Nada Es Imposible - Kilian Jornet-Holaebook

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NADA ES IMPOSIBLE

Kilian Jornet
Traducción de Inés Clavero
Título original: Res és impossible

Primera edición: noviembre de 2018

© Del texto: Kilian Jornet, 2018


© De la traducción: Inés Clavero, 2018

© De esta edición:
Ara Llibres, SCCL
Pau Claris, 96, 3.ª 1.ª
08010 Barcelona
www.nowbooks.es

El equipo editorial de Som Ara Llibres que ha trabajado en este volumen


está integrado por Marta Abella, Miquel Adam, Aida Chavarria,
Francesc Gil-Lluch, Joan Carles Girbés, Sònia Herrera, Eduard Hurtado, Alba Morcillo,
Maika Pascual, Enric Rújula, Joan Sanabria y Roser Sebastià.

Diseño de cubierta: Rookman.com


Corrección: Cristina Sospedra y Elisabet Kamal
Fotocomposición: Octavi Gil Pujol
Fotografías del interior: © Kilian Jornet y © Sébastien Montaz-Rosset

ISBN: 978-84-16245-68-0

Now Books es un sello de Som, un grupo cooperativo que quiere


abastecer a la sociedad con una industria cultural y de comunicación innovadora y sólida.
Porque la cultura nos hace ser quienes somos: colectivo, sociedad, país.
Más información: www.som.cat.

Este libro se ha impreso en Liberdúplex con papel ecológico y libre


de cloro, ófset blanco de 120 gramos, y ha sido compaginado con el cuerpo de texto 12 de
la tipografía Minion.

Todos los derechos reservados a los titulares del copyright.


T
La despedida
C 1. Una vida entrenando
P E
C 2. Mi casa es la montaña
E E
C 3. Más de quinientos dorsales
Zegama 2007, seis segundos que lo cambiaron todo
Hardrock, cien millas para besar una piedra
UTMB, el Ultra Trail del Mont Blanc
El kilómetro vertical de Fully
Pierra Menta, el mito de la tradición
No, no participé en los Juegos Olímpicos
Sierre-Zinal, la carrera más bella de la montaña
E E
C 4. Compañeros de sueños
Simón
Ueli
Solo
Stéphane
Vivian
E E
C 5. Experiencias que te cambian para siempre
E E
L
L

