Antropología y Feminismo, Henrietta L. Moore
Antropología y Feminismo, Henrietta L. Moore
Antropología y Feminismo, Henrietta L. Moore
Antropología y feminismo
Feminismos - 3
ePub r1.1
Titivillus 14-11-2020
Título original: Feminism and Anthropology
Consejo asesor:
Bronislaw Malinowski
Modelos y silenciamiento
Ardener alega que los tipos de modelos facilitados por los informantes
varones pertenecen a la categoría de modelos familiares e inteligibles para
los antropólogos. Ello se debe a que los investigadores son varones, o mujeres
formadas en disciplinas orientadas hacia los hombres. La propia antropología
articula el mundo en un idioma masculino. Partiendo de la base de que los
conceptos y categorías lingüísticas de la cultura occidental asimilan la
palabra «hombre» a la sociedad en su conjunto —como ocurre con el vocablo
«humanidad» o con el uso del pronombre masculino para englobar conceptos
masculinos y femeninos—, los antropólogos equiparan la «visión masculina»
con la «visión de toda la sociedad». Ardener concluye que el androcentrismo
no existe únicamente porque la mayoría de etnógrafos y de informantes sean
varones, sino porque los antropólogos y las antropólogas se basan en modelos
masculinos de su propia cultura para explicar los modelos masculinos
presentes en otras culturas. Como resultado, surge una serie de afinidades
entre los modelos del etnógrafo y los de las personas (varones) objeto de su
estudio. Los modelos de las mujeres quedan eliminados. Las herramientas
analíticas y conceptuales disponibles no permiten que el antropólogo oiga ni
entienda el punto de vista de las mujeres. No es que las mujeres permanezcan
en silencio; es sencillamente que no logran ser oídas. «Las personas con
formación etnográfica experimentan una cierta predilección por los modelos
que los varones están dispuestos a suministrar (o a aprobar), en detrimento
de aquellos proporcionados por las mujeres. Si los hombres, a diferencia de
las mujeres, ofrecen una imagen “articulada”, es sencillamente debido a que
la conversación tiene lugar entre semejantes» (Ardener, 1975a: 2).
Ardener propone una identificación correcta del problema que supera las
barreras de la práctica antropológica, para pasar al marco conceptual en el
que reposa dicha práctica. La teoría siempre se inspira en la forma de
recopilar, interpretar y presentar los datos y, por consiguiente, nunca será
imparcial. La antropología feminista no se reduce, pues, a «añadir» mujeres a
la disciplina, sino que consiste en hacer frente a las incoherencias
conceptuales y analíticas de la teoría disciplinaria. Se trata, sin duda alguna,
de una empresa de gran envergadura, pero la cuestión más acuciante es
saber cómo acometerla.
Mujeres en el ghetto
La mujer universal
Etnocentrismo y racismo
Este capítulo trata de esclarecer qué significa ser mujer, cómo varía la
percepción cultural de la categoría «mujer» a través del tiempo y del espacio,
y cuál es el vínculo de dichas percepciones con la situación de la mujer en las
diferentes sociedades. Los antropólogos contemporáneos que exploran la
situación de la mujer, ya sea en su propia sociedad o en otra distinta, se ven
inmersos inevitablemente en la polémica sobre el origen y la universalidad de
la subordinación de la mujer. Ya en los albores de la antropología, las
relaciones jerárquicas entre hombres y mujeres constituían un particular foco
de interés disciplinario. Las teorías de la evolución que brotaron en el
siglo XIX imprimieron un nuevo impulso al estudio de la teoría social y
política, y a la cuestión afín de la organización en las sociedades no
occidentales. Conceptos cruciales para entender la organización social de
dichas comunidades eran los de «parentesco», «familia», «hogar» y «hábitos
sexuales». En debates sucesivos, las relaciones entre los dos sexos se
convirtieron en el eje central de las teorías propuestas por los llamados
«padres fundadores de la antropología[7] ». Como resultado, un cierto número
de los conceptos y postulados que ocupan un lugar preeminente en la
antropología contemporánea, incluida la antropología feminista, deben su
aparición a teóricos del siglo XIX. Ciertamente muchos de los argumentos de
los pensadores del siglo XIX han sido puestos en tela de juicio, revelándose
sus deficiencias. Malinowski y Radcliffe-Brown, entre otros especialistas en
antropología, criticaron la búsqueda de un pasado hipostático —
especialmente el interés por la evolución unilineal y la transición de un
«derecho de la madre» a un «derecho del padre». Las décadas de 1920 y de
1930 asistieron a la consolidación de la antropología como disciplina bien
definida, con un especial énfasis en la investigación empírica, es decir, basada
en el trabajo de campo. Lo que realmente tuvo Jugar fue un replanteamiento
de la noción de relaciones familiares y un interés explícito en la función de las
instituciones sociales en determinadas sociedades, en lugar del papel
desempeñado en un supuesto esquema histórico. Al afirmar que muchos de
los postulados teóricos del siglo XIX siguen en plena vigencia, pretendo
demostrar que las inquietudes de la antropología de la mujer cuentan con una
larga historia en la disciplina[8] . Además, el simple hecho de que existan
continuidades y discontinuidades intelectuales justifica, en gran medida, la
necesidad de una crítica feminista contemporánea.
Merece la pena examinar con más detenimiento una parte del argumento de
Ortner, ya que las razones que aduce para explicar la asociación de la mujer
con la naturaleza —o la mayor proximidad a la naturaleza de la mujer que del
hombre— constituyen los verdaderos cimientos de la crítica feminista, aunque
a veces también sean una abrumadora amenaza contra ella. La universalidad
de la proposición de Ortner implica la necesidad de apoyar su tesis con
alegatos igualmente universales. Los dos argumentos principales podrían
resumirse así:
Ortner pone especial empeño en resaltar que «en realidad» la mujer no está
más cerca ni más lejos de la naturaleza que el hombre. Su objetivo consiste,
pues, en descubrir el sistema de valores culturales en virtud del cual las
mujeres parecen «más próximas a la naturaleza».
«Hombre» y «mujer»
Una de las particularidades del simbolismo del género más estudiadas por los
especialistas que pretenden explicar la «estatus inferior» de la mujer ha sido
el concepto de contaminación. Las restricciones y los tabúes de conducta,
como por ejemplo los que muchas mujeres experimentan después del parto o
durante la menstruación, proporcionan claves para entender cómo se clasifica
a las personas y se estructura, en consecuencia, su mundo social[11] . Un
análisis de las creencias en materia de contaminación y su relación con las
ideologías sexuales es muy revelador, ya que dichas creencias se asocian con
frecuencia a las funciones naturales de cuerpo humano. En todo el mundo
existen ejemplos de sociedades que consideran a la mujer como un agente
contaminante, ya sea en general o en momentos determinados de su vida.
Para ilustrar este punto, me centraré en las sociedades melanesias, dada la
riqueza de material etnográfico acerca de las creencias en materia de
contaminación y del antagonismo sexual que las caracteriza[12] .
Los kaulong
Cultura: Naturaleza
Poblado: Bosque
Solteros: Casados
En otras palabras, tanto los hombres como las mujeres están relacionados con
la naturaleza a través de su participación en la reproducción (Goodale, 1980:
140). Además, el sistema kaulong de representación no parece suministrar
ninguna prueba contundente de la asociación exclusiva de la cultura con los
hombres. Muchos análisis basados en el modelo naturaleza/cultura y
mujer/hombre deducen implícitamente de la asociación entre mujer y
naturaleza, una similar entre hombre y cultura. Esta deducción no siempre es
válida.
Los gimi
Entre los gimi de las tierras altas de Papua Nueva Guinea, las mujeres
también son consideradas seres contaminantes, pero ello no puede atribuirse
a su relación con la naturaleza por oposición a la cultura (Gillison, 1980). La
idea de «salvaje» de los gimi se aplica a la vida vegetal y animal que
constituye el bosque de la lluvia. El bosque es un reino masculino, donde
residen los espíritus de los antepasados (personificados en pájaros y
marsupiales), responsables de la abundancia y la creatividad del mundo
natural, así como de la creatividad trascendente del espíritu masculino en el
mundo. «La ambición de los hombres, expresada en sus rituales, consiste en
identificarse con el mundo no humano y renovarse a través de sus ilimitados
poderes masculinos» (Gillison, 1980: 144). El asentamiento, por su parte, se
relaciona con la mujer.
Kore es la palabra en gimi para designar tanto lo baldío como la vida después
de la muerte. Dusa es lo contrario de kore , y significa «lo terreno», además
de calificar a las plantas cultivadas y a los animales domésticos, y a la
«obligaciones sociales de los seres humanos» (Gillison, 1980: 144). Incluso si
kore se tradujera por «naturaleza» y dusa por «cultura», estas categorías no
se asocian con mujer y hombre respectivamente. El modelo de oposiciones de
los gimi sería más bien el siguiente:
Dusa: Kore
Cultivado: Baldío
Una de las razones aducidas por Ortner para explicar por qué la mujer se
considera «más próxima a la naturaleza» es la asociación espontánea de la
mujer con el aspecto «doméstico», en oposición al aspecto «público», de la
vida social. Esta idea es el germen de la relación establecida en la
«antropología de la mujer» entre la dicotomía naturaleza/cultura y la división
correspondiente entre lo «doméstico» y lo «público» —una estructura que se
ha propuesto como modelo universal para explicar la subordinación de la
mujer. Recientemente ha surgido una serie de críticas dirigidas contra el
modelo doméstico/público (Burton, 1985: cap. 2 y 3; Rapp, 1979; Rogers,
1978; Rosaldo, 1980; Strathern, 1984a; Tilly, 1978; Yanagisako, 1979), pero,
pese a todo, sigue siendo una característica sobresaliente de muchos tipos de
análisis, y se recurre con frecuencia a él para clasificar datos etnográficos y
delimitar un campo exclusivo de la mujer dentro del material presentado.
Sean cuales fueren las ideas imperantes acerca de la paternidad física, casi
todas las culturas conceden una importancia simbólica a la paternidad y a la
maternidad. Mi opinión es que la paternidad es un símbolo más libre, capaz
de dar cabida a una mayor diversidad de significados culturales, por
mantener un vínculo más débil con el mundo natural (Barnes, 1973: 71).
Madre y maternidad
A estas alturas, podría alegarse que aunque las madres no cuiden siempre, de
forma exclusiva, a sus hijos, aunque no ocupen con ellos un lugar físico, o
aunque no les profesen amor, una cosa es cierta, ellas los han parido. Los
hechos biológicos de la reproducción son de una «naturalidad» inapelable y
su condición claramente universal emana de la tendencia generalizada de
establecer un vínculo indisoluble entre la vida de las mujeres y su fisiología:
«la biología es su destino». No obstante, como ya he dicho anteriormente la
categoría «madre», al igual que la de «mujer» es una construcción cultural.
Drummond expresa esta idea con mucho acierto:
lejos de ser «la cosa más natural del mundo», la maternidad es, en realidad,
una de las más antinaturales… en lugar de centrarse en el llamado «vínculo
madre-hijo» innato, universal y biocultural, el proceso de concebir, gestar y
criar un niño debería contemplarse como un dilema que asalta la esencia de
la comprensión humana y evoca una interpretación cultural nada sencilla,
sino en extremo elaborada (Drummond, 1978: 31).
Hoy por hoy es un hecho irrefutable que las relaciones de género, en muchas
partes del mundo, se han visto transformadas por el sucesivo impacto de la
colonización, de la «occidentalización» y del capitalismo internacional.
