Catecismo Católico 2

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Padre Mazo, Catecismo de la doctrina cristiana explicado

PRIMERA PARTE
DE LA

DOCTRINA CRISTIANA
EN QUE SE DECLARA

el Crédo y los Artículos de la Fé.


Viniendo á lo primero, decid: ¿quién dijo el Credo? -Los Apóstoles.
El Credo es una recopilación ó sumario de los principales Artículos de la Fé. Se lla-
ma Credo de los Apóstoles, porque estos primeros predicadores de la fé, antes de sepa-
rarse á anunciarla en todo el mundo, queriendo establecer la perfecta uniformidad de
creencia hasta en las palabras y expresiones, formaron este compendio.
¿Para qué? -Para informarnos en la santa fé.
Nada más á propósito que este divino compendio, para informar al cristiano en la fé.
El es sencillo, dice San Agustín1, para proporcionarse á la rudeza de los ignorantes; es
corto, para facilitar su memoria; y es perfecto, para instruir plenamente. La fé compen-
diada en él, jamás se ha variado, aumentado ni disminuido. La iglesia en sus Concilios
no ha hecho otra cosa que aclarar algunas verdades contenidas en él, y consagrar algu-
nas palabras determinadas, para defenderlas de las herejías que se presentaban. El Credo
ha sido, es y será hasta la consumación de los siglos la suma de nuestra fé. De aquí se
sigue que todo cristiano está obligado á saberle, y con tanta exactitud que ni una sola
palabra añada, quite ó varíe, porque todo es esencial en él. Ni basta que le aprenda bien;
debe también conocer las verdades que contiene, á lo menos de modo que pueda distin-
guirlas del error. Sin esto, el Credo sería para él un libro el más hermoso, pero cerrado y
sellado. El Credo es el mayor consuelo para los sencillos, que encuentran compendiado
en él cuanto contienen de más esencial los libros santos que ellos no pueden leer: y es
de la más dulce satisfacción y complacencia para los sabios, que ven reunido en él lo
más esencial de cuanto han leido en las Santas Escrituras y aprendido en la tradición.
¡Gloria eterna sea dada al Padre de las luces, que inspiró á los Apóstoles este divino
compendio, para informar á todos los fieles de todos los tiempos en la santa fé.

1
Serm.115deTemp.

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Padre Mazo, Catecismo de la doctrina cristiana explicado

¿Y vos para que lo decís? -Para confesar esta fé que tenemos los cristianos.
El cristiano jamás puede negar la fé, ni alguna de sus verdades, ni tampoco dudar de
ella sin hacerse reo del crimen de apostasía ó herejía; y además está obligado á confe-
sarla siempre que por su silencio haya de padecer el honor de Dios, ó perjudicarse á sí
mismo ó al prójimo. De aquí es que está obligado á confesarla: Primero, cuando es pre-
guntado por autoridad pública, aunque su confesión le haya de costar la vida, como su-
cedía á los mártires: Segundo, cuando en su presencia son burlados los santos misterios
ó profanadas impiamente las cosas sagradas: Tercero, cuando á su vista se ultrajan las
imágenes de Jesucristo, de la Santísima Virgen, de los Santos ó sus reliquias: Cuarto,
cuando vé á su prójimo titubear en la fé, y entonces está obligado además á confirmarla
en ella, siempre que él mismo se sienta con suficiente valor para sufrir el martirio si
fuese necesario: Quinto, cuando oye negar la fe ó alguna de sus verdades. En este caso y
en el segundo y tercero, debe dar parte á la autoridad si el delincuente ó delincuentes
son cristianos.
*Aún en países en que se da libertad á los herejes, hay obligación de denunciar
cuando se espera que se castigue al delincuente ó se atajen los daños, pero no habiendo
tal esperanza, no hay aquella obligación. Con todo, si uno no conoce v. gr. por sus di-
chos, que un maestro es impío ó hereje, hay obligación de procurar que haga el menor
daño posible, dándolo á conocer al Señor Párroco, y por otros medios: lo mismo debe
entenderse respecto á los escritos ó papeles perversos, pinturas irreligiosas y otros me-
dios que emplea el enemigo de nuestro bien para que se pierda la Fé y Religión. Los
herejes suelen afectar respeto grande á la Sagrada Escritura; pues Dios nos dice en los
Libros Santos que demos parte á la Iglesia del crimen que no podamos nosotros reme-
diar, y que la conversación del hereje es como un cáncer, y el hereje como un lobo car-
nicero1. Pidamos al Señor que se conviertan los impíos; empleemos los medios que se
nos alcancen para atajarles los pasos; y de nuestra parte, huyamos, en lo posible, de
ellos, para que, no nos perviertan.*
*Esta es la doctrina de todos los Santos: huir de los herejes tanto, cuanto ellos huyen
de la Iglesia2*
Además está obligado *el cristiano* á hacer actos de fé, cuando entra en el uso de la
razón, para ofrecer á Dios las primicias de su fe; cuando es tentado gravemente contra la
fé, y no puede vencer la tentación sino con actos de fé; y también alguna vez en el año3.
No consta cuántas: dicen unos que deben hacerse todos los meses, otros todas las sema-

1
*Matth. XVIII. 22; 2 Tim.11,16. Act. Apost. XX, 29.*
2
*V. «Norma del Católico en la Sociedad actual». Dial, 3. Disciplina actual en el trato con los here-
jes. -Denuncia.*
3
*O. M. 1. 2. n. 7.*

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nas; otros todos los dias festivos; y otros con más ó menos frecuencia; pero sea de esto
lo que quiera, todos convienen en que es muy provechoso hacerlos todos les dias y aún
muchas veces al día. Para hacerlos, se reza con mucha fé el Credo, el cual no es, como
algunos piensan, una oración para pedir á Dios, sino la mejor de las confesiones y pro-
testaciones de nuestra fé. Por eso San Ambrosio exhortaba á su hermana á que le rezase
por la mañana cuando se levantaba, por la noche cuando se acostaba, y muchas veces
entre el día, y deseaba que se mirase en él como en un espejo, para ver allí su fé, conso-
larse con ella y animarse á vivir según ella pide1. Y por eso también nosotros, siguiendo
este precioso consejo del Santo, debemos rezar con frecuencia y pausa el Credo para
contemplar en él nuestra fé, consolarnos con nuestra fé, animarnos á vivir de la fé, y
confesar esta fé que tenemos los cristianos.
¿Qué cosa es fé? –Creer lo que no vimos.
Hay unos conocimientos que llamamos naturales porque están dentro de los límites
de la naturaleza. Estos son los que adquirimos por los sentidos, viendo, oyendo, oliendo,
gustando y palpando las cosas. Hay otros que llamamos sobrenaturales, porque están
sobre los límites de la naturaleza, y estos son los que Dios nos ha revelado. Nuestro en-
tendimiento siendo una chispa de la luz divina, hace prodigios en el país de la naturale-
za; registra, penetra, compara, discurre, infiere, y llega á adquirir en él vastos y profun-
dos conocimientos; pero no puede salir de él. Hay otro país sobre el de la naturaleza,
más extenso sin comparación y más maravilloso, y éste es el país de la fé. Aquí ya no
puede penetrar nuestro entendimiento, por más claro y agudo que sea. ¿Qué entendi-
miento penetró jamás los cielos, y registró las riquezas de la gloria? Las cosas de Dios
sólo Dios las sabe, y aquellos á quienes quisiera revelarlas. Tales son las cosas de la fé.
Los grandes talentos que, ensoberbecidos con los conocimientos de las cosas naturales,
han querido sujetar á sus cálculos y medidas las cosas sobrenaturales, esto es, las verda-
des de la fé, han caido oprimidos bajo el peso de su grandeza2; porque el talento, sea
cual fuere, nunca pasa de ser una luz natural, y la luz natural no es la fé. La fé es aquella
luz sobrenatural, que durante nuestro destierro nos descubre las cosas sobrenaturales
que Dios se ha dignado revelarnos; es un don celestial, el primero de todos los dones en
órden á nuestra salvación, y el fundamento de todos ellos, porque sin la fé es imposible
agradar á Dios, dice el Apóstol3; es una virtud divina que Dios infunde en nosotros, y
que nos inclina y lleva á creer todo lo que Él mismo ha revelado á la Iglesia.
Vísteis vos nacer á Jesucristo? -No, Padre. -Vísteisle morir ó subir á los cielos?
-No, Padre. -¿Creislo? -Sí lo creo.

1
Lib. de Virg.
2
Prov. XXV, 7.
3
Hebr. XI, 6.

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Los judíos vieron á Jesucristo hombre, pero no le creyeron Dios. Los Apóstoles y
Discípulos le vieron hombre y le creyeron Dios. Nosotros ni aún le vimos hombre, y lo
creemos hombre y Dios. Creemos que nació de Santa María Vírgen, que vivió y conver-
só con los hombres, que predicó el reino de los cielos, que padeció y murió por redimir-
nos, que resucitó al tercero día, que subió á los cielos á sentarse á la diestra de su eterno
Padre, de donde había venido. Nada de esto hemos visto, y no obstante lo creemos.
¿Porqué lo creeis? -Porque Dios, nuestro, Señor, así lo ha revelado, y la Santa Ma-
dre Iglesia así nos lo enseña.
Creemos lo que no vemos, porque otro nos lo dice; y cuanto es mayor, la veracidad
del que nos habla, tanto mayor asenso damos á lo que nos dice. Hay una veracidad fali-
ble, que es la humana, porque los hombres pueden engañarse ó engañarnos. Pueden en-
gañarse por su ignorancia, y pueden engañarnos por su malicia. Hay otra veracidad in-
falible, que es la divina, porque Dios ni puede engañarse ni engañarnos. No puede en-
gañarse, porque es infinitamente sabio, es decir, que no tiene límites ni término su sabi-
duría, y si ignorase Dios alguna cosa, la más pequeña que se quiera figurar, allí encon-
traría límites y terminaría su sabiduría, y ya no sería infinitamente sábio. Tampoco pue-
de engañarnos, porque es infinitamente bueno, es decir, que no tiene términos ni límites
su bondad, y si hiciese Dios alguna cosa mala, cual sería engañarnos, aunque fuese en la
cosa más pequeña que se quiera imaginar, allí encontraría límites y terminaría su bon-
dad, y ya no sería infinitamente bueno. Esta veracidad infalible es el sólido é incontras-
table fundamento de nuestra fé; y así creemos lo que Dios nos ha revelado con una cer-
teza infalible porque jamás puede ser falso lo que Dios nos dice. Faltará el cielo y la
tierra, pero las palabras del Señor no faltarán1. Supuesta esta verdad fundamental, resta
saber qué es lo que Dios nos ha revelado y dónde se contiene. Lo que Dios nos ha reve-
lado, es todo aquello que nos conviene saber para salvarnos, y esto se contiene en las
Sagradas Escrituras y tradiciones divinas.
Sagradas Escrituras. Dios, para instruir á los hombres en la ciencia de su salvación,
les habló desde los primeros siglos por boca de los Patriarcas y de los Profetas, y cuan-
do llegó la plenitud de los tiempos, les habló por boca de su mismo Hijo2. Los santos
hombres de Dios, como les llama San Pedro3, divinamente inspirados escribieron el
antiguo Testamento, que consta de cuarenta y cinco libros; y los Apóstoles y Evange-
listas, inspirados también divinamente, escribieron el nuevo, que consta de veintisiete.
El primero contiene lo que nos reveló Dios por los Patriarcas y Profetas, y el segundo lo

1
Luz. XXI. 33.
2
Hebr. 1. 2.
3
2 Ep. 1, 2.

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que nos enseñó por su Santísimo Hijo. Estos santos libros, ni más ni menos, son los que
llamamos Sagradas Escrituras.
Tradiciones divinas. No todo lo que Dios nos ha revelado está contenido en las Sa-
gradas Escrituras. Desde nuestro padre Adan hasta el legislador del pueblo de Dios,
Moisés, nada sabemos que se escribiese. Las verdades que Dios reveló en aquellos dos
mil y quinientos años se conservaron por tradición y enseñanza de padres á hijos. La
Escritura Sagrada principió en tiempos de Moisés, y en los mil y quinientos años que
mediaron desde entonces hasta la venida de Jesucristo, fue cuando se escribió todo el
antíguo Testamento; pero aún en este tiempo quedaron sin escribir muchas verdades
reveladas, que se conservaron por tradición. Este era el motivo porque el mismo Moisés
encargaba á los hijos que preguntasen á sus padres, y á los jóvenes que preguntasen á
los ancianos1. Jesucristo en el discurso de tres años enseñó por sí mismo á los hombres,
pero no sabemos que escribiese sino una sola vez, que fue cuando le presentaron la mu-
jer adúltera2, y eso lo hizo en tierra con su divino dedo, sin que hasta ahora se haya sa-
bido qué fué lo que escribió. Los Apóstoles y Evangelistas escribieron el nuevo Testa-
mento, y en él nos dejaron mucho de lo que enseñó y obró Jesucristo, pero dejaron tanto
sin decir, que San Juan concluye su Evangelio advirtiendo: que si se hubiesen de escri-
bir cada una de las cosas que hizo Jesús, le parecía que no cabrían en el mundo los li-
bros que habrían de escribirse. Muchas de estas cosas que no se escribieron, se conser-
van por tradición, y por eso encargaba San Pablo á los Tesalonicenses3 que conservasen
con firmeza las tradiciones que habían recibido.
Es verdad que también la palabra divina conservada por tradición, ha venido al fin á
escribirse, ya en las obras de los Padres, ya en las actas de los Concilios, y ya también
en los decretos de los Pontifices; pero no como palabra divina escrita, sino como pala-
bra divina recibida por tradición; y así la tradición divina, aunque se haya escrito, no se
ha de confundir con la Sagrada Escritura. Esta es la palabra de Dios escrita y conservada
en los libros santos, y aquella es la misma palabra de Dios no escrita, síno conservada
en la comunicacíón de los ancianos á los jóvenes y de los padres á los hijos. En estos
dos sagrados depósitos se contiene todo lo que Dios ha revelado á su Iglesia, es decir,
toda la fé, pues aunque la Iglesia define algunas verdades de fé, ya se ha dicho4 que en
esto no hace sino declarar que aquellas verdades estaban ya reveladas y pertenecían á la
fé, aunque se ignoraba. Desde el tiempo de los Apóstoles nada se ha revelado como
palabra divina, porque el depósito de la fé, todo entero, fue entregado desde entonces á

1
Deut. XX X 11, 7.
2
Joan. VIII, 6.
3
2. Ep. II, 14.
4
Fól 22.

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la Iglesia. Mas ¿cómo conoceremos que lo que se contiene en la Sagrada Escritura y


tradición dívina, que forman el depósito de la fé, ha sido revelado por Dios? Esto lo
coneceremos por los divinos caractéres con que Dios ha sellado su revelación. Vamos á
apuntar los más obvios y perceptibles al común de los fieles.
1.º Por las profecías. Anunciadnos lo que ha de suceder y sabremos que sois dioses,
decía el Profeta Isaías hablando con los ídolos1. Solo Dios, cuya infinita sabiduría lo
tiene todo presente, sabe lo que está por venir; y así, cuando un hombre anuncia las co-
sas contingentes que han de suceder muchos años y aún siglos antes que sucedan, es
prueba evidente de que Dios se las reveló, porque solo Dios las sabía. Desde el principio
del mundo comenzó Dios á revelar á los hombres los sucesos venideros, y á autorizar su
revelación con el cumplimiento de los sucesos que revelaba. No se puede leer el antiguo
Testamento sin encontrarse á cada paso con este divino sello de la revelación. Sucesos
prodigiosos anuncian otros á la vez más prodígiosos; y estos, dando cumplimiento á los
primeros, predicen otros nuevos. En él se ve una cadena de profecías y cumplimientos
que asombra; se vé un plan seguido constantemente, y dirigido siempre á anunciar al
Mesías, prometido desde el principio del mundo. Se vé á este divino Salvador repre-
sentado tan maravillosamente y con tanta claridad en los Patriarcas, Profetas y princi-
pales personajes del pueblo de Dios, que todo manifiesta no haber existido este pueblo
sino para anunciarle. Se le vé representado en sus sacrificios, en sus ceremonias, en sus
prosperidades, en sus infortunios, y, para decirlo de una vez, en todos sus sucesos; por-
que como enseña San Pablo2, todo el antiguo Testamento acontecía en figura, y era
sombra y representación de lo que había de cumplirse en el nuevo. Así el Omnipotente
señaló su revelación con el divino sello de multitud de profecías, que han tenido el más
entero y exacto cumplimiento.
2.º Por los milagros. Se llama milagro, dice Santo Tomás3, lo que sucede fuera del
órden de toda la naturaleza criada; como el que se parase el sol cuando peleaba Josué4, y
que perdiese su luz cuando espiró su Criador5. Solo Dios, añade el Santo, puede obrar
fuera del orden de toda la naturaleza criada, y por consiguiente solo Dios puede hacer
milagros. Cuando se dice que los Angeles y los Santos hacen milagros, se entiende que
los hace Dios, ó atendiendo á sus súplicas, ó condescendiendo con sus deseos, ó sir-

1
XLI, 23.
2
I Ep.ad. Cor. X, II.
3
I. p. q. 110, á. 4. o.
4
X. 12.
5
Lúc, XXIII, 45.
El sagrado texto se acomoda al lenguaje vulgar fundado en lo que aparece á nuestra vista, y lo mismo
hace el Sr. Mazo en varios parajes. Véase «La Religión Católica vendicada» etc. por el P. José Mendive,
de la Compañía de Jesús (Madrid-1883), obra muy útil en nuestros dias para personas de letras.

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viéndose de su ministerio para hacerlos, porque solo Dios puede hacerlos. De donde se
sigue, que todo lo que es atestiguado por milagro, lleva consigo un sello divino; y esto
se verifica cumplidamente en la revelación. Está atestiguada con tantos y tan estupendos
milagros, que es necesario cegarse para no ver en ella la obra del Omnipotente. No se
puede leer ni el antiguo ni el nuevo Testamento sin encontrarse á cada paso con una
sabiduría divina que todo lo dirige, y un poder soberano que todo lo confirma con mul-
titud de milagros. Tampoco se puede negar la autenticidad á estos dos admirables mo-
numentos de las verdades eternas, sin negar primero todos los monumentos históricos
del mundo, puesto que ninguno hay que pueda compararse con ellos.
3.º Por la propagación de la Religión cristiana. Esta Religión que nació en el Calva-
rio sobre una cruz, se extendió con tanta rapidez que en un momento, por decirlo así,
llegó á los últimos confines de la tierra. Aún no habían pasado veintinueve años de ha-
ber principiado á predicarla los Apóstoles en Jerusalén el día de Pentecostés cuando
escribía ya San Pablo á los Colosenses1 que el Evangelio, se había extendido por todo el
mundo, y que fructificaba y crecía. Y ¿por quién se predicaba? No por hombres ricos y
poderosos, ni por hombres sábios y elocuentes, ni por conquistadores famosos ni por
príncipes ni reyes, sino por doce pescadores pobres, ignorantes sin ejército, sin armas,
sin representación, sin influjo, sin palabras persuasivas de sabiduría humana. Y ¿qué era
lo que predicaban? Una religión que pareció locura á los judíos y necedad á los gentiles:
una religión que enseñaba el desprendimiento de las riquezas, de los honores y de los
placeres, una religión que refrenaba todas las pasiones sin permitirlas ni un solo deseo
malo: al paso que apenas prometía otra cosa en este mundo que persecuciones, lágrimas
y cruces. Y ¿á quién se predicaba? A un mundo tan corrompido como aquél que sepultó
la ira de Dios en las agaas de un diluvio; á un mundo, entregado á la más infame idola-
tila: á un mundo, en fin que no conocía otro Dios que sus pasiones, á las que erigía alta-
res, ofrecía inciensos y adoraba. Sin embargo, esta religión tan opuesta al mundo, y tan
enemiga de todas las pasiones del mundo, se extiende con rapidez por todo el mundo á
manera de un río caudaloso que, saliendo de madre todo lo inunda; crece y se propaga
en medio de las más crueles persecuciones, y á pesar de los más terribles edictos de los
reyes y de los emperadores, confunde la sabiduría de los sábios, triunfa del poder de los
poderosos, vence la superstición de los pueblos, destruye sus ídolos y sus templos, y
coloca el estandarte de la Cruz sobra sus torres y capitolios. ¡Quién podrá desconocer
aquí una mano Omnipotente! ¡Quién no verá en esta portentosa obra un poder soberano
que la hace triunfar á el mundo entero conjurado contra ella! ¡Ah! Cuando se considera

1
I, 6.

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el modo admirable con que se propagó la religión cristiana por todo el mundo, no es
posible desconocer su origen divino.
4.º Por los mártires. Martirio significa testimonio, y mártir testigo. Así que la muerte
sufrida por no negar á Jesucristo ó alguna verdad de fé, por conservar alguna virtud ó no
cometer algún delito, es y se llama martirio, y al que la sufra martir, porque dá testimo-
nio á la verdad y á la justicia, y lo rubrica con su sangre y con su muerte. De aquí se
sigue que la religión cristiana tiene tantos testigos que aseguran su divinidad, cuantos
son los mártires que la han confesado en los tormentos y confirmado con su muerte. Y
bien ahora; ¿quién habrá tan temerario y osado que se atreva á presentarse delante de
más de dieciocho millones de mártires, y negar en su presencia la divinidad de una reli-
gión que ellos han confesado á costa de más de dieciocho millones de vidas? No, no hay
verdad en el mundo probada con tantos y tan fieles testigos, sellada con tanta sangre y
confirmada con tantas muertes; pero… ¡y qué muertes!… las más terribles, las más
crueles, las más ignominiosas. Se estudiaba en inventar los suplicios más espantosos, y
se presentaban á los martirés, antes de emplearlos, para extremecerles con su vista y
obligarles á negar la fé. Los potros de hierro, los toros de metal, los gárfios de acero, los
hornos encendidos, las calderas de aceite hirviendo, las hogueras!… tal era el cuadro
que se presentaba, regularmente á su vista antes de principiar sus martirios. Estos se
ejecutaban, unas veces con tal furor, que hacían extremecer y temblar hasta á los más
animosos; y otras con tanta lentitud que los ponían en una prueba aún más dura y rigu-
rosa. Promesas, amenazas, invención de tormentos nuevos, camas deliciosas camas en-
cendidas… nada quedaba que hacer al ingenio y á la crueldad para vencer su constancia,
y nada bastaba para vencerla. Ellos, en fin acababan su vida en los tormentos, y bajaban
al sepulcro confesando y confirmando con su muerte esta religión divina. Por otra parte
(y esto es muy notable y admirable) ¿qué clases de personas eran estas que representa-
ban al mundo, á los ángeles y á los hombres semejantes espectáculos? ¿Eran acaso al-
gunos filósofos cínicos ó estóicos, cuya soberbia y orgullo llegase á despreciar la
muerte? nada menos. Eran personas de todos estados y edades, niños, niñas, jóvenes,
ancianos, sabios, ignorantes, ricos, pobres, hómbres y mujeres de todas clases. ¡Cómo
era posible que no siendo por una causa divina se entregasen tantos millones de almas
de todas clases á una muerte voluntaria! Y digo voluntaria, porque estaba en su mano
librarse de ella, siempre que quisiesen. Con una sola palabra, con un no creo, con un
solo grano de incienso ofrecido al ídolo, se les hubiera dejado ir libres, y muchas veces
se les hubiera colmado de honores. Ni ¿cómo era tampoco posible que el niño balbu-
ciente, la tierna doncella, el trémulo anciano, tanta multitud de mártires triunfasen de la
muerte? si no triunfase en ellos el triunfador del mundo, el gran mártir Jesucristo? No,

