.
Sonó otro chasquido.
—Las casualidades me ponen nervioso.
Olga sonrió, y al hacerlo, mostró sus dientes.
—A mí me pone nerviosa la fiesta de Jana Ferrer. Faltan tres días para la Noche de San Juan e
intuyo problemas. Demasiada gente moviéndose de un lado para otro ¿Podremos asumir tanto
riesgo sin ninguna garantía de éxito? —Se giró para mirar a través de la ventanilla—. Lo más
sensato sería aplazar el operativo.
El hombre empezó a golpear rítmicamente el cristal con las uñas. Parecía reflexionar. Una luz
se encendió en el interior de una de las casas. Al cabo de un momento, se asomó una cabeza
cubierta de fino cabello blanco. Siguió con la mirada los lentos movimientos de la anciana
mientras bajaba la persiana. Permaneció en silencio hasta que la luz volvió a apagarse. Entonces,
volvió la cabeza, frunció el ceño y sus ojos enmarcados por unas oscuras ojeras miraron fijamente
a los de su compañera. Su tono de voz era el de alguien acostumbrado a mandar.
—Iremos a la fiesta, nos mezclaremos entre la gente y pasaremos desapercibidos, aunque
estaremos alerta —continuó—. Nos daremos una hora para encontrar nuestro objetivo, si no,
pasaremos al plan B. ¿Has preparado el terreno para ponerlo en marcha?
—Sí.
Pasó una furgoneta y tanto uno como el otro la siguieron con la mirada. En cuanto desapareció
de su campo de visión, él preguntó:
—¿Joan Mur está controlado?
—Joan Mur está controlado —le aseguró—, pero me preocupa Ester Soler. Es más peligrosa
de lo que habíamos creído.
Él se acarició la barbilla.
—¿Tiene la lista completa?
Olga meneó la cabeza.
—Se desplazó hasta Palamós para entrevistarse con la madre de Jana Ferrer.
Durante un instante el jefe la miró sorprendido. Luego, la sorpresa se transformó en furia.
—Pero ¿cómo encontró…? ¿Para qué coño hizo semejante gilipollez?
Olga se encogió de hombros.
—¿Joan lo sabía?
—Mantuvieron un encuentro secreto en el Parque Sant Jordi y se lo contó. A él no le hizo
mucha gracia. Murmuraban y solo les oí parte de la conversación. Se pelearon, él le pidió que se
alejara, pero… no sé…, hoy le he notado distinto.
—La echará de menos. —Dibujó una sonrisa ladeada.
Olga respiró hondo.
—Eso espero… El día que nos encontramos en el piso alguien registró mi armario y
desconectó la grabación del rellano.
—¿Insinúas que pudo escuchar nuestra conversación?
—Eso o fue casualidad que incluyera las palabras sapo y coleccionista en la misma frase
estando Jana y yo con ella.
Se produjo un largo silencio tan solo roto por el tic nervioso de Castro.
—Pisamos arenas movedizas.
—Kosovo podría encargarse de la chica —dijo meditativo.
—No. Es cosa mía. Seré más sutil.
Intercambiaron una mirada.
—No armes demasiado alboroto.
Sin mediar palabra, el corpulento hombre abrió la puerta y salió del coche dando así por
finalizada la conversación. Sus pasos resonaron por toda la calle hasta que fueron sustituidos por
el sonido de los motores de dos coches que se alejaban de aquel barrio de casas antiguas y
estrechas.
28

Entró sudoroso en el bar Casa Pepe con sus pantalones cortos y zapatillas de deporte. El local
conservaba la estética de los años sesenta con sus mesas y sillas de fórmica, fluorescentes
amarillentos, azulejos en las paredes y ventilador de techo. Barrió el bar con la vista: al fondo, un
televisor encendido; en un rincón, un operario atacaba un bocadillo y una cerveza; en la barra, un
jubilado discutía de política con el camarero y un calvo con mostacho se tomaba un café mientras
consultaba su móvil.
Se acercó a la barra, pidió un cortado al veterano camarero y se sentó en el taburete. Se inclinó
hacia adelante para ojear con aparente tranquilidad la portada del periódico que había traído
consigo. Esperó a que le sirvieran para doblar el diario y dejarlo sobre la barra.
—¿Va a leerlo? —le preguntó el hombre calvo con mostacho.
El corredor se lo deslizó sobre la barra sin intercambiar una mirada. Un par de minutos
después consultó el reloj. Se tomó el cortado de un solo trago y dejó unas monedas sobre la barra.
—Le recomiendo la página ocho. Es muy interesante —dijo Joan Mur antes de salir del bar.

Aquel mediodía la temperatura rondaba los treinta grados y el sol abrasaba a cualquiera que osara
caminar por la calle. Jana Ferrer acortó su tiempo para el almuerzo. En parte, para evitar que el
calor le estropeara el maquillaje y, en parte, porque tenía trabajo acumulado. Le urgía investigar
una litografía para catalogarla y ofrecérsela a los clientes en la próxima subasta. Estiró la puerta
de acceso a la casa de subastas Vidal Delgado y desapareció en su interior agradecida con el
inventor del aire acondicionado. Desde la otra acera, unos ojos fríos y llenos de ira la
observaban. Un hombre con el símbolo de un corredor tatuado en su tobillo izquierdo la había
estado siguiendo y ahora se escondía entre el grupo de peatones que esperaba junto al semáforo.
—Tu caída está próxima. —Torció una sonrisa—. Y, al fin, recibirás tu merecido.

Olga entró en un pequeño supermercado de barrio que aún se resistía a la necesidad de instalar
cámaras de vigilancia. Se dirigió hacia la sección de chocolates y buscó los bombones. Tomó una
muestra de cada surtido con las manos enfundadas en guantes de látex. Leyó los ingredientes para
asegurarse de que no contuvieran fresa. Descartó un par de cajas y, de las restantes, escogió la
más vistosa. Cogió un paquete rectangular de galletas, lo colocó debajo de los bombones y con
gran habilidad se quitó el guante de látex con un solo dedo. Quería evitar que la dependienta se
fijara en ella y, más tarde, la recordara. Le pusieron la compra dentro de una bolsa de plástico,
pagó en efectivo y salió a la calle. Se aseguró de que nadie la seguía mientras se dirigía hacia el
escampado donde había aparcado su coche. Se subió a él y antes de introducir la llave en el
contacto, dejó la bolsa con la compra en el asiento del acompañante junto a una cajita de fresas
maduras.

Ester no respondió a sus mensajes. Las horas pasaban y la inquietud de Clara iba en aumento.
Conocía la tendencia natural de su amiga a la exageración y temía que hubiera hecho otra locura
parecida a saltar al balcón del vecino. Al término de su jornada laboral condujo de vuelta a casa
lo más rápido que pudo. Para su sorpresa, la encontró limpiando la cocina.
—A ver, ¿cómo piensas conseguir una invitación a la fiesta de tus vecinos? —Clara se dejó
caer en el sofá de su amiga—. ¡Uff! Este bochorno me provoca cansancio.
Ester rio satisfecha.
—Mis habilidades creativas me abrirán las puertas a la fiesta de Jana.
Clara la miró sin comprender.
—Tuve la brillante idea mientras entregaba el pastel a la amiga de mí hermano: deslumbrar a
Jana con un exclusivo surtido de mis mejores postres: dos tartelettes aux fraises, dos vasitos de
tiramisú con un ligero toque de alcohol y dos bases de bizcocho con una mousse de mango y
cobertura de chocolate. —Movió la mano teatralmente—. Se los entregué a Eleuterio tan pronto
como llegó a casa al mediodía con la excusa de que me habían sobrado.
—Umm parece una buena estrategia, pero ¿cuánto rato has pasado espiando por la mirilla?
Ester rio.
—Solo unos minutos… —Consultó la hora en su móvil—. Queda media hora para que llegue
Jana a su casa y, entonces, verá mis creaciones, alucinará y me pedirá que le prepare un catering
para su fiesta de San Juan. —Hinchó los pulmones—. Ese será mi pase. —Abrió los brazos—.
¡Por la puerta grande! Además, aprovecharé para repartir mi tarjeta de visita. ¿Te imaginas los
contactos que haré? Nos espera el éxito, Clara.
—Desde luego, sería una gran oportunidad para ti, pero ¿y si no viene?
—Vendrá. Tenías que haber visto mi creación…; umm, deliciosa, llamativa y profesional
acorde a su nivel de glamur. Créeme, vendrá.
Los minutos parecían trascurrir lentamente hasta que, a las ocho y media de la tarde, Ester se
acercó a la puerta y pegó el ojo a la mirilla. Tuvo que esperar unos diez minutos hasta que vio a
Jana salir del ascensor y meterse en su casa. Se volvió hacia Clara.
—Ya ha llegado. —Movió la mano, nerviosa—. Espero que no tarde sino me va a dar algo.
—Calma, puede que venga mañana.
Ester volvió a observar el rellano.
—No podrá esperar a mañana.
Pasaron otros treinta minutos hasta que escucharon el ruido de una puerta al abrirse y luego el
sonido de unos tacones. Ester se volvió hacia su amiga con los ojos y la boca muy abiertos. Por
señas, le indicó que su vecina estaba detrás de la puerta. Llamaron al timbre y Ester dio unos
silenciosos saltitos por la emoción. Se esperó unos cinco segundos antes de abrir la puerta.
—Venimos a darte las gracias por tu obsequio. —El afable rostro de Eleuterio se iluminó con
su sonrisa—. Me he comido el vasito de tiramisú y… —se acarició la barriga— luego ya cenaré
patatas con acelgas hervidas. —Rio—. Tus postres tienen una presencia muy profesional y, sobre
todo, están muy ricos.
Ester sonrió mientras inclinaba la cabeza para dar las gracias.
—Debo reconocer que el de mousse de mango y chocolate estaba… muy bueno. —Jana movió
la mano y sus anillos brillaron bajo la escasa luz del rellano.
Ester se preguntaba cómo aquella mujer había podido conservar el maquillaje impecable
después de un día tan caluroso y húmedo como aquel.
—He tenido que preparar un pedido, me salieron más de la cuenta y pensé en vosotros —les
dijo—. Es que me dedico al catering de postres.
La expresión de Eleuterio se transformó en admiración.
—Podría haber encajado en nuestro catering, pero… le falta innovación —dijo Jana—. ¿Los
elaboras en tu cocina?
—Así es. —Ester la miró algo sorprendida por su comentario.
—¿Trabajas como autónoma?
—De momento cobro la prestación por desempleo, pero espero desarrollarme
profesionalmente en el ámbito de la pastelería de restaurante.
—Así que estás en el paro y trabajas en negro… Al menos, ¿tendrás el carnet de manipulador
de alimentos?
—Eeh…, bueno… —Carraspeó—. Actualmente me estoy formando para conseguirlo —mintió
—, pero mis estudios en Ambrois garantizan la seguridad de los alimentos que manipulo. Además,
tengo una amplia experiencia en catering.
—Oh, entiendo. Crees que la creatividad está por encima de las normas. ¿No has oído hablar
de las normas de seguridad alimentaria que debe cumplir cualquiera que se dedique al catering?
Aseguran la correcta elaboración, manipulación y transporte del producto elaborado. Además,
deberías suscribir un seguro de responsabilidad civil que cubra los posibles daños que puedas
ocasionar al consumidor. —Hizo una breve pausa—. No esperes que el éxito caiga del cielo, ve a
buscarlo. Innova, diferénciate del resto y rodéate de un buen grupo de profesionales, porque el
producto de calidad lo tienes.
Ester sonrió incómoda.
—Bien —Eleuterio se rascó la barba—. Es hora de irse. Gracias por pensar en nosotros, Ester.
Hasta luego.
Al cerrar la puerta, Ester apoyó la espalda y dejó caer la cabeza hacia adelante.
—Bueno —Clara se encogió de hombros—, al menos les ha gustado.
Ester torció el gesto.
—Una peculiar forma de demostrarlo… ¡Me he sentido como en una entrevista de trabajo! —
Meneó la cabeza—. Creo que seré yo quien contrate al sicario de Los Fantasmas.
—Ester —la obligó a mirarla—, que te hayan cerrado una puerta no significa que debas
rendirte. Debes confiar en ti y en tu repostería. Ya encontrarás la manera de darte a conocer.
—Un día, Jana hará cola para comer mis postres. —Ester se pinzó el labio con los dedos
mientras se dirigía al salón y se dejaba caer en el sofá—. Clara, iré a esa fiesta cueste lo que
cueste, aunque tenga que ligarme a Richi para conseguir entrar. —Golpeó delicadamente su pecho
—. Siento que debo salvar su vida y eso haré. ¿Te apuntas?
Clara la miró algo asustada. La propuesta le había cogido desprevenida.
—No creo que yo sirviera para mucho…
—Me ayudarías.
—No sé… Creo que deberías olvidarte de la fiesta.
—¿Intentas decirme que no vas a ayudarme?
—Bueno, esto de entrar por la fuerza en una fiesta no va conmigo. Además, me siento perdida
en las fiestas. No conozco a nadie… ¿Y si nos pillan? ¡Qué vergüenza! No sería lo correcto.
—Habló la santa, la que nunca saltó una valla para colarse en un concierto. —Se cruzó de
brazos.
—Lo siento…, no te enfades, por favor.
—Siento lo que he dicho, solo es que estoy enfadada. —La abrazó—. Comprendo que esta no
sea tu guerra, pero… sí la mía.
29

Llevaba encerrada dos días en casa. Un tiempo que dedicó a tocar la guitarra e intentar componer
una canción que expresara su malestar interior. Jana le hizo dudar de sus capacidades como
pastelera al igual que hiciera su madre varios años atrás. La inseguridad le hizo sentirse pequeña
hasta que aquella mañana se dijo basta. Ella era buena pensara lo que pensara su altiva vecina.
Puso música a un volumen más alto del aconsejado y se dedicó a pasar la fregona por el suelo
del salón-comedor a ritmo de las canciones. Deslizó la puerta corredera del balcón y salió.
Agradeció la ligera brisa que le refrescaba su piel acalorada. Apoyó el mango de la fregona y los
codos en la barandilla y silbando, observó el trajín de la calle. El tráfico en Galileo era denso,
como era habitual. Algunos conductores privilegiados conseguían aparcar en la Plaza Freixa i
Argemí mientras otros daban vueltas a la manzana con la esperanza de conseguir un sitio libre.
Ester se fijó en el todoterreno estacionado en su diagonal. Dejó de silbar. Los Ruiz, acompañados
por Joan y Olga, cargaban el equipaje en el maletero entre risas y una agradable complicidad.
Antes de cinco minutos, otro coche ya había ocupado su lugar.
Entró en el salón, cerró la puerta del balcón y corrió las cortinas. Se cruzó de brazos. No la
habían invitado a la fiesta, pero aún tenía una misión. Se calzó las sandalias, cogió el bolso y
abrió la puerta dispuesta a encontrar a Richi en la empresa donde trabajaba. Solo esperaba
recordar correctamente su nombre.
Sin querer dio una patada a algo que había ante su puerta en el suelo. Encendió la luz del
rellano y se sorprendió encontrarse un paquete envuelto para regalo con una elegante cinta dorada.
Entre el gran lazo halló una nota impresa. «Lo siento», rezaba. Ester sonrió. Aunque unos
bombones no suplirían la falta de confianza ni respeto entre Joan y ella, tampoco pensaba tirarlos.
Se aseguró de que no figurara la fresa entre los ingredientes y regresó al piso. Mientras
mordisqueaba un delicioso bombón de chocolate negro con praliné, entró en el dormitorio y tiró
las sandalias a un rincón. Abrió el armario. Sacó una pequeña maleta y la dejó sobre la cama.
«Richi puede esperar».
«¡Umm! Chocolate con leche y nueces de macadamia. Un placer para el espíritu», pensó
sonriente.
«¿El vestido negro de corte ajustado o el beige más holgado?».
Tosió.
«¡Mierda! Solo me faltaría resfriarme ahora», pensó.
Cogió un tercer bombón. Crema de menta. Lo encontraría delicioso si no estuviera molesta con
Joan. ¿A qué venía aquello?
Volvió a toser.
Echaba de menos a Clara. Se enfrentaría sola a un peligroso grupo cabreado con ella,
únicamente por querer abortar sus planes de asesinato.
Carraspeó.
Como quedara Joan tras conseguirlo, ya no le importaba lo más mínimo.
Se llevó la mano al cuello.
El bombón cayó al suelo.
Tosió más fuerte.
Le costaba respirar.
Se asustó. Conocía aquellos síntomas. Miró inquieta el reverso de la cajita de bombones.
Releyó los ingredientes.
No lo entendía.
La respuesta anafiláctica de su cuerpo era casi inmediata tras la exposición a la fresa. Pero, los
bombones no contenían la maldita fruta. Entonces, ¿cómo la había ingerido?
Sus manos empezaron a sudar. El miedo se transformó en pánico.
La cabeza le daba vueltas. No entendía nada, pero sabía que le quedaba poco tiempo. Tosió
otra vez. La garganta se le estaba hinchando y la dificultad para respirar cada vez era mayor.
Miró sus manos temblorosas. Tenían que ser los bombones. «¡Mis manos!». Tenían un ligero
tinte colorado. Cogió un bombón y luego otro y otro. Y con cada uno, sus dedos se manchaban más
y más. Sintió terror. Los bombones habían sido bañados con zumo de fresa. Pero ¿quién los había
adulterado? Volvió a toser. Escuchó alarmada los temibles silbidos de su pecho. Aire, necesitaba
aire. ¿Quién? ¡Aire! La tensión sanguínea pronto se le desplomaría y su corazón dejaría de
funcionar. Necesitaba ayuda urgente. ¡Aire! Se arañó el cuello. Intentaba gritar, pero nada salía de
sus labios. Convivía con otras doscientas mil personas, pero nadie acudiría en su ayuda.
¡Nadie!
¡Aire!
Estaba sola.
Moriría sola.
El pánico ya se había apoderado de ella cuando cayó de rodillas al suelo.
30

Aquella noche era calurosa, aunque una tenue brisa marina la hacía más confortable. A escasos
metros del mar, cerca de una pequeña cala, los Ruiz celebraban una fiesta privada en su chalet de
dos plantas. Sin embargo, para Jana Ferrer era algo más que una reunión social, era puro negocio.
Ofrecía la posibilidad de relacionar a los amantes del arte con los propios artistas que exponían
sus obras. Se comía, se bebía y se intercambiaban opiniones sobre arte y su mercado. La
anfitriona había seleccionado un ramillete de jóvenes promesas para exponer sus obras a cambio
del 50 % sobre el precio de una posible venta.
La música y el ambiente festivo se concentraban en la parte posterior de la propiedad, en el
jardín. Franqueadas por las dos puertas de acceso, la de la cocina y la del salón, se dispusieron
las mesas donde la empresa de catering ofrecía las copas y la cena fría. Se distribuyeron algunas
sillas de director plegables de loneta blanca para el descanso de los invitados. Al fondo, cerca de
la iluminada piscina había un banco de madera tropical bajo un gran sauce llorón y una farola. Era
la zona predilecta de Eleuterio para sus sonoras siestas. A fin de preservar la intimidad y
delimitar la propiedad habían colocado en todo el perímetro celosías de pequeños agujeros.
La anfitriona, desoyendo las quejas de su marido, escogió para aquella ocasión un vestido
escotado y ligero, de un color dorado como su piel. No podía perder a sus más preciados clientes,
le había respondido. «Esto forma parte de mi plan de fidelidad», pensó al mirar los rostros
vueltos hacia ella. Los hombres seguían sus seductores movimientos, admiraban su belleza. Sus
gruesos labios entreabiertos agitaban su lasciva imaginación. Intuían su escultural silueta bajo
aquella sedosa tela, animándolos a entrar en acción. Algunos ya se habían apartado de su grupo y
se dirigían hacia ella. Jana respiró hondo. Si no jugaba bien sus cartas, podía perderlo todo.
Debía tener cuidado con las esposas. Una sola en su contra podía echar a perder su negocio.
Sonrió y, con todo el aplomo del que fue capaz, se acercó al grupo más difícil. Tenía un objetivo y
nadie pudo distraerla de él, ni tan solo la camarera rubia que le ofrecía unos canapés.
Nadie había reparado en ella. Aquella falda negra y aquel chaleco blanco pertenecían al mismo
nivel social que los relucientes zapatos de los invitados. Era una sirvienta y, como tal, se la
ignoraba. Aunque lejos de incomodarla, lo agradecía. Le ofrecía la invisibilidad necesaria para
observar sin que la vieran. Idas y venidas, medias conversaciones, miradas…; aquello le habría
divertido si no fuera porque se sentía inquieta. Miró el reloj por enésima vez aquella noche. Algo
malo debía haber ocurrido. Eran más de las diez y aún no había llegado. Tampoco respondía a su
móvil ni a los múltiples mensajes que le había dejado. ¿Dónde se había metido? La culpa por
dejarla sola le concomía. Decidió esperar unos minutos más antes de alertar a su familia.
—Jeni, ¿va todo bien? —Uno de los camareros la miraba preocupado.
La joven dio tal respingo que se tambaleó la bandeja de sus manos.
—Pareces angustiada.
—¿Qué? ¡No! Bueno… —Forzó una sonrisa—. Todo va de maravilla…, perfecto…, gracias,
David.
Sin darle opción a replicar, Clara se alejó de él a paso ligero.

En el interior de la vivienda, Eleuterio Ruiz rascaba su rasurada cabeza tras dar la bienvenida a
una pareja de rezagados. Aborrecía aquel protocolo. Aborrecía aquella fiesta. Aborrecía aquel
calor. Pero adoraba a su bella esposa y acataba sus órdenes como un dócil corderito. Podría haber
charlado con el musculoso portero, aunque dudaba de su capacidad intelectual. Sopló. «Diez
minutos más y salgo al jardín», se dijo.
—Bonita fiesta —comentó una voz a su espalda.
—¡Manel! —La expresión de su rostro había pasado del aburrimiento a la esperanza.
—¡Qué alegría me da verte! —Rodeó los hombros de su joven vecino—. Salgamos de aquí y
vayamos a tomar una copa. Charlaremos un ratito.
Joan, alias Manel, alzó una mano y una tensa sonrisa se dibujó en su rostro.
—Tendremos que dejarlo para más tarde. Debo ir hasta Vilanova y pasarme por casa de mi
editor a saludarle.
—Pero te vas a perder la fiesta.
—Créeme, preferiría quedarme.
—Bueno… —Se encogió de hombros—. ¡Qué se le va a hacer! Vete tranquilo que yo cuidaré
de tu esposa.
Joan se volvió hacia el interior del chalet y tensó los músculos de la cara.
—Ya ha traído a su especial guardaespaldas.
Ruiz asintió.
—¿A tu cuñado le interesa el arte?
Muy a su pesar, Joan soltó una carcajada.
—Bueno… —se rascó la cabeza—, no exactamente… Olga le prometió que conocería mujeres.
Eleuterio rio de buena gana.
—Entonces es un tipo normal como yo. —Apoyó una mano sobre el hombro de Joan—. Venga,
no te entretengo más, chico. Pero lo de la copa queda pendiente.
Joan asintió con una sonrisa forzada.
—Luego me paso y nos tomamos un chupito.
Se despidieron con un apretón de manos y Joan salió a la calle. Sus pies le alejaban del chalet,
pero su mente se resistía a ello. Incapaz de evitarlo, echó varias miradas atrás.
Sentía que abandonar aquello por lo que había estado luchando durante meses era injusto.
Apretó los puños con fuerza. Pero había llegado el momento en que tenía que tomar la decisión de
permitir trabajar a los profesionales. Los músculos de su mandíbula saltaban por la tensión. El
final de Ricardo Ferrer estaba cerca y se merecía un asiento en primera fila. Quería verle caer y
terminar con su impunidad, pero era un riesgo demasiado alto. Sus facciones podían recordarle a
Judit. Echó de nuevo un vistazo al chalet. Temía que el grupo no estuviera a la altura y que dejara
escapar la oportunidad de terminar con ese monstruo. Aspiró una bocanada de aire. Era espeso,
húmedo y olía a pólvora. Le costó respirar, pero lo intentó de nuevo. Necesitaba relajarse. «La
suerte está echada», se dijo. Caminó entre la gran cantidad de coches aparcados a ambos lados de
la calle hasta que la vio. Permaneció allí de pie observando la sólida silueta de una furgoneta
negra aparcada a unos cien metros de distancia. Notó un nudo en el estómago y vaciló durante un
instante hasta que giró en redondo y siguió andando.
31

Las indicaciones del móvil llevaron a Ester hasta el Vinyet, una de las zonas más tranquilas y
exclusivas de Sitges. Aparcó el coche donde pudo y continuó a pie durante tres manzanas hasta
una propiedad que estaba hacia mitad de la calle. Observó el muro de piedra y las dos puertas
metálicas pintadas de negro, una para el acceso al garaje y otra más pequeña peatonal. Consultó el
móvil. Esperaba no haberse equivocado de dirección. Se acercó y empujó las puertas. Torció el
gesto. Estaban cerradas. Se puso de puntillas y alargó el cuello, pero fue incapaz de ver el interior
de la vivienda, aunque intuyó que aquella valla escondía un chalet de dos plantas de diseño
moderno. Estiró el dedo hacia el timbre justo cuando oyó unas voces que se le aproximaban. Ester
corrió a esconderse detrás de un coche aparcado. Tras escuchar el sonido metálico de la puerta al
abrirse, dos figuras masculinas aparecieron en el umbral.
Eleuterio parecía estar despidiendo a Joan. Ester se agachó y apoyó una mano en el coche. Su
respiración se había acelerado. La mezcla de sentimientos le era desconcertante. Temía que Joan
intentase de nuevo acabar con su vida, pero le agradaba aquella sensación de mariposas en el
estómago cuando le veía. Levantó la cabeza y le observó. «No te equivoques, Joan es tan
peligroso como el grupo de Los Fantasmas, y si se va temprano de la fiesta solo es porque forma
parte del plan orquestado por Olga y Castro». Esperó a que doblara la calle para salir de su
escondite y golpear la puerta metálica con los nudillos. Debía darse prisa. El mecanismo para
asesinar a Richi ya se había puesto en marcha.
Mientras esperaba, unos pasos apresurados sonaron tras ella. Sus sentidos se pusieron en
alerta. Por un momento se imaginó recibiendo una fría apuñalada por la espalda. Se giró con el
corazón acelerado. Las sombras de la oscura calle no ayudaban a calmar su inquietud como
tampoco lo hacía el hombre de pelo cano y vestido de negro que a cinco o seis metros de ella le
daba la espalda. Tragó saliva y golpeó de nuevo con los nudillos, esta vez con urgencia. La puerta
se abrió de golpe y Ester dio un brinco. Eleuterio enarcó las cejas antes de esbozar una amplia
sonrisa.
—¡Vaya sorpresa!
Una expresión de alivio se dibujó en el rostro de la joven.
—¿Vienes con alguien? —miró detrás de ella.
Ester sintió una punzada de miedo que le hizo volverse con rapidez. Pero la acera estaba vacía.
—No, vengo sola. Esperé a mi príncipe azul durante un tiempo, pero no resultó ser lo que
esperaba.
—Lo siento.
—No lo sientas. Quería hablar contigo.
—¡Qué honor! Entonces, pasa. Una chica tan guapa como tú no puede quedarse en la calle. —
Se inclinó para darle un par de besos.
Entraron en la propiedad, y Ester fijó su vista en la puerta metálica. La velocidad con la que se
cerraba era demasiado lenta para su gusto. Advirtió entonces, una oscura silueta que cruzaba la
calle en dirección hacia ellos. Era un hombre de unos cuarenta años, de cabello canoso muy corto
y barba de unos días que se detuvo a unos pocos centímetros del muro. Intercambiaron una breve
mirada, pero no pareció importarle. Su objetivo era algo situado detrás de ellos, algo que le
llenaba los ojos de fuego. Un leve clic anunció que la puerta se había cerrado. Ester frunció el
ceño. ¿A quién buscaría?
Cruzaron un pequeño jardín y percibió el agradable aroma que desprendían los árboles y las
plantas que allí habían plantado. El murmullo de voces y la suave música sonaban algo más
cercanas, más vivas. Al pisar el recibidor, lo primero que vio fue un cuadro con una guitarra
pintada con pinceladas imprecisas en rojo, negro, blanco y marrón. Echó una mirada sobre su
hombro.
—Bonito cuadro —dijo mientras lo señalaba—. ¿Qué tiene de especial para colocarlo ahí y
ser lo primero que vemos al entrar?
—Permíteme corregirte: es un bodegón… —Eleuterio rio—. Es una de las últimas
adquisiciones de Jana.
—Umm —Entrecerró los ojos—. Que le adjudicaran el bodegón debió molestar a los otros
pujantes de la subasta.
—Oh, no hubo subasta. Fue una compra directa a su antiguo propietario.
Ester entrecerró los ojos ¿Y si el hombre de negro no buscaba una persona sino aquel bodegón?
Un par de pasos le bastaron para olvidar completamente al hombre canoso. Un gnomo rosa de
metro y medio de alto había captado su atención. Continuaron hasta lo que intuía había sido el
salón y reprimió un silbido. La estancia libre de muebles se había transformado en una galería de
arte. Gran cantidad de pinturas y esculturas ocupaban la habitación, y presidiendo el centro un
ramo de cien rosas rojas. Volvió la cabeza hacia Eleuterio. «¡Qué detallista!».
Su vecino de cabeza ovalada y perilla teñida intercambiaba una tímida sonrisa con una elegante
mujer. Estrechó algunas manos e intercambió breves frases con esos desconocidos ocupantes de su
vivienda. En cuanto pudo alejarse de ellos, Eleuterio dejó escapar un soplido.
—Me alegro de que estés aquí. Eres la persona más normal de la fiesta.
Ester sonrió.
—Lo tomaré como un cumplido.
—Pretende serlo. —Señaló el salón-galería de arte con la mano—. Estas reuniones impulsan la
profesión de mi esposa y ayudan a jóvenes artistas al exponer sus… bueno, sus interesantes
obras, así que no tengo demasiado en común con estas personas. —Hizo una pausa—. Se pasarían
horas conversando acerca de las sensaciones que les transmite una salpicadura sobre un tapiz. —
Se tocó el pecho en un ademán de disculpa—. Lo mire como lo mire, yo solo veo una salpicadura.
Ester rio de buena gana.
—No pretendía ofenderte, quizás te apasiona el arte más que a mí.
—Prefiero el arte en la repostería… Aunque quizás hablar hasta la saciedad de una salpicadura
sea la excusa para hacerse el interesante.
Eleuterio rio.
—Interesante punto de vista —dijo—. Debería hacer lo mismo.
Ester se paró ante una litografía. Se acercó y miró la firma. Dio unos pasos atrás y se giró hacia
su vecino.
—¿Esto es un Tàpies?
Ruiz asintió levemente.
—Es una de las cien litografías que se hicieron. Jana pagó por esta 4500 € —Levantó la mano
—. En este rincón encontrarás algunas de las mejores obras de su colección, aunque no están a la
venta.
Ester abrió desmesuradamente los ojos. No podía creer que alguien hubiera pagado 4500 € por
la sombra de unas bolsas de papel, pero se contuvo en expresar su opinión.
—Una colección muy… interesante. —Forzó una sonrisa.
—Quizás aprecies más este cuadro de Tarrassó. —Señaló un pequeño óleo sobre cartón—.
Solo le costó 2500 €.
Ester observó con detenimiento aquel paisaje con el predominio de los colores azul y verde.
Sus marcadas pinceladas de distintos tonos hacían difícil asegurar que representaban para una
profana como ella, pero con algo más de interés descubrió un pueblecito rodeado de árboles.
A pesar de admitir su belleza no pudo evitar preguntarse si el precio que pagó Jana por él fue
desproporcionado en comparación a sus diminutas medidas.
—¿Exponéis alguna estatua antigua?
—Lo siento. Jana no suele trabajar con ellas.
Entonces, un hombre de mediana edad con gafas de sol y una gorra colocada al revés se les
acercó. Saludó a Eleuterio con grandes espavientos y Ester aprovechó para apartarse disimulando
interés en varios dibujos de unos muelles. En realidad, su intención era localizar a Olga para
esquivarla durante el mayor tiempo posible.
—¿Cava, señora? —preguntó una camarera
—Graci… ¡Clara!
—¿Estás bien? ¿Dónde te habías metido? Podías haber llamado. ¡Me tenías muy preocupada!
—exclamó con voz irritada—. Te he dejado cientos, ¡miles!, de mensajes, te he buscado por los
hoteles de la zona y por los hospitales de Terrassa. Ya no sabía qué hacer y estaba a punto de
llamar a la policía. —Se tocó la frente—. Y… y… apareces aquí, sonriente y ajena a todo mi
sufrimiento. —Apretó los labios—. Creía que no volvería a verte. ¿Por qué no has contestado a
mis mensajes? Me tenías preocupada.
—Estaba enfadada. ¿Qué estás haciendo aquí?
—¿Que qué estoy haciendo aquí? —La miró sorprendida—. Te cuento que por poco tengo una
crisis de pánico y ¿aún me preguntas qué estoy haciendo aquí? —Colocó una mano en la cintura
—. ¡Apoyarte! —Y aclaró—: No te dejaré sola con esos delincuentes. ¡Estás en el punto de mira
de Castro! ¿O ya no lo recuerdas? Aportaré la cordura que evidentemente te falta. —La señaló con
el dedo—. Te aseguro que si algo se tuerce te arrancaré de aquí te guste o no.
—Lo siento, desconecté el móvil —se excusó Ester—. No pretendía preocuparte, pero
necesitaba estar sola.
—Empezaba a dudar que vinieras. Pensé que te lo habías replanteado.
—¿Replantearlo? Fui víctima de un intento de asesinato así que lo tengo más claro que nunca.
La accidental camarera la miró estupefacta. Ester aspiró con fuerza.
—Dejaron una cajita de bombones ante mi puerta con una nota de disculpa. Pensé… —Los
ojos se le humedecieron—. Los habían bañado en zumo de fresa… Eran buenos, ¿sabes? —Intentó
sonreír.
—¡Dios mío! —Se tapó la boca con la mano y miró los arañazos del cuello de su amiga—.
¡Eres alérgica a las fresas!
—En unos segundos empecé a sentir asfixia —su voz se truncó—. Alcancé como pude la
adrenalina de mi mesilla de noche y me la inyecté. —Cerró los ojos y una lágrima rodó por su
mejilla—. Pasé mucho miedo, Clara. Temí morir.
—¡Menudo susto! Pero ya pasó, ¿vale? —intentó animarla.
Los ojos de Ester se llenaron de lágrimas.
—En el hospital quisieron dejarme en observación, pero pedí el alta y vine hacia aquí.
Clara le quitó la copa de cava de las manos y la devolvió a la bandeja.
—Esta noche mejor bebe agua… —Clara evitó hacer preguntas porque sabía que en la cabeza
de su amiga había una sospecha que la estaría torturando.
—Fijemos la atención en nuestro objetivo ¿Ha pasado algo con Richi?
Clara meneó la cabeza.
—Nada. Todo está muy tranquilo. Joan se ha ido y ha dejado a Olga con un hombre.
—Debe ser Castro, el jefe del grupo.
—Ester…, puede que esta noche no pase nada y que nos hayamos precipitado… —Se volvió
hacia el salón-galería de arte—. ¿Qué puede pasar en una fiesta tan bonita? Siento que no te dieran
el encargo de la repostería. Aún no hemos sacado los postres, pero seguro que no son tan
deliciosos como los tuyos.
Ester se encogió de hombros.
—Ellos se lo pierden… —Y añadió—: Y no, no creo que me hubiera equivocado.
Ester apartó la mirada. Le molestaba cuando su amiga intentaba quitar importancia a aquello a
lo que ella se la daba, pero agradecía su apoyo incondicional. Respiró hondo.
—¿Por qué vas vestida de camarera? Y… —Leyó la tarjeta identificadora que colgaba del
bolsillo de su camisa—. ¿Por qué te llamas Jeni?
Clara se encogió de hombros.
—Me pareció que era la mejor forma de entrar en la fiesta ya que tú no respondías a mis
mensajes. Escuché al jefe de la empresa de catering decir que les había fallado una camarera a
última hora y me presenté ante él… en biquini. Ambos estábamos desesperados, así que hicimos
un trato: él me pagaría en negro el trabajo de esta noche y yo me hacía pasar por Jeni.
—¿En biquini?
Intercambiaron una mirada y se echaron a reír.
—¿Camarera, no crees que hay otros invitados sedientos? —dijo Jana detrás de ellas.
—Ahora voy, disculpe —respondió Clara antes de alejarse con la cabeza gacha.
Jana echó una rápida mirada al vestuario de Ester: un vestido beige de finos tirantes pero
grandes flores, unas sandalias planas y un bolso naranja.
—¿Has pasado el día en la playa? No recuerdo haberte invitado a mi fiesta.
Ester se obligó a sonreírle, aunque sentía algo de incomodidad.
—Lo hice yo. —Eleuterio se les unió—. Siento no haberte informado.
Jana lo miró con dureza un instante antes de volverse hacia Ester y esbozar una amplia sonrisa.
—Entiendo. Tómate algo y disfruta de la música. —Hizo ademán de volverse.
—Jamás vi tantos artistas conocidos juntos —le dijo Ester—. Posees obras de Picasso, Tàpies,
Chillida…
A Jana se le iluminaron los ojos.
—Te olvidas de Valdés o Palazuelo. Mis pocas aunque valiosas obras de arte no son
elecciones casuales sino decisiones meditadas ¿sabes por qué? Invertir en autores expuestos en
museos tan importantes como MOMO o Arte Contemporáneo de New York es un valor seguro en
todo el mundo, al igual que los diamantes. Tú —señaló a Ester— eres el mejor ejemplo:
reconoces el valor de una obra solo por el nombre de su autor, aunque —sonrió— a veces apuesto
por jóvenes promesas. Nunca se sabe si el precio de su obra se disparará en poco tiempo.
—¿Cómo te fue la subasta? —preguntó Ester—. ¿Conseguiste hacerte con un cuadro?
Jana esbozó una gran sonrisa.
—No fue solo un cuadro sino el mejor cuadro de la subasta.
Su expresión le recordó a un felino que se relamía el bigote después de un gran manjar.
—A mi mujer no se le escapa nada —dijo mirándola con orgullo—. Cuando muerde su presa,
no la suelta.
Jana rio divertida.
—Solo es perseverancia y algo de paciencia. Seleccionas la obra de arte, te lanzas a ella, el
otro pujador termina por cansarse y obtienes el premio. —Esbozó una encantadora sonrisa.
Ester señaló a su alrededor.
—Tus obras de arte podrían ser una deliciosa miel para ladrones como Los Fantasmas. ¿No te
da miedo ser su nueva víctima?
Jana movió la cabeza para alejar de los ojos un mechón de cabello.
—Por-fa-vor…, buscan obras de arte más valiosas que las mías. Ahora, si me disculpas, hay
interesados en mis representados que necesitan un empujoncito. —Volvió a sonreír mostrando sus
dientes blanqueados—. Te dejo con mi marido. Estas fiestas le agobian un poco. —Y añadió
dirigiéndose a Eleuterio—: Recuerda que en el jardín se encuentran Olga y su hermano.
Ester la observó mientras se alejaba de ellos, preparada para volver a agasajar a sus posibles
clientes. Al poner un pie en el jardín empezó a deslizarse entre ellos como pez en el agua.
Mantenía las distancias, pero también se mostraba amable y encantadora. Elogiaba un
complemento, felicitaba por un ascenso, presentaba a personas con intereses parecidos siempre
con estudiada sencillez y suave voz. Jana estaba demasiado centrada en su fiesta y no querría
darla por finalizada por la noticia no contrastada de un sicario tras su hermano. Ester creía que
Eleuterio sería más receptivo.
—Es una criatura perfecta —dijo su vecino con orgullo—. Tiene una belleza y una inteligencia
como ninguna otra mujer. —Sus encandilados ojos la observaban desde lejos—. Está algo irritada
por la subasta de una obra de Sorolla llamada Antes del baño. Le gustaría pujar por ella, pero se
prevé un precio de salida entre cuatro y medio y seis millones de euros. Por suerte no tenemos
tanto dinero.
La joven meneó la cabeza. Consideraba un despilfarro pagar tanto dinero por un dibujo
mientras la crisis marcaba la vida de miles de familias.
—Bueno, salgamos al jardín y disfrutemos de la noche mágica de San Juan.
Ester se dio cuenta de que desde lejos Olga tenía clavados sus ojos en ella. Le pareció leer una
mezcla de desagradable sorpresa y enfado contenido. Sus músculos se tensaron, aunque le sostuvo
la mirada. Quería que supiera que iba a por ellos. Olga pareció murmurar algo a su acompañante,
un hombre con barba, gafas y cabello algo largo antes de caminar en su dirección. ¡Castro!
—Eleuterio, mi intención al venir aquí era la de poder hablar contigo en privado.
—Eso explica por qué te has colado en nuestra fiesta. Bien, saludemos primero a Olga —alzó
la mano.
—¡No! —Forzó una sonrisa—. Precisamente es de ella de quien debo hablarte. Es importante.
32

