El Teatro Espanol en La Epoca Romantica PDF
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LITERATURA Y SOCIEDAD
DIRECTOR
ANDRÉS AMORÓS
José Luis Abellán, Emilio Alarcos, Aurora de Albornoz, Jaime Alazraki, Earl Aldrich, José
María Afín, Xesús Alonso Montero, José Luis Alonso de Santos, Carlos Alvar, Manuel Alvar,
Andrés Amorós, Enrique Anderson Imbert, Rene Andioc, José J. Arrom, Francisco Ayala,
MaxAub, Mariano Baquero Goyanes, Giuseppe Bellini, R. Bellveser, Rogelio Blanco, Alberto
Blecua, José Manuel Blecua, Andrés Berlanga, G. Bemus, Laureano Bonet, Jean-Francois
Botrel, Carlos Bousoño, Antonio Buero Vallejo, Eugenio de Bustos, J. Bustos Tovar, Richard
J. Callan, Jorge Campos, José Luis Cano, Juan Cano Ballesta, R. Cardona, Helio Carpintero,
José María Castellet, Diego Catalán, Elena Catena, Gabriel Celaya, Ricardo de la Cierva, Lsi-
dor Cónsul, Carlos Galán Cortés, Manuel Criado de Val, J. Cueto, Máxime Chevalier,
F.G Delgado, John Deredita, Florence Delay, Francisco Javier Diez de Revenga, Manuel
Duran, Julio Duran-Cerda, Robert Escarpit, M. Escobar, Xavier Fábrega, Ángel Raimundo
Fernández, José Filgueira Valverde, Margit Frenk Alatorre, Julián Gallego, Agustín García
Calvo, Víctor García de la Concha, Emilio García Gómez, Luciano García Lorenzo, José
Guillermo García Valdecasas, Stephen Gilman, Pere Gimferrer, Antonio A. Gómez Yebra,
Eduardo G González, Javier Goñi, Alfonso Grosso, José Luis Guarner, Raúl Guerra Garrido,
Ricardo Gullón, Modesto Hermida García, Javier LLerrero, Miguel Herrero, E. Lnman Fox,
RobertJammes, José María Jover Zamora, Jon Kortazar, Pedro Laín Entralgo, Rafael Lapesa,
Fernando Lázaro Carreter, Luis Leal, María Rosa Lida de Malkiel, J.M. López de Abiada,
Francisco López Estrada, E. Lorenzo, Ángel G. Loureiro, Vicente Llorens, José Carlos Mainer,
Joaquín Marco, Tomás Marco, Francisco Marcos Marín, Julián Marías, José María Martínez
Cachero, L. Martínez de Mingo, Eduardo Martínez de Pisón, Marina Mayoral, G. McMu-
rray, Seymour Mentón, Lan Michael, Nicasio Salvador Miguel, José Monleón, María Eulalia
Montaner, Martha Morello Frosch, Enrique Moreno Báez, Antonio Muñoz, Justo Navarro,
Francisco Nieva, Antonio Núñez, Josef Oehrlein, Julio Ortega, María del Pilar Palomo,
RogerM. Reel, Rafael Pérez de la Dehesa, J. Pérez Escohotado, Miguel Ángel Pérez Priego.
A.C. Picazzo, JaumePont, Benjamín Prado, EnriquePupo-Walker, RichardM. Reeve, Hugo
Rodríguez-Alcalá, Julio Rodríguez-Luis, Emir Rodríguez Monegal, Julio Rodríguez Puértolas,
Leonardo Romero Tobar, José M.~ Ruano de la Haza, Fanny Rubio, Enrique Rubio Crema-
des, Serge Salaün, Noel Salomón, Gregorio Salvador, Leda Schiavo, Manuel Seco, Ricar-
do Senabre, Juan Sentaurens, Alexander Severino, Philip W, Silver, Gonzalo Sobejano,
E.H. Tecglen, Xavier Tusell, PA. Urbina, Isabel Uría Maqua, Jorge Urrutia, José Luis Várela,
José María Vaz de Soto, Darío Villanueva, Luis Felipe Vivanco, Ángel Vivas, DA. Yates,
Francisco Ynduráin, Anthony N. Zahareas, Alonso Zamora Vicente, Stanislav Zimic.
ERMANNO CALDERA
El teatro español
en la época romántica
EDITORIAIM CASTALIA
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mático, su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico,
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Copyright.
ÍNDICE
INTRODUCCIÓN 7
I. LA RECEPCIÓN 9
1. La comicidad romántica 27
2. Una precursora: La pata de cabra 28
3. El estreno del romanticismo cómico 31
5
6 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
IV. EL FLORECIMIENTO 97
1. Una temporada de transición 97
2. El romanticismo liberal 107
3- La comedia comprometida 142
BIBLIOGRAFÍA ESENCIAL
I. Estudios de conjunto 257
a) Generales (con referencias al teatro romántico) 257
b) Específicos sobre el teatro romántico 258
II. Autores 258
III. El teatro y su mundo 263
IV. Fuentes bibliográficas de las obras teatrales citadas 263
ÍNDICES
índice onomástico 267
índice de obras 273
INTRODUCCIÓN
1
Véase L. ROMERO TOBAR, Panorama crítico del romanticismo español, Madrid, Castalia, 1994,
p. 252, donde se refiere también a las observaciones de Adams, Andioc y Peers.
2
lbídem, p. 243.
7
8 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
1
Deduzco el número de las representaciones (que hay que considerar aproximado) de la Car-
telera teatral madrileña. De aquí en adelante, cuando indico el número de las representaciones, me
refiero a las décadas 1830-1849 o al período que intercorre entre la fecha del estreno y 1849.
9
10 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
Para sustraerse tanto a la condena porfalsaria que le ha sido impuesta a causa de las
intrigas de los parientes de su protectora la marquesa de Ling (en realidad, como se
verá más tarde, su madre ilegítima), que la había nombrado su heredera, como a las per-
secuciones amorosas del perverso abogado Valter, Cristina —cambiado su nombre en
el de Enriqueta—, huida de Bruselas, se ha refugiado en Francia, en casa de la marque-
sa de Belvil, de cuyo hijo, Carlos, se enamora. En el momento en que los dos jóvenes es-
tán a punto de casarse, llega Valter, que consigue romper la amistad entre Cristina y la
familia que la hospeda. Aconsejada por su protector el abate L'Epée, se refugia en una
casa de labradores, donde sin embargo la alcanzan la marquesa, su hijo y Valter. Este,
al verse nuevamente rechazado, intenta apuñalarla, pero, sin darse cuenta, mata en
2
D. T. GIES, Theatre and Politics in nineteen century Spain: Juan de Grimaldi as impresario and go-
vernement agent, Cambridge, New York, etc., Cambridge University Press, 1988, p. 56.
12 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
Los mismos recursos, casi se podría decir los mismos personajes, caracteri-
zaban La expiación, que, a pesar de ser menos famosa, alcanzó sin embargo un
número de reposiciones superior a las de La huérfana. Se trataba también de una
traducción, esta vez del infatigable Ventura de la Vega, de un original francés
hoy desconocido, 3 que fue estrenada en el Teatro del Príncipe el 10 de febrero de
1831, conociendo luego, en las dos décadas románticas, unas 80 reposiciones.
Herido en una refriega, Fernando es hospedado en el castillo del conde Torrelli, donde
le asiste la sobrina de éste, Julia, que reconoce en el joven un antiguo enamorado suyo.
El sobrino del conde, el malvado Morazzi, sospechando con razón que Fernando sea hijo
ilegítimo de su tío y que por tanto pueda sustraerle el puesto de heredero que él ocupa ac-
tualmente, intenta envenenarle y luego matarle haciéndole desaparecer con su cama, que
puede hundirse gracias al truco de un resorte. Pero Fernando, avisado por Julia, arroja a
Morazzi a la cama, que se hunde con él. Superado en fin el riesgo de lafusilación del con-
de, acusado injustamente del atentado a la vida de Femando, éste, reconocido como hijo
suyo, puede casarse con Julia.
hasta ese «palacio gótico» que tanta fortuna gozará en los dramas históricos, y a u n
también romántico «sitio pintoresco», con «un gran arco de piedra algo carcomido».
El conde Guillermo de Flavy intenta raptar del convento a la hermosa María, pro-
tegida por su mujer y otras personas. Por una serie de equívocos, la joven cae realmen-
te en las manos del conde, quien ordena su muerte y la de la condesa. Pero se descubre
que es la hija que la propia condesa parió, antes de casarse, a consecuencia de un estu-
pro y que el estuprador había sido nada menos que el que ahora es su marido. Tanta es
la vergüenza que siente el conde, que irá a buscar la muerte en el campo de batalla.
Tal vez afectase bastante al público el tema inusitado del estupro, que sin
embargo se liberaba parcialmente de los aspectos más escandalosos por estar
el culpable casado con la misma mujer a la que había violado.
La escenografía era, como en la obra anterior, de gusto romántico, por otro
lado ya habitual en 1839. Bastaría leer la acotación del acto IV: «Salón gótico: en
el foro una gran puerta con reja de hierro, por entre cuyas barras se ve una torre con su
puertecilla y un águila esculpida encima...» Y el influjo del romanticismo entonces
ya en plena auge se deja ver también en la presencia, entre los personajes, de
un trovador, figura muy de época.
En la corte de Inglaterra, los dos hijos de la reina, Ricardo y Eduardo, son persegui-
dos por su tío Glocester. A pesar de la habilidad con que el niño Ricardo se opone a sus
mañas, Glocester consigue encerrarlos en la torre y asesinarlos.
El conde Gerardo, emigrado para evitar una condena injusta, vuelve clandestina-
mente al Palatinado (estamos en el año 1600), y con la ayuda del proscrito Zimeraf, que
merodea en los alrededores y es apodado «el hombre de la selva negra», salva al elector
Rodolfo de los sicarios comprados por el ministro Hermán. Julio, que se descubre hijo de
Geraldo, consigue a su padre el perdón del elector, el cual le concede la mano de su hija.
Federico, secretamente casado con Floresca, para impedir las bodas de ésta con el ig-
naro príncipe Adolfo de Presburgo, abandona su regimiento y vuelve al castillo, donde
se esconde en un subterráneo al cual se accede gracias a una llave puesta en la boca de
una cabeza de bronce. Descubierto, huye y, en una horrorosa noche de tempestad,
I. LA RECEPCIÓN 15
después de tirarse inútilmente al Danubio, es capturado y tiene que ser fusilado. Pero
Adolfo, al enterarse de que en realidad Federico es hijo suyo, suspende la ejecución; a
pesar de oírse una descarga de fusilería, el joven reaparece salvo, ya que el oficial encar-
gado del ajusticiamento había ordenado disparar al aire.
Federico, joven abogado de origen desconocido, goza del apoyo del mayordomo Feli-
pe, que le consigue de su protectora Isabel el perdón de sus calaveradas, hasta que se
averigua que Federico es hijo de los dos, con lo cual se recompone la familia y el chico se
casa con su prima Matilde.
Jorge Germaní, jugador empedernido, mal aconsejado por el pérfido Várner, no duda
en jugarse todo lo que posee y hasta la dote de su mujer Amelia, llevando asía la extrema
indigencia a su familia, en tanto que Várner insidia a su esposa haciendo recaer la culpa
en cierto Rodulfo, a quien Jorge asesina. Muere en fin en el incendio de una posada, del
cual ha sacado a su hijo y en el cual ha intentado arrastrar a Várner. Dirige al hijo sus úl-
timas palabras: «¡hijo mío!... detesta el juego... ya ves sus furores y sus crímenes».
Sin embargo, el punto más alto del lloriqueo lo habría alcanzado tal vez la
comedia en un acto El compositor y la extranjera, que, traducida por Juan del
Peral y estrenada en el Príncipe el 25 de abril de 1837 en el momento apoteósi-
co del romanticismo, alcanzó, en solos 14 años, 30 representaciones.
4
En El duende satírico del día del 31 de marzo de 1828 (ahora en BAE CXXVIL pp. 16-22).
16 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
La joven Amelia se instala en Marsella en la casa del pérfido Bernardo, que persigue
a otro huésped, el pobre compositor facobo, amenazándole con embargarle todos los
muebles, incluso el piano, si no le entrega una ópera lírica que está componiendo. Soco-
rre a Jacobo el amigo Marcelo, que reconoce en Amelia a una joven de la cual se había
enamorado, en tanto que ésta a su vez reconoce en jacobo a su padre. Felicidad de los
buenos y oprobio del malvado.
El pilludo José, al darse cuenta de los inconvenientes que se oponen a las bodas en-
tre su hermana Elisa y el pintor Amadeo por la diferencia de clase, intercede por ellos
con el padre de Amadeo, el general Morin, del cual consigue el consentimiento para los
dos enamorados, en tanto que para sino pide nada más que un abrazo.
Domina en esta comedia [...] la lucha suscitada en el siglo xvm por la filo-
sofía enciclopédica entre el pueblo y la nobleza. [...] El autor [...] pone en con-
traste la pobre honradez de la familia plebeya, artesana y trabajadora [...] con
el orgullo, el ocio y el vicio de la familia rica y decorada (LARRA, El Español,
15-XI-1836).5
De un solo acto constaba Los primeros amores, que alcanzó casi 80 repre-
sentaciones a partir del 15 de mayo de 18316 y que Bretón había traducido, por
supuesto del francés, y naturalmente de Scribe.
Carlota no quiere casarse con Eduardo por estar enamorada todavía de su primo
Gaspar, al que no ve desde cuando tenía 11 años. Eduardo, joven hábil y refinado,
presentándose como Gaspar, consigue el amor de Carlota, en tanto que Gaspar, hombre
rudo y calavera, que ha sido convencido a presentarse como Eduardo, es rechazado.
Carlota, que había «tomado lo pasado por lo presente», tiene que reconocer que la «de-
cantada solidez» de los primeros amores «sólo existe en las novelas».
Con los mismos ingredientes otra pieza en un acto, El amante jorobado, «imi-
tada del francés» por Gorostiza y estrenada en 1823, alcanzó casi 50 reposiciones.
6
En el Príncipe, pero se había estrenado en Sevilla el año anterior.
18 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
La risa fácil y vulgar que brota delante de defectos físicos inspiró también a
Bretón el acto único El hombre gordo, que, estrenado en el Príncipe el 6 de ene-
ro de 1835, conoció 35 reposiciones hasta 1839, para desaparecer luego de los
escenarios.
Rosita y Luis, que se han casado secretamente contra la voluntad del tío Jerónimo,
el gordo, organizan un truco para que dicho tío no pueda conseguir los dos asientos
contiguos indispensables para sus dimensiones en la diligencia en que viajan ellos y
cierto Alberto al que Jerónimo había escogido como esposo de Rosita.
Este recurso de la comicidad fundada en los defectos físicos era tan antiguo
como la misma historia del teatro universal, al punto que justamente el perso-
naje jorobado y el gordo tenían antecedentes muy precisos respectivamente en
el Dossennus y el Maccus de las atelanas romanas.
Tal vez el punto de más alto nivel teatral del tema de la sustitución de per-
sona se logre con Til gastrónomo sin dinero o Un día en Vista Alegre (arreglada
por Ventura de la Vega de Scribe y Brulay y estrenada en 1829 [47 representa-
ciones]), donde aparece mucho más motivado y funcional, con efectos cómicos
ya no tan burdos como en tantas de las obras anteriores.
En el palacio que el barón de Saint-Elme finge ser una elegante casa de locos, Alfre-
do de Roseval encuentra a su mujer Amelia, a la que había abandonado y que se finge
loca. Fingiéndose loco a su vez, logra reconquistarla.
Al gusto por los equívocos que nacen del sutil juego de amor velado por
una locura fingida se añade, para más comicidad, la presencia de Crescendo,
afectado por un «furor filarmónico» muy de época, que por supuesto se expre-
sa en italiano macarrónico.
A casa de Andrés y Luisa, donde vive también Eugenio, llega el tío de este último,
el cual cree que su sobrino está casado con Luisa. Equívocos complicados por la presen-
cia del hijo de la pareja y que se resuelven con la confesión final de Eugenio.
Sobre un tema parecido, pero con tonalidades todavía más farsescas (que
evidentemente proporcionaron más éxito), se teje la trama del acto único No
20 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
Para no desilusionar al tío Alejo que le cree viudo con diez hijos, Miguel improvisa
una ficción que tiene su intérprete en su hija de 13 años, Anita, que se disfraza prime-
ro de pilluelo violento, luego de regordete glotón, para presentarse en fin al natural. La
verdad triunfa al final de la pieza.
La traducción está hecha por mano ejercitada y feliz; el público, en fin, aplau-
dió mucho, no sólo el fondo de la pieza, sino también su acertado desempeño
(LARRA, Revista Española, 19-11-1833).
Si las sustituciones de persona que hemos visto hasta ahora nacen de una
deliberada voluntad de engañar, en otras piezas son fortuitas, como resultas
de un enredo imprevisto, y desde luego cómico, de circunstancias.
Un buen éxito (58 representaciones a partir del estreno en el Cruz, el 28 de
octubre de 1834), en este grupo, lo consiguió la comedia en un acto, traducida,
como de costumbre, de Scribe por Ventura de la Vega, que en la versión espa-
ñola lleva el título sainetesco de Retascon, barbero y comadrón.
El joven Felipe Gallardet es creído hijo de cierto huésped de la casa de Retascon («un
hombre enciclopédico, peluquero, barbero, comadrón y fondista», le define Larra), por lo
cual éste le concede la mano de su hija que antes le había negado por juzgarle un expósito;
pero luego parece que sea hijo ilegítimo de la mujer del propio Retascon, por lo cual se le
niega el matrimonio ya concertado. Después de varios consecuentes equívocos, la situa-
ción no se aclara, pero uno de los huéspedes asegura que los dos jóvenes pueden casarse.
Sin embargo, el éxito más clamoroso lo alcanzaron Las citas y Las capas,
que se acercaron a las 70 representaciones.
La primera, también en un acto, traducción anónima de un original francés
de Hofman, se remontaba al decenio anterior, lo que hace suponer unos trein-
ta años de puesta en escena, a pesar de lo elemental de su trama.
I. LA RECEPCIÓN 21
Don Anselmo va a Madrid para concertar las bodas de su hija Inés y su sobrina
Antonia. Pero éstas aprovechan su ausencia para encontrarse con sus novios Luis y
Carlos, con varias peripecias y equívocos, interrumpidos por el regreso improviso de
don Anselmo, quien revela que los prometidos son cabalmente Luis y Carlos.
Quizás lo que más gustó fueran las escenas farsescas en que los enamora-
dos se encuentran encerrados en una habitación y se cree que son ladrones, en
tanto que el criado Félix se esconde debajo de una mesa, de donde sale hacien-
do caer el tapete, que va a cubrir a los dos jóvenes, etc.
Repetidos equívocos caracterizan Las capas, otra traducción de Scribe por
Vega (en dos actos, estrenada en el Príncipe el 7 de septiembre de 1833).
Un sastre, Blum, por vestir una capa idéntica a otras doce que llevan unos conjura-
dos, es creído partícipe en la conjuración, con varios equívocos tragicómicos, complicados
por los celos de su novia y de un amigo suyo. Se salva gracias a un papel que casual-
mente había puesto en el bolsillo delfrack del conde de Rinsberg, contra quien tramaban
los conjurados.
Tal es la mayor parte de las composiciones de Scribe: una idea, que otros
despreciarían por frivola, le basta para levantar sobre ella sus castillos de naipes
(LARRA, Revista Española, 10-IX-1833).
Casi brillante (o tal vez solamente menos sosa) resulta La segunda dama
duende, que Vega «arregló» e hispanizó hasta en el título, añadiendo un sabor
calderoniano al modelo Le domino noir de Scribe y ambientándola en el Madrid
barroco.
Luis ama a una misteriosa Leonor que, como la Cenicienta, tiene que alejarse apre-
suradamente al toque de la medianoche; que, escondida detrás de una mascarilla, es
creída la mujer de cierto marqués; que luego se finge la prima de una criada del conde
de Orgaz; que crea ulterior confusión con una pulsera que pertenece a la reina, y que se
descubre al fin como la hija del Conde-Duque de Olivares; está a punto de profesar en
el convento de las Descalzas, pero renuncia al hábito por amor de Luis.
También Larra se alza del nivel común con sus 5 actos de No más mostra-
dor, elaborados con cierta originalidad sobre modelos de Scribe, sobre todo, y,
parcialmente, de Dieulafoy, que consiguieron un buen éxito inmediato aun-
que no duradero: estrenada la obra en el Cruz el 29 de abril de 1831, fue re-
puesta 32 veces a lo largo de los 5 años siguientes y luego una sola vez en 1843.
Bernardo, hijo de un tapicero, para conseguir la mano de Julia, hija del mercader
don Deogracias, se presenta disfrazado como el conde del Verde Saúco, a quien la madre
I. LA RECEPCIÓN 23
de la chica quisiera como yerno. El conde, descubierto el truco, se finge a su vez Ber-
nardo. Deogracias, para dárselas, a los ojos de su vanidosa mujer, de hombre a la moda,
se finge arruinado por el juego. Al final todo se aclara y los dos jóvenes se casan.
7
Para G. TORRES NEBRERA «la verdadera dosis de originalidad de Larra consiste en haber
adaptado a un medio costumbrista y sociológico español (el mundo de los comerciantes madrile-
ños) lo que era una trama ambientada en el mundo francés»: véase Introducción a M.}. DE LARRA,
Teatro, Badajoz, Universidad de Extremadura, 1990, p. 59.
24 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
Por otro lado, no se puede negar que las obras que hemos examinado, aun-
que no se puedan definir como románticas, presentan también rasgos que se-
guramente no desentonan en el panorama cultural de la época.
Este aspecto salta fácilmente a la vista sobre todo en las piezas que a vario
título podemos clasificar como «sentimentales», donde se hace a menudo hin-
capié en ciertos motivos que caracterizan notablemente los dramas románti-
cos: el amor, la lucha entre oprimidos y opresores, la predilección por las si-
tuaciones intensamente «sublimes» y/o intensamente «patéticas». Cierto, los
que predominan son los afectos familiares que el romanticismo prefería susti-
tuir por el amor prematrimonial, pero no faltaban casos en que era justamente
este tipo de amor el que dominaba, como en La huérfana de Bruselas, que quizás
sea en parte deudora de su gran éxito a este componente.
Además, lo que más acercaba las piezas sentimentales a las románticas era
el uso intenso y minuciosamente cuidado de la escenografía, la cual a menudo
adquiría esa semantización, ese valor simbólico que la caracterizan en los dra-
mas románticos más acertados: bastaría pensar en las escenas de naturaleza
agitada, de fuego, de subterráneos, cada una de las cuales intenta sugerir una
atmósfera o subrayar una situación.
No sería por tanto muy arriesgado juzgar que en esta clase de teatro al me-
nos una parte del público encontrase a un nivel más popular, es decir, más
elemental y novelístico, las mismas emociones que, de forma más culta y con-
trolada, proporcionaban los dramas históricos contemporáneos. Lo que sin
embargo diferenciaba netamente los dos géneros, y era seguramente motivo
de la predilección por el sentimental, era el final, comúnmente feliz en éste y
trágico en el romántico, al menos por lo que se refiere a las obras que salieron
a escena en los primeros años. Luego, los dramaturgos románticos se dieron
cuenta de las ventajas, en términos de éxito, de u n happy ending, y más a me-
nudo optaron por una solución alegre, y, como veremos, hasta recuperaron
parcialmente los tonos del teatro sentimental, demostrando así todavía más el
vínculo que unía a los dos géneros.
Más difícil es buscarle u n arraigo cultural a las piezas cómicas que hemos
reseñado, ya que su nivel es generalmente muy bajo y a menudo revelan más
improvisación que meditación. Sobre todo, a ellas les falta siempre ese interés
escenográfico que se reconoce en cambio en el teatro sentimental: sala, habita-
ción, casa de campo son las acotaciones muy escuetas que aparecen al principio
de cada una. Quizás en estas obras se daba más relieve a la actuación de los ac-
tores y por tanto lo único que podía interesar de los aspectos extraverbales fue-
ra el vestuario, que les proporcionaba los apetecidos disfraces.
Mucho más comprometidas y densas de motivos eran las comedias román-
ticas y sin embargo no es imposible encontrar alguna afinidad entre ellas y
estas parientas pobres. Es verdad que el teatro romántico también en su vertien-
te cómica cuidaba bastante, pero sin exceso, la ambientación, particularmente
en la dirección costumbrista; sin embargo, tenía en la debida cuenta el vestua-
rio (piénsese en el papel que juegan los trajes en El pelo de la dehesa) y no desde-
I. LA RECEPCIÓN 25
naba el disfraz, sea como tal (en Muérete y ¡verás!, por ejemplo), sea, de forma
más profunda, como ostentación de una personalidad diferente de la propia.
Para concluir con este aspecto de las preferencias del público, hay que añadir
algunas breves notas sobre la vivencia del teatro clásico, que a menudo compe-
tía con las más exitosas piezas del género patético o del cómico. A este propósi-
to, Nicholson B. Adams 8 nos proporciona unos datos interesantes, de los cuales
deducimos que las «comedias» del Siglo de Oro seguían logrando la simpatía
del público, aunque en realidad se tratase de refundiciones que a menudo se se-
paraban de manera consistente de sus modelos lejanos. Apoyándonos en los
prospectos de Adams, notamos en seguida que la obra de más éxito fue, como se
aludía anteriormente, El mayor contrario amigo o El diablo predicador de Belmonte
Bermúdez, que se representó (no sabemos si en el original o refundida) más de
80 veces, seguida, con más de 40 representaciones, por Buen maestro es el amor o
La niña boba de Lope, refundida por Dionisio Solís, y García del Castañar, de Ro-
jas Zorrilla, también refundida por Dionisio Solís.9 Entre 20 y 32 son en cambio
las puestas en escena de las comedias siguientes que se elencan según el orden
de las frecuencias: La vida es sueño de Calderón, refundida, Amantes y celosos to-
dos son locos (refundición de Diego Solís de la lopesca Quien ama no haga fieros), Si
no vieran las mujeres de Lope, refundida por Bretón, El desdén con el desdén de Mo-
reto, Rey valiente y justiciero y ricohombre de Alcalá, del mismo autor, refundida
por Dionisio Solís, Mari-Hernández la gallega de Tirso, refundida por Martí, Lo que
son mujeres de Rojas Zorrilla, refundida por Gorostiza, y, en fin, Lo cierto por lo du-
doso de Lope, refundida por Rodríguez de Arellano.
No es difícil deducir de la lista las predilecciones de los espectadores por los
temas cómicos, con particular referencia a los «figurones», como resulta de las
dos primeras obras citadas, y por las situaciones en las que la arrogancia de un
poderoso sale humillada; además naturalmente de la obra maestra de Calderón,
venerada desde hacía tiempo por varias generaciones españolas y extranjeras, y
por supuesto de los habituales casos de equívocos, siempre agradecidos.
Hay obras, en esta perspectiva, que no se distinguen sustancialmente de
tantas comedias de cartel como hemos examinado en el apartado anterior. Val-
ga el caso ejemplar de Amantes y celosos todos son locos, donde disfraces y
sustituciones de personas son los ingredientes fundamentales.
Por amor de Ana, Félix se finge montañés y tiene que luchar contra un marqués y
cierto Lisardo, todos enamorados de Ana, en tanto que juana, hermana de ésta, se enamo-
ra de él; para despistar, Félix declara su amor a Flora, madre de su enamorada, etc., etc.
trataba de refundiciones, cuyo intento principal era hacer el teatro clásico ase-
quible a u n público moderno.
Todas estas obras salían, pues, a las tablas constantemente refundidas o
arregladas (lo que en fin era la misma cosa) por escritores que a menudo no du-
daban en entrar a saco en ellas, alguna vez hasta desfigurarlas. 10 Por otro lado,
desde la Real Cédula de 1763, y de otras que le habían seguido, se había ins-
taurado la costumbre, regularmente respetada, de refundir las comedias ba-
rrocas como conditio sine qua non para llevarlas a la escena.
A pesar de las protestas escandalizadas de muchos literatos (Alcalá Galiano,
Larra y hasta Guillermo Schlegel), las refundiciones habían cumplido con la im-
portante función de mantener el contacto entre el público dieciochesco y decimo-
nónico y el enorme caudal del teatro clásico. Además, en su labor de reducción de
las piezas a las normas del clasicismo, los refundidores podaban las expresiones
culteranas acercando el lenguaje a esos tonos coloquiales o líricos que serán los
preferidos por los románticos, así como en su afán por las unidades limitaban for-
zosamente la acción concentrándose más intensamente en la caracterización de
los personajes; en tanto que el deseo de mayor racionalidad los inducía a eliminar
los convencionalismos de la conducta (sobre todo amorosa) de los personajes,
sustituyéndolos por más rigurosas motivaciones psicológicas.11
Se habían, pues, convertido las refundiciones en u n importante eslabón de
la cadena que, dentro de ciertos límites, vinculaba el teatro romántico al barro-
co; dicho con otras palabras, habían favorecido u n gradual desarrollo del tea-
tro español hacia el advenimiento y la hispanización del romanticismo. Por
eso, no las desdeñaron literatos ilustres ya completamente adeptos a los nue-
vos ámbitos culturales, como Bretón o Hartzenbusch, ni se puede olvidar que,
en 1844, el postrero, en el ápice de su carrera de dramaturgo, realizó una nue-
va puesta al día, mucho más matizada en sentido romántico, de la lopesca Es-
trella de Sevilla, que ya había conocido una refundición, totalmente neoclásica,
de parte del infatigable Dionisio Solís.
Podemos, pues, nuevamente concluir con consideraciones parecidas a las
de los apartados antecedentes: el teatro clásico que se representó con éxito en
los años románticos no sólo no contrastaba con las obras inspiradas en el nuevo
movimiento sino que presentaba rasgos y matices que le acercaban al teatro ro-
mántico. Lo cual se verificaba a todos los niveles, también los más popularmen-
te cómicos, como parece demostrar el hecho de que los mismos espectadores
que con tanta fuerza aplaudían al travieso fraile de Belmonte se deleitaban con
las réplicas chabacanas del fray Melitón del Don Alvaro, que se presentaba como
el legítimo descendiente del personaje barroco. 12
10
Véase E. CALDERA, «Calderón desfigurado», Anales de Literatura Española, Universidad de
Alicante, 2 (1983), pp. 57-81.
11
Véase E. CALDERA, 11 dramma romántico in Spagna, Pisa, Universítá, 1974, pp. 9-57.
12
Véase sobre los temas debatidos en este capítulo J. ÁLVAREZ BARRIENTOS, «Traducciones,
adaptaciones y refundiciones», en V. GARCÍA DE LA CONCHA (ed.), Historia de la literatura española, 8,
Siglo xix (I) (coord. G. CARNERO), Madrid, Espasa-Calpe, 1997, pp. 267-275.
ii. PRIMEROS ATISBOS ROMÁNTICOS: LA COMEDIA
1. L A COMICIDAD ROMÁNTICA
27
28 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
titulada Todo lo vence amor o La pata de cabra que, a pesar de haberse estre-
nado en 1829,3 es imposible no reseñar en una historia del teatro romántico,
tanto por su función de apertura hacia la nueva sensibilidad como por el éxito
asombroso que siguió logrando a lo largo de las dos décadas, hasta el punto de
resultar, como hemos visto, la obra más representada. 4
Era una traducción-adaptación bastante libre de la obra francesa de Mar-
tainville y Ribié titulada Le pied de mouton,5 que ya había sido traducida con el tí-
tulo de La pata de carnero y transcrita en u n cartapacio que el autor de la nueva
obra, Juan de Grimaldi, había tenido en sus manos y tal vez había aprovechado.
Lo novedoso de La pata de cabra era que no se situaba en la estela de tantas
comedias de magia como se iban representando con mucho éxito popular, sino
que era al mismo tiempo más divertida y más comprometida. En efecto, muy
poco tenía que ver, si no es en lo aparatoso del «gran espectáculo», con esas
Marta la Romarantina o ]uana la Rabicortona que, según nos informa Mesonero
Romanos, seguían siendo el pasatiempo preferido de tantos espectadores ma-
drileños; 6 ni mucho menos con ese imperecedero Mágico de Salerno que con sus
innumerables partes ocupaba la escena madrileña desde hacía más de u n siglo. 7
Por otro lado, el argumento, en sus líneas esenciales (una historia de amor
contrastado que la magia ayuda a resolver positivamente), no era una novedad
absoluta, pero sí lo era la naturaleza de los personajes, la forma de intervención
de la magia y, desde luego, el tratamiento general del tema.
y se regeneraba en manos de un extranjero, Grimaldi, y con una casi inocente estupidez: La pata de
cabra». Cf. J. ZORRILLA, Obras Completas, Valladolid, Santarén, 1943, II, p. 2004.
3
El 18 de febrero: véase J. DE GRIMALDI, La pata de cabra (edición e introducción de D. T. GIES),
Roma, Bulzoni, 1986, pp. 26-27 de la Introducción.
4
GIES, ibídem, p. 29, recuerda que «tuvo más de doscientas setenta y siete representaciones en-
tre 1829 y 1850 y todavía estaba en el repertorio de algunas compañías a fines de siglo».
5
Había sido estrenada en París en 1806. Véase GIES, ibídem, p. 26.
6
Véase R. DE MESONERO ROMANOS, Memorias de un setentón (ed. J. ESCOBAR-J. ÁLVAREZ BARRIEN-
TOS), Madrid, Castalia, 1984, p. 179.
7
Entre otros, también alude a la continuidad de su éxito MESONERO, ibídem, p. 240.
30 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
en que están los enamorados, quedan agarrados a las rejas de las ventanas. Sin embar-
go, consiguen por fin prenderlos, pero Juan es liberado en seguida por Cupido, en tan-
to que Leonor es encerrada en casa de don Lope. Con mucho miedo, don Simplicio le
monta la guardia, en medio de retratos que toman vida y le asustan. Cuando porfin lo-
gra dormirse, su gorro se hincha convirtiéndose en un globo que le lleva por el aire.
111. Don Simplicio aterriza en los Pirineos, después de haber estado en la luna, que
describe como un país utópico donde todo está al revés de la tierra, o sea, todo es positi-
vo. No bien lo están socorriendo, se hunde y reaparece en la cueva de Vulcano, que le
envía a la búsqueda de Juan y Leonor acompañado por ocho Cíclopes que capturan y
atan a los dos chicos. Pero Cupido hace salir unas ninfas que adormecen a los Cíclopes
y apresta un barco en el cual Juan y Leonor se alejan. Por último, Simplicio pide ayuda
a un mago, pero éste tiene que confesarle que nada puede la magia contra el amor. Apo-
teosis final en el palacio aéreo de Cupido, donde se celebran las bodas de los dos prota-
gonistas con la asistencia también de don Lope y don Simplicio, que se han rendido a la
fuerza del amor.
A lo largo de tantas reposiciones (durante las cuales el texto fue a veces mo-
dificado y la escenografía a menudo reemplazada) que se produjeron en el cur-
so de notables cambios sociales y políticos, pudieron ciertamente diferenciarse
las motivaciones del éxito, aunque la obra contenga aspectos destinados a afec-
tar al espectador de diversas épocas: una oportuna mezcla de música y partes
habladas, unos trucos escénicos interesantes (en los cuales sin embargo no se
separaba profundamente de las demás comedias de magia), y sobre todo una
comicidad indudable que en la época encontró un intérprete magistral en el ac-
tor Antonio Guzmán y que provoca la sonrisa aun al lector de hoy.
Pero lo que seguramente despertó la gran participación popular durante
los primeros años (que, no se olvide, eran los de las postrimerías del reinado de
Fernando VII, cuya tiranía se había tal vez reducido pero seguía bien presente,
como demuestra el ajusticiamiento de Mariana Pineda, que se produjo todavía
en 1831) fue el poder asistir al triunfo de dos hijos de vecino sobre un noble y
sus acólitos y, además, poder reírse a carcajadas de ese mismo aristócrata, pre-
sentado como un trasunto de los defectos más ridículos.
Si los espectadores más humildes del siglo anterior apreciaban en ciertas
comedías de magia, como El anillo de Giges o El mágico de Salerno, el ascenso del
protagonista hacia los niveles más altos de la sociedad, lo cual les permitía so-
ñar con un rescate social, los de La pata de cabra soñaban con la supresión de las
supercherías y la victoria de las capas más humildes o burguesas. Y lo que más
pudo afectarlos era que los protagonistas vencían, en el fondo, por su propia
fuerza, ya que la ayuda de Cupido y de la pata-talismán no eran nada más que
la objetivación del amor, casi una extensión metonímica del sentimiento de
Juan, que por tanto ya se presenta como el hombre nuevo, post-kantiano, que
actúa empujado por el resorte de su «razón práctica».