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nada puede resistir al testimonio que nos dan de la divinidad de la religión cristiana die-
ciocho millones de mártires.
5.º Por la santidad, Santo, santísimo es Jesucristo, Hijo de Dios vivo, autor y con-
servador de esta religión divina; santa es su doctrina, que no permite ni un mal pensa-
miento, ni un mal deseo; que no reprende sino el vicio, ni deja vicio que no reprenda;
que no alaba sino la virtud, ni deja virtud que no alabe: santos son sus sacramentos,
santos sus sacrificios y santo su culto; pero no pasemos más adelante en esta clase de
pruebas. Sería necesario formar una obra voluminosa, si se quisiesen exponer aquí todos
los caracteres divinos con que el Señor ha sellado la revelación. Baste haber apuntado
los más óbvios y que están al alcance del común de los fieles, para que el obsequio de
su fé sea razonable, como dice San Pablo1.
Más no contento el Señor con haber distinguido y señalado su divina revelación, con
tan augustos é indelebles caracteres, estableció un tribunal permanente y perpétuo que
defendiese y conservase siempre pura y entera esta divina revelación que forma el depó-
sito sagrado de la fé. Este tribunal es la Iglesia, columna y firmamento de la verdad,
como la llama el mismo Apóstol2, la cual ha conservado siempre entero y puro este sa-
grado depósito, y lo conservará hasta la consumación de los siglos gobernada y protegi-
da por su divino esposo Jesucristo3. Y á esta maestra de la verdad han acudido, y acudi-
rán siempre en sus dudas, todos los cristianos que quieran librarse del error y hallar la
verdad.
*Y ¿no basta leer la Biblia para saber la Religión? -Eso dicen los herejes para enga-
ñar á los ignorantes; pero la misma Biblia dice que la maestra del cristiano es la Iglesia;
y los herejes que no la escuchan, cada cual sigue no la Sagrada Escritura, sino su propio
parecer ó el del pastor, ó pastora, que se le antoja.*
*Y ¿qué resulta de ahí? -Que hay entre ellos casi tantas sectas como Pastores; que la
una tiene por casa revelada de Dios lo que la otra rechaza como falso.*
*Y ¿puede ser esto de Dios? -Basta tener dos dedos de frente para conocer que no.*
*Pronto veremos que no sucede así en la Santa Iglesia Católica; pero antes decid:
¿Prohibe la Iglesia leer las Santas Escrituras? Esa es otra de tantas calumnias como le
levantan los herejes. Lo que prohibe la Iglesia es tener ó leer las biblias ó librillos que
reparten los herejes. Y ¿cómo sabremos si son biblias falseadas ó escritos malos?
-Enterándose del Sr Párroco ó de otra persona competente.*
*Es increible el cuidado con que hay que vivir en estos tiempos sobre el particular.
Cuando en un pueblo vela la autoridad para que no se vendan comestibles dañosos, los

1
Rom. XII, 1.
2
I Tim. III, 15.
3
Matt. XXVIII, 20.

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vecinos viven en esto muy tranquilos; pero en el caso contrario ¿qué sucede? Pues este
es nuestro caso actual. La enseñanza y los escritos son alimento del alma; y en estos
tiempos circulan enseñanzas y libros envenenados. En las biblias que dan los herejes
suele haber lugares mal traducidos, otros ó mutilados ó añadidos: de todos modos no
puede un católico fiarse del libro que pone en sus manos un enemigo de la Iglesia. Esta
es una de las razones porque se nos prohibe leer ó tener esas biblias. Además, en los
Libros Sagrados hay puntos muy dificiles que necesitan explicación para no caer en
errores perniciosos; y por eso la Iglesia, como se hace en todas las profesiones, tiene
maestros que los explican; y manda que ó se acuda á las aulas para poder leer la Biblia
en latín, ó no se lea en lengua vulgar sin explicaciones aprobadas por ella misma. Por lo
tanto, pues somos hijos de la Iglesia Católica, no hemos de leer ó tener libros de Reli-
gión, cual es la Biblia, sin el visto bueno de la Iglesia ó sea la aprobación eclesiástica.*
*Por un ejemplo conocereis el peligro de leer las biblias protestantes. Dícese en San
Mateo1, que deseaban en cierta ocasión ver al Salvador su Madre y sus hermanos. Lee
esto un ignorante, y puede pensar que la Virgen tuvo más hijos que Jesucristo (así lo
propalan los herejes); pero el que lee un Evangelio aprobado por la Iglesia, repara que
era costumbre entro los judios llamar hermanos á los parientes más cercanos (aun entre
nosotros hay algo de este uso), y repara además que el mismo Jesucristo da más de una
vez2 el nombre de hermanos suyos á sus mismos discípulos. Otros librillos difunden los
herejes muy bonitos, baratos y aún de valde, en los que al parecer no se dice nada malo,
pero que no por eso son menos dañosos: el uno v. gr. encomia tanto la fé, como si sola,
sin buenas obras, salvase, cuando Jesucristo pone por condición necesaria para ir al
cielo guardar los mandamientos3; otro pondera la misericordia infinita de Jesús, como si
con sólo llorar nuestros pecados bastase, aún no queriendo confesarlos, siendo así que el
mismo Jesús estableció para perdonar pecados el santo Tribunal de la Penitencia4; y
como estos, otros varios. Si viene á vuestras manos algún librito de religión, que no se-
pais está aprobado por la Iglesia, llevadlo al Párroco ó Confesor: sabed que no sólo peca
quien tiene esos escritos heréticos ó sospechosos, sino quien los imprime, vende ó pro-
paga, y que antes bien hemos de industriarnos para extirpar, cuanto podamos, esa peste.
Los Santos de todos los siglos se han atenido en religión, á lo que la Santa Iglesia nos
enseña.*
¿Qué cosas son las que teneis y creeis como cristiano? -Las que tiene y cree la
Santa Iglesia Romana.

1
XII, 47.
2
Matth. XVII y Jo. XX.
3
Matth. XIX. 17.
4
Jo. XX, 28.

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Padre Mazo, Catecismo de la doctrina cristiana explicado

Por Iglesia romana se entiende toda la Iglesia, y no precisamente la de Roma. Se


llama romana, porque Roma es la residencia ordinaria del Sumo Pontífice, sucesor del
príncipe de los Apóstoles San Pedro, que fijó últimamente allí su cátedra ó silla apostó-
lica, dejándola regada con su sangre y sellada con la muerte que sufrió en ella como
pastor universal del rebaño de Jesucristo. Esta Iglesia, qué llamamos romana, es la ver-
dadera Iglesia de Jesucristo, porque es una, santa, católica y apostólica, que son las
notas ó señales, que distinguen la Iglesia verdadera de todas las iglesias falsas ó sinago-
gas de Satanás, como las llama San Juan1.
Es una, porque todos sus hijos, donde quiera que se hallen, no son sino una sola fa-
milia, cuyo padre es Dios. Es una, porque todas sus ovejas no componen sino un sólo
rebaño, cuyo pastor invisible y eterno es Jesucristo, y cuyo pastor visible y temporal es
el romano Pontífice. Es una, porque todos sus miembros no forman sino un sólo cuerpo
en Jesucristo, como dice san Pablo2. La profesión de una misma fé y de una misma es-
peranza, el vínculo de una misma caridad, la participación de los mismos Sacramentos,
la subordinación á la misma cabeza, los mismos misterios el mismo sacrificio, la misma
moral, las mismas virtudes, el mismo camino, el mismo término… tales son los precio-
sos lazos que unen la multitud de miembros de este cuerpo místico de la Iglesia, de esta
esposa de Jesucristo, su única paloma y su única perfecta como la llama el Espíritu-
Santo3.
Es santa porque Jesucristo, su esposo, su cabeza y su pastor, es el Santo de los San-
tos, el Santo Hijo de Dios. Es santa, porque es santa su doctrina, santas sus leyes, santos
sus mandamientos, santos sus misterios, santo su culto, santo su sacrificio y santos sus
Sacramentos. Es santa, porque está gobernada y dirigida por el Espíritu-Santo, y santífi-
cada con su divina gracia. Es santa, porque en todos tiempos ha tenido y ha de tener
Santos. Es verdad que no todos sus hijos son Santos, porque son muchos los llamados y
pocos los escogidos4; más esto no sucede porque la Iglesia no sea santa, sino porque
todavía no es aquella esposa del Cordero que reina gloriosa en el cielo, sino aquella es-
posa desterrada que camina á su patria celestial, llevando, como la afligida Rebeca5,
reunidos en su seno hijos de honor y de contumelia, predestinados y réprobos, Esaúes y
Jacobos.
*Por eso es que aun entre los que tienen por deber guiar á otros al cielo, hay algunos
Judas; pero esos malos no viven del espíritu de la Iglesia; sino que precisamente son

1
Ap. II, 9.
2
Rom. XII, 5.
3
Cant. VI, 8.
4
Matth. XXII, 14.
5
Gen. XXV, 22.

36
Padre Mazo, Catecismo de la doctrina cristiana explicado

malos, porque no quieren hacer lo que la Iglesia prescribe. Mientras enseñen buena
doctrina, la Santa Iglesia repite á sus hijos, lo que el divino Maestro dijo á los Fariseos:
«Haced lo que dicen, y no imiteis lo que hacen»1. Cabalmente cuanto más se extiende la
maldad, más brilla, en cierto modo, la santidad de la Iglesia. Y ¿cómo así? Porque más
aparece la mano de Dios en no permitir se contramine su Esposa, patrocinando algún
vicio. Por el contrario, la historia atestigua que la Iglesia, y sólo la Iglesia, ha puesto un
dique, en los siglos de más corrupción, al desbordamiento general. Pío IX y León XIII
son pruebas evidentísimas, y eso que los enemigos de todo bien les han privado de li-
bertad, é impedido la prosecución del Santo Concilio Vaticano.*
*En las sectas ó religiones falsas sus mismos autores han sido hombres llenos de vi-
cios; Lutero, v. gr., padre de todos los protestantes, de lenguaje tan soez, que sus mis-
mos partidarios han expurgado lo que él escribió, y tan desvergonzado que enseñaba:
cree mucho y peca más. Por el estilo son los dogmatizantes de hoy, por más que á los
principios disimulen2: si algo bueno enseñan lo han tomado del catecismo católico.*
*En suma, el católico solo puede ser malo, no haciendo lo que la Iglesia le manda; y
el hereje ó impío, solo puede ser menos malo, no siguiendo sus propias máxi-
mas.-Luego la Iglesia es Santa y las sectas inícuas.*
Es católica, que quiere decir universal, porque es extiende á todos los siglos. Nacida
en tiempo de los Apóstoles, y aun con el mundo mismo, durará tanto como el mundo.
Es católica porque se extiende á todo el universo. Habiendo principiado en Judea de
donde salieron los Apóstoles, situada en el centro del orbe entonces conocido, se ha
extendido hasta las extremidades de la tierra. Es católica, porque todas las naciones son
llamadas á entrar en su seno. Rogad por todos los hombres, dice el Apóstol3. Esto es
bueno y acepto delante de Dios, nuestro Salvador, que quiere que todos los hombres se
salven. Es católica, porque en todo el universo se ha predicado ó se vá predicando su
dóctrina, porque en todas partes tiene hijos que le pertenecen, y viven unidos á ella con
el sagrado vínculo de una misma fé y esperanza, reconociendo una misma cabeza, que
es el Romano Pontífice, Vicario de Jesucristo en la tierra.
Ultimamente, es apostólica. Jesucristo eligió para esta obra divina doce Apóstoles, y
sobre ellos, como sobre doce cimientos, estableció su Iglesia, que habiendo de durar
hasta la consumación de los siglos, era consiguiente que durasen también sus cimientos,
no en los Apóstoles que eran mortales, sino en los Obispos sus sucesores, y en los su-
mos Pontífices, sucesores del Príncipe de los Apóstoles, sobre los cuales ha continuado
y continuará establecida hasta que tenga fin el universo. Esta continuada sucesión de

1
*Matth. XXIII, 3ª.
2
*Véanse las declaraciones del convertido D. Ramón Bon.*
3
1. Tim. II, 1, 3 y 4.

37
Padre Mazo, Catecismo de la doctrina cristiana explicado

Obispos y Pontífices es una de las señales que más distinguen la verdadera Iglesia de
todas las falsas. El gran Tertuliano arguyendo á los herejes de su tiempo, decía1: Que
nos señalen el orígen de sus iglesias; que nos manifiesten la sucesión de sus obispos;
que nos hagan ver, subiendo de obispo en obispo hasta los primeros tiempos de la Igle-
sia, que no tienen otros fundadores que los Apóstoles; porque cualquiera Iglesia que no
trae su origen de los Apóstoles, no pertenece á la verdadera Iglesia.
*Y por esto es un dogma de fé que, fuera de la Iglesia Católica, no hay salvación. El
que conocida la verdad, no quiere ser católico, no quiere creer lo que Dios enseña por
boca del sucesor de San Pedro, constituido por el mismo Jesucristo, Maestro de toda la
Iglesia2: no quiere dar á Dios el culto que le agrada, ni cumplir lo que nos manda por Sí
y por aquellos á quienes El dá sus veces; y siendo tal no puede esperar el cielo, donde
reina Dios con los que le han servido fielmente en esta vida*.
*Habrás oido, cristiano lector, que los sectários traen razones á que no es fácil con-
testar. Siglos há contestaron los Santos, porque no son nuevas; y contestan hoy los
Doctores católicos y contestarás tú, si te quieres tomar el trabajo de graduarte en Sagra-
da Teología. Entretanto huye de tal gente, no entres á razones, como Eva con la ser-
piente; sino remítelos, y nota que no les gusta, á los Sañores Sacerdotes. En cuanto á ti,
mantente, hasta morir, en la fé de los Santos y los buenos cristianos; procura imitarlos
viviendo y muriendo en el seno de la Santa Iglesia, y vivirás con ellos en la gloria, á
donde, de cierto, no llegan los delirios de los herejes, ni las palabrotas del impío3*.
¿Qué cosas son las que vos y ella teneis y creeis? -Los Artículos de la fé, principal-
mente como se contienen en el Credo. -¿Qué cosas son los artículos de la fé? -Son los
misterios más principales de ella.
Entro las verdades que la divina bondad se ha dignado revelarnos, hay unas que son
como los principios de todas las demás, y forman el compendio de la fé. Los Apóstoles
y los Concilios nos han presentado estas verdades principales (que han llamado artícu-
los) reunidas en símbolos ó credos, para que, siendo uniforme nuestra creencia, tenga-
mos en ellos una abreviada suma de nuestra fé. Se dice que creemos los Artículos de la
fé principalmente como se contienen en el Credo, porque en éste hay tres que no se ex-
presan en los Artículos y son: la santa Iglesia católica, la comunión de los Santos, y el
perdón de los pecados. Por lo demás los Artículos de la fé no se distinguen del Credo,
sino en que el Credo está dispuesto en forma de confesión de fé, y por eso le rezamos

1
Lib. de prescrip. c. 20.
2
*Jo. XXI.*
3
Sobre esta materia te recorniendo los Dial. 1.º y 2.º en la Norma del Católico, que cité arriba; y con
más doctrina y extensión, las Respuestas Populares á las objeciones más comunes contra la Religión por
el P. Segundo, Franco, S. J., que se vende en las librerías católicas.

38
Padre Mazo, Catecismo de la doctrina cristiana explicado

siempre que queremos confesarla; y los Artículos en forma de enseñanza, y por eso no
los rezamos, sinó que los aprendemos.
¿Para qué son los artículos de la fé? -Para dar noticia distinta de Dios nuestro Se-
ñor y de Jesucristo nuestro Redentor.
Rodeado Jesucristo de sus discípulos en la noche de la cena, y levantando sus ojos al
Cielo, decía1: esta es la vida eterna, Padre mio, que os conozcan á Vos, solo Dios ver-
dadero, y á vuestro Hijo Jesucristo, á quien enviasteis. Conocer á Dios trino y uno y sus
divinos atributos, y conocer á Jesucristo su Santísimo Hijo, su vida, pasión, muerte, re-
surrección y ascensión á los cielos, y su venida á juzgar los vivos y los muertos, esto es
lo que llama aquí Jesucristo vida eterna, y de lo que nos dán noticia distinta los Artícu-
los de la fé. Los siete primeros nos la dan de Dios nuestro Señor, y los otros siete de
Jesucristo nuestro Redentor.

1
Joan, 3. XVII.

39
Padre Mazo, Catecismo de la doctrina cristiana explicado

DECLARACION Y EXPLICACION

de los siete primeros artículos, que dán noticia distinta de Dios nuestro Señor.
__________________

¿Quién es Dios nuestro Señor? -Es una cosa la más excelente y admirable que se
puede decir ni pensar: un Señor infinitamente bueno, poderoso, sábio, justo, principio y
fin de todas las cosas1.
¿Quién es Dios? Esta es la mayor pregunta que puede hacerse, y á la que nadie, sino
Dios, puede responder adecuadamente. Mientras vivimos en este mundo, podemos co-
nocer la existencia de Dios en el órden natural, porque al ver criaturas, necesariamente
hemos de inferir que hay Criador de ellas. *En efecto, al ver un magnífico palacio con
ricas habitaciones, y vistosos jardines, aunque no tengamos delante á quien lo edificó y
cuida, conocemos desde luego, que arquitecto sábio debió ser y señor poderoso; así,
contemplando atentamente la vastísima planicie de los mares, la variada superficie de la
tierra, y la maravillosa bóveda de los cielos nos dicta la razón que un Ser Supremo, so-
bremanera inteligente y poderoso, hizo y gobierna esa, inmensa y complicadísima má-
quina; pues á ese Señor llamamos Dios2.*
*Y si del mundo exterior entra cada cual dentro de este pequeño mundo que es el
hombre, ¿quién, sino Dios, pudo organizar nuestro cuerpo, del cual los más célebres
anatomistas apenas llegan no digo á formar, pero ni á comprender una pequeñísima
parte? ¿Y el alma? No digamos de su naturaleza y actividad: fijémonos en un hecho, la
conciencia. Todo hombre naturalmente aprueba el bien y desaprueba el mal: siente sa-
tisfacción en la virtud, y en el vicio, verguenza, remordimientos, temores. Y ¿cuya es
esta voz sino del Criador y Legislador Supremo? El vicioso pervierte y gasta su natura-
leza, mas apenas logra amortiguar la luz de la razón, ni acallar los gritos de la concien-
cia3.*
*Por otra parte ¿no reparas, cristiano lector, los frutos, quiero decir, las obras de los
que viven como si no hubiese Dios del cielo? Lee las historias, mira lo que pasa á nues-
tra vista: y compara la vida de los Santos y temerosos de Dios, con la de los hombres
desalmados é impíos; y por los frutos aprende á, conocer el árbol4.*

1
*En la edición Diocesana del Catecismo del P. Astete, se contesta: «Es lo más excelente y admira-
ble etc. (Nota de los editores)»*
2
*Rom. 1, V., pág. 50 y sigs.*
3
*Ps. IV-7. Rom. II-14.*
4
*Mat. VII-13.*

40
Padre Mazo, Catecismo de la doctrina cristiana explicado

*¿Y á quién se acude, sino á Dios en las sequías y las pestes? ¿á quién en casos sú-
bitos y desesperados? Hasta los paganos invocaban en tales aprietos al único verdadero
Dios del Cielo. Es voz de la naturaleza, voz de la verdad, del alma naturalmente cristia-
na1.*
Podemos conocer también la existencia de Dios en el órden sobrenatural, porque la
fé nos habla de Dios continuamente, ó por mejor decir, no nos habla sino de Dios, y de
las cosas que dicen relación á Dios; *de suerte, que cuando prueba la verdad de nuestra
santa Religión y la divinidad de la Iglesia Católica2, edificio más estupendo aún que el
universo físico, confirma más y más la existencia de su autor, ó sea de Dios, y la adora-
ción y servicio que le debemos.*
*Los orgullosos que á tan clara luz cierran los ojos, permite el justo Señor que se
pierdan en cavilaciones, y que teniéndose por sábios, se conviertan en verdaderos ne-
cios3: mientras que al humílde que cree, toda la Religión se le presentan razonable; vive
tranquilo, y, practicando lo que cree, conoce dentro de sí, ser de Dios la ley que profe-
sa4*
*Con todo si á cualquiera hombre de buena voluntad es fácil el conocimiento del
Criador y de algunos atributos suyos5*; pero jamás en este mundo veremos en Sí mismo
á Dios ni lo que es Dios. Solamente cuando le veamos en la gloria, coneceremos lo que
es, porque entónces le veremos cara á cara y como es en Sí mismo, dice San Juan1: y
aun entonces no lo comprenderemos, esto es, no conoceremos todo lo que es Dios, por-
que es infinito, y es imposible que una criatura que es limitada, aunque sea un Queru-
bin, llegue á conocer todo lo que es un sér infinito: por eso nadie, sino Dios puede com-
prender á Dios y por consiguiente, nadie, sino Dios, puede responder adecuada y com-
pletamente á la pregunta ¿Quién es Dios?
Esta sin duda fué la causa por qué el P. Astete, á pesar de su talento extraordinario,
responde aquí con un género de aturdimiento que no se advierte en otra parte alguna del
Catecismo. Nos dice: Que Dios es una cosa pero no sabe explicar qué cosa es; y como
si fuera un niño aún balbuciente, sólo acierta á decir: Que es una cosa muy grande; una
cosa lo más excelente y admirable que se puede decir ni pensar. Hace otro esfuerzo y
nos dice: Que es un Señor, pero tampoco sabe decirnos qué Señor es éste, ó cual es su
esencia, y se vé precisado á recurrir á sus atributos, y á contentarse con decirnos: Que es
un Señor infinitamente bueno, poderoso, sábio, justo, principio y fin de todas las cosas;

1
*Tertul. Apos.*
2
*Pág. 29 y sigs.,*
3
*Rom. 1-21. etc. *
4
*Jo, VII-17. *
5
*Conc. Vatic., De Fide.*

41
Padre Mazo, Catecismo de la doctrina cristiana explicado

todo lo cual manifiesta que á la pregunta. ¿Quién es Dios? sólo puede responderge de
un modo oscuro; vago y confuso. Desputs de esto ninguna explicación puedo yo hacer
tocante á la gran pregunta. ¿Quién es Dios? Mas no por eso dejaré de decir con San
Agustin2: que Dios es inefable. Si queremos compararle con la grandeza de los cielos y
de la tierra, Dios es más grande; si con la hermosura del sol, la luna y las estrellas, Dios
es más hermoso; si con la sabiduría de todos los hombres y de todos les Angeles, Dios
es más sábio; si con la bondad de todos los buenos, Dios es más bueno; si con la justicia
de todos los justos, Dios es más justo, porque Dios es infinitamente grande, infinita-
mente hermoso, infinitamente sábio, inflinitamente bueno; infinitamente justo; infinita-
mente infinito. Dios es un sér sobre todo sér, dice Son Dionisio Areopogita3, una subs-
tancia sobre toda substancia, una luz sobre toda luz, ante la cual toda otra luz es tinie-
blas, y una.hermosura sobre toda hermosura, en cuya comparacion es fealdad toda otra
hermosura. Dios es el principio de todas las cosas, porque es el criador de todas las co-
sas, y es el fin de todas las cosas, porque todas las crió para Sí mismo4.
La Santísima Trinidad ¿quién es? -El mismo Dios Padre, Hijo y Espiritu-Santo, tres
personas distintas y un solo Dios verdadero. -El Padre ¿es Dios?. -Sí, Padre. -El Hijo
¿es Dios? -Sí, Padre.-El Espíritu-Santo ¿es Dios? -Sí Padre. -¿Son tres Dioses? -No, si
no un solo Dios verdadero. -El Padre ¿es el Hijo? –No, Padre. -El Espíritu-Santo ¿es el
Padre ó el Hijo? –No, Padre. -¿Por qué? -Porque las personas son distintas aunque es
un solo Dios verdadero.
El soberano misterio de la Trinidad beatísima es el primero de todos los misterios y
el fundamento de todos; es el misterio de los misterios y el abismo de los abismos; es un
misterio inefable que debemos adorar sin intentar sondéarle. Sería una temeridad, sería
una locura, en expresión de San Atanasio5,que el hombre, que alcanza á panetrar los
seres que tiene á la vista, quisiera profundizar los abismos de Dios y medir al inmenso;
bástanos saber que Dios, que no puede engañarse ni engañarnos, nos lo ha revelado.
Pero así como es cierto que no podemos comprender este profundísimo misterio, tam-
bién lo es que debemos procurar conocerlo en lo posible, á cuyo fin voy á hablar de él,
aunque con aquel temor que me inspira Santo Tomás cuando previene. Que es necesario
que aquí vayan las palabras muy ordenadas para no incurrir en herejía1.
El misterio de la Santísima Trinidad consiste en que Dios es un sólo y simplicísimo
sér, y tres porsonas distintas; consiste en que en Dios no hay sino una sola esencia, una

1
1 Ep. III, 2.
2
In Ps.85.
3
De myst.Theolog.
4
Prov. XVI, 4.
5
In illud:omnia mihi.

