¡A Mí No Me Engañan Las Hormigas!

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 La historia de la literatura china es un eterno retorno a los orígenes, a la

naturaleza y a la tradición como fuente de juventud y reaseguro de la memoria del


pueblo chino, el cual tomó a la poesía como género por excelencia. En el siglo XVI
por primera vez se le asignó a la narrativa carácter literario. Un signo definitivo de
ese cambio fue la publicación de la novela Mono de Wu Ch’eng-en (1505-1580).
Este cuento ha sido tomadode la Antología de la Literatura Fantástica, de Jorge
Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo. Editorial Sudamericana, Buenos
Aires, 1965.

¡A mí no me engañan
las hormigas!
Mark Twain

M e parece que se cometen extrañas exageraciones cuando se habla


de la inteligencia de las hormigas. Durante varios veranos me pasé
observándolas un tiempo que hubiera podido emplear mejor. Pero ja-
más encontré una hormiga que, viva, pareciera más inteligente que muer-
ta. Me refiero a las hormigas comunes y corrientes; no conozco las mara-
villosas hormigas suizas o africanas que celebran elecciones, tienen ejér-
citos disciplinados, tienen esclavos y discuten de religión. Esas hormigas
serán tal como las pintan los naturalistas, no digo que no; de lo que estoy
convencido es de que las otras, las hormigas que todos conocemos, son
unas simuladoras. Estoy de acuerdo, claro, en que son trabajadoras; tra-
bajan como nadie... cuando alguien las mira. Pero esa testarudez que
tienen para el trabajo, me parece a mí un defecto.
Sale una hormiga en busca de provisiones y las encuentra. ¿Y qué hace?
¿Se la lleva a su casa? No. La hormiga no sabe adónde está su casa. Puede

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ser que esté a un metro de allí, no importa. La hormiga es incapaz de
encontrarla.
El trofeo que encuentra una hormiga suele ser algo completamente
inservible para ella y para cualquiera y es, por lo general, siete veces más
grande de lo conveniente. Además la hormiga se las arregla para agarrar-
lo en la forma más incómoda posible: lo levanta del suelo y se va, no
hacia el hormiguero sino en dirección contraria; nunca tranquila e inteli-
gentemente, sino con un apuro loco. Si en el camino encuentra una pie-
dra, en vez de pasarle por el costado, le pasa por encima, retrocediendo
y arrastrando el botín; cae del otro lado, se levanta llena de furia y de
polvo, se sacude, se humedece las patas de adelante, aprieta ferozmente
la presa entre las mandíbulas, tirando unas veces para acá otras veces
para allá, empujándola a veces y a veces arrastrándola; se pone más y más
nerviosa; levanta por fin la presa y sale disparando, no en la dirección
que llevaba sino en alguna otra.
A la media hora de andar dando vueltas, se detiene a unos quince
centímetros de donde partió; suelta la carga, se limpia la cabeza, se frota
las patas, reanuda la marcha a la ventura, con el apuro de siempre. A
fuerza de andar en zig-zag, con lo cual consigue correr mucho y no salir
del mismo sitio, tropieza con el trofeo que había dejado abandonado.
Como de eso no se acuerda, cree que es un hallazgo; mira a su alrededor
para ver qué camino no la va a llevar al hormiguero; carga otra vez con el
botín y emprende la marcha en la que se va a encontrar con contratiem-
pos parecidos a los de la carrera anterior.
Por fin se para a descansar. Llega otra hormiga a la que sin duda le
parece que la pata de una langosta muerta hace un año es una estupenda
pichincha y decide ayudar a la primera hormiga a llevarla al hormiguero.
Cada una agarra una punta y tira para su lado. Después descansan y cam-
bian ideas. Están de acuerdo en que la cosa no anda bien pero no entien-
den por qué así que cada una acusa a la otra de hacer lío. Se pelean. Se
atacan; se muerden una a la otra; ruedan juntas por el polvo hasta que
una de las dos pierde una pata o una antena y se va a Reparaciones. Se

