Los Grados de La Humildad y Del Orgullo PDF

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LOS GRADOS DE LA HUMILDAD Y DEL ORGULLO

SAN BERNARDO

RETRACTACIÓN

Ya había redactado casi la mitad de este tratado cuando se me ocurrió confirmar y corroborar
una afirmación, citando aquel pasaje el Evangelio en el que el Señor confiesa su ignorancia
sobre el día del juicio. Y cometí una imprudencia; pues luego caí en la cuenta de que el
Evangelio no se expresa así. El texto dice tan sólo: Ni el Hijo lo sabe. Yo, en cambio,
autosugenstionado y sin intención de presionar, no recordaba la expresión exacta, sino sólo
el sentido; por eso escribí: Ni el Hijo del hombre lo sabe.

Al comenzar la siguiente discusión, traté de probar su autenticidad, partiendo de una


afirmación en contra de la verdad. Pero, como no me dí cuenta de este error hasta mucho
después de haber dado el libro a publicidad y de haber sido transcrito por muchas personas,
no he encontrado más solución que hacer esta retractación; dado que, por estar esparcido en
tantos manuscritos, no me ha sido posible atajar dicho error.

En otra ocasión manifesté una opinión sobre los serafines, que nunca he oído ni leído.
Advierta el lector la prudencia del autor, que se expresa diciendo: "pienso". No quería
proponer más que una simple opinión de aquello cuya veracidad no he podido demostrar en
la Escritura.

En fin, incluso puede discutirse la oportunidad del título, "Sobre los grados de humildad",
dado que describo más los grados de soberbia. Aquí cargarán las tintas los menos inteligentes
o los que hacen caso omiso a los motivos del título. Al final del tratado intento fustificarlo
muy escuetamente.

PREFACIO

Me pediste, hermanos Godofredo, que te pusiese por escrito y con relativa extensión lo que
prediqué a los hermanos sobre los grados de humildad. He intentado satisfacer tu ruego como
se merece, aunque con temor de no poder realizarlo. Te confieso que nunca se apartaba de
mi mente el conseje del Evangelio. no me atrevía a comenzar sin detenerme a pesar si contaba
con medios para llevarlo a cabo.

Y cuando la caridad ya había arrojado lejos este temor de no poder rematar la obra, me
invadió otro de signo contrario. En caso de terminar, me acecharía el peligro de la vanagloria,
peligro mucho más grave que el mismo desprecio de no acabarlo. Por eso, entre el temor y
la caridad, como perplejo ante dos caminos, estuve dudando largo tiempo sobre cuál de ellos
debería tomar. Me temía que, si hablaba útilmente de humildad, podría dar la sensación de
no ser humilde; y que, si callaba por humildad, podría ser tachado de inútil.

No me fiaba de ninguno de estos dos caminos, pero me veía obligado a tomar uno. Me
pareció mejor compartir contigo el fruto de mis palabras que permanecer seguro, yo solo, en
el puerto de mi silencio. Confío que, si por casualidad digo alogo que te agrade, tu oración
conseguirá que no me envnezca de ello. Y si, por el contrario -lo que parece más normal-, no
llego a redactar algo digno de tu talento, entonces ya no tendré motivo alguno par
ensoberbecerme.

VENTAJAS QUE REPORTAN LOS GRADOS ASCENDENTES

Capítulo 1

Antes de empezar a hablar de los grados de humildad que propone San Benito, no para
enumerarlos, sino para subirlos, quiero mostrarte, si puedo, adónde nos llevan. Así, conocido
de antemano el fruto que no espera a la llegada, no nos abrumará el trabajo de la subida.

Cuando el Señor dice: Yo soy el camino, la verdad y la vida, nos declara el esfuerzo del
camino y el premio sl esfuerzo. A la humildad se le llama camino que lleva a la verdad. La
humildad es el esfuerzo; la verdad, el premio al esfuerzo. ¿Por qué sabes?, dirás tú, que este
pasaje se refiere a la humildad, siendo así que dijo de un modo indefinido: Yo soy el camino?
Escúchalo más concretamente: Aprended de mi, que soy manso y humilde de corazón.

Se propone como ejemplo de humildad y como modelo de mansedumbre. Si lo imitas,


no andas en tinieblas, sino que tendrás la luz de la vida. Y ¿qué es la luz de la vida sino la
verdad? La verdad ilumina a todo hombre que viene a este mundo; indica dónde está la vida
vedadera. Po eso, al decir: Yo soy el camino y la verdad, añadió: y la vida. Como si dijera:
Yo soy el camino, que llevo a la verdad; yo soy la verdad, que prometo la vida; yo soy la
vida, y la doy; pues dice él mismo: Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, único Dios
verdadero, y a tu enviado Jesucristo.

Mas si tú dices: "Veo perfectamente el camino, la humildad; deseo el fruto, la verdad; mas,
¿qué haré si el esfuerzo del camino es tan pesado que no puedo llegar al premio deseado?"
El te responde: Yo soy la vida, el viático de donde sacarás energías para el camino.

El Señor grita a los extraviados y a quienes ignoran el camino: Yo soy el camino; a los
que dudan y a quines no creen: Yo soy la verdad; y a los que ya suben arrastrando su
cansancio: Yo soy la vida. Me parece que en el pasaje propuesto queda suficientemente claro
que el conocimiento de la verdad es fruto de la humildad.

Fíjate además en estos textos: Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque
has ocultado estas cosas -sin duda haciendo referencia a los secretos de la verdad- a los sabios
y prudentes, esto es, a los soberbios, y se ls has revelado a los pequeños, es decir, a los
humildes. También aquí se inulca que la verdad se esconde a los soberbios y se revela a los
humildes.

Capítulo 2
La humildad podría definirse así: es una virtud que incita al hombre a menospreciarse ante
la clara luz de su propio conocimiento. Esta definición es muy adecuada para quienes se han
decidido a progresar en el fondo del corazón. Avanzan de vrtud en virtud, de grado en grado,
hasta llegar a cima de la humildad. Allí, en actitud contemplativa, como en Sión, se
embelesan en la verdad; porque se dice que el legislador dará su bendición. El que promulgó
la ley, dará también labendición; el que ha exigido la humildad, llevará a la verdad.

¿Quién es este legislador? Es el Señor amable y recto que ha promulgado su ley para los
que pierden el camino. Se descaminan todos los que abandonan la verdad. Y ¿van a quedar
desamparados por un Señor tan amable? No. Precisamente es a éstos a los que el Señor,
amable y recto, ofrece como ley el camino de la humildad. De esta forma podrán volver al
conocimiento de la verdad. Les brinda la ocasión de reconquistar al salvación, porue es
amable. Pero, ¡Atención!, son menoscabar la disciplina de la ley, porque es recto. Es amable,
porque no se resigna a que se pierdan; es recto, porque no se le pasa el castigo merecido.

Capítulo 3

Esta ley, que nos orienta hacia la verdad, la promulgó San Benito en doce grados. Y como
mediante los diez mandamientos de la ley y de la doble circuncisión, que en total suman doce,
se llega a Cristo, subidos estos doce grados se alcanzan la verdad.

El mismo hecho de la aparición del Señor en lo más alto del aquella rampa que, como
tipo de la humildad, se le presentó a Jacob, ¿no indica acaso que el conocimiento de la verdad
se stúa en lo alto de humildad? El Señor es la verdad, que no puede engarse ni engañar. Desde
lo más alto de la rampa estab mirando a los hijos de los hombres para vers i había alguno
sensato que buscase a Dios. Y ¿no te parece a ti que el Señor, conocedor de todos los suyos,
desde lo alto está clamoreando a los que le buscan: Venid a mí todos los que me deseáis y
saciaos de mis frutos; y también: Venid a mí todos los que estáis rendidos y abrumados, que
yo os daré respiro?

Venid, dice. ¿Adónde? A mí, la verdad. ¿Por dónde? Por la humildad. ¿Provecho? Yo os
daré respiro. ¿Qué respiro promete la verda al que sube, y lo otorga al que llega? ¿La caridad,
quizá? Sí, pues, según San Benito, una vez subidos todos los grados de la humildad, se llega
en seguida a la caridad. La caridad es un alimento dulce y agradable que reanima a los
cansados, robustece a los débiles, alegra a los tristes y hace soportable el yugo y ligera la
carga de la verdad.

Capítulo 4

La caridad es un manjar excelente. Es el plato principal en la mesa de rey Salomón. Exhala


el aroma de las distintas virtudes, semejante a la fragancia de las especias más sorprendentes.
Sacia a los habrientos, alegra alos comensales. Con ella se sirven también la paz, la paciencia,
la bondad, la entereza de ánimo, el gozo en el Espíritu Santo y todos los demás frutos y
virtudes que tienen por raíz la verdad o la sabiduría.
La humildad tiene también sus complementos en esta misma mesa. El pan del dolor y el
vino de la compunción es lo primero que la verdad ofrece a los incipientes, y les dice: Los
que coméis el pan del dolor, levantaos después de haberos sentado.

Tampoco a la contemplación le falta el sólido alimento de la sabiduría, amasado con flor


de harina, y el vino qu ealegra el corazón del hombre; con él, la verdad obsequia a los
perfectos, y les dice: Comed, amigos míos, bebed y embriagaos, crísimos. La caridad, nos
dice, es el plato principal de las hijas de Jerusalén; las almas inperfectas, por se todavía
incapaces de digerir aquel sólido manjar, tienen que alimentarse de leche en vez de pan, y de
aceite en lugar de vino. Y con toda razón se sirve hacie la mitad del banquete, pues su
suavidad no aprovecha a los incipientes, que viven en el temor; ni es sufiencete a los
perfectos, que gustan la intensa dulzura de la contemplación.

Los incipientes, mientras no se curen de las malas pasiones de los deleites carnales con
la purga amarga de temor, no pueden expeirmentar la dulzura de la leche. Los perfectos ya
han sido destetados; ahora, eufñoricos, se alegran de comer ese otro manjar, anticipo de la
gloria. Sólo aprovecha a los que están en el centro, a los proficientes, quienes ya han
experimentado su agradable paladar en algunos sorbos. Y se quedan contentos sin más, por
causa de su tierna edad.

Capítulo 5

El primer plato es, pues, el de la humildad, una purga amarga. Luego, el plato de la
caridad, todo un consuelo apetitoso. Sigue el de la contemplación, el plato fuerte. ¡Pobre de
mí! ¿hasta cuándo, Señor, vas a estar siempre enojado contra tu siervo que te suplica? ¿Hasta
cuándo me vas a estar alimentando con el pan del llanto y ofreciéndome como bebida las
lágrimas a tragos? ¡Quién me invitará a comer de aquel último plato, o al menos del sabroso
manjar de la caridad, que se sirve a mitad del banquete! Los justos los comen en presencia
de Dios rebosando de alegría. Entonces ya no debería pedir l Dios con amargura del alma:
¡no me condenes! Todo lo contrario, al celebrar el convite con los ázimos de la pureza y de
la verdad, cantaría alegre en los caminos del Señor porque la gloria del Señor es grande.

Bueno es, por tanto, el camino de la humildad; en l se busca la verdad, se encuentra la


caridad y se comparten los frutos de la sabiduría. El fin de la ley es Cristo; y la perfección de
la humildad, el conocimiento de la verdad. Cristo, cuando vino al mundo, trajo la gracia. La.
verdad, cuan se revela ofrece la caridad. Pero siempre se manifiesta a los humildes. Por ello,
la gracia se da a los humildes.

Capítulo 6

En cuanto me ha sido posible, acabo de exponer el fruto que nos aguarda al final de la
subida a través de todos los grados de humildad. Ahora, si me es posible, voy a referirme me
al orden con que estos grados nos orientan hacia el premio tan apetecible de la verdad.

§2 EN QUÉ ORDEN SE LOGRA EL FIN PROPUESTO


Como el conocimiento de la verdad tiene a su vez tres grados, voy a tratar de explicarlos
brevemente. Así se ver con mayor claridad a que grado de verdad corresponde el duodécimo
grado de humildad. Buscamos la verdad en nosotros, en el prójimo y en sí misma. En
nosotros, por la autocrítica; en el prójimo, por la compasión en sus desgracias; y en sí misma,
por la contemplación de un corazón puro.

Te he indicado el número de los grados; ahora observa su orden. En primer lugar quisiera
que a misma verdad te enseñara por qué debe buscarse antes en los prójimos que en sí misma.
Después entender s por qué de es buscarla en ti antes que en el prójimo. Al predicar las
bienaventuranzas, el Señor antepuso los misericordiosos a los limpios de corazón. Y es que
los misericordiosos descubren en seguida la verdad en sus prójimos. Proyectan hacia ellos
sus afectos y se adaptan de tal manera, que sienten como propios los bienes los males de los
demás. Con los enfermos, enferman; se abrasan con los que sufren escándalo; se alegran con
los que están alegres, y lloran con los que lloran. Purificados ya en lo íntimo de sus corazones
con esta misma caridad fraterna, se deleitan en contemplar la verdad en sí misma; por cuyo
amor sufren las desgracias de los demás.

