El Mundo Maravilloso de Adam Smith

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EL MUNDO MARAVILLOSO DE ADAM SMITH

Quien en el año 1760 hubiese viajado por Inglaterra habría oído hablar, con


toda probabilidad, de cierto doctor Smith, de la Universidad de Glasgow. Si no
famoso, el doctor Smith era, desde luego, hombre muy conocido. Voltaire había
oído hablar de él; David Hume era íntimo amigo suyo; ciertos estudiosos habían
venido desde la propia Rusia para escuchar sus lecciones, dificultosas, pero
entusiastas.
Del doctor Smith se sabía que, además de sus dotes de profesor, poseía
una personalidad nada corriente. De todos eran conocidas sus distracciones y
ensimismamientos; en cierta ocasión, paseando con un amigo, iba tan absorto en
la discusión que sostenían, que cayó en un pozo de una tenería; cuéntase también
que otra vez se preparó por sí mismo una espléndida bebida de pan y mantequilla,
asegurando luego que jamás había bebido una taza de té tan malo. Pero sus
rarezas, que eran muchas, no perjudicaron en nada a su capacidad intelectual. El
doctor Smith puede figurar entre los más grandes filósofos de su época.

En Glasgow, el doctor Smith dio lecciones sobre problemas de filosofía moral,


asignatura que entonces abarcaba un campo mucho más extenso que hoy. En la
filosofía moral estaban incluidas la teología natural, la ética, la jurisprudencia y
la economía política. Comprendía, pues, desde los más sublimes impulsos del
hombre hacia el orden y la armonía, hasta sus actividades, algo menos ordenadas
y armoniosas, en la más áspera tarea de ganarse la subsistencia.

La teología natural - es decir, la búsqueda de un designio en la confusión del


cosmos- ha sido objeto, desde los tiempos más remotos, del impulso
racionalizador del hombre; nuestro hipotético viajero se habría sentido muy a sus
anchas oyendo explicar al doctor Smith las leyes naturales que se ocultan debajo
del aparente caos del universo. Pero quizá le habría parecido al viajero que el
doctor Smith estiraba, en verdad, la filosofía más allá de sus límites convenientes
cuando llegaba a la otra extremidad del espectro; es decir, a la búsqueda de un
gran sistema arquitectónico por debajo de la barahúnda de la vida cotidiana.

Porque si el escenario social de la Inglaterra de la última parte del siglo XVIII


sugería alguna idea, esta no era, ni muchísimo menos, la de un orden racional ni
la de un designio moral. En cuanto se apartaba la vista de las vidas elegantes de
las clases acomodadas, la sociedad se presentaba a sí misma como una lucha
brutal por la existencia en su forma más ruin. Lo único que se veía fuera de los
salones de Londres o de las agradables y ricas fincas de los condados era
rapacidad, crueldad y degradación, mezcladas con las más irracionales y
desconcertantes costumbres y tradiciones de épocas muy remotas y de tiempos
ya anacrónicos. Más bien que a una máquina cuidadosamente construida y en la
que cada pieza contribuyera armoniosamente al conjunto, el cuerpo social se
parecía a una de las extrañas máquinas de vapor de James Watts: negras,
ruidosas, ineficaces, peligrosas. ¡Cuán extraño, pues, resultaba que el doctor
Smith afirmase que veía orden, designio y finalidad en todo aquello!

Supongamos, por ejemplo, que nuestro visitante hubiese ido a ver las minas de
Cornwall. Habría observado entonces cómo los mineros bajaban por los negros
pozos y, una vez en el fondo, sacaban de sus cinturones una vela, y luego se
tumbaban a dormir hasta que la vela goteaba. Atacaban después por espacio de
dos o tres horas los filones de carbón hasta que llegaba el tradicional descanso, el
cual duraba el tiempo que empleaban en fumar una pipa. Invertíase medio día
completo en los descansos y otro medio en arrancar el mineral de los filones.

Pero si nuestro visitante hubiese ido hacia el Norte y se hubiese animado a bajar a
los pozos de Durham o de Northumberland, habría visto un espectáculo
completamente distinto. Allí trabajaban juntos hombres y mujeres, desnudos hasta
la cintura y reducidos, a veces, de pura fatiga, a un estado de bestias jadeantes.
Las costumbres más selváticas y brutales eran allí cosa corriente; cuando la
apetencia sexual se despertaba, era satisfecha en alguna galería abandonada, se
hacía trabajar hasta el abuso a niños de siete a diez años, que no veían la luz del
día durante los meses invernales, y se les pagaba un mísero jornal para que
ayudasen a arrastrar las tinas de carbón; mujeres grávidas tiraban, como caballos,
de los carros de carbón, e incluso daban a luz en las negras y sucias cavernas.

Pero no era solamente en las minas donde la vida se presentaba llena de feroz
colorido tradicional. El viajero observador habría visto también en la superficie
de la tierra espectáculos que no sugerían mucho más que los anteriores en orden,
armonía y en designio. Cuadrillas de pobres peones agrícolas merodeaban por
todo el país en busca de trabajo; compañías de «antiguos británicos» -que eran
como se llamaban a sí mismos- descendían de las tierras altas de Gales a las
tierras bajas en la época de la cosecha; a veces contaban para toda la compañía
con un caballo sin brida ni silla; otras veces marchaban todos ellos a pie. No era
raro que sólo uno de ellos supiese hablar inglés, y ese servía de intérprete entre la
cuadrilla y los terratenientes, de quienes solicitaban permiso para ayudar a los
trabajadores de la finca en la recolección. No hemos de sorprendernos de que los
jornales fuesen tan escasos como seis peniques por día.

Por último, si nuestro visitante se hubiese detenido en una ciudad manufacturera,


habría presenciado otras escenas no menos llamativas, pero que tampoco
indicaban la existencia de un orden a unos ojos no adiestrados en descubrirlo.
Quizá se hubiese maravillado a la vista de la fábrica construida el año 1742 por los
hermanos Lombe. Era, para aquellos tiempos, un edificio colosal: medía
quinientos pies de largo y constaba de seis pisos, en los cuales había máquinas
que Daniel Defoe nos asegura que tenían «26.586 ruedas con 97.746
movimientos, que producían 73.726 yardas de hilo de seda en cada vuelta
hidráulica, que giraba tres veces por minuto». No eran menos dignos de
observarse los niños que cuidaban de las máquinas de manera permanente, en
jornadas de doce o catorce horas; cocían sus comidas encima de las negras y
sucias calderas y se alojaban en barracas donde, según frase común, las camas
siempre estaban calientes.

Este mundo debió de parecer extraño, cruel y hasta fortuito a los ojos del siglo
XVIII no menos que a los nuestros.

Por todo ello resulta aún más extraordinario el encontrarnos con que podía
responder a un esquema de filosofía moral que la mente del doctor Smith había
entrevisto; que este hombre docto afirmase haber encontrado, en lo más hondo
del mundo, los perfiles clarísimos de grandes leyes encaminadas a una finalidad, y
que, según esas leyes, la lucha, aparentemente ciega, por la vida podía encajar
dentro de un conjunto que lo abarcaba todo y tenía sentido.

¿Qué clase de hombre era este filósofo tan cortés?


«En lo único que soy un hombre distinguido es en mis libros», fueron las palabras
con que Adam Smith se definió a sí mismo, mostrándole orgulloso a un amigo su
tan querida biblioteca. No era, ni mucho menos, un hombre físicamente hermoso.
Un retrato de medallón nos lo muestra de perfil, con el labio inferior abultado hacia
arriba, cual si saliera al encuentro de su gruesa nariz aguileña y sus grandes ojos
saltones asomándose entre unos párpados prominentes. Smith se vio afligido
durante toda su vida de una dolencia nerviosa: le temblaba la cabeza y hablaba de
una manera extraña, como a trompicones.

Agréguese a esto lo notoriamente distraído que era. En el decenio de 1780,


cuando Adam Smith pisaba los sesenta, los habitantes de Edimburgo disfrutaban
con toda regularidad del divertido espectáculo que les ofrecía el más ilustre de sus
conciudadanos -ataviado con una levita color claro, calzones hasta la rodilla,
medias de seda blancas, zapatos bajos con hebilla, sombrero de fieltro de casco
bajo y anchas alas, y un bastón- paseando por las calles empedradas, con la
mirada perdida en la lejanía y moviendo los labios como si discurriese en silencio.
Cada dos o tres pasos vacilaba cual si fuera a cambiar de dirección o a volverse
atrás; un amigo suyo describió su manera de caminar calificándola de
«vermicular».

Eran corrientes las anécdotas que se contaban de sus distracciones. En cierta


ocasión bajó a su jardín sin más ropa que una bata, cayó en el ensimismamiento,
y en esa forma recorrió, paseando, una distancia de quince millas antes de
recobrar la conciencia.

Otra vez, paseando en Edimburgo con un amigo ilustre, un soldado de la guardia


lo saludó adoptando la actitud de presentar armas con su alabarda. Smith, al que
habían hecho semejante honor incontables veces, quedó ahora como hipnotizado
por el saludo del soldado. Y entonces le contestó adoptando idéntica actitud con
su bastón; pero el asombro del acompañante fue aún mayor cuando vio a Smith
seguir tras el soldado, marcando su mismo paso y repitiendo con el bastón los
movimientos que aquél hacía con la alabarda. En el momento de romperse el
embrujo, Smith se hallaba en lo alto de un largo tramo de escalera, con el bastón
en posición de firme. Sin la menor idea de que hubiese hecho nada que no fuese
normal, Adam Smith empuñó de nuevo su bastón y reanudó el diálogo con su
amigo en el mismo punto en que lo había interrumpido.

Este ensimismado profesor nació en año 1723 en el pueblo de Kirkcaldy, condado


de Fife, en Escocia. Kirkcaldy se enorgullecía de contar con una población de
1.500 habitantes. En la época del nacimiento de Smith aún había vecinos en el
pueblo que empleaban clavos como moneda. Cuando Smith tenía sólo cuatro
años le ocurrió un curioso incidente: fue secuestrado por una cuadrilla de gitanos
que pasaba por allí. Gracias a los esfuerzos de un tío suyo (el padre había muerto
antes del nacimiento de Adam) se logró seguirles la pista y perseguirlos; entonces
los gitanos abandonaron al niño a la vera del camino. A este respecto dice uno de
sus biógrafos que Adam Smith hubiese hecho, probablemente, un pobre papel
como gitano.

Smith fue, desde sus primeros tiempos, alumno de gran capacidad, aunque ya de
niño solía caer en el ensimismamiento. Su vocación era, sin duda alguna la
enseñanza; a los diecisiete años marchó a Oxford con una beca, haciendo el viaje
a caballo, y allí permaneció seis años. Pero no era entonces Oxford una ciudad del
saber, como lo ha sido luego con el transcurso del tiempo. Hacía ya mucho que la
mayoría de los profesores públicos habían renunciado incluso a mantener la
ficción de que enseñaban.

