Antropología y Feminismo, Henrietta L. Moore

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Uno

de los objetivos del presente libro consiste en demostrar que la crítica


feminista en antropología ha sido, y seguirá siendo, fundamental en la
evolución teórica y metodológica de la disciplina general. La crítica feminista
no se basa en el estudio de la mujer, sino en el análisis de las relaciones de
género y del género como principio estructural de todas las sociedades
humanas. No es, sin embargo, el propósito de la obra criticar el carácter
androcéntrico de la antropología social, ya que no mira hacia atrás, hacia los
logros ya adquiridos, sino hacia adelante, hacia el futuro de la antropología
feminista y de sus aportaciones a determinadas áreas de la disciplina.
Henrietta L. Moore

Antropología y feminismo

Feminismos - 3

ePub r1.1

Titivillus 14-11-2020
Título original: Feminism and Anthropology

Henrietta L. Moore, 1998

Traducción: Jerónimo García Bonafé

Editor digital: Titivillus

ePub base r2.1


Feminismos

Consejo asesor:

Giulia Colaizzi: Universidad de Minnesota.

María Teresa Gallego: Universidad Autónoma de Madrid.

Isabel Martínez Benlloch: Universitat de Valencia.

Oiga Mella Puig: Instituto de la Mujer de Madrid.

Mary Nash: Universidad Central de Barcelona.

Verena Stolke: Universidad Autónoma de Barcelona.

Amelia Valcárcel: Universidad de Oviedo.

Matilde Vázquez: Instituto de la Mujer de Madrid.

Dirección y coordinación: Isabel Morant Deusa: Universitat de Valencia.


A mi madre
Prólogo y agradecimientos

La redacción del presente libro se ha visto jalonada por las expresiones de


espanto, de júbilo, de ánimo y de envidia manifestadas por mis amigos y
colegas al enterarse de que me había embarcado en esta aventura. Es pecar
indudablemente de impertinencia y de temeridad escribir un libro titulado
«Feminismo y Antropología». No existe acuerdo alguno sobre la definición de
los dos términos en cuestión. Múltiples son los feminismos, como múltiples
son las antropologías. Este libro no es, ni podría haber sido bajo ningún
concepto, una crónica exhaustiva y definitiva del feminismo ni de la
antropología, y menos aún de las «relaciones» entre ambos.

Normalmente se da por supuesto que los libros de feminismo son «libros de


mujeres» o libros «sobre mujeres». Este hecho proporciona al lector reticente
una excusa perfecta para mantenerse al margen de las cuestiones abordadas
en ellos y, en ocasiones, justifica su total rechazo. Establecer una
equivalencia entre las inquietudes del feminismo y las preocupaciones de la
mujer ha sido una de las estrategias aplicadas en ciencias sociales con vistas
a marginar la crítica feminista. Esta marginación carece por completo de
justificación, y uno de los objetivos del presente libro consiste en demostrar
que la crítica feminista en antropología ha sido, y seguirá siendo, fundamental
en la evolución teórica y metodológica de la disciplina general. La crítica
feminista no se basa en el estudio de la mujer, sino en el análisis de las
relaciones de género y del género como principio estructural de todas las
sociedades humanas. Por este motivo, me atrevería a decir que este libro no
se ocupa en ningún caso de criticar el carácter androcéntrico de la
antropología social, ya que no mira hacia atrás, hacia los logros ya adquiridos,
sino hacia adelante, hacia el futuro de la antropología feminista y de sus
aportaciones a determinadas áreas de la disciplina.

La estructura del libro sigue un cierto modelo narrativo histórico. El capítulo


1 cuenta la historia de la relación entre feminismo y antropología. El capítulo
2 aborda los distintos debates sobre género, asimetría sexual y dominio
masculino, y examina de qué manera alimentan estas cuestiones la polémica
sobre la universalidad y el futuro de los estudios antropológicos comparativos.
Estos debates, los «primeros» discutidos en el foro de la antropología
feminista, todavía no están cerrados, y es muy probable que en los próximos
años se multiplique la publicación de obras de interés sobre el simbolismo del
género —con nuevo material sobre la masculinidad— y sobre la desigualdad
entre sexos. El capítulo 3 trata la relación entre la antropología marxista y la
antropología feminista y valora el impacto de esta última en áreas
tradicionales de la investigación antropológica, tales como la propiedad, la
herencia y la división sexual del trabajo. Estos debates fueron especialmente
importantes a finales de los 70 y principios de los 80, y forman parte de un
giro más general que tuvo lugar por entonces dentro de la disciplina. El
capítulo 4 se ocupa de los debates relativos al auge del capitalismo y a la
consiguiente transformación de las modalidades laborales y de la división
sexual del trabajo. Se discuten asimismo las teorías feministas sobre la
relación entre tareas productivas y reproductoras en un sistema capitalista, y
se demuestra que datos procedentes de países no occidentales pueden
proporcionar nuevas bazas en la reanudación de viejos debates. El capítulo
concluye con una discusión sobre los cambios experimentados por la familia.
El capítulo 5 presenta material acerca de la mujer y del Estado, que
constituye sin lugar a dudas el aspecto «más nuevo» y fascinante de la
perspectiva feminista en antropología; y recoge puntos de vista expuestos en
capítulos anteriores para indicar las áreas de la disciplina que probablemente
se beneficiarán más en el futuro de las aportaciones de la antropología
feminista. Ofrece asimismo datos sobre los cuales es posible erigir una crítica
de la teoría y de la política feministas.

Soy perfectamente consciente de que al escribir este libro he dado prioridad a


algunas áreas de la investigación antropológica en detrimento de otras. La
única justificación es el problema de espacio y mi empeño por tratar de
demostrar el valor de la crítica feminista en antropología a través de un
desarrollo de temas coherentes y no de la enumeración de las consecuencias
del feminismo en todas las ramas de la disciplina. Así, la atención prestada a
«ritos» y «rituales», una de las áreas clave del estudio antropológico, es muy
reducida. Algunos antropólogos lamentarán tal vez está importante omisión,
pero creo que los interesantes logros obtenidos en estas áreas con respecto a
la crítica feminista en la disciplina se han cubierto correctamente en el
capítulo 2, concretamente en el apartado dedicado al enfoque simbólico del
género. Soy asimismo consciente del escaso interés mostrado por el papel de
la religión en la vida social y solo me cabe esperar que otros autores
emprendan la ardua tarea de explicar el impacto de la crítica feminista en
este campo.

Escribir, como reconocen todos los autores, es un trabajo de grupo, y en mi


caso esto es más cierto que nunca, ya que la mayoría de ideas y enfoques
teóricos se basan directamente en la obra de otros especialistas en
feminismo. Aquellas personas que ya estén familiarizadas con el material
antropológico comprobarán claramente que me he inspirado mucho en
trabajos realizados por varias antropólogas feministas. No podía ser de otra
manera: sin el brillante trabajo llevado a cabo por estas mujeres habría sido
imposible escribir este libro, pues no habría antropología feminista alguna
sobre la que escribir. He citado profusamente a todas estas mujeres y espero
que, si en algún caso, he olvidado referirme a ellas directamente, comprendan
que no por ello siento que mi deuda para con ellas es menor. También me
gustaría mostrar mi agradecimiento a muchos antropólogos que no se
consideran, ni querrían ser considerados, feministas y a muchos especialistas
de otras disciplinas que ciertamente no querrían ser calificados de
antropólogos.

Quiero dejar constancia asimismo de la enorme ayuda y apoyo que he recibido


de muchos amigos y colegas durante la redacción de esta obra. Doy
especialmente las gracias a Michelle Stanworth, que fue la primera en
animarme a escribir este libro, y que se ha convertido en mi salvadora a
través de su perspicacia intelectual y de su gran habilidad editorial. También
doy las gracias a Margaret Jolly y a Megan Vaughan por comentar el borrador
final del manuscrito y a Anne Farmer por mecanografiarlo, así como a todas
aquellas personas que me han ofrecido su apoyo y sus consejos.
1. Antropología y feminismo: historia de una relación

La antropología es el estudio de un hombre que abraza a una mujer.

Bronislaw Malinowski

La crítica feminista en antropología social, al igual que en las demás ciencias


sociales, surgió de la inquietud suscitada por la poca atención que la
disciplina prestaba a la mujer. Ante lo ambiguo del tratamiento que la
antropología social ha dispensado siempre a la mujer, no resulta fácil, sin
embargo, dilucidar la historia de esta inquietud. La antropología tradicional
no ignoró nunca a la mujer totalmente.

En la fase de «observación» de los trabajos de campo, el comportamiento de


la mujer se ha estudiado, por supuesto, al igual que el del hombre, de forma
exhaustiva: sus matrimonios, su actividad económica, ritos y todo lo demás
(Ardener, 1975a: 1).

La presencia de la mujer en los informes etnográficos ha sido constante,


debido eminentemente al tradicional interés antropológico por la familia y el
matrimonio. El principal problema no era, pues, de orden empírico, sino más
bien de representación. Los autores de un famoso estudio sobre la cuestión,
analizaron las distintas interpretaciones aportadas por etnógrafos de ambos
sexos acerca de la situación y la idiosincrasia de las aborígenes australianas.
Los etnógrafos varones calificaron a las mujeres de profanas, insignificantes
desde el punto de vista económico y excluidas de los rituales. Las etnógrafas,
por el contrario, subrayaron el papel crucial desempeñado por las mujeres en
las labores de subsistencia, la importancia de los rituales femeninos y el
respeto que los varones mostraban hacia ellas (Rohrlich-Leavitt et al. , 1975).
La mujer estaba presente en ambos grupos de etnografías, pero de forma muy
distinta.

Así pues, la nueva «antropología de la mujer» nació a principios de la década


de 1970 para explicar cómo representaba la literatura antropológica a la
mujer. Este planteamiento inicial se identificó rápidamente con la cuestión del
androcentrismo, en la cual se distinguían tres niveles o «peldaños». El primer
nivel corresponde a la visión personal del antropólogo, que incorpora a la
investigación una serie de suposiciones y expectativas acerca de las
relaciones entre hombres y mujeres, y acerca de la importancia de dichas
relaciones en la percepción de la sociedad en su sentido más amplio.

El androcentrismo deforma los resultados del trabajo de campo. Se dice a


menudo que los varones de otras culturas responden con más diligencia a las
preguntas de extraños (especialmente si son varones). Más grave y
trascendental es que creamos que esos varones controlan la información
valiosa de otras culturas, como nos inducen a creer que ocurre en la nuestra.
Les buscamos a ellos y tendemos a prestar poca atención a las mujeres.
Convencidos de que los hombres son más abiertos, que están más
involucrados en los círculos culturales influyentes, corroboramos nuestras
profecías al descubrir que son mejores informantes sobre el terreno (Reiter,
1975: 14).

El segundo efecto distorsionador es inherente a la sociedad objeto del


estudio. En muchas sociedades se considera que la mujer está subordinada al
hombre, y esta visión de las relaciones entre los dos sexos será la que
probablemente se transmita al antropólogo encuestador. El tercer y último
nivel de androcentrismo procede de una parcialidad ideológica propia de la
cultura occidental: los investigadores, guiados por su propia experiencia
cultural, equiparan la relación asimétrica entre hombres y mujeres de otras
culturas con la desigualdad y la jerarquía que presiden las relaciones entre
los dos sexos en la sociedad occidental. Algunas antropólogas feministas han
demostrado que, incluso en sociedades donde impera la igualdad en las
relaciones entre hombres y mujeres, los investigadores son en muchas
ocasiones incapaces de percibir esta igualdad potencial porque insisten en
traducir diferencia y asimetría por desigualdad y jerarquía (Rogers, 1975;
Leacock, 1978; Dwyer, 1978; véase el capítulo 2 para mayor información
sobre esta cuestión).

Poco debe sorprender, pues, que las antropólogas feministas concibieran su


labor prioritaria en términos del desmantelamiento de esta estructura de tres
niveles de influencias androcéntricas. Una forma de llevar a cabo esta tarea
era centrarse en la mujer, estudiar y describir lo que hacen realmente las
mujeres en contraposición a lo que los varones (etnógrafos e informantes)
dicen que hacen, y grabar y analizar las declaraciones, puntos de vista y
actitudes de las propias mujeres. No obstante, corregir el desequilibrio
creado por el hombre al recoger y consolidar información acerca de la mujer
y de sus actividades, solo era un primer paso, aunque indispensable. El
verdadero problema de la incorporación de la mujer a la antropología no está
en la investigación empírica, sino que procede del nivel teórico y analítico de
la discipliné La antropología feminista se enfrenta, por lo tanto, a una
empresa mucho más compleja: remodelar y redefinir la teoría antropológica.
«De la misma manera que muchas feministas llegaron a la conclusión de que
los objetivos de su movimiento no podían alcanzarse mediante el método de
“añadir mujeres y batir la mezcla”, los especialistas en estudios de la mujer
descubrieron que no se podía erradicar el sexismo del mundo académico con
una sencilla operación de acrecencia» (Boxer, 1982: 258). Los antropólogos
se erigieron sin tardanza en «herederos de una tradición sociológica» que
siempre ha tachado a la mujer de «esencialmente carente de importancia e
irrelevante» (Rosaldo, 1974: 17). Pero reconocieron asimismo que limitarse a
«añadir» mujeres a la antropología tradicional no resolvería el problema de la
«invisibilidad» analítica de la mujer, no eliminaría el efecto distorsionador
provocado por el androcentrismo.

Modelos y silenciamiento

Edwin Ardener fue uno de los primeros en reconocer la importancia del


androcentrismo en el desarrollo de modelos explicativos en antropología
social. Ante este hecho, propuso una teoría de «grupos silenciados», a tenor
de la cual los grupos socialmente dominantes generan y controlan los modos
de expresión imperantes. La voz de los grupos silenciados queda amortiguada
ante las estructuras de dominio y, para expresarse, se ven obligados a
recurrir a los modos de expresión y a las ideologías dominantes (Ardener,
1975b: 21-3). Un grupo de este modo abocado al silencio o neutralizado
(gitanos, niños o delincuentes) puede considerarse un grupo «silenciado», y
las mujeres solo son un ejemplo entre otros. Según Ardener, el
«silenciamiento» es fruto de las relaciones de poder que se establecen entre
grupos sociales dominantes y subdominantes. Su teoría no implica que los
grupos «silenciados» permanezcan realmente callados, ni que sean
necesariamente ignorados por la investigación empírica. Como el propio
Ardener señala, el que las mujeres hablen muchísimo y el etnógrafo estudie
minuciosamente sus actividades y responsabilidades, no impide que sigan
«silenciadas», dado que su modelo de la realidad, su visión del mundo, no
puede materializarse ni expresarse en los mismos términos que el modelo
masculino dominante. Las estructuras sociales eminentemente masculinas
inhiben la libre expresión de modelos alternativos y los grupos dominados
deben estructurar su concepción del mundo a través del modelo del grupo
dominante. Para Ardener, el problema del silenciamiento es un problema de
comunicación frustrada. La libre expresión de la «perspectiva femenina»
queda paralizada a nivel del lenguaje directo de todos los días. La mujer no
puede emplear las estructuras lingüísticas dominadas por el hombre para
decir lo que quisiera decir, para referir su visión del mundo. Sus
declaraciones son deformadas, sofocadas, silenciadas. Ardener sugiere, por
consiguiente, que las mujeres y los hombres tienen distintas «visiones del
mundo», distintos modelos de sociedad (Ardener, 1975a: 5)[1] . A
continuación, compara la existencia de modelos «masculinos» y «femeninos»
con el problema del androcentrismo en los informes etnográficos.

Ardener alega que los tipos de modelos facilitados por los informantes
varones pertenecen a la categoría de modelos familiares e inteligibles para
los antropólogos. Ello se debe a que los investigadores son varones, o mujeres
formadas en disciplinas orientadas hacia los hombres. La propia antropología
articula el mundo en un idioma masculino. Partiendo de la base de que los
conceptos y categorías lingüísticas de la cultura occidental asimilan la
palabra «hombre» a la sociedad en su conjunto —como ocurre con el vocablo
«humanidad» o con el uso del pronombre masculino para englobar conceptos
masculinos y femeninos—, los antropólogos equiparan la «visión masculina»
con la «visión de toda la sociedad». Ardener concluye que el androcentrismo
no existe únicamente porque la mayoría de etnógrafos y de informantes sean
varones, sino porque los antropólogos y las antropólogas se basan en modelos
masculinos de su propia cultura para explicar los modelos masculinos
presentes en otras culturas. Como resultado, surge una serie de afinidades
entre los modelos del etnógrafo y los de las personas (varones) objeto de su
estudio. Los modelos de las mujeres quedan eliminados. Las herramientas
analíticas y conceptuales disponibles no permiten que el antropólogo oiga ni
entienda el punto de vista de las mujeres. No es que las mujeres permanezcan
en silencio; es sencillamente que no logran ser oídas. «Las personas con
formación etnográfica experimentan una cierta predilección por los modelos
que los varones están dispuestos a suministrar (o a aprobar), en detrimento
de aquellos proporcionados por las mujeres. Si los hombres, a diferencia de
las mujeres, ofrecen una imagen “articulada”, es sencillamente debido a que
la conversación tiene lugar entre semejantes» (Ardener, 1975a: 2).
Ardener propone una identificación correcta del problema que supera las
barreras de la práctica antropológica, para pasar al marco conceptual en el
que reposa dicha práctica. La teoría siempre se inspira en la forma de
recopilar, interpretar y presentar los datos y, por consiguiente, nunca será
imparcial. La antropología feminista no se reduce, pues, a «añadir» mujeres a
la disciplina, sino que consiste en hacer frente a las incoherencias
conceptuales y analíticas de la teoría disciplinaria. Se trata, sin duda alguna,
de una empresa de gran envergadura, pero la cuestión más acuciante es
saber cómo acometerla.

La mujer estudia a la mujer

El argumento de Ardener según el cual los hombres y las mujeres tienen


distintos modelos del mundo se aplica indiscutiblemente a la sociedad de los
antropólogos y a la sociedad que estos estudian. Este hecho plantea una
interesante incógnita: descubrir si las antropólogas contemplan el mundo
igual que sus colegas varones y, en caso de no ser así, saber si ello supone
alguna ventaja especial cuando se trata de estudiar a la mujer. Este tipo de
interrogantes fue tomado en consideración desde los primeros albores del
desarrollo de la «antropología de la mujer», al tiempo que se expresaban
temores de que la «hegemonía masculina» se convirtiera en «hegemonía
femenina». Si el modelo del mundo no era adecuado a los ojos de los
hombres, ¿por qué tendría que serlo a los ojos de la mujer? Decidir si las
antropólogas están mejor cualificadas que los antropólogos varones para
estudiar a la mujer, sigue siendo fuente de controversias. Privilegiar la labor
de las etnógrafas, observa Shapiro, siembra la duda en tomo a la competencia
de la mujer para estudiar al varón, pero a la larga, siembra la duda en torno
al proyecto y objetivo globales de la antropología: el estudio comparativo de
las sociedades humanas.

Muchos ensayos acerca de influencias sexistas y gran parte de la literatura


sobre la mujer reconocen implícitamente que solo las mujeres pueden o
deben estudiar a las mujeres, lo que equivale a decir que para entender a un
grupo hay que pertenecer a él. Esta actitud, provocada por la conciencia
feminista de que la sociedad científica, mayoritariamente masculina, defiende
puntos de vista distorsionadores acerca de la mujer, se apoya además en las
particularidades del trabajo de campo; en muchas sociedades existe una
marcada separación entre el mundo social del hombre y el de la mujer. Ahora
bien, la tendencia observable en nuestra profesión hacia la división sexual del
trabajo, exige una reflexión crítica y no una justificación epistemológica o una
nueva fuente de apoyo ideológico. Después de todo, si realmente hubiera que
pertenecer a un grupo para llegar a conocerlo, la antropología no sería más
que una gran aberración (Shapiro, 1981: 124-5).

Mujeres en el ghetto

Milton (1979), Shapiro (1981) y Strathern (1981a) han coincidido en señalar


varios problemas relativos al supuesto privilegio de las etnógrafas en el
estudio de la mujer. Una reflexión crítica sobre este punto revela tres tipos de
problemas. En primer lugar, cabe referirse a la formación de un ghetto y,
posiblemente, de una subdisciplina. Este argumento se ocupa de la posición y
de la condición de la antropología de la mujer dentro de la disciplina. El
riesgo más preocupante es que, si la atención se centra explícitamente en la
mujer o en el «punto de vista femenino» como alternativa al androcentrismo y
al «punto de vista masculino», mucha de la fuerza de la investigación
feminista se perderá a través de una segregación que definirá
permanentemente la «antropología femenina» como empresa «no masculina».
Este riesgo surge en parte debido a que la «antropología de la mujer», a
diferencia de las demás ramas de la antropología, se basa en el estudio de las
mujeres llevado a cabo por otras mujeres. La mujer que estudia a la mujer no
tiene miedo de los ghettos , sino de la marginación, y su temor es legítimo. No
obstante, contemplar las cosas en estos términos es un esfuerzo baldío
porque se deja totalmente de lado la importantísima distinción entre
«antropología de la mujer» y antropología feminista. La «antropología de la
mujer» fue la precursora de la antropología feminista; gracias a ella la mujer
se situó de nuevo en el «punto de mira» de la disciplina en un intento por
remediar una situación, más que para acabar con una injusticia. La
antropología feminista franquea la frontera del estudio de la mujer y se
adentra en el estudio del género, de la relación entre la mujer y el varón, y del
papel del género en la estructuración de las sociedades humanas, de su
historia, ideología, sistema económico y organización política. El género, al
igual que el concepto de «acción humana» o de «sociedad», no puede quedar
al margen del estudio de las sociedades humanas. Sería imposible dedicarse
al estudio de una ciencia social prescindiendo del concepto de género.

Ello no significa ni mucho menos el cese definitivo de los esfuerzos por


marginar la antropología feminista. Sabemos perfectamente que no cesarán.
Se ha aplaudido, en ocasiones, la manera en que la antropología ha asimilado
las críticas feministas y ha aceptado el estudio del género como parte de la
disciplina (Stacey y Thorne, 1985). Esta muestra de admiración tal vez sea
merecida, por lo menos parcialmente, pero debemos prestar atención,
asimismo, a aquellos que hablan de la escasez de obras sobre el sistema de
género, de lo difícil que resulta obtener financiación para dedicarse al tema y
del número, relativamente bajo, de antropólogas en activo. La marginación
política del feminismo en círculos académicos sigue teniendo, por desgracia,
mucho que ver con el sexo de las feministas.

La acusación de que el estudio de la mujer se ha convertido en una


subdisciplina de la antropología social también puede abordarse
reformulando la percepción de lo que realmente engloba el estudio del
sistema de género. La antropología es famosa por su notable pluralismo
intelectual, puesto de manifiesto en las numerosas subdivisiones
especializadas de la disciplina, por ejemplo, la antropología económica, la
antropología política y la antropología cognoscitiva; en las distintas áreas de
investigación especializada, como por ejemplo la antropología del derecho, la
antropología de la muerte y la antropología histórica; y en las diferentes
concepciones teóricas, como el marxismo, el estructuralismo y la antropología
simbólica[2] . Cierto es que no existe unanimidad sobre cómo deberían
articularse todas estas tipologías dentro de la disciplina. Sin embargo, si
tratamos de engastar el estudio de las relaciones de género en una tipología
de esta índole, descubrimos inmediatamente lo irrelevante del término
«subdisciplina» en el contexto de la antropología social moderna. ¿En qué
sentido son subdisciplinarias las categorías de la tipología definida? Este
interrogante se ve complicado al observar que el estudio de las relaciones de
género podría pertenecer potencialmente a las tres categorías. Los intentos
por atribuir a la antropología feminista la condición de subdisciplina dimanan
de una política restrictiva y no de consideraciones intelectuales serias.

La mujer universal

Volviendo a la cuestión de la mujer estudiada por la mujer, el segundo


problema planteado por la afirmación de que para comprender a un grupo es
preciso formar parte de él atañe a la situación analítica de la «mujer» como
categoría sociológica. El malestar ante la formación de un ghetto y de una
subdisciplina en torno a la «antropología de la mujer» está, por supuesto, muy
ligado a un miedo real a la marginación, pero también tiene mucho que ver
con la segregación de las «mujeres» en la disciplina, en tanto que categoría
y/u objeto de estudio. La relación privilegiada entre etnógrafo e informante,
establecida entre dos mujeres, depende del reconocimiento de una categoría
universal «mujer». Pese a ello, al igual que ocurre con entidades como
«matrimonio», «familia» y «hogar», es necesario analizar la categoría
empírica denominada «mujer». Las imágenes, características y conductas
normalmente asociadas con la mujer tienen siempre una especificidad
cultural e histórica. El significado en un contexto determinado de la categoría
«mujer» o, lo que es lo mismo, de la categoría «hombre», no puede darse por
sabido sino que debe ser investigado (MacCormack y Strathern, 1980; Ortner
y Whitehead, 1981a). Como muy bien señalan Brown y Jordanova, las
diferencias biológicas no proporcionan una base universal para la elaboración
de definiciones sociales. «La diversidad cultural de puntos de vista acerca de
las relaciones entre sexos es casi infinita y la biología no puede ser el factor
determinante. Los hombres y las mujeres son fruto de relaciones sociales, si
cambiamos de relación social modificamos las categorías “hombre” y
“mujer”» (Brown y Jordanova, 1982: 393).

A tenor de este argumento, el concepto «mujer» no puede constituir una


categoría analítica de investigación antropológica y, por consiguiente, no
pueden existir connotaciones analíticas en expresiones tales como «situación
de la mujer», «subordinación de la mujer» o «hegemonía del hombre» cuando
se aplican universalmente. El carácter irrefutable de las diferencias biológicas
entre los dos sexos no aporta ningún dato acerca de su significado social. Los
antropólogos son plenamente conscientes de ello y reconocen que la
antropología feminista no puede pretender que la biología deje de ser el
factor limitativo y definitorio de la mujer y elevar, al mismo tiempo, la
fisiología femenina a una categoría social que prevalezca sobre las diferencias
culturales.

Etnocentrismo y racismo

El tercer problema planteado por la complejidad teórica y política del estudio


de la mujer llevado a cabo por otras mujeres es el del racismo y el
etnocentrismo (tendencia a favorecer la cultura propia). La antropología no
ha dejado de luchar por reconciliarse con su pasado colonial y con la relación
de fuerza que impera en los contactos entre el investigador y el sujeto
investigado (Asad, 1973; Huizer y Mannheim, 1979). A pesar de ello, todavía
no ha respondido satisfactoriamente a los argumentos de antropólogos y
feministas de raza negra que hacen hincapié en los prejuicios racistas
subyacentes en muchas teorías y obras sobre antropología (Lewis, 1973;
Magubane, 1971; Owusu, 1979; Amos y Parmar, 1984; Bhavnani y Coulson,
1986). Ello se debe, en parte, a que la antropología siempre ha basado el
problema de las hegemonías culturales —que ha reconocido y analizado
exhaustivamente— en la noción de etnocentrismo. No cabe duda alguna
acerca de la importancia fundamental de la crítica del etnocentrismo en
antropología (véase en el capítulo 2 la justificación de este hecho).
Históricamente, la antropología surgió del dominio ejercido por la cultura
occidental y de él se alimentó. Sin el concepto de etnocentrismo, resultaría
imposible discutir las categorías dominantes del pensamiento disciplinario,
prescindir de los parámetros teóricos impuestos por dichas categorías y
cuestionar los cimientos del pensamiento antropológico. El concepto de
etnocentrismo es consustancial a la crítica de la antropología practicada por
la propia antropología. Con todo y con eso, algunas cuestiones no pueden
englobarse en la noción de etnocentrismo, ni ser interpretadas con respecto a
ella, por no verse directamente implicadas en esta crítica interna. En
antropología se prefiere hablar de prejuicios «etnocéntricos» de la disciplina
que de prejuicios «racistas». El concepto de etnocentrismo, pese a su valor
inestimable, tiende a falsear la realidad[3] . Demostraremos esta afirmación
retomando algunos de los ejemplos ya abordados en este capítulo.

Al principio del capítulo, me he referido a la controversia suscitada por la


nueva «antropología de la mujer» ante el efecto distorsionador del
androcentrismo en la disciplina. Hemos visto asimismo que uno de los
aspectos de dicha distorsión procede de la propia cultura occidental, que
impone sus puntos de vista a otras culturas a través de la interpretación
antropológica. Este argumento es indudablemente correcto, pero debe
contemplarse como parte integrante de una incipiente teoría antropológica.
Es obvio que, en su calidad de postulado teórico, presupone que los
antropólogos proceden de culturas occidentales y que, por ende, son de raza
blanca. Podría alegarse con toda razón que una persona procedente de una
cultura occidental no tiene por qué ser blanca; así como afirmarse que la
influencia occidental sería patente en antropólogos formados en Occidente,
aunque no fueran nativos de un país occidental. Estas críticas son muy
corrientes, pero aceptarlas de plano equivale a admitir que cuando utilizamos
el término «antropólogos» hablamos automáticamente de profesionales
blancos y negros. Esta evidencia acarrea, sin embargo, una dificultad, ya que
las antropólogas feministas saben por experiencia propia que el término
«antropólogos» no siempre ha englobado a las mujeres. La exclusión por
omisión no deja de ser exclusión.

Ahora bien, la interpretación de la categoría sociológica «mujer», basada en


la necesidad ineludible de analizar las experiencias y las actividades de la
mujer en un contexto social e histórico determinado, proporciona a las
antropólogas feministas un punto de partida para responder a las acusaciones
de racismo en la disciplina. Varias son las razones de que así ocurra. En
primer lugar, nos obliga a reformular la parcialidad de las etnógrafas para
con las mujeres que estudian, y a reconocer que las relaciones de fuerza en fa
confrontación etnográfica no tienen por qué desaparecer por el simple hecho
de que las dos partes sean del mismo sexo. En segundo lugar, pone de
manifiesto la importancia teórica y política de que, aunque existan
experiencias y problemas comunes entre mujeres de sociedades dispares, este
paralelismo debe cotejarse con las grandes diferencias en las condiciones de
vida de la mujer en el mundo entero, especialmente en lo que respecta a raza,
colonialismo, auge del capitalismo industrial e intervención de los organismos
internacionales para el desarrollo[4] . En tercer lugar, el interés teórico ya no
enfoca directamente la noción de «semejanza» ni las ideas de «experiencias
comunes a todas las mujeres» y de «subordinación universal de la mujer»,
sino que se centra en el replanteamiento crítico de los conceptos de
«diferencia». Los antropólogos siempre han reconocido y han destacado las
diferencias culturales, verdaderos pilares de la disciplina. Además, este ha
sido el aspecto de la antropología más aplaudido por las feministas y por otras
personas ajenas a la disciplina. La crítica de la cultura occidental y de sus
convencionalismos ha bebido con frecuencia en las fuentes de la investigación
antropológica. Por todo ello, es menester dilucidar las razones de que el
concepto antropológico de «diferencia cultural» no coincida con la noción de
«diferencia» que aflora en antropología feminista.

La antropología ha luchado a brazo partido por demostrar que la «diferencia


cultural» no recoge lo exótico y lo extravagante de «Otras culturas», sino
aquello que las distingue culturalmente, sin dejar de lado las semejanzas de la
vida cultural de las sociedades[5] . Esto constituye precisamente la base del
proyecto comparativo en antropología. Comprender la diferencia cultural es
algo esencial, pero el concepto en sí no puede seguir siendo el eje de una
antropología moderna, ya que solo contempla una de las múltiples diferencias
existentes. Para estudiar la familia, los rituales, la economía y las relaciones
de género, la antropología se ha inspirado tradicionalmente en la
organización, interpretación y experimentación de estas realidades desde el
punto de vista cultural. Las discrepancias observadas se han catalogado,
pues, en el grupo de las diferencias culturales. Pero, una vez admitido que la
diferencia cultural solo es un tipo de diferencia entre otros muchos, este
punto de vista resulta insuficiente. La antropología feminista se ha hecho eco
de esta insuficiencia al basar sus cuestiones teóricas en cómo se manifiesta y
se estructura la economía, la familia y los rituales a través de la noción de
género, en lugar de examinar cómo se manifiesta y se estructura la noción de
género a través de la cultura. También se ha preocupado por descubrir de
qué manera se estructura y se manifiesta el género bajo el prisma del
colonialismo, del neoimperialismo y del auge del capitalismo. No obstante,
debemos reconocer que todavía queda por ver cómo se expresa y se
estructura el género a través del concepto de raza. Ello se debe en gran
medida a que la antropología aún tiene que descubrir y asimilar la diferencia
entre racismo y etnocentrismo (véase capítulo 6).

La antropología feminista no es, ni mucho menos, la única que intenta


penetrar el concepto de diferencia y examinar el complejo entramado de
relaciones de género, raza y clase, así como los vínculos que establecen con el
colonialismo, la división internacional del trabajo y el desarrollo del Estado
moderno. La antropología marxista, la teoría de los sistemas del mundo, los
historiadores, los antropólogos de la economía y otros muchos profesionales
de las ciencias sociales se han adentrado en caminos paralelos. La cuestión de
diferencia constituye, no obstante, un problema muy particular para las
feministas.
Feminismo y diferencia[6]

Cuando nos alejamos de la posición privilegiada de las etnógrafas con


respecto a la mujer objeto de su estudio, así como del concepto de
«semejanza» en el que se basa la noción universal de «mujer», empezamos a
cuestionar, no solo los postulados teóricos de la antropología social, sino
también los objetivos y la coherencia política del feminismo. «Feminismo», al
igual que «antropología», es una de esas palabras cuyo significado todo el
mundo cree conocer. Una definición minimalista identificaría el feminismo
con la toma de conciencia de la opresión y de la explotación de la mujer en el
trabajo, en el hogar y en la sociedad, así como con la iniciativa política
deliberada tomada por las mujeres para rectificar esta situación. Este tipo de
definición entraña una serie de consecuencias. En primer lugar, implica que
los intereses de la mujer forman, a un nivel fundamental, un cuerpo unitario,
por el que se debe y se puede luchar. En segundo lugar, es obvio que aunque
el feminismo contempla distintas tendencias políticas —feministas socialistas,
feministas marxistas, separatistas radicales, etc.— la premisa de partida de la
política feminista es la existencia real o potencial de una identidad común a
todas las mujeres. Esta premisa existe sin lugar a dudas porque constituye la
fuente de la que emana el cuerpo unitario compuesto por los— intereses de la
mujer. En tercer lugar, la cohesión —potencial o real— de la política feminista
depende también de la opresión compartida de la mujer. En esta opresión
compartida se basa la «política sexual», que gira en torno al hecho de que las
mujeres como grupo social están dominadas por los hombres como grupo
social (Delmar, 1986: 26). El resultado final es que el feminismo en tanto que
crítica social, crítica política y factor desencadenante de una actividad política
se identifica con las mujeres —no con las mujeres situadas en distintos
contextos sociales e históricos, sino con las mujeres que forman parte de una
misma categoría sociológica. Pero el feminismo se enfrenta al peligro de que
el concepto de diferencia eche por tierra el isomorfismo, la «semejanza», y
con ellos todo el edificio que sustenta la política feminista.

Tanto la antropología como el feminismo deben hacer frente a la noción de


diferencia. De la relación entre feminismo y antropología se desprende que la
antropología feminista empezó con la crítica del androcentrismo en la
disciplina, y la falta de atención y/o la distorsión de que era objeto la mujer y
sus actividades. Esta fase de la «relación» es la que puede denominarse
«antropología de la mujer». La fase siguiente se materializó en una
reestructuración crítica de la categoría universal «mujer», acompañada de
una evaluación igualmente crítica de la eventualidad de que las mujeres
fueran especialmente aptas para estudiar a otras mujeres. Ello provocó, de
forma totalmente natural, temores de rechazo y marginación dentro de la
disciplina de la antropología social. Sin embargo, como consecuencia de esta
fase, la antropología feminista empezó a consolidar nuevos puntos de vista,
nuevas áreas de investigación teórica y a redefinir su proyecto de «estudio de
la mujer» como «estudio del género». A medida que nos internamos en la
tercera fase de esta relación, la antropología feminista trata de reconciliarse
con las diferencias reales entre mujeres, en lugar de contentarse con
demostrar la variedad de experiencias, situaciones y actividades propias de la
mujer en el mundo entero. Esta fase presenciará la construcción de soportes
teóricos relacionados con el concepto de diferencia, y en ella se estudiará
particularmente la formación de diferencias raciales a través de
consideraciones de género, la división de género, identidad y experiencia
provocada por el racismo, y la definición de clase a partir de las nociones de
género y de raza. Durante este proceso, la antropología feminista amén de
reformular la teoría antropológica, definirá la teoría feminista. La
antropología se encuentra en condiciones de criticar el feminismo sobre la
base del desmantelamiento de la categoría «mujer», así como de proporcionar
datos procedentes de diversas culturas que demuestren la hegemonía
occidental en gran parte de la teoría general del feminismo (véanse capítulos
5 y 6 para mayor información al respecto). La tercera fase, que es además por
la que atraviesa actualmente la relación entre feminismo y antropología, está
caracterizada, pues, por un resurgir de la «diferencia» en detrimento de la
«semejanza», y por un intento de levantar los pilares teóricos y empíricos de
una antropología feminista centrada en el concepto de diferencia.
2. Género y estatus: la situación de la mujer

Este capítulo trata de esclarecer qué significa ser mujer, cómo varía la
percepción cultural de la categoría «mujer» a través del tiempo y del espacio,
y cuál es el vínculo de dichas percepciones con la situación de la mujer en las
diferentes sociedades. Los antropólogos contemporáneos que exploran la
situación de la mujer, ya sea en su propia sociedad o en otra distinta, se ven
inmersos inevitablemente en la polémica sobre el origen y la universalidad de
la subordinación de la mujer. Ya en los albores de la antropología, las
relaciones jerárquicas entre hombres y mujeres constituían un particular foco
de interés disciplinario. Las teorías de la evolución que brotaron en el
siglo XIX imprimieron un nuevo impulso al estudio de la teoría social y
política, y a la cuestión afín de la organización en las sociedades no
occidentales. Conceptos cruciales para entender la organización social de
dichas comunidades eran los de «parentesco», «familia», «hogar» y «hábitos
sexuales». En debates sucesivos, las relaciones entre los dos sexos se
convirtieron en el eje central de las teorías propuestas por los llamados
«padres fundadores de la antropología[7] ». Como resultado, un cierto número
de los conceptos y postulados que ocupan un lugar preeminente en la
antropología contemporánea, incluida la antropología feminista, deben su
aparición a teóricos del siglo XIX. Ciertamente muchos de los argumentos de
los pensadores del siglo XIX han sido puestos en tela de juicio, revelándose
sus deficiencias. Malinowski y Radcliffe-Brown, entre otros especialistas en
antropología, criticaron la búsqueda de un pasado hipostático —
especialmente el interés por la evolución unilineal y la transición de un
«derecho de la madre» a un «derecho del padre». Las décadas de 1920 y de
1930 asistieron a la consolidación de la antropología como disciplina bien
definida, con un especial énfasis en la investigación empírica, es decir, basada
en el trabajo de campo. Lo que realmente tuvo Jugar fue un replanteamiento
de la noción de relaciones familiares y un interés explícito en la función de las
instituciones sociales en determinadas sociedades, en lugar del papel
desempeñado en un supuesto esquema histórico. Al afirmar que muchos de
los postulados teóricos del siglo XIX siguen en plena vigencia, pretendo
demostrar que las inquietudes de la antropología de la mujer cuentan con una
larga historia en la disciplina[8] . Además, el simple hecho de que existan
continuidades y discontinuidades intelectuales justifica, en gran medida, la
necesidad de una crítica feminista contemporánea.

Todo propósito de sintetizar los distintos puntos de vista autodeterminados


por el feminismo contemporáneo es necesariamente generalizador[9] . Lo
mismo ocurre con las tentativas de formalizar los distintos puntos de vista
que caracterizan al estudio de la mujer en antropología. Estas posturas
reflejan un desacuerdo intelectual muy profundo en el seno de las ciencias
sociales, como veremos con mayor claridad más adelante, en este mismo
capítulo y en el capítulo 4. No obstante, la disparidad de las posturas teóricas
existentes en antropología feminista, se explica mejor si consideramos la
controversia que se cierne sobre la cuestión: ¿es la asimetría sexual un
fenómeno universal o no[10] ? En otras palabras, ¿está la mujer siempre
subordinada al varón?

El análisis de la subordinación de la mujer depende de algunas


consideraciones concernientes a las relaciones de género. El análisis
antropológico contempla el estudio del género desde dos perspectivas
distintas, pero no excluyentes. El concepto de género puede considerarse
como una construcción simbólica o como una relación social. La perspectiva
adoptada por un investigador suele determinar, como veremos más adelante,
la explicación de los orígenes y de la naturaleza de la subordinación de la
mujer. Empezaré el siguiente apartado hablando del género como
construcción simbólica.

La construcción cultural del género

Una de las principales aportaciones de la antropología de la mujer ha sido el


continuado análisis de los símbolos del género y de los estereotipos sexuales.
El primer problema que se plantea un investigador a este respecto es cómo
explicar la enorme variedad de interpretaciones culturales de las categorías
«hombre» y «mujer», y el hecho de que algunas nociones de género se
planteen en sociedades muy distintas entre sí. Así es como Sherry Ortner
expresó este problema en las primeras páginas del ensayo «Is female to male
as nature is to culture?» (¿Es la mujer al hombre lo que la naturaleza a la
cultura?):

Mucha de la creatividad de la antropología emana de la tensión entre dos


grupos de exigencias: por un lado, nos ocupamos de seres humanos
universales y, por otro, de realidades culturales particulares. En este
contexto, la mujer constituye uno de los retos más interesantes. El papel
secundario de la mujer en la sociedad es uno de los hechos universales y
panculturales perfectamente asentados. Sin embargo, en el interior de este
hecho universal, las concepciones y símbolos culturales específicos de la
mujer son de una diversidad extraordinaria y, a veces, incluso contradictoria.
Además, el tratamiento real que recibe la mujer, así como su contribución y
su poder varían enormemente de una cultura a otra, y de un periodo a otro de
la historia de determinadas tradiciones culturales. Estos dos aspectos —el
hecho universal y la disparidad cultural— constituyen dos problemas que
precisan ser explicados (Ortner, 1974: 67).

El ensayo de Ortner, junto con el artículo de Edwin Ardener titulado «Belief


and the problem of women» (La fe y el problema de la mujer), abrieron una
vía influyente y poderosa para el estudio del problema de la subordinación de
la mujer a través de un análisis del simbolismo del género. Ortner empezó
alegando que la subordinación femenina es universal pero, como esta
condición no es inherente a las diferencias biológicas entre los sexos, es
preciso buscar otra explicación. Partiendo de la idea de que las diferencias
biológicas entre el hombre y la mujer solo tienen sentido dentro de sistemas
de valores definidos culturalmente, situó el problema de la asimetría sexual al
mismo nivel que las ideologías y los símbolos culturales (Ortner, 1974: 71). La
pregunta que se formuló a continuación fue la siguiente: ¿qué tienen en
común todas las culturas para que, sin excepción, valoren menos a la mujer
que al hombre? La respuesta aportada por la propia autora afirma que todas
las culturas relacionan a la mujer con algo que todas las culturas subestiman.
Para Ortner solo existe «una cosa que cumple todos los requisitos, la
“naturaleza”, en su sentido más amplio» (Ortner, 1974: 72). Todas las
culturas reconocen y establecen una diferencia entre la sociedad humana y el
mundo natural. La cultura trata de controlar y dominar la naturaleza para que
se pliegue a sus designios. La cultura es, por tanto, superior al mundo natural
y pretende delimitar o «socializar» la naturaleza, con objeto de regular y
supervisar las relaciones entre la sociedad y las fuerzas y condiciones del
medio ambiente. Ortner sugiere que identificamos, o asociamos
simbólicamente, a las mujeres con la naturaleza, y a los hombres con la
cultura. Dado que la cultura aspira a controlar y dominar la naturaleza, es
«natural» que las mujeres, en virtud de su proximidad a la «naturaleza»,
experimenten el mismo control y dominio.

Merece la pena examinar con más detenimiento una parte del argumento de
Ortner, ya que las razones que aduce para explicar la asociación de la mujer
con la naturaleza —o la mayor proximidad a la naturaleza de la mujer que del
hombre— constituyen los verdaderos cimientos de la crítica feminista, aunque
a veces también sean una abrumadora amenaza contra ella. La universalidad
de la proposición de Ortner implica la necesidad de apoyar su tesis con
alegatos igualmente universales. Los dos argumentos principales podrían
resumirse así:

1. La mujer, dada su fisiología y su específica función reproductora, se


encuentra más cerca de la naturaleza. Los hombres, a diferencia de las
mujeres, tienen que buscar medios culturales de creación —tecnología,
símbolos— mientras que la creatividad de las mujeres se satisface
naturalmente a través de la experiencia de dar a luz. Los hombres, por
consiguiente, se relacionan más directamente con la cultura y con su poder
creativo, en oposición a la naturaleza. «La mujer crea de forma natural desde
el interior de su propio ser, mientras que el hombre es libre de crear
artificialmente, o está obligado a ello, es decir, a crear sirviéndose de medios
culturales y con la finalidad de perpetuar la cultura» (Ortner, 1974: 77).

2. El papel social de la mujer se percibe tan próximo a la naturaleza porque


su relación con la reproducción ha tendido a limitarlas a determinadas
funciones sociales, que también se perciben próximas a la naturaleza. Aquí,
Ortner se refiere al confinamiento de la mujer al círculo doméstico. Dentro de
la familia, las mujeres se asocian normalmente con el cuidado de la prole, es
decir, con esas personas presociales o sin entidad cultural propia. Ortner
señala que en muchas sociedades se observa una asociación implícita de los
niños con la naturaleza (Ortner, 1974: 78). La asociación «natural» de la
mujer con los niños y con la familia proporciona una nueva clave de
clasificación. Dado que las mujeres están relegadas al contexto doméstico, su
principal esfera de actividad gira en tomo a las relaciones intrafamiliares e
interfamiliares, frente a la participación de los hombres en los aspectos
políticos y públicos de la vida social. De esta manera, se identifica a los
hombres con la sociedad y el «interés público», mientras que las mujeres
siguen asociadas a la familia y, por lo tanto, a consideraciones particulares o
socialmente fragmentadas.

Ortner pone especial empeño en resaltar que «en realidad» la mujer no está
más cerca ni más lejos de la naturaleza que el hombre. Su objetivo consiste,
pues, en descubrir el sistema de valores culturales en virtud del cual las
mujeres parecen «más próximas a la naturaleza».

La afirmación de que «la naturaleza es a la cultura lo que la mujer al hombre»


dotó a la antropología social una sólida estructura analítica que tuvo gran
repercusión en la disciplina de finales de los 70 y principios de los 80. La
calificamos de sólida porque mostró el camino hacia la integración de
ideologías y estereotipos sexuales en un sistema más amplio de símbolos
sociales, así como en la experiencia y actividad social. Existe una gran
variedad de ideologías y estereotipos sexuales, pero en muchas sociedades se
establecen vínculos simbólicos entre el género y otros aspectos de la vida
cultural. Las diferencias entre hombres y mujeres pueden conceptualizarse
como un conjunto de pares contrarios que evocan otra serie de nociones
antagónicas. De esta manera, los hombres pueden asociarse con «arriba»,
«derecha», «superior», «cultura» y «fuerza», mientras que las mujeres se
asocian con sus contrarios, «abajo», «izquierda», «inferior», «naturaleza» y
«debilidad». Estas asociaciones no proceden de la naturaleza biológica o
social de cada sexo, sino que son una construcción social, apuntalada por las
actividades sociales que determina y por las que es determinada. El valor de
analizar al «hombre» y a la «mujer» como categorías o construcciones
simbólicas reside en identificar las expectativas y valores que una cultura
concreta asocia al hecho de ser varón o hembra. Este tipo de análisis ofrece
algunas indicaciones acerca del comportamiento ideal de hombres y mujeres
en sus respectivos papeles sociales, que puede compararse con el
comportamiento y las responsabilidades reales de los dos sexos. El valor del
análisis simbólico del género se pone de manifiesto una vez comprendido
cómo se articulan socialmente los hombres y las mujeres y cómo el resultado
de esta articulación define y redefine la actividad social. La oposición
naturaleza/cultura y mujer/hombre ha sido, por supuesto, objeto de críticas
(Mathieu, 1978; MacCormack y Strathern, 1980), pero constituye un punto de
partida muy útil para examinar la construcción cultural del género y para
entender las asociaciones simbólicas de las categorías «hombre» y «mujer»
como resultado de ideologías culturales y no de características inherentes o
fisiológicas.

«Hombre» y «mujer»

Una de las particularidades del simbolismo del género más estudiadas por los
especialistas que pretenden explicar la «estatus inferior» de la mujer ha sido
el concepto de contaminación. Las restricciones y los tabúes de conducta,
como por ejemplo los que muchas mujeres experimentan después del parto o
durante la menstruación, proporcionan claves para entender cómo se clasifica
a las personas y se estructura, en consecuencia, su mundo social[11] . Un
análisis de las creencias en materia de contaminación y su relación con las
ideologías sexuales es muy revelador, ya que dichas creencias se asocian con
frecuencia a las funciones naturales de cuerpo humano. En todo el mundo
existen ejemplos de sociedades que consideran a la mujer como un agente
contaminante, ya sea en general o en momentos determinados de su vida.
Para ilustrar este punto, me centraré en las sociedades melanesias, dada la
riqueza de material etnográfico acerca de las creencias en materia de
contaminación y del antagonismo sexual que las caracteriza[12] .

Los kaulong

Los kaulong de Nueva Bretaña consideran a las mujeres agentes


contaminantes desde antes de la pubertad hasta después de la menopausia, y
especialmente «peligrosas» durante la menstruación y el parto. En estos
periodos la mujer debe mantenerse alejada de jardines, viviendas y fuentes,
además de evitar tocar cosas que un hombre pudiera tocar posteriormente
(Goodale, 1980: 129). La contaminación femenina es peligrosa únicamente
para los varones adultos, que pueden enfermar con solo ingerir algo
contaminado o situarse directamente debajo de un objeto contaminado o de
una mujer contaminante. Normalmente, la contaminación se transmite en
dirección vertical, por lo que el contacto lateral entre los dos sexos sigue
siendo posible (Goodale, 1980: 130-1). Sin embargo, durante la menstruación
y el parto, la contaminación emana de la mujer en todas direcciones y se
impone la separación física de todos los lugares y objetos utilizados por
ambos sexos. Como resultado, las mujeres quedan aisladas durante la
menstruación y el parto, lejos de las viviendas y jardines.

El miedo a la contaminación entre los kaulong es importante porque


caracteriza la naturaleza de las relaciones de género y define las
particularidades de los hombres y las mujeres. Según Goodale, los kaulong
equiparan sexo con matrimonio, y los «hombres sienten literalmente pánico al
matrimonio (y al sexo)» (Goodale, 1980: 133). Se cree que la cópula es
contaminante para el hombre y, como además se considera una actividad
«propia de animales», debe llevarse a cabo en los bosques, lejos de las
viviendas y de los jardines. Hombre y mujer se casan para procrear, y este es
el significado y el objetivo central de la relación entre los dos sexos. Esta
particular visión del matrimonio está corroborada por la posibilidad
reconocida de recurrir al suicidio para poner fin a una «relación estéril».

Dado que los varones kaulong tienen miedo y se muestran reacios al


matrimonio, no es de sorprender que sea la mujer la que desempeñe el papel
protagonista durante el noviazgo (Goodale, 1980: 135). Las muchachas
ofrecen comida o tabaco al hombre que han elegido o incluso le atacan
físicamente. El hombre debe huir o mantenerse imperturbable, sin ceder a los
avances hasta que lleguen a un acuerdo sobre los bienes y objetos que está
dispuesto a entregar a la mujer. Goodale señala que desde la infancia, se
enseña a las chicas a mostrar agresividad para con los hombres, que se
someterán sin resistencia o escaparán. Si un hombre se acercara a una mujer
por iniciativa propia, la acción sería tachada de violación. Las mujeres
disponen de una libertad casi total en la elección de marido, aunque suelen
consultar con sus familiares más próximos. Las mujeres recurren, con
frecuencia, a la ayuda de sus hermanos para atrapar o seducir a un novio
remiso a doblegarse ante su «destino», mientras que ellas se ven obligadas
muy pocas veces a aceptar un marido que no sea de su agrado (Goodale,
1980: 135).

De estos detalles acerca de las relaciones hombre/mujer en la sociedad


kaulong, se desprenden una serie de aspectos concernientes a la diversidad
cultural de las definiciones de género y a la validez de percibir a la mujer
como un ser «más próximo a la naturaleza» que el hombre. En primer lugar,
es obvio que si se comparan las ideas kaulong sobre el comportamiento
adecuado de hombres y mujeres y sobre la esencia del matrimonio, con la
actitud europea y norteamericana contemporánea al respecto, se ponen de
manifiesto claras diferencias. En Occidente no se valora especialmente a la
mujer como «iniciadora», sobre todo en lo que a las relaciones sexuales se
refiere. Además, la sociedad occidental incita a los hombres a mostrarse
activos y «defenderse a sí mismos», mientras que el punto de vista kaulong
invierte los papeles activo y pasivo del hombre y la mujer occidentales. El
deseo de tener hijos es una de las razones determinantes que inducen a los
occidentales al matrimonio, pero el matrimonio en sí mismo se concibe como
una asociación donde el compañerismo y la vida en familia son dos aspectos
clave. El matrimonio kaulong parece ser una institución completamente
distinta. Estas consideraciones ilustran el tipo de diversidad cultural que
puede establecerse no solo entre el comportamiento del hombre y de la
mujer, sino entre los tipos de personas que supuestamente son los hombres y
las mujeres. Plantea asimismo la cuestión de la diversidad cultural de
instituciones como el matrimonio. Ahora bien, esta diversidad no es lo único
destacable. La idea de la mujer «seductora», «cazadora de hombres» y la
imagen correspondiente del «novio remiso» encuentran equivalentes en la
cultura occidental. El problema que plantea el análisis simbólico del género
es cómo utilizamos esta compleja y cambiante tipificación para llegar a
comprender la posición de la mujer. Las mujeres kaulong poseen
aparentemente un nivel considerable de independencia económica, que se
refleja en el control de los recursos y del fruto de su trabajo (Goodale, 1980:
128, 139). Pero estas mismas mujeres son tildadas de peligrosas y
contaminantes para los hombres. No existe ninguna pauta explícita para
entender y evaluar estas contradicciones.

La sugerencia de Ortner de que las mujeres están «más próximas de la


naturaleza» dadas sus características fisiológicas y su capacidad reproductora
podría aplicarse al caso kaulong. Una cadena de asociaciones del tipo mujer-
matrimonio-relaciones sexuales-comportamiento animal-bosque, establecería
un vínculo entre las funciones fisiológicas y reproductoras de la mujer,
calificadas de contaminantes, y el dominio no humano del bosque «natural».
Solo existe un paso entre esta afirmación y el argumento de que la mujer es
inferior porque es contaminante y es contaminante debido a las funciones
«naturales» de su cuerpo, que a su vez la vinculan de cierta manera al mundo
natural. Esta cadena de asociaciones se ve ilustrada en el aislamiento físico
que sufre la mujer en el bosque durante el parto y la menstruación. Sin
embargo, como Goodale indica en su artículo, esta sencilla ecuación de
igualdad entre mujer y naturaleza, y hombre y cultura, presenta algunos
puntos débiles. En primer lugar, es evidente que tanto el hombre como la
mujer están relacionados con el bosque y con el «mundo natural» a través de
su participación en las relaciones sexuales. Las viviendas centrales de los
poblados pertenecen a las mujeres y a los hombres solteros, mientras que las
parejas casadas son las que ocupan las cabañas lindantes con las zonas de
cultivo, lindantes, en realidad, con el mundo natural y con el mundo cultural.
Goodale (1980: 121) representa el modelo kaulong de la siguiente forma:

Cultura: Naturaleza
Poblado: Bosque

Solteros: Casados

En otras palabras, tanto los hombres como las mujeres están relacionados con
la naturaleza a través de su participación en la reproducción (Goodale, 1980:
140). Además, el sistema kaulong de representación no parece suministrar
ninguna prueba contundente de la asociación exclusiva de la cultura con los
hombres. Muchos análisis basados en el modelo naturaleza/cultura y
mujer/hombre deducen implícitamente de la asociación entre mujer y
naturaleza, una similar entre hombre y cultura. Esta deducción no siempre es
válida.

En segundo lugar, la afirmación de que se considera a la mujer «más próxima


a la naturaleza» debido a su función reproductora plantea una serie de
dificultades. Decimos que «se considera» a la mujer «más próxima a la
naturaleza», pero ¿quién la considera de esta manera? ¿Se considera la mujer
a sí misma más próxima a la naturaleza, un agente contaminante o incluso
reflejo de su función reproductora? Parece que las mujeres kaulong
contestarían negativamente a este interrogante. El modelo naturaleza/cultura
y mujer/hombre da por supuesta una unidad cultural que no está justificada, y
excluye la posibilidad de que grupos sociales distintos perciban y
experimenten las cosas de distinta manera[13] . Goodale (1980: 130-1) señala
que la mujer kaulong hace caso omiso, en la mayoría de los casos, del efecto
potencialmente contaminante que tienen sobre los hombres, a excepción de la
inquietud que suscita en las madres el hecho de que sus hijos sufran las
consecuencias nocivas de esta contaminación. Esto confirma otra dificultad
procedente del hecho de considerar «hombre» y «mujer» como dos categorías
simbólicas opuestas, a saber: la atención desmesurada centrada en un tipo
concreto de relaciones de género. La oposición entre los sexos se concibe
implícitamente como la oposición entre esposos, y se presta poca atención a
otro tipo de relaciones de género, por ejemplo las existentes entre
hermano/hermana, madre/hijo o padre/hija, que constituyen una parte
igualmente importante de la vida de un hombre o de una mujer. Lo
improcedente de considerar las relaciones entre esposos como modelo de las
demás relaciones de género se pone de manifiesto en el caso de los kaulong,
donde un hermano puede situarse de parte de su hermana para ayudarla a
conseguir marido. Esto sugiere que la ansiedad potencial que caracteriza las
relaciones entre esposos tal vez esté ausente de las relaciones entre
hermanos.

El tercer punto que debemos tener en cuenta al contemplar la oposición


naturaleza/cultura y mujer/hombre se refiere a la especificidad cultural de las
categorías analíticas. «Naturaleza» y «cultura» no son categorías denotativas
ni exentas de valores; son construcciones culturales similares a las categorías
«mujer» y «hombre». Las nociones de naturaleza y cultura, utilizadas en el
análisis antropológico, proceden de la sociedad occidental y, como tales, son
fruto de una tradición intelectual muy concreta y de una trayectoria histórica
específica[14] . De la misma manera que no podemos asumir que las
categorías «mujer» y «hombre» signifiquen lo mismo en todas las sociedades,
debemos aceptar que otras sociedades no vislumbren la cultura y la
naturaleza como categorías distintas y contrarias, tal como sucede en la
cultura occidental. Además, incluso si existe esta distinción, no debemos dar
por sentado que los términos occidentales «naturaleza»/«cultura» traducen
adecuada o razonablemente las categorías imperantes en otras culturas
(Goody, 1977: 64; Rogers, 1978: 134; Strathern, 1980: 175-6).

Los gimi

Entre los gimi de las tierras altas de Papua Nueva Guinea, las mujeres
también son consideradas seres contaminantes, pero ello no puede atribuirse
a su relación con la naturaleza por oposición a la cultura (Gillison, 1980). La
idea de «salvaje» de los gimi se aplica a la vida vegetal y animal que
constituye el bosque de la lluvia. El bosque es un reino masculino, donde
residen los espíritus de los antepasados (personificados en pájaros y
marsupiales), responsables de la abundancia y la creatividad del mundo
natural, así como de la creatividad trascendente del espíritu masculino en el
mundo. «La ambición de los hombres, expresada en sus rituales, consiste en
identificarse con el mundo no humano y renovarse a través de sus ilimitados
poderes masculinos» (Gillison, 1980: 144). El asentamiento, por su parte, se
relaciona con la mujer.

Kore es la palabra en gimi para designar tanto lo baldío como la vida después
de la muerte. Dusa es lo contrario de kore , y significa «lo terreno», además
de calificar a las plantas cultivadas y a los animales domésticos, y a la
«obligaciones sociales de los seres humanos» (Gillison, 1980: 144). Incluso si
kore se tradujera por «naturaleza» y dusa por «cultura», estas categorías no
se asocian con mujer y hombre respectivamente. El modelo de oposiciones de
los gimi sería más bien el siguiente:

Dusa: Kore

Cultivado: Baldío

Relaciones varón/hembra: Hombres

De los trabajos de Gillison se colige que la oposición entre naturaleza/mujer y


cultura/hombre no se aplica a los gimi. Además, aunque exista una distinción
entre «cultivado» y «salvaje», esta no puede compararse con la distinción que
el pensamiento occidental establece entre cultura y naturaleza. En Occidente,
«naturaleza» es algo que debe ser dominado y controlado por la «cultura»; en
el pensamiento gimi lo «salvaje» trasciende de la vida social humana y, en
ningún caso, está sujeto a control ni a degradación alguna. La superioridad de
la cultura sobre la naturaleza es un concepto occidental, y forma parte de la
estructura conceptual de una sociedad que concibe la civilización como la
culminación del triunfo del «hombre» sobre la naturaleza. La
industrialización, la ciencia moderna y la tecnología han sido fundamentales
en el desarrollo de los conceptos occidentales de naturaleza y cultura. La
manifestación más aterradora y falaz de esta fantasía es la fabricación de
armas nucleares, con la consiguiente implicación de que el «hombre puede
dominar el mundo» en todos los sentidos.

El sesgo etnocéntrico de las categorías analíticas es un problema


omnipresente en antropología. Los peligros inherentes a los postulados
culturales surgieron espontáneamente con el desarrollo de la «antropología
de la mujer», que tuvo en la crítica del androcentrismo uno de sus puntos de
partida (cf. Rosaldo y Lamphere, 1974; Reiter, 1975; y véase capítulo 1). No
obstante, tal como se deduce del estudio del modelo naturaleza/cultura, la
parcialidad analítica es un problema con el que la «antropología de la mujer»,
al igual que otras ramas de la disciplina, tendrá que seguir enfrentándose.
Ello se debe en parte a las creencias profundamente arraigadas en las que se
apoya la teoría antropológica en general, Y que van más allá del simple
reconocimiento del androcentrismo en la metodología y la práctica de los
trabajos de campo (véase capítulo 1). Lo arraigado de estas creencias queda
demostrado a través del estudio de la mujer en la esfera doméstica.

Lo doméstico contra lo público

Una de las razones aducidas por Ortner para explicar por qué la mujer se
considera «más próxima a la naturaleza» es la asociación espontánea de la
mujer con el aspecto «doméstico», en oposición al aspecto «público», de la
vida social. Esta idea es el germen de la relación establecida en la
«antropología de la mujer» entre la dicotomía naturaleza/cultura y la división
correspondiente entre lo «doméstico» y lo «público» —una estructura que se
ha propuesto como modelo universal para explicar la subordinación de la
mujer. Recientemente ha surgido una serie de críticas dirigidas contra el
modelo doméstico/público (Burton, 1985: cap. 2 y 3; Rapp, 1979; Rogers,
1978; Rosaldo, 1980; Strathern, 1984a; Tilly, 1978; Yanagisako, 1979), pero,
pese a todo, sigue siendo una característica sobresaliente de muchos tipos de
análisis, y se recurre con frecuencia a él para clasificar datos etnográficos y
delimitar un campo exclusivo de la mujer dentro del material presentado.

El modelo que contrapone lo «doméstico» a lo «público» ha tenido, y sigue


teniendo, gran importancia en antropología social, puesto que proporciona un
medio de enlazar los valores sociales asignados a la categoría «mujer» con la
organización de la actividad de la mujer en la sociedad. Un artículo de
Michelle Rosaldo contiene una de las primeras explicaciones de este modelo;
la autora declara con respecto a su vigencia universal: «aunque esta
oposición (“doméstico” contra “público”) sea más o menos notoria según los
sistemas sociales e ideológicos, constituye un marco universal para la
conceptualización de las actividades de los dos sexos» (Rosaldo, 1974: 23).
Rosaldo, al igual que Ortner, vincula la «identificación denigrante» de la
mujer con lo doméstico a su función reproductora (Rosaldo, 1974: 30; 1980:
397). La oposición entre lo «doméstico» y lo «público», al igual que entre
naturaleza y cultura, se deriva en última instancia del papel de la mujer en
tanto que madre y responsable de la crianza de la prole. Las categorías
«doméstico» y «público» se articulan en un esquema jerárquico. Rosaldo
define lo «doméstico», como el conjunto de instituciones y actividades
organizadas en torno a grupos madre-hijo, mientras que lo «público» se
refiere a las actividades, instituciones y tipos de asociación que vinculan,
clasifican, organizan o engloban a determinados grupos madre-hijo (Rosaldo,
1974: 23; 1980: 398). La mujer y la esfera doméstica están así comprendidas
en la esfera masculina y pública, y son consideradas inferiores a esta. Sin
embargo, tanto la separación por categorías entre lo «doméstico» y lo
«público», como su relativa interacción, son dos cuestiones discutibles.
Muchos autores han señalado que la separación tajante de la vida social entre
una esfera «doméstica» y otra «pública» está muy inspirada en la influyente
teoría social del siglo XIX (Coward, 1983; Rosaldo, 1980; Collier et al. , 1982).
Los teóricos sociales de finales del siglo XIX y principios del XX percibieron la
transformación de las relaciones entre sexos —ilustrada en el cambio
experimentado por la estructura familiar— como la clave del desarrollo
histórico de la humanidad. El que la historia de la humanidad pudiera
concebirse en términos de una lucha entre sexos, donde el «derecho de la
madre» cediera eventualmente ante el «derecho del padre», convirtió en
esencial el significado del término «derecho». Una cosa quedó clara: los
derechos de la mujer en las sociedades «matriarcales» no eran comparables a
los derechos del hombre en las sociedades «patriarcales» (Coward, 1983: 52-
6). No pudo encontrarse ninguna sociedad «primitiva» en la que los hombres
fueran sistemáticamente desposeídos de derechos y poderes políticos, de la
forma en que las mujeres se vieron desposeídas de ellos en las sociedades
occidentales del siglo XIX. La lucha por el sufragio de la mujer reflejaba
sencillamente que el hombre podía representar a la mujer en el ámbito
político, pero no existía ningún precedente de lo contrario[15] . Frente al
reinado político del hombre, el feudo de la mujer era el hogar. La negación
del voto femenino despojaba a la mujer de derechos políticos y la convertía en
un ciudadano de segunda clase, subordinado al hombre. Según la ideología
dominante a la sazón, los hombres mandaban en la sociedad y las mujeres en
el hogar (Coward, 1983: 56). La sociedad occidental de finales del siglo XIX y
principios del XX basaba, pues, los derechos políticos en consideraciones de
sexo. El resultado era un modelo de vida social en el que lo «doméstico»
estaba separado de lo «público», y dentro de estas dos esferas los «derechos»
de los individuos dependían de su sexo. La identificación de esta desigualdad
de «derechos» se tradujo posteriormente en una concepción cultural
específica de lo que la mujer y el hombre debían ser, tanto en el hogar como
fuera de él. Esta concepción constituyó la base de una serie de ideas acerca
de la maternidad, la paternidad, la familia y el hogar; ideas que han
sobrevivido en la sociedad occidental de muy distintas maneras, y han influido
en el mantenimiento de la dicotomía «doméstico»/«público» como estructura
analítica de la antropología social. Una de las formas de exponer el carácter
arbitrario y culturalmente específico de la división «doméstico»/«público»
consiste en examinar algunos de los principios relativos a la maternidad y a la
familia en los que se basa. (Véase también el capítulo 5.)

Una de las razones de que la oposición «doméstico»/«público» pueda jactarse


de una incontestable validez en numerosas culturas es que presupone una
unidad madre-hijo bien definida, que parece «naturalmente» universal. Sean
cuales fueren las influencias culturales en las costumbres familiares y en las
relaciones entre géneros, mujeres de todas las culturas dan a luz. La idea de
las unidades madre-hijo como adoquines de la sociedad, expresada por
Rosaldo entre otros, es la continuación del debate existente en antropología
social acerca de los orígenes y de los modelos de familia.

En uno de sus primeros trabajos sobre los aborígenes australianos,


Malinowski enterró debates anteriores sobre la existencia de la institución
familiar en todas las sociedades (Malinowski, 1913). El argumento de
Malinowski consistía en afirmar que la familia era universal porque satisfacía
la necesidad humana universal de la crianza y cuidado de los niños. Definió la
familia como (1) una unidad social distinta de otras unidades similares; (2) un
lugar físico (el hogar) donde se desarrollan las funciones relacionadas con la
crianza de los niños; (3) un conjunto específico de lazos emocionales (el amor)
entre los miembros de la familia (Collier et al. , 1982). Esta definición en tres
partes de la familia es preceptiva precisamente porque encaja perfectamente
con las ideas occidentales a propósito de la forma y la función de la familia.
«La familia», al igual que las demás unidades comparativas, plantea
problemas de etnocentrismo, y la definición de Malinowski está claramente
influida por la concepción vigente en el siglo XIX del hogar como refugio y
paraíso fértil, en contraposición a la excentricidad del mundo público (Thorne,
1982). En la sociedad occidental, la familia, el hogar y lo «doméstico» se
conciben como una unidad definida por yuxtaposición a la esfera «pública»
del trabajo, los negocios y la política; en otras palabras, a las relaciones de
mercado del capitalismo. El sistema de mercado engloba relaciones de
competencia, de negociación y contractuales que la sociedad occidental
contrapone a las relaciones de intimidad y crianza asociadas con la familia y
el hogar (Rapp, 1979: 510). Esta particular visión de las esferas «doméstica»
y «pública» de la vida social y de las relaciones entre ambas, no puede
calificarse de universal, y en este mismo capítulo me referiré a los problemas
específicos planteados por la aplicación de los conceptos «doméstico» y
«público» a otras culturas.

La definición que ofrece Malinowski de familia ha tenido gran influencia en


antropología. Cierto es que antropólogos más modernos, Fortes (1969), Fox
(1967), Goodenough (1970), Gough (1959) y Smith (1956), pusieron en tela de
juicio la idea de Malinowski sobre la familia nuclear universal, y alegaron que
la unidad básica de la sociedad no es la familia nuclear formada por el padre,
la madre y la prole, sino la unidad madre-hijo. De esta manera la «mujer y los
niños que dependen de ella… representan el grupo familiar nuclear de las
sociedades humanas» (Goodenough, 1970: 18). No obstante, pese a
«eliminar» al padre de la unidad familiar, la antropología contemporánea
conserva el concepto básico de familia propuesto por Malinowski. Las
unidades madre-hijo son ahora las que enmarcan la crianza de los niños; las
que forman unidades independientes con respecto a otras unidades similares,
ocupan un lugar físico determinado y comparten profundos lazos emocionales
de un tipo muy especial. Al retirar al padre de la unidad madre-hijo, la
antropología contemporánea acentúa la diferencia entre maternidad y
paternidad, y consolida la idea de que la «maternidad» es la relación de
parentesco que mejor expresa la realidad biológica. La relación entre madre e
hijo es particularmente «natural», debido al hecho incontestable de que el
niño ha nacido de esa mujer. Barnes (1973) señala que «la paternidad no es
irrefutable como ocurre con la maternidad». Además sugiere que la
paternidad («genitor») es una condición social, a diferencia de la maternidad
(«genitora»), determinada prioritariamente por procesos naturales. Su
afirmación general es que al ser «“genitor” una condición social y al variar
mucho los derechos y deberes de una sociedad a otra, y los privilegios y
obligaciones, en caso de que existan, asociadas a esta condición» (Barnes,
1973: 68), la paternidad varía mucho de una cultura a otra, mientras que la
maternidad es algo más natural, más universal y más constante.

Sean cuales fueren las ideas imperantes acerca de la paternidad física, casi
todas las culturas conceden una importancia simbólica a la paternidad y a la
maternidad. Mi opinión es que la paternidad es un símbolo más libre, capaz
de dar cabida a una mayor diversidad de significados culturales, por
mantener un vínculo más débil con el mundo natural (Barnes, 1973: 71).

La relación de la naturaleza con la paternidad y con la maternidad es


diferente (Barnes, 1973: 72).

En antropología contemporánea, destaca la tendencia a considerar a las


madres y la maternidad como algo «natural», tendencia directamente
heredada de la visión de Malinowski de la familia (Collier et al. , 1982: 28;
Yanagisako, 1979: 199). El reconocimiento de que las madres y las unidades
madre-hijo desempeñan una función universal facilita la separación entre lo
«doméstico» y lo «público», apoya la hipótesis de que las unidades
«domésticas» tienen en todo el mundo la misma forma y la misma función,
ambas dictadas por la realidad biológica de la reproducción y de la necesidad
de criar a la prole (Yanagisako, 1979: 189). La calidad de incontestable y, más
concretamente, la «naturalidad», de las madres y de la maternidad, y de los
conceptos de familia y domesticidad que de ellas dependen, constituyen el
verdadero blanco de las recientes críticas feministas en antropología.

Madre y maternidad

La idea de que la existencia de un campo «doméstico» separado de la arena


«pública» es una característica universal de las sociedades humanas, excluye
definitivamente la posibilidad de interrogarse sobre los aspectos
«domésticos» que parecen más naturales, y a través de los cuales se
construye la noción «doméstico»: los conceptos conexos de «madre» y
«maternidad» (Harris, 1981). El concepto de «madre» no se manifiesta
únicamente en procesos naturales (embarazo, alumbramiento, lactancia,
crianza), sino que es una construcción cultural erigida por muchas sociedades
utilizando métodos distintos. No se trata sencillamente de una cuestión de
diversidad cultural basada en las distintas formas de ejercer la maternidad —
en algunas culturas las madres son tiernas, solícitas y madres de jornada
completa, mientras que en otras son autoritarias, distantes y madres de
media jornada (Drummond, 1978: 31; Collier y Rosaldo, 1981: 275-6). Se trata
de examinar también qué relación guarda la categoría «mujer» en cada
cultura con los atributos de la maternidad, como por ejemplo fertilidad,
naturalidad, amor maternal, crianza, alumbramiento y reproducción. Se
impone la necesidad de estudiar los vínculos entre la idea de «mujer» y la de
«madre», especialmente por parte de aquellos escritores que pretenden
conectar la subordinación universal de la mujer con el papel aparentemente
universal de la mujer como madre y educadora. En la sociedad occidental, las
categorías «mujer» y «madre» se superponen en puntos fundamentales y bien
diferenciados[16] . Las ideas acerca de la mujer y la actitud respecto a ella
están fuertemente unidas a los conceptos de matrimonio, familia, hogar, niños
y trabajo. El concepto de «mujer» se perfila a través de estas distintas
constelaciones de ideas, y la mujer se conforma individualmente a través de
las consiguientes definiciones culturales de feminidad, aunque este proceso
se alimente de conflictos y contradicciones. El resultado final es una
definición de «mujer» que depende esencialmente del concepto de «madre» y
de las actividades y asociaciones concomitantes. Otras culturas, por supuesto,
no definen a la «mujer» de la misma manera, ni siquiera establecen
necesariamente una relación especial entre la «mujer» y el hogar o la esfera
doméstica, como ocurre en la cultura occidental. La asociación entre «mujer»
y «madre» no es ni mucho menos todo lo «natural» que podría parecer a
primera vista. La mejor manera de demostrar este punto consiste
probablemente en examinar lo que, para los ojos occidentales, son las
características más «naturales» de la maternidad por sí misma: criar a los
niños y dar a luz.

La crianza de los hijos es una actividad que caracteriza supuestamente a los


grupos domésticos en todas las sociedades humanas (Goody, 1972). Este
hecho supera las barreras de la diversidad observable, tanto en la
composición de los grupos domésticos como en la atribución de las tareas
relativas a la crianza de la prole. En su libro acerca de la sociedad urbana de
Estados Unidos, Carol Stack pone de manifiesto las grandes diferencias en la
formación de los hogares de las familias negras urbanas, y demuestra que el
20 por Ciento de los niños objeto de su estudio eran criados en un hogar
distinto al que albergaba a su madre biológica —aunque en la mayoría de los
casos dicho hogar estaba vinculado a la familia de la madre (Stack, 1974). No
se trata sencillamente de alegar que las madres no son las únicas personas
que se dedican al cuidado de los niños, sino de subrayar que (1) las unidades
domésticas no se construyen necesariamente en torno a la madre biológica y
a su prole, y que (2) el concepto de «madre» en una sociedad determinada no
tiene por qué estar basado en el amor maternal, cuidado cotidiano o
proximidad física. La realidad biológica de la maternidad no produce una
relación ni una unidad madre-hijo universal e inmutable. Este hecho puede
ilustrarse en la sociedad británica, haciendo referencia a los cambios de ideas
acerca de la maternidad, la infancia y la vida en familia.