En cambio, los que no sintonizan así con sus hermanos, sino que ofenden a los que lloran,
menosprecian a los que se alegran, o no sienten en sí mismos lo que hay en los demás por no
sintonizar con sus sentimientos, jamás podrán descubrir en sus prójimos la verdad.

A todos éstos les viene bien aquel dicho tan conocido: Ni el sano siente lo que siente el
enfermo, ni el harto lo que siente el hambriento. El enfermo y el hambriento son los que
mejor se compadecen de los enfermos y de los hambrientos, porque lo viven. La verdad pura
únicamente la comprende el corazón puro; y nadie siente tan al vivo la miseria del hermano
como el corazón que asume su propia miseria. Para que sientas tu propio corazón de miseria
en la miseria de tu hermano, necesitas conocer primero tu propia miseria. Así podrás vivir en
ti sus problemas, y se te despertaran iniciativas de ayuda fraterna. Este fue el programa de
acción de nuestro Salvador quiso sufrir para saber compadecerse; se hizo miserable para
aprender a tener misericordia. Por eso se ha escrito de él : Aprendió por sus padecimientos
la obediencia. De este modo supo lo que era la misericordia. No quiere decir que Aquel cuya
misericordia es eterna ignorara la práctica de la misericordia, sino que aprendió en el tiempo
por la experiencia lo que sabía desde la eternidad por su naturaleza.

Capítulo 7

Quizá te parezca exagerado lo que acabo de afirmar que Cristo, Sabiduría de Dios, haya
tenido que aprender a ser misericordioso, como si Aquel por quien fueron hechas todas las
cosas hubiese ignorado algún tiempo algo de lo que fue hecho; sobre todo teniendo n cuenta
que esas citas de la carta a los Hebreos pueden entenderse en otro sentido. No es absurdo que
el término aprendió no haga referencia a la Cabeza, la persona de Cristo, sino a su cuerpo, la
iglesia. En tal caso, el sentido completo de la frase aprendió por sus padecimientos la
obediencia, sería éste: Aprendió en su cuerpo la obediencia por lo que padeció en la cabeza.

Aquella muerte, aquella cruz, aquellos oprobios, salivazos y azotes que soportó nuestra
cabeza, Cristo, qué otra cosa fueron para su cuerpo, para nosotros, sino preclaros ejemplos
de obediencia? Cristo, dice San Pablo, se !?izo obediente al Padre hasta la muerte, y muerte
de Cruz. Por qué ? Nos lo dice el apóstol Pedro : Cristo padeció por vosotros, dejándoos
ejemplo, para que sigáis sus pasos; esto es, para que imitéis suobediencia.

De todo lo que él padeció por nosotros, puros hombres, aprendemos cuánto nos conviene
padecer por la obediencia; ya que él, siendo Dios, no dudó en morir. Según esta
interpretación, dices tú, ya no hay inconveniente alguno en decir que Cristo aprendió en su
cuerpo la obediencia, la misericordia o cualquier otra cosa; con tal que no se crea que el Señor
en su persona pudiese aprender en el transcurso de su vida temporal algo que antes ignorase.
Y así, él mismo aprende enseña a la vez a misericordia y la obediencia; porque la cabeza y
el cuerpo son un mismo Cristo.

Capítulo 8

No niego que esta interpretación pueda ser aceptable. Sin embargo, existe otro pasaje de
la misma carta que parece apoyar la anterior. No es a los ángeles a quienes tiende la mano,
sino a los hijos de Abrahán. Por eso tenía que parecerse en todo a sus hermanos ara ser
misericordioso. Creo que este debe referirse exclusivamente a la cabeza, no al cuerpo. Se
dice de la Palabra de Dios que no tiende la mano a los ángeles, es decir, que no se unió
personalmente a ellos, sino a la descendencia de Abrahán. Tampoco hemos leído: la Palabra
se hizo ángel; sino la Palabra se hizo carne, y carne de Abrahán, se £n la promesa que se le
hizo. De aquí, es decir, por hacerse hijo de Abrahán, tuvo que parecerse en todo a sus
hermanos. Esto es, convino y fue necesario que, débil como nosotros Pasara por todas
nuestras miserias, excluido el pecado.

Preguntas: ¿Por qué fue necesario? Ahí mismo tienes la respuesta: Para ser
misericordioso. Y sí insistes: ¿Por qué esto no puede referirse al cuerpo? Escucha lo que
sigue: En cuanto que pasó la prueba del dolor, puede auxiliar a los que al ora la están pasando.
No veo interpretación mejor de estas palabras que la referencia a una voluntad de sufrir, de
ser probado y de pasar por todas las miserias humanas, excluido el pecado. Es la única forma
de parecerse en todo a sus hermanos. Así aprendió por propia experiencia a tener misericordia
compadecerse de los que sufren y de los que son probados.

Capítulo 9

No quiero decir que mediante esta experiencia se haya vuelto más sabio. Lo importante
es que ahora está mucho más cerca de nosotros, débiles hijos de Adán. Tampoco tuvo reparo
en llamarnos y hacernos hermanos suyos; y todo para no dudar más en confiarle las flaquezas
que, como Dios, puede curar; y que, como cercano, quiere curar. Ya las conoce, porque
sufrió. Con razón lo llama Isaías hombre de dolores acostumbrado a sufrimientos. El
Apóstol añade: Nos tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras
debilidades. E indica a continuación el motivo de su compasión: Probado en todo, igual que
nosotros, excluido el pecado.

Dios es dichoso. El Hijo de Dios también es dichoso en aquella condición por la que no
se aferró a su categoría de ser igual al Padre. El era impasible antes de despojarse de su rango
y de tomar la condición de esclavo. Hasta entonces no entendía de miseria y de sumisión;
tampoco conocía por experiencia la misericordia y la obediencia. Sabía por su naturaleza, no
por propia experiencia. Pero se achicó a sí mismo, haciéndose poco inferior a los ángeles,
que son impasibles por gracia, no por naturaleza; y se rebajó hasta aquella condición en la
que podía sufrir y someterse. Esto, como ya se dijo, le era imposible en su categoría divina.
Por eso aprendió la misericordia en el sufrimiento, y la obediencia en la sumisión. Sin
embargo, como dije antes, por esta experiencia no aumentó su caudal de ciencia, sino que
aumentó nuestra confianza, ya que por medio de este triste modo de conocer se acercó m s a
nosotros Aquel de quien tan lejos estábamos.

¿Cuándo nos hubiéramos atrevido a acercarnos a él si hubiese permanecido en su


imposibilidad Ahora, sin embargo, el Apóstol nos persuade a acercarnos confiadamente ante
el tribunal de la gracia de Aquel que, como está escrito en otro lugar, soportó nuestros
sufrimientos y aguantó nuestros dolores Tenemos la absoluta certeza de que puede
compadecerse de nosotros porque el mismo ha sufrido.

Capítulo 10

No deben parecernos absurdas las expresiones de que Cristo conocía la misericordia desde
siempre, por su divinidad, pero de manera distinta de como la conoció en el tiempo por la
encarnación. No queremos decir que Cristo hubiese comenzado a saber algo que
anteriormente no supiese. Fíjate que el Señor usó una expresión parecida cuando respondió
a la pregunta de sus discípulos acerca del último día. Les confesó su ignorancia. ¿Es que él,
en quien estân escondidos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia, no podía conocer la
inminencia del último día?; ¿cómo, pues, negó que lo sabía, siendo clarísimo que no podía
inorarlo? ; ¿acaso mintió para ocultarles lo que no era conveniente descubrirles? De ninguna
manera. Si por ser la sabiduría no puede ignorar cosa alguna, por ser la verdad tampoco puede
mentir. No quiso dar pábulo a la curiosidad inútil; por eso negó saber lo que le preguntaban.
No lo negó, sin embargo, de un modo absoluto, sino con una especie de restricción mental.
Pues si con la mirada de su divinidad veía todas las cosas, las pasadas, las presentes y las
venideras. conocía perfectamente aquel día; pero no por experiencia de los sentidos
corporales. De haber sido así, ya habría aniquilado al anticristo con el aliento de su boca; ya
habría resonado en sus oídos el alarido del arcángel y el fragor de la trompeta, a cuyo estrépito
los muertos van a resucitar; ya habría visto también con los ojos corporales a las ovejas a las
cabras, que deberán estar separadas entre sí.

Capítulo 11

En fin, vas a comprender mejor ahora que, cuando expresaba su ignorancia sobre el
último día, se refería sólo a su conocimiento humano, analizando la fina discreción de su
respuesta. No dijo: Yo no lo sé; sino: Ni el Hijo del hombre lo sabe. ¿Qué quiere indicar la
expresión Hijo del hombre sino la naturaleza humana que había asumido? Con este nombre
se da a entender que cuando dice no saber cosa alguna, no habla como Dios, sino como
hombre. En otras ocasiones, hablando de sí mismo en cuanto Dios, no emplea la expresión
"Hijo", o "Hijo del hombre", sino "yo", o "a mí". Ejemplos: En verdad, en verdad os digo;
antes que Abrahán naciese, ya existía yo. Dice: Ya existía yo; y no: "ya existía el Hijo del
hombre". Sin duda alguna que habla de aquella esencia por la que existe antes de Abrahán,
desde la eternidad; y no de aquella otra por la que nació después de Abrahán, y que procede
de Abrahán mismo.
También en aquella ocasión en que deseaba saber por boca de los discípulos a opinión
que los hombres tenían de él, les pregunta: ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del
hombre? Y no: "¿Quién dicen los hombres que soy yo?" Pero al preguntarles a continuación
su opinión sobre él, les dice: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Y no: ¿Quién decís que
es el Hijo del hombre? Queriendo saber lo que pensaba el pueblo carnal acerca de su
naturaleza humana, se impuso un nombre carnal, que es el significado propiamente dicho de
la expresión Hijo del hombre. Pero al preguntar a sus discípulos, que eran espirituales, acerca
de su divinidad, no aludió a sí mismo como Hijo del hombre, sino directamente a su mismo
"yo". Pedro comprendió lo que les había querido preguntar al decir: Y acertó bien en su
respuesta: Tú eres el Cristo, el Hijo e Dios. No dijo: "Tú eres Jesús, el hijo de la Virgen". Si
hubiese respondido así, sin duda alguna habría dicho la verdad. Pero cayendo en la cuenta,
con agudeza, del sentido en que se le proponía la pregunta, respondió acertada y
competentemente diciendo: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios.

Capítulo 12

Sabes que Cristo es una sola persona en dos naturalezas; una, por la que siempre existió;
la otra, por la que empezó a vivir en el tiempo. Por su ser eterno conoce siempre todas las
cosas; por su realidad histórica, aprendió muchas cosas en el tiempo. ¿Por qué dudas en
admitir que, así como históricamente empezó a vivir en el cuerpo, del mismo modo empezó
a conocer las miserias de los hombres con ese género de conocimiento propio de la debilidad
humana?

¡Cuánto más sabios y felices habrían sido nuestros primeros padres ignorando este género
de ciencia, que no podían lograr sin hacerse necios y desdichados! Pero Dios, su Creador,
buscando lo que se había perdido, continuó, compasivo su obra; y descendió
misericordiosamente adonde ellos se habían abismado en su desgracia. Quiso experimentar
en sí lo que nuestros padres sufrían con toda justicia por haber obrado contra él; pero se sintió
movido, no por una curiosidad semejante a la de ellos, sino por una admirable caridad; y no
para ser un desdichado más entre los desdichados, sino para librar a los miserables haciéndose
misericordioso. Se hizo misericordioso, pero no con aquella misericordia que,
permaneciendo feliz, tuvo desde siempre; sino con la que encontró, al hacerse uno como
nosotros envuelto en la miseria.

Así, la obra que había comenzado con la misericordia eterna, la culminó por la
misericordia temporal; no porque no pudiese llevarla a cabo solamente con la eterna, sino
porque, respecto a nosotros, la eterna sin la temporal no nos pudo bastar. Una y otra fueron
necesarias, pero para nosotros fue más apropiada la segunda.

¡Oh invención inefable de la piedad! ¿Podríamos habernos imaginado incluso aquella


maravillosa misericordia eterna si antes no la hubiese precedido la miseria, que nos la hace
concebir? ¿Cuándo habríamos descubierto aquella compasión, desconocida para nosotros,
que sin la existencia de la Pasión habría perdurado en la imposibilidad?