Algunos estudios ponen de manifiesto que el desarrollo y el trabajo
remunerado aumentan la dependencia de la mujer respecto al hombre,
minando los sistemas tradicionales en los que la mujer ejercía un cierto
control sobre la producción y la reproducción (véanse capítulos 3 y 4)[20] . En
su investigación sobre los indios montañeses, comunidad cazadora de la
Península Labrador, Leacock demuestra que las relaciones de género
cambiaron de forma significativa con la llegada del comercio de pieles y de
otras influencias europeas, como por ejemplo la introducida por los
misioneros jesuitas, lo cual menoscabó la autonomía de la mujer (Leacock,
1972; 1980).
En una obra más reciente, Sisters and Wives (1979), Sacks pone en pie una
estructura para apreciar cómo varía la condición de la mujer de una cultura a
otra. Empieza confirmando una crítica ya formulada (Sacks, 1976) contra los
antropólogos que han inferido de la existencia de una división sexual del
trabajo en sociedades sin clases, una asimetría en las relaciones entre
hombres y mujeres. Critica asimismo a feministas y no feministas, sin
distinción, por asumir que la subordinación de la mujer está relacionada con
su condición de madre. Sacks tilda esta postura de etnocéntrica, ya que
proyecta en otras culturas los conceptos occidentales de familia y de
relaciones sociosexuales. Seguidamente, propone un marco conceptual para
analizar la posición de la mujer en términos de su intervención en los medios
de producción. Sacks distingue en las sociedades sin clases dos modos de
producción: un modo comunal y un modo familiar. En el primer tipo, todas las
personas, hombres o mujeres, «mantienen la misma relación con los medios
de producción y, por ende, pertenecen en igualdad de condiciones a una
comunidad de “propietarios”» (Sacks, 1979: 113). En el segundo tipo, los
grupos familiares controlan colectivamente los medios de producción, y el
estatus de la mujer varía según sea (a) hermana, en cuyo caso se consideran
miembros del grupo familiar dirigente, o (b) esposa, cuyos derechos derivan
del matrimonio contraído con un miembro del grupo familiar, y no de su
relación con su propio (nativo) grupo familiar. Lo importante para Sacks es
que si la mujer ejerce sus derechos en tanto que hermana, su condición
mejora en comparación con las situaciones donde sus derechos se restringen
por su calidad de esposa. Esta cuestión no se plantea en el modo de
producción comunal, donde, según Sacks, no se establecen diferencias
notables entre los derechos de las hermanas y de las esposas.
Este argumento es muy similar al que propuse en el estudio que realicé sobre
los marakwet de Kenia (Moore, 1986). Al ocuparme de las relaciones de
género, demostré que los marakwet provocan situaciones social y
económicamente distintas entre hombres y mujeres, y utilizan estas
diferencias como mecanismo simbólico. Las ideas culturales acerca de las
distintas cualidades, actitudes y comportamiento de las mujeres y de los
hombres se generan y se expresan a través de los conflictos y tensiones que
surgen entre cónyuges, originados por exigencias tendentes a controlar la
tierra, los animales y otros recursos (Moore, 1986: 64-71). Las ideas
culturales sobre el género no reflejan directamente la posición social y
económica de la mujer y del hombre, aunque ciertamente nacen en el
contexto de dichas condiciones. Ello se debe a que tanto los hombres como
las mujeres respetan los estereotipos acerca del género a la hora de plantear
estratégicamente sus intereses en distintos contextos sociales. Consideremos,
por ejemplo, una frase escuchada a menudo en boca de los varones
marakwet: «las mujeres son como los niños, hablan antes de pensar». En una
sociedad que valora enormemente la sabiduría fruto de la edad y la
experiencia, este aserto no tiene, por supuesto, nada que ver con el posible
carácter infantil de la mujer. Se trata, por el contrario, de un estereotipo de
gran fuerza, al que poco afecta el que muchos hombres conozcan a mujeres
enérgicas e influyentes. En tanto que estereotipo está sin duda relacionado
con el hecho de que en esta sociedad patrilineal, las mujeres son
jurídicamente menores en determinadas áreas de la vida, pero para explicar
su poder e influencia debemos recurrir a la interacción estratégica entre
hombres y mujeres en la vida cotidiana. La fuerza de este estereotipo procede
en parte de su amplio campo de aplicación: serviría para definir los motivos
de una mujer en caso de conflicto matrimonial e indicaría un atributo propio
de la mujer, en oposición al hombre. No obstante, tanto las mujeres como los
hombres saben que estos estereotipos se ven rebatidos por la experiencia,
pero incluso esto tiene poca repercusión en la importancia y permanencia de
su vigor retórico y material. Estas afirmaciones no solo ofrecen una razón
estratégica para excluir a las mujeres de determinadas actividades, sino que
garantizan que las mujeres serán excluidas en muchos casos. La fuerza de los
estereotipos sobre el género no es sencillamente psicológica, sino que están
dotados de una realidad material perfecta, que contribuye a consolidar las
condiciones sociales y económicas dentro de las cuales se generan.
Daryl Feil estudió las relaciones hombre-mujer entre los enga y otorga gran
importancia a las mujeres como personas: «En Nueva Guinea, las mujeres son
“personas” sea cual fuere la noción adquirida e independientemente de si
aparecen como tales en la literatura» (Feil, 1978: 268). Pero, la opinión de
Feil difiere de la de Weiner en dos aspectos. En primer lugar, afirma que para
tratar a la mujer como persona es preciso demostrar que participan en los
asuntos sociopolíticos normalmente exclusivos de los hombres. Weiner, por su
parte, opina que las mujeres ejercen su poder en un campo exclusivamente
femenino, sin dejar de gozar por ello de una relación de igualdad con los
hombres. En segundo lugar, Feil circunscribe el poder de la mujer a la esfera
de la vida cotidiana, mientras que Weiner hace hincapié en el poder cultural
del simbolismo de la condición de mujer, expresada en actividades y objetos
específicamente femeninos (cf. Strathern, 1984a). El problema esencial no es
nuevo: para contemplar a las mujeres como adultos sociales de pleno
derecho, ¿es suficiente con decir que ejercen el poder en un campo
exclusivamente femenino, o debemos demostrar que ejercen poder en las
áreas de la vida social que normalmente se consideran como territorio público
y político exclusivo de los hombres? Esta cuestión traduce sencillamente la
distinción «doméstico»/«público» y la pone al servicio del problema que
aspira a resolver.
El trabajo de la mujer
Mujeres del mundo entero se ocupan de tareas productivas dentro y fuera del
hogar. La naturaleza exacta de este trabajo varía de una cultura a otra, pero,
grosso modo , pertenecerá a una de las cuatro categorías siguientes: labores
agrícolas, comercio, labores domésticas y trabajo asalariado. Muchos
observadores han señalado que el alcance real del trabajo no remunerado de
la mujer, y de su consiguiente contribución a la economía doméstica, se ha
subestimado de forma sistemática (Beneria, 1981, 1982b; Boserup, 1970;
Boulding, 1983; Deere, 1983; Dixon, 1985). Varias son las razones de esta
situación, pero la más importante es sin duda la relativa a la definición de
«trabajo». Trabajo no es solo lo que hace la gente, sino además las
condiciones en que se realiza la actividad y su valor social en un contexto
cultural determinado (Burman, 1979; Wallman, 1979: 2). Reconocer el valor
social atribuido al trabajo, o a un tipo particular de trabajo, nos ayuda a
entender por qué algunas actividades se consideran más importantes que
otras, y por qué, por ejemplo, si en la sociedad británica preguntamos a una
mujer no asalariada con cinco niños «¿Usted trabaja?» es probable que
responda «No». La aparente invisibilidad del trabajo de la mujer es una de las
características de la división sexual del trabajo en muchas sociedades, y se ve
acentuada por la óptica etnocéntrica de investigadores y políticos, y por las
ideologías tradicionales sobre el género. Si el trabajo se entiende
normalmente como «trabajo remunerado fuera del hogar», entonces las
labores domésticas y de subsistencia desempeñadas por la mujer quedan
infravaloradas. Esta definición de trabajo persiste en ocasiones aun cuando
contradice claramente la experiencia y las expectativas de las personas.
Abundan en la literatura ejemplos admonitorios de mujeres tildadas de «amas
de casa», cuando en realidad se ocupan de labores agrícolas y de una
producción de mercado a pequeña escala, además de las tareas propias del
cuidado del hogar y de la prole[27] . Con estas actividades, las mujeres
contribuyen de forma significativa a la economía doméstica, tanto
indirectamente, en términos del trabajo no remunerado en el campo y en la
casa, como directamente, a través del dinero que recaudan con la venta en el
mercado y con la producción de otros productos de consumo. Carmen Diana
Deere estudió los hogares campesinos de los cajamarcan de Perú y descubrió
que, aunque la parte más importante de los ingresos procedía del sueldo del
varón, la contribución de la mujer era sustancial. «En todos los estratos del
campesinado, las mujeres adultas son las máximas responsables del comercio
y del cuidado de los animales, lo que genera aproximadamente un tercio de la
renta neta media y de la renta monetaria media de la familia» (Deere, 1983:
120). Nada encontramos en los estudios sobre economía doméstica que
sugiera que estos casos son poco corrientes, aunque la cantidad real que la
mujer aporta a la renta familiar varía mucho de una sociedad a otra.
Producción y reproducción
Las críticas más frecuentes en relación con la forma en que Meillassoux trata
a la mujer es que, en lugar de analizar las formas de subordinación de la
mujer, da por supuesto que se trata de un hecho inamovible e indiscutible,
que no requiere ningún tipo de explicación ni análisis (Mackintosh, 1977;
Harris y Young, 1981; Edholm et al. , 1977). Ello se debe en parte a que el
libro de Meillassoux ofrece un modelo del vínculo entre las relaciones
productoras y reproductoras, en lugar de analizar una comunidad definida y
localizada empírica e históricamente, formada por hombres y mujeres. Tal
como señala Mackintosh (1977: 122), el lector no obtiene nunca detalles
suficientes para entender la sociedad que Meillassoux describe, ya que se
limita a plantear una serie de cuestiones que deja sin respuesta. Si la
reproducción de la sociedad depende efectivamente del control que ejercen
los varones adultos sobre el potencial productivo y reproductor de la mujer,
¿acaso no han desarrollado las mujeres estrategias destinadas a neutralizar
este control? Si desempeñan un papel tan importante en la producción
agrícola, ¿qué ocurre con las cosechas que producen? ¿Entregan realmente
todo el fruto de su trabajo a sus maridos o conservan parte de él? Según
Meillassoux, las relaciones de parentesco se definen exclusivamente a partir
de las relaciones entre varones que conducen al poder y a la autoridad.
¿Acaso las mujeres carecen de relaciones de parentesco propias, acaso no
conservan vínculos que las unen a sus hermanos o a otros grupos,
independientemente del marido[40] ?
Como consecuencia de la escasez de datos históricos y etnográficos, las
mujeres, sus palabras, hechos y opiniones, resultan totalmente invisibles en el
análisis de Meillassoux, a pesar de que aparentemente constituyen uno de sus
pilares. Podría alegarse que, en dicho análisis, todos los actores sociales son
en cierta medida invisibles, porque pretende ser un modelo y no una
monografía etnográfica. Este argumento sería aceptable si la forma de tratar
a la mujer no pusiera en duda la validez de dicho modelo. Por ejemplo, no
existe ninguna discusión acerca de la naturaleza de la división sexual del
trabajo. Este punto es especialmente problemático dado que uno de los
principales aspectos que aborda Meillassoux en su trabajo es la posibilidad de
que el control ejercido por algunos hombres sobre las mujeres sea
indispensable para la perpetuación de la formación social (Harris y Young,
1981: 120). En otras palabras, si Meillassoux quiere defender la necesidad de
que la mujer ocupe una determinada situación, o de que exista una relación
concreta entre los dos sexos, para que una unidad social dada pueda
reproducirse en el tiempo, es imposible que dicha situación o relación quede
sin especificar.
