Espiritualidad Del Trabajo
Espiritualidad Del Trabajo
Espiritualidad Del Trabajo
Los españoles tenemos fama de poco amigos del trabajo. Kant reflexionó en dos escritos —Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y
lo sublime (1764) y Antropología en sentido pragmático (1798)— sobre los caracteres nacionales. En ambos casos coincide en afirmar que
el español se enorgullece de no tener que trabajar. Y Fernando Díaz-Plaja, en su libro El español y los siete pecados capitales, dedica una
treintena de páginas al vicio nacional de la pereza. A pesar de ello, me parece que el proceso de modernización vivido por nuestro pais en las
últimas décadas ha generalizado entre nosotros hábitos de trabajo bastante semejantes a los de cualquier otro país de nuestro entorno. Otra
cosa muy distinta es, sin embargo, que los creyentes hayamos acertado a integrar el trabajo cotidiano en nuestra vida cristiana. Según un
estudio reciente, «sólo un 31% de los españoles están de acuerdo con que cumplir bien con el trabajo es una obligación religiosa»’. Por lo
tanto, fomentar en los cristianos españoles la espiritualidad del trabajo aparece ante nosotros como una tarea pastoral urgente.
Como es sabido, la civilización greco-romana manifestó muy poco aprecio hacia el trabajo, especialmente cuando se trataba de trabajo
manual. Platón consideraba que la producción de riquezas era una ocupación inferior para los seres humanos, tarea propia de esclavos y
siervos; el hombre libre debe dedicarse a cultivar su espíritu. También Aristóteles pensaba que «la persona que vive una vida de trabajo
manual o de jornalero no puede entregarse a las ocupaciones en que se ejercita la bondad» 3. «La felicidad perfecta consiste en el ocio». Es
verdad que los estoicos revalorizaron algo el trabajo, pero a pesar de ello observamos en Cicerón el más aristocrático desprecio hacia
cualquier trabajo manual.
La verdadera revalorización del trabajo llegó con el cristianismo. No podía ser de otra forma, teniendo en cuenta que «aquel que,
siendo Dios, se hizo semejante a nosotros en todo, dedicó la mayor parte de su vida terrena al trabajo manual junto al banco de carpintero.
Esta circunstancia constituye por sí sola el más elocuente ‘Evangelio del trabajo’».
Por eso la Iglesia de los tiempos apostólicos manifestó hacia el trabajo una estima desconocida hasta entonces. «Si alguno no quiere
trabajar —decía rotundamente san Pablo—, que tampoco coma» (2 Tes 3,10). Sin embargo, poco a poco, el influjo de Platón hizo que au-
mentara la cotización de la vida contemplativa a costa de la activa. De hecho, el trabajo y la profesión encontraron sólo una atención
marginal en la obra de los Santos Padres. Y en la Imitación de Cristo, que ejerció un influjo inmenso sobre la espiritualidad cristiana,
podemos leer: «Comer, beber, velar, dormir, reposar, TRABAJAR y estar sujeto a las demás necesidades que impone la naturaleza,
constituye en verdad una gran miseria y aflicción para el hombre piadoso, que quisiera de buena gana verse libre de todo esto» 7.
Naturalmente, no siempre fue tan negativa la actitud cristiana ante el trabajo. Procedentes de la Edad Media se conservan, por
ejemplo, numerosos sermones al status. En ellos se habla a los más diversos estados, empezando por los prelados, clérigos y monjes,
pasando por los nobles, caballeros y estudiantes de las universidades, hasta llegar a los labradores y artesanos, comerciantes, tratantes de
caballos y taberneros, sin excluir siquiera a las rameras y a los rateros. A todos les ponen ante los ojos sus pecados profesionales y les dan
consejos saludables tomados de la Escritura y de los Padres. A menudo llegan a proponer un modelo bíblico del ejercicio de la profesión.
Pero ha sido ya en nuestro siglo, especialmente durante los años veinte y treinta, cuando aparecieron distintas iniciativas orientadas a
promover la espiritualidad del trabajo. Pensemos —por mencionar sólo tres ejemplos— en Carlos de Foucauld y sus Fraternidades, el
cardenal Cardjin con la i~oc y José María Escrivá de Balaguer con el Opus Dei.