Sin embargo, si esa misericordia, que no conoce la miseria no hubiese existido


anteriormente, tampoco se habría seguido esta otra misericordia, cuya madre es la miseria.
Si no se hubiese seguido, tampoco nos habría atraído; si no nos hubiese atraído, no nos ha ría
extraído. ¿Extraído?, ¿de dónde? De la fosa de la miseria y de la charca fangosa.

Pero el Señor no se despojó de la misericordia eterna; la añadió a la temporal. No la


cambió; la multiplicó, según está escrito: Tú socorres a hombres y animales, ¡cómo has
multiplicado tu misericordia, oh Dios!

Capítulo 13

Volvamos ya a nuestro asunto. Si el que no era miserable se hizo miseria para


experimentar lo que ya previamente sabía, ¿cuánto más debes tu, no digo hacerte lo que no
eres, sino reflexionar sobre lo que eres, porque eres miserable? Así aprenderás a tener
misericordia. Sólo así lo puedes aprender.

Porque si consideras el mal de tu prójimo y no atiendes al tuyo, te sentirás arrebatado por


la indignación, nunca movido por la compasión; tendemos a juzgar, no a ayudar; a destruir
con violencia, no a corregir con suavidad. Vosotros los espirituales, dice el Apóstol, corre id
con toda suavidad. El consejo o por mejor decir, el mandato del Apóstol consiste en que
ayudes a tu hermano enfermo con la misma suavidad con la que tú quieres te ayuden a ti
cuando enfermas. También consiste en que comprendas cuánta dulzura de trato debes tener
con el pecador; caer en la cuenta, como dice el mismo Apóstol, de que también tú puedes ser
tentado.

Capítulo 14

Conviene considerar con qué perfección sigue el discípulo de la verdad el orden


establecido por el Maestro. En las bienaventuranzas a que me refería antes, preceden los
misericordiosos a los limpios de corazón; y los mansos a los misericordiosos. El Apóstol
exhorta a los espirituales que corrijan a los carnales; y añade: con toda suavidad. La
corrección de loshermanos corresponde, sin duda, a los misericordiosos; hacerlo con
suavidad, a los mansos. Como si dijera: no puede ser contado entre los misericordiosos el
que no es manso en sí mismo. Mira cómo indica claramente el Apóstol lo que antes prometí
yo demostrar. La verdad hemos de buscarla antes en nosotros que en los prójimos. Cayendo
en la cuenta de ti mismo, es decir, siendo consciente de la facilidad con que eres tentado y de
lo propenso que eres para pecar; por esta toma de conciencia, te harás manso y podrás
acercarte a los demás para socorrerles con toda suavidad. Si no eres capaz de escuchar al
Discípulo que te aconseja, teme al Maestro que te acusa. Hipócrita, quita primero la viga de
tu ojo, y entonces podrás ver para sacar a brizna del ojo de tu hermano.

La soberbia de la mente es esa viga enorme y gruesa en el ojo, que por su cariz de
enormidad vana e hinchada, no real ni sólida, oscurece el ojo de la mente y oscurece la
verdad. Si llega a acaparar tu mente, ya no podrás verte ni sentir de ti tal como eres o puedes
ser; sino tal como te quieres, tal como piensas que eres o tal como esperas llegar a ser. ¿Qué
otra cosa es la soberbia sino, como la define un santo, el amor del propio prestigio?
Moviéndonos en el polo opuesto, podemos afirmar que la humildad es el desprecio del propio
prestigio.
Ni el amor ni el odio conocen el dictamen de la verdad. Quieres oír el dictamen de la
verdad? Escucha: Yo Juzgo según oigo; no según odio, ni según amo, ni según temo. Un
dictamen del odio sería: Nosotros tenemos una ley, y según nuestra ley debe morir; el del
temor sería: Si le dejamos que siga así, vendrán los romanos y destruirán nuestro lugar santo;
y un dictamen según el amor podría ser el de David con su hijo parricida: Tratad bien al joven
Absalón.

Hay un convenio definido por las leyes humanas; se observa tanto en las causas
eclesiásticas como en las civiles; está legislado que los amigos íntimos de los litigantes nunca
deben ser convocados a juicio; no sea que, llevados del amor a sus amigos, engañen o se
dejen engañar. Y si el amor que profesas a tu amigo influye en tu criterio como atenuante o
inexistencia de culpa, ¿cuánto más el amor que a ti mismo te profesas te engañara cuando
vas a emitir un Juicio contra ti?

Capítulo 15

El que sinceramente desee conocer la verdad propia de sí mismo, debe sacarse la viga de
su soberbia, porque le impide que sus ojos conecten con la luz. E inmediatamente tendrá que
disponerse a ascender dentro de su corazón, observándose a sí mismo en sí mismo, hasta
alcanzar con el duodécimo grado de humildad el primero de la verdad.

Cuando haya encontrado la verdad en sí mismo o, mejor dicho, cuando se haya encontrado
a sí mismo en la verdad pueda decir: Yo me fiaba, y por eso hablaba; pero ¡qué humillado
me encuentro!, entonces penetre el hombre más íntimamente en su corazón, para que la
verdad quede enaltecida, llegando así al segundo grado y exclame: Todos los hombres son
unos mentirosos. Crees que David no siguió este mismo orden? ¿crees que el profeta no se
dio cuenta de lo que el Señor, el Apóstol y yo hemos comprendido siguiendo su ejemplo? Y
dice: Yo me fié de la Verdad, que decía en este mundo: El que me sigue no anda en tiniebla.
Me fié, siguiéndola, por eso hablé, confesando. ¿Qué confesé? La verdad que conocía en la
fe. Después de que me fié para la justicia y hablé para la salvación, ¡qué humillado me
encuentro hasta el límite de la impotencia. Como si dijera: ya que no me avergoncé de
confesar contra mí mismo la verdad que en mí conocí, he llegado al colmo de la humildad.
Ese limite puede entenderse por col,no; como puede verse en el pasaje de este salmo: Se
complace hasta ef colmo en sus mandatos; es decir, se complace plenamente. Pero si alguien
sostiene que colmo quiere significar aquí "mucho" y no basta el límite, por ser ése el
significado que le dan los comentaristas, tal traducción coincidiría con el pensamiento del
profeta.

Por esto, cuando todavía desconocía la verdad, me tenía por algo, no siendo en realidad
nada. Pero desde que me fié de Cristo, esto es, desde que imité su humildad, empecé a
conocer la verdad; ella ha sido enaltecida en mí, por causa de mi propia confesión. Pero yo
me siento en el colmo de la humillación, es decir, que la propia consideración de mí mismo
me ha suscitado mucho desprecio.

Capítulo 16
Humillado el profeta en este primer grado de la verdad, como dice en otro salmo: Me has
humillado en tu verdad, se observa a sí mismo; y, consciente de su propia miseria, considera
la de los demás. De este modo pasa al segundo grado y dice en su abatimiento: Todos los
hombres son unos mentirosos. ¿En qué abatimiento? En aquel por el que sale de sí mismo y,
adhiriéndose a la verdad, se juzga. Proclama en este abatimiento, no irritado ni insultante,
sino con toda misericordia y compasión: Todos los hombres son unos mentirosos. ¿Qué
quiere decir: Todos los hombres son unos mentirosos? Quiere decir que todo hombre es débil;
que todo hombre es miserable e impotente, y que no puede salvarse a sí mismo ni salvar a
otro. Lo mismo que se dice: Engañoso es el caballo para la victoria. No porque el caballo
engañe a nadie, sino porque se engaña a sí mismo quien confía en su fortaleza. De la misma
manera se dice que todos los hombres son unos mentirosos. Es decir, frágiles e inconstantes;
de ellos nada se puede esperar, ni su salvación, ni la ajena, sin incurrir en la maldición del
que pone sus esperanzas en otro hombre. De esta manera, el profeta, humilde y avezado en
el camino de la verdad, cuando descubre en los otros las miserias que ha llorado en sí mismo,
a la vez que acumula experiencia, agudiza también su dolor. Y, de un modo muy genérico,
pero auténtico, exclama : Todos los hombres son unos mentirosos.

Capítulo 17

Fíjate de qué manera tan distinta sentía de sí mismo aquel fariseo soberbio. ¿Qué fue lo
que espontáneamente brotó de su desvarío? Dios mío, te doy gracias porque no soy como los
demás. Se complace en sí mismo como si sólo él existiera, al mismo tiempo insulta a los
demás con arrogancia. Muy distintos eran los sentimientos de David. Si afirma que todos los
hombres son unos mentirosos, no excluye ninguno para no engañar a nadie. Sabe que todos
pecaron, y que todos están privados de la gloria de Dios.

El fariseo, en cambio, condenando a los demás, sólo a sí mismo se engaña, ya que se


excluye a sí solo. El profeta no se excluye de la miseria común para no quedar eliminado de
la misericordia. El fariseo, al ocultar su miseria, aleja de sí la misericordia. E1 pro£eta afirma
de sí y de los demás : Todos los hombres son unos mentirosos. El fariseo lo afirma también
de todos, menos de sí mismo: No soy, dice, como los demás. Y da gracias, no porque es
bueno, sino porque se siente único; y no tanto por los bienes que tiene cuanto por los males
que ve en los demás. Todavía no ha sacado la viga de su ojo y va cuenta las briznas que hay
en los ojos de sus hermanos, pues añade: Injustos, la rones.

Me parece útil esta digresión. Te habrá servido para comprender la diferencia que existe
entre la humillación del profeta y el desvarío del fariseo.

Capítulo 18

Reanudemos nuestra exposición. A todos los que la verdad les ha obligado a conocerse y,
por eso mismo, a menospreciarse, necesitan que todo lo que venían amando, incluso el amor
a sus propias personas, se les vuelva amargo. El enfrentamiento consigo mismos les obliga a
verse tales como son y les provoca vergüenza. Les desagrada lo que son suspiran por lo que
no son, conscientes de que nunca lo alcanzarán por sus propias fuerzas, y lloran amargamente
su mísera situación ; ya no encuentran otro consuelo que constituirse en Jueces severos de sí
mismos; por amor a la verdad, sienten hambre y sed de justicia. Así llegan al desprecio de sí
mismos, se exigen una severísima satisfacción y quieren cambiar de vida. Pero ven
claramente ve son incapaces de llevar a cabo sus propósitos, porque cuando ya han realizado
todo lo que se les ha mandado, se confiesan siervos inútiles. De esta manera, huyen de la
justicia y se refugian en la misericordia. Y para alcanzar misericordia, siguen e consejo de la
verdad: Dichosos los misericordiosos, porque van a recibir misericordia.

Este es el segundo grado de la verdad. Los que llegan a él buscan la verdad en sus prójimos;
adivinan las indigencias de los demás en las su as propias; y por lo que sufren, aprenden a
compadecerse de os que sufren.

Capítulo 19

Si perseveran en los tres aspectos planteados: en el llanto de la penitencia, en el deseo de


la justicia en las obras de misericordia, purificarán la mirada de su corazón de los tres
impedimentos que contrajeron por ignorancia, por debilidad y por deseo. Así, mediante la
contemplación, pasarán al tercer grado de la verdad.

Hay caminos que parecen buenos sólo a los hombres que se gozan haciendo el mal y se
alegran de sus acciones perversas. Luego recurren a la debilidad o a la ignorancia para
excusar sus pecados. Pero en vano se lisonjean de su debilidad o ignorancia los que, para
pecar con mayor libertad, se instalan en la ignorancia o impotencia. ¿Crees tú que al primer
hombre, aunque no pecase muy a gusto, le sirvió de algo echar la culpa a su mujer, es decir,
a la debilidad de la carne? ¿Crees que la ignorancia podrá excusar a los que apedrearon al
primer mártir porque se taparon los oídos?

Están en el mismo caso todos los que por el deseo o el amor al pecado se sienten alejados
de la ver ad y apresados en la debilidad y en la ignorancia; conviertan éstos su deseo en llanto
y su amor en aflicción; rechacen la debilidad de la carne con el fervor de la justicia y la
ignorancia con la liberalidad. No vaya a ocurrirles que, por no reconocer ahora a la verdad
pobre, sencilla y débil, la conozcan demasiado tarde, cuando venga con gran poder y
majestad, aterrando y acusando. Entonces será inútil que le pregunten: ¿Cuándo te vimos
necesitado y no te socorrimos? Los que en esta vida no conocieron al Señor cuando deseaba
tratarles con misericordia, le reconocerán cuando aparezca para rendirle cuentas. Por eso
mirarán al que traspasaron; y los codiciosos, al que despreciaron.

