El Teatro Espanol en La Epoca Romantica PDF

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EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

LITERATURA Y SOCIEDAD

DIRECTOR
ANDRÉS AMORÓS

Colaboradores de los volúmenes publicados:

José Luis Abellán, Emilio Alarcos, Aurora de Albornoz, Jaime Alazraki, Earl Aldrich, José
María Afín, Xesús Alonso Montero, José Luis Alonso de Santos, Carlos Alvar, Manuel Alvar,
Andrés Amorós, Enrique Anderson Imbert, Rene Andioc, José J. Arrom, Francisco Ayala,
MaxAub, Mariano Baquero Goyanes, Giuseppe Bellini, R. Bellveser, Rogelio Blanco, Alberto
Blecua, José Manuel Blecua, Andrés Berlanga, G. Bemus, Laureano Bonet, Jean-Francois
Botrel, Carlos Bousoño, Antonio Buero Vallejo, Eugenio de Bustos, J. Bustos Tovar, Richard
J. Callan, Jorge Campos, José Luis Cano, Juan Cano Ballesta, R. Cardona, Helio Carpintero,
José María Castellet, Diego Catalán, Elena Catena, Gabriel Celaya, Ricardo de la Cierva, Lsi-
dor Cónsul, Carlos Galán Cortés, Manuel Criado de Val, J. Cueto, Máxime Chevalier,
F.G Delgado, John Deredita, Florence Delay, Francisco Javier Diez de Revenga, Manuel
Duran, Julio Duran-Cerda, Robert Escarpit, M. Escobar, Xavier Fábrega, Ángel Raimundo
Fernández, José Filgueira Valverde, Margit Frenk Alatorre, Julián Gallego, Agustín García
Calvo, Víctor García de la Concha, Emilio García Gómez, Luciano García Lorenzo, José
Guillermo García Valdecasas, Stephen Gilman, Pere Gimferrer, Antonio A. Gómez Yebra,
Eduardo G González, Javier Goñi, Alfonso Grosso, José Luis Guarner, Raúl Guerra Garrido,
Ricardo Gullón, Modesto Hermida García, Javier LLerrero, Miguel Herrero, E. Lnman Fox,
RobertJammes, José María Jover Zamora, Jon Kortazar, Pedro Laín Entralgo, Rafael Lapesa,
Fernando Lázaro Carreter, Luis Leal, María Rosa Lida de Malkiel, J.M. López de Abiada,
Francisco López Estrada, E. Lorenzo, Ángel G. Loureiro, Vicente Llorens, José Carlos Mainer,
Joaquín Marco, Tomás Marco, Francisco Marcos Marín, Julián Marías, José María Martínez
Cachero, L. Martínez de Mingo, Eduardo Martínez de Pisón, Marina Mayoral, G. McMu-
rray, Seymour Mentón, Lan Michael, Nicasio Salvador Miguel, José Monleón, María Eulalia
Montaner, Martha Morello Frosch, Enrique Moreno Báez, Antonio Muñoz, Justo Navarro,
Francisco Nieva, Antonio Núñez, Josef Oehrlein, Julio Ortega, María del Pilar Palomo,
RogerM. Reel, Rafael Pérez de la Dehesa, J. Pérez Escohotado, Miguel Ángel Pérez Priego.
A.C. Picazzo, JaumePont, Benjamín Prado, EnriquePupo-Walker, RichardM. Reeve, Hugo
Rodríguez-Alcalá, Julio Rodríguez-Luis, Emir Rodríguez Monegal, Julio Rodríguez Puértolas,
Leonardo Romero Tobar, José M.~ Ruano de la Haza, Fanny Rubio, Enrique Rubio Crema-
des, Serge Salaün, Noel Salomón, Gregorio Salvador, Leda Schiavo, Manuel Seco, Ricar-
do Senabre, Juan Sentaurens, Alexander Severino, Philip W, Silver, Gonzalo Sobejano,
E.H. Tecglen, Xavier Tusell, PA. Urbina, Isabel Uría Maqua, Jorge Urrutia, José Luis Várela,
José María Vaz de Soto, Darío Villanueva, Luis Felipe Vivanco, Ángel Vivas, DA. Yates,
Francisco Ynduráin, Anthony N. Zahareas, Alonso Zamora Vicente, Stanislav Zimic.
ERMANNO CALDERA

El teatro español
en la época romántica

EDITORIAIM CASTALIA
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Zurbano, 39 - 28010 Madrid - Tel. 91 319 58 57 - Fax 91 310 24 42
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mático, su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico,
por fotocopia, registro u otros métodos, sin permiso previo y por escrito de los titulares del
Copyright.
ÍNDICE

INTRODUCCIÓN 7

I. LA RECEPCIÓN 9

II. PRIMEROS ATISBOS ROMÁNTICOS: LA COMEDIA 27

1. La comicidad romántica 27
2. Una precursora: La pata de cabra 28
3. El estreno del romanticismo cómico 31

III. EL DRAMA ROMÁNTICO 45


1. Planteamiento teórico 45
2. La hispanización del drama romántico 47
3- El primer drama histórico romántico: La conjuración de Venecia .. 48
3-1. En la linea del teatro sentimental 52
a) Lo sublime 53
b) Lo patético 54
c) El lenguaje 56
3-2. En la línea del romanticismo 57
a) La ambigüedad romántica 57
b) El misterio y la realidad 59
c) Otros rasgos románticos: el tiempo, el destino, la libertad. 60
d) Los límites 6l
e) Los recursos escénicos 62
4. El drama de un comediógrafo: Elena 64
5. Del neoclasicismo al romanticismo: Matías 69
6. Los dramas del destino: Don Alvaro y Alfredo 77
7. La síntesis: El trovador 88
8. La «tragedia burguesa»: Incertidumbre y amor 95

5
6 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

IV. EL FLORECIMIENTO 97
1. Una temporada de transición 97
2. El romanticismo liberal 107
3- La comedia comprometida 142

V. EL FINAL DE LA PRIMERA DÉCADA 159


1. Los dramas: hacia el formulismo 159
2. La vitalidad de las comedias 165

VI. LA DRAMATURGIA TARDORROMÁNTICA 1Ó9


1. Aspectos de la recepción 169
2. Las obras maestras: 177
a) El zapatero y el rey 177
b) Don Juan Tenorio 182
c) Traidor, inconfeso y mártir 193
d)El pelo de la dehesa 197
3- Una ojeada a la cartelera 202
4. La comedia de los años cuarenta 214

VIL HACIA EL REALISMO 219

VIIL EL TEATRO Y SU MUNDO 233


1. Viejo, caduco y subalterno 233
2. Los teatros 235
3. Los actores 238
4. Lapuesta en escena 247

BIBLIOGRAFÍA ESENCIAL
I. Estudios de conjunto 257
a) Generales (con referencias al teatro romántico) 257
b) Específicos sobre el teatro romántico 258
II. Autores 258
III. El teatro y su mundo 263
IV. Fuentes bibliográficas de las obras teatrales citadas 263

ÍNDICES
índice onomástico 267
índice de obras 273
INTRODUCCIÓN

Con la conciencia de los problemas que afectan a cualquier forma de perio-


dización literaria, que siempre tiene algo de arbitrario y subjetivo, he escogido
para esta historia del teatro en la época romántica las décadas 1830-1849, pare-
ciéndome el período más idóneo para describir el nacimiento, el florecimiento
y la decadencia del teatro romántico español.
En parte ha influido en la elección la existencia de al menos dos antecedentes
de cierta importancia: los dos volúmenes de la Cartelera teatral madrileña, edita-
dos en Madrid, 1961 y 1963, en la colección de los Cuadernos bibliográficos del
CSIC, que abarcan respectivamente las décadas 1830-1839 y 1840-1849, y El tea-
tro romántico español (1830-1850). Autores, obras, bibliografía (ed. P. Menarini y
otros), Bologna, Atesa, 1982.
Sobre todo la primera obra, a pesar de sus inexactitudes, 1 es para este traba-
jo un punto de referencia ineludible, ya que en ella me fundo para establecer el
nivel de la recepción de las piezas que se representaron en esa época, y para se-
leccionar las obras que se analizan en esta historia: de hecho, me limito a las
piezas realmente representadas en los teatros públicos de Madrid. Claro está
que, de esta forma, el panorama puede manifestar sus límites, que habría que
salvar extendiendo la investigación a todas las provincias españolas, como su-
giere acertadamente Romero Tobar; 2 pero de momento, a pesar de haberse úl-
timamente multiplicado los estudios dirigidos a examinar la vida teatral fuera
de Madrid, falta el material para una investigación exhaustiva. Por otro lado,
una visión más «nacional» podría incrementar o modificar nuestros conoci-
mientos acerca de algunos datos relativos a la recepción, quizás también, en

1
Véase L. ROMERO TOBAR, Panorama crítico del romanticismo español, Madrid, Castalia, 1994,
p. 252, donde se refiere también a las observaciones de Adams, Andioc y Peers.
2
lbídem, p. 243.

7
8 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

algunos casos, al montaje, pero no determinaría variaciones sustanciales en la


valoración de las piezas que, no se olvide, se estrenaron casi todas en la capital.
En cuanto al período elegido, es indiscutible que es en él cuando se produ-
ce cabalmente el pleno florecimiento romántico, con el inicio del drama en
1834 (La conjuración de Venecia) y de la comedia en 1831 (Marcela) y una con-
clusión que es más difícil colocar cronológicamente pero que es bastante co-
rriente poner a mediados de los años cuarenta, esencialmente por el estreno,
en 1844, del Don Juan Tenorio, cuyo carácter de síntesis de los temas y proble-
mas del romanticismo español es generalmente reconocido. Por lo tanto, el
lustro siguiente se justifica como el momento en que drama y comedia, sin re-
nunciar totalmente a sus caracteres fundamentales, se van desarrollando ha-
cia formas nuevas con las cuales en parte ya conviven.
Naturalmente todo esto supone también la aceptación prejudicial de cier-
tos parámetros que conciernen a la duración del romanticismo en España y en
Europa y la definición previa de lo que se entiende por movimiento románti-
co. Problemas que dejo a un lado, ya que nos alejarían demasiado del asunto
y que impondrían la intervención en u n debate que se remonta a los propios
hermanos Schlegel y que quizás no alcance nunca una solución completa. Me
limitaré a considerar románticas las obras que presenten aspectos estructura-
les (la violación de las reglas aristotélicas, por ejemplo) y / o de contenido (la
exaltación del sentimiento, el subjetivismo, el culto de la tradición, el histori-
cismo, la angustia espacio-temporal, el ansia de comunicar, etc.) que en gene-
ral se reconocen como motivos propios del movimiento.
En cuanto a las fechas, la elección del período indicado es por sí misma tes-
tigo de la aceptación de un marco cronológico generalmente reconocido.
Por último, tengo que precisar que he limitado la investigación al teatro que
solemos definir de verso, con exclusión por tanto del teatro musical —que exigiría
por sí mismo un tratado aparte— y de otras manifestaciones teatrales o paratea-
trales como el teatro de títeres, de sombras, etc., o las representaciones circenses.
Y otra precisión final. En muchos casos he reproducido (recuadrándolos
para evidenciarlos, de manera que no se confundan con el texto ni con citas de
otra clase) trozos de reseñas, citando solamente las que salieron de inmediato,
al margen del estreno, a pesar de haberse escrito, en algún caso, reseñas apre-
ciables de las reposiciones: pero es evidente que, al querer incluir también és-
tas, habría salido una larguísima, interminable historia de la crítica.
Deseo concluir este breve apartado dándole las gracias a la profesora An-
tonella Cancellier, que con inteligencia y atención revisó este trabajo.
i. LA RECEPCIÓN

Un análisis de las frecuencias de las reposiciones a lo largo de las dos déca-


das románticas nos brinda datos seguramente sorprendentes, ya que resulta
claro que la mayoría de las obras que salían a la escena no eran las que común-
mente llamamos románticas; en cambio (dejando a un lado el teatro musical,
que todo lo domina con las triunfadoras óperas italianas) se trataba de piezas
que o pertenecían al ya trillado repertorio del teatro sentimental —con sus clá-
sicos ingredientes de situaciones lacrimosas, de malvados perseguidores y de
víctimas inocentes, no sin la consoladora anagnórisis final— o repetían al infi-
nito, con todas las posibles variaciones, el estereotipo —tan antiguo como el
mundo teatral— de la comedia de equívocos, con su secuela de trucos, burlas,
disfraces, sustituciones de personas.
Si examinamos los datos que nos proporciona la Cartelera teatral madrileña,
notamos que la obra que indiscutiblemente obtuvo el mayor número de repo-
siciones (con exclusión, como se ha dicho, de las óperas), fue la aplaudidísima
comedia de magia titulada La pata de cabra (más de 160 representaciones en el
período examinado), 1 seguida a mucha distancia (entre 70 y 80 puestas en es-
cena, o sea, la mitad de las de La pata, pero, hay que agregar, por un período in-
ferior de años, habiéndose estrenado más tarde) por los dramas románticos de
más éxito, El trovador y La conjuración de Venecia, que sin embargo van acompa-
ñados por los dramas sentimentales La huérfana de Bruselas y La expiación, ade-
más de una comedia ligera titulada Los primeros amores y de la imperecedera
farsa barroca de El diablo predicador.

1
Deduzco el número de las representaciones (que hay que considerar aproximado) de la Car-
telera teatral madrileña. De aquí en adelante, cuando indico el número de las representaciones, me
refiero a las décadas 1830-1849 o al período que intercorre entre la fecha del estreno y 1849.

9
10 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

Entre 50 y 70 representaciones se colocan el Don Alvaro y Marcela, pero tam-


bién la comedia sentimental El pilludo de París y muchas típicas comedias de
equívocos, como Mi tío el jorobado, No más muchachos, Retascón, barbero y coma-
drón, Las cavas y Las citas.
Alrededor de 30 representaciones conocen Los amantes de Teruel, Carlos II el
hechizado, Doña Mencía, Matías y Muérete ¡y verás!; pero otras tantas o más
(aproximadamente entre 30 y 50) son las reposiciones de obras de varia clase,
desde las sentimentales o melodramáticas (El leñador escocés, Miguel y Cristina,
El compositor y la extranjera, El Tasso, Treinta años o La vida de un jugador, Los hijos
de Eduardo, El jocó o el orangutang, El castillo de San Alberto) a muchas comedias
de equívocos, entre las cuales descuellan las de Gorostiza (El amigo íntimo, Con-
tigo pan y cebolla), al lado de las traducidas del francés, la mayoría del popularí-
simo Scribe (El día más feliz de la vida, El secretario y el cocinero, No más mostrador,
El legado, Un paseo a Bedlam, Buen maestro es el amor, El amante prestado, El gastró-
nomo sin dinero), de algunas de la tradición barroca o tardobarroca, más bien de
acusado carácter cómico (El hechizado porfuerza, El desdén con el desdén), además
de ciertos clásicos como El sí de las niñas, Juana la Rabicortona, Edipo (de Martí-
nez de la Rosa), El médico a palos, Coquetismo y presunción; o, en fin, piezas de cir-
cunstancia, como Quiero ser cómico, o simplemente farsescas (El hombre gordo).
Si, por último, analizamos las piezas que alcanzaron entre 20 y 30 represen-
taciones, sólo encontramos un drama romántico español (Doña María de Moli-
na) y tres franceses (Angelo, Margarita de Borgoña y Lucrecia Borgia), en tanto que
abundan las comedias de equívocos como Amantes y celosos todos son locos, Ma-
rido joven y mujer vieja, El marido de mi mujer, El pobre pretendiente, Desconfianza y
travesura, El amante jorobado, Acertar errando o El cambio de diligencia, al lado de
las consabidas piezas lacrimosas —traducidas por supuesto— Felipe, La cabeza
de bronce, La máscara reconciliadora; hay que agregar la comedia de magia El dia-
blo verde, dos piezas de Bretón (A Madrid me vuelvo y Me voy de Madrid), La niña
en casa y la madre en la máscara de Martínez de la Rosa, y el molieresco Enfermo
de aprensión.

Creo que no vale la pena, en este apartado dedicado esencialmente a la re-


cepción, detenerse en las obras que, a lo largo de los veinte años que tomamos
en consideración, no alcanzaron un mínimo de 20 representaciones. Pero sí im-
porta subrayar el reducido número de representaciones de algunos dramas
históricos, que por otro lado no carecen de interés para el crítico de hoy y que
por tanto se analizarán con cierta atención a su tiempo. Remaní (el drama de
Hugo, no la ópera, que en cambio conoció muchísimas reposiciones) fue lleva-
do a la escena 14 veces; Don Fernando el emplazado, 11; Fray Luis de León y El rey
monje, 10; El astrólogo de Valladolid e Incertidumbre y amor, 8; El paje, 7; Bárbara
Blomberg, 6; Antonio Pérez y Felipe II, 5; La corte del Buen Retiro, Felipe II, Adolfo y
Vellido Dolfos, 4; Alfredo, Jaime el Conquistador y El conde don Julián, 3; en tanto
que Elvira de Albornoz, Adel el Zegríy Las hijas de Gradan Ramírez no conocieron
más que el estreno y una reposición.
I. LA RECEPCIÓN 11

Esta somera y desde luego incompleta reseña nos delata la persistencia, en


el público y posiblemente en las compañías, de gustos bastante triviales que
determinan la preferente orientación hacia obras de escaso valor pero impreg-
nadas de ciertos efectismos patéticos o cómicos; lo cual por otro lado no exclu-
ye cierta capacidad de seleccionar, entre el repertorio propiamente romántico,
algunas obras de reconocido valor artístico (a pesar de ciertas exclusiones no
muy justificadas) o de apreciar unas producciones que ya habían alcanzado el
renombre de clásicas.
Va a ser, pues, oportuno un examen de un buen número de las obras de car-
tel a las cuales se ha aludido anteriormente, dejando a un lado, naturalmente,
las que encontrarán u n análisis más detallado en los apartados siguientes, y li-
mitándonos, en este capítulo, a las que se estrenaron en la década 1830-1839 o
anteriormente.

Empezando por las piezas de carácter sentimental (o melodramático, o lacri-


moso, o llorón, etc.), lo que notamos en seguida es la repetición de los estereotipos
que habían decretado ya su gran éxito a finales del siglo xvm y a principios del xix.
De los dos «dramones» que encabezan la lista de las obras más representa-
das, seguramente el que consiguió más fama fue La huérfana de Bruselas, más
propiamente titulado El abate L'Épée y el asesino o La huérfana de Bruselas, tra-
ducido por Juan de Grimaldi del original de Ducange Thérése ou l'orpheline de
Genéve, y estrenado el 6 de julio de 1825. El secreto de tanto éxito reside cierta-
mente en la acumulación de motivos patéticos y de complicadas peripecias, «una
interesante mezcla —como afirma Gies—2 de pasión, misterio, pathos, espectácu-
lo y sentimentalismo», que conmovía al público, haciéndolo «reír y llorar, trasla-
darse a sitios extraños y maravillosos, y envolverse en historias de amor, intrigas,
peligros y suspensión». Lo cual era típico de todas las obras de esta clase, aunque
en ésta, quizás por la figura conmovedora de la protagonista (una huérfana de-
samparada y perseguida por un malvado impenitente), además, desde luego,
de la hábil contextura, lograba efectos particularmente intensos.

Para sustraerse tanto a la condena porfalsaria que le ha sido impuesta a causa de las
intrigas de los parientes de su protectora la marquesa de Ling (en realidad, como se
verá más tarde, su madre ilegítima), que la había nombrado su heredera, como a las per-
secuciones amorosas del perverso abogado Valter, Cristina —cambiado su nombre en
el de Enriqueta—, huida de Bruselas, se ha refugiado en Francia, en casa de la marque-
sa de Belvil, de cuyo hijo, Carlos, se enamora. En el momento en que los dos jóvenes es-
tán a punto de casarse, llega Valter, que consigue romper la amistad entre Cristina y la
familia que la hospeda. Aconsejada por su protector el abate L'Epée, se refugia en una
casa de labradores, donde sin embargo la alcanzan la marquesa, su hijo y Valter. Este,
al verse nuevamente rechazado, intenta apuñalarla, pero, sin darse cuenta, mata en

2
D. T. GIES, Theatre and Politics in nineteen century Spain: Juan de Grimaldi as impresario and go-
vernement agent, Cambridge, New York, etc., Cambridge University Press, 1988, p. 56.
12 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

cambio a la marquesa, en tanto que un incendio va quemando la casa. Acusada de la


muerte de su benefactora, Cristina se salva gracias a la astucia del buen abate, quien
la hace comparecer de improviso delante de Valter, el cual, creyéndola un fantasma,
confiesa aterrorizado su culpa. Después de tantas desgracias, Cristina y Carlos pueden
por fin realizar su sueño de amor.

No faltaba, pues, ninguno de los ingredientes propios del teatro sentimental,


incluso naturalmente el triunfo final de los buenos y el castigo de los malvados,
que siempre ha sido acogido positivamente por los espectadores de todos los
tiempos. Sobre todo, la obra rebosaba de golpes de teatro, de sorpresas, como el
error de persona cometido por Valter, y de efectos escénicos, como el incendio.

Los mismos recursos, casi se podría decir los mismos personajes, caracteri-
zaban La expiación, que, a pesar de ser menos famosa, alcanzó sin embargo un
número de reposiciones superior a las de La huérfana. Se trataba también de una
traducción, esta vez del infatigable Ventura de la Vega, de un original francés
hoy desconocido, 3 que fue estrenada en el Teatro del Príncipe el 10 de febrero de
1831, conociendo luego, en las dos décadas románticas, unas 80 reposiciones.

Herido en una refriega, Fernando es hospedado en el castillo del conde Torrelli, donde
le asiste la sobrina de éste, Julia, que reconoce en el joven un antiguo enamorado suyo.
El sobrino del conde, el malvado Morazzi, sospechando con razón que Fernando sea hijo
ilegítimo de su tío y que por tanto pueda sustraerle el puesto de heredero que él ocupa ac-
tualmente, intenta envenenarle y luego matarle haciéndole desaparecer con su cama, que
puede hundirse gracias al truco de un resorte. Pero Fernando, avisado por Julia, arroja a
Morazzi a la cama, que se hunde con él. Superado en fin el riesgo de lafusilación del con-
de, acusado injustamente del atentado a la vida de Femando, éste, reconocido como hijo
suyo, puede casarse con Julia.

Nuevamente, hay que atribuir el éxito de la pieza a la presencia de los ele-


mentos patéticos tradicionales, sobre todo la anagnórisis del hijo perdido y del
enamorado desaparecido, y de las constantes asechanzas del malvado que
quiere matar al bueno; debió también de gustar mucho la hábil conducta del
protagonista, que sabe liberarse de las trampas que le prepara su adversario.
Y, por supuesto, el aplauso final debió de despertarlo el happy ending que llega
a última hora, en el momento de caer el telón, cuando ya todo dejaba suponer
una conclusión trágica.
Hay que añadir por fin el atractivo ejercido por una escenografía que, con-
forme a una larga tradición del género, era, por lo que podemos deducir de las
acotaciones, muy varia y cuidada, de gusto ya romántico: desde «un interior de
molino construido sobre barcas», con su «puente rústico que conduce a la orilla»,
3
Los datos relativos a las fuentes francesas que aparecen en este apartado están sacados casi
exclusivamente de F. LAFARGA, Las traducciones españolas del teatrofrancés(1700-1835), I, Barcelona,
Universitat, 1983.
I. LA RECEPCIÓN 13

hasta ese «palacio gótico» que tanta fortuna gozará en los dramas históricos, y a u n
también romántico «sitio pintoresco», con «un gran arco de piedra algo carcomido».

A pesar de haber conseguido un número inferior de representaciones, ha-


bría que colocar entre las obras más representadas El castillo de San Alberto,
que se estrenó más tarde (el 14 de agosto de 1839, en el Príncipe) y que sin em-
bargo se repuso unas 40 veces en u n decenio. Obra también traducida del
francés por Pedro Baranda de Carrión, se funda sobre una peripecia extrema-
damente complicada, con continuos equívocos y sustituciones de personas,
aunque no falte, desde luego, el componente patético del marido malvado y
libertino que al fin se arrepiente e intenta rescatarse.

El conde Guillermo de Flavy intenta raptar del convento a la hermosa María, pro-
tegida por su mujer y otras personas. Por una serie de equívocos, la joven cae realmen-
te en las manos del conde, quien ordena su muerte y la de la condesa. Pero se descubre
que es la hija que la propia condesa parió, antes de casarse, a consecuencia de un estu-
pro y que el estuprador había sido nada menos que el que ahora es su marido. Tanta es
la vergüenza que siente el conde, que irá a buscar la muerte en el campo de batalla.

Tal vez afectase bastante al público el tema inusitado del estupro, que sin
embargo se liberaba parcialmente de los aspectos más escandalosos por estar
el culpable casado con la misma mujer a la que había violado.
La escenografía era, como en la obra anterior, de gusto romántico, por otro
lado ya habitual en 1839. Bastaría leer la acotación del acto IV: «Salón gótico: en
el foro una gran puerta con reja de hierro, por entre cuyas barras se ve una torre con su
puertecilla y un águila esculpida encima...» Y el influjo del romanticismo entonces
ya en plena auge se deja ver también en la presencia, entre los personajes, de
un trovador, figura muy de época.

No es fácil enumerar en un artículo de periódico todos los incidentes de inte-


rés que tiene este drama justamente aplaudido por el público; pero no podemos
menos de mencionar especialmente la escena del tercer acto en que la madre reco-
noce a su hija (Eco del Comercio, 16-VIII-1839).

Huelga añadir otras consideraciones en torno a las demás obras sentimen-


tales de éxito, ya que éstas no presentan más que una repetición de los temas,
motivos y personajes que hemos encontrado en las anteriores. Bastarán por
tanto algunos rápidos resúmenes de su contenido para confirmar la presencia
de ciertos componentes muy típicos del género:

El arte de conspirar, arreglado por Larra de un original de Scribe, estrena-


do en el Cruz el 17 de enero de 1835 (45 representaciones).

En Copenhague, en 1772, el tendero Burkenstaffy su hijo Eduardo dirigen un le-


vantamiento contra el prepotente privado del débil rey Cristiano. El ambiguo Rantzau,
14 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

al darse cuenta de que los revolucionarios conseguirán la victoria, se pone al lado de


ellos, es nombrado primer ministro y obtiene los aplausos del pueblo, en tanto que Bur-
kenstaffes totalmente ignorado y aprende la amarga lección de que los humildes siem-
pre acaban perdiendo.

la independiente verdad y filosofía del pensamiento, y la perfección con que es-


tá desenvuelto, han cautivado desde la primera noche de tal manera al público
de Madrid, que pronosticamos a esta comedia una completa aclimatación en
nuestra escena (Revista Española, 23-1-1835).

Los hijos de Eduardo, traducido por Bretón de los Herreros de un original


de Delavigne, estrenado en el Príncipe el 7 de octubre de 1835 (36 representa-
ciones).

En la corte de Inglaterra, los dos hijos de la reina, Ricardo y Eduardo, son persegui-
dos por su tío Glocester. A pesar de la habilidad con que el niño Ricardo se opone a sus
mañas, Glocester consigue encerrarlos en la torre y asesinarlos.

El leñador escocés, traducido del francés (se desconoce el original) por


C.P.M.S., estrenado en 1819 (30 representaciones).

El duque de Brebalden, perseguido por la condesa de Ribersdale, que quiere casarse


con él, se salva gracias a un casual cambio de vestidos con el leñador Dik; siguen equí-
vocos continuos, en general más cómicos que patéticos, que hasta llevan al pobre plebeo
al pie de la horca; pero todo se aclara, el leñador se salva, el duque se apacigua con la
condesa y se casa con la sobrina de ella.

El hombre de la selva negra, traducido del francés (de u n original de E. Can-


tiran de Boirie y Frédéric) por B.G. (Bernardo Gil), estrenado en 1815 (31 repre-
sentaciones).

El conde Gerardo, emigrado para evitar una condena injusta, vuelve clandestina-
mente al Palatinado (estamos en el año 1600), y con la ayuda del proscrito Zimeraf, que
merodea en los alrededores y es apodado «el hombre de la selva negra», salva al elector
Rodolfo de los sicarios comprados por el ministro Hermán. Julio, que se descubre hijo de
Geraldo, consigue a su padre el perdón del elector, el cual le concede la mano de su hija.

La cabeza de bronce o El desertor húngaro, traducción de u n original de


A. Hapdé, estrenado en 1817 (22 representaciones).

Federico, secretamente casado con Floresca, para impedir las bodas de ésta con el ig-
naro príncipe Adolfo de Presburgo, abandona su regimiento y vuelve al castillo, donde
se esconde en un subterráneo al cual se accede gracias a una llave puesta en la boca de
una cabeza de bronce. Descubierto, huye y, en una horrorosa noche de tempestad,
I. LA RECEPCIÓN 15

después de tirarse inútilmente al Danubio, es capturado y tiene que ser fusilado. Pero
Adolfo, al enterarse de que en realidad Federico es hijo suyo, suspende la ejecución; a
pesar de oírse una descarga de fusilería, el joven reaparece salvo, ya que el oficial encar-
gado del ajusticiamento había ordenado disparar al aire.

Al lado de estos dramas de fondo histórico y caracterizados, en general, por


las numerosas aventuras, se colocan otros, situados en la época contemporá-
nea y con un fondo burgués: mantienen los mismos recursos patéticos, pero su
trama se desarrolla con menor dinamismo. Son las piezas que con más derecho
pueden aspirar a la definición de comedias lacrimosas.
Al recurso fundamental de la anagnórisis, aquí doble, apela Felipe, que La-
rra tradujo de un original de Scribe, Mélesville y Bayard, y que alcanzó 22 re-
presentaciones, después de estrenarse el 25 de febrero de 1832 en el Teatro del
Príncipe.

Federico, joven abogado de origen desconocido, goza del apoyo del mayordomo Feli-
pe, que le consigue de su protectora Isabel el perdón de sus calaveradas, hasta que se
averigua que Federico es hijo de los dos, con lo cual se recompone la familia y el chico se
casa con su prima Matilde.

Posiblemente afectó de manera positiva al público la recomposición de la


unidad familiar, cuya ruptura fue en cambio el punto de fuerza para arrancar
las lágrimas en la célebre pieza titulada Treinta años o La vida de un jugador,
también conocida como Beverly. Traducida del original de Ducange por Nica-
sio Gallego (que usó el seudónimo de José Ulanga y Alcocín y, en una segunda
edición, de Zelmiro) y estrenada en 1828, encerraba momentos de patetismo
empalagoso y de moralismo explícito que contribuyeron seguramente a su
éxito (35 representaciones) y que, por otro lado, sugirieron a Larra una sátira
despiadada. 4

Jorge Germaní, jugador empedernido, mal aconsejado por el pérfido Várner, no duda
en jugarse todo lo que posee y hasta la dote de su mujer Amelia, llevando asía la extrema
indigencia a su familia, en tanto que Várner insidia a su esposa haciendo recaer la culpa
en cierto Rodulfo, a quien Jorge asesina. Muere en fin en el incendio de una posada, del
cual ha sacado a su hijo y en el cual ha intentado arrastrar a Várner. Dirige al hijo sus úl-
timas palabras: «¡hijo mío!... detesta el juego... ya ves sus furores y sus crímenes».

Sin embargo, el punto más alto del lloriqueo lo habría alcanzado tal vez la
comedia en un acto El compositor y la extranjera, que, traducida por Juan del
Peral y estrenada en el Príncipe el 25 de abril de 1837 en el momento apoteósi-
co del romanticismo, alcanzó, en solos 14 años, 30 representaciones.

4
En El duende satírico del día del 31 de marzo de 1828 (ahora en BAE CXXVIL pp. 16-22).
16 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

La joven Amelia se instala en Marsella en la casa del pérfido Bernardo, que persigue
a otro huésped, el pobre compositor facobo, amenazándole con embargarle todos los
muebles, incluso el piano, si no le entrega una ópera lírica que está componiendo. Soco-
rre a Jacobo el amigo Marcelo, que reconoce en Amelia a una joven de la cual se había
enamorado, en tanto que ésta a su vez reconoce en jacobo a su padre. Felicidad de los
buenos y oprobio del malvado.

las situaciones, ya que no nuevas, por lo menos hábilmente preparadas, la hacen


acreedora al aplauso de cualquier público. [...] Todos los caracteres están perfec-
tamente delineados (Gaceta de Madrid, 28-IV-1837).

Un tono en cambio inusitadamente alegre, aunque no falten matices patéti-


cos, domina la exitosa (más de 60 puestas en escena a partir del 17 de noviem-
bre de 1836, fecha del estreno en el Teatro del Príncipe) comedia en dos actos
titulada El pilludo de París, traducida del original francés de Bayard y Dan-
derburch por Juan Lombía. Comparecía en ella u n personaje de gran efecto
sobre todos los públicos de todos los tiempos: el golfillo de mente despejada y
corazón generoso que se mueve con soltura en el mundo de los mayores y,
con su iniciativa, arregla los asuntos más complicados.

El pilludo José, al darse cuenta de los inconvenientes que se oponen a las bodas en-
tre su hermana Elisa y el pintor Amadeo por la diferencia de clase, intercede por ellos
con el padre de Amadeo, el general Morin, del cual consigue el consentimiento para los
dos enamorados, en tanto que para sino pide nada más que un abrazo.

Domina en esta comedia [...] la lucha suscitada en el siglo xvm por la filo-
sofía enciclopédica entre el pueblo y la nobleza. [...] El autor [...] pone en con-
traste la pobre honradez de la familia plebeya, artesana y trabajadora [...] con
el orgullo, el ocio y el vicio de la familia rica y decorada (LARRA, El Español,
15-XI-1836).5

Un caso muy peculiar es el de El Jocó o el orangutang, traducido del francés


por Bretón y estrenado el 3 de julio de 1831 (Teatro de la Cruz), que alcanzó 28
representaciones gracias al genial invento de poner como protagonista u n mo-
no que se porta como un ser inteligente y astuto al defenderse de los cazadores,
y además como u n buen filántropo, salvando u n náufrago, y que sin embargo
acaba muerto por un tiro. Cierra la representación el comentario patético de su
dueño, en tanto que el mono «le dirige su última mirada»: «¡y recibe la muerte
por premio de tantos servicios!».

Desde el a7cpoa8óicqTOV de los antiguos hasta las más recientes performan-


ces del teatro contemporáneo de vanguardia, la sorpresa ha jugado u n papel
5
Las citas de las reseñas de Larra están sacadas, en general, de los tomos CXXVTI y CXXVIII
delaBAE.
I. LA RECEPCIÓN 17

fundamental en el teatro: un ejemplo nos lo ha proporcionado la breve reseña


de las piezas sentimentales más aplaudidas en el período de que nos estamos
ocupando; sin embargo, si en dichas piezas aparecía como uno de tantos in-
gredientes, adquiere en cambio un papel fundamental en las obras cómicas de
cartel, con la diferencia sustancial de que en los dramas la sorpresa cogía im-
preparados tanto a los personajes de la ficción como a los espectadores, mien-
tras que en las comedias el espectador conoce de antemano las situaciones que
sorprenderán a los personajes.
Es el perenne, ahusadísimo juego de los equívocos que sin embargo ahora
adquiere en su gran mayoría el aspecto de la sustitución de persona, acompa-
ñado casi siempre por un disfraz (aunque a menudo se trate solamente de un
cambio de traje) y alguna vez por una verdadera máscara. Se trataba del recur-
so más típicamente teatral en su vertiente carnavalesca, una suerte de fuga de
espejos en que el actor interpreta a u n personaje que a su vez interpreta a otro,
en algún caso a otros: una triplicación en lugar del acostumbrado desdobla-
miento actor/personaje, que tanto interés ha despertado entre los estudiosos.
Un recurso, además, que contaba en España con antecedentes ilustres (quizás
el más magistral fuera el tirsiano Don Gil de las calzas verdes) y que por lo tanto
correspondía bastante al horizonte de expectación del público, con la conse-
cuencia de un éxito fácilmente previsible. Muchas de las obras de esta clase
eran piezas en un acto, lo que favoreció naturalmente la frecuencia de las repo-
siciones, por la relativa facilidad del montaje y la posibilidad de llevarlas a la
escena en apoyo de otras obras de más extensión, a la manera de saínetes, con
los cuales por otro lado estaban bastante emparentadas.

De un solo acto constaba Los primeros amores, que alcanzó casi 80 repre-
sentaciones a partir del 15 de mayo de 18316 y que Bretón había traducido, por
supuesto del francés, y naturalmente de Scribe.

Carlota no quiere casarse con Eduardo por estar enamorada todavía de su primo
Gaspar, al que no ve desde cuando tenía 11 años. Eduardo, joven hábil y refinado,
presentándose como Gaspar, consigue el amor de Carlota, en tanto que Gaspar, hombre
rudo y calavera, que ha sido convencido a presentarse como Eduardo, es rechazado.
Carlota, que había «tomado lo pasado por lo presente», tiene que reconocer que la «de-
cantada solidez» de los primeros amores «sólo existe en las novelas».

Quizás esta moraleja final haya contribuido al éxito de la obra en el am-


biente burgués amante del buen sentido y del justo medio, pero la fuente prin-
cipal de la aprobación consistió evidentemente en el doble cambio de persona,
con todos los equívocos consecuentes.

Con los mismos ingredientes otra pieza en un acto, El amante jorobado, «imi-
tada del francés» por Gorostiza y estrenada en 1823, alcanzó casi 50 reposiciones.
6
En el Príncipe, pero se había estrenado en Sevilla el año anterior.
18 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

Leoncio, añadiéndose una joroba, se presenta a Luisa como su prometido Enrique y


la conquista. «Adoptar una joroba a los veinte años, y sobre todo en un joven a la moda
[...] es una prueba sensible de amor», es el comentario de los padres de la chica.

La joroba era evidentemente un tema de buen efecto cómico sobre un pú-


blico ciertamente no muy refinado, si lo encontramos por segunda vez, y nue-
vamente sin ninguna motivación plausible, en el acto único Mi tío el jorobado,
traducido del francés (se desconoce la fuente) por Bretón, que, desde el 1 de oc-
tubre de 1831 (Cruz), fue repuesto más de 50 veces: una historia bastante sosa
de amor y de celos que ve como protagonista y organizador de trucos a buen
fin a cierto jorobado, Tomás, que al final, para brindarle a la pieza algún senti-
do, se compara ventajosamente con aquellos que la joroba «la tienen en la
conciencia».

La risa fácil y vulgar que brota delante de defectos físicos inspiró también a
Bretón el acto único El hombre gordo, que, estrenado en el Príncipe el 6 de ene-
ro de 1835, conoció 35 reposiciones hasta 1839, para desaparecer luego de los
escenarios.

Rosita y Luis, que se han casado secretamente contra la voluntad del tío Jerónimo,
el gordo, organizan un truco para que dicho tío no pueda conseguir los dos asientos
contiguos indispensables para sus dimensiones en la diligencia en que viajan ellos y
cierto Alberto al que Jerónimo había escogido como esposo de Rosita.

El hombre gordo está sembrado de chistes y agudezas {Revista Española, 9-1-1835).

Este recurso de la comicidad fundada en los defectos físicos era tan antiguo
como la misma historia del teatro universal, al punto que justamente el perso-
naje jorobado y el gordo tenían antecedentes muy precisos respectivamente en
el Dossennus y el Maccus de las atelanas romanas.

El tema del disfraz, que excepcionalmente no aparecía en la última obra ci-


tada, resulta en cambio subrayado en el propio título de La máscara reconci-
liadora, otra comedia en u n acto, «arreglada» por Ventura de la Vega quizás
de un original de Croizette, y estrenada en el Príncipe el 26 de agosto de 1831
(26 representaciones), en la cual las sustituciones de persona se entrecruzan
mezclándose, para más placer del público, con las anagnórisis.

Carlos, que se ha enamorado de Luisa durante un baile de máscaras, se presenta en


casa de ella bajo el nombre de Fernando de Aguilar, despertando los celos del novio de
Luisa, Enrique, que se descubre antiguo amigo de Carlos. Pero Luisa obliga a este últi-
mo a fingir que la persona que ha conocido en el baile sea su prima Isabel, que por aña-
didura tiene un pleito con él. Al final, Carlos e Isabel se enamoran en serio y se casarán,
poniendo fin de esta manera al pleito.
I. LA RECEPCIÓN 19

Desconfianza y travesura, o Ala zorra candilazos, «traducida libremente


del francés» (de Dieulafoy) por Bretón y estrenada el 27 de mayo de 1831
(Príncipe), otra pieza en un acto, representada 27 veces, complica ulterior-
mente los disfraces.

Mariano, pretendiente de la prima Adela, se presenta disfrazado de mayordomo,


luego con su verdadera personalidad, luego disfrazado de viejo, en tanto que la prima,
oportunamente avisada, se disfraza a su vez de vieja. Acabarán casándose.

Tal vez el punto de más alto nivel teatral del tema de la sustitución de per-
sona se logre con Til gastrónomo sin dinero o Un día en Vista Alegre (arreglada
por Ventura de la Vega de Scribe y Brulay y estrenada en 1829 [47 representa-
ciones]), donde aparece mucho más motivado y funcional, con efectos cómicos
ya no tan burdos como en tantas de las obras anteriores.

Don Cleofás, en el intento de comer de mogollón, se presenta ahora como el jefe de


una comisión edilicia, ahora como un poeta, luego como el dueño de una fábrica, pero
siempre le descubren y se queda sin almuerzo. No tiene más remedio que dirigirse al
público pidiendo una invitación.

Motivos muy parecidos caracterizan otro éxito de la pareja Scribe-Bretón,


Un paseo a Bedlam, comedia en un acto estrenada en 1828 y representada unas
37 veces en la época de que nos ocupamos.

En el palacio que el barón de Saint-Elme finge ser una elegante casa de locos, Alfre-
do de Roseval encuentra a su mujer Amelia, a la que había abandonado y que se finge
loca. Fingiéndose loco a su vez, logra reconquistarla.

Al gusto por los equívocos que nacen del sutil juego de amor velado por
una locura fingida se añade, para más comicidad, la presencia de Crescendo,
afectado por un «furor filarmónico» muy de época, que por supuesto se expre-
sa en italiano macarrónico.

Entre las comedias de mayor extensión los mismos equívocos reaparecen


de manera bastante elemental, hasta en el propio título, en El marido de mi
mujer, traducida de Rosier por Ventura de la Vega y estrenada en el Cruz el 6
de noviembre de 1835, alcanzando unas 22 representaciones.

A casa de Andrés y Luisa, donde vive también Eugenio, llega el tío de este último,
el cual cree que su sobrino está casado con Luisa. Equívocos complicados por la presen-
cia del hijo de la pareja y que se resuelven con la confesión final de Eugenio.

Sobre un tema parecido, pero con tonalidades todavía más farsescas (que
evidentemente proporcionaron más éxito), se teje la trama del acto único No
20 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

más muchachos o El solterón y la niña, traducido por Bretón de Scribe y Dela-


vigne y estrenado en el Príncipe el 15 de febrero de 1833, que fue representado
unas 50 veces.

Para no desilusionar al tío Alejo que le cree viudo con diez hijos, Miguel improvisa
una ficción que tiene su intérprete en su hija de 13 años, Anita, que se disfraza prime-
ro de pilluelo violento, luego de regordete glotón, para presentarse en fin al natural. La
verdad triunfa al final de la pieza.

La traducción está hecha por mano ejercitada y feliz; el público, en fin, aplau-
dió mucho, no sólo el fondo de la pieza, sino también su acertado desempeño
(LARRA, Revista Española, 19-11-1833).

Si las sustituciones de persona que hemos visto hasta ahora nacen de una
deliberada voluntad de engañar, en otras piezas son fortuitas, como resultas
de un enredo imprevisto, y desde luego cómico, de circunstancias.
Un buen éxito (58 representaciones a partir del estreno en el Cruz, el 28 de
octubre de 1834), en este grupo, lo consiguió la comedia en un acto, traducida,
como de costumbre, de Scribe por Ventura de la Vega, que en la versión espa-
ñola lleva el título sainetesco de Retascon, barbero y comadrón.

El joven Felipe Gallardet es creído hijo de cierto huésped de la casa de Retascon («un
hombre enciclopédico, peluquero, barbero, comadrón y fondista», le define Larra), por lo
cual éste le concede la mano de su hija que antes le había negado por juzgarle un expósito;
pero luego parece que sea hijo ilegítimo de la mujer del propio Retascon, por lo cual se le
niega el matrimonio ya concertado. Después de varios consecuentes equívocos, la situa-
ción no se aclara, pero uno de los huéspedes asegura que los dos jóvenes pueden casarse.

La obra presentaba una curiosa mezcla de ingredientes típicos de la come-


dia lacrimosa, con sus historias de hijos perdidos y nuevamente hallados y de
recursos cómicos, lo cual posiblemente constituyó u n importante aliciente.

El desenlace de la pieza, y ciertos vislumbres de inmoralidad que nuestro


delicado público notó en varias escenas, hubieron de producir un desagradable
chicheo que se mezcló en el final con algunos aplausos, de suerte que no nos
atrevemos a decir que Retascon haya gustado. De todos modos, verde o no verde,
la comedia es ingeniosa y salpicada de chistes (LARRA, El Observador, 30-X-1834).
Inverosímil hasta no más, no por eso deja de tener gracia {Revista Española,
30-X-1834).

Sin embargo, el éxito más clamoroso lo alcanzaron Las citas y Las capas,
que se acercaron a las 70 representaciones.
La primera, también en un acto, traducción anónima de un original francés
de Hofman, se remontaba al decenio anterior, lo que hace suponer unos trein-
ta años de puesta en escena, a pesar de lo elemental de su trama.
I. LA RECEPCIÓN 21

Don Anselmo va a Madrid para concertar las bodas de su hija Inés y su sobrina
Antonia. Pero éstas aprovechan su ausencia para encontrarse con sus novios Luis y
Carlos, con varias peripecias y equívocos, interrumpidos por el regreso improviso de
don Anselmo, quien revela que los prometidos son cabalmente Luis y Carlos.

Quizás lo que más gustó fueran las escenas farsescas en que los enamora-
dos se encuentran encerrados en una habitación y se cree que son ladrones, en
tanto que el criado Félix se esconde debajo de una mesa, de donde sale hacien-
do caer el tapete, que va a cubrir a los dos jóvenes, etc.
Repetidos equívocos caracterizan Las capas, otra traducción de Scribe por
Vega (en dos actos, estrenada en el Príncipe el 7 de septiembre de 1833).

Un sastre, Blum, por vestir una capa idéntica a otras doce que llevan unos conjura-
dos, es creído partícipe en la conjuración, con varios equívocos tragicómicos, complicados
por los celos de su novia y de un amigo suyo. Se salva gracias a un papel que casual-
mente había puesto en el bolsillo delfrack del conde de Rinsberg, contra quien tramaban
los conjurados.

Tal es la mayor parte de las composiciones de Scribe: una idea, que otros
despreciarían por frivola, le basta para levantar sobre ella sus castillos de naipes
(LARRA, Revista Española, 10-IX-1833).

Para concluir, se podría citar todavía El pobre pretendiente (en u n acto,


arreglada por Carnerero sobre un original de Scribe y estrenada en el Cruz el
30 de mayo de 1830), que llegó a 25 representaciones, comedia con bastantes
toques costumbristas, en la que un memorial que llega por circunstancias for-
tuitas al escritorio de un funcionario determina la fortuna del protagonista; o
El día más feliz de la vida (en un acto, traducción de Scribe por Gil y Zarate, es-
trenada el 30 de mayo de 1832 —Príncipe—, que alcanzó 33 representaciones),
en la que Federico, después de interrumpir unas bodas por ciertos derechos
que cree tener sobre la novia, se da cuenta de que la persona que ama es en re-
alidad la hermana de ella.
Parcialmente fuera de los esquemas que se han ido trazando se sitúa El
amigo íntimo, comedia en 3 actos de Gorostiza, que —a pesar de no tratarse de
una novedad, habiendo sido estrenada el 3 de marzo de 1821— fue repuesta
unas treinta veces.

El «indiano» don Cómodo, declarándose amigo del dueño y en ausencia de éste,


se apodera de la casa de don Vicente, almorzando a su mesa, bebiendo sus.botellas,
durmiendo en su cama y hasta disponiendo, contra la voluntad del padre que quería
casarla con el rico don Frutos, las bodas entre la hija de don Vicente, Juanita, y su
enamorado Teodoro. Al llegar a su casa, el dueño se enfada, pero al fin se tranquili-
za cuando conoce que don Cómodo ha dispuesto una donación de 50.000 duros y ha
nombrado herederos a los novios.
22 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

El punto de mayor atracción de la pieza era naturalmente el desenfado, unido


a la generosidad, de don Cómodo, figurón suavizado en dirección burguesa, y el
triunfo del amor desinteresado de los jóvenes contra la codicia y la injusta autori-
dad de los padres: un tema de origen moratiniano, que sin embargo mantenía su
valor de actualidad, acercándose a las tonalidades del romanticismo.
Es superfluo añadir otras obras que o repiten hasta el infinito los motivos
que se han reseñado o introducen variantes de pequeña entidad, atribuyendo
los equívocos a ciertos trucos organizados por algún personaje (El amante
prestado), o que tratan en forma cómica los problemas del amor y el matrimo-
nio que habían encontrado su fortuna en el teatro moratiniano (Marido joven
y mujer vieja, El casamiento por convicción, El legado o El amante singular).
Sin embargo, entre tantos traductores y adaptadores o, en casos muy conta-
dos, autores originales, a cual más ingenuo y tampoco exento de cierta vulga-
ridad, descuellan algunos raros ingenios que, aunque sea sin alcanzar valores
artísticos o teatrales muy peculiares, supieron acercarse a los modelos usuales
y tratar los temas tan trillados con cierta mayor originalidad.

Casi brillante (o tal vez solamente menos sosa) resulta La segunda dama
duende, que Vega «arregló» e hispanizó hasta en el título, añadiendo un sabor
calderoniano al modelo Le domino noir de Scribe y ambientándola en el Madrid
barroco.

Luis ama a una misteriosa Leonor que, como la Cenicienta, tiene que alejarse apre-
suradamente al toque de la medianoche; que, escondida detrás de una mascarilla, es
creída la mujer de cierto marqués; que luego se finge la prima de una criada del conde
de Orgaz; que crea ulterior confusión con una pulsera que pertenece a la reina, y que se
descubre al fin como la hija del Conde-Duque de Olivares; está a punto de profesar en
el convento de las Descalzas, pero renuncia al hábito por amor de Luis.

Seguramente el gran éxito (alcanzó 65 representaciones, a pesar de haber


sido estrenada el 24 de diciembre de 1838 —Príncipe—: un porcentaje, pues,
bastante elevado) fue debido a la unión del siempre apetecido juego de los
equívocos con una ambientación que recordaba la de ciertos dramas románti-
cos, sobre todo de La corte del Buen Retiro que Patricio de la Escosura había
puesto en escena el año anterior.

También Larra se alza del nivel común con sus 5 actos de No más mostra-
dor, elaborados con cierta originalidad sobre modelos de Scribe, sobre todo, y,
parcialmente, de Dieulafoy, que consiguieron un buen éxito inmediato aun-
que no duradero: estrenada la obra en el Cruz el 29 de abril de 1831, fue re-
puesta 32 veces a lo largo de los 5 años siguientes y luego una sola vez en 1843.

Bernardo, hijo de un tapicero, para conseguir la mano de Julia, hija del mercader
don Deogracias, se presenta disfrazado como el conde del Verde Saúco, a quien la madre
I. LA RECEPCIÓN 23

de la chica quisiera como yerno. El conde, descubierto el truco, se finge a su vez Ber-
nardo. Deogracias, para dárselas, a los ojos de su vanidosa mujer, de hombre a la moda,
se finge arruinado por el juego. Al final todo se aclara y los dos jóvenes se casan.

Más allá de lo trivial de la historia, lo que interesa poner de relieve es la


postura liberal de Larra, que, en la línea indígena de Los menestrales de Tri-
gueros, muestra aprecio a los buenos burgueses y se mofa de la altivez de los
nobles pobretones, frente a una visión más conservadora de Scribe, que pos-
tulaba una rígida división estamental. Hay que pensar que esta puesta al día
ideológica contribuyera al éxito de la pieza. Pero pudo también influir la am-
bientación típicamente española, «costumbrista», en la cual se ha destacado
un aspecto importante de la originalidad de Larra respecto a sus modelos. 7

No más mostrador se titula, y más mostrador quisiera yo en ella. Desde el ac-


to tercero hasta el quinto progresa la intriga en muchas escenas con demasia-
da independencia de la idea capital. [...] agudezas en que abunda el diálogo
[...] situaciones sumamente graciosas, y verdaderamente cómicas (BRETÓN, Co-
rreo Literario, 2-V-1831).

se encuentran rasgos de mucha originalidad, caracteres bien delineados, esce-


nas realmente ingeniosas (CARNERERO, Cartas Españolas, ll-V-1831).

Lo que a estas alturas se impone son algunas consideraciones acerca de es-


ta abundante producción, casi exclusivamente de origen francés y, como es fá-
cil deducir de lo expuesto, de valor literario prácticamente nulo.
En primer lugar, no hay que extrañarse de que las preferencias de los es-
pectadores se dirigieran hacia u n teatro que no imponía particulares esfuerzos
de atención y concentración y que los deleitaba acariciando sus sentimientos
más elementales y despertando reacciones tan sencillas como las que están li-
gadas a las manifestaciones del llanto o de la risa, por decirlo así, al estado pri-
mordial. Se trataba en el fondo de piezas que desarrollaban temas destinados a
conseguir la participación de los públicos más sencillos de todas las épocas.
Tampoco hay que extrañar el fondo de conservadurismo que estas obras
suponen, ya que se insertaban en una tradición que en muchos casos se re-
montaba a varios años anteriores, no raramente al siglo xvm, y que por tanto
revelaba un consistente retraso cultural. En realidad, todo público es instinti-
vamente conservador, por esa pereza que le caracteriza siempre y le impulsa a
dirigirse hacia producciones que correspondan sustancialmente a su horizon-
te de expectación, evitándole demasiados esfuerzos interpretativos.

7
Para G. TORRES NEBRERA «la verdadera dosis de originalidad de Larra consiste en haber
adaptado a un medio costumbrista y sociológico español (el mundo de los comerciantes madrile-
ños) lo que era una trama ambientada en el mundo francés»: véase Introducción a M.}. DE LARRA,
Teatro, Badajoz, Universidad de Extremadura, 1990, p. 59.
24 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

Por otro lado, no se puede negar que las obras que hemos examinado, aun-
que no se puedan definir como románticas, presentan también rasgos que se-
guramente no desentonan en el panorama cultural de la época.
Este aspecto salta fácilmente a la vista sobre todo en las piezas que a vario
título podemos clasificar como «sentimentales», donde se hace a menudo hin-
capié en ciertos motivos que caracterizan notablemente los dramas románti-
cos: el amor, la lucha entre oprimidos y opresores, la predilección por las si-
tuaciones intensamente «sublimes» y/o intensamente «patéticas». Cierto, los
que predominan son los afectos familiares que el romanticismo prefería susti-
tuir por el amor prematrimonial, pero no faltaban casos en que era justamente
este tipo de amor el que dominaba, como en La huérfana de Bruselas, que quizás
sea en parte deudora de su gran éxito a este componente.
Además, lo que más acercaba las piezas sentimentales a las románticas era
el uso intenso y minuciosamente cuidado de la escenografía, la cual a menudo
adquiría esa semantización, ese valor simbólico que la caracterizan en los dra-
mas románticos más acertados: bastaría pensar en las escenas de naturaleza
agitada, de fuego, de subterráneos, cada una de las cuales intenta sugerir una
atmósfera o subrayar una situación.
No sería por tanto muy arriesgado juzgar que en esta clase de teatro al me-
nos una parte del público encontrase a un nivel más popular, es decir, más
elemental y novelístico, las mismas emociones que, de forma más culta y con-
trolada, proporcionaban los dramas históricos contemporáneos. Lo que sin
embargo diferenciaba netamente los dos géneros, y era seguramente motivo
de la predilección por el sentimental, era el final, comúnmente feliz en éste y
trágico en el romántico, al menos por lo que se refiere a las obras que salieron
a escena en los primeros años. Luego, los dramaturgos románticos se dieron
cuenta de las ventajas, en términos de éxito, de u n happy ending, y más a me-
nudo optaron por una solución alegre, y, como veremos, hasta recuperaron
parcialmente los tonos del teatro sentimental, demostrando así todavía más el
vínculo que unía a los dos géneros.
Más difícil es buscarle u n arraigo cultural a las piezas cómicas que hemos
reseñado, ya que su nivel es generalmente muy bajo y a menudo revelan más
improvisación que meditación. Sobre todo, a ellas les falta siempre ese interés
escenográfico que se reconoce en cambio en el teatro sentimental: sala, habita-
ción, casa de campo son las acotaciones muy escuetas que aparecen al principio
de cada una. Quizás en estas obras se daba más relieve a la actuación de los ac-
tores y por tanto lo único que podía interesar de los aspectos extraverbales fue-
ra el vestuario, que les proporcionaba los apetecidos disfraces.
Mucho más comprometidas y densas de motivos eran las comedias román-
ticas y sin embargo no es imposible encontrar alguna afinidad entre ellas y
estas parientas pobres. Es verdad que el teatro romántico también en su vertien-
te cómica cuidaba bastante, pero sin exceso, la ambientación, particularmente
en la dirección costumbrista; sin embargo, tenía en la debida cuenta el vestua-
rio (piénsese en el papel que juegan los trajes en El pelo de la dehesa) y no desde-
I. LA RECEPCIÓN 25

naba el disfraz, sea como tal (en Muérete y ¡verás!, por ejemplo), sea, de forma
más profunda, como ostentación de una personalidad diferente de la propia.
Para concluir con este aspecto de las preferencias del público, hay que añadir
algunas breves notas sobre la vivencia del teatro clásico, que a menudo compe-
tía con las más exitosas piezas del género patético o del cómico. A este propósi-
to, Nicholson B. Adams 8 nos proporciona unos datos interesantes, de los cuales
deducimos que las «comedias» del Siglo de Oro seguían logrando la simpatía
del público, aunque en realidad se tratase de refundiciones que a menudo se se-
paraban de manera consistente de sus modelos lejanos. Apoyándonos en los
prospectos de Adams, notamos en seguida que la obra de más éxito fue, como se
aludía anteriormente, El mayor contrario amigo o El diablo predicador de Belmonte
Bermúdez, que se representó (no sabemos si en el original o refundida) más de
80 veces, seguida, con más de 40 representaciones, por Buen maestro es el amor o
La niña boba de Lope, refundida por Dionisio Solís, y García del Castañar, de Ro-
jas Zorrilla, también refundida por Dionisio Solís.9 Entre 20 y 32 son en cambio
las puestas en escena de las comedias siguientes que se elencan según el orden
de las frecuencias: La vida es sueño de Calderón, refundida, Amantes y celosos to-
dos son locos (refundición de Diego Solís de la lopesca Quien ama no haga fieros), Si
no vieran las mujeres de Lope, refundida por Bretón, El desdén con el desdén de Mo-
reto, Rey valiente y justiciero y ricohombre de Alcalá, del mismo autor, refundida
por Dionisio Solís, Mari-Hernández la gallega de Tirso, refundida por Martí, Lo que
son mujeres de Rojas Zorrilla, refundida por Gorostiza, y, en fin, Lo cierto por lo du-
doso de Lope, refundida por Rodríguez de Arellano.
No es difícil deducir de la lista las predilecciones de los espectadores por los
temas cómicos, con particular referencia a los «figurones», como resulta de las
dos primeras obras citadas, y por las situaciones en las que la arrogancia de un
poderoso sale humillada; además naturalmente de la obra maestra de Calderón,
venerada desde hacía tiempo por varias generaciones españolas y extranjeras, y
por supuesto de los habituales casos de equívocos, siempre agradecidos.
Hay obras, en esta perspectiva, que no se distinguen sustancialmente de
tantas comedias de cartel como hemos examinado en el apartado anterior. Val-
ga el caso ejemplar de Amantes y celosos todos son locos, donde disfraces y
sustituciones de personas son los ingredientes fundamentales.

Por amor de Ana, Félix se finge montañés y tiene que luchar contra un marqués y
cierto Lisardo, todos enamorados de Ana, en tanto que juana, hermana de ésta, se enamo-
ra de él; para despistar, Félix declara su amor a Flora, madre de su enamorada, etc., etc.

La semejanza que se nota entre estas piezas antiguas y las contemporáneas


se debe en parte a la perennidad de ciertos temas y en parte al hechode que se
8
N. B. ADAMS, «Siglo de Oro Plays in Madrid, 1820-1850», Hispanic Review, IV (1936), pp. 342-
357. Véase también J. de JOSÉ PRADES, «El teatro de Lope de Vega en los años románticos», Revista
de Literatura, XVIII (1960), pp. 235-248.
9
Es lo que resulta en el ensayo de Adams; por otro lado, conozco una refundición de José Fer-
nández Guerra con el subtítulo de La niña tonta. Posiblemente hubo dos refundiciones.
26 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

trataba de refundiciones, cuyo intento principal era hacer el teatro clásico ase-
quible a u n público moderno.
Todas estas obras salían, pues, a las tablas constantemente refundidas o
arregladas (lo que en fin era la misma cosa) por escritores que a menudo no du-
daban en entrar a saco en ellas, alguna vez hasta desfigurarlas. 10 Por otro lado,
desde la Real Cédula de 1763, y de otras que le habían seguido, se había ins-
taurado la costumbre, regularmente respetada, de refundir las comedias ba-
rrocas como conditio sine qua non para llevarlas a la escena.
A pesar de las protestas escandalizadas de muchos literatos (Alcalá Galiano,
Larra y hasta Guillermo Schlegel), las refundiciones habían cumplido con la im-
portante función de mantener el contacto entre el público dieciochesco y decimo-
nónico y el enorme caudal del teatro clásico. Además, en su labor de reducción de
las piezas a las normas del clasicismo, los refundidores podaban las expresiones
culteranas acercando el lenguaje a esos tonos coloquiales o líricos que serán los
preferidos por los románticos, así como en su afán por las unidades limitaban for-
zosamente la acción concentrándose más intensamente en la caracterización de
los personajes; en tanto que el deseo de mayor racionalidad los inducía a eliminar
los convencionalismos de la conducta (sobre todo amorosa) de los personajes,
sustituyéndolos por más rigurosas motivaciones psicológicas.11
Se habían, pues, convertido las refundiciones en u n importante eslabón de
la cadena que, dentro de ciertos límites, vinculaba el teatro romántico al barro-
co; dicho con otras palabras, habían favorecido u n gradual desarrollo del tea-
tro español hacia el advenimiento y la hispanización del romanticismo. Por
eso, no las desdeñaron literatos ilustres ya completamente adeptos a los nue-
vos ámbitos culturales, como Bretón o Hartzenbusch, ni se puede olvidar que,
en 1844, el postrero, en el ápice de su carrera de dramaturgo, realizó una nue-
va puesta al día, mucho más matizada en sentido romántico, de la lopesca Es-
trella de Sevilla, que ya había conocido una refundición, totalmente neoclásica,
de parte del infatigable Dionisio Solís.
Podemos, pues, nuevamente concluir con consideraciones parecidas a las
de los apartados antecedentes: el teatro clásico que se representó con éxito en
los años románticos no sólo no contrastaba con las obras inspiradas en el nuevo
movimiento sino que presentaba rasgos y matices que le acercaban al teatro ro-
mántico. Lo cual se verificaba a todos los niveles, también los más popularmen-
te cómicos, como parece demostrar el hecho de que los mismos espectadores
que con tanta fuerza aplaudían al travieso fraile de Belmonte se deleitaban con
las réplicas chabacanas del fray Melitón del Don Alvaro, que se presentaba como
el legítimo descendiente del personaje barroco. 12
10
Véase E. CALDERA, «Calderón desfigurado», Anales de Literatura Española, Universidad de
Alicante, 2 (1983), pp. 57-81.
11
Véase E. CALDERA, 11 dramma romántico in Spagna, Pisa, Universítá, 1974, pp. 9-57.
12
Véase sobre los temas debatidos en este capítulo J. ÁLVAREZ BARRIENTOS, «Traducciones,
adaptaciones y refundiciones», en V. GARCÍA DE LA CONCHA (ed.), Historia de la literatura española, 8,
Siglo xix (I) (coord. G. CARNERO), Madrid, Espasa-Calpe, 1997, pp. 267-275.
ii. PRIMEROS ATISBOS ROMÁNTICOS: LA COMEDIA

1. L A COMICIDAD ROMÁNTICA

Muchos críticos se resisten a aceptar la existencia de una comicidad románti-


ca, persuadidos de que el romanticismo no puede tratar más que temas tristes y
apasionados, ya que juzgan que solamente el llanto le convenga y que la risa le sea
totalmente ajena. Naturalmente, como siempre ocurre toda vez que nos ponemos
a interpretar o, peor, a definir un movimiento literario, topamos con opiniones a
menudo discordantes y por otro lado igualmente respetables. Sin embargo, limi-
tar el romanticismo a u n solo aspecto aunque sea entre los más típicos de la psico-
logía humana podría al fin privar al movimiento de una característica suya fun-
damental que tal vez comparta solamente con el renacimiento: la universalidad.
Un movimiento que posee u n tan fuerte arrebato que le empuja a apode-
rarse de todas las expresiones de la sensibilidad humana, desde la literatura a
la filosofía, al arte, a la música, parece imposible que no conozca la risa, una de
las manifestaciones más típicas del hombre. Sobre todo de ese hombre nuevo
que se presenta como dueño del tiempo y el espacio, que reivindica su autono-
mía en el plano moral y que justamente el romanticismo aspira a representar
en su totalidad.
Cierto es que el drama, con sus colores encendidos, con sus golpes de teatro
que sorprenden y asustan al espectador, hace más visibles sus componentes
románticos; pero la comedia atestigua igualmente su presencia a través de la
representación de una sociedad contemporánea en la cual los motivos de la nue-
va escuela se han hecho moneda corriente y cotidiana. 1
El clasicismo dieciochesco había recuperado la distinción aristotélica entre
comedia y tragedia, que el Siglo de Oro había descuidado en obsequio al célebre
1
Sobre el tema se pueden consultar las Actas del V Congreso sobre el romanticismo hispánico,
La sonrisa romántica (sobre lo lúdico en el Romanticismo hispánico), Romanticismo 5, Roma, Bulzoni, 1995.

27
28 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

principio de «lo trágico y lo cómico mezclado» que Lope de Vega sustentara en


su Arte nuevo.
La separación —que se refería tanto al final alegre o triste como a la coloca-
ción social de los personajes, a la época (presente o pasada), al lenguaje, a la
prosa o al verso y, en general, a las tonalidades dominantes— se mantuvo tam-
bién durante el romanticismo, siendo muy evidente sobre todo en la primera
década, en tanto que en la segunda empieza un camino de acercamiento entre
los dos géneros que tiende a menudo a salvar los límites de demarcación.
Desde el principio (esto es, desde la segunda mitad del xvm, cuando salen a
escena los primeros experimentos de Nicolás Moratín, la tragedia Hormesinda y
la comedia La petimetra) se nota la presencia de Aristóteles en la mayor atención
con que se mira a la tragedia, apreciada como el género «noble» y literariamente
más comprometido, mientras que la comedia sigue considerándose el «pariente
pobre», dirigido más bien al pasatiempo que a una auténtica manifestación de
cultura; quizás, por decirlo mejor, como expresión de una cultura mediana, so-
metida sí a las leyes del «buen gusto», pero de manera no tan perentoria.
Tal vez este relativo arrinconamiento y la presencia de una personalidad tan
excepcional como la de Leandro Moratín hayan proporcionado a la comedia cla-
sicista una existencia relativamente tranquila que le permitió una continuidad
constante y u n lento desarrollo hasta el momento del florecimiento romántico
que más bien parece como una etapa de este desarrollo que como una verdadera
revolución. Hay que agregar que la comedia romántica lo es más por los motivos
que la animan que por ciertas innovaciones estructurales que en cambio serán
uno de los aspectos más característicos del drama histórico respecto a la tragedia:
aludo esencialmente al tema de las unidades de tiempo y lugar que los comedió-
grafos habitualmente respetan, tanto que en la publicística de la misma época ro-
mántica es corriente considerar la comedia como un producto del género clásico.
Además, sobre la comedia de las primeras décadas del xix se extiende natu-
ralmente la sombra de don Leandro, cuya obra maestra, El sí de las niñas, estre-
nada en 1806, sigue siendo un punto de referencia imprescindible; lo cual por
supuesto contribuye no poco a brindarle la continuidad a que se aludía. La
transición del clasicismo al romanticismo se producirá por tanto cuando Bre-
tón, que había empezado moratiniano, componga una obra, la celebérrima
Marcela, en la cual los críticos contemporáneos verán justamente el pasaje de
una comedia moratiniana a una bretoniana. Marcela se estrenará en 1831, de
manera que la conversión de la comedia al romanticismo se adelantará en unos
tres años al advenimiento del primer drama histórico.

2. U N A PRECURSORA: LA PATA DE CABRA

Sin embargo, un notable empuje hacia la introducción de nuevos módulos


cómicos vino de una «inocente estupidez», 2 es decir, de esa comedia de magia
2
La definición es de Zorrilla, quien en sus Recuerdos del tiempo viejo comenta: «El teatro renacía
II. PRIMEROS ATISBOS ROMÁNTICOS: LA COMEDIA 29

titulada Todo lo vence amor o La pata de cabra que, a pesar de haberse estre-
nado en 1829,3 es imposible no reseñar en una historia del teatro romántico,
tanto por su función de apertura hacia la nueva sensibilidad como por el éxito
asombroso que siguió logrando a lo largo de las dos décadas, hasta el punto de
resultar, como hemos visto, la obra más representada. 4
Era una traducción-adaptación bastante libre de la obra francesa de Mar-
tainville y Ribié titulada Le pied de mouton,5 que ya había sido traducida con el tí-
tulo de La pata de carnero y transcrita en u n cartapacio que el autor de la nueva
obra, Juan de Grimaldi, había tenido en sus manos y tal vez había aprovechado.
Lo novedoso de La pata de cabra era que no se situaba en la estela de tantas
comedias de magia como se iban representando con mucho éxito popular, sino
que era al mismo tiempo más divertida y más comprometida. En efecto, muy
poco tenía que ver, si no es en lo aparatoso del «gran espectáculo», con esas
Marta la Romarantina o ]uana la Rabicortona que, según nos informa Mesonero
Romanos, seguían siendo el pasatiempo preferido de tantos espectadores ma-
drileños; 6 ni mucho menos con ese imperecedero Mágico de Salerno que con sus
innumerables partes ocupaba la escena madrileña desde hacía más de u n siglo. 7
Por otro lado, el argumento, en sus líneas esenciales (una historia de amor
contrastado que la magia ayuda a resolver positivamente), no era una novedad
absoluta, pero sí lo era la naturaleza de los personajes, la forma de intervención
de la magia y, desde luego, el tratamiento general del tema.

I. El joven Juan, desesperado por la imposibilidad de conseguir a su amada Leonor


(que el tutor, don Lope, ha prometido a un noble ridículo y cobarde, don Simplicio Bo-
badilla Majaderano y Cabeza de Buey) intenta pegarse un tiro, pero se lo impide Cupi-
do, quien le proporciona como talismán una pata de cabra, que le ayudará a realizar su
sueño de amor. Gracias a algunas apariciones y desapariciones obradas ocultamente
por la pata, Juan y Leonor asustan y burlan a don Simplicio, quien sin embargo consi-
gue hacerlos prender y encerrar en dos torreones. Pero al final los torreones se hunden
y don Simplicio en cambio acaba enjaulado.
II. Los dos jóvenes se han refugiado en la casa de don Gonzalo, primo de Leonor. Se
les acercan don Lope, don Simplicio y alguaciles. Simplicio asiste impotente, desde un
árbol en que se ha escondido, al almuerzo de los dos. Cuando intenta también comer,
comida y bebida huyen de sus manos. Cuando ñ y los alguaciles intentan subir al balcón

y se regeneraba en manos de un extranjero, Grimaldi, y con una casi inocente estupidez: La pata de
cabra». Cf. J. ZORRILLA, Obras Completas, Valladolid, Santarén, 1943, II, p. 2004.
3
El 18 de febrero: véase J. DE GRIMALDI, La pata de cabra (edición e introducción de D. T. GIES),
Roma, Bulzoni, 1986, pp. 26-27 de la Introducción.
4
GIES, ibídem, p. 29, recuerda que «tuvo más de doscientas setenta y siete representaciones en-
tre 1829 y 1850 y todavía estaba en el repertorio de algunas compañías a fines de siglo».
5
Había sido estrenada en París en 1806. Véase GIES, ibídem, p. 26.
6
Véase R. DE MESONERO ROMANOS, Memorias de un setentón (ed. J. ESCOBAR-J. ÁLVAREZ BARRIEN-
TOS), Madrid, Castalia, 1984, p. 179.
7
Entre otros, también alude a la continuidad de su éxito MESONERO, ibídem, p. 240.
30 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

en que están los enamorados, quedan agarrados a las rejas de las ventanas. Sin embar-
go, consiguen por fin prenderlos, pero Juan es liberado en seguida por Cupido, en tan-
to que Leonor es encerrada en casa de don Lope. Con mucho miedo, don Simplicio le
monta la guardia, en medio de retratos que toman vida y le asustan. Cuando porfin lo-
gra dormirse, su gorro se hincha convirtiéndose en un globo que le lleva por el aire.
111. Don Simplicio aterriza en los Pirineos, después de haber estado en la luna, que
describe como un país utópico donde todo está al revés de la tierra, o sea, todo es positi-
vo. No bien lo están socorriendo, se hunde y reaparece en la cueva de Vulcano, que le
envía a la búsqueda de Juan y Leonor acompañado por ocho Cíclopes que capturan y
atan a los dos chicos. Pero Cupido hace salir unas ninfas que adormecen a los Cíclopes
y apresta un barco en el cual Juan y Leonor se alejan. Por último, Simplicio pide ayuda
a un mago, pero éste tiene que confesarle que nada puede la magia contra el amor. Apo-
teosis final en el palacio aéreo de Cupido, donde se celebran las bodas de los dos prota-
gonistas con la asistencia también de don Lope y don Simplicio, que se han rendido a la
fuerza del amor.

A lo largo de tantas reposiciones (durante las cuales el texto fue a veces mo-
dificado y la escenografía a menudo reemplazada) que se produjeron en el cur-
so de notables cambios sociales y políticos, pudieron ciertamente diferenciarse
las motivaciones del éxito, aunque la obra contenga aspectos destinados a afec-
tar al espectador de diversas épocas: una oportuna mezcla de música y partes
habladas, unos trucos escénicos interesantes (en los cuales sin embargo no se
separaba profundamente de las demás comedias de magia), y sobre todo una
comicidad indudable que en la época encontró un intérprete magistral en el ac-
tor Antonio Guzmán y que provoca la sonrisa aun al lector de hoy.
Pero lo que seguramente despertó la gran participación popular durante
los primeros años (que, no se olvide, eran los de las postrimerías del reinado de
Fernando VII, cuya tiranía se había tal vez reducido pero seguía bien presente,
como demuestra el ajusticiamiento de Mariana Pineda, que se produjo todavía
en 1831) fue el poder asistir al triunfo de dos hijos de vecino sobre un noble y
sus acólitos y, además, poder reírse a carcajadas de ese mismo aristócrata, pre-
sentado como un trasunto de los defectos más ridículos.
Si los espectadores más humildes del siglo anterior apreciaban en ciertas
comedías de magia, como El anillo de Giges o El mágico de Salerno, el ascenso del
protagonista hacia los niveles más altos de la sociedad, lo cual les permitía so-
ñar con un rescate social, los de La pata de cabra soñaban con la supresión de las
supercherías y la victoria de las capas más humildes o burguesas. Y lo que más
pudo afectarlos era que los protagonistas vencían, en el fondo, por su propia
fuerza, ya que la ayuda de Cupido y de la pata-talismán no eran nada más que
la objetivación del amor, casi una extensión metonímica del sentimiento de
Juan, que por tanto ya se presenta como el hombre nuevo, post-kantiano, que
actúa empujado por el resorte de su «razón práctica».
Víctor Hugo había sentenciado que el romanticismo era el liberalismo en li-
teratura y la identificación entre románticos y liberales era corriente en toda
II. PRIMEROS ATISBOS ROMÁNTICOS: LA COMEDIA 31

Europa para mayor desesperación de los gobiernos absolutistas; pues bien,


Grimaldi les brindaba a los madrileños una obra ejemplar totalmente empapa-
da de espíritu liberal: una obra que, en 1829, era profundamente revoluciona-
ria, a pesar de que la censura, siempre miope, no se dio cuenta de ello.
Una comedia, pues, en la cual dominaban el amor y el liberalismo, en la que
los vuelos de la fantasía se conjugaban con una visión moralista pero sonrien-
te de la realidad, no era otra cosa que una obra romántica.
Quizás la primera comedia romántica.

3. EL ESTRENO DEL ROMANTICISMO CÓMICO

Si por un lado La pata de cabra puede considerarse la precursora de la co-


media romántica, por el otro el género peculiar al cual pertenece, el teatro de
magia, la separa parcialmente de la historia de la comedia tradicional, la que
encuentra sus antecedentes inmediatos en Moratín y en sus secuaces, es decir,
por lo que atañe a las décadas de los años diez y veinte, Cagigal, Javier de Bur-
gos, Gorostiza y otros de menor importancia.
Me refiero a esa comedia que Leandro Moratín define:

imitación en diálogo (escrito en prosa o verso) de un suceso ocurrido en un lugar y


en pocas horas entre personas particulares,8

agregando:

La comedia pinta a los hombres como son, imita las costumbres nacionales y
existentes, los vicios y errores comunes, los incidentes de la vida doméstica.9

Invita por fin al poeta cómico a buscar «en la clase media de la sociedad los
argumentos, los personajes, los caracteres, las pasiones, y el estilo en que debe
expresarlas». 10
A esas normas fundamentales se atuvieron regularmente los comediógra-
fos de los años diez y veinte, que justamente se tildan de moratinianos. Y mo-
ratinianos fueron también, en este sentido, los comediógrafos de principios de
los treinta, aunque ya se vayan manifestando señales de impaciencia y deseos
de encontrar un camino al menos parcialmente nuevo.
Un primer serio intento de independización se encuentra en Francisco de
Flores y Arenas, que el 7 de mayo de 1831 estrenó en el Teatro de la Cruz la exi-
tosa comedia en tres actos y en verso titulada Coquetisino y presunción. Una

8
Obras de Don Leandro Fernández de Moratín dadas a luz por la Real Academia de la Historia, II, 1,
Madrid, Aguado, 1830, p. XLIII.
9
lbídem, p. XLV.
10
lbídem, p. L.
32 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

pieza que encontró el favor del público y que fue repuesta más de 30 veces du-
rante las dos décadas románticas.
Tradicional en sus líneas fundamentales (con su ya tan gastada sustitución
de persona y su burla pedagógica de abolengo gorostizano), participaba en el
clima nuevo instaurado por el romanticismo con la sátira de los estereotipos y
de los convencionalismos.

Los protagonistas son Antonio, un presumido que juzga que todas las mujeres tie-
nen que caer rendidas a sus pies, y su prometida Adela, que a su vez no duda de que los
hombres se dejen infaliblemente seducir por sus coqueterías. Aprovechando el hecho de
no ser conocido, el primero se hospeda, con el falso nombre de Fermín, en casa de la se-
gunda, con el intento de hacerla enamorar con la sola fuerza de su personal bizarría.
Le agua la fiesta la llegada de su primo Luis, que, para escarmiento de los dos, ena-
mora a Adela recurriendo al lenguaje suspiroso de gusto seudorromántico. La reacción
de Adela al darse cuenta de haber sido burlada y de Antonio-Fermín al verse pospuesto
a su primo rompen la promesa de matrimonio y la comedia termina sin bodas, con las
amonestaciones de Luis, el sabio alter ego del autor.

La comedia proponía dos perspectivas existenciales opuestas, la de Fermín


y Adela y la de Luis, siendo evidente que el autor consideraba positiva sólo la
última. Los dos protagonistas presumen de estar muy a la moda al aceptar los
convencionalismos propios de la época, en tanto que Luis propone una visión
mucho más seria y comprometida de la existencia.
Ante todo, en las palabras de Fermín, Adela y la madre de ésta, doña María,
se hacen frecuentes referencias a la sensibilidad, exaltada como ingrediente tí-
pico del buen tono y convertida en objeto de sátira por Flores y Arenas. A las
dos mujeres que, hablando de una parienta moribunda, lamentan la excesiva
sensibilidad de ella, contesta Fermín con ese toque de extranjerismo muy pro-
pio de los lechuguinos del tiempo:

¡Oh! Para esto de sensibles


las francesas.

Y después de narrar una aventura erótica, en Burdeos desde luego, que


atestiguaría tal sensibilidad, la subraya mayormente recordando los suicidios
por amor que caracterizan a inglesas y francesas, las cuales se ahorcan o enve-
nenan «con la frescura del mundo», de manera que

en el Támesis y el Sena
se encuentran cada momento
cadáveres a montones (1,6).

Sin embargo, detrás de esta ostentación de sensibilidad está en cambio la


ausencia total de sentimientos verdaderos. Para los dos protagonistas, el amor
II. PRIMEROS ATISBOS ROMÁNTICOS: LA COMEDIA 33

no es más que u n juego. Si para Adela es normal «mudar de amor como de ca-
misa», Fermín juzga que un amor serio y profundo como el que Luis afirma
profesar hacia su novia es una manifestación de vulgaridad:

¿No ves, Luis,


que ya estás a vulgo oliendo?
¡Cuánta falta te está haciendo
un bañito de París!

Y para que resulte más evidente todavía su aristocraticismo cursi, el autor


le hace agregar:

¿Y entonces qué diferencia


hay de ti a un zapatero? (1,5).

A la sátira del conformismo a la moda se asociaba así la exaltación indirec-


ta del liberalismo democrático, como ya ocurría en La pata de cabra. Era natural,
pues, que el público burgués y liberal de esas postrimerías del reinado de Fer-
nando VII se entusiasmase al ver al fin burlados a quienes interpretaban con-
cepciones opuestas.
Por otro lado es lógico que el amor no penetre en individuos que no saben
comunicarse entre ellos, encerrados como están en su visión egocéntrica que,
por ejemplo, les lleva a tomar por una verdadera declaración de amor una ca-
ricatura del lenguaje a la moda como son las frases hinchadas que Luis le diri-
ge a la chica:

y este amor que eternamente


debiera estar encerrado
dentro de mí, ya en su furia
rompió del deber los lazos (II, 2).

Flores y Arenas se está burlando de ese lenguaje que dentro de poco reso-
nará en los dramas románticos pero que ya circulaba vulgarizado en el habla
de los lechuguinos. Era una postura que reaparecerá a menudo en comedió-
grafos y costumbristas y que, a pesar de las apariencias, era una forma de ad-
hesión al más auténtico espíritu romántico que, en su afán por la verdad y por
consiguiente por la sinceridad expresiva, rechazaba tanto los artificios de los
clasicistas como los manierismos de los románticos adocenados, tanto al Pas-
tor Clasiquino como al romántico melenudo.
Y para mayor constancia de esta hostilidad contra cualquier tipo de distor-
sión del lenguaje, el autor añadió la figura de don Judas, que hace reír gracias
al habla marinera que emplea a todo trance, embutiendo su discurso de metá-
foras náuticas tan risibles como «don Fermín / está tan a sotavento / de la ni-
ña», «la pobre Paulita / se está yendo a pique», «ya es hora que levemos / el
ancla», etc.
34 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

Claro que en un ambiente parecido no hay lugar para el amor y tampoco


para el matrimonio. Es verdad que en épocas lejanas las comedias barrocas
terminaban en casamiento a pesar de las incomprensiones y complicaciones
que menudeaban a lo largo de la obra; siempre había una dama que al final ex-
clamase: «Esta es mi mano.» Lo cual empero ya no podía ser: en esta aurora del
romanticismo ya no se admiten compromisos con el amor: On ne badine pas
avec l'amour, como afirmaba por esos mismos años el romántico De Musset.

Puede decirse que Coquetisino y Presunción es una de las pocas piezas de más
dotes dramáticas que ha visto la escena española de Moratín aquí {Cartas españo-
las, 24-V-1831).

Moratiniano fue también desde sus primeras obras Manuel Bretón de los
Herreros, que sin embargo se fue alejando paulatinamente del modelo, sea por
referirse a una sociedad diferente, más abierta y más libre, sea por insistir so-
bre aspectos y problemas que Moratín no había tratado o había afrontado sola-
mente de soslayo.
Con esos toques personales, además de una capacidad innata de despertar
la risa, Bretón se fue apoderando del público madrileño en la segunda mitad
de los años veinte, logrando su primer gran éxito con A Madrid me vuelvo, es-
trenada en 1828, caracterizada por una inconformista alabanza de corte y des-
precio de aldea.
El mismo fondo inconformista latía también en su segundo éxito, todavía
más duradero (la pieza conoció más de 50 representaciones entre 1831 y 1849
contra las 30 aproximadamente de la anterior), la celebérrima Marcela o ¿a
cuál de los tres?, que se estrenó el 30 de diciembre de 1831 en el Príncipe, y que
por varios motivos podemos considerar la primera comedia romántica.
I. Tres pretendientes rodean a la joven y desenfadada viuda Marcela, intentando sedu-
cirla cada uno conforme a su propio temperamento: Agapito, petimetre afeminado,
ayudándola en sus labores de costura y ofreciéndole pastillas; el tímido poeta Amadeo, sus-
pirando y confiando sus penas a la criada juliana; el impetuoso capitán de artillería Mar-
tín, primo del anterior, ahogándola en un diluvio de palabras. Ella contesta garbosamente
a todos, sin darse cuenta de brindar a cada uno la ilusión de ser el preferido. A su lado, ju-
liana juzga y comenta, interpretando el pensamiento del autor, en tanto que eltíoTimoteo,
algo chocho, embute sus charlas de sinónimos y, al final, invita a todos a almorzar.
II. Después del almuerzo, Juliana le manifiesta a Marcela que los que ella cree sola-
mente amigos en realidad están profundamente enamorados de ella. Llega Agapito, que
se le declara, afirmando con mucha presunción que ella no puede menos que correspon-
derle. Luego Amadeo le entrega una lírica de amor, pero le falta valor para manifestar-
le que está dedicada a ella. Por fin Martín, después de una infinidad de prolegómenos,
se le va a declarar, pero es interrumpido por el anuncio de que la gata ha parido. Los dos
primos Martín y Amadeo se alian contra Agapito.
III. Han salido todos y, quedando solos Marcela y don Timoteo, éste intenta con-
vencer a su sobrina de que se case con Martín. Tres mensajeros llevan cartas de cada
II. PRIMEROS ATISBOS ROMÁNTICOS: LA COMEDIA 35

uno de los pretendientes, que Marcela lee y comenta acompañada por Juliana, la cual
toma partido a favor de Amadeo. La carta de Agapito rebosa de vanidad; Amadeo envía
un soneto humilde y desconsolado; Martín propone el enlace como un contrato venta-
joso para los dos. Marcela los convoca a todos y, después de comentar con gracia las tres
cartas, se niega a casarse, queriendo gozar la libertad que le conceden la viudez, las ren-
tas y sus veinticinco años.