Con eso y con todo, las mujeres y los hombres no pueden acceder por igual a
los recursos generados por el cultivo privado. Como subraya Whitehead, ello
se debe a que las mujeres y los hombres se encuentran en posiciones distintas
con respecto a la capacidad de gestionar el trabajo de terceras personas. Los
hombres pueden recurrir al trabajo no asalariado de sus esposas y de las
demás mujeres del hogar que encabezan, pero la mujer solo conseguirá ayuda
por parte de los hombres si «paga» su trabajo con comida y bebida. En otras
palabras, las mujeres están obligadas a trabajar para los varones de más edad
del hogar, pero los hombres solo trabajarán para las mujeres si llegan a un
acuerdo de intercambio con ellas (Whitehead, 1981: 98). Una consecuencia de
esta situación es que existen menos tierras de cultivo privadas pertenecientes
a mujeres que a hombres. Whitehead atribuye, en parte, este hecho a que las
peticiones de tierra por parte de mujeres son menos frecuentes en una
sociedad donde la mujer vive en el grupo familiar del marido y la tierra se
asigna en virtud de vínculos agnáticos y, en parte, al acceso limitado de la
mujer a la mano de obra de terceros. La mayoría de mujeres sacan, pues,
menor partido de sus tierras privadas que los hombres.
Cuando una mujer visita a su anjira está obligada a llevarle un regalo. Las
mujeres de las «líneas» [plantaciones] ofrecen pequeños objetos
manufacturados que adquieren en las tiendas del pueblo. Las mujeres del
pueblo ofrecen productos comestibles cultivados en su jardín. Resultaría
ridículo, según los informantes, que una mujer de la «línea» llevara cereales a
su anjira o que la mujer del pueblo llevara jabón a su anjira. Las mujeres de
esta zona se apoyan en esta relación para completar los recursos de su hogar
y para escapar de algunas de las limitaciones impuestas por sus
circunstancias económicas (Vaughan, 1983: 283).
Según Croll la economía rural está formada por tres sectores: trabajo
asalariado colectivo, actividades privadas secundarias y tareas domésticas, es
decir, la administración y mantenimiento del hogar. Los tres sectores aportan
ingresos a la unidad doméstica, ya sea en dinero o en especie, y los dos
últimos reducen el coste de mantenimiento del hogar como unidad
económica. En el sistema descrito por Croll, el hogar campesino sigue siendo
la unidad básica de consumo, además de una unidad de producción, aunque el
abanico de actividades productivas que se organizan en tomo a él se vea algo
mermado (Croll, 1984: 51). Croll concluye que si los hogares individuales
deben seguir existiendo en tanto que unidades de producción y de consumo,
es preciso que organicen sus recursos de mano de obra y los distribuyan
eficazmente entre los tres sectores de la economía rural. Todo ello tiene
importantes consecuencias en las estrategias matrimoniales y en las mujeres,
dado que el trabajo de la mujer es crucial en los tres sectores. Las jóvenes
esposas participan en las labores colectivas, pero también pueden dirigir el
sector privado y responsabilizarse de las tareas domésticas. Las mujeres
reparten su capacidad de trabajo en los tres sectores en proporciones
distintas según la edad. Por ejemplo, en un hogar típico, una mujer de edad
avanzada puede «retirarse» del sector colectivo para pasar a dedicarse a las
labores domésticas y a las actividades privadas, cuando una joven nuera
ocupe su lugar en el sector colectivo. Como resultado, el trabajo de la mujer
es fundamental para que el hogar campesino funcione de forma eficaz y el
intercambio de mujeres entre hogares (a través del matrimonio) afecta a los
intereses comunes de los miembros de la unidad doméstica. La adquisición de
la mano de obra de las nueras y la reproducción de la población activa
familiar son esenciales para la continuidad de los hogares campesinos, y
precisamente esta situación explica la importancia del matrimonio y la
necesidad de controlar las negociaciones y transacciones matrimoniales. En
China, la contratación privada de mano de obra está prohibida por la ley y,
por consiguiente, el matrimonio es el único medio de multiplicar y adquirir
directamente mano de obra[58] . El matrimonio tiene asignado un papel
incluso más importante si tenemos en cuenta que el control sobre la mano de
obra se traduce en riqueza, en un sistema donde la prosperidad de un hogar
depende del uso eficaz de los recursos laborales. El trabajo en este sistema se
ha convertido en una forma de propiedad (Croll, 1984: 57).
Sistemas de dote
La situación descrita por Irene Tinker es harto familiar, pero la tesis sobre la
«feminización» de la agricultura no puede generalizarse a todas las regiones
africanas y, menos aún, al resto del mundo. Son múltiples los ejemplos,
particularmente en sociedades caracterizadas por la reclusión en que viven
las mujeres, en los que la participación de la mujer en las tareas agrícolas es
mínima en comparación con la de los hombres (Longhurst, 1982; Hill, 1969);
también existen numerosos casos en los que la comercialización se ha
traducido en un enorme aumento del trabajo desempeñado por hombres y
mujeres en el sector de la producción minifundista. No se trata con todo ello
de invalidar la tesis de la «feminización» (claramente apoyada por ejemplos
prácticos indiscutibles) ni de utilizarla como instrumento para ofrecer
respuestas globales a la transformación capitalista, sino más bien de tomar
conciencia de que la literatura sobre «el desarrollo de la mujer» recurre con
tanta frecuencia a esta tesis y el grado de ortodoxia que ha alcanzado en las
ciencias sociales es tal que puede ser oportuno considerar alguna de las
limitaciones conceptuales que encierra.
Pese a que algunos de los aspectos descritos por Bukh son, con frecuencia,
resultado de la integración del cultivo de excedente en los sistemas de
producción rural, no debemos asociar directamente a la mujer con la
agricultura de subsistencia y al hombre con la agricultura comercial. En
primer lugar, ello podría desembocar en una visión estereotipada de la
posición de la mujer en las economías en desarrollo. La fácil dicotomía
mujer/hombre y subsistencia/comercio refleja otros dualismos conceptuales
del pensamiento sociocientífico, especialmente la distinción
doméstico/público. Asociar a la mujer con la agricultura de subsistencia
destinada al consumo doméstico y con tecnologías básicas y tradicionales, y a
los hombres con las nuevas tecnologías, las nuevas variedades de semillas y
los servicios de apoyo (asesorías y consejerías agrícolas) como resultado de su
participación en la agricultura comercial y en el cultivo de productos para la
exportación, es una simplificación que comporta grandes riesgos. No
debemos relegar a la mujer a la producción de subsistencia en virtud de las
ideologías occidentales, según las cuales la mujer se ocupa de mantener y
alimentar a la familia, mientras que el hombre se asocia con el ajetreo del
mercado y con el mundo exterior al hogar.
Uno de los estudios más interesantes sobre una de las formas de generación
de ingresos dentro del «hogar» es el realizado por Maria Mies sobre las
encajeras indias de Narsapur, en Andhra Pradesh (Mies, 1982). Mies llevó a
cabo su investigación de campo a finales de los años 70 y descubrió que más
de 100 000 mujeres participaban en la industria de fabricación de encajes a
domicilio, que su salario era extremadamente bajo, que el sector existía desde
hacía más de 100 años y que casi toda la producción se exportaba a Europa,
Australia y Estados Unidos. Numerosos exportadores privados de este sector
habían reunido fortunas considerables, recogiendo la proporción más elevada
de divisas procedentes de la exportación de manufacturas del Estado de
Andhra Pradesh (Mies, 1982: 6-7). Pese a la importancia del sector, nunca se
elaboraron estudios de mercado sistemáticos ni estadísticas sobre la industria
del encaje. Esta actividad fue implantada en la zona, al parecer, hacia 1870-
1880 de la mano de los misioneros cristianos que deseaban ofrecer a las
mujeres pobres un medio de generación de ingresos (Mies, 1982: 30-3). La
venta de encajes se canalizaba, en un principio, a través de la misión, para
pasar más adelante a los canales de comercialización normales. La confección
de encaje se organizaba entonces, y sigue organizada, en tomo a un sistema
de subcontratación, en el cual un agente se encargaba de distribuir el hilo por
las casas de las mujeres y pasaba a recoger el producto acabado y a pagar el
trabajo por unidad fabricada. Seguidamente, el agente entregaba el encaje al
exportador. Este sistema de producción era muy ventajoso para el exportador
capitalista, que no debía invertir nada en instalaciones ni maquinaria —en
efecto, todos los costes de producción recaían en los trabajadores. Además,
los costes salariales se regulaban muy fácilmente, pues cuando la demanda
bajaba no era menester despedir a nadie, sino que el exportador se limitaba a
repartir menos hilo entre un menor número de mujeres. Si la demanda era
muy fuerte, se incorporaban más mujeres al proceso de producción (Mies,
1982: 34). Desde 1970, la industria del encaje ha experimentado una
expansión considerable, debido en gran parte al aumento de la demanda
procedente del mercado indio y del extranjero (Mies, 1982: 47-9).
En África del Sur se dice a menudo que la mujer africana sufre tres tipos de
opresión: por ser negra, por ser mujer y por ser trabajadora. El servicio
doméstico constituye una de las fuentes principales de ingresos para la mujer
africana de África del Sur y es un nexo importante de esta triple opresión de
complejo significado. No se trata sencillamente de la convergencia o «fusión»
de tres tipos de opresión diferentes, contemplados como variables que
pueden examinarse individualmente y superponerse a continuación. La
subordinación sexual cuando existe subordinación racial es una cosa; la
subordinación sexual cuando existe subordinación laboral en una sociedad
racista es otra muy distinta (Gaitskell et al. , 1983: 86).
La historia de Cock sobre la evolución del servicio doméstico en África del Sur
ilustra, asimismo, el proceso por el cual, a medida que la colonización y la
urbanización de la sociedad iba en aumento, los sirvientes europeos eran
gradualmente sustituidos por sirvientes negros. Durante la primera mitad del
siglo XIX, parece ser que el servicio doméstico era una institución muy
«heterogénea», en la que participaban indistintamente hombres y mujeres,
negros y blancos (Cock, 1980: 183-5). Pero Cock demuestra también que
«existía una clara jerarquía salarial estructurada alrededor del estatus racial
y sexual, de forma que las mujeres “no europeas” recibían los salarios más
bajos» (Cock, 1980: 213). A finales del siglo XIX la mayoría de sirvientes eran
mujeres africanas. Tanto Katzman como Cock opinan que la multiplicación de
las oportunidades de empleo y la creciente urbanización de la sociedad
trajeron consigo una cierta movilidad laboral: a medida que aumentaba la
población activa, los trabajadores ya empleados pasaban a otros sectores de
empleo, cediendo a los «recién llegados» los puestos peor pagados y más
inseguros. Cock documenta esta situación haciendo referencia a la
segregación sexual y racial que impera en el mercado laboral surafricano. Por
ejemplo, en 1970, el servicio doméstico constituía la segunda categoría
laboral para la mujer africana —después de la agricultura— y daba trabajo al
38 por ciento de las mujeres africanas activas. Las mujeres blancas, por su
parte, han abandonado los sectores agrícolas y de servicios para centrarse en
el sector industrial, desempeñando sobre todo actividades administrativas. Si
comparamos las cifras de empleo de la población blanca en las distintas
profesiones obtenemos un cuadro muy familiar, donde las mujeres blancas
representan el 65 por ciento del profesorado, pero solo el 18 por ciento del
cuerpo de inspectores de enseñanza; así como el 85 por ciento de los
asistentes sociales, pero solo el 10 por ciento de los médicos (Cock, 1980:
250-1). Cock explica claramente que las mujeres negras ocupan la posición
inferior de la jerarquía sexual y racial surafricana, lo que se refleja en su
enorme participación en el sector del servicio doméstico, posición alimentada
por la pobreza, las desiguales posibilidades de educación y las políticas
estatales[73] .