Philip Ariès (1973) ha afirmado que la infancia, tal como la entendemos


actualmente en Occidente, es un fenómeno reciente[17] . La noción de un
mundo infantil distinto al mundo de los adultos, con actividades, dietas,
cánones de conducta y modo de vestir especiales es característica de un
periodo histórico muy específico. La imagen de una madre aislada en el hogar
con sus hijos, organizando sus jornadas en torno al cuidado de los niños y
actuando de guardián moral, responsable de socializar a los más jóvenes, no
puede generalizarse a todos los periodos de la historia occidental, y menos
aún a las demás culturas[18] . Antes de la promulgación de los Factory Acts,
en algunos sectores de la sociedad británica, existía una elevada proporción
de mujeres y niños trabajadores y asalariados (Olafson Hellerstein et al. ,
1981: 44-6; Walvin, 1982). Pero, en el otro extremo del espectro de la
sociedad victoriana, la vida en familia y la vida de las mujeres eran muy
diferentes. Las mujeres de clase media y de clase alta se ocupaban de las
labores domésticas y casi nunca trabajaban fuera de casa. Pero excluir a estas
mujeres del trabajo remunerado no significaba necesariamente que las
madres biológicas se ocuparan de la crianza, del cuidado diario y de la
educación de su prole. Muchas familias de clase media y alta confiaban
plenamente en una «nanny», no solo para encargarse de los más pequeños de
la casa, sino para llevar toda una sección del hogar, denominada «nursery»:
entre 1850 y 1939, más de 2 millones de «nannies» reflejaban y determinaban
los valores y actividades —la cultura— de toda la clase alta británica y de
gran parte de la clase media» (Boon, 1974: 138).

El ejemplo de las «nannies», como observa Drummond (1978: 32), es válido


para presentar la «maternidad» como realidad social. Tanto Boon como
Drummond opinan que la «nanny» representa una erosión teórica del
concepto de una familia universal basada en aspectos bioculturales y
construida en torno a la unidad madre-hijo. Boon hace hincapié en tradiciones
seculares en Inglaterra, antes de la generalización de las «nannies», de
instituciones que asumían el papel propio de la madre, por ejemplo, las
nodrizas, la adopción o los aprendices. «A partir del siglo XVIII en las clases
altas británicas, las progenitoras amamantaban durante algún tiempo y las
“nannies” hacían el resto; antes de siglo XVII las progenitoras aristócratas
británicas hacían el resto y las nodrizas amamantaban» (Boon, 1974: 138).
Las madres británicas no eran consideradas «malas madres» por delegar así
el cuidado de sus hijos. No se trata sencillamente de que recibieran ayuda
para cuidar a sus hijos —fenómeno observado en muchas sociedades de todo
el mundo—, sino de que la participación de una «nanny» en el complejo
madre-hijo afectaba claramente a la interpretación del concepto de «madre»,
así como a la relación entre las categorías culturales «mujer» y «madre».

La vida en familia de los hogares de la clase alta victoriana no tiene nada en


común con lo que entendemos hoy en día por «familia». Boon señala que el
desarrollo de subunidades sociales intradomésticas plantea la cuestión de si
las «familias» británicas de clase alta eran en realidad unidades domésticas
en el sentido que la palabra tiene en el siglo XX (Boon, 1974: 319). Cita
además las palabras de Gathorne-Hardy acerca de la existencia de unidades
distintas que conformaban el hogar: «la cocina a cargo del cocinero en jefe;
los quehaceres domésticos, colada y plancha, etc. a cargo del ama de llaves;
la despensa y el comedor a cargo del jefe de mayordomos; y la “nursery” a
cargo de la “nanny”» (Gathorne-Hardy, 1972: 191-2).

La presencia de la «nanny» pone en tela de juicio la exclusividad del amor


madre-hijo: «muchos niños querían a su “nanny”, y con razón, más que a su
madre» (Gathorne-Hardy, 1972: 235); también cuestiona la integridad del
grupo doméstico basada en la unidad madre-hijo; y, por último, pone en duda
la relación singular entre las unidades madre-hijo y la existencia de un lugar
físico determinado donde las madres se ocupan de los niños, ya que las
dependencias de los niños solían estar separadas del resto de la casa: «A
veces tenían su propia escalera de acceso, su propia puerta de entrada
directamente desde el exterior, podían hallarse en otra ala de la casa, en un
corredor distinto o en otro piso, separadas e incluso aisladas del resto de la
casa mediante una puerta forrada de fieltro y claveteada de bronce para
amortiguar el ruido» (Gathorne-Hardy, 1972: 77). En pocas palabras, la
presencia de la «nanny» trastoca la triple definición de familia mencionada
anteriormente. Por esta razón, Boon y Drummond tratan de relacionar el
«fenómeno de la nanny» con aspectos más generales abordados por el estudio
antropológico de la familia. Boon se muestra especialmente terminante:

¿Fueron la familia de Murdock y ahora la familia madre-hijo de Goodenough


casos de etnocentrismo o castillos en el aire…? ¿Han sido las definiciones
funcionales de Familia menos etnocéntricas y más abiertamente
románticas…? Las definiciones funcionales universales prematuras —primero
de la familia nuclear y ahora de la familia matrifocal— pueden distorsionar las
percepciones culturales. ¿Por qué aspirar al universalismo funcional cuando
el planteamiento de un problema heurístico sería más que suficiente? (Boon,
1972: 139).

A estas alturas, podría alegarse que aunque las madres no cuiden siempre, de
forma exclusiva, a sus hijos, aunque no ocupen con ellos un lugar físico, o
aunque no les profesen amor, una cosa es cierta, ellas los han parido. Los
hechos biológicos de la reproducción son de una «naturalidad» inapelable y
su condición claramente universal emana de la tendencia generalizada de
establecer un vínculo indisoluble entre la vida de las mujeres y su fisiología:
«la biología es su destino». No obstante, como ya he dicho anteriormente la
categoría «madre», al igual que la de «mujer» es una construcción cultural.
Drummond expresa esta idea con mucho acierto:

lejos de ser «la cosa más natural del mundo», la maternidad es, en realidad,
una de las más antinaturales… en lugar de centrarse en el llamado «vínculo
madre-hijo» innato, universal y biocultural, el proceso de concebir, gestar y
criar un niño debería contemplarse como un dilema que asalta la esencia de
la comprensión humana y evoca una interpretación cultural nada sencilla,
sino en extremo elaborada (Drummond, 1978: 31).

La intención de Drummond no es sencillamente hacer hincapié en el papel


que desempeñan los factores culturales en la condición de la mujer, antes
bien insistir en que la cultura encarna las posibilidades de la experiencia
humana, incluidas las de dar a luz y la de ser madre. Este aspecto no se
aprecia correctamente en la cultura occidental, aunque sí en otras
sociedades. En algunas culturas, todo lo que rodea la procreación, es decir, la
menstruación, la gestación y el parto, presentan un interés social para toda la
comunidad y no se circunscribe a la mujer ni a la esfera doméstica de la
sociedad. En dichas culturas, el hombre está convencido de que su papel en la
reproducción social y en el proceso de procreación es decisivo. La mujer de
estas culturas no se define, pues, exclusivamente, por sus «aptitudes»
biológicas ni por el control que ejerce sobre aspectos clave de la vida —
especialmente la reproducción— de los que el hombre queda excluido. Se ha
observado que en un amplio abanico de sociedades, el concepto «mujer» no
gira en torno a las nociones de maternidad, fertilidad, crianza y reproducción.

Diversos escritos acerca de comunidades aborígenes australianas,


americanas, asiáticas y africanas, de cazadores-recolectores y de cazadores-
horticultores, pusieron de manifiesto que la influencia de la maternidad y de
la reproducción sexual en la percepción de la mujer es menor de lo que en un
principio habíamos creído. La idea de que la maternidad inviste a toda mujer
de una fuente natural de satisfacción emocional y de valores culturales se vio
rebatida al darnos cuenta de que en sociedades muy sencillas ni la mujer ni el
hombre celebran la dedicación de la mujer a la crianza de los niños y su
capacidad exclusiva de dar a luz… La Mujer fértil, la Mujer madre y fuente de
vida, estaba sorprendentemente ausente de todos los informes realizados
(Collier y Rosaldo, 1981: 275-6).

Collier y Rosaldo ofrecen a continuación una serie de ejemplos de los


bosquimanos Kung del Kalahari, de los aborígenes murngin de Australia y de
los ilongots de Filipinas. El hecho de que extraigan los ejemplos de lo que
denominan «sociedades sencillas» tiene su importancia. Se reconoce con
frecuencia que dichas sociedades son más igualitarias y que el mayor control
de la mujer sobre los recursos y el trabajo contribuye a mejorar su condición.
Volveré a este argumento más adelante, en este mismo capítulo, cuando me
ocupe de la subordinación universal de la mujer. Sin embargo, es preciso
señalar que de la observación de sociedades a pequeña escala se deduce que
si no se limita a la mujer a su labor de madre y educadora, su condición social
y su «valor» cultural mejoran. Pero no hay que olvidar que ello no equivale a
decir que la condición de la mujer depende exclusivamente de su papel de
madre y educadora. En todas las sociedades las mujeres dan a luz, pero este
hecho no merece siempre idéntico reconocimiento e interpretación cultural.
El significado «cultural» de la condición de la mujer no puede deducirse
directamente de su participación en la sociedad.

En algunas sociedades, la participación del hombre en la reproducción y en el


alumbramiento se centra en un interés ritual que gira en torno a las funciones
fisiológicas del cuerpo femenino, una práctica que en antropología se
denomina cuvada. La cuvada es un término muy amplio, pero normalmente se
refiere a «la observancia por parte del hombre de una serie de tabúes
dietéticos, de restricciones de determinadas prácticas, y en algunos casos de
la reclusión durante el periodo de parto y posparto de su esposa» (Paige y
Paige, 1981: 189). Esta práctica se ha interpretado de distintas formas y[19] ,
en algunas ocasiones, se ha considerado como la afirmación de la paternidad
social (Douglas, 1968; Malinowski, 1960 [1927]: 214-15). Otros escritores la
han definido, a mi parecer más acertadamente, como el reconocimiento del
papel del marido en el alumbramiento. Mauss habría explicado la cuvada
diciendo que «nacer no es un acontecimiento sin importancia y es
perfectamente comprensible que el padre y la madre participen en él»
(Dumont, citado in Rivière, 1974: 430). Este punto de vista coincide con el
argumento de Drummond sobre la «naturaleza» social de la reproducción
biológica citado anteriormente, y al de Beatrice Blackwood, que estudió la
práctica de la cuvada entre los kurtatchi del Pacífico. Durante el parto y los
seis días siguientes, los maridos kurtatchi permanecen recluidos, sometidos a
una dieta especial y dispensados de las actividades normales de subsistencia
(Blackwood, 1934: 150-60). Blackwood interpreta estas actividades como el
reconocimiento del papel del marido en el nacimiento del niño (Paige y Paige,
1981: 190).

La cuvada no es más que un ejemplo de la participación del varón en la


reproducción. Los trabajos de Anna Meigs acerca de los hua de Papua Nueva
Guinea ofrecen un ejemplo muy distinto del papel del hombre en la
reproducción. Los varones hua simulan la menstruación, «un proceso que
supuestamente detestan en la mujer», y se creen capaces de concebir hijos.

La creencia de los hua en la capacidad de gestación masculina es difícil de


describir. La mayoría de los informantes responderían negativamente a la
pregunta «¿puede quedar preñado un hombre?»… Sin embargo, esta creencia
se encuentra implícita en los relatos de los informantes acerca de las
prohibiciones dietéticas y sexuales. En estos contextos, el convencimiento
queda patente. Algunos informantes aseguran incluso haber visto fetos
extraídos de cuerpos masculinos (Meigs, 1976: 393).
Meigs atribuye la simulación de la menstruación, mediante la realización de
una sangría, y la creencia en la preñez masculina, al deseo del hombre de
imitar las aptitudes reproductoras de la mujer. La controversia surge a la
hora de decidir si esta situación refleja la envidia que siente el hombre por la
capacidad reproductora de la mujer o, como señala Bettelheim (1962: 109-
13), si la cuvada y otras prácticas «simuladas» traslucen el deseo del hombre
por manifestar los aspectos femeninos de su personalidad. En cualquier caso,
lo importante es que la fisiología ofrece una serie de posibilidades, pero no
prescribe la interpretación cultural.

La función social del género

En el apartado anterior aduje que las categorías «mujer» y «hombre» son


construcciones culturales y que incluso la función más natural de todas, la
«maternidad», es una actividad definida culturalmente. Los estudios
feministas se han afanado en demostrar la complejidad y la diversidad de
estas categorías que siempre se habían dado por supuestas, y en matizar el
carácter problemático y potencialmente distorsionador de distinciones
analíticas como naturaleza/cultura y esfera doméstica/pública, cuya vigencia
se presupone en las diferentes culturas. Pese a ello, las antropólogas
feministas no se muestran unánimes al respecto, y existen distintos puntos de
vista académicos en lo que se refiere a la utilidad y a la adecuación de marcos
analíticos adaptados a varias culturas. Este punto aparecerá más claramente
en el siguiente apartado, donde consideraré la postura de los escritores que
no conciben la subordinación de la mujer como un fenómeno universal.

Los académicos que mantienen que la subordinación de la mujer no es


universal tienden a centrar el problema de las relaciones de género en lo que
hacen la mujer y el hombre y no en un análisis de la valoración simbólica
atribuida a hombres y mujeres en una sociedad dada. Normalmente explican
los problemas de género desde una perspectiva más sociológica, es decir,
contemplan el género como una relación. Tal como indiqué al principio del
capítulo, los enfoques simbólicos y sociológicos del estudio del género no se
excluyen mutuamente, pero la mayoría de trabajos marcadamente
sociológicos adolecen de una falta de análisis en materia de valoraciones e
ideologías culturales. No obstante, centrarse en lo que hacen los hombres y
las mujeres, plantea inevitablemente la cuestión de la división sexual del
trabajo y de la división concomitante de la vida social en esfera «doméstica» y
«pública», la primera reservada a la mujer y la segunda al hombre.

Eleanor Leacock es una antropóloga marxista que rebate el carácter universal


de la subordinación de la mujer. Considera que este postulado se desprende
de un modo de análisis básicamente antihistórico (Leacock, 1978: 254), que
deja de lado las consecuencias de la colonización y del auge de la economía
capitalista en todo el mundo (Leacock, 1972; 1978: 253-5); Etienne y Leacock,
1980), y que comporta un marcado carácter etnocéntrico y androcéntrico
(Leacock, 1978: 247-8; Etienne y Leacock, 1980: 4). Las críticas de Leacock
no perdonan a algunos de los primeros textos feministas, especialmente el
libro de Ernestine Friedl (1975), Women and Men , y la colección de Rosaldo
y Lamphere (1974), Women, Culture and Society.
En su obra, Leacock rechaza dos de los argumentos propuestos por otras
escritoras feministas, (1) que la condición de la mujer depende directamente
de su función de concebir y criar niños, y (2) que la distinción
«doméstico»/«público» es un marco válido para el análisis de las relaciones de
género en todas las culturas. A partir del material recogido en sociedades de
cazadores-recolectores, corrobora el razonamiento de Engels (1972) al
afirmar que la subordinación de la mujer con respecto al hombre, el
desarrollo de la familia en tanto que unidad económica autónoma y el
matrimonio monógamo están ligados al desarrollo de la propiedad privada de
los medios de producción. En el capítulo 3 me ocuparé más extensamente de
la relevancia del argumento de Engels para la antropología feminista, pero lo
más importante del trabajo de Leacock es que en las sociedades
«preclasistas» los hombres y las mujeres eran individuos autónomos que
ocupaban posiciones de idéntico prestigio y valía. Estas posiciones eran sin
duda diferentes, pero no superiores ni inferiores. Hablando de la situación de
la mujer en esas sociedades, Leacock afirma:

[cuando] se toma en consideración el tipo de decisiones tornadas por las


mujeres, se pone de manifiesto el papel público y autónomo de la mujer. Su
condición no era literalmente de «igualdad» respecto al hombre (un punto
que ha suscitado mucha confusión) sino respecto a lo que ellas mismas
representaban, es decir, personas de sexo femenino, con sus propios
derechos, obligaciones y responsabilidades, con una función complementaria
a la del hombre, pero en ningún caso secundaria (Leacock, 1978: 252).

Leacock opina que, contrariamente a los primeros informes redactados por


etnógrafos varones, las mujeres de todas las sociedades contribuyen de
manera sustancial a la economía; y que contrariamente a las afirmaciones de
algunas antropólogas feministas, la condición de la mujer no depende de su
papel de madre ni de su reclusión en la esfera «doméstica», sino de si
controlan (1) el acceso a los recursos, (2) sus condiciones de trabajo y (3) la
distribución del producto de su trabajo. Este aspecto ha sido abordado por
varios investigadores (por ejemplo, Brown, 1970; Sanday, 1974; Sanday,
1981: cap. 6; Schlegel, 1977). Al examinar la etnografía de los indios
iroqueses, Leacock concluye que la separación de la vida social en esfera
«doméstica» y «pública» no tiene razón de ser en comunidades pequeñas
donde la producción y la administración de la unidad doméstica forman parte,
simultáneamente, de la vida «pública», económica y política.

Las matronas iroquesas recogían, almacenaban y repartían el maíz, la carne,


el pescado, las bayas, las calabazas y la manteca, que se enterraban en pozos
especiales o se guardaban en la casa comunal…, el control de la mujer en la
distribución de la comida que producían, así como de la carne, les otorgaba
un poder de facto sobradamente amplio para impedir declaraciones de guerra
y para intervenir en la consecución de la paz. Las mujeres también
supervisaban el «tesoro público de la tribu», a buen recaudo en la casa
comunal, los adornos de cuentas, cálamos y plumas, y las pieles… Lo más
importante es que se trataba de una «administración doméstica»
radicalmente distinta de la propia de la familia nuclear o extendida de las
sociedades patriarcales. En estas últimas, las mujeres pueden seducir,
manipular o intimidar a los hombres, pero siempre entre bastidores; mientras
que en el primer caso, la «administración doméstica» no era otra cosa que la
administración de la economía «pública» (Leacock, 1978: 253).

Una situación similar aparece claramente en varias comunidades de


cazadores-recolectores. En los años 1930, Phyllis Kaberry dejó constancia del
grado de autonomía de las aborígenes australianas y de la ausencia de
subordinación con respecto al hombre. Kaberry atribuyó la situación de la
mujer a la importancia de su aportación a la economía y a su control sobre
ella (1939: 142-3), así como a su participación en rituales específicamente
femeninos valorados tanto por el hombre como por la mujer (1939: 277).
Diane Bell llegó a conclusiones similares en su reciente etnografía acerca de
las aborígenes, donde observa que los mundos del hombre y de la mujer son
sustancialmente independientes entre sí, desde el punto de vista económico y
ritual (Bell, 1983: 23). Como resultado, los hombres y las mujeres disponen de
poderes distintos, propios de su sexo, pero los ejercen en igualdad de
condiciones. Bell corrobora la opinión de Leacock cuando alega que esta
separación y diferencia no implica necesariamente inferioridad ni
subordinación. No obstante, la etnografía aborigen también contiene
múltiples referencias a relaciones hombre/mujer difíciles de encajar en este
marco de complementariedad autónoma, especialmente ejemplos de violencia
del hombre hacia la mujer. Tanto Bell (1980; 1983) como Leacock parecen
atribuir estos hechos a cambios en las relaciones de género, resultado del
contacto cada vez mayor con el «hombre blanco», la creación de reservas y la
incorporación a la economía general australiana.

Hoy por hoy es un hecho irrefutable que las relaciones de género, en muchas
partes del mundo, se han visto transformadas por el sucesivo impacto de la
colonización, de la «occidentalización» y del capitalismo internacional.
Algunos estudios ponen de manifiesto que el desarrollo y el trabajo
remunerado aumentan la dependencia de la mujer respecto al hombre,
minando los sistemas tradicionales en los que la mujer ejercía un cierto
control sobre la producción y la reproducción (véanse capítulos 3 y 4)[20] . En
su investigación sobre los indios montañeses, comunidad cazadora de la
Península Labrador, Leacock demuestra que las relaciones de género
cambiaron de forma significativa con la llegada del comercio de pieles y de
otras influencias europeas, como por ejemplo la introducida por los
misioneros jesuitas, lo cual menoscabó la autonomía de la mujer (Leacock,
1972; 1980).

Karen Sacks es otra especialista en antropología marxista que se ha ocupado


de la subordinación supuestamente universal de la mujer. En uno de sus
primeros artículos (Sacks, 1974), pretendió modificar la tesis de Engels, a
tenor de la cual la subordinación de la mujer empezó con el desarrollo de la
propiedad privada, alegando que existen «demasiados datos que demuestran
que en la mayoría de sociedades sin clases, que carecen del concepto de
propiedad privada, no existe igualdad entre hombres y mujeres» (Sacks,
1974: 213). A pesar de esta afirmación, se muestra totalmente de acuerdo con
la opinión de Engels porque (1) explica las condiciones en las que las mujeres
pasan a estar subordinadas a los hombres, y (2) se ve corroborada por los
datos etnográficos e históricos recogidos desde la publicación de la obra de
Engels, que reflejan que «la posición social de la mujer no se ha mantenido
siempre, ni en todas partes ni en la mayoría de los aspectos, subordinada a la
del hombre» (Sacks, 1974: 207). La obra de Sacks es muy útil porque no da
por supuesta la igualdad y la autonomía de la condición de la mujer en
sociedades «preclasistas», como parece ser el caso de Leacock, y, por
consiguiente, ofrece la posibilidad de examinar cómo ha evolucionado la
posición de la mujer en estas sociedades.

En una obra más reciente, Sisters and Wives (1979), Sacks pone en pie una
estructura para apreciar cómo varía la condición de la mujer de una cultura a
otra. Empieza confirmando una crítica ya formulada (Sacks, 1976) contra los
antropólogos que han inferido de la existencia de una división sexual del
trabajo en sociedades sin clases, una asimetría en las relaciones entre
hombres y mujeres. Critica asimismo a feministas y no feministas, sin
distinción, por asumir que la subordinación de la mujer está relacionada con
su condición de madre. Sacks tilda esta postura de etnocéntrica, ya que
proyecta en otras culturas los conceptos occidentales de familia y de
relaciones sociosexuales. Seguidamente, propone un marco conceptual para
analizar la posición de la mujer en términos de su intervención en los medios
de producción. Sacks distingue en las sociedades sin clases dos modos de
producción: un modo comunal y un modo familiar. En el primer tipo, todas las
personas, hombres o mujeres, «mantienen la misma relación con los medios
de producción y, por ende, pertenecen en igualdad de condiciones a una
comunidad de “propietarios”» (Sacks, 1979: 113). En el segundo tipo, los
grupos familiares controlan colectivamente los medios de producción, y el
estatus de la mujer varía según sea (a) hermana, en cuyo caso se consideran
miembros del grupo familiar dirigente, o (b) esposa, cuyos derechos derivan
del matrimonio contraído con un miembro del grupo familiar, y no de su
relación con su propio (nativo) grupo familiar. Lo importante para Sacks es
que si la mujer ejerce sus derechos en tanto que hermana, su condición
mejora en comparación con las situaciones donde sus derechos se restringen
por su calidad de esposa. Esta cuestión no se plantea en el modo de
producción comunal, donde, según Sacks, no se establecen diferencias
notables entre los derechos de las hermanas y de las esposas.

Me llamó mucho la atención el contrapunto entre hermana y esposa en


numerosas sociedades africanas preclasistas o protoclasistas con
organización económica patrilineal —por ejemplo, las comunidades lovedu,
mpondo e igbo. También me sorprendió la destrucción de la relación de
hermana en las sociedades clasistas ante la aparición de la esposa, como en
Buganda. Por otra parte, en zonas de forraje, no se aprecia diferencia alguna
entre esposas y hermanas, por ejemplo entre los mbuti. Esposa y hermana
tienen un significado opuesto muy similar en numerosas sociedades
patrilineales cuando se trata de la relación de la mujer con los medios de
producción, con otros adultos, con el poder y con su propia sexualidad. No
creo que traicione los datos recogidos si defino a la hermana, en este tipo de
sociedades patrilineales, como una propietaria, con derecho de decisión
dentro del grupo y como una persona que controla su propia sexualidad. Por
el contrario la esposa se encuentra subordinada de forma muy similar a la
expuesta por Engels en las familias basadas en la propiedad privada (Sacks,
1979: 110).

El postulado subyacente en la obra de Sacks sería que si la mujer y el hombre


acceden por igual a los medios de producción, existe necesariamente igualdad
entre sexos.

Burton (1985: 23-30) formula una serie de críticas contundentes contra el


trabajo de Sacks, basadas en el análisis de un artículo anterior (Sacks, 1976),
pero igualmente aplicables a Sisters and Wives . Dos aspectos merecen
especial atención: el primero se refiere a la dicotomía doméstico/público y el
segundo al problema de las ideologías del género y a su relación con las
condiciones económicas. La distinción hermana/esposa establecida por Sacks
se basa en la suposición implícita de que los derechos y las actividades de una
se distinguen fácilmente de los de la otra; una suposición injustificada en
sociedades donde las familias no son unidades económicas autónomas. En
otras palabras, donde tal vez no sea posible distinguir entre una esfera
«doméstica» perfectamente delimitada en la que las mujeres dispondrían de
los derechos de esposas y una esfera «pública» o económica en la que
ejercerían sus derechos de hermanas. Sacks había señalado en otra ocasión
(Sacks, 1976) que separar las sociedades no clasistas en esferas «doméstica»
y «pública» constituía un error de análisis, pero parece olvidar esta
puntualización cuando se trata de distinguir entre hermanas y esposas[21] .

La segunda crítica se refiere a las ideologías culturales. Creo que la mayoría


de estudiosos del feminismo estarían ahora de acuerdo en que la valoración
cultural atribuida a los hombres y a las mujeres en la sociedad no depende
únicamente de su posición respectiva ante el sistema de producción. Es bien
sabido que las representaciones culturales del concepto de género «reflejan
raramente con exactitud las relaciones hombre-mujer, las actividades del
hombre y de la mujer, y la contribución de los hombres y las mujeres a una
sociedad determinada» (Ortner y Whitehead, 1981a: 10). Este principio quedo
rápidamente establecido en antropología feminista y dio Jugar a múltiples
trabajos que demostraron de forma concluyente que, aunque los hombres
representaban el elemento dominante en muchas sociedades, las mujeres
poseían y esgrimían, en realidad, un poder considerable[22] . Lo preocupante
de estas investigaciones fue que no solo pusieron de manifiesto que la
antropología, en su calidad de disciplina, había desdeñado aspectos clave de
la vida y de las experiencias de la mujer, sino que desvelaron la existencia de
informes que ilustraban la subordinación de las mujeres en una sociedad
determinada, cuando la situación real era muy distinta a la vista de su forma
de actuar, de expresar sus opiniones y de tomar decisiones en los asuntos
cotidianos de su mundo. Esta situación se califica con frecuencia con la
expresión «mito del dominio masculino» (Rogers, 1975) y forma parte del
debate tratado en el capítulo 1, relativo a la posible existencia de modelos
distintos para un mundo «masculino» y otro «femenino». El problema
planteado con respecto a la obra de Sacks es que si consideramos a la mujer
subordinada al hombre, cuando en realidad posee cierto grado de autonomía
económica y política, es difícil apreciar de qué manera la condición de la
mujer en una sociedad determinada podría deducirse directamente de su
relación con el sistema de producción. Es imposible negar la influencia
determinante de las representaciones culturales de los sexos en el estatus y
en la posición de la mujer en la sociedad, y si la mujer con un considerable
poder económico y político se considera como un ser subordinado, nos
encontramos ante una característica de la vida social que pide a gritos una
explicación. Sacks no parece abordar el tema de las ideologías sobre el
género de forma sistemática, y muestra escaso empeño en explicar por qué la
valoración cultural concedida a la mujer y al hombre no refleja, en la mayoría
de los casos, el control que ejercen respectivamente sobre los recursos
económicos.

Lo simbólico y lo sociológico todo en uno[23]

Algunos especialistas en feminismo han enfocado el estudio del género desde


el punto de vista simbólico y sociológico simultáneamente, ante la evidencia
de que las ideas relacionadas con los hombres y las mujeres no son
plenamente independientes de las relaciones económicas de producción ni
derivan directamente de ellas. Jane Collier y Michelle Rosaldo, en su artículo
«Politics and gender in simple societies» (1981), desarrollan un modelo para
analizar los sistemas de género en sociedades pequeñas, similar al «modo de
producción comunal» de Sacks. Collier y Rosaldo opinan que es imposible
entender los procesos productivos y políticos si se aíslan de las percepciones
culturales que las personas experimentan acerca de dichos procesos, y que
todo análisis debe centrarse en lo que las personas hacen y en las
interpretaciones culturales de dichas acciones (Collier y Rosaldo, 1981: 276).
Su objetivo consiste en enlazar las ideas culturales sobre el género con las
relaciones sociales reales que presiden la vida, el pensamiento y las acciones
de los individuos de ambos sexos.

Collier y Rosaldo estudian sociedades donde impera el matrimonio por


servicios, es decir, donde el yerno establece relaciones permanentes con los
padres de su esposa basadas en ofrendas de trabajo y comida. Desde su punto
de vista, estas ofrendas, que se inician antes del matrimonio y se prolongan
después de este, crean obligaciones y relaciones sociales totalmente distintas
de las que se desarrollan en sociedades donde prevalece el matrimonio por
compra. En estas últimas, el esposo entrega a la familia de la novia una serie
de bienes en el momento del matrimonio, como pago por los derechos sobre
el trabajo, la sexualidad y la capacidad de procreación de la mujer. En este
punto, los autores sugieren que el estudio del género en sociedades pequeñas
debería basarse en las características que rodean al matrimonio. Afirman,
además, que los antropólogos reconocen desde hace mucho tiempo que el
parentesco y el matrimonio determinan las relaciones productivas y la
estructura de derechos y obligaciones en las sociedades sin clases. Como
resultado de ello, la organización del matrimonio y de las relaciones que se
construyen a su alrededor, deberían proporcionar la clave de la organización
de las relaciones productivas basadas en el género.

Al casarse, las personas «constituyen familias», pero también contraen


deudas, cambian de residencia, provocan enemistades y establecen vínculos
cooperativos. Una tipología de las sociedades no clasistas en términos de la
organización del matrimonio parecería, pues, un primer paso muy importante
para analizar la problemática del género. Las distintas formas en que las
sociedades tribales «constituyen matrimonios» corresponden, probablemente,
por una parte a las importantes diferencias económicas y políticas, y por otra,
a las notables variaciones en la interpretación de las relaciones de género
(Collier y Rosaldo, 1981: 278).

Esta postura se basa fundamentalmente en un argumento propuesto por Janet


Siskind (1973; 1978) y Gayle Rubin (1975) según el cual el parentesco y el
matrimonio son factores determinantes en la interpretación de las relaciones
de género. Llegados a este punto, Collier y Rosaldo van más allá del tipo de
argumentación formulada por Sacks. En lugar de contemplar las
representaciones del género como el reflejo directo de las relaciones sociales
o productivas, las interpretan como «declaraciones altamente ritualizadas»
sobre lo que los hombres y las mujeres perciben como preocupaciones
políticas particularmente importantes. El matrimonio por servicios vigente en
algunas sociedades constituye una relación de gran contenido político porque
es el medio principal al alcance de hombres y mujeres para relacionarse con
los demás individuos. Es además el mecanismo por el cual se configuran las
relaciones productivas, así como los derechos y obligaciones. Poe ello, Collier
y Rosaldo postulan que las relaciones de género reciben un interés especial
por ser la tribuna social desde la cual las personas reivindican sus derechos
políticos y emprenden estrategias personales. A través de las exigencias
mutuas entre hombres y mujeres, expresadas en un contexto particular de
relaciones sociales y económicas, se van perfilando las concepciones
culturales del género.

Este argumento es muy similar al que propuse en el estudio que realicé sobre
los marakwet de Kenia (Moore, 1986). Al ocuparme de las relaciones de
género, demostré que los marakwet provocan situaciones social y
económicamente distintas entre hombres y mujeres, y utilizan estas
diferencias como mecanismo simbólico. Las ideas culturales acerca de las
distintas cualidades, actitudes y comportamiento de las mujeres y de los
hombres se generan y se expresan a través de los conflictos y tensiones que
surgen entre cónyuges, originados por exigencias tendentes a controlar la
tierra, los animales y otros recursos (Moore, 1986: 64-71). Las ideas
culturales sobre el género no reflejan directamente la posición social y
económica de la mujer y del hombre, aunque ciertamente nacen en el
contexto de dichas condiciones. Ello se debe a que tanto los hombres como
las mujeres respetan los estereotipos acerca del género a la hora de plantear
estratégicamente sus intereses en distintos contextos sociales. Consideremos,
por ejemplo, una frase escuchada a menudo en boca de los varones
marakwet: «las mujeres son como los niños, hablan antes de pensar». En una
sociedad que valora enormemente la sabiduría fruto de la edad y la
experiencia, este aserto no tiene, por supuesto, nada que ver con el posible
carácter infantil de la mujer. Se trata, por el contrario, de un estereotipo de
gran fuerza, al que poco afecta el que muchos hombres conozcan a mujeres
enérgicas e influyentes. En tanto que estereotipo está sin duda relacionado
con el hecho de que en esta sociedad patrilineal, las mujeres son
jurídicamente menores en determinadas áreas de la vida, pero para explicar
su poder e influencia debemos recurrir a la interacción estratégica entre
hombres y mujeres en la vida cotidiana. La fuerza de este estereotipo procede
en parte de su amplio campo de aplicación: serviría para definir los motivos
de una mujer en caso de conflicto matrimonial e indicaría un atributo propio
de la mujer, en oposición al hombre. No obstante, tanto las mujeres como los
hombres saben que estos estereotipos se ven rebatidos por la experiencia,
pero incluso esto tiene poca repercusión en la importancia y permanencia de
su vigor retórico y material. Estas afirmaciones no solo ofrecen una razón
estratégica para excluir a las mujeres de determinadas actividades, sino que
garantizan que las mujeres serán excluidas en muchos casos. La fuerza de los
estereotipos sobre el género no es sencillamente psicológica, sino que están
dotados de una realidad material perfecta, que contribuye a consolidar las
condiciones sociales y económicas dentro de las cuales se generan.

La mujer como persona

En los últimos años, la antropología se ha orientado hacia teorías relativas a


los actores sociales pensantes y a las estrategias que estos aplican en la vida
cotidiana. Esta nueva tendencia teórica es, en parte, una reacción ante la
influencia del estructuralismo en antropología, y concede una importancia
particular a los modelos que desarrollan los actores sobre la constitución del
mundo y a su influencia en la vida social, alejándose de los modelos propios
de analistas y antropólogos. Para la antropología feminista ello supone un
estímulo muy especial, dado el papel central concedido por todos los análisis
a las experiencias de la mujer (cf. Strathern, 1987b; Keohane et al. , 1982;
Register, 1980; Rapp, 1979)[24] . Esta ponderación de las experiencias impone
la consideración del «sujeto que experimenta» o de la «persona». La
interpretación cultural del sujeto o persona, a través del análisis de la
identidad de género, sigue siendo uno de los aspectos más importantes de la
contribución de la antropología feminista al desarrollo teórico de la disciplina.
Considerar a la mujer como persona nos lleva inevitablemente de vuelta a la
controvertida división entre lo «doméstico» y lo «público», y a las cuestiones
de poder, autonomía y autoridad. En un artículo de 1976, «Women as
persons», Elisabeth Faithorn defiende con ahínco un análisis de las relaciones
hombre-mujer en el que las mujeres se consideren personas con un poder de
pleno derecho. Como ya hemos señalado, a finales de los años 1970 la
«antropología de la mujer» llevó a cabo un replanteamiento de las actividades
femeninas, pero muy especialmente en la etnografía melanesia, donde se vio
acompañado de un interés muy particular por la mujer en tanto que individuo
o persona. El conocido análisis de Annette Weiner acerca de las mujeres
trobriand concede mucha importancia al hecho de contemplar a la mujer
como persona. «Tanto si la mujer recibe reconocimiento público como si se
encuentra recluida, tanto si controla la política o los recursos económicos
como si posee poderes mágicos, no constituye un simple objeto de la sociedad
en que vive, antes bien es un sujeto que posee un cierto grado de control»
(Weiner, 1976: 228). En opinión de Weiner, algunas actividades culturales son
propias de la mujer y en ellas su poder es considerable, construyendo de esta
manera una plataforma de acción social que pone de manifiesto su valía en la
sociedad trobriand.

Daryl Feil estudió las relaciones hombre-mujer entre los enga y otorga gran
importancia a las mujeres como personas: «En Nueva Guinea, las mujeres son
“personas” sea cual fuere la noción adquirida e independientemente de si
aparecen como tales en la literatura» (Feil, 1978: 268). Pero, la opinión de
Feil difiere de la de Weiner en dos aspectos. En primer lugar, afirma que para
tratar a la mujer como persona es preciso demostrar que participan en los
asuntos sociopolíticos normalmente exclusivos de los hombres. Weiner, por su
parte, opina que las mujeres ejercen su poder en un campo exclusivamente
femenino, sin dejar de gozar por ello de una relación de igualdad con los
hombres. En segundo lugar, Feil circunscribe el poder de la mujer a la esfera
de la vida cotidiana, mientras que Weiner hace hincapié en el poder cultural
del simbolismo de la condición de mujer, expresada en actividades y objetos
específicamente femeninos (cf. Strathern, 1984a). El problema esencial no es
nuevo: para contemplar a las mujeres como adultos sociales de pleno
derecho, ¿es suficiente con decir que ejercen el poder en un campo
exclusivamente femenino, o debemos demostrar que ejercen poder en las
áreas de la vida social que normalmente se consideran como territorio público
y político exclusivo de los hombres? Esta cuestión traduce sencillamente la
distinción «doméstico»/«público» y la pone al servicio del problema que
aspira a resolver.

Marilyn Strathern ha observado la existencia de algunos escollos potenciales


en el replanteamiento, tan necesario pero a veces no lo bastante crítico, de
las mujeres como personas o individuos influyentes. Sus trabajos acerca de
los conceptos de género, identidad y sujeto entre los hagen de las tierras altas
de Papua Nueva Guinea (1980; 1981b; 1984a) pretenden establecer los
pilares necesarios para analizar dichos conceptos, y para revisar, con ojo
crítico, muchos de los principios etnocéntricos occidentales que sostienen las
estructuras analíticas. La noción de «individuo» o «persona» varía de una
cultura a otra, al igual que ocurre con las de «mujer» y «hombre». Strathern
señala que la pretensión de que los antropólogos traten a la mujer como
individuo o persona de pleno derecho está perfectamente fundada. No
obstante, existe el peligro de que al formular esta exigencia consideremos
exclusivamente el punto de vista occidental en materia de personalidad social
y jurídica, y de la relación entre la sociedad y sus miembros: «podemos hablar
efectivamente de ideas hagen acerca de la persona, en un sentido analítico,
siempre y cuando no confundamos la interpretación con el “individuo”
ideológico de la cultura occidental. Este último es un tipo cultural
determinado (de persona) y no una categoría analítica en sí misma»
(Strathern, 1981b: 168).

El concepto de individuo en el pensamiento occidental configura una


constelación de ideas muy definida, que combina las teorías de autonomía,
comportamiento y valores morales con una particular visión de la forma en
que los individuos se integran en la sociedad y se aíslan, al mismo tiempo, de
ella. Parece claro que, si bien los conceptos de «individuo» y de «persona»
encierran ideas relativas a las posibilidades de acción y de conducta moral,
plantean asimismo problemas de expectativas. En otras palabras, los
prejuicios sociales del comportamiento de los individuos interfieren siempre
en la valoración que hacemos de las motivaciones, de la conducta y de la valía
social de los demás. Asumir que las nociones occidentales de «individuo» o
«persona» actuante pueden adaptarse a otros contextos equivale a ignorar los
dispares mecanismos y expectativas culturales que rodean todo el proceso de
evaluación.

La segunda puntualización de Strathern a propósito del análisis de las


mujeres como individuos o personas consiste en enfatizar de qué manera el
concepto occidental de individuo autónomo implica una división entre las
esferas «doméstica» y «pública» de la vida social. Strathern señala que, en la
cultura occidental, existe el riesgo de desposeer a la mujer del calificativo de
persona, dada su relación con lo natural, con los niños y con la esfera
«doméstica», por oposición a la cultura y al «mundo social de los asuntos
públicos» que normalmente son exclusivos del hombre (Strathern, 1984a: 17).
Como indica Strathern, estos son precisamente los criterios en los que basa
Ortner la subordinación universal de la mujer y están sujetos a las mismas
críticas formuladas anteriormente contra el trabajo de Ortner (Ortner, 1974; y
véase más arriba). Strathern subraya que el desprestigio de las labores
domésticas es una noción occidental y, como ya se ha dicho, no debe
confundirse con una cualidad universalmente válida de la esfera «doméstica»
ni de las mujeres. Es obvio que los hagen establecen una conexión simbólica y
social entre lo «femenino» y lo «doméstico», pero, tal como demostró
Strathern, estas asociaciones no pueden explicarse mediante las distinciones
occidentales de naturaleza/cultura y doméstico/público (Strathern, 1980;
Strathern, 1984a: 17-18). Con vistas a evaluar a las mujeres hagen no es
preciso observar el aspecto «doméstico» ni demostrar que estas mujeres
desempeñan una actividad en la esfera «pública». La asociación de lo
«doméstico» con actividades desacreditadas o no merecedoras del adjetivo de
social no está presente en el pensamiento hagen.

En la teoría social hagen, sin embargo, la identidad de las mujeres como


personas no depende de si ejercen poder en algún campo creado por ellas
mismas, ni en la posibilidad de rebasar las fronteras del mundo doméstico
erigidas por el hombre… La condición de mujer se asocia, simbólica y
convencionalmente, con lo doméstico, y a su vez lo doméstico puede
simbolizar intereses opuestos a los intereses públicos y colectivos de los
hombres. Aun así, las mujeres hagen no se ven por ello amenazadas por la
posibilidad, tan denigrante en nuestro propio sistema, de no llegar a ser
personas de pleno derecho (Strathern, 1984a: 18).

La distinción hombre-mujer en el pensamiento hagen tiene un valor


metafórico y se emplea para clasificar otros contrastes o distinciones, como
doméstico/público, insignificancia/prestigio, interés personal/bien social, que
son expresiones válidas para reflejar el mérito social (Strathern, 1981b: 169-
70). No obstante, estos pares de contrarios son distinciones morales que se
aplican tanto a los hombres como a las mujeres, y las mujeres hagen no se
encuentran asociadas de forma permanente ni indisoluble a los términos
negativos. El significado de estos pares no es un «problema de mujeres» sino
un «problema de seres humanos» (Strathern, 1981b: 170). Strathern hace
hincapié en que las acciones de la mujer, en tanto que individuo, pueden
separarse en cierta medida de las asociaciones y de los valores otorgados a la
condición de mujer en la cultura hagen (Strathern, 1981b: 168, 184;
Strathern 1984a: 23)[25] . Puede considerarse que las mujeres, al igual que
los hombres, actúan por el bien social o movidos por su interés personal;
pueden considerarse como individuos prestigiosos o insignificantes
(Strathern, 198 lb: 181-2). «Una mujer hagen no se identifica totalmente con
los estereotipos de su sexo. Al utilizar el género para estructurar otros
valores… los hagen desligan las cualidades supuestamente masculinas o
femeninas de los hombres y las mujeres propiamente dichos. Una persona,
independientemente de su sexo, puede actuar de forma masculina o
femenina» (Strathern, 1981 b: 178). Las mujeres hagen están íntimamente
ligadas a la esfera doméstica, pero es preciso analizar con detalle lo que
significa exactamente esta vinculación. El esfuerzo de valorar a la mujer como
«persona de pleno derecho» se malogra si se limita a ser poco más que un
reflejo de las ideas occidentales al respecto. La aportación de la obra de
Marilyn Strathern reside ante todo en recordar que las construcciones sobre
el género van ligadas a los conceptos de sujeto, persona y autonomía. Para
analizar dichos conceptos es preciso abordar las nociones de elección,
estrategia, valor moral y mérito social, por la relación que mantienen con la
manera de actuar de los protagonistas sociales en tanto que individuos. En
estos campos del análisis social es donde se reconoce y se investiga más
claramente la conexión entre los aspectos simbólicos o culturales de la vida
social, así como las condiciones sociales y económicas que la rodean. Aquí es
donde el estudio del género sigue contribuyendo de forma significativa al
desarrollo de la teoría antropológica.
3. Parentesco, trabajo y hogar: comprenderla labor de la mujer

Este capítulo versa sobre el trabajo de la mujer y sobre el contexto social,


económico y político en el que se desarrolla. Examina algunos de los puntos
importantes planteados en debates sobre la división sexual del trabajo y la
organización de las relaciones de género en el seno de la familia y del hogar.
Estas cuestiones constituyen un aspecto complejo pero importante de la
disciplina de las ciencias sociales, tal como se refleja en el enorme volumen
de obras publicadas en los últimos años al respecto. Autores situados en
distintas perspectivas (marxista, feminista, neoclasicista) y procedentes de
distintas disciplinas (antropología, sociología, historia y economía), han
confluido en una serie de cuestiones relacionadas entre sí. No obstante, gran
parte de este trabajo gira en tomo a un conjunto de puntos clave: ¿qué es la
división sexual del trabajo y cómo va evolucionando?; ¿qué relación existe
entre la división sexual del trabajo y la condición de la mujer en la sociedad?;
¿qué relación existe entre el sistema de género vigente en el hogar y la
incorporación de la mujer al mundo del trabajo asalariado?; ¿de qué manera
está relacionado el trabajo no remunerado desempeñado por la mujer en el
hogar con la perpetuación de la fuerza laboral capitalista[26] ? Estos
interrogantes deben estudiarse, indudablemente, en un contexto histórico y
geográfico específico. En antropología, estas cuestiones se han formulado
tradicionalmente sobre la base de la interacción entre la cambiante división
sexual del trabajo, la organización de las relaciones de matrimonio y de
parentesco, y los cambios observados en el hogar. La continua evolución de la
«familia» ha sido un tema central de los debates antropológicos, y será un
aspecto prioritario de la discusión que iniciaremos seguidamente, dada la
influencia de las relaciones «familiares» en el acceso de la mujer al trabajo y
a otros recursos, y al papel central que desempeña como detonante y soporte
de las ideologías sobre el género.

El trabajo de la mujer

Aproximadamente la mitad de las mujeres del mundo viven y trabajan en


tierras de cultivo de países en desarrollo, y garantizan del 40 al 80 por ciento
de la producción agrícola, según los países (Charlton, 1984: 61).

En la mayoría de los hogares donde los hombres intervienen en las labores de


cultivo, las mujeres también contribuyen en cierta medida a la producción
agrícola, aunque ellas (así como los hombres) lo consideren parte integrante
de sus «labores domésticas» (Sharma, 1980: 132).

Mujeres del mundo entero se ocupan de tareas productivas dentro y fuera del
hogar. La naturaleza exacta de este trabajo varía de una cultura a otra, pero,
grosso modo , pertenecerá a una de las cuatro categorías siguientes: labores
agrícolas, comercio, labores domésticas y trabajo asalariado. Muchos
observadores han señalado que el alcance real del trabajo no remunerado de
la mujer, y de su consiguiente contribución a la economía doméstica, se ha
subestimado de forma sistemática (Beneria, 1981, 1982b; Boserup, 1970;
Boulding, 1983; Deere, 1983; Dixon, 1985). Varias son las razones de esta
situación, pero la más importante es sin duda la relativa a la definición de
«trabajo». Trabajo no es solo lo que hace la gente, sino además las
condiciones en que se realiza la actividad y su valor social en un contexto
cultural determinado (Burman, 1979; Wallman, 1979: 2). Reconocer el valor
social atribuido al trabajo, o a un tipo particular de trabajo, nos ayuda a
entender por qué algunas actividades se consideran más importantes que
otras, y por qué, por ejemplo, si en la sociedad británica preguntamos a una
mujer no asalariada con cinco niños «¿Usted trabaja?» es probable que
responda «No». La aparente invisibilidad del trabajo de la mujer es una de las
características de la división sexual del trabajo en muchas sociedades, y se ve
acentuada por la óptica etnocéntrica de investigadores y políticos, y por las
ideologías tradicionales sobre el género. Si el trabajo se entiende
normalmente como «trabajo remunerado fuera del hogar», entonces las
labores domésticas y de subsistencia desempeñadas por la mujer quedan
infravaloradas. Esta definición de trabajo persiste en ocasiones aun cuando
contradice claramente la experiencia y las expectativas de las personas.
Abundan en la literatura ejemplos admonitorios de mujeres tildadas de «amas
de casa», cuando en realidad se ocupan de labores agrícolas y de una
producción de mercado a pequeña escala, además de las tareas propias del
cuidado del hogar y de la prole[27] . Con estas actividades, las mujeres
contribuyen de forma significativa a la economía doméstica, tanto
indirectamente, en términos del trabajo no remunerado en el campo y en la
casa, como directamente, a través del dinero que recaudan con la venta en el
mercado y con la producción de otros productos de consumo. Carmen Diana
Deere estudió los hogares campesinos de los cajamarcan de Perú y descubrió
que, aunque la parte más importante de los ingresos procedía del sueldo del
varón, la contribución de la mujer era sustancial. «En todos los estratos del
campesinado, las mujeres adultas son las máximas responsables del comercio
y del cuidado de los animales, lo que genera aproximadamente un tercio de la
renta neta media y de la renta monetaria media de la familia» (Deere, 1983:
120). Nada encontramos en los estudios sobre economía doméstica que
sugiera que estos casos son poco corrientes, aunque la cantidad real que la
mujer aporta a la renta familiar varía mucho de una sociedad a otra.

Esther Boserup redactó uno de los primeros análisis comparativos sobre el


trabajo de la mujer, basado en datos procedentes de un amplio abanico de
sociedades. En su libro Women’s Role in Economic Development (Boserup,
1970), señaló que, pese a los estereotipos definitorios de las funciones de
cada sexo y a la generalización de la división sexual del trabajo en todas las
culturas, el trabajo de las mujeres difería de una sociedad a otra. Basándose
en material recopilado en comunidades agrícolas de África, demostró que no
siempre eran los hombres los principales proveedores de alimentos. En
muchas sociedades africanas, los hombres preparan el terreno de cultivo,
pero las mujeres son las que se encargan de todo lo demás. El método
comparativo de Boserup permitió cotejar la situación en África, donde las
mujeres desempeñaban un papel fundamental en la producción agrícola de
subsistencia, con la de Asia y Latinoamérica, donde su contribución es menos
clara. Explicó esta diferencia estableciendo una serie de vínculos entre
algunos aspectos de la división sexual del trabajo y la densidad demográfica,
los sistemas de tenencia de tierras y el nivel tecnológico. Boserup subrayó
asimismo el efecto negativo que supone para la mujer el colonialismo y la
penetración del capitalismo en las economías de subsistencia. En algunos
casos, los administradores coloniales introdujeron reformas del suelo que
desposeyeron a las mujeres de sus derechos sobre la tierra. Tal como relata
Boserup, estas reformas no eran ajenas a la supremacía del enfoque europeo,
según el cual cultivar la tierra era un trabajo propio de hombres. Ya hemos
visto en el capítulo 2 de qué forma las ideologías occidentales sobre el
sistema de género repercutieron en la división sexual del trabajo de los países
en desarrollo, y más adelante volveremos sobre este punto. Boserup hizo
hincapié en la infravaloración del trabajo de la mujer, especialmente en las
esferas de la agricultura de subsistencia y de las labores domésticas. Señaló
asimismo que la ideología que distorsiona las categorías estadísticas tiende a
infravalorar el trabajo de la mujer y que las «actividades de subsistencia
omitidas normalmente de las estadísticas de producción y de renta son
desempeñadas en parte por la mujer» (Boserup, 1970: 163).

La obra de Boserup es un punto de partida importante porque plantea


cuestiones omnipresentes en la polémica sobre la condición social de la mujer
y su función económica en la sociedad, y en ella se han inspirado muchos de
los trabajos empíricos de los últimos diez o quince años[28] . La perspectiva de
Boserup en su calidad de economista así como la metodología comparativa
que utiliza, la llevaron a formular las preguntas más oportunas[29] . Jack
Goody aborda el mismo tema en su libro Production and Reproduction pero
desde otro punto de vista. Goody examina la relación entre su trabajo y el de
Esther Boserup (Goody, 1976: cap. 4) y explicita las similitudes entre sus
respectivos hallazgos. Goody se dedica a engarzar los tipos de matrimonio y
los esquemas de transmisión de propiedad con los sistemas de producción
agrícola y, para ello, compara casos africanos y asiáticos, tal como hiciera
Boserup. El principal interés del trabajo de Goody reside en los vínculos
específicos que propone entre las relaciones de parentesco y la organización
económica[30] . Alega, además, que la diferencia fundamental entre los
sistemas hereditarios africanos y euroasiáticos es que estos últimos se
caracterizan por un sistema de reparto (donde la propiedad pasa a los hijos de
ambos sexos) y por la institución de la dote (por la cual la propiedad de los
padres pasa a la hija que contrae matrimonio), poco usuales en África (Goody,
1976: 6). Goody asocia el sistema de herencia dividida con sociedades
«relativamente avanzadas» que practican una agricultura intensiva de arado.
Mientras que en las comunidades africanas dedicadas a la agricultura de
azadón encontramos un modo de herencia indivisa, en la que «la propiedad
del hombre se transmite únicamente a miembros de su mismo sexo
pertenecientes a su propio clan o linaje» (Goody, 1976: 7). En estas
sociedades africanas, la mujer no hereda ni recibe dote alguna cuando
contrae matrimonio. Por el contrario, el matrimonio por compra impone la
entrega de bienes (regalos de ganado u otros productos) por parte de los
parientes masculinos del novio a los parientes masculinos de la novia. Esta
transferencia de bienes no confiere ningún estatus social a la novia, como
ocurre con la dote, sino que constituye un medio de compensar a la familia de
la novia por la pérdida del fruto de su trabajo, al mismo tiempo que cede a la
familia del esposo los derechos del potencial reproductivo de la mujer (es
decir, los hijos que pueda concebir).
Boserup saca conclusiones muy similares a propósito de las relaciones entre
la división sexual del trabajo, los sistemas matrimoniales y los tipos de
producción agrícola. En su opinión, allí donde predomina la agricultura de
azadón y la mayor parte del trabajo recae en la mujer, como ocurre en la
mayoría de sociedades africanas, es muy corriente la poliginia (un varón con
varias esposas) y el matrimonio por compra. En estos sistemas, las mujeres
solo tienen derecho a una ayuda muy limitada por parte del marido, pero en
algunas ocasiones gozan de cierta independencia económica gracias a la
venta de sus propias cosechas. Ahora bien, en las zonas donde predomina la
agricultura de arado y donde las mujeres trabajan en el campo menos que los
hombres, como en los ejemplos asiáticos que cita la autora, la poliginia es
poco frecuente, mientras que la dote es práctica corriente. En estas
comunidades, la mujer depende económicamente del marido, y este tiene la
obligación de mantener a su esposa y a su prole (Boserup, 1970: 50).

Ambos autores pretenden explicar la evolución de los sistemas agrícolas a


través de la trayectoria seguida por las instituciones domésticas, incluido el
matrimonio y la división sexual del trabajo. La importancia de su obra reside
en haber demostrado la existencia de vínculos palpables entre el estatus de la
mujer, la división sexual del trabajo, las formas de matrimonio y de herencia,
y las relaciones económicas de producción. Estos vínculos son precisamente
los que componen la esencia de muchos estudios feministas de antropología,
así como de otras disciplinas afines. El debate más vivo ha surgido, en
particular, de las consecuencias del desarrollo político y económico del
mundo contemporáneo en estas relaciones —una cuestión perfilada en el
trabajo de Boserup. Con objeto de examinar la andadura de estas
controversias antropológicas, es preciso volver la vista hacia Engels y hacia la
polémica sobre la relación entre las labores de producción y de reproducción
destinadas a explicar los nexos de unión entre parentesco y economía en las
sociedades humanas.

Producción y reproducción

La división sexual del trabajo, la naturaleza de las relaciones de parentesco y


el «desarrollo» histórico de la familia son temas con una larga trayectoria en
los análisis sociales. Estos temas ocuparon, por supuesto, a los pensadores
sociales del siglo XIX, y muchas de sus conclusiones han sido adoptadas por la
teoría contemporánea (véase capítulo 2). El mejor ejemplo de esta
continuidad es, sin lugar a dudas, el debate feminista sobre la obra de
Friedrich Engels The Origin of the Family, Privare Property, and the State
(1972 [1884]) (El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado). Este
texto del siglo XIX se inspira en los estudios antropológicos de Lewis Henry
Morgan en un intento por ligar la historia de la familia con el desarrollo de la
propiedad privada y con el auge del Estado[31] . El sincero elogio de Engels de
la teoría de Bachofen acerca de la supremacía universal del matriarcado
anterior al desarrollo del sistema patriarcal, trasluce perfectamente su
interés por las teorías evolucionistas del siglo XIX relativas a la historia de la
familia (Engels, 1972: 46-68 passim). Engels opina que el auge de la
propiedad privada masculina y el desarrollo de la familia monógama
transformaron la situación de la mujer en la sociedad y provocaron «una
derrota histórica del sexo femenino en todo el mundo»; y califica las
relaciones entre sexos, anteriores a esta «derrota», de igualitarias y
complementarias.

La división del trabajo era, lisa y llanamente, producto de la naturaleza; solo


existía entre los sexos. El hombre iba a la guerra, cazaba, pescaba, obtenía los
alimentos básicos y las herramientas necesarias para todas estas empresas.
La mujer se ocupaba de la casa, preparaba la comida y confeccionaba las
prendas de vestir; cocinaba, tejía y cosía. Cada uno era dueño y señor en su
campo de actividad; el hombre en el bosque, la mujer en la casa. Cada uno
era propietario de las herramientas que fabricaba y utilizaba: el hombre, las
armas y los aparejos de caza y de pesca, la mujer, los utensilios y bienes
domésticos. El hogar era a menudo compartido por varias, incluso por
muchas, familias. Todo lo que se producía y se utilizaba en común era
propiedad común: la casa, el jardín, la canoa (Engels, 1972: 149).

De esta manera, para Engels el hombre y la mujer son miembros de la «tribu»


o del «clan» en igualdad de condiciones; ambos sexos son propietarios de sus
propias herramientas y participan en las decisiones políticas y económicas. En
la sociedad que propone, toda la producción está destinada al consumo, y las
personas trabajan para el bien del hogar común y no para sí mismos. Lo que
pretende demostrar es que al no existir propiedad privada, el trabajo del
hombre y de la mujer tienen el mismo valor social: sus campos de actividad
tal vez fueran distintos, pero ello no significaba que uno fuera más valorado
que el otro. Engels se ocupa principalmente de relacionar los cambios en la
constitución de las familias y en las relaciones de género con los cambios en
las condiciones materiales. Alega que la domesticación de los animales —y el
consiguiente desarrollo de la agricultura— condujo a la posibilidad de lograr
plusvalías y a la necesidad de controlar la «propiedad productiva» origen de
dicha plusvalía (cf. Sacks, 1974: 213-17). Esta «propiedad productiva»
(inicialmente los animales domésticos) se encontraba en manos del varón
como consecuencia de la división «natural» del trabajo. Desde el punto de
vista de Engels, la «muerte» definitiva de la unidad económica colectiva y el
posterior auge de la familia monógama se debieron al deseo del hombre de
transmitir a sus descendientes genéticos la riqueza que había acumulado, de
ahí la importancia del matrimonio monógamo, que garantizaba la paternidad
de la prole (Engels, 1972: 74).

La tesis de Engels es bien conocida y ha tenido gran influencia en los análisis


marxistas y feministas destinados a descubrir las causas de la subordinación
de la mujer. Las primeras reformulaciones antropológicas del trabajo de
Engels (Gough, 1972, 1975; Leacock, 1972; Brown, 1970; Sacks, 1974)
levantaron críticas —incluidas algunas reservas acerca de la fiabilidad de los
datos etnográficos— pero se mantuvieron fieles a la tesis original[32] . Sin
embargo, autores feministas más recientes, aun sin dejar de reconocer la
importancia de la contribución de Engels a los debates sobre «la cuestión de
la mujer», han realizado algunas críticas dignas de consideración. Rosalind
Coward, por ejemplo, afirma que la tesis de Engels está impregnada de
algunos prejuicios esencialistas. En primer lugar, señala que da por supuesta
una división «natural» del trabajo, en la que los hombres se dedican a las
labores productivas y las mujeres a las domésticas. Esta división «natural»
parece basarse sencillamente en una serie de tendencias observables. Dichas
tendencias se ven confirmadas por la desaparición del matrimonio de grupo,
ya que sugiere que la mujer detesta, por «naturaleza», la promiscuidad,
mientras que el hombre, por el contrario, se dejará llevar por sus
inclinaciones promiscuas siempre que sea posible. De la misma manera, sus
argumentos acerca de la relación entre propiedad, paternidad y legitimidad,
dan por supuesto que los hombres desean, por «naturaleza», transmitir la
propiedad exclusivamente a sus descendientes genéticos (Coward, 1983: 146-
7). Estos postulados esencialistas, en los que se apoya lo que constituye
realmente una teoría de la interpretación social de las relaciones de género,
son puntos débiles que merecen ser tenidos en cuenta.

Lise Vogel (1983) pronuncia críticas similares, pero su principal preocupación


se refiere a lo que denomina «perspectiva de los sistemas duales[33] ». Según
Vogel este dualismo es una característica de la teoría socialista-feminista y
sus orígenes se remontan a Engels (Vogel, 1983: 29-37).

A tenor de la concepción materialista, el factor determinante en historia es,


en última instancia, la producción y reproducción de la vida inmediata. Pero
esta característica presenta a su vez dos aspectos. Por una parte, la
producción de los medios de subsistencia, de alimento, vestido y cobijo, así
como las herramientas necesarias para ello; por otra parte, la producción de
los propios seres humanos, la continuidad de la especie. Las instituciones
sociales que presiden la vida de los hombres de una determinada época
histórica y en un determinado país, dependen de ambos tipos de
reproducción: de la fase de desarrollo del trabajo, por una parte, y de la
familia, por otra (Engels, 1972: 25-6).

Este fragmento de Engels, tantas veces citado, da pie a muchas


interpretaciones y, en estos últimos años, se ha utilizado como apoyo de muy
diversas opiniones. Ello no impide que Vogel tenga sin duda razón al
considerarlo como la puerta abierta a una perspectiva dual del «problema de
la mujer». La posibilidad de dualismo surge de que las mujeres sean madres y
trabajadoras, reproductoras y productoras, dos aspectos de sus vidas
perfectamente separables desde el punto de vista analítico[34] . Las relaciones
sociales de la reproducción, o «el sistema sexual del género» como prefiere
denominarlo Rubio (1975), son un conjunto de disposiciones en virtud de las
cuales la raza humana se reproduce de generación en generación, y que
incluyen formas de conceptualización y de organización de elementos como el
sexo, el género, la procreación, así como las labores domésticas y el consumo.
Estas relaciones sociales de reproducción residen en la familia y, aunque
repercuten indudablemente en la organización de la producción, en cierta
medida se distinguen de las relaciones económicas de la producción, objeto
de los análisis marxistas tradicionales.

Vogel critica la tendencia de separar la reproducción de las demás relaciones


productivas y de circunscribir, consiguientemente, estos dos grupos de
relaciones a campos distintos. Observa, además, que según Engels los
orígenes de la opresión de la mujer resultan de una división «natural» del
trabajo basadas en consideraciones de sexo, que a su vez determinan la forma
de la familia. Vogel alega que esta conceptualización convierte la familia en
una categoría analítica, pero sin explicar cómo funciona la familia dentro del
proceso global de la reproducción social[35] . El resultado de todo ello es que,
aunque las relaciones de producción y las relaciones de reproducción sean
sistemas coexistentes, con influencias e interacciones mutuas, se mantiene
una separación artificial entre «la economía» y «la familia». Esta separación
ha sido rechazada por escritores de distintas disciplinas, pero es
especialmente problemática en antropología, donde las relaciones de familia,
de parentesco y de género/edad no pueden desligarse de las relaciones
económicas y políticas. La crítica feminista en antropología pone de
manifiesto que las funciones productivas y reproductoras de la mujer no
pueden separarse ni analizarse independientemente unas de otras[36] . En el
análisis final, esta separación equivaldría a la división doméstico/público, que,
como indiqué en el capítulo 2, no es únicamente una limitación artificial, sino
también analítica.

Las teorías de la reproducción

No es gratuito afirmar que el texto antropológico más significativo sobre las


relaciones entre producción y reproducción es la obra de Claude Meillassoux
titulada Maidens, Meal and Money (1981). El eje central del libro de
Meillassoux es la importancia de las relaciones sociales de la reproducción
humana (o de la esfera doméstica), pero se interroga además sobre la función
de dichas relaciones en la perpetuación de los sistemas económicos[37] . Su
obra constituye, sin lugar a dudas, una importante contribución al debate
sobre el vínculo entre relaciones productoras y reproductoras, aunque el
punto de partida sea distinto al de Engels. La conexión explícita que Engels
establece entre la subordinación de la mujer y el surgimiento de la propiedad
privada implica que achaca directamente el estatus de inferioridad de la
mujer al hecho de que no son propietarias de los medios de producción (en un
principio de los animales y luego de la tierra). Meillassoux, por el contrario,
sostiene que el control de los medios de producción es menos importante que
el control de los medios de reproducción, es decir, de las mujeres (1981: xii-
xiii, 49). Su argumentación evoca un antiguo debate en antropología,
suscitado por Lévi-Strauss, acerca del intercambio de mujeres y los orígenes
del comportamiento cultural humano (Lévi-Strauss, 1969, 1971)[38] .
Meillassoux reconoce su afinidad con Lévi-Strauss y otros autores en lo que al
parentesco se refiere, ya que la antropología ha enfocado tradicionalmente las
relaciones de la reproducción desde el punto de vista del parentesco
(Meillassoux, 1981: 10). Sus argumentos encajan, pues, cuidadosamente en
una serie de complejos debates antropológicos de los que no puedo ocuparme
ahora. No obstante, algunos aspectos de su trabajo son particularmente
relevantes al hablar de la crítica feminista de la teoría marxista en
antropología, por lo que invitan a un examen más detenido.

El objeto de Maidens, Meal and Money es analizar el fruto de las relaciones


sociales de reproducción dentro de lo que Meillassoux denomina «comunidad
agrícola doméstica[39] ». Esta comunidad, dedicada a la agricultura de
subsistencia, está formada por una serie de «unidades domésticas»
independientes que componen las células activas básicas de la sociedad.
Estas unidades o células domésticas son patrilineales (la, filiación viene
determinada por línea masculina) y patrilocales (las parejas casadas viven en
el grupo familiar del marido), lo cual produce dos consecuencias importantes.
La primera consecuencia es que el matrimonio conlleva el desplazamiento de
la mujer de una comunidad a otra; y la segunda que los jóvenes varones se
incorporan a la sociedad y acceden a los recursos, incluidas las esposas, a
través de su padre y de los demás varones de la familia. Como resultado (1) la
mujer depende de su marido al verse apartada de los miembros de su propio
linaje y (2) los muchachos dependen de su padre para acceder a los recursos.
Estos dos tipos de dependencia son fundamentales para entender de qué
manera se reproduce la sociedad.

Meillassoux afirma que la principal preocupación de la comunidad doméstica


es, en realidad, su propia reproducción, o, lo que es lo mismo, su continuidad
en el tiempo (1981: 38). Según él, tres son los factores clave que determinan
la reproducción social: alimento, semillas y mujeres. Como cabía esperar, los
varones de más edad de una comunidad doméstica son los que controlan
estos factores clave. El control de la mujer se ejerce a través de las esposas e
hijas. Controlan a los varones más jóvenes y su trabajo porque los jóvenes
quieren esposas y solo los varones adultos pueden proporcionárselas, así
como los bienes necesarios para satisfacer los requisitos de los matrimonios
por compra. Además, los ancianos controlan los silos, que no solo contienen el
alimento necesario para la supervivencia, sino las semillas esenciales para la
continuidad del ciclo agrícola. Meillassoux califica el control ejercido sobre la
mujer y las semillas de «medios de reproducción», mientras que las
relaciones sociales que organizan estos medios son las «relaciones de
reproducción» de la sociedad. La argumentación de Meillassoux es
interesante porque condiciona la continuidad y el desarrollo social a la mujer
y a las relaciones sociales de la reproducción. No obstante, tanto su forma de
tratar a la mujer como su conceptualización de las relaciones de reproducción
han recibido duras críticas por parte de las antropólogas feministas.

Las críticas más frecuentes en relación con la forma en que Meillassoux trata
a la mujer es que, en lugar de analizar las formas de subordinación de la
mujer, da por supuesto que se trata de un hecho inamovible e indiscutible,
que no requiere ningún tipo de explicación ni análisis (Mackintosh, 1977;
Harris y Young, 1981; Edholm et al. , 1977). Ello se debe en parte a que el
libro de Meillassoux ofrece un modelo del vínculo entre las relaciones
productoras y reproductoras, en lugar de analizar una comunidad definida y
localizada empírica e históricamente, formada por hombres y mujeres. Tal
como señala Mackintosh (1977: 122), el lector no obtiene nunca detalles
suficientes para entender la sociedad que Meillassoux describe, ya que se
limita a plantear una serie de cuestiones que deja sin respuesta. Si la
reproducción de la sociedad depende efectivamente del control que ejercen
los varones adultos sobre el potencial productivo y reproductor de la mujer,
¿acaso no han desarrollado las mujeres estrategias destinadas a neutralizar
este control? Si desempeñan un papel tan importante en la producción
agrícola, ¿qué ocurre con las cosechas que producen? ¿Entregan realmente
todo el fruto de su trabajo a sus maridos o conservan parte de él? Según
Meillassoux, las relaciones de parentesco se definen exclusivamente a partir
de las relaciones entre varones que conducen al poder y a la autoridad.
¿Acaso las mujeres carecen de relaciones de parentesco propias, acaso no
conservan vínculos que las unen a sus hermanos o a otros grupos,
independientemente del marido[40] ?
Como consecuencia de la escasez de datos históricos y etnográficos, las
mujeres, sus palabras, hechos y opiniones, resultan totalmente invisibles en el
análisis de Meillassoux, a pesar de que aparentemente constituyen uno de sus
pilares. Podría alegarse que, en dicho análisis, todos los actores sociales son
en cierta medida invisibles, porque pretende ser un modelo y no una
monografía etnográfica. Este argumento sería aceptable si la forma de tratar
a la mujer no pusiera en duda la validez de dicho modelo. Por ejemplo, no
existe ninguna discusión acerca de la naturaleza de la división sexual del
trabajo. Este punto es especialmente problemático dado que uno de los
principales aspectos que aborda Meillassoux en su trabajo es la posibilidad de
que el control ejercido por algunos hombres sobre las mujeres sea
indispensable para la perpetuación de la formación social (Harris y Young,
1981: 120). En otras palabras, si Meillassoux quiere defender la necesidad de
que la mujer ocupe una determinada situación, o de que exista una relación
concreta entre los dos sexos, para que una unidad social dada pueda
reproducirse en el tiempo, es imposible que dicha situación o relación quede
sin especificar.

Otra crítica, relacionada con la anterior, acusa a Meillassoux de tratar a la


mujer como si perteneciera a una categoría homogénea. No presta ninguna
atención especial a las circunstancias de la vida de la mujer que se modifican
al filo de los años: una madre política anciana no ocupa, respecto a la familia
de su yerno ni a las demás mujeres, la misma posición que cuando era una
joven recién casada. Meillassoux menciona, pero no desarrolla debidamente,
la diferenciación social entre mujeres y, por ende, deja de lado numerosos
aspectos importantes, como por ejemplo la cuestión especialmente espinosa
de por qué algunas mujeres colaboran en la opresión de otras mujeres (1981:
76)[41] .

Al margen de estas puntualizaciones sobre la forma de tratar a la mujer, se ha


criticado a Meillassoux por su manera de conceptualizar las relaciones de
reproducción. En su análisis, se refiere a dichas relaciones en términos que
amalgaman la reproducción biológica de los seres humanos con la
reproducción de las unidades sociales. El concepto de reproducción ha sido
objeto de múltiples discusiones, aún por dirimir, en la teoría feminista-
marxista. Aunque no puedo detallar en este libro los pormenores de los
distintos argumentos, mencionaré brevemente una serie de puntos
importantes. Algunas escritoras feministas han señalado que el concepto de
relaciones de reproducción propuesto por Meillassoux confunde tres procesos
reproductores distintos que, a efectos de cualquier análisis, deberían
estudiarse por separado: la reproducción social, la reproducción de la mano
de obra y la reproducción humana o biológica (Edholm et al. , 1977; Harris y
Young, 1981; Mackintosh, 1977, 1981). Meillassoux introduce estos tres tipos
de reproducción en el mismo saco porque, en su modelo de formación social
precapitalista, la reproducción social depende del control del trabajo de los
demás. El trabajo, así como las personas que lo llevan a cabo, debe
perpetuarse, para lo cual es preciso controlar la reproducción biológica y a
las personas que constituyen el vehículo de dicha reproducción: las mujeres.
Las críticas feministas admiten la relación establecida por Meillassoux entre
estos procesos, pero exigen un análisis de la naturaleza de dichas relaciones.
Este tipo de análisis es, por supuesto, imposible si se estudian distintos
procesos de reproducción como si se tratara de un único conjunto de
relaciones.

Edholm, Harris y Young han señalado que, al afirmar que «reproducción de la


mano de obra es sinónimo de reproducción humana», Meillassoux pasa por
alto el que la población activa no puede equipararse globalmente a la
sociedad (Edholm et al. , 1977: 110). No todos los miembros de la sociedad
pasan a formar parte de la población activa, algunas categorías de personas
tienen el acceso totalmente prohibido y otras son apartadas en determinadas
circunstancias; por ejemplo, durante la Segunda Guerra Mundial, las mujeres
británicas y norteamericanas se integraron en la población activa como
trabajadoras en astilleros y fábricas de armamento, pero cuando los hombres
fueron desmovilizados y estuvieron dispuestos a recuperar sus puestos de
trabajo, fueron enviadas de nuevo a casa sin más contemplaciones. Las
críticas feministas formuladas contra el trabajo de Meillassoux señalan que es
imposible comprender cómo se reproduce la población activa si no
examinamos previamente cómo pasan las personas a formar parte de ella
(Harris y Young, 1981: 128). El valor de este argumento es obvio, ya que una
sencilla teoría sobre la constitución social de la población activa hubiera
permitido estudiar a Meillassoux la relación entre las funciones productoras y
reproductoras de la mujer. Meillassoux elude esta relación porque insiste en
contemplar eminentemente a la mujer como agente reproductor. Esta visión
tan limitada no ayuda a profundizar en la «posición de la mujer», y encierra
los problemas de la labor reproductora de la mujer en el concepto general de
la reproducción de la población activa.

La labor reproductora de la mujer, como muy bien sabemos, no se limita a dar


a luz, sino que engloba asimismo todas las actividades, denominadas
normalmente tareas domésticas, es decir, cocinar, limpiar, ocuparse de los
niños, cuidar a los ancianos y a los enfermos, llevar la casa, etc. Meillassoux
analiza las relaciones de reproducción situando el concepto de comunidad
doméstica en una posición absolutamente crucial y, sin embargo, ni siquiera
menciona las tareas domésticas de la mujer. El trabajo doméstico de la mujer
se encuentra de nuevo relegado a la oscuridad, su invisibilidad se manifiesta
tanto en el plano empírico como en el teórico (véase capítulo 1 y más arriba).
Según la crítica feminista ello se debe a que las actividades domésticas se
asocian íntimamente con las necesidades fisiológicas del cuerpo humano
(dormir, comer, cobijarse, etc.) consideradas «naturales», que, por lo tanto,
no se integran en las discusiones teóricas relativas a la reproducción (Harris y
Young, 1981: 131; Harris, 1981: 61-2; Mackintosh, 1979: 176-7). Considerar
el trabajo doméstico como natural, puede inducir al error de interpretarlo
como una constante en la historia, como un conjunto de necesidades
inamovibles que no tiene por qué ser objeto de ningún análisis histórico
(Harris y Young, 1981).

