La Fascinación de Narrar PDF

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La fascinación de narrar - Serie Talleres Virtuales

Cuentos del taller virtual


Dirigido por Cronwell Jara
La fascinación de narrar

Cuentos del taller virtual


Dirigido por Cronwell Jara

Serie
TALLERES VIRTUALES
Primera edición, FCE, Perú, agosto 2020

Distribución mundial

© 2020, Ana Akamine Yamashiro


© 2020, Carlos Gustavo Cabrera León
© 2020, Erika Carina Delgado Rubio
© 2020, Frank Mamani Barrantes
© 2020, Giovanna Guzmán Palomino
© 2020, Ivar R. Lazo
© 2020, Jorge López
© 2020, José Luis Jiménez
© 2020, Juan Carlos Guerrero Bravo
© 2020, Kari De la vega
© 2020, Úrsula Terramar
© 2020, Lucía del Rosario Espezúa Berríos
© 2020, Lupe Jara
© 2020, Marco André Fernández Risco
© 2020, Omar Guerrero
© 2020, Piero Farromeque
© 2020, Abraham Virhuez
D.R, © 2020, Fondo de Cultura Económica del Perú S.A
Berlín, 238; Miraflores, Lima 18
www.fceperu.com.pe

Fondo de Cultura Económica


Carretera Picacho Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

Compilador: Cronwell Jara Jiménez


Producción: Odiseo Producciones
Diseño y diagramación: María Adelaida Turpo Córdova
Corrección de estilo: Martín Barrera Tello
Ilustración de portada: © Daniel Maguiña

ISBN: 978-612-4395-10-9

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra -incluso el


diseño tipográfico y de portada-, sea cual fuere el medio, electró-
nico o mecánico, sin el consentimiento por escrito del titular de
los derechos .
Índice

Presentación........................................8
Prólogo................................................9

Ana Akamine Yamashiro


La Habitación......................................12

Carlos Gustavo Cabrera León


El Golpe..............................................15

Erika Carina Delgado Rubio


Una Muerte Recurrente.....................19

Frank Mamani Barrantes


El dedo de Sarutobi.............................23

Giovanna Guzmán Palomino


Lista de deseos.....................................26

Ivar R. Lazo
Gastos Finales.....................................31

Jorge López
Reposo del sueño.................................34

José Luis Jiménez


La mujer lobo......................................38
Juan Carlos Guerrero Bravo
Secretos...............................................42

Kari De la vega
Leyenda urbana...................................45

Úrsula Terramar
Pampa de Cueva..................................48

Lucía del Rosario Espezúa Berríos


Venancio..............................................51

Lupe Jara
Pandemial...........................................54

Marco André Fernández Risco


Guardacaballo.....................................57

Omar Guerrero
Gatos...................................................61

Piero Farromeque
A solas con mi hermano......................65

Abraham Virhuez
Número imaginario.............................68
Cronwell Jara
Nació en Piura, 1951. Es Licenciado en
Literatura por la UNMSM. En 1983, laborando en el
Instituto Nacional de Cultura, representó a Perú en
el Encuentro de Jóvenes Artistas Latinoamericanos,
organizado por Casa de las Américas en La Habana,
donde hace amistad con Mario Benedetti y otros na-
rradores latinoamericanos de este calibre. Viajó a
Brasil en 1987, buscando especializarse en guiones
de telenovelas. Ha recorrido el Perú, desde 1985, di-
rigiendo su TALLER ITINERANTE DE NARRATIVA
BREVE invitado por diversas universidades e insti-
tuciones culturales durante estos últimos 35 años. Es
autor de “Las Huellas del Puma” (cuentos), “Babá
Osaím, cimarrón, ora por la Santa muerta”, “Patíbulo
para un caballo” (novela),“Agnus Dei” (cuentos),
“Esopo, esclavo de la fábula”, “Las ranas embajado-
ras de la lluvia, 96 relatos recopilados en la Isla de Ta-
quile” (en coautoria con Cecilia Granadino), “Faite”
(novela), “El Manifiesto de las Jodas” (176 relatos).
Tiene en imprenta, por editar, una nueva novela so-
bre el patio de letras de San Marcos. Ha escritos poe-
marios y muchos cuentos para niños.

Primer premio de Cuento en el concurso


“José María Arguedas” (organizado por el Instituto
Peruano—Japonés), 1979, con el relato Hueso Duro;
Primer Premio “ENRAD—PERU, Cuentos para TV”,
1979, con El Rey Momo Lorenzo se venga; Primer
PREMIO COPE de Cuento, 1985, con La fuga de
Agamenón Castro; Primer Premio en la III Bienal del
Cuento Infantil ICPNA 2008, con Ruperto, el torito
saxofonista. Obtuvo el Premio Casa de la Literatura
Peruana 2019, en reconocimiento a toda su obra.
Presentación

Promover la literatura y la cultura es la


razón de ser del Fondo de Cultura Económica,
y más aún en tiempo difíciles como los
que estamos pasando por la pandemia del
covid19. Hoy nos renovamos en todas nues-
tras actividades de promoción de la cultura.

El presente libro es producto de los ta-


lleres virtuales organizados por el Fondo de
Cultura Económica, espacios de encuentro de
escritores de renombre con personas que desean
explorar sobre la creación literaria en sus distin-
tos géneros. Los textos publicados en este libro
virtual pertenecen a los alumnos de los talleres,
quienes nos acompañaron en sesiones virtua-
les donde además de aprender, fueron trabajan-
do sus textos con la guía de nuestros escritores.
El Fondo de Cultura Económica se complace en
presentar este libro virtual de descarga gratuita
en medio de una pandemia, como símbolo de
la resistencia cultural y del amor por la literatu-
ra. Además de presentar con entusiasmo a estos
nuevos autores en la escena literaria.

Gustavo Rodríguez Elizarrarás


Director Fondo de Cultura Económica Perú

8
Prólogo

Admirables. No me cabe otra palabra para


calificar los 17 cuentos que integran esta antología. Un
trabajo inicial de quienes, según confesión, dijo más de
uno que nunca había escrito un cuento. Y ahora aquí
los vemos. Y la muestra es no solo elogiosa; también
es digna de analizar y de motivar más de una reflexión
donde los resultados serían laudatorios y ahítos de
esperanza. ¿Cómo no creer que aquí, en estos cuentos
y relatos, existen ya las semillas de definitivos talentos
que podrían cuajar, en corto tiempo, en futuros y
celebrados cuentista, novelistas o guionistas de cine, si
no en comunicadores sociales o culturales? Más de una
decena de estos cuentos tranquilamente podrían ya
pasar a formar parte de un libro propio consagratorio,
no solo por estar bien redactados; llegan además a
poseer cierta complejidad dada las tramas, sutilezas
psicológicas, visiones de mundo, caracterización del
personaje, planteamientos y principios morales y
éticos, que los elevan, les otorgan hondura, ingenio,
y que muy bien podrían garantizar el aplauso y una
merecida inmortalidad.

9
Di lo que pude, lo mejor de mí, para estimular
la fuerza emocional y hacerles sentir la dicha de crear
historias, diálogos, situaciones dramática, estrategias
técnicas, tonos poéticos, eufonías, para acabar en
una posible historia bien eslabonada y entonada en
ritmo y musicalidad. Un ritmo y una melodía que, si
nos tenemos fe, surge natural de nuestro propio ser.
Porque somos eso en nuestro diario sentir, pensar y
vivir: ritmos, tonos emocionales, poesía y musicalidad,
como musicales son los pájaros y los seres humanos,
el mar, las lluvias y los bosques. Todo es musical en
este planeta. Como respuesta de la musicalidad y de
los ritmos que nos vienen –y nos dan energías y vida–
desde los espacios siderales. De ahí que un buen poema,
cuento o novela, deberá a tender naturalmente a eso.
Ser música y provocar esas fuerzas y sentimientos en
nuestros lectores. Como lo han logrado Borges, Juan
Rulfo, Eleodoro Vargas Vicuña, Vallejo o don José
María Arguedas. Los aplaudo.

Bienvenidos a la hermosa literatura, muchachos.

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Debo confesarlo: quedo sorprendido al revisar
los 17 cuentos que integran esta antología; sobre todo,
si es cierto lo que me dijeron algunos participantes, que
esta era su primera experiencia de escritura.

Si el maestro Juan Rulfo decía: soy un aprendiz en la


escritura de cuentos, y algo similar don José María
Arguedas: soy un artesano de la palabra.