42
Padre Mazo, Catecismo de la doctrina cristiana explicado

sola naturaleza, y no obstante hay tres personas realmente distintas, que son Padre, Hijo
y Espíritu-Sant2. Consiste en que siendo eternas estas tres personas, porque todas tres
tienen una misma esencia y naturaleza eterna, sin embargo proceden unas de otras. Es
verdad que el Padre de nadie procede, pero el Hijo procede del entendimiento del Padre,
y el Espíritu-Santo del amor del Padre y del Hijo. El Padre contemplándose eternamente
á sí mismo, engendra eternamente al Hijo, que es su eterna, substancial y perfectísima
imagen, resplandor de su gloria y figura de su substancia, como dice San Pablo3. El Pa-
dre y el Hijo, amándose eternamente, producen eternamente al Espíritu-Santo, que es el
término eterno de su amor. El Hijo es como el espejo eterno en que se está mirando
eternamente el Padre; el Espiritu-Santo es como el amabilísimo y eterno lazo del amor
del Padre y del Hijo. Más aunque el Hijo procede del Padre, y el Espiritu-Santo del Pa-
dre y del Hijo, ni el Padre es primero que el Hijo ni el Hijo es después que el Padre ni el
Padre y el Hijo son primero que el Espíritu-Santo, ni el Espiritu-Santo es después que el
Padre y el Hijo; porque todas tres personas son eternas, y aunque hay entre ellas priori-
dad de orígen, no la hay de tiempo, porque en lo eterno no hay tiempo4. En Dios, pues
todo es igual, todo es eterno, todo es uno, excepto las personas. Una esencia, una natu-
raleza, una substancia, un entendimiento, una voluntad, un ser, un Dios en tres personas
distintas, Padre, Hijo y Espíritu-Santo.
Este es el gran misterio que la Iglesia invoca y glorifica contínuamente en sus ora-
ciones, en sus Sacramentos, en sus sacrificios y en todas sus prácticas piadosas. Si bau-
tiza, si confirma, si absuelve, si ordena, todo lo hace en nombre de la Santísima Trini-
dad. Si reza, si entona himnos y cánticos, siempre concluye invocando y alabando á la
Santisima Trinidad. Apenas hay Salmo, oración, ceremonia ó acto de religión que no
concluya con este divino verso: Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espiritu-Santo, ahora y
siempre, y en todos los siglos de los siglos. Amén. Del mismo modo los fieles confiesan
y glorifican á la Santisima Trinidad en todos sus ejercicios cristianos. Cuande se signan,
confiesan en las tres cruces el misterio de la Santisima Trinidad: cuando se santiguan, la
invocan; y cuando rezan, concluyen sus oraciones diciendo: Gloria al Padre, gloria al
Hijo, gloria al Espíritu-Santo, ahora y siempre, y por todos los siglos de los siglos.
Amén. Y ¿qué práctica puede haber másjusta, más santa, más divina? Alabemos, bendi-
gamoa, ensalcemos, glorifiquemos á la beatísima Trinidad. Imitemos á los coros celes-
tiales, imitemos á aquellos abrasados Serafines que rodean su trono soberano5, y que

1
Im. quaest, 31, á. 2.
2
*A cierta semejanza suya el alma, una simple substancia, tiene tres potencias distintas*
3
Hebr. I. 3.
4
*Del sol brota la luz y el calor; y todos tres son en tiempo simultáneos.*
5
Isai, VI, 2 et 3.

43
Padre Mazo, Catecismo de la doctrina cristiana explicado

claman sin cesar: Santo, Santo, Santo, Señor Dios de los ejércitos, llenos están los cielos
y la tierra de vuestra gloria. Clamemos también nosotros, uniendo nuestros débiles
acentos á sus acentos celestiales: bendición, honor, alabanza, virtud y gloria sea dada á
la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espiritu-Santo, por los siglos de los siglos. Amén.
¿Cómo es Dios todopoderoso? -Porque con solo su poder hace todo cuanto quiere.
El poder de Dios es infinito. Sacó el mundo de la nada, y puede volverle á la nada.
Hizo que fuese lo que no era y puede hacer que no sea lo que es. Puede criar infinitos
mundos, y puede aniquilarlos, porque su poder no tiene límites. Nada hay que Dios no
pueda hacer y deshacer, nada que no pueda criar y aniquilar, y esto quiero decir que
Dios es todopoderoso. Es verdad que Dios no puede morir, ni pecar, ni cosas semejan-
tes; pero esto no es por falta de poder en Dios; sino por falta de posibilidad en las cosas,
porque morir, pecar y cosas á este modo, no son realmente cosas, sino falta de cosas.
Morir es faltar la vida, pecar es dejar de hacer lo justo, y esto no lo puede hacer Dios,
porque esto no es hacer, sino dejar de hacer; no es poder, sino falta de poder; no es ac-
ción, sino defecto, y en Dios no cabe defecto. Tampoco puede hacer lo que es contra-
dictorio, porque lo contradictorio, no es factible. Lo contradictorio no es una realidad,
sino una ficción, una quimera. Dios puede hacer que un hombre no muera, pero una vez
que haya muerto, aunque pueda resucitarlo, no puede hacer que no haya muerto, porque
es contradictorio y quimérico que haya muerto y queno haya muerto: más esto y otras
cosas á este modo no suceden por falta de poder en Dios, sino por falta de posibilidad
en las cosas, y por eso advierte Santo Tomás que1, hablando de la omnipotencia, es más
conveniente decir: que las cosas no pueden ser hechas, qué decir: que Dios no puede
hacerlas.
¿Cómo es Criador? -Porque todo lo hizo de la nada. -¿Para qué fin ha criado Dios
al hombre? Para servirle en esta vida, y después gozarle en la eterna.
Dios siempre fué, y será siempre. Jamás tuvo principio ni tampoco tendrá fin. Dios
es un Sér eterno. Pues este Sér eterno crió, cuando fué su voluntad, seres temporales.
Los crió de nada manifestando en esto su omnipotencia, porque sólo un ser omnipotente
puede hacer cosas de nada. El carpintero puede hacer una mesa de madera, y el sastre un
vestido de tela; pero jamás hará el carpintero una mesa de madera sin madera, ni el sas-
tre un vestido de tela sin tela. Sólo Dios puede hacer cosas sin cosas. Sólo Dios puede
hacer que sea lo que no es, porque de no ser á ser hay una distancia infinita, pues lo que
no es, no presenta principio de donde pueda comenzar á medirse la distancia, y sólo
Dios, cuyo poder es infinito, puede superar esta distancia infinita. En efecto, la omni-
potencia de Dios crió cosas de la. nada; pero ¿cuáles? Eso es lo que vamos á ver.

1
I. p. quaest. 25. á 3.

44
Padre Mazo, Catecismo de la doctrina cristiana explicado

Creación del mundo. Antes de la creación no había tiempo, porque el tiempo es la


sucesión y curso de las cosas, y antes de la creación no había cosas: no había sino el
Eterno y la eternidad. En seis días crió Dios el mundo1. En el primero crió el cielo, la
tierra, las aguas, el fuego y la luz. En el segundo crió el firmamento, y dividió las aguas
que estaban bajo del firmamento, de las que estaban sobre Él. En el tercero reunió las
aguas que estaban bajo del firmamento, y apareció el sólido que cubrían. Al sólido lla-
mó tierra, y á las reuniones de las aguas mares. Hizo también que la tierra produjese en
este día plantas y árboles. En el cuarto crió el sol, la luna y las estrellas, para que seña-
lasen los días y las noches, las estaciones y los años. En el quinto hizo que las aguas
produjesen peces y aves. En el sexto mandó á la tierra que produjese las bestias y los
reptiles ó vivientes que arrastran sobre la tierra, y con esto fuerorn acabados los cielos y
la tierra, y todo su adorno. Tal es, en compendio, la sencilla relación que nos hace la
Sagrada Escritura de la creación del mundo. Pero en su sencillez ¿qué portentos no en-
cierra? Hágase el cielo, dijo, y el cielo fue hecho; hágase la tierra, y la tierra fué hecha;
hágase el sol, la luna, las estrellas… y el sol, la luna y las estrellas… fueron hechas;
háganse todas las cosas, y todas las cosas fueron hechas. ¡Oh poder omnipotente! Con
un hágase lo hace todo. Con un hágase cría esta enorme masa de tierra que pisamos,
esos asombrosos globos que voltean sobre nuestras cabezas, y esa inmensa bóveda de
los cielos que nos rodea por todas partes. ¡Obras estupendas que asombran á todos los
sábios, y que deben llamar la atención y llenar de admiración á todos los hombres! Pa-
remos por algunos momentos nuestra consideración en ellas.
Mar y tierra. Después de cincuenta y ocho siglos, y de los más empeñados y peno-
sos viajes, todavía no se ha podido averiguar á punto fijo la grandeza de la tierra, y aún
es mayor la de los mares que la rodean. Pero… ¿dónde estriba, ó sobre qué cimientos
descansa esta enorme masa de agua y tierra? No se sabe, ó por mejor decir, se sabe que
sobre nada descansa. ¡Qué asombro! ¡Con que está en el aire! ¡Qué pasmo! ¡Y qué di-
remos de la multitud de séres que contiene esta gran mole! Son innumerables los vi-
vientes que sustenta la tierra, y acaso encierran más los mares. La multitud de especies y
la infinidad de indivíduos que se descubren á la simple vista nos admira. Pero es incom-
parablemente mayor la que nos descubren los instrumentos. Los cristales han presenta-
do al hombre un nuevo mundo de vivientes que jamás había visto. ¡Y quién sabe si otros
nuevos instrumentos descubrirán otro nuevo! Pero sin acudir á instrumentos ¡qué mul-
titud de maravillas no se presentan al hombre por donde quiera que tiende su vista! ¡Qué
cuadro tan admirable y magnífico no le ofrece el mar cuando la fija sobre aquella in-
mensidad de aguas congregadas, sobre aquel cristal inmenso en que tan vivamente re-

1
Gen. 1.

45
Padre Mazo, Catecismo de la doctrina cristiana explicado

verbera la Omnipotencia! Sus entumecidas olas, que al parecer tocan en el cielo, y sus
espantosos abismos; sus impetuosas corrientes y sus sosegadas planicies; la variedad de
islas. que descuellan sobre sus aguas, los dilatados continentes que las encierran, y hasta
las menudas arenas que contienen, sus frecuentes alborotos y continuos flujos… todo es
magnífico, todo encanta, y todo publica un Criador Omnipotente. No es menos admira-
ble y magnífico, el cuadro que le presenta la tierra. Sus empinados cerros y enriscadas
sierras, que reciben las nieves como en depósito para refrescarla á su tiempo; los to-
rrentes que precipitan por sus despeñaderos para formar ríos caudalosos, que, corriendo
apacibles por los valles, cruzan y dividen las provincias y los reinos, fertilizan los cam-
pos y llevan la abundancia por todas partes; la naturaleza, que renace en la primavera y
viene á presentar de nuevo aquella multitud de vivientes y de plantas que habían desapa-
recido en el otoño; la variedad de flores y de frutos que vuelven á cubrir los campos…
¡Ah! una sola pradera ¡cuántas maravillas no presenta! ¡Qué variedad de yerbecitas!
¡Qué prodigiosa estructura en cada una de ellas! ¿Quién será capaz de conocer el modo
con que se forman, la delicadeza de sus fibras, la multitud de piezas de que se compo-
nen los lazos que las unen, los resortes que las mueven, cómo rompen la tierra y se
abren camino para vivir sobre ella, cómo se matizan de tan prodigiosos colores?… ¡Oh!
entrad, sábios del mundo, en estos pormenores, y una sola violeta os dará ocupación
para toda la vida. ¡Tan portentosa se ostenta por mar y tierra la Omnipotencia!
Cielos. Y si esto no sucede con el globo que habitamos y tenemos á la vista, ¡qué
nos sucederá con esos globos que se mueven á tanta distancia de nosotros! El hombre
que valiéndose de toda la penetración de su entendimiento, y auxiliándose de los admi-
rables instrumentos que ha inventado el ingenio para acercar y abultar los objetos, entra
en este campo de la Omnipotencia, luego se pierde en sus inmensos espacios, y se vé
precisado á exclamar: ¡Altas son, Señor, vuestras obras! ¿Quién podrá pesarlas ni me-
dirlas. En efecto1, la tierra que nos parece tan grande, y que en realidad lo es, comparada
con esa inmensa bóveda de los cielos, viene á ser como una menuda arena. La magnitud
de los astros que la ocupan y la distancia en que se encuentran, es espantosa. Más de
sesenta mil leguaa hay desde la tierra á la luna, pero esto es poco. El sol dista de la tierra
más de veinticinco millones, y es un millón de veces mayor que ella. Aún más. Dos-
cientos cincuenta y dos millones ponen desde la tierra al planeta Saturno. Un célebre
matemático calculó, que una bala disparada de un cañón y volando siempre con igual
velocidad, tardaría más de doscientos años en llegar desde la tierra á este planeta.
¡Quién aquí no se llena de estupor! Pues aún resta mucho que andar. Sobre el planeta

1
Véase el discurso de Feijóo sobre lo máximo en lo minimo, y el P. Almeida en las Recreaciones fi-
losóficas.

46
Padre Mazo, Catecismo de la doctrina cristiana explicado

Saturno están las extrellas. ¿Y á qué distancia? eso no se sabe. Todavía no se ha logrado
inventar un instrumento con que medir su altura. Sin embargo, por un discurso bien
fundado, infieren los astrónomos que las estrellas se elevan sobre la tierra más de qui-
nientos millones de leguas. ¡Qué altura, cielos! ¿Cuál, pues, será su grandeza para al-
canzarse á ver en tan enorme distancia? Habrá estrella que será un millón de veces ma-
yor que el sol. ¡Espantosa magnitud! Pues hagamos ahora otra cuenta no menos espan-
tosa. Siendo el sol un millón de veces mayor que la tierra, y no cubriendo de los cielos á
la simple vista más que la copa de un sombrero, ¿cuál será la grandeza de los cielos que
quedan descubiertos? ¿Cuántos millones de soles no cabrían en ellos? Hemos dicho que
el sol dista veinticinco millones de leguas de la tierra. ¿Cuál, pues, será la extensión de
los cielos por donde da su vuelta el sol y hace su carrera?1 Más. Los planetas se elevan
muchos millones de leguas sobre el sol. ¿Quién podrá calcular la grandeza de los cielos
por donde caminan y dan vuelta los planetas? Todavía más. Las estrellas se hallan en
tanta altura que ningún instrumento alcanza á medir su distancia. ¿Cuál pues, será la
extensión y grandeza de los cielos por donde caminan y voltean las estrellas? ¡Oh cielos
inmensos! ¡Oh criador Omnipotentel ¡Yo me abismo, me anonado y pego mi rostro con
el polvo al contemplar las obras de vuestra diestra! Y ¿para quién hizo Dios estas obras
inmensas? Esto es aún más asombroso. Las hizo para el hombre.
Creación del hombre. En efecto luego que Dios hubo criado el universo, diciendo
hágase y hablando como uno en esencia, habló como trino en personas, y dijo: hagamos
al hombre á nuestra imagen y semejanza, y crió al hombre á su imagen y semejanza.
Formó del barro un cuerpo de carne, el más prodigioso de todos los cuerpos por su or-
ganización, el más hermoso por su semblante, y el más noble por su postura recta y dis-
puesta para mirar al cielo, su patria eterna, á diferencia de la de los animales que mira
hácia la tierra. Crió de la nada un alma sin semejante en el mundo, y solo semejante á
Dios como los ángeles. Unió de un modo inefable este cuerpo y alma, y quedó hecho el
hombre. Para este hombre, pues, para este ángel humano, para colocar esta imajen de su
divinidad, para servir á este ser excelso, crió el universo. Más no paró aquí la liberalidad
del Señor. Al mismo tiempo que lo formaba, infundía en su alma la gracia santificante,
lo adornaba con las virtudes y dones del Espíritu-Santo, y le declaraba con derecho,
después de haber reinado temporalmente en la tierra, á reinar eternamente en el cielo.
Tan generoso, para no decir pródigo, anduvo Dios con el hombre en su creación.
Había plantado el Señor un Paraíso de delicias, y en él todo género de árboles her-
mosos á la vista y que llevaban frutas delicadas y suaves para el gusto. También había

1
*Ya hemos advertido que el Sr. Mazo usa en esto del lenguaje común, no del científico, imitando en
ello al texto Sagrado.*

47
Padre Mazo, Catecismo de la doctrina cristiana explicado

plantado en medio de este Paraíso el árbol de la vida y el árbol de la ciencia del bien y
del mal. En este delicioso jardín colocó Dios á Adan, al hombre que acababa de formar,
para que se recrease en cultivarle, se alimentase con sus frutos, y fuese allí tan feliz
cuanto podía serlo sobre la tierra, hasta que le pluguiese trasladarle al cielo; pero quiso
probar antes su fidelidad, y darle la gloria á titulo de mérito; quiso probar y premiar su
obediencia. Para esto le puso un precepto: de todo árbol del Paraíso comerás, le dijo,
pero del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque en cualquier día que
comieres de él, irremisiblemente morirás. El Señor sumergió después á Adán en un pro-
fundo sueño, y mientras que dormía, tomó una de sus costillas, y poniendo carne en su
lugar, formó de ella una mujer. Vuelto Adán de su misterioso sueño, se la presentó el
Señor, y al verla, dijo: Esta es hueso de mis huesos y carne de mi carne. Esta se llamará
varona porque de varón ha sido tomada. El mismo Adán la llamó después Eva, porque
había de ser la primera madre de todos los hombres. Eva, pues, fue formada, no de barro
como Adán, sino de la carne de éste, ni fuera del Paraíso, sino en él; y así decimos en
laSalve los desterrados hijos de Eva, y no de Adán, porque el país nativo de Adán fue el
campo Damasceno, y el Paraíso lo fué únicamente de Eva. Esta recibió en su creación
las mismas gracias, dones, virtudes y privilegios que el hombre de quien fue formada, y
también el mismo precepto de no comer del árbol prohibido. Con la creación de Eva
concluyó el Señor la del universo en el día sexto, y descansó en el séptimo, esto es, ce-
só, porque en Dios no hay ni puede haber cansancio.
Estado de la inocencia. Estaban desnudos Adán y Eva, advierte aquí el historiador
sagrado, y no se avergonzaban. Esto era efecto de la justicia original en que habían sido
criados, y de la inocencia en que se hallaban. Estado felicísimo, que sólo ellos podrían
pintar con acierto, pero no sus infelices descendientes, que perdimos por el pecado las
ideas exactas del pudor y la inocencia. Adán y Eva eran entonces como dos ángeles,
dice San Juan Crisóstomo. Tenían cuerpos, pero como si no los tuvieran. Su alma estaba
obediente en todo á Dios y dulcemente ocupada en amarlo. Su cuerpo estaba sujeto á su
alma y seguía sin la menor resistencia sus impresiones. Los apetitos obedecían á la ra-
zón, y la carne era una fiel compañera del espíritu, dócil siempre á sus insinuaciones. El
entendimiento estaba lleno de luz, conocía toda la naturaleza, y se recreaba en contem-
plarla y adorar al Autor de tantas maravillas. La voluntad lo estaba de rectitud y bondad:
era señora de todos sus movimientos, y gozaba de un reposo siempre igual, tranquilo y
dulce. En tan puro y dichoso estado nada tenían Adán y Eva de qué avergonzarse; pero
su felicidad pasaba más adelante. Los animales les obedecían y obsequiaban á su modo;
los árboles recreaban su vista con su frondosidad y regalaban su apetito con frutas ex-
quisitas; las plantas presentaban alimentos abundantes para sustentarles, y el fruto del
árbol de la vida les preservaba de la vejez y de la muerte. Todo se reunía á formar su

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Padre Mazo, Catecismo de la doctrina cristiana explicado

felicidad, y nada había en el mundo que la turbase. El calor, el frío, el hambre, la sed, el
dolor, la enfermedad, la muerte… á ninguno de estos ni otros males estaban sujetos,
porque todo mal era incompatible con el estado de justicia original en que Dios les ha-
bía criado.
Para colmo de su dicha sabían que la felicidad que ellos poseían pasaría toda entera
á sus descendientes, porque no la poseían solamente como personas particulares, sino
también como padres de todo el género humano, como cabezas de la gran familia que
había de ocupar el universo, y como troncos de donde habían de nacer y descender to-
dos los hombres. Ellos eran los primeros reyes que el Rey de los cielos habla colocado
en la tierra, y todos sus descendientes debían nacer reyes, y reinar como ellos sobre to-
das las demás criaturas que componían el universo. Tal era el estado en que fueron cria-
dos nuestros primeros padres, y que se ha llamado estado de la justicia original y de la
inocencia. Eran tan dichosos en él, que nada les quedaba que desear para su felicidad
temporal; y por lo que miraba á la eterna, nadie tuvo jamás esperanzas más dulces y más
bien fundadas que Adan y Eva inocentes. En tan dichoso estado nada veían que les im-
pidiese ir al cielo. Todo el camino era llano, no se encontraban en él ni un estorbo, ni un
tropiezo. Desde el momento en que fueron criados, caminaban gozosos por medio de su
felicidad temporal á la felicidad eterna que les estaba preparada en el cielo, donde entra-
rían cuando al Señor placiese, siendo transportados á él por un género de rapto, sin be-
ber el amargo cáliz de la muerte. ¡Oh estado de la inocencia! ¡Oh estado infinitamente
amable! ¡Quién hubiera alcanzado á poseerte!
Caida de nuestros primeros padres. Pero ¡ay cielos! ¡En qué estado tan infeliz no se
convirtió este dichosísimo estado! Apenas se puede pensar en esta lastimosa tragedia,
del género humano, sin que el corazón se angustie y extremezca. Los ángeles que lla-
mamos demonios, habían cometido ya el atentado de revelarse contra Dios, y Dios los
había condenado á un castigo eterno. Estos ángeles rebeldes, abrasados de la envidia,
trataron de perder á los hombres que habían de sucederles en el cielo. Para esto uno de
ellos (que sería Lucifer, como capitán de todos) tomó posesión de la serpiente, reptil
astuto y sagaz para morder sin ser advertido. Eva, criada en el paraíso que había de ser
su morada, quiso reconocer sus primores. Por desgracia se separó de su marido (pocas
veces va bien la mujer sin su compañía), y paseando sola llegó al medio del paraíso,
donde estaba el árbol de la ciencia del bien y el mal. Aquí la esperaba el dragón infernal
para emponzoñarla. Movió á su vista los órganos de la serpiente que había tomado por
instrumento de su maldad, y formando palabras humanas, ¿porqué, la dijo, os ha man-
dado Dios que no comais del árbol del paraíso? y ella le contestó: Comemos del fruto de
los árboles del paraíso, pero del fruto del árbol que está en medio del paraíso, nos man-
dó Dios que no comiésemos, y que no le tocásemos, porque no muriésemos. No, dijo

49
Padre Mazo, Catecismo de la doctrina cristiana explicado

entonces la serpiente, de ninguna manera morireis. Sabe Dios que en cualquier día que
comiereis de él, se abrirán vuestros ojosy sereis como dioses, sabedores del bien y el
mal. Vió, pues, la mujer que era bueno el árbol para comer de él. Tomó de su fruto, y
comió, y fue y dió á su marido que también comió. ¡Bocado infinitamente fatal!… ¡Bo-
cado infinitamente funesto!… En el mismo instante se abrieron los ojos de ambos, no
para ser como dioses, sabedores del bien y el mal, según les había prometido el tenta-
dor, sino para ver el abismo de males en que los había sumergido su desobediencia. De
hombres angelicales, pasaron de repente á ser hombres carnales. Se vieron desnudos y
se avergonzaron. Sintieron la rebelión de la carne, y esta rebelión los cubrió de empa-
cho. La justicia original, que tenía en un perfecto orden toda la naturaleza, servía como
de velo que ocultaba su desnudez. En castigo de su desobediencia retiró Dios este velo,
y se encontraron de repente desnudos y avergonzados. En tan afrentoso estado acudie-
ron á una higuera, cortaron hojas, las unieron, y se cubrieron con ellas. Tal fue la prime-
ra gala con que se adornan los hombres después del pecado.
Cuando acababan esta maniobra, oyeron la voz del Señor, y asustados, huyeron y se
escondieron en lo más espeso del paraiso; pero cuando Dios persigue no hay donde es-
conderse. ¿Dónde estás, Adan? dijo el Señor; y Adán todo turbado, respondió: Oí, Señor
tu voz; temí, porque estaba desnudo, y me escondí. ¿Y quién te ha advertido que estabas
desnudo, dijo el Señor, sino el haber comido del árbol del cual te mandé que no comie-
ras? La mujer que me disteis por compañera, respondió Adán; me dio del árbol, y comí.
Y tú mujer, dijo á Eva, ¿porqué hiciste esto? Me engañó la serpiente, respondió y comí.
Entonces dijo Dios á la serpiente: Maldita eres entro todos los animales y bestias de la
tierra. Sobre tu pecho andarás, y tierra comerás todos los dias de tu vida. Enemistades
pondré entre tí y la mujer, y entre su descendencia y la tuya. Ella quebrará tu cabeza, y
tu acecharás á su talón. Dirigiéndose después el Señor á la mujer: multiplicaré, la dijo,
tus penalidades y embarazos; en dolor parirás tus hijos: estarás bajo la potestad del ma-
rido, y él te dominará. En seguida dijo á Ádán: Maldita la tierra en tu labor. En afanes
comerás de ella todos los días de tu vida. Espinas y abrojos te producirá, y comerás la
yerba de la tierra. En el sudor de tu rostro comerás el pan, hasta que vuelvas á la tierra
de que has sido formado, porque polvo eres y en polvo te volverás. Después de fulminar
el Señor estas sentencias terribles, que han tenido el más entero cumplimíento, llevado
de su amor á la pureza, hizo unas túnicas ó sacos de pieles para cubrir la vergonzosa
desnudez de estos delincuentes. Este fué el segundo traje de nuestros primeros padres,
¡Qué contraste con el de sus lujosos descendientes!… Cubriólos con ellos, y los arrojó
del Paraíso. Así salieron de aquel lugar de delicias, cubiertos de pieles como dos bestias,
los que habían sido establecidos en él como dos ángeles.