El ojo del corazón, al que la Verdad prometió su plena manifestación: dichosos los limpios
de corazón, porque verán a Dios, se purifica de toda mancha, debilidad, ignorancia o mal
deseo adquirido, por medio del llanto, del hambre y la sed de ser justo, y por la perseverancia
en las obras de misericordia. Los grados o estados de la verdad son tres. Al primero se sube
por el trabajo de la humildad; al segundo por el afecto de la compasión; y al tercero, por el
vuelo de la contemplación. En el primer grado, la verdad se nos muestra severa; en el
segundo, piadosa; y en el tercero, pura. Al primero nos lleva la razón con la que nos
examinamos a nosotros mismos; al segundo, el afecto con el que nos compadecemos de los
demás; al tercero, la pureza que nos arrebata y nos levanta hacia las realidades invisibles.

Capítulo 20
Al llegar a este punto, aparece con toda nitidez ante mis ojos una obra maravillosa de a
inseparable Trinidad que se realiza por separado en cada una de las personas. Si es que un
hombre que vive en tinieblas, de algún modo puede llegar a comprender aquella separación
de las tres personas que obran de común acuerdo. Así, en el primer grado parece ver la obra
del Hijo; en el segundo, la del Espíritu Santo; y en el tercero, la del Padre.

Quieres ver cómo obra el Hijo? Escucha: Si yo soy el Señor y el maestro, y os he lavado
los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros. Con estas palabras, el maestro
de la verdad da a sus discípulos la regla de la humildad; y la verdad se da a conocer en su
primer grado. Fíjate ahora en la obra del Espíritu Santo: La caridad inunda nuestros corazones
por el Espíritu Santo que se nos ha dado. La caridad es un don del Espíritu Santo. Por ella,
todos los que han seguido las enseñanzas del Hijo y se han iniciado en el primer grado de la
verdad mediante la humildad, comienzan a progresar y llegan, aplicándose en la verdad del
Espíritu Santo, al segundo grado por medio de la compasión al prójimo. Escucha también lo
que hace referencia al Padre: Dichoso tú, Simón, hijo de jonás, porque eso no te lo ha revelado
nadie de carne hueso, sino mi Padre, que está en el cielo. Y aquello otro: El Padre enseña a
los hijos tu verdad. Y también: Te doy gracias, Padre, porque has escondido estas cosas a los
sabios y se las has revelado a la gente sencilla.

¿Te das cuenta de cómo a los que primero hace humildes el Hijo con su palabra y ejemplo,
después el Espíritu derrama sobre ellos la caridad, y el Padre los recibe en la gloria? El Hijo
forma discípulos. El Paráclito consuela a los amigos. El Padre enaltece a los hijos. Verdad
no se llama el Hijo en exclusiva. También lo son el Padre y el Espíritu Santo. Por eso,
respetada la propiedad de cada una de as personas, una es la verdad que obra estas tres
realidades en los tres grados. En el primero, enseña como maestro; en el segundo, consuela
como amigo y hermano; en el tercero, abraza como un padre a sus hijos.

Capítulo 21

Primero el Hijo, la Palabra y la sabiduría de Dios Padre, cuando ve esa potencia de nuestra
alma llamada razón abatida por la carne, prisionera del pecado, cegada por la ignorancia y
entregada a las cosas exteriores, la toma con clemencia, la levanta con fortaleza, la instruye
con prudencia y la hace entrar dentro de sí misma. Y revistiéndola con sus mismos poderes
de forma maravillosa, la constituye juez de sí misma. La razón es a la vez acusadora, testigo
y tribunal; desempeña frente a sí misma la función de la verdad.

De esta primera unión entre la Palabra y la razón nace la humildad. Luego el Espíritu
Santo se digna visitar ia otra potencia llamada voluntad, todavía inficionada por el veneno de
la carne, pero a ilustrada por la razón. El Espíritu la purifica con suavidad, a sella con su
fuego volviéndola misericordiosa. Lo mismo que una piel, empapada por un líquido, se estira,
la voluntad, bañada por la unción celestial, se despliega por el amor hasta sus mismos
enemigos. De esta segunda unión del Espíritu Santo con la voluntad humana nace la caridad.
Fijémonos todavía en estas dos potencias, la razón y la voluntad. La razón se siente instruida
por la palabra de la verdad ; la voluntad, por el Espíritu de la verdad. La razón es rociada por
el hisopo de la humildad; la voluntad, abrasada con el fuego de la caridad. Ambas Juntas son
el alma perfecta, sin mancha, a causa de la humildad; y sin arruga, por causa de la caridad.
Cuando la voluntad ya no resista a la razón ni la razón encubra a la verdad, el Padre se unirá
a ellas como a una gloriosa esposa. Entonces la razón ya no podrá pensar de sí misma, ni la
voluntad juzgar al prójimo, pues esa alma dichosa sólo encuentra consuelo repitiendo: El rey
me ha introducido en su cámara .

Ya ha sido digna de superar la escuela de la humildad. Aquí, enseñada por el Hijo,


aprendió a entrar en sí misma, según aquella advertencia que le habían insinuado: Si no te
conoces, vete y apacienta tus cabritos. Ha sido digna, repito, de pasar de la escuela de la
humildad a las despensas de la caridad, que son los corazones de los prójimos. El Espíritu
Santo la ha guiado e introducido a través del sello del amor. Se alimenta con pasas y se
robustece con manzanas, las buenas costumbres y las santas virtudes. Por fin, se le abre la
cámara del rey, por cuyo amor desfallece.

Allí, en medio de un gran silencio que reina en el cielo por espacio de media hora,
descansa dulcemente entre los deseados abrazos, y se duerme; pero su corazón vigila. Allí ve
realidades invisibles, oye cosas inefables que el hombre no puede ni balbucir que excede a
toda la ciencia que la noche susurra a la noche. Sin embargo, el día al día le pasa su mensaje;
y por eso es lícito comunicarse la sabiduría entre los sabios y compartir lo espiritual con los
espirituales.

Capítulo 22

Pablo confiesa que había sido arrebatado hasta el tercer cielo; ¿piensas que no había
superado estos grados? Pero ¿por qué dice arrebatado y no más bien llevado? Para que yo,
que soy menos que Pablo, cuando me diga tan gran apóstol que fue arrebatado a donde ni el
sabio supo, ni el que fue así levantado pudo llegar, no presuma pensando que con mis fuerzas
o mi tesón pueda lograr esa meta. Así no confiaré en mi virtud ni me agotaré en esfuerzos
vanos. El que es enseñado o guiado, por el mero hecho de seguir al que le enseña o le guía,
se ve obligado a trabajar y a poner algo de su parte para ser llevado hasta el lugar de su
destino. Entonces podrá decir: No soy yo, sino el favor de Dios.

Sin embargo, el que es arrebatado se porta como una persona ignorante, y no se apoya en
sus fuerzas, sino en las de otro. No puede gloriarse de sí mismo en nada absolutamente, pues
lo que se ha realizado en él no ha sido hecho por él ni cooperando con otro. El Apóstol pudo
subir al primer cielo o al segundo, guiado y llevado de la mano. Pero para llegar al tercer
cielo tuvo que ser arrebatado. Está escrito que el Hijo bajó para ayudar a los que habían de
subir al primer cielo. Que el Espíritu Santo fue enviado para llevarnos asta el segundo. Sin
embargo, en ninguna parte se dice que el Padre, aunque siempre obra con el Hijo y el Espíritu
Santo, haya bajado del cielo o fuese enviado a la tierra.

Es verdad que leo lo siguiente: La misericordia del Señor llena la tierra. Y también :
Llenos están el cielo y la tierra de tu gloria, y muchas otras cosas por el estilo. Con relación
al Hijo leo también: Cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo. Y el
mismo Hijo dice de sí: El Espíritu del Señor me ha enviado. Y se expresa por el mismo
profeta: Y ahora me han enviado el Señor y su Espíritu. Acerca del Espíritu Santo leo: El
Espíritu Santo consolador, que enviará mi Padre en mi nombre; y también : Cuando me vaya,
os lo enviaré, que sin duda se refiere al Espíritu Santo. En cambio, en ninguna parte leo que
el Padre, aun cuando esté en todas partes, se halle personalmente en otro lugar que no sea el
cielo. Así lo dice e Evangelio: Y mi Padre, que está en el cielo; y en la oración: Padre nuestro,
que estás en los cielos.

Capítulo 23

De todo esto deduzco que, si el Padre no descendió, el Apóstol no pudo subir al tercer cielo
para verlo; por eso recordó que había sido arrebatado. Nadie ha subido al cielo sino el que
bajó del cielo. Y no pienses que habla del primer o del segundo cielo, ya que te dice David :
Su salida es desde lo más alto del cielo. A este mismo lugar volvió Cristo, pero no fue
arrebatado súbitamente ni trasladado a escondidas; lo vieron subir los apóstoles. No fue el
caso de Elías, quien no tuvo más que un testigo; ni el de Pablo, que no tuvo ninguno; pues
apenas él mismo pudo ser testigo o Juez, ya que dice: Yo no lo sé; Dios lo sabe. Cristo, como
todopoderoso que era, bajó cuando quiso, subió cuando le plugo tuvo a bien esperar a que
hubiese testigos y espectadores; eligió un lugar, un tiempo, un día y una hora concretos : Le
vieron subir aquellos a los que quiso honrar con ese espectáculo.

Pablo y Elías fueron arrebatados; Enoc fue trasladado. De nuestro Redentor se dice que
subió, es decir, que ascendió sin ayuda alguna. Sin ayuda e carros o de ángeles. Una nube lo
ocultó a sus ojos. ¿Qué sentido tiene la nube? ¿Estaba cansado y necesitaba su ayuda? ¿Tal
vez se sentía apático y la nube lo empujó? ¿Acaso se caía y la nube le sirvió de apoyo? Nada
de eso. Lo que ocurrió fue que la nube lo ocultó a los ojos carnales de sus discípulos. Hasta
entonces habían conocido a Cristo según la carne; en adelante, no deberán conocerle de esa
forma. Por tanto, a los que el Hijo llama por la humildad al primer cielo, el Espíritu los reúne
en el segundo por la caridad; y el Padre los exalta al tercer cielo por la contemplación.

Primero se humillan en la verdad, y dicen: Me humillaste en tu verdad. Después se alegran


de la verdad, y cantan: ved qué dulzura, qué delicia, convivir los hermanos unidos; pues de
la caridad se ha escrito: Simpatiza con la verdad. En tercer lugar son arrebatados hasta los
arcanos de la verdad, y dicen: Mi secreto para mí, mi secreto para mí.

Capítulo 24

Y ¿cómo yo, miserable, presumo atravesar los dos cielos superiores y decir palabras vanas
que ni yo mismo entiendo? Todavía voy arrastrándome por el más inferior de los tres. Para
subir a este cielo inferior he levantado una escalera con la ayuda de Dios, que allí me llama.
Ese es el camino que me lleva a la salvación eterna. Levanto los ojos hacia el Señor, que está
en lo más alto. Exulto al oír la voz de la Verdad. El me ha llamado, y yo le he respondido:
Extiendes tu mano derecha hacia la obra de tus manos.

Tú, Señor, cuentas mis pasos. Yo subo lentamente; camino jadeante; busco otro sendero.
¡Desgraciado de mí si me sor prenden las tinieblas, si mi huida es en invierno o en sábado!
Ahora es el tiempo favorable y el día de la salvación, y evito caminar hacia la luz. ¿Por qué
me retraso? Ruega por mí, hijo, hermano, amigo mío, y suplica al Todopoderoso, para que
afiance el pie indolente y no me alcancen los pasos de la soberbia. Si el paso indolente no es
apto para subir a la verdad, es, con todo, más soportable que el aso de la soberbia, como está
escrito: Derribados, no se pueden levantar.
Capítulo 25

Esto se ha dicho de los soberbios. Pero ¿qué diremos del jefe de todos ellos, es decir, de
aquel que es llamado rey de todos los hijos de la soberbia? El mismo Señor dice: No aguantó
en la verdad; y en otro lugar: Yo veía a Satanás caer del cielo. Y ¿por qué, sino por la
soberbia? Desgraciado de mí si el Señor, que de lejos conoce al soberbio, advierte que me he
ensoberbecido; me lanzará aquellas terribles palabras : Tú eras hijo del Altísimo, pero
morirás como uno de tantos, caerás como todos los principies.¿Quién no temblará ante el
fragor de este trueno? ¿Cuánto más provechoso fue que el ángel tocase la articulación del
muslo de Jacob y se la dejase tiesa, frente a la hinchazón, la perdición y la caída del ángel
soberbio! ¡Ojalá que el ángel toque también mi articulación y la ponga rígida! A ver si yo,
que con mi fortaleza lo único que puedo hacer es caer, empiezo a aprovecharme de esta
debilidad. Leo en efecto: La debilidad de Dios es más fuerte que los hombres.