Cronwell Jara Jiménez

11
La Habitación
Ana Akamine Yamashiro

Estaba echada en la cama y él se levantó


para cerrar las cortinas. Ya era de día, no sabía a
qué hora habíamos llegado al hotel ni la hora ac-
tual, miré el teléfono y estaba sin batería. La luz
del baño estaba encendida y la puerta abierta. Él
volvió a echarse mientras le seguía con la mirada.

Un amarillo resplandor caía sobre su per-


fil, agudizaba su barba y mostraba sus imperfec-
ciones en tanto que maravillaba. Pensé en el tiem-
po interminable de la noche pasada. Giré al otro
lado y vi en el espejo pegado a la pared la ha-
bitación entera, las cortinas cerradas que dejaban
pasar la tenue mañana por sus intersticios, el baño
de mayólicas verdes iluminado por la angurrienta
luz amarilla que daba un triste efecto y dos cuer-
pos amilanados sobre la cama.

Desconcertada, no sabía de horas ni de


tiempo. Dormí. Me despertaron sus caricias para
hacer el amor. Dormí. Volvió a levantarme bus-
cando palabras que suenen amantes en sus oídos.
Su soledad interrumpía mi sueño y el sexo mi

12
tranquilidad codiciosa y ávida. Volvió a echarse
mostrando su espalda mal iluminada por la luz
que se deslizaba a través de la puerta. No era un
hotel barato, pero nosotros éramos pobres aman-
tes deseando engañar al tiempo.

Abrí los ojos, pensé que habíamos pasado


días encerrados y me alarmaba la cuenta, luego
recordé que la recepcionista ya nos hubiera avisa-
do del final de nuestro turno y me calmé.

Me pidió apagar la luz y lo miré, lucha-


mos silenciosamente por saber quién se atrevería
a salir de la cama. Volteé para ver en el espejo mi
cuerpo y su figura desnuda una vez más y ningu-
no descansaba. Él tenía los ojos cerrados y acidez
en los párpados, se movía intentando conciliar
el sueño desesperado por conseguir su orgasmo.
También yo lo deseaba, o anhelaba quizá que se
durmiera de una vez, pensando que después de
aquella fineza me dejaría dormir y no despertaría
o despertaría como yo raído en la ubicuidad del
tiempo y el espacio. De repente la conciencia cayó
violenta desde el techo y me engulló como pájaro.

Fuera de esa habitación no existía nada,


arropados entre el día y la noche artificial la

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habitación estaba suspendida en el aire. Las vo-
ces que venían de fuera eran lejanas y cercanas
a la vez. Con la cronología suspendida mis ojos
se cerraron.

Se abrieron de nuevo instigada por caricias


desesperadas, se volvieron a cerrar cuando eyacu-
ló sobre mi cuerpo. Volvieron a abrirse y me vestí,
sólo habían pasado seis horas, pero con la cabeza
zumbando tuve la certeza de la atemporalidad de
la habitación. Todavía sufriendo las consecuen-
cias del alcohol, camino a casa sentía mi cabeza
sumergida en una pecera, donde el ruido de los
carros llegaba con la lejanía propia del sueño. Pre-
guntó y respondí. Por supuesto que me acostaba
con alguien más cómo entonces, superar las fases
del amor en declive, no entendió y no importaba.
Me escoltó hasta mi casa y en el camino me puse
mis audífonos para escuchar a Telonius Monk,
mientras caminaba recordé una frase de Woody
Allen “el sexo sin amor es una de las experiencias más
vacías, pero como experiencia vacía es la mejor”.

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El Golpe
Carlos Gustavo Cabrera León

—Chiquillo… ¿Eres karateca? ¡Hay que


mecharnos, pe’!

Gabriel tenía once años, estaba saliendo de


su clase de karate cuando ese muchacho de polo
sucio y cabellos trinchudos lo retó.

—¿Nos mechamos o tienes miedo? —In-


sistió el desconocido

—¡Fuera de aquí! —Gritó, desde dentro, el


maestro de la academia sin necesidad de asomar
la cabeza.

—Te espero en el canchón —susurró el ex-


traño y se fue.

—No te pelees, no vale la pena —dijo


Linda, palmeándole el hombro.

Gabriel y Linda empezaron a caminar.


Vivían en el mismo barrio, estudiaban juntos en
el cole, en el sexto “B”. Ella poseía una sonrisa

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que noqueaba y un infalible sentido del humor.
Él quería pedirle que fuera su pareja del baile de
promoción de primaria pero tenía miedo que ella
le dijese que iría con Beto, el muchacho de trece
años, cinturón naranja que participaba en algunos
eventos de la academia. Cuando Linda conversa-
ba, tan feliz, con Beto, Gabriel apretaba los puños.

—¿A dónde vas?

—¡Al canchón!

—Te pueden pegar. Aún no sabes pelear.

Gabriel empezó a correr, Linda iba detrás,


gritándole que no fuera. Llegaron.

—Viniste. Chévere. Peleemos pero que se


vaya ella. Se va a asustar con la sangre.

—¡No molestes a mi amigo! —Gritó Linda.

—¿Amigo? ¡Pensé que eras su jermita!


Pero, qué va. Este qué va a tener jerma. Se ve que
es un gil.

Gabriel se lanzó contra el muchacho, este

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giró rápidamente. Gabriel estuvo a punto de caer
de bruces, volteó para pelear y fue recibido con un
puñetazo en el pómulo.

—¡Ya vas a llorar! ¡Vas a llorar delante de


tu amiga! —gritó el muchacho trinchudo mientras
hacía un baile pugilístico apoyándose en las pun-
tas de los zapatos

Gabriel abrió las piernas y flexionó las


rodillas, como solía hacer en los ejercicios de ka-
rate. El chico del polo sucio lanzó un derechazo,
Gabriel lo bloqueó, detuvo un gancho de zurda y
metió una patada al hombro. El trinchudo mos-
tró los dientes, colocó un puñete en el estómago,
Gabriel aguantó el dolor y respondió con una fe-
roz patada al pecho. El joven del polo manchado
retrocedió, trastabillando. Linda sonreía. Con ella,
el canchón dejaba de ser feo. Mirándola, Gabriel
recibió un puñetazo en la nariz y cayó al suelo. No
pudo contener las lágrimas.

—¡Te saqué la mugre, llorón! El box es me-


jor que el karate —dijo, sonriente, el muchacho
del polo sucio.

—¿Ah, sí? ¡A ver, métete conmigo! —gritó

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Beto, apareciendo de pronto.

El trinchudo se desconcertó, Beto avanzó


decidido, se cuadró con maestría, el desconocido
empezó su baile de combate pero dos poderosas
patadas lo enviaron a tierra. Se levantó lentamen-
te, intentó sorprender con un gancho pero un gol-
pe con mano abierta lo dejó pegado al suelo.

En el trayecto a casa, Gabriel iba dejando


de llorar.

“¡Se me pasó la mano!”, se lamenta-


ba Beto. Linda, sonriendo, le dijo: “Tranquilo,
Betito. ¡Contigo estaré bien protegida en el baile
de promoción!”.

18
Una Muerte Recurrente
Erika Carina Delgado Rubio

El viejo se tiró de espaldas a morir den-


tro de un círculo blanco que había dibujado en
el jardín de su casa. El sol le caía fuerte en la
cara, era una intensa tarde verano. No se había
puesto bloqueador porque ya no le importaba
morir de cáncer a la piel, se estaba muriendo de
algo diferente.

Por la mañana había ido al médico, al de


siempre. El doctor Paz lo vio ingresar en el con-
sultorio con detenimiento, suspiró e inició los
cuestionamientos sobre sus malestares. El viejo
mencionó uno por uno todos sus síntomas, le ex-
plicó cuáles eran más intensos, más frecuentes y
también cuáles habían aparecido súbitamente.

Pasada una media hora, el doctor Paz lo


miró por el rabillo del ojo, mientras terminaba de
tomarle la presión, y dijo con calma:

—¿Ha seguido las instrucciones que le


indiqué la última vez?

19
—Por supuesto doctor, tan pronto re-
cibí su receta fui a la farmacia y compré
todo lo señalado. ¿Qué sucede? ¿Usted cree que
no esté funcionando? ¿Es grave?

—Tranquilícese por favor, aún es apre-


surado tener resultados. Pero, le pediré que no
deje de tomar los medicamentos, ya verá que
poco a poco se irá sintiendo mejor, estará más
relajado.