Jana mantenía una relajada y alegre conversación con una pareja de viejos conocidos. Le
agradaba su compañía. Le hacían reír a carcajadas mientras le informaban de cuchicheos útiles
solo para una tasadora como ella. Sin embargo, aquella noche su atención se desviaba, de vez en
cuando, a quince metros de ella.
Tuvo que esperar, pero la paciencia era una de sus virtudes. Al fin, la vio lejos de Omar
Santana, un clásico ligón de manual. Un hombre que mentía para conseguir lo único que deseaba
de las mujeres: sexo. Jana se deshizo de sus amigos con su habitual saber estar y, sin perder de
vista a Olga empezó a caminar en su dirección. A medio camino, cogió dos copas de cava de la
bandeja de un camarero. Al llegar junto a su vecina, le entregó una de ellas.
Mantuvieron el silencio unos segundos, mientras ambas observaban a Omar charlar con una de
las pintoras. Jana aprovechó para encender un cigarrillo. Tras una larga calada, se llevó la copa a
los labios.
—Pareces una leona hambrienta al acecho de su presa.
Olga rio.
—Omar me ha preguntado hasta dónde estoy dispuesta a llegar para pasar una noche de San
Juan inolvidable y… creo que esta noche terminará diferente a como había imaginado.
—Tíratelo y luego regresa a casa con tu marido.
Olga se sorprendió por el comentario.
—Quiero a mi marido, pero es un aburrido escritor con falta de iniciativa. Deseo algo de
emoción en mi vida… Además, mi marido me ha dejado sola y no tiene por qué enterarse.
Jana la miró con tranquilidad mientras daba otra calada al cigarrillo.
—Llama a tu abogado matrimonialista. Si te vas con Omar, lo vas a necesitar. Sacará fotos
comprometidas de ambos y las colgará en las redes sociales.
—¿Eso hizo contigo?
—No es mi tipo, pero tiene una buena agenda de contactos que engrosa mis ingresos por
comisiones en intermediación.
Olga observó a Omar desde lejos y se mordió el labio inferior.
—Es que me pone… Si hubiera alguna forma de pasar una loca noche de sexo desenfrenado
con Omar, yo… —sonrió— pagaría lo que fuera por tirármelo sin que nadie se enterase ni, por
supuesto, él lo recordarse…
El rostro de Jana se iluminó y sus ojos brillaron de satisfacción.
—¿Lo que fuera?
—Lo que fuera. —Olga se volvió hacia ella—. ¿Piensas en emborracharle?
Jana dibujó una enigmática sonrisa en sus labios.
—Esto no es un juego, Olga. ¿Te interesa?
Olga parpadeó visiblemente sorprendida, pero se mantuvo en silencio. Unos segundos después,
asintió despacio.
—Mi ayuda tiene un precio: el Rembrandt que robaste a tu jefe.
La mujer rubia la fulminó con la mirada, la morena se tomó un sorbito de cava.
—¿Creías que cien kilómetros de distancia serían suficientes para acallar las habladurías? Te
he investigado —la voz de Jana sonó dulce—. El cuadro fue robado hace poco en Tarragona,
precisamente en casa de tu antiguo jefe. Era un capullo, se lo merecía. —Hizo una estudiada pausa
que aprovechó para dar una calada—. Ahora el cuadro está marcado. Nunca podrás exponerlo en
público ni venderlo. Soy la única que puede ayudarte. ¿Qué me dices?
—¿Cómo piensas hacerlo?
—Eso es cosa mía. Tú tráeme el Rembrandt y yo te daré a Omar Santana.
Sin ningún disimulo Olga recorrió con sus ojos la ancha espalda del seductor, sus fuertes y
musculados brazos hasta parar en su culo. Dio un silbido. Levantó su copa y Jana la imitó.
—Por las leonas.
Jana la obsequió con una encantadora sonrisa.

Dar un rodeo por la urbanización fue casi una odisea para Joan. Sorteó varios grupos de amigos y
de familiares que disfrutaban con los petardos, algunos lanzados demasiado cerca de sus pies.
Pero los silbidos de los cohetes y las explosiones de las tracas a su alrededor no le impidieron
mantenerse en alerta. Debía asegurarse de que nadie le siguiera.
Giró en una esquina y sintió un ligero alivio al ver la furgoneta negra. Caminó en su dirección
por la solitaria e inusualmente oscura calle. Sus pasos resonaron en el asfalto, primero seguros,
luego impacientes.
La mano le tembló cuando la alargó hacia el portón. Un soplo de viento le golpeó la nuca y le
hizo vacilar. A pocos metros, la fiesta de los Ruiz continuaba sin él. Inspiró hondo y llamó con los
nudillos.
Un joven entrado en carnes abrió el portón lateral de la furgoneta y se apartó para permitirle la
entrada. El habitáculo estaba en penumbra, iluminado por un fluorescente y cuatro pantallas con
distintas imágenes. Sentado enfrente, la observaba con interés un hombre de mediana edad con un
abundante bigote que le tapaba parte de la boca. La presencia de un hombre delgado sentado junto
a él hizo dudar a Joan por un instante. Sus ojos transmitían un inquietante recelo.
—¿Qué hace aquí Joan Mur?
El hombre del bigote se quitó las gafas y se giró hacia él.
—Creo que se ha ganado un asiento en primera fila. Si estás aquí es gracias a él. —Volvió a
colocarse las gafas—. Joan.
—Inspector Vargas.
33

Tomaron asiento el uno frente al otro, separados por un elegante escritorio de madera oscura.
Como única fuente de luz, una lámpara de sobremesa con tulipa verde. La tenue iluminación
proyectaba sus sombras por el amplio despacho. Ester echó un fugaz vistazo a su alrededor sin
prestar demasiada atención. Él consultó con disimulo su reloj.
—Si quieres pedirle que sea menos ruidosa al cerrar la puerta de su piso, tienes mi apoyo. —
Soltó una burlona risita.
Ester apretó los labios.
—He venido para advertirte acerca de Olga. Podríamos creer que se ajusta al prototipo de
mujer perfecta porque goza de un trabajo importante y estable, un marido fiel y abnegado que
antepone el éxito profesional de su esposa al suyo. —Meneó la cabeza—. Todo falso. Su perfecta
vida esconde un oscuro secreto: forman parte de Los Fantasmas.
Ya lo había soltado. Ahora solo debía esperar su reacción. Pero Ruiz levantó las cejas y
terminó con una estrepitosa risa para mosqueo de Ester.
—Ríete, pero Richi será su próxima víctima… —espetó cuando el hombre se hubo calmado.
Eleuterio levantó las manos pidiendo calma. Se inclinó hacia adelante y entrelazó los dedos de
sus manos. Daba la sensación de ser un maestro a punto de corregir a su alumna.
—Desde luego Olga es peculiar, pero de ahí a tacharla de ladrona… hay un abismo. Además,
Richi no posee ninguna obra de arte ni tan solo sabe distinguir un óleo de una litografía.
—Tu cuñado no será víctima de los ladrones sino del sicario.
El farmacéutico se acarició la perilla. Al fin se había borrado la expresión burlona de su
rostro. Ahora la miraba con curiosidad.
—Esa es una afirmación muy delicada, señorita. —Frunció el ceño.
—Lo sé —asintió—. El grupo piensa cometer un robo y un asesinato esta noche aquí escudados
por el jaleo de vuestros invitados.
Ruiz apoyó la espalda en el sillón y aspiró con fuerza por la nariz.
—Y ¿qué van a llevarse, el gnomo rosa ante las narices de sesenta testimonios? —Sonrió—.
Tendrás que ofrecerme pruebas que avalen tu loca teoría.
Ester se inclinó hacia adelante.
—Olga y Joan llegaron a la comunidad con un objetivo claro: acercarse a Jana para localizar y
robar una obra de arte. —Y añadió—: Es más, creo que fue el propietario de su piso quien los
contrató.
Eleuterio hizo un gesto de rechazo.
—Fingen ser los propietarios del piso, aunque solo son sus inquilinos. Además, la pareja no
está casada solo finge estarlo. —Hizo una pausa—. Un amigo preguntó por Olga en el local que
frecuenta y consiguió que lo acorralaran e intimidaran.
Eleuterio se encogió de hombros.
—¿Crees que es casualidad que la nueva vecina tenga tanto en común con Jana? ¿Qué
aficionado al arte tiene las paredes de su vivienda… vacías? —Meneó la cabeza—. Se os han
acercado para conseguir ser invitados a esta fiesta del arte y pasar desapercibidos. Los escuché
planear el robo. Consiguieron los planos de este chalet y de su sistema de seguridad. —Sostuvo la
mirada a su vecino y percibió un ligero cambio en su expresión—. Os estuvieron vigilando a los
tres para conocer vuestra rutina. Además, Olga tiene escondida en el armario la misma ropa y
pasamontañas negro que usan los ladrones en sus asaltos.
Eleuterio se acarició la perilla unos minutos en silencio.
—¿Sabes de alguien con un deseo particular por alguna de las obras expuestas hoy aquí?
El farmacéutico la miró como si le hubiera despertado de un sueño.
—El… el antiguo propietario… del bodegón de la guitarra —se pasó una mano por la calva—
interpuso una denuncia contra ella. Consideraba que la compraventa se hizo muy por debajo de su
valor real. Por suerte, el juez no admitió a trámite la querella que presentó por un presunto delito
de estafa.
Ester asintió.
—Eleuterio, ahora el robo es el menor de nuestros problemas. Planean asesinar a
Richi.
Se hizo un inquietante silencio, solo roto por el fuerte estruendo de un gran petardo que hizo
vibrar los cristales. Le siguieron las rápidas explosiones de una pequeña traca.
—¿Por qué a Richi? Contratar a un sicario debe ser caro. —Se encogió de hombros—. ¿Qué se
supone que Richi hizo para asquear a alguien con tanto dinero?
—No es tanto alguien con dinero sino alguien con sed de venganza. Le creen responsable de la
muerte de una chica.
El silencio volvió a rodearles. Ruiz volvió a observarla unos interminables segundos, inmóvil.
De pronto, su expresión se transformó. Parecía haber recordado algo. Algo lo suficientemente
preocupante como para hacerle palidecer. Escondió la cabeza entre sus manos y la mantuvo allí
hasta escuchar la propuesta de Ester.
—Llamemos a la policía antes de lamentar una desgracia.
—¡No! —exclamó—. ¡De ninguna manera! ¡Olvídalo!
El apacible farmacéutico se había levantado tambaleante. Visiblemente inquieto, se secó el
sudor de su calva con un pañuelo sacado del bolsillo. Sus manos temblaban, su voz también.
—No haré nada al respecto porque nada hay de cierto.
Se apartó de la oscura madera del escritorio y se acercó a la puerta. Ester se dirigió hacia él.
—Tu familia está en peligro, Eleuterio —insistió—. ¡Hay que hacer algo!
—¡He dicho que no haremos nada al respecto!
El hombre abrió la puerta, pero la joven le cortó el paso y la volvió a cerrar.
—La vida de una persona está en peligro. No podemos quedarnos de brazos cruzados. Además,
es una decisión que le corresponde a tu cuñado, no a ti.
Ruiz meneó la cabeza, la miró con ojos cansados y exhaló un suspiro.
—Sí me corresponde, porque no van a por él sino a por mí.
34

Echó un vistazo rápido a su alrededor. Guirnaldas de pequeñas bombillas globo cruzaban el jardín
y le conferían calidez al ya festivo ambiente que se respiraba. ¿Se percibiría la maldad de un
sicario camuflado entre ellos? Ester se sentía desconcertada. ¿Se habría equivocado? Se mordió
el labio inferior. ¿Por qué Eleuterio creería que él era el objetivo del sicario?
Alguien la empujó al pasar junto a ella. Al volverse, vio a Eleuterio Ruiz. Dudaba que la
hubiera visto. Caminaba a pasos agigantados con la mirada fija en un punto frente a él y sin
responder a los saludos de algún invitado con el que se cruzaba. Se paró ante la mesa de las
bebidas, cogió una botella de whisky y le dio un buen trago.
Ester meneó la cabeza para quitarse aquella imagen de la cabeza y un poco de la culpabilidad
que se había alojado en su corazón. Su atención se desvió hacia la derecha como si una fuerza
invisible la obligara a ello. Olga la observaba desde la distancia. Tragó saliva. «Hora de
esconderse», se dijo. Localizó la mesa más transitada y se dirigió hacia allí. Pasó junto a dos
mujeres que conversaban acerca de las últimas vacaciones en la nieve de Saint Moritz y de un
hombre calzado con mocasines azules que sujetaba una copa de cava medio vacía. La saludó con
una amplia sonrisa y unos ojos algo más brillantes de lo habitual. Ester le devolvió la sonrisa, más
por cortesía que por querer entablar una conversación, así que enseguida le olvidó. Echó un
rápido vistazo a las bandejas de comida, pero había llegado tarde. Ya poco quedaba. Miró el
reloj. Solo disponía de dos minutos para zamparse los pocos canapés, montaditos, brochetas o
fritos que aún quedaban. «Todo necesita organización», se dijo. Empezaría por los situados a su
derecha para terminar con los colocados a su izquierda. Entre bocado y bocado, un sorbo de aquel
buen cava fresquito.
Se llevó una croqueta a la boca y luego otra. Iba a por la tercera cuando una mujer cercana a
los sesenta años empezó a charlar con ella. Se presentó como Dolors. Era amable, tenía clase y
muchas ganas de conversar. En menos de un minuto le informó de que a su hija Cristina, estudiante
de derecho, le apasionaba la pintura. Jana Ferrer había visto en sus obras la calidad suficiente
como para ofrecerle la posibilidad de exponer dos de sus cuadros en aquella fiesta. Tanto su
padre como ella habían ido para ofrecerle su apoyo. Entonces, le presentó a Rogeli, su marido,
quien estaba saboreando una copa de vino tinto.
Vestía traje sin corbata. Su cabeza estaba poblada por un fino cabello gris bien recortado. Ester
se fijó en sus gruesas cejas en contraste con sus finos labios. Se estrecharon la mano.
Ester observó de reojo la última croqueta sobre la mesa. Podía alargar la mano, pero dudaba
que fuera correcto masticar ante una desconocida.
—¿También eres pintora?
Ester meneó la cabeza.
—Mis estímulos creativos están relacionados con la repostería. Consigo que mis clientes
gocen de los sabores y las texturas de mis pasteles artesanos.
—Vaya… A mí también me gusta elaborar postres. Tengo una gran cocina donde hago cupcakes
que, por cierto, me salen deliciosos.
Ester torció los labios al ver que Rogeli se había metido en la boca la última croqueta.
—Debería tener cuidado con esas bombas de azúcar decoradas con plastilina americana —
espetó.
—Supongo que sí, pero son tan bonitos. Mi amiga y yo asistimos a un curso de…
—Perdonad que os interrumpa —dijo Rogeli engullendo la croqueta—. Cristina pide que nos
acerquemos —su voz habló en tono confidente—. Creo que ha vendido un cuadro.
—Ester, ha sido un placer conocerte. —Dolors apoyó la mano en su brazo, le dio unos
golpecitos y añadió—: luego charlaremos de mousses. Prueba los vol-au-vents, están deliciosos.

Jana se encontraba charlando con un grupo de invitados cuando su marido se acercó por detrás, la
rodeó por la cintura y después de disculparse torpemente, se la llevó casi a rastras. La evasión
terminó al llegar al banco de su rincón preferido, bajo el sauce llorón. Solo cuando creyó
encontrarse a salvo de miradas curiosas, ella borró la sonrisa de sus labios y miró con dureza a su
marido.
—Más te vale tener un buen motivo para tu interrupción.
—Lo tengo: esta noche moriré. —Se acercó a su esposa, pero ella retrocedió y una mueca de
asco asomó en su bello rostro. Poco importaban aquellas palabras sin sentido de su marido, su
aspecto era deplorable. Una tez pálida y sudorosa, la camisa arrugada y la botella de whisky en la
mano no formaban la imagen esperada.
—¿Has estado bebiendo? Porque si es así, será mejor que te encierres en la habitación antes de
dejarme en evidencia ante mis invitados.
Eleuterio negó nervioso con la cabeza.
—¿No lo entiendes? —gritó desesperado, ante la atónita mirada de su esposa. Se secó el sudor
de su bigote con la mano—. Los Fantasmas están aquí —murmuró—. Vienen a por mí. Van a
ejecutarme por cuenta de Verneda.
Pero sus palabras llenas de verdadero pánico contrastaban con la actitud tranquila de Jana. El
farmacéutico se pasó la palma de la mano por la frente. Sudaba a raudales. Su miedo
distorsionaba todo cuanto estaba a su alrededor. Las alegres voces de los invitados las percibía
agobiantes, la música le molestaba, su capacidad de pensamiento había quedado anulada. Quería
huir, salir de allí. Su corazón palpitaba rápido. Quizás se desmayaría o peor aún, ¡moriría!
—¿Los… Fantasmas…? —dijo su esposa—. ¿No sé porque te dejas sugestionar por un trivial
comentario de Ester? Por-fa-vor ¿Eres consciente que tus neuras pueden acabar con mi negocio?
¡Contrólate!
El hombre asintió. Inhaló y exhaló varias veces hasta que fue capaz de hablar algo más
sosegado.
—Ester me ha asegurado que Olga forma parte de Los Fantasmas y que están aquí para cometer
un robo y un asesinato… ¡el mío! Me habló de Richi, pero —se golpeó el pecho con los dedos—
sé que no es así, ¡van a asesinarme! Verneda lo sabe.
Tomó las manos de su mujer entre las suyas.
—Eres lo más importante de mi vida, mi puntal. —Sus ojos se humedecieron—. Sabes que te
quiero mucho. —Inspiró por la nariz—. En mi testamento constas como mi heredera universal.
Todo cuanto poseo es todo cuanto puedo darte. —Una lágrima salió de sus ojos—. Solo siento no
haberte podido dar un hijo.
Jana levantó la mano.
—¿Por qué debería creer lo que dice esa chica? ¿Trajo pruebas?
—Es una chica sensata. Su palabra me basta.
El bello rostro de su esposa se volvió opaco. En aquel momento, nadie, incluido él, podía
percibir sus emociones. Se mantuvo en silencio unos minutos hasta que volvió a hablar y su voz
sonó fría.
—¿Ha llamado a la policía?
—Aún no. Quería que lo hiciera yo.
Jana le observó pensativa hasta que se levantó para situarse ante él.
—Esto ya lo vivimos con Nuria y su amiga.
—No entiendo ¿qué…?
La habitual sonrisa de Jana volvió a iluminarle el rostro.
—Olga sospecha que esa mosquita muerta de Ester se ha encaprichado de Manel. Sin duda
debe pensar que puede quitarle el marido.
Eleuterio frunció el ceño.
—¿Insinúas que Ester ha venido hasta aquí solo para ponernos en contra de Olga?
Jana amplió la sonrisa.
—Cálmate, Leu. —Se pasó los dedos por la frente para apartarse un mechón de cabello—.
Esto no tiene nada que ver con nosotros. Tan solo estamos en medio de una pelea de leonas. —
Quiso apoyar las manos en el torso de su marido, pero al notar su sudor, las apartó—. Ve a
asearte, ponte una camisa limpia y déjalo en mis manos.
35

Recomendada por su compañera de mesa, Ester alargó el brazo para coger un pequeño vol-au-
vent de gambas. Justo cuando estaba dispuesta a hincarle el diente sonó tras ella una voz
conocida.
—Vaya, vaya, ¿evitamos saludar a los vecinos?
Al girarse, vio a Olga con su vestido amarillo y un horroroso broche en el hombro. Hizo un
gesto de disgusto que no se esforzó en disimular.
—Solo a los sádicos adulteradores de bombones.
Olga sonrió sin querer.
—Siento curiosidad —dijo la mujer rubia—. ¿Qué estás haciendo aquí si nadie te ha invitado?
Vaya…, ¿esperabas encontrar a Manel? —Meneó la cabeza mientras sonreía divertida—. Siento
decirte que se fue hace un rato.
Ester se encogió de hombros.
—Disfruto de una buena fiesta al igual que tú; ¿no, querida vecina?
Las dos mujeres clavaron su mirada en la otra, aunque los ojos de la robusta vecina eran fríos
como el hielo. Ester se estremeció, aunque intentó aparentar tranquilidad. Sabía que habían
entrado en una lucha de poder y ella tenía las de perder. Su corazón latía con fuerza y su cerebro
pensaba a marchas forzadas. Se negaba a ser la primera en desviar la mirada y parecer derrotada.
Con la mayor frialdad que supo, introdujo en su boca el vol-au-vent de gambas entero y lo masticó
con los labios abiertos. Olga se apartó con una mueca de asco. Ester sonrió.
—Cuidado con las fresas —le susurró Olga—. Suelen producir alergias.
—Me halaga tu preocupación, pero como a estas alturas ya sabrás, existe un antídoto muy
eficaz llamado: adrenalina.
Olga bajó la mirada hasta el diminuto bolso de Ester mientras se tocaba el broche del hombro.
—Vigila bien tu bolso, no vayas a perder tu antídoto. —Al sonreír, mostró sus afilados dientes
de depredadora. Levantó su copa y bebió un trago sin apartar la mirada de Ester.
La joven observó la espalda de su vecina mientras se alejaba y apretó los dientes. ¿La había
amenazado con robarle la adrenalina que guardaba en el bolso? Lo apretó contra su pecho.
«¡Maldita hija de…!».

Buscaron un vehículo aparcado lejos de la garita del vigilante y fuera del ángulo de vigilancia de
las cámaras. Esperaron a que la atareada propietaria de un Seat León de color blanco sin ningún
distintivo visible y con bajo nivel de seguridad, cerrara las puertas para copiar el código de su
mando a distancia. Forzar el contacto no les supuso ninguna dificultad, como tampoco salir del
parking.
Se dirigieron a la zona de El Raval donde se concentra la mayor oferta de sexo callejero de
Barcelona para cumplir la orden que les habían dado. Andrei apagó el motor y las luces del
vehículo robado. Se acercó a la conflictiva calle d’En Robador y escogió a una mujer de unos
treinta y dos años, de largo cabello azabache pero corto y ajustado vestido blanco. De su muñeca
colgaba un diminuto bolso y se apoyaba sobre unas sandalias rojas de fino tacón alto. Si la mujer
sintió algo de desconfianza, esta se borró en cuanto Andrei le ofreció el triple de su tarifa habitual
por mantener sexo con dos hombres en un lugar algo más limpio que las degradadas pensiones del
barrio. Marion sintió que le había tocado la lotería con aquel servicio. Aquel dinero le permitiría
llegar a fin de mes y quizás, comprar a sus dos hijos un pequeño regalo. Subió al Seat León y vio a
un hombre de ojos saltones que ocupaba el asiento del acompañante. Le sonrió y le dio la
impresión de que iba a responderle, pero solo levantó una mano enguantada a modo de saludo.
¿Por qué lleva guantes de cuero con el bochorno que hace?, se preguntó.