50
Padre Mazo, Catecismo de la doctrina cristiana explicado

Estado de la culpa. Pero y ¡quién podrá imaginar el doloroso estado en que se halla-
ron Adán y Eva arrojados del Paraíso! Habían perdido por su delito la amistad de su
Criador, la justicia original, la inocencia, las virtudes, los dones del EspírituSanto, todas
las gracias que habían recibido del cielo. Al espantoso golpe de su funesta caída, se ha-
bía desconcertado toda la naturaleza, y trastornado el orden maravilloso en que había
sido formada. En el momento que ellos desobedecieron á Dios, todo se rebeló contra
ellos. El cuerpo desconoció el dominio del alma, la carne se rebeló contra el espíritu, las
pasiones se amotinaron contra la razón, los apetitos se negaron á obedecer á la voluntad;
en suma, el hombre inferior y carnal se rebeló contra el hombre superior y espiritual, y
desde entonces principió esta lucha interior de que tanto se lamentaba San Pablo1, y que
todos por nuestra desgracia experimentamos demasiadamente. También los animales y
demás criaturas, se negaron á su modo á obedecer á los que habían faltado á la obedien-
cia á su Criador. ¡Qué estado tan triste y tan lastimoso!
Pero aún no tenían fin aquí sus desgracias. Veían que no solamente ellos habían per-
dido la felicidad en que habían sido criados, sino que en ellos la habían perdido también
todos sus descendientes. Sabían que su pecado con todas sus fatales consecuencias pasa-
ría á toda su posteridad, porque no era solamente un pecado personal, sino también ca-
pital; no era solameate un pecado del indivíduo, sino también de la naturaleza; no sola-
mente un pecado actual, sino también original. Ellos habían pecado, no sólo como per-
sonas particulares, sino también como padres del género humano, como cabezas de la
gran familia del universo, como troncos de donde habían de nacer todos los hombres, y
como fuentes de donde habían de manar todas las generaciones. Ellos conocían que
unos padres desheredados no podían trasmitir á sus hijos la herencia que habían perdi-
do; conocían que unas cabozas trastornadas no podían dejar de comunicar el trastorno á
sus miembros, ni un tronco viciado el vicio á sus ramas, ni una fuente envenenada el
veneno á las aguas que de ella manasen. En fin, nuestros primeros padres sabían que
habían recibido la justicia original juntamente con la naturaleza, y que juntamente con
ella debían trasmitirla á sus descendientes; y si fué grande su gozo al saber que su feli-
cidad pasaría á toda su posteridad, aún fue mayor su desconsuelo al ver que con su de-
lito la habían privado de ella. Era, pues, en extremo doloroso el estado en que se halla-
ron nuestros primeros padres arrojados del Paraíso.
Sin embargo, el Señor, cuya caridad no tiene límites, había dejado entrever alguna
esperanza de remedio para este abismo de males, cuando dijo á la serpiente que la mujer
la quebraría la cabeza, anunciando ya desde entonces que la Santísima Vírgen daría al
mundo un Hijo, que sería el Hijo de Dios hecho hombre en sus purísimas entrañas; que

1
Rom. VII, 14, et seq.

51
Padre Mazo, Catecismo de la doctrina cristiana explicado

este hombre Dios quebraría la cabeza del dragón infernal, despojándole del poderío que
le había dado el pecado sobre todo el género humano, y que, por los méritos de este
Hombre Dios, aún podrían salvarse los hombres. Adán y Eva, penetrados del más pro-
fundo arrepentimiento, y animados de esta consoladora esperanza, volvieron sus lloro-
sos ojos al cielo, ofrecieron á Dios su dolor y sus copiosas lágrimas, imploraron sus
misericordias, y al fin consiguieron volver á su gracia y amistad, aunque no al estado de
la justicía original que perdido; mas esto les importaba poco en comparación de la pér-
dida de la gracia y amistad del Señor, y se tuvieron por muy dichosos en haber conse-
guido la reconciliación con su Criador; se sometieron resignados á sus adorables decre-
tos, se conformaron con sus desgracias y castigos; se entregaron al trabajo y al afán para
mantenerse con el sudor de su rostro; y una larga vida (que en Adán llegó á novecientos
y treinta años) pasada en la penitencia, les consiguió la incomparable dicha de morir en
la gracia del Señor, dejando á su posteridad un ejemplar tan terrible de la justicia de
Dios en su castigo, como de su inagotable misericordia en su perdón.
Por esta historia, la primera de las historias y el fundamento de todas, pues sin el co-
nocimiento de la caida de nuestros primeros padres y su pecado original todas se hacen
oscuras é incomprensibles; por esta sagrada historia, se vé que Dios, después de haber
criado al hombre en el estado de la justicia original, al verle perdido por su inobedien-
cia, se compadece de él, le perdona el pecado y le vuelve á su divina gracia; porque
Dios no sólo es el Criador de los hombres, sino también su Salvador.
*Y el explicar el origen del mundo ó el del hombre en modo opuesto á la Sagrada
Escritura ¿es pecado? -Es pecado mortal contra la Fé. -¿Y no han probado los sabios
modernos ser falsas muchas cosas que defendían los antiguos? -Sí, pero no han probado
ni probarán, porque es imposible, que sea falso nada de cuanto Dios nos ha revelado y
nos propone su Iglesia.*
*El día en que se provase con evidencia cualquiera verdad opuesta á lo que Dios nos
ha revelado y la Iglesia nos enseña ese día vendría abajo toda nuestra Religión; pero no
hay temor que tal suceda ni ha sucedido en los diez y nueve siglos que llevamos de
cristianismo, ni sucederá hasta el fin del mundo. Muchas veces han cantado victoria los
enemigos de la Iglesia, pero otras tantas se han desvanecido como el humo sus alhara-
cas, y todos los verdaderamente sabios y santos siguen tranquilos en el seno de la madre
lglesia, aumentándose su gozo cuando en él exhalan el último suspiro.*
*La historia es buena prueba de ello; y aun lo que vemos pasar á nuestra vista. Por lo
tanto, pensar que ó Dios no sacó el mundo de la nada, ó que no infundió en el cuerpo de
Adán, padre común del linaje humano, un alma espiritual ó inmortal que á él y á todos
sus descendientes diferencia esencial y substancialmente de todos los brutos, son errores

52
Padre Mazo, Catecismo de la doctrina cristiana explicado

groseros y pecados contra la Fé. Por esto es sumamente peligroso leer librosque no es-
tén aprobados por la autoridad eclesiástica1.
La censura eclesiástica ¿coarta los progresos de la ciencia? -Lo que coarta son las
aberraciones del orgullo: la Iglesia prohibe escribir cosas contrarias á las que Dios ha
revelado, y nada más justo.*
*En efecto, sólo quien no crea en Dios ni en su Iglesia, puede mirar con mala cara
esta reprensión; como solo los malhechores son los que se quejan de que haya autoridad
que vigile. Si algún impío, echándola de sábio, urge con que la Iglesia condenó á mu-
chos sábios, por ejemplo, á Galileo, porque descubrían nuevos horizontes en el saber, se
responde que es falso, y que tanto esa como otras pesadillas de les herejes, de puro acla-
radas y disipadas á la luz de los hechos, no pueden ya aducirse sino ó de mala fe ó por
ignorancia muy supina2.*
¿Cómo es Salvador? -Porque dá la gracia y perdona los pecados.
Así como Dios es el Criador de todos los séres, así tambien es el Salvador de todos
los hombres. Nadie puede salvarnos sino Dios, porque nadie puede darnos la gracia y
perdonarnos los pecados, sino Dios. Los justos de la tierra, los Angeles y Santos del
cielo, y sobre todo la Reina de los Angeles, pueden ser y en efecto son nuestros media-
dores e intercesores para con Dios; ruegan por nosotros, y nos consiguen gracias de su
inmensa bondad y perdones de su infinita misericordia: pero no pueden darnos ni una
sola gracia, porque toda la gracia viene de Dios; ni perdonarnos ni un solo pecado, por-
que también todo perdón viene de Dios. Y así, cuando pedimos gracias y misericordias
á la Santísima Vírgen, Angeles y Santos, no es para que ellos nos las dén, sino para que
nos las consigan de Dios nuestro Salvador.
¿Cómo es Dios glorificador? -Porque dá la gloria á quien persevera en su gracia.
La gloria dará el Señor, dice el Profeta3, pero no la dará sino á los que perseveran en
su gracia. Perseverar en su gracia es sostenerse en su gracia, andar en su gracia; vivir en
su gracia, y sobre todo morir en su gracia; porque Dios, aunque prepara la gloria á los
que viven en su gracia, no la dá sino á los que mueren en su gracia. Más para morir en
su gracia, el camino real es vivir en su gracia, pues como dice el proverbio, según se
vive, se muere. Es verdad que puede suceder, y que por desgracia sucede algunas veces,
que almas que han vivido mucho tiempo bien, se dejan por último vencer y arrastrar al
delito, y paran en morir mal. ¡Desgracia inmensa, que debe hacer temblar á los más

1
*El antes citado lilro del P. José Medive, evidencia á la larga lo arriba indicado: cómo todos los
adelantamientos del siglo vienen á confirmar las verdades que la Iglesia enseña.*
2
*Recomiendo de nuevo, para este y otros puntos, los libros, antes citados, del P. Mendive y P. Fran-
co.*
3
Ps. LXXXIII, 12.

53
Padre Mazo, Catecismo de la doctrina cristiana explicado

justos! También puede suceder que después de haber vivido mal, se muera bien, porque
el tiempo de la misericordia de Dios para con el pecador no se acaba sino con su último
aliento; pero esto no sucede sino por un género de prodigio. Lo común y regular es mo-
rir como se vive. La Sagrada Escritura nos presenta desde el principio del mudo á todo
el género humano dividido en dos porciones, una de hombres que viven bien y mueren
bien, y otra de hgmbres que viven mal y mueren mal. También nos presenta lastimosos
ejemplares de hombres que vivieron mucho tiempo bien, y vinieron á morir mal; pero
apenas se lee en ella más que un ejemplar de haber vivido mal y morir bien. Este es el
del buen ladrón, y para eso fue necesario que muriese al lado de Jesucristo, en cruz co-
mo Jesucristo, y que lo convirtiesen las miradas de Jesucristo.
En vista de esto, ¿quién excusará de funastamente temeraria la conducta de aquellos
pecadores que viviendo mal esperan morir bien? ¿Qué dilatando siempre su conversión,
aguardan á convertirse en la hora de la muerte? ¿Qué cuentan con un pequé para conse-
guir el cielo en aquella hora terrible? ¡Qué temeridad tan temeraria! Ellos quieren vivir
en pecado y morir en gracia, ó lo que es lo mismo quieren pasar su vida siendo enemi-
gos de Dios, y morir en su amistad… Pero esto es un género de imposible. Y ¡qué terri-
ble es, Dios mío, reducir la salvación á un género de imposible!
El mayor don que Dios concede á los hombres en esta vida, es el de la perseverancia
final, esto es, el don de morir en su divina gracia. Este es el don de los dones, sin el cual
todos los demás dones son perdidos; es el don que distingue á los predestinados de los
réprobos; el don, en fin, que corona las virtudes de los justos, y los coloca en el número
de los bienaventurados. Y ¿quién es más indigno de este don incomparable, que el pe-
cador que dilata su conversión para el tiempo de la muerte, ó que cuenta con un pequé
para aquella última hora? Qué se resiste en el discurso de su vida con una constancia
impía á los llamamientos de la gracia? ¿Qué se atreve á señalar al arbitrio de los tiempos
el momento que destina para responder á estos divinos llamamientos? ¿Qué elije servir
en vida al mundo y al demonio á quienes nada debe, y se niega á servir á Dios á quien lo
debe todo? ¿Qué quiere que Dios le pague el servicio que ha hecho al diablo? (¡qué
blasfemia!) ¿Y que jamás trataría de volverse á Dios, ni en la hora de la muerte, si no
temiera el infierno? ¿Puede haber un alma más indigna del don de la perseverancia fi-
nal? ¿Y qué vendrá á ser de ella, puesto que sin este don no hay sino infierno? ¡Qué
porvenir tan espantoso!… Huyamos, católicos, de tan horrible precipicio. Procuremos
vivir en gracia de Dios para morir en su gracia. Pidámosle contínuamente el preciosísi-
mo don de la perseverancia final, no sólo con las palabras, sino también y principal-
mente con las obras. El Señor, que es rico en bondades y misericordias, nos le concede-
rá, y con él mereceremos entrar en la gloria, porque Dios dá la gloria á quien persevera
en su gracia.

54
Padre Mazo, Catecismo de la doctrina cristiana explicado

¿Tiene Dios figura corporal como nosotros? -En cuanto Dios no, porque es espíritu
puro, pero sí en cuanto hombre.
Dios en el principio del mundo crió seres puramente espirituales, que son los Ange-
les, y seres puramente corporales, que son los que componen el universo. Después crió
otro sér que participa de ambos, porque es espiritual y corporal. Este es el hombre, que
consta de cuerpo y alma. Así lo tiene definido el cuarto Concilio general Lateranense1.
Dios no es corporal como los seres que componen el universo, ni espiritual y corporal
como el hombre, ni puramente espiritual como los ángeles. Dios es un espíritu purísimo,
infinitamente puro, espiritualísimo, infinitamente espiritual; es la espiritualidad por
esencia, es la suma espiritualidad; por consiguiente, cuando la Sagrada Escritura atribu-
ye á Dios cosas corporales, cuando, por ejemplo, nos dice que Dios es más alto que el
cielo y más profundo que el abismo2, no quiere decir que haya en Dios altura ó profun-
didad, sino darnos á entender con estas comparaciones otras cosas incomparablemente
mayores. Por altura de Dios nos significa su infinita superioridad, y por profundidad su
inmensa penetración. Del mismo modo cuando nos habla de ojo, de brazo ó de mano de
Dios, por ojo se entiendo que todo lo vé, por brazo que todo lo puede, por mano que
todo lo hace, y así de todo lo demás que significa cosa corporal en Dios, porque Dios,
en cuanto Dios, es un espíritu purísimo; pero como Dios, por las entrañas de su miseri-
cordia, nos visitó viniendo de lo alto y haciéndose hombre, aunque no tiene figura cor-
poral en cuanto Dios, la tiene en cuanto hombre.

DECLARACIÓN Y EXPLICACIÓN

de los otros siete artículos que dan noticia distinta de Jesucristo nuestro Redentor.
____________

¿Cuál de las tres divinas personas se hizo hombre? -La segunda, que es el Hijo. -El
Padre ¿hízose hombre? -No, Padre. -El Espíritu-Santo ¿hízose hombre? -No, Padre.
-Pues ¿quién? -Solamente el Hijo, el cual hecho hombre se llama Jesucristo.
Pudo hacerse hombre el Padre ó el Espíritu-Santo del mismo modo que el Hijo, más
¿por qué se hizo hombre el Hijo, y no el Padre ni el Espíritu-Santo? Es un secreto de
Dios que debemos adorar, sin querer averiguarlo. Este es un punto en que solo se pue-

1
Cap. Firniter.
2
Job. XI, 8.

55
Padre Mazo, Catecismo de la doctrina cristiana explicado

den aventurar conjeturas, y á los fieles basta saber que encarnó solamente el Hijo, el
cual hecho hombre se llama Jesucristo.
Según eso, ¿quién es Jesucristo? –Es el Hijo de Dios vivo, que se hizo hombre por
nos redimir y dar ejemplo de vida.
A nada debiéramos aplicarnos con más anhelo que á conocer á Jesucristo. Nada más
necesario que conocer bien esta divina Victima, sacirificada en la cruz por los pecados
del mundo. Toda la ciencia de los Apóstoles era Jesucristo crucificado; toda su predica-
ción y todo su celo se dirigía á hacer que se le conociese y adorase. Por eso no es de
extrañar que empleasen la mayor parte del Credo en dar á conocer á Jesucristo. Pero
¿quién es Jesucristo? Es la segunda persona de la Trinidad beatísima, el Hijo eterno del
eterno Padre, el resplandor de su gloria1, y la imágen de su substancia: es la sabiduría
increada, el Primogénito antes de todas las criaturas y antes de todos los siglos, y por
quien han sido hechas todas las criaturas y todos los siglos: es el Verbo eterno, que en la
plenitud de los tiempos encarnó por virtud del Espíritu-Santo, y se hizo hombre por
redimirnos y darnos ejemplo de vida.
Por redimirnos. El pecado nos había privado de la gracia de Dios y de la herencia
del cielo, y además nos había hecho esclavos de Satanás y reos del infierno. Nada había
en todo lo criado, ni podía haber en todo lo criable, que fuera capaz de reparar nuestra
desgracia, porque siendo tanto mayor una ofensa cuanto es mayor la majestad ofendida,
y siendo infinita la majestad de Dios ofendida por el pecado, la ofensa era infinita; y una
ofensa infinita no podía ser reparada ni por todo lo criado ni por todo lo criable, porque
todo lo criado y todo lo criable es limitado y finito. Por consiguiente, después del peca-
do, no nos restaba otro destino que penar eternamente en el infierno como los ángeles
rebeldes, y mezclados con ellos. Pero ¡oh abismo de piedad y miserieordia! Este mismo
Dios infinitamente ofendido, salió á reparar El mismo esta ofensa infinita; y lo que no
había hecho por los ángeles, criaturas tan hermosas y perfectas, lo hizo por los hombres,
criaturas tan inferiores á los ángeles. Se hizo hombre por redimirnos.
Y darnos ejemplo de vida -Si Jesucristo no fuera verdadero Dios, dice San León2, no
nos traería el remedio; y si no fuera verdadero hombre, no nos daría el ejemplo. Jesu-
cristo es el gran modelo que nos ha dado el Padre celestial para que le imitemos, y no
quiere admitir en el cielo á los que no sean conformes á este divino modelo, dice San
Pablo3. Los justos de todos los tiempos no han hecho otra cosa que imitar á Jesucristo, y
aquellos han sido más santos que le han imitado mejor. Es verdad que la vida de Jesu-
cristo es la vida de un hombre Dios, y no puede ser imitada enteramente, ni por el más

1
Heber. I, 3.
2
Serm. de Nativ. Dom.
3
Rom. VIII. 29.

56
Padre Mazo, Catecismo de la doctrina cristiana explicado

santo de los hombres, ni por el más encumbrado de los serafines hecho hombre; pero
todos los hombres habríamos de imitarle del mejor modo que podamos. Para esto es
necesario advertir, que la vida de Jesucristo está compuesta y divinamente entrelazada
de pasajes admirables y de pasajes imitables, de prodigios y de virtudes. De prodigios
que son los cimientos sobre los cuales está fundada la fé, y que debemos adorar; y de
virtudes, que son los dechados de nuestras costumbres, y que debemos imitar.
Convertir el agua en vino en las bodas de Caná, multiplicar los panes en el desierto,
dar oido á los sordos y vista á los ciegos, sanar de repente á los enfermos y resucitar los
muertos, caminar sobre los mares y serenar las borrascas, trasfigurarsse en el Tabor y
presentar su cuerpo rodeado de gloria á la vista de los Apóstoles… éstos y otra multitud
de prodigios obrados por Jesueristo para hacer ver á los hombres que era el Hijo de Dios
vivo, el Mesías prometido y el Redentor de los hombres… todos estos portentos, repito,
son admirables, pero no son imitables.
Llevar una vida oculta en Dios hasta la edad de treinta años; emprender desde esta
edad una vida pública por la gloria de su Eterno Padre y la salvación de los hombres;
enseñar el camino del cielo á los ignorantes, y corregir con caridad á los pecadores; con-
solar al afligido y volver por el desamparado; hacer bien á todos los hombres y no hacer
mal á ninguno; defender la causa del huérfano y de la viuda. Por mansa y humilde de
corazón, padecer con resignación y en silencio, conformarse y abrazarse con la cruz…
esto es lo que los hombres debemos imitar de la vida de Jesucristo, cada uno según
nuestro estado, condición y circunstancias, puesto que no hay estado, edad ni profesión
á la que no deba servir de modelo la vida de Jesucristo.
Querer hacer aquí una relación de todas la virtudes de que está compuesta esta vida
divina, sería intentar un imposible. La frecuente lectura de la Sagrada Escritura, de los
Santos Padres y de los Expositores católicos, enseñaría bellamente gran parte de estas
virtudes; pero esto no está al alcance del común de los fieles1, y en su defecto la lectura
de libros sólidamente piadosos, como el Granada, Sales, Kempis, Combate espiritual,
Rodriguez y otros semejantes, que han compendiado las principales máximas y virtudes
contenidas en la vida de Jesucristo, enseñarán á cada uno las que debe de practicar para
imitar á este Hijo de Dios, hecho hombre por redimirnos y darnos ejemplo de vida.
¿Qué quiere decir Jesús? -Salvador.
Los nombres son ciertas palabras con las cuales intentamos dar á conocer las perso-
nas ó las cosas; y no habiendo palabras para dar á conocer lo infinito, se han usado mu-
chos nombres con respecto á Jesucristo, que en cuanto Dios es infinito. Por eso en las