Un extranjero que viajó por Inglaterra en esa época nos relata un debate público
que se celebró en Oxford el año 1788 y que lo dejó atónito. Los cuatro estudiantes
que debían tomar parte en tal debate se pasaron el tiempo en el más absoluto
silencio, absorto cada cual en la lectura de una novela que por aquel entonces era
muy popular. Como allí el enseñar era la excepción y no la regla, Adam Smith
pasó los años de su estancia en Oxford sin maestro y sin lecciones, entregado a
las lecturas que mejor le parecían. Más aún: estuvo a punto de ser expulsado de
la Universidad por habérsele encontrado en sus habitaciones un ejemplar del libro
de David Hume titulado A Treatise Human Nature..., pues las obras de Hume no
eran lectura apropiada ni siquiera para un aspirante a filósofo.

En 1751 -Smith tenía entonces veintiocho años- le fue ofrecida la cátedra de


Lógica en la Universidad de Glasgow, y poco después la de filosofía moral.
Glasgow -y en esto se diferenciaba de Oxford- era un centro de estudios serio y se
enorgullecía de toda una galaxia de hombres de talento. Sin embargo, distaba
mucho del concepto moderno de Universidad.

El grupo de estirados profesores no llegó a apreciar del todo cierta


despreocupación y entusiasmo que había en la manera de ser de Adam Smith.
Fue acusado de que, a veces, durante los servicios religiosos -sin duda en alguno
de sus ensimismamientos- se sonreía, de que era gran amigo del afrentoso Hume,
de que no daba clases dominicales sobre las doctrinas cristianas, de haber pedido
al Senatus Academicuspermiso para prescindir de rezos en la apertura de la clase
y de que las plegarias que pronunciaba en tales coacciones tenían cierto saborcillo
de «religión natural». Para situar todos estos detalles en su perspectiva verdadera
no estará de más recordar que Adam Smith había sido discípulo de Hutcheson y
que éste abrió nuevos caminos en Glasgow negándose a dar a sus alumnos las
lecciones en latín.

Pero a pesar de las inevitables rivalidades académicas, Adam Smith fue feliz en
Glasgow. Por las tardes jugaba al whist (juego de naipes típico de los ingleses),
aunque sus ensimismamientos hacían de él un compañero poco de fiar; acudía a
las reuniones de las sociedades doctas y vivía sosegadamente y sin agobios. Sus
alumnos le querían, sus lecciones gozaban de mucha fama -hasta el propio
Boswell acudía a escucharlo- y sus extrañas maneras de caminar y de hablar
llegaron a recibir el homenaje de ser imitadas. Incluso en los escaparates de las
librerías llegaron a aparecer pequeños bustos suyos.

Su prestigio no provenía únicamente de lo excéntrico de su personalidad. En el


año 1759 publicó un libro que causó sensación inmediata. Se titulaba  The Theory
of Moral Sentiments, que, como una catapulta, lanzó el nombre de Adam Smith a
la primera fila de los filósofos ingleses. The Theory era un estudio acerca del
origen de la aprobación y la censura moral. ¿Cómo es que el hombre, un ser que
se guía por el propio interés, llega a formar juicios morales en los que su egoísmo
se mantiene al margen, o es transmutado a una esfera superior? Smith sostenía
que la respuesta está en que el hombre puede colocarse en la posición de una
tercera persona, de un observador imparcial y, de este modo, juzgar con simpatía
las razones morales del caso (prescindiendo de las egoístas).

El libro y los problemas que en el mismo planteaba despertaron un interés


inmediato. Das Adam Smith Problem llegó a ser en Alemania el tema favorito de
discusión, y lo que fue más importante aún, desde nuestro punto de vista, es que
la obra resultó del agrado de Charles Townshend, hombre destacado e intrigante.

Es Townshend una de esas personalidades maravillosas en que, al parecer, fue


pródigo el siglo XVIII. Hombre de ingenio y hasta docto, Townshend, según
palabras de Horace Walpole, era «un hombre dotado de los mayores talentos, y
habría sido la figura más grande de su época de haber poseído una sinceridad
corriente, una firmeza corriente y un sentido común corriente». La veleidad de
Townshend era notoria, y solía decirse, en broma, que a Townshend le dolía un
costado, pero que se negaba a decir cuál era. Una prueba de la falta de sentido
común de Townshend la tenemos en que siendo ministro de Hacienda contribuyó
a precipitar la Revolución norteamericana, negando primero a los habitantes de las
colonias el derecho a elegir sus propios jueces e imponiendo después fuertes
derechos al té que se importaba en América.

Sin embargo, Townshend, a pesar de su miopía política, era un sincero estudioso


de la filosofía y de la política, y, como tal, un admirador de Adam Smith. Lo más
importante de todo es que ocupaba una posición que le permitió hacerle a Smith
un ofrecimiento excepcional. Townshend había realizado en el año 1754 una boda
brillante y lucrativa casándose con la condesa de Dalkeith, viuda del duque de
Buccleuch, y un buen día tuvo necesidad de buscar preceptor para el hijo de esta.
La educación de los jóvenes de las clases más elevadas consistía, ante todo, en
una gran gira; es decir, una estancia en Europa para adquirir de ese modo el
refinamiento y el brillo tan vivamente elogiados por lord Chesterfield. Pensó
Townshend que el doctor Adam Smith sería un acompañante ideal para el joven
duque, y le ofreció trescientas libras anuales de sueldo, más los gastos y una
pensión vitalicia de trescientas libras anuales. El ofrecimiento constituía algo
demasiado tentador para ser rechazado. Adam Smith reunía, cuanto más, ciento
setenta libras por sus honorarios de profesor, que en aquel entonces se cobraban
directamente a los estudiantes. Es digno de notar con satisfacción que, al
suspender sus lecciones, Smith quiso reembolsar a sus alumnos una parte de las
cuotas que le habían pagado, pero estos se negaron a aceptar esta devolución,
diciendo que se consideraban ya suficientemente recompensados.

El preceptor y su alteza, el joven duque, salieron rumbo a Francia el año 1764.


Permanecieron dieciocho meses en Tolosa, ciudad en la que, a causa del
execrable francés que Smith hablaba y de las gentes cargantes con quienes
alternaban, hubo de recordar con nostalgia la vida tranquila de Glasgow, la cual
casi se le antojó ya una vida de disipación comparada con la que ahora llevaba.
Siguieron luego por el sur de Francia -donde Adam Smith conoció y reverenció a
Voltaire y rechazó las atenciones de una marquesa enamoradiza-, y desde allí
pasaron a Ginebra y, por último, a París.

Para hacer más llevadero el aburrimiento de las provincias empezó Adam Smith a
trabajar en un tratado de economía política, tema sobre el cual había dado
lecciones en Glasgow y entablado debate en el curso de muchas veladas en la
Select Society, de Edimburgo, además de haberlo discutido en forma larga y
tendida con su amigo David Hume. El libro en cuestión habría de titularse La
riqueza de las naciones; pero fue preciso que transcurrieran todavía doce años
antes que estuviese terminado.

En París ya le fue mejor. Aunque seguía hablando pésimamente el francés, pudo


ya mantener largas conversaciones con el más destacado de los filósofos
economistas que había entonces en Francia: monsieur Quesnay, médico de la
corte de Luis XV y médico personal de madame Pompadour. Quesnay había
propugnado una escuela de economía, la de los fisiócratas, y era autor de un
mapa de la economía llamadotableau économique. Ese tableau o cuadro era una
auténtica interpretación de la materia vista por un médico; y en contraposición a
las ideas corrientes en aquel entonces, según las cuales la riqueza consistía en
los metales sólidos, oro y plata, Quesnay mantenía que la riqueza nacía de la
producción y que fluía a través de toda la nación, pasando de mano en mano,
llenando sucesivamente el cuerpo social, lo mismo que la circulación de la sangre.
El tableas' produjo una gran impresión, hasta el punto de que Mirabeau, el viejo,
afirmó que se trataba de un invento que merecía ser equiparado al de la escritura
y al de la moneda. Lo malo de la fisiocracia era que para ella sólo las clases
campesinas eran productoras de riqueza auténtica, en tanto que las clases
manufacturera y mercantil no hacían otra cosa que manipular con ella de una
manera estéril. Por esta razón el sistema de Quesnay apenas tuvo utilidad en una
política práctica. Es cierto que él defendió la política del laissez faire, que
constituyó en aquellos tiempos una novedad radical. Pero al denigrar de las
actividades industriales de la vida, iba contra el sentido de la Historia, porque todo
el desarrollo del capitalismo apuntaba de una manera inconfundible en el sentido
de que las clases industriales ascendían a una posición de superioridad con
relación a las clases de productores campesinos.

A Adam Smith no le fue simpática esta filosofía. Aceptó gozoso y reconoció la idea
de la circulación de la riqueza, pero en cuanto al concepto de que la industria era
una actividad estéril y yerma, a aquél le pareció una forma muy extraña de
construir el mundo. ¿No había nacido él, a fin de cuentas, y se había criado en
Kirkcaldy y en Glasgow, donde era posible ver por todas partes cómo se creaba
riqueza en las fábricas y en los talleres de los artesanos? Adam Smith sintió, sin
embargo, una gran admiración por Quesnay, a pesar de rechazar la orientación
agrícola, que en los fisiócratas constituía un culto (los seguidores de Quesnay
eran, por encima de todo, unos aduladores). De no haber fallecido Quesnay antes
de la aparición de La riqueza de las naciones, Adam Smith le habría dedicado la
obra.

El año 1766 se dio súbitamente por terminado el viaje cuando el hermano menor
del duque, que se había reunido con ellos, fue asesinado en las calles de París.
Aquél regresó a sus propiedades de Dalkeith, y Smith marchó primero a Londres y
luego a Kirkcaldy. En este lugar permaneció casi diez años, a pesar de los ruegos
de Hume, mientras iba tomando forma su gran libro. La mayor parte de éste lo fue
dictando en pie, junto a su chimenea, y frotando la cabeza contra la pared en un
movimiento nervioso, hasta que la grasa de sus cabellos acabó imprimiendo una
mancha oscura en el revestimiento de madera. De cuando en cuando iba a visitar
a su antiguo alumno en sus posesiones de Dalkeith, y muy de tarde en tarde
visitaba Londres para cambiar impresiones con los literatos del día. Uno de ellos
era el doctor Samuel Johnson, a cuyo selecto club pertenecía Smith, aunque las
circunstancias en que éste y el venerable lexicógrafo se conocieron no fueron
nada amables. Nos refiere sir Walter Scott que en la primera ocasión que Johnson
trató a Smith, lo atacó por una afirmación cualquiera que había hecho. Smith
defendió la verdad de su afirmación. «¿Y qué dijo Johnson?», le preguntaron a
Smith todos los que le oían relatar la anécdota. «Dijo -contestó Smith con
expresión del más profundo resentimiento-: ¡Miente usted!» «¿Y usted qué le
contestó?» «Yo le contesté: Usted es un hijo de... » Así es, cuenta Scott, como se
conocieron estos dos grandes moralistas, y ese fue, tal cual, el diálogo clásico de
los dos grandes maestros de filosofía.