El Apóstol se lamentaba de la rigidez de su articulación. La razón era que el mismo


Satanás le abofeteaba, y no un ángel del Señor. Pero Pablo escuchó esta respuesta: Te basta
mi gracia; la fuerza se realiza en la debilidad. ¿Qué tipo de fuerza? Que nos lo diga el mismo
Apóstol: Con muchísimo gusto presumiré de mis debilidades, porque así residirá en mí la
fuerza de Cristo. Tal vez aún no entiendes bien de qué fuerza habla en concreto, ya que Cristo
las tuvo todas. A pesar de ello, en su expresión aprended de mí, que soy manso y humilde de
corazón, nos recomendó una sobre todas: la humildad.

Capítulo 26

Señor Jesús, también yo, con muchísimo gusto, me gloriaré, si lo permite mi debilidad,
en la rigidez de mi articulación, para que tu fuerza, la humildad, llegue en mí a su perfección;
pues cuando mi fuerza desfallece, me basta tu gracia. Apoyando con fuerza el pie de la gracia
y retirando con suavidad el mío, que es débil, subiré seguro por los grados de la humildad;
hasta que, adhiriéndome a la verdad, pase a los llanos de la caridad. Entonces cantaré con
acción de gracias y diré: Has puesto mis pies en un camino ancho. Así se avanza con mucha
precaución; se sube peldaño a peldaño la difícil escalera, hasta que, incluso arrastrándose o
cojeando en la misma seguridad, se logra la verdad. Pero ¡desgraciado de mí! Mi destierro se
ha prolongado. ¿Quién me diera alas de paloma para volar raudamente hacia la verdad y
hallar el reposo en la caridad? Pero como no las tengo, enséñame, Señor, tu camino, para que
siga tu verdad; y la verdad me hará libre. ¡Pobre de mi, que he bajado desde esa altura! Si
por ligereza y dejadez no hubiese bajado, no tendría ahora que afanarme con tanto tesón para
subir, y tan lento.

Y ¿por qué digo que he bajado? Sería mucho más acertado decir que caí. Es cierto que,
así como nadie sube a lo más alto de re ente, sino que avanza paso a paso, del mismo modo
nadie se hace un malvado de la noche al día. Se va bajando poco a poco. Si en la vida se
procediera de otra forma, ¿cómo podría afirmarse que el malvado se ensoberbece todos los
días de su vida, y que hay caminos que parecen derechos, pero llevan a la perdición?

Capítulo 27
Hay un camino hacia arriba y otro hacia abajo. Un camino que lleva al bien; y otro, al
mal. Guárdate del mal camino y elige el bueno. Si te sientes incapaz, suplica con el profeta
y di: Apártame del camino falso. ¿De qué manera? Y dame la gracia de tu ley; de aquella ley
que diste a los que pecan en el camino, a los que abandonan la verdad. Uno de ellos soy yo,
que he caído e la verdad. Entonces, el que cae, ¿no podrá levantarse? Por eso escogí el
camino de la verdad para subir hasta la cima desde donde caí por mi soberbia.

Subiré y cantaré: Me estuvo bien la humillación. Más prefiero yo los preceptos de tu boca
que miles de monedas de oro y plata. Puede parecerte que David propone dos caminos , pero
fíjate y verás que es uno sólo con nombres distintos. Se llama iniquidad para los que bajan,
y verdad ara los que suben. Los peldaños son idénticos para los que su en al trono y para los
que bajan. Uno es él camino para los que se acercan a la ciudad y para los que la abandonan.
Y una es la puerta para las que entran en la casa y para los que de ella salen. Jacob vio en
sueños que por una misma rampa subían y bajaban ángeles. ¿Qué quiere decir todo esto? Si
quieres volver a la verdad, no necesitas buscar un camino nuevo, desconocido. Te basta el
mismo por el que has bajado. Ya lo conoces. Desandando el mismo camino, sube, humillado,
los mismos peldaños que has bajado ensoberbecido. Así, el que es duodécimo escalón de
soberbia para el que baja, debe ser el rimero de humildad ara el que sube; el undécimo, el
segundo; e décimo, el tercero; e noveno, el cuarto; el octavo, el quinto; el séptimo, el sexto;
el sexto, el séptimo; el quinto, el octavo; el cuarto, el noveno; el tercero, el décimo; el
segundo, el undécimo, y el primero, el duodécimo.

Cuando hayas encontrado, aún más, reconocido en ti estos grados de soberbia, ya no


tendrás que afanarte por encontrar el camino de la humildad.

PRIMER GRADO DE SOBERBIA : LA CURIOSIDAD

Capítulo 28

El primer grado de soberbia es la curiosidad. Puedes detectarla a través de una serie de


indicios. Si ves a un monje que gozaba ante ti de excelente reputación, pero que ahora, en
cualquier lugar donde se encuentra, en pie, andando o sentado, no hace más que mirar a todas
partes con la cabeza siempre alzada, aplicando los oídos a cualquier rumor, puedes colegir,
por estos gestos del hombre exterior, que interiormente este hombre ha sufrido un cambio.
El hombre perverso y malvado guiña el ojo, mueve los pies y señala con el dedo. Por este
inhabitual movimiento del cuerpo puedes descubrir la incipiente enfermedad del alma. Y el
alma que, por su dejadez, se va entorpeciendo para cuidar de sí misma, se vuelve curiosa en
los asuntos de los demás. Se desconoce a sí misma. Por eso es arrojada fuera para que
apaciente a los cabritos. Con acierto llámanse cabritos, símbolos del pecado, a los ojos y a
los oídos; porque, lo mismo que la muerte entró en el mundo por el pecado, así penetra por
estas ventanas en el alma.

El curioso se entretiene en apacentar a estos cabritos, mientras que no se preocupa de


conocer su estado interior. Si cuidas con suma atención de ti mismo, difícil será que pienses
en cualquier otra cosa. ¡Curioso!, escucha a Salomón. Escucha, necio, al sabio: Por encima
de todo guarda tu corazón; y todos tus sentidos vigilarán para guardar aquello de donde brota
la vida. ¡Curioso!, ¿adónde vas cuando te alejas de ti?; ¿a quién te confías durante ese
tiempo?; ¿cómo te atreves a levantar los ojos al cielo, tú que pecaste contra el cielo? Clava
tus ojos en tierra para que te conozcas. La tierra te dará tu propia imagen; porque eres tierra
y a la tierra has de volver.

Capítulo 29

Sin embargo, por dos motivos se te permite levantar los ojos sin cometer la menor falta:
para pedir auxilio y para ofrecerlo. David levantó los ojos a los montes para pedir auxilio. El
Señor los levantó sobre las turbas para compadecerte. El uno lo hizo por su miseria; el otro,
por su misericordia. En ninguno de los dos se halló rastro de falta. Si tú, considerando el
lugar, el tiempo y la causa, levantas los ojos por tu propia necesidad o por la de tu hermano,
no sólo no te considero culpable, sino que te alabo sobremanera; pues la miseria excusa o
primero, y la misericordia recomienda lo segundo. Si, en cambio, lo haces por otro motivo,
pensaré de ti que eres imitador, no del profeta ni del Señor, sino de Dina o de Eva, e incluso
del mismo Satanás.

Dina salió a apacentar los cabritos, fue raptada a su padre y perdió su virginidad. Dina,
¿por qué tuviste que ir a curiosear mujeres extranjeras?; ¿qué necesidad, qué utilidad se te
imponía?; ¿fue por pura curiosidad? Tú miras con ingenuidad; otros te miran con malicia. Tú
contemplas con curiosidad, pero otros te contemplan con otra curiosidad superior. ¿Quién
iba a pensar entonces que aquella tu curiosa inocencia, o tu inocente curiosidad, iba a ser no
sólo ociosa, sino muy perniciosa para ti, para los tuyos y para los enemigos?

Capítulo 30

Eva, tú vas a vivir en el paraíso, para cultivarlo y guardarlo en compañía de tu marido. Si


cumples lo ordenado, pasarás a otro lugar mejor, donde ya no tendrás que ocuparte de trabajo
al uno ni de preocuparte por cuidarlo. Se te permite comer de todos los árboles del paraíso,
excepto del llamado de la ciencia del bien y del mal. Si los frutos de los demás árboles son
buenos y saben bien, ¿qué te mueve a comer del árbol que sabe mal? No se debe saber más
de lo que conviene. Probar el mal no es saborearlo, sino haber perdido el gusto. Guarda bien
lo que se te ha confiado; espera o prometido. Evita lo prohibido, no sea que pierdas lo que ya
posees.

¿Por qué te obsesionas con tu propia muerte? ¿Por qué diriges con tanta frecuencia tus
ojos inquietos hacia ese árbol? ¿Por qué te agrada mirar lo que no se puede comer? Tú me
respondes: sólo me acerco con los ojos, no con las manos. No se me ha prohibido mirar, sino
comer. ¿Es que no puedo levantar hacia donde quiera estos dos ojos que Dios ha dejado a mi
libertad? El Apóstol responde: Todo me está permitido, pero no todo me aprovecha. No es
pecado; pero es síntoma de pecado. Si tu alma se mantiene alerta, la curiosidad no encontrará
momentos ociosos. Esto tampoco es pecado, pero te hace propenso a faltar. Es indicio del
pecado que se ha cometido y causa del que se va a cometer.

Cuando miras con ansiedad hacia el árbol prohibido, la serpiente se introduce a hurtadillas
en tu corazón y te habla con lisonjas; ahoga tu corazón con halagos y disipa con mentiras tu
temor sugiriéndote este retintín: ¿Morir?, ¡en absoluto! Te excita la gula para que hiervas en
ansiedad; agudiza la curiosidad con la sugestión el deseo. Te ofrece lo prohibido y te arrebata
lo que ya tienes. Te da una manzana y te roba el paraíso. Por tragarte el veneno, morirás y
darás a luz a los que han de morir. Se perdió la salvación, pero los hombre siguen naciendo.
Nacemos y morimos. Nacemos para morir, porque morimos antes de nacer Este es el yugo
pesado que oprime a tus hijos hasta el día de hoy.

SENTENCIA SOBRE EL SERAFIN APOSTATA, NO TOMADA DE LOS DOCTORES,


SINO INVENTADA POR EL MISMO ESCRITOR.

Capítulo 31

Y tú, sello de la divina semejanza, que no has vivido en el paraíso, pero que has poseído
las delicias del paraíso de Dios, ¿qué más puedes desear? Estás lleno de sabiduría y es
perfecta tu belleza. No pretendas lo que te sobrepasa ni escudriñes lo que se te esconde.
Acéptate a ti mismo. No pierdas lo que eres pretendiendo grandezas que superan tu
capacidad. ¿Por qué miras de soslayo hacia el Aquilón? Veo que aspiras con demasiado
empeño a cosas que te sobrepasan. Pondré mi trono, dice, hacia el Aquilón. Todos los demás
habitantes del cielo se mantienen en pie, en sus puestos, mientras que sólo tú pretendes
sentarte y perturbas la concordia de los hermanos, la paz de toda la patria celestial y, en
cuanto depende de ti, hasta el reposo de la misma Trinidad.

¿Adónde te lleva, miserable, tu ambición? Movido por una presunción sin igual, no tienes
reparo en escandalizar a los ciudadanos y en injuriar al Rey. Miles y miles le sirven; millones
están a sus órdenes; allí nadie aparece sentado, sino sólo el que se sienta sobre querubines y
a quien todos le sirven. Pero tú, no sé qué ves que no ven los demás; lo examinas sin reparos,
lo escudriñas sin la menor reverencia te levantas un trono en el cielo pretendiendo ser igual
al Altísimo. Y ¿para qué lo haces?; ¿en quién confías? ¡Insensato!, mide tus fuerzas; sopesa
el desenlace; piensa el modo de llevarlo a cabo. ¿Presumes tramar todo esto a sabiendas o a
espaldas del Altísimo ?; ¿con su beneplácito o sin él? Aquel cuya voluntad es insuperable y
cuya ciencia es perfecta, ¿cómo va a ignorar todo e mal que estás maquinando? ¿Acaso estás
convencido de que sabe, pero no quiere y que es incapaz de oponerse? Si todavía te aceptas
como criatura, no te atrevas a dudar de la omnipotencia o de la ciencia y bondad infinita del
Creador, que quiso, supo y pudo crearte de la nada, tal cual eres. ¿Cómo se te ocurre pensar
que Dios va a consentir lo que no quiere y puede impedir?

Me parece que se está cumpliendo en ti, más aún, me parece que eres el pionero de lo que
después de ti suelen decir quienes siguen tu ejemplo: ¿Acaso un señor cría pérfidos en su
propia casa? ¿O es que tú ves con malos ojos el que él sea bueno? Al abusar temerariamente
de su bondad te vuelves descarado contra su ciencia y osado contra su poder.