Esta postura plantea dos problemas evidentes. En primer lugar, la relación


entre el trabajo doméstico y el trabajo no doméstico no es constante, sino que
está sujeta a un análisis histórico. Bajo el régimen capitalista, existe una
distinción estricta entre las tareas domésticas desarrolladas en el hogar y el
trabajo productivo efectuado en el lugar de trabajo, pero esta clara distinción
entre las dos esferas de actividad no se aprecia en economías de otro tipo
(véase capítulo 4). En segundo lugar, cabe referirse a la cuestión del
contenido del trabajo doméstico. Resulta altamente simplificador pensar que
el trabajo doméstico se ha mantenido constante con el paso del tiempo, y la
duda de que así haya sido se desvanece definitivamente si pensamos en el
progreso tecnológico (aspiradores y otros electrodomésticos), en las nuevas
fuentes de energía (la electricidad y el gas, frente a la recolección de leña), en
la disponibilidad de agua corriente, etc. También debemos pensar en las
repercusiones de la evolución de la economía capitalista en el trabajo
doméstico (véanse también, en el capítulo 5, los argumentos relativos a las
economías socialistas), por ejemplo, la posibilidad de adquirir determinados
alimentos y prendas de vestir, o la necesidad de aumentar la «producción» en
el hogar (fabricar cerveza, tejer, etc.) con objeto de incrementar los ingresos.
No resulta fácil delimitar las distintas actividades y asignarles la etiqueta
teórica correcta. La división sexual del trabajo difiere mucho de una sociedad
a otra, especialmente en lo que respecta a las tareas denominadas
«domésticas» y/o a las consideradas «trabajo de mujeres». El marco social en
el que se llevan a cabo estas tareas es muy variable, al igual que ocurre con
las unidades domésticas definidas en dicho marco (véase capítulo 2 y más
arriba). Además, no todas las mujeres desempeñan tareas domésticas:
algunas mujeres se mantienen alejadas de las actividades domésticas más
pesadas y rutinarias por razones de clase social y de edad.

La crítica feminista puede jactarse de haber conseguido que la función


doméstica/reproductora de la mujer no se contemple como un conjunto de
tareas predeterminadas común a todas las sociedades de todos los tiempos; ni
que se dé por supuesto que todas las mujeres desempeñan dichas funciones.
Las escritoras feministas insisten en que la posición social de la mujer
depende de la relación entre las actividades de producción y de reproducción
que efectúa[42] . Meillassoux parece acometer el problema de la posición de la
mujer, en la medida en que lo relaciona con su participación en las labores de
reproducción. Pero, en realidad, no logra llegar al fondo de la cuestión porque
no conecta la producción con la reproducción y define la función reproductora
de la mujer de forma natural, es decir prescindiendo de cualquier otro tipo de
especificación o análisis. Muchas obras feministas atacan con fuerza la
tendencia a suponer que las características de la vida de las mujeres son de
sobra conocidas, y que esta misma transparencia se aplica a las unidades
sociales, en particular a la «familia» y al «hogar», dentro de las cuales se
mueven las mujeres. Con vistas a demostrar la consistencia de este
argumento y a comprender mejor la relación entre las competencias
productoras y reproductoras de la mujer, es preciso examinar con más detalle
el hogar.

El problema del hogar

La principal dificultad al hablar de lo «doméstico» surge cuando nos


encontramos automáticamente frente a una serie de entidades y conceptos
amorfos, como por ejemplo «la familia», «el hogar», «la esfera doméstica» y
«la división sexual del trabajo», relacionados entre sí por un complejo
entramado de superposiciones e interacciones que da sentido a la esfera
doméstica. Familia y hogar son dos términos especialmente difíciles de
separar claramente. En algunas sociedades coinciden en muchísimos
aspectos, como ocurre por ejemplo en la sociedad británica contemporánea;
mientras que en otras, como la nayar (Gough, 1959) y la tallensi (Fortes,
1949), son dos entidades perfectamente diferenciadas. En cualquier caso, la
relación entre familia y hogar merece ser analizada detalladamente desde el
punto de vista social e histórico. Los estudios antropológicos ya pusieron de
manifiesto, hace mucho tiempo, la diversidad de sistemas de parentesco y de
residencia entre las distintas culturas (Goody, 1972). Otros trabajos históricos
más recientes han puesto de relieve la variación experimentada con el paso
del tiempo en la composición del hogar y de la familia (Anderson, 1980;
Creighton, 1980; Donzelot, 1980)[43] . Flandrin, en su estudio de las formas
familiares francesas, presta especial atención a la variabilidad geográfica y
demuestra que en distintas regiones del país existían simultáneamente
diferentes tipos de familias (Flandrin, 1979). Los modelos familiares también
cambian con la edad y con las estrategias sociales de sus miembros, y muchos
autores han demostrado que una familia determinada experimenta durante su
vida distintos modelos familiares (Goody, 1971; Berkner, 1972; Hammel,
1961, 1972; Hareven, 1982)[44] . En casi todos los textos sobre antropología,
«hogar» es la unidad básica que interviene en los procesos de producción,
reproducción, consumo y socialización de una sociedad determinada. La
naturaleza y la función exactas del hogar varían claramente de una cultura a
otra y de un periodo a otro, pero la definición antropológica representa
normalmente lo que las propias personas consideran como unidad
significativa de su sociedad. No obstante, es importante tener en cuenta que,
aunque la composición de un hogar se base en vínculos de parentesco y de
matrimonio, no son necesariamente unidades familiares. Dejando de lado las
dificultades que plantea la definición de ambos conceptos, los hogares son
muy importantes en los análisis feministas porque en tomo a ellos se organiza
gran parte del trabajo doméstico y reproductor de la mujer. Como
consecuencia, tanto la composición como la organización de los hogares
repercuten directamente en la vida de las mujeres y, en particular, en su
capacidad de acceder a los recursos, al trabajo y a la renta.

Pese a los argumentos a favor de la diversidad cultural e histórica de los


hogares y de su relación o integración con respecto a modelos sociales más
extensos, la crítica feminista ha demostrado que todavía queda mucho por
aprender sobre lo que ocurre en el interior de los hogares y sobre los vínculos
que se establecen entre ellos[45] . Una dificultad obvia es la planteada por el
enfoque naturalista que todavía prevalece en muchos escritos acerca del
hogar y de las relaciones de género. A pesar del pleno reconocimiento de la
existencia de distintos tipos de hogares, la tendencia a considerar que el
contenido del trabajo doméstico es bien conocido por todos permanece
prácticamente intacta. Olivia Harris señala que el término inglés «household»
(hogar) implica residencia compartida y tiene connotaciones de intimidad y
vida en común que necesariamente distinguen las relaciones mantenidas en el
hogar de las demás relaciones sociales. Estas últimas pueden, por supuesto,
ser objeto de análisis, mientras que las primeras son privadas y obvias
(Harris, 1981: 52). Harris cita el trabajo de Sahlins porque al hablar sobre el
«modo doméstico de producción» demuestra claramente que los postulados
naturalistas influyen en los análisis. Sostiene, además, que la distribución de
los bienes y del trabajo dentro del hogar se basa en los procesos de
concentrar y compartir, en oposición a lo que ocurre con la distribución entre
distintas unidades domésticas, basada en transacciones de intercambio o
compensación (Sahlins, 1974)[46] . Harris, por su parte, opina que en algunas
economías —en las que la circulación de mercancías es una práctica
generalizada— esta distinción puede estar justificada, pero que ello no ocurre
necesariamente en todas las sociedades (Harris, 1981: 54-5). Lo más
importante es, sin embargo, que si consideramos que concentrar y compartir
son actividades inherentes a topas las relaciones que se establecen dentro de
los hogares, desvirtuamos la naturaleza de dichas relaciones y eliminamos
toda posibilidad de profundizar en su modo de articulación.

El estudio de Patricia Caplan sobre un poblado islámico de la costa de


Tanzania ofrece un ejemplo de sociedad en el cual los esposos no comparten
recursos ni los ponen en común. En dicho poblado, las mujeres conservan su
propiedad privada después del matrimonio, incluidos valiosos cocoteros. La
mujer puede administrar su propiedad y el fruto de la misma, y disponer de
ambos como desee; y aunque a veces corre con una parte de los gastos del
hogar, no está obligada a ello. También puede conservar las cosechas que
cultiva por cuenta propia. Además, si una mujer es adinerada y su marido no,
puede concederle un «préstamo», pero siempre sujeto a devolución (Captan,
1984: 33). Captan concluye: «un hogar es una colección de individuos
dedicados a actividades de producción, que conservan gran parte de los
frutos de su propio trabajo. Las relaciones dentro del hogar son de
intercambio y no de puesta en común» (Captan, 1984: 34).

Este caso procedente de Tanzania no es único; en zonas del África oriental y


occidental se han observado transacciones comerciales de intercambio entre
esposos. En opinión de las críticas feministas, la incapacidad de reconocer la
existencia de dichas transacciones se debe a dos hechos: (1) un examen
insuficiente de las circunstancias de las mujeres y de las estrategias que
aplican en su papel de agentes sociales; (2) la suposición de que los hogares
están encabezados por hombres, que centralizan los recursos y controlan su
asignación dentro del hogar. Estos dos puntos están relacionados entre sí,
dado que un excesivo peso en el hombre, y en las unidades y estrategias
masculinas, supondrá inevitablemente relegar a la mujer a la oscuridad y
distorsionar la representación de las relaciones de género. En este sentido, tal
como han subrayado muchas escritoras feministas, los privilegios analíticos
concedidos al «varón» se traducen en resultados antropológicos incorrectos
(véase capítulo 1).

Es un error suponer que los recursos domésticos siempre están controlados y


canalizados por el varón, ya que en muchas sociedades africanas, como en el
caso del poblado de Tanzania, los hombres y las mujeres tienen fuentes de
ingresos separadas. En estos casos, el derecho del marido y de la esposa
sobre el producto del campo de actividad propio del cónyuge o sobre la renta
obtenida con la venta de dicho producto está seriamente restringido. Ahora
bien, las cuestiones relativas a la renta familiar deben estudiarse en el
contexto de la utilización del trabajo y de los derechos que algunos individuos
tienen sobre el trabajo de otros. La esposa y, en cierta medida, el marido
tienen la obligación de trabajar para su cónyuge. Esto se denomina
normalmente «trabajo familiar» y es una característica muy corriente en las
pequeñas sociedades agrícolas, así como en los pequeños negocios, como por
ejemplo una tienda de comestibles[47] . El trabajo familiar no está, por lo
general, remunerado y, a menudo, surgen conflictos entre cónyuges cuando
tratan de compaginar el trabajo familiar con el tiempo y los recursos
necesarios para desarrollar sus propios proyectos y negocios (Whitehead,
1981). El control y la asignación de recursos dentro del hogar es un proceso
complejo que debe examinarse siempre dentro de una red de derechos y
obligaciones. La gestión del trabajo, de la renta y de los recursos está
íntimamente ligada a la organización del hogar y a la división sexual del
trabajo. El caso que expondré a continuación ilustra algunos de estos
aspectos.

Organización del trabajo y del hogar: los kusasi

Ann Whitehead ha estudiado el trabajo familiar y la renta de los miembros de


una comunidad agrícola del distrito Bawku, al nordeste de Ghana (1981;
1984), donde el grupo predominante son los kusasi. El producto básico de
cultivo es el mijo, producido principalmente por los hombres, aunque las
mujeres contribuyen en gran medida realizando labores agrícolas,
especialmente durante la siembra y la cosecha. Todos los hogares o unidades
domésticas desarrollan tareas agrícolas, algunos logran excedentes, pero la
mayoría no consiguen siquiera producir todo el alimento que necesitan de un
año para otro. Se trata de una comunidad patrilineal donde los hogares
constituyen importantes unidades de producción y consumo, aunque existan
grandes diferencias de tamaño y composición entre ellos. Los hogares no se
crean en torno a la pareja ni a la familia nuclear, sino que se organizan por
línea agnática (basada en los varones) alrededor de grupos de varones que
suelen tener más de una esposa cada uno (Whitehead, 1981: 92). Whitehead
ilustra la complejidad de la organización del hogar describiendo la
composición de un hogar kusasi ideal: «Un varón jefe, su hermano pequeño,
cada uno casado con dos mujeres, un varón adulto soltero (hermano o hijo) y
una o varias hijas perfectamente sanas, una mujer cedida en prenda y una o
varias “madres”» (Whitehead, 1981: 95).

Existen dos tipos de cultivos asociados con el hogar: el cultivo privado y el


cultivo familiar. La tierra dedicada a cultivo es asignada por los jefes y los
ancianos, pero como nunca falta tierra en términos absolutos, la principal
limitación de la producción viene impuesta por la disponibilidad y control de
la mano de obra necesaria para cultivarla (Whitehead, 1981: 94). Las tierras
más importantes son las dedicadas a cultivos familiares o del hogar, en las
que se cultiva mijo para alimentar a los miembros de la unidad doméstica y
cacahuetes destinados a la venta. La primera obligación de un miembro del
hogar es trabajar para producir el suficiente mijo para subvenir a las
necesidades del hogar (es decir, para llenar los graneros). El jefe del grupo
debe velar por que así sea y asegurarse de que el mijo se distribuye
regularmente a todas las mujeres casadas del hogar.

En las tierras de cultivo de un hogar trabajan, además de los miembros de


dicha unidad doméstica, otras personas en calidad de «mano de obra de
intercambio». Los primeros no reciben salario alguno, pero los segundos son
temporeros a los que se «paga» en forma de comida y bebida. Junto a estas
tierras de cultivo existen parcelas privadas «propiedad» de los miembros
masculinos o femeninos del hogar. Estas tierras privadas se dedican
principalmente a cosechas destinadas a la venta (arroz y cacahuetes), aunque
también suelen cultivarse productos de subsistencia. El fruto de estas tierras
es propiedad de un solo miembro del grupo, que puede disponer de él a su
antojo. Como resultado de esta práctica, existen fuentes de recursos y de
ingresos que el hombre o la mujer no ponen en común ni comparten
(Whitehead, 1981: 100).

Con eso y con todo, las mujeres y los hombres no pueden acceder por igual a
los recursos generados por el cultivo privado. Como subraya Whitehead, ello
se debe a que las mujeres y los hombres se encuentran en posiciones distintas
con respecto a la capacidad de gestionar el trabajo de terceras personas. Los
hombres pueden recurrir al trabajo no asalariado de sus esposas y de las
demás mujeres del hogar que encabezan, pero la mujer solo conseguirá ayuda
por parte de los hombres si «paga» su trabajo con comida y bebida. En otras
palabras, las mujeres están obligadas a trabajar para los varones de más edad
del hogar, pero los hombres solo trabajarán para las mujeres si llegan a un
acuerdo de intercambio con ellas (Whitehead, 1981: 98). Una consecuencia de
esta situación es que existen menos tierras de cultivo privadas pertenecientes
a mujeres que a hombres. Whitehead atribuye, en parte, este hecho a que las
peticiones de tierra por parte de mujeres son menos frecuentes en una
sociedad donde la mujer vive en el grupo familiar del marido y la tierra se
asigna en virtud de vínculos agnáticos y, en parte, al acceso limitado de la
mujer a la mano de obra de terceros. La mayoría de mujeres sacan, pues,
menor partido de sus tierras privadas que los hombres.

El que los esposos tengan fuentes de ingresos separadas y no dispongan de


un fondo conyugal común no significa necesariamente que exista una mayor
igualdad entre hombres y mujeres. Dos razones apoyan esta afirmación. En
primer lugar cabe considerar el factor del matrimonio y del parentesco. Es
obvio que gran parte de la mano de obra dedicada a la agricultura se recluta
al margen de las relaciones de mercado, es decir, sobre la base de relaciones
de parentesco, de la pertenencia a un hogar determinado y del estatus social.
La interacción de estas redes de alianzas entra en juego cuando los jefes
kusasi movilizan mano de obra de varones o mujeres pertenecientes a su
grupo sin obligación de remuneración, y mano de obra de terceros en calidad
de trabajo de intercambio, para trabajar en sus tierras privadas (Whitehead,
1981: 98). Las mujeres trabajan para los hombres, los más jóvenes trabajan
para sus mayores, los pobres trabajan para los ricos, y todas estas relaciones
se enmarcan en una red de lazos sociales tejida, sobre todo en el caso de
pequeñas comunidades agrícolas, a partir de consideraciones de parentesco,
residencia y patronato. Las mujeres, por su parte, se benefician de estas
relaciones sociales de producción esencialmente a través del matrimonio. En
la mayoría de los casos, la mujer accede a la tierra, al trabajo (de hombres y
mujeres) y al capital, en calidad de esposa. Además cuando la mujer necesita
recurrir a mano de obra masculina fuera del hogar, su marido suele actuar
como intermediario; asimismo la disponibilidad de otras formas de trabajo
(«mano de obra de intercambio» y asalariada) depende de su capacidad de
controlar los distintos recursos, especialmente la renta. Esta dependencia de
la mujer con respecto a la unidad conyugal para poder acceder a los recursos
está ligada, a través de lazos complejos que han ido evolucionando
históricamente, a la obligación de trabajar para su marido (Guyer, 1984)[48] .

La segunda razón de que la existencia de fuentes separadas de ingresos no se


traduzca en una mayor igualdad entre hombres y mujeres está relacionada
con la anterior, y se refiere a un problema de estatus y de poder social. Las
relaciones que se establecen dentro de un hogar kusasi son claramente
jerárquicas y están basadas en consideraciones de género y de edad. Las
esposas de edad avanzada no se encuentran, por supuesto, subordinadas a los
varones jóvenes, sino que incluso pueden recurrir ocasionalmente a los
jóvenes pertenecientes a su grupo y a otros grupos ligados por línea agnática
para reunir una fuerza colectiva de trabajo. No obstante, incluso las mujeres
de mayor edad carecen de la «autoridad social necesaria para dirigir a los
trabajadores» y, aunque algunas sean lo bastante ricas, no pueden movilizar
un grupo de trabajo de intercambio que abarque toda la comunidad. Lo más
que lograrán será «Convencer a un jefe de grupo o a un marido para que ceda
la mano de obra ocupada en sus propias tierras» (Whitehead, 1984: 39). Los
varones por el contrario, siempre y cuando posean los recursos necesarios,
podrán formar grupos de trabajo integrados por todos los miembros de una
comunidad, tanto para trabajar en tierras colectivas como privadas. La
incapacidad de la mujer de recurrir al trabajo de los demás dimana de su falta
de autoridad social y de su posición en el hogar, así como en el entramado de
relaciones sociales que trascienden de la unidad doméstica. Volveré sobre
este punto cuando aborde las relaciones de propiedad.

Relaciones fuera del hogar

No cabe duda alguna de que la organización y las relaciones de las unidades


domésticas u hogares no deben darse por sabidas, sino que deben ser
analizadas empírica e históricamente. Algunas escritoras feministas han
señalado que no basta con replantear la naturaleza de las relaciones dentro o
fuera del hogar, ya que el principal problema consiste en saber si el hogar es
la unidad de análisis más adecuada. La crítica feminista pone de manifiesto
que un exceso de atención en el hogar desemboca en una conceptualización
errónea del hogar como unidad autónoma, en la que el matrimonio es la
relación determinante del sistema de género, y las relaciones conyugales
destacan por encima de otros tipos de relaciones y estrategias (Guyer, 1981;
Whitehead, 1984; Harris, 1981). Olivia Harris (1981) afirma que las
relaciones entre miembros de una misma unidad doméstica no dependen de la
naturaleza de dicha unidad, sino de relaciones sociales, económicas e
ideológicas externas. Al referirse a la autoridad encarnada por el jefe del
hogar, explica que en las pequeñas sociedades agrícolas, esta autoridad
emana del control que ejercen los varones de más edad en la comunidad,
mientras que en sociedades de organización estatal, esta autoridad emana del
Estado. «Para comprender cómo se define y perpetúa la posición del cabeza
de la unidad doméstica debemos rebasar los límites de dicha unidad» (Harris,
1981: 59).

La relación de los hogares con otros grupos, instituciones y redes exteriores


ha sido durante mucho tiempo objeto de controversias en antropología. Se
sostiene generalmente que en muchas sociedades, si no en todas, las
relaciones de parentesco proporcionan los vínculos básicos fuera del hogar, a
través de los cuales puede activarse una amplia red de procesos, desde la
sucesión de cargos públicos y la herencia de bienes y títulos, hasta las más
diversas formas de lealtad, apoyo y ayuda mutua[49] . En las sociedades
pequeñas, las estructuras de parentesco son, al mismo tiempo, estructuras
políticas y económicas[50] . No obstante, en sociedades dominadas por el
Estado, se puede recurrir al parentesco para eludir las estructuras
económicas y políticas institucionalizadas. El «papel» del parentesco varía
enormemente desde el punto de vista histórico y geográfico, con la dificultad
adicional del cariz ideológico que lo caracteriza. La literatura antropológica
está llena de ejemplos de relaciones de parentesco reivindicadas, creadas o
invocadas al margen de cualquier relación biológica, con objeto de cimentar o
legitimar determinados lazos sociales. Este hecho no resulta nada
sorprendente ya que, por naturaleza, los sistemas de parentesco clasifican a
las personas y, por consiguiente, crean diferencias entre ellas: por ejemplo
entre parientes y no parientes. No obstante, no todos los sistemas crean las
diferencias de la misma forma, con lo cual determinados tipos de relaciones
adquieren una importancia de la que otros están desprovistos.

Todos los antropólogos están al corriente de estos hechos, pero no han


aportado todos los datos que hubiera cabido esperar sobre la mujer y los
sistemas de parentesco. La principal razón, en opinión de Fortes, es que la
antropología tiende a dividir los sistemas de parentesco en dos campos: el
doméstico y el político-jurídico. Evidentemente las mujeres se asociaban al
campo doméstico. Cada campo se consideraba determinante para el otro,
pero ello no alteraba el hecho de que los sistemas de parentesco estuvieran
destinados a facilitar el acceso de los varones a los recursos o a conseguir que
pusieran dichos recursos al alcance de otros hombres o mujeres. En los
sistemas de parentesco, las mujeres poseen, naturalmente, derechos, pero los
sistemas de matrimonio, de residencia, de filiación y de herencia garantizan
con escasa frecuencia el acceso de la mujer a los recursos y/o la posibilidad
de facilitar el acceso a ellos de otras mujeres. Durante mucho tiempo se ha
afirmado que los sistemas matrilineales son idénticos en este aspecto a los
patrilineales. Si en estos últimos los vínculos unen al «padre» con los hijos
varones de su esposa, los primeros establecen lazos de unión entre el
hermano de la madre y los hijos varones de la hermana (Meillassoux, 1981:
23)[51] . A veces se supone que los sistemas matrilineales conllevan una
relación más igualitaria entre cónyuges, pero tal como afirma Audrey
Richards respecto a la sociedad matrilineal bemba: «Se trata de una sociedad
dominada por los varones y, aunque la descendencia siga la línea materna, la
esposa está bajo el control del marido a pesar de ser un extraño en el poblado
de la mujer» (Richards, 1950: 225).

El análisis tradicional de los sistemas de parentesco en antropología ignora en


gran medida a las mujeres, especialmente como actores o creadores sociales
independientes. La especial atención prestada al hombre y a los asuntos
masculinos se vio sin duda reforzada por las ideologías indígenas. Sin
embargo, la desatención de los vínculos femeninos de parentesco y de la
participación de la mujer en los sistemas de parentesco y de no parentesco
ajenos al hogar, se debió asimismo a la opinión generalizada de que el
contenido del campo doméstico era bien conocido, y a la conceptualización
del hogar como unidad perfectamente delimitada. La suposición implícita era
que las mujeres actuaban dentro de la esfera doméstica, mientras que los
hombres hacían lo propio en la esfera pública y política, donde se establecían
y se mantenían vínculos con otros hogares[52] .

Esta visión de la unidad doméstica y de sus vínculos con el sistema más


general de parentesco tiende a ocultar muchas de las importantes actividades
y relaciones en las que participan las mujeres. Como señala Olivia Harris,
existe un alto grado de cooperación y de colectividad en el trabajo doméstico
entre hogares (1981: 63). Tareas como cocinar, cuidar de la prole y,
«ocuparse» en general de otras mujeres constituyen tipos de trabajo
«doméstico» que pueden resultar capitales para la participación de la mujer
en el trabajo «productivo». Por ejemplo, disponer de ayuda para cuidar a los
niños permite que las mujeres se dediquen a trabajos remunerados o que
trabajen más horas en el campo durante periodos en que los cultivos
requieran más atención. La ayuda en la preparación de alimentos es muy
valiosa cuando facilita la elaboración de la comida y la recolección de leña. En
todo el mundo existen mujeres que deben llevar a cabo tareas domésticas
además del trabajo que desarrollan «fuera del hogar[53] ». Algunos autores
han afirmado que las mujeres que no cuentan con un sistema de apoyo en sus
labores domésticas son probablemente más dependientes de los hombres y
están más sujetas a la autoridad masculina en el interior del hogar (Caplan y
Bujra, 1978; Rosaldo, 1974; Sanday, 1974; Moore, 1986).

Las mujeres también pueden recurrir a lazos de parentesco y de no


parentesco para acceder a recursos ajenos al hogar. Dos posibilidades quedan
reflejadas en el estudio realizado por Megan Vaughan sobre las campesinas
de una comunidad matrilineal de la zona sur de Malawi. En el primer caso, las
mujeres confían en los lazos de parentesco que las unen a los parientes más
próximos ajenos a su propio hogar. En la comunidad estudiada por Megan
Vaughan, una mujer adulta debe cultivar en su propia tierra el alimento
suficiente para mantener a su esposo e hijos. El ideal de autoabastecimiento
«familiar» está tan arraigado que ni siquiera hermanas que vivan en chozas
contiguas cogerán grano almacenado en el cesto de otra. Una mujer que no
posee un cesto de cereales que va llenando ella sola se encuentra en un
estado de «indigencia manifiesta» (Vaughan, 1983: 277). No obstante, en
realidad, los hogares más pobres son generalmente los encabezados por
mujeres y «dependen enormemente» de la cesión de alimentos por parte de
otros hogares. Estas cesiones se realizan con el mayor disimulo posible. Por
ejemplo, cuando un grupo de hermanas, o hermanas y sus parientes por línea
materna, comen en común, cada mujer cocina su propia comida que comparte
con los demás comensales. En este caso se produce una transferencia de
alimentos en el momento del consumo, pero se trata de una transferencia
«disimulada» que no se considera como un mecanismo de redistribución y,
por consiguiente, el ideal de autoabastecimiento «familiar» se mantiene
intacto (Vaughan, 1983: 278). Vaughan señala que, a medida que se acentúa
la diferenciación económica entre distintos hogares, esta distribución
«encubierta» en el momento del consumo desempeña un papel «más
importante en la organización y el bienestar económico de determinados
grupos» (Vaughan, 1983: 278).

La segunda forma en que las mujeres acceden a los recursos se basa en


vínculos independientes del parentesco. El término Chinjira define una
amistad especial entre dos mujeres, en la que intervienen obligaciones
sociales, económicas y rituales. Esta relación no se establece entre parientes
y, en realidad, ninguna mujer desarrollaría este tipo de amistad con otra si
existiera la más remota posibilidad de que estuvieran emparentadas. La
Chinjira es una relación basada en la confidencialidad y una mujer debe ser
capaz de contar a su anjira cosas que ni siquiera podría confesar a miembros
de su propia familia (Vaughan, 1983: 282). Vaughan opina que la Chinjira no
solo complementa los lazos de parentesco, sino que modifica la dependencia
de la mujer con respecto al vínculo matrimonial. La Chinjira siempre se
establece entre mujeres pertenecientes a hogares con «recursos económicos
complementarios» y, en la mayoría de los casos, entre una mujer que vive con
su marido en una plantación de té y una mujer que vive en un pueblo vecino.

Cuando una mujer visita a su anjira está obligada a llevarle un regalo. Las
mujeres de las «líneas» [plantaciones] ofrecen pequeños objetos
manufacturados que adquieren en las tiendas del pueblo. Las mujeres del
pueblo ofrecen productos comestibles cultivados en su jardín. Resultaría
ridículo, según los informantes, que una mujer de la «línea» llevara cereales a
su anjira o que la mujer del pueblo llevara jabón a su anjira. Las mujeres de
esta zona se apoyan en esta relación para completar los recursos de su hogar
y para escapar de algunas de las limitaciones impuestas por sus
circunstancias económicas (Vaughan, 1983: 283).

La importancia de estos vínculos entre mujeres revela erróneo considerar el


hogar como única unidad de análisis y pone en tela de juicio el punto de vista
adoptado por los antropólogos, especialmente en el pasado, a la hora de
examinar las relaciones entre unidades domésticas.

Hogares dirigidos por mujeres

En numerosas comunidades de todo el mundo se han localizado grupos


domésticos que giran en torno a las mujeres y están encabezados por ellas
(Smith, 1973; Tanner, 1974), y pese a las diferencias conceptuales en la
utilización de términos como «matrifocalidad» es obvio que los intentos por
modificar el concepto de «hogar» se enfrentan a una de sus pruebas más
arduas cuando se trata de examinar dichos hogares[54] .

En primer lugar, los investigadores que trabajan en el Caribe y entre la


población negra de América han observado hace mucho tiempo que estudiar
los hogares no era suficiente, posiblemente porque la «poco frecuente»
preeminencia de las mujeres en estos sistemas sociales imponía un
replanteamiento de las categorías y de los modos de análisis tradicionales.
Carol Stack aborda la fluidez de las relaciones domésticas en una comunidad
negra urbana de Estados Unidos (1974). En dicho estudio desarrolla la noción
de red doméstica. Explica que la base de la vida doméstica es un grupo de
personas unidas fundamentalmente por vínculos filiales, aunque también de
amistad y matrimoniales. Este grupo o red doméstica engloba varios hogares
ligados por relaciones de parentesco. Stack observa que los hogares giran en
torno a las mujeres dado su papel en el cuidado de la prole, y que los lazos
que unen a las mujeres constituyen los pilares de las redes domésticas. Lo
más importante es que el apoyo material y moral necesario para cuidar y
socializar a los miembros de la comunidad procede de la red doméstica y no
del hogar «aislado» ni de la familia nuclear. Los miembros de cada hogar —
definido en términos de residencia y de comunidad— van cambiando, sin que
ello afecte a la composición de la red doméstica. Los límites de un hogar
pueden ser «elásticos», pero los lazos de parentesco son sólidos y duraderos
(Stack, 1974).
La segunda consideración atañe a la forma en que los investigadores han
analizado los hogares dirigidos por mujeres que aparecen, cada vez con
mayor frecuencia, en comunidades de todo el mundo. Debemos tomar en
consideración las condiciones —sociales, económicas, políticas e ideológicas—
bajo las cuales los hogares dirigidos por mujeres constituyen una proporción
considerable del total. La aportación de pruebas es compleja, pero, al
parecer, este tipo de unidades encabezadas por mujeres abundan en
situaciones de indigencia urbana; en sociedades con un elevado índice de
migración masculina; y en situaciones donde impera la inseguridad y
vulnerabilidad general (Youssef y Hefler, 1983; Merrick y Schmink, 1983).
Por ejemplo, el número de hogares dirigidos por mujeres va en aumento en
muchas zonas rurales de África. Según el punto de vista dominante en la
literatura sobre la materia, ello se debe a la migración de la mano de obra
masculina. En algunas economías rurales parece obvio que la presión que se
ejerce sobre las relaciones conyugales a través de la explotación de zonas
rurales como reservas de trabajo está generando gran número de hogares
dirigidos por mujeres (Murray, 1981; Bush et al. , 1986).

Junto a la migración de la mano de obra masculina, la creciente diferenciación


socioeconómica en las comunidades rurales también parece favorecer la
formación de grupos domésticos encabezados por mujeres (Cliffe, 1978).
Debido a los cambios experimentados en los sistemas de parentesco y en la
organización de la producción agrícola, muchas mujeres pobres han perdido
la seguridad que antes obtenían de las redes y relaciones de parentesco.
Cierto es que muchos hogares dirigidos por mujeres son muy pobres, pero,
como señala Peters, no ocurre lo mismo con todos y debemos ser prudentes
en no caer en una elipsis analítica que sugiera: ausencia de varones =
;control femenino = ;marginación = ;pobreza (Peters, 1983). La situación es
mucho más compleja y requiere un examen más detallado[55] . En primer
lugar, en África y en otras regiones del mundo, encontramos ejemplos de
mujeres que optan por no contraer matrimonio (Allison, 1985; Nelson, 1978;
Obbo, 1980) y un número creciente de mujeres casadas que deciden vivir
separadas del marido (Bukh, 1979; Abbot, 1976). Este proceso es tal vez más
característico de las ciudades que de las zonas rurales, pero revela los
peligros de la generalización gratuita y acentúa la importancia de la
investigación basada en consideraciones históricas y sociales.

Los cambios estructurales de las unidades domésticas y de la división sexual


del trabajo dentro del hogar están relacionados con procesos más generales
de transformación social, económica y política. Con objeto de determinar las
características de los cambios observables en la división sexual del trabajo y
su repercusión en el estatus de la mujer, es preciso examinar las relaciones
sociales que originan y alimentan las estructuras domésticas y familiares: el
matrimonio y la propiedad.

Mujeres, propiedad y matrimonio

Esta investigación del papel de la mujer en el proceso de producción… debe


ser algo más que una sencilla descripción de los tipos de trabajo que
desempeñan las mujeres. Debe reseñar todas las relaciones de autoridad
familiar en las que se basa dicho trabajo, así como las relaciones de propiedad
que esta estructura de autoridad impone y mantiene (Sharma, 1980: 15).

De estas palabras de Ursula Sharma se infiere que el trabajo y la propiedad


están unidos por lazos fundamentales, y que ambos están determinados por
las relaciones de parentesco que conforman los aspectos productivos y
reproductores de la vida de la mujer. Los antropólogos reconocieron hace
tiempo la conexión entre propiedad y matrimonio (Bloch, 1975; Goody, 1976;
Goody y Tambiah, 1973), conexión que en el análisis de las relaciones de la
mujer con la «propiedad» adopta una extraña dualidad, ya que consideramos
el acceso de la mujer a la propiedad, por una parte, y a la mujer en sí misma
como un tipo de propiedad, por otra. El secular debate en antropología acerca
del intercambio de mujeres a través del matrimonio es un ejemplo de dicho
dualismo[56] . La antropología ha definido tradicionalmente la institución del
matrimonio como una transferencia jurídica de derechos reales y personales
destinada a perpetuar los linajes y a crear alianzas a través de uniones
exógamas (matrimonio fuera del grupo). Radcliffe-Brown define el matrimonio
como el vehículo a través del cual el marido y su grupo adquieren derechos
sobre la esposa. Estos derechos pueden ser de dos tipos: in personam
(derechos sobre el trabajo y las obligaciones domésticas de la mujer) e in rem
(derecho a copular con la esposa) (Radcliffe-Brown, 1950: 50)[57] . En las
sociedades patrilineales, el marido y sus parientes también adquieren
derechos sobre los hijos nacidos del matrimonio. Los derechos que un hombre
posee sobre su esposa e hijos tienen como contrapartida una serie de
obligaciones ante su esposa y sus parientes. Las obligaciones de un hombre
para con su esposa se centran normalmente en el aspecto económico,
mientras que, respecto a la familia de la esposa, puede verse ligado por
obligaciones de transferencia de bienes o de trabajo, que compensen la
pérdida de la hija. La aportación de la mujer y del hombre al matrimonio es
distinta, como lo es asimismo lo que este les aporta. Los sistemas
matrimoniales son muy variables y, para estudiar la relación entre la mujer, la
propiedad y el matrimonio, es preciso examinar algunas de las características
de dichos sistemas.

Transacciones matrimoniales y economía rural en China

Elisabeth Croll, en su trabajo sobre las mujeres y el matrimonio en la China


posrevolucionaria, aborda los esfuerzos del Estado por modificar la naturaleza
del matrimonio, así como las negociaciones y transacciones (regalos de
esponsales y pagos de dotes) relativas a las mujeres y a la propiedad, que
constituían la esencia de pactos de índole casi militar (Croll, 1981a, 1984). En
1950, el gobierno chino promulgó una Ley del matrimonio, por la que se
abolía el matrimonio por imposición familiar, el intercambio de mujeres a
través del matrimonio, las negociaciones y transacciones adscritas al
matrimonio, y la subordinación de la mujer al hombre. La nueva Ley del
matrimonio defendía el derecho de los jóvenes de elegir a su pareja
(matrimonio de «libre elección») y de ocuparse del asunto sin interferencias
por parte de la familia o de los parientes. Esta ley fue seguida de una serie de
campañas formativas que asociaban explícitamente la nueva definición de
matrimonio «con la repulsa de los derechos del linaje del hombre sobre el
trabajo, la fertilidad y la persona de la mujer, así como con el intercambio de
mujeres entre grupos familiares» (Croll, 1984: 46-7). Ahora bien, el estudio
realizado por Croll sobre el matrimonio en la China rural de nuestros días ha
puesto de manifiesto que el matrimonio sigue contemplándose como un
contrato negociado entre los miembros de más edad de la familia (aunque los
jóvenes intervienen más de lo que solían hacerlo) y que las transacciones
financieras siguen determinando la transferencia de derechos sobre la mujer.
Elisabeth Croll explica lo que el Estado interpreta como «Conservadurismo» o
«atraso» de los campesinos, esbozando los vínculos entre el matrimonio y el
papel de los hogares campesinos en la economía rural de la China
contemporánea. En la China posrevolucionaria, el objetivo de las zonas
rurales era colectivizar la producción y lograr que las comunas ofrecieran los
servicios básicos necesarios para la subsistencia de la población local. Este
proceso hubiera debido cambiar radicalmente los hogares campesinos en
tanto que unidades básicas de producción y consumo, de forma que dichos
hogares ya no fueran unidades propietarias de tierras, que gran parte de la
producción y del consumo tuviera lugar fuera del hogar, y que los intereses
colectivos del hogar se vieran debilitados por el pago de salarios a sus
miembros a cambio de su participación en el trabajo de la colectividad.
Efectivamente se produjeron cambios, pero algunas características
socioeconómicas de los hogares campesinos contemporáneos sirvieron en
realidad para fortalecer determinadas estrategias matrimoniales.

Según Croll la economía rural está formada por tres sectores: trabajo
asalariado colectivo, actividades privadas secundarias y tareas domésticas, es
decir, la administración y mantenimiento del hogar. Los tres sectores aportan
ingresos a la unidad doméstica, ya sea en dinero o en especie, y los dos
últimos reducen el coste de mantenimiento del hogar como unidad
económica. En el sistema descrito por Croll, el hogar campesino sigue siendo
la unidad básica de consumo, además de una unidad de producción, aunque el
abanico de actividades productivas que se organizan en tomo a él se vea algo
mermado (Croll, 1984: 51). Croll concluye que si los hogares individuales
deben seguir existiendo en tanto que unidades de producción y de consumo,
es preciso que organicen sus recursos de mano de obra y los distribuyan
eficazmente entre los tres sectores de la economía rural. Todo ello tiene
importantes consecuencias en las estrategias matrimoniales y en las mujeres,
dado que el trabajo de la mujer es crucial en los tres sectores. Las jóvenes
esposas participan en las labores colectivas, pero también pueden dirigir el
sector privado y responsabilizarse de las tareas domésticas. Las mujeres
reparten su capacidad de trabajo en los tres sectores en proporciones
distintas según la edad. Por ejemplo, en un hogar típico, una mujer de edad
avanzada puede «retirarse» del sector colectivo para pasar a dedicarse a las
labores domésticas y a las actividades privadas, cuando una joven nuera
ocupe su lugar en el sector colectivo. Como resultado, el trabajo de la mujer
es fundamental para que el hogar campesino funcione de forma eficaz y el
intercambio de mujeres entre hogares (a través del matrimonio) afecta a los
intereses comunes de los miembros de la unidad doméstica. La adquisición de
la mano de obra de las nueras y la reproducción de la población activa
familiar son esenciales para la continuidad de los hogares campesinos, y
precisamente esta situación explica la importancia del matrimonio y la
necesidad de controlar las negociaciones y transacciones matrimoniales. En
China, la contratación privada de mano de obra está prohibida por la ley y,
por consiguiente, el matrimonio es el único medio de multiplicar y adquirir
directamente mano de obra[58] . El matrimonio tiene asignado un papel
incluso más importante si tenemos en cuenta que el control sobre la mano de
obra se traduce en riqueza, en un sistema donde la prosperidad de un hogar
depende del uso eficaz de los recursos laborales. El trabajo en este sistema se
ha convertido en una forma de propiedad (Croll, 1984: 57).

El valor del trabajo de la mujer en la economía rural ha tenido consecuencias


en los acuerdos financieros que rodean al matrimonio. En cierto sentido la
incorporación masiva de la mujer a la población activa asalariada, a la que
hemos asistido en los últimos treinta años, ha otorgado a las hijas un nuevo
«Valor». Este valor se refleja, en parte, en el incremento de la cantidad o del
coste del regalo de esponsales, que la familia de la novia recibe de la familia
del novio para compensar la pérdida de la hija. A medida que el coste de estos
regalos aumenta, se agudiza la dificultad de las familias para reunir los
recursos necesarios para casar a sus hijos varones. Pero, a pesar de estas
dificultades con las que se enfrenta la familia del novio, las hijas también se
han visto perjudicadas por esta evolución a la hora de reclamar sus derechos
sobre los fondos y las propiedades familiares. En el pasado, la familia de la
novia devolvía el regalo de esponsales a la familia del novio en forma de dote,
con lo cual la novia adquiría una fuente potencial de independencia. Pero la
práctica de la dote está en decadencia ya que las familias prefieren dedicar
los recursos que adquieren a través de los esponsales de una hija a los
esponsales de sus propios hijos varonas, en lugar de ofrecer una dote a las
hijas[59] . Es, por tanto, cada vez menos frecuente que las hijas aporten una
dote al matrimonio, aunque hayan contribuido durante años a la renta
familiar con el fruto de su trabajo (los salarios agrícolas se entregan
normalmente en forma de cantidad global al cabeza de familia). Esto significa
que, aunque la familia de la novia esté en condiciones de exigir un regalo de
esponsales más sustancioso para «compensar» la pérdida de su «valiosa» hija,
la mujer no recibe directamente ninguna recompensa ni beneficio por su
contribución a la renta familiar.

El aumento del coste de los regalos de esponsales no solo repercute en las


hijas, sino también en las nueras. Después del matrimonio, los ingresos
logrados por la mujer pueden ser considerados por la familia del marido como
una compensación por el gasto incurrido al «adquirirla», de manera que su
salario pasa directamente al fondo común de la familia. «Actualmente, pues,
una mujer puede verse no solo desposeída de la dote que en otro tiempo
constituía un medio potencial de independencia, sino que sus ingresos no se
reconocen como suyos propios después del matrimonio» (Croll, 1984: 59).
Esta situación se produce pese a que la ley concede a la mujer los mismos
derechos de sucesión y de adquisición sobre la propiedad familiar. Tal como
señala Elisabeth Croll, el incremento del valor del trabajo de la mujer ha
minado paradójicamente su derecho a la dote y a otro tipo de propiedad
(Croll, 1984: 61).

Sistemas de dote

La cuestión de los pagos matrimoniales y de su relación con la seguridad y la


independencia económica de la mujer siempre ha presentado problemas de
interpretación. Una razón muy sencilla es que tipos de sistemas y prácticas
matrimoniales superficialmente similares pueden tener significados muy
distintos y, por ende, consecuencias dispares[60] . La dote, por ejemplo, se
contempla a menudo como el derecho de la mujer a heredar una parte de la
propiedad patrimonial (Goody, 1976) y un medio de otorgarle mayor
seguridad, estatus e independencia económica dentro del matrimonio. En un
estudio acerca de un pueblo griego, Ernestine Friedl afirma que las mujeres
ejercen un poder considerable dentro de la esfera doméstica, gracias a las
tierras que aportan al matrimonio en forma de dote. En la comunidad
estudiada por Friedl, la mujer conserva el control sobre estas tierras que no
pueden ser alienadas por el marido sin su consentimiento, y, en algunos
casos, sin el consentimiento de los hermanos de su padre o tutores (Friedl,
1967: 105)[61] . La institución de la dote se ha percibido tradicionalmente en
antropología como una forma de herencia pre mortem para la mujer (Goody y
Tambiah, 1973; Goody, 1976).

No obstante, obras feministas publicadas recientemente sobre el tema no solo


han demostrado la variabilidad de la institución de la dote, sino que han
puesto en tela de juicio el punto de vista reinante. Hasta entonces, los
escritos antropológicos examinaban los pagos matrimoniales en términos de
las relaciones que dichos pagos determinaban entre los grupos familiares, las
unidades propietarias de tierras u hogares —entidades que pueden coincidir o
no según las circunstancias. Las mujeres ocupan, sin embargo, una posición
subordinada dentro de estos sistemas y no se ha prestado la suficiente
atención a sus preocupaciones e intereses respecto a los pagos matrimoniales
y a los derechos sucesorios sobre la propiedad. Algunas escritoras feministas
han señalado que tratar la dote sencillamente como un tipo de herencia pre
mortem significa dejar de lado muchas cuestiones fundamentales: qué tipos
de propiedad heredan las mujeres; qué grado o qué tipo de control ejercen en
realidad sobre esta propiedad; cuál es su estatus en tanto que
propietarias/controladoras en comparación con el de otros miembros de su
familia consanguínea y de su familia por matrimonio; y en qué momento de la
vida la mujer asume efectivamente el control de la propiedad (matrimonio,
fallecimiento de los padres, fallecimiento del marido). Considerar este tipo de
interrogantes ha llevado a las autoras feministas a estudiar las relaciones de
la mujer respecto a los pagos matrimoniales y a replantear los vínculos entre
propiedad, herencia, matrimonio y producción[62] .

Ursula Sharma, al examinar el trabajo y la propiedad de la mujer en el


noroeste de la India, obtiene pruebas de que existe un sistema de dote muy
distinto al descrito por Ernestine Friedl, y llega a esta conclusión centrándose
en los interrogantes que acabo de enumerar (Sharma, 1980, 1984). Según
Sharma las costumbres de la población hindú y sij de los estados de Himachal
Pradesh y del Punjab impiden que la mujer herede tierras en calidad de hija,
excepto si no tiene hermanos varones, ya que obtiene su parte del patrimonio
en forma de dote cuando contrae matrimonio. La Ley de sucesión hindú de
1956 reconoce a las hijas, viudas y madres los mismos derechos sucesorios
que a los hijos varones, pero pocas son las mujeres que, aparentemente,
ejercen este derecho (Sharma, 1980: 47). Sharma critica a los antropólogos
que conciben la dote como una forma de herencia pre mortem y sostiene que
las dotes no se consideran en realidad como partes de un patrimonio concreto
y divisible, y que los tipos de bienes muebles que las hijas heredan no pueden
compararse con los bienes inmuebles que reciben los hijos varones (Sharma,
1980: 48).

Los regalos comprendidos en el término dote… se entregan en el momento de


la boda o poco después. Normalmente incluyen elementos para el hogar
(muebles, utensilios, ropa de cama y, a veces, aparatos eléctricos) y prendas
de vestir (la mayoría de las cuales van destinadas a los miembros de la familia
del novio). También podemos encontrar algunos objetos que constituyen
regalos más o menos personales para el novio. También puede entregarse
dinero en efectivo, pero no conozco ningún caso en el norte de la India donde
se ofrezcan tierras, aparejos agrícolas ni ganado, pese a la importancia
esencial de estos elementos en la economía rural (Sharma, 1984: 63).

Es muy corriente que la novia prepare personalmente algunos de los objetos


de su dote y, actualmente, las mujeres trabajadoras suelen comprar algunas
cosas con su salario (Sharma, 1980: 109). También es importante observar
que, cuando se realiza la entrega de la dote, la esposa no entra en posesión de
ella de la misma manera que un hijo varón entra en posesión de su herencia.
La dote es transferida a los padres del novio que la distribuirán entre sus
parientes. Normalmente, parte de la dote es asignada a los recién casados,
pero en calidad de pareja y no personalmente a la novia (Sharma, 1980: 48)
[63] . Además, mientras vivan los padres del novio, ellos serán los encargados
de velar por el control que ejerce el marido sobre la dote de su esposa.
Sharma concluye que en el noroeste de la India, la dote afianza la posición de
la mujer en el hogar, sencillamente porque hace a su familia merecedora de
respeto, aunque no le otorgue ningún tipo de poder ni de autonomía dentro
del hogar del marido (Sharma, 1980: 50).

Tomando en consideración la naturaleza de la propiedad que una hija recibe


cuando contrae matrimonio y el control que ejerce sobre ella, Sharma infiere
que resulta inexacto, e incluso incorrecto, considerar la dote como un tipo de
herencia (Sharma, 1980: 48; Sharma, 1984: 70). Su argumentación se apoya
en que los antropólogos que ven la dote como una forma de herencia pre
mortem han aceptado sin objeciones la ficción de que las mujeres heredan
bienes muebles cuando se casan, a cambio de los bienes inmuebles que
heredarán sus hermanos posteriormente. Esta ficción, afirma, contribuye a
disfrazar la diferencia palpable que existe entre las relaciones de los hombres
y las mujeres con la propiedad (Sharma, 1980: 47). Hoy por hoy, las hijas
tienen derecho a heredar tierras en las mismas condiciones que los hijos
varones, pero muy pocas ejercen este derecho, y, como señala Sharma, a la
luz de los hechos, sería más exacto decir que la dote sirve para «anular el
derecho sucesorio automático de la mujer cuando tiene hermanos varones a
quien ceder la parte del patrimonio que hipotéticamente le corresponde»
(Sharma, 1980: 48). En este caso, la dote no es un regalo para las hijas ni el
reconocimiento de su derecho a una parte del patrimonio, sino un mecanismo
destinado a mantener los derechos de los hijos varones sobre la propiedad
patrimonial. El estudio de Sharma demuestra la importancia de no considerar
la dote como algo que otorga necesariamente a la mujer poder y control
dentro del hogar[64] .

Transacciones matrimoniales por compra


Mientras que la dote supone una transferencia de bienes de la familia de la
novia a la del novio, los matrimonios por compra implican una transferencia
de bienes en sentido contrario. En este tipo de transacciones, grupos de
varones cambian bienes por mujeres o derechos sobre mujeres. La mujer
parece que tiene poco que decir en este proceso y también parece que sale
muy poco beneficiada como persona. Los derechos transferidos junto con el
pago matrimonial incluyen a menudo derechos sobre los hijos. David Parkin
explica con claridad esta circunstancia en su estudio sobre los matrimonios
por compra entre los giriama y los chonyi de Kenia (Parkin, 1980). Tanto tos
giriama como los chonyi distinguen entre dos tipos de pagos que integran
conjuntamente el matrimonio por compra. Estos dos tipos de pagos compran
los derechos uxoriales (sexuales y domésticos) y procreadores
(alumbramiento). Las cuestiones relacionadas con el reconocimiento social de
los hijos adquieren una importancia crucial en caso de divorcio. En las
sociedades en las que existe el matrimonio por compra, el padre suele
conservar todos los derechos sobre los hijos. La custodia de los hijos y los
derechos de propiedad son características afines en la vida social.

Sandra Burman estudia a la mujer y el divorcio en la sociedad urbana de


Suráfrica donde, según la ley consuetudinaria, el marido debe entregar a la
familia de la mujer una cantidad o lobola para poder contraer matrimonio.
(Muchas mujeres de ciudades africanas optan por la alternativa del
matrimonio civil). Una vez pagado el lobola , los hijos del matrimonio
pertenecen a la familia del marido. En caso de divorcio, parte del lobola será
devuelto, restando una cierta cantidad si la mujer ha aportado hijos a la
familia del marido (Burman, 1984: 122). (Actualmente en las zonas urbanas,
la práctica de reembolsar el lobola va cayendo en desuso). Tal como señala
Burman, la naturaleza y los determinantes exactos de las estrategias
matrimoniales, así como de los pagos, resultan difíciles de dilucidar dado el
«Caos legislativo de la vida familiar africana», parte integrante del sistema de
apartheid [65] . El trabajo de Burman apunta la importancia del control de la
vivienda en caso de divorcio, dada la penuria existente, y de que las
autoridades tiendan a asignar la casa a la parte que conserva la custodia de
los hijos (Burman, 1984: 131). Las disputas en caso de divorcio pueden ser
sumamente crueles. Según Burman, muchos hombres creen que el pago del
lobola debería garantizar, como mínimo, al marido la custodia de los hijos
mayores, así como dispensarle de pasar una pensión a la mujer. La tendencia
a no conceder la custodia a la mujer y/o a no otorgarle una pensión se ve
fortalecida por las dificultades que supone pagar esta pensión cuando los
salarios son muy bajos y por la posibilidad de perder el disfrute de la casa en
favor de la madre (Burman, 1984: 132). Suráfrica es, sin duda, un caso
especial, pero el trabajo de Burman demuestra que los derechos sobre los
hijos no deben considerarse independientemente de los derechos sobre la
propiedad, y que la institución del matrimonio por compra tiene un efecto
determinante en las posibilidades de la mujer de obtener la custodia de los
hijos y una pensión alimenticia en caso de divorcio.

En antropología social se ha escrito mucho sobre el matrimonio por compra


como institución social, pero casi ninguno de estos estudios considera el
fenómeno desde el punto de vista de la mujer[66] . Este es precisamente uno
de los aspectos en los que debe centrarse la antropología feminista y que
requiere, igualmente, una especial atención por parte de los etnógrafos.
Ursula Sharma examinó el paso del matrimonio por compra a la
institucionalización de la dote en algunas zonas del noroeste de la India y
llegó a la conclusión de que, desde el punto de vista de la mujer, son menos
importantes las diferencias entre los dos tipos de matrimonio que el control
real que la mujer ejerce sobre estas transacciones y su resultado.

Por consiguiente, considerando el asunto desde el punto de vista feminista, la


oposición tradicionalmente establecida por los antropólogos entre la
institución de la dote y la del matrimonio por compra puede resultar menos
importante que otro tipo de distinciones basadas en el grado y en la clase de
control que la novia ejerce sobre su destino matrimonial y sobre la propiedad
que se transfiere en el momento del matrimonio (Sharma, 1984: 73).

De lo anteriormente expuesto se deduce que el control de la mujer sobre la


propiedad y sobre su «destino matrimonial» debe observarse a la luz de las
relaciones de parentesco que determinan los conceptos de matrimonio,
trabajo y propiedad. Ann Whitehead opina que entenderemos mejor el asunto
si estudiamos de qué manera los sistemas de parentesco ayudan a modelar a
las mujeres y a los hombres, para dar lugar a tipos de personas diferentes.
Los conceptos de propiedad se confunden, en última instancia, con los de
persona. Así la definición jurídica de derechos de propiedad estipula todo lo
que determinados tipos de personas pueden hacer con determinados tipos de
propiedades. Otro ejemplo serían los derechos que una persona puede ejercer
sobre otra hasta el extremo de someterla a su propiedad: el matrimonio
constituye en muchos casos una institución de este tipo. Whitehead alega que
sea cual fuere el sistema económico vigente, cuando se trata prácticas
productivas y mercantiles, la capacidad de la mujer de actuar como persona
de pleno derecho en asuntos relacionados con la propiedad de bienes o
personas (es decir, derechos sobre las personas) es siempre menor que la del
hombre (Whitehead, 1984: 180). En su opinión, el sistema de parentesco y de
familia limita la capacidad que una mujer posee, en una determinada
sociedad, de actuar como persona de pleno derecho, en las mismas
condiciones que los hombres.

La capacidad de una mujer de «poseer» cosas depende del grado de


independencia jurídica y real de que goza con respecto a otras personas…; el
problema que se plantea es hasta qué punto las relaciones conyugales,
familiares y de parentesco le permiten llevar una existencia independiente, de
forma que pueda ejercer sus derechos como persona ante las demás
personas. En muchas sociedades, la capacidad de la mujer de actuar de esta
manera es muy inferior a la del hombre. Los sistemas matrimoniales,
familiares y de parentesco fomentan a menudo la subordinación de la mujer,
de manera que en virtud de su estatus de parentesco (familiar o conyugal), la
mujer ve coartada la libertad de actuar como persona de pleno derecho
respecto a las cosas y, a veces, a las personas (Whitehead, 1984: 189-90).

Se trata de una hipótesis de gran consistencia y, a pesar de su proximidad al


antiguo enfoque antropológico según el cual la mujer carece de poder por
estar vinculada a lo «doméstico» y al argumento sociológico en virtud del cual
«la familia es el marco de la opresión femenina», constituye un sofisticado
desarrollo teórico de estos dos argumentos (véase también Strathern, 1984b),
así como una indicación de la perspectiva adoptada por las mejores
investigaciones feministas sobre parentesco y economía llevadas a cabo en la
actualidad.
4. Parentesco, trabajo y hogar: cambiosen la vida de la mujer

Como ya vimos en el capítulo anterior, la división sexual del trabajo se


modifica y replantea continuamente para adaptarse a los cambios sociales y
económicos. En antropología, la aceptación del cambio social y económico
como fenómeno permanente procede en gran medida de la antropología
marxista de los últimos veinte años. La enorme fuerza de esta ideología y de
los trabajos inspirados en ella han llevado definitivamente a la antropología a
relacionar los microprocesos con los macroprocesos, y los hogares y las
familias con las instancias regionales, nacionales e internacionales —sociales,
económicas y políticas— en las que están enmarcados. La empresa es ardua y
no ha hecho más que empezar. En los últimos veinte años, la antropología ha
pasado de hablar de linajes, jefes y tribus a ocuparse de la incorporación de
las formaciones sociales precapitalistas en la economía capitalista mundial[67]
. Claude Meillassoux ha sido una figura determinante en esta transición. Ha
defendido que el capitalismo no destruye los modos precapitalistas de
producción vigentes en el mundo en desarrollo, sino que los articula en torno
a la nueva estructura de producción. Afirma, incluso, que los modos de
producción precapitalistas son beneficiosos para el capital ya que
proporcionan mano de obra barata. Los salarios pueden ser bajos porque, en
primer Jugar, los alimentos producidos en el sector precapitalista cubren
parte de los costes de subsistencia de los hogares de los trabajadores; y, en
segundo Jugar, el sector precapitalista paga el coste de la reproducción de la
población activa, en forma de ayudas para el cuidado de los hijos, de los
enfermos y de los ancianos, así como para la manutención de las mujeres.
Todas estas «ventajas» justifican que los capitalistas paguen salarios bajos,
que no tienen por qué cubrir los gastos de subsistencia de los hogares ni los
costes de reproducción de la población activa. Y mano de obra barata
significa mayores beneficios (Meillassoux, 1981)[68] .

Las opiniones de Meillassoux, y de otros marxistas franceses como Terray,


Rey, Suret-Canale y Coquéry-Vidrovitch que defienden las mismas tesis, han
levantado, por supuesto, numerosas críticas[69] . No puedo explayarme ahora
en los detalles de este importante debate, pero merece la pena señalar que el
concepto de articulación (entre los modos de producción capitalista y
precapitalista) pone de manifiesto, como mínimo, que el capitalismo encontró
en los países en desarrollo una serie de formaciones sociales específicas,
dotadas de sus propias instituciones y relaciones. Estas formaciones sociales
indígenas determinaron las consecuencias del capitalismo en los sistemas
rurales de producción[70] . La importancia concedida a la especificidad de las
formaciones sociales despierta la necesidad de llevar a cabo un análisis
histórico, y muchas de las investigaciones más minuciosas, centradas
particularmente en el continente africano, se han ocupado del estudio de los
sistemas de parentesco en su contexto político e histórico (por ejemplo,
Murray, 1981; Beinart, 1982). Esta aproximación histórica es muy valiosa
pues permite evaluar la disparidad de trayectorias y de resultados que ha
caracterizado a los procesos de transformación capitalista en los distintos
países. Se observa asimismo que estos procesos se manifiestan en un amplio
abanico de situaciones, cada una de las cuales requiere un análisis
personalizado. De todo ello se deduce la imposibilidad de generalizar la
repercusión de la transformación capitalista en la mujer. Las mujeres no
constituyen una categoría homogénea, y las circunstancias y condiciones de
su vida en las distintas regiones del mundo son muy dispares.

Consecuencias especiales del capitalismo en la vida de la mujer

Todos los especialistas están de acuerdo en que la reestructuración impuesta


por el colonialismo y el capitalismo en las economías tradicionales tuvieron un
fuerte impacto en la actividad económica de la mujer, en la división sexual del
trabajo y en el tipo de opciones sociales y políticas abiertas a la mujer. Ahora
bien, la cuestión sobre las consecuencias concretas de estos procesos en la
vida de la mujer no ha dejado de levantar polémicas perfectamente
justificadas. Autores como Boserup (1970) y Rogers (1980) opinan que la
explotación capitalista, combinada con las ideas eurocéntricas sobre las
funciones y actividades propias de la mujer, acabó con los derechos
tradicionales de la mujer en la sociedad y debilitó su autonomía económica.
Otros autores creen que tal vez sea incorrecto imaginar que en el mundo
precolonial y precapitalista la mujer gozaba de una independencia
significativa (Huntingdon, 1975; Afonja, 1981). Se admite en general, sin
embargo, que la penetración del capitalismo en las economías de
subsistencia, a través de la agricultura comercial y del trabajo asalariado,
tuvo un efecto perjudicial en la mujer de las zonas rurales. Muchos autores
han subrayado que el desarrollo de la agricultura intensiva y la introducción
de nuevas formas de tecnología discriminó a la mujer (Wright, 1983; Ahmed,
1985; Chaney y Schmink, 1976; Daubery Cain, 1981). La ampliación del
mercado en términos de tierras y de mano de obra, los cambios
experimentados en los sistemas de tenencia de tierras y la migración de los
trabajadores fueron, asimismo, nocivos para los intereses de la mujer (Brain,
1976; Remy, 1975; Okeyo, 1980; Mueller, 1977; Janes, 1982). Toda esta
literatura sobre la posición desfavorable de la mujer ante los procesos de
transformación capitalista ha desembocado en una incipiente teoría sobre la
«feminización» de la agricultura de subsistencia, especialmente en África y en
zonas de Latinoamérica.

Se supone que la «feminización» de la agricultura de subsistencia responde a


dos mecanismos o procesos, que en algunas ocasiones se presentan
combinados. El primero es la agricultura comercial a pequeña escala, donde
los varones se ocupan de cultivar productos destinados a la venta, mientras
que la manutención de la «familia» recae en las mujeres, que deben dedicar
más tiempo a las tareas agrícolas. Las enormes exigencias de esta producción
de subsistencia impiden, a menudo, que las mujeres participen en la
producción comercial, por lo que los esquemas e incentivos estatales se
desvían hacia los hombres (y sus cultivos), acentuando así la discriminación y
exclusión de la mujer (Staudt, 1982; Lewis, 1984). El segundo mecanismo o
proceso que conduce a la «feminización» de la agricultura de subsistencia es
la migración de la mano de obra masculina, con la subsiguiente
responsabilidad de la mujer de encargarse del sector de subsistencia (Murray,
1981; Bush et al. , 1986; Hay, 1976; Bukh, 1979).
La producción de subsistencia ha ido recayendo progresivamente en las
mujeres africanas, a medida que los hombres se trasladaban a las ciudades.
Las estadísticas muestran que un tercio de los administradores de las granjas
africanas situadas al sur del Sáhara son mujeres, mientras que en algunos
países los porcentajes son incluso mayores: 54 por ciento en Tanzania y 41
por ciento en Ghana. En Argelia la participación de la mujer en la agricultura
se ha duplicado con creces entre 1966 y 1973 (Tinker, 1981: 60).

La situación descrita por Irene Tinker es harto familiar, pero la tesis sobre la
«feminización» de la agricultura no puede generalizarse a todas las regiones
africanas y, menos aún, al resto del mundo. Son múltiples los ejemplos,
particularmente en sociedades caracterizadas por la reclusión en que viven
las mujeres, en los que la participación de la mujer en las tareas agrícolas es
mínima en comparación con la de los hombres (Longhurst, 1982; Hill, 1969);
también existen numerosos casos en los que la comercialización se ha
traducido en un enorme aumento del trabajo desempeñado por hombres y
mujeres en el sector de la producción minifundista. No se trata con todo ello
de invalidar la tesis de la «feminización» (claramente apoyada por ejemplos
prácticos indiscutibles) ni de utilizarla como instrumento para ofrecer
respuestas globales a la transformación capitalista, sino más bien de tomar
conciencia de que la literatura sobre «el desarrollo de la mujer» recurre con
tanta frecuencia a esta tesis y el grado de ortodoxia que ha alcanzado en las
ciencias sociales es tal que puede ser oportuno considerar alguna de las
limitaciones conceptuales que encierra.

La primera dificultad al hablar de «feminización» de la agricultura de


subsistencia es la dicotomía que impone entre producción comercial y de
subsistencia. La comercialización, sobre todo en África, se contempla como un
proceso que obliga a la mujer a dedicar más horas a la producción de
subsistencia, con objeto de alimentar a la «familia», mientras el hombre se
ocupa de los cultivos destinados a la venta. En muchos casos, esto es
exactamente lo que ocurre. Por ejemplo, Jette Bukh describe una situación en
el sur de Ghana, donde durante el boom de la producción de cacao, los
hombres asumieron el cultivo de este producto, mientras las mujeres se
ocupaban de producir los alimentos necesarios para la familia. Cuando, en la
década de los 70, bajó el precio del cacao, muchos hombres emigraron en
busca de trabajo, dejando tras ellos a las mujeres y a los niños. Muchas
mujeres encontraron dificultades para cubrir las necesidades del hogar y las
suyas propias, por lo que incrementaron la renta familiar combinando la
agricultura con la venta a pequeña escala, el trabajo asalariado, la artesanía y
la preparación de alimentos. Si evaluamos el tiempo dedicado por estas
mujeres a las tareas domésticas, entenderemos la enorme carga que debían
soportar: ya no la carga doble que se atribuye normalmente a la mujer, sino
una carga triple (Bukh, 1979).

Pese a que algunos de los aspectos descritos por Bukh son, con frecuencia,
resultado de la integración del cultivo de excedente en los sistemas de
producción rural, no debemos asociar directamente a la mujer con la
agricultura de subsistencia y al hombre con la agricultura comercial. En
primer lugar, ello podría desembocar en una visión estereotipada de la
posición de la mujer en las economías en desarrollo. La fácil dicotomía
mujer/hombre y subsistencia/comercio refleja otros dualismos conceptuales
del pensamiento sociocientífico, especialmente la distinción
doméstico/público. Asociar a la mujer con la agricultura de subsistencia
destinada al consumo doméstico y con tecnologías básicas y tradicionales, y a
los hombres con las nuevas tecnologías, las nuevas variedades de semillas y
los servicios de apoyo (asesorías y consejerías agrícolas) como resultado de su
participación en la agricultura comercial y en el cultivo de productos para la
exportación, es una simplificación que comporta grandes riesgos. No
debemos relegar a la mujer a la producción de subsistencia en virtud de las
ideologías occidentales, según las cuales la mujer se ocupa de mantener y
alimentar a la familia, mientras que el hombre se asocia con el ajetreo del
mercado y con el mundo exterior al hogar.

La segunda razón por la que no debemos establecer ecuaciones gratuitas


entre mujer y subsistencia, y hombre y comercio es evitar el riesgo de
caricaturizar el trabajo de la mujer y su contribución a la producción rural. La
participación de la mujer en la agricultura moderna es más variada y
compleja de lo que se infiere de esta cómoda dicotomía. Existen múltiples
ejemplos de mujeres dedicadas a cultivos comerciales, en calidad de
trabajadoras asalariadas y encargadas de otras muchas actividades
mercantiles, como indica la propia Jette Bukh (Bukh, 1979; Stoler, 1977). La
tercera razón por la que debemos mostrarnos prudentes al asociar a las
mujeres con la agricultura de subsistencia, y a los hombres con la agricultura
comercial, es rehuir una conclusión errónea sobre las relaciones entre
hombres y mujeres en los sistemas de producción rural. La penetración del
capitalismo en este tipo de sistemas ha supuesto, en muchos casos, el
empobrecimiento del sector agrícola en su conjunto, en lugar del beneficio
puro y simple de los hombres como colectivo (Deere y Léon de Léal, 1981).
Tanto los hombres como las mujeres sufren las consecuencias del cambio, y
es menester estudiar la modificación de las relaciones de género y de la
división sexual del trabajo a la luz de las contradicciones y conflictos que
surgen de los procesos desiguales y contradictorios de la transformación
capitalista.

Maila Stivens, en su estudio de la comunidad matrilineal negeri sembilan de


Malasia, ha demostrado lo difícil que resulta analizar la evolución de las
relaciones de género y del acceso de la mujer a los recursos en un sistema
capitalista (Stivens, 1985). Algunas de las primeras obras feministas
defendían que las mujeres negeri sembilan perdieron gran parte de sus
tierras en beneficio de los hombres como resultado del desarrollo colonial y
capitalista (Boserup, 1970: 61; Rogers, 1980: 140). Stivens se muestra en
desacuerdo con esta opinión y afirma que las mujeres de las comunidades
objeto de su estudio poseían títulos de propiedad de casi todos los arrozales y
huertos ancestrales, y de la mitad de minifundios dedicados a la producción
de caucho (Stivens, 1985: 3). Stivens presenta objeciones minuciosas y
elaboradas a las tesis de otros autores acerca de la situación de las mujeres
negeri sembilan y de la adat perpatih (ley consuetudinaria matrilineal).
Empieza señalando que, a pesar de que la autoridad colonial se mostraba
ambivalente con respecto a la matrilinealidad de la comunidad negeri
sembilan, el deseo de fomentar un campesinado dedicado al cultivo de arroz
en la región se tradujo en una serie de prácticas y normativas destinadas a
legislar y proteger la ley consuetudinaria matrilineal (Stivens, 1985: 9). Cierto
es que el auge experimentado por el sector del caucho a principios de siglo
provocó nuevos cambios económicos, como consecuencia de la dedicación de
los campesinos a la producción de caucho a pequeña escala. Pero Stivens
explica claramente que la producción comercial de caucho no fue la culpable
directa de que las mujeres perdieran los derechos de propiedad sobre la
tierra (Stivens, 1985: 12). Muchos de los nuevos títulos de propiedad
correspondientes a tierras de cultivo de caucho se registraron inicialmente a
nombre de varones, ya que este cultivo se asociaba directamente con ellos,
que eran los que llevaban a cabo la mayor parte del trabajo pesado
consistente en desbrozar el terreno para plantar. Stivens afirma, sin embargo,
que «la cuestión principal no es que la tierra se registrara inicialmente a
nombre de los hombres, sino saber si este hecho implicaba la creación de una
propiedad exclusivamente “masculina” y una dualidad hereditaria, es decir, la
tierra dedicada al cultivo de subsistencia para la mujer y la dedicada al
cultivo de caucho para el varón» (Stivens, 1985: 13). En opinión de Stivens,
no existen pruebas de este dualismo, ya que estudios efectuados en los años
1970 revelaron un grado considerable de «feminización» en la propiedad de
la tierra, tanto de los cultivos de caucho (el 61 por ciento de las tierras
dedicadas al cultivo de caucho pertenecían a mujeres) como de los cultivos
tradicionales de arroz y árboles frutales.

Stivens hace hincapié en los mecanismos de transferencia que facilitaron este


proceso de feminización, pero deja muy claro que el proceso global debe
explicarse a partir de la decadencia de la economía rural y no del
mantenimiento de los sistemas tradicionales de sucesión matrilineal. Por
ejemplo, el que muchas tierras dedicadas a la producción de caucho se
encuentren sin explotar puede deberse, en parte, a la falta de mano de obra
masculina (la emigración en la región ha sido considerable), pero
probablemente sea consecuencia de la escasa rentabilidad de la producción
de caucho a pequeña escala. Esta interpretación parece fuertemente
confirmada por los informantes de Stivens, para los cuales la producción de
caucho es una forma de «seguridad» y no una empresa directamente rentable
(Stivens, 1985: 22). Esta idea de la tierra como fuente de «seguridad»
proporciona la clave para comprender la situación actual. La ideología
matrilineal y la codificación colonial de la ley consuetudinaria matrilineal
contribuyeron, sin lugar a dudas, a proteger parcialmente los intereses de las
mujeres contra el paso del tiempo, pero la tendencia evidente hacia la
feminización de la tierra no puede explicarse sencillamente a partir de la
continuidad de las prácticas sucesorias matrilineales. Stivens cita muchos
casos en los que una pareja adquirió conjuntamente tierras que registró a
nombre de la esposa (Stivens, 1985: 24). También se dan claros ejemplos de
transmisión de tierras de padre a hija; en algunos casos la transmisión se
realiza directamente, mientras que en otros la tierra fue adquirida
inicialmente por la esposa y a continuación heredada por la hija (Stivens,
1985: 24-6). ¿Por qué entregan los hombres tierras a las mujeres en un
sistema matrilineal? Las respuestas aportadas a esta pregunta por los
informantes giran en torno a la vulnerabilidad de la posición de la mujer
dentro de la decadente economía rural, a la necesidad de garantizar a la
mujer recursos económicos propios en caso de divorcio y a un cierto deseo
(aunque algo contradictorio) de proteger los valores tradicionales y familiares
asociados a la mujer y al sistema matrilineal. Los informantes citaron incluso
la posición de desventaja de la mujer en el mercado laboral como motivo de la
transferencia de tierras, que serviría para compensar la mayor facilidad que
encuentran los hijos varones para ganarse la vida por otros medios (Stivens,
1985: 26-8).

La situación de los negeri sembilan, descrita por Stivens, es de una enorme


complejidad. Una de las partes más útiles de su argumentación son las
críticas que dirige contra estudios anteriores que «reducían los efectos del
desarrollo colonialista y capitalista en los derechos de propiedad de las
mujeres a una imagen de hombres favorecidos individual y personalmente a
expensas de las mujeres, por una ideología colonial misógina» (Stivens, 1985:
28). Stivens expresa claramente que el significado de las relaciones de la
mujer con la propiedad y su acceso a los recursos de la economía rural solo
pueden entenderse si se analizan desde el punto de vista histórico y se
examina la interacción entre estas y otras relaciones sociales y los procesos
complejos, contradictorios e irregulares de la transformación capitalista. Este
tipo de análisis constituye, sin lugar a dudas, un avance con respecto a otros
análisis feministas más antiguos, que en algunas ocasiones aceptaban sin
discusión la imagen de las mujeres como víctimas de los procesos de
transformación.

Pese a las críticas formuladas contra los primeros estudios feministas y a la


necesidad de cuestionar las ortodoxias conceptuales, está perfectamente
justificada la tesis de que el desarrollo capitalista influye de manera especial
en la mujer y de que su posición global es altamente vulnerable.

Ahora bien, es aconsejable huir de la fácil separación entre hombres


vencedores y mujeres vencidas. Una imagen simplista de este tipo oculta la
verdadera complejidad de las relaciones de género y eclipsa dos dimensiones
analíticas de gran importancia. La primera se refiere a la reacción de la mujer
ante los procesos de transformación social. Si se limita a la mujer a la
condición de perdedora y víctima, se corre el riesgo de representarla
sencillamente como un agente pasivo del cambio social, alejándola de toda
participación activa. Una percepción de las mujeres como seres confinados o
relegados a la agricultura de subsistencia, por ejemplo, puede ocasionar una
pérdida de interés hacia la lucha de las mujeres por salir de la situación en
que se encuentran. En muchas zonas del Tercer Mundo, existe una larga
historia de resistencia contra el cultivo obligatorio de productos destinados a
la venta (Nzula et al. , 1979; Taussig, 1979; Cooper, 1981: 31-9). Existe
asimismo un número creciente de obras feministas, enmarcadas en las
ciencias sociales, que demuestran de qué manera las mujeres luchan contra
las coacciones en materia de trabajo, tiempo y recursos de que son objeto por
parte de sus maridos y otros varones de su familia. Las primeras obras
feministas ofrecían ejemplos de la resistencia de la mujer ante la política
oficial (Van Allen, 1972), mientras que estudios más recientes ponen el acento
en el papel de la mujer en la lucha laboral (Robertson y Berger, 1986:
sección III). (Estas cuestiones se abordan con más detalle en el capítulo 5.)