Inclinada hacia adelante corrió hasta la cocina, pero Clara ayudaba a un camarero a apilar las
bandejas vacías. Esperó. Se sorprendió al comprobar que ella se desenvolvía más que bien en
aquel ocasional trabajo. Él era un hombre de algo más de cincuenta años que cojeaba al andar. En
un par de minutos, el camarero se fue en dirección al jardín.
—Se llama David y tiene un no sé qué. Es atento y creo que le gusto. —Sonrió.
—Vale… ¡Olga ha admitido ser la responsable de mi shock anafiláctico!
Clara la miró horrorizada.
—¡Yo la mato! —La excitación de Ester iba en aumento—. ¡Si pudiera arrancaría los ojos a
esa bruja! ¡Le patearía el culo! Le… le.
Suspiró con fuerza y dejó caer la cabeza hacia delante.
—¡Aaj! ¿A quién quiero engañar? Me daría media hostia que me dejaría KO.
—Venga, Ester, cálmate. Ya ha pasado. Solo debes esquivarla y no provocarla.
La camarera le sacó de la nevera un plato con lomo asado al horno y un vaso de gazpacho
fresquito. Tras el segundo mordisco, Ester ya se había tranquilizado.
—Puede que Jana me eche de su fiesta, así que disponemos de poco tiempo. ¿Has localizado a
Oleg Bubka?
—He estado atenta a las conversaciones, pero no he podido identificar a Oleg Bubka, al
Coleccionista o al propietario del piso de Olga. —Rasgó el papel de film que cubría una bandeja
de lionesas—. Aunque es difícil encontrarlos sin saber qué aspecto tienen.
—De acuerdo. Buscaré de nuevo por internet a ver si encuentro una foto suya. Tenemos que
descubrir al sicario si queremos evitar un asesinato.
Clara se encogió de hombros mientras engullía una lionesa.
—Umm… esto está de muerte, pruébalo. —Redistribuyó con dedos ágiles las restantes
lionesas en la bandeja.
—¿Quieres parar de comer?
—¿Qué? Los nervios me abren el apetito. Esto es más emocionante que las novelas de aventura
que leo. —Abrió una puerta camuflada junto al horno y microondas—. ¿Sabes qué han montado
aquí? Una pequeña pero selecta cava de vinos y champán. He descubierto mi vocación: el
cotilleo. ¡Es emocionante! Mira —se acercaron a la puerta corredera de acceso al jardín—, esa
lleva pechos nuevos. Hay una que lleva unas uñas tan largas que su amiga ha tenido que ponerle la
comida en el plato y luego utilizar un tenedor para llevársela a la boca. ¡Oh! ¡Mira! ¿Ves aquel de
los mocasines azules? Él y su pareja beben como cosacos. —Señaló el jardín—. Esas mujeres son
todas unas hipócritas. Felicitan a Jana por la estupenda fiesta que ha organizado, pero al girarse le
critican el color del cabello, que si usa bótox, que si su marido los debe llevar retorcidos, que
vaya colección más pobre…, cosas así.
—Las guapas no suelen caer bien a las demás mujeres. Temen su competencia.
—Supongo… pero quizás esas víboras lleven algo de razón. —Señaló el salón con una lionesa
—. He preguntado por el enorme ramo de rosas rojas del salón y, según me han contado, no es un
regalo de su marido.
—¿Y Eleuterio?
—Es un bonachón que no se da cuenta de lo que pasa en su propia casa. —Se zampó otra
lionesa—. Además…, aborrece las fiestas, se escaquea cuanto puede, y su esposa se cabrea.
La camarera echó una rápida mirada hacia la puerta mientras colocaba las bandejas de lionesas
en la encimera de la cocina. Ester levantó las cejas y aspiró aire.
—Bonachón, bonachón…, no sé. —Se pasó un mechón de cabello tras la oreja—. ¿Sabes cuál
fue su reacción al contarle mis sospechas? —Se cruzó de brazos—. Rechazar la ayuda de la
policía. Es más, está convencido de que él es el objetivo del sicario, no Richi. —Intercambiaron
una mirada de extrañeza—. Tenías que haber visto cómo temblaba de miedo.
Clara se mordió los labios y asintió levemente, no muy convencida de que en aquel oasis de
paz hubiera delincuentes.
—O le es difícil creer que su familia está en el punto de mira de unos delincuentes peligrosos o
esconde un oscuro secreto. ¿Qué habrá hecho para pensar que alguien puede desear asesinarle?
—Beber más de la cuenta… Déjalo, Ester. Ya se calmará.
Ester la miró con el ceño fruncido.
—Centrémonos. Richi está en peligro y solo nos tiene a nosotras para evitar ser ejecutado por
un sicario albanokosovar.
La camarera se apoyó en la encimera y se cruzó de brazos.
—Si tú lo dices.
—¿Qué…?
—Nada…
Ester la miró inquisitiva.
—Que la idea de transformarme en escudo humano no me atrae. Solo es eso… —Se encogió de
hombros—. Debería de solucionarlo la policía.
—No podemos llamarles. Aún, no. Nos faltan pruebas… —Se dio golpecitos en el mentón,
pensativa—. Deberíamos localizar al sicario… luego, le sacamos una fotografía y después se la
enviamos a la policía de forma anónima. Solo existe un problema: ¿cómo descubrimos entre los
sesenta invitados a un asesino a sueldo? —Se mordió el labio, pensativa—. Si es mediterráneo
será moreno. Con lo que ha vivido, su expresión será fría o de malas pulgas, ¡oh! y no nos
olvidemos de su pistola… con silenciador, claro. Tendrá que esconderla… Lo sé: vestirá
americana a pesar del calor para esconderla… ¡Oh! Los sicarios albanokosovares son exmilitares,
así que tendrá una pose marcial.
Clara miró a su amiga, sorprendida.
—¿Ahora eres una experta en perfiles de criminales?
Ester sonrió.
—Solo es pura lógica.
Clara evitó dar su opinión.
—Hasta que no localicemos al sicario debemos procurar que Richi esté siempre alejado de
Olga y Castro. Umm, faltará localizar al cuarto hombre. —Miró hacia el techo—. Creo que se
llamaba Relinque.
Clara se estremeció.
—Esto nos viene grande.
—Lo sé, pero debo intentarlo.
—Vale —dijo Clara—. El sicario necesitará algo de distracción para cometer el crimen.
Propongo estar atentas a cualquier situación fuera de lo común y, entonces, llamamos a la policía.
Ester volvió la cabeza en dirección al jardín. Olga y Castro charlaban animadamente con Jana
y un elegante hombre de negocios. Clara empezó a cortar en trozos la tradicional coca de
chicharrones.
—Será mejor que empiece a buscar al asesino.
Clara dio un brinco. El cuchillo se le había caído al suelo.
—Ten mucho cuidado, Ester.
36

Salió al jardín sin perder de vista a Olga. Quería mantenerse lo más alejada posible de ella. Se
dirigió hasta el rincón más alto del jardín, desde donde esperaba observar con facilidad a los
hombres de la fiesta. Empezó localizando a los que vestían americana, pero, para su sorpresa,
eran el 80 % de los invitados masculinos. Sin desanimarse, continuó descartando a los mayores de
cuarenta años y a los rubios. La cifra ya había disminuido sustancialmente. Esta vez observó sus
poses y su expresión. Suspiró satisfecha. Los sospechosos se habían reducido a dos.
Sin rastro de Richi.
Pasó junto a la piscina y se desvió hacia la derecha. Evitó ir en línea recta, aunque sin perder
de vista a Olga ni a su objetivo. Se paró ante una pintura sobre un caballete. Simuló estudiarla,
pero su posición le permitía pasar desapercibida mientras desde lejos observaba a su primer
sospechoso: un hombre de unos treinta y tantos años. Su postura corporal era rígida, casi
inexpresiva. Quizás practicante de algún arte marcial, se aventuró a suponer. Se dio cuenta de que
apenas participaba de la conversación con una pareja, pero sus ojos recorrían la fiesta con interés.
¿Buscaría a Richi?
Ester dejó su posición segura para desplazarse hasta el límite del jardín. Esta vez se situó a
cuatro metros en diagonal del posible sicario. Levantó su vaso de gazpacho y bebió un lago sorbo
mientras clavaba los ojos en él. Su mano empezó a temblar. Observaba a un hombre capaz de
asesinar a sangre fría a dos personas indefensas mientras dormían. ¿Qué le haría a una mujer que
se interponía en su trabajo? Notó los latidos de su corazón en las sienes. Torció el gesto.
Necesitaba oírle la voz para confirmar que era Kosovo.
Estaba a un par de metros del sicario cuando algo redondo apareció ante sus ojos. Dio un
brinco y sin darse tiempo para pensar, lo lanzó de un manotazo lejos de ella. El tiempo pareció
ralentizarse. Identificó el objeto redondo como una lionesa de nata que volaba directa hacia el
sicario. El miedo se reflejó en la expresión contraída de su cara. Ya nada podía hacer para
impedir el desastre. Cerró los ojos. La lionesa había impactado en sus pantalones y los había
salpicado de nata.
—¡Ala! —exclamó alguien junto a ella—. No importa. Tengo otra.
Detrás de una mano suspendida en el aire apareció un hombre pelirrojo. Vestía unos pantalones
blancos, camisa blanca de cuello Mao y manga larga pero doblada hasta el codo. Se había
desabrochado un botón más de lo aconsejable para mostrar su depilado y moreno pecho. En su
oreja derecha brillaba un pequeño pendiente.
—Adivina ¿de cuantas formas diferentes puedo comerme esta lionesa? —Sus ojos bajaron
hasta el escote de la joven—. Soy Richi. Mi hermana es la dueña de esto.
Ester simuló interés con una sonrisa, pero por el rabillo del ojo controlaba a su sospechoso.
Intentaba descubrir la procedencia de la lionesa que le había ensuciado los pantalones.
Ella y Richi intercambiaron un par de besos.
—Me llamo Ester. —Se volvió hacia un chico de cabellos muy rizados que acompañaba a
Richi. Sonreía pero permanecía callado.
—El Ricitos es Javi, pero ya se iba. —Dio un empujón a su amigo—. Es buen chaval pero muy
pesado.
En cuanto estuvieron solos, les rodeó el silencio.
—Bonita fiesta —comentó Ester algo distraída mientras no quitaba ojo al posible sicario. Pero
entonces su atención se desvió hacia los bajos de un segundo pantalón salpicado por la nata de la
lionesa. Su propietario se levantaba la pernera y quedó al descubierto el tatuaje de un atleta
corriendo. Levantó la vista hasta su rostro: barba de unos días y cabello canoso. Ester dio un
respingo. El misterioso hombre que observaba el chalet de Eleuterio desde la calle había
conseguido entrar.
—Mi hermana prepara unas fiestas cojonudas —dijo Richi mientras Ester tiraba de su brazo
para alejarlos de aquellos dos hombres—. Yo siempre la ayudo, ¿sabes?
—Jana tiene suerte de tenerte como hermano.
Richi rio complacido.
—Podría estar con mis amigos, ¿sabes? —Se mordió el labio inferior y volvió a mirar el
escote de Ester—. Tengo un montón. Yo me apunto a todas sus fiestas. ¡Las borracheras me salen
gratis! —rio su propia gracia.
El pelirrojo se quitó una imaginaria motita de su camisa blanca.
—Esta noche se celebra la entrada del verano. —Hinchó su pecho—. ¿A que no lo sabías?
Ester sacó su móvil y buscó la aplicación de cámara fotográfica.
—Sí, el solsticio. —El hombre de negro se había agachado para limpiarse.
Richi pareció dudar.
—Vale…, y también la entrada al verano. —Pasó un brazo sobre el hombro de Ester y alzó una
segunda lionesa hasta sus ojos—. ¡Uuuuh! Noche de brujas y orgías. —Ester arrugó la nariz con
fastidio—. Hacen conjuros para pedir cosas. —Acercó su boca al oído de la joven y le susurró—:
Lo que pidas esta noche… —emitió un sonido de placer— lo conseguirás.
Ester desvió su atención hasta el hombre de negro. Sospechaba que si pretendía pasar
desapercibido su mejor opción sería alejarse del invitado que hacía espavientos junto a él. Con
rapidez le sacó una fotografía por encima del hombro de Richi. Sintió un cosquilleo de emoción
en el estómago. Cuando volvió a fijarse en el hermano de Jana, este se había acercado una lionesa
a los labios, sacaba la lengua y empezaba a lamer la nata de forma lasciva.
Ester no pudo evitar un gesto de sorpresa desagradable antes de entrarle la risa. Rio con ganas,
a carcajadas para desespero de un colorado Richi que no conseguía entender aquella reacción
pero que optaba por sonreír a quienes los miraban con curiosidad.
—Ya vale, ¿no? —exclamó molesto.
Ester se secó las lágrimas con cuidado de no dañar su maquillaje mientras intentaba calmarse
sin demasiada suerte.
—¿Has venido sola? —insistió aún colorado. Le avergonzaba que la gente pudiera pensar que
aquella chica tan guapa se estaba riendo de él. Lanzó la lionesa entre unas plantas y se chupó los
dedos.
La joven aspiró con fuerza e intentó poner la mente en blanco. Lo sentía por Richi, pero reír le
había sentado bien.
—Bueno, estoy esperando a una amiga —consiguió decir—. Y… creo que voy a llamarla…
sí… eso voy a hacer —Le mostró su móvil—. Si me disculpas. Ya nos veremos.
Ester cruzó una mirada con Clara para que continuara ella con la vigilancia de Richi. Su primer
intento por descubrir al sicario había fracasado. Las quejas de su primer sospechoso al
lanzamiento de lionesa habían sonado en un catalán muy nativo y su voz no se parecía en nada a la
que oyó a través del teléfono durante la reunión de Joan, Olga y Castro en el piso contiguo al suyo.
Richi se quedó quieto. Se lamía los labios como hace el gato cuando mira a un delicioso
ratoncito. Escudriñó aquel cuerpo lleno de curvas mientras se alejaba. No entendía muy bien el
motivo del plantón, pero estaba seguro de que todos pensarían que era un idiota incapaz de retener
a una chica guapa. ¿Se había reído de él? ¿Por qué? ¿Se creía superior? La rabia se reflejó en su
cara. Lo había rechazado sin llegar a imaginar el gran amante que era. Con él, todas las chicas
gozaban hasta gritar de gran placer y esa morenaza no sería distinta. Apretó sus labios con fuerza.
No podía escapársele. Torció una sonrisa. Se prometió que aquella noche le daría a probar su
martillo demoledor hasta que quedara extasiada.
37

Sorteó varios grupos de amantes del arte con actitud alegre. Se sentía emocionada por haber sido
capaz de descubrir a un asesino a sueldo entre sesenta personas. Había fallado en el primer
intento, pero con el segundo estaba convencida que acertaría. «He sido la única que lo ha
detectado porque soy la más lista de ellos». Sonrió.
Se paró ante otra exposición de cuadros cerca del disc jockey. Allí lo encontró. Observaba con
detalle una de las pinturas mientras sujetaba una copa con la mano. Tendría unos cuarenta y cinco
años, era moreno y vestía una americana azul marino. Si bien estas características coincidían con
su idea de asesino albanokosovar, su expresión agria le pareció que tanto podría deberse a su
violento modo de vida como al aburrimiento.
Le observó de reojo. Algo abultaba bajo su americana. «¡La pistola con silenciador!». Solo
entonces fue consciente del gran peligro que corría por intentar meterse entre él y Richi. Su
corazón empezó a acelerarse.
Poco tardó a unírseles un elegante señor de unos sesenta años de aspecto amable.
—Es una obra muy inquietante —comentó al instante.
Ester asintió en silencio. Era cuanto podía hacer. Sin embargo, el rostro de su sospechoso
definitivo se iluminó. Para su sorpresa, empezó a hablar por los codos sobre el uso del color y la
especial técnica del artista. Ester no pudo evitar una mueca de disgusto. Su potencial sicario
hablaba en un castellano nativo carente de acento extranjero. Además, descubrió qué ocultaba
bajo la americana: un inofensivo móvil. Dio un soplido. Levantó el vaso y vació el gazpacho que
le quedaba de un trago. Necesitaba algo más fuerte. Se había quedado sin sospechosos.
¿Cómo conseguiría salvar la vida de Richi si antes no identificaba a su asesino? El perfil hecho
del criminal no había servido para nada. Se había vuelto a equivocar. Miró a su alrededor.
Aquella fiesta estaba llena de asesinos en potencia y le sería difícil, por no decir imposible,
encontrarlo. Clara tenía razón. Aquello les iba grande. Necesitaban ayuda.

Aquella escultora le gustaba. Disfrutaba de su interesante charla. Escucharle contar con todo
detalle, y sin ningún pudor, su peculiar forma de buscar la inspiración antes de crear una nueva
obra, le excitaba. Solo con imaginárselo, ya babeaba. Decía reunir en su estudio a varias
personas, todas ellas desnudas, para untarse los unos a los otros con arcilla. Las sensaciones que
les producían eran la base de sus creaciones. ¡Lo que él pagaría por ser uno de los escogidos!
Pero entonces, desapareció su sonrisa y dejó de escuchar la voz de la artista. Quiso esconderse,
pero ya era demasiado tarde.
—Hola, Eleuterio.
—Ester… —Forzó una sonrisa.
La escultora aprovechó la interrupción para disculparse y buscar a un inversor que quisiera
escucharla.
—Estoy confusa. Te ofrezco mi ayuda para salvar la vida de tu cuñado, pero la rechazas; ¿por
qué? —le preguntó Ester.
El hombre permaneció en silencio.
—Tienes un sicario en el jardín. Lo sé. Escuché su voz —meneó la cabeza—, pero no lo
localizo. Siento que aún podemos evitar el crimen, pero necesitamos ayuda. Deberíamos llamar a
la policía.
Ruiz echó una fugaz mirada a su alrededor mientras apretaba la mandíbula.
—Hablemos dentro.
Cruzaron el jardín y entraron en el chalet. Pasaron por el salón-galería de arte hasta llegar al
oscuro despacho del farmacéutico. Al cerrar la puerta, Eleuterio fue directo al grano.
—He pasado muy mal rato pensando en lo que me dijiste. Aún me tiemblan las manos. —Se las
mostró—. Pero al parecer me has utilizado como parte de un retorcido plan tuyo para separar a
Olga y Manel. —Alzó un dedo—. ¿Quieres robarle el marido a Olga? ¿Es eso? ¿Por eso estás
aquí?
—¿Crees que envidio a Olga por estar junto a Joan?
—Y ¿no es así?
Ester agachó la cabeza.
—Admito que durante un tiempo creía que Joan… o Manel, como tú le conoces sería mi pareja
ideal, pero me hacía sufrir demasiado. —Apoyó la mano sobre el brazo del hombre—. Eleuterio,
soy la única persona de la fiesta que ha descubierto el complot de un peligroso grupo de
delincuentes para cometer un robo y un…
—Jana ya te lo dijo: ninguna de sus obras puede interesar a esos ladrones. —Se cruzó de
brazos—. ¿Cómo harán para burlar a tantos testigos? Sería más fácil mientras dormimos o el
chalet esté vacío.
Ester negó con la cabeza.
—La fiesta es perfecta para ellos. Ocultos a plena vista. Solo les falta provocar una
distracción.
—De acuerdo, has formulado una hipótesis, pero ¿puedes confirmarla?
Ester lo miró pensativa durante unos largos segundos antes de sacar su móvil. Buscó la última
fotografía que había sacado, la del invitado con el tatuaje de un corredor en el tobillo.
—¿Le conoces? Es Xavi Maragall, el propietario del piso de Olga y Joan.
Eleuterio estudió la imagen de aquel individuo vestido de negro y asintió.
—Este no es Xavi Maragall, es el anterior propietario del bodegón de la guitarra. ¿Por qué
tienes su foto?
—Porque está aquí, en tu fiesta. ¿Le has invitado?
—¿Ahora tenemos otro sospechoso? —Forzó una sonrisa.
—¿Crees que soy capaz de inventarme una historia tan inverosímil? El grupo de ladrones y el
sicario albanokosovar están aquí.
El farmacéutico se acercó al escritorio con su pausado caminar. Necesitó apoyarse en el
reposabrazos para sentarse en la silla. Se tomó unos segundos antes de colocar las manos sobre su
regazo y hablar.
—Creo que sabes algo, pero te falta una idea clara. —Ruiz mojó sus labios secos con la lengua
—. Tengo que sacar a Jana de aquí, llevármela lejos. Si le ocurriera algo, yo… —Cerró los ojos y
meneó la cabeza—. Nunca me lo perdonaría.
—No van ni a por Jana ni a por ti. El objetivo es Richi.
—¿Y qué ha podido hacer ese desgraciado para situarle en el punto de mira de un asesino a
sueldo? ¿Robar unos tornillos del trabajo? —Soltó una risita nerviosa—. Solo es un pobre diablo
que sin el apoyo de su hermana no sabría ir por la vida, pero no es un delincuente.
—Esto es un ajuste de cuentas. Joan cree que Richi provocó la muerte de su hermana.
—¿Estás compinchada con él? —su voz sonó más a grito que a pregunta.
Ester dio un brinco. Eleuterio había apoyado los puños sobre la mesa y la miraba con los ojos
enrojecidos, inclinado hacia delante.
—¿Con Joan?
—El entorno de Richi nunca contrataría a un sicario. —Sus nudillos estaban blancos de
apretarlos—. Harían el trabajo sucio ellos mismos. Los conflictos de Jana en el trabajo se
solucionan en un juzgado así que solo quedo yo…
Se dejó caer en el asiento. Se pasó la mano por el cuello y se desabrochó un botón de la
camisa. De pronto, le había entrado mucho calor.
—Van a por mí. —Su rostro había palidecido—. Tú eres su peón…, ¿cuánto te ha pagado? —
Se levantó y dio un paso atrás mientras la señalaba con el dedo—. ¿Queréis volverme loco,
desestabilizarme? Sí, es eso…, primero te envía a ti para ganarte mi confianza y luego… luego…
—Se tapó la cara con las manos—. Lo sabe y quiere hacérmelo pagar.
Golpeó la mesa con las dos manos. Ester tragó saliva.
—¿Es eso? Quiere volverme loco para luego asestarme el golpe de gracia. ¿Es eso? —Ester se
levantó con los brazos alargados hacia él como protección hacia aquel hombre furioso que parecía
estar a punto de embestir.
—¿Por qué iba yo a…? —Calló al ver que en sus ojos enrojecidos ya no había ira sino un
profundo miedo.
—No me esperaba esto de ti, Ester. Me has decepcionado… —Se volvió a dejar caer en el
asiento—. ¡Estoy bien jodido! —Y añadió—: Sabe que ¡fui yo quien le dio la paliza!
—Judit no murió por una paliza.
—¿Quién es Judit?
—¿A quién diste una paliza?
Eleuterio suspiró profundamente.
—A mi antiguo jefe. —Sonrió con amargura—. Sospecho que después de dos años ha
descubierto que fui yo y viene a por mí.
La mirada de Ester se posó en aquellos puños llenos de manchas propias de la edad.
—Bueno, mucha gente se pelea, pero no por ello se contrata a un sicario.
Él la miró sin comprender.
—¡Le fracturé dos costillas!
—Entiendo el dolor —se inclinó hacia adelante—, la humillación por la que tuvo que pasar tu
antiguo jefe, pero asesinar a un hombre por haberle roto dos costillas es una venganza
desproporcionada, ¿no crees? Además, ¿por qué esperar dos años?
Eleuterio apretó la mandíbula con fuerza.
—Ya te lo he dicho, porque habrá recordado. —Sus ojos transmitían una intensa ira.
Ester asintió en silencio, pero no respondió. Solo esperó a que su vecino se calmara.
—Tú eres de ciencias; ¿sabes qué es el hipocampo?
—¿El hipocampo? —farfulló Ester sorprendida—. Sí, es la estructura cerebral que analiza y
codifica los recuerdos.
Eleuterio hinchó su pecho.
—Exacto. Es quien primero recibe la información del exterior, forma los nuevos recuerdos y
los elabora para que se mantengan a largo plazo. —Alargó el brazo para coger un bolígrafo y
empezó a juguetear con él—. El alzhéimer es una enfermedad neurodegenerativa sin cura hasta el
momento que —señaló una zona inconcreta de su oreja izquierda— suele iniciarse en el
hipocampo. Aquí se produce una importante pérdida de neuronas debido a la acumulación de
placas amiloideas entre ellas. —Movía el bolígrafo como el profesor que explica la lección—.
Ello ocasiona pérdida de memoria a corto plazo e incapacidad para retener nueva información.
Pues bien —señaló su pecho y lo hinchó—, yo me propuse sintetizar el compuesto químico
definitivo que limpiase la acumulación de fragmentos de placas amiloideas en el espacio entre las
células nerviosas.
Se recostó en su silla y su rostro se iluminó con una gran sonrisa.
—De ese modo, dejarían de existir los fallos de memoria y el paciente se recuperaría
completamente.
Señaló la zona oscura del despacho.
—Empecé la investigación aquí, en este laboratorio.
Ester se volvió hacia el cutre espacio que él llamaba laboratorio y pensó en la estricta
normativa vigente para la elaboración de nuevos medicamentos. Aquel laboratorio carecía de las
condiciones ambientales que garantizasen la seguridad y la calidad en la manipulación del
compuesto. Miró a su vecino. Le parecía increíble que un farmacéutico las hubiera obviado.
—Jamás cometí un solo error durante mi carrera profesional en el hospital. —Levantó un dedo
—. Durante diecisiete años fui el responsable de dispensar en dosis unitarias los medicamentos
hospitalarios y de validar las prescripciones de los médicos especialistas. —Sorbió por la nariz
—. Porque mucha chulería por ser doctores especialistas en… —movió la mano— lo que sea,
pero cometen errores de principiantes y era yo quien los subsanaba. —Hizo una pausa—. El jefe
del Servicio de Farmacia, el doctor Aguilera, me ofreció en varias ocasiones el cargo de ensayos
clínicos e investigación, pero no me fiaba de la competencia de mis jóvenes ayudantes así que
preferí continuar en mi cargo por el bien de los enfermos.
Se encogió de hombros.
—Mi jefe se jubiló, le sustituyó David Verneda y, entonces, comenzaron unos meses de
auténtico infierno. —Su afable mirada se volvió oscura y su expresión se transformó en auténtico
asco—. Ese licenciadillo tuvo la brillante idea de implantar en Farmacia otro sistema de control.
—Mostró sus manos abiertas—. Si el utilizado durante los últimos diez años funcionaba a la
perfección, ¿para qué cambiarlo? Yo ayudé a implantarlo. —Simuló ponerse la mano en el
bolsillo—. Seguro que cobró comisión por el nuevo programa. Quiso explicarme a mí como se
hacía mi trabajo. Me atribuyó falsos errores en la posología de medicamentos, me acusó de no
garantizar la privacidad de los pacientes e incluso de no controlar los estupefacientes. ¡Mentira!
—Sus labios se movían mientras los dientes se mantenían bien apretados—. ¡Todo mentira!
Ester dio un respingo, pero evitó moverse.
—Solo para joderme, Verneda me inscribía en cualquier curso que encontraba. —Esbozó una
sonrisa burlona—. Evidentemente, yo me negaba a asistir. ¿Qué iba a aprender que no supiera ya?
—Clavó un dedo en la mesa—. Era una estrategia para demostrar mi supuesta ignorancia y mi
falta de adaptabilidad a las nuevas tecnologías. Pero su acoso no terminó ahí. —Se removió en su
silla—. Un día tuvimos una acalorada discusión. Quería obligarme a ceñirme a los objetivos que
él marcaba. Evidentemente, protesté. —Se señaló el pecho—. Sus cambios eran ilógicos y él lo
sabía. Solo servían para generar más trabajo, más papeleo… Su arrogancia le impedía darme la
razón y me atacó. Me echó en cara que podría ser sustituido con facilidad por un joven competente
dispuesto a acatar las normas y más barato.
Eleuterio jugueteó con el bolígrafo que sostenía entre sus dedos.
—Le respondí que yo era un investigador farmacéutico capaz de encontrar el medicamento
definitivo, incluso para el alzhéimer. —La ira volvió a reflejarse en su rostro—. El maldito hijo
de… —Apretó los labios con fuerza—. ¡Se rio en mi propia cara!
Un tenso silencio les envolvió durante unos segundos. Ester se mantuvo en silencio hasta que
intuyó que Eleuterio se había encerrado en sus dolorosos recuerdos y carraspeó.
—Y aquel día le diste la paliza… —concluyó.
Pero para su sorpresa, él lo negó con un movimiento de cabeza. El silencio volvió a rodearles.
Ester pensó en Clara y en que era la única persona capaz de situarse entre Richi y el sicario.
Debía ir a sustituirla.
—Eleuterio, quiero ayudarte, pero si no me cuentas el resto de la historia, no podré hacer nada
por ti.
—Quise demostrarle que se equivocaba.
—Continúa…
—Recopilé y estudié durante varios días los últimos avances sobre el alzhéimer. En solo
cuatro meses sinteticé NeuroAl. —Su pecho se hinchó en el momento que notó sorpresa en el
rostro de Ester—. Hubiera sido el hallazgo más importante de la década, pero… —sus labios se
torcieron en un claro gesto de desprecio— me despidieron.
—No entiendo.
—Necesitaba sustancias difíciles de conseguir para un particular y… las cogí prestadas de la
farmacia del hospital. —Se pasó las manos por la cara—. Manipulé los archivos. Las hubiera
repuesto, ¡lo juro!, pero no me dieron tiempo. Ese licenciadillo solicitó una auditoría por sorpresa
en Farmacia y se descubrió mi… préstamo. —Golpeó la mesa con el bolígrafo y provocó una
hendidura en la madera—. La única vez en mi vida que hago algo ilegal y me descubren.
—Pero si obtuviste una sustancia con tal potencial terapéutico —dijo sin quitar la vista al
bolígrafo—, ¿por qué despedirte?
—¿No lo comprendes? No tenía nada. ¡Nada! —Se levantó y lanzó el bolígrafo contra la pared
—. NeuroAl estaba en una fase muy inicial. Quedaba pendiente la fase de desarrollo del
medicamento: ensayos clínicos, la evaluación de su seguridad y su eficacia.
Se pasó la mano por la sudada calva para luego apoyarse en la mesa.
—Se lo puse en bandeja. Me insultó llamándome inepto e incapaz de distinguir entre el
diazepam y la azatioprina. —Levantó un puño—. Si hubiera esperado unos meses le habría tirado
en cara los buenos resultados de NeuroAl.
Ester se mordió los labios. Eleuterio se dejó caer en la silla.
—De un día para otro me encontré sin un buen empleo, sin indemnización y con el orgullo
pisoteado.
Ruiz sacó del cajón de su escritorio una libreta azul y se la mostró a Ester. El farmacéutico
hojeó las páginas llenas de anotaciones y fórmulas químicas. Saboreaba su agria desgracia.
Aquello que pudo ser, pero no fue. La indefensión y la frustración volvieron a llenar su apacible
corazón.
—Por su culpa caí en una profunda depresión. —Apretó los puños y los clavó en la mesa—. A
mí alrededor solo existía el color negro, la amargura y la tristeza. Cuando conseguía levantarme
de la cama, era para sentarme en el sofá y beber… De allí no me movía hasta que Jana regresaba
del trabajo. —Sus ojos se iluminaron—. Mi gran suerte ha sido tener a Jana a mi lado. Era, es mi
rayo de luz entre tanta oscuridad, mi puntal y mi guía en mis peores momentos. Estaría perdido sin
ella. Es una gran mujer. —Sonrió orgulloso—. Me infundió el valor necesario para canalizar la
rabia e impotencia que sentía y exteriorizarla.
—Y recurriste a la violencia para canalizar tu sufrimiento…; muy civilizado.
—En su propio despacho le di tal paliza que le fracturé las dos costillas y le ocasioné varias
contusiones. Se lo tuvo bien merecido. —Rio, pero su risa sonó amarga—. Luché por mi honor y
superé la depresión.
—A ver, Eleuterio, si Verneda hubiera recordado ahora te enviaría un grupo de abogados, no un
sicario.
Eleuterio negó con la cabeza.
—¡Tú no le conoces! Es mala gente… ¡Me hizo la vida imposible! —Sus ojos la miraban
llenos de fuego—. Pudimos terminar en un juzgado, pero no lo hizo. Si ahora ha recordado
tampoco me enviará a un juzgado, sino a un sicario. Querrá tomarse la justicia por su mano.
El farmacéutico aspiró como si el aire le diera fuerza. Apoyó los codos sobre la mesa y se
masajeó la calva.
—El guarda de seguridad encontró a Verneda mal herido en su despacho. No recordaba qué le
había ocurrido y el médico lo llamó amnesia postraumática. —Posó la mirada en sus manos—.
Aquel día había ido a verle. Me quedaba mucho por gritarle… Cuando terminé, salí de su
despacho y varios testigos vieron al licenciadillo sin contusiones. Unas horas después, volví y la
suerte jugó a mi favor. Nadie quedaba en la oficina y nadie me vio entrar en su despacho. No
quería hacerle daño. Te lo juro, pero la rabia…, no sé, me cegó.
Ester lo escuchaba atónita con las manos pegadas a su asiento. Eleuterio se recostó en el
respaldo del sillón, cansado, aunque con suficiente energía para dibujar una leve sonrisa.
—Sentí una inmensa paz interior… al menos, durante unas horas. Ahora, por fin, recibiré mi
castigo. Punto final.
Ester le observó en silencio durante un par de minutos.
—No entiendo tu reacción —le dijo mientras se cruzaba de brazos—. Aunque te empeñes en
justificarte, tú no eres el objetivo del sicario que está en tu jardín.
Ruiz la miró sorprendido.
—Diste una paliza a alguien, de acuerdo, pero no le asesinaste, y es eso lo que hoy pretenden
cobrarse: un asesinato.
—¡No! ¿No lo ves? Me siento cansado… La paliza me permitió superar la depresión, pero
desde entonces tomo ansiolíticos. —Se tocó la cabeza con ambas manos—. El sentimiento de
culpa me está carcomiendo. Necesito parar y dejar que sea lo que Dios quiera.
—Y ¿qué hay de mí? ¿No has pensado que tu decisión me afecta? Cargas sobre mis hombros
una gran responsabilidad. Me dejas sola ante un sicario que quiere acabar con la vida de Richi y
parece que te importa poco. Tenemos…
—¡No quiero hablar más del tema! —Se levantó de la silla—. Me agota. —Hinchó el pecho—.
Si viene a por mí, le estaré esperando. Le daré una patada y le cogeré por el cuello. Soy más
fuerte de lo que pueda aparentar. Era cinturón negro de judo hace treinta años y eso no se olvida.
Puedo con él, pero ahora necesito estar solo.
Ester se levantó de la silla con lentitud y se pasó las manos por el vestido para planchar una
supuesta arruga en el tejido. Se colgó el bolso en el hombro y salió del despacho con el mentón
levantado. Cerró la puerta tras ella y dejó escapar el aire de sus pulmones. Se preguntó si ese
hombre había escuchado algo de lo que le había contado. Sabía que las miserias del ser humano se
escondían bajo gruesas capas de amabilidad y rectitud para evitar el acceso a los menos
allegados. Pero nunca hubiera sospechado que el apacible vecino de cabeza ovalada pudiera ser
capaz de agredir con tanta brutalidad a alguien por simple venganza y negarse a salvar la vida de
su cuñado. Meneó la cabeza. Creía estar rodeada de gente que conocía, pero estaba equivocada.
Creía poder solucionar el problema, pero había provocado otro nuevo. Dio un bufido. Sentía
verdadero pavor al pensar en enfrentarse sola a un asesino profesional, pero tenía que vencerlo o
no se lo perdonaría el resto de su vida.
38