El viejo tosió fuerte, se puso una mano


sobre el corazón y con palabras acongojadas,
mencionó:

—Doctor, yo de verdad creo que me es-


toy muriendo, estos dolores no los había pade-
cido antes.

—No se preocupe, es un proceso que re-


quiere tiempo. Intente visitar a sus familiares,
distráigase y venga a verme nuevamente en no
menos de dos semanas.

—Está bien doctor, pero espero no le


moleste que consulte una opinión adicional so-
bre el asunto.

20
—Para nada, es usted libre de tomar las
acciones que crea necesarias. Solo insistiré en que
continúe el tratamiento.

Se despidieron los dos y el viejo caminó


lento con la angustia en la garganta hasta llegar
a su casa. Al abrir la puerta principal tosió un par
de veces, anduvo por el corredor hasta su habi-
tación y se detuvo ante el espejo del tocador de
su difunta esposa. Observó que tenía marcas en
la cara que no había distinguido antes y se afligió
más. Entonces, se dijo a sí mismo: “Hoy es el día”.

Decidió que debía vestirse para la ocasión,


así que cambió las ropas que traía por un frágil ter-
no azul que había usado en su matrimonio hacía
unos cuarenta años. Se ató una corbata beige, se
peinó los pocos pelos que le quedaban y se dirigió
a la cocina. Tomó de un cajón de variedades una
bolsa de tiza en polvo especialmente guardada y
esparció su contenido con delicadeza desde la en-
trada hasta el patio trasero de la casa, pues había
decidido trazar un camino para que el primer in-
teresado por su ausencia encontrara su cuerpo.

Y ahí estaba ahora, aún recostado con los


ojos cerrados esperando que la muerte le llega-
ra. El tiempo transcurría rápido, se asomaron las

21
estrellas y corría el viento cuando, de repente, es-
cuchó que alguien abría la puerta.

Rebecca, la única hija del viejo, había uti-


lizado su propia llave para visitarlo como cada
sábado. Siguió el sendero, advirtió la silueta del
hombre en el pasto esperando su deceso y gritó:

—Papá, ¿otra vez tus ataques hipocondría-


cos? ¡Levántate porque si de algo te vas a morir es
de un resfriado!

22
El dedo de Sarutobi
Frank Mamani Barrantes

El dedo aún estaba sobre la mesa y Sarutobi,


muy tranquilo, observaba cómo la sangre penetra-
ba el paño blanco. Si querías pertenecer a su familia
solo tenías que mostrar lealtad y respeto. Dos re-
glas que todos cumplían a cabalidad.

Yo tenía 17 años cuando mi padre me en-


tregó a Sarutobi. Mi mundo cambió por completo,
pues aquel japonés, de cabello blanco, hizo de mí
un ser honorable.

—El señor Sarutobi —gritó mi padre—.


Salúdalo.

Hice la reverencia del caso y con mucho


miedo besé su mano. Mi padre solía decir que
todos los jóvenes buscaban a Sarutobi por dos ra-
zones: «por dinero» o «por respeto». Mi caso no
era diferente. Necesitaba el respeto de las calles.
Mi iniciación tenía que comenzar con el irezumi.
El dolor era insoportable. Sudas, resoplas, gritas
y vas aferrando tu vida a esa marca. Cada golpe
entintado con el bambú era apaciguado por una
lágrima de esperanza.

23
El tatuaje elegido era del pez Koi, pues existía
la leyenda que uno de ellos luchó contra la corriente,
como es mi caso, y los dioses como recompensa lo
transformaron en un dragón. ¿Acaso esta leyenda
podía reflejar mi vida?

Ya formaba parte de la familia de Sarutobi


y por ser una de sus amantes tenía el respeto que
merecía. Desde muy niña mi padre me habló de
ellos, pues eran los más respetados y temidos de
la ciudad. Siguen códigos que pocos entenderían,
pero que son símbolos de lealtad y respeto.

La sangre seguía manchando el paño blan-


co como lo hace una traición. Aún se podía ver unas
gotas rojas en el filudo tantó. La mirada de Sarutobi
permanecía calmada. La traición se tenía que pagar
con el yubitsume, ritual en la que una ofensa se paga
con la amputación del dedo meñique.

Sarutobi toma el sake con mucha calma y


recordaba la noche en que la hizo suya por pri-
mera vez. Sentir el rojo intenso del pez sobre la
parte baja de su espalda, acariciar cada parte de su
anatomía lo llenaban de plenitud. Como recom-
pensa Sarutobi le dio poder y dijo «solo yo sentiré
el movimiento de este koi».

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El irezumi era sagrado, pues no podía exhibirse
como muchos creen. Solo debía estar destinado a
la contemplación del esposo o amante. Akane sa-
bía muy bien eso, pero su hambre de poder hizo
que se metiera con la persona equivocada. Había
conseguido miedo, respeto y dinero, pero come-
tió un error, se enamoró. Estaba dispuesta a darlo
todo. Creía que yendo contra la corriente por fin
sería el dragón que tanto anhelaba.

Las sábanas arremolinadas con la ropa mostraban


la traición. Sarutobi la cogió del brazo y la lanzó
sobre la cama. Miraba con mucho recelo la marca
de su familia. Aquella que iba de generación en
generación, de padres a hijos. Desenvainó el tantó
y sacó el pañuelo blanco.

—El yubitsume fue creado para pagar las ofensas.

Solo entonces, con tu mano ensangrentada, com-


prendes que tus acciones tienen una consecuen-
cia y que tu padre merece el respeto y la lealtad
que Akane no mostró.

25
Lista de deseos
Giovanna Guzmán Palomino

—¿Cuándo saliste de la cárcel? —Le


preguntó la jefa de recursos.

Sara puso su atención en los cuadros col-


gados en la pared, los títulos de quién la entre-
vistaba era prueba de que ella había perdido sus
mejores años.

—Lo siento Sara —repuso la de recursos


cuando ella no respondió de inmediato—. Debí
llamarte antes… —la habían entrenado para ser
asertiva y menos sincera al hablar pero en ese pre-
ciso momento no podía serlo—. Lo siento. ¿Cómo
está tu mamá?

—Necesito el trabajo —insistió Sara.

—Discúlpame, Sara, pero ahora no puedo


hacer nada. No nos permiten contratar a perso-
nas…

Se disculpó un par de veces más antes que


Sara abandonará la reunión. Salió del edificio y

26
sintió el golpe del sol veraniego sobre su cara, se
asustó un poco.

Luego azoró su mente el día que salió de la


cárcel y mecánicamente también el día que entró.
La angustia de sus padres y el fin de sus sueños
aún la perseguían como fantasmas.

Caminó cuesta abajo cuando salió de su úl-


tima entrevista de trabajo. Llevaba casi dos meses
sin conseguir empleo. Su madre le había adverti-
do que esa idea romántica de la inserción social
era solo fantasía. Era más probable que terminara
contándole a los pasajeros desconfiados de un mi-
cro sus anécdotas penitenciarias con una bolsa de
caramelos. <Eres muy inteligente, Sara; de seguro
encontraras algo afuera; algo que dé rumbo a tu
vida>, le habían dichos sus amigas, las reclusas.
Pero ella creía que solo era pura amabilidad. Si
fuera inteligente no hubiera conducido un auto
ebria ni ocasionado la muerte de dos personas ni
pasado tantos años en prisión.

En su bolsillo encontró arrugado la lista


de deseos que escribió antes de salir de prisión. A
veces Sara pensaba como si todavía tuviera dieci-
nueve. El primer deseo fue abrazar a su madre al

27
salir. No lo hizo. Apenas la vio anciana y silencio-
sa, Sara escondió sus brazos porque fue asolada
por una profunda culpa. Los siguientes números
no valieron la pena. La quinta lo acaba de hacer,
ponerse en contacto con Maripili, su mejor amiga
del colegio. Repasó los otros deseos y se detuvo
en el noveno: conseguir trabajo estaba siendo im-
posible. Pero su atención se enfocó en el décimo:
pedir perdón a la familia de las víctimas. Lo había
estado pensando desde hacía mucho. Su madre
pensaba que ya no valía la pena pero ella no lo
creía así. Además, era algo que le había prometido
a Dios, en sus horas más oscuras.

Una tarde, después de una entrevista falli-


da de trabajo, llegó hasta la dirección que el abo-
gado le entregó. Tocó el timbre y ya no pudo huir.

—¿Sí, qué desea? —Preguntó un anciano.

—Buenos días, señor —dijo ella; luego no


supo qué decir.

