Salmo 63

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SALMO 63 (62)

1          = Salmo. De David. Cuando estaba en el desierto de


Judá. =

2          Dios, tú mi Dios, yo te busco,


sed de ti tiene mi alma,
en pos de ti languidece mi carne,
cual tierra seca, agotada, sin agua.

3          Como cuando en el santuario te veía,


al contemplar tu poder y tu gloria,

4          – pues tu amor es mejor que la vida,


mis labios te glorificaban -,

5          así quiero en mi vida bendecirte,


levantar mis manos en tu nombre;

6          como de grasa y médula se empapará mi alma,


y alabará mi boca con labios jubilosos.

7          Cuando pienso en ti sobre mi lecho,


en ti medito en mis vigilias,

8          porque tú eres mi socorro,


y yo exulto a la sombra de tus alas;

9          mi alma se aprieta contra ti,


tu diestra me sostiene.

10        Mas los que tratan de perder mi alma,


¡caigan en las honduras de la tierra!

11        ¡Sean pasados al filo de la espada,


sirvan de presa a los chacales!
12        Y el rey en Dios se gozará,
el que jura por él se gloriará,
cuando sea cerrada la boca de los mentirosos.

El alma sedienta de Dios

1. El salmo 62, sobre el que reflexionaremos hoy, es el salmo del


amor místico, que celebra la adhesión total a Dios, partiendo de
un anhelo casi físico y llegando a su plenitud en un abrazo íntimo
y perenne. La oración se hace deseo, sed y hambre, porque
implica el alma y el cuerpo.

Como escribe santa Teresa de Ávila, “sed me parece a mí quiere


decir deseo de una cosa que nos hace tan gran falta que, si nos
falta, nos mata” (Camino de perfección, c. 19). La liturgia nos
propone las primeras dos estrofas del salmo, centradas
precisamente en los símbolos de la sed y del hambre, mientras la
tercera estrofa nos presenta un horizonte oscuro, el del juicio
divino sobre el mal, en contraste con la luminosidad y la dulzura
del resto del salmo.

2. Así pues, comenzamos nuestra meditación con el primer canto,


el de la sed de Dios (cf. versículos 2-4). Es el alba, el sol está
surgiendo en el cielo terso de la Tierra Santa y el orante comienza
su jornada dirigiéndose al templo para buscar la luz de Dios.
Tiene necesidad de ese encuentro con el Señor de modo casi
instintivo, se podría decir “físico”. De la misma manera que la
tierra árida está muerta, hasta que la riega la lluvia, y a causa de
sus grietas parece una boca sedienta y seca, así el fiel anhela a
Dios para ser saciado por él y para poder estar en comunión con
él.

Ya el profeta Jeremías había proclamado: el Señor es “manantial


de aguas vivas”, y había reprendido al pueblo por haber
construido “cisternas agrietadas, que no retienen el agua” (Jr 2,
13). Jesús mismo exclamará en voz alta: “Si alguno tiene sed,
venga a mí, y beba, el que crea en mí” (Jn 7, 37-38). En pleno
mediodía de una jornada soleada y silenciosa, promete a la
samaritana: “El que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed
jamás, sino que el agua que yo le dé se convertirá en él en fuente
de agua que brota para vida eterna” (Jn 4, 14).

3. Con respecto a este tema, la oración del salmo 62 se entrelaza


con el canto de otro estupendo salmo, el 41: “Como busca la
cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío;
tiene sed de Dios, del Dios vivo” (vv. 2-3). Ahora bien, en hebreo,
la lengua del Antiguo Testamento, “el alma” se expresa con el
término nefesh, que en algunos textos designa la “garganta” y en
muchos otros se extiende para indicar todo el ser de la persona.
El vocablo, entendido en estas dimensiones, ayuda a comprender
cuán esencial y profunda es la necesidad de Dios: sin él falta la
respiración e incluso la vida. Por eso, el salmista llega a poner en
segundo plano la misma existencia física, cuando no hay unión
con Dios: “Tu gracia vale más que la vida” (Sal 62, 4). También
en el salmo 72 el salmista repite al Señor: “Estando contigo no
hallo gusto ya en la tierra. Mi carne y mi corazón se consumen:
¡Roca de mi corazón, mi porción, Dios por siempre! (…) Para mí,
mi bien es estar junto a Dios” (vv. 25-28).

4. Después del canto de la sed, las palabras del salmista


modulan el canto del hambre (cf. Sal 62, 6-9). Probablemente,
con las imágenes del “gran banquete” y de la saciedad, el orante
remite a uno de los sacrificios que se celebraban en el templo de
Sion: el llamado “de comunión”, o sea, un banquete sagrado en el
que los fieles comían la carne de las víctimas inmoladas. Otra
necesidad fundamental de la vida se usa aquí como símbolo de la
comunión con Dios: el hambre se sacia cuando se escucha la
palabra divina y se encuentra al Señor. En efecto, “no sólo de pan
vive el hombre, sino que el hombre vive de todo lo que sale de la
boca del Señor” (Dt 8, 3; cf. Mt 4, 4). Aquí el cristiano piensa en el
banquete que Cristo preparó la última noche de su vida terrena y
cuyo valor profundo ya había explicado en el discurso de
Cafarnaúm: “Mi carne es verdadera comida y mi sangre
verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre
permanece en mí y yo en él” (Jn 6, 55-56).

5. A través del alimento místico de la comunión con Dios “el alma


se une a él”, como dice el salmista. Una vez más, la palabra
“alma” evoca a todo el ser humano. No por nada se habla de un
abrazo, de una unión casi física: Dios y el hombre están ya en
plena comunión, y en los labios de la criatura no puede menos de
brotar la alabanza gozosa y agradecida. Incluso cuando
atravesamos una noche oscura, nos sentimos protegidos por las
alas de Dios, como el arca de la alianza estaba cubierta por las
alas de los querubines. Y entonces florece la expresión estática
de la alegría: “A la sombra de tus alas canto con júbilo” (Sal 62,
8). El miedo desaparece, el abrazo no encuentra el vacío sino a
Dios mismo; nuestra mano se estrecha con la fuerza de su diestra
(cf. Sal 62, 9).

6. En una lectura de ese salmo a la luz del misterio pascual, la


sed y el hambre que nos impulsan hacia Dios, se sacian en Cristo
crucificado y resucitado, del que nos viene, por el don del Espíritu
y de los sacramentos, la vida nueva y el alimento que la sostiene.

Nos lo recuerda san Juan Crisóstomo, que, comentando las


palabras de san Juan: de su costado “salió sangre y agua”
(cf. Jn 19, 34), afirma: “Esa sangre y esa agua son símbolos del
bautismo y de los misterios”, es decir, de la Eucaristía. Y
concluye: “¿Veis cómo Cristo se unió a su esposa? ¿Veis con qué
nos alimenta a todos? Con ese mismo alimento hemos sido
formados y crecemos. En efecto, como la mujer alimenta al hijo
que ha engendrado con su propia sangre y leche, así también
Cristo alimenta continuamente con su sangre a aquel que él
mismo ha engendrado” (Homilía III dirigida a los neófitos, 16-19,
passim: SC 50 bis, 160-162). (AG 25.IV.01)

Cfr. Juan Pablo II

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