El autor atribuyó el gran éxito de Marcela a haber abierto «nuevo y más libre
rumbo a su imaginación», sobre todo por abandonar el romance que hasta enton-
ces había empleado, sustituyéndolo por una versificación más variada, introdu-
ciendo además la rima. Tal cambio se produjo, afirma Bretón, por la influencia de
los dramaturgos del Siglo de Oro, en los cuales «envidiaba [...] su feliz inde-
pendencia tan fecunda en primores». A causa de cierto pudor que a menudo
impidió en España el uso de la palabra romántico, Bretón no se atreve a afirmar
abiertamente que esto se producía por su adhesión al romanticismo, pero lo
deja entrever con alusiones bastante explícitas. En efecto, después de recono-
cer que algunos poetas contemporáneos «empezaban ya a sacudir el yugo
escolástico» (léase clásico), agrega:

Constante en su fe literaria, si bien no ciego sectario de una escuela exclusiva, [el


autor] logró preservarse de las alteraciones lastimosas en que otros incurrían; pero
hubo de entrar en cuenta consigo mismo y tantear sus fuerzas para ver si era o no
posible conciliar la pintura vigorosa de afectos y caracteres, la vis cómica del diálogo,
la naturalidad del lenguaje con una versificación más artificiosa, más variada y más
galana.11

En otros términos, sin renunciar totalmente al rigor de su educación clasi-


cista, se había abierto a formas expresivas más libres, siguiendo en esto las en-
señanzas románticas, aunque sea en el ámbito de aquel justo medio que fue una
instancia fundamental del movimiento en España y que a menudo se disfraza-
ba como eclecticismo (al cual parece aludir Bretón, al declararse «no ciego sec-
tario de una escuela exclusiva»).
Seguramente los espectadores apreciaron la «versificación variada y gala-
na», en parte por la viveza y la literariedad que confería al texto,12 pero en parte
también por la novedad que ello representaba y que se amoldaba bien a una
obra que cabalmente sobresalía por su anticonformismo.
11
Véase el prefacio a la comedia en Obras escogidas de M. BRETÓN DE LOS HERREROS, Paris,
Garnier, s. f., pp. 54-56. La novedad de Marcela respecto al modelo moratiniano hasta entonces do-
minante ha sido puesta de relieve por Le Gentil, quien afirma: «c'est deja le genre bretoniano, c'est-
á-dire la comedie de moeurs fondee sur l'observation de la classe moyenne». Véase G. LE GENTIL, Le
poete Manuel Bretón de los Herreros et la société espagnole de 1830 a 1860, Paris, Hachette, 1909, p. 31.
12
Una interesante interpretación de la función del verso en el teatro de Bretón la brinda P. GA-
RELLI (Bretón de los Herreros e la sua «formula cómica», Imola, Galeati, 1983, p. 50): «Nella poesia Bretón
trova un'alleata per comunicare il suo messaggio al pubblico: infatti essa possiede la capacita di Ten-
dere piú gradevole la commedia e, nel contempo, sottolineare con maggiore incisivitá un carattere o
una situazione, fissandola, quasi, nella memoria degli spettatori.»
36 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

Ésta era en efecto la verdadera esencia de la pieza, novedosa y romántica


desde luego, que debió de afectar positivamente al público. Marcela aparecía li-
bre de todos los prejuicios y convencionalismos propios de aquel «yugo esco-
lástico» que Bretón criticaba: ningún moralismo la empachaba, ninguna carga
pedagógica, ninguna oposición entre buenos y malos, ninguna «graciosidad»
en el lenguaje y, sobre todo, ningún final con bodas como era costumbre en
tantas comedias que desde el Siglo de Oro trataran el tema de la dama sitiada
por diversos pretendientes.
En cambio, perfectamente enmarcada en este inconformismo de fondo, re-
corre la obra una sonriente sátira de toda forma de convencionalismo, que en-
cuentra su manifestación más típica en la figura emblemática de don Timoteo,
«el viejo de los sinónimos», el cual repetía en otro registro al don Judas de Flo-
res y Arenas, ya que, como le cuenta a su paisana la criada Juliana,

cuando dice según


si detrás no va el conforme,
no está contento (1,3).

Igualmente convencionales, y por tanto ridículos, son los pretendientes


Agapito y Amadeo. El primero, por conformarse servilmente a las modas im-
perantes, el segundo, por escribir tópicos versos de amor y también por inter-
pretar el estereotipo del poeta enamorado y doliente.
No convencional es en cambio Martín, que sin embargo representa el exce-
so opuesto de una franqueza que raya en la grosería y que Marcela y Juliana, tí-
picas representantes del ideal del justo medio, rechazan con igual decisión,
aunque con menor ironía.
Si bien, a diferencia de toda la tradición de la escuela moratiniana y del
clasicismo en general, Marcela no pretende dirigir ninguna amonestación al
espectador, sin embargo no deja de enviar algún mensaje. En primer lugar
intenta exaltar la libertad individual, que si por u n lado justamente se realiza
en la sátira del conformismo de Agapito y Amadeo, por el otro encuentra su
manifestación más alta y consciente en los sentimientos de la protagonista,
que no duda en expresar, como legítima heroína liberal que es, su anhelo a la
libertad y su derecho a tomar decisiones autónomas:

no me pienso emparedar

Me hallo bien con mi reposo,


con mi dulce libertad,
y temo hallar, en verdad,
un tirano en un esposo.
Mas si al fin, como mujer,
me es forzoso sucumbir,
ya que yo le he de sufrir,
yo me lo quiero escoger (III, 2).
II. PRIMEROS ATISBOS ROMÁNTICOS: LA COMEDIA 37

Son conceptos que le repite a don Martín al final de la pieza para justificar
u n rechazo que en parte le duele:

amo mi libertad
y en ella mi dicha fundo (III, últ).

Bien diferente era la postura de otra viuda que pisara las tablas una docena
de años antes: cierta doña Flora, en La sociedad sin máscara del Marqués de Ca-
gigal (Aristipo Megareo), igualmente viuda e igualmente sitiada por varios
pretendientes, se decide, aunque de mala gana, a escoger a uno de ellos por la
necesidad, dice, de encontrar

un marido que me quiera


y un director que me guíe (III, últ.).

Un segundo mensaje nace del tema, mejor dicho, del problema de la comu-
nicación, que ya se advertía en Moratín y serpeaba en la producción cómica en
los años diez y veinte. Aquí, debajo de la sonrisa que lo alivia todo, late en reali-
dad el drama de personas que no logran comunicarse entre ellas. Los preten-
dientes viven y actúan perennemente encerrados en su yo, de manera que cada
vez que lanzan u n mensaje, ése no contiene más que una visión egocéntrica del
amor. También el tímido poeta, que parece sumido en la contemplación de Mar-
cela, en realidad se contempla a sí mismo, como demuestra con sus reacciones
enfadadas frente al rechazo final. Tres veces, una por acto, expresan sus senti-
mientos, cada vez de manera más ampliada y más explícita: ahora bien, lo que
manifiestan es un continuo incremento de su egotismo.
En el lado opuesto, Marcela intenta, sí, establecer un contacto, comprender
las razones de sus interlocutores, pero choca contra la pared de u n yo que no
quiere o no puede salir de sí mismo. Juliana en cambio, más realista y menos
sensiblera, se da cuenta de la imposibilidad de una comunicación y acaba por
aceptar la parte de la intermediaria a cambio de una consistente dádiva.
Por otro lado, la dificultad de comunicarse se expresa a menudo de manera
explícita, y cómica por supuesto, al mismo nivel formal. Amadeo, cortado por
las preguntas maliciosas de Marcela, no sabe contestar sino con monosílabos,
hasta terminar con u n «¡Ah! Si... Mi... La» que provoca la pregunta burlona de
la viuda:

¿Me enseña usted el solfeo? (II, 4).

Martín, a su vez, transportado por el torrente de su eloquio incontrolable,


se pierde en un montón de divagaciones. Por no hablar de don Timoteo, sumi-
do en su eterna búsqueda de sinónimos, que obliga al fin a Marcela a instarle:

Al grano, tío (III, 1),


38 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

e induce al propio Martín, que por otro lado en cuanto a charlas no le va en za-
ga, a definirle «hablador tan sangriento».
Pieza de fondo ya romántico, pero de estructura todavía clasicista (respeta ri-
gurosamente las unidades), resulta escasa de acción, a tal punto que a veces el au-
tor se ve obligado a insertar episodios casi inútiles como la alianza entre Martín y
Amadeo, la cual ofrece el pretexto a una escena cómica, superflua desde luego
aunque eficaz para despertar la risa, en la que los dos se burlan del petimetre.
No faltan por otro lado recursos que le imprimen cierto movimiento gracias
sobre todo a la sorpresa con que sobrecogen al espectador. Tal la feliz ocurren-
cia del parto de la gata que interrumpe la logorrea de don Martín o el rechazo fi-
nal de los tres pretendientes que contrasta agradablemente con el horizonte de
expectación de un público acostumbrado a las bodas conclusivas. También efi-
caz es el expediente (que ya aparecía en El sí de las niñas) de Juliana, que dialoga
por la ventana con otra criada que ni se ve ni se oye, con lo cual Bretón lograba
por un lado proporcionar las informaciones indispensables de una manera ori-
ginal y divertida y por el otro ensanchar la ilusión espacial de los oyentes.
Sin embargo, recorre la obra cierto moderado dinamismo, interno a los per-
sonajes, que nace de sus reacciones psicológicas y se manifiesta esencialmente
a través de sus discursos, los cuales también van evolucionando desde cierta
reticencia inicial hacia la declaración explícita del último acto. Quizás en este
juego sutil de conversación brillante continuamente animada por la sonriente
ironía de la joven viuda pueda entreverse un reflejo de las charlas «de estrado»
de los galanes barrocos. Las cuales sin embargo no pudieron ser más que un
modelo, ya que los diálogos de Marcela reproducen, aunque sea «a lo literario»
y de manera a veces caricatural, los matices del lenguaje corriente en los salo-
nes burgueses de la época.
Es u n toque costumbrista, por otro lado connatural a ese tipo de comedia
que Moratín había introducido en el mundo español, a pesar de que podría
considerarse propio de cualquier forma de comedia que aspirase a ser, como lo
fue desde la Antigüedad, uíuecn.<; píoi). Y la referencia a la sociedad contempo-
ránea se veía reforzada por ciertas identificaciones, como la de don Martín con
Ventura de la Vega, que no podían escaparse al pequeño mundillo madrileño
y que por supuesto eran también fuente de interés y de risa.

«¿Qué no ha de poder / ser amable una muger / sin que la persigan necios?»
Estos versos que dice Marcela en el acto 3.9 espressan la idea que me inspiró el ar-
gumento de la presente comedia (BRETÓN, Correo Literario, 2-1-1832).
Comedia lindamente escrita, graciosamente ejecutada, justamente aplaudi-
da (Cartas españolas, 5-1-1832).

Se remonta a Flores y Arenas Manuel Eduardo de Gorostiza, que en su célebre


Contigo pan y cebolla (estrenado en el Príncipe el 6 de julio de 1833; más de 30 re-
posiciones hasta 1849), comedia en tres actos y en prosa, lanza explícitamente sus
II. PRIMEROS ATISBOS ROMÁNTICOS: LA COMEDIA 39

flechazos contra «las jóvenes de diez y siete años que leen novelas» (IV, últ.) y
que por tanto profesan una concepción, novelesca justamente, de la vida que
les hace repudiar las ventajas de una existencia tranquila y acomodada, por
querer seguir el modelo de las heroínas de sus lecturas.

Eduardo pide la mano de Matilde a su padre Pedro de Lara. La chica, lectora apa-
sionada de novelas sentimentales y lacrimosas, queda decepcionada al ver que su novio
es rico, que su padre no se opone y que todo tiene trazas de desarrollarse en la mayor
tranquilidad: renuncia por tanto a la boda. Pero Eduardo, de acuerdo con don Pedro, la
convence de que se case con él, fingiéndose pobre y raptándola por el balcón. Las inco-
modidades y las humillaciones que le acarrea la pobreza hacen recobrar a la joven el
buen sentido práctico, de manera que, cuando llega el padre para llevarla a su casa jun-
to con su esposo, acepta con entusiasmo.

El esquema de la obra era el de la burla pedagógica que Gorostiza ya


adoptara en comedias anteriores (Indulgencia para todos, Don Dieguito) y que
ya aparecía en Coquetismo y presunción; sólo que aquí la solución final es ale-
gre y el escarmiento consigue resultados positivos.
La sátira lo envuelve todo, con efectos cómicos seguros sobre un público
burgués cuya mentalidad práctica el autor comparte totalmente, hasta el pun-
to de presentar positivamente a una ex compañera de colegio de Matilde, la
cual está muy satisfecha de haber abandonado los sueños de la adolescencia
para casarse sin amor con un acomodado marqués.
Objeto principal de la sátira es naturalmente Matilde, que, como los prota-
gonistas de Coquetismo, se jacta de su refinada sensibilidad:

A mi edad, con mi sensibilidad, y en las circunstancias terribles en que me hallo


[...](I,3).

Verdad es que hay momentos, en la segunda parte de la obra, que se desa-


rrolla en el mísero cuartucho en que viven los recién casados, en que la historia
casi se vuelve patética, de manera que junto con la sonrisa despierta también
una pizca de conmoción. Pero al principio, cuando la protagonista se deja
arrastrar por todo el sentimentalismo que ha acumulado a través de tantas lec-
turas, produce un efecto cómico irrefrenable, que alcanza su mayor intensidad
cuando imagina una reacción hostil del padre a la petición de su novio. Por lo
tanto irrumpe en la escena interpretando el papel de la hija indigna y arrepen-
tida y, frente al mayor estupor de los dos hombres, declama:

¡ Ah! Padre mío, y qué criminal debo de aparecer a los ojos de usted [...] arrastra-
da por una pasión irresistible [...] que como una erupción volcánica [...].

Con un seguro efecto cómico, pide luego a Eduardo que no la interrumpa


(«Calle, usted: no me distraiga») para poder recitar enteramente el papel que
se ha impuesto. Así que prosigue:
40 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

se apoderó de mi corazón, que estaba indefenso [...] no seré nunca de otro [...] pero ge-
miré en silencio sin ser suya, o iré a sepultarme en las lobregueces de un claustro (1,8).

El público se reiría seguramente, pero también aplaudiría la solución final,


que veía a los dos enamorados por fin felices. Ni era una renuncia al amor ver-
dadero (a diferencia de como se había portado la ex compañera) ni era la pa-
sión desorbitada que la joven había soñado. No era tampoco la conclusión sin
casamiento que había caracterizado a las dos obras anteriores.
Era el triunfo de ese justo medio que se convertiría muy pronto en el ele-
mento más típico del romanticismo teatral español.
La comedia rompía los moldes moratinianos, sobre todo por la falta de un
auténtico compromiso ideológico. Como Marcela, no tiene otro mensaje que el
de luchar contra los convencionalismos y proponer una visión de la vida libre,
tranquila y felizmente aburguesada.
El autor no se atreve, en cambio, a violar las unidades: si no es totalmente
respetuoso con la de de lugar, conforme a una práctica inveterada (se pasa del
palacio donde vive Matilde al cuarto miserable del último acto), comprime en
las 24 horas canónicas tantos sucesos que habrían pedido al menos quince días.

rasgos hemos visto en su linda comedia que Moliere no repugnaría, escenas en-
teras que honrarían a Moratín. [...] El lenguaje es castizo y puro; el diálogo bien
sostenido y chispeando gracias, si bien no quisiéramos que le desluciesen algu-
nas demasiado chocarreras. [...] esta comedia hubiera requerido una mujer real-
mente enamorada. [...] [Otro defecto] es también la aglomeración en horas de
tantas cosas distintas, importantes y regularmente más apartadas entre sí en el
discurso de la vida (LARRA, Revista Española, 9-VII-1833).

Idea feliz, escelente diálogo, situaciones cómicas, gracias sin número; pe-
ro inverosimilitud continua, atropellamiento en la acción, caracteres poco na-
turales. [...] Se ve desde luego que el objeto de esta comedia es muy moral. [...]
al concluirse la comedia el público manifestó su contento con triple salva de
aplausos; de suerte que puede decirse que éste ha sido uno de los triunfos más
completos que se han obtenido en el teatro. [...] Pasa en dos días lo que apenas
podría suceder en dos meses. [...] diálogo siempre vivo, salpicado de chistes,
muchos de ellos escelentes y justamente celebrados; pero también hay otros
que no son de buena ley. [...] esta comedia ha sido de las mejores que hemos
visto (Boletín de Comercio, 9-VII-1833).

A las objeciones de la Revista Española contestó el autor, con el nombre de


Don Ángel de Cepeda, con la larga «Defensa de la comedia intitulada "Conti-
go pan y cebolla"», Madrid, Repullos, agosto de 1833. Siguió una «Réplica» de
Larra en la Revista del 13 de agosto.

Otras comedias afrontan, en este final del reinado de don Fernando, el tema
de la comunicación, aunque sea, a menudo, de manera bastante superficial.
II. PRIMEROS ATISBOS ROMÁNTICOS: LA COMEDIA 41

Eugenio de Tapia lo desarrolla a través de una garbosa comedia de carácter,


Amar desconfiando o la soltera suspicaz (4 actos en verso), que, estrenada el
15 de junio de 1832, en el Príncipe, a pesar de una reseña muy favorable de Du-
ran, fue repuesta sólo dos veces.

La joven marquesa del Pino atormenta con sus celos infundados a su enamorado, el
oficial don Carlos, y a su prima Emilia. Sus celos aumentan cuando se entera por el chis-
moso barón del Fresno de que, durante su estancia en Navarra, Carlos se había prendado
de cierta Isabel, cuyo padre, don Fermín, se había opuesto al matrimonio. Ahora el propio
don Fermín se encuentra con Carlos y, al conocer que ha heredado un mayorazgo, le ofre-
ce nuevamente la mano de su hija. Pero Carlos rehusa por estar enamorado de la marque-
sa, la cual, vista tanta firmeza, reconoce lo injusto de sus celos y promete enmendarse.

El carácter de la protagonista está bien dibujado en su total desconfianza hacia


los hombres que la lleva a una completa incomunicación con los demás, cuyos
mensajes continuamente deforma, ya que, en cada gesto y en cada palabra, sobre
todo de su enamorado y de su prima, ella ve un atentado a su honor y una prue-
ba de traición. Sin embargo, el autor conoce también el recurso de los matices psi-
cológicos y por tanto suaviza la rigidez del carácter, presentando, hacia el final, a
la marquesa auténticamente enamorada e irritada consigo misma por esa ten-
dencia a la sospecha que no sabe reprimir. Es un sentimiento que le dicta expre-
siones ya propias del gusto romántico, con las cuales se dirige a su tío don Pedro:

Por más que he hecho no he podido


desterrar del corazón
la imagen, el atractivo
de Don Carlos; moriré
si enlazarme no consigo
con él (IV, 1).

«¿Conque tan violenta / es tu pasión?», subraya don Pedro. Y poco des-


pués, dirigiéndose al propio don Carlos, la joven primero atribuye al destino
hostil, como u n héroe romántico, la causa de sus errores y sus sufrimientos
(«un fatal signo / me hizo que apurase el cáliz / de la amargura») y luego de-
sata toda la impetuosidad de su amor:

En este mismo tormento,


en este loco extravío
de mi razón, puede usted
conocer cuál habrá sido
la opinión en que le tiene
quien ama con tal delirio (IV, 5).

Son las huellas de los tiempos nuevos, que sin embargo conviven todavía con
ademanes más tradicionales, como el fondo pedagógico que lleva a la conversión
42 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

final de la celosa, y el respeto escrupuloso de las unidades. Lo que pudo no gustar


son las réplicas demasiado largas, sobre todo las del sabio tío Pedro, que con sus
amonestaciones parece dirigirse, como en la más típica tradición clasicista, más al
público que a los demás personajes.

bella moral, un cuadro muy arreglado, y sobre todo una corrección de estilo, cuyo
uso parece enteramente perdido en la escena española (Cartas españolas, 28-VI-
1832).

una nueva comedia clásica en toda la estensión de la palabra. [...] ha pintado un


vicio que, como inherente al corazón humano, es de todas las edades y naciones;
mas lo ha revestido con las formas de nuestra sociedad y actuales costumbres
(A. DURAN, Correo Literario, 9-VII-1832).

No mejor suerte había tenido Tapia unos seis meses antes, cuando, el 19 de
diciembre de 1831, había estrenado en el Teatro de la Cruz La madrastra (que
se repuso dos veces), una comedia nuevamente de carácter (4 actos, en verso),
en la que había dibujado con cierta fuerza a una figura de mujer imperiosa y
egoísta. Podía parecer, lo era en cierto sentido, una repetición de motivos de
las comedias lacrimosas, a algunas de las cuales parecía remitir, como El trape-
ro de Madrid.

Leonor y su primo Fabián han recibido una conspicua herencia, pero con la cláusu-
la de que tienen que unirse en matrimonio y de que, si uno de los dos se niega a hacerlo,
su parte pasa al otro heredero. Doña Carmen, la madrastra de Leonor, que ansia libe-
rarse de la chica, insiste en que se hagan las bodas, pero Leonor está enamorada de don
Félix, un dependiente de su padre don Juan. La madrastra se enfurece y echa a la calle
al joven y también a la criada Petra, que le ayudaba. Al final interviene el sabio y cari-
ñoso don Carlos, hermano de Juan, que convence a éste de que tome en su mano las
riendas de la casa y favorezca la unión de los dos chicos. Felicidad general y arrepenti-
miento de doña Carmen.

Como se conoce, la pieza está todavía en la línea moratiniana en favor de la


libre elección del esposo, pero el eje está desplazado hacia la representación
del carácter de la madrastra, como por otro lado sugiere el propio título: un ca-
rácter muy bien trazado, a pesar de un cambio demasiado repentino en las úl-
timas réplicas, debido a la insuperable necesidad de conseguir el happy ending.
La comedia no salía, pues, de los esquemas fundamentales de la tradición cla-
sicista a la cual remitía también por el respeto de las unidades.

Los celos infundados de que se había ocupado Tapia le brindaron también


el título (Los celos infundados o el marido en la chimenea) a un juguete cómico
de dos actos en verso de Martínez de la Rosa, que se estrenó en el Príncipe el 29
de enero de 1833. Tal vez por el nombre de su autor, tal vez por la comicidad
farsesca que la anima, la obra conoció un buen éxito de público y de crítica y se
II. PRIMEROS ATISBOS ROMÁNTICOS: LA COMEDIA 43

repuso casi 20 veces en las dos décadas. En realidad, el lector de hoy no puede
no encontrarla algo sosa y totalmente desprovista de originalidad, por servir-
se de recursos trillados (la sordera fingida, la sustitución de persona) y de la
consabida burla pedagógica a lo Gorostiza.

Para corregir al maduro don Anselmo de los celos que le atormentan sobre todo por
las pérfidas habladurías del siervo Juan, su joven mujer doña Francisca organiza un
truco de acuerdo con su hermano Eugenio, al que el marido no conoce y que se finge un
impenitente libertino afectado por una fuerte sordera. Escondido en la chimenea, don
Anselmo escucha rabioso los requiebros de Eugenio y se enfurece más cuando su cuña-
do entra de sopetón en su casa, hasta que todo se descubre, Anselmo se arrepiente y echa
de casa al criado cizañero.

De cierta manera, cómica desde luego y superficial, también esta pieza to-
caba el tema de la comunicación, subrayando simbólicamente los obstáculos
que se oponen a una recta trasmisión del mensaje a través de la sordera fingida
de Eugenio (que se sirve de ella para evitar contestar en caso de encontrarse en
apuros) y de la sordera relativa de Anselmo, que, oculto en la chimenea, oye
con dificultad lo que se dicen los dos supuestos amantes.

Un lenguaje puro y hábilmente manejado, un estilo decoroso, un diálogo


bien cortado, lleno de viveza y donaire, una versificación robusta, un conoci-
miento extremado de los recursos dramáticos y de los efectos teatrales, y el
hombre reducido a la convicción por medio del ridículo, nos revelan al filósofo,
al autor cómico, al poeta (LARRA, Revista Española, 1-11-1833).

Estamos persuadidos de que el autor no ha tratado de hacer más que un ju-


guete, y no una comedia en regla (Boletín de Comercio, 1-II-1833).
ni. EL DRAMA ROMÁNTICO

1. PLANTEAMIENTO TEÓRICO

En 1828, unos quince años después de que Bóhl de Faber intentara un pri-
mer rescate del teatro barroco, el erudito Agustín Duran publicaba el Discurso
sobre el influjo que ha tenido la crítica moderna en la decadencia del Teatro
Antiguo Español, y sobre el modo con que debe ser considerado para juzgar
convenientemente de su mérito peculiar.
En la estela de Bóhl, y por tanto de Guillermo Schlegel, el autor pretendía
devolverle al teatro lopesco y calderoniano la dignidad de la que la crítica cla-
sicista le había privado: por consiguiente se apresuraba a negarles validez a
los presupuestos teóricos de tal crítica, afirmando que lo que resultaba ade-
cuado para el teatro francés de Corneille, Racine y Moliere no lo era otro tanto
para el español, ya que, sostenía con una afirmación que reaparece con varian-
tes a lo largo de todo el tratado, el teatro es «en cada país la espresión ideal del
modo de ver, sentir, juzgar y existir de sus habitantes».
En base a este principio, Duran juzga que si el teatro francés debe respetar
las reglas del clasicismo, el español en cambio tiene que seguir las normas del
romanticismo. Clásico y romántico son, pues, como ya para López Soler en su
ensayo de hacía u n lustro, dos géneros literarios que Duran identifica respecti-
vamente como un género francés y un género español. Posición bastante débil,
en el fondo, ya que, si podía de alguna manera adaptarse al pasado, no podía
valer seguramente para la actualidad, cuando ya toda Europa se había conver-
tido al romanticismo. Sin embargo, Duran no tenía que preocuparse de ello,
puesto que él se movía en dirección al pasado y no al presente; por otro lado, iba
delineando u n «romanticismo nacional» que pronto serviría como base a mu-
chos teóricos para salir del impasse.

45
46 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

De hecho, el único intento del Discurso es la rehabilitación del teatro antiguo;


sin embargo, hacia el final del ensayo aparecen proposiciones de las cuales se
desprende la esperanza de que los dramaturgos contemporáneos vuelvan a
adoptar el género romántico:

es de esperar que las obras dramáticas de Lope, Tirso, Calderón, Moreto, etc., pues-
tas al alcance de todo el mundo, vuelvan a resucitar el entusiasmo de nuestra ju-
ventud, cuya fantasía se ha marchitado por las excesivas trabas que se le han im-
puesto durante un siglo, obligándola con ellas a abandonar y aun a despreciar la
senda amena de creaciones, y originalidad, que abrieron y siguieron los sublimes
ingenios de los tiempos de Carlos V y Felipe IV.1

Por consiguiente, los aspectos típicos del teatro barroco que Duran pone de
relieve se convierten implícitamente en una preceptiva para los nuevos escrito-
res. Y son aspectos que a las claras llevan en sí el sello del romanticismo más au-
téntico: la violación de las reglas aristotélicas («imposible encerrar la comedia o
drama romántico en cuadros circunscriptos a las tres unidades»); el abandono
de estructuras excesivamente geométricas, por lo cual el drama romántico se
parece a la naturaleza inculta que «arroba el alma y la lleva a los espacios de la
creación», en tanto que «los jardines cultivados con esmero» tan sólo «halagan
los sentidos»; la exaltación de la imaginación («las grandes masas de hombres
se prestan mejor a las ilusiones de la imaginación, que no a los cálculos del
raciocinio»); el individualismo; el amor que «se asemeja a una especie de cul-
to»; en fin, por lo que atañe al contenido, «las glorias patrias, los triunfos de sus
guerreros, los de sus héroes cristianos, el amor delicado y caballeroso, el punto
de honor y los zelos».
Como se conoce, Duran indicaba indirectamente una pauta que muchos de
los dramaturgos de la década siguiente se aprestaban a seguir.
Las sugerencias de Duran se convirtieron en normas teóricas explícitas en
los Apuntes sobre el drama histórico que Martínez de la Rosa publicó dos años
después.
Aunque el autor no haga explícita referencia al ensayo duraniano, en cierta
manera se refiere a él, dado que recuerda, en las primeras páginas, las piezas
históricas que se compusieron en la época barroca, subrayando la afición a la
historia patria de los antiguos dramaturgos y poniendo de relieve ciertos as-
pectos, como la tendencia a hispanizarlo todo, que ya evidenciara Duran.
Sin embargo, este rápido excursus en la historia del drama histórico es sólo
la premisa a una definición de los caracteres que debe tener el drama moder-
no: en efecto, si por un lado, como el autor enuncia al principio, le anima «el
pesar con que —dice— miro la decadencia y abandono en que yace el teatro es-
pañol», por el otro le empuja «el anhelo de contribuir [...] a estimular el ánimo
de los jóvenes, procurando encaminar sus pasos». 2
1
A. DURAN, Discurso (ed. D. L. SHAW), University of Exeter, 1973, p. 34.
2
«Apuntes sobre el drama histórico», en P. MARTÍNEZ DE LA ROSA, La conjuración de Venecia (ed.
M. J. ALONSO SEOANE), Madrid, Cátedra, 1993, p. 291.
III. EL DRAMA ROMÁNTICO 47

De manera que la segunda parte del ensayo se vuelve abiertamente didas-


cálica. Lo que Martínez de la Rosa sugiere es ante todo una fidelidad sustancial
a los hechos representados y, al mismo tiempo, «conmover el corazón, presen-
tando al vivo sentimientos naturales y lucha de pasiones»: de esta forma, sos-
tiene, «pudiera, hasta cierto punto, reunirse en esta clase de dramas la utilidad
de la historia y el encanto de la tragedia».
Además, considera que es natural, en u n drama de esta índole, violar las
unidades de tiempo y lugar, aunque sea en el marco de un justo medio. Y un
justo medio propone que se siga también en el tono y el estilo, que tienen que
colocarse a igual distancia de los de la tragedia —porque el drama «se acerca
más a la vida común»— y de la comedia, ya que «la gravedad de los sucesos,
la clase de personas que en ellos intervienen y el calor que dan las pasiones al
estilo y al lenguaje, exigen a su vez que éstos rayen más altos».
A estos dos tratados habría que añadir una serie de artículos y observa-
ciones que aparecieron en los periódicos y que contribuyeron a una mayor
profundización del tema; de forma que, cuando los escritores españoles em-
pezaron a dedicarse al drama histórico, ya podían contar con u n discreto
caudal de presupuestos teóricos afrontados por connacionales, de los cuales
pudieron valerse en la tarea de hispanizar el nuevo género teatral.

2. LA HISPANIZACIÓN DEL DRAMA ROMÁNTICO

Cuando, a lo largo de la década de los años veinte, particularmente hacia el


final, los literatos españoles entraron, de manera más comprometida, en con-
tacto con el romanticismo europeo, y juzgaron que había llegado la hora de
alistarse en las filas del nuevo movimiento, debieron enfrentarse en seguida
con el problema de su hispanización: problema tanto más urgente en cuanto
brotaba de la propia esencia del romanticismo, el cual exigía de sus adeptos u n
profundo arraigo en el humus de la tradición nacional. No habría sido conce-
bible, en otros términos, u n romanticismo español que se manifestase sencilla-
mente como una copia del francés o del inglés.
Particularmente viva fue tal preocupación entre dramaturgos y comedió-
grafos, después de que el teatro español se había convertido cabalmente en el
referente de más importancia en los tratados y las discusiones teóricas sobre el
romanticismo, desde los artículos de Bóhl y de sus contrincantes al funda-
mental ensayo de Duran, el cual había sancionado el principio del Volksgeist,
rescatando la comedia barroca con la afirmación básica de que el teatro es la
manifestación más típica de la mentalidad de un pueblo. 3
Además, los que, como Martínez de la Rosa o el futuro Duque de Rivas, ha-
bían de alguna manera asistido, en 1830, al triunfo del huguiano Hernani y a la

3
Es un concepto que, como hemos visto, Duran propone a menudo con varios matices en su
Discurso.
48 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

célebre bataille que la pieza había desencadenado en favor de un teatro ro-


mántico, no podían no darse cuenta del riesgo que amenazaría a la escena es-
pañola si se asumiese como modelo una obra que entre otras cosas trataba de
manera tan pintoresca y manierística la historia de España.
Con el propósito de un planteamiento original había, pues, que acudir a la
tradición teatral española, buscando en ella los aspectos más susceptibles de
una matización romántica. En este sentido, mientras los comediógrafos eligie-
ron sin vacilar como punto de partida la comedia moratiniana, los dramaturgos
se encontraron frente a diversas alternativas, a las cuales recurrieron conforme
a su sensibilidad y sus fundamentos teóricos: convertir en definitivamente ro-
mántico el teatro sentimental, recuperar el teatro del Siglo de Oro, volver a las
tragedias clasicistas o más sencillamente insertar los temas extranjeros en un
ambiente español.

3. EL PRIMER DRAMA HISTÓRICO ROMÁNTICO: LA CONJURACIÓN DE VENECIA

Al principio la solución más viable —que fue adoptada con varios matices
por Martínez de la Rosa y Bretón— debió de parecer la de empujar hacia una
definitiva coloración romántica esas piezas sentimentales que, como hemos
visto, seguían gustando todavía en los años del pleno romanticismo, sobre to-
do en la versión más «sublime» de esos «dramones espantables» que, según
Cotarelo, «preparan el advenimiento del romanticismo al cual pertenecen en
cierto modo». 4
Se trataba de un teatro de excepcional vitalidad que, desde finales del xvm
hasta casi mediados del xix, inundó la escena española con un sinnúmero de
reposiciones (pero también con una constante renovación del repertorio) y, co-
mo hemos visto, siguió todavía con su exitosa existencia al lado de esos dramas
románticos que no consiguieron reemplazarlo sino en parte. Es verdad que la
mayoría eran traducciones de obras francesas, pero la insistencia con que se las
proponía, la favorable recepción del público y, además, la aplaudidísima inter-
pretación que de algunas de ellas había dado el idolatrado, casticísimo Mái-
quez las habían impelido a integrarse totalmente en la cultura teatral española.
Y si hoy se habla con cierta sonrisa de la comedia lacrimosa, del drama bur-
gués, del melodrama y del drama horrorífico (variantes de u n protogénero que
a falta de una mejor definición seguiremos llamando teatro sentimental), no se
puede olvidar que a la sazón poseían una dignidad estética y literaria que les
aseguraban nombres tan ilustres y/o famosos de teorizadores como Diderot o
Nivelle de la Chaussée, de dramaturgos como Schiller o Kotzebue, o en fin de
pensadores como Blair o Burke o el propio Kant; y que, además, el punto de
partida de la naturalización del teatro sentimental en España era El delincuente
honrado, obra maestra del ilustre Jovellanos.

4
E. COTARELO, Isidoro Mdiquez, Madrid, Perales y Martínez, 1902, p. 426.
III. EL DRAMA ROMÁNTICO 49

Era, pues, lo que más se parecía a un teatro romántico y que la generación


de los escritores que se cimentaron en la carrera teatral a fines de los treinta se-
guramente conocía muy bien. Bastaría pensar en la cantidad de piezas de esta
clase, con todos sus matices, que se habían estrenado a lo largo del primer cuar-
to de siglo, por no hablar de la producción dieciochesca continuamente re-
puesta: El abate L'Épée y su discípulo sordo mudo, estrenado en 1800; El duque de
Pentiebre (1803); El aguador de París (1809); Las cárceles de Lemberg (1810); La ente-
rrada en vida (¿1815?); El leñador escocés (1816); La moscovita sensible (1816); El va-
lle del torrente o El huérfano y el asesino (¿1817?); La cabeza de bronce o El desertor
húngaro (¿1819?); Las herrerías de Maremma (¿1823?); El barón de Trenk (1824), y
otras muchas que se omiten por brevedad.
No hay, pues, que extrañar que justamente el primer drama romántico, La
conjuración de Venecia, año de 1310,5 manifestase ciertos rasgos que lo empa-
rentaban con los dramas sentimentales. Lo que, por otro lado, no impide que
se le considere, como se va haciendo desde más de siglo y medio, el primer
drama romántico.
Tal apareció ya a sus contemporáneos si, u n año después del estreno, Eu-
genio de Ochoa, una de las plumas más autorizadas de la época, no dudaba en
alabar a su autor, Francisco Martínez de la Rosa, como al poeta que tenía «la
gloria de haber introducido el primero en el moderno teatro español las doc-
trinas del romanticismo». 6 Y descubría implícitamente rasgos románticos en
la pieza al afirmar seguidamente:

Su acción es grande y sencilla juntamente; en ella el interés va siempre en au-


mento; su desenlace, en estremo dramático y terrible.

A su vez, Larra, en u n comentario entusiasta, aunque no mencionase el


romanticismo, aludía a esa relación entre la obra y el público que tal vez sea
uno de los rasgos más distintivos de la dramaturgia romántica respecto a la
clasicista:

Su mérito está en ese conocimiento del corazón humano con que prepara los
efectos, con que se introduce furtivamente en el pecho del espectador, con que le
lleva de sentimiento delicado en sentimiento delicado a enmudecer y a llorar.7

Era, en efecto, una forma nueva de concebir el teatro, que se reflejaba, entre
otras cosas, en el extremo cuidado formal del texto y de la puesta en escena,
como resaltaba Ochoa («la sostenida perfección del lenguaje, el aparato escéni-
co y sobre todo la novedad del espectáculo») y ya, en la inmediatez del estre-
no, había puesto de relieve Larra:

5
Éste es el título original, como ha demostrado M.- J. ALONSO SEOANE en su ed. cit, p. 38.
6 El Artista, 1,1835, p. 158.
7
«Representación de La conjuración de Venecia», en Revista Española del 25-4-1834, ahora en
BAE CXXVII, p. 386a.
50 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

Hemos notado agradables novedades en esta representación: los actores se han


sentado o levantado, se han movido o agrupado siempre como convenía a cada es-
cena, venciendo mil antiguas preocupaciones de bastidores, harto conocidas de los
concurrentes a los teatros españoles.8

Se trataba de una novedad de mucha más trascendencia de lo que pueda


sugerir una lectura superficial. Es que los actores se habían dado cuenta de que
había terminado la época pedagógica en la que tenían que declamar dirigién-
dose a los espectadores, y que empezaba otra temporada en la que la comuni-
cación entre personajes exigía un juego escénico más libre y al mismo tiempo
más reconcentrado.
En fin, claro está que la pieza, comparada con el alud de dramones patéticos
y refundiciones del teatro del Siglo de Oro que hasta la fecha habían invadido
los teatros de la capital de España, mostraba ciertos aspectos de novedad te-
mática y estilística, cierto corte inusual y, sobre todo, cierta dignidad de com-
posición que justificaban la interpretación del drama como obra decidida-
mente nueva, lo que por otro lado remitía, a la sazón, a la idea de una obra
romántica.
Además, su autor, que ya podía jactarse de una larga carrera teatral en Espa-
ña y en el extranjero, había manifestado, en el curso de su amplia producción, un
gradual acercamiento a los motivos que triunfarían con el advenimiento del ro-
manticismo. Sobre todo en las dos piezas postreras su adhesión al movimiento
aparecía parcial pero evidente.
En 1830 había compuesto en París, y en francés, su primer drama histórico,
Aben Humeya, que consiguió u n buen éxito en el célebre teatro de la Porte
Saint-Martin y que el propio autor, después de su regreso a la patria, tradujo
al español y estrenó el 10 de junio de 1836 en el Teatro del Príncipe, donde só-
lo se repuso dos días después. La obra poseía rasgos románticos, pero en 1836
ya aparecía superada: evidentemente el público advirtió las huellas de una
persistente mentalidad clasicista, sobre todo en la prevalencia del tema políti-
co y en la excesiva tipificación de los personajes, maniqueamente contrapues-
tos entre buenos y malos.

Aben Humeya capitanea la insurrección de los moriscos contra la prepotencia de


los castellanos; pero corre por sus filas la traición dirigida por Aben Abó y Aben Farax,
que le obligan a envenenar a su suegro por sospechas infundadas, luego le atacan y le
asesinan.

Más adelantada hacia el romanticismo aparece la tragedia Edipo, que, estre-


nada en el Príncipe el 3 de febrero de 1832, obtuvo en cambio más de 30 reposi-
ciones. A pesar de cierta solemnidad y linearidad «clásicas» de los personajes,
la obra se deslizaba, hacia el final, en el drama existencial de Edipo, que, como

8
Ibídem, p. 386b.
III. EL DRAMA ROMÁNTICO 51

un héroe romántico, advierte la opresión de un plazo que se le va acercando e


intenta una vana fuga en el tiempo de los recuerdos juveniles.
El paso decisivo Martínez de la Rosa lo dio finalmente con La conjuración de
Venecia, que se estrenó en el Teatro del Príncipe el 23 de abril de 1834 (después
de u n estreno en 1832 en Cádiz y de su publicación en París en 1830).
Anteriormente, las obras más importantes del teatro dramático que se ha-
bían alternado en el mismo año en la escena madrileña habían sido piezas la-
crimógenas como Valeria o La cieguecita de Olbruck, La huérfana de Bruselas, El
leñador escocés o La expiación.
El año anterior, además de varias reposiciones de estas misma obras, se ha-
bían representado otras piezas de igual jaez, como Las herrerías de Maremma,
Eduardo en Escocia, Roberto Dillon, Óscar hijo de Osián, Zeidar o La familia árabe,
más algunas tragedias como El Cid, Ótelo, el Pelayo quintaniano y el Edivo del
propio Martínez de la Rosa.
Claro está, pues, que, al salir a la escena La conjuración de Venecia, con sus
motivos inusuales (o al menos no tan desarrollados en las obras anteriores) de
la reconstrucción histórica, de la lucha entre libertad y tiranía, de la relación
entre amor y muerte, era natural argüir que se trataba de una pieza inspirada
por la nueva escuela.
Esa idea, muy bien fundada por lo visto, de que este drama es como la ca-
beza de la larga familia romántica, influyó en la actitud de muchos críticos,
quienes dirigieron sus esfuerzos hacia la definición de los elementos que de
alguna manera parecían preludiar el pleno florecimiento romántico. En
otros términos, produjo una tendencia —que sólo en los últimos tiempos ha
ido desapareciendo— a examinar la pieza a la luz y en función de los desa-
rrollos siguientes, descuidando o subestimando los antecedentes que habían
confluido en el drama. 9 Quizás no se haya considerado adecuadamente que,
si La conjuración de Venecia es el punto de partida del teatro romántico espa-
ñol, es también el punto de llegada de experiencias anteriores que, gracias a
la labor de Martínez de la Rosa, se fueron amoldando a las instancias de los
tiempos nuevos.
En realidad, La conjuración de Venecia fue el punto clave, el crisol donde se
fundieron tradición e innovación o, por decirlo mejor, de donde lo viejo salió
rejuvenecido, con la añadidura también de motivos nuevos.

9
Esta orientación la comparten, a diferentes niveles, tanto Peers como Alborg, Me Gaha, Gon-
zález de Garay, Llorens y otros. Quien escribe estas líneas no se apartó, en el pasado, de la orienta-
ción dominante; aunque aludió, de paso, a la posible fuente del Delincuente honrado, analizó la obra
esencialmente desde el punto de vista del desarrollo sucesivo. Relaciones con el teatro sentimental
pusieron de relieve, en cambio, Navas Ruiz y Pataky Kosove. Otra cosa es, naturalmente, el estu-
dio de la intertextualidad, al cual se han dedicado varios críticos, señalando posibles influencias, a
varios niveles, de Delavigne, Soumet y Shakespeare (Sarrailh), de Lewis (Herrero), de Jovellanos
(Paulino), de Manzoni (Alonso Seoane), etc. Para una puntual reseña de la tradición crítica, véase
J. PAULINO, Estudio Preliminar a F. MARTÍNEZ DE LA ROSA, La conjuración de Venecia, Madrid, Taurus,
1988, pp. 19-25.
52 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

3.1. En la línea del teatro sentimental

En esta perspectiva, colocar la Conjuración en un momento, aunque sea el


momento final, de la historia del teatro sentimental —por decirlo mejor, de la
historia de su hispanización que empieza con El delincuente honrado — no sólo
nos ayuda a explicarnos su singularidad en los comienzos del teatro románti-
co español, sino que puede contribuir a mostrar en una luz diferente, y más
apropiada, lo que hasta ahora algunos han considerado como una tímida ad-
hesión a los motivos típicos del romanticismo.
En primer lugar nos explica la ausencia total de referencias al teatro del Si-
glo de Oro, tan corrientes en cambio en los primeros dramaturgos románticos,
influidos desde luego por el Discurso duraniano; en segundo lugar, el uso de la
prosa, la ambientación en la historia extranjera y otros pormenores que me-
rezcan tal vez un análisis más detenido.
Empecemos por la trama, que parece remedar el esquema típico del teatro
sentimental con su joven apuesto víctima de los malvados y su anagnórisis
final.

I. Rugiero, un joven condottiero de origen desconocido que ha combatido a las ór-


denes de Venecia, capitanea una conspiración contra el gobierno ilegítimo y tiránico de
la república. Es la una de la noche.
II. En el panteón de la familia Morosini, durante un furtivo encuentro con su es-
posa secreta, Laura, hija del senador ]uan Morosini, Rugiero revela imprudentemente
la existencia de la conjura: le oyen algunos espías escondidos en el mismo panteón y di-
rigidos por Pedro Morosini, tío de Laura y presidente del Consejo de los Diez. Rugiero
es capturado y Laura, desmayada, es llevada a su casa.
Son la dos de la noche del segundo día.
III. Al despertarse, Laura revela su enlace con Rugiero a su padre y éste intenta
inútilmente interceder en favor del joven con su hermano Pedro.
Es el segundo día, a una hora indeterminada quizás de la tarde.
IV. A las doce de la noche del segundo día del drama (el mismo de los dos actos ante-
riores), último del carnaval que se celebra alegremente en la plaza de San Marcos ilumina-
da, entre máscaras y danzas, los conjurados dan inicio al levantamiento, inmediatamente
sofocado por los agentes del gobierno, que los estaban vigilando cautelosamente.
V. En la lúgubre atmósfera del tribunal de los Diez se juzga a los cautivos y se les
condena. Rugiero es interrogado por el presidente, quien, por algunos detalles, descu-
bre que el reo es un hijo suyo perdido y se desmaya. Esto no impide la prosecución del
proceso, que acaba con la condena del protagonista a la pena capital. Desesperado, Ru-
giero pide en vano que se le permita abrazar al padre apenas conocido. Se le arranca con
violencia de un abrazo improviso y desatinado de Laura, la cual, sumida en un delirio,
no se da cuenta de lo que pasa hasta que el descubrimiento del cadalso le devuelve la ra-
zón y, con ella, la dolorosa conciencia de su desventura. Es el cuarto día del drama; la
escena se supone diurna.
III. EL DRAMA ROMÁNTICO 53

Como es fácil deducir de estas someras referencias, Martínez de la Rosa


respeta las líneas esenciales de la trama arquetípica del teatro lacrimoso («es
un melodrama típico en su estructura», según la definición de Ricardo Navas
Ruiz),10 aunque suprima el happy ending; pero sobre todo deja muy visible la
presencia de aspectos formales e ideológicos tan característicos del género,
que vamos a reseñar a continuación.

a) Lo sublime

En primer lugar, nos impresiona la similaridad en la búsqueda de lo sublime


horroroso y de lo patético lacrimógeno, que era uno de los rasgos más típicos
de los dramas sentimentales. A lo sublime están dedicados, en nuestro drama,
y con tintas recargadas, el II y el V actos, en tanto que lo patético, difundido en
realidad a lo largo de toda la pieza, emerge casi agresivamente en el II, en el III
y a finales del V.
Por lo que a lo sublime se refiere, la influencia del teatro sentimental se ad-
vierte también visivamente en ciertas elecciones escenográficas, como el pan-
teón del II acto y el salón de las audiencias del V.
El panteón —que reaparecerá bastante a menudo en el teatro romántico
hasta culminar en la segunda parte del Tenorio— no es más que una variante
«a lo romántico» del recurso escenográfico del subterráneo, a menudo u n ca-
labozo (que aquí por otro lado aparece también, aunque indirectamente, en el
último acto, gracias a la compuerta que se halla en el suelo y por la cual sale
Rugiero) tan usual en aquel teatro; 11 pero la diferencia es mínima y el fin es el
mismo: despertar en los espectadores ese horror que, según Schiller, estaba
asociado constantemente con lo sublime, gracias sobre todo a la presencia de
la obscuridad y el misterio. 12 Y la oscuridad, muy importante según Burke,
porque «además de suponer una sensación de disminución de vitalidad, por
hacer inútil el sentido de la vista, nos oculta la existencia de posibles ries-
gos», 13 es aquí perseguida a todo trance: no sólo se alude explícitamente a la
noche, que se cierne por la ventana, no sólo la escena es iluminada al principio
por la luz mortecina de una vela, sino que también esta pequeña luz es pron-
to apagada por uno de los espías, de manera que los últimos episodios tienen
lugar en la obscuridad más completa. 14 El motivo nuevo, romántico, consiste
10
R. NAVAS RUIZ, El romanticismo español, Madrid, Cátedra, 19904, p. 126. Véase también p. 157.
11
El subterráneo o el calabozo aparecen, por ejemplo, aunque en algún caso sólo por referencia,
en La Elína, La enterrada en vida, La moscovita sensible, Osear hijo de Osián, Las cárceles de Lemberg, Las mi-
nas de Polonia, La cabeza de bronce, Los amantes desgraciados, Las herrerías de Maremma, El bosque peligro-
so, El barón de Trenk, El leñador escocés, El duque de Pentiebre, Margarita de Strafford, El duque de Viseo.
12
Cf. F. SCHILLER, «Vom Erhabenen-Del sublime», en De lo sublime-Sobre lo patético (texto ale-
mán con traducción de A. Dornheim), Mendoza, Universidad de Cuyo, 1947, pp. 53-57.
13
Cit. por G. CARNERO, La cara oscura del Siglo de las Luces, Madrid, Cátedra-J. March, 1983, p. 23.
14
Para una interpretación simbólica de la obscuridad en La conjuración, véase J. PAULINO, op. cit.,
pp. 65-66.
54 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

en el valor simbólico del panteón, alusivo a la muerte (mientras que el subte-


rráneo del teatro sentimental simbolizaba más bien dolor y opresión) y por lo
tanto digno trasfondo de una escena de amor, gracias a la cual se llevaba a las
tablas ese mito de la unión inseparable entre amor y muerte que cantaran los
románticos de todas las naciones.
Pero, con esa sustitución, Martínez de la Rosa manifestaba también haber
aprendido la lección que le brindaban los autores de dramas sentimentales,
quienes atribuían a la escenografía una carga semántica totalmente desconoci-
da por los clasicistas.
Consideraciones parecidas pueden valer también para el acto V, en el cual el
sentimiento del horror está confiado tanto a la acción —culminando en la hela-
da frialdad con que los Diez administran su terrible justicia y ordenan tor-
mentos— como a la escenografía, cuyo momento más efectista resalta al final
cuando, al descorrerse la cortina del cuarto del suplicio, se descubre el patíbulo.
Lo que importa subrayar es que este motivo del horror, que tanta parte
ocupa en La conjuración, es muy característico de los «dramones» diecioches-
cos, mientras que, aunque sea con las debidas excepciones, aparece de manera
más limitada en los típicos dramas románticos (tampoco aparecía con tanta in-
tensidad en las tragedias neoclásicas). Bastaría pensar en el panteón-jardín del
Tenorio, donde se conoce a las claras el intento de quitarle todo aspecto ho-
rroroso («la decoración —avisa Zorrilla— no debe tener nada de horrible»),
cargándolo además de un sentido trascendente.

b) Lo patético

Algo diferente es el discurso relativo al patetismo, que, ya se sabe, es mone-


da corriente y de la que se abusa a lo largo de toda la dramaturgia romántica.
Sin embargo, también en este campo hay que señalar diferencias que nueva-
mente acercan La conjuración de Venecia a sus modelos, separándola por tanto
de los dramas históricos más inmediatos.
En el teatro sentimental se intentaba conseguir la conmoción de los espec-
tadores a través de situaciones por sí mismas patéticas, de parlamentos imbui-
dos por la «retórica de las lágrimas» 15 y de una parte gestual y escenográfica
atentamente elaborada con el fin de insinuar sentimientos de piedad intensa. 16
A todo esto se ajusta La conjuración, que en efecto nos aparece más como
drama de situaciones que de acción, como serán, en cambio, Macias o Don Alva-
ro y la larga lista de piezas que les seguirán. En realidad, las pocas peripecias se
acumulan casi todas en el último acto y en el final del penúltimo, donde son in-
15
Es la conocida expresión que M. J. GARCÍA GARROSA emplea justamente para titular su ensa-
yo sobre la comedia sentimental: La retórica de las lágrimas. La Comedia Sentimental Española, 1751-
1802, Valladolid, Universidad, 1990.
16
He tratado el tema en «II teatro del pathos e dell'orrore al principio delTOttocento», en En-
treSiglos (ed. E. CALDERA-R. FROLDI), Roma, Bulzoni, 1991, pp. 57-74).
III. EL DRAMA ROMÁNTICO 55

dispensables para que se produzca la catástrofe. En los demás actos el movi-


miento dramático es muy reducido, insistiendo más bien el autor en la explo-
tación de situaciones patéticas, como aparece en sumo grado en el II y III actos,
donde quien lo domina todo es Laura, o sea, justamente el personaje al cual es-
tá confiado el papel más conmovedor. Sus palabras, lejos de tener una función
diegética, no hacen más que resaltar las dos situaciones intensamente patéticas
en que forcejea, la del matrimonio secreto y la de la desaparición de su esposo.
Sus quejas, sus llantos (en realidad, Laura no hace más que llorar a lo largo
de toda la obra y bastaría por sí sola para brindarle la calificación de pieza «llo-
rona») no son más que un comentario sobre una situación estática, al punto de
que el récit, más que un desarrollo, es una continua referencia a la histoire.
También al final lo que domina es la piadosa situación que se produce tras
la anagnórisis (que tanto en el tema —el hijo perdido— como en la debilidad
de los indicios en que se funda remite a la tradición sentimental), con el des-
mayo de Pedro Morosini y el deseo, insatisfecho y desesperado, por parte del
hijo, de poder abrazar a su padre.
Además hay que subrayar que todas estas situaciones nacen de una per-
turbación de los afectos familiares que son cabalmente los que campean en la
gran mayoría de las comedias lacrimosas y que el romanticismo en cambio
sustituirá por historias de amantes infelices.
Otro rasgo, en fin, tan propio del teatro sentimental, que reaparece pun-
tualmente en La conjuración, es el del patetismo confiado a los gestos de los ac-
tores, a quienes las acotaciones avisaban asiduamente de que levantasen las
manos, alzasen los ojos al cielo, se enjugasen una lágrima, y así sucesivamen-
te. Análogamente, en el acto II de nuestro drama indican gestos y ademanes
de Laura y Rugiero cuyo fin es el de inspirar piedad casi a la fuerza. Léanse al-
gunas: «Dirígese con el mayor abatimiento»; «Cógela la mano y la besa con la mayor
ternura»; «Le echa los brazos al cuello»; «Reclínase Laura en el hombro de Rugiero».
Son situaciones que se intensifican en el acto III, donde, reza la acotación:
«Laura suspira profundamente y deja caer la cabeza; queda postrada de dolor; arrója-
se a los pies de su padre; coge las manos de su padre, las lleva a la boca y levanta los
ojos al cielo». Entre tanto su padre «enjúgase una lágrima de los ojos».
Sin embargo, el colmo del pathos quizás se logre cuando Rugiero sale, en el
último acto, «desfigurado y abatido, con el mismo traje de baile con que fue preso y
una cadena al cuerpo». Dejando a un lado el traje de baile —sobre el cual habrá
que volver—, la descripción está evidentemente acuñada sobre tantas pareci-
das de los modelos sentimentales, donde sobresalían los elementos funda-
mentales de las facciones desfiguradas del protagonista y de las cadenas que le
atan. Estas últimas, sobre todo, eran los ingredientes que reaparecían casi ob-
sesivamente, desde La enterrada en vida a El duque de Pentiebre, a El barón de
Trenk, a Las herrerías de Maremma, etc.17

17
Véase ibtdem, pp. 67-68. Una situación muy parecida la ofrece cabalmente El barón de Trenk,
cuyo protagonista aparece en el acto IV cargado de cadenas y con «la cara llena de sangre»-.
56 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

Por otro lado, hay que poner de relieve que el propio Rugiero posee los ras-
gos más típicos del héroe sentimental, parecido sí al romántico, pero también
diferente. Conforme a la definición que de dicho personaje traza Florian, éste
tiene que ser

bueno, dulce, ingenuo, simple sin ser tonto, que hable con elegancia y exprese con
ingenuidad los sentimientos de un corazón más tierno.18

A todos estos aspectos que, se conoce, se ajustan muy bien a la figura de


Rugiero (sin perjuicio de otros rasgos que le emparentan también con los hé-
roes románticos), hay que añadir el ser de origen desconocido, 19 como en efec-
to es nuestro protagonista.
Sin embargo debemos agregar que, pese a la importancia de Rugiero en el
desarrollo de la trama, llamarle protagonista podría ser impropio, ya que este
papel lo interpreta en realidad Laura. Es ella quien campea en la escena mucho
más que su esposo (el cual no aparece sino al final del acto I, en parte del II y al
final del V); quien manifiesta sus sentimientos en tanto que sus interlocutores,
Rugiero o Juan Morosini (y también los jueces del tribunal) casi se diría que se
limitan a escucharla; quien, en fin, vive el drama del amor y la muerte, desde el
momento en que penetra, sola, en el panteón, hasta cuando, desmayándose
delante del cadalso, cierra el drama con su exclamación de dolor y espanto.
Por eso se suma idealmente a la larga secuencia de mujeres protagonistas
de dramas sentimentales, desde la Heloisa de El duque de Pentiebre a la Matilde
de La Enterrada en vida, a la Moscovita sensible, a Margarita de Strafford, a Eli-
na, a Elmira de las piezas homónimas, hasta la celebérrima Huérfana de Bru-
selas y muchísimas otras: mujeres sensibles y desgraciadas, perseguidas o
atormentadas, que gimen a lo largo de toda la obra y que, como es sabido, se
convirtieron en el blanco de la corrosiva sátira de don Leandro.
Finalmente, la agnición o anagnórisis, que reunía en el momento del desenla-
ce a padres, esposos, hijos o hermanos (pero que sobre todo estribaba en el hallaz-
go de un hijo perdido), era tan corriente en el teatro sentimental que ya, creo, no
despertaba ninguna sorpresa en el público; el cual, en cambio, en el caso de faltar,
seguramente la echaría de menos. La anagnórisis, pues, es también un punto fun-
damental de la fábula en La conjuración de Venecia; la única, por otro lado impor-
tante, diferencia con el teatro anterior consiste, como ya se ha dicho, en que aquí,
en lugar de proporcionar un final feliz, es un motivo más de doloroso agobio.

c) El lenguaje

También el lenguaje nos remite en ciertos rasgos al teatro sentimental. En


primer lugar, por estar en prosa, tan inusual tanto en la dramaturgia neoclásica
18
Cit. por M. J. GARCÍA GARROSA, op. til, p. 175.
19
Véase ibídem, p. 176.
III. EL DRAMA ROMÁNTICO 57
española como en la romántica: la prosa, en efecto, fue elegida para esta clase de
teatro (con el auspicio de Diderot), por ajustarse mejor al ideal variamente teo-
rizado de un lenguaje sencillo y natural.
No faltan sin embargo manifestaciones de retórica clasicista, que tenían
también sus antecedentes en los posibles modelos del área sentimental y se
amoldaban perfectamente al contexto de una obra dirigida a despertar la con-
moción de los expectadores.
Podríamos, pues, concluir este apartado parafraseando la célebre definición
que Menéndez y Pelayo dio de la Poética de Martínez de la Rosa:20 La conjuración
de Venecia es la llave que cierra el período abierto por El delincuente honrado.

3.2. En la línea del romanticismo

A pesar de todas las consideraciones anteriores, nadie puede negarle a La


conjuración de Venecia la pertenencia al romanticismo, ya que el autor se sirvió
de la armazón del teatro sentimental para intentar la hispanización del ro-
mántico. Naturalmente, se acercaba a los modelos con todo el rico patrimonio
cultural que durante el largo destierro se había ido enriqueciendo con los
aportes de ese mundo liberal y romántico con que había vivido en estrecho y
fructífero contacto.

a) La ambigüedad romántica

Tal vez no siempre se haya considerado adecuadamente que La conjuración


fue compuesta en 1830 (mucho antes del Macías de Larra), durante el floreci-
miento del teatro de Hugo: su composición se produjo, pues, en París después
de tantos años de ausencia de España. Era lógico por tanto que la obra resul-
tase bastante cercana, por varios aspectos, al romanticismo francés, el huguia-
no esencialmente. Si, como mantiene de manera muy documentada Alonso
Seoane,21 nuestro autor conoció la obra de Guillermo Schlegel, en la cual jus-
tamente se aludía a lo grotesco, seguramente leería también la célebre Préface
del Cromwell (se había publicado en 1827), en la que Hugo, al prospectar su vi-
sión de la literatura, insistía sobre la contraposición entre grotesco y sublime
comió aspecto fundamental del arte romántico. Una visión que no arraigó en
España, sobre todo por el valladar que contra ella levantó indirectamente el
Discurso de Duran.22

20
«La Poética de Martínez de la Rosa es la llave que cierra el período abierto por la Poética de
Luzán».
21
Op. cit, p. 120.
22
Sobre el tema remito a mi ensayo Primi manifesti del romanticismo spagnolo, Pisa, Istituto di
Letteratura Spagnola, 1962, particularmente a las pp. 54-55.
58 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

Martínez de la Rosa, al contrario, parece que quedó afectado por esa teoría
(aunque no haga ninguna explícita alusión a ella), puesto que escogió para su
drama un asunto en el que el carnaval, es decir, lo que luego Bajtín definiría co-
mo la forma más típica de lo grotesco, se contraponía a lo sublime horrorífico
de la conjura y de la persecución de sus miembros.
Es muy posible que la razón primera de la elección del argumento estribase
en motivos de carácter histórico-político, como avisa el propio autor en la Ad-
vertencia. Sin embargo, al tener entre manos el asunto histórico, el autor debió
percatarse del provecho que podría sacar de la coexistencia de grotesco y subli-
me y por lo tanto no dudó en modificar la realidad de los sucesos, adelantando
el momento de la insurrección —que en realidad estalló el 15 de junio— a la
temporada del carnaval: una operación tan cargada de significado y de inten-
cionalidad programática si se piensa que en él la fidelidad a la realidad históri-
ca usualmente mortifica las veleidades de la ficción.
En efecto, lo grotesco y lo sublime sobresalen constantemente, casi siempre
enlazados, a lo largo de la pieza, entremezclándose desde el principio, en primer
lugar gracias a la aparición simbólica de u n enmascarado pocos instantes des-
pués de levantarse el telón; luego a través de las alusiones esparcidas en el I acto
en el curso de las discusiones entre conjurados23 que culminan en el parlamento
en el que el Embajador trata explícitamente de la oportunidad de hacer coincidir
la sublevación con el tumulto del último día de carnaval. Pero es en el IV acto
cuando su encuentro se hace visible en la escena. Se trata de un episodio rico en
colorido costumbrista, en el cual por vez primera —y única— asoman motivos
cómicos que señalan más profundamente la oposición con la tragedia que va a es-
tallar dentro de pocos instantes. Hay más: no sólo se mezclan ciudadanos deseo-
sos de diversiones, conjurados y espías, sino que se van confundiendo los límites
entre unos y otros, ocultos como están todos bajo el disfraz y los antifaces, mien-
tras que la sombra de la delación y la sospecha se insinúa en todas partes.
Lo que aquí consigue el autor es justamente ese aspecto lúgubre que, según
Bajtín, caracteriza lo grotesco romántico, donde, afirma el estudioso, la másca-
ra, perdidos los aspectos jocosos primitivos, se convierte en el símbolo de la
disimulación y el engaño. 24
La tensión y la ambigüedad son tan fuertes, que en un momento dado Mar-
tínez de la Rosa repara en la necesidad de disolverlas; y es cuando, reza la aco-
tación,

arrojan el disfraz los conjurados (IV, 9).

Lo que ahora prevalece, conforme a las líneas de la fábula, es lo sublime de


ese terrible tribunal que dominará el último acto y que Pedro Morosini anun-
cia estentóreamente al final del IV:
23
Esc. 2.-: «EMBAJADOR: [...] no creo que le hayan detenido las diversiones del carnaval»;
esc. 3.-: «RUGIERO: Toda la noche había notado que me seguía un máscara vestido de negro».
24
M. BAJTÍN, La cultura popular en la Edad Media y el renacimiento, Barcelona, Barral, 1974, p. 42.
III. EL DRAMA ROMÁNTICO 59

¡Al tribunal..., al tribunal los que escapen con vida!

Sin embargo, una seña del carnaval, la postrera, aparece fugaz pero signi-
ficativamente hacia el final de la obra cuando Rugiero sale a escena «atado con
cadenas y con el mismo traje de baile con que fue freso» (V, 9). Huelga subrayar la
intensidad sígnica y el valor emblemático de la yuxtaposición.

b) El misterio y la realidad

La atmósfera de ambigüedad e incertidumbre que fue el mejor logro de la


oposición entre lo grotesco y lo sublime se ve reforzada a menudo por otros re-
cursos.
A ella en efecto contribuye notablemente, además del ritual secreto de la
asamblea de los conjurados, el misterio que circunda a Rugiero, que envuelve su
situación matrimonial, que emerge en sus alusiones a la conjura durante el colo-
quio en el panteón y que en este lugar encuentra u n adecuado trasfondo esceno-
gráfico. Aquí amor y muerte —uno de los grandes mitos románticos— no sólo se
mezclan y confunden, sino que se reflejan mutuamente en u n sugerente inter-
cambio entre actantes y escenografía: a un lado la pareja Rugiero-Laura, al otro, el
sepulcro con «dosfigurasesculpidas groseramente en el mármol, ya carcomido por los
años». Cuatro seres unidos por un común destino adverso, como advierte Laura:

¡Los que yacen en este sepulcro fueron muy desgraciados, y nosotros lo somos
también! (II, 3).

Tanta secreta correspondencia entre el mundo de los vivos y el de los muer-


tos no puede sino favorecer el clima de misterio agobiante, que se incrementa
con la obscuridad y la presencia oculta de los espías.
La ambigüedad prosigue en el acto siguiente cuando Laura se encuentra mis-
teriosamente trasladada a su cama, y culmina en el acto final. Aquí no sólo el
sombrío ritual de los Diez crea suspense e incertidumbre, no sólo la ambigüedad
crece durante el juicio, en el cual reo y jueces hablan lenguajes diferentes y se ha-
llan profundamente incomunicados, sino que el delirio de Laura determina for-
zosamente el choque entre la realidad trágica exterior que se va desarrollando
delante de ella y el mundo absurdo de su realidad interior de un amor feliz que
ella misma se ha forjado.
A pesar de que no falten, en los dramas inmediatos, rasgos muy parecidos
a los que acabamos de poner de relieve, sin embargo no es fácil encontrar en
ellos una tan acusada oposición entre lo sublime y lo grotesco, ya que a la difu-
sión de los motivos huguianos se opuso, como se decía, el moderantisnao del
Discurso duraniano.
Sin embargo habrá quien, al final de la larga parábola del teatro romántico,
sabrá aprovechar la enseñanza de Martínez de la Rosa: será Zorrilla quien en
60 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

el crisol de su Tenorio fundirá, junto con otras sugerencias que supo captar de
varias fuentes, el carnaval y el panteón, el juego y la pasión, enriqueciéndolos
con un matiz trascendente que todo lo rescata en una visión superior.

c) Otros rasgos románticos: el tiempo, el destino, la libertad

Claro está que otros ingredientes característicos del movimiento román-


tico emparentan La conjuración de Venecia con todo el gran caudal de dramas
históricos que se compusieron durante el decenio 1834-1844; sin embargo,
no resultan ni tan asimilados ni tan profundos como los que acabamos de
analizar.
No se puede, por ejemplo, no reconocer la presencia del sentimiento del
tiempo, aunque no adquiere la violencia agobiante que poseerá en otros dra-
mas y que culminará en Los amantes de Teruel.
Sonidos de reloj apoyan o subrayan los momentos clave de la acción: da la
una cuando, a poco de levantarse el telón, entra un hombre enmascarado en el
salón del palacio del embajador genovés, iniciando así los preliminares de la
conspiración, y dan las doce cuando estalla el levantamiento.
En cambio, la muda frialdad de un reloj de arena acompaña los actos del
tribunal de los Diez y marca el tiempo que se va apresurando hacia la muerte
de Rugiero: otro símbolo que Zorrilla aprovechará para el final del Tenorio,
volviéndolo «a lo divino».
Además, la obsesión del tiempo que huye, del voerden perenne e imparable,
parece casi aplastar a ciertos personajes, como los que, durante la reunión de
los conjurados, manifiestan su impaciencia por la premura del tiempo:

THIÉPOLO. ¿Qué aguardamos, pues, qué aguardamos?


DAURO. A cada instante se agravan los males y se dificulta el remedio.
RUGIERO. La menor tardanza puede sernos funesta.
MAFEI. ¡Ni un día más!
VARIOS CONJURADOS. ¡Ni un solo día! (1,3).

No falta tampoco el sentido del destino, aunque no aparezca tan arraigado


como el que al año siguiente Don Alvaro llevará masivamente a la escena. Sin
embargo, esa ironía, romántica desde luego, del destino —que en la obra de
Rivas hará encontrarse a Don Alvaro y a Leonor un momento antes de la muer-
te— aclara aquí el misterioso origen de Rugiero en el momento mismo en que
un tribunal presidido por su padre va a condenarle a la pena capital. Me pare-
ce éste un detalle de mucha envergadura, en el cual se deba quizás buscar el
motivo, o uno de los motivos, de la supresión de ese final feliz que en los dra-
mas sentimentales solía proporcionar la agnición final. Y es una prueba más
de cómo nuestro escritor se sirvió del molde del drama sentimental para redu-
cirlo a expresar motivos tan hondamente románticos.
III. EL DRAMA ROMÁNTICO 61

En la vertiente ideológica La conjuración de Venecia nos muestra en fin una


interpretación de los hechos en clave liberal —eso es, desde luego, anacróni-
ca— que será corriente en muchas piezas de los años posteriores, sobre todo
en las que pisaron las tablas en 1837. Los conjurados se juntan para liberar Ve-
necia de la tiranía y se expresan con acentos alfierianos o quintanianos. En
cambio, los que son adictos al dux no se expresan como serviles; antes bien, la
conocida moderación de Martínez de la Rosa le llevó a presentarlos de mane-
ra digna: en la escena del juicio casi parecen percatarse de las razones de los
unos y de los otros, así que a veces resultaría difícil, de no saberlo de antema-
no, distinguir entre «buenos» y «malos»: otro aspecto también de la sugerente
ambigüedad de la pieza. 25 Quizás valga la pena cerrar estas consideraciones
con la sintética propuesta de una doble clave de lectura que nos brinda Donald
Shaw:

La conjuración de Venecia puede ser leída como una obra dedicada al tema de la li-
bertad. Pero también [...] puede ser tomada como una metáfora de la condición hu-
mana.26

d) Los límites

Lo que, en cambio, podría indicar que la adhesión al romanticismo no se ha


desarrollado totalmente en Martínez de la Rosa no es tanto la ausencia de pasio-
nes desbordadas 27 (que en realidad correspondían más bien a una caricatura del
romanticismo) como la falta de esa riqueza connotativa, sea en el lenguaje, sea,
y más acusadamente, en la caracterización de los personajes, que se convertirá
en cambio en u n elemento fundamental de diferenciación entre románticos y
clasicistas y —se podría añadir con referencia al caso presente— autores de pie-
zas sentimentales. En este aspecto, parece bastante evidente que el dramaturgo
ha sido condicionado por sus modelos, siempre rigurosamente denotativos,
aunque esto pueda también imputarse al fondo clasicista de su cultura.
Los personajes no evolucionan, sino que parecen constantemente fieles a
la situación en que están arraigados, y a su escasa personalidad corresponde

25
Para terminar esta reseña, no hay más que citar a J. PAULINO (op. cit., pp. 39-40), quien resu-
me así los varios rasgos románticos de la obra: «el número de personajes y la función anecdótica o
sólo ambiental de algunos de ellos; las escenas de color local; las nuevas fuentes de inspiración;
carácter enigmático del héroe; condición humilde de éste levantado por su esfuerzo y que final-
mente aparecerá como noble; aspectos fúnebres de la representación y resaltados y valorados co-
mo signos; hay ya u n mensaje específico en la escenografía; el recurso a los espías y a las máscaras,
el contraste del disfraz (festivo) en el ambiente lúgubre y en la desgracia».
26
En V. GARCÍA DE LA CONCHA, Historia de la literatura española, cit., p. 322.
27
Si faltan en la obra «efectismos y concesiones, libertades y truculencias», comenta Alborg,
esto no significa que La conjuración no sea romántica; antes bien, «es un excelente drama románti-
co, sabiamente frenado por la continencia de un clásico». Véase J. L. ALBORG, Historia de la literatu-
ra española, IV, Madrid, Gredos, 1972, p. 441.
62 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

forzosamente u n diálogo igualmente pobre de fuerza comunicativa. Los diálo-


gos de La conjuración, aunque representen un efectivo adelanto, respecto a las
obras anteriores, hacia la plenitud de la comunicación entre personajes, mani-
fiestan a veces características parecidas a las de las obras clasicistas y senti-
mentales. Es decir, si bien los personajes se han despojado generalmente de esa
carga didáctica que los oprimía (o los ensalzaba) en el teatro anterior y ya inten-
tan comunicarse entre sí, hay momentos en que sus réplicas todavía parecen di-
rigirse más bien al espectador que al interlocutor que se les opone en las tablas,
conforme a las viejas formas de actuación. Esto vale sobre todo para el acto I,
donde las ardientes declaraciones de amor patrio expresadas por los conjura-
dos persiguen un fin eminentemente oratorio (el de moveré al público) más que
el típicamente teatral de incidir en la acción dramática. Y vale también para los
monólogos, que, en lugar de ser —como acontecerá en lo sucesivo (pensamos
naturalmente en las célebres décimas del Don Alvaro)— pausas de profunda
meditación, parecen estar influidos por la búsqueda de efectismos. Lo que ya,
con su fina sensibilidad, había advertido Larra, que propuso la supresión, o al
menos la abreviación, del monólogo de Juan Morosini en el acto III.

e) Los recursos escénicos

Naturalmente, no hay que olvidar que La conjuración de Venecia es la obra


maestra de u n dramaturgo experto, de u n hombre de teatro que conocía muy
bien los recursos del oficio y que los aprovechó para brindarle a su drama los
caracteres más propios y más sugerentes de la teatralidad romántica: claro que
dentro del moderantismo existencial y literario que siempre le acompañó y
que críticos y biógrafos a menudo han puesto de relieve.
Ante todo, recurrió a una, «moderada» justamente, violación de las unida-
des. En cuanto a la de lugar, no se alejó sustancialmente de los postreros neo-
clásicos que permitían unos cambios limitados de un sitio a otro relativamente
cercano entre acto y acto. Aquí en efecto todo parece seguir estas normas, de-
sarrollándose la trama totalmente en Venecia, desde el palacio de la Embajada
de Genova al panteón de la familia Morosini, a la casa de Juan Morosini, a la
plaza de San Marcos, a la sala del tribunal.
El tiempo salva sin excesos las barreras canónicas de las 24 horas y se ex-
tiende a cuatro días escasos: el acto I se sitúa a la una de la noche del primer
día; el II, III y IV se desarrollan el día siguiente desde las dos de la madrugada
a la media noche; el V, dos días después.
Con ese amor a la obscuridad que posiblemente le derivaba del teatro senti-
mental y que transmitió a muchos dramaturgos románticos, el autor eligió la
noche para los actos I, II y IV, contribuyendo así a la creación de esa atmósfera de
lobreguez e incertidumbre que envuelve sugerentemente todo el drama, en la
cual, con la pericia propia de una larga experiencia teatral, el autor introduce de
inmediato al público.
III. EL DRAMA ROMÁNTICO 63

Éste, al levantarse el telón, se encuentra en efecto sumido en una situación


de suspensión y ambigüedad, donde juegan papel la premura del tiempo
(desde la primera réplica del embajador genovés: «¡Cuánto tarda la hora!», y,
en seguida, después de oírse el toque de u n reloj: «Ya da»), la amenaza, repre-
sentada por un enmascarado a quien el embajador impone dar la muerte a los
sospechosos, la intriga, con los conjurados igualmente enmascarados que ha-
blan al oído del centinela, hasta que la trama empieza a desarrollarse a través
de las palabras que va dictando el embajador, en las que se alude explícita-
mente a la conjura.
Pero el estado de suspense se renueva en seguida con las palabras de los
conjurados, que comentan preocupados la tardanza de Rugiero, y con las
que, a su llegada, pronuncia éste revelando que alguien le ha seguido sigilo-
samente.
La misma atmósfera se intensifica en el acto II, que descuella como una pe-
queña maravilla de técnica teatral. Todo crea en él tensión y congoja: desde la
lobreguez del ambiente sabiamente subrayada por varias réplicas y reforzada
por sonidos espeluznantes, como el eco que repite el nombre de Laura y el so-
plo del viento, hasta la situación misma en que se encuentran los dos amantes
que intercambian confianzas ignorando la presencia oculta de los espías (que
en cambio el espectador conoce muy bien). Y es quizás el acto más rico de su-
cesos: la llegada de Morosini y de sus acólitos, la entrada cauta de Laura, pre-
cedida por el chirriar de la llave, el canto que anuncia a Rugiero, la entrada de
éste, las informaciones que sus palabras le dan al público, y finalmente la in-
tervención repentina de los espías, que apagan la luz y capturan a Rugiero, en
tanto que Laura se desmaya.
Después de algunos momentos de relativa tensión causada por el diálogo
entre Laura y la criada Matilde, donde se alude al misterio del traslado de la
joven a su casa, el acto III transcurre en cambio bastante estancado en un pate-
tismo muy intenso, de palabras y gestos, que, por apoyarse en las relaciones
familiares (de la hija con el padre, del hermano con el hermano y, en un tras-
fondo referencial, de la esposa con el esposo lejano y perdido) posiblemente
pudo hacer mella en la sensibilidad del público.
Sobre u n fondo escénico quizás algo amanerado, pero de gran efecto y
muy bien realizado gracias a los telones pintados por Blanchard, rico en ma-
tices y colorido local, con una sutil vena de alegría y comicidad totalmente
desconocida en los demás, el acto IV se caracteriza por el dinamismo y u n in-
tenso juego escénico: individuos, parejas y grupos se juntan, se separan, se
entrelazan, mientras que u n velo de ambigüedad y sospecha se va exten-
diendo sobre toda la escena, hasta que estalla el trágico final. Es el momento
culminante de lo grotesco.
En el acto final se juntan lo sublime y lo patético, que se habían ido distribu-
yendo a lo largo de la pieza, siendo el primero confiado preferentemente a la
parte extraverbal y el segundo a la verbal. Sublime es el ambiente «opaco y lúgu-
bre» del tribunal, con las puertas que conducen al cuarto del tormento y al del
64 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

suplicio (y sus trágicos letreros: Justicia, Verdad y Eternidad), con una compuerta
que lleva al calabozo subterráneo, con todo el aparato horroroso de la adminis-
tración de una justicia cruel e inflexible (descuella el reloj de arena que cuenta
los instantes que separan a Rugiero de la muerte); patéticas las declaraciones de
los reos, que piensan en las personas ligadas afectuosamente con ellos, y de
Laura, que, en su trastorno mental, persigue un sueño imposible de felicidad
conyugal. Sin embargo, lo sublime y lo patético se juntan en los dos protago-
nistas en u n momento de particular tensión: cuando Rugiero, encadenado y
desfigurado, pide permiso en vano para abrazar a su padre y cuando Laura pa-
rece recuperar la razón delante del patíbulo.
No hay mucho dinamismo, pero el movimiento de los presos que se alter-
nan en el escenario, junto con la doble aparición de Laura (para contestar al
tribunal y para lanzarse sobre Rugiero), con las pausas y los silencios que esto
supone, son seguramente de gran impacto escénico. El final, con la cortina
que se descorre de repente descubriendo el patíbulo, es, como se ha anotado
anteriormente, u n golpe de teatro magistral. 28

El plan está superiormente concebido, el interés no decae un solo punto, y se


sostiene en todos los actos por medios sencillos, verosímiles, indispensables
(LARRA, Revista Española, 25-IV-1834).

El plan de esta pieza se halla tan bien meditado [...] que lejos de costar es-
fuerzos a la imaginación, se necesitan más bien para persuadirse de que no es la
realidad la que a los ojos se representa (El Tiempo, 24-IV-1834).

4. EL DRAMA DE UN COMEDIÓGRAFO: ELENA

Manuel Bretón de los Herreros, que ya podía jactarse de una larga carrera
teatral, tanto de comediógrafo original como de traductor, durante la cual ha-
bía conocido momentos de verdadero éxito (en 1831, como hemos visto, había
estrenado la aplaudida Marcela), hizo también una poco afortunada incursión
en el terreno del drama romántico, estrenando Elena en el Teatro del Príncipe
el 23 de octubre de 1834. La obra, rechazada por la censura el año anterior, no
debió de encontrar mucho favor entre los espectadores, ya que sólo se mantu-
vo en el cartel del Príncipe tres días, después de los cuales desapareció de los
repertorios. Con Elena el autor salía de la pauta habitual, a solicitud de algunos
amigos que le instaban «a dar alguna muestra de su poca o mucha capacidad
para crear situaciones de grande interés y pintar afectos y caracteres que no ca-
ben en la comedia propiamente así llamada». Era el tributo que pagaba a la
nueva moda, ya que, añade:

28
Para un análisis muy puntual y pormenorizado de los valores teatrales de la obra, véase
a
M. J. ALONSO SEOANE, op. cit, pp. 130-162.
III. EL DRAMA ROMÁNTICO 65

El moderno romanticismo estaba en su mayor auge, y era difícil que temprano o


tarde dejase de llevar también alguna ofrenda a las aras del ídolo nuevo.29

Para cumplir con esta tarea, consciente o inconscientemente, Bretón se inspi-


ró en los modelos del teatro sentimental, en su parte más patéticamente angus-
tiosa, intentando sin embargo caracterizar en sentido romántico situaciones y
personajes.

í. Gerardo ama con una pasión indomable a su sobrina Elena, huérfana que vive en
su casa (en Utrera), la cual rechaza todas sus proposiciones por seguir enamorada de
Gabriel que, por unas falsas acusaciones urdidas por Gerardo, la ha abandonado con
un hijo. Es la mañana.
II. Elena busca amparo en Sevilla, en casa de una tal Victorina, donde se coloca de
camarera, pero la sigue el implacable Gerardo, que obtiene un puesto de lacayo en la
misma casa. Victorina está a punto de casarse con el marqués de Rivaparda, pero reco-
noce en un conde que ha venido como testigo de las bodas un antiguo y nunca olvidado
pretendiente, mientras que el marqués y Elena se reconocen como los novios que se ha-
bían separado. Ha pasado un mes: es de día.
III. Elena, para vengarse del marqués, se declara dispuesta a casarse con su tío, en
tanto que éste, para mayor seguridad, se pone de acuerdo con el bandido Rejón para que
asesine a su rival. Va anocheciendo.
IV. Varios episodios tragicómicos en un lugar despoblado, donde Rejón y su banda
asaltan a los viajeros, hasta que llega el marqués, en el cual Rejón, ex sargento, recono-
ce un antiguo oficial suyo. Le deja libre y decide volver a la vida honesta. Es la tarde del
día siguiente.
V. En una cabana donde está hospedado su niño, Elena, con la mente trastornada,
recibe la visita del marqués, al que no reconoce, y luego de Gerardo, al que, recuperada
la razón, rechaza aterrorizada. Vuelve el marqués, se abrazan, en tanto que Gerardo se
dispara un tiro con una pistola. Es la noche del segundo día, iluminada por la luna.

Aunque, quizás, no haya que hablar de un modelo definido, parece bastan-


te clara cierta similitud con la celebérrima La huérfana de Bruselas, desde la con-
dición de la protagonista («Infeliz huérfana soy», II, 1) a su persecución por
parte de un ser diabólico y esclavo de la pasión, a su búsqueda de protección
en una casa de gente acomodada, a la reconciliación final de los amantes acom-
pañada por el castigo del malvado. Sin embargo, sobre este enredo tradicional
Bretón intentó, y consiguió al menos parcialmente, introducir motivos y as-
pectos propios del romanticismo.
En primer lugar, compuso su drama en verso, alejándose de esta manera de
una norma siempre rigurosamente observada por los autores de piezas senti-
mentales. Como es lógico, además, no respetó las unidades: cuatro sitios dife-
rentes y u n mes de duración indican, a las claras, intencionalidad.

29
En una nota que precede al drama y que Bretón, según afirma, puso por primera vez en la
edición que salió «transcurrido más de un cuarto de siglo».
66 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

En segundo lugar, convirtió en romántico el final, imaginando que el castigo


del malvado le llegase de su propia mano; motivo inusual, creo que totalmen-
te desconocido en el teatro sentimental, y claro índice de tiempos mudados, en
los cuales el hombre se ha hecho dueño de su existencia y la justicia, antes he-
terónoma, se ha convertido en autónoma. En otros términos, suicidándose,
Gerardo ha obedecido al imperativo categórico.
En fin, con una operación algo superficial pero eficaz, recargó las tintas en
la caracterización de los personajes, sirviéndose, a tal fin, de ese lenguaje «fu-
ribundo» que Lista consideraba típico de los románticos.
Gerardo, por tanto, abre la función exclamando:

Ya no hay freno a mi pasión.

Y prosigue, a lo largo de toda la pieza, ensartando expresiones de este jaez,


todas caracterizadas por el romanticismo más manierista:

El fatal
momento se acerca. Tiemblo (1,2).

¡Oh mujer, mujer fatal


nacida para mi mal! (1,5).

¡Ah! más que a tu despecho


grata será su muerte al odio mío (III, 4).

No brillará dos veces


la luz del sol, cara Elena,
sin que mi mano se cebe
en la sangre de un rival
aborrecido (III, 8).

Todo el horror del infierno


dentro de mi corazón (V, 8).

tu vil seductor [...]

víctima de mi furia y de tu encono,


nadando en sangre descendió al abismo (V, 10).

La vehemencia
de mi pasión terrible
la pugna requería
de otra pasión profunda, irresistible (ibidem).

La historia fatal

de mi pasión criminal (V, 14).


III. EL DRAMA ROMÁNTICO 67

Al papel del perverso Gerardo se opone el de la sensible Elena, caracteriza-


da por su fidelidad a su amado Gabriel, que también encuentra su manifes-
tación expresiva en el más típico formulario romántico. A las instancias de
Gerardo, contesta decidida:

Un alma como la mía


ama una vez, y no más (1,5),

y agrega:

Sí, le amo, le amo, señor,


y eterno será mi amor (ibidem),

hasta desafiarle:

Clavad el hierro inhumano


en mi sangre aborrecida (ibidem).

También su amor adquiere los rasgos de la pasión más atrevida, no sin cier-
ta concesión al gusto de lo macabro:

¡Pueda la herida sangrienta


mi amante labio besar,
y yo moriré contenta! (V, 11).

Pero, más allá de esta adhesión a los aspectos más vistosos del romanticis-
mo, Bretón da un paso más matizando a sus personajes, que en efecto, ya no
rígidos y monótonos como eran en los modelos, se van desenvolviendo a lo
largo de la trama. Gerardo pasa de la pasión desbordante a la compasión por
su víctima («¡Desventurada Elena! / El dolor que la agobia [...]» [III, 5]), al odio
feroz («¡Cuál me gozo / en tu dolor» [III, 10]) y luego al arrepentimiento («mi
pasión criminal» [V, 14]). De igual forma, Elena, a pesar de su constancia amo-
rosa, tiene momentos en que la desesperación la lleva al deseo de venganza
que, además de manifestarse en la aceptación del amor de Gerardo, se expresa
en tonos violentos, casi blasfemos:

¡Dios de venganza! ¿Eres sordo


al clamor de una infeliz?
Descienda desde tu trono
un rayo exterminador.
Perezca el hombre alevoso
que así me engañó. Sepulta
a su cómplice en el polvo
de la tumba. ¡Miserable! (1,3).