—¡Ah! ¿Viene usted por el cofrecito? Pase


—dijo alegremente el viejo—. Espéreme aquí que
ahora lo traigo.

28
Sara aprovechó la confusión. Entro y miró
el interior de aquella casa que no era más una casa,
sino un lugar oscuro, de paredes roídas, muebles
viejos y pestilencias de gato. De ese hoyo salió el
anciano con una cajita entre las manos.

—Aquí está; ¿le gusta? Es antiguo, buena


madera. Lo puede usar como joyero. Era de mi
viejita, ella no se va a molestar, ya está arriba. Se
la dejo a veinte solcitos.

Sara no tenía todo ese dinero, y no quería


regatear con ese hombre que vendía sus recuer-
dos.

—Se lo dejo a quince. Total ya está aquí.

Cerraron el trato. El anciano se fue a bus-


car una bolsa mientras Sara componía su alma
para no delatarse. En un rincón de la pared que
todavía tenía color descubrió unos garabatos.

—Lo hizo mi nietito, que en paz descanse.


Uff hace muchos años y no se ha borrado. Es cosa
de Dios —explicó el hombre, poniendo énfasis en
lo último cuando vio a la joven fijarse en ese lado
de la pared.

29
—¿Puedo volver? —Le preguntó Sara con una vo-
cecita. El anciano le prometió que buscaría algo
bonito para la próxima vez. Sara abandonó la casa
y tres pasos después se deshizo en llanto.

Al día siguiente, Sara compró una caja de


galletas, subió a un micro y con toda confianza
saludó a los pasajeros.

30
Gastos Finales
Ivar R. Lazo

Atrapado en la cola del banco, delante de tres


personas, miraba con impaciencia su reloj. Faltaban
quince minutos para el comienzo de su jornada la-
boral y si esta vez llegaba tarde sería despedido.

Lee Roy, un veterano de la guerra de


Vietnam que sus 85 años aún trabajaba para sobre-
vivir, se preocupó al recibir una carta del banco.
Leyó y releyó la carta sin lograr entender por qué
debía en su cuenta. Desconcertado, ya que esta po-
dría arruinar su presupuesto mensual, se apresuró
a las oficinas principales para resolver el problema.

Impaciente, recordaba con exactitud los


gastos que realizó durante el mes. Al señor Stevens
le pagó en efectivo el alquiler de su cuarto. Hizo
lo mismo con los recibos de agua, luz y gas. Fue al
supermercado, compró vegetales, carne y cerveza
para celebrar su cumpleaños el domingo. Todo en-
cajaba en su cabeza. De pronto, fue interrumpido
por una voz que lo invitaba al mostrador.

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Consciente del tiempo, olvidando las ha-
bituales conversaciones que iniciaba con extra-
ños sobre sus experiencias en la guerra, pidió su
más reciente balance. Al ver que no fue un error y
comprobar que en realidad debía, levantó su mi-
rada y temeroso pidió una explicación. Un cobro
automático de la compañía Gastos Finales fue el
motivo por el cual su cuenta se sobregiró y mante-
nía un balance negativo. En ese momento el señor
Roy entendió todo.

Hace un mes recibió la llamada de una


compañía que le prometía pagar sus gastos fu-
nerarios. Con la compra del seguro recibiría un
ataúd, tres horas en una capilla para el velorio,
cargadores para el entierro, un nicho y los servi-
cios de un pastor evangélico. El vendedor recalcó
que al ser viudo, vivir solo y teniendo su único
hijo radicando en Australia, sería una buena idea
comprarlo. Lee Roy, después de hacer unos rápi-
dos cálculos matemáticos aceptó, casi sin ningu-
na objeción. Lo único que no le gustó fue que sus
pagos se cobrarían automáticamente.

Era obvio, no calculó con exactitud sus


gastos. No podía culpar al banco, ni a la compa-
ñía de seguros. Con tristeza y vergüenza, metió la

32
mano al bolsillo sacó el único billete de 20 dólares
que guardaba para comprar su pastel de cumplea-
ños y pagó su deuda. Miró su reloj, advirtió que
solo lo quedaban tres minutos para no llegar tarde
y salió apresurado del banco.

Al señor Roy le esperan ocho horas de


arduo trabajo físico donde limpiará baños llenos
de excremento, acomodará pesados productos en
anaqueles y recogerá la basura de todo el super-
mercado. Saldrá a las once de la noche y regresará
por la mañana a las seis para cumplir con las ho-
ras extras que le suplicó a su jefe y así poder pagar
sus gastos finales.

33
Reposo del sueño
Jorge López

Quizás fue el trance que me provocó tu


baile, Ana. Tal vez mi recuerdo me engaña. La
sincronía de tu danza con la piedra volando hacia
mí, en apariencia estática, como en cámara lenta,
y terminar su recorrido justo en mi ojo derecho.

—¿Te puedo besar?

—No hasta que termine de bailar —me


respondías siempre. Y nunca llegaba el momento
del beso porque sonaba la campana y debíamos
volver al salón de clases. Ahí terminaba nuestro
noviazgo. Luego de ese momento del día, apenas
y me mirabas.

Una tarde decidí visitarte a tu casa y para


lograrlo tomé la bicicleta de mi hermano mayor
sin su permiso. Unas cuadras después de entrar a
tu barrio me detuvieron tres malandros y sin dar-
me oportunidad de reaccionar me quitaron la bi-
cicleta. Quizás mi hermano nunca volvió a verla.

34
Mi deseo de verte me hizo continuar ca-
minando y finalmente llegué a tu casa. Toqué la
puerta con fuerza pero nadie me respondió. Ca-
miné alrededor de la cuadra y me metí por un
terreno baldío intentando colarme a tu patio. No
parecía haber nadie, pero escuché algo familiar.
Subí a la barda, me acomodé sobre ella y te vi
bailando jazz debajo de un viejo árbol de lila. Me
quedé un largo momento viéndote. El sonido de
tus zapatos me hacía olvidar todo lo demás.

De pronto escuché un grito sordo. La


puerta del patio fue azotada y vi a tu madre salir
llorando. Tenía sangre en la nariz y detrás de ella
salió tu papá, quien no dejaba de gritarle. A pesar
del escándalo, tú seguías bailando.

Cuando tu padre me vio sobre la barda,


gritó algo que nunca sabré qué fue, se hincó y le-
vantó una piedra que terminó por lanzarme. El
momento se paralizó.

Caí al suelo sin sentir dolor, aunque empe-


cé a notar un sabor amargo en mis labios, como las
vitaminas que mi madre me hacía tomar. Mi vista
se desvaneció.

35
—Cuenta hasta cinco —alguien me dijo.

—Uno, dos...

—Deja de moverte.

—… tres… No sé qué número sigue. Ya no


oigo tu baile.

—No tengas miedo, aquí te cuidan.

—¿Cuándo llegaste, Ana? No puedo des-


pertar. ¿Te podría besar?

—Con una condición.

—¿Cuál?

—Que vengas conmigo.

—¿Adónde vamos? No puedo abrir los


ojos. ¿De qué color son tus ojos, Ana?

—Negros.

—El agua del río siempre es limpia y si


pudiera alcanzarla metería mi cara para lavar mis
ojos; tal vez así podría abrirlos.

36
—Debajo del agua se oye lo que uno piensa.

—¿No será el mar en vez de un río?

—No; es tu cama.

—¿Qué hacemos aquí?

—Estoy aquí para ti, para que llegues a


donde tienes que ir.

—¿Ir a dónde? Este lugar es muy frío.

—No tengas miedo.

—Te fuiste huyendo de mi beso. Será que


me dormí cuando te miré.

—Esa palabra me gusta más en plural, mi-


rarnos. ¿Sientes eso? ¿Qué sientes?

—Tu mano.

—Ya vuelve la lluvia a mojar la tierra, ya


sale el sol, abre los ojos.

37
La mujer lobo
José Luis Jiménez

—Y a ti, ¿cómo te decían?

Me preguntó Ariana e hizo esfuerzo para


recordarlo. Apretó la mirada, buscó unos se-
gundos entre el humo espeso, la bulla, las luces
intermitentes del pub; fue inútil.

—Y a ti, ¿cómo te decían?

Después del accidente, su memoria ha-


bía quedado disuelta como una acuarela sobre
la que han derramado un vaso con agua. Lo cier-
to es que no supe nada de Ariana desde que mi
familia se mudó de Los Riscos. La he contactado
por internet.

—Pollón –respondí.

—¡Idiota! Ja, ja, ja –reímos.