Llegados a este punto, puede ser útil comparar la situación de las empleadas
del hogar negras en África del Sur y la de las encajeras de Narsapur, ya que
ambos grupos de mujeres realizan, a primera vista, trabajos remunerados en
el «hogar», están mal pagados, son «invisibles» y carecen de organización. La
primera diferencia evidente es que, aunque ambos grupos trabajen en el
«hogar», las mujeres negras surafricanas abandonan su propio hogar para ir
a trabajar al de otras personas. Este hecho plantea, por supuesto, cuestiones
muy interesantes respecto a las funciones del trabajo doméstico de la mujer
en el régimen capitalista, pero revela, asimismo, una de las áreas clave del
análisis del servicio doméstico, a saber: la relación entre patronos y
empleados. Una de las consecuencias del servicio doméstico es, en realidad,
liberar a otras mujeres de las tareas de la casa. Pero, la repercusión de esta
relación en el capitalismo no resulta nada clara. En teoría, disponer de
servicio doméstico puede significar para la mujer blanca de clase alta la
posibilidad de trabajar fuera de casa, por lo que los empleados del hogar
facilitan la incorporación de las mujeres a la población activa. Pero, en
realidad, no siempre ocurre así, porque muchas familias contratan empleados
para que la mujer pueda gozar de mayor tiempo libre, autonomía y control
dentro del hogar (Jelin, 1977: 140). Las mujeres se dividen por clases y razas
y su posición de amas de casa bajo el régimen capitalista no es la misma en
todos los casos. Esta puntualización es especialmente pertinente si tenemos
en cuenta que las empleadas del hogar no son amas de casa, sino
trabajadoras que perciben un salario que, a menudo y por diversas razones,
es la única fuente de ingresos de sus propios hogares.
Todavía deben estudiarse con más detalle los procesos por los cuales la mujer
se incorpora al trabajo asalariado en las economías en desarrollo, aspecto que
requiere investigaciones pormenorizadas. Hoy por hoy, las mujeres del Tercer
Mundo participan en el trabajo asalariado agrícola a todos los niveles. En
algunas regiones, las mujeres trabajan las tierras de sus vecinos más ricos; a
veces el trabajo tiene una compensación económica, pero en otros casos la
mujer solo recibe, a cambio de su trabajo, comida, servicios de ayuda laboral
o parte de la cosecha (Stoler, 1977; Kitching, 1980)[77] . Otras mujeres
trabajan en el sector agrícola como temporeras para agricultores que
comercializan sus cosechas, actividad que en ocasiones supone desplazarse
hasta el lugar de trabajo. Este trabajo estacional desempeñado por mujeres
solía estar muy generalizado en Europa y sigue practicándose en Gran
Bretaña para la recolección de patatas, lúpulo y frutas blandas. En algunos
casos, las mujeres son contratadas como trabajadoras agrícolas fijas, como
ocurre en algunas propiedades surafricanas. El trabajo de la mujer en las
economías de plantación es también muy importante en muchas partes del
mundo, especialmente en Asia (Kurian, 1982), Latinoamérica y los países del
Caribe, aunque no tanto en África (Mackintosh, 1979). Este tipo de trabajo
puede ser estacional (Bossen, 1984: cap. 3) o imponer la residencia de los
trabajadores en la plantación.
Todas las razones son pocas para mostrarse sumamente escéptico ante la
validez de los datos relativos a la participación de la mujer, pero es obvio que
el grado de industrialización no basta para explicar la intervención femenina
en empleos no agrícolas. Una posible explicación consiste en considerar que
países con similares niveles de desarrollo económico pueden diferir en
términos de estructura u organización económica, ofreciendo por ello
distintas oportunidades de empleo a hombres y mujeres. Analizar la
estructura ocupacional puede ser muy revelador, especialmente si se
considera desde el punto de vista histórico. Norma Chinchilla estudió a la
mujer trabajadora de Guatemala y demostró que la creciente industrialización
del país recortó la participación de la mujer en actividades no agrícolas,
debido a los cambios introducidos en la organización de la economía
guatemalteca. Los censos realizados entre 1946 y 1965 muestran una caída
del número de mujeres trabajadoras en el sector manufacturero del 22 al 18
por ciento, registrándose las caídas más acusadas en los sectores del tabaco,
el caucho, los textiles, los productos químicos y los productos alimenticios. El
empleo masculino, por su parte, va en rápido aumento en los sectores
químico, papelero y del caucho, así como en sectores relativamente nuevos,
como los de componentes eléctricos, transporte y mobiliario, que aparecen
por primera vez en el censo industrial de 1965. Es evidente que nuevas
industrias significan nuevas oportunidades de empleo para los hombres, que,
asimismo, sustituyen a las mujeres en otros sectores. Antes de 1946, las
mujeres trabajaban en empresas artesanales independientes, pero Chinchilla
afirma que la industrialización ha destruido muchas de estas industrias sin
compensar esta pérdida con el consiguiente aumento en la demanda de mano
de obra femenina en las fábricas. Como consecuencia, la participación global
de la mujer en el sector manufacturero ha descendido (Chinchilla, 1977: 39,
48-50)[81] . En este caso, la participación de la mujer en empleos no agrícolas
depende de los cambios experimentados en la estructura económica global
del país.
Muchos estudios ponen de manifiesto que en las primeras fases del desarrollo
económico, la educación básica confiere una serie de ventajas a las personas
afectadas, pero que en fases posteriores, la oferta de individuos con este tipo
de preparación excede la demanda laboral. Como consecuencia se produce
una especie de inflación en el nivel de aptitudes necesarias para desempeñar
un trabajo dado. En estas circunstancias, la mujer se encuentra en una
posición de clara desventaja porque, a pesar de que en los últimos veinte años
su nivel de educación haya aumentado en muchos países en desarrollo, sigue
a la zaga del hombre. Este hecho se ve corroborado a través de la
comparación entre los índices de alfabetización de hombres y mujeres, y la
proporción del alumnado masculino y femenino. En Ghana, el analfabetismo
entre mujeres es del 81,6 por ciento y entre hombres del 57,9 por ciento; en
Zambia las cifras respectivas son del 59,8 y del 37,9 por ciento; y en Sudán
del 83, 1 y del 55,3 por ciento. En lo que respecta a las tasas de
escolarización las diferencias son menos acentuadas; en Ghana un 38 por
ciento de las mujeres entre 6 y 24 años de edad están escolarizadas, frente al
52,3 por ciento de varones; en Zambia las cifras equivalentes son del 31,4 y
del 44 por ciento; mientras que en Sudán son del 22 y del 39,9 por ciento
respectivamente (Stitcher, 1984: 194). En África se registran algunas de las
tasas de analfabetismo más elevadas del mundo, pero los datos de la mayoría
de países muestran una disparidad similar entre hombres y mujeres. Youssef
estudió los índices de analfabetismo y de escolarización de una serie de países
de Latinoamérica y del Oriente Medio y comprobó que, en término medio, en
Latinoamérica el 71 por ciento de mujeres y el 78 por ciento de varones
estaban alfabetizados, mientras que en Oriente Medio las cifras
correspondientes eran del 17 por ciento para mujeres y del 44 por ciento para
varones (Youssef, 1976: 43).
Una vez visto cómo se incorpora la mujer al sector de empleo no agrícola, los
interrogantes que quedan pendientes son: ¿Qué diferencia supone para la
mujer esta nueva condición laboral? ¿Cómo percibe la mujer las ventajas e
inconvenientes de esta situación? ¿Significa trabajar fuera del hogar mejorar
la posición de la mujer dentro del hogar? Nos enfrentamos de nuevo a
cuestiones que deben resolverse dentro de un contexto histórico y cultural
específico, rehuyendo generalizaciones simplistas. Incluso en una misma
sociedad, la percepción de la mujer y su reacción ante los modelos laborales
cambiantes se ven influidas por consideraciones de raza y de clase.
Las ventajas que las hijas trabajadoras aportan a las familias son evidentes,
pero lo que queremos saber es qué ventajas obtienen las propias mujeres.
Una de las posibles ventajas es un mayor grado de autodeterminación. Salaff
observa que la mayoría de matrimonios ya no son impuestos y que la mujer
suele conocer a su futuro esposo en actividades de grupo en las que ambos
participan. Pero el control de los padres sobre el matrimonio sigue siendo
considerable y 15 de las 28 mujeres consultadas por Salaff declararon que
habían aplazado su boda a petición de sus padres porque su familia precisaba
todavía su apoyo económico. Este tipo de aplazamientos, sin embargo, fueron
al parecer beneficiosos para las propias mujeres, que reservaron parte de su
salario para comprar objetos para su futuro hogar y para incrementar su dote
(Salaff, 1981: 268).
Carmel Dinan afirma que las mujeres de Ghana que ocupan puestos
administrativos y desempeñan profesiones liberales disfrutan de una libertad
considerable. Muchas de ellas optan por permanecer solteras, pero
mantienen una vida social activa y cuentan con muchos amigos varones. Estas
mujeres gozan de una autonomía económica y social poco frecuente en la
sociedad tradicional de Ghana y la defienden limitando el contacto con sus
parientes, para evitar las obligaciones económicas y sociales impuestas por
las relaciones de parentesco (Dinan, 1977). Esta situación acentúa aún más
las diferencias entre estas mujeres y aquellas que dependen de los vínculos
matrimoniales y familiares para poder acceder a los recursos económicos
esenciales. Christine Obbo, en su trabajo sobre los emigrantes de las zonas
rurales a Kampala, Uganda, descubrió que la actitud de los varones respecto
al trabajo femenino presentaba muchas contradicciones. Por una parte, los
hombres de la ciudad se mostraban a favor de que su pareja fuera una ayuda
financiera en lugar de una carga, y por otra temían que la autonomía
económica de la mujer supusiera una pérdida de control del hombre sobre la
mujer (Obbo, 1980: 51).
Este argumento tiene mucha fuerza, pero sugiere que, al ser consideradas
seres dependientes, todas las mujeres constituirán una mano de obra barata.