Ciertamente, no es necesario tener fe para encontrar sentido y dar densidad a la actividad profesional. Vamos a mencionar brevemente
algunos valores del trabajo que están al alcance de cualquier ser humano, creyente o no. Ante todo, el trabajo es —para quienes no están
incapacitados—la forma más digna de obtener el sustento cotidiano. Por eso no sería en absoluto suficiente un sistema de protección social
que garantizara a todos los ciudadanos un nivel de vida decoroso pero sin ofrecerles trabajo. Recordemos aquella canción del padrenuestro:
«Que nunca nos falte el trabajo, / que el pan es más pan / cuando ha habido esfuerzo».
Pero sería bien pobre trabajar únicamente por exigencias intestinales. El trabajo nos ofrece una ocasión privilegiada para servir a los
demás ofreciéndoles los bienes y servicios que somos capaces de producir. En las oficinas y en las fábricas, en los hospitales y en el campo,
se trabaja afanosamente para hacer del mundo un lugar cada vez más habitable.
De esta forma, el trabajo une a cada hombre con todos los demás. Unamuno hablaba del zapatero que había llegado a ser tan
insustituible para sus parroquianos «que tengan que echarle de menos cuando se les muera —se les muera, y no sólo se muera—, y piensen
ellos, sus parroquianos, que no debería haberse muerto».
Más allá de eso, el trabajo sirve también para hacer hombres. Recordemos una frase justamente famosa de Marx: «Todo lo que se
puede llamar historia universal no es otra cosa que la producción del hombre por el trabajo humano»’ 0. Esto ocurre en el doble sentido de
hominización y humanización. En primer lugar, podemos decir que, en el proceso de evolución de las especies, «nuestros peludos ante-
pasados» —como los llamaba Engels”— empezaron a ser hombres cuando tallaron algunas herramientas (por muy rudimentarias que fue -
ran) para trabajar. Se ha sostenido frecuentemente, en efecto, que la invención de la herramienta es lo que constituye el acta de nacimiento
del hombre. En segundo lugar, los hombres han ido creciendo en humanidad gracias al trabajo. Con pleno derecho, el hombre espera de su
trabajo no sólo «tener más», sino «ser mas».
Por último, el hombre trabajador proyecta su propia personalidad en sus obras. Como decía Pablo vi, «ya sea artista o artesano,
patrono, obrero o campesino, todo trabajador es un creador. Aplicándose a una materia que se le resiste, el trabajador le imprime un sello,
mientras que él adquiere tenacidad, ingenio y espíritu de invención»’.
Hasta aquí hemos hablado del valor humano del trabajo. Pero eso no basta. En el ritual romano encontramos fórmulas para bendecir la casa,
los campos, tierras de cultivo y terrenos de pasto, el taller, los instrumentos de trabajo, etc.’ La Iglesia ha querido recordamos así que el
trabajo no es una realidad exclusivamente profana y que necesitamos integrarlo en la «vida nueva» del cristiano.
También a nuestras actividades laborales se aplica lo que dice Pablo en 1 Cor 10,31: «Ya comáis, ya bebáis o hagáis cualquier otra
cosa, hacedlo todo para gloria de Dios». Eso es tanto como decir que el trabajo debe convertirse para el cristiano en culto divino. De hecho,
Puebla nos invita a «transformar nuestro trabajo y nuestra historia en gesto litúrgico» ~
En la Edad Media, cuando los maestros de las corporaciones donaban a la Iglesia una vidriera, querían que se representaran en ella
las técnicas de su oficio. Era una forma de hacer presente en el templo el trabajo humano. Como dijo muy bien Schillebeeckx, «celebramos
en el templo lo que se realiza fuera del templo, en la historia humana»
De hecho, la eucaristía es el marco más apropiado para que el hombre ofrezca a Dios el fruto de su trabajo. Con el pan y el vino —«fruto de
la tierra y del trabajo de los hombres»— ofrecemos en general todo lo que hemos obtenido con nuestro esfuerzo.
Vamos a estudiar a continuación en qué radica el valor cristiano del trabajo, aclarando de antemano que la fe no proporciona al
trabajo, como si fueran sumandos del mismo orden, nuevas motivaciones que podríamos añadir a las motivaciones recordadas hace un
momento. Las motivaciones cristianas no se sitúan junto a las motivaciones humanas, sino que se introducen en su interior para darles
mayor hondura y fuerza. Repasémoslas.