Mis labios pronunciaron «te quiero», cuando en realidad lo que


deseaban confesar era «lo siento».
Continué expulsando las palabras, intentando justificarme: «No
te preocupes», «Iré con cuidado»… Pero era consciente de que no
tenía ninguna excusa que a ella le pudiera parecer razonable para
emprender una aventura que podía conducirme hasta la muerte en
la cumbre más alta del planeta. Sin embargo, en aquel momento
sentía la necesidad de subir montañas para vivir, aun sabiendo que
ponía en riesgo mi vida. No consigo evitar que este impulso guíe mis
decisiones con más fuerza que la razón o el amor.
Con el malestar de un sentimiento que reconozco narcisista y
egocéntrico, porque seguramente lo soy, tan solo conseguí
murmurarle: «Adiós». Acto seguido, saqué la mochila del maletero
del coche y cerré la puerta, con demasiada fuerza. Aturdido por el
ruido, di un toque en la luna trasera para avisarla de que ya se podía
marchar.
Estábamos a principios de agosto, pero el aire era fresco. Un
aroma de mar me llenó los pulmones. Tromsø es una ciudad de
pescadores situada en una pequeña isla rodeada de fiordos y
montañas, en el norte de Noruega, dentro del círculo polar ártico. En
verano, durante unas cuantas semanas, el sol ni siquiera llega a
ponerse, siempre es de día. Parece como si el tiempo no se
detuviera: los abuelos salen a pasear a medianoche, y se puede ver
a los vecinos arreglando el balcón o colocando tejas en plena
madrugada. Es como si una embriaguez colectiva se instalase en
esta latitud durante un día infinito. El sol, no obstante, es suave y
nunca asciende hasta lo alto del cielo, sino que lo rodea por la
periferia y lo pinta con una espesa capa de colores pastel, de tonos
amarillentos o anaranjados que pueden acabar sublimados en un
rojo intenso.
La ciudad está conectada con la tierra firme por dos largos
puentes sobre el mar y un túnel bajo el agua. El aeropuerto donde
hace un rato me despedía de la persona que quiero se encuentra en
uno de los extremos de la isla. Mientras Emelie se alejaba en coche,
le envié un beso silencioso con la mano. No quise mirar atrás y me
adentré en el edificio del aeropuerto, intentando que se me secara la
humedad de los ojos antes de presentarme en el mostrador de
facturación. Iniciaba el viaje que habría de llevarme hasta la cima
del Everest consciente de las dificultades y los peligros. A pesar de
todo, en ningún momento me planteé renunciar a aquel sueño.
Pocas horas antes, Emelie y yo habíamos ido a correr juntos.
Aprovechando que la luz era perenne, salimos de noche, al terminar
de cenar, para aligerar las piernas y la mente después de unos días
de estrés y tensión por la carrera que habíamos organizado para
unos pocos centenares de corredores. En los días previos, las
llamadas, los trayectos arriba y abajo en coche y los apretones de
manos habían sido una constante, y ahora, lo que pretendía ser un
breve ejercicio de limpieza se había convertido en una noche entera
corriendo.
Emprendimos la marcha por un sendero estrecho, dejando atrás
el bullicio de la población. Queríamos que las montañas nos
escondiesen de la ciudad. El suave murmullo del viento sustituyó los
programas de radio que se filtraban por las puertas entreabiertas de
los locales urbanos, y un aire puro y fresco, al bochorno de la
aglomeración de personas y a los olores de humos diversos. Las
piernas iban liberándose de la rigidez acumulada y empezábamos a
sentir una ligereza más agradable. Subimos a lo alto de una primera
cima y, sin pararnos ni un instante, continuamos. Abandonamos el
camino de tierra para adentrarnos en los campos y hacer otras
cumbres, ajenos al rumbo que seguíamos. La hierba escarchada
que nos empapaba los pies contrastaba con la superficie dura y
seca del asfalto negro y, poco a poco, nuestros corazones
comenzaron a palpitar a un ritmo más acompasado, emulando el
tam-tam de nuestros pasos.
Corríamos el uno al lado del otro, sumidos en una sensación de
paz y serenidad que contrastaba con la vorágine que habíamos
vivido en los días previos. Pero la felicidad no puede ser completa,
pues aquel era el silencio melancólico que precedía y anunciaba
nuestra despedida. Aunque de vez en cuando abríamos la boca
para intentar romper aquel enmudecimiento, terriblemente
incómodo, nuestras cuerdas vocales no respondían y el sonido no
se atrevía a salir.
Después, cuando cogimos el coche para ir al aeropuerto, fuimos
incapaces de expresar lo que ambos sentíamos desde hacía un
tiempo: los temores y los pesares. Y, sin verbalizarlo, establecimos
un pacto de silencio que duraría hasta que yo volviera de la
expedición. Era un pacto no firmado para no tener que lamentar
después el habernos dado un último abrazo en la discordia.
Por la ventanilla del avión la ciudad iba empequeñeciéndose, hasta
que desapareció. Me quedé pegado al cristal, con la vista fija en la
sombra del aparato, que atravesaba fiordos y cumbres aún nevadas
que se perdían y surgían de golpe entre los valles y las montañas.-
Conocía todos aquellos caminos y crestas, pero desde el aire
descubría vías nuevas y ya me imaginaba recorriéndolas a mi
regreso. En aquel momento, no obstante, también las abandonaba a
ellas, y esperaba que me perdonasen que fuese al encuentro de
otra amante.
Pensé en las cosas que debería haberle dicho a Emelie para
aplacar la tensión mientras corríamos juntos, para aliviar el
sufrimiento que seguramente viviría durante el tiempo en que
estuviésemos lejos el uno del otro. Una broma sutil o un comentario
ingenioso habrían estado bien para aligerar la gravedad del
momento, pero no soy persona de respuestas rápidas. En las
montañas me encuentro sereno porque, como dijo Reinhold
Messner, no son ni justas ni injustas, tan solo son peligrosas. Y, en
el peligro, puedes aplicar cierta lógica a la hora de tomar las
decisiones que tú consideres más adecuadas. En la montaña no
dudo ante los imprevistos, pero en el campo más abrupto de las
relaciones personales, la parálisis me deja suspendido en la
indecisión hasta que llego demasiado tarde. He de reconocer que
nunca he sabido dar con el modo de entenderme con los humanos,
igual da que sean buenos, malos o peligrosos.
La tierra se esfumó de pronto cuando entramos en una nube y las
turbulencias me devolvieron al presente. Cuando te vas, siempre te
embargan sentimientos encontrados: la libertad momentánea de
escaparte y la nostalgia del calor conocido que acabas de
abandonar.
En la bodega del avión había una maleta que rozaba el límite de
los veinte kilos de peso permitidos por las aerolíneas. Había
calculado escrupulosamente el modo de encajar todo el material que
necesitaba para este viaje, para intentar coronar una gran cumbre.
No cabía nada más, ni una pluma.
La preparación había sido, o a mí me lo parecía, casi perfecta.
Había pasado el último mes en los Alpes, la mayor parte del tiempo
por encima de los cuatro mil metros. Me sentía a gusto en altura y
había previsto las dificultades que podría encontrarme.
Hay una parte muy importante que precede el asalto a una cima
que no se puede contabilizar, más allá de los kilómetros que hayas
recorrido y de las dificultades que hayas superado. Es cuando notas
esa sensación de disponer de la motivación suficiente y la serenidad
necesaria para el ascenso. Esa seguridad que te invade cuando te
encuentras cómodo en un terreno en el que, de ser más sensato,
deberías sentirte más bien inseguro. Notaba que me encontraba
precisamente en ese estado en el que la línea roja de los riesgos
que asumía estaba marcada por encima de lo habitual. Por un lado,
este hecho me consolaba, por otro, me infundía temor de mí mismo,
pues no sabía a ciencia cierta qué decisión tomaría si se me
presentaba el dilema de escoger entre las ganas de ascender y el
amor propio, que me aporta serenidad y que, en cierto modo, me
protege de cruzar fronteras sin retorno. Pero enseguida disipé esa
idea, porque hay elementos que no pueden colocarse en la misma
balanza. Es más sencillo: ambas variables son necesarias para vivir.
O al menos así lo sentía yo en aquellos instantes.
La azafata empujó el carrito de la cena hasta la fila donde estaba
sentado. Sonreía, pero me pidió con prisas que escogiera entre el
pollo con arroz o los macarrones con verduras. El acento marcado
de su inglés delataba que no era su lengua materna. Me decanté
por la pasta e imité como un clon los movimientos que ejecutaban
los demás pasajeros. Todos a la vez iniciamos la misma coreografía:
abrimos el minúsculo paquete de cartón, retiramos el papel de plata
que protegía los alimentos, nos quemamos los dedos al comprobar
que estaban demasiado calientes y, a continuación, rasgamos el
plástico transparente que envolvía los cubiertos para coger el
tenedor que nos permitiría atrapar esas cuatro hojas de lechuga. De
reojo, inspeccionábamos el trozo de pudin que ocupaba el ángulo
izquierdo del paquete. «¿Estará relleno de chocolate?».
Y decidí que hasta ahí.
Sin saber muy bien cómo, había tropezado con una barqueta de
macarrones procesados que removía con un tenedor de usar y tirar
y, pese a que la inercia me empujaba a comer, no tenía hambre.
Intenté distribuir correctamente los elementos dentro del cartón para
cerrarlo de nuevo, pero no lo conseguí y, como pude, lo amontoné
en una pila que abandoné en el rincón de la mesita, a la espera de
que la azafata volviera a pasar y se lo llevara todo.
Los vuelos intercontinentales se parecen a una visita larga al
centro comercial de una gran ciudad. Nunca faltan los niños que
lloran, ni los jóvenes que no paran de hablar a media voz y que, de
vez en cuando, dejan escapar algún grito o alguna carcajada.
Comida de mala calidad, relucientes ofertas para comprar productos
que nunca utilizarás, lo mismo da que sean pelis, discos o juegos,
para pasar el rato sin hacer nada de provecho.
Intenté escapar de aquellas trampas para la productividad que
estos ambientes te tienden abriendo el bloc de notas en el que tenía
previsto escribir mi diario de expedición y apuntar cosas
importantes, como las actividades diarias: analizar los metros de
desnivel y las alturas alcanzadas, contabilizar las sensaciones de la
aclimatación o anotar los datos meteorológicos. Y lo intentaba, pero
entre la densidad humana y la claustrofobia en aquel entorno, no
lograba deshacer el blanco de la página.
Enfadado conmigo mismo por mi incapacidad de hacer nada útil,
sucumbí a la tentación y busqué una película en la pantallita del
respaldo del asiento de delante. Por suerte, poco después de los
títulos de crédito iniciales, me quedé dormido.
En el sueño, entraba en un bosque. Los árboles eran grandes.
No eran las gigantescas secuoyas americanas. Pertenecían a un
bosque normal, como los del Pirineo, pero sus dimensiones eran
desproporcionadas. Era como si lo viera todo desde la altura de un
niño o de un animal pequeño.
A pesar de la calma que aparentaba, el bosque me intimidaba y
yo sentía como si en sus entrañas todo se moviera a una velocidad
vertiginosa. Comencé a caminar. Quería salir de aquel bosque, pero
era como si girara conmigo para no dejarme escoger el camino
correcto. Me puse a correr, pero el bosque insistía, continuaba
girando y moviéndose a mi misma velocidad. Las piernas no me
respondían, como si fueran de plomo, y pese a ser un atleta de élite,
se me encallaban en el suelo de musgo y pinaza. Finalmente,
cuando parecía que conseguía liberarme de peso en las piernas, el
bosque pegó un bandazo como un barco en plena tempestad, y me
hizo caer. Me tumbaba para que no me escapara.
Distinguía las sombras de los animales que pasaban veloces
entre los árboles. Parecía que hubiera decenas. Eran colosales y
me iban rodeando, estrechaban el círculo en el que me habían
encerrado. Cuando los tenía tan cerca que parecían a punto de
aplastarme, me di cuenta de que, en realidad, solo había un animal,
una especie de mamut de patas largas que corría dando grandes
saltos. Pero al fijarme bien, me percaté de que la bestia que me
acorralaba no era un mamut, sino un conejo o una liebre
descomunal.
De pronto, alguien empezó a golpear un árbol como si lo
estuviera talando con un hacha. Toc-toc. Lo tenía encima de mí. Y
sentí que la liebre, o lo que fuera, me agarraba del hombro. Toc-toc.
—Disculpe, ¿desea algo para beber? —me preguntó la azafata,
despertándome de un sobresalto.
Con un gesto de persona medio dormida, le di a entender que no
quería nada y ella continuó empujando el carro repleto de bebidas
hacia la fila de atrás. Entonces caí: ¡era Petita! Era una liebre que
recogí de niño, un día de tormenta, en el bosque que había detrás
del refugio donde vivíamos. En el sueño era muy grande, pero
cuando la rescaté tan solo era una cría herida. Aquella tarde de
hacía tantos años, la llevé a casa, le di de comer y de beber, y la
metí en la habitación a dormir conmigo. Pero al cabo de unos días,
cuando ya estaba recuperada, había llenado el cuarto de cagarrutas
y no paraba de moverse bajo las sábanas mientras yo dormía, mis
padres me pidieron que la dejase marchar. Yo no quería. ¡Era mía!
La había encontrado y salvado, le había construido un cercado
bastante amplio afuera del refugio para que pudiera correr, y le daba
de comer cada tarde cuando volvía del colegio.
A pesar de todo, al cabo de pocos meses, un día después de
clase, fui a buscarla y comprobé que había muerto. Lloré y lloré, sin
parar de preguntarme qué había hecho mal. No había sido
consciente de que, queriendo cuidarla, la había matado. La liebre
había preferido la muerte a continuar viviendo encarcelada. Fue
entonces cuando entendí que hay animales que solo pueden vivir
encadenados a la libertad.
Tres días después de bajar de ese avión, me siento muy lejos de
todo lo que he dejado atrás: los campos escarchados que me
mojaban los pies cuando corría con Emelie y los silencios que
ambos queríamos romper sin saber cómo. ¿Por qué no nos dijimos
nada? Lejos quedan los abrazos, lejos quedan la ciudad, el tráfico,
el ruido y los nervios porque el coche de delante me haga llegar
tarde al aeropuerto. También quedan muy lejos la libreta con las
notas de preparación y la liebre Petita del sueño.
Ahora estoy aquí, metido en un buen fregado.
Si miro adelante, atrás o arriba, solo veo el blanco que lo
envuelve todo. Y abajo, mis piernas que se hunden hasta la cintura
y rompen la blancura de la nieve. Y el silencio, absoluto, de esos tan
intensos que te hacen oír un silbido agudo y lejano dentro de las
orejas.
En realidad, no hay ningún silencio: mi respiración, profunda; el
viento que sopla a violentas ráfagas; los copos de nieve caen del
cielo, se rebelan contra el aire y surgen por todos lados, desde
todas las direcciones, para estamparse contra mi abrigo
produciendo un cadencioso tam-tam-tam. Hay tanto ruido que él
mismo acaba neutralizándose. Por eso solo siento el silencio. En los
ojos, en las orejas… Únicamente una ínfima variación del blanco
dibuja una diagonal ante mí y me permite intuir la fuerte pendiente
que estoy atravesando. Una inclinación que se pierde en medio de
la tormenta pocos metros delante de mí. Detrás, el rastro profundo
que voy abriendo desaparece casi al instante, sepultado bajo la
nieve. Vamos, un paso más. La nieve me llega hasta las rodillas y
no tardará en compactarse por el viento.
Siento con todos los sentidos que esta pared de dos mil metros
que hace apenas dos horas parecía inofensiva terminará por
convertirse, de aquí a unos segundos, en una gran placa, en una
trampa que esconde aludes. Clavo los piolets tan hondo como
puedo. Les he perdido la pista a mis compañeros, que se han
quedado atrás. No logro verlos. La espesa niebla los ha absorbido.
En esta pendiente de cincuenta grados, en la cara nordeste del
Everest, doy otro paso, esperando que la acumulación de nieve
caída en las últimas horas no se desprenda de la pared y se
precipite hasta reventar dos kilómetros más abajo. Que no me
arrastre.
Y antes de intentar cada paso, pienso: «¿Será esta la última
cumbre que subiré? ¿Cómo carajo he llegado hasta aquí?».
Ha sido una historia larga. No empezó cuando me despedí de
Emelie. Tampoco cuando cogí aquel avión hacia Nepal, ni siquiera
cuando, de joven, me imaginaba explorando el Everest. Esta
historia, aunque yo no fuese consciente, había comenzado
muchísimo antes. Ahora os la contaré.
C 1
Una vida entrenando