Víctor Hugo había sentenciado que el romanticismo era el liberalismo en li-
teratura y la identificación entre románticos y liberales era corriente en toda
II. PRIMEROS ATISBOS ROMÁNTICOS: LA COMEDIA 31
agregando:
La comedia pinta a los hombres como son, imita las costumbres nacionales y
existentes, los vicios y errores comunes, los incidentes de la vida doméstica.9
Invita por fin al poeta cómico a buscar «en la clase media de la sociedad los
argumentos, los personajes, los caracteres, las pasiones, y el estilo en que debe
expresarlas». 10
A esas normas fundamentales se atuvieron regularmente los comediógra-
fos de los años diez y veinte, que justamente se tildan de moratinianos. Y mo-
ratinianos fueron también, en este sentido, los comediógrafos de principios de
los treinta, aunque ya se vayan manifestando señales de impaciencia y deseos
de encontrar un camino al menos parcialmente nuevo.
Un primer serio intento de independización se encuentra en Francisco de
Flores y Arenas, que el 7 de mayo de 1831 estrenó en el Teatro de la Cruz la exi-
tosa comedia en tres actos y en verso titulada Coquetisino y presunción. Una
8
Obras de Don Leandro Fernández de Moratín dadas a luz por la Real Academia de la Historia, II, 1,
Madrid, Aguado, 1830, p. XLIII.
9
lbídem, p. XLV.
10
lbídem, p. L.
32 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
pieza que encontró el favor del público y que fue repuesta más de 30 veces du-
rante las dos décadas románticas.
Tradicional en sus líneas fundamentales (con su ya tan gastada sustitución
de persona y su burla pedagógica de abolengo gorostizano), participaba en el
clima nuevo instaurado por el romanticismo con la sátira de los estereotipos y
de los convencionalismos.
Los protagonistas son Antonio, un presumido que juzga que todas las mujeres tie-
nen que caer rendidas a sus pies, y su prometida Adela, que a su vez no duda de que los
hombres se dejen infaliblemente seducir por sus coqueterías. Aprovechando el hecho de
no ser conocido, el primero se hospeda, con el falso nombre de Fermín, en casa de la se-
gunda, con el intento de hacerla enamorar con la sola fuerza de su personal bizarría.
Le agua la fiesta la llegada de su primo Luis, que, para escarmiento de los dos, ena-
mora a Adela recurriendo al lenguaje suspiroso de gusto seudorromántico. La reacción
de Adela al darse cuenta de haber sido burlada y de Antonio-Fermín al verse pospuesto
a su primo rompen la promesa de matrimonio y la comedia termina sin bodas, con las
amonestaciones de Luis, el sabio alter ego del autor.
en el Támesis y el Sena
se encuentran cada momento
cadáveres a montones (1,6).
no es más que u n juego. Si para Adela es normal «mudar de amor como de ca-
misa», Fermín juzga que un amor serio y profundo como el que Luis afirma
profesar hacia su novia es una manifestación de vulgaridad:
Flores y Arenas se está burlando de ese lenguaje que dentro de poco reso-
nará en los dramas románticos pero que ya circulaba vulgarizado en el habla
de los lechuguinos. Era una postura que reaparecerá a menudo en comedió-
grafos y costumbristas y que, a pesar de las apariencias, era una forma de ad-
hesión al más auténtico espíritu romántico que, en su afán por la verdad y por
consiguiente por la sinceridad expresiva, rechazaba tanto los artificios de los
clasicistas como los manierismos de los románticos adocenados, tanto al Pas-
tor Clasiquino como al romántico melenudo.
Y para mayor constancia de esta hostilidad contra cualquier tipo de distor-
sión del lenguaje, el autor añadió la figura de don Judas, que hace reír gracias
al habla marinera que emplea a todo trance, embutiendo su discurso de metá-
foras náuticas tan risibles como «don Fermín / está tan a sotavento / de la ni-
ña», «la pobre Paulita / se está yendo a pique», «ya es hora que levemos / el
ancla», etc.
34 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
Puede decirse que Coquetisino y Presunción es una de las pocas piezas de más
dotes dramáticas que ha visto la escena española de Moratín aquí {Cartas españo-
las, 24-V-1831).
Moratiniano fue también desde sus primeras obras Manuel Bretón de los
Herreros, que sin embargo se fue alejando paulatinamente del modelo, sea por
referirse a una sociedad diferente, más abierta y más libre, sea por insistir so-
bre aspectos y problemas que Moratín no había tratado o había afrontado sola-
mente de soslayo.
Con esos toques personales, además de una capacidad innata de despertar
la risa, Bretón se fue apoderando del público madrileño en la segunda mitad
de los años veinte, logrando su primer gran éxito con A Madrid me vuelvo, es-
trenada en 1828, caracterizada por una inconformista alabanza de corte y des-
precio de aldea.
El mismo fondo inconformista latía también en su segundo éxito, todavía
más duradero (la pieza conoció más de 50 representaciones entre 1831 y 1849
contra las 30 aproximadamente de la anterior), la celebérrima Marcela o ¿a
cuál de los tres?, que se estrenó el 30 de diciembre de 1831 en el Príncipe, y que
por varios motivos podemos considerar la primera comedia romántica.
I. Tres pretendientes rodean a la joven y desenfadada viuda Marcela, intentando sedu-
cirla cada uno conforme a su propio temperamento: Agapito, petimetre afeminado,
ayudándola en sus labores de costura y ofreciéndole pastillas; el tímido poeta Amadeo, sus-
pirando y confiando sus penas a la criada juliana; el impetuoso capitán de artillería Mar-
tín, primo del anterior, ahogándola en un diluvio de palabras. Ella contesta garbosamente
a todos, sin darse cuenta de brindar a cada uno la ilusión de ser el preferido. A su lado, ju-
liana juzga y comenta, interpretando el pensamiento del autor, en tanto que eltíoTimoteo,
algo chocho, embute sus charlas de sinónimos y, al final, invita a todos a almorzar.
II. Después del almuerzo, Juliana le manifiesta a Marcela que los que ella cree sola-
mente amigos en realidad están profundamente enamorados de ella. Llega Agapito, que
se le declara, afirmando con mucha presunción que ella no puede menos que correspon-
derle. Luego Amadeo le entrega una lírica de amor, pero le falta valor para manifestar-
le que está dedicada a ella. Por fin Martín, después de una infinidad de prolegómenos,
se le va a declarar, pero es interrumpido por el anuncio de que la gata ha parido. Los dos
primos Martín y Amadeo se alian contra Agapito.
III. Han salido todos y, quedando solos Marcela y don Timoteo, éste intenta con-
vencer a su sobrina de que se case con Martín. Tres mensajeros llevan cartas de cada
II. PRIMEROS ATISBOS ROMÁNTICOS: LA COMEDIA 35
uno de los pretendientes, que Marcela lee y comenta acompañada por Juliana, la cual
toma partido a favor de Amadeo. La carta de Agapito rebosa de vanidad; Amadeo envía
un soneto humilde y desconsolado; Martín propone el enlace como un contrato venta-
joso para los dos. Marcela los convoca a todos y, después de comentar con gracia las tres
cartas, se niega a casarse, queriendo gozar la libertad que le conceden la viudez, las ren-
tas y sus veinticinco años.
El autor atribuyó el gran éxito de Marcela a haber abierto «nuevo y más libre
rumbo a su imaginación», sobre todo por abandonar el romance que hasta enton-
ces había empleado, sustituyéndolo por una versificación más variada, introdu-
ciendo además la rima. Tal cambio se produjo, afirma Bretón, por la influencia de
los dramaturgos del Siglo de Oro, en los cuales «envidiaba [...] su feliz inde-
pendencia tan fecunda en primores». A causa de cierto pudor que a menudo
impidió en España el uso de la palabra romántico, Bretón no se atreve a afirmar
abiertamente que esto se producía por su adhesión al romanticismo, pero lo
deja entrever con alusiones bastante explícitas. En efecto, después de recono-
cer que algunos poetas contemporáneos «empezaban ya a sacudir el yugo
escolástico» (léase clásico), agrega:
no me pienso emparedar
Son conceptos que le repite a don Martín al final de la pieza para justificar
u n rechazo que en parte le duele:
amo mi libertad
y en ella mi dicha fundo (III, últ).
Bien diferente era la postura de otra viuda que pisara las tablas una docena
de años antes: cierta doña Flora, en La sociedad sin máscara del Marqués de Ca-
gigal (Aristipo Megareo), igualmente viuda e igualmente sitiada por varios
pretendientes, se decide, aunque de mala gana, a escoger a uno de ellos por la
necesidad, dice, de encontrar
Un segundo mensaje nace del tema, mejor dicho, del problema de la comu-
nicación, que ya se advertía en Moratín y serpeaba en la producción cómica en
los años diez y veinte. Aquí, debajo de la sonrisa que lo alivia todo, late en reali-
dad el drama de personas que no logran comunicarse entre ellas. Los preten-
dientes viven y actúan perennemente encerrados en su yo, de manera que cada
vez que lanzan u n mensaje, ése no contiene más que una visión egocéntrica del
amor. También el tímido poeta, que parece sumido en la contemplación de Mar-
cela, en realidad se contempla a sí mismo, como demuestra con sus reacciones
enfadadas frente al rechazo final. Tres veces, una por acto, expresan sus senti-
mientos, cada vez de manera más ampliada y más explícita: ahora bien, lo que
manifiestan es un continuo incremento de su egotismo.
En el lado opuesto, Marcela intenta, sí, establecer un contacto, comprender
las razones de sus interlocutores, pero choca contra la pared de u n yo que no
quiere o no puede salir de sí mismo. Juliana en cambio, más realista y menos
sensiblera, se da cuenta de la imposibilidad de una comunicación y acaba por
aceptar la parte de la intermediaria a cambio de una consistente dádiva.
Por otro lado, la dificultad de comunicarse se expresa a menudo de manera
explícita, y cómica por supuesto, al mismo nivel formal. Amadeo, cortado por
las preguntas maliciosas de Marcela, no sabe contestar sino con monosílabos,
hasta terminar con u n «¡Ah! Si... Mi... La» que provoca la pregunta burlona de
la viuda:
e induce al propio Martín, que por otro lado en cuanto a charlas no le va en za-
ga, a definirle «hablador tan sangriento».
Pieza de fondo ya romántico, pero de estructura todavía clasicista (respeta ri-
gurosamente las unidades), resulta escasa de acción, a tal punto que a veces el au-
tor se ve obligado a insertar episodios casi inútiles como la alianza entre Martín y
Amadeo, la cual ofrece el pretexto a una escena cómica, superflua desde luego
aunque eficaz para despertar la risa, en la que los dos se burlan del petimetre.
No faltan por otro lado recursos que le imprimen cierto movimiento gracias
sobre todo a la sorpresa con que sobrecogen al espectador. Tal la feliz ocurren-
cia del parto de la gata que interrumpe la logorrea de don Martín o el rechazo fi-
nal de los tres pretendientes que contrasta agradablemente con el horizonte de
expectación de un público acostumbrado a las bodas conclusivas. También efi-
caz es el expediente (que ya aparecía en El sí de las niñas) de Juliana, que dialoga
por la ventana con otra criada que ni se ve ni se oye, con lo cual Bretón lograba
por un lado proporcionar las informaciones indispensables de una manera ori-
ginal y divertida y por el otro ensanchar la ilusión espacial de los oyentes.
Sin embargo, recorre la obra cierto moderado dinamismo, interno a los per-
sonajes, que nace de sus reacciones psicológicas y se manifiesta esencialmente
a través de sus discursos, los cuales también van evolucionando desde cierta
reticencia inicial hacia la declaración explícita del último acto. Quizás en este
juego sutil de conversación brillante continuamente animada por la sonriente
ironía de la joven viuda pueda entreverse un reflejo de las charlas «de estrado»
de los galanes barrocos. Las cuales sin embargo no pudieron ser más que un
modelo, ya que los diálogos de Marcela reproducen, aunque sea «a lo literario»
y de manera a veces caricatural, los matices del lenguaje corriente en los salo-
nes burgueses de la época.
Es u n toque costumbrista, por otro lado connatural a ese tipo de comedia
que Moratín había introducido en el mundo español, a pesar de que podría
considerarse propio de cualquier forma de comedia que aspirase a ser, como lo
fue desde la Antigüedad, uíuecn.<; píoi). Y la referencia a la sociedad contempo-
ránea se veía reforzada por ciertas identificaciones, como la de don Martín con
Ventura de la Vega, que no podían escaparse al pequeño mundillo madrileño
y que por supuesto eran también fuente de interés y de risa.
«¿Qué no ha de poder / ser amable una muger / sin que la persigan necios?»
Estos versos que dice Marcela en el acto 3.9 espressan la idea que me inspiró el ar-
gumento de la presente comedia (BRETÓN, Correo Literario, 2-1-1832).
Comedia lindamente escrita, graciosamente ejecutada, justamente aplaudi-
da (Cartas españolas, 5-1-1832).
flechazos contra «las jóvenes de diez y siete años que leen novelas» (IV, últ.) y
que por tanto profesan una concepción, novelesca justamente, de la vida que
les hace repudiar las ventajas de una existencia tranquila y acomodada, por
querer seguir el modelo de las heroínas de sus lecturas.
Eduardo pide la mano de Matilde a su padre Pedro de Lara. La chica, lectora apa-
sionada de novelas sentimentales y lacrimosas, queda decepcionada al ver que su novio
es rico, que su padre no se opone y que todo tiene trazas de desarrollarse en la mayor
tranquilidad: renuncia por tanto a la boda. Pero Eduardo, de acuerdo con don Pedro, la
convence de que se case con él, fingiéndose pobre y raptándola por el balcón. Las inco-
modidades y las humillaciones que le acarrea la pobreza hacen recobrar a la joven el
buen sentido práctico, de manera que, cuando llega el padre para llevarla a su casa jun-
to con su esposo, acepta con entusiasmo.
¡ Ah! Padre mío, y qué criminal debo de aparecer a los ojos de usted [...] arrastra-
da por una pasión irresistible [...] que como una erupción volcánica [...].
se apoderó de mi corazón, que estaba indefenso [...] no seré nunca de otro [...] pero ge-
miré en silencio sin ser suya, o iré a sepultarme en las lobregueces de un claustro (1,8).
rasgos hemos visto en su linda comedia que Moliere no repugnaría, escenas en-
teras que honrarían a Moratín. [...] El lenguaje es castizo y puro; el diálogo bien
sostenido y chispeando gracias, si bien no quisiéramos que le desluciesen algu-
nas demasiado chocarreras. [...] esta comedia hubiera requerido una mujer real-
mente enamorada. [...] [Otro defecto] es también la aglomeración en horas de
tantas cosas distintas, importantes y regularmente más apartadas entre sí en el
discurso de la vida (LARRA, Revista Española, 9-VII-1833).
Idea feliz, escelente diálogo, situaciones cómicas, gracias sin número; pe-
ro inverosimilitud continua, atropellamiento en la acción, caracteres poco na-
turales. [...] Se ve desde luego que el objeto de esta comedia es muy moral. [...]
al concluirse la comedia el público manifestó su contento con triple salva de
aplausos; de suerte que puede decirse que éste ha sido uno de los triunfos más
completos que se han obtenido en el teatro. [...] Pasa en dos días lo que apenas
podría suceder en dos meses. [...] diálogo siempre vivo, salpicado de chistes,
muchos de ellos escelentes y justamente celebrados; pero también hay otros
que no son de buena ley. [...] esta comedia ha sido de las mejores que hemos
visto (Boletín de Comercio, 9-VII-1833).
Otras comedias afrontan, en este final del reinado de don Fernando, el tema
de la comunicación, aunque sea, a menudo, de manera bastante superficial.
II. PRIMEROS ATISBOS ROMÁNTICOS: LA COMEDIA 41
La joven marquesa del Pino atormenta con sus celos infundados a su enamorado, el
oficial don Carlos, y a su prima Emilia. Sus celos aumentan cuando se entera por el chis-
moso barón del Fresno de que, durante su estancia en Navarra, Carlos se había prendado
de cierta Isabel, cuyo padre, don Fermín, se había opuesto al matrimonio. Ahora el propio
don Fermín se encuentra con Carlos y, al conocer que ha heredado un mayorazgo, le ofre-
ce nuevamente la mano de su hija. Pero Carlos rehusa por estar enamorado de la marque-
sa, la cual, vista tanta firmeza, reconoce lo injusto de sus celos y promete enmendarse.
Son las huellas de los tiempos nuevos, que sin embargo conviven todavía con
ademanes más tradicionales, como el fondo pedagógico que lleva a la conversión
42 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
bella moral, un cuadro muy arreglado, y sobre todo una corrección de estilo, cuyo
uso parece enteramente perdido en la escena española (Cartas españolas, 28-VI-
1832).
No mejor suerte había tenido Tapia unos seis meses antes, cuando, el 19 de
diciembre de 1831, había estrenado en el Teatro de la Cruz La madrastra (que
se repuso dos veces), una comedia nuevamente de carácter (4 actos, en verso),
en la que había dibujado con cierta fuerza a una figura de mujer imperiosa y
egoísta. Podía parecer, lo era en cierto sentido, una repetición de motivos de
las comedias lacrimosas, a algunas de las cuales parecía remitir, como El trape-
ro de Madrid.
Leonor y su primo Fabián han recibido una conspicua herencia, pero con la cláusu-
la de que tienen que unirse en matrimonio y de que, si uno de los dos se niega a hacerlo,
su parte pasa al otro heredero. Doña Carmen, la madrastra de Leonor, que ansia libe-
rarse de la chica, insiste en que se hagan las bodas, pero Leonor está enamorada de don
Félix, un dependiente de su padre don Juan. La madrastra se enfurece y echa a la calle
al joven y también a la criada Petra, que le ayudaba. Al final interviene el sabio y cari-
ñoso don Carlos, hermano de Juan, que convence a éste de que tome en su mano las
riendas de la casa y favorezca la unión de los dos chicos. Felicidad general y arrepenti-
miento de doña Carmen.
repuso casi 20 veces en las dos décadas. En realidad, el lector de hoy no puede
no encontrarla algo sosa y totalmente desprovista de originalidad, por servir-
se de recursos trillados (la sordera fingida, la sustitución de persona) y de la
consabida burla pedagógica a lo Gorostiza.
Para corregir al maduro don Anselmo de los celos que le atormentan sobre todo por
las pérfidas habladurías del siervo Juan, su joven mujer doña Francisca organiza un
truco de acuerdo con su hermano Eugenio, al que el marido no conoce y que se finge un
impenitente libertino afectado por una fuerte sordera. Escondido en la chimenea, don
Anselmo escucha rabioso los requiebros de Eugenio y se enfurece más cuando su cuña-
do entra de sopetón en su casa, hasta que todo se descubre, Anselmo se arrepiente y echa
de casa al criado cizañero.
De cierta manera, cómica desde luego y superficial, también esta pieza to-
caba el tema de la comunicación, subrayando simbólicamente los obstáculos
que se oponen a una recta trasmisión del mensaje a través de la sordera fingida
de Eugenio (que se sirve de ella para evitar contestar en caso de encontrarse en
apuros) y de la sordera relativa de Anselmo, que, oculto en la chimenea, oye
con dificultad lo que se dicen los dos supuestos amantes.
1. PLANTEAMIENTO TEÓRICO
En 1828, unos quince años después de que Bóhl de Faber intentara un pri-
mer rescate del teatro barroco, el erudito Agustín Duran publicaba el Discurso
sobre el influjo que ha tenido la crítica moderna en la decadencia del Teatro
Antiguo Español, y sobre el modo con que debe ser considerado para juzgar
convenientemente de su mérito peculiar.
En la estela de Bóhl, y por tanto de Guillermo Schlegel, el autor pretendía
devolverle al teatro lopesco y calderoniano la dignidad de la que la crítica cla-
sicista le había privado: por consiguiente se apresuraba a negarles validez a
los presupuestos teóricos de tal crítica, afirmando que lo que resultaba ade-
cuado para el teatro francés de Corneille, Racine y Moliere no lo era otro tanto
para el español, ya que, sostenía con una afirmación que reaparece con varian-
tes a lo largo de todo el tratado, el teatro es «en cada país la espresión ideal del
modo de ver, sentir, juzgar y existir de sus habitantes».
En base a este principio, Duran juzga que si el teatro francés debe respetar
las reglas del clasicismo, el español en cambio tiene que seguir las normas del
romanticismo. Clásico y romántico son, pues, como ya para López Soler en su
ensayo de hacía u n lustro, dos géneros literarios que Duran identifica respecti-
vamente como un género francés y un género español. Posición bastante débil,
en el fondo, ya que, si podía de alguna manera adaptarse al pasado, no podía
valer seguramente para la actualidad, cuando ya toda Europa se había conver-
tido al romanticismo. Sin embargo, Duran no tenía que preocuparse de ello,
puesto que él se movía en dirección al pasado y no al presente; por otro lado, iba
delineando u n «romanticismo nacional» que pronto serviría como base a mu-
chos teóricos para salir del impasse.
45
46 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
es de esperar que las obras dramáticas de Lope, Tirso, Calderón, Moreto, etc., pues-
tas al alcance de todo el mundo, vuelvan a resucitar el entusiasmo de nuestra ju-
ventud, cuya fantasía se ha marchitado por las excesivas trabas que se le han im-
puesto durante un siglo, obligándola con ellas a abandonar y aun a despreciar la
senda amena de creaciones, y originalidad, que abrieron y siguieron los sublimes
ingenios de los tiempos de Carlos V y Felipe IV.1
Por consiguiente, los aspectos típicos del teatro barroco que Duran pone de
relieve se convierten implícitamente en una preceptiva para los nuevos escrito-
res. Y son aspectos que a las claras llevan en sí el sello del romanticismo más au-
téntico: la violación de las reglas aristotélicas («imposible encerrar la comedia o
drama romántico en cuadros circunscriptos a las tres unidades»); el abandono
de estructuras excesivamente geométricas, por lo cual el drama romántico se
parece a la naturaleza inculta que «arroba el alma y la lleva a los espacios de la
creación», en tanto que «los jardines cultivados con esmero» tan sólo «halagan
los sentidos»; la exaltación de la imaginación («las grandes masas de hombres
se prestan mejor a las ilusiones de la imaginación, que no a los cálculos del
raciocinio»); el individualismo; el amor que «se asemeja a una especie de cul-
to»; en fin, por lo que atañe al contenido, «las glorias patrias, los triunfos de sus
guerreros, los de sus héroes cristianos, el amor delicado y caballeroso, el punto
de honor y los zelos».
Como se conoce, Duran indicaba indirectamente una pauta que muchos de
los dramaturgos de la década siguiente se aprestaban a seguir.
Las sugerencias de Duran se convirtieron en normas teóricas explícitas en
los Apuntes sobre el drama histórico que Martínez de la Rosa publicó dos años
después.
Aunque el autor no haga explícita referencia al ensayo duraniano, en cierta
manera se refiere a él, dado que recuerda, en las primeras páginas, las piezas
históricas que se compusieron en la época barroca, subrayando la afición a la
historia patria de los antiguos dramaturgos y poniendo de relieve ciertos as-
pectos, como la tendencia a hispanizarlo todo, que ya evidenciara Duran.
Sin embargo, este rápido excursus en la historia del drama histórico es sólo
la premisa a una definición de los caracteres que debe tener el drama moder-
no: en efecto, si por un lado, como el autor enuncia al principio, le anima «el
pesar con que —dice— miro la decadencia y abandono en que yace el teatro es-
pañol», por el otro le empuja «el anhelo de contribuir [...] a estimular el ánimo
de los jóvenes, procurando encaminar sus pasos». 2
1
A. DURAN, Discurso (ed. D. L. SHAW), University of Exeter, 1973, p. 34.
2
«Apuntes sobre el drama histórico», en P. MARTÍNEZ DE LA ROSA, La conjuración de Venecia (ed.
M. J. ALONSO SEOANE), Madrid, Cátedra, 1993, p. 291.
III. EL DRAMA ROMÁNTICO 47
3
Es un concepto que, como hemos visto, Duran propone a menudo con varios matices en su
Discurso.
48 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
Al principio la solución más viable —que fue adoptada con varios matices
por Martínez de la Rosa y Bretón— debió de parecer la de empujar hacia una
definitiva coloración romántica esas piezas sentimentales que, como hemos
visto, seguían gustando todavía en los años del pleno romanticismo, sobre to-
do en la versión más «sublime» de esos «dramones espantables» que, según
Cotarelo, «preparan el advenimiento del romanticismo al cual pertenecen en
cierto modo». 4
Se trataba de un teatro de excepcional vitalidad que, desde finales del xvm
hasta casi mediados del xix, inundó la escena española con un sinnúmero de
reposiciones (pero también con una constante renovación del repertorio) y, co-
mo hemos visto, siguió todavía con su exitosa existencia al lado de esos dramas
románticos que no consiguieron reemplazarlo sino en parte. Es verdad que la
mayoría eran traducciones de obras francesas, pero la insistencia con que se las
proponía, la favorable recepción del público y, además, la aplaudidísima inter-
pretación que de algunas de ellas había dado el idolatrado, casticísimo Mái-
quez las habían impelido a integrarse totalmente en la cultura teatral española.
Y si hoy se habla con cierta sonrisa de la comedia lacrimosa, del drama bur-
gués, del melodrama y del drama horrorífico (variantes de u n protogénero que
a falta de una mejor definición seguiremos llamando teatro sentimental), no se
puede olvidar que a la sazón poseían una dignidad estética y literaria que les
aseguraban nombres tan ilustres y/o famosos de teorizadores como Diderot o
Nivelle de la Chaussée, de dramaturgos como Schiller o Kotzebue, o en fin de
pensadores como Blair o Burke o el propio Kant; y que, además, el punto de
partida de la naturalización del teatro sentimental en España era El delincuente
honrado, obra maestra del ilustre Jovellanos.
4
E. COTARELO, Isidoro Mdiquez, Madrid, Perales y Martínez, 1902, p. 426.
III. EL DRAMA ROMÁNTICO 49
Su mérito está en ese conocimiento del corazón humano con que prepara los
efectos, con que se introduce furtivamente en el pecho del espectador, con que le
lleva de sentimiento delicado en sentimiento delicado a enmudecer y a llorar.7
Era, en efecto, una forma nueva de concebir el teatro, que se reflejaba, entre
otras cosas, en el extremo cuidado formal del texto y de la puesta en escena,
como resaltaba Ochoa («la sostenida perfección del lenguaje, el aparato escéni-
co y sobre todo la novedad del espectáculo») y ya, en la inmediatez del estre-
no, había puesto de relieve Larra:
5
Éste es el título original, como ha demostrado M.- J. ALONSO SEOANE en su ed. cit, p. 38.
6 El Artista, 1,1835, p. 158.
7
«Representación de La conjuración de Venecia», en Revista Española del 25-4-1834, ahora en
BAE CXXVII, p. 386a.
50 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
8
Ibídem, p. 386b.
III. EL DRAMA ROMÁNTICO 51
9
Esta orientación la comparten, a diferentes niveles, tanto Peers como Alborg, Me Gaha, Gon-
zález de Garay, Llorens y otros. Quien escribe estas líneas no se apartó, en el pasado, de la orienta-
ción dominante; aunque aludió, de paso, a la posible fuente del Delincuente honrado, analizó la obra
esencialmente desde el punto de vista del desarrollo sucesivo. Relaciones con el teatro sentimental
pusieron de relieve, en cambio, Navas Ruiz y Pataky Kosove. Otra cosa es, naturalmente, el estu-
dio de la intertextualidad, al cual se han dedicado varios críticos, señalando posibles influencias, a
varios niveles, de Delavigne, Soumet y Shakespeare (Sarrailh), de Lewis (Herrero), de Jovellanos
(Paulino), de Manzoni (Alonso Seoane), etc. Para una puntual reseña de la tradición crítica, véase
J. PAULINO, Estudio Preliminar a F. MARTÍNEZ DE LA ROSA, La conjuración de Venecia, Madrid, Taurus,
1988, pp. 19-25.
52 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
a) Lo sublime
b) Lo patético
17
Véase ibtdem, pp. 67-68. Una situación muy parecida la ofrece cabalmente El barón de Trenk,
cuyo protagonista aparece en el acto IV cargado de cadenas y con «la cara llena de sangre»-.
56 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
Por otro lado, hay que poner de relieve que el propio Rugiero posee los ras-
gos más típicos del héroe sentimental, parecido sí al romántico, pero también
diferente. Conforme a la definición que de dicho personaje traza Florian, éste
tiene que ser
bueno, dulce, ingenuo, simple sin ser tonto, que hable con elegancia y exprese con
ingenuidad los sentimientos de un corazón más tierno.18
c) El lenguaje
a) La ambigüedad romántica
20
«La Poética de Martínez de la Rosa es la llave que cierra el período abierto por la Poética de
Luzán».
21
Op. cit, p. 120.
22
Sobre el tema remito a mi ensayo Primi manifesti del romanticismo spagnolo, Pisa, Istituto di
Letteratura Spagnola, 1962, particularmente a las pp. 54-55.
58 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
Martínez de la Rosa, al contrario, parece que quedó afectado por esa teoría
(aunque no haga ninguna explícita alusión a ella), puesto que escogió para su
drama un asunto en el que el carnaval, es decir, lo que luego Bajtín definiría co-
mo la forma más típica de lo grotesco, se contraponía a lo sublime horrorífico
de la conjura y de la persecución de sus miembros.
Es muy posible que la razón primera de la elección del argumento estribase
en motivos de carácter histórico-político, como avisa el propio autor en la Ad-
vertencia. Sin embargo, al tener entre manos el asunto histórico, el autor debió
percatarse del provecho que podría sacar de la coexistencia de grotesco y subli-
me y por lo tanto no dudó en modificar la realidad de los sucesos, adelantando
el momento de la insurrección —que en realidad estalló el 15 de junio— a la
temporada del carnaval: una operación tan cargada de significado y de inten-
cionalidad programática si se piensa que en él la fidelidad a la realidad históri-
ca usualmente mortifica las veleidades de la ficción.
En efecto, lo grotesco y lo sublime sobresalen constantemente, casi siempre
enlazados, a lo largo de la pieza, entremezclándose desde el principio, en primer
lugar gracias a la aparición simbólica de u n enmascarado pocos instantes des-
pués de levantarse el telón; luego a través de las alusiones esparcidas en el I acto
en el curso de las discusiones entre conjurados23 que culminan en el parlamento
en el que el Embajador trata explícitamente de la oportunidad de hacer coincidir
la sublevación con el tumulto del último día de carnaval. Pero es en el IV acto
cuando su encuentro se hace visible en la escena. Se trata de un episodio rico en
colorido costumbrista, en el cual por vez primera —y única— asoman motivos
cómicos que señalan más profundamente la oposición con la tragedia que va a es-
tallar dentro de pocos instantes. Hay más: no sólo se mezclan ciudadanos deseo-
sos de diversiones, conjurados y espías, sino que se van confundiendo los límites
entre unos y otros, ocultos como están todos bajo el disfraz y los antifaces, mien-
tras que la sombra de la delación y la sospecha se insinúa en todas partes.
Lo que aquí consigue el autor es justamente ese aspecto lúgubre que, según
Bajtín, caracteriza lo grotesco romántico, donde, afirma el estudioso, la másca-
ra, perdidos los aspectos jocosos primitivos, se convierte en el símbolo de la
disimulación y el engaño. 24
La tensión y la ambigüedad son tan fuertes, que en un momento dado Mar-
tínez de la Rosa repara en la necesidad de disolverlas; y es cuando, reza la aco-
tación,
Sin embargo, una seña del carnaval, la postrera, aparece fugaz pero signi-
ficativamente hacia el final de la obra cuando Rugiero sale a escena «atado con
cadenas y con el mismo traje de baile con que fue freso» (V, 9). Huelga subrayar la
intensidad sígnica y el valor emblemático de la yuxtaposición.
b) El misterio y la realidad
¡Los que yacen en este sepulcro fueron muy desgraciados, y nosotros lo somos
también! (II, 3).
el crisol de su Tenorio fundirá, junto con otras sugerencias que supo captar de
varias fuentes, el carnaval y el panteón, el juego y la pasión, enriqueciéndolos
con un matiz trascendente que todo lo rescata en una visión superior.
La conjuración de Venecia puede ser leída como una obra dedicada al tema de la li-
bertad. Pero también [...] puede ser tomada como una metáfora de la condición hu-
mana.26
d) Los límites
25
Para terminar esta reseña, no hay más que citar a J. PAULINO (op. cit., pp. 39-40), quien resu-
me así los varios rasgos románticos de la obra: «el número de personajes y la función anecdótica o
sólo ambiental de algunos de ellos; las escenas de color local; las nuevas fuentes de inspiración;
carácter enigmático del héroe; condición humilde de éste levantado por su esfuerzo y que final-
mente aparecerá como noble; aspectos fúnebres de la representación y resaltados y valorados co-
mo signos; hay ya u n mensaje específico en la escenografía; el recurso a los espías y a las máscaras,
el contraste del disfraz (festivo) en el ambiente lúgubre y en la desgracia».
26
En V. GARCÍA DE LA CONCHA, Historia de la literatura española, cit., p. 322.
27
Si faltan en la obra «efectismos y concesiones, libertades y truculencias», comenta Alborg,
esto no significa que La conjuración no sea romántica; antes bien, «es un excelente drama románti-
co, sabiamente frenado por la continencia de un clásico». Véase J. L. ALBORG, Historia de la literatu-
ra española, IV, Madrid, Gredos, 1972, p. 441.
62 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
suplicio (y sus trágicos letreros: Justicia, Verdad y Eternidad), con una compuerta
que lleva al calabozo subterráneo, con todo el aparato horroroso de la adminis-
tración de una justicia cruel e inflexible (descuella el reloj de arena que cuenta
los instantes que separan a Rugiero de la muerte); patéticas las declaraciones de
los reos, que piensan en las personas ligadas afectuosamente con ellos, y de
Laura, que, en su trastorno mental, persigue un sueño imposible de felicidad
conyugal. Sin embargo, lo sublime y lo patético se juntan en los dos protago-
nistas en u n momento de particular tensión: cuando Rugiero, encadenado y
desfigurado, pide permiso en vano para abrazar a su padre y cuando Laura pa-
rece recuperar la razón delante del patíbulo.
No hay mucho dinamismo, pero el movimiento de los presos que se alter-
nan en el escenario, junto con la doble aparición de Laura (para contestar al
tribunal y para lanzarse sobre Rugiero), con las pausas y los silencios que esto
supone, son seguramente de gran impacto escénico. El final, con la cortina
que se descorre de repente descubriendo el patíbulo, es, como se ha anotado
anteriormente, u n golpe de teatro magistral. 28
El plan de esta pieza se halla tan bien meditado [...] que lejos de costar es-
fuerzos a la imaginación, se necesitan más bien para persuadirse de que no es la
realidad la que a los ojos se representa (El Tiempo, 24-IV-1834).
Manuel Bretón de los Herreros, que ya podía jactarse de una larga carrera
teatral, tanto de comediógrafo original como de traductor, durante la cual ha-
bía conocido momentos de verdadero éxito (en 1831, como hemos visto, había
estrenado la aplaudida Marcela), hizo también una poco afortunada incursión
en el terreno del drama romántico, estrenando Elena en el Teatro del Príncipe
el 23 de octubre de 1834. La obra, rechazada por la censura el año anterior, no
debió de encontrar mucho favor entre los espectadores, ya que sólo se mantu-
vo en el cartel del Príncipe tres días, después de los cuales desapareció de los
repertorios. Con Elena el autor salía de la pauta habitual, a solicitud de algunos
amigos que le instaban «a dar alguna muestra de su poca o mucha capacidad
para crear situaciones de grande interés y pintar afectos y caracteres que no ca-
ben en la comedia propiamente así llamada». Era el tributo que pagaba a la
nueva moda, ya que, añade:
28
Para un análisis muy puntual y pormenorizado de los valores teatrales de la obra, véase
a
M. J. ALONSO SEOANE, op. cit, pp. 130-162.
III. EL DRAMA ROMÁNTICO 65
í. Gerardo ama con una pasión indomable a su sobrina Elena, huérfana que vive en
su casa (en Utrera), la cual rechaza todas sus proposiciones por seguir enamorada de
Gabriel que, por unas falsas acusaciones urdidas por Gerardo, la ha abandonado con
un hijo. Es la mañana.