Pollón fue su enamorado cuando la co-


nocí. Eso sí recuerda, pero apenas. Yo, en cam-
bio, recuerdo todo, solo que no anduve con ella.

38
El único año que viví en Los Riscos, su herma-
na fue mi novia, mi primera novia. Laura tenía
doce, yo trece, Ariana dieciséis. Pollón era mu-
cho mayor; vestía jeans ajustados, polos feos y
zapatos negros. Una vez me pidió prestada la
bicicleta para ir hasta la bodega —“un toque”,
me dijo— y la regresó de noche. Maldito. Siem-
pre masticaba mondadientes y detonaba carca-
jadas resonantes cuando ya no estaba cerca; lo
hacía para burlarse mientras se iba. Hizo eso
con Ariana. Si discutían, se apoyaba en la es-
quina de enfrente con Mykol, Cheche o con los
Zamudio, y desde ahí vigilaba con su mirada
de vaca. Cuando Ariana aparecía en su puer-
ta, Pollón reventaba un tracatrá de risotadas
campanudas, falsas, venenosas; los otros cele-
braban. En ese barrio la gente era ruin cuando
quería; Ariana no. Era huraña y se desenvolvía
con arrebato, es verdad, pero bajo el gesto ceñu-
do de sus ojos ocultaba una tristeza plúmbea.
Pollón no la quería. Hasta le puso un apodo una
de las tantas veces que rompieron.

—¿Y yo? ¿A mí cómo me decían? —Su


voz trastabilló, se dobló un poco.

39
Íbamos por el tercer pisco sour y me retó
con una expresión traviesa, provocadora, de-
safiante. La besé y durante esa noche la seguí
besando. De hecho, bailamos y bebimos harto.

Laura había tenido un hijo a los diecisie-


te con un muchacho del barrio y se casó años
después con otro hombre.

—Es evangélica, ¿sabes? Vive en España.


A ti te gustaba, ¿verdad?

Ariana por su lado, díscola, se casó con


uno de los Zamudio en 1987, el mismo año que
ingresé a San Marcos.

—Me fui con él. Tuve una niña, y cuando


la pobre tenía diez ocurrió el accidente. No lo
recuerdo, si lo sé es porque mi hija me lo repite.

Ebria, Ariana se desmoronó en llanto. La


traje a mi casa. Entramos a tientas y ella se des-
barató sobre el desorden. La desnudé. Sus senos
eran arrogantes, como si viviesen en rebeldía y
llevaran una vida ajena, sin años. Limpié sus
lágrimas secas y me abrazó sin fuerza.

40
—Creo que solo he tenido canallas en mi
vida —susurró.

—Eso mismo pienso —alcancé a respon-


der antes de besarnos en la penumbra.

Deseoso, rebusqué su cuerpo rendido y


mis manos atraparon sus muslos. Durante un
segundo me sorprendí. Sentí una resistencia de
punzadas leves. Era su piel: rasurada, hirsuta,
asustada. La mujer lobo, recordé; así la apodó ese
maldito. Los pechos de Ariana, inmarchitables,
temblaron levemente; estaba llorando otra vez.
En algún momento se quedó dormida sobre mí.
La luna nos miraba silenciosa desde la ventana.

41
Secretos
Juan Carlos Guerrero Bravo

Gustavo le pasa la pelota a Teresa. Ella


sortea a un rival y corre hacia el arco contrario.
Se detiene, mira al arquero y patea con fuerza. La
pelota impacta en el rostro de Tito quien cae al
suelo. Su prima Laura corre a socorrerlo. Teresa
hace lo mismo. Mientras Laura ayuda a Tito a
ponerse de pie, Teresa la contempla embelesada.
“Se nota que cada día te gusta más” le dice Gus-
tavo haciendo un corazón con sus manos. Ella le
responde con un codazo. Luego, ambos acompa-
ñan a los primos a su casa.

Hace un mes, Teresa le contó a Gustavo


que escribía poemas de amor a Laura. “¿Estás
enamorada?”, le preguntó. “Sí”, respondió son-
rojada. “Pero tengo miedo que ella se entere”. Él
no supo qué responderle. “Normal. Laura a mí
también me gusta”. Ella lo miró sorprendida y
sonrió de buena gana. “No se lo digas a nadie.
Será nuestro secreto. ¿Me lo prometes?”. “Pro-
metido”, dijo él. “Guardas mi cuaderno en tu
casa. No quiero que lo encuentren en la mía y se
arme tremendo lío”.

42
Gustavo aprovechó para leer cada uno de
los poemas. Lo conmovieron. Pensó que si Laura
hiciera lo mismo aceptaría sin duda a Teresa como
su novia. Alentado por su idea la buscó. “Tengo
algo para ti”, le dijo y le entregó el cuaderno en-
vuelto en papel de regalo. Le rogó que no le dijera
nada a Tito ni a Teresa.

Días después, Teresa y Gustavo fueron a


visitarlos. Mientras los esperaban, Gustavo le con-
fesó lo que había hecho. Teresa pensó que era una
broma. Él guardó silencio. “¡Estás loco! ¿Si no le
gustan?"

"¿Si no le gusto? Me muero”. “Fácil. Pre-


gúntale y salimos de las dudas. Si hoy le declaras
tu amor y te acepta corro desnudo alrededor del
parque”, la desafió. De improvisto, Laura apare-
ció y los saludó con mucha amabilidad. Teresa
apenas respondió el saludo.

Estaba muy avergonzada. Cuando Gusta-


vo vio que Tito se acercaba fue a su encuentro de-
jándolas a solas. Él no tenía la menor idea de cuál
sería el desenlace final.

43
Cuando Tito se fue por unos refrescos,
Gustavo puso atención en ellas. Las vio muy
animadas y contentas. De un momento a otro, las
dos se ponen de pie y caminan hacia el jardín. Él
las sigue sigilosamente. Ambas se ubican de-
trás de unos arbustos grandes. Para no perderlas
de vista, Gustavo se trepa a un árbol. Laura lee
los poemas. Con paciencia pasa de uno a otro.
En tanto, Teresa guarda silencio expectante. Sin
mediar palabra alguna, Laura toma su mano
y sin dejar de mirarla acerca su rostro al suyo.
Cierra los ojos y la besa lentamente. Gustavo no
puede creer lo que ocurre. Su sorpresa lo hace
trastabillar, que pierda el equilibrio y caiga apa-
ratosamente. De inmediato, levanta la vista y se
encuentra a las dos riéndose sin parar. Teresa se
arrodilla y coloca uno de sus dedos en sus labios
y le dice “será otro de nuestros secretos y hoy
correrás desnudo”.

44
Leyenda urbana
Kari De la vega

Me tocó pasar demasiadas noches en el


pabellón de emergencias cuando era niño. No sé
qué era peor: la sensación de falta de aire o las his-
torias de mi hermano mayor sobre una enfermera
sin cabeza que andaba por ese hospital. No podía
evitar mojar mis pantalones cada vez que una lle-
gaba para nebulizarme. Crecí entre inhaladores y
pesadillas con aquel fantasma persiguiéndome por
los pasillos. Lo bueno fue que, en la adolescencia,
los malos sueños se fueron al mismo tiempo que el
asma. Mudarnos a la sierra a vivir con mi abuela
fue la mejor decisión que mi padre tomó. Aunque
le costó el matrimonio, pues mi mamá no aguantó
ni un año y se regresó a Lima con mi hermano. A
mí la convicción de mi padre y la comida de mamá
Josefa me salvaron la vida.

A mi madre no la volví a ver hasta que


cumplí la mayoría de edad y me mandaron a Lima
para estudiar Medicina en la universidad del Esta-
do. Lo que nunca pensé es que llegaría a hacer mi
internado en el mismo hospital donde pasé tantas
madrugadas. Ya no me acordaba de mis temores

45
de la infancia hasta que una de las tantas noches
en que hacía guardia me tocó verla. Su presencia
era terrorífica; vestía un uniforme antiguo con capa
azul y, en efecto, no tenía cabeza.

La primera vez que se me apareció pensé


que estaba alucinando. Cerré los ojos, recé y
maldije en quechua como me enseñó la abuela
a espantar las almitas. Pero ella se mantuvo
parada en el pasillo frente a mí. Hasta que me
desvanecí.

—Le dio un ataque de asma, doctor —


me dijo la enfermera de turno.