Hay gente que entrena para competir. Hay quien compite para
entrenar. Yo soy de los segundos. Para mí, el entrenamiento es una
forma de vida: consiste en trabajar cuerpo y mente para rendir en
una actividad concreta. En el deporte de alto nivel es absolutamente
indispensable, nos permite mejorar nuestras capacidades y estar a
la altura de los esfuerzos, más exigentes, de las carreras. La
competición, claro está, es un objetivo que nos sirve como fuente de
motivación, pero no es necesaria, ni mucho menos, para entrenar.
Reconozco que soy de memoria corta. Aun así, recuerdo como si
fuera ayer la primera vez que sentí que disfrutaba, de una manera
extrema y casi enfermiza, del dolor de piernas y de la asfixia de los
pulmones mientras subía una pendiente pronunciada dándolo todo.
El cielo era azul y el calor sofocante, espantoso. Ocurrió poco antes
de entrar en la adolescencia, un día de finales de primavera,
pedaleando por el departamento francés de Ariège, en Occitania,
con Joan, el padre de un compañero del colegio. Subíamos uno de
los numerosos puertos de la región; ahora no me acuerdo de cuál.
Atravesábamos pueblos abandonados y campos sin ganado
circulando por una estrecha carretera y Joan me daba consejos,
como si se tratara de una iniciación.
—Tienes que dejar de hacer kilómetros porque sí y de subir
montañas sin ton ni son —me repetía una y otra vez—. Tienes que
empezar a pensar en lo que estás haciendo, como si fuera un
trabajo, como si fuera un crédito que vas acumulando y que
utilizarás el día que quieras ir rápido de verdad.
Yo fingía escucharlo, pero en realidad lo único que me
interesaba era recorrer cada día más kilómetros que el anterior, y
cada vez más rápido. Cuando la conversación se alargaba
demasiado y no quería seguir oyéndolo, aceleraba para provocar un
ataque y así tenía una excusa para darlo todo y acabar exhausto.
Me dolían las piernas, cada vez íbamos más deprisa, se me
empezaba a cortar la respiración y sentía un placer extraño, hasta
que divisé el cartel que indicaba que solo faltaba un kilómetro para
coronar el puerto. En mi interior, advertí una tristeza que me
sorprendió.
—Venga, que dentro de nada llega lo bueno —me animó Joan,
pensando en la bajada.
—Sí —respondí, cargado de dudas—, aunque creo que me
gustaría que la subida fuese infinita, que no se acabara nunca.
Tenía doce años y aquel verano quería correr la Marcha
Cicloturista de las Tres Naciones, que salía de Puigcerdà, iba hasta
Andorra y, tras pasar por Francia, regresaba a la capital de La
Cerdanya, habiendo recorrido algo más de ciento cincuenta
kilómetros. Entonces pensé que debía prepararme para disputarla,
no limitarme a hacer horas, y empecé a apuntar en una libreta todos
los entrenamientos y las salidas que iba haciendo. Aunque ya hacía
años que caminaba trechos largos y salía con la bici solo o con mis
padres, ahora tenía consciencia, por primera vez, de que entrenaba
con un objetivo concreto.
Aquel verano participé en la Tres Naciones, en otoño me estrené
en la ruta Caballos del Viento, de ochenta kilómetros, y también
ingresé en el Centro de Tecnificación de Esquí de Montaña, pues a
mi madre le preocupaba que canalizara mi energía con orden y
concierto. Fue una suerte que me matriculara, porque allí conocí a
algunas de las personas que más han influido en mi vida, como
Jordi Canals, el director del centro, y Maite Hernández, que fue mi
primera entrenadora. Ambos son unos competidores de esquí de
montaña experimentados y unos alpinistas aguerridos.
En verano de 2004, meses después de ganar el primer campeonato
del mundo, Maite nos hizo un regalo a todos sus jóvenes pupilos:
una piedrecita. Esa primavera había subido el Everest por la cara
norte en una expedición femenina y nos había bajado aquel
diminuto recuerdo. Guardé la pequeña piedra con delicadeza, como
si fuera un tesoro. Lo era.
Jordi ya había estado dos veces en el Everest, en las primeras
expediciones catalanas, en los años 1983 y 1985, cuando Òscar
Cadiach, Toni Sors y Carles Vallès coronaron la cima. A partir de las
explicaciones de sus propias experiencias, nos enseñaron a sacar el
máximo rendimiento de nosotros mismos en las competiciones, pero
también a movernos por la montaña con seguridad y recursos.
También tengo la impresión, la verdad, de que dudaban que
acabaríamos siendo profesionales que lucharían por títulos
mundiales, y que por eso se centraban en hacernos disfrutar de la
montaña y del esfuerzo.
En uno de los entrenamientos, cuando subíamos por segunda o
tercera vez aquel día la Tossa d’Alp, unos metros antes de llegar a
lo alto de las pistas, los que íbamos en cabeza al ritmo de ir con el
gancho alcanzamos a Jordi, que ascendía tranquilamente, y nos
paramos a quitar las pieles para bajar y hacer otra subida. Él se nos
plantó delante, con una mano en la barbilla, simulando una pose
reflexiva y, con un tono sarcástico para no parecer demasiado
trascendental, dejó caer:
—¡Eh, que la cima está allá arriba!
Lo miramos para intentar adivinar si hablaba en serio. Habíamos
ido hasta allí para entrenar, para hacer los metros de desnivel de
manera eficiente y sin «perder» tiempo. Aunque solo hubiéramos
tardado veinte segundos en alcanzar el punto más alto, el hecho de
quitarnos los esquís, caminar un poco y volvérnoslos a poner, nos
haría perder un par de minutos en cada subida y romper el ritmo que
llevábamos.
La reflexión de Jordi fue concluyente:
—Bueno, ¿hacemos esquí y alpinismo o no? Y el alpinismo es
subir a la cima, ¿verdad?
En el deporte de competición no hay igualdad. Ya podemos sacar-
nos esa idea de la cabeza. Si, por ejemplo, hubiera querido ser ju-
gador de baloncesto, aunque me hubiera entregado con toda la
pasión del mundo, me hubiera esforzado en cuerpo y alma y me
hubiera dejado la piel, no habría llegado muy lejos, la verdad. En las
pruebas de acceso al centro de tecnificación ya demostré tener las
cualidades necesarias para labrarme un futuro en el deporte de
resistencia en la montaña. Pese a ocupar la parte baja del grupo en
cuanto a fuerza y explosividad, cuando nos poníamos a correr
pendiente arriba, me sentía muy a gusto y era capaz de acompañar
a los mayores. Debía de ser porque tenía una buena capacidad de
recuperación y un cuerpo pequeño y ligero, lo que me ayudó cuando
empecé. No podemos elegir nuestra carga genética ni nuestra
morfología, y nos acompañan toda la vida. Sin embargo, no son
suficientes, ni de lejos, para practicar con éxito según qué deportes.
Esta predisposición natural debe ir siempre acompañada de mucho
trabajo y, además, debe complementarse con mucha pasión. He
tenido la inmensa suerte de aglutinar todos estos requisitos, algo
que, por desgracia, no han podido hacer muchos deportistas. Los
hay que viven con pasión la actividad que realizan. Tal vez no
disponen de un cuerpo que los siga, ni de las capacidades más
idóneas y, después de años de tenacidad estoica, consiguen
grandes resultados, pero no logran la excelencia absoluta porque
carecen de ese plus necesario. También hay personas que tienen
unas capacidades inmensas, pero no aman lo suficiente el deporte
para perfilar una carrera de éxito. No se dedican a él lo suficiente y
pueden acabar desmotivados y con problemas psicológicos.
Aunque cueste creerlo, no fui yo quien escogió practicar
deportes de montaña. Fueron mis padres los que me introdujeron en
este mundo, ya de muy pequeño, así como también a mi hermana.
Vivíamos en un refugio a dos mil metros de altura, y los libros que
poblaban las estanterías eran de Kurt Diemberger, Roger Frison-
Roche o Walter Bonatti. Cuando teníamos vacaciones en el colegio,
siempre íbamos a algún sitio de los Pirineos o de los Alpes a hacer
montaña.
Puede parecer una paradoja, pero, muchas veces, una inmersión
tan intensa en una actividad desde la infancia puede abocar, en la
adolescencia, a que los hijos huyan a hacer exactamente lo
contrario de lo que los padres quieren. Sin embargo, me imagino
que tanto mi hermana como yo seguimos amando la montaña-
porque edificamos una relación mucho más profunda con ella,
superior al simple placer de practicar un deporte.
Recuerdo que cuando todavía éramos unos enanos que se
abrazaban a las piernas maternas en busca de protección por miedo
a los desconocidos, algunos días, cuando ya habíamos cenado, con
el pijama puesto y los dientes lavados, nuestra madre nos cogía de
la mano y nos llevaba afuera del refugio. Nos adentrábamos en el
bosque a oscuras, sin ninguna luz que nos guiara. Nos alejábamos
de los senderos y caminábamos sobre el musgo y las ramas caídas
de los árboles hasta que ya no veíamos la claridad de la casa, y
entonces ella nos soltaba las manos y nos decía que escucháramos
el bosque y volviéramos solos al refugio. Al principio, nos daban
miedo los ruidos y la oscuridad. «¿Y si aparece un lobo? ¿Y si nos
perdemos y no encontramos el camino de vuelta?». Y entonces nos
asustábamos y corríamos a por la protección de nuestra madre.
Pero poco a poco, nos acostumbramos a la oscuridad y a los
murmullos nocturnos: el crujido de la rama por el cambio de
temperatura al anochecer, el zumbido del aire movido por una perdiz
que bate las alas al arrancar el vuelo, o el silbido del viento entre los
árboles. Y, al escucharlo todo, recuperábamos la serenidad,
saludábamos al viento y a los animales, y volvíamos al refugio
siguiendo las señales. Así, de forma natural y sin apenas ser
conscientes, nuestra madre nos enseñó a ser parte de la montaña.
Pasaron los años y, cuando ya era un adolescente, descubrí que-
albergaba tendencias masoquistas. Ahí coloqué la última pieza, la
indispensable para completar el puzle que me abriría la puerta a ser
un deportista de alto nivel. La primera la puse el día que comencé a
modelar mis tendones y mis músculos para moverme con
naturalidad en un terreno irregular, durante las salidas a la montaña
con mis padres. Las largas horas de las rutas también me habían
preparado el corazón para entrenar la resistencia. Ahora ya tenía el
cuerpo a punto.
Pese a ser un buen estudiante, el entorno del instituto me
aburría. Mi huella social era nula y no me aplicaba lo más mínimo en