La segunda dificultad que se plantea al dar por supuesta la posición


desfavorable de la mujer en las economías en desarrollo es la tendencia a
propiciar la inclusión de todas las mujeres en una categoría homogénea. Hoy
por hoy las ciencias sociales rechazan de plano esta homogeneidad y, tal
como apunté en el capítulo 1, la categoría «mujer» no es una categoría
analítica relevante desde el punto de vista sociológico. Pero también es cierto
que, hasta hace poco, la antropología feminista destacaba más en el análisis
de las diferencias de género —es decir, las existentes entre las categorías
culturales y sociales de «mujer» y «hombre»— que en el estudio de las
diferencias entre las mujeres.

La antropología social ha contemplado siempre a la «mujer» como una


entidad culturalmente distinta y nunca ha dejado de señalar la importancia de
entender las diferencias que surgen entre mujeres de distintas edades, estado
civil y estatus familiar. Pero el interés prioritario de la antropología social por
la cuestión de la incipiente diferenciación social entre las mujeres, es decir, la
cuestión de clase, es muy reciente. Esta evolución refleja probablemente dos
tendencias. En primer lugar, la antropología ha estudiado tradicionalmente
las diferencias sociales en términos de estratificación y jerarquía dentro de
las sociedades, en lugar de examinar los procesos contradictorios e
irregulares de la diferenciación social y de la formación de clases[71] . En
segundo lugar, la antropología feminista se ocupaba, en un principio, de
explorar las similitudes entre la posición de las mujeres de distintas culturas,
y fue adoptando muy lentamente una postura más crítica, que no se limitara a
estudiar la explotación de la mujer por la mujer (Caplan y Bujra, 1978), sino
que abordara las diferencias de clases en el seno de la población femenina y
el problema capital de las intersecciones entre las diferencias de género y de
clase (Bossen, 1984; Nash y Safa, 1976; Robertson y Berger, 1986).
Reconocer la influencia recíproca entre los sistemas de género y de clase, así
como el hecho de que las diferencias de género se manifiestan de formas muy
distintas en las distintas clases sociales, no solo ha ayudado a la antropología
a entender la evolución de las relaciones de género, sino que ha fomentado
directamente el desarrollo de nuevos campos de investigación dentro de la
disciplina de la antropología social.

La mujer en los sistemas de producción rural

La relación entre la migración de la mano de obra masculina, el trabajo


asalariado, la comercialización agrícola y la creciente diferenciación social en
el sector agrícola rural, resulta a menudo de difícil interpretación, y siempre
requiere la especificación de un marco de estudio histórico y social. El
análisis efectuado por Gavin Kitching sobre los cambios económicos y de
clase en Kenia pone de manifiesto las relaciones entre la migración de los
varones adultos, la incorporación de la mujer al trabajo agrícola remunerado
y los procesos de diferenciación social entre los campesinos productores
(Kitching, 1980). Cuando existe migración de mano de obra masculina, como
en el caso referido por Kitching, el acceso de la mujer al mercado laboral se
convierte en la base de la diferenciación social dentro del sector agrícola.
Cuando el varón que emigra gana poco y solo puede enviar al hogar pequeñas
cantidades de dinero, la esposa no puede costear la mano de obra necesaria
para sacar adelante sus cultivos, por lo que probablemente le resultará
imposible cultivar productos destinados a la venta, con la consiguiente
reducción de la renta familiar. En estas circunstancias, la mujer puede verse
obligada a realizar tareas agrícolas, a media jornada, para terceros, con el fin
de sacar adelante a la familia. Por el contrario, las esposas cuyos maridos
envían regularmente dinero a casa, estarán incluso en condiciones de adquirir
más tierras y dar trabajo a otras mujeres. De esta manera conseguirán
mayores rentas procedentes de la venta de productos agrícolas y podrán
liberarse de parte de las tareas que antes desempeñaban, para dedicar más
tiempo a otras actividades empresariales o comerciales (Kitching, 1980: 106,
241, 338).

Ann Stoler describe una situación en la sociedad rural de Java donde la


incorporación del sector agrícola campesino al estado colonial no produjo un
éxodo de la mano de obra masculina ni en el confinamiento de la mujer a la
agricultura de subsistencia. En Java, la producción comercial de azúcar
requería la participación de hombres y mujeres, mientras que la reducción del
número de hectáreas dedicadas a cultivos de subsistencia imponía la
necesidad de intensificar el trabajo desempeñado por mujeres, hombres y
niños en la producción de arroz para el consumo familiar. En la Java
precolonial, las tierras estaban repartidas de manera relativamente
homogénea, pero durante la época colonial el aumento de la población y la
escasez de tierras modificó la distribución por hogares. A medida que la
dificultad de adquirir tierras iba en aumento, la facilidad de acceso a la tierra
se convirtió en «facilidad de acceso a todos los recursos estratégicos» y fue
cimentando la base de la diferenciación social (Stoler, 1977: 78).

En las obras etnográficas se ha aludido con frecuencia al «estatus


excepcionalmente elevado» de las mujeres javanesas, quienes controlan las
finanzas de la familia y desempeñan un papel protagonista en la toma de
decisiones dentro del hogar (Geertz, 1961; Stoler, 1977: 85). A la luz de esta
observación, es interesante valorar la investigación de Stoler en cuanto que
demuestra que la penetración del capitalismo en la economía rural de Java no
condujo, como ocurrió en otras muchas regiones, a acentuar la división sexual
del trabajo y la consiguiente desigualdad entre hombres y mujeres (Stoler,
1977: 75-6). Stoler explica esta situación refiriéndose a la división sexual del
trabajo en la Java precolonial y colonial, donde tanto los hombres como las
mujeres participaban en la agricultura y en el trabajo asalariado (Stoler,
1977: 76-8). Dado el papel esencial que la mujer siempre había desempeñado
en la agricultura de subsistencia y en el trabajo asalariado, los procesos de
transformación no exacerbaron las diferencias entre hombres y mujeres en el
seno del hogar, sino que incrementaron la diferencia entre hogares y, por
ende, entre mujeres. Stoler demuestra a continuación que la renta doméstica
viene determinada, en última instancia, por el acceso a la tierra, de tal
manera que las mujeres pertenecientes a hogares sin tierras o propietarios de
unas pocas hectáreas dependen de las oportunidades de empleo generadas
por los hogares propietarios de grandes extensiones de tierras. Stoler llega,
entre otras, a la siguiente conclusión: «En los hogares pobres, la obtención de
ingresos por parte de la mujer es un medio para mejorar su posición dentro
de la economía doméstica; en los hogares más ricos, estos ingresos le otorgan
una base material de poder social» (Stoler, 1977: 84). Otra conclusión muy
interesante del trabajo de Stoler es que las mujeres están «mejor dotadas»
que los hombres para enfrentarse al empobrecimiento que supone la no
posesión de tierras. Las javanesas de familias sin tierras o con pequeñas
propiedades han participado tradicionalmente en actividades remuneradas,
aparte de la producción arrocera de subsistencia, mientras que los hombres
se enfrentan a un abanico de posibilidades más reducido a la hora de buscar
una alternativa al trabajo agrícola (Stoler, 1977: 88).
Los estudios emprendidos por Kitching y Stoler demuestran que las mujeres
que trabajan en sistemas de producción rural no constituyen un grupo
homogéneo. Ofrecen asimismo situaciones contradictorias que ilustran la
complejidad de las reacciones ante el proceso de transformación capitalista y
descartan que dichas transformaciones conduzcan necesariamente a acentuar
la diferenciación entre los sexos y/o a relegar a las mujeres a la agricultura de
subsistencia. El estudio de Stoler destaca como efecto global de la
penetración del capitalismo en la economía rural, el empobrecimiento de una
parte, o de la totalidad, del sector agrícola campesino. La evolución de las
relaciones de género y de la división sexual del trabajo como consecuencia del
auge del capitalismo se entiende más fácilmente si consideramos la creciente
diferenciación social existente en la economía rural y la riqueza económica
global del sector agrícola campesino.

La mujer y el «trabajo doméstico[72] ».

Las reacciones de la mujer ante los procesos de transformación capitalista


han experimentado cambios considerables y vienen determinadas, en parte,
por su capacidad de controlar, utilizar y disponer de recursos económicos y
del fruto de dichos recursos. Estos factores dependen, a su vez, de la división
sexual del trabajo, de la organización doméstica y de los sistemas de
parentesco, matrimoniales y sucesorios vigentes. Al analizar los procesos de
cambio en la transición de la economía de subsistencia a la economía de
mercado, basada en el trabajo asalariado, se plantean tres tipos de cuestiones
que ya esbozamos en la sección anterior. ¿Cómo repercute el desarrollo
económico en el estatus y en la situación laboral de la mujer? ¿De qué forma
está cambiando la división sexual del trabajo? ¿Se ven relegadas las mujeres
cada vez más a la esfera «doméstica»? ¿Supone la condición de asalariada
una mayor autonomía y control personal para la mujer? ¿Qué relación tienen
todos estos factores con la clase social, las diferencias culturales y los
distintos tipos de trabajo desempeñados por la mujer? Hasta el momento,
hemos aplicado estos interrogantes a la participación de la mujer en las
tareas agrícolas; ahora pasaremos a examinar su intervención en trabajos de
otro tipo. Las primeras tareas que estudiaremos serán las actividades
remuneradas que se desarrollan dentro del «hogar» y que plantearán de
nuevo, aunque con algunas diferencias, el problema de la «invisibilidad» del
trabajo de la mujer.

Uno de los estudios más interesantes sobre una de las formas de generación
de ingresos dentro del «hogar» es el realizado por Maria Mies sobre las
encajeras indias de Narsapur, en Andhra Pradesh (Mies, 1982). Mies llevó a
cabo su investigación de campo a finales de los años 70 y descubrió que más
de 100 000 mujeres participaban en la industria de fabricación de encajes a
domicilio, que su salario era extremadamente bajo, que el sector existía desde
hacía más de 100 años y que casi toda la producción se exportaba a Europa,
Australia y Estados Unidos. Numerosos exportadores privados de este sector
habían reunido fortunas considerables, recogiendo la proporción más elevada
de divisas procedentes de la exportación de manufacturas del Estado de
Andhra Pradesh (Mies, 1982: 6-7). Pese a la importancia del sector, nunca se
elaboraron estudios de mercado sistemáticos ni estadísticas sobre la industria
del encaje. Esta actividad fue implantada en la zona, al parecer, hacia 1870-
1880 de la mano de los misioneros cristianos que deseaban ofrecer a las
mujeres pobres un medio de generación de ingresos (Mies, 1982: 30-3). La
venta de encajes se canalizaba, en un principio, a través de la misión, para
pasar más adelante a los canales de comercialización normales. La confección
de encaje se organizaba entonces, y sigue organizada, en tomo a un sistema
de subcontratación, en el cual un agente se encargaba de distribuir el hilo por
las casas de las mujeres y pasaba a recoger el producto acabado y a pagar el
trabajo por unidad fabricada. Seguidamente, el agente entregaba el encaje al
exportador. Este sistema de producción era muy ventajoso para el exportador
capitalista, que no debía invertir nada en instalaciones ni maquinaria —en
efecto, todos los costes de producción recaían en los trabajadores. Además,
los costes salariales se regulaban muy fácilmente, pues cuando la demanda
bajaba no era menester despedir a nadie, sino que el exportador se limitaba a
repartir menos hilo entre un menor número de mujeres. Si la demanda era
muy fuerte, se incorporaban más mujeres al proceso de producción (Mies,
1982: 34). Desde 1970, la industria del encaje ha experimentado una
expansión considerable, debido en gran parte al aumento de la demanda
procedente del mercado indio y del extranjero (Mies, 1982: 47-9).

Mies saca dos conclusiones respecto a la «invisibilidad» de la mujer dentro de


este importante sector. La primera es que en la India, como en otros países, el
estatus profesional de un hogar viene determinado por el empleo del cabeza
de familia y, en este caso, se trata esencialmente de campesinos, pescadores
u obreros. La segunda, y más interesante, es que estas mujeres forman parte
de una población activa invisible debido a la ideología vigente y dominante,
según la cual son únicamente «amas de casa» que ocupan su tiempo libre de
forma rentable (Mies, 1982: 54). La invisibilidad de la mujer está fomentada
por las características de organización del sistema de subcontratación a
domicilio, donde mujeres concretas fabrican elementos concretos, recogidos
por el intermediario y entregados a otra mujer encargada de combinarlos
entre sí. Esta «atomización» de la producción significa que ninguna mujer
conoce el proceso global ni el producto final en el que han participado. Mies
afirma, asimismo, que dividir el proceso de producción es una estrategia que
permite a los exportadores evitar que las trabajadoras comercialicen encajes
por cuenta propia (Mies, 1982: 59). Además, dado que las mujeres trabajan en
sus propias casas es poco probable que se reúnan para enfrentarse al
exportador de forma colectiva. No es de sorprender, por supuesto, que el
proceso de exportación y comercialización del sector esté en manos, casi
exclusivamente, masculinas. La organización del sector del encaje como
industria doméstica y el tratamiento de «amas de casa» recibido por las
encajeras deben entenderse teniendo en cuenta la específica relación que
existe entre las esferas productiva y reproductora de la vida económica y
social.

Los principales vínculos o conjuntos de relaciones productivas dentro del


sector del encaje son, indiscutiblemente, los que unen a los exportadores,
comerciantes, intermediarios y trabajadores. No obstante, Mies demuestra
que la fabricación de encajes también está relacionada con el creciente
empobrecimiento del sector agrícola campesino, donde la acentuada
diferenciación social ha obligado a la mujer de los hogares más pobres a
dedicarse a la producción de encajes como fuente adicional de ingresos. La
cuestión de clase entre las encajeras se complica con consideraciones de
casta y de segregación sexual y reclusión de la mujer. Dada la conexión
existente entre encajes y pobreza, es interesante observar que las mujeres
más pobres de la casta inferior, las harijans , no son encajeras, sino que se
dedican primordialmente a tareas agrícolas y a otras actividades manuales
(Mies, 1982: 101). Mies descubrió que la mayoría de encajeras de su estudio
(un 66 por ciento) procedían de la casta kapu , donde la reclusión de la mujer
está muy vinculada al estatus de casta, mientras que un 9 por ciento de
encajeras eran cristianas. Para Mies estas cifras son significativas porque, en
la India, las mujeres de clase alta rechazan el trabajo manual y, en particular,
el trabajo fuera del hogar (Mies, 1982: 111). La relación entre el estatus
familiar y personal de la mujer y su actividad exclusivamente doméstica —es
decir, su definición ideológica y material como «ama de casa»— es observable
en muchas sociedades de distintas regiones del mundo. En el caso de las
encajeras, la ideología cristiana de la mujer como ama de casa y la ideología
de la casta kapu sobre la reclusión femenina han entretejido un conjunto
particular de relaciones productivas que garantizan el suministro de mano de
obra femenina barata al sector del encaje. Esta especial combinación de
relaciones productivas y reproductoras ha puesto al alcance de la mujer una
fuente adicional de ingresos sin salir de casa y sin alterar la división sexual
del trabajo ni la naturaleza de las relaciones de género. Si para algo ha
servido la inserción de la mujer en las relaciones capitalistas de la producción
de mercado ha sido sin duda para afianzar las relaciones de género ya
existentes.

El estudio de Maria Mies es interesante porque ofrece un interesante ejemplo


de cómo se define el trabajo de la mujer a partir de la interacción entre las
relaciones de producción y de reproducción. Ilustra, además, la inserción de
la mujer en el sistema capitalista de producción, independientemente de la
dicotomía hogar/lugar de trabajo. La fabricación de encaje parece ofrecer a la
mujer la oportunidad de combinar su papel de ama de casa con el de
trabajadora. En realidad, la explotación de estas mujeres depende, sin duda
alguna, de esta combinación o conjunción. Otro ejemplo de interacción entre
las relaciones productivas y reproductoras, y de la participación de la mujer
en el trabajo remunerado dentro del hogar, es el servicio doméstico.

Los sirvientes trabajan en familias privadas, donde desempeñan labores que


normalmente realiza la madre o ama de casa sin remuneración alguna. David
Katzman escribía lo siguiente sobre el servicio doméstico en Estados Unidos:

El predominio de las mujeres en el servicio doméstico es abrumador y a


finales del siglo XIX y principios del XX, constituían el colectivo más
importante de mujeres trabajadoras. Como actividad de bajo estatus que no
requería ninguna educación, experiencia ni aptitud particular, era
despreciada por los nativos y pasó a ser desempeñada en proporciones muy
elevadas por inmigrantes y negros (Katzman, 1978: 44).

El servicio doméstico es un área poco conocida del trabajo asalariado y hasta


hace poco tiempo no se ha reconocido su importancia como sector laboral de
las economías en vías de desarrollo y de industrialización. Karen Tranberg
Hansen afirma que los «tres sectores económicos principales en el mercado
laboral de Zambia son: minería, agricultura y trabajo doméstico» (Hansen,
1986a: 75). «Hoy en día, el segmento más amplio de la población urbana
asalariada en Zambia se dedica al trabajo doméstico remunerado» (Hansen,
1986a: 76). Dada la escala y la importancia del sector del servicio doméstico,
es extraño que no exista más literatura al respecto. Probablemente la razón
principal del estudio del servicio doméstico es la posibilidad de analizar las
interconexiones entre género, clase y raza. Gaitskell et al. abordan este
aspecto de la cuestión en un estudio sobre el servicio doméstico en África del
Sur:

En África del Sur se dice a menudo que la mujer africana sufre tres tipos de
opresión: por ser negra, por ser mujer y por ser trabajadora. El servicio
doméstico constituye una de las fuentes principales de ingresos para la mujer
africana de África del Sur y es un nexo importante de esta triple opresión de
complejo significado. No se trata sencillamente de la convergencia o «fusión»
de tres tipos de opresión diferentes, contemplados como variables que
pueden examinarse individualmente y superponerse a continuación. La
subordinación sexual cuando existe subordinación racial es una cosa; la
subordinación sexual cuando existe subordinación laboral en una sociedad
racista es otra muy distinta (Gaitskell et al. , 1983: 86).

La complejidad de las interconexiones entre género, raza y clase es más fácil


de interpretar si examinamos la historia del desarrollo del servicio doméstico
en distintos contextos. En una etapa determinada del desarrollo del servicio
doméstico, el sector estaba dominado por los hombres y no por las mujeres.
Karen Tranberg Hansen explica en su trabajo sobre Zambia, donde el servicio
doméstico sigue siendo eminentemente masculino, que en la naciente
economía colonial, los varones entraban en el servicio doméstico porque
suponía oportunidades únicas de trabajo remunerado y porque la ideología de
relaciones entre negros y blancos no implicaba ningún obstáculo para que el
varón negro desempeñara este tipo de tareas. Muchos estudios han
demostrado que los cambios en la composición del servicio doméstico en
términos de género y raza pueden explicarse a través de la industrialización y
de la expansión de la economía bajo el régimen capitalista. Por ejemplo,
Katzman muestra en su trabajo sobre Estados Unidos que en 1880 la mayoría
de sirvientes de California Y Washington eran varones chinos. A medida que
la sociedad se fue urbanizando e industrializando, la inmigración china
disminuyó y las mujeres pasaron a satisfacer la demanda urbana
anteriormente cubierta por los inmigrantes chinos (Katzman, 1978: 55-6).
Jacklyn Cock observa que en Gran Bretaña no siempre han sido las mujeres
las que han predominado en el servicio doméstico y que la dedicación de los
hombres a estas tareas fue dejando paso a la incorporación de las mujeres de
forma gradual, de tal forma que en el siglo XIX contar con sirvientes
masculinos era «signo de elevado estatus social» (Cock, 1980: 179).

La historia de Cock sobre la evolución del servicio doméstico en África del Sur
ilustra, asimismo, el proceso por el cual, a medida que la colonización y la
urbanización de la sociedad iba en aumento, los sirvientes europeos eran
gradualmente sustituidos por sirvientes negros. Durante la primera mitad del
siglo XIX, parece ser que el servicio doméstico era una institución muy
«heterogénea», en la que participaban indistintamente hombres y mujeres,
negros y blancos (Cock, 1980: 183-5). Pero Cock demuestra también que
«existía una clara jerarquía salarial estructurada alrededor del estatus racial
y sexual, de forma que las mujeres “no europeas” recibían los salarios más
bajos» (Cock, 1980: 213). A finales del siglo XIX la mayoría de sirvientes eran
mujeres africanas. Tanto Katzman como Cock opinan que la multiplicación de
las oportunidades de empleo y la creciente urbanización de la sociedad
trajeron consigo una cierta movilidad laboral: a medida que aumentaba la
población activa, los trabajadores ya empleados pasaban a otros sectores de
empleo, cediendo a los «recién llegados» los puestos peor pagados y más
inseguros. Cock documenta esta situación haciendo referencia a la
segregación sexual y racial que impera en el mercado laboral surafricano. Por
ejemplo, en 1970, el servicio doméstico constituía la segunda categoría
laboral para la mujer africana —después de la agricultura— y daba trabajo al
38 por ciento de las mujeres africanas activas. Las mujeres blancas, por su
parte, han abandonado los sectores agrícolas y de servicios para centrarse en
el sector industrial, desempeñando sobre todo actividades administrativas. Si
comparamos las cifras de empleo de la población blanca en las distintas
profesiones obtenemos un cuadro muy familiar, donde las mujeres blancas
representan el 65 por ciento del profesorado, pero solo el 18 por ciento del
cuerpo de inspectores de enseñanza; así como el 85 por ciento de los
asistentes sociales, pero solo el 10 por ciento de los médicos (Cock, 1980:
250-1). Cock explica claramente que las mujeres negras ocupan la posición
inferior de la jerarquía sexual y racial surafricana, lo que se refleja en su
enorme participación en el sector del servicio doméstico, posición alimentada
por la pobreza, las desiguales posibilidades de educación y las políticas
estatales[73] .

No podemos, sin embargo, generalizar las interconexiones de género, raza y


clase bajo el régimen capitalista, como muy bien muestra la comparación de
la situación en A, frica del Sur y en Zambia, donde los hombres siguen
dominando el sector del servicio doméstico. Existen algunos indicios de que
las mujeres se van imponiendo en el servicio doméstico zambiano, pero por
ahora la participación de los hombres sigue siendo mayoritaria (Hansen,
1986a: 77-8). Las razones de este predominio parecen estar relacionadas con
la congelación de la economía (desde la caída de los ingresos por
exportaciones de cobre en los años 70) y la consiguiente reducción de las
oportunidades de empleo para los hombres, situación que se ve agravada por
la rápida urbanización, por el éxodo a las ciudades y por el empobrecimiento
de las zonas rurales. Estos procesos culminan con la llegada a la ciudad de un
número creciente de aspirantes a empleo, que carecen de «cualificaciones» y
buscan un lugar donde vivir. El servicio doméstico es sin duda una salida
adecuada para estas personas (Hansen, 1986a: 75).

La cuestión del servicio doméstico es muy interesante y queda mucho por


decir al respecto. Existen, sin embargo, algunos aspectos de especial
relevancia para entender el trabajo de la mujer y de qué manera modifica el
capitalismo el contenido y la forma de dicho trabajo. Uno de estos aspectos
atañe a la necesidad de distinguir a las empleadas domésticas de las amas de
casa (Gaitskell et al. , 1983: 91-3). Los empleados domésticos desempeñan
tareas que normalmente recaen en el ama de casa, pero que carecen de
cualquier matiz exclusivamente «femenino»: las mujeres no están mejor
dotadas para este tipo de trabajo, como demuestra claramente la situación de
Zambia. Bajo el naciente sistema capitalista, el servicio doméstico se ve
investido de un carácter de clase marcado por la condición de emigrantes no
cualificados de los trabajadores abocados a este trabajo por su situación de
extrema inseguridad económica. Pero, la sociedad urbana surafricana
contemporánea forma parte de una economía capitalista desarrollada donde
el servicio doméstico sigue siendo un sector de empleo muy importante —en
oposición a lo que ocurre en otras economías capitalistas desarrolladas de,
por ejemplo, Europa o Norteamérica, donde cada vez existen menos
empleados domésticos internos. La persistencia de este sector en África del
Sur se debe básicamente, como explica Cock, a las especiales circunstancias
generadas por la intersección de raza, clase y género; una configuración
limitada a consideraciones de clase y género no explicaría totalmente el
fenómeno.

También es fundamental prestar atención a los vínculos entre raza, clase y


género cuando se trata de examinar las conexiones particulares entre las
relaciones productivas y reproductoras que caracterizan al servicio
doméstico. Ya he mencionado que resultaba insuficiente justificar el acceso
de la mujer al servicio doméstico diciendo que se trata de la continuación del
trabajo que desempeña en su propio «hogar». Hansen afirma que el servicio
doméstico en Zambia, lejos de ser considerado trabajo de mujer, se contempla
como todo lo contrario, «porque no parece “natural” que una mujer con niños
pequeños abandone su propio hogar para ocuparse de uno ajeno» (Hansen,
1986b: 22). Este recurso ante la ideología cultural podría interpretarse, por
supuesto, como parte de un mecanismo tendente a mantener a la mujer lejos
de los sectores laborales en los cuales competiría directamente con los
hombres. Ahora bien, esta ideología no se aplica al caso surafricano, o se
aplica de manera distinta, ya que las empleadas del hogar sirven en
condiciones incompatibles con una vida de «familia» propia. Normalmente
viven en el lugar de trabajo, trabajan muchísimas horas y apenas tienen
vacaciones, con lo cual el cuidado de sus hijos, que viven en otro lugar, debe
recaer sobre terceros.

Llegados a este punto, puede ser útil comparar la situación de las empleadas
del hogar negras en África del Sur y la de las encajeras de Narsapur, ya que
ambos grupos de mujeres realizan, a primera vista, trabajos remunerados en
el «hogar», están mal pagados, son «invisibles» y carecen de organización. La
primera diferencia evidente es que, aunque ambos grupos trabajen en el
«hogar», las mujeres negras surafricanas abandonan su propio hogar para ir
a trabajar al de otras personas. Este hecho plantea, por supuesto, cuestiones
muy interesantes respecto a las funciones del trabajo doméstico de la mujer
en el régimen capitalista, pero revela, asimismo, una de las áreas clave del
análisis del servicio doméstico, a saber: la relación entre patronos y
empleados. Una de las consecuencias del servicio doméstico es, en realidad,
liberar a otras mujeres de las tareas de la casa. Pero, la repercusión de esta
relación en el capitalismo no resulta nada clara. En teoría, disponer de
servicio doméstico puede significar para la mujer blanca de clase alta la
posibilidad de trabajar fuera de casa, por lo que los empleados del hogar
facilitan la incorporación de las mujeres a la población activa. Pero, en
realidad, no siempre ocurre así, porque muchas familias contratan empleados
para que la mujer pueda gozar de mayor tiempo libre, autonomía y control
dentro del hogar (Jelin, 1977: 140). Las mujeres se dividen por clases y razas
y su posición de amas de casa bajo el régimen capitalista no es la misma en
todos los casos. Esta puntualización es especialmente pertinente si tenemos
en cuenta que las empleadas del hogar no son amas de casa, sino
trabajadoras que perciben un salario que, a menudo y por diversas razones,
es la única fuente de ingresos de sus propios hogares.

La mujer en la producción y comercio a pequeña escala

Una vez consideradas algunas de las fuentes de ingresos de las mujeres


dentro del «hogar», pasemos a examinar las oportunidades abiertas a la
mujer en el «mercado laboral». Ya he mencionado al principio de este capítulo
que, donde el capitalismo se traduce en una captación de la mano de obra
masculina, la mujer intensifica su dedicación a las tareas agrícolas, pero al
mismo tiempo, con objeto de cubrir los gastos familiares y personales, las
mujeres se lanzan a actividades de producción y comercio a pequeña
escala[74] . Algunas mujeres empiezan cultivando productos destinados a la
venta, paralelamente a los productos de subsistencia necesarios para el
consumo doméstico, pero también pueden dedicarse a fabricar cerveza, a
confeccionar cestos o esteras y a vender alimentos preparados. No obstante,
estas actividades no son, a todas luces, un medio eficaz de acumulación de
capital ni de «enriquecimiento» personal (Mintz, 1971). Mueller llega a esta
misma conclusión en su estudio de las mujeres de Lesotho, donde se observa
claramente que las mujeres fabrican cerveza y venden diversos productos
agrícolas con la única finalidad de cubrir las necesidades cotidianas y hacer
frente a eventuales gastos médicos y a la posible escasez de alimentos
básicos. No se trata en ningún caso de ahorrar, de invertir ni de mejorar las
condiciones de vida (Mueller, 1977: 1578, 161). En estos casos, las
repercusiones del capitalismo en la vida de la mujer son irregulares y
contradictorias; una estrategia de supervivencia se tambalea (la agricultura),
pero otra surge en su lugar (el «mercado»). Globalmente, sin embargo, las
mujeres salen perdiendo.

Lo precario de la intervención de la mujer en la producción y en el comercio a


pequeña escala queda ilustrado de forma contundente en las actividades
desempeñadas por la mujer en la economía urbana «subterránea». La
economía «subterránea», también denominada economía «paralela» está
formada por una serie de actividades generadoras de ingresos que no se
enmarcan en el trabajo contractual asalariado propiamente dicho. Estas
actividades se realizan a pequeña escala y su puesta en marcha requiere muy
poco o ningún capital; con frecuencia son itinerantes o estacionales e ilegales.
Son empresas arriesgadas porque los beneficios son escasos y poco seguros y
porque los participantes corren el riesgo de ser detenidos y multados. Las
actividades subterráneas se llevan a cabo en el «hogar» o en «la calle», y van
desde la venta de comida preparada, frutos de temporada, dulces hasta
servicios de limpiabotas, fabricación de cerveza, servicios sexuales, venta de
recuerdos turísticos y distintos tipos de servicios de reparación. Tanto
hombres como mujeres participan en el sector «subterráneo», pero la
intervención de la mujer presenta algunos aspectos especiales[75] . Lourdes
Arizpe, en un estudio sobre las mujeres en la economía subterránea de ciudad
de México, aborda una amplia gama de actividades, estratificadas muy
acertadamente por clase, ya que la mujer pobre no es la única que participa
en la economía subterránea. Según Arizpe, las mujeres mexicanas de clase
media consideran, por lo general, que trabajar fuera del hogar es poco
recomendable y solo una pequeña proporción participa en este tipo de
actividades. No obstante, muchas esposas cuyos maridos no ganan lo
suficiente, desarrollan labores remuneradas en su propio domicilio para
complementar la renta doméstica. Estas labores incluyen la enseñanza de
idiomas, el bordado, la repostería, la confección, la artesanía del cuero, etc.
«Curiosamente, todas estas actividades se suelen efectuar por cuenta de
amigos o familiares; la única diferencia entre este tipo de trabajo y las tareas
domésticas o familiares estriba en la remuneración» (Arizpe, 1977: 33). La
situación de la mujer de clase media contrasta con la de la mujer de clase
baja, que trabaja en la calle o en casa de otras mujeres. Sus actividades
engloban el comercio a pequeña escala y la prestación de servicios personales
y domésticos. Arizpe señala que la labor comercial de la mujer se centra en
productos comestibles como frutas, dulces, golosinas y alimentos cocinados, y
que muchas de las vendedoras callejeras ilegales proceden de zonas rurales
(Arizpe, 1977: 34).

La economía subterránea ofrece a la mujer de clase media una fuente


adicional de ingresos y a la mujer de clase baja la cantidad de dinero mínima
que le permite sobrevivir en una economía urbana. Es obvio que la función de
este trabajo en el contexto de la economía capitalista es algo diferente en
cada uno de estos dos casos. En lo que respecta a la mujer de clase media,
sus actividades económicas son claramente un complemento de los salarios
cobrados por los varones en los sectores normales de empleo. Pero las
circunstancias de estas actividades productivas plantean nuevos
interrogantes acerca del argumento marxista, según el cual la creación de un
sector laboral privado para la mujer es una condición previa a la producción
capitalista. Estas mujeres no se limitan a ser amas de casa en el sentido
normal de la palabra, pero sería un error suponer que su situación es
característica de una etapa concreta del desarrollo capitalista o que está
relacionada con una forma específica ya existente de división sexual del
trabajo. A largo plazo su posición no se distingue apenas de la posición de las
mujeres de clase media que en la Gran Bretaña contemporánea dan clases de
inglés, pasan trabajos a máquina o trabajan a destajo en casa, para completar
la renta doméstica. En el caso de las mujeres mexicanas de clase baja, su
trabajo constituye, en muchas ocasiones, la única fuente de ingresos para
ellas y para las personas a su cargo. La intervención de estas mujeres en la
economía capitalista no viene determinada por la rígida separación entre
«hogar» y «lugar de trabajo», pero aun así la mujer se enfrenta al problema
de ocuparse de las labores domésticas además de ganar un salario. No son
amas de casa ni asalariadas y, por ello, el análisis marxista feminista tiene
poco que decir al respecto. Se trata de un área pendiente de estudio, a la que
podría contribuir de forma significativa la antropología, tanto teórica como
empíricamente.

No debemos olvidar en ningún momento que la participación de la mujer en la


producción y comercio a pequeña escala no se inició con el advenimiento del
colonialismo ni con la penetración del capitalismo. Esto es especialmente
cierto en África occidental y los antropólogos han sacado mucho partido de
las famosas mujeres comerciantes de esa parte del mundo. Robertson estudia
las mujeres ga de Accra, Ghana, de las que se dice que ya participaban en
actividades comerciales en 1600 (Robertson, 1976: 114). Algunos autores han
escrito que la actividad mercantil y la autonomía económica de la mujer se
vieron perjudicadas con el colonialismo y el capitalismo (Etienne, 1980). Pero,
parece indiscutible, como afirma Little, que en el periodo colonial más tardío,
algunas mujeres ya ganaban dinero.

El número de mujeres empresarias en las ciudades del África occidental


propietarias de tiendas y almacenes… no es tan elevado como el de varones
que compran productos agrícolas y los venden al detalle. Sin embargo,
algunas de ellas proyectan su negocio a gran escala y en Nigeria, por ejemplo,
comercian sobre todo en textiles adquiridos al por mayor a fabricantes
europeos, por lotes de un valor de mil libras, y vendidos al detalle a través de
sus propios empleados, tanto en los mercados rurales como en las ciudades.
Otras mujeres comercian en pescado o aceite de palma, son propietarias de
camiones, se construyen casas al estilo europeo y envían a sus hijos a estudiar
al extranjero (Little, 1973: 44).

Little se muestra muy cauto a la hora de relatar estas historias felices y


observa que «la gran mayoría de estas comerciantes de África occidental, así
como otras mujeres dedicadas al comercio se limitan a actividades a pequeña
escala» (Little, 1973: 45). No obstante, es obvio que tanto en el pasado como
en el presente, el comercio es una opción viable para la mujer, que no solo le
permite complementar la renta doméstica, sino mantener a su familia en las
difíciles condiciones de vida de las ciudades, además de ofrecer, en
determinadas condiciones, la posibilidad de acumular capital, influencia
política y autonomía económica.

Janet MacGaffey estudia los logros de algunas mujeres empresarias en


Kisangani, Zaire[76] . MacGaffey explica que la sociedad zairense está
dominada por los hombres, y que las mujeres de áreas urbanas sufren
discriminación social y jurídica. Las mujeres tienen un nivel de educación
inferior al de los hombres y, por consiguiente, su participación profesional y
política es mínima. Estas mujeres son igualmente objeto de discriminación
social: por ejemplo, una mujer no puede abrir una cuenta bancaria sin el
consentimiento de su marido (MacGaffey, 1986: 161, 165). A pesar de estas
restricciones, desde los años 60 algunas mujeres han conseguido desarrollar y
administrar con éxito empresas mercantiles. El auge de la nueva clase media
de comerciantes se ha visto favorecido por la agitación política, por la
nacionalización de negocios y capitales extranjeros, y por la profunda crisis
económica iniciada en 1976. Todos estos fenómenos han contribuido a
multiplicar las oportunidades económicas en una situación de pobreza y
confusión, en la que era fácil lograr beneficios desmesurados (MacGaffey,
1986: 164-5). En esta situación, algunas mujeres han logrado entrar a formar
parte de la clase media comerciante por sí mismas, es decir,
independientemente de los hombres.

Ahora bien, MacGaffey subraya también que los procesos de formación de


clases sociales son exclusivos de un sexo, ya que los problemas de las mujeres
son distintos de los de los hombres y su acceso al sistema económico sigue
rutas divergentes (MacGaffey, 1986: 165). De esta manera, la mayoría de
oportunidades de acumulación de capital presentadas a las mujeres adoptan
la forma de actividades subterráneas o paralelas. Según MacGaffey, en 1979
las mujeres eran noticia por sus logros empresariales y se conocían casos de
mujeres millonarias; en 1980 las mujeres «se especializaban en la venta al
detalle a distancia y en un comercio casi al por mayor, exportando bienes a
Kinshasa o al interior del país e importándolos de la capital por barco, avión o
camión» (MacGaffey, 1986: 166). La actividad más rentable es el transporte
de pescado, arroz y judías con destino a Kinshasa, pero aunque las mujeres
posean licencias comerciales, normalmente no pasarán por el banco, no
llevarán contabilidad alguna ni declararán sus actividades, aunque estas se
desarrollen a gran escala. Por este motivo afirmamos que los grandes
negocios dirigidos por mujeres forman parte de la economía subterránea o
paralela. Para las mujeres afectadas, esto es especialmente importante
porque les permite eludir los controles estatales y las restricciones aplicadas
específicamente a las mujeres por parte de los hombres. Por ejemplo, el
nuevo Código civil estipula que la gestión de los bienes de la esposa se
encuentra en manos del marido, aunque el contrato de matrimonio establezca
el régimen de separación de bienes. «De ahí la importancia que tienen para la
mujer las actividades de la economía paralela, no registradas, no sujetas a la
ley y, por ende, fuera del control de los hombres» (MacGaffey, 1986: 171).
Ello no quita que el comercio sea arriesgado y una vez más resulta obvio que,
aunque una minoría se las arregle de maravilla, la mayoría fracase o logre un
éxito muy limitado.

La mujer y el trabajo asalariado: migración y proletarización

La proletarización es el proceso de creación de una clase trabajadora cuyos


miembros se ven obligados a vender su capacidad laboral. Se encuentra,
pues, ligado al proceso por el cual las personas son alejadas de los medios de
producción, especialmente de la tierra. En las economías en desarrollo, donde
la gente abandona el campo en busca de trabajo, la proletarización y la
migración son a menudo fenómenos paralelos. Esta migración puede ser
permanente, estacional o temporal y, en la medida en que los emigrantes
siguen confiando en la agricultura de subsistencia, junto con su salario, para
su propia manutención y la de su familia, podemos hablar de proletarización
parcial o incompleta. Este tipo de proletarización es especialmente
característico de las economías capitalistas en desarrollo. La proletarización,
como concepto teórico y como objeto de investigación empírica, no se ha
estudiado a fondo en antropología social hasta hace poco tiempo, pese a que
la migración, el trabajo asalariado, la urbanización y las nacientes protestas
laborales ya eran temas de estudio de la antropología social africanista en los
años 1930, 1940 y 1950. La antropología feminista, por su parte, se ha
ocupado ampliamente de los conflictos y contradicciones de las relaciones de
género y, como consecuencia, de la repercusión en hombres y mujeres de los
cambios sociales, las oportunidades económicas y la aparición de relaciones
capitalistas de producción y reproducción. Estas consideraciones son temas
clave del feminismo en otras muchas disciplinas, pero en antropología social,
la aportación de la corriente feminista ha sido y sigue siendo muy significativa
y destacada.

Todavía deben estudiarse con más detalle los procesos por los cuales la mujer
se incorpora al trabajo asalariado en las economías en desarrollo, aspecto que
requiere investigaciones pormenorizadas. Hoy por hoy, las mujeres del Tercer
Mundo participan en el trabajo asalariado agrícola a todos los niveles. En
algunas regiones, las mujeres trabajan las tierras de sus vecinos más ricos; a
veces el trabajo tiene una compensación económica, pero en otros casos la
mujer solo recibe, a cambio de su trabajo, comida, servicios de ayuda laboral
o parte de la cosecha (Stoler, 1977; Kitching, 1980)[77] . Otras mujeres
trabajan en el sector agrícola como temporeras para agricultores que
comercializan sus cosechas, actividad que en ocasiones supone desplazarse
hasta el lugar de trabajo. Este trabajo estacional desempeñado por mujeres
solía estar muy generalizado en Europa y sigue practicándose en Gran
Bretaña para la recolección de patatas, lúpulo y frutas blandas. En algunos
casos, las mujeres son contratadas como trabajadoras agrícolas fijas, como
ocurre en algunas propiedades surafricanas. El trabajo de la mujer en las
economías de plantación es también muy importante en muchas partes del
mundo, especialmente en Asia (Kurian, 1982), Latinoamérica y los países del
Caribe, aunque no tanto en África (Mackintosh, 1979). Este tipo de trabajo
puede ser estacional (Bossen, 1984: cap. 3) o imponer la residencia de los
trabajadores en la plantación.

Las ciencias sociales se han replanteado recientemente la cuestión de la


migración de la mujer. Algunos autores han puesto en tela de juicio la idea
preconcebida del emigrante joven, varón y soltero (Izzard, 1985; Sharma,
1986: cap. 4; Bozzoli, 1983; Jelin, 1977: 131-2). Estos autores también han
rebatido la imagen de la mujer que permanece en las zonas afectadas por el
éxodo rural o que emigra sencillamente para seguir a su marido. Sharma, en
el estudio realizado sobre Shimla, al norte de la India, señala que ante la
hipótesis de que la mujer emigre a las ciudades como consecuencia directa de
la migración masculina, se presta poca atención a las implicaciones
económicas de la migración femenina propiamente dicha. El pensar que la
migración de la mujer se debe al matrimonio y a «otros factores no
económicos» conlleva la total falta de interés por el éxodo de la mujer, que se
ve «relegada a la esfera doméstica por oposición a la esfera productiva y
económica» (Sharma, 1986: 42). Sharma afirma, asimismo, que es un error
suponer que cuando la esposa acude a la ciudad para reunirse con su marido
nos encontramos frente a una migración «social». Desde el momento en que
la mujer va a la ciudad porque allí encontrará mejores oportunidades
laborales, se trata claramente de una migración «económica[78] ». Subraya
además que «estudios realizados sobre la migración de los hombres a la
ciudad han puesto de manifiesto que se dirigen normalmente a una ciudad en
particular, donde tienen parientes o amigos, pero no por ello los sociólogos
califican esta migración de “social”» (Sharma, 1986: 44). Trece de las
cincuenta y ocho mujeres entrevistadas por Sharma acudieron originalmente
a Shimla para estudiar, para recibir formación o para trabajar. De estos datos
deduce que la mayoría de mujeres encuestadas se instalaron en Shimla
cuando se casaron o ya casadas, sencillamente porque su marido trabajaba en
la ciudad. Pero demuestra además que esta situación encubre el hecho de que
muchas de estas mujeres se pusieron a trabajar una vez en Shimla, aunque
nunca hubieran desempeñado trabajos remunerados con anterioridad
(Sharma, 1986: 44).

Jelin estudia la migración en Latinoamérica y afirma que la mujer se traslada


a las ciudades con más frecuencia que el hombre, pese a la aparente
importancia de tradiciones culturales como el machismo, el estricto control
del hombre sobre la mujer y la falta de autonomía de la mujer fuera de la
familia (Jelin, 1977: 131). Una parte de las nuevas ideas sobre la migración
procede sin duda del cambio experimentado por los modelos migratorios
desde la Segunda Guerra Mundial. Los procesos de urbanización e
industrialización han coincidido con la desaparición de las oportunidades
económicas en el campo y, por consiguiente, el número de mujeres que
emigran a las ciudades va en aumento. Esta evolución se ha visto potenciada,
por lo menos en África, por cambios en la política gubernamental. En algunas
regiones del África colonial, la libertad de movimiento de la mujer estaba
coartada y no solo se les impedía reunirse con sus maridos en las plantaciones
o en las minas, sino que les estaba prohibido instalarse en las ciudades. Pero
las políticas coloniales eran cambiantes y contradictorias y, en otras
circunstancias, favorecían el desplazamiento de la mujer a determinadas
zonas con objeto de ofrecer sus favores sexuales a los trabajadores y/o
«estabilizar» la composición de la fuerza laboral (Parpart, 1986; MacGaffey,
1986; Little, 1973: 16-19). Además de las restricciones impuestas por el
gobierno colonial, existían restricciones culturales dimanantes del papel de la
mujer en la sociedad. Caldwell escribe sobre la situación en Ghana unos
pocos años después del final de la etapa colonial y revela que muchos de los
varones encuestados se mostraban de acuerdo con la idea de que los jóvenes
varones fueran a la ciudad para aprender un oficio o para ganar dinero, pero
que muchos desaprobaban el que las mujeres hicieran lo propio porque
temían que se dedicaran a la prostitución (Caldwell, 1969: 106-7). Christine
Obbo explica que los estereotipos actuales sobre la mujer africana reflejan
temores y dudas acerca del papel cambiante de la mujer y, en particular, de
su creciente participación en la vida económica y política. El rápido cambio
social plantea aparentemente temores sobre el control de la mujer, que se
traducen a menudo en el deseo de censurar su conducta moral y sexual. Las
mujeres que son, o aspiran a ser, económicamente independientes corren el
riesgo de ser acusadas de frivolidad moral y sexual[79] . De esta manera,
desde una óptica androcéntrica, la migración de la mujer a las ciudades no es
nada aconsejable (Obbo, 1980: 6-16).

Estudios feministas recientes se han centrado en las causas de la migración


de la mujer y en las razones sociales y económicas de esta decisión. Las
relaciones de género y, en particular, el conflicto entre hombres y mujeres,
son cruciales para comprender por qué emigran las mujeres, y cómo y por
qué los cambios sociales y económicos les afectan de forma distinta a los
hombres. Bryceson opina que la mujer emigra con frecuencia como
consecuencia de un divorcio o del fallecimiento de su padre o su madre. En
este último caso, la mujer busca trabajo en la ciudad para enviar dinero a
casa y ayudar a mantener a la familia. En caso de divorcio, la mujer puede
verse desposeída del usufructo de la tierra (derecho que le correspondía por
matrimonio) y, por consiguiente, necesitará recibir ayuda de un hermano o de
su padre, que no siempre se mostrarán dispuestos a ofrecérsela (Bryceson,
1985: 144-5). Obbo observa asimismo la importancia del divorcio como
«incentivo» para la mujer, pero menciona además la viudedad, el embarazo
prematrimonial y la esterilidad como factores determinantes. Así pues, las
mujeres emigran porque han perdido acceso a los medios de producción y a
otros recursos y/o porque tratan de rehuir algún tipo de lacra social o de
desacuerdo familiar. Obbo llama la atención, además, sobre los conflictos
entre hombres y mujeres: dieciséis de las cincuenta y una mujeres
encuestadas que emigraron solas reconocieron haberse trasladado a la ciudad
para «huir de un matrimonio no satisfactorio» (Obbo, 1980: 75-9). No es esta
una idea novedosa, pues varios antropólogos de los años 60 mencionaron en
sus obras la gran cantidad de mujeres «sin marido» que vivían en las ciudades
africanas y que, al parecer, gozaban de independencia económica, y
atribuyeron esta situación a la creciente inestabilidad matrimonial (Southall,
1961: 51; Gugler, 1969: 139). Estudios feministas más recientes han avanzado
un paso más en esta misma dirección y, en lugar de tratar los casos empíricos
como simples pruebas de los efectos nocivos de la urbanización y de la
modernización en la vida familiar «tradicional», han explicado las nuevas
divisiones de clases y sus consecuencias para la mujer a través de la
evolución y de los conflictos de las relaciones de género.

Es importante señalar que la migración no se limita a ser un acontecimiento


aislado y discreto, sino que, con frecuencia, forma parte de una estrategia
encaminada a sacar partido de las oportunidades y cambios económicos, y
basada en una red de vínculos establecidos entre las áreas rurales y urbanas.
Izzard indica, en su trabajo sobre las emigrantes de Botswana, que la mujer
se desplaza a las ciudades porque necesita dinero, y la ciudad ofrece más
posibilidades generadoras de ingresos, tanto legales como ilegales, que el
campo. La importancia de enmarcar la migración de la mujer en una
estrategia económica es obvia si tenemos en cuenta el contexto de las
responsabilidades familiares y de las estrategias de supervivencia doméstica.
Podría considerarse que muchas de las mujeres encuestadas por Izzard en las
ciudades pertenecían «a un grupo familiar más amplio cuya residencia
permanente se encontraba en una zona rural» (Izzard, 1985: 272). En
Botswana, como en otros países del sur de África, los salarios de los
emigrantes son muy importantes para la supervivencia de los hogares rurales,
sobre todo en el caso de hogares encabezados por mujeres. Los vínculos que
existen entre las áreas rurales y urbanas son de distinta índole. Las mujeres
que permanecen en las zonas rurales dependen, con frecuencia, del dinero
que sus hijos ganan en la ciudad. En otros casos, las mujeres que trabajan en
la ciudad envían a sus hijos a los pueblos para que vivan con su abuela. Esta
situación presenta ventajas para la madre y para la hija. A las mujeres con
empleos convencionales les resulta caro contratar a una persona que se
ocupe de sus hijos, sobre todo cuando se ven obligadas a abandonarlos
durante largos periodos (Fapohunda, 1982). En algunos tipos de trabajo,
especialmente en el sector del servicio doméstico, es imposible que una mujer
permanezca junto a sus hijos. Las mujeres ocupadas en actividades ilegales,
como por ejemplo fabricación de cerveza o prostitución, desean, en muchos
casos, mantener a sus hijos alejados de la «Vida» que imponen estas
actividades, y prefieren que se eduquen en las zonas rurales, donde su
manutención es más fácil y barata (Nelson, 1986). En lo que respecta a las
mujeres de las zonas rurales, más de un tercio de las encuestadas por Izzard
reciben dinero, bienes o alimentos de sus hijas que trabajan en la ciudad, por
ocuparse sobre todo del cuidado de sus nietos. Este dinero es fundamental
para la supervivencia de los hogares rurales y presenta la ventaja adicional de
que los nietos participan en las actividades de producción, aumentando aún
más las posibilidades de subsistencia (Izzard, 1985: 272-5). La antropología
social se ha ocupado ampliamente de los distintos vínculos entre el campo y la
ciudad. Algunos autores han observado que las mujeres de las zonas rurales
visitan a sus maridos que residen en la ciudad durante los periodos de poca
actividad agrícola para recoger dinero y comprar lo que necesitan; estas
mujeres también suelen llevar a la ciudad alimentos para el consumo (Obbo,
1980: 74-5). En las sociedades poligínicas, el hogar se encuentra a veces
«dividido» entre el pueblo y la ciudad, con una esposa residente en el campo y
otra en el centro urbano (Parkin, 1978). Otra práctica muy extendida consiste
en enviar a los hijos a vivir con los parientes de la ciudad. Las muchachas
constituyen para estos hogares urbanos una fuente barata de servicio
doméstico y se encargan además del cuidado de los niños; esta práctica libera
al hogar rural, por su parte, de la responsabilidad de alimentar, vestir y
educar a la niña (Nelson, 1986). Estos lazos de unión entre zonas rurales y
urbanas son sobradamente conocidos, pero los recientes estudios realizados
sobre las emigrantes africanas acentúan la importancia para la supervivencia
doméstica de los vínculos madre/hija entre el campo y la ciudad.

La mujer y el trabajo asalariado: fábricas y empleos convencionales

En los últimos veinticinco años, el número de mujeres empleadas en


actividades no agrícolas ha experimentado un considerable aumento en los
países del Tercer Mundo. Esta tendencia al alza se ha manifestado con
distinta fuerza según los casos, así como en distintos sectores de empleo.
Algunas de las «nuevas» trabajadoras han pasado a engrosar la población
activa del sector industrial, especialmente de la industria manufacturera
ligera: electrónica, textil y confección. La industria alimentaria es otro sector
abierto a la mujer, probablemente (como muchos autores han mencionado)
porque es un campo afín a las actividades femeninas tradicionales. En
algunos países, un porcentaje elevado de mujeres ha encontrado trabajo en el
sector terciario, contratadas para servicios personales, puestos oficiales o
profesionales. La tasa de participación de la mujer en el mercado laboral
varía de una región a otra. Por ejemplo, el mundo árabe registra el índice más
bajo, aunque la población activa femenina también se ha incrementado
(Azzam, 1979; Abu Nasr et al. , 1985), mientras que algunos países del Caribe
y de Latinoamérica poseen tasas de participación femenina en actividades
laborales no agrícolas similares a las de las naciones occidentales
industrializadas. Los factores que determinan estos índices de participación
femenina son complejos y producen efectos muy distintos, pero es posible
esbozar una serie de elementos determinantes. A grandes rasgos cabría
hablar de la estructura de la economía, del nivel de industrialización, de las
oportunidades de educación, de la posición jurídica de la mujer, de los valores
culturales relativos a la conducta adecuada para la mujer, de la estructura
demográfica y de la edad legal para contraer matrimonio. Ninguno de estos
factores puede explicar por sí solo el índice de participación de la mujer en el
mercado laboral, pero todos son indispensables para desentrañar las causas
de la integración de la mujer en los sectores de producción no agrícola.

La proporción de mano de obra femenina en sectores no agrícolas varía


mucho desde el punto de vista geográfico. A este respecto, es menester
considerar dos cuestiones. En primer lugar, por qué esta variación es tan
pronunciada y de qué depende. En segundo lugar, si las teorías formuladas
para explicar la participación de la mujer en el mercado laboral de los países
desarrollados pueden aplicarse a la situación de los países en desarrollo. No
puedo repasar aquí todo lo que se ha escrito en antropología, sociología y
economía sobre el tema, pero una breve discusión de algunos puntos nos
permitirá valorar de qué manera los cambios observados en las circunstancias
socioeconómicas y en las relaciones de género perfilan el acceso de la mujer a
actividades no agrícolas y cómo se articulan estos factores para generar y
sostener ideologías de género.

La industrialización y la estructura económica

Uno de los factores clave para determinar el acceso de la mujer a empleos no


agrícolas es el nivel de industrialización del país. Este fenómeno altera el
modelo laboral, modifica la relación entre el puesto de trabajo y el hogar y
reorganiza la distribución de las oportunidades de empleo dentro de los
distintos sectores de la economía, creando nuevas formas de empleo,
especialmente burocrático y administrativo, y destruyendo otras. Una sencilla
comparación entre países industrializados y en desarrollo (clasificados en
virtud de la renta per cápita y de la tasa de población activa masculina
empleada en trabajos no agrícolas) pone de manifiesto que las tasas de
participación de la mujer en los sectores no agrícolas de empleo son más
elevadas en las economías industrializadas: la tasa de actividad media de la
mujer en estos países, según un estudio llevado a cabo por Youssef en 1974,
es del 28, 1 por ciento, frente al 12,3 por ciento registrado en los países en
desarrollo (Youssef, 1976: 10-11)[80] . Sin embargo, Youssef demuestra que
una comparación directa de este tipo es extremadamente engañosa, porque
un examen más detallado de los datos revela la gran variación en el índice de
participación de la mujer entre países con niveles de desarrollo similares. Por
ejemplo, Youssef compara Jamaica, Chile, Egipto e Irak, que aparentemente
se encuentran en niveles de desarrollo económico similares, y observa que la
tasa de participación femenina en empleos no agrícolas oscila desde el 36 por
ciento de Jamaica, el 22 por ciento de Chile, hasta el 3 por ciento en Egipto e
Irak (Youssef, 1976: 18). Explicar la participación de la mujer en la población
activa exclusivamente a través del grado de industrialización es, pues,
insuficiente y este hecho se ve corroborado por las semejanzas observadas al
respecto, entre países industrializados y países no industrializados o en
desarrollo. Por ejemplo, la tasa de empleo femenino en los sectores no
agrícolas de Nicaragua y Ecuador es casi tan elevada como la de los Países
Bajos, Noruega e Israel, todos ellos países industrializados; mientras que los
índices de actividad femenina en Jamaica, país en desarrollo, son comparables
con los registrados en Suiza, Suecia y Dinamarca (Youssef, 1976: 21).

Todas las razones son pocas para mostrarse sumamente escéptico ante la
validez de los datos relativos a la participación de la mujer, pero es obvio que
el grado de industrialización no basta para explicar la intervención femenina
en empleos no agrícolas. Una posible explicación consiste en considerar que
países con similares niveles de desarrollo económico pueden diferir en
términos de estructura u organización económica, ofreciendo por ello
distintas oportunidades de empleo a hombres y mujeres. Analizar la
estructura ocupacional puede ser muy revelador, especialmente si se
considera desde el punto de vista histórico. Norma Chinchilla estudió a la
mujer trabajadora de Guatemala y demostró que la creciente industrialización
del país recortó la participación de la mujer en actividades no agrícolas,
debido a los cambios introducidos en la organización de la economía
guatemalteca. Los censos realizados entre 1946 y 1965 muestran una caída
del número de mujeres trabajadoras en el sector manufacturero del 22 al 18
por ciento, registrándose las caídas más acusadas en los sectores del tabaco,
el caucho, los textiles, los productos químicos y los productos alimenticios. El
empleo masculino, por su parte, va en rápido aumento en los sectores
químico, papelero y del caucho, así como en sectores relativamente nuevos,
como los de componentes eléctricos, transporte y mobiliario, que aparecen
por primera vez en el censo industrial de 1965. Es evidente que nuevas
industrias significan nuevas oportunidades de empleo para los hombres, que,
asimismo, sustituyen a las mujeres en otros sectores. Antes de 1946, las
mujeres trabajaban en empresas artesanales independientes, pero Chinchilla
afirma que la industrialización ha destruido muchas de estas industrias sin
compensar esta pérdida con el consiguiente aumento en la demanda de mano
de obra femenina en las fábricas. Como consecuencia, la participación global
de la mujer en el sector manufacturero ha descendido (Chinchilla, 1977: 39,
48-50)[81] . En este caso, la participación de la mujer en empleos no agrícolas
depende de los cambios experimentados en la estructura económica global
del país.

Ahora bien, los cambios en la estructura ocupacional y en la organización


global de la economía de un país no surgen de la nada, sino que vienen
directamente determinados por el papel que desempeña dicha economía en el
teatro internacional. Por ejemplo, en los últimos veinte años, el desarrollo
capitalista ha traído consigo la instalación de las llamadas fábricas del mundo
en los países del Tercer Mundo, especialmente en Asia y Latinoamérica (Elson
y Pearson, 1981; Froebel et al. , 1980; Van Putten y Lucas, 1985). Estas
fábricas del mundo producen bienes destinados exclusivamente a la
exportación hacia los países ricos. Las compañías que controlan estas fábricas
están en manos de capitalistas del país o son propiedad de grandes
multinacionales. En ambos casos, la elección del país viene determinada por
la existencia de mano de obra barata y disciplinada, por las ventajas fiscales y
por la conveniente precariedad de las normativas en materia de sanidad y
seguridad laboral. Estas fábricas producen textiles, juguetes, material
deportivo y prendas de vestir, pero muchas están especializadas en aparatos
eléctricos y en componentes para la industria electrónica. En muchos casos,
tanto si la compañía propietaria de la fábrica es independiente como si no lo
es, su limitada intervención en la producción hace de ellas un simple eslabón
de un proceso controlado por multinacionales.

Algunas de estas fábricas que producen productos de consumo acabados se


limitan a montar las piezas suministradas por sus clientes… Por ejemplo,
pantalones que se cortan en Alemania y se envían por avión a Túnez, donde se
cosen, se empaquetan y vuelven a Alemania para ser vendidos. En estos
casos, las fábricas del mundo están totalmente integradas en el proceso de
producción del cliente, aunque en términos formales sean independientes
(Elson y Pearson, 1981: 88).

El aspecto más interesante en relación con estas fábricas es que la gran


mayoría de los trabajadores (más del 80 por ciento) son mujeres jóvenes entre
13 y 25 años de edad. Estas mujeres se encargan de asegurar el
funcionamiento de la cadena de producción, mientras que los puestos
administrativos y técnicos, de número más escaso, están ocupados por
hombres (Mitter, 1986: 14). Algunos estudios revelan que las compañías
justifican la contratación de mujeres aludiendo a la capacidad aparentemente
innata de la mujer para el trabajo —a la «agilidad de sus dedos»—, a su
docilidad, a su escasa proclividad a sindicarse y al hecho de que la mano de
obra femenina resulta más barata, en comparación con la masculina, ya que
el salario del hombre sirve para mantener a su familia y el de la mujer no.
Susan Joekes aborda este último punto en su estudio acerca de las
trabajadoras de la industria de la confección en Marruecos, donde los
trabajadores y los gerentes varones explican el que los hombres ganen más
que las mujeres, aun realizando el mismo trabajo, con las siguientes palabras:
«las mujeres trabajan para barras de labios». En otras palabras, trabajan para
comprar artículos personales de lujo, mientras que los hombres trabajan para
mantener a la familia (Joekes, 1985: 183). Otros estudios ponen de manifiesto
que los patronos creen que las mujeres están mejor dotadas para desempeñar
tareas aburridas, repetitivas y sencillas, y que responden mejor a la disciplina
impuesta por las largas jornadas de trabajo en la fábrica. Algunos autores han
subrayado que estos estereotipos carecen de la suficiente base empírica. En
un artículo sobre la mano de obra femenina asalariada en Gran Bretaña, Ano
Phillips y Barbara Taylor afirman que definir el trabajo femenino como trabajo
no cualificado equivale, en muchas ocasiones, a ignorar la preparación o la
capacidad necesarias para llevarlo a cabo. El trabajo femenino es tildado a
menudo de inferior porque es efectuado por mujeres y las trabajadoras
arrastran su inferioridad de estatus hasta el puesto de trabajo, donde ese
estatus es el que determina el valor del trabajo que realizan (Phillips y Taylor,
1980: 79). John Humphrey estudia a las trabajadoras de una industria
eléctrica de Brasil, donde, pese a que algunas mujeres desempeñaban «tareas
sencillas pero de precisión», otras trabajaban en una zona especialmente
esterilizada de las instalaciones, donde elaboraban las láminas de silicio
destinadas a la fabricación de chips. Esta sección era fundamental para la
producción de la planta y todos los empleados, excepto el personal de control,
eran mujeres. De estas mujeres se esperaba que fueran capaces de utilizar
«maquinaria sofisticada en todas las fases de producción —impresión
fotográfica, grabado y depósito de partículas». La automatización y ajuste del
equipo corría a cargo de técnicos varones, pero las mujeres debían trabajar
con muchísimo cuidado, asumir todas las responsabilidades y estar dispuestas
a realizar cualquiera de las tareas de su sección. Las trabajadoras de esta
sección recibían una formación de 4 a 6 meses y constituían una importante
baza para la empresa en términos de conocimientos y experiencia. Pero, a
pesar de todo ello, las trabajadoras eran consideradas «ayudantes de
producción» no cualificados (Humphrey, 1985: 220-1).

Susan Joekes, en su estudio sobre el sector marroquí de la confección, señala


que los operarios, varones y mujeres, trabajan en equipo, desempeñan la
misma labor a la misma velocidad, pero las mujeres ganan un 70 por ciento
menos que los hombres (Joekes, 1985: 183). Esta situación pone en
entredicho el que las mujeres estén peor cualificadas que los hombres y que
se vean relegadas a trabajos no cualificados por estar mejor dotadas para
tareas monótonas, aburridas y repetitivas. Joekes acentúa asimismo el que las
mujeres estuvieran peor pagadas que los hombres por realizar el mismo
trabajo, incluso en casos en que se reconocía que el producto de su trabajo
era de mejor calidad y que sus niveles de educación eran superiores. Joekes
opina que como resultado del progreso tecnológico en la industria el número
de tareas repetitivas en cadenas de montaje ha aumentado, mientras que el
número de puestos de gestión y control ha disminuido. El aumento relativo
del número de puestos no cualificados y mal remunerados supone una ventaja
para los patronos ya que reduce los costes laborales y suprime la presencia de
trabajadores cualificados cuyo dominio del proceso de producción podría
constituir una amenaza para las esferas directivas. El progreso tecnológico se
traduce así en un mayor número de mujeres contratadas para ocupar los
nuevos puestos no cualificados creados como consecuencia de la aplicación
de nuevas tecnologías. Uno de los problemas de este argumento, como muy
bien indica Joekes, es su carácter parcial. Los cambios tecnológicos se han
extendido por todos los sectores de la economía y la multiplicación de puestos
de trabajo no cualificados debería ser generalizada, pero la demanda de mano
de obra femenina se ha concentrado en unos pocos sectores (Joekes, 1985:
188-9). La opinión de Joekes se ve fuertemente apoyada por datos
comparativos reveladores de que todas las economías tienen sectores
considerados adecuados para la mujer y sectores que nunca, o raras veces,
emplean mujeres; por ello, la entrada de la mujer en la población activa
industrial es muy selectiva y no puede relacionarse directamente con el
número creciente de puestos no cualificados.

Una comparación entre Guatemala, donde el empleo de la mujer en el sector


industrial ha disminuido en términos relativos y donde un nuevo sector
electrónico ha creado empleo masculino, y los nuevos países industrializados,
como Hong-Kong y Brasil, donde gran cantidad de mujeres jóvenes se han
incorporado al sector de la electrónica, revela que la entrada de la mujer en el
mercado laboral es selectiva y que la «feminización» de los sectores varía de
una economía a otra. Los estereotipos relativos a los trabajos adecuados para
la mujer no deben llevarnos a imaginar erróneamente que existen áreas
laborales especiales que siempre se calificarán de «femeninas» o adecuadas
para la mujer. Un buen ejemplo de esta última afirmación surge al examinar
algunos de los datos recogidos sobre la situación laboral de la mujer árabe.
Según Azzam et al. , las cifras de países fuertemente urbanizados, como
Bahréin, Egipto, Líbano y Kuwait, reflejan que las mujeres suelen trabajar
principalmente en servicios comunitarios o sociales y personales. Según la
información compilada por los autores, el 97 por ciento de la población activa
femenina de Bahréin trabaja en dichos sectores, así como el 96 por ciento en
los Emiratos Árabes, el 99 por ciento en Kuwait y el 56 por ciento en Líbano
(Azzam et al. , 1985: 22). Estos estereotipos acerca del trabajo femenino
pueden resultar a primera vista de sobra conocidos, pero si se examinan con
más detalle observamos algunas cuestiones importantes. En lo que a los
Estados del Golfo se refiere (Bahréin, Kuwait, Qatar y los Emiratos Árabes),
las mujeres empleadas en actividades de servicios no son eminentemente
empleadas domésticas, camareras, limpiadoras o porteras, como cabría
esperar a la vista de la situación en otras regiones del mundo. En el Golfo,
estos trabajos se consideran socialmente inadecuados para la mujer porque
implican excesivo contacto con extraños, especialmente con hombres (Azzam
y Moujabber, 1985: 65). Por la misma razón, los puestos administrativos no
son típicamente femeninos y existen pocas secretarias, dado que no imperan
condiciones laborales de segregación (Nath, 1978: 182). La conclusión que
debe extraerse de lo anteriormente dicho es que pese a que el nivel de
industrialización, de desarrollo económico y de estructura económica influye
en la participación de la mujer en el mercado laboral, ninguno de estos
factores puede explicar acertadamente, por sí solo, los índices de intervención
de la mujer en empleos no agrícolas.

Oportunidades de la mujer: educación y estatus


Una vez examinada la tasa de participación femenina en empleos no agrícolas
en función del nivel de desarrollo económico y de la cambiante estructura de
la demanda del mercado laboral, es preciso pasar a considerar los factores de
los que teóricamente depende el suministro de mano de obra femenina. Uno
de los factores más importantes es la educación. Se da por seguro que la
educación repercute positivamente en la participación de la mujer en el
mercado laboral, ya que mejora sus oportunidades, facilita la movilidad en
busca de empleo, aumenta supuestamente las aspiraciones y expectativas de
la trabajadora y debilita, en principio, las barreras de la cultura tradicional
que mantienen a la mujer al margen del mercado laboral. Las consecuencias
de la educación en el empleo no pueden separarse de otros factores que
determinan la entrada de la mujer en el mercado laboral y que, directa o
indirectamente, están ligados a la educación propiamente dicha. Algunos de
los factores más significativos a este respecto son la posición jurídica de la
mujer, los valores culturales acerca de la conducta propia de la mujer, la
estructura demográfica y la edad a la que la mujer Suele contraer
matrimonio. La educación influye, pues, notablemente en el estatus
socioeconómico de la mujer y en su papel y posición en la sociedad.

El estudio de Mujahid sobre las tasas de participación femenina en el


mercado laboral de Jordania se basa en los datos obtenidos en los Estudios
sobre el hogar y la fertilidad realizados en 1976, para demostrar que la
participación de la mujer en la población activa está estrechamente ligada al
nivel de educación y que dicha participación aumenta considerablemente
entre mujeres con estudios secundarios finalizados, y alcanzan su punto
culminante entre mujeres que han recibido formación profesional o técnica
(Mujahid, 1985: 117). Resultados similares se recogieron en otros países en
desarrollo, pero la influencia positiva de la educación a la hora de buscar
empleo no es tan directa como pudiera parecer a primera vista. En muchos
casos, las tasas globales de participación de la mujer entre la población con
un nivel de enseñanza primaria son muy bajas, pero se recuperan cuando se
trata de mujeres que han completado los estudios secundarios. El argumento
general aducido para explicar por qué las mujeres sin estudios secundarios
trabajan menos que las que carecen de cualquier tipo de educación, es que
las mujeres que han acudido exclusivamente a la escuela primaria, no están
dispuestas a desempeñar tareas no cualificadas, pero tampoco están lo
bastante preparadas para ocupar puestos cualificados mejor remunerados
(Mujahid, 1985: 117). Parece que este argumento es válido en la medida en
que implica que la educación básica no conlleva directamente la obtención de
trabajo.

Muchos estudios ponen de manifiesto que en las primeras fases del desarrollo
económico, la educación básica confiere una serie de ventajas a las personas
afectadas, pero que en fases posteriores, la oferta de individuos con este tipo
de preparación excede la demanda laboral. Como consecuencia se produce
una especie de inflación en el nivel de aptitudes necesarias para desempeñar
un trabajo dado. En estas circunstancias, la mujer se encuentra en una
posición de clara desventaja porque, a pesar de que en los últimos veinte años
su nivel de educación haya aumentado en muchos países en desarrollo, sigue
a la zaga del hombre. Este hecho se ve corroborado a través de la
comparación entre los índices de alfabetización de hombres y mujeres, y la
proporción del alumnado masculino y femenino. En Ghana, el analfabetismo
entre mujeres es del 81,6 por ciento y entre hombres del 57,9 por ciento; en
Zambia las cifras respectivas son del 59,8 y del 37,9 por ciento; y en Sudán
del 83, 1 y del 55,3 por ciento. En lo que respecta a las tasas de
escolarización las diferencias son menos acentuadas; en Ghana un 38 por
ciento de las mujeres entre 6 y 24 años de edad están escolarizadas, frente al
52,3 por ciento de varones; en Zambia las cifras equivalentes son del 31,4 y
del 44 por ciento; mientras que en Sudán son del 22 y del 39,9 por ciento
respectivamente (Stitcher, 1984: 194). En África se registran algunas de las
tasas de analfabetismo más elevadas del mundo, pero los datos de la mayoría
de países muestran una disparidad similar entre hombres y mujeres. Youssef
estudió los índices de analfabetismo y de escolarización de una serie de países
de Latinoamérica y del Oriente Medio y comprobó que, en término medio, en
Latinoamérica el 71 por ciento de mujeres y el 78 por ciento de varones
estaban alfabetizados, mientras que en Oriente Medio las cifras
correspondientes eran del 17 por ciento para mujeres y del 44 por ciento para
varones (Youssef, 1976: 43).

La diferencia en los logros académicos obtenidos por hombres y mujeres se


agudiza a medida que ascendemos en la escala académica, dado que para la
mujer resulta difícil llegar a los niveles más elevados del sistema de
enseñanza. Whyte demuestra que esta situación se da incluso en países
desarrollados como Suiza, donde las mujeres constituyen el 49 por ciento del
alumnado de la enseñanza primaria, pero solo el 23 por ciento del alumnado
universitario o de tercer nivel, mientras que en Alemania las cifras
correspondientes son del 49 y del 27 por ciento (Whyte, 1984: 200). El
limitado acceso de la mujer a los niveles secundario y terciario del sistema
educativo es todavía más evidente en los países en desarrollo, donde la
participación masculina en la formación técnica y profesional también supera
a la femenina (Martín, 1983; Robinson, 1986). Como resultado de estas
diferencias, cuando muchas personas aspiran a muy pocos puestos de trabajo,
los varones, con mejor preparación, tienen ventajas claras respecto a las
mujeres. Por ello, a pesar de que la mujer accede con mayor facilidad a la
enseñanza básica, se ve relegada a una posición de desventaja en el mercado
laboral. El desarrollo económico ha mejorado el nivel de formación de la
mujer, así como su posición absoluta, pero apenas ha modificado las
desigualdades relativas entre hombres y mujeres.

La relación entre la enseñanza y la participación femenina en empleos no


agrícolas se ve asimismo afectada por la distribución irregular de las mujeres
en términos de sectores económicos y de clase social[82] . No cabe duda
alguna de que las mujeres mejor formadas se concentran en sectores muy
concretos del mercado laboral y de que, en el interior de dichos sectores, su
participación supera la tasa global de participación femenina en el mercado
laboral. Esta situación aparece claramente en el caso excepcional de Kuwait.
En 1961, Kuwait registraba una implacable tasa de participación femenina del
0,4 por ciento, íntimamente ligada a la reclusión de la mujer y a la temprana
edad a la que contraía matrimonio. En 1970, dicha tasa había ascendido al 5,2
por ciento, un aumento respaldado por la mejora considerable del nivel de
enseñanza de la mujer. El resultado de este programa masivo de
modernización y de educación de la mujer que llama más poderosamente la
atención es la entrada de la mujer en la administración pública, en calidad de
funcionarias, asistentes sociales y profesoras (Nath, 1978: 175). Las primeras
mujeres que accedieron a estas áreas de empleo fueron las hijas de las
familias de ricos comerciantes kuwaitíes. Estas familias tenían un estatus
social y un poder político considerable, y la educación de sus hijas era signo
de modernización y opulencia (Nath, 1978: 181). La tasa global de
participación femenina en la población activa kuwaití sigue siendo muy baja,
pero el claro carácter selectivo del aumento experimentado se pone de
manifiesto al examinar las cifras con más detalle. En 1970 en Kuwait, la
participación laboral de las mujeres con título universitario era del 99 por
ciento y todas ellas trabajaban para el Estado. Este elevado índice de
participación es excepcional desde todos los puntos de vista, pero
especialmente si se compara con la baja tasa de participación de la mujer
kuwaití de edad comprendida entre los 15 y los 55 años, que fue del 2,3 por
ciento en 1965 y del 5,2 por ciento en 1970 (Nath, 1978: 180). El ejemplo de
Kuwait muestra que el acceso de la mujer al sistema de enseñanza depende
de la clase social y que un aumento de las tasas de participación femenina en
el mercado laboral puede ocultar concentraciones particulares de mujeres en
determinados sectores de la economía. En Kuwait la enseñanza es gratuita y,
desde 1966, es obligatoria para los niños de 6 a 14 años de edad, pero este
hecho ha tenido escasas repercusiones en la participación global de la mujer
en el mercado laboral (Nath, 1978: 179). Kuwait es, sin lugar a dudas, un caso
muy especial, pero esta situación se da asimismo, aunque no tan claramente,
en muchos otros países (Al-Sanabary, 1985; Robertson, 1986).

El problema de la educación y del empleo femenino se complica aún más con


la relación que estos factores mantienen con la estructura demográfica de la
población y con la edad legal para contraer matrimonio. El estudio
demográfico y de las estrategias matrimoniales pertenece a un área
especializada que no podemos examinar aquí. No obstante, los niveles de
fertilidad están ligados a un cierto número de indicadores que influyen
directamente en todo intento por consolidar el estatus y la posición de la
mujer en la sociedad: el índice de alfabetización femenina, la diferencia entre
los índices de alfabetización de hombres y mujeres, la tasa de participación de
la mujer en el mercado laboral, la edad legal para contraer matrimonio y la
incidencia de este estado civil. Todos estos factores determinan el estatus de
la mujer porque están directamente ligados a la posibilidad de la mujer de
elegir el momento de contraer matrimonio, la persona que va a convertirse en
su marido y cuántas veces contraerá matrimonio, así como a sus derechos en
materia de enseñanza, a la autonomía económica proporcionada por el trabajo
y a la participación en la vida pública y política. La evaluación de estos
factores y de su significado real para la mujer en un determinado contexto es
una tarea ardua, entre otras cosas porque la cuestión del estatus de la mujer
es de suyo tan compleja y cambiante como ya apuntamos en el capítulo 2. Las
condiciones materiales de la vida de la mujer y las circunstancias sociales,
económicas y políticas en las que se desenvuelve, se combinan con los
estereotipos culturales que rigen las cualidades, el potencial y la conducta
adecuada para la mujer, dando lugar a situaciones que no siempre son fáciles
de dilucidar cuando se trata de considerar el estatus de la mujer en una
sociedad concreta.