Desde el umbral del salón-galería de arte observó a los invitados moverse despreocupados por el
jardín. Estaba claro que disfrutaban de la velada. Algunos bailaban, otros reían e incluso había
quienes se bañaban vestidos en la piscina. Cogió una copa de cava de la bandeja de un camarero.
¡Cómo les envidiaba! Vivían felices en la ignorancia. Dio un trago a su bebida y arrugó la nariz.
Faltaba algo. Se acercó a la mesa de las bebidas y pidió que le preparasen un Kir Royale. En una
copa nueva vertieron crema de cassis y, a falta de champán, añadieron cava con suma delicadeza.
La mirada de Ester se clavó en el hilo de vino espumoso. La búsqueda de la verdad había
significado un juego para ella, una aventura que hiciera pagar a Joan el daño que le había
producido conocer su vida secreta pero nunca imaginó las consecuencias que ese acto pudiera
ocasionar a terceras personas. Eleuterio sufría y la culpabilidad le oprimía el corazón. Había
lanzado una bomba desconociendo la inestabilidad de su vecino y sus graves problemas de
ansiedad y depresión. La camarera le entregó el Kir Royale decorado con dos frambuesas. Ester
le dio un gran sorbo. Aquel sabor dulzón no le haría sentirse mejor, pero le ofrecía una breve
tregua.
Miró a su alrededor. Los invitados a la fiesta gozaban de una vida más bonita y tranquila que la
suya llena de sufrimiento. Dio un suspiro y vació la copa. «Una vida depende de mí —se dijo—,
así que: ¡manos a la obra!». Estiró el cuello y se puso de puntillas para localizar a Richi. Fue
fácil. El cabello rizado de Javi era único. Él y Richi mantenían una animada conversación con dos
mujeres de aspecto bohemio. Ester puso los ojos en blanco. El hermano de la anfitriona estaría
vigilado durante un buen rato, así que le daba tiempo para charlar con Clara. La encontró tras la
mesa de los postres. Sonreía e intercambiaba unas palabras con una pareja.
—Gracias a Dios que estás aquí… Tengo que llevar estas bandejas a la cocina y temía dejar a
Richi sin vigilancia… Espero no romper ninguno de los vasos.
—Lo siento. Estaba con mi vecino. ¿Estos son los postres por los que Jana rechazó los míos?
—Observó con detalle la repostería allí expuesta e iluminada por las velas colocadas en el
interior de unas delicadas esferas de cristal—. ¿Brochetas de piña, fresa y kiwi? —Alzó las cejas,
despectiva—. Macarons… Seguro que los míos son más deliciosos. Pastel de nata y fresas…;
¡qué simple! En fin, llegará el día que Jana se arrepentirá de no haberme contratado. —Ester se
pasó un mechón de cabello tras la oreja—. Estamos solas, Clara. Jana no nos cree y Eleuterio está
como una regadera.
Una mujer con un vestido largo, negro y con un hombro al descubierto se acercó con su
acompañante. Charlaban sobre los colores usados en una obra mientras intentaban decidirse entre
una copa de tres mousses o una porción de pastel de crema quemada.
—Escoja el brownie —le dijo Ester—. Es difícil no acertar con el chocolate.
La pareja le hizo caso y se fue en menos de diez segundos. Clara miró a su amiga con los labios
apretados, pero evitó reñirle.
—Ahora podremos hablar con tranquilidad. Eleuterio se niega en redondo a llamar a la policía.
Es más, me exigió que no me interpusiera entre el sicario y él.
—Has hecho lo que debías.
—Está convencido de que se lo merece. ¡Es alucinante lo que la gente esconde! Eleuterio dio
una paliza a su antiguo jefe. ¿Cómo lo llamó?, licenciadillo. —Meneó la cabeza—. ¿Puedes
creerlo? ¡En fin! Según él, le provocó varias contusiones, le rompió unas costillas, y terminó con
una amnesia postraumática.
—Seguro que solo pretendía escandalizarte o dárselas de malote. —Clara entregó un trozo de
pastel de nata y fresas a un señor que se lo pidió—. ¿Seguro que podemos creerle? —dijo al
quedarse a solas—. Llamó licenciadillo a su jefe y eso solo puede significar que era más joven
que él. Si era más joven se le supone más ágil, entonces ¿se dejaría agredir por un hombre de
mediana edad sin ofrecer resistencia? Creo que la amnesia la sufre tu vecino, no su jefe.
Ester tuvo que admitir la lógica de su razonamiento. Sin embargo, lejos de enfadarse por
aquella mentira, sintió lástima por su vecino. Exhaló un suspiro. «¿Hallaría algún hombre sincero
en algún lugar de la galaxia?».
Al momento, se vio rodeada por un grupo de personas que se habían abalanzado sobre los
postres y la conversación entre las dos amigas se terminó. De reojo vio acercarse a Olga, dejó su
copa vacía sobre la mesa y se escabulló con rapidez.
Esquivó al hombre de los mocasines cuando corría hacia la piscina dispuesto a lanzarse en
bomba. Rodeó al grupo formado alrededor de la artista con boina y vio a Dolors hablar con la
anfitriona. Se acercaba a Richi cuando sus pies se clavaron al suelo y su corazón empezó a
acelerarse. Tragó saliva. Aquella voz… ¡La había encontrado! La reconocería en cualquier parte.
Había identificado la voz del sicario. Quería darse la vuelta para ponerle cara, pero el miedo la
bloqueaba. Respiró hondo. «Vamos, Ester, tú puedes —se dijo—. Uno, dos, tres, ¡gírate!». Al
volverse, sus ojos se cruzaron con los del asesino y solo pudo tragar saliva.
Ester retrocedió. Sus ojos no podían dejar de mirar aquel hombre de aspecto normal y sonrisa
encantadora. Pisó algo blando y alguien gruñó. Se dio la vuelta para disculparse. Le tembló la
voz. El miedo le recorrió la espalda. Notaba su mirada, su aliento en la nuca. Paso a paso, cada
vez más veloz, se dirigió hacia la mesa de los postres. Jadeante echó un último vistazo atrás. El
sicario había desaparecido.
—Está aquí… —dijo con voz entrecortada—. Le he visto.
—¿Has encontrado… —bajó la voz— al asesino?
Los ojos de Clara se habían abierto como platos. Ester asintió.
—Es David.
—¿Qué David?
—El camarero.
—¿El camarero cojo?
—Le he reconocido la voz: David, el cojo es Kosovo, el sicario.
Clara se tapó la boca con las manos mientras el color desaparecía de su rostro.
—¿Estás segura?
Su amiga volvió a asentir.
—No puedo entenderlo… Pero si es amable…, parece buena gente.
—Mantengamos la calma. No necesitamos que nos pegue un tiro en la sien. —Volvió la cabeza
para asegurarse de que nadie las oyera—. Trátalo como has hecho hasta ahora y saldremos vivas
de esta.
La camarera la miró aterrada.
—¡Ay, madre! David o Kosovo me ha preguntado si te conocía de algo. Creo que nos ha visto
juntas varias veces. Le he dicho que no, pero que eras la más simpática de la fiesta. —Dio un
mordisco a una porción de brownie.
—Saldremos de esta, Clara. Te lo prometo —dijo sin mucho convencimiento—. Evitemos que
Kosovo se acerque a Richi y todo irá bien. ¿De acuerdo?
Clara asintió, aunque el miedo empezaba a extenderse por su cuerpo.
—Richi y Javi se dirigen hacia el interior. —Señaló con la barbilla.
—Vale, le sigo. —Ester la abrazó—. Ten cuidado y… deja de comer.
Clara intentó sonreír.
—¡Espera! El misterioso hombre que regaló a Jana el ramo de rosas rojas está aquí. Llegó hace
apenas unos minutos. Lleva una americana gris de tela brillante sobre una camisa blanca sin
corbata.
—¡Qué descripción más detallada!
—Bueno…, es atractivo.
Intercambiaron una sonrisa mezcla de complicidad y miedo.
39

A pesar del bochorno en el ambiente, algunos invitados habían ocupado gran parte del salón-
galería de arte. Ester buscó una pared que le ofreciera un apoyo para su espalda a la vez que una
visión estratégica del salón y la salida al jardín. Le costó poco localizar en el exterior a Olga y a
Castro. Charlaban con otra pareja junto a la piscina. Kosovo, alejado de ellos, se paseaba entre
los invitados con una bandeja en la mano.
Algo más cerca, en el salón, Richi y Javi flanqueaban a una camarera morena. Ella mantenía
una actitud profesional, aunque se le notaba una cierta incomodidad. «Situación controlada», se
dijo. Ya podía relajarse.
Cerró los ojos. Suspiró. La música le llegaba algo atenuada pero su ritmo levantaría el ánimo a
cualquiera, así que decidió dejarse ir y entregarse a la música. Tarareó hasta que terminó la
canción. Entonces, abrió los ojos, sacó su smartphone y se conectó a internet.
Acarició su móvil mientras decidía cómo encontrar una fotografía de los misteriosos invitados
que asustaron tanto a Olga y a Castro. Creyó evidente no volver a teclear las mismas palabras que
usó Clara días atrás, así que analizó el problema desde otro ángulo.
«La banda de ladrones está formada por Olga, Castro, Kosovo y Relinque. —Se dio golpecitos
en la barbilla con el móvil—. Quizás Oleg Bubka sea un colaborador esporádico o un
intermediario».
Oleg Bubka compra venta objetos robados.
Nada.
«Quizás pertenezca a una banda rival».
Delincuencia organizada Olga Gallardo Castro Oleg Bubka.
Nada.
«Hablaron de un coleccionista».
Los Fantasmas Oleg Bubka el Coleccionista.
Nada.
—Estos jóvenes todo el día pegados a su móvil.
La voz de Dolors le había sacado de golpe de sus cavilaciones.
—Un pequeño descanso. —Apagó la pantalla.
Dolors sonrió.
—¿Has probado los postres? Están deliciosos. ¡Oh! ¿Son tuyos?
Ester esbozó una sonrisa de cortesía.
—Si fueran míos nunca los olvidaría. —Echó un vistazo a su alrededor—. Me gustaría poder
entender el arte.
—En eso yo te puedo ayudar. —Una expresión de ilusión se dibujó en la aficionada a los
cupcakes—. Cada obra transmite una idea o una emoción. —La cogió del brazo y caminaron hacia
la entrada del chalet—. Los artistas son críticos con la sociedad. Luchan por la libertad de
expresión o los derechos humanos. Hay que investigar la historia del artista para meterse en su
contexto y descubrir qué intenta transmitir. —Señaló el gnomo rosa—. Parece un inofensivo
accesorio de jardín, pero transmite la frivolidad de la sociedad actual.
Ester ladeó la cabeza.
—Aunque también parece una lamentable imitación del Ballon Dog de Jeff Koons. —Se
arregló el cabello con la mano—. Este año hay poca innovación.
—¿Se lo pasa bien o solo finge divertirse?
—Bueno…, un poco de ambos.
Ester se encogió de hombros.
—Debería irse.
Dolors rio a carcajadas antes de volverse hacia la joven y darle unos golpecitos en el
antebrazo.
—Espero los postres, querida. —Sonrió enigmática—. Si me disculpas, voy a saludar a un
conocido.
Ester volvió a fijarse en Richi. Se hacía el interesante ante un cuadro de una salpicadura.
Gesticulaba y parecía dar una explicación a la mujer que le escuchaba. Sonrió. Se preguntó qué le
estaría contando. Pero su atención se desvió unos cinco metros a su derecha hasta llegar a un
atractivo hombre con una americana gris de elegante tejido sobre una camisa blanca sin corbata.
«¡El hombre de las rosas rojas!» Observaba los cuadros colgados en una de las paredes. Iba solo
o, al menos, nadie parecía acompañarle. Su estatura debía rondar el metro setenta. Su cabello era
castaño claro, pelo corto y barba muy corta. ¿Dónde estaría Jana? La buscó con la mirada por el
salón, sin éxito. Volvió a desviar su atención a su móvil.
«Si Olga y Castro mantuvieron en secreto el nombre de Bubka al resto de la banda será porque
quienes tienen el problema son solo ellos dos. ¡Ajáá!».
Olga Gallardo Castro.
Olga aparecía en Facebook. Arrugó la nariz. Las fotos ya las había visto.
Sin rastro de Castro.
Nada.
Empezaba a desesperarse. ¿Quién sería el Coleccionista?
Expulsó aire y se acarició la frente. ¿Qué vínculo fallaba? Entonces, recordó su último
encuentro con la robusta vecina. Se le había acercado con chulería y soberbia. «Umm, no parecía
demasiado preocupada». Ladeó la cabeza. «Si no estaba demasiado preocupada podría significar
que aquel inquietante invitado no se encontraba cerca, es decir, ¡Oleg Bubka no estaba en la fiesta!
Aunque cabía otra posibilidad: que hubiera llegado tarde. ¿Quién había llegado tarde?».
—¡Oh! ¡Oh!
Levantó los ojos y los fijó en el hombre de las rosas rojas. «¿Y si…?».
Sin darse un momento para pensar una estrategia, Ester se movió decidida entre la gente y se
plantó ante tres extrañas esculturas, a un escaso metro de su objetivo: el hombre del traje gris.
«¿Cómo debo abordarlo?». Su corazón empezó a latir con fuerza. «¡Vamos, vamos!» Antes de que
un cúmulo de dudas la bloqueara, simuló interés por una de las obras, la más extraña. Ladeó la
cabeza e incluso se acercó tanto que casi le pegó la nariz. Aun así, no supo interpretar aquel
conjunto de alambres y piezas metálicas que la componían.
—¡Umm! Muy interesante —mintió, mientras se giraba hacia el hombre de las rosas.
Él tan solo asintió.
—Me llamo Ester Soler. —La chica le tendió la mano. Nada como ir al grano.
—Mijail Ivanovich. —La miró brevemente sin sonreír. Le pareció que sus ojos eran claros.
Ella ladeó la cabeza. No era Oleg Bubka.
—Es una obra muy… inquietante. —Apoyó la mano en la barbilla.
Por toda respuesta, el hombre asintió con la cabeza, aunque la mantenía gacha.
—¿Qué le parece?
Mijail levantó las cejas, lo que le marcó unas profundas arrugas horizontales en la frente.
—Es una excelente creación.
—¡Desde luego! —mintió, y esperó unos segundos antes de continuar—. Por su acento y su
nombre intuyo que usted no es de aquí.
—Provengo de Rusia. —Esa vez cruzaron la mirada durante unos segundos.
«Son de color gris claro».
Pero para frustración de Ester, la conversación quedó cortada en el preciso instante que un
joven con boina y una agradable sonrisa se les unió: el escultor. Dos minutos más tarde, ya eran
cinco las personas situadas alrededor de aquellos hierros retorcidos. Alguien exclamó: «Es una
obra inspirada en las atrocidades cometidas por los señores de la guerra». Otro: «tiene gran
profundidad de sentimientos». «¿Cómo podían ver todo aquello donde ella tan solo veía una
extraña escoba de barrendero colocada al revés?».
Absorta en sus pensamientos, no vio acercarse al camarero cojo hasta que ya se encontraba a
unos diez metros de Richi. Estuvo allí unos segundos, observando a quienes le rodeaban hasta que
tropezó con la mirada de Ester. La joven volvió la cabeza, pero no pudo evitar estremecerse.
¿Intentaría asesinarlo allí ante decenas de testigos distraídos? Tuvo la certeza de que así sería.
Había que pasar a la acción, pero ¿le dispararía? Demasiado ruidoso. ¿Le apuñalaría? Demasiado
vistoso, a no ser… ¡Oh, eso es! Su corazón se aceleró. Era un profesional de la muerte, frío y
calculador. Podía clavar a Richi una fina aguja que le provocase una lenta hemorragia sin que se
diera cuenta hasta que fuera demasiado tarde. Sin tiempo para pensar en una estrategia, corrió
hasta Richi y tiró de él para alejarlo de su verdugo.
—Vaya…, me gustan las mujeres lanzadas —dijo mientras se colocaba bien la camisa. Apoyó
el codo en la pared y se inclinó hacia su admiradora. Sus labios se habían acercado hasta la oreja
de Ester—. ¿Quieres ir a otro sitio? —le preguntó en un susurro—. Pareces nerviosa. ¿Estás
nerviosa? No muerdo… —Sonrió—. Pero si quieres… —se mordió el labio inferior—, yo me
adapto.
Richi fantaseó con aquellos labios rojos. Se imaginó besando su largo cuello hasta llegar a su
escote. Su boca empezó a babear. Unos pechos morenos y redondeados le esperaban ansiosos.
Gimió. No podía creer su suerte. El ritual de la Noche de San Juan para atraer a mujeres guapas
estaba funcionando. Ester le hubiera apartado con un fuerte empujón, pero una sensación gélida
había recorrido su espalda. El implacable asesino había desviado su camino e iba directo hacia
ellos. Pidió una desesperada solución a su cerebro, pero el miedo se había apoderado de él.
Quiso huir, pero una fuerza invisible la mantenía clavada al suelo.
—¿Cava, señores? —Era una pregunta, pero sonó casi como una orden.
Ester no respondió. Se le había cerrado la tráquea. La pregunta la había hecho en plural,
aunque Kosovo solo la miraba a ella. Su corazón latía con fuerza. Cada uno de los músculos de su
cuerpo se había agarrotado. Dio un paso atrás. Chocó con la pared que debía protegerla pero que
ahora sentía como su paredón de fusilamiento. Esperaba ver en cualquier momento, una pistola
apuntándole en medio de la frente. El sicario la observaba con detenimiento, casi con curiosidad.
Despreocupado, Richi cogió las dos únicas copas que quedaban sobre la bandeja.
A juzgar por su aspecto, nada hacía sospechar que fuera un asesino a sueldo capaz de dejar un
rastro de cadáveres y angustia allí por donde pasara. Por la mañana, alguien le recordaría
vagamente por su cojera. Le describirían como a otros tantos hombres mayores de cincuenta años:
marcadas arrugas alrededor de los ojos, frente y boca; canas en cabello y cejas, y ojeras oscuras
alrededor de unos ojos que la observaban a través de unas gafas con montura de pasta negra.
«¿Por qué le permitía fijarse en su cara?».
Ester le vio alejarse con la bandeja bajo el brazo y desaparecer tras la puerta de la cocina.
Casi perdió el equilibrio. Se apoyó en la pared y se inclinó hacia adelante. Intentó respirar hondo.
Su reacción no encajaba. De un asesino a sueldo cabría esperar un ataque rápido y fulminante,
pero… ¿por qué había desaprovechado aquella oportunidad de liquidar a dos personas? Frunció
el ceño. ¿Por qué la observó con tanto detenimiento? ¿Olga o Joan le habrían hablado de ella?
¿Por qué…? Una idea le atravesó el cerebro como un mortal relámpago. ¡Veneno! ¡El sicario
había envenenado sus copas! Eso era. Podría haber diluido una sustancia de efecto retardado. Se
volvió hacia Richi. Para cuando alguien los viera morir, el asesino ya habría huido. Su corazón
volvió a latir con rapidez.
—He tenido una idea. —Ester le quitó las copas a Richi y vació su contenido en un jarrón
decorativo—. Lancemos este cava…
Le sujetó el mentón y le obligó a mirarla a los ojos. Richi abrió la boca sorprendido a la vez
que excitado. Aquella atractiva morena de pechos redondeados deslizaba con sensualidad un dedo
por los botones de su camisa.
—Seguro que tu hermana guarda un delicioso champán… —lamió un mechón de su cabello—
para una ocasión… especial. —Su dedo paró al llegar a la cintura—. ¿Te imaginas saborear una
botella de champán los dos solos? Nos lo merecemos, ¿no crees? Encuentra la botella y dos
copas, te encierras en tu habitación y en diez minutos me tendrás allí… —se acercó a susurrarle—
para lo que tú quieras.
Richi giró la cabeza para besarle, pero Ester apoyó las manos sobre su pecho y lo apartó.
—Diez minutos —le repitió.
Él se lamió el labio antes de mordérselo.
—Me pones a cien, nena —le dijo mientras se alejaba.
Ester arrugó la nariz y sacó su móvil del bolso.
Ester: he enviado a Richi a su habitación. Ten cuidado con Kosovo, ha intentado envenenarnos.
Respiró hondo y volvió a conectarse a internet. Esta vez, excitada por una súbita idea. Sus
dedos golpearon impacientes la pantalla de su smartphone.
Mihail Ivanovic.
«¿Ivanovic? ¿Cómo demonios se escribe? Bueno, lo dejaré en Mijail Ivano».
Nada.
Mihail Ivano Olga Gallardo.
Nada.
Necesitaba inspiración, así que miró al ruso de reojo. Jana se había acercado al grupo formado
alrededor del chico de la boina y, en aquel momento, charlaba con Mijail. El extranjero sonreía y
sus ojos claros brillaban. La anfitriona dio media vuelta y con sus habituales pasos de gacela se
dirigió a la improvisada pista de baile. El ruso la siguió de cerca. En aquel momento, empezó a
sonar la canción más lenta de la velada. El hombre apoyó la mano en la cintura de Jana y la atrajo
hacia sí. Sus cuerpos empezaron a bailar más sincronizados de lo esperado para ser simples
conocidos. Ester no se sorprendió tan solo sintió lástima por Eleuterio. Sin embargo, desde la
puerta de acceso al jardín alguien más les observaba. Alguien con un gesto de profundo odio
dibujado en el rostro, alguien con un vaso de whisky vacío en su mano, alguien para quien su
mundo se desmoronaba.
Ajena a ese dolor, Ester volvió a su búsqueda. Se le terminaban las ideas y comenzaba a
sentirse decepcionada. Paseó distraída el dedo por la pantalla. Probaría un par de opciones más
antes de abandonar.
Mijail ruso Oleg Bubka el coleccionista.
«¡Bingo!».
Escogió la información que ofrecía un conocido periódico de tirada nacional y empezó a leer
el artículo. A cada palabra que leía sus ojos se abrían más, su corazón se aceleraba y su rostro
palidecía. Al terminar, tan solo pudo tragar saliva.
Sin mucho disimulo, clavó la mirada en Jana y en Mijail. Ella parecía susurrarle algo. Él la
escuchaba con mucha atención, sin sonreír. Sus pies habían dejado de moverse a pesar de que la
música aún invadía toda la estancia. Luego giraron la cabeza en dirección al jardín. Algo o
alguien había llamado su atención.
En aquel momento, a Ester no le cupo ninguna duda: había cometido un gran error al alertar a
Eleuterio. El bello de todo el cuerpo se le erizó. Los ojos grises de aquel ruso la miraban
escrutadores. Había desaparecido cualquier rastro de timidez en su rostro y se había transformado
en un bloque de hielo. Ester no podía respirar. Necesitaba huir. Salir. Alejarse de ellos.
40

Clara la vio pasar como un relámpago. Quizás fuera por su palidez o por el gesto de pánico
dibujado en su rostro, pero a la camarera se le activaron las alarmas. Abandonó la bandeja repleta
de copas vacías que sostenía y corrió tras ella. La alcanzó junto al muro más alejado del chalet.
La vio respirar con dificultad.
—¿Estás bien? ¿Has tomado fresas? ¿Llevas adrenalina? —Quiso cogerle el bolso, pero Ester
se lo impidió—. Por favor, ¿no me digas que te han envenenado?
—¡Clara, por Dios! ¡Cálmate! —Exhaló aire y se tomó un momento antes de continuar—. Lo
siento, no quería gritarte. —Se tocó la frente—. Siento haberte involucrado en todo esto…,
Clara…, vete. Estarás mejor lejos de mí.
—Me estás asustando. ¿Qué ocurre?
Ester alargó el brazo y se apoderó de la copa de un invitado.
—Perdón, es una urgencia. —Ajena a sus quejas, la vació de un trago y se la devolvió—.
Gracias. Un gin-tonic muy bueno.
Clara la miraba con los brazos cruzados y las cejas levantadas.
—Por culpa de Olga, Kosovo ha intentado envenenarme ¡a mí! —Se secó los labios con la
mano—. No la soporto… Pero ¿crees que eso es todo? —Meneó la cabeza—. No. ¡Es peor!
—Vale, han intentado envenenarte, pero no lo han conseguido. Quédate con esa idea.
—El sicario está cerca, lo presiento. —Miró a su alrededor—. Querrá asegurarse de que el
veneno haya causado su efecto, pero ¿qué ocurrirá cuando vea que tanto Richi como yo
continuamos vivos?
Las ideas se apelotonaban en su mente, daban vueltas y hacían que las piernas le flojearan.
—Esperaba que Eleuterio me quitara la responsabilidad de enfrentarme con un oponente tan
letal como un asesino a sueldo, pero… lo he estropeado. ¡Ahora es mucho peor!
—¿Peor? ¿Qué hay peor que estar en una fiesta rodeada de unos ladrones y un sicario?
—Añadir un mafioso ruso a la lista de invitados… —Se tocó la cabeza con las manos—. Esto
ya es demasiado… ¿Quién va a salvarnos ahora? Yo te lo diré: ¡nadie! Larguémonos de aquí antes
de que acaben con nosotras.
Clara la cogió de los hombros y la obligó a mirarla a los ojos.
—Ester, nos iremos si ese es tu deseo, pero antes… —Se inclinó hacia adelante con ojos
brillantes—. ¿Quién es un mafioso?
—Mijail Ivanovich Kozlov, el hombre que regaló las rosas a Jana. —Bajó el tono de voz—. Le
apodan el Coleccionista por su afición a coleccionar pintura contemporánea. —Se pasó un
mechón de cabello detrás de la oreja—. Es un rico empresario ruso propietario de una cadena de
restaurantes que fue detenido y acusado de blanqueo de dinero proveniente, principalmente, del
tráfico de armas y drogas. Y… aquí viene lo bueno: le juzgaron junto a otros presuntos miembros
de su banda en la sección de lo penal de la Audiencia Provincial de Barcelona. —Hizo un gesto
de incredulidad—. ¡Fue absuelto de todos los cargos que le imputaban!
—Puede que fuera inocente, ¿no crees?
Ester decidió morderse la lengua antes de soltar alguna grosería a su mejor amiga. En vez de
ello, golpeó la pantalla de su móvil hasta encontrar la fotografía de un hombre de cabello blanco
con un mechón negro en un lateral de su cabeza.
—Es el magistrado que le juzgó: Mario Fugardo Tena. El mismo hombre que vi dándose el lote
con una rubia de grandes pechos en un oscuro parking de Barcelona mientras Jana y otro hombre
les sacaban fotos. Es más… —buscó una segunda imagen en su móvil—, juraría que el fotógrafo
era este hombre. —Clara se tomó un momento para observar aquella cara de grandes ojos saltones
—. Oleg Sergeyevich Bubka, alias Zhaba el Sapo en ruso y hombre de confianza de Kozlov.
—Espera, espera… ¿Me estás diciendo que una galerista y un mafioso consiguieron sacar fotos
subidas de tono a un juez mientras se liaba con su amante? Vaya…, está claro que sería un buen
motivo para chantajearlo y conseguir la absolución, pero ¿no crees que es algo improbable?
—¿Cómo pudo un juez prestarse a sacarse unas fotos de contenido sexual? —Los ojos de Ester
se abrieron como platos—. ¿Es que no tenía nada en la cabeza? ¿Y por qué se las sacó Jana? Ella
no es fotógrafa… Bueno, allá él. Cuando descubran que recibió sobornos y cambió una sentencia,
le caerá ese mechón de pelo oscuro.
Clara reprimió un gesto incredulidad.
—En esta fiesta coinciden un grupo de ladrones que intenta robar un cuadro y una banda de
mafiosos rusos amigos de la dueña del cuadro. —Silbó—. Se va a liar una.
—Mira… Olga recibirá su merecido.
—Allá tú, pero ¿qué culpa tiene el resto de los invitados?
Las dos amigas observaron a las mujeres y hombres que charlaban de la simpleza del color, de
la perspectiva o de lo que una obra transmitía confiados de que en una casa particular estaban
protegidos de los peligros de una noche de verbena.
—Fíjate —Ester les señaló con la barbilla—, aburridos y desconocedores de que lo más
interesante de la fiesta no está colgado en las paredes sino son quienes revolotean a su alrededor:
mafiosos, ladrones y asesinos. —Meneó la cabeza—. Tanto como admiran las salpicaduras, igual
tienen suerte y las ven en directo. —Torció una sonrisa—. Si supieran la verdad…
Se cruzó de brazos.
—Y yo tengo parte de culpa. Si no hubiera alertado a Eleuterio, Jana no habría pedido ayuda a
su amante mafioso.
—¿Amante? ¿Cómo un mafioso va a ser su amante si está casada con un buen hombre? Puede
que solo sea un cliente.
—¡Vamos, Clara! No me seas ingenua. Su marido es un buen hombre pero soso. ¿Crees que
Jana dejará a Kozlov después de saber lo que se siente al estar con alguien atractivo, poderoso y
malo como él? Eso le pone…
Ester se cogió los brazos y fijó su mirada al horizonte.
—Clara, tengo miedo —murmuró—. El Coleccionista me clavó su mirada. Era fría,
amenazante mientras Jana le informaba de mi conversación con Eleuterio y puede… puede que el
mafioso quiera más información y… y en las películas la obtención de información por parte de un
capo es algo… letal, muy letal. —Intentó sonreír.
—¡Vamos, Ester! —Cogió las manos de su amiga—. Tú solo les has alertado. Solo estarán en
deuda contigo.
—¿En deuda? Si se lían a tiros con la banda de ladrones, ese tipo de gente no deja testigos y yo
me considero una testigo que les sitúa cerca de Los Fantasmas.
—¿Y Richi?
—¡Que le den! Tiene a un mafioso ruso para protegerle. Seguro que Kozlov guarda un arma
debajo de su bonita americana. —Se mordió el interior de la mejilla—. Será mejor que nos
larguemos. No quiero que aparezca nuestro nombre en las esquelas del periódico de mañana.
Mijail Ivanovich Kozlov alzó levemente su brazo derecho.
—Petrenko, ven aquí —ordenó a uno de sus hombres con el cuello tatuado. Cuando lo tuvo
cerca, le mostró un número de teléfono en la pantalla del smartphone de Jana—. Encuéntralo.
—Sí, jefe.

«Clara, tan cumplidora como siempre», se dijo mientras fruncía el ceño, ella estaba en peligro,
pero su amiga prefería devolver la bandeja de vasos vacíos a la cocina antes que alejarse de allí
corriendo. Observó a los invitados. Quería tenerlos controlados para evitar sorpresas. Se fijó en
el hombre de los pantalones manchados de lionesa; en el de los mocasines verdes que, a duras
penas, disimulaba su borrachera; en Olga y Castro. Se detuvo un momento para analizarlos.
Sonreían, pero a ella le pareció notar tensión. Junto a la piscina y entre un grupo de invitados,
Jana reía sus gracias. Se mostraba relajada y tranquila a pesar de llevar el móvil fuertemente
sujeto en la mano. ¿Tan importante debía ser la llamada que esperaba? Entonces, una mujer se le
acercó con evidente inquietud. En cuanto le susurró algo en el oído, Jana giró sobre sus tacones y
corrió hacia el interior del chalet. Era la primera vez que la veía con una expresión de
preocupación en el rostro. Intrigada por ello, la siguió. La escena que vio en el salón, le encogió
el estómago.
Eleuterio y Mijail eran los protagonistas. «¡Hijoputa! ¡Aléjate de ella! ¡Cabrón! ¡Te mataré!
¡Ahora está conmigo!» resonaban en todo el salón por encima de la animada música. Sin embargo,
al anfitrión no parecía importarle. La sala enmudeció. Un grupo de curiosos se reunió cerca de los
dos hombres. Jana aseguraba a sus invitados que todo estaba controlado. «Aunque el daño ya está
hecho… —pensó—. ¡Imbécil! ¿Tan difícil era comportarte como un marido ideal durante unas
horas?». El mismo marido que gritaba y agitaba el puño ante los ojos del ruso en un vano intento
de amedrentarlo. Mijail Kozlov mantenía la calma. La ira de Eleuterio iba en aumento y tiñó de
bermellón su rostro. Se volvió hacia su esposa y le gritó algo que Ester no alcanzó a entender.
Tras escuchar su respuesta, el hombre de mediana edad lanzó su puño derecho en dirección al
ruso. Pero Mijail lo esquivó con facilidad, levantó los brazos para protegerse y aprovechó el
torso desprotegido de su oponente para lanzarle un puñetazo a la altura del hígado. El golpe dejó a
Eleuterio doblado, sin respiración. Mijail Kozlov esbozó una burlona sonrisa. Jana le echó una
severa mirada. Se acercó, intentó ayudar a su marido a erguirse, pero él la rechazó con un brusco
movimiento de brazo.
Abochornada por aquel lamentable espectáculo, Jana decidió, al menos, trasladarlo lejos de
sus invitados. Entre ella y Mijail entraron al golpeado y humillado hombre a su despacho,
cerrando después, la puerta tras ellos.
41

Sus ojos ya se habían adaptado a la oscuridad cuando escuchó que alguien le llamaba desde el
interior de la furgoneta. Abrió el portón y volvió a cerrarlo tras él. Se acercó al grupo de tres
hombres sentados ante unos monitores. Relinque le señaló una imagen congelada en una de las
pantallas.
—¿Esta mujer no es tu vecina?
Joan observó la imagen de un hombre y una mujer que miraban directamente a la cámara. Él era
Ricardo Ferrer, y le acompañaba una mujer morena con un vestido de tirantes que le hacía más
atractiva si cabía. Asintió.
—Es Ester Soler.
—¿Sabe usted por qué está aquí sino constaba su nombre en la lista de invitados? —le
preguntó el inspector Antoni Vargas.
—No lo sé. —Joan meneó la cabeza, pensativo—. Pero está en peligro. Tiene que alejarla de
Richi Ferrer, de lo contrario, podría ser su próxima víctima.
—O podría ofrecernos la posibilidad que estamos buscando —dijo el hombre delgado sentado
junto al inspector.
—¿Un cebo? ¿Piensan en Ester como un cebo para pillar a Ferrer?
—La idea es peligrosa pero no la descartemos de antemano. Recuerde que nuestra prioridad es
dar con un asesino.
—¿Y no creen que debería ser ella quien decidiera algo tan importante?
—Usted me aseguró que no daría problemas. —El hombre delgado señalaba a Joan mientras se
dirigía al inspector Vargas.
—Joan, usted debería ser el más interesado en que hiciéramos nuestro trabajo.
Joan observó al inspector durante unos largos segundos antes de terminar por asentir en
silencio.
—Está bien. Usted está al mando de esta operación. Usted decide.
El inspector Vargas dio por terminada la conversación y se volvió hacia el monitor.
—Necesito tomar el aire. —Joan abrió el portón de la furgoneta y volvió a salir a la oscuridad
de la noche.