hacer amigos. Solo me interesaba la faceta académica: aprender.
Cuando mis compañeros esperaban impacientes a que sonara el
timbre para ir a tomar algo, jugar en el parque, salir escopetados a
casa y conectar la videoconsola, o intentar ligar con alguien, yo solo
pensaba en calzarme las zapatillas y correr. Quería volver a sentir el
corazón agotado y el dolor de piernas.
Aprovechaba cualquier rato libre para entrenar. Por la mañana,
antes de que saliera el sol, si podía, me escapaba a esquiar con mi
madre, o salía sencillamente a correr, o me deslizaba con los esquís
de ruedas desde casa hasta el instituto, que estaba a veinticinco
kilómetros. Al mediodía, en vez de ir al comedor, salía a brincar por
los alrededores del centro, y los tres días que Maite Hernández me
exigía trabajo de fuerza, me iba al gimnasio de la ciudad. Cuando
volvía a casa por la tarde, aún no había dejado la mochila en mi
habitación que ya me había montado en la bici o estaba corriendo.
Si Maite me ordenaba descanso, me pegaba a la tele para ver una
vez tras otra el DVD La tecnica dei campioni, en el que se
analizaban con sencillez los movimientos de los mejores corredores
de esquí de montaña, como Stéphane Brosse, Rico Elmer, Florent
Perrier o Guido Giacomelli. Me daba igual no tener amigos o que me
llamaran excéntrico, porque yo lo único que quería saber era hasta
dónde podía llegar mi cuerpo.
Esta dinámica continuó en la universidad. Aparte de mis
compañeros que también practicaban deporte, mi vida social se
reducía a las personas con las que coincidía en las carreras. Nunca
fui a un viaje de final de curso, nadie me vio el pelo en ninguna
fiesta ni baile, y no probé ni una gota de alcohol, salvo en una
ocasión en la que me vi, digamos, forzado. Rehuía este tipo de
situaciones porque tenía la sensación de que no eran más que una
pérdida de tiempo y de energía, y que me resultaría más
provechoso descansar o entrenar.
Si ahora mismo estáis pensando que era un joven con tendencia
a desconectar de mi entorno y con una visión muy cerrada de la
realidad, seguramente no os equivocáis demasiado. Eso sí, todo
formaba parte del plan que yo había escogido, tras meditarlo mucho.
Desde el momento en que decidí que quería dedicar mi vida al
deporte, no dudé en que para que se me abriesen algunas puertas,
tendría que cerrarme otras para siempre.
El deporte, bien mirado, no implica una existencia donde
predominen los sacrificios, sino las elecciones, más bien.
Escogemos sabiendo adónde queremos ir y por eso tenemos la
certeza de que el secreto consiste en priorizar lo que de verdad
queremos hacer y seguir el plan que hemos trazado sin titubear. Al
fin y al cabo, ¿qué es más importante: tener amigos y novia o luchar
para llegar a ser campeón del mundo de tu disciplina?
Empecé a entrenarme a mí mismo en los primeros cursos de univer-
sidad. Durante cinco años, con Maite como preparadora, aprendí las
normas básicas del entrenamiento, como, por ejemplo, dosificar los
esfuerzos y entender la relación entre carga de trabajo, descanso y
sobrecompensación, o planificar los entrenamientos a medio y largo
plazo en función de mis objetivos, entre otras muchas cosas. En
aquel lustro, había conseguido transformar al masoquista que se
reconcomía por emprender ascensiones eternas en un joven que
quería entrenar lo mejor posible para ganar carreras importantes.
Además de la paciencia de Maite para que integrara los conceptos y
los pusiera en práctica, el otro hecho que me facilitó la mejora fue
una lesión que sufrí a los dieciocho años que me tuvo apartado de la
actividad durante seis meses. El cirujano que me operó me insinuó
que tal vez no volvería a rendir como antes. La inquietud que me
infundió y el sufrimiento de pensar que un accidente puede
arruinarte la carrera me estimularon para ponerme a estudiar como
un poseso todos los factores que influyen en el rendimiento
deportivo: la biomecánica, el entrenamiento, la psicología, la técnica,
el material, la alimentación… Fue una buena decisión, porque, pese
a haber arrastrado siempre la tara de una pierna con funcionalidad
mermada, eso no me ha supuesto ningún hándicap, sino que me ha
permitido abrir la mente a aspectos importantísimos y decisivos en
el camino hacia la excelencia deportiva.
Los interrogantes que me planteé acerca del funcionamiento del
cuerpo y la mente se intensificaron durante los años universitarios
estudiando educación física. Siempre he sido muy impaciente y no
he sabido esperar. Por eso era incapaz de quedarme parado
mientras otro, al que imaginaba llevando a cabo un minucioso
estudio de la materia, llegaba a conclusiones que podían resultarme
útiles. Como con las bases que Maite me había proporcionado ya
iba ganando carreras y me sentía seguro realizando los
entrenamientos diarios, comencé a experimentar con el cuerpo. Con
mi propio cuerpo.
La idea que me rondaba en la cabeza era llevar mi cuerpo al
límite en una faceta muy concreta, como la capacidad del
metabolismo de funcionar a intensidad de potencia aeróbica sin
ninguna aportación de energía, o la posibilidad de repetir esfuerzos
anaeróbicos en altura y su recuperación, por citar un par de temas
que me preocupaban. Si resolvía esos enigmas correctamente, no
solo podría aprovechar las consecuencias y las adaptaciones
teóricas, sino que sentiría con total exactitud y crudeza las
capacidades y los límites de mi organismo.
Está claro que tenía que hacer esos experimentos aprovechando
los periodos en que no competía, para disponer de un margen de
tiempo suficiente para recuperarme si la cosa se me iba de las
manos. Además, había que llevarlos a cabo en un terreno seguro,
que tuviera controlado y estuviera cerca de casa, por si algo se
torcía y había que salir pitando.
Solo participé en una fiesta en los años de universidad, a la que fui
engañado por un compañero, después de uno de mis experimentos.
Y aún hoy creo que me dejé convencer porque arrastraba un
cansancio que me anuló la voluntad.
Debía de ser la primavera de 2008. Yo estaba en Font-romeu y
quería comprobar la capacidad de actividad de mi cuerpo sin aporta-
ción de energía; es decir, cuántos días podía estar entrenando y
corriendo sin probar bocado. Para saberlo, seguía mi vida normal y
salía a correr entre dos y cuatro horas por la mañana y una por la
tarde, pero habiendo eliminado todas las comidas. Tuve que ajustar
la logística previamente, porque no me cabía ninguna duda de que,
si había comida en la habitación, no resistiría el hambre. Vacié los
armarios y la nevera y lo puse todo en manos de un compañero tras
dictarle la consigna de no darme nada, ni aunque le llegase
suplicando de madrugada. Solo me permitía a mí mismo beber
agua, eso sí, tanta como quisiera.
Tengo que aclarar que lo único que quería comprobar con ese
experimento era cuánto tiempo podía aguantar corriendo sin energía
añadida, tan solo con las pocas grasas y proteínas musculares que
mi cuerpo tenía como alimento, y estudiar las etapas del proceso.
No pensé ni un solo momento, de verdad, en estar haciendo una
terapia para perder peso o para comprobar si podía rendir lo mismo
comiendo menos.
Por desgracia, en el deporte de alto nivel, especialmente en las
disciplinas donde el peso es muy importante —y eso incluye
atletismo y esquí de montaña—, muchos deportistas están
obsesionados por perder peso y para ellos es un problema
recurrente y de gran relevancia. El afán por reducirlo lleva a algunos
a cometer auténticas tonterías, ya sea por estética o por emular a
sus ídolos.
Conozco deportistas que han pasado hambre media vida a fin de
mantener el peso que se habían propuesto; otros que se levantan
de madrugada para saquear la nevera porque no aguantan más los
entrenamientos sin comer; y, por último, los peores, los que se
provocan el vómito después de ingerir alimentos para engañar al
hambre y poder seguir con un peso bajo.
Si bien hemos de aceptar que el deporte de alto nivel no es
saludable, porque llevamos el cuerpo al límite y nos arriesgamos a
sufrir una lesión, también hemos de dejar bien claro que tenemos
que ser nosotros los que dirijamos nuestros cuerpos, que siempre
deben estar bajo nuestro control. Cuando los impulsos primarios nos
dominan, ya hemos perdido. Si no controlamos lo que hacemos, el
deporte pierde la belleza y nos aboca a caer en espirales capaces
de hundirnos en la penumbra de la depresión o de enfermedades
como la bulimia o la anorexia y, en casos extremos, a perder el
sentido de la vida y arrebatárnosla. Y, por desgracia, esto sigue
siendo un tema tabú en el mundo del deporte que necesita salir a la
luz.
Retomemos el experimento de Font-romeu.
Después de sacar toda la comida de mi habitación y con la
voluntad de llegar hasta el final, comencé a correr. Mi cuerpo estaba
acostumbrado desde que era pequeño a las salidas largas con mis
padres, de muchas horas, sin tomar nada. Por eso, el primer día no
noté que mi rendimiento disminuyera. Bueno, para ser sincero, he
de confesar que al final del día, cuando me quedaba solo en el
cuarto, tenía un hambre voraz. Tras una noche de sufrimiento, por la
mañana emprendía la marcha por mi circuito habitual, que duraba
entre tres y cuatro horas. Salía de la habitación a la ermita de Font-
romeu y subía hasta lo alto de las pistas de esquí, bajaba por la otra
cara y me iba a dar una vuelta por algún lago, o subía algún pico de
las Bullosas o el Carlit. Ya de vuelta, me enfilaba hasta arriba de las
pistas y bajaba a los apartamentos. Fue en aquella subida mode-
rada donde pude constatar con mucha claridad los efectos del
experimento.
El ritmo total apenas había variado, pues era capaz de correr a
un ritmo moderado durante horas sin grandes dificultades, pero en
aquella ascensión solía acelerar para subir todo lo rápido que
pudiera. Pero a partir del segundo día sin comer, fue imposible. Por
más que me esforzaba, no podía esprintar. Mi cuerpo se había
convertido en un tractor con combustible diésel capaz de
desplazarse lentamente por distancias largas, pero había perdido la
potencia.
Todo siguió igual, más o menos, durante el tercer y el cuarto día.
Pero el quinto, durante la salida matutina, perdí el conocimiento