Al parecer, la enfermedad volvió junto


con el fantasma. Luego de eso se me aparecía
en todas partes: en la cafetería, en la capilla, en
la sala de espera. Ni siquiera me dejaba en paz
para ir al baño. Así que los lugares de mis des-
vanecimientos eran cada vez más insólitos.

La enfermera que me atendía era siem-


pre la misma. Su mirada maternal me inspiraba
ternura. Así que le conté lo que me pasaba. En-
tonces ella me relató la siguiente leyenda:

46
«Allá por los años cincuenta, una
bella enfermera se enamoró de un joven médico y se
comprometieron. El joven tuvo que viajar a su pue-
blo para invitar a sus familiares. Por desgracia, hubo
un accidente en la carretera y él murió. Ella estuvo
de licencia un tiempo, pero, al volver, cada espacio
le recordaba a su novio. Una tarde, no soportó más
y se lanzó desde el último piso, con tan mala suerte
que cayó sobre unos fierros de construcción que la
decapitaron al instante. Dicen que su alma no se ha
enterado de su partida y que sigue deambulando
por este hospital en busca de su prometido».

Mi abuela decía que cuando el espíritu se


te aparecía en repetidas ocasiones es porque nece-
sita algo de ti. Nunca supe lo que quería decirme
la condenada aparición. Finalmente desaprobé el
curso, no solo por los desmayos durante mis guar-
dias, sino porque, además, no pasé el examen psi-
cológico. Renuncié a ser médico antes de perder
por completo la cordura y me casé con Estela, la
enfermera que siempre me atendía. Aunque era
un poco mayor que yo, siento que es la única que
ha comprendido mis pesares. Últimamente me ha
asaltado la loca idea que aquel espectro se ha en-
carnado en Estela. Y tal vez uno de estos días me
anime a averiguarlo, aunque la única forma de ha-
cerlo sea separar de su cuerpo su hermosa cabeza.

47
Pampa de Cueva
Úrsula Terramar

Así como el viento, el amor se perdía entre


los pasos apurados de todos en las mañanas. Mi
mamá trabajaba durante el día y estudiaba en las
noches. El sueño de forjar el progreso. Por esta razón
siempre regresaba cuando mis hermanos y yo está-
bamos durmiendo. Mi papá tenía otra familia y nos
pasaba una pensión mensual que cada vez se iba re-
duciendo porque las ventas estaban muy bajas.

Todos decían que yo era una chica muy


alegre y comunicativa. En las conversaciones de
los adultos casi siempre me convertía en el centro
de sus elogios por «las buenas notas que trae a la
casa», «que centrada es, ojalá, mi hija fuera así». Yo
me comía con gusto todos esos halagos.

Pero sin esperarlo un viento extraño empezó


a llenarlo todo: mis cabellos, mi ropa y mis ganas.
Mi voluntad se convirtió en una vasta explanada de
arena. El amanecer era como intentar levantar un
enorme balde de agua para regar un desierto. Así
ese viento empezó a no dejarme respirar, ni suspi-
rar, ni siquiera bostezar.

48
El sol que enciende a los buses, a las frentes,
a la cebra, ya no es para mí, por el contrario, me son-
ríe hipócritamente. Hoy los uniformes de mis com-
pañeros son tan extraños, sus colores tan brillantes y
hermosos. Pero cada uno habla un idioma diferente
y todos sonríen complacientes en medio de este caos
que me enloquece. Ningún color es el mío.

¿Será que alguna voluntad externa me con-


virtió en la rama más frágil de este árbol tan verde y
frondoso? Quizás el manual para entender al mun-
do no siempre estuvo a mi alcance. ¿Fue alguna de-
terminación de los cielos que el peso más leve sobre
mí me hiciera caer hasta lo más hondo de la tierra?

Mamá, no sé si por aburrimiento o si por


sentirme perdida en la oscuridad de la cama que
compartimos los cuatro, le pregunto a tu espalda
dormida si me quieres. Discúlpame por todavía ser
una niña. ¿Alguien puede escuchar mi abrazo pro-
fundo aquí en la oscuridad?

Hoy mi tía me llevó a que me sacaran sangre


para descartar que estos síntomas que a todos asus-
tan fueran anemia. Al mediodía cuando estábamos
de regreso en el paradero del mercado, en medio de
la basura descomponiéndose bajo el sol, empecé a

49
desvanecerme. Mi tía me agarró muy fuerte del bra-
zo y muy cerca de mi oído me suplicaba: «¡Julia, acá
no, por favor!». Pudimos subir a un colectivo y deja-
ron una ventana abierta para que diera el viento en
la cara.

¿Será que el decálogo de lo que se espera de


mí ya no es suficiente? Hoy mis pies no pudieron
llevarme al colegio y estoy buscando algo al final de
los caminos de Pampa de Cueva, más allá de las ca-
sas. En los últimos pasos antes de llegar a la cuesta,
con la visión solo del cielo hacia adelante, me entu-
siasma la incertidumbre de lo que habrá detrás de la
cima. Desde aquí puedo ver todo el valle.

Detrás de mí los cerros me miran. «El fondo


de mi corazón quizás se ha muerto como ustedes»,
pensé. De repente una plantita me llamó entre unas
piedras, como pidiendo permiso, como pidiendo
perdón por crecer. Tiemblo. Una brisa fresca me
hace suspirar profundamente. Acaban de encender
las luces de los postes.

50
Venancio
Lucía del Rosario Espezúa Berríos

El pueblo murmuraba que Venancio había


vendido su alma al diablo. De ojos hundidos y
cuerpo enjuto, se iba encogiendo y adelgazando
cada día más. Atrapado por los rumores vagaba
por las calles evitando las iglesias, atrapado en su
infierno personal mientras arrastraba el saco de
huesos que era ahora su cuerpo.

Años atrás había laborado como peón en


la hacienda señorial. El saco de huesos era en-
tonces un cuerpo fornido, los ojos hundidos cas-
tañas brillantes y sus grandes brazos apretaban
la lampa arando la tierra. En cada golpe des-
cargaba frustración y rogaba a Dios olvidarse
de Amelia, hija del patrón, que cada tarde ve-
nía a verlo trabajar. Amelia era una joven con la
inocencia de quien jamás salió al mundo y cuya
mente alimentada de historias románticas, se
nublada de fantasías y albergaba el pensamien-
to que uno ama lo prohibido y vive, o muere en
absoluta soledad.

51
Desde su ventana, observaba a Venancio
regocijándose en ese amor censurado y soñando
con un día poder escapar. En un arranque de ro-
manticismo, le escribió una carta confesando un
amor tan fuerte y profundo que prometía, de ser
correspondida, huir junto a él.

Al recibirla, Venancio pensó que si Dios


no lo escuchaba el infierno podría ser una mejor
opción. El diablo, siempre atento, le prometió la
riqueza que cualquier obstáculo pudiera vencer y
que a cualquier patrón haría cambiar de opinión.
A cambio de su alma, una vez muriera, le daría la
ubicación de una cueva lejana que albergaba ri-
quezas escondidas muchos años atrás. Esa tarde,
Venancio ya maldito, escribió a Amelia pidiéndole
tiempo para buscar oro y dejó el pueblo con un
solo objetivo.

Pero el diablo es astuto, y a cada paso


aparecía recordándole su cruento destino. Con
el tiempo la comida perdió sabor, sus sueños se
volvieron pesadillas manteniéndolo despierto y
a cada hora veía a demonios bailando a su alre-
dedor. Cambió, al punto que al volver pocos lo
reconocieron. Con bajo peso y ojos hundidos se

52
presentó en la hacienda señorial, afirmando tener
riquezas y pidiendo la mano de su amada. Pobre
inocente Amelia, quien al verlo descascarado, del-
gado y envejecido rompió su amor basado en ilu-
siones y rechazó a gritos su propuesta, echándolo
para no verlo más.

Venancio, con el alma vendida y el cora-


zón roto vagó por el pueblo viendo al diablo en
las esquinas y a Amelia en cada pesadilla. Años
más tarde se enteraría que ella, aún guiada por
sus fantasías, se había fugado con un peón que sin
fortuna alguna la arrastró a vivir en la pobreza,
destruyendo sus ilusiones y la ingenuidad que
tanto había amado.

Decidido a morir antes que verla destrui-


da, escondió el oro maldito en una cueva esperan-
do que nadie sufriera lo que él sufrió y se pren-
dió fuego para acostumbrarse a las llamas que
en infierno lo esperaban. Pero el diablo es astuto,
y anotó el escondite de Venancio logrando años
después, como mil veces antes, intercambiar di-
cha ubicación a cambio de otra alma ingenua.