Por ejemplo, uno de los valores clave de la sociedad islámica es el honor, y el


honor de la familia depende ante todo de la modestia, castidad y discreción de
la conducta sexual de las hijas, hermanas y esposas. El honor es un principio
social de base, y la reputación y el estatus de una familia en la comunidad
depende de que consiga mantenerlo intacto. El honor articula las relaciones
de género y de parentesco, y constituye el principio director de las
restricciones islámicas sobre los modos de comportamiento. La importancia
del honor como principio cultural clave explica el porqué la familia asume
toda la responsabilidad, moral y económica, dimanante de la conducta de las
mujeres de la familia. En este contexto, los aspectos económicos se combinan
con los morales, y los materiales con los culturales. La vigilancia de las
mujeres de una familia recae exclusivamente en manos de los miembros
masculinos de la misma y, mediante el ejercicio de esta vigilancia, el hombre
se ve investido de poder religioso, judicial y social. Las mujeres actúan como
guardianas del honor del varón y, por ello, deben tener a su vez un guardián.
Esta situación se aplica a todas las mujeres, pero especialmente a las jóvenes
solteras que constituyen una amenaza más directa contra la integridad del
honor familiar (Youssef, 1978: 76-8; Azzam et al. , 1985: 6-7).

La preocupación por el honor y la conducta sexual favorece los matrimonios


tempranos, así como la reclusión de la mujer una vez alcanzada la pubertad.
Bajo estas circunstancias, no es de sorprender que pocas muchachas sigan
acudiendo a la escuela después de los 15 años y que el número de jóvenes
solteras que trabajan fuera del hogar, en los países islámicos, sea muy
reducido. Entre las que sí trabajan, un gran porcentaje procede de los
sectores más cultos de la sociedad. Según Youssef, el 42 por ciento de las
mujeres solteras que trabajan en Egipto y el 35 por ciento de las que lo hacen
en Siria son profesionales o administrativas (Youssef, 1978: 78). El 45 por
ciento de las muchachas islámicas entre 15 y 19 años de edad ya están
casadas, y en Libia y Pakistán, tres de cada cuatro chicas de esas edades
están casadas (Youssef, 1978: 80). Esta temprana edad núbil es uno de los
factores que explica las elevadas tasas de fertilidad de los países islámicos.

Pese a la escasa participación de la mujer soltera en el mercado laboral de los


países islámicos, los índices para esta categoría superan los correspondientes
a la mujer casada. Ello se debe a que muy pocas mujeres casadas reciben la
autorización o el apoyo necesario para trabajar, con la posible excepción de
las pertenecientes a los grupos situados en lo alto de la escala
socioeconómica. Youssef observa, en un estudio realizado en Egipto, Turquía
y Siria, que la participación laboral de la mujer separada o divorciada es ocho
veces superior a la de la mujer casada, mientras que la de la mujer soltera es
seis veces superior. La relación entre el estado civil y el empleo no es, por
supuesto, exclusiva de los países islámicos. Youssef registra, asimismo, datos
de estudios realizados en Chile, Costa Rica, Ecuador y Perú, de los que se
deduce que la participación media de las mujeres separadas y divorciadas en
el mercado laboral es cinco veces superior a la correspondiente a la mujer
casada, mientras que la de mujeres solteras es cuatro veces superior
(Youssef, 1976: 63). En términos generales, estos dos conjuntos de datos
muestran que la mujer tiende a dejar de trabajar cuando se casa, pero si se
separa o divorcia empieza a trabajar de nuevo, sin duda por razones
económicas (Azzam et al. , 1985: 7). La diferencia entre los índices de
participación de mujeres solteras y casadas hacen suponer que la edad a la
que se contrae matrimonio influye en las tasas de empleo femeninas, porque
si las mujeres se casan jóvenes se reduce el tiempo en que permanecen
solteras y, por ende, el porcentaje de mujeres solteras en la sociedad. Lo
contrario es lo que ocurre precisamente en Latinoamérica, donde la
generalización de los matrimonios tardíos y de la soltería se traduce en
elevadas tasas de participación de la mujer en empleos no agrícolas. En esta
región, según Youssef, el 17 por ciento de las mujeres adultas entre 30 y 64
años de edad permanecen solteras, mientras que la participación de la mujer
en el mercado laboral no agrícola es del 20 por ciento (Youssef, 1976: 19-20).

La relación entre el empleo femenino y el estado civil de la mujer viene


fuertemente determinada por las condiciones socioeconómicas de clase. A
muchas mujeres pobres, no se les presenta la posibilidad de dejar de trabajar
al contraer matrimonio. Muchas mujeres casadas son la única fuente de
ingresos del hogar. El nacimiento de hijos puede suponer una enorme presión
para la economía familiar y, lejos de constituir un incentivo para que la mujer
permanezca en el hogar, impone la necesidad de que sigan trabajando. En
estas circunstancias, el coste del cuidado de los niños puede representar una
pesada carga, que se une a la dificultad de encontrar una solución adecuada
si ningún miembro de la familia puede ayudar en estas tareas. Incluso si la
familia está dispuesta a prestar ayuda, no siempre es una ayuda constante y
fiable, sobre todo si las personas disponibles son ancianos o niños demasiado
pequeños, situación que supone una presión más fuerte aún sobre la madre
que trabaja a jornada completa. No siempre es viable optar por
reincorporarse al trabajo cuando los niños ya están en edad escolar, siendo
las mujeres de mayor nivel intelectual —profesionales y personal
administrativo— las que suelen hacerlo. Por supuesto, esta situación
profesional privilegiada va ligada a una determinada clase social.

Los índices de participación de la mujer en actividades no agrícolas dependen


de circunstancias muy complejas y producen efectos muy diversos. Lo cierto
es que los estereotipos culturales de género y de conducta propia de la mujer,
interactúan con las estructuras de familia y parentesco de manera que
influyen en las consecuencias de factores tales como: nivel de desarrollo
económico, estructura de la economía y oportunidades de educación. Las
repercusiones de las ideologías de género y de sus consecuencias materiales
son muy difíciles de establecer. Una cuestión muy interesante es que sea cual
fuere la ideología imperante en materia de género y de empleo, las mujeres se
encuentran en una posición única, determinada por la asociación de la
gestación y, a veces, de la maternidad con la función de la mujer en la
sociedad y con el estatus social y la autoestima. Aunque en muchas
sociedades, el matrimonio y la paternidad son importantes indicadores del
valor social y de la autoestima del varón, estas actividades nunca se califican
de carreras alternativas como ocurre en el caso de la mujer. Según Ursula
Sharma, el trabajo del varón solo se valora en términos comparativos con
otras ocupaciones remuneradas; el trabajo de la mujer, por el contrario, se
valora y aprueba con referencia a la maternidad y a las tareas domésticas
(Sharma, 1986: 128-9). Ganar dinero no parece constituir una parte
fundamental del papel social de la mujer. Diferentes sociedades, o distintos
sectores de una misma sociedad, tal vez aprueben y fomenten el trabajo de la
mujer, reconozcan su necesidad económica y psicológica, pero nunca parecen
reconocer que se trata de una necesidad inherente al papel femenino, de la
misma manera que muchas sociedades parecen integrar el empleo masculino
en el papel del varón. Ursula Sharma afirma lo siguiente, en el contexto de
estudios realizados en la India:

A este respecto, la estructura de las ideologías de género en el sur de Asia y


en la mayoría de las sociedades occidentales industrializadas son básicamente
similares. Las diferencias se manifiestan en los tipos de criterios aplicados
para establecer la legitimidad de determinadas ocupaciones femeninas
(compatibilidad con las necesidades psicológicas de los niños en Occidente,
ideas respecto al purdah, al honor de la familia o a la contaminación en el sur
de Asia). (Sharma, 1986: 129).

Consecuencias del trabajo asalariado en la vida de la mujer

Una vez visto cómo se incorpora la mujer al sector de empleo no agrícola, los
interrogantes que quedan pendientes son: ¿Qué diferencia supone para la
mujer esta nueva condición laboral? ¿Cómo percibe la mujer las ventajas e
inconvenientes de esta situación? ¿Significa trabajar fuera del hogar mejorar
la posición de la mujer dentro del hogar? Nos enfrentamos de nuevo a
cuestiones que deben resolverse dentro de un contexto histórico y cultural
específico, rehuyendo generalizaciones simplistas. Incluso en una misma
sociedad, la percepción de la mujer y su reacción ante los modelos laborales
cambiantes se ven influidas por consideraciones de raza y de clase.

En Working Daughters of Hong Kong , Janet Salaff examina el ambiente y las


experiencias familiares de mujeres que trabajan en fábricas, en el sector de
servicios, en la administración y en profesiones liberales. De este estudio se
deduce que en la economía de Hong Kong, caracterizada por los reducidos
salarios, la supervivencia de una familia depende del salario de varios
miembros, y el percibido por las hijas es cada vez más importante para la
renta familiar. Salaff subraya que: «Ningún asalariado gana por sí solo lo
suficiente para llenar los tazones de arroz de toda la familia» (Salaff, 1981:
258). En la economía actual de Hong Kong, marcada por una rápida
modernización, la familia sigue siendo una institución social clave. La
cooperación económica y la puesta en común de los salarios de todos los
miembros de una familia forman parte integrante de la estrategia destinada a
mantener a la familia y a mejorar su estatus y prestigio social. Las hijas son
en ocasiones una fuente importantísima de ingresos, pero su posición y
estatus en la familia es siempre distinto al de los hijos varones. Estos últimos
ocupan un lugar especial por razones religiosas y culturales basadas en la
continuidad patrilineal y en la importancia de la tradición ancestral, y, por
consiguiente, los hijos y no las hijas son los principales beneficiarios de la
renta familiar. Las hijas, por su parte, son educadas para que contribuyan
generosamente a sostener a su familia hasta que se casen, y a la familia de su
esposo después del matrimonio.

Salaff descubrió que la clase y las circunstancias familiares en su conjunto


determinaban el estilo de vida de las hijas, así como la edad a la que se
incorporaban al mercado laboral. Todos los informantes de Salaff habían
completado la enseñanza primaria, pero las mujeres pertenecientes a la clase
trabajadora entraron a formar parte de la población activa entre los 12 y 14
años de edad, mientras que las mujeres de clase trabajadora alta y de clase
media baja solían matricularse en la escuela secundaria y empezar a trabajar
a los 16 años (Salaff, 1981: 259-60). Salaff subraya que, dado que los bajos
salarios de Hong Kong impiden que un individuo mantenga por sí solo a su
familia, la mayoría de hogares, especialmente los más pobres, intentan
continuamente aumentar la proporción de miembros activos respecto a la de
miembros dependientes. Como resultado, en los primeros años del ciclo de
vida de un hogar, cuando hay niños pequeños y pocos miembros ganan
dinero, los recursos familiares no bastan para dar estudios a los hijos
mayores. Las hijas mayores de familias de clase baja se ponen a trabajar en
cuanto alcanzan la pubertad y todos sus ingresos pasan a engrosar el fondo
familiar. Con frecuencia, el salario de las hijas servirá directamente para
pagar los gastos de escolaridad de sus hermanos más pequeños. Los mayores
recursos de las familias con niveles de renta intermedios, donde el padre
tiene un salario elevado, se dedican a menudo a costear la educación
secundaria de todos los hijos, incluso de las hijas mayores. La renta doméstica
depende de la edad de los miembros de la familia, siendo el periodo más
próspero cuando todos los hijos trabajan, decayendo esta prosperidad a
medida que se van casando y formando sus propias familias. Los datos
recogidos por Salaff demuestran claramente que la posición en el orden de
hermanos es fundamental para determinar las oportunidades de educación y
empleo. Las hijas mayores que alcanzan la madurez cuando los recursos de la
familia están en su punto más bajo, deben empezar a trabajar
inmediatamente, mientras que sus hermanos pequeños probablemente
puedan estudiar durante más tiempo y retrasar su incorporación al trabajo
asalariado, mejorando así su formación y oportunidades de empleo (Salaff,
1981: 261-6). La clase social determina de qué manera y en qué medida la
familia absorbe el salario de las hijas, pero Salaff calcula que, en término
medio, tres cuartas partes de los ingresos de las mujeres trabajadoras van
directamente a sus familias.

Las ventajas que las hijas trabajadoras aportan a las familias son evidentes,
pero lo que queremos saber es qué ventajas obtienen las propias mujeres.
Una de las posibles ventajas es un mayor grado de autodeterminación. Salaff
observa que la mayoría de matrimonios ya no son impuestos y que la mujer
suele conocer a su futuro esposo en actividades de grupo en las que ambos
participan. Pero el control de los padres sobre el matrimonio sigue siendo
considerable y 15 de las 28 mujeres consultadas por Salaff declararon que
habían aplazado su boda a petición de sus padres porque su familia precisaba
todavía su apoyo económico. Este tipo de aplazamientos, sin embargo, fueron
al parecer beneficiosos para las propias mujeres, que reservaron parte de su
salario para comprar objetos para su futuro hogar y para incrementar su dote
(Salaff, 1981: 268).

Las hijas trabajadoras conservan normalmente, con el acuerdo de la familia,


una pequeña cantidad del salario para sus propios gastos. Las mujeres gastan
este dinero en efectos personales y en actividades de ocio, y, en este sentido,
el trabajo asalariado posibilita el ejercicio de actividades con personas del
mismo estatus. Como compensación por el dinero que invierten en la
manutención de la familia, las hijas trabajadoras se ven liberadas
normalmente de las tareas domésticas como cocinar, cuidar de los niños y
lavar (Salaff, 1981: 269). Además tienen más influencia en las decisiones
familiares, sobre todo en las relativas a sus hermanos más pequeños, aunque
su opinión suele ser ignorada si va en contra de los deseos de sus padres.
Salaff concluye que el empleo ha tenido consecuencias positivas en la vida y
experiencias de las hijas trabajadoras: tienen más libertad para elegir marido,
para disponer de su tiempo libre y para gastar el dinero que ganan, además
de un mayor peso en las decisiones familiares (Salaff, 1981: 270-1). No
obstante, Salaff señala asimismo que, aunque el estilo de vida y las
oportunidades de la mujer han experimentado mejoras considerables, se ha
avanzado muy poco hacia la igualdad con los hombres.

En realidad, el abismo entre hombres y mujeres en lo que a educación,


empleo e ingresos se refiere, sigue siendo tan grande como en el pasado. Por
ello, a pesar de que el sentimiento subjetivo de progreso abrigado por las
mujeres está justificado, la mejora cualitativa de su situación con respecto al
varón y a su posición en la familia sigue pendiente (Salaff, 1981: 13).

La relación entre empleo y mayor autonomía social y económica para la mujer


es muy problemática. Una cosa parece clara, muchas mujeres consideran que
esta relación existe. Varios estudios realizados en todo el mundo revelan que
para muchas mujeres casadas trabajar fuera del hogar es un medio de
incrementar su independencia económica y social con respecto al hombre.
Barbara Ibrahim cita las palabras de una trabajadora de una fábrica de El
Cairo: «El trabajo fortalece la posición de la mujer. La mujer que trabaja no
tiene que pedir limosna a su marido cada vez que necesita una piastra. Puede
exigir respeto en su casa y puede levantar la voz cuando se toman decisiones»
(Ibrahim, 1985: 296).

Carmel Dinan afirma que las mujeres de Ghana que ocupan puestos
administrativos y desempeñan profesiones liberales disfrutan de una libertad
considerable. Muchas de ellas optan por permanecer solteras, pero
mantienen una vida social activa y cuentan con muchos amigos varones. Estas
mujeres gozan de una autonomía económica y social poco frecuente en la
sociedad tradicional de Ghana y la defienden limitando el contacto con sus
parientes, para evitar las obligaciones económicas y sociales impuestas por
las relaciones de parentesco (Dinan, 1977). Esta situación acentúa aún más
las diferencias entre estas mujeres y aquellas que dependen de los vínculos
matrimoniales y familiares para poder acceder a los recursos económicos
esenciales. Christine Obbo, en su trabajo sobre los emigrantes de las zonas
rurales a Kampala, Uganda, descubrió que la actitud de los varones respecto
al trabajo femenino presentaba muchas contradicciones. Por una parte, los
hombres de la ciudad se mostraban a favor de que su pareja fuera una ayuda
financiera en lugar de una carga, y por otra temían que la autonomía
económica de la mujer supusiera una pérdida de control del hombre sobre la
mujer (Obbo, 1980: 51).

La mujer y el trabajo asalariado: algunas consideraciones teóricas

La antropología urbana y el estudio de los trabajadores en entornos urbanos e


industriales se están convirtiendo en focos de especial interés en la disciplina.
Cierto es que la antropología siempre ha dado cabida a este tipo de estudios,
pero en los últimos quince años el número ha aumentado
considerablemente[83] . Las antropólogas feministas han empezado
recientemente a interesarse por la participación de la mujer en el trabajo
asalariado en las ciudades y por la relación entre las tareas productivas y
reproductoras dentro del sistema industrial capitalista. La antropología
feminista y marxista de los últimos diez años se ha ocupado mucho de las
formaciones sociales precapitalistas y de los procesos de transformación y
articulación que caracterizan la relación entre los sistemas de producción
rural y el capitalismo naciente (véase la primera sección de este capítulo). El
estudio del empleo femenino asalariado bajo el régimen capitalista se ha
desarrollado de una forma más sistemática en sociología y, más
recientemente, en historia y economía. Como resultado, la antropología
feminista ha tenido pocas oportunidades, por el momento, de considerar qué
puede aportar a los debates surgidos en torno a la relación entre la división
sexual del trabajo y el sistema capitalista de producción. La antropología
social no puede jactarse de haber hecho aportaciones inestimables con
respecto a estas cuestiones, y la sofisticación teórica de la crítica feminista
hace pensar que la antropología será incapaz de elaborar nuevos modelos
teóricos. Ahora bien, ello no significa que la contribución de la antropología
carezca de importancia.

Muchos de los análisis feministas-marxistas en ciencias sociales se centran en


la importancia de la labor doméstica de la mujer en el sistema capitalista y en
su papel como «ejército de reserva» de trabajadores al que se recurre en
periodos de expansión o de crisis y al que se libera de sus obligaciones en
cuanto cambian las circunstancias. Estos dos aspectos van necesariamente
unidos dado que la división del trabajo en el hogar está ligada a la división del
trabajo fuera del hogar y a las condiciones en las que la mujer accede al
mercado laboral. La organización doméstica y las ideologías de género
desempeñan un papel importante a la hora de determinar la participación de
la mujer en el trabajo asalariado. El proceso resultante se traduce en una
determinación recíproca entre educación, situación jurídica y circunstancias
económicas de la mujer. La idea de que la mujer trabajadora forma parte de
un ejército de reserva está ligada al hecho de que el salario de la mujer es
inferior al del hombre. El motivo alegado es que la mujer casada depende de
su marido y que si es preciso despedir temporalmente a estas mujeres, los
empresarios pueden dar por supuesto que vivirán del salario de sus maridos.
De esta manera el empresario capitalista se aprovecha de que la actividad
asalariada de las trabajadoras sea secundaria con respecto a sus actividades
como esposas y madres; así la mujer percibe un salario tan bajo que ni
siquiera cubre los costes que supone trabajar fuera del hogar (Beechey, 1978:
185-91).

La teoría de la «mujer como ejército de trabajadores de reserva» ha sido


ampliamente criticada desde distintos puntos de vista (Milkman, 1976;
Barret, 1980: 158-72). Sin embargo, la contribución antropológica a esta
cuestión se limita a acentuar, como ya se ha hecho en el pasado, que para
considerar correcto este enfoque de la participación de la mujer en el
mercado laboral, es preciso enmarcarlo en una determinada época histórica y
en unas condiciones económicas y sociales específicas. La situación
comparativa que resulta de los estudios realizados sobre la participación de la
mujer en el mercado laboral mundial, es muy compleja y variable; no existe
una explicación única que defina la relación entre el trabajo de la mujer fuera
del hogar y la división sexual del trabajo doméstico. El caso de las hijas
trabajadoras en Hong Kong es un ejemplo en el que el capitalismo absorbe el
trabajo de mujeres jóvenes y solteras a las que esta actividad libera de las
tareas domésticas. La situación de estas jóvenes no puede explicarse
sencillamente haciendo referencia a las ventajas de la mano de obra barata,
que cuenta con el apoyo de los hombres para sobrevivir en periodos de
desempleo. La mayoría de estas jóvenes, especialmente las empleadas en los
sectores industrial y de servicios, no cuentan con el apoyo de un salario
masculino. En efecto, la mayoría de ellas mantienen a sus familias. Las
feministas ya se han ocupado de esta cuestión y han subrayado que lo
importante no es que la mujer sea la principal, o única, fuente de ingresos del
hogar, ya que la imagen de la mujer como ser dependiente es la causante de
que su salario sea inferior al del varón (Beechey, 1978: 186).

Este argumento tiene mucha fuerza, pero sugiere que, al ser consideradas
seres dependientes, todas las mujeres constituirán una mano de obra barata.
A este respecto pues, una mujer valdría tanto como otra. ¿Cómo explicar que
la mujer joven y soltera sea la que se incorpora a la población activa? Existen,
sin duda, muchos factores ligados a la demanda laboral que merecerían
nuestra atención: las preferencias de los empleadores, problemas físicos que
aumentan con la edad —por ejemplo pérdida de visión—, la mayor movilidad
de las jóvenes, el no tener niños bajo su responsabilidad, etc. No obstante, la
oferta laboral también presenta algunos rasgos determinantes, los más
importantes de los cuales están relacionados con la estructura y la ideología
familiares. El feminismo, en boca de Beechey y otros muchos autores, está en
lo cierto al afirmar que la organización del hogar y las ideologías de género
desempeñan un papel capital a la hora de determinar la entrada de la mujer
en el mercado laboral. Está asimismo en lo cierto al insistir en que, para
entender la conexión entre división sexual del trabajo y relaciones capitalistas
de producción, es menester examinar de qué manera se han incorporado las
relaciones de género precapitalistas al sistema capitalista de producción y
cómo se han consolidado dentro de él. La antropología aporta a este debate el
material comparativo necesario para definir los vínculos que se establecen, en
determinadas circunstancias históricas, entre las relaciones de género en el
hogar y en el lugar de trabajo. El estudio de Janet Salaff acerca de las hijas
trabajadoras de las familias de Hong Kong revela que de no ser por la
particular configuración de la familia de Hong Kong, de su especial
preocupación por la continuidad y el corporativismo, sus dimensiones
demográficas, los privilegios de los hijos varones frente a las hijas, el
profundo respeto por los padres y la relativa libertad concedida a las jóvenes
solteras, la mano de obra industrial y la estructura del empleo femenino
serían sin duda muy distintas. Ello no significa que estas familias no estén
sometidas a fuertes presiones económicas, como ocurre en otras regiones del
sureste asiático, donde las hijas trabajan para contribuir a la manutención de
la familia. Pero este tipo de presiones no explican por qué tienen que trabajar
las hijas en Jugar de los hijos varones, ni tampoco por qué no hay más
mujeres jóvenes que abandonen antes a su «familia» para poder dedicar su
salario a sus propios gastos o aportarlo al hogar conyugal mientras todavía
son jóvenes para seguir trabajando. La respuesta a estos interrogantes
impone un examen de las relaciones de género y de parentesco, así como de
las ideologías de género. La antropología se encuentra en una situación
privilegiada para analizar las relaciones de género y de parentesco desde un
punto de vista comparativo, y existe además un número creciente de datos
que ponen de manifiesto una serie de lazos específicos entre la división sexual
del trabajo y las relaciones capitalistas de producción en distintas
circunstancias.
Si revisamos todo el material sobre el trabajo femenino presentado en este
capítulo, incluido en el empleo agrícola y en sectores de la economía
subterránea, apreciaremos la importancia de analizar las relaciones
productivas a la luz de la naturaleza específica de las relaciones de
parentesco y de género. Por ejemplo, el estudio de las encajeras de Narsapur
llevado a cabo por Maria Mies muestra cómo un conjunto de relaciones de
género se integra en el sistema capitalista de producción dentro de una
estructura doméstica dada. No solo se trata de un ejemplo perfecto donde el
capitalismo no impone la separación entre hogar, sino que corrobora una vez
más que la entrada de la mujer en el mercado laboral solo puede entenderse
si se hace referencia a la naturaleza específica de las relaciones de género y a
la estructura del hogar —un extenso conocimiento de las «necesidades del
capital», o de los procesos macroeconómicos del trabajo, no es suficiente. A
tenor de los datos disponibles parece probable que muchas de las variaciones
observables actualmente en la estructura y en la naturaleza del empleo
femenino en los países en desarrollo no difieran de forma considerable de las
que se produjeron en el pasado. En otras palabras, las trabajadoras
explotadas en las fábricas, las mujeres que trabajan fuera de casa, las familias
con varios miembros asalariados y las jóvenes trabajadoras son fenómenos
que existieron en los países desarrollados durante las primeras etapas del
capitalismo industrial (Tilly, 1981; Tilly y Scott, 1978). Ahora bien, la
coexistencia de todas estas formas de empleo en el mundo contemporáneo —
como manifestación concreta de la distinta adaptación de los procesos de
transformación capitalista a los diferentes sistemas de género y de parentesco
— ofrece a las feministas de las distintas disciplinas una ocasión única para
estudiar la naturaleza recíprocamente determinante de las relaciones
productivas y reproductoras. Proporciona asimismo a las feministas la
oportunidad de liberarse de la teleología de la trayectoria histórica que ha
seguido el capitalismo en Europa occidental y su intersección con las
relaciones de género y de parentesco.

Se ha interpretado, a menudo, erróneamente la excesiva atención teórica que


muchas obras feministas y marxistas han prestado a las «necesidades del
capital», al capitalismo como causa o consecuencia de una determinada
formación «familiar» y a la posible dependencia de la división sexual del
trabajo con respecto a la división capitalista del trabajo. Muchos escritores
han criticado el carácter funcionalista de este enfoque y han señalado que
plantear continuamente cuestiones acerca de los cambios en la división sexual
del trabajo y en la organización doméstica en términos de su función en el
sistema capitalista desemboca en una actitud reduccionista (Bozzoli, 1983).
Aunque no se puede negar que el capitalismo haya transformado los procesos
de producción, reproducción y consumo de la sociedad, ello no se ha
conseguido exclusivamente para satisfacer las necesidades del capital. Estos
procesos de transformación han venido determinados, asimismo, por las
formas de producción, reproducción y consumo ya existentes; en otras
palabras, por las relaciones de género y de parentesco vigentes. Contemplar
todos los cambios como consecuencias de las relaciones capitalistas de
producción es incorrecto. La importancia de esta cuestión aparecerá con
mayor claridad en el siguiente apartado, en el que abordaré el carácter
variable de los modelos «familiares».
Carácter variable de la familia

La variabilidad de las relaciones familiares y de parentesco constituye una de


las áreas de estudio «tradicionales» de la antropología social. La complejidad
de este tema de estudio y la brillantez de muchas carreras académicas
asociadas con él, implica que incluso las afirmaciones más prudentes
encierran un alto grado de riesgo. Ante lo dicho anteriormente acerca de la
modernización, industrialización y relaciones capitalistas de producción, una
de las cuestiones más apremiantes es identificar los cambios que se suceden
por todo el mundo en la estructura de la «familia» y del hogar y determinar si
la familia «nuclear», con un fondo conyugal común y una residencia neolocal,
es efectivamente la estructura dominante.

El auge de la familia «nuclear»

Estudios antropológicos realizados en todo el mundo revelan una serie de


cambios en la estructura y naturaleza de la familia. Uno de los temas
comunes a estos estudios es la importancia decreciente de los linajes
colectivos y la supremacía de la familia elemental o «nuclear». Por ejemplo,
recientes estudios sobre la sociedad de África occidental ponen de manifiesto
cambios de este tipo y reflejan la existencia de una mayor libertad en la
elección de esposa o marido, una mayor tendencia a establecer un hogar
conyugal independiente del familiar y un mayor acento en el amor y
compañerismo como criterios básicos del matrimonio (Oppong, 1981; Harrell-
Bond, 1975; Little y Price, 1973; Oppong. 1983). El estudio de Soraya Altorki
acerca de los matrimonios elitistas en Arabia Saudí revela asimismo cambios
en las prácticas matrimoniales, un aumento en la construcción de casas con
entradas y salidas físicamente separadas para los hijos casados o de
residencias propias, una mayor exigencia de conocer a los esposos
potenciales antes del matrimonio y una disminución de los contactos entre
parientes (Altorki, 1986). Observa, asimismo, que el predominio de la
residencia neolocal —donde las parejas casadas viven en su propio hogar—
corresponde con una menor atenuación de la segregación de la mujer, de tal
forma que maridos y esposas pasan más tiempo juntos y toman decisiones
conjuntamente (Altorki, 1986: 34-5). Los ejemplos de África occidental y de
Arabia Saudí no son únicos, ya que estudios llevados a cabo en otras partes
del mundo han arrojado resultados similares. Otros cambios notorios en las
prácticas matrimoniales, que han recibido atención especial en antropología y
que parecen relacionados con los procesos de «modernización», son el
descenso de la poliginia y el aumento del divorcio. No debe olvidarse, sin
embargo, que los datos relativos a estos dos últimos fenómenos no se han
recogido de forma constante durante largos periodos de tiempo y muchos
análisis registran cifras compiladas en momentos muy concretos y en grupos
de personas muy concretas. El asunto se complica aún más dada la intrincada
relación entre divorcio y número de matrimonios, y la aparición de un
fenómeno denominado monogamia secuencial (casarse varias veces), fruto de
los altos índices de divorcio y nuevos matrimonios, que debe ser tenido en
cuenta en cualquier afirmación que infiera que la poliginia ha dado paso al
matrimonio monógamo. Existen, sin embargo, muchas pruebas de que las
formas familiares van cambiando, pero queda por saber cómo interpretar
estos cambios. Un rápido examen de la historia de la familia en Europa puede
ser muy útil, siempre y cuando no demos por supuesto que el progreso actual
en distintas zonas del mundo seguirá necesariamente la misma trayectoria.
Las cuestiones más reveladoras planteadas por el material europeo se
refieren al papel fundamental de las consideraciones de clase en el análisis de
la variabilidad de la «familia» y la necesidad absoluta de mantener una clara
separación entre la «ideología» de la familia y la estructura y organización del
hogar.

El estudio histórico de la «familia» en Europa y en América ha desencadenado


una viva polémica. Peter Laslett opina que la industrialización no fue el
detonante de la formación de la familia «nuclear» y apoya esta afirmación
demostrando que la familia «nuclear» existía entre la población rural
trabajadora mucho antes del advenimiento de la revolución industrial y de la
aparición del proletariado urbano (Laslett, 1972). Igualmente importante es
que los estudios históricos hayan demostrado la enorme variabilidad de la
estructura y forma «familia»/hogar con respecto a la situación de clase
(Poster, 1978), y varios autores han destacado el importante papel que
desempeñan las relaciones de propiedad y sucesión en la determinación de
las estructuras «familia»/hogar características de las distintas clases sociales
(Goody, 1972; Creighton, 1980). Parece indudable a la luz de diversos
estudios sobre la situación en Europa y en América que la idea de la familia
«nuclear» mantenida por el salario masculino surgió de la ideología propia de
las clases medias decimonónicas (Hall, 1979; Poster, 1978). Durante los
siglos XVIII y XIX, el capitalismo experimentó un rápido desarrollo unido a un
crecimiento urbanístico. Estos factores, junto con la generalización del
trabajo asalariado, culminaron en la creación de un proletariado rural y
urbano, y de una burguesía urbana. En la segunda mitad del siglo XIX, los
sindicatos de trabajadores centraron sus esfuerzos en el establecimiento de
un «salario familiar», según el cual un hombre ganaría lo suficiente para
mantenerse a sí mismo y a su esposa e hijos. La reivindicación de un «salario
familiar» se convirtió en uno de los ideales del movimiento sindicalista
organizado, y mereció la «aprobación» de las nuevas clases medias que
ensalzaban las virtudes de una «familia» en la que la esposa e hijos
dependieran totalmente del marido y padre respectivamente. Esta visión
«familiar» contaba con el apoyo económico y político de la clase media, cuyos
principios y valores estaban fuertemente reflejados en la legislación vigente.
Muchos autores han subrayado que esta ideología «familiar» de clase media
tenía unos orígenes históricos más profundos, pero la convergencia del poder
social, económico y político posibilitó que en ese momento la clase media
impusiera sus valores y principios al resto de la sociedad. Es importante que
no interpretemos esta «imposición» como un proceso exclusivamente
unilateral, ya que la clase trabajadora organizada estaba en condiciones de
aplicar su naciente ideología familiar para lograr sus propios fines en la lucha
por el «salario familiar». El resultado final de este proceso fue que una idea
concreta de «familia» se elevó a la categoría de deseable y «natural».

Sea cual fuere el poder de los principios y valores de la clase media, la


situación de la mayoría de la población era muy distinta. Los pobres, los
divorciados, los viudos y los solteros no podían mantener su hogar con el
salario de una sola persona, si la mujer y los hijos permanecían en casa y
dependían de él. Para esas familias era preciso que trabajaran tantos
miembros de la familia como fuera posible. Examinando las circunstancias de
la gran mayoría —la clase media y la clase trabajadora organizada tenían
poco peso numérico—, se impone la necesidad de mantener una distinción
entre la ideología «familiar», y la estructura y las circunstancias económicas
reales de la unidad doméstica. La clase media logró establecer una definición
de vida familiar «natural» basada en el varón como sostén de la familia, y en
la mujer y la prole como dependientes de él y logró asimismo definir la familia
como marco de relaciones personales privadas independiente de la arena
pública de la vida comercial. Pero, aunque esta ideología fuera poderosa y
deseable, existía —y sigue existiendo— un enorme abismo entre la
penetración y el poder de una ideología, y la estructura y las circunstancias
económicas reales de la mayoría de la población[84] . Las cuestiones de
diferencias de clase y de la relación entre ideologías familiares, y realidades
sociales y económicas de la organización doméstica son fundamentales para
analizar los cambios de las estructuras «familia»/hogar.

Matrimonio, ideología y cambios socioeconómicos en la Nigeria colonial

Uno de los pocos estudios históricos de sociedades no occidentales que


ilustran las intersecciones de clase, ideología y situación socioeconómica, en
el contexto de la evolución de las prácticas matrimoniales y de los modelos
«familiares», es el dirigido por Kristin Mann en relación con la clase alta
colonial de Lagos, Nigeria. En su libro describe los cambios en materia de
matrimonio, de ideología «familiar» y de estructuras «familia»/hogar
producidos como consecuencia del desarrollo del Estado colonial, la
incorporación de África occidental a la economía mundial y la difusión del
cristianismo y de la educación occidental. La autora explica claramente que
estos cambios modificaron las oportunidades económicas y transformaron los
procesos de acumulación de capital, así como las estructuras del poder
político y económico (Mann, 1985: 9). En el siglo XIX, los europeos, y
especialmente los misioneros, introdujeron en Lagos los valores y las ideas
burguesas victorianas sobre relaciones matrimoniales y familiares. La
poliginia era una afrenta para estos victorianos de raza blanca y, por ello,
insistieron mucho en la monogamia como «característica fundamental del
matrimonio cristiano» (Mann, 1985: 44). La Ordenanza matrimonial de 1884
prohibió la poliginia entre cristianos y concedió a la mujer cristiana el
derecho a la monogamia. Los europeos enseñaban que el matrimonio
cristiano debía basarse en el amor y en el compañerismo, y no en el interés de
unir dos linajes. Además, asumieron la responsabilidad de transmitir los
valores burgueses victorianos sobre los papeles propios del hombre y de la
mujer en el matrimonio. El marido mantenía y abastecía el hogar, mientras
que la mujer era ante todo madre y su sitio estaba en el «hogar». La
educación dispensada a los niños de las familias africanas de clase alta se
encargaba de consolidar naturalmente estos principios (Mann, 1985: 44-5).

La ideología «familiar» victoriana tuvo consecuencias materiales muy


concretas en la élite culta de Lagos. En primer lugar, las esposas cristianas se
trasladaron a vivir al hogar conyugal después del matrimonio, en lugar de
instalarse con la familia del marido. En segundo lugar, el matrimonio cristiano
modificó radicalmente las prácticas sucesorias tradicionales de los yoruba.
Los esposos adquirieron derechos sobre los bienes del otro cónyuge, y la
esposa cristiana y sus hijos se convirtieron en los únicos herederos de la
propiedad del varón, ya que la Ordenanza matrimonial despojó de derechos
de sucesión a los hermanos del hombre y a los hijos nacidos de concubinas o
esposas por el rito consuetudinario (Mann, 1985: 51). En tercer lugar, el
matrimonio cristiano permitió definir a la naciente clase alta culta y
diferenciarla del resto de la población. Concentró los recursos económicos en
este grupo de élite y creó una de red lazos de parentesco y afinidad (por
matrimonio) destinada a defender y a favorecer los intereses económicos y
políticos del grupo (Mann, 1985: 53). Para los hombres, el matrimonio
cristiano presentaba una serie de ventajas dadas las circunstancias
económicas vigentes. Si bien la poliginia era beneficiosa en el contexto
agrícola, donde el trabajo de las esposas y de la prole era fuente de riqueza y
prestigio, la situación urbana era distinta. En los grupos elitistas de Lagos la
riqueza se circunscribía a la posesión de tierras, de casas y de objetos de lujo.
Los ingresos procedían del comercio, de las rentas y del empleo en
profesiones liberales y en la administración colonial. Las esposas y los hijos
de familias cultas no eran una ayuda económica, sino más bien un lastre. En
estas condiciones, limitar el número de esposas e hijos —a través del
matrimonio monógamo cristiano— constituía una «estrategia económica
inteligente» (Mann, 1985: 58).

Junto a las ventajas que presentaba el matrimonio cristiano para el varón,


también existían algunos inconvenientes. En primer lugar, el hombre debía
mantener a su esposa y a sus hijos, y las mujeres que no contaban con un
cierto grado de autonomía financiera no podían correr con parte de los gastos
familiares. En segundo lugar, las leyes cristianas de sucesión otorgaban a la
esposa derechos sobre la propiedad de su marido. Totalmente al margen de
los inconvenientes del matrimonio cristiano, el matrimonio yoruba era, en
cierto modo, atractivo para los hombres de las clases altas. Algunos optaron
por este último porque preferían la relación y el reparto de papeles de las
prácticas consuetudinarias, pero sobre todo porque el estatus de las uniones
regidas por la tradición era a menudo ambiguo, ofreciendo la posibilidad de
manipular y redefinir las relaciones y los deberes conyugales, así como los
derechos y obligaciones de dichas uniones, todo ello imposible en el
matrimonio cristiano (Mann, 1985: 60-1). Ante las ventajas e inconvenientes
del matrimonio cristiano y del yoruba, muchos hombres optaron por los dos,
es decir, por el «matrimonio dual». Las uniones duales servían para
«maximizar los recursos y las oportunidades» y, siempre y cuando los
hombres dejaran los términos de las uniones consuetudinarias algo ambiguos,
era posible seguir una estrategia dual sin infringir la Ordenanza matrimonial
(Mann, 1985: 62). Mann explica abiertamente que los hombres se casaban
siguiendo distintas prácticas para satisfacer necesidades y estrategias
diferentes.

Después de los años 1890, se modificaron las condiciones de vida en Lagos y


los varones de las clases cultas encontraron mayores ventajas en el
matrimonio yoruba. La fuerte depresión por la que atravesaba el comercio,
junto con un aumento de la discriminación racial en el mercado laboral,
amenazaba la posición de la élite culta. La caída de beneficios y la
inseguridad del empleo profesional llevó a algunos hombres a renunciar al
matrimonio cristiano y a contraer uniones consuetudinarias. Estas
dificultades, agudizaron la sensibilidad de los varones por los inconvenientes
financieros del matrimonio cristiano, con respecto al yoruba (Mann, 1985: 70-
1). Además, en ese periodo, se produjeron otros cambios que repercutieron en
el matrimonio. A mediados de los años 1890, surgió en estos grupos de élite
un movimiento nacionalista, que criticaba duramente el matrimonio
occidental e impugnaba la supuesta inferioridad del matrimonio yoruba. Este
tipo de matrimonio se consideraba, en efecto, «adaptado» al entorno cultural
de África occidental. En 1888 y 1891, se fundaron las primeras iglesias
africanas. Estas iglesias defendían el matrimonio yoruba y, por primera vez,
los varones de las clases cultas pudieron practicar abiertamente este tipo de
matrimonio y permanecer en buenos términos con la iglesia cristiana (Mann,
1985: 71-4).

Las distintas reacciones de los varones de las clases altas ante el matrimonio
cristiano son particularmente interesantes si se comparan con las reacciones
de las mujeres. Mann afirma que la mujer culta tenía una opinión menos
ambigua al respecto que el varón y, siempre que podía, se decantaba por el
matrimonio cristiano. Las mujeres, al igual que los varones, de las clases altas
habían adquirido los valores religiosos y culturales de Occidente a través de
la vida académica, familiar y religiosa, pero la relación de la mujer y del
hombre con este sistema de valores no era la misma. Las mujeres eran
«guardianas de la virtud moral» y la conformidad que mostraban con los
valores cristianos y con los ideales Victorianos estaba íntimamente ligada a su
responsabilidad de fomentar y mantener la identidad cultural y la
superioridad de la clase a la que pertenecían. Los hombres podían «caer» en
el matrimonio yoruba, pero cuando una mujer culta no vivía de acuerdo con
las prácticas y los ideales cristianos, no solo mancillaba su reputación, sino
que amenazaba el estatus de toda la clase elitista (Mann, 1985: 77-9).

Las opciones matrimoniales para la mujer, así como para el hombre, de clase
alta estaban ligadas a las circunstancias económicas. Los varones podían
mejorar sus oportunidades y recursos sociales y económicos a través del
matrimonio «dual», pero la mujer no tenía esta opción, ni según la tradición
yoruba ni la cristiana. Las mujeres solo podían casarse una vez, por lo que no
es de extrañar que aspiraran al matrimonio que otorgara mayor prestigio y
protección jurídica. Cuando-la mujer culta dejó de trabajar fuera del hogar,
renunció a su autonomía económica y pasó a depender de su marido. Estas
mujeres no habían sido educadas para desempeñar actividades profesionales,
el comercio no era considerado adecuado para ellas y estaban excluidas de
todos los puestos de la administración colonial, excepto los destinados
específicamente a mujeres (Mann, 1985: 81). Enseñar y coser, ocupaciones
aceptables para la mujer, eran empleos mal remunerados. Las mujeres de
clase alta carecían de todas las oportunidades sociales y económicas de que
disponían los hombres para obtener riqueza e influencia. Para que una de
estas mujeres lograra mantener su estatus y un cierto nivel de seguridad
económica, debía casarse con un hombre de su misma clase social que la
mantuviera adecuadamente a ella y a sus hijos. Como afirma Mann, «cuando
el estatus social y económico de una mujer culta dependía de su marido, la
única alternativa válida era el matrimonio cristiano» (Mann, 1985: 82).
Muchas mujeres de clase alta, así como sus padres, pensaban que los
derechos jurídicos consagrados por el matrimonio cristiano mejoraban el
estatus de la esposa. Pero muchos descubrieron que el matrimonio cristiano
no colmaba sus expectativas y proporcionaba pocas ventajas. Algunos
especialistas en temas africanos observaron esta desilusión y, a partir de los
años 1890, los hombres y mujeres de clase alta prestaron más atención a la
posición de las esposas cristianas. Sus principales preocupaciones eran la
vulnerabilidad económica de estas mujeres y el «desencanto y resquemor»
que las invadió al descubrir que el matrimonio cristiano no respondía a sus
aspiraciones. Desde 1900 aproximadamente, se inició un movimiento de
reivindicación de una mayor independencia económica para la mujer de clase
alta y se llegó a proponer que recibieran formación industrial y técnica.
Según Mann, las actividades económicas de las mujeres de élite, a principios
del siglo XX, ponen de manifiesto un cambio de actitud ante el matrimonio y
el trabajo femenino. Algunas mujeres cultas intervenían en actividades de
venta al detalle, agrícolas, de servicios o profesionales. En el mismo periodo,
unas pocas mujeres de clase alta empezaron incluso a defender públicamente
el matrimonio yoruba (Mann, 1985: 82-90).

Una de las conclusiones de este estudio es que la mujer y el varón de clase


alta del Lagos colonial tenían opiniones distintas acerca del matrimonio
cristiano porque su situación social y económica era distinta. Esta disparidad
de opiniones y de expectativas desembocaba con frecuencia en un conflicto
entre cónyuges y a intentos por ambas partes de definir los deberes y
responsabilidades conyugales. El estudio de Mann sobre el matrimonio y el
cambio social en la Nigeria colonial ofrece un ejemplo muy claro e ilustrativo
de los tipos de presiones ideológicas, políticas, sociales y económicas que
deben tomarse en consideración para analizar la evolución de las estrategias
matrimoniales y de las estructuras «familiares». Muchos de los procesos que
describe son observables en el África contemporánea y en otras partes del
mundo. Su estudio demuestra que no podemos concebir los cambios
matrimoniales como parte de una trayectoria unidireccional, donde linajes
colectivos dan paso a familias «nucleares», y la poliginia es sustituida por la
monogamia. Cuando en los años 1890 se modificaron las circunstancias
políticas y económicas de élite de Lagos, se replantearon los valores y las
ventajas del matrimonio cristiano, El matrimonio yoruba fue examinado de
nuevo por especialistas contemporáneos, las funciones y responsabilidades
conyugales se definieron nuevamente y la poliginia se convirtió una vez más
en un mecanismo que facilitaba el acceso a los exiguos recursos y
oportunidades. Es un error, sin embargo, pensar que los cambios en la
estructura «familiar» proceden exclusivamente de cambios en las
circunstancias económicas y políticas. Al principio del periodo colonial se
abrieron ante hombres y mujeres nuevas posibilidades de definir y negociar
aspectos de la vida doméstica, pero no así en todos los sectores de la
comunidad. El matrimonio cristiano formaba parte de una estrategia
socioeconómica y política de la clase media alta, pero los que no pertenecían
a ella seguían caminos muy distintos. Existían asimismo diferencias dentro de
las clases altas propiamente dichas. Algunas personas se aferraron al
matrimonio yoruba durante todo el periodo colonial, considerándolo moral y
socialmente vinculante, mientras que otras continuaron fieles a los valores
cristianos y a la ideología victoriana incluso tras el nuevo cambio político y
económico. La ausencia de una progresión lineal, el papel capital de las
consideraciones de clase y la importancia de comprender las diferentes
posturas ante una ideología determinada son puntos clave para intentar
analizar la evolución de los modelos «familiares» contemporáneos.

Diversidad de estructuras domésticas y modelos «familiares»


Estudios empíricos llevados a cabo en África, América del Sur y el sur de Asia
sostienen la afirmación de que no existe necesariamente un vínculo entre
urbanización, modernización y el auge de la familia «nuclear». El
considerable aumento en el número de hogares dirigidos por mujeres en
África y en América del Sur, las consecuencias de la migración y de la
recesión económica, y el incremento observado en el número de mujeres que
deciden permanecer solteras, son factores que echan por tierra cualquier
sencilla teoría sobre la creciente «nuclearización» de la familia.

Pat Ellis, en su estudio sobre las mujeres del Caribe, deja constancia de que,
en la región, se dan distintos modelos familiares: familias «nucleares»,
familias matrifocales, familias extendidas, familias con un solo progenitor y
hogares encabezados por mujeres (Ellis, 1986b: 7). La diversidad descrita por
Ellis no constituye, sin embargo, el preludio de una nueva era de supremacía
de la familia «nuclear». Por el contrario, la autora observa que las jóvenes de
clase media rechazan la institución del matrimonio y optan por otro tipo de
relaciones con los hombres. Muchas mujeres, como ocurre en otras partes del
mundo, son contrarias al matrimonio (Ellis, 1986b: 7; véase más arriba en
este mismo capítulo). Esta pluralidad de modelos familiares no se
circunscribe a los países menos desarrollado, sino que caracteriza igualmente
a las sociedades urbanas de Europa y Norteamérica.

Joanna Liddle y Rama Joshi, en un repaso a la literatura sobre los cambios


familiares y sociales en la India, deducen que la familia «nuclear» es
sencillamente una de las distintas estructuras familiares existentes. Se
muestran en desacuerdo con la idea de que las mujeres profesionales se
decantan por la familia «nuclear» para imitar el modelo occidental, y
proponen la tesis de que la familia «nuclear» resulta atractiva para esas
mujeres porque les permite escapar de las imposiciones de parentesco y,
sobre todo, de la autoridad de la madre política. Tradicionalmente, las recién
casadas se trasladaban al hogar del marido y caían inmediatamente bajo el
control de la madre de este, encargada de dirigir el hogar. Hoy por hoy,
muchas jóvenes buscan la oportunidad de escapar de las obligaciones y
conflictos de esta relación (Liddle y Joshi, 1986: 142-5). El deseo de huir de
las ataduras familiares aparece en muchos estudios sobre la variabilidad de
los modelos familiares en todo el mundo. Las obligaciones para con los
parientes son, con frecuencia, causa de problemas graves entre cónyuges.
Liddle y Joshi señalan asimismo que, pese a estas tensiones, la familia
extendida o colectiva no se encuentra en vías de desaparición en las ciudades,
sino que se va adaptando a las nuevas circunstancias (Vatuk, 1972: 57). Las
principales razones de este hecho son, al parecer, de orden económico. Un
aumento en las tasas de empleo de las mujeres de clase media ha causado
problemas relativos al cuidado del hogar y de los niños. Estos problemas se
solucionan si se vive en familia extendida, donde los abuelos ayudan en las
tareas domésticas, y donde la autoridad de la madre del marido ha perdido
virulencia. En algunos casos, los recién casados invitan a sus padres a vivir
con ellos, en lugar de instalarse en casa de los padres del marido —una
situación similar a primera vista a la de la familia extendida tradicional, pero,
en realidad, ligeramente diferente (Liddle y Joshi, 1986: 145-6; Ross, 1961:
172).
De todo lo dicho hasta ahora se deduce que un contexto urbano de cambio
económico puede fomentar la «nuclearización» de la familia, con objeto de
proteger los recursos «familiares» contra la agresión de los parientes, o
favorecer una estructura «familiar» muy distinta, cuya supervivencia depende
de la capacidad de convertir los vínculos de parentesco en recursos
propiamente dichos. Estas tendencias, aparentemente contradictorias, no
deberían sorprendernos, y son perfectamente comprensibles si dejamos de
clasificar las familias en categorías y analizamos las distintas estructuras
matrimonio/familia como estrategias aplicadas por las personas y por los
hogares para sobrevivir y para optimizar sus recursos y oportunidades en las
circunstancias en que viven. Estas circunstancias no son «puramente»
económicas en ningún sentido de la palabra, sino que son también sociales,
políticas, religiosas e ideológicas. Todos estos factores guían, delimitan y
facilitan la toma de decisiones, aunque no sean necesariamente las
«Óptimas». Con mucha frecuencia una persona debe actuar en favor de los
intereses de los demás en lugar de los suyos propios y, cuando se trata de
hogares, hay que poner en marcha estrategias que garanticen la perpetuación
de la unidad de la que todos dependen, por encima de los intereses
personales de cada uno de los miembros. También es importante recordar que
la distribución de recursos dentro del hogar es raramente igualitaria y que
algunos miembros tienen más peso que otros a la hora de decidir la
asignación de recursos. Debería desprenderse fácilmente de lo expuesto en
este capítulo que este tipo de jerarquías se basan, por lo general, en criterios
de género y de edad. Si aceptamos que la «nuclearización» es una estrategia
entre otras muchas, debemos reconocer asimismo que no es una estrategia al
alcance de todos. Los pobres, los solteros, los viudos y otros grupos de
personas que no pueden permitirse abandonar las «redes del parentesco»,
que constituyen su red de seguridad. Por este motivo, la familia «nuclear» se
asocia con los nuevos intereses de clase, así como con el crecimiento
económico. La tesis contraria, explicitada por Mann en su estudio sobre el
Lagos colonial, refiere que en momentos de recesión económica, las ventajas
de la «nuclearización» son menos obvias y, por ello, puede dejarse de lado
total o parcialmente para dar paso a otras estrategias.

Ahora bien, el crecimiento económico y la penetración del capitalismo no


siempre facilitan la formación de la familia «nuclear». En muchas zonas
rurales del África subsahariana, las personas que han logrado implantar con
éxito cultivos comerciales son las que han utilizado los vínculos de parentesco
para reclamar el derecho sobre el trabajo de los demás. Entre los cultivadores
de cacao de África occidental, donde los hombres han tenido dificultades
durante algún tiempo para conseguir que sus hijos trabajaran para ellos, las
relaciones familiares que faciliten el acceso a la mano de obra y a otros
recursos son cruciales para el éxito de cualquier empresa comercial (Berry,
1984). Los datos recogidos en distintas partes del mundo difieren de manera
considerable, pero puede inferirse de ellos que, al igual que en África, existen
pocas razones para pensar que la penetración del capitalismo en las zonas
rurales da lugar, necesariamente, a la creación de familias «nucleares». Ello
no se debe únicamente a que los procesos de capitalización sean irregulares e
incompletos, sino a que, dada la naturaleza de los sistemas de producción,
reproducción y consumo ya existentes, no tiene por qué existir ningún nexo
de unión entre estos procesos y el auge de la familia «nuclear».
El modelo de familia «nuclear» se da, sin duda, en muchas zonas rurales del
mundo, pero al examinar este tipo de estructura es importante tener en
cuenta la relación entre la ideología de la vida familiar y las realidades
económicas y organizativas del hogar. Martine Segalen ha estudiado los
hogares rurales de Bretaña, Francia y centra su atención en las unidades
independientes, agrícolas y no agrícolas basadas en la familia «nuclear». No
obstante, señala que actualmente estos hogares «nucleares» dependen
muchísimo de los parientes para la organización de sus tareas, incluso más
que cuando vivían en familias extendidas (Segalen, 1984: 169). Padres e hijos
varones que, a primera vista, cultivan tierras distintas, suele «compartir» la
maquinaria agrícola costosa y cooperan en las tareas de distintas formas. Se
da incluso el caso de hijos no agricultores que ayudan a sus padres en los
periodos de más trabajo y de hijas con maridos no agricultores que siguen
ayudando a sus padres en las tareas agrícolas. En estas circunstancias, las
abuelas asumen gran parte del cuidado y de la labor de socialización de los
niños (Segalen, 1984: 173-8). Como indica Segalen al referirse a las
relaciones entre hogares «nucleares» aparentemente independientes: «Se
produce un flujo constante de servicios, contactos y ayuda psicológica, que da
como resultado unas organizaciones domésticas íntimamente entrelazadas, a
pesar de la separación formal y material existente» (Segalen, 1984: 178). Lo
más difícil de explicar no es la cooperación entre hogares, que presenta
claras ventajas económicas, sociales y psicológicas, sino el que, pese a estas
ventajas, las personas sigan comportándose como si quisieran vivir en
familias «nucleares» separadas, construyan casas nuevas muy costosas
cuando se casan y permanezcan fieles a una ideología de separación, cuando
en realidad viven en un ambiente de intenso contacto y cooperación. El
estudio de Segalen demuestra que el término familia «nuclear» oculta más de
lo que revela; para comprender el cambio que experimentan los modelos
familiares y las estructuras domésticas no basta con hacer referencia a
tipologías estáticas (Wilk, 1984). Aunque podamos localizar modelos de
familias «nucleares» en todo el mundo, no olvidemos que esta etiqueta en
lugar de aportar datos acerca de sus semejanzas, suele encubrir información
acerca de sus diferencias.

La importancia de reconocer la distinción entre la manera «ideal» o


«ejemplar» de organizar las relaciones parentesco/hogar y la forma en que
estas relaciones se organizan en la práctica ha constituido durante mucho
tiempo una de las características fundamentales del análisis antropológico.
Las obras antropológicas publicadas en los años 1940, 1950 y 1960 hablaban
de los cambios de las estructuras «familia»/hogar como resultado del estado
colonial, el auge del urbanismo y la difusión del cristianismo y de la educación
occidental. Por el contrario, los trabajos más recientes al respecto han
ampliado los límites de este enfoque para pasar a examinar las consecuencias
de los procesos actuales de diferenciación socioeconómica, las nuevas
ideologías y las formas de autoridad estatal en la organización de la vida
doméstica y en la naturaleza de las relaciones de género. En este capítulo, me
he centrado en la posición de la mujer dentro de las estructuras de
parentesco y hogar, y en los distintos debates feministas y antropológicos
relativos a la división sexual del trabajo y a la organización de las relaciones
de género dentro de la familia y del hogar. Feministas procedentes de
distintas disciplinas han defendido con insistencia y vigor que la «familia» es
el «centro de la opresión de la mujer» en la sociedad. La división sexual del
trabajo en el «hogar» está ligada mediante lazos complejos y múltiples a la
división sexual del trabajo fuera del hogar y en la sociedad en su conjunto. La
posición subordinada de la mujer procede de su dependencia económica con
respecto al hombre dentro de la «familia»/hogar y de su confinamiento a la
esfera doméstica por razones de maternidad, cuidado y crianza de la prole. La
postura de la antropología feminista sobre estas cuestiones no está
perfectamente definida, en parte porque los datos disponibles son tan
extremadamente ricos y complejos que constituyen un verdadero reto, incluso
para llevar a cabo una síntesis y aún más una generalización. No obstante, es
obvio que cualquier explicación absoluta de la subordinación femenina que no
tenga en cuenta la enorme variabilidad de las circunstancias de la mujer en
las distintas ideologías de género y «familia» no solo sería reduccionista, sino
altamente etnocéntrica. En el capítulo siguiente volveré a examinar algunas
de las cuestiones ya planteadas, desde el punto de vista del papel del Estado
en la regulación de la vida «familiar» y de las relaciones de género, así como
de las reacciones de las mujeres ante la autoridad impuesta del Estado.
5. La mujer y el Estado

El Estado constituye un importante foco de interés tanto para la antropología


feminista como para la antropología social. La importancia que las feministas
atribuyen al Estado en la reglamentación de la vida de la mujer se refleja en
la exigencia de medidas estatales relativas al cuidado de los niños, igualdad
de salarios para trabajos idénticos, igualdad de oportunidades para acceder a
la enseñanza y al empleo, y liberalización de la venta de anticonceptivos y del
aborto. Todos los Estados cuentan con complejas estructuras institucionales
caracterizadas por una historia económica y política específica. Sería
engañoso generalizar universalmente la naturaleza del Estado, de la misma
manera que sería incorrecto contemplar el Estado como una entidad
individual y monolítica, capaz de actuar como unidad orgánica.

Por encima de la disparidad formal de los Estados, parece evidente que las
políticas estatales influyen en la posición social de la mujer, a través de las
prácticas económicas, políticas y jurídicas que determinan el grado de control
que la mujer ejerce sobre su propia vida. Las políticas oficiales regulan,
asimismo, la sexualidad y la fertilidad, mediante mecanismos, tales como
leyes de matrimonio, normas jurídicas que penalizan la violación, el aborto, el
comportamiento obsceno y la homosexualidad, así como programas de control
demográfico. Las feministas occidentales han proclamado durante mucho
tiempo que el Estado tiende a fomentar una determinada estructura
«familia»/hogar, donde el varón trabaja para mantener a su esposa e hijos
(Wilson, 1977; McIntosh, 1978; 1979). Algunos autores han explicado de qué
manera una combinación de disposiciones oficiales relativas a salarios,
impuestos y prestaciones sociales fomenta una estructura ocupacional
segregacionista de la población activa y de la división sexual del trabajo
dentro de la familia. Estas políticas no van necesariamente destinadas a
oprimir ni a discriminar a la mujer, pero se basan en los principios y en las
ideologías vigentes sobre el papel de la mujer, la naturaleza de la familia y las
relaciones adecuadas entre hombres y mujeres. El resultado final es, en
ocasiones, una palpable contradicción entre políticas estatales. Las
disposiciones dictadas con objeto de proteger a las madres y a los niños
pueden acabar por discriminarlos, si sus vidas no se adaptan a las prácticas
sociales y a las creencias sobre las que descansan las políticas oficiales. En
estos casos, el Estado no se limita a regular la vida de las personas, sino que
define ideologías de género y conceptos de «feminidad» y «masculinidad», y
determina la imagen ideal a la que deben tender hombres y mujeres. Los
postulados sobre la mujer y el varón expresados a través de la política oficial
se ven corroborados por la actuación que dicha política impone a las
personas. Por ejemplo, el Estado supone que la mujer que vive con su marido,
o con un compañero del otro sexo, depende de él; esto significa no solo que
muchas mujeres dependerán de sus compañeros varones, sino que muchas se
ven abocadas a una independencia (económica y social) que el Estado no
apoya ni toma en consideración (McIntosh, 1978: 281). Ahora bien, también
es importante reconocer que las relaciones entre mujeres e instituciones y
políticas oficiales no pueden analizarse partiendo de la base que todas las
mujeres se ven afectadas de la misma manera por la intervención estatal.
Consideraciones de raza, etnicidad, clase, religión y orientación sexual
modifican las relaciones entre el Estado y la mujer. Pero estos factores no
pueden analizarse como si se trataran sencillamente de «aditivos»; sus
intersecciones son siempre complejas y exclusivas de un periodo histórico,
por lo cual deberán examinarse desde un punto de vista empírico.

El análisis feminista del Estado ha seguido trayectorias distintas. Al principio


primaban los aspectos relativos a las ayudas sociales garantizadas por el
Estado y a la manera en que este velaba por la mujer y ejercía control sobre
ella. Un segundo enfoque se centró en el «aparato ideológico del Estado», es
decir, en los medios de comunicación, las escuelas, los partidos políticos, la
Iglesia y la familia, que contribuyen a consolidar y perpetuar las ideologías
dominantes. Esta nueva orientación se inspiraba en gran medida en los
trabajos de Althusser (1971: 123-73), que sugiere que, en el capitalismo
moderno, el aparato ideológico dominante del Estado es el sistema de
enseñanza, que «enseña» literalmente a los niños la ideología del poder. Un
tercer enfoque, desarrollado recientemente, se refiere a la respuesta del
Estado ante la labor organizativa de la mujer —a los medios que el Estado
utiliza para desorganizar, controlar e institucionalizar las actividades de la
mujer, en especial las organizaciones femeninas populares. Este enfoque
centra la atención, asimismo, en los medios de representación de los intereses
de la mujer en las burocracias oficiales, encamados normalmente por
«femócratas» especialmente designadas para hablar oficialmente en nombre
de las mujeres. Un cuarto enfoque se basa en la desigual influencia ejercida
por hombres y mujeres en la política estatal y en su desigual acceso a los
recursos del Estado. En este capítulo me ocuparé particularmente de los dos
últimos puntos de vista, en virtud de su estrecha relación con los más
recientes avances en antropología social. No obstante, antes de examinar
estos avances, es menester estudiar algunos de los puntos de vista adoptados
tradicionalmente por la antropología para analizar el Estado.

La antropología y el Estado

A efectos de nuestro estudio, el análisis del Estado en antropología puede


dividirse en cuatro ramas generales. La primera corresponde al funcionalismo
estructural británico y pretende clasificar los sistemas políticos africanos
(Fortes y Evans-Pritchard, 1940; Middleton y Tait, 1958). El principal objetivo
de este tipo de trabajo era establecer de qué manera las sociedades sin
instituciones estatales conseguían mantener el orden social, y ponía un
énfasis especial en el papel del parentesco. Una segunda aproximación al
tema, desarrollada en el contexto de la antropología evolutiva, se centraba en
los orígenes del Estado indígena o «prístino». Las primeras obras fieles a este
modelo aspiraban a explicar los orígenes del Estado a partir de la
identificación de la «fuerza motriz», como por ejemplo la presión
demográfica, el control de los sistemas de irrigación, la política bélica y el
progreso tecnológico. Esta explicación unilineal basada en la «fuerza motriz»
fue rechazada posteriormente por ser excesivamente simplista, y sustituida
por modelos basados en la teoría de los sistemas (Flannery, 1972; Sabloff y
Lamberg-Karlovsky, 1975). La «nueva arqueología» o «arqueología procesal»
que elaboró estos modelos sistémicos para explicar los orígenes de los
primeros Estados de México, Irán, Grecia y otras regiones del mundo, aportó
muchas ideas estimulantes acerca del papel del parentesco y del comercio en
los procesos de estratificación subyacente a la formación del Estado (p ej.,
Frankenstein y Rowlands, 1978). Un estudio detallado de estos factores pone
de manifiesto las múltiples semejanzas teóricas entre este enfoque y lo que
podemos llamar tercera aproximación de la antropología social a los orígenes
del Estado.

Esta tercera aproximación está relacionada con el marxismo estructural


francés y surgió inicialmente de los esfuerzos por delinear un «modo de
producción africano». Los dos temas que aparecen una y otra vez en este
enfoque del problema son (1) la influencia del comercio a larga distancia en la
aparición de los Estados africanos y (2) los mecanismos para el control y la
asignación de la mano de obra a través de los cuales grupos determinados
controlan la producción agrícola y los excedentes resultantes. Según algunos
autores, las relaciones de parentesco, la manipulación de los pagos por
matrimonio y la planificación del matrimonio son variables fundamentales en
el control de la mano de obra. Brain afirma que los derechos que intervienen
en el matrimonio por compra constituían una variable esencial en la sucesión
de los jefes zulú y bamileke, tribus en las cuales los sistemas de matrimonio
por compra otorgaban a los jefes derechos sobre aproximadamente un tercio
de la población femenina (Brain, 1972: 173). El control del matrimonio y los
pagos matrimoniales que giran en tomo a los sistemas de parentesco son, sin
lugar a dudas, un medio de control de unos grupos e individuos sobre otros.
Dado que los sistemas de parentesco determinan el acceso a los recursos,
contienen también la simiente de la diferenciación social. No es posible
adentrarse aquí en el complejo debate sobre el advenimiento del Estado en
África, pero es importante señalar que muchos especialistas han defendido la
trascendencia de las relaciones entre hombres y mujeres (Meillassoux, 1981;
Goody, 1976)[85] .

El cuarto enfoque para el estudio del Estado se apoya en los procesos de


incorporación (Cohen y Middleton, 1970). El estudio de la incorporación
surgió del interés por el Estado colonial y por los procesos a través de los
cuales las formaciones sociales locales o indígenas se incorporaron a los
nuevos Estados. Los primeros textos que abordaron el tema hicieron hincapié
en la etnicidad y en el mantenimiento de las fronteras étnicas en el contexto
urbano. Estudios posteriores desarrollaron el tema de la penetración de las
estructuras del Estado en las estructuras de poder y autoridad local, y se
ocuparon así, entre otras cosas, de la manipulación de las normas
matrimoniales y de parentesco. El Estado no solo interviene en las leyes de
matrimonio y de sucesión, sino que modifica el contexto geopolítico en el que
se desenvuelven las estructuras de poder basadas en las relaciones de
parentesco. Una nueva legislación en materia de propiedad de la tierra, y de
impuestos y deudas, por ejemplo, redefine las relaciones entre los individuos
y trata de codificar sus vínculos y responsabilidades para con el Estado. Pero
además surgen nuevas estructuras políticas; muchas personas sometidas al
régimen colonial se tuvieron que doblegar ante las estructuras
administrativas impuestas, a menudo modeladas nominalmente en las
estructuras políticas y jurídicas ya existentes; y hoy en día, muchas personas
no cejan en su empeño por poseer y ejercer control sobre las estructuras
burocráticas del gobierno nacional y de la organización de partidos.
Este repaso breve y esquemático de los distintos enfoques aplicados al
estudio antropológico del Estado sienta las bases necesarias para comprender
el punto de vista feminista desde el cual se emprende el examen de la mujer y
del Estado en antropología social y otras disciplinas afines. La antropología,
en tanto que disciplina, ha sido objeto de muchas críticas por no considerar,
en toda su amplitud, los contextos sociales, políticos y económicos de las
comunidades que tradicionalmente estudia. Algunos críticos afirman que la
antropología ha pasado por alto el análisis del Estado moderno y de las
estructuras institucionales del poder estatal, así como el «sistema mundial»
en el que actúa el Estado. Un argumento de este tipo está sin duda
justificado, pero últimamente la antropología se ha interesado por la
interacción de los sistemas locales con los procesos regionales, nacionales e
internacionales (véase capítulo 4). Esta nueva orientación de la antropología
social se ha inspirado, en gran medida, en el aumento de «estudios
campesinos», que han experimentado un auge considerable en estos últimos
años. No obstante, si observamos las distintas aproximaciones al estudio del
Estado en antropología social, queda de manifiesto que, sea cual fuere el
«tipo» de Estado de que se trate y el origen intelectual del enfoque utilizado,
la importancia del parentesco es una constante en todos los casos. Parentesco
es, por supuesto, un término genérico e indeterminado, que carece de
significado fuera de un contexto histórico, político, cultural y económico. Las
antropólogas feministas han demostrado que incluso en el ámbito del
parentesco, donde cabría esperar encontrar un acento especial en las
relaciones de género, la mujer ha quedado relegada, en muchas ocasiones, a
un lugar «invisible». Las relaciones de parentesco, en particular cuando se
examinan en función del papel que desempeñan en las estructuras políticas y
jurídicas, se limitan a veces a los vínculos de parentesco entre varones,
considerando a las mujeres como simples mecanismos en el establecimiento
de dichos vínculos. Esta situación se ha dado con frecuencia en la
antropología estructural-funcionalista y marxista, y las críticas de Meillassoux
discutidas en el capítulo 3 son especialmente relevantes al respecto.

Antropólogas e historiadores feministas han asumido la trascendencia del


parentesco al examinar los orígenes de las clases y de las sociedades
estatales. En antropología, muchas de las obras al respecto se han inspirado
implícita o explícitamente en Engels, pero también deben bastante a la
antropología evolucionista y a la antropología marxista (Reiter, 1977; Sacks,
1974, 1979; Sanday, 1981; Silverblatt, 1978; Coontz y Henderson, 1986;
Rohrlich-Leavitt, 1980; Nash, 1980; Rapp, 1977). La problemática feminista
sigue residiendo en los orígenes de la subordinación de la mujer y del dominio
del varón en la esfera política de la vida social. El planteamiento de esta
cuestión con respecto a los orígenes de las clases y de la sociedad estatal se
ha visto impulsado por los intentos de encontrar pruebas empíricas de los
cambios experimentados por la posición de la mujer, desde la igualdad de
poder en las sociedades preestatales a la relativa subordinación en las
nacientes estructuras estatales[86] . En muchos casos, ello ha requerido
contar con el apoyo de datos arqueológicos e históricos que encierran
problemas metodológicos específicos, especialmente decidir qué tipo de
prueba debe considerarse suficiente para demostrar el estatus y el poder de
la mujer en la sociedad. Por ejemplo, en ocasiones se han interpretado
pruebas de la existencia de antiguos cultos a diosas como indicadores de
poder femenino. Pero muchos teóricos del feminismo han señalado que la
representación femenina en la cultura material o mítica no trasluce
necesariamente los valores, necesidades y experiencias de la mujer en
sociedades primitivas (Bamberger, 1974; Pomeroy, 1975). Ann Barstow
afirma, por otra parte, que es imposible comprender los datos arqueológicos
disponibles porque nos vemos obligados a estudiarlos en función del
significado que nosotros atribuimos a conceptos como «dominio» y «poder»,
que probablemente es totalmente inadecuado para analizar/reconstruir
debidamente las relaciones de género vigentes en el pasado arqueológico e
histórico (Barstow, 1978: 8-10). Este tipo de dificultades son muy familiares y
nos ponen de nuevo frente al problema de juzgar las pruebas sociológicas
como indicadores del grado de poder y de estatus femenino (véase capítulo
3).

Esta misma cuestión surge, aunque de forma ligeramente distinta, al


examinar las pruebas etnográficas históricas. El ejemplo más claro es, tal vez,
el elevado estatus de la mujer en África occidental. Tanto los datos históricos
como los antropológicos ponen de manifiesto que, durante el periodo
precolonial, en algunas zonas de África, las mujeres desempeñaban cargos
públicos y ejercían un considerable poder político[87] . Algunas sociedades
estaban basadas en sistemas de género «duales», donde la mujer era
responsable de los asuntos femeninos y los varones de los asuntos
masculinos. Kamene Okonjo describe a la Omu o «madre» de los ibo de
Nigeria, que contaba con un grupo de mujeres consejeras y se ocupaba de los
asuntos femeninos de la comunidad y, en particular, de la regulación del
mercado y del comercio (Okonjo, 1976). Bolanle Awe relata una situación
similar entre los yoruba, donde la Iyalode era responsable de todas las
mujeres y representaba sus intereses ante el consejo real (Awe, 1977). En
otras sociedades de África occidental, las mujeres que ocupaban cargos
públicos no veían su autoridad política limitada a los «asuntos femeninos». La
reina madre de los asante debía asegurar la continua fertilidad y
perpetuación del matrilinaje, y Carol Hoffer descubrió que las mujeres mende
y sherbro podían ser jefes en las mismas condiciones que los hombres
(Lebeuf, 1971; Hoffer, 1972, 1974; Sweetman, 1984). El caso de las mujeres
mende y sherbro que ocupaban el puesto de jefe es particularmente
interesante, ya que forman parte de una minoría de mujeres con poderes
públicos que no han perdido sus derechos políticos con el paso del periodo
precolonial al periodo colonial (Hoffer, 1972: 154-9). No cabe duda de que las
mujeres de estas sociedades eran poderosas y poseían un poder de pleno
derecho, es decir independiente de su calidad de esposas de hombres
poderosos. Sin embargo, el que unas pocas mujeres de edad avanzada o
«aristócratas» ocuparan, en determinadas circunstancias, cargos políticos y
tuvieran poder político, no aporta necesariamente ningún tipo de información
sobre el estatus y la posición de la mujer en la sociedad en su conjunto, ni
sobre los tipos de poder o derechos «políticos» de las mujeres en tanto que
adultos sociales.

El análisis del estatus y la autoridad política de la mujer se complica aún más


en cuanto que las primeras etnografías tendían a considerar que la mujer era
políticamente dependiente del varón. Los observadores occidentales
encontraron todas las facilidades imaginables para redescubrir sus propias
tesis acerca de la naturaleza «masculina» del poder político en sociedades no
occidentales. Esta tendencia es otro ejemplo de la óptica androcéntrica que
prima en etnografía, pero lo más alarmante es que probablemente la
deformación causada sea difícil de enderezar y no desaparezca con solo
aportar pruebas de la existencia de mujeres poderosas en cargos políticos
bien reconocidos. El principal motivo, como subrayan muchos autores
feministas, estriba en el problema de comprender el término «poder».
«Poder», en su sentido más amplio, incorpora una serie de conceptos como
fuerza, legitimidad y autoridad. Una de las características más sobresalientes
de la posición de la mujer en la sociedad es que disfrutan a menudo de poder
político, pero con frecuencia carecen de fuerza, legitimidad y autoridad[88] .
En muchos sistemas políticos contemporáneos, las mujeres poseen poder
político —tienen derecho al voto, por ejemplo—, pero no están provistas de la
autoridad real necesaria para ejercer este poder. Ello dificulta sobremanera
el estudio de la posición de la mujer en la sociedad, pero no lo imposibilita
totalmente. El primer escollo que debemos sortear es, sin duda, dejar de
hablar en términos generales del «poder» o del «papel» de la mujer en la
sociedad y especificar, en cambio, las intersecciones entre las esferas social,
económica, política e ideológica de la vida social, de cara a construir una
imagen de la mujer como persona social dentro de las distintas formaciones
sociales. Un segundo aspecto, relacionado con el anterior, que debemos
tomar en consideración, es reconocer la participación activa de la mujer en
estrategias sociales con objetivos a corto y a largo plazo. Algunas de estas
estrategias constituirán intentos de organización en firme, pero otras tal vez
sean inconscientes o relativamente ad hoc .