A este respecto pues, una mujer valdría tanto como otra. ¿Cómo explicar que
la mujer joven y soltera sea la que se incorpora a la población activa? Existen,
sin duda, muchos factores ligados a la demanda laboral que merecerían
nuestra atención: las preferencias de los empleadores, problemas físicos que
aumentan con la edad —por ejemplo pérdida de visión—, la mayor movilidad
de las jóvenes, el no tener niños bajo su responsabilidad, etc. No obstante, la
oferta laboral también presenta algunos rasgos determinantes, los más
importantes de los cuales están relacionados con la estructura y la ideología
familiares. El feminismo, en boca de Beechey y otros muchos autores, está en
lo cierto al afirmar que la organización del hogar y las ideologías de género
desempeñan un papel capital a la hora de determinar la entrada de la mujer
en el mercado laboral. Está asimismo en lo cierto al insistir en que, para
entender la conexión entre división sexual del trabajo y relaciones capitalistas
de producción, es menester examinar de qué manera se han incorporado las
relaciones de género precapitalistas al sistema capitalista de producción y
cómo se han consolidado dentro de él. La antropología aporta a este debate el
material comparativo necesario para definir los vínculos que se establecen, en
determinadas circunstancias históricas, entre las relaciones de género en el
hogar y en el lugar de trabajo. El estudio de Janet Salaff acerca de las hijas
trabajadoras de las familias de Hong Kong revela que de no ser por la
particular configuración de la familia de Hong Kong, de su especial
preocupación por la continuidad y el corporativismo, sus dimensiones
demográficas, los privilegios de los hijos varones frente a las hijas, el
profundo respeto por los padres y la relativa libertad concedida a las jóvenes
solteras, la mano de obra industrial y la estructura del empleo femenino
serían sin duda muy distintas. Ello no significa que estas familias no estén
sometidas a fuertes presiones económicas, como ocurre en otras regiones del
sureste asiático, donde las hijas trabajan para contribuir a la manutención de
la familia. Pero este tipo de presiones no explican por qué tienen que trabajar
las hijas en Jugar de los hijos varones, ni tampoco por qué no hay más
mujeres jóvenes que abandonen antes a su «familia» para poder dedicar su
salario a sus propios gastos o aportarlo al hogar conyugal mientras todavía
son jóvenes para seguir trabajando. La respuesta a estos interrogantes
impone un examen de las relaciones de género y de parentesco, así como de
las ideologías de género. La antropología se encuentra en una situación
privilegiada para analizar las relaciones de género y de parentesco desde un
punto de vista comparativo, y existe además un número creciente de datos
que ponen de manifiesto una serie de lazos específicos entre la división sexual
del trabajo y las relaciones capitalistas de producción en distintas
circunstancias.
Si revisamos todo el material sobre el trabajo femenino presentado en este
capítulo, incluido en el empleo agrícola y en sectores de la economía
subterránea, apreciaremos la importancia de analizar las relaciones
productivas a la luz de la naturaleza específica de las relaciones de
parentesco y de género. Por ejemplo, el estudio de las encajeras de Narsapur
llevado a cabo por Maria Mies muestra cómo un conjunto de relaciones de
género se integra en el sistema capitalista de producción dentro de una
estructura doméstica dada. No solo se trata de un ejemplo perfecto donde el
capitalismo no impone la separación entre hogar, sino que corrobora una vez
más que la entrada de la mujer en el mercado laboral solo puede entenderse
si se hace referencia a la naturaleza específica de las relaciones de género y a
la estructura del hogar —un extenso conocimiento de las «necesidades del
capital», o de los procesos macroeconómicos del trabajo, no es suficiente. A
tenor de los datos disponibles parece probable que muchas de las variaciones
observables actualmente en la estructura y en la naturaleza del empleo
femenino en los países en desarrollo no difieran de forma considerable de las
que se produjeron en el pasado. En otras palabras, las trabajadoras
explotadas en las fábricas, las mujeres que trabajan fuera de casa, las familias
con varios miembros asalariados y las jóvenes trabajadoras son fenómenos
que existieron en los países desarrollados durante las primeras etapas del
capitalismo industrial (Tilly, 1981; Tilly y Scott, 1978). Ahora bien, la
coexistencia de todas estas formas de empleo en el mundo contemporáneo —
como manifestación concreta de la distinta adaptación de los procesos de
transformación capitalista a los diferentes sistemas de género y de parentesco
— ofrece a las feministas de las distintas disciplinas una ocasión única para
estudiar la naturaleza recíprocamente determinante de las relaciones
productivas y reproductoras. Proporciona asimismo a las feministas la
oportunidad de liberarse de la teleología de la trayectoria histórica que ha
seguido el capitalismo en Europa occidental y su intersección con las
relaciones de género y de parentesco.
Las distintas reacciones de los varones de las clases altas ante el matrimonio
cristiano son particularmente interesantes si se comparan con las reacciones
de las mujeres. Mann afirma que la mujer culta tenía una opinión menos
ambigua al respecto que el varón y, siempre que podía, se decantaba por el
matrimonio cristiano. Las mujeres, al igual que los varones, de las clases altas
habían adquirido los valores religiosos y culturales de Occidente a través de
la vida académica, familiar y religiosa, pero la relación de la mujer y del
hombre con este sistema de valores no era la misma. Las mujeres eran
«guardianas de la virtud moral» y la conformidad que mostraban con los
valores cristianos y con los ideales Victorianos estaba íntimamente ligada a su
responsabilidad de fomentar y mantener la identidad cultural y la
superioridad de la clase a la que pertenecían. Los hombres podían «caer» en
el matrimonio yoruba, pero cuando una mujer culta no vivía de acuerdo con
las prácticas y los ideales cristianos, no solo mancillaba su reputación, sino
que amenazaba el estatus de toda la clase elitista (Mann, 1985: 77-9).
Las opciones matrimoniales para la mujer, así como para el hombre, de clase
alta estaban ligadas a las circunstancias económicas. Los varones podían
mejorar sus oportunidades y recursos sociales y económicos a través del
matrimonio «dual», pero la mujer no tenía esta opción, ni según la tradición
yoruba ni la cristiana. Las mujeres solo podían casarse una vez, por lo que no
es de extrañar que aspiraran al matrimonio que otorgara mayor prestigio y
protección jurídica. Cuando-la mujer culta dejó de trabajar fuera del hogar,
renunció a su autonomía económica y pasó a depender de su marido. Estas
mujeres no habían sido educadas para desempeñar actividades profesionales,
el comercio no era considerado adecuado para ellas y estaban excluidas de
todos los puestos de la administración colonial, excepto los destinados
específicamente a mujeres (Mann, 1985: 81). Enseñar y coser, ocupaciones
aceptables para la mujer, eran empleos mal remunerados. Las mujeres de
clase alta carecían de todas las oportunidades sociales y económicas de que
disponían los hombres para obtener riqueza e influencia. Para que una de
estas mujeres lograra mantener su estatus y un cierto nivel de seguridad
económica, debía casarse con un hombre de su misma clase social que la
mantuviera adecuadamente a ella y a sus hijos. Como afirma Mann, «cuando
el estatus social y económico de una mujer culta dependía de su marido, la
única alternativa válida era el matrimonio cristiano» (Mann, 1985: 82).
Muchas mujeres de clase alta, así como sus padres, pensaban que los
derechos jurídicos consagrados por el matrimonio cristiano mejoraban el
estatus de la esposa. Pero muchos descubrieron que el matrimonio cristiano
no colmaba sus expectativas y proporcionaba pocas ventajas. Algunos
especialistas en temas africanos observaron esta desilusión y, a partir de los
años 1890, los hombres y mujeres de clase alta prestaron más atención a la
posición de las esposas cristianas. Sus principales preocupaciones eran la
vulnerabilidad económica de estas mujeres y el «desencanto y resquemor»
que las invadió al descubrir que el matrimonio cristiano no respondía a sus
aspiraciones. Desde 1900 aproximadamente, se inició un movimiento de
reivindicación de una mayor independencia económica para la mujer de clase
alta y se llegó a proponer que recibieran formación industrial y técnica.
Según Mann, las actividades económicas de las mujeres de élite, a principios
del siglo XX, ponen de manifiesto un cambio de actitud ante el matrimonio y
el trabajo femenino. Algunas mujeres cultas intervenían en actividades de
venta al detalle, agrícolas, de servicios o profesionales. En el mismo periodo,
unas pocas mujeres de clase alta empezaron incluso a defender públicamente
el matrimonio yoruba (Mann, 1985: 82-90).
Pat Ellis, en su estudio sobre las mujeres del Caribe, deja constancia de que,
en la región, se dan distintos modelos familiares: familias «nucleares»,
familias matrifocales, familias extendidas, familias con un solo progenitor y
hogares encabezados por mujeres (Ellis, 1986b: 7). La diversidad descrita por
Ellis no constituye, sin embargo, el preludio de una nueva era de supremacía
de la familia «nuclear». Por el contrario, la autora observa que las jóvenes de
clase media rechazan la institución del matrimonio y optan por otro tipo de
relaciones con los hombres. Muchas mujeres, como ocurre en otras partes del
mundo, son contrarias al matrimonio (Ellis, 1986b: 7; véase más arriba en
este mismo capítulo). Esta pluralidad de modelos familiares no se
circunscribe a los países menos desarrollado, sino que caracteriza igualmente
a las sociedades urbanas de Europa y Norteamérica.
Por encima de la disparidad formal de los Estados, parece evidente que las
políticas estatales influyen en la posición social de la mujer, a través de las
prácticas económicas, políticas y jurídicas que determinan el grado de control
que la mujer ejerce sobre su propia vida. Las políticas oficiales regulan,
asimismo, la sexualidad y la fertilidad, mediante mecanismos, tales como
leyes de matrimonio, normas jurídicas que penalizan la violación, el aborto, el
comportamiento obsceno y la homosexualidad, así como programas de control
demográfico. Las feministas occidentales han proclamado durante mucho
tiempo que el Estado tiende a fomentar una determinada estructura
«familia»/hogar, donde el varón trabaja para mantener a su esposa e hijos
(Wilson, 1977; McIntosh, 1978; 1979). Algunos autores han explicado de qué
manera una combinación de disposiciones oficiales relativas a salarios,
impuestos y prestaciones sociales fomenta una estructura ocupacional
segregacionista de la población activa y de la división sexual del trabajo
dentro de la familia. Estas políticas no van necesariamente destinadas a
oprimir ni a discriminar a la mujer, pero se basan en los principios y en las
ideologías vigentes sobre el papel de la mujer, la naturaleza de la familia y las
relaciones adecuadas entre hombres y mujeres. El resultado final es, en
ocasiones, una palpable contradicción entre políticas estatales. Las
disposiciones dictadas con objeto de proteger a las madres y a los niños
pueden acabar por discriminarlos, si sus vidas no se adaptan a las prácticas
sociales y a las creencias sobre las que descansan las políticas oficiales. En
estos casos, el Estado no se limita a regular la vida de las personas, sino que
define ideologías de género y conceptos de «feminidad» y «masculinidad», y
determina la imagen ideal a la que deben tender hombres y mujeres. Los
postulados sobre la mujer y el varón expresados a través de la política oficial
se ven corroborados por la actuación que dicha política impone a las
personas. Por ejemplo, el Estado supone que la mujer que vive con su marido,
o con un compañero del otro sexo, depende de él; esto significa no solo que
muchas mujeres dependerán de sus compañeros varones, sino que muchas se
ven abocadas a una independencia (económica y social) que el Estado no
apoya ni toma en consideración (McIntosh, 1978: 281). Ahora bien, también
es importante reconocer que las relaciones entre mujeres e instituciones y
políticas oficiales no pueden analizarse partiendo de la base que todas las
mujeres se ven afectadas de la misma manera por la intervención estatal.
Consideraciones de raza, etnicidad, clase, religión y orientación sexual
modifican las relaciones entre el Estado y la mujer. Pero estos factores no
pueden analizarse como si se trataran sencillamente de «aditivos»; sus
intersecciones son siempre complejas y exclusivas de un periodo histórico,
por lo cual deberán examinarse desde un punto de vista empírico.
