Apagar El Fuego-Carlos Castán

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Cuentos con estrella

VV.AA

Relato de Carlos Castán


Ilustra: Iván San Martín
No te olvides de apagar el fuego

Contamos la Navidad es un iniciativa cul-


tural que busca fomentar la lectura a
través de una pequeña joya literaria de
bolsillo repleta de cuentos que orbitan
alrededor de la Navidad.

Esta iniciativa, nacida en 2009 se ha


consolidado este año gracias a la colabo-
ración desinteresada de autores de la
talla de Carlos Castán, Javier Sáez de
Ibarra, Hipólito G. Navarro o Cristina
Cerrada; los profesores de Escuela de Escritores Mariana Torres, Jorge Dioni
López y Javier Sagarna, y los ex-alumnos Eduardo Cano y Manu Espada. Con
sus obras y las de los ilustradores y fotógrafos que las acompañan han conse-
guido que a lo largo de estas siete ediciones se hayan podido distribuir más de
80.000 ejemplares.

Toda esta labor altruista ha conseguido que la iniciativa cultural Contamos la


Navidad haya sido galardonada con el Premio de Reconocimiento Cultural “La
Armonía de las Letras 2015”.
El autor: Carlos Castán

Nació en Barcelona, pero se trasladó a


vivir a Huesca a muy temprana edad.
Es licenciado en Filosofía por la uni-
versidad Autónoma de Madrid.

Especializado en el relato breve, al que


se ha dedicado casi con exclusividad,
ha publicado en las revistas literarias y
las antologías más importantes de
España.

Entre las primeras, destacan El Extramundi y los papeles de Iria Flavia, Prima Littera
o Turia; entre las segundas, Pequeñas resistencias y Antología del nuevo cuento español
(Páginas de Espuma, 2002). Su primer libro, Frío de vivir (1998) se publicó en la
editorial aragonesa Zócalo, pero saltó al resto de España mediante la editorial
Emecé (actual Salamandra). Después del salto, llegó la pirueta, con la traducción
del volumen al inglés, alemán, griego, francés y su posterior distribución en
Estados Unidos. Museo de la soledad (Tropo Editores, 2008), es su segundo libro,
que vio la luz a través de Espasa Calpe (2001) en su colección de Narrativa.
Gracias a su calidad, posteriormente, fue editado por El Círculo de Lectores
(2001).

En 2008 ha publicado el libro de relatos Solo de lo perdido (Destino) que ha mere-


cido el premio NH Vargas Llosa al mejor libro de relatos publicado en ese año.
No te olvides
de apagar el fuego
Carlos Castán escribe
Iván San Martín ilustra

Casi sin antelación, David anunció que probablemente


ese año no estaría en la cena de Nochebuena con el resto
de la familia. Era una decisión a medio tomar, una de esas
ideas borrosas que se verbalizan antes de tiempo y se lan-
zan al aire para ver qué ocurre e intentar calibrar la intensi-
dad del posible terremoto, si moverá o no las cosas, si arderá
algo.
En realidad no lo había pensado bien. El día anterior su
amiga Alejandra le había contado los planes que tenía para
las fiestas. Quedarse sola en la buhardilla con una botellita
de ron y algo de hierba. Nada de tele, nada de lucecitas. Bai-
laría sola seguramente ante la mirada de su vieja gata, deja-
ría el teléfono descolgado, pondría discos salvajes y miraría
desde el balcón el júbilo de los demás al otro lado de esa
frontera de escarcha, primero la gente que regresa del cen-
tro con las últimas compras y los grupos que se despiden
en la puerta del bar de la esquina mientras los camareros se
apresuran a bajar las persianas y echar los cierres; luego las
calles desiertas, el asfalto mojado, las ventanas encendidas
en la acera de enfrente tras las que se adivinan siluetas de
árboles con sus luces intermitentes y un vapor hecho de tro-
zos de canciones y humo de consomé y risas nerviosas y
champán que se derrama. Y David no supo, mientras Ale-