No faltan tampoco numerosas referencias a esa «fuerza del sino» que iba a
encontrar al año siguiente su mitificación en el Don Alvaro. Si Elena lamenta «el
68 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

encono de mi estrella» (1,3) y «mi destino adverso» (I, 5) y comenta: «Nací en


hora funesta» (II, 1), Gerardo la define «mujer fatal» (1,5), llama a su pasión
«funesta» (V, 14) y espera que haya llegado «el fatal momento» (1,3).
Como otro rasgo muy de época, donde se delata también la influencia lejana
de Schiller, valdrá en fin la pena recordar el acto IV, todo dedicado al episodio
(por otro lado no exento de pasajes abiertamente cómicos) de los bandoleros,
cuyo jefe, Rejón, se manifiesta como «bandido gentilhombre» al defender a Ele-
na de los perversos deseos de uno de sus ladrones, al pagar generosamente a un
pintor que le ha retratado, y al arrepentirse al final con palabras pronunciadas
antes de caer el telón y destinadas a arrancar lágrimas y aplausos de un público
liberal y monárquico:

Aún soy el sargento Suárez

Aún puedo, Dios bondadoso,


expiar tantas maldades
por mi patria y por mi Reina
vertiendo toda mi sangre (IV, 14).

Claro está que en este acto, como en otros episodios o réplicas, aparece la
sonrisa del comediógrafo, la misma que dicta ciertos apartes cómicos del sier-
vo Ginés, que juega con los equívocos, y que presenta la historia de los amores
del conde, del marqués y de Victorina con la bondadosa ligereza que pocos
años antes había caracterizado los sucesos de Marcela.
Desde el punto de vista espectacular, la obra presenta bastante dinamismo
(con la excepción del acto I, algo lento y fundado en el diálogo entre Gerardo,
su criado y Elena), con movimiento de personajes, sorpresas continuas, mo-
mentos de intriga. La escena, que en los tres primeros actos es propia de
cualquier comedia, siendo el normal interior de una casa, adquiere rasgos
románticos en el IV (ladrones en u n «fragoso despoblado») y en el último, don-
de el teatro representa el «interior de una cabana. La luz de la luna penetra en ella
por una ventana».
A pesar de ciertos méritos, la obra, como hemos visto, no debió de gustar.
Posiblemente, el público no aprobó sus tonos exasperados, que se reflejan tan-
to en el lenguaje como en la trama, donde la perversidad de Gerardo y su cóm-
plice Ginés pudo aparecer poco plausible. Además resultaba poco persuasiva
esa mezcla de comedia y tragedia (que era una cuestión estructural, no sólo de
réplicas), que podía crear la impresión de u n drama veleidosamente románti-
co, escrito sin mucha convicción.

Dar vida a la erudición, ofrecer los acontecimientos de nuestra antigua histo-


ria y los hombres de aquel tiempo con el verdadero color de su siglo, y arrojarlos,
como único contraste, en medio de esta sociedad, de esta civilización moderna,
uniforme y fría en todas sus costumbres. Éste es el verdadero romanticismo. El
autor de Elena al dar el nombre de romántico a su drama habrá creído sin duda
III. EL DRAMA ROMÁNTICO

que bastaba la violación entera de las reglas aristotélicas para cumplir con las exi-
gencias del género; pero esta circunstancia no es la única ley de un romántico. El
drama de Elena está falto de interés: dos y acaso tres acciones se dejan ver en él, y
ninguna se halla concluida [...] El autor de Elena no añadirá con esta nueva pro-
ducción un nuevo laurel dramático a los muchos que tiene conseguidos (Revista
Española, 25-X-1834).

5. DEL NEOCLASICISMO AL ROMANTICISMO: MACÍAS

En 1833 la censura prohibió la representación de Macías, pieza del joven y


conocido periodista Mariano José de Larra, por el odioso papel que en ella re-
presentaban los nobles tiránicos del siglo xv, en los cuales el público habría
podido entrever alusiones a la situación política de la España contemporánea.
Al año siguiente, después del cambio de régimen y la aprobación del Esta-
tuto Real solicitada por Martínez de la Rosa, se le concedió el permiso y la obra
se estrenó el 24 de septiembre en el Teatro del Príncipe, donde fue aplaudida y
conoció casi 30 reposiciones en el curso de las dos décadas románticas. Salía,
pues, a la escena pocos meses después de La conjuración de Venecia, a la cual ha-
bría podido disputar la calificación de primer drama romántico.
En realidad, el autor rechazaba cualquier inclusión en géneros o movi-
mientos para su drama: «Quien busque en él el sello de una escuela, quien le
invente un nombre para clasificarlo, se equivocará», proclamaba en la intro-
ducción que prepuso a la edición de 1834. En cuanto a una colocación en el
movimiento romántico, quizás la rechazase instintivamente por no poder ol-
vidar las palabras con que, hacía seis años, había hablado despectiva y burles-
camente del romanticismo en la reseña de Treinta años o Lo vida de un jugador,
que había incluido entre «estas señoras piezas desarregladas dichas del ro-
manticismo».30
Por lo tanto, prefirió no alejarse demasiado de la tradición y escribió una
pieza que se situaba en la línea de las muchas refundiciones con que los clasi-
cistas habían «arreglado» las comedias del Siglo de Oro. En su caso, los posi-
bles modelos eran Porfiar hasta morir de Lope de Vega y El español más amante
de Bances Candamo, 31 aunque existían otras fuentes no teatrales y el mito de
Macías disfrutaba de una vivencia tradicional desde hacía siglos. Un argu-
mento, pues, bien conocido (lo cual debió de contribuir no poco a una recep-
ción favorable), romántico, por decirlo así, ante ¡itteram, que de todas formas
Larra insertó en una pieza de estructura neoclásica, respetuosa de las unidades
y compuesta en versos tradicionales.

30
En el Duende satírico del día del 30-3-1828, ahora en BAE CXXVII, pp. 16-22: la cita, en la
p. 16b.
31
Según G. TORRES NEBRERA (op. cit, p. 78), el modelo más cercano es la obra de Bances, aun-
que Larra actúe de manera original, presentando dos variantes: «el plazo temporal, como interno
motor de la acción escénica, y la actitud copartícipe de Elvira, aceptando una unión post mortem».
70 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

I. Año 1406. El hidalgo Fernán Pérez de Vadulo, escudero de Enrique de Villena,


con altanería y amenazas, pide a Ñuño Hernández la mano de su hija Elvira, ya que ha
expirado el plazo de un año que ésta había pedido para esperar el regreso de su amado
Macías, que había sido enviado a Calatrava por el propio Enrique. Ñuño presiona a la
joven y, manifestándole que Macías se ha casado (es una falsa voz que ha difundido el
mismo Vadulo), logra convencerla de que acepte las bodas.
II. Macías vuelve a tiempo para encontrarse con Elvira y Fernán, que salen de la ca-
pilla donde se han celebrado sus bodas. Trata de herir a su rival, pero es detenido por
Villena.
III. Macías consigue entrar en la habitación de Elvira e intenta convencerla de que
huya con él, pero es interrumpido por la llegada de Vadillo y los suyos. Se retan y Vi-
llena manda que se encierre a Macías en una torre hasta el día siguiente, fijado para el
desafío. Elvira oye que Vadillo urde una traición contra Macías y envía a la dueña Be-
atriz con el encargo de sobornar a los carceleros y liberar a su enamorado.
IV. En la cárcel donde está detenido Macías entra sigilosamente Elvira, que le ins-
ta para que huya. Pero son atacados por Vadillo y sus sicarios: Macías se lanza contra
ellos y es herido de muerte. Elvira le arranca la daga y se hiere mortalmente con ella.
Entran, demasiado tarde, Villena y varios personajes.

Como se puede deducir de este resumen, si la unidad de tiempo es respeta-


da hasta obligar al autor a comprimir demasiado los sucesos, se trata con cier-
ta mayor libertad la de lugar: desde la habitación de Elvira del acto I se pasa
en el II a la cámara de don Enrique de Villena, en el III a la habitación de Fer-
nán Pérez de Vadillo, y en el IV a la cárcel. Sin embargo, se respeta el principio
fundamental del teatro clasicista de situar la escena en un mismo lugar o en
sus inmediaciones: aquí el elemento unificador es el palacio de Enrique de Vi-
llena en Andújar, al cual pertenecen los diversos ambientes.
El drama seguía, pues, las líneas fundamentales de toda refundición clasi-
cista, pero la atmósfera, la Stimmung, era ya manifiestamente romántica, 32 de
manera que la pieza venía a colocarse en ese justo medio que era uno de los
postulados del Discurso duraniano y que habría caracterizado durante largo
tiempo al teatro romántico español; era quizás una de las pocas auténticas
manifestaciones de ese eclecticismo que muy pronto se convirtió en el estan-
darte de todos los defensores de un romanticismo castizo.
Lo romántico del Macías se fundaba esencialmente en los dos temas del
amor y del tiempo, estrictamente entrelazados y con todos sus típicos anejos
de la muerte, la comunicación, el plazo, la transgresión.
«Macías —había afirmado Larra— es un hombre que ama, y nada más»,
subrayando de esta manera la importancia del amor en su obra. No era por
otro lado ninguna novedad, ya que la historia y la tradición habían ligado a su

32
Cf. E. A. PEERS, Historia del movimiento romántico español, Madrid, Gredos, 1973,1, p. 327:
«Macías es romántico en gran parte, sin género de duda».
III. EL DRAMA ROMÁNTICO 71

nombre indisolublemente el apodo de «el Enamorado»; pero Larra no sólo ha-


bía conferido a este amor una fuerte preeminencia sobre todos los demás mo-
tivos, convirtiéndolo en el núcleo fundamental de la trama, sino que también
había transformado en un drama de amor lo que en sus posibles modelos era
una tragedia de la honra. El «defensor de su honra», Fernán Pérez, es aquí un
ser despreciable que conquista a la mujer por medio de un ardid y de la prepo-
tencia, en tanto que el protagonista se atrae la simpatía de los oyentes reivindi-
cando la primacía del amor sobre la hipocresía de las normas que dominan la
sociedad.
Y frente al amor platónico de las comedias barrocas («Honestamente te he
amado», proclama Macías en Porfiar hasta morir), no exento de toques corteses
(«amar y servir»), se erige la pasión del héroe romántico que nos impresiona
en primer lugar por la intensa sensualidad que la envuelve. A veces Macías
pronuncia versos en los que se percibe u n escalofrío de sutil erotismo:

De tus ropas
al roce solo, al ruido de tus pasos,
estremecido tiemblo... (IV, vv. 119-120).

y me siento morir, cuando en tus ojos


clavo los míos; si por suerte toca
a la tuya mi mano, por mis venas
siento un fuego correr que me devora (IV, vv. 126-129).

Asimismo los celos despiertan una verdadera pesadilla erótica:

¡gozando
otro estará de tu beldad! ¡Y entonces
tú gozarás también, y con halagos
a los halagos suyos respondiendo!... (III, vv. 202-205).

Era la primera vez, creo, que un público madrileño oía salir del escenario
expresiones tan atrevidas. 33
A la transgresión expresiva se juntaba una más fuerte, más atrevida toda-
vía, transgresión social. Desde su aparición en escena, Macías manifiesta a las
claras su persuasión de que el amor prevalece sobre cualquier forma de impo-
sición de parte de la sociedad. Ante Villena, que en el momento representa el
poder y la autoridad, Macías, recién llegado, no duda en justificarse por haber
violado en nombre del amor la orden del propio Enrique, que quería mante-
nerle lejos de Andújar:

33
S. KIRKPATRICK («Liberal romanticism and the female protagonist oí Macías», Romance Quar-
terly, XXXV [1988]) habla de «la obsesión de Macías de ver a Elvira como un objeto sexual, simple-
mente un cuerpo»; lo cual le parece una absurda exageración a SHAW, op. cit. (en V. GARCÍA DE LA
CONCHA, Historia de la literatura, cit., p. 325).
72 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

Perdona si a la orden tuya


no di obediencia debida

Aquí está Elvira, señor,


y aquí, como caballero,
mi juramento primero
me llamaba y el amor (II, vv. 437-444).

Por consiguiente, cuando Elvira ya está casada, tampoco duda en proponerle


la violación del pacto conyugal con esos versos famosísimos que justamente se
consideran como la proclama del amor romántico y de una concepción liberal de
las relaciones sociales frente a esa visión estamental que ya censurara Moratín:

Rompe, aniquila
esos que contrajiste, horribles lazos.
Los amantes son solos los esposos.
Su lazo es el amor: ¿cuál hay más santo?
Su templo el universo: dondequiera
el Dios los oye que los ha juntado (III, vv. 155-160).

Macías es un postkantiano que reivindica su autonomía, la libertad de su


yo, frente a la heteronomía de leyes tiránicas. Por tanto, como un buen liberal,
anacrónico por supuesto, rechaza la superioridad de otro hombre y a Villena le
contesta enfurecido:

¿Pensáis acaso
que soy menos que vos? (III, vv. 278-279).

Si Macías permanece fiel a su sentimiento desde el principio hasta el final,


Elvira evoluciona desde el amor inicial y la consiguiente repulsión hacia el ma-
trimonio impuesto («¡Vínculos tristes / que antes de unirme acabarán mi vida!»
[I, vv. 325-326]) al deseo de venganza cuando le comunican la falsa noticia de
que Macías se ha casado («Ya quiero a Fernán Pérez, ya le adoro» [I, v. 500]), a la
obstinada lealtad hacia su marido («insoluble lazo» [III, v. 193]; «ni ya uno de
otro / podemos ser jamás» [IV, vv. 168-169]), a la compasión por su antiguo
enamorado que la lleva a la cárcel, al cedimiento delante de sus protestas amo-
rosas que le dictan palabras tan apasionadas como las de él:

Sí; yo te amo; te adoro, ni me empacha


el rubor de decirlo (IV, vv. 180-181).

Mujer ninguna
amó cual te amo yo (IV, vv. 186-187).

Cuando en fin no le queda otro recurso, busca la muerte como gesto supre-
mo de amor, se hiere con la misma daga de Macías y a su marido declara:
III. EL DRAMA ROMÁNTICO 73

La tumba será el ara donde pronta


la muerte nos despose (IV, vv. 285-286).

De esta forma, el vínculo, tan típicamente romántico, entre amor y muerte


aparece mucho más estrecho que en La conjuración de Venecia, abriendo el ca-
mino hacia tantas reelaboraciones del mismo motivo que confluirán en el final
trascendente del Tenorio.
Pero también encierra en sí el tema de la comunicación, que tanta impor-
tancia tendrá en los futuros dramas (y comedias, desde luego) del romanticis-
mo español. Durante una larga parte de la obra Macías y Elvira parecen hablar
dos lenguajes diferentes, él invocando los derechos del amor y ella los del ma-
trimonio; sólo al final, en la inminencia de la muerte, la mujer, como hemos
visto, adopta el mismo lenguaje de su amante. A partir de este momento, su
consonancia es total y se condensa en dos réplicas que no casualmente se re-
fieren a la muerte próxima:

Primero que ser suya, entrambos juntos


muramos,

propone Elvira. Y Macías no duda en replicar:

Sí, muramos (IV, w . 228-9).

Es la definitiva declaración de amor.


La muerte fue uno de los grandes descubrimientos de los románticos:
muerte como sublimación de los grandes valores que la existencia infeliz no
sabía realizar; muerte como superación del agobio del tiempo y del espacio
en el que el hombre romántico se encontraba desesperadamente encerrado.
Muerte por tanto no temida, sino deseada, amada en una nueva forma de mis-
ticismo laico.
Larra intuyó como artista el partido que se podía sacar de un motivo tan di-
fundido en la época, que también sentía profundamente como hombre, ya que
la muerte fue para él, como para su Macías, una conclusión buscada autóno-
mamente para una vida ya insostenible.
Y como la había asociado con el amor, así la asoció con el tiempo, convir-
tiéndola en el punto de llegada y de superación de una existencia vivida bajo la
amenaza o, si se prefiere, la esperanza frustrada de u n plazo. Por eso, conta-
minó el mito de Macías con el de los amantes de Teruel y concentró la trama
sobre el plazo de un año que Elvira le había pedido a su padre y que está expi-
rando cabalmente en el momento mismo en que se levanta el telón.
El plazo se convierte rápidamente en el eje central de la acción y, por ser la
causa principal de la desesperación de los dos enamorados, el discriminante
entre la felicidad y la infelicidad y finalmente entre la vida y la muerte, en u n
verdadero símbolo existencial.
74 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

Es el punto de referencia constante en los discursos de todos los personajes.


Ya en la cuarta réplica Fernán Pérez le recuerda a Ñuño (y, desde luego, avisa
a los espectadores) que «Hoy [...] expira / el plazo que me pusisteis» (I, vv. 13-
14). Ñuño le echa en cara a su hija: «vos misma el plazo os pusisteis / de u n
año» (I, vv. 276-277); le pregunta luego, amenazador: «¿Más plazos me pedís?»
(I, v. 396), para recordarle en seguida que se ha «cumplido el plazo» (I, v. 398).
El plazo es el tema de la conversación entre Macías y su escudero al llegar al
palacio de Villena, y de éste y Macías: el primero para subrayar su ineluctabi-
lidad, el segundo para extrañar tanto rigor. La última alusión al plazo sale en
fin de la boca de Vadillo, quien, al oír las palabras con que Elvira le confiesa
que no le ama, prorrumpe:

¿Y para oír tal injuria


un año entero esperé? (III, vv. 463-464).

A partir de este momento ya no se habla de este plazo, sea porque ha sido


superado por los sucesos, sea porque otro plazo se cierne: el del desafío. Que
será superado también por el último plazo, el de la muerte, que está en acecho
en la celda donde Elvira y Macías tienen su último coloquio y que ya se ha
anunciado en el acto anterior cuando Fernán manda a su criado que le busque
cuatro sicarios, añadiendo: «Dentro de una hora [...]» (III, v. 530).
Nueve veces se nombra el plazo en la obra, pero las alusiones son más nu-
merosas y sobre todo se crea la sensación de que la idea del plazo la recorre
íntegramente. Brota, por ejemplo, de las palabras de Elvira, que opone un ayer
a un hoy, un entonces a un ahora o que confía a los tiempos verbales la concien-
cia de la situación en que se encuentra:

Que os amaba
sólo os quise decir, mas no que os amo (III, vv. 145-146).

Por natural consecuencia, los personajes sienten la premura de un tiempo


que se acerca o que parece que se escapa y llenan sus parlamentos de referen-
cias temporales: «¡Presto!», «¡Oh, cuánto tarda!», «¡Es tarde, es tarde!», «Urge
el tiempo», etc., hasta que, en los últimos catorce versos, aparecen cuatro répli-
cas que subrayan una angustiosa secuencia temporal: Elvira le espeta a su
marido u n irónico: «El punto ya es llegado.» «¡Ya no es tiempo!», grita poco
después Fernán. En cambio, Beatriz exclama desde dentro: «Acaso es tiempo
aún»; pero al entrar se corrige en seguida: «¡Ah! no. ¡Ya es tarde!»
Amor infeliz y apasionado, ansia de muerte, afán de comunicarse, senti-
miento angustioso del tiempo y, sobre todo, enfrentamiento entre el yo y el mun-
do convierten esta tardía refundición estructuralmente clasicista en una pieza
exquisitamente romántica, al punto que se le puede considerar el verdadero
punto de arranque del drama romántico español, la obra modélica a la cual,
consciente o inconscientemente, tendrán que mirar los futuros dramaturgos.
III. EL DRAMA ROMÁNTICO 75

A esta función de modelo contribuye también la rica matización de los per-


sonajes, ya no tan denotativos como en La conjuración o en Elena. Hemos visto
cómo Elvira conoce una evolución que nace de un debate interior; Macías en
cambio es más lineal pero pasa del amor al furor, del furor a la desesperación y
en fin a una turbia alegría, y, además, conoce también sus momentos de hu-
mana debilidad, sobre todo al final, cuando Elvira se le ha declarado y siente
entonces un improviso apego a la vida:

¡morir no ha un hora
desdeñado anhelaba, y tiemblo amado! (IV, vv. 261-262).34

La observación vale también para otros personajes, como Villena, tiránico


sí, pero no exento de cierto sentido de la justicia.
Quizás se pueda considerar romántico también el lenguaje, por ser emi-
nentemente coloquial, con la añadidura de ciertas expresiones modeladas so-
bre el romanticismo más manierista: «¡Tragúeme antes el abismo!», «¡Caigan
mil rayos / sobre mí!», «¡Maldición sobre ti!», que culminan en la amenaza
pronunciada por Macías:

Cuando olvidarme quieras en sus brazos,


entre tu esposo y entre ti mi sombra
airada se alzará, para tu espanto,
de sangre salpicando todavía
tu profanado seno (III, vv. 341-344).

En la puesta en escena del Macías la empresa siguió actuando con el esmero


con que había realizado La conjuración de Venecia. El Eco del Comercio alaba «la
propiedad y lujo con que decoró la escena». 35 Encarece las alabanzas el Men-
sajero de las Cortes, que en la reseña publicada el 28 de septiembre escribe:

Este ensayo nos ha proporcionado ver el anhelo de la empresa por mejorar


nuestra escena, y mejorarla como pide el siglo y nuestra cultura. Bonitas son las
decoraciones y vistosos los trajes, y en ellas y en ellos se ha procurado acercar-
se todo lo posible a la verdad.36

Un mismo cuidado había puesto el autor en indicar los recursos escénicos


que debían acompañar la ejecución de la obra. Larra se dio cuenta de la eficacia
espectacular de las entradas y salidas por el horizonte de expectación que po-
dían despertar en el público. En sus didascalias se nota un particular interés

34
Por otro lado, ya Elvira había manifestado una improvisa debilidad frente a la muerte, ex-
clamando: «¡Con tanto amor, morir!» Una prueba más, dicho sea de paso, de la perfecta conso-
nancia conseguida por los dos amantes.
35
El 26 de septiembre de 1834, cit. por G. TORRES NEBRERA, op. cít., p. 298.
36
Ibídem,p.305.
76 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

por la función de las puertas y, paralelamente, del escenario vacío. Al levan-


tarse el telón sobre el acto I no hay personajes en escena, pero de inmediato se
abre una puerta en el foro por la cual aparece Ñuño introduciendo a Fernán,
con una fórmula muy coloquial, pero suficientemente arcaica como para una
colocación temporal adecuada:

Venid conmigo, el hidalgo.

Esa misma puerta se cerrará, al final del acto, detrás de Ñuño, casi simboli-
zando lo ineluctable de su decisión de casar a Elvira, que, en efecto, corre ha-
cia ella en la inane ilusión de parar los eventos:

Esperad... Tened... ¡Partió! (I, v. 515).

En el acto II, por la puerta del centro, entra Fernán Pérez y, por la de la iz-
quierda, Elvira y otros personajes: todos en traje de boda. Poco después, sali-
dos los esposos, entra Macías que, en fuerte contraste con los anteriores, viene
armado y todo de negro. Al final, después de que Villena, «señalando la puerta»,
le dice: «¡Mirad!», entra el cortejo nupcial dando lugar a una escena de gran
movimiento en la que Elvira se desmaya, Macías se lanza sobre Fernán, se in-
terpone Villena y todo termina con un sugerente tableau.
El acto III se abre también con una entrada: la de Macías que forcejea con
Beatriz, quien pretende salirle al paso. Se complica con la entrada violenta de
Fernán y se concluye con otra puerta que se cierra detrás de Elvira, la cual aca-
ba de pronunciar palabras decisivas:

o le salvaremos
o moriremos con él (III, vv. 575-576).

Finalmente, en el acto IV, las puertas juegan un papel importante y de mu-


cho efecto. Por una puerta secreta penetra Elvira, «cubierta con un traje negro, y
debajo de blanco, sencillamente; de una cinta negra trae colgada una cruz de oro al cue-
llo». Los dos amantes cierran luego apresuradamente las puertas para impedir
la entrada de sus enemigos, pero Macías se precipita animosamente al encuen-
tro de ellos y vuelve a entrar, herido de muerte. Los sicarios corren a abrir otra
puerta para dar entrada a los demás.
Todo tiende a producir expectación y dinamismo. La escena raramente cono-
ce momentos de calma, ya que también los coloquios son tempestuosos; a menu-
do los personajes luchan entre sí. El final es animadísimo: corre además mucha
sangre, según el gusto de la época al cual Martínez de la Rosa no había querido
pagar su tributo, que empero será una constante de los dramas más inmediatos.
Al lado de los movimientos de los personajes, Larra cuida también sus ges-
tos, particularmente los de la protagonista, que lleva naturalmente el papel
más conmovedor, como ya la Laura de Martínez de la Rosa. En el acto I Elvira
III. EL DRAMA ROMÁNTICO 77

se arroja dos veces en u n sillón, coge la mano de su padre, se enjuga los ojos,
corre a la puerta. En los actos siguientes sigue con gestos significativos como el
de tomar la daga de Macías, una primera vez para impedirle el combate, una
segunda para herirse ella misma.
En cuanto a la escenografía, el autor describe con atentos pormenores los
cuatro ambientes en que se desarrolla la trama. Se detiene con interés sobre la
decoración de la cámara de Villena, sobre todo de la parte que debe sugerir la
presencia de u n hombre culto: «Mesa, escribanía, libros, papeles, reloj de arena
(¡por supuesto!), instrumentos de matemáticas, química, etc.»

6. LOS DRAMAS DEL DESTINO: DON ALVARO Y ALFREDO

La temporada 1834-1835 se cerró con las reposiciones de Don Alvaro o La


fuerza del sino (estrenado en el Príncipe el 22 de marzo de 1835), que en el pro-
pio título remitía a las «tragedias del destino»; la siguiente, a distancia de u n
mes desde sus comienzos (y de dos después del estreno del Don Alvaro) lleva-
ba a la escena otra pieza, el Alfredo, que, a pesar de la ausencia de referencias
explícitas, desarrollaba con insistencia todavía mayor los temas propios de ese
género. Así que, por lo que atañe a la producción romántica, el año 1835 puede
considerarse bajo el signo de la dramaturgia del destino. Ya no se trataba, co-
mo en el año anterior, de convertir en románticos unos géneros tradicionales
sino de aportar a la escena española u n género nuevo, muy conocido en el res-
to de Europa: el romanticismo español ya tiene un respiro europeo.
La Schicksalstragódie, o tragedia del destino, había empezado su existencia
con el estreno en 1810, en Alemania, de El 24 de febrero de Zacharias Werner,
que muy pronto Mme. de Staél, habitual intermediaria entre la cultura alema-
na y la europea, dio a conocer a través de algunas páginas de su célebre ensayo
De l'Allemagne.
Sobre u n fondo que podía remitir a los más truculentos dramones senti-
mentales, Werner narraba una historia de «fatales» coincidencias.

En un lejano 24 de febrero Kuntz había provocado la muerte de su padre lanzándo-


le un cuchillo que no le había herido pero que le había asustado mortalmente. Un 24 de
febrero de algunos años después, su hijo Kurt había matado con un cuchillo a su her-
manita, por lo cual Kuntz le había maldecido. Ahora Kuntz posee una fonda donde tra-
baja con su mujer Trude. Su situación económica es desesperada; para salvarse de la
quiebra total los dos matan, con el fin de robarle, a un huésped recién llegado, que des-
cubren ser su hijo Kurt. Es nuevamente el 24 de febrero.

«Ces situations son terribles», comentaba Mme. de Staél, que les reprocha-
ba estar demasiado cerca de la verdad, «et d'une vérité atroce». 37 A pesar de
37
De l'Allemagne par la Baronne de Staéí-Holstein, Paris-Genéve, Paschoud, 18143, II, cap. XXIV,
pp. 226-229.
78 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

estos aspectos negativos, o quizás también gracias a ellos, la obra tuvo mucho
éxito y abrió el camino a infinidad de imitadores.
Seguramente contribuyó a su fortuna la propensión de los románticos a la
idea de la fatalidad, que había encontrado sus mantenedores entre figuras im-
portantes como Guillermo Schlegel y Giuseppe Mazzini. Este último, en 1836,
presentando la traducción italiana de El 24 de febrero en un ensayo cabalmente
titulado De la fatalidad considerada como elemento dramático, no sólo ensalzaba la
obra de Werner y de sus seguidores, sino que afirmaba rotundamente:

El Destino se ha consagrado otra vez rey de las escenas.38

Afirmación que podía ser sostenida por la presencia de la idea del destino
en muchas obras contemporáneas, ya que, además de las Schicksalstragódien de
Werner, Müllner, Houwald, Grillparzer, afrontaban de alguna manera el tema
también La novia de Messina de Schiller, el Hernani de Hugo, el Antony de Du-
mas y otras varias obras de menor importancia.
La dramaturgia romántica aparecía, pues, saturada por la idea del destino
que persigue al hombre cuando Ángel Saavedra, todavía exiliado en Tours, se
aprestaba a componer su primera pieza romántica. No es, pues, de extrañar
que se preocupase por explotar un tema tan corriente, que sin embargo quiso
hispanizar insertándolo en el tronco de la tradición nacional recuperada a tra-
vés de una ambientación inconfundiblemente española y de la reelaboración
de algunas leyendas populares. 39 Y para que constase su adhesión al género
teatral estrenado por Werner, escribió ese subtítulo de La fuerza del sino que
tanto impresionó a público y crítica y que se convirtió en el título único del li-
breto que Piave escribió para la música de Verdi.
No sabemos si, y cuánto, Rivas conoció las tragedias del destino, pero se-
guramente tenía noticias de ellas, sobre todo de la obra de Werner, 40 de la cual
repite algunos detalles esenciales, como la muerte accidental de un anciano,
que influye hondamente en el desarrollo de la trama, y la secuencia de las
muertes violentas vinculadas entre sí. Faltan en cambio, en el Don Alvaro o la
fuerza del sino, las coincidencias temporales, pero están sustituidas por

38
«Della fatalitá considerata com'elemento drammatico», en Scritti letterari[...¡di G. Mazzini,
Imola, Galeati, 1910, II, p. 173. La traducción es mía.
39
Se ha podido averiguar la existencia de al menos dos leyendas populares que Rivas pudo
conocer y que se consideran entre las fuentes del drama: la de la «mujer penitente» y la del «salto
del fraile», sobre las cuales véase A. GUICHOT Y SIERRA, La Montaña de los Ángeles, Sevilla, La Región,
1896. Muy dudosa es en cambio la leyenda del «Indiano», que aparece en una anécdota narrada en
el Diario de Cádiz del 9 de febrero de 1898, citada por E. FUNES (Don Alvaro o La fuerza del sino, Ma-
drid, Suárez-Cádiz, Álvarez, 1899, pp. 63-64), y recientemente descubierta por M. CANTOS CASE-
NAVE, «La polémica sobre la influencia de Mérimée, en el Duque de Rivas: una pequeña aporta-
ción», Draco, 2 (1990), pp. 185-192.
40
La obra citada de Werner, junto con otro drama suyo titulado Luther y con La expiation (Die
Schuld) de Müllner, había sido traducida al francés y publicada en 1823 en París por el editor Lad-
vocat.
III. EL DRAMA ROMÁNTICO 79

coincidencias de otra clase y por un sentido obsesivo del tiempo que coloca la
obra en la línea dramatúrgica estrenada por Larra.

I. En un aguaducho cerca del Guadalquivir varios ciudadanos de Sevilla conversan


acerca de un cierto misterioso y apuesto don Alvaro (corno se verá luego, un mestizo hijo
de un gobernador español y de una princesa inca, venido a España para rescatar a sus
padres de la cárcel a la cual han sido condenados por participar en una conjuración) y
de sus amores con doña Leonor, hija del marqués de Calatrava, que se opone a sus rela-
ciones con un «advenedizo». Es una tarde muy calurosa. Por la noche, don Alvaro lle-
ga al palacio de los Calatrava, con el intento de huir con su amada. Es sorprendido por
el marqués y sus criados: intenta defenderse, pero se arrodilla delante del marqués y,
para demostrar sus buenas intenciones, aleja de sí la pistola que, al caer, se dispara so-
la y hiere mortalmente al marqués, que muere maldiciendo a su hija. Estamos alrededor
del 20 de julio de 1743.
II. En la cocina de un mesón de Hornachuelos un estudiante cuenta la fuga de los
dos amantes y habla del deseo de venganza que empuja a los dos hijos del marqués a
buscar a don Alvaro, en tanto que despierta su curiosidad cierto huésped que está ence-
rrado en su habitación y que, como pronto sabremos, no es otro que Leonor disfrazada
de hombre. La joven se aleja secretamente del mesón y llama a la puerta del convento
franciscano de Hornachuelos. Pide al padre Guardián que se la acepte en la ermita don-
de vivió anteriormente una mujer penitente y donde ella se compromete a pasar el res-
to de su existencia. Es el 1 de agosto de 1744.
III. En un alojamiento de oficiales abandonados, cerca de Velletri, en Italia, don
Carlos, el mayorazgo de los Calatrava, ayudante en el ejército español, es atacado a cu-
chilladas por unos tahúres. En una selva cercana sale don Alvaro, que milita en el
mismo ejército como capitán de granaderos, con el nombre de don Fadrique; al oír el
ruido de las espadas, corre en ayuda de don Carlos. Es la noche del 9 de agosto de 1744.
La mañana siguiente, en un risueño campo de Italia, algunos oficiales asisten, desde
lejos, a una batalla en la cual cae herido don Alvaro, que es salvado por el ayudante
amigo suyo. Es hospedado y curado en el alojamiento de don Carlos, que descubre la
verdadera identidad de su compañero, a quien se compromete a matar en cuanto recu-
pere su salud.
IV. En una sala de un alojamiento militar don Carlos reta a don Alvaro. En la pla-
za principal de Velletri varios ciudadanos comentan el desafío en el que ha muerto el
ayudante y la pena capital a que se ha condenado a su rival. Don Alvaro está preso en
el cuarto de un oficial de guardia a la espera de ser ajusticiado, pero un improviso ata-
que de los austríacos lo libera. Es alrededor del 20 de septiembre de 1744.
V. En el interior del convento de Hornachuelos, en tanto que se distribuye la sopa a
los pobres, el padre Guardián y el hermano Melitón hablan del santo padre Rafael, que
no es otro que don Alvaro, que ha tomado el hábito franciscano. A turbar el recogi-
miento de su celda llega don Alfonso, el menor de los Calatrava, que le reta. Los dos sa-
len a un valle rodeado de riscos inaccesibles, entre truenos y relámpagos, en un turbio
anochecer y se baten. Don Alfonso es herido de muerte: don Alvaro llama a la ermita,
de donde sale Leonor. Imaginando una intriga amorosa entre los dos, don Alfonso, con
80 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

sus últimas fuerzas, apuñala a su hermana. Don Alvaro, enajenado, se tira desde lo al-
to de un risco lanzando anatemas, mientras losfrailesse acercan asustados a la escena.
Estamos en septiembre u octubre de 174:8.A1

Como se puede desprender de este resumen, las huellas del destino son vi-
sibles a lo largo de toda la pieza. Se trata de una predestinación a la desgracia
que además se anuncia desde el principio en las palabras de la gitana Preciosi-
11a, que ha leído en la mano de don Alvaro un porvenir infeliz; es la desaven-
tura que el propio protagonista atribuye a haber nacido «en signo terrible» y
que le persigue y le burla con atroz ironía (romántica, por supuesto), desde el
momento inicial en que el gesto humilde de arrojar el arma le convierte en ase-
sino hasta el final, en que entrevé a su amada un instante antes de que el puñal
de Alfonso se la arranque para siempre. Entre un momento y otro, toda la his-
toria es punteada por coincidencias fortuitas y desgraciadas, entre las cuales
sobresale el encuentro amistoso con don Carlos, que se transforma en una nue-
va ocasión de muerte. Con estos ingredientes, Rivas lograba convertir un tema
literario a la moda en un recurso dramático de gran efecto, ya que la presencia
oculta pero constante del destino (un destino que con su agresividad parece
adquirir los rasgos de lo que Cardwell llama «la injusticia cósmica»)42 en la es-
cena acaba por atribuirle la consistencia de un actante. Es en efecto el verdade-
ro rival de don Alvaro, en tanto que los Calatrava o los austríacos no son nada
más que sus emisarios. El protagonista traba con él una lucha titánica, duran-
te la cual a cada derrota sigue una recuperación, hasta que, al darse cuenta de
la derrota definitiva, en esa noche borrascosa en que el destino parece mate-
rializarse en la furia de los elementos, don Alvaro recurre al suicidio como a la
sola arma que le queda para sustraerse a esa fuerza superior y reivindicar por
última vez su dignidad de hombre. 43
Pero si el destino constituye el núcleo dramático de la obra, el amor es el te-
ma dominante y la pieza contiene esencialmente una romántica historia de
amor y muerte. Don Alvaro es, sí, un luchador titánico, pero es sobre todo, co-
mo su antecesor Macías, «un hombre que ama»: las batallas que él lleva a cabo
contra el destino las afronta en defensa de su amor o a consecuencia de él.
El sentimiento que le une a Leonor es impetuoso en la primera jornada,
nostálgico, pero igualmente intenso, en las demás (no le paran tampoco las pa-
redes de una celda conventual: «decidme que me ama y matadme», exclama el
piadoso padre Rafael) y desesperado y delirante al final. Es la única luz que
pudo aclarar por un instante la existencia atormentada de don Alvaro:

41
Las fechas que se indican no aparecen en el drama. Se trata de una atenta reconstrucción
llevada a cabo por J. DOWLING, «Time in Don Alvaro», Romance Notes, XVIII (1978-79), pp. 355-
361.
42
R. CARDWELL, «Don Alvaro or the forcé of cosmic injustice», Studies in Romanticism, XII
(1973), pp. 559-579.
43
El suicidio de Don Alvaro, afirma NAVAS RUIZ, «supone la afirmación de la libertad indivi-
dual», op. cit., p. 184.
III. EL DRAMA ROMÁNTICO 81

risueño un día,
uno solo, nada más,
me dio el destino, quizás
con intención más impía;
así en la cárcel sombría
mete una luz el sayón
con la tirana intención
de que un punto el preso vea
el horror que le rodea
en su espantosa mansión (III, 3).

Es un sentimiento que, por otro lado, tiende a trascender la contingencia y


convertirse en una suerte de amor universal que él ofrece a los dos hermanos
Calatrava, naturalmente con éxito negativo. Es el sentimiento de un hombre
nuevo, un mestizo profundamente liberal, que opone una visión existencial
fundada sobre el amor a otra fundada sobre el odio —del cual el pundonor no
es más que una extensión metonímica— y defendida por unos aristócratas de-
cadentes, perfectos intérpretes de ese antiguo régimen que el propio autor ha-
bía contribuido a derrocar.
Profundamente matizado, el drama es la expresión romántica de ese apego
a la connotación que ya hemos relevado en el Marías y que se manifiesta tam-
bién en la polimetría, en la alternancia de prosa y verso (la prosa esencialmente
en los episodios costumbristas), en la complejidad de los personajes y en el con-
siguiente perspectivismo, que es quizás uno de los mayores atractivos.
Junto con el amor y el destino, recorre toda la obra un sentido agobiante del
tiempo y el espacio. En cada jornada, después de las pausas representadas por
los cuadritos costumbristas (el aguaducho, el mesón, el alojamiento de los ofi-
ciales estafadores, la plaza de Velletri, el convento durante la distribución de la
sopa), todo adquiere un dinamismo excepcional: la escena se desplaza conti-
nuamente y los personajes, sobre todo el protagonista, aparecen como corriendo
hacia una meta que no alcanzarán jamás. El tiempo urge en la primera jornada
cuando don Alvaro insta a Leonor para que se apreste a huir con él («El tiem-
po no perdamos»); urge en la segunda, cuando Leonor llama al convento tan
a deshora («¡Qué caridad a estas horas!», refunfuña el hermano Melitón) y
también en la tercera y en la cuarta, en las que los sucesos se encadenan verti-
ginosamente. En la última, cuando don Alvaro parece haber derrotado al
tiempo y al espacio exterior, encerrándose en esa celda donde parecen borrar-
se el uno y el otro, irrumpe el pasado primero en la memoria («¡Santo Dios!
¡Qué he recordado!») y luego con la entrada tumultuosa del joven don Alfon-
so, que reproduce en sus facciones «la viva imagen» del difunto marqués.
Al mismo tiempo, la mente del protagonista se dirige de vez en cuando ha-
cia un porvenir, soñado e inalcanzable, de una felicidad que los astros le han
negado.
Claro está que, con tanta mezcla de elementos heterogéneos, el drama se
desarrolla en u n continuo desplazamiento de perspectivas que p u d o ser la
82 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

causa principal de la desorientación que afectó a los espectadores en las pri-


meras representaciones: «estaban llenos de extrañeza durante la representa-
ción del drama», afirmaba Alcalá Galiano.
Es que por fin Rivas había roto los últimos diques impuestos por la larga
tradición clasicista y había ido mucho más allá de los autores que le habían
precedido. Con sus escenas costumbristas, que eran una innovación absolu-
ta y sustituían ventajosamente las exposiciones de los sucesos que pertene-
cen a la «historia» y no se manifiestan en la escena, con sus 56 personajes
que abarcan a toda la sociedad española de entonces, con sus 14 mutaciones
(que de propósito se han subrayado en el resumen), el Don Alvaro se presen-
taba realmente como la obra de ruptura, revolucionaria: «Quien niegue o
dude que estamos en revolución —comentaba Alcalá Galiano en una céle-
bre reseña que publicó en la Revista Española a raíz del estreno—, que vaya al
teatro del Príncipe y vea representar el drama de que ahora me toca dar
cuenta a mis lectores.»
Lo novedoso de esta obra no era por otro lado gratuito sino que se reflejaba
ventajosamente en la eficacia espectacular. Podemos imaginar la sorpresa de
los espectadores al ver levantarse el telón sobre u n escenario tan minuciosa-
mente cuidado conforme a las indicaciones muy pormenorizadas que el autor
había confiado a la acotación inicial:

El teatro representa la entrada del puente de Triana, que estará practicable a la derecha y
en primer término: al mismo lado un aguaducho o barraca de tablas y lonas; en ella un mos-
trador rústico con cuatro grandes cántaros, macetas de flores [...] Al fondo se descubre de le-
jos parte del arrabal de Triana, la huerta de los Remedios, con sus altos apreses, elrío,varios
barcos en él con flámulas y gallardetes [...] Varios habitantes de Sevilla cruzarán en todas di-
recciones [...I

De sorpresa en sorpresa irían cuando, después de una admirada presenta-


ción a través de las palabras de algunos parroquianos, comparece el protago-
nista:

Empieza a anochecer y se va oscureciendo el teatro. DON ALVARO sale embozado en una


capa de seda, con un gran sombrero blanco, botines y espuelas. Cruza lentamente la escena
mirando con dignidad y melancolía a todos lados y se va por el puente. Todos le observan en
silencio.

No se puede negar que lo que sugiere la didascalia sea una pequeña obra
maestra de montaje escénico dirigido a ensalzar la figura del protagonista,
que domina la escena en el silencio general de los asistentes, mientras que el
cielo le proporciona un trasfondo adecuado. El dramaturgo ha conseguido de
esta forma también crear una fuerte dosis de expectación.
Se trata de recursos que reaparecen continuamente, en algún caso de ma-
nera más sobresaliente como en la tercera salida de don Alvaro:
III. EL DRAMA ROMÁNTICO 83

El teatro representa una selva en noche muy oscura. Aparece en el fondo don Alvaro,
vestido de capitán de granaderos; se acerca lentamente y dice con gran agitación.

Es el momento central del drama (lo es también desde el punto de vista es-
tructural: la centralidad ideológica es subrayada por la centralidad material),
en el que, en esas décimas que pretenden rivalizar con las célebres del monó-
logo del calderoniano Segismundo, don Alvaro expone su concepción de la
existencia y al mismo tiempo da constancia de la fuerza hostil del sino que le
persigue:

¡Qué carga tan insufrible


es el ambiente vital
para el mezquino mortal
que nace en signo terrible!

Parece, sí, que a medida


que es más dura y más amarga,
más extiende, más alarga
el destino nuestra vida.

Después de sus primeras apariciones al oscurecer, y de la siguiente en una


noche muy oscura, la última salida de don Alvaro se produce en una noche bo-
rrascosa, donde, entre relámpagos y truenos, termina campeando solitario con
su protesta prometeica y blasfema:

Infierno, abre tu boca y trágame; esparce por el mundo tus horrores; húndase el
cielo; perezca la raza humana... Exterminio, destrucción, exterminio.

Y con ese amor al contraste, tan propio del romanticismo y tan eficaz en
la escena, Rivas añade una sola réplica, que opone a las blasfemias del soli-
tario protagonista —aislándolo, para ensalzarle mejor— la plegaria de la co-
munidad:

TODOS. ¡Misericordia, Señor, misericordia!

De contrastes, por otro lado, está cargado el Don Alvaro. Contraste entre la
relativa estaticidad de las escenas costumbristas y el dinamismo de los episo-
dios siguientes, como ya se ha puesto de relieve. Contraste entre la impetuo-
sidad extrovertida del protagonista y la tímida reconcentración de Leonor;
entre la luminosa, juvenil personalidad del mestizo y la escuálida figura de
«vejete roñoso» del marqués; entre el ánimo atormentado de Leonor y la paz
solemne del patio, donde, debajo de «una gran cruz de piedra tosca y corroí-
da por el tiempo», confía sus penas al padre Guardián; entre el «risueño cam-
po de Italia al amanecer» y la batalla que se combate en los alrededores, y así
sucesivamente.
84 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

N o r e n u n c i a e n fin n u e s t r o a u t o r a los eficaces recursos, y a e x p l o t a d o s e n


los d r a m a s anteriores, d e luces y sonidos: n o sólo t r u e n o s y r e l á m p a g o s , c o m o
h e m o s visto e n la ú l t i m a j o r n a d a , sino t a m b i é n «el r e s p l a n d o r d e h a c h o n e s d e
viento y galopar d e caballos» q u e a n u n c i a n la llegada i m p r o v i s a del m a r q u é s
e n la p r i m e r a jornada; la l u z q u e se filtra a través d e la claraboya d e la iglesia,
el canto coral d e los Maitines q u e sale i g u a l m e n t e d e la iglesia, el s o n i d o d e la
c a m p a n i l l a con q u e L e o n o r llama a la p u e r t a del c o n v e n t o , el r e s p l a n d o r i m -
proviso del farol q u e le d a e n el rostro, e n la s e g u n d a ; los tiroteos y el r u i d o d e
e s p a d a s e n el a m b i e n t e militar d e la tercera y la cuarta. En la j o r n a d a postrera,
con u n contraste m u y efectista, a los r u i d o s n a t u r a l e s se a g r e g a n r e p i q u e s d e
c a m p a n a s y cantos litúrgicos. En la escena final anota el autor:

Los truenos resuenan más fuerte que nunca; crecen los relámpagos, y se oye cantar a lo
lejos el Miserere a la comunidad que se acerca lentamente.

C o m o las j o r n a d a s anteriores (con exclusión d e la tercera), t a m b i é n la últi-


m a t e r m i n a con u n t o q u e d e religiosidad, q u e a ñ a d e otro m a t i z al s u g e r e n t e
p e r s p e c t i v i s m o q u e recorre el d r a m a .

No es cosa de poca monta su aparición en la escena con sus frailes y sus sol-
dados, con sus extravagancias y sus lugares comunes, con sus altos y sus bajos,
con sus burlas y sus veras [...] con sus resabios de española antigua y sus señales
de extranjería moderna. [...] lo cierto es que Don Alvaro es obra de especie muy
distinta de cuanto hemos visto de algún tiempo acá y estamos viendo en nuestro
teatro {Revista Española, 25-111-1835).

tal vez la fuerza de su sino dio ocasión a que generalmente disgustase a todo el mun-
do [...] todas las críticas vinieron a confesar que el autor había llevado hasta tal
punto, a tal grado de exageración la libertad romántica, que tocaba, mal dije, que
pasaba la raya de todo lo permitido y tolerado {Correo de las Damas, 7-IV-1835).

el estandarte, digámoslo así, de una escuela nueva, pero nacional. [...] su apari-
ción ha sido un acontecimiento literario de mucha magnitud, y [...] con sus gra-
ves defectos y sus muchísimas bellezas es quizá un presagio de que va a nacer
entre nosotros una poesía dramática nacional, o por mejor decir, a renacer con
las ventajas del siglo presente el teatro antiguo español {La Abeja, 10-IV-1835).

M á s a b i e r t a m e n t e ligada a los estereotipos d e la Schicksalstragódie^ resulta


el Alfredo d e J o a q u í n F r a n c i s c o P a c h e c o (5 actos e n p r o s a ) , e s t r e n a d o e n el
Príncipe el 23 d e m a y o d e 1835.

44
En efecto, la pieza reúne en sí los cinco elementos que, según O. GÓRNER {Vom Memorabile
zur Schicksalstragódie, Berlín, 1931, cit. por W. KAISER, Interpretación y análisis de la obra literaria, Ma-
drid, Gredos, 1961, p. 508), caracterizan el género, a saber: incesto, profecía de una desgracia, mal-
dición de una familia, asesinato de parientes, regreso.
III. EL DRAMA ROMÁNTICO 85

I. El presentimiento. En un castillo siciliano Alfredo ansia partir para Palestina en


busca de su padre Ricardo, que fue allá como cruzado y del cual no se tienen noticias.
Inútilmente interroga a un peregrino que canta sus alabanzas. Por fin llegan al castillo
la esposa de Ricardo, Berta, y su hermano jorge, que le anuncian su muerte.
II. Ea pasión. Alfredo se ha vuelto intratable: es atormentado por la pasión que sien-
te por Berta, a la cual al fin se declara. Mientras se están abrazando son sorprendidos
por Jorge: Alfredo le traspasa con su daga. Han pasado pocos días. Desde antes de la
puesta del sol a la salida de la luna.
III. El remordimiento. Berta oye voces que la acusan de incestuosa y fratricida, pe-
ro un griego amigo suyo la consuela refiriéndole que ha organizado la celebración re-
ligiosa de las bodas. Escandalizados, los más íntimos entre los vasallos abandonan el
castillo. Al acercarse los novios a la capilla, les detiene la sombra de Jorge. Algunos días
después.
IV. La confusión. A la casa rústica en que viven los tres vasallos que han abando-
nado a Alfredo llega Ricardo, que se les revela. A la misma casa llegan, durante una
partida de caza, Berta y Alfredo: el encuentro con Ricardo es angustioso para todos.
Han pasado varios días.
V. El crimen. El Griego sugiere a Alfredo la idea de matar a su padre. Berta pide
perdón a Ricardo, mientras que Alfredo se niega a humillarse delante de él. Por fin se
mata. Es una noche de tormenta.

Aparte la ambientación en la Edad Media (según los cálculos de Menarini


la acción se desarrolla entre 1191 y 1192)45, el Alfredo remite fácilmente, como se
aludía, a las tragedias del destino. Tal vez una investigación atenta pueda po-
ner de relieve una fuente directa, aunque ya se entrevea cierto posible influjo,
al menos en el argumento inicial, de La vuelta a casa (Die Heimkehr) de Chris-
toph Ernst von Houwald. De todas formas, prescindiendo de modelos más
inmediatos, lo que seguramente se nota es la presencia de rasgos muy propios
de ese teatro del destino que hacía dos meses ya se había presentado en las ta-
blas madrileñas.
En primer lugar, la insistencia sobre la fatalidad, a menudo sin que haya
motivos profundos para tantas referencias.

—El mismo hecho... el mismo principio en todas partes.... —reflexiona Alfredo


al sentirse presa de la pasión por Berta—. ¡La fatalidad!... ¿Será, por ventura, la fata-
lidad la única ley del mundo? ¿No seremos todos sino débiles instrumentos de su
poder; vanos juguetes de sus arcanos misteriosos? (II, 4).

Concepto que remata poco después:

¡La fatalidad, Rugero, la fatalidad!... ella domina el universo... ¡ella'sola! (ibidem).

45
P. MENARINI, «Un drama romántico alternativo: Alfredo de Joaquín Francisco Pacheco», Ac-
tas del I Coloquio de la SLES XIX, Barcelona, Publicacions Universitat, 1988, p. 173.
86 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

A la fatalidad Alfredo le atribuye el amor apasionado que les arrastra a él y


a Berta:

mi corazón ha incendiado el tuyo... ése es nuestro destino... la fatalidad de nuestra


estrella... (II, 6).

Toda la pieza prosigue con expresiones del mismo jaez:

¡Fatalidad de maldición! (III, 9).

¿Estará por ventura determinada nuestra suerte por un destino inexorable, im-
posible de doblegar...? (IV, 2).

La maldita estrella que me ha conducido por el mundo... (V, 1).

Pero también el presentimiento, que tanto espacio ocupa al principio y


que brinda el título al acto I, es un componente característico de las tragedias
del destino: 46 el presentimiento se esconde en las voces interiores que Alfredo
oye, en las fantasías que le acosan, hasta que, mezclándose con la idea dominan-
te de la fatalidad, se hace simbólicamente concreto en el canto de un trovador (cf.
1,2 y V, 7) —que, dicho sea de paso, pudo tener un modelo en el arquetipo de la
Schicksalstragodie, el célebre 24 defebrero de Werner— y en el espectáculo que des-
cribe Alfredo de una garza atraída por un cuervo (cf. II, 4).
Se trata de motivos que, por otro lado, ya pertenecen al romanticismo, co-
mo romántica es la pasión exorbitante y transgresiva («no es una pasión hu-
mana; es un amor frenético, infernal: es una llama irresistible: es u n ascua de
hierro candente, enterrada dentro del corazón» [II, 4]; «yo llevo el infierno
mismo, el infierno del amor, dentro de mis entrañas...» [II, 6]), que emparenta
el Alfredo con la Elena del año anterior. Como lo es el misterio que todo lo en-
vuelve, incluso a ciertos personajes, desde la enigmática Berta al insinuante
Griego.
Para darle más fuerza, Pacheco introdujo también el elemento sobrenatu-
ral, haciendo aparecer el espectro de Jorge; refiriendo, por boca de Roberto,
que en el castillo «hay fantasmas, ruido de cadenas, apariciones misteriosas»
(IV, 1); atribuyendo, en fin, al Griego rasgos diabólicos. Fue ésta quizás la par-
te que menos gustó al público y que una reseña del Eco del Comercio del 25 de
mayo criticó abiertamente. 47
En realidad, Pacheco había sido muy prudente haciendo suponer que la
aparición de Jorge fuera una simple visión de Alfredo y Berta, tal vez también

46
Es la Ahnung, sobre la cual véase G. GABETTI, II dramma di Zacharias Werner, Torino, Bocea,
1916, p. 316 y passim.
47
No se entendió el significado profundo de estos aspectos, afirma MENARINI (art. eit, p. 170),
que los justifica con una sugerente interpretación psicoanalítica, como proyecciones del yo de los
personajes: el Griego, por ejemplo, sería el doble del protagonista.
III. EL DRAMA ROMÁNTICO 87

del Griego («los demás —avisa la acotación— manifiestan no ver nada» [III, 7]);
atribuyendo a Roberto la responsabilidad de la noticia sobre los acontecimien-
tos misteriosos en el castillo, y limitándose a anotar que, al final, el Griego
«aparece de repente en el fondo: vese un momento sobre sus labios una sonrisa infer-
nal, y desaparece».
Podía ser el camino idóneo para la creación de una sugerente atmósfera in-
cierta entre real y trascendente —el camino en que se pondrá ventajosamente
Zorrilla— que sin embargo se malogró por no estar el público preparado to-
davía o tal vez por u n exceso interpretativo del director de escena, que, por
ejemplo, recargó los rasgos infernales del Griego haciéndole estremecer al oír
el nombre de Angela y hundirse por un escotillón, como nos refiere el Eco del
Comercio.
La obra posee una discreta teatralidad que se realiza ante todo con la apa-
rición repentina de ciertos personajes: Berta y Jorge al final del acto I; Jorge al
final del II, en el momento en que Alfredo y Berta se abrazan con «el mayor de-
lirio»; Alfredo, Berta, el Griego y unos criados, asomándose sobre una colina y
luego bajando en el acto IV. También de mucho efecto es la salida de Alfredo
en el acto II, escena 4.a, cuando, sumido en sus pensamientos, atraviesa callado
la escena y «se sienta al otro extremo», lo que recuerda la primera aparición de
don Alvaro.
Muy efectistas, quizás demasiado, son ciertos finales de acto: del II con el
asesinato de Jorge; del III con la aparición de la sombra del mismo; del IV con
el encuentro entre Ricardo y Berta, que también le cree una sombra; del V con
el suicidio de Alfredo.
La escenografía, al lado de ambientes muy de época, como el interior del
castillo, presenta, en el último acto, escenas «sublimes», con el volcán expul-
sando fuego que se divisa por una ventana, en tanto que truenos y relámpagos
acompañan el desarrollo final de la tragedia.
Ruidos contribuyen a crear un clima: cascos de caballos, cornetas de caza,
cantos.
A pesar de las críticas del Eco del Comercio, la obra no era despreciable, como
reconocieron otras reseñas; sin embargo, no tuvo más que dos reposiciones y
desapareció definitivamente de las carteleras. Atribuir el fracaso solamente a
la presencia de lo sobrenatural sería excesivo, ya que eso atañe a episodios
marginales; tal vez fueron culpables, como en Elena, las tintas recargadas y
cierto descuido en la motivación de las acciones y los gestos de los personajes:
desde luego, el asesinato de Jorge es injustificado, aunque (pero esto no podía
hacer mella en los espectadores) el homicidio casi fortuito fuese una de las ca-
racterísticas de la Schiksalstragódie. Quizás también haya escandalizado el tema
del incesto, que no reaparecerá en lo sucesivo, al menos a nivel consciente.
Sin embargo, el error capital de Pacheco no fue, como él mismo afirmó en el
intento de justificar el fracaso, haber escrito el drama en prosa, sino haber tras-
plantado la tragedia del destino sin el menor esfuerzo para «arreglarla a la es-
cena española» con una ambientación o con algunos detalles que la acercasen
88 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

más a la sensibilidad del público, como en cambio había hecho el Duque de Ri-
vas con su trasfondo andaluz y sus escenas costumbristas.

en una larguísima representación nos ha sucedido lo que dicen los románticos


puros que les acontece con las obras clásicas: fastidiarnos y poco menos que dor-
mirnos. [...] es una serie de diálogos lánguidos y monótonos, escenas insignifi-
cantes. [•••] Las inmoralidades y crímenes es lo único que el autor ha tomado de
la escuela romántica (Eco del Comercio, 25-V-1835).

Alfredo es el hombre de nuestro siglo: activo e indolente al mismo tiempo.


[...] el joven autor de Alfredo es digno de dos coronas; y si se atiende al entu-
siasmo con que todos aplaudieron el acto segundo, y sobre todo el quinto, al
religioso silencio inspirado por la admiración con que fueron escuchados los
otros, no cabe duda de que el público de Madrid aceptará esta sentencia (DO-
NOSO CORTÉS, La Abeja, 25-V-1835).

el señor Pacheco ha presentado en Alfredo los arrebatos de una verdadera pa-


sión [...] la voz lisonjera de la pasión criminal de Alfredo se presenta en escena,
personificada en un griego misterioso que es, sin duda, la concepción más atre-
vida del drama [...] y las escenas en que entra este personaje fantástico han sido
las que más han agradado (ESPRONCEDA, El Artista, I, pp. 263-264).

7. LA SÍNTESIS: EL TROVADOR

El Don Alvaro fue por un momento objeto preferente de las charlas de los
madrileños («por un momento —comentaba La Abeja del 10 de abril de
1835— ha hecho olvidar los intereses del día, y callar las cuestiones políti-
cas»), lo cual naturalmente contribuyó también a la difusión o, por decirlo
mejor, a la aclimatación de la dramaturgia romántica. Por otro lado, sabemos
que después de las perplejidades que produjo entre el público del estreno, la
obra de Rivas consiguió muy pronto una acogida favorable generalizada que
determinó ocho reposiciones seguidas con un total, pues, de nueve represen-
taciones («nueve, digan cuanto quieran los detractores del drama, nueve
muy concurridas todas, y acabadas», subrayaba Alcalá Galiano en la Revista
Española del 12 de abril de 1835); y si no hubo más fue simplemente porque
terminaba la temporada. El Don Alvaro había cumplido, pues, con su función
de hacer aceptar el nuevo evangelio teatral a amplios sectores del público
madrileño.
En consonancia con este afirmado clima cultural, las compañías se anima-
ron a llevar a las tablas las traducciones de dos dramas atrevidos de Víctor
Hugo (Lucrecia Borgia y Angelo), derribando finalmente todas las prevencio-
nes y los tabúes.
De manera que cuando, en el Teatro del Príncipe, el 1 de marzo de 1836
—al finalizar la temporada que en sus comienzos había visto representar el Al-
fredo— se estrenaba El trovador, el público de la capital de España ya estaba,
III. EL DRAMA ROMÁNTICO 89

en su mayoría, orientado favorablemente hacia el romanticismo. El drama,


que era una amalgama de los motivos más corrientes de la nueva escuela, lle-
gaba en el momento más idóneo para satisfacer un horizonte de expectación
muy bien definido y les ofrecía a los espectadores lo que ellos cabalmente de-
seaban. No hay, pues, que extrañarse de que obtuviera u n éxito asombroso y
de que el público pidiese a gran voz que el autor saliera a las tablas. 48
El trovador desarrollaba una historia de amor y muerte, como todos los
dramas que le habían precedido; tenía como protagonista a u n joven apuesto,
de origen desconocido (aunque se descubrirán sus nobles orígenes) y por tan-
to socialmente marginado, como en La conjuración de Venecia, Matías y Don
Alvaro; estaba ambientado en la Edad Media, como La conjuración, Matías y Al-
fredo, y en España, como Don Alvaro y Matías; llevaba los títulos de cada jorna-
da, como Matías y Alfredo; estaba escrito en prosa y verso, como Don Alvaro.
Trataba en fin u n argumento que se parecía mucho al de Matías,® hasta el pun-
to de que puede hablarse, seguramente, no de un plagio, pero sí de una autén-
tica refundición. 50

I. El duelo. En el palacio de la Aljafería en Zaragoza algunos criados recuerdan


la historia de una gitana que robó y quemó, cuando niño, al hermano del actual con-
de de Añal, o de Luna, don Ñuño, y comentan la rivalidad entre éste y un oscuro
trovador por aspirar los dos a la mano de Leonor de Sesé. Recuerdan también un en-
contronazo entre los dos, acaecido en la noche anterior, en el jardín del palacio, du-
rante el cual el trovador había desarmado al conde. En la cámara de Leonor, que se
opone con firmeza al deseo de su hermano de casarla con el conde, penetra secreta-
mente, por estar proscrito en cuanto partidario del conde de Urgel, pretendiente al
trono de Aragón, Manrique, el trovador, que, sorprendido por el conde, le desafía.
Es de día.
II. El convento. Con tal de no casarse con don Ñuño, Leonor, que desde hace un año
no tiene noticias de Manrique (se dice que ha muerto en un combate), decide profesar.
Algunos criados del conde quieren sacarla a la fuerza del convento en que ha pronun-
ciado los votos, pero se topan con Manrique y huyen despavoridos. Manrique se revela
a Leonor, que cae desmayada a sus pies. Es de mañana.

48
Esta llamada forma parte del anecdotario de El trovador, y se recuerda sobre todo porque se
trataba de u n hecho bastante raro. Quizás haya influido sobre la benevolencia del público el saber
que se trataba de u n joven pobre y desconocido que para ganarse el pan se había alistado en la mi-
licia, con cuyo uniforme se presentó, aunque con la chaqueta de Ventura de la Vega, que, siendo
un oficial, la tenía algo más elegante.
49
La tesis es defendida con mucho rigor por C. A. REGENSEURGER, Über den «Trovador» des Gar-
ría Gutiérrez, die Quelle von Verdi Opera «11 Trovatore», Berlín, Ebering, 1911. Que Larra no lo hubie-
se puesto de relieve, como anotan algunos para negar que García Gutiérrez se haya inspirado en
el Marías, indica sencillamente que se portó generosamente con el joven ingenio.
50
Cf. C. CECCHINI, «II manierismo romántico nel Trovador di García Gutiérrez», en Letterature 16
(1993), pp. 71-72. Sobre El trovador como punto de llegada de la evolución que caracteriza a los prime-
ros dramas románticos, véase P. MENARINI, «Hacia el Trovador», en Romanticismo 1 (1982), pp. 95-108.
90 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

III. La gitana. En una cabana, cerca de una hoguera, la gitana Azucena cuenta a su
hijo Manrique cómo el viejo conde de Artal condenó a su madre a morir en la hoguera
por bruja y cómo ella, para vengarse, robó y quemó al hermano de don Ñuño; pero se
confunde y deja intuir a los espectadores que en realidad ha matado a su propio hijo, de
manera que Manrique sería el primogénito de los condes de Artal. Manrique penetra
en el convento y convence a Leonor de que huya con él. Es la tarde o la noche.
IV. La revelación. En el campo de las tropas leales al rey de Aragón, donde militan
don Ñuño y el hermano de Leonor, don Guillen, es apresada Azucena, en la que un an-
tiguo servidor del conde reconoce a la gitana que robó al hermano de éste. En la torre de
Castellar, donde se han refugiado los rebeldes al servicio del conde de Urgel, Manrique
revela a Leonor que es hijo de una gitana, pero la joven le confirma a pesar de ello su
amor; informado de la captura de la que cree su madre, se despide apresuradamente pa-
ra acudir en su ayuda. Es de mañana.
V. El suplicio. Después de apurar un pomo de veneno, Leonor se presenta a don
Ñuño, prometiéndole su amor a cambio de la liberación de Manrique. Con el permiso
del conde, entra en la cárcel donde Manrique está consolando a Azucena, encerrada
con él y despavorida: le insta para que se marche y muere dándole la mano. Al encon-
trar su cadáver, don Ñuño ordena que se ajusticie a Manrique y obliga a Azucena a
asistir al suplicio. Cuando se oye el ruido de la cuchilla que decapita al trovador, Azu-
cena revela al conde que la víctima era su hermano. Expira luego pero antes se dirige a
su madre anunciándole: «Ya estás vengada.» Es de noche.

Creo que no es difícil encontrar en esta trama las líneas esenciales de la del
Macías, pero elaboradas y, conforme al criterio que desde el Siglo de Oro infor-
maba las refundiciones, puestas al día: lo que en la época significaba caracteri-
zadas más abiertamente en sentido romántico.
García Gutiérrez consiguió tal caracterización en primer lugar a nivel es-
tructural, a través de abiertas violaciones de las unidades, que en cambio, co-
mo hemos visto, Larra había respetado escrupulosamente.
Un año media entre la primera y la segunda jornada, y las demás están
separadas por intervalos de algunos días; pero la historia se dilata notablemen-
te a través de los recuerdos que, como veremos, son una constante de la pieza.
Doce son las mutaciones, una de las cuales está repetida: sala en el palacio de
la Aljafería, cámara de Leonor (I); cámara de don Ñuño, locutorio de un conven-
to (II); cabana, celda de un convento, calle (III); campamento, habitación en una
torre (IV); exterior del palacio de la Aljafería, cámara de don Ñuño, calabozo (V).
En segundo lugar también la consiguió añadiendo, entre las dramatis perso-
nae, la acertadísima figura de la gitana y caracterizando con más precisión la
del trovador.
En Azucena García Gutiérrez crea un personaje complejo, de claro abolengo
romántico en su amor ilimitado hacia la libertad («yo no ambiciono alcázares
dorados; tengo bastante con mi libertad y con las montañas donde vivieron
siempre nuestros padres» (III, 1) es su ideal existencial; «correremos por la
montaña, y tú cantarás» (V, 6) es su aspiración suprema poco antes de morir),
III. EL DRAMA ROMÁNTICO 91

en su obsesivo recuerdo del fuego de la hoguera en que murió su madre y en


su gesto salvaje y primitivo de venganza. Pero con ese gusto por los matices
que ya se había notado en los personajes del Don Alvaro, el autor le atribuye
también un sentimiento maternal, en realidad primitivo y egoísta, que la em-
puja a aceptar como suyo al hijo de su enemigo y a buscar en él cariño y pro-
tección. Es u n amor que choca, involuntaria e inconscientemente, con el de
Leonor, al punto que Manrique siempre tiene que despedirse de la una para ir
en busca de la otra, hasta que al final comparte la muerte con las dos.
En Leonor, García Gutiérrez da otro paso más hacia la sensibilidad románti-
ca que todavía faltaba en la Elvira de Larra y que encontrará su máximo desa-
rrollo en la zorrillesca doña Inés. Verdadera heroína romántica en su dedicación
total y transgresiva al amor, Leonor se apropia el lenguaje y los sentimientos de
rebeldía que habían caracterizado a los protagonistas masculinos del Don Alvaro
y del Matías. Por el amor que la liga a Manrique y que la empuja a elegir la muer-
te como prueba de amor («la muerte / a tu lado ha de encontrarme» [IV, 8, vv.
316-317]), ella no duda en caer en el sacrilegio y hasta retar a Dios,51 gritándole
que su poder no es bastante para separar de ella la imagen de su amado y pro-
clamar en fin una blasfema religión del amor:

Tus brazos son mi altar (III, 5, v. 155).

Combatido entre esos dos amores, Manrique parece por eso mismo una fi-
gura más rica de connotaciones, pero es también más atractivo por ser un tro-
vador más legítimo que Macías, ya que se porta realmente como tal, tocando
su laúd en los momentos esenciales de la trama, al punto que ese sonido se
identifica con él, preanuncia su llegada o anuncia su presencia («Era tu voz, tu
laúd» [I, 4, v. 135], le dice Leonor evocando el episodio de la noche anterior);
con el canto acompañado por el laúd invoca desde la cárcel la presencia de
Leonor, y con el laúd canta en la cárcel las endechas por la muerte de su ama-
da. Es también un guerrero, eso sí, y por supuesto un guerrero románticamen-
te rebelde, pero el recuerdo que tiende a dejar en el espectador es más bien el
de un cantor enamorado y melancólico.
Ese aspecto «musical» de la figura del protagonista, además de influir so-
bre las futuras elaboraciones de Verdi-Cammarano, debió de contribuir tam-
bién al éxito del drama en una época en que la ópera italiana se había hecho
tan popular y el público se pasmaba al oír las notas de Rossini o Donizettí. Y
hay que agregar que muchas de las réplicas que figuran en el drama no desfi-
gurarían en cualquier ópera:

Vengo, señor, de Vizcaya;


que la luz primera vi
51
Acertadamente afirma Javier Herrero que se crea una verdadera rivalidad, ya no política,
sino teológica, entre el hombre y Dios (cit. por D. L. SHAW, en V. GARCÍA DE LA CONCHA, Historia de
la literatura española, cit., p. 339).
92 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

en sus áridas montañas.


Por largo tiempo he vivido
en sus crestas elevadas (IV, 3, vv. 80-84).

Manrique, espera... Partió


sin escucharme... ¡Inhumano!
¿Por qué con delirio insano
mi corazón lo adoró? (IV, 9, vv. 324-327).

Claro está que los ejemplos podrían multiplicarse, pero baste la muestra
para constatar cómo todo esto le confiere al drama ese toque de lirismo que,
como justamente se ha notado, junto con «la habilidad con que se articula la
trama», «compensa descuidos y defectos».52 Un lirismo, por otro lado, que no
nace solamente del lenguaje sino que brota a menudo de la peculiar actitud de
muchos personajes, los protagonistas sobre todo, de vivir su experiencia exis-
tencial encerrados en el mundo evanescente de los recuerdos.
La relación amorosa entre Manrique y Leonor, eje principal de la trama, se
entreteje casi totalmente de recuerdos; en otros términos, vive casi exclusiva-
mente en el pasado, con la lógica consecuencia de que los dos personajes apa-
recen constantemente sumidos en la evocación más que proyectados hacia la
acción. Ya el primer encuentro entre los dos se resuelve en el recuerdo de la no-
che anterior, cuando Leonor oyó «cantar una trova» y

me pareció verte allí


con melancólica frente,
suspirando tristemente,
tal vez, Manrique, por mí (1,4, vv. 147-150).

En la jornada siguiente la sierva Jimena alude a su amor nuevamente como


a un recuerdo: «recuerdo funesto» (II, 6, v. 116).
En la tercera el recuerdo le sugiere a Leonor amargas meditaciones sobre el
tema del Ubisunt?:

Tiempos en que amor solía


colmar piadoso mi afán,
¿qué os hicisteis? (III, 4, vv. 37-39).

Poco después, el coloquio de amor entre ella y Manrique consiste esencial-


mente en la evocación, de parte de él, de una lejana «noche plácida y tranqui-
la» en que se declararon el mutuo sentimiento; en respuesta, Leonor no le dice
«te amo», sino, significativamente, «te adoro aún», agregando: «aquí en mi pe-
cho / [...] eternos viven / tus recuerdos de amor».

52
Cf. la introducción de L. F. DÍAZ LARIOS a A. GARCÍA GUTIÉRREZ, El Trovador, Simón Bocanegra,
Barcelona, Planeta, 1989, p. XXIII.
III. EL DRAMA ROMÁNTICO 93

En la jornada siguiente Manrique le cuenta un sueño que, entre otras cosas,


contiene la evocación de una escena de amor claramente asimilable a un re-
cuerdo:

Sentado allí en su orilla, y a tu lado,


pulsaba yo el laúd, y en dulce trova
tu belleza y tu amor tierno cantaba (IV, 6, vv. 189-191).

La última declaración amorosa de Leonor, moribunda, también se articula


hacia el pasado:

¿No sabes que te quería


con todo mi corazón? (V, 7, vv. 374-375).

Igualmente sumida en el pasado está Azucena: un pasado, en su caso, do-


lorosamente trágico, del cual asoma obsesivamente el recuerdo del fuego en
que murió su madre y del fuego en que ella quemó a su hijo. «¿No podéis olvi-
dar todo esto?», le pregunta Manrique en una de las escenas postreras (V, 6).
Sin embargo, a pesar de vivir los personajes principales encerrados en sus
recuerdos, lo cual le resta parcialmente dinamismo a la acción, la obra no se es-
tanca nunca; antes bien, el joven dramaturgo da la impresión de tener u n feliz
instinto teatral que le sugiere escenas llenas de interés y de eficacísimos golpes
de teatro.
Desde el principio se aprecia la habilísima conducta escénica del protago-
nista, que en su primera salida aparece «rebozado», despertando, naturalmente,
expectación y curiosidad. El rebozo es una variante del disfraz o de la máscara
que tanto éxito lograban en las piezas cómicas contemporáneas, pero se carga
también de valores emblemáticos, ya que es una clara alusión a su situación de
proscrito. Igualmente alusivo, esta vez al valor que le caracteriza, es el gesto
siguiente de descubrirse a don Ñuño, preguntándole arrogantemente:

¿Me conocéis?,

donde la consonancia entre verbal y paraverbal es perfecta.


El mismo juego escénico se repite en la jornada segunda (escena 7.a) cuan-
do, después de u n momento de suspensión en que «queda la escena sola» (si-
tuación inacostumbrada la cual rompía con una tradición que exigía una es-
cena constantemente poblada) entra Manrique «con el rostro cubierto con la
celada». Poco después, mientras la procesión de las monjas hace su ingreso en
la escena con una solemnidad que es subrayada por el acompañamiento de
cantos litúrgicos, nuevamente Manrique se descubre, levantando la visera y
provocando una zozobra que eficazmente contrasta con la calma anterior:
Leonor «cae desmayada a sus pies», Jimena grita «¡Qué veo!» y los criados del
conde huyen asustados.
94 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

Un recurso parecido es adoptado por Leonor, que, en la jornada quinta (es-


cena 5.a), entra también embozada en la cámara de don Ñuño y se le descubre
de repente, preguntándole también:

¿Me conocéis?

La espectacularidad se consigue, entre otras cosas, «sobre la sucesión de


diversos escenarios, el último de los cuales consiste en la prisión [...], muestra
fiel de color local y también tributo a un tópico sobre los lugares siniestros espa-
ñoles»,53 que entraban, pues, en el horizonte de expectación del público.
Un papel de peculiar importancia lo juegan en este drama, más que en los
anteriores, luces y sonidos, que a menudo coinciden logrando un sentido agre-
sivo. Al final de la tercera jornada Leonor y Manrique huyen acompañados
por u n «ruido lejano de armas» y por campanas que tocan a rebato, en tanto que
un «resplandor», unas «luces que se divisan a lo lejos» amenazan la llegada de
los enemigos, que en efecto llegan («soldados con luces») y los atacan.
Con intensidad todavía mayor, el final del drama se juega primero entre el
«lúgubre gemido» de Leonor moribunda y el «funesto resplandor» de las teas
que llevan los verdugos; luego, con efecto verdaderamente «sublime», entre el
golpe de la cuchilla y las luces que don Ñuño pide para atormentar a Azucena
(«Alumbrad a la víctima, alumbradla») y que se convierten en causa de dolor
para él:

Sí, sí... luces... él es... ¡tu hermano, imbécil!

Luces y sonidos, todavía juntos y agresivos, pueden también asombrar al


espectador por medio de las palabras pronunciadas por los personajes. Un
ejemplo interesante lo ofrece la narración del sueño de Manrique:

De pronto el huracán cien y cien truenos


retemblando sacude,
y mil rayos cruzaron,
y el suelo y las montañas
a su estampido horrísono temblaron (IV, 6, vv. 206-210).

En cambio, al final de la segunda jornada luces y sonidos se juntan para


proporcionar un clima de recogimiento piadoso; las religiosas que acompañan
a la novicia llevan velas encendidas, en tanto que se oye, dentro, el canto de
un responso.
Un sonido, este último, triste y melancólico, en armonía con el momento
peculiar en el que Leonor pronuncia esos votos que Manrique definirá «indis-
cretos» y con la atmósfera general de la pieza. Como lo es también el sonido del

53
L. ROMERO TOBAR, Panorama, cit., p. 308.
III. EL DRAMA ROMÁNTICO 95

laúd tocado por Manrique o, con la añadidura de u n toque macabro, la voz del
pregón que se oye cerca de la torre en que está encerrado el trovador:

Hagan bien para hacer bien


por el alma de este hombre (V, 2, vv. 83-84).

En cuanto a las luces, hay que recordar además el sentido hostil que ad-
quiere el reverbero rojizo de la llama de la hoguera, tan estrictamente ligada
a Azucena, que aparece tanto materialmente en la escena al principio de la
tercera jornada como en las obsesivas evocaciones del suplicio al que fue
condenada su madre.
Otras luces, simplemente evocadas como acaece en los recuerdos de la gita-
na, se imponen a la mente del espectador: la, nuevamente agresiva, de la luna
que, en la narración del siervo Guzmán, «hizo brillar un instante el acero del
celoso cantor delante del pecho de mi amo» (1,1), y la triste luz de la «luna mo-
ribunda» que, como recuerda Leonor, iluminaba el penacho del sombrero de
su amado.
A pesar de ser animado por varios lances, que llegan de improviso y co-
gen de sorpresa al público, el drama procede con cierta lentitud, debido esen-
cialmente a la ausencia de esos diálogos concitados que caracterizaban por
ejemplo muchas partes del Don Alvaro. En general, las réplicas son expresio-
nes líricas de sentimientos e influyen de forma limitada en el desarrollo de la
acción. Todo esto sin embargo no es negativo, ya que favorece ese clima, por
decirlo así, «premusical» de melancolía y ensueño que tal vez sea el principal
encanto de El trovador.

La acción encierra mucho interés, y éste crece por grados hasta el desenlace.
[...] Ha imaginado un plan vasto, un plan más bien de novela que de drama, y ha
inventado una magnífica novela; pero al reducir a los límites estrechos del tea-
tro una concepción demasiado amplia, ha tenido que luchar con la pequenez del
molde (LARRA, El Español, 4-III-1836).

8. LA «TRAGEDIA BURGUESA»: INCERTIDUMBRE Y AMOR

Otro camino intentó el joven Eugenio de Ochoa, estrenando el 1 de junio de


1835, en el Teatro de la Cruz, Incertidumbre y amor, dos actos en prosa que se
repusieron 8 veces hasta 1838. La obra pertenecía a ese género que Schiller ha-
bía definido como «tragedia burguesa» y que se remontaba también al drama
burgués de Diderot. La pieza fundamental del poeta alemán, a este respecto,
era esa Luisa Miller que rápida y definitivamente se rebautizó como Kabale una
Liebe y que, a pesar de las diferencias, parece haber influido en la pieza de
Ochoa, tanto por tratar el problema del amor entre personas de diferentes con-
diciones como por encontrar en el veneno la solución de la intriga, como, en
96 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

fin, por la evidente afinidad estructural de los títulos (quizás también por el
nombre de la protagonista). 54

Ernesto va a casarse con una tal Isabel, a pesar de seguir enamorado de la -pobre Lui-
sa, hija de un valeroso combatiente de la guerra de la Independencia. Los dos se en-
cuentran un momento antes de las bodas y cuando Ernesto se aleja, Luisa se envenena.
El joven, arrepentido, regresa y le confiesa que ha renunciado a Isabel, pero es demasia-
do tarde.

La obra presenta varios motivos de los que ya el romanticismo se había


apoderado, como u n sentimiento agudo del tiempo como plazo (Ernesto:
«prometí que en el término de quince días firmaría el contrato de boda. Hoy se
ha cumplido este término», II, 1), como la añoranza de una felicidad perdida
(Luisa: «aquellos sitios en que fuimos tan felices, aquellas deliciosas orillas del
Guadalquivir», 1,11), y como el remordimiento (Ernesto: «hay uno entre esos
recuerdos que me persigue noche y día como un atroz remordimiento», I, 3).
Sobre todo, no falta el final melodramático con esa exclamación ritual que
se convertirá en u n tópico. Cuando Ernesto comunica a Luisa moribunda su
decisión, ella exclama:

¡Yo...! ¡yo seré tu esposa... en la eternidad!

La réplica siguiente (la postrera, por supuesto) es:

TODOS. ¡Oh!!!

El nuevo género, emparentado por otro lado con el teatro sentimental, no


tuvo mucho séquito, superado como fue por el gran alud de los dramas his-
tóricos, pero la pieza de Ochoa pudo contribuir por su parte a difundir los
motivos propios del movimiento. No podemos excluir que el propio García
Gutiérrez se haya inspirado en ella por el tema del veneno.

Entre 1834 y 1836 se había desarrollado y fortalecido la dramaturgia ro-


mántica, acumulando temas y experimentando tonalidades, liberándose defi-
nitivamente de los prejuicios clasicistas y apoderándose de la simpatía del
público. Con la última temporada (1835-1836) podemos, pues, considerar
concluida felizmente la etapa experimental.
El camino está abierto para nuevas experiencias.

54
El drama de Schiller, nos informa PEERS (op. cit., I, p. 135), había sido traducido del francés
con el título de Amor e intriga, y se había representado «a intervalos» en Madrid, pero «poco se su-
po de él hasta 1830, aproximadamente».
iv. EL FLORECIMIENTO

1. U N A TEMPORADA DE TRANSICIÓN

Tres dramas históricos se representaron durante la temporada 1836-1837 (5


de abril de 1836-19 de marzo de 1837), compuestos por dos jóvenes ingenios
que apenas se asomaban al mundo del teatro: Elvira de Albornoz y Felipe II de
José María Díaz, y Los amantes de Teruel de Juan Eugenio Hartzenbusch. El pri-
mero y el último se colocan en la estela de los célebres dramas representados
en las temporadas anteriores, recogiendo y remedando temas y tonalidades,
según el modelo de El trovador. Su trama pertenece por tanto a la línea de esa
orientación semihistórica o histórico-legendaria que se había apoderado de la
escena romántica española. Ninguna novedad, se diría, a no ser que una de las
dos obras, Los amantes de Teruel —por otro lado, una obra maestra—, procedía
más allá, llevando a sus extremas consecuencias, y hasta cierto punto a una
conclusión (aunque, desde luego, provisional), ciertos temas ya tan usuales
como la muerte por amor y la obsesión espacio-temporal.
Si las dos piezas ahora citadas miraban hacia el pasado, colocándose de
cierta forma en un punto de llegada, la tercera (Felipe II) abría una senda o al
menos indicaba u n camino en el que se pondrán casi todos los dramaturgos de
las temporadas inmediatas: el de la búsqueda de una historicidad más auténti-
ca y más evidente, a conseguir a través de la dramatización de acontecimien-
tos reales y sobre todo de figuras históricas de primer plano.
Esta temporada, tan típicamente de transición, contribuyó también a una
mayor familiarización con la dramaturgia romántica gracias a la introducción
en el repertorio de las compañías de algunos de los dramas ya clásicos del ro-
manticismo huguiano y dumasiano. Se estrenaron en efecto Antony y La tour de
Nesle (este último con el título de Margarita de Borgoña) de Alejandro Dumas, y
el celebérrimo Hernani de Víctor Hugo; a los cuales se podría añadir también el

97
98 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

huguiano Lucrecia Borgia, que, estrenado en la temporada anterior (el 18 de ju-


lio de 1835), se mantuvo en el cartel pocos días, para empezar una vida larga y
afortunada solamente a partir del 9 de septiembre de 1836.
El primer drama histórico de la nueva temporada, Elvira de Albornoz (5
actos en verso que respetan bastante la unidad de lugar, violando en cambio la
de tiempo) es el que mayor dependencia revela de las fórmulas estereotipadas,
con sus personajes ficticios y su trama inventada colocados sobre un fondo que
evoca una Edad Media tópica: unas justas, u n trovador, u n salón gótico, la
vuelta del cruzado y nombres ilustres del pasado hispánico.

Tello de Meneses, vencedor en unas justas celebradas en honor de su amada Elvira


de Albornoz, se separa de ella para ir a guerrear en Tierra Santa. A pesar de seguir
enamorada de ñ, Elvira se casa con don Pedro de Quiñones, que lamenta su frialdad y
tiene celos del inocente paje y trovador Armando. Vuelve de Palestina Tello y explica a
Elvira el misterio de su huida: es templario y por tanto vinculado al voto de castidad.
Pero ahora es tal su pasión que está dispuesto a huir con su enamorada. Sorprendido
por Pedro, los dos se desafían y Pedro es herido de muerte. Elvira, sintiéndose culpable,
se suicida con un cuchillo de monte.

Un amor imposible, pues, según un estereotipo ya variamente experimen-


tado en las escenas románticas, que llevará, como siempre, a la muerte; que,
además, se alimenta de melancólicas evocaciones y provoca acentos intensa-
mente transgresivos.
En uno de los pasos más acertados de la pieza Tello recuerda a Elvira el
momento lejano de su enamoramiento:

Daba la media noche, y profanando


el templo del Señor, en él entraba
y no la religión me conducía;
el amor solamente me guiaba.
Allí, dejando tu aposento, Elvira,
bajabas tú como deidad del cielo (IV, 2).

Naturalmente, se trata de una pasión que condiciona la entera existencia:

dos años nos amamos


y estos dos años existí en el mundo (ibídem).

Y que, desde luego, como la de Macías, de don Alvaro, de Manrique, no


acepta las convenciones sociales:

Huye conmigo, y la existencia juntos


disfrutaremos en nación remota,
y lejos de Castilla viviremos.
IV. EL FLORECIMIENTO 99

Ardiente frenesí, llama ardorosa


por nuestras venas correrá inflamadas.

El amor es la vida (V, 3).

Son algunos de los momentos más felices de la pieza, pero representan tam-
bién su límite, ya que lo que prevalece en general es justamente ese tono lírico
que le dicta al poeta varios parlamentos muy largos en que los personajes ha-
blan más consigo mismos que con el interlocutor y tienen muy escasa función
diegética. El aspecto más vistoso en esta perspectiva nos lo ofrece el trovador
Armando, que o canta o expresa sus sentimientos a través de auténticas com-
posiciones líricas: ejemplos típicos, en el primer acto, la larga descripción del
torneo, modelada sobre tantas análogas del teatro del Siglo de Oro, o la «tro-
va» que recita a petición de Elvira al principio del tercero.
Por eso el drama procede lento, con poca acción y escasos efectos teatrales.
Tampoco tienen relieve los personajes, estáticos y previsibles, a pesar de
alguna caracterización bastante acertada como la de Pedro, figura doliente y
melancólica que más que el honor y los celos siente el dolor de u n amor no co-
rrespondido.
Tuvo muy poco éxito: se estrenó el 23 de mayo de 1836, en el Príncipe, y se
repuso solamente el día 25.