La antropología y el Estado
Ahora bien, junto al aparato formal del poder estatal, el Estado viene
perfilado por sistemas jurídicos e ideológicos. Las definiciones del término
«Estado» pueden inspirarse en la idea de «gobierno», de «clase dirigente» o
de «mediador», pero la mayoría hacen, además, referencia al Estado como
orden burocrático, jurídico y coercitivo. La inclusión de estos elementos en las
definiciones se inspira en los estudios de Weber sobre el aparato
administrativo del Estado moderno, su territorialidad y el monopolio del uso
legítimo de la fuerza (Weber, 1972; 1978). Los sistemas administrativo,
jurídico y coercitivo son los principales medios a través de los cuales el
Estado canaliza sus relaciones con la sociedad e intervienen, asimismo, en la
estructuración y reestructuración de muchas relaciones sociales esenciales
para la sociedad, como por ejemplo las relaciones familiares. Como resultado
de lo cual, todo intento de la antropología social (y disciplinas afines) por
examinar a las mujeres y el Estado no debe limitarse a estudiar el acceso de
la mujer al aparato formal del Estado y a sus recursos, sino que debe
contemplar la repercusión de los sistemas jurídicos e ideológicos en la mujer,
así como las estrategias y mecanismos que las mujeres han utilizado para
defender, proteger y mejorar su posición. Este tipo de análisis ya ha iniciado
su andadura con el estudio de la mujer en las sociedades socialistas.
Normativa jurídica
Empleo
Tanto Cuba como la Unión Soviética han fracasado en su intento por aliviar la
«doble carga» de tareas reproductoras y productivas de las mujeres. Ello se
debe, en gran medida, a que incluso en las economías planificadas con un alto
grado de colectivización, cada hogar sigue constituyendo, hasta cierto punto,
una unidad de producción y de consumo, y en muchos casos sigue velando por
el cuidado de la prole. Esta situación se da sobre todo en los hogares rurales.
En las zonas urbanas, como ocurre en las rurales, ocuparse de la casa lleva
mucho tiempo dado que el suministro de bienes de consumo y de venta al
detalle presenta deficiencias considerables. Muchas zonas adolecen de una
total falta de cañerías modernas, de instalación eléctrica y, por ende, de
frigoríficos y otros electrodomésticos, con lo cual se multiplican las horas
invertidas en mantener los servicios básicos del hogar (Jancar, 1978: cap. 3;
Buckley, 1981: 90). Estudios llevados a cabo sobre la organización del tiempo
reflejan que las mujeres se ocupan de la mayor parte de las tareas domésticas
no remuneradas, como por ejemplo hacer la compra, lavar, limpiar, cocinar y
cuidar a los niños, durmiendo por consiguiente menos horas y disfrutando de
menos tiempo libre que los varones (Croll, 1981c: 379). Los gobiernos cubano
y soviético han acometido la socialización de las tareas domésticas, pero los
logros al respecto han sido muy irregulares y se han visto limitados
considerablemente por el coste que suponían.
Una de las falacias más extendidas sobre los Estados socialistas es su empeño
por «destruir» la familia. Esta afirmación presupone que el sistema comunal
de convivencia y trabajo implica necesariamente la destrucción de la familia
como unidad básica de la sociedad. Varias son las feministas que se han
aplicado en demostrar que esta tesis es totalmente errónea. La legislación
familiar, lejos de intentar destruir la familia, pretende en realidad crear una
forma específica de familia que garantice la estabilidad social y productiva y
que actúe como unidad básica de la sociedad, especialmente ante la
importante tarea de socializar a los jóvenes, sin perder de vista los objetivos
socialistas y nacionalistas. El mantenimiento parcial de la «familia» como
unidad de producción y consumo en las zonas rurales de muchos Estados
socialistas no procede de la falta de recursos ni de una aplicación incorrecta
de las «políticas socialistas», sino que es una consecuencia directa del papel
que la familia debe desempeñar dentro del esquema socialista.
Las mujeres, como cabía esperar de lo dicho hasta el momento, están mal
representadas en las estructuras institucionales y políticas de los Estados
socialistas: el número de cargos oficiales que ocupan en las altas esferas no
es proporcional a su participación en la producción ni en la población en su
conjunto (Jancar, 1978: 88-105; Croll, 1981b: 371). La situación, al igual que
en los Estados capitalistas, es desalentadora y frustrante, y los especialistas
se muestran incapaces de ofrecer una explicación convincente y se limitan a
considerarla como una etapa del camino hacia un futuro mejor. Como escribe
ingeniosamente Maxine Molyneux: «Después de todo, podría alegarse, con
toda razón, que si un país puede enviar a una mujer al espacio, podría muy
bien apañárselas para introducir el mismo número de hombres y de mujeres
en su Politburó» (Molyneux, 1985a: 51). La falta de representación oficial de
la mujer en las estructuras políticas se ha atribuido, sucesivamente, a la
supremacía de los varones en los partidos comunistas dirigentes, al carácter
«fraternal» que guía la actividad política y al hecho de que muchos cargos
inferiores de la jerarquía política no están remunerados, pero exigen la
asistencia a reuniones fuera de la jornada laboral, horas en las que la mujer
se dedica a sus obligaciones domésticas. Todos estos factores son relevantes,
pero la principal causa del fracaso está, tal vez, ligada a la representación
política y al tipo de ciudadanía que debe asumir la mujer en el Estado
moderno.
Una de estas vías sería el estudio antropológico del Estado moderno. Trabajos
antropológicos anteriores se ocupaban de la formación de élites políticas,
pero últimamente el foco de atención es la antropología de las estructuras
políticas del Estado moderno y las cuestiones relativas a los procesos de
burocratización, toma de decisiones, ejercicio del poder y elaboración de
políticas. Este interés va combinado con la expansión del campo de
investigación relacionado con la participación de las clases privilegiadas en
grandes negocios, con la administración de empresas, con los procesos de
toma de decisión y con la lealtad de los empleados. Esta nueva tarea resulta
muy atractiva, pero el estudio antropológico del Estado tiene aún mucho
camino por delante. No se ha realizado prácticamente ningún trabajo sobre
democracia, sobre la relación entre ideologías políticas y culturales (excepto
acerca de cuestiones de nacionalismo}, sobre el concepto de ciudadano, de
acción política, de formas de representación política o de derechos civiles. La
antropología deberá abordar todos estos aspectos en las próximas décadas si
quiere granjearse la denominación de ciencia social moderna. La antropología
no ha mostrado tampoco ningún interés especial en analizar los grupos de
intereses a gran escala basados en filosofías sociales y políticas particulares
dentro de formaciones estatales, por ejemplo, en Europa del este podríamos
citar el CND (campaña para el desarme nuclear), el movimiento en favor de
los derechos de los homosexuales y los partidos ecologistas. A este respecto,
no obstante, se acoge con satisfacción cualquier iniciativa de introducir en la
disciplina cuestiones como la antropología y la violencia o la antropología y la
guerra nuclear. Parece obvio que cualquier estudio de antropología feminista
emprendido a partir de ahora deberá abordar seriamente todos estos
aspectos, siempre desde el punto de vista del Estado moderno y a tenor de la
creciente disolución de las fronteras de la disciplina dentro del marco de las
ciencias sociales; los trabajos sobre el concepto de acción política, de
ciudadano, de derechos civiles y de formas de representación política tendrán
una importancia capital. La antropología feminista ya ha empezado a
desarrollar las herramientas teóricas y metodológicas necesarias para
examinar estas cuestiones a través del estudio de los conceptos de
personalidad y de persona (véanse capítulos 2 y 3).
El dinero ingresado por los tres equipos de trabajo como resultado de las
labores agrícolas que desarrollan se deposita en una cuenta bancaria común a
nombre del «Grupo Harambee de Kulima». Una comisión formada por las
responsables de los tres grupos de trabajo, por una tesorera y por una
secretaria, se encarga de encontrar inversiones seguras para el capital. En
1973 el grupo poseía dos parcelas de terreno y dos tiendas. La comisión
realiza el trabajo preliminar, pero las decisiones finales en materia de
inversiones y de operaciones de compra se adoptan en asambleas generales a
las que acuden todos los miembros del grupo. La finalidad de estas mujeres es
ganar todo el dinero posible para invertirlo, a ser posible, en tierras: «Es
mejor tener tierra que dinero» (Maas, 1986: 20).
Maas aborda el caso de una mujer que tuvo que abandonar el grupo por
problemas de salud. Esta mujer invitó a su hija, que vivía en los alrededores, a
cultivar la tierra del grupo, a cambio de lo cual le transfirió los derechos que
otorgaba la pertenencia al grupo de mujeres, de esta manera, la hija pasó a
ocupar el lugar dejado vacante por su madre. Aparentemente, todas las
mujeres que se ven obligadas a abandonar el grupo por motivos de salud
actúan de la misma manera. Esta iniciativa estrecha los lazos de unión entre
madres e hijas y garantiza el cuidado de la madre en su vejez. Las ventajas
para la hija son claras, porque se convierte en copropietaria de la tierra del
grupo y tiene acceso a una red de mujeres que pone a su alcance medios
económicos y laborales (Maas, 1986: 4950). Los estudios de Maas indican que
los miembros de los grupos de mujeres utilizan sus inversiones en tierras y su
calidad de miembros para obtener la colaboración de otras mujeres,
especialmente de sus hijas, y aliviar así su dependencia con respecto a sus
hijos e hijas políticas.
Ahora bien, el éxito cosechado por las mujeres de Kulima en su actividad de
empresarias, y en la utilización de los recursos económicos para negociar las
relaciones dentro del hogar, no es necesariamente exclusivo de los grupos
femeninos de acción colectiva. Un aspecto especialmente importante del éxito
del grupo de Kulima es la edad y el estado civil de sus miembros. Las jóvenes
casadas encuentran dificultades para dedicarse a actividades colectivas
porque tienen niños pequeños y disponen de menos autonomía y libertad de
movimiento que las mujeres de más edad. Además las esposas jóvenes suelen
estar más supeditadas al control del marido y de la familia. McCormack et al.
llegan a la misma conclusión en lo que respecta al grupo de Midodoni y a
otros tres grupos de la costa de Kenia. Observan que la distribución global de
los miembros por edades muestra, en los cuatro grupos, el claro predominio
de mujeres mayores de 40 años, así como de mujeres con cinco o seis hijos
(McCormack et al. , 1986: 58). Al igual que Maas, estos autores justifican
estos resultados hablando de la mayor independencia y del estatus superior
de las mujeres de más edad, que al no estar, además, en edad de concebir
pueden delegar parte de sus responsabilidades domésticas en sus propios
hijos o (en los hogares en que existe la poliginia) en las esposas más jóvenes.
En el caso del grupo de Midodoni, formado por cuarenta y cinco miembros,
treinta y cinco mujeres son casadas y el resto viudas, lo que pone de
manifiesto la elevada proporción de mujeres de edad avanzada, así como la
baja tasa de segundas nupcias. En esta comunidad fuertemente patrilineal,
donde en los matrimonios por compra se transfieren cantidades de dinero
considerables, el índice de divorcios es muy bajo y las mujeres permanecen
bajo el control de sus maridos y de sus padres. Una mujer casada precisa la
autorización de su marido para entrar a formar parte de un grupo de mujeres
y, en ocasiones, la presidenta del grupo recluta miembros dirigiéndose
previamente al marido para solicitar la adhesión de la esposa (McCormack et
al. , 1986: 149). Esta situación trasluce, en parte, las limitadas oportunidades
de que dispone la mujer para generar ingresos en este área. La mujer casada
se ve obligada a recurrir a su marido para pagar la cuota de subscripción al
grupo de mujeres (MacCormack et al. , 1986: 153).