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reconcilian y vuelven al trabajo. Lo hacen tan mal como antes, tirando
cada una para su lado pero la mutilada está en inferioridad de condicio-
nes de modo que la sana la arrastra junto con la presa.
La pata de la langosta queda por fin abandonada más o menos en el
mismo sitio en el que la encontraron. Las hormigas la observan con cui-
dado y convienen en que si bien se mira, no sirve para nada y cada una se
va para su lado a buscar otra cosa pesada para divertirse cargándola, e
inservible para tentarla.
Justo hoy vi a una hormiga haciendo todo eso. Llevaba una araña
muerta que pesaba diez veces más que ella y a la cual acabó por dejar
tirada para que cualquier otra hormiga igualmente sonsa pudiera lle-
vársela. Medí la distancia recorrida por la muy bruta y concluí que lo
que ella había hecho en veinte minutos equivalía al trabajo que haría
un hombre en atar juntos dos caballos que pesan 350 kilos cada uno,
echárselos a la espalda, recorrer medio kilómetro en un campo lleno
de piedras de dos metros de altura pasándoles por encima y no por el
costado; tirarse por un precipicio como el del Niágara más tres cam-
panarios; y para al fin dejar los dos caballos en donde cualquiera pu-
diera llevárselos, e irse tranquilamente a otra parte.
Según la ciencia, es mentira que las hormigas guarden provisiones para
el invierno. La hormiga es una hipócrita: trabaja solamente cuando la
miran y si el que la mira parece aficionado a la naturaleza y dispuesto a
tomar notas. La hormiga es incapaz de rodear un tronco sin desorientar-
se y perder el camino al hormiguero, cosa que es signo de idiotez. El
trabajo ostentoso que hace es pura soberbia. Nunca termina bien una
tarea.

Cosa extraña e incomprensible es que una mentirosa tan notoria como


la hormiga haya engañado a las gentes de tantos países durante tantos
años, sin que nunca nadie le descubriera el juego.

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 Este cuento se encontró en un sitio de internet llamado The Online Books
Page y forma parte de un libro cuyo título es A tramp abroad (Un vagabundo
en el extranjero). La versión española del cuento es de Angélica Gorodischer.
Mark TTwain
wain
wain, muy conocido por Las aventuras de Tom Sawyer y Las Aventuras
de Huckleberry Finn, y cuya lectura siempre se recomienda a los jóvenes, nació
en Florida (Estados Unidos) en 1935 y murió en Nueva York en 1910.

La intrusa
Pedro Orgambide

E lla tuvo la culpa, señor juez. Hasta entonces, el día que llegó,
nadie se quejó de mi conducta. Puedo decirlo con la frente bien
alta. Yo era el primero en llegar a la oficina y el último en irme. Mi escri-
torio era el más limpio de todos. Jamás me olvidé de cubrir la máquina
de calcular, por ejemplo, o de planchar con mis propias manos el papel
carbónico. En cuanto a esa, me pareció sospechosa desde el primer mo-
mento. Vino con tantas ínfulas a la oficina. Además, ¡que exageración!,
recibirla con un discurso, como si fuera una princesa. Yo seguí trabajan-
do como si nada pasara. Los otros se deshacían de elogios. Alguno, des-
lumbrado, se atrevía a rozarla con la mano. ¿Cree usted que yo me inmuté
por eso, señor juez? No. Tengo mis principios y no los voy a cambiar de un
día para el otro. Pero hay cosas que me colman la medida. La intrusa, poco
a poco me fue invadiendo. Comencé a perder el apetito. Mi mujer me com-
pró un tónico, pero sin resultado. ¡Si hasta se me caía el pelo, señor, y
soñaba con ella! Todo lo soporté, todo. Menos lo de ayer. “González –me
dijo el gerente–, lamento decirle que la empresa ha decidido prescindir de
sus servicios”. Veinte años, señor juez, veinte años tirados a la basura. Supe
que ella fue con la alcahuetería. Y yo, que nunca dije una mala palabra, la

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