También trató Smith a un norteamericano simpático e inteligente, un cierto


Benjamín Franklin, que le proporcionó un verdadero tesoro de datos acerca de las
colonias norteamericanas y del que obtuvo la comprensión profunda del papel que
algún día éstas podrían representar. Se debe, sin duda, a la influencia del trato
con Franklin, el que Adam Smith escribiese más adelante, refiriéndose a las
colonias, que éstas constituían una nación «que es muy probable llegue a ser una
de las mayores y de las más formidables del mundo».

La riqueza de las naciones se publicó en el año 1766. Adam Smith fue nombrado
dos años más tarde comisario de Aduanas en Edimburgo, sinecura que le valía
seiscientas libras anuales. Adam Smith vivió en paz y tranquilidad su vida de
solterón, en compañía de su madre, que alcanzó a vivir hasta los noventa años;
fue, distraído hasta el fin, un hombre sereno, satisfecho.

¿Y el libro?
Se ha dicho de éste que es «el producto no sólo de una gran inteligencia, sino
también de toda una época». Sin embargo, no constituye, en el sentido estricto de
la palabra, un libro «original». Anteriores a Smith hubo una larga lista de
observadores que estudiaron la interpretación del mundo según aquel: Locke,
Stewart, Law, Mandeville, Petty, Cantillon, sin mencionar nuevamente a Quesnay
y a Hume. Smith tomó algo de todos ellos; en su obra cita por su nombre a más de
un centenar de autores. Pero, mientras los demás pescaban aquí y allá, Smith
lanzó su red en todo su alcance; donde otros habían enfocado este o el otro
problema, Smith iluminó todo el panorama. Quizá La riqueza de las naciones no
sea un libro original, pero es indudablemente una obra maestra.

Es, ante todo, un inmenso panorama. Se inicia con un pasaje célebre en el que se
describe la especialización minuciosa que existe en una fábrica de alfileres, y
abarca, antes de su final, temas tan diversos como «los recientes disturbios en las
colonias norteamericanas» (es evidente que Smith creyó que la guerra
revolucionaria habría ya acabado cuando su libro viese la luz pública), «como
malbaratan su vida en Oxford los estudiantes» y «las estadísticas de la pesca de
arenques desde el año 1771».

Basta echar una ojeada al índice compilado para una edición posterior para darse
ya cuenta de la magnitud que alcanzan las referencias y los pensamientos de
Smith. He aquí algunas referencias de la letra A del original inglés:
Abasíes, la opulencia del imperio sarraceno bajo ..
Abisinia, la sal como dinero
Abraham, pesaba dos siclos... (moneda hebrea que se empleaba también como
unidad de peso).
Actores, públicos pagados por el desprecio que acompaña a su profesión.
África, donde un rey poderoso vive peor que un campesino europeo.
Alehouses (cervecerías), el número de ellas no es la causa determinante del
alcoholismo.
Ambassadors (embajadores), la razón primaria de su nombramiento.
América (Estados Unidos). (A continuación de este nombre viene una página
entera de referencias.)
Aprendizaje, explica la naturaleza... de esta atadura de servidumbre.
Árabes, su forma de sostener la guerra.
Army (ejército), no le ofrece seguridades a un soberano contra un clero
descontento.

El índice, impreso en letra menuda, abarca setenta y tres páginas, y antes del final
ha tocado ya todos los temas: «Riqueza, el principal disfrute de la misma consiste
en exhibirla; Pobreza, a veces impulsa a la nación a costumbres inhumanas;
Estómago, el deseo de alimentarse está limitado por escasa capacidad del-;
Carnicero, oficio brutal y odioso.» Una vez que hemos leído las novecientas
páginas del libro, tenemos un cuadro vivo de la Inglaterra del año 1770, de sus
aprendices, jornaleros y nacientes capitalistas, de los terratenientes, clérigos y
reyes, de las fábricas, granjas y comercio exterior.

El libro es pesado en su marcha. Se mueve con toda la ponderación de una


inteligencia enciclopédica, pero no con la precisión de una inteligencia ordenada.
Aquella era una época en que los autores no se detenían a esclarecer sus ideas
con demasiados distingos y peros, y eran también unos tiempos en que un
hombre de la estatura intelectual de Smith era capaz de abarcar virtualmente el
gran conjunto del saber contemporáneo. Por eso el libro no esquiva nada, no
empequeñece nada, no teme a nada. ¡Qué libro exasperante! Una y otra vez se
niega a plasmar en una frase concisa la conclusión a que ha llegado
laboriosamente en cincuenta páginas.

El razonamiento está tan lleno de detalles y de observaciones, que uno se ve de


continuo obligado a desconchar lo decorativo para llegar hasta el armazón de
acero que hay debajo de aquél y que mantiene todo unido. Cuando trata de la
plata, Adam Smith da un rodeo de setenta y cinco páginas para escribir una
«disgresión» del tema; cuando trata de la religión, divaga todo un capítulo sobre la
sociología de la moral. Pero, a pesar de toda su pesadez, el texto está salpicado
de vivas percepciones, de observaciones, de frases bien talladas, que infunden
vida a esta extraordinaria conferencia.

Fue Adam Smith quien llamó por vez primera a Inglaterra «nación de
tenderos»;fue Smith quien escribió: «El filósofo no es por naturaleza tan diferente
en talento y disposiciones de un mozo de cuerda, como lo es un mastín de un
galgo.» Y hablando de la Compañía de las Indias Orientales, que por aquel
entonces estaba saqueando el Oriente, escribió «Gobierno por demás extraño es
éste, en el que todos los miembros de la Administración pública están ansiando
salir del país... lo más pronto que pueden, y a los que les es totalmente indiferente
que se lo trague un terremoto en cuanto ellos se marchen, llevándose toda su
fortuna.»

La riqueza de las naciones no es, en modo alguno, un libro de texto. Adam Smith
escribe para su época, no para los alumnos de su clase; expone una doctrina que
ha de tener importancia para quienes rigen un imperio, no un tratado abstracto
para que sea utilizado en la enseñanza. Los dragones que en él mata (tales como
el sistema mercantilista, que requiere más de doscientas páginas para morir)
estaban en su época vivos y palpitantes, aunque un poco fatigados.

Por último, La riqueza de las naciones es un libro revolucionario. Adam Smith,
desde luego, habría estado muy lejos de favorecer un levantamiento que
desorganizase las clases nobles y elevase a la cúspide al pueblo pobre. A pesar
de lo cual, el alcance de La riqueza de las naciones es revolucionario. No es
Smith, según generalmente se cree, un apologista de la burguesía emprendedora
y prometedora; tendremos ocasión de ver cómo admiraba la obra de ésta, pero
recelaba sus móviles, y también cómo se preocupaba de las necesidades de la
gran masa de trabajadores. Pero la finalidad que él persigue no es abogar por los
intereses de una u otra clase. Lo que le preocupa es fomentar la riqueza de toda la
nación. Y para Adam Smith, riqueza son los bienes que todos los elementos
de la sociedad consumen; subrayemos el todos, porque se trata de una
filosofía de la riqueza que es democrática, y, por consiguiente, radical. Se
acabaron las ideas del oro, de los tesoros, de los caudales del rey; se acabaron
las prerrogativas de los mercaderes, de los granjeros o de los gremios de
trabajadores. Nos encontramos en un mundo moderno, dentro del cual la corriente
de los bienes y de los servicios consumidos por todos constituye el objetivo
supremo de la vida económica.

¿Y qué decir de las lecciones del libro?


Dos grandes problemas absorben la atención de Adam Smith. Le interesa, en
primer lugar, poner al descubierto el mecanismo que da consistencia a la
sociedad. ¿Cómo es posible que una comunidad en la que cada cual persigue
activamente su propio interés no se desconjunte por el simple efecto de la fuerza
centrifuga? ¿Qué es lo que guía a cada una de las empresas individuales, de
manera que todas ellas se acomoden a las necesidades del grupo? No existiendo
una autoridad central que planee, ni la influencia estabilizadora de la tradición de
otras épocas, ¿cómo se las arregla la sociedad para conseguir que se realicen las
tareas necesarias a su supervivencia?
Estas preguntas condujeron a Adam Smith a formular las leyes del mercado. Lo
que él buscaba era «la mano invisible», pues así la llamaba, «que conduce a
los intereses privados y a las pasiones de los hombres» hacia «lo que es
más conveniente a los intereses de toda la sociedad».

Pero las investigaciones de Adam Smith no se reducirán a las leyes del mercado.
Hay otra cuestión que le interesa: ¿hacia dónde va la sociedad? Las leyes del
mercado se parecen a las leyes que explican por qué razón se mantiene en
posición recta una peonza que gira; mas queda por contestar otra pregunta: la de
si la peonza se moverá a lo largo de la mesa, por efecto de su propio girar sobre sí
misma.

Smith y los grandes economistas que le siguieron no conciben la sociedad como


una realización estática de la humanidad, que de generación en generación
seguirá reproduciéndose por sí misma, idéntica y sin posibilidad de cambio. Ven,
por el contrario, a la sociedad como un organismo cuya vida tiene una historia.
Descubrir la forma de las cosas que han de venir, aislar las fuerzas que impelen a
la sociedad a lo largo de su camino.... he ahí la gran finalidad de la ciencia
económica.

Pero, hasta después que hayamos seguido a Adam Smith en su tarea de


descubrir las leyes del mercado, no podremos pasar a este problema de mayor
amplitud y más fascinador. Porque las mismas leyes del mercado serán una parte
integrante de esas otras leyes más amplias que hacen que la sociedad prospere o
decaiga. El mecanismo mediante el cual el individuo despreocupado se mantiene
en línea con todos los demás, ejerce influencias sobre el mecanismo mediante el
cual la propia sociedad cambia a lo largo de los años.

Empezaremos, pues, por echar una ojeada al mecanismo del mercado. No es


una materia que excite la imaginación ni acelere el pulso. Sin embargo, a pesar de
su sequedad, nos toca tan de cerca, que merece por ello que la examinemos con
mirada respetuosa. Las leyes del mercado son esenciales para comprender el
mundo de Adam Smith; estas mismas leyes las encontraremos en la base de ese
otro mundo tan distinto, el de Carlos Marx, y en la del mundo en que vivimos,
aunque diferente de ambos. Puesto que todos -a sabiendas o sin saberlo- nos
encontramos sometidos a su dominio, conviene que entremos a examinarlas con
sumo cuidado.

Las leyes del mercado que fija Adam Smith son fundamentalmente sencillas.
Ellas nos enseñan que las consecuencias de determinada conducta en un
determinado marco social serán ciertos resultados perfectamente definidos y
previsibles. Concretamente, nos hacen ver cómo la fuerza del interés individual,
dentro de un marco de sujetos que también actúan por su interés individual, traerá
como resultado la competencia; y nos hacen ver, además, de qué manera la
competencia traerá como resultado el que la sociedad se vea provista de los
bienes que ésta necesita, en las cantidades que necesita y a los precios que la
misma está dispuesta a pagar. Veamos cómo se produce todo esto.