Capítulo 32

Esto es, miserable, esto es lo que piensas. Este es el crimen que planeas en tu lecho, y
dices: ¿Es que el Creador va a destruir la obra de sus manos? Sé muy bien que a Dios no se
le oculta ninguno de mis pensamientos, porque es Dios. Sé que no le agrada este pensamiento
mío, porque Dios es bueno. Sé también que, si El quiere, yo no puedo escapar de sus manos,
porque es poderoso. Pero ¿tendré que temerlo? Si por ser bueno no puede agradarle mi mal,
¿cuánto menos el suyo? Mi mal consiste en querer algo contra su voluntad. Su mal, en
vengarse. Por la misma razón de que ni quiere ni puede ser privado de su bondad, tampoco
puede querer vengarse del mal. Te engañas, miserable, te engañas a ti mismo, no a Dios. Te
engañas, repito; y la iniquidad miente contra sí misma, no contra Dios. Actúas dolosamente,
y en su presencia. Por eso te engañas a ti mismo, no a Dios. Como correspondencia a un bien
tan inmenso, maquinas un mal tan enorme contra El. Con razón tu iniquidad te atrae el odio
de Dios.

¿Se puede dar mayor perversidad que despreciar a Dios en aquello en lo que merece ser
más amado? No dudas del poder de Dios, siempre capaz de crearte y destruirte; y, sin
embargo qué actitud tan reprobable la tuya cuando abusas de su inmensa bondad, pensando
que no se alzará en venganza si le devuelves mal por bien y odio por amor.

Capítulo 33

Tal perversidad merece no una ira momentánea, sino un odio eterno, porque deseas y
pretendes equipararte a tu dulcísimo y altísimo Señor. El tiene que aguantarte y no te despide
de su vista, pudiendo hacerlo. Prefiere soportar lo que le desagrada a sufrir tu ruina. No le
cuesta nada hundirte; pero tú piensas que su condescendencia no puede permitirlo. Si Dios
es tal y como tú piensas, tu perversión y tu falta de amor son enormes. Y si El prefiere sufrir
algo contra sí mismo antes de ocasionarte algún mal, ¡qué malicia tan enorme la tuya v qué
insensible eres con ese Señor que, al perdonarte, no se perdona a sí mismo!

A pesar de todo, su perfección no le impide ser bueno y justo a la vez; como si no pudiera
ser al mismo tiempo bueno justo. La bondad auténtica se apoya en la justicia, no en la
debilidad. Aún más, la dulzura sin la Justicia no es virtud. Eres un ingrato, porque existes
gracias a la bondad gratuita de Dios; en ella has sido creado gratuitamente. No temes la
justicia que todavía no has experimentado; y te entregas apasionado a la maldad, de la que
falsamente pretendes quedar impune. Ya llegará el momento en que experimentarás cuán
justo es Aquel que has conocido como bueno. Entonces caerás en la fosa que preparaste para
tu Creador. Tramas una ofensa. El la podría esquivar si quisiera. Mas, según tus criterios, es
incapaz de quererlo. Y su bondad le impide castigar.

El Dios justo, que ni puede ni debe permitir que su bondad sea impunemente ofendida,
hará caer, con toda justicia, todo el peso e tu maldad contra ti. Pero moderará de tal modo la
sentencia dada en su propia defensa, que, si quieres enmendarte, no te negará el perdón. Sin
embargo, dada tu obstinación y tu corazón impenitente, no podrás querer. Cargarás siempre
con el castigo.

Capítulo 34

Escucha ahora este enorme embuste: El cielo es mi trono; la tierra, el estrado de mis pies.
No dijo "el Oriente" o "el Occidente" o cualquiera otra parte del cielo, sino "mi trono es todo
el cielo". No puedes sentarte en parte alguna del cielo. El lo eligió todo para sí. Tampoco
puedes hacerlo en la tierra; es el estrado de sus pies. La tierra es un lugar sólido, donde se
asienta la Iglesia fundada sobre la roca firme. ¿Qué vas a hacer? Has sido expulsado del cielo
y no te puedes quedar en la tierra. Búscate un lugar en el aire, no para sentarte, sino para
volar. Entonces sentirás el castigo de una incesante inestabilidad, tú, que has intentado turbar
la quietud de la eternidad. Mientras andas fluctuando entre cielo y tierra, el Señor se sienta
sobre un trono elevado y excelso; y toda la tierra está llena de su majestad. No encontrarás
lugar más que en el aire.

Capítulo 35

Los serafines, con las alas de su contemplación, vuelan desde el trono al estrado desde
el estrado al trono; con las alas restantes, cubren la cabeza y los pies del Señor. Pienso que
se les ha asignado este lugar con un fin concreto. Como un querubín impedía al hombre entrar
en el paraíso, un serafín cercena tu curiosidad. A partir de ahora no volverás a escudriñar,
con tanto descaro y con tan poco recato, los secretos del cielo; ni tampoco podrás conocer
los misterios de la Iglesia en la tierra. Tan sólo vas a sentirte satisfecho entre los corazones
soberbios, que no se acomodan en la tierra como los demás ni vuelan hacia el cielo como los
ángeles.

Aunque en el cielo se te oculte a cabeza, y en la tierra los pies, se te permite ver algo de
ese mundo medio para excitar tu envidia. Mientras te encuentras suspendido en el aire, ves a
los ángeles bajar y subir por ti, pero nada sabes de lo que ellos oyen en el cielo y de lo que
anuncian en la tierra.

Capítulo 36

¡Oh Lucifer!, que despuntabas como el alba. Ahora ya no eres lucífero; eres noctífero y
mortífero. Tu órbita fijada se extendía del Oriente al Mediodía. Pero tú, cambiando de
dirección, ¿te diriges al Aquilón? Te apresuras en subir a las alturas; pero, vertiginoso, te
hundes en las tinieblas del ocaso.

Curioso, yo quisiera con todo detalle sondear los motivos de tu curiosidad. Pondré, dices,
mi trono hacia el Aquilón. Y como tú eres espíritu, no se me ocurre pensar que ese Aquilón
y ese trono sean algo material. Pienso más bien que en el Aquilón están representados todos
los hombres que han de ser condenados; y en el trono, el dominio sobre ellos. Si la cercanía
de Dios te ocasionaba una perspicacia sin igual, y veías en la presciencia divina que los
réprobos no resplandecían con rayo alguno de sabiduría ni ardían en el amor del Espíritu,
encontraste una especie de lugar vacío. Te propusiste dominar sobre ellos, cubrirlos con la
claridad de tu astucia e inflamarlos en los ardores de tu maldad. Serías semejante al Altísima,
que, con su sabiduría y bondad, estaba al frente de todos los hijos de obediencia. Pero tú,
proclamado rey de todos los hijos de la soberbia, pensabas gobernarlos con tu astuta malicia
y con tu maliciosa astucia. No concibo cómo, habiendo adivinado tu principado en la
presciencia de Dios, no intuiste tu caída. Y si la intuiste, ¡qué locura la tuya!, ¿cómo se puede
ambicionar un reino de tanta miseria y preferir una miserable realeza a una dichosa sumisión?
¿No es mejor participar en el esplendor de las galaxias que reinar en las tinieblas? Tal vez no
calculaste bien, y probablemente por aquello a que acabo de referirme. Fijándote en la bondad
de Dios, dijiste en tu corazón: No se entera. E irritaste a Dios,¡impío! O es posible que, al ver
el Reino, se dilatara en tu ojo la viga de la soberbia y te impidió ver la ruina.
Capítulo 37

También José adivinó su exaltación. No supo de antemano que iba ser vendido; e incluso
era más inminente su traición que su exaltación. No quiero decir con esto que este gran
patriarca hubiese caído en la soberbia. Pero su ejemplo nos enseña que quienes gozan del
espíritu de profecía y adivinan los acontecimientos futuros pueden ver algo, aunque no en
totalidad. Tal vez alguien se empeñe en sostener que la vanidad se manifiesta en el hecho de
que, aun siendo adolescente, se entretenía en contar unos sueños cuyo misterio desconocía.
Yo creo que tal actitud se centra en el ámbito del misterio, o de la ingenuidad infantil, más
que en el de la vanidad. Y si acaso se deslizó algún destello de vanidad, bien pudo expiarla
con todo lo que sufrió.

Hay circunstancias en que reciben manifestaciones agradables y que el espíritu humano


no puede acogerlas sin dejar de cumplirse el mensaje revelado. Cualquier tipo de vanidad
que se apoya en la sublimidad de la revelación o de la promesa no quedará impune. Fijémonos
en el médico. No se sirve sólo del ungüento; usa también el fuego y el bisturí. Con ellos
quema y corta las excrecencias de la herida que va a curar para no impedir la terapia que
produce el ungüento. Dios es el médico de las almas. Envía pruebas y tribulaciones al
alma, que la afligen y humillan; convierte el gozo en llanto, y la verdad parece mera ilusión.
Así se verá libre de la vanidad, y la verdad de la revelación no sufrirá menoscabo.

De esta forma, la vanagloria de Pablo se refrena con el aguijón de la carne; mientras que su
persona es agraciada con frecuentes revelaciones. Lo mismo ocurre con la incredulidad de
Zacarías. Fue castigado con la mudez; pero no por eso dejó de cumplirse la verdad del
mensaje, que había de manifestarse a su tiempo. Así, así es como a través del honor y de la
afrenta progresan los santos. Se sienten atraídos por la vanidad humana, y al mismo tiempo
reciben gracias extraordinarias. No pueden olvidar lo que son cuando por el favor de Dios
perciben algo que les sobrepasa.

Capítulo 38

Pero ¿qué tienen que ver las revelaciones con la curiosidad? El motivo de intercalar aquí
este asunto surgió cuando quise demostrar que el ángel réprobo, antes de su caída, pudo haber
adivinado aquel señorío que luego recibió sobre los hombres reprobados; sin que por eso
hubiese sabido con antelación su propia condena. Sobre este ángel hemos planteado algunas
cuestiones sin importancia. No se han buscado tampoco soluciones. Sea ésta la conclusión
de las últimas ideas: por la curiosidad salimos de la órbita de la verdad. Primero se mira con
curiosidad lo que después se desea ilícitamente y se ansía con presunción. Con toda
evidencia, la curiosidad reivindica para si el primero de los grados de soberbia, que, según el
parecer de la gran mayoría, es fuente de todo pecado. Si no se reprime rápidamente, pronto
se deslizará hacia la ligereza de espíritu, que es el segundo grado.

SEGUNDO GRADO: LA LIGEREZA DE ESPIRITU

Capítulo 39
El monje que no cuida de sí mismo, controla curiosamente a los demás. A los que ve
superiores a él, los estima un poco; pero a los que considera inferiores, los desprecia. En los
primeros ve cosas por las que se come de envidia; en los segundos, actitudes que le provocan
irrisión. De aquí se sigue que el espíritu, zarandeado por esa incesante movilidad de los ojos,
y totalmente ajeno al cuidado de sí mismo unas veces quiere encumbrarse por la soberbia y
otras queda abatido hasta lo más profundo por la envidia. Tan pronto está lleno de maldad y
se consume de envidia, para después reírse como un niño ante su propia gloria. La primera
actitud respira maldad; la segunda, vanidad ; y ambas, soberbia. Porque el amor de la propia
gloria es lo que le hace sentir dolor por lo que le supera y alegría de sentirse superior.

Estos cambios de espíritu los manifiesta en el modo de hablar: unas veces es lacónico y
mordaz; otras, locuaz y vano. Ahora revienta de risa, luego estalla en llanto, y siempre es un
irreflexivo. Si quieres, compara estos dos grados de soberbia con los últimos de humildad
fíjate cómo en el último se cercena la curiosidad; y en el penúltimo, la ligereza. Lo mismo
observarás en los restantes grados si los comparas entre sí. Pero pasemos ya a explicar e
tercer grado sin caer en él.

TERCER GRADO: LA ALEGRIA TONTA

Capítulo 40

Es característico de los soberbios suspirar siempre por los acontecimientos bullangueros


y ahuyentar los tristes, según aquello de que el corazón del tonto está donde hay jolgorio. El
monje, una vez bajados los dos primeros grados de soberbia, llega, por la curiosidad, a la
ligereza de espíritu. Se siente incapaz de soportar la humillante experiencia de un gozo que
tanto anhela, pero siempre bañado en tristeza, cuando constata el bien de los demás. Busca
entonces el subterfugio de un falso consuelo. Reprime la curiosidad para rehusar la evidencia
de su bajeza y la nobleza de los otros. Se inclina hacia el lado opuesto. Pone de relieve aquello
en que cree sobresalir y atenúa con disimulo las excelentes cualidades de los demás. Así
pretende cegar lo que considera fuente de su tristeza y vivir en una incesante alegría fingida.
Fluctuando entre el gozo la tristeza, cae al fin en el cebo de la alegría tonta. Aquí planto yo
el tercer grado de soberbia.