Mijail Ivanovich Kozlov estiró los puños de su camisa y se aseguró de que su traje continuaba sin
una arruga. Atento a su alrededor, pero con la mirada clavada en su objetivo, cruzó el salón.
—¿Qué debo hacer con tu marido? —preguntó a Jana mientras le rodeaba la cintura con la
mano.
Jana se volvió hacia él, lo miró a los ojos e hizo un imperceptible movimiento de cabeza que
solo el mafioso podía entender.
—¡Jefe! —El hombre del cuello tatuado se les había acercado.
Jana se disculpó y les dejó solos.
—He localizado a Manel Puig a menos de un kilómetro de nuestra posición —aseguró
Petrenko.
—Tráemelo.
—Sí, jefe.
Olga se acercó a Jana por detrás.
—¿Nos disculpan? —dijo a los invitados que la acompañaban—. Me dijiste que tenías la
solución a mi… problema con Omar.
—Pronto habrás olvidado tus problemas con Omar.
Jana se dio media vuelta dispuesta a alejarse, pero Olga la sujetó por el brazo.
—¡Espera!
La anfitriona miró con una ceja levantada la fuerte mano de su vecina y esta la retiró al instante.
—Pero ¿cuándo? No quiero esperar.
Jana dio una calada al cigarrillo que sostenía entre sus dedos antes de aplastarlo contra el
suelo.
—Ten paciencia, recibirás aquello que mereces.

Ester volvió a rechazar una llamada de Joan. No quería saber nada de él. Solo deseaba alejarse de
aquello que consideraba peligroso. Entonces, se vio elevada del suelo y transportada sobre el
hombro de alguien contra su voluntad. Gritó y pataleó, pero solo consiguió que las personas de su
alrededor sonrieran y se apartaran.

El Seat León se detuvo a pocos kilómetros al norte de Barcelona, frente a la entrada de un edificio
de pisos. Andrei ayudó a Marion a salir del coche.
—Que sepáis que voy a cobraros un plus si no regreso a mi puesto antes de hora y media. —
Echó atrás su largo cabello de color azabache—. No puedo permitirme el lujo de perder clientes.

La calle estaba desierta, aunque a lo lejos se distinguían varios chavales que hacían explotar sus
petardos y a sus padres sentados alrededor de una mesa celebrando la Noche de San Juan.
Cruzaron la calle y el hombre de los ojos saltones se quitó los guantes. Marion alzó los ojos hacia
el cielo.
—¿En serio? ¿Ahora se pondrá a llover? —Varias gotas le habían salpicado el rostro.
El grupo se paró ante un Mercedes-Benz y Andrei abrió la puerta a la prostituta.
—Te meterás en el coche y cerrarás el pico —dijo el hombre de los ojos saltones—. No quiero
volver a oírte hasta que yo te lo ordene.
Marion accedió a subir al coche de inmediato sin queja alguna. Clavó su sosegada mirada en la
ventanilla. Parecía no importarle que el vehículo hubiera dado media vuelta y se dirigiese hacia el
sur por la Ronda Litoral.
42

En cuanto la llevaron al exterior del recinto del chalet de los Ruiz por una puerta lateral, la
dejaron en el suelo.
—¿Crees que podrías tratarme como una persona y no como un saco de patatas?
—Pues no rechaces mis llamadas.
—¿Qué esperabas? Queríais matarme.
Ester se cruzó de brazos y lo miró con los ojos inyectados en sangre. Esperó una respuesta de
Joan, pero lo que consiguió fue que le cogiera de la mano y tirara de ella.
—Has consentido que Olga dejara los bombones manchados con fresa en la puerta de mi casa.
Quería… ¡queríais asesinarme!
Al doblar la esquina Joan paró en seco y se volvió.
—Te equivocas.
—Pensaba que se lo impedirías, pero eso sería esperar demasiado de ti.
—No estás siendo muy justa.
Ester lo miró con los labios apretados un instante antes de levantar el índice y moverlo ante la
nariz de Joan.
—¿Crees que contratar a un sicario para asesinar a Richi es justo? —Chasqueó los dedos—.
Despierta o lo lamentarás el resto de tu vida.
—¿Eso crees que hago? Deberías informarte mejor antes de sacar tus ridículas conclusiones.
—¿Vas a negar los indicios?
—¿Indicios? ¿Qué indicios? Aparezco en Terrassa con una mujer y vivo en el piso contiguo al
tuyo y de ahí ¿deduces que he contratado un sicario?
—¿Sabes que has dejado pistas y que todas ellas me han llevado hasta esta conclusión?
—Deberías investigar más y suponer menos.
—¿Vas a negar lo evidente? ¿Ahora eres escritor? ¡Vamos! ¿A quién quieres engañar? Tienes tu
propio negocio de ingeniería. Vives en el piso contiguo al mío para controlar a Eleuterio y a Jana
y te sirves de una cámara de vigilancia en el rellano para conseguirlo. No estás casado con Olga
porque ella es lesbiana además de un miembro activo de Los Fantasmas que esconde su ropa
negra de trabajo en el armario de su habitación. Admito que me ha costado un pelín, pero he
descubierto al fabuloso sicario que has contratado para asesinar a Richi durante la fiesta de esta
noche. Se llama David y es el camarero cojo. —Se cruzó de brazos—. ¿Decepcionado? Por
cierto, el amante de Jana es Mijail Kozlov, un capo de la mafia rusa que os va a parar los pies.
Ester sonrió con suficiencia. Joan la miró aterrado.
—Si tuviera que escoger un bando me quedaría con el mío: el de salvarle la vida a Richi.
—¿Estás aquí porque pretendes salvar la vida a Richi Ferrer?
—¿Creías que había venido a observar tus bonitos ojos azules?
Joan dio un paso hacia ella.
—Admito que al no permitir que conocieras los detalles, he contribuido a fomentar tu
suposición. Pero suponer no es lo mismo que conocer la historia. Has añadido ideas absurdas a
las lagunas y has terminado por creértelas.
—¿Ahora vas de profesor de filosofía? Bien, si yo he supuesto ¿cuál sería la historia
completa?
Joan se rascó la frente mientras asentía pensativo.
—Me he mudado a Terrassa para vigilar los movimientos de Eleuterio y de Richi. Olga guarda
en su armario ropa negra de escalada porque es una gran aficionada a este deporte. No formamos
parte de un grupo de ladrones profesionales si no de un equipo de policías que pretende evitar que
una nueva droga salga a la calle y así evitar muertes innecesarias como la de Judit o Aina Torres.
Y, por cierto, Kosovo no es un sicario sino un policía de incógnito.
—¿Policías?
Ester lo miró boquiabierta de asombro. Sentía el corazón latirle en las sienes y una náusea que
crecía en el estómago. Se cubrió el rostro con las manos.
—Pe… pe… pero ¿y Mijail Kozlov?
Joan asintió varias veces con la cabeza gacha. Después de confirmar que nadie los escuchaba a
su alrededor, se acercó a ella.
—Le esperábamos. Después de tu advertencia, tuve la oportunidad de mantener una charla
informal con el inspector Antoni Vargas. Dejé caer el tema del nombre añadido de Oleg Bubka en
la lista de invitados y su expresión cambió. Entonces supe que tenías razón, algo pasaba. Quedé
con el inspector en un bar lejos de comisaría y le entregué la lista tal como yo la fotografié en casa
de Ruiz. Castro me obligó a borrar la foto de mi móvil, pero yo ya la había imprimido para
investigar a los invitados. A partir de ahí la policía inició una investigación paralela. Por cierto
¿cómo pudiste oírlos desde tu piso?
Ester cerró los ojos.
—Fui tan inconsciente que salté al balcón de tu piso.
Joan meneó la cabeza sonriente. Ester intentó disimular una sonrisa. A lo lejos, empezaba el
espectáculo pirotécnico organizado por la ciudad.
—Y ahora que ya sabes la verdad, dime, ¿podemos salir de aquí y evitar que esta mierda de
operación policial termine por estropearse? —Cogió la mano de Ester—. La policía cree que el
interés de Richi por ti puede jugar a nuestro favor para pillarle. Pero creo que ser el cebo de un
asesino y violador es un riesgo demasiado alto que no creo justo que corras.
Ester notó cómo se le encogía el estómago. Joan intentaba protegerla y, a cambio, ¿qué había
hecho ella?
—¿Ahora mismo están llevando una operación secreta allá dentro? —balbuceó.
Joan asintió. Ester temblaba.
—Pero no hallaron drogas en el cuerpo de tu hermana y el forense concluyó: causas naturales.
¿Pretendes hacerme creer que la policía creyó tu versión, así, sin más?
Joan volvió a asentir lentamente con la cabeza, pero permaneció pensativo aún unos segundos
antes de responder.
—El forense dictaminó muerte natural, pero yo nunca lo creí. —Meneó la cabeza—. No iba
con la personalidad de Judit engañar a su novio. Por otra parte, me inquietaba el tiempo que
necesitó en su último trayecto desde la clínica donde trabajaba hasta nuestra casa. Tardó noventa
minutos en llegar cuando lo habitual son veinte minutos como máximo. ¿Dónde estuvo durante más
de una hora? Recorrí aquel trayecto y otros posibles durante días con una fotografía suya que
mostraba a cuantos encontraba por el camino. Varias personas la recordaron, pero siempre iba
sola hasta que un día tuve suerte. Un aficionado a los coches afirmó haberla visto subirse a un
Hyundai coupé, un deportivo rojo. ¡Tenía algo! Interrogué a sus amigos y conocidos hasta que unas
chicas me dieron un nombre: Richi, el camarero de La Gamba. Un parásito para la humanidad. Lo
peor de la noche de Girona. Me contaron que ese hombre acosaba a mi hermana. Le servía copas
gratis, le regalaba entradas a conciertos, le animaba a dejar a su novio. Le busqué. Necesitaba
hablar con él. —Se miró las manos—. Admitió con una desagradable sonrisa, haber mantenido
sexo con Judit…; no quieras saber lo que me contó…, le hubiera machacado la cabeza con tal de
hacerle callar, pero… —Meneó la cabeza—. Me aseguró que la dejó en casa y una vecina también
lo confirmó. ¿En qué se había convertido mi hermana? Ante las evidencias, me vi obligado a
aceptar que Judit no era tan sensata como creía, que había sido infiel a su novio y que murió por
causas naturales.
—¿Qué es lo que te hizo cambiar de opinión? —Se tapó los brazos con las manos. De pronto,
sentía frío.
—Unos alumnos. Por entonces daba clases en la Universidad de Girona y, por casualidad,
escuché a unos chicos comentar la muerte de una amiga suya aquel mismo fin de semana. Algo de
lo que dijeron me puso en alerta y les pregunté. La chica era Aina Torres, que murió en unas
circunstancias parecidas a las de Judit al poco tiempo de salir de La Gamba. No creo en
casualidades, así que informé a la policía, pero se negaron a reabrir el caso de mi hermana. No
aportaba pistas nuevas, sino una intuición.
—Y empezaste tu propia investigación.
—Me propuse acabar lo que aquellos policías ineptos no habían sido capaces de terminar. Me
dijeron que volviera a casa y me olvidara de aquello. ¿Olvidarme? ¡Ni hablar! Aquello estaba mal
y yo tenía que solucionarlo. Le vigilé y le seguí. En menos de dos meses, Richi pasó de salir con
una abogada y vivir por encima de sus posibilidades a ser despedido de La Gamba, endeudarse y
quedarse sin novia y sin amigos ricos. —Hizo un gesto de desprecio—. Consiguió con facilidad lo
que otros prueban durante años sin conseguirlo: ganar doce mil euros en la lotería. —Meneó la
cabeza—. Pero se evaporaron en un fin de semana de juerga con los amigos en Ibiza. Perseguido
por los acreedores, hizo las maletas y huyó a Terrassa. Jana le buscó un piso en Rubí y un trabajo
en una empresa de material eléctrico. —Se cruzó de brazos—. Le seguía los fines de semana.
Estaba harto de no encontrar ninguna pista, nada que le señalara como el culpable de la muerte de
mi hermana o de Aina Torres. Hasta hace unas semanas… Le vi en una discoteca intentando
ligarse a una chica con aspecto de modelo, pero ella le rechazaba hasta la saciedad. Era patético.
Creí tener la situación controlada así que fui a tomar una consumición y… le perdí de vista. Esa
noche me acompañaba Esteve y me ayudó a buscarlo. Nuestra sorpresa fue enorme cuando lo
encontramos manteniendo sexo en su coche con la modelo. Cuando ella regresó a la discoteca,
Esteve se le acercó. Se llamaba Sara Vidal, era modelo y le aseguró que nunca saldría con un tipo
como Richi.
—Se arrepentiría de lo que había hecho.
Joan negó con la cabeza.
—Esa chica tuvo suerte de no terminar como Judit o Aina. —Y añadió—: Forzamos el coche
de Richi y lo registramos. Hallamos en la guantera un frasco con una sustancia líquida y
transparente. Simulamos un robo y nos lo llevamos. Hice analizarlo. Contenía popper, el mismo
afrodisíaco que el forense encontró en la sangre de Judit más una segunda sustancia desconocida
que no hallaron en su cuerpo, pero sí en el de Aina Torres. Sí, teníamos algo, pero también
confirmó que yo tenía la razón respecto a mi hermana. —Se pasó los dedos por el cabello—. El
día de nuestro encuentro en Terrassa me había entrevistado con el inspector Vargas de la policía.
Les conté cuanto sabía y les pedí que detuvieran a Richi Ferrer, pero consideraron que habíamos
obtenido la principal prueba de forma ilegal. Al menos, conseguí que iniciaran una investigación.
Si se trataba de una nueva droga nos preguntamos quién sería su proveedor y pensamos en su
cuñado. Eleuterio Ruiz es farmacéutico. —Levantó las cejas—. Entonces, me enteré de que el piso
frente al de los Ruiz se vendía. No lo pensé dos veces. Conseguí alquilarlo y se lo ofrecí a la
policía para su vigilancia. Aceptaron la oferta a regañadientes y enviaron a Olga para actuar como
mi esposa. El resto ya lo conoces.
Ester meneó la cabeza.
—Jamás hubiera imaginado tener a un cocinero de droga por vecino… Nos han mostrado su
lado más bello y amable, pero en cuanto se les ha caído la máscara ha aflorado su verdadera
naturaleza llena de ambición, infidelidad, venganza, chantaje, violaciones… —Se tocó la frente
—. Yo me reprochaba haberte rayado el coche, pero ellos me superan… —Se mordió los labios
—. El golpe que me dio Olga cuando salió disparada de vuestro piso no tuvo que ver conmigo, fue
por algo de la investigación, ¿verdad?
—Iba tras Ricardo González, un mensajero que salió de casa de Jana. —Y añadió—: Lo
enviamos al hospital para ser examinado por el forense. Más tarde, supimos que mantuvo sexo con
nuestra vecina, pero no lo recordaba. Sufrió amnesia global transitoria. Le hicieron algunas
pruebas que demostraron que la nueva droga se excretaba en la primera orina sin dejar mayor
rastro.
Ester hizo una mueca de arrepentimiento.
—Siento haber pensado que tu pudiste pagar a un sicario para vengar la muerte de tu hermana.
—No te lo puse fácil. —Le sonrió—. Ahora debo sacarte de aquí antes de que Richi pueda
lastimarte.
Joan le cogió de la mano y tiró de ella, pero Ester se soltó.
—Espera… amnesia global transitoria es la incapacidad para formar nuevos recuerdos en
personas que no han sufrido ni epilepsia ni un trastorno neurológico o vascular.
—¿Y…?
—Eleuterio me contó una historia surrealista llena de dolor y sufrimiento. Se había propuesto
obtener un medicamento que mejorara la memoria en enfermos de alzhéimer. La bautizó como
NeuroAl. Me hizo ver que no tenía otra opción que coger prestadas las sustancias que necesitaba
de la farmacia del hospital donde trabajaba. Le descubrieron, lo despidieron y quiso vengarse de
su jefe por ello. Le dio una paliza y tuvo la suerte que le provocó amnesia postraumática, pero…
yo me pregunto si podrían haberla confundido con una amnesia global transitoria. ¡Espera! El
mensajero sufrió AGT, la modelo no recordaba haber mantenido sexo con Richi… pudo sufrir
AGT. ¡Eso es! NeuroAl podría ser la sustancia que buscáis. Podría afectar a la memoria y…
podría obligar a la víctima a acatar órdenes, aunque fueran en contra su integridad física.
—Entonces —dijo al fin—, ¿Eleuterio es el proveedor de Richi como imaginábamos?
Ester hizo una mueca de duda.
—Eleuterio desconocía que su cuñado estaba implicado en la muerte de Judit. Es verdad que
tiene accesos de ira, pero dudo que entregase una sustancia tan delicada a un descerebrado como
Richi. —Torció la boca—. Tengo la sensación de que NeuroAl relaciona a tu hermana, al jefe de
Eleuterio y al juez.
—¿Qué juez?
—Es curioso, pero buscaba una fotografía por internet del Coleccionista y Oleg Bubka y me
tropecé con una historia interesante: el mafioso Mijail Ivanovich Kozlov fue absuelto de los
cargos de blanqueo de dinero que le imputaban. El magistrado que le juzgaba era Mario Fugardo
Tena, el mismo hombre a quien yo vi con Jana y Oleg en un oscuro parking de Barcelona hace un
par de semanas. El juez se besaba apasionadamente con una rubia de grandes pechos compañera
de su gimnasio mientras Oleg Bubka le sacaba fotos en primer plano.
—¿Insinúas que se dejó fotografiar a causa de NeuroAl?
—Me parece más sensato pensar que le suministraron NeuroAl para sacarle las fotos
comprometidas, hacerle chantaje y conseguir la absolución del juicio, a creer que un respetado
magistrado se dejara llevar por la lujuria en un lugar público ante testigos.
—Espera, ¿cómo sabes que Eleuterio desconocía lo ocurrido a Judit?
Ester evitó su mirada y se retorció las manos.
—Ester.
Ella asintió.
—Alerté a Eleuterio de vuestra presencia aquí.
Él la miró perplejo.
—¿Qué has hecho qué? No tenías que haber metido las narices. A estas horas, Eleuterio se lo
habrá contado a Jana y esta a Richi y Kozlov. —Meneó la cabeza visiblemente irritado—.
Consigo poner a Richi Ferrer en el punto de mira de la policía, llegas tú y echas a perder todo mi
esfuerzo.
—Tienes razón al estar cabreado conmigo, pero yo he salido perdiendo. Soy yo quien está en el
punto de mira de un peligroso miembro de la Mafia rusa…, y si la he cagado ha sido por tu culpa
por no confiar en mí. —Se cruzó de brazos—. Hubiera sido una buena aliada. ¡Creí que
planeabais asesinar a Richi!
Joan se golpeó varias veces la frente con un par de dedos.
—Tendrías que pensar antes de actuar. Esta equivocación puede hacer que la operación fracase
y nunca más volvamos a tener una oportunidad como esta.
Ester cerró los ojos.
—Lo siento —dijo mientras tragaba saliva.
Joan guardó silencio durante un minuto antes de tomar aire y expulsarlo con fuerza.
—Pensaste que hacías lo justo…
Ester apartó la cabeza y se secó las lágrimas que empezaban a resbalar por sus mejillas.
—Verte como vecina, me asustó. —Dio un paso hacia ella—. Creía que estar cerca de ti, haría
que olvidase mi objetivo. Intenté alejarte, pero fue una gran equivocación. Tenía que haber
confiado en ti.
Una traca sonó demasiado cerca y se volvieron. Dos hombres corpulentos vestidos de negro
parecían buscar a alguien.
—Los he visto en la fiesta. Deben ser hombres de Kozlov —aseguró Ester—. ¿Me estarán
buscando?
—Vamos, te llevaré con el inspector Vargas.
—¡No! Huye tú. Yo regresaré a la fiesta. Si la policía necesita un cebo, yo seré ese cebo.
—Es demasiado peligroso. —En los ojos de Joan había pánico.
Ester se le acercó y apoyó sus manos en las mejillas de Joan.
—Has luchado por lo que creías justo y yo lo he fastidiado… Si hago de cebo tendremos una
oportunidad de conseguir lo que tanto anhelas.
—Pero ¿a qué precio? Ya perdí a alguien a quien quería y no soportaría pasar por lo mismo.
Ven conmigo. La policía ya encontrará otra forma de conseguir su detención.
—No me digas lo que quiero escuchar. —Ester se acercó a los labios de Joan y le besó—.
Escogeré la opción que me apetezca. Además, nunca creí que llegaras a desear estar conmigo.
Joan sonrió.
—Vuelves a equivocarte. —La mirada de aquellos ojos azules se perdió en los de Ester. La
rodeó con sus brazos y la atrajo—. Lo deseaba y aún lo deseo.
Acercó sus labios a los de Ester y se fundieron en un beso lleno de sensaciones que hicieron
estremecer sus cuerpos.
—Necesito llevar a Richi hasta la justicia, pero no a cualquier precio. Vámonos, Ester.
De pronto, la realidad volvió a ellos como un inesperado puñetazo en la nariz. Unas oscuras
sombras que caminaban en su dirección no auguraban una escapada fácil.
—Entiendo tu preocupación y admito que estoy asustada, pero es algo que necesito hacer y tú
deberías entenderlo mejor que nadie.
Joan echó un vistazo a los esbirros de Kozlov y Ester aprovechó para salir corriendo hacia la
fiesta.
43

Ester accedió al jardín por la puerta lateral y, al volverse, la sangre se le heló. Aquellos hombres
retenían a Joan y le obligaban a seguirlo. Su corazón empezó a latir con fuerza. Dudaba si advertir
a la policía o buscar a Richi para continuar con su plan. Entonces, se dio de bruces contra una
gran barriga blanda y soltó un grito asustada. Se relajó al comprobar que tan solo era su vecino.
Su aspecto había desmejorado visiblemente con el paso de las horas. Su camisa estaba arrugada y
con amplios cercos de sudor; sus ojos hinchados y las pupilas dilatadas.
Su teléfono sonaba en el interior del bolso.
—¿Crees que NeuroAl pudo matar a esa chica… Trudi? —preguntó Eleuterio.
—Judit —puntualizó mientras rechazaba la llamada de Clara—. No existe ninguna evidencia,
pero parece que Richi mantuvo relaciones sexuales con ella una hora antes de morir a
consecuencia de una embolia. Tenía 22 años.
Eleuterio asintió en silencio.
—Supongo que Judit no fue la única a quien Richi engañó ¿verdad?
Ester torció el gesto a modo de negación. En aquel instante, las facciones de Eleuterio
parecieron envejecer varios años. Se sentó en el reverso de una cubitera abandonada en un rincón
y escondió la cara entre sus manos. Ella le concedió un momento antes de ponerse en cuclillas
ante él.
—Le administraste NeuroAl a tu jefe el día que le diste la paliza, ¿verdad?
Eleuterio comenzó un lento movimiento de cabeza tal como si asintiera.
—¿Crees que soy demasiado viejo para darle una paliza a un hombre joven? —Sus ojos se
perdieron en la lejanía y su cara enrojeció—. Nunca dudes del poder del odio.
—¿NeuroAl provoca amnesia global transitoria en quien lo toma?
Eleuterio negó con la cabeza.
—En quien lo respira. Un minuto después de inhalarlo incapacita al cerebro para codificar la
información recibida. —Esbozó una triste sonrisa—. Lo nombré NeuroAl, pero bien podría
llamarse Amnesix. El paciente recuerda sucesos del pasado o sigue con sus rutinas habituales,
pero es incapaz de aprender datos nuevos durante una hora.
Se quedaron en silencio.
—Una amnesia global transitoria no provoca la muerte —su voz sonó temblorosa—. ¿Cómo
murieron esas chicas?
—Por una embolia. ¿Crees que NeuroAl pudo provocarla?
Eleuterio la miró con tristeza.
—No hubo tiempo para hacer los ensayos, pero los efectos secundarios esperados en una
sustancia como NeuroAl serían náuseas, vómitos, diarrea, pérdida de peso y de apetito. —Se
encogió de hombros—. Cada paciente reacciona de distinta forma ante los medicamentos. Quizás,
si padeciera alguna enfermedad vascular que le afectara al cerebro o una agregación
plaquetaria…, podría ser. Dependería de la dosis suministrada. Cuánto más alta fuese, más alta la
probabilidad de sufrirlos. —Apartó la mirada—. Me imagino que esas pobres chicas recibieron
una dosis desproporcionada.

La gente hablaba o bailaba a su alrededor mientras la música sonaba por todo el jardín. Aquel
alegre bullicio contrastaba con la pose marcial de Mijail Ivanovich Kozlov. Sus fríos ojos
observaban a los invitados a pesar de mantener la cabeza algo gacha y una mirada intensa y dura.
Se le acercó un hombre rubio y corpulento.
—Jefe, tenemos a Manel Puig.
La expresión de Kozlov no varió, pero sus ojos se desviaron hacia aquel hombre.
—Traedme a la rubia y a su acompañante. Y Kolya, no subestimemos a Ester Soler. Podría
traernos problemas.
—Sí, jefe.
La inconfundible voz de Freddie Mercury sonó a través de los altavoces y la pegadiza We are
the Champions llegó hasta los oídos de los invitados ignorantes de los planes de un capo de la
mafia rusa.

Eleuterio se había cubierto la cara con las manos.


—¿Y combinándola con una droga llamada popper? —le preguntó Ester.
—¿Popper? —Pareció dudar—. ¿El afrodisíaco que vendían hace años en los sex shops?
Ester asintió.
—Hallaron rastros de esa droga en las víctimas.
—Supongo que… —se rascó su ovalada cabeza— era un vasodilatador… Con un uso
prolongado o interactuando con medicamentos para la hipertensión podría llegar a provocar algún
fallo cardíaco, pero una embolia, no lo creo, aunque no es mi especialidad.
Eleuterio empezó a sentirse mareado.
—¿Qué he hecho? —murmuró.
Ester apoyó la mano sobre el brazo tembloroso de su vecino.
—NeuroAl no debería existir. —Apretó las mandíbulas—. Por su culpa perdí mi trabajo, el
respeto de mis colegas, y gané una depresión de caballo. —Sus hombros cayeron hacia adelante
—. Ya no tengo ganas de luchar. Soy demasiado viejo.
La súbita risa de un grupo llegó hasta sus oídos, aunque su alegría no les contagió el corazón.
—Hacerte con el control absoluto de la voluntad de la persona a quien odias es tener en tus
manos un poder casi divino. —Eleuterio cerró el puño y lo alzó—. Te sientes poderoso, libre para
hacerle pagar el daño que te provocó. Aquella tarde regresé al despacho de Verneda a los diez
minutos. No quedaba nadie en la oficina. Irrumpí con furia. Le grité. Le insulté, pero él
permanecía tranquilo. Creí que se reía de mí y le di un puñetazo. Cayó al suelo. Intentó hablar,
pero le dije que se callara y, para mi sorpresa, obedeció. Nunca me había peleado con nadie. Solo
quería que se callara… Le vi allí, en el suelo…, me sentí desbordado y… me descontrolé. Le
pegué una patada en las costillas. Se quejó. Yo le ordené que se estirara en el suelo y… volvió a
obedecerme. Algo en mí se volvió loco. Me sentía mal, pero con cada patada que le asestaba me
sentía mejor. Mi corazón se llenó de una sensación muy placentera y mi miedo desapareció. Al fin
cobraría mi recompensa por todo el sufrimiento que me había hecho pasar. Oh…, créeme…, puro
placer, momentáneo pero placer, al fin y al cabo. Ver la soberbia de aquel hombre pisoteada por
mí, me hizo sentir poderoso. Mi superioridad era absoluta. Le pateé hasta que noté que algo cedía
bajo mis pies. El chasquido de sus costillas al romperse y un extraño ruido con cada bocanada de
aire que aspiraba, me hizo parar.
Se volvió hacia Ester.
—NeuroAl ofrece un poder que te enloquece y te vuelve inhumano. Hay que quitárselo de las
manos a mi cuñado.
—Si sientes tanta aversión hacia tu cuñado, ¿cómo llegó la droga hasta él? ¿Te la robó?
—No lo sé…, quedaba poca cantidad…, yo solo… —meneó la cabeza como para desechar una
idea—, yo… se la entregué a Jana para que la destruyese…, pero había una cantidad insuficiente
para tantas chicas… —Sus ojos transmitieron un gran pánico que salía de sus entrañas, de lo más
profundo de su ser—. ¿Cómo pudo…?
44

Cuando llegó al jardín, su inseguridad, ayudada por un par de copas de champán, ya se había
transformado en ira. Siempre la misma historia, ¿por qué me abandonan las mujeres? Se
preguntaba Richi. Los tacones y los vestidos insinuantes me rodean. «Bailan para excitar a los
hombres, pero luego, en el último momento —se dijo—, se rajan». Llegó hasta su amigo Javi, le
cogió del brazo y le obligó a girarse.
—¿Has visto a la morenaza de las tetitas?
—No, ¿por qué? ¿Te ha dado plantón? —Su amigo rio.
—Ya vale, ¿no? No tiene gracia. —Sacó un vial del bolsillo y lo elevó hasta la altura de sus
ojos—. No me quiero ir de aquí sin echar un polvo.
—¿Qué haces? ¿Te has vuelto loco? ¿Quieres que nos descubran? —Bajó la mano de su amigo
mientras echaba un vistazo a su alrededor—. Esconde eso.
—A mí tú no me das órdenes, ¿te enteras? ¡Joder! Está allí… —señaló con el brazo—, con mi
cuñado.

No demasiado lejos de allí. Las imágenes de uno de los monitores captaron la atención del
inspector Vargas. Un hombre con el cuello tatuado se había detenido junto a Olga y Castro.
—La señora Ferrer tiene algo para ustedes —les dijo mientras con la mano les invitaba a
acompañarlo.
Una imperceptible sonrisa apareció bajo el poblado bigote del inspector Vargas. Se volvió
para mirar al hombre delgado sentado junto a él.
—Los tenemos.
El inspector Ortiz se recostó en su silla.
—Estemos atentos. Agente Relinque informe a David Roig. Que no les pierda de vista.

Eleuterio se alejaba de Ester con los puños apretados cuando pareció cambiar de idea y giró
sobre sus talones. Por un instante, la joven creyó que su pacífico vecino se abalanzaría sobre ella
y le mordería la yugular. Para su sorpresa, en vez de eso, Eleuterio le alargó su libreta azul.
—Quiero que hagas desaparecer mis apuntes sobre NeuroAl.
—¿Yo? ¿Por qué? —balbuceó la mujer—, ¿va todo bien?
—¡Prométeme que la quemarás en el fuego! —su grito sonó desesperado.
—Así lo haré. —Cogió la libreta mientras miraba a su alrededor.
—¡Prométemelo! —Sus ojos se habían enrojecido.
—Te lo prometo. La quemaré en el fuego.
Eleuterio se dio la vuelta dispuesto a irse, pero Ester le cogió del brazo para obligarle a
girarse.
—Me transmites una gran responsabilidad al entregarme la libreta. Como mínimo me debes una
explicación.
El anfitrión aspiró con fuerza. Luego, sus ojos buscaron el chalet.
—Ocurre que solo puedo confiar en ti para destruir la maldita fórmula. —Meneó la cabeza—.
Nunca debí crearla.
El hombre se acercó a su vecina y le dio un beso en la mejilla.
—Aún debo hacer algo más para asegurarme de que no puedan reproducir NeuroAl.

Justo a medianoche, el DJ hizo sonar We are the Champions por segunda vez consecutiva y los
invitados como zombis adiestrados empezaron a caminar felices hasta la puerta lateral del jardín.
Ester dedujo que la canción era el pistoletazo de salida hacia una segunda parte de la fiesta.
Observó que sostenían un pequeño papel en la mano. «Quizás era la hora de lanzar a la hoguera
sus íntimos deseos». Pero ella se centró en localizar a Richi. No quería perderlo. Se fijó en cada
uno de los rostros que pasaba ante ella. Le sorprendió identificar al hombre del tatuaje en el
tobillo y anterior propietario del bodegón de la guitarra. Mezclado entre el grupo caminaba hacia
la exterior con la cabeza vuelta hacia atrás. Intrigada, Ester le siguió la mirada. Observaba el
chalet. Frunció el ceño. Cuatro personas, entre ellas Dolors, acompañadas por cuatro robustos
hombres andaban en dirección opuesta al resto de invitados y desaparecían en el interior de la
vivienda.