mientras corría y me caí redondo al suelo.
Por suerte, me desperté sin ayuda poco tiempo después. No
había corrido peligro porque aquel era un camino bastante
transitado y, en caso de necesidad, alguien me habría podido
socorrer. Regresé a la ermita, fui a la habitación de mi compañero y
volví a comer.
Fue esa misma semana la que me convencieron para ir a la
fiesta de final de curso. Gocé de un cierto protagonismo, porque me
desmayé mientras bebía un zumo de naranja.
Desde entonces, y hasta hoy, he ido poniendo en práctica una
metodología para conocer mejor mi cuerpo y los beneficios
obtenidos en función del entrenamiento. He experimentado con el
sueño, con la hidratación, con varios tipos de entrenamiento, a
grandes altitudes, probando distintos materiales y practicando cien
horas a la semana. La mayoría de esos experimentos han terminado
siendo un desastre. No obtenía el rendimiento que esperaba, y la
fatiga era tal que acababa sacando poca aportación. Pero, eso sí,
gracias a cada una de esas pruebas, he encontrado pistas e ideas
para mejorar y acercarme a mis límites.
Mi último experimento me ha permitido investigar sobre la
adaptación a grandes alturas. Cuando en 2012 comencé el proyecto
de Summits of My Life, una de mis grandes preocupaciones era
cómo podía aclimatarme tan arriba. Y desde mi primer viaje al-
Himalaya hasta 2017, cada año he realizado al menos una
expedición o una estancia en altura para probar distintas formas de
aclimatación. Eso sí, con la premisa ineludible de quedarme poco
tiempo, porque hay cosas más interesantes en la vida que pasarse
tres meses al pie de una montaña.
Aunque en el primer viaje al Himalaya la aclimatación fue buena,
eché en falta haber podido subir más deprisa. Después, en 2014, fui
al Denali, en Alaska, y por querer realizar demasiada actividad cada
día, me fundí las fuerzas. Pese a las buenas sensaciones al final de
los primeros días —estuvimos allí dos semanas—, cuando hice el
ascenso y el descenso rápidos ya no me quedaba nada. Aquel
mismo año, antes de marcharme al Aconcagua, quise hacer un
trabajo de aclimatación en los Alpes, y funcionó bien. Al cabo de
cuatro días en la montaña, subí a la cima, pero después, el querer
entrenar en altura demasiado y demasiado rápido fue negativo, y el
día que batí el récord, durante un ascenso, sufrí un edema cerebral
que provocó que en la primera mitad del descenso no tuviese
control ninguno sobre mis piernas. Parecían de gelatina, era incapaz
de mantener el equilibrio y me caía constantemente al suelo.
Durante los tres años siguientes, fui al Himalaya y ensayé varias
estrategias: poca actividad, mucha, entrenarme poco a poco o
deprisa, aclimatarme previamente… Al final, durante la expedición al
Cho Oyu y al Everest, la aclimatación y el rendimiento en altura
fueron perfectos.
Soy consciente de que mi forma de entrenar puede ser peligrosa.
Por un motivo: está orientada a buscar mis límites y sé que puedo
llegar, en el peor de los casos y según lo que esté probando, a
traspasarlos y poner en riesgo mi vida. Es distinto a prepararse para
tener el cuerpo a punto y en las mejores condiciones un día
determinado para superar un reto o batir un récord. Es muy
diferente.
Si hubiera seguido corriendo sin comer después de haberme
desmayado, en aquella experiencia límite de Font-romeu que no
recomiendo a nadie poner en práctica, habría forzado aún más el
cuerpo, pero no tengo la menor idea de las consecuencias que
habría sufrido. Si alguna otra vez no me hubiera hidratado tras
padecer agujetas por todo el cuerpo y ver que mi meada era más
negra que el carbón, habría sufrido una crisis renal. Son casos
extremos, eso sí.
Mi experimentación no solo tenía una función física, sino que me
permitía también ganar confianza en mí mismo. Sabía de primera
mano de lo que era capaz y aprendía a sufrir y a exprimir al máximo
mi cuerpo y sacarle todo su jugo cuando las fuerzas desaparecían o
la motivación decaía. Es imprescindible ser rápido para ganar
carreras, pero no basta para ser competitivo. Debemos ser
conscientes de que no podemos superar los límites fisiológicos de
nuestro cuerpo, en cambio, para llegar tan lejos como podamos, lo
que sí podemos hacer es construirnos una armadura con piezas
como la preparación mental, la técnica, el material utilizado y la
estrategia. Nuestro organismo sabe un montón y, cuando hace falta,
nos envía señales para preguntarnos si queremos continuar o no.
Esos toques de alerta se llaman desmayo, dolor de piernas,
alucinaciones o vómitos. Depende de nosotros, únicamente de
nosotros, querer traspasar la última barrera.
Hay un último límite, el psicológico. Se llama miedo. Es un buen
compañero de viaje. Tiene dos caras: el envés nos permite superar
todos los frenos psicológicos si lo ignoramos, y así entender
realmente hasta dónde podemos llegar; el revés nos conduce, si no
sabemos escucharlo bien, hacia el abismo. Debemos valorar si es o
no la mejor pareja de baile.
Me encanta el entrenamiento físico. Años y años trabajando,
viviendo casi en la abstinencia, en busca del momento idóneo, y
efímero, que se acaba en un suspiro. Contrasta con la actividad
intelectual, donde los conocimientos se adquieren y se acumulan
constantemente. Al trabajar con el cuerpo nunca logras una
ganancia que te pertenezca para siempre, que dure, porque siempre
hay que entrenar con la misma intensidad a fin de aguantar el listón
donde lo quieres tener.
Hay un montón de deportistas que se han formado desde
pequeños para competir y ser campeones; en cambio, números uno
hay muy poquitos, solo los elegidos. En realidad, así lo que se crea
son personas con un ego terriblemente inflado, indicio de una
mochila cargada con muchas frustraciones. En lugar de eso, soy
partidario de que los niños no se formen para ganar, sino para
entrenar. Si esta fuera la tónica general, todo el mundo tendría su
parte del pastel, bien rica y sabrosa, y la competición sería la guinda
que aportaría el toque final. Tuve la suerte de que esto fue lo
primero que me enseñaron tanto Maite Hernández como Jordi
Canals en el centro de tecnificación. Entrenar era necesario,
competir era opcional, y ya llegaría cuando tuviera que llegar. Esta
idea me resultó muy útil cuando, al cabo de los años, ascendía el
Everest.
Maite y Jordi también me enseñaron a ser metódico y analítico, a
apuntar todo lo que guardara relación con mi rendimiento para poder
analizarlo después y detectar cualquier aspecto que no hubiera
funcionado bien. Eso implicaba hacer recuento de todo, del tiempo y
los kilómetros de entrenamiento, y hasta de las horas de sueño —y
si las había aprovechado—, los trayectos en coche o los periodos de
enfermedad.
Lo apuntaba todo, sin falta, en unos folios con cuadrícula, yo
siempre tan meticuloso, y cada dos semanas, Maite y yo nos
juntábamos para revisarlos y comentar juntos qué tocaba hacer la
quincena siguiente. Con ella aprendí la importancia de ser preciso
en las anotaciones y no obviar ningún detalle que, al cabo del
tiempo, pudiera terminar siendo significativo.
Recuerdo un día que estaba entrenando en el centro. Hacía mucho
calor y, como siempre, yo no llevaba nada de líquido. Tras unas
cuantas horas de actividad, tenía una sed que me moría y Maite me
ofreció agua de su cantimplora. Cuando salté para atraparla, me la
apartó de golpe.
—Pero ¿no has aprendido nada de lo que te he enseñado?
Imagínate que estoy resfriada y que te bebes esta agua que me he
bebido yo, con todos los virus y las bacterias. ¿Qué haríamos con la
semana de entrenamiento que tenemos planificada?
Cuando empecé a entrenarme solo, continué con la metódica
labor de anotarlo todo. En 2006, creé un fichero de Excel donde lo
tengo todo registrado: cada actividad, cada día que he estado
enfermo, cada trayecto en coche o en avión que ha afectado a mi
descanso, cada acto público en el que he participado y me ha hecho
perder la concentración en los entrenamientos, cada sensación
extraña o buena.
Interpretar todos estos datos es complejo y me obliga a
mantener los pies en la tierra. Debo ser tan honesto como pueda en
las anotaciones, porque si no, de aquí a unos años, cuando quiera
saber por qué aquella semana en concreto me encontraba tan bien,
si no he sido sincero del todo y he indicado sensaciones falsas, todo
lo que pueda extraer de ahí será erróneo. Pese a ser el único lector
de este documento, a veces me cuesta evitar caer en la falsa
modestia o en la sobrevaloración.
Por ejemplo, un día escribí:
«16 de febrero de 2005. 42 pulsaciones al levantarme, 2 horas
30 minutos de esquí de montaña – 2.300 metros. 30 minutos de
calentamiento, 6 series de 15 segundos al máximo y 5 series de 6
minutos a 180 pulsaciones con 1 minuto de recuperación. En las
primeras recuperaciones bajaba bien a 130 pulsaciones, a partir de
la tercera no bajaba de 150. Estiramientos por la tarde, resfriado».
Y otro día:
«14 de junio de 2011. Mañana: Les Houches-Mont Blanc (4
horas 7 minutos) – Les Houches (6 horas 47 minutos), un poco
cansado, pero todavía puedo forzar. Desnivel 4.200 metros. Tarde:-
bici suave 1 hora 30 minutos, 300 metros, piernas pesadas pero
fresco de cardio. Entrevista y viaje».
Las anotaciones eran todavía más importantes en cuanto a las
carreras o los objetivos, porque ahí podía ver si lo que había hecho
había servido de algo:
«14 de agosto de 2013: Sierre-Zinal, 32 km, 2 h 34’ 15”: piernas
muy pesadas desde el principio, me siento bien de cardio, pero cero
de piernas, dolor isquio izquierdo y gemelo derecho. No puedo
aguantar el ritmo y falta velocidad en llano».
«30 de agosto de 2008: UTMB, Ultra, 160 km – 10.000 m: 20 h
56’ 59” (reales 19 h 50’), buenas sensaciones. Salgo solo a mi ritmo,
en Fully un poco de sueño y no como bien, en Champex vuelvo a
estar despierto y a correr bien. Después la organización me para 1
hora y, muy desmotivado, decepcionado y enfadado, termino porque
Mermoud insiste».
«9 de febrero de 2015: Campeonato del Mundo de Esquí de
Montaña en Verbier, 1.925 m 1 h 28’ 12”. Muy buenas sensaciones
subiendo y bajando, puedo controlar. Fresco y con chispa. Tranquilo
en bajada. Forma top».
Hoy en día, a diferencia de cuando me iniciaba en el deporte, lo