1
Remitimos al lector al tomo V del Compendio de la Historia de la Religión escrito por el mismo Sr.
Mazo.

57
Padre Mazo, Catecismo de la doctrina cristiana explicado

Sagradas Escrituras se le llama Verbo eterno, Sabiduría increada, Cordero de Dios,


Angel del gran consejo… y se le dán otra multitud de nombres cuya enumeración for-
maría por sí sola un libro; pero el que más se repite en ellas y que más usamos los cris-
tianos, es el de Jesús, nombre dulcísimo traído del cielo por el arcángel San Gabriel,
cuando vino á anunciar á la Santísima Vírgen que tendría un Hijo y lo llamaría Jesús,
nombre propio del Hijo de Dios, desde que salió por fiador y Salvador de los hombres;
nombre sobre todo nombre, con que lo ensalzó su Eterno Padre, por haberse humillado
hasta morir en una cruz por los hombres.
¡Qué dulce debe ser para el cristiano pronunciar este divino nombre! San Pablo no
se cansaba de repetirle y le estampó más de doscientas veces en sus cartas. San Ignacio
mártir lo tenía contínuamente en sus labios. San Bernardino de Sena no sólo le pronun-
ciaba contínuamente, sino que le traía escrito y colgado al pecho. Santa Teresa no quiso
llamarse sino de Jesús, y San Ignacio de Loyola dió á su religión el nombre de Compa-
ñía de Jesús. No me gustan los libros, decía San Bernardo1, si no leo en ellos el nombre
de Jesús; me fastidian las conversaciones si no se repite en ellas muchas veces este dul-
císimo nombre; pero ¿qué santo, qué cristiano verdadero ha habido, que no haya profe-
sado una tierna devoción al nombre de Jesús? ¿Cuál es el alma piadosa que no traiga
continuamente entre sus labios este dulcisímo nombre? Jesús significa Salvador, y el
Hijo de Dios le tomó para decirnos con él que es nuestro Salvador.
¿De qué nos salvó? –De nuestros pecados y del del cautiverio del demonio.
Jesucristo es Dios y es hombre. Como hombre padeció y murió; como Dios hombre
satisfizo y mereció. En Jesucristo padeció y murió la naturaleza humana, pero satisfizo
y mereció la persona divina; porque la satisfacción y el mérito son de la persona y no de
la naturaleza; por consiguiente la satisfaccion y merecimientos de Jesucristo, fueron de
un valor infinito, porque la persona divina que merecía y satisfacía era infinitia. Así es
que este divino fiador de los hombres, como Redentor del género humano, ofreció á su
Eterno Padre, en su pasión y su muerte, una satisfacción plena y sobreabundante por
todos los pecados del mundo, y sólo resta á cada uno de los hombres tener la disposi-
ción conveniente para que se le aplique este divina satisfacción, lo cual se verifica prin-
cipalmente por los Santos Sacramentos, como se dirá cuando se trate de ellos. Jesucristo
presentó á su Eterno Padre una satisfacción cumplida, no sólo por el pecado original,
sino también por los personales; no sólo por los cometidos desde el principio del mun-
do, sino por todos lo que se cometerán hasta el fin del mundo; porque Jesucristo ofreció
á su Eterno Padre el precio infinito de su pasión y su muerte por todos los pecados del
mundo. Los Patriarcas, los Profetas y todos los justos del antiguo Testamento se salva-

1
Serm. XV, sup. Cant.

58
Padre Mazo, Catecismo de la doctrina cristiana explicado

ron en atención á este precio infinito, y los últimos justos que habitan la tierra se salva-
rán á costa de este mismo precio.
Pero Jesucristo, librándonos del pecado, nos sacó también del cautiverio del demo-
nio. Una de las más funestas consecuencias que nos trajo el pecado, fué este cruel cauti-
verio. La historia sagrada nos manifiesta contínuamente el poderio espantoso que este
príncipe del abismo ejercía sobre los hombres, y la historia profana concuerda con la
Sagrada en esta parte. Dominaba en sus almas, no sólo por el pecado original, sino tam-
bién por los continuos y enormes delitos personales en que les precipitaba; logrando por
este medio oscurecer su entendimiento hasta el extremo de no conocer á su mismo Cria-
dor. De este modo consiguió sumergir á los hombres en el abismo de la idolatría, y ser
adorado como Dios en la tierra, ya que no lo había podido conseguir en el cielo. Baco,
dios de la borrachera; Marte, dios de las venganzas; Venus, diosa de las torpezas, y to-
dos los demás dioses que adoraron los hombres, no fueron otra cosa que ídolos diversos
en que era adorado el demonio; de modo que este ángel de tinieblas venía á ser el ídolo
universal que adoraba el mundo. Es verdad que el Señor se reservó algunos fieles ado-
radores, como Job, los Patriarcas, y particularmente el pueblo que se escogió en la des-
cendencia de Abraham, para que fuese el conservador de su divino culto en medio de la
idolatría universal; pero aun este pueblo escogido se dejó engañar muchas veces del
tentador, y corrió á doblar su rodilla ante los ídolos que adoraban los demás hombres,
esto es, á rendir vasallaje al demonio á los piés de sus ídolos. Tan general era su domi-
nio, y tan extenso su imperio sobre el triste género humano, hasta que el Hijo de Dios
vino á destruirlo á costa de su pasión y su muerte, y á sacarnos de su cautiverio.
*Y á este quieren avasallar de nuevo la sociedad los descreidos de este siglo, tratan-
do de destruir la Religión cristiana*.
¿Qué quiere decir Cristo? -Ungido. -¿De qué fué ungido? -De las gracias y dones
del Espíritu-Santo.
Con el sagrado nombre de Cristo fué anunciado muchas veces el Salvador del mun-
clo en el antiguo Testamento, y con él es conocido contínuamente en el nuevo. Cristo
significa ungido. La unción fue una señal de la primera distinción y significación en el
pueblo escogido. Se ungía no solamente á los sacerdotes que habían de servir en el tem-
plo, sino también á los profetas que habían de anunciar á Jesucristo, y á los reyes que
habían de gobernar aquel pueblo que sombreaba el pueblo de Jesucristo. En atención á
esta unción sagrada, los sacerdotes, los profetas y los reyes eran llamados ungidos del-
Señor, y tenidos en gran veneración y respeto. Jesucristo, representado por estos ungi-
dos, reunió en Sí de un modo eminente sus dignidades y su unción. Fué el gran sacer-
dote, el gran profeta, el gran rey, el gran ungido. Los sacerdotes, profetas y reyes eran
ungidos con el aceite de olivas, mezclado con diversos aromas y bálsamos; Jesucristo lo

59
Padre Mazo, Catecismo de la doctrina cristiana explicado

fué con el óleo de la divinidad1, derramado sobre la dichosísima humanidad á que esta-
ba unida, y con la plenitud de los dones del Espíritu-Santo. Así que este nombre, Cristo,
aplicado al Salvador del mundo, es un nombre divino, que unido al dulcísimo, nombre
Jesús, forma el gran nombre Jesucristo, con que le invocamos contínuamente.
Cristo nuestro Señor ¿cómo fué concebido y nació de madre vírgen? -Obrando Dios
sobrenatural y milagrosamente.
Cuando vino la plenitud del tiempo, dice San Pablo2, Dios envió á su Hijo: Cuatro
mil años habían pasado desde que pecaron Adán y Eva hasta que el Hijo de Dios vino al
mundo3. El Padre de misericordias, compadecido del género humano, le prometió desde
el principio este divino Reparador de sus desgracias; pero no le envió, sino después de
cuatro mil años. La razón de esta dilación sólo á Dios es conocida. Sin embargo, los
santos Padres, expositores y teólogos encuentran varios motivos para ella. Primero. Pa-
ra que conociendo los hombres por una larga experiencia, sus miserias y la suma nece-
sidad de este soberano médico, le pidiesen fervorosamente al cielo, como en efecto lo
hicieron los justos del antiguo Testamento. Segundo. Para manifestar la grandeza de este
divino Redentor cuya venida se esperaba por tantos siglos, y se preparaba con tanto apa-
rato y magnificencia. Tercero. Para que anunciándole en todo este tiempo una multitud
de prefecías, figuras y sacrificios, los hombres no pudiesen dejar de conocerle, cuando
se presentase, viendo cumplido en su persona cuanto de él se habían profetizado; figu-
rado y representado. Por estos motivos y otros muchos que alegan, se dilató según se
alcanza á conocer por los hombres, la venida de Jesucristo hasta los cuatro mil años
después de cometido el delito y prometido el remedio. ¿Y qué sucedió en el discurso de
tantos siglos? Esto es de lo que debe tener alguna noticia el cristiano, y la que vamos á
darle, aunque compendiosamente.

Historia de los cuatro mil años del mundo hasta la venida de Jesucristo.
________________

En estos cuatro mil años la tierra fué poblada dos veces: una por los descendientes
de Adan y Eva, y otra por los de Noé su mujer. Adán y Eva, después de su destierro
tuvieron hijos é hijas. El primer hijo se llamó Caín, el segundo Abel; Caín mató á su
hermano Abel, y en esta atrocidad principió á manifestarse la fiereza que el pecado ori-
ginal había introducido en el corazón humano. Este cruel fatricida fué tronco de una
descendencia perversa, que formó, hasta el diluvio universal, un pueblo de malvados.

1
Hebr.1.9.
2
Galat. IV, 4.
3
*Hay opiniones sobre esta fecha, y el Sr. Mazo sigue la más generalmente admitida.*

60
Padre Mazo, Catecismo de la doctrina cristiana explicado

Adán y Eva tuvieron un tercer hijo al que su madre llamó Seth, diciendo: Dios me ha
dado otro hijo en lugar de Abel, á quien mató Caín; Seth inocente como Abel, fué tron-
co de una descendencia justa, que conservó el culto del Señor y la pureza de las cos-
tumbres por más de mil años, hasta que mezclándose con la malvada raza de Caín por
enlaces matrimoniales, vino á ser tan perversa como ella. Entonces, viendo el Señor que
todos los hombres se habían pervertido, determinó acabar con todos por medio de un
diluvio. Pero entre tantos criminales se hallaba un justo. Este era Noé; y el Señor, que
no quería acabar con el género humano, sino con sus delincuentes, escogió este justo
para conservarlo. Antes de enviar el diluvio, le mandó que fabricase una arca grande
para salvarse en ella con su familia, que se componía de su mujer, sus tres hijos Sem,
Cam y Jafet, y las tres mujeres de estos, y para conservar también en ella las especies de
los vivientes terrestres. Noé ejecutó puntualmente lo que le mandó el Señor. Fabricó el
arca, se entró en ella con su familia, y encerró también en ella todas las especies de
animales que viven en el aire y sobre la tierra. El Señor cerró por fuera, y en aquel mo-
mento principió el diluvio.
Los mares saltaron sus barreras, y se arrojaron sobre la tierra y las nubes, cubriendo
el cielo, se abrieron por todas partes, y estuvieron vertiendo torrentes sin cesar por espa-
cio de cuarenta días y cuarenta noches, hasta que las aguas se elevaron quince codos
sobre las cumbres más altas. El arca subió al paso de las aguas, y siempre sobre ellas.
Ciento y cincuenta días permanecieron éstas cubriendo el universo sin disminuirse ni
aumentarse. Cuantos vivientes había sobre la tierra y en el aire, todos perecieron. El
arca protegida y gobernada por el Señor, navegó todo este tiempo sobre aquel diluvio
que se había tragado el mundo, hasta que bajando las aguas reposó sobre el monte Ara-
rat, en Armenia. Noé salió con su familia de esta prodigiosa nave al año cumplido de
haber entrado en ella, y sacó todos los animales que había encerrado para conservar sus
especies.
Noé lleno de piedad y reconocimiento, levantó enseguida un altar, y sobre él ofreció
á Dios un sacrificio de alabanza en acción de gracias. Vivió Noé aún mucho tiempo y
concluyó una vida de nuevecientos y cincuenta años con la muerte de los justos. Sus
hijos volvieron á poblar la tierra con numerosas descendencias, pero desgraciadamente
los delitos se multiplicaro con ellas, y la idea del Criador llegó casi á perderse. Adora-
ron á las criaturas, y se entregaron á una idolatría universal. Sin embargo, el conoci-
miento de Dios se conservó en algunas familias, y antes que se acabase de perder, eligió
el Señor un descendiente de Sem para que lo trasmitiese á su posteridad. Abraham fué el
dichoso escogido para tan gloriosa obra. Estando en Mesopotamia, su pátria; el Señor le
llamó y mandó que pasase á Canaán. Esta era la tierra que Dios había destinado para
que fuese la herencia del pueblo que iba á formar la pátria de su Santísimo Hijo hecho

61
Padre Mazo, Catecismo de la doctrina cristiana explicado

hombre, y el teatro de la Redención del mundo. Y esta misma tierra es la que después de
haber nacido, vivido y muerto en ella Jesucristo, se ha llamado Tierra Santa.
Dios prometió á Abraham que tendría una numerosa descendencia, que sería la de-
positaria de su culto entre todas las naciones de la tierra, y que de ella nacería el Salva-
dor de los hombres. Lo mismo repitió á su hijo Isaac y á su nieto Jacob, que tambien se
llamó Israel. Jacob tuvo doce hijos, y éstos fueron las cabezas de las doce tribus de Is-
rael, que vinieron á formar el pueblo escogido de Dios. Murieron Abraham é Isaac en la
tierra de Canaán, y Jacob quedó sin padre y sin abuelo, pero rodeado de una familia
numerosa. Habitaba pacíficamente en aquella tierra feliz, cuando la envidia y el ódio
vinieron á turbar su sosiego. Jacob amaba singularmente á su hijo José, porque el Señor
se le había concedido en su ancianidad, y los hermanos tomaron envidia de esta prefe-
rencia, á la que se juntó un ódio mortal porque José dio cuenta á su padre de un crímen
pésimo de sus hermanos. Estos tuvieron ocasión de haberle á las manos en ausencia de
su padre, y trataron de vengarse. Primero determinaron matarle; pero no atreviéndose á
derramar la sangre de su hermano, le arrojaron á un pozo sin agua para que muriese en
él abrasado de la sed y consumido del hambre. A este tiempo pasaron por allí unos mer-
caderes que bajaban á Egipto, y sacándole del pozo, se le vendieron. Estos le volvieron
á vender en aquel reino, y José, en la condición de esclavo, se granjeó, con su virtuosa
conducta, el aprecio de su dueño. Siete años había pasado en Egipto, cuando su rey Fa-
raón tuvo unos sueños misteriosos que ninguno de sus adivinos supo interpretar. Dios
comunicó la sabiduría á José, quien declaró los sueños, y en agradecimiento le nombró
el rey su primer ministro, e intendente general del reino. La administración de José fue
tan sábia que todo abundó sobre manera en su tiempo. Hubo entónces un hambre gene-
ral en la tierra de Canaán que obligó á su padre Jacob á dejar su amada pátria y á pasar á
Egipto con toda su familia, que, sin contar las mujeres se componía de sesenta y nueve
personas. José, vendido por sus hermanos había sido conducido allá delante de ellos por
la divina Provídencía1 para ocurrir á esta necesidad y fijarles en aquel reino, en el cual
quería el Señor formar su pueblo.
En efecto, Jacob y su familia se establecieron en Egipto bajo la protección de José, á
quien Dios había hecho como padre del rey. Habían llevado de la tierra de Canaán, sus
rebaños, y continuaron pastoreándoles en Egipto, y sirviendo al Dios verdadero en me-
dio de un pueblo idólatra. El Señor multiplicó de un modo asombroso esta familia esco-
gida. Pero habiendo muerto José, y subido al trono otro Faraón que no había conocido
ni experimentado sus beneficios, trató de contener esta prodigiosa multiplicación de una
manera cruel. Mandó á las parteras que matasen al nacer todos los niños que pariesen

1
Gen. XLV, 5 et seq.

62
Padre Mazo, Catecismo de la doctrina cristiana explicado

las mujeres de los hebreos (así llamaban á la familia de Jacob, sea porque descendía de
Heber, sea porque había venido de otra tierra), y no cumpliendo aquéllas con esta orden
inhumana, mandó al pueblo que les arrojase al río. Pero no hay consejo contra el Señor.
A pesar de estas órdenes de exterminio, y de los durísimos trabajos que impuso el rey á
los hebreos éstos continuaron aumentándose tan prodigiosamente como antes. Casi cien
años sufrieron en Egipto la esclavitud mas espantosa, hasta que compadecido el Señor
de su aflicción, determinó sacarles de tan duro cautiverio, y volverlos á la tierra de Ca-
naán que había prometido á Abraham para su descendencia, y que por esta promesa se
llaó Tierra de promisión ó prometida. Dios eligió á Moisés; descendiente de Leví hijo
tercero de Jacob, para esta portentosa empresa, y le dio por compañero á su hermano
Aaron. Estos enviados del Señor se presentaron á Faraón, y le intimaron la orden de
Dios para que diese libertad á su pueblo; pero el rey se negó absolutamente á permitir su
salida. Entonces el Señor afligió al rey y al reino con diez calamidades terribles, que se
han llamado plagas de Egipto. La última fué la muerte de todos los primogénitos, desde
el hijo del rey que se sentaba con él en su trono, hasta el hijo de la esclava que molía en
la tahona. En aquella noche de horror, en que el Angel del Señor, ejecutaba esta plaga
espantosa, se oyó un clamor de llantos y lamentos en todo Egipto, porque no había casa
en que no se hallase un muerto. Aterrado Faraón, llamó á Moisés y Aarón sin esperar á
que amaneciese, y les mandó que saliesen al momento ellos y todo su pueblo. Los mis-
mos egipcios les estrechaban fuertemente á que saliesen, diciendo: Si no salen, todos
moriremos.
Apenas aclaró el día, salió toda la multitud de los hijos de Israel, y se dirigió á la tie-
rra de promisión en número de más de tres millones, todos descendientes de aquellos
sesenta y nueve varones que componían la familia de Jacob cuando entró en Egipto.
Multiplicación asombrosa, que el Señor había concedido á la descesdencia de Abraham,
Isaac y Jacob, para formar de ella el pueblo que les había prometido. Luego que salieron
de Egipto, el Señor envió un Angel que les precediese y guiase. Este Angel del Señor
marchaba á su frente envuelto en una nube que les hacía sombra en el día y les alum-
braba en la noche. Faraón se arrepintió de haberles dado libertad, puso en movimiento
todo su ejército, marchó en su persecución y les alcanzó á las margenes del mar Rojo.
Entonces la nube, dejando el frente del pueblo, fue á colocarse detrás de é1 y se situó
entre el ejército y el pueblo. Moisés extendió su mano sobre el mar por orden del Señor,
y el mar se dividió, formando sus aguas dos montañas á derecha é izquierda del camino
que por el mar abrió el Señor á su pueblo. Entraron los hijos de Israel por medio del mar
seco, y siguiendo su alcance los egipcios, entraron también en pos de ellos, pero inter-
puesta siempre la nube. Luego que acabaron de pasar los israelitas, volvió Moisés á ex-
tender su mano sobre el mar, y desplomándose aquellas montañas de agua que se habían

63
Padre Mazo, Catecismo de la doctrina cristiana explicado

formado á derecha é izquierda del camino, envolvieron en sus abismos á Faraón, sus
carros, sus caballos, sus caballeros y todo su ejército, sin quedar un solo hombre que
llevase á Egipto la noticia. Así libró el Señor para siempre al prisionero Israel de sus
tiranos carceleros. Los Israelitas acamparon en la ribera opuesta, y al volver los ojos al
mar por cuyo abismo habían pasado, poseídos de un asombro que sólo ellos podrían
explicar, adoraron al Dios de los portentos, bendijeron de mil modos su Omnipotencia,
y entonaron en la efusión de su reconocimiento aquel admirable cántico de acción de
gracias1, que ha sido como el modelo de cuantos se han dirigido después al cielo.
Cumplidos estos deberes, dejaron aquellas riberas para siempre memorables, y se di-
rigieron á la tierra prometida tantas veces á sus padres. El Angel del Señor, envuelto
siempre en la nube, les precedía y guiaba, y Moisés, su caudillo, les ordenaba y gober-
naba. Cuarenta años anduvieron por un árido desierto, y en todo este tiempo conservó el
Señor sus vestidos y calzados sin gastarse2, los alimentó con el maná ó pan del cielo3, y
les dió agua que hizo manar con abundancia de una durísima piedra4. Al fin de los cua-
renta años, en los que obró el Señor portentos inauditos con su pueblo, llegó éste á la
tierra prometida y se posesionó de ella. Allí vinieron á formar una nación poderosa. Al
principio fueron dirigidos por jueces, que gobernaban en nombre del Señor, mas á los
trescientos años de este gobierno quisieron tener rey como las demás naciones, y el Se-
ñor les concedió á Saul. Este primer rey de Israel fué desechado del Señor por su inobe-
diencia, y para sucederle, se escogió un siervo fiel en David, cuya descendencia ocupó
el trono hasta la venida del Mesías, que debía nacer de su familia. Diez siglos corrieron
desde que subió David al trono hasta que bajó de él su último descendiente. En este
tiempo envió el Señor muchos profetas que anunciaron hasta las más pequeñas circuns-
tancias de la vida del Mesías desde su bajada á la tierra, hasta su vuelta á los cielos. El
reino entero, por decirlo así, no fue otra cosa que una viva y continuada representación
de este Hijo del Altísimo que había de venir á salvar el universo. Su Jerusalén, su tem-
plo, sus cultos, sus sacrificios… sus triunfos y sus derrotas, sus prosperidades y sus des-
gracias… todo representaba más ó menos claramente al Hijo de Dios vestido de nuestra
carne mortal. ¡Por tanto tiempo, y de un modo tan magnífico, preparó el Padre Eterno la
venida de su Eterno Hijo.