Richi atravesó el jardín chocando con otras personas que se vieron obligadas a apartarse. Los
ojos se le inyectaron en sangre y sus labios se habían transformado en una sola línea fina. A pocos
metros de Ester, vio a Eleuterio dejarla sola. Era su momento.
—Vienes de pecadora y… y… —La miró de abajo a arriba—. Me dijiste que me quedara en
mi habitación y no viniste. O sea que… te voy a preguntar —cambió su peso de una pierna a otra
—, ¿qué le ves a un viejo que se mea encima? Yo entiendo que no quisieras dejarle plantado,
pero… es que… me has dejado plantado a mí. No es justo. —La cogió de la muñeca y tiró de ella
—. Ahora te vendrás conmigo, lo quieras o no.
—Frena, chulito… ¿Sabes que tengo capacidad para decidir por mí misma?
Richi la soltó y se metió la mano en el bolsillo del pantalón. Ester forzó una sonrisa mientras
intentaba apartar las sobonas manos del chico. Sobre su hombro observó a Eleuterio atravesar el
solitario jardín por el camino más largo. Le vio bordear la piscina y pasar bajo la amarillenta luz
que proyectaba la farola de su rincón preferido.
—Ningún problema. —Forzó una sonrisa—. Espera un momento.
Richi desapareció y Ester se fijó en Eleuterio. Se había parado al llegar junto al DJ, cerca del
acceso a la cocina. Javi era el tercero del grupo. Unas suaves palmadas en el hombro le sirvieron
de saludo. A pocos metros de ellos, Jana asomaba la cabeza por la puerta acristalada. El
matrimonio evitó mirarse.
—Una estupenda flor para una chica estupenda. —Richi había regresado y le mostraba una rosa
a la altura de la nariz—. Lo siento si la he cagado.
«¿Qué hacía Eleuterio con el amigo de Richi y el DJ?». Casi como una autómata, Ester olió la
rosa roja que le ofrecían. «¿Qué más podía hacer para evitar que copiasen la fórmula de
NeuroAl?». Una débil lluvia cayó sobre el rostro de Ester. Confusa, levantó la barbilla y observó
el oscuro cielo. «¿De dónde había caído aquella lluvia?».
—¿Pasa algo?
Ester se volvió a mirarle. Sus ojos brillaban y sus labios dibujaban una extraña sonrisa que no
supo catalogar. Concentrada en aquel momento, la joven no vio cómo Richi se guardaba algo en el
bolsillo de su pantalón ni le daba la espalda para evitar respirar el mismo aire que ella. La
experiencia le había enseñado que las gotas vaporizadas al aire tardaban unos segundos en
disiparse. Esperó impaciente hasta que, al volverse, Richi se quedó inmóvil.
—Pero ¿qué coño haces?
Ester estaba doblada hacia adelante y se tocaba el zapato. Richi miró a su alrededor con el
rostro colorado. Frunció el ceño y abrió la boca justo cuando la joven se dignó a contestar.
—Creía que empezaba a llover.
—¡Va! —exclamó aliviado—. Es la humedad del mar. Vámonos —le tendió la mano—, me
debes algo.

Permanecía con la cabeza algo agachada, pero con la mirada fija en él. Apretaba los dientes y los
puños con fuerza, sin embargo, ninguno de sus acompañantes parecía haber reparado en ello. Tan
solo conversaban y reían relajados.
«Habla, habla, habla. ¿No puede callarse ni un solo momento? Se cree alguien importante. Te
crees superior a mí ¿verdad, estúpido ignorante? ¿Dónde crees que vas con ese pelo tan rizado?
¿Y esos pantalones tan ajustados? Mis conversaciones son muy interesantes ¿y las tuyas? ¿De qué
hablas tú? De música sin sentido, de fiestas desmadradas, bla, bla, bla… ¿de eso hablas? Eres un
mentecato, un ignorante, un deficiente mental. ¿Cómo te atreves a quitarme mi fórmula y, encima,
enriquecerte con ella? Mereces que alguien te dé una lección. —Dibujó una sonrisa ladeada—.
Estás de suerte, ese alguien está aquí, ahora: soy yo».
Escucharlo durante un cuarto de hora había sido suficiente. Sin perder el tiempo, Eleuterio
forzó una amplia sonrisa mientras pasaba su paternal brazo sobre los hombros de Javi. Ansioso
por ofrecerle su clase magistral, le conducía, o casi empujaba, hacia el chalet.
—Cuando Jana te propuso —le dijo—, yo enseguida acepté.
Javi se volvió a mirarlo.
—¿Tú lo sabías? Creía que no sabías nada. —Pestañeó varias veces.
El farmacéutico rio.
—Chaval —le apretó el músculo entre el cuello y el hombro—, no te creas todo cuanto te
cuente una hermosa mujer.
El chico disimuló el dolor como pudo. Luego, trató de asentir con la cabeza. Una bocanada de
aire entró por la puerta y con ella, le siguió el olor agrio del sudor de Eleuterio. Javi arrugó la
nariz. Cuando se detuvieron en medio del salón y el anfitrión le pidió que le esperara allí, él lo
agradeció. Le asqueaba notar el sudoroso cuerpo de aquel viejo pegado al suyo.
45

En el jardín apenas quedaban invitados así que localizar a Olga, Castro y Kosovo le fue fácil.
Caminaban hacia el interior del chalet. Ester tiraba de Richi en dirección hacia ellos cuando un
hombre rubio y corpulento con cara de pocos amigos les cortó el paso. A la altura de la cadera les
mostró la reluciente hoja de una navaja. Ester tragó saliva.
—Sígueme —le ordenó mientras la sostenía por el brazo con su enorme mano.
Richi dio un bufido.
—¿En serio? La tenía a tiro.
—¿Crees que tienes elección? Son órdenes de Mijail Ivanovich.
No hubo réplica por parte del hermano de Jana tan solo arrugó los labios como un niño mal
criado y caminó junto a ellos.
Ester volvió la cabeza e intercambió una mirada con el camarero cojo. Kosovo dejó la mesa
que desmontaba en el suelo y se dispuso a seguirla. Al pasar junto a la piscina, el hombre de la
navaja cogió su bolso y lo tiró al agua.

Abrió la puerta del sótano y el expectante silencio que recibió, le pareció abrumador. Jana
recorrió con la vista los veinticinco metros cuadrados que tenía bajo sus pies. El espacio se
encontraba en penumbra excepto por dos focos de luz. Uno iluminaba un círculo de dos metros, y
el otro, un bulto de metro cuarenta de alto, tapado por una sedosa tela blanca y custodiado por un
hombre rubio y corpulento. Localizó a los tres hombres y a la mujer separados por mamparas y
sentados en una cómoda butaca. El opulento grupo escuchó el amortiguado sonido de sus tacones.
Sus pasos les transmitían la seguridad y la confianza que esperaban de ella.
—¿Pueden imaginarse ser propietarios de la más valiosa pieza de la antigua Babilonia? —La
hermosa mujer se colocó bajo el foco y se volvió hacia el grupo con una gran sonrisa en sus
carnosos labios—. Mis contactos, digamos… —ensanchó aún más su sonrisa— exclusivos en el
mundo del arte han conseguido recuperar aquello que Christie’s mataría por poder subastar.
Jana percibió el entusiasmo que sus palabras habían provocado en sus interlocutores.
—Hay más piezas de arte procedentes de Babilonia que habitantes en la isla de Lanzarote,
pero… —se acercó con estudiada calma al segundo foco de luz— tan solo existe una pieza cuyo
tamaño y cuya exquisita conservación la hacen única.
A continuación, señaló el bulto tapado bajo el segundo foco de luz y Kolya tiró de la sedosa
tela.
—Les presento la excepcional escultura de la diosa Ishtar del amor y la guerra. Esta figura en
terracota fue creada en Babilonia durante el segundo milenio antes de Cristo y muestra a la diosa
sujetándose los pechos con las manos. Una…
De pronto, Jana empezó a toser. Con la mayor discreción posible, se apartó para coger un vaso
de agua dispuesto en un rincón de la sala. Al acercárselo a los labios y captar la atención de sus
invitados, Kolya presionó el botón del mando remoto que escondía en sus pantalones y aguantó la
respiración. Había activado el dispositivo que accionaba la salida de vapor sobre los rostros de
los cuatro pujantes de la subasta. Ninguno se percató de ello.
Treinta segundos después, Jana regresó al centro de la sala completamente recuperada del
súbito ataque de tos.
—Métanse el dedo índice en la nariz y salten a la pata coja —ordenó sin ningún rastro de
dulzura en su voz.
Aquel grupo de mediana edad compuesto por respetables coleccionistas de arte acataron sus
órdenes como autómatas programados. Sin poder evitar una sonrisa, Kolya estiró la mano para
presionar un botón escondido a simple vista y la mitad de la pared se deslizó hacia un lado.
Aquella apertura dejó al descubierto una extensa sala contigua.

Eleuterio entró en la cocina. No había nadie, aunque tampoco le importaba. Se alejó de la puerta y
se situó ante la encimera. Sus dientes chirriaron cuando se acercó al juego de cuchillos. Levantó la
mano y, sin pensárselo, la colocó sobre la empuñadura de un cuchillo cualquiera, porque
cualquiera le valía. La afilada hoja metálica generó una débil vibración que quedó ahogada en
cuanto, con un simple movimiento de mano, quedó oculta detrás de su brazo. Al regresar al salón,
sonrió. Aquel deficiente mental aún lo esperaba.
Las ventanas de la nariz del joven se dilataron al percibir el nauseabundo olor del anfitrión
cuando le volvió a pasar el brazo por los hombros. Eleuterio caminó despacio con el cuerpo
inclinado hacia delante y una mirada feroz. Sudaba. Su rostro había palidecido. Se paró ante una
puerta cerrada: su despacho. Encendió las luces al entrar. Cuando cerraron la puerta detrás de
ellos, el confiado joven de cabello rizado tan solo notó el frío acero deslizarse por su cuello.

Obligados por el cañón de una pistola, Olga y Castro se reunieron con Joan en el sótano. Si Mijail
Kozlov no hubiera captado su atención, la estancia les hubiera producido escalofríos. Joan
observaba fijamente al mafioso. Le vio quitarse su americana gris con delicadeza y dejarla en el
respaldo de una silla impoluta. «Se deshace de la apariencia de elegante hombre de negocios —
pensó Joan—, ahora veremos aflorar su verdadera personalidad de traficante de armas y drogas».
Se estremeció.
Sin perder el tiempo, Kozlov se colocó ante Olga.
—Jana Ferrer es asunto mío. —Se desplazó hasta Castro—. ¿Por qué os habéis metido en mis
asuntos?
Castro se encogió de hombros.
—Solo somos unos invitados que intentan pasarlo bien.
Apenas terminaba de hablar ya había recibido un empujón. Se golpeó la espalda contra la
pared. Olga solo hizo un amago de salir en su ayuda. Una pistola en sus costillas le había hecho
desistir de su intención.
El cultivado físico del ruso superaba con creces al del policía en fuerza y agilidad, pero Castro
no se amedrentó. Volvió a situarse frente a él con actitud desafiante. Kozlov se movió con rapidez.
Le pateó las piernas con tal furia que apenas el policía se mantuvo en pie.
—Eres irrespetuoso y eso es inaceptable. Si yo te pregunto, tú respondes.
—¡Joder! —gritó Castro—. Ya te lo he dicho. Solo queríamos pasarlo bien. —De forma
instintiva, levantó sus brazos para protegerse.
—¡Arriba! —le ordenó un hombre de aspecto marcial.
—Así que ladrones de obras de arte… —Kozlov le escudriñó el rostro—. Si me contáis la
verdad, dejaré que os vayáis. ¿Para quién trabajáis? ¿Wen Ping? —Elevó las cejas—. ¿Falcone?
Entonces, Castro se transformó en el saco de los golpes del mafioso. Primero recibió un fuerte
puñetazo en la cara, luego en el estómago. Las gafas se le cayeron al suelo. La peluca también. Se
dobló por el dolor mientras soltaba un gruñido. Apoyó una rodilla al suelo. Inclinado hacia
adelante y con una mano en el abdomen tosió, casi sin aliento.
Kozlov miró aquel montón de pelos del suelo y, sin poder evitarlo, arrugó la nariz. Desenfundó
su pistola, estiró el brazo y apuntó directamente entre los ojos del policía. Joan se temió lo peor.
El policía agachó la cabeza para escupir al suelo. Sonó un chasquido de su boca. Luego, se
pasó la lengua por el interior del labio partido. Le latía y le sangraba.
—Te he respondido —dijo con los dientes apretados mientras se colocaba las gafas con manos
temblorosas. El sudor resbalaba por su calva y la hacía brillar.
Mijail Kozlov asintió repetidamente. Luego le dio la espalda para desplazarse con gran
parsimonia hasta situarse frente a Olga. La miró en silencio, con aquella superioridad que da
observar a alguien cuando está en inferioridad de condiciones.
—Terminarás por decirme la verdad. Suplicarás para contármela.
A falta de respuesta, el Coleccionista ladeó la cabeza mientras levantaba su arma hacia la cara
de Olga. Ella cerró los ojos.
—Mikola Viktorovich Popov —dijo Kozlov. Hubo un amago de sonrisa en sus labios. Bajó el
arma—. Intentabais llegar hasta mí. —Golpeó a Olga en el abdomen con el antebrazo. Ella se
dobló hacia adelante y cayó de rodillas. Kozlov se puso en cuclillas—. Así que, con mi asesinato,
Mikola Viktorovich pretende demostrar su fortaleza a la organización y quedarse con mi territorio.
Calculó mal.
—No nos ha contratado Popov —dijo Joan.
Kozlov no se movió, solo lo hicieron sus ojos grises como el frío acero. Joan retrocedió un
paso.
46

De pie, mirando el suelo. Así se quedó Eleuterio un buen rato. «Jana se enfadará cuando vea la
mancha en el parqué», pensó. Luego, el chirrido de una puerta le devolvió a la realidad. Alguien
la había abierto. Aguzó el oído. Oyó pasos de varias personas. Después de otro chirrido, nada.
Silencio. Frunció el ceño. «¿Toda la casa, el jardín y la calle no son suficiente espacio donde
estar que tienen que bajar a mi sótano? Les echaré a patadas para que aprendan a respetar la
propiedad ajena». Su rostro se había encendido como la hoguera de San Juan. Sudaba a mares.
Dibujó una mueca de disgusto. Pasos. Alguien más se acercaba. Pasos vacilantes. Tacones. «Un
hombre y una mujer», concluyó. «Jana». Enseñó los dientes en un intento por sonreír. «Ella se
encargará de echar a aquellos deficientes mentales. ¡Vamos, menuda es ella! Jana… Seguro que
ese ruso le mintió. Ella es leal. Siempre ha estado a mi lado. Fue un desliz, seguro. Pero… ¿y
NeuroAl?; ¿también fue un desliz?».

Cuando la puerta se cerró detrás de ellos, el corazón de Ester se aceleró. ¿Por qué bajaban al
sótano?
Al llegar al último escalón, se detuvo. Ante ella se abría una pequeña sala con cuatro butacas
vacías separadas por mamparas y una figura femenina que reconoció en seguida: la estatua de la
diosa babilónica Ishtar. «Es la original y esto una sala de subastas —se dijo—, al menos, he
acertado en algo». Le dieron un fuerte empujón para que continuara andando. Se dirigieron hacia
el origen de un murmullo de voces. Ester tragó saliva. Joan se había vuelto y la miraba
horrorizado. Había sangre en la cara de Castro y la expresión de Olga era de dolor.
Richi se abrió paso hacia Mijail Kozlov.
—La tenía calentita y me la has quitado. No es justo.
Kozlov golpeó su pecho con la suela del zapato y lo envió varios metros hacia atrás.
—Si quieres vivir, no me interrumpas.
El silencio dominó el sótano. Nadie se atrevía a moverse.
Mijail había dejado clara su intolerancia a la estupidez. Joan tuvo la certeza de que no había
sido la primera vez que hacía uso de la violencia para hacerse respetar. A pesar de su caro
atuendo, pudo imaginárselo salpicado de sangre si con ello conseguía obtener la información que
deseaba. Aquel pensamiento no le tranquilizó.
—No te preocupes, Kosovo sabe que estamos aquí —le susurró Ester.
—Espero que se dé prisa.

Escuchó el taconeo de unos zapatos tras ella y se dio la vuelta. Luchó contra la sensación de
desánimo al comprobar que una mujer corría para evitar que la tirasen a la piscina. ¿Dónde se
había metido Ester? Llevaba un cuarto de hora buscándola sin éxito. Su desaparición empezaba a
causarle ansiedad. Por enésima vez la llamó y por enésima vez saltó su contestador.
Dio un vistazo a su alrededor. Buscaba algo que le ayudara a encontrar a su amiga. Las
imágenes y los sonidos le llegaron distorsionados, excepto la solución. Corrió hasta el banco de
madera del rincón preferido de Eleuterio Ruiz, pero estaba ocupado. Vaciló un instante, pero
consideró que una urgencia bien valía como excusa para molestar a unos desconocidos. Puso el
pie en el asiento y se empujó hacia arriba mientras susurraba una disculpa.
Desde otra perspectiva, examinó el jardín hasta que, oculta por un grupo reducido de invitados,
la encontró. La observó primero con alivio, luego con preocupación. Le acompañaba Richi y un
hombre corpulento.
Sin perderle de vista, corrió hacia su posición por las húmedas baldosas cercanas a la piscina
con miedo a patinar y caer al suelo. El grupo se había puesto en marcha. Iba en dirección al
interior del chalet. De pronto, su corazón le dio un vuelco. Kosovo les seguía. Su mirada clavada
en ellos habría hecho temblar al más valiente de los espartanos. La camarera se agachó.
Necesitaba recuperar el equilibrio y tomar una decisión: ¿Richi o Kosovo?
Las dudas llenaron su mente. Si iba hacia uno, podrían acabar violadas. Si iba hacia el otro,
asesinadas. Clara retrocedió. El sudor frío la había cubierto. Se preguntaba cómo reaccionarían
los héroes y las heroínas de sus libros preferidos ante una situación como aquella. Dio un bufido.
—Pasarían a la acción —murmuró.
Mantuvo la mirada fija en su objetivo. Avanzó hacia él tan rápida y silenciosa como pudo.
Quería mantener su cualidad de invisible que tanto había aborrecido hasta entonces. «La sorpresa
es mi arma», se dijo en un vano intento por acallar su miedo.
—David —su voz sonó trémula.
El camarero cojo volvió la cabeza sin dejar de andar.
—¿Podrías ayudarme? Bueno, si no te molesta.
—Luego.
Clara se mordió los labios y miró a su alrededor. Estaba sola. Nadie la ayudaría. Ester, su
mejor amiga, podía morir, y ella ¿qué había hecho para evitarlo? La culpabilidad llenó su corazón
hasta tal punto que le hizo olvidar su propia seguridad y, con el rostro colorado por la ira, se
dirigió hasta el sicario a grandes zancadas. Le agarró del brazo con fuerza y le obligó a pararse.
—Ahora no puedo, Clara. —Echó un vistazo en dirección a Ester y Richi—. Si…
Clara se plantó ante él con las manos en jarra y una dura expresión en la cara.
—Necesito tu ayuda y… —levantó un dedo hasta su nariz— no aceptaré un no por respuesta.
—Tragó saliva al recordar con quién estaba hablando—. He roto cinco botellas de cava y si el
encargado se entera me las va a descontar de mi paga. Tendré que pagarle por trabajar… —Rio
nerviosa—. Solo será un segundo, te lo prometo… Por favor…
Clara leyó duda en aquel rostro arrugado por la edad antes de salir hacia la cocina.
—He pensado que podría sustituirlas por otras cinco botellas, y para cuando se hayan enterado,
ya habrá pasado una semana. —Abrió la puerta de acceso a la bodega para que Kosovo entrara—.
Están allí al fondo en la primera estantería superior.
Sin darse tiempo para reflexionar, Clara cogió una botella de vino y asestó un fuerte golpe en la
cabeza del sicario. El hombre perdió el equilibrio. Quiso apoyarse, pero solo consiguió provocar
ruido de choque entre botellas. Clara corrió hacia él y le empujó por la espalda con fuerza.
Kosovo cayó de rodillas al suelo, al igual que un exclusivo crianza que reventó junto a él. La
camarera aprovechó la confusión para llevarse el móvil que había saltado del bolsillo de Kosovo
y tirar de un pequeño objeto de su oído. Corrió hasta la puerta. La cerró con llave. Pasó un
cucharón inoxidable por el tirador y lanzó en el fregadero lo que sospechó que era un auricular
que le conectaba con el resto de su banda.
Se guardó el teléfono del sicario en su bolsillo y, con las piernas aún temblando, salió al salón
con la intención de salvar a su amiga.
El inspector Antoni Vargas observaba las imágenes que transmitían las gafas de Kosovo. Olga y
Castro entraban en la vivienda. Richi Ferrer y sus acompañantes parecían seguir el mismo
trayecto, aunque algo más rezagados. Kosovo recibió la orden de averiguar dónde los llevaban.
No lo consiguió. Tropezó con alguien que le prohibió el paso al interior del chalet. Entonces, una
camarera entró en escena y Kosovo se desvió hacia la cocina.
—Jefe, alguien se ha llevado el pintalabios que dejamos junto al gnomo rosa —informó
Relinque—. Ahora solo recibimos la imagen del interior de un cajón.
El rostro del inspector se mantuvo inexpresivo.
—Equipo dos —dijo el inspector Ortiz—. ¿Alguien ha salido en su dirección?
—Negativo. Nadie ha entrado o salido por la puerta principal.
—Jefe —dijo Relinque—, las gafas de Kosovo solo emiten una imagen estática. Hemos
perdido el audio.
El inspector Vargas miró el monitor con gravedad.
—Insista —le ordenó.
—David, ¿me recibes?
—Llámelo al teléfono.
Esperó.
—No responde. Habrán conectado un inhibidor de frecuencia.
—Esperemos que sea eso… —Los dos inspectores intercambiaron una mirada de alerta—.
Continúe intentándolo, Relinque.
47

La puerta del sótano se abrió de golpe.


—Has tardado —espetó Mijail Kozlov.
Todas las miradas se dirigieron hacia las tres personas que bajaban las escaleras. El primero
era un hombre de mediana edad con un corte de pelo militar. Su boca era pequeña y su mirada
encarnaba el mal. Le seguían Marion y Andrei.
Joan y Ester le reconocieron al instante por sus ojos saltones: Oleg Sergeyevich Bubka, alias
Zhaba, el Sapo. Su aspecto era más intimidante que el del propio Kozlov, aunque quizás la
diferencia estaba en la exteriorización de su maldad. Su camisa negra con finas rayas blancas
desabrochada hasta el inicio de su barriga dejaba ver una gruesa cadena de oro con un crucifijo y
resaltaba la dura expresión de su rostro.
—¿Estos son los pardillos? —preguntó antes de pararse junto a Mijail Kozlov—. Pero ¿a
quién tenemos aquí?
Kozlov dirigió la mirada hacia el recién llegado. Ester esperaba que Kosovo se diera prisa. La
situación empeoraba por momentos. Se volvió hacia Joan, quien no quitaba el ojo a Castro. Las
gotas de sudor le resbalaban por la calva, sorteaban las cejas y caían por sus mejillas. Chasqueó
con la lengua sin parar.
Zhaba se desplazó hasta una Olga pálida y de expresión desconocida. El pánico parecía
haberle desfigurado el rostro. Ester frunció el ceño. El broche que había lucido durante la fiesta
estaba hecho pedazos bajo el tacón de su zapato. Las gafas de Castro también estaban aplastadas.
—Mijail —dijo Bubka sin apartar los ojos de Castro—, te presento al caporal Josep Castro y a
la agente Olga Gallardo, mis informadores en la policía —esbozó una breve sonrisa— que, al
parecer, han venido cargados con micrófonos.

El piso superior estaba desierto. Sus pisadas sonaron amortiguadas por la lejana música del jardín
y por su agitada respiración. Clara se tomó unos segundos antes de alargar la mano y asir el pomo
del último dormitorio que le quedaba por comprobar. Le llegaron voces y gemidos desde su
interior. Cerró los ojos. Su amiga podía estar en peligro. Le urgía encontrarla, pero temía hacerlo
allí. Se mordió los labios. Llenó de aire los pulmones y empujó la puerta.
—¡Una más! —jalearon algunas voces.
Le pareció que allí reinaba el caos. La tenue luz del dormitorio iluminaba cuerpos desnudos,
rodillas separadas y cabezas escondidas. Alguien la empujó hacia la atestada cama. Unos dedos
largos y otros gruesos recorrieron su piel.
—¡Ester! —gritó mientras luchaba por apartar a los sobones—. ¿Dónde está Ester?
—¿Alguna de vosotras se llama Ester?
—No.
—No.
Consiguió zafarse y acceder al aseo a trompicones. Encendió la luz, pero nadie se escondía
allí. —¡Ester! —regresó a la cama para buscar entre los rostros conocidos de la fiesta.
A medio camino entre el alivio y la preocupación, Clara abandonó el dormitorio. Se apoyó en
la pared del pasillo y se dejó caer al suelo.
Oleg Sergeyevich Bubka se volvió hacia su jefe. Mijail Kozlov le sostuvo la mirada durante unos
largos segundos. Si se había sorprendido, ningún rasgo de su cara lo demostraba. Bastó un leve
movimiento suyo para que dos hombres cachearan a Olga, Castro, Ester y Joan. Menearon la
cabeza. Estaban limpios de micrófonos.
Zhaba desenfundó su pistola y apuntó a la frente de Castro.
—¿Porque no me habéis advertido de esta operación policial?
—No teníamos la lista de invitados.
Castro recibió un golpe con la culata de su arma.
—Si, como siempre, hiciste bien los deberes, sabrías que nos encontrarías aquí. —Se inclinó
ligeramente hacia adelante—. Verás… los negocios del señor Kozlov pueden verse
comprometidos si la policía mete las narices donde no debe.
—La policía desconoce la relación entre Richi Ferrer y vuestra organización.
Zhaba se giró hacia Olga y le apuntó con la pistola.
—Bubka, no puedes matarnos. Somos policías —espetó Castro y salieron varios chasquidos de
su boca.
El hombre de confianza del mafioso ruso intentó dibujar una pequeña sonrisa. Solo consiguió
mostrar sus dientes.
—Eso se lo cuentas a Adell.
—Tú mataste a Adell y nos obligaste a mantener la boca cerrada… Pues ya estoy harto.
Olvídate de nosotros. Busca a otro poli que te haga el trabajo sucio.
—No dices lo mismo cuando aceptas mis suculentas donaciones. ¿Acaso el sueldo de un agente
de policía llega para pagar tus mujeres, tus drogas o… —volvió la cabeza hacia Olga— la casa y
el caro anillo para la prometida de tu compañera? —Golpeó su frente con el cañón de su pistola
—. Tienes que vigilar tu falta de memoria. Podría traerte problemas.
Joan y Ester intercambiaron una mirada de ansiedad. Ambos se preguntaban por qué hablaban
de asesinatos y sobornos ante testigos. Se cogieron de la mano.
—¿Estáis aquí por Fugardo?
Silencio.
—¿Crees que si se enteran de quien me pasó la agenda del juez Fugardo tu estancia en la
prisión será corta?
Miró a Olga.
—No nos interesa estar entre vosotros y el juez —espetó ella.
—¡Abre la boca! —le ordenó.
La policía corrupta levantó el mentón y apretó los labios. Solo le sirvió para recibir un fuerte
golpe en la mejilla con la culata del arma.
—¡Abre la puta boca! —Olga obedeció—. Última oportunidad: ¿por qué estáis aquí?
El mafioso le introdujo el cañón de la pistola. Castro hizo una mueca de disgusto con la boca.
Sonó un tic nervioso.
—Tres.
—¡Si te la cargas no tendrás la información que buscas!
—Dos.
—Espera, espera… ¡espera!
La pared del fondo se separó un metro y Jana salió a la sala de subastas.
—Uno.
—Estamos aquí por Ricardo Ferrer. Nos informaron que pasaba droga.
Zhaba sacó el arma de la boca de Olga. Jana miró a Mijail.
—Pero nadie sabe de vuestros asuntos —dijo Castro—, y… estamos en la investigación de
Ferrer y…, y podemos informaros de cualquier paso que se haga como hemos venido haciendo
hasta ahora.
—¿Es cierto? ¿Son policías? —preguntó Jana al mafioso.
Zhaba se apartó y dejó que Kozlov tomara el mando de la situación. Aquello afectaba a su
mujer, y sabía que querría encargarse personalmente del problema. El capo de la mafia caminó
hacia ellos con tranquilidad. Su mirada hubiera congelado la incandescente lava de cualquier
volcán en erupción. La clavó en Castro. A su señal, uno de sus esbirros sujetó la muñeca de
Castro y le obligó a levantar la mano.
—Señor Castro…, entienda que estoy obligado a proteger a mi mujer. —Le cogió el dedo
meñique y lo dobló hacia atrás—. Si es inteligente responderá a mi pregunta. ¿Por qué vigilaban a
Jana si solo investigaban a Richi?
Antes de que Mijail pudiera romperle el dedo, Joan habló.
—¡Porque Richi mató a mi hermana!
La anfitriona perdió su habitual aplomo y corrió hasta su hermano. Por un momento, reapareció
aquella jovencita de cabeza pelirroja asustada del mundo. Richi dio un paso atrás y empezó a
temblar.
—Dime que eso no es cierto.
—¡No! ¿Cómo va a ser cierto? —Se tocó el pendiente.
—¿Le conoces? —Alargó el brazo hacia Joan.
Richi asintió despacio con la cabeza gacha.
48