Se produce, en primer lugar, porque el interés propio actúa como fuerza


impulsora que lleva a los hombres hacia cualquiera clase de trabajo por el que la
sociedad está dispuesta a pagar. «No esperamos obtener nuestra comida de la
benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero -dice Adam Smith-, sino
del cuidado que ellos tienen de su propio interés No recurrimos a su humanidad,
sino a su egoísmo, y jamás les hablamos de nuestras necesidades, sino de las
ventajas que ellos sacarán.

Pero el egoísmo no ocupa sino la mitad del cuadro. Aquél empuja a los hombres a
la acción. Algo hay, sin embargo, que evita que los individuos, hambrientos de
ganancias, exijan a la sociedad un rescate exorbitante; una comunidad movida
exclusivamente por el egoísmo sería una comunidad de implacables logreros. El
mecanismo regulador que lo evita es la competencia, benéfica consecuencia
social de los intereses en pugna de todos los miembros de la sociedad. Todo
individuo, lanzado a buscar lo que más le conviene a él, sin preocuparse de lo que
ello cueste a la sociedad, se ve enfrentado con un rebaño de individuos que
actúan con móviles semejantes al suyo, y que se encuentran, como él, navegando
en la misma nave. Todos ellos no desean otra cosa que aprovecharse de la
avaricia de su vecino, si ésta lo empuja a sobrepasar un común denominador de
conducta que sea aceptable. El hombre que por su egoísmo se deja llevar a un
exceso, se encontrará con que sus competidores han irrumpido en su
dominio para arrebatarle el negocio; si carga un precio excesivo por sus
mercancías, o si se niega a pagar lo que otros pagan a sus obreros, se
encontrará sin compradores, por una parte, y sin trabajadores, por la otra.
De modo que -muy por el estilo que ocurre en The Theory of Moral Sentiments- los
móviles egoístas de los hombres, transformados por la acción mutua entre ellos
mismos, producen el resultado más inesperado: la armonía social.

Veamos, por ejemplo, el problema de los precios altos. Supongamos que tenemos
un centenar de fabricantes de guantes. El interés propio hará que cada cual trate
de elevar el precio de sus productos por encima de lo que exige su coste de
producción, para obtener de ese modo un beneficio extra. Pero no podrá lograrlo,
porque si eleva el precio sus competidores harán acto de presencia y lo
desalojarán del mercado, vendiendo por debajo de sus precios.

Para poder imponer un precio indebidamente alto, tendrían que confabularse


todos los que fabrican guantes y presentar un frente unido y firme. Pero para
romper esa confabulación bastaría que surgiese otro fabricante independiente
emprendedor, procedente de otro campo, por ejemplo, de la fabricación de
calzado, dispuesto a trasladar su capital a la fábrica de guantes, donde podría
hacerse con el mercado rebajando el precio de los guantes con relación al exigido
por aquéllos.
Mas las leyes del mercado no se limitan a imponer a las mercancías un precio de
competencia. Hacen también que los productores tengan en cuenta
las cantidades que la sociedad pide de los productos que esta precisa.
Supongamos que los consumidores necesitan más guantes de los que se
producen, y, en cambio, menos zapatos. Entonces el público se lanzará a la
rebatiña en los comercios de guantes y no acudirá a los de calzado.

La consecuencia de ello será que los precios de los guantes tenderán a subir, en
vista de que los consumidores compran más de los que hay disponibles, y los
precios del calzado tenderán a bajar, porque el público no acude a las zapaterías.
Pero, a medida que suben los precios de los guantes, subirán también los
beneficios en esa industria; y, a medida que el precio del calzado baja, disminuirán
también los beneficios de las fábricas de ese artículo. También en ese caso hará
acto de presencia el interés de cada cual y restablecerá el equilibrio. A medida que
las fábricas de calzado reducen su producción irá quedando sin trabajo un cierto
número de obreros, y éstos se pasarán a la industria guantera, en la que el
negocio es floreciente. El resultado es bien claro: aumentará la producción de
guantes y disminuirá la de calzado.

Eso es precisamente lo que la sociedad se proponía en primer lugar. Los precios


de los guantes irán cayendo de nuevo hasta colocarse en línea, conforme vayan
llegando al mercado mayores remesas con las que hacer frente a la demanda. Y,
como la cantidad de calzado que se produce es menor, no tardará en desaparecer
el excedente que antes había, y los precios subirán hasta alcanzar la normalidad.
La sociedad, valiéndose del mecanismo de mercado, habrá cambiado la
distribución de sus elementos de producción para que puedan satisfacer sus
deseos. Sin embargo, nadie ha dictado un decreto, y no ha habido una autoridad
planeadora que fijase las cifras de producción. El interés individual y la
competencia, actuando mutuamente, han llevado a cabo la transición.

Y todavía queda una realización más. De la misma manera que el mercado


regula tanto los precios como las cantidades de las mercancías, de acuerdo
con el árbitro inapelable, que es la demanda del público, regula también
los ingresos de quienes cooperan en la producción de las mercancías y
servicios. Si en un ramo de los negocios se consiguen beneficios
desproporcionadamente grandes, harán irrupción en el mismo otros hombres de
negocios, hasta que la competencia haya rebajado tales excesos. Si en un ramo
de la industria se pagan salarios superiores a lo normal, habrá una irrupción de
trabajadores hacia ese trabajo más ventajoso, y acabará produciéndose una
situación en la que esa industria no pagará sino salarios equivalentes a los que
pagan otras por la mano de obra de una destreza y adiestramiento parecidos. E,
inversamente, si en un campo de la industria son demasiado bajos los beneficios y
los salarios, se producirá un éxodo de capital y de mano de obra, hasta que se
establezca un reajuste entre la oferta y la demanda.
Todo esto parecerá, quizá, un poco elemental; pero meditemos lo que Adam Smith
ha conseguido, con su fuerza impulsora, del interés individual, y con la
competencia como mecanismo regulador. En primer lugar, nos ha explicado de
qué manera se evita que los precios de una mercancía sobrepasen de una
manera arbitraria a los costes auténticos de producción. En segundo lugar, nos
ha hecho ver de qué manera la sociedad induce a los productores de mercancías
a que le suministren cuanto ella quiere. En tercer lugar, nos ha mostrado cómo
los precios altos son una enfermedad que se cura por sí misma, por que son
causa de que aumente la producción del ramo comercial que los tiene. Y, por
último, nos ha dado una explicación de la similaridad básica de ingresos que
existen en cada nivel de los grandes estratos productores de la nación. En una
palabra, ha encontrado en el sistema del mercado un sistema autorregulador que
cuida de que la sociedad se vea provista de una manera ordenada.

Fijémonos en lo relativo al «autorregulador». La magnífica consecuencia que se


saca de ello es que el mercado es su propio guardián. Si la producción, los precios
o determinadas clases de remuneración, se apartan de los niveles que
socialmente les corresponden, entonces entran en juego fuerzas que los vuelven
al redil. Síguese de ello una curiosa paradoja: el mercado, que constituye el punto
culminante de la libertad económica individual, es el más riguroso distribuidor de
tareas que existe. Se puede apelar contra las órdenes de una junta planeadora o
conseguir que un ministro nos dispense de una orden suya; pero no hay apelación
ni dispensa para hurtarse a las presiones anónimas del mecanismo del mercado.
Por eso la libertad económica es más ilusoria de lo que a primera vista parece.
Cada cual puede hacer lo que mejor le plazca en el mercado; pero, en el caso de
que un sujeto sienta el deseo de ir contra las decisiones de aquél, el precio de su
aventura individual será la ruina económica.

¿Funciona efectivamente el mundo económico de esa manera?


En tiempos de Adam Smith funcionaba, aproximadamente, así. Desde luego,
incluso entonces actuaban ya ciertos factores a modo de frenos del libre
funcionamiento del sistema de mercado. Existían combinaciones de fabricantes
que elevaban los precios artificiosamente, y asociaciones de jornaleros que se
oponían a las presiones de la competencia, cuando éstas actuaban en el sentido
de una baja en los salarios. Y se manifestaban ya otros síntomas más
inquietantes. La fábrica de los hermanos Lombe no era sólo una simple maravilla
de ingeniería y un motivo de asombro para el visitante: era anuncio de la llegada
de la industria en gran escala y la aparición de patronos que serían factores únicos
e inmensamente poderosos en el mercado. Los niños que trabajaban en las
fábricas algodoneras no podían, desde luego, ser considerados como factores del
mercado que reuniesen una potencia igual a la de los patronos que les daban
cama y comida, y que los explotaban. Sin embargo, a pesar de todos esos
presagios ominosos, la Inglaterra del siglo XVIII se acercaba mucho -aunque no se
conformase totalmente- al modelo que Adam Smith tenía en la mente. Existía la
competencia en los negocios; las fábricas eran, por término medio, pequeñas; los
precios subían y bajaban al compás de la marea de la demanda, y traían consigo
cambios, tanto en la producción como en la mano de obra. El mundo de Adam
Smith ha sido calificado de mundo de competencia atomizada; era un mundo en el
que ninguna de las piezas del mecanismo productor, trabajador o capitalista,
alcanzaba un volumen suficiente para alterar las presiones de la competencia. Un
mundo en el que cada agente de la producción tenía que afanarse buscando su
propio interés dentro de una inmensa lucha general.

¿Y en la actualidad? ¿Funciona todavía ese mecanismo del mercado?

No es ésta una pregunta a la que pueda darse respuesta sencilla. Desde el siglo
XVIII la naturaleza del mercado ha venido sufriendo cambios enormes. No vivimos
ya en un mundo de competencia atomizada y en el que alguien pueda permitirse
el nadar contra la corriente. El actual mecanismo del mercado se caracteriza por el
volumen enorme de los que participan en el mismo: las gigantescas sociedades
anónimas y los sindicatos obreros, igualmente gigantescos, es evidente que no se
manejan como si se tratara de establecimientos de propietarios y obreros
individuales. Su mismo volumen les permite hacer frente a las presiones de la
competencia, despreocuparse de los postes indicadores en materia de precio, y
concentrarse en lo que conviene a su propio interés, a la larga, más bien que en
los afanes cotidianos de comprar y vender.

Agréguese a esto que la intervención, cada vez mayor, del gobierno ha venido a
alterar el alcance del mecanismo del mercado. El gobierno, actuando como un
señor medieval, no reconoce a nadie por amo suyo en el mercado. La mayoría de
las veces es él quien establece el mercado y no quien se somete a él. Es evidente
que todos estos factores han destruido la función primaria, la de guía, que
desempeñaba el mercado; más adelante nos ocuparemos de lo que los
economistas contemporáneos tienen que decir sobre ese problema. Con todo y
eso, a pesar de las nuevas condiciones en que se mueve la industria del siglo XX,
los grandes principios del propio interés y de la competencia -aunque muy diluidos
y con muchas barreras siguen proporcionando normas básicas de conducta que
ninguna organización económica puede dejar por completo de cumplir. No vivimos
ya en el claro mundo de Adam Smith; pero si buscamos debajo de la superficie,
todavía podremos hallar en nuestro mundo las leyes del mercado.