La intriga del drama, de puro sencilla, raya en pobre. [...] El asunto no puede
ser más manoseado. [...] El desenlace es inesperado y bueno. [...] El pajecillo
Hernando (sic) [...] es una figura graciosa en un cuadro frío (Semanario Pinto-
resco, 29-V-1836).

Al terminar su reseña, el crítico del Semanario Pintoresco, que había aludido a


Elvira de Albornoz como a un «primer ensayo de un ingenio español», concluía:

Esperamos al autor para su próxima obra [...] Su primer drama promete; el se-
gundo cumplirá.

Cumplió, en efecto, ya que el 17 de diciembre enviaba a las tablas del Prín-


cipe un drama mucho más maduro, que debió de gustar más que el anterior,
visto que se repuso cuatro veces en el espacio de u n mes: Felipe II.
La nueva obra, en verso y prosa, respetuosa de la unidad de tiempo y bas-
tante liberal con la de lugar, inauguraba ese nuevo tipo de drama en el cual
las referencias históricas son concretas y los personajes que actúan conocidos
en su mayoría. Además empezaba esa revisión de la historia a la luz de las
doctrinas del liberalismo que culminará justamente en el año siguiente, no sin
escándalo por parte de los ambientes más conservadores o moderados.
Ahora Díaz, posiblemente influido por Alfieri, reconstruía la historia de las
relaciones entre don Carlos y su padre en clave romántica y liberal, de la cual
el «Rey prudente» y su entorno salían decididamente malparados.
100 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

I. En el día de la fiesta de San Isidro, dos espías están escuchando las conversaciones
de varios transeúntes, poniendo de relieve, entre sí, las frases y alusiones que puedan
sonar anticonformistas, particularmente si son favorables al príncipe Carlos. Al final
sale el propio don Carlos, que, en un diálogo con el francés Monvel, hace alusiones in-
directas a su amor por la reina. Los espías notan también cierto ademán extático del
príncipe frente a la reina misma, que sale de la ermita de San Isidro.
II. En la capilla del Palacio, por la tarde, varios cortesanos comentan los hechos del
día, aprovechando cualquier ocasión para adular al rey. Felipe II comenta con el secre-
tario Rui Gómez el comportamiento irregular de don Carlos. Por la mañana se en-
cuentran la reina doña Isabel y don Carlos, quien pide a su madrastra que interceda
ante el rey para conseguirle el permiso de salir de España. Son sorprendidos por Rui
Gómez, que los delata al rey.
III. En la cámara del rey Rui Gómez y el licenciado Briviesca discurren acerca de
don Carlos, al que el segundo defiende. La reina pide a Felipe el permiso para el hijo, pe-
ro el rey insinúa la posibilidad de una intriga amorosa entre los dos. En un coloquio con
Rui Gómez, Felipe expresa ya abiertamente la decisión de ajusticiar a su hijo.
IV. En la habitación de don Carlos están reunidos varios conjurados que intentan
derribar a Rui Gómez, pero llegan algunos soldados que prenden al príncipe. En el pan-
teón del Escorial, Felipe reúne a sus consejeros para juzgar a su hijo. Todos se muestran
hostiles al príncipe, exceptuado Briviesca. El rey decreta la muerte de Carlos.
V. En la cámara de la reina, Carlos, que se ha liberado, le declara su amor, logrando
al fin que Isabel le corresponda. En este momento llegan Felipe y Rui Gómez con el ver-
dugo. Al sacar éste la espada, cae el telón.

En el intento de dibujar un cuadro de la corte de Felipe II y sobre todo de


realizar una atmósfera de intrigas y sospechas, tal vez el autor se haya dejado
arrastrar hacia una trama demasiado larga y pormenorizada, mucho más de lo
que se puede desprender del somero resumen que acabamos de trazar. Hay
momentos, como por ejemplo todo el primer acto, en que comparecen tantos
personajes que seguramente el público no los memorizaría tan fácilmente. A
pesar de esto, no se puede negar que haya sabido crear un fresco matizado e
interesante del mundillo cortesano de la época (1568, como se precisa al final
del reparto), donde todo está sometido a la voluntad despótica del rey y al de-
seo de todos de congraciársela.
Los efectos teatrales son por consiguiente bastante ricos, sobre todo por el
suspense que crea en el público la conciencia de que cualquier gesto o cualquier
palabra puede conllevar la persecución y la condena. El público está advertido
de la situación desde el principio, cuando el escenario aparece como dividido en
dos espacios: el de los transeúntes que tranquilamente intercambian opiniones y
el de los dos espías que todo lo observan y todo lo anotan. Lo cual, naturalmen-
te, lleva a golpes de teatro por la improvisa intrusión de los perseguidores en el
espacio de los «buenos», defensores de la libertad y dignidad humanas.
Entre la notable cantidad de personajes (dieciocho, además de numerosas
comparsas) destacan algunas personalidades bien definidas.
IV. EL FLORECIMIENTO 101

En primer lugar, el protagonista: un Felipe II suspicaz, sutil inquisidor, frío


y egocéntrico, animado por una religiosidad deshumana, que le lleva a excla-
mar, en su última réplica, cuando sorprende a Isabel y Carlos:

Sobre ellos caiga la ley...


¡Dios los salve!

Y, desde luego, la pareja Carlos-Isabel, sumidos en su amor imposible que los


llevará románticamente a la muerte (contra la misma verdad histórica, ya que
Isabel no murió en aquella circunstancia) y que, aunque lleve todos los matices
de la pasión romántica, prefiere en general los tonos recogidos y elegiacos.

Vivir la vida de amar


es vivir en otra esfera,
en otro mundo habitar,
en la mansión hechicera
de Dios eterno morar

son las palabras con que Carlos conquista definitivamente el corazón de Isa-
bel, que, al aparecer Felipe, Rui Gómez y el verdugo, no se contiene más y ex-
clama:

¡Dios eterno!... están allí...


Carlos, Carlos... yo te adoro (V, 5).

Conforme a una tradición ya asentada, el amor se revela frente a la muerte.


En un drama que iba repitiendo, aunque sea con cierta originalidad, los tó-
picos del romanticismo no podía lógicamente faltar el tema angustioso del
tiempo, que aquí es llamado a la memoria, sobre todo al final, por referencias a
las horas que faltan para la salvación del príncipe o para su muerte. En su reli-
giosidad hipócrita Felipe, a las ocho de la tarde, comenta, refiriéndose a Carlos:

Gozará dentro de muy pocas horas un descanso eterno (IV, cuadro 6°, esc. A..-).

En cambio, en la cámara de la reina, al oír el toque de las doce («Las doce»,


comenta explícitamente Isabel), Monvel recuerda, aludiendo a la fuga que se
ha organizado para don Carlos:

Tres hora nada más nos quedan.

Descargado el drama de multitud de alusiones históricas, minuciosas e inú-


tiles, la acción hubiera caminado más desembarazada. [...] Los caracteres están
bien sostenidos, y si no están dibujados con gran profundidad, hay por lo menos
rasgos muy felices y contrastes bien entendidos (LARRA, El Español, 20-XII-1836).
102 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

Sin embargo, antes de que los autores teatrales recorrieran el camino abierto
por el joven Díaz, otro joven ingenio cerraba la primera etapa de la dramaturgia
romántica con una obra que todavía buscaba su inspiración en el inagotable cau-
dal de las leyendas. El tema que afrontaba ya había sido tratado en el teatro an-
terior, sobre todo en la época barroca, donde había dado vida a dos comedias,
respectivamente, de Tirso y de Montalbán: la obra se presentaba, pues, como
una refundición, desde luego muy libre, cabalmente en la dirección indicada por
el Mactas, aunque con más aperturas hacia el romanticismo.
Al mismo tiempo afrontaba de manera directa y específica ese tema del
tiempo que tanta importancia había adquirido, desde sus comienzos, en el tea-
tro romántico español.
El 19 de enero de 1837 Juan Eugenio Hartzenbusch estrenó en el Príncipe
Los amantes de Teruel, con un éxito muy diferente al de su obra anterior, Las
hijas de Gradan Ramírez, que no había tenido más que dos funciones, 1 puesto
que la nueva pieza conoció más de 30 reposiciones en el período romántico.
El autor la reelaboró varias veces, reduciéndola a 4 actos de los 5 originarios,
cambiando el nombre de algunos personajes y variando a veces notablemente
el texto. Por tanto disponemos de diversos manuscritos y diversas ediciones
que atestiguan varias etapas de esa labor de ajustamiento y que han sido es-
tudiadas por los críticos, para terminar en la ejemplar sinopsis elaborada por
J. L. Picoche. Sin embargo, la obra que se estrenó y que se representó a lo lar-
go de los diez-doce años siguientes fue con mucha verosimilitud la que co-
rresponde aproximadamente a las dos primeras ediciones, de 1836 y de 1838,
sustancialmente idénticas, ya que la edición sucesiva pertenece al 1850. A
ésas por consiguiente nos atendremos (eligiendo, en el caso de variantes, la
de 1838), aunque sin olvidar que el texto conoció seguramente modificacio-
nes en el curso de los años.
Se trata de un drama en 5 actos en prosa y verso, cuya trama se desarrolla
en seis días y conoce numerosas mutaciones.

I. Valencia, 1217. Al lado de la cama en que yace, narcotizado, el cautivo cristiano


Diego Marsilla, y sobre la cual puede verse un lienzo escrito en español con letras de
sangre (en el cual, como sabremos luego, Marsilla denuncia una conjura contra el rey
de la que se ha enterado casualmente), la sultana Zulima y su fiel Adel comentan la
decisión de la primera de trasladar al cautivo desde la mazmorra al harén, con grave
peligro de ser descubiertos por el sultán. Entra Zeangir, que, conociendo el español, lee
lo escrito en el lienzo y se aleja rápidamente. Cuando Marsilla se despierta, contesta a

1
El 8 y el 9 de febrero de 1831 (Teatro de la Cruz). Era una tragedia en la que se alternaban celos
y venganzas, en el trasfondo de la lucha entre moros y cristianos. Éstos, al final, gracias a la protec-
ción de la milagrosa imagen de la Virgen de Atocha, logran liberar Madrid del yugo musulmano.
Llevaba el subtítulo La restauración de Madrid. Véase el artículo de J. ESCOBAR «Del xvín al xix: Una re-
seña de Ramón de Mesonero Romanos sobre Las hijas de Gradan Ramírez, o la Restauración de Madrid,
de Juan Eugenio de Hartzenbusch, refundición de un drama de Manuel Fermín de Laviano», Signo-
ría di parole, Studi offerti a Mario Di Pinto (ed. G. CALABRÓ), Napoli, Liguori, 1998, pp. 233-243.
IV. EL FLORECIMIENTO 103

las preguntas de Zulima revelándole el gran amor que le liga a una cristiana, cuyo pa-
dre se la ha prometido, con tal que se enriquezca en un plazo de seis años que va a expi-
rar justamente dentro de seis días. Zulima le declara su amor, que Marsilla rechaza.
Llega la noticia del improviso regreso del rey: Adel se lleva Marsilla a otro sitio. Apa-
rece de improviso Zeangir, que prende a Zulima como partícipe en la conjuración.
II. Tres días después, en la casa de don Pedro Segura, en Teruel. Don Pedro, de re-
greso de la batalla de Monzón, narra a su hija Isabel cómo, salvado por Rodrigo de
Azagra, le ha prometido su mano. Se presenta don Martín Marsilla, padre de Diego,
que le había retado por ser la causa del alejamiento de su hijo: quiere reconciliarse por
haber sido curado por Margarita, la mujer de don Pedro. En un coloquio con su madre,
Isabel consigue que ésta se oponga a las bodas con Azagra. Pero éste le hace chantaje a
Margarita, amenazándola con entregar a su marido unas cartas que prueban un adul-
terio de ella.
III. Zulima, disfrazada de caballero aragonés, se apea en casa de los Segura y anun-
cia a Isabel la muerte de Diego, ajusticiado por adúltero con la reina de Valencia. Isabel
se desespera y, al confiarle su madre el chantaje de Azagra, decide casarse con él.
IV. Mari-Gómez, la criada, viste para las bodas a Isabel, sumida en el más profun-
do abatimiento. Se le presenta Azagra, que le entrega las cartas comprometedoras y la
invita a decidir libremente. A su vez, don Pedro le recuerda varios episodios desconoci-
dos de la generosidad de Azagra. Isabel por fin juzga que ése es el esposo que el destino
le ha procurado y acepta. Pero Pedro quiere que se espere hasta el toque de vísperas, que
es cuando vence cabalmente el plazo. El cortejo se dirige hacia la iglesia. Margarita, ha-
biéndose enterado de que Marsilla vive y se está acercando a Teruel, llega corriendo,
avisa a don Martín y le insta a dirigirse a la iglesia para interrumpir el rito. Pero el to-
que de vísperas anuncia que el plazo ha expirado. Entre tanto, en un bosque cercano,
algunos bandidos, avisados por Zulima, detienen a Marsilla y Adel, despojándolos de
todas las riquezas que el sultán ha regalado al primero en compensación por haber de-
nunciado la conjura. Cuando ya se ha oído el toque de vísperas, llega Zulima y libera a
Marsilla. Adel se libera por su cuenta y la mata, cumpliendo así un encargo de su rey.
V. Por la noche, Marsilla penetra en la habitación de Isabel y la regaña. Después de
un largo coloquio en que alternan amor, desesperación y conciencia de la realidad,
Marsilla llega a la persuasión de que Isabel le aborrece y muere desesperado. Pocos ins-
tantes más tarde, muere también Isabel.

La trama desarrollaba uno de esos casos de amores imposibles y, por consi-


guiente, de amor y muerte que se habían convertido en el tema casi obligatorio
de todo drama histórico. Particularmente saltaba a la vista cierto parecido con
el Marías, casi obvio en el drama de u n joven ingenio, como ya había manifes-
tado El trovador. Por otro lado, el propio autor se había dado cuenta de tantos
puntos de contacto y, a pesar de haber compuesto el drama ya en 1834, no lo
había puesto en escena justamente por haberse representado anteriormente la
obra de Larra.
Posiblemente para distanciarse de manera más acusada del supuesto mo-
delo, Hartzenbusch dibujó una trama más complicada, creando una intriga
104 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

amorosa mucho más matizada (con el amor vengativo de la mora, el chantaje


de Margarita y las deudas morales hacia Azagra), introduciendo motivos inu-
suales pero muy calados en el gusto romántico, como el exotismo, las letras
escritas con la sangre y los bandidos (aunque estos últimos tenían un antece-
dente, quizás ya olvidado, en la Elena bretoniana).
Sin embargo, sus innovaciones no afectaron solamente a la trama, con la
presencia de ingredientes insólitos, sino también a aspectos estructurales co-
mo la unidad de tiempo, que el Matías, como hemos visto, seguía respetando:
en este sentido, Los amantes de Teruel era la primera refundición totalmente ro-
mántica.
Además, profundizaba e intensificaba motivos que desde tiempo recorrían
el teatro romántico español, llevándolos a sus extremas consecuencias.
Ante todo, la muerte por amor, que aquí se vuelve, por así decirlo, quintae-
senciada, no siendo provocada por algún agente externo: los dos amantes no
mueren por obra de los consabidos puñales o venenos, sino matados directa-
mente por la misma pasión. Marsilla, imaginando que Isabel le aborrece, cae
«como herido de u n rayo», murmurando:

ella me aborrecía... ella me mata (V, 3).

Pronto le sigue Isabel, que «espira quedando de rodillas, abrazada con él»
y gritando su pasión inextinguible:

Tú me lloraste agena, tuya muero, (V, 4),

que se convertirá en la edición de 1850 en un más significativo

en pos del tuyo


mi enamorado espíritu se lanza.

Es una solución que Hartzenbusch ya encontraba tanto en sus modelos ba-


rrocos como en las obras anteriores, desde Los amantes de Rey de Artieda hasta
la supuesta fuente primaria de la novela de Boccaccio dedicada a Girólamo y
Salvestra, donde la muerte del protagonista tiene el aspecto de u n suicidio por
autosugestión:

[...] concentrados en sí los espíritus, sin decir palabra, cerrados los puños, a su lado
murió.

Lo mismo ocurre a Salvestra, ya que

como al joven el dolor quitara la vida, así se la quitó a ella.2

2
Traducción mía.
IV. EL FLORECIMIENTO 105
No fue, pues, una invención de Hartzenbusch, el cual empero tuvo el méri-
to de introducir una preciosa variante, de indudable eficacia teatral, en el tema
ya muy manoseado de la muerte por amor.
Siguiendo la tradición, este amor adquiere esos rasgos transgresores que
desde el Macías se habían hecho constantes en toda pasión romántica, a los cua-
les nuestro autor añade también un interesante toque de rebeldía prometeica.
Entre Marsilla y su padre se desarrolla un diálogo concitado en que el joven de-
clara su intención de matar al rival. Entre otras cosas, don Martín le recuerda el
sagrado vínculo matrimonial que une a Isabel con Azagra:

MARTÍN. Respeto te merezca


un vínculo...
MARSILLA. ES sacrilego, es injusto.
MARTÍN . En presencia de Dios formado ha sido.
MARSILLA. Con mi presencia queda destruido (IV, 4).

Y a Isabel, que le recuerda su nueva posición social («Estoy casada... Tengo


esposo»), no duda en reivindicar los superiores derechos del amor contra los
de la ley humana:

Tus bodas a la ley de Dios ultrajan.


Mía es tu mano, me la dio el cariño,
y de un usurpador vengo a cobrarla (V, 3).

Sin embargo, la más importante contribución del autor fue el tratamiento


masivo y obsesivo del tiempo y el espacio fuertemente entrelazados.
Alejándose de los modelos que insistían sobre todo en los antecedentes
(desde la concesión del plazo por parte del padre de Isabel a las aventuras
afrontadas por Marsilla en el intento de enriquecerse con el fin de cumplir con
las condiciones impuestas para su enlace con la amada), Hartzenbusch con-
centra toda la acción en los días inmediatos a la expiración del plazo, con una
secuencia agobiante de fragmentos temporales que se van haciendo cada vez
más pequeños: desde los seis días que faltan cuando Marsilla se encuentra to-
davía en tierra de moros hasta los tres días del momento en que don Martín re-
gresa a su casa, a las pocas horas de cuando Isabel se está preparando para las
bodas, a los pocos minutos de cuando el cortejo se dirige hacia la iglesia, a los
pocos instantes del episodio en que Marsilla aparece atado en el bosque y del
momento simultáneo en que Margarita avisa a Martín, hasta que la señal con-
venida del toque de vísperas irrumpe concretamente en la escena como la mis-
ma personificación del plazo expirado.
Desde luego, el plazo adquiere en el drama la característica de un actante,
algo como el destino en el Don Alvaro; verdadero protagonista de la obra, co-
mo lo define Salvador García,3 y fuente de esa «tensión emocional» de que
3
En el estudio preliminar a J. E. HARTZENBUSCH, LOS amantes de Teruel, Madrid, Castalia, 1971.
106 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

trata Peers. 4 «Aun más que el amor, les une el tiempo —afirma Casalduero—,
ese momento fatal al cual se dirigen sus vidas.» 5
El clima de suspensión creado por ese agobio temporal resulta intensifica-
do por el apoyo concreto de motivos espaciales que corren paralelamente. La
distancia entre Valencia y Teruel se hace enorme en la mente del espectador
por encontrarse los dos lugares respectivamente en tierra de moros y de cris-
tianos, y por tanto los seis días adquieren una dimensión mucho más amplia.
Lo mismo vale para el bosque, que está, sí, inmediato a la ciudad pero que, da-
da la particular situación en que se agitan Marsilla y Adel, parece que se en-
cuentra a una distancia insuperable.
Espacio y tiempo coinciden luego con una exactitud geométrica en el breve
diálogo entre Margarita y Martín: la primera ha sabido que Marsilla está cerca
de Teruel y ruega al padre del protagonista que corra a la iglesia. En su réplica
se alternan las alusiones al plazo que va a expirar («Va a sonar al punto») y a la
distancia que los separa de la iglesia («La iglesia está a un paso»), que conflu-
yen en el ansioso imperativo: «Corred vos.»
El impacto sobre el público fue notable, como sabemos por las reseñas y
por el número de reposiciones, que fueron ocho inmediatamente después del
estreno. Lo que debió de impresionar, además de la tensión creada por el
agobio espacio-temporal, fue el dinamismo de escenas a menudo pobladas
por varios personajes y el pasaje repentino de un lugar a otro a veces muy di-
ferente, en u n juego sugerente de interiores y exteriores, seguramente muy
efectista.

Preside al drama no la maldad, repugnante siempre cuando se presenta en


las tablas fría y estéril, sino la fatalidad, la hermosura misma de Isabel, que le
acarrea sus desventuras todas. [...] El autor ha sabido hacer interesantes a todos
sus personajes, y esta verdad resultaría más palpable si el drama hubiera sido
bien representado (LARRA, El Español, 22-1-1837).

trasporta al espectador a la época a que se refiere y que muestra, como en un es-


pejo, las costumbres de la sociedad en aquellos tiempos, el espíritu que la domi-
naba, y las virtudes y defectos del carácter nacional. [...] El público pidió que sa-
liera el autor a las tablas, pero su extremada modestia le había alejado de aquel
paraje (Gaceta de Madrid, 22-1-1837).

El autor con sobra de ingenio y de conocimiento de la escena ha sabido crear


incidentes tan naturalmente unidos a la historia principal, que se hace difícil
deslindar dónde calla la historia para dar su lugar a la rica fantasía del poeta. [...]
Los caracteres de todos los personajes están admirablemente delineados. [...] [el
autor] en casi todo el drama parece revelar un alma del temple de los Rojas y
Calderones (Semanario Pintoresco, 5-II-1837).

4
Op. cit, I, p. 355.
5
J. CASALDUERO, Estudios sobre el teatro español, Madrid, Gredos, 19672, p. 233.
IV. EL FLORECIMIENTO 107

Los Amantes de Teruel es la primera obra de un autor sublime. [...] El drama


pinta con los colores más fuertes y naturales la más fuerte y natural de las pasio-
nes (SALAS Y QUIROGA, NO me olvides, 1837, n.9 5).

2. EL ROMANTICISMO LIBERAL

Fue en la temporada 1837-1838 (27 de marzo de 1837 a 7 de abril de 1838)


cuando se produjo una verdadera inundación de dramas históricos, caracteri-
zados casi todos por u n compromiso político que imprimía en los aconteci-
mientos del pasado el sello de las preocupaciones presentes. Se amalgamaba el
programa historicista duraniano de la unión de lo pasado con lo presente con el
principio huguiano de la identificación entre liberalismo y romanticismo.
Alternaron en la escena madrileña El paje de García Gutiérrez (22 de mayo
de 1837), La corte del Buen Retiro de Patricio de la Escosura (3 de junio), Doña
María de Molina de Mariano Roca de Togores (24 de julio), Fray Luis de León de
José Castro y Orozco (15 de agosto), Antonio Pérez y Felipe II de José Muñoz
Maldonado (20 de octubre), Carlos II el hechizado de Antonio Gil y Zarate (2 de
noviembre), Bárbara Blomberg de Escosura (19 de noviembre), Don Fernando el
emplazado de Bretón (30 de noviembre), El rey monje de García Gutiérrez (18 de
diciembre), Don Jaime el Conquistador (8 de febrero de 1838), La vieja del candi-
lejo de Diana, Romero Larrañaga y González Elipe (8 de marzo), Adel el Zegrí
de Gaspar Fernando Coll (28 de marzo). Además se estrenó la tan discutida
obra de Víctor Hugo, Cromwell (13 de enero), y se repusieron varios dramas es-
trenados en las temporadas anteriores: La conjuración de Venecia, Marías, Don
Alvaro, El trovador, Los amantes de Teruel.
Para completar el cuadro hay que añadir que se estrenó también la comedia
de Bretón de los Herreros Muérete y ¡verás!, que los propios contemporáneos
juzgaron como una verdadera comedia romántica (27 de abril de 1837).
Arrastrados por tanto entusiasmo hacia la producción romántica, varios
jóvenes ingenios aprovecharon el momento mágico para entrar en el mundo
teatral y otros, como García Gutiérrez, empezaron una larga carrera drama-
túrgica. Pero lo que más salta a la vista es un proceso de renovación y/o pro-
fundización que afecta a casi toda la producción de esta temporada y en parte
la separa de las primeras manifestaciones.
Dejando a u n lado, de momento, El paje, que parece todavía bastante ligado
a los temas semihistóricos, la primera legítima novedad de la temporada fue
La corte del Buen Retiro, 5 actos en verso (Príncipe, 3 de junio de 1837), pri-
mer ensayo dramático del joven Patricio de la Escosura, cuya acción dura casi
dos días y se desarrolla en varios ambientes de la Corte.

í. El incendio. El conde de Víllamediana, acompañado por el de Orgaz, salva de


un incendio que ha estallado en el palacio real a la reina doña Isabel de Borbón, de la
cual está platónicamente enamorado. En los jardines del Buen Retiro le confiesa su
108 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

amor y es sorprendido por el bufón. El rey Felipe IV les da las gracias a los dos. Es de
noche.
II. El rey poeta. Don Luis de Haro siembra sospechas contra sus enemigos en el
Conde-Duque de Olivares; éste hace lo mismo con el rey. Calderón, Góngora, Queve-
do, Villamediana y el rey mismo participan en una justa literaria sobre tema amoroso,
siendo juez la reina, que otorgará al vencedor una banda verde. El soneto de amor reci-
tado por Villamediana es un acróstico del cual sale el nombre de «Isabel de Borbón».
Turbado, el rey interrumpe el certamen, rasga el soneto y revela a la reina su intención
de castigar al poeta.
III. La reina. En el estudio de Velázquez se encuentran la reina y Villamediana, al
que el pintor retrata en un cuadro en el que figuran respectivamente Diana y Acteón:
el joven aprovecha la ocasión para declararle nuevamente su amor a la reina. En el to-
cador de ésta, el rey, al cual Luis de Haro ha entregado el soneto que Villamediana ha
rehecho quitando el acróstico, reconoce que se ha equivocado. Pero el enano, que ha re-
cogido los pedazos de la hoja que el rey había rasgado, le hace chantaje a la reina para
que se rinda a sus deseos lascivos: Isabel le pide el plazo de una noche.
IV. La verbena. La víspera de San Juan varios personajes del pueblo bailan y can-
tan en el soto de Manzanares. Embozados, Villamediana y Orgaz discurren de lo ocu-
rrido en el día anterior y Orgaz le reprocha a su amigo la imprudencia de su conducta.
Un mensajero entrega a Villamediana una carta de la reina que le insta para que se ale-
je de Madrid. Llega, tapada, la reina misma acompañada por dos damas, que renueva a
Villamediana la invitación a alejarse. Igualmente embozados, el rey, el de Haro y el bu-
fón intentan seguir a las damas pero se lo impiden Villamediana y Orgaz, hasta que, a
la llegada de un alguacil, todos se descubren y cesa la riña. Las damas se han escabulli-
do, pero el bufón ha logrado seguirlas.
V. Villamediana. La reina penetra en la habitación del bufón dormido y le arranca
el soneto que él aprieta en su mano: el enano se despierta y amenaza a la reina. Luego
revela al rey que Velázquez estápintando el cuadro de Acteón y Diana —lo cual le con-
firma el propio pintor— y que en el soto de Manzanares la reina se ha encontrado con
Villamediana. El rey obliga a la dueña Guiomar a entregar a Villamediana una llave
fingiendo que es de orden de la reina. Cuando el conde, sumido en la más intensa felici-
dad, abre la puerta, un ballestero le mata, ante la desesperación de la reina, que había
acudido inútilmente para salvarle.

El argumento básico es el de siempre: un amor imposible (bastante pareci-


do, por los elementos circunstanciales, al de don Carlos en el Felipe II), como
por otro lado subraya el mismo protagonista, que cabalmente presenta el so-
neto que va a leer durante la justa poética con estas significativas palabras:

Amor imposible: habla el amante (II, 6).

Sin embargo, lo relativamente novedoso es que se trata de un amor platóni-


co, y no de esa pasión desbordante que se había convertido ya en u n tópico: «Mi
amor es puro, celeste», proclama Villamediana a su amigo el conde de Orgaz:
IV. EL FLORECIMIENTO 109

no es fuego como aqueste,


lo juro al cielo y a vos,
el que en la corte se encubre
de fino amor con el nombre
brutal afecto del hombre
que engañoso velo cubre (I, 7).

La contraposición muy evidente entre el amor platónico y el amor cortés


(el «fino amor») ya en su decadencia y corrupción, bastante en consonancia
con la época representada, 6 se inserta en el marco de una atenta reconstruc-
ción ambiental que caracteriza la obra y que, por la amplitud del cuadro y el
cuidado de los pormenores, es una novedad, aunque sea en la línea indicada
por Martínez de la Rosa y Rivas.
Es evidente que Escosura se ha documentado, como atestiguan las acota-
ciones muy detalladas acerca de los ambientes y de los trajes: el tocador de la
reina, el estudio de Velázquez, la fiesta popular del soto de Manzanares se des-
criben con mucha detención y suponen una escenografía refinada de la cual se
ocupó largo tiempo el célebre arquitecto Lucini.
Pero a la vez que el ambiente exterior, el poeta se ocupó de reconstruir tam-
bién el ambiente cultural que rodeaba a Felipe IV, y que aquí aparece en primer
lugar a través del certamen poético que ocupa el acto II, en el cual Góngora, Cal-
derón y Quevedo leen composiciones poéticas que realmente escribieron, cuyas
fuentes el autor se preocupa de indicar en las notas. En segundo lugar, con la re-
presentación de Velázquez trabajando y, entre otras cosas, del rey que, según
una famosa anécdota, dibuja la cruz de Santiago en la figura del pintor autorre-
tratado en el célebre cuadro de Las meninas.
Desde luego se trata de una reconstrucción romántica, caracterizada por el
sentido de la lejanía y por una vaga aureola de idealismo y exquisitez que tiene
mucho de la réverie, aunque sobre un fondo histórico indiscutible. Pero es inte-
resante anotar que no es gratuita, sino funcional al desarrollo de los aconteci-
mientos, ya que la justa sirve para que Villamediana imprudentemente revele
su amor y la pintura de Velázquez para traicionar el amor de la reina y Villame-
diana, representados en el simbólico cuadro de Acteón y Diana. De manera que
el desenlace trágico está en relación de dependencia con los aspectos culturales
de la vida del Palacio: el rey descubre el amor de los dos justamente gracias al
soneto y al cuadro.
El clima idealista y estetizante que de esta forma domina la pieza, junto con
el estallar de los celos y de los problemas de honra, puede remitir al teatro del
Siglo de Oro, a pesar de la presencia de motivos que le separan netamente de
él. El propio Escosura confesó que había perseguido el intento de «amalgamar
el romanticismo de Calderón con el de Dumas y de Víctor Hugo». 7 En cuanto

6
Quizás con algún anacronismo, ya que la sustitución del amor cortés por el platónico se re-
monta más bien al siglo XVI.
7
En el prefacio a Jaime el Conquistador, Madrid, Hijos de Piñuela, 1838, p. 3.
110 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

a la parte dumasiana y huguiana de la obra, creo que hay que buscarla por un
lado en los motivos típicamente románticos que ya se han puesto de relieve, y
por el otro en la figura del enano bufón con el cual se realiza ese contraste entre
sublime y grotesco que era uno de los postulados fundamentales del célebre
prefacio al Cromwell. Una figura nueva en el drama español, a la cual no se
puede buscar otro antecedente, si no es, muy a lo lejos, la gitana de El trovador.
Es una mezcla de rebeldía («Mal haya el haber nacido / a servir y a ser bufón»
[V, 1]), de envidia («¿Por qué un cuerpo no me distes, / Señor, comparable a
aquél?» [1,3]), de sensualidad y de malicia diabólica que le insta a chantajear a
la reina, meciéndose en el sueño lascivo de una relación carnal que la «pasión
brutal» sugiere a su fantasía perversa:

¡Qué contraste! Su blancura


con mi atezada negrura,
mi fealdad con su hermosura...
El demonio se reirá (Carcajada) (V, 1).

La figura deforme del bufón contribuye también a la espectacularidad de


la obra, que es muy intensa, aprovechando todos los recursos idóneos, desde
el fuego a gritos en la noche, a cantos y música y a un sonido de campanas que
va aumentando paulatinamente hasta convertirse en un angustioso estruendo
(«el que debieran producir todas las campanas de la Corte tocando a un tiempo» [I, 2,
2]), a la sugestión de los trajes («El REY de negro en cuerpo, el Toisón pendiente de
una cadena de oro, y gorra de terciopelo también negra» [II, 2], etc.), a la frecuente
presencia de tapadas y embozados, y sobre todo a un intenso movimiento es-
cénico. El escenario se llena a menudo de grupos destinados a atraer la aten-
ción del espectador, como ocurre, al principio, con la entrada solemne del rey
que la didascalia describe minuciosamente:

Precedido por pages con hachas encendidas y un destacamento de la guardia alemana,


entra el REY en escena lleno de agitación y pena, con el CONDE-DUQUE DE OLIVARES, don
Luis DE HARO, Grandes, Gentiles hombres, etc. Cierra la comitiva otro destacamento de la
misma guardia alemana (1,4).

Más animado todavía es el movimiento escénico al principio del acto IV,


con los bailes, los cantos y las ocurrencias de los transeúntes en el soto de Man-
zanares. Muy hábil en fin, tanto por el juego en sí como por la suspensión que
determina en el público, es el juego escénico entre el grupo del rey y sus acom-
pañantes y el de Villamediana y Orgaz, que se oponen mutuamente entre el
gentío de la fiesta hasta que la llegada de los alguaciles complica y luego re-
suelve la situación.
Las escenas nocturnas ocupan, naturalmente, un espacio adecuado, abrien-
do y cerrando la pieza y acompañando los acontecimientos más trágicos: el in-
cendio del palacio en la noche del primer acto debió de ser muy efectista.
IV. EL FLORECIMIENTO 111

Mucha atención puso Escosura también en la gesticulación, que aparece in-


dicada con detalles bastante inusuales. Será suficiente recordar, entre tantas
acotaciones de esta clase, la del acto II, al final de la lectura del soneto de Villa-
mediana:

Góngora y Quevedo se miran entre si con malignidad, ocultándose del Rey: éste pres-
ta la mayor atención como quien no comprende bien; la Reina tiene los ojos clavados en el
suelo procurando reprimir su agitación; Calderón es el único que oye esta composición co-
mo las demás sin otro interés que el de literato. Concluyendo, levántase el Rey como dis-
traído, etc. (II, 6).

Seguramente, la obra merecía un éxito superior a las tres representaciones


que alcanzó en total.
Posiblemente las referencias literarias no hicieron mella en el gran público
y los matices sentimentales tampoco lograron la participación de unos espec-
tadores acostumbrados a los contrastes fuertes de las pasiones profundas.
Quizás también la figura de Felipe IV pudo aparecer demasiado blanda y hu-
mana a quien deseaba ver en la escena a déspotas como Felipe II luchando
contra los héroes paladines de la libertad.

Escosura ha escogido lo bueno de nuestro teatro antiguo, y lo ha unido a lo


bueno del moderno, y de esta unión, de este compromiso ha resultado un drama
escrito en lenguaje digno de nuestros antiguos poetas con situaciones que no di-
rían mal en una obra de Dumas o de Víctor Hugo. [...] El drama se puso en esce-
na con un lujo desusado [...] decoraciones nuevas que nos parecieron de mucho
efecto {Gaceta de Madrid, 7-VI-1837).
El público ha aplaudido esta obra de verdadero mérito, y nosotros no sere-
mos quienes censuremos su fallo (SALAS Y QUIROGA, NO me olvides, 1837, n.2 6).

Algunos meses después, exactamente el 20 de octubre, 8 un coetáneo de Es-


cosura (habían nacido los dos en 1807), José Muñoz Maldonado, conde de Fa-
braquer, empezó también su carrera de dramaturgo (en realidad muy corta, ya
que terminó en 1840 con un segundo y último drama), estrenando en el Cruz
Antonio Pérez y Felipe II, en cinco actos en prosa y verso. En la primera escena
un cortesano, en el intento de adular al rey, recuerda, como ejemplo de integri-
dad, la condena a muerte de don Carlos por enemigo de la religión:

¡Y cómo supo acallar


la voz de naturaleza!

a diferencia de «su madrastra hermosa»,

8
Deduzco el dato de la citada Cartelera; pero en la portada de la edición de 1842 se indica co-
mo fecha de estreno el mes de septiembre.
112 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

que enamorada de él
debió haber sido su esposa

y que murió

Pura víctima inocente


del dolor.

Tal vez se trate de algo más que de una simple relación de antecedentes; la
impresión, consideradas las circunstancias, es que Muñoz pretendiera enla-
zarse con el Felipe II estrenado el año anterior. En efecto, había una consonan-
cia ideológica con la pieza de Díaz, y la nueva obra podía presentarse como
u n segundo episodio de la tiranía del Rey Prudente y de su encono con los de-
fensores de la libertad.

1.31 de marzo de 1591. En la antecámara del rey éste conversa con su secretario An-
tonio Pérez, refiriéndole sus recelos acerca de don Juan de Austria, de quien sospecha
que aspire a la corona, y hablándole de sus amores con Ana de Eboli, que al mismo tiem-
po le consuelan y le dan remordimientos. Recibe luego a Juan de Escobedo, secretario de
don Juan, al cual otorga, escrita de su puño, la orden de reforzar el ejército de Flandes.
Escobedo insinúa sospechas sobre Pérez y Ana, que el rey ve confirmadas al escuchar
una conversación amorosa entre los dos. Como en realidad no quiere que la orden dada a
Escobedo se ejecute, ordena a Pérez que envíe sicarios a matarle. Muerto Escobedo, su
mujer, Eaura, pide justicia al rey acusando a Pérez. Felipe hace prender a su secretario.
II. Enero de 1592. Pérez está preso en la torre de Lujan. El juez le somete al tor-
mento para que confiese el nombre del mandante del asesinato, pero él, que ha jurado al
rey no revelarlo, no despega los labios. Embozado, Felipe II visita a Pérez, como acos-
tumbra desde hace casi dos años, pidiéndole consejos para la gestión del estado. Al sa-
lir, manda al carcelero que deje entrar a doña Ana y que luego, a las once, lleve a los dos
al patíbulo. Pero la mujer conoce una puerta secreta que abre tocando un resorte y se es-
capan. Al cerrarse la puerta tras ellos, entra el verdugo. Es de noche.
III. El carcelero Fortún lleva al Escorial la noticia de la fuga. Imaginando que los
dos se refugiarán en Aragón, Felipe decide aprovechar la oportunidad para anular los
fueros de esta región. Envía por tanto a Fortún con el encargo de hacerse amigo de Pé-
rez y fomentar una revolución. Es de noche.
IV. Diciembre de 1592. En el palacio del virrey en Zaragoza, Felipe y el prior don
Alfonso Vargas comentan los últimos sucesos, con la derrota de los sublevados y la
fuga de Pérez a Francia. Ha sido capturada en cambio Ana de Éboli, a la que el rey
manda presentarse ante él. La mujer intenta apuñalarlo, pero se detiene al oír el ca-
ñonazo que anuncia la muerte de Lanuza, Justicia de Aragón. Felipe la entrega a la
Inquisición y manda a Fortún a Francia para que recupere la esquela que había en-
tregado a Pérez con la orden de matar a Escobedo.
V. Es el 1598. Pérez, cansado por la implacable persecución de Felipe II, busca am-
paro en una ermita cerca de Roma. El ermitaño, que es en realidad Fortún, le acoge y le
IV. EL FLORECIMIENTO 113

ofrece un vaso de vino envenenado. Un legado pontificio lleva el indulto para Pérez, ya
que Felipe ha muerto revelando su inocencia. Pero es demasiado tarde y el veneno aca-
ba con la vida de Antonio Pérez.

En la perspectiva del autor, Pérez y Ana interpretan el papel de los liberales


democráticos que se sacrifican por sus ideales. Resume así su vida Antonio
Pérez:

Joven era todavía


cuando la espada empuñé;
la libertad proclamé
en la infeliz patria mía:
mas venció la tiranía (V, 1).

Y Ana, después de intentar apuñalar a Felipe, habla como una Mariana Pi-
neda ante litteram:

Sólo yo os he ofendido
pues a mi patria he querido
libertar hoy de un tirano (IV, 3).

Frente a ellos, Felipe II es la encarnación de la tiranía, pero de manera muy


diferente a la de esos superhombres que poblaban las tragedias neoclásicas:
conforme a la fórmula introducida por el romanticismo, es un personaje mati-
zado, odioso, sí, hipócrita, cruel hasta el sadismo («¡Mi alma en su dolor se go-
za!» [IV, 1]) y egocéntrico, pero también con sus toques de humanidad, que le
llevan a envidiar al «infelice que oprime / el insolente poder», el cual encuen-
tra alivio en el seno de su familia, en tanto que, dice,

Yo tan solo sobre el trono


busco amor y no le encuentro:
de mi familia en el centro
gimo en mísero abandono (1,3).

Héroes de la libertad que sucumben aplastados por la prepotencia del tira-


no: u n programa abiertamente liberal, y claramente anacrónico, que se com-
plica, románticamente, con la burla atroz del destino que, como en el Don
Alvaro, deja entrever la realización de u n sueño en el momento mismo en que
le destruye.
Tal vez gracias a sus proclamas libertarias la obra encontró cierto favor y se
repuso siete veces después del estreno. No era sin embargo una obra maestra:
su defecto principal, además de cierta «ampulosidad melodramática» y algún
«episodio violento u horripilante», 9 estribaba en una escasa plausibilidad de la

9
PEERS, op. cit., I, p. 364.
114 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

trama, cuyas peripecias tienen su punto de arranque en la casualidad del colo-


quio entre Pérez y Ana que es escuchado por el rey, ya que tiene lugar absur-
damente en su misma antecámara. Además, una excesiva cantidad de apartes
le resta vivacidad al diálogo y verosimilitud al desarrollo general.
Sin estos inconvenientes, quizás habría encontrado más interés en el público,
puesto que no le faltaban recursos muy positivos en la eficacia teatral.
Los ambientes, por ejemplo, eran del gusto corriente en la época, sin ser, sin
embargo, demasiado trillados: la corte de Felipe II, el Escorial, el campo con
vistas sobre las ruinas romanas, la ermita con su diabólico falso ermitaño.
Pero sobre todo se insinúa en todas partes un sentido angustioso del tiem-
po. Un toque de campana le recuerda al rey que es la hora de la oración; un ins-
tante después, Felipe decreta la muerte de Escobedo para «antes de las nueve»
y Pérez, mirando el reloj, percibe el agobio de un plazo amenazador:

¡El reloj marca ya las ocho de la noche...!, ¡una hora más y ya no existirá uno de
los hombres más poderosos de la monarquía...! (1,9).

Cambiadas las suertes, ahora le toca a Pérez la condena a muerte, y el rey


la decreta para las once, como le manda a Fortún:

Cumplida la ejecución
ha de quedar a las once,

y agrega una cita:

¡Las tres en el monasterio


te han de dar...! (I, 9).

Y el carcelero de la torre les recuerda a Pérez y Ana «que a las once han de
cortar / una cabeza en la torre».
Y por fin estas once fatales, tan a menudo aludidas, se presentan concreta-
mente en la escena a través del tañer de las campanas y de la explícita referen-
cia en las palabras de Ana, llenas de pesadilla:

¡El reloj del Salvador


las once está dando ya! (II, 12).

Los dos, como hemos visto, consiguen fugarse, pero el agobio del tiempo
sigue su curso para llegar al punto más alto del climax cuando el verdugo en-
tra en la celda acompañado por «un religioso de San Francisco» que, con cierto
efectismo macabro, quizás también algo ingenuo, reza la didascalia, «dice con
voz espantosa»:

¡Pérez... tu última hora...! (II, 13).


IV. EL FLORECIMIENTO 115

Poco después, una campana que toca a maitines le recuerda al rey que ya
ha pasado la hora en que Fortún tenía que anunciarle la muerte de Pérez:

ya las tres han sonado (III, 2).

En Zaragoza, el rey nuevamente decreta una muerte, la de Lanuza,

ante que hoy de su carrera


el sol marque la mitad.

Le toca ahora a Vargas subrayar la angustia temporal en que se mueven:

¡Apenas falta una hora


para ese fatal momento! (IV, 1).

Esta vez no será el tañido de las campanas el que acompañará el vencimien-


to del plazo sino el estampido de un cañón, igualmente eficaz y de seguro efec-
to también por la influencia que ejerce en el proceder de la acción dramática.
Podemos decir que en cada acto se advierte la amenaza cercana de un pla-
zo mortal que va a expirar: única excepción, el quinto, en el cual asistimos en
cambio al apagarse penoso y cansado de la vida de Pérez, que el veneno trun-
ca a la postre definitivamente.
Tanta eficaz insistencia sobre un tema tan propio de la época pero no ade-
cuadamente rodeado por un desarrollo libre y desenvuelto de la trama se po-
dría considerar como una feliz oportunidad perdida.

el público de Madrid ha dado una prueba de su sensatez aplaudiendo lo que aplau-


sos merece, y perdonando en gracia de lo primero lo que es digno de censura. [...]
el primer acto es bueno [...], el segundo admirable [...] Comienza a declinar des-
de el tercer acto [...] mas en el quinto es donde cae completamente. [...] Ha recar-
gado el autor a todos sus personajes con tan sombríos colores que el ánimo se fati-
ga de no hallar más que monstruos y verdugos (Gaceta de Madrid, 26-X-1837).

pocas obras conozco, por mejor decir ninguna, en que el carácter cierto o su-
puesto que el siglo presente da al sombrío y tiránico Felipe II esté mejor trazado
y más sostenido (SALAS Y QUIROGA, NO me olvides, 1837, n.s 26).

No era en cambio un novato Antonio Gil y Zarate, quien, el 2 de noviem-


bre, estrenó en el Príncipe Carlos II el hechizado; era menos joven que los an-
teriores (había nacido en 1793) y ya había compuesto comedias y tragedias
neoclásicas. Ahora, «en u n momento de satánica tentación», según comenta
Mesonero Romanos, «se lanzó a ofrecer a la vista de u n público extraviado por
la pasión política u n drama de carácter terrorífico» 10 que, a pesar de algunas

10
Memorias de un setentón, cit., p. 490.
116 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

críticas negativas, encontró el favor de los espectadores, siendo repuesto por


diez días consecutivos y por un total de cerca de 30 representaciones en el pe-
ríodo de que nos estamos ocupando. La obra, en 5 actos, estaba escrita total-
mente en verso.

I Carlos II confía al padre Froilán, su confesor, su temor a estar hechizado y su re-


mordimiento por ser padre de una niña que tuvo en una aventura juvenil y de la cual
no sabe nada. Mientras que varios cortesanos intentan atraer al rey al partidofrancéso
al austríaco, entra el paje Florencio, que le presenta a su novia, Inés, la cual reconoce en
Froilán a un ser monstruoso que la persigue desde hace años. Froilán la amenaza y Flo-
rencio la ampara.
II. En la sacristía del convento de Atocha, Froilán y otros prelados convencen a
Carlos de que está endemoniado por causa de un hechizo puesto en el chocolate y que
tendrá que someterse a exorcismos. Froilán obliga con un chantaje al vicario a señalar,
en el momento oportuno, a Inés como la hechicera. El rey sale pasmado de la ceremonia
y cuando se recobra encuentra a su lado una carta del papa, que Froilán ha colocado
cerca de él a hurtadillas, en la que le impone apoyar, para su sucesión, al partido fran-
cés. Carlos, creyendo que se trata de un indicio divino, se declara dispuesto a obedecer.
En las últimas escenas va oscureciendo hasta llegar la noche.
III. En el palacio del conde de Oropesa, que las apadrina en nombre del rey, van a ce-
lebrarse las bodas de Florencio e Inés, en tanto que se oye pasar en la calle la procesión
de un auto de fe. De improviso, Froilán se asoma a la sala del banquete e Inés se desma-
ya. Se persona el mismo rey, que de repente cae en un delirio del que se recobra al oír a
Inés cantar acompañada por el arpa. Cuando se encaminan para la ceremonia del des-
posorio, comparece Froilán con los corchetes de la Inquisición y prende a Inés por he-
chicera. Las protestas de Florencio, que acusa a Froilán de insidiar a Inés, escandalizan
al rey, que abandona a los dos al poder de los inquisidores.
IV. En la cárcel de la Inquisición Froilán intenta vanamente conseguir el amor de
Inés. Un carcelero piadoso permite que Inés y Florencio se encuentren. En una plaza
varios amotinados, capitaneados por el Tremendo, asaltan las tiendas y el palacio de
Oropesa. Otros se dirigen a atacar la cárcel de la Inquisición. Liberados, Florencio e
Inés intentan escapar a sus perseguidores; Florencio coge una espada y se defiende, pe-
ro cae herido e Inés es capturada. Va oscureciendo hasta llegar la noche.
V. En el Panteón del Escorial Carlos se resiste afirmar el acta de sucesión en favor
de Francia, pero al final se deja convencer por el cardenal Portocarrero. En un salón re-
gio, mientras está pasando en la calle la procesión de la Inquisición, entra Inés, que ha
conseguido soltarse, y suplica al rey que la ampare. Gracias a un anillo y aun meda-
llón, Carlos reconoce en ella a su hija y decide salvarla, pero es incapaz de oponerse a
Froilán y a los demás inquisidores y la abandona. En el momento en que van a llevarla,
sale de entre los esbirros Florencio, que apuñala a Froilán y, a la invocación de éste, que
le pide: «¡Compasión!», contesta: «¡Venganza!»

Dejando a un lado por un momento las implicaciones políticas, que le colo-


can perfectamente en el clima de esta temporada, el drama era también el indi-
IV. EL FLORECIMIENTO 117

ce de un gusto que iba cambiando y que se afirmará de manera más concreta


en los años inmediatos: tonos novelísticos y sentimentales, triunfo final de
los buenos (aquí todavía relativo, pero claramente nuevo respecto a la derrota
total que caracterizaba a los demás dramas) y castigo de los malvados. Ade-
más, un retorno a una clase de dramas constantemente apetecida por el gran
público, con una trama que remitía de manera bastante explícita al teatro sen-
timental, en su vertiente más terrorífica (es el adjetivo usado por Mesonero) y
con todos los ingredientes más característicos (desde la monstruosa persecu-
ción sexual a la pureza e inocencia de la víctima, a la honradez del joven ena-
morado, a la anágnorisis y a la muerte del malvado), que traen fácilmente a la
memoria Elena o hasta La huérfana de Bruselas. Desde luego, ya que estamos ha-
blando de posibles influencias, habrá que recordar también esa Cornelia Boror-
quia que narra una historia muy parecida y que justamente había conocido dos
recientes ediciones en 1835 y 1836 (respectivamente en París y en Madrid), des-
pués de un silencio de 13 años. 11
Todos estos ingredientes seguramente contribuyeron al indudable éxito,
aunque el mayor atractivo de la pieza fuera debido a esa «pasión política» de
que habla Mesonero, tan viva en la época. Es evidente que lo que recorre todo
el drama es sobre todo una feroz polémica contra la tiranía de u n poder que ya
no es el monárquico, como en las obras anteriores, pero que procede de la mo-
narquía gracias a la debilidad enfermiza y a la mente trastornada del último de
los Austrias.
Por otro lado, la figura de Carlos II, más allá de los intentos de propaganda
política, era presentada con particular eficacia y no sin algún toque de humana
piedad en sus ademanes de fantoche en las manos impías de los inquisidores,
y sobre todo de ese don Froilán Díaz que es otra figura eficazmente lograda
(aunque, a lo que parece, gracias a un falseamiento de la historia). Los diálogos
entre los dos, en los que el rey suplica un apoyo espiritual y el confesor se apro-
vecha despiadadamente de él, representan ciertamente uno de los aspectos de
mayor interés teatral de la obra. El sabor de actualidad de estas escenas era tan-
to más vivo en cuanto que, si los dramas anteriores parecían atacar una políti-
ca absolutista como la de don Carlos, el de Gil polemizaba con el dominio del
clero reaccionario tan propio del carlismo, que era el blanco de las críticas de
los liberales.
Al lado de Froilán se levanta todo el aparatoso y espeluznante ritual de los
exorcismos y los autos de fe, de gran impacto sobre el público, a pesar de ser
narrados o evocados (si bien en un trasfondo de cantos, sonidos y proclamas),
lo cual no deja de reducir un poco la teatralidad.
En medio de un ambiente tan supersticioso y cobarde se levanta la figura
anacrónica, pero muy en simpatía con los sentimientos de los espectadores, de

11
En la reseña publicada en el Semanario Pintoresco del 3 de diciembre se comenta que «los que
hayan leído la Cornelia Bororquia o recuerden la pasión de Claudio Frollo hacia la gitana Esmeral-
da de Víctor Hugo encontrarían [...] muy poca novedad».
118 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

Florencio, un auténtico liberal que no duda en reprochar a los cortesanos su te-


merosa conformidad con los más monstruosos atropellos de la dignidad hu-
mana perpetrados por la Inquisición:

¡Y ante un tribunal injusto


siempre siervos temblaréis!
Esos nobles infanzones
que conquistaron el mundo
a los pies de un fraile inmundo
hora humillan sus blasones.
¡O mengua! ¡o torpe baldón!
¡Cómo España ha de ser grande
si consiente que la mande
quien le imprime tal borrón? (III, 10).

Versos que debieron de sonar parenéticos para unos espectadores en su


gran mayoría adictos al partido de Cristina.
La crítica (Ruiz Ramón, 12 Peers, 13 Shaw 14 ) no ha sido en general muy favo-
rable a la obra, que fue acusada de improvisación y vulgaridad, en tanto que
recibió juicios muy positivos de parte de algunos contemporáneos.

es sin duda uno de los mejores dramas representados en la escena española (El
Siglo XIX, 1837, p. 175).

es el verdadero drama del siglo xix: grande y filosófico como éste, es una lección
del gran libro de la historia, que no caducará (Gaceta de Madrid, 8-XI-1837).

el concurso fue numeroso desde sus primeras representaciones. [...] el drama


pertenece entera y completamente a la moderna escuela. [...] La historia no ha
impedido el vuelo a la imaginación del autor, pues no ha titubeado a dar una hi-
ja al impotente [...] y en hacer inquisidor tirano, fraile impío y sacrilego, mons-
truo sangriento y feroz, al buen padre Maestro Fr. Froilán Díaz (Semanario Pinto-
resco, 3-XII-1837).

Don Manuel Bretón de los Herreros, que en 1834 ya había tocado la cuerda
ultrarromántica en el melodramático Elena, se presentaba en 1837 como defini-
tivamente conquistado por la nueva escuela, dando a luz, separadas por una
distancia de siete meses, dos obras plenamente románticas: una comedia, Mué-
rete y ¡verás!, y u n drama histórico, Don Fernando el emplazado, totalmente
asimilado, este último, a las más recientes manifestaciones dramatúrgicas. Y si
la comedia remitía evidentemente, como veremos, a Los amantes de Teruel, el
drama se presentaba, según la fórmula ya experimentada en Antonio Pérez, co-

12
Cf. Historia del teatro español, Madrid, Cátedra, 1986,1, p. 333.
13
Cf. Historia del movimiento romántico, cit., I, pp. 365-368.
14
Cf. V. GARCÍA DE LA CONCHA, Historia de la literatura española, cit., pp. 343-344.
IV. EL FLORECIMIENTO 119

mo la continuación de Doña María de Molina, pieza estrenada cuatro meses an-


tes, que por cuestiones de método será analizada más adelante. 15 En efecto, era
la historia, muy novelada, del final de la vida de ese Fernando IV que el drama
anterior presentara en el momento de la primera infancia. Eran 5 actos total-
mente en versos, cuya acción se imaginaba desarrollada en Martos y en Jaén en
el año 1312.

I. En el palacio real, en Martos, Pedro Carvajal pide a Juan Antonio Benavides la


mano de su hermana Sancha, que el altanero rico-hombre le niega desdeñosamente. Su
hermano Gonzalo Carvajal lleva al rey Fernando IV una embajada de la reina María de
Molina en que ésta le pide el permiso de reunirse con él. Fernando, apoyado por su tío
el Infante don Juan, no sólo se niega a acceder a los deseos de su madre, sino que destierra
también al mensajero. Los hermanos Carvajales, a los cuales se ha juntado un tercero,
el sacerdote Juan, maestre de Calatrava, se despiden mutuamente. Estalla un tumulto
en el cual son apresados Pedro y Gonzalo y es muerto Benavides: oculto placer del rey
que así ve allanado el camino hacia Sancha, a la que quiere convertir en su amante. La
escena se va oscureciendo progresivamente.
II. En la torre inmediata a la cárcel don Juan intenta corromper a dos plebeyos para
que atestigüen contra los Carvajales: uno acepta, pero el otro se rebela. Sancha se pre-
senta al rey para pedir justicia en favor de los Carvajales, que no sólo no participaron
en el motín sino que intentaron frenarlo. Pero el rey ve en su ruego un gesto de amor
hacia Pedro y se enfurece. Sancha convence al carcelero a dejarla ponerse en contacto
con los presos. Juan bendice las bodas de la joven con su hermano.
III. En una colina, mientras el rey está disfrutando voluptuosamente de los placeres
de unos jardines árabes, los soldados llevan al suplicio a los dos Carvajales. No valen
las súplicas de Sancha y del pueblo: el rey se mantiene firme en su decisión. Se desata
una terrible tormenta, todo se oscurece, pero Fernando se queda, tercamente, para asis-
tir a su muerte. Juan Carvajal le reta ante del tribunal de Dios dentro de treinta días.
Con un último trueno espantoso, los dos hermanos son despeñados y el rey se desmaya.
IV. En una arboleda cerca de Jaén, tres días ante del vencimiento del plazo, los
cortesanos intentan inútilmente animar al rey Fernando, que está gravemente des-
mejorado. Llega Sancha, a la que ha liberado de la cárcel y que le echa en cara su
maldad. Fernando manda ajusticiar a don Juan (que sin embargo logrará fugarse)
para ofrecerlo como víctima expiatoria a la venganza divina. Disfrazado de peregri-
no, Gonzalo Carvajal se acerca a Sancha, se le revela y la lleva consigo. Es una no-
che de luna.
V. En la cámara del rey en Jaén, el 7 de septiembre, día en que va a expirar el pla-
zo. Fernando parece que se ha recuperado y está participando en un banquete. Pero un
mal repentino le sobrecoge y el médico anuncia su próxima muerte. Se llama para con-
fesarle a un religioso, que no es otro que Gonzalo Carvajal disfrazado, quien le recuer-
da todas sus fechorías hasta que el rey muere y él se aleja rápidamente. Se proclama
rey a Alfonso Onceno.

15
PEERS cita el antecedente barroco de La inocente sangre de Lope de Vega (op. cit., I, p. 369).
120 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

La pieza resultó bastante exitosa de momento, pero no consiguió una vida


escénica muy larga, ya que, estrenada el 30 de noviembre de 1837 en el Prínci-
pe, sobrevivió sólo hasta 1838. Era una hábil amalgama de varios ingredientes
de éxito, compuesta por un poeta que ya llevaba años de experiencia teatral y
por tanto sabía dosificar oportunamente todos los secretos del oficio. No aña-
día, en cambio, nada propiamente nuevo, y por consiguiente su desenlace, co-
mo apuntaba maliciosamente Salas y Quiroga en No me olvides, era fácilmente
previsible.16
Se trataba de la enésima historia de un amor purísimo contrastado por la
lujuria de un poderoso, pero, como ya ocurría en Carlos II y se hará todavía
más corriente, con un final semifeliz por el castigo que afecta al malvado antes
de que baje el telón.
Por supuesto, en la obra latía un fondo ideológico liberal y antiabsolutista
que tampoco era, a estas alturas, ninguna novedad, y que se manifestaba en
varios parlamentos hasta culminar en la sentencia pronunciada por Sancha:

Libertad es don de Dios (IV, 5).

Uno de los mayores atractivos de la pieza estuvo quizá representado por


una eficaz recuperación de esas tragedias del destino que habían salido a es-
cena en 1835, y que ahora, oportunamente entrelazadas con el tema del pla-
zo, pudieron crear un conjunto exquisitamente espectacular. Como en el
modelo sumo de Werner, aquí el destino coincide con una fecha, el 7 de sep-
tiembre, que es el día en el que expira el plazo y en el que el destino de Fer-
nando se cumple inexorablemente. Como en Los amantes de Teruel, el autor
crea expectación a través de tres parcelas temporales: los treinta días esta-
blecidos por Juan Carvajal, los tres días que faltan en el acto IV, y el día fatal
del último.
Y como en el drama de Rivas, el destino se hace visible en la escena a través
de los truenos y relámpagos que acompañan la muerte de los dos hermanos
(tal vez por pura casualidad, en ambos dramas los personajes se despeñan), en
tanto que una mano invisible obliga al rey a quedarse hasta el final («¡La mano
de Satanás / me clava aquí!» [III, 8] ).17
Bastaría esta escena para asegurarnos acerca de la adhesión de la obra al
romanticismo,18 pero hay varios motivos más. En primer lugar el amor, senti-
do como pasión intensa («amor que es ya frenesí, / le rinde mi corazón, / y con

16
Véase la reseña en la p. 122.
17
La idea del destino aparece también en la pasión que arrastra a Fernando y que le lleva a ex-
clamar: «esa mujer es mi signo» (IV, 2).
18 Cf. PEERS, op. cit, I, p. 370: «la parte verdaderamente romántica (por no decir melodramáti-
ca) de la obra comienza con la escena del emplazamiento, montada convincentemente con gran
aparato de truenos y relámpagos, y sólo termina con el asesinato de Fernando a mano de Don
Gonzalo» (en realidad, el protagonista muere por causas naturales).
IV. EL FLORECIMIENTO 121

la misma pasión / el suyo late por mí», declara Pedro a Benavides [1,1]) y uni-
do con la muerte, ya desde el principio, cuando Pedro se despide de Benavides
con esta sombría amenaza:

O el altar para los dos


o tumba para los tres (1,1).

Amor y muerte reaparecen estrechamente enlazados en las palabras fina-


les de Pedro, u n instante antes de morir:

¿Quién dijera que en mis bodas


fuera esta peña el altar,

y áspero derrumbadero
mi tálamo conyugal! (III, 8).

Mucho espacio se concede también al sentimiento del tiempo, entendido


no sólo como plazo, sino también como tedio existencial, que le dicta a Fer-
nando versos ricos de reminiscencias manriqueñas:

¡Horas amargas!
¡para el tormento tan largas,
para la vida tan breves! (IV, 2).

Con un sentido igualmente intenso de desengaño, Pedro Carvajal se queja de

nutrir risueña esperanza


y verla agostada en flor (II, 15),

en tanto que Sancha reflexiona sobre la falta de placer en los recuerdos de u n


tiempo feliz:

Si recuerdo que mi infancia


meció cuna de marfil,
ni aun me sirve de consuelo
el recordar lo que fui (IV, 11).

Muy en consonancia con las orientaciones propias de la dramaturgia ro-


mántica es también el dinamismo escénico, logrado a menudo por medio de la
irrupción de personajes que se abren camino entre los demás, como ocurre con
Sancha, o de los episodios en que la escena se ve poblada por turbas en conti-
nuo movimiento, con intervenciones de personajes anónimos que atraen la
atención ahora a un lado ahora al otro (por ejemplo, al final del acto III).
Habrá en fin que recordar los sonidos de los atabales acompañados por
los pregones que anuncian la condena a muerte, la gritería y los murmullos
122 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

contenidos del pueblo y, desde luego, la violencia de los truenos, uno de los
cuales acompaña el suplicio de los dos hermanos.
Por lo que atañe a los juegos de luz, Bretón emplea el método, ya adoptado
en Carlos II, de la disminución paulatina de la luz que lleva a la oscuridad noc-
turna al final del acto (actos I y IV); lo cual, si no era una novedad absoluta (se
daba, por ejemplo ya en la cuarta jornada del Don Alvaro), indicaba de todas
formas un refinamiento de las técnicas escénicas, creando en el público una
particular expectación de uno de esos acontecimientos trágicos que ya desde la
época de los dramas sentimentales estaban asociados comúnmente con la os-
curidad, como había teorizado Burke.

Nosotros le hallamos el defecto de no tener un plan bien combinado, de tener


personajes que para nada hacen falta, de no tener más que dos caracteres bien de-
signados: el de Sancha que es excelente y el del Rey (Eco del Comercio, 3-XII-1837).
Todos los Reyes que han sido despóticos y perversos, hallan favorable aco-
gida por los autores románticos [...]. Otro cargo no menos grave [...] es el haber
dos acciones totalmente distintas: la muerte de los Carvajales y la de D. Fernando
(Gaceta de Madrid, 7-XII-1837).

Los dramas del día se parecen tanto unos a otros que, teniendo esto presen-
te, la desgracia de los hermanos Carvajales y el emplazamiento del rey de Castilla,
sabíamos casi a punto fijo la marcha de la obra del Sr. Bretón. [...] El final sobre
todo es incomprensible. La revolución que en él estalla es un misterio... (SALAS Y
QUIROGA, No me olvides, 1837, n.s 32).

Aunque no fuera la última obra de la serie (se estrenó el 24 de julio en el


Príncipe), Doña María de Molina —otro fruto de un ingenio novel, don Maria-
no Roca de Togores, marqués de Molins— podría interpretarse como la con-
clusión del ciclo histórico-político y la apertura hacia nuevas experiencias. De
cierta forma, inaugura un nuevo filón que será explotado a fondo por Zorrilla
y Rubí, el del drama patriótico con final alegre y victoria de los buenos, que ya
tema una tímida premisa en Carlos II.

I. La proclamación. Se celebran las Cortes en Valladolid, con fiestas, justas y gene-


ral alegría. El procurador Alfonso Martínez y otros hombres del pueblo observan y
comentan, manifestando su devoción a la reina regente, doña María de Molina, y a su
hijo, el niño Fernando IV, que acaba de ser proclamado rey. Entre músicas y bailes en-
tra la reina en el Campo de la Verdad, recibiendo las felicitaciones de Alfonso y de Die-
go López de Haro. Fingiéndose respectivamente enviados por el rey de Portugal y por
el de Aragón, llegan el pretendiente don Juan, infante de Castilla, y Pedro, infante de
Aragón, que son acogidos cordialmente por doña María. Quedándose solos con el
abad de Sahagún, discurren planes para quitarle el trono a Fernando.
II. Don Enrique. A la espera de que empiece el torneo, el infante Pedro, enamora-
do de la reina, sondea el ánimo de Haro, que le descubre su amor por la misma. El viejo
Enrique, que también aspira al trono, piensa envenenar a doña María con la ayuda del
IV. EL FLORECIMIENTO 123

médico judío Tubal, pero antes intenta vanamente convencer a la reina de que se case
con Pedro. A Enrique, que le recuerda su pobreza, la reina le replica despojándose de to-
dos sus ornamentos y rogándole que los venda. Don Juan, don Pedro y don Enrique
manifiestan su mutua desconfianza.
III. El banquete. Durante un banquete en el palacio de don Enrique, éste presenta a
la reina una copa ricamente labrada, que contiene el veneno preparado por Tubal, invi-
tando a beber tras ella a don Juan y don Pedro. Pero la reina la subasta y quien ofrece
más entre todos es el mercader Alfonso, al cual la reina entrega la copa. En un gesto
simbólico, Alfonso derrama el contenido, afirmando que el pueblo está dispuesto a de-
rramar su sangre. Haro, que ha sido el vencedor del torneo, reta a don Pedro, que le pro-
voca. Don Pedro se acerca a la reina y le propone abiertamente el casamiento, que ella
rechaza. La reina descubre la traición de Enrique, pero éste la persuade de que es amigo
suyo y de que sus verdaderos enemigos son don Juan y don Pedro.
IV. La conjuración. En la iglesia de las Huelgas se reúnen, de noche, los conjura-
dos. El abad encarga a dos sicarios la muerte de Diego de Haro, que va a venir a las do-
ce. Celebra la ceremonia de la coronación de don Juan, quien jura absoluta fidelidad a
la Iglesia. De improviso, aparece en un nicho la reina acompañada por Enrique, Haro,
Alfonso, etc., y don Juan se asusta. Tubal se lanza contra ella, pero es detenido por Al-
fonso, que le mata. Enrique susurra a don Juan: «Confía en mí. Ya eres rey.»
V. Las Cortes. En el vestíbulo de las Cortes, diálogo concitado entre Alfonso y
Enrique, en el que éste intenta en balde sobornar al otro, en su favor, contra la reina.
Luego entrega al sicario Lope la llave de la cárcel de don Pedro y don Juan. En el sa-
lón de las Cortes la reina preside una asamblea en la que se juzga a los conjurados,
pero llega el anuncio de que éstos se han fugado y capitanean una insurrección. De-
sesperación de doña María, que ya no encuentra a su hijo. Cuando parece que los in-
surrectos van a vencer, llega la noticia de que Alfonso, llevando al combate al niño,
ha conseguido levantar los ánimos y derrotar a los enemigos. Entra por fin el propio
Alfonso con el niño en brazos, gritando: «¡Viva el rey!» La reina pone la corona en la
cabeza de Fernando.

La trama era bastante complicada y para su entera comprensión tal vez hi-
ciera falta cierto conocimiento de los hechos y de la situación, lo cual consiguió
en parte Roca publicando la obra antes de su estreno y enriqueciéndola con no-
tas que responden también al intento de demostrar la sustancial autenticidad
de los acontecimientos representados o justificar las violaciones del dato histó-
rico. En efecto, el autor se había documentado con escrúpulo quizás excesivo
en la Historia del Padre Mariana, sin tener en cuenta, en cambio, La prudencia en
la mujer de Tirso, de cuya existencia se enteró solamente después de escribir el
drama; por tanto, y a pesar de ciertas obvias coincidencias, no podemos consi-
derar Doña María de Molina como una refundición más.
El lector moderno no sabría apreciar el importante éxito de este drama,19

19
Por otro lado no exento de defectos que PEERS, quizás con demasiada severidad, identifica
en losflacosde la trama y lo tedioso de los diálogos y los personajes {op. cit., I, p. 361).
124 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

atestiguado por las reseñas y por el número de reposiciones (7 seguidas y otra


quincena en el período romántico), sin reflexionar sobre su valor circunstancial,
que inducía a los espectadores a comparaciones entre las regencias de María de
Molina y de Cristina, igualmente acosada por un pretendiente ilegítimo y por
cortesanos infieles.20 Por otro lado, Roca, como subrayaba el recensor de la Ga-
ceta de Madrid, había esparcido alusiones muy explícitas «para más asegurar el
éxito de la obra»; de manera que bien podía Donoso Cortés, en el prefacio a la
edición de 1837,21 afirmar que el poeta «ha elegido un asunto que, pertenecien-
do a lo pasado, pertenece también a lo presente»: que era, en fin, el propio pro-
grama del Discurso de Duran.
Hábilmente, Roca inserta de vez en cuando expresiones destinadas a conmo-
ver a los espectadores, como «gloria española», «libertad», «española libertad»,
o afirmaciones muy comprometidas, puestas en la boca de la protagonista, como
«que trono y libertades son lo mismo» (II, 4) o que de ella su hijo sólo mamó

el odio a la opresión, al despotismo,


a los tiranos (V, 8).

Ni titubeaba en lanzar explícitas referencias a la regencia de Cristina:

llegará un día,
y una Reina, una madre, el cetro mismo
sostendrá que me usurpas, y su pueblo
libre, felice, victorioso, unido,
su nombre aclamará cual la divisa
de libertad y amor... (V, 8).

Era un cambio de rumbo respecto a tantos dramas antimonárquicos, al cual


se asociaba otra novedad destinada a perpetuarse a lo largo de las temporadas
siguientes: la diferente figura del héroe romántico, aquí encarnado en Alfonso.
Ni triste, ni fracasado, ni perseguido por un destino hostil, ni tampoco noble, el
nuevo héroe es emprendedor, incorruptible, hábil, valeroso, y al final vence-
dor: encierra en sí los ideales burgueses de las nuevas generaciones, más o me-
nos los mismos que desde hacía algunos años venían caracterizando a varios
protagonistas de las comedias contemporáneas. No es casual que los llevara a
la escena un joven de 25 años, como era a la sazón don Mariano Roca.
Todo debía ser diferente en esta obra: también lo era la trama, que por pri-
mera vez renunciaba a narrar una historia de amor para tratar un asunto esen-
cialmente político. El amor existe, sin embargo: es el amor mudo e introvertido

20
La obra se estrenaba además en ocasión del cumpleaños de Cristina, con evidente inten-
cionalidad, como subraya el crítico de la Gaceta de Madrid del 27 de julio: «Nada más propio pa-
ra solemnizar los días de la inmortal Cristina, que la elección de este drama, cuyo argumento tie-
ne tanta analogía con las presentes circunstancias.»
21
Página 31.
IV. EL FLORECIMIENTO 125

de Haro y el impetuoso de Pedro, ambos pintados con gracia, pero sin particu-
lar influencia en el desarrollo de la acción.
No por eso faltan los motivos románticos como la explotación de los am-
bientes lúgubres (la iglesia de las Huelgas con el sepulcro de la reina a medio
labrar) o de la oscuridad; la misma lucha por la libertad, aunque anacrónica
(Donoso habla al respecto de «bastardo filofismo»),22 se inserta muy bien en
la sensibilidad de la época. Asimismo, remite al movimiento romántico una
historia que siempre roza los límites entre la vida y la muerte, y que tiene su
momento más espectacular en el acto II, cuando la copa con el veneno está
siempre a punto de ser apurada hasta que Alfonso derrama su contenido. Lo
cual podrá ser, como mantiene Peers, uno de «los flacos de la trama», 23 pero
debió de procurar u n momento de intensa emoción, que Donoso describe,
preguntando:

¿quién pudo mirar sin estremecimiento y pavor volando de mano en mano aquella
pérfida copa?24

Joven e inexperto, sin embargo, Roca no desconocía la capacidad de crear


intriga o sorpresa, como demuestra, entre otras, la escena «de gran espectácu-
lo» en que la reina interrumpe la ceremonia de la coronación de don Juan, que
la didascalia describe con atentos pormenores:

Cuando don Juan va a subir al altar y a -poner sobre su cabeza la corona, y al mismo
tiempo que resuena por la iglesia el viva de los conjurados, el cuadro que cubre el nicho del
retablo se desploma con estrépito: la Reina aparece en él con una antorcha en la mano y en
hábito de religiosa: detrás un caballero armado y encubierto.

en otras circunstancias no hubiera obtenido los aplausos entusiásticos que aho-


ra ha conseguido, y mucho se engaña el que todos aquellos los atribuya al dra-
ma, y no a las alusiones que encierra {Gaceta de Madrid, 27-VII-1837).

pensamiento altamente político y moral, y que a par del interés histórico reúne
en sí todo el que pudiera apetecerse en las más dramáticas creaciones (Semanario
Pintoresco, 30-VII-1837).

El drama pertenece a la escuela moderna: que imitando a la nuestra del siglo


xvn, pero no copiándola servilmente, forma y asimila a nuestra época las crea-
ciones de aquel tiempo (Observatorio Pintoresco, 30-VII-1837).

Influido tal vez por la obra anterior, Patricio de la Escosura hizo su segun-
da prueba como dramaturgo estrenando el 19 de noviembre, en el Cruz, esa
Bárbara Blomberg en la cual el propio autor encontraba «cierta languidez»
22
En el citado prefacio, p. 32.
23
Op. cit, I, p. 361.
24
Op. cit, 22.
126 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

debida al «deseo de evitar exageraciones» que había surgido en él al darse


cuenta de que, al representarse La corte del Buen Retiro, «el público, indulgente
en estremo con el drama, repugnó sin embargo abiertamente todo lo que en él
halló de transpirenaico». 25
Efectivamente, esta segunda experiencia fue notablemente inferior a la pri-
mera. Siguiendo la pauta de Roca pero llevando a las extremas consecuencias,
de manera bastante simplista, las innovaciones introducidas por él, Escosura
nos da un drama de pretensiones históricas (se refiere a los amores de Carlos V
con una dama alemana, de los cuales nació Juan de Austria) 26 pero en realidad
abiertamente novelesco, en el cual campea como auténtico protagonista (a pesar
del título) un Carlos V caballeroso, espadachín y exasperadamente clemente.

Para salvar el honor de su amiga la duquesa Blanca, casada con un ilustre persona-
je de la Corte y amante de Carlos V, que se encuentra ahora embarazada, Bárbara Blom-
berg acepta la propuesta del mismo emperador de atribuirse la maternidad del que va a
nacer, despertando asila desesperación y los celos de Blomberg, su padre, y de Roberto,
su novio, persuadidos de que ésa sea la verdad. Carlos entonces otorga la gracia al padre
y al novio, condenados a muerte por luteranos. Pero Roberto no puede hacer uso de ella
porque se ha envenenado. La escena tiene lugar en Ratisbona en el palacio real, en la ca-
sa de Blanca y cerca de una ermita, a «mediados del siglo xvi»; dura varios meses.

Fundado en un juego bastante sencillo de apariencias y realidad, procede a


través de situaciones efectistas: Carlos afronta solo a Roberto y le desarma; en-
tra en la casa de Blanca pasando por una puerta secreta; los conjurados se reú-
nen en una ermita adonde llega Carlos, enfrentándose solo a sus enemigos;
Blomberg pide a su hija explicaciones acerca de sus relaciones con el empera-
dor, y ella no puede mostrar su inocencia por estar ligada a la promesa de no
revelar el secreto.
Y, como ya en Doña María, aunque con menos intensidad y frecuencia, re-
suenan esas frases destinadas a hacer mella en el sentido patriótico del audito-
rio, como la pronunciada por Quijada, gentilhombre del emperador, que, al
expresar Blomberg admiración por su bondad, le contesta:

Soy noble y castellano (V, 1).

O como la del mismo Carlos, que proclama:

Propios y estraños
saben que más que Rey, soy caballero (V, dlt.).
25
En el prefacio a Don Jaime el Conquistador, cit.
26
Se aparta de la tradición que atribuye la maternidad del célebre bastardo a Bárbara Blom-
berg, para seguir, como afirma el Semanario Pintoresco, «algunas opiniones de que no fue ésta la
verdadera dama de Carlos V» y por tanto «se ha valido de esa obscuridad y dudas [...] para inven-
tar su acción y hacerla interesante».
IV. EL FLORECIMIENTO 127

O, finalmente, como otra declaración de Carlos:

De lealtad fue modelo


siempre mi pueblo Español (1,3).

El drama presenta recursos escenográficos felizmente logrados, como el


juego de luz que, inversamente a lo que ocurría en otros dramas, va aumen-
tando gradualmente, de manera que se pasa de la noche al día. Esto se produ-
ce en el acto IV, cerca de la ermita «desmantelada pero no ruinosa», que es un
toque de originalidad dentro del manierismo.
También vale la pena anotar la hábil explotación de dinamismo y estatici-
dad en la escena novena del acto III, donde varios conjurados cruzan el esce-
nario, algunos ocultamente, hasta que, reza la acotación:

Antes de concluirse la escena cesa el movimiento, y hay gran silencio.

Un silencio rico de expectación que prepara la llegada repentina de Carlos.


Sin embargo, a pesar de estos recursos que pudieron influir en el éxito, por
otro lado no asombroso (5 representaciones en 1837 y una en 1839), la obra
procede estancamente a lo largo de los 4 actos, todos en verso, tanto por la es-
casa verosimilitud de los lances (dos veces Roberto consigue esconderse, una
primera en el propio palacio real y una segunda en casa de Blanca; Carlos se
aleja solo de sus tropas y se encuentra rodeado por sus enemigos) como de la
causa que los determina: un malentendido que lleva a creer que Bárbara es la
amante del emperador.
Asimismo, las figuras han perdido esos matices connotativos que habían
caracterizado a los primeros dramas, para volverse monótonas en su perfec-
ción, desde la clemencia desorbitada de Carlos V, que revela tonalidades
melodramáticas (no casualmente llama a la memoria la metastasiana La cle-
mencia de Tito), a la terca fidelidad a la palabra de Bárbara, al integrismo fa-
nático de Roberto, que sin embargo tiene trazos logrados, sobre todo en la
orgullosa reivindicación de su fe («Soy rebelde y luterano», proclama delan-
te del emperador).
No faltan sin embargo raros momentos en los que la rigidez del personaje
se atenúa. El perfectísimo Carlos advierte el contraste entre su personalidad
pública y la privada:

Entrambos mundos temblarme,


y una muger sujetarme (1,2).

También el inflexible Roberto se ablanda al final, poco antes de morir, y es-


trecha la mano del odiado enemigo:

Dame tu mano, Emperador. Venciste (IV, últ).


128 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

es un drama que no da lugar a grandes encomios, ni mucho menos a severa crí-


tica: el público ha dado una prueba de su justicia aplaudiéndolo, y creemos que
el Sr. Escosura habrá quedado satisfecho. No puede ciertamente competir con
su anterior producción La Corte del Buen Retiro (Gaceta de Madrid, 22-XI-1837).

se descubre el talento poco común de su autor y su conocimiento del teatro y del


corazón del hombre. [...] Mayor defecto es a nuestro juicio el de hacer fundar el
interés del drama sobre un adulterio [...] porque hay ciertas cosas que o no se en-
tienden o cubren de rubor al oírlas la frente de una señorita (Eco del Comercio,
22-XI-1837).

La acción es interesante, la verdad histórica no está alterada, hay situaciones


dramáticas, caracteres contrapuestos y bien sostenidos, conocimiento del cora-
zón humano y bella versificación. [...] [Ha] pasado este drama con mucha acep-
tación, sí, pero sin grandes y extraordinarios aplausos en la parte del público
menos inteligente (Semanario Pintoresco, 20-XII-1837).

Escosura intentó un tercer ensayo dramático al finalizar la temporada, el 3


de febrero de 1838 (Teatro del Príncipe), con los cinco actos en verso de Don
Jaime el Conquistador, ambientado «en Zaragoza y sus inmediaciones, a princi-
pios del siglo XHI». En esta obra, conforme declara el autor en la introducción,
intentó evitar tanto los excesos de La corte del Buen Retiro como la languidez de
Bárbara Blomberg, «dejando al ingenio seguir la senda que le marcaba la inspi-
ración del momento»: es decir, si no se trata de afirmaciones genéricas, apli-
cando enteramente el programa del subjetivismo romántico. 27

í. La reina doña Leonor tiene celos de Teresa de Vidaura, a quien efectivamente el


rey don Jaime hace requerimientos amorosos que la dama sin embargo rechaza, del mis-
mo modo que niega orgullosamente las acusaciones de la reina. Ésta, después de pedir-
le inútilmente a Jaime que la destierre, la echa del palacio.
II. Gran vaivén en el castillo de doña Teresa: el mayordomo del rey, el escudero San-
cho, el conde de Ampurias (que aspira a la mano de Teresa), el rey mismo, un legado del
papa, el obispo de Gerona, y finalmente la reina. El legado anuncia que el papa ha con-
cedido el divorcio a don Jaime por haberse casado sin licencia con una parienta de tercer
grado. Teresa se alegra de la humillación de Leonor.
III. Han pasado tres años. Es de noche. En el Alcázar de Zaragoza don Jaime espera
a Violante de Hungría, con quien va a casarse. Pero antes quiere librarse de Teresa (que
ahora es su amante) y de la promesa de matrimonio que le hizo. Teresa recibe del conde
de Ampurias —que sigue enamorado de ella— la noticia del próximo casamiento del
rey y se lo echa en cara a Jaime, el cual alega el pretexto de la razón de estado.

27
PEERS afirma que en esta obra Escosura «ha logrado crear una variante del drama románti-
co nada desacertada que incorpora algunos de los mejores elementos del arte clásico» (op. cit., II,
p. 208). También ALBORG ve cierto aspecto de tragedia clásica en la rigurosa unidad de acción»
(op. cit., p. 623).
IV. EL FLORECIMIENTO 129

IV. Teresa busca la alianza del conde de Ampurias y del obispo de Gerona contra el
rey. Don Jaime manda al conde que se case con Teresa, pero él se niega. Al obispo, que,
habiendo sido testigo de la promesa de matrimonio, lo proclama públicamente, el rey le
hace prender por sus soldados.
V. Hierven los preparativos para las bodas de don Jaime con doña Violante. El rey
pacta con el legado pontificio la suspensión del entredicho que se le ha aplicado por en-
carcelar al obispo. Mientras se celebra el rito en la capilla, entran doña Teresa, tapada,
y el obispo con el conde de Ampurias, que le ha liberado. Cuando Teresa se dispone a
impedir las bodas, sale el cortejo y ella se desploma. Don Jaime proclama a Violante rei-
na de Aragón.

Drama histórico que, dentro de la libertad concedida a la fantasía, reprodu-


ce hechos y situaciones reales, se pone en la línea de la dramaturgia de la épo-
ca y pinta, por enésima vez pero con fuertes trazos, a u n tirano que todo lo
atropella con tal de satisfacer su inconstancia amorosa: un carácter que se im-
pone por lo tenso y agresivo, pero que no conoce esos matices que eran uno de
los productos más refinados del romanticismo.
Y, en efecto, muy poco tiene ya de romántico este drama en el que no apa-
rece otra pasión que la ambición y en el que el amor es sustituido por el capri-
cho erótico; en el que todos los personajes son planos en su perfección: desde la
orgullosa y tenaz Teresa hasta el candido obispo terco en su amor a la verdad,
el conde de Ampurias, netamente contrapuesto a don Jaime en su constancia
amorosa, el diplomático legado del Papa, etc. Tampoco aparecen ni ese sentido
del tiempo que caracterizara a tantos productos del romanticismo, ni la angus-
tia existencial, ni la conciencia de la muerte.
Para Peers se trata de «aquel tipo de obra peculiarmente ecléctica que en-
tonces sustituye en gran medida al drama romántico, hasta el advenimiento
de Echegaray». 28 Quizás se podría afirmar más sencillamente que Escosura
quiso dramatizar u n suceso histórico sin algún prejuicio estético, como pare-
ce indicar en el prefacio ya citado. Naturalmente, no salió de su propia épo-
ca, ya que cierto parentesco con la producción contemporánea es igualmente
visible; lo que le faltó fue la capacidad o quizás la voluntad de adecuarse a
ciertas premisas culturales que por otro lado ya se habían convertido en este-
reotipos.
Sin embargo, el resultado no fue u n producto de segundo orden. Sobre to-
do hay motivos de interés que mantienen despierta la atención del espectador
y cierta sensibilidad espectacular que se manifiesta esencialmente, pero con
gran riqueza, en el último acto. Es aquí donde las acotaciones menudean,
atentas no sólo al montaje escenográfico sino también al movimiento de los
actores.
Merece la pena reproducir la didascalia inicial, que revela una singular
competencia técnica:

28
Op.cit, II, p. 207.
130 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

Galería del Palacio de Zaragoza. Decoración con rompimiento después del segundo bas-
tidor.—En el fondo (cuarto bastidor) puerta de la Capilla real que a su tiempo debe abrirse y
dejar ver lo interior.—Puerta a la derecha (del actor) que es la entrada general; a la izquierda
otra de la cámara del Rey, el espacio entre el rompimiento y el telón de foro es la comunica-
ción con lo interior del Palacio. La galería estará adornada con lujo y elegancia, e iluminada
con muchas bujías: adviértense los preparativos de una gran función.

Igual minuciosa atención se dedica al movimiento de los actores. En la es-


cena primera:

Al levantarse el telón aparecen los indicados en grupos. Los demás Caballeros van en-
trando sucesivamente todos por la puerta de la derecha quedándose unos en la primera gale-
ría y yéndose otros a pasearse entre el rompimiento y el telón del foro.

Lo mismo ocurre a cada cambio importante de escena: el autor indica no


sólo la colocación y el movimiento de los personajes sino que también les su-
giere los gestos adecuados: los caballeros hacen plaza y saludan a don Pedro
(esc. 2.a); el rey y la infanta «se descubren e inclinan» (esc. 3.a); el rey «clava la
vista» en el legado (esc. 5.a); doña Teresa habla al oído del portero (esc. 10.a), y
así sucesivamente, en un acumularse de indicaciones pormenorizadas (de las
cuales se ha dado aquí una mínima muestra) hasta el golpe de teatro del cua-
dro final, con la aparición de los esposos, el grito y la caída de Teresa y el acu-
dir de los asistentes.
Cuadros de conjuntos y gestos individuales cargados de mucha teatrali-
dad, los cuales demuestran que, si Escosura había en parte descuidado ciertos
ingredientes propios del romanticismo al nivel de la trama y del texto en gene-
ral, no había por otro lado olvidado la lección de interés por el montaje y por el
espectáculo en general que le venía de los primeros románticos: de Martínez
de la Rosa, en particular, y sobre todo del Duque de Rivas.