Más voces y pasos. Volvió a chirriar la puerta del sótano. Su corazón empezó a latir con fuerza. El
color bermellón volvió a su rostro sudoroso. «Es intolerable la desfachatez de la gente». Eleuterio
entreabrió la puerta. Su mirada se volvió feroz. Apretó las mandíbulas y los puños. ¿Qué coño
estaba haciendo Jana para evitar aquella intrusión? Tendría que ocuparse del asunto él mismo,
como siempre.
Demasiada adrenalina corriendo por sus venas le hacía sentirse falsamente fuerte,
indestructible, capaz de todo. Aunque quizás, no tanto. Sintió la boca seca. Se giró, esquivó el
cadáver de Javi y abrió un pequeño armario. Sacó una botella de whisky, la abrió y bebió un gran
trago. Ahora ya podía terminar con aquello. No permitiría que un grupo de desconocidos se
paseara como Pedro por su casa. Les demostraría quien era el propietario.
Aspiró con fuerza por la nariz antes de salir al recibidor. Tres grandes zancadas bastaron para
situarle ante aquella puerta cerrada. Pegó la oreja. Voces. Gritos. Fue a coger el pomo cuando se
percató del cuchillo ensangrentado que aún sostenía entre sus dedos. Con una expresión de
profundo asco al recordar al estúpido ignorante, se secó la sangre de su mano en la pernera del
pantalón. Luego, ocultó el cuchillo detrás del brazo. Nunca se sabía si podría necesitarlo.
Apoyó la mano en el pomo y lo hizo girar con cautela. Levantó un poco la puerta antes de
abrirla. No hubo chirridos. Sonrió satisfecho. Él era el más listo de todos esos estúpidos
invitados. Bajó las escaleras sin prisas, evitando el tercer escalón. Quería sorprenderlos, no
alertarlos de su presencia. Se preguntó si estarían fumando porros o habrían montado una orgía.
Bueno, quizás podría unirse. A punto estuvo de soltar una risotada cuando su lujuriosa sonrisa se
borró de sus labios. Cinco hombres y una mujer rodeaban a Jana y a Richi. Los hermanos
discutían, los demás escuchaban en silencio.
—Entiendo…, creíste que podrías ganar un dinero fácil si vendías la droga.
—¡No!
—Drogó y violó a mi hermana —dijo Joan—. Murió a las dos horas.
—No sé, puede que se me fuera de la mano. —Se tocó la nuca—. Pero bajé la dosis, te lo juro.
—Murió otra chica: Aina Torres.
—¿Dos… chicas? —Jana se volvió hacia su hermano—. ¿Eres consciente de que la policía
está aquí porque robaste la droga?
Richi miró alternativamente a su hermana y a Joan, pero al fin decidió dirigirse a él.
—Sentí la muerte de tu hermana, ¿sabes? —Frunció el ceño—. Me gustaba, ¿sabes? ¿Qué más
quieres que diga?
—¿Crees que una palabra tuya me devolverá a Judit?
El rostro de Richi enrojeció. Se sentía acorralado. Le miraban. Pasó el peso de su cuerpo de
una pierna a otra.
—Oye, estate tranquilo, esa tarde te juro que conmigo se lo pasó en grande.
Jana se había llevado la mano a la cabeza y miraba a Mijail boquiabierta.
—Un hombre de verdad no necesita drogar a una mujer para mantener sexo.
—Pero le demostré que soy muy bueno en la cama. —Se dio golpecitos al pecho con un dedo.
Joan lo miró con expresión de asco.
—¿Y para demostrar tu supuesta valía en la cama drogaste y violaste a Judit, a Aina Torres, a
Sara Vidal y vete a saber a cuántas más? —Meneó la cabeza—. Solo puedes estar con prostitutas
y mujeres drogadas porque nadie estaría contigo en su sano juicio.
Richi se acercó a Joan con los dientes apretados y el puño alzado dispuesto a acallarlo, pero
en el último momento, se acobardó.
—No vale la pena ni pegarte —se justificó.
Joan no vaciló. Desplazó la cabeza hacia adelante y le asestó un fuerte golpe con la frente.
Petrenko se abalanzó sobre él. Lo inmovilizó y le obligó a arrodillarse.
—¡Jana! Ese imbécil me ha roto la nariz.
—Pensé que con el tiempo madurarías —dijo Jana—. Me dije que debía tener paciencia
contigo, darte una oportunidad… Me has defraudado.
Le dio la espalda.
—¡Encontré la dosis justa! —Alargó la mano hacia ella—. ¿Eso no sirve? ¿Qué más quieres?
—gritó desesperado.
Empezó a sangrarle la nariz y a manchar de rojo su camisa blanca de cuello Mao.
—No me interesan tus excusas. —Jana levantó las manos—. Vete.
Joan quiso levantarse, pero la mano del esbirro sobre su hombro se lo impidió. El asesino de
su hermana se dirigía hacia las escaleras, saldría libre a la calle y él no podía impedirlo.
—Si hubieras hecho desaparecer la muestra de NeuroAl como te pedí, ahora esas muchachas
seguirían con vida —gritó Eleuterio desde lo alto de la escalera.
—¡Kolya, controla la puerta! —ordenó Kozlov mientras se le marcaban las arrugas de la
frente.
Sin perder ni un ápice de su habitual elegancia, la anfitriona se movió hasta situarse frente a su
marido. Sin embargo, al instante, retrocedió unos pasos empujada por el fuerte olor a alcohol y
sudor agrio.
—Hueles a whisky —le recriminó mientras se tapaba la nariz con su mano cargada de anillos.
—Y a sangre. —Sonrió eufórico
—¿Qué has hecho, Leu?
—Aleccionar a amigos de lo ajeno.
La mujer miró con dureza al hombre que tenía ante ella. Su enrojecida cara parecía un farolillo
encendido. Sus ojos habían empequeñecido, pero se habían vuelto más brillantes. De pronto, le
vio reír como lo haría alguien en plena locura. Tardó unos segundos en serenarse.
—Digamos que alguien no volverá a pisar un laboratorio. —Le mostró un cuchillo
ensangrentado.
Jana mantuvo la frialdad, aunque un pequeño tic empezó a moverse bajo el ojo.
—Javi… —su voz apenas fue audible.
—Tres… —levantó tres dedos ante su esposa—, tres años de casados y todo ha sido ¡mentira!
—le costaba vocalizar—. To… todos estos años me he desvivido por ti y tú —la señaló—, ¿cómo
me lo pagas? Con ¡traición! Una… y otra… —Derramó una lágrima—. Me trataste bien solo
porque querías algo de mí.
Luego, señaló a Mijail Kozlov con el cuchillo.
—Estás muy alterado, Leu —observó Jana—. Respira profundamente varias veces y…
—¡Ese es el culpable! Viene a mi casa para quitarme a mi esposa y mi fórmula. —El
farmacéutico miró al ruso—. Pues ya puedes largarte de aquí si no quieres recibir una lección
como la del químico.
El mafioso ruso se puso en guardia. Dio un paso hacia él, pero Jana levantó la mano para que
mantuviera la distancia.
—¡Todo el mundo fuera de mi casa! —dijo remarcando la palabra mi.
Jana echó su largo cabello moreno hacia atrás, dibujó una encantadora sonrisa en sus labios
carnosos y al hablar su voz parecía haber recuperado su habitual tono dulce.
—Estás equivocado. Me casé contigo porque te quería, y aún te quiero, pero desde tu
depresión ya no has vuelto a ser el mismo. Sabes bien que intenté ayudarte en todo cuanto pude,
pero ya no te reconocía.
Dio un paso hacia su marido.
—Leu, estás muy alterado y eso te distorsiona la realidad.
Otro paso.
—Pero juntos lo solucionaremos. —Alargó la mano hacia él—. Deja que cuide de ti. Vayamos
arriba, te aseas, te preparo un vaso de leche y te tomas un Valium. —Lo miró como una tierna
corderita—. Créeme, cuando despiertes será distinto.
Eleuterio la miró desconcertado. No terminaba de comprender su comportamiento si aseguraba
quererlo todavía. Aunque tampoco importaba, lo quería y eso le bastaba. Ella cuidaría de él, era
cuanto necesitaba para ser feliz. Sin embargo, para continuar con la relación ella debía conocer la
verdad de lo ocurrido en su despacho. Sin pensar sobre las consecuencias de su acto, Eleuterio
alzó el cuchillo ante el rostro de su adorada esposa. Quería mostrárselo, contarle lo ocurrido,
pero el hombre de los ojos saltones lo apuntó con su pistola, Jana se colocó las manos en el
vientre y se alejó corriendo. Eleuterio la miró perplejo. Se quedó tan inmóvil que, incluso por un
momento, dejó de sentir sus latidos. Desesperado, la buscó con sus ojos alcoholizados. La
encontró escondida tras el robusto cuerpo de su antiguo novio. Aquello le destrozó.
—¿Es suyo? —le preguntó señalando a Mijail Kozlov con la barbilla.
Tuvo que esperar unos eternos segundos antes de que Jana se decidiera a asentir despacio con
los ojos cerrados. Solo entonces comprendió que todo había terminado. Apartó la mirada de su
bella esposa. Dolía demasiado. Poco a poco, sus hombros se encorvaron hacia adelante como
aplastados por el peso de lo ocurrido durante las últimas horas. Unas oscuras sombras sobre su
cara demacraban aún más sus tristes facciones. Bajó la mirada en un vano intento por evitar la de
los demás. Su esposa lejos de él, el sótano atestado de desconocidos que lo miraban como a un
loco que se empeña en aferrarse a la vida cuando ya nada le queda. Su agitada respiración rompía
el estremecedor silencio que había invadido el espacio.
—¡Largo! —gritó levantando el cuchillo y moviéndolo en todas direcciones. Le temblaban los
labios—. ¡Largo, he dicho!
Nadie se movió. Observaban al capo ruso. Esperaban sus órdenes. Apretó los dientes. El
ladrón de cuanto amaba también controlaba el sótano. No era justo. La ira volvió a invadirlo.
«Ese desgraciado se merece un castigo ejemplar», se dijo. Asió fuertemente el cuchillo. Su
corazón se aceleró. Levantó el brazo por encima de su cabeza. Un inquietante grito de guerra salió
de su garganta. Corrió hacia Kozlov. Le rompería las costillas. Le destrozaría el corazón. Le
alejaría de Jana. Sonó un disparo. Eleuterio se paró sorprendido. Miró al hombre de los ojos
saltones. El cañón de su pistola humeaba. Se tocó el costado. Su mano se humedeció de un líquido
rojo. Era caliente y salía de su cuerpo. Dejó caer el cuchillo. Jana se tapó la boca con las dos
manos y lo miró con los ojos muy abiertos. Eleuterio levantó una mano trémula. La miró asustado
e indefenso. Jana quiso cogerla, quizás por compasión, quizás como despedida.
—Es hora de tomar medidas. —Kozlov la sujetó por la cintura—. Oleg, sabes lo que hay que
hacer.
—Leu, lo siento —murmuró Jana.
49

En la furgoneta negra aparcada a poco menos de cien metros, una voz grave sonó a través de los
altavoces.
—Hay movimiento en la puerta principal. Repito, hay movimiento en la puerta principal.
—Recibido, equipo dos —respondió el inspector Ortiz—. Mantengan la posición.
—Son Castro y Gallardo. Van acompañados por Joan Mur, Oleg Bubka, la mujer que ha
llegado con él y dos hombres más. Podrían estar obligados a punta de pistola. Esperamos órdenes.
—Mantengan contacto visual.
—Han subido en dos coches.
—Síganlos y no les pierdan de vista. —Vargas dio unos golpecitos en el hombro de Relinque
—. Jordi Relinque se unirá a su grupo para darles apoyo.
El agente cogió su arma reglamentaria y salió de la furgoneta cerrando el portón tras de sí.

Un resorte invisible obligó a Clara a levantarse del suelo y bajó las escaleras con renovada
esperanza. Había olvidado el sótano. Corrió hacia la puerta de acceso, pero un corpulento hombre
con el cuello tatuado y aspecto de pocos amigos, le impidió pasar.
—¿Dónde crees que vas? —preguntó en un acento de Europa del Este.
—Busco a mi amiga. Es morena y le acompañaba Richi, el hermano de Jana Ferrer.
—Aquí se celebra una reunión privada de negocios. ¡Largo!
Clara pidió perdón y se fue cabizbaja hasta la puerta principal. Salió al solitario jardín
delantero y respiró aire sin encontrar la paz que buscaba.
—¿Dónde te has metido? —De pronto, sus ojos reflejaron un destello de esperanza—. ¡La
hoguera!

Al cerrarse la puerta del sótano, Ester se estremeció. Se imaginó encontrándose en el centro de


una habitación herméticamente sellada llena de víboras y de la que ella nunca podría salir. De
nada habían servido los esfuerzos de Joan y de ella por evitar separarse el uno del otro. Una
pistola en la frente los había disuadido con facilidad de lo contrario. Regresó al presente con el
sonido de la pared al deslizarse, seguido del arrastre de un cuerpo pesado. Cerró los ojos, pero no
pudo evitar que la imagen de un Eleuterio malherido ocupara su mente. Se rodeó con los brazos.
¿Y ahora qué? Se preguntaba qué harían con ella. Se sentía sola y olvidada. ¿Por qué la policía se
había olvidado de ella? Kosovo la había visto bajar al sótano entonces, ¿por qué no la rescataba?
¿Dónde estaba Clara?

Dejaron un espacio entre ellos y los coches donde mantenían retenidos a Marion, Joan, Olga y
Castro. Pronto abandonaron Sitges y se adentraron en la carretera de montaña conocida por las
curvas del Garraf. Los policías se tensaron. Que el grupo de mafiosos prefiriera conducir a
medianoche por una carretera serpenteante antes que por la autopista no les auguraba nada bueno.
Clara atravesó el chalet y el jardín sin prestar atención a las quejas del encargado de los
camareros hasta que algo llamó su atención. En la piscina había un objeto rectangular de color
naranja.
—Perdonen que les moleste —dijo a una pareja de mediana edad que se bañaba vestida—. Ya
que están mojados, ¿podrían alcanzarme aquello naranja que hay en el fondo?
El hombre se zambulló mientras su compañera reía divertida. Clara no compartía su alegría.
Había reconocido aquel objeto: era el bolso de Ester. Salió a la calle para registrar su contenido.
Su móvil y el antídoto para su alergia continuaban allí. Exhaló aire y echó un vistazo a su
alrededor. «Ya es oficial —se dijo—, la tienen retenida contra su voluntad». Las imágenes de un
Richi excitado sobre el cuerpo drogado de su amiga ocuparon su mente y la hicieron temblar de
miedo. Tal fue su tembleque que apenas notó la vibración en su bolsillo.

Una mano fuerte obligó a Ester a girarse. Jana Ferrer la observaba.


—Mataremos dos pájaros de un tiro —le dijo con una gran sonrisa—. Lo siento, Ester. Te
necesitamos muerta. Sabes demasiado…
Ester alzó la vista. La pared se había abierto completamente. Dio un paso atrás dispuesta a
salir corriendo de allí como nunca había hecho, pero un hombre de Kozlov se lo impidió.
La empujó para que caminara hacia la sala secreta. Era algo más amplia y luminosa que la de
subastas. Del interior emanaba un débil olor a pintura y a yeso recientes.
En el rincón más alejado de la entrada había pantallas, focos, cables tirados por el suelo y dos
cámaras sobre unos trípodes conectados a un ordenador portátil. Enfocaban hacia un fondo
artificial que simulaba una pared envejecida de ladrillos. Una sucia bombilla colgada del techo
simulaba ser la única iluminación sobre una camilla. Dos jóvenes daban los últimos toques a la
iluminación y a la grabación.
De inmediato la atención de Ester se desplazó hacia un grupo de cuatro personas de aspecto
fantasmagórico. Vestían túnicas blancas con una estrella de pentagrama invertida bordada en rojo
en el medio del pecho. «El símbolo del mal», se dijo. Sus miradas estaban vacías. Los tres
hombres y la mujer parecían esperar pacientes. Ester los había reconocido como invitados de la
fiesta. Ella era la amable Dolors.
Mijail Kozlov le dedicó una breve mirada. Suficiente para que Ester se sintiera invadida por
una desagradable sensación de frío. Se rodeó con los brazos. Allí el calor del verano no se había
atrevido a entrar. Nadie hablaba. Solo el sonido de un teclado rompía el inquietante silencio.
Sentirse encerrada en un sótano con un mafioso ruso había activado su creativa imaginación.
Acudió a su memoria la película Saw, que tanto le había aterrorizado.
¿Qué había hecho mal? Ella no encajaba allí. Aquel no era su mundo. Estaba siendo empujada
hacia la oscuridad y la maldad de aquellas personas cuando ella tan solo buscaba salvar una vida.
Entonces, lo vio y su corazón empezó a latir con fuerza. Trató de resistirse. Emitió un grito de
desesperación. Sus pies se deslizaban. No había freno. Iba directo hacia una vieja camilla con
correas para muñecas y tobillos.
50

A los diez minutos de salir del chalet, los dos primeros vehículos abandonaban la carretera. Los
policías que les seguían continuaron hasta que pudieron aparcar. Tarea nada fácil.
Corrieron por el estrecho arcén con los chalecos antibalas ajustados al torso y las pistolas en
las manos. Tardaron algo más de cinco minutos hasta localizar los coches de los mafiosos.
Estaban vacíos. Se dispersaron. Buscaban. La luna casi llena les ayudaba a moverse por la
oscuridad, pero el sonido de las olas del mar a los pies del acantilado les dificultaba encontrar las
voces. Alguien hizo una señal a sus compañeros y descendieron por un estrecho y peligroso
sendero.

Las piernas de Ester flaquearon, y de no estar sujeta por dos rusos hubiera caído al suelo. La
elevaron como si fuera una pluma y, a pesar de forcejear, la dejaron sobre la camilla y la ataron
de muñecas y tobillos. Gritó, pero de nada le sirvió. Tensaron las cuerdas para que los brazos
quedaran separados por encima de su cabeza y las piernas abiertas unos setenta centímetros.
Lloró con el desespero de alguien que sabe que su final está próximo, será doloroso y nada
podrá hacer por evitarlo. Le superaban en número y en violencia. En aquel momento Ester hubiera
preferido no haber nacido para evitar haber llegado hasta allí, hasta aquel sufrimiento.
Giró la cabeza hacia las cuatro personas con túnicas.
—Dolors ¿te acuerdas de mí? Hemos… hemos…, antes… hablamos…, por favor… ¡Dolors!
Pero Dolors no le respondía. Parecía hipnotizada.
—No te esfuerces. Solo reaccionan a mi voz.
Buscó con la mirada una salida, pero solo vio en una esquina el cuerpo moribundo de
Eleuterio. Se desangraba. Movía los labios e intentaba levantar una mano, pero las fuerzas le
fallaban. Pedía una ayuda que nadie estaba dispuesto a ofrecerle.
Ester sabía que era inútil pedir clemencia. Nunca se la concederían. ¿Qué harían con una
desconocida como ella si Jana dejaba morir sin ningún atisbo de piedad al hombre con quien
había compartido los últimos años de su vida? Jana tenía un plan y estaba a punto de ejecutarlo. El
destino de una insignificante mujer le traía sin cuidado.
—¡Socorro!
—Puedes gritar cuanto quieras. —Jana estiró los brazos para señalar la sala donde se
encontraban—. Está insonorizada… ¡Oh! ¿Crees que vendrá Joan? —Rio—. Lamentablemente,
morirá en unos minutos, al igual que tú, pero… —su atractivo rostro se transformó en la viva
imagen de un león a punto de saltar sobre su presa— con la diferencia de que él no sufrirá tanto.
Las lágrimas rodaban desfallecidas por las pálidas mejillas de Ester.
—Vamos a ello —dijo Jana—. Disponemos de quince minutos.
Ester se dijo que ella era diferente y no podía acabar de aquella forma. Aún tenía que sacarle
jugo a la vida. «Piensa, Ester, piensa».
¡El tiempo! Eso era… los efectos de NeuroAl duraban una hora, pero habían desperdiciado
unos valiosos minutos con Castro y Olga así que quedaban quince minutos antes de que los cuatro
invitados salieran de los efectos de la droga. Podrían volver a rociarlos, pero dudaba que Jana se
la jugara. En Marion parecía que la repetición había dejado su cerebro frito. Jana no podía
permitirse dejar como vegetales a la fuente de sus próximos ingresos así que la solución para salir
de allí era ganar tiempo.
—¿Por qué yo? —apenas le salió la voz—. Te he salvado el culo y ¿así me lo pagas?
—¿Quién te crees que eres hablándome de esa forma?
—Está claro que les has provocado amnesia con NeuroAl, pero ¿para qué? ¿Qué quieres
conseguir?
Jana se volvió hacia los cuatro pujadores vestidos con túnicas.
—Rechazaron mi oferta por sus cuadros. La consideraron ofensiva. Pues bien, haré cuanto sea
necesario para conseguirlos.
Aunque Ester se sentía empequeñecida, osó sostenerle la mirada.
—El fin justifica los medios.
Jana sonrió.
—Bien…, vas aprendiendo.
Les llegó la voz de Eleuterio.
—Por favor…
—Tu marido te necesita. Si te queda algo de humanidad, deja que un médico le asista.
Jana se mantuvo de espaldas al rincón donde yacía Eleuterio.
—Entiendo… —Ester meneó la cabeza—. ¿La vida de todos nosotros vale menos que cuatro
dibujos mal pintados?
Jana la miró fijamente con la furia de un león. Ester temió una represalia.
—Su ignorancia sobre arte es ofensiva. Son simples acumuladores de obras, incapaces de
diferenciar una estatua de cuatro mil años de antigüedad de una vulgar copia en yeso. —Señaló en
dirección a la sala de subastas—. Se merecen que les timen y les saqueen.
El corazón de Ester empezaba a llenarse de esperanza. El tiempo pasaba y pronto el efecto de
NeuroAl desaparecería. El momento de su liberación estaba cerca.
—Puede que no sepan distinguir una copia de un original, pero son inversores y no les vas a
engañar fácilmente. Les comprarás los cuadros con el dinero que les sacarás con la subasta de una
estatua en yeso de la diosa Ishtar. ¿Ese es tu plan?
Jana la miró divertida y sonó una carcajada que en otras ocasiones habría sido contagiosa.
Entonces, Ester lo comprendió.
—No pretendes engañarles… Para eso has montado este escenario tan peculiar. Quieres sacar
provecho de NeuroAl como lo hiciste con el juez: ¡vas a chantajearlos!
—Te subestimé. Lástima que seas parte activa de este montaje o, mejor dicho: la víctima
perfecta de un macabro grupo de practicantes de rituales satánicos.
Jana pasó al otro lado de la camilla y le señaló varios objetos situados cerca. Un sudor frío
recubrió el cuerpo de Ester. Había caído en la cuenta de que el tiempo podía pasar y los cuatro
invitados salir de su sumisión, pero Jana nunca dejaría un testigo como ella. Su vida corría peligro
de igual modo. Jana miró a un hombre.
—Grabaremos la violación que te practicará Josep Lluís Casamajor, un respetable empresario
del Opus Dei. —Sus ojos se posaron en un segundo hombre—. El desangramiento por corte en las
venas de tus muñecas que te provocará Víctor Serra, un adinerado abogado penalista. —Su mano
señaló a Dolors—. Dolors Rovira, una acérrima defensora de las mujeres te clavará una daga en
el corazón y todo bajo la atenta mirada del maestro de ceremonias: Juan Vera, un político.
De pronto, Ester tuvo la necesidad de hacerse un ovillo. Se sentía expuesta y sumamente
vulnerable. Movió las caderas y el torso con la intención de aflojar las cuerdas.
—¡Que no se mueva! —ordenó Jana.
Kolya tensó lo máximo que pudo las cuerdas que la ataban. Sus articulaciones se quejaron. Su
cuerpo había quedado inmovilizado.
—¡Fuego! ¡Fuego! —gritó tan fuerte que las venas de su cuello se dilataron.
—Por Dios, ¡amordazadla!
Cubrieron la boca de Ester con una cinta de seda blanca que ataron detrás de su cabeza. Ya
solo le quedaban los ojos para expresar el pánico que sentía. Las lágrimas volvieron a rodar por
sus sienes. El show estaba a punto de empezar. No estoy acabada, no estoy acabada, se decía.

Justo el equipo de policías había avanzado unos metros hacia el acantilado cuando escucharon una
detonación. Al mirar en aquella dirección, vieron a la mujer con el vestido blanco caer al vacío,
golpearse contra las rocas y terminar engullida por el mar.
51

Jana ordenó empezar la grabación.


—Juan Vera, indica a tus compañeros su posición como hemos hablado antes.
El político transformado en maestro de ceremonias movió la mano para indicar al miembro del
Opus Dei que se situara cerca de las piernas de Ester. Otro gesto sirvió para que el abogado
penalista cogiera un cuenco de porcelana blanca entre las manos. La última indicación fue para la
defensora de las mujeres. Ella cogió una daga con empuñadura trabajada y de hoja curva de unos
veinte centímetros y se situó detrás de la cabeza de Ester.
Ester intentó moverse, pero estaba sujeta con demasiada fuerza. Movió la cabeza para mirar a
Dolors. Sostenía la daga a la altura del estómago con las dos manos. Esperaba órdenes. Quiso
hablarle, pero la mordaza se lo impedía. Al bajar la mirada hacia sus pies, notó como la venda
sobre su boca se había aflojado. Sintió una punzada de esperanza, aunque al instante se esfumó. El
abogado penalista le rasgó el vestido a la altura del escote dejando a la vista su sujetador negro.
Le vio alzar el cuenco como si fuera una ofrenda al cielo. Su corazón golpeaba el pecho con furia.
Victor Serra mojó su mano en el líquido rojo que contenía el cuenco y dibujó un pentagrama
invertido en la piel del pecho de la joven. El maestro de ceremonias le entregó una toalla blanca y
se limpió las manos con ella.
—Juan Vera, indica con la mano a Josep Lluís Casamajor que se aproxime al altar —ordenó
Jana.
El político hizo el gesto mientras ella le daba las instrucciones al empresario del Opus Dei.
—Casamajor, quítate los pantalones —su voz mantenía el tono dulce, aunque a la vez
autoritario—, levántate la túnica hasta la cintura, sube al altar y viola a la mujer atada.
El miembro del Opus Dei acató las órdenes con la mirada vacía. Se levantó la túnica y se quitó
los pantalones. El pecho de Ester subía y bajaba al ritmo de sus lágrimas. No podía moverse, no
podía gritar, Joan estaba muerto y nadie vendría en su ayuda. No había esperanza. Su violador
subía a la camilla medio desnudo. Ester cerró los ojos y dejó de moverse. Alguien le levantó el
vestido hasta la cintura y le arrancó las bragas. Una lágrima se escapó bajo sus párpados.

Oleg Bubka se volvió hacia las tres personas arrodilladas ante él.
—Es fácil matar si no se tienen escrúpulos. —Se situó ante Castro y se agachó—. ¿Crees que
tendría escrúpulos para matar a un niño?
—Como te acerques a mi familia ¡te mato!
Bubka se volvió hacia Olga.
—Tu prometida es de una gran belleza. Sería una lástima que le ocurriera algo.
—¡Déjala fuera de esto!
Bubka se alzó y se apartó del grupo.
—Hoy me siento generoso. —Ensanchó sus labios con una leve sonrisa—. Os haré dos regalos.
El primero: dejaros con vida. —Uno de sus matones cogió del brazo a Joan Mur y le obligó a
levantarse—. El segundo, y más importante para continuar trabajando para mí, me encargaré de
dejaros sin ningún testi…
Antes de terminar la frase una bala le alcanzó el pecho. Los matones sacaron sus armas y
dispararon contra la oscuridad.
—¡Alto, policía! ¡Alto, policía!
Joan se lanzó al suelo. Olga y Castro intentaron neutralizar a dos de los matones. Joan escuchó
voces, pasos, balas pasando demasiado cerca hasta que el silencio desplazó el caos. Levantó la
cabeza. Unos policías apuntaban a los detenidos, alguno de ellos herido.
—Joan, vamos, arriba —le dijo Relinque—. Ya ha pasado.
De pie, Joan pudo ver la escena al completo pero sus ojos solo se fijaron en Olga. Yacía en el
suelo a pocos metros de él. Corrió en su dirección, la llamó, pero ya nada podía hacerse por ella.
Su ropa estaba manchada en sangre y su mirada carecía de vida. Se llevó las manos a la cabeza y
miró hacia el cielo.

El inspector Vargas de los Mossos d’Esquadra y el inspector Ortiz de la UDYCO evitaron


felicitaciones. Habían conseguido neutralizar a Bubka y a sus hombres, pero habían perdido a un
compañero y una civil había muerto.
—Ahora Asuntos Internos ya podrá cerrar el informe sobre Gallardo y Castro —dijo Vargas
antes de salir de la furgoneta. Necesitaba respirar el aire de la noche.
El inspector de la UDYCO asintió en silencio. Era un triunfo agridulce. Perder a un
compañero, aunque fuera investigado por sus posibles vínculos con un grupo mafioso, nunca era
fácil. Cogió su tabaco y su móvil y también salió de la furgoneta. Necesitaba estar a solas, calmar
su alma con un pitillo y alejarse de aquella angustiosa realidad durante unos minutos.

Joan, consternado, observó el cuerpo sin vida de Olga. Su futuro, sus ilusiones se habían acabado
de golpe. Aquel día, cuando se levantó, no se imaginaba que le quedaban pocas horas de vida.
¿Cómo las había pasado? Lejos de su prometida. Joan se volvió.
—¿Y Ester?
Relinque le miró sin comprender.
—Mijail Kozlov también retuvo a Ester Soler en el sótano. Hay que rescatarla. Está en peligro.
Relinque cogió su móvil y efectuó una llamada.
—Qué raro, el inspector Vargas no responde.
Intentó otro contacto.
—Kosovo tampoco —su voz transmitió preocupación.
52

Clara tardó varios segundos en identificarlo porque había olvidado completamente que se había
agenciado del móvil de Kosovo. Aún vibraba cuando lo sacó del bolsillo. Observó la pantalla:
ocho llamadas perdidas de un tal Relinque. Frunció el ceño. Aquel nombre le sonaba, pero se vio
incapaz de recordar dónde lo había escuchado con anterioridad. En cuanto volvió a sonar, lo lanzó
tan lejos como pudo: a unos cuatro metros de ella. Si llama a un sicario, concluyó, no será para
nada bueno.

En el techo del coche de la policía secreta, una luz azul pedía paso. Conducía Relinque a máxima
velocidad. En el asiento del acompañante Joan mantenía el silencio, aunque solo en apariencia. Su
voz interior estaba muy activa. No dejaba de hablar de la panda de inútiles que le rodeaba.
No entendía cómo habían podido dejar retenida a Ester en un sótano por un peligroso mafioso.
Tantos policías controlando la situación, pero nadie se había fijado en que ella continuaba allí.
Joan apretó con más fuerza el asidero. Ellos terminarían el trabajo que aquella panda de inútiles
había dejado a medias, pero tardarían unos valiosos quince minutos en llegar al chalet. Un tiempo
que quizás para Ester fuera la diferencia entre la vida y la muerte. Miró a través del parabrisas.
¿Con qué se encontrarían cuando llegaran? Se preguntó y, de pronto, se sintió pequeño ante la
malignidad de Mijail Kozlov. Ellos se saltaban semáforos en rojo. Los coches les cedían el paso,
pero Joan sentía que ya nada importaba. La había perdido.
—Vuelve a llamar —ordenó Relinque.

Clara lo intentó, pero no podía apartar los ojos de aquel móvil que iluminaba la noche con cada
llamada que recibía. En ese momento de profunda impotencia se le antojó que, quizás, aquel
Relinque que llamaba con tanta insistencia podría conocer dónde retenían a su amiga.
Antes de que cualquier verbenero pudiera birlárselo, recogió el móvil del suelo. Volvió a
vibrar. Esta vez la llamada provenía de un número desconocido. Le daba igual.
—¿Dónde está Ester?
—¿Quién eres…? —preguntaron desde el otro lado de la línea telefónica.
Silencio.
—¿Clara? ¿Eres Clara, la amiga de Ester? ¿Por qué no contesta Kosovo?
Clara enmudeció. ¿Cómo sabían su nombre?
—Soy Joan. Necesito hablar con David, el camarero. Ester está en peligro y solo él puede
ayudarla.
—Estás muy equivocado si crees que voy a entregar el teléfono a un sicario mientras mi mejor
amiga está vete a saber dónde con un depravado que le ha acosado toda la noche. Así que, si no
puedes decirme dónde puedo encontrarla, lanzaré el teléfono a la hoguera y no podrás hablar con
el sicario. ¿Te ha quedado claro?
—Vale…, Clara… Para empezar, Kosovo no es un sicario.
—Kosovo es un sicario y tú…
—¡Es policía! —Cuando hubo conseguido la atención de Clara, continuó—: Kosovo es un
agente de policía que vigilaba a Ferrer. Escúchame, el tiempo pasa, Ester está en serio peligro y
solo él puede ayudarla.
—¿Kosovo es policía?
—Sí, y si sabes dónde está debes entregarle el teléfono lo antes posible.
—¡Ay, madre! Me va a matar.
53

Mijail Kozlov había cedido la autoridad a Jana hasta que se levantó de la silla.
—Apagad la grabación —ordenó a los técnicos mientras se guardaba el móvil en el bolsillo—.
Recoged y larguémonos antes de treinta segundos.
El cámara, aunque sorprendido, empezó a desconectar los cables del ordenador con rapidez.
—¿Qué estás haciendo? —La dureza en la mirada de Jana hubiera acobardado a cualquiera,
pero no a él—. Controlo el tiempo y aún nos queda suficiente.
—Oleg Sergeyevich ha muerto y la policía está cerca.
—No he llegado hasta aquí para quedarme sin esos cuadros. Puedo hacerlo. Puedo acortar el
proceso.
Mijail Kozlov se situó ante ella.
—Conseguirás los cuadros que deseas. —La intensidad de su mirada transmitía más que sus
palabras—. Gozarás de la belleza de tu colección, pero… no ahora.
Jana volvió la cabeza atrás y aspiró con fuerza.
—Si les encuentran con vida, los llevarán hasta nosotros…
—Jamás los encontrarán vivos. Yo me encargo.
Jana se volvió hacia la escena que habían estado grabando. El empresario del Opus Dei
continuaba sobre Ester. Mijail Kozlov le cogió de la mano y tiró de ella. Sin replicar, Jana le
siguió. Al pasar junto a Eleuterio, él levantó la mano en su dirección, pero ella no le vio. Le
cegaba la ira por la oportunidad que había perdido. La pared se movió y la sala secreta quedó
cerrada.
—Kolya, asegúrate que nadie quede con vida en el sótano —ordenó Mijail Kozlov cuando
salió al rellano.
—Sí, jefe.
Antes de desaparecer por la puerta de entrada, Kozlov se volvió hacia su hombre.
—Date prisa. La policía llegará en unos minutos.

Corrió al chalet con el bolso de Ester en una mano y el móvil de Kosovo en la otra.
Al entrar en la cocina, apenas podía respirar. Vaciló. El cucharón inoxidable aún bloqueaba la
puerta de la bodega, pero alguien desde su interior intentaba derribarla a empujones. Se mordió
los labios. Se acercó con cautela.
—Ya voy, ya voy… —Dio un bufido. Odiaba que le presionaran—. ¿Puedes dejar de aporrear
la puerta? Voy a abrirte. Dame… dame un minuto para encontrar la llave. Podrías aprovechar para
respirar hondo y calmarte, ¿vale?
Los golpes cesaron y ella respiró aliviada. Se abalanzó sobre el fregadero.
—¡Mierda!
Sin rastro del pinganillo que había quitado de la oreja de Kosovo ni de la llave. Con la
intensidad del momento olvidó dónde la había tirado. Abrió el primer cajón junto al fregadero.
Metió la mano. Removió los cubiertos. Nada. Rebuscó en el segundo cajón… y en el tercero… y
en el cuarto con el mismo resultado. Se mordió los labios. ¿Dónde…? Clinc. Su pie parecía haber
chutado algo metálico. Se agachó.
—¡La tengo! —gritó.
Se acercó a la puerta de la bodega con manos temblorosas. Insertó la llave en la cerradura.
—Ya estoy aquí. —La hizo girar y la puerta se abrió. Clara alargó el móvil—. Sé que estás
enfadado conmigo, pero Joan necesita tu ayuda.
54

Cuando la sala quedó aislada del resto del mundo, Ester entró en pánico. Nadie la salvaría. Nadie
oiría sus gritos. Nadie evitaría su asesinato. Si no volvían para salvar la vida de Eleuterio
tampoco lo harían para salvar al único testigo de sus atrocidades. Miró al abogado penalista.
Acercaba peligrosamente un afilado puñal a pocos centímetros de su muñeca. «Si al menos
pudiera quitarme la mordaza de la boca». Movió la cabeza… la mandíbula. Intentó friccionar la
cara con su hombro y su brazo. La venda se movió unos centímetros. Notó el pene erecto del
empresario rozar sus rodillas. Movió la cadera para evitar que el pene de su violador se acercara
a sus genitales. Su boca quedó liberada de la mordaza.
—Por favor…, no lo hagas…, por favor… —Las lágrimas resbalaban por su cara, y su pecho
se movía por la misma desesperación que sentía.
Aquello era el fin… Con algo de suerte podría conseguir que aquel hombre no la violara, pero
solo conseguiría alargar su agonía. Le esperaba el desangrado o una puñalada en el corazón.
Aquellas personas parecían responder solo a las órdenes de Jana. Ella había huido, pero aún
controlaba la voluntad de aquellas cuatro personas. Unos respetables invitados que habían sido
programados para acabar con su vida.
Ester vio el pene erecto del empresario que se acercaba y no podía hacer nada para evitarlo.
Gritó. Le escupió. Le suplicó. Solo parecía responder a la de Jana. Su voz… Entonces, vio una luz
de esperanza. ¿Y si…?
Cogió aire. Debía parecer calmada si quería imitar el tono dulce pero autoritario de la voz de
Jana.
—Josep Lluís Casamajor, para.
Pero aquel hombre continuaba gateando hacia ella.