En la primera página de la Biblia encontramos ya una afirmación importante para nuestro tema. Me parece muy significativo que el relato
sacerdotal no desdeñe calificar el acto creador de Dios —aunque sólo sea de forma analógica— como trabajo que pide un descanso. Esto
entraña una diferencia fundamental con la cultura helenística: «El pensamiento griego —escribió Ratzinger— desconoce la idea de un Dios
creador y pone en su lugar un dios inferior, el demiurgo, quien configura la materia dándole forma. Dios mismo, por decirlo así, no se
ensucia las manos con el mundo. Con esto se corresponde la apreciación negativa del trabajo, característica de la Antigüedad: paralelamente
a los dioses, los hombres relegan también el trabajo en exclusiva a las clases sociales inferiores» ~
El autor sacerdotal, al afirmar que Dios hizo al hombre «a su imagen y semejanza» (Gn 1,26-27) y añadir inmediatamente el mandato
de dominar la obra creada (y. 28), está sugiriendo que ambas ideas están estrechamente relacionadas. De hecho, para los Padres antioque nos,
el hombre no es imagen de Dios por su razón ni por tener un alma inmortal —cualidades que también encontramos en los ángeles, y no por
ello dice el autor sagrado que éstos hayan sido creados a imagen de Dios—, sino por el dominio que ejerce sobre las criaturas mediante su
trabajo’. En la Biblia no es el hombre parado, sino el trabajador, quien aparece como imagen de Dios. Es un ~LLKpOKTíOT?7Ç (mikrok-
tístes = pequeño creador).
Si Dios descansó después de crear a la primera pareja humana, fue precisamente porque existía ya alguien capaz de continuar su
obra. En consecuencia, los bendijo diciendo: «Creced, multiplicaos, llenad la tierra y sometedla» (Gn 1,28). Con palabras poéticas dice Paul
Claudel: «Es preciso socorrer a esta creación que gime y que tiene necesidad de nosotros. Es preciso acudir en socorro de la humanidad ante
todo, pero también es necesario acudir en socorro del bosque, es necesario acudir en socorro de la zarza que quiere convertirse en rosal; es
necesario acudir en socorro del río caudaloso que nos ruega le impidamos desbordarse; es preciso acudir en socorro del pájaro y de la bestia
bruta».
Hemos dicho que mediante su trabajo el hombre continúa la obra creadora de Dios. Pero sería más exacto decir que por medio del
hombre es el mismo Dios quien «sigue todavía trabajando» (Jn 5,17). Eso se afirma expresamente del farmacéutico: «Hace mixturas. Así
nunca se acaban sus obras Lde Dios]» (Sir 38,7-8).
Así pues, el trabajador es un co-laborador de Dios. Externamente sólo vemos a un hombre trabajando. Pero es Dios —«la fuerza de
su fuerza» (cf. Ex 15,2; Sal 118,14; Is 12,2; 49,5)— quien hace posible su trabajo. Refiriéndose a Besalel, dice el libro del Exodo: «Le ha
llenado del espíritu de Dios, confiriéndole habilidad, pericia y experiencia en toda clase de trabajos, para concebir y realizar proyectos en
oro, plata y bronce, para labrar piedras de engaste, tallar la madera y ejecutar cualquier otra labor de artesanía» (Ex 35,31-33).
Con razón dice el salmista: «Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles» (Sal 127,1). Por eso rezamos en el Pa -
drenuestro: «Danos hoy nuestro pan de cada día» (Mt 6,11), que podríamos glosar de esta forma: «El pan que necesitamos cada día, dánosle
hoy bendiciendo nuestro trabajo». Leonardo da Vinci lo había entendido muy bien cuando oraba así: «Oh, Señor, Tú nos das los bienes y
nos pides a cambio la fatiga»’.
Hablemos, precisamente, de esa fatiga. La etimología de la palabra «trabajo» sugiere en casi todas las lenguas cierta penosidad. El griego
~róvoÇ (pónos) significa cansancio y padecimiento. Lo mismo ocurre con el labor latino, que deriva del verbo labo = tambalearse, vacilar.
En cuanto a la palabra castellana trabajo, deriva del sustantivo tripalium, una especie de cepo formado por tres palos que se utilizaba
antiguamente para sujetar las caballerías mientras las herraban, y que más tarde fue utilizado como instrumento de tortura.
¿Quién no ha oído que el trabajo es un castigo del pecado, porque dijo Dios: «comerás el pan con el sudor de tu frente» (Gn 3,19)?
Sin embargo, no es así. Según la tradición yahvista, tras crear al hombre, Dios lo tomó «y le dejó en el jardín del Edén, para que lo labrase y
lo cuidase» (Gn 2,15). El pecado vino después. También en el relato sacerdotal vimos que el encargo de dominar la tierra mediante el trabajo
tuvo lugar antes de cualquier pecado.