53
Pandemial
Lupe Jara

No tengo nada que escribir esta tarde. Me


has perturbado de tal modo que las ideas han hui-
do a un lugar inaccesible. Mi ira ha borrado los
recuerdos con los que podría escribir nuestra his-
toria. Mi reacción te ha asustado. He visto el dolor
latiendo en tus ojos y me he arrepentido. Aun así,
no he podido romper el silencio, por lo que has
partido cabizbajo a tu refugio, sin soltar tu orgullo.
Tú también te has paralizado. Pensabas dedicar
este día a realizar los dibujos con los que alivia-
rás tus deudas. Yo, en tanto, creía que hoy podría
nivelarme con los relatos pendientes. En cambio,
los dos hemos caído en el vacío de palabras, de
imágenes, de abrazos.

Me acuerdo, ahora, del primer día cuando


te vi. Eres tan perfecto, pensé alucinada y en ese pre-
ciso instante sentí que un miedo helado recorrió mi
cuerpo por cada uno de mis nervios. Supe, enton-
ces, que jamás volvería a ser libre. Que estaría uni-
da a ti, irrenunciablemente. Incluso, al comienzo
de todo, yo misma me impuse un confinamiento
voluntario, contigo; ajenos al martilleo del mundo.

54
Mi cuerpo fue tu habitación, mi pecho tu
fuente de vida. No tengo noción de cuándo comía
o dormía, empeñada como estaba por vigilar tu
respiración. Entresueños rememoro que alguien
preguntó si estaba enferma. Sé que mi vida se de-
tuvo, que me alimentaba de ternura, mientras te
abrigaba con mi piel.

Hoy, con la amenaza de un virus letal, el


mundo ha entrado en paréntesis. El miedo nos ha
aprisionado en nuestras casas. En ella, tú y yo cho-
camos en cada esquina. Ya no aguantas esta crisá-
lida que lastima tus alas. Entonces, volteas hacia
mí y me odias. Gritas y haces retumbar el edificio
para afirmar que no eres el mismo. Tu cuerpo se
ha estirado igual que tus cabellos. Soy testigo de tu
metamorfosis. Eres otro. Vives la edad de la belle-
za, que a mí me está abandonando. Criticas todo
lo que hago, interrumpes veinte veces mi trabajo
para obligarme a mirarte. Cuando quieres algo me
sigues a donde vaya y taladras mi paciencia. Soy el
único contacto que has borrado de tu lista. Usas tu
inteligencia de un modo feroz para alejarte.

Sin embargo, el cordón que nos ata, te re-


gresa a media noche. Vuelves a mí, mi muchacho,
te acurrucas en mi cuerpo como cuando eras un

55
niño, mientras me cuentas tu día: la partida que ga-
naste en el video juego; la chica que –aseguras— no
te gusta, pero que es tan única; la falta que te hacen
tus amigos, los pandemials. Entonces, las palabras
y el afecto regresan para hilvanar los fragmentos
de nuestro vínculo, para reparar el día abominable.
Esta tarde, mientras escribía, manoteaste el tecla-
do y chancaste mi trabajo. Vaciaste mis palabras
buscando atención. Me molesté tanto que tuve que
alejarme, sabiendo cuánto te asusta perderme. Te
encerraste en tu cuarto y el silencio gobernó la casa,
hasta ahora que asomaste inseguro, trayéndome la
manta con la que te abrigo.

56
Guardacaballo
Marco André Fernández Risco

El viejo Guardacaballo, cuya leyenda


habrá de sobrevivir al polvo de su tumba, acu-
dió a la cantina muy de noche, con una garra-
fa de cañazo en la mano. Aunque borracho, los
bebedores escucharon atentos aquel que ha-
bía vencido al diablo. Héroe del pueblo, jinete
solitario de las campiñas de Monsefú, ante el
cual se doblan los carrizos de los campos.

—Vuelve mi hijo, El Aviador. Brindemos


carajo.

—¡Por tu hijo!

—¡Salud cumpita!

Fue Lázaro Yarlequé, rival de tragos del


viejo, quien recordó a su gallada que El Aviador
regresaba de la capital. Hecho un milico, apren-
diz de limeño e incapaz de soportar el olor de los
corrales. Pensaría el sabido que Guardacaballo
estaba distraído con la bebida, pero su oído de
murciélago captó cada palabra. Arrojando la

57
garrafa fue a galope hasta la mesa del insolen-
te. Le retó a repetir lo dicho, presionándole el
pescuezo con la hoja de su navaja.

Y repitió aquello que había proferido


de El Aviador. Guardacaballo bajó el arma y se
trenzó con el bravucón a puño limpio. Hombre
de carnes flacas era, pero pegaba fuerte, muy
fuerte, como en sus años de esplendor. Entre
varios cogieron al viejo, cual perro rabioso, para
que no matase al infeliz. Más la golpiza no do-
blegó a Lázaro Yarlequé.

—Ojalá no tengas por hijo a un limeñito.

Sabía que aquello calentaría la sangre de


Guardacaballo. El viejo, sorbió un largo trago
de cañazo y escupió a los pies de Yarlequé.

—Ven a mi casa mañana.

Regresó Guardacaballo a la chacra. Con-


fundida entre las sombras de la noche, el viejo
divisó a su esposa bajo el dintel de la puerta.
Francisca, mujer enrazada y de espíritu indo-
mable.

58
—Seguro que te has peleado con el Yarlequé.

—Sí, le di su merecido.

Guardacaballo caminó hacia los corrales.


Dormían apacibles los patos, las gallinas acu-
rrucaban a sus polluelos y gruñía la chancha
tumbada sobre restos de comida. Y el viejo en-
contró a un cabrito cebado y apetecible; le contó
a Francisca lo que harían con él y ella le repro-
chó por cojudo, vanidoso y peleonero.

El Aviador llegó al amanecer, con su


uniforme azul marino y pequeñas medallas re-
fulgiendo en su pecho. Guardacaballo no pudo
contener el orgullo, el cual se derramó entre las
lágrimas. Fundidos en un abrazo fueron hacia
donde estaban Yarlequé y Francisca, quien llenó
de besos a su hijo. El viejo sacó un cuchillo y
arrastró fuera del corral al cabrito cebado.

—Tu madre lo cocinará en tu honor hijo,


talo como te enseñé.

Así, demostraría que no había olvidado la


chacra y cerraría la boca de Yarlequé. El Aviador
cogió el puñal, levantó al cabrito de las patas y

59
puso su cabeza entre sus piernas flacas, temblo-
rosas. La carcajada de Yarlequé fue una sola con
el chillido del cabrito. Y es que el joven olvidó que
a este animal se le mata de una sola puñalada.

Pobre Guardacaballo. “Limeño de


mierda”, le gritó al hijo sorprendido. Un avión
cruzó el cielo limpio.

60
Gatos
Omar Guerrero

La casa se había quemado. El fuego la de-


voró en instantes como si fuese un monstruo que
no escuchaba súplicas ni ruegos. De nada servía
llorar, pero igual llorábamos. Las lágrimas corrían
sin ninguna tregua al ver nuestra casa hecha rui-
nas. Las paredes ahora se mostraban oscuras y el
piso permanecía cubierto de cenizas. Todo esta-
ba negro y deformado. El olor a chamuscado no
se disipaba por nada. Se percibía además un olor
fétido, como si la tragedia dejara más pestes a
nuestro alrededor.

—¿Dónde está el gato? —Preguntó de


pronto mi hermana con la voz más quebrada que
nunca. Yo me acerqué para intentar escuchar los
maullidos, para intentar creer que aún podía en-
contrar al minino entre las cortinas de humo que
se perdían en el aire. Imaginaba que de pronto lo
vería acurrucado, con miedo, escondiendo sus bi-
gotes, su cola y sus orejas, dejando en evidencia
que tenía más de una vida. Lamentablemente no
fue así.

61
—¿Y ahora dónde vamos a vivir? —Pre-
gunté en medio de la noche larga y desolada.

—Vamos a tener que sacar todo lo quema-


do y empezar de nuevo —dijo mi hermana. De
sus labios salía un hálito producido por el frío y la
pena. Sus manos temblaban al igual que su respi-
ración.

Ambos permanecíamos sentados delante


de lo que había sido nuestra casa. Apenas si tenía-
mos dos mantas que nos regalaron los vecinos

—También vamos a tener que conseguir-


nos otro gato —dijo ella.