Teóricos del feminismo y antropólogos sociales han empezado a reexaminar


recientemente cuestiones relativas al análisis del Estado, de las instituciones
estatales y de las estructuras del poder estatal. En ambos casos, este
renovado interés está ligado a la tendencia general de las ciencias sociales y
políticas al replanteamiento de las teorías sobre el Estado y a la
reincorporación del Estado a la teoría política y social (Evans et al. , 1985).
Los especialistas utilizan el término «Estado» de formas muy distintas. Para
los autores liberales es sinónimo de «gobierno», es decir, un medio para
garantizar el orden social y la prosperidad económica. Este punto de vista se
opone al planteamiento marxista que identifica el Estado con la «clase
dirigente» y acentúa el carácter opresivo del Estado como mecanismo
destinado a controlar las demás clases. Los neomarxistas, por su parte, hacen
hincapié en la autonomía relativa del Estado con respecto a la clase
económicamente dominante. Esta visión del Estado considera que la clase
política dirigente comparte algunos de los objetivos de la clase económica
dominante, pero manteniendo su propia entidad. Según Poulantzas, las clases
dominantes se dividen continuamente en «fracciones de clases» debido a la
competencia y a las diferencias en lo que a intereses inmediatos se refiere.
Como consecuencia, el papel del Estado estriba en mantener una autoridad
política centralizada que proteja, a largo plazo, los intereses de las clases
dominantes y que elimine, simultáneamente, la amenaza política procedente
de las clases trabajadoras, así como de «otras» clases o grupos políticos que,
dada su marginación política y económica, podrían alzarse contra el Estado
(Poulantzas, 1973; 287-8). En estas condiciones, el Estado solo puede ejercer
su función de autoridad política centralizada si goza de una «autonomía
relativa» con respecto a los intereses particulares de las clases dominantes.
El grado de autonomía del Estado varía con el tiempo, y depende de las
relaciones entre clases y fracciones de clases, así como de la intensidad de la
lucha social y política (Poulantzas, 1973; 1975). Recientemente, historiadores
y feministas han tomado el relevo de este interés especial por la autonomía
relativa del Estado respecto a las clases económicamente dominantes y por el
papel del Estado como mediador entre los intereses de una misma clase o
entre clases distintas (Eisenstein, 1980; 1984; Lonsdale, 1981). El principal
atractivo de este enfoque consiste en abrir la puerta a un análisis del Estado
como creador de relaciones de poder y no exclusivamente de relaciones de
producción; facilita asimismo la tarea de investigar las divisiones de intereses
dentro de las clases dominantes; crea un contexto adecuado para plantear
cuestiones acerca de los logros políticos de grupos marginales y ofrece la
posibilidad de examinar por qué algunas políticas oficiales, por ejemplo las
relativas al género, van en contra del «sentido común» económico. El enfoque
neomarxista es potencialmente liberador para los que desean estudiar la
relación que mantienen divisiones sociales no basadas en consideraciones de
clase económica con el Estado. Raza, etnicidad, religión y orientación sexual
son divisiones sociales fundamentales, junto con el género. Todos estos
conceptos, incluido el de clase, determinan el acceso al Estado, a los recursos
del Estado, a la representación política y a las instituciones del poder estatal.

Ahora bien, junto al aparato formal del poder estatal, el Estado viene
perfilado por sistemas jurídicos e ideológicos. Las definiciones del término
«Estado» pueden inspirarse en la idea de «gobierno», de «clase dirigente» o
de «mediador», pero la mayoría hacen, además, referencia al Estado como
orden burocrático, jurídico y coercitivo. La inclusión de estos elementos en las
definiciones se inspira en los estudios de Weber sobre el aparato
administrativo del Estado moderno, su territorialidad y el monopolio del uso
legítimo de la fuerza (Weber, 1972; 1978). Los sistemas administrativo,
jurídico y coercitivo son los principales medios a través de los cuales el
Estado canaliza sus relaciones con la sociedad e intervienen, asimismo, en la
estructuración y reestructuración de muchas relaciones sociales esenciales
para la sociedad, como por ejemplo las relaciones familiares. Como resultado
de lo cual, todo intento de la antropología social (y disciplinas afines) por
examinar a las mujeres y el Estado no debe limitarse a estudiar el acceso de
la mujer al aparato formal del Estado y a sus recursos, sino que debe
contemplar la repercusión de los sistemas jurídicos e ideológicos en la mujer,
así como las estrategias y mecanismos que las mujeres han utilizado para
defender, proteger y mejorar su posición. Este tipo de análisis ya ha iniciado
su andadura con el estudio de la mujer en las sociedades socialistas.

La mujer en las sociedades socialistas[89]

La emancipación femenina solo es posible si las mujeres pueden participar


socialmente y a gran escala en la producción, y si sus deberes domésticos
pasan a ocupar un lugar secundario. Esta situación solo ha sido posible como
resultado del advenimiento de la industria moderna a gran escala, que no se
limita a facilitar la intervención de un gran número de mujeres en la
producción, sino que las convierte en elementos necesarios, y aún más, lucha
por equiparar el trabajo doméstico privado con otros sectores públicos
(Engels, 1972: 152).

Las esperanzas de la emancipación de la mujer se han depositado durante


mucho tiempo en la incorporación de la mujer al trabajo asalariado. Las
feministas contemporáneas se muestran en desacuerdo con muchos de los
puntos de la obra de Engels, pero la gran mayoría sigue contemplando a la
«familia» como núcleo de la opresión femenina, y la posición de la mujer en la
sociedad como fruto de las complejas interacciones entre las esferas
productiva y reproductora de su vida. Muchos países socialistas y comunistas
se han basado en las obras de Marx, Engels y Lenin para elaborar y justificar
programas de reformas sociales y políticas, que colocan la emancipación de la
mujer y su incorporación a las actividades productivas en el centro de sus
prioridades políticas. No es posible establecer generalizaciones válidas para
todos los Estados socialistas y comunistas, pese a la similitud de sus posturas
ideológicas, porque cada uno de ellos posee formaciones sociales específicas
que han ido evolucionando en circunstancias históricas especiales. Ello no
impide que existan algunas semejanzas entre los Estados revolucionarios del
Tercer Mundo, la Unión Soviética, China y los países de Europa del este. Ello
se debe en gran medida a que todos estos Estados comparten un conjunto de
tesis destinadas a favorecer el desarrollo económico y a introducir cambios
sociales. En todos los casos, el Estado desempeña el papel protagonista en la
vida económica; la industrialización cuenta con un gran apoyo; y el sector
agrario está controlado por el Estado a través de la creación de cooperativas
y granjas estatales. El resultado de todo ello es una economía planificada con
un sector público fuerte y un grado considerable de intervención estatal en
materia de producción, distribución, precios y salarios. Al mismo tiempo,
estos países se encuentran en un proceso de transformación social, que
incluye el desmantelamiento de los sistemas sociales, ideológicos, jurídicos,
políticos y religiosos «prerrevolucionarios», así como la creación de sistemas
de asistencia pública en materia de educación, sanidad y vivienda (Molyneux,
1981: 1-2). Las políticas relativas a la mujer dan por supuesto que la opresión
de la mujer procede de las relaciones de clase y que su liberación será una
consecuencia lógica de la supresión de las clases sociales, punto de vista
claramente inspirado en Engels. Al permanecer fieles a la idea de Engels
sobre la «cuestión femenina», los Estados socialistas consideran que el
camino de la emancipación femenina debe pasar necesariamente por la
incorporación de la mujer al trabajo asalariado y la socialización de las tareas
domésticas. Los Estados socialistas han propugnado, pues, en el contexto del
proceso general de transformación social, medidas que mejoren la posición de
la mujer. Con objeto de valorar el éxito logrado por los Estados socialistas en
este campo, es preciso examinar el resultado de la actividad pública en lo que
respecta a la normativa jurídica, a la política familiar, a la educación, a la
sanidad, al empleo y a la representación política. No es posible extendernos
aquí en cada uno de estos aspectos, pero algunas puntualizaciones generales
nos permitirán evaluar los logros de los Estados socialistas en su lucha por la
emancipación de la mujer.

Normativa jurídica

Las constituciones de los Estados socialistas declaran la igualdad entre


hombres y mujeres en todas las esferas de la vida y conceden a la mujer el
derecho a la educación y el derecho al trabajo. Estos Estados han realizado,
asimismo, reformas jurídicas relativas a la propiedad, sucesión, matrimonio y
religión, que combinadas con el derecho a vacaciones por maternidad, las
ayudas extradomésticas, la contracepción y la educación, han proporcionado
a la mujer una mayor libertad dentro de la familia en relación con el marido o
el padre y han investido de un cierto apoyo constitucional la participación
social de la mujer fuera del hogar. Tal vez este tipo de reformas jurídicas no
parezcan particularmente revolucionarias, sobre todo si se limitan a
proclamar la igualdad teórica, pero no garantizan su aplicación práctica
mediante leyes que no puedan ser ignoradas ni eludidas. Al fin y al cabo,
basta con observar el éxito discutible de las leyes sobre igualdad salarial en el
Reino Unido para comprobar que la igualdad ante la ley no lo es todo[90] . No
obstante, la igualdad formal no es, ni mucho menos, desdeñable. En muchos
de los sistemas sociales «prerrevolucionarios» propios de los países
socialistas, la falta de derechos legales de la mujer fue un factor crucial para
mantenerlas bajo el dominio del varón y un método legítimo de limitar su
acceso a los recursos, especialmente a la tierra. La reforma jurídica ha
garantizado, por lo menos, que el hombre no pueda exigir sanciones legales
en todos los aspectos de la vida de la mujer, por el simple hecho de ser su
marido, padre o hermano.

La reforma jurídica está directamente ligada a la política familiar. Todos los


Estados socialistas han promulgado leyes tendentes a redefinir las relaciones
familiares, entre hombres y mujeres, y entre padres e hijos (Molyneux,
1985a). Muchos Estados socialistas han prohibido la poliginia, el matrimonio
entre menores y los pagos matrimoniales, y han abolido el derecho del varón
al divorcio unilateral y a la custodia automática de los hijos. Las leyes
matrimoniales también se han modificado para otorgar a la mujer los mismos
derechos de propiedad y de sucesión que el varón. En sociedades donde el
linaje o el hogar constituían unidades propietarias de tierras, la reforma de
las leyes matrimoniales ha tenido que desarrollarse conjuntamente con la
reforma catastral. Muchos Estados socialistas han reconocido que la
evolución de las relaciones entre hombre y mujer impone un cambio del
derecho de propiedad, cambio que se ha valorado positivamente. Las
enmiendas a las leyes matrimoniales no siempre han conseguido introducirse
sin problemas. Cuando el partido comunista chino presentó en 1950 las
nuevas leyes por las que se regulaba el matrimonio y la propiedad de la tierra,
lanzó una campaña destinada a garantizar la aplicación de la ley del
matrimonio, centrada deliberadamente en destruir la «familia feudal». El
interés del partido por acabar con el matrimonio «feudal» se interpretó como
una manera de ofrecer a la mujer la posibilidad de huir de matrimonios
insatisfactorios y, entre 1950 y 1953, los tribunales pronunciaron un
promedio anual de 800 000 sentencias de divorcio. La mayoría de las
solicitudes de divorcio procedían de mujeres. Sin embargo, muchas de las
mujeres que pretendían acogerse a la ley encontraban una fuerte resistencia
por parte del marido, de la familia política y de los dirigentes del partido. Los
maridos concebían, al parecer, la ley como una amenaza de perder tanto sus
tierras como a sus mujeres. La resistencia era a menudo violenta y muchas
mujeres fueron asesinadas o abocadas al suicidio. Un informe del gobierno
fechado en 1953 estimaba que en los tres años de vigencia de la ley, habían
fallecido entre 70 000 y 80 000 mujeres por estos motivos (Stacey, 1983: 176-
8).

En otras circunstancias, por supuesto, las campañas oficiales pueden surtir


efectos totalmente contrarios, especialmente cuando la ideología subyacente
a la política oficial está lo suficientemente consolidada. Una mujer
entrevistada en Yemen del Sur expresó su postura con estas palabras: «Si
puedo decir que al no permitir que me ponga a trabajar o al no poder casarme
con quien yo quiera, puedo decir públicamente que actúan como
contrarrevolucionarios y desafían las leyes del país, existen más
probabilidades de que no se opongan a mis intenciones» (Molyneux, 1981:
13). El Estado otorga, por lo menos, algo de protección a la mujer frente a la
oposición del marido o de la familia. Esta protección es, sin embargo,
contradictoria y se ve neutralizada por las trabas sociales, culturales y
económicas que encuentra la mujer para acceder a las leyes aunque estas
existan. Algunas feministas alegan que el derecho defiende la concepción de
la «familia» como mundo privado en el que el Estado no se atreve a
inmiscuirse. En algunas obras de feministas británicas, se ha citado la
renuencia que muestra la policía a intervenir en casos de violencia doméstica
como un ejemplo de la poca predisposición del Estado a ocuparse
directamente de los asuntos propios de las familias (Ortner, 1978: 28-30). Si
no se expresa correctamente, este punto de vista parece ser un factor
irrelevante, pero es cierto que algunos tipos de intervención en la vida
«familiar» se enfrentan con una fuerte resistencia por parte de hombres y
mujeres, tanto en países socialistas como en países capitalistas de todo el
mundo. En realidad, los críticos del socialismo citan a menudo la
«interferencia» estatal en la vida «privada» de la «familia» como una de las
características inaceptables de los sistemas socialistas.

Empleo

Todos los Estados socialistas han aplicado políticas destinadas a integrar a la


mujer en el mundo del trabajo asalariado, para ser consecuentes con sus
programas de expansión económica. En Cuba, por ejemplo, antes de 1959
solo el 17 por ciento del trabajo asalariado era realizado por mujeres. Estas
mujeres se concentraban en el servicio doméstico, en las profesiones liberales
y en los sectores textil, alimentario y del tabaco. Menos del 2 por ciento de las
mujeres trabajaba en el sector agrario y ello reflejaba, sin duda, su exclusión
del floreciente sector de la caña de azúcar (Croll, 1981c: 386; Murray, 1979a:
60-2). Después de la revolución, la reforma agraria transfirió las tierras de
propiedad privada al Estado y se crearon granjas estatales, pero el 20 por
ciento aproximadamente de la tierra permaneció en manos de minifundistas.
A principios de los 60 ya se había movilizado la mayoría de mano de obra
masculina disponible en las zonas rurales y, debido a la expansión económica,
Cuba estaba pasando rápidamente de ser un país con graves problemas de
desempleo y de subempleo a ser un país con escasez de mano de obra. Como
consecuencia, se fomentó la entrada de la mujer en el mercado laboral de la
producción agrícola asalariada (Croll, 1981c: 387; Murray, 1979a: 63-4). No
obstante, el número de mujeres que se incorporó a este tipo de trabajo fue
bastante reducido y la distribución del trabajo agrícola siguió fiel a la división
«natural» del trabajo, basada aparentemente en criterios de fuerza física. La
división sexual del trabajo se definió legalmente en 1968, en las ordenanzas
47 y 48 del Ministerio de Trabajo, que reservaban algunas categorías
laborales a la mujer y le negaba el acceso a otras. Estas ordenanzas fueron
derogadas en 1973, pero la Constitución de 1976 declara que el Estado
garantiza que se atribuirán a la mujer «trabajos adaptados a su constitución
física» (Murray, 1979a: 70; 1979b: 103; Latin American and Caribbean
Women's Collective, 1980: 102-3; Croll, 1981c: 388). Tanto Croll como
Murray subrayan que la necesidad de alcanzar la máxima productividad
económica, apoyada por creencias muy arraigadas respecto a la capacidad de
la mujer, ha llevado al confinamiento de las trabajadoras a sectores concretos
de la economía y a tipos determinados de tareas dentro de dichos sectores
(Murray, 1979b: 105; Croll, 1981c: 388-9).

Cuba es un caso particularmente interesante en este aspecto, dados los


enormes esfuerzos desplegados para modificar la relación de la mujer con el
trabajo reproductor y productivo. Según Murray, en la década de los 70, Cuba
decidió dedicar al cuidado de los hijos de madres trabajadoras un porcentaje
del producto nacional bruto superior al de la mayoría de países. El número de
guarderías pasó de 109 en 1962 a 658 en 1975, año en el que se alcanzó una
capacidad para el cuidado de 55 000 niños. Las guarderías aceptan niños de
edades comprendidas entre seis semanas y seis años, y ofrecen asistencia
médica, comida y ropa limpia. La mayoría permanecen abiertas desde las 6 de
la mañana hasta las 6 de la tarde y algunas aceptan niños en régimen de
internado durante toda la semana laboral. Con eso y con todo, dada la
situación económica de Cuba, incluso una estrategia global de este tipo
resultaba insuficiente para cubrir la demanda. Se daba prioridad a las madres
trabajadoras y, como indica Croll, surgía a menudo la cuestión de saber si era
más importante el trabajo o el cuidado de los hijos (Murray, 1979a: 64-5;
Croll, 1981c: 390-1).

Además de la implantación de guarderías, el Estado cubano llevó a cabo otras


acciones destinadas a socializar las labores domésticas, como por ejemplo, la
creación de comedores comunales en los centros de trabajo y de servicios de
lavandería. Pero a la vista del coste que suponía la prestación de estos
servicios, su puesta en funcionamiento fue lenta y se limitó a las zonas
urbanas. En 1974, las organizaciones de mujeres reclamaron la expansión y la
mejora de los servicios de oferta de prendas de vestir y de comidas
preparadas, así como la reducción de la jornada laboral, con objeto de poder
ampliar su formación y dedicar más tiempo a las responsabilidades
domésticas. El gobierno respondió con una campaña que fomentaba un
reparto más equitativo de las tareas domésticas entre el hombre y la mujer.
Antes de ser aprobado, el Código de familia de 1974 fue ampliamente
debatido en el seno de las organizaciones femeninas, en centros laborales y
en otros foros. Las mujeres denunciaban la falta de cooperación del varón en
asuntos domésticos y familiares, y proclamaban que se les pedía que se
integraran en el mercado laboral sin tener en cuenta que debían realizar
asimismo las tareas del hogar (Latin American and Caribbean Women's
Collective, 1980: 101). Como resultado de estos debates, el Código de familia,
además de redefinir los procedimientos del matrimonio y del divorcio,
explicita que dos cónyuges que realizan trabajos remunerados deben
compartir por igual las tareas domésticas y ocuparse del cuidado de los niños,
sean cuales fueren sus responsabilidades sociales y la naturaleza de su
empleo (Croll, 1981c: 391). En todas las ceremonias matrimoniales se leen las
secciones pertinentes de esta avanzada ley, para «recordar al varón sus
deberes», pero existen pocos ejemplos que demuestren si esta práctica se ha
generalizado o si las mujeres encuentran más facilidades para conciliar las
exigencias de las actividades reproductoras que entran en conflicto con su
actividad laboral (Murray, 1979b: 101-3). Las mujeres de las zonas rurales no
participan masivamente en el trabajo asalariado —excepto en tareas
voluntarias, estacionales o temporales— debido, en gran parte, a que la
intervención no remunerada de estas mujeres en el sector minifundista sigue
siendo indispensable. Las mujeres de las zonas rurales, tanto si participan en
trabajos asalariados como si no, deben ocuparse de las tareas domésticas, y
responden a las exigencias de la producción y de la reproducción cooperando
unas con otras de manera informal, estableciendo sistemas rotativos para
cuidar de los niños y/o renunciando al trabajo asalariado. Según Croll,
durante una campaña intensiva para fomentar la entrada de la mujer en el
mundo del trabajo asalariado, tres de cada cuatro mujeres se negó a aceptar
un empleo debido al tiempo que dedicaban a las tareas «domésticas», a la
falta de servicios y a la actitud conservadora de los maridos (Croll, 1981c:
391-2). Murray observa que, aunque el número de mujeres que se incorporó a
la población activa en 1968 y 1969 fue superior al registrado en toda la
década anterior, un 76 por ciento de las que entraron en el mercado laboral
en 1969 dejó de trabajar al cabo de un año, fenómeno que se repitió en años
posteriores. La Federación de Mujeres Cubanas (FMC) realizó un sondeo para
descubrir las razones por las cuales la mujer abandonaba el trabajo
asalariado. El «tumo doble» y la falta de servicios eficaces que facilitaran las
tareas domésticas fueron dos de los motivos más citados, junto con la escasez
de bienes de consumo (que redujo los incentivos por trabajar), las deficientes
condiciones laborales y la falta de comprensión por parte de los
administradores de los centros de trabajo ante los problemas «específicos» de
la mujer (Murray, 1979b: 99-100).

Estas dificultades y frustraciones no son exclusivas de Cuba. Para apreciar el


alcance de la cuestión puede ser útil establecer una comparación entre Cuba
y la Unión Soviética, ya que, a simple vista, la situación de la mujer en ambos
países es muy distinta. Una de las características más notables de la
economía soviética es el número de mujeres que participan en el trabajo
asalariado. Las mujeres constituyen el 51 por ciento de la mano de obra total,
el 49 por ciento de los trabajadores industriales, el 51 por ciento de los que
trabajan en granjas colectivas y el 45 por ciento de los trabajadores en
granjas estatales. A finales de los años 60, el 80 por ciento de las mujeres en
edad de trabajar tenían empleos fuera del hogar (Buckley, 1981: 80). Esta
situación contrasta fuertemente con la de Cuba, donde las mujeres solo
representan el 25 por ciento de la mano de obra asalariada (Croll, 1981c:
387). El principal incentivo para lograr la incorporación de la mujer al
mercado laboral soviético fue el desequilibrio demográfico entre sexos,
resultado de la revolución y de las dos guerras mundiales, ante la necesidad
de mantener una elevada productividad y potenciar el crecimiento económico.
En 1946, se había restablecido ya el equilibrio entre sexos. «Las mujeres en
edad de trabajar superaban a los varones del mismo grupo de edad en la
increíble cifra de 20 millones» (Buckley, 1981: 80-1). Los factores
demográficos no fueron los únicos que determinaron las elevadas tasas de
participación femenina en el mercado laboral, los factores económicos fueron
igualmente esenciales. El objetivo fijado por el gobierno de lograr una rápida
industrialización y la necesidad de producir alimentos para una creciente
población urbana e industrializada significaba una mayor demanda de mano
de obra tanto en el sector industrial como en el agrícola. Según Buckley, pese
al compromiso ideológico en favor de la igualdad de la mujer, el cumplimiento
de esta premisa, de acuerdo con las líneas maestras fijadas por Marx y por
Engels, tuvo menos influencia en la consecución del porcentaje más elevado
del mundo de participación femenina en el mercado laboral que los efectos
combinados de la presión demográfica, la escasez de mano de obra y la
necesidad de conseguir un rápido crecimiento económico (Buckley, 1981: 84).

Al igual que en Cuba, la importancia del crecimiento económico y de la


elevada productividad tuvo efectos contradictorios en la posición de la mujer.
Muchas mujeres soviéticas accedieron efectivamente al mercado laboral, pero
numerosos cronistas han subrayado que el trabajo femenino, tanto en el
sector industrial como en el agrícola, se concentra en actividades no
cualificadas y manuales, por consiguiente mal remuneradas. La segregación
ocupacional por razones de sexo no ha desaparecido pese al compromiso
ideológico de igualdad. La situación de la mujer de las zonas rurales es
particularmente interesante. Las mujeres constituyen la proporción
mayoritaria de trabajadores de granjas colectivas, pero trabajan menos días
al año que los hombres —de 50 a 100 días menos. Además de las tareas
colectivas, las mujeres desempeñan actividades en el sector privado
secundario, cultivando frutas y hortalizas, y criando animales para el consumo
del hogar. Según estimaciones, el valor de este trabajo indica que los terrenos
de cultivo privados suministran el 80 por ciento de la carne y el 75 de las
verduras necesarias para el consumo de una familia campesina (Croll, 1981c:
376). La mayoría de las trabajadoras del sector agrícola están empleadas en
las tareas más pesadas, menos especializadas y menos mecanizadas (Buckley,
1981: 85). El desequilibrio entre los niveles de especialización procede de la
disparidad en los niveles de educación entre hombres y mujeres, toda vez que
las tasas de alfabetismo entre las mujeres de las zonas rurales se sitúan
teóricamente alrededor del 98,5 por ciento (Croll, 1981c: 77). Existen, sin
lugar a dudas, muchos aspectos de desigualdad entre hombres y mujeres de
las zonas rurales y, lo que es más importante, la incorporación de estas
últimas al trabajo asalariado se ha traducido en una «triple carga», donde las
mujeres trabajan en granjas colectivas, cultivan hortalizas y crían ganado en
las parcelas familiares y llevan a cabo las tareas domésticas[91] . Tanto en
Cuba como en la Unión Soviética, los cambios en las relaciones de producción
han dejado prácticamente intacta la división sexual del trabajo.

Cuidado de los niños y tareas domésticas

En la Unión Soviética, al igual que en Cuba, se ha intentado socializar el


cuidado de los niños y las tareas domésticas con vistas a aliviar la carga de la
mujer. Pero, según Croll, encontrar soluciones para el cuidado de los niños
sigue siendo la principal dificultad con la que se enfrentan las mujeres en las
zonas rurales y urbanas. En las zonas rurales, solo el 7 por ciento de los niños
en edad preescolar pueden acudir a guarderías, frente al 37 por ciento en las
ciudades. Durante los periodos de mayor demanda laboral se acondicionan
guarderías provisionales situadas en los campos donde trabajan las madres o
en zonas de juego locales, pero carecen del material necesario. Solo el 40 por
ciento de las granjas colectivas tienen guarderías propias y la mitad de estas
no tienen carácter permanente (Croll, 1981c: 378-9). También se han creado
algunos comedores comunales, pero casi exclusivamente en las ciudades
(Buckley, 1981: 90-3).

Tanto Cuba como la Unión Soviética han fracasado en su intento por aliviar la
«doble carga» de tareas reproductoras y productivas de las mujeres. Ello se
debe, en gran medida, a que incluso en las economías planificadas con un alto
grado de colectivización, cada hogar sigue constituyendo, hasta cierto punto,
una unidad de producción y de consumo, y en muchos casos sigue velando por
el cuidado de la prole. Esta situación se da sobre todo en los hogares rurales.
En las zonas urbanas, como ocurre en las rurales, ocuparse de la casa lleva
mucho tiempo dado que el suministro de bienes de consumo y de venta al
detalle presenta deficiencias considerables. Muchas zonas adolecen de una
total falta de cañerías modernas, de instalación eléctrica y, por ende, de
frigoríficos y otros electrodomésticos, con lo cual se multiplican las horas
invertidas en mantener los servicios básicos del hogar (Jancar, 1978: cap. 3;
Buckley, 1981: 90). Estudios llevados a cabo sobre la organización del tiempo
reflejan que las mujeres se ocupan de la mayor parte de las tareas domésticas
no remuneradas, como por ejemplo hacer la compra, lavar, limpiar, cocinar y
cuidar a los niños, durmiendo por consiguiente menos horas y disfrutando de
menos tiempo libre que los varones (Croll, 1981c: 379). Los gobiernos cubano
y soviético han acometido la socialización de las tareas domésticas, pero los
logros al respecto han sido muy irregulares y se han visto limitados
considerablemente por el coste que suponían.

Los problemas de Cuba y de la Unión Soviética no son en ningún caso


especiales, pues son típicos de los Estados socialistas contemporáneos
(Jancar, 1978; Scott, 1974). La entrada de la mujer en el mercado laboral ha
supuesto sencillamente intensificar la carga que ya soportaba. El limitado
desarrollo del sector de servicios, el enorme coste de la socialización del
cuidado de los niños y de las tareas domésticas, así como la atención
prioritaria a la expansión y al crecimiento económicos han conformado una
situación en la que el compromiso ideológico de «emancipación» de la mujer
se ha desvelado muy difícil de cumplir en términos prácticos. Esta explicación
del fracaso cosechado por los Estados socialistas en el intento por solucionar
la «cuestión femenina» —el argumento de la «falta de recursos»— adquiere
bastante fuerza. Un segundo argumento, que a menudo es alegado por
gobiernos y organizaciones de los Estados socialistas, se basa en dificultades
de carácter ideológico o “cultural”. Se cree que el principal problema estriba
en las creencias y costumbres sobre las que descansa la división sexual del
trabajo, especialmente en el hogar. En Cuba y en China, por ejemplo, se han
lanzado campañas para tratar de modificar la actitud de las personas ante el
trabajo doméstico y eliminar los puntos de vista catalogados de
“reaccionarios” acerca de las relaciones entre hombres y mujeres. La
legislación cubana por la que se garantiza la igualdad en el trabajo doméstico
forma parte de este programa. La reforma a este nivel es a todas luces
necesaria y se encuentra, sin duda, ante un camino largo y tortuoso. Elisabeth
Croll señala que, pese a la urgencia de las reformas, es preciso definir en
primer lugar la cuestión en términos ideológicos para evitar soluciones más
radicales al problema. Un excesivo énfasis ideológico «puede ocultar la
necesidad de cambiar determinadas prácticas materiales que sostienen los
principios discriminatorios contra la mujer» (Croll, 1981b: 371).

Nuevas formaciones familiares

Junto a las explicaciones basadas en la «falta de recursos» y en la «ideología


cultural», destinadas a justificar el malogrado cambio de las relaciones de
género, los críticos han apuntado otras causas de este fracaso. Por ejemplo, el
no haber considerado la necesidad de erradicar la desigualdad entre sexos
como una cuestión clave, pese a haberse afirmado lo contrario, o el carácter
indispensable y funcional de la división sexual del trabajo dentro del sistema
social. Maxine Molyneux propone un alegato muy convincente en favor de una
solución intermedia (Molyneux, 1985a). Esta postura se ve corroborada por la
evolución de la «familia» en los Estados socialistas.

Una de las falacias más extendidas sobre los Estados socialistas es su empeño
por «destruir» la familia. Esta afirmación presupone que el sistema comunal
de convivencia y trabajo implica necesariamente la destrucción de la familia
como unidad básica de la sociedad. Varias son las feministas que se han
aplicado en demostrar que esta tesis es totalmente errónea. La legislación
familiar, lejos de intentar destruir la familia, pretende en realidad crear una
forma específica de familia que garantice la estabilidad social y productiva y
que actúe como unidad básica de la sociedad, especialmente ante la
importante tarea de socializar a los jóvenes, sin perder de vista los objetivos
socialistas y nacionalistas. El mantenimiento parcial de la «familia» como
unidad de producción y consumo en las zonas rurales de muchos Estados
socialistas no procede de la falta de recursos ni de una aplicación incorrecta
de las «políticas socialistas», sino que es una consecuencia directa del papel
que la familia debe desempeñar dentro del esquema socialista.

Maxine Molyneux señala que es preciso dividir la «política familiar» en dos


fases. La primera tiene por objeto transformar la denominada familia
patriarcal tradicional —una transformación que forma parte de una estrategia
global destinada a modificar las relaciones sociales y, en particular, la base
productiva sobre la que se establecen. En esta fase, se presta especial
atención a los nexos de unión entre el desarrollo socialista y la emancipación
de la mujer, y se aplican reformas radicales tendentes a modificar las
relaciones de género y de propiedad y a erosionar el poder de los sistemas
sociales y religiosos «tradicionales» (Molyneux, 1985a: 54-7). Es importante,
como han señalado muchas escritoras feministas, reconocer el efecto real de
algunas de estas reformas en la emancipación de la mujer y en la situación de
los sectores más pobres de la sociedad. Si la primera fase se caracteriza por
la destrucción, la segunda se distingue por la reconstrucción. La familia
transformada se reconstruye como unidad básica de la sociedad, encargada
de la reproducción física y social de la siguiente generación de trabajadores.
Estas responsabilidades recaen sobre todo en la mujer por su función de
trabajadora asalariada y de madre, y el futuro de las políticas oficiales pasa a
depender de la capacidad de la mujer de desempeñar correctamente su
«nuevo» papel de trabajadora y su «tradicional» papel social y doméstico en
el seno de la familia. La nueva mujer socialista, como señala Molyneux, es
«una madre trabajadora» (Molyneux, 1985a: 57). Esta doble función causa
conflictos, frustraciones y un exceso de trabajo en las mujeres afectadas, pero
provoca asimismo conflictos en las políticas estatales. Tras un periodo inicial
destinado a «modernizar» la familia, y a liberar a la mujer para que se
dedique al trabajo asalariado, que forma parte de un proceso de
reestructuración y de incremento de la capacidad productiva de la economía,
el segundo periodo pretende estabilizar de forma efectiva el nuevo orden
social y lograr que la familia y la mujer se adapte perfectamente a los
objetivos sociales y económicos del Estado. No se trata en ningún caso de
«deshacerse» de la familia (Davin, 1987a: 154-7). Esta conclusión se ve
corroborada por el punto de vista altamente positivo de los Estados socialistas
respecto a las relaciones heterosexuales y al matrimonio monógamo, frente a
la reacción excepcionalmente negativa ante las relaciones prematrimoniales,
el divorcio (aunque ambas prácticas estén permitidas), la homosexualidad, la
filiación ilegítima y cualquier forma alternativa de relación sexual y
procreadora[92] .

La importancia de la familia como fuente de estabilidad social y de


crecimiento económico, a través de la continuidad social y física de la
siguiente generación de trabajadores, constituye la clave para comprender
determinados Estados socialistas, especialmente la Unión Soviética, China y
los países de Europa del este. Maxine Molyneux señala que los sociólogos
soviéticos han empezado a defender la idea de que prestar demasiada
atención al trabajo de la mujer y desdeñar su papel en la familia constituye
una de las principales causas de las elevadas tasas de divorcios, alcoholismo y
problemas juveniles (Molyneux, 1985a: 60). La preocupación por la caída de
la tasa de natalidad, claramente ligada a la ansiedad suscitada por las
exigencias económicas en materia laboral, repercute directamente en la
mujer, que es invitada a asumir la responsabilidad social de la reproducción y
a ampliar o limitar el tamaño de la familia de acuerdo con los objetivos
sociales y económicos del Estado. En China, las mujeres solo pueden tener
uno o dos hijos como máximo[93] , mientras que en Yemen del Sur, en los
países de Europa del este y en la Unión Soviética, las políticas oficiales
fomentan la natalidad (Molyneux, 1981: 18)[94] . En la Unión Soviética, la
reducida tasa de natalidad, denominada de forma elocuente «huelga de las
madres», desembocará probablemente en una política que ofrezca a la mujer
más incentivos para permanecer en el hogar mientras los niños sean
pequeños, acentuando así las diferencias entre hombres y mujeres tanto en
casa como en el lugar de trabajo (Molyneux, 1985a: 60).

Al examinar las limitaciones de la reforma familiar en los Estados socialistas,


es igualmente importante tener en cuenta que las políticas oficiales se han
enfrentado con una cierta resistencia, incluso cuando su aplicación se ha
limitado a periodos de vigencia muy cortos[95] . Las prácticas en materia de
parentesco y de matrimonio se han mantenido inflexibles al cambio en
muchos contextos, no sencillamente por razones de «tradicionalismo» o
«retraso cultural», sino porque continúan siendo un medio necesario para
aplicar estrategias de supervivencia doméstica, incluso bajo las condiciones
de la «nueva» economía socialista[96] . No obstante, sería erróneo contemplar
la política familiar de los países socialistas como el resultado de la incorrecta
aplicación de las políticas socialistas, debido a las necesidades «cínicas» del
Estado o al «tradicionalismo» o sistemas culturales tan arraigados en las
personas afectadas. Las relaciones entre el Estado, la familia y el cambio
revolucionario son más complejas de lo que una explicación de este tipo deja
entrever.

Judith Stacey ha explicado el desarrollo de la revolución china y los cambios


en la política familiar introducidos en la China del siglo XX. En su análisis
deja claro que la relación entre transformación familiar y cambio macrosocial
se articula en tomo a una compleja dialéctica. La familia china no se limitó a
resistir o a adaptarse a las políticas oficiales, antes bien las estructuras
familiares, sociales e ideológicas, contribuyeron a modelar las
transformaciones sociales inspiradas por el Estado. La evolución de la familia
no fue una variable «dependiente» ni «independiente», sino algo «inseparable
de las causas, procesos y consecuencias generales de la revolución socialista»
(Stacey, 1983: 259-60). Stacey opina que los logros y las limitaciones de la
revolución china dimanan de la interdependencia entre patriarcado (control
jerárquico del varón en la familia china) y socialismo. Pero este «matrimonio»
entre patriarcado y socialismo no descansa sobre la supervivencia de una
familia anacrónica «tradicional» que se ha adaptado sencillamente a la
política socialista o se ha mantenido intacta debido a la utilidad que
representa para el Estado socialista. Muy por el contrario, la familia en China
ha experimentado una revolución, en el transcurso de la cual el patriarcado
ha actuado como fuerza revolucionaria.

Stacey alega, de forma muy convincente, que la reforma y la colectivización


agrarias no han socavado la base material de la familia patriarcal, sino que
han contribuido a democratizar el acceso a los recursos esenciales,
especialmente a la tierra, consolidando y garantizando así el futuro de la
familia bajo el liderazgo del varón. Afirma, asimismo, que el apoyo más
ferviente del socialismo patriarcal procedió de los linajes ya existentes en las
zonas rurales. Las cooperativas de productores se crearon en tomo a pueblos
o vecindades donde, debido al sistema social basado en linajes y en el
matrimonio patrilocal, la mayoría de hogares ya estaban ligados por línea
masculina. Una vez eliminados los terratenientes y los campesinos opulentos,
las tierras y otros recursos del pueblo pasaron de forma igualitaria a manos
de los descendientes de anteriores patrilinajes. La colectivización afianzó los
vínculos entre varones emparentados pertenecientes a una misma
cooperativa, que además asumieron el liderazgo inherente a su nuevo poder
económico. El Estado y los productores rurales colaboraron en un proceso
que «fortaleció la seguridad de la familia patriarcal y fomentó el desarrollo
socialista» (Stacey, 1983: 203-11).

La situación en las zonas urbanas, donde no existe la concentración


geográfica como base del control patriarcal, la situación es ligeramente
distinta. La vida de las familias urbanas es menos patriarcal que la
característica de la China urbana prerrevolucionaria o de la China rural
contemporánea (Stacey, 1983: 235-7). Stacey afirma, sin embargo, que el
varón ocupa una posición dominante en el altamente privilegiado sector
público de empleo, mientras que la mujer asume la responsabilidad de las
tareas domésticas, y que estas divisiones aparecen igualmente en el mundo
de la educación y del poder político. El resultado inevitable es un sistema
económico y social estratificado por sexos. Estos factores indican una
disminución, en lugar de una supresión, del control patriarcal en el contexto
urbano. Stacey llega a la importantísima conclusión de que,
independientemente del alcance de su decadencia, el «patriarcado privado»
ha sido sustituido en gran medida por un «patriarcado público» (Stacey,
1983: 235-40). Este «patriarcado público» se manifiesta en las múltiples
intervenciones directas que el Estado realiza en la vida familiar, y en China, al
igual que en otros Estados, adquiere un peso ideológico importante
encarnado en la expresión «padre del pueblo» para referirse al líder político
(Molyneux, 1985a: 58).
La emancipación de la mujer y las organizaciones femeninas

Los logros de los Estados socialistas no son ni mucho menos insignificantes.


En la mayoría de los casos, el socialismo ha mejorado enormemente la vida
social y familiar de los ciudadanos: ha proporcionado una seguridad elemental
en materia social y económica, ha cosechado importantes resultados en
materia de educación y sanidad, y ha multiplicado las oportunidades de vida
de muchas personas. Las ventajas de estas profundas mejoras han
repercutido, aunque de manera desigual, en las mujeres, en los pobres y en
los marginados. El lado negativo de la historia es que la emancipación de la
mujer se percibe como un proceso profundamente arraigado en la
transformación social global, de forma que las políticas relativas a la mujer
están íntimamente ligadas a la política y a los objetivos del Estado. La
emancipación de la mujer podría ser un objetivo por el que luchar, pero sus
posibilidades y su progreso se ven obstaculizados por estar supeditada al
proceso global de transformación social y económica. La modificación de los
objetivos socioeconómicos generales lleva consigo, pues, un cambio en la
lucha por la emancipación de la mujer. En los últimos años, muchas
feministas han reconocido que se trata de una cuestión política. Si el Estado
no rectifica su política, otros organismos representativos, en este caso las
organizaciones femeninas, deberán conminarle a ello.

Las mujeres, como cabía esperar de lo dicho hasta el momento, están mal
representadas en las estructuras institucionales y políticas de los Estados
socialistas: el número de cargos oficiales que ocupan en las altas esferas no
es proporcional a su participación en la producción ni en la población en su
conjunto (Jancar, 1978: 88-105; Croll, 1981b: 371). La situación, al igual que
en los Estados capitalistas, es desalentadora y frustrante, y los especialistas
se muestran incapaces de ofrecer una explicación convincente y se limitan a
considerarla como una etapa del camino hacia un futuro mejor. Como escribe
ingeniosamente Maxine Molyneux: «Después de todo, podría alegarse, con
toda razón, que si un país puede enviar a una mujer al espacio, podría muy
bien apañárselas para introducir el mismo número de hombres y de mujeres
en su Politburó» (Molyneux, 1985a: 51). La falta de representación oficial de
la mujer en las estructuras políticas se ha atribuido, sucesivamente, a la
supremacía de los varones en los partidos comunistas dirigentes, al carácter
«fraternal» que guía la actividad política y al hecho de que muchos cargos
inferiores de la jerarquía política no están remunerados, pero exigen la
asistencia a reuniones fuera de la jornada laboral, horas en las que la mujer
se dedica a sus obligaciones domésticas. Todos estos factores son relevantes,
pero la principal causa del fracaso está, tal vez, ligada a la representación
política y al tipo de ciudadanía que debe asumir la mujer en el Estado
moderno.

La historia de las organizaciones femeninas en los Estados socialistas y el


desarrollo de la relación entre socialismo y feminismo es fascinante. Tanto en
China como en la Unión Soviética, los primeros movimientos feministas eran
abiertos y activos, pero temores posteriores a que las mujeres se desligaran e
independizaran con respecto a los objetivos globales de la lucha de clases
condujeron a la disolución de las organizaciones femeninas, que volvieron a
constituirse en los años 60 y 70 como parte integrante de unas campañas
oficiales tendentes a mejorar la posición de la mujer en la sociedad (Croll,
1978; Jancar, 1978: 105-21). En todos los Estados socialistas, las
organizaciones femeninas han desempeñado un papel clave a la hora de
explicar, poner en práctica y exigir medidas oficiales destinadas a mejorar la
situación de la mujer. Pero no debemos olvidar que las organizaciones
femeninas, al igual que los sindicatos y otros colectivos, solo existen si el
partido dirigente lo considera oportuno. A pesar de las campañas lanzadas en
los años 60 y 70 con vistas a concienciar a la población de la «doble carga»
soportada por la mujer, de la desigualdad salarial y de su posición adversa en
la vida social y política, muchos partidos dirigentes parecen seguir aferrados
a la idea de que las organizaciones femeninas constituyen una fuerza
revolucionaria indispensable en las primeras etapas del desarrollo, pero que
en la futura sociedad socialista ya no serán necesarias, pues la política sobre
la mujer se enmarca en el desarrollo socioeconómico global. Por ello, se
fomenta la creación de organizaciones femeninas como mecanismo del
partido en el poder tendente a extender la política oficial a una
circunscripción femenina, en lugar de contemplarlas como un grupo de
presión independiente que organiza a las mujeres y las anima a desempeñar
un papel activo en el establecimiento y definición de sus propias necesidades
y reivindicaciones. La relación entre feminismo y socialismo se ha visto
complicada por la preocupación de los miembros del partido dirigente ante el
«separatismo», y los grupos femeninos y sus líderes se han encontrado a
menudo en la posición ambigua de tener que defender los derechos y la
posición de la mujer, mientras que al mismo tiempo esquivaban todo lo que
pudiera interpretarse como «feminismo burgués» (Croll, 1978: 310). En la
década de los 60 y de los 70, el «restablecimiento» evidente de las
organizaciones femeninas en muchos Estados socialistas no ha resuelto el
problema de forma satisfactoria. La lucha de clases y la conciencia de clase
siguen primando sobre la lucha de géneros y la conciencia feminista. La
emancipación de la mujer se percibe como una revolución en el interior de
otra revolución y, como consecuencia, las organizaciones femeninas han
tenido más éxito en lograr el apoyo de las mujeres para políticas oficiales, que
en conseguir que las políticas oficiales se adaptaran a las necesidades de la
mujer (Croll, 1981b: 373).

Las mujeres de las sociedades socialistas reconocen y confirman


constantemente que las políticas socialistas no son suficientes para modificar
las relaciones de género. Muchas especialistas en feminismo y feministas en
activo parecen estar de acuerdo en que el único medio para modificar las
relaciones de género consiste en organizar a las mujeres, en fomentar las
movilizaciones en favor de la mujer y en crear un movimiento feminista
independiente en los países afectados. Este argumento tiene mucha fuerza
pero ignora un aspecto fundamental: el verdadero carácter de la relación
entre hombres y mujeres.

La mujer en las instituciones políticas, burocráticas y de decisión

En los países socialistas, pese a la igualdad jurídica, a la relativa autonomía


económica y al compromiso oficial de garantizar la participación total de la
mujer en la vida económica, social y política, es obvio que los hombres y
mujeres no mantienen el mismo tipo de relaciones con el Estado. Las mujeres
tienen los mismos derechos en su calidad de ciudadanas del Estado, pero no
parecen ser capaces de ejercerlos. La influencia de la mujer en la política
oficial es mínima en comparación con la del varón. Su posición en los
regímenes socialistas no es idéntica a la de los grupos «minoritarios» —
raciales, étnicos o religiosos— que sufren discriminación y, en ocasiones, son
incluso perseguidos. Las mujeres como colectivo cuentan, supuestamente,
con el apoyo del Estado, pero no pueden sacar partido de las ventajas, o por
lo menos de algunas de las ventajas, de dicho apoyo. Las mujeres y los
hombres pueden unirse teóricamente en la lucha revolucionaria, pero, a la
postre, el Estado los trata como sujetos políticos de distinta categoría. Tanto
en las sociedades socialistas como en las capitalistas, el Estado moderno
funciona, en parte, a través de un proceso de politización de las funciones de
la mujer y del varón; politiza o modela la posición que hombres y mujeres
ocuparán dentro del Estado en tanto que ciudadanos. Lo interesante es que
ninguna de las formas conocidas de Estado, antiguas, prístinas o modernas,
parece politizar el papel de la mujer de manera que posea una igualdad de
facto y no de jure con respecto al hombre. Estudios comparativos revelan que,
incluso en Estados donde la emancipación y la participación política de la
mujer reciben el reconocimiento y el apoyo del Estado, las instituciones y las
funciones políticas oficiales permanecen bajo dominio masculino. La literatura
feminista se ha hecho eco de esta idea. Algunos autores han afirmado que el
Estado no es neutral, porque las estructuras y las instituciones estatales están
dominadas por los hombres y, por consiguiente, contribuyen a
institucionalizar los privilegios del hombre. Ahora bien, la literatura feminista
no ha hecho más que atacar el problema más interesante, a saber, cómo
inscribe el Estado las diferencias de género en el proceso político, de manera
que se excluya la posibilidad de que la mujer —por lo menos bajo las formas
actuales de Estado— sea tratada como persona política, sean cuales fueren
sus derechos legales. El concepto de intereses de la mujer es fundamental
para el feminismo y para el análisis feminista, pero no para el ejercicio del
poder oficial, pese a las políticas sociales aplicadas en Estados socialistas y no
socialistas por igual. Los intereses de la mujer están englobados dentro de los
intereses generales de los ciudadanos, al margen de que las mujeres no
pertenezcan a la misma categoría de ciudadanos que los hombres. Es
importante percibir con claridad que la posición de la mujer y la capacidad de
satisfacer sus intereses se ven influidas por consideraciones de raza y de
clase, de origen étnico y religioso, pero el hecho de que algunas mujeres
puedan ejercer sus derechos como ciudadanas más fácilmente que otras no
afecta para nada a la desigualdad relativa que existe entre los dos sexos.

La validez del argumento que acabo de expresar dependerá en cierta medida


del significado exacto de los términos «ciudadano», «derechos», «ley», etc.
Este tipo de análisis se está llevando a cabo en la teoría social y política, y
forma parte de un proceso general de «replanteamiento del Estado»
(Pateman, 1985; Held, 1987; Yeatman, 1984). Sin embargo, a efectos de las
pretensiones de este capítulo, de carácter prospectivo más que concluyente,
me gustaría basar mi afirmación de que las mujeres y los hombres mantienen
relaciones distintas con el Estado y son, por consiguiente, sujetos políticos de
distinta categoría, en dos características observables de las relaciones
género/Estado: la primera es que las estructuras y las políticas del Estado
producen efectos distintos en los hombres y en las mujeres, y la segunda que
las mujeres y los hombres influyen de forma distinta en la actividad estatal.
Estos dos aspectos de las relaciones género/Estado abren varias vías de
estudio muy interesantes en antropología feminista y en antropología social.

Una de estas vías sería el estudio antropológico del Estado moderno. Trabajos
antropológicos anteriores se ocupaban de la formación de élites políticas,
pero últimamente el foco de atención es la antropología de las estructuras
políticas del Estado moderno y las cuestiones relativas a los procesos de
burocratización, toma de decisiones, ejercicio del poder y elaboración de
políticas. Este interés va combinado con la expansión del campo de
investigación relacionado con la participación de las clases privilegiadas en
grandes negocios, con la administración de empresas, con los procesos de
toma de decisión y con la lealtad de los empleados. Esta nueva tarea resulta
muy atractiva, pero el estudio antropológico del Estado tiene aún mucho
camino por delante. No se ha realizado prácticamente ningún trabajo sobre
democracia, sobre la relación entre ideologías políticas y culturales (excepto
acerca de cuestiones de nacionalismo}, sobre el concepto de ciudadano, de
acción política, de formas de representación política o de derechos civiles. La
antropología deberá abordar todos estos aspectos en las próximas décadas si
quiere granjearse la denominación de ciencia social moderna. La antropología
no ha mostrado tampoco ningún interés especial en analizar los grupos de
intereses a gran escala basados en filosofías sociales y políticas particulares
dentro de formaciones estatales, por ejemplo, en Europa del este podríamos
citar el CND (campaña para el desarme nuclear), el movimiento en favor de
los derechos de los homosexuales y los partidos ecologistas. A este respecto,
no obstante, se acoge con satisfacción cualquier iniciativa de introducir en la
disciplina cuestiones como la antropología y la violencia o la antropología y la
guerra nuclear. Parece obvio que cualquier estudio de antropología feminista
emprendido a partir de ahora deberá abordar seriamente todos estos
aspectos, siempre desde el punto de vista del Estado moderno y a tenor de la
creciente disolución de las fronteras de la disciplina dentro del marco de las
ciencias sociales; los trabajos sobre el concepto de acción política, de
ciudadano, de derechos civiles y de formas de representación política tendrán
una importancia capital. La antropología feminista ya ha empezado a
desarrollar las herramientas teóricas y metodológicas necesarias para
examinar estas cuestiones a través del estudio de los conceptos de
personalidad y de persona (véanse capítulos 2 y 3).

Otra vía de estudio abierta a la antropología feminista se refiere a las formas


de actividad política —en el sentido general de la palabra— que escapan al
control del Estado o están destinadas a desafiar, derribar o incluso reformar
el Estado. Se trataría aquí de un análisis de las formas de organización y de
las formas de protesta, además del examen de lo que consideramos actividad
«negativa», no participación o retirada política. Ya existen algunos trabajos
antropológicos de este tipo, que examinaremos más adelante, pero todavía
queda mucho por estudiar.

Un tercer campo de investigación interdisciplinaria, especialmente


interesante para las antropólogas feministas, es «la mujer y el desarrollo[97]
». Este estudio teórico y práctico analiza el Estado desde la perspectiva de las
cuestiones de género; se centra en consideraciones sobre la naturaleza de la
administración de las instituciones estatales, de la planificación económica,
de la formación de políticas, de la toma de decisiones y del ejercicio del poder
estatal; examina cuestiones relativas a la supremacía masculina y a los
privilegios del varón en lo que se refiere al acceso a los recursos públicos, así
como al poder político; plantea, además, problemas asociados a las ideologías
sobre el género y estudia de qué manera estas ideologías influyen en la
planificación y en las medidas políticas. Una vez más, es preciso evaluar el
éxito o el fracaso de las políticas oficiales destinadas a mejorar la situación de
la mujer en función del tipo de cambios económicos y sociopolíticos que
deben concebirse y aplicarse para potenciar el desarrollo. Este amplio campo
de investigación tiene puntos en común con el análisis de las organizaciones
femeninas, de la respuesta de la mujer a las iniciativas de desarrollo, y de su
reacción y su percepción con respecto al Estado y a sus agentes. La
antropología del desarrollo en su conjunto es un área en expansión dentro de
la disciplina, además de constituir el principal foco de la antropología
aplicada. Se trata de una de las áreas más complejas y difíciles de tratar,
puesto que combina la teoría y la práctica de tal manera que afecta
profundamente a la vida de las personas y plantea interrogantes políticos,
todos ellos de difícil respuesta. Esta es la rama de la antropología que más
acentúa el compromiso del feminismo por la teoría y la práctica, y como tal no
es de sorprender que muchas antropólogas feministas la califiquen de crucial
para la práctica futura de una antropología moderna.

En el capítulo 4 mencioné muchos de los cambios introducidos en la vida de la


mujer como resultado del desarrollo y de la penetración del capitalismo en los
sistemas de producción rural. Ahora ya disponemos de la suficiente
información sobre los efectos nocivos de muchos proyectos de desarrollo en la
mujer, especialmente en lo que se refiere al acceso a la tierra, a la propiedad,
a la tecnología, a la formación y a la toma de decisiones, así como sobre el
control de estos elementos —en particular a la luz de la modificación de las
relaciones productivas y reproductoras y de las relaciones entre los sexos
bajo el régimen colonial[98] . Los cambios en el sector agrícola han tenido
múltiples consecuencias en la mujer y, como ya he dicho, existe el peligro de
caer en generalizaciones fáciles. Una de las tendencias más sobresalientes
citada por los especialistas es el debilitamiento de la autoridad y del poder de
decisión de la mujer como resultado de la modificación de las funciones
productivas debida al auge de la comercialización de productos agrícolas
emparejado con la exclusión de la mujer del mundo de la tecnología, de la
formación y de los planes crediticios. Los primeros autores que escribieron
sobre la mujer y el desarrollo demostraron que muchos de los efectos
negativos de los programas de desarrollo en la mujer se debían al desprecio
y/o falta de interés que merecía el papel clave desempeñado por la mujer en
la producción. Intentos posteriores de rectificar errores pasados
desembocaron en una serie de políticas y de programas destinados
específicamente a la mujer. Los «proyectos para la mujer» han tenido un éxito
moderado en una amplia gama de contextos, pero el éxito ha sido mínimo en
la mejora de la participación de la mujer en las instituciones de toma de
decisiones y burocráticas, así como en la mejora de la representación política
de la mujer. Este fracaso relativo en el ámbito de la participación política y en
el proceso de toma de decisiones es particularmente pronunciado y no puede
explicarse sencillamente por la falta de voluntad por parte de políticos y
planificadores —ya que no siempre es este el caso— o por el desprecio o falta
de comprensión con respecto al papel de la mujer en la producción[99] . Uno
de los principales objetivos de la antropología feminista aplicada sería, a mi
parecer, hacer frente a la particular relación de la mujer con el Estado
moderno y, en lugar de circunscribir permanentemente la investigación al
«impacto del desarrollo en la mujer», dedicar más tiempo a examinar la
percepción de la mujer y su reacción ante las iniciativas de desarrollo,
incluida la aparente ausencia de respuesta[100] .

No existe ningún medio fácil o adecuado de caracterizar las formas en que la


mujer ha sido excluida de los procesos de toma de decisiones en el seno de las
nuevas estructuras administrativas y políticas, y/o ha visto minada su
autoridad, autonomía y poder en los sistemas socioeconómicos existentes
como consecuencia del cambio social planificado. Desdeñar a la mujer
campesina y excluirla de los esquemas de formación, de apoyo profesional y
de créditos es un ejemplo muy claro del camino seguido por el Estado para
definir las ideologías y las actividades del sistema de género (Staudt, 1978a;
1978b; 1982). La labor de los agentes oficiales para la promoción de la
agricultura consistía en visitar a los agricultores y ofrecerles la formación, así
como la información, necesaria acerca de distintas variedades de cultivos, de
servicios agrícolas y de planes de crédito. Existen pruebas de que estos
agentes preferían tratar con hombres que con mujeres, incluso cuando estas
últimas eran agricultoras y/o cabezas de familia, y cuando este tipo de
relación no estaba prohibida por los códigos culturales de conducta. Contar
con agentes femeninos era la solución ideal al problema, pero en algunos
países este cargo era exclusivo de los varones y, en otros, las mujeres
constituían una proporción ínfima del total (Bryson, 1981). Ello se debe en
gran medida a que el acceso de las mujeres a la formación agrícola era muy
limitado. En 1975, solo el 25 por ciento de los graduados de institutos de
estudios agrícolas de Tanzania eran mujeres, y el 25 por ciento de ellas
estudiaban nutrición, no agricultura (Fortmann, 1981: 210). De esta manera,
privar a la mujer de formación tiene dos vertientes de exclusión: no reciben
formación como agricultoras ni como agentes de extensión agraria.

Las mujeres sufren un tipo similar de exclusión respecto a los puestos


administrativos, burocráticos y de toma de decisiones asociados a los
esquemas de implantación de cooperativas y otras formas de proyectos de
desarrollo a gran escala. Las estructuras administrativas y directivas
características de estas iniciativas de desarrollo suelen tener un carácter
marcadamente jerárquico; aunque los esquemas o cooperativas se creen con
objeto de favorecer a las mujeres, la cumbre de la jerarquía está normalmente
ocupada por varones, por ejemplo la tesorería (Jain, 1980: 30). En muchos
casos, la presencia de un varón en la cumbre de la estructura administrativa
puede compensarse largamente si existe un grupo de mujeres capaces y
poderosas que garanticen un vínculo dinámico entre la cabeza visible y las
demás mujeres miembros de la cooperativa o del esquema. Pero en estos
casos es muy corriente encontrar que ese grupo de mujeres es una élite
dentro de la comunidad y que una, o varias, de ellas está emparentada con el
varón dirigente —en ocasiones son marido y mujer. Sonia Harris describe una
situación de este tipo en un proyecto generador de renta destinado a las
mujeres jamaicanas, donde el varón responsable del proyecto contaba con la
ayuda de un equipo de mujeres coordinado por su propia esposa y formado
por mujeres de reconocido prestigio y estatus en la comunidad (Harris, 1986:
135-6). La aparición de mujeres o de grupos de mujeres como líderes o
«negociadoras», que actúan de intermediarias entre la comunidad y las
personas u organizaciones que poseen acceso directo a los recursos y al
poder, es una característica propia de muchas iniciativas de desarrollo
centradas en la mujer o aplicadas a través de ellas. No obstante, este papel de
mediadoras no supone casi nunca un reconocimiento formal de la capacidad
de la mujer en la toma de decisiones ni en la organización del proyecto y, en
cualquier caso, solo otorga poder efectivo a personas o grupos de élite dentro
de la comunidad, en lugar de mejorar la representación global de la mujer en
política y su poder de decisión.

Uno de los medios para facilitar el acceso de la mujer a los recursos, a la


formación, a los cargos administrativos y al poder político dentro del Estado
es el suministrado por las nacientes organizaciones femeninas. Este
movimiento merece una gran aceptación, debido en parte a la repercusión de
la «Década de la mujer» (1976-85) declarada por la ONU. Una de sus
consecuencias ha sido el surgimiento de iniciativas de desarrollo dirigidas a
grupos de mujeres y, en particular, a grupos de ayuda a la mujer. Sería
totalmente imposible resumir la literatura existente sobre las mujeres y los
proyectos mundiales de desarrollo relacionados con ellas. En todo el mundo,
las mujeres luchan por defender sus intereses contra la discriminación social,
cultural, racial, económica y política. Estos grupos de mujeres son muy
distintos según su origen, objetivos y eficacia, especialmente en lo que
respecta a las actividades políticas. En los últimos diez años, se han formado
muchos grupos de mujeres que participan en un amplio abanico de
actividades, por ejemplo en organizaciones de cooperación, servicios de
asistencia sanitaria, planificación familiar, programas de escolarización,
planes crediticios y protección contra la violencia sexual (Jain, 1980; Metha,
1982). En el siguiente apartado presentaré algunos datos acerca de los
grupos de ayuda a la mujer creados en Kenia, y explicaré a través de ellos
algunas de las cuestiones suscitadas por la relación entre los grupos de
mujeres y el Estado.

Grupos femeninos de acción colectiva en Kenia

Según estimaciones, en 1984 existían en Kenia 15 000 grupos de mujeres,


que englobaban al 10 por ciento de la población femenina adulta del país
(McCormack et al. , 1986)[101] . El desacuerdo es generalizado cuando se
trata de valorar hasta qué punto estas asociaciones se basan en los grupos de
mujeres y en las actividades colectivas «tradicionales». Ciertamente, es bien
sabido que ya en los periodos precolonial y colonial existían grupos de
temporeras, redes de ayuda mutua, asociaciones de créditos rotativos, grupos
de mujeres por edades y consejos de mujeres. Ahora bien, aunque no
debemos infravalorar la importancia de estos grupos y es preciso reconocer
que los actuales incorporan algunas de las actividades de sus predecesores y,
en algunos casos, se construyen directamente sobre la historia y la
experiencia de modelos pasados de acción colectiva, sería un error imaginar
que los grupos actuales de acción colectiva se inspiran primordialmente en
las formas «tradicionales» de asociación mutua y cooperación. Los grupos de
mujeres que existen actualmente en Kenia han salido a la luz gracias a los
logros del Estado moderno.

Una de las características más sobresalientes del Estado keniano ha sido la


movilización de las poblaciones locales, invitadas a participar en iniciativas de
desarrollo que requerían un esfuerzo personal. Estas iniciativas incluyen
normalmente la recaudación de fondos destinados a mejorar el sistema de
enseñanza, la asistencia sanitaria y los servicios de agua, así como una amplia
gama de otros servicios públicos y obras sociales. El éxito de esta
movilización de las comunidades locales se denomina en Kenia harambee
(«unámonos» o «hagamos un esfuerzo común»). En los últimos diez años se
han llevado a cabo muchos estudios sobre los orígenes y el funcionamiento de
los grupos harambee (Holmquist, 1979; 1984; Mbithi y Rasmusson, 1977). Los
orígenes del harambee se remontan a la lucha de Kenia por la independencia,
cuando era indispensable lograr un consenso político viable que consolidara
el nuevo Estado independiente. Pese al origen político del movimiento, la
mayoría de actividades que desempeñan estos grupos en la actualidad son
básicamente económicas. Los grupos femeninos de acción colectiva reflejan
claramente la idiosincrasia (ethos) y los objetivos del harambee y, por ello,
reciben todo el apoyo del Estado. Así, el gobierno keniano ya lanzó en 1971
un «Programa destinado a grupos de mujeres» y en 1975 fundó la Oficina de
la mujer, justo antes del inicio de la «Década de la mujer» promovida por la
ONU. Las iniciativas de acción colectiva adoptan formas muy diversas, que
van desde proyectos emprendidos y respaldados por comunidades locales
hasta programas apoyados por el Estado y otros organismos. Holmquist
observa que las iniciativas generales de acción colectiva en Kenia son
fenómenos híbridos; junto a las iniciativas, al liderazgo y al poder de decisión
locales, encontramos ideas, liderazgo, financiamiento, orientación y,
ocasionalmente, control procedentes del exterior (Holmquist, 1984: 73). En
este sentido, la acción colectiva se traduce en una coalición de fuerzas o
intereses y no necesariamente en una fuente absoluta de garantías para la
comunidad o el grupo afectado.

El papel protagonista desempeñado por el Estado en la formación de los


grupos femeninos de acción colectiva se manifiesta de diversas maneras. En
primer lugar, el Estado ofrece legitimidad y apoyo político a todas las
iniciativas de acción colectiva, y como consecuencia las organizaciones no
gubernamentales y benéficas, así como los particulares y las fundaciones que
respaldan dichos proyectos o invierten en ellos, mantienen intacta su
credibilidad. En segundo lugar, cabe señalar que para aspirar a becas o
subvenciones, los grupos de mujeres deben estar registrados en el
Departamento de desarrollo social, que forma parte del Ministerio de Cultura
y de Servicios Sociales. Los grupos deben elegir una serie de responsables y
un comité ejecutivo o de administración, cuyos nombres figurarán en el
registro oficial y permitirán al Estado regular la estructura administrativa y
las formas de representación política que constituyen los pilares de los
grupos. El Departamento de desarrollo social tiene una plantilla de
funcionarios que canalizan las subvenciones de la Oficina de la mujer y de
desarrollo social hacia los distintos grupos, y aseguran la comunicación entre
estos grupos y los servicios técnicos del gobierno, como, por ejemplo, los
departamentos de extensión agraria. En tercer lugar, gran parte del trabajo
desarrollado por los grupos femeninos de acción colectiva está directamente
relacionado con obras públicas —construir escuelas, excavar zanjas para
sistemas de canalización, etc. Si bien este tipo de iniciativas procede de la
comunidad local, que soporta además el 90 por ciento del coste, el Estado
asume los gastos periódicos en los que se incurre una vez que el servicio está
instalado y en funcionamiento. Estos tres puntos ilustran claramente que,
aunque la etiqueta «acción colectiva» refleja que la iniciativa y el esfuerzo
que posibilitan el proyecto proceden de la comunidad local, no debe excluirse
la participación del Estado. Existen numerosos estudios detallados sobre
grupos de mujeres de Kenia y sería imposible resumir aquí todas sus
conclusiones, pero sí abordaré algunos puntos que ilustran la relación entre
los grupos de mujeres y el Estado (McCormack et al. , 1986; Maas, 1986;
Feldman, 1983; Mwaniki, 1986; Wachtel, 1975; Monsted, 1978).

Maria Maas describe un grupo harambee o de acción colectiva de Kulima, en


el distrito de Kiambu, a unos 45 kilómetros al noroeste de Nairobi, capital de
Kenia. Desde 1966, se han incorporado al grupo unas cien mujeres. En un
principio su objetivo era comprar placas de hierro ondulado para los tejados
de las casas de los miembros, y con el fin de conseguir el dinero necesario las
mujeres trabajaron en granjas y plantaciones del distrito hasta que reunieron
lo suficiente para colocar tejados en todas las casas. En 1973, el grupo
formalizó su estructura y se organizó en tres equipos de trabajo, cada uno de
los cuales tenía sus propias actividades y su propia directiva. Uno de estos
equipos de trabajo, por ejemplo, cultiva maíz y otros productos en un terreno
cedido por la administración del distrito. Los productos cultivados están a
disposición qe las mujeres a precios reducidos y el excedente se vende a
intermediarias. El grupo ha subscrito, además, un esquema rotativo de
crédito y ahorro, en virtud del cual cada dos semanas los miembros depositan
una cantidad fija de dinero en un fondo común (en 1980 era de unos 3
dólares) y la cantidad total se va poniendo, sucesivamente, a disposición de
cada una de las mujeres. La principal actividad del grupo es, sin embargo, el
trabajo agrícola. Todas las mujeres deben participar en él durante los días
laborables o enviar a una hija o vecina para que las sustituya. De no hacerlo
así, deberá pagar una multa equivalente a la suma que hubiera recaudado ese
día en beneficio del grupo (Maas, 1986: 17-19).

El dinero ingresado por los tres equipos de trabajo como resultado de las
labores agrícolas que desarrollan se deposita en una cuenta bancaria común a
nombre del «Grupo Harambee de Kulima». Una comisión formada por las
responsables de los tres grupos de trabajo, por una tesorera y por una
secretaria, se encarga de encontrar inversiones seguras para el capital. En
1973 el grupo poseía dos parcelas de terreno y dos tiendas. La comisión
realiza el trabajo preliminar, pero las decisiones finales en materia de
inversiones y de operaciones de compra se adoptan en asambleas generales a
las que acuden todos los miembros del grupo. La finalidad de estas mujeres es
ganar todo el dinero posible para invertirlo, a ser posible, en tierras: «Es
mejor tener tierra que dinero» (Maas, 1986: 20).

Los objetivos de los distintos grupos femeninos de acción colectiva de Kenia


varían enormemente, pero algunas de las características del grupo de Kulima,
como, por ejemplo, obtener ingresos a través del trabajo agrícola, contar con
un esquema rotativo de crédito y ahorro, e invertir en propiedades y tierras,
son comunes a muchos grupos. Mwaniki afirma que la mayoría de grupos de
mujeres de Mbeere, en las planicies que se extienden al este del Monte Kenia,
obtienen ingresos de tareas agrícolas como desbrozar, sembrar, quitar las
malas hierbas y recolectar, y que el trabajo agrícola es, sin lugar a dudas, el
medio más corriente para recaudar dinero destinado a distintos proyectos
(Mwaniki, 1986: 215).
El grupo de mujeres de Midodoni, una población situada a 48 kilómetros al
norte de Mombasa, Kenia, es un tanto especial ya que cuenta con el apoyo de
la organización Fe y Desarrollo (FAD), organismo religioso no gubernamental
de Nairobi, y de la Tototo Home Industries, una organización benéfica que
ayuda a las mujeres pobres de la región costera de Kenia. El grupo se creó en
1981 gracias a la colaboración del asesor oficial para el desarrollo social de la
zona, con el jefe de la comunidad y con la futura presidenta del grupo.
Veintinueve mujeres pagaban el equivalente a 5 dólares de cuota anual, así
como una subscripción semanal de dos chelines kenianos (unos veinte
centavos). El objetivo del grupo era poner en marcha un plan de suministro de
agua, y durante el primer año trataron de recaudar fondos vendiendo pan y
cultivando maíz en un campo prestado, pero los resultados no fueron muy
satisfactorios (McCormack et al. , 1986: 133). El éxito llegó en 1982, cuando
la presidenta logró apoyo exterior a través de contactos familiares; su hija,
que trabajaba en Fe y Desarrollo (FAD), la animó para que solicitara ayuda a
la organización. Las mujeres de Midodoni participan en actividades de muy
distinta índole, por ejemplo confeccionar uniformes escolares, introducir
mejoras de cultivo, construir casas para viudas e instalar sistemas de
cañerías. Los proyectos patrocinados por la FAD presentan ventajas
fácilmente demostrables (McCormack et al. , 1986: 134-7).

No obstante, la principal fuente de ingresos del grupo es la producción y


venta de copra (producto comercial extraído de los cocos) y el éxito de esta
actividad se debe íntegramente a la sabia manipulación llevada a cabo por la
presidenta de la ayuda obtenida de la FAD. En un principio, el grupo tenía
dificultades para conseguir terrenos de cultivo, y las iniciativas de préstamos
y arrendamientos desembocaron en sendos fracasos. Pero en 1984, el grupo
dedicó los fondos de la FAD a la compra de tierras, así como del fruto de
palmeras y otros árboles. En un caso, el grupo compró directamente tierras,
pero en otros se limitó a asegurarse el acceso a ella, así como a las palmeras
y a los frutos, ofreciendo dinero a propietarios que, agobiados por dificultades
económicas, se veían obligados a hipotecar sus propiedades. En calidad de
acreedor hipotecario, el grupo adquirió tierras y derechos sobre recursos
productivos. Ello no hubiera sido posible sin la ayuda inicial de la FAD, que
desde entonces ha prohibido que sus fondos se utilicen con estos propósitos.
La iniciativa de este esquema emanó de la presidenta del grupo y la empresa
ha dado tan buenos resultados que el grupo de Midodoni posee ahora los
medios necesarios para proseguir sus actividades sin tener que recurrir a los
fondos de la FAD. También es interesante observar que este sistema permite
a las mujeres acumular cantidades extraordinarias de capital en un sector de
actividad dominado por los hombres —la propiedad de la tierra y la
producción de copra. Según los autores del informe, ninguno de los
empresarios locales varones, la mayoría emparentados con mujeres del grupo,
«puede igualar la magnitud ni la diversidad de las empresas del grupo»
(McCormack et al. , 1986: 146).

El éxito en la compra de tierras y en las inversiones de capital es una


característica común a los grupos de mujeres de Midodoni y de Kulima. Pero
existen algunas ligeras diferencias entre ambos casos, que precisamente
ponen en evidencia algunas cuestiones interesantes. En el caso del Grupo
Harambee de Kulima, la adquisición de tierras supuso un cambio en los
objetivos del grupo. Inicialmente, las mujeres cooperaban con objeto de
mejorar las condiciones de vida de sus hogares, pero en la actualidad toda la
renta del grupo se invierte en tierras, cuya propiedad comparten los
miembros del grupo, y no se destina nada a proyectos agrarios. Esto significa
que los hogares de las mujeres del grupo ya no se benefician directamente de
las actividades colectivas. Maas explica este cambio aludiendo al papel que
desempeña la adquisición de tierras en el contexto cambiante de las
relaciones dentro del hogar. En esta sociedad patrilineal, la mujer accede
tradicionalmente a la tierra a través del matrimonio, pero a medida que sus
hijos se casan, su vida sufre grandes cambios. Cuando se casa su primer hijo
varón, cede parte de sus tierras a la nueva hija política, de esta manera con
cada hijo que contrae matrimonio se va reduciendo la extensión de las tierras
que obtuvo al contraer matrimonio. Como consecuencia, la posición
económica de la mujer se va deteriorando con la edad y, a la postre, acaba
dependiendo de sus hijos y de sus hijas políticas para cubrir sus necesidades
básicas. Sin embargo, desde principios de siglo, el crecimiento demográfico y
los sistemas de sucesión parcial han agudizado la competencia por la
adquisición de tierras y, hoy por hoy, la extensión de tierras a disposición de
una familia es, a menudo, insuficiente para mantener a sus miembros. Las
mujeres de edad avanzada son cada vez más conscientes de que en esta
situación constituyen una carga para sus hijas políticas, que se esfuerzan por
producir lo suficiente para alimentar a su prole. Según Maas, ello deteriora
las relaciones entre madres e hijas políticas y, en cierta medida, la relación
madre/hijo entra en conflicto con la de marido/mujer (Maas, 1986: 32-8). En
condiciones de escasez de recursos de todo tipo, incluidos los financieros, las
mujeres mayores saben que no pueden confiar ciegamente en que sus hijos
las mantengan. Maas explica que si estas mujeres, que constituyen la mayoría
de los miembros de los grupos de mujeres, no invierten dinero en granjas ni
contribuyen al mantenimiento de la generación más joven, se debe a que
prefieren dedicar lo que ganan ocasionalmente a través de las actividades del
grupo a mejorar su propia situación. Afirma además que de esta manera las
mujeres pretenden mantener su independencia con respecto a sus hijos e
hijas políticas (Maas, 1986: 47-8). La importancia que tienen los grupos de
mujeres para estas personas se refleja en la dedicación que les profesan
durante toda su vida.

Maas aborda el caso de una mujer que tuvo que abandonar el grupo por
problemas de salud. Esta mujer invitó a su hija, que vivía en los alrededores, a
cultivar la tierra del grupo, a cambio de lo cual le transfirió los derechos que
otorgaba la pertenencia al grupo de mujeres, de esta manera, la hija pasó a
ocupar el lugar dejado vacante por su madre. Aparentemente, todas las
mujeres que se ven obligadas a abandonar el grupo por motivos de salud
actúan de la misma manera. Esta iniciativa estrecha los lazos de unión entre
madres e hijas y garantiza el cuidado de la madre en su vejez. Las ventajas
para la hija son claras, porque se convierte en copropietaria de la tierra del
grupo y tiene acceso a una red de mujeres que pone a su alcance medios
económicos y laborales (Maas, 1986: 4950). Los estudios de Maas indican que
los miembros de los grupos de mujeres utilizan sus inversiones en tierras y su
calidad de miembros para obtener la colaboración de otras mujeres,
especialmente de sus hijas, y aliviar así su dependencia con respecto a sus
hijos e hijas políticas.
Ahora bien, el éxito cosechado por las mujeres de Kulima en su actividad de
empresarias, y en la utilización de los recursos económicos para negociar las
relaciones dentro del hogar, no es necesariamente exclusivo de los grupos
femeninos de acción colectiva. Un aspecto especialmente importante del éxito
del grupo de Kulima es la edad y el estado civil de sus miembros. Las jóvenes
casadas encuentran dificultades para dedicarse a actividades colectivas
porque tienen niños pequeños y disponen de menos autonomía y libertad de
movimiento que las mujeres de más edad. Además las esposas jóvenes suelen
estar más supeditadas al control del marido y de la familia. McCormack et al.
llegan a la misma conclusión en lo que respecta al grupo de Midodoni y a
otros tres grupos de la costa de Kenia. Observan que la distribución global de
los miembros por edades muestra, en los cuatro grupos, el claro predominio
de mujeres mayores de 40 años, así como de mujeres con cinco o seis hijos
(McCormack et al. , 1986: 58). Al igual que Maas, estos autores justifican
estos resultados hablando de la mayor independencia y del estatus superior
de las mujeres de más edad, que al no estar, además, en edad de concebir
pueden delegar parte de sus responsabilidades domésticas en sus propios
hijos o (en los hogares en que existe la poliginia) en las esposas más jóvenes.
En el caso del grupo de Midodoni, formado por cuarenta y cinco miembros,
treinta y cinco mujeres son casadas y el resto viudas, lo que pone de
manifiesto la elevada proporción de mujeres de edad avanzada, así como la
baja tasa de segundas nupcias. En esta comunidad fuertemente patrilineal,
donde en los matrimonios por compra se transfieren cantidades de dinero
considerables, el índice de divorcios es muy bajo y las mujeres permanecen
bajo el control de sus maridos y de sus padres. Una mujer casada precisa la
autorización de su marido para entrar a formar parte de un grupo de mujeres
y, en ocasiones, la presidenta del grupo recluta miembros dirigiéndose
previamente al marido para solicitar la adhesión de la esposa (McCormack et
al. , 1986: 149). Esta situación trasluce, en parte, las limitadas oportunidades
de que dispone la mujer para generar ingresos en este área. La mujer casada
se ve obligada a recurrir a su marido para pagar la cuota de subscripción al
grupo de mujeres (MacCormack et al. , 1986: 153).