No obstante, las leyes del mercado son tan sólo una descripción de la manera de
conducirse que da cohesión a la sociedad. Así, pues, tiene que haber algo más
que la haga moverse. A los noventa años de publicada la obra La riqueza de las
naciones, Carlos Marx vendría a lanzar el ominoso anuncio de que había
descubierto ciertas «leyes motrices» que explicaban cómo el capitalismo
caminaba lenta, involuntaria, pero inevitablemente, hacia su propia destrucción.
Pero La riqueza de las naciones ya tenía sus propias leyes motrices. Sin embargo,
contrariamente al pronóstico marxista, el mundo de Adam Smith tenía que
marchar de manera lenta, muy voluntaria, y más o menos inevitablemente, hacia
el Walhalla, según estas leyes.
La mayoría de los observadores habrían predicho, en efecto, que era el Walhalla
el destino final de aquel mundo. Sir John Byng, durante una gira que hizo el año
1792 por la región inglesa del North Country, después de mirar por la ventanilla de
su carruaje, escribió: «Aquí tenemos ahora una gran fábrica llameante...; todo el
valle está trastornado... Es posible que sir Richard Arkwright haya proporcionado a
su familia y al país mucha riqueza; pero yo, en mi condición de turista, odio sus
empresas, porque se han metido en todos los valles pastoriles y han destruido el
curso y la hermosura de la Naturaleza ~ «¡Oh, y qué cueva perruna es
Manchester!», exclamó sir John al llegar a esta ciudad.

En verdad, gran parte de Inglaterra era una cueva perruna Se hubiera dicho que
los tres siglos de disturbios que habían dado el ser, a viva fuerza, a los tres
factores, tierra, trabajo y capital, habían sido solamente una preparación para
transformaciones todavía mayores. Los agentes de la producción recientemente
liberados empezaron a combinarse de una forma nueva y fea: la fábrica. Y la
fábrica trajo problemas nuevos. Veinte años antes de realizar sir John su gira,
Richard Arkwright, que había reunido un pequeño capital comprando y vendiendo
cabello de mujer para fabricar pelucas, inventó (o robó) la máquina de hilar
continua y múltiple. Pero, una vez construida la máquina, no le resultó empresa
fácil encontrar personal que la hiciese funcionar. Los obreros de la localidad no
podían seguir la «velocidad regular» del procedimiento...; el trabajo a jornal seguía
siendo mal mirado, y no fueron pocos los capitalistas que vieron destruidas por el
fuego sus fábricas recién levantadas, únicamente por ciega malevolencia.
Arkwright se vio obligado a recurrir a niños, «porque tienen gran agilidad en sus
deditos». Además, como los niños no estaban acostumbrados todavía a la vida
independiente del campo o de los oficios, se adaptaban mejor a la disciplina de la
fábrica. Esa iniciativa fue recibida elogiosamente, cual si se tratara de un gesto
filantrópico. ¿Acaso el trabajo de los niños no redundaría en alivio de la situación
de los «pobres que no rendían provecho»?

Si había algún problema que absorbiera la atención del público, además del de la
fábrica, que inspiraba admiración y horror, era éste de los pobres improductivos,
presente en todas partes. El año 1720 tenía Inglaterra millón y medio de esa clase
de pobres, cifra asombrosa para una nación que contaba entonces con doce o
trece millones de habitantes. Por esa razón surgían por doquier proyectos para
disminuir su número. Se trataba de proyectos en su mayoría temerarios. Todos se
quejaban de la invencible pereza del hombre, y esa queja estaba mezclada de
consternación al ver cómo las clases inferiores pretendían copiar a las clases
ricas... ¡Los obreros tomaban nada menos que té! ¡ Los plebeyos preferían, por lo
visto, el pan de trigo a su tradicional hogaza de centeno o cebada! ¿Adónde
vamos a parar así?, se preguntaban los pensadores de aquel entonces. ¿No eran,
acaso, las necesidades del pobre -«las cuales sería prudente aliviar, pero
insensato curar», según frase de un folleto contemporáneo- esenciales para el
bienestar del Estado? ¿Qué le ocurriría a la sociedad si se permitía que se
borrasen las gradaciones indispensables en ella?
Pero, si con la palabra consternación se describe la actitud de aquellos tiempos
ante la gran masa amorfa de la Inglaterra trabajadora, aquélla no sirve en modo
alguno para describir la filosofía de Adam Smith. «Ninguna sociedad puede vivir
floreciente y feliz si la parte que es con mucho la más numerosa de sus miembros
vive pobre y miserable», había dicho él. Y no sólo tuvo la temeridad de hacer esta
afirmación tan radical, sino que además pasó luego a demostrar que, de hecho, la
sociedad progresa constantemente; que se veía empujada, quisiera o no, hacia
una finalidad definida. No se movía porque éste 0 aquél lo quisieran, o porque el
Parlamento votase leyes, o porque Inglaterra ganase una batalla. Se movía
porque bajo la superficie de las cosas existía una dinámica oculta que movía el
conjunto social a modo de una enorme máquina.

Un hecho destacado llamó la atención de Adam Smith al contemplar la escena


británica. Ese hecho era el enorme aumento de productividad que resultaba
de la división minuciosa y de la especialización del trabajo. He aquí lo que vio
Smith, al entrar en una fábrica de alfileres:

«Un hombre desenrolla el alambre, otro lo endereza, un tercero lo corta, un cuarto


le saca punta, un quinto lo afina en la parte superior para recibir la cabeza; la
preparación de ésta requiere, por su parte, dos o tres operaciones distintas; el
colocarla viene a ser una tarea especial, como lo es también el blanqueo de los
alfileres; incluso el prenderlos en el papel constituye por sí solo un oficio... Yo he
visitado una pequeña fábrica de esta clase que sólo empleaba diez hombres y en
la que, por tanto, algunos llevaban a cabo dos y tres operaciones diferentes. Con
todo eso, y aunque eran gente muy pobre y que, por esa causa, estaba
malamente provista de la maquinaria precisa, lograban, cuando ponían empeño,
fabricar, entre todos, alrededor de doce libras de alfileres por día. En cada libra
entran más de 4.000 alfileres de tamaño intermedio. Por consiguiente, aquellas
diez personas eran capaces de fabricar más de 48.000 diariamente... Pues bien: si
todos ellos hubiesen laborado separadamente y con independencia..., a buen
seguro que no habría fabricado cada uno veinte alfileres por día, y quizá m
siquiera uno solo...»

No hará falta alguna destacar que los métodos de producción actuales son
infinitamente más complejos que los del siglo XVIII. Le bastó a Smith ver una
minúscula fábrica de diez obreros para impresionarse y escribir un comentario
sobre ella. ¿Qué comentarios no le habría inspirado una fábrica de diez mil
obreros? Pero la gran cualidad de la división del trabajo no es su complejidad, sino
más bien el que simplifica la mayor parte de aquél. Sus ventajas radican en la
capacidad para aumentar lo que Smith llama «la opulencia universal, que se
extiende hasta las filas más humildes del pueblo ». Mirada desde nuestro moderno
y ventajoso punto de vista, esa opulencia universal del siglo XVIII se nos antoja
una existencia miserable. Pero si contemplamos el problema dándole suficiente
perspectiva histórica, si comparamos la vida del trabajador en la Inglaterra del
siglo XVII con la que le precedió en uno o dos siglos, resulta evidente que esa
vida, por muy mísera que fuese, constituía un progreso enorme. Adam Smith lo
aclara con gran viveza:

Fijémonos en el bienestar del artesano más vulgar o del peón manual en un país
civilizado y próspero, y nos daremos cuenta de que sobrepasa a todo cálculo el
número de personas que consagraron una parte de su actividad, aunque sea
pequeña, para proporcionárselo. La chaqueta de lana, por ejemplo, con que se
abriga el peón manual es producto, por muy tosca y burda que parezca, del
trabajo conjunto de una gran multitud de obreros. El pastor, el clasificador de lana,
el peinador o cardador de la misma, el tintorero, el almohazador, el hilandero, el
tejedor, el batanero, el adobador y muchos otros más, necesitan aportar sus
distintos oficios para completar la confección de un artículo tan sencillo como éste.
¿Y cuántos comerciantes y transportistas fue preciso, además, emplear.... y qué
cantidad de gentes, del comercio y de la navegación especialmente; cuántos
constructores de barcos, marineros, fabricantes de velas, fabricantes de
cuerdas...?
Si fuéramos a examinar de la misma manera las prendas todas de su vestimenta
o de su mobiliario, la tosca camisa de lienzo que llevaba pegada a su piel, los
zapatos con que enfunda sus pies, la cama en que descansa..., el hornillo en que
cocina sus alimentos, los carbones de que se sirve para ello, arrancados de las
entrañas de la tierra y ¿transportados hasta su casa salvando, tal vez, largas
distancias por tierra y por mar, y todos los demás útiles de su cocina, toda la vajilla
de su mesa, los cuchillos y tenedores, los platos de barro 0 de peltre en los que se
sirven y cortan las cosas de comer, los distintos operarios que han intervenido en
la fabricación de su pan y de su cerveza, y la ventana encristalada que deja pasar
al interior el calor y la luz e impide el paso al viento y a la lluvia, con todos los
conocimientos y habilidad manual que han hecho falta para llevar a cabo ese bello
y feliz dispositivo...; si examinamos, digo, todas estas cosas..., comprenderemos
que ni siquiera la más insignificante persona de un país civilizado podría, sin la
ayuda y cooperación de muchos millares de personas, disponer de lo que
necesita, incluso dentro del nivel de comodidades corrientes, nivel que a nosotros,
muy equivocadamente, se nos antoja fácil y sencillo. Desde luego, si las
comparamos con el lujo más extravagante de los grandes, las comodidades de
que esa clase de hombre disfruta tienen que parecernos, por fuerza,
extremadamente sencillas y fáciles; sin embargo, bien pudiera resultar cierta la
afirmación de que las comodidades de que está rodeado un príncipe en Europa no
siempre sobrepasan a las de un campesino laborioso y frugal, en la misma
proporción que las de este último sobrepasan a las de muchos reyes africanos
que son dueños absolutos de las vidas y de la libertad de 10.000 salvajes
desnudos.

¿Qué es lo que empuja a la sociedad hacia esa multiplicación maravillosa de


riquezas y de bienes? En parte es el mecanismo del mercado mismo, porque el
mercado apareja las facultades creadoras del hombre, situándolas dentro de un
medio que lo estimula, lo obliga, incluso, a inventar, a innovar, a expansionarse, a
correr riesgos. Pero detrás de la actividad inquieta del mercado existen otras
presiones más fundamentales. En realidad, Smith ve leyes de evolución muy
profundas que impulsan al sistema de una espiral ascendente de productividad.

La primera de estas leyes es la ley de acumulación.