(...) el fallo del público, aunque poco favorable para el autor, ha sido justo sin
embargo. El drama es malo, y no debía esperarse otro resultado. La acción es
lánguida y fría; los caracteres, mal trazados, sin haber uno solo que interese; la
mayor parte de los versos, duros (Gaceta de Madrid, 13-11-1838).

Quizás merezca un apartado particular García Gutiérrez, que en esta tem-


porada empieza verdaderamente su carrera de dramaturgo, que no terminará
sino después de unos treinta años y decenas de obras. Alentado por el éxito
triunfal de El trovador, estrenó en 1837 otros dos dramas, que denuncian cierta
oscilación en la búsqueda de una línea personal. Con el primero, El paje (4 jor-
nadas en prosa y verso), que en la estructura del propio título parecía remitir a
la obra anterior y que se representó por primera vez el 22 de mayo de 1837 en
el Príncipe, el joven autor quiso probar los colores fuertes, con ciertas tonali-
dades «transpirenaicas», que diría Escosura, las cuales le venían de esa duma-
siana Margarita de Borgoña, alias La Tour de Nesle, que, estrenada en París en
IV. EL FLORECIMIENTO 131

1832, había pasado a la escena española el año anterior, justamente en la tra-


ducción del propio García Gutiérrez.
El autor hizo una labor de reducción y atenuación con respecto al modelo
francés, pero le salió igualmente una trama complicada en la que el manieris-
mo romántico, ya presente en El trovador, aparecía ahora tan exasperado que
rayaba en la caricatura.

I. En la casa de don Martín Sandoval, conde de Niebla, en Córdoba, el 20 de marzo


de 1369. El impulsivo paje Ferrando está enamorado profundamente de su ama, doña
Blanca. Ésta recibe la visita de don Rodrigo, su antiguo amante, del cual ha tenido un
hijo, cuyo paradero ambos ignoran. Don Rodrigo entrega a don Martín unas cartas de
su hermano y se aleja. El escudero Bermudo revela a Martín que Rodrigo ha sido el
amante de Blanca y le insta a vengar su honor.
II. Bermudo prepara una trampa para don Rodrigo, y con este intento le entrega la
llave del oratorio de doña Blanca. En tanto que Ferrando canta una trova y evoca con
Blanca su niñez y ala que cree su madre, llega de improviso Rodrigo con su escudero
F'arfan e invita a Blanca a huir con él, pero son sorprendidos por Martín y Bermudo. Se
retan mutuamente.
III. Después de un coloquio entre pescadores en que se comenta la muerte del rey don
Pedro en Montiel y la subida al trono de Enrique (se trata de una referencia cronológica:
la jornada de Montiel ocurrió el 24 de marzo), llega, en busca de su hijo, Rodrigo, que se
encuentra con Ñuño, el pescador, ahora bandido, al cual había confiado el niño, y le pide
su ayuda para continuar la búsqueda. En casa de Martín, mientras el dueño está en la ca-
ma, herido de resultas de la pelea con Rodrigo, Ferrando se declara a Blanca, la cual le
promete su amor si él apuñala a su marido: el joven lleva a cabo el asesinato, pero llega
Rodrigo y ella se va con él, perseguida por las maldiciones de Ferrando.
IV. En Sevilla, Ferrando, enjuga después del delito, se entera de que Rodrigo es su
padre y de que se va a casar con Blanca. Consigue alejarle de la casa donde se celebran las
bodas y penetra en ella, llegando hasta el cuarto de dormir donde, cansada de la fiesta, se
refugia también Blanca. Ferrando quiere matarla para que no ocupe, al lado de Martín, el
lugar de su madre. Antes bebe un veneno y, cuando va a matarla, no tiene el valor sufi-
ciente. Blanca, por ciertos indicios, descubre que Ferrando es su hijo y se lo comunica. Pe-
ro el joven muere mientras regresa Rodrigo, que, desesperado, maldice a Blanca.

Vale la pena ofrecer un resumen bastante pormenorizado para darse cuen-


ta de la complicación de los lances y de lo hoscamente melodramático de las
situaciones: la obra, sostiene Peers, contiene «todos los defectos del drama
romántico de tercera categoría».29 En busca de variaciones sobre el tema tan
manoseado del amor imposible, el autor introduce el incesto y, para más com-
plicación, un asesinato que oscila entre el uxoricidio y el parricidio y, en fin, un
suicidio que hace imposible también el amor entre Blanca y Rodrigo: «Tú», le
grita en efecto a su amante este último,

29
Op. cit, I, p. 358.
132 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

Tú una maldición pusiste


y una tumba entre los dos.

Sobre esta réplica tan cargada de lo más típico del léxico romántico no pue-
de más que bajar el telón.
Por otro lado, no deja de tener su encanto ese amor de un adolescente por
una mujer madura, que llegará a formas paroxísticas, aunque en u n primer
momento se manifiesta líricamente con una trova entonada por Ferrando
acompañándose, desde luego, con un laúd:

Donosa señora
de un alma inocente,
que tierna te adora,
consuela el dolor.
Tristura me aqueja
que quiero decilla:
de amor es la queja;
que muero de amor (1,5).

El autor quiso repetir unos recursos que habían contribuido de manera re-
levante al éxito de su primer drama. Por tanto, inserta todavía otros cantos que
acompañan el desarrollo de la acción en el acto final: son los que resuenan
durante la fiesta de bodas, y que no hacen más que llevar a la desesperación a
Ferrando, que ha llegado hasta el lecho nupcial.
Un episodio, éste, muy recargado de valores simbólicos y de efectos espec-
taculares: el lecho nupcial se levanta en el fondo, a mano derecha, y hacia él se
dirige Ferrando, que, decepcionado en su ilusión amorosa, se desespera ahora
al pensar que Blanca (todavía no sabe que es su madre, mientras, en cambio,
sabe que Rodrigo es su padre) ocupará el lugar que era de su madre (que él
cree muerta). Los dos sentimientos, el amoroso y el filial, se mezclan en u n so-
liloquio que Ferrando pronuncia, después de correr la cortina de la cama y en-
contrarla vacía, en perfecta langue romántica:

está su lecho desierto,


desierto como una tumba.

Mucho te engañas, mujer,


si de mi madre en el lecho
te pensaste adormecer;
que no hay placer sin virtud...
Tú mi corazón llenaste
de dolorosa inquietud;
tú, tirana, me engañaste...
Ven; allí está tu ataúd (V, 7).

A pesar de lo farragoso de la trama, se conoce que el autor poseía la capa-


cidad de pintar al vivo una sensualidad revuelta y atormentada que debió de
IV. EL FLORECIMIENTO 133

resultar todavía más intensa después de las frecuentes alusiones al lecho


matrimonial (ocupado en este caso por Martín) que aparecían en la jornada an-
terior y que se ligaban estrictamente con la idea del asesinato: idea que el pú-
blico debió asociar instintivamente con el lecho que aparecía en el episodio
posterior.
Lo cual demuestra que a García Gutiérrez no le faltaba ciertamente ese sen-
tido de la teatralidad que favorecería su larga carrera en las tablas.
Ni faltan, por otro lado, otros recursos que apoyan este juicio. Bastaría pen-
sar en la hábil explotación de sonidos y luces que se encuentran a lo largo de
la pieza y en las escenas efectistas que cierran la segunda y la tercera jornada
(por no hablar del final catastrófico de la postrera).
En la segunda, durante el diálogo entre Rodrigo y Blanca, ésta se asusta
por un ruido que oye y Rodrigo, jactanciosamente, la tranquiliza:

No temas, estoy aquí.

A este punto, reza la acotación,

se abre la puerta del fondo, y aparecen DON MARTÍN y BERMUDO; al mismo tiempo sale FAR-
FAN por la de la izquierda con la espada desnuda. DOÑA BLANCA se precipita a su oratorio, y
DON RODRIGO acomete al Conde.

BERMUDO. ¡Vedlos!
DOÑA BLANCA. ¡Piedad!
DON MARTÍN. NO hay piedad.
DON RODRIGO. Pídela a Dios para ti.

Más trágico todavía es el final de la jornada tercera, en la que Blanca insta a


Ferrando a matar a don Martín en su cama; el paje se retira y, después de u n
momento de silencio lleno de suspense (el público se está preguntando sí Fe-
rrando realmente obedecerá), se oye, dentro, un «¡Ay!» de don Martín que Blan-
ca fríamente comenta:

Es la voz de la muerte.
¡Don Martín, dormid en paz!

Y es aquí cuando se desata lo imprevisto, conforme avisa la acotación:

En este momento se oye rumor en la puerta del fondo, entrando después por ella DON
RODRIGO; DOÑA BLANCA corre a su encuentro para ocultarle al PAJE, que pálido y azorado se
presenta en la puerta de la derecha; la del fondo se cierra detrás de los dos amantes, y FE-
RRANDO, que se arroja sobre ellos, clava en una de las hojas de la puerta su puñal.

Después de un diálogo rápido y concitado en que doña Blanca le dice a Ro-


drigo «Ya te sigo», el telón baja sobre el grito de Ferrando:
134 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

¡Maldita seas, mujer!

Posiblemente gracias a estos recursos la obra se mantuvo en cartel otras


cuatro veces seguidas y otras dos en el mes siguiente. Claro que no era el éxito
de El trovador, pero bastaba para convencer al joven autor de que no se había
equivocado al elegir la carrera de dramaturgo y a empujarle hacia la composi-
ción de otro drama, El rey monje, que salió a las tablas a finales del año. Tal vez
hayan contribuido a animarle ciertas consideraciones del crítico del Semanario
Pintoresco, posiblemente Mesonero (se firma M.), el cual, después de los repa-
ros, no titubeaba en manifestar también su admiración.

se limitó al objeto de tejer una fábula que le ofrecía situaciones de efecto, y el


cuadro de una sociedad que afortunadamente tiene más de horriblemente fan-
tástica que de real y verdadera. [...] Los caracteres todos son igualmente odio-
sos y voluntariamente criminales [...]. la parte más grata [...] es la de alabar el
mecanismo literario del drama, sus bien conducidas escenas; su animado diá-
logo, su elegante y rica versificación [...] el autor de El Page es siempre el autor
del Trovador, la lozana imajinación, propia de nuestro clima meridional, tiene
en él un digno intérprete, el habla de Calderón y de Moreto un feliz continua-
dor; y el público español una esperanza más que prolongar {Semanario Pinto-
resco, 28-V-1837).

El carácter de Ferrando en este drama es imposible, es ideal. [...] Igualmente


es falso y no le justifica el carácter de Doña Blanca. [...] aquella versificación fá-
cil, armoniosa, sentida, aquellos pensamientos nuevos y filosóficos, aquellas
comparaciones delicadas, son dotes que le recomiendan, son bellezas que le sal-
van (Gaceta de Madrid, 27-V-1837).

El rey monje (cinco actos en verso) se estrenó en el Príncipe el 18 de diciem-


bre de 1837, se mantuvo en las tablas otros cuatro días y se repuso dos veces en
1838 y tres en 1839. García Gutiérrez abandonaba a los personajes de pura in-
vención que habían protagonizado sus dos obras anteriores para dirigirse aho-
ra hacia la figura de un rey que realmente existió, y que venía a colocarse en la
ya larga hilera de tantos tiranos que habían salido a escena en los últimos me-
ses. Sin embargo, la consistencia histórica de Ramiro II de Aragón no fue im-
pedimento para que el autor, aprovechando ciertos elementos legendarios que
se habían transmitido acerca de él, lo envolviese en una nebulosa historia de
amor y venganza, no sin algún toque de sacrilegio.

1. La cita. En la plaza de la villa aragonesa de Monzón grupos de personas del pue-


blo hablan de los reyes Alfonso y Urraca que acaban de celebrar sus bodas: entre la ge-
neral admiración, no faltan protestas contra la riqueza de los poderosos y la pobreza de
la plebe. El hermano del rey, Ramiro, con su fiel Ortiz, protesta contra la vida monás-
tica a que le ha condenado su padre y, después de sobornar a la dueña, consigue de Isa-
bel, hija de don Ferriz Maza de Lizana, una cita para la noche en la reja de su casa. Un
IV. EL FLORECIMIENTO 135

mensaje del rey le ordena ir de abad al monasterio de Sahagún: Ramiro sabe que tendrá
que obedecer, pero antes irá a la cita.
II. Es de noche. Parte l. g : La escala. Coloquio de amor, en la calle, entre Ramiro e
Isabel. Con la ayuda de la dueña, Ramiro pone una escala y penetra en la casa por el
balcón, mientras Ortiz intenta impedir el paso a don Ferriz. Pero éste le hiere mortal-
mente y Ramiro huye. Parte 2. 8 : Muerta para el mundo. En el interior de la casa. Des-
cubierta, la dueña confiesa y Ferriz ordena que se la mate. Luego, no teniendo valor
para matar también a su hija, decide que vivirá encerrada en una torre y que, para sal-
var el honor, se fingirá que ha muerto, aunque en el ataúd se pondrá el cadáver de la
dueña. Ramiro penetra en casa por la fuerza y pide arrogantemente a Ferriz que le en-
tregue a su hija: él le señala la habitación en que se encuentra un ataúd, de manera que
Ramiro la cree muerta.
III. El Obispo de Roda. Es de mañana. Don Ramiro, ahora obispo, está en una sala
del obispado, sumido en sus recuerdos, cuando se le presenta una delegación de nobles
los cuales le ruegan que, habiendo muerto su hermano el rey Alfonso, acepte la corona
de Aragón. Al aceptar Ramiro, todos le besan la mano, pero Ferriz, reconociéndole, se
niega y, retirándose con sus deudos, les pide la cabeza del nuevo rey.
IV. Parte l.s: Una orgia. Al castillo de don Ferriz, donde se celebra un banquete en
el cual participan varios conjurados, llega con un compañero Alfonso, el hijo de Ferriz
que se creía muerto. Le han conducido con los ojos vendados y no sabe dónde está. Man-
da al compañero a avisar al rey de la conjura que se fragua y se encuentra luego con su
hermana Isabel, que se ha vuelto loca, y con su padre, que le pide ayuda contra don Ra-
miro. Pero llegan las tropas reales y los conjurados son apresados. Parte 2.e: La campa-
na de Huesca. En Huesca, frente al palacio real, pueblos y nobles (entre ellos también
Alfonso) quieren amotinarse contra el rey monje, al que no dudan en manifestar su
desprecio. Pero don Ramiro ha decidido mostrar su fuerza: un pregonero anuncia la
condena a muerte de un conjurado, luego de otro, y por fin de don Ferriz. La ejecución
de cada sentencia es acompañada por un sonido de campana. Se difunde el terror y to-
dos se humillan ante el monarca al que antes escarnecían.
V. La confesión. Ramiro ha renunciado al trono y ha vuelto a encerrarse en un mo-
nasterio, donde su vida se va acabando, mientras le agobian recuerdos y remordimien-
tos. Una mujer enlutada le pide confesión. Es Isabel, que le narra su historia de amor,
de manera que los dos se reconocen; pero Ramiro se aleja para ir a morir cristianamen-
te y ella le sigue. Llega Alfonso con la intención de matar al monje y se topa con Isabel:
ésta le manifiesta que Ramiro ha muerto y le pide la muerte a su vez. Alfonso envaina
la espada y remite a Dios la venganza.

La nueva obra se situaba a mitad de camino entre El trovador y El paje, ya


que, aunque siguiera explotando la fecunda mina del manierismo romántico,
lo hacía con más moderación respecto a su segundo drama, pero con una pro-
pensión a tonalidades más recargadas y de forma más patente respecto al pri-
mero. El habitual amor imposible se complica aquí con el estado sacerdotal del
protagonista y la pareja amor-muerte con un asesinato y la aparición en elion-
do del escenario de un ataúd entre cuatro hachones.
136 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

Se añaden también otros temas que ya tenían antecedentes, como la locura


de la protagonista y la burla final del destino que hace reunir a los dos aman-
tes en el momento mismo de la muerte: como en el Don Alvaro.
El autor explota además efectos espectaculares ya experimentados por él
mismo y por otros dramaturgos, como el sonido de las campanas, que se carga de
valores semánticos, siendo señal de la ejecución capital que se ha llevado a cabo.
García Gutiérrez sigue demostrando también su peculiar actitud en explo-
tar los recursos escenográficos, como resulta sobre todo en las escenas de bu-
llicio popular del primero y del cuarto actos y cuando hace cruzar el escenario
por personajes y grupos.
Muy de acuerdo con la moda de la temporada, pinta a Ramiro como a un
tirano sangriento e insinúa situaciones y réplicas de sabor democrático. Sin
embargo, la violencia del protagonista en el momento en que actúa como rey
aparece en parte justificada por el escarnio del pueblo y de los nobles y consi-
gue al fin atraer más la simpatía que la repugnancia del espectador. Por otro
lado, Ramiro aparece como un tirano consciente de los derechos y de la fuer-
za del pueblo, al punto que ciertas palabras suyas debieron de resonar como
una implícita alabanza del liberalismo:

tan ciego anduviste,


pueblo, que no conociste
mi flaqueza y tu poder.
Por eso crecen tus penas,
por eso se hunden tus leyes,
por eso cantan los reyes
al rumor de tus cadenas (W, 6).

Además, en las escenas en que se reúnen varias personas siempre hay al-
guien que protesta contra la prepotencia de los poderosos. Al principio, u n
hombre del pueblo, al ver el lujo de los reyes y de los nobles, no puede sino co-
mentar:

¡Esa vana ostentación


cuesta al mísero pechero
tanta fatiga y sudor!

Pero se calla cuando otro le recuerda:

Y ¿no ha pensado
que el verdugo?... (1,1).

Asimismo, en las dos primeras escenas del acto IV el descontento del pueblo
se manifiesta de manera todavía más intensa y Alfonso y su amigo Fernando
piensan en aprovecharlo, a veces con réplicas tan efectistas como la que pronun-
cia Fernando cuando Alfonso menciona a los soldados que podrían intervenir:
IV. EL FLORECIMIENTO 137

No hay soldados
contra el pueblo (IV, 2).

Por estas citas se conoce que el autor cuidó mucho el texto, explotando esa
habilidad de versificador que siempre le fue reconocida. De forma que a me-
nudo ensarta frases en la más típica langue romántica, destinadas a un seguro
éxito por responder al horizonte de expectación del público.
El amor adquiere tonos apasionados sobre todo en la boca de la protago-
nista, lo cual es una nota parcialmente nueva, que parece adelantar ciertas
expresiones que Zorrilla hará pronunciar a doña Inés. Isabel le explica a la
dueña cómo se ha prendado de Ramiro:

Una pasión... eso ha sido:


pasión que no comprendéis,
volcánica, irresistible,
y que apagar no es posible (II, 2.a, 2).

Antes se había referido a sí misma como

a quien en amor de fuego


por él delirando está (II, 1.a, 1).

Ni desdeña tampoco los tonos melodramáticos:

Sólo una vez supe amar;


pero esa vez... ¡amé tanto!

o transgresivos:

Pequé; pero insensata amé el pecado;


que no supe a su halago resistir... (V, 4).

Tampoco faltan las correspondencias léxicas con motivos tan característi-


cos como la asociación entre amor y muerte y amor y tiempo:

¿verdad que es horrible cosa,


morir tan joven y hermosa,
morir amando? (II, 2.a, 2)

lamenta Isabel cuando cree que su padre va a matarla. Poco antes, frente al fé-
retro que creía de su amada, exclamaba Ramiro:

¡Un cadáver! —¡Amor mío,


cerca estabas de la muerte! (1,10).
138 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

Y nuevamente Ramiro, sumido en los recuerdos en su palacio de Roda, evo-


ca el amor y la muerte con palabras que se fijarán tanto en el léxico romántico
que parecen anticipar al Tenorio:

Tú, que eras blanca paloma,


pura, angelical, sin mancha,
tú por mi amor has perdido
esa vida aventurada.
¡Amor nacido en mal hora,
y que aun me atormenta el alma...! (III, 1).

Cuando, en cambio, Isabel está esperando a Ramiro, se da cuenta de lo sub-


jetivo del sentido temporal y, nuevamente juntándolo con el sentimiento amo-
roso, comenta:

Un amante siempre tarda


para la que ansiosa aguarda (II, 1.a, 2).

Naturalmente, se concede un largo espacio a los recuerdos, como había de


esperarse en una obra que en sus cuatro quintas partes se desarrolla a lo largo
del flujo de la memoria. A veces el motivo dicta al autor versos de una particu-
lar intensidad lírica y melancólica. Ramiro, en el palacio obispal, es presa de la
depresión; no ha dormido toda la noche y comenta con amargura:

Así mi vida se agota,


y lentas mis horas pasan
entre inútiles recuerdos,
sin placer, sin esperanzas.
Recuerdos de hermosos días
que en mi mente se resbalan,
y mis sueños acarician,
llenos de luz argentada.
Ilusiones son mis dichas,
pasajeras y livianas,
y está lleno el corazón
de realidades amargas.
¡Un ataúd! ¡noche horrible! (III, 1).

En cambio, Isabel expresa sus recuerdos en tono más ligero y cantable:

En años más tiernos


dichosa viví-
Aquella era vida
y aquesto es morir.
Mi edad era hermosa,
la edad del Abril,
IV. EL FLORECIMIENTO 139

y entonces reía
tranquila y feliz (IV, 5).

Con el recuerdo se asocia instintivamente el motivo muy romántico de un


destino adverso, al cual Ramiro alude en un paso que seguramente trae inspi-
ración de las célebres décimas del Don Alvaro:

otros felices al nacer al mundo


huellan tal vez en tapizada senda
de jardines, de risas y de amores...
Y yo, desde la cuna moribundo,
hallé una senda triste, oscura, estrecha,
y espinas y dolor en vez de flores.
Allá muy lejos, como luz del cielo,
una hermosa ilusión encantadora
soñando vislumbré, y esa luz bella
me reveló que el mundo era apacible...
¡Un mundo de placer!... Para mí entonces
era un caos tenebroso, incomprensible (V, 3).

Tal vez no fuera El rey monje una obra maestra, pero sí pudo convertirse en
obra modélica, por el partido que su autor supo sacar de los estereotipos temá-
ticos y sobre todo lingüísticos que imprimieron al texto una fuerte literariedad
que remitía a las refinadas experiencias del Siglo de Oro.

Difícil es adivinar el motivo que ha tenido el autor del drama para presen-
tarlo [Ramiro] sobre la escena, y sólo puede atribuirse a que vistió aquél la co-
gulla y ascendió después al trono; mas esto no autorizaba a desfigurar su carác-
ter. [...] pone en la boca de un Príncipe o de un confesor lo que además de
inmoral es ciertamente inverosímil (Gaceta de Madrid, 13-11-1838).

EL REY MONGE es, a nuestro juicio, el drama mejor versificado y de más armo-
nioso lenguage de esta época, y sin embargo es un mal drama. —El carácter de
don Ramiro es enteramente falso, atendiendo a la historia, y de mal ejemplo,
atendiendo a la moral (SALAS Y QUIROGA, NO me olvides, 1837, n.2 34).

Para completar el cuadro habrá que reseñar rápidamente otros tres dra-
mas históricos de escaso relieve artístico, dos de los cuales sin embargo logra-
ron algún éxito.
En primer lugar hay que citar a Fray Luis de León o El siglo y el claustro (4
actos en verso), que su autor, José de Castro y Orozco, marqués de Gerona
(otro treintañero que se presentaba por primera vez en las tablas), definió, qui-
zás con bastante propiedad, «melodrama». La obra se estrenó en el Príncipe el
15 de agosto de 1837 y, a pesar de las críticas poco favorables y de su limitado
valor, fue repuesto tres veces seguidas, otras dos pasados pocos días, una pa-
sado un mes y otras dos en la temporada siguiente. Era una de tantas historias
140 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

de amores contrastados, que el joven poeta quiso atribuir nada menos que a
Luis de León, creando mucha perplejidad en historiadores y espectadores.

Luis Ponce de León, poeta muy apreciado, ama, correspondido, a Elvira Hurtado de
Mendoza, a la que su hermano, el marqués de Mondéjar, ha prometido a Alburquerque.
Luis se desespera, renuncia a la lucha y entra en el convento de los agustinos. A pesar
de que Elvira ha obtenido el permiso de casarse con él, toma igualmente el hábito. La ac-
ción se desarrolla en la Alhambra de Granada y en el convento de San Agustín en Sa-
lamanca entre 1543 y 1544.

Los ingredientes léxicos y temáticos del romanticismo se acumulan todos


aquí: la lucha contra la sociedad, la desesperación amorosa, la rebelión, la con-
clusión ineluctable. También ciertos recursos típicos, como el tañer de las cam-
panas en el momento en que Luis va a pronunciar los votos, que despiertan el
trágico comentario del Prior:

¿Oís, hermano Luis?, esas campanas


anuncian vuestro entierro: al mundo muerto
un cadáver sois ya, pálido y yerto,
¿os aterráis quizá?, ¿queréis la vida?

Luis contesta como un buen romántico:

¡ Vida! ¡vivir! en mi espantosa suerte,


¿qué dádiva más grata que la muerte? (IV, 8)

Tampoco falta la sangre, que se esparce en forma realmente teatral. Luis,


después de intentar convencer a Elvira a huir con él (y se lo dice con palabras
inspiradas en el más candente romanticismo: «que reventó el volcán, y honor
y todo, / todo a la vez en su furor arrastra»), para dar más fuerza a su discur-
so se hiere con la daga y escribe con su sangre su compromiso de matrimonio.
Para más complicación, llega el hermano de Elvira, que la hiere en una ma-
no; Luis le ataca gritando:

Sangre sea:
sangre por su sangre dame (IV, 13),

hasta que, a los soldados que quieren prenderlo, Luis grita:

No a fe,
que el infierno va conmigo (IV, 14).

El drama tiene sin embargo otras partes menos desorbitadas, pausas en la


acción tan frenética que, por su carácter de evocación ambiental, traen a la
memoria ciertos pasajes de La corte del Buen Retiro, como el episodio inicial
IV. EL FLORECIMIENTO 141

del acto IV, donde los estudiantes salmantinos festejan a fray Luis con músicas
y cantos, o las alusiones a Garcilaso, Herrera y al mundo de la poesía española
de entonces o, en fin, la propia presencia, entre los personajes, de u n poeta,
Diego Hurtado de Mendoza.

¿Tiene tan amplias facultades un autor dramático que le sea lícito dar a un
personaje histórico una vida fabulosa? [...] la acción nos parece lánguida, y muy
forzados o poco verisímiles los motivos que obligan a D. Luis a transformarse en
Fr. Luis, y los obstáculos que impiden a Doña Elvira evitar la profesión de su
amante (Semanario Pintoresco, 27-VIII-1837).

Hacia finales de la temporada, el 8 de marzo de 1838, tres ingenios que fir-


maron tan sólo con sus iniciales (pero que se pueden identificar en José Muñoz
Maldonado, Gregorio Romero Larrañaga y Francisco González Elipe) estrena-
ron en el Príncipe u n drama en 5 actos y en verso, titulado La vieja del candi-
lejo, que tuvo cierto éxito, siendo repuesto otras cinco veces en el mismo año.
Esta vez la historia, que tenía su antecedente en El montañés Juan Pascual, pri-
mer asistente de Sevilla de Hoz y Mota, se movía alrededor de don Pedro el
Cruel, protagonista de tantas leyendas y anécdotas. La que se representaba
ahora era una de las muchas «justicias» tan características del personaje.

En Sevilla el rey don Pedro nombra asistente a cierto plebeyo, Juan, que protestaba
contra la carencia de pan, con la alternativa de abastecer a la ciudad o ser ajusticiado.
Considerado el éxito en su mandato, el rey le encarga luego el descubrimiento del autor
de un asesinato. Juan averigua que el asesino fue el propio rey y se lo comunica con una
estratagema.

Más cercana a la comedia que al drama, la pieza se pone en ese camino, ya va-
riamente anunciado, que llevará a la confusión de los dos géneros. Ingrediente tí-
pico de ese nuevo rumbo, como ya vimos en Doña María de Molina, es también la
figura del hombre del pueblo hábil y fiable. Seguramente fue este personaje quien
determinó el éxito de la obra, junto naturalmente con las tonalidades «policíacas»
que brindan sus investigaciones y que le prestan a la obra curiosidad e interés.

El drama [...] se ha escrito sin duda con precipitación. [...] [el autor] ni ha co-
rregido el lenguaje, ni ha cuidado la versificación [...] ni ha reprimido su deseo
de hacer reír a costa de la verosimilitud (El Correo Nacional, 12-111-1838).

Por último, hay que citar otra obra de un ingenio novel, Adel el Zegrí, de
Gaspar Fernando Coll, estrenada justamente al fin de la temporada, el 28 de
marzo, en el Príncipe, y repuesta únicamente el día siguiente. Eran 4 actos en
prosa y la acción se desarrollaba en el siglo xvn en Granada.

El capitán Gonzalo, enamorado de Isabel Valmorado, consigue entrar en la habita-


ción de la joven gracias a Adel el Zegrí que, conociendo los escondrijos del palacio por
142 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

haber sido antiguamente su dueño, le abre una puerta secreta. Pero Gonzalo ha matado
al hermano de Isabel, Fernando, que le había atacado, y entre los dos «un muro de san-
gre se ha levantado» que hace imposible su relación amorosa. Isabel no quiere revelar el
nombre del asesino de su hermano y su madre la encierra primero con el cadáver y lue-
go en un convento. Adel le hace llegar un relicario con una carta de Gonzalo^ y una
cuerda que ella arroja a su amante, el cual llega así hasta su celda. Los dos huyen. La
madre de Isabel quisiera casar a su hija con Gonzalo para matarlo después. Adel le re-
vela que Gonzalo es su hijo, pero ella no le entiende y quiere matarle en seguida. Adel,
que conoce todos los pasajes secretos del palacio, organiza la fuga de su amigo e Isabel y
luego muere.

Si a García Gutiérrez le había salido bien la operación de reunir tantos es-


tereotipos, esta operación le resultó negativa a Coll. El drama se ha converti-
do en sus manos en u n juego folletinesco, donde se mezclan ingredientes
demasiado trillados y sobre todo inverosímiles. El lenguaje, además, llega a
ser trivial a fuerza de cursi. Baste como muestra el parlamento en que Isabel
proclama su amor:

Madre, yo amo a un hombre que me ha sido destinado por el cielo y la natura-


leza; que ha sabido abrasar mi corazón con todo el fuego del amor, embriagar mi
alma con todos los deleites de la esperanza, y que me ha conducido a la cima de la
dicha humana respetando siempre mi virtud (III, 3).

Tal vez el romanticismo, con su exaltación de la juventud, junto con los


ejemplos recientes de jóvenes desconocidos que habían alcanzado repentina-
mente la celebridad (el caso de García Gutiérrez estaba seguramente muy vivo
en la memoria y hacía poco que Zorrilla se había lucido en el entierro de Larra),
habían persuadido a muchos jóvenes inexpertos de que bastaba juntar frases y
escenas efectistas para conseguir el triunfo.

3. La comedia comprometida

Uno de los éxitos notables de la temporada fue el estreno de Muérete ¡y ve-


rás1., que fue saludada como la «comedia romántica», con un sintagma que
hasta ahora nunca se había empleado, ya que se consideraba a la comedia co-
mo la expresión de ese clasicismo que se remontaba a Leandro Moratín, mode-
lo todavía indiscutible e inolvidable. En realidad, su autor, don Manuel Bretón
de los Herreros, señor y dueño de la escena cómica desde hacía un decenio (pe-
ro capaz también de amoldarse a las tonalidades más propias de la dramatur-
gia romántica seria, como demuestran tanto la antigua Elena como el reciente
Don Fernando el emplazado y otros dramas que seguirían m u y pronto), hacía

30
Tal vez este episodio influyó en Zorrilla.
IV. EL FLORECIMIENTO 143

tiempo que se había convertido al romanticismo, como se ha puesto en evi-


dencia al tratar de Marcela y como es fácil advertir si seguimos su producción a
lo largo de los años siguientes.
Claro está que su adhesión al nuevo movimiento se manifiesta a menudo
a través de u n tono burlón y crítico, como se aviene a la comedia, que, fiel a
su función institucional de castigare ridendo mores, pone de relieve las exage-
raciones de ciertos dramas contemporáneos o simplemente se burla de cier-
tas afectaciones del lenguaje y del gesto en que caían lechuguinos de ambos
sexos que deseaban mostrarse a la page. A menudo el fin era solamente el de
reírse a costa de esa sociedad a la que pertenecía el propio poeta, con ese
amor a la representación idealizada —en serio o en cómico— de sí mismo
que siempre había distinguido al espectador y al lector español y que, en el
nivel de la comicidad, contaba con los ejemplos recientes de Ramón de la
Cruz, Mesonero, Estébanez y otros; pero era también el deseo de discurrir y
comprender.
Era el costumbrismo que salía a escena, presentando una galería de tipos y
íics contemporáneos paralela a la que comparecía en las Escenas matritenses o
andaluzas o en Los españoles pintados por sí mismos, y que se manifestaba en una
crítica bondadosa, acompañada por un guiño de complicidad; lo cual suponía,
por tanto, el envolvimiento y la participación del espectador.
Ya en Marcela el poeta Amadeo se había despedido de la viuda con palabras
que no desentonarían en los labios de un personaje dramático romántico:

¡Adiós, mujer aleve!


¡ Adiós por siempre! ¡Adiós! Nuevo Macías,
víctima moriré de tus rigores (III, 7).

Palabras que, en el contexto, no pueden no sonar paródicas y ridiculas, co-


mo se ocupa de subrayar el propio autor poniendo en la boca del más prosaico
don Martín consideraciones burlonas:

no hay cuidado: ése es un flujo


de palabras. El morirse
de amores ya no está al uso (III, últ).

El tema reaparecería diversas veces con infinidad de variantes. En primer


lugar, en el teatro de la Cruz, dos años después, el 26 de diciembre de 1833, en
Un tercero en discordia, tres actos en verso, obra de mucho éxito que se repre-
sentó más de 30 veces en el período romántico. Compuesta a raíz de la vuelta
de los emigrados y en la aurora de una profunda renovación del país, la pieza
inserta la crítica a cierto manierismo romántico dentro de algunas meditacio-
nes, en el fondo serias, sobre la situación de España y las nuevas perspectivas
sociales. El marco reproduce aproximadamente el de Marcela, con la consabi-
da contienda de los tres pretendientes para alcanzar la mano de una mujer.
144 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

Aspiran a la mano de Luciana Rodrigo, un joven serio y modesto, Saturio, un aris-


tócrata soberbio y egocéntrico que se las da de comediógrafo, y Torcuata, un celoso inca-
paz de controlarse. El padre de la chica, Ciríaco, con manías diplomáticas y políticas,
quiere imponer las bodas con Saturio, encantado por «su esclarecida sangre». Ante las
protestas de Luciana cede, pero le impone que escoja a uno de los tres. Ella escoge a Ro-
drigo, determinando una explosión de rabia en Torcuato, mientras que Saturio queda
convencido de que antes o después será él el elegido: «Todavía I no han ido a la vicaría. I
Aún se ha de casar conmigo.»

Se nota, pues, cierta repetición del esquema de la comedia anterior, aunque


aquí al poeta quejumbroso le sustituye un comediógrafo fracasado que tiene
muchos de los rasgos del moratiniano don Eleuterio. Diferente es en cambio el
carácter de la protagonista, que ya posee los remilgos propios de la niña ro-
mántica, puesto que al padre que le impone las bodas con Saturio contesta con
el lenguaje a la moda:

Mande usted
que las galas me preparen
de la boda... y al mismo tiempo
las antorchas funerales (III, 1).

Por otro lado, algo de la determinación de Marcela ha pasado también a es-


ta nueva heroína, que a los humos aristocráticos del padre, que le propone las
bodas con Saturio, opone una visión liberal de la sociedad:

¿Iré a lucir en el Prado


los timbres de su linaje?
¡Hacer pruebas de nobleza
hoy día para casarse!
¿Qué tienen pues de común
en este siglo mercante
con el santo matrimonio
las órdenes militares?
¿Qué importa que sus abuelos
venciesen a los alarbes
si él es un pobre demonio? (III, 1).

Como se puede ver, el costumbrismo de Bretón es bastante comprometido:


por otro lado, al principio de la comedia el protagonista Rodrigo se había ex-
playado en consideraciones muy en consonancia con el nuevo clima político,
que con sus cambios sociales no podía no crear momentos de preocupada in-
certidumbre:

Sepámoslo de una vez:


¿Qué somos aquí en esta tierra?
IV. EL FLORECIMIENTO 145

¿Españoles o franceses?
¿Se come aquí o se merienda?

¿En qué cátedra se aprende


la urbanidad verdadera?
¿Reside en la aristocracia
o bien en la clase media?
¿Cuáles los límites son
entre esta clase y aquélla? (I, 2).

La comedia bretoniana estaba muy lejos de ser una farsa. El autor le atri-
buía la tarea de invitar al público a meditar sobre los problemas del momento,
proponiendo soluciones de tipo liberal que encontrarán su desarrollo más
completo en El pelo de la dehesa.

Bretón insiste en colocar siempre a las mujeres en una posición en que no es-
tán en el día en nuestra sociedad; no son ya las reinas del torneo, como en los siglos
medios. [...] El señor Bretón [...] sostiene y lleva a puerto feliz entre la continua
risa del auditorio, y de aplauso en aplauso, una comedia apoyada principal-
mente en la pintura de algunos caracteres cómicos, en la viveza y chiste del diá-
logo, en la pureza, fluidez y armonía de su fácil versificación (LARRA, en Revista
Española, 29-XII-1833).

Tres meses más tarde, el 30 de marzo de 1834, en el Príncipe, los tres pre-
tendientes de marras reaparecen con algunas variantes en Un novio para la
niña (tres actos en verso), una comedia bastante floja que sólo se repuso unas
pocas veces en 1837 y al año siguiente.

Doña Liboria ha abierto una casa de huéspedes con el fin de casar a su hija Concha,
la cual, en efecto, ama a Manuel a pesar de que éste no se atreve a declararse. Los otros
dos pretendientes son Donato, interesado por las aventuras financieras, y Fulgencio,
un aristócrata vanidoso. La llegada de América de un hijo de Liboria del cual no se te-
nían noticias, Don Diego, facilita la solución, ya que éste consigue alejar a Donato y
Fulgencio. Manuel, por fin, se declara.

Lo que puede interesar en esta comedia, al lado del tema costumbrista (el
interior de una casa de huéspedes y las discusiones, en el acto I, acerca de la ri-
validad entre el poder del dinero, defendido por Donato, y el lustre de la no-
bleza, a que se aferra Fulgencio) son nuevamente los toques paródicos del
lenguaje romántico, desde los suspiros con que, al comienzo, Concha se di-
rige al jilguero al que libera de su jaula («Consuélate, que en prisión / yo
también penando vivo. / ¡ Ay! también gime cautivo / mi llagado corazón»)
hasta el largo pasaje lírico con que Manuel, después de tanto silencio, deci-
de declararse:
146 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

No escucho tus gritos,


cobarde razón,
ni sigo tu senda,
que es ciego el amor, etc. (III).

El autor se deja llevar de su facilidad: en ésta no le conocemos rival, así como


tampoco en el chiste y la agudeza; sus descripciones [...] son un espejo fiel de las
costumbres; su diálogo está lleno de gracias y de viveza. Su versificación es un
modelo (LARRA, Revista Española, l-IV-1834).

Con el pasar del tiempo, la musa de Bretón se hace todavía más comprome-
tida. A mediados de 1835 un hecho cultural, la difusión del romanticismo, y
otro político, el agudizarse de la crisis carlista, mantienen despiertas las preo-
cupaciones de los españoles, sobre todo de esa capa burguesa que constituía el
público más aficionado al teatro bretoniano. El comediógrafo, por tanto, le
proporciona a este público una obra en la cual se muestra partícipe de esas
mismas preocupaciones que sin embargo disuelve con la sonrisa y el buen sen-
tido. De manera que la pieza, bajo una normal historia de amores y de un títu-
lo de sabor calderoniano, delata al mismo tiempo u n compromiso político y
cultural y una intención consolatoria.
Se trata de Todo es farsa en este mundo, tres actos en verso, que se estrenó
en el Príncipe el 13 de mayo de 1835, poco después del Don Alvaro y poco antes
del Alfredo.

Evaristo, prometido de Pilar, renuncia a su mano cuando se le hace creer que la chica
es pobre, pero vuelve cuando le informan de que el padre de ella, Rufo, ha sido nombra-
do jefe de sección y que va a cobrar una conspicua herencia, para largarse finalmente
cuando tanto el nombramiento como la herencia resultan inexistentes. La tía Vicenta
dirige entonces sus miradas hacia el joven Faustino, que sin embargo se escurre al reci-
bir un nombramiento en la embajada de Ñapóles. A Pilar no le queda más que soñar
con un joven oficial conocido en un baile.

Era la sátira, alegre y divertida desde luego, de los oportunistas, que tenía
un antecedente ilustre en ¡Lo que puede un empleo! de Martínez de la Rosa, es-
trenada 23 años antes, además de ser motivo bastante corriente en las come-
dias políticas de todas las épocas. Aquí en efecto no tenemos sólo el oportunismo
en materia amorosa que une, en formas diversas, a los dos pretendientes de Pi-
lar, sino que aparece también el oportunismo político interpretado por el an-
ciano Rufo. Carlista en el primer acto («¡A pie juntillas / cree que en ambas
Castillas / ha de reinar Carlos Quinto!», dice de él la tía Vicenta), se vuelve li-
beral e isabelino al recibir la noticia del nombramiento:

¡Ah! ¡Cómo en el alma siento


el liberal ardimiento!
Corriendo, aunque eche la hiél,
IV. EL FLORECIMIENTO 147

ahora voy, patriota fiel,


a alistarme en la milicia.
¡Viva la patria! ¡Oh delicia!
¡Viva la reina Isabel! (II, 10).

Hasta que, decepcionadas sus esperanzas, incluye a todo el país en su desi-


lusión («España va a dar al traste»), rechaza cualquier compromiso político
(«Yo no quiero ser carlista / ni liberal, ni erre, ni hache») para encontrar al fin
su verdadera vocación en un arrebato de un muy romántico, liberal en el fon-
do, individualismo.
«Pues sé lo que gustes», le insta Vicenta. A lo cual contesta:

Quiero
ser yo, ser Rufo (III, 5).

Sin embargo, para evitar que la elección entre carlismo e isabelismo pueda
parecer una simple manifestación de oportunismo político, Bretón, en armo-
nía con el carácter comprometido de la pieza, pone en la boca de doña Vicen-
ta —representante del buen sentido y alter ego del autor— expresiones que no
dejan lugar a dudas y que suenan como una apelación al patriotismo de los
oyentes:

No ya con votos sacrilegos


ha de triunfar
quien quiera los siglos bárbaros
resucitar.
A su trono, augusta Huérfana,
dará el valor
de su denodado ejército
nuevo esplandor (II, 3),

para concluir en fin con un «¡Viva Isabel!» y con la exaltación de la libertad.


En cuanto al oportunismo amatorio de los dos pretendientes, vale la pena
detenerse un rato sobre el de Faustino que consigue más efecto teatral. Al final
de la pieza, cuando la noticia de un empleo en la Embajada le persuade a libe-
rarse del compromiso con Pilar, se las arregla ensartando expresiones acuña-
das sobre el más tópico manierismo romántico:

Sí... somos víctimas...


¡Un muro sin límites
se levanta entre los dos!,

para terminar como un eco del Don Alvaro recientemente estrenado:

Cumplióse mi atroz destino.


¡Adiós! ¡Adiós! ¡Maldecidme! (III, 15).
148 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

Lo cual, por otro lado, nos informa a las claras del alcance de las parodias
del romanticismo en Bretón, que satirizan esencialmente el uso impropio y
desorbitado de sus estereotipos, que era corriente atribuir al influjo francés,
como se demuestra en el acto I, donde Faustino describe su amor en términos
infernales:

¡Ah! Satán
Satán incendió en mi pecho
esta pasión infernal.

¡Este anatema fatal


pesa sobre mí!

Y Vicenta le contesta que su sobrina

ha nacido en Madrid,
no a orillas del Senegal,
no ha leído a Víctor Hugo,
ni a Lord Byron, ni a Dumas.

Para completar el cuadro, Faustino recuerda amores célebres, todos saca-


dos del repertorio romántico extranjero:

Dulce Amenaida
amó a Tancredo marcial,
y Carlos el Temerario
a la Virgen de Underlac (1,3).31

En cambio, Vicenta, para sugerir una conducta honrada, recurre al patri-


monio literario nacional, en explícita oposición al romanticismo extranjero.
Así amonesta a Pilar y a Faustino:

Sed vos casta Melisenda;


vos, rendido Belianís.
Cuidado con algún lance
romántico a lo AntoníQII, 11).

Detrás de la sátira contra el romanticismo de importación podríamos, pues,


entrever la aprobación implícita del castizo, de ese romanticismo nacional
(«Nuestra naciente musa / libre a lo menos y española sea», proclamaba Mi-
guel Agustín Príncipe) que a menudo se identificaba con el justo medio. Las
parodias desde siempre escondían una pars construens detrás de la más descu-
bierta destruens.

Se refiere al Tancredo de Voltaire y a Ana de Geierstein de Scott.


IV. EL FLORECIMIENTO 149

En favor de esta interpretación están no sólo los dramas del propio Bretón
sino el espíritu abiertamente romántico que envuelve a la pieza, cuyo blanco
principal es toda forma de disfraz, en búsqueda, en cambio, de esa verdad que
se había convertido en la obsesión de los románticos.
Y romántica es también, al lado de la fe liberal, la ilusión amorosa que choca
continuamente contra la realidad y que se reduce melancólicamente al sueño
de Pilar por un amor imposible con el oficial con el cual ha bailado una sola vez.
Alentado quizás por el buen éxito de la obra que se repuso 18 veces hasta
1839 y 3 veces en la década siguiente, Bretón repitió con variantes temas y mo-
tivos en una segunda comedia, Me voy de Madrid, que se estrenó en el Teatro
de la Cruz el 21 de diciembre, y que sin embargo consiguió un éxito algo infe-
rior, siendo repuesta sólo 13 veces en los años inmediatos. Fue objeto de coti-
lleos en el ambiente cultural madrileño porque se vio en el protagonista la
personificación de Larra, con la consiguiente ruptura de las relaciones entre el
crítico y el comediógrafo, que harían las paces más tarde gracias a la media-
ción de Vega y Roca de Togores. 32

Don Joaquín galantea a Manuela, joven viuda romántica, con el único fin de ha-
cerse con un marco de oro que luego vende a cierta Amparo, antigua enamorada suya.
Impenitente mujeriego, galantea también a Tomasa, atrayéndose las iras de su marido
Hipólito. Perseguido por Manuela y su hermano, por Tomasa y su marido, por Ampa-
ro y por un usurero, logra al fin librarse de todos y salir apresuradamente de Madrid.

Contiene una de las sátiras más conocidas del romanticismo, gracias sobre
todo a una acertada réplica de don Fructuoso, hermano de la protagonista,
que a sus declaraciones de fe romántica («estoy por las grandes / pasiones y
por los raptos») le espeta:

Pues yo te prohibo
romantiquizarte; ¿estamos?
que a gobernarme la casa
no te han de enseñar lord Byron
ni Víctor Hugo (1,1).

Donde vale la pena subrayar nuevamente el aspecto xenófobo del antirro-


manticismo bretoniano.
Al lado de los rasgos cómicos inspirados por el romanticismo a la moda
que reaparecen a menudo en los labios de la sentimental Manuela —la cual en-
tre otras cosas exalta el «romántico» gorro contra la «clásica» mantilla defendi-
da por Tomasa («vosotras, / las clásicas, no sentís»), se desespera frente al en-
gaño de Joaquín («¡Infame! ¿Quién, ¡oh Dios! / creyera tal d é u n romántico?»)
y no duda en remedar una célebre réplica del Alfredo estrenado pocos meses
antes, gritando: «¡Detente, sacrilego!» (III, 16)—nos encontramos nuevamente
32
Véase G. LE GENTIL, Le poete Manuel Bretón de los Herreros, cit., pp. 33-34.
150 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

con la sátira del oportunismo político, motivo evidentemente muy grato a Bre-
tón y a su público. Como el Rufo de la comedia anterior, ahora es Fructuoso
quien en su amor por la vida tranquila se muestra dispuesto a todos los com-
promisos, puesto que «su sistema es estar bien con todos»:

Hoy me deshago
en alabanzas y encomios
del gorro republicano,
y mañana el justo medio
con igual pasión aplaudo.

Lo cual atrae la precisión de su hermana:

Como ensalzabas un día


el despotismo ilustrado.

Pero él sin pestañear contesta:

Y antes al rey absoluto (1,1),

del cual tiene realmente mucha añoranza, ya que su voluntad le libraba de la


preocupación por tomar partido, como en cambio se ve obligado a hacer

con este sistema o diablo


de cortes y libertades (1,2).

La serie de comedias empeñadas prosigue en el año siguiente con La re-


dacción de un periódico, tal vez la más rica de referencias al mundo político y
de toques costumbristas. Se estrenó en el Príncipe el 5 de julio de 1836 y cons-
taba de 5 actos en verso. Nuevamente una historia de amor se entrelazaba con
los vaivenes políticos, pero esta vez con una relación más estricta que le confe-
ría a la obra una particular solidez, que empero el público no debió de apreciar
mucho: sólo se repuso 4 veces.

El redactor Agustín ama a Paula, contra la voluntad de su padre, el editor ladeo,


que intenta separarlos y que encierra a la chica en un cuarto. Pero los dos consiguen ha-
blarse por una ventanilla y organizar una boda clandestina. Irritado por un artículo
antigubernamental que ha salido en el periódico, un emisario del Gobierno pacta la sus-
pensión del periódico con la oferta de un empleo público para el autor del artículo. Co-
mo éste está firmado con las iniciales A.P., que corresponden también al nombre de
Agustín, el joven consigue la plaza y el consentimiento del suegro a las bodas con Pau-
la, por otro lado ya celebradas en secreto.

Toda la historia se desarrolla en la redacción de u n periódico, lo cual le ofre-


ce al poeta la oportunidad de insertar, junto a la trama principal, una serie de
IV. EL FLORECIMIENTO 151

escenas costumbristas que se acercan bastante a las de Mesonero o, por las alu-
siones punzantes a la actualidad, hasta a los artículos de Larra. Asistimos por
tanto a la desesperación del editor por la merma de los abonos, a la llegada de
varios tipos, desde el señor que pacta el abono contra la publicación de u n artí-
culo suyo, a una actriz y a u n capitán que se creen ofendidos, a u n sujeto que
quiere imponer al periódico u n carácter filogubernamental, en tanto que se
manifiesta la preocupación por reemplazar los vacíos creados por la censura.
Menudean desde luego las referencias al mundo político (con las casi obli-
gadas alusiones al carlismo) y periodístico (hay una larga lista de periódicos
vivos y muertos) y, como siempre, las sátiras al oportunismo que se acompa-
ñan de la amarga constatación de la vida difícil que va a encontrar quien pre-
tenda ser objetivo y ecuánime. Lamenta el periodista Fabricio:

¡Qué quiere usted! Los partidos


como a ninguno halagamos
y a todos los combatimos,
y no queremos carlistas
y no hay aquí dos patricios
que piensen del mismo modo,
¿dónde hemos de hallar amigos? (1,2).

Lo cual, por otro lado, no impide su predisposición a cambiar de color no


bien se presente la ocasión propicia.
También asoma una referencia explícita al romanticismo, que, a pesar del
tono ligero y alegre, muestra en el fondo una postura favorable cuando don
Tadeo, queriendo imponer a su hija su propia voluntad, ante las protestas de la
chica, que le acusa de apreciar sólo el dinero, contesta:

¿Te habrá acometido ya


la romántica epidemia? (III, 1).

Es evidente que Bretón es partidario de la «romántica» chica.


Por otro lado, toda la pieza rebosa de una sensibilidad romántica que se
manifiesta en el hastío de un mundo de personas dispuestas a cualquier com-
promiso con su conciencia y que sistemáticamente rechaza la verdad.

[...] no haber encontrado el señor Bretón una sola figura de hombre de pundo-
nor entre todos los de su cuadro, no nos parece generoso por su parte, ni justo en
cuanto periodista. [...] los cuatro actos primeros los ocupa la parte descriptiva de
los lances y apuros que suelen ocurrir en la redacción de un periódico; y sabido
es cuan feliz es en tales descripciones este poeta (LARRA, El Español, 8-VII-1836).

Paulatinamente Bretón iba descubriendo un tipo de parodia del drama ro-


mántico que ya no era una burla ni una farsa, sino más bien una suerte de
trascodificación a otro registro, cómico por supuesto, pero de una comicidad
152 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

orientada más hacia la sonrisa que hacia la carcajada, no exenta sin embargo
de tonalidades patéticas y de importantes preocupaciones existenciales. Signi-
ficativamente ocurría que, si el drama se iba acercando a la comedia, se abría
también el camino inverso.

Con Muérete y ¡verás!, 4 actos en verso, estrenado en el Príncipe el 27 de


abril de 1837, que alcanzó unas 30 representaciones en la época romántica, Bre-
tón producía una comedia que hacía reír y llorar, que aplicaba los recursos
propios del drama contemporáneo, que por primera vez violaba abiertamente
las unidades. Su argumento parecía remedar el de Los amantes de Teruel, que se
había estrenado sólo tres meses antes y que seguía reponiéndose. 33

/. La despedida. En Zaragoza Pablo parte para combatir a los carlistas como oficial
de la milicia, y se despide de su novia Jacinta y de la hermana de ésta, Isabel, que le ama
secretamente.
II. La muerte. Llega la noticia de la muerte de Pablo, confirmada por su compañero
Matías, que aprovecha la ocasión para pedir la mano de Jacinta. Desesperación de Isa-
bel y del usurero Elias, que había prestado dinero a Pablo.
III. El entierro. En realidad, el joven ha sobrevivido a una grave herida y ahora
vuelve a Zaragoza, donde se están celebrando un rito fúnebre en su memoria y el ban-
quete de bodas de Jacinta y Matías. Ve a Isabel arrodillada en las gradas de la iglesia y
se entera de que le ama.
IV. La resurrección. Se presenta a Elias y a Isabel pidiendo su complicidad y luego
entra en el salón del banquete, envuelto en una sábana, como un fantasma. Les repro-
cha su olvido al amigo y ala novia y pide la mano de Isabel.

Varios elementos parecen subrayar la proximidad entre el drama de Hart-


zenbusch y la comedia de Bretón, desde la separación provocada por la guerra
a la deslealtad del antagonista unida a la debilidad de la novia, al regreso del
protagonista en el momento justo de la celebración de las bodas, a su aparición
inesperada y dramática.
Faltaba en cambio el tema del plazo, pero era sustituido por un equivalente
agobio temporal que se manifiesta escénicamente en los signos premonitorios
(el tañer de las campanas en las dos obras) que sorprenden al protagonista a
su regreso. Naturalmente, todo aparecía ahora envuelto en un clima ligero y
burlón, aunque no privado de toques sentimentales y hasta melancólicos, que
estaba totalmente ausente en el drama. Pero la atmósfera general era plena-
mente romántica y alcanzaba su momento álgido en el episodio del regreso
de Pablo, cuando, en un típico acercamiento de amor y muerte, le acogen los
toques de las campanas a muerto y el sonido de los violines que acompaña a
la fiesta de la boda.

33 LE GENTIL, ibídem, p. 83, indica también una posible fuente en Inconsolables de Scribe; PEERS,
op. cit., I, p. 310, subraya la similitud con la dumasiana Catherine Howard.
IV. EL FLORECIMIENTO 153

El sonido de las campanas aterra a Pablo como un auspicio negativo («Con


malos / auspicios vuelvo a mi tierra») en tanto que la música alegre, asociada
al toque fúnebre, le saca u n amargo comentario:

¡Ella baila, justo Dios,


y yo de cuerpo presente! (III, 5).

Que, aparte el humor negro, parece aludir a ese desdoblamiento del hom-
bre que asiste a su propio entierro que tanto atrajo a los románticos, desde Me-
rimée a Espronceda y a Zorrilla.
La romántica unión de amor y muerte conoce empero también tonos senti-
mentales en la escena decimosegunda del mismo acto III, donde Pablo divisa
la figura de Isabel arrodillada delante del portal cerrado de la iglesia donde se
ha celebrado el funeral, que murmura su pena y declara su amor dirigiéndose
a la sombra «que —afirma— amo y reverencio»:

Pídele sólo al Señor


que eterno sea el amor
con que el alma te rendí;
que nunca humana flaqueza
me conduzca a no quererte.
¡Antes un rayo de muerte
caiga sobre mi cabeza! (III, 12).

Es indudable que la mano experta de Bretón ha sabido juntar aquí la más


efectista simbología romántica, desde la sacralidad del lugar que le confiere un
toque de misticismo al amor terrenal, a la puerta cerrada que se interpone en-
tre la joven y la sombra del amado, subrayando la incomunicación de un amor
imposible que parece realizarse solamente en el mundo de la trascendencia.
Aunque pueda parecer extraño, tal vez Isabel sea el antecedente más logrado
de la Inés del Tenorio.
Desde luego, una situación tan patética no puede durar mucho tiempo, y
Bretón se ocupa de descargar la tensión interponiendo escenas cómicas o ré-
plicas ligeras. Por fin, no puede hacer otra cosa que llevar la obra a esa conclu-
sión alegre que el público pretende de un comediógrafo. Para conseguir tal fin
recurre a otro ingrediente típico del romanticismo: el fantasma. Un fantasma
fingido, por supuesto, ya que es el propio Pablo envuelto en una sábana, que
quizás tenga su ascendiente lejano en La huérfana de Bruselas (que en efecto de-
sarrollaba una función similar) y que a su vez pudo ser el modelo de Eí zapate-
ro y el rey; el cual sin embargo estaba arraigado en el gusto de la época, tan bien
representado en la Galería fúnebre de espectros y sombras ensangrentadas como en
El estudiante de Salamanca o en El bulto vestido de negro capuz, o en fin, por lo que
atañe al teatro, en el Alfredo.
Lógicamente el recurso aquí es cómico, tanto por el contexto como por el tí-
pico sistema semiológico de la comedia —que en esto difiere sustancialmente
154 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

del drama— el cual exige que el autor informe previamente al público acerca
de la burla que Pablo va a hacer a los convidados. La sorpresa, que en el drama
sobrecoge a personajes y espectadores, en la comedia está reservada a menudo
sólo a los primeros, de manera que el público se siente cómplice del autor y se
ríe de la ingenuidad de los personajes. Lo mismo pasa con la petición de la ma-
no de Isabel, que sorprende a los demás personajes pero no a los espectadores,
que han asistido al episodio en que Pablo, escondido, escucha las declaracio-
nes amorosas que la chica le dirige, creyéndole difunto.
Pero, en este caso, lo patético prevalece nuevamente sobre lo cómico, ya
que el amor es cosa demasiado seria tanto para el autor como para su públi-
co. Y la declaración de amor que pronuncia Pablo al final de la pieza quiere
dejar tras de sí un rastro de intenso sentimentalismo romántico. El protago-
nista adopta aquí u n lenguaje que nuevamente parece adelantarse al del Te-
norio:

Mujer de alma tan pura


cuya virtud sin igual
compite con su hermosura
es un ser angelical;
no es humana criatura.
Mujer de tanta virtud,
mujer de amor tan profundo
que en su tierna juventud
se inmolaba... ¡a un ataúd!
no pertenece a este mundo.
Yo, que su ventura anhelo,
yo no me juzgo habitante
de este miserable suelo;
que Isabel me mire amante,
y sus brazos son... ¡el cielo! (IV, últ).

Luego vendrá la obligatoria moraleja, condensada en tres versos recitados


alternadamente por tres personajes (el último es Pablo, naturalmente):

Para aprender a vivir...


No hay cosa como morir...
Y resucitar después...

Con lo cual la comedia se ha superpuesto nuevamente al drama: la risa, o


la sonrisa tal vez, reivindica sus derechos y el autor despide al público con
u n guiño, o, por decirlo con u n crítico,«el drama se ha convertido en entre-
més». 34

34
J. ESCOBAR, «¿ES que hay una sonrisa romántica? Sobre el romanticismo en Muérete y ¡verás!
de Bretón de los Herreros», en Romanticismo 5 (1995), p. 96.
IV. EL FLORECIMIENTO 155

Desde las primeras reseñas, tal vez impresionadas sobre todo por la viola-
ción de las unidades, 3 5 que tildaron de romántica la obra, la crítica ha insisti-
do sobre los caracteres románticos de Muérete ¡y verás!, desde Allison Peers 36
hasta Rupert Alien 37 y Raquel Medina, 3 8 que de varias formas subrayan la
exaltación del idealismo romántico frente al materialismo de la burguesía
contemporánea.
En u n punto de vista opuesto se coloca en cambio el ensayo de José Esco-
bar, que divisa en la asunción de motivos románticos el proyecto de «neutra-
lizarlos» a través de su incorporación «al ambiente cotidiano y doméstico de
la clase media, infundiendo así, compensatoriamente, u n colorido de idealis-
mo poético al prosaísmo gris de las relaciones humanas en el m u n d o moder-
no. Sin drama, con el final feliz de una sonrisa reconfortante que deja a todos
satisfechos». Lo cual, según el crítico que considera el romanticismo como
«una experiencia dolorosa de la Modernidad», equivale a una verdadera
«desromantización». 39

Muérete y verás es lo que nos atreveríamos a llamar, con permiso de quien ha-
ya lugar, la comedia romántica, feliz innovación cuyo buen resultado probó la
esperiencia (Eco del Comercio, 3-V-1837).

Distingüese la comedia por cierto sabor a romanticismo que encanta. [...] el


contraste que forma el tañido fúnebre de las campanas con la música del baile es
del mayor efecto; e Isabel dirigiendo sus súplicas al cielo, prosternada en las gra-
das del templo, llorando mientras los demás ríen, es una idea admirable, subli-
me (Gaceta de Madrid, 30-IV-1837).

Ha llegado [...] el caso de usar moderadamente de la libertad en las formas


literarias del nuevo teatro moderno. [...] y esto es lo que ventajosamente ha con-
seguido realizar el autor (Semanario Pintoresco, 7-V-1837).

Hacia el final d e la t e m p o r a d a — q u e se cerró el 7 d e abril d e 1838— Bretón


lleva a las tablas e n m e n o s d e u n m e s tres breves c o m e d i a s e n las q u e e n cam-
bio el t e m a d e la sátira a n t i r r o m á n t i c a reaparece m á s o m e n o s conforme a los
e s q u e m a s tradicionales.

35
Sin embargo, el Semanario Pintoresco aludía también a la presencia de personajes que «acaso
calificaríamos de inútiles [...] si no creyéramos que la libertad de la escuela moderna autoriza (a
nuestro entender justamente) estos personages que sólo sirven para animar tal o tal escena».
36
Cf. op. cit., II, p. 167, donde sostiene que la obra es romántica «en su construcción, en la ca-
racterización, en el uso de la sorpresa y del efecto dramáticos y en el papel que en él desempeña la
pasión».
37
«The romantic element in Bretón's Muérete ¡y verás!», en Hispanic Review, XXXIV (1936),
pp. 218-227.
38
«Muérete ¡y verás! Propuesta para una comedia romántica», en Hispania, LXXV (1992),
pp. 1122-1129.
39
Véase el artículo citado, pp. 85-96.
156 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

La serie empieza en el Príncipe, el 15 de marzo, con un hábil juego meta-


teatral en 2 actos titulado El poeta y la beneficiada (7 reposiciones), donde, en
la estela inevitable del Café moratiniano, el comediógrafo se burlaba de ciertas
exageraciones del teatro contemporáneo.

El poeta recibe la visita de cierto Ambrosio que le impone la lectura de un drama


suyo y que luego propone a una actriz para su beneficio. Pero resulta que la pieza
que será escogida es en realidad la que se está representando. La trama se complica
con los equívocos que nacen de la persuasión de la dueña de que el poeta está enamo-
rado de ella.

El recurso del teatro en el teatro se desarrolla nada menos que en tres ni-
veles: el de la obra que se representa, el de la pieza de Ambrosio y el de la co-
media que se representará. Pero al lado de este aliciente, muy intelectual, se
coloca la acostumbrada habilidad de Bretón para crear situaciones cómicas
y sobre todo para parodiar el teatro de su época. El drama que ha escrito Am-
brosio es «romántico, singular, terrible» y lleva un título largo y resonante:

La feria de Trafalgar y el bandido honrado, y montes del Paraguay, drama de grande es-
pectáculo, heroico, sentimental, en prosa, en siete jornadas y once cuadros (1,10).

En él, le comenta su autor a la actriz:

Hay lances soberbios.


Tres batallas, un naufragio,
brujas... Se reza el trisagio...
Bombas (II, 4).

A principios del acto II se nos brinda una muestra del tono dominante. Lee
el proprio Ambrosio:

DON BLAS. ¡Matadla!


EL PRIOR. ¡Misericordia!
DON PEDRO. ¡Aquí de mis fuertes puños!

(Se oyen gritos a lo lejos.)

ELVIRA. ¡Favor, socorro!


EL CORREGIDOR. ¡Silencio!
Los SOLDADOS. ¡Cierra España!
LA BRUIA. ¡Dios del infierno,
salga de su centro el mar
y crujan los elementos! (II, 1).

Y así sucesivamente, en una cómica acumulación de los más disparatados


elementos del lenguaje dramático.
IV. EL FLORECIMIENTO 157

Los motivos propios de la sátira antirromántica reaparecen poco después,


algo atenuados, en el acto único El pro y el contra (en verso, estrenado en el
Príncipe el 24 de marzo de 1838 y repuesto al menos 7 veces), donde la ironía se
apunta en la conducta de una chica que adopta melindres que podrían, aun-
que de forma no exclusiva, remitir al romanticismo.

Cecilia, novia de Luis, voluble y afectada (tiene esplín), provoca un desafío del cual
Luis sale con un rasguño en la mano; cuando la chica le pide que firme el contrato de
boda, Luis, cansado ya de tanto dengue, declara que la herida se lo impide. Cecilia se
consuela con una mona que había perdido y ala que ha nuevamente encontrado.

La parodia del romanticismo prosigue en cambio más abiertamente en el


acto único en verso El hombre pacífico, estrenado en el Príncipe el 7 de abril si-
guiente, que tuvo 5 reposiciones.

Cierto don Benigno no consigue la tranquilidad a que aspira por una serie de líos
en que se ve metido: desde una llamada al servicio militar causada por un error de
transcripción (se le atribuyen 32 años en lugar de 52) y la visita de cierta romántica
Casilda que le envuelve en sus desilusiones amorosas, hasta la llegada de un alcalde
que pretende encarcelarle por apoyar a un faccioso. Por supuesto, todo acaba solucio-
nándose.

La comicidad estriba sobre todo en las réplicas de Casilda, que, presa de u n


«amor romántico, / inescrutable y eterno», interpreta el papel de víctima de
un tal Mamerto y prorrumpe en expresiones tan tópicas como «¡Maldición!...
Se cumplirá / mi atroz destino funesto...», y otras por el estilo, que le sacan a
Benigno manifestaciones de cómica extrañeza:

¿Qué diablo de jerigonza


es ésa, que no comprendo
ni una sílaba? (esc. 14).

Pero tal vez lo más interesante sea que se refiere nuevamente a los textos ca-
nónicos del romanticismo francés:

Un hombre sin Dios, sin ley...


Don Mamerto... El y sus versos...
y el abate Lamennais...
y Bug-Jargal... ¡Miserable!
y Cuasimodo... (esc. 17).

Claro está que la sátira del romanticismo no puede durar largo tiempo,
sobre todo en una época en la que el romanticismo no representa ya ninguna
novedad y, en cambio, va perdiendo sus rasgos más chocantes; así que Bre-
tón, como hemos visto y como ocurrirá de forma más acusada en un próximo
158 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

futuro, se dirige preferentemente hacia ese mundo social y político que ejer-
ce más atractivo en la sociedad contemporánea. La guerra carlista se mueve
hacia su solución y el mundo burgués que asiste a las comedias bretonianas
empieza a fijarse en los problemas del buen gobierno y de las relaciones so-
ciales. Y Bretón, naturalmente, le brinda lo que le apetece.
V. EL FINAL DE LA PRIMERA DÉCADA

1. Los DRAMAS: HACIA EL FORMULISMO

Después de la explosión de obras románticas a lo largo de la temporada


que acabamos de examinar, es como si, permítasenos la metáfora cabalmente
teatral, bajara de repente el telón por un agotamiento del repertorio. En la tem-
porada siguiente no es dado encontrar dramas hasta el mes de septiembre:
luego, entre septiembre de 1838 y diciembre de 1839 sólo se pueden enumerar
cinco dramas históricos originales que, con exclusión quizás del segundo,
aparecen esencialmente como una cansada repetición de temas y motivos ya
abundantemente explotados.
Casi no valdría la pena hablar del primero, Amor venga sus agravios, 5 ac-
tos en prosa, que conoció una única función el 28 de septiembre de 1838 (Prín-
cipe), a no ser que se le debe en parte a la pluma de Espronceda, que lo com-
puso en colaboración con Eugenio Moreno López, firmándolo los dos con el
seudónimo de Senra y Palomares.
Es un enredo de algunos de los motivos más desorbitados del manierismo
romántico, entrelazados entre sí hasta formar un conjunto rayano en una in-
voluntaria parodia.

Clara, enamorada de Pedro de Pigueroa, rechaza la mano de su primo Alvaro de


Mendoza, quien reta a Pedro y le hiere. Creyéndole muerto, Clara se retira a un con-
vento, donde recibe la visita de Pedro. Oyendo acercarse a otras monjas, oculta a su
enamorado en un baúl; pero a continuación se desmaya y el joven muere asfixiado. In-
vita entonces al primo y le da a beber un veneno, que ella toma también.

El lenguaje se corresponde con el tono general de la trama. Baste recordar el


satanismo que tiñe la réplica con que al final Clara se dirige a Mendoza:

159
160 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

todos iremos juntos al infierno, todos llevaremos el mismo camino. Todos mano a
mano entraremos en él, y los demonios festejarán nuestra llegada.

Tal vez no falten momentos felices, sobre todo en la reconstrucción am-


biental, que se realiza con diferentes episodios: paseo en el parque del Retiro,
con tapadas, petimetres y prófugos de Flandes; serenatas y desafíos; escenas
de corte con charlas sobre los temas más apasionantes del momento; un festín
con ostentación de lujo, cantos, etc. Se hacen también referencias al teatro, a
Calderón, al rey mismo, que se las da de dramaturgo.
Sin embargo, no es el toque costumbrista o reconstructivo el que puede sal-
var una obra decididamente poco acertada, que sobre todo no aporta ningún
elemento nuevo u original.

ha obtenido aplausos [...] pero [...] no se ha podido vencer la gran dificultad que
consiste en formar un todo proporcionado, verosímil, interesante y que no cho-
que abiertamente con las costumbres de la escena para donde se escribe (Eco del
Comercio, 29-IX-1838).

Un toque de relativa novedad puede percibirse en cambio en Doña Mencía,


un drama con el cual Juan Eugenio de Hartzenbusch volvía a pisar las tablas
después del éxito de Los amantes de Teruel. La pieza, 3 actos en verso, se estrenó
en el Príncipe el 9 de noviembre de 1838 y conoció 6 reposiciones antes de 1840
y nada menos que 21 en la década siguiente. Dentro de ciertos límites, repetía la
temática de Carlos 11 el hechizado (aunque sin el trasfondo truculento de éste),
añadiendo sin embargo al tema de la Inquisición casi todos los aspectos que po-
dían sonar escandalosos al público de la época: los monjíos forzados, la corrup-
ción conventual, la bastardía y el amor incestuoso.

I. En Madrid, a principios del siglo xvn, la beata doña Mencía, a punto de pronun-
ciar los votos, convence a su hermana bastarda Inés (hija, parece, de una luterana
muerta en la hoguera) a abandonar a su amado Gonzalo (so pena de denunciarlo a la
Inquisición) y a hacerse monja. Al entregar a Gonzalo la carta de despedida de Inés, se
enamora de él.
II. En tanto que varias jóvenes destinadas al convento se burlan del «padrino» don
Gutierre, miembro de la Inquisición, Gonzalo se despide de Mencía, ya que tiene que
escapar a los Inquisidores, que le buscan como sospechoso por guardar una Biblia en ro-
mance y un retrato de Lutero. Desesperación de Mencía, que le esconde en un cuarto.
Pero Inés, que se ha dado cuenta del amor que le une a su hermana, le delata a don Gu-
tierre, y éste le hace prender.
III. Cuando Inés va a pronunciar los votos, se presenta a Mencía Gonzalo, trastor-
nado por haber pasado un mes en la cárcel inquisitorial y que, disfrazado defraile,ha
conseguido fugarse. Por varias señas, los dos se enteran de que Gonzalo es padre de
Mencía. Vienen los alguaciles y Gonzalo es apresado. Intenta matarse con un puñal,
pero Mencía se lo quita y se mata a sí misma.
V. EL FINAL DE LA PRIMERA DECADA 161

La obra se sumaba a las de la temporada anterior en sus ataques a las for-


mas represivas de la España pasada (e indirectamente al absolutismo y al
carlismo), pero remitía también a los primeros dramas por llevar a la escena
a personajes inventados, con el fin, se diría, de recrear u n ambiente a través
de los infortunios que persiguen a ciudadanos particulares caídos bajo las
sospechas de los Inquisidores: una suerte de infrahistoria, pues.
Sin embargo, lo propiamente novedoso, fuente también de desarrollos fu-
turos, es el interés difuso y pormenorizado por la psicología de los personajes,
sobre todo por sus reacciones frente a ciertos acontecimientos improvisos e
inesperados que se convierten en verdaderos efectos teatrales. En otras pala-
bras, el golpe de teatro que casi siempre se confiaba a un suceso, a menudo te-
ñido con los colores de la fatalidad, deriva ahora de un movimiento interior
del personaje que le induce a cambios repentinos, de fuerte impacto en la dié-
gesis. Lo cual es un gran adelanto respecto a Los amantes, donde lo que priva-
ba era el acumularse de acontecimientos que tenían en sí mismos la fuerza de
torcer o impulsar la acción dramática. Se abría el camino hacia la alta comedia.
Todo esto es particularmente apreciable, conforme a lo que promete el títu-
lo, en la actuación de doña Mencía, que, a causa de sus reacciones psicológicas
a sendos sucesos, pasa de la beatería con que aparece en la escena al amor apa-
sionado por Gonzalo, a la renuncia a sus principios piadosos (que la lleva a
desconfiar de la Inquisición), a la aceptación del amor incestuoso («Y yo te
adoro; / que en ti un amor inextinguible puse», manifiesta a Gonzalo, después
de haber afirmado antes: «Yo soy tu hija»), a la protesta sacrilega:

Deja que al cielo blasfemante acuse


que con mi corazón juega inclemente.

en los brazos del único me arroja


cuyo amor me vedó naturaleza.
Llena, cielo enemigo, tus furores,
y acaba con un rayo mis amores (III, 11).

Después de lo cual no le queda nada más que la forma extrema de trans-


gresión: el suicidio.
Otro rasgo psicológico particularmente eficaz por sus reflejos directos en la
acción es la mutua, sorda enemistad que liga a las dos hermanas y que induce
a Mencía a obligar a Inés a renunciar al amor mundano y a ésta a vengarse de-
nunciando a Gonzalo.
Ni faltan otros pormenores que, de conformidad con el carácter funda-
mental de la pieza, presentan eficaces rasgos psicológicos, como el sutil juego
de alusiones e insinuaciones con que don Gutierre envuelve como en una te-
laraña a la inocente Inés, hasta llevarla a delatar a Gonzalo. En este ámbito,
valdría la pena recordar también el hábil discurso de la criada Salomé, que,
para evitar de referir abiertamente el mensaje de Gonzalo, teje u n entramado
de preguntas y respuestas del cual se infiere fácilmente el proprio mensaje
162 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

que ella fingía querer ocultar: u n pequeño saínete que es como una pausa
sonriente en el contexto general, pero, como se decía, en armonía con el tono
dominante.

Durante un año cómico en que la escena nacional ha dado tan escasas seña-
les de vida, y ésas en su mayor parte tan infelices y desacertadas, un drama, si
bien escrito bajo la influencia de las opiniones románticas, al menos no con
arreglo a las más exageradas, abundante en bellezas de un género superior, así
en efectos como en poesía, no puede menos de ser una solemnidad literaria
(Gaceta de Madrid, 17-IV-1839).

El año 1839 empieza con una novedad léxica: el 31 de enero se represen-


ta El astrólogo de Valladolid (5 actos en verso, 7 reposiciones), al que su au-
tor, José García de Villalta, llamó «comedia histórica», tal vez para subrayar
el final alegre que por otro lado compartía con muchos dramas de la última
época.

Con el disfraz del oscuro doncel Ferrdn Calvo y el apoyo del astrólogo Abiabar,
Fernando de Aragón vive en la Corte de Castilla, donde ama a la infanta Isabel, a la
que su hermano, el débil Enrique IV, quisiera casar con el maestre de Calatrava. Fe-
rrdn se aleja, pero vuelve al mando de las tropas aragonesas y consigue la mano de
Isabel.

Basta el breve resumen para darse cuenta del tono novelesco de la pieza,
según la fórmula que se venía delineando desde hacía algún tiempo. Paralela-
mente, se van desarrollando aspectos que se habían vuelto también típicos,
como el cansancio que oprime al monarca:

¡Oh desdichado monarca!


¡Cuánto la corona pesa! (II, 1).

También la reconstrucción ambiental ocupa un buen espacio gracias a un


largo desfile de personajes históricos, entre los cuales descuellan Juan Pache-
co, marqués de Villena, y el futuro cardenal Cisneros.
Recorre la obra —también es una praxis consolidada— un espíritu liberal
que encuentra su momento más significativo en la discusión entre un noble y
un licenciado (que se verá que es el joven Cisneros), en la cual éste defiende la
cultura contra la nobleza y reivindica los derechos del pueblo con tonos típica-
mente ilustrados:

Si no hay pueblo, señor, ¿qué es la nobleza? (III, 6).

Las producciones originales han sido raras y escasas durante el año cómico
que está a punto de concluir. [...] el drama es [...] un cuadro pálido y un determi-
nado color, en que hay empero algunas figuras vigorosas. [...] Seremos indul-
V. EL FINAL DE LA PRIMERA DECADA 163

gentes con el Sr. Villalta, en primer lugar por pertenecer su obra a una escuela
templada de literatura (Gaceta de Madrid, 13-11-1839).

«Drama original e histórico» definió en cambio Miguel Agustín Príncipe su


obra en 7 cuadros y en verso titulada El conde don Julián, que, después de u n
estreno en Zaragoza el 18 de diciembre de 1838, se representó por primera vez
en Madrid (Príncipe) el 22 de mayo de 1839. Lo histórico señalado en el título
se mezcla muy a menudo con lo novelesco, en u n asunto que por otro lado ya
pertenecía a la tradición mítica.

El rey Rodrigo destierra a Velayo por amar a Fíorinda, de la cual se ha encapricha-


do, y encierra en una cárcel a la reina Egilona por haber favorecido la fuga de Fíorinda.
Julián, enfurecido con el rey, que ha abusado de su hija, se alia con los moros, pero lue-
go combate contra ellos con la ayuda de Pelayo. Al ver el mantel ensangrentado de Ro-
drigo, Julián se mata.

Revisión en sentido positivo, algo chovinista, de la legendaria historia de


España, rescata en parte a don Rodrigo —que encarna la frecuente figura del
rey cansado y deprimido bajo el peso de un romántico tedio («¡Siento tal tedio!
Yo mismo / me desconozco» [1,4]), que pronto se arrepiente de su conducta y
hace concesiones a los moros, los cuales, sin embargo, no respetan los pactos—
y a don Julián, que intenta evitar la invasión y trata al respecto con Tárif y Muza,
hasta que encuentra al fin su desquite moral en el suicidio. Finalmente, para
que no les quede a los espectadores lo amargo de la derrota de sus antepasa-
dos, cierra la obra con el grito lanzado por un noble godo, cuya fuerza es su-
brayada en el texto por nada menos que seis puntos de admiración:

Aún vive Pelayo!!!!!!

No falta cierto gusto por la espectacularidad de marca romántica, que so-


bresale particularmente en el acto II y en el III. En el uno se nos presenta un
castillo lóbrego, en una noche de borrasca, donde aparecen fantasmas (en rea-
lidad, judíos disfrazados), hay luces que se apagan de repente, se oyen voces
misteriosas; en el otro la escena representa la cárcel en que yace la reina Egilo-
na, afectuosamente asistida por u n judío.

Cierra la década una nueva incursión de Bretón en el campo del drama. Ve-
llido Dolfos se estrena el 13 de diciembre, se repone 3 veces y desaparece de
los repertorios. Son cuatro actos en verso en los que nuevamente se mezclan
historia y novela en el intento de rescatar a una figura tradicionalmente des-
preciada.

Zamora, año de 1072. Enamorado de doña Urraca, señora de Zamora, el humilde


hidalgo Vellido Dolfos se presenta en el campo del rey don Sancho fingiéndose un
164 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

tránsfuga, y le persuade a acompañarlo a lo largo de la muralla en busca de un su-


puesto pasaje secreto; luego le mata. Ira de los partidarios del rey, entre los cuales el
Cid reta a toda Zamora. Consternación entre los zamoranos. Vellido se arrepiente y se
suicida.

La rehabilitación de Vellido cae dentro de los esquemas románticos, ya que


el protagonista se convierte en traidor por amor, por un amor además que tie-
ne todos los rasgos tradicionales de la pasión irrefrenable e imposible, y que,
según Peers, no se distingue de la idolatría. 1 El drama se abre con las palabras
con que Vellido justamente define el sentimiento que le liga a Urraca:

Locura es mi pasión, yo lo confieso.

Luego lo caracteriza con rasgos y léxico ya tópicos en el romanticismo:

Corazón como el mío no ama nunca


o es su amor frenesí (1,1).

En fin, el vocabulario romántico se incrementa con el verso con que Vellido


se despide de Urraca:

Muerte, infamia, infierno... ¡Adiós! (1,11).

Sin embargo, si prescindimos de estos aspectos que denuncian la voluntad


de revestir la leyenda con los colores del romanticismo, la obra se parece más
bien a una tragedia neoclásica que a un drama romántico, tanto por el respeto
de las unidades como por ciertas características estructurales.
La unidad de tiempo es explícitamente aludida por medio de esos juegos de
luces tan habituales en la dramaturgia romántica pero aquí puestos al servicio de
un planteamiento de tipo clasicista: la escena se oscurece al final del II acto y se va
gradualmente iluminando en el III, hasta que la primera réplica del IV nos avisa
de que ha llegado la aurora. En cuanto al lugar, asistimos a esos pequeños des-
plazamientos entre acto y acto que el neoclasicismo siempre había autorizado.
Pero remiten también a la tragedia la versificación, polimétrica sí, pero con
abundancia de endecasílabos, y los parlamentos, a menudo largos y escasa-
mente comunicativos. Quizás fuera una tentativa de diversificarse que sin em-
bargo se convirtió en un sustancial regreso.

no debiera haber llamado histórico su drama, porque no basta que sean verdade-
ros los hechos, si no lo son los personajes ni las costumbres; si carecen del colorido
de la época, de la verdad dramática. [...] La acción [...] se arrastra débil y vacilante
a favor de diálogos inútiles, difusos y pesados {Gaceta de Madrid, 22-XII-1839).

1
Op. cit., II, p. 214. El juicio de Peers es negativo: «los sentimientos manifestados en el drama
son tan fríos como inanimadas son sus situaciones».
V. EL FINAL DE LA PRIMERA DECADA 165

2. LA VITALIDAD DE LAS COMEDIAS

Gracias al infatigable Bretón, la comedia no conoce ese relativo cansancio


que caracteriza en cambio al drama.
Es ahora cuando Bretón afronta animosamente el tema político con una co-
media en 5 actos y en verso, titulada significativamente Flaquezas ministeria-
les y representada en el Príncipe el 26 de octubre de 1838, que consiguió sólo 5
reposiciones. Ambientada en Portugal, pero dirigida evidentemente al mundo
de la política española, presenta a unos políticos corruptos e interesados sola-
mente en sus asuntos personales, en tanto que exalta la honrada dignidad de
los pobres.

Cierto Marqués, primer ministro, cede a las presiones de su amante, doña Violante,
y rechaza las solicitudes de los pobres, entre los cuales descuella la honrada viuda Mar-
ta, a la que Violante desprecia y el Marqués desatiende porque su hija no ha cedido a sus
requerimientos. Destituido por el maquiavélico Barón, dispone los últimos nombra-
mientos de sus protegidos, entre ellos un primo de Violante. Pero, por un equívoco, es
nombrado en su lugar el novio de la hija de Marta. El Barón ratifica el nombramiento.

Muestra de una sociedad que va evolucionando, la obra va más allá de la


exaltación del liberalismo para lograr una apertura social hacia el mundo de
la pequeña burguesía, que goza evidentemente de la simpatía del autor. No es
casual que los poderosos corruptos pertenezcan a la aristocracia, al punto que
no aparecen con u n nombre sino con u n título (el Marqués, el Barón), mien-
tras que los burgueses representan la honradez y el trabajo.
Para completar el cuadro, Bretón introduce en el acto IV una de esas esce-
nas de audiencia que servían habitualmente para impresionar al público con
decisiones ejemplares, pero que aquí persiguen el fin opuesto de subrayar la
profunda maldad e injusticia de los políticos maquiavélicos y no ya salomó-
nicos. Con esta perspectiva, la comedia no conoce una verdadera sonrisa sino
hasta el final, cuando Marta, entusiasmada con el nuevo primer ministro que
ha aprobado el nombramiento de su futuro yerno, imagina que pronto dará a
conocer u n programa excelente, lo cual provoca la reacción burlona de cierto
Fonseca, experto frecuentador de las antesalas ministeriales, que se apresura
a desengañarla:

¿Programa? Eso es lo de menos


Todos dan, señoras mías,
programas y garantías.
Todos son buenos, muy buenos...
los primeros quince días...

Con Eí qué dirán y el qué se me da a mí (4 actos en verso estrenados en el Prín-


cipe el 29 de noviembre), comedia de gran éxito (poco menos de 50 funciones),
166 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

Bretón vuelve a la sátira de las convenciones sociales y, desde luego, a la exalta-


ción de la burguesía frente a la aristocracia.

El Barón, viudo que no se ha vuelto a casar por temor al qué dirán, no quiere que su hi-
ja Camila se case con cierto Ignacio, preocupado también por el qué dirán, ya que el chico,
cuando estuvo exiliado por liberal, vendía tejidos en Gibraltar; quiere en cambio, que se ca-
se con un marqués. Su hermana Rosalía le brinda nuevas preocupaciones, puesto que, por
contra, profesa el principio del qué se me da a mí y quiere casarse con el mayordomo Tori-
bio. Al final, el marqués renuncia, Ignacio cobra una consistente herencia y se casará con
Camila, en tanto que Toribio rechaza las bodas aristocráticas para casarse con la criada.

El mayor aliciente de la comedia fue sin duda la solución favorable a los


enamorados legítimos, con la consiguiente derrota del noble orgulloso. Por
supuesto, el público debió de apreciar ciertos parlamentos muy recargados de
espíritu democrático, como el que pronuncia Camila interpretando a la per-
fección los ideales burgueses:

Yo prefiero, pues me adoro,


a un hombre honrado y sencillo,
y si en la corte no brillo,
seré en mi casa señora (II, 1).

Tal vez gustó más el alegre desenfado con que Rosalía, ya decepcionada
por el qué dirán, le propone a Toribio un enlace socialmente transgresor:

Ni las leyes ni los cánones


me lo pueden estorbar;
y así que te dé la mano
le hemos de cantar un trágala
al quijote de mi hermano (III, 1).