Sin lugar a dudas, los hogares de las mujeres del grupo se han beneficiar de
forma tangible de las actividades colectivas, ya que los miembros disfrutan de
algún dinero para comprar productos esenciales —alimentos y ropa— y
pueden, además, realizar inversiones a largo plazo en ganado, cabras, árboles
y matrículas para la escolarización de los niños. El estudio del grupo de
Mapimo pone, sin embargo, de manifiesto las presiones que ejerce la
economía doméstica en los grupos femeninos de acción colectiva y en sus
actividades. Estas presiones determinan tanto la rentabilidad global de las
empresas del grupo como la fortuna individual de sus miembros. Por ejemplo,
la decisión de establecer un único sistema colectivo de fabricación de pan fue
una respuesta a la necesidad inmediata de liquidez de las familias, y
equivaldría a un salario percibido por los miembros. No obstante, los
intereses de los hogares y los del grupo son divergentes y, en caso de
problemas, el grupo es el primer perjudicado.
Los miembros de todos los grupos de acción colectiva deben dedicar gran
parte de su tiempo a atender a los representantes del Estado. Las mujeres son
invitadas a muchas reuniones y acontecimientos públicos, no en calidad de
representantes de sus comunidades, sino de «damas de compañía» de los
verdaderos protagonistas del poder político. En algunas de estas ocasiones, la
líder de un grupo de mujeres es invitada a pronunciar un discurso y otras
participan directamente en el proceso político. La presidenta del grupo de
Midodoni, por ejemplo, desempeña el cargo remunerado de asistenta social
encargada del proyecto FAD; es asimismo vicepresidenta del comité de
desarrollo local, vicepresidenta de los grupos de mujeres de la división y
representante de las mujeres ante el comité de desarrollo del distrito
(McCormack et al. , 1986: 158). Esta situación refleja la diferenciación dentro
del grupo que el aumento de poder o la mayor representatividad política o
capacidad de decisión de la mujer. Los grupos de mujeres participan en actos
públicos y otros acontecimientos porque son perfectamente conscientes de las
ventajas que ello supone para el grupo. No obstante, su presencia —
especialmente cuando se encargan de dispensar una buena acogida a los
demás participantes— sirve para consolidar los vínculos políticos entre
hombres. Los jefes y los subjefes locales animan a los grupos de mujeres a
acudir a los actos públicos, ya que facilitan así la labor de recibir y atender a
las autoridades del distrito y de la provincia, así como a los diputados. Indica
además su carácter «progresista» y el éxito de las iniciativas de desarrollo en
la localidad. Los proyectos y las iniciativas de desarrollo forman parte, por
supuesto, de un proceso político global, y constituyen un área importante en
las tareas de intervención y control del Estado. Los jefes locales cobran
prestigio desplegando los logros obtenidos en este área fundamental, como de
hecho ocurre también con las autoridades de distrito o de provincia, así como
los diputados, ante personas ajenas a estas instancias políticas.
Los grupos femeninos de acción colectiva no son más que uno de los múltiples
tipos de asociaciones femeninas y una de las muchas maneras en que las
mujeres se han «integrado en el proceso de desarrollo». He dado prioridad a
los grupos de acción colectiva por encima de otras clases de organizaciones —
como por ejemplo las cooperativas— o de otros tipos de proyectos de
desarrollo «orientados hacia la mujer» para demostrar los niveles de
autonomía y de poder político que alcanzan las mujeres.
Lucha revolucionaria
Pocas son las mujeres que ocupan cargos directivos, políticos y burocráticos
en todo el mundo, precisamente porque mantienen una relación distinta a la
de los hombres con el Estado moderno y con los procesos convencionales de
representación política. Sin embargo, ante este hecho, es importante no
presentar a la mujer exclusivamente como un ser oprimido y discriminado, y
analizar sus percepciones y respuestas frente al Estado. Un estudio
comparativo de varios grupos de mujeres revela una enorme variedad de
asociaciones femeninas y la complejidad de las relaciones entre los intereses
de clase y de género. El Estado interpreta los intereses de la mujer según su
propia conveniencia, institucionalizando las diferencias entre mujeres. Las
cuestiones de raza y clase muestran claramente que no existe una única
categoría de intereses femeninos en relación con el Estado moderno. Este
hecho plantea el problema de interpretar objetivos políticos tales como la
«emancipación de la mujer» o la «liberación de la mujer». La experiencia del
dominio colonial y de la discriminación racial echa por tierra cualquier
explicación fácil sobre las consecuencias de la emancipación o de la
liberación. Ello, a su vez, amenaza con destruir cualquier interpretación de
los derechos civiles o humanos.
Las escritoras feministas suelen decir que no existe una teoría feminista sobre
el Estado y la antropología feminista no es una excepción a la regla. No
obstante, es obvio que la antropología debe desarrollar urgentemente una
teoría del Estado. Tampoco existen dudas sobre la necesidad de descartar
definitivamente la idea de la pasividad impuesta a la mujer ante la opresión
del Estado y de empezar a examinar las distintas formas de lucha, protesta y
rechazo ante la intromisión del Estado.
6. Antropología feminista: nuevas aportaciones
Comprender la diferencia
Todavía queda por escribir una crítica seria de este nuevo enfoque y de sus
consecuencias, reales y potenciales, en antropología social (pero véase
Strathern, 1987a, 1987b). No obstante, es obvio que existen fuertes
paralelismos con respecto al enfoque antropológico tradicional de las
diferencias culturales. El tratamiento dispensado por la antropología social a
la diferenciación cultural siempre ha provocado tensiones muy fructíferas. La
tensión es fundamental para la supervivencia del proyecto comparativo
general de la antropología. La antropología siempre ha hecho hincapié en la
diversidad cultural e incluso en la exclusividad. Algunos críticos han señalado
que este acento puede servir para estigmatizar, «diagnosticar» y «exotizar» a
los que son diferentes (véase capítulo 1). La antropología tomó hace tiempo
conciencia de, por lo menos, un aspecto de este problema, y desde principios
de siglo los antropólogos han reconocido la necesidad de establecer una
diferenciación cultural que supere el amplio telón de características sociales y
humanas comunes. Este es, por supuesto, el objetivo del proyecto
comparativo en antropología y en el que se apoya el ethos de la humanidad
sobre el que descansa, a la postre, la práctica de la antropología social. Esta
tensión en el tratamiento de la diferencia cultural dimana de que acentuar la
diferencia equivale a acentuar la similitud o semejanza.
Aceptar que las diferencias culturales solo constituyen un tipo entre otros
muchos supone sacar a la luz el concepto primario de organización de la
antropología social: el concepto de cultura. La antropología social no ofrece
ninguna definición de cultura que merezca una aceptación unánime. En
algunos casos una cultura se concibe con respecto a una sociedad, pero en el
mundo moderno el isomorfismo entre cultura y sociedad es cada vez menos
frecuente. La antropología reconoce este hecho en la medida en que las
definiciones generales de «cultura» se refieran a sistemas de símbolos y
creencias, la «visión del mundo» de una sociedad, los «modos de vida», un
«ethos» y así sucesivamente. El concepto de cultura en antropología precisa
una revisión a conciencia. No obstante, pese a la vaguedad y a la
incertidumbre que rodea la definición, precisamente porque la antropología
general todavía contempla la interpretación de «otras culturas» como una de
sus principales tareas —si no la tarea por antonomasia—, apelar a la primacía
de las diferencias culturales provocaría una crisis teórica. Queda por ver si la
antropología feminista dará o no este paso.
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[1] He defendido en otras ocasiones que las mujeres y los hombres no tienen
modelos distintos del mundo. La mujer contempla, sin duda alguna, el mundo
desde un punto de vista o desde una «perspectiva» diferente, pero ello no es
fruto de un modelo distinto, sino de su empeño por situarse dentro del modelo
cultural dominante, es decir, en el de los hombres (Moore, 1986). <<
[3] Esta parte del argumento se basa en un artículo donde Kum-Kum Bhavnani
y Margaret Coulson explican de qué manera el término «etnocentrismo»
encubre la cuestión del racismo; gracias a dicho artículo he podido
desarrollar mi propio punto de vista (Bhavnani y Coulson, 1986). <<
[7] Para más detalles sobre esta teoría, véase Coward, 1983; Rosaldo, 1980:
401-9; Fee, 1974; Rogers, 1978: 125-7. <<
[8] En 1861, Henry Maine publicó la obra Ancient Law en la que abordó la
variabilidad de las estructuras jurídicas a través de la historia, prestando
especial atención a las distintas formas de relaciones de propiedad. Maine
aprovechó su trabajo de derecho comparativo para exponer una teoría sobre
la familia patriarcal. Su interés por la propiedad, la herencia y los derechos
culminó en una imagen de la familia como unidad básica, no solo del derecho
antiguo, sino también de la sociedad en su conjunto. Para Maine la familia,
bajo el control y la autoridad del padre, constituía el principio organizativo
básico de la sociedad.
[9] Para más explicaciones y tipologías sobre otras posturas teóricas, véase
Barret (1980), Eisenstein (1984), Elshtain (1981) y Glennon (1979); véase
también en el capítulo 1 la discusión sobre la relación entre el feminismo y la
antropología. <<
[13] Véase en Atkinson (1982: 248), Feil (1978), MacCormack (1980: 17-18) y
Strathern (1981a), de qué manera las imágenes de la mujer no son válidas
para todos los sectores de la sociedad ni para todas las esferas del mundo
cultural. <<
[16] Oakley (1979: 613-6) analiza los vínculos entre feminidad y reproducción
en la sociedad occidental. <<
[17] Linda Pollock (1983) adopta una postura distinta a la de Ariès y afirma
que el origen de un estado o categoría infantil diferenciada en la sociedad
británica se sitúa en un periodo mucho más remoto que el propuesto por
Aries. Esta cuestión es objeto de fuertes controversias y la literatura al
respecto es muy abundante, pero ello no afecta a la importancia de la
variabilidad histórica y cultural de las ideas de madre, infancia y vida familiar.
<<
[18] Greer (1984: 2-5) desarrolla este argumento. Shanley (1979) relata la
historia de la familia desde una perspectiva feminista e incluye una
bibliografía de las principales fuentes sobre el tema. <<
[19] Véase Paige y Paige (1981: 34-41) para un resumen sobre la cuestión.