Recordemos que Adam Smith vivió en una época en que el nuevo capitalista
industrial podía realizar, y realizaba, una fortuna con sus inversiones. Richard
Arkwright, aprendiz de barbero cuando muchacho, murió el año 1792, dejando
bienes por valor de medio millón de libras. Samuel Walker, que puso en marcha
una herrería en una vieja tienda de clavos en Rotherham, dejó en aquel mismo
lugar unas fundiciones de acero valuadas en 200.000 libras. Josiah Wedgwood,
que iba y venía por su fábrica de porcelana con su pata de palo, gritando, siempre
que observaba alguna negligencia en el trabajo: «Jos. Wedgwood no pasa por
esto», dejó una fortuna de 240.000 libras y muchas propiedades agrícolas. La
revolución industrial, en sus primeras etapas, proporcionaba una verdadera
arrebatiña de riquezas a quien era lo bastante rápido, lo bastante agudo y lo
bastante diestro para navegar a favor de su corriente.

El objetivo de la gran mayoría de los nacientes capitalistas era, ante todo, sobre
todo y siempre, acumular ganancias. En los comienzos del siglo XIX se
recaudaron en la ciudad de Manchester 2.500 libras para fundar escuelas
dominicales. La suma total con que contribuyeron a tan noble propósito las
hilanderías de algodón -que eran las que mayor número de obreros tenían en el
distrito- no pasó de 90 libras. La joven aristocracia industrial tenía otras cosas más
útiles en que invertir su dinero que el contribuir a obras de caridad improductivas:
tenía que acumular riqueza, y Adam Smith suscribía calurosamente ese empeño.
¡Ay del que no acumulaba! Y por lo que respecta a quien merma su capital...,
«como aquel que invierte las rentas de alguna fundación piadosa dedicándolas a
usos profanos, paga los salarios de la holganza con fondos que la frugalidad de
sus antepasados había, como si dijéramos, consagrado al sostenimiento de la
industria». Mas Adam Smith no defendía la acumulación por el simple hecho de
acumular. Él era, a fin de cuentas, un filósofo, y experimentaba el desdén del
filósofo hacia la vanidad de las riquezas. Pero Smith veía en la acumulación de
capital un beneficio inmenso para la sociedad. El Capital -si era empleado en
maquinaria- proporcionaba aquella maravillosa división del trabajo que
multiplicaba la energía productiva del hombre. Por eso, la acumulación se
convierte en otra de las espadas de doble filo de Adam Smith: es una vez más el
afán de lucro personal, que redunda en la prosperidad de la comunidad. A Smith
no le preocupa el problema con que tendrán que enfrentarse los economistas del
siglo XX, o sea: ¿sabrán las acumulaciones privadas hallar el camino de vuelta y
proporcionar más empleo? Para Adam Smith el mundo es capaz de un progreso
indefinido, y los únicos límites del mercado son los de su alcance geográfico.
Acumulad, y el mundo se beneficiará, dice Smith. Desde luego, en la atmósfera
vigorosa de su tiempo no se advertía ningún síntoma de falta de inclinación para
acumular, por parte de aquellos que se hallaban en situación de hacerlo.
Pero -y aquí está la dificultad- la acumulación habría llevado muy pronto a una
situación en la que sería imposible seguir acumulando. Porque acumular equivalía
a una mayor cantidad de maquinaria, y una mayor cantidad de maquinaria
equivalía a una demanda mayor de trabajadores. Y esta última conduciría, más
pronto o más tarde, a salarios cada vez mayores, con lo que llegaría un momento
en que desaparecerían los beneficios, fuente de toda acumulación. ¿Hay alguna
manera de saltar esta valla?

Puede salvarse mediante la segunda gran ley del sistema: la ley de la


población.

Para Adam Smith era cosa posible el «producir» trabajadores, de acuerdo con la
demanda de mano de obra, lo mismo que cualquier otro artículo. Siendo altos los
salarios, el número de trabajadores se multiplicaría; si los salarios bajaban, el
número de miembros; de la clase obrera disminuiría.

No se trata de una idea tan ingenua como a primera vista parece. En la época de
Adam Smith la mortalidad infantil, entre las clases más bajas de la sociedad, era
tan grande que hoy produce estupor. El propio Adam Smith dice: «No es
infrecuente, en las tierras altas de Escocia, el que a una madre que ha tenido
veinte hijos sólo le queden dos con vida.» En muchos lugares de Inglaterra la
mitad de los niños fallecían antes de cumplir los cuatro años, y casi en todas
partes la mitad de los niños no sobrevivían a los nueve o diez años. La insuficiente
alimentación, las malas condiciones de vida, el frío y las enfermedades se
cobraban un tributo horrendo entre las clases más pobres. Por esa razón, aunque
los salarios más elevados hubiesen afectado muy poco a la cifra de nacimientos,
cabía esperar que ejerciesen una gran influencia en el número de niños que
llegarían con vida a la edad de trabajar.

De modo, pues, que el primer efecto de la acumulación sería elevar los salarios de
las clases trabajadoras, trayendo de ese modo un aumento en el número de
trabajadores. Y entonces entra en juego el mecanismo del mercado otra vez. De la
misma manera que los precios altos traerán como consecuencia una producción
mayor de guantes, y ésta, a su vez, abaratará sus precios, también los salarios
altos proporcionarán un número mayor de obreros, y el aumento en el número de
éstos ejercerá un notable descenso en el nivel de sus salarios. La población, lo
mismo que la producción de guantes, es una enfermedad que se cura a sí misma
por lo que a los salarios se refiere.

Esto equivalía a decir que la acumulación podía seguir adelante sin tropiezo. El
alza de salarios que aquélla trae como consecuencia y que amenaza con hacer
improductivas las nuevas acumulaciones, se ve corregida por el aumento de la
población. La acumulación conduce a su propio aniquilamiento, pero el remedio
llega en el instante preciso. El obstáculo de los salarios más elevados desaparece,
gracias al crecimiento de la población que esos mismos salarios altos han hecho
posible. Hay algo de fascinador en este inmenso proceso automático de
agravación y cura, de estímulo y de reacción, en el que cada uno de los factores
parece que va a conducir al sistema a su ruina, siendo así que él mismo va
trabajando astutamente, a fin de crear las condiciones necesarias para su
recuperación.

Fijémonos ahora en que Adam Smith ha construido para la sociedad una inmensa
cadena sin fin. La sociedad se ve lanzada en una marcha ascendente, con la
misma regularidad e inevitabilidad que una serie de proposiciones matemáticas
enlazadas entre sí. Desde cualquier punto de arranque el mecanismo del mercado
procede por tanteos, primero a igualar los beneficios del trabajo y del capital en
todos sus distintos empleos; cuida, luego, de que las mercancías que tienen
demanda sean producidas en cantidades convenientes, y asegura, por último, de
que los precios de esos artículos bajen constantemente, en virtud de la
competencia, hacia sus costes de producción. Pero, aparte de esto, la sociedad es
dinámica. Desde su mismo punto de arranque tendrá lugar una acumulación de
riqueza, y esa acumulación traerá mayores facilidades para la producción y una
mayor división del trabajo. Hasta ahí todo va bien. Pero la acumulación traerá
también, como consecuencia, el aumento de los salarios, a medida que los
capitalistas busquen obreros para hacer funcionar las nuevas fábricas. Y conforme
suben los salarios, las nuevas acumulaciones se hacen improductivas. El sistema
parece que va a iniciar un descenso. Pero los trabajadores habrán empleado ya
sus salarios más elevados en criar a sus hijos al ser la mortalidad menor. La
consecuencia será una abundancia mayor de mano de obra. Al crecer la
población, la competencia que se establecerá entre los obreros volverá a
presionar hacia abajo los salarios. Se reanudará entonces la acumulación y
empezará una nueva espiral en el ascenso de la sociedad.

No es un ciclo económico lo que Adam Smith nos describe. Es un proceso a largo


plazo, una evolución secular. Y ese proceso es de una certeza asombrosa. Todo
está inexorablemente determinado por el eslabón anterior, a condición de que
nadie trate de perturbar el mecanismo del mercado. Se ha montado una
maquinaria inmensa de efectos recíprocos, y dentro de ella está la sociedad toda.
Únicamente los gustos del público -que son la guía de los productores- y los
verdaderos recursos físicos de la nación quedan fuera de la cadena de causa y
efecto.

Téngase presente, además, que lo que se prevé es un estado de cosas en


constante mejoramiento. Sin duda alguna la elevación en la cifra de población
trabajadora forzará siempre los salarios hacia abajo, en dirección al nivel de pura
subsistencia. Pero decir en dirección a no es lo mismo que decir hasta; mientras
prosiga el proceso acumulativo -y Smith no ve razón alguna para que se detenga-,
la sociedad tendrá una oportunidad virtualmente ilimitada de mejorar sus
condiciones de vida. Smith no quiso dar a entender con ello que este mundo
nuestro es el mejor de todos los mundos posibles. Había leído el Candide, de
Voltaire, y él no era un doctor Pangloss. Pero no existía razón para que el mundo
no se moviese hacia el mejoramiento y el progreso. Más aún: era inevitable el
progreso, a condición de que dejara al mecanismo del mercado funcionar por sí
mismo, junto con las grandes leyes de la sociedad.

A la larga, mucho más allá del horizonte, podía vislumbrarse exactamente el


destino final de la sociedad. Para cuando se llegase a él ya habría subido
considerablemente el nivel «natural» de los salarios..., porque Smith daba por
supuesto que los salarios básicos de subsistencia constituían un fenómeno
sociológico y no una feroz realidad animal. También el terrateniente habría salido
beneficiado, porque la población sería numerosa y presionaría sobre lo que,
después de todo, constituye un fondo de tierra fijo y otorgado por Dios. Sólo al
capitalista le esperaba un porvenir difícil; como las riquezas se habrían
multiplicado hasta casi más allá de todo cálculo, el capitalista recibiría el salario de
la gerencia por él ejercida, pero toda ganancia se reduciría a eso; vendría a ser
una persona que tendría que trabajar de firme, muy bien remunerada por su
trabajo, pero no sería, desde luego, espléndidamente rico. Sería el suyo un
extraño paraíso de mucho trabajo, mucha riqueza auténtica y pocos ocios.

Pero el camino hacia ese punto final de descanso de la sociedad era largo, y
mucho lo que aún quedaba por hacer entre el mundo de Adam Smith y aquel
último campamento de llegada, y no valía la pena perder tiempo en detallarlo. La
riqueza de las naciones es un programa de acción y no un plano para la utopía.

Aunque resulte bastante extraño, lo cierto es que el libro no encontró aceptación


de inmediato. Charles James Fox, que era el hombre más poderoso del
Parlamento, lo ridiculizó, y transcurrieron ocho años antes que alguien citase el
libro en los Comunes. Cuando llegó la hora de reconocer sus méritos, ese
reconocimiento advino de donde menos se esperaba. Los incipientes capitalistas
-y no perdamos de vista que esta clase ruda y advenediza de trepadores no se
sentía embarazada por las ideas del siglo XX sobre la igualdad y justicia
económica descubrieron en el libro de Smith la justificación teórica perfecta de su
oposición a la legislación sobre fábricas. El hecho de que Smith había escrito
sobre «la rapacidad ruin, el espíritu monopolista de los mercaderes y de los
fabricantes», y que había dicho también que «ni unos ni otros son, ni deben ser,
los que gobiernen al género humano», se dio por ignorado enteramente, para
propiciar la gran tesis que Smith había sacado de sus investigaciones: dejad solo
al mercado.