II. Elena busca amparo en Sevilla, en casa de una tal Victorina, donde se coloca de
camarera, pero la sigue el implacable Gerardo, que obtiene un puesto de lacayo en la
misma casa. Victorina está a punto de casarse con el marqués de Rivaparda, pero reco-
noce en un conde que ha venido como testigo de las bodas un antiguo y nunca olvidado
pretendiente, mientras que el marqués y Elena se reconocen como los novios que se ha-
bían separado. Ha pasado un mes: es de día.
III. Elena, para vengarse del marqués, se declara dispuesta a casarse con su tío, en
tanto que éste, para mayor seguridad, se pone de acuerdo con el bandido Rejón para que
asesine a su rival. Va anocheciendo.
IV. Varios episodios tragicómicos en un lugar despoblado, donde Rejón y su banda
asaltan a los viajeros, hasta que llega el marqués, en el cual Rejón, ex sargento, recono-
ce un antiguo oficial suyo. Le deja libre y decide volver a la vida honesta. Es la tarde del
día siguiente.
V. En una cabana donde está hospedado su niño, Elena, con la mente trastornada,
recibe la visita del marqués, al que no reconoce, y luego de Gerardo, al que, recuperada
la razón, rechaza aterrorizada. Vuelve el marqués, se abrazan, en tanto que Gerardo se
dispara un tiro con una pistola. Es la noche del segundo día, iluminada por la luna.
29
En una nota que precede al drama y que Bretón, según afirma, puso por primera vez en la
edición que salió «transcurrido más de un cuarto de siglo».
66 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
El fatal
momento se acerca. Tiemblo (1,2).
La vehemencia
de mi pasión terrible
la pugna requería
de otra pasión profunda, irresistible (ibidem).
La historia fatal
y agrega:
hasta desafiarle:
También su amor adquiere los rasgos de la pasión más atrevida, no sin cier-
ta concesión al gusto de lo macabro:
Pero, más allá de esta adhesión a los aspectos más vistosos del romanticis-
mo, Bretón da un paso más matizando a sus personajes, que en efecto, ya no
rígidos y monótonos como eran en los modelos, se van desenvolviendo a lo
largo de la trama. Gerardo pasa de la pasión desbordante a la compasión por
su víctima («¡Desventurada Elena! / El dolor que la agobia [...]» [III, 5]), al odio
feroz («¡Cuál me gozo / en tu dolor» [III, 10]) y luego al arrepentimiento («mi
pasión criminal» [V, 14]). De igual forma, Elena, a pesar de su constancia amo-
rosa, tiene momentos en que la desesperación la lleva al deseo de venganza
que, además de manifestarse en la aceptación del amor de Gerardo, se expresa
en tonos violentos, casi blasfemos:
No faltan tampoco numerosas referencias a esa «fuerza del sino» que iba a
encontrar al año siguiente su mitificación en el Don Alvaro. Si Elena lamenta «el
68 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
Claro está que en este acto, como en otros episodios o réplicas, aparece la
sonrisa del comediógrafo, la misma que dicta ciertos apartes cómicos del sier-
vo Ginés, que juega con los equívocos, y que presenta la historia de los amores
del conde, del marqués y de Victorina con la bondadosa ligereza que pocos
años antes había caracterizado los sucesos de Marcela.
Desde el punto de vista espectacular, la obra presenta bastante dinamismo
(con la excepción del acto I, algo lento y fundado en el diálogo entre Gerardo,
su criado y Elena), con movimiento de personajes, sorpresas continuas, mo-
mentos de intriga. La escena, que en los tres primeros actos es propia de
cualquier comedia, siendo el normal interior de una casa, adquiere rasgos
románticos en el IV (ladrones en u n «fragoso despoblado») y en el último, don-
de el teatro representa el «interior de una cabana. La luz de la luna penetra en ella
por una ventana».
A pesar de ciertos méritos, la obra, como hemos visto, no debió de gustar.
Posiblemente, el público no aprobó sus tonos exasperados, que se reflejan tan-
to en el lenguaje como en la trama, donde la perversidad de Gerardo y su cóm-
plice Ginés pudo aparecer poco plausible. Además resultaba poco persuasiva
esa mezcla de comedia y tragedia (que era una cuestión estructural, no sólo de
réplicas), que podía crear la impresión de u n drama veleidosamente románti-
co, escrito sin mucha convicción.
que bastaba la violación entera de las reglas aristotélicas para cumplir con las exi-
gencias del género; pero esta circunstancia no es la única ley de un romántico. El
drama de Elena está falto de interés: dos y acaso tres acciones se dejan ver en él, y
ninguna se halla concluida [...] El autor de Elena no añadirá con esta nueva pro-
ducción un nuevo laurel dramático a los muchos que tiene conseguidos (Revista
Española, 25-X-1834).
30
En el Duende satírico del día del 30-3-1828, ahora en BAE CXXVII, pp. 16-22: la cita, en la
p. 16b.
31
Según G. TORRES NEBRERA (op. cit, p. 78), el modelo más cercano es la obra de Bances, aun-
que Larra actúe de manera original, presentando dos variantes: «el plazo temporal, como interno
motor de la acción escénica, y la actitud copartícipe de Elvira, aceptando una unión post mortem».
70 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
32
Cf. E. A. PEERS, Historia del movimiento romántico español, Madrid, Gredos, 1973,1, p. 327:
«Macías es romántico en gran parte, sin género de duda».
III. EL DRAMA ROMÁNTICO 71
De tus ropas
al roce solo, al ruido de tus pasos,
estremecido tiemblo... (IV, vv. 119-120).
¡gozando
otro estará de tu beldad! ¡Y entonces
tú gozarás también, y con halagos
a los halagos suyos respondiendo!... (III, vv. 202-205).
Era la primera vez, creo, que un público madrileño oía salir del escenario
expresiones tan atrevidas. 33
A la transgresión expresiva se juntaba una más fuerte, más atrevida toda-
vía, transgresión social. Desde su aparición en escena, Macías manifiesta a las
claras su persuasión de que el amor prevalece sobre cualquier forma de impo-
sición de parte de la sociedad. Ante Villena, que en el momento representa el
poder y la autoridad, Macías, recién llegado, no duda en justificarse por haber
violado en nombre del amor la orden del propio Enrique, que quería mante-
nerle lejos de Andújar:
33
S. KIRKPATRICK («Liberal romanticism and the female protagonist oí Macías», Romance Quar-
terly, XXXV [1988]) habla de «la obsesión de Macías de ver a Elvira como un objeto sexual, simple-
mente un cuerpo»; lo cual le parece una absurda exageración a SHAW, op. cit. (en V. GARCÍA DE LA
CONCHA, Historia de la literatura, cit., p. 325).
72 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
Rompe, aniquila
esos que contrajiste, horribles lazos.
Los amantes son solos los esposos.
Su lazo es el amor: ¿cuál hay más santo?
Su templo el universo: dondequiera
el Dios los oye que los ha juntado (III, vv. 155-160).
¿Pensáis acaso
que soy menos que vos? (III, vv. 278-279).
Mujer ninguna
amó cual te amo yo (IV, vv. 186-187).
Cuando en fin no le queda otro recurso, busca la muerte como gesto supre-
mo de amor, se hiere con la misma daga de Macías y a su marido declara:
III. EL DRAMA ROMÁNTICO 73
Que os amaba
sólo os quise decir, mas no que os amo (III, vv. 145-146).
¡morir no ha un hora
desdeñado anhelaba, y tiemblo amado! (IV, vv. 261-262).34
34
Por otro lado, ya Elvira había manifestado una improvisa debilidad frente a la muerte, ex-
clamando: «¡Con tanto amor, morir!» Una prueba más, dicho sea de paso, de la perfecta conso-
nancia conseguida por los dos amantes.
35
El 26 de septiembre de 1834, cit. por G. TORRES NEBRERA, op. cít., p. 298.
36
Ibídem,p.305.
76 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
Esa misma puerta se cerrará, al final del acto, detrás de Ñuño, casi simboli-
zando lo ineluctable de su decisión de casar a Elvira, que, en efecto, corre ha-
cia ella en la inane ilusión de parar los eventos:
En el acto II, por la puerta del centro, entra Fernán Pérez y, por la de la iz-
quierda, Elvira y otros personajes: todos en traje de boda. Poco después, sali-
dos los esposos, entra Macías que, en fuerte contraste con los anteriores, viene
armado y todo de negro. Al final, después de que Villena, «señalando la puerta»,
le dice: «¡Mirad!», entra el cortejo nupcial dando lugar a una escena de gran
movimiento en la que Elvira se desmaya, Macías se lanza sobre Fernán, se in-
terpone Villena y todo termina con un sugerente tableau.
El acto III se abre también con una entrada: la de Macías que forcejea con
Beatriz, quien pretende salirle al paso. Se complica con la entrada violenta de
Fernán y se concluye con otra puerta que se cierra detrás de Elvira, la cual aca-
ba de pronunciar palabras decisivas:
o le salvaremos
o moriremos con él (III, vv. 575-576).
se arroja dos veces en u n sillón, coge la mano de su padre, se enjuga los ojos,
corre a la puerta. En los actos siguientes sigue con gestos significativos como el
de tomar la daga de Macías, una primera vez para impedirle el combate, una
segunda para herirse ella misma.
En cuanto a la escenografía, el autor describe con atentos pormenores los
cuatro ambientes en que se desarrolla la trama. Se detiene con interés sobre la
decoración de la cámara de Villena, sobre todo de la parte que debe sugerir la
presencia de u n hombre culto: «Mesa, escribanía, libros, papeles, reloj de arena
(¡por supuesto!), instrumentos de matemáticas, química, etc.»
«Ces situations son terribles», comentaba Mme. de Staél, que les reprocha-
ba estar demasiado cerca de la verdad, «et d'une vérité atroce». 37 A pesar de
37
De l'Allemagne par la Baronne de Staéí-Holstein, Paris-Genéve, Paschoud, 18143, II, cap. XXIV,
pp. 226-229.
78 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
estos aspectos negativos, o quizás también gracias a ellos, la obra tuvo mucho
éxito y abrió el camino a infinidad de imitadores.
Seguramente contribuyó a su fortuna la propensión de los románticos a la
idea de la fatalidad, que había encontrado sus mantenedores entre figuras im-
portantes como Guillermo Schlegel y Giuseppe Mazzini. Este último, en 1836,
presentando la traducción italiana de El 24 de febrero en un ensayo cabalmente
titulado De la fatalidad considerada como elemento dramático, no sólo ensalzaba la
obra de Werner y de sus seguidores, sino que afirmaba rotundamente:
Afirmación que podía ser sostenida por la presencia de la idea del destino
en muchas obras contemporáneas, ya que, además de las Schicksalstragódien de
Werner, Müllner, Houwald, Grillparzer, afrontaban de alguna manera el tema
también La novia de Messina de Schiller, el Hernani de Hugo, el Antony de Du-
mas y otras varias obras de menor importancia.
La dramaturgia romántica aparecía, pues, saturada por la idea del destino
que persigue al hombre cuando Ángel Saavedra, todavía exiliado en Tours, se
aprestaba a componer su primera pieza romántica. No es, pues, de extrañar
que se preocupase por explotar un tema tan corriente, que sin embargo quiso
hispanizar insertándolo en el tronco de la tradición nacional recuperada a tra-
vés de una ambientación inconfundiblemente española y de la reelaboración
de algunas leyendas populares. 39 Y para que constase su adhesión al género
teatral estrenado por Werner, escribió ese subtítulo de La fuerza del sino que
tanto impresionó a público y crítica y que se convirtió en el título único del li-
breto que Piave escribió para la música de Verdi.
No sabemos si, y cuánto, Rivas conoció las tragedias del destino, pero se-
guramente tenía noticias de ellas, sobre todo de la obra de Werner, 40 de la cual
repite algunos detalles esenciales, como la muerte accidental de un anciano,
que influye hondamente en el desarrollo de la trama, y la secuencia de las
muertes violentas vinculadas entre sí. Faltan en cambio, en el Don Alvaro o la
fuerza del sino, las coincidencias temporales, pero están sustituidas por
38
«Della fatalitá considerata com'elemento drammatico», en Scritti letterari[...¡di G. Mazzini,
Imola, Galeati, 1910, II, p. 173. La traducción es mía.
39
Se ha podido averiguar la existencia de al menos dos leyendas populares que Rivas pudo
conocer y que se consideran entre las fuentes del drama: la de la «mujer penitente» y la del «salto
del fraile», sobre las cuales véase A. GUICHOT Y SIERRA, La Montaña de los Ángeles, Sevilla, La Región,
1896. Muy dudosa es en cambio la leyenda del «Indiano», que aparece en una anécdota narrada en
el Diario de Cádiz del 9 de febrero de 1898, citada por E. FUNES (Don Alvaro o La fuerza del sino, Ma-
drid, Suárez-Cádiz, Álvarez, 1899, pp. 63-64), y recientemente descubierta por M. CANTOS CASE-
NAVE, «La polémica sobre la influencia de Mérimée, en el Duque de Rivas: una pequeña aporta-
ción», Draco, 2 (1990), pp. 185-192.
40
La obra citada de Werner, junto con otro drama suyo titulado Luther y con La expiation (Die
Schuld) de Müllner, había sido traducida al francés y publicada en 1823 en París por el editor Lad-
vocat.
III. EL DRAMA ROMÁNTICO 79
coincidencias de otra clase y por un sentido obsesivo del tiempo que coloca la
obra en la línea dramatúrgica estrenada por Larra.
sus últimas fuerzas, apuñala a su hermana. Don Alvaro, enajenado, se tira desde lo al-
to de un risco lanzando anatemas, mientras losfrailesse acercan asustados a la escena.
Estamos en septiembre u octubre de 174:8.A1
Como se puede desprender de este resumen, las huellas del destino son vi-
sibles a lo largo de toda la pieza. Se trata de una predestinación a la desgracia
que además se anuncia desde el principio en las palabras de la gitana Preciosi-
11a, que ha leído en la mano de don Alvaro un porvenir infeliz; es la desaven-
tura que el propio protagonista atribuye a haber nacido «en signo terrible» y
que le persigue y le burla con atroz ironía (romántica, por supuesto), desde el
momento inicial en que el gesto humilde de arrojar el arma le convierte en ase-
sino hasta el final, en que entrevé a su amada un instante antes de que el puñal
de Alfonso se la arranque para siempre. Entre un momento y otro, toda la his-
toria es punteada por coincidencias fortuitas y desgraciadas, entre las cuales
sobresale el encuentro amistoso con don Carlos, que se transforma en una nue-
va ocasión de muerte. Con estos ingredientes, Rivas lograba convertir un tema
literario a la moda en un recurso dramático de gran efecto, ya que la presencia
oculta pero constante del destino (un destino que con su agresividad parece
adquirir los rasgos de lo que Cardwell llama «la injusticia cósmica»)42 en la es-
cena acaba por atribuirle la consistencia de un actante. Es en efecto el verdade-
ro rival de don Alvaro, en tanto que los Calatrava o los austríacos no son nada
más que sus emisarios. El protagonista traba con él una lucha titánica, duran-
te la cual a cada derrota sigue una recuperación, hasta que, al darse cuenta de
la derrota definitiva, en esa noche borrascosa en que el destino parece mate-
rializarse en la furia de los elementos, don Alvaro recurre al suicidio como a la
sola arma que le queda para sustraerse a esa fuerza superior y reivindicar por
última vez su dignidad de hombre. 43
Pero si el destino constituye el núcleo dramático de la obra, el amor es el te-
ma dominante y la pieza contiene esencialmente una romántica historia de
amor y muerte. Don Alvaro es, sí, un luchador titánico, pero es sobre todo, co-
mo su antecesor Macías, «un hombre que ama»: las batallas que él lleva a cabo
contra el destino las afronta en defensa de su amor o a consecuencia de él.
El sentimiento que le une a Leonor es impetuoso en la primera jornada,
nostálgico, pero igualmente intenso, en las demás (no le paran tampoco las pa-
redes de una celda conventual: «decidme que me ama y matadme», exclama el
piadoso padre Rafael) y desesperado y delirante al final. Es la única luz que
pudo aclarar por un instante la existencia atormentada de don Alvaro:
41
Las fechas que se indican no aparecen en el drama. Se trata de una atenta reconstrucción
llevada a cabo por J. DOWLING, «Time in Don Alvaro», Romance Notes, XVIII (1978-79), pp. 355-
361.
42
R. CARDWELL, «Don Alvaro or the forcé of cosmic injustice», Studies in Romanticism, XII
(1973), pp. 559-579.
43
El suicidio de Don Alvaro, afirma NAVAS RUIZ, «supone la afirmación de la libertad indivi-
dual», op. cit., p. 184.
III. EL DRAMA ROMÁNTICO 81
risueño un día,
uno solo, nada más,
me dio el destino, quizás
con intención más impía;
así en la cárcel sombría
mete una luz el sayón
con la tirana intención
de que un punto el preso vea
el horror que le rodea
en su espantosa mansión (III, 3).
El teatro representa la entrada del puente de Triana, que estará practicable a la derecha y
en primer término: al mismo lado un aguaducho o barraca de tablas y lonas; en ella un mos-
trador rústico con cuatro grandes cántaros, macetas de flores [...] Al fondo se descubre de le-
jos parte del arrabal de Triana, la huerta de los Remedios, con sus altos apreses, elrío,varios
barcos en él con flámulas y gallardetes [...] Varios habitantes de Sevilla cruzarán en todas di-
recciones [...I
No se puede negar que lo que sugiere la didascalia sea una pequeña obra
maestra de montaje escénico dirigido a ensalzar la figura del protagonista,
que domina la escena en el silencio general de los asistentes, mientras que el
cielo le proporciona un trasfondo adecuado. El dramaturgo ha conseguido de
esta forma también crear una fuerte dosis de expectación.
Se trata de recursos que reaparecen continuamente, en algún caso de ma-
nera más sobresaliente como en la tercera salida de don Alvaro:
III. EL DRAMA ROMÁNTICO 83
El teatro representa una selva en noche muy oscura. Aparece en el fondo don Alvaro,
vestido de capitán de granaderos; se acerca lentamente y dice con gran agitación.
Es el momento central del drama (lo es también desde el punto de vista es-
tructural: la centralidad ideológica es subrayada por la centralidad material),
en el que, en esas décimas que pretenden rivalizar con las célebres del monó-
logo del calderoniano Segismundo, don Alvaro expone su concepción de la
existencia y al mismo tiempo da constancia de la fuerza hostil del sino que le
persigue:
Infierno, abre tu boca y trágame; esparce por el mundo tus horrores; húndase el
cielo; perezca la raza humana... Exterminio, destrucción, exterminio.
Y con ese amor al contraste, tan propio del romanticismo y tan eficaz en
la escena, Rivas añade una sola réplica, que opone a las blasfemias del soli-
tario protagonista —aislándolo, para ensalzarle mejor— la plegaria de la co-
munidad:
De contrastes, por otro lado, está cargado el Don Alvaro. Contraste entre la
relativa estaticidad de las escenas costumbristas y el dinamismo de los episo-
dios siguientes, como ya se ha puesto de relieve. Contraste entre la impetuo-
sidad extrovertida del protagonista y la tímida reconcentración de Leonor;
entre la luminosa, juvenil personalidad del mestizo y la escuálida figura de
«vejete roñoso» del marqués; entre el ánimo atormentado de Leonor y la paz
solemne del patio, donde, debajo de «una gran cruz de piedra tosca y corroí-
da por el tiempo», confía sus penas al padre Guardián; entre el «risueño cam-
po de Italia al amanecer» y la batalla que se combate en los alrededores, y así
sucesivamente.
84 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
Los truenos resuenan más fuerte que nunca; crecen los relámpagos, y se oye cantar a lo
lejos el Miserere a la comunidad que se acerca lentamente.
No es cosa de poca monta su aparición en la escena con sus frailes y sus sol-
dados, con sus extravagancias y sus lugares comunes, con sus altos y sus bajos,
con sus burlas y sus veras [...] con sus resabios de española antigua y sus señales
de extranjería moderna. [...] lo cierto es que Don Alvaro es obra de especie muy
distinta de cuanto hemos visto de algún tiempo acá y estamos viendo en nuestro
teatro {Revista Española, 25-111-1835).
tal vez la fuerza de su sino dio ocasión a que generalmente disgustase a todo el mun-
do [...] todas las críticas vinieron a confesar que el autor había llevado hasta tal
punto, a tal grado de exageración la libertad romántica, que tocaba, mal dije, que
pasaba la raya de todo lo permitido y tolerado {Correo de las Damas, 7-IV-1835).
el estandarte, digámoslo así, de una escuela nueva, pero nacional. [...] su apari-
ción ha sido un acontecimiento literario de mucha magnitud, y [...] con sus gra-
ves defectos y sus muchísimas bellezas es quizá un presagio de que va a nacer
entre nosotros una poesía dramática nacional, o por mejor decir, a renacer con
las ventajas del siglo presente el teatro antiguo español {La Abeja, 10-IV-1835).
44
En efecto, la pieza reúne en sí los cinco elementos que, según O. GÓRNER {Vom Memorabile
zur Schicksalstragódie, Berlín, 1931, cit. por W. KAISER, Interpretación y análisis de la obra literaria, Ma-
drid, Gredos, 1961, p. 508), caracterizan el género, a saber: incesto, profecía de una desgracia, mal-
dición de una familia, asesinato de parientes, regreso.
III. EL DRAMA ROMÁNTICO 85
45
P. MENARINI, «Un drama romántico alternativo: Alfredo de Joaquín Francisco Pacheco», Ac-
tas del I Coloquio de la SLES XIX, Barcelona, Publicacions Universitat, 1988, p. 173.
86 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
¿Estará por ventura determinada nuestra suerte por un destino inexorable, im-
posible de doblegar...? (IV, 2).
46
Es la Ahnung, sobre la cual véase G. GABETTI, II dramma di Zacharias Werner, Torino, Bocea,
1916, p. 316 y passim.
47
No se entendió el significado profundo de estos aspectos, afirma MENARINI (art. eit, p. 170),
que los justifica con una sugerente interpretación psicoanalítica, como proyecciones del yo de los
personajes: el Griego, por ejemplo, sería el doble del protagonista.
III. EL DRAMA ROMÁNTICO 87
del Griego («los demás —avisa la acotación— manifiestan no ver nada» [III, 7]);
atribuyendo a Roberto la responsabilidad de la noticia sobre los acontecimien-
tos misteriosos en el castillo, y limitándose a anotar que, al final, el Griego
«aparece de repente en el fondo: vese un momento sobre sus labios una sonrisa infer-
nal, y desaparece».
Podía ser el camino idóneo para la creación de una sugerente atmósfera in-
cierta entre real y trascendente —el camino en que se pondrá ventajosamente
Zorrilla— que sin embargo se malogró por no estar el público preparado to-
davía o tal vez por u n exceso interpretativo del director de escena, que, por
ejemplo, recargó los rasgos infernales del Griego haciéndole estremecer al oír
el nombre de Angela y hundirse por un escotillón, como nos refiere el Eco del
Comercio.
La obra posee una discreta teatralidad que se realiza ante todo con la apa-
rición repentina de ciertos personajes: Berta y Jorge al final del acto I; Jorge al
final del II, en el momento en que Alfredo y Berta se abrazan con «el mayor de-
lirio»; Alfredo, Berta, el Griego y unos criados, asomándose sobre una colina y
luego bajando en el acto IV. También de mucho efecto es la salida de Alfredo
en el acto II, escena 4.a, cuando, sumido en sus pensamientos, atraviesa callado
la escena y «se sienta al otro extremo», lo que recuerda la primera aparición de
don Alvaro.
Muy efectistas, quizás demasiado, son ciertos finales de acto: del II con el
asesinato de Jorge; del III con la aparición de la sombra del mismo; del IV con
el encuentro entre Ricardo y Berta, que también le cree una sombra; del V con
el suicidio de Alfredo.
La escenografía, al lado de ambientes muy de época, como el interior del
castillo, presenta, en el último acto, escenas «sublimes», con el volcán expul-
sando fuego que se divisa por una ventana, en tanto que truenos y relámpagos
acompañan el desarrollo final de la tragedia.
Ruidos contribuyen a crear un clima: cascos de caballos, cornetas de caza,
cantos.
A pesar de las críticas del Eco del Comercio, la obra no era despreciable, como
reconocieron otras reseñas; sin embargo, no tuvo más que dos reposiciones y
desapareció definitivamente de las carteleras. Atribuir el fracaso solamente a
la presencia de lo sobrenatural sería excesivo, ya que eso atañe a episodios
marginales; tal vez fueron culpables, como en Elena, las tintas recargadas y
cierto descuido en la motivación de las acciones y los gestos de los personajes:
desde luego, el asesinato de Jorge es injustificado, aunque (pero esto no podía
hacer mella en los espectadores) el homicidio casi fortuito fuese una de las ca-
racterísticas de la Schiksalstragódie. Quizás también haya escandalizado el tema
del incesto, que no reaparecerá en lo sucesivo, al menos a nivel consciente.
Sin embargo, el error capital de Pacheco no fue, como él mismo afirmó en el
intento de justificar el fracaso, haber escrito el drama en prosa, sino haber tras-
plantado la tragedia del destino sin el menor esfuerzo para «arreglarla a la es-
cena española» con una ambientación o con algunos detalles que la acercasen
88 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
más a la sensibilidad del público, como en cambio había hecho el Duque de Ri-
vas con su trasfondo andaluz y sus escenas costumbristas.
7. LA SÍNTESIS: EL TROVADOR
El Don Alvaro fue por un momento objeto preferente de las charlas de los
madrileños («por un momento —comentaba La Abeja del 10 de abril de
1835— ha hecho olvidar los intereses del día, y callar las cuestiones políti-
cas»), lo cual naturalmente contribuyó también a la difusión o, por decirlo
mejor, a la aclimatación de la dramaturgia romántica. Por otro lado, sabemos
que después de las perplejidades que produjo entre el público del estreno, la
obra de Rivas consiguió muy pronto una acogida favorable generalizada que
determinó ocho reposiciones seguidas con un total, pues, de nueve represen-
taciones («nueve, digan cuanto quieran los detractores del drama, nueve
muy concurridas todas, y acabadas», subrayaba Alcalá Galiano en la Revista
Española del 12 de abril de 1835); y si no hubo más fue simplemente porque
terminaba la temporada. El Don Alvaro había cumplido, pues, con su función
de hacer aceptar el nuevo evangelio teatral a amplios sectores del público
madrileño.
En consonancia con este afirmado clima cultural, las compañías se anima-
ron a llevar a las tablas las traducciones de dos dramas atrevidos de Víctor
Hugo (Lucrecia Borgia y Angelo), derribando finalmente todas las prevencio-
nes y los tabúes.
De manera que cuando, en el Teatro del Príncipe, el 1 de marzo de 1836
—al finalizar la temporada que en sus comienzos había visto representar el Al-
fredo— se estrenaba El trovador, el público de la capital de España ya estaba,
III. EL DRAMA ROMÁNTICO 89
48
Esta llamada forma parte del anecdotario de El trovador, y se recuerda sobre todo porque se
trataba de u n hecho bastante raro. Quizás haya influido sobre la benevolencia del público el saber
que se trataba de u n joven pobre y desconocido que para ganarse el pan se había alistado en la mi-
licia, con cuyo uniforme se presentó, aunque con la chaqueta de Ventura de la Vega, que, siendo
un oficial, la tenía algo más elegante.
49
La tesis es defendida con mucho rigor por C. A. REGENSEURGER, Über den «Trovador» des Gar-
ría Gutiérrez, die Quelle von Verdi Opera «11 Trovatore», Berlín, Ebering, 1911. Que Larra no lo hubie-
se puesto de relieve, como anotan algunos para negar que García Gutiérrez se haya inspirado en
el Marías, indica sencillamente que se portó generosamente con el joven ingenio.
50
Cf. C. CECCHINI, «II manierismo romántico nel Trovador di García Gutiérrez», en Letterature 16
(1993), pp. 71-72. Sobre El trovador como punto de llegada de la evolución que caracteriza a los prime-
ros dramas románticos, véase P. MENARINI, «Hacia el Trovador», en Romanticismo 1 (1982), pp. 95-108.
90 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
III. La gitana. En una cabana, cerca de una hoguera, la gitana Azucena cuenta a su
hijo Manrique cómo el viejo conde de Artal condenó a su madre a morir en la hoguera
por bruja y cómo ella, para vengarse, robó y quemó al hermano de don Ñuño; pero se
confunde y deja intuir a los espectadores que en realidad ha matado a su propio hijo, de
manera que Manrique sería el primogénito de los condes de Artal. Manrique penetra
en el convento y convence a Leonor de que huya con él. Es la tarde o la noche.
IV. La revelación. En el campo de las tropas leales al rey de Aragón, donde militan
don Ñuño y el hermano de Leonor, don Guillen, es apresada Azucena, en la que un an-
tiguo servidor del conde reconoce a la gitana que robó al hermano de éste. En la torre de
Castellar, donde se han refugiado los rebeldes al servicio del conde de Urgel, Manrique
revela a Leonor que es hijo de una gitana, pero la joven le confirma a pesar de ello su
amor; informado de la captura de la que cree su madre, se despide apresuradamente pa-
ra acudir en su ayuda. Es de mañana.
V. El suplicio. Después de apurar un pomo de veneno, Leonor se presenta a don
Ñuño, prometiéndole su amor a cambio de la liberación de Manrique. Con el permiso
del conde, entra en la cárcel donde Manrique está consolando a Azucena, encerrada
con él y despavorida: le insta para que se marche y muere dándole la mano. Al encon-
trar su cadáver, don Ñuño ordena que se ajusticie a Manrique y obliga a Azucena a
asistir al suplicio. Cuando se oye el ruido de la cuchilla que decapita al trovador, Azu-
cena revela al conde que la víctima era su hermano. Expira luego pero antes se dirige a
su madre anunciándole: «Ya estás vengada.» Es de noche.
Creo que no es difícil encontrar en esta trama las líneas esenciales de la del
Macías, pero elaboradas y, conforme al criterio que desde el Siglo de Oro infor-
maba las refundiciones, puestas al día: lo que en la época significaba caracteri-
zadas más abiertamente en sentido romántico.
García Gutiérrez consiguió tal caracterización en primer lugar a nivel es-
tructural, a través de abiertas violaciones de las unidades, que en cambio, co-
mo hemos visto, Larra había respetado escrupulosamente.
Un año media entre la primera y la segunda jornada, y las demás están
separadas por intervalos de algunos días; pero la historia se dilata notablemen-
te a través de los recuerdos que, como veremos, son una constante de la pieza.
Doce son las mutaciones, una de las cuales está repetida: sala en el palacio de
la Aljafería, cámara de Leonor (I); cámara de don Ñuño, locutorio de un conven-
to (II); cabana, celda de un convento, calle (III); campamento, habitación en una
torre (IV); exterior del palacio de la Aljafería, cámara de don Ñuño, calabozo (V).
En segundo lugar también la consiguió añadiendo, entre las dramatis perso-
nae, la acertadísima figura de la gitana y caracterizando con más precisión la
del trovador.
En Azucena García Gutiérrez crea un personaje complejo, de claro abolengo
romántico en su amor ilimitado hacia la libertad («yo no ambiciono alcázares
dorados; tengo bastante con mi libertad y con las montañas donde vivieron
siempre nuestros padres» (III, 1) es su ideal existencial; «correremos por la
montaña, y tú cantarás» (V, 6) es su aspiración suprema poco antes de morir),
III. EL DRAMA ROMÁNTICO 91
Combatido entre esos dos amores, Manrique parece por eso mismo una fi-
gura más rica de connotaciones, pero es también más atractivo por ser un tro-
vador más legítimo que Macías, ya que se porta realmente como tal, tocando
su laúd en los momentos esenciales de la trama, al punto que ese sonido se
identifica con él, preanuncia su llegada o anuncia su presencia («Era tu voz, tu
laúd» [I, 4, v. 135], le dice Leonor evocando el episodio de la noche anterior);
con el canto acompañado por el laúd invoca desde la cárcel la presencia de
Leonor, y con el laúd canta en la cárcel las endechas por la muerte de su ama-
da. Es también un guerrero, eso sí, y por supuesto un guerrero románticamen-
te rebelde, pero el recuerdo que tiende a dejar en el espectador es más bien el
de un cantor enamorado y melancólico.
Ese aspecto «musical» de la figura del protagonista, además de influir so-
bre las futuras elaboraciones de Verdi-Cammarano, debió de contribuir tam-
bién al éxito del drama en una época en que la ópera italiana se había hecho
tan popular y el público se pasmaba al oír las notas de Rossini o Donizettí. Y
hay que agregar que muchas de las réplicas que figuran en el drama no desfi-
gurarían en cualquier ópera:
Claro está que los ejemplos podrían multiplicarse, pero baste la muestra
para constatar cómo todo esto le confiere al drama ese toque de lirismo que,
como justamente se ha notado, junto con «la habilidad con que se articula la
trama», «compensa descuidos y defectos».52 Un lirismo, por otro lado, que no
nace solamente del lenguaje sino que brota a menudo de la peculiar actitud de
muchos personajes, los protagonistas sobre todo, de vivir su experiencia exis-
tencial encerrados en el mundo evanescente de los recuerdos.
La relación amorosa entre Manrique y Leonor, eje principal de la trama, se
entreteje casi totalmente de recuerdos; en otros términos, vive casi exclusiva-
mente en el pasado, con la lógica consecuencia de que los dos personajes apa-
recen constantemente sumidos en la evocación más que proyectados hacia la
acción. Ya el primer encuentro entre los dos se resuelve en el recuerdo de la no-
che anterior, cuando Leonor oyó «cantar una trova» y
52
Cf. la introducción de L. F. DÍAZ LARIOS a A. GARCÍA GUTIÉRREZ, El Trovador, Simón Bocanegra,
Barcelona, Planeta, 1989, p. XXIII.
III. EL DRAMA ROMÁNTICO 93
¿Me conocéis?,
¿Me conocéis?
53
L. ROMERO TOBAR, Panorama, cit., p. 308.
III. EL DRAMA ROMÁNTICO 95
laúd tocado por Manrique o, con la añadidura de u n toque macabro, la voz del
pregón que se oye cerca de la torre en que está encerrado el trovador:
En cuanto a las luces, hay que recordar además el sentido hostil que ad-
quiere el reverbero rojizo de la llama de la hoguera, tan estrictamente ligada
a Azucena, que aparece tanto materialmente en la escena al principio de la
tercera jornada como en las obsesivas evocaciones del suplicio al que fue
condenada su madre.
Otras luces, simplemente evocadas como acaece en los recuerdos de la gita-
na, se imponen a la mente del espectador: la, nuevamente agresiva, de la luna
que, en la narración del siervo Guzmán, «hizo brillar un instante el acero del
celoso cantor delante del pecho de mi amo» (1,1), y la triste luz de la «luna mo-
ribunda» que, como recuerda Leonor, iluminaba el penacho del sombrero de
su amado.
A pesar de ser animado por varios lances, que llegan de improviso y co-
gen de sorpresa al público, el drama procede con cierta lentitud, debido esen-
cialmente a la ausencia de esos diálogos concitados que caracterizaban por
ejemplo muchas partes del Don Alvaro. En general, las réplicas son expresio-
nes líricas de sentimientos e influyen de forma limitada en el desarrollo de la
acción. Todo esto sin embargo no es negativo, ya que favorece ese clima, por
decirlo así, «premusical» de melancolía y ensueño que tal vez sea el principal
encanto de El trovador.
La acción encierra mucho interés, y éste crece por grados hasta el desenlace.
[...] Ha imaginado un plan vasto, un plan más bien de novela que de drama, y ha
inventado una magnífica novela; pero al reducir a los límites estrechos del tea-
tro una concepción demasiado amplia, ha tenido que luchar con la pequenez del
molde (LARRA, El Español, 4-III-1836).
fin, por la evidente afinidad estructural de los títulos (quizás también por el
nombre de la protagonista). 54
Ernesto va a casarse con una tal Isabel, a pesar de seguir enamorado de la -pobre Lui-
sa, hija de un valeroso combatiente de la guerra de la Independencia. Los dos se en-
cuentran un momento antes de las bodas y cuando Ernesto se aleja, Luisa se envenena.
El joven, arrepentido, regresa y le confiesa que ha renunciado a Isabel, pero es demasia-
do tarde.
TODOS. ¡Oh!!!