1
Exod. XV.
2
Exod. XVI, 35.
3
Deut. XXIX, 5.
4
Deut. VIII, 15.

64
Padre Mazo, Catecismo de la doctrina cristiana explicado

Historia de Jesucristo desde su bajada de los


cielos hasta su vuelta á los cielos.
_____________

Cuando todo estuvo preparado para recibirlo, cuando tuvieron su cumplimiento las
profecías que señalaban el tiempo de su venida, cuando las semanas de Daniel iban á
tocar á su término, cuando el cetro de Judá había pasado á un extraño, y ya no reinaba
sobre la casa de Jacob un descendiente de David; en fin, cuando aquel pueblo escogido
y destinado para ser el teatro de los portentos de Dios y preparar la venida de su santí-
simo Hijo, hubo cumplido su misión y su destino, entonces este Hijo del Padre eterno
bajó del seno de su eterno Padre, encarnó en las purísimas entrañas de la Santísima Vír-
gen, y, sin dejar de ser Dios, quedó hecho hombre. ¡Portento nuevo! ¡Prodigio inaudito!
¡Exceso del amor de un Dios que para redimir al siervo entregó al Hijo!
Misterio de la Encarnación. Y ¿cómo se obró este Misterio? Esto no es dado al
hombre comprenderlo, pero según alcanza á conocerlo y explicarlo, se obró del modo
siguiente: En las purísimas entrañas de María Santísima, y de su purísima sangre, formó
el Espíritu-Santo un cuerpo humano perfectísimo, en el mismo instante crió de la nada
un alma racional y la unió con aquel cuerpo, y en el mismo instante el Hijo de Dios se
unió con aquel cuerpo y alma; y de esta suerte, el que antes era solo Dios, sin dejar de
ser Dios, quedó hecho hombre, con dos naturalezas, una divina en cuanto Dios, otra
humana en cuanto hombre; dos entendimientos, uno divino en cuanto Dios, y otro hu-
mano en cuanto hombre; y dos voluntades, una divina en cuanto Dios, y otra humana en
cuanto hombre, porque siendo verdadero Dios y verdadero hombre, se hallan en Él to-
das las cosas que son propias de Dios y todas las cosas que son propias de hombre. Pero
no hay en Él dos memorias, sino una sola memoria en cuanto hombre, porque en cuanto
Dios ni la necesita ni puede tenerla. La memoria sirve para acordarse de lo que ha pasa-
do ó que no se tiene presente, y para Dios nada pasa y todo está presente. Tampoco hay
dos personas, sino una sola persona, y esa es divina, porque el Hijo de Dios, uniéndose
á la naturaleza humana, impidió por un portento de su Omnipotencia, que de la natura-
leza humana resultase persona humana, como debía suceder naturalmente; y por eso en
Jesucristo no hay sinó una sola persona divina, que es la segunda de la Santísima Trini-
dad. Así se obró el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios, siendo concebido en las
purísimas entrañas de María Santísima, después de cuatro mil años de haber pecado
nuestros primeros padres y de habérseles prometido este divino Reparador de su pecado.
¡Inefable Sacramento de la piedad del Señor! manifestado en la carne, adorado de los

65
Padre Mazo, Catecismo de la doctrina cristiana explicado

ángeles, predicado á las naciones; creido en el mundo y recibido en la gloria, como dice
San Pablo1.
Pero este hijo del Altísimo, que había encarnado en Nazaret, debía nacer en Belén
según estaba profetizado2, y el edicto de un emperador proporcionó el cumplimiento de
esta profecía. Mandó César Augusto que se empadronase todo el orbe; y los judíos, que
estaban ya sujetos á su imperio, fueron á dar cada uno su nombre al pueblo de donde
traía su origen. San José y la Santísima Virgen subieron de Nazaret á empadronarse en
Belén, ciudad de David, porque ambos descendían de esta familia Real. Cuando em-
prendieron su viaje, se hallaba ya la Santisima Virgen cercana al parto. Después de ha-
ber andado treinta leguas de camino, llegaron por fin á Belén, y las prendas más ama-
bles del mundo tuvieron que recogerse en un establo, porque no había cabida para ellos
en el mesón. ¡Qué desamparo! Pero tal era el palacio que elegia para nacer, el que había
escogido una cruz para morir.
Hallándose en el establo, llegó el tiempo de dar á luz la Santísima Virgen á su hijo
primogénito, y el año año cuatro mil de la creación del mundo *3* y cuarenta del impe-
rio de César Augusto, estando toda la tierra en aquel silencio y paz universal anunciada
tantos siglos antes4, Jesucristo, Dios eterno é Hijo de Dios eterno, á los nueve meses de
haber encarnado en las purísimas entrañas de la Santísima Vírgen, nació en cuanto
hombre el veinticinco de Diciembre, cuando la noche se hallaba en medio de su carrera.
En aquella ora de eterna memoria, la purísima Vírgen dio á luz á su Santísimo Hijo, y
como no padeció ninguna de aquellas debilidades á que están sujetas las demás madres,
se halló desde luego su estado de hacer por sí misma con su querido Hijo todos los ofi-
cios de la más tierna y cariñosa madre. Lo tomó trasportada de gozo en sus brazos, im-
primió en su divino rostro sus purísimos lábios, le envolvió en sus pobres pañales, lo
fomentó en su regazo, lo aplicó á sus pechos virginalos para sustentar con su leche al
que sustenta el universo con su palabra, y, no teniendo cuna en que reclinarlo, ¡qué po-
breza!, lo reclinó en un pesebre. Allí con su amado esposo lo adoró como Hijo eterno de
Dios, y le arrulló como Hijo de sus entrañas.
Su Madre ¿vivió después siempre virgen? -Sí. Padre, perpétuamente.
María Santisima fué vírgen no solo antes del parto, sino también en el parto y des-
pués del parto perpétuamente. Lo fué antes del parto, porque había consagrado á Dios su
virginidad con un voto perpétuo desconocido hasta entonces, y repetido después por una
multitud innumerable de vírgenes que han imitado su ejemplo. Lo fue en el parto, por-

1
Tim. III, 16.
2
Mich. V, 2.
3
*Véase la nota 2ª pág. 79*.
4
Sap. XVIII, 14.

66
Padre Mazo, Catecismo de la doctrina cristiana explicado

que habiendo comunicado Jesucristo á su cuerpo para nacer el dote glorioro de sutileza,
nació de la Santísima Virgen sin detrimento de su virginidad, así como salió glorioso
del sepulcro sin romper ni levantar la losa que lo cubría. Y lo fue después del parto per-
pétuamente, porque después de haber habitado el Hijo de Dios en este santuario, nadie
podía intentar su entrada sin perecer como el sacrílego Coré1, ni tocarla sin caer muerto
á su lado como el temerario Oza2. Así se cumplió en la Santísima Virgen la siguiente
profecía3: Esta puerta no se abrirá y hombre no pasará por ella, porque el Señor Dios de
Israel pasó por ella.
¿Por qué quiso morir muerte de cruz? -Por librarnos del pecado y de la muerte
eterna.-Pues ¿cómo incurrimos en ella? -Pecando nuestro primer padre Adan en quien
todos pecamos, á excepción de la inmarulada Vírgen María, que fué concebida en gra-
cia santificante por singular privilegio.
*Siempre creyó la Iglesia en la Inmaculada Concepción de la Madre de Dios; pero
hasta el año 1854 no había condenado como herejes á los que lo negasen. Pío IX, lla-
mado por esto el Papa de la Inmaculada, fue quién definió este dogma de Fé, acogido
con extraordinaria devoción y regocijo en todo el orbe católico. En España, que de mu-
cho antes tiene por su patrona principal á laMadre de Dios en su purísima y santísima
Concepción, se le profesa desde los primeros siglos una devoción especialísima: común
es, y ojalá que siga siéndolo, aquel cristiano saludo: «Ave María Purísima. -Sin pecado
concebida», ó como dicen en algunas provincias: «En gracia concebida»; y aquel
otro.«Sea entre todas las cosas bendito y alabado el Santísimo Sacramento del altar y la
purísima é Inmaculada Concepción de María Santísima Madre de Dios y Señora nues-
tra, concebida en gracia sin mancha del pecado original, desde el primer instante de su
ser natural. Amén». Por eso el Sr.Mazo, aunque falleció antes de que el dogma se defi-
niese, lo explicó y profesó, como se verá más adelante cuando enseña: «Quién es nues-
tra Señora la Vírgen María*»
La explicación, *por lo demás, de la primera parte *de esta pregunta* en que nos
estamos ocupando*, se halla en las páginas 67, 72 y 76, haciéndola á las preguntas có-
mo es Dios Salvador, quién es Jesucristo, y de qué nos salvó. Esto nos dispensa de ha-
cerla aquí, y nos proporciona al mismo tiempo seguir el ligero compendio de la historia
de Jesucristo, que se principió por su encarnación en la página 88.
Todas las historias del mundo vienen á ser nada cuando se comparan con la historia
de Jesucristo. Esta es la gran historia que debe saber y repasar el cristiano. Los cuatro
Evangelios no son otra cosa que cuatro grandes libros, consagrados por el Espíritu-

1
Núm. XXVI, 10.
2
2. Reg. VI, 7.
3
Ezch. XLIV, 2.

67
Padre Mazo, Catecismo de la doctrina cristiana explicado

Santo á darnos en ellos esta divina historia. La Iglesia los lee y canta sin cesar en el
santo sacrificio de la misa, sus ministros los explican desde los púlpitos, y los santos
Padres y autores católicos los exponen en multitud de escritos, á fin de instruir en ella al
pueblo cristiano, y con el mismo vamos á continuarla.
El primer suceso que nos presentan los evangelistas después del nacimiento de Jesu-
cristo, es la primera visita que le hicieron los hombres. Había, dice San Lúcas1, en los
contornos de Belén unos pastores que velaban sobre su ganado, y he aquí que de repente
se presentó junto á ellos un Ángel. Al mismo tiempo los rodeó la claridad del Señor, y
tuvieron gran temor: pero el Ángel los animó diciendo: No temais, porque vengo á
anunciaros una nueva que será de gran gozo para todo el pueblo, y es que hoy os ha
nacido el Salvador en la ciudad da David. Ved aquí la señal para conocerle. Hallareis un
niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre . Al acabar estas palabras se juntó
con el Angel una multitud de ángeles que alababan á Dios y decian: Gloria á Dios en las
alturas, y en la tierra paz á los hombres de buena voluntad. Cuando los ángeles cesaron
de celebrar con su celestial música el nacimiento del Hijo del Áltísimo, los pastores,
volviendo del enagenamiento en que habían estado todo este tiempo, se dijeron alboro-
zados los unos á los otros: Vamos á Belén, y veamos esta maravilla que se nos acaba de
anunciar. Corrieron, pues, á Belén, y hallaron á la Santísima Vírgen, á San José y al
divino Niño reclinado en un pesebre, y conociendo por esto que era el Salvador del
mundo que el Angel les había anunciado, postrándose, lo adoraron y le ofrecieron sus
pobres dones con toda la ternura y amor de sus corazones sencillos. Después de esta
visita (que no habrá cristiano que no envidie) se volvieron á sus ganados loando y glori-
ficando á Dios, y publicando lo que habían oído y visto, y todos se maravillaban al oír la
relación que les hacían los pastores.
Después de esta visita pastoril, es decir, de la clase más humilde y sencilla de los
hombres, nos refiere el mismo Evangelista la dolorosa circuncisión del divino Niño.
Aunque el inocente por esencia no estaba sujeto á esta penosa ley ímpuesta á los peca-
dores, quiso, no obstante, cumplirla como Redentor de los pecadores, y principiar á de-
rramar por ellos en la cuna aquella precíosisima Sangre, cuyas Últimas gotas había de
verter por ellos en la cruz. A los ochos días de haber nacido fue circuncidado en cum-
plimiento de la ley2, y se le puso por nombre Jesús, como lo había prevenido el Angel á
la Santísima Virgen antes de concebirlo en sus purísimas entrañas, diciéndola3: Tendrás
un Hijo, al que llamarás Jesús, esto es, Salvador, porque salvará su pueblo de sus peca-
dos.

1
II, 8…
2
Gen. XVII, 12.
3
Lúc. I, 31.

68
Padre Mazo, Catecismo de la doctrina cristiana explicado

Apenas habían pasado cinco días después de la circuncisión, cuando tres reyes del
Oriente, guiados por aquella milagrosa estrella que había anunciado el profeta Balán1
hacía ya más de catorce siglos, llegaron á Jerusalén2 preguntando: ¿Dónde está el que ha
nacido Rey de los judíos? Porque hemos visto su estrella en el Oriente y venimos á ado-
rarlo. Oyendo esto el rey Heródes, se turbó y con él toda Jerusalén, y reuniendo los
príncipes de los sacerdotes y los escribas ó doctores de la ley, les preguntó dónde había
de nacer Cristo. En Belén de Judá, le respondieron. Así está escrito por el Profeta3. En-
tonces Heródes, llamando á parte á los reyes del Oriente, se informó cuidadosamente
del tiempo en que se les había aparecido la estrella, y despidiéndolos para Belén, les
dijo: Id, buscad con toda diligencia al Niño, y luego que le halléis, avisádmelo para ir yo
también á adorarle. Los reyes después de haber oido á Heródes, se despidieron; y apenas
salieron de Jerusalén, volvió á presentarse delante de ellos la estrella que les guiaba en
su viaje, y que se les había ocultado al entrar en la ciudad. Al verla, se alegraron sobre
manera y la siguieron atentos, hasta que se paró sobre el establo donde estaba el divino
niño. Entraron en este palacio extraordinario en que había racido el Rey del cielo, y lo
hallaron envuelto en pobres pañales, reclinado en un pesebre, y sin otro acompaña-
miento ni otra corte que una jovencita y tierna madre, y un venerable varón que parecía
ser su padre. A pesar de tanto desamparo y de tan extremada pobreza, ellos, alumbrados
con la luz de lo alto, reconocieron en aquel Niño desamparado al Hijo del Eterno Padre,
y, postrándose, le adoraron y ofrecieron dones preciosos y misteriosos, á saber: oro co-
mo á Rey, incienso como á Dios, y mirra como á hombre. Cumplida y consolada su
esperanza con el divino hallazgo, satisfecha su piedad con el ofrecimiento de sus dones,
y concluida con tanta felicidad la más dichosa visita que jamás hicieron los reyes, trata-
ron de volver á su tierra por Jerusalén, pero avisados en sueños por un Angel de que no
se viesen con Heródes, tomaron otro camino y se volvieron á su pátria.
La Sagrada Familia permaneció en Belén después de la visita de los Reyes, hasta los
cuarenta días del parto de la Santisima Virgen, y pasados, subieron á Jerusalén4 á dar
cumplimiento, como buenoa israelitas, á las leyes de la purificación de la Madre y pre-
sentación del Hijo. Es bien cierto que no tenía que purificarse la que era la pureza mis-
ma, y que había dado á luz á su divino Hijo quedando virgen después del parto. Tampo-
co tenía necesidad de ser ofrecido este Hijo divino que, se había ofrecido á su Eterno
Padre desde el momento de su encarnación; sin embargo, Hijo y Madre quisieron suje-
tarse á estas leyes para darnos un ejemplo del respeto y obediencia que se merecen, y

1
Núm. XXIV, 17.
2
Matth. III.
3
Mich. V, 2.
4
Lúc. II, 22.

69
Padre Mazo, Catecismo de la doctrina cristiana explicado

para evitar el escándalo que la falta de su cumplimiento podría ocasionar al pueblo de


Israel, que ignoraba la exención del Hijo y el privilegio de la Madre. La Santísima Vir-
gen, acompañada de su esposo San José, y con su divino Niño en los brazos, se presentó
á la entrada del templo y entregó al sacerdote su ofrenda, que era, según la ley, dos tór-
tolas ó dos palominos. Como pobre no ofreció cordero; pero presentó en su querido Hijo
el Cordero sin mancha que venía á quitar los pecados del mundo. Entraron en el templo,
y llegando al altar destinado para la consagración de los primogénitos, presentaron el
divino Niño á su eterno Padre, y dieron cinco siclos (como unas cinco pesetas) por su
rescate. Lo que pasaba ahora en el templo, era una ceremonia. común y diaria á los ojos
de los hombres, pero á los de Dios y los ángeles era un espectáculo divino. Entraba por
primera vez en el templo el Dios del templó, hecho un Dios niño. Una Madre Virgen le
llevaba en sus brazos virginales, y lo colocaba sobre el ara; y este primogénito de la
Santísima Virgen y Unigénito del Eterno Padre, se ofrecía á su Padre Eterno como una
víctima destinada al sacrificio por los pecados del mundo. Mas como todo esto era
oculto á los ojos de los hombres, y los mismos sacerdotes no conocieron al Salvador
que tenían á la vista, su Eterno Padre cuidó de darle á conocer por medio de dos almas
sencillas.
Había á la sazón en Jerusalén un anciano venerable llamado Simeón, hombre justo y
temeroso de Dios, que esperaba con ansia la llegada del consolador de Israel, y á quien
el Espíritu-Santo había prometido que no moriría sin ver al Cristo del Señor. Este justo
vino entonces al templo, se acercó á la Sagrada Familia con el más profundo respeto, y
tomando al Niño Dios en sus brazos, levantó los ojos al cielo, y exclamó: Ahora, Señor,
deja que vaya en paz tu siervo, porque ya vieron mis ojos tu Salvador… Cuando así
bendecía á Dios el venerable anciano, estrechando con su pecho al divino Niño, llegó
Ana Profetisa. Era esta venerable anciana de ochenta y cuatro años, y estaba viuda des-
de el séptimo de su matrimonio. Vivía dedicada enteramente á la virtud, y no se aparta-
ba del templo, sirviendo á Dios día y noche en ayunos y oraciones, Esta piadosa israeli-
ta, transportada de gozo al ver con sus ojos al Salvador del mundo, principió á alternar
con Simeón en las divinas alabanzas, y glorificaba al Señor con toda la efusión de su
corazón. Simeón, después de haber tenido el consuelo incomparable de estrechar entre
sus brazos al divino Niño, lo entregó á su tierna Madre, y se retiró á acabar en paz sus
días. También se retiró la Profetisa, publicando la venida del Mesías á todos los que
esperaban la redención de Israel. Y la Sagrada Familia, después de haber cumplido con
todo lo que ordenaba la ley, se volvió no Belén, sino á Nazaret.
Lo que en esta ocasión había pasado en el templo hizo ruido, y la noticia llegó á He-
rodes. Este rey, celoso y cruel, había resuelto en su corazón la muerte del recién nacido
Rey de Israel desde el momento en que se lo anunciaron los Magos. Con este fin los

70
Padre Mazo, Catecismo de la doctrina cristiana explicado

había encargado que se informasen bien del tiempo de su nacimiento, y esperaron que á
su vuelta le dijesen el paraje en que le habían encontrado; pero como los Magos no vol-
vieron, creyó que todo había sido una credulidad, y que al verse burlados no se habían
atrevido á pasar por su córte. Mas ahora que se habla otra vez tanto del recién nacido
Rey, conoce que no fueron ellos los burlados; sino él. Con esto se irrita sobre manera, y
en su furor da una órden aún más cruel que la de Faraón en Egipto. Manda que sean
degollados, sin excepción, todos los niños que se hallen en Belén y toda su comarca de
dos años de edad, y de ahí abajo, contando con que en esta matanza generral perecería
necesariamerte el Rey recién nacido, pero no hay consejos contra Dios.
Apenas había llegado á Nazaret la Sagrada Familia, cuando un Angel se apareció en
sueños á San José, y le dijo: Levántate, toma al Niño y su Madre, huye á Egipto1, y es-
táte allí hasta que yo te avise; porque sucederá que Heródes busque al Niño para matar-
le. Inmediatamente se levantó José, y tomando al Hijo y á la Madre, huyó á Egipto, y
permareció allí hasta la muerte de Heródes.
La órden de est rey cruel se puso en ejecución, y todo rebosaba sangre en Belén y
sus contornos. La matanza era horrorosa. Cerca de catorce mil niños fueron degollados.
Los clamores de los padres, los alaridos de las madres, los gritos de los hermanos y los
llantos de los parientes resonaban á un mismo tiempo por todas partes, mientras que los
tiernos niños eran segados como botones de rosa, y encharcaban con su sangre inocente
las casas, las calles y las plazas de Belén y sus comarcas. Así se cumplía á la letra lo que
había profetizado Jeremías seis siglos antes2: En lo alto se oyó una voz de lamentación y
de llanto de Raquel que llora sus hijos, y que no quiere ser consolada sobre ellos, por-
que no existen.
No sobrevivió mucho el tirano á esta carnicería. Aún humeaba la sangre de esta
multitud de tiernas e inocentes víctimas, cuando le asaltó la enfermedad de la muerte.
Su cuerpo comenzó á podrirse y á brotar por todas partes (hasta por la cara, dice Josefo),
un hormiguero de gusanos, que cebados en su carne medio podrida, le comían vivo. Sus
dolores eran tan crueles que no pudiendo sufrirlos, quiso matarse muchas veces, y la
hediondez que exhalaba era tan insoportable, que nadie podía acercarse á él. Devorado
en vida por asquerosos insectos, murió en fin desesperado, después de haber sufrido
cerca de dos meses tan horribles tormentos.
Muerto Heródes, el Angel del Señor, que había prevenido á San José que se estuvie-
se en Egipto hasta que le avisase, volvió á presentarse y le dijo que tomase al Niño y á
la Madre, y se volviese á la tierra de Israel, porque habían muerto los que buscaban al

1
Matth. II, 13.
2
Jerem. XXXI, 15.

71
Padre Mazo, Catecismo de la doctrina cristiana explicado

Niño para quitarle la vida. Nada dice el Santo Evangelista de lo que sucedió á la Sagra-
da Familia en su ida y permanencia en Egipto; pero cuida de notar, que en su vuelta se
cumplieron á la letra estas palabras que Dios había puesto muchos siglos antes en boca
de uno de sus Profetas: De Egipto llamé á mi Hijo1. San José emprendió luego su viaje,
mas sabido que en Judea reinaba Arquelao en lugar de su padre Heródes, temió ir allá, y
avisado en sueños por el Angel, se dirigió á la Galilea, y fue á establecerse en Nazaret.
En esta ciudad habían vivido San José y la Santísima Vírgen, en ella encarnó el Hijo de
Dios, y en ella vivió después esta Sagrada Familia hasta los treinta años de Jesucristo,
para que también se cumpliese lo que habían dicho los Profetas, que se llamaría Naza-
reo,2 esto es, morador de Nazaret.
Todos los años iban sus Padres á celebrar la Páscua en Jerusalén, y cuando el divino
Niño llegó á los doce, fue también con ellos. Concluidos los siete días que duraba la
solemnidad, y volviéndose sus Padres á Nazaret, el divino Infante se quedó en Jerusalén
sin que aquellos lo advirtiesen. Creyendo que iba en la comitiva, anduvieron camino de
un día, hasta que por la tarde se encontraron con la falta de su querido Hijo. Esto pare-
cerá un descuido muy notable en los padres de Jesús, pero así lo quería este Dios Niño,
y á El tocaba ordenar y dirigir los sucesos. Fuera de que esta pérdida del Niño no fué un
descuido. En la ida y vuelta de esta solemnidad caminaban separados los hombres de las
mujeres (¡pluguiese al cielo que se conservase esta bella costumbre entro los cristianos!)
y no se reunían los matrimonios y familias hasta la tarde al entrar en la posada. Como el
tierno Infante por su edad podía ir en la tropa de los hombres ó de las mujeres, la Santí-
sima Virgen pensó sin duda que. el Niño iba con su padre, y éste que iba con su madre,
y así no advirtieron la falta hasta que se reunieron. Entonces, afligidos en extremo, pri-
nicipiaron á buscarle entre los parientes y conocidos, y no hallándole, se volvieron pre-
surosos y asustados á Jerusalén, donde le hallaron después de tres días sentado en el
templo en medio de los doctores, oyéndoles y preguntándoles, y teniendo á todos asom-
brados con su prudencia y respuestas. Solo sus queridos padres podrían hacer la pintura,
tanto de la inmensa pena que anegaba sus corazones mientras duró la pérdida de su
amado Hijo, cuanto del inmenso gozo de que fueron inundados cuando volvieron á ha-
llarle. Reunida tan felizmente la Sagrada Familia, se volvieron á Nazaret, donde el divi-
no Infante vivió sometido á sus padres, como el hijo más humilde y obediente, hasta la
edad de treinta años en que principió la carrera de su predicación, sin que de todo este
tiempo nos hablen ni una sola palabra los sagrados Evangelistas.