Kosovo la hubiera detenido por agresión a un agente, pero la urgencia que transmitía su voz lo
frenó. Se llevó el teléfono a la oreja.
—… Estaba inoperativo. —Miró a clara—. Joan, si no te calmas no te entiendo… Sí, lo sé.
Los he visto bajar al sótano… bien…, entendido.
Colgó la llamada. De pronto, su ira se había transformado en una expresión de gravedad,
aunque en ningún momento perdió su aplomo.
—¿Qué ocurre? —preguntó Clara alarmada—. Por favor…, necesito saber qué está
ocurriendo. ¿Y Ester?
Kosovo se descalzó y se quitó un alza del interior del zapato que le permitía simular su cojera.
—Tu amiga está retenida en el sótano y su vida corre peligro.
—¿Cuál es el plan?
—Liberarla.
Clara se mordió los labios.
—Pero… hay un matón en la puerta, ¿cómo conseguiremos distraerlo para entrar?
Kosovo la miró en silencio durante unos segundos antes de abrir cajones y armarios de la
cocina hasta que encontró una batidora. Se la entregó. Mientras ella la miraba con curiosidad,
Kosovo cogía una botella de vino y un par de copas.
—Sígueme, pero mantente a varios metros detrás de mí.
Clara le vio salir de la cocina y volver a simular su cojera. Se acercaba al corpulento hombre
que impedía el acceso al sótano con una amplia sonrisa. Alzó el vino y las copas.
—¿Una copita, joven?
El ruso miró con desprecio al camarero cojo.
—¡Largo de aquí! —Alargó el brazo en su dirección para indicarle que podía dar media vuelta
e irse por donde había venido. Kosovo dejó caer la botella y aprovechó el gesto del matón para
agarrarle del codo y empujar hacia adelante. Con un movimiento rápido, apoyó la mano sobre su
mandíbula y le hizo caer al suelo.
—¡La batidora!
Clara se la entregó y vio con sorpresa cómo el policía maniataba al esbirro de Kozlov con el
cable. Kosovo lo arrastró hasta quedar escondido detrás de una figura. Se levantó la pernera del
pantalón y sacó una pistola. Abrió la puerta del sótano, entró y miró por la barandilla.
—Vamos. —Cogió del brazo a Clara y la situó delante de él. Su espalda le servía para
esconder la pistola. Bajaron la escalera con cautela.
—La he encontrado. Estaba fuera —gritó.
Se pararon. Nadie respondió. Continuaron bajando los escalones hasta llegar a una sala con
cuatro butacas separadas por una mampara ante una estatua. Estaba vacía.
Clara pasó junto al policía. Según avanzaba hacia el centro de la sala, su inquietud aumentaba.
—¡La luz está encendida! ¿Y Ester? —Se fijó en una ventana de dimensiones reducidas cerca
del techo por donde solo un gato escuálido podría salir—. ¿Cómo ha podido salir de aquí? —Se
llevó las manos a la boca—. Me he dejado llevar…, creía que ibas a hacerle daño…, yo… lo
siento. He metido la pata, y ahora Ester está en peligro y… no sabemos dónde está.
Kosovo la sostuvo por los hombros y la obligó a mirarlo.
—Jeni.
—Me llamo Clara.
—Clara, no es momento de lamentaciones, ¿de acuerdo?
La joven asintió y el policía la soltó.
—¿Te has fijado en que esta sala es más pequeña que la parte de arriba?
—¿Piensas en una sala secreta? —Los ojos de Clara centellearon emocionados. Se acercó a la
estatua. Giró sobre los talones y se fijó en las cuatro butacas.
—Están separadas por unas mamparas…; puede que para permitir el anonimato entre quienes
se sentaron aquí. Así que… —Se situó bajo el foco más grande de la sala—. Imaginemos que Jana
Ferrer bajó con cuatro invitados para subastar esta estatua… ¡Oh! —Se volvió hacia Kosovo—.
Puede que no fuera el único objeto que subastara esta noche. Puede que detrás de alguna de estas
paredes haya un almacén lleno de cuadros y caras obras de arte.
Kosovo se mantuvo en silencio.
—¿Te has dado cuenta que hay cuadros en todas las paredes excepto en aquella. —Señaló la
más próxima a la estatua de la diosa Ishtar. Se acercó—. ¡Aún huele a pintura! ¡Ay, madre! ¡Hay
gotas de sangre en el suelo!
—No las pises.
Clara tragó saliva y evitó pensar en lo que podría significar aquello. El policía guardó la
pistola en su cinturón y también olió la pared.
—Recién pintada. —Se agachó—. Una de las gotas parece continuar detrás de la pared.
La observaron con curiosidad.
—¿Cómo se abrirá? No hay estanterías ni un tirador.
—Tampoco se ven bisagras. Se abrirá hacia adentro.
Kosovo le pasó la mano con suavidad. Decidida, Clara le imitó, pero se centró en los laterales.
Los apretó en distintos puntos. Esperaba encontrar un pulsador que les diera acceso al interior.
Varios intentos después, el desespero llenó su corazón. Había fracasado.
—Clara, ¿qué echas en falta? —preguntó Kosovo mientras señalaba un termostato en la pared.
Clara echó una ojeada a su alrededor.
—¡No hay equipo de climatización!
Ambos intercambiaron una mirada de esperanza antes de lanzarse hacia el termostato. Kosovo
lo manoseó. Fue entonces cuando lo oyeron. Sonrieron. Un leve clic sonó seguido por un sonido
de deslizamiento. Entre preocupada y esperanzada, Clara avanzó hacia la abertura. Kosovo la
apartó y sostuvo el arma delante de él. La pared se movía hacia un lateral. El olor a aire viciado
les abofeteó. La abertura se hacía mayor, y del otro lado de la pared, salía una luz brillante. Poco
a poco la escena llegó a sus ojos por completo. Kosovo bajó el arma. Clara se quedó petrificada.
Tan solo un grito de terror salió de su garganta.
—¡Ester!
55

Relinque frenó. La calle estaba cortada por varias dotaciones de policías y tres ambulancias.
Salieron y corrieron entre ellos hasta que unos policías les impidieron el paso. Relinque mostró su
placa. Les permitieron pasar, pero, en opinión de Joan, podía ser ya demasiado tarde. En el
interior del chalet, el inspector Vargas se llevaba detenido a Kolya. Habían sustituido el cable de
la batidora por unas esposas reglamentarias.
—¿Y Ester? —le preguntó Joan.
—Déjeles pasar —ordenó el inspector a un agente—. Relinque, hágase cargo del detenido.
Un par de policías uniformados llegaron hasta ellos.
—Asegúrense de que nadie acceda al despacho hasta que llegue la científica —les dijo. Luego
se volvió hacia un Joan cada vez más ansioso—. Acompáñeme, pero pise solo donde lo haga yo.
Siento que se haya visto involucrado en el tiroteo.
Pasaron ante el policía uniformado que vigilaba el acceso al sótano. Al llegar abajo, Joan se
sorprendió encontrarse con un espacio más amplio del que recordaba. Un técnico de emergencias
sacó la cabeza por la abertura de acceso a la sala secreta.
—Inspector, ha fallecido.
El inspector Vargas se acercó al sanitario mientras Joan se llevaba las manos a la cabeza. No
podía creerlo. Se inclinó hacia adelante y apoyó las manos en las rodillas.
—Joan, por aquí —le indicó el inspector.
Joan siguió andando con el corazón golpeándole la camisa. Al pisar la sala secreta, tres
sanitarios se dirigían al fondo de la sala. Su mirada les siguió. Cuatro personas vestían túnicas
blancas y gesticulaban. Le llegaron sus voces consternadas. Kosovo parecía estar grabándoles con
su móvil. Joan volvió la cabeza. El equipo de emergencias recogía sus maletas alrededor
de un cuerpo cubierto por una sábana. A varios metros, un técnico estaba agachado frente a una
Clara pálida y con el rostro desencajado. Aun así, ofrecía apoyo a su amiga que estaba en estado
de shock. Respiró aliviado.
Joan y Ester se miraron. Ella le mostró sus manos ensangrentadas. Él se agachó y la rodeó con
los brazos.
—Estás viva. —La besó y apoyó su frente en la suya.
—No puedo creerlo. Le han dejado morir… Han dejado morir a Eleuterio y yo no he podido
hacer nada por evitarlo. —Ester empezó a llorar—. He presionado la herida, pero… —sacudió la
cabeza para apartar aquellas imágenes que le afectaban profundamente— … llegué demasiado
tarde.
—Has hecho más que su esposa. No debes sentirte culpable.
—Pero yo he sobrevivido…, él no.
El técnico de emergencias pidió a Joan que le ayudase a alejarlas de allí. Entre los dos, las
acompañaron hasta la sala de subastas, donde ellas prefirieron sentarse en el suelo.

El inspector Vargas se acercó a los sanitarios que se ocupaban de los cuatro individuos vestidos
con túnicas.
—Parecen confusos —le informó Kosovo—. Solo preguntan qué están haciendo aquí. —
Alargó el móvil a su jefe—. Les he grabado desde que llegué.
—Bien, podría servirnos como prueba.
Kosovo se alejó para interrogar a la única testigo que podía esclarecer lo sucedido. Salió a la
sala de subastas y dio una palmada al hombro de Joan.
—¿Cómo se encuentra? —preguntó el policía al técnico de emergencias que daba apoyo a
Ester.
—Su estado es el normal después de una vivencia traumática.
Kosovo se agachó ante Ester mientras Joan le miraba desconcertado. Reconocía aquella voz,
pero no su aspecto.
—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó el policía—. ¿Qué hacen esos cuatro vestidos con túnicas?
Ester se miró las manos manchadas de sangre. Le temblaban.
—Jana ordenó atarme. Me… me ataron… —Señaló sus muñecas y sus tobillos—. Pretendían
simular un ritual satánico. —Sorbió por la nariz—. Querían… querían grabarlo para… para
chantajearlos. Iban a matarme por unos cuadros, ¡por unos putos cuadros!
—Tranquila, respira, respira —dijo Clara.
—He sentido mucho miedo. —El llanto volvió a invadirla—. Iban a violarme, a cortarme las
venas y a apuñalarme en el corazón.
Clara la miró consternada. Joan le acarició la cara.
—Lo importante es que estás viva —le dijo—. Creía que te había perdido.
—Lo siento. —Kosovo se volvió hacia el escenario que Jana Ferrer había montado al fondo de
la sala. Los sanitarios evaluaban el estado de salud de los cuatro invitados—. ¿Cómo consiguió
liberarse de las correas?
Ester cerró los ojos y aspiró con fuerza antes de hablar.
—Creí que me rescatarían, que vendrían a salvarme, pero… —se encogió de hombros—
estaba sola. Esos cuatro no eran conscientes de mi sufrimiento por mucho que yo les gritara,
suplicara o escupiera. —Meneó la cabeza—. Nunca dejarían de hacer aquello para lo que Jana les
había programado.
Su voz se truncó y se tomó unos segundos antes de continuar.
—Respondían solo a su voz, así que… pensé en imitarla. Lo intenté una… y otra… y otra vez,
pero —volvió a menear la cabeza— no me obedecían. Me aislé en mi interior. No podía con
aquello… hasta que me di cuenta de algo: a mi voz le faltaba autoridad. Así que lo intenté por
última vez… le ordené que parara y… paró. —Una lágrima rodó por su mejilla—. Les ordené que
me desataran y me desataron. Me tiré al suelo. No podía ponerme en pie…, pero… conseguí
llegar hasta Eleuterio… gateando… había perdido mucha sangre. Entraba en estado de shock por
falta de circulación sanguínea. Tenía que intentar controlar la hemorragia, pero la localización de
la herida en un costado lo dificultaba. Rasgué los bajos de mi vestido y… y tapé la herida. —
Lloró—. Nunca me había sentido tan sola. No he podido salvar la vida de Eleuterio. Le han
dejado morir. Era un buen hombre y no se merecía terminar así.
Clara la miró y asintió por solidaridad. Joan se mordió la lengua. Creía que no era el momento
de hablar, pero pensaba en la definición de buen hombre y en que, ni de lejos, se asemejaba a la
del farmacéutico que fabricó una droga con la que violaron y asesinaron a mujeres, por no hablar
de degollar a quien osó fabricarla sin su consentimiento.
—Siento que hayas pasado por esta experiencia —optó por decir—. Pero estoy aquí… contigo.
—Lo peor ya ha pasado —dijo Clara—. Estás a salvo.
Ester se sintió tan querida y protegida que, al fin, se permitió relajarse un poco y sonreír.
—¿Habéis encontrado la droga? —preguntó Joan a Kosovo.
El policía se levantó y Joan le imitó.
—Aún es pronto.
—¿Qué ocurrirá si no la encontráis? Y ¿por qué has envejecido treinta años? Hay algo más,
¿verdad? ¿Os esperabais algo así?
Clara escudriñó las arrugas alrededor de los ojos de Kosovo y no conseguía imaginárselo sin
ellas.
—El plan era vigilar a Olga y Castro por si contactaban con Oleg Bubka y confirmar que les
tenía en nómina.
—Y la droga que mató a mi hermana… ¿ya no era importante?
—Había un segundo equipo. Creemos que el Coleccionista estaba aquí para recibir una entrega
de drogas, pero Mijail Kozlov y Jana Ferrer han conseguido huir. Sabemos que Kozlov tiene
recursos y que, si regresa a Rusia, le perderemos. Hemos dado aviso para que sus contactos estén
vigilados por si aparece.
—¿Por qué los habéis dejado escapar? Teníais cámaras de vigilancia distribuidas por el chalet.
—Alguien las quitó y perdimos las imágenes del vestíbulo. No todo está acabado, Joan.
Kozlov se habrá llevado la droga. La necesitará para asegurarse la protección de sus jefes. La
prioridad ahora es encontrarlo. Si lo encontramos a él, encontramos la droga. —Volvió a
agacharse ante Ester—. Cuando huyeron, ¿mencionaron algún lugar o el nombre de alguna
persona? Cualquier pista podría ayudarnos a encontrar a Mijail Kozlov.
Ester negó con la cabeza. Las aletas de la amplia nariz de Joan se movían.
—¡Maldita sea!
Kosovo se volvió hacia él.
—Quiero que lo tengas claro: haremos cuanto sea necesario para evitar que esa droga llegue a
la calle.
El policía le dio una palmada en el hombro y se fue.

El sanitario que atendía a Ester fue a buscarle un botellín de agua.


—Eleuterio solo tuvo fuerzas para balbucear dos palabras: Jana y libreta. —Ester susurró a su
amiga cuando se aseguró que nadie más podía escucharle—. Le prometí que haría desaparecer su
libreta con la fórmula de la droga. —Apretó los labios—. Yo no puedo defraudarle también. Hay
que recuperar mi bolso de la piscina.
—No te preocupes —respondió Clara—. Lo recuperé, pero creo que me lo dejé en la cocina.
—¿Podrías traérmelo?
Clara se imaginó subiendo las escaleras, cruzando el vestíbulo, mintiendo al policía que le
impediría coger el bolso que contenía la fórmula de la droga, es decir, una prueba. Reprimió un
bufido. Entendía que Ester había sufrido mucho y no quería entrar en un conflicto con ella, pero se
preguntaba si no podría delegar aquel agotador trabajo en otra persona.
—Luego iré.

El inspector Vargas pasó cerca del grupo, pero no se acercó. Joan corrió hasta él y le dio alcance
antes de llegar a la escalera.
—¿Y Richi Ferrer?
—Le hemos detenido, pero su hermana y Mijail Kozlov han conseguido escapar.
—Pero les detendrán.
—No le mentiré. Tienen dinero y contactos. Será difícil.
—Pero deben encontrar la droga. Sin ella, el culpable de la muerte de mi hermana volverá a
quedar libre. Debe pagar por ello.
—Sé que le estoy pidiendo demasiado, pero tenga paciencia. Hay un procedimiento que seguir
si queremos que las pruebas sean aceptadas ante un tribunal. Discúlpeme.
Antes de irse, una voz apagada llegó hasta ellos.
—Sé cómo podemos relacionar a Richi con la droga.
Se giraron. Ester había captado su atención y se le acercaron.
—Yo he sido una víctima de Richi. Me vaporizó la droga. Sentí que me caían gotitas por la
cara. Sé que acepté hacer de cebo para detener a Richi, pero en el último momento sentí miedo y
no respiré. Me agaché y me limpié los labios. Puede que aún queden rastros de la droga en mi
vestido o en la piel.
El inspector Vargas asintió pensativo.
—Bien. Hablaré con la científica.

En el vestíbulo, Relinque esperó a que cortara la comunicación telefónica para acercársele.


—Inspector, hemos detenido a los dos técnicos de grabación que estaban en el sótano y aún
llevaban las cintas encima.
—Gracias, Relinque. —Vio que su subordinado no se movía—. ¿Hay algo más que quiera
contarme?
—Ha desaparecido un cuadro. Me he pasado horas observando las imágenes que transmitían
nuestras cámaras y, en concreto, las del pintalabios que habíamos colocado allí. —Señaló un
mueble—. Enfocaba un cuadro con una guitarra que ya no está. Ha desaparecido.
—Hágalo constar en su informe. —Y añadió—: Póngalo en conocimiento de los investigadores
del caso de Los Fantasmas. Nunca se sabe.

Joan se sentó en el suelo junto a Ester y fijó sus ojos azules en los de ella. Permanecieron en
silencio, mirándose. Saborearon aquel momento de intimidad en el que las palabras sobraban y el
miedo se diluía.
—¿Dónde se supone que estaría escondida? —preguntó Clara—. Me refiero a la droga.
Bueno… es que pensaba que si el ruso se la había llevado es porque la tenía preparada… no
sé…, en un maletín, por ejemplo.
Joan y Ester sonrieron con resignación.
—¿Crees que les dio tiempo a coger un maletín? —Ester meneó la cabeza—. Ese
desgraciado… Kozlov nos observaba impasible hasta que de pronto ordenó evacuar, y en menos
de treinta segundos me dejaban sola con esa panda de zombis.
—Kozlov ya tendría la droga cargada en el vehículo con el que han huido —dijo Joan.
—Podría ser que esté en casa del químico que la fabricó.
Joan expresó a Clara su duda con un gesto.
—Jana no lo permitiría. Le gusta tener cualquier situación bajo control. Tampoco la veo
confiando en un amigo de su inepto hermano.
Ester se dio unos golpecitos en la barbilla.
—Umm, entonces debe estar escondida en algún lugar de fácil acceso para Jana. La ha
administrado a un juez y a esos cuatro.
Joan levantó una mano.
—Te faltan varios coleccionistas… Jana estaba siendo investigada por irregularidades en la
adquisición de ciertas obras de arte. La policía sospecha que habría utilizado NeuroAl para
obligar a los propietarios de las obras a firmar un contrato de compraventa por un precio inferior
al pactado.
—Controladora, ambiciosa y sin escrúpulos. —Ester pensaba en voz alta—. No creo que Jana
quiera venderla. Querrá sacarle provecho.
—Esperemos que la policía haga bien su trabajo y encuentre la droga es su casa, en su oficina
o detrás de otra pared falsa.
Clara los escuchaba en silencio por no molestar hasta que tuvo una idea y quiso compartirla.
—O ¡detrás de un cuadro! Puede que haya una caja fuerte escondida a simple vista tras uno de
esos cuadros.
—Me noté salpicada por pequeñas gotitas en la cara… un spray. —Ester entrecerró los ojos
—. Richi llevaría un spray. Pero… debía ser pequeño para que cupiera en la mano. De lo
contrario, yo lo habría visto.
—¡Perfume! —Clara le tocó el brazo—. Podrían ser dosis de un volumen similar a las
pequeñas muestras de perfume.
Los ojos de Ester se abrieron. En su mente, las piezas encajaban una a una. ¿Cómo no lo he
visto antes? Ahora entendía. Hubiera saltado de emoción si no tuviera sangre en las manos y el
vestido hecho harapos. Echó un vistazo a sus compañeros.
—Yo sé dónde está. —Levantó la barbilla orgullosa—. Tenemos que hablar con el inspector.
56

El inspector Vargas concentraba su atención en la figura de una mujer tallada en piedra grisácea.
—Señorita Soler, ¿está completamente segura de lo que dice?
Ester y Joan intercambian una mirada. Él la animó con un ligero movimiento de cabeza.
—Bueno, solo hay que mirar dentro. —Se acercó al inspector y dos policías la siguieron—.
Jana Ferrer siempre ha trabajado con obras originales, ¿qué sentido tiene encargar un duplicado
en yeso de la diosa Ishtar? Alguno de esos cuatro zombis podría descubrir la estafa.
—Sería un buen reclamo para cuatro pujadores ambiciosos. Es más tentadora la exclusividad
de una estatua babilónica que cualquier cuadro que Jana Ferrer pudiera adquirir.
—Podría tener razón…, pero conocí a Richi hace unas semanas. Quería presentarme a Ishtar.
Me aseguró que lo pasaría en grande. Poco después, oí a Jana conversar por teléfono. Aseguraba a
alguien que dispondría de Ishtar en unos días. Investigué y descubrí que Ishtar era la diosa de
mayor importancia de Babilonia. Un lugar donde toda mujer estaba obligada una vez en su vida a
prostituirse en el templo levantado en su honor. Le gustara o no, debía mantener relaciones
sexuales con un extranjero. ¿Ve la relación? A quien inhala NeuroAl le ocurre lo mismo. Quiera o
no, mantendrá relaciones sexuales con un desconocido o… se volverá un títere amnésico como
esos cuatro.
—Eso son conjeturas. Pudo escucharlos planificar una estafa.
—Pero la estatua de la diosa Ishtar es el mejor lugar donde esconder la droga: está a la vista
de todos, nadie la robaría porque no tiene ningún valor y puede transportarse sin levantar
sospechas. Piénselo. Esta fiesta ofrece a Kozlov una excusa para llevarse una obra de arte. —Se
encogió de hombros—. Al fin y al cabo, él es un coleccionista y ella vende obras. Kozlov sabe
que puede estar vigilado y es la mejor forma de transportar la droga sin levantar sospechas. Yo
creo que Kozlov no la venderá, sino que planea sacar beneficio con ella.
No hubo respuesta. Solo silencio. Nadie se movía. Ester miró a Joan y vio la tensión dibujada
en su rostro. Entendía su preocupación. Meses de investigación le habían llevado hasta aquel
momento. Debía preguntarse si conseguiría enviar a prisión al asesino de su hermana o, por el
contrario, volvería a salir impune. Ester le cogió la mano y se la acarició con un dedo. Él le
sonrió con dificultad. Clara le dio un codazo. Vargas y otro policía intercambiaban una mirada que
solo ellos entendían.
—Inspector —dijo su subordinado—, Kozlov ha organizado un encuentro de capos en Francia
para la semana próxima.
Vargas asintió con la cabeza.
—Y una droga así podría ayudarle a adueñarse de los territorios de sus rivales.
—Así es… Su poder dentro de la organización crecería peligrosamente.
El inspector se tomó su tiempo para acariciarse el tabique nasal antes de colocarse las gafas.
—No es necesario romperla —dijo Ester—. Solo hay que hacer un agujerito y mirar dentro.
Vargas le dedicó una breve mirada antes de acercarse a la diosa Ishtar. Las manos de Ester
empezaron a temblar. Su corazón golpeaba el pecho con fuerza. La tensión se palpaba en el
ambiente. ¿Habría acertado o haría el mayor ridículo de la historia? Jugueteó nerviosa con sus
dedos. Casi podía oír los comentarios graciosos del lunes siguiente en la comisaría. En todos, la
protagonista sería una pastelera con aspiraciones a detective. Tragó saliva.
—¿Les contarás que drogaron al Juez Fugardo para sacarle una sentencia a favor de Kozlov?
—le susurró Clara.
—Como si tuviera que salvarle la vida a cualquiera… He aprendido la lección: meterte con un
mafioso perjudica la salud.
—Allá tú.
—Ahora no es el momento, Clara —espetó, pero al instante dio un bufido—. Está bien…, pero
solo hablaré si el juez tiene problemas por culpa de la sentencia.
Miembros de la policía científica bajaron a la diosa Ishtar de su pedestal y la tendieron sobre
el suelo con cuidado. Se agacharon y dedicaron unos largos minutos a examinar cada centímetro
de la pieza.
—Inspector —dijeron al llegar a la base de la figura—, rellenaron un antiguo agujero con yeso.
Los presentes dieron un paso adelante. Tardaron poco en reabrir el agujero. Iluminaron su
interior. Metieron una mano enguantada. Todos contuvieron la respiración. Sacaron la mano y
mostraron al resto una pesada bolsa de plástico. El inspector Vargas la abrió y extrajo un
recipiente de cristal transparente de unos cinco centímetros de largo con un vaporizador en un
extremo. Contenía un líquido incoloro. Lo giró. Pegado al cristal, un adhesivo con un dibujo. Ester
avanzó con cuidado. Era una estrella de ocho puntas.
—¡El símbolo de la diosa Ishtar!
Vargas se levantó del suelo.
—Señores, habrá que esperar los resultados del laboratorio, pero estoy convencido de que
hemos interceptado un cargamento de droga a punto de ser distribuida.
Una explosión de alegría resonó en la sala. Joan golpeó el aire con el puño mientras sonreía
satisfecho. Luego, abrazó a Ester y la levantó al aire.
—Gracias —le dijo plantándole un beso en los labios.

A la policía le esperaba una larga noche. Recopilar pruebas de tres escenarios del crimen y tomar
declaración a implicados y testigos no era cuestión de minutos. Salvamento Marítimo y GEAS
trabajó durante los posteriores dos días en la operación de búsqueda y recuperación del cuerpo de
la mujer lanzada al mar desde el acantilado. Marian Vallejo había dejado huérfanos a dos niños de
cuatro y ocho años.
Clara recuperó el bolso de Ester de la encimera de la cocina, pero también se tropezó con
David Roig, conocido como Kosovo. El policía intentaba quitarse de la cara el maquillaje de
látex líquido que le había envejecido treinta años. Ruborizada al descubrir a un joven atractivo, le
felicitó por su trabajo y por enfrentarse al matón ruso. Volvió a disculparse por el chichón que le
había provocado en la cabeza y, a cambio, recibió una oferta que no pensaba rechazar.
—Invítame a cenar y así podremos zanjar el tema. Te prometo que no llevaré ninguna máscara.
A Ester le tomaron las huellas dactilares, muestras de ADN y posibles rastros de NeuroAl en
su piel y vestido. Lloró ante la psicóloga, que la acompañó por sentirse culpable de la muerte de
tres personas hasta que comprendió que la culpa de poco servía, que ella no había tenido la
intención de provocar ninguna muerte y que los asesinos habían sido otras personas.
Clara la acompañó en coche hasta la playa. Se tomó un baño purificador en el mar para
quitarse el olor que aún sentía sobre la piel y de alguna forma borrar el dolor que había sentido,
dejarlo atrás. Otra cuestión eran las marcas de las ataduras en las muñecas y los tobillos, que
tardarían algo más en desaparecer.
Al salir del agua, Clara la cubrió con una toalla de playa y le prestó la ropa que habría lucido
si hubiera ido a la fiesta como invitada. A unos cien metros, Joan observaba el horizonte.
—Ve, yo estaré bien aquí.

Ester se acercó a una de las tantas hogueras venidas a menos. Debía cumplir una promesa antes de
dejar atrás aquel día. Miró a su alrededor. Pocos eran los que aún seguían ocupando la playa. La
mayoría, incapaces de mantener su verticalidad, se habían quedado para dormir la mona.
Montones de botellas, bolsas y otros restos de la fiesta los acompañaban. No parecía importarles.
A su lado, Joan contemplaba ensimismado el hipnótico movimiento de las llamas. Decidió
permitirle divagar un rato.
Se miró los pies desnudos. Sus caros zapatos destrozados y su bonito vestido reducido a
harapos, aun así, se sentía afortunada. Su dignidad y su cuerpo habían sobrevivido a pesar de
mafiosos, asesinos y violadores. Cerró los ojos y aspiró el agradable aroma marino. La calma del
amanecer era tranquilizadora. Se frotó los ojos. Empezaba a sentirse exhausta. Bostezó.
Abrió su pequeño bolso y extrajo la libreta azul de Eleuterio. Lo hizo despacio, sin prisa.
—Contiene la fórmula para sintetizar NeuroAl —dijo mientras se la ofrecía a Joan—. Prometí
a Eleuterio que la quemaría.
Él la miró sorprendido.
—¿Quieres hacer los honores?
Pero Joan no respondió, tan solo la sostuvo entre las manos consciente de que todo cuanto
había ocurrido tenía como origen aquellas páginas. Su mandíbula se tensó. Carraspeó.
Ester le cogió de la mano y tiró de él. Se agachó ante la hoguera. Joan la imitó. Miró la libreta.
Estaba convencido de que lo correcto era entregarla a la policía, pero sentía que debía hacerla
desaparecer. Con libreta o sin ella, Judit continuaría bajo tierra, pero al quemarla se aseguraría de
que ninguna otra familia quedara destrozada por la letal droga. Rasgó un puñado de hojas y se las
entregó a Ester.
—Te lo has ganado.
Ella sonrió.
Poco a poco fueron echando el resto de las páginas a la hoguera y observaron en silencio como
el fuego purificador de San Juan las consumía. Sus cenizas más volátiles se elevaron hacia el
cielo en busca de perdón. Era oficial. Aquel día ya pertenecía al pasado.
Joan se volvió a mirar el perfil de su acompañante. La tomó de la mano y se alzaron.
Observaron el tranquilo movimiento de aquel mar de agua plateada con los dedos entrelazados. El
calor de los primeros rayos de sol los arropó y el agradable sonido de las olas los llenó de paz.
—¿Te sientes más aliviado?
—Nadie me devolverá a Judit. —Se tomó un instante—. La echaré de menos, pero ha llegado
el momento de dejarla marchar, de continuar con mi vida.
Joan se giró hacia ella y sus ojos se encontraron. Ester se estremeció al notar su mano
acariciarle el cuello y la barbilla. Le sonrió. Él, animado por su expresión, le pasó la mano por la
cintura y la atrajo con delicadeza.
—Voy a tomarme unas vacaciones. Solo para descansar y salir a correr. Me gustaría que me
acompañaras. Alguien como tú es difícil de encontrar.
Ester tan solo le miró, aunque con un especial brillo en sus achinados ojos castaño.
Mientras un nuevo día empezaba a despuntar, la pareja se sumió en algo más que un dulce beso,
una promesa de un futuro juntos.
Epílogo

Notó el viento sobre su piel sudada. El ascenso por aquel camino de montaña estrecho y
desconocido había sido duro. Pero no desfalleció. Nunca lo hacía. Sorteó raíces de árboles y
piedras hasta llegar a la cima. Bajó la mirada hacia el extenso valle que le daba la bienvenida. Se
sintió poderoso.
El ansia por regresar a su coche le hizo escoger un atajo. Al llegar, paró la música. Se quitó los
auriculares y escuchó el canto de los pájaros. Nadie más a su alrededor. Ese era el trato. Apoyó
las manos sobre el techo del vehículo y empezó a estirar el gemelo de la pierna izquierda. Su
tatuaje de un corredor sobre el tobillo estaba salpicado de barro. Aprovechó para consultar los
correos electrónicos de su bandeja de entrada. Nada urgente. Echó una ojeada a las últimas
noticias y abandonó los estiramientos. Una de ellas había llamado su atención: «Hallan los
cadáveres de Mijail Ivanovich Kozlov y Jana Ferrer una semana después de la sangrienta verbena
de San Juan. Sus cuerpos presentaban heridas por arma de fuego». Paró la pantalla. «Quien
siembra vientos, cosecha tempestades», pensó.
El hombre consultó el reloj. Llegaba tarde. No era lo habitual. Entonces, una idea cruzó su
mente. Corrió hasta el maletero y lo abrió. Su impulso fue echarse atrás. Un paquete rectangular
envuelto por papel marrón de embalar había conseguido que sus ojos brillaran como los de un
niño en la mañana de Reyes.
No fue un leve crujido ni un olor distinto, tan solo una sensación en el pescuezo. Alzó la cabeza
y mantuvo la mirada al frente.
—Un trabajo brillante.
—No vuelvas a contactar con nosotros —le dijo la voz de una mujer.
Al fin, aquella noche el cuadro de la guitarra descansaría en casa.
Índice
1
2
3
4
5
6
7
8
9
10
11
12
13
14
15
16
17
18
19
20
21
22
23
24
25
26
27
28
29
30
31
32
33
34
35
36
37
38
39
40
41
42
43
44
45
46
47
48
49
50
51
52
53
54
55
56
Epílogo
Índice

También podría gustarte