54
El drama de Schiller, nos informa PEERS (op. cit., I, p. 135), había sido traducido del francés
con el título de Amor e intriga, y se había representado «a intervalos» en Madrid, pero «poco se su-
po de él hasta 1830, aproximadamente».
iv. EL FLORECIMIENTO
1. U N A TEMPORADA DE TRANSICIÓN
97
98 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
Son algunos de los momentos más felices de la pieza, pero representan tam-
bién su límite, ya que lo que prevalece en general es justamente ese tono lírico
que le dicta al poeta varios parlamentos muy largos en que los personajes ha-
blan más consigo mismos que con el interlocutor y tienen muy escasa función
diegética. El aspecto más vistoso en esta perspectiva nos lo ofrece el trovador
Armando, que o canta o expresa sus sentimientos a través de auténticas com-
posiciones líricas: ejemplos típicos, en el primer acto, la larga descripción del
torneo, modelada sobre tantas análogas del teatro del Siglo de Oro, o la «tro-
va» que recita a petición de Elvira al principio del tercero.
Por eso el drama procede lento, con poca acción y escasos efectos teatrales.
Tampoco tienen relieve los personajes, estáticos y previsibles, a pesar de
alguna caracterización bastante acertada como la de Pedro, figura doliente y
melancólica que más que el honor y los celos siente el dolor de u n amor no co-
rrespondido.
Tuvo muy poco éxito: se estrenó el 23 de mayo de 1836, en el Príncipe, y se
repuso solamente el día 25.
La intriga del drama, de puro sencilla, raya en pobre. [...] El asunto no puede
ser más manoseado. [...] El desenlace es inesperado y bueno. [...] El pajecillo
Hernando (sic) [...] es una figura graciosa en un cuadro frío (Semanario Pinto-
resco, 29-V-1836).
Esperamos al autor para su próxima obra [...] Su primer drama promete; el se-
gundo cumplirá.
I. En el día de la fiesta de San Isidro, dos espías están escuchando las conversaciones
de varios transeúntes, poniendo de relieve, entre sí, las frases y alusiones que puedan
sonar anticonformistas, particularmente si son favorables al príncipe Carlos. Al final
sale el propio don Carlos, que, en un diálogo con el francés Monvel, hace alusiones in-
directas a su amor por la reina. Los espías notan también cierto ademán extático del
príncipe frente a la reina misma, que sale de la ermita de San Isidro.
II. En la capilla del Palacio, por la tarde, varios cortesanos comentan los hechos del
día, aprovechando cualquier ocasión para adular al rey. Felipe II comenta con el secre-
tario Rui Gómez el comportamiento irregular de don Carlos. Por la mañana se en-
cuentran la reina doña Isabel y don Carlos, quien pide a su madrastra que interceda
ante el rey para conseguirle el permiso de salir de España. Son sorprendidos por Rui
Gómez, que los delata al rey.
III. En la cámara del rey Rui Gómez y el licenciado Briviesca discurren acerca de
don Carlos, al que el segundo defiende. La reina pide a Felipe el permiso para el hijo, pe-
ro el rey insinúa la posibilidad de una intriga amorosa entre los dos. En un coloquio con
Rui Gómez, Felipe expresa ya abiertamente la decisión de ajusticiar a su hijo.
IV. En la habitación de don Carlos están reunidos varios conjurados que intentan
derribar a Rui Gómez, pero llegan algunos soldados que prenden al príncipe. En el pan-
teón del Escorial, Felipe reúne a sus consejeros para juzgar a su hijo. Todos se muestran
hostiles al príncipe, exceptuado Briviesca. El rey decreta la muerte de Carlos.
V. En la cámara de la reina, Carlos, que se ha liberado, le declara su amor, logrando
al fin que Isabel le corresponda. En este momento llegan Felipe y Rui Gómez con el ver-
dugo. Al sacar éste la espada, cae el telón.
son las palabras con que Carlos conquista definitivamente el corazón de Isa-
bel, que, al aparecer Felipe, Rui Gómez y el verdugo, no se contiene más y ex-
clama:
Gozará dentro de muy pocas horas un descanso eterno (IV, cuadro 6°, esc. A..-).
Sin embargo, antes de que los autores teatrales recorrieran el camino abierto
por el joven Díaz, otro joven ingenio cerraba la primera etapa de la dramaturgia
romántica con una obra que todavía buscaba su inspiración en el inagotable cau-
dal de las leyendas. El tema que afrontaba ya había sido tratado en el teatro an-
terior, sobre todo en la época barroca, donde había dado vida a dos comedias,
respectivamente, de Tirso y de Montalbán: la obra se presentaba, pues, como
una refundición, desde luego muy libre, cabalmente en la dirección indicada por
el Mactas, aunque con más aperturas hacia el romanticismo.
Al mismo tiempo afrontaba de manera directa y específica ese tema del
tiempo que tanta importancia había adquirido, desde sus comienzos, en el tea-
tro romántico español.
El 19 de enero de 1837 Juan Eugenio Hartzenbusch estrenó en el Príncipe
Los amantes de Teruel, con un éxito muy diferente al de su obra anterior, Las
hijas de Gradan Ramírez, que no había tenido más que dos funciones, 1 puesto
que la nueva pieza conoció más de 30 reposiciones en el período romántico.
El autor la reelaboró varias veces, reduciéndola a 4 actos de los 5 originarios,
cambiando el nombre de algunos personajes y variando a veces notablemente
el texto. Por tanto disponemos de diversos manuscritos y diversas ediciones
que atestiguan varias etapas de esa labor de ajustamiento y que han sido es-
tudiadas por los críticos, para terminar en la ejemplar sinopsis elaborada por
J. L. Picoche. Sin embargo, la obra que se estrenó y que se representó a lo lar-
go de los diez-doce años siguientes fue con mucha verosimilitud la que co-
rresponde aproximadamente a las dos primeras ediciones, de 1836 y de 1838,
sustancialmente idénticas, ya que la edición sucesiva pertenece al 1850. A
ésas por consiguiente nos atendremos (eligiendo, en el caso de variantes, la
de 1838), aunque sin olvidar que el texto conoció seguramente modificacio-
nes en el curso de los años.
Se trata de un drama en 5 actos en prosa y verso, cuya trama se desarrolla
en seis días y conoce numerosas mutaciones.
1
El 8 y el 9 de febrero de 1831 (Teatro de la Cruz). Era una tragedia en la que se alternaban celos
y venganzas, en el trasfondo de la lucha entre moros y cristianos. Éstos, al final, gracias a la protec-
ción de la milagrosa imagen de la Virgen de Atocha, logran liberar Madrid del yugo musulmano.
Llevaba el subtítulo La restauración de Madrid. Véase el artículo de J. ESCOBAR «Del xvín al xix: Una re-
seña de Ramón de Mesonero Romanos sobre Las hijas de Gradan Ramírez, o la Restauración de Madrid,
de Juan Eugenio de Hartzenbusch, refundición de un drama de Manuel Fermín de Laviano», Signo-
ría di parole, Studi offerti a Mario Di Pinto (ed. G. CALABRÓ), Napoli, Liguori, 1998, pp. 233-243.
IV. EL FLORECIMIENTO 103
las preguntas de Zulima revelándole el gran amor que le liga a una cristiana, cuyo pa-
dre se la ha prometido, con tal que se enriquezca en un plazo de seis años que va a expi-
rar justamente dentro de seis días. Zulima le declara su amor, que Marsilla rechaza.
Llega la noticia del improviso regreso del rey: Adel se lleva Marsilla a otro sitio. Apa-
rece de improviso Zeangir, que prende a Zulima como partícipe en la conjuración.
II. Tres días después, en la casa de don Pedro Segura, en Teruel. Don Pedro, de re-
greso de la batalla de Monzón, narra a su hija Isabel cómo, salvado por Rodrigo de
Azagra, le ha prometido su mano. Se presenta don Martín Marsilla, padre de Diego,
que le había retado por ser la causa del alejamiento de su hijo: quiere reconciliarse por
haber sido curado por Margarita, la mujer de don Pedro. En un coloquio con su madre,
Isabel consigue que ésta se oponga a las bodas con Azagra. Pero éste le hace chantaje a
Margarita, amenazándola con entregar a su marido unas cartas que prueban un adul-
terio de ella.
III. Zulima, disfrazada de caballero aragonés, se apea en casa de los Segura y anun-
cia a Isabel la muerte de Diego, ajusticiado por adúltero con la reina de Valencia. Isabel
se desespera y, al confiarle su madre el chantaje de Azagra, decide casarse con él.
IV. Mari-Gómez, la criada, viste para las bodas a Isabel, sumida en el más profun-
do abatimiento. Se le presenta Azagra, que le entrega las cartas comprometedoras y la
invita a decidir libremente. A su vez, don Pedro le recuerda varios episodios desconoci-
dos de la generosidad de Azagra. Isabel por fin juzga que ése es el esposo que el destino
le ha procurado y acepta. Pero Pedro quiere que se espere hasta el toque de vísperas, que
es cuando vence cabalmente el plazo. El cortejo se dirige hacia la iglesia. Margarita, ha-
biéndose enterado de que Marsilla vive y se está acercando a Teruel, llega corriendo,
avisa a don Martín y le insta a dirigirse a la iglesia para interrumpir el rito. Pero el to-
que de vísperas anuncia que el plazo ha expirado. Entre tanto, en un bosque cercano,
algunos bandidos, avisados por Zulima, detienen a Marsilla y Adel, despojándolos de
todas las riquezas que el sultán ha regalado al primero en compensación por haber de-
nunciado la conjura. Cuando ya se ha oído el toque de vísperas, llega Zulima y libera a
Marsilla. Adel se libera por su cuenta y la mata, cumpliendo así un encargo de su rey.
V. Por la noche, Marsilla penetra en la habitación de Isabel y la regaña. Después de
un largo coloquio en que alternan amor, desesperación y conciencia de la realidad,
Marsilla llega a la persuasión de que Isabel le aborrece y muere desesperado. Pocos ins-
tantes más tarde, muere también Isabel.
Pronto le sigue Isabel, que «espira quedando de rodillas, abrazada con él»
y gritando su pasión inextinguible:
[...] concentrados en sí los espíritus, sin decir palabra, cerrados los puños, a su lado
murió.
2
Traducción mía.
IV. EL FLORECIMIENTO 105
No fue, pues, una invención de Hartzenbusch, el cual empero tuvo el méri-
to de introducir una preciosa variante, de indudable eficacia teatral, en el tema
ya muy manoseado de la muerte por amor.
Siguiendo la tradición, este amor adquiere esos rasgos transgresores que
desde el Macías se habían hecho constantes en toda pasión romántica, a los cua-
les nuestro autor añade también un interesante toque de rebeldía prometeica.
Entre Marsilla y su padre se desarrolla un diálogo concitado en que el joven de-
clara su intención de matar al rival. Entre otras cosas, don Martín le recuerda el
sagrado vínculo matrimonial que une a Isabel con Azagra:
trata Peers. 4 «Aun más que el amor, les une el tiempo —afirma Casalduero—,
ese momento fatal al cual se dirigen sus vidas.» 5
El clima de suspensión creado por ese agobio temporal resulta intensifica-
do por el apoyo concreto de motivos espaciales que corren paralelamente. La
distancia entre Valencia y Teruel se hace enorme en la mente del espectador
por encontrarse los dos lugares respectivamente en tierra de moros y de cris-
tianos, y por tanto los seis días adquieren una dimensión mucho más amplia.
Lo mismo vale para el bosque, que está, sí, inmediato a la ciudad pero que, da-
da la particular situación en que se agitan Marsilla y Adel, parece que se en-
cuentra a una distancia insuperable.
Espacio y tiempo coinciden luego con una exactitud geométrica en el breve
diálogo entre Margarita y Martín: la primera ha sabido que Marsilla está cerca
de Teruel y ruega al padre del protagonista que corra a la iglesia. En su réplica
se alternan las alusiones al plazo que va a expirar («Va a sonar al punto») y a la
distancia que los separa de la iglesia («La iglesia está a un paso»), que conflu-
yen en el ansioso imperativo: «Corred vos.»
El impacto sobre el público fue notable, como sabemos por las reseñas y
por el número de reposiciones, que fueron ocho inmediatamente después del
estreno. Lo que debió de impresionar, además de la tensión creada por el
agobio espacio-temporal, fue el dinamismo de escenas a menudo pobladas
por varios personajes y el pasaje repentino de un lugar a otro a veces muy di-
ferente, en u n juego sugerente de interiores y exteriores, seguramente muy
efectista.
4
Op. cit, I, p. 355.
5
J. CASALDUERO, Estudios sobre el teatro español, Madrid, Gredos, 19672, p. 233.
IV. EL FLORECIMIENTO 107
2. EL ROMANTICISMO LIBERAL
amor y es sorprendido por el bufón. El rey Felipe IV les da las gracias a los dos. Es de
noche.
II. El rey poeta. Don Luis de Haro siembra sospechas contra sus enemigos en el
Conde-Duque de Olivares; éste hace lo mismo con el rey. Calderón, Góngora, Queve-
do, Villamediana y el rey mismo participan en una justa literaria sobre tema amoroso,
siendo juez la reina, que otorgará al vencedor una banda verde. El soneto de amor reci-
tado por Villamediana es un acróstico del cual sale el nombre de «Isabel de Borbón».
Turbado, el rey interrumpe el certamen, rasga el soneto y revela a la reina su intención
de castigar al poeta.
III. La reina. En el estudio de Velázquez se encuentran la reina y Villamediana, al
que el pintor retrata en un cuadro en el que figuran respectivamente Diana y Acteón:
el joven aprovecha la ocasión para declararle nuevamente su amor a la reina. En el to-
cador de ésta, el rey, al cual Luis de Haro ha entregado el soneto que Villamediana ha
rehecho quitando el acróstico, reconoce que se ha equivocado. Pero el enano, que ha re-
cogido los pedazos de la hoja que el rey había rasgado, le hace chantaje a la reina para
que se rinda a sus deseos lascivos: Isabel le pide el plazo de una noche.
IV. La verbena. La víspera de San Juan varios personajes del pueblo bailan y can-
tan en el soto de Manzanares. Embozados, Villamediana y Orgaz discurren de lo ocu-
rrido en el día anterior y Orgaz le reprocha a su amigo la imprudencia de su conducta.
Un mensajero entrega a Villamediana una carta de la reina que le insta para que se ale-
je de Madrid. Llega, tapada, la reina misma acompañada por dos damas, que renueva a
Villamediana la invitación a alejarse. Igualmente embozados, el rey, el de Haro y el bu-
fón intentan seguir a las damas pero se lo impiden Villamediana y Orgaz, hasta que, a
la llegada de un alguacil, todos se descubren y cesa la riña. Las damas se han escabulli-
do, pero el bufón ha logrado seguirlas.
V. Villamediana. La reina penetra en la habitación del bufón dormido y le arranca
el soneto que él aprieta en su mano: el enano se despierta y amenaza a la reina. Luego
revela al rey que Velázquez estápintando el cuadro de Acteón y Diana —lo cual le con-
firma el propio pintor— y que en el soto de Manzanares la reina se ha encontrado con
Villamediana. El rey obliga a la dueña Guiomar a entregar a Villamediana una llave
fingiendo que es de orden de la reina. Cuando el conde, sumido en la más intensa felici-
dad, abre la puerta, un ballestero le mata, ante la desesperación de la reina, que había
acudido inútilmente para salvarle.
6
Quizás con algún anacronismo, ya que la sustitución del amor cortés por el platónico se re-
monta más bien al siglo XVI.
7
En el prefacio a Jaime el Conquistador, Madrid, Hijos de Piñuela, 1838, p. 3.
110 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
a la parte dumasiana y huguiana de la obra, creo que hay que buscarla por un
lado en los motivos típicamente románticos que ya se han puesto de relieve, y
por el otro en la figura del enano bufón con el cual se realiza ese contraste entre
sublime y grotesco que era uno de los postulados fundamentales del célebre
prefacio al Cromwell. Una figura nueva en el drama español, a la cual no se
puede buscar otro antecedente, si no es, muy a lo lejos, la gitana de El trovador.
Es una mezcla de rebeldía («Mal haya el haber nacido / a servir y a ser bufón»
[V, 1]), de envidia («¿Por qué un cuerpo no me distes, / Señor, comparable a
aquél?» [1,3]), de sensualidad y de malicia diabólica que le insta a chantajear a
la reina, meciéndose en el sueño lascivo de una relación carnal que la «pasión
brutal» sugiere a su fantasía perversa:
Góngora y Quevedo se miran entre si con malignidad, ocultándose del Rey: éste pres-
ta la mayor atención como quien no comprende bien; la Reina tiene los ojos clavados en el
suelo procurando reprimir su agitación; Calderón es el único que oye esta composición co-
mo las demás sin otro interés que el de literato. Concluyendo, levántase el Rey como dis-
traído, etc. (II, 6).
8
Deduzco el dato de la citada Cartelera; pero en la portada de la edición de 1842 se indica co-
mo fecha de estreno el mes de septiembre.
112 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
que enamorada de él
debió haber sido su esposa
y que murió
Tal vez se trate de algo más que de una simple relación de antecedentes; la
impresión, consideradas las circunstancias, es que Muñoz pretendiera enla-
zarse con el Felipe II estrenado el año anterior. En efecto, había una consonan-
cia ideológica con la pieza de Díaz, y la nueva obra podía presentarse como
u n segundo episodio de la tiranía del Rey Prudente y de su encono con los de-
fensores de la libertad.
1.31 de marzo de 1591. En la antecámara del rey éste conversa con su secretario An-
tonio Pérez, refiriéndole sus recelos acerca de don Juan de Austria, de quien sospecha
que aspire a la corona, y hablándole de sus amores con Ana de Eboli, que al mismo tiem-
po le consuelan y le dan remordimientos. Recibe luego a Juan de Escobedo, secretario de
don Juan, al cual otorga, escrita de su puño, la orden de reforzar el ejército de Flandes.
Escobedo insinúa sospechas sobre Pérez y Ana, que el rey ve confirmadas al escuchar
una conversación amorosa entre los dos. Como en realidad no quiere que la orden dada a
Escobedo se ejecute, ordena a Pérez que envíe sicarios a matarle. Muerto Escobedo, su
mujer, Eaura, pide justicia al rey acusando a Pérez. Felipe hace prender a su secretario.
II. Enero de 1592. Pérez está preso en la torre de Lujan. El juez le somete al tor-
mento para que confiese el nombre del mandante del asesinato, pero él, que ha jurado al
rey no revelarlo, no despega los labios. Embozado, Felipe II visita a Pérez, como acos-
tumbra desde hace casi dos años, pidiéndole consejos para la gestión del estado. Al sa-
lir, manda al carcelero que deje entrar a doña Ana y que luego, a las once, lleve a los dos
al patíbulo. Pero la mujer conoce una puerta secreta que abre tocando un resorte y se es-
capan. Al cerrarse la puerta tras ellos, entra el verdugo. Es de noche.
III. El carcelero Fortún lleva al Escorial la noticia de la fuga. Imaginando que los
dos se refugiarán en Aragón, Felipe decide aprovechar la oportunidad para anular los
fueros de esta región. Envía por tanto a Fortún con el encargo de hacerse amigo de Pé-
rez y fomentar una revolución. Es de noche.
IV. Diciembre de 1592. En el palacio del virrey en Zaragoza, Felipe y el prior don
Alfonso Vargas comentan los últimos sucesos, con la derrota de los sublevados y la
fuga de Pérez a Francia. Ha sido capturada en cambio Ana de Éboli, a la que el rey
manda presentarse ante él. La mujer intenta apuñalarlo, pero se detiene al oír el ca-
ñonazo que anuncia la muerte de Lanuza, Justicia de Aragón. Felipe la entrega a la
Inquisición y manda a Fortún a Francia para que recupere la esquela que había en-
tregado a Pérez con la orden de matar a Escobedo.
V. Es el 1598. Pérez, cansado por la implacable persecución de Felipe II, busca am-
paro en una ermita cerca de Roma. El ermitaño, que es en realidad Fortún, le acoge y le
IV. EL FLORECIMIENTO 113
ofrece un vaso de vino envenenado. Un legado pontificio lleva el indulto para Pérez, ya
que Felipe ha muerto revelando su inocencia. Pero es demasiado tarde y el veneno aca-
ba con la vida de Antonio Pérez.
Y Ana, después de intentar apuñalar a Felipe, habla como una Mariana Pi-
neda ante litteram:
Sólo yo os he ofendido
pues a mi patria he querido
libertar hoy de un tirano (IV, 3).
9
PEERS, op. cit., I, p. 364.
114 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
¡El reloj marca ya las ocho de la noche...!, ¡una hora más y ya no existirá uno de
los hombres más poderosos de la monarquía...! (1,9).
Cumplida la ejecución
ha de quedar a las once,
Y el carcelero de la torre les recuerda a Pérez y Ana «que a las once han de
cortar / una cabeza en la torre».
Y por fin estas once fatales, tan a menudo aludidas, se presentan concreta-
mente en la escena a través del tañer de las campanas y de la explícita referen-
cia en las palabras de Ana, llenas de pesadilla:
Los dos, como hemos visto, consiguen fugarse, pero el agobio del tiempo
sigue su curso para llegar al punto más alto del climax cuando el verdugo en-
tra en la celda acompañado por «un religioso de San Francisco» que, con cierto
efectismo macabro, quizás también algo ingenuo, reza la didascalia, «dice con
voz espantosa»:
Poco después, una campana que toca a maitines le recuerda al rey que ya
ha pasado la hora en que Fortún tenía que anunciarle la muerte de Pérez:
pocas obras conozco, por mejor decir ninguna, en que el carácter cierto o su-
puesto que el siglo presente da al sombrío y tiránico Felipe II esté mejor trazado
y más sostenido (SALAS Y QUIROGA, NO me olvides, 1837, n.s 26).
10
Memorias de un setentón, cit., p. 490.
116 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
11
En la reseña publicada en el Semanario Pintoresco del 3 de diciembre se comenta que «los que
hayan leído la Cornelia Bororquia o recuerden la pasión de Claudio Frollo hacia la gitana Esmeral-
da de Víctor Hugo encontrarían [...] muy poca novedad».
118 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
es sin duda uno de los mejores dramas representados en la escena española (El
Siglo XIX, 1837, p. 175).
es el verdadero drama del siglo xix: grande y filosófico como éste, es una lección
del gran libro de la historia, que no caducará (Gaceta de Madrid, 8-XI-1837).
Don Manuel Bretón de los Herreros, que en 1834 ya había tocado la cuerda
ultrarromántica en el melodramático Elena, se presentaba en 1837 como defini-
tivamente conquistado por la nueva escuela, dando a luz, separadas por una
distancia de siete meses, dos obras plenamente románticas: una comedia, Mué-
rete y ¡verás!, y u n drama histórico, Don Fernando el emplazado, totalmente
asimilado, este último, a las más recientes manifestaciones dramatúrgicas. Y si
la comedia remitía evidentemente, como veremos, a Los amantes de Teruel, el
drama se presentaba, según la fórmula ya experimentada en Antonio Pérez, co-
12
Cf. Historia del teatro español, Madrid, Cátedra, 1986,1, p. 333.
13
Cf. Historia del movimiento romántico, cit., I, pp. 365-368.
14
Cf. V. GARCÍA DE LA CONCHA, Historia de la literatura española, cit., pp. 343-344.
IV. EL FLORECIMIENTO 119
15
PEERS cita el antecedente barroco de La inocente sangre de Lope de Vega (op. cit., I, p. 369).
120 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
16
Véase la reseña en la p. 122.
17
La idea del destino aparece también en la pasión que arrastra a Fernando y que le lleva a ex-
clamar: «esa mujer es mi signo» (IV, 2).
18 Cf. PEERS, op. cit, I, p. 370: «la parte verdaderamente romántica (por no decir melodramáti-
ca) de la obra comienza con la escena del emplazamiento, montada convincentemente con gran
aparato de truenos y relámpagos, y sólo termina con el asesinato de Fernando a mano de Don
Gonzalo» (en realidad, el protagonista muere por causas naturales).
IV. EL FLORECIMIENTO 121
la misma pasión / el suyo late por mí», declara Pedro a Benavides [1,1]) y uni-
do con la muerte, ya desde el principio, cuando Pedro se despide de Benavides
con esta sombría amenaza:
y áspero derrumbadero
mi tálamo conyugal! (III, 8).
¡Horas amargas!
¡para el tormento tan largas,
para la vida tan breves! (IV, 2).
contenidos del pueblo y, desde luego, la violencia de los truenos, uno de los
cuales acompaña el suplicio de los dos hermanos.
Por lo que atañe a los juegos de luz, Bretón emplea el método, ya adoptado
en Carlos II, de la disminución paulatina de la luz que lleva a la oscuridad noc-
turna al final del acto (actos I y IV); lo cual, si no era una novedad absoluta (se
daba, por ejemplo ya en la cuarta jornada del Don Alvaro), indicaba de todas
formas un refinamiento de las técnicas escénicas, creando en el público una
particular expectación de uno de esos acontecimientos trágicos que ya desde la
época de los dramas sentimentales estaban asociados comúnmente con la os-
curidad, como había teorizado Burke.
Los dramas del día se parecen tanto unos a otros que, teniendo esto presen-
te, la desgracia de los hermanos Carvajales y el emplazamiento del rey de Castilla,
sabíamos casi a punto fijo la marcha de la obra del Sr. Bretón. [...] El final sobre
todo es incomprensible. La revolución que en él estalla es un misterio... (SALAS Y
QUIROGA, No me olvides, 1837, n.s 32).
médico judío Tubal, pero antes intenta vanamente convencer a la reina de que se case
con Pedro. A Enrique, que le recuerda su pobreza, la reina le replica despojándose de to-
dos sus ornamentos y rogándole que los venda. Don Juan, don Pedro y don Enrique
manifiestan su mutua desconfianza.
III. El banquete. Durante un banquete en el palacio de don Enrique, éste presenta a
la reina una copa ricamente labrada, que contiene el veneno preparado por Tubal, invi-
tando a beber tras ella a don Juan y don Pedro. Pero la reina la subasta y quien ofrece
más entre todos es el mercader Alfonso, al cual la reina entrega la copa. En un gesto
simbólico, Alfonso derrama el contenido, afirmando que el pueblo está dispuesto a de-
rramar su sangre. Haro, que ha sido el vencedor del torneo, reta a don Pedro, que le pro-
voca. Don Pedro se acerca a la reina y le propone abiertamente el casamiento, que ella
rechaza. La reina descubre la traición de Enrique, pero éste la persuade de que es amigo
suyo y de que sus verdaderos enemigos son don Juan y don Pedro.
IV. La conjuración. En la iglesia de las Huelgas se reúnen, de noche, los conjura-
dos. El abad encarga a dos sicarios la muerte de Diego de Haro, que va a venir a las do-
ce. Celebra la ceremonia de la coronación de don Juan, quien jura absoluta fidelidad a
la Iglesia. De improviso, aparece en un nicho la reina acompañada por Enrique, Haro,
Alfonso, etc., y don Juan se asusta. Tubal se lanza contra ella, pero es detenido por Al-
fonso, que le mata. Enrique susurra a don Juan: «Confía en mí. Ya eres rey.»
V. Las Cortes. En el vestíbulo de las Cortes, diálogo concitado entre Alfonso y
Enrique, en el que éste intenta en balde sobornar al otro, en su favor, contra la reina.
Luego entrega al sicario Lope la llave de la cárcel de don Pedro y don Juan. En el sa-
lón de las Cortes la reina preside una asamblea en la que se juzga a los conjurados,
pero llega el anuncio de que éstos se han fugado y capitanean una insurrección. De-
sesperación de doña María, que ya no encuentra a su hijo. Cuando parece que los in-
surrectos van a vencer, llega la noticia de que Alfonso, llevando al combate al niño,
ha conseguido levantar los ánimos y derrotar a los enemigos. Entra por fin el propio
Alfonso con el niño en brazos, gritando: «¡Viva el rey!» La reina pone la corona en la
cabeza de Fernando.
La trama era bastante complicada y para su entera comprensión tal vez hi-
ciera falta cierto conocimiento de los hechos y de la situación, lo cual consiguió
en parte Roca publicando la obra antes de su estreno y enriqueciéndola con no-
tas que responden también al intento de demostrar la sustancial autenticidad
de los acontecimientos representados o justificar las violaciones del dato histó-
rico. En efecto, el autor se había documentado con escrúpulo quizás excesivo
en la Historia del Padre Mariana, sin tener en cuenta, en cambio, La prudencia en
la mujer de Tirso, de cuya existencia se enteró solamente después de escribir el
drama; por tanto, y a pesar de ciertas obvias coincidencias, no podemos consi-
derar Doña María de Molina como una refundición más.
El lector moderno no sabría apreciar el importante éxito de este drama,19
19
Por otro lado no exento de defectos que PEERS, quizás con demasiada severidad, identifica
en losflacosde la trama y lo tedioso de los diálogos y los personajes {op. cit., I, p. 361).
124 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
llegará un día,
y una Reina, una madre, el cetro mismo
sostendrá que me usurpas, y su pueblo
libre, felice, victorioso, unido,
su nombre aclamará cual la divisa
de libertad y amor... (V, 8).
20
La obra se estrenaba además en ocasión del cumpleaños de Cristina, con evidente inten-
cionalidad, como subraya el crítico de la Gaceta de Madrid del 27 de julio: «Nada más propio pa-
ra solemnizar los días de la inmortal Cristina, que la elección de este drama, cuyo argumento tie-
ne tanta analogía con las presentes circunstancias.»
21
Página 31.
IV. EL FLORECIMIENTO 125
de Haro y el impetuoso de Pedro, ambos pintados con gracia, pero sin particu-
lar influencia en el desarrollo de la acción.
No por eso faltan los motivos románticos como la explotación de los am-
bientes lúgubres (la iglesia de las Huelgas con el sepulcro de la reina a medio
labrar) o de la oscuridad; la misma lucha por la libertad, aunque anacrónica
(Donoso habla al respecto de «bastardo filofismo»),22 se inserta muy bien en
la sensibilidad de la época. Asimismo, remite al movimiento romántico una
historia que siempre roza los límites entre la vida y la muerte, y que tiene su
momento más espectacular en el acto II, cuando la copa con el veneno está
siempre a punto de ser apurada hasta que Alfonso derrama su contenido. Lo
cual podrá ser, como mantiene Peers, uno de «los flacos de la trama», 23 pero
debió de procurar u n momento de intensa emoción, que Donoso describe,
preguntando:
¿quién pudo mirar sin estremecimiento y pavor volando de mano en mano aquella
pérfida copa?24
Cuando don Juan va a subir al altar y a -poner sobre su cabeza la corona, y al mismo
tiempo que resuena por la iglesia el viva de los conjurados, el cuadro que cubre el nicho del
retablo se desploma con estrépito: la Reina aparece en él con una antorcha en la mano y en
hábito de religiosa: detrás un caballero armado y encubierto.
pensamiento altamente político y moral, y que a par del interés histórico reúne
en sí todo el que pudiera apetecerse en las más dramáticas creaciones (Semanario
Pintoresco, 30-VII-1837).
Influido tal vez por la obra anterior, Patricio de la Escosura hizo su segun-
da prueba como dramaturgo estrenando el 19 de noviembre, en el Cruz, esa
Bárbara Blomberg en la cual el propio autor encontraba «cierta languidez»
22
En el citado prefacio, p. 32.
23
Op. cit, I, p. 361.
24
Op. cit, 22.
126 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
Para salvar el honor de su amiga la duquesa Blanca, casada con un ilustre persona-
je de la Corte y amante de Carlos V, que se encuentra ahora embarazada, Bárbara Blom-
berg acepta la propuesta del mismo emperador de atribuirse la maternidad del que va a
nacer, despertando asila desesperación y los celos de Blomberg, su padre, y de Roberto,
su novio, persuadidos de que ésa sea la verdad. Carlos entonces otorga la gracia al padre
y al novio, condenados a muerte por luteranos. Pero Roberto no puede hacer uso de ella
porque se ha envenenado. La escena tiene lugar en Ratisbona en el palacio real, en la ca-
sa de Blanca y cerca de una ermita, a «mediados del siglo xvi»; dura varios meses.
Propios y estraños
saben que más que Rey, soy caballero (V, dlt.).
25
En el prefacio a Don Jaime el Conquistador, cit.
26
Se aparta de la tradición que atribuye la maternidad del célebre bastardo a Bárbara Blom-
berg, para seguir, como afirma el Semanario Pintoresco, «algunas opiniones de que no fue ésta la
verdadera dama de Carlos V» y por tanto «se ha valido de esa obscuridad y dudas [...] para inven-
tar su acción y hacerla interesante».
IV. EL FLORECIMIENTO 127
27
PEERS afirma que en esta obra Escosura «ha logrado crear una variante del drama románti-
co nada desacertada que incorpora algunos de los mejores elementos del arte clásico» (op. cit., II,
p. 208). También ALBORG ve cierto aspecto de tragedia clásica en la rigurosa unidad de acción»
(op. cit., p. 623).
IV. EL FLORECIMIENTO 129
IV. Teresa busca la alianza del conde de Ampurias y del obispo de Gerona contra el
rey. Don Jaime manda al conde que se case con Teresa, pero él se niega. Al obispo, que,
habiendo sido testigo de la promesa de matrimonio, lo proclama públicamente, el rey le
hace prender por sus soldados.
V. Hierven los preparativos para las bodas de don Jaime con doña Violante. El rey
pacta con el legado pontificio la suspensión del entredicho que se le ha aplicado por en-
carcelar al obispo. Mientras se celebra el rito en la capilla, entran doña Teresa, tapada,
y el obispo con el conde de Ampurias, que le ha liberado. Cuando Teresa se dispone a
impedir las bodas, sale el cortejo y ella se desploma. Don Jaime proclama a Violante rei-
na de Aragón.
28
Op.cit, II, p. 207.
130 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
Galería del Palacio de Zaragoza. Decoración con rompimiento después del segundo bas-
tidor.—En el fondo (cuarto bastidor) puerta de la Capilla real que a su tiempo debe abrirse y
dejar ver lo interior.—Puerta a la derecha (del actor) que es la entrada general; a la izquierda
otra de la cámara del Rey, el espacio entre el rompimiento y el telón de foro es la comunica-
ción con lo interior del Palacio. La galería estará adornada con lujo y elegancia, e iluminada
con muchas bujías: adviértense los preparativos de una gran función.
Al levantarse el telón aparecen los indicados en grupos. Los demás Caballeros van en-
trando sucesivamente todos por la puerta de la derecha quedándose unos en la primera gale-
ría y yéndose otros a pasearse entre el rompimiento y el telón del foro.
(...) el fallo del público, aunque poco favorable para el autor, ha sido justo sin
embargo. El drama es malo, y no debía esperarse otro resultado. La acción es
lánguida y fría; los caracteres, mal trazados, sin haber uno solo que interese; la
mayor parte de los versos, duros (Gaceta de Madrid, 13-11-1838).
29
Op. cit, I, p. 358.
132 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
Sobre esta réplica tan cargada de lo más típico del léxico romántico no pue-
de más que bajar el telón.
Por otro lado, no deja de tener su encanto ese amor de un adolescente por
una mujer madura, que llegará a formas paroxísticas, aunque en u n primer
momento se manifiesta líricamente con una trova entonada por Ferrando
acompañándose, desde luego, con un laúd:
Donosa señora
de un alma inocente,
que tierna te adora,
consuela el dolor.
Tristura me aqueja
que quiero decilla:
de amor es la queja;
que muero de amor (1,5).
El autor quiso repetir unos recursos que habían contribuido de manera re-
levante al éxito de su primer drama. Por tanto, inserta todavía otros cantos que
acompañan el desarrollo de la acción en el acto final: son los que resuenan
durante la fiesta de bodas, y que no hacen más que llevar a la desesperación a
Ferrando, que ha llegado hasta el lecho nupcial.
Un episodio, éste, muy recargado de valores simbólicos y de efectos espec-
taculares: el lecho nupcial se levanta en el fondo, a mano derecha, y hacia él se
dirige Ferrando, que, decepcionado en su ilusión amorosa, se desespera ahora
al pensar que Blanca (todavía no sabe que es su madre, mientras, en cambio,
sabe que Rodrigo es su padre) ocupará el lugar que era de su madre (que él
cree muerta). Los dos sentimientos, el amoroso y el filial, se mezclan en u n so-
liloquio que Ferrando pronuncia, después de correr la cortina de la cama y en-
contrarla vacía, en perfecta langue romántica:
se abre la puerta del fondo, y aparecen DON MARTÍN y BERMUDO; al mismo tiempo sale FAR-
FAN por la de la izquierda con la espada desnuda. DOÑA BLANCA se precipita a su oratorio, y
DON RODRIGO acomete al Conde.
BERMUDO. ¡Vedlos!
DOÑA BLANCA. ¡Piedad!
DON MARTÍN. NO hay piedad.
DON RODRIGO. Pídela a Dios para ti.
Es la voz de la muerte.