Con esto tienes ya suficientes indicios para saber si este grado se da en ti o en otros. A
estos tales nunca les verás gimiendo o llorando. Si te fijas un momento, pensarás que se han
olvidado de sí mismos, o que se han lavado de sus pecados. Pero sus gestos reflejan ligereza;
su semblante, esta alegría tonta; y su forma de andar, vanidad. Son propensos alas chanzas;
fáciles e inclinados a la risa. Como han borrado de su memoria todo cuanto les puede humillar
y entristecer, sueñan y se representan todos los valores que se imaginan tener. No piensan
más que en lo que les agrada, y son incapaces de contener la risa y de disimular la alegría
tonta.

Se parecen a una vejiga llena de aire; si la pinchas con un alfiler y la aprietas, hace ruido
mientras se desinfla. El aire, a su paso por ese invisible agujero, produce frecuentes y
originales sonidos. Esto mismo ocurre al monje que ha inflado su corazón de pensamientos
vanos jactanciosos. La disciplina del silencio no les deja expulsar libremente el aire de la
vanidad. Por eso lo arroja forzado y entre carcajadas por su boca. Muchas veces,
avergonzado, esconde el rostro, comprime los labios, aprieta los dientes, ríe constreñido y
suelta risotadas como a la fuerza. Aunque cierra la boca con sus puños, todavía deja escapar
algunos estallidos de nariz.

CUARTO GRADO: LA JACTANCIA

Capítulo 41

Si a la vanidad le da por tomar cuerpo y sigue inflándose la vejiga, se llega a un grado de


dilatación tal que se precisa un orificio mayor. De lo contrario, podría reventar. Esto ocurre
en el monje que rebasa la vana alegría. Ya no le basta el simple agujero de la risa o de los
gestos; y prorrumpe con la exclamación de Eliú: Mi seno es como vino sin escape que hace
reventar los odres nuevos. Si no habla, revienta. Está cargado de verborrea, y el aire de su
vientre le constriñe. Anda hambriento y sediento de un auditorio al que pueda lanzar sus
vanidades, arrojar todo lo que siente y darse a conocer en lo que es y vale. A la primera
ocasión, si la temática versa sobre ciencias, saca a colación sentencias antiguas y nuevas
ensarta una perorata con el eco de palabras ampulosas. Se adelanta a las preguntas; responde
incluso a quien no le pregunta. Propone cuestiones; las resuelve él mismo, y corta a su
interlocutor, sin dejarle terminar lo que había empezado a decir. Cuando suena la señal y se
precisa interrumpir la conversación, la hora larga transcurrida le parece un instante. Pide
permiso para volver a sus historias fuera del tiempo señalado. Claro que no lo hace para
edificar a nadie, sino para cantar su ciencia. Podría edificar, pero eso ni lo pretende. No trata
de enseñarte o aprovecharse de tus conocimientos, sino de demostrarte que sabe algo.

Si la conversación versa sobre religión, en seguida saca a relucir visiones y sueños. Luego
elogia el ayuno, recomienda las vigilias y se hace lenguas de la oración. Diserta ampliamente
sobre la paciencia, la humildad y sobre cada una de las virtudes con una ligereza pasmosa.
Si tú le escuchas, dirías que de lo, rebosa del corazón lo habla por la boca; y que el hombre
bueno saca cosas buenas de su almacén de bondad.

Si la conversación declina en mera diversión, entonces se muestra como un fenómeno de


locuacidad que domina la materia a las mil maravillas. Si le oyes, dirás que su boca es todo
un torrente de vanidad, un alud de chocarrerías, hasta el punto de provocar la ligereza incluso
en las personas más sensatas v recatadas. Resumiendo en breve todo lo dicho: En el mucho
hablar se descubre la jactancia. A lo largo de estas líneas tienes descrito y enumerado el
cuarto grado. Huye de él, pero recuerda su contenido. Con esta advertencia pasemos ya al
quinto; lo titulo "la singularidad".

QUINTO GRADO: LA SINGULARIDAD

Capítulo 42

Sería bochornoso, para los que presumen ser superiores a los demás, no sobresalir en algo
por encima de lo ordinario y no llamar la atención con su propia superioridad. Ya no les basta
la regla común del monasterio ni los ejemplos de los mayores. No procuran ser mejores, sino
parecerlo. No desean vivir mejor, sino aparentar el triunfo para poder decir: No soy como los
demás. Se lisonjea más de ayunar un solo día en que los demás comen que si hubiese ayunado
siete días con toda la comunidad. Le parece más provechosa una breve oración particular que
toda la salmodia de una noche. Durante la comida, rastrea su mirada por las otras mesas. Si
ve que alguien come menos, se duele de haber sufrido una derrota. Entonces empieza a
privarse sin miramiento alguno de lo que creía antes que debía comer, temiendo más el
detrimento de la propia estima que el tormento del hambre. Si encuentra a alguien más
demacrado y pálido, se condena a sí mismo por vil, ya no vive tranquilo. Como no puede
verse el rostro ni conocer el impacto de su semblante ante los demás, mira sus manos y sus
brazos, se tienta las costillas, palpa las clavículas y las paletillas. De esta manera pretende
comprobar lo que puede delatar su rostro según el estado de sus miembros, más o menos
descarnados.

En fin, vive siempre al acecho de sus propios intereses v es indolente en los asuntos comunes.
Vela en cama y duerme en el coro. Se pasa adormilado toda la noche durante el canto de las
vigilias. Después, mientras los demás respiran el sosiego del claustro, él se queda solo en el
oratorio; carraspea y tose; y desde el rincón donde se encuentra aturde con sus gemidos y
suspiros a los que están fuera sentados. Con todas estas rarezas carentes de mérito, se acredita
un excelente prestigio ante los más ingenuos, que tienen por cierto lo que ven y no se paran
a pensar de dónde procede tal rumor santo, aplicado a ese individuo; e incurren en engaño.

SEXTO GRADO: LA ARROGANCIA

Capítulo 43

El arrogante cree cuanto de positivo se dice de él. Elogia todo lo que hace y no le preocupa
lo que pretende. Se olvida de las motivaciones de su obrar. Se deja arrastrar por la opinión
de los demás. En cualquier otra cosa se fía más de sí mismo que de los demás; sólo cuando
se trata de su persona cree más a los otros que a sí mismo. Aunque su vida es pura palabrería
y ostentación, se considera como la encarnación misma de la vida monástica, y en lo íntimo
de su corazón se tiene por el más santo de todos. Cuando alaban algún aspecto de su persona,
no lo atribuye a la ignorancia o benevolencia del que le encomia, sino arrogantemente a sus
propios méritos. Así, después de la singularidad, la arrogancia reclama para sí el sexto grado.
Sigue la presunción, que es el séptimo.

SÉPTIMO GRADO: LA PRESUNCION

Capítulo 44

El que está convencido de aventajar a los demás, ¿cómo no va a presumir más de sí mismo
que de los otros? En las reuniones se sienta el primero. En las deliberaciones se adelanta a
dar su opinión y parecer. Se presenta donde no le llaman. Se mete en o que no le importa.
Reordena lo que ya está ordenado y rehace lo que ya está hecho. Lo que sus manos no han
tocado, no está bien ni en su sitio. Juzga a los tribunales y prejuzga a los que van a ser
juzgados. Si al reestructurar los cargos no le nombran prior, piensa que su abad es un
envidioso o un iluso. Si le confían algún cargo insignificante, monta en cólera, hace ascos de
todo, pensando que uno tan capaz para grandes empresas no debe ocuparse de asuntos tan
triviales.

Es imposible acertar siempre, especialmente el que con tanta temeridad mete sus narices
en todo, más por temeridad que por espontaneidad. Compete al superior corregir al que falta;
pero ¿cómo va a confesar su culpa uno que ni piensa que es culpable ni tolera que le tengan
por tal? Por eso, cuando se le culpa de algo, no se libera de ello, lo agrava. Si al ser corregido
ves que su corazón reacciona ron expresiones zahirientes, caerás en la cuenta de que ha
incurrido en el octavo grado, denominado "la excusa de los pecados".

OCTAVO GRADO: LA EXCUSA DE LOS PECADOS

Capítulo 45

De muchas maneras se buscan paliativos para los pecados. El que se excusa dice: "Yo no
lo hice"; o "sí lo hice, pero lo hice como es debido". Si ha hecho algo mal, dice: "No lo hice
mal del todo". Si lo ha hecho muy mal, entonces dice: "No hubo mala intención". Si le
convences de su mala intención, como a Adán y a Eva, se esfuerza por excusarse diciendo
que otros le persuadieron. El que excusa con descaro las cosas evidentes, ¿cómo podrá
descubrir con humildad a su abad los pensamientos ocultos y malos que llegan, hasta su
corazón?

NOVENO GRADO: LA CONFESION FINGIDA

Capítulo 46

Aunque todos estos tipos de excusa son malos y el profeta los llama palabras malévolas,
sin embargo la engañosa y soberbia confesión es mucho más peligrosa que la atrevida y
porfiada excusa. Hay algunos que, al ser reprendidos de faltas evidentes, saben que, si se
defienden, no se les cree. Y encuentran, los muy ladinos, un argumento en defensa propia.
Responden palabras que simulan una verdadera confesión. Como está escrito, hay quien se
humilla con malicia, mientras dentro está lleno de engaños. El rostro se abate, el cuerpo se
inclina. Se esfuerzan por derramar algunas lagrimillas. Suspiran y sollozan. Van más allá de
la simple excusa. Se confiesan culpables hasta la exageración. Al oír tú de sus mismos labios
datos imposibles e increíbles que agravan su falta, comienzas a dudar de los que tenías por
ciertos. Aflora en sus labios una confesión por la que merecía alabanza, mas la iniquidad
anida oculta en el corazón. Quien lo oye, piensa que se acusa más por humildad que por
veracidad; y le aplica aquello de la Escritura: El justo, al empezar a habla, se acusa a sí
mismo.

Ante la reputación de los hombres prefiere naufragar en la verdad antes que en la


humildad; pero ante Dios naufraga en las dos. Si la culpa es tan clara que no puede taparse
con estratagema alguna, entonces hace suya la voz del penitente, pero no el corazón; con esta
voz borra la mancha, pero no la culpa. Así, la ignorancia de una clarísima transgresión queda
contrarrestada con el noble gesto de una confesión pública.
Capítulo 47

¡Qué preciosa es la humildad! La misma soberbia procura revestirse de ella para no


envilecerse. Pero ese subterfugio es descubierto muy pronto por el superior si no se ablanda
fácilmente ante esa soberbia humildad, disimulando la culpa o difiriendo el castigo. El horno
prueba los vasos del alfarero; la tribulación selecciona a los auténticos penitentes. El que
hace penitencia de verdad, no aborrece el trabajo de la penitencia; acepta con paciencia y sin
la menor queja cualquier orden que le impongan para reparar una culpa que detesta. Y si en
la misma obediencia surgen conflictos duros y contrarios, si tropieza con cualquier clase de
injurias, aguanta sin desmayo. Así manifiesta que vive en el cuarto grado de humildad.

En cambio, el que se acusa con fingimiento, puesto a prueba por una injuria incluso
insignificante, o por un minúsculo castigo, se siente incapaz de aparentar humildad y
disimular el fingimiento. Murmura, brama de furor, le invade la ira y no da señal alguna de
encontrarse en el cuarto grado de humildad. Más bien pone de manifiesto su situación en el
noveno grado de soberbia, que, según lo descrito, puede ser llamado, en sentido pleno,
confesión fingida. ¡Qué confusión tan enorme bulle en el corazón del soberbio! Cuando se
descubre el fraude pierde la paz, se va marchitando la reputación y, mientras, queda intacta
la culpa. En fin, todos le señalan con el dedo; todos le condenan, y la indignación sube de
tono cuanto más descubren el engaño del que hasta ahora eran víctimas. El superior debe
mantenerse firme; y piense que, si le perdona, ofendería a todos los demás.

DÉCIMO GRADO: LA REBELION

Capítulo 48

El farsante ya no tiene remedio, a menos que la misericordia divina le tienda su mano


compasiva. Es casi imposible que acepte las acusaciones de los demás. Lo normal es que se
vuelva más recalcitrante cuando constata que su situación llega a ser desesperadamente
agobiante. Así incurre en el décimo grado, y se alza en rebelión: De ahora en adelante ya no
habrá más arrogancias personales ni desprecios fraternos solapados. Las desobediencias y
vilipendios al maestro mismo son tan claros como la luz del día.

Capítulo 49

Tengamos en cuenta que todos estos grados, doce en total, pueden reducirse a tres. Los
seis primeros se refieren al desprecio a los hermanos; los cuatro siguientes, al desprecio del
maestro; los dos restantes, al desprecio de Dios. No olvidemos tampoco que estos dos últimos
grados de soberbia corresponden inversamente a los dos primeros de humildad y que deben
subirse antes de comprometerse en la vida comunitaria.