—¡Y yo tendría que buscar una pareja o


una esposa!, mencioné. ¡Lo mismo tendrías que
hacer tú con un varón, sino podría a volver a su-
ceder lo mismo, podría volver a quemarse la casa!

Mi hermana quedó muy pensativa con lo


que dije. Luego cogió mi mano y la escondió entre
las suyas, entre la delgadez de sus dedos y el color
indefinido de sus uñas.

Mi hermana no es una mala persona. Yo

62
tampoco. Simplemente nos habíamos acostum-
brado a vivir juntos. Era tan igual al bañarnos
cuando éramos niños. No teníamos vergüenza,
no teníamos pudor. También dormíamos en la
misma cama, sobre todo cuando era invierno o
cuando teníamos miedo de las explosiones y los
temblores. A fin y al cabo, éramos hermanos y na-
die podía criticarnos, ni siquiera nuestros padres,
que no se murieron de viejos sino de pavor y de-
cepción al confirmar que había tanto cariño entre
nosotros.

—Va a venir el diablo y se los llevará —


dijo papá antes de morir.

—Tarde o temprano el fuego del infierno


los alcanzará —mencionó mi madre para después
dar el último suspiro.

A partir de ese momento empezamos a tener


gatos porque dicen que ellos presienten y advierten
el peligro. Cada vez que perdíamos uno, adoptába-
mos otro. Lo cuidábamos, lo desparasitábamos, le
dábamos de comer y le hacíamos mimos como si
fuera nuestro propio hijo. Lo cierto es que este últi-
mo nunca nos avisó del incendio en nuestra casa.

63
—¡Mañana mismo conseguiremos otro
gato! —Dijo mi hermana como una sentencia.

Yo retiré abruptamente la mano y guardé silencio.

64
A solas con mi hermano
Piero Farromeque

Cuando Franco le colgó el teléfono a su


hermano, se dio cuenta que desde hace mucho
tiempo se encontraba viviendo en una soledad
inquebrantable, y que solo ahora, en medio de la
frustración que lo aquejaba, había sido capaz de
mirarse a sí mismo a los ojos.

Después de Pablo, pensó, no queda nadie


más con quien me pueda sentir a gusto contándole
toda esta mierda. Parece que tendré que vivir con
esta angustia por más tiempo y que este silencio
hostil me seguirá persiguiendo hasta llevarme a
momentos aún más oscuros en mi vida, cavilaba.

Quince minutos antes había tomado valor


para llamarlo. Lo hacía a sabiendas de que él no
intentaría comprenderlo, pero pensaba que qui-
zás podría aclarar un poco sus pensamientos ha-
blando con él. Así que, sentado en un rincón de
su cuarto, cual animal herido, lo llamó mientras
seguía preguntándose qué sentido tenía hacerlo.
Cuando contestó lo saludó con alegría, y luego
de un rato ya no podía parar de enunciar frases

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desarticuladas tratando de explicar su sentir por
diez minutos o más. Su hermano, que lo escu-
chaba en silencio, recordaba al mismo tiempo las
muchas veces en que oyó a su padre exclamar las
mismas frases vacilantes que ahora Franco repetía
tenazmente, desconcertándolo.

Y, dominado por el asombro y el terror que


el recuerdo de esa época le producía, trató de fre-
nar en seco el sufrimiento de su hermano y el suyo
propio. Entonces, Franco, viéndose interrumpido
abruptamente por su hermano, escuchó sorpren-
dido: “Hermano, lo que te está pasando, le ha
pasado a mucha gente. Lo que estás sintiendo es
miedo. Un miedo salvaje que, de no actuar ahora,
te tirará al suelo como a una basura y te hará creer
que es ahí a donde perteneces. Lo que tú tienes se
llama miedo a la vida, miedo a la acción, miedo al
cambio. Miedo a desperdiciar tu presente y que el
pasado te gobierne. Miedo a que este día conclu-
ya como todos los anteriores, y a despertar y no
encontrarte. Miedo a advertir, cada cierto tiempo,
en el espejo, un ser ajeno y traicionado. Miedo al
desorden que reina toda la vida del hombre, su
pensamiento, su historia, sus negocios y sus artes.
Teorías, sistemas, pasiones... siempre han sido así.
¿Te gustaría que fueran diferentes?; o ¿te gustaría

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encontrar una verdad que te ilumine? Porque si la
esperas, no existe. Lo único que hay es acción. Ac-
ción, acción y acción, obedeciendo mil impulsos
diferentes. Acción, contingencias y contradiccio-
nes. Crímenes, mentiras, hambre, celos y estupi-
dez. Aprende a reír es lo único...”.

Colgó. ¿A qué viene eso?, se preguntó.


¿Qué clase de mensaje es ese? No era algo que na-
die quisiera oír en una situación así, o algo que
estuviese necesitando. No entiendo; ¿a dónde
quería llegar mi hermano con todo eso?

Pablo, por su parte, se repetía una y otra


vez que no volvería a decir algo así a nadie. Ca-
rajo, todos rechazamos la verdad cuando más la
necesitamos, ¿por qué habría de gritarla entonces,
cuando nadie va ser capaz de escucharla?, se dijo
a sí mismo.

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Número imaginario
Abraham Virhuez

Estimado lector, este cuento pertenece al


ámbito imaginario de la vida, que como usted ya
debería saber por la complejidad del ser humano,
es perpendicular al componente real de nuestra
existencia, de acuerdo a las simples matemáticas.
Por lo que, al proyectarla a la realidad, no debería
ser incluida en la contabilidad de mis publicacio-
nes, que se realizan utilizando números reales,
siendo más precisos, naturales.

Érase una vez más otro día monótomo en


el cuartel. El fantasma y yo caminábamos uno al
lado del otro, realizábamos las revisiones de ruti-
na de cada día sin nada extraordinario que ame-
rite a ser contado. Y mientras yo pensaba en la
oración matemática para justificar mi incapacidad
de escribir, divagando él en la soledad de sus pen-
samientos, se apodera de sus sentidos el recuerdo
del primer día que fue al cuartel.

—Dígame usted, ¿por qué quiere pertenecer a esta


prestigiosa institución? —dijo el brigadier. Y por un
instante le invadieron las ganas de decir la verdad.

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—Porque es mi vocación —respondió,
e inmediatamente añade que le gusta ayudar a
las personas.

—Fantasmas, ya acabaron de revisar


la máquina - dice el brigadier, y reaccionamos
al instante.

—ya falta poco— respondo, e inmediata-


mente continuamos revisando las gavetas faltan-
tes. Prendemos los carros y los equipos y revisa-
mos la operatividad de las herramientas como en
cada relevo, esto a pesar que hayan sido usados
únicamente en los entrenamientos. Recién lleva-
mos un par de meses aquí, pero el último ama-
go de incendio que hubo en la ciudad fue hace
ya varios años. Algún operario de una fábrica, de
quién tampoco nos debería interesar su nombre,
presuroso por acabar su jornada, y ganarle tiempo
a la vida. (¿quién sabe para qué? tal vez simple-
mente por las ganas de competir) olvidó apagar
una máquina.

¡Son nuestros héroes!, fueron los titulares de to-


dos los periódicos al día siguiente. Por eso, de-
cidimos presentamos al cuartel, al encontrar los
periódicos en la hemeroteca de la facultad. Desde

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ese día, salimos del anonimato, ahora todos nos
reconocen por nuestra loable acción, lo que consi-
dero que es muy justo.

Sobran los ejemplos de escritores, que se


arrepienten de la premura por publicar y solo
reconocen su paternidad a partir del segundo o
tercer libro, por lo que yo no pienso cometer ese
error. Un escritor amateur apresurado por publi-
car es como una persona altruista que dice que no
quiere recibir nada a cambia, pero busca reconoci-
miento. Pienso publicar un único cuento, pero eso
será cuando sienta que ya es tiempo. Por lo que,
estimado lector, le invito hacer algo que no le será
nada difícil, le pido no recordar este cuento.

Llaman a la puerta de la estación, se


escucha el retumbar del portón metálico, se acti-
va la alarma. Informan que se quema la librería.
Dicen que fue provocado, que vieron a un fantas-
ma con pinta de escritor, ¿o al revés? que aprove-
cho el descuido de los vigilantes para incendiar la
sección de Novedades: Escritores Nuevos.

Llegamos a tiempo, el fuego no se propagó


y logramos salvar la mayoría de libros. A pesar
del humo se logra leer “Número imaginario” en
las tapas y en los lomos.

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Serie
TALLERES VIRTUALES

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