Y sin embargo la conclusión «moderada» debió de encontrar la aprobación


general: la noble se casa con el burgués, que dispone de un buen caudal, y el
mayordomo con la criada. Una solución de justo medio, que no resultaba dema-
siado revolucionaria, en tanto que el chasco de los dos viejos aristocráticos en-
cajaba perfectamente en el horizonte general de expectación.

El tema romántico del amor imposible que caracterizara tantos dramas se


convierte, al pasar a la comedia, en el del amor equivocado o falso o malogra-
do, que se presenta en la escena para escarmiento y al mismo tiempo como sá-
tira de ciertas conductas sociales reprobables. Tres historias paralelas de amo-
res de esta clase presentó Bretón en Un día de campo o El tutor y el amante,
estrenada en el Príncipe el 4 de marzo de 1839.

La historia central es la del tutor don Antonio, que quiere casarse con su pupila Sabi-
na, la cual, en cambio, ama a un gandul de nombre Agustín: éste sólo aspira a su dinero y
V. EL FINAL DE LA PRIMERA DECADA 167

se aleja cuando, con un truco, Antonio le hace creer que la chica no tiene dote. Pero Anto-
nio no quiere casarse ahora ante el triste ejemplo que le ofrecen las otras dos parejas que
protagonizan las historias paralelas y que están en trance de divorcio: la de Tomás y Ru-
perta, atormentada por los celos de la mujer, y la de Simón y Lucía, que engaña abierta-
mente a su marido.

Un amor sincero aunque poco llamativo como el de Antonio prevalece so-


bre el sentimiento hipócrita de u n ser que privilegia el interés, pero no tiene la
fuerza de llegar hasta la lógica conclusión, porque en la sociedad en que vivi-
mos no puede darse el amor verdadero: ésta es la moral que la pieza tiene en
común con muchísimas otras del repertorio bretoniano, aunque raramente
aparezca de manera tan clara. Postura romántica, en fin, que nace del más am-
plio descontento del romanticismo respecto al presente y que podría ocultar
una Sehnsucht hacia u n mundo diferente e inalcanzable. Evidentemente, el pú-
blico no agradeció una concepción tan radical, sobre todo por no aparecer en-
vuelta en la sonrisa habitual que habría podido atenuar los tonos y hacer más
aceptable la crítica. Quizás por eso conoció tan sólo tres reposiciones seguidas
y luego desapareció de los repertorios.

Cierto éxito logró en cambio Bretón a finales del año, exactamente el 30 de


noviembre de 1839, cuando estrenó en el Príncipe ¡Una vieja!, que se repuso
una decena de veces a lo largo de varios años, hasta 1846. Con ella volvía a las
historias de amores que concluyen con el triunfo de los jóvenes y la derrota de
los viejos verdes: una fórmula de seguro éxito.

Doña Damiana, acosada por la vecina doña Luisa y su pretendiente Alberto, liberti-
no impenitente, conquista a éste, luego se burla de él y porfin casa a sus sobrinos Joaquín
y Jacinta, a los que aporta una cuantiosa dote. Desilusión total de Alberto, que, además de
aspirar al patrimonio de doña Damiana, había, en el pasado, intentado conquistar tam-
bién a Jacinta.

El éxito no se debió sólo a los ingredientes a los que ya hemos aludido, sino
también a una hábil gestión de algunos recursos muy efectistas en la vertiente de
la comicidad. En el acto I, por ejemplo, Damiana, para contrarrestar las iniciativas
de Luisa, que continuamente intenta despreciarla, compra la complicidad de los
camareros de la fonda en que viven y consigue sitiar por hambre a su enemiga.
En el acto IV la aparición de Jacinta cubierta con un velo excita la curiosidad
de Alberto (y de los expectadores): el viejo libertino empieza a cortejarla, pero,
cuando ella se quita el velo, se marcha para no quedar enredado en la antigua
promesa de matrimonio. Jacinta pide ayuda, y llegan Damiana y Joaquín. Se
crea así una situación metateatral que el autor oportunamente subraya, po-
niendo en boca de Alberto la pregunta:

¿qué significa
este golpe de teatro? (IV, 10).
168 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

Para concluir este apartado valdrá la pena aludir a una tentativa de Bretón
de componer una pieza intermedia entre comedia y drama, conforme a cierta
orientación que se iba delineando en la época y que será corriente en la década
de los años cuarenta. Se trata de No ganamos para sustos (3 actos en verso), es-
trenada el 12 de mayo de 1839 en el Teatro del Príncipe, cuya nueva fórmula
debió de gustar si se repuso unas 17 veces a lo largo de nueve años.

Jadraque (Alcarria), diciembre de 1710. En casa de don Félix se esconden el oficial


español Juan, enamorado de Serafina, hija de su huésped, y el desertor de las tropas aus-
tríacas Gabino, casado secretamente con la criada Manuela. Los descubre un sargento
español pasado a los austríacos, pero la llegada de las tropas españolas libera a todos.

Aquí encontramos los típicos ingredientes que llenarán las obras de García
Gutiérrez y Rodríguez Rubí: patriotismo, españolismo, división rígida entre
buenos y malos, aventura y happy ending. No será fácil, en cambio, encontrar
ciertos toques «democráticos» tan frecuentes en Bretón y que aquí le dictan las
palabras amargas con que la criada contesta a Serafina, que intenta justificarse
por haber delatado a su esposo:

A ser pleito, yo tendría


tanta razón como vos,
señora..., si fuera lícito
a un pobre el tener razón (III, 8).

hemos llamado la atención sobre el acto segundo de esta comedia por ser el mejor,
pero en lo que toca a sales cómicas todos son lo mismo; si bien el poco interés que
tiene el primero se hace más notable en el último (Eco del Comercio, 16-V-1839).
vi. LA DRAMATURGIA TARDORROMÁNTICA

1. ASPECTOS DE LA RECEPCIÓN

A pesar de las obvias diferencias, las piezas que se estrenan durante la dé-
cada 1840-1849 mantienen cierta sustancial unidad, de manera que se juntan
en el mismo sistema dramatúrgico obras tan dispares como el Don Juan Tenorio
o El pelo de la dehesa o Las travesuras de ]uana.
Se advierte u n esfuerzo común a todos los autores teatrales por satisfacer
las exigencias de esa capa burguesa que constituye el núcleo más importante
del público y que, superados los entusiasmos del liberalismo de los años trein-
ta, ya tiende a arrellanarse en el bienestar económico y en la tutela de ciertos
valores tradicionales como patria, familia, honradez, sentido del deber. Ya no
caben, en la burguesía isabelina, ni los sueños libertarios del primer romanti-
cismo, ni mucho menos ese amor a la transgresión que caracterizara los pri-
meros experimentos teatrales de la nueva escuela. Lo que se le pide, pues, al
escritor es una pieza que divierta y sorprenda con la multitud de los lances,
que concluya felizmente con el triunfo de los buenos y el castigo de los mal-
vados (los cuales, para evitar esfuerzos que aguarían el placer, tienen que
aparecer maniqueamente bien distintos) y que de alguna manera, aunque sea
forzadamente, exalte los ideales conservadores.
En este teatro, sin embargo, no han desaparecido los grandes temas del pri-
mer romanticismo —el amor, el tiempo, la comunicación, la lucha contra la so-
ciedad— sino que se han amoldado a las nuevas instancias, consiguiendo, en
línea general, esas tonalidades moderadas, de justo medio, que desde el princi-
pio habían formado parte del ideario romántico español. Lo que antes tenían
esos temas de problemático se encamina ahora hacia una solución a veces tras-
cendente, como en el Tenorio, en otros casos práctica, como en la dos piezas
bretonianas dedicadas a don Frutos.

169
170 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

El protagonista de las nuevas obras es la más evidente demostración de es-


tos aspectos, ya que posee los rasgos más típicos del tradicional héroe román-
tico, pero todos significativamente modificados. A menudo ama, como todos
sus predecesores, con un amor difícil y contrastado, pero al final logra realizar
su sueño; tiene problemas de comunicación, pero los supera, en ocasiones libe-
rándose de ellos; es también a menudo un marginado, pero de esa margina-
ción hace su estandarte para luchar contra unos opositores por lo común ya no
tan terribles, sino descoloridos y miopes, que terminarán siendo derrotados.
Un análisis de algunas de las obras que, estrenadas en el curso de la década,
conocieron un apreciable número de reposiciones nos confirma casi puntual-
mente la presencia de los aspectos que acabamos de reseñar.
Un ejemplo muy significativo, al respecto, lo proporciona Las travesuras
de Juana, definida «comedia en cuatro actos» por los autores Carlos García
Doncel y Luis Valladares y Garriga, que empero, conforme a la orientación
que ya se ha ido delineando a fines de la década anterior, posee muchos rasgos
propios del drama histórico, a partir de la ubicación en un punto muy exacto
de la historia pasada: la acción se desarrolla en efecto desde el anochecer del 30
de agosto de 1528 hasta el amanecer del 31 en Ñapóles y sus inmediaciones, y
en el curso de la pieza se hacen referencias a la guerra entre las tropas france-
sas y las españolas. La obra, en verso, se estrenó el 27 de noviembre de 1843 en
el Teatro de la Cruz y se repuso varias veces los siguientes años hasta alcanzar
en 1849 casi 70 representaciones. La comedia, «escrita espresamente para la
primera actriz doña Juana Pérez», llevaba a la escena a un nuevo tipo de prota-
gonista femenina que nada tenía que ver con la mujer víctima u objeto del amor
masculino y que, en cambio, no cejaba en colocarse al nivel de los hombres, lu-
chando contra ellos como cualquier valiente y saliendo al final victoriosa y
muy ufana. La Juana de esta pieza se viste de hombre, pero no ya para perse-
guir a un enamorado infiel como las heroínas de Lope de Vega, sino para afir-
mar su paridad con el otro sexo, en el intento sobre todo de combatir por su pa-
tria contra los enemigos de siempre, los franceses. Cuando se le refiere que la
ciudad está llena de tropas, ella exclama:

¡Ah! ¡quién tuviera mostachos


para andar entre esa gente!
¡cómo cebaría mi diente
en esos perros gabachos! (1,3).

Para terminar gritando un «¡Viva España!» seguramente destinado a arran-


car los aplausos. Lo suficientemente traviesa para atraerse las simpatías del
público, pero con u n «buen corazón» que sus «travesuras disculpa» (y que
las hace aceptables a los buenos burgueses), como afirma antes de bajarse el
telón, encarna una manera nueva de luchar contra los convencionalismos so-
ciales, en busca de una renovación que se mantenga dentro de los límites tra-
dicionales.
VI. LA DRAMATURGIA TARDORROMÁNTICA 171

Las «travesuras» de que habla el título son muchas y complicadas, brindán-


dole al espectador continuos cambios de situación y constantes golpes de teatro.

I. Entre las educandas de un convento de monjas Juana se distingue por su carácter


travieso y su habilidad para salir de los apuros. Cerradas las puertas del convento, pe-
netran en él el vulgar Stizaferro, que se lleva al portero Acerico, y don Lope Navarro,
enamorado de Elvira, la cual se desmaya y sale en sus brazos. Entra nuevamente Stiza-
ferro, que quiere llevarse a Juana, la cual le dispara con una pistola.
II. Juana y Acerico se esconden en la casa de Stizaferro, adonde llega el conde Pedro
Navarro, padre de Lope y jefe de las tropas francesas, que con Stizaferro trama una con-
juración para favorecer la entrada en Ñapóles de sus soldados. Al salir el conde, Juana
envía a Acerico a llamar a una ronda de soldados y, mientras tanto, fingiendo que es el
paje borracho de Navarro, entretiene a Stizaferro hasta que la ronda lo prende.
III. Juana denuncia la conjuración al general Alarcón, a cuya casa llega también El-
vira, que lamenta haber sido abandonada por Lope. El conde Navarro es capturado, pe-
ro Alarcón le deja libre para poderlo matar en campo abierto.
IV. En un antiguo palacio, donde se aloja Navarro, entran por una puerta secreta
Acerico y Juana. Ésta convence a Lope a ir en busca de Elvira, luego encierra al general
enemigo y le apunta con una pistola, pero entra por una ventana Stizaferro, que ame-
naza a juana. Alarcón derriba la puerta y reconoce en Juana a una hija suya y de una
tal María, hermana del conde Navarro. Alarcón perdona al conde y le abraza a instan-
cias de juana, la cual se revela a Elvira (que hace las paces con Lope) como su hermana.

Poco hay que añadir al cuadro, que por sí mismo se va desdibujando a tra-
vés de este resumen. Lo que más sorprende es, naturalmente, la cantidad
asombrosa de los lances, que raya en lo inverosímil y que, si por u n lado man-
tiene despierto el interés del espectador, por el otro sirve para poner de relieve
la personalidad de Juana (y por supuesto de la actriz que la interpreta), que to-
do lo domina y todo lo soluciona.
A su lado, los demás personajes aparecen bastante descoloridos y sobre to-
do influyen poco en el desarrollo de la trama; pero lo que le interesa al autor es
esencialmente marcar una división muy evidente entre buenos y malos. La
discriminante entre los unos y los otros es el sentimiento patrio que caracteriza
no sólo a Juana, sino también a su enamorado don Lope, que se rebela contra
los dictámenes del «padre tirano» y decide pasarse al ejército español,

pues ya conozco que tengo


sangre española en mis venas (IV, 3).

Patriota y caballeroso es Hernando de Alarcón, padre de Juana y Elvira, que


libera a Pedro Navarro, para batirse con él frente a frente, de forma que se vea

cuánta es la distancia
de un caballero a un traidor (III, 9).
172 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

Los malos son en cambio los traidores que militan en el campo francés, y su
maldad se manifiesta desde su salida a escena en el mismo aspecto exterior.
Stizaferro tiene «muy mala facha, con grandes bigotes y una cicatriz que le cruza
toda la cara» (I, 3), habla «con voz aguardentosa» y vive en una casa de «techo
aguardülado con vigas» y «paredes denegridas» (II, 1). Pedro Navarro aparece por
primera vez embozado, en emblemática referencia a su doblez. De esta forma,
también el espectador menos despierto sabe desde el principio a qué atenerse,
pero ese amor a la connotación, ese gusto por los matices que habían caracteri-
zado al primer romanticismo se han perdido.
Por otro lado, no se han perdido algunos de los rasgos más tópicos de la
teatralidad romántica, a pesar de cierto intento de diferenciarse del drama his-
tórico —no empero de la comedia— que el autor resalta indicando la estrecha
(excesivamente estrecha, si se considera la variedad de la peripecia) duración
del tiempo escénico.
Sobreviven, por ejemplo, el gusto por una escenografía muy puntual y por-
menorizada 1 (no falta la luna iluminando la escena) y el empleo efectista de los
sonidos, como los que cierran el primer acto, desde el disparo de pistola al bu-
llicio que sigue de inmediato y que puntualmente describe la acotación:

Las monjas siguen tirando trastos y dando gritos: los enmascarados y la ronda acuchi-
llándose: la campana del convento tocando a rebato.

Tampoco falta el tañer de «un reloj lejano» que detiene a Stizaferro, el cual se
queda inmóvil a contar los toques (II, 4).
De abolengo romántico es también la marginación de la protagonista (Jua-
na es hija de padres desconocidos, a los que conocerá sólo al final, gracias a la
consabida agnición), que sin embargo se aprovecha de la situación para pro-
clamar su total libertad (I, 7) y actuar en consecuencia.
En fin, el amor se expresa en el lenguaje tradicional, aunque con cierta in-
versión de los papeles entre hombre y mujer, que culminará en el Tenorio. Con-
fiesa Elvira a Juana:

dos meses ha que un joven


vino a encender en mi pecho
el volcán de las pasiones (1,1).

A los tonos apasionados de Elvira se oponen los toques suavemente líricos


de Lope en un parlamento que en efecto parece anticipar el de don Juan en la
célebre «escena del sofá»:

1
Léase por ejemplo la acotación inicial: «E/ teatro representa una huerta a la derecha y en el fondo
pared de cerca con portón en el fondo y un emparrado, y una puertecita a la derecha: a la izquierda la fachada
interior de un convento de religiosas; ventanas con celosías, y puerta grande con tres escalones. Es la caída
déla tarde.»
VI. LA DRAMATURGIA TARDORROMÁNTICA 173

¿No ves la noche aumentar


en nuestro favor la sombra?
¿No ves la brisa agitar
y mullir la verde alfombra
que tus plantas han de hollar?
¿No oyes los trinos distantes
del ruiseñor que predice
nuestras venturas constantes?
¿No parece que nos dice:
«Partid, dichosos amantes»? (I,6).

Igualmente modélica y exitosa (más de 70 funciones hasta 1849) es otra


comedia histórica que se había estrenado en el Príncipe poco antes, el 5 de oc-
tubre de ese mismo año 1843: La rueda de la fortuna (4 actos en verso) com-
puesta por Tomás Rodríguez Rubí, quien la dedicaba, como «tributo de cariño
y reconocimiento», a José Zorrilla, con el cual iba muy pronto a compartir el se-
ñorío de las tablas madrileñas. La ubicación histórica es aproximada (la obra
empieza en un indefinido 174...) y poco más que un pretexto, estando las re-
ferencias al reinado de Fernando VI totalmente carentes de la necesaria am-
bientación.

Zenón, hijo de un campesino y joven licenciado en leyes, ama, correspondido, a


Clara, cuyo padre, el altanero aristócrata Diego, quiere casarla con el conde del Valle.
Pero Zenón asciende en la escala social y llega a ministro. El rey le concede el permiso
para casarse con Clara.

Más ligada estructuralmente al teatro romántico, la obra violaba las unida-


des: la acción supone en efecto u n período bastante largo para que se cumpla la
carrera de Zenón y se desarrolla en sitios diferentes en cada acto: desde u n
pueblo de la Rioja al palacio de la marquesa de T..., al palacio real, a la casa del
marqués de la Ensenada.
Los personajes y las peripecias, en cambio, aunque delaten el origen ro-
mántico, se amoldan a las nuevas exigencias. Zenón, en el fondo, es una espe-
cie de don Alvaro, rechazado desdeñosamente por el padre de su amada por
faltarle la necesaria nobleza. Con la misma absurda altanería del marqués de
Calatrava, don Diego confía a su hija que pretende

evitar que un día


algún villano atrevido,

ose elevarse a la alteza


de tu nombre esclarecido (1,7).

Pero la reacción del joven es diferente de la del héroe de Rivas. Lejos de arro-
dillarse ante la autoridad paterna, busca en cambio la humillación del adversario:
174 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

Toda mi sangre daría


por humillar una vez
el orgullo, la altivez
de su pomposa hidalguía (1,17).

«Si no heredó nobleza» —afirma de él su amada Clara—, «la tiene en el


corazón», lo cual resulta evidente en el patriotismo que revela a la hora de
asumir el cargo del ministerio. A la marquesa de la Ensenada, que se declara
segura de que

a lo menos
vuestra intención será pura
y español vuestro gobierno,

contesta con una réplica rebosante del más retórico patriotismo:

No os engañáis, mi intención,
mi constante pensamiento,
será que el nombre de España
se pronuncie con respeto
desde los ardientes climas
hasta la región del hielo (IV, 7).

Al lado de Zenón adquiere cierto relieve positivo también la figura de su


padre, campesino inculto pero sabio, que cierra la comedia impartiendo al
hijo consejos de buen gobierno («a los nobles y al pechero / mídelos por un
rasero: / justicia, Zenón, justicia») 2 y que se atrae las simpatías del público
ostentando un patriotismo enológico, por el cual, en la estela del bretonia-
no don Frutos, pide Cariñena («que es vino de buena boca / y quita todas las
penas») en lugar del Oporto, Rhin y Frontiñán que le propone un criado del
marqués.

una obra dramática en que la verdad de los caracteres, la gracia, facilidad y cor-
tesano chiste del diálogo, la naturalidad de las situaciones, el hábil manejo de
los recursos escénicos, y por último la nobleza de los sentimientos, no se des-
mienten hasta el fin (El Laberinto, l-XI-1844).

El ascenso social de un joven plebeyo o de una chica condicionada por su


sexo no era naturalmente una novedad en el teatro hispánico, que antes ha-
bía usado ventajosamente el tema en la comedias de magia dieciochescas,
desde El anillo de Giges a Brancanelo el herrero y a Marta la Romarantina; pero lo

2
Al final de la réplica, Mauricio amonesta al hijo: «sé libre: las manos sueltas [...] / pues siem-
pre está dando vueltas / la rueda de la fortuna», de donde sale el título, según una fórmula propia
de Rubí, que justamente en el último verso suele explicar el título de la obra.
VI. LA DRAMATURGIA TARDORROMÁNTICA 175

que entonces era el producto de una intervención extraordinaria ahora se


convierte en el fruto de la industria personal. Lo cual delata una sensibilidad
burguesa que exalta la actividad y la iniciativa personales, pero es también la
última evolución del concepto kantiano-romántico del hombre autónomo
constructor de su fortuna.

Desde luego, el tema admite variaciones y en Bruno el tejedor, uno de tan-


tos «arreglos al teatro español» de Ventura de la Vega (2 actos en prosa, con es-
treno en el Príncipe el 13 de agosto de 1841, seguido por unas 40 reposiciones),
el ascenso es debido a una herencia que le llega al protagonista por haber sido
el primer ayudante del dueño de la fábrica.3

En cambio, el 25 de mayo de 1844, en el teatro de la Cruz, el público que


asistió al estreno de Españoles sobre todo, de Eusebio Asquerino, pudo apre-
ciar nuevamente una ostentación extremada de los motivos patrióticos, unida
a la exaltación del rudo casticismo de u n plebeyo: el autor parecía haber apren-
dido la lección de La rueda de ¡afortuna, o tal vez del Pelo de la dehesa.

En Madrid, a principios del siglo xvm, durante la contienda entre austríacos y


franceses, la historia de amor entre Ricardo, partidario del Archiduque, y María, se en-
trelaza con las arterías de la princesa de los Ursinos, tía de la joven, que intriga en fa-
vor de los franceses, hace encarcelar a Ricardo y logra la deposición del primer ministro
conde de Montellano. Se le opone el plebeyo aragonés Diego Mendoza, que, descubier-
ta la traición de la princesa, la chantajea, obligándola a liberar a Ricardo, su hermano
de leche, y a devolver el poder al conde de Montellano.

A una pieza de esta clase no le podía faltar el éxito, que se cuajó en unas 50
funciones; un éxito debido sobre todo a las numerosas réplicas rebosantes de
amor patrio, desde las declaraciones de Montellano, que quiere la total inde-
pendencia de España, ya que, afirma,

somos en esta tierra


españoles sobre todo (1,10),

a las de Diego, que insisten en el tema de la independencia:

¡Los estrangeros...! ¡jamás!


porque el libre aragonés
no es austríaco ni francés;
sino español, nada más (III, 3).

3
La trama raya luego en lo sentimental: Bruno se casa con la sobrina del difunto, pero se en-
cuentra molesto por no estar a la altura de su mujer, la cual sin embargo, al oírle afirmar que nun-
ca conseguirá subir hasta ella, exclama que ella entonces bajará hasta él.
176 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

A l c u a l l e t o c a e n fin c o n c l u i r :

Y si otra v e z gente estraña


intenta de cualquier m o d o
dominar la pobre España,
s e a m o s sin m u t u a saña
ESPAÑOLES SOBRE TODO. 4

se entrega [...] a parodiar sucesos políticos recientes, y olvida de todo punto el lin-
do plan que se propone en el primer acto (FLORES, El Laberinto, l-VI-1844).

Finalmente, consiguen éxito ciertos temas eternos, como los equívocos y el


patetismo.
De lo primero nos ofrece un ejemplo interesante el brillante arreglo de Ve-
ga El héroe por fuerza, 3 actos en prosa, estrenado el 23 de julio de 1841 en el
Teatro del Príncipe, que funda el juego de los equívocos sobre la similitud de
dos mellizos: un juego que se remontaba a los Meneemos plautinos y que sin
embargo debió de gustar si conoció unas 60 reposiciones e inspiró el melodra-
ma jocoso II birraio di Presión (música de Luigi Ricci) que se estrenó en 1874.
«Drama cómico» le apellidó el autor; en realidad era una de tantas come-
dias históricas como se iban representando en la época, estando ambientada
en 1745 en varios lugares de Inglaterra.

Daniel, un pacífico fabricante de cerveza, se ve obligado a ocupar el lugar de su herma-


no mellizo, el capitán Jorge. Se bate involuntariamente como un valiente, le alaban, le pro-
mueven, está apunto de casarse, etc., hasta que la aparición de Jorge lo soluciona todo.5

Se le podría acercar otro arreglo de Ventura de la Vega, la comedia en 3 ac-


tos titulada Otra casa con dos puertas (estreno en el Príncipe el 27 de mayo de
1842; casi 50 reposiciones) que remitía explícitamente a La dama duende y que
de aquélla repetía, con creces, los equívocos, ya que a la chica calderoniana la
sustituyen aquí nada menos que tres.

Por lo que se refiere a lo segundo, valdría la pena citar El terremoto de la


Martinica, traducido del francés por Juan de la Cruz Tirado y Gaspar Fernan-
do Coll, donde un malvado Roberto, para apropiarse de una herencia que no le
pertenece, encierra en u n calabozo a la mulata María y a su hija Jenny. Un te-

4
La obra le ha merecido u n detallado análisis a D. T. GIES, que la juzga injustamente olvidada
y reivindica su importancia destacando el éxito asombroso que consiguió no sólo en Madrid, sino
en toda la provincia española. Véase «Rebeldía y drama en 1844: Españoles sobre todo de Eusebio
Asquerino», en De místicos y mágicos, clásicos y románticos, Homenaje a E. Caldera, Messina, Sicilia-
no, 1993, pp. 315-332.
5
Quizás valga la pena citar el aparte con que Daniel, ascendido a mayor por su conducta en la
batalla, en realidad debida a la impetuosidad del caballo, que le arrastró en medio de los enemi-
gos, comenta: «pues si a mí me nombran mayor, al caballo deben nombrarle coronel».
VI. LA DRAMATURGIA TARDORROMÁNTICA 177

rremoto sepulta a todos, pero los buenos son salvados y Roberto muere aplas-
tado por una viga. El esquema es el del antiguo melodrama, reforzado por el
particular efectismo escénico del terremoto. Se estrenó en el Teatro del Circo el
6 de agosto de 1841 y se repuso más de 40 veces.

2. LAS OBRAS MAESTRAS

Por lo que se refiere al drama, no hay duda ninguna de que quien se lleva la
palma es el infatigable Zorrilla, que domina la escena española a lo largo de to-
da la década, brindando a las tablas u n sinnúmero de composiciones, entre las
cuales descuellan al menos tres que se consideran umversalmente obras maes-
tras y que cabalmente mantienen su vigencia artística y siguen, pese al mudar
de los tiempos, despertando el interés del público: Eí zapatero y el rey (que, a pe-
sar de sus dos partes, se considera tradicionalmente como una única pieza),
Don Juan Tenorio y Traidor, inconfeso y mártir.

a) El zapatero y el rey

El zapatero y el rey fue estrenado en el Príncipe el 14 de marzo de 1840 y el


éxito que consiguió, el primer gran éxito de la larga carrera teatral del poeta, le
indujo a componer una segunda parte que estrenó en el Cruz el 5 de enero de
1842. Las dos partes fueron u n triunfo total, como lo demuestra el número de sus
reposiciones,6 que rozan las 80. Nuevamente pisaba las tablas la figura legenda-
ria de Pedro el Cruel, pero esta vez se le atribuían esas calidades de humanidad
y de iniciativa que se habían hecho ya tópicas de los héroes tardorrománticos. 7

Primera parte
í. En Sevilla, en una noche de tormenta, don ]uan de Colmenares visita al zapatero
Diego Pérez con la intención de atraerle a una conjura; ante la negativa de éste, se aleja con
amenazas. Poco después el zapatero aparece malherido en el dintel de la puerta y muere sin
poder delatar a sus asesinos. El rey don Pedro, que, disfrazado de soldado,frecuentala ca-
sa y corteja a Teresa, hija del zapatero, se pone al acecho para descubrir quiénes son ciertos
fantasmas que se mueven por los alrededores y entran en una iglesia abandonada.
II. Disfrazados con sudarios, entran en la iglesia varios conjurados partidarios del in-
fante Enrique (entre ellos Aldonza Coronel, amante del rey). Don Pedro sale de la casa del

6
No es fácil distinguir entre las representaciones de la primera y de la segunda parte, al menos
a partir de 1842: la Cartelera en efecto no distigue entre ellas y por lo tanto aquí se señala también un
número de conjunto, aunque es muy posible que la mayoría de las representaciones se refieran a la
segunda parte.
7
Claro está que el autor no pudo ignorar al menos parte de la producción anterior y hay que
recordar que hacía poco en La vieja del candilejo ya se había presentado la figura de don Pedro más
en consonancia con la época. Sobre la relación con las piezas anteriores, véase J. L. PICOCHE en la In-
troducción a J. ZORRILLA, El zapatero y el rey, Madrid, Castalia, 1980, pp. 34-43.
178 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

zapatero y sefingeuno de ellos. Al fin, hace prender por una ronda de soldados a Juan de
Colmenares, a quien Blas, el hijo del zapatero, pretende matar para vengar la muerte de su
padre.
III. En casa de Samuel Levíse reúnen los conjurados: Samuel, Aldonza Coronel,
Juan de Colmenares, que se ha librado de la cárcel corrompiendo a los jueces, y el emba-
jador del rey moro. Por una puerta secreta penetra don Pedro con ballesteros y coge de
sorpresa al embajador, le prende y se disfraza de mago con sus ropas. Con este disfraz
recibe a Blas y a Teresa, a quienes convoca a palacio para el día siguiente.
IV. En el alcázar, Pedro se mofa de Aldonza, de su marido y de Juan Colmenares, al
que Blas mata en un momento dado. Trata con desdén al legado papal y se revela a Te-
resa, de la cual se despide aconsejándole que busque un marido honrado. Al estallar la
conjuración, la reprime con sus soldados y destierra a Aldonza y a su marido.

Segunda parte
I. Blas Pérez, ahora capitán, llega, en una noche de tormenta, a la quinta de Juan Pas-
cual, de cuya hija Inés (se sabrá pronto que es, en cambio, hija del infante Enrique) está
enamorado. La aparición de luces en el monte, que él, Inés y la criada creen de «apareci-
dos», los asusta y las dos mujeres hacen entrar en casa al capitán. Vienen más tarde Juan
Pascual y el infante Enrique, que urden una conjuración contra don Pedro. Llega el propio
don Pedro, que se ha perdido durante una partida de caza y, oyendo a Juan Pascual que-
jarse del rey, le invita a la corte: Juan acepta con la intención de traicionar al soberano.
II. Nombrado asistente del rey, Juan Pascual {que es en realidad Guillen de Castro,
hermano de esa Juana a quien el rey ha perseguido) se sirve de su cargo para sublevar al
pueblo. Cuando los insurrectos entran en la cámara real y acuchillan a don Pedro, apa-
rece el capitán, que lleva en sus brazos a Inés desmayada, y amenaza con matarla si
Juan Pascual no deja libre al rey.
III. En el castillo deMontiel Inés está presa como rehén y guardada por el capitán,
que, a pesar de amarla profundamente, está dispuesto a sacrificarla por la salvación de
su rey. En estos términos le hace chantaje a Juan Pascual, que se niega a acceder a las
peticiones del capitán. El rey, de acuerdo con un astrólogo, hace un encanto con una
lámpara en la cual ha mezclado su sangre con el aceite: se le aparece la sombra de En-
rique y don Pedro se desmaya. Por fin, en el campamento de Enrique se enciende un
farol: es la señal pactada con Duguesclin para salvar a don Pedro, el cual se encamina
hacia el campo enemigo. Blas se queda en el castillo.
IV. Don Pedro se presenta en la tienda de Duguesclin, que le entrega a Enrique, el
cual se abalanza sobre él. Cierran la tienda y el francés cuenta que ha ayudado a Enri-
que a vencer a don Pedro. Se presenta el capitán, que toca una corneta de caza como se-
ñal para que, en Montiel, se mate a Inés.

Zorrilla poseía una enorme capacidad de asimilación de los recursos que


la dramaturgia romántica había ido elaborando y que ejercían tanto atractivo
sobre el público, hasta convertirse en los ingredientes fundamentales de su
horizonte de expectación. Así, en la primera parte había juntado una noche de
tormenta y una procesión de fantasmas; unos conjurados torvos y en el fondo
VI. LA DRAMATURGIA TARDORROMANTICA 179

ingenuos a los cuales se contraponía un rey listo y justiciero; el amor imposi-


ble entre un monarca y una plebeya; la traición de la nobleza y la lealtad del
pueblo, y otras peripecias, amalgamándolo todo con esa versificación cuya
fluidez era el elemento que más solían destacar los críticos.
Algunos recursos eran más propios de la nueva temporada, aunque, como
ya hemos anotado, podían fácilmente remontarse a los primeros experimen-
tos románticos. índice de los tiempos nuevos era sobre todo la separación ne-
ta entre buenos y malos, caracterizados los primeros por su franqueza y los
segundos por su conducta hipócrita y tortuosa. Don Pedro encarna, aunque
en tonos más serios y comprometidos, esas características que se han desta-
cado en Juana, la de Las travesuras, y en el Zenón de La rueda de la fortuna. Des-
de el principio Blas, que todavía no conoce su verdadera personalidad, le
describe así:

¡Vive Dios, que es un mancebo


que vale un mundo, Teresa!
Ni valientes le intimidan,
ni temporales le arredran;
con su espadón en el cinto
y su malla sempiterna,
no hay quien le tosa en Sevilla,
si como ronda pelea (1,1).

Son alabanzas parecidas a las que pronunciaban sobre don Alvaro los pa-
rroquianos del aguaducho, pero con un toque de exasperación y bravuconería
antes desconocidos que se confirman con la llegada del héroe en una noche de
tormenta, la cual añade también un toque de mayor intensidad respecto a la
noche callada en que aparecía don Alvaro. Y su conducta será, a lo largo de la
pieza, coherente con esta presentación, descollando su habilidad y su astucia
para descubrir a los traidores, mofándose de ellos con toda la superioridad
moral que posee y saliendo al final vencedor, con ese happy ending que reque-
ría la nueva época.
Frente a él, los «malos», antipáticos y poco agraciados, conjuran como unos
maleantes cualesquiera, bien diferentes de los magnánimos conjurados del pri-
mer drama romántico. Lo cual es también un síntoma de un diverso clima ideo-
lógico, que aprecia la autoridad (la lealtad hacia el rey legítimo es uno de los
sentimientos que más se ensalzan en las dos partes) y rechaza la transgresión.
Los temas de la primera parte pasan a la segunda, donde, como se aludía, se
intensifican y quizás se amalgamen mejor. Sin embargo, asistimos a cierta recu-
peración de los primeros motivos románticos en la figura de ese segundo don
Pedro que ha perdido el arrebato juvenil y, a pesar de seguir luchando fiera-
mente contra todos, tiene, particularmente hacia el final, momentos de humana
debilidad y un sentido del fracaso que le acerca más bien a Werther y a Ortis que
al superhombre de Nietzsche. Si al final de la primera parte había exclamado
«confiereza»:
180 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

Que vengan, pues.


Yo haré tragar a Aragón,
a Roma, a Navarra y Francia
a los unos su arrogancia,
y a la otra su excomunión (IV, 20),

al principio de la segunda advierte el peso de un destino hostil y la presión de


esos enemigos a los que antes había retado:

¡Oh, aciago sino es el mío,


y en hora fatal nací!
Todo el mundo contra mí,
¿qué me vale tanto brío?
Aragón, Navarra, Francia,
Granada, Vizcaya y Roma,
empresa contra mí toma (1,10).

Se mantiene sin embargo fiel a su figura de guerrero impávido hasta la


muerte, que afronta luchando contra el bastardo y sucumbiendo solamente
cuando le rendirá la deslealtad de Duguesclin. 8
Huelga decir que la figura de don Pedro se atrae la simpatía de los especta-
dores siempre, tanto cuando sale vencedor como cuando aparece fracasado,
ya que en ambos casos mantiene su orgullo, que, para arrancar los aplausos
del público, adquiere u n cariz antifrancés. 9 Don Pedro, en el campamento ene-
migo, no teme apostrofar altaneramente al general:

¡Vive Dios, señor francés,


que mi situación no es
para mucho sufrimiento! (IV, 2).

Luego, comenta a Men Rodríguez, que le acompaña:

Rodríguez, fue una imprudencia


fiar en estos franceses (IV, 3).

Y después de invitar a «esos villanos»

a presenciar cómo mueren


los leones castellanos

concluye:
8
Zorrilla, en el episodio final, sigue escrupulosamente la historia y pone en la boca del gene-
ral francés la célebre frase que casualmente se prestaba a ser puesta en verso: «Ni quito ni pongo
rey, / pero ayudo a mi señor» (IV, 4).
9 Según PlCOCHE (Introducción, cit, p. 47), se advierte «una voluntad de realzar lo español
frente a lo extranjero, lo que raya en chauvinismo».
VI. LA DRAMATURGIA TARDORROMÁNTICA 181

No quiero que piensen, no,


que nunca los he temido;
mis enemigos han sido
y aún soy su enemigo yo (IV, 3).

No se puede dudar de que Zorrilla conocía el arte de la captatio benevolentiae.


En cuanto al tema romántico por excelencia, el del amor, perdura el con-
cepto de amor imposibile, pero ha evolucionado hacia una interpretación más
pragmática y burguesa, que señala, aunque todavía a lo lejos, el camino hacia
la alta comedia.
En las relaciones de amor, tanto en la primera como en la segunda parte,
interviene la racionalidad del hombre para refrenar los ímpetus amorosos,
quizás, se diría mejor, la dedicación amorosa, de la mujer. En la primera parte
Teresa está enamorada del soldado Pedro y no está dispuesta a renunciar a él.
Ingenua —y románticamente— ella sentencia:

Todo lo iguala el amor.

Pero el rey le contesta secamente:

¡Imposible! (III, 13).

Y cuando Pedro se le descubre en su verdadera personalidad, la invita a


guardar las distancias («Ama a Pedro desde lejos» ) y termina con unos conse-
jos basados en la ética más tradicional, que no podían no encontrar el favor de
los padres sentados en las butacas del patio:

Puedes marido elegir,


que, al cabo, es mucho mejor
morir pobre y con honor
que dama del Rey vivir (IV, 21).

Más complicada y dramática es la relación entre el capitán e Inés. Nueva-


mente la racionalidad, esta vez fría y cruel, del hombre, inspirada por el sentido
del deber y la dedicación a su rey, sugiere al capitán la segregación y luego la
muerte de su amada. Es una situación psicológica que Zorrilla trata con mucho
cuidado y que encuentra su clave en la escena octava del acto II, en que don Pe-
dro reivindica para sí el derecho de violar también el honor de su vasallo, al que
no duda en llamar perro, y Blas no sabe replicar sino aceptando la definición
(«Sí [...] soy un perro») y proclamando su sumisión total a la voluntad soberana:

Yo la amo, la idolatro, es mi esperanza;


pero dócil, señor, a vuestro yugo,
decidme: «Caiga en ella mi venganza»
y yo mismo me torno su verdugo (II, 8).
182 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

Estamos ya muy lejos de los héroes rebeldes de Larra o de Hartzenbusch o


de la protesta prometeica del de Rivas; asoma, en cambio, el perfil de los de
Echegaray, con su sentido exasperadamente deshumano del deber.
Ciertamente, contribuyó al éxito de El zapatero el juego escénico, con las lle-
gadas improvisas y decisivas de don Pedro o del capitán o de don Enrique,
con las reuniones de los conspiradores y, sobre todo, en las dos partes, con la
aparición de fantasmas o de luces misteriosas o, en la segunda, con la escena
muy sugerente en que don Pedro evoca la sombra de su enemigo, cuando de la
lámpara, alimentada con la sangre del propio protagonista, se desprende una
luz rojiza y siniestra con la cual «se colora todo el teatro». Una escena, ésta, que
les dio trabajo a los escenógrafos que tenían que realizarla, como nos cuenta el
propio Zorrilla en sus Recuerdos del tiempo viejo,10 que sin embargo se vieron
compensados por el entusiasmo general: «El público y el huracán entraron en
el teatro», comenta el autor. 11 Fue también muy efectista la noche de tormenta
con que se abren paralelísticamente las dos partes, cuyo horror es aumentado
por las visiones que se creen sobrenaturales y que compone un digno marco a
la primera salida a escena del protagonista. Los efectos teatrales se vieron fa-
vorecidos por la introducción de un nuevo sistema escenográfico, el ciclorama,
constituido por un cilindro sobre el cual corrían las imágenes.

b) Don Juan Tenorio

Fecha memorable la del 29 de marzo de 1844,12 cuando, en el Teatro de la Cruz,


se representó por primera vez el Don Juan Tenorio; una fecha que rápidamente
ha salvado los límites de un acontecimiento literario, ya que el drama se ha con-
vertido en un fenómeno cultural en el sentido más amplio del término, que afec-
ta ya a las esferas de la sensibilidad nacional de un pueblo. 13 Tratar del Tenorio
según un registro literario y teatral significa dejar de lado una gran cantidad de
otros niveles, y por tanto quien se apresta a llevar a cabo un análisis de la obra de-
be tener la conciencia de que su labor va a ser necesariamente parcial y limitada.
Para el Tenorio, por ejemplo, no valen las consideraciones que se han he-
cho de las demás piezas sobre el número de representaciones entre la fecha
del estreno y 1849: la cifra de 28 que sacamos de la Cartelera no significa nada

lo Véase Recuerdos, cit, pp. 1758-1759, donde el autor describe la atormentada escenificación
del episodio, explayándose en la descripción de la «sombra de fino alambre y bien engomada ga-
sa» que se había construido el actor Pedro Mate y de la idea repentina de Esquivel de untar con
aceite el forillo, que proporcionó la solución de tantas dudas.Véase infra, p. 254.
n Ibidem, p. 1763. Véase también la citada Introducción de PICOCHE, p. 22.
12 Creo que hay que rectificar la fecha tradicional del 27 de marzo. La Gaceta de Madrid anun-
cia el estreno del Tenorio el 27, pero repite dicho anuncio el 28 y el 29. Finalmente, el 30 anuncia la
representación «por segunda vez». Evidentemente, hubo problemas que retrasaron la puesta en
escena hasta el día 29.
13 J. GAMEZ GARCÍA (J. ZORRILLA, Don Juan Tenorio, New York, Regents Publishing Company,
1974) cita a E. Merimée, para el cual el personaje de don Juan «parece una institución nacional, co-
mo la corrida de toros».
VI. LA DRAMATURGIA TARDORROMÁNTICA 183

respecto a la infinidad de reposiciones que la obra ha conocido en todo el


mundo hasta nuestros días y que la ponen por encima de cualquier estadísti-
ca necesariamente limitadora.
En cierto sentido, también la clasificación en el ámbito del romanticismo,
por otro lado segura e indiscutible, podría aparecer impropia para una obra
que, con su siglo y medio de éxitos, tiende a salvar las barreras de cualquier
movimiento literario y dirigirse hacia una, por otro lado críticamente impro-
bable, metahistoricidad.
Además, el Tenorio ocupa un puesto de relieve en la historia del mito, colocán-
dose al final de una larga evolución cuyas etapas fueron El burlador de Sevilla de
Tirso (¿1620?), La venganza en el sepulcro de Córdova y Maldonado (hacia la mitad
del siglo xvn), II convitato di pietra del Pseudo-Cicognini (antes de 1650) y el de
Onofrio Giliberto (1653), Le Festín de Fierre de la compañía de Locatelli (1658), los
dos Le Festín de Fierre ou le Fus criminel, respectivamente de Dorimond (1658) y de
Villiers (1659), Dom Juan ou le Festín de Fierre (1665) de Moliere y la relativa refun-
dición de Thomas Comeule (1677), Le nouveau Festín de Fierre ou l'athéefoudroyéde
Rosimond (1670), No hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague y Convidado
de piedra de Zamora (1714), Don Giovanni o la punizione del dissoluto de Goldoni
(1730), Don Giovanni ossia il dissoluto punito de Da Ponte-Mozart (1787), Don Juan
de Maraña ou la chute d'un ange (1836) de Dumas, con las relativas traducciones es-
pañolas de Llivi {Don Juan de Morana y sor Marta, 1838) y de García Gutiérrez (Don
Juan de Maraña o Caída de un ángel, 1839).
Los múltiples motivos que caracterizaban todas estas elaboraciones, a pesar
de que Zorrilla las desconocía en su mayor parte, confluyeron, directa o indirec-
tamente, en su obra, en la cual, gracias a su prodigiosa capacidad de asimilación,
se fundieron y amalgamaron con los motivos más típicos de la dramaturgia ro-
mántica española, particularmente con el cariz peculiar que habían ido adqui-
riendo en la temporada tardorromántica. Según esto, el poeta no sólo llevaba a
un final feliz un mito que tradicionalmente concluía de forma trágica (aunque en
las elaboraciones españolas de Córdova y Zamora ya apuntase un final diferen-
te), sino que también encontraba una solución positiva a motivos como el amor,
la comunicación, el tiempo y el espacio, que los dramaturgos de los años treinta
habían presentado siempre y sólo en forma problemática.
Zorrilla reconoció sus posibles deudas sólo con Tirso, a quien confundió
con Moreto, 14 y con Zamora, al que confundió con Solís,15 sin aludir a otras in-
fluencias, ni siquiera a la de Dumas, con cuya obra en cambio revela demasia-
das coincidencias que difícilmente pudieron ser fortuitas. 16

14 Cf. Recuerdos, cit, p. 1799: «di en esta idea [de refundir el Burlador], registrando la colección
de las comedias de Moreto».
15 Cf. ibídem: «su mala refundición de Solís, que era la que hasta entonces se había representa-
do bajo el título de No hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague o El convidado de piedra».
16 Podríamos indicar la presencia, al lado de don Juan, de u n rival que esté casi a su altura; la
doble personalidad del protagonista, malo y bueno, en Dumas exteriorizada en el ángel malo y el
ángel bueno; la estatua de Inés que le exhorta a arrepentirse; la aparición, al final, de los fantasmas
184 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

El Don Juan Tenorio, definido por el autor como «drama religioso-fantásti-


co», cuya acción pasa en «Sevilla por los años de 1545, últimos del Emperador Car-
los V», fue concebido desde el principio en dos partes, estrictamente enlazadas
y complementarias, que podemos definir respectivamente «a lo humano» y «a
lo divino»; la primera, en 4 actos, la segunda, en 3.
El primer acto, titulado «Libertinaje y escándalo», se abre en la hostería de
Buttarelli, 17 donde el protagonista está escribiendo una carta a su prometida
Inés, en tanto que fuera hierve el bullicio del Carnaval. Más tarde, en los Recuer-
dos, hablando, como siempre le ocurría, con cierto despego e irritación de su
obra maestra, en la cual ponía de relieve defectos e ingenuidades, afirmó que
había elegido «el lugar y el tiempo que creía peores un colegial que no había vis-
to el mundo más que por u n agujero».18 Sin embargo, no podemos no recordar
que tenían cierto abolengo literario: si el Carnaval remitía a La conjuración de Ve-
necia, el relativo bullicio, que obliga a donjuán a salir de la hostería para castigar
a los que le molestan, tenía un antecedente en el comienzo del drama de Zamora.
En este ambiente, pues, al dar las ocho, se encuentran don Juan Tenorio y
don Luis Mejías, cuando justamente está expirando el plazo de una apuesta
pactada entre los dos un año antes sobre cuál de ellos podría jactarse del mayor
número de muertos y de conquistas amorosas. Cada uno recita su catálogo y re-
sulta vencedor don Juan.
El tema del catálogo, implícito ya en el Burlador gracias a la extracción social
de las cuatro mujeres burladas que van a cubrir simbólicamente toda la escala
social (y que reaparece en las declaraciones del don Juan romántico: «Yo a las
cabanas bajé, / yo a los palacios subí...» y «desde una princesa real / a la hija de
un pescador...» [1,12]), había sido utilizado, como recurso cómico, en las ver-
siones de los cómicos del arte (era un enorme pergamino que un Zanni desen-
rollaba tirándolo hasta las primeras sillas del patio), pasando luego a los dramas
serios hasta llegar a Dumas, que lo empleó justamente como objeto del con-
traste entre el protagonista y ese antagonista (don Sandoval, en la obra del es-

de sus víctimas. Es casi imposible que Zorrilla no conociera la traducción hecha por su amigo Gar-
cía Gutiérrez. Huelga proponer aquí una reseña de la inagotable literatura crítica acerca de las fuen-
tes del Tenorio, Baste remitir a algunos de los ensayos más recientes, sobre todo a la introducción de
S. GARCÍA CASTAÑEDA en la edición de Labor, Barcelona, 1975, pp. 24 -35 y 41-45; y de L. FERNÁNDEZ
CIFUENTES en la de Crítica, Barcelona, 1993, pp. 7-23. Vale la pena recordar también a D. T. GIES, que,
en la edición de Castalia, Madrid, 1994, pp. 23-30, se detiene en las influencias del teatro de magia.
Por otro lado, hay que estar de acuerdo con R. NAVAS RUIZ {Estudio preliminar a la citada edición de
Crítica, p. XIV), quien afirma: « De cualquier modo, estos debates no dejan, después de todo, de ser
un tanto irrelevantes.»
17 «Buttarelli —nos cuenta Zorrilla— era el más honrado hostelero de la villa del Oso»; tenía
su hostería en la calle del Carmen y era famoso por sus chuletas «esparrilladas» (Recuerdos, cit.,
pp. 1800-1801).
i» Recuerdos, cit., p. 1800. Interesante la observación de R. NAVAS RUIZ, Estudio, cit., p. XXV:
«La imagen inicial del carnaval no funciona como un tiempo de desorden y caos, sino como un
tiempo de mentira y verdad. Caen primero las máscaras de los jóvenes, que revelan así su identi-
dad. Arranca después Donjuán las de los viejos.»
VI. LA DRAMATURGIA TARDORROMÁNTICA 185

critor francés) que fue una genial invención suya y que, junto con el catálogo,
pudo pasar de él a Zorrilla.
Pero lo que era un ingrediente marginal y episódico se convirtió en el Teno-
rio en un recurso altamente funcional. Al leer la lista de las conquistas amoro-
sas de don Juan, que son 72, contra las 56 de don Luis, éste, siguiendo la pauta
del don Sandoval dumasiano, anota que falta «una novicia / que esté para pro-
fesar» (la alusión es a Inés, la ex prometida de don Juan, a la que ahora el padre
ha destinado al convento). Don Juan acepta el implícito desafío y contesta des-
caradamente que a la novicia añadirá también

la dama de algún amigo


que para casarse esté (1,12),

en alusión a la novia de don Luis. Hemos pasado del juego del catálogo-rollo
a u n «caso de la honra» que supone un contraste mortal y que será el resorte
de los acontecimientos de toda la primera parte (e, indirectamente, de la se-
gunda).
Pero antes del episodio del catálogo había salido a escena, de manera evi-
dente y efectista, el motivo del tiempo, tan ligado a la leyenda y destinado a
constituir la armazón del drama. La llegada de los dos caballeros es subrayada
cabalmente por el toque de las horas, que van repicando en una atmósfera de
gran suspense, sugerida a su vez por el texto. Es el hostelero quien se hace in-
térprete de la situación, amonestando a sus parroquianos:

Pero silencio.

A dar el reloj comienza


los cuartos para las ocho.

Por fin reza la acotación:

Se oyen dar las ocho [...] al dar la última campanada, don Juan, con antifaz, se llega a la
mesa [...] Inmediatamente después de él, entra don Luis (1,11).

Zorrilla recoge el antiguo motivo del plazo y lo emplea como elemento


propulsor de toda la historia. Y si el drama se abre sobre un plazo que está ex-
pirando, muy pronto otros se irán colocando como bisagras entre un suceso y
otro, hasta que todo concluirá al expirar el plazo postrero, a lo divino, el que im-
pone la muerte con sus consecuentes salvación o condena eternas.
Un segundo plazo, en efecto, sigue inmediatamente a la lectura de los res-
pectivos catálogos, dando lugar a una nueva apuesta, cuyo premio es la mis-
ma vida:

Pues va la vida,
186 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

proclama don Luis.

Pues va,

le contesta lacónicamente don Juan.


El plazo adquiere una dimensión existencial.
Por otro lado, el apremio del tiempo es motivo connatural a donjuán, como
a menudo ocurría con muchos otros héroes románticos, a partir de don Alva-
ro. También sus aventuras eróticas las vive como una carrera contra el tiempo:
son célebres los versos, quizás no exentos de cierta ingenuidad, con que nues-
tro héroe describe el tiempo dedicado a sus conquistas:

Partid los días del año


entre las que ahí encontráis.
Uno para enamorarlas.
otro para conseguirlas,
otro para abandonarlas,
dos para sustituirlas
y una hora para olvidarlas (1,12).

Don Juan confía en el tiempo, del cual se cree dueño, como su antecesor de
La venganza en el sepulcro.19 De forma que, cuando el Comendador don Gonza-
lo de Ulloa, el padre de su prometida, se la niega, le contesta que, de una ma-
nera u otra, él la conseguirá, «pues hay tiempo».
Y confía también en el tiempo metafísico, el que dominará en la segunda
parte: cuando su padre, que, junto con don Gonzalo, ha asistido embozado al
encuentro, le riñe y al final le emplaza ante el tribunal divino:

te perdono
de Dios en el santo juicio,

don Juan, que ya no es el/íls criminel de tantas versiones francesas, incluso la


de Dumas, ni insulta ni maltrata a su padre; sin embargo, en la más legítima
tradición española, contesta:

Largo el plazo me ponéis (ibídem).

Siguen en el acto II («Destreza») varias aventuras, en las cuales don Juan y


don Luis intentan estorbarse mutuamente y don Juan pretende —a lo que pa-
rece, sin conseguirlo— violar a doña Ana, en tanto que soborna a Brígida, a la
cual está confiada la custodia de Inés en el convento.

19 Cf. III, vv. 715-720: «en mí / no están al tiempo sujetos / los placeres de la vida. / Todo du-
ra lo que quiero, / todo se sujeta a mí / y nada obedece al tiempo». Cito por la edición de P. ME-
NARINI, Napoli, Liguori, 1990.
VI. LA DRAMATURGIA TARDORROMÁNTICA 187

En el III («Profanación»), don Juan penetra en la celda en que está encerra-


da doña Inés, a la que Brígida, actuando con la insinuante sabiduría de una
perfecta Celestina, había preparado para el encuentro. Inés se desmaya y don
Juan la rapta.
Agudo dosificador de efectos teatrales, Zorrilla, después del bullicio, la
agresividad y hasta la violencia que dominaban en los actos anteriores, crea
ahora un ambiente quieto y callado, el convento, en el que el tiempo parece
haberse detenido y el espacio haberse reducido a las dimensiones de una jau-
la, conforme exclama Brígida, que define a Inés como una «pobre garza en-
jaulada».
E Inés, con su sencillez, su inexperiencia, su ingenua propensión al amor,
quizás heredada de la tirsiana Tisbea, participa del misticismo de este ambiente:
es un ser angelical, según la más pura tradición romántica y las sugerencias de
Dumas, cuya protagonista (una monja también, como Inés es una novicia) es
u n verdadero ángel.
En ese ambiente, y contra ese ser indefenso, penetra don Juan, provocando
desde luego una profunda turbación. Con él penetra el apremio temporal que
parecía excluido de estas paredes: llega cuando las campanas dan ese «to-
que de las ánimas» que tanto le gustaba a Zorrilla, y a Brígida, la dueña-al-
cahueta, le está confiada la tarea de anunciarle, creando u n adecuado clima de
intriga y de agobio:

BRÍGIDA. Las nueve dan.


Suben... se acercan... Señora...
Ya está aquí.
INÉS. ¿Quién?
BRÍGIDA. Él.
INÉS. ¡Donjuán! (III,3).

Es la última vez que el protagonista aparece sumido en esa carrera exis-


tencial que le ha caracterizado hasta ahora. Poco después, cuando, en la quin-
ta sobre el Guadalquivir, adonde la ha llevado don Juan, Inés se recobra de su
desmayo, él aparece de improviso mecido en la serena intemporalidad del
amor, oportunamente situado en el marco de esa especie de isla donde se ha
refugiado y que nuevamente aparece del todo separado del mundo.
Si el claustro representaba, por decirlo así, la antesala de la trascendencia,
la quinta sugiere la idea del paraíso terrenal. En esta «apartada orilla» parece
que se ha parado finalmente el tiempo tumultuoso de don Juan, que por pri-
mera vez llega con retraso; su criado Ciutti manifiesta su extrañeza: «ya tarda,
¡vive Dios!».
Aquí se produce la conversión de don Juan al amor, que ha inducido a Zo-
rrilla a titular el acto (el IV) «El diablo a las puertas del cielo». Una novedad ca-
si absoluta, si se exceptúa el caso de Córdova, que modifica sustancialmente la
figura de don Juan y alcanza el momento más alto en esa celebérrima «escena
188 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

del sofá» (la tercera), 20 donde el antiguo libertino, el amador a destajo, ahora
sinceramente enamorado de doña Inés, le habla con una dulzura antes desco-
nocida. Casi de improviso, brotan de los labios de don Juan esas expresiones
que han adquirido una fama inmensa, que todo español se sabe de memoria y
que han dado pie a parodias a menudo irreverentes (lo cual, por otro lado, es
una prueba más de su increíble difusión):

¡Ah! ¿No es cierto, ángel de amor,


que en esta apartada orilla
más pura la luna brilla
y se respira mejor?
Esta aura que vaga llena
de los sencillos olores
de las campesinas flores [...].

Y después de soltarle u n verdadero himno al amor, reconoce su inesperado


rendimiento:

mira aquí a tus plantas, pues,


todo el altivo rigor
de este corazón traidor
que rendirse no creía.

Una escena de mucho efectismo, que sin embargo era algo más que una es-
cena de amor. En ella Zorrilla llevaba a su conclusión, solucionándolo, el pro-
blema de la comunicación que había atormentado a tantos personajes trágicos
y cómicos del teatro romántico.
Con mucho acierto, el autor invierte aquí los papeles tradicionales de la pa-
reja. Don Juan, lejos de usar esas expresiones «vehementes» que eran típicas
de los héroes anteriores (piénsese, por ejemplo, en don Alvaro), emplea un len-
guaje idílico e intimista, que la tradición atribuía preferentemente a los labios
femeninos, y que se enriquece de imágenes que pertenecen esencialmente al
campo semántico de la mansedumbre, como «paloma mía», «manso aliento»,
«gacela mía». Al contrario, Inés prorrumpe en tonos apasionados, casi violen-
tos, que raramente habían conocido las heroínas anteriores y que parecerían
más propios de u n don Alvaro o de un Macías:

Tu presencia me enajena,
tus palabras me alucinan,
y tus ojos me fascinan,

20 Según J. Casalduero (citado por GIES, Don Juan Tenorio, cit., p. 57), «Doña Inés en el sofá,
con su don Juan a los pies, es la estampa más fiel, la interpretación más fidedigna del corazón bur-
gués, antiheroico, romántico-sentimental de la época». Para F. NIEVA, «Zorrilla establece en térmi-
nos de relato escénico un felicísimo voyerismo en el espectador, cuyo ápice es sin duda la famosa
escena del sofá» (Introducción a la edición de Espasa-Calpe, Madrid, 1989, p. 25).
VI. LA DRAMATURGIA TARDORROMÁNTICA 189

y tu aliento me envenena.
¡Don Juan! ¡Don Juan!, te lo imploro
de tu hidalga compasión;
o arráncame el corazón
o ámame, porque te adoro.

Y don Juan, enternecido y rescatado, reconoce que su amor

no es un amor terrenal
como el que sentí hasta ahora

y que tal vez esté inspirado por Dios,

que quiere por ti


ganarme para El quizá.

Así echaba Zorrilla los cimientos para una conversión del amor a lo divino
que se efectuará en la segunda parte.
Pero antes tenía que producirse el fracaso del amor terrenal, demasiado ideal
para que pudiese resistir al choque contra la mezquina realidad, representada
por don Gonzalo y don Luis, que llegan de repente a la quinta. El Comendador
rechaza cualquier ruego, cualquier demostración de arrepentimiento, a pesar de
que don Juan, repitiendo el gesto de don Alvaro, intente humillarse ante él; y co-
mo en la obra de Rivas, aquí también u n pistoletazo, pero esta vez voluntario por
parte de don Juan, pone fin al encuentro con la muerte del anciano. Don Juan,
exasperado, emplaza a Ulloa ante el tribunal divino:

cuando Dios me llame a juicio


tú responderás por mí (IV, 10).

Luego se libera también de don Luis, dándole una estocada mortal.


Las dos muertes adquieren para don Juan u n sentido existencial, ya que
significan la caída de los valores que había entrevisto y una puerta que se cie-
rra ante su afán de redención:

Llamé al cielo y no me oyó (ibidem).

Pero, si el cielo parece abandonarle, él ha ganado a su causa a doña Inés,


que, anticipando la función redentora que ejercerá en la segunda parte, frente
a los alguaciles que buscan al asesino para castigarle, cuando todos gritan:
«¡Justicia para doña Inés!», cierra el acto con otro grito que es todavía de amor:

Pero no contra don Juan.21

21 «Esa respuesta —afirma R. NAVAS RUIZ— [...] la hace única. Por primera vez en la literatura
española [...] una mujer inocente y dulce tiende la mano al criminal» (Estudio, cit, p. XXVI).
190 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

Termina así la primera parte de la obra, que, aunque repite ciertas líneas
fundamentales del mito, introduce, como hemos visto, variantes muy signifi-
cativas. La figura del protagonista, que campea en todos los actos, casi siempre
presente en la escena (a veces de manera indirecta, como en la celda de Inés,
durante el coloquio de ésta con Brígida), aparece contradictoria, pero no en el
sentido artístico, sino más bien en el plano humano. Y las contradicciones, las
luchas entre bien y mal, en las cuales Zorrilla interioriza los encuentros que
Dumas había realizado entre el ángel bueno y el malo, le confieren una per-
sonalidad más compleja y matizada que la de sus predecesores, los cuales
solían ser figuras bastante planas, obsesivamente fieles a u n carácter pre-
constituido. 22
Sobre todo, don Juan no es odioso, antes bien se cautiva la simpatía del pú-
blico con sus ademanes bizarros, con su confianza en sí mismo —que no es
fanfarronería— y, particularmente, con su excepcional vitalidad.
Un don Juan simpático es una novedad casi absoluta, precedido como está
tan sólo por el alegre calavera de Da Ponte y parcialmente por el matón de Za-
mora: y esto seguramente contribuyó al éxito del drama.
La primera parte se desarrolla en una sola noche y en pocas horas (dema-
siado pocas para tantos sucesos, comentará el Zorrilla más maduro): 23 la noche
era connatural al personaje («Ésas son las horas mías», había ya afirmado el an-
tiguo Burlador) 24 y además, por una larga tradición, constituía el ambiente
más propio de todo héroe romántico.
Casi para subrayar la continuidad entre las dos partes, otra noche dura
también la segunda, la cual se abre con el panteón de la familia Tenorio, don-
de d o n j u á n ha hecho construir un monumento fúnebre a cada una de las víc-
timas de su locura: don Gonzalo, doña Inés, su padre y don Luis. En el acto I
(«La sombra de doña Inés») don Juan llega después de cinco años de ausen-
cia y se entretiene en un mudo diálogo con cada una de sus víctimas, para de-
tenerse delante del sepulcro dedicado a Inés, a cuya estatua dirige palabras
de un amor triste y austero. Desaparece la estatua y en su lugar se pone la
Sombra de doña Inés que, según la pauta de la Marta de Dumas, le declara
que se salvará o se condenará con él. Es la repetición de la escena del sofá en
otro registro, a lo divino justamente, donde entre los dos corren ahora pala-
bras de un amor purificado y cargado de valores metafísicos.
Luego donjuán recibe la visita de sus antiguos amigotes Avellaneda y Cen-
tellas y delante de ellos parece recuperar cierta pasada bravuconería, por lo
cual se dirige a la estatua del Comendador de Ulloa, invitándole a cenar.

22 « D o n j u á n — a f i r m a ALBORG (op. cit., p . 608)— [...] es u n p e r s o n a j e consistente, b i e n t r a b a d o ,


humano en su misma desmesura; claro que es u n personaje «teatral», porque de hacer teatro se tra-
taba.» «No hay en la historia toda de la literatura española —sostiene PEERS— obra alguna que esté
dominada más profundamente por su protagonista que Don Juan Tenorio» (op. cit., II, p. 227).
23 V é a s e Recuerdos, cit., p . 1803.
24 TIRSO DE M O L I N A , El burlador de Sevilla, Acto III, v. 208. Cito p o r la e d i c i ó n d e A. CASTRO e n
«Clásicos Castellanos».
VI. LA DRAMATURGIA TARDORROMÁNTICA 191

Durante la cena, en el acto II («La estatua de don Gonzalo»), la estatua se


presenta realmente; mientras los dos compañeros se desmayan, el Comenda-
dor se dirige a don Juan: «he venido», dice,

para alumbrar tu razón

y
a enseñarte la verdad.

Le avisa de que morirá al día siguiente y al mismo tiempo le anuncia el nue-


vo, postrer plazo de su vida:

Dios, en su santa clemencia,


te concede todavía
un plazo hasta el nuevo día
para ordenar tu conciencia (II, 2).

Y por fin, como es usual desde El burlador, le invita a su vez.


Don Juan ya no comprende si lo que le ha pasado ha sido realidad o fan-
tasía y acusa a sus dos compañeros de haber querido burlarse de él. Los dos
reaccionan acusándole a su vez y terminan por desafiarse mutuamente.
El III acto («Misericordia de Dios y apoteosis del amor») tiene lugar nueva-
mente en el panteón, donde aparece don Juan meditabundo y confuso: llama
al sepulcro de don Gonzalo, que se abre y deja ver una mesa con culebras, fue-
go y cenizas, que remeda la del antiguo Burlador. Pero descuella también u n
objeto mucho más en consonancia con el clima romántico y con el del Tenorio
en particular: un reloj de arena que mide el tiempo que le queda a don Juan pa-
ra arrepentirse. Hasta el último instante don Juan vacila y evoca con amargura
sus culpas pasadas con las mismas palabras con que se había jactado bizarra-
mente de ellas en la escena inicial: «a las cabanas bajé, / y a los palacios subí»
(III, 2). Finalmente, vista la inutilidad de sus amonestaciones, el Comendador,
conforme a la tradición, le aferra la mano e intenta llevarle consigo al infierno.
Pero «aun queda el último grano / en el reloj de mi vida», grita don Juan, y
proclama al fin su arrepentimiento. Llega entonces doña Inés, que se apodera
de la mano que la estatua ha dejado libre y le salva.
Por primera vez, si no tenemos en cuenta la no explícita salvación del prota-
gonista de Zamora, don Juan consigue la vida eterna.
Lo que más impresiona al lector, y seguramente más impresionó, en algún
caso negativamente, al público de la época es el clima de fabulosa incertidum-
bre en que se desarrolla la trama de los episodios postreros, intensísimo en es-
te último acto, pero ya con indicios en los anteriores. 25 Don Juan se mueve en
25 Para F. NIEVA (op. cit., p. 19) «El Tenorio de Zorrilla es una fuerte obra visionaria, con u n
completo engarce en el inconsciente colectivo de su tiempo y de ahí se desprende la primera razón
de su éxito por encima de toda racionalidad y preceptiva».
192 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

u n ambiente irreal, donde no sólo habla con la estatua de don Gonzalo y la


sombra de doña Inés, sino que se encuentra también rodeado de difuntos, en
forma de «sombras» y «esqueletos», que han salido de sus nichos sepulcrales
para asistir a su posible derrota: una situación que también tenía su antece-
dente en Dumas.
En este ambiente en el cual un vivo o, como se sabrá muy pronto, un muerto
que se cree vivo dialoga con otros muertos, asistimos a otras, continuas, viola-
ciones de la racionalidad. Don Gonzalo manifiesta a donjuán que ha muerto por
mano del capitán Centellas, a quien él creía haber matado; él asiste a su propio
entierro, con un desdoblamiento de la personalidad que nuevamente contribu-
ye a crear una atmósfera profundamente surrealista. Por otro lado, don Gonzalo
le avisa de que tiene tiempo todavía para arrepentirse, algo inconcebible en un
difunto, en tanto que otra difunta, Inés, cuya salvación o condena eterna depen-
den de la conducta de donjuán, interviene para salvarle.
Parecen inútiles las consideraciones de algunos críticos que afirman que la
situación descrita por Zorrilla no tiene consistencia teológica. 26 Es que ni por
asomo quiso el autor escribir un tratado teológico, y claro está que no pudo no
darse cuenta de un igual sinsentido racional de todos los últimos sucesos. Lo
que sí quería el poeta, y lo consiguió, era superar el impasse en que habían caí-
do los predecesores, y sobre todo Dumas, al llevar a las tablas el mundo sobre-
natural. Por consiguiente, creó esa atmósfera borrosa e insegura donde todas
las fronteras se confunden y muerte y vida tienen los mismos derechos y la
misma valencia. Creó un mundo trascendente que en realidad ostentaba todos
los rasgos del mundo terrenal, desde la medida del tiempo, que se confía a un
reloj de arena, al sonido de las campanas, de esas campanas que con el repicar
de las horas habían acompañado a menudo el paso afanoso de donjuán por el
mundo de los vivos y que ahora tocan a muerto.
Porque sí, el motivo del tiempo sigue hasta el final de la obra. Verdad es
que el panteón, como y más que el convento y la quinta, es un lugar donde do-
mina la intemporalidad, pero esto no impide que por un momento reaparezca
esa agresividad temporal que había atormentado al don Juan libertino. Hasta
reaparece el plazo: dos veces la propia palabra resuena en los labios de don
Gonzalo, quien le avisa de que el tiempo que se le ha concedido para arrepen-
tirse va a expirar, hasta identificarse materialmente con el último grano de are-
na que queda en el reloj.
Don Juan sabrá aprovecharlo, gracias a u n grito de arrepentimiento y a
una súplica («Señor, ten piedad de mí»), aunque en realidad su salvación se
debe al amor.

26 Para ALBORG (op. cit., p. 614) la cuestión es ociosa: «después de aceptar toda la actuación so-
brenatural de don Gonzalo y de la propia doña Inés, es ridículo escandalizarse por minucias de
exactitud teológica». Por otro lado, R. NAVAS RUIZ (El romanticismo, cit., p. 317) encuentra una ex-
plicación acorde con el dogma cristiano: el amor de Inés, dice el crítico, es la «caridad cristiana. [...]
tal como se aplica en la comunión de los santos».
VI. LA DRAMATURGIA TARDORROMANTICA 193

La mano con que Inés coge la que don Juan, según reza la acotación, «tien-
de al cielo» es un puente hacia la eternidad. Proclama Inés:

mi mano asegura
esta mano que a la altura
tendió tu contrito afán.

Un gesto de amor que como tal es interpretado por donjuán, quien entonces
repite la exclamación con la cual había saludado a la joven al entrar en su celda:

¡Inés de mi corazón!

Y que confirma Inés, explicando:

los justos comprenderán


que el amor salvó a don Juan.

Desde este momento, cesa el movimiento de los esqueletos, ya no tocan las


campanas a muerto, varios angelitos rodean a la pareja y los dos mueren defi-
nitivamente.

De sws bocas —reza la última acotación— salen sus almas, representadas en dos bri-
llantes llamas, que se pierden en el espacio al son de la música.

El tema del amor imposible se ha superado colocándolo en el mundo so-


brenatural, donde además amor y muerte pueden por fin convivir serenamen-
te y donde el mito romántico del amor eterno ha encontrado su más genial
realización.

El personaje de El burlador de Sevilla [...] ha venido ya a retratarse de tal mane-


ra en la mente del público, es un carácter tan extraordinario y excepcional, que se
corre gran riesgo en tratar de alterarlo lo más mínimo [...]. Tal vez de aquí proce-
de que el drama del señor Zorrilla fuese recibido con más frialdad de lo que a
nuestro entender merecían las grandes cualidades que indudablemente tiene.
[...] Además del mérito de la versificación tiene este drama, en nuestro sentir, el
de la disposición de muchas escenas que son de grandísimo efecto. [...] No pode-
mos dar iguales alabanzas al desenlace y final del drama convertido en un juego
de linterna mágica con la aparición de tanto difunto (El Laberinto, 26-IV-1844).

c) Traidor, inconfeso y mártir

Zorrilla consideraba Traidor, inconfeso y mártir su verdadera obra maes-


tra,27 y cierto es que se trata de la pieza más intachable entre las que ha escrito,

27 Cf. Recuerdos, cit, p. 1818: «Es mi única obra dramática pensada, coordinada y hecha según
las reglas del arte.»
194 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

en la que un excepcional despliegue de sentimientos intensos y dramáticos se


junta con una perfección técnica y una sensibildad teatral muy raras.
El drama, que tenía su modelo en El pastelero de Madrigal del comediógrafo
barroco Jerónimo de Cuéllar, fue estrenado en el Teatro de la Cruz el 3 de marzo
de 1849 y alcanzó 7 reposiciones seguidas. Trataba el tema del pseudo rey Se-
bastián de Portugal, que había afrontado recientemente Escosura en la novela Ni
rey ni roque,28 alejándose del original del siglo xvn sobre todo al considerar al
protagonista como el verdadero don Sebastián, injustamente perseguido y ajus-
ticiado por Felipe II, en tanto que para Cuéllar no era más que un impostor.

I. Año 1594. Tres ilustres caballeros, el marqués de Tavira, el capitán don César de
Santillana y su padre el alcalde don Rodrigo de Santillana, cada uno por su cuenta y
con diferentes motivaciones, pero los dos postreros con órdenes reales, exigen del due-
ño de una posada de Valladolid que trate cuidadosamente a un personaje que va a lle-
gar muy pronto con su hija y un criado. Es Gabriel de Espinosa con su hija Aurora, de
la cual don César está enamorado, que empero no le corresponde. A Gabriel el capitán
le pregunta si es el rey don Sebastián, pero el otro se declara el pastelero Espinosa.
Don Rodrigo le detiene y admira la espada que él le entrega y que perteneció al rey Se-
bastián.
II. A la mañana siguiente, don César vuelve a acosar a Gabriel con preguntas, pero
lo único que consigue saber es que Aurora no es su hija. Interrogado luego por don Ro-
drigo, Gabriel contesta de manera altiva y a menudo ambigua que deja al interlocutor
en la mayor incertidumbre. En un coloquio con Aurora, ésta, que ha descubierto que
no es su hija, le declara su amor y Gabriel se declara a su vez, pero rechaza cualquier
intento de sonsacarle la verdad sobre su persona. Finalmente don Rodrigo los invita a
salir. Los llevará a la cárcel de Medina del Campo.
III. En la sala del juicio de la cárcel de Madrigal, Gabriel, a pesar de tres meses de
cárcel, interrogatorios y tormentos, no ha perdido la serenidad con que sigue turbando
a don Rodrigo, el cual constata el fracaso de sus investigaciones. Llega César con la
sentencia de muerte por impostorfirmada por el rey, y Gabriel es llevado al cadalso. Por
los documentos que ha entregado a César con la promesa de leerlos sólo después de su
muerte, se conoce que era realmente él rey don Sebastián y que Aurora es hija de don
Rodrigo. Ante las manifestaciones de cariño de éste, la joven reacciona horrorizada y
se marcha.

Con la inversión de los papeles de protagonista y antagonista respecto al


modelo barroco, Zorrilla se ponía a la altura de sus tiempos y esbozaba en Ga-
briel una figura altamente sugestiva. Por ciertos aspectos, Gabriel parecía re-

28 La novela de Escosura, con sus toques ya románticos, fue el anillo de conjunción entre Cué-
llar y Zorrilla, aunque en u n primer momento «había puesto una insuperable valla» ante el pensa-
miento del poeta (Recuerdos, íbt'detn). Sobre la relación con esta obra, véase R. SENABRE, en la edición
de Anaya, Salamanca, 1967, pp. 17-18, y en la de Cátedra, Madrid, 1980, p. 31; y R. C. SANZ en la
edición de Espasa-Calpe, Madrid, 1990, pp. 73-74.
VI. LA DRAMATURGIA TARDORROMÁNTICA 195

cuperar unos rasgos propios de los primeros héroes románticos, sobre todo
por ser un derrotado en la lucha contra la sociedad de los poderosos. Pero lo
que hace de él un personaje nuevo, en consonancia con las orientaciones del
tardorromanticismo, y que le coloca a una altura moral de excepción —decidi-
damente superior a la de su opositor don Rodrigo—, es la serena conciencia de
su posición, de su fracaso aceptado con la sabiduría de quien está por encima
de las debilidades humanas.
Por consiguiente, Gabriel se convierte en el centro de toda la acción y, con
el correr de la pieza, va adquiriendo todos los rasgos que le caracterizan y que
son tan fuertemente matizados como se conviene a un héroe romántico.
Con mucha habilidad y conciencia de los efectos teatrales, el autor añade
de vez en cuando una faceta de su compleja personalidad, de forma que su fi-
gura se va ampliando paulatinamente y sólo al final llega a conocerla en su to-
talidad el espectador.
Empieza por una presentación lisonjera por boca de otros personajes, como
ocurría con don Alvaro. El marqués de Tavira nos brinda una descripción físi-
ca destinada a atraer la simpatía del público:

semblante
pálido, mirada de águila,
sonrisa triste, andar grave (1,2).

Luego, el criado Arbués añade unos toques que podríamos definir cultura-
les, que aumentan la admiración hacia él: conoce todas las leyes, todas la histo-
rias, los blasones, la nobleza, y, en fin,

monta un potro a la carrera


y hace astillas una lanza
en el aire (1,9).

Pero muy pronto el propio Gabriel presenta de sí mismo una faceta mucho
menos positiva, casi diabólica:

un ser soy
que infesto el lugar que habito,
que cuanto toco marchito
y asoló por donde voy (1,15).

Don César comentará muy pronto:

no pertenece
a la tierra el ser de este hombre (II, 1).

Este comentario, al principio del acto II, parece avisar de que ya se va impo-
niendo una mitificación del personaje. Su personalidad contradictoria asombra
196 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

profundamente a todos los que se le acercan, hasta a los más íntimos, como Au-
rora: ¿noble o plebeyo?, ¿estafador o víctima?, ¿hombre, ángel o demonio?

¡Imposible atar un cabo!


¡Su ser parece que abarca
con la altivez del Monarca
la abnegación de un esclavo! (II, 3),

afirma nuevamente César, expresando un concepto que de manera más conci-


sa manifestará también su padre:

ese hombre
que no es nada y que lo es todo (III, 5).

Un ser que se desdobla en las dos personas que cohabitan en él —el rey y el
pastelero— y que —ésta es la gran intuición de Zorrilla— es esclavo de las dos,
ya que tanto desde la una como desde la otra le acosa la muerte. Dirá Rodrigo
lapidariamente en la última escena:

Por ser y por no ser perecer debe.

Un rey disfrazado de pastelero o u n pastelero disfrazado de rey: un ser miste-


rioso, pues, en la más pura tradición romántica, 29 pero con un misterio que pa-
rece superior a la comprensión humana y que confusamente deja entrever un
componente no terrenal, conforme a esa mezcla de humano y divino que, aunque
sea con mucha mayor amplitud, ya había experimentado Zorrilla en el Tenorio.
Con desazón, molesto frente a la imperturbabilidad del preso («Me amedrenta
¡ vive Dios! / vuestra eterna sangre fría»), don Rodrigo tiene en efecto que admitir:

Es que a veces hallo en vos


un misterio que me espanta.

Enigmático como de costumbre, le contesta Gabriel:

Es que tal vez se levanta


tras mí la sombra de Dios (III, 2).

Fue tal vez esa impasibilidad frente a todo lo que le circunda y le concierne
uno de los mayores atractivos del personaje, que además le separaba de los
primeros impetuosos héroes del teatro romántico y que, dentro de ciertos lími-
tes, podría acercarle a los semidioses de la época neoclásica. Por eso, Gabriel
no corre afanado, no intenta escapar de las persecuciones («Yo no huiré jamás:
ni sé, ni quiero, / ni nací para huir» [II, 11]), hasta resulta insensible al terrible

29 Sobre el misterio y otros caracteres románticos, véase R. SENABRE, en la edición citada de


Cátedra, pp. 35-41.
VI. LA DRAMATURGIA TARDORROMÁNTICA 197

plazo que expirará sólo con su muerte. «Tenéis de vida / tres cuartos de hora»,
le amenaza Rodrigo. Tranquilamente contesta:
Son las cinco y cuarto ahora.

Y se despide de su implacable juez con un sencillo:

Hasta las seis (III, 4).

Claro está que al lado de un personaje tan gigantesco los demás pueden
aparecer algo descoloridos, ya que no actúan más que para poner de relieve su
figura. Tampoco las acciones paralelas revisten mucha importancia. La más in-
portante, el amor de César hacia Aurora, tiene como fin principal el de resaltar
poner de relieve la dedicación total de la joven a su presunto padre. Es un amor
purísimo, como también lo es el de Aurora hacia Gabriel, llevado hasta límites
que rayan en el misticismo, como era lógico en una obra donde todo tiende a la
perfección y los sentimientos que animan a los personajes son necesariamente ex-
tremados.
Lo que más impresiona en esta pieza magistral es sin embargo, más allá de
la matizada perfección de los personajes, el excepcional esmero de los diálogos,
sobre los cuales se funda en realidad la esencia de la trama: Traidor, inconfeso y
mártir se dirige más al oído que a la vista.30 Las preguntas que don Rodrigo, Cé-
sar y Aurora le dirigen a Gabriel para sondear el misterio de su persona, y las
respuestas constantemente evasivas de éste, siempre en el límite borroso que
separa la verdad de la mentira, la afirmación de la negación, crean una atmós-
fera de intriga continua y una expectación que será satisfecha solamente en las
últimas réplicas del drama. El personaje sale naturalmente ennoblecido por
tanta capacidad de responder a las preguntas más capciosas sin decir nunca fal-
sedades: la habilidad del autor en la composición de estos diálogos se convierte
así en la hablidad del personaje y contribuye notablemente a atraer sobre sí el
interés y la simpatía. Afirma acertadamente Narciso Alonso Cortés que «la fi-
gura atrayente del pastelero, envuelta en las nieblas del misterio, constituye
una de las más intensas creaciones del teatro español». 31

¡Hay tanto interés dramático! ¡Tanta naturalidad! ¡Están los caracteres tan bien
sostenidos, que a pesar de la sencillez del argumento se mantiene el público embe-
lesado hasta el momento de caer el telón! (VILLERGAS, Don Circunstancias, 9-III-1849).

d) El pelo de la dehesa

Al lado de tanto drama y comedia históricos cabe por fin señalar una co-
media en el sentido tradicional de la palabra, y bretoniana por supuesto: El

30 «Los personajes gesticulan menos que de costumbre, y hablan más» (R. SENABRE, edición de
Anaya, cit, p. 18).
3i Op. cít.,p. 441.
198 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

pelo de la dehesa, que se estrenó en el Príncipe el 19 de febrero de 1840 y cono-


ció 35 reposiciones. Desde luego, la distinción entre drama y comedia, como
se ha dicho varias veces, se ha hecho muy vaga, pero favorece la definición que se
propone no sólo el uso del término por parte del autor, sino la ambientacion
en la época contemporánea y los rasgos cómicos tan frecuentes, que además se
concentran en una figura de gracioso modernizado, don Remigio, que hasta
domina la escena en el III acto.

I. Hay gran expectación en la casa madrileña de la marquesa viuda de Valfungoso


ante la inminente llegada de don Frutos Calamocha, novio de su hija Elisa, cuya mano
había prometido el difunto marqués al padre de Frutos a cambio de perdonarle una deu-
da. Precedido por un instante por el capitán don Miguel, que aspira a la mano de Elisa
y que se ve rechazado ante el nuevo compromiso, llega por fin don Frutos, que en se-
guida mete la pata, como buen provinciano (viene de Belchite, en Aragón), tomando a
la criada por la novia, derribando un mueble con un servicio precioso y usando expre-
siones demasiado familiares que dejan pasmada a Elisa, con gran regocijo del oficial,
que se mofa de los dos.
II. Vestido a la madrileña por el parásito factótum Remigio, don Frutos no cabe en
los trajes demasiado ajustados, en los zapatos cortos, en los guantes estrechos. Escanda-
liza a las visitas hablando sólo de asuntos del campo, pero tiene momentos de expansión
cordial y cariñosa que parecen conquistar el corazón de Elisa. Enfadadísimo, Miguel
amenaza a Remigio con cortarle las orejas si no consigue romper el compromiso.
III. Después de la comida, don Frutos se queja ante Remigio de las continuas re-
prensiones de su futura suegra; para remate, le llevan una cuenta saladísima del sastre.
Frutos presenta a la marquesa sus protestas y le dice que, después de las bodas, quiere
llevarse a Elisa a Belchite. Remigio, que asiste al enfrentamiento favoreciendo las hos-
tilidades entre los dos con el fin de persuadirlos a romper el compromiso, convence a
Elisa para que escriba una carta de amor a Miguel; pero la chica, después de redactarla,
no pone en el sobre el nombre del destinatario.
TV. A las seis y media de la madrugada don Frutos, vestido holgadamente al estilo
aragonés, despierta a la criada y almuerza con gran apetito a base de jamón y Valdepe-
ñas. Elisa y su madre, en cambio, regresan de un baile y se acuestan. Pero la joven vuelve
y tiene un cambio de opiniones con Frutos, tras el cual salen ambos con el convenci-
miento de que la boda no le conviene a ninguno de los dos, aunque ni el uno ni la otra
quieren asumir la decisión de romper el compromiso. Luego sale Miguel, que reta a
Frutos, pero no se ponen de acuerdo sobre el arma del duelo, ya que Frutos propone el
garrote y el oficial la espada o la pistola.
V. Falta media hora para la firma del contrato de boda y van a venir muy pronto los
invitados. Don Frutos le hace chantaje a la marquesa: o anula las bodas o le paga la deu-
da contraída por su difunto marido. La marquesa se ve obligada a aceptar las condiciones
de don Frutos, que cede su puesto a don Miguel y parte aliviado para Belchite.

La comedia de Bretón se ligaba a la exitosa A Madrid me vuelvo por la con-


frontación entre el mundo de la ciudad y el del campo, y, más estrictamente, a
VI. LA DRAMATURGIA TARDORROMÁNTICA 199

Medidas extraordinaria o Los parientes de mi mujer (estrenado en el Cruz el 24 de


diciembre de 1837), donde se narraban las vicisitudes de un grupo de paletos
instalados en la casa de un madrileño, con los mil ridículos acontecimientos
que nacen del encuentro entre dos estilos de vida tan diferentes. Pero la nove-
dad de la nueva pieza estribaba en la inversión de la perspectiva, ya que, en lu-
gar de mofarse de las zafias costumbres campesinas, ahora el autor exalta su
sencillez y sinceridad contra lo absurdo y lo incongruente de la etiqueta ciu-
dadana. Menosprecio de corte y alabanza de aldea, esta vez, conforme a la más
pura tradición hispánica.
Verdad es que ahora las capas sociales enfrentadas son diferentes y en lu-
gar de los buenos burgueses de las comedias anteriores juegan su papel unos
aristócratas venidos a menos, en tanto que los rudos campesinos son sustituidos
por un rico hacendado aragonés, que «si no es de ilustre sangre / tampoco nació
plebeyo» (1,1) y que si tiene «el pelo de la dehesa / no tiene pelo de tonto» (II,
2). El protagonista era, pues, idóneo para atraerse las simpatías del público,
como representante de esa burguesía agraria que ocupaba un puesto de re-
lieve en la economía del país y que podía enfrentarse ventajosamente a una
nobleza ya inútil y perdida en sus frivolos rituales de fiestas y bailes.
Pero era también apto para encarnar, a lo cómico (aunque dentro de una
comicidad muy contenida), la figura del héroe tardorromántico que se en-
frenta a la sociedad con su personalidad fuerte, su habilidad para resolver
situaciones y salir de apuros, sus ocurrencias soltadas en el momento opor-
tuno.
Porque esto es lo que distingue a don Frutos de tantos provincianos gracio-
sos que habían salido a escena desde los Siglos de Oro, que no sólo no sufre de
ningún complejo frente a la sociedad ciudadana, sino que se mueve en ella con
la seguridad de saber que está actuando bien y arremete contra ella con ade-
mán de conquistador y no ya de conquistado:

que aunque yo he entrado en la Corte,


la Corte no ha entrado en mí (III, 6).