Por esta misma razón son dos grados a los que nunca debe llegar hermano alguno. La
Regla misma presupone que deben subirse previamente, según leemos en el tercer grado de
humildad: EI tercer grado, dice, consiste en someterse por amor de Dios al superior con una
obediencia sin límite. Si se coloca la sumisión en el tercer grado, el novicio la adquiere
cuando se asocia a la comunidad. Se supone, por tanto, que ya ha subido los dos grados
anteriores. En fin, cuando el monje desprecia la concordia de los hermanos y las órdenes del
maestro, ¿qué está haciendo en el monasterio sino fomentar el escándalo?

UNDÉCIMO GRADO: LA LIBERTAD DE PECAR

Capítulo 50

Después del décimo grado, que llamamos rebelión, el monje es expulsado del monasterio
o se marcha él mismo. Inmediatamente cae en el undécimo, y entonces entra por unos
caminos que a los hombres !es parecen rectos, pero cuyo fin, a no ser que Dios lo impida,
sumerge en lo profundo del infierno, es decir, en el desprecio de Dios. El impío, cuando cae
en lo profundo de los pecados, cae también en el desprecio. Por eso el undécimo grado puede
encabezarse con el título de libertad de pecar. Aquí el monje no ve ya a un maestro a quien
teme ni a unos hermanos a quienes respeta; se goza en realizar sus deseos con tanta mayor
tranquilidad cuanto más libre se ve de quienes, en cierto modo, le cohibían por el pudor o por
el temor.

Si ya no teme a los hermanos ni al abad, aún le queda un cierto rescoldo de temor a Dios.
Y su razón, que todavía insinúa algo, antepone ese temor al deseo y ejecuta cosas ilícitas no
sin una cierta pesadumbre. Imita al que vadea un río; no se precipita, entra más bien
paulatinamente en la corriente de los vicios.

DUODÉCIMO GRADO: LA COSTUMBRE DE PECAR

Capítulo 51

Después de que en el terrible juicio de Dios han quedado los primeros pecados impunes,
se repite con agrado el placer ya experimentado; y con la repetición se torna halagador. Con
el ardor de la concupiscencia, la razón se adormece y la costumbre le esclaviza. El miserable
se siente arrastrado hacia el abismo de las maldades. El cautivo es un esclavo de la tiranía de
los vicios, hasta el extremo de que, aturdido en la vorágine de los deseos carnales y olvidado
de su razón y del temor de Dios, dice como el necio para sí: No hay Dios. Desde ahora su
norma moral es el placer; y no impide que su espíritu, sus manos y sus pies piensen, ejecuten
e investiguen cosas ilícitas. Malévolo, fanfarrón y delincuente, maquina, parlotea y lleva a
cabo cuanto le viene al corazón, a la boca o a las manos.

En fin, lo mismo que el justo, después de haber subido todos estos grados, corre hacia la
vida con un corazón gozoso y sin trabajo, en alas de la buena costumbre, así el impío, cuando
ha bajado todos los grados correspondientes, ya no se rige por la razón ni se domina con el
freno del temor; los malos hábitos se lo impiden, y se lanza temerariamente hacia la muerte.
Entre estos dos extremos están los que se esfuerzan y angustian ; aquellos que, atormentados
por el miedo del infierno o embarazados por sus antiguas malas costumbres, se debaten
sufriendo continuos altibajos.
Solamente corren sin tropiezos y sin fatiga los que están en el grado supremo o en el
ínfimo. Unos van veloces hacia la muerte, y otros hacia la vida. Estos caminan con alegría;
aquéllos se abocan vertiginosamente. A los primeros, la caridad les estimula. A los segundos,
la pasión les arrastra. Unos y otros no sienten el peso de la vida; pues tanto el amor perfecto
como la iniquidad consumada echan fuera todo temor. La verdad da seguridad a unos; la
ceguera, a otros. En consecuencia, el duodécimo grado puede ser denominado costumbre de
pecar; costumbre en la que se pierde el temor de Dios y se incurre en desprecio.

Capítulo 52

Dice el apóstol Juan: No digo que se ore por uno como éste. Entonces tú, apóstol, ¿quieres
que se desespere? Todo lo contrario; que el que le ama, ore. No piense en orar, pero tampoco
deje de llorar. ¿Qué estoy diciendo? ¿Quedará algún resquicio de esperanza allí donde la
oración ya no tiene sentido? Escucha a alguien que cree y espera, pero que ya no ora: Señor,
si hubieses estado aquí, no habría muerto mi hermano. ¡Qué fe tan enorme! Cree que el Señor,
de haber estado allí, habría podido impedir la muerte con su presencia. Y ahora, ¿qué? Lejos
de nosotros pensar que quien creyó al Señor capaz de conservar vivo a Lázaro dude de que
pueda resucitarlo una vez muerto. Pero así y todo, dice, sé que Dios te dará lo que le pidas.
Luego responde al Señor que le pregunta dónde le pusieron: Ven a verlo. ¿Para qué? Marta,
nos das un maravilloso testimonio de fe. Pero ¿cómo desconfías con tanta fe? Ven a verlo, le
dices. Si no desconfías, ¿por qué no continúas y dices: "y resucítalo"? Si desconfías, ¿por
qué cansas inútilmente al Maestro? ¿Es que la fe consigue algunas veces lo que la oración no
se atreve a pedir? Por último, cuando se acerca al cadáver, le paras y le dices: Señor, ya huele
mal; lleva cuatro días. ¿Dices esto por desconfianza o con disimulo? También el Señor
resucita o fingió ir más lejos, cuando lo quequería era quedarse con los discípulos.

¡Oh santas mujeres, amigas de Cristo! Si amáis a vuestro hermano, ¿por qué no pedís con
repetidas instancias la misericordia del Señor, si no podéis dudar de su omnipotencia ni de
su clemencia? Y responden: Aunque parece que no oramos, de esta forma oramos mejor. Si
a primera vista desconfiamos, de hecho confiamos con mayor intensidad. Testimoniamos la
fe, ofrecemos el amor. El no necesita que se le diga cosa alguna; sabe lo que deseamos.
Sabemos que todo lo puede, pero este milagro tan grande, único e inaudito, aunque está en
sus manos, excede en mucho los méritos de nuestra humildad. A nosotras nos basta con abrir
el paso a su poder y prestarle una ocasión a la piedad, prefiriendo la esperanza paciente en lo
que El quiera al intento temerario de conseguir lo que tal vez no quiere. En fin, pensamos
que la modestia debe suplir la laguna de nuestros méritos. Después de la grave caída de Pedro,
percibo sus sollozos, no su oración; y, sin embargo, no dudo del perdón.

Capítulo 53

Aprende también de la Madre del Señor a tener una gran fe en los milagros y a conservar
una cierta timidez respecto a esta enorme fe. Aprende a revestir la fe de modestia y a sofocar
la presunción. No tienen vino, dice. ¡Qué lacónica y reverente sugerencia! Es expresión de
su tierna solicitud. Una buena lección que aprender en situaciones parecidas, donde siempre
es mejor llorar con piedad que pedir con presunción. María moderó el ardor de la piedad con
la sombra de la modestia; atemperó humildemente la plena confianza que su oración le
inspiraba. No se acercó con petulancia, no habló públicamente para decir arrogancias delante
de todos: Se ha acabado el vino, los convidados están disgustados, el esposo confundido;
anda, Hijo, actúa. Aunque su ardiente corazón y su fervoroso afecto le sugiriesen tales
expresiones y otras muchas, sin embargo, la piadosa madre se acerca en privado al Hijo
poderoso y no incita su poder; simplemente tantea su voluntad: No tienen vino, dice. ¿Es
posible mayor modestia, una fe más profunda? A su piedad no le faltó la fe; tampoco
gravedad a las palabras ni eficacia al deseo. Si ella, siendo madre, al olvidándose de lo que
era, no se atreve a pedir el milagro del vino, yo, esclavo despreciable, que tengo como timbre
de gloria el ser siervo del Hijo y de la Madre, ¿voy a tener la osadía de pedir la vida para uno
que lleva cuatro días muerto?

Capítulo 54

También se habla en el Evangelio de dos ciegos. Uno de ellos recibió la vista; y el otro la
recuperó; es decir, uno la había perdido, y el otro había nacido ciego. El que había perdido la
vista se atrajo la gran misericordia por su clamor lastimero e intenso; en cambio, el que había
nacido ciego, sin pedir nada, recibió la iluminación del que era su luz. Don totalmente
gratuito en el que la miseria brilla a la par con el portenro. En fin, a uno le dijo: tu fe te ha
salvado; al otro, en cambio, no. Leo también tres resurrecciones: dos al poco de morir, y una
después de cuatro días de enterrado. De los tres casos sólo aquella niña que estaba aún én
casa de cuerpo presente fue resucitada por causa de las oraciones de su padre; ios otros dos
casos fueron un asombroso derroche de bondad.

Capítulo 55

Del mismo modo, si aconteciera, lo que Dios no permita, que alguno de nuestros hermanos
muriese, no en el cuerpo, sino en el alma, mientras todavía está entre nosotros, yo pecador,
con mis oraciones y las de todos los hermanos, importunaría una y otra vez al Salvador. Si
reviviera, habríamos ganado al hermano. Pero si no merecemos ser escuchados, al no poder
soportarnos mutuamente los vivos y los muertos, enterraremos al difunto. Pero yo le seguiré
llorando entrañablemente, aunque ya no rezaré con plena confianza. No me atreveré a decir
en alta voz: "Ven, Señor, y resucita a nuestro muerto". Temblando, con el corazón en vilo,
no cesaré de exclamar interiormente: "Tal vez el Señor atienda el deseo de los humildes y su
oído escuche los anhelos del corazón". Y aquello otro: ¿Harás tú maravillas con los muertos?
¿Se alzarán las sombras para darte gracias? Y sobre el que lleva cuatro días encerrado: ¿Se
anuncia en el sepulcro tu misericordia o tu fidelidad en el reino de la muerte? Mientras tanto,
el Salvador, si quiere, puede repentina e inesperadamente hacérsenos encontradizo y
conmoverse, no por las oraciones, sino por las lágrimas de los que llevan al difunto; y, por
fin, devolverle la vida; o si ya está sepultado, llamarle de entre los muertos.

He llamado muerto a aquel que, excusando sus pecados, ha incurrido ya en el octavo


grado. En efecto, un muerto, puesto que no existe, es incapaz de confesar sus pecados. Quien
traspasa el umbral del décimo grado de soberbia, que es el tercero comenzando a contar por
el octavo, se le expulsa dr la fraternidad del monasterio y se le saca a enterrar en el sepulcro
de la libertad de pecar. Después de pasar el cuarto, contando siempre a partir del octavo, se
es ya cadáver de cuatro días; y al incurrir en el quinto por la costumbre de pecar, se le entierra.

Capítulo 56
Nunca ha de cesar en nuestros corazones la oración por esos tales, aun cuando no nos
atrevamos a hacerlo públicamente. Pablo también lloraba por los que habían muerto
impenitentes. Y aunque ellos mismos se excluyen de las oraciones comunitarias, no les
podemos marginar de nuestra compasión como hermanos. Consideren ellos mismos el gran
peligro en que se encuentran; porque la Iglesia, que ora confiadamente por los judíos, los
herejes y los gentiles, no se atreve a orar públicamente por ellos. Y el día de Viernies Santo,
que ora expresamente por toda clase de pecadores, no hace mención alguna de los
excomulgados.

ULTIMO CONTACTO CON EL DESTINATARIO

Capítulo 57

Tal vez digas, hermano Godofredo, que he redactado un tema muy distinto del que tú me
habías pedido y que yo te prometí. Te puede dar la impresión de que, en lugar de los grados
de humildad, he descrito los grados de soberbia. Considera mis razones: no he podido enseñar
cosa distinta de lo que aprendí. No me ha parecido conveniente describir las subidas, pues
tengo más experiencia de las bajadas. Que San Benito te exponga los grados de humildad,
grados que él dispuso, primero, en su corazón. En cuanto a mí, sólo puedo proponerte el
orden que he seguido en mi bajada. Si reflexionas seriamente sobre esto, tal vez encuentres
aquí tu propio camino de subida. Si tú, en camino hacia Roma, te encuentras con un hombre
que viene de allí, y le preguntas la dirección que lleva a la Urbe, ¿qué mejor contestación
puede darte que indicar su camino ya recorrido? Cuando te nombra castillos, villas y
ciudades, ríos y montes por los que ha pasado, te está indicando su camino y al mismo tiempo
trazándote el tuyo. Al reemprender la marcha, irás reconociendo esos mismos lugares por os
que ese hombre acaba de pasar.

Valga este símil. En mi descenso probablemente encontrarás los grados ascendentes; y al


subirlos, los reconocerás muchísimo mejor en tu corazón que en este opúsculo mío.

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