Lo que ocurrió como consecuencia del pecado fue un cambio en la condición del trabajo. Antes de la caída, el trabajo humano —
según Santo Tomás— no era penoso, sino todo lo contrario: «agradable, por ejercitar una capacidad natural»El. Después vino lo que vino:
«Maldito sea el suelo por tu causa: con fatiga sacarás de él el alimento todos los días de tu vida. Espinas y abrojos te producirá, y comerás el
pan con el sudor de tu frente» (Gn 3,17-18). Naturalmente, la penosidad del trabajo no es un castigo introducido desde fuera por la voluntad
de Dios, sino un desorden introducido libremente por aquel a quien Dios había entregado el mundo para que lo dominara.
Hoy, el símbolo de la penosidad del trabajo que eligió la Biblia —las espinas y los abrojos— nos parece un mal mínimo. A lo largo
de la historia, el pecado de los hombres ha seguido añadiendo nuevas penosidades al trabajo, de forma que Pío xi constató. «De las fábricas
sale ennoblecida la materia inerte, pero los hombres se corrompen y se hacen más viles».
Sin embargo, «lo que es natural al hombre ni se le añade ni se le retira por el pecado». Debido a ello, aun después del pecado, el
trabajo conserva las funciones que le son propias. De ahí el gozo en el trabajo cuando el hombre ve que, trabajando, comunica a las cosas
algo de sí, de su inteligencia, de su voluntad, de su afecto, de su personalidad, y de esta forma las cosas alcanzan valor humano.
El trabajo del que hemos venido hablando hasta aquí es una realidad vinculada a nuestra existencia terrena. ¿Tendrá también algún signi -
ficado más allá de la muerte? El Apocalipsis (14,13) consuela a los muertos que mueren en el Señor, diciendo que «sus obras los acom-
pañan». ¿Cómo debemos entender esta frase: en sentido subjetivo, como mérito del que ha obrado, o más bien en algún sentido también
objetivo?
Es una pregunta que Rondet planteé hace ya cuarenta años en un célebre artículo: «¿Se impone el pensar que de todas las obras del
hombre no quedará más que la caridad que haya presidido su realización? ¿Y qué sería de un Branly resucitado con el mismo cuerpo,
idéntico al cuerpo de carne que tuvo en nuestra tierra y sin relación alguna con el invento que ha hecho su gloria? ¿Qué de un pintor
cristiano sin su obra; de un músico o de un poeta sin sus sinfonías o sin sus epopeyas?» Y respondía: «Si hemos de decir la verdad, ante
semejante cuestión no podemos sino balbucir. Es inútil que pretendamos representamos lo que será el universo resucitado ~...], pero, sin
caer por ello en no sé qué mesianismo terreno y camal, afirmamos que es el trabajo humano mismo, desde el del más humilde obrero hasta
el del más genial inventor, lo que adquiere un valor de eternidad».
Esa convicción, que Rondet sugería con tanta prudencia, fue después ratificada por el Concilio Vaticano II: «Todos los frutos
excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo, después de haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y de acuerdo con su
mandato, volveremos a encontrarlos limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados, cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y
universal» (Gaudium etSpes, 39 ~). Ésta es, sin duda, una buena noticia: ¡Estamos trabajando para la eternidad!
La cuestión de si el trabajo tendrá algún significado después de la muerte admite todavía un planteamiento más audaz: ¿habrá
también trabajo en la nueva tierra? Naturalmente, teniendo en cuenta que «nunca el ojo vio, ni el oído oyó, ni hombre alguno ha imaginado
lo que Dios ha preparado para los que le aman» (1 Cor 2,9), es arriesgado decir que trabajaremos en la otra vida. Pero no es menos
arriesgado designarla como «el descanso eterno». Ya Montesquieu se lamentaba de ello: «Se debería haber incluido la ociosidad continuada
entre las penas del infierno; me parece que, por el contrario, se la ha puesto entre las alegrías del paraíso».
Pierre Benoit, mirada la cosa desde la Sagrada Escritura, responde afirmativamente a nuestra pregunta: «El trabajo, ley normal del
hombre, se proseguirá en la vida eterna, pero volver a ser lo que era antes de la caída: servicio alegre y sin sujeción». No hace falta aclarar
—supongo— que estamos empleando un lenguaje analógico.