que parece importante es llegar a ser un corredor profesional tan
rápido como sea posible, o pregonar a los cuatro vientos la
intensidad de tu preparación para que alguien crea en ti. Antes
trabajabas en la sombra y te resultaba fácil ser riguroso y honesto, y
marcarte unos objetivos reales y adecuados al nivel que tenías en
cada momento. Entrenabas y entrenabas, y esperabas a que el
cuerpo madurara para poder llegar, tal vez, a ganar alguna carrera
al cabo de los años. Si no dudas de ti mismo, puedes crearte
expectativas demasiado altas, y si no te concedes el tiempo de
realizar la paciente labor de la hormiguita, las hostias pueden ser
antológicas.
Ahora mismo, si empiezas, debes escoger entre ser un corredor
profesional, de élite, y pertenecer al glorioso cinco por ciento de los
mejores del mundo, o ser un corredor influencer. En este caso, el
entrenamiento, cuando no compites, se convertirá en un
complemento profesional, y tendrás que devanarte los sesos
pensando en qué actividades atractivas, desde el punto de vista
visual, comunicativo o inspirador, podrías hacer para atraer la
atención del público y buscar resultados llamativos, aunque su
interés atlético sea nulo. Si este no es nuestro camino, debemos ser
conscientes de que el trayecto es largo y el resultado, incierto. Si
llega el éxito, será después de muchos años de trabajo sin ninguna
recompensa inmediata.
Ojo, ambas formas de vida son igual de legítimas e interesantes.
Lo importante es saber qué queremos, qué buscamos, porque,
aunque las capas superficiales de estas dos vidas se asemejen, en
realidad, son como un huevo y una castaña.
Si queremos llegar a ser corredores de élite, es probable que
nuestro destino pase por acumular muchas frustraciones y volcar un
esfuerzo que reciba poca atención y escasas recompensas. El
premio que más acabamos valorando, a fin de cuentas, es la
satisfacción de sacar lo mejor de nosotros mismos que llevamos
dentro. Si esta recompensa es insuficiente, mejor dejarlo, porque no
le veremos sentido a dedicar nuestra vida al entrenamiento duro y
constante, a la conquista de la perfección. No entenderemos por
qué hace falta sufrir tantas lesiones, controlar tanto la alimentación y
privarse de muchas cosas, de muchísimas. Y todo eso sin poder
coger vacaciones, porque la vida que has elegido te ocupa todas las
horas de todos los días. Durante décadas.
Es el caso de algunos jóvenes atletas europeos que, siendo
todavía unos adolescentes, abandonan los privilegios del bienestar
occidental y se van a vivir a Iten, en el altiplano de Kenia, a llevar
una vida low profile en la habitación austera de un centro de alto
rendimiento. Sin distracciones, sin comodidades. Llevan una vida de
asceta, como los monjes. Y todo por aferrarse a la posibilidad de
que algún día los focos se centren en ellos y puedan brillar en al-
guna competición. El precio de perseguir este sueño es marcharse a
vivir lejos y dedicarle unos cuantos años de vida. Irrecuperables, si
no te lo montas bien.
Pienso en todo esto y me viene a la mente la imagen de la ermita
de Font-romeu, que es metafóricamente mi Iten keniana. Es un
antiguo monasterio reconvertido en residencia universitaria, con
habitaciones sencillas, sin conexión a internet y poca cobertura-
telefónica, al pie de las pistas de esquí. Todavía hoy, cuando pienso
en la velocidad del mundo actual, en el exceso de información, de
estímulos y distracciones estúpidas, y en cómo todo eso le afecta a
mi cuerpo, cojo la furgo para esconderme en algún lugar remoto
donde nadie pueda encontrarme si yo no quiero, y durante unas
semanas me dedico a recuperar el dominio sobre el círculo virtuoso
esencial en la vida de un atleta: comer, entrenar, comer, entrenar y
dormir. Nada más.
En la sociedad anterior a internet, aún era factible vivir buscando
resultados a largo plazo. Hoy es prácticamente imposible encontrar
a alguien que se proponga un objetivo lejano sin tener la certeza de
conseguirlo, porque para sobrevivir hay que tener las necesidades
básicas cubiertas. Y, sin saber muy bien cómo, hemos terminado por
creernos que son muchas, demasiadas. Vivimos en una sociedad
donde todavía perdura la memoria de un pasado de autarquía,
donde las personas cultivaban sus alimentos o cazaban, o se
construían su casa, o se las ingeniaban para conservar la salud. En
aquel contexto, el dinero no hacía demasiada falta. Ahora eso ya no
tiene cabida en el capitalismo salvaje actual, y hemos llegado a
acostumbrarnos a distinguir entre el dinero que nos hace falta para
la supervivencia primaria del día a día, y el que queremos destinar a
satisfacer nuestros placeres. Visto así, el trabajo en una oficina o en
una fábrica no es muy diferente a lo que hace un atleta que se
entrena montaña arriba y montaña abajo, el objetivo económico
sería el mismo. Por eso debemos decidir si queremos ganarnos la
vida realizando un trabajo que tenga dosis de pasión o si queremos
prostituirnos un poquito con otro empleo que no nos guste tanto,
pero nos llene los bolsillos. Eso, en general, no lo pensamos cuando
tenemos dieciséis o diecisiete años y tenemos que escoger cómo
deseamos vivir y cuánto dinero necesitamos para hacerlo. Es una
lástima.
Nada más ganar el primer campeonato del mundo, aparecieron
de la nada personas que representaban a marcas deportivas para
poner distintos productos a mi disposición. A medida que seguí
ganando competiciones, esas mismas personas me ofrecieron
dinero para que siguiera entrenando y compitiendo. Lógicamente,
me daban una alegría y me quitaban un peso de encima, porque me
arreglaban la economía.
Con el tiempo, y con el tirón de las redes sociales, todo esto ha
cambiado mucho. Los resultados han dejado de ser lo más im-
portante. Antes, un atleta ganaba una competición y salía en los-
medios tradicionales, o recibía los aplausos de los demás
corredores y los espectadores que acudían a la carrera. Hoy, todo
eso se complementa con aquello que llaman, ejem, creación de
contenidos y comunicación social.
Siempre he sido un deportista movido por el objetivo único de
buscar el rendimiento máximo, de planear proyectos que plantearan
un reto que superar. Es algo compatible con el hecho de ser un
negado, no sé cómo ocuparme de un huerto, ni sé cazar y, por favor,
no me pidáis que construya una casa. Estoy demasiado bien
acostumbrado y tengo intereses que me alejan de este modelo de
vida utópico. Viajo, contamino, utilizo internet, no me gusta la ropa,
pero necesitamos vestirnos para combatir el frío. No he tenido los
huevos de elegir la vida de ermitaño, y he aceptado prostituirme un
poquito a cambio de ganar el dinero que necesito para seguir
viviendo y pasármelo bien satisfaciendo mis pasiones. Esto me ha
alejado un poco del virtuosismo y del comer-dormir-entrenar, y he
hecho y hago otros trabajos, como protagonizar audiovisuales,
comunicar por distintos medios y hablar con la gente. He tenido la
suerte, eso sí, de poder escoger con quién asociarme y no me he
visto obligado a vincularme a empresas con quienes no compartiera
valores y proyectos. Confieso que hoy gano más dinero del que
necesito para vivir, pero también puedo asegurar que cuando veo
que los compromisos que me permiten ganarlo pueden apartarme
del entrenamiento y la mejora, digo basta. El dinero no me devuelve
el tiempo que puede hacerme perder.
Aunque desde el inicio de mi carrera hubiera perseguido la
progresión y la exploración constante, nunca me había parado a
pensar en qué tipo de corredor quería ser. Y eso era fundamental
para saber qué entrenamiento tendría que seguir a largo plazo.
¿Quería ser un corredor de larga distancia? ¿Prefería ser un
esquiador de montaña? ¿Tal vez uno que compitiera todas las
semanas? ¿O mejor uno de esos que se pone a prueba un par de
veces al año, pero con una preparación impecable? Antes de nada,
tenía que plantearme qué tipo de corredor admiraba más: ¿el que
puede correr un maratón en poco más de dos horas, como el
keniano Eliud Kipchoge, o el que es capaz de disputar más de
veinte carreras al año y a un gran nivel, como el japonés Yuki
Kawauchi? Uf, si pensaba en el rendimiento absoluto, el keniano; si
me centraba en la recuperación, el japonés. Terrible dilema.
Yo los admiro a ambos, al uno y al otro, los dos me inspiran por
igual. Pero ¿y yo? Me gusta el rendimiento máximo, pero al mismo
tiempo no quiero que eso vaya en detrimento de las otras facetas de
las actividades que realizo. ¿Hasta qué punto me interesa perjudicar
la calidad para aumentar la cantidad? A partir de esta pregunta, se
me empieza a calentar la cabeza. Por un lado, deseo continuar
luchando por la victoria en carreras como la Pierra Menta, de esquí
de montaña, el kilómetro vertical de Fully, un ultratrail de ciento
sesenta kilómetros, o en el maratón de Zegama, y no quiero dejar
de participar en unas para centrarme en otras; por otro, no puedo
obviar que ahora los corredores se especializan cada vez más y no
sé si puedo seguir siendo competitivo en todas al mismo tiempo.
Pese a todo, los pensamientos van por libre y caigo en la cuenta de
que, hoy por hoy, la competición ya no me emociona como antes. La
veo como un entrenamiento, de acuerdo, pero ¿para qué me estoy
entrenando? Y es jodido dejar el trono expresamente para que
vengan otros a ocuparlo, porque es muy placentero cuando te has
acostumbrado a él.
Tras estas reflexiones vuelvo a la rutina. Hoy, como cada mañana,
me levanto y, maquinalmente, me pongo los pantalones cortos y las
zapatillas y me bebo un vaso de agua. No estoy especialmente
ilusionado por ganar la carrera de este domingo. No lo suficiente
como para torturarme el cuerpo durante las tres o cuatro horas que
había previsto. Me coloco los auriculares y selecciono la playlist que
he titulado «Entrenamiento». Estoy enfadado conmigo mismo
porque sé que no le concedo la importancia suficiente al hecho de
dedicarme a lo que me gusta, a poder correr rodeado de un paisaje
maravilloso. Dejo que la música me haga olvidar el paso del tiempo,
escucho la letra de esta canción de Sopa de Cabra y empiezo a
trotar.
Ríos de gente
malherida corren solos
escupiendo su fracaso.