Así que cuando la marquesa quiere convencerle de la posibilidad de que


acabe por aceptar los usos ciudadanos, afirmando:

Cualquiera se acostumbra,

le contesta orgullosamente:

¡Oh! Yo no soy cualquiera,

provocando la reacción de Elisa, que exclama para sí:

(¡Qué verdugo!) (IV, 5).


200 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

En realidad, más que de orgullo tal vez se trate de un sano egotismo que le
hace encogerse de hombros frente a las críticas ajenas, ya que, como le previene
a Elisa, que está mirando, quizás con cierta extrañeza, su traje campesino:

Chica, ande yo caliente,


y ríase la gente (ibídem).

Por otro lado, profesa y practica una filosofía existencial inspirada en el


más amplio liberalismo, en el cual intenta adoctrinar a don Remigio:

apliqúese usted
este texto desde hoy.
No pida peras al olmo,
y deje a cada varón
que haga de su capa un sayo (III, 1).

Con esos principios y con esa confianza en sí mismo, se mueve a sus anchas
en un mundo que le resulta extraño, porque no renuncia a ninguno de sus há-
bitos, que a veces impone a los demás, como cuando, al rayar el alba, sacude
imperiosamente la campanilla para llamar a la sirvienta. Y si acepta el tormen-
to de los trajes de lechuguino es sólo por una forma de cortesía hacia quien él
cree que se los ha regalado; pero, al descubrir que la cuenta corre a su cargo, se
libera rápidamente de ellos para volver a su zamarra de piel de oso.
Verdad es que no ha perdido totalmente los rasgos cómicos que caracteri-
zaban a sus antecesores, pero los comparte con sus antagonistas aristocráticos;
si el público ríe viéndole confundir a la criada con la novia o derribar el vela-
dor, se mofa también de la obsesión por la etiqueta o del comportamiento es-
trambótico de la marquesa y su hija. En efecto, no es él la figura del donaire, ya
que el papel de la perenne comicidad está confiado a Remigio, el parásito que
se balancea en un arriesgado equilibrio entre unos y otros, siempre dispuesto
a afirmar o a negar con tal de satisfacer al interlocutor. 32
Don Frutos, en cambio, se queda muy tercamente en sus convicciones y de-
fiende y lanza contra los demás los errores que comete. Si ha tomado a la cria-
da por la novia es porque no imaginaba que su prometida lo esperase sentada,
ya que la pensaba

con tanta gana de verme


como yo de verla a ella (1,10).

También atribuye a sus huéspedes la culpa por haber derribado el velador,


porque estaba en medio de la habitación, lo cual no ocurre en su tierra, donde
«cada cosa está en su puesto» (ibídem).
32 Por supuesto, intervienen también otros motivos cómicos, como la parodia del romanticis-
mo contenida en una larga réplica de la marquesa en la primera escena del acto II, que ha puesto
de relieve J. MONTERO PADILLA en la introducción a la edición de Cátedra, Madrid, 1974, pp. 36-37.
VI. LA DRAMATURGIA TARDORROMÁNTICA 201

Hasta se permite burlarse de las frases rebuscadas que en su afán de civili-


zarle le enseña el buen Remigio, y así, al entrar en la sala, vestido a la moda, es-
peta a Elisa y a su madre:

Señoras, beso
a ustedes los cuatro pies.

Y frente al escandalizado estupor de las dos, agrega con fingida simplicidad:

Me ha dicho este caballero


que es saludo muy grosero
el decir: Dios guarde a ustedes;
y que en Madrid a estas horas,
como pueblo más cortés,
se estila besar los pies
verbalmente a las señoras.
Para hacerlo con más gala,
yo al besar los he contado,
y más hubiera besado
si más hubiera en la sala (II, 3).

Tanto desenfado, que aparece muy a menudo a lo largo de la pieza, no po-


día sino atraerle la simpatía de los espectadores, simpatía que se veía reforza-
da por otros ingredientes muy tópicos de la época. En primer lugar, como los
héroes contemporáneos de Zorrilla o Rubí (que, como ya hemos visto, le imita-
rá en La rueda de la fortuna), ostenta un patriotismo enológico que consiste en la
exaltación («¡Aquello / es gracia de Dios!») de las uvas de Cariñena, Aguaron,
Longares, Cosuenda y en gustar el Valdepeñas, a la cual, naturalmente, se aña-
de esa pizca de antifrancesismo que era también tópica y que aquí consiste en
deprimir como «vino de munición» nada menos que un Burdeos de Laffitte.
Sin embargo, matizado como todos los héroes románticos, y sobre todo
como las figuras dramáticas más acertadas, Frutos tiene sus momentos de
arrebato amoroso frente a la cautivadora hermosura de Elisa y hasta consi-
gue con ella u n instante de armonía sentimental, al declararle su amor y su
dedicación:

Para amar con desatino


no creo que es menester
que uno sea lechuguino.
En lo que yo no esté ducho
corrige tú mis maneras.
Verás qué dócil te escucho:
Tú harás de mí lo que quieras...

tú me enseñarás a hablar:
yo te enseñaré a querer (II, 11).
202 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

Un discurso que le saca un «¡Bien, don Frutos!» a la adusta marquesa y que


le vale una indirecta respuesta de Elisa, la cual, violando la etiqueta, le susurra
«con ternura»: «Déme usted el otro brazo.»
Pero, tratándose de una comedia y no de un melodrama, como sería al año
siguiente Bruno el tejedor, ese encuentro espiritual es momentáneo; la razón al
fin prevalece y los dos se dan cuenta de que su amor es, como muchos otros,
imposible.
No queda más que romper el compromiso, pero nadie quiere pronuciar la
palabra resolutiva, y aquí don Frutos nuevamente viste los paños propios del
héroe tardorromántico que, gracias a sus mañas, sale de los apuros. Renuncia,
es verdad, a una notable cantidad de dinero, pero conquista su libertad:

Pago mi rescate
y ¡viva la libertad! (V, últ.).

El final, nuevamente, raya en lo melodramático, pero Bretón sabe salvar los


obstáculos con u n toque de comicidad que todo lo rescata. Con u n golpe de
teatro a la vieja manera, oportunamente adoctrinados por don Frutos, apare-
cen los dos nuevos novios, que se arrodillan delante de la marquesa. Pero con
ellos se arrodilla también Remigio, que justifica así su presencia:

cada cual en esta farsa


hace el papel que le dan.
Éste es el primer galán:
yo soy un simple... comparsa (ibidem).

Con esta cómica metateatralidad se descarga la tensión y, a pesar de un ul-


terior breve momento de conmoción general, se deja el campo libre para la ale-
gre satisfacción de don Frutos, que abandona el aire corrompido de ese Ma-
drid para él incomprensible y corre hacia las brisas puras de su campiña
aragonesa:

¡A Belchite, a Belchite!
La Corte no es para mí.

3. U N A OJEADA A LA CARTELERA

Al lado de las obras que se han definido maestras y de las que gozaron de
gran popularidad, se coloca una producción bastante extensa de piezas que,
sin pertenecer generalmente ni a la una ni a la otra clase, siguen dentro de los
esquemas propios del romanticismo, aunque sea, desde luego, de acuerdo con
las nuevas orientaciones. Es una zona bastantre gris, en general, que sin em-
bargo atestigua la persistente vitalidad de un género, sensible sobre todo en la
abundante producción de dramas históricos.
VI. LA DRAMATURGIA TARDORROMÁNTICA 203

índice de los tiempos nuevos, muchas de las obras escritas y representadas


en los años cuarenta son el fruto de profesionales de la escena, que ahora ocu-
pan el lugar donde antes lucían su vocación improvisa los jóvenes ingenios: ya
no se dan casos como el de García Gutiérrez estrenando El trovador con el uni-
forme de miliciano, o de Zorrilla leyendo sus versos en los funerales de Larra.
Curiosamente, estos dos escritores, que consiguieron la notoriedad de forma,
es el caso de decirlo, tan romántica, ahora son los que, junto con Rodríguez Ru-
bí, abastecen regularmente la escena con sus obras, entre las cuales no pueden
lógicamente faltar las formulísticas y rutinarias.
De los tres el que más destaca es sin duda alguna Zorrilla, que muy pron-
to, después de los éxitos de sus dramas y de la difusión de sus versos, se con-
virtió en el vate nacional, hasta conseguir, al final de su larga vida, la corona
de poeta.
Su producción, en la década de que nos estamos ocupando, es abundantísi-
ma, ya que su actividad de dramaturgo se concentra casi toda entre 1840 y
1849, con nada menos que 20 piezas; algunos años fueron para él excepcional-
mente fecundos, como el 1842 y el 1843, en cada uno de los cuales se estrenaron
cinco obras suyas.
En el prefacio a una de sus primeras obras, Cada cual con su razón, estre-
nada en el Príncipe el 16 de septiembre de 1839, el autor, después de afirmar
que «no se ha tenido jamás por poeta dramático», prosigue:

indignado al ver nuestra escena nacional invadida por los monstruosos abortos de
la elegante corte de Francia, ha buscado en Calderón, en Lope y en Tirso de Molina,
recursos y personajes que en nada recuerdan a Hernani y a Lucrecia Borja.

Aconsejaba, pues, a sus amigos que no se cansasen en buscarle una afilia-


ción a alguna escuela literaria, sacando «a la plaza la ya mohosa cuestión de
clasicismo y romanticismo». Sin embargo, los clásicos verían respetadas en su
obra todas las reglas y los románticos tendrían que perdonarle si no hay «ver-
dugos, esqueletos, anatemas ni asesinatos». 33
Es curioso observar cómo, a once años de distancia del Discurso duraniano,
y a pocos de las polémicas suscitadas por el advenimiento del romanticismo
(El pastor Clasiquino contaba unos tres años), el antigalicismo literario, que an-
tes llevaba a ensalzar las violaciones de las unidades en el teatro del Siglo de
Oro, ahora exalta el clasicismo en aras de la misma admiración por el teatro
antiguo.
De todas formas, en Zorrilla la imitación del teatro aureosecular se mani-
fiesta a menudo de manera bastante extrínseca, preferentemente en una fuerte
complicación de los lances, con el juego de los equívocos, con las consabidas
escenas del personaje escondido que escucha a los demás y en la presentación

33 En Obras Completas, cit., II, p. 2207, n. 5.


204 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

de casos de honra, por otro lado en un fondo histórico o pseudo-histórico que


más bien remite a la actualidad decimonónica. A lo cual se añade regularmen-
te ese espíritu patriótico que era un típico ingrediente de la época.
Cada cual con su razón llevaba a la escena a Felipe IV en plan de galantear a
una joven con los consiguientes problemas de la honra que surgen en su padre
y en su enamorado.

Persuádase el Sr. Zorrilla de que su comedia es buena, no porque es pura-


mente española, ni francesa, sino porque es buena; persuádase de que sólo hay
dos géneros: el bueno y el malo (R. de NAVARRETE, Gaceta de Madrid, 26-IX-1839).

En la obra siguiente, Lealtad de una mujer y aventuras de una noche (estre-


nado en el Príncipe el 7 de marzo de 1840), un tal Pedro Peralta, después de
atormentarse por los celos injustificados que despierta en él la presencia en su
casa de Carlos de Viana, duda ante el dilema entre el deber de caballero por ser
deudor de la vida a ese mismo Carlos y la lealtad a su rey que le está persi-
guiendo y al cual debería por tanto entregarlo. En cambio, como toque nuevo,
recorre la obra un fuerte patriotismo que encuentra su mejor expresión justa-
mente en Carlos, el cual, además de jactarse de que «alma me alienta españo-
la», vitupera al padre, que presta «a la ambición de Francia los oídos» y se rin-
de «a los condes de Fox, al fin franceses».

Abierto a todas las experiencias, aprovechó también los recursos típicos


del melodrama creando, en Los dos virreyes (estrenado en el Cruz el 16 de
abril de 1842), un mundo lúgubre de perseguidores y de víctimas, con los in-
gredientes imprescindibles del calabozo, del toque de campanas a muerto y de
la llegada final de los liberadores.

El malvado virrey de Ñapóles, conde de Vergara, hace condenar injustamente a Ro-


drigo, marido de Angelina, para poderse apoderar de la mujer; le encierra en un cala-
bozo junto con el suegro, García, destinado a reemplazarle en el cargo. Les manifiesta
que un toque de campana anunciará el ajusticiamento de Angelina. La campana em-
pieza a repicar, pero en seguida se para: un levantamiento del pueblo ha interrumpido
el suplicio, y padre, hija y esposo pueden por fin abrazarse.

La obra, cuya trama se desarrolla con rigor clasicista en un solo día, el 10 de


noviembre de 1653, tuvo 4 reposiciones inmediatas y otras 4 en los años si-
guientes.

Igualmente aventurero, pero con recursos más propios del gusto románti-
co, fue El molino de Guadalajara, que se estrenó en el Cruz el 22 de octubre de
1843. Ambientado en 1357, el drama se desarrollaba nuevamente durante las
luchas entre don Pedro el Cruel y don Enrique de Trastámara, pero esta vez el
autor parece más bien partidario del segundo.
VI. LA DRAMATURGIA TARDORROMANTICA 205

En el molino de Lucas el capitán Marchena, del bando de don Pedro, tiene cautiva a
la mujer de Enrique. Marchena vive en el terror de ser matado por un tal Carrillo, co-
mo le anunció una profecía. En efecto, Pedro Carrillo, que había entrado en el molino
con nombre fingido, le mata. Llegan los enriqueños y todos se pasan a su bando.

El empleo de recursos efectistas (hay también una fuga desde las almenas
de u n castillo y u n puñal clavado en una puerta) no le consiguió sin embargo
larga vida a la pieza, que, después de una discreta serie de reposiciones inme-
diatas (seis), sólo salió a las tablas dos veces en el año siguiente.

ha merecido grandes aplausos, hasta llamar al autor a las tablas [...] pero tanto
los caracteres como la conducción de la fábula no pasan de la altura de los melo-
dramas comunes (GIL, El Laberinto, l-XI-1843).

Quizás lo más logrado de este período, dejando a u n lado, desde luego, las
tres obras maestras, sean los dos actos únicos, ligados entre sí, Eí puñal del go-
do y La calentura, protagonizados por el rey don Rodrigo, en los que se imagi-
na que sobrevivió a su derrota. Se estrenaron respectivamente el 7 de marzo de
1843 (Cruz) y el 5 de noviembre de 1847 (Príncipe), pero el éxito lo consiguió
sólo el primero, que fue repuesto más de 20 veces, en tanto que el segundo se
representó 4 veces seguidas y desapareció luego.

Eí puñal del godo. Theudia, fiel soldado de don Rodrigo, encuentra al rey en la er-
mita en que vive con el monje Romano. Don Rodrigo le confía su ansia por una profecía
que le anunció que sería asesinado con su propio puñal. Theudia le convence a que aban-
done tales supersticiones y se dirija al campo de batalla. Pero antes llega el conde don
Julián, que intenta efectivamente matarle arrancando el puñal que Theudia había clava-
do en la madera de la cabana, pero es muerto por Theudia.

La calentura. A la misma ermita en la que Rodrigo se ha refugiado nuevamente


después de haber realizado las más valientes hazañas llega, calenturienta, Florinda,
quien, después de declararse pura, ya que la mujer de la que Rodrigo había gozado fue
en realidad su madre, muere dulcemente. Rodrigo se siente maldito y huye.

Se trata de dos episodios totalmente inventados a través de los cuales sin


embargo Zorrilla recrea u n mundo alucinado, dominado por la obsesión de un
pasado imborrable. La escena de la aparición de Florinda, según Alborg, «bella,
delicada, tremendamente difícil, certifica la gran calidad teatral de Zorrilla».3,1

El patriotismo que recorre todas las obras de Zorrilla tuvo la oportunidad


de manifestarse abiertamente en dos piezas de circunstancia: Apoteosis de
Don Pedro Calderón y La oliva y el laurel. La primera, representada en el Prín-
cipe el 18 de abril de 1841, con ocasión de la traslación del cuerpo del poeta

34 Op. cit., p. 601.


206 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

barroco desde la iglesia al cementerio, es al mismo tiempo una exaltación de


Calderón y de España. La segunda, «alegoría escrita vara las fiestas de la procla-
mación de S.M. la Reina Doña Isabel II», representada en el Teatro de la Cruz el 1
de diciembre de 1843, es u n largo himno a la grandeza de España,

donde a la par se anida


el germen del honor y de la vida.
Allí es sufrida la briosa gente,
allí el pueblo es leal, sobrio y sencillo;
allí segura la amistad no miente,
no ciega allí del oro el falso brillo, etc.

Zorrilla empezaba su carrera de poeta nacional que le llevaría a la corona-


ción de 1889.

También García Gutiérrez, que había empezado su carrera de dramaturgo


de forma tan azarosa, se convirtió rápidamente en un profesional de la escena,
abasteciendo regularmente las tablas con un sinnúmero de dramas, comedias,
saínetes, zarzuelas hasta al menos 1865, fecha del estreno de su última obra
maestra, Juan Lorenzo.
Como para Zorrilla, muy fecunda fue para él la década de los años cuaren-
ta, aunque sólo dos dramas sean dignos de alguna atención.

En El encubierto de Valencia (5 actos en verso), estrenado en el Príncipe el


17 de julio de 1840, el autor empleaba los recursos efectistas de siempre, desde
las anagnórisis a los golpes de teatro, que sin embargo no le conquistaron el fa-
vor del público, visto que el drama se repuso sólo dos veces inmediatamente
después del estreno.

Es la historia del ambicioso Enrique, que rechaza el amor de María porque aspira a
la mano de la hija del corregidor de Oran. Se pone luego al frente de los comuneros y es
capturado. Entonces se descubre que es en realidad Juan, infante de Castilla, por lo
cual decide pasarse al bando contrario. Pero necesita unas cartas que demuestran su
verdadera identidad, las cuales están en manos de María, que las quema. Esta, arre-
pentida, intenta liberarlo de la cárcel, pero lo encuentra tan hipócrita y egoísta que le
abandona en manos de sus jueces. A Enrique-Juan no le queda más que exclamar:
«¡Dios es justo1.1 ¡sea a lo menos para mí clemente!»

El autor demostraba otra vez cierta habilidad en la descripción de una psi-


cología femenina en la que domina la dedicación amorosa que no conoce otro
mundo que el del amor. María no comprende la ambición de Enrique:

¡Gloria, honor!... no, Enrique, yo


no quiero más que tu vida;
vivir contigo, perdida,
loca, pero sola no (III, 5).
VI. LA DRAMATURGIA TARDORROMÁNTICA 207

La personalidad de María resulta todavía más interesante en cuanto que el


autor le presta la conciencia del egoísmo y la ingratitud de su amado. Cuando
éste yace en la cárcel, ella se propone liberarlo a cualquier precio:

Todo lo emplearé, súplicas y oro,


para salvar la vida de un ingrato
en quien la misma ingratitud adoro (IV, 11).

Con mucho acierto, García Gutiérrez le contrapone u n ser despreciable to-


talmente sumido en su visión egocéntrica, en cuyo pecho, afirma, «no cabe
otra pasión»:

Orgulloso y satisfecho
aun basta apenas, estrecho,
para abrigar mi ambición (II, 2).

Por consiguiente, como en los primeros dramas románticos, salta a la vista


el problema de la incomunicación, que le toca a María poner de relieve, ya que
ella advierte que el amor no puede residir sino en un lenguaje común. Cuan-
do, al final, Enrique, en la esperanza de ser liberado, se proclama retórica-
mente su esclavo infame, le contesta con amargura:

¡Infamia! ¡Esclavitud! ¿qué es lo que dices?


Yo no te entiendo: dime que me quieres:
habíame de mi amor, de tus dolores,
y podrán nuestras almas comprenderse (V, 1).

En el clima típico de los años cuarenta, la mujer, como hemos visto ya va-
rias veces, renuncia a su papel de víctima u objeto pasivo de la pasión masculi-
na, ya que pretende hacerse sujeto e intérprete del amor, al cual se dedica con
la intensidad que caracterizara a los primeros héroes románticos.
Recorría también la obra cierto espíritu democrático, bastante corriente en
nuestro autor, que le hacía escribir palabras de exaltación de la burguesía (aquí
representada por el padre de María) y de hostilidad hacia la nobleza (Enrique).
Protesta María:

Pelea el mercader, y el noble vende...


Dime tú ahora, si juzgar sabes,
cuál es el noble, y cuál es el valiente (1,5).

Este tema reaparece intensificado en Simón Bocanegra, hasta constituir el


fondo de la acción, que se desarrolla a lo largo de una lucha por el poder entre
nobles y plebeyos y ve el ascenso de un mercader al cargo de dux de Genova.
La obra fue representada por primera vez en el Cruz el 17 de enero de 1843 y
seguida por 9 reposiciones hasta 1849. Es u n drama histórico en 4 actos y u n
208 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

prólogo, escrito en verso, que, como El trovador, fue puesto en música por Ver-
di en 1857 y 1881.

En Genova, en 1338, es elegido dux el mercader y corsario Simón Bocanegra, que


entra en la casa de su enemigo Fiesco y allí encuentra, cadáver, a la hija de éste, Maria-
na, a la que él había amado y con la cual había tenido una hija.
En 1362 Bocanegra descubre que una tal Susana, en realidad María, que vive en
casa de Fiesco, es su hija: sus manifestaciones de cariño despiertan los celos de Gabriel
Adorno, que conjura contra él. Envenenado por sus enemigos, durante la agonía Boca-
negra confía a Susana-María a Fiesco y nombra como nuevo dux a Gabriel.

Como puede verse, la anagnórisis juega nuevamente su papel, así como el


amor, desde el paterno de Simón al atormentado de Gabriel, al lúbrico de un
tal Paolo que quiere raptar a María. Como siempre, el más fuerte es el amor de
la mujer, como comenta Susana:

¿Qué otra cosa es sino amor


el perdurable tormento
que dentro del alma siento,
ya horrible, ya encantador?
Pasión de ruda violencia, etc. (III, 7).

Motivo romántico, desde luego, como románticos son los hábiles juegos de
luz y oscuridad, que alcanzan su apogeo en el final donde, reza la acotación:

empiezan a apagarse las luces de la plaza [que se entrevén por una ventana], de modo
que al expirar el Dux, hayan desaparecido completamente.

Pero los motivos románticos más destacados, aunque sometidos a una


«voluntad de adecuación» 35 a los tiempos nuevos, son los del recuerdo y del
cansancio del poder, que encuentran una perfecta amalgama en el Bocanegra
viejo del final. El antiguo corsario siente el peso de la nostalgia por los espa-
cios ilimitados:

¡Ah! mil recuerdos de placer, de gloria


en mi mente fantásticos se agrupan
con incansable afán que me devora,
con brillo seductor que me deslumbra.
¡La mar! ¡La mar! ¿por qué, desventurado,
en ella no encontré mi sepultura? (IV, 8).

Había esperado «tener las aguas por tumba» y, en cambio, ahora

35 Véase L. F. DÍAZ LARIOS en la introducción a la edición de El trovador y Simón Bocanegra, Bar-


celona, Planeta, 1989, p. XXXIII.
VI. LA DRAMATURGIA TARDORROMÁNTICA 209
su existencia,
tan animada y veloz,
se arrastra lenta y cansada,
en su mezquina prisión (IV, l).36

También Hartzenbusch, conquistado por las nuevas orientaciones, fue bus-


cando tramas aventureras y finales felices para los dramas históricos, llevan-
do a las tablas del Príncipe, el 15 de abril de 1842, Primero yo, un verdadero
drama policíaco ambientado en la España del siglo xvm (la acción empieza a
partir del 11 de octubre de 1757), en el que el culpable, un tal Luciano, revela su
crimen durante un ataque de sonambulismo, lo cual permite la liberación de
Rosalía, injustamente acusada, y las bodas de Isidoro y Mariana. El éxito fue
menos que mediano: la obra tuvo tres reposiciones.

Algunos años más tarde volvió al género histórico-legendario que le había


dado tanta celebridad con los Amantes de Teruel, estrenando el 29 de mayo de
1845, en el Príncipe, La jura en Santa Gadea (3 actos en verso), que se repuso
10 veces.

A instancia de doña Alberta, viuda del rey Sancho, el Cid le pide a su hermano y
sucesor, el rey Alfonso, que jure no haber tenido parte en el asesinato de Sancho a
manos de Bellido Dolfos. Gonzalo Ansúrez, enamorado de Jimena, amada por el
Cid, acusa a éste de haber armado la mano de Bellido. El Cid le reta y sale vencedor
del desafío. El rey jura en Santa Gadea, pero en seguida exilia al Cid por un año, a lo
cual contesta orgullosamente el héroe alargando por su cuenta el destierro hasta
cuatro años.

La historia es violada a sabiendas y el Cid del Cantar es sustituido por el


más fabuloso del Romancero y de Las mocedades del Cid de Guillen de Castro.
En efecto, parecen interesar más los amores del héroe y Jimena, con su enredo
de celos y desafíos (de Jimena está enamorado también Alvar Fáñez) y con la
consabida lucha del protagonista entre amor, deber y honor, que el episodio al
que se refiere el título. Los protagonistas manifiestan esa rigidez moral que los
divide netamente entre buenos y malos, pero no faltan momentos de profunda
ternura, en los cuales juegan un papel de relieve ciertos motivos románticos
como el sueño, la visión (el Cid evoca su encuentro con un misterioso gafo) y el
tiempo como recuerdo consolador.
Al año siguiente (el 24 de marzo de 1846) llevó a las tablas del Príncipe otro
drama histórico, nuevamente ambientado en la Edad Media, pero esta vez re-
trotrayéndose hasta el período visigótico: La madre de Pelayo (3 actos en ver-
so), que sólo fue repuesto 4 veces inmediatamente después del estreno.

36 Sobre los motivos románticos en e] Bocanegra, véase J. L. PATAKY-KOSOVE, The «Comedia la-
crimosa» and Spanish romantic drama, London, Tamesis, 1978, p. 126.
210 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

En 702 Vitiza quiere casarse con Luz, viuda de Favila, pero ella quiere ante todo en-
contrar al hijo que hace 16 años abandonó en las aguas del Tajo. Capturado como rebelde
un tal Alicio, se descubre que es Pelayo, el hijo perdido. Vitiza le condena a ser vendido
como esclavo, pero él logra escaparse y corre la voz de que está acercándose al palacio real
disfrazado con las ropas de su madre. Por eso, un tal Merván mata a Luz, creyéndola Pe-
layo, y ésta, agonizante, preanuncia que Pelayo será el salvador de España.

Harto refinado para conseguir un buen éxito (se repuso una sola vez) fue
También los muertos se vengan, que en la edición lleva como primer título el de
Segunda Parte de la Corte del Buen Retiro, con el cual Patricio de la Escosura,
en aras de la nueva moda, otorgaba un final feliz a esa Corte del Buen Retiro que,
como exigían los tiempos de su estreno, terminaba con la trágica, injusta muer-
te de Villamediana. En el nuevo drama, que se coloca en el aniversario de esta
muerte, asistimos en cambio al castigo de Olivares, por fin echado de palacio.

I. Malcontentos y poetas. Reunidos en casa de la duquesa de Montalbano, el duque


de Osuna, el conde de Orgaz, Quevedo, Calderón, Moreto, Góngora y Fernando IV
participan en una discusión sobre un terna amoroso, pero son interrumpidos por la lle-
gada de Olivares acompañado por sus guardias.
II. Memorias del corazón. En los aposentos de la reina, violento encuentro de Osu-
na y Orgaz con Olivares, a quien la reina echa fuera.
III. Fatídico aniversario. En el palacio de la duquesa, la reina, tapada, se finge la
duquesa y recibe los requiebros amorosos del rey.
IV. Cuesta abajo. En su despacho, Olivares se desmaya ante la aparición del fantas-
ma de Villamediana. Recibe la visita de la duquesa y la oculta al llegar el rey, que a su
vez se esconde al llegar la reina, hasta que todo se descubre y el rey se aleja irritado. De-
sazón de Olivares.
V. Venganza y expiación. En tanto que se representa la zarzuela de Calderón Fie-
ras afemina amor, tiene lugar un encuentro entre Haro y Olivares y luego entre éste
y el rey, el cual por fin comprende que Olivares le ha ocultado la verdadera trágica si-
tuación del país. Querría ajusticiarle, pero la reina consigue que sólo se le aleje: deses-
peración de Olivares, que habría preferido la muerte.

El drama reconstruye, como y más que el anterior, el ambiente cortesano


del Siglo de Oro, con sus justas poéticas, con su pasión por el teatro, con sus in-
trigas y su cotilleo. Muy acertado el acto final, que se desarrolla todo en un ám-
bito metateatral. Por otro lado, el metateatro aparece también en el acto IV,
donde el rey, después de tanto escondite, comenta:

No hay lance de Calderón


que se iguale a esta aventura! (IV, 9).

Más ligado a la tradición aparece Gil y Zarate. Su Don Alvaro de Luna, a pe-
sar de estrenarse el 28 de enero de 1840 en el Príncipe (siguieron 10 reposiciones
VI. LA DRAMATURGIA TARDORROMÁNTICA 211

en el mes de febrero), podría muy bien colocarse entre los dramas reconstructi-
vos de 1837, conforme al patrón de La corte del Buen Retiro. Ambientado en 1453,
narra la conocida historia de la caída del célebre valido, entrelazándola con he-
chos novelescos de amor y de celos.
En el intento de presentar una reconstrucción fiel de la época, el autor in-
troduce a personajes ilustres como Juan de Mena o Santillana, representa u n
torneo con su contorno de damas de la nobleza («¡Qué es ver en altos balcones
/ colgados de rica grana / tanta beldad que se afana / por robar los corazo-
nes!» [I, 6] ) y hasta emplea un lenguaje vagamente arcaizante, que adquiere
un valor funcional, como lo demuestran los siguientes dodecasílabos puestos
en boca de Santillana:

Oíd, infanzones, guerreros de pro,


los que en noble lucha, con hechos gloriosos
que ensalza la fama, los lauros honrosos
habéis merecido que Marte plantó (II, 10).

Pero el vínculo más estrecho con las obras de la época anterior se nota en un
sentido agobiante del tiempo, que aparece en la forma ya definitivamente
asentada del plazo y acompañado, en el protagonista, por u n sentimiento de
austero desengaño. Todo el acto V se desarrolla sobre el pasar de la hora que
separa a don Alvaro de la muerte, entre el repicar del reloj de la torre que da
las dos en la primera escena y las tres en la última. En las escenas intermedias
los personajes cruzan el tablado corriendo, en lucha afanosa contra el tiempo
inexorable, que resultará al fin vencedor.

se halla muy distante de merecer los exagerados encomios con que los parcia-
les del autor han encarecido su mérito. [...] Preciso es decirlo: ni aun se halla
remotamente caracterizada por el poeta aquella sociedad tan grave y docmá-
tica [sic] por una parte, y tan frivola y caballeresca por otra (Eco del Comercio,
7-II-1840).

A otro valido llevó a la escena al año siguiente en Un monarca y su privado,


estrenado el 26 de abril de 1841 en el teatro del Príncipe, y repuesto en los tres
días siguientes.

El conde-duque de Olivares ayuda al rey a conseguir a Serafina, que, ligada en mu-


tuo amor con el animoso Fernando, le rechaza. Pero se descubre que la joven es el fruto
de un estupro sufrido por la mujer de Olivares y que el autor del estupro fue el propio
conde-duque. Fernando se casa, pues, con Serafina, y Olivares, destituido, vive feliz en
el seno de su familia.

Muy en consonancia con las nuevas orientaciones se revela el personaje de


Fernando, que ostenta seguridad y desenfado, y que, entre otras cosas, se dirige
212 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

al rey, que ha entrado en la casa de su novia, con un discurso recargado de or-


gullo burgués y de espíritu liberal:

mas, señor, en este sitio


a tal punto os relajáis,
que perdiendo la corona
al pasar aquel umbral,
hora soy el soberano,
vos el vasallo no más (III, 8).

Esta composición no pertenece esclusivamente a ninguno de los géneros en


que se suele dividir la poesía dramática, y en ella se ha procurado continuarlos
todos, pasándose alternativamente de escenas propias de la comedia de cos-
tumbres a otras semejantes a las de nuestro teatro antiguo, o bien con el carácter
de las del drama moderno (Gaceta de Madrid, 26-IV-1841).

Sin embargo, los mayores aplausos los obtuvo Gil y Zarate con Guzmán el
Bueno, tal vez más por el asunto, tan arraigado en la cultura española, sobre
todo en el teatro, que por la forma de tratarlo. En efecto, llevado a las tablas del
Príncipe el 26 de febrero de 1842, rozó las 30 reposiciones en cuatro años.
Recorre las líneas tradicionales del suceso, con un tono que oscila entre la
solemnidad de la tragedia y las tonalidades más recogidas del drama, dando
más relieve a los sentimientos individuales (con cierta insistencia en lo patéti-
co: se introducen la madre y la novia del chico, que luchan por salvarle) que a
los aspectos político-patrióticos.
Un final alegre habría chocado demasiado con la tradición, pero Gil consi-
gue igualmente consolar a los espectadores cerrando la obra con las palabras
alentadoras del propio Guzmán:

No ha sido inútil
de mi más pura sangre el sacrificio.
Con ella en esos campos un ejemplo
del honor castellano dejo escrito,

añadiendo consideraciones que se dirigían también al presente de la nación:


sepa España
que otros tantos Guzmanes son sus hijos.

Más en consonancia con la época, los 5 actos en verso, también de Gil y Za-
rate de El Gran Capitán (Príncipe, 14 de noviembre de 1843, 4 reposiciones)
presentan a un protagonista caballeroso y valeroso, que trata con mucho de-
senfado la administración del dinero (a u n alcalde de corte que le pide un in-
forme financiero responde señalando gastos genéricos por cañones, vendas,
etc., añadiendo también el coste del tañer de las campanas para celebrar las
victorias). A su lado, también todos perfectos, intachables, de forma que es
muy presumible su conducta.
VI. LA DRAMATURGIA TARDORROMÁNTICA 213

Nemours ama a Elvira, hija del Gran Capitán, que le concede su mano. Obligados
a batirse el uno contra el otro, se separan de mal grado. Después de varios altibajos,
vencen los españoles y Nemours es llevado al campo español, herido de muerte: expira
en los brazos de su amada Elvira.

No hay el final feliz de costumbre y la conclusión es melodramática, pero


casi obligada, porque el autor tenía, en un momento dado, que liberarse de ese
Nemours, bueno y simpático sí, pero al fin extranjero y enemigo.

si se echa de menos falta de brío y atrevimiento en lasfiguras,en cambio ninguna


escasea de verdad y esmerado dibujo. [...] La elevación moral, la bizarría y espíri-
tu caballeresco de la época han encontrado en el señor Gil un intérprete elocuente
y fiel (GIL, El Laberinto, l-XII-1843).

Uno de los mayores éxitos de Gil y Zarate fue sin duda una obra que no sa-
bemos si definir drama o comedia, aunque posee rasgos más propios de ésta: se
trata de Cecilia la cieguecita (3 actos en verso), que obtuvo 36 representaciones
y fue estrenada el 7 de febrero de 1843 en el Teatro del Príncipe. El público que-
dó impresionado evidentemente por la figura de la joven ciega que, a pesar de
su desgracia, sabe obrar con la debida maña y salir felizmente de los apuros:
una versión particularmente original de la joven despejada tan en boga.

Madrid, 1840. Juan, en trance de casarse con su pupila Clotilde, recibe en casa a la
ciega Cecilia y a su hermano Enrique. Éste consigue que Clotilde lo reciba en su habi-
tación, pero Cecilia lo impide y despierta a todos. Enrique y Clotilde escapan y Juan se
casa con Cecilia.

Un gran éxito consiguió Cerdán, justicia de Aragón (3 actos en verso) de


Miguel Agustín Príncipe, que, representado por primera vez en el Teatro del
Circo el 20 de julio de 1841, fue repuesto 11 veces.

Cerdán, con su inflexible sentido de la justicia, se enfrenta con el rey Pedro el Cruel,
que le depone de su cargo. Pero él recorre al Consejo de los Quince, que lo confirma en
su puesto. Su hija Elvira, a punto de casarse con el infante Juan, prefiere recluirse en
un convento porque su matrimonio supondría la renuncia de Cerdán al cargo de justi-
cia, que no puede pertenecer a quien esté emparentado con la casa real.

Nuevamente salía a escena Pedro el Cruel, pero esta vez en una visión más
liberal y democrática, para ser derrotado propiamente en la administración de
la justicia, que era el papel más tradicionalmente suyo. La obra terminaba con
una sentencia destinada a arrancar los aplausos:

sólo en ella [la ley]


puede ser libre y venturoso un pueblo.
214 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

Seguramente, en esta «idea filosófica», como se ha dicho, que recorría toda


la obra, residía el secreto del éxito.

Habrá en fin, para rematar el cuadro, que mencionar la vuelta al teatro de


los padres del drama histórico, Martínez de la Rosa y el Duque de Rivas.
El primero estrena El español en Venecia o La cabeza encantada el 27 de
enero de 1843, en el Príncipe, consiguiendo luego otras 11 reposiciones en los
dos años inmediatos. La evidente, y seguramente intencionada, imitación de la
comedia antigua (con sus correspondientes galán, gracioso, damas tapadas,
criados y una gran cantidad de equívocos) se anima gracias a u n particular di-
namismo escénico (hay persecuciones en góndola, celos infundados, desafíos,
etc.), u n diálogo vivacísimo y una concepción del amor que, desde la galante-
ría inicial, adquiere, en el final, los acentos de una pasión romántica.

En Venecia, Luis, acompañado por su criado Salpicón, se encuentra varias veces


con su amada Inés, a la que ha abandonado en Ñapóles y ala que no reconoce sino al fi-
nal. En la casa de una tal Matilde, donde Inés se hospeda, Luis habla con una cabeza de
bronce que responde puntualmente a todas las preguntas. Se desmaya e Inés le confie-
sa su amor. Se casará con ella y Salpicón con la criada.

Del Duque de Rivas se representó el 2 de marzo de 1841, en el Príncipe, So-


laces de un prisionero, donde se presenta a Carlos V y a Francisco I corriendo
aventuras nocturnas en Madrid durante el cautiverio del rey francés: obra algo
ingenua que sólo conoció una media docena de reposiciones.

El 25 de noviembre del mismo año, y en el mismo teatro, salió a las tablas


otro drama histórico de Rivas, titulado La morisca de Alajuar, que recuperaba
tonos e ingredientes del drama sentimental, con una doble anagnórisis final y
momentos de tensión ante una condena a muerte suspendida a última hora.

Fernando y María, moriscos, se encuentran enredados en la revuelta organizada


por sus deudos, y después de varias peripecias son condenados a muerte. Se salvan por-
que un conde y un marqués reconocen en ellos a sus respectivos hijos.

El patetismo ya trillado de ciertas situaciones y de cierto lenguaje («Cum-


pliéronse mis días... / pues alcancé a ser tuya, nada espero», comenta María
cuando cree que va a morir [III, 3]) no bastó para mantener en cartel la obra,
que sólo se repuso al día siguiente.

4. LA COMEDIA DE LOS AÑOS CUARENTA

Además de El pelo de la dehesa, Bretón estrenó en el año 1840 otra pieza muy
acertada, que encontró bastante favor, ya que se repuso una decena de veces:
El cuarto de hora (Príncipe, 10 de diciembre).
VI. LA DRAMATURGIA TARDORROMÁNTICA 215
En ella el comediógrafo trasponía a tonalidades cómicas el tema del apre-
mio temporal, al cual ya se aludía en el propio título.

El tímido mayordomo Ortiz y el presuntuoso Marchena aspiran a la mano de Ca-


rolina, que coquetea con los dos. La criada Petra y la tía Liboria a su vez se jactan de ser
objeto de galanteo: Ortiz toma al fin la decisión de declararse con un dibujo alegórico
y luego con palabras. Carolina le acepta, con gran rabia de Marchena y desilusión de
Petra y Liboria.

El título deriva de la afirmación de Marchena de que toda mujer tiene «su


cuarto de hora» en el que está dispuesta a rendirse a quien la corteja. Partien-
do de ahí, la indicación temporal sale a relucir continuamente para indicar no
sólo rendición sino también ilusión («¡Ay, infeliz, / que ya llegado creía / el
cuarto de hora!» [IV, 1]), fracaso («¡Ay! ¡también mi cuarto de hora / llegó, y
con sal y pimienta!» [V, 8]), fatalidad («¿quién se libra, hija mía, / de un cuar-
to de hora fatal?» [V, últ.]), y así sucesivamente hasta convertirse en una espe-
cie de leit-motiv que recorre toda la pieza.
A su lado, otras referencias temporales salpican la comedia; desde cierta
indiferencia de parte de Carolina, que ante la insistencia de la tía para que to-
me una rápida decisión de casarse contesta fríamente:

¿teme usted que se me pase


el tiempo? (11,1),

a la conciencia de la tía Liboria, «que peina ya la mitad de un siglo» y sin em-


bargo se rebela contra la marginación erótica y cuando la sobrina le hace notar
la desproporción entre su edad y la del supuesto galán Marchena («Ajuste us-
ted la cuenta: / de veintiocho a cincuenta...») no duda en contestar: «Catorce»
(III, 6) y tampoco puede soportar «¡Tantos años de viudez!» (IV, 7).
Por no hablar de los juegos entre hoy y ayer, entre la relatividad del senti-
miento del tiempo que los unos consideran lento y otros apresurado, para con-
cluir en fin en ese dibujo alegórico donde Ortiz se ha representado a sí mismo
declarándose a Carolina mientras un reloj marca la nueve y cuarto, que es jus-
tamente la hora en que se lo está enseñando.
Con este malabarismo temporal y la sonrisa que le acompaña, Bretón en-
viaba nuevamente, desde las tablas, un mensaje romántico.

En ese mismo año 1840, el 19 de octubre, en el Cruz, Santos López Pele-


grín (Abenamar) presentó la comedia vagamente histórica eñ 4 actos y en
verso titulada Cásate por interés y me lo dirás después, que se repuso unas
seis veces.

Isabel, abandonada por Diego, del cual ha tenido un hijo y que ahora se desposa con
Luisa, puede por fin casarse con él gracias a la muerte providencial de su esposa.
216 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

La intriga se complica con una serie de amores entrelazados conforme a la


tradición cómica, pero el autor sabe en ciertos momentos reavivarlos con feli-
ces toques psicológicos. Un tal Juan, que ama a Luisa, la induce a casarse con
Diego, porque, como afirma la mujer,

hay amantes caprichosos,


que tan sólo son dichosos
a la sombra del marido (1,3).

El 2 de mayo de 1842 Bretón estrenó en el Príncipe otra comedia en la que


volvía a explotar el tema tan repetido de la burla del romanticismo: se trataba
de El editor responsable (3 actos en verso), que se representó 7 veces seguidas,
subrayando u n éxito inmediato muy positivo, aunque no duradero.

La romántica Josefina, galanteada por el editor reponsable del Terremoto, Gaspar,


prefiere al periodista Dupré, que la encanta utilizando recursos románticos. Cuando se
desengaña, quiere volver a Gaspar, pero éste escoge a su ayudante Ana.

Menudean las sátiras del romanticismo, por supuesto francés, que ya sue-
nan algo flojas, pero que no dejarían de despertar la risa de los oyentes, como
en el siguiente episodio en el que Gaspar promete «un suicidio de grande es-
pectáculo» que describe así:

Te mato primero,
mato luego a tu galán,
y después me mato yo.
¡Espantosa trinidad!

La romántica Josefina no puede menos de exclamar:

Basta, ¡oh! basta. Eso es tener


corazón; eso es amar.
¡Oh numen de Víctor Hugo
y de Alejandro Dumas! (1,10).

Por fin, le invita a comer:

y la víctima
sea por hoy... un faisán.

El fecundo Gil y Zarate no descuidó la nota cómica y el 28 de septiembre de


1842 llevó a las tablas del Príncipe Un amigo en candelero, comedia en 5 actos
y en verso, de éxito inmediato, como parecen demostrar las 7 representaciones
seguidas. Se trata de una comedia histórica, ambientada en Madrid, «a fines
del año de 1719».
VI. LA DRAMATURGIA TARDORROMÁNTICA 217

El amigo en cuestión es Gonzalo, alto funcionario del cardenal Alberoni y amante


de una condesa. Protege a sus amigos menos importantes (Aquilino y los hermanos
Gabriel y Clara, de la cual estuvo un tiempo enamorado) salvándolos de las persecucio-
nes de Alberoni, contra el cual él mismo conjura. La caída de Alberoni, provocada por
Gonzalo, le alcanza, pero los amigos se declaran dispuestos a ayudarle. Entre tanto, la
condesa se gana la admiración general al aceptar las bodas entre Clara y Gonzalo, por
la felicidad de éste.

Es un mundillo de seres perfectos que se defienden mutuamente de la vio-


lencia de los políticos. La trama procede a través de una infinidad de peripe-
cias, a cual más ingenua e inverosímil.

Pasó el romanticismo como pasa todo; vino la escuela mixta, bastarda amalga-
ma de dos extremos, y pensamiento de un imposible; y con Un amigo en candelero
nos ha dado el Sr. Gil la más admirable muestra de lo fácil que le es a su genio el
plegarse a las exigencias literarias de los tiempos y de los públicos [...] No puede
darse comedia más pobre de efectos (Gaceta de Madrid, 6-X-1842).

A principios de los años cuarenta asistimos también al resurgimiento de la


comedia de magia, por obra de dos autores muy conocidos en el mundo teatral
del tiempo: Hartzenbusch y Bretón.
La nueva temporada del género empezó más exactamente a fines de 1839,
cuando, el 25 de octubre, se estrenó en el Príncipe La redoma encantada,
compuesta por Hartzenbusch, que consiguió u n éxito inmediato muy bri-
llante, visto que se repuso casi sin interrupción a lo largo de todo el mes de
noviembre.

De una redoma en la que estaba encerrado sale el marqués de Villena, que acompa-
ña a Garabito, convertido en Archimaga, en una serie de cómicas aventuras. Partici-
pan también en un concilio de magos, en el cual se decreta que la magia ha terminado
en España y los magos deciden dedicarse a otros oficios más rentables, como casamen-
teros, escribanos, asentistas.

La única magia auténtica es, como en la célebre Pata, la del amor, que «es el
bien mayor / que en esta oscura morada / le dio al hombre el Hacedor» (II, 5).

Larga tarea fuera la mía si intentase referir lo más notable que en la parte li-
teraria contiene la pieza: otro tanto sucede con la artística, en la que el Sr. Lucini
se ha mostrado tan rico en conocimientos, tan inteligente, tan verdadero, que in-
justo fuera no concederle los elogios (Gaceta de Madrid, 10-XI-1839).

Alentado por el éxito, Hartzenbusch compuso en seguida Los polvos de la


madre Celestina, que le granjeó todavía más aplausos, siendo repuesta más de
50 veces después del estreno (Príncipe, 11 de enero de 1841).
218 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

Celestina, que no ha muerto todavía, le proporciona al poeta García Verdolaga unos


polvos mágicos con los cuales puede hechizar a su rival don Junípero y conseguir la
mano de su amada Teresa. Le ayuda también la Locura, que crea las situaciones más có-
micas a expensas de Junípero. El cual, por fin, se casará con Celestina que, al primer be-
so de su esposo, rejuvenece, pero pierde sus facultades mágicas, y no le queda más que
la de «hechizar a su marido».

La obra contenía, para mayor diversión de los oyentes, una relevante can-
tidad de referencias y parodias literarias, entre las cuales descuellan las de La
vida es sueño y Lucrecia Borgia.

La última labor de Hartzenbusch en este campo, Las Batuecas, contiene un


explícito fondo moralístico que no debió de gustar mucho a u n público que
más bien prefería divertirse sin demasiados compromisos. De hecho, la pie-
za, que se estrenó en el Príncipe el 25 de octubre de 1843, conoció solamente
unas 6 reposiciones.

Los magos Virtelio, Sofronio y Fortunio (símbolos transparentes de virtud, sabidu-


ría y fortuna) ayudan los dos primeros a una pareja de enamorados y el tercero a un bu-
rro que se ha convertido en un ser humano. La suerte favorece al ex burro, en tanto que
los que han elegido virtud y sabiduría conocen sólo amargura y desengaños. Pero todo
termina felizmente con las bodas de los enamorados, en tanto que el burro vuelve a su
estado primitivo.

el público ha visto con desagrado, a nuestro parecer justo, la comedia de magia


titulada Las Batuecas. [...] Las pocas gracias que contiene el diálogo son descolo-
ridas en demasía, y de ningún modo compensan lo desordenado de la fábula, la
inverosimilitud de los caracteres y situaciones, y la flojedad y desaliño [...] En
cambio las decoraciones y adornos escénicos son de un gusto y esplendidez ver-
daderamente notables, y hacen gran honor al talento artístico del Sr. Lucini
(GIL, El Laberinto, l-XI-1843).

Bretón intentó el registro mágico una sola vez, estrenando en el Príncipe, el


3 de noviembre de 1841, con buen éxito inmediato (poco menos de 20 funcio-
nes casi seguidas) La pluma prodigiosa.

El joven Gonzalo, desesperado por no poderse casar con Elvira, recibe de una gita-
na una pluma-talismán que le permite realizar los deseos que escriba en el aire. Como
Gonzalo escribe tres deseos locos (ser poeta, ser inmortal y volverse mujer), se le nie-
gan. Después de varias aventuras, se casa con Elvira.

Es curioso que la obsesión por un fondo histórico sugiere a Hartzenbusch la


ubicación de La redoma en 1710, de Los polvos en el siglo xvn y de Las Batuecas en
1488, en tanto que Bretón sitúa a sus personajes en el siglo xvi: quizás la lejanía
en el tiempo favoreciera el clima de escapismo propio de este género.
VIL HACIA EL REALISMO

Una tradición crítica bastante fundada indica como inicio del teatro realis-
ta, en su aspecto más destacado de la alta comedia, el estreno de El hombre de
mundo de Ventura de la Vega. Efectivamente, se trata de una obra cuya función
y cuya intención de ruptura saltan a la vista y por tanto se le puede muy bien
atribuir ese valor paradigmático.
Naturalmente, como siempre ocurre en estos casos de clasificación por mo-
vimientos literarios, se pueden encontrar fácilmente antecedentes, así como es
también posible, sobre la base de afirmaciones de los mismos autores del tea-
tro realista, argüir que se trate de una evolución interna al propio romanticis-
mo: Adelardo López de Ayala se consideraba un romántico.
Por otro lado, aquí no interesa tanto una definición del teatro realista, o
más específicamente de la alta comedia, como poner de relieve el asomar de
ciertos aspectos que serán corrientes en las obras de Ayala, justamente, Tama-
yo y Echegaray, es decir, de los que mejor interpretaron la dramaturgia espa-
ñola de la segunda mitad del xix.
Dejando a un lado las anticipaciones que se pueden entrever en los mismos
comediógrafos y dramaturgos románticos, empezando por el propio Bretón,
podemos afirmar que el primer paso evidente en esta dirección lo dio Tomás
Rodríguez Rubí, otro profesional de la escena del cual se ha analizado esa exi-
tosa La rueda de la fortuna que, por los motivos sociales que desarrolla, ya po-
dría figurar en una lista de antecedentes.
Rubí se dio a conocer con Toros y cañas, una comedia muy enredada en 3
actos y en verso, que se estrenó en el Príncipe el 5 de noviembre de 1840.

Un barón, un conde, un vizconde y un capitán aspiran alternativamente a la mano


de las dos hermanas Clara y Carolina. En tanto que la primera ama al conde, con quien
se casará, la segunda está disponible para el conde, el capitán don Marcial y el vizconde,

219
220 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

hasta que se casa con el último. Paralela es la trama del barón que toma clases de toreo
del torero Currillo y que al final renunciará tanto a las bodas como a los toros.

Comedia sin mayor trascendencia pero muy divertida, con sus juegos de
amores complicados pero festivos, con su torero andaluz que se porta según el
estereotipo del andalucismo, y sobre todo con esa figura inusual de la chica
que juguetea tranquila y alegremente con el amor, debió de gustar bastante si
se repuso 10 veces.
Después de un muy exitoso acto único (más de 40 representaciones) prota-
gonizado por una muchacha endiablada, que de cierta forma es precusora de
Juana, la de las «travesuras» (El diablo cojuelo: Teatro del Príncipe, 10 de abril
de 1842), compuso Rubí un drama histórico, Dos validos y castillos en el aire,
que según W. F. Smith señala el inicio de su participación en la alta comedia 1 .
Fue otro éxito rotundo, ya que se repuso unas 35 veces.
Trata de la lucha entre Peñaranda, jefe del partido español, y el padre Nit-
hard, filoaustríaco y odiado por el pueblo. No hay duda de que el triunfo le va
a sonreír al primero, el cual desde el primer momento se atrae la simpatía del
público con su calma y honesta sabiduría, contrapuesta a la falsedad e in-
ferioridad, moral e intelectual, de su enemigo. El clima relativamente nuevo
consiste sobre todo en el interés por el aspecto humano de los personajes his-
tóricos, que actúan de una manera más corriente; por eso la lucha entre los
dos validos se desata más a golpes de ingenio que de encuentros físicos, como
se conviene a un mundo intelectualizado cual será el de la alta comedia.

Peñaranda, apoyado por el pueblo y odiado por los nobles, se alia con Juan de Austria
contra el padre Everardo Nithard, que azuza a la reina contra él y desprecia al pueblo.
Peñaranda consigue al fin atraer a la reina a su partido y, en un coloquio final, derrota a
su adversario, que no ha sabido construir más que «castillos en el aire».

Huelga subrayar el patriotismo, hasta se diría el chovinismo, de la pieza,


el cual aparece reforzado por cierto clima anticlerical que encuentra su mo-
mento más teatral cuando Nithard, después de rechazar a la plebe que había
invadido el palacio gracias a la estratagema de presentarse llevando una
cruz, comenta irónico:

Sabed que tengo, villanos,


a vuestro Dios en las manos,
a vuestra reina a los pies (II).

[El padre Nithard] hace seis años hubiera conseguido alborotar, máxime si
concluía el reverendo sus días en las tablas por alguna puñalada a lo Froilán

1
W. F. SMITH, «Contributions of Rodríguez Rubí in the development of the alta comedia»,
Hispanic Review, X (1942), p. 55.
VIL HACIA EL REALISMO 221

Díaz: pero ya pasaron aquellos tiempos, y con ellos semejantes dramas (Gaceta
de Madrid, 7-XI-1842).

Los motivos del teatro realista aparecen ya muy evidentes en la comedia en


3 actos en verso Detrás de la cruz, el diablo, estrenada en el Cruz el 17 de no-
viembre de 1842, y repuesta 10 veces hasta 1847.

Pablo, descuidado e indiferente con su esposa María, hospeda al libertino ladeo,


que atenta contra la virtud de la mujer. Finalmente Pablo reacciona, desafía a ladeo,
que huye, y echa de casa también a la intrigante tía Petra y a otro huésped igualmente
enamorado de María.

La trama parece anunciar El hombre de mundo, así como el interés por la vida
conyugal y la relación de la pareja con la sociedad son aspectos propios de la
alta comedia. El título proviene de una frase que María pronuncia cuando el
marido le dice que confía en su virtud; ella le avisa entonces de que

suele estar
detrás de la cruz el diablo (1,17).

La comedia de Rubí deja un vacío que el expectador no puede explicarse y


consiste, por ejemplo, en que un libertino que trata de seducir a la mujer de su
amigo se cure de repente con una bofetada [...] No obstante, tiene rasgos muy
buenos que fueron oídos con agrado (Gaceta de Madrid, 26-XI-1842).

Dos años después (el 9 de junio de 1844, en el Teatro del Circo) presentaba
una refundición, o mejor dicho un plagio, del gorostizano Don Dieguito, en una
comedia en 4 actos y en verso titulada Al César lo que es del César.

Para abrir los ojos a su hijo Enrique, caído en las redes de Rosa y de su tía Gertru-
dis, don Pedro pide la mano de la novia de su hijo, y ésta y su tía, enteradas del buen
caudal del pretendiente fingido, aceptan con entusiasmo. Desengañado, Enrique se
aleja con el padre, dejando desilusionadas a las estafadoras.

Dentro del esquema moratiniano-gorostizano, asoman motivos antiguos


pero en consonancia con la nueva época; sobre todo, el del atractivo ejercido
por el dinero: «esa gente», amonesta don Pedro,

esa gente no tiene


más ídolo que el dinero (II, 8).

Pocos meses antes, el 16 de marzo, Rubí había estrenado en el Príncipe otro


drama (4 actos en verso), que tuvo nada menos que 26 reposiciones en cinco
años. Se titulaba Bandera negra y repetía los esquemas, tradicionales ya, del
222 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

drama histórico de la época, con su protagonista hábil y testarudo que no se


arredra ante las dificultades y sale al fin vencedor.

En 1661, en casa del ministro de Felipe IV Luis de Haro, la hija de éste, Esperan-
za, recibe la visita de un tal Félix, sobrino del cardenal de Toledo, que le declara su
amor pero que, rechazado por la chica, promete guerra, afirmando que entre los dos se
ha alzado una bandera negra. Félix denuncia una conjuración contra el cardenal, por
la cual es encarcelado don Luis. Se enfurece Esperanza contra Félix, pero cuando éste
consigue para su padre la gracia del rey, se aplaca y acepta su mano: ya no hay bande-
ra negra entre los dos.

Bandera negra es un espectáculo del que salen satisfechos por igual el corazón, la
imaginación y el entendimiento de los espectadores (GIL, El Laberinto, l-PV-1844).

Si Bandera negra encajaba naturalmente dentro del teatro tardorromántico,


el «drama trágico» en 4 actos y en verso titulado Borrascas del corazón, y es-
trenado tres años más tarde (Príncipe, 27 de septiembre de 1847), está mucho
más orientado hacia la sensibilidad teatral de las épocas siguientes: en muchos
pormenores, hasta se diría en el título, aparece en efecto bastante cercano a
ciertos dramas de Echegaray.

El amor de Leonor y Juan es turbado por la decisión del rey de casar a la chica con
Luis Fajardo, ligado en mutuo pero silencioso amor con Blanca, la madre de Leonor,
que por eso se atormenta y deprime. El caballeroso Luis consigue del rey la autorización
al matrimonio de Juan y Leonor. Sospechoso, el padre de ésta reta a Luis, pero cuando
se les presenta la escena espeluznante de Blanca muerta abrazada a una cruz, renuncia
a su hostilidad.

El amor imposible de los románticos es ahora u n amor adúltero que los


enamorados rechazan virtuosamente y que, en su lucha con el deber, lleva
hasta la locura y la muerte. Porque, eso sí, la pasión puede ser refrenada, pero
no se apaga nunca, como subraya Luis:

el imposible que adoro


va siempre, siempre conmigo.
Y ahora os pregunto yo:
¿sabéis vos cuánto es horrible
adorar un imposible
como nadie lo adoró? (II, 4).

El final es muy efectista: Leonor levanta u n tapiz detrás del cual sorpren-
dentemente se descubre ante los ojos de los espectadores el cadáver de Blanca
abrazada a la cruz: un final que realmente no desentonaría en u n drama de
Echegaray.
VIL HACIA EL REALISMO 223

Aprovecha la ocasión don Luis para sentenciar:

suframos, pues, y acatemos


del cielo la eterna ley.

Aquí el autor siente el deber de añadir un pegote patriótico y Luis agrega:

suframos... y por el rey


y por la patria lidiemos.

Para terminar en fin con una reminiscencia del Tenorio: Blanca, dice,

allá en la celeste altura,


será el ángel de ventura
que alcance mi salvación (IV, 8).

La obra, cuyo contenido podría pertenecer a cualquier época, está curiosa-


mente situada en 1614, aunque nada parece autorizar una ambientación histó-
rica tan exacta.

Rubí compuso una infinidad de obras de todas clases, en armonía con su in-
genio multiforme. Entre tanta producción vale la pena destacar una simpática
comedia de magia «sin magia», que estrenó el 3 de abril de 1843 en el Teatro de
la Cruz y que no debió de conseguir un gran éxito, visto que sólo se repuso 4
veces en el mismo mes: La bruja de Lanjarón o Una boda en el infierno, 3 actos
en verso.

A la duquesa viuda de Lanjarón le ha sido impuesto por testamento casarse con Lo-
pe de Silva, que ha amado y deshonrado a Rosalía, la cual ahora se hospeda, con su ex
amante, en el propio castillo de Lanjarón. La duquesa se hace pasar por bruja y encierra
a todos en una caverna, haciéndoles creer que se encuentran en el infierno, hasta que
Lope decide casarse con Rosalía, a la que juzga un alma en pena como ñ.

Comedia de puro pasatiempo, pero no exenta de la manifestación de senti-


mientos auténticos y profundos, emplea una escenografía de gusto romántico
al servicio de la magia fingida: u n salón gótico, una caverna, apariciones de
demonios y fantasmas. Se pretende atribuirle una colocación histórica situan-
do la obra en el año 1598.

Si la adhesión de Rubí al teatro realista es, al menos en la década de que


nos estamos ocupando, parcial y ocasional, en cambio, como decíamos, se juz-
ga que El hombre de mundo de Ventura de la Vega es el verdadero prototipo
del género. La obra (4 actos en verso), después de u n estreno en el teatrito pri-
vado de la condesa de Montijo, donde tuvo como intérpretes a aristócratas y
224 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

literatos (entre los últimos Escosura y el propio Vega), 2 pasó poco después a
las tablas del Teatro del Príncipe (el 2 de octubre de 1845), donde se quedó
hasta el día 12, para ser luego repuesta otras 35 veces.

Don Luis acoge en su casa a un antiguo compañero de libertinaje, don Juan, que en
seguida se pone a galantear a su mujer, Clara, hasta que la inflexibilidad de ésta le obli-
ga a marcharse. Paralelamente, florece el amor puro e ingenuo de Emilia y Antoñito,
que deciden casarse en el momento en que Luis y Clara disfrutan nuevamente de la
tranquilidad de su hogar.

La obra de Vega se situaba ideológicamente en el clima de la Restauración


que empezaba justamente entonces con la nueva Constitución, más monár-
quica y conservadora respecto al Estatuto de 1837.
Era, al mismo tiempo, la recuperación de la comedia neoclásica,3 con el ri-
guroso respeto de las reglas y la versificación tradicional, y la reivindicación
definitiva y abierta de esos valores tradicionales que el romanticismo había
hollado o al menos puesto en tela de juicio. Era, sobre todo, la exaltación de la
institución familiar y, por consiguiente, la condena del libertinaje, que se ma-
nifestaban atacando indirectamente a ese Tenorio que no podía sino escandali-
zar a los buenos burgueses, a pesar del arrepentimiento final y de la salvación
(aunque también ésta podía parecer escandalosa) del libertino. 4
Contraponiéndose, pues, a la obra maestra de Zorrilla, Vega llevaba a la es-
cena a dos personaje que ya en el mismo nombre remedaban a los dos prota-
gonistas del Tenorio y que, cuando se encuentran en la casa de Luis, no pueden
evitar recordar, en un renovado Catálogo, sus mezquinas aventuras, que estri-
ban esencialmente en el adulterio, con la consecuente irrisión de los maridos
burlados: dos versos se hicieron tan famosos que todo el mundo los iba repi-
tiendo:

Todo Madrid lo sabía:


todo Madrid... menos él (1,8).

Pero si Juan sigue apegado a las viejas costumbres libertinas, Luis en cam-
bio se ha casado y exalta el matrimonio frente al escepticismo del amigo. Lo
2
Véase F. C. SAINZ DE ROBLES, El teatro español, historia y antología, VII, Madrid, Aguilar, 1943,
p. 265. Añade el crítico que Vega era «actor formidable que hubiera podido triunfar en los mejores te-
atros públicos de Madrid».
3
Para ALBORG, op. cit., p. 651, «El hombre de mundo continúa de la más exacta manera la tradi-
ción de la comedia mora timaría».
4
Sobre la relación con el Tenorio, véase J. DOWLING, «El Anti-Don Juan de Ventura de la Vega»,
Actas del VI Congreso de la AIH, Toronto, 1980, pp. 215-218. Véase también E. CALDERA, «L'antiro-
manticismo di Ventura de la Vega», Saggi in onore di G. Allegra, Perugia, Universitá, 1995, pp. 41-50,
y M. P. YÁÑEZ, «Lo que va de ayer (1844) a hoy (1845): el donjuanismo en El hombre de mundo de Ven-
tura de la Vega», Actas del coloquio «Del romanticismo al realismo», Barcelona, Publicacions Universi-
tat de Barcelona, 1998, pp. 155-166.
VII. HACIA EL REALISMO 225

que es más interesante, en este aspecto, es el rechazo del amor romántico y su


sustitución por un sentimiento tranquilo y razonado, como fundamento indis-
pensable para una buena vida matrimonial. Cuando se casó, confiesa Luis, «ni
el dinero me movía, / ni amor ofuscaba el alma»; el sentimiento que le domi-
naba, dice,

Ni es tampoco aquel delirio,


aquella fiebre de amante,
abrasadora, incesante,
que más que gozo es martirio.

En suma, no es el amor predicado por los románticos (y que, como hemos


visto, será justamente el «martirio» de algunos personajes de Borrascas del cora-
zón: Rubí había aprendido la lección); en cambio,

Es fuego que da calor


al alma, sin abrasar,
es conjunto singular
de la amistad y el amor.

Es una suerte de sentimiento social, al cual no puede faltar cierto vínculo


con el patriotismo:

ya por el público bien


te afanas, en ti rebosa,
con el amor de tu esposa
el de tu patria también (I, 7).

Acabado el clima platonizante y desengañado del romanticismo, empieza


otra época, de marca vagamente ilustrada, en la que se pretende reconducirlo
todo al dominio de la razón. Y contra la desilusión que caracterizaba a los pri-
meros héroes románticos, lo que ahora impera es en cambio el optimismo, que
divisa en las soluciones racionales la superación de todos los problemas.
Es u n optimismo destinado a durar poco tiempo en la escena española, ya
que los dramaturgos que seguirán en la senda abierta por Vega —desde Ta-
mayo a López de Ayala a Echegaray— se dejarán llevar más bien por una vi-
sión desengañada de las relaciones en el interior de la familia, que franqueará
el camino hacia nuevos dramas y nuevas formas de angustia existencial.
Sin embargo, en el momento del triunfo de El hombre de mundo el público
descubrió una reconfortante visión de la vida que correspondía a sus ideales.
Se inauguraba también una diversa interpretación del teatro, que dejaba a u n
lado las sorpresas, los golpes efectistas, el dinamismo de la acción para susti-
tuirlos por la discusión pacata y el contraste ideológico. Se producía, en una
palabra, una vuelta a u n teatro orientado más hacia el oír que hacia el ver: en
otros términos, u n teatro de élite.
226 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

En la segunda mitad de la década se asoman a la escena española nuevos


dramaturgos destinados a recibir laureles en las épocas siguientes, que empe-
ro ya consiguen despertar la atención y hasta el entusiasmo desde sus prime-
ras pruebas.
A mediados del 44, el 17 de junio, en el Príncipe, se da a conocer una joven
escritora, Gertrudis Gómez de Avellaneda, que estrena con mucho éxito ese
Alfonso Munio, que reelaborará luego y publicará nuevamente con el título de
Munio Alfonso. La autora, siguiendo un camino recorrido también, aunque ra-
ramente, por algunos escritores románticos, se presentaba animosamente con
una tragedia, que, de la tragedia, mantenía el final luctuoso, los tonos retóricos
y solemnes, la versificación en endecasílabos asonantados, el gusto por las des-
cripciones ricamente matizadas, y que sin embargo se revelaba hija de su tiem-
po en el análisis atento de los sentimientos y en la presentación de situaciones
dramáticas en el interior de una familia.

Blanca, infanta de Navarra, está apunto de casarse con el infante de Castilla, Sancho,
que en cambio está enamorado de Fronilde, hija de Alfonso Munio, gobernador de Toledo.
Al volver éste triunfante de la guerra, la emperatriz Berenguela quiere premiarle propo-
niéndole las bodas de su hija con Pedro Gutiérrez. Fronilde no se atreve a oponerse al pa-
dre, pero consigue que Blanca, la cual es indiferente a las bodas con Sancho, interceda en
su favor. En una noche de tormenta Sancho entra en casa de Fronilde pasando por un bal-
cón. Los dos jóvenes son sorprendidos por Alfonso, que, sintiéndose deshonrado, mata a
su hija. A petición del propio Alfonso, se convoca un concilio que debe juzgarle por el ase-
sinato de Fronilde: él promete que se desquitará batiéndose por su patria.

La obra tenía cierta flojedad al final, donde la reacción de Alfonso aparece


desproporcionada sobre todo en relación con el carácter del personaje, que en
las escenas anteriores resulta cariñoso y comprensivo con su hija. Además,
tan inverosímil es la convocatoria de todo un concilio para juzgar un delito
común como simplista la solución con la promesa de Alfonso de rescatarse en
batalla.
Más positiva es la preocupación paternal del protagonista, que, notando
cierto titubeo en Fronilde cuando le manifiesta la intención de casarla, se pro-
pone no obligarla, ya que, afirma, tanto la fama como la misma patria cuentan
para él menos

que en boca de Fronilde el grato nombre


de padre. ¡Padre, sí, padre me llama
el ángel tierno que la tierra admira! (II, 3).

Lo que sostiene a la obra también hacia el final es una hábil explotación de


los juegos de luces, que encuentra su momento más acertado en la escena del
delito que se desarrolla durante una noche de tempestad, cuando Alfonso,
después de matar a su hija, exclama:
VII. HACIA EL REALISMO 227

¡Horrible tempestad! ¡Mándame un rayo! (III, 4).

En cambio, raya en lo ridículo el final patriótico en el que Alfonso Munio


«se adelanta al proscenio con exaltación» proclamando profético:

¡Gloria tendrás, Castilla! tus leones


sombra darán, si tienden sus melenas,
a lejanas comarcas (IV, 5).

Sin embargo, lo peor de todo es la conclusión ingenuamente melodramáti-


ca en la que a la pregunta de Sancho: «¿qué me resta / a mí en el mundo?
¿qué?», contesta su madre, Berenguela, «saliendo apresurada»:

¡Tu madre, ingrato!

Conmovido, Sancho, «echándose en sus brazos», exclama:

¡Madre de mi corazón!

Concluye la escena y la tragedia el Arzobispo, añadiendo:

¡Y una diadema!

repetidos y numerosos aplausos que durante la representación sonaron en to-


das las localidades del coliseo (Revista de Teatros, 15-VI-1844).

desde la primera escena hasta la última va tomando nueva vida, y aumenta el


interés de situación en situación, de verso en verso. [...] Multitud de coronas y
ramilletes deflorescayeron a los pies de nuestra ilustre colaboradora (FLORES, El
Laberinto, 16-VI-1844).

tiene la gloria de que su triunfo sea el primero que en España ha logrado el se-
xo a que pertenece. [...] Nada revela por otra parte que sea aquélla la obra de
una mujer: elevación, energía, estro poético, filosofía profunda (Gaceta de Ma-
drid, 22-VI-1844).

Las ingenuidades de Alfonso Munio desaparecen en Saúl, obra más madura


que la Avellaneda estrenó el 19 de octubre de 1849 en el Teatro Español, re-
cientemente inaugurado. El tema de Saúl había sido desarrollado ya por Alfieri,
pero la Avellaneda lo afrontó metiéndose por u n camino totalmente personal.

I. Saúl, orgulloso de su victoria sobre los filisteos, ofrece al templo los despojos que
ha conquistado contra la explícita prohibición de Samuel, enemistándose así con los sa-
cerdotes guiados por Achimelech. Samuel le maldice y le profetiza una pronta caída.
Entre tanto, su hija Micol se enamora de David y de sus dulces cantos.
228 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

II. En el campamento judío reina el terror por los desafíos que lanza Goliat y que
nadie se atreve a aceptar. Saúl promete su hija y su sucesión al que le venza. Se ofrece
David y sale vencedor. Saúl empieza a sentir celos de ñ.
III. Un campesino trasmite a Saúl una profecía de Samuel que nuevamente des-
pierta sus celos y sus sospechas contra David, que acaba de casarse con Micol. Saúl
manda a Abner que le asesine, pero el sicario cuenta que David se ha escapado con la
ayuda de los sacerdotes. Entre tanto, los filisteos avanzan.
IV. David entra ocultamente en el campamento, donde se encuentra con Micol y
con el otro hijo de Saúl, fonathas; en señal de amistad, truecan los cascos. Saúl inte-
rroga a la Pitonisa, que le predice desventuras. De una roca sale el fantasma de Sa-
muel y Saúl se desmaya. Al ver luego avanzar a Jonathas con el casco de David, le
mata. Cuando llega David victorioso, comprende su error y se clava la espada. Mo-
ribundo, tira la corona, que Achimelech recoge para ponerla en la cabeza de David.

Esta vez la autora ha logrado componer una tragedia poderosa, rica de su-
cesos a menudo inesperados y aptos por tanto para mantener siempre despier-
to el interés del auditorio.
Como en la tragedia anterior, pero con más intensidad y eficacia, se utili-
zan los juegos escénicos de luz y tinieblas: la tragedia empieza al alba de un
día de tormenta que lo oscurece todo, mientras rayos y truenos acompañan
premonitoriamente los gestos sacrilegos de Saúl, que viola la intimidad del
templo y se improvisa ministro del sacrificio que los sacerdotes se han nega-
do a llevar a cabo.
Lo más acertado es el fuerte sentido religioso que domina la pieza y que
comparten todos, gracias al cual se va creando una atmósfera cargada de in-
certidumbre entre lo real y lo sobrenatural, la visión y el delirio, como en algu-
nos dramas de Zorrilla. Pululan las profecías y se advierte siempre próxima la
amenaza de un plazo, de manera que la trama se desarrolla bajo la aprensión
constante por algo espantoso que debe o puede ocurrir de repente. Como en
los primeros dramas románticos, es verdad, pero con u n fondo hierático en-
tonces desconocido.
Hay además figuras macilentas como las de Samuel y Achimelech, y apare-
ce el fantasma de Samuel (quizás por influjo de El zapatero y el rey), que contri-
buyen a producir un clima sugerentemente opresivo que dura a lo largo de
casi todos los episodios y concluye solamente con el trágico suicidio del prota-
gonista.

Otro nuevo y joven autor, Eulogio Florentino Sanz, lleva adelante ese pro-
ceso de humanización de los personajes ilustres de la historia que ya había
empezado, aunque de forma algo superficial, Rodríguez Rubí. El día 1 de fe-
brero de 1848 estrenó en el Príncipe el drama que todavía es considerado su
obra maestra: Don Francisco de Quevedo, que encontró en seguida el favor
del público y se quedó en cartel hasta el día 14, para ser luego repuesto otras
10 veces.
VIL HACIA EL REALISMO 229

En Madrid, 1643. Quevedo mata al sicario al que Olivares había encargado el ase-
sinato de la infanta Margarita, y, por un equívoco, se pone la capa del muerto. En ella
encuentra la esquela con que el Conde-Duque ordenaba el delito y la devuelve a cambio
de otra que Olivares posee en la que Villamediana, antes de morir, disculpaba a la rei-
na. Pero Quevedo posee también documentos que prueban varias culpas de Olivares;
no pudiendo entregarlos de otra forma al rey, se los pega en la espalda. El rey despide a
Olivares, y Quevedo, enamorado de la infanta Margarita, se separa de ella con una
gran congoja.

Empezaba con este drama el proceso de mitificación de la figura de Que-


vedo que llevará a El caballero de las espuelas de oro de Casona y a las novelas de
Pérez Reverte. El Quevedo de Sanz es ante todo el típico héroe de los dramas
de los años cuarenta: activo, mañoso, independiente, se opone a los podero-
sos malvados, los derrota y hasta los humilla. En el acto II no sólo anula el in-
tento de Olivares de humillar a la reina obligándola a tomar su mano, sino
que le ofrece su brazo y al mismo tiempo exige al valido que forme parte del
acompañamiento llevando un candelabro. En el III, cuando Olivares intenta
prenderle, se lo impide haciéndole chantaje con la esquela encontrada en la
capa del sicario, de manera que, en lugar de llevarle a la cárcel, el valido se ve
obligado a acompañarle con todos los honores y a brindarle una «guardia de
honor» a su enemiga la infanta Margarita. En el IV en fin, gracias a la estrata-
gema de las pruebas colgadas en la espalda del rey, logra burlar la vigilancia
de Olivares y consigue su derrota definitiva.
Pero, al lado del triunfo cortesano, Quevedo experimenta el fracaso senti-
mental, teniendo que alejarse de la infanta. Es aquí donde emerge en toda su
evidencia esa humanización de los grandes tan característica del teatro realis-
ta, que por otro lado se notaba en el curso de todo el drama, en el que Queve-
do, al que los demás juzgan un burlón, se revela como un ser sumido en el
desengaño más profundo que frunce sus labios con una risa amarga y ostenta
u n corazón hinchado de dolor y ternura.

Al año siguiente, el 7 de diciembre, en el mismo teatro, que empero ya se


había mudado el nombre en «Español», se presentó una novedad de Bretón
titulada ¿Quién es ella? que en cierta manera podría interpretarse como la
continuación del drama de Sanz y que por tanto merece ser reseñada en este
apartado.

En Madrid, 164:5. La Condesa, enamorada de su secretario Gonzalo (protegido


por Quevedo, que ha recuperado su antigua autoridad), se venga de la frialdad de éste
llevando a la corte a su novia Isabel, para que el rey se encapriche de ella. Desespera-
do, Gonzalo mata a un pariente de la Condesa que la defendía. Condenado a muerte y
luego al destierro, por último se le libera gracias a la intercesión de Quevedo y de la
propia Condesa, al fin arrepentida. Se casará con Isabel, en tanto que el rey logra do-
minarse.
230 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

El título se debe a ciertos epigramas que Quevedo escribía contra las muje-
res donde repetía el estribillo «¿Quién es ella?» y que, después del arrepenti-
miento de la Condesa, compone en favor de ellas.
Tal vez el mejor acierto de la comedia fue justamente el himno final en fa-
vor de las mujeres puesto en la boca del poeta, notoriamente misógino, quien
no duda en exaltar a la mujer como «el animal más lindo / que Dios crió en es-
te mundo» y en atribuir al hombre la causa de los defectos femeninos:

Siervas en todo lugar


porque lo has dispuesto así,
¿no ves, hombre baladí,
que ellas no pueden pecar
sino contigo y por ti? (V, 5).

Pieza de enredo, con cierto gusto por la reconstrucción ambiental, por otro
lado no muy extensa, puede interesar como otro aporte a la teatralización de la
figura de Quevedo.
Hay que añadir que ya en 1845 el mismo Bretón había manifestado su con-
versión a la alta comedia, estrenando en el Cruz, el 27 de enero, los tres actos de
Don Frutos en Belchite, que se presentaba como la segunda parte, o más bien se
diría, la palinodia del Pelo de la dehesa.

Don Frutos, convertido, gracias a los muchos viajes, en un apuesto caballero, vive en
Belchite, donde ha contraído un compromiso matrimonial con una ruda Simona, de la
cual mal aguanta las groserías, que en cambio le hacen añorar más agudamente a Elisa,
de quien sigue enamorado. Por una casualidad, la propia Elisa, que, abandonadas sus ín-
fulas de aristócrata, ha venido a Belchite para vender una propiedad con el fin de remediar
a los gastos producidos por las calaveradas de su marido, tiene un incidente con el coche
que se vuelca justamente cerca del sitio donde vive Frutos. Éste la socorre y la acoge en su
casa, y entre los dos brota nuevamente el amor. Una carta providencial que anuncia la
muerte del marido de Elisa y una estratagema con que don Frutos se libera del compro-
miso permiten las bodas de los dos.

Desaparecidos los contrastes que habían caracterizado la comedia ante-


rior, y superada por tanto la incomunicabilidad que los separaba, los dos pro-
tagonistas ahora se encuentran, por así decirlo, a mitad del camino y hablan el
mismo lenguaje. Han alcanzado el tan apetecido justo medio y ya no son el rús-
tico y la noble, sino dos miembros de una alta y refinada burguesía, lo cual per-
mite, por supuesto, ese final alegre que los tiempos exigían. Sin embargo, con
los contrastes, ha desaparecido también la intensa comicidad que los oponía y
la pieza no se distingue sustancialmente de las muchas que salieron a la escena
en los años cuarenta.
El público no se dejó seducir por la nueva versión que en efecto se repuso
sólo 4 veces después del estreno y 2 en el mes siguiente, en tanto que El pelo de
VIL HACIA EL REALISMO 231

la dehesa no interrumpía su marcha triunfal, reponiéndose continuamente has-


ta el final de la década.
Cierra oportunamente este apartado Don Trifón o Todo por el dinero, exi-
tosa comedia en 4 actos en verso de Gil y Zarate, estrenada en el Príncipe el 15
de abril de 1844 y repuesta 16 veces. El viejo tema del contraste entre el amor y
el interés se amplía aquí en una más compleja oposición entre idealismo y ma-
terialismo y se manifiesta en el trasfondo de ese mundo capitalista y bursátil
que será el blanco del teatro realista.

Carlos, noble empobrecido y poeta idealista, ama a Leonor, hija del capitalista don
Trifón, que no cree en nada más que en el dinero. Carlos escribe a nombre de él un
opúsculo contra el Gobierno por el cual Trifón es encarcelado. Defendido por Carlos,
es absuelto y es elegido diputado, pero una quiebra en la Bolsa le deja arruinado. Pre-
tende recuperar su dinero casando a Leonor con el rico Livorio, pero su hermana Petra
consigue espantar al nuevo pretendiente y casar a los dos muchachos, asegurándoles
su protección y su ayuda económica.

La pieza era la exaltación, moderada e inspirada por el buen sentido, del


amor y la poesía contra el interés por el dinero y el deseo de gloria política, y
concluía con la afirmación del amor a la familia como bien supremo. Las últi-
mas palabras de Petra, que es la usual tía rica de buen sentido, son una invita-
ción a la vida pacífica:

A ti, Trifón, te aconsejo


no juegues más a la Bolsa,
no publiques más folletos,
renuncia de diputado
el cargo.

Trifón, que se ha vuelto cuerdo, asegura:

Te lo prometo.
Mi familia y nada más.

Que es, en otro registro, la misma conclusión de El hombre de mundo. Así co-
mo la exaltación del idealismo personificado en Carlos (pero no separado de
cierto sentido práctico que le induce a escribir el folleto y a defender y salvar a
Trifón) en contraposición con el árido apego al dinero parece anticipar a López
de Ayala (Consuelo) y a varias piezas de Echegaray.

es una pieza enteramente clásica, bien escrita, y tiene escenas de mucho efecto
(FLORES, El Laberinto, l-V-1844).
VIII. EL TEATRO Y SU MUNDO

1. VIEJO, CADUCO Y SUBALTERNO

Tal aparecía a Larra el mundo del teatro a fines de 1836, cuando justamen-
te escribía:

El teatro envejece diariamente y caduca no en España sólo, donde la existencia


parásita que arrastra hace años le hace infinitamente subalterno, sino en la Europa
entera.1

Ésta no era empero más que una de las numerosas quejas de Larra, que
siempre tomó tan a pecho todas las cuestiones relativas al teatro, en el cual
veía «el termómetro de la civilización de las naciones» 2 y, al mismo tiempo,
«una diversión indispensable, que dirige la opinión pública de las masas que
la frecuentan». 3
La última cita pertenece a un importante artículo, compuesto a finales de
1832 y titulado significativamente «Reflexiones acerca del modo de hacer re-
sucitar el teatro español», en el cual, al lado de la amarga constatación del esta-
do de postración en que el escritor veía el teatro, se encendía una pálida luz de
esperanza debida a la renovación que todo el mundo esperaba de la regencia

1
«Felipe II», en El Español del 20 de diciembre de 1836.
2
«Teatros», en Revista Española del 1 de noviembre de 1832.
3
«Reflexiones sobre el modo de hacer resucitar el teatro español», en E! pobrecito hablador del
20 de diciembre de 1832. Larra, subraya J. ÁLVAREZ BARRIENTOS («Sobre la teoría del actor en Ma-
nuel Bretón de los Herreros», Estudios de Literatura española de los siglos xix y xx. Homenaje a ]. M.-
Díez Taboada, Madrid, CSIC, 1998, p.153), compartía con Mesonero y otros muchos escritores del
momento la «idea, netamente ilustrada», de que «El teatro y el actor dan brillo a la nación, repre-
sentan su nivel de civilización, y además son vistos como industria, como fuente de ingresos».

233
234 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

de Cristina que acababa de instaurarse y que se había atraído las simpatías de


los liberales con el reciente decreto de amnistía:

ha empezado a brillar una aurora más feliz —así justificaba Larra su relativo opti-
mismo— que promete, por fin, la realización de mil esperanzas juntas, tantas veces
desvanecidas.