¡Don Martín, dormid en paz!
En este momento se oye rumor en la puerta del fondo, entrando después por ella DON
RODRIGO; DOÑA BLANCA corre a su encuentro para ocultarle al PAJE, que pálido y azorado se
presenta en la puerta de la derecha; la del fondo se cierra detrás de los dos amantes, y FE-
RRANDO, que se arroja sobre ellos, clava en una de las hojas de la puerta su puñal.
mensaje del rey le ordena ir de abad al monasterio de Sahagún: Ramiro sabe que tendrá
que obedecer, pero antes irá a la cita.
II. Es de noche. Parte l. g : La escala. Coloquio de amor, en la calle, entre Ramiro e
Isabel. Con la ayuda de la dueña, Ramiro pone una escala y penetra en la casa por el
balcón, mientras Ortiz intenta impedir el paso a don Ferriz. Pero éste le hiere mortal-
mente y Ramiro huye. Parte 2. 8 : Muerta para el mundo. En el interior de la casa. Des-
cubierta, la dueña confiesa y Ferriz ordena que se la mate. Luego, no teniendo valor
para matar también a su hija, decide que vivirá encerrada en una torre y que, para sal-
var el honor, se fingirá que ha muerto, aunque en el ataúd se pondrá el cadáver de la
dueña. Ramiro penetra en casa por la fuerza y pide arrogantemente a Ferriz que le en-
tregue a su hija: él le señala la habitación en que se encuentra un ataúd, de manera que
Ramiro la cree muerta.
III. El Obispo de Roda. Es de mañana. Don Ramiro, ahora obispo, está en una sala
del obispado, sumido en sus recuerdos, cuando se le presenta una delegación de nobles
los cuales le ruegan que, habiendo muerto su hermano el rey Alfonso, acepte la corona
de Aragón. Al aceptar Ramiro, todos le besan la mano, pero Ferriz, reconociéndole, se
niega y, retirándose con sus deudos, les pide la cabeza del nuevo rey.
IV. Parte l.s: Una orgia. Al castillo de don Ferriz, donde se celebra un banquete en
el cual participan varios conjurados, llega con un compañero Alfonso, el hijo de Ferriz
que se creía muerto. Le han conducido con los ojos vendados y no sabe dónde está. Man-
da al compañero a avisar al rey de la conjura que se fragua y se encuentra luego con su
hermana Isabel, que se ha vuelto loca, y con su padre, que le pide ayuda contra don Ra-
miro. Pero llegan las tropas reales y los conjurados son apresados. Parte 2.e: La campa-
na de Huesca. En Huesca, frente al palacio real, pueblos y nobles (entre ellos también
Alfonso) quieren amotinarse contra el rey monje, al que no dudan en manifestar su
desprecio. Pero don Ramiro ha decidido mostrar su fuerza: un pregonero anuncia la
condena a muerte de un conjurado, luego de otro, y por fin de don Ferriz. La ejecución
de cada sentencia es acompañada por un sonido de campana. Se difunde el terror y to-
dos se humillan ante el monarca al que antes escarnecían.
V. La confesión. Ramiro ha renunciado al trono y ha vuelto a encerrarse en un mo-
nasterio, donde su vida se va acabando, mientras le agobian recuerdos y remordimien-
tos. Una mujer enlutada le pide confesión. Es Isabel, que le narra su historia de amor,
de manera que los dos se reconocen; pero Ramiro se aleja para ir a morir cristianamen-
te y ella le sigue. Llega Alfonso con la intención de matar al monje y se topa con Isabel:
ésta le manifiesta que Ramiro ha muerto y le pide la muerte a su vez. Alfonso envaina
la espada y remite a Dios la venganza.
Además, en las escenas en que se reúnen varias personas siempre hay al-
guien que protesta contra la prepotencia de los poderosos. Al principio, u n
hombre del pueblo, al ver el lujo de los reyes y de los nobles, no puede sino co-
mentar:
Y ¿no ha pensado
que el verdugo?... (1,1).
Asimismo, en las dos primeras escenas del acto IV el descontento del pueblo
se manifiesta de manera todavía más intensa y Alfonso y su amigo Fernando
piensan en aprovecharlo, a veces con réplicas tan efectistas como la que pronun-
cia Fernando cuando Alfonso menciona a los soldados que podrían intervenir:
IV. EL FLORECIMIENTO 137
No hay soldados
contra el pueblo (IV, 2).
Por estas citas se conoce que el autor cuidó mucho el texto, explotando esa
habilidad de versificador que siempre le fue reconocida. De forma que a me-
nudo ensarta frases en la más típica langue romántica, destinadas a un seguro
éxito por responder al horizonte de expectación del público.
El amor adquiere tonos apasionados sobre todo en la boca de la protago-
nista, lo cual es una nota parcialmente nueva, que parece adelantar ciertas
expresiones que Zorrilla hará pronunciar a doña Inés. Isabel le explica a la
dueña cómo se ha prendado de Ramiro:
o transgresivos:
lamenta Isabel cuando cree que su padre va a matarla. Poco antes, frente al fé-
retro que creía de su amada, exclamaba Ramiro:
y entonces reía
tranquila y feliz (IV, 5).
Tal vez no fuera El rey monje una obra maestra, pero sí pudo convertirse en
obra modélica, por el partido que su autor supo sacar de los estereotipos temá-
ticos y sobre todo lingüísticos que imprimieron al texto una fuerte literariedad
que remitía a las refinadas experiencias del Siglo de Oro.
Difícil es adivinar el motivo que ha tenido el autor del drama para presen-
tarlo [Ramiro] sobre la escena, y sólo puede atribuirse a que vistió aquél la co-
gulla y ascendió después al trono; mas esto no autorizaba a desfigurar su carác-
ter. [...] pone en la boca de un Príncipe o de un confesor lo que además de
inmoral es ciertamente inverosímil (Gaceta de Madrid, 13-11-1838).
EL REY MONGE es, a nuestro juicio, el drama mejor versificado y de más armo-
nioso lenguage de esta época, y sin embargo es un mal drama. —El carácter de
don Ramiro es enteramente falso, atendiendo a la historia, y de mal ejemplo,
atendiendo a la moral (SALAS Y QUIROGA, NO me olvides, 1837, n.2 34).
Para completar el cuadro habrá que reseñar rápidamente otros tres dra-
mas históricos de escaso relieve artístico, dos de los cuales sin embargo logra-
ron algún éxito.
En primer lugar hay que citar a Fray Luis de León o El siglo y el claustro (4
actos en verso), que su autor, José de Castro y Orozco, marqués de Gerona
(otro treintañero que se presentaba por primera vez en las tablas), definió, qui-
zás con bastante propiedad, «melodrama». La obra se estrenó en el Príncipe el
15 de agosto de 1837 y, a pesar de las críticas poco favorables y de su limitado
valor, fue repuesto tres veces seguidas, otras dos pasados pocos días, una pa-
sado un mes y otras dos en la temporada siguiente. Era una de tantas historias
140 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
de amores contrastados, que el joven poeta quiso atribuir nada menos que a
Luis de León, creando mucha perplejidad en historiadores y espectadores.
Luis Ponce de León, poeta muy apreciado, ama, correspondido, a Elvira Hurtado de
Mendoza, a la que su hermano, el marqués de Mondéjar, ha prometido a Alburquerque.
Luis se desespera, renuncia a la lucha y entra en el convento de los agustinos. A pesar
de que Elvira ha obtenido el permiso de casarse con él, toma igualmente el hábito. La ac-
ción se desarrolla en la Alhambra de Granada y en el convento de San Agustín en Sa-
lamanca entre 1543 y 1544.
Sangre sea:
sangre por su sangre dame (IV, 13),
No a fe,
que el infierno va conmigo (IV, 14).
del acto IV, donde los estudiantes salmantinos festejan a fray Luis con músicas
y cantos, o las alusiones a Garcilaso, Herrera y al mundo de la poesía española
de entonces o, en fin, la propia presencia, entre los personajes, de u n poeta,
Diego Hurtado de Mendoza.
¿Tiene tan amplias facultades un autor dramático que le sea lícito dar a un
personaje histórico una vida fabulosa? [...] la acción nos parece lánguida, y muy
forzados o poco verisímiles los motivos que obligan a D. Luis a transformarse en
Fr. Luis, y los obstáculos que impiden a Doña Elvira evitar la profesión de su
amante (Semanario Pintoresco, 27-VIII-1837).
En Sevilla el rey don Pedro nombra asistente a cierto plebeyo, Juan, que protestaba
contra la carencia de pan, con la alternativa de abastecer a la ciudad o ser ajusticiado.
Considerado el éxito en su mandato, el rey le encarga luego el descubrimiento del autor
de un asesinato. Juan averigua que el asesino fue el propio rey y se lo comunica con una
estratagema.
Más cercana a la comedia que al drama, la pieza se pone en ese camino, ya va-
riamente anunciado, que llevará a la confusión de los dos géneros. Ingrediente tí-
pico de ese nuevo rumbo, como ya vimos en Doña María de Molina, es también la
figura del hombre del pueblo hábil y fiable. Seguramente fue este personaje quien
determinó el éxito de la obra, junto naturalmente con las tonalidades «policíacas»
que brindan sus investigaciones y que le prestan a la obra curiosidad e interés.
El drama [...] se ha escrito sin duda con precipitación. [...] [el autor] ni ha co-
rregido el lenguaje, ni ha cuidado la versificación [...] ni ha reprimido su deseo
de hacer reír a costa de la verosimilitud (El Correo Nacional, 12-111-1838).
Por último, hay que citar otra obra de un ingenio novel, Adel el Zegrí, de
Gaspar Fernando Coll, estrenada justamente al fin de la temporada, el 28 de
marzo, en el Príncipe, y repuesta únicamente el día siguiente. Eran 4 actos en
prosa y la acción se desarrollaba en el siglo xvn en Granada.
haber sido antiguamente su dueño, le abre una puerta secreta. Pero Gonzalo ha matado
al hermano de Isabel, Fernando, que le había atacado, y entre los dos «un muro de san-
gre se ha levantado» que hace imposible su relación amorosa. Isabel no quiere revelar el
nombre del asesino de su hermano y su madre la encierra primero con el cadáver y lue-
go en un convento. Adel le hace llegar un relicario con una carta de Gonzalo^ y una
cuerda que ella arroja a su amante, el cual llega así hasta su celda. Los dos huyen. La
madre de Isabel quisiera casar a su hija con Gonzalo para matarlo después. Adel le re-
vela que Gonzalo es su hijo, pero ella no le entiende y quiere matarle en seguida. Adel,
que conoce todos los pasajes secretos del palacio, organiza la fuga de su amigo e Isabel y
luego muere.
3. La comedia comprometida
30
Tal vez este episodio influyó en Zorrilla.
IV. EL FLORECIMIENTO 143
Mande usted
que las galas me preparen
de la boda... y al mismo tiempo
las antorchas funerales (III, 1).
¿Españoles o franceses?
¿Se come aquí o se merienda?
La comedia bretoniana estaba muy lejos de ser una farsa. El autor le atri-
buía la tarea de invitar al público a meditar sobre los problemas del momento,
proponiendo soluciones de tipo liberal que encontrarán su desarrollo más
completo en El pelo de la dehesa.
Bretón insiste en colocar siempre a las mujeres en una posición en que no es-
tán en el día en nuestra sociedad; no son ya las reinas del torneo, como en los siglos
medios. [...] El señor Bretón [...] sostiene y lleva a puerto feliz entre la continua
risa del auditorio, y de aplauso en aplauso, una comedia apoyada principal-
mente en la pintura de algunos caracteres cómicos, en la viveza y chiste del diá-
logo, en la pureza, fluidez y armonía de su fácil versificación (LARRA, en Revista
Española, 29-XII-1833).
Tres meses más tarde, el 30 de marzo de 1834, en el Príncipe, los tres pre-
tendientes de marras reaparecen con algunas variantes en Un novio para la
niña (tres actos en verso), una comedia bastante floja que sólo se repuso unas
pocas veces en 1837 y al año siguiente.
Doña Liboria ha abierto una casa de huéspedes con el fin de casar a su hija Concha,
la cual, en efecto, ama a Manuel a pesar de que éste no se atreve a declararse. Los otros
dos pretendientes son Donato, interesado por las aventuras financieras, y Fulgencio,
un aristócrata vanidoso. La llegada de América de un hijo de Liboria del cual no se te-
nían noticias, Don Diego, facilita la solución, ya que éste consigue alejar a Donato y
Fulgencio. Manuel, por fin, se declara.
Lo que puede interesar en esta comedia, al lado del tema costumbrista (el
interior de una casa de huéspedes y las discusiones, en el acto I, acerca de la ri-
validad entre el poder del dinero, defendido por Donato, y el lustre de la no-
bleza, a que se aferra Fulgencio) son nuevamente los toques paródicos del
lenguaje romántico, desde los suspiros con que, al comienzo, Concha se di-
rige al jilguero al que libera de su jaula («Consuélate, que en prisión / yo
también penando vivo. / ¡ Ay! también gime cautivo / mi llagado corazón»)
hasta el largo pasaje lírico con que Manuel, después de tanto silencio, deci-
de declararse:
146 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
Con el pasar del tiempo, la musa de Bretón se hace todavía más comprome-
tida. A mediados de 1835 un hecho cultural, la difusión del romanticismo, y
otro político, el agudizarse de la crisis carlista, mantienen despiertas las preo-
cupaciones de los españoles, sobre todo de esa capa burguesa que constituía el
público más aficionado al teatro bretoniano. El comediógrafo, por tanto, le
proporciona a este público una obra en la cual se muestra partícipe de esas
mismas preocupaciones que sin embargo disuelve con la sonrisa y el buen sen-
tido. De manera que la pieza, bajo una normal historia de amores y de un títu-
lo de sabor calderoniano, delata al mismo tiempo u n compromiso político y
cultural y una intención consolatoria.
Se trata de Todo es farsa en este mundo, tres actos en verso, que se estrenó
en el Príncipe el 13 de mayo de 1835, poco después del Don Alvaro y poco antes
del Alfredo.
Evaristo, prometido de Pilar, renuncia a su mano cuando se le hace creer que la chica
es pobre, pero vuelve cuando le informan de que el padre de ella, Rufo, ha sido nombra-
do jefe de sección y que va a cobrar una conspicua herencia, para largarse finalmente
cuando tanto el nombramiento como la herencia resultan inexistentes. La tía Vicenta
dirige entonces sus miradas hacia el joven Faustino, que sin embargo se escurre al reci-
bir un nombramiento en la embajada de Ñapóles. A Pilar no le queda más que soñar
con un joven oficial conocido en un baile.
Era la sátira, alegre y divertida desde luego, de los oportunistas, que tenía
un antecedente ilustre en ¡Lo que puede un empleo! de Martínez de la Rosa, es-
trenada 23 años antes, además de ser motivo bastante corriente en las come-
dias políticas de todas las épocas. Aquí en efecto no tenemos sólo el oportunismo
en materia amorosa que une, en formas diversas, a los dos pretendientes de Pi-
lar, sino que aparece también el oportunismo político interpretado por el an-
ciano Rufo. Carlista en el primer acto («¡A pie juntillas / cree que en ambas
Castillas / ha de reinar Carlos Quinto!», dice de él la tía Vicenta), se vuelve li-
beral e isabelino al recibir la noticia del nombramiento:
Quiero
ser yo, ser Rufo (III, 5).
Sin embargo, para evitar que la elección entre carlismo e isabelismo pueda
parecer una simple manifestación de oportunismo político, Bretón, en armo-
nía con el carácter comprometido de la pieza, pone en la boca de doña Vicen-
ta —representante del buen sentido y alter ego del autor— expresiones que no
dejan lugar a dudas y que suenan como una apelación al patriotismo de los
oyentes:
Lo cual, por otro lado, nos informa a las claras del alcance de las parodias
del romanticismo en Bretón, que satirizan esencialmente el uso impropio y
desorbitado de sus estereotipos, que era corriente atribuir al influjo francés,
como se demuestra en el acto I, donde Faustino describe su amor en términos
infernales:
¡Ah! Satán
Satán incendió en mi pecho
esta pasión infernal.
ha nacido en Madrid,
no a orillas del Senegal,
no ha leído a Víctor Hugo,
ni a Lord Byron, ni a Dumas.
Dulce Amenaida
amó a Tancredo marcial,
y Carlos el Temerario
a la Virgen de Underlac (1,3).31
En favor de esta interpretación están no sólo los dramas del propio Bretón
sino el espíritu abiertamente romántico que envuelve a la pieza, cuyo blanco
principal es toda forma de disfraz, en búsqueda, en cambio, de esa verdad que
se había convertido en la obsesión de los románticos.
Y romántica es también, al lado de la fe liberal, la ilusión amorosa que choca
continuamente contra la realidad y que se reduce melancólicamente al sueño
de Pilar por un amor imposible con el oficial con el cual ha bailado una sola vez.
Alentado quizás por el buen éxito de la obra que se repuso 18 veces hasta
1839 y 3 veces en la década siguiente, Bretón repitió con variantes temas y mo-
tivos en una segunda comedia, Me voy de Madrid, que se estrenó en el Teatro
de la Cruz el 21 de diciembre, y que sin embargo consiguió un éxito algo infe-
rior, siendo repuesta sólo 13 veces en los años inmediatos. Fue objeto de coti-
lleos en el ambiente cultural madrileño porque se vio en el protagonista la
personificación de Larra, con la consiguiente ruptura de las relaciones entre el
crítico y el comediógrafo, que harían las paces más tarde gracias a la media-
ción de Vega y Roca de Togores. 32
Don Joaquín galantea a Manuela, joven viuda romántica, con el único fin de ha-
cerse con un marco de oro que luego vende a cierta Amparo, antigua enamorada suya.
Impenitente mujeriego, galantea también a Tomasa, atrayéndose las iras de su marido
Hipólito. Perseguido por Manuela y su hermano, por Tomasa y su marido, por Ampa-
ro y por un usurero, logra al fin librarse de todos y salir apresuradamente de Madrid.
Contiene una de las sátiras más conocidas del romanticismo, gracias sobre
todo a una acertada réplica de don Fructuoso, hermano de la protagonista,
que a sus declaraciones de fe romántica («estoy por las grandes / pasiones y
por los raptos») le espeta:
Pues yo te prohibo
romantiquizarte; ¿estamos?
que a gobernarme la casa
no te han de enseñar lord Byron
ni Víctor Hugo (1,1).
con la sátira del oportunismo político, motivo evidentemente muy grato a Bre-
tón y a su público. Como el Rufo de la comedia anterior, ahora es Fructuoso
quien en su amor por la vida tranquila se muestra dispuesto a todos los com-
promisos, puesto que «su sistema es estar bien con todos»:
Hoy me deshago
en alabanzas y encomios
del gorro republicano,
y mañana el justo medio
con igual pasión aplaudo.
escenas costumbristas que se acercan bastante a las de Mesonero o, por las alu-
siones punzantes a la actualidad, hasta a los artículos de Larra. Asistimos por
tanto a la desesperación del editor por la merma de los abonos, a la llegada de
varios tipos, desde el señor que pacta el abono contra la publicación de u n artí-
culo suyo, a una actriz y a u n capitán que se creen ofendidos, a u n sujeto que
quiere imponer al periódico u n carácter filogubernamental, en tanto que se
manifiesta la preocupación por reemplazar los vacíos creados por la censura.
Menudean desde luego las referencias al mundo político (con las casi obli-
gadas alusiones al carlismo) y periodístico (hay una larga lista de periódicos
vivos y muertos) y, como siempre, las sátiras al oportunismo que se acompa-
ñan de la amarga constatación de la vida difícil que va a encontrar quien pre-
tenda ser objetivo y ecuánime. Lamenta el periodista Fabricio:
[...] no haber encontrado el señor Bretón una sola figura de hombre de pundo-
nor entre todos los de su cuadro, no nos parece generoso por su parte, ni justo en
cuanto periodista. [...] los cuatro actos primeros los ocupa la parte descriptiva de
los lances y apuros que suelen ocurrir en la redacción de un periódico; y sabido
es cuan feliz es en tales descripciones este poeta (LARRA, El Español, 8-VII-1836).
orientada más hacia la sonrisa que hacia la carcajada, no exenta sin embargo
de tonalidades patéticas y de importantes preocupaciones existenciales. Signi-
ficativamente ocurría que, si el drama se iba acercando a la comedia, se abría
también el camino inverso.
/. La despedida. En Zaragoza Pablo parte para combatir a los carlistas como oficial
de la milicia, y se despide de su novia Jacinta y de la hermana de ésta, Isabel, que le ama
secretamente.
II. La muerte. Llega la noticia de la muerte de Pablo, confirmada por su compañero
Matías, que aprovecha la ocasión para pedir la mano de Jacinta. Desesperación de Isa-
bel y del usurero Elias, que había prestado dinero a Pablo.
III. El entierro. En realidad, el joven ha sobrevivido a una grave herida y ahora
vuelve a Zaragoza, donde se están celebrando un rito fúnebre en su memoria y el ban-
quete de bodas de Jacinta y Matías. Ve a Isabel arrodillada en las gradas de la iglesia y
se entera de que le ama.
IV. La resurrección. Se presenta a Elias y a Isabel pidiendo su complicidad y luego
entra en el salón del banquete, envuelto en una sábana, como un fantasma. Les repro-
cha su olvido al amigo y ala novia y pide la mano de Isabel.
33 LE GENTIL, ibídem, p. 83, indica también una posible fuente en Inconsolables de Scribe; PEERS,
op. cit., I, p. 310, subraya la similitud con la dumasiana Catherine Howard.
IV. EL FLORECIMIENTO 153
Que, aparte el humor negro, parece aludir a ese desdoblamiento del hom-
bre que asiste a su propio entierro que tanto atrajo a los románticos, desde Me-
rimée a Espronceda y a Zorrilla.
La romántica unión de amor y muerte conoce empero también tonos senti-
mentales en la escena decimosegunda del mismo acto III, donde Pablo divisa
la figura de Isabel arrodillada delante del portal cerrado de la iglesia donde se
ha celebrado el funeral, que murmura su pena y declara su amor dirigiéndose
a la sombra «que —afirma— amo y reverencio»:
del drama— el cual exige que el autor informe previamente al público acerca
de la burla que Pablo va a hacer a los convidados. La sorpresa, que en el drama
sobrecoge a personajes y espectadores, en la comedia está reservada a menudo
sólo a los primeros, de manera que el público se siente cómplice del autor y se
ríe de la ingenuidad de los personajes. Lo mismo pasa con la petición de la ma-
no de Isabel, que sorprende a los demás personajes pero no a los espectadores,
que han asistido al episodio en que Pablo, escondido, escucha las declaracio-
nes amorosas que la chica le dirige, creyéndole difunto.
Pero, en este caso, lo patético prevalece nuevamente sobre lo cómico, ya
que el amor es cosa demasiado seria tanto para el autor como para su públi-
co. Y la declaración de amor que pronuncia Pablo al final de la pieza quiere
dejar tras de sí un rastro de intenso sentimentalismo romántico. El protago-
nista adopta aquí u n lenguaje que nuevamente parece adelantarse al del Te-
norio:
34
J. ESCOBAR, «¿ES que hay una sonrisa romántica? Sobre el romanticismo en Muérete y ¡verás!
de Bretón de los Herreros», en Romanticismo 5 (1995), p. 96.
IV. EL FLORECIMIENTO 155
Desde las primeras reseñas, tal vez impresionadas sobre todo por la viola-
ción de las unidades, 3 5 que tildaron de romántica la obra, la crítica ha insisti-
do sobre los caracteres románticos de Muérete ¡y verás!, desde Allison Peers 36
hasta Rupert Alien 37 y Raquel Medina, 3 8 que de varias formas subrayan la
exaltación del idealismo romántico frente al materialismo de la burguesía
contemporánea.
En u n punto de vista opuesto se coloca en cambio el ensayo de José Esco-
bar, que divisa en la asunción de motivos románticos el proyecto de «neutra-
lizarlos» a través de su incorporación «al ambiente cotidiano y doméstico de
la clase media, infundiendo así, compensatoriamente, u n colorido de idealis-
mo poético al prosaísmo gris de las relaciones humanas en el m u n d o moder-
no. Sin drama, con el final feliz de una sonrisa reconfortante que deja a todos
satisfechos». Lo cual, según el crítico que considera el romanticismo como
«una experiencia dolorosa de la Modernidad», equivale a una verdadera
«desromantización». 39
Muérete y verás es lo que nos atreveríamos a llamar, con permiso de quien ha-
ya lugar, la comedia romántica, feliz innovación cuyo buen resultado probó la
esperiencia (Eco del Comercio, 3-V-1837).
35
Sin embargo, el Semanario Pintoresco aludía también a la presencia de personajes que «acaso
calificaríamos de inútiles [...] si no creyéramos que la libertad de la escuela moderna autoriza (a
nuestro entender justamente) estos personages que sólo sirven para animar tal o tal escena».
36
Cf. op. cit., II, p. 167, donde sostiene que la obra es romántica «en su construcción, en la ca-
racterización, en el uso de la sorpresa y del efecto dramáticos y en el papel que en él desempeña la
pasión».
37
«The romantic element in Bretón's Muérete ¡y verás!», en Hispanic Review, XXXIV (1936),
pp. 218-227.
38
«Muérete ¡y verás! Propuesta para una comedia romántica», en Hispania, LXXV (1992),
pp. 1122-1129.
39
Véase el artículo citado, pp. 85-96.
156 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
El recurso del teatro en el teatro se desarrolla nada menos que en tres ni-
veles: el de la obra que se representa, el de la pieza de Ambrosio y el de la co-
media que se representará. Pero al lado de este aliciente, muy intelectual, se
coloca la acostumbrada habilidad de Bretón para crear situaciones cómicas
y sobre todo para parodiar el teatro de su época. El drama que ha escrito Am-
brosio es «romántico, singular, terrible» y lleva un título largo y resonante:
La feria de Trafalgar y el bandido honrado, y montes del Paraguay, drama de grande es-
pectáculo, heroico, sentimental, en prosa, en siete jornadas y once cuadros (1,10).
A principios del acto II se nos brinda una muestra del tono dominante. Lee
el proprio Ambrosio:
Cecilia, novia de Luis, voluble y afectada (tiene esplín), provoca un desafío del cual
Luis sale con un rasguño en la mano; cuando la chica le pide que firme el contrato de
boda, Luis, cansado ya de tanto dengue, declara que la herida se lo impide. Cecilia se
consuela con una mona que había perdido y ala que ha nuevamente encontrado.
Cierto don Benigno no consigue la tranquilidad a que aspira por una serie de líos
en que se ve metido: desde una llamada al servicio militar causada por un error de
transcripción (se le atribuyen 32 años en lugar de 52) y la visita de cierta romántica
Casilda que le envuelve en sus desilusiones amorosas, hasta la llegada de un alcalde
que pretende encarcelarle por apoyar a un faccioso. Por supuesto, todo acaba solucio-
nándose.
Pero tal vez lo más interesante sea que se refiere nuevamente a los textos ca-
nónicos del romanticismo francés:
Claro está que la sátira del romanticismo no puede durar largo tiempo,
sobre todo en una época en la que el romanticismo no representa ya ninguna
novedad y, en cambio, va perdiendo sus rasgos más chocantes; así que Bre-
tón, como hemos visto y como ocurrirá de forma más acusada en un próximo
158 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
futuro, se dirige preferentemente hacia ese mundo social y político que ejer-
ce más atractivo en la sociedad contemporánea. La guerra carlista se mueve
hacia su solución y el mundo burgués que asiste a las comedias bretonianas
empieza a fijarse en los problemas del buen gobierno y de las relaciones so-
ciales. Y Bretón, naturalmente, le brinda lo que le apetece.
V. EL FINAL DE LA PRIMERA DÉCADA
159
160 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
todos iremos juntos al infierno, todos llevaremos el mismo camino. Todos mano a
mano entraremos en él, y los demonios festejarán nuestra llegada.
ha obtenido aplausos [...] pero [...] no se ha podido vencer la gran dificultad que
consiste en formar un todo proporcionado, verosímil, interesante y que no cho-
que abiertamente con las costumbres de la escena para donde se escribe (Eco del
Comercio, 29-IX-1838).
I. En Madrid, a principios del siglo xvn, la beata doña Mencía, a punto de pronun-
ciar los votos, convence a su hermana bastarda Inés (hija, parece, de una luterana
muerta en la hoguera) a abandonar a su amado Gonzalo (so pena de denunciarlo a la
Inquisición) y a hacerse monja. Al entregar a Gonzalo la carta de despedida de Inés, se
enamora de él.
II. En tanto que varias jóvenes destinadas al convento se burlan del «padrino» don
Gutierre, miembro de la Inquisición, Gonzalo se despide de Mencía, ya que tiene que
escapar a los Inquisidores, que le buscan como sospechoso por guardar una Biblia en ro-
mance y un retrato de Lutero. Desesperación de Mencía, que le esconde en un cuarto.
Pero Inés, que se ha dado cuenta del amor que le une a su hermana, le delata a don Gu-
tierre, y éste le hace prender.
III. Cuando Inés va a pronunciar los votos, se presenta a Mencía Gonzalo, trastor-
nado por haber pasado un mes en la cárcel inquisitorial y que, disfrazado defraile,ha
conseguido fugarse. Por varias señas, los dos se enteran de que Gonzalo es padre de
Mencía. Vienen los alguaciles y Gonzalo es apresado. Intenta matarse con un puñal,
pero Mencía se lo quita y se mata a sí misma.
V. EL FINAL DE LA PRIMERA DECADA 161
que ella fingía querer ocultar: u n pequeño saínete que es como una pausa
sonriente en el contexto general, pero, como se decía, en armonía con el tono
dominante.
Durante un año cómico en que la escena nacional ha dado tan escasas seña-
les de vida, y ésas en su mayor parte tan infelices y desacertadas, un drama, si
bien escrito bajo la influencia de las opiniones románticas, al menos no con
arreglo a las más exageradas, abundante en bellezas de un género superior, así
en efectos como en poesía, no puede menos de ser una solemnidad literaria
(Gaceta de Madrid, 17-IV-1839).
Con el disfraz del oscuro doncel Ferrdn Calvo y el apoyo del astrólogo Abiabar,
Fernando de Aragón vive en la Corte de Castilla, donde ama a la infanta Isabel, a la
que su hermano, el débil Enrique IV, quisiera casar con el maestre de Calatrava. Fe-
rrdn se aleja, pero vuelve al mando de las tropas aragonesas y consigue la mano de
Isabel.
Basta el breve resumen para darse cuenta del tono novelesco de la pieza,
según la fórmula que se venía delineando desde hacía algún tiempo. Paralela-
mente, se van desarrollando aspectos que se habían vuelto también típicos,
como el cansancio que oprime al monarca:
Las producciones originales han sido raras y escasas durante el año cómico
que está a punto de concluir. [...] el drama es [...] un cuadro pálido y un determi-
nado color, en que hay empero algunas figuras vigorosas. [...] Seremos indul-
V. EL FINAL DE LA PRIMERA DECADA 163
gentes con el Sr. Villalta, en primer lugar por pertenecer su obra a una escuela
templada de literatura (Gaceta de Madrid, 13-11-1839).
Cierra la década una nueva incursión de Bretón en el campo del drama. Ve-
llido Dolfos se estrena el 13 de diciembre, se repone 3 veces y desaparece de
los repertorios. Son cuatro actos en verso en los que nuevamente se mezclan
historia y novela en el intento de rescatar a una figura tradicionalmente des-
preciada.
no debiera haber llamado histórico su drama, porque no basta que sean verdade-
ros los hechos, si no lo son los personajes ni las costumbres; si carecen del colorido
de la época, de la verdad dramática. [...] La acción [...] se arrastra débil y vacilante
a favor de diálogos inútiles, difusos y pesados {Gaceta de Madrid, 22-XII-1839).
1
Op. cit., II, p. 214. El juicio de Peers es negativo: «los sentimientos manifestados en el drama
son tan fríos como inanimadas son sus situaciones».
V. EL FINAL DE LA PRIMERA DECADA 165
Cierto Marqués, primer ministro, cede a las presiones de su amante, doña Violante,
y rechaza las solicitudes de los pobres, entre los cuales descuella la honrada viuda Mar-
ta, a la que Violante desprecia y el Marqués desatiende porque su hija no ha cedido a sus
requerimientos. Destituido por el maquiavélico Barón, dispone los últimos nombra-
mientos de sus protegidos, entre ellos un primo de Violante. Pero, por un equívoco, es
nombrado en su lugar el novio de la hija de Marta. El Barón ratifica el nombramiento.
El Barón, viudo que no se ha vuelto a casar por temor al qué dirán, no quiere que su hi-
ja Camila se case con cierto Ignacio, preocupado también por el qué dirán, ya que el chico,
cuando estuvo exiliado por liberal, vendía tejidos en Gibraltar; quiere en cambio, que se ca-
se con un marqués. Su hermana Rosalía le brinda nuevas preocupaciones, puesto que, por
contra, profesa el principio del qué se me da a mí y quiere casarse con el mayordomo Tori-
bio. Al final, el marqués renuncia, Ignacio cobra una consistente herencia y se casará con
Camila, en tanto que Toribio rechaza las bodas aristocráticas para casarse con la criada.
Tal vez gustó más el alegre desenfado con que Rosalía, ya decepcionada
por el qué dirán, le propone a Toribio un enlace socialmente transgresor:
La historia central es la del tutor don Antonio, que quiere casarse con su pupila Sabi-
na, la cual, en cambio, ama a un gandul de nombre Agustín: éste sólo aspira a su dinero y
V. EL FINAL DE LA PRIMERA DECADA 167
se aleja cuando, con un truco, Antonio le hace creer que la chica no tiene dote. Pero Anto-
nio no quiere casarse ahora ante el triste ejemplo que le ofrecen las otras dos parejas que
protagonizan las historias paralelas y que están en trance de divorcio: la de Tomás y Ru-
perta, atormentada por los celos de la mujer, y la de Simón y Lucía, que engaña abierta-
mente a su marido.
Doña Damiana, acosada por la vecina doña Luisa y su pretendiente Alberto, liberti-
no impenitente, conquista a éste, luego se burla de él y porfin casa a sus sobrinos Joaquín
y Jacinta, a los que aporta una cuantiosa dote. Desilusión total de Alberto, que, además de
aspirar al patrimonio de doña Damiana, había, en el pasado, intentado conquistar tam-
bién a Jacinta.
El éxito no se debió sólo a los ingredientes a los que ya hemos aludido, sino
también a una hábil gestión de algunos recursos muy efectistas en la vertiente de
la comicidad. En el acto I, por ejemplo, Damiana, para contrarrestar las iniciativas
de Luisa, que continuamente intenta despreciarla, compra la complicidad de los
camareros de la fonda en que viven y consigue sitiar por hambre a su enemiga.
En el acto IV la aparición de Jacinta cubierta con un velo excita la curiosidad
de Alberto (y de los expectadores): el viejo libertino empieza a cortejarla, pero,
cuando ella se quita el velo, se marcha para no quedar enredado en la antigua
promesa de matrimonio. Jacinta pide ayuda, y llegan Damiana y Joaquín. Se
crea así una situación metateatral que el autor oportunamente subraya, po-
niendo en boca de Alberto la pregunta:
¿qué significa
este golpe de teatro? (IV, 10).
168 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
Para concluir este apartado valdrá la pena aludir a una tentativa de Bretón
de componer una pieza intermedia entre comedia y drama, conforme a cierta
orientación que se iba delineando en la época y que será corriente en la década
de los años cuarenta. Se trata de No ganamos para sustos (3 actos en verso), es-
trenada el 12 de mayo de 1839 en el Teatro del Príncipe, cuya nueva fórmula
debió de gustar si se repuso unas 17 veces a lo largo de nueve años.
Aquí encontramos los típicos ingredientes que llenarán las obras de García
Gutiérrez y Rodríguez Rubí: patriotismo, españolismo, división rígida entre
buenos y malos, aventura y happy ending. No será fácil, en cambio, encontrar
ciertos toques «democráticos» tan frecuentes en Bretón y que aquí le dictan las
palabras amargas con que la criada contesta a Serafina, que intenta justificarse
por haber delatado a su esposo:
hemos llamado la atención sobre el acto segundo de esta comedia por ser el mejor,
pero en lo que toca a sales cómicas todos son lo mismo; si bien el poco interés que
tiene el primero se hace más notable en el último (Eco del Comercio, 16-V-1839).
vi. LA DRAMATURGIA TARDORROMÁNTICA
1. ASPECTOS DE LA RECEPCIÓN
A pesar de las obvias diferencias, las piezas que se estrenan durante la dé-
cada 1840-1849 mantienen cierta sustancial unidad, de manera que se juntan
en el mismo sistema dramatúrgico obras tan dispares como el Don Juan Tenorio
o El pelo de la dehesa o Las travesuras de ]uana.