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Carlos Castán

jandra le decía todo eso, por qué pensó qué envidia, y por
qué a la vez le daba tanta pena imaginarla a ella sola en una
noche así ni por qué se vio a sí mismo mirándola bailar con
un vasito en la mano, ayudándola a girar con las manos uni-
das en lo alto, desabrochándole la blusa cuando ya estuviera
muy cansada y borracha y el flequillo desordenado le tapase
la cara, toda entera menos la boca, y riera y llorase a parte
iguales como le había visto hacer otras veces en algunos
bares, cercada por otros hombres, sucia de otras noches sin
historia ni aliento. Alejandra le contó también, en esa misma
conversación, que había vuelto a reñir con los suyos pero
que esta vez iba en serio y no había vuelta atrás, la puta de
su madre, la zorra de su hermana y toda esa panda de mier-
das que le había tocado por familia. La cosa había ido de-
masiado lejos, las palabras, los portazos, las amenazas, y la
rabia en ella había dado paso a una verdadera sed de dis-
tancia y silencio, de que transcurrieran a toda velocidad
meses y años y mares de tiempo sin saber nada, sin querer
saber nada aunque pasara hambre o tuviera que dejar sus
clases de música y de teatro y la academia de inglés en la
que se habían conocido, aunque cayera enferma o el suelo
se resquebrajase bajo sus pies.
David no lo tenía del todo decidido cuando planteó en
su casa la posibilidad de cenar fuera en Nochebuena. En
cierto modo, le empujó la agitación en torno al tema, la in-
credulidad inicial, tanto drama y tanto grito en el cielo. Iban
a venir sus tíos y su abuela desde la otra punta del país, des-
afiando la ola de frío y los puertos nevados solo para poder
estar todos juntos. Había quedado en ir a buscar a la esta-
ción a su hermano que llegaría en tren en el último mo-
mento. Estaba todo preparado, la nevera a rebosar, los
regalos envueltos. Y ahora él salía con que sencillamente no
iba a estar sólo por hacer compañía a una amiga que lo ne-
cesitaba. A una extraña. Aquello era inconcebible por más

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Carlos Castán

que hubiera cumplido sus dieciocho años. Al enfado inicial


siguieron las súplicas, uno a uno intentaron convencerle con
diferentes argumentos: la tradición, el cariño, lo que diría
éste, lo que pensaría el otro. Ni en la cocina, ni en el salón ni
por teléfono hablaba nadie de otra cosa hasta que no tuvie-
ron más remedio que dejarlo por imposible. Más de una vez
estuvo a punto de desistir pero un vértigo extraño le impe-
día hacerlo, como un bellísimo remolino de tristeza que ti-
raba de él y lo absorbía entero y lo ponía a pensar en su silla
vacía, en la ausencia por primera vez de una mesa en la que
siempre habían estado todos en torno al mantel salpicado
de champán, los cubiertos de plata, las salseras de porce-
lana, la transparente fragilidad de las copas. Se le antojaba
que eso iba a ser lo más parecido a estar muerto sin nece-
sidad de desaparecer del todo. No estar y ser el centro. Más
centro que la fuente con los turrones o el abeto iluminado.
Su hueco, su sombra, su nombre en el pensamiento de
todos a la vez, exactamente igual que en los funerales.
El ambiente en casa era tan irrespirable que toda la
tarde del día 24 prefirió pasarla en la calle, vagando por ahí
e intentando imaginar cómo sería la primera Nochebuena
de su vida adulta, roto ya ese cordón de ternura y sangre.
Podría consolar a su Isadora Duncan, ofrecerle un hombro
en el que llorar y, si ella quería, toda la superficie de la piel
para sus uñas crispadas; demostrarle que a pesar de tener
unos cuantos años menos que ella era el que a la hora de la
verdad estaba allí, en la buhardilla fría y destartalada, inten-
tando hacerla reír, tomándole la mano. Ninguno de sus
amantes casados, ninguno de los tipos con los que volvía
de madrugada, a trompicones, tropezando abrazados con
los escalones del patio.
Sobre las nueve de la noche ya estaba llamando al tim-
bre con una botella de champán y una bandeja de dulces.
Alejandra tardó un poco en abrir porque se había quedado

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No te olvides de apagar el fuego

dormida en el sofá. Iba vestida con un chándal azul marino


y se notaba que había estado llorando. “Te dije que no hacía
falta que vinieras”. A David le pareció que estaba guapa
también así, con el pelo desordenado y un poco de sudor
en la frente. Diez minutos después estuvo a punto de besarla
pero de inmediato pensó que la noche era larga. Habían em-
pezado a preparar un poco de arroz cuando llamaron a la
puerta. Eran los padres de Alejandra que venían a buscarla
para llevarla a cenar a casa. Discutieron un poco pero ense-
guida la chica rompió a llorar abrazada a los dos a la vez y
David decidió dejarlos solos. Se metió en la habitación de
ella y cerró la puerta como si fuera posible no escuchar
desde allí. En el suelo había medias y bragas usadas y coji-
nes de todos los colores, y también velas consumidas y ba-
rritas de incienso. También le dio tiempo a ver una caja de
condones y un póster de Chaplin antes de que Alejandra en-
trase en el cuarto.
—No te importa que me vaya, ¿verdad? Jo, me da rabia.
—No, claro. Tranquila.
—A lo mejor tú también estás a tiempo de llegar a tu
cena. Bueno, como tú veas. Si te vas no te olvides de apagar
el fuego.
David se quedó mirando por la ventana con una manta
sobre los hombros. El asfalto mojado, las luces en la fachada
en enfrente. Supo que no iba a comerse el arroz y que tam-
poco iba a regresar a casa. A nueve paradas de metro al-
guien estaría echándole de menos. O quizá no, quizá no
tanto. Decidió que no iba a llorar al tiempo que se le esca-
paba la primera lágrima. Con un vaso de champán no del
todo frío en la mano pensó en las diferentes formas de estar
muerto y en que las noches pueden ser largas de muchas
maneras.

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