Lo que Smith había querido decir con ello era una cosa, y lo que sus proponentes
le hacían decir era otra. Cual ya hemos explicado, Smith no era el abogado de
ninguna clase social, sino un esclavo de su sistema. Todo su sistema económico
brotaba de su fe indudable en la capacidad del mercado para conducir al sistema
hasta el punto de su mayor rendimiento. El mercado -esa maravillosa máquina
social- cuidaría de las necesidades de la sociedad, a condición de que se le
dejase solo, en paz, para que las leyes de la evolución pudieran conducir a la
sociedad hacia su recompensa prometida. Smith no estaba ni en contra del trabajo
ni en contra del capital; si alguna preferencia tenía, era en favor del consumidor.
«El consumo constituye la finalidad y el designio únicos de toda la
producción», escribió, y luego pasó a censurar los sistemas que colocaban el
interés del productor por encima del interés del público consumidor.

Pero los flamantes industriales descubrieron, en el panegírico del mercado libre y


sin trabas hecho por Smith, la justificación teórica que ellos necesitaban para
cerrar el paso a las primeras tentativas que proponía el gobierno para remediar las
escandalosas condiciones de los tiempos. Porque la teoría de Smith lleva,
indudablemente, a una doctrina de laissez faire. Para Adam Smith cuanto menos
intervenga el gobierno tanto mejor: los gobiernos son derrochadores,
irresponsables e improductivos. Sin embargo, Adam Smith no es necesariamente
opuesto -como sus admiradores póstumos se empeñaron en que fuese-
a toda acción del gobierno que tenga como finalidad promover el bienestar
general. Previene, por ejemplo, contra los efectos embrutecedores de la
producción en masa, que arrebata a los hombres sus facultades creadoras
naturales, así como profetiza una decadencia en las fuertes virtudes del
trabajador, «a menos que el gobierno tome algunas medidas para impedirlo». De
igual manera se manifiesta partidario de la instrucción pública para elevar a los
ciudadanos por encima del nivel de simples dientes de engrane de una inmensa
máquina.

Lo que Smith combate es el entremetimiento del gobierno en el mecanismo del


mercado. Se opone a las restricciones a la importación y a las primas a la
exportación; a las leyes del gobierno destinadas a proteger a la industria contra la
competencia, y a que el gobierno realice gastos improductivos. Obsérvese que
estas actividades del gobierno tienen siempre muy en cuenta el interés de la
clase mercantil. Smith no se encaró nunca con el problema -que tantas angustias
intelectuales había de ocasionar a las generaciones futuras- de si el gobierno
fortalece o debilita el mecanismo del mercado, cuando dicta leyes de bienestar
social. En los tiempos de Smith apenas si había legislación de esa clase, excepto
el socorro a los pobres... ¡el gobierno era impúdico aliado de las clases
gobernantes, y el gran forcejeo dentro del mismo gobierno estribaba en si habrían
de ser los terratenientes o los industriales los que obtuviesen mayores beneficios.
La cuestión de si la clase trabajadora debería tener voz en la dirección de los
asuntos económicos no cabía en la cabeza de ninguna persona respetable.

El gran enemigo del sistema de Adam Smith no era tanto el gobierno en sí como el
monopolio, en cualquier forma que éste adoptase. Dice Adam Smith: «Raras
veces se reúnen personas que pertenecen a la misma rama industrial, sin que sus
conversaciones desemboquen en una confabulación contra el público, o en alguna
medida para elevar los precios.» La perturbación que tales manejos acarrean no
radica en que sean moralmente censurables en sí mismos -en realidad, son
únicamente la consecuencia inevitable del egoísmo humano-, sino en que
dificultan el funcionamiento fluido del mercado. Indudablemente, Smith está en lo
cierto. Si se confía en que el funcionamiento del mercado ha de producir la mayor
cantidad posible de mercancías a los precios más bajos, todo aquello que se
entremeta en el funcionamiento del mercado redundará forzosamente en una baja
del bienestar social. Si, cual ocurría en tiempos de Smith, ningún maestro
sombrerero de Inglaterra podía tener a su servicio más de dos aprendices, o
ningún maestro cuchillero de Sheffield podía tener más de uno, resultaba
imposible que el sistema de mercado produjese su plena capacidad de beneficios.
Si, conforme sucedía en tiempos de Smith, los pobres se vieran obligados a residir
en sus propios ayuntamientos o parroquias, y se les impidiese buscar trabajo en
los lugares donde éste podía encontrarse, el mercado se vería imposibilitado de
atraer la mano de obra hacia el lugar en que ésta era necesaria. Si, como ocurría
en tiempos de Smith, se otorgasen a grandes compañías los monopolios del
comercio exterior, sería imposible que llegasen al público los beneficios totales de
los artículos extranjeros más baratos.

Por esa razón, afirmaba Smith, deben desaparecer todos esos impedimentos; es
preciso dejar al mercado en libertad de encontrar sus propios niveles naturales de
precios, salarios, beneficios y producción; todo cuanto interfiera esa marcha del
mercado lo hará únicamente a expensas de la riqueza auténtica de la nación.
Ahora bien: como todos los actos del gobierno -incluso leyes como la que obligaba
al enjalbegado de las fábricas o la que impedía que los niños fuesen atados a las
máquinas- podían ser interpretados como estorbos a la libre actividad del
mercado, La riqueza de las naciones fue ampliamente citada para oponerse a la
primera legislación humanitaria. Así resultó que, por una extraña injusticia, vino a
ser considerado como el santo protector económico de los ávidos industrialistas
del siglo XVIII, el hombre que puso en guardia a sus lectores afirmando que
aquéllos «tienen por regla general interés en engañar, e, incluso, en oprimir al
público». Igualmente hoy -con una alegre despreocupación por la auténtica
filosofía de Smith- se considera a éste como un economista conservador, cuando
en realidad era más declaradamente hostil a los móviles de los hombres de
negocios que la mayoría de los economistas del New Deal.

Todo el mundo maravilloso de Adam Smith es, en cierto sentido, un testimonio de


la creencia del siglo XVIII en el triunfo inevitable de la razón y del orden sobre la
arbitrariedad y el caos. No os esforcéis por hacer el bien, viene a decir Smith.
Dejad que ese bien surja como consecuencia o producto del egoísmo. ¡Cuán
propio de nuestro filósofo era poner toda esa fe en una inmensa maquinaria social
y racionalizar los instintos egoístas, convirtiéndolos en virtudes sociales! Smith no
se queda nunca a mitad de camino en su confianza en las repercusiones de sus
creencias filosóficas. Insiste en que los jueces deberían ser pagados por los
litigantes, más bien que por el Estado, porque de esa manera su propio interés los
llevaría a despachar expeditivamente los pleitos que se les sometan. Adam Smith
ve muy escaso porvenir para las organizaciones de negocios que entonces
empezaban a surgir con el nombre de corporaciones o sociedades anónimas,
porque le parece muy poco probable que unos organismos impersonales sean
capaces de aportar el interés propio necesario en las empresas complicadas y
difíciles. Adam Smith defiende las más grandes causas humanitarias, tales como
la abolición de la esclavitud, sin salirse de su propio terreno, y viene a decirnos
que es preferible abolir la esclavitud, ya que, en fin de cuentas, esta medida
resultará más barata.

La totalidad del complejo mundo irracional queda reducida a una especie de


esquema racional en el que las partículas humanas se encuentran finamente
magnetizadas dentro de una polaridad simple hacia el beneficio y alejadas de toda
pérdida. El gran sistema no funciona por el hecho de que el hombre lo dirija, sino
porque el interés propio y la competencia lo disponen todo de manera
conveniente; lo más que el hombre puede hacer es ayudar a que este magnetismo
social natural funcione; es decir, apartar a un lado todos los obstáculos que surgen
entre el libre funcionamiento de esta física social y las equivocadas tentativas
suyas de escapar a la servidumbre del mecanismo del mercado.

A pesar de su saborcillo a siglo XVIII, de su fe en la razón, en el derecho natural y


en la cadena mecánica de las acciones y reacciones humanas, el mundo de Adam
Smith no está desprovisto de sus más cordiales valores. No se olvide que el gran
benefactor del sistema era el consumidor, no el productor. Por primera vez en la
filosofía de la vida cotidiana, el consumidor es quien manda.

¿Qué es lo que ha sobrevivido de todo esto?


No ha sido, desde luego, el gran esquema de la evolución. Éste habremos de
verlo profundamente alterado por los grandes economistas que vendrán más
tarde. Pero no consideremos el mundo de Adam Smith como un simple intento
primitivo de llegar a fórmulas que se encontraban más allá de su alcance. Adam
Smith fue el economista del capitalismo preindustrial; aquél no alcanzó a conocer
una época en que el sistema del mercado se vería amenazado por empresas
enormes, 0 sus leyes de la acumulación y de la población trastornadas por
acontecimientos de índole sociológica. Esto vendría a ocurrir cincuenta años más
tarde. Tampoco cuando Smith vivía, y cuando escribió, había tomado forma
identificable un fenómeno que podría llamarse «ciclo de los negocios». El mundo
sobre el que Adam Smith escribió era un mundo cuya realidad estaba presente, y
la sistematización que Adam Smith llevó a cabo, aunque fuese mecánica, nos
suministra una explicación del mismo, tan buena como otra cualquiera.

Sin embargo, algo debió de faltar en la concepción de Smith. Aunque él previó una
evolución de la sociedad, no barruntó una revolución: la revolución industrial.
Smith no acertó a ver en el feo sistema de la fábrica, en la reciente organización
comercial de sociedades anónimas o en las débiles tentativas de los asalariados
para formar organizaciones protectoras, la primera aparición de unas fuerzas
sociales nuevas y poderosamente disociadoras. El sistema de Adam Smith da por
supuesto, en cierto sentido, que la Inglaterra del siglo XVIII permanecería
inmutable para siempre; que únicamente crecería en cantidad, es decir, que
habría mayor número de personas, de bienes, de riqueza; pero que, por lo que
respecta a calidad, seguiría inmutable. Los principios dinámicos de Adam Smith
corresponden a una sociedad estática que crece, pero que nunca llega a la
madurez.

No obstante, aunque el sistema de evolución ha sido descartado, subsiste


siempre, como una gran realización, el inmenso panorama del mercado. Claro
está que Adam Smith no fue el «descubridor» del mercado, pues ya otros habían
señalado con anterioridad a él que la mutua acción del propio interés y de la
competencia proveían a las necesidades de la sociedad. Pero Smith fue el primero
en comprender, en toda su plenitud, la filosofía del funcionamiento exigido por
semejante concepto; fue el primero en formular el esquema completo de una
manera amplia y sistemática. Adam Smith fue el hombre que hizo que Inglaterra
primero, y después todo el mundo occidental, comprendiesen de qué manera el
mercado mantenía ensamblada a la sociedad; como también fue el primero en
levantar un edificio de orden social sobre la base de esa concepción suya.
Vendrán más tarde otros economistas que bordarán la descripción del mercado
hecha por Smith y que investigarán ansiosamente los defectos que con
posterioridad irán apareciendo. Sin embargo, nadie logrará dotar a este aspecto
del mundo de una vida y de una riqueza mayores que las que le dio Smith.