Se advierte u n esfuerzo común a todos los autores teatrales por satisfacer
las exigencias de esa capa burguesa que constituye el núcleo más importante
del público y que, superados los entusiasmos del liberalismo de los años trein-
ta, ya tiende a arrellanarse en el bienestar económico y en la tutela de ciertos
valores tradicionales como patria, familia, honradez, sentido del deber. Ya no
caben, en la burguesía isabelina, ni los sueños libertarios del primer romanti-
cismo, ni mucho menos ese amor a la transgresión que caracterizara los pri-
meros experimentos teatrales de la nueva escuela. Lo que se le pide, pues, al
escritor es una pieza que divierta y sorprenda con la multitud de los lances,
que concluya felizmente con el triunfo de los buenos y el castigo de los mal-
vados (los cuales, para evitar esfuerzos que aguarían el placer, tienen que
aparecer maniqueamente bien distintos) y que de alguna manera, aunque sea
forzadamente, exalte los ideales conservadores.
En este teatro, sin embargo, no han desaparecido los grandes temas del pri-
mer romanticismo —el amor, el tiempo, la comunicación, la lucha contra la so-
ciedad— sino que se han amoldado a las nuevas instancias, consiguiendo, en
línea general, esas tonalidades moderadas, de justo medio, que desde el princi-
pio habían formado parte del ideario romántico español. Lo que antes tenían
esos temas de problemático se encamina ahora hacia una solución a veces tras-
cendente, como en el Tenorio, en otros casos práctica, como en la dos piezas
bretonianas dedicadas a don Frutos.
169
170 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
Poco hay que añadir al cuadro, que por sí mismo se va desdibujando a tra-
vés de este resumen. Lo que más sorprende es, naturalmente, la cantidad
asombrosa de los lances, que raya en lo inverosímil y que, si por u n lado man-
tiene despierto el interés del espectador, por el otro sirve para poner de relieve
la personalidad de Juana (y por supuesto de la actriz que la interpreta), que to-
do lo domina y todo lo soluciona.
A su lado, los demás personajes aparecen bastante descoloridos y sobre to-
do influyen poco en el desarrollo de la trama; pero lo que le interesa al autor es
esencialmente marcar una división muy evidente entre buenos y malos. La
discriminante entre los unos y los otros es el sentimiento patrio que caracteriza
no sólo a Juana, sino también a su enamorado don Lope, que se rebela contra
los dictámenes del «padre tirano» y decide pasarse al ejército español,
cuánta es la distancia
de un caballero a un traidor (III, 9).
172 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
Los malos son en cambio los traidores que militan en el campo francés, y su
maldad se manifiesta desde su salida a escena en el mismo aspecto exterior.
Stizaferro tiene «muy mala facha, con grandes bigotes y una cicatriz que le cruza
toda la cara» (I, 3), habla «con voz aguardentosa» y vive en una casa de «techo
aguardülado con vigas» y «paredes denegridas» (II, 1). Pedro Navarro aparece por
primera vez embozado, en emblemática referencia a su doblez. De esta forma,
también el espectador menos despierto sabe desde el principio a qué atenerse,
pero ese amor a la connotación, ese gusto por los matices que habían caracteri-
zado al primer romanticismo se han perdido.
Por otro lado, no se han perdido algunos de los rasgos más tópicos de la
teatralidad romántica, a pesar de cierto intento de diferenciarse del drama his-
tórico —no empero de la comedia— que el autor resalta indicando la estrecha
(excesivamente estrecha, si se considera la variedad de la peripecia) duración
del tiempo escénico.
Sobreviven, por ejemplo, el gusto por una escenografía muy puntual y por-
menorizada 1 (no falta la luna iluminando la escena) y el empleo efectista de los
sonidos, como los que cierran el primer acto, desde el disparo de pistola al bu-
llicio que sigue de inmediato y que puntualmente describe la acotación:
Las monjas siguen tirando trastos y dando gritos: los enmascarados y la ronda acuchi-
llándose: la campana del convento tocando a rebato.
Tampoco falta el tañer de «un reloj lejano» que detiene a Stizaferro, el cual se
queda inmóvil a contar los toques (II, 4).
De abolengo romántico es también la marginación de la protagonista (Jua-
na es hija de padres desconocidos, a los que conocerá sólo al final, gracias a la
consabida agnición), que sin embargo se aprovecha de la situación para pro-
clamar su total libertad (I, 7) y actuar en consecuencia.
En fin, el amor se expresa en el lenguaje tradicional, aunque con cierta in-
versión de los papeles entre hombre y mujer, que culminará en el Tenorio. Con-
fiesa Elvira a Juana:
1
Léase por ejemplo la acotación inicial: «E/ teatro representa una huerta a la derecha y en el fondo
pared de cerca con portón en el fondo y un emparrado, y una puertecita a la derecha: a la izquierda la fachada
interior de un convento de religiosas; ventanas con celosías, y puerta grande con tres escalones. Es la caída
déla tarde.»
VI. LA DRAMATURGIA TARDORROMÁNTICA 173
Pero la reacción del joven es diferente de la del héroe de Rivas. Lejos de arro-
dillarse ante la autoridad paterna, busca en cambio la humillación del adversario:
174 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
a lo menos
vuestra intención será pura
y español vuestro gobierno,
No os engañáis, mi intención,
mi constante pensamiento,
será que el nombre de España
se pronuncie con respeto
desde los ardientes climas
hasta la región del hielo (IV, 7).
una obra dramática en que la verdad de los caracteres, la gracia, facilidad y cor-
tesano chiste del diálogo, la naturalidad de las situaciones, el hábil manejo de
los recursos escénicos, y por último la nobleza de los sentimientos, no se des-
mienten hasta el fin (El Laberinto, l-XI-1844).
2
Al final de la réplica, Mauricio amonesta al hijo: «sé libre: las manos sueltas [...] / pues siem-
pre está dando vueltas / la rueda de la fortuna», de donde sale el título, según una fórmula propia
de Rubí, que justamente en el último verso suele explicar el título de la obra.
VI. LA DRAMATURGIA TARDORROMÁNTICA 175
A una pieza de esta clase no le podía faltar el éxito, que se cuajó en unas 50
funciones; un éxito debido sobre todo a las numerosas réplicas rebosantes de
amor patrio, desde las declaraciones de Montellano, que quiere la total inde-
pendencia de España, ya que, afirma,
3
La trama raya luego en lo sentimental: Bruno se casa con la sobrina del difunto, pero se en-
cuentra molesto por no estar a la altura de su mujer, la cual sin embargo, al oírle afirmar que nun-
ca conseguirá subir hasta ella, exclama que ella entonces bajará hasta él.
176 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
A l c u a l l e t o c a e n fin c o n c l u i r :
se entrega [...] a parodiar sucesos políticos recientes, y olvida de todo punto el lin-
do plan que se propone en el primer acto (FLORES, El Laberinto, l-VI-1844).
4
La obra le ha merecido u n detallado análisis a D. T. GIES, que la juzga injustamente olvidada
y reivindica su importancia destacando el éxito asombroso que consiguió no sólo en Madrid, sino
en toda la provincia española. Véase «Rebeldía y drama en 1844: Españoles sobre todo de Eusebio
Asquerino», en De místicos y mágicos, clásicos y románticos, Homenaje a E. Caldera, Messina, Sicilia-
no, 1993, pp. 315-332.
5
Quizás valga la pena citar el aparte con que Daniel, ascendido a mayor por su conducta en la
batalla, en realidad debida a la impetuosidad del caballo, que le arrastró en medio de los enemi-
gos, comenta: «pues si a mí me nombran mayor, al caballo deben nombrarle coronel».
VI. LA DRAMATURGIA TARDORROMÁNTICA 177
rremoto sepulta a todos, pero los buenos son salvados y Roberto muere aplas-
tado por una viga. El esquema es el del antiguo melodrama, reforzado por el
particular efectismo escénico del terremoto. Se estrenó en el Teatro del Circo el
6 de agosto de 1841 y se repuso más de 40 veces.
Por lo que se refiere al drama, no hay duda ninguna de que quien se lleva la
palma es el infatigable Zorrilla, que domina la escena española a lo largo de to-
da la década, brindando a las tablas u n sinnúmero de composiciones, entre las
cuales descuellan al menos tres que se consideran umversalmente obras maes-
tras y que cabalmente mantienen su vigencia artística y siguen, pese al mudar
de los tiempos, despertando el interés del público: Eí zapatero y el rey (que, a pe-
sar de sus dos partes, se considera tradicionalmente como una única pieza),
Don Juan Tenorio y Traidor, inconfeso y mártir.
a) El zapatero y el rey
Primera parte
í. En Sevilla, en una noche de tormenta, don ]uan de Colmenares visita al zapatero
Diego Pérez con la intención de atraerle a una conjura; ante la negativa de éste, se aleja con
amenazas. Poco después el zapatero aparece malherido en el dintel de la puerta y muere sin
poder delatar a sus asesinos. El rey don Pedro, que, disfrazado de soldado,frecuentala ca-
sa y corteja a Teresa, hija del zapatero, se pone al acecho para descubrir quiénes son ciertos
fantasmas que se mueven por los alrededores y entran en una iglesia abandonada.
II. Disfrazados con sudarios, entran en la iglesia varios conjurados partidarios del in-
fante Enrique (entre ellos Aldonza Coronel, amante del rey). Don Pedro sale de la casa del
6
No es fácil distinguir entre las representaciones de la primera y de la segunda parte, al menos
a partir de 1842: la Cartelera en efecto no distigue entre ellas y por lo tanto aquí se señala también un
número de conjunto, aunque es muy posible que la mayoría de las representaciones se refieran a la
segunda parte.
7
Claro está que el autor no pudo ignorar al menos parte de la producción anterior y hay que
recordar que hacía poco en La vieja del candilejo ya se había presentado la figura de don Pedro más
en consonancia con la época. Sobre la relación con las piezas anteriores, véase J. L. PICOCHE en la In-
troducción a J. ZORRILLA, El zapatero y el rey, Madrid, Castalia, 1980, pp. 34-43.
178 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
zapatero y sefingeuno de ellos. Al fin, hace prender por una ronda de soldados a Juan de
Colmenares, a quien Blas, el hijo del zapatero, pretende matar para vengar la muerte de su
padre.
III. En casa de Samuel Levíse reúnen los conjurados: Samuel, Aldonza Coronel,
Juan de Colmenares, que se ha librado de la cárcel corrompiendo a los jueces, y el emba-
jador del rey moro. Por una puerta secreta penetra don Pedro con ballesteros y coge de
sorpresa al embajador, le prende y se disfraza de mago con sus ropas. Con este disfraz
recibe a Blas y a Teresa, a quienes convoca a palacio para el día siguiente.
IV. En el alcázar, Pedro se mofa de Aldonza, de su marido y de Juan Colmenares, al
que Blas mata en un momento dado. Trata con desdén al legado papal y se revela a Te-
resa, de la cual se despide aconsejándole que busque un marido honrado. Al estallar la
conjuración, la reprime con sus soldados y destierra a Aldonza y a su marido.
Segunda parte
I. Blas Pérez, ahora capitán, llega, en una noche de tormenta, a la quinta de Juan Pas-
cual, de cuya hija Inés (se sabrá pronto que es, en cambio, hija del infante Enrique) está
enamorado. La aparición de luces en el monte, que él, Inés y la criada creen de «apareci-
dos», los asusta y las dos mujeres hacen entrar en casa al capitán. Vienen más tarde Juan
Pascual y el infante Enrique, que urden una conjuración contra don Pedro. Llega el propio
don Pedro, que se ha perdido durante una partida de caza y, oyendo a Juan Pascual que-
jarse del rey, le invita a la corte: Juan acepta con la intención de traicionar al soberano.
II. Nombrado asistente del rey, Juan Pascual {que es en realidad Guillen de Castro,
hermano de esa Juana a quien el rey ha perseguido) se sirve de su cargo para sublevar al
pueblo. Cuando los insurrectos entran en la cámara real y acuchillan a don Pedro, apa-
rece el capitán, que lleva en sus brazos a Inés desmayada, y amenaza con matarla si
Juan Pascual no deja libre al rey.
III. En el castillo deMontiel Inés está presa como rehén y guardada por el capitán,
que, a pesar de amarla profundamente, está dispuesto a sacrificarla por la salvación de
su rey. En estos términos le hace chantaje a Juan Pascual, que se niega a acceder a las
peticiones del capitán. El rey, de acuerdo con un astrólogo, hace un encanto con una
lámpara en la cual ha mezclado su sangre con el aceite: se le aparece la sombra de En-
rique y don Pedro se desmaya. Por fin, en el campamento de Enrique se enciende un
farol: es la señal pactada con Duguesclin para salvar a don Pedro, el cual se encamina
hacia el campo enemigo. Blas se queda en el castillo.
IV. Don Pedro se presenta en la tienda de Duguesclin, que le entrega a Enrique, el
cual se abalanza sobre él. Cierran la tienda y el francés cuenta que ha ayudado a Enri-
que a vencer a don Pedro. Se presenta el capitán, que toca una corneta de caza como se-
ñal para que, en Montiel, se mate a Inés.
Son alabanzas parecidas a las que pronunciaban sobre don Alvaro los pa-
rroquianos del aguaducho, pero con un toque de exasperación y bravuconería
antes desconocidos que se confirman con la llegada del héroe en una noche de
tormenta, la cual añade también un toque de mayor intensidad respecto a la
noche callada en que aparecía don Alvaro. Y su conducta será, a lo largo de la
pieza, coherente con esta presentación, descollando su habilidad y su astucia
para descubrir a los traidores, mofándose de ellos con toda la superioridad
moral que posee y saliendo al final vencedor, con ese happy ending que reque-
ría la nueva época.
Frente a él, los «malos», antipáticos y poco agraciados, conjuran como unos
maleantes cualesquiera, bien diferentes de los magnánimos conjurados del pri-
mer drama romántico. Lo cual es también un síntoma de un diverso clima ideo-
lógico, que aprecia la autoridad (la lealtad hacia el rey legítimo es uno de los
sentimientos que más se ensalzan en las dos partes) y rechaza la transgresión.
Los temas de la primera parte pasan a la segunda, donde, como se aludía, se
intensifican y quizás se amalgamen mejor. Sin embargo, asistimos a cierta recu-
peración de los primeros motivos románticos en la figura de ese segundo don
Pedro que ha perdido el arrebato juvenil y, a pesar de seguir luchando fiera-
mente contra todos, tiene, particularmente hacia el final, momentos de humana
debilidad y un sentido del fracaso que le acerca más bien a Werther y a Ortis que
al superhombre de Nietzsche. Si al final de la primera parte había exclamado
«confiereza»:
180 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
concluye:
8
Zorrilla, en el episodio final, sigue escrupulosamente la historia y pone en la boca del gene-
ral francés la célebre frase que casualmente se prestaba a ser puesta en verso: «Ni quito ni pongo
rey, / pero ayudo a mi señor» (IV, 4).
9 Según PlCOCHE (Introducción, cit, p. 47), se advierte «una voluntad de realzar lo español
frente a lo extranjero, lo que raya en chauvinismo».
VI. LA DRAMATURGIA TARDORROMÁNTICA 181
lo Véase Recuerdos, cit, pp. 1758-1759, donde el autor describe la atormentada escenificación
del episodio, explayándose en la descripción de la «sombra de fino alambre y bien engomada ga-
sa» que se había construido el actor Pedro Mate y de la idea repentina de Esquivel de untar con
aceite el forillo, que proporcionó la solución de tantas dudas.Véase infra, p. 254.
n Ibidem, p. 1763. Véase también la citada Introducción de PICOCHE, p. 22.
12 Creo que hay que rectificar la fecha tradicional del 27 de marzo. La Gaceta de Madrid anun-
cia el estreno del Tenorio el 27, pero repite dicho anuncio el 28 y el 29. Finalmente, el 30 anuncia la
representación «por segunda vez». Evidentemente, hubo problemas que retrasaron la puesta en
escena hasta el día 29.
13 J. GAMEZ GARCÍA (J. ZORRILLA, Don Juan Tenorio, New York, Regents Publishing Company,
1974) cita a E. Merimée, para el cual el personaje de don Juan «parece una institución nacional, co-
mo la corrida de toros».
VI. LA DRAMATURGIA TARDORROMÁNTICA 183
14 Cf. Recuerdos, cit, p. 1799: «di en esta idea [de refundir el Burlador], registrando la colección
de las comedias de Moreto».
15 Cf. ibídem: «su mala refundición de Solís, que era la que hasta entonces se había representa-
do bajo el título de No hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague o El convidado de piedra».
16 Podríamos indicar la presencia, al lado de don Juan, de u n rival que esté casi a su altura; la
doble personalidad del protagonista, malo y bueno, en Dumas exteriorizada en el ángel malo y el
ángel bueno; la estatua de Inés que le exhorta a arrepentirse; la aparición, al final, de los fantasmas
184 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
de sus víctimas. Es casi imposible que Zorrilla no conociera la traducción hecha por su amigo Gar-
cía Gutiérrez. Huelga proponer aquí una reseña de la inagotable literatura crítica acerca de las fuen-
tes del Tenorio, Baste remitir a algunos de los ensayos más recientes, sobre todo a la introducción de
S. GARCÍA CASTAÑEDA en la edición de Labor, Barcelona, 1975, pp. 24 -35 y 41-45; y de L. FERNÁNDEZ
CIFUENTES en la de Crítica, Barcelona, 1993, pp. 7-23. Vale la pena recordar también a D. T. GIES, que,
en la edición de Castalia, Madrid, 1994, pp. 23-30, se detiene en las influencias del teatro de magia.
Por otro lado, hay que estar de acuerdo con R. NAVAS RUIZ {Estudio preliminar a la citada edición de
Crítica, p. XIV), quien afirma: « De cualquier modo, estos debates no dejan, después de todo, de ser
un tanto irrelevantes.»
17 «Buttarelli —nos cuenta Zorrilla— era el más honrado hostelero de la villa del Oso»; tenía
su hostería en la calle del Carmen y era famoso por sus chuletas «esparrilladas» (Recuerdos, cit.,
pp. 1800-1801).
i» Recuerdos, cit., p. 1800. Interesante la observación de R. NAVAS RUIZ, Estudio, cit., p. XXV:
«La imagen inicial del carnaval no funciona como un tiempo de desorden y caos, sino como un
tiempo de mentira y verdad. Caen primero las máscaras de los jóvenes, que revelan así su identi-
dad. Arranca después Donjuán las de los viejos.»
VI. LA DRAMATURGIA TARDORROMÁNTICA 185
critor francés) que fue una genial invención suya y que, junto con el catálogo,
pudo pasar de él a Zorrilla.
Pero lo que era un ingrediente marginal y episódico se convirtió en el Teno-
rio en un recurso altamente funcional. Al leer la lista de las conquistas amoro-
sas de don Juan, que son 72, contra las 56 de don Luis, éste, siguiendo la pauta
del don Sandoval dumasiano, anota que falta «una novicia / que esté para pro-
fesar» (la alusión es a Inés, la ex prometida de don Juan, a la que ahora el padre
ha destinado al convento). Don Juan acepta el implícito desafío y contesta des-
caradamente que a la novicia añadirá también
en alusión a la novia de don Luis. Hemos pasado del juego del catálogo-rollo
a u n «caso de la honra» que supone un contraste mortal y que será el resorte
de los acontecimientos de toda la primera parte (e, indirectamente, de la se-
gunda).
Pero antes del episodio del catálogo había salido a escena, de manera evi-
dente y efectista, el motivo del tiempo, tan ligado a la leyenda y destinado a
constituir la armazón del drama. La llegada de los dos caballeros es subrayada
cabalmente por el toque de las horas, que van repicando en una atmósfera de
gran suspense, sugerida a su vez por el texto. Es el hostelero quien se hace in-
térprete de la situación, amonestando a sus parroquianos:
Pero silencio.
Se oyen dar las ocho [...] al dar la última campanada, don Juan, con antifaz, se llega a la
mesa [...] Inmediatamente después de él, entra don Luis (1,11).
Pues va la vida,
186 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
Pues va,
Don Juan confía en el tiempo, del cual se cree dueño, como su antecesor de
La venganza en el sepulcro.19 De forma que, cuando el Comendador don Gonza-
lo de Ulloa, el padre de su prometida, se la niega, le contesta que, de una ma-
nera u otra, él la conseguirá, «pues hay tiempo».
Y confía también en el tiempo metafísico, el que dominará en la segunda
parte: cuando su padre, que, junto con don Gonzalo, ha asistido embozado al
encuentro, le riñe y al final le emplaza ante el tribunal divino:
te perdono
de Dios en el santo juicio,
19 Cf. III, vv. 715-720: «en mí / no están al tiempo sujetos / los placeres de la vida. / Todo du-
ra lo que quiero, / todo se sujeta a mí / y nada obedece al tiempo». Cito por la edición de P. ME-
NARINI, Napoli, Liguori, 1990.
VI. LA DRAMATURGIA TARDORROMÁNTICA 187
del sofá» (la tercera), 20 donde el antiguo libertino, el amador a destajo, ahora
sinceramente enamorado de doña Inés, le habla con una dulzura antes desco-
nocida. Casi de improviso, brotan de los labios de don Juan esas expresiones
que han adquirido una fama inmensa, que todo español se sabe de memoria y
que han dado pie a parodias a menudo irreverentes (lo cual, por otro lado, es
una prueba más de su increíble difusión):
Una escena de mucho efectismo, que sin embargo era algo más que una es-
cena de amor. En ella Zorrilla llevaba a su conclusión, solucionándolo, el pro-
blema de la comunicación que había atormentado a tantos personajes trágicos
y cómicos del teatro romántico.
Con mucho acierto, el autor invierte aquí los papeles tradicionales de la pa-
reja. Don Juan, lejos de usar esas expresiones «vehementes» que eran típicas
de los héroes anteriores (piénsese, por ejemplo, en don Alvaro), emplea un len-
guaje idílico e intimista, que la tradición atribuía preferentemente a los labios
femeninos, y que se enriquece de imágenes que pertenecen esencialmente al
campo semántico de la mansedumbre, como «paloma mía», «manso aliento»,
«gacela mía». Al contrario, Inés prorrumpe en tonos apasionados, casi violen-
tos, que raramente habían conocido las heroínas anteriores y que parecerían
más propios de u n don Alvaro o de un Macías:
Tu presencia me enajena,
tus palabras me alucinan,
y tus ojos me fascinan,
20 Según J. Casalduero (citado por GIES, Don Juan Tenorio, cit., p. 57), «Doña Inés en el sofá,
con su don Juan a los pies, es la estampa más fiel, la interpretación más fidedigna del corazón bur-
gués, antiheroico, romántico-sentimental de la época». Para F. NIEVA, «Zorrilla establece en térmi-
nos de relato escénico un felicísimo voyerismo en el espectador, cuyo ápice es sin duda la famosa
escena del sofá» (Introducción a la edición de Espasa-Calpe, Madrid, 1989, p. 25).
VI. LA DRAMATURGIA TARDORROMÁNTICA 189
y tu aliento me envenena.
¡Don Juan! ¡Don Juan!, te lo imploro
de tu hidalga compasión;
o arráncame el corazón
o ámame, porque te adoro.
no es un amor terrenal
como el que sentí hasta ahora
Así echaba Zorrilla los cimientos para una conversión del amor a lo divino
que se efectuará en la segunda parte.
Pero antes tenía que producirse el fracaso del amor terrenal, demasiado ideal
para que pudiese resistir al choque contra la mezquina realidad, representada
por don Gonzalo y don Luis, que llegan de repente a la quinta. El Comendador
rechaza cualquier ruego, cualquier demostración de arrepentimiento, a pesar de
que don Juan, repitiendo el gesto de don Alvaro, intente humillarse ante él; y co-
mo en la obra de Rivas, aquí también u n pistoletazo, pero esta vez voluntario por
parte de don Juan, pone fin al encuentro con la muerte del anciano. Don Juan,
exasperado, emplaza a Ulloa ante el tribunal divino:
21 «Esa respuesta —afirma R. NAVAS RUIZ— [...] la hace única. Por primera vez en la literatura
española [...] una mujer inocente y dulce tiende la mano al criminal» (Estudio, cit, p. XXVI).
190 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
Termina así la primera parte de la obra, que, aunque repite ciertas líneas
fundamentales del mito, introduce, como hemos visto, variantes muy signifi-
cativas. La figura del protagonista, que campea en todos los actos, casi siempre
presente en la escena (a veces de manera indirecta, como en la celda de Inés,
durante el coloquio de ésta con Brígida), aparece contradictoria, pero no en el
sentido artístico, sino más bien en el plano humano. Y las contradicciones, las
luchas entre bien y mal, en las cuales Zorrilla interioriza los encuentros que
Dumas había realizado entre el ángel bueno y el malo, le confieren una per-
sonalidad más compleja y matizada que la de sus predecesores, los cuales
solían ser figuras bastante planas, obsesivamente fieles a u n carácter pre-
constituido. 22
Sobre todo, don Juan no es odioso, antes bien se cautiva la simpatía del pú-
blico con sus ademanes bizarros, con su confianza en sí mismo —que no es
fanfarronería— y, particularmente, con su excepcional vitalidad.
Un don Juan simpático es una novedad casi absoluta, precedido como está
tan sólo por el alegre calavera de Da Ponte y parcialmente por el matón de Za-
mora: y esto seguramente contribuyó al éxito del drama.
La primera parte se desarrolla en una sola noche y en pocas horas (dema-
siado pocas para tantos sucesos, comentará el Zorrilla más maduro): 23 la noche
era connatural al personaje («Ésas son las horas mías», había ya afirmado el an-
tiguo Burlador) 24 y además, por una larga tradición, constituía el ambiente
más propio de todo héroe romántico.
Casi para subrayar la continuidad entre las dos partes, otra noche dura
también la segunda, la cual se abre con el panteón de la familia Tenorio, don-
de d o n j u á n ha hecho construir un monumento fúnebre a cada una de las víc-
timas de su locura: don Gonzalo, doña Inés, su padre y don Luis. En el acto I
(«La sombra de doña Inés») don Juan llega después de cinco años de ausen-
cia y se entretiene en un mudo diálogo con cada una de sus víctimas, para de-
tenerse delante del sepulcro dedicado a Inés, a cuya estatua dirige palabras
de un amor triste y austero. Desaparece la estatua y en su lugar se pone la
Sombra de doña Inés que, según la pauta de la Marta de Dumas, le declara
que se salvará o se condenará con él. Es la repetición de la escena del sofá en
otro registro, a lo divino justamente, donde entre los dos corren ahora pala-
bras de un amor purificado y cargado de valores metafísicos.
Luego donjuán recibe la visita de sus antiguos amigotes Avellaneda y Cen-
tellas y delante de ellos parece recuperar cierta pasada bravuconería, por lo
cual se dirige a la estatua del Comendador de Ulloa, invitándole a cenar.
y
a enseñarte la verdad.
26 Para ALBORG (op. cit., p. 614) la cuestión es ociosa: «después de aceptar toda la actuación so-
brenatural de don Gonzalo y de la propia doña Inés, es ridículo escandalizarse por minucias de
exactitud teológica». Por otro lado, R. NAVAS RUIZ (El romanticismo, cit., p. 317) encuentra una ex-
plicación acorde con el dogma cristiano: el amor de Inés, dice el crítico, es la «caridad cristiana. [...]
tal como se aplica en la comunión de los santos».
VI. LA DRAMATURGIA TARDORROMANTICA 193
La mano con que Inés coge la que don Juan, según reza la acotación, «tien-
de al cielo» es un puente hacia la eternidad. Proclama Inés:
mi mano asegura
esta mano que a la altura
tendió tu contrito afán.
Un gesto de amor que como tal es interpretado por donjuán, quien entonces
repite la exclamación con la cual había saludado a la joven al entrar en su celda:
¡Inés de mi corazón!
De sws bocas —reza la última acotación— salen sus almas, representadas en dos bri-
llantes llamas, que se pierden en el espacio al son de la música.
27 Cf. Recuerdos, cit, p. 1818: «Es mi única obra dramática pensada, coordinada y hecha según
las reglas del arte.»
194 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
I. Año 1594. Tres ilustres caballeros, el marqués de Tavira, el capitán don César de
Santillana y su padre el alcalde don Rodrigo de Santillana, cada uno por su cuenta y
con diferentes motivaciones, pero los dos postreros con órdenes reales, exigen del due-
ño de una posada de Valladolid que trate cuidadosamente a un personaje que va a lle-
gar muy pronto con su hija y un criado. Es Gabriel de Espinosa con su hija Aurora, de
la cual don César está enamorado, que empero no le corresponde. A Gabriel el capitán
le pregunta si es el rey don Sebastián, pero el otro se declara el pastelero Espinosa.
Don Rodrigo le detiene y admira la espada que él le entrega y que perteneció al rey Se-
bastián.
II. A la mañana siguiente, don César vuelve a acosar a Gabriel con preguntas, pero
lo único que consigue saber es que Aurora no es su hija. Interrogado luego por don Ro-
drigo, Gabriel contesta de manera altiva y a menudo ambigua que deja al interlocutor
en la mayor incertidumbre. En un coloquio con Aurora, ésta, que ha descubierto que
no es su hija, le declara su amor y Gabriel se declara a su vez, pero rechaza cualquier
intento de sonsacarle la verdad sobre su persona. Finalmente don Rodrigo los invita a
salir. Los llevará a la cárcel de Medina del Campo.
III. En la sala del juicio de la cárcel de Madrigal, Gabriel, a pesar de tres meses de
cárcel, interrogatorios y tormentos, no ha perdido la serenidad con que sigue turbando
a don Rodrigo, el cual constata el fracaso de sus investigaciones. Llega César con la
sentencia de muerte por impostorfirmada por el rey, y Gabriel es llevado al cadalso. Por
los documentos que ha entregado a César con la promesa de leerlos sólo después de su
muerte, se conoce que era realmente él rey don Sebastián y que Aurora es hija de don
Rodrigo. Ante las manifestaciones de cariño de éste, la joven reacciona horrorizada y
se marcha.
28 La novela de Escosura, con sus toques ya románticos, fue el anillo de conjunción entre Cué-
llar y Zorrilla, aunque en u n primer momento «había puesto una insuperable valla» ante el pensa-
miento del poeta (Recuerdos, íbt'detn). Sobre la relación con esta obra, véase R. SENABRE, en la edición
de Anaya, Salamanca, 1967, pp. 17-18, y en la de Cátedra, Madrid, 1980, p. 31; y R. C. SANZ en la
edición de Espasa-Calpe, Madrid, 1990, pp. 73-74.
VI. LA DRAMATURGIA TARDORROMÁNTICA 195
cuperar unos rasgos propios de los primeros héroes románticos, sobre todo
por ser un derrotado en la lucha contra la sociedad de los poderosos. Pero lo
que hace de él un personaje nuevo, en consonancia con las orientaciones del
tardorromanticismo, y que le coloca a una altura moral de excepción —decidi-
damente superior a la de su opositor don Rodrigo—, es la serena conciencia de
su posición, de su fracaso aceptado con la sabiduría de quien está por encima
de las debilidades humanas.
Por consiguiente, Gabriel se convierte en el centro de toda la acción y, con
el correr de la pieza, va adquiriendo todos los rasgos que le caracterizan y que
son tan fuertemente matizados como se conviene a un héroe romántico.
Con mucha habilidad y conciencia de los efectos teatrales, el autor añade
de vez en cuando una faceta de su compleja personalidad, de forma que su fi-
gura se va ampliando paulatinamente y sólo al final llega a conocerla en su to-
talidad el espectador.
Empieza por una presentación lisonjera por boca de otros personajes, como
ocurría con don Alvaro. El marqués de Tavira nos brinda una descripción físi-
ca destinada a atraer la simpatía del público:
semblante
pálido, mirada de águila,
sonrisa triste, andar grave (1,2).
Luego, el criado Arbués añade unos toques que podríamos definir cultura-
les, que aumentan la admiración hacia él: conoce todas las leyes, todas la histo-
rias, los blasones, la nobleza, y, en fin,
Pero muy pronto el propio Gabriel presenta de sí mismo una faceta mucho
menos positiva, casi diabólica:
un ser soy
que infesto el lugar que habito,
que cuanto toco marchito
y asoló por donde voy (1,15).
no pertenece
a la tierra el ser de este hombre (II, 1).
Este comentario, al principio del acto II, parece avisar de que ya se va impo-
niendo una mitificación del personaje. Su personalidad contradictoria asombra
196 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
profundamente a todos los que se le acercan, hasta a los más íntimos, como Au-
rora: ¿noble o plebeyo?, ¿estafador o víctima?, ¿hombre, ángel o demonio?
ese hombre
que no es nada y que lo es todo (III, 5).
Un ser que se desdobla en las dos personas que cohabitan en él —el rey y el
pastelero— y que —ésta es la gran intuición de Zorrilla— es esclavo de las dos,
ya que tanto desde la una como desde la otra le acosa la muerte. Dirá Rodrigo
lapidariamente en la última escena:
Fue tal vez esa impasibilidad frente a todo lo que le circunda y le concierne
uno de los mayores atractivos del personaje, que además le separaba de los
primeros impetuosos héroes del teatro romántico y que, dentro de ciertos lími-
tes, podría acercarle a los semidioses de la época neoclásica. Por eso, Gabriel
no corre afanado, no intenta escapar de las persecuciones («Yo no huiré jamás:
ni sé, ni quiero, / ni nací para huir» [II, 11]), hasta resulta insensible al terrible
plazo que expirará sólo con su muerte. «Tenéis de vida / tres cuartos de hora»,
le amenaza Rodrigo. Tranquilamente contesta:
Son las cinco y cuarto ahora.
Claro está que al lado de un personaje tan gigantesco los demás pueden
aparecer algo descoloridos, ya que no actúan más que para poner de relieve su
figura. Tampoco las acciones paralelas revisten mucha importancia. La más in-
portante, el amor de César hacia Aurora, tiene como fin principal el de resaltar
poner de relieve la dedicación total de la joven a su presunto padre. Es un amor
purísimo, como también lo es el de Aurora hacia Gabriel, llevado hasta límites
que rayan en el misticismo, como era lógico en una obra donde todo tiende a la
perfección y los sentimientos que animan a los personajes son necesariamente ex-
tremados.
Lo que más impresiona en esta pieza magistral es sin embargo, más allá de
la matizada perfección de los personajes, el excepcional esmero de los diálogos,
sobre los cuales se funda en realidad la esencia de la trama: Traidor, inconfeso y
mártir se dirige más al oído que a la vista.30 Las preguntas que don Rodrigo, Cé-
sar y Aurora le dirigen a Gabriel para sondear el misterio de su persona, y las
respuestas constantemente evasivas de éste, siempre en el límite borroso que
separa la verdad de la mentira, la afirmación de la negación, crean una atmós-
fera de intriga continua y una expectación que será satisfecha solamente en las
últimas réplicas del drama. El personaje sale naturalmente ennoblecido por
tanta capacidad de responder a las preguntas más capciosas sin decir nunca fal-
sedades: la habilidad del autor en la composición de estos diálogos se convierte
así en la hablidad del personaje y contribuye notablemente a atraer sobre sí el
interés y la simpatía. Afirma acertadamente Narciso Alonso Cortés que «la fi-
gura atrayente del pastelero, envuelta en las nieblas del misterio, constituye
una de las más intensas creaciones del teatro español». 31
¡Hay tanto interés dramático! ¡Tanta naturalidad! ¡Están los caracteres tan bien
sostenidos, que a pesar de la sencillez del argumento se mantiene el público embe-
lesado hasta el momento de caer el telón! (VILLERGAS, Don Circunstancias, 9-III-1849).
d) El pelo de la dehesa
Al lado de tanto drama y comedia históricos cabe por fin señalar una co-
media en el sentido tradicional de la palabra, y bretoniana por supuesto: El
30 «Los personajes gesticulan menos que de costumbre, y hablan más» (R. SENABRE, edición de
Anaya, cit, p. 18).
3i Op. cít.,p. 441.
198 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
Cualquiera se acostumbra,
le contesta orgullosamente:
En realidad, más que de orgullo tal vez se trate de un sano egotismo que le
hace encogerse de hombros frente a las críticas ajenas, ya que, como le previene
a Elisa, que está mirando, quizás con cierta extrañeza, su traje campesino:
apliqúese usted
este texto desde hoy.
No pida peras al olmo,
y deje a cada varón
que haga de su capa un sayo (III, 1).