El control del varón sobre la renta doméstica también se manifiesta en otras


vertientes de la vida de los grupos de mujeres. En otro grupo estudiado por
MacCormack et al. , el de Mapimo, al norte de Mombasa, en un asentamiento
mayoritariamente giriama, los miembros llevan un negocio de panadería. El
grupo se creó entre las asistentes a un curso de alfabetización de adultos, y
recibió ayuda económica y técnica de la Tototo Home Industries. Desde que
se abrió la panadería, las mujeres, además de contribuir a la renta colectiva,
han utilizado las instalaciones para hacer pan y venderlo por cuenta propia
(MacCormack et al. , 1986: 190-5). Al parecer, los beneficios colectivos
obtenidos de la fabricación de pan son inferiores a los conseguidos por los
miembros que se dedican individualmente a dicha actividad. Ello puede
deberse en parte a la ineficacia y al mal aprovechamiento de la empresa del
grupo, pero también parece ligado a un cierto conflicto de intereses entre el
esfuerzo individual y la empresa colectiva. Además de la panadería, el grupo
se encarga del cultivo de un terreno colectivo y de un quiosco de té. La
mayoría de las tareas agrícolas de la zona son desempeñadas por mujeres,
que se ocupan del principal producto de subsistencia, el maíz, así como de los
cultivos comerciales de algodón, nueces de anacardo y sésamo. Los ingresos
procedentes de la venta de estos productos van normalmente al cabeza de
familia, independientemente de quien sea el propietario de la tierra y las
personas que la trabajan. Según las costumbres giriama, el marido controla el
fruto del trabajo de su esposa, pero la forma de ejercer dicho control y la
proporción de los ingresos que puede conservar la mujer son aspectos
negociables. Esta posibilidad de negociación constituye el factor más
importante a la hora de determinar las ventajas que los miembros del grupo
obtienen de las actividades generadoras de ingresos, dado que la mayoría
pertenecen a hogares encabezados por otras personas (MacCormack et al. ,
1986: 209, 215). La pertenencia al grupo está supeditada al consentimiento
del marido o del cabeza de familia. Aparte de las actividades del grupo, las
oportunidades de que dispone la mujer de esta región para generar ingresos
son mínimas. La elaboración de pan puede proporcionar, pues, un dinero
indispensable para el mantenimiento del hogar, y el cabeza de familia se
beneficiará tanto como la propia mujer. Un marido desempleado obligó a su
esposa a abandonar el grupo porque ella se negaba a entregarle las ganancias
procedentes de sus actividades. El control que ejerce el varón sobre la renta
familiar es óbice para que muchas mujeres renuncien a elaborar pan para su
propio beneficio. Una de las mujeres del grupo se limita a trabajar para el
interés colectivo porque su marido, un empresario del lugar, acapara la
mayor parte del dinero que ella gana. La renta de las mujeres suele invertirse
en el hogar, ya sea voluntariamente o en virtud de lo dictaminado por el
cabeza de familia. En esta situación, parece que la posibilidad de generar
ingresos no supone para la mujer una mayor autonomía ni poder de
negociación dentro del hogar (MacCormack et al. , 1986: 217-18).
Irónicamente, esto ha dado lugar a una situación paradójica, donde el grupo
de mujeres ve aumentar el número de miembros que, dadas sus
circunstancias domésticas, poseen un elevado grado de autonomía vetado a la
mayoría de las mujeres.

Sin lugar a dudas, los hogares de las mujeres del grupo se han beneficiar de
forma tangible de las actividades colectivas, ya que los miembros disfrutan de
algún dinero para comprar productos esenciales —alimentos y ropa— y
pueden, además, realizar inversiones a largo plazo en ganado, cabras, árboles
y matrículas para la escolarización de los niños. El estudio del grupo de
Mapimo pone, sin embargo, de manifiesto las presiones que ejerce la
economía doméstica en los grupos femeninos de acción colectiva y en sus
actividades. Estas presiones determinan tanto la rentabilidad global de las
empresas del grupo como la fortuna individual de sus miembros. Por ejemplo,
la decisión de establecer un único sistema colectivo de fabricación de pan fue
una respuesta a la necesidad inmediata de liquidez de las familias, y
equivaldría a un salario percibido por los miembros. No obstante, los
intereses de los hogares y los del grupo son divergentes y, en caso de
problemas, el grupo es el primer perjudicado.

Debería deducirse claramente de todo lo expuesto que el éxito de los grupos


femeninos de acción colectiva, así como de sus actividades lucrativas,
depende de la compleja interacción de distintos conjuntos de intereses. Sea
cual fuere el resultado de las actividades del grupo, las ventajas que obtienen
las mujeres de la renta que generan depende, en gran medida, de su
capacidad de manejar las relaciones dentro del hogar. Si los deberes que
dichas relaciones imponen a la mujer, principalmente relaciones con su
marido y con la familia de su marido, son muy estrictos pueden poner en
peligro la viabilidad de las actividades del grupo, como ocurre en el caso de
Mapimo. Las mujeres que están libres de algunos de estos deberes o de todos
ellos, dada su edad o su estatus, son las más beneficiadas por las empresas
colectivas. Por otra parte, la prosperidad de la mayoría de empresarias
depende de la buena utilización de los vínculos familiares, como ocurría en el
caso de la presidenta del grupo de Midodoni, que consiguió el apoyo
económico necesario gracias a su hija. También en el grupo de Kulima hemos
visto la importancia de los lazos de parentesco, en particular en el caso de la
mujer perteneciente al grupo que establecía relaciones con sus hijas y con
otras mujeres ajenas a su familia inmediata, con objeto de liberar a sus hijos e
hijas políticas de la obligación de mantenerla. El carácter de las relaciones
familiares y de parentesco varía de un caso a otro, pero está claro que pueden
surgir dificultades por el hecho de que los grupos de acción colectiva pongan
al alcance de los miembros del hogar y de la comunidad recursos exteriores y
apoyo estatal o procedente de organizaciones no gubernamentales o
benéficas.

Los conflictos suscitados entre hombres y mujeres, y entre distintos grupos


dentro de una comunidad por la interacción entre política doméstica o
comunitaria y política nacional, canalizada a través de los grupos de mujeres,
constituyen únicamente un aspecto de la relación polifacética entre estos
grupos y el Estado. Otro campo de investigación muy importante es el de la
participación activa de los grupos de mujeres en la negociación de las
relaciones con el Estado. MacCormack et al. señalan que para mantener
buenas relaciones con los políticos locales y con los funcionarios encargados
de labores de desarrollo, los grupos deben patrocinar con cierta regularidad
acontecimientos y proyectos ajenos a sus propias actividades. Para obtener
subvenciones externas, los grupos se ven obligados a agasajar a una serie de
«visitantes» —es decir, a representantes del organismo que otorga la
subvención. Según MacCormack et al. , durante la Conferencia de la ONU
para conmemorar el final de la década, celebrada en Nairobi, un grupo dedicó
a gastos de representación el 25 por ciento de los beneficios obtenidos en
diez meses por al comercio que regentaba (MacCormack et al. , 1986: 91).
Los grupos de mujeres están asimismo sujetos a obligaciones impuestas por el
Estado en materia de tiempo y de trabajo. En julio de 1985, los miembros del
grupo de Midodoni repararon una carretera en malas condiciones de la zona,
a petición del subjefe local. Ese mismo año, cocinaron plátanos y los llevaron
a un centro divisionario para la celebración del Día mundial del alimento.
Cuatro días después, acudieron de nuevo al centro para cantar en la
conmemoración del Día de Kenia. Durante ese año, el grupo gastó 214 dólares
en preparar los vestidos y tocados que lucieron es estas ocasiones. Antes del
Día de Kenia, el subjefe local dio a las mujeres instrucciones precisas sobre
cómo presentar la comida ante los invitados, saludarles y cantar. Cuando
llegó el día, las mujeres esperaron en cola que les dieran de comer mientras
los «honorables invitados» participaban en el festín, pero nadie se ocupó de
ellas y tuvieron que regresar a casa sin haber comido.

Los miembros de todos los grupos de acción colectiva deben dedicar gran
parte de su tiempo a atender a los representantes del Estado. Las mujeres son
invitadas a muchas reuniones y acontecimientos públicos, no en calidad de
representantes de sus comunidades, sino de «damas de compañía» de los
verdaderos protagonistas del poder político. En algunas de estas ocasiones, la
líder de un grupo de mujeres es invitada a pronunciar un discurso y otras
participan directamente en el proceso político. La presidenta del grupo de
Midodoni, por ejemplo, desempeña el cargo remunerado de asistenta social
encargada del proyecto FAD; es asimismo vicepresidenta del comité de
desarrollo local, vicepresidenta de los grupos de mujeres de la división y
representante de las mujeres ante el comité de desarrollo del distrito
(McCormack et al. , 1986: 158). Esta situación refleja la diferenciación dentro
del grupo que el aumento de poder o la mayor representatividad política o
capacidad de decisión de la mujer. Los grupos de mujeres participan en actos
públicos y otros acontecimientos porque son perfectamente conscientes de las
ventajas que ello supone para el grupo. No obstante, su presencia —
especialmente cuando se encargan de dispensar una buena acogida a los
demás participantes— sirve para consolidar los vínculos políticos entre
hombres. Los jefes y los subjefes locales animan a los grupos de mujeres a
acudir a los actos públicos, ya que facilitan así la labor de recibir y atender a
las autoridades del distrito y de la provincia, así como a los diputados. Indica
además su carácter «progresista» y el éxito de las iniciativas de desarrollo en
la localidad. Los proyectos y las iniciativas de desarrollo forman parte, por
supuesto, de un proceso político global, y constituyen un área importante en
las tareas de intervención y control del Estado. Los jefes locales cobran
prestigio desplegando los logros obtenidos en este área fundamental, como de
hecho ocurre también con las autoridades de distrito o de provincia, así como
los diputados, ante personas ajenas a estas instancias políticas.

«Todos los grupos de mujeres de Kiambu son míos», declaró el diputado de la


región. Durante la campaña electoral de 1979, Maas tuvo ocasión de estudiar
las relaciones entre el grupo de mujeres de Kulima y el candidato al distrito
de Kiambu. La mayoría de las mujeres vive en las zonas rurales de Kiambu,
pero su voto es tanto más importante cuanto que están organizadas y suelen
apoyar en bloque a un candidato, en lugar de votar individualmente. Las
mujeres tratan de ponerse de acuerdo recabando la información necesaria
sobre el candidato que les interesa. Las mujeres dicen con gran acierto que
«saldrán a bailar» con un candidato, para expresar que piensan votarle. El
candidato que recibió el apoyo del grupo de Kulima fue, de hecho, el ganador
de las elecciones. Esta persona es fundamental para el éxito de las
transacciones comerciales del grupo, ya que suministra información acerca de
los terrenos en venta y su probable valor en el futuro, y actúa de
intermediario en las operaciones de compraventa de tierras llevadas a cabo
por el grupo. Ha facilitado asimismo el proyecto de suministro de agua en
Kulima, de gran importancia para las mujeres, y, antes de eso, introdujo el
cultivo de judías verdes en la zona y garantizó su exportación a Europa (Maas,
1986: 65-6). Las mujeres utilizan su capacidad de organización para presionar
al diputado y obligarle a apoyar los proyectos de la zona, así como las
actividades inversionistas del grupo. El apoyo de las mujeres es indispensable
para el diputado tanto en las elecciones nacionales como en las decisiones
políticas que afecten a la circunscripción. Las mujeres de Kulima utilizan su
organización para obtener recursos, poder e influencia social, y para
asegurarse de que sus intereses están correctamente representados a nivel
nacional. Ahora bien, la influencia de las mujeres en la asignación de
recursos, en la adopción de medidas y toma de decisiones políticas sigue
siendo indirecta y, pese a que la organización ha mejorado su capacidad
negociadora y su nivel de vida, no ha repercutido favorablemente en su
capacidad de decisión en política local ni nacional. El poder político de las
mujeres continúa siendo sumamente indirecto.

Organizaciones femeninas: oficiales y no oficiales

Los grupos femeninos de acción colectiva no son más que uno de los múltiples
tipos de asociaciones femeninas y una de las muchas maneras en que las
mujeres se han «integrado en el proceso de desarrollo». He dado prioridad a
los grupos de acción colectiva por encima de otras clases de organizaciones —
como por ejemplo las cooperativas— o de otros tipos de proyectos de
desarrollo «orientados hacia la mujer» para demostrar los niveles de
autonomía y de poder político que alcanzan las mujeres.

Existen en el mundo entero muchas asociaciones femeninas de distinta índole,


que representan los diferentes aspectos de la vida política femenina. En
algunas ocasiones se da por supuesto que los grupos de mujeres constituyen
una especie de reuniones «domésticas», donde las mujeres chismorrean,
intercambian información y hacen «buenas obras». Los únicos grupos de
mujeres excluidos de este estereotipo son los «grupos feministas» y los
grupos de mujeres vinculados a instituciones políticas oficiales y a partidos
políticos. El estudio comparativo de los grupos de mujeres demuestra que
dichos grupos siempre han tenido un carácter político, y que no deberían
tildarse de «reuniones sociales» cuyas actividades carecen de importancia
para el resto de la sociedad. La relación entre los grupos de mujeres y el
Estado es, por supuesto, muy variable, pero muchos grupos, como por
ejemplo los de acción colectiva de Kenia, están situados entre las estructuras
familiares locales y los procesos e instituciones que abarcan a la sociedad en
su conjunto, incluido el Estado moderno. Los grupos de mujeres son, con
frecuencia, mecanismos destinados a defender y a perpetuar los intereses de
clases y sectores específicos y, como tales, no debemos confundir los grupos
de mujeres per se con la solidaridad femenina o con un conjunto concreto de
intereses comunes a todas las mujeres.

El estudio de las organizaciones femeninas no es una novedad en antropología


social, pues se han llevado a cabo muchas investigaciones —aunque no todas
ellas inspiradas directamente en la «antropología de la mujer» sobre las
denominadas asociaciones no oficiales o informales (March y Taqqu, 1986).
Muchos especialistas en África, Nueva Guinea y Oriente Medio han hecho
hincapié en el importante papel desempeñado por las redes de parentesco
integradas por mujeres, a la hora de establecer y mantener relaciones entre
grupos androlineales. Para la mujer que abandona su casa natal al contraer
matrimonio y se instala en el hogar del marido es beneficioso mantenerse en
contacto con su propia familia y con la de su marido. Para ello, las mujeres
crean vínculos entre grupos patrilineales distintos, y los engloban en
formaciones políticas más amplias. La base familiar que adquiere la política
en estas sociedades revela las deficiencias de la distinción
«privado»/«público» y demuestra que lo doméstico y lo político no constituyen
necesariamente dos mundos irreconciliables (Lamphere, 1974; Strathern,
1972; Nelson, 1974; Wolf, 1972).

Las asociaciones basadas en relaciones de parentesco ofrecen a las mujeres


nuevos foros para expresar su solidaridad y su voluntad de cooperación.
Okonjo describe la importancia política de las otu umuada (las «hijas del
linaje») dentro de la comunidad ibo de Nigeria. «Las otu umuada eran todas
las hijas casadas, solteras, viudas y divorciadas de un linaje o de un grupo
local. Estas mujeres actuaban como grupos políticos de presión en sus
pueblos natales en favor de una serie de objetivos prefijados» (Okonjo, 1976:
52). El grupo de otu umuada constituía un mecanismo a través del cual las
mujeres de una sociedad patrilineal, alejadas entre sí al contraer matrimonio,
mantenían estrechos lazos de unión con su familia consanguínea y
cooperaban entre ellas para resolver disputas, llevar a cabo importantes
rituales y actuar como intermediarias entre pueblos.

Además de mantener los lazos de unión entre la familia por nacimiento y la


familia por matrimonio, las mujeres también pueden colaborar dentro del
linaje por matrimonio, compartiendo las tareas de cuidado de los niños y otras
formas de trabajo productivo y reproductor. Las mujeres de muchas
sociedades crean grupos de cooperación para cultivar alternativamente las
tierras de cada una de ellas, y en muchas regiones de África, las «esposas del
linaje» forman un importante grupo político que ejerce un poder considerable
en las actividades de la comunidad, y que puede adoptar medidas contra los
varones que maltratan a sus esposas o insultan a las mujeres (Van Allen,
1972; Moore, 1986: 176-7; Ardener, 1973). Las sociedades secretas de
mujeres se citan a menudo como ejemplo de solidaridad femenina y es, sin
duda, cierto que las ceremonias de iniciación ofrecen a las mujeres la
posibilidad de actuar como grupo y aunar sus esfuerzos para defender el valor
del saber femenino y de los vínculos entre mujeres (Moore, 1986: 181-3). Sin
embargo, pese a que estas asociaciones afianzan los lazos de unión entre
mujeres y las formas de iniciación constituyen una importante plataforma de
experiencias compartidas e identidad común, también suele ocurrir que las
sociedades secretas de mujeres dispongan de una estructura jerárquica y
fomenten las divisiones por clases dentro de la comunidad. Un estudio de
Caroline Bledsoe demuestra que las líderes de sande , la sociedad de mujeres
de loskpelle de Liberia, utilizan su poder para proteger los intereses de los
linajes privilegiados, para controlar los matrimonios de las iniciadas y para
beneficiarse del trabajo de las iniciadas en sus propias tierras. Ello significa
que las líderes utilizan sande como un medio de potenciar su riqueza y su
influencia personal, así como de proteger las relaciones jerárquicas entre
linajes. Las dirigentes de sande comparten, por consiguiente, una serie de
intereses con los varones de los principales linajes y la solidaridad entre
mujeres se ve afectada por consideraciones de clase (Bledsoe, 1980; 1985).
Janet Bujra, en su estudio sobre la relación entre los intereses de clase y los
intereses de la mujer, afirma al respecto: «La solidaridad femenina solo prima
ante las divisiones de clase en circunstancias muy excepcionales y, en
realidad, puede contribuir a perpetuar dichas divisiones» (Bujra, 1978: 30).

Además de las asociaciones de mujeres que giran en tomo a consideraciones


de parentesco y de edad, existen muchos ejemplos de grupos basados en la
ocupación de sus miembros. Muchos de los primeros trabajos antropológicos
acerca de estos grupos se centraban en las zonas urbanas de África. Por
ejemplo, Kenneth Little analizó de qué forma las asociaciones de prostitutas
facilitaban a las mujeres que llegaban a la ciudad el tipo de ayuda que
normalmente obtenían de la estructura familiar que imperaba en las zonas
rurales de que procedían (Little, 1966; 1972). Otro tipo de asociaciones muy
conocido es el dedicado a tareas de comercialización y de fabricación de
cerveza. El estudio de Nelson sobre las cerveceras del valle de Mathare de
Kenia, muestra cómo las mujeres se servían de una red de contactos entre
mujeres para comprar y vender cerveza al por mayor, obtener créditos
extendidos, pagar fianzas y ayudar a recaudar dinero para abonar multas, y
prestar ayuda en caso de necesidad (Nelson, 1979). Las mujeres de Mathare
también utilizan la solidaridad creada a través de su red personal para
alcanzar ambiciosos objetivos políticos y de desarrollo. En muchos países del
mundo, las mujeres que se dedican a vender en mercados cuentan con
asociaciones bien estructuradas que se encargan de organizar los mercados,
regular los precios, aplicar sanciones contra aquellos que infrinjan las reglas
mercantiles y elaborar planes de crédito (Lewis, 1976; Little, 1973: 50-60).
Los esquemas rotativos de crédito constituyen, con frecuencia, una
importante característica de las actividades de los grupos de mujeres
formados en el marco de los mercados. Las modalidades de estos esquemas
de crédito son muy variables, pero todas siguen un patrón común en el que un
grupo de mujeres aporta periódicamente una cantidad fija a un fondo común,
que se entrega por tumo a cada una de las contribuyentes (Ardener, 1964;
Geertz, 1962). Este sistema proporciona a las mujeres un método de ahorro,
una fuente potencial de capital para sus empresas comerciales y la posibilidad
de constituir un fondo para cubrir todo tipo de contingencias y emergencias.
Además de las disposiciones crediticias y de la organización de los mercados y
actividades afines, este tipo de asociaciones ofrecen una plataforma de
actividad política organizada, apta para hacer frente a los gobiernos
coloniales y poscoloniales (Van Allen, 1972; Johnson, 1986; Westwood, 1984:
152-5). Esta situación demuestra que los grupos de mujeres basados en la
cooperación económica, como por ejemplo las asociaciones de prostitutas y de
vendedoras de mercados pueden ofrecer, y de hecho ofrecen, a la mujer la
oportunidad de intervenir colectivamente en política.

Otros grupos de mujeres bastante conocidos son los relacionados con la


asistencia social y con la Iglesia. Filomina Steady ha estudiado las
asociaciones protestantes de Freetown, Sierra Leona, donde las mujeres
recaudan dinero para la Iglesia, destinado a obras de caridad, a hospitales y a
otras causas benéficas. La mujer que preside uno de estos grupos se ve
investida automáticamente de una cierta influencia política dentro de la
comunidad (Steady, 1976). Entre las mujeres musulmanas existen
asociaciones muy similares (Steady, 1976; Strobel, 1979). En situaciones así
es importante no contemplar la religión como una fuerza totalmente
conservadora en la vida de la mujer, pues muchos de estos grupos
proporcionan a la mujer un foro legítimo de acción colectiva, además de
dotarla de un estatus reconocido en la comunidad. Este estatus dentro de la
comunidad puede resultar fundamental cuando las posiciones privilegiadas de
la sociedad están reservadas exclusivamente a los hombres.

Junto a estas asociaciones no oficiales de mujeres, se han estudiado con


detalle otra serie de organizaciones más formales, pero todavía queda mucho
trabajo antropológico por realizar al respecto. Patricia Caplan ha estudiado
las organizaciones de asistencia social de Madras, India. La estructura
interna de todas estas organizaciones resultó ser sumamente burocrática y
jerarquizada, y Caplan afirma que las más eficaces eran las dirigidas por un
líder capaz de despertar la lealtad y la sumisión de los miembros, así como el
respeto de toda la comunidad. La mayoría de los miembros de las cinco
asociaciones estudiadas por Caplan pertenecían a la clase alta y a la clase
media alta, y en todas, excepto una, predominaban con diferencia los
brahmanes (Caplan, 1985: 149-54). Las cinco asociaciones desempeñaban
actividades de asistencia social, además de ofrecer locales para el
esparcimiento de los miembros. Caplan insiste en la distinción entre las
labores de asistencia social y los servicios sociales básicos propiamente
dichos, como por ejemplo la sanidad y la enseñanza. Afirma asimismo que no
se trata de un área prioritaria de intervención estatal, aunque el Estado
participe en ella a través de una Comisión central para el bienestar social
(formada por representantes voluntarios y gubernamentales), junto con otros
organismos benéficos. En los últimos treinta años, la asistencia social se ha
equiparado a la ayuda a los pobres, los marginados, los minusválidos, las
mujeres y los niños, y al mismo tiempo, la responsabilidad de velar por esta
asistencia social ha recaído en las organizaciones benéficas de mujeres
(Caplan, 1985: cap. 7). La asistencia social y las organizaciones de mujeres
creadas como instrumentos de su puesta en práctica se identifican así con
una constelación específica de «preocupaciones y problemas femeninos». La
actitud del Estado ante la asistencia social, tal como se desprende de las
disposiciones en la materia, tiende a definir a las mujeres y las actividades de
las mujeres de una forma muy concreta. Las organizaciones benéficas de
mujeres, que en ocasiones reciben el apoyo del Estado, intervienen también
en este proceso de definición. La situación se complica con el papel que
desempeñan las consideraciones de clase en las relaciones entre las mujeres
y el Estado. La asistencia social benéfica se afana activamente por definir y
facilitar las relaciones entre clases, ya que se materializa sobre todo en
«buenas obras» llevadas a cabo por las clases alta y media alta en favor de la
clase trabajadora (Caplan, 1985: 16). Cabe tener en cuenta, además, que la
asistencia social benéfica forma parte de un proceso de continuidad de la
clase alta y de la clase media, y las mujeres desempeñan un papel
fundamental en esta labor de perpetuación de clases (Caplan, 1985: 18)[102] .
Como resultado de todo ello, puede decirse que las organizaciones benéficas
de mujeres participan en la labor de producción y de reproducción del Estado
al intervenir en la reproducción de las relaciones de clase. Ello no equivale a
afirmar que el Estado se identifica con la «clase dirigente», sino que la
perpetuación del Estado depende de un complejo entramado de relaciones
entre diferencias de género y de clase (véase más arriba en este mismo
capítulo).

Caplan subraya asimismo la importancia de los varones en las actividades de


los grupos de mujeres; un aspecto que ya hemos visto al analizar los grupos
kenianos de acción colectiva. Los maridos adoptan a menudo una postura
ambivalente ante la participación de sus esposas en este tipo de asociaciones.
En las familias acomodadas se suele animar a las mujeres a participar en
estas asociaciones para «hacerse un nombre» en la comunidad, pero en otras
familias menos adineradas, donde las actividades del grupo pueden entrar en
conflicto con las necesidades impuestas por las tareas domésticas, las
mujeres encuentran cierta resistencia (Caplan, 1985: 168-73). El aspecto más
interesante es el papel político que desempeña la mujer desde la dirección de
las asociaciones benéficas, pero su capacidad de ejercerlo depende, en mayor
o menor medida, de su capacidad de negociar con su marido. El estudio de
Caplan sobre los grupos de mujeres de la India revela, una vez más, que la
política doméstica y comunal está ligada inevitablemente a la política estatal.

La función de la clase media alta y de las organizaciones de mujeres


acomodadas a la hora de defender los intereses del Estado se expresa a
través de muchas organizaciones nacionales de mujeres creadas bajo el
patrocinio directo del Estado[103] , El estudio de Audrey Wipper acerca de la
Mandaleo ya Wanawake, organización nacional de mujeres de Kenia, revela
que, pese a la difícil situación por la que atravesaron las relaciones de la
organización con el gobierno durante los primeros años de independencia del
país, ahora se ha convertido en una fuerza conservadora cuyos dirigentes
mantienen una estrecha relación con los varones en el poder. A principios de
los 70, la presidenta de la Mandaleo ya Wanawake era esposa de un ministro
y sus contactos con el mundo empresarial y con las comunidades
internacionales ayudaron a promocionar la organización y a lograr el apoyo
necesario para su buen funcionamiento (Wipper, 1975: 104-5). La Mandaleo
ya Wanawake se creó para tratar de mejorar el nivel de vida de las zonas
rurales a través de iniciativas de acción colectiva y, por lo tanto, la
organización tenía una considerable base rural. En 1964, contaba con 42 447
miembros divididos en 1120 clubs (Wipper, 1975: 102). Pero en los años 70,
la asociación se decantó por actividades filantrópicas y de asistencia social, y
empezó a recaudar fondos para construir una «sede adecuada» (Wipper,
1975: 106-7). El resultado de este giro fue un creciente descontento entre los
miembros, que consideraron que los dirigentes nacionales de la Mandaleo ya
Wanawake y el gobierno central se mostraban indiferentes ante las
necesidades rurales. Existen, por supuesto, suficientes razones que avalan
esta crítica contra la postura de los dirigentes nacionales de la Mandaleo ya
Wanawake y de la clase en el poder. El gobierno se muestra solícito ante las
exigencias de las mujeres, presta gran atención a sus intereses, y consolida
de esta forma su supremacía en la circunscripción. La Mandaleo ya
Wanawake participa en este proceso desde el momento en que su existencia
forma parte de una estrategia de simbolismo y afirmación verbal
caracterizada lo que, en otras circunstancias, sería una fuerza radical en
favor del cambio. Este contenido es vivamente potenciado por los líderes de la
Mandaleo, que dados sus estrechos vínculos con las clases dirigentes no
tienen ningún interés en modificar el statu quo (Wipper, 1971; Wipper, 1975:
116). Otros estudios sobre organizaciones nacionales de mujeres en África
han llegado a conclusiones similares[104] . Janet Bujra resume sus
investigaciones con las siguientes palabras:

La existencia de organizaciones de mujeres en África no debe equipararse, de


manera precipitada, con la existencia de una conciencia específicamente
feminista ni con un deseo de transformar las estructuras de clase o
económicas de la sociedad poscolonial. La liberación de la mujer es
destructora en lo que al tratamiento de las prerrogativas masculinas se
refiere; organizaciones de este tipo afianzan el statu quo . Están al servicio de
los intereses burgueses y no de los intereses de la mujer. Sin embargo,
renunciar definitivamente a ellas, por esta razón, no sería una actitud
inteligente, ya que a pesar de su importancia primordial como instituciones
de control de clase, estas organizaciones, al establecer contactos entre
mujeres, proporcionan foros de discusión dentro de los cuales las mujeres
pobres y subordinadas pueden expresar su opinión y presionar a aquellas
personas que gozan de los privilegios de la sociedad poscolonial (Bujra, 1986:
137; cursivas en el original).

De todo lo dicho en este apartado sobre las organizaciones de mujeres, tanto


oficiales como no oficiales, se desprende que los grupos de mujeres suelen
representar conjuntos de intereses particulares dentro de la sociedad y que
solo en contadas ocasiones representan a todas las mujeres. Este hecho tal
vez no resulte especialmente sorprendente en lo que se refiere a las actuales
organizaciones de mujeres en África y en la India, pero merece la pena
recordar que lo mismo sucedió en la época precapitalista. No obstante, la
cuestión planteada por esta afirmación, tal como indica Bujra, atañe a la
relación real y supuesta entre los grupos de mujeres y el feminismo, aspecto
que adquiere una especial importancia si nos ocupamos de la participación de
la mujer en las luchas revolucionarias.

Instituciones estatales y resistencia de la mujer

En estos últimos años hemos asistido a un «redescubrimiento» de los


primeros movimientos feministas y de la historia de la lucha de las mujeres en
todo el mundo[105] . Estos estudios han contribuido considerablemente a
corregir la imagen distorsionada de la lucha feminista, que parecía reflejar
exclusivamente la situación de las feministas occidentales y de sus
actividades. Esta óptica tan limitada dio como resultado un discurso feminista
que presentaba a la mayoría de mujeres del mundo como seres subordinados
y pasivos, que claman por la liberación. Esta imagen pasiva y no política de la
mujer se ha ido debilitando a medida que las ciencias sociales dejaban de lado
la opresión de la mujer como tema central de sus estudios y pasaban a
ocuparse de la resistencia de la mujer. Una de las formas más notables de
esta resistencia es, por supuesto, la participación en luchas nacionalistas y
revolucionarias.

Lucha revolucionaria

El importantísimo papel desempeñado por las mujeres en muchas luchas


revolucionarias socialistas se ha visto afectado por la desilusión que invade a
muchos observadores ante la incapacidad de los regímenes socialistas de
alcanzar los objetivos marcados en lo que a la emancipación de la mujer se
refiere. Una y otra vez se repite la situación en que la mujer ocupa un lugar
central en la lucha armada, pero cuando el gobierno revolucionario se instala
en el poder, las necesidades y los intereses de las mujeres desaparecen de las
agendas políticas y la retórica no se materializa en programas activos en
favor de la emancipación de la mujer. Ya hemos examinado algunas de las
razones de que esto sea así, pero las relaciones entre el feminismo y las
revoluciones nacionalistas forman una compleja red de dimensiones políticas.
Maxine Molyneux examina la revolución nicaragüense y observa que el 30 por
ciento de las fuerzas armadas revolucionarias estaba compuesto por mujeres,
y que al final de la revolución las mujeres pasaron a ocupar cargos políticos
importantes como ministros y coordinadoras regionales del partido. No
obstante, cuando el gobierno revolucionario se vio asediado por la
contrarrevolución, por la acción militar y por la penuria económica, se inició
la desintegración del pluralismo político que había facilitado el acceso de las
mujeres al poder político y la dedicación a los intereses femeninos. Como
resultado de todo ello, el AMNLAE, el sindicato de las mujeres, «fue
perdiendo su vinculación con el “feminismo” y se centró cada vez más en la
necesidad de fomentar los intereses de la mujer en el contexto de una lucha
más amplia» (Molyneux, 1985b: 227, 237-8). Tal vez no sea sorprendente que
la precariedad de muchos gobiernos revolucionarios reduzca al mínimo los
recursos dedicados a cuestiones que no son indispensables para la
supervivencia, y en estas circunstancias no es difícil comprender por qué los
intereses de la mujer pasan a segundo plano con respecto a los del «pueblo».

Ahora bien, la afinidad entre la liberación de la mujer y el nacionalismo tiene


un aspecto que requiere un estudio más detallado. Muchos líderes
revolucionarios, tanto hombres como mujeres, han defendido y defienden la
igualdad de derechos y oportunidades para la mujer, así como la necesidad de
acabar con la opresión de la mujer dentro de la sociedad. El Presidente de
Mozambique Samora Machel reconoció que «la emancipación de la mujer no
es un acto de caridad. La liberación de la mujer es una necesidad
fundamental de la revolución, la garantía de su continuidad y una condición
previa indispensable del triunfo». Pero, en esa misma ocasión, criticó el
feminismo occidental:

Algunas personas equiparan la emancipación con una igualdad mecánica


entre hombres y mujeres… Si todavía no existen camioneras ni conductoras
de tractores en Frelimo, debemos de tener alguna preferencia de paso
independientemente de las condiciones objetivas y subjetivas. Como podemos
ver en… los países capitalistas, esta emancipación concebida de forma
mecánica trae consigo quejas y actitudes que deforman completamente el
significado de la emancipación de la mujer. Una mujer emancipada es aquella
que bebe, fuma, lleva pantalones y minifaldas, que cede a la promiscuidad
sexual, que se niega a tener hijos (citado en Kimble y Unterhalter, 1982: 13).

La imagen ofrecida por Machel de la mujer occidental «emancipada» es


sumamente descorazonadora, pero indica hasta qué punto el feminismo
occidental va asociado al imperialismo y al neoimperialismo. Para las mujeres
involucradas en las luchas por la liberación nacional, está claro que el
feminismo occidental «Se va por las ramas» en muchos aspectos. Ello no
significa que no existan puntos en común: las mujeres de los países no
occidentales, al igual que las de Occidente, luchan por la legalización de la
contracepción, del aborto, de la igualdad de oportunidades de educación, por
el establecimiento de servicios de guarderías y por poner fin a la violencia
contra la mujer (Organization of Angolan Women, 1984; Mehta, 1982). Pero
ello no equivale a decir que sus intereses sean idénticos, ya que la lucha
contra el imperialismo y la dependencia modifica la naturaleza del sistema
político de género y echa por tierra cualquier idea sobre la existencia de una
comunidad homogénea de mujeres con objetivos comunes. En palabras de
Mavis Nhalapo, representante del secretariado para la mujer del ANC: «En
nuestro país, el racismo y el apartheid , junto con la explotación económica,
han degradado a la mujer africana mucho más que cualquier tipo de prejuicio
machista» (citado en Kimble y Unterhalter, 1982: 14).

La importancia que otorgan las feministas occidentales a la política del


sistema de género y a la «familia» como centro de opresión femenina tiene
poco sentido para las mujeres que luchan por la emancipación de «todo su
pueblo» y que, en el caso de África del Sur, ven la destrucción de la vida
normal de familia como «uno de los crímenes más crueles del apartheid »
(Kimble y Unterhalter, 1982: 13; Walker, 1982). Esta situación no modifica,
por supuesto, el hecho de que muchos regímenes revolucionarios no logren
alcanzar ni llevar a la práctica los objetivos fijados con respecto a la
emancipación de la mujer, pero sí plantea la cuestión de cómo formular una
teoría feminista que refleje el significado de la liberación de la mujer. El
modelo feminista occidental de emancipación femenina no puede
generalizarse al resto del mundo, y para dar el primer paso hacia la
aceptación de esta limitación será preciso investigar más a fondo la posición
de la mujer en determinadas circunstancias históricas y realizar un decidido
esfuerzo por desechar la idea de que la trayectoria del desarrollo político en
Occidente se trasladará necesariamente, y con éxito, a otros lugares de la
Tierra.

Religión y resistencia en Irán

La imposibilidad de generalizar las ideologías occidentales acerca de la


emancipación es particularmente patente cuando consideramos las complejas
relaciones entre religión, revolución y Estado en el mundo contemporáneo,
así como el papel de la mujer en los movimientos religiosos revolucionarios.

Todos los Estados tienen un carácter ideológico, y sin legitimidad ideológica


no podría sobrevivir. En muchos países, la religión desempeña un papel
fundamental en el mantenimiento de las estructuras del Estado y legitima,
además, las políticas en materia de enseñanza, empleo, sexualidad y medios
de comunicación. En el caso de las mujeres, la influencia religiosa en el
control político se pone sobre todo de manifiesto en el matrimonio, los
derechos en materia de reproducción y el control de la sexualidad femenina.
Es bien sabido que las grandes religiones del mundo fueron en sus inicios
movimientos reformistas, pero actualmente la religión se percibe en general
como una fuerza conservadora[106] . Creyentes de todas las doctrinas han
defendido que la religión no es intrínsecamente conservadora ni represiva,
sino que los dirigentes —seglares y eclesiásticos— que adaptan las leyes y los
principios religiosos al mundo moderno así lo interpretan. Un argumento
feminista muy corriente se basa en esta tesis y afirma que, como la mayoría
de estos dirigentes son varones, no es de sorprender que la religión y el
cambio religioso tenga raramente consecuencias emancipadoras en la mujer.
Mucho podría decirse sobre estos argumentos, pero una de las características
más destacadas de la situación contemporánea es que, dados los crecientes
niveles de educación, urbanización, modernización y contactos
internacionales, hubiera cabido esperar una notable laicización de las
instituciones y de las leyes religiosas. En cambio, parecen existir pruebas del
fenómeno contrario, un resurgimiento de la religión reflejado en el auge del
fundamentalismo religioso. Este resurgir del fundamentalismo se observa
particularmente en el mundo islámico y, aunque un cierto número de países
—Pakistán, Filipinas, Argelia y Malasia, entre otros— participan en este
renacimiento, tal vez el mejor ejemplo sea Irán. Existe actualmente bastante
literatura sobre la revolución iraní y su repercusión en la mujer, así como
múltiples escritos de clérigos iraníes sobre las mujeres y su papel en la
sociedad islámica (Hennansen, 1983; Hussain y Radwan, 1984; Afshar, 1982).
Es muy significativo que el papel de la mujer en la revolución iraní contradiga
abiertamente una serie de postulados del feminismo occidental sobre la
emancipación y la igualdad entre sexos.

Una paradoja aparente que llamó la atención de muchos observadores fue la


participación de un gran número de mujeres en la revolución iraní, expresada
a través de masivas manifestaciones callejeras, así como la táctica utilizada
para evitar que los soldados del gobierno dispararan contra los manifestantes.
La gran participación de las mujeres fue capital en el triunfo de la revolución
y contribuyó, asimismo, a limitar la violencia (Tabari, 1980: 19; Nashat,
1983b: 199). Los cronistas occidentales se mostraron sorprendidos de que las
mujeres «recluidas» se manifestaran por las calles y comentaron que la
mayoría de ellas llevaba velo. A pesar de esto, en marzo de 1979, menos de
dos meses después del derrocamiento del Shah, miles de mujeres
aprovecharon el Día internacional de la mujer para manifestarse contra la
obligatoriedad del velo (Higgins, 1985: 477). Las mujeres que ayudaron a
destronar al Shah no tardaron en protestar contra la definición islámica más
conservadora de su función y posición en la sociedad. Pero desde estas
manifestaciones de 1979, las protestas de las mujeres han sido, al parecer,
mínimas, pese a que sus derechos se han visto considerablemente mermados
bajo el régimen del Ayatolá Jomeini. Este hecho es particularmente
destacable dado que antes de la revolución, los derechos de la mujer en Irán
habían experimentado una considerable mejora. La obligatoriedad del velo se
abolió en 1936, las mujeres consiguieron el derecho al voto en 1963; el
derecho unilateral del varón a solicitar el divorcio y la custodia automática de
los hijos desaparecieron en 1973; en 1974 se legalizó el aborto y en 1976 se
abolió la poligamia y las mujeres obtuvieron el derecho a una pensión en caso
de divorcio (Afshar, 1987: 70-1). En cuanto Jomeini subió al poder, las cosas
cambiaron.

Muchas de las mujeres que ayudaron a derrocar al Shah no estaban movidas


por un deseo de reinstaurar la ley islámica tradicional, sobre todo las jóvenes
cultas, muchas de las cuales se habían educado en universidades europeas y
americanas, y mostraban tendencias izquierdistas, pese a lo cual se unieron a
las fuerzas de oposición para expulsar al Shah. Estas mujeres se volvieron
contra el Shah para mostrar su oposición ante lo que consideraban
imperialismo cultural. El acelerado programa de occidentalización del Shah
fue acompañado de una creciente diferenciación social y de una corrupción
galopante. Las reformas introducidas en las áreas del matrimonio, el empleo y
la enseñanza no consiguieron borrar el desasosiego con el que muchas
personas asistían a esta «imitación» de los valores y del estilo de vida
occidentales, y a la pérdida de la identidad nacional y cultural. La oposición
contra el Shah se centró, en parte, en la necesidad de restablecer los valores
islámicos y la sociedad iraní. «Para simbolizar su rechazo ante el régimen y
expresar su confianza en su propia herencia cultural», muchas mujeres cultas
«empezaron a ponerse bufandas e incluso el chadur (velo) para asistir a la
universidad o al trabajo» (Nashat, 1983b: 199). Para estas jóvenes, el velo, así
como el renacimiento de los valores religiosos que se desprendían de su uso,
no era regresivo ni tradicional, sino islámico. Esta explicación de la utilización
del velo permite comprender por qué estas mismas mujeres protestaron con
tanta energía contra la decisión del Ayatolá de declarar la obligatoriedad del
velo (hijab )[107] , Está claro que se sintieron traicionadas por el régimen de
Jomeini y tristemente decepcionadas ante los intentos por limitar sus
oportunidades de educación y de empleo, y confinarlas a su papel de esposa y
madre. Muchas trabajadoras y mujeres cultas adoptaron, pues, el velo, no
como signo de sumisión y reclusión, sino como expresión de su militancia y su
esfuerzo por encontrar la verdadera identidad femenina, actitud que se
convirtió en una amarga ironía (Azari, 1983: 67) cuando Jomeini impuso la
utilización del velo como símbolo de la autoridad y de la vitalidad de la
ideología islámica tradicional, con todo lo que ello suponía para la mujer.

Las mujeres iraníes conservan el derecho al voto y a la enseñanza, pero solo


en centros exclusivamente femeninos. No se les ha prohibido trabajar fuera
del hogar, pero los despidos, las jubilaciones anticipadas y la reducción de los
subsidios por maternidad y de los servicios de guarderías limitan
indirectamente la participación de la mujer en el mercado laboral (Higgins,
1985: 483). La edad legal para contraer matrimonio se ha reducido a los trece
años; se ha restringido la capacidad de la mujer de solicitar el divorcio y se ha
suprimido su derecho a la custodia de los hijos; se ha autorizado de nuevo la
poligamia y se ha llegado a ejecutar a mujeres acusadas de adulterio,
mientras que los varones adúlteros son puestos en libertad una vez
flagelados; una mujer no puede ser juez y todos los cargos ejecutivos
importantes le están vedados. El éxito de la política del gobierno destinada a
someter a la mujer está simbolizada por la imposición del hijab . Una ley
promulgada en 1983 dispone penas de prisión o multas para las mujeres que
no acaten el código vestimentario (Nashat, 1983c: 285)[108] . En el actual
Estado islámico iraní, las mujeres y los hombres son ciudadanos de muy
distinta categoría. Ante esta situación, queda por responder al siguiente
interrogante: ¿por qué no han protestado más las mujeres?

Las respuestas no son especialmente directas. Una de ellas se basa en la


ausencia de una organización femenina lo bastante sólida para denunciar la
situación de la mujer. En un principio, las protestas en favor y en contra de la
revolución procedían de mujeres cultas y trabajadoras, residentes en ciudades
y pertenecientes en su mayoría a la clase media, y sus protestas se centraban
en cuestiones más nacionalistas y culturales que feministas. Además, las
mujeres de clase media no suelen ser radicales y carecen del apoyo de las
mujeres de las zonas rurales, recién llegadas a la sociedad urbanizada y
pertenecientes a la pequeña burguesía. El Mujahidin, grupo de inspiración
marxista que encama la principal oposición al gobierno de Jomeini, ha
declarado abiertamente su apoyo a los derechos de la mujer, pero solo
contempla la emancipación de la mujer en el interior de una revolución
proletaria más amplia. Por esta razón, el Mujahidin, y otros grupos de
izquierdas, no abogan por una acción inmediata en cuestiones relacionadas
con la mujer, pese al elevado número de mujeres activistas con que cuentan
estas organizaciones. La falta de apoyo para organizar campañas en favor de
la mujer ha facilitado al gobierno iraní la tarea de imponer medidas
represivas. Al no existir una plataforma de contraataque, ha resultado fácil
«desorganizar» a las mujeres mediante una combinación de fuerzas
patriarcales y religiosas canalizadas a través de un Estado poderoso.

La segunda razón de que las mujeres no hayan protestado contra el régimen


actual está directamente relacionada con la separación que existe en Irán
entre lo rural y lo urbano, y con otras divisiones basadas en consideraciones
de clase. Las mujeres de las ciudades, trabajadoras y de clase media eran las
principales beneficiarias de las reformas efectuadas por el gobierno del Shah.
Los cambios en la edad legal para contraer matrimonio, en las leyes de
sucesión y de divorcio y la abolición de la poliginia tuvieron un impacto
mínimo en la vida de las mujeres del campo y de las mujeres pobres
residentes en las ciudades. Las costumbres locales siguieron determinando la
interpretación de las leyes y muy pocas mujeres se vieron directamente
afectadas por estas reformas. Ahora bien, si las reformas del Shah tuvieron
una repercusión limitada, lo mismo ha ocurrido con las contrarreformas de
Jomeini. Erika Friedl señala que las leyes de sucesión musulmanas, por las
cuales las mujeres heredan la mitad que los hombres, son mucho más
ventajosas que muchas leyes de sucesión locales. Pero al igual que la Ley de
protección familiar promulgada durante el régimen del Shah no llegó a
aplicarse en el pueblo objeto de su estudio, actualmente se ignora, en ese
mismo lugar, la ley islámica en vigor. De la misma manera, los habitantes del
pueblo infringían, cada vez que se terciaba, la edad mínima legal para
contraer matrimonio, que era de 18 años, mientras que la edad actual,
rebajada a 13 años, no ha afectado para nada a las costumbres matrimoniales
del pueblo (Friedl, 1983: 220-1). La falta de iniciativas estatales que
garanticen la administración y la ejecución de las leyes, así como la
ignorancia de las mujeres del campo con respecto a los cambios jurídicos que
afectan a sus derechos, reduce al mínimo la intervención del Estado en la
«vida familiar» de las mujeres de los pueblos, que permanecen bajo el
dominio de sus maridos y familias (Higgins, 1985: 485). No existe, pues, en un
nivel local, ningún motivo especial para protestar contra la erosión de los
derechos de la mujer.

Algunas mujeres de zonas rurales y de pequeños centros urbanos sí


protestaron contra la política del Shah, pero esta actividad revolucionaria se
calificó de religiosa y no se consideró que existiera conflicto alguno con las
competencias tradicionalmente femeninas (Hegland, 1983: 171). En realidad,
las acciones revolucionarias de estas mujeres fueron sancionadas por sus
parientes varones, por los líderes religiosos y por las demás mujeres de la
comunidad. La protesta de las mujeres tuvo, pues, un carácter religioso, pero
no por ello dejó de tener importantes consecuencias en las mujeres y en su
sentimiento de identidad (Hegland, 1983: 182). La participación femenina en
la lucha política, junto a los varones, repercutió en la vida de las mujeres del
campo y las recién instaladas en centros urbanos, mucho más que las
reformas jurídicas del Shah. Las mujeres entraron de esta manera en el
mundo político, y su participación pasó a ser deseada, promovida y valorada
públicamente. Esto supuso para muchas mujeres un mayor poder y confianza
en sí mismas, una conciencia política más profunda y el despertar de un
respeto más intenso hacia las actividades de las mujeres (Higgins, 1985: 487).
Todos estos cambios merecen el calificativo de emancipadores. En cierto
modo, cabe afirmar que participar en la revolución islámica amplió el papel
de la mujer y mejoró su posición social mucho más que las reformas
introducidas por el Shah. Ante esta situación, tal vez deba sorprendernos que
las mujeres todavía no hayan traducido en una acción concertada contra el
régimen la desilusión y el resentimiento que les invadió ante el desenlace de
la revolución, el creciente desempleo e inflación y las privaciones como
consecuencia de la guerra entre Irán e Irak. Este tipo de acción sería, en
cualquier caso, casi imposible para la mayoría de mujeres pobres, debido ante
todo a que el islam legitima y santifica las medidas adoptadas por el Estado.
Un enfrentamiento abierto contra Jomeini significaría mucho más que
derrocar sencillamente a un gobierno.

El ejemplo iraní es complejo, pero demuestra, de manera espectacular, cómo


una ideología religiosa legitima a un Estado y el ejercicio de su poder. Pone
de manifiesto, igualmente, de qué manera la ideología religiosa influye en la
vida doméstica y en la vida nacional o estatal. El papel fundamental de la
ideología islámica explica la extraordinaria importancia y la trascendencia
política de cuestiones tales como el uso del velo, el divorcio y el adulterio.
Una mujer que infringe la ley islámica no solo mancilla el honor de su familia,
sino que pone en tela de juicio la autoridad del Estado. Irán proporciona un
ejemplo de lo difícil que resulta incorporar a la política estatal las distintas
cuestiones sobre la naturaleza de los hombres y mujeres en tanto que
ciudadanos (Afshar, 1987: 83). El pensamiento islámico contempla al varón y
a la mujer como seres radicalmente distintos, y esta diferencia,
institucionalizada bajo diversas formas y estructuras, es la que determina la
perpetuación del Estado. No obstante, la ideología religiosa no se limita a
legitimar las estructuras patriarcales y el poder del Estado, sino que
desempeña un papel esencial en la socialización y la creación de la identidad
individual. La ideología islámica es causa y consecuencia de determinadas
nociones acerca de las diferencias de género. Desde su punto de vista, los
hombres y las mujeres son iguales ante Dios, pero su capacidad y su potencial
físico, emocional y mental son distintos, y, por consiguiente, poseen
diferentes derechos y responsabilidades ante la familia y la sociedad. Según
palabras del Ayatolá Jomeini: «Las mujeres no son iguales que los hombres,
pero tampoco los hombres son iguales que las mujeres… Su función en la
sociedad es complementaria… Cada uno ejerce una función distinta acorde
con su naturaleza y su constitución» (citado en Higgins, 1985: 492). El islam
estructura el concepto de persona, el concepto de familia y el concepto de
Estado y, a través de la actividad y la interacción cotidiana de personas,
familias y Estado, estos conceptos adquieren una poderosa esencia y fuerza
material. La religión, como ya he mencionado, se observa a menudo como una
fuerza conservadora en la vida de la mujer, especialmente cuando la ideología
de género es fundamental para el ejercicio de la autoridad política y religiosa.
Es indudablemente cierto que el Estado iraní, por estar construido en tomo a
la ideología islámica, ha negado brutalmente a la mujer sus derechos
fundamentales. Sin embargo, también debemos reconocer que esta misma
religión sancionó la actividad política de la mujer y que la revolución
proporcionó a muchas de ellas un sentido más positivo de su propia persona y
una mejor posición dentro del mundo islámico. La paradoja aparente con la
que nos enfrentamos es que el islam ha ofrecido a la mujer iraní la posibilidad
de participar en la esfera política, actuando al mismo tiempo como una fuerza
que limita y controla dicha participación.

Resistencia «cotidiana» de la mujer

El ejemplo iraní nos ha brindado la oportunidad de examinar los movimientos


políticos de protesta femenina y los medios utilizados por el Estado
revolucionario para controlar, neutralizar e institucionalizar dicha protesta, y
ponerla al servicio de sus propios fines. Ante esta situación, es menester
desvelar en qué consiste la resistencia de la mujer. La ausencia de una clara
actividad política organizada por parte de las mujeres en muchas esferas de la
vida, y la hegemonía masculina en el mundo político ha inducido a muchos
observadores a afirmar que las mujeres no están interesadas en política, o
que «SU naturaleza» no comporta un carácter político inherente, o que se
conforman con influir indirectamente en el «mundo de la política» a través de
los varones de su familia. Todas estas suposiciones son incorrectas y
fácilmente rebatibles ante los datos recogidos sobre la actividad política de
las mujeres, tal como mostramos en el presente capítulo.

Con todo y con eso, el estudio de la actividad política de la mujer se enfrenta


a un verdadero problema, perfectamente identificado desde hace tiempo por
las antropólogas feministas y derivado de la escasa participación femenina en
la actividad política oficial, que en ocasiones constituye un elemento marginal
del proceso político. Para salvar este obstáculo, la antropología social se
escuda en que la definición estándar de política encierra una serie de
parámetros erróneos. Basándose en este aserto, los antropólogos defienden
que la esfera «política» no puede separarse de la esfera «doméstica», puesto
que existe una interacción entre ambas, como consecuencia de la cual las
actividades y los intereses de las mujeres no son exclusivamente personales ni
se limitan al hogar, sino que son realmente políticos. El argumento en este
caso descansa en la necesidad de eliminar barreras entre lo «doméstico» y lo
«político», y de ampliar la definición del término «política». Esta tesis está
muy próxima, aunque desarrollada en un contexto muy diferente, a la posición
feminista por la cual lo «personal es político», que a su vez forma parte de un
esfuerzo por ampliar la definición de la política a aspectos de especial interés
para la mujer, como por ejemplo la desigualdad en el hogar, la sexualidad, las
modalidades de representación, la igualdad de acceso a los recursos, etc.

Las dificultades que surgen ante la necesidad de ampliar la definición de


«política» y reconocer la validez de la actividad política de la mujer se
exacerban cuando pasamos a considerar los tipos de resistencia y de protesta
manifestados fuera del ámbito de la política organizada. Una cosa es sugerir
la conveniencia de multiplicar las cuestiones objeto de una protesta política
organizada, y otra muy distinta emprender la investigación de iniciativas no
necesariamente políticas y difíciles de clasificar dentro de las categorías
normales de movimientos políticos organizados. En este mismo capítulo, he
hablado de las asociaciones oficiales y no oficiales de mujeres, así como a las
funciones políticas desempeñadas en varias de ellas. Algunas de las iniciativas
políticas que vamos a abordar a continuación proceden de miembros de
dichos grupos, pero en muchos casos no dependen de ninguna estructura de
grupo ni conciencia colectiva. De esta manera, resulta sumamente difícil
analizar estos movimientos desde el punto de vista político, ya que la política
se suele contemplar como una actividad de grupo.

James Scott describe lo que denomina «formas de resistencia cotidiana


campesina». Estas modalidades de lucha están muy cercanas a los desafíos
colectivos directos y se ponen en práctica a través de las «armas típicas» de
grupos relativamente indefensos: marchas de protesta, incendios provocados,
sabotajes, hurtos, calumnias, etc. Estos tipos de resistencia requieren una
mínima coordinación y planificación; pueden considerarse como un tipo de
acción colectiva, que rehúye cualquier ataque directo contra la autoridad o
las normas de los grupos dirigentes (Scott, 1985: xvi). Scott deja claro que no
debemos idealizar románticamente estas «armas de los débiles», pero que es
igualmente importante que no las desdeñemos: «los actos individuales de
protesta y evasión, respaldados por una venerable cultura popular de
resistencia y multiplicados por varios miles de iniciativas semejantes pueden
desencadenar un caos en la política ideada por… los supuestos dirigentes de
la capital» (Scott, 1985: xvii).

Scott ofrece el ejemplo de un pueblo malayo, donde las mujeres dedicadas al


cultivo del arroz trataron de boicotear a los propietarios de las tierras por
haber alquilado cosechadoras que eliminaran la labor manual. El pueblo
presentaba una estructura social estratificada según criterios de propiedad de
la tierra, y los pequeños propietarios, los arrendatarios y los trabajadores sin
tierras dependían en gran medida de los ingresos procedentes de las labores
de trasplantar y cosechar el arroz. Las consecuencias de la automatización
fueron múltiples, pero los sectores más pobres de la comunidad fueron los
más perjudicados por la supresión de una fuente muy importante de trabajo
asalariado: el cultivo de arroz (Scott, 1985: 115-20). Hombres y mujeres —a
veces de una misma familia— perdieron sus puestos de trabajo, pero la
resistencia surgió eminentemente de las mujeres. Las mujeres se encargaban
de trasplantar y cosechar el arroz y, dado que la nueva maquinaria las
privaba de la mitad de sus ingresos, se mostraron reacias a trasplantar los
campos de los agricultores que recurrían a las cosechadoras (Scott, 1985:
248-50). El hecho de que los propietarios siguieran precisando mujeres que
trasplantaran el arroz constituía una baza potencial a favor de estas. Tres de
los cinco grupos de mujeres dedicadas a esta labor decidieron boicotear a los
agricultores que alquilaban cosechadoras y se negaron a trasplantar el arroz
de sus campos. Este boicot no se tradujo en ningún tipo de enfrentamiento
directo entre mujeres y agricultores. Las mujeres comunicaron a través de un
intermediario que les disgustaba verse privadas de la posibilidad de cosechar
el arroz y que no se estaban dispuestas a trasplantar el arroz de los
agricultores que habían alquilado cosechadoras la temporada anterior. A
principios de la temporada de 1977, llegó el momento de cumplir la amenaza,
pero ninguno de los tres grupos se negó abiertamente a trasplantar los
campos de los agricultores afectados, sino que fueron aplazando la decisión y,
dado que no todos los agricultores habían alquilado cosechadoras la pasada
temporada, tuvieron trabajo suficiente. De esta manera, las mujeres se
mantuvieron abiertas al diálogo y no provocaron ninguna ruptura definitiva
con los usuarios de cosechadoras. A medida que las semillas brotaban,
empezaba a cundir el nerviosismo entre los agricultores objeto del boicot, que
veían los campos recién trasplantados de sus vecinos. Tras dos semanas de
esta «guerra de nervios», seis agricultores anunciaron que iban a contratar a
jornaleros de otros pueblos para que realizaran el trabajo. En ese momento,
las mujeres ante el temor de ser desposeídas definitivamente del trabajo en
beneficio de personas de otros pueblos, dieron por finalizado el boicot (Scott,
1985: 250-1).

El intento de detener el proceso de mecanización fracasó, pero no por ello


careció de trascendencia. Las mujeres reconocieron claramente lo débil de su
posición y, cuando llegó el «momento de la verdad», no se mostraron
dispuestas a enzarzarse en un enfrentamiento abierto. Esta renuncia o falta
de resistencia no debe considerarse como un mero ejemplo de desaliento o de
impotencia. Las mujeres sabían desde el principio que probablemente se
verían obligadas a ceder —como traslucía del carácter indirecto del boicot—,
pero el instinto de supervivencia las llevó a deponer su actitud y a volver al
trabajo. La renuncia, al igual que la resistencia, debe contemplarse como una
estrategia enmarcada en un proceso de negociación sin principio ni final,
caracterizado por la explotación permanente de las clases rurales. Cuando se
es pobre y débil, saber ceder a tiempo forma parte integrante del proceso de
resistencia.

El concepto de Scott acerca de las «formas de resistencia cotidiana» ofrece


una plataforma adecuada para estudiar las formas de protesta y de
resistencia asociadas a las relaciones de género y a las relaciones de clase.
Un tipo de resistencia femenina muy estudiado en antropología social es la
encamada por mujeres poseídas por espíritus. Joan Lewis informa con detalle
sobre casos de mujeres posesas, y justifica el carácter eminentemente
femenino de este tipo de expresión y protesta, aduciendo la exclusión y la
falta de reconocimiento de que es objeto la mujer en otras esferas de la vida
pública; se trata de una especie de «arma de los débiles» (Lewis, 1966, 1971).
Lewis cita el ejemplo de la comunidad musulmana patrilineal de los pastores
nómadas somalíes del noreste de África, donde las mujeres son tildadas de
débiles y sumisas, mientras que los varones dominan la práctica de los ritos
religiosos reconocidos. Aunque se da el caso de jóvenes de ambos sexos
desgraciados o desafortunados en amores que están poseídos por espíritus,
una forma particular de posesión es la que afecta a las mujeres casadas. Para
la mujer somalí, este tipo de posesión surge en situaciones en la que la mujer
lucha por sobrevivir y alimentar a su prole en condiciones muy difíciles donde
el marido está a menudo lejos de casa con los rebaños y donde sufren las
consecuencias de la poliginia y la precariedad del acceso a los recursos fuera
del matrimonio. «En estas circunstancias, no debe sorprender que muchas de
las enfermedades de las mujeres, acompañadas o no por síntomas físicos
reconocibles, se atribuyan naturalmente a la existencia de espíritus sar , que
poseen a la mujer y crean en ella la necesidad de recibir de los varones ropas
lujosas, perfumes y manjares exóticos» (Lewis, 1971: 75-6). Lewis comprobó
que en muchas mujeres los espíritus se manifestaban cuando el marido
contemplaba la posibilidad de contraer un nuevo matrimonio. Para los
hombres este tipo de posesión es una superchería y otro ejemplo del arte
femenino del engaño, pero no por ello dejan de creer en la existencia de los
espíritus sar (Lewis, 1971: 76). Lewis interpreta esta forma de posesión como
un medio para paliar el abuso de indiferencia y de privación en una relación
matrimonial donde el varón siempre sale ganando. Según Lewis, las mujeres
recurren a los espíritus como un medio indirecto de manifestar sus quejas
contra el marido y de obtener algún tipo de compensación en forma de
atenciones, regalos, etc. Lewis afirma explícitamente que la posesión por
espíritus constituye una estrategia femenina en la «guerra de los sexos»
(Lewis, 1971: 77)[109] .

En muchas sociedades las mujeres posesas son sometidas a ritos exorcistas


durante los cuales piden explícitamente objetos de lujo y airean sus quejas
contra maridos o parientes (March y Taqqu, 1986: 76). Roger Gomm, en su
estudio sobre los digo de Kenia, corrobora la opinión de Lewis y califica esta
forma de posesión de estrategia de las relaciones de género. Observa
asimismo que las mujeres posesas solicitan dinero para viajar, para comprar
ropa, cocinas de petróleo y muebles, elementos todos ellos causantes de
disputas entre marido y mujer. Las mujeres están poseídas por espíritus
masculinos y Gomm subraya que en las ceremonias exorcistas el tipo de
peticiones dirigidas normalmente por las mujeres a sus esposos, y denegadas
por estos, son concedidas si las formula el espíritu masculino (Gomm, 1975:
534). Sin embargo, añade que no debemos ensalzar el tinte romántico de esta
resistencia y afirma con razón que «como técnica para obtener favores de los
varones, la posesión por espíritus presenta una utilidad limitada en el tiempo»
(Gomm, 1975: 537). En otras palabras, una mujer que utilice esta estrategia
con demasiada frecuencia tal vez descubra que su marido se muestra
incrédulo ante la veracidad de su estado y se niegue incluso a celebrar la
ceremonia de exorcismo.

Otra clase de resistencia de la mujer frente al marido se manifiesta en un


rechazo a cocinar, a mantener relaciones sexuales, a efectuar las labores
domésticas y agrícolas, en la puesta en circulación de rumores acerca de la
pareja. En todo el mundo contemporáneo existen ejemplos similares de
resistencia. Ahora bien, estas estrategias, aunque en muchas ocasiones sean
indudablemente eficaces, tienen una utilidad limitada, y si se aplican con
demasiada frecuencia no contribuirán a mejorar la condición de la mujer, sino
a destruir las relaciones de pareja y, en última instancia, al divorcio. Las
«armas de los débiles», como Scott demuestra claramente, presentan serias
limitaciones y para que se conviertan en estrategias eficaces, debe evitarse a
toda costa llegar al enfrentamiento y a la ruptura total. Estos tipos de
resistencia y de protesta son difíciles de analizar, puesto que, a diferencia de
lo que ocurre con las revoluciones y con otras formas convencionales de
protesta, nunca destruyen las relaciones sociales, productivas o
reproductoras sobre las que se asientan. Ello no significa, sin embargo, que
carezcan de importancia.

Uno de los aspectos más relevantes de las formas de resistencia «cotidiana»


de la mujer es que, si confinamos el estudio de su actividad política a los
grupos de mujeres —oficiales o no oficiales—, existe el riesgo de pasar por
alto una importante dimensión de las estrategias políticas femeninas. Estas
«formas de resistencia cotidiana» no son, por supuesto, exclusivas de la
mujer; sino que caracterizan asimismo la actividad política de los grupos
oprimidos, pobres y marginados. Es, sin embargo, sumamente difícil
encontrar formas satisfactorias de analizar los acontecimientos políticos que
en realidad no son acontecimientos, las protestas que nunca se expresan
abiertamente, las manifestaciones de solidaridad que nunca parecen aplicarse
a un grupo bien definido. Es, además, muy fácil desechar este tipo de
actividad política por ineficaz y desorganizada, y/o contemplarla como una
condición previa de la política propiamente dicha, una especie de preestado o
política «doméstica» que, a la postre, carece de importancia. James Scott
señala claramente que estas iniciativas son la esencia de la verdadera
política, y que nos encontramos ante una forma de retirada estratégica
destinada a huir del control del Estado. Existe un número creciente de
ejemplos que prueban que las mujeres se baten en retirada como estrategia
de supervivencia. Muchas mujeres se esfuerzan por eludir al Estado en lugar
de colaborar con él. Indicios antropológicos sugieren que la política de las
mujeres se ha asociado con frecuencia con la evasión y los subterfugios, con
complicadas estrategias de resistencia y obediencia. Tal vez las mujeres se
han mostrado proclives a actuar fuera del ámbito del Estado porque siempre
se han sentido marginadas. Tal vez esta situación sea real, pero lo más
interesante hoy por hoy es el número de varones —y de mujeres— que
adoptan este tipo resistencia y retirada estratégicas. A medida que la política
del Estado moderno tiende a ser más inclusiva, aumenta su grado de
exclusividad. Los especialistas en ciencias sociales y políticas han dedicado
mucho tiempo a analizar los orígenes, el desarrollo y el funcionamiento del
Estado moderno; cada vez resulta más claro que ahora deben analizar lo que
parece ser una crisis del Estado moderno. En el ámbito de esta crisis,
surgirán nuevas iniciativas políticas viables y las actividades políticas de
grupos hasta el momento invisibles tal vez adquieran un significado
totalmente nuevo.

Conclusión: el enfoque de la antropología feminista

¿Posee el Estado un cierto grado de autonomía con respecto a los intereses de


los varones o es sencillamente la expresión de dichos intereses? ¿Encarna y
sirve el Estado los intereses de los varones a través de su forma, su dinámica,
su relación con la sociedad y de las disposiciones que adopta? ¿Descansa el
Estado en la subordinación de la mujer? De ser así, ¿cómo se convierte el
poder de los varones en poder del Estado? ¿Puede un Estado con estas
características satisfacer los intereses de las personas indefensas, a expensas
de las cuales ejerce su poder? (MacKinnon, 1983: 643-4).

MacKinnon formula los interrogantes esenciales sobre la relación entre la


mujer y el Estado, que ya hemos abordado en este capítulo. A la vista de los
datos disponibles, parece obvio que las estructuras y las políticas estatales
repercuten de forma distinta en las mujeres y en los varones. La relación de la
mujer y del hombre con el Estado es distinta y, aunque los derechos
democráticos y legales de las mujeres estén protegidos por la Constitución,
no pertenecen a la misma categoría de ciudadanos ante el Estado. El Estado
moderno se erige sobre la diferencia entre géneros, diferencia que se inscribe
en el proceso político. Incluso si la mujer tiene teóricamente los mismos
derechos que el varón, raro es que pueda ejercerlos.

La antropología feminista propone una teoría para explicar las modificaciones


sufridas por las relaciones de parentesco preestatales con el advenimiento del
Estado, y la consiguiente exacerbación del control del varón. Esta teoría inicia
una línea de estudio en el análisis antropológico del Estado moderno, que
hace hincapié en la importancia de las relaciones de parentesco. Este nuevo
enfoque tiene una serie de puntos en común con el estudio sociológico del
Estado, centrado en descubrir cómo la política estatal favorece un
determinado tipo de relaciones «familia»/hogar. El material recogido sobre
Estados socialistas es especialmente adecuado para demostrar este punto,
dadas las dificultades que experimentan dichos Estados para cambiar de
forma radical una serie de entramados de relaciones «familia»/hogar cuando
la producción y la reproducción del Estado depende de ellas. No obstante, el
acento antropológico en el parentesco difiere ligeramente del acento
sociológico en el binomio «familia»/hogar. En antropología se presta especial
atención a la interacción entre las estructuras de parentesco y las estructuras
estatales con el fin de subrayar la influencia mutua entre ambas, en lugar de
dar por supuesto que la influencia es siempre unidireccional, es decir, del
Estado sobre la «familia». En segundo Jugar, el enfoque antropológico insiste
en que la mujer se encuentra en la frontera entre las relaciones de parentesco
y las estructuras del Estado, posición que no comparte con los varones. Esta
situación es especialmente clara en el caso de los grupos femeninos de acción
colectiva de Kenia, donde el éxito de los grupos y su eficacia en la vida de las
mujeres miembros depende totalmente de la habilidad negociadora de la
mujer con el marido o con otros parientes varones, y con los representantes y
las instituciones del Estado. Los hombres también deben negociar con los
representantes y con las instituciones del Estado, pero su capacidad de acción
no depende casi nunca de las relaciones que mantengan con sus esposas. El
ejemplo más obvio es el desarrollo de disposiciones políticas, que tienden a
institucionalizar el acceso de los hombres al Estado y a marginar el de las
mujeres, que deberán recurrir, en mayor o menor medida, la intervención de
sus esposos. Este proceso de institucionalización es fruto de la política estatal
que descansa sobre una serie de principios sobre la naturaleza de hombres y
mujeres en tanto que individuos y sobre las características de las relaciones
de género.

Pocas son las mujeres que ocupan cargos directivos, políticos y burocráticos
en todo el mundo, precisamente porque mantienen una relación distinta a la
de los hombres con el Estado moderno y con los procesos convencionales de
representación política. Sin embargo, ante este hecho, es importante no
presentar a la mujer exclusivamente como un ser oprimido y discriminado, y
analizar sus percepciones y respuestas frente al Estado. Un estudio
comparativo de varios grupos de mujeres revela una enorme variedad de
asociaciones femeninas y la complejidad de las relaciones entre los intereses
de clase y de género. El Estado interpreta los intereses de la mujer según su
propia conveniencia, institucionalizando las diferencias entre mujeres. Las
cuestiones de raza y clase muestran claramente que no existe una única
categoría de intereses femeninos en relación con el Estado moderno. Este
hecho plantea el problema de interpretar objetivos políticos tales como la
«emancipación de la mujer» o la «liberación de la mujer». La experiencia del
dominio colonial y de la discriminación racial echa por tierra cualquier
explicación fácil sobre las consecuencias de la emancipación o de la
liberación. Ello, a su vez, amenaza con destruir cualquier interpretación de
los derechos civiles o humanos.

Las escritoras feministas suelen decir que no existe una teoría feminista sobre
el Estado y la antropología feminista no es una excepción a la regla. No
obstante, es obvio que la antropología debe desarrollar urgentemente una
teoría del Estado. Tampoco existen dudas sobre la necesidad de descartar
definitivamente la idea de la pasividad impuesta a la mujer ante la opresión
del Estado y de empezar a examinar las distintas formas de lucha, protesta y
rechazo ante la intromisión del Estado.
6. Antropología feminista: nuevas aportaciones

La antropología feminista contemporánea surgió de la «antropología de la


mujer» de la década de los 70. El tema central de esta antropología feminista
moderna no es la mujer, sino las relaciones de género. No pretende hablar
por la mujer, aunque ciertamente habla largo y tendido sobre la mujer. De
ello se deduce que la antropología feminista no debe confundirse ni
equipararse con el estudio de la mujer del Tercer Mundo. La idea de que la
antropología se dedica exclusivamente a analizar el Tercer Mundo es una
falacia muy generalizada. La antropología social surgió efectivamente de la
geopolítica del dominio colonial y de la fascinación occidental por culturas no
occidentales; una fascinación que, en muchos aspectos, nació de una
preocupación por la propia «persona» y no por los demás. Recurrir a otras
culturas constituía, por decirlo así, el vehículo para comprender, comentar y
examinar la especificidad de la cultura occidental. La cuestión no era «¿Cómo
son las demás sociedades del mundo?», sino «¿Son todos como nosotros?». A
este respecto, es importante observar que, en la literatura antropológica, la
interpretación de «otras culturas» se ha considerado con frecuencia como un
proceso de traducción (Crick, 1976). Esta analogía describe con acierto el
camino recorrido para explicar una cultura en función de otra cultura. La
respuesta de la antropología a este problema fue crear el concepto de
etnocentrismo —hegemonía cultural— e iniciar un proceso de rechazo radical
ante los pilares que sostienen la interpretación antropológica.

La «antropología de la mujer» formaba parte del mecanismo tendente a


impugnar las categorías teóricas y a subrayar la influencia de los postulados
teóricos en la recopilación, el análisis y la interpretación de datos. Reconocer
el «androcentrismo» de la disciplina fue un caso especial de reconocimiento
de los principios etnocéntricos sobre los que se erigía la teoría antropológica.
Esta confirmación constituyó un importante paso hacia adelante ya que puso
en tela de juicio muchas de las concepciones teóricas «dadas por supuestas»
dentro de la propia «antropología de la mujer», como por ejemplo las
distinciones doméstico/público y naturaleza/cultura. El material presentado
en el capítulo 2 muestra de qué manera la antropología feminista aportó una
serie de innovaciones teóricas —por ejemplo, la destrucción de la supuesta
identidad entre «mujer» y «madre», el replanteamiento de la distinción entre
«individuo» y sociedad y el desafío del concepto eurocéntrico de personalidad
o «persona», utilizado con frecuencia en la literatura antropológica— una vez
superados los parámetros teóricos establecidos por las divisiones culturales
doméstico/público y naturaleza/cultura. El replanteamiento del concepto de
persona constituye actualmente el motor de la creación de nuevos marcos
teóricos en antropología del parentesco y económica, tal como ilustran las
relaciones matrimoniales y de propiedad tratadas en el capítulo 3.

Las críticas basadas en la impugnación del etnocentrismo han potenciado el


desarrollo de la antropología, especialmente de la antropología feminista y
simbólica. Las interacciones entre estas dos ramas son múltiples y variadas, y,
de lo expuesto en el capítulo 2, se deduce claramente la deuda que cada una
tiene contraída con la otra. La historia de la relación entre la antropología
feminista y la disciplina propiamente dicha se parece bastante a la historia
del movimiento feminista con respecto a la política de izquierdas. El
movimiento feminista tiene muchos objetivos en común con la izquierda
política, pero, hasta cierto punto, surgió de la insatisfacción ante las
deficiencias observadas en la política de izquierdas en asuntos relativos a la
mujer. La antropología feminista persigue los mismos objetivos que la
antropología general, pero se ha desarrollado además como respuesta a
muchas de las deficiencias y ausencias de la teoría y la práctica disciplinaria.
No debe sorprenderos, pues, que la antropología feminista se haga eco de los
cambios teóricos y conceptuales experimentados por la disciplina, sin dejar
por ello de aportar algunas iniciativas teóricas innovadoras (Strathern,
1987a).