1
Osese, XI, 1.
2
Matth. II, 23.

72
Padre Mazo, Catecismo de la doctrina cristiana explicado

Admira ciertamente que habiendo venido el Hijo de Dios á iluminar el mundo con
su celestial doctrina, á desagraviar á su Eterno Padre con sus profundas humillaciones y
á reconciliarlo con los pecadores, padeciendo y muriendo por ellos; admira, repito, que
pasase treinta años sin poner mano en la obra á que había sido enviado. Mas es preciso
confesar que así convenía, puesto que así se portaba el Hijo del Altísimo; y también es
necesario conocer que esta vida retirada que hacía en Nazaret, no era menos agradable á
su eterno Padre que la vida pública que habia de asombrar después á Jerusalén. Por otra
parte, conviene tener presente que era costúmbre en Israel que ninguno predicase hasta
la edad de treinta años, y Jesucristo quiso conformarse también con esta costumbre;
pero luego que llegó á esta edad, que era el tiempo señalado, en los decretos eternos
para predicar á los hombres el reino de Dios, salió de su precioso retiro, y principió su
vida pública.
Medio año hacía que San Juan Bautista predicaba por las riberas del Jordán su pro-
xima llegada; y que preparaba á los hombres con el bautismo de la penitencia para reci-
birlo, cuando de improviso se le presenta para ser también bautizado. San Juan se sobre-
cogió, y se resistía diciendo: Yo, Señor, debo ser bautizado por Vos, ¿y quereis que yo
os bautice? Pero el Señor le dijo: Asi conviene; y, San Juan, precisado á obedecer, le
bautizó. Apenas fue bautizado, cuando se abrieron los cielos, y bajó el Espíritu-Santo
sobre El en figura de paloma, y al mismo tiempo se oyó la voz del Padre que decía: Este
es mi amado Hijo, en quien tengo mi complacencia. De este modo manifestaron el Pa-
dre y el Espíritu-Santo la divinidad de Jesucristo en el principio de su vida pública, des-
pués de su bautismo se retiró al desierto, y allí oró y ayunó cuarenta días y cuarenta no-
ches sin tomar alimento alguno en todo este tiempo, y permitió al diablo que le tentase,
el cual, después de haber apurado inútilmente todos sus artificios huyó de su presencia
confundido. Entónces se acercaron los ángeles y le sirvieron la comida.
Preparado así Jesucristo, dio principio á su ministerio público, y ya desde aqui es
necesario contemplarlo como un gigante1 que se empeña en su carrera resuelto á no des-
cansar hasta no verla concluida. Recorre la Galilea y la Judea, y derrama por todas par-
tes la luz de su celestial doctrina. Anuncia el reino de Dios y su justicia, enseña verda-
des que jamás había oido el mundo, predica la pureza del cuerpo, y el corazón, el amor á
todos los hombres, sin exceptuar los enemigos, el desprendimiento de las riquezas, la
huida de los placeres, la abnegación de sí mismo, la pobreza de espíritu; el deseo de las
mortificaciones, el amor á las cruces… en suma, predica aquella admirable doctrina que
ha formado la multitud de justos que veneramos en los altares, y que asombraron al
mundo, á los ángeles y á los hombres con sus virtudes. Camina de Ciudad en ciudad, de

1
Ps. XVIII, 6, 7.

73
Padre Mazo, Catecismo de la doctrina cristiana explicado

pueblo en pueblo y de aldea en aldea, no solamente enseñando y predicando el Evange-


lio eterno, sino también haciendo bien por donde quiera que pasa, y obrando prodigios
en todas partes. Sana á los enfermos, dá vista á los ciegos, oido á los sordos, movi-
miento á los tullidos y vida á los muertos. Dispone á su arbitrio de la naturaleza. Manda
á los vientos y la obedecen; quiere andar sobre las aguas y le sostienen; la tierra se ex-
tremece bajo sus piés; y el cielo se abre sobre su cabeza, y toda la naturaleza se apresura
á obedecerle. Así confirma con multitud de portentos las verdades que enseña; y cuando
ha establecido su Evangelio eterno en la tierra, trata de dar fin á su carrera y volverse al
cielo.
Había elegido doce de sus discípulos, á los que llamó Apóstoles, que quire decir en-
viados, porque lo habían de ser para predicar su Evangelio en todo el mundo. A estos
principalmente declara que vá á ausentarse, y volver á su Eterno Padre; pero les hace
saber al mismo tiempo que para dar camplimiento á las profecías que estaban escritas de
El, era necesario que padeciese y muriese antes de entrar en su gloria. Instituye el ado-
rable Sacramento de su Cuerpo y Sangre, se lo administra, y después de reencargarles
que se amen los unos á los otros, como El les había amado, se encamina á dar principio
á su pasión en el huerto de las Olivas. Allí se preparara á padecer y morir con una ora-
ción tan fervorosa, que le obliga á sudar sangre; da lugar enseguida á los enemigos de su
celestial doctrina para que pongan sus manos sacrílegas en su divina Persona; se deja
atar sin resistencia, y camina al sacrificio como un cordero sin desplegar sus divinos
lábios; recibe una pesada cruz sobre sus hombros, sube cargado con ella al Calvario,
permite ser clavado y enarbolado en ella, y luego que se cumplen las profecías acerca de
su pasión, exclama: Todo está acabado: inclina su soberana cabeza, y muere. Así con-
cluyó este divino Redentor en una cruz la carrera que había principiado en un pesebre
por librarnos del pecado y de la muerte eterna.
¿Qué entendeis por el infierno á que bajó Cristo, nuestro Señor después de muerto?
-No al lugar de los condenados sino al Limbo donde estaban los justos.
Dios, llevado de su bondad, crió los cielos para que fuesen la patria de los buenos, y
obligado también de su justicia, formó los infiernos para que fuesen la cárcel de los
malos. La diversidad de pecados hace la diversidad de malos, y la diversidad de malos
exigió diversidad de infiernos. Reconocemos cuatro, que son: Infierno, Purgatorio,
Limbo y Seno de Abraham. En el infierno fueron sepultados los ángeles rebeldes, que
llamamos demonios, y lo son todos los hombres que mueren en pecado mortal, para no
salir de allí jamás; al purgatorio ván los que mueren en gracia de Dios y tienen pecado
venial ó pena temporal que pagar; al limbo los que mueren antes del uso de la razón sin
el bautísmo; y al seno de Abraham, iban los que morían en gracia de Dios antes de la
redención de Jesucristo, pero que satisfacían primero en el purgatorio si tenían pecado

74
Padre Mazo, Catecismo de la doctrina cristiana explicado

venial ó pena temporal que pagar. De lo dicho resulta, que en el infierno se castiga eter-
namente el pecado mortal; en el purgatorio el venial y la pena temporal que queda des-
pués de perdonada la culpa; en el limbo el original; y que en el seno de Abraham se su-
fría uno de los castigos del pecado original; que era la privación de ver á Dios hasta que
el Salvador del mundo franquease la entrada en el cielo. A este seno bajó Jesucristo lue-
go que espiró en la cruz.
¿Cómo bajó? -Con el alma unida á la divinidad. -Y su cuerpo ¿cómo quedó? -Unido
con la misma divinidad.
Morir el hombre no es otra cosa que separarse su alma de su cuerpo, y como Jesu-
cristo murió en cuanto hombre, su alma santísima se separó de su santísimo cuerpo
cuando espiró sobre la cruz; pero su alma y su cuerpo estaban unidos á la divinidad, esto
es, á la Persona divina; y aunque se separaron entre sí, permanecieron unidos á la divi-
nidad, al modo que la espada del soldado, sacada de la vaina, aunque espada y vaina
quedan separadas una de otra, permanecen unidas á la persona del soldado, que tiene en
una mano la espada y en otra la vaina. El Hijo de Dios se había unido en su encarnación
á la naturaleza humana para no separarse jamás de ella. Así es que quedó unido con el
cuerpo en el Calvario, y bajó unido con el alma al seno de Abraham, ocupando con su
inmensidad á un mismo tiempo dos lugares tan diferentes y distantes.
¿Cómo resucitó al tercer día entre los muertos? -Tornando á juntar su cuerpo y al-
ma gloriosa para nunca más morir.
Muerto Jesucristo como á las tres de la tarde, su santísimo cuerpo quedó pendiente
de la cruz, y permaneció clavado en ella hasta cerca de ponerse el sol, que en los piado-
sos varones José y Nicodemo, lo desclavaron y bajaron para darle honrosa sepultura.
Había junto al Calvario un huerto propio de José, y en él un sepulcro nuevo abierto á
pico, el cual destinaba aquel para su enterramiento y el de su familia; pero el Eterno
Padre lo había elegido para sepultura de su santísimo Hijo. Embalsamaron al sagrado
cadáver, le envolvieron en una sábana nueva y lo ciñeron con fajas de lienzo. Así
amortajado, lo llevaron y pusieron en aquel sepulcro nuevo, en el cual nadie había sido
enterrado. Cubrieron su divino rostro con un lienzo, que llamaban sudario, cerraron la
entrada del sepulcro con una gran piedra cortada y ajustada, y habiendo concluido un
ministerio que les envidiaban los ángeles, se retiraron.
En el momento que espiró Jesucristo, bajó su alma. santísima al seno de Abraham,
donde permaneció hasta el tercero día, que subió á unirse con su santísimo cuerpo. ¡Qué
bajada tan dichosa para aquellas almas santas! ¡Qué visita tan amable y deseada! Adán y
Eva vieron al que habían esperado por más de tres mil años. El inocente Abel, el justo
Noé, el fiel Abrahám, el obediente Isaac, el caritativo Jacob, el castísimo José, el celoso
Moisés, el pacientísimo Jacob, el perseguido David, todos los Patriarcas, todos los Pro-

75
Padre Mazo, Catecismo de la doctrina cristiana explicado

fetas del Señor, todos los justos vieron en este venturoso día al divino Libertador que
habían esperado y pedido por tantos siglos. San José vió triunfante de la muerte y del
infierno al que había dejado en el mundo tan perseguido. Y el Bautista vió al que había
señalado con el dedo en las riberas del Jordán y bautizado en sus aguas: En el momento
que el Hijo de Dios entró en aquella mansión de la esperanza, todos los justos fueron
inundados de su luz inmensa, y principiaron á ser bienaventurados en aquel nuevo pa-
raíso, para continuar siéndolo después eternamente en el paraíso de la gloria.
Jesucristo había bajado á este seno el viernes por la tarde, y el domingo al apuntar el
alba salió de él para volver á tomar la vida humana que había dejado cuando espiró so-
bre la cruz, sacando consigo esta multitud de cautivos que había redimido en la sangre
de su testamento, como lo había profetizado Zacarías1. Estaba el sagrado cadáver tendi-
do en el sepulcro con aquella lastimosa figura que presentó muerto en la cruz: agujerea-
dos y rasgados sus piés y manos, abierto su sacratísimo costado, penetrada de espinas su
divina cabeza, y todo cubierto de cardenales, de heridas y de sangre cuajada y denegri-
da. En tan lastimoso estado entra de repetente en él su alma gloriosa, se uno con él; le da
nueva vida, le glorifica, y sale triunfante del sepulcro sin romper ni levantar la losa con
que estaba cubierto.
El alma de Jesucristo era bienaventurada desde el dichoso momento en que la unió á
Sí el Hijo de Dios en su encarnación; pero no comunicaba al cuerpo su bienaventuranza,
para dar lugar á los padecimientos y á la muerte que venía á sufrir por la redención del
hombre; mas ahora que se une á Él para resucitar triunfante de la muerte para siempre,
le comunica toda la felicidad de que es capaz un cuerpo glorioso. El alma bienaventura-
da cuando se une á su cuerpo, le comunica cuatro dotes admirables2, que son: agilidad,
impasibilidad, sutileza y claridad. La agilidad consiste en que el cuerpo glorioso puede
moverse con suma ligereza; la impasibilidad en que no puedo padecer; la sutileza en que
puede penetrar y pasar por cualquier otro cuerpo sin romperlo ni dividirle; y la claridad
en que brilla como un sol, según la expresión del Evangelio3. Jesucristo en su vida
mortal había comunicado momentáneamente á su cuerpo tres de estas cuatro dotes. La
agilidad, cuando anduvo sobre las aguas, la sutileza, cuando nació de la Santísima Vír-
gen Sin detrimento de su virginidad; y la claridad, cuando se transfiguró en el Tabor,
resplandeciendo su cara como el Sol, y brillando sus vestidos como la nieve. Solamente
no le había comunicado la impasibilidad, porque había venido á padecer, y quiso pade-
cer siempre hasta morir; pero en este día se los comunica todos y para siempre.

1
IX, 11.
2
Cor. XV, 42, et seq.
3
Matth. XIII, 43.

76
Padre Mazo, Catecismo de la doctrina cristiana explicado

Resucitado Jesucristo y acompañado de las almas de los justos que había sacado del
limbo, se apareció á su querida Madre en aquella misma figura y semblante venerable
que tenía antes de su pasión y muerte, bien que conservando impresas las cicatrices de
los piés, manos y costado. Para presentarse en semejante estado, suspendió el dote de
claridad, y no sabemos que le dejase brillar en los cuarenta días que aún permaneció en
el mundo hasta su Ascensión al cielo. Después se apareció á la Magdalena, á las Marías,
á Pedro, á los Apóstoles y discípulos, ya reunidos y ya separados; y continuó aparecién-
doseles por espacio de cuarenta días, y hablándoles del reino de Dios, dice San Lúcas1,
*esto es, como enseñan los Santos, de su Santa Iglesia que dejaba fundada, del modo de
extenderla y gobernarla, de los Sacramentos y Sacrificio de la Misa, confiriéndoles sus
poderes y aclarándoles ó inculcándoles su celestial doctrina.* El día cuarenta de su glo-
riosa Resurrección, y último de su morada sobre la tierra, reuniendo á sus Apóstoles y
discípulos en número de ciento y veinte, y llevando á su lado á su querida Madre, los
condujo á la cumbre del monte Olivete, no para transfigurarse sobre él como en otro
tiempo sobre el Tabor, sino para subirse desde allí á los cielos.
¿Cómo subió á los cielos? -Con su propia virtud.
Jesucristo no fue arrebatado al cielo en un carro de fuego como Elías2, ni transporta-
do por ministerio de ángeles como Henoch3, sino que subió por Sí mismo y con su pro-
pio poder. Habiendo llegado á la cima del monte, y estando rodeado de aquella venturo-
sa compañía, levantó sus divinas manos al cielo, les echó su bendición; y principió á
elevarse para volver al seno de su Eterno Padre, de donde había venido. Subía sosegada
y majestuosamente, como para darles tiempo de disfrutar tan glorioso triunfo. Insensi-
blemente se fué alejando, y mientras que ellos le seguían con la vista y le bendecían y
adoraban, una luminosa nube, poniéndose bajo de sus divinos piés, se lo ocultó entera-
mente. Entonces el triunfador del mundo, penetrando en un momento regiones inmen-
sas, subió sobre todos los cielos, y se sentó á la diestra de su Eterno Padre.
Su Santísima Virgen, los Apóstoles y los discípulos, todos continuaban mirando al
cielo sin acertar á apartar sus ojos del camino por donde se les había ausentado el objeto
de su amor; y era tal su enagenamiento, que, para sacarles de él, fué necesario que baja-
sen dos ángeles, y, poniéndose á su lado, les dijesen: Varones de Galilea, ¿por qué estáis
mirando al cielo? Este Jesús que habéis visto subir al cielo, así vendrá (al fin del mun-
do) como le habéis visto subir al cielo. Con esto aquellas almas extáticas salieron de su
enagenamiento, y se volvieron con gran gozo, dice San Lúcas4, á Jerusalén, donde per-

1
Act. 1, 3.
2
4 Reg. II, 11.
3
Gen. V, 24. et Eceli. 44, 16.
4
XXIV, 52.

77
Padre Mazo, Catecismo de la doctrina cristiana explicado

manecieron loando y bendiciendo á Dios, y esperando la venida del Espíritu-Santo que


les había prometido Jesucristo poco antes de subir al cielo á sentarse á la diestra de Dios
Padre.
¿Qué es estar sentado á la estra de Dios Padre? -Tener igual gloria con Él en
cuanto Dios, y mayor que otro ninguno en cuanto hombre.
Ya se dijo1 que Dios no tiene figura corporal como nosotros, porque es un espíritu
purísimo. Por consiguiente, no tiene diestra ni siniestra, porque esto es propio de los
cuerpos; pero se dice que Jesucristo está sentado á la diestra de Dios Padre, porque en
cuanto es Dios, tiene igual gloria que el Padre y el Espíritu-Santo, y en cuanto es hom-
bre, la tiene incomparablemente mayor que las almas bienaventuradas, que los ángeles y
que su santísima Madre. Se dice también que está sentado, (no porque lo esté), como un
príncipe á la derecha del Rey. El cuerpo glorioso está dotado del don de agilidad, y no
necesita sentarse para su descanso. San Estéban2 vió los cielos abiertos, y á Jesús en pie
á la diestra de Dios, y San Juan3 vió á este Cordero divino qué estaba en pie sobre el
monte Sión, y con El ciento cuarenta y cuatro mil vírgenes que le seguían á donde quie-
ra que iba. Se dice que está sentado, porque desde allí, como desde el trono de su impe-
rio, reina sobre todos los ángeles, sobre todos los hombres, y sobre todo lo criado, de
donde vendrá con gran poder y majestad á juzgar á los vivos y á los muertos.
¿Cuándo vendrá á Juzgar á los vivos y á losMuertos? -Al fin del mundo.
Es una verdad de fé que Jesucristo ha de volver al fin del mundo á juzgar.á los vivos
y á los muertos, esto es, á los que vivirán al acabarse elmundo, y á los que hayan muerto
desde el principio del mundo, ó según otros, á los que vivirán por la gracia, y á los que
estarán muertos per el pecado. Cuando se acabará el mundo nadie lo sabe, ni los hom-
bresi ni los ángeles, sino solo Dios. Lo que se sabe es, que se ha de acabar, y que enton-
ces ha de haber un juicio universal, en el que todos los hombres reunidos seremos juz-
gados.
Pero ¿á qué fin, se dirá, este juicio universal, si el hombre está ya juzgado y senten-
ciado desde el momento en que espiró, y la sentencia que se dió entonces jamás se ha de
revocar? A esta réplica bastaría responder, que Dios lo ha dispuesto así, y que á los
hombres no nos toca disputar, sino adorar sus disposiciones soberanas; pero hay además
muchos y poderosos motivos para este juicio universal. Primero. Justificar la divina
Providencia, y vengarla de los insultos que sufre de tantos nécios que blasfeman lo que
ignoran, como dice el Apóstol San Júdas4. En él verán todos los hombres que nada ha

1
Pág. 60.
2
Act. VII, 55.
3
Apoc. XIV, 1, 3, 4.
4
Ep. V. 10.

78
Padre Mazo, Catecismo de la doctrina cristiana explicado

sucedido en el mundo, que no haya sido ordenado y dirigido de un modo infinitamente


sabio. Verán por qué muchas veces prosperaba el pecador, mientras que el justo pade-
cía. Verán que Dios es tan poderoso y bueno, que hasta de los mismos males sacaba
bienes. Segundo. Vinidicar la inocecia del justo, y confundir la malicia del pecador. Este
mundo es un país de tinieblas donde todo está confundido. Las cosas suceden igual-
mente al bueno y al malo, y con demasiada frecuencia los malos nadan en la abundan-
cia, mientras que los buenos están sumergidos en la pobreza. En aquel día de luz univer-
sal, se verá lo que era cada uno de los hombres, se hará justicia, y se dará al bueno el
honor que le era debido, y al malo la confusión que merecía. Tercero. Premiar ó castigar
á todo el hombre. Aunque en la muerte el alma pasa á recibir su premio ó su castigo, el
cuerpo se queda pudriéndose en un sepulcro sin ser premiado ni castigado; y es muy
justo que el cuerpo, que ha sido compañero del alma en la virtud ó el vicio, lo sea tam-
bién en el premio ó el castigo. Esto se verificará en el día del juicio universal. Cuarta.
Completar el premio del justo, y el castigo del pecador. Hay obras tan buenas, que esta-
rán edificando y aumentando el premio del que las hizo hasta el fin del mundo; y las hay
tan malas, que también estarán escandalizando y aumentando el castigo del que las eje-
cutó, hasta el fin del mundo. La doctrina y ejemplos de los buenos continuará después
de su muerte cooperando á la formación de otros buenos, y la doctrina y ejemplos de los
malos, también continuarán después de su muerte cooperando á la formación de otros
malos. La doctrina y ejemplo de los Apóstoles, santos Padres y demás virtuosos conti-
nuarán produciendo frutos de santidad, y también la doctrina y ejemplo de los herejes,
apóstatas y demás escandalosos continuarán produciendo frutos de iniquidad. Pues en
aquel último día se completará toda justicia. Se premiarán hasta los últimos frutos de las
buenas obras de los justos, y se castigarán hasta los últimos escándalos de las malas
obras de los pecadores. Por estos motivos y otros muchos que alcanzan á conocer los
hombres, y otros infinitos que solo conoce Dios, habrá al fin del mundo un juicio uni-
versal, en el que Jesucristo juzgará á los vivos y á los muertos, esto es, á todos los hom-
bres.
Y entónces ¿han de resucitar todos los muertos? -Sí, Padre, con los mismos cuerpos
y almas que tuvieron.
Dos venidas del Hijo de Dios se anunciaban en en el antiguo Testamento. Una á re-
dimir el mundo, y otra á juzgarle. Ya se cumplió la primera, y vino como un cordero á
ser sacrificado en la Cruz por la redención de los hombres. Al fin del mundo se verifica-
rá la segunda, y vendrá como un juez á tomar cuenta á los hombres del fruto de su re-
dención. A la primera precedieron las señales de su misericordia, y á la segunda prece-
derán las de su justicia. La paz del universo anunció la primera, y la destrucción del
universo anunciará la segunda.