Con esos principios y con esa confianza en sí mismo, se mueve a sus anchas
en un mundo que le resulta extraño, porque no renuncia a ninguno de sus há-
bitos, que a veces impone a los demás, como cuando, al rayar el alba, sacude
imperiosamente la campanilla para llamar a la sirvienta. Y si acepta el tormen-
to de los trajes de lechuguino es sólo por una forma de cortesía hacia quien él
cree que se los ha regalado; pero, al descubrir que la cuenta corre a su cargo, se
libera rápidamente de ellos para volver a su zamarra de piel de oso.
Verdad es que no ha perdido totalmente los rasgos cómicos que caracteri-
zaban a sus antecesores, pero los comparte con sus antagonistas aristocráticos;
si el público ríe viéndole confundir a la criada con la novia o derribar el vela-
dor, se mofa también de la obsesión por la etiqueta o del comportamiento es-
trambótico de la marquesa y su hija. En efecto, no es él la figura del donaire, ya
que el papel de la perenne comicidad está confiado a Remigio, el parásito que
se balancea en un arriesgado equilibrio entre unos y otros, siempre dispuesto
a afirmar o a negar con tal de satisfacer al interlocutor. 32
Don Frutos, en cambio, se queda muy tercamente en sus convicciones y de-
fiende y lanza contra los demás los errores que comete. Si ha tomado a la cria-
da por la novia es porque no imaginaba que su prometida lo esperase sentada,
ya que la pensaba
Señoras, beso
a ustedes los cuatro pies.
tú me enseñarás a hablar:
yo te enseñaré a querer (II, 11).
202 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
Pago mi rescate
y ¡viva la libertad! (V, últ.).
¡A Belchite, a Belchite!
La Corte no es para mí.
3. U N A OJEADA A LA CARTELERA
Al lado de las obras que se han definido maestras y de las que gozaron de
gran popularidad, se coloca una producción bastante extensa de piezas que,
sin pertenecer generalmente ni a la una ni a la otra clase, siguen dentro de los
esquemas propios del romanticismo, aunque sea, desde luego, de acuerdo con
las nuevas orientaciones. Es una zona bastantre gris, en general, que sin em-
bargo atestigua la persistente vitalidad de un género, sensible sobre todo en la
abundante producción de dramas históricos.
VI. LA DRAMATURGIA TARDORROMÁNTICA 203
indignado al ver nuestra escena nacional invadida por los monstruosos abortos de
la elegante corte de Francia, ha buscado en Calderón, en Lope y en Tirso de Molina,
recursos y personajes que en nada recuerdan a Hernani y a Lucrecia Borja.
Igualmente aventurero, pero con recursos más propios del gusto románti-
co, fue El molino de Guadalajara, que se estrenó en el Cruz el 22 de octubre de
1843. Ambientado en 1357, el drama se desarrollaba nuevamente durante las
luchas entre don Pedro el Cruel y don Enrique de Trastámara, pero esta vez el
autor parece más bien partidario del segundo.
VI. LA DRAMATURGIA TARDORROMANTICA 205
En el molino de Lucas el capitán Marchena, del bando de don Pedro, tiene cautiva a
la mujer de Enrique. Marchena vive en el terror de ser matado por un tal Carrillo, co-
mo le anunció una profecía. En efecto, Pedro Carrillo, que había entrado en el molino
con nombre fingido, le mata. Llegan los enriqueños y todos se pasan a su bando.
El empleo de recursos efectistas (hay también una fuga desde las almenas
de u n castillo y u n puñal clavado en una puerta) no le consiguió sin embargo
larga vida a la pieza, que, después de una discreta serie de reposiciones inme-
diatas (seis), sólo salió a las tablas dos veces en el año siguiente.
ha merecido grandes aplausos, hasta llamar al autor a las tablas [...] pero tanto
los caracteres como la conducción de la fábula no pasan de la altura de los melo-
dramas comunes (GIL, El Laberinto, l-XI-1843).
Quizás lo más logrado de este período, dejando a u n lado, desde luego, las
tres obras maestras, sean los dos actos únicos, ligados entre sí, Eí puñal del go-
do y La calentura, protagonizados por el rey don Rodrigo, en los que se imagi-
na que sobrevivió a su derrota. Se estrenaron respectivamente el 7 de marzo de
1843 (Cruz) y el 5 de noviembre de 1847 (Príncipe), pero el éxito lo consiguió
sólo el primero, que fue repuesto más de 20 veces, en tanto que el segundo se
representó 4 veces seguidas y desapareció luego.
Eí puñal del godo. Theudia, fiel soldado de don Rodrigo, encuentra al rey en la er-
mita en que vive con el monje Romano. Don Rodrigo le confía su ansia por una profecía
que le anunció que sería asesinado con su propio puñal. Theudia le convence a que aban-
done tales supersticiones y se dirija al campo de batalla. Pero antes llega el conde don
Julián, que intenta efectivamente matarle arrancando el puñal que Theudia había clava-
do en la madera de la cabana, pero es muerto por Theudia.
Es la historia del ambicioso Enrique, que rechaza el amor de María porque aspira a
la mano de la hija del corregidor de Oran. Se pone luego al frente de los comuneros y es
capturado. Entonces se descubre que es en realidad Juan, infante de Castilla, por lo
cual decide pasarse al bando contrario. Pero necesita unas cartas que demuestran su
verdadera identidad, las cuales están en manos de María, que las quema. Esta, arre-
pentida, intenta liberarlo de la cárcel, pero lo encuentra tan hipócrita y egoísta que le
abandona en manos de sus jueces. A Enrique-Juan no le queda más que exclamar:
«¡Dios es justo1.1 ¡sea a lo menos para mí clemente!»
Orgulloso y satisfecho
aun basta apenas, estrecho,
para abrigar mi ambición (II, 2).
En el clima típico de los años cuarenta, la mujer, como hemos visto ya va-
rias veces, renuncia a su papel de víctima u objeto pasivo de la pasión masculi-
na, ya que pretende hacerse sujeto e intérprete del amor, al cual se dedica con
la intensidad que caracterizara a los primeros héroes románticos.
Recorría también la obra cierto espíritu democrático, bastante corriente en
nuestro autor, que le hacía escribir palabras de exaltación de la burguesía (aquí
representada por el padre de María) y de hostilidad hacia la nobleza (Enrique).
Protesta María:
prólogo, escrito en verso, que, como El trovador, fue puesto en música por Ver-
di en 1857 y 1881.
Motivo romántico, desde luego, como románticos son los hábiles juegos de
luz y oscuridad, que alcanzan su apogeo en el final donde, reza la acotación:
empiezan a apagarse las luces de la plaza [que se entrevén por una ventana], de modo
que al expirar el Dux, hayan desaparecido completamente.
A instancia de doña Alberta, viuda del rey Sancho, el Cid le pide a su hermano y
sucesor, el rey Alfonso, que jure no haber tenido parte en el asesinato de Sancho a
manos de Bellido Dolfos. Gonzalo Ansúrez, enamorado de Jimena, amada por el
Cid, acusa a éste de haber armado la mano de Bellido. El Cid le reta y sale vencedor
del desafío. El rey jura en Santa Gadea, pero en seguida exilia al Cid por un año, a lo
cual contesta orgullosamente el héroe alargando por su cuenta el destierro hasta
cuatro años.
36 Sobre los motivos románticos en e] Bocanegra, véase J. L. PATAKY-KOSOVE, The «Comedia la-
crimosa» and Spanish romantic drama, London, Tamesis, 1978, p. 126.
210 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
En 702 Vitiza quiere casarse con Luz, viuda de Favila, pero ella quiere ante todo en-
contrar al hijo que hace 16 años abandonó en las aguas del Tajo. Capturado como rebelde
un tal Alicio, se descubre que es Pelayo, el hijo perdido. Vitiza le condena a ser vendido
como esclavo, pero él logra escaparse y corre la voz de que está acercándose al palacio real
disfrazado con las ropas de su madre. Por eso, un tal Merván mata a Luz, creyéndola Pe-
layo, y ésta, agonizante, preanuncia que Pelayo será el salvador de España.
Harto refinado para conseguir un buen éxito (se repuso una sola vez) fue
También los muertos se vengan, que en la edición lleva como primer título el de
Segunda Parte de la Corte del Buen Retiro, con el cual Patricio de la Escosura,
en aras de la nueva moda, otorgaba un final feliz a esa Corte del Buen Retiro que,
como exigían los tiempos de su estreno, terminaba con la trágica, injusta muer-
te de Villamediana. En el nuevo drama, que se coloca en el aniversario de esta
muerte, asistimos en cambio al castigo de Olivares, por fin echado de palacio.
Más ligado a la tradición aparece Gil y Zarate. Su Don Alvaro de Luna, a pe-
sar de estrenarse el 28 de enero de 1840 en el Príncipe (siguieron 10 reposiciones
VI. LA DRAMATURGIA TARDORROMÁNTICA 211
en el mes de febrero), podría muy bien colocarse entre los dramas reconstructi-
vos de 1837, conforme al patrón de La corte del Buen Retiro. Ambientado en 1453,
narra la conocida historia de la caída del célebre valido, entrelazándola con he-
chos novelescos de amor y de celos.
En el intento de presentar una reconstrucción fiel de la época, el autor in-
troduce a personajes ilustres como Juan de Mena o Santillana, representa u n
torneo con su contorno de damas de la nobleza («¡Qué es ver en altos balcones
/ colgados de rica grana / tanta beldad que se afana / por robar los corazo-
nes!» [I, 6] ) y hasta emplea un lenguaje vagamente arcaizante, que adquiere
un valor funcional, como lo demuestran los siguientes dodecasílabos puestos
en boca de Santillana:
Pero el vínculo más estrecho con las obras de la época anterior se nota en un
sentido agobiante del tiempo, que aparece en la forma ya definitivamente
asentada del plazo y acompañado, en el protagonista, por u n sentimiento de
austero desengaño. Todo el acto V se desarrolla sobre el pasar de la hora que
separa a don Alvaro de la muerte, entre el repicar del reloj de la torre que da
las dos en la primera escena y las tres en la última. En las escenas intermedias
los personajes cruzan el tablado corriendo, en lucha afanosa contra el tiempo
inexorable, que resultará al fin vencedor.
se halla muy distante de merecer los exagerados encomios con que los parcia-
les del autor han encarecido su mérito. [...] Preciso es decirlo: ni aun se halla
remotamente caracterizada por el poeta aquella sociedad tan grave y docmá-
tica [sic] por una parte, y tan frivola y caballeresca por otra (Eco del Comercio,
7-II-1840).
Sin embargo, los mayores aplausos los obtuvo Gil y Zarate con Guzmán el
Bueno, tal vez más por el asunto, tan arraigado en la cultura española, sobre
todo en el teatro, que por la forma de tratarlo. En efecto, llevado a las tablas del
Príncipe el 26 de febrero de 1842, rozó las 30 reposiciones en cuatro años.
Recorre las líneas tradicionales del suceso, con un tono que oscila entre la
solemnidad de la tragedia y las tonalidades más recogidas del drama, dando
más relieve a los sentimientos individuales (con cierta insistencia en lo patéti-
co: se introducen la madre y la novia del chico, que luchan por salvarle) que a
los aspectos político-patrióticos.
Un final alegre habría chocado demasiado con la tradición, pero Gil consi-
gue igualmente consolar a los espectadores cerrando la obra con las palabras
alentadoras del propio Guzmán:
No ha sido inútil
de mi más pura sangre el sacrificio.
Con ella en esos campos un ejemplo
del honor castellano dejo escrito,
Más en consonancia con la época, los 5 actos en verso, también de Gil y Za-
rate de El Gran Capitán (Príncipe, 14 de noviembre de 1843, 4 reposiciones)
presentan a un protagonista caballeroso y valeroso, que trata con mucho de-
senfado la administración del dinero (a u n alcalde de corte que le pide un in-
forme financiero responde señalando gastos genéricos por cañones, vendas,
etc., añadiendo también el coste del tañer de las campanas para celebrar las
victorias). A su lado, también todos perfectos, intachables, de forma que es
muy presumible su conducta.
VI. LA DRAMATURGIA TARDORROMÁNTICA 213
Nemours ama a Elvira, hija del Gran Capitán, que le concede su mano. Obligados
a batirse el uno contra el otro, se separan de mal grado. Después de varios altibajos,
vencen los españoles y Nemours es llevado al campo español, herido de muerte: expira
en los brazos de su amada Elvira.
Uno de los mayores éxitos de Gil y Zarate fue sin duda una obra que no sa-
bemos si definir drama o comedia, aunque posee rasgos más propios de ésta: se
trata de Cecilia la cieguecita (3 actos en verso), que obtuvo 36 representaciones
y fue estrenada el 7 de febrero de 1843 en el Teatro del Príncipe. El público que-
dó impresionado evidentemente por la figura de la joven ciega que, a pesar de
su desgracia, sabe obrar con la debida maña y salir felizmente de los apuros:
una versión particularmente original de la joven despejada tan en boga.
Madrid, 1840. Juan, en trance de casarse con su pupila Clotilde, recibe en casa a la
ciega Cecilia y a su hermano Enrique. Éste consigue que Clotilde lo reciba en su habi-
tación, pero Cecilia lo impide y despierta a todos. Enrique y Clotilde escapan y Juan se
casa con Cecilia.
Cerdán, con su inflexible sentido de la justicia, se enfrenta con el rey Pedro el Cruel,
que le depone de su cargo. Pero él recorre al Consejo de los Quince, que lo confirma en
su puesto. Su hija Elvira, a punto de casarse con el infante Juan, prefiere recluirse en
un convento porque su matrimonio supondría la renuncia de Cerdán al cargo de justi-
cia, que no puede pertenecer a quien esté emparentado con la casa real.
Nuevamente salía a escena Pedro el Cruel, pero esta vez en una visión más
liberal y democrática, para ser derrotado propiamente en la administración de
la justicia, que era el papel más tradicionalmente suyo. La obra terminaba con
una sentencia destinada a arrancar los aplausos:
Además de El pelo de la dehesa, Bretón estrenó en el año 1840 otra pieza muy
acertada, que encontró bastante favor, ya que se repuso una decena de veces:
El cuarto de hora (Príncipe, 10 de diciembre).
VI. LA DRAMATURGIA TARDORROMÁNTICA 215
En ella el comediógrafo trasponía a tonalidades cómicas el tema del apre-
mio temporal, al cual ya se aludía en el propio título.
Isabel, abandonada por Diego, del cual ha tenido un hijo y que ahora se desposa con
Luisa, puede por fin casarse con él gracias a la muerte providencial de su esposa.
216 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
Menudean las sátiras del romanticismo, por supuesto francés, que ya sue-
nan algo flojas, pero que no dejarían de despertar la risa de los oyentes, como
en el siguiente episodio en el que Gaspar promete «un suicidio de grande es-
pectáculo» que describe así:
Te mato primero,
mato luego a tu galán,
y después me mato yo.
¡Espantosa trinidad!
y la víctima
sea por hoy... un faisán.
Pasó el romanticismo como pasa todo; vino la escuela mixta, bastarda amalga-
ma de dos extremos, y pensamiento de un imposible; y con Un amigo en candelero
nos ha dado el Sr. Gil la más admirable muestra de lo fácil que le es a su genio el
plegarse a las exigencias literarias de los tiempos y de los públicos [...] No puede
darse comedia más pobre de efectos (Gaceta de Madrid, 6-X-1842).
De una redoma en la que estaba encerrado sale el marqués de Villena, que acompa-
ña a Garabito, convertido en Archimaga, en una serie de cómicas aventuras. Partici-
pan también en un concilio de magos, en el cual se decreta que la magia ha terminado
en España y los magos deciden dedicarse a otros oficios más rentables, como casamen-
teros, escribanos, asentistas.
La única magia auténtica es, como en la célebre Pata, la del amor, que «es el
bien mayor / que en esta oscura morada / le dio al hombre el Hacedor» (II, 5).
Larga tarea fuera la mía si intentase referir lo más notable que en la parte li-
teraria contiene la pieza: otro tanto sucede con la artística, en la que el Sr. Lucini
se ha mostrado tan rico en conocimientos, tan inteligente, tan verdadero, que in-
justo fuera no concederle los elogios (Gaceta de Madrid, 10-XI-1839).
La obra contenía, para mayor diversión de los oyentes, una relevante can-
tidad de referencias y parodias literarias, entre las cuales descuellan las de La
vida es sueño y Lucrecia Borgia.
El joven Gonzalo, desesperado por no poderse casar con Elvira, recibe de una gita-
na una pluma-talismán que le permite realizar los deseos que escriba en el aire. Como
Gonzalo escribe tres deseos locos (ser poeta, ser inmortal y volverse mujer), se le nie-
gan. Después de varias aventuras, se casa con Elvira.
Una tradición crítica bastante fundada indica como inicio del teatro realis-
ta, en su aspecto más destacado de la alta comedia, el estreno de El hombre de
mundo de Ventura de la Vega. Efectivamente, se trata de una obra cuya función
y cuya intención de ruptura saltan a la vista y por tanto se le puede muy bien
atribuir ese valor paradigmático.
Naturalmente, como siempre ocurre en estos casos de clasificación por mo-
vimientos literarios, se pueden encontrar fácilmente antecedentes, así como es
también posible, sobre la base de afirmaciones de los mismos autores del tea-
tro realista, argüir que se trate de una evolución interna al propio romanticis-
mo: Adelardo López de Ayala se consideraba un romántico.
Por otro lado, aquí no interesa tanto una definición del teatro realista, o
más específicamente de la alta comedia, como poner de relieve el asomar de
ciertos aspectos que serán corrientes en las obras de Ayala, justamente, Tama-
yo y Echegaray, es decir, de los que mejor interpretaron la dramaturgia espa-
ñola de la segunda mitad del xix.
Dejando a un lado las anticipaciones que se pueden entrever en los mismos
comediógrafos y dramaturgos románticos, empezando por el propio Bretón,
podemos afirmar que el primer paso evidente en esta dirección lo dio Tomás
Rodríguez Rubí, otro profesional de la escena del cual se ha analizado esa exi-
tosa La rueda de la fortuna que, por los motivos sociales que desarrolla, ya po-
dría figurar en una lista de antecedentes.
Rubí se dio a conocer con Toros y cañas, una comedia muy enredada en 3
actos y en verso, que se estrenó en el Príncipe el 5 de noviembre de 1840.
219
220 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
hasta que se casa con el último. Paralela es la trama del barón que toma clases de toreo
del torero Currillo y que al final renunciará tanto a las bodas como a los toros.
Comedia sin mayor trascendencia pero muy divertida, con sus juegos de
amores complicados pero festivos, con su torero andaluz que se porta según el
estereotipo del andalucismo, y sobre todo con esa figura inusual de la chica
que juguetea tranquila y alegremente con el amor, debió de gustar bastante si
se repuso 10 veces.
Después de un muy exitoso acto único (más de 40 representaciones) prota-
gonizado por una muchacha endiablada, que de cierta forma es precusora de
Juana, la de las «travesuras» (El diablo cojuelo: Teatro del Príncipe, 10 de abril
de 1842), compuso Rubí un drama histórico, Dos validos y castillos en el aire,
que según W. F. Smith señala el inicio de su participación en la alta comedia 1 .
Fue otro éxito rotundo, ya que se repuso unas 35 veces.
Trata de la lucha entre Peñaranda, jefe del partido español, y el padre Nit-
hard, filoaustríaco y odiado por el pueblo. No hay duda de que el triunfo le va
a sonreír al primero, el cual desde el primer momento se atrae la simpatía del
público con su calma y honesta sabiduría, contrapuesta a la falsedad e in-
ferioridad, moral e intelectual, de su enemigo. El clima relativamente nuevo
consiste sobre todo en el interés por el aspecto humano de los personajes his-
tóricos, que actúan de una manera más corriente; por eso la lucha entre los
dos validos se desata más a golpes de ingenio que de encuentros físicos, como
se conviene a un mundo intelectualizado cual será el de la alta comedia.
Peñaranda, apoyado por el pueblo y odiado por los nobles, se alia con Juan de Austria
contra el padre Everardo Nithard, que azuza a la reina contra él y desprecia al pueblo.
Peñaranda consigue al fin atraer a la reina a su partido y, en un coloquio final, derrota a
su adversario, que no ha sabido construir más que «castillos en el aire».
[El padre Nithard] hace seis años hubiera conseguido alborotar, máxime si
concluía el reverendo sus días en las tablas por alguna puñalada a lo Froilán
1
W. F. SMITH, «Contributions of Rodríguez Rubí in the development of the alta comedia»,
Hispanic Review, X (1942), p. 55.
VIL HACIA EL REALISMO 221
Díaz: pero ya pasaron aquellos tiempos, y con ellos semejantes dramas (Gaceta
de Madrid, 7-XI-1842).
La trama parece anunciar El hombre de mundo, así como el interés por la vida
conyugal y la relación de la pareja con la sociedad son aspectos propios de la
alta comedia. El título proviene de una frase que María pronuncia cuando el
marido le dice que confía en su virtud; ella le avisa entonces de que
suele estar
detrás de la cruz el diablo (1,17).
Dos años después (el 9 de junio de 1844, en el Teatro del Circo) presentaba
una refundición, o mejor dicho un plagio, del gorostizano Don Dieguito, en una
comedia en 4 actos y en verso titulada Al César lo que es del César.
Para abrir los ojos a su hijo Enrique, caído en las redes de Rosa y de su tía Gertru-
dis, don Pedro pide la mano de la novia de su hijo, y ésta y su tía, enteradas del buen
caudal del pretendiente fingido, aceptan con entusiasmo. Desengañado, Enrique se
aleja con el padre, dejando desilusionadas a las estafadoras.
En 1661, en casa del ministro de Felipe IV Luis de Haro, la hija de éste, Esperan-
za, recibe la visita de un tal Félix, sobrino del cardenal de Toledo, que le declara su
amor pero que, rechazado por la chica, promete guerra, afirmando que entre los dos se
ha alzado una bandera negra. Félix denuncia una conjuración contra el cardenal, por
la cual es encarcelado don Luis. Se enfurece Esperanza contra Félix, pero cuando éste
consigue para su padre la gracia del rey, se aplaca y acepta su mano: ya no hay bande-
ra negra entre los dos.
Bandera negra es un espectáculo del que salen satisfechos por igual el corazón, la
imaginación y el entendimiento de los espectadores (GIL, El Laberinto, l-PV-1844).
El amor de Leonor y Juan es turbado por la decisión del rey de casar a la chica con
Luis Fajardo, ligado en mutuo pero silencioso amor con Blanca, la madre de Leonor,
que por eso se atormenta y deprime. El caballeroso Luis consigue del rey la autorización
al matrimonio de Juan y Leonor. Sospechoso, el padre de ésta reta a Luis, pero cuando
se les presenta la escena espeluznante de Blanca muerta abrazada a una cruz, renuncia
a su hostilidad.
El final es muy efectista: Leonor levanta u n tapiz detrás del cual sorpren-
dentemente se descubre ante los ojos de los espectadores el cadáver de Blanca
abrazada a la cruz: un final que realmente no desentonaría en u n drama de
Echegaray.
VIL HACIA EL REALISMO 223
Para terminar en fin con una reminiscencia del Tenorio: Blanca, dice,
Rubí compuso una infinidad de obras de todas clases, en armonía con su in-
genio multiforme. Entre tanta producción vale la pena destacar una simpática
comedia de magia «sin magia», que estrenó el 3 de abril de 1843 en el Teatro de
la Cruz y que no debió de conseguir un gran éxito, visto que sólo se repuso 4
veces en el mismo mes: La bruja de Lanjarón o Una boda en el infierno, 3 actos
en verso.
A la duquesa viuda de Lanjarón le ha sido impuesto por testamento casarse con Lo-
pe de Silva, que ha amado y deshonrado a Rosalía, la cual ahora se hospeda, con su ex
amante, en el propio castillo de Lanjarón. La duquesa se hace pasar por bruja y encierra
a todos en una caverna, haciéndoles creer que se encuentran en el infierno, hasta que
Lope decide casarse con Rosalía, a la que juzga un alma en pena como ñ.
literatos (entre los últimos Escosura y el propio Vega), 2 pasó poco después a
las tablas del Teatro del Príncipe (el 2 de octubre de 1845), donde se quedó
hasta el día 12, para ser luego repuesta otras 35 veces.
Don Luis acoge en su casa a un antiguo compañero de libertinaje, don Juan, que en
seguida se pone a galantear a su mujer, Clara, hasta que la inflexibilidad de ésta le obli-
ga a marcharse. Paralelamente, florece el amor puro e ingenuo de Emilia y Antoñito,
que deciden casarse en el momento en que Luis y Clara disfrutan nuevamente de la
tranquilidad de su hogar.
Pero si Juan sigue apegado a las viejas costumbres libertinas, Luis en cam-
bio se ha casado y exalta el matrimonio frente al escepticismo del amigo. Lo
2
Véase F. C. SAINZ DE ROBLES, El teatro español, historia y antología, VII, Madrid, Aguilar, 1943,
p. 265. Añade el crítico que Vega era «actor formidable que hubiera podido triunfar en los mejores te-
atros públicos de Madrid».
3
Para ALBORG, op. cit., p. 651, «El hombre de mundo continúa de la más exacta manera la tradi-
ción de la comedia mora timaría».
4
Sobre la relación con el Tenorio, véase J. DOWLING, «El Anti-Don Juan de Ventura de la Vega»,
Actas del VI Congreso de la AIH, Toronto, 1980, pp. 215-218. Véase también E. CALDERA, «L'antiro-
manticismo di Ventura de la Vega», Saggi in onore di G. Allegra, Perugia, Universitá, 1995, pp. 41-50,
y M. P. YÁÑEZ, «Lo que va de ayer (1844) a hoy (1845): el donjuanismo en El hombre de mundo de Ven-
tura de la Vega», Actas del coloquio «Del romanticismo al realismo», Barcelona, Publicacions Universi-
tat de Barcelona, 1998, pp. 155-166.
VII. HACIA EL REALISMO 225
Blanca, infanta de Navarra, está apunto de casarse con el infante de Castilla, Sancho,
que en cambio está enamorado de Fronilde, hija de Alfonso Munio, gobernador de Toledo.
Al volver éste triunfante de la guerra, la emperatriz Berenguela quiere premiarle propo-
niéndole las bodas de su hija con Pedro Gutiérrez. Fronilde no se atreve a oponerse al pa-
dre, pero consigue que Blanca, la cual es indiferente a las bodas con Sancho, interceda en
su favor. En una noche de tormenta Sancho entra en casa de Fronilde pasando por un bal-
cón. Los dos jóvenes son sorprendidos por Alfonso, que, sintiéndose deshonrado, mata a
su hija. A petición del propio Alfonso, se convoca un concilio que debe juzgarle por el ase-
sinato de Fronilde: él promete que se desquitará batiéndose por su patria.
¡Madre de mi corazón!
¡Y una diadema!
tiene la gloria de que su triunfo sea el primero que en España ha logrado el se-
xo a que pertenece. [...] Nada revela por otra parte que sea aquélla la obra de
una mujer: elevación, energía, estro poético, filosofía profunda (Gaceta de Ma-
drid, 22-VI-1844).
I. Saúl, orgulloso de su victoria sobre los filisteos, ofrece al templo los despojos que
ha conquistado contra la explícita prohibición de Samuel, enemistándose así con los sa-
cerdotes guiados por Achimelech. Samuel le maldice y le profetiza una pronta caída.
Entre tanto, su hija Micol se enamora de David y de sus dulces cantos.
228 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
II. En el campamento judío reina el terror por los desafíos que lanza Goliat y que
nadie se atreve a aceptar. Saúl promete su hija y su sucesión al que le venza. Se ofrece
David y sale vencedor. Saúl empieza a sentir celos de ñ.
III. Un campesino trasmite a Saúl una profecía de Samuel que nuevamente des-
pierta sus celos y sus sospechas contra David, que acaba de casarse con Micol. Saúl
manda a Abner que le asesine, pero el sicario cuenta que David se ha escapado con la
ayuda de los sacerdotes. Entre tanto, los filisteos avanzan.
IV. David entra ocultamente en el campamento, donde se encuentra con Micol y
con el otro hijo de Saúl, fonathas; en señal de amistad, truecan los cascos. Saúl inte-
rroga a la Pitonisa, que le predice desventuras. De una roca sale el fantasma de Sa-
muel y Saúl se desmaya. Al ver luego avanzar a Jonathas con el casco de David, le
mata. Cuando llega David victorioso, comprende su error y se clava la espada. Mo-
ribundo, tira la corona, que Achimelech recoge para ponerla en la cabeza de David.
Esta vez la autora ha logrado componer una tragedia poderosa, rica de su-
cesos a menudo inesperados y aptos por tanto para mantener siempre despier-
to el interés del auditorio.
Como en la tragedia anterior, pero con más intensidad y eficacia, se utili-
zan los juegos escénicos de luz y tinieblas: la tragedia empieza al alba de un
día de tormenta que lo oscurece todo, mientras rayos y truenos acompañan
premonitoriamente los gestos sacrilegos de Saúl, que viola la intimidad del
templo y se improvisa ministro del sacrificio que los sacerdotes se han nega-
do a llevar a cabo.
Lo más acertado es el fuerte sentido religioso que domina la pieza y que
comparten todos, gracias al cual se va creando una atmósfera cargada de in-
certidumbre entre lo real y lo sobrenatural, la visión y el delirio, como en algu-
nos dramas de Zorrilla. Pululan las profecías y se advierte siempre próxima la
amenaza de un plazo, de manera que la trama se desarrolla bajo la aprensión
constante por algo espantoso que debe o puede ocurrir de repente. Como en
los primeros dramas románticos, es verdad, pero con u n fondo hierático en-
tonces desconocido.
Hay además figuras macilentas como las de Samuel y Achimelech, y apare-
ce el fantasma de Samuel (quizás por influjo de El zapatero y el rey), que contri-
buyen a producir un clima sugerentemente opresivo que dura a lo largo de
casi todos los episodios y concluye solamente con el trágico suicidio del prota-
gonista.
Otro nuevo y joven autor, Eulogio Florentino Sanz, lleva adelante ese pro-
ceso de humanización de los personajes ilustres de la historia que ya había
empezado, aunque de forma algo superficial, Rodríguez Rubí. El día 1 de fe-
brero de 1848 estrenó en el Príncipe el drama que todavía es considerado su
obra maestra: Don Francisco de Quevedo, que encontró en seguida el favor
del público y se quedó en cartel hasta el día 14, para ser luego repuesto otras
10 veces.
VIL HACIA EL REALISMO 229
En Madrid, 1643. Quevedo mata al sicario al que Olivares había encargado el ase-
sinato de la infanta Margarita, y, por un equívoco, se pone la capa del muerto. En ella
encuentra la esquela con que el Conde-Duque ordenaba el delito y la devuelve a cambio
de otra que Olivares posee en la que Villamediana, antes de morir, disculpaba a la rei-
na. Pero Quevedo posee también documentos que prueban varias culpas de Olivares;
no pudiendo entregarlos de otra forma al rey, se los pega en la espalda. El rey despide a
Olivares, y Quevedo, enamorado de la infanta Margarita, se separa de ella con una
gran congoja.
El título se debe a ciertos epigramas que Quevedo escribía contra las muje-
res donde repetía el estribillo «¿Quién es ella?» y que, después del arrepenti-
miento de la Condesa, compone en favor de ellas.
Tal vez el mejor acierto de la comedia fue justamente el himno final en fa-
vor de las mujeres puesto en la boca del poeta, notoriamente misógino, quien
no duda en exaltar a la mujer como «el animal más lindo / que Dios crió en es-
te mundo» y en atribuir al hombre la causa de los defectos femeninos:
Pieza de enredo, con cierto gusto por la reconstrucción ambiental, por otro
lado no muy extensa, puede interesar como otro aporte a la teatralización de la
figura de Quevedo.
Hay que añadir que ya en 1845 el mismo Bretón había manifestado su con-
versión a la alta comedia, estrenando en el Cruz, el 27 de enero, los tres actos de
Don Frutos en Belchite, que se presentaba como la segunda parte, o más bien se
diría, la palinodia del Pelo de la dehesa.
Don Frutos, convertido, gracias a los muchos viajes, en un apuesto caballero, vive en
Belchite, donde ha contraído un compromiso matrimonial con una ruda Simona, de la
cual mal aguanta las groserías, que en cambio le hacen añorar más agudamente a Elisa,
de quien sigue enamorado. Por una casualidad, la propia Elisa, que, abandonadas sus ín-
fulas de aristócrata, ha venido a Belchite para vender una propiedad con el fin de remediar
a los gastos producidos por las calaveradas de su marido, tiene un incidente con el coche
que se vuelca justamente cerca del sitio donde vive Frutos. Éste la socorre y la acoge en su
casa, y entre los dos brota nuevamente el amor. Una carta providencial que anuncia la
muerte del marido de Elisa y una estratagema con que don Frutos se libera del compro-
miso permiten las bodas de los dos.
Carlos, noble empobrecido y poeta idealista, ama a Leonor, hija del capitalista don
Trifón, que no cree en nada más que en el dinero. Carlos escribe a nombre de él un
opúsculo contra el Gobierno por el cual Trifón es encarcelado. Defendido por Carlos,
es absuelto y es elegido diputado, pero una quiebra en la Bolsa le deja arruinado. Pre-
tende recuperar su dinero casando a Leonor con el rico Livorio, pero su hermana Petra
consigue espantar al nuevo pretendiente y casar a los dos muchachos, asegurándoles
su protección y su ayuda económica.
Te lo prometo.
Mi familia y nada más.
Que es, en otro registro, la misma conclusión de El hombre de mundo. Así co-
mo la exaltación del idealismo personificado en Carlos (pero no separado de
cierto sentido práctico que le induce a escribir el folleto y a defender y salvar a
Trifón) en contraposición con el árido apego al dinero parece anticipar a López
de Ayala (Consuelo) y a varias piezas de Echegaray.
es una pieza enteramente clásica, bien escrita, y tiene escenas de mucho efecto
(FLORES, El Laberinto, l-V-1844).
VIII. EL TEATRO Y SU MUNDO
Tal aparecía a Larra el mundo del teatro a fines de 1836, cuando justamen-
te escribía:
Ésta no era empero más que una de las numerosas quejas de Larra, que
siempre tomó tan a pecho todas las cuestiones relativas al teatro, en el cual
veía «el termómetro de la civilización de las naciones» 2 y, al mismo tiempo,
«una diversión indispensable, que dirige la opinión pública de las masas que
la frecuentan». 3
La última cita pertenece a un importante artículo, compuesto a finales de
1832 y titulado significativamente «Reflexiones acerca del modo de hacer re-
sucitar el teatro español», en el cual, al lado de la amarga constatación del esta-
do de postración en que el escritor veía el teatro, se encendía una pálida luz de
esperanza debida a la renovación que todo el mundo esperaba de la regencia
1
«Felipe II», en El Español del 20 de diciembre de 1836.
2
«Teatros», en Revista Española del 1 de noviembre de 1832.
3
«Reflexiones sobre el modo de hacer resucitar el teatro español», en E! pobrecito hablador del
20 de diciembre de 1832. Larra, subraya J. ÁLVAREZ BARRIENTOS («Sobre la teoría del actor en Ma-
nuel Bretón de los Herreros», Estudios de Literatura española de los siglos xix y xx. Homenaje a ]. M.-
Díez Taboada, Madrid, CSIC, 1998, p.153), compartía con Mesonero y otros muchos escritores del
momento la «idea, netamente ilustrada», de que «El teatro y el actor dan brillo a la nación, repre-
sentan su nivel de civilización, y además son vistos como industria, como fuente de ingresos».
233
234 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
ha empezado a brillar una aurora más feliz —así justificaba Larra su relativo opti-
mismo— que promete, por fin, la realización de mil esperanzas juntas, tantas veces
desvanecidas.
Visto el estado de decadencia en que se hallan de algún tiempo a esta parte los
teatros de esta capital [...].5
Pasan otros dos meses y subraya el abandono del teatro de parte del públi-
co. Se fue al teatro, dice con su habitual ironía,
a cara descubierta, porque imaginamos que para no ser vistos de nadie, bastaba con
ir al teatro.7
4
Los derechos de autor fueron largo tiempo precarios y poco atendidos, a pesar de existir
una tarifa fijada, según la clase de obras, por el Reglamento general para la dirección y reforma de tea-
tros, de 1807, que sólo en parte fue sustituido por nuevos reglamentos que se dictaron en los pri-
meros años de la regencia de Cristina. Existía una fuerte desproporción entre las ganancias de los
autores y las de los actores: J. L. PICOCHE calcula: «Un auteur dramatique de premier plan devait
en 1848 faire jouer a peu prés dix drames dans l'année pour gagner une somme sensiblement éga-
le au traitement d'un premier acteur» (en J. E. HARTZENBUSCH, LOS amantes de Teruel, Paris, Centre
de Recherches Hispaniques, 1970,1, p. 52. Véase también el entero párrafo dedicado a «Les droits
d'auteur», pp. 48-55).