Comprender la diferencia

La principal contribución de la antropología feminista a la disciplina ha sido


probablemente el desarrollo de teorías relativas a la identidad y a la
construcción cultural del género, de lo que debe ser una «mujer» o un
«varón». Por ello se ha denominado a este estudio «antropología del género»,
un área de estudio que no existía anteriormente y que no hubiera podido
existir antes del advenimiento de la antropología feminista. Numerosos son
los antropólogos varones que se dedican a la «antropología del género» y
asistimos a un renovado interés por cuestiones relacionadas con la identidad
masculina y con la interpretación cultural de la masculinidad. La antropología
feminista no es, sin embargo, lo mismo que la «antropología del género»,
afirmación que requiere una serie de explicaciones ya que acabo de afirmar
que la antropología feminista se define como el estudio de las relaciones de
género, por oposición al estudio de la mujer. El problema es sin duda de
carácter terminológico, ya que es perfectamente posible distinguir entre el
estudio de la identidad del género y su interpretación cultural (la antropología
del género), y el estudio del género en tanto que principio de la vida social
humana (antropología feminista). Esta distinción es importante porque, pese a
que la antropología feminista no se limita al estudio de la mujer por la mujer,
es fundamental que al definirla como «estudio del género», no deduzcamos
que se ocupa exclusivamente de la interpretación cultural del género y de su
identidad. Como he intentado demostrar en capítulos anteriores, la
antropología feminista es mucho más que todo eso. Ahora bien, es igualmente
importante darse cuenta de que la «antropología del género» como campo de
investigación no es una subdisciplina ni una subsección propiamente dicha de
la antropología feminista, dado que, aunque ambas comparten muchas
inquietudes, algunos especialistas en «antropología del género» realizan sus
estudios desde una perspectiva no feminista.

Por ello podemos afirmar que, si bien la antropología feminista no es t


sencillamente el estudio de la mujer por la mujer, en cierto sentido puede y
debe distinguirse de las investigaciones que examinan el género y a la mujer
desde un punto de vista no feminista. La dificultad parece estribar, en parte,
en decidir qué es el punto de vista feminista. Una explicación muy corriente
consiste en decir que el feminismo refleja la percepción de las cosas desde el
punto de vista de la mujer; en otras palabras, el feminismo es una cuestión de
perspectiva femenina. A primera vista, esta respuesta parece tautológica, ya
que hemos dicho que la antropología feminista no debe definirse por el
género de las personas que la practican ni de las personas objeto de estudio.
Además, no sabemos a quién corresponde el punto de vista; ¿nos referimos al
punto de vista de la persona que estudia o de la persona estudiada? ¿No
estaremos cayendo en la trampa de creer que ambos puntos de vista son
idénticos?

Con objeto de dirimir la cuestión es menester retomar algunos de los


argumentos relativos a la importancia de la categoría sociológica «mujer». La
principal dificultad de equiparar el feminismo con el «punto de vista de la
mujer» es que damos por supuesto que existe una única perspectiva o punto
de vista femenino, que correspondería a la categoría «mujer» con identidad
sociológica propia. No obstante, como ya hemos visto, la antropología
feminista niega en redondo esta idea, al demostrar que no existe una
categoría sociológica «mujer» universal o única, y por consiguiente las
condiciones, actitudes o puntos de vistas universales adscritos a esta «mujer»
—por ejemplo la «subordinación universal de la mujer» y la «opresión de la
mujer» carecen de significado analítico. El término «patriarcado» puede
descomponerse de forma similar. Ello no significa que la mujer no esté
oprimida por las estructuras patriarcales, sino que es preciso especificar en
cada caso la naturaleza y las consecuencias de dichas estructuras sin darlas
por supuestas.

La noción de punto de vista de la mujer plantea asimismo el problema de una


«semejanza» subyacente. Ya hemos visto que el concepto de «semejanza» sale
a la palestra ante la destrucción de la categoría universal «mujer» y ante los
datos empíricos que demuestran que un sistema específico de género viene
determinado por consideraciones históricas, de clase, de raza, colonialistas y
neoimperialistas (véase capítulo 1). La antropología feminista acepta este
hecho, pero en determinados momentos parece como si la existencia de una
identidad femenina común y de un género compartido, haya superado
diferencias de otra índole. La «antropología de la mujer» abordó
perfectamente la diferencia basada en el género: ¿Qué diferencia había entre
ser mujer en una cultura o en otra? El concepto de diferencia cultural siempre
ha desempeñado un papel fundamental en antropología social, dado que
sobre la base de esta diferencia la antropología ha identificado históricamente
su tema de estudio: «otras culturas».

El concepto de diferencia cultural ha sido objeto de un exhaustivo análisis


dentro de la disciplina y se ha utilizado para elaborar una crítica de las
formas «culturales» de contemplar el mundo. En otras palabras, se ha
convertido en la base del desarrollo de la crítica del etnocentrismo. No
obstante, como ya afirmé en el capítulo 1, el concepto de etnocentrismo,
aunque sea enormemente valioso, pasa por alto una serie de cuestiones
fundamentales. Ello se debe a que se formula primordialmente en términos de
cómo la antropología social puede y debe librarse de sus prejuicios culturales
occidentales, de su manera occidental de ver el mundo. El valor de un
proyecto de este tipo es evidente, pero no por ello deja de implicar la
existencia de un único discurso antropológico basado en la cultura occidental.
La crítica del etnocentrismo está sin duda destinada a depurar este discurso,
a potenciar su carga crítica y de autorreflexión, aunque no necesariamente a
destruirlo por completo. Se trata de un programa lenitivo, no revolucionario,
ya que si bien la antropología se replantea sus postulados teóricos, no se
cuestiona en ningún caso la autoridad del discurso antropológico propiamente
dicho. Seguirá siendo el discurso occidental, aunque depurado, el que
determine qué es antropología y qué no es antropología, qué es etnocentrismo
y qué no lo es. Los demás programas, las demás antropologías no serán
escuchados. No quedan, por supuesto, excluidas explícita ni solapadamente,
pero solo podrán existir en tanto que ausencias presentes mientras estemos
de acuerdo en que existe una antropología única, un discurso antropológico
con autoridad general, basado en la distinción entre «cultura occidental» y
«otras culturas».

Un argumento de este mismo tipo es el que se aplica a la idea de «semejanza»


que se oculta tras la tesis de una perspectiva global de la mujer. Las
feministas de raza negra llevan mucho tiempo defendiendo que la celebración
de mujer qua mujer en política y literatura feminista, basada en que la mujer
posee una predisposición necesaria para la unidad y la solidaridad, da
prioridad a uno de los múltiples discursos sobre la mujer y la «feminidad»
(Hooks, 1982; Davis, 1981; Carby, 1982; Hull et al. , 1982; Moraga y
Anzaldúa, 1981). Otros puntos de vista acerca de la «feminidad», otras formas
de abordar la «cuestión de la mujer» no encuentran ningún eco, quedan
silenciadas (véase capítulo 1). Algo mucho más importante es, sin embargo,
que el género sea una causa de diferenciación que prima sobre otras muchas.
Los demás tipos de diferencias, por ejemplo raciales, siempre se tratan como
aditivos, como variaciones de un mismo tema. Ser de raza negra y ser mujer
equivale a ser mujer y ser de raza negra. Las feministas de color alegan que
la cuestión de raza no es un aditivo, que la experiencia de la raza transforma
la experiencia del género, y que plantea el problema de los enfoques que
sugieran que las mujeres deben ser tratadas, en primer lugar, como mujeres
y, solo después, diferenciadas según criterios de raza, cultura, historia, etc.
(Amos y Parmar, 1984; Bhavnani y Coulson, 1986; Minh-ha, 1987). La
cuestión de la primacía o del dominio de la diferencia de género es muy
controvertida, dado que la referencia biológica del género como entidad
social es variable; cosa que no ocurre con otros tipos de diferencias, por
ejemplo las construidas en tomo al racismo, a la historia, al colonialismo, a las
clases sociales, etc. Este hecho facilita, en ocasiones, un recurso velado a la
biología para afirmar por ejemplo, que «al fin y al cabo todas somos mujeres»
o que «en el análisis final todas las mujeres estamos unidas». Ahora bien,
dado que los individuos y los grupos descubren la diferencia o diferencias del
mundo a través de la experiencia, y que las personas experimentan la
construcción social del género y no sus factores biológicos, no estoy segura
de que se pueda recurrir a la biología para justificar la primacía de la
diferencia de género. Pero, incluso si pudiera servir a este propósito, un
argumento de este tipo se aleja un poco de la verdadera esencia de la
cuestión. Para demostrar este aserto podemos volver brevemente a la crítica
de la «Óptica androcéntrica» formulada por la «antropología de la mujer» en
los años 1970.

La «antropología de la mujer» sacó mucho partido de la perspectiva femenina


como antídoto contra el colosal problema del androcentrismo en la disciplina.
Al subrayar la importancia de la perspectiva femenina, la «antropología de la
mujer» aspiraba a desvelar las similitudes, así como las diferencias, entre la
posición de la mujer en distintas partes del mundo. Se buscaban, pues,
explicaciones universales a la subordinación de la mujer. La duración de esta
fase no fue muy larga porque la «antropología de la mujer» desarrolló una
crítica fundamental de su propia posición y en ese proceso emergieron
posturas teóricas deliberadamente diferenciadas. No obstante, en un
momento dado, la «antropología de la mujer» elaboró un discurso sobre la
mujer con pretensiones de universalidad. Precisamente por pretender incluir
a las mujeres de otras culturas, así como todas sus experiencias, actividades y
condiciones, cayó en un tipo especial de exclusión. Las mujeres que no
subscribían este discurso sobre la mujer, las mujeres que no se sentían
identificadas con el término «mujer» tal como se utilizaba en este discurso
dominante, eran sencillamente ignoradas, silenciadas. Uno de los principales
intereses de la «antropología de la mujer» fue descomponer las categorías del
pensamiento antropológico con el fin de examinar los principios etnocéntricos
subyacentes. Pero dichos principios, por ejemplo los relativos a la naturaleza
de la «mujer» y del «varón» o a las esferas de actividad propias de cada sexo,
eran postulados occidentales y el tema principal de la discusión no era otro
que la cultura occidental representada en términos y categorías propias del
discurso antropológico. En otras palabras, la revisión que proponía la
«antropología de la mujer» era una revisión interna a la cultura occidental y,
como tal, exclusivista.

Podemos ver, pues, que la «antropología de la mujer» ejercía dos tipos de


exclusión. En primer lugar, se ocupaba de revisar los postulados de las
culturas occidentales y, por consiguiente, asumía que todos los antropólogos
eran occidentales o que compartían los principios culturales de Occidente. No
se contempló la posibilidad de que existieran antropólogos que vieran el
mundo desde otra perspectiva. En segundo lugar, elaboró un discurso acerca
de la mujer basado exclusivamente en un diálogo formado por
consideraciones culturales. «Otras mujeres» no podían intervenir en el debate
si no se adaptaban a los términos fijados por las encargadas de elaborar el
orden del día. Se trataba, pues, de examinar la complejidad política y teórica
suscitada por el intento de hablar sobre la mujer, evitando a costa hablar por
ella. La «antropología de la mujer» aspiraba a desposeer al varón del derecho
de hablar en nombre de la mujer, pero en su empeño se encontró a sí misma
hablando en nombre de otras mujeres. Esta es una de las razones por las que
algunas críticas han acusado a la antropología de racismo, por oposición al
mero etnocentrismo. Reconocer la hegemonía cultural no equivale, por
supuesto, a reconocer que se habla de otras mujeres, a las que se impide
manifestar su opinión. El argumento de que «todas las mujeres estamos
unidas» no afecta obviamente a la cuestión del racismo, antes bien, se limita a
esconder las consideraciones de raza bajo la supremacía de las diferencias de
género. Sin embargo, la antropología feminista, contrariamente a lo que
ocurrió con la «antropología de la mujer», ha conseguido progresar en este
campo, ya que si bien reconoce que «las mujeres están todas unidas»,
subraya al mismo tiempo la existencia de diferencias fundamentales entre
mujeres —basadas en criterios de clase, raza, cultura o historia— y afirma
que esta diferencia necesita urgentemente atención teórica.

Perspectivas de género, raza y clase: problemas de semejanza y diferencia

La antropología feminista es perfectamente consciente de que las mujeres son


diferentes entre sí. Se trata, en efecto, de la única disciplina de las ciencias
sociales capaz de demostrar, desde un punto de vista eminentemente
comparativo, que el significado de «ser mujer» varía cultural e históricamente
y que el género es una realidad social que siempre debe enmarcarse en un
contexto determinado. El problema no es, por consiguiente, si la antropología
feminista reconoce la diferencia entre mujeres, sino qué tipo de diferencia
reconoce. Es cierto que en el pasado la antropología feminista se ocupaba
exclusivamente de dos clases de diferencias: diferencias de género y de
cultura. Ahora bien, el material presentado en los capítulos 3 y 4 revela que la
antropología feminista ha desarrollado desde entonces unas sólidas posturas
teóricas que explican las conexiones entre diferencias de género, culturales,
de clase e históricas. Este punto aparece con más claridad en los debates
relativos a la penetración del capitalismo, al impacto del dominio colonial y a
la variabilidad de la familia. La perspectiva comparativa de la antropología
feminista en todas estas cuestiones y la importancia primordial otorgada a las
relaciones de género en la explicación de la naturaleza de estos procesos,
supone un reto para otras muchas áreas de investigación de las ciencias
sociales. La orientación hacia un análisis basado en consideraciones
históricas y de clase, indiscutible en antropología feminista, forma parte, por
supuesto, de una tendencia más general dentro de la antropología social
propiamente dicha (véase capítulo 4), pero la principal aportación de la
antropología feminista estriba en demostrar que las relaciones de género son
esenciales para analizar seriamente las relaciones históricas y de clase.
Merece la pena asimismo observar que el debate sobre la variabilidad de la
familia en antropología feminista pone en tela de juicio muchos de los debates
de la sociología y del feminismo contemporáneos sobre las relaciones entre
los tipos de familias y el sistema capitalista de producción. Cuestiona
igualmente la idea de que la teleología del desarrollo occidental ofrezca un
modelo histórico que será seguido, necesaria y ventajosamente, en otros
lugares del mundo.

Cierto es, sin embargo, que la antropología feminista ha centrado


recientemente su atención en el estudio de las diferencias raciales y en tratar
de explicar la interacción entre las diferencias de género, de clase y de raza
en un contexto histórico determinado. Ello se debe en gran medida a que las
tendencias «radicales» en antropología social han fracasado en su intento por
incorporar a las revisiones críticas de la disciplina argumentos raciales. Por
ejemplo, durante los años 1960 y 1970, numerosos antropólogos, tanto de
raza blanca como de raza negra, empezaron a criticar el pasado colonial de la
antropología y apuntaron que el futuro de la disciplina debía descansar en
una percepción crítica de las relaciones específicas del dominio colonial y en
una interpretación, igualmente crítica, de las relaciones de poder inherentes
al discurso etnográfico, es decir, en la relación entre el antropólogo y las
personas a las que estudia. Muchos antropólogos de color señalaron que la
antropología colonial y poscolonial había sido y seguía siendo racista (Lewis,
1973; Magubane, 1971; Owusu, 1979). Estas opiniones se basan en que la
disciplina estudia otras culturas de forma que las características
sobresalientes de las «otras» dependen de su relación con la cultura
occidental y no de su propia historia y desarrollo. Se alegó además que la
antropología no había hecho ningún esfuerzo por reconciliarse con la política
de las relaciones entre blancos y negros bajo el régimen colonial, y en el
periodo poscolonial seguía sin hacer ningún esfuerzo al respecto. La
disciplina respondió a estas críticas de distintas maneras, pero en el análisis
final se le asestó un golpe solapado, ya que las críticas contra la antropología
se expresaron en términos de etnocentrismo y no de racismo.

No obstante, la antropología social asumió la existencia de relaciones de


poder en los trabajos antropológicos de campo y en los procesos gemelos de
interpretación y redacción antropológica. Innumerables son las obras que
abordan estas cuestiones, y la tendencia «radical» de la antropología se ha
prolongado hasta nuestros días. Actualmente existe un vivo debate sobre la
forma en que la antropología ofrece informes escritos de «otras culturas» y
monopoliza así los procesos de interpretación y de representación. Cuando se
trata de traducir la experiencia de un tercero en función de las de uno mismo
y representarla a través de las estructuras propias del lenguaje escrito, el
antropólogo decide deliberadamente hablar por otros. El radicalismo que
impera actualmente en antropología se manifiesta a través de distintas formas
de literatura etnográfica con objeto de dar la palabra a las personas
estudiadas. La finalidad de esta iniciativa consiste en crear una «nueva»
etnografía basada en la autoría múltiple de los textos antropológicos, que
represente tanto el proceso de comunicación oral propio del trabajo de campo
como el de colaboración entre el antropólogo y el informante, esencial para la
práctica de la antropología social (Marcus y Fischer, 1986; Clifford y Marcus,
1986; Clifford, 1983).

Todavía queda por escribir una crítica seria de este nuevo enfoque y de sus
consecuencias, reales y potenciales, en antropología social (pero véase
Strathern, 1987a, 1987b). No obstante, es obvio que existen fuertes
paralelismos con respecto al enfoque antropológico tradicional de las
diferencias culturales. El tratamiento dispensado por la antropología social a
la diferenciación cultural siempre ha provocado tensiones muy fructíferas. La
tensión es fundamental para la supervivencia del proyecto comparativo
general de la antropología. La antropología siempre ha hecho hincapié en la
diversidad cultural e incluso en la exclusividad. Algunos críticos han señalado
que este acento puede servir para estigmatizar, «diagnosticar» y «exotizar» a
los que son diferentes (véase capítulo 1). La antropología tomó hace tiempo
conciencia de, por lo menos, un aspecto de este problema, y desde principios
de siglo los antropólogos han reconocido la necesidad de establecer una
diferenciación cultural que supere el amplio telón de características sociales y
humanas comunes. Este es, por supuesto, el objetivo del proyecto
comparativo en antropología y en el que se apoya el ethos de la humanidad
sobre el que descansa, a la postre, la práctica de la antropología social. Esta
tensión en el tratamiento de la diferencia cultural dimana de que acentuar la
diferencia equivale a acentuar la similitud o semejanza.

La ambigüedad que envuelve a los conceptos de semejanza y de diferencia en


el ámbito global de la diferencia cultural ha permitido que la antropología
utilizara la idea de etnocentrismo —hegemonía cultural— para desechar
cualquier sugerencia de que pudieran existir otras formas de diferencias no
catalogables bajo el epígrafe de diferencias culturales, y/o que pudiera
tratarse de diferencias indisolubles. El carácter etnocéntrico del trabajo de
los antropólogos y de la antropología en general descansa en la existencia de
culturas diferentes, cada una de las cuales contempla el mundo desde un
punto de vista distinto. Esta diferencia no es, sin embargo, absoluta y la
antropología reconoce este hecho haciendo hincapié simultáneamente en las
similitudes y en las diferencias entre culturas. Aceptar el etnocentrismo no
equivale, en la teoría antropológica, a establecer diferencias culturales
absolutas, antes bien, a destruir las barreras del conocimiento cultural e
investigar los principios de la similitud cultural. Esto significa que, mientras
la crítica del etnocentrismo aborda, en parte, la cuestión del reconocimiento
de las diferencias culturales, trata asimismo de superar y reducir al máximo
dichas diferencias. La crítica del etnocentrismo se desarrolla en un plano
tangencial con respecto a los argumentos acerca del racismo, dado que la
teoría del etnocentrismo no pretende que las diferencias que observa entre
culturas sean absolutas. Los antropólogos tal vez puedan alegar que las
diferencias entre culturas son radicales, absolutas e irreductibles, pero la
antropología en tanto que discurso dedicado a interpretar «otras culturas» no
puede permitirse el lujo de adoptar esta postura. Para que la antropología
consiga traducir e interpretar con éxito la «otra cultura», las diferencias
culturales deben ser superadas, por lo menos parcialmente. Para lograr
explicar una cultura en función de otra, objetivo final de toda empresa
antropológica, es preciso conjurar la tensión inherente al binomio
similitud/diferencia, pero al actuar así se corre el riesgo de suprimir
diferencias que convendría mantener.

Las consecuencias éticas, morales y políticas de estos tipos de argumentos


han sido ampliamente tratadas en antropología. La cuestión más importante,
sin embargo, debe formularse en los siguientes términos: ¿qué aporta la
antropología feminista a esta situación, y/o qué aporta esta última a la
antropología feminista?

¿Por qué la antropología feminista aporta algo nuevo?

La antropología feminista realiza múltiples aportaciones y proporciona


numerosos motivos para centrar la atención en el concepto de diferencia.
Pero dos son las cuestiones principales que merecen ser tomadas en
consideración: ¿qué aporta la antropología feminista a la antropología, y qué
aporta al feminismo? Tal vez estos dos conjuntos de relaciones no hayan
recibido el mismo tratamiento en este libro, ya que, si bien la antropología
feminista ha dedicado muchísimo tiempo a estudiar su relación con la
antropología, su relación con el feminismo ha despertado menos interés.
Numerosas son las razones prácticas e históricas que explican este hecho,
pero tal vez haya llegado el momento de equilibrar un poco la balanza.

Antropología y antropología feminista

Ya hemos abordado en este capítulo, así como en el capítulo 1, la historia de


la relación entre la antropología feminista y la antropología general. De la
información suministrada en capítulos anteriores se deduce claramente que la
aportación más valiosa de la antropología feminista ha consistido en
demostrar que todo análisis de las cuestiones clave en antropología y en las
ciencias sociales debe partir de la correcta percepción de las relaciones de
género. La perspectiva comparativa que la antropología feminista ha
introducido en la interpretación cultural del sistema de género y en el debate
sobre la división sexual del trabajo, incluidos los problemas planteados por el
desarrollo del capitalismo, ha mejorado considerablemente el conocimiento
en estas áreas, tanto teórica como empíricamente. Las antropólogas
feministas se han volcado recientemente en el análisis del Estado moderno y
cabe esperar que, en los próximos años, una parte del trabajo antropológico
más interesante y atractivo proceda de este campo de investigación. El papel
central que la antropología reserva al estudio de las relaciones de parentesco
en el marco del Estado moderno sugiere que la antropología feminista tiene
mucho que decir sobre la forma en que los sistemas de parentesco existentes
estructuran las respuestas del Estado ante las formas de «familia» y de hogar.
Esta breve lista no aspira a resumir los logros de la antropología feminista,
sino a señalar las áreas en las que ha tenido, o tendrá, algo importante que
decir. No debemos imaginar que la antropología feminista es la única en
hablar sobre estos temas, ya que la destrucción de barreras disciplinarias,
con el decidido avance hacia el estudio multidisciplinario, ha sido uno de los
logros más destacados de la crítica feminista en el conjunto de las ciencias
sociales. Los estudios feministas, amén de radicalizar disciplinas particulares,
aspiran a establecer nuevos procedimientos y modelos de investigación, así
como nuevas relaciones entre la teoría y la práctica académicas.

Ahora bien, como ya hemos visto, la antropología feminista posee el potencial


necesario para abordar cuestiones teóricas fundamentales dentro de la
antropología social. Su acento en los distintos tipos de diferencias y en las de
género en particular, permite cuestionar la primacía que la antropología
social ha acordado tradicionalmente a la diferencia cultural. Ello no significa
que esta última deba ignorarse o dejarse de lado, lo cual constituiría, por lo
demás, una insensatez; sino sencillamente que las distintas clases de
diferencias existentes en la vida social humana —género, clase, raza, cultura,
historia, etc.— siempre se construyen, se experimentan y se canalizan
conjuntamente. Si prejuzgamos la hegemonía o la importancia de un tipo
concreto de diferencia, nos exponemos automáticamente a ignorar las demás.

En mi opinión, ningún tipo de diferencia prima necesariamente sobre los


demás. Así pues, si tomamos el ejemplo del género, es obvio que no se puede
experimentar lógicamente la diferencia de género independientemente de las
demás formas de diferencia. Ser mujer de raza negra significa ser mujer y ser
negra, pero la experiencia de estas formas de diferencia es simultánea y en
ningún caso secuencial o sucesiva. Un aspecto fundamental es que, en la
sociedad humana, estas formas de diferenciación son estructuralmente
simultáneas, es decir, la simultaneidad no depende de la experiencia personal
de cada individuo, pues ya se encuentra sedimentada en las instituciones
sociales. Es, no obstante, evidente que en determinados contextos existen
diferencias más importantes que otras. De ello se desprende que la
interacción entre varias formas de diferencias siempre se define en un
contexto histórico determinado. No podemos dar por supuesto que conocemos
la relevancia de un determinado conjunto de intersecciones entre clase, raza
y género sin analizarlas previamente. La tarea de la antropología feminista, al
igual que la desempeñada por especialistas de otras disciplinas, consiste en
encontrar medios de teorizar las intersecciones que se establecen entre las
distintas clases de diferencias.

Aceptar que las diferencias culturales solo constituyen un tipo entre otros
muchos supone sacar a la luz el concepto primario de organización de la
antropología social: el concepto de cultura. La antropología social no ofrece
ninguna definición de cultura que merezca una aceptación unánime. En
algunos casos una cultura se concibe con respecto a una sociedad, pero en el
mundo moderno el isomorfismo entre cultura y sociedad es cada vez menos
frecuente. La antropología reconoce este hecho en la medida en que las
definiciones generales de «cultura» se refieran a sistemas de símbolos y
creencias, la «visión del mundo» de una sociedad, los «modos de vida», un
«ethos» y así sucesivamente. El concepto de cultura en antropología precisa
una revisión a conciencia. No obstante, pese a la vaguedad y a la
incertidumbre que rodea la definición, precisamente porque la antropología
general todavía contempla la interpretación de «otras culturas» como una de
sus principales tareas —si no la tarea por antonomasia—, apelar a la primacía
de las diferencias culturales provocaría una crisis teórica. Queda por ver si la
antropología feminista dará o no este paso.

Feminismo y antropología feminista

La contribución de la antropología feminista al feminismo es más difícil de


evaluar que la realizada con respecto a la antropología general. Una relación
evidente es que muchas feministas se han servido de datos antropológicos
para analizar argumentos esencialistas sobre la situación de la mujer en la
cultura occidental. La antropología feminista estudia la división sexual del
trabajo y la constitución de la familia dentro del capitalismo. No obstante,
queda por dilucidar si la antropología feminista es capaz de hacer alguna
aportación teórica o política al feminismo contemporáneo. La cuestión más
importante en este contexto es probablemente el rechazo radical de la
antropología feminista ante la categoría sociológica «mujer» (véase más
arriba y capítulo 1). Si la política feminista depende de la reunión de todas las
mujeres en una clase definida por criterios de sexo, ¿qué repercusiones tiene
el trabajo de las antropólogas feministas en el feminismo? La respuesta sería
que al hacer hincapié en las diferencias entre mujeres no se destruye
necesariamente la base de la política feminista. Las mujeres de todo el mundo
tienen problemas y experiencias similares; basta con demostrar y especificar
cada una de estas semejanzas individualmente y no limitarse a darlas por
supuestas. Las diferencias entre mujeres son importantes y es preciso
aceptarlas, ya que la política feminista no puede girar en tomo a un grupo de
mujeres que habla en nombre de otro. Al margen de las experiencias,
circunstancias y dificultades de unas mujeres coincidan con las de otras
mujeres, lo más importante es que entre ambos grupos no existe una relación
de isomorfismo. Con objeto de afirmar la solidaridad basada en
características comunes a todas las mujeres, no es menester afirmar que
todas las mujeres son o han sido iguales.

En el análisis final, la contribución de la antropología feminista al feminismo


contemporáneo estriba sencillamente en valorar la comparación y en
reconocer la importancia del concepto de diferencia. Tal vez no se trate de
una aportación enorme ni trascendente, pero sí digna de mención. La
antropología feminista, dado el carácter de la investigación que lleva a cabo,
se ha visto obligada a celebrar el poder de la diferencia. El desmantelamiento
de la categoría universal «mujer» y la disolución de conceptos tales como
«subordinación universal de la mujer» no han destruido la antropología
feminista. La justificación de la antropología feminista tiene poco que ver con
la frase «las mujeres son mujeres en todo el mundo», y en cambio está
íntimamente ligada a la necesidad de teorizar las relaciones de género de
forma que, a la postre, la aportación final merezca la pena.
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Notas

[1] He defendido en otras ocasiones que las mujeres y los hombres no tienen
modelos distintos del mundo. La mujer contempla, sin duda alguna, el mundo
desde un punto de vista o desde una «perspectiva» diferente, pero ello no es
fruto de un modelo distinto, sino de su empeño por situarse dentro del modelo
cultural dominante, es decir, en el de los hombres (Moore, 1986). <<

[2] El pluralismo en antropología está sin duda ligado a sus orígenes


intelectuales liberales. Marilyn Strathern aborda en un artículo reciente la
relación entre feminismo y antropología (Strathern, 1978a). He elaborado mi
propia tipología de la disciplina a partir de la que ella propone en su artículo,
pero nuestros puntos de vista acerca de la vinculación de la antropología
feminista a la antropología general difieren en algunos aspectos. <<

[3] Esta parte del argumento se basa en un artículo donde Kum-Kum Bhavnani
y Margaret Coulson explican de qué manera el término «etnocentrismo»
encubre la cuestión del racismo; gracias a dicho artículo he podido
desarrollar mi propio punto de vista (Bhavnani y Coulson, 1986). <<

[4] Las consecuencias del colonialismo, la penetración de las relaciones


capitalistas de producción y la intervención de organismos internacionales
para el desarrollo en los sistemas rurales de producción, en la división sexual
del trabajo y en la política regional han sido analizados extensa y
brillantemente por historiadores de África y Latinoamérica. Véase capítulo 4
para mayor información. <<

[5] Muchas de las críticas de la antropología colonial se han centrado en el


apoyo suministrado por los argumentos de exclusividad cultural a ideologías y
políticas racistas y separatistas. Actualmente, en África del Sur, algunos
antropólogos afrikaners siguen recurriendo a argumentos similares para
justificar el apartheid . <<

[6] El argumento expuesto en este apartado está inspirado en el artículo


«What is feminism» de Rosalind Delmar (Delmar, 1986). <<

[7] Para más detalles sobre esta teoría, véase Coward, 1983; Rosaldo, 1980:
401-9; Fee, 1974; Rogers, 1978: 125-7. <<

[8] En 1861, Henry Maine publicó la obra Ancient Law en la que abordó la
variabilidad de las estructuras jurídicas a través de la historia, prestando
especial atención a las distintas formas de relaciones de propiedad. Maine
aprovechó su trabajo de derecho comparativo para exponer una teoría sobre
la familia patriarcal. Su interés por la propiedad, la herencia y los derechos
culminó en una imagen de la familia como unidad básica, no solo del derecho
antiguo, sino también de la sociedad en su conjunto. Para Maine la familia,
bajo el control y la autoridad del padre, constituía el principio organizativo
básico de la sociedad.

La teoría de la primacía de la familia patriarcal fue inmediatamente blanco de


las críticas de un grupo de especialistas, que publicaron sus obras
prácticamente al mismo tiempo que Maine, y que proclamaban que la familia
patriarcal procedía de una forma anterior de organización social en la que
predominaba el «derecho de la madre» (Bachofen, 1861; McLennan, 1865;
Morgan, 1877). Estos argumentos se vieron apoyados, en parte, por las
actividades de la colonización europea, que demostraban la existencia de
familias no patriarcales (Meek, 1976). Estos textos tenían un carácter
evolucionista ya que buscaban los orígenes y la historia de estructuras
sociales. Bachofen describía la evolución de la sociedad como una lucha entre
sexos, donde, en un instante dado, el «derecho de la madre» dio paso al
«derecho del padre». La primacía otorgada a las transiciones experimentadas
por las prácticas sexuales y matrimoniales está asimismo presente en los
trabajos de McLennan y Morgan (Goody, 1976: 1-8; Schneider y Gough,
1961). Las cuestiones suscitadas por estos teóricos del siglo XIX —la relación
de la familia con la organización política de la sociedad, los cambios en las
relaciones sexuales y en las formas matrimoniales, la base de los distintos
tipos de estructuras de parentesco y la discusión sobre los conceptos afines
de «incesto», «poder», «propiedad privada», «antagonismo sexual» y
«descendencia»— establecieron el orden del día de un debate que se ha
perpetuado, aunque con ciertas modificaciones, en la antropología
contemporánea. El tema común que planea sobre este debate es el siguiente:
¿qué función social desempeñan las distintas formas de control de las
relaciones entre sexos? Teorizar el sexo a través de la expresión «relaciones
entre sexos» daba por supuesta una división absoluta entre los dos sexos, ya
que, por una parte, la reproducción sexual implicaba la unión de dos sexos
distintos y, por otra parte, la existencia de una división sexual del trabajo se
atribuía a la identificación de hombres y mujeres con grupos de intereses
distintos (Coward, 1983). Estos dos aspectos se encuentran relacionados
entre sí, puesto que la división del trabajo por sexos se contemplaba, en
última instancia, como una consecuencia de los distintos papeles
desempeñados por hombres y mujeres en la reproducción sexual. Los teóricos
sociales de finales del siglo XIX y principios del siglo XX dieron prioridad a la
cuestión del estatus de la mujer —la posición que la mujer ocupa en la
sociedad— acentuando la modificación de las relaciones sexuales y de las
estructuras familiares en el marco de la evolución de la sociedad. El debate
sobre la «posición de la mujer» derivó en preocupaciones más actuales con el
advenimiento, ya en el siglo XIX, del movimiento feminista y de la divulgación
del discurso sobre sexualidad en la sociedad occidental (p ej., Foucault, 1978;
Heath, 1982; Weeks, 1981, 1985). <<

[9] Para más explicaciones y tipologías sobre otras posturas teóricas, véase
Barret (1980), Eisenstein (1984), Elshtain (1981) y Glennon (1979); véase
también en el capítulo 1 la discusión sobre la relación entre el feminismo y la
antropología. <<

[10] Para más información sobre posturas generales de la antropología


feminista, véase Rapp (1979), Scheper-Hughes (1983), Rosaldo (1980),
Atkinson (1982), Lamphere (1977) y Quinn (1977). <<

[11] Véase Douglas (1966). <<

[12] No obstante, muchos análisis recientes, centrados especialmente en


comunidades de Austronesia, han rebatido la asociación entre
menstruación/parto/naturaleza y contaminación. Keesing afirma que para las
mujeres kwaio el cuerpo es un lugar sagrado, peligroso pero no sucio ni
mancillado (Keesing, 1985). Para una crítica paralela basada en datos sobre
Polinesia, véase Thomas (1987). Véase también Ralston (1988). <<

[13] Véase en Atkinson (1982: 248), Feil (1978), MacCormack (1980: 17-18) y
Strathern (1981a), de qué manera las imágenes de la mujer no son válidas
para todos los sectores de la sociedad ni para todas las esferas del mundo
cultural. <<

[14] Algunos especialistas atribuyen el origen de la distinción


naturaleza/cultura en antropología a Lévi-Strauss, que reconoce la deuda
contraída con Rousseau y, por ende, con el particular punto de vista de la
cultura como culminación de la naturaleza. Véase Lévi-Strauss (1966, 1969),
MacCormack (1980), y Bloch y Bloch (1980). <<

[15] En la problemática del sufragio intervenían, sin duda, distinciones de


clase y de género dado que, junto con las mujeres, los varones de las clases
trabajadoras carecían igualmente del derecho al voto. <<

[16] Oakley (1979: 613-6) analiza los vínculos entre feminidad y reproducción
en la sociedad occidental. <<

[17] Linda Pollock (1983) adopta una postura distinta a la de Ariès y afirma
que el origen de un estado o categoría infantil diferenciada en la sociedad
británica se sitúa en un periodo mucho más remoto que el propuesto por
Aries. Esta cuestión es objeto de fuertes controversias y la literatura al
respecto es muy abundante, pero ello no afecta a la importancia de la
variabilidad histórica y cultural de las ideas de madre, infancia y vida familiar.
<<

[18] Greer (1984: 2-5) desarrolla este argumento. Shanley (1979) relata la
historia de la familia desde una perspectiva feminista e incluye una
bibliografía de las principales fuentes sobre el tema. <<

[19] Véase Paige y Paige (1981: 34-41) para un resumen sobre la cuestión.
Véase también Rivière (1974: 424-7). <<

[20] Para algunos de los primeros ejemplos publicados, véase Brain (1976),
Boserup (1970), Bossen (1975), Remy (1975), Tinker y Bramsen (1976), Dey
(1981) y Rogers (1980). Véase también la explicación detallada de este
argumento en el capítulo 4, en el que encontrará asimismo algunas críticas de
distintas posturas feministas. <<
[21] Véase en Roberts (1981) un punto de vista diferente y favorable sobre
este aspecto de la tesis de Sacks. <<

[22] Para ejemplos anteriores de este tipo de trabajo, véase Friedl (1975), Wolf
(1972), Sanday (1974), Lamphere (1974), Nelson (1974) y Rogers (1975). <<

[23] Véase en Atkinson (1982: 240-9) y en Ortner y Whitehead (1981b) una


discusión sobre esfuerzos recientes por combinar los enfoques simbólicos y
sociológicos del estudio del género. <<

[24] Véase en Ortner (1984) una descripción de las innovaciones teóricas en


antropología, y en Strathern (1987a) una discusión sobre el paralelismo en la
teoría contemporánea feminista y antropológica sobre el concepto de
«experiencia». <<

[25] Biersack (1984) expresa un punto de vista similar para los paiela e insiste
en que es posible separar en cierta medida, la actividad individual de la mujer
de los estereotipos culturales del sexo femenino, pero la conclusión de su
análisis difiere de la de Strathern. <<

[26] Para una de las mejores discusiones sobre estos aspectos, incluidos
resúmenes de las posturas teóricas y descripciones generales de los
principales puntos del debate, véanse los ensayos de Young et al. (1981). <<

[27] Lina Fruzzetti (1985) descubrió en su estudio de las agricultoras de la


provincia sudanesa de Blue Nile, la creencia generalizada de que las mujeres
solo trabajaban en la casa y en «actividades relacionadas con la casa». Como
resultado de lo cual todas las mujeres encuestadas afirmaron que no ejercían
ninguna ocupación dado que eran esposas o hijas. De las diecisiete
ocupaciones calificadas de masculinas ninguna podía aplicarse públicamente
a las mujeres, aunque desempeñaran las tareas propias de algunas de ellas.
<<

[28] Véase en Beneria y Sen (1981), Wright (1983) y Guyer (1984) algunas
críticas contra las tesis de Boserup. <<

[29] En los años 1950 y 1960, la antropología pareció perder la metodología


comparativa y el interés por el cambio social que había caracterizado los
trabajos realizados hasta entonces. Un buen ejemplo de ese tipo de trabajo
sería el libro de Audrey Richard titulado Hunger and Work in a Savage Tribe ,
publicado en 1932; se trataba de un estudio comparativo de la nutrición y de
la producción económica en la comunidad bantú del sur de África. Este tipo
de estudio no volvería a aparecer en la antropología social británica hasta los
años 1970 (Goody, 1976: 2). Pero, aunque la antropología perdió interés, al
parecer, por los trabajos comparativos en los años 50 y 60, cabe observar que
Radcliffe-Brown declaró en los 50 que el objeto último de su antropología era
llevar a cabo una «sociología comparativa» (Radcliffe-Brown, 1958: 65). En mi
opinión, sin embargo, la comparación intercultural de Goody difiere
considerablemente de la búsqueda emprendida por Radcliffe-Brown de
generalizaciones que hicieran las veces de leyes generales. Véase también
Kuper (1983) para una historia de la antropología británica. <<

[30] Véase en Whitehead (1977) una crítica de la obra de Goody. <<

[31] Para críticas recientes del trabajo de Engels, véase Sayers et al. (1987),
Vogel (1983: caps. 3, 5, 6), Coward (1983: caps. 5, 6), Bunon (1985: caps. 1,
2), Edholm et al. (1977) y Delmar (1976). Para una crítica de Engels desde
una perspectiva antropológica, véase Bloch (1983: caps. 2, 3). <<

[32] Aaby (1977: 32-3) llega a esta misma conclusión y explica por qué opina
que estas críticas no van lo bastante lejos. Si no hablo aquí de su trabajo se
debe a que ha sido superado, a mi parecer, por críticas feministas más
recientes de Engels (véase nota 6). Véase asimismo en Burton (1985: caps. 1,
2) una descripción de las posturas de Gough, Sacks y Leacock; así como la
discusión del trabajo de Sacks y de Leacock en el capítulo 2. <<

[33] Vogel adopta la expresión «sistemas duales» de Young (1980). Véase


también Beechey (1979). <<

[34] Las relaciones sociales de reproducción se estudian a menudo bajo el


término de «patriarcado», que parece incluir tanto componentes materiales
como ideológicos. La validez del término «patriarcado», la separación
analítica entre las relaciones de reproducción y las de producción, y la
importancia de esta distinción para comprender la opresión de la mujer, se
abordan en Eisenstein (1979), Sargent (1981) y Kuhn y Wolpe (1978); véase
también Beechey (1979) y Gittins (1985: 36). <<

[35] Coward (1983: 146, 150-2) expone un argumento similar acerca de los
privilegios que Engels otorga a la familia. Señala, en su trabajo, que Engels
comete un grave error al dar por supuesto que es posible elaborar una
«historia general y universal de la familia». <<

[36] Véase O'Laughlin (1977) como ejemplo de este argumento y Edholm et al.
(1977) como crítica de su postura. <<

[37] Meillassoux no es el único escritor que ha estudiado a la mujer como


«medio de reproducción» de las sociedades precapitalistas: véase también
Hindess y Hirst (1975), Taylor (1975). Mi comentario sobre el trabajo de
Meillassoux se inspira directamente en una serie de artículos escritos por
críticos feministas, la esencia de los cuales he tratado de «reproducir» lo
mejor posible; véase Edholm et al. (1977), O'Laughlin (1977), Rapp (1977),
Mackintosh (1977, 1979), Harris (1981), Harris y Young (1981) y Ennew
(1979). <<

[38] Véase en Van Baal (1975) una discusión sobre el trabajo de Lévi-Strauss
sobre este punto. <<

[39] Meillassoux no define con precisión su concepto de «comunidad


doméstica». Ello se debe en parte a que trata de transmitir la idea de una
«Unidad» que estaría presente en todos los modos de producción con un
determinado nivel de desarrollo (básicamente, producción cereal de
subsistencia) y que actuaría como unidad básica de producción y consumo. En
este sentido, la «comunidad doméstica» de Meillassoux es muy similar al
«hogar» de Sahlins, tal como lo concibe en su «modo de producción
doméstica» (Sahlins, 1974: caps. 2 y 3). Véase Edholm et al. (1977: 108-9) y
Harris (1981: 53) para más detalles al respecto. <<

[40] Meillassoux menciona, en un breve párrafo, el control que ejercen las


mujeres sobre las cosechas (1981: 77), pero no explica de qué manera
adquieren las mujeres derechos sobre las tierras de cultivo ni qué derechos
poseen sobre el fruto de su trabajo. Se limita, sencillamente, a dar por
supuesto que las mujeres pierden todos los derechos sobre los cereales que
cultivan (una situación que en realidad parece poco probable) y sus
comentarios ilustran de qué manera retrata a la mujer como «objetos»
pasivos, que aparentemente no toman ningún tipo de medidas ni adoptan
estrategias sociales propias. Da por supuesto, asimismo, que todos los
vínculos de parentesco de las mujeres se definen a través de la «filiación» por
línea masculina, lo cual parece igualmente improbable (Meillassoux, 1981:
76-8). <<

[41] Véase Dwyer (1978), Bledsoe (1985), y Caplan y Bujra (1978) para más
información sobre las consecuencias de la diferenciación social, de la edad y
de otros «grupos de intereses» en situaciones de «explotación» de la mujer
por la mujer. <<

[42] Este punto de vista ha sido adoptado en antropología por Bujra (1978: 20)
y por Whitehead (1981), entre otros. Algunos autores que analizan el trabajo
doméstico en las sociedades capitalistas han adoptado asimismo algunas
variaciones de este enfoque en sus obras; en Burton (1985: cap. 4), Molyneux
(1979) y Beechey (1978) se aborda el «debate del trabajo doméstico», y en
Gittins (1985: cap. 6), Barret (1980) y Delphy (1984) se analiza la relación
entre capitalismo y opresión de la mujer. <<

[43] Es igualmente importante observar que las definiciones de hogar,


maternidad, infancia, etc., no son fijas, sino que cambian según las
circunstancias sociales, económicas, jurídicas e ideológicas. Este aspecto se
trata en el capítulo 3, pero véase también Hall (1979) y Rapp et al. (1979). <<

[44] Para buenas descripciones sobre hogares y sobre la dificultad de elaborar


definiciones y comparaciones entre distintas culturas, véase Netting et al.
(1984), y Wilk y Netting (1984). <<

[45] Mi argumento se basa en el trabajo de Olivia Harris (1981) y de Jane


Guyer (1981), aunque otros especialistas en feminismo han expresado puntos
de vista similares. <<

[46] Véase en Harris (1981: 54-5, 63) una explicación de la distinción entre
relaciones dentro del hogar y relaciones entre hogares, y su vinculación a los
valores de uso y los valores de intercambio del análisis marxista. <<

[47] Véase Guyer (1981: 98-9) para más información sobre este punto, y
Roberts (1979), Whitehead (1981) y Dey (1981) para más ejemplos. <<

[48] Un repaso a la literatura al respecto demuestra que la mujer se ve, a


menudo, obligada a trabajar en los «campos del hogar» y en los «campos
privados» del marido, como consecuencia de lo cual sus propios intereses
quedan descuidados o relegados a un lugar secundario (Rogers, 1980). Véase
en Berry (1984) un estudio sobre las mujeres yoruba y su permanente
obligación de garantizar la producción de subsistencia del hogar, así como el
trabajo en las empresas «privadas» de sus maridos. Berry afirma que estas
obligaciones impiden que la mujer dedique tiempo suficiente a sus propias
empresas, además de limitar, en algunos casos, la cantidad de mano de obra
que estas pueden reclutar. Hace hincapié asimismo en los derechos,
asimétricos y limitados, que las mujeres poseen sobre el trabajo del marido.
El problema del acceso de la mujer a los recursos no es exclusivo de las
sociedades patrilineales. El trabajo de Christine Okali sobre la comunidad
matrilineal akan de Ghana, dedicada al cultivo comercial de cacao, pone de
manifiesto que las mujeres que suelen cultivar cacao por cuenta propia no
viven con sus maridos o están solteras (Okali, 1983: 56). Véase en Guyer
(1980) una comparación entre el «sistema de cultivo masculino» y el «sistema
de cultivo femenino», así como las consecuencias de la división sexual del
trabajo y del acceso a los recursos laborales. En el mismo artículo, Guyer
señala que, con el auge de la producción comercial, la disponibilidad de mano
de obra femenina se convierte en objeto de negociaciones y de tensiones
entre hombres y mujeres. <<

[49] La antigua idea de que el parentesco carecía de interés en la sociedad


«industrial» ha sido desechada. Esta idea era el resultado lógico del exceso de
importancia que se atribuía a la familia «nuclear»; véase Stivens (1978, 1981)
para un análisis de los lazos de parentesco entre la clase media australiana y
el conocido estudio de Young y Willmott (1962) sobre las relaciones de
parentesco en Bethnal Green, Londres. <<

[50] La complejidad de los debates antropológicos sobre parentesco es patente


y, con frecuencia, resulta imposible interpretar claramente los datos
empíricos. Antropólogos británicos como Evans-Pritchard y Fortes, «padres
fundadores» de la teoría anglosajona de parentesco, basada en los linajes y
los grupos familiares de cooperación económica, contemplan las relaciones de
parentesco como el principio organizativo de la vida social, económica,
política y religiosa. Los antropólogos marxistas franceses, en cambio, adoptan
el punto de vista contrario, y afirman que la naturaleza de las relaciones
productivas y reproductoras son las que determinan el sistema de parentesco.
Este aspecto no es más que una de las infinitas vertientes de un debate que la
antropología feminista debe estudiar seriamente, véase Tsing y Yanagisako
(1983) y Coontz y Henderson (1986). <<

[51] Weiner (1976, 1979) expone argumentos contrarios acerca de los


sistemas matrilineales, dando mayor importancia a los vínculos entre mujeres.
<<
[52] Este tipo de ideas se expresan a menudo en ideologías indígenas, donde
las mujeres se asocian con los intereses «individuales» del hogar, mientras
que los varones se asocian con los intereses «colectivos» del linaje o del
grupo de filiación; véase Moore (1986: 110-11) para más información al
respecto. <<

[53] Véase Rogers (1980). <<

[54] Trabajos realizados hace tiempo en el Caribe y entre las comunidades de


raza negra de América (González, 1965; Smith, 1962; Smith, 1956, 1970,
1973; Stack, 1974) utilizan el término «matrifocal». El carácter matrifocal (en
tomo a la mujer) aparece en muchos tipos de sistemas de parentesco y no
debe confundirse con lo matrilineal (descendencia) ni con lo matrilocal
(residencia). La matrifocalidad, como otros muchos términos de parentesco,
no define una situación única ni determinada empíricamente, sino que
engloba una amplia gama de posibilidades (Peters, 1983: 114). Las
clasificaciones de parentesco, como ocurre en antropología con otras muchas
cosas, se enfrentan con el problema de tener que explicar la situación
específica de una comunidad concreta, y ofrecer al mismo tiempo una base
sólida para una comparación intercultural. Los ejemplos más claros son los
términos «patrilineal» y «matrilineal». Es posible que varios sistemas
catalogados de patrilineales tengan muy poco en común, salvo que la filiación
se determina por línea masculina. La filiación es solo un aspecto del sistema
y, probablemente, existan otros contextos —acceso a la tierra, derechos de
propiedad, patrones de residencia— donde primen otros tipos de vínculos de
parentesco (bilaterales, por ejemplo). Ante esta situación algunos
antropólogos han afirmado que términos como «patrilineal» y «matrilineal»
presentan deficiencias teóricas y empíricas. En Eades (1980), Kuper (1982),
Leach (1961) y Karp (1978b) se critica la clasificación de parentesco basada
en las reglas de filiación y en los grupos de colectivos. Otros antropólogos han
tratado de demostrar que el factor definitorio de los sistemas de parentesco
es su funcionamiento y manipulación. Por ejemplo, Bledsoe (1980), Verdon
(1980) y Comaroff (1980b) han estudiado los sistemas de parentesco,
teniendo en cuenta consideraciones de comportamiento, circunstancias y
toma de decisiones. El enfoque más útil es, probablemente, uno intermedio,
que examine los sistemas de parentesco dentro de un contexto histórico
determinado y trate de analizar su funcionamiento en la práctica; véase Karp
(1978a), como ejemplo. <<

[55] Bush et al. (1986) señalan las diferentes circunstancias de las distintas
«unidades» englobadas bajo el término «hogar encabezado por mujer»; véase
también Youssef y Hefler (1983). Geisler et al. (1985) llegan a una conclusión
similar en la Provincia Norte de Zambia, donde los hogares dirigidos por
mujeres constituyen, en algunas zonas, más de un tercio del total; véase
también Moore y Vaughan (1987). <<

[56] Lévi-Strauss (1969) estudia las mujeres como objeto de intercambio a


través del matrimonio. Véase en Comaroff (1980b: 26-31) un resumen del
enfoque estructuralista del matrimonio y el intercambio de mujeres en el
contexto de una reevaluación del significado de los pagos matrimoniales. <<
[57] Esta perspectiva antropológica del matrimonio está muy influida por la
jurisprudencia y recibe, por ello, el nombre de perspectiva jurídica. Ha sido
objeto hasta hoy de numerosas críticas, especialmente contra la primacía que
otorga a los acontecimientos frente a los procesos, a la estructura frente a la
estrategia y al objeto frente al sujeto. En Comaroff (1980b) Y Whitehead
(1984) encontramos interesantes puntos de vista sobre sus limitaciones. <<

[58] Cuando escribí este libro, China estaba atravesando un nuevo periodo de
cambios rápidos, entre los que cabe citar una reevaluación de las comunas y
de su lugar en la economía rural. Parece por consiguiente probable que
algunos de los elementos y situaciones que Elisabeth Croll describe en su
libro, disposiciones jurídicas incluidas, hayan sido modificados o lo sean en un
futuro próximo. <<

[59] La relación entre regalos de esponsales y pagos de dote se vio complicada


por la Ley del matrimonio de 1950, que prohibió los regalos de esponsales,
por considerarlos una forma de «pagar por» la novia. En las circunstancias
actuales, existe una cierta tensión entre las familias de las novias que desean
una compensación por la pérdida de una hija valiosa, y las familias de los
novios que desean que sus hijos se casen «a lo moderno» y consigan esposa
«gratis». Croll (1984: 56) cita el ejemplo de un padre que quería recibir un
regalo de esponsales a cambio de su hija, pero había consentido que sus hijos
varones contrajeran matrimonio «a lo moderno» para no tener que pagar
nada por sus hijas políticas. <<

[60] La literatura antropológica acerca de los pagos matrimoniales es muy


amplia y los enfoques de la cuestión múltiples. Se puede realizar, por ejemplo,
una comparación muy útil entre Goody y Tambiah (1973) y Comaroff (1980b).
La organización, forma y valor de los pagos matrimoniales y de las dotes varía
enormemente de una sociedad a otra, y Hirschon ha sugerido incluso que las
diferencias dentro de cada categoría son tan pronunciadas como entre dos
categorías distintas (Hirschon, 1984: 10). <<

[61] La institución de la dote en Grecia adopta formas distintas según las


regiones; véase Du Boulay (1974), Campbell (1964) y Loizos (1975} para
informes etnográficos clásicos sobre los sistemas de dote y su diversidad. <<

[62] Los autores feministas se han centrado en cuestiones de propiedad,


herencia, trabajo Y matrimonio para iniciar un replanteamiento del concepto
de persona, especialmente en términos de los derechos que una persona
puede ejercer sobre otra; véase, por ejemplo, Strathern (1984a, 1984b).
Véase también la nota 31. <<

[63] La propiedad de las joyas es al parecer la única que se le reconoce de


pleno derecho a la mujer, aunque no siempre está claro si puede disponer de
ellas sin consultar a terceros; véase Sharma (1980: 50-3). <<

[64] Para un maravilloso contraste con la obra de Ursula Sharma, véase la


disertación de João de Pina-Cabral sobre el poder y la riqueza de la mujer en
la zona noroeste de Portugal, donde las mujeres heredan tierras y ejercen,
aparentemente, un enorme poder en el hogar (Pina-Cabra), 1984). <<

[65] El Estado interpreta, por supuesto, las relaciones de género y de


parentesco de una forma muy concreta y deforma algunos aspectos de estas
relaciones para adaptarlos a sus propios fines. Esta cuestión se aborda con
más detalle en el capítulo 5. <<

[66] Singer afirma que las transacciones matrimoniales se han estudiado en


antropología casi exclusivamente desde el punto de vista masculino (Singer,
1973). En Ogbu (1978), se discute el matrimonio por compra desde la
perspectiva del hombre y de la mujer en sesenta sociedades. <<

[67] La antropología ha abordado el análisis de la penetración del capitalismo


en los sistemas de producción rural más tardíamente que muchas otras
disciplinas, y el mejor trabajo ha sido realizado, en la mayoría de los casos,
por personas ajenas a la antropología. Véase, sin embargo, Ortner (1984)
para una visión general de las innovaciones teóricas surgidas en antropología
desde los 60 y Guyer (1981) y Nash (1981) para discusiones sobre esta
particular transición dentro de la antropología. Véase también en Marcus y
Fischer (1986), y en Clifford y Marcus (1986) las repercusiones de esta
transición en el estado actual de la antropología teórica. <<

[68] Meillassoux no es, en ningún caso, el único en defender este argumento;


véase también Wolpe (1972) sobre África del Sur, y Laclau (1971) sobre
Latinoamérica. El tipo de teorías apoyadas por Meillassoux, entre otros, no es
más que un conjunto de teorías entre los muchos que tratan de explicar el
capitalismo y sus consecuencias en la cambiante economía mundial, entre los
que destacan la «economía del desarrollo», la «teoría de la dependencia», el
«subdesarrollo» y la «teoría de los sistemas del mundo». Para una
comparación crítica de estas teorías y de sus consecuencias, véase Cooper
(1981) y Blomstrom y Hettne (1985). <<

[69] En el capítulo 3 ya he detallado algunas de las críticas feministas de este


trabajo. La mayor parte de las demás críticas se centran en el concepto de
«modo de producción». Para críticas procedentes de la antropología, véase
Sahlins (1976), Firth (1975), Goodfriend (1979) y O'Laughlin (1977). Para una
valoración minuciosa y actualizada, que aborda directamente el valor del
concepto de modo de producción en el análisis empírico, véase Binsbergen y
Geschiere (1985). Para una crítica de la noción de articulación, véase Foster-
Carter (1978). <<

[70] Véanse, por ejemplo, los comentarios de Ranger (1978), Cliffe (1978) y
Bernstein (1979). Los trabajos más destacados en este campo, especialmente
en el continente africano, proceden de historiadores. Dentro de la
antropología, Meillassoux y otros autores marxistas no han abordado
directamente esta cuestión porque han tratado de ver el capitalismo como
una fuerza dominante y no han cuestionado lo suficiente dicho dominio. No
han investigado pues, los modelos locales de resistencia ante el capitalismo ni
los mecanismos de explotación del capitalismo en manos de los grupos locales
y, menos aún, la manipulación de sus relaciones para adaptarlas a sus propios
fines. Por ejemplo, los trabajadores africanos de plantaciones y minas
empezaron, en una época muy temprana, a organizarse con el fin de proteger
sus intereses dentro del mercado laboral asalariado; véase Cohen (1980) y
Van Onselen (1976). Para un ejemplo de cómo colaboran las mujeres con los
varones en la organización y en las protestas dentro del contexto laboral de
las minas, véase Parpart (1986). En el capítulo 5 se discutirán con más detalle
cuestiones relativas a la resistencia de la mujer. <<

[71] Véase Acker (1980) para una descripción general sobre los puntos de
vista dominantes en el estudio de los sistemas de género y de clase. Para una
discusión sobre las dificultades planteadas por la conceptualización de las
intersecciones entre género y clase en las sociedades en desarrollo, y para
una crítica sobre la indiferencia mostrada por el marxismo ante las cuestiones
de sexo, véase Eisenstein (1979), Kuhn y Wolpe (1978), Hartmann (1979),
Jaggar y Rothenberg (1984) y Barren (1980). <<

[72] La literatura feminista se ha ocupado largo y tendido de la relación entre


las estructuras familiares en el capitalismo y la diferenciación entre la mano
de obra masculina y femenina dentro del mercado laboral. Este debate recibe
normalmente el nombre de «debate del trabajo doméstico». El tema central es
el trabajo doméstico desempeñado por la mujer en el hogar. Los principales
aspectos tratados son: (1) la relación entre la división sexual del trabajo en el
hogar y en el mercado laboral; (2) las razones por las que el capitalismo
reserva a las mujeres peores salarios y condiciones laborales que a los
varones; (3) el proceso por el cual las tareas domésticas recaen en la mujer;
(4) el papel que desempeña la ideología de género en el mantenimiento de las
divisiones de trabajo en el mercado laboral. La mayoría de los estudios
tienden a analizar el problema preguntándose: «¿Cuál es la función del
trabajo de la mujer en el capitalismo?» o «¿Impone realmente el capitalismo
la separación entre el hogar y el puesto de trabajo, hasta el extremo de
causar la “privatización” de la familia?». Esta polémica se encuentra muy bien
documentada (véase Molyneux, 1979; Kaluzynska, 1980). Barret (1980: cap.
5) y Burton (1985: cap. 4) proporcionan buenas visiones introductorias y
críticas al respecto. Este debate de complejidad patente ha repercutido
considerablemente en la teoría feminista, pero he decidido no enmarcar mi
disertación en el trabajo de la mujer dentro de dicho debate, dado que la
situación actual de muchos países en desarrollo difiere sensiblemente, en mi
opinión, de la trayectoria seguida por el capitalismo en el llamado «mundo
desarrollado». Y, además, aunque la posición de la mujer tenga paralelismos
indiscutibles en ambos casos, invita a un análisis un tanto diferente. La
complejidad de la vida laboral de la mujer se discute en este apartado y en el
siguiente, y al final presento mis conclusiones teóricas para explicar algunas
de las razones por las cuales no he articulado esta sección en tomo al «debate
del trabajo doméstico». <<

[73] Véase también Gaitskell et al. (1983: 88). <<

[74] Esta situación es descrita con mucha fuerza por Bujra (1986: 124-7). Gran
parte de mi argumentación en esta sección y en la siguiente se basa en los
pertinentes comentarios de Bujra al respecto. <<
[75] Para más detalles sobre la participación de la mujer en la economía
subterránea, véase Schuster (1982) y MacGaffey (1983). <<

[76] Para otro ejemplo del éxito de mujeres empresarias en África occidental.
Véase Robertson (1984). <<

[77] Cliffe estudia el proceso por el cual las relaciones capitalistas de


producción han transformado gradualmente la ayuda voluntaria y mutua que
imperaba entre los agricultores vecinos, parientes o compañeros en la
contratación de mano de obra eventual (Cliffe, 1982: 263). <<

[78] Izzard acentúa también la importancia de reconocer el «imperativo


económico» que se esconde detrás de la migración de la mujer (Izzard, 1985:
271). Esta visión es contraria a la de escritores como Caldwell (1969),
Adepoju (1983) y Majumdar y Majumdar (1978), para los cuales la migración
de la mujer está motivada, ante todo, por cuestiones matrimoniales y por
«seguir al marido». <<

[79] Véase también Schuster (1982). <<

[80] Youssef recopiló estas cifras a partir de una selección de países


clasificados en industrializados (22) y subdesarrollados (28) por criterios de
renta per cápita y de tasa de participación de varones adultos en trabajos no
agrícolas. Las cifras correspondientes a estos indicadores proceden de datos
publicados por la Oficina Internacional del Trabajo y por el Departamento de
Asuntos Económicos y Sociales de las Naciones Unidas (Youssef, 1976). <<

[81] Muchos estudios han subrayado la caída en la tasa de actividad laboral de


la mujer en las primeras etapas del desarrollo económico, atribuida en la
mayoría de los casos a la progresiva disminución de su participación en
sectores de empleo tradicionales: industrias caseras, agricultura y comercio a
pequeña escala. Estas caídas se compensan solo en parte con aumentos en la
participación de la mujer en sectores modernos en expansión, como la
industria manufacturera y los servicios. Véase Boserup (1970). <<

[82] La cuestión de determinar la clase de las mujeres plantea serias


dificultades. En los estudios de clase llevados a cabo en sociedades
capitalistas desarrolladas, se supone que la clase de una mujer viene
determinada por el estatus profesional del cabeza de familia, que
normalmente es un varón. Algunas obras feministas ponen en tela de juicio
este punto de vista y proponen situaciones donde tanto el marido como la
esposa trabajan en distintas escalas profesionales (p ej., Stanworth, 1984).
Otras perspectivas feministas consideran que las mujeres dedicadas al trabajo
doméstico constituyen por sí mismas una clase (p ej., Dalla Costa y James,
1972) y que la pertenencia de una mujer a una clase determinada depende de
las relaciones de reproducción dentro del hogar (p ej., West, 1978). En
muchos países en desarrollo, el proceso de formación de clases no ha
finalizado aún y las relaciones capitalistas de producción coexisten con
relaciones no capitalistas de producción; ello complica aún más la
determinación del estatus de clase de las mujeres. Pero una cosa es cierta, si
aplicamos el estatus profesional, el nivel de educación y las relaciones con el
modo capitalista de producción al estudio de países en desarrollo, una
proporción considerable de hogares albergarán a personas pertenecientes a
distintas clases. En este capítulo me he basado en la clase de las mujeres
definida desde dos puntos de vista: el estatus profesional de la mujer y su
relación con el modo de producción dominante. <<

[83] La mayor parte de las primeras obras de antropología social dedicadas a


estas cuestiones procede del Rhodes Livingstone Institute, Rodesia del Norte
(actualmente Zambia). Esta literatura abordaba temas de antropología
urbana, diferencias étnicas y la situación de los trabajadores de las minas de
cobre. Estudiaba asimismo agrupaciones no empresariales, asociaciones
benéficas, grupos religiosos, sindicatos y partidos políticos. Véase Brown
(1975). <<

[84] Para una disertación brillante sobre este material, véase Gittins (1985:
cap. 1). <<

[85] Los argumentos sobre la manera de controlar los medios de producción y


el excedente producido a través del control del trabajo de la mujer y de los
varones jóvenes se complica enormemente ante los argumentos relativos al
papel del trabajo esclavizante (véase Asad, 1985; Meillassoux, 1971; Miers y
Kopytoff, 1977; Robertson y Klein, 1983). <<

[86] Véase, por ejemplo, Rohrlich-Leavitt (1977, 1980), McNamara y Wemple


(1977), Silverblatt (1978), Sacks (1979) y Sanday (1981). <<

[87] Se han recogido, asimismo, en otros lugares del mundo, muchos casos de
mujeres que ocupan cargos públicos, en particular en Polinesia. <<

[88] El «poder», tal como se define normalmente de forma implícita, y a veces


explícita, en antropología feminista, es la capacidad de conseguir que alguien
haga lo que no desea hacer, de influir en el comportamiento de las personas y
las cosas, de tomar decisiones que no corresponderían naturalmente al papel
del actor ni al actor en tanto que individuo. La «autoridad» se define con
mayor simplicidad como el derecho de tomar una decisión determinada o de
adoptar una serie de medidas y exigir obediencia. El punto clave, expresado
por las feministas, es que el poder y la autoridad difieren en algunos aspectos,
ya que no siempre se presentan simultáneamente (March y Taqqu, 1986: 1-5).
<<

[89] Existe una falta de acuerdo generalizada sobre las definiciones de


socialismo y lo adecuado de su adaptación a una sociedad en particular.
Utilizo el término «socialista» en el mismo sentido que Maxine Molyneux, es
decir, para referirme a países que han manifestado su compromiso de crear
una sociedad socialista basada en los principios marxistas y leninistas
reconocidos, con un elevado nivel de redistribución social, y con sistemas de
producción y distribución organizados por el Estado siguiendo las pautas de
la economía planificada (Molyneux, 1981: 32). <<
[90] Estas leyes prohíben a los patronos establecer diferencias entre hombres
y mujeres que desempeñan trabajos idénticos. No obstante, estas medidas no
han logrado la igualdad de salarios para trabajos iguales. En 1985, el salario
medio bruto por hora de la mujer era un 74 por ciento inferior al del varón, y
el salario medio bruto semanal un 65,9 por ciento inferior (Department of
Employment, 1985: parte A, tablas 10 y 11). <<

[91] Esta situación es similar a la observada por Elisabeth Croll en la China


rural; véase el comentario sobre su trabajo en el capítulo 4. <<

[92] La hostilidad ante las relaciones prematrimoniales, el divorcio, los hijos


ilegítimos y la homosexualidad no es exclusiva, por supuesto, de los Estados
socialistas. No obstante, los regímenes socialistas han suprimido, con
frecuencia, las prácticas sexuales consideradas «no-normativas» de forma
bastante drástica. Véase, por ejemplo, Arguelles y Rich (1984). <<

[93] Controlar el tamaño de la familia es más fácil en las zonas urbanas que en
las rurales. Ello se debe en parte a que, en las ciudades, es más difícil eludir
el control del Estado, y además las circunstancias materiales, como escasez
de viviendas, desempleo y penuria de los planes de jubilación limitan
naturalmente la procreación. En las zonas rurales, es algo más difícil
controlar el tamaño de la familia dado que las familias campesinas dependen
a menudo de la mano de obra proporcionada por sus miembros —la
contratación de mano de obra está prohibida. Las parejas que se limitan a
tener un hijo reciben subvenciones en forma de salarios más elevados,
mejores puestos de trabajo y, en ocasiones, una mejor educación para el niño.
Aquellas que superan el número de hijos prescrito son a menudo castigadas
con recortes salariales, reducción del permiso por maternidad, destitución de
cargos políticos, etc. En algunos casos las mujeres se han visto obligadas a
esterilizarse; Stacey relata un caso en el que un padre fue obligado a
esterilizarse después del nacimiento de su tercer hijo (Stacey, 1983: 274-80;
Davin, 1987a: 158-60; Saith, 1984). La consecuencia más brutal de la política
del hijo único es el resurgimiento del infanticidio de bebés de sexo femenino.
Tal vez algunas acusaciones al respecto sean exageradas, pero el partido, la
Liga de los jóvenes y la Federación de mujeres han denunciado repetidamente
esta práctica y, en las altas esferas del poder, se percibe como un problema
grave (Davin, 1987b). <<

[94] Véase Jancar (1978: 51-6). Uno de los intentos más tenaces por animar a
las mujeres a tener hijos es el representado por el sistema soviético de
medallas. Las mujeres se hacían merecedoras del título de Madre Heroína si
concebían y criaban diez hijos. Las que tenían siete, ocho o nueve recibían la
Orden de la Gloria de la Maternidad, mientras que las que solo engendraban
cinco o seis eran distinguidas con la Medalla de la Maternidad (Buckley,
1981: 94). <<

[95] Judith Stacey explica la resistencia de las zonas rurales ante el sistema de
comunas y la reforma familiar durante el periodo del gran salto adelante dado
por China (Stacey, 1983: cap. 6). En 1980, en Afganistán, se tuvo que retirar
un decreto por el que se prohibía el matrimonio por compra y otro que
estipulaba la obligatoriedad de la enseñanza para la mujer, ante la férrea
oposición de las zonas rurales (Molyneux, 1985a: 56). Véase Molyneux (1981:
4) para más ejemplos al respecto. <<

[96] Véase la discusión del trabajo de Elisabeth Croll en el capítulo 4 y Croll


(1981b Y 1981c); véase también Davin (1987a). <<

[97] En los últimos diez años se han publicado numerosas obras sobre la mujer
y el desarrollo. Para una bibliografía de trabajos más antiguos sobre la mujer
y el desarrollo, véase Buvinic (1976), Rihani (1978), ISIS (1983) y Nelson
(1979). Las teorías feministas sobre el desarrollo se clasifican en tres
categorías principales: liberales, marxistas y socialistas-feministas; véase
Bandarage (1984) y Jaquette (1982) para más información acerca de esta
tipología y para una crítica de su trabajo, véase Staudt (1986a). <<

[98] Véase Rogers 91 980), Boulding (1977), International Labour Office


(1981), Tinker y Bramsen (1976), Nelson (1981), Dauber y Cain (1981), y
Jahan y Papanek (1979). Para una argumentación acerca del menoscabo del
estatus de la mujer bajo el régimen colonial, véase Etienne y Leacock (1980).
Para ejemplos de autores que vinculan la subordinación de la mujer a la
dependencia y a la marginación de las economías del Tercer Mundo dentro
del sistema capitalista internacional, véase Nash (1977), Beneria y Sen
(1982), Saffioti (1978) y Schmink (1977). <<

[99] Elise Boulding ha calculado que de todos los políticos del mundo, solo el 6
por ciento son mujeres (Boulding, 1978: 36). <<

[100] Muchos especialistas en feminismo en el área de la mujer y el desarrollo


están prestando a estas cuestiones la atención que tanto necesitan; véase, por
ejemplo, Staudt (1985, 1986a), Staudt y Jaquette (1983) y Charlton (1984).
<<

[101] Las estimaciones sobre el número de grupos de mujeres en Kenia son


variables: Maas (1986) propone una cifra de 6000 que abarcarían a un total
de 500 000 mujeres, según un informe publicado en The Daily Nation (con
fecha del 3 de diciembre de 1979). Feldman se basa en las cifras de 1978
publicadas por la Oficina de la mujer y propone una cantidad de 8000 grupos
y unas 300 000 mujeres miembros (Feldman, 1983). <<

[102] El argumento consiste en decir que la mujer está involucrada en la


reproducción del sistema de clases porque participa en lo que Papanek (1979)
denomina «trabajo de producción de estatus familiar», es decir, crear un
estilo de vida, un ambiente social y un contexto cultural adecuado para su
nivel de clase. Véase además Sharma (1986), quien también emplea el
concepto de Papanek de «trabajo de producción de estatus» en un estudio
acerca de las mujeres indias. Caplan considera el papel de las organizaciones
benéficas en la perpetuación ideológica de la clase dominante y sugiere que
—siguiendo la opinión de Althusser (véase más arriba en este mismo capítulo)
— las instituciones de asistencia social pueden tener importancia como
aparato ideológico del Estado capitalista en aquellos casos en que la eficacia
de la enseñanza y de los medios de comunicación se ve reducida por no estar
al alcance de la mayoría de la población (Caplan, 1985: 214). <<

[103] En muchos Estados del Tercer Mundo, se han confiado a mujeres cultas
puestos de poder político dentro del Estado y, aunque se acusa con frecuencia
a esta práctica de simbólica y de carecer de los recursos y del apoyo
necesarios, no debe ser ignorada. Un punto de vista feminista muy
generalizado defiende que aumentar la presencia de la mujer en las esferas
de poder no solo modificará la forma y el contenido de políticas y programas,
sino que abrirá las puertas a métodos alternativos para tomar decisiones,
lograr consensos y administrar instituciones burocráticas. Este argumento
sugiere que, posiblemente, si aumentara el número de mujeres en
instituciones estatales, no solo cambiaría la naturaleza de las decisiones, sino
también la del Estado propiamente dicho. Pero, aunque las mujeres
encuentren, en algunas áreas, más facilidades para participar activamente en
la toma de decisiones, se ha prestado por el momento poca atención a las
consecuencias que podría tener la incorporación de grandes números de
mujeres a la estructura del Estado en la política y planificación estatal, con
vistas a que las mujeres participaran en ella y se beneficiaran de ella de la
misma manera que los varones. Se impone la necesidad de realizar estudios
teóricos y empíricos detallados al respecto. Véase nota 16. <<

[104] Véase Schuster (1979) y Geisler (1987) para una discusión sobre la Liga
de mujeres de Zambia; Bujra (1986: 136-7) sobre la Federación de mujeres de
Gambia; Smock (1977) sobre Ghana; Fluehr-Lobban (1977) sobre Sudán; y
Steady (1975) sobre Sierra Leona. <<

[105] La literatura, particularmente rica, sobre movimientos feministas y


nacionalistas en el Tercer Mundo incluye estudios históricos y
contemporáneos; véase, por ejemplo, Jayawardena (1986), Croll (1978),
Nashat (1983a), Walker (1982), Eisen (1984), Urdang (1979. 1984), Everett
(1981) y Davies (1983). <<

[106] Para un estudio sobre la historia del hinduismo, del budismo, del
cristianismo y del islam, así como sus puntos de vista y consecuencias en la
vida de la mujer, con especial interés por su influencia en la población y en la
educación, véase Carroll (1983). <<

[107] «El Corán no propugna la utilización del velo ni la segregación sexual;


sino que por el contrario insiste en la modestia sexual. También es cieno que
desde el punto de vista histórico cabe señalar que en tiempos del Profeta no
había velos, ni segregación sexual en el sentido que las sociedades
musulmanas desarrollaron posteriormente» (Rahman, 1983: 40). <<

[108] Según Afshar el castigo por infringir el hijab es mucho más duro.
Desafiar abiertamente el hijab y aparecer en público sin velo está penalizado
con setenta y cuatro latigazos. Los agentes que detengan a mujeres
infractoras no tienen por qué presentarlas ante la justicia, ya que el delito es
obvio y el castigo inmediato. Las mujeres que no se cubran de forma
adecuada se exponen además a los ataques de los miembros del «Partido de
Dios», el Hezbolá, armados con pistolas y cuchillos, de los cuales solo saldrán
con vida si son realmente afortunadas (Afshar, 1987: 73). <<

[109] En opinión de Iris Berger considerar la posesión de la mujer por espíritus


como una forma de protesta, ligeramente solapada, contra los varones pasa
por alto la importancia del estatus y de la autoridad que confiere a la mujer
en situaciones rituales de las que normalmente se ve excluida en virtud de las
normas religiosas (Berger, 1976). <<

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