Sólo admiración podemos sentir ante lo enciclopédico del empeño y de los


conocimientos de Smith. Un libro tan voluminoso, tan completo, tan seguro, tan
cáustico y profundo, sólo pudo ser escrito en el siglo XVIII. Smith se adelantó en
ciento cincuenta años a Veblen cuando escribió: «El máximo disfrute de las
riquezas consiste para la mayoría de los ricos en exhibirlas, y esta exhibición no
es nunca tan completa a sus ojos como cuando resultan poseer ciertos objetos
inconfundibles de opulencia, que nadie sino ellos poseen. » Adam Smith demostró
ser un estadista que se adelantaba muchísimo a su época al escribir: <<Si es
imposible lograr que una provincia cualquiera del Imperio británico contribuya al
sostenimiento de la totalidad del Imperio, habrá llegado la hora de que la Gran
Bretaña se libere de los gastos que le acarrea el defender a dicha provincia en
tiempo de guerra, y de sostener en tiempo de paz a una parte cualquiera de sus
organismos civiles o militares; deberá tratar, en tal caso, de adaptar sus futuros
propósitos y proyectos a la auténtica mediocridad de su propia situación.»

Quizá no existió jamás un economista que abarcase su época tan ampliamente


como Adam Smith la suya. Desde luego, no hubo jamás ninguno tan sereno, tan
desprovisto de terquedad, tan penetrantemente crítico, sin rencor, y tan optimista
sin caer en la utopía. Como es natural, participó de las creencias de su tiempo;
mejor dicho, contribuyó a forjarlas. Fue la suya una época de humanismo y de
razón, y si bien es verdad que ambas cualidades podían tergiversarse para las
finalidades más crueles y violentas, lo cierto es que Adam Smith no fue nunca
patriotero, apologista ni hombre de componendas. En su obra The Theory of Moral
Sentiments dejó escrito: «¿Qué finalidad tiene todo el trabajo y el ajetreo de este
mundo? ¿Qué finalidad tienen la avaricia, la ambición, la persecución de la riqueza
del poder y de la preeminencia?» La riqueza de las naciones nos da la respuesta a
eso, diciéndonos que la justificación final de la ruda pugna y forcejeo en busca de
la riqueza y de la gloria está en el bienestar del hombre corriente.

Hacia el final de su existencia, Adam Smith se vio colmado de toda clase de


honores y de respetos. Burke viajó hasta Edimburgo para conocerlo
personalmente; su antigua Universidad de Glasgow lo nombró su rector; vio
traducida La riqueza de las naciones al danés, francés, alemán, italiano y español.
Únicamente Oxford no se dio por enterado de nada, y jamás se dignó otorgarle
ningún título honorífico. En cierta ocasión, Pitt, el joven, entonces primer ministro
de la Corona, celebró una reunión junto con Addington, Wilberforce y Grenville, a
la que había sido invitado Adam Smith. Cuando el anciano filósofo entró en la sala,
todos se levantaron, y él les dijo: «Caballeros, siéntense ustedes», a lo que Pitt
replicó: «No; permaneceremos en pie hasta que usted se haya sentado, porque
todos nosotros somos discípulos suyos.»
Adam Smith falleció en 1790, a la edad de sesenta y siete años. Resulta curioso
que su muerte pasara casi inadvertida, quizá porque la gente se hallaba entonces
demasiado preocupada con la Revolución francesa y con las repercusiones que
ésta pudiera tener en el país británico. Fue sepultado en el cementerio de
Canongate, bajo una sencilla losa funeraria que anuncia que allí yace Adam
Smith, autor de La riqueza de las naciones. Difícil habría resultado imaginar un
monumento más duradero.
APÉNDICE
I. RESUMEN
Adam Smith escribió La riqueza de las naciones en los años inmediatamente
anteriores a la Revolución norteamericana. Fue, en parte, un ataque a la filosofía
mercantilista en la que se apoyaba la política británica en las colonias; y, en parte,
la articulación del mecanismo, aún mal comprendido, de una nueva sociedad.

Smith, que era escocés, ocupaba la cátedra de Filosofía Moral en la Universidad


de Glasgow y, estando en ejercicio de la misma, publicó La teoría de los
sentimientos morales. Esta obra, que apareció en 1759, consideraba cómo el
hombre puede elevarse por encima de su propio interés al formular juicios morales
y cómo su egoísmo puede ser transmutado a una esfera superior. Ésta fue una
idea que desarrolló más tarde en La riqueza de las naciones. El libro dio a Smith
ocasión de viajar por el continente, donde mantuvo contacto con Quesnay, el
pensador económico más destacado de Francia. En oposición a la teoría ortodoxa
de su época, Quesnay mantenía la idea de que la riqueza de una nación procedía
de su capacidad para producir, y no de la cantidad de oro y plata que poseyera.
Smith desarrolló esta idea en el ataque que dirige en La riqueza de las naciones a
la política restrictiva y proteccionista del mercantilismo.

«La riqueza no consiste en dinero ni en oro, sino en lo que se adquiere con el


dinero, el cual solamente es valioso para comprar», escribía Smith argumentando
en favor del libre cambio. Smith disentía de los fisiócratas en la importancia que
éstos atribuían a las clases agricultoras como fuente de toda la riqueza real, pero
compartía con ellos su actitud crítica hacia las sociedades que concedían una
importancia primordial al privilegio y no a la productividad.

Adam Smith se sentía preocupado por dos grandes problemas: cómo se mantiene


ensamblada una sociedad y hacia dónde va la sociedad. La respuesta al primer
interrogante está en las leyes del mercado y en la interacción del interés individual
y la competencia. He aquí cómo funciona el mercado: Supongamos que tenemos
cierto número de fabricantes de guantes. Cada fabricante tratará de cargar por sus
guantes un precio tan elevado como pueda, pero si alguno de ellos eleva sus
precios por encima de lo que exige su coste de producción, entrarán en el negocio
de guantes otros fabricantes, quienes tratarán de abrirse paso en el mismo
vendiendo a un precio más bajo, lo que forzará a los demás a bajar sus precios o
a quedarse sin vender sus guantes.

De esta manera se realizan a la vez dos cosas: primera, el fabricante se ve


obligado, por las fuerzas de la competencia, a vender sus mercancías a un precio
próximo al coste de producción (si carga un precio excesivo por sus mercancías,
habrá otros que irrumpan gustosos en el negocio); segunda, se ve obligado a ser
lo más eficiente posible, para mantener sus costes bajos y permanecer en
condiciones competitivas. En este sentido, el mercado es un distribuidor de tareas
tan severo como cualquier conjunto de leyes o reglamentos que la sociedad pueda
imponer, a condición de que -y esto es importante- el mercado sea competitivo.

La «mano invisible del mercado también dirige a las personas en su elección de


ocupación y hace que se tengan en cuenta las necesidades de la sociedad. El
carnicero, el cervecero y el panadero entran en su profesión porque esperan ganar
en ella. No hay nada en esto que sea inmoral o antisocial, porque ellos no hacen
más que responder a las señales de los precios que emite el mercado; a medida
que una sociedad necesita más carniceros, se eleva el precio que está dispuesta a
pagar por los carniceros (es decir, su salario), y más personas se sienten tentadas
de entrar en esa profesión. Como consecuencia de ello, los salarios de los
carniceros vuelven a bajar o, al menos, quedan nivelados.

De la misma manera, el mercado regula cuáles son las mercancías que han de
producirse. Si los consumidores quieren más zapatos de los que se producen a un
precio dado, tenderán a pagar más, al tener que competir por el calzado escaso.
En consecuencia, los productores se verán impulsados a producir más zapatos. La
esencia de la economía de mercado es que en ella todo se convierte en
mercancía con un precio y que la oferta de estas mercancías es sensible a los
cambios de precio.

Hay que tener una idea clara de la importancia revolucionaria de esta doctrina. El
mercado es impersonal y no conoce favoritos; se acabaron las prerrogativas
especiales de la nobleza. Esta idea debe ser contrastada con los medios
anteriores de organizar la sociedad, en los que cada uno tenla asignado su lugar y
en él permanecía. El mercado no solamente da por supuestos el interés individual
y la competencia, sino que requiere la existencia de movilidad, en virtud de la cual
una persona puede perseguir su egoísmo. Así, la doctrina de Smith es a la vez
democrática y dinámica.

Smith describió tanto lo que sucedía en su sociedad como lo que debería suceder.


Sin embargo, como descripción de la realidad, su teoría se ajustaba con mucha
más exactitud a la sociedad de finales del siglo XVIII que a la de la segunda mitad
del siglo XX. Una condición previa para el funcionamiento eficaz del mercado era
que ninguna de las piezas del mecanismo productivo, ya sea del lado de los
trabajadores o del de los capitalistas, sea tan grande que interfiera las fuerzas de
la competencia. Los enemigos del sistema eran los monopolios. Pero hay que
recordar que Smith escribió antes de la revolución industrial y del advenimiento de
la producción en gran escala. Hoy día la economía está dominada por gigantes
económicos que tienen a su servicio millares de personas, tienen invertidos miles
de millones de dólares y tienen un volumen de ventas y de producción de ámbito
mundial. En 1965 habla en Estados Unidos sesenta empresas cuyas ventas
sobrepasaron los mil millones de dólares, y más de quinientas empresas con
ventas superiores a los 100 millones de dólares. Partes del mercado de trabajo
están también controladas por poderosos sindicatos obreros.

¿Son éstos monopolios? Si o no. Esta cuestión volveremos a plantearla en el


capítulo X. Pero estas vastas aglomeraciones de poder constituyen
manifiestamente una desviación de la «competencia atomizada» considerada por
Adam Smith.

A Smith también le interesaba hacia dónde va la sociedad. Al responder a esta


pregunta, Smith subraya los efectos beneficiosos de la acumulación de los
beneficios por los empresarios. Estos beneficios, suponía Smith, serian
reinvertidos y utilizados para comprar maquinaria nueva, la cual permitiría
mayores posibilidades de división del trabajo y de aumento de la productividad y,
por tanto, condeciría a una mayor riqueza. En su famosa descripción de una
fábrica de alfileres, observaba Smith que al concentrarse cada hombre en una
tarea, podía producir más que si hubiera tenido que manejar por si solo cada una
de las fases del trabajo. También observaba que los hombres que le rodeaban y
que estaban haciendo grandes fortunas no las derrochaban en una vida de lujos,
sino que las ahorraban, las acumulaban y las reinvertían. Se establecía así una
tendencia hacia la introducción de máquinas nuevas y hacia una mayor
productividad. Smith veía en esta acumulación el motor que pone en movimiento
el mejoramiento de la sociedad

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