5
«Teatros», en El Español del 19 de febrero de 1836.
6
«Teatros y algo más», en El Español del 18 de mayo de 1836.
7
«Teatros», en El Español del 3 de mayo de 1836.
VIH. EL TEATRO Y SU MUNDO 235
Podríamos pensar que una visión tan desencantada haya que atribuirla al
conocido pesimismo de «Fígaro», pero quejas parecidas se encuentran a me-
nudo entre sus contemporáneos (célebres son algunos artículos de Mesonero
Romanos, como Los cómicos en cuaresma y El teatro por fuera) y también en los
años siguientes.
Valgan tan sólo dos ejemplos, además de los que se aducirán en otros aparta-
dos. El desinterés del público reaparece en 1841 en u n artículo de Miguel de los
Santos Álvarez, para el cual la parte «menos educada» del público, la que podría
sacar alguna ventaja de u n teatro culto, sólo acude cuando se dan obras «de gran
espectáculo» y «cuando es de majia es cuando una comedia se representa todas
las noches durante meses enteros»;8 en tanto que, el año anterior, Coello y Que-
sada empieza su artículo con palabras tan desconsoladas como las de Larra:
2. LOS TEATROS
8
«Teatros», en El Pensamiento de 1841, n. s 3. No faltan por otro lado visiones más optimis-
tas, como la de Pastor Díaz, que en 1837 escribía: «Los teatros se llenan de bote en bote siempre
que se anuncie una nueva pieza dramática original». Véase N. PASTOR DÍAZ, «Del movimiento li-
terario en España. En 1837», en Obras Completas, BAE CCXXVII, p. 102b.
9
«Consideraciones generales sobre el teatro y el influjo en él ejercido por el romanticismo», en
Semanario Pintoresco del 25 de junio de 1840.
10
Don Circunstancias, 5 de noviembre de 1848.
236 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
iluminadas por un alumbrado bastante primitivo. Sin embargo, hay que decir
que el advenimiento del drama romántico impuso varias mejoras, por las exi-
gencias de representar espacios inusuales, como internos góticos o vastas esce-
nas de la naturaleza. Fue con La conjuración de Venecia cuando se experimentó
una manera nueva de montar los espectáculos, que se repitió con el Don Alvaro
y otras piezas, gracias sobre todo a la excelente colaboración de escenógrafos
provectos, como Blanchard, Villaamil, Gandaglia, Lucini. Pero no siempre se
montaron las obras con tanto esmero, como se desprende de varios reparos que
aparecen en algunas reseñas.
A lo que parece, la revolución romántica no influyó en cambio en las mejo-
ras de las salas: en 1837, reseñando la representación de Don Fernando el empla-
zado en el Príncipe, Salas y Quiroga relevaba justamente esta diferencia entre la
sala y el escenario:
11
No me olvides, n.s 32, p. 5.
12
Historia del teatro en España (ed. DIEZ BORQUE), II, Madrid, Taurus, 1988, pp. 583-585.
VIII. EL TEATRO Y SU MUNDO 237
Muchas óperas se dieron sin embargo también en los otros dos teatros, pre-
ferentemente en el de la Cruz, que, a pesar de estar en condiciones generales
peores, tenía una mejor maquinaria y u n mayor número de asientos.
El teatro de verso, en cambio, se representaba en el Príncipe y en el de la
Cruz. El primero monopolizó casi por completo, como se ha podido despren-
der de las indicaciones que acompañan en este trabajo el análisis de las piezas,
la dramaturgia romántica, mientras que el teatro de la Cruz prefería reperto-
rios más ligeros y populares, como los melodramas.
El Príncipe fue el local que más llamó la atención de las autoridades, tanto
que se le reformó de manera efectiva en 1849, dotándolo de nuevos recursos
(entre ellos, la iluminación de gas) y bautizándole con el nuevo nombre que
conserva todavía de «Teatro Español».
Sin embargo, existían salas más pequeñas, 1 3 privadas, algunas de gran
prestigio, como la del Liceo, amén de u n número no controlable de teatros ca-
seros.
Los «dos coliseos» eran propiedad de la municipalidad, que, a partir de
1823, cuando contrató a Grimaldi, confiaba a menudo su gestión a empresas
privadas.
No se puede cerrar este apartado sin una referencia al Café del Príncipe,
que se encontraba al lado del teatro homónimo y que, a partir de 1830-1831,
fue elegido por los literatos madrileños para sus tertulias, en las cuales par-
ticipaba todo lo mejor de la cultura de la capital: por eso fue rebautizado por
los concurrentes con el nombre glorioso de «El Parnasillo». Su importancia
atañe a todos los fenómenos culturales, pero se refiere sobre todo al m u n d o
del teatro, y no sólo por la cercanía con el famoso coliseo, sino también por
la intensa concurrencia de autores teatrales y por la presencia «al frente de
la mesa que pudiéramos llamar presidencial» del «dictador teatral, Grimal-
di», el cual «tendía el paño y disertaba con gran inteligencia sobre el arte
dramático y la poesía». 14
Grimaldi también nos exige que se le dedique un párrafo, por la importan-
cia que tuvo en el desarrollo del teatro romántico, antes como autor de La pata
de cabra y luego como empresario teatral que cuidó la representación de los pri-
meros dramas románticos y asistió y animó a los más importantes autores y ac-
tores de la época.15
13
Hay que recordar el Teatro Variedades, el de Buenavista, el del Instituto, el del Museo, el
del Circo, el de la Sartén, el de las Tres Musas.
14
MESONERO ROMANOS, Memorias, cit, p. 432. Véase todo el capítulo dedicado expresamente
a «El Parnasillo», pp. 407-413.
15
Sobre Grimaldi, véase GIES, Theater and Politics, cit.; F. M. DUFFY, «Juan de Grimaldi and the
Madrid Stage (1823-1837)», Hispanic Review, X (1942), pp. 147-156. Su papel en la renovación del
teatro, con el montaje de los primeros dramas románticos, lo pone de relieve J. ESCOBAR en «Un
episodio biográfico de Larra, crítico teatral, en la temporada de 1834», Nueva Revista de Filología
Hispánica, XXV (1976), pp. 44-72.
238 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
3. LOS ACTORES
La evolución del arte del actor entre los últimos decenios del siglo xvm y los
primeros del xix es la historia de u n gradual acercamiento entre el actor y el
personaje que, desde el original distanciamiento del teatro barroco y neoclási-
co, desemboca en fin en una total fusión en la edad romántica.
La tradición barroca, que sobrevive en la época neoclásica, imponía o per-
mitía que el actor ostentase su habilidad ahuecando la voz, usando tonos decla-
matorios, exagerando la mímica y la gesticulación: en una palabra, que llamase
la atención del espectador más sobre su actuación que sobre la realidad escéni-
ca del personaje que interpretaba. El actor prevalecía sobre el personaje.
Con la introducción del principio de «naturalidad», que ya defendieran al-
gunos teóricos de la segunda mitad del xvm,16 y que se hizo efectivo gracias a la
actuación de Máiquez, que lo había aprendido en París en la escuela de Taima,
se impone «la adecuación de la interpretación a los papeles que se representan,
no la repetición de u n modelo, tradicional y antiguo, gesticulante y exagera-
do».17
El concepto de naturalidad era, en el campo de la actuación escénica, el equi-
valente del principio universal de la verosimilitud proclamado por las poéticas
clasicistas, y por tanto colocaba a actor y personaje en el mismo plano: el prime-
ro imitaba los rasgos que le parecían más propios del segundo, interpretando
su capacidad profesional como la que le permitía reproducir en las tablas la in-
tención del autor, siendo «capaz de dar vida a las palabras muertas de la obra li-
teraria».18 Lo cual, por otro lado, no suponía participación; más bien se aplicaba
el principio enunciado por Diderot que exigía del actor cierta frialdad e insensi-
bilidad que le facilitasen el indispensable distanciamiento crítico.19
Que en cambio es rechazado por el romanticismo, el cual, sustituyendo a la
verosimilitud y a la naturalidad el principio de la verdad, postula, en el ámbi-
to teatral, una identificación entre actor y personaje, ya que el primero tiene
que sentir y por consiguiente actuar como si fuere el mismo personaje que in-
tepreta:
16
J. ÁLVAREZ BARRIENTOS cita el testimonio de Francisco Mariano Nifo, que ya en 1763 usa
el término «acción natural» y propone que el actor «haga de tal modo verdadera la mentira que
se haga creer realidad lo que es fábula»: véase «Problemas de método: la naturalidad y el actor
en la España del siglo XVIII», Quaderni di Letterature iberiche e iberoamericane, 25 (1996), p. 12.
17
Ibídem.
i 8 Ibídem, p. 20.
19
Véase ibidem, p. 9.
20
Véase Curso de declamación o Arte dramático, Barcelona, Oliveres, 1848, p. 77.
VIII. EL TEATRO Y SU MUNDO 239
Y agregaba:
todos los movimientos de los brazos, manos, cabeza, etc., sean hijos del alma. 21
sólo así —afirmaba— se comprende la grande, la noble misión del teatro; porque si
sólo a fingir se redujere, ¿qué le quedaría al arte?22
todas las reglas del arte pueden formularse con esta sola palabra: «LA VERDAD».23
La verdad y la belleza son dos leyes esenciales para las bellas artes.24
21
Ibídem, p. 149.
22
J. ROMEA, Manual de declamación, Madrid, Abienzo, 1859, pp. 69-70. Aunque relativamente
tardío, el manual recogía las experiencias románticas de Romea, que constituirían la esencia de su
enseñanza en el Conservatorio.
23
ibídem, p. 67.
24
Cf. A. CALDERONE, op. cit, p. 576.
240 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
Y todo eso no le parecía asequible con Julián Romea, cuya personalidad po-
día (como, según nos cuenta, al fin ocurrió) prevalecer sobre la del personaje.
Inútilmente Zorrilla avisó a Romea: «Eso quiero: que representes, no que te
presentes»; el otro por fin consiguió el papel, pero, añade Zorrilla, «salió a es-
cena [...] pero salió Julián; presentó y no representó su personaje».25
Conceptos muy parecidos expresaba otro insigne representante del teatro
romántico, aunque sea en su versión preferentemente cómica, Manuel Bretón
de los Herreros, quien en 1852 afirmaba:
No se olvide que entre el traslado artístico y la realidad hay siempre algo de con-
vencional; y téngase muy presente que aun contra la misma verdad, cuya imagen
debe el teatro representarnos, se pecará gravemente e infaliblemente si el actor se
propone seguirle a todo trance y sin ninguna restricción.26
Quizás nadie como Zorrilla y Bretón supo describir con tanta exactitud y
tanto color la diferencia fundamental entre la verdad de la naturaleza y la ar-
tística, con la consecuente separación, en la primera, entre actor y personaje, y
su identificación, en la segunda.
Pero lo que hay que poner de relieve es sobre todo el principio de que la
verdad artística, la verdad convencional, tiene que dominarlo todo: es la pri-
macía de lo imaginario, de lo soñado, que románticamente se reivindica contra
la realidad «seca y desnuda» que todo romántico aborrece y que sólo determi-
na u n deseo irreprimible de escapismo en el mundo de la ficción. Se trata de
esa verdad que Rivas pintaba en una obra que no salió a las tablas sino muy
tarde, a pesar de haberse compuesto en la época romántica: 27 El desengaño en un
sueño, donde el protagonista descubre su verdad existencial gracias a u n sueño
que tiene la apariencia de la realidad, a diferencia del lejano modelo de Segis-
mundo, que la había descubierto a través de una realidad que tenía la aparien-
cia de u n sueño. Era el rechazo kantiano de una realidad preconstituida en
nombre de una verdad construida por el hombre.
Con estas premisas, claro está que todos los esfuerzos, y por consiguiente
todas las críticas se dirigen a pedir o a mantener el mundo de la ilusión, recha-
zando cualquier roce con la «verdad de la naturaleza».
Entre los elogios que se dirigen tan a menudo a la actriz Matilde Diez des-
taca el de ser verdadera: «la Sra. Diez como siempre —afirma una reseña de
25
J. ZORRILLA, Obras Completas, cit, II, pp. 1819-1820.
26
M. BRETÓN DE LOS HERREROS, Progresos y estado actual del arte de la declamación en los teatros de
España, Madrid, Mellado, 1852, p. 59.
27
Se compuso en 1842 y se representó en 1875.
VIII. EL TEATRO Y SU MUNDO 241
Asimismo:
ha sabido dar su verdadero color a todas las medias tintas de que su papel se com-
pone.31
Casi con las mismas palabras Larra alaba al actor que en la comedia de Bre-
tón Un tercero en discordia hacía de «barba», por haber dado «el color verdadero
a su carácter». 32 Lo mismo ocurre con otra pieza bretoniana, No ganamos para
sustos, en la cual Lombía, nos dice una reseña, «ha estado inmejorable», dando
«tal verdad al carácter que el público sin poder aguardar prorrumpió en aplau-
sos que multiplicó después hasta lo infinito».33
La idea de la verdad predomina todavía a finales de la edad romántica, si
en 1849 una reseña de Traidor, inconfeso y mártir alaba al actor Barroso,
28
Gaceta de Madrid del 22 de noviembre de 1837.
29
Gaceta de Madrid del 13 de febrero de 1839.
30
Revista Española del 25 de abril de 1834.
31
Boletín de Comercio del 9 de julio de 1833.
32
Revista Española del 29 de diciembre de 1833.
33
El Eco del Comercio del 16 de mayo de 1839.
34
Don Circunstancias del 9 de marzo de 1849.
242 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
[La Sra. Lamadrid] ha estado tan inspirada, ha sentido tanto y espresado con tal
verdad su papel, que también puede perdonársele el haber salido a hacernos tragar
la patata de que una joven aunque no sea niña pueda pasar por niña.35
Y concluía amonestando:
una vez alzada la cortina, sepan [los actores] que ya no existe entre ellos y el pú-
blico, entre sus apellidos y el estado político de las cosas del país maldita la relación.38
35
Don Circunstancias del 15 de abril de 1849 (reseña de El sí de las niñas).
36
En artículos aparecidos en el Correo Literario de 1831; citado por ÁLVAREZ BARRIENTOS, «So-
bre la teoría del actor», cit, p. 157.
37
En la reseña de Un tercero en discordia, cit.
38
«Teatros», en El Español del 3 de mayo de 1836.
39
«El verdadero inventor de la cuarta pared» le define R. ABIRACHED, La crisis del personaje en
el teatro moderno (trad. esp.), Madrid, Publicaciones de la Asociación de los Directores de Escena
de España, 1994, p. 105.
VIII. EL TEATRO Y SU MUNDO 243
40
El Eco del Comercio del 7 de febrero de 1840.
41
Larra, en El Español del 3 de mayo de 1836 («Teatros»).
42
«De las traducciones», en El Español del 11 de marzo de 1836.
43
«El Trovador», en El Español del 4 de marzo de 1836.
44
Citado por Calderone, op. cit., p. 576.
45
Boletín de Comercio del 9 de febrero de 1834.
46
«Los celos infundados», en Revista Española del 1 de febrero de 1833.
244 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
descontento con las «contorsiones» y los gritos de los actores que de esta
forma pretendían satisfacer el «gusto depravado del público»; pero notaba,
en armonía con las afirmaciones expuestas hacía cuatro años en su Discurso,
que esto ocurría solamente cuando se representaban piezas extranjeras.
Eran defectos que definía «ajenos», es decir, importados, ya que nacían «de
la manía melodramática, que exagerando las pasiones los conduce a una
afectación insoportable, que algunos confunden con el bello y sublime ro-
manticismo». El cual, en cambio, para Duran, se encontraba en las piezas
del repertorio nacional y por tanto influía positivamente también en la de-
clamación:
El actor está sentado, habla, escribe, da la carta a su criado, razona con el hoste-
lero y le significa sus órdenes con el mismo aire, tono y ademán que parece que ha-
bía de hacer todas aquellas cosas él mismo.50
47
«Correspondencia. Literatura dramática. Amar desconfiando o La soltera suspicaz», en Correo
Literario del 9 de julio de 1832.
48
Citado.
49
Revista Española del 25 de abril de 1834.
50
El Laberinto del 16 de abril de 1844.
VIII. EL TEATRO Y SU MUNDO 245
Una de las cosas en que los actores deben instruirse con esmero —afirma la Re-
vista Española del 3 de noviembre de 1834— es la de vestirse con propiedad, y en ser
buenas copias de lo que exige la cultura social.
¿Dónde ha visto el señor Lombía maestro de baile que se vista de luto riguroso a
las ocho de la mañana, sin habérsele muerto padre ni madre, y de frac y pantalón co-
lán, como si fuese a asistir a un baile de corte? ¿Dónde ha visto pantalón colán con
carreras de botones de metal, a manera de botín manchego?52
De las críticas, a veces feroces, no se salva casi nadie, excepto Carlos Latorre
o Julián Romea, que en general, aunque no siempre, salen airosos, o sobre todo
Matilde Diez, ante la cual todo crítico parece arrodillarse sumido en una pro-
funda admiración. Se la consideraba superior a todos los demás; en Muérete ¡y
verás! anota El Eco del Comercio:
sobresalió entre todos la sublime Matilde Diez, dando a un papel muy espuesto
a adolecer de monotonía un vigor y unos efectos admirables.53
Pero la Matilde brillaba en medio de todos cual la luna entre las estrellas o como
gruesa perla entre menudo aljófar.54
Los varios reparos que hemos visto en las diversas reseñas dejaban a veces
sobreentendida, a veces explícita, la persuasión de que hacía falta una mejor
51
Gaceta de Madrid del 7 de diciembre de 1837.
52
«De las traducciones», cit.
53
El Eco del Comercio del 3 de mayo de 1837.
54
El Eco del Comercio del 3 de diciembre de 1837.
55
Don Circunstancias del 9 de marzo de 1849.
246 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
Hasta ahora se ha creído que bastaba con tener memoria o apuntador para ser có-
mico, y aun cómicos hemos conocido que por no saber leer se hacían leer por otros
sus papeles para aprenderlos. ¡Dígannos si gentes de esta especie son las que pueden
verter en la escena las bellezas que no saben ni leer, ni apreciar [...]! Nadie necesita
hacer estudios más prolijos [...]: nadie necesita tener mejor educación que un actor.
55
«Reflexiones acerca del modo de hacer resucitar el teatro español», cit.
57
«Teatros», en El Español del 29 de febrero de 1836.
58
Los actores Carlos Latorre y José García Luna.
59
Se trata de u n acontecimiento de cierta importancia, ya que hasta entonces don y doña
siempre se habían negado a actores y actrices, los cuales seguían llevando las huellas de esa con-
dición de «infames» que se les atribuía en los siglos anteriores. La concesión del don a Latorre y
Luna fue, pues, el inicio de u n proceso de rehabilitación que se concluyó definitivamente en
aquellos años.
VIII. EL TEATRO Y SU MUNDO 247
Y y a lo h e m o s visto p o r cierto.
Por otro lado, no faltó quien, como Bretón, defendía la primacía de la voca-
ción natural, negando la utilidad de una escuela de declamación:
4. L A PUESTA EN ESCENA
Las reseñas que se publicaron en los periódicos madrileños a raíz del estreno
de La conjuración de Venecia parecen subrayar el advenimiento de una manera
nueva de hacer teatro, sobre todo por lo que atañe a la puesta en escena, tanto en
el aspecto propiamente escenográfico como en la vertiente de los actores.
«Madrid no ha visto nada igual», comentaba El Correo de las Damas del 25 de
abril de 1834, que pasaba en seguida a alabar «el lujo, propiedad y perfección
difíciles de mejorar», e insistía sobre pormenores relativos a varios elementos
escénicos:
Las decoraciones son lindísimas, los trajes propios, los muebles a propósito.
El mismo día, en la Revista Española, Larra ante todo tejía sus elogios por un
personaje al que quizás se citase por primera vez en una reseña, el director de
escena (seguramente aludía a Grimaldi), comentando:
dígasenos cuándo hemos visto en nuestros teatros ponerse en escena con tal
pompa y tal exactitud histórica un drama.
62
Tal decisión se remonta a 1767: véase ARIAS DE COSSÍO, cit, pp. 30-31.
63
Hay que referirse sobre todo a Antonio REZANO, Desengaño de los engaños en que viven los que
ven y executan las comedias, Madrid, Aznar, 1768, y Joseph DE RESMA, El arte del Teatro, Madrid, Iba-
rra, 1783. Remito, por otro lado, al ya citado artículo de ÁLVAREZ BARRIENTOS, «Problemas de mé-
todo...», y al mío titulado «Vero e verosimile dal teatro neoclassico al teatro romántico», Lafesta
teatrale ispanica, Napoli, Istituto Universitario Oriéntale, 1995, pp. 345-353.
VIII. EL TEATRO Y SU MUNDO 249
Y hay que añadir que algunos géneros teatrales, como los melodramas y so-
bre todo las comedias de magia, proporcionaron, a partir del siglo xvm, un lar-
go y fecundo ejercicio esceno-técnico, particularmente por lo que atañe a los
complicados juegos de la tramoya y de los cambios de escena. Importante es, en
este campo, la presencia de pintores escenógrafos de valor, como Blanchard, que
hace justamente sus primeras pruebas con el teatro de magia, consiguiendo ex-
celentes resultados ya antes de que se produjera la gran temporada romántica.
En efecto, cuatro años antes del estreno de La conjuración, el 18 de enero de
1830, El Correo literario y mercantil exaltaba la primera representación del Diablo
verde con palabras muy parecidas a las de las reseñas que acabamos de leer y
expresaba su viva apreciación por los pintores Blanchard y Gandaglia:
Los verdaderos diablos de esta obra portentosa han sido los señores Blanchard y
Gandaglia, que en cuanto a decoraciones pueden vanagloriarse de haber presentado
un espectáculo, a cuya pompa y lucimiento no iguala ninguno de los que hasta aho-
ra se han visto en nuestros teatros.
64
Op. cit, pp. 256-257.
65
Actor, tono, mímica, gesto, movimiento, maquillaje, peinado, traje, accesorios, decorado,
iluminación, música, sonido.
66
CALDERONE cita, como ejemplo perfecto de esta correlación, la escena del Alfredo en que
«acompañada por rayos, truenos, ruido de tempestad y llamas de u n volcán, se levanta la voz ate-
rrada de Berta: "¡Cómo brama la tempestad! parece que batallan todos los elementos [...] que el
universo entero se conmueve como mi corazón"», op. cit., p. 590.
250 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
67
En la composición de sus textos, los autores tenían en cuenta ese juego de telones, como
atestigua Rivas, quien, en la acotación de la primera escena del acto V de Don Alvaro, anota: «Debe
ser decoración corta, para que detris estén las otras por su orden.»
VIII. EL TEATRO Y SU MUNDO 251
68
Véase Textos y representación del drama histórico en el Romanticismo español, Pamplona, Eunsa,
1999, particularmente el cap. 3, pp. 29-40.
252 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
69
«... habiendo algunos personajes en escena, no formaban grupos distintos, sino la media lu-
na, con los cuernos hacia el auditorio tocando en los cubillos [es decir, en los palcos situados en la
embocadura]» (E. FUNES, La declamación española, Sevilla, Díaz, 1895, p. 486).
VIII. EL TEATRO Y SU MUNDO 253
imitado por numerosas piezas. Sin embargo, hay algunos ambientes más ca-
racterísticos y privilegiados, como son, entre los exteriores, la ermita, las rui-
nas iluminadas por la luna, los bosques o las plazas de las ciudades; entre los
interiores, el salón gótico, el panteón, la celda. En la decoración de los telones
que representaban exteriores fue donde se esmeraron los mejores escenógra-
fos. Debió de ser memorable el telón que representaba Venecia en La conjuración,
pintado por Blanchard y anunciado por la empresa como uno de los mayores
atractivos de la pieza; sabemos también que al éxito de El zapatero contribuyó,
entre otras cosas, la adopción de u n telón de fondo cilindrico, llamado ciclora-
ma, en el que aparecían una tras otra las diversas imágenes que requería la si-
tuación.
Se pretendía ensanchar o alargar la escena lo más posible, y a tal fin se usa-
ron no sólo los rompimientos a los cuales ya se ha hecho alusión, sino también
los llamados forillos, lienzos que, gracias a ciertas aberturas practicadas en el
telón de fondo, dejaban ver ulteriores espacios, o ventanas que se fingían abier-
tas sobre espacios exteriores, es decir, que enmarcaban otros lienzos oportuna-
mente pintados con paisajes en perspectiva.
Mucha importancia adquirían las puertas por su particular valor sígnico de
medio de relación entre lo exterior y lo interior, con efectos a veces relevantes,
como en el Macías, el cual inicia con la abertura de una puerta situada en el foro,
que introduce en un escenario por un momento vacío a dos personajes clave,
Fernán Pérez y Ñuño Hernández: «Venid conmigo, el hidalgo, / en esta cámara
entremos» (la palabra integra el movimiento escenográfico).
El decorado variaba naturalmente al pasar de las escenas exteriores a las in-
teriores, así como cambiaba la estructura del escenario, que, en el caso de inte-
riores, prefería sustituir los bastidores por lienzos laterales pintados, hasta
que, según nos informa Zorrilla, con Eí zapatero y el rey se levantan por prime-
ra vez verdaderas paredes. 70
Las escenas románticas sonhabitualmente realistas, por serlo también los tex-
tos que suponen una realidad contingente, pero hay casos muy contados en los
que se tiende a visualizar mundos fantásticos generalmente entendidos como
proyección de visiones interiores: son los casos del Alfredo y de El zapatero y el rey.
En el primero la situación es presentada de forma realista, aunque se apela
a la capacidad de interpretación e ilusión de los espectadores para que aparez-
ca como una alucinación de algunos personajes. Se trata de la escena final del
acto III, en la que aparece de improviso la Sombra de Jorge, que separa violenta-
mente a los amantes gritando: «¡Deteneos, sacrilegos!», en tanto que «los demás
manifiestan no ver nada». La Sombra de Jorge no podía ser sino el mismo actor
que interpretaba el papel de Jorge y la característica de la visión que afecta so-
lamente a Alfredo y Berta debía resultar exclusivamente del grito que emiten
los dos, frente al ademán de extraneidad manifestado por los asistentes. Lo
70
Véase Recuerdos, cit., p. 1762.
254 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
tal era la fraternidad que entonces reinaba entre autores y actores; tal era el cariño
y entusiasmo del público por los de entonces, y tan poco consistentes sus ojerizas y
enemistades, que el menor éxito las vencía, y el soplo vital de la lealtad las disipaba.71
71
Véase ibidem, pp. 1759-1762.
VIII. EL TEATRO Y SU MUNDO 255
72
Véase D. T. GlES, «Don Juan Tenorio y la tradición de la comedia de magia», Hispanic Review,
58 (1990), pp. 1-17.
73
Para una ampliación, exacta y pormenorizada, de los aspectos que se han tratado en es-
te apartado, remito también a la tesis doctoral, lamentablemente inédita todavía, de Ana Isabel
BALLESTEROS DORADO, Imaginación y percepción sensible del drama romántico español (Universidad
Complutense, 7 de octubre de 1996).
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264 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA
Abirached, R., 242 146, 147, 148, 149, 150, 151, 152, 153,
Adams, N. B., 25 154, 155, 156, 157, 158, 163, 165, 166,
Alborg, J. L., 51, 61,128,190,192, 205,224 167, 168, 198, 202, 214, 215, 217, 218,
Alcalá Galiano, A., 26, 82, 88 219, 229, 230, 233, 240, 241, 242, 247
Alfieri, V., 99, 227 Brulay, 19
Alonso Cortés, N., 197 Burgos, J. de, 31
Alonso Seoane, M a J., 46, 49, 51, 57, 64 Burke, E., 48,53,122
Álvarez Barrientos, J., 26, 29, 233, 238,
242, 248 Cagigal, Marqués de (Aristipo Megareo),
Alien, R., 155 31,37
Aranda, conde de, 248 Calabró, G., 102
Arias de Cossío, A. M., 248 Caldera, E., 26, 54, 57,176, 224
Aristóteles, 28 Calderón de la Barca, P., 25, 46,106,108,
Asquerino, E., 175 109,111,134,160, 203, 206, 210
Calderone, A., 236, 239, 243, 249
Bajtín, M , 58 Cammarano (véase Verdi), 91
Ballesteros Dorado, A. I., 255 Cancellier, A., 8
Bances y López-Candamo, F. A. de, 69 Cantiran de Boirie, E., 14
Baranda de Carrión, P., 13 Cantos Casenave, M., 78
Barroso (actor), 241 Cardwell, R., 80
Bastes, V. J., 238 Carlos, don (príncipe), 99,100,101,108
Bayard, 15 Carlos II, 116,117
Belmonte y Bermúdez, L., 25, 26 Carlos V, 46,126,127,146, 214
Blair, 48 Carnerero, 21, 23
Blanchard (escenógrafo), 236, 249, 253 Carnero, G., 26, 53
Blomberg, B., 126,127 Casalduero, J., 106,188
Boccaccio, G. 104 Casona, A., 229
Bóhl de Faber, J.N. 45, 47 Castro y Orozco, J., 107,139
Bretón de los Herreros, M., 10,14,16,17, Castro, A., 190
18,19,20,23,25,26,28,34,35,36,38,48, Castro, Guillen de, 209
64, 65, 67, 107, 118, 122, 142, 144, 145, Cecchini, C , 89
267
268 ÍNDICE ONOMÁSTICO
Da Ponte, 183
Danderbuch, 16 Gabetti, G., 86
David (rey), 227, 228 Gallego, N., 15
Delavigne, C , 14, 20, 51 Gámez García, ]., 182
Díaz Larios, L. F., 92, 208 Gandaglia (escenógrafo), 236, 249
Díaz, J. M., 97, 99,102,112 García Castañeda, S., 184
Diderot, D., 48, 57, 95, 238, 242 García de la Concha, V., 26,61, 71,91,118
Dieulafoy, 19, 22 García de Villalta, J., 162,163
Diez Borque, J. M., 236 García Doncel, C , 170
Diez Taboada, J. M., 233 García Garrosa, M. J., 54, 56
Diez, M., 240, 245 García Gutiérrez, A., 89, 90, 91, 92, 96,
Dolfos, Vellido, 164, 209 107, 130, 131, 133, 136, 142, 168, 183,
Donizetti, G., 91 184, 203, 206, 207
Dorimond, 183 García Luna, J., 246
Dowling, J., 80, 224 García, S., 105
Ducange, V. H., 11,15 Garelli, P., 35
Duffy, F. M., 237 Gies, D. T., 11, 29, 176,184,188, 237, 255
Duguesclin, 178,180 Gil y Zarate, A., 21, 107, 115, 210, 212,
Dumas, A. 78, 97,109,111,183,190,192 213, 215, 216, 217, 231
Duran, A., 42,45,46, 47, 57,124, 239,243, Gil, B., 14
244 Giliberto, O., 183
Goldoni, C , 183
Éboli, Ana de, 112,113,114 Goliat, 228
Echegaray, J., 129, 219, 222, 225, 231 Gómez de Avellaneda, G., 226, 227
Escobar, J., 29,102,154, 237 Góngora, L. de, 108,109,111, 210
Escobedo, J. de, 112,114 González de Garay, M.- T., 41
Escosura, P. de la, 22, 107, 109, 111, 125, González Elipe, F., 107,141
126,128,129,130,194, 210, 224 Górner, O., 84
Espronceda, J., 88,153,159 Gorostiza, M. E., 10,17, 21, 25, 38, 39, 43
Esquivel, A. M., 254 Gran Capitán, 212, 213
Estébanez Calderón, S. 143 Grillparzer, F., 78
Grimaldi, J. de, 11, 29, 31, 237, 248, 251
Favila, 210 Guichot y Sierra, A., 78
Felipe II, 46, 99, 100, 101, 108, 111, 112, Guzmán el Bueno, 212
113,114,115,194 Guzmán, A., 30
ÍNDICE ONOMÁSTICO 269
Nifo, F. M., 238 Roca de Togores, M., 107, 122, 123, 124,
Nivelle de la Chaussée, 48 125,126,149
Noren (actor), 243 Rodrigo, don, 163, 205
Rodríguez de Arellano, 25
Ochoa, E. de, 49, 95, 96 Rodríguez Rubí, T., 122, 168, 173, 201,
Olivares, conde-duque de, 108, 110, 210, 203, 219, 220, 221, 223, 228
211, 229 Rodríguez, C , 243, 247
Orgaz, conde de, 107,108, 110, 210 Rojas Zorrilla, F., 25
Osuna, duque de, 210 Rojas, F. de, 106
Romea,}., 239, 240, 243, 243, 245
Pacheco, Juan (marqués de Villena), 162, Romero Larrañaga, G., 107,141
217 Romero Tobar, L., 7, 94
Pacheco, J. F., 84, 86, 87 Romero, L., 249
Pastor Díaz, N., 235 Rosier, 19
Pataky-Kosove, J. L., 51, 209 Rosimond, 183
Paulino, J., 51, 53, 61 Rossini, G. A., 91
Pedro el Cruel, 141, 177, 178, 180, 181, Ruiz Ramón, F. 118
182, 204, 213
Pedro (infante de Aragón), 122,123 Saavedra, Á. (véase Rivas, duque de)
Peers, E. A., 51, 70, 96,106, 113,118,120, Sainz de Robles, F. C , 224
123,125,128,129,155,164,190 Salas y Quiroga, J„ 107,111,115,120,122,
Pelayo, don, 210 139, 236
Peral, J. del, 15 Samuel, 227, 228
Pérez, Antonio, 112,113,114,115 Santillana, marqués de, 211
Pérez, Juana, 170 Santos Álvarez, M. de los, 235
Pérez Reverte, A., 229 Sanz, Eulogio F., 228, 229
Piave, F. M., 78 Sanz, R. C , 194
Picoche, J. L., 102,177,180,182, 234 Sarrailh, J., 51
Pineda, M., 30,113 Saúl, 227, 228
Pinto (actriz), 243 Scott, W., 148
Prieto, A., 239, 243 Scribe, E., 10,13, 15,17,19, 20, 21, 22, 23,
Príncipe, M. A., 148, 213 152, 242
Pseudo-Cicognini, 183 Schiller, F. 48, 53, 68, 78, 95, 96
Schiegel, Guillermo, 8, 26, 45, 57, 78
Quevedo, F. de, 108,109,111,210,229,230 Schiegel, Federico, 8
Sebastián, don (rey), 194, 239
Racine, J., 45 Senabre, R., 194,196,197
Ramiro II de Aragón, 134, 135, 136, 137, Shakespeare, W., 51
138,139 Shaw, D. L., 46, 61, 71, 91,118
Regenbusburger, C. A., 89 Smith, W. F., 220
Resma, J. de, 248 Solís, Diego, 25
Rey de Artieda, A., 104 Solís, Dionisio, 25, 26,183
Rezano, A., 248 Soumet, A. 51
Ribao Pererira, M., 251 Stáel, Mme. de, 77
Ribié, 29
Ricci, L., 176 Tamayo y Baus, M., 219, 225
Rivas, duque de, 47, 60, 78, 80, 82, 83, 88, Tapia, E. de, 41, 42
109,120,130,173,182, 214, 240, 250 Tárif, 163
ÍNDICE ONOMÁSTICO 271
Ulanga y Alcocín, J. (véase Gallego, N.) Werner, Z., 77, 78, 86,120
Urraca, doña (reina), 163,164
Yáñez, M. P., 224
Valladares y Garriga, L., 170
Vega, Garcilaso de la, 141 Zamora, 183
Vega, Ventura de la, 12,18,19, 20, 21, 22, Zelmiro (véase Gallego, N.)
38, 89,149,175,176, 219, 223, 224, 225 Zorrilla, J., 28, 29, 54, 59, 60, 87,122, 137,
Velázquez, D., 108,109 142, 153, 173, 177, 178, 180, 181, 182,
Verdi, G., 78, 91, 208 183, 184, 185, 187, 188, 189, 190, 191,
Violante de Hungría, 128,129 192, 193, 194, 196, 201, 203, 204, 205,
Villaamil (escenógrafo), 236 206, 224, 228, 239, 240, 251, 253, 254
ÍNDICE DE OBRAS
273
274 ÍNDICE DE OBRAS
LITERATURA Y SOCIEDAD