79
Padre Mazo, Catecismo de la doctrina cristiana explicado

En efecto, á la venida del Hijo de Dios á juzgar á todos los hombres, precederá la
destrucción del universo; pero… ¡qué terrible es la pintura que nos hacen de ella los
libros santos! Habrá entonces, nos dicen1, gran tribulación, cual no hubo desde el prin-
cipio del mundo. Se levantarán gentes contra gentes y reinos contra reinos. Sucederán
espantosos terremotos por todas partes. Las hambres, las pestes y las guerras desolarán
el universo. Bramarán los mares de un modo horroroso, y sus embravecidas olas que-
rrán tragarse el mundo. Aparecerán señales espantosas en el cielo. Se oscurecerá el sol,
la luna no dará su luz, ni brillarán las estrellas. Se conmoverá todo el orbe, y se bambo-
leará como edificio desquiciado. Tras de todo esto vendrá un diluvio de fuego que le
envolverá en sus llamas. Los pueblos y los reinos; los hombres y los animales, todo lo
que tiene vida y todo lo que no la tiene, en suma, todo lo que puede arder, será abrasado
y consumido por este horroroso fuego. Tal será el fin de este mundo que tanto nos en-
canta.. Todo será reducido á pavesas, y todo quedará en un profundo silencio; pero aún
no bajará enterces el Juez Soberano. Antes resucitarán todos los muertos.
El Omnipotente, que con solo su querer sacó el mundo de la nada hará oir su pode-
rosa voz á todos los hombres, desde Adan hasta su último descendiente y en un mo-
mento todos resucitaremos. Nuestros cuerpos volverán á ser formados del mismo polvo
á que fueron reducidos y nuestras almas, bajando unas del cielo, viniendo otras del pur-
gatorio y del limbo, y subiendo otras del infierno, volverán á unirse con sus mismos
cuerpos y á formar los mismos hombres.
Resucitados así todos los muertos, el Soberano Juez bajará de lo más alto del cielo
con gran poder y majestad. Vendrá rodeado de todos los ángeles y fijando su augusto
trono sobre todos los hombres del mundo, reunidos bajo de sus piés, principiará el jui-
cio. Se abrirán los libros2, esto es, las conciencias de todos, y en un momento quedarán
patentes á la vista de todos. ¡Qué confusión tan horrible para aquellos que no hubiesen
conservado la inocencia, ó borrado sus culpas con una verdadora penitencia! Conocidas
de todos las conciencias que todos, mandará el Juez Soberano á sus ángeles que separen
los malos de los buenos, y que reunan todos los malos á su izquierda y todos los buenos
á su derecha. ¡Separación lastimosa! Hecha esta separación, el Soberano Juez se volverá
á los que estén á su derecha, y con aquel semblante que llena de gloria los cielos y de
gozo á los ángeles, venid, les dirá3: Venid, benditos de mi Padre, á poseer el reino que
os está preparado desde el principio del mundo; y volviéndose después á los que estén á
su izquierda, hechando sobre ellos una mirada de terror: Apartaos, dirá, apartaos de Mí,
malditos, al fuego eterno que está preparado para el diablo y sus ángeles. Pronunciada la

1
Matth: XXIV: Martc. XIII. Luc. XXI.
2
Apoc. XX, 12.
3
Matth. XXXV, XXXVI, XLI.

80
Padre Mazo, Catecismo de la doctrina cristiana explicado

sentencia, á un tiempo se abrirán cielo é infierno para recibir cada uno los que los perte-
nezcan. Los justos mezclados con los ángeles y enagenados de gozo, subirán con Jesu-
cristo á reinar eternamente en el cielo; y los réprobos; cubiertos de palidez y atropella-
dos por los demonios, caerán con ellos en el infierno para ser atormentados en él eter-
namente. Desde este momento todo quedará fijo para siempre. Los justos siempre esta-
rán ya en el cielo, y los réprobos en el infierno.
También el universo quedará fijo para siempre. Purificado por el fuego, y cesando
sus movimientos, presentará un espectáculo admirable por toda la eternidad. Esa inmen-
sa bóveda del cielo, que ahora se ostenta tan hermosa á nuestra vista, desembarazada
entonces de nubes y de sombras, presentará una nueva e indecible hermosura; y esa
multitud de astros que giran ahora sobre nuestras cabezas, fijos entonces cada uno en su
lugar, se manifestarán incomparablemente más luminosos y brillantes. La luz de la luna
será como el sol, dice el profeta Isaías1, y la del sol siete veces más que ahora. Lo mis-
mo sucederá á las estrellas y demás astros. Todos presentarán una claridad y hermosura
inconcebibles, y todos arrojarán sobre la tierra tanta luz, que la tierra brillará como los
astros. ¡Qué espectáculo tan hermoso no presentará entonces el orbe!
Los bienaventurados gozarán también de este espectáculo. Así como los ojos de su
espíritu tendrán un gozo particular en ver la hermosura de todos los espíritus, así tam-
bién los ojos de su cuerpo le tendrán en ver la hermosura de todos los cuerpos, porque
los bienaventurados no solamente verán á Dios cara á cara, y gozarán contínua y eter-
namente de aquella hermosura infinita: no solamente verán la hermosura de la sacratí-
sima humanidad de Jesucristo, de la Santísima Vírgen, de todos los ángeles, y de todas
las almas y cuerpos gloriosos, y gozarán plenamente de ella; sino que verán también y
se recrearán con la hermosura del sol, de la luna, de las estrellas, de los planetas y de
todos los astros, con la hermosura de esos cielos inmensos que nos cubren, y de ese
prodigioso globo que nos sostiene. ¡Oh cristianos, qué grande, qué hermosa, que rica es
nuestra herencial ¡Dios eterno, nuestra alma desfallece al contemplar los tesoros de glo-
ria que teneis preparados para los que os sirven y aman!
¿Qué creis cuando decís: creo la comunión de los santos? -Que los fieles tienen
parte en los bienes espirituales de los otros como miembros de un mismo cuerpo, que es
la Iglesia
Para inteligencia de esta respuesta es necesario saber que todas las obras buenas he-
chas en estado de gracia Son meritorias, propiciatorias, impetratorias y satisfactorias.
Son meritorias, porque la persona que las hace, merece por ellas un aumento de gloria,
mayor ó menor en proporcion á la mayor ó menor bondad de la obra; pero este aumento

1
XXX, 26.

81
Padre Mazo, Catecismo de la doctrina cristiana explicado

de gloria es propio del que hace la buena obra, y no tienen parte en él los demás fieles.
Por consiguiente las obras buenas en cuanto meritorias, no pertenecen á la comunión de
los santos. Son propiciatorias, porque aplacan la ira del Señor y contienen su divina
justicia. La oración del justo penetra en el cielo, y sus obras suben como el humo del
incienso hasta el trono del Señor á aplacar su ira. ¡Ah! ¿Qué sería de los pecadores sin la
protección de los justos? ¿Cuántas veces habría acabado el Señor con el ingrato Israel,
si el justo Moisés no se hubiera postrado en su presencia, intercediendo por él? Pero
¡qué digo! el mundo entero no subsiste sino por atención á los justos, y acabados éstos
se acabaría el mundo. Es admirable el pasaje que sobre este punto nos refieren los libros
santos.1.
Estando un día el Patriarca Abraham sentado á la puerta de su pabellón ó tienda, á la
hora de las doce, alzó los ojos y vió cerca de sí tres varones que le parecieron peregri-
nos, y como era tan caritativo, corrió á ellos y les suplicó que no pasasen adelante sin
tomar algún refrigerio en su tienda. Ellos aceptaron y el Santo Patriarca los presentó una
mesa abundante, que sirvió por sí mismo, aunque tenía multitud de criados. Acabada la
comida, se levantaron y tomaron el camino de la ciudad de Sodoma, y Abraham. salió
acompañándoles para despedirlos. Eran los peregrinos tres ángeles que iban á reducir á
cenizas las cinco ciudades del valle de Pentápolis, Sodoma, Gomorra, Adama, Seboin y
Segor, porque el clamor de sus abominaciones había subido hasta el cielo, pidiendo jus-
ticia, y el Señor había determinado hacerla ejemplar y ruidosa. Los dos se adelantaron, y
el tercero, que representaba al Señor, siguió con Abraham, y le manifestó el castigo que
iba á ejecutar con aquellas ciudades corrompidas. Abraham, se estremeció al oirlo, y
entre el temor y el respeto se determinó á decirlo; ¿Pues qué, Señor, perdereis al justo
con el impio? Esto no es propio de Vos, que juzgais en justicia toda la tierra. Si hubiera
cincuenta justos en Sodoma, ¿no la perdonaréis por amor á estos cincuenta? Y el Señor
le respondió: Si hallare cincuenta justos en Sodoma, por ellos perdonaré á toda la ciu-
dad. Ya que he principiado, dijo Abraham, hablaré otra vez á mi Señor, aunque soy pol-
vo y ceniza. Y si halláreis cinco menos de cincuenta ¿la destruiréis? Y dijo el Señor: No
la destruiré si hallare cuarenta y cinco. Pero, si halláreis cuarenta ¿qué hareis? -No la
destruiré por miramiento á los cuarenta. -Os ruego, Señor, que no lleveis á mal que aún
hable. ¿Qué haréis si en ella halláreis treinta? -No la destruiré si hallare treinta.-¿Y si
hallaréis veinte? -No la destruiré por los veinte. -Os pido, Señor, que no os enojéis si
hablo todavía otra vez: ¿Qué haréis si hallaseis en ella diez justos? -No la destruiré por
amor á los diez justos. -Cesó de hablar Abraham, y desapareció el Señor, Abraham no
se determinó á pasar más adelante con sus súplicas, ya por el sumo respeto que le cau-

1
Gen. XVIII.

82
Padre Mazo, Catecismo de la doctrina cristiana explicado

saba el Señor, y ya porque creía que en una ciudad tan populosa como Sodoma no deja-
ría de haber siquiera diez justos; pero desgraciadamento no se hallaron sino cuatro, que
fueron su sobrino Loth, la mujer de este y sus dos hijas; y el Señor llevó á efecto su
castigo1.
En este memorable pasaje vemos que diez justos habrían vastado para salvar á una
ciudad tan populosa y criminal como Sodoma, y si Abraham hubiera bajado á cinco,
acaso habríamos visto que bastaban cinco justos para salvarla. ¡Oh cristianos! ¡Cuánto
puede en la estimación de Dios la presencia de los justos! ¡Cuánto interesa á los hom-
bres, á los pueblos y á los reinos abrigar justos en su seno! ¡Cuánto deberíamos desear
todos los hombres que se aumentase este precioso número!. Y cuánto no deberíamos
trabajar cada uno de nosotros por portenecer á él; Los justos cubren con un escudo á los
pecadores y á los pueblos en que habitan; suspenden los rayos de la divina justicia que
sus delitos provocan; y les consiguen de su misericordia tiempo para convertirse; y esto
quiere decir que las obras de los justos, ó de los que están en gracia de Dioa, son propi-
ciatorias, y pertenecen á la comunión de los santos.
También son impetratorias, porque nos alcanzan del Señor gracias de conversión y
de perseverancia. Así como las malas obras piden al cielo castigos, así también las bue-
nas piden al cielo bendiciones y gracias. El fratricidio de Cain provocó las maldiciones
del cielo sobre toda su descendencia hasta que vino á hundirse en el diluvio, es decir,
por quince siglos y medio y la sangre inocente de Abel atrajo sus bendiciones sobre
Seth y sus descendientes por más de catorce. La santidad de los Patriarcas fué un ma-
nantial de felicidades para el pueblo de Israel, y la de los primeros cristianos lo fue para
el universo. Las virtudes de unos fieles alcanzaban del cielo gracias para formar otros
fieles, y la constancia de unos mártires para preparar otros mártires. Es un hecho que la
santidad y la sangre de los primeros cristianos contribuyó maravillosamente á la conver-
sión del universo. Los santos Padres atribuyen á la sangre de San Estéban la conversión
de San Pablo; y apenas habrá español que no sepa que la sangre de San Hermenegildo
nos alcanzó del Señor la conversión de toda la nación goda y la extirpación de la herejía
arriana en todo nuestro reino. Tanto pueden para con Dios las buenos obras. Ellas atraen
sobre la tierra las bendiciones del cielo; ellas alcanzan á los pecadores gracias para con-
vertirse, y á los justos para sostenerse en la virtud y adelantar en el camino de la salva-
ción: por eso se llaman impetratorias, y pertenecen también á la comunión de los santos.
Finalmente, son safisfactorias, porque pagan la justicia divina aquella pena temporal
que queda después de perdonada la culpa. Las obras buenas, en cuanto satisfactorias,
aprovechan, *si se las aplicamos,* á las almas del purgatorio para pagar más pronto su

1
Gen. XIX, 24.

83
Padre Mazo, Catecismo de la doctrina cristiana explicado

deuda, y á los fieles que están en gracia de Dios, para satisfacer en esta vida las penas
temporales que puedan deber por sus culpas ya perdonadas; mas no aprovechan á los
fieles que están en pecado mortal, porque es evidente que no se puede perdonar la pena
temporal que queda después de perdonada la eterna, hasta que no se haya perdonado la
eterna, saliendo del pecado mortal que la motiva. Sin embargo1, las buenas obras del
pecador, hechas sin efecto actual al pecado, *es prohable que, cuando se quite el óbice
de la culpa*, pueden satisfacer la pena temporal de otros pecados ya perdonados, y por
eso el pecador, aún hallándose en el infeliz estado de pecado mortal, debe hacer obras
buenas, no sólo para detener el golpe de la ira del Señor y alcanzar de su piedad que lo
saque de tan infeliz estado, sinó también para satisfacer á su divina Justicia por los pe-
cados perdonados.
De todo lo dicho se sigue que los unos fieles tenemos parte en las buenas obras de
los otros, en cuanto son propiciatorias, impetratorias y satisfactorias. En cuanto son me-
ritorias sólo aprovechan al que las hace, si está en gracia de Dios, porque el que se halla
en pecado mortal, nada absolutamente merece por más buenas obras qué haga. Aunque
yo hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, decía San Pablo2; aunque tuvie-
ra el don de profecía; aunque conociera todos los misterios y poseyera toda la ciencia;
aunque tuviera tanta fé que trasladara los montes; y aunque distribuyera todos mis bie-
nes á los pobres y entregara mi cuerpo para ser quemado, si no tuviero caridad, esto es,
si no estuviese en gracia de Dios, nada soy, nada me aprovecha. Soy como metal que
suena, ó campana que retiembla. ¡Pintura lastimosa del hombre que está en pecado
mortal! ¡Estado deplorable, que no debiera permitirle un momento de sosiego hasta salir
de él! ¡Estado que le reduce á un miembro muerto del cuerpo vivo de la Iglesia.
¿Quién es la Iglesia? -Es la congregación de los fieles cristianos cuya cabeza es el
Papa.
La Iglesia es la sociedad más admirable y magnífica que hay en todo lo criado, por-
que se compone de todos los ángeles y santos del cielo, de todas las almas del purgato-
rio, y de todos los fieles cristianos del mundo. A la porción de esta sociedad compuesta
de los ángeles y santos del cielo, llamamos Iglesia triunfante, porque triunfan en él co-
ronados de gloria. A la de las almas del purgatorio, llamamos Iglesia purgante, porque
se purifican en él de las manchas que no lavaron en esta vida con la penitencia, Y á la de
los fieles cristianos, llamamos Iglesia militante, porque caminan por este destierro á su
pátria que es el cielo, peleando, como militares, con sus enemigos del mundo, el demo-
nio y la carne. Estas tres Iglesias, militante, purganta y triunfante, componen la Iglesia

1
*S. Lig. Op. M. 1, 6, n. 523.*
2
I. Cor. XIII, I et sep.

84
Padre Mazo, Catecismo de la doctrina cristiana explicado

de Dios, y se comunican entre sí como miembros de un mismo cuerpo místico, cuya


cabeza soberana es Jesucristo. ¡Dichosa comunicacion que nos une espiritualmente con
todos los amigos de Dios en su Hijo Jesucristo.
En virtud de esta comunicación, los ángeles interceden y ruegan á Dios por nosotros
y le ofrecen nuestras oraciones y buenas obras. Jacob en su misterioso sueño1 vió una
escala que llegaba desde la tierra hasta el cielo, y ángeles del Señor que subían y baja-
ban continuamente por ella, para significar que estos espíritus celestiales llevan al cielo
nuestras oraciones y buenas obras, las presentan acompañadas de sus súplicas y méritos
á los pies del trono de Dios, y nos consiguen y traen á la tierra gracias y mercedes. En
virtud de esta misma comunicación, se interesan también y ruegan por nosotros los
santos. El Sumo Pontífice Onías2 se apareció en el aire á Judas Macabeo orando por
todo el pueblo, y extendiendo sus manos en ademán de protejerle y si tanto se interesaba
por su pueblo este santo Pontífice estando aún en el limbo, ¿cuánto no se interesarán y
rogarán por nosotros los santos que están en el cielo? En virtud de esta comunicación,
también nosotros honramos, por nuestras parte, á los ángeles y á los santos, colocando
sus imágenes en los templos, adornando con ellas nuestras habitaciones, y llevándolas
sobre nuestro pécho. Les ofrecemos nuestros cultos y nuestros votos; les tomamos por
nuestros patronos é intercesores y les dirigimos nuestras súplicas y nuestras pretensio-
nes, para que, como amigos de Dios, las presenten á su Divina Majestad y sean bien
despachadas.
Esta misma comunicación se verifica con respecto á las ánimas del purgatorio. Los
ángeles y los santos piden á Dios por ellas, y desean ardientemente que salgan de sus
penas y suban á acompañarles en la Gloria. Nosotros ofrecemos á Dios por ellas oracio-
nes, limosnas, ayunos, trabajos, y sobre todo el Santísimo Sacramento del Altar. Y ellas,
seguras de su eterna felleidad, desean con ánsia la nuestra, y cuando son trasladadas al
cielo aumentan con su gloria la de los ángeles y los santos y con sus ruegos y nuestra
protección, y en particular la de aquellos que han contribuído con sus buenas obras á
acelerar la conclusión de sus penas, y adelantar su entrada en la gloria. De este modo se
verifica que entre las Iglesias militante, triunfante y purgante haya una comunicación de
bienes, como entre miembros de su mismo cuerpo, cuya visible y divina cabeza es Jesu-
cristo.
A más de la comunicación que hay entre estas tres Iglesias que componen la Iglesia
de Dios, hay otra entre los miembros de cada una de ellas. Los ángeles y los santos del
cielo se comunican mútuamente su felicidad, y cada uno participa de la gloria de todos

1
Gen. XXVIII, 12.
2
2, Mach. XV, 12.

85
Padre Mazo, Catecismo de la doctrina cristiana explicado

los demás. Las almas del purgatorio participan de la dulce esperanza de todas sus com-
pañeras: en medio de sus penas se consuelan mútuamente al contemplarse destinadas
todas á ver á Dios y gozarle eternamente en el cielo. Y los fieles cristianos, nos comuni-
camos, según se ha dicho en la explicación anterior, nuestros bienes espirituales, como
miembros de un mismo cuerpo, cuya cabeza visible es el Papa.
¿Quién es el Papa? -El sumo Pontifice de Roma, Maestro infalible en las cosas to-
cantes á la fé y á las costumbres cuando enseña á la Iglesia universal, y Vicario de
Cristo en la tierra, á quien todos estamos obligados á obedecer.
Jesucristo es el buen Pastor, que dio su vida en una cruz por sus ovejas; es el Pastor
de nuestras almas, que las compró á precio de su sangre; pero este Pastor divino, con-
sumada la obra de nuestra redención, debía ausentarse de la tierra, y volverse al cielo de
donde había venido, y para no dejar á su amado rebaño sin un Pastor visible que le guia-
se por entre los infinitos peligros y extravíos de este mundo al reino de los cielos, eligió
entre los Ápóstoles á San Pedro; y le encomendó el desempeño de este glorioso y su-
premo cargo.
La tercera vez que Jesucristo, después de su Resurrección, se apareció á sus Após-
toles y discípulos, dirigiéndose á San Pedro, le hizo estas preguntas: 1 Simón, hijo de
Juan (así se llamaba también San Pedro), ¿me amas más que éstos? Sí, Señor, respon-
dió, Vos sabéis que os amo. Apacienta mis corderos. Otra vez volvió á preguntarle: Si-
món, hijo de Juan, ¿me amas? Sí, Señor, respondió, Vos sabeis que os amo. Apacienta
mis corderos. Insiste tercera vez en su pregunta y le dice: Simón, hijo de Juan ¿me
amas? Estristecióse entonces San Pedro, y creyendo que el Señor desconfiaba de su
amor cuando tantas pruebas le pedía, respondió afligido: Vos, Señor, sabeis todas las
cosas, Vos sabeis que os amo. Apacienta mis ovejas. Con estas palabras tan breves y
amorosas, como llenas de poder y autoridad, encomendó á San Pedro y en él á todos sus
legítimos Sucesores, no solamente los fieles significados en los corderos, sino también
los Pastores, representados en las ovejas. Le constituyó Apóstol de los Apóstoles, Obis-
po de los Obispos, Príncipe de los Príncipes de la Iglesia, y Pastor universal de todo el
rebaño y de todos los Pastores del rebaño. En fin, le declaró, no su sucesor, porque na-
die puede serlo de Jesucristo, sino su Vicario y Cabeza visible de la Iglesia, de quien el
mismo Jesucristo es cabeza invisible. Y como la Iglesia debe existir hasta el fin de los
siglos, según su divina promesa, y ser siempre visible, también debe existir hasta enton-
ces su cabeza visible, no en la persona de San Pedro, que, siendo mortal, pagó en Roma
hace muchos siglos su tributo á la muerte, sino en sus legítimos Sucesores, que son los

1
Joann. XXI, 15, 16, et 17.

86
Padre Mazo, Catecismo de la doctrina cristiana explicado

Obispos de Roma, á los que llamamos Papas, que quiere decir Padres, porque lo son de
todos los cristianos, á quienes todos los cristianos estamos obligados á obedecer.
*Se ha dicho «Maestro infalible en lo que toca á la fé y á las costumbres cuando en-
seña á la Iglesia universal;» porque éste es dogma de fé, definido el año 1870 en el
Santo Concílio Vaticano. Ha sucedido con esta verdad, lo que con la Inmaculada Con-
cepción y anteriormente con otras muchas; que aunque la Iglesia lo ha creido desde sus
principios, pero no ha declarado ser dogma de fé, de suerte, que no sea católico quien no
lo crea, sino cuando las circunstancias lo han pedido. Nótese que «infalible» no quiera
decir «impecable»; y que tampoco se dice que en nada puede errar, porque puede equi-
vocarse, como otro cualquiera hombre, en sus juicios ó negocios particulares. Más como
Jesucristo le dió, en la persona del Apóstol San Pedro, sus veces para enseñar á todos
los fieles su doctrina y el camino del cielo, claro es que no había de permitir que ense-
ñase á la Iglesia una cosa por otra.*
*Hay algunos que cuando á ellos no les gusta lo que el Papa manda creer ó tener,
luego buscan evasivas y dicen que aquello no pertenece á la fé y á las costumbres; pero
es querer hacerse ellos maestros del Papa, lo cual es un pecado mortal de los más gra-
ves. Véanse en particular las enseñanzas del Papa en este siglo, y cada cual podrá exa-
minar delante de Dios su propia conciencia. En cuanto á obedecer, ha definido el mismo
Santo Concilio que se entiende no solo en las cosas de fé y costumbres, sino también en
las de disciplina ó del régimen de la Iglesia Católica.*
Además del Credo y los Artículos de la fé ¿creeis otras cosas? -Si, Padre, todo lo
que está en la Sagrada Escritura, y cuanto Dios tiene revelado á su Iglesia.
Todos los cristianos estamos obligados sopena de condenación eterna, á creer y con-
fesar todo lo que está en la Sagrada Escritura y cuanto Dios ha revelado á su Iglesia,
pero no de un mismo modo. Debemos creer y confesar los misterios y verdades conte-
nidas en el Credo, no solamente en general, sino también en particular, sabiendo distin-
guir un misterio de otro misterio, y una verdad de otra verdad, y creyendo y confesando
cada misterio y cada verdad en particular diciendo. Creo en Dios Padre Todopodero-
so… y así todos los demás misterios y verdades del Credo; y esto se llama creer con fé
explícita ó expresa. Lo demás que se contiene en la Sagrada Escritura, y que Dios tiene
revelado á su Iglesia, bastará que lo creamos y confesemos en general, diciendo: Creo y
confieso todo lo que creo y confiesa nuestra santa madre la Iglesia católica, apostólica,
romana; y esto se llama creer con fé implícita ó incluida en la fé de la Iglesia. Y de este
modo estamos obligados los cristianes á creer y confesar todo lo que está en la Sagrada
Escritura, y cuanto Dios tiene revelado á su Iglesia1.

1
Véanse las explicaciones de los fólios 22, 24, 25, 26, 27, 28, 29, 42 y 43.

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Padre Mazo, Catecismo de la doctrina cristiana explicado

¿Qué cosas son esas? -Eso no me lo pregunteis á mi que soy ignorante, doctores
tiene la santa madre Iglesia que lo sabrán responder.
-Bien decís que á los doctores conviene, y no á vosotros, dar cuenta por extenso de
las cosas de la fé: á vosotros bástaos darla de los Artículos como se contienen en el
Credo1.

1
*Véase el Apéndice.*

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Padre Mazo, Catecismo de la doctrina cristiana explicado

EXPLICACION DE LA LAMINA

*Jesucristo, nuestro Señor, en el huerto de Getsemaní ó de las Olivas, orando al Pa-


dre celestial, y encargando á los Apóstoles: «Velad y orad, para que no caigais en la
tentacón»1. Como Dios que es, no necesita orar; pero quiere darnos ejemplo. –El Angel
se aparece ofreciénlole el Cáliz de la Pasión: el Señor, para probar en Sí nuestras mise-
rias, siente repugnancia, hasta agonizar y sudar sangre. Padre, dice orando, si es posible,
pase de Mí este cáliz; mas luego, unido á la voluntad del Padre, añade: «Pero no se haga
mi voluatad, sino la tuya.» Así dispuesto, bebe el cáliz de la Cruz, y salva el mundo.
-Los Apóstoles duermen en tiempo de orar: y caen en la tentación abandonando á su
Maestro. Lección importantísima! Que es preciso orar para no pecar. Jesucristo nos
enseñó el modo. Y esto se explica en la Segunda parte del Catecismo.*

1
*Matth. XXVI, 41.*

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Padre Mazo, Catecismo de la doctrina cristiana explicado

Velad y orad para que no caigais en la tentación. Matth. XXVI, 41.

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