Y cada día que pasa siento más como un fracaso carecer de la


ambición para abandonar la comodidad que me supone saber que
sé competir y que me es relativamente fácil ganar las carreras. Y
sigo corriendo, por inercia, sin objetivo. La canción me hace sentir
cada vez peor porque me reconozco en ella.
Mientras lloran
de rabia y por amor
a un nombre inexistente.

Podré volver atrás


cuando esté demasiado lejos.
Podré volver atrás
cuando sea demasiado tarde.

Llego a la cima y me paro. Tenía pensado hacer tres subidas a toda


castaña, porque es lo que suelo hacer en este periodo del año, pero
ahora no le veo sentido. Me gusta mucho entrenar, estoy encantado
con mi vida y enamorado del deporte. Algo falla: esa visión tan clara
que tenía de todo ha desparecido. Para mí es una tragedia que, aun
sabiendo que la vida contiene muchas vidas, nos quedemos
viviendo una cuando ya no está.
Bajo tranquilamente, muevo las piernas poco a poco, pero la
cabeza me va demasiado rápido y no para de darme vueltas. No sé
qué quiero hacer. ¿Qué puede motivarme para seguir entrenando
tan duro? La inercia hace que las piernas aceleren. Empiezo a
pensar que debo volver a mis orígenes, que debo recuperar lo que
me hacía vibrar antes de saber qué era entrenar y qué era una
competición.
P E