Véase también Rivière (1974: 424-7). <<
[20] Para algunos de los primeros ejemplos publicados, véase Brain (1976),
Boserup (1970), Bossen (1975), Remy (1975), Tinker y Bramsen (1976), Dey
(1981) y Rogers (1980). Véase también la explicación detallada de este
argumento en el capítulo 4, en el que encontrará asimismo algunas críticas de
distintas posturas feministas. <<
[21] Véase en Roberts (1981) un punto de vista diferente y favorable sobre
este aspecto de la tesis de Sacks. <<
[22] Para ejemplos anteriores de este tipo de trabajo, véase Friedl (1975), Wolf
(1972), Sanday (1974), Lamphere (1974), Nelson (1974) y Rogers (1975). <<
[25] Biersack (1984) expresa un punto de vista similar para los paiela e insiste
en que es posible separar en cierta medida, la actividad individual de la mujer
de los estereotipos culturales del sexo femenino, pero la conclusión de su
análisis difiere de la de Strathern. <<
[26] Para una de las mejores discusiones sobre estos aspectos, incluidos
resúmenes de las posturas teóricas y descripciones generales de los
principales puntos del debate, véanse los ensayos de Young et al. (1981). <<
[28] Véase en Beneria y Sen (1981), Wright (1983) y Guyer (1984) algunas
críticas contra las tesis de Boserup. <<
[31] Para críticas recientes del trabajo de Engels, véase Sayers et al. (1987),
Vogel (1983: caps. 3, 5, 6), Coward (1983: caps. 5, 6), Bunon (1985: caps. 1,
2), Edholm et al. (1977) y Delmar (1976). Para una crítica de Engels desde
una perspectiva antropológica, véase Bloch (1983: caps. 2, 3). <<
[32] Aaby (1977: 32-3) llega a esta misma conclusión y explica por qué opina
que estas críticas no van lo bastante lejos. Si no hablo aquí de su trabajo se
debe a que ha sido superado, a mi parecer, por críticas feministas más
recientes de Engels (véase nota 6). Véase asimismo en Burton (1985: caps. 1,
2) una descripción de las posturas de Gough, Sacks y Leacock; así como la
discusión del trabajo de Sacks y de Leacock en el capítulo 2. <<
[35] Coward (1983: 146, 150-2) expone un argumento similar acerca de los
privilegios que Engels otorga a la familia. Señala, en su trabajo, que Engels
comete un grave error al dar por supuesto que es posible elaborar una
«historia general y universal de la familia». <<
[36] Véase O'Laughlin (1977) como ejemplo de este argumento y Edholm et al.
(1977) como crítica de su postura. <<
[38] Véase en Van Baal (1975) una discusión sobre el trabajo de Lévi-Strauss
sobre este punto. <<
[41] Véase Dwyer (1978), Bledsoe (1985), y Caplan y Bujra (1978) para más
información sobre las consecuencias de la diferenciación social, de la edad y
de otros «grupos de intereses» en situaciones de «explotación» de la mujer
por la mujer. <<
[42] Este punto de vista ha sido adoptado en antropología por Bujra (1978: 20)
y por Whitehead (1981), entre otros. Algunos autores que analizan el trabajo
doméstico en las sociedades capitalistas han adoptado asimismo algunas
variaciones de este enfoque en sus obras; en Burton (1985: cap. 4), Molyneux
(1979) y Beechey (1978) se aborda el «debate del trabajo doméstico», y en
Gittins (1985: cap. 6), Barret (1980) y Delphy (1984) se analiza la relación
entre capitalismo y opresión de la mujer. <<
[46] Véase en Harris (1981: 54-5, 63) una explicación de la distinción entre
relaciones dentro del hogar y relaciones entre hogares, y su vinculación a los
valores de uso y los valores de intercambio del análisis marxista. <<
[47] Véase Guyer (1981: 98-9) para más información sobre este punto, y
Roberts (1979), Whitehead (1981) y Dey (1981) para más ejemplos. <<
[55] Bush et al. (1986) señalan las diferentes circunstancias de las distintas
«unidades» englobadas bajo el término «hogar encabezado por mujer»; véase
también Youssef y Hefler (1983). Geisler et al. (1985) llegan a una conclusión
similar en la Provincia Norte de Zambia, donde los hogares dirigidos por
mujeres constituyen, en algunas zonas, más de un tercio del total; véase
también Moore y Vaughan (1987). <<
[58] Cuando escribí este libro, China estaba atravesando un nuevo periodo de
cambios rápidos, entre los que cabe citar una reevaluación de las comunas y
de su lugar en la economía rural. Parece por consiguiente probable que
algunos de los elementos y situaciones que Elisabeth Croll describe en su
libro, disposiciones jurídicas incluidas, hayan sido modificados o lo sean en un
futuro próximo. <<
[70] Véanse, por ejemplo, los comentarios de Ranger (1978), Cliffe (1978) y
Bernstein (1979). Los trabajos más destacados en este campo, especialmente
en el continente africano, proceden de historiadores. Dentro de la
antropología, Meillassoux y otros autores marxistas no han abordado
directamente esta cuestión porque han tratado de ver el capitalismo como
una fuerza dominante y no han cuestionado lo suficiente dicho dominio. No
han investigado pues, los modelos locales de resistencia ante el capitalismo ni
los mecanismos de explotación del capitalismo en manos de los grupos locales
y, menos aún, la manipulación de sus relaciones para adaptarlas a sus propios
fines. Por ejemplo, los trabajadores africanos de plantaciones y minas
empezaron, en una época muy temprana, a organizarse con el fin de proteger
sus intereses dentro del mercado laboral asalariado; véase Cohen (1980) y
Van Onselen (1976). Para un ejemplo de cómo colaboran las mujeres con los
varones en la organización y en las protestas dentro del contexto laboral de
las minas, véase Parpart (1986). En el capítulo 5 se discutirán con más detalle
cuestiones relativas a la resistencia de la mujer. <<
[71] Véase Acker (1980) para una descripción general sobre los puntos de
vista dominantes en el estudio de los sistemas de género y de clase. Para una
discusión sobre las dificultades planteadas por la conceptualización de las
intersecciones entre género y clase en las sociedades en desarrollo, y para
una crítica sobre la indiferencia mostrada por el marxismo ante las cuestiones
de sexo, véase Eisenstein (1979), Kuhn y Wolpe (1978), Hartmann (1979),
Jaggar y Rothenberg (1984) y Barren (1980). <<
[74] Esta situación es descrita con mucha fuerza por Bujra (1986: 124-7). Gran
parte de mi argumentación en esta sección y en la siguiente se basa en los
pertinentes comentarios de Bujra al respecto. <<
[75] Para más detalles sobre la participación de la mujer en la economía
subterránea, véase Schuster (1982) y MacGaffey (1983). <<
[76] Para otro ejemplo del éxito de mujeres empresarias en África occidental.
Véase Robertson (1984). <<
[84] Para una disertación brillante sobre este material, véase Gittins (1985:
cap. 1). <<
[87] Se han recogido, asimismo, en otros lugares del mundo, muchos casos de
mujeres que ocupan cargos públicos, en particular en Polinesia. <<
[93] Controlar el tamaño de la familia es más fácil en las zonas urbanas que en
las rurales. Ello se debe en parte a que, en las ciudades, es más difícil eludir
el control del Estado, y además las circunstancias materiales, como escasez
de viviendas, desempleo y penuria de los planes de jubilación limitan
naturalmente la procreación. En las zonas rurales, es algo más difícil
controlar el tamaño de la familia dado que las familias campesinas dependen
a menudo de la mano de obra proporcionada por sus miembros —la
contratación de mano de obra está prohibida. Las parejas que se limitan a
tener un hijo reciben subvenciones en forma de salarios más elevados,
mejores puestos de trabajo y, en ocasiones, una mejor educación para el niño.
Aquellas que superan el número de hijos prescrito son a menudo castigadas
con recortes salariales, reducción del permiso por maternidad, destitución de
cargos políticos, etc. En algunos casos las mujeres se han visto obligadas a
esterilizarse; Stacey relata un caso en el que un padre fue obligado a
esterilizarse después del nacimiento de su tercer hijo (Stacey, 1983: 274-80;
Davin, 1987a: 158-60; Saith, 1984). La consecuencia más brutal de la política
del hijo único es el resurgimiento del infanticidio de bebés de sexo femenino.
Tal vez algunas acusaciones al respecto sean exageradas, pero el partido, la
Liga de los jóvenes y la Federación de mujeres han denunciado repetidamente
esta práctica y, en las altas esferas del poder, se percibe como un problema
grave (Davin, 1987b). <<
[94] Véase Jancar (1978: 51-6). Uno de los intentos más tenaces por animar a
las mujeres a tener hijos es el representado por el sistema soviético de
medallas. Las mujeres se hacían merecedoras del título de Madre Heroína si
concebían y criaban diez hijos. Las que tenían siete, ocho o nueve recibían la
Orden de la Gloria de la Maternidad, mientras que las que solo engendraban
cinco o seis eran distinguidas con la Medalla de la Maternidad (Buckley,
1981: 94). <<
[95] Judith Stacey explica la resistencia de las zonas rurales ante el sistema de
comunas y la reforma familiar durante el periodo del gran salto adelante dado
por China (Stacey, 1983: cap. 6). En 1980, en Afganistán, se tuvo que retirar
un decreto por el que se prohibía el matrimonio por compra y otro que
estipulaba la obligatoriedad de la enseñanza para la mujer, ante la férrea
oposición de las zonas rurales (Molyneux, 1985a: 56). Véase Molyneux (1981:
4) para más ejemplos al respecto. <<
[97] En los últimos diez años se han publicado numerosas obras sobre la mujer
y el desarrollo. Para una bibliografía de trabajos más antiguos sobre la mujer
y el desarrollo, véase Buvinic (1976), Rihani (1978), ISIS (1983) y Nelson
(1979). Las teorías feministas sobre el desarrollo se clasifican en tres
categorías principales: liberales, marxistas y socialistas-feministas; véase
Bandarage (1984) y Jaquette (1982) para más información acerca de esta
tipología y para una crítica de su trabajo, véase Staudt (1986a). <<
[99] Elise Boulding ha calculado que de todos los políticos del mundo, solo el 6
por ciento son mujeres (Boulding, 1978: 36). <<
[103] En muchos Estados del Tercer Mundo, se han confiado a mujeres cultas
puestos de poder político dentro del Estado y, aunque se acusa con frecuencia
a esta práctica de simbólica y de carecer de los recursos y del apoyo
necesarios, no debe ser ignorada. Un punto de vista feminista muy
generalizado defiende que aumentar la presencia de la mujer en las esferas
de poder no solo modificará la forma y el contenido de políticas y programas,
sino que abrirá las puertas a métodos alternativos para tomar decisiones,
lograr consensos y administrar instituciones burocráticas. Este argumento
sugiere que, posiblemente, si aumentara el número de mujeres en
instituciones estatales, no solo cambiaría la naturaleza de las decisiones, sino
también la del Estado propiamente dicho. Pero, aunque las mujeres
encuentren, en algunas áreas, más facilidades para participar activamente en
la toma de decisiones, se ha prestado por el momento poca atención a las
consecuencias que podría tener la incorporación de grandes números de
mujeres a la estructura del Estado en la política y planificación estatal, con
vistas a que las mujeres participaran en ella y se beneficiaran de ella de la
misma manera que los varones. Se impone la necesidad de realizar estudios
teóricos y empíricos detallados al respecto. Véase nota 16. <<
[104] Véase Schuster (1979) y Geisler (1987) para una discusión sobre la Liga
de mujeres de Zambia; Bujra (1986: 136-7) sobre la Federación de mujeres de
Gambia; Smock (1977) sobre Ghana; Fluehr-Lobban (1977) sobre Sudán; y
Steady (1975) sobre Sierra Leona. <<
[106] Para un estudio sobre la historia del hinduismo, del budismo, del
cristianismo y del islam, así como sus puntos de vista y consecuencias en la
vida de la mujer, con especial interés por su influencia en la población y en la
educación, véase Carroll (1983). <<
[108] Según Afshar el castigo por infringir el hijab es mucho más duro.
Desafiar abiertamente el hijab y aparecer en público sin velo está penalizado
con setenta y cuatro latigazos. Los agentes que detengan a mujeres
infractoras no tienen por qué presentarlas ante la justicia, ya que el delito es
obvio y el castigo inmediato. Las mujeres que no se cubran de forma
adecuada se exponen además a los ataques de los miembros del «Partido de
Dios», el Hezbolá, armados con pistolas y cuchillos, de los cuales solo saldrán
con vida si son realmente afortunadas (Afshar, 1987: 73). <<