Si trabajamos para la eternidad, es necesario que «cada cual vea cómo construye. [...] Uno puede construir con oro, plata, piedras preciosas,
o bien con heno y paja. [...j La calidad de la obra de cada cual, la probará el fuego. Si la obra de uno resiste, recibirá la recompensa» (1 Cor
3, 12-14).
En el pasado era frecuente poner el valor del trabajo en realidades ajenas a él mismo: la obtención del sustento cotidiano, la ascesis,
la posibilidad de dar limosnas, etc. Por todo lo que hemos dicho hasta aquí, parece claro que el trabajo tiene valor por sí mismo. Y valor para
la eternidad. Por tanto, el ejercicio de una profesión «ya no es, ante todo, una disciplina, una perfección del hombre de la que el trabajo no
sería más que la ocasión: es, ante todo, la producción de una obra»
Pero, naturalmente, no de cualquier obra. Recordemos un conocido diálogo de las Novelas Ejemplares de Cervantes:
Pues bien, no. Para que el trabajo sea santificador no basta la intención del trabajador; por ejemplo, que cumpla escrupulosamente
sus obligaciones, intente revestirse de los sentimientos subjetivos de Cristo en Nazaret y dé limosnas con la remuneración obtenida. Hace
falta que la obra misma tenga valor. Existen, por lo tanto, preguntas ineludibles: ¿A quién sirvo yo con este trabajo? ¿En qué forma el
trabajo que yo hago contribuye a consolidar una situación social de tipo más o menos injusto? ¿Cuáles son los intereses de clase, intereses
de grupo, que se benefician de mi actividad profesional?
Por desgracia, para la mayoría de los hombres el trabajo es tan sólo una venta de su esfuerzo a cambio de un salario, e importa muy
poco en qué se emplee ese esfuerzo. De acuerdo con la mentalidad corriente, es posible tener un «buen» trabajo en una fábrica de armas y
un «mal» trabajo en una organización benéfica. Diversos estudios sociológicos lo han puesto de manifiesto sin dejar lugar a dudas: el 78%
de los adultos españoles valoran que el trabajo esté bien remunerado, pero sólo el 39% valora que sea útil a la sociedad. No sólo es éste un
porcentaje muy bajo, sino que además parece ir descendiendo (diez anos atrás era el 44%)».
Necesitaríamos recuperar el discernimiento del pasado, que prohibía a los cristianos determinadas profesiones que aparecían como
incompatibles con la vocación cristiana. De hecho, para el cristiano el ejercicio de una profesión es una vocación particular en la que se
concreta la vocación común al seguimiento de Cristo.
Hoy es convicción común, en efecto, que la palabra «vocación» no puede reservarse únicamente para el sacerdocio o la vida religiosa,
como si todos los demás fueran no-llamados. De hecho, en la Biblia los conceptos de «misión» o «vocación» no se aplican sólo al profeta o
al sacerdote, sino también, por ejemplo, al maestro de obras del tabernáculo (Ex 3 1,2-5) o al médico (Sir 38,2.4).
Lutero, en su traducción de la Biblia, empleó por dos veces (en Sir 11,20 y 1 Cor 7,2Oss.) la palabra Beruf (vocación) para referirse
al trabajo. Hoy sabemos —y los mismos protestantes empiezan a admitirlo- que no fue Lutero el primero en hacerlo, pero sin duda le cabe el
honor de haber vinculado con fuerza el trabajo profano con una llamada de Dios.
Si es Dios quien llama al ejercicio de una profesión determinada, es muy importante disponer de algunos criterios para descubrir esa
llamada».
En primer lugar, será necesario considerar las exigencias del bien común, al cual todos debemos colaborar.
En segundo lugar, las disposiciones, talentos y capacidades del individuo fijan los límites dentro de los que es posible elegir el
trabajo profesional. Parece claro que Dios no puede llamar a un trabajo sin damos las cualidades necesarias para desempeñarlo.
También puede ser conveniente tener en cuenta la inclinación interna —bien sea innata o adquirida— hacia algún determinado
trabajo profesional. Pero esto no siempre es indicio de vocación. En la Biblia encontramos casos en los que la vocación divina se impone a
los deseos de los individuos.
Pero, por encima de todo eso, el cristiano debe saber que «es guiado por el Espíritu de Dios» (Rm 8,14) también en la elección del
trabajo profesional. Por eso es necesario aplicar a dicha elección las normas clásicas de discernimiento de espíritus>.