En el artículo, con su usual lucidez, Larra indicaba los cuatro componentes


del fenómeno teatral, todos estrictamente ligados entre sí: teatro, autores, acto-
res y público; y de todos subrayaba el estado de decadencia en que versaban.
Los autores, mal pagados, privados a menudo del derecho de propiedad de
sus obras, víctimas de empresarios rapaces y de editores piratas; 4 los actores,
descuidados e ignorantes; el público, inculto y falto de gusto; las empresas,
ahogadas por el sinnúmero de cargos y de abusos.
Para obviar a tantos inconvenientes, pedía ayudas del Gobierno, pero sobre
todo, conforme a ciertas premisas esenciales de su pensamiento, exigía instruc-
ción, educación del público y de los actores y entreveía en el reciente estableci-
miento de la escuela de declamación el inicio de la ansiada reforma.
Las esperanzas de Larra evidentemente no se realizaron si, a principios de
1836, empezaba otro artículo con una constatación desilusionada:

Visto el estado de decadencia en que se hallan de algún tiempo a esta parte los
teatros de esta capital [...].5

Dos meses después volvía a repetir:

A no curarse tan poco nuestra época como se cura de teatros [...].6

Pasan otros dos meses y subraya el abandono del teatro de parte del públi-
co. Se fue al teatro, dice con su habitual ironía,

a cara descubierta, porque imaginamos que para no ser vistos de nadie, bastaba con
ir al teatro.7

4
Los derechos de autor fueron largo tiempo precarios y poco atendidos, a pesar de existir
una tarifa fijada, según la clase de obras, por el Reglamento general para la dirección y reforma de tea-
tros, de 1807, que sólo en parte fue sustituido por nuevos reglamentos que se dictaron en los pri-
meros años de la regencia de Cristina. Existía una fuerte desproporción entre las ganancias de los
autores y las de los actores: J. L. PICOCHE calcula: «Un auteur dramatique de premier plan devait
en 1848 faire jouer a peu prés dix drames dans l'année pour gagner une somme sensiblement éga-
le au traitement d'un premier acteur» (en J. E. HARTZENBUSCH, LOS amantes de Teruel, Paris, Centre
de Recherches Hispaniques, 1970,1, p. 52. Véase también el entero párrafo dedicado a «Les droits
d'auteur», pp. 48-55).
5
«Teatros», en El Español del 19 de febrero de 1836.
6
«Teatros y algo más», en El Español del 18 de mayo de 1836.
7
«Teatros», en El Español del 3 de mayo de 1836.
VIH. EL TEATRO Y SU MUNDO 235

Podríamos pensar que una visión tan desencantada haya que atribuirla al
conocido pesimismo de «Fígaro», pero quejas parecidas se encuentran a me-
nudo entre sus contemporáneos (célebres son algunos artículos de Mesonero
Romanos, como Los cómicos en cuaresma y El teatro por fuera) y también en los
años siguientes.
Valgan tan sólo dos ejemplos, además de los que se aducirán en otros aparta-
dos. El desinterés del público reaparece en 1841 en u n artículo de Miguel de los
Santos Álvarez, para el cual la parte «menos educada» del público, la que podría
sacar alguna ventaja de u n teatro culto, sólo acude cuando se dan obras «de gran
espectáculo» y «cuando es de majia es cuando una comedia se representa todas
las noches durante meses enteros»;8 en tanto que, el año anterior, Coello y Que-
sada empieza su artículo con palabras tan desconsoladas como las de Larra:

El teatro va decayendo por instantes.9

2. LOS TEATROS

Uno de los mayores obstáculos «a la prosperidad de todo empresario» es-


taba representado, según Larra, por «la estrechez local de los teatros», que, co-
mo se desprende de las descripciones de los contemporáneos, eran pobres, ló-
bregos, escasos de decoraciones, de vestuario, etc.
Lo que sobre todo afectaba a los comentaristas que se ocupaban del asunto
era lo incómodo del ambiente: los espectadores estaban sentados en asientos
malos y feos, pasando frío en el invierno y calor insoportable en el verano, per-
seguidos por malos olores, suciedad, insectos y ratones.
La costumbre de mantener alumbrado el teatro durante toda la representa-
ción era también una fuente de desasosiego, por las manchas de aceite, los
fragmentos de vidrio y el humo asfixiante que producía la araña central:

a nadie le gusta —comentaba un periodista todavía en 1848— ir a teatro a estropear-


se la capa, el frac o cualquiera otra prenda, y ésta es la razón más poderosa que tie-
ne Don Circunstancias para no volver al teatro del Príncipe, donde hace pocos días se
le echó a perder un sombrero nuevo con el goteo de la lucerna.10

No era mucho mejor la situación en el escenario, donde se usaban frecuente-


mente decoraciones viejas o nuevamente pintadas, a m e n u d o impropias,

8
«Teatros», en El Pensamiento de 1841, n. s 3. No faltan por otro lado visiones más optimis-
tas, como la de Pastor Díaz, que en 1837 escribía: «Los teatros se llenan de bote en bote siempre
que se anuncie una nueva pieza dramática original». Véase N. PASTOR DÍAZ, «Del movimiento li-
terario en España. En 1837», en Obras Completas, BAE CCXXVII, p. 102b.
9
«Consideraciones generales sobre el teatro y el influjo en él ejercido por el romanticismo», en
Semanario Pintoresco del 25 de junio de 1840.
10
Don Circunstancias, 5 de noviembre de 1848.
236 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

iluminadas por un alumbrado bastante primitivo. Sin embargo, hay que decir
que el advenimiento del drama romántico impuso varias mejoras, por las exi-
gencias de representar espacios inusuales, como internos góticos o vastas esce-
nas de la naturaleza. Fue con La conjuración de Venecia cuando se experimentó
una manera nueva de montar los espectáculos, que se repitió con el Don Alvaro
y otras piezas, gracias sobre todo a la excelente colaboración de escenógrafos
provectos, como Blanchard, Villaamil, Gandaglia, Lucini. Pero no siempre se
montaron las obras con tanto esmero, como se desprende de varios reparos que
aparecen en algunas reseñas.
A lo que parece, la revolución romántica no influyó en cambio en las mejo-
ras de las salas: en 1837, reseñando la representación de Don Fernando el empla-
zado en el Príncipe, Salas y Quiroga relevaba justamente esta diferencia entre la
sala y el escenario:

La empresa se esmeró en la parte que en la función le cabía; sólo en el mezquino


alumbrado y suciedad del local no notamos diferencia.11

En cuanto a la distribución de las localidades, vale la pena referir una pági-


na de la descripción que A. Calderone nos proporciona, relativa a la estructura
del teatro del Príncipe, renovada en 1806:

La platea, reservada al público masculino, estaba dividida en dos zonas: la más


cercana al proscenio comprendía varias filas de asientos; la otra, llamada patio, se
reducía a un espacio vacío donde el público asistía al espectáculo de pie. Según el
orden de importancia, y a partir del proscenio hacia atrás, los asientos se diferencia-
ban en lunetas principales, lunetas de patio y asientos de patio. [...] En las partes laterales
del edificio estaban situadas las gradas, a nivel del escenario, y a continuación hacia
10 alto, los tres órdenes de palcos: bajos (o primeros o de primer suelo), principales (o se-
gundos o de segundo suelo) y terceros (o de tercer suelo) [...} El palco central de los prin-
cipales estaba reservado para los reyes; dos colaterales en el mismo piso para el
Ayuntamiento y uno de los palcos bajos para la presidencia. [...] Al fondo de la sala,
justo enfrente del escenario, donde acababan las gradas del patio, se encontraba la
cazuela; desde siempre, como es sabido, reservada exclusivamente al público feme-
nino. [...] Hacia arriba, por encima del palco real, estaba situada la tertulia, dividida
en dos anchos palcos, uno para las mujeres y otro para los hombres.12

Los teatros donde se representaban obras «de verso» eran esencialmente


dos: el del Príncipe y el de la Cruz. Eran establecimientos públicos y, al referir-
se a ellos, Larra siempre habla de «los dos coliseos», dándonos a entender que
eran los únicos que contaban. Alguna vez habló también de «los tres coliseos»,
añadiendo el teatro de la Ópera, que estaba dedicado exclusivamente al teatro
musical.

11
No me olvides, n.s 32, p. 5.
12
Historia del teatro en España (ed. DIEZ BORQUE), II, Madrid, Taurus, 1988, pp. 583-585.
VIII. EL TEATRO Y SU MUNDO 237

Muchas óperas se dieron sin embargo también en los otros dos teatros, pre-
ferentemente en el de la Cruz, que, a pesar de estar en condiciones generales
peores, tenía una mejor maquinaria y u n mayor número de asientos.
El teatro de verso, en cambio, se representaba en el Príncipe y en el de la
Cruz. El primero monopolizó casi por completo, como se ha podido despren-
der de las indicaciones que acompañan en este trabajo el análisis de las piezas,
la dramaturgia romántica, mientras que el teatro de la Cruz prefería reperto-
rios más ligeros y populares, como los melodramas.
El Príncipe fue el local que más llamó la atención de las autoridades, tanto
que se le reformó de manera efectiva en 1849, dotándolo de nuevos recursos
(entre ellos, la iluminación de gas) y bautizándole con el nuevo nombre que
conserva todavía de «Teatro Español».
Sin embargo, existían salas más pequeñas, 1 3 privadas, algunas de gran
prestigio, como la del Liceo, amén de u n número no controlable de teatros ca-
seros.
Los «dos coliseos» eran propiedad de la municipalidad, que, a partir de
1823, cuando contrató a Grimaldi, confiaba a menudo su gestión a empresas
privadas.
No se puede cerrar este apartado sin una referencia al Café del Príncipe,
que se encontraba al lado del teatro homónimo y que, a partir de 1830-1831,
fue elegido por los literatos madrileños para sus tertulias, en las cuales par-
ticipaba todo lo mejor de la cultura de la capital: por eso fue rebautizado por
los concurrentes con el nombre glorioso de «El Parnasillo». Su importancia
atañe a todos los fenómenos culturales, pero se refiere sobre todo al m u n d o
del teatro, y no sólo por la cercanía con el famoso coliseo, sino también por
la intensa concurrencia de autores teatrales y por la presencia «al frente de
la mesa que pudiéramos llamar presidencial» del «dictador teatral, Grimal-
di», el cual «tendía el paño y disertaba con gran inteligencia sobre el arte
dramático y la poesía». 14
Grimaldi también nos exige que se le dedique un párrafo, por la importan-
cia que tuvo en el desarrollo del teatro romántico, antes como autor de La pata
de cabra y luego como empresario teatral que cuidó la representación de los pri-
meros dramas románticos y asistió y animó a los más importantes autores y ac-
tores de la época.15

13
Hay que recordar el Teatro Variedades, el de Buenavista, el del Instituto, el del Museo, el
del Circo, el de la Sartén, el de las Tres Musas.
14
MESONERO ROMANOS, Memorias, cit, p. 432. Véase todo el capítulo dedicado expresamente
a «El Parnasillo», pp. 407-413.
15
Sobre Grimaldi, véase GIES, Theater and Politics, cit.; F. M. DUFFY, «Juan de Grimaldi and the
Madrid Stage (1823-1837)», Hispanic Review, X (1942), pp. 147-156. Su papel en la renovación del
teatro, con el montaje de los primeros dramas románticos, lo pone de relieve J. ESCOBAR en «Un
episodio biográfico de Larra, crítico teatral, en la temporada de 1834», Nueva Revista de Filología
Hispánica, XXV (1976), pp. 44-72.
238 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

3. LOS ACTORES

La evolución del arte del actor entre los últimos decenios del siglo xvm y los
primeros del xix es la historia de u n gradual acercamiento entre el actor y el
personaje que, desde el original distanciamiento del teatro barroco y neoclási-
co, desemboca en fin en una total fusión en la edad romántica.
La tradición barroca, que sobrevive en la época neoclásica, imponía o per-
mitía que el actor ostentase su habilidad ahuecando la voz, usando tonos decla-
matorios, exagerando la mímica y la gesticulación: en una palabra, que llamase
la atención del espectador más sobre su actuación que sobre la realidad escéni-
ca del personaje que interpretaba. El actor prevalecía sobre el personaje.
Con la introducción del principio de «naturalidad», que ya defendieran al-
gunos teóricos de la segunda mitad del xvm,16 y que se hizo efectivo gracias a la
actuación de Máiquez, que lo había aprendido en París en la escuela de Taima,
se impone «la adecuación de la interpretación a los papeles que se representan,
no la repetición de u n modelo, tradicional y antiguo, gesticulante y exagera-
do».17
El concepto de naturalidad era, en el campo de la actuación escénica, el equi-
valente del principio universal de la verosimilitud proclamado por las poéticas
clasicistas, y por tanto colocaba a actor y personaje en el mismo plano: el prime-
ro imitaba los rasgos que le parecían más propios del segundo, interpretando
su capacidad profesional como la que le permitía reproducir en las tablas la in-
tención del autor, siendo «capaz de dar vida a las palabras muertas de la obra li-
teraria».18 Lo cual, por otro lado, no suponía participación; más bien se aplicaba
el principio enunciado por Diderot que exigía del actor cierta frialdad e insensi-
bilidad que le facilitasen el indispensable distanciamiento crítico.19
Que en cambio es rechazado por el romanticismo, el cual, sustituyendo a la
verosimilitud y a la naturalidad el principio de la verdad, postula, en el ámbi-
to teatral, una identificación entre actor y personaje, ya que el primero tiene
que sentir y por consiguiente actuar como si fuere el mismo personaje que in-
tepreta:

La declamación teatral — afirmaba Vicente Joaquín Bastús en su Curso de decla-


mación— espresa los afectos del personaje que el actor representa: esto debe hacerse
con toda la exactitud.20

16
J. ÁLVAREZ BARRIENTOS cita el testimonio de Francisco Mariano Nifo, que ya en 1763 usa
el término «acción natural» y propone que el actor «haga de tal modo verdadera la mentira que
se haga creer realidad lo que es fábula»: véase «Problemas de método: la naturalidad y el actor
en la España del siglo XVIII», Quaderni di Letterature iberiche e iberoamericane, 25 (1996), p. 12.
17
Ibídem.
i 8 Ibídem, p. 20.
19
Véase ibidem, p. 9.
20
Véase Curso de declamación o Arte dramático, Barcelona, Oliveres, 1848, p. 77.
VIII. EL TEATRO Y SU MUNDO 239

Y agregaba:

todos los movimientos de los brazos, manos, cabeza, etc., sean hijos del alma. 21

No se trataba ya de imitación, sino de ensimismamiento, en el cual el céle-


bre actor Julián Romea, en su Manual de declamación, veía la auténtica grandeza
de la actividad teatral, que no dudaba en tildar de misión:

sólo así —afirmaba— se comprende la grande, la noble misión del teatro; porque si
sólo a fingir se redujere, ¿qué le quedaría al arte?22

La verdad del personaje, pues, en la cual se anulaba la personalidad del ac-


tor, en lugar de la verosimilitud de la actuación escénica que siempre suponía
una dicotomía. Una verdad que nuevamente Romea consideraba explícita-
mente como la esencia del arte:

todas las reglas del arte pueden formularse con esta sola palabra: «LA VERDAD».23

Es u n concepto que reaparece a menudo en los tratados de la época y que


encuentra una definición lapidaria en la Teoría del arte cómico de Andrés Prieto,
que en 1835 escribe:

La verdad y la belleza son dos leyes esenciales para las bellas artes.24

Hay que tener cuidado, sin embargo, en valorar el concepto romántico de


verdad, ya que a menudo el término aparece acompañado por una determina-
ción que le atribuye significados particulares: así, Duran había hablado de
«verdad poética» y análogamente Fernán Caballero proponía «poetizar la ver-
dad». Ahora bien, en el ámbito teatral, nos impresiona un trozo de los Recuer-
dos de Zorrilla, que, en polémica con Julián Romea a propósito de Traidor, in-
confeso y mártir, que el actor insistía por protagonizar, le amonestaba:

Tú crees que la verdad de la naturaleza cabe seca, real y desnuda en el campo


del arte, más claro, en la escena: yo creo que en la escena no cabe más que la verdad
artística. Desde el momento en que hay que convenir en que la luz de la batería es la
del sol; en que la decoración es el palacio o la prisión del rey D. Sebastián; en que el
jubón, el traje y hasta la camisa del actor, son los del personaje que representa, no
puede haber en medio de todas estas verdades convencionales del arte, y dentro del

21
Ibídem, p. 149.
22
J. ROMEA, Manual de declamación, Madrid, Abienzo, 1859, pp. 69-70. Aunque relativamente
tardío, el manual recogía las experiencias románticas de Romea, que constituirían la esencia de su
enseñanza en el Conservatorio.
23
ibídem, p. 67.
24
Cf. A. CALDERONE, op. cit, p. 576.
240 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

vestido de la creación poética, un hombre real, una verdad positiva de la naturale-


za, sino otra verdad convencional y artística; un personaje dramático, detrás y den-
tro del cual desaparezca la fisonomía, el nombre, el recuerdo, la personalidad, en
fin, del actor.

Y todo eso no le parecía asequible con Julián Romea, cuya personalidad po-
día (como, según nos cuenta, al fin ocurrió) prevalecer sobre la del personaje.
Inútilmente Zorrilla avisó a Romea: «Eso quiero: que representes, no que te
presentes»; el otro por fin consiguió el papel, pero, añade Zorrilla, «salió a es-
cena [...] pero salió Julián; presentó y no representó su personaje».25
Conceptos muy parecidos expresaba otro insigne representante del teatro
romántico, aunque sea en su versión preferentemente cómica, Manuel Bretón
de los Herreros, quien en 1852 afirmaba:

No se olvide que entre el traslado artístico y la realidad hay siempre algo de con-
vencional; y téngase muy presente que aun contra la misma verdad, cuya imagen
debe el teatro representarnos, se pecará gravemente e infaliblemente si el actor se
propone seguirle a todo trance y sin ninguna restricción.26

Quizás nadie como Zorrilla y Bretón supo describir con tanta exactitud y
tanto color la diferencia fundamental entre la verdad de la naturaleza y la ar-
tística, con la consecuente separación, en la primera, entre actor y personaje, y
su identificación, en la segunda.
Pero lo que hay que poner de relieve es sobre todo el principio de que la
verdad artística, la verdad convencional, tiene que dominarlo todo: es la pri-
macía de lo imaginario, de lo soñado, que románticamente se reivindica contra
la realidad «seca y desnuda» que todo romántico aborrece y que sólo determi-
na u n deseo irreprimible de escapismo en el mundo de la ficción. Se trata de
esa verdad que Rivas pintaba en una obra que no salió a las tablas sino muy
tarde, a pesar de haberse compuesto en la época romántica: 27 El desengaño en un
sueño, donde el protagonista descubre su verdad existencial gracias a u n sueño
que tiene la apariencia de la realidad, a diferencia del lejano modelo de Segis-
mundo, que la había descubierto a través de una realidad que tenía la aparien-
cia de u n sueño. Era el rechazo kantiano de una realidad preconstituida en
nombre de una verdad construida por el hombre.
Con estas premisas, claro está que todos los esfuerzos, y por consiguiente
todas las críticas se dirigen a pedir o a mantener el mundo de la ilusión, recha-
zando cualquier roce con la «verdad de la naturaleza».
Entre los elogios que se dirigen tan a menudo a la actriz Matilde Diez des-
taca el de ser verdadera: «la Sra. Diez como siempre —afirma una reseña de

25
J. ZORRILLA, Obras Completas, cit, II, pp. 1819-1820.
26
M. BRETÓN DE LOS HERREROS, Progresos y estado actual del arte de la declamación en los teatros de
España, Madrid, Mellado, 1852, p. 59.
27
Se compuso en 1842 y se representó en 1875.
VIII. EL TEATRO Y SU MUNDO 241

Bárbara Blomberg—,28 es decir, v e r d a d e r a , i n i m i t a b l e » . Y a ñ o y m e d i o d e s -


p u é s , e n u n a r e s e ñ a d e l Astrólogo de Valladolid,29 se c o m e n t a i g u a l m e n t e s u
actuación:

nunca habíamos encontrado tanta dulzura en sus palabras, ni tanta verdad en su


dolor.

Larra, como s i e m p r e , analiza con a g u d e z a la representación d e La conjura-


ción de Venecia, e n la cual «actores d e q u e n u n c a n o s h a b í a m o s p r o m e t i d o n a d a ,
h a n d e s e m p e ñ a d o s u s p a p e l e s d e u n a m a n e r a admirable», y s u b r a y a la verdad
d e la interpretación d e los d o s protagonistas:

la señora Rodríguez ha interpretado con perfección su papel: ésa es la Laura


sensible, amante, que ha pintado el poeta. ¡Qué calor y qué verdad en aquellas pala-
bras: Es mi esposo. [...]!

Asimismo:

Latorre desempeñó con verdad el Rugiero.30

Nuevamente de Latorre, actuando en Contigo van y cebolla, refiere u n re-


censor:

ha sabido dar su verdadero color a todas las medias tintas de que su papel se com-
pone.31

Casi con las mismas palabras Larra alaba al actor que en la comedia de Bre-
tón Un tercero en discordia hacía de «barba», por haber dado «el color verdadero
a su carácter». 32 Lo mismo ocurre con otra pieza bretoniana, No ganamos para
sustos, en la cual Lombía, nos dice una reseña, «ha estado inmejorable», dando
«tal verdad al carácter que el público sin poder aguardar prorrumpió en aplau-
sos que multiplicó después hasta lo infinito».33
La idea de la verdad predomina todavía a finales de la edad romántica, si
en 1849 una reseña de Traidor, inconfeso y mártir alaba al actor Barroso,

que se ha distinguido notablemente [...] en su difícil papel de Alcalde de casa y cor-


te, habiéndolo desempeñado con mucha inteligencia y verdad.34

28
Gaceta de Madrid del 22 de noviembre de 1837.
29
Gaceta de Madrid del 13 de febrero de 1839.
30
Revista Española del 25 de abril de 1834.
31
Boletín de Comercio del 9 de julio de 1833.
32
Revista Española del 29 de diciembre de 1833.
33
El Eco del Comercio del 16 de mayo de 1839.
34
Don Circunstancias del 9 de marzo de 1849.
242 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

Y en otra reseña contemporánea se afirma que la verdad de la declamación


ha podido borrar el efecto negativo de una impropia atribución del papel:

[La Sra. Lamadrid] ha estado tan inspirada, ha sentido tanto y espresado con tal
verdad su papel, que también puede perdonársele el haber salido a hacernos tragar
la patata de que una joven aunque no sea niña pueda pasar por niña.35

En aras de la verdad, un principio defendido a todo trance es el de la separa-


ción rigurosa entre escena y patio, cuya violación determina necesariamente
la caída de la ilusión. De ahí nace la crítica de los apartes o de los saludos al
público de parte de los actores, que encontramos ya en época temprana en
Bretón de los Herreros, 36 o de «hacer cortesías al público al recibir los aplau-
sos» que Larra desaprobaba («Hemos dicho ya que los actores no deben acor-
darse de que existe público») 37 o finalmente de los saludos a la reina en una
«noche de besamanos» que también censuraba Larra, y que le ofrecieron la
oportunidad de u n trozo ameno en el cual volvía sobre la relación actor-per-
sonaje:

nos ha hecho un efecto singular —decía comentando la representación de El


agente de policía, una de tantas piezas de Scribe— ver al ministro Fouchet, ya difun-
to, y a todos los franceses del Consulado, es decir, de la República, saludando a
nuestra augusta Reina: verdad es que los franceses son gente muy cumplimentera y
que tiene fama de bien criada [...].

Y concluía amonestando:

una vez alzada la cortina, sepan [los actores] que ya no existe entre ellos y el pú-
blico, entre sus apellidos y el estado político de las cosas del país maldita la relación.38

Es el principio de la cuarta pared, interpretada como un muro que separa a


actores y público y que, enunciado por primera vez por Diderot, 39 se fue repi-
tiendo a menudo, siendo u n elemento importante en favor de la ilusión escéni-
ca, es decir, de la verdad de la ficción.
En nombre de ese amor a la verdad artística, no es raro, pues, encontrar re-
señas que censuran a actores que no han sabido entrar dentro del personaje,
como ocurre con Luna, que interpretó el papel del Condestable en Don Alvaro
de Luna «como si estuviera haciendo el del barbero en la piececita Retascón,

35
Don Circunstancias del 15 de abril de 1849 (reseña de El sí de las niñas).
36
En artículos aparecidos en el Correo Literario de 1831; citado por ÁLVAREZ BARRIENTOS, «So-
bre la teoría del actor», cit, p. 157.
37
En la reseña de Un tercero en discordia, cit.
38
«Teatros», en El Español del 3 de mayo de 1836.
39
«El verdadero inventor de la cuarta pared» le define R. ABIRACHED, La crisis del personaje en
el teatro moderno (trad. esp.), Madrid, Publicaciones de la Asociación de los Directores de Escena
de España, 1994, p. 105.
VIII. EL TEATRO Y SU MUNDO 243

barbero y comadrón»,40 o con Julián Romea, que abusa de ciertas demostracio-


nes de horror y de rabia, en tanto que su hermano ostenta «cierto desencade-
namiento de brazos y piernas», o, en fin, con las actrices españolas en general,
a las cuales se reprocha u n exceso de «desparpajo y soltura», «que sólo puede
servirles para papeles de saínete». 41
Asimismo Larra, con alguna socarronería, aconseja al actor Lombía que se
enamore realmente para poder sostener de manera adecuada el papel del ena-
morado. 42
Y nuevamente «Fígaro» critica la repartición de los papeles en El trovador,
desde el del protagonista atribuido a Carlos Latorre, a quien no conviene «nin-
gún papel tierno o amoroso», al de Leonor interpretado por la señora Rodrí-
guez, a la cual más convendría el de la gitana. 43
Hay errores en la conducta de los actores que afectan sobre todo a su fun-
ción dentro del contexto escénico, a su relación con los demás que actúan si-
multáneamente en la escena, y que nuevamente redundan en menoscabo de la
verdad. Recordaba Prieto:

El actor, en el teatro, debe ver en sus interlocutores verdaderos personajes. Tra-


te de convencerlos y su representación será perfectamente verdadera. La perfección
del talento del cómico se refiere a la verdad.44

En esta perspectiva se coloca la reseña de una reposición de El sí de las ni-


ñas*5 en que se aconseja a la señora Pinto que «procure poner su voz en armo-
nía con las voces de los demás actores, pues siempre habla una octava más al-
to que ellos». Se trataba evidentemente de la manera antigua de tantos actores
de llamar la atención sobre su persona, que se notaba también en el énfasis con
que la actriz subrayaba las gracias que dice doña Irene, cuando, en cambio, «el
mérito de una gracia está en decirla con naturalidad»; además, agregaba el ar-
ticulista, eso no corresponde con el personaje, el cual «cuanto dice no es con el
intento de hacer reír».
A la vieja manera de actuar, caracterizada por u n exceso de gesticula-
ción, parece referirse también cierta crítica de Larra que aconsejaba al actor
Noren «que no arquease tanto los brazos ni agobiase el cuerpo» y que evita-
se también «su andar acompasado, balanceándose y abriendo demasiado
las piernas». 46
Se trata de un artículo compuesto en 1832, cuando la revolución románti-
ca no había cundido todavía. En el mismo año, también Duran expresaba su

40
El Eco del Comercio del 7 de febrero de 1840.
41
Larra, en El Español del 3 de mayo de 1836 («Teatros»).
42
«De las traducciones», en El Español del 11 de marzo de 1836.
43
«El Trovador», en El Español del 4 de marzo de 1836.
44
Citado por Calderone, op. cit., p. 576.
45
Boletín de Comercio del 9 de febrero de 1834.
46
«Los celos infundados», en Revista Española del 1 de febrero de 1833.
244 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

descontento con las «contorsiones» y los gritos de los actores que de esta
forma pretendían satisfacer el «gusto depravado del público»; pero notaba,
en armonía con las afirmaciones expuestas hacía cuatro años en su Discurso,
que esto ocurría solamente cuando se representaban piezas extranjeras.
Eran defectos que definía «ajenos», es decir, importados, ya que nacían «de
la manía melodramática, que exagerando las pasiones los conduce a una
afectación insoportable, que algunos confunden con el bello y sublime ro-
manticismo». El cual, en cambio, para Duran, se encontraba en las piezas
del repertorio nacional y por tanto influía positivamente también en la de-
clamación:

Por el contrario —sostenía el erudito— cuando estos mismos actores repre-


sentan las comedias de nuestro antiguo teatro no parece sino que han nacido pa-
ra ello: naturalidad, gracia, espressión, buen oído, de todo se hallan dotados en
eminente grado.47

Observaciones parecidas encontramos en la reseña de Un tercero en discor-


dia,48 en que Larra expresa su desaprobación por esos actores que «gritan de-
masiado, sobre todo cuando creen que lo que dicen debe llamar la atención».
En cambio, desde la aurora del teatro romántico, se exalta la ausencia de
afectación y la sencilla naturalidad de la actuación. Comentaba Larra el estre-
no de La conjuración de Venecia:

Hemos notado agradables novedades en esta representación: lo actores se han


sentado o levantado, se han movido o agrupado siempre como convenía a cada es-
cena, venciendo mil antiguas preocupaciones de bastidores, harto conocidas de los
concurrentes a los teatros españoles.49

Los mismos principios reaparecen cabalmente al final de la temporada dra-


matúrgica romántica, cuando se aprueba la naturalidad del comportamiento
de Latorre en la primera escena del Tenorio:

El actor está sentado, habla, escribe, da la carta a su criado, razona con el hoste-
lero y le significa sus órdenes con el mismo aire, tono y ademán que parece que ha-
bía de hacer todas aquellas cosas él mismo.50

También la propiedad de la indumentaria tiene su parte en la realización


«verdadera» del personaje.

47
«Correspondencia. Literatura dramática. Amar desconfiando o La soltera suspicaz», en Correo
Literario del 9 de julio de 1832.
48
Citado.
49
Revista Española del 25 de abril de 1834.
50
El Laberinto del 16 de abril de 1844.
VIII. EL TEATRO Y SU MUNDO 245

Una de las cosas en que los actores deben instruirse con esmero —afirma la Re-
vista Española del 3 de noviembre de 1834— es la de vestirse con propiedad, y en ser
buenas copias de lo que exige la cultura social.

Oportunamente, pues, una reseña de Don Fernando el emplazado51 pone de


relieve que los actores «se vistieron con gran propiedad y magnificencia», en
tanto que Larra, en cambio, critica a Lombía por el traje que se puso al inter-
pretar el personaje de un maestro de baile en Los guantes amarillos (otro vaude-
ville de Scribe). Con su usual gracia picante, comenta:

¿Dónde ha visto el señor Lombía maestro de baile que se vista de luto riguroso a
las ocho de la mañana, sin habérsele muerto padre ni madre, y de frac y pantalón co-
lán, como si fuese a asistir a un baile de corte? ¿Dónde ha visto pantalón colán con
carreras de botones de metal, a manera de botín manchego?52

De las críticas, a veces feroces, no se salva casi nadie, excepto Carlos Latorre
o Julián Romea, que en general, aunque no siempre, salen airosos, o sobre todo
Matilde Diez, ante la cual todo crítico parece arrodillarse sumido en una pro-
funda admiración. Se la consideraba superior a todos los demás; en Muérete ¡y
verás! anota El Eco del Comercio:

sobresalió entre todos la sublime Matilde Diez, dando a un papel muy espuesto
a adolecer de monotonía un vigor y unos efectos admirables.53

De manera todavía más enfática, el mismo periódico, al reseñar Don Fer-


nando el emplazado, después de alabar a toda la compañía, agrega:

Pero la Matilde brillaba en medio de todos cual la luna entre las estrellas o como
gruesa perla entre menudo aljófar.54

Se trataba de una fama duradera, ya que todavía en 1849 se le dedicaban


alabanzas de la misma clase:

¿qué puedo yo decir de la señora Diez? —se preguntaba un periodista—. ¿Có-


mo podré dar a mis lectores una idea de su inteligencia y de su acento siempre ins-
pirado y simpático?55

Los varios reparos que hemos visto en las diversas reseñas dejaban a veces
sobreentendida, a veces explícita, la persuasión de que hacía falta una mejor

51
Gaceta de Madrid del 7 de diciembre de 1837.
52
«De las traducciones», cit.
53
El Eco del Comercio del 3 de mayo de 1837.
54
El Eco del Comercio del 3 de diciembre de 1837.
55
Don Circunstancias del 9 de marzo de 1849.
246 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

preparación profesional. De forma muy explícita lo afirma Larra en los umbra-


les del romanticismo, subrayando la tradicional ignorancia de los cómicos es-
pañoles:

Hasta ahora se ha creído que bastaba con tener memoria o apuntador para ser có-
mico, y aun cómicos hemos conocido que por no saber leer se hacían leer por otros
sus papeles para aprenderlos. ¡Dígannos si gentes de esta especie son las que pueden
verter en la escena las bellezas que no saben ni leer, ni apreciar [...]! Nadie necesita
hacer estudios más prolijos [...]: nadie necesita tener mejor educación que un actor.

Por tanto el reciente establecimiento de una escuela de arte dramático le


«hace concebir esperanzas lisonjeras» para la mejora del nivel cultural de los
actores.56
La escuela se había instituido en efecto el 15 de julio de 1830 como un sector
secundario del Real Conservatorio de Música y había empezado a funcionar el
2 de abril de 1831, año y medio antes de que Larra escribiera las «reflexiones»
que se han citado.
Sin embargo, unos tres años después, a principios de 1836, cuando ya habían
salido a escena los dramas románticos más comprometidos, «Fígaro» había
pasado desde las «esperanzas lisonjeras» al usual escepticismo, que confiaba a
un artículo en el cual expresaba todo su desengaño. 57 Por lo que atañe a la es-
cuela, escribía en un trozo que vale la pena referir íntegramente:

Cuando se estableció el Conservatorio de Música, cierto escrúpulo de concien-


cia, cierto pudor saludable hizo comprender que sería vergonzoso fundar en la ca-
pital del reino una escuela donde se formasen cantores para el teatro, y donde no se
pensase siquiera en el pobre verso. Movidos los que lo dirigieron de este pudor,
se dignaron conceder la hospitalidad a la declamación española en un nicho de su
establecimiento; se crearon dos cátedras de declamación; se asignaron a cada una
hasta seis mil reales o cosa semejante, por vía de honorarios; se nombraron dos ca-
tedráticos, individuos de las compañías de Madrid;58 se les dio don en los oficios de
nombramiento,59 y muchachos en los bancos de la escuela, y se les dijo: «Enseñad
ahí cuanto sepáis; ya tenéis casa, uniforme, don y seis mil reales; ya está el teatro pro-
tegido; ya verán ustedes los actores que salen.»

La conclusión que Larra saca de todo esto es amargamente lacónica. Co-


menta:

55
«Reflexiones acerca del modo de hacer resucitar el teatro español», cit.
57
«Teatros», en El Español del 29 de febrero de 1836.
58
Los actores Carlos Latorre y José García Luna.
59
Se trata de u n acontecimiento de cierta importancia, ya que hasta entonces don y doña
siempre se habían negado a actores y actrices, los cuales seguían llevando las huellas de esa con-
dición de «infames» que se les atribuía en los siglos anteriores. La concesión del don a Latorre y
Luna fue, pues, el inicio de u n proceso de rehabilitación que se concluyó definitivamente en
aquellos años.
VIII. EL TEATRO Y SU MUNDO 247

Y y a lo h e m o s visto p o r cierto.

Seguramente las palabras desengañadas de «Fígaro» no hay que atribuir-


las solamente a su tan conocido pesimismo ni a una situación temporal, ya
que varios años después, el 1 de mayo de 1844, Antonio Flores escribía en El
Laberinto:

El Conservatorio de música de María Cristina ha obsequiado a su augusta


protectora con una función de verso y canto, que no queremos analizar, por no me-
noscabar la merecida reputación de los dignos profesores que están al frente de ese
establecimiento y que faltos tal vez de recursos para la enseñanza no serán la causa de
los pocos adelantos que advertimos en los alumnos que tomaron parte en la función.

Por otro lado, no faltó quien, como Bretón, defendía la primacía de la voca-
ción natural, negando la utilidad de una escuela de declamación:

En una palabra, fuera de la instrucción literaria y artística, de que no se puede


prescindir, y de ciertas máximas generales, pero secundarias, no hay modo de trans-
mitir la teoría de la declamación.60

A pesar de las críticas y merced, en cambio, a tantos elogios, la condición de


los actores iba mejorando continuamente, hasta despertar reacciones contra
sus pretensiones excesivas, de que se hacía intérprete, en 1849, el periódico sa-
tírico Don Circunstancias:

acostumbrados a gollerías los señores actores, no sólo no se contentan a estas fe-


chas con ganar el doble de Concepción Rodríguez, y el triple o cuádruple de Isidoro
Máiquez, sino que exigen además dos meses de licencia, quieren que se les mime y
todavía no están contentos.61

Pero desde hacía tiempo, y a pesar de diversos reglamentos que imponían


derechos y sobre todo deberes (como la puntual presencia en los ensayos, la
prohibición de fumar o charlar durante las representaciones, etc.), los jefes de
compañías tenían que habérselas con la pereza y la indisciplina de los actores, y
particularmente de las primeras actrices, exigentes en sus pretensiones (el coche
que debía llevarlas al teatro, etc.), pero escasamente dispuestas a un trabajo serio.

4. L A PUESTA EN ESCENA

Las reseñas que se publicaron en los periódicos madrileños a raíz del estreno
de La conjuración de Venecia parecen subrayar el advenimiento de una manera

60 Progresos, cit., p . 59.


61
Don Circunstancias, del 10 de abril de 1849.
248 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

nueva de hacer teatro, sobre todo por lo que atañe a la puesta en escena, tanto en
el aspecto propiamente escenográfico como en la vertiente de los actores.
«Madrid no ha visto nada igual», comentaba El Correo de las Damas del 25 de
abril de 1834, que pasaba en seguida a alabar «el lujo, propiedad y perfección
difíciles de mejorar», e insistía sobre pormenores relativos a varios elementos
escénicos:

Las decoraciones son lindísimas, los trajes propios, los muebles a propósito.

El mismo día, en la Revista Española, Larra ante todo tejía sus elogios por un
personaje al que quizás se citase por primera vez en una reseña, el director de
escena (seguramente aludía a Grimaldi), comentando:

Hallábase sin duda el drama perfectamente ensayado, y amaestrados los acto-


res secundarios, sobre todo, por algún inteligente que creemos reconocer.

De ahí descendía también la alabanza de la naturalidad en la conducta de


los actores, que ya hemos puesto de relieve, y de la «fidelidad y buen gusto» de
los trajes, para llegar a una conclusión no muy diferente de la de El Correo de las
Damas:

dígasenos cuándo hemos visto en nuestros teatros ponerse en escena con tal
pompa y tal exactitud histórica un drama.

Lo novedoso de la puesta en escena en lo que insisten los dos recensores,


unido a varios comentarios igualmente positivos que seguirán a propósito del
Don Alvaro y otros dramas históricos, parece demostrar que con la salida a las
tablas de los dramas románticos se había producido efectivamente un cambio
radical en la representación.
Lo cierto es que la estructura interna de los dramas históricos, así como la
pasión romántica por la verdad, favorecieron de manera relevante u n plantea-
miento escénico más atento a las exigencias de la propiedad tanto en el decora-
do como en la declamación.
Sin embargo no se debe olvidar que varias causas concurrieron en este pro-
ceso de renovación. En primer lugar, causas internas a la propia historia del
teatro, que tienen sus antecedentes dieciochescos en la decisión del Conde de
Aranda de sustituir los paños y cortinas de la tradición barroca por decoracio-
nes pintadas 62 y, por lo que se refiere a los actores, en las múltiples reflexiones
acerca de su función que se publican a menudo a lo largo del siglo.63

62
Tal decisión se remonta a 1767: véase ARIAS DE COSSÍO, cit, pp. 30-31.
63
Hay que referirse sobre todo a Antonio REZANO, Desengaño de los engaños en que viven los que
ven y executan las comedias, Madrid, Aznar, 1768, y Joseph DE RESMA, El arte del Teatro, Madrid, Iba-
rra, 1783. Remito, por otro lado, al ya citado artículo de ÁLVAREZ BARRIENTOS, «Problemas de mé-
todo...», y al mío titulado «Vero e verosimile dal teatro neoclassico al teatro romántico», Lafesta
teatrale ispanica, Napoli, Istituto Universitario Oriéntale, 1995, pp. 345-353.
VIII. EL TEATRO Y SU MUNDO 249

Y hay que añadir que algunos géneros teatrales, como los melodramas y so-
bre todo las comedias de magia, proporcionaron, a partir del siglo xvm, un lar-
go y fecundo ejercicio esceno-técnico, particularmente por lo que atañe a los
complicados juegos de la tramoya y de los cambios de escena. Importante es, en
este campo, la presencia de pintores escenógrafos de valor, como Blanchard, que
hace justamente sus primeras pruebas con el teatro de magia, consiguiendo ex-
celentes resultados ya antes de que se produjera la gran temporada romántica.
En efecto, cuatro años antes del estreno de La conjuración, el 18 de enero de
1830, El Correo literario y mercantil exaltaba la primera representación del Diablo
verde con palabras muy parecidas a las de las reseñas que acabamos de leer y
expresaba su viva apreciación por los pintores Blanchard y Gandaglia:

Los verdaderos diablos de esta obra portentosa han sido los señores Blanchard y
Gandaglia, que en cuanto a decoraciones pueden vanagloriarse de haber presentado
un espectáculo, a cuya pompa y lucimiento no iguala ninguno de los que hasta aho-
ra se han visto en nuestros teatros.

Otro elemento que ciertamente influyó en la evolución del espectáculo tea-


tral fue sin duda el progreso cultural de los espectadores, que dio lugar a aquel
«fenómeno de sociología cultural» que Leonardo Romero señala en «la trans-
formación del vulgo de los teatros antiguos en el público de los nuevos teatros
isabelinos». 64
Finalmente, hay que poner de relieve la aparición de una nueva sensibilidad
respecto al fenómeno teatral que con la regencia de Cristina alcanza también
los grados más altos de la sociedad y se concretiza en algunas deliberaciones
de la propia regente, entre las cuales destacan la institución de una Comisión
de Teatros y la creación del célebre Conservatorio.
El ambiente cultural de los años treinta es por consiguiente uno de los más
idóneos para favorecer u n particular desarrollo de las técnicas teatrales. Por su
parte, el teatro romántico, sobre todo en su vertiente más espectacular —la de
los dramas históricos—, supo aprovechar la singular oportunidad para mon-
tar espectáculos completos, en los que los trece componentes de que discurre
Kowzan 65 encontrasen todos su realización más adecuada.
La novedad que influyó poderosamente en estas realizaciones, y que distin-
gue al drama romántico de todos sus antecedentes, es la intensa relación que
intercorre entre texto y escena, o mejor dicho entre lo verbal y lo no-verbal, así
como entre la acción y el trasfondo escenográfico.66 Es lo que lo diferencia tanto

64
Op. cit, pp. 256-257.
65
Actor, tono, mímica, gesto, movimiento, maquillaje, peinado, traje, accesorios, decorado,
iluminación, música, sonido.
66
CALDERONE cita, como ejemplo perfecto de esta correlación, la escena del Alfredo en que
«acompañada por rayos, truenos, ruido de tempestad y llamas de u n volcán, se levanta la voz ate-
rrada de Berta: "¡Cómo brama la tempestad! parece que batallan todos los elementos [...] que el
universo entero se conmueve como mi corazón"», op. cit., p. 590.
250 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

de la comedia de magia, donde la maquinaria prevalece sobre la persona del actor,


que actúa esencialmente en función de la tramoya, como de la tragedia clasi-
cista, donde el actor habla esencialmente dirigiéndose al público y por lo tanto
no necesita nada más que un respaldo escenográfico genérico. Más cercano, en
esta perspectiva, aparece en cambio el melodrama, cuyos ambientes horrorífi-
cos o lóbregos (la mazmorra, la habitación miserable) revelan al menos la inten-
ción de un vínculo más estrecho entre decorado y acción, aunque a menudo tal
intención no resulte adecuadamente sufragada por un texto con bastante digni-
dad literaria o expresiva.
En el drama romántico, en cambio, la estrecha relación que vincula todos
los elementos que ocupan el escenario, desde los animados a los inanimados,
produce casi espontáneamente esa semantización que ya se ha tenido la opor-
tunidad de poner de relieve en los análisis de algunos dramas, por la cual el
elemento escenográfico, la luz o el sonido adquieren un valor significante pa-
recido al de las palabras pronunciadas por el personaje. Basta pensar en el pan-
teón de La conjuración o en el patio delante del convento de Hornachuelos en el
Don Alvaro, o en los sonidos de El trovador y de Los amantes de Teruel, o en el fue-
go de El trovador y de La corte del Buen Retiro. Además, en el uso tan frecuente
de la oscuridad como símbolo de opresión, de ambigüedad, de transgresión.
Hay, pues, latente en todo drama romántico, una implícita indicación de va-
lores sígnicos que expertos directores de escena pueden sacar a luz para mon-
tar u n espectáculo ricamente sensorial y al mismo tiempo fuertemente alusivo.
Desde luego, resulta bastante difícil tratar de reconstruir un espectáculo tea-
tral de hace más de siglo y medio, ante todo por el esfuerzo de fantasía que esto
supone al imaginar un escenario escasamente alumbrado por velas de sebo o
lámparas de aceite (que se cubrían con una mamparita de hierro cuando se que-
ría simular la oscuridad) y estructurado, al menos hasta principios de los cuaren-
ta, con bastidores a los lados, bambalinas en el techo y telones al fondo. El cambio
de las escenas, tan frecuente en el teatro romántico, se efectuaba por medio de
una serie paralela de telones de fondo que, tras limitar al principio el espacio es-
cénico (decoración corta), se corrían lateralmente abriendo gradualmente espa-
cios cada vez más amplios hasta disponer de todo el tablado.67 Algunas veces, un
rompimiento, es decir, un telón intermedio abierto en la parte central, dejaba correr
la vista sobre ambientes situados hacia el fondo; otras, en el caso de no poder
aprovecharse de las decoraciones cortas y tener que introducir una mutación en el
curso del acto, se dejaba caer un telón supletorio, llamado alcahuete, algo más
atrás que el telón de boca, y tras el cual los obreros efectuaban el cambio; en oca-
siones, sin embargo, el cambio se realizaba también a la vista del público.
Tampoco resulta fácil imaginar los problemas que podían crear los maqui-
nistas, que maniobraban a fuerza de brazos (o que, como en el caso de los

67
En la composición de sus textos, los autores tenían en cuenta ese juego de telones, como
atestigua Rivas, quien, en la acotación de la primera escena del acto V de Don Alvaro, anota: «Debe
ser decoración corta, para que detris estén las otras por su orden.»
VIII. EL TEATRO Y SU MUNDO 251

llamados arrojes, se colgaban de las maromas y se deslizaban hacia abajo para


levantar con su peso los telones), siguiendo las órdenes que el tramoyista les
impartía con silbidos, los cuales seguramente no colaboraban a mantener la
ilusión del público.
Sin embargo, a pesar de todas la deficiencias de nuestra fantasía, es posible
hoy día hacerse al menos una idea de la manera con que se interpretaron en la
escena ciertos dramas que, en la mayoría de los casos, sometemos a una simple
lectura.
En parte, esto ocurre gracias a las acotaciones —en algún caso, como en el
Don Alvaro, particularmente abundantes y pormenorizadas—, pero sobre todo
por medio de los «apuntes» que se encuentran todavía en número bastante ele-
vado en la Biblioteca Histórica de Madrid, en la cual han confluido los archivos
del teatro del Príncipe. Gracias a las investigaciones de M. Ribao Pereira,68 sabe-
mos que de los tres cuadernillos llamados «apuntes» y que contienen el texto de
cada acto, el tercero (llamado justamente «tercer apunte») incluye todas las in-
dicaciones útiles para la puesta en escena, desde las que se refieren a la entrada
y salida de los personajes, al movimiento de los telones, a la colocación de obje-
tos necesarios, etc.; hasta aparecen signos convencionales para indicar el énfasis
de una réplica, el tipo de movimiento de u n actor o la clase de mutación que hay
que efectuar (con la relativa indicación del momento en que hay que silbar).
Por estos apuntes estamos, pues, en condiciones de reconstruir con cierta
aproximación el planteamiento escénico de la pieza y, por supuesto, la labor
del director de escena. Éste, hasta principios de los años cuarenta, en que se
convirtió en una figura autónoma, era el mismo jefe de compañía, a menudo
ayudado por el autor (Zorrilla, de manera particular, como sabemos por sus
Recuerdos del tiempo viejo, colaboraba activamente a las puestas en escena de
sus obras), por el empresario (Grimaldi fue un excelente director), el escenó-
grafo y el tramoyista.
Por supuesto (lo confirman los apuntes), el director de escena no se permi-
tía esas libertades interpretativas que caracterizan a menudo su actividad en la
época actual. Su labor consistía esencialmente en la trascodificación escénica
del texto y de las indicaciones implícitas en las palabras de los personajes o ex-
plícitas en las acotaciones. De manera que el espectáculo resultante era una vi-
sualización bastante fiel de la obra escrita.
Sus intervenciones por tanto se dirigían por un lado a sugerir ciertas ento-
naciones en la declamación de los actores o a agilizar las réplicas, suprimiendo
los trozos que le parecían excesivos; por el otro, a disponer la colocación de los
objetos y el movimiento de las máquinas y de los personajes, además de
concordar con el pintor las características de los telones.
Mucho cuidado había que tener, a la hora de escenificar u n d r a m a ro-
mántico, en el movimiento de los actores, sobre todo por lo que se refiere a las

68
Véase Textos y representación del drama histórico en el Romanticismo español, Pamplona, Eunsa,
1999, particularmente el cap. 3, pp. 29-40.
252 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

relaciones espaciales mutuas, es decir a la proxémica, cuya tarea esencial es la


de sugerir comunicación o incomunicación, con sus añadidos de simpatía, hos-
tilidad, agresividad, etc. Lo cual, en u n drama tan atento al problema de la
comunicación y a las relaciones interpersonales, constituía u n elemento de im-
portancia fundamental.
Sobre todo, el drama romántico innovaba en cuanto al tratamiento de las
masas, aquí en constante movimiento, contra la estaticidad que las caracterizaba
tanto en la tragedia clasicista como en el drama sentimental, donde prevale-
cía el interés por el tableau. Y si anteriormente los personajes tendían a agru-
parse en círculo en el centro del escenario, 69 ahora prevalecía la contraposición
de grupos que se enfrentan y se observan mutuamente con un sugerente juego
metateatral: piénsese en la primera aparición de don Alvaro cruzando lenta-
mente el escenario frente a los parroquianos del aguaducho convertidos re-
pentinamente en callados espectadores o en los grupos separados y colocados
a los dos lados del escenario en Felipe II, donde los espías se encuentran en una
posición de tipo teatral respecto a los grupos opuestos.
Intensa fue también la impresión creada por el escenario vacío, fuente de
expectación y suspensión, o cruzado por un solo personaje, como en la segun-
da aparición de don Alvaro, que desde el foro avanza meditabundo hacia el
proscenio, obligando al público a cambiar continuamente su punto de vista, de
conformidad con sus movimientos.
La aparición del protagonista era un momento cumbre de la puesta en es-
cena romántica. Su aparición siempre tiene algo de raro y misterioso, de vez en
cuando preparada por los discursos de los demás personajes, en una perfecta
integración entre palabras y movimiento escénico: Rugiero, largamente espe-
rado por los conjurados, que acaba de dar esquinazo a los espías; Macías, que
se presenta de improviso con la visera calada; don Alvaro, curiosamente ata-
viado, que pasa distraído y melancólico; Manrique, que aparece embozado;
Marsilla dormido en la cama morisca; don Pedro en medio de la tormenta; don
Juan Tenorio con antifaz, sumido en la redacción de la carta y rodeado por el
bullicio del carnaval; y se podría continuar...
A menudo, nos informan los apuntes, su entrada se produce por el foro, cu-
ya eficacia es una conquista de la puesta en escena romántica por el tiempo que
ocupa y el efecto que produce el gradual acercamiento del personaje a los es-
pectadores, sobre todo si está solo y campea en el escenario, como ocurre con el
ya citado don Alvaro.
En cuanto a los ambientes en que se desarrolla el drama romántico, se pue-
de apreciar una gran variedad entre exteriores e interiores; no podía ser de otra
manera, estando el romanticismo orientado a abarcar todo el universo huma-
no. Bastaría pensar en las 14 mutaciones del Don Alvaro, caso-límite sí, pero

69
«... habiendo algunos personajes en escena, no formaban grupos distintos, sino la media lu-
na, con los cuernos hacia el auditorio tocando en los cubillos [es decir, en los palcos situados en la
embocadura]» (E. FUNES, La declamación española, Sevilla, Díaz, 1895, p. 486).
VIII. EL TEATRO Y SU MUNDO 253

imitado por numerosas piezas. Sin embargo, hay algunos ambientes más ca-
racterísticos y privilegiados, como son, entre los exteriores, la ermita, las rui-
nas iluminadas por la luna, los bosques o las plazas de las ciudades; entre los
interiores, el salón gótico, el panteón, la celda. En la decoración de los telones
que representaban exteriores fue donde se esmeraron los mejores escenógra-
fos. Debió de ser memorable el telón que representaba Venecia en La conjuración,
pintado por Blanchard y anunciado por la empresa como uno de los mayores
atractivos de la pieza; sabemos también que al éxito de El zapatero contribuyó,
entre otras cosas, la adopción de u n telón de fondo cilindrico, llamado ciclora-
ma, en el que aparecían una tras otra las diversas imágenes que requería la si-
tuación.
Se pretendía ensanchar o alargar la escena lo más posible, y a tal fin se usa-
ron no sólo los rompimientos a los cuales ya se ha hecho alusión, sino también
los llamados forillos, lienzos que, gracias a ciertas aberturas practicadas en el
telón de fondo, dejaban ver ulteriores espacios, o ventanas que se fingían abier-
tas sobre espacios exteriores, es decir, que enmarcaban otros lienzos oportuna-
mente pintados con paisajes en perspectiva.
Mucha importancia adquirían las puertas por su particular valor sígnico de
medio de relación entre lo exterior y lo interior, con efectos a veces relevantes,
como en el Macías, el cual inicia con la abertura de una puerta situada en el foro,
que introduce en un escenario por un momento vacío a dos personajes clave,
Fernán Pérez y Ñuño Hernández: «Venid conmigo, el hidalgo, / en esta cámara
entremos» (la palabra integra el movimiento escenográfico).
El decorado variaba naturalmente al pasar de las escenas exteriores a las in-
teriores, así como cambiaba la estructura del escenario, que, en el caso de inte-
riores, prefería sustituir los bastidores por lienzos laterales pintados, hasta
que, según nos informa Zorrilla, con Eí zapatero y el rey se levantan por prime-
ra vez verdaderas paredes. 70

Las escenas románticas sonhabitualmente realistas, por serlo también los tex-
tos que suponen una realidad contingente, pero hay casos muy contados en los
que se tiende a visualizar mundos fantásticos generalmente entendidos como
proyección de visiones interiores: son los casos del Alfredo y de El zapatero y el rey.
En el primero la situación es presentada de forma realista, aunque se apela
a la capacidad de interpretación e ilusión de los espectadores para que aparez-
ca como una alucinación de algunos personajes. Se trata de la escena final del
acto III, en la que aparece de improviso la Sombra de Jorge, que separa violenta-
mente a los amantes gritando: «¡Deteneos, sacrilegos!», en tanto que «los demás
manifiestan no ver nada». La Sombra de Jorge no podía ser sino el mismo actor
que interpretaba el papel de Jorge y la característica de la visión que afecta so-
lamente a Alfredo y Berta debía resultar exclusivamente del grito que emiten
los dos, frente al ademán de extraneidad manifestado por los asistentes. Lo

70
Véase Recuerdos, cit., p. 1762.
254 EL TEATRO ESPAÑOL EN LA ÉPOCA ROMÁNTICA

irreal del episodio se consigue, pues, de manera bastante elemental a través de


la conducta de los personajes, difícilmente descodificable por parte de los es-
pectadores.
Más interesante, por realizarse con medios propiamente escenográficos, es
la escena novena del acto III de la segunda parte de El zapatero de Zorrilla, sobre
la cual nos hemos detenido ya anteriormente: según las acotaciones, don Pedro,
a la luz «rojiza y siniestra» de la lámpara que le ha proporcionado el Astrólogo,
ve aparecer «la sombra de don Enrique» que, «materializando su idea recóndita, apa-
rece en lo alto del torreón, bajando poco a poco hasta quedarse enfrente de él».
La Sombra, nos cuenta Zorrilla, debía consistir en un verdadero fantoche,
fabricado por el propio actor Pedro Mate, que interpretaba el personaje de En-
rique: «una sombra de fino alambre y bien engomada gasa, moldeada sobre su
mismo cuerpo».

Aquella sombra —prosigue Zorrilla— era una maravilla de trabajo y de pareci-


do; era un Pedro Mate, un infante Don Enrique flotante y transparente como una
aparición de vapor ceniciento;

y sin embargo, durante los ensayos resultó evidente la dificultad de llevarla a


la escena por ser demasiado ligera y desequilibrada, con lo cual se corría el
riesgo de convertir «la aparición temerosa en un ridículo maniquí».
A las tres de la madrugada anterior a la noche del estreno, Zorrilla y algu-
nos de sus colaboradores estaban dándole vueltas todavía al problema y bus-
cando una solución, cuando una casualidad —el derrame del aceite de un
quinqué— le dio al pintor Esquivel la inspiración de untar con aceite un lien-
zo, detrás del cual aparecería, «cenicienta, callada e inmóvil, la sombra trans-
parente de Don Enrique». Se dejó de lado por tanto la primera intención del
poeta y el maniquí en movimiento fue sustituido por una más eficaz aparien-
cia estática. Así, se la llevó a la representación, dejando sorprendido al mismo
actor Carlos Latorre que interpretaba el papel de don Pedro, el cual quedó tan
entusiasmado por el descubrimiento que representó la escena con tal verismo
que el éxito fue asombroso: «El público y el huracán entraron en el teatro», co-
mo ya se ha recordado, y los amigos que habían manifestado su escepticismo
«aullaban de placer de haber sido vencidos».
Valía la pena citar el episodio no sólo por sacar a colación un tipo de esce-
nografía inusual, sino también por dejar entrever un escorzo de la vida teatral
de aquel entonces, cuando, comenta Zorrilla a conclusión del relato,

tal era la fraternidad que entonces reinaba entre autores y actores; tal era el cariño
y entusiasmo del público por los de entonces, y tan poco consistentes sus ojerizas y
enemistades, que el menor éxito las vencía, y el soplo vital de la lealtad las disipaba.71

71
Véase ibidem, pp. 1759-1762.
VIII. EL TEATRO Y SU MUNDO 255

Diferente es el caso de la segunda parte del Tenorio, que, a pesar de u n clima


de constante ambigüedad, pretende representar u n mundo irreal o al menos
oscilante entre contingencia y trascendencia. Desde el punto de vista del mon-
taje, claro está que aprovecha los recursos más típicos de la comedia de magia,
que le permiten escenificar apariciones y desapariciones y hasta consiguen lle-
var a cabo el paso a través de la pared de la estatua de don Gonzalo, lo cual se
realizaba gracias a una plataforma giratoria, llamada bofetón, que con una gran
velocidad de movimiento superaba la capacidad de reacción del ojo humano,
logrando así la ilusión deseada. 72

Se ha tratado sólo del drama en esta perspectiva de la puesta en escena. La


comedia exigía seguramente menos atención y comportaba menores problemas,
por tratarse de pocos personajes, generalmente, y de ambientes contemporá-
neos, a menudo fijos y genéricos: sala, salón, habitación, jardín. Raramente se
representaban ambientes particulares, como la redacción de u n periódico o la
antesala de un ministro, que por otro lado no eran muy diferentes sustancial-
mente, sino en cuanto al mobiliario, de los demás interiores burgueses.
Una de las pocas excepciones es representada por Muérete y ¡verás!, en cuyo
montaje se debieron aplicar las normas que valían habitualmente para los dra-
mas, con los cuales manifestaba u n evidente parentesco.
Tampoco había mucho juego escénico, o, por decirlo mejor, el juego even-
tual se concentraba esecialmente en la mímica o en la dicción del personaje, o
incluso en su traje; lo que debía atraer la atención del público era la conducta
de cada uno, era sobre todo la sal con que condimentaba sus réplicas: la acción
era escasa y el movimiento no conocía el ritmo a veces frenético de los dramas.
Desde el punto de vista del espectáculo, la comedia aportaba poco, primando
en definitiva lo verbal y lo paraverbal sobre lo no-verbal. 73

72
Véase D. T. GlES, «Don Juan Tenorio y la tradición de la comedia de magia», Hispanic Review,
58 (1990), pp. 1-17.
73
Para una ampliación, exacta y pormenorizada, de los aspectos que se han tratado en es-
te apartado, remito también a la tesis doctoral, lamentablemente inédita todavía, de Ana Isabel
BALLESTEROS DORADO, Imaginación y percepción sensible del drama romántico español (Universidad
Complutense, 7 de octubre de 1996).
BIBLIOGRAFÍA ESENCIAL

I. ESTUDIOS DE CONJUNTO

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Primeros amores (Los), Bretón, Madrid, Repullés, 1845.
Pro (El) y el contra, Bretón, OG, II.
Puñal del godo (El), Zorrilla, OC, II.
Qué dirán (El) y el qué se me da a mí, Bretón, OG, II.
¿Quién es ella?, Bretón, OG, IV.
Redacción de un periódico (La), Bretón, OG, I.
Redoma encantada (La), Hartzenbusch, Madrid, Yenes, 1839.
Retascón, barbero y comadrón, Vega, Madrid, Repullés, 1842.
Rey monje (El), García Gutiérrez, Madrid, López, 1857.
Rueda de la fortuna (La), Rodríguez Rubí, Madrid, Repullés,1843.
Saúl, Avellaneda, BAE CCLXXVIII.
Segunda dama duende (La), Vega, Madrid, Yenes, 1842.
Simón Bocanegra, García Gutiérrez, Madrid, Yenes, 1843.
Sociedad sin máscara, Cagigal, Barcelona, Roca, 1818.
Solaces de un prisionero, Rivas, Obras completas, cit.
También los muertos se vengan, Escosura, Madrid, Imprenta Nacional, 1844.
Terremoto de la Martinica (El), Tirado-Coll, Madrid, Biblioteca Dramática, 1859.
Todo es farsa en este mundo, Bretón, OG, I.
Toros y cañas, Rodríguez Rubí, Madrid, Repullés, 1840.
Traidor, inconfeso y mártir, Zorrilla, OC, II.
Travesuras de juana (Las), Doncel-Valladares y Garriga, Madrid, Yenes, 1843.
Treinta años o La vida de un jugador, Ulanga y Alcocín, Barcelona, Torner, 1828.
Trovador (El), García Gutiérrez, Madrid, Cátedra, 1985.
Un amigo en candelera, Gil Zarate, Obras dramáticas, Paris, Baudry, 1850.
Un día de campo o El tutor y el amante, Bretón, OG, II.
Un monarca y su privado, Gil Zarate, Madrid, Yenes, 1841.
Un novio para la niña, Bretón, OG, I.
Un paseo a Bedlam, Bretón, Madrid, Yenes, 1839.
Un tercero en discordia, Bretón, OG, I.
¡Una vieja!, Bretón, OG, II.
Vellido Dolfos, Bretón, OG, II.
Vieja del candilejo (La), D., M.J.-R.L., G.-G.E., F., Madrid, Repullés, 1838.
Zapatero (El) y el rey, Zorrilla, OC, II.
ÍNDICE ONOMÁSTICO

Abirached, R., 242 146, 147, 148, 149, 150, 151, 152, 153,
Adams, N. B., 25 154, 155, 156, 157, 158, 163, 165, 166,
Alborg, J. L., 51, 61,128,190,192, 205,224 167, 168, 198, 202, 214, 215, 217, 218,
Alcalá Galiano, A., 26, 82, 88 219, 229, 230, 233, 240, 241, 242, 247
Alfieri, V., 99, 227 Brulay, 19
Alonso Cortés, N., 197 Burgos, J. de, 31
Alonso Seoane, M a J., 46, 49, 51, 57, 64 Burke, E., 48,53,122
Álvarez Barrientos, J., 26, 29, 233, 238,
242, 248 Cagigal, Marqués de (Aristipo Megareo),
Alien, R., 155 31,37
Aranda, conde de, 248 Calabró, G., 102
Arias de Cossío, A. M., 248 Caldera, E., 26, 54, 57,176, 224
Aristóteles, 28 Calderón de la Barca, P., 25, 46,106,108,
Asquerino, E., 175 109,111,134,160, 203, 206, 210
Calderone, A., 236, 239, 243, 249
Bajtín, M , 58 Cammarano (véase Verdi), 91
Ballesteros Dorado, A. I., 255 Cancellier, A., 8
Bances y López-Candamo, F. A. de, 69 Cantiran de Boirie, E., 14
Baranda de Carrión, P., 13 Cantos Casenave, M., 78
Barroso (actor), 241 Cardwell, R., 80
Bastes, V. J., 238 Carlos, don (príncipe), 99,100,101,108
Bayard, 15 Carlos II, 116,117
Belmonte y Bermúdez, L., 25, 26 Carlos V, 46,126,127,146, 214
Blair, 48 Carnerero, 21, 23
Blanchard (escenógrafo), 236, 249, 253 Carnero, G., 26, 53
Blomberg, B., 126,127 Casalduero, J., 106,188
Boccaccio, G. 104 Casona, A., 229
Bóhl de Faber, J.N. 45, 47 Castro y Orozco, J., 107,139
Bretón de los Herreros, M., 10,14,16,17, Castro, A., 190
18,19,20,23,25,26,28,34,35,36,38,48, Castro, Guillen de, 209
64, 65, 67, 107, 118, 122, 142, 144, 145, Cecchini, C , 89

267
268 ÍNDICE ONOMÁSTICO

Cepeda, Á. de (Gorostiza), 40 Felipe IV, 108,109,111, 204, 222


Cid, el, 164, 209 Fernán Caballero, 239
Cisneros, cardenal, 162 Fernández Cifuentes, L. 184
Coello y Quesada, 235 Fernández Guerra, J., 25
Coll, G. F., 107,141,142,176 Fernando IV, 119,122, 210
Córdova y Maldonado, 183 Fernando VI, 173
Corneille, T., 45,183 Fernando VII, 30, 33, 40
Cortés, D., 88,124,125 Flores y Arenas, F., 31, 32, 33, 36, 38
Cotarelo, E., 48 Flores, A., 176, 227, 231, 247
Croizette, 18 Francisco I, 214
Cruz, R. de la, 143 Froldi, R., 54
Cuéllar, J. de, 194 Funes, E., 78, 252

Da Ponte, 183
Danderbuch, 16 Gabetti, G., 86
David (rey), 227, 228 Gallego, N., 15
Delavigne, C , 14, 20, 51 Gámez García, ]., 182
Díaz Larios, L. F., 92, 208 Gandaglia (escenógrafo), 236, 249
Díaz, J. M., 97, 99,102,112 García Castañeda, S., 184
Diderot, D., 48, 57, 95, 238, 242 García de la Concha, V., 26,61, 71,91,118
Dieulafoy, 19, 22 García de Villalta, J., 162,163
Diez Borque, J. M., 236 García Doncel, C , 170
Diez Taboada, J. M., 233 García Garrosa, M. J., 54, 56
Diez, M., 240, 245 García Gutiérrez, A., 89, 90, 91, 92, 96,
Dolfos, Vellido, 164, 209 107, 130, 131, 133, 136, 142, 168, 183,
Donizetti, G., 91 184, 203, 206, 207
Dorimond, 183 García Luna, J., 246
Dowling, J., 80, 224 García, S., 105
Ducange, V. H., 11,15 Garelli, P., 35
Duffy, F. M., 237 Gies, D. T., 11, 29, 176,184,188, 237, 255
Duguesclin, 178,180 Gil y Zarate, A., 21, 107, 115, 210, 212,
Dumas, A. 78, 97,109,111,183,190,192 213, 215, 216, 217, 231
Duran, A., 42,45,46, 47, 57,124, 239,243, Gil, B., 14
244 Giliberto, O., 183
Goldoni, C , 183
Éboli, Ana de, 112,113,114 Goliat, 228
Echegaray, J., 129, 219, 222, 225, 231 Gómez de Avellaneda, G., 226, 227
Escobar, J., 29,102,154, 237 Góngora, L. de, 108,109,111, 210
Escobedo, J. de, 112,114 González de Garay, M.- T., 41
Escosura, P. de la, 22, 107, 109, 111, 125, González Elipe, F., 107,141
126,128,129,130,194, 210, 224 Górner, O., 84
Espronceda, J., 88,153,159 Gorostiza, M. E., 10,17, 21, 25, 38, 39, 43
Esquivel, A. M., 254 Gran Capitán, 212, 213
Estébanez Calderón, S. 143 Grillparzer, F., 78
Grimaldi, J. de, 11, 29, 31, 237, 248, 251
Favila, 210 Guichot y Sierra, A., 78
Felipe II, 46, 99, 100, 101, 108, 111, 112, Guzmán el Bueno, 212
113,114,115,194 Guzmán, A., 30
ÍNDICE ONOMÁSTICO 269

Hapdé, A., 14 Lope de Vega, 25, 46, 69,119,170, 203


Haro, L. de, 108,110, 210, 222 López de Ayala, A., 219, 225, 231
Hartzenbusch, J. E., 26, 97, 102, 103, 104, López Pelegrín, S. (Abenamar), 215
105, 152, 160, 182, 209, 215, 217, 218, López Soler, R., 45
234 Lucini (escenógrafo), 109, 217, 218, 236
Herrero, J., 51, 91
Hofman, 20 Máiquez, I., 48, 238, 247
Houwald, C. E. von, 78, 85 Manzoni, A., 51
Hugo, V., 10, 30, 57, 78, 88, 97, 107, 109, Margarita (infanta), 229
111,117 María Cristina (regente), 124, 234, 247,
Hurtado de Mendoza, D., 141 249
María de Molina, 119,122,124
Isabel de Borbón, 107,108 Mariana, padre, 123
Isabel de Valois (esposa Felipe II), 100, Martainville, 29
101 Martí, 25
Martínez de la Rosa, F., 10, 46, 47, 48, 49,
Jaime el Conquistador, 128,129 51,53,54,57, 58, 59, 61, 69,76,109,130,
José Prades, J. de, 25 146, 214
Jovellanos, G. M., 48, 51 Mate, P„ 182, 254
Juan (infante de Castilla), 122, 123, 125, Mazzini, G., 78
213 Me Gaha, M., 51
Juan de Austria, 112,126 Medina, R., 155
Julián, conde don, 163 Mélesville, 15
Mena, J. de, 211
Kaiser, W., 84 Menarini, P., 85, 86, 89,186
Kant, I., 48 Menéndez y Pelayo, M., 57
Kirkpatrick, S., 71 Merimée, P., 153
Kotzebue, O. von, 48 Mesonero Romanos, R. de, 29, 102, 117,
Kowzan, 249 134,143,151, 233, 235, 237
Moliere, 40, 45,183
Lafarga, F., 12 Montalbán, 102
Lamadrid, T., 242 Montero Padilla, J., 200
Larra, M. J. de (Fígaro), 16, 20, 21, 22, 23, Montijo, condesa de, 223
26, 40, 43, 49, 57, 62, 64, 69, 70, 71, 73, Moratín, Nicolás Fernández de, 28
76, 79, 89, 90, 91, 95,101, 103, 106,142, Moratín, Leandro Fernández de, 28, 31,
145, 146, 149, 151, 182, 203, 233, 234, 34, 37, 38, 40, 56, 72,142
235, 236, 237, 241, 242, 243, 244, 245, Moreno López, E., 149
246 Moreto, A., 25, 46,134,183, 210
Latorre, C , 241, 243, 244, 245, 246, 254 Mozart, W. A., 183
Laviano, M. F. de, 102 Müllner, A., 78
Le Gentil, G., 35,149,152 Muñoz Maldonado, J„ 107,111,141
León, fray Luis de, 140,141 Musset, A. de, 34
Lewis, 51 Muza, 163
Lista, A., 66
Llivi, 183 Navarrete, R. de, 204
Llorens, T., 51 Navas Ruiz, R., 51, 53, 80,184,189,192
Lombía (actor), 243, 245 Nieva, F., 188,191
Lombía, J., 16 Nietzsche, F., 179
270 ÍNDICE ONOMÁSTICO

Nifo, F. M., 238 Roca de Togores, M., 107, 122, 123, 124,
Nivelle de la Chaussée, 48 125,126,149
Noren (actor), 243 Rodrigo, don, 163, 205
Rodríguez de Arellano, 25
Ochoa, E. de, 49, 95, 96 Rodríguez Rubí, T., 122, 168, 173, 201,
Olivares, conde-duque de, 108, 110, 210, 203, 219, 220, 221, 223, 228
211, 229 Rodríguez, C , 243, 247
Orgaz, conde de, 107,108, 110, 210 Rojas Zorrilla, F., 25
Osuna, duque de, 210 Rojas, F. de, 106
Romea,}., 239, 240, 243, 243, 245
Pacheco, Juan (marqués de Villena), 162, Romero Larrañaga, G., 107,141
217 Romero Tobar, L., 7, 94
Pacheco, J. F., 84, 86, 87 Romero, L., 249
Pastor Díaz, N., 235 Rosier, 19
Pataky-Kosove, J. L., 51, 209 Rosimond, 183
Paulino, J., 51, 53, 61 Rossini, G. A., 91
Pedro el Cruel, 141, 177, 178, 180, 181, Ruiz Ramón, F. 118
182, 204, 213
Pedro (infante de Aragón), 122,123 Saavedra, Á. (véase Rivas, duque de)
Peers, E. A., 51, 70, 96,106, 113,118,120, Sainz de Robles, F. C , 224
123,125,128,129,155,164,190 Salas y Quiroga, J„ 107,111,115,120,122,
Pelayo, don, 210 139, 236
Peral, J. del, 15 Samuel, 227, 228
Pérez, Antonio, 112,113,114,115 Santillana, marqués de, 211
Pérez, Juana, 170 Santos Álvarez, M. de los, 235
Pérez Reverte, A., 229 Sanz, Eulogio F., 228, 229
Piave, F. M., 78 Sanz, R. C , 194
Picoche, J. L., 102,177,180,182, 234 Sarrailh, J., 51
Pineda, M., 30,113 Saúl, 227, 228
Pinto (actriz), 243 Scott, W., 148
Prieto, A., 239, 243 Scribe, E., 10,13, 15,17,19, 20, 21, 22, 23,
Príncipe, M. A., 148, 213 152, 242
Pseudo-Cicognini, 183 Schiller, F. 48, 53, 68, 78, 95, 96
Schiegel, Guillermo, 8, 26, 45, 57, 78
Quevedo, F. de, 108,109,111,210,229,230 Schiegel, Federico, 8
Sebastián, don (rey), 194, 239
Racine, J., 45 Senabre, R., 194,196,197
Ramiro II de Aragón, 134, 135, 136, 137, Shakespeare, W., 51
138,139 Shaw, D. L., 46, 61, 71, 91,118
Regenbusburger, C. A., 89 Smith, W. F., 220
Resma, J. de, 248 Solís, Diego, 25
Rey de Artieda, A., 104 Solís, Dionisio, 25, 26,183
Rezano, A., 248 Soumet, A. 51
Ribao Pererira, M., 251 Stáel, Mme. de, 77
Ribié, 29
Ricci, L., 176 Tamayo y Baus, M., 219, 225
Rivas, duque de, 47, 60, 78, 80, 82, 83, 88, Tapia, E. de, 41, 42
109,120,130,173,182, 214, 240, 250 Tárif, 163
ÍNDICE ONOMÁSTICO 271

Tirado, }. de la Cruz, 176 Villamediana, conde de, 107, 108, 110,


Tirso de Molina, 25,46,102,123,183,190, 111, 210, 229
203 Villergas, 197
Torres Nebrera, G., 23, 69, 75 Villiers, 183
Trastámara, E. de, 178,182, 204, 254 Vitiza, 210
Trigueros, C. M., 23 Voltaire, 148

Ulanga y Alcocín, J. (véase Gallego, N.) Werner, Z., 77, 78, 86,120
Urraca, doña (reina), 163,164
Yáñez, M. P., 224
Valladares y Garriga, L., 170
Vega, Garcilaso de la, 141 Zamora, 183
Vega, Ventura de la, 12,18,19, 20, 21, 22, Zelmiro (véase Gallego, N.)
38, 89,149,175,176, 219, 223, 224, 225 Zorrilla, J., 28, 29, 54, 59, 60, 87,122, 137,
Velázquez, D., 108,109 142, 153, 173, 177, 178, 180, 181, 182,
Verdi, G., 78, 91, 208 183, 184, 185, 187, 188, 189, 190, 191,
Violante de Hungría, 128,129 192, 193, 194, 196, 201, 203, 204, 205,
Villaamil (escenógrafo), 236 206, 224, 228, 239, 240, 251, 253, 254
ÍNDICE DE OBRAS

A Madrid me vuelvo, 10, 34,198 Apoteosis de Don Pedro Calderón, 205


Abate L'Épée (El) y el asesino o La huérfana Arte de conspirar (El), 13-14
de Bruselas, 9,11-12, 24, 51, 65,117,153 Astrólogo de Valladolid (El), 10, 162-163,
Abate L'Épée (El) y su discípulo sordomudo, 241
49
Aben Humeya, 50 Bandera negra, 221-222
Acertar errando, 10 Bárbara Blomberg, 10,107,125-128, 241
Adel el Zegrí, 10,107,141-142 Barón de Trenk (El), 49, 53, 55
Adolfo, 10 Batuecas (Las), 218
Aguador de París (El), 49 Birrao di Preston (II), 176
Al César lo que es del César, 221 Borrascas del corazón, 222-223
Alfonso Munio, 226-227 Bosque peligroso (El), 53
Alfredo, 10, 77, 84-88,149,153, 249, 253 Brancanelo el herrero, 174
Amante jorobado (El), 10,17-18 Bruja de Lanjatón (La) o Una boda en el
Amante prestado (El), 10, 22 infierno, 223
Amantes (Los), 104 Bruno el tejedor, 175, 202
Amantes de Teruel (Los), 10, 60, 97, 102- Buen maestro es el amor o la niña boba, 10,
107, 118, 120, 152, 160, 161, 209, 234, 25
250 Burlador de Sevilla (El), 183,184,190,191,
Amantes desgraciados (Los), 53 193
Amantes y celosos todos son locos, 10, 25
Amar desconfiando o La soltera suspicaz, 41- Caballero de las espuelas de oro (El), 229
42, 244 Cabeza de bronce (La) o El desertor húngaro,
Amigo íntimo (El), 10, 21-22 10,14-15, 49, 53
Amor e intriga, 96 Cada cual con su razón, 203-204
Amor venga sus agravios, 159-160 Calentura (La), 205
Angelo, 10, 88 Cambio de diligencia (El), 10
Anillo de Giges (El), 30,174 Capas (Las), 10, 20, 21
Antonio Pérez y Felipe II, 10,107, 111-115, Cárceles de Lemberg (Las), 49, 53
118 Carlos II el hechizado, 10,107,115-118,120,
Antony, 78, 97 122,160

273
274 ÍNDICE DE OBRAS

Casamiento por convicción (El), 22 Don Frutos en Belchite, 230


Cásate por interés y me lo dirás después, 215- Don Gil de las calzas verdes, 17
216 Don Giovanni o la punizione del dissoluto,
Castillo de San Alberto (El), 10,13 183
Catherine Howard, 152 Don Giovanni ossia il dissoluto punito, 183
Cecilia la cieguecita, 213 Don Jaime el Conquistador, 10, 107, 109,
Celos infundados (Los) o El marido en la chi- 126,128-130
menea, 42-43 Don Juan de Maraña o Caída de un ángel,
Cerdán, justicia de Aragón, 213-214 183
Cid (El), 51 Don Juan de Maraña y sor Marta, 183
Cierto por lo dudoso (Lo), 25 Don Juan ou le Festín de Fierre, 183
Citas (Las), 10, 20-21 Don ]uan Tenorio, 8, 53, 54, 60, 73, 138,
Compositor (El) y la extranjera, 10,15-16 153,169,177,182-193,196,224, 244,255
Conde don Julián (El), 10,163 Don Trifón o Todo por el dinero, 231
Conjuración de Venecia (La), 8, 9, 46, 48-51, Doña María de Molina, 10, 107, 119, 122-
52,53, 54, 55-56, 57-59, 60, 61, 62-64, 69, 125,126,141
73, 75, 89, 107, 184, 236, 244, 247, 249, Doña Mentía, 10,160-162
250, 253 Dos validos y castillos en el aire, 220
Consuelo, 231 Dos virreyes (Los), 204
Contigo pan y cebolla, 10, 38-40, 241 Duque de Pentiebre (El), 49, 53, 55, 56
Convitato di pietra (II), 183 Duque de Viseo (El), 53
Coauetismo y presunción, 10, 31-34, 39
Corte del Buen Retiro (La), 10, 22,107-111, Edipo, 10, 50, 51
126,128,140, 210, 211, 250 Editor responsable (El), 216
Cromwell, 107,110 Eduardo en Escocia, 51
Cuarto de hora (El), 214-215 Elena, 64-69, 75, 86, 87,104,117, 118,142
Elina (La), 53
Dama duende (La), 176 Elvira de Albornoz, 10, 97, 98-99
Delincuente honrado (El), 48, 52-53, 57 Encubierto de Valencia (El), 206-207
Desconfianza y travesura o Ala zorra candi- Enfermo de aprensión, 10
lazos, 10,19 Enterrada en vida (La), 49, 53, 55, 56
Desdén con el desdén (El), 10, 25 Escenas andaluzas, 143
Desengaño de un sueño (El), 240 Escenas matritenses, 143
Detrás de la cruz, el diablo, 221 Español en Venecia (El) o La cabeza encan-
Día más feliz de la vida (El), 10, 21 tada, 214
Diablo cojudo (El), 220 Español más amante (El), 69
Diablo predicador (El), 9, 25 Españoles pintados por sí mismos (Los), 143
Diablo verde (El), 10, 249 Españoles sobre todo, 175-176
Domino noir (Le), 22 Estrella de Sevilla (La), 26
Don Alvaro de Luna, 210, 242 Expiación (La), 9,12-13, 51
Don Alvaro o la fuerza del sino, 10, 26, 54,
60, 62, 67, 77, 78-84, 88, 89, 91, 95,105, Felipe, 10,15
107, 113, 122, 136, 139, 146, 147, 236, Felipe II, 10, 97, 99-101,108,112, 252
248, 250, 251, 252 Festin de Fierre (Le), 183
Don Dieguito, 39, 221 Festín de Fierre (Le) ou le Fus criminel, 183
Don Fernando el emplazado, 10, 107, 118- Flaquezas ministeriales, 165
122,142, 236, 245 Fray Luis de León o El siglo y el claustro, 10,
Don Francisco de Quevedo, 228-229 107,139-141
ÍNDICE DE OBRAS 275

García del Castañar, 25 Margarita de Strafford, 53


Gastrónomo sin dinero (El) o Un día en Vista Mari-Hernández la gallega, 25
Alegre, 10,19 Marido de mi mujer (El), 10,19
Gran Capitán (El), 212-213 Marido joven y mujer vieja, 10, 22
Guantes amarillos (Los), 245 Marta la Romarantina, 29,174
Guzmán el Bueno, 212 Máscara reconciliadora (La), 10,18
Mayor contrario amigo (El), 25
Hechizado por fuerza (El), 10 Me voy de Madrid, 10,149-150
Hernani, 10, 47, 78, 97 Médico a palos (El), 10
Herrerías de Maremma (Las), 49, 51, 53, 55 Medidas extraordinarias o Los parientes de
Héroe por fuerza (El), 176 mi mujer, 199
Hijas de Gradan Ramírez (Las), 10,102 Menestrales (Los), 23
Hijos de Euardo (Los), 10,14 Mi tío el jorobado, 10,18
Hombre de la selva negra (El), 14 Miguel y Cristina, 10
Hombre de mundo (El), 219, 221, 223-225, Minas de Polonia (Las), 53
231 Molino de Guadalajara (El), 204-205
Hombre gordo (El), 10,18 Montañés Juan Pascual, primer asistente de
Hombre pacífico (El), 157 Sevilla (El), 141
Hormesinda, 28 Morisca de Alajuar (La), 214
Moscovita sensible (La), 49, 53
Incertidumbre y amor, 10, 95-96 Muérete y ¡verás!, 10, 25, 107, 118, 142,
Indulgencia par todos, 39 152-155, 245, 255
Inconsolables, 152
Inocente sangre (La), 119 Niña en casa (La) y la madre en la máscara,
10
Jocó (El) o el orangutang, 10,16 No ganamos para sustos, 168, 241
Juan Lorenzo, 206 No hay plazo que no se cumpla ni deuda que
Juana la Rabicortona, 10, 29 no se pague o El convidado de piedra, 183
Jura en Santa Gadea (La), 209 No más mostrador, 10, 22-23
No más muchachos solteros o El solterón y la
Kabale und Liebe (Luisa Miller), 95 niña, 10,19-20
Nouveau Festín de Fierre (Le) ou l'athéefou-
Lealtad de una mujer y aventuras de una droyé, 183
noche, 204 Novia de Mesina (La), 78
Legado (El) o El amante singular, 10, 22
Leñador escocés (El), 10,14, 49, 51, 53 Oliva (La) y el laurel, 205-206
¡Lo que puede un empleo!, 146 Óscar hijo de Osián, 51, 53
Lucrecia Borgia, 10, 88, 98, 218 Ótelo, 51
Otra casa con dos puertas, 176
Macías, 10, 54, 57, 69-77, 81, 89, 90, 91,
102,103,104,105,107, 253 Paje (El), 10,107,130-134,135
Madrastra (La), 42 Pastelero de Madrigal (El), 194
Madre de Pelayo (La), 209-210 Pata de cabra (La), 9, 28-31, 33
Mágico de Salerno (El), 29, 30 Pata de carnero (la), 29
Marcela o ¿a cuál de loo tres?, 8,10, 28, 34- Pelayo, 51
38, 40,143 Pelo de la dehesa (El), 24,145,169,175,197-
Margarita de Borgoña (La Tour de Nesle), 202, 230, 231
10, 97,130 Peiimetra (La), 28
276 ÍNDICE DE OBRAS

Pied de mouton (Le), 29 También los muertos se vengan, 210


Pilluelo de París (El), 10,16 Tasso (El), 10
Pluma prodigiosa (La), 218 Terremoto de la Martinica (El), 176
Pobre pretendiente (El), 10, 21 Thérése ou l'orpheline de Genéve, 11
Poeta (El) y la beneficiada, 156 Todo es farsa en este mundo, 146-149
Polvos de la madre Celestina (Los), 217-218 Todo lo vence el amor o La pata de cabra, 29
Porfiar hasta morir, 69, 71 Toros y cañas, 219
Primero yo, 209 Traidor, inconfeso y mártir, Y77, 193-197,
Primeros amores (Los), 9,17 239, 241
Pro y el contra (El), 157 Travesuras de juana (Las), 169, 170-173,
Prudencia en la mujer (La), 123 179
Puñal del godo (El), 205 Treinta años o La vida de un jugador
(Beverly), 10,15, 69
Qué dirán (El) y el qué se me da a mí, 165- Trovador (El), 9, 88-95, 97, 103, 107, 110,
166 130,131,134,135, 203, 208, 243, 250
Que son mujeres (Lo), 25
Quien ama no haga fieros, 25 Un amigo en candelero, 216-217
¿Quién es ella?, 229-230 Un día de campo o El tutor y el amante, 166-
Quiero ser cómico, 10 167
Un monarca y su privado, 211-212
Redacción de un periódico (La), 150-151 Un novio para la niña, 145-146
Redoma encantada (La), 217, 218 Un paseo a Bedlam, 10,19
Retascón, barbero y comadrón, 10, 20, 242- Un tercero en discordia, 143-145, 241, 244
243 ¡Una vieja!, 167
Rey monje (El), 10,107,134-139
Rey valiente y justiciero y ricohombre e Valeria o La cieguecita de Olbruck, 51
Alcalá, 25 Valle del torrente (El) o el huérfano y el ase-
Roberto Dillon, 51 sino, 49
Rueda de la fortuna (La), 173-174,175,177, 24 de febrero (El), 77-78, 86
201, 219 Vellido Dolfos, 10,163-164
Venganza en el sepulcro (La), 183,186
Saúl, 227-228 Vida es sueño (La), 25, 218
Secretario y el cocinero (El), 10 Vieja del el candilejo (La), 107,141,177
Segunda dama duende (La), 22 Vuelta a casa (La), 85
Sí de las niñas (El), 10, 28, 38, 242, 243
Si no vieran las mujeres, 25 Zapatero (El) y el rey, 153, 177-182, 228,
Simón Bocanegra, 92, 207-209 253, 254
Sociedad sin máscara (La), 37 Zeidar o La familia árabe, 51
Solaces de un prisionero, 214
ESTE LIBRO
SE TERMINÓ DE IMPRIMIR
EL DÍA 23 DE MARZO DE 2001.
Esta historia del teatro español en la época romántica abarca
el estudio de las obras escritas o representadas en las décadas
1830-1849 ya que es en ese periodo en el que se produce, a juicio
del autor, el pleno florecimiento romántico, con el inicio de
la comedia en el año 1831 (Marcela) y del drama en 1834
(La conjuración de Venecia). Además es 1844 el año del estreno
de Don Juan Tenorio, síntesis de los temas y problemas que plantea
el romanticismo español. El autor se ha limitado al análisis de
las obras escritas en verso y ha excluido por tanto el teatro musical,
que daría lugar a otro libro, así como el teatro de títeres, de sombras
o el de representaciones circenses.
Dividida en ocho capítulos, la obra se completa con trozos
de reseñas, un material imprescindible para un mejor y más profundo
conocimiento de la recepción de las obras en el momento de
su estreno o de las primeras representaciones.

LITERATURA Y SOCIEDAD

Ermanno Caldera ha sido catedrático de Lengua y Literatura


Española en la Universidad de Genova. Crítico literario de fama internacional,
es especialista en el romanticismo. Fundó y ha dirigido el Centro
Internacional de Estudios sobre el Romanticismo Hispánico, del cual ahora
es Presidente honorario.
A través de sus análisis, Caldera pretende poner de relieve la peculiar
ubicación del romanticismo español en el contexto europeo y resaltar
los aspectos que más típicamente le caracterizan: sobre todo, la angustia
existencial y el sentimiento agobiante del tiempo. Las obras en las que analiza
estos temas abarcan más de cincuenta títulos, entre artículos, ediciones
—Don Alvaro—, historias —// dramma romántico in Spagna, La commedia
romántica in Spagna, El teatro en el siglo xix (1808-1844)— y estudios teóricos
—Prími manifesti del romanticismo spagnolo—.

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