Me cuesta mucho pensar que escalar una montaña sea un acto


heroico. Sé que es fácil aparentar que lo es. Cuando estás al pie de
una gran montaña, con glaciares que se imponen verticalmente por
encima de ti, piedras que se desprenden por el calor y distancias
que se antojan insalvables, resulta fácil convencer a los demás de
que subir es un ejercicio titánico que requiere unas capacidades
físicas sobrehumanas y la valentía propia de una divinidad. Pero —
lo siento si esto decepciona a alguien— esta no es la realidad.
Escalar una montaña solo consiste en poner en peligro tu vida para
intentar llegar a una cima y, después, bajarla. Queda claro que esto
te sitúa en un plano más cercano a la estupidez que al heroísmo.
Por mucho que haya deportistas que disimulen y hagan coincidir
la expedición con campañas de recaudación de fondos para algún
proyecto solidario o para llamar la atención sobre alguna
enfermedad poco común, el acto de ascender una montaña alta del
Himalaya no tiene nada de heroico. Es, en realidad, una actividad
egoísta. Ocio peligroso y caro.
Siempre me ha atraído la alta montaña, pero me da mucha
pereza entrar en la dinámica que comporta una expedición clásica.
Tener que pasar dos o tres meses dentro de una tienda en un
campo base, a la espera de que se abra una ventana de buen
tiempo que te permita emprender el ascenso. Me parece que es una
pérdida de tiempo, que no vale la pena. Aburrimiento e inactivad son
las dos palabras que mejor resumen la vida en un campo base. Para
colmo, la forma física decae y la motivación queda sepultada bajo la
nieve. La vida en un campo base es estar en un paraíso de
montañas, pero ser prisionero del descanso entre las paredes de la
tienda. En un océano de piedra gris y un mar de polvo, rodeado de
un aire seco y bajo un cielo azul. Flanqueado por montañas rocosas,
con un río de agua fría que atraviesa este desierto polvoriento
serpenteando y abriéndose paso hacia una salida, rumbo a tierras
más bajas para alimentar la hierba y algunos arbustos.
Si remontara el curso del río, encontraría la explanada jalonada
por montículos de piedra que repliegan el terreno como si fuera una
manta ajada, y más arriba, divisaría el hielo, un inmenso glaciar. Y el
viento, un viento constante que desciende de las montañas y se
escapa de las cimas blancas siguiendo el mismo recorrido que el
río. Y observo las cuatro tiendas, pequeñas, y otra más grande en
un extremo de la explanada, de un color amarillento desgastado por
el sol. Dentro de la más grande, es como estar en un camping, con
cuatro sillas y un termo de té. Escucho el ulular del viento que azota
las paredes y me viene a la mente la imagen cinematográfica de un
helicóptero batiendo sus hélices afuera, que se acerca y se aleja
alternativamente, pero no se va, como en una pesadilla.
Tengo ante mí un libro, que ya he leído un par de veces, y me
lamento por todos los que me he dejado en casa. El reloj solo marca
dos horas: las seis de la mañana, cuando nos reunimos para
desayunar, y las seis de la tarde, cuando volvemos a juntarnos para
cenar. Entre medias no hay horas, no hay minutos, ni segundos, tan
solo un tiempo indefinido. «Menudo aburrimiento, joder». La mirada
perdida, a la espera de cruzarse con cualquier distracción. Ya no es
la de los primeros días, nerviosa y ágil, sino una mirada seca por el
viento que solo reacciona cuando vislumbra una montaña inédita
que sueño con subir, un perro negro que deambula con la misma
mirada que yo, una forma de las nubes que me recuerda al dibujo
idéntico de otra nube, una tarde de otoño en casa.
Al poco de haber llegado, me río al ver a Vivian Bruchez-
cogiendo una lata de Coca-Cola para tallar figuritas con su navaja
suiza; al cabo de los días, me paso horas repasando con la vista la
enorme pila de esculturas plateadas que se van acumulando. Las
hay sencillas —una cara, una montaña con una huella de esquís—,
y las hay más complejas —un escalador rapelando una pared con la
cuerda, el arnés y hasta los piolets recortados en el aire—. Mientras
esculpe en silencio, nuestras miradas distraídas olvidan el paso del
tiempo.
Estoy observando a Vivian en plena creación artística y de
pronto noto que la ropa me pica. Son los calzoncillos de lana de
merino, que empiezan a estar gastados. Estaban casi nuevos
cuando llegué, pero hace unos días que se están deshilachando.
Cuando solo embarqué un par para la expedición, pensando en el
peso que me ahorraría para poder meterlo todo en los veinte kilos
que se pueden subir al avión, no caí en que entre el agua glaciar
con la que los limpio, muy mineralizada, y el aire seco, las fibras se
debilitarían. El agujero en la parte de abajo era inevitable, sí, y ahora
que camino, me deja un testículo colgando por fuera.
Como si fuera un arma, cojo un bolígrafo y lo paseo ante el papel
en blanco. No tengo ideas. De hecho, solo tengo una: todo está
escrito, todo es plagio, repetimos, repetimos y repetimos hasta la
desesperación, no podemos decir nada nuevo. Ojeo las páginas de
la libreta que me ha acompañado durante años en mis viajes y
expediciones. Vuelvo a observar los dibujos que había hecho de
prototipos de botas de altura, de tiendas que protegieran mejor del
viento o de piolets ligeros. Leo las anotaciones de los calendarios
sobre el tiempo y las fechas, con detalles de las actividades que he
realizado, algunos pensamientos, y teléfonos y contactos de per-
sonas conocidas en algún campamento que nunca he utilizado. Me
detengo en un texto escrito en Alaska, de cuando fui para participar
en la carrera del Mount Marathon, de solo cinco kilómetros, que sale
de Seward, al nivel del mar, y sube y baja la cima que hay detrás del
pueblo, con casi mil metros de desnivel. Recuerdo que, durante el
trayecto de ida, me preguntaba si valía la pena hacer un viaje tan
largo para una carrera tan corta, de unos cuarenta minutos. Sin
embargo, resultó ser una de las más interesantes que he corrido en
mi vida:
«Estoy sudando y el sudor me resbala por la cara, se me mete en
los ojos y me pican. Solo me veo las manos apoyadas en las rodillas
presionando las piernas para subir más rápido y, si alzo la vista, el
culo de Rickey Gates. Sé que por encima hay una fuerte pendiente
de tierra negra, que estamos subiendo, y más arriba, la cima, donde
daremos media vuelta. La fuerte respiración me obliga a mantener la
mirada baja, en las manos que presionan las piernas. «Oye, Rickey,
¿por qué le estamos metiendo tanta caña? ¿No podríamos aflojar
un poco?», pienso. Pero no reducimos el ritmo, y cuando soy yo el
que se pone a tirar, intento desafiarlo con un ritmo aún más duro.
Tomo mucho aire y corro. Mis gemelos no me van a querer nunca,
hace años que los maltrato y ahora están más tensos que las
cuerdas de una guitarra. Entre respiración y respiración, me paso la
mano por la cara para limpiarme el sudor de la frente y los ojos, que
necesitaré bien abiertos cuando baje a toda pastilla entre estas
piedras. Llego a la cima y solo tengo tiempo de abrir los pulmones y
coger aire. Y empieza el rock-and-roll. Y no parará hasta la línea de
llegada. Y no quiero bajar rodando. Y continuará toda la noche. Aquí
dicen que las leyes existen, pero que fueron escritas en un lugar
lejano. Yo vengo de Europa, donde el trail running se reduce al trail
y se ha intoxicado de su propio éxito, y ahora, el aire fresco de
Alaska impregna todo este acontecimiento. Hay que correr arriba y
abajo hasta sangrar y celebrarlo intensamente. Eso es todo.
Cuando alguien pontifica, seguramente lo que haga sea proteger
su obra, y lo hace perpetuando los estándares con los que fue
esculpida. Este alguien intenta convencer a las generaciones futuras
de que deben seguir sus reglas a fin de conseguir la excelencia.
Pero son las 4.30 h de la mañana, siempre son las 4.30 h de la
mañana, que decía Charles Bukowski. Estamos tan absortos en
nuestro camino, en el esfuerzo de concentración para hacerlo todo
bien, con una pasión religiosa por nuestra disciplina, con miedo a
caer en lo desconocido, que mantenemos los ojos en el camino, en
las manos que empujan las rodillas. Y no nos damos cuenta de que
estamos siguiendo las reglas de un hombre que corrió a pie una
carrera de caballos, o de otro que subió solo por encima de los ocho
mil metros sin oxígeno, o de uno que decidió dejar en casa los
pitones, las cuerdas y la seguridad para fundirse con las paredes.
Estamos siguiendo las leyes de aquellos que las quebrantaron. Tal
vez sea hora de olvidar las reglas, de borrar las páginas que hemos
ido escribiendo, aunque algunas veces la tinta está tan reseca que
nos cuesta ver las hojas vírgenes. La mochila de las experiencias
debería ser una caja repleta de recursos, pero con demasiada
frecuencia no es más que un peso muerto que no nos deja volar
libres».
Me levanto y salgo dispuesto a subir una de las cumbres que hay
por aquí cerca. No tengo permiso para hacerlo, y es fácil que el
cansancio con el que acabe reduzca mis posibilidades de conseguir
la cima que he venido a coronar. Pero es que no tengo paciencia, y
odio perder el tiempo.
C 2
Mi casa es la montaña

Mi paisaje único no existe. No podría señalar con el dedo y afirmar:


«Mi casa es aquella que está entre ese collado al norte y ese valle al
sur». Hay muchos sitios donde me siento un poco como en casa,
pero no hay ninguno que considere totalmente mío.
Me crie en un refugio, compartido con montañeros, esquiadores
y turistas de paso. Supongo que por eso he terminado siendo un
vagabundo, porque ya de pequeño vivía en un sitio que, en el fondo,
no era de nadie.
Normalmente relacionamos nuestra casa con un espacio físico,
ya sea un edificio, un barrio, un pueblo, una ciudad o un país; a
veces, cuando pensamos en ello, tan solo nos vienen a la cabeza
las cuatro paredes de una habitación. Casa es allí donde, al entrar,
reconoces el olor de la ropa limpia, del sofrito o de los campos de
trigo. Es la claridad que se filtra por la ventana cada noche y dibuja
unas sombras familiares. Es despertarse de madrugada y
deambular sin necesidad de encender la luz. Para mí, en cambio,
todas estas sensaciones están desperdigadas, porque mi casa está
compuesta de espacios concretos que me hacen sentir bien cuando
estoy en ellos. Paseo por La Cerdanya y de pronto me siento en
casa, pero, en un abrir y cerrar de ojos, el espejismo se desvanece.
Vuelvo a Chamonix, me recibe el olor del otoño y me siento en casa,
pero enseguida se rompe el encanto. En Nepal, también, la
relajación del hogar me invade por un instante, y muchas veces,
viajando con la furgo por algún país desconocido, puedo
encontrarme más en mi lugar que en esa casa que he pagado, he
hecho mía y donde algunos días me siento un completo extranjero.
Casa es, tal vez, compartir el tiempo con las personas que amas.
Casa es reír. Casa es hacer el amor. Es sentir el confort de la
soledad y llorar sin preocuparte de que alguien te vea. Si repaso los
trocitos de mundo que me hacen de mundo, me doy cuenta de que
todos tienen un denominador común: todos están en la montaña.
El origen de todos mis dolores de cabeza era el haberme alejado
de casa. Las carreras, con toda la gente y el bullicio, son como
ciudades. Acababan siendo mi paisaje habitual. Y yo me sentía
como un extranjero.
Siempre he hallado serenidad en la soledad. Para mí, tres son
multitud. Tanto en familia como entre amigos, siempre me he sentido
como el que tiene un pie dentro y el otro fuera. Como alguien que
está a gusto un rato, de vez en cuando. En un mundo tan conectado
y tan social, nunca he querido pertenecer a ninguna tribu.
Cuando era pequeño, pensaba que de mayor quería vivir en una
casa aislada, medio perdida en la montaña, donde necesitara como
mínimo una hora para llegar a algún lugar habitado. Había dibujado
los planos y todo: una habitación para dormir y otra para guardar el
material deportivo, y una cocina con una mesa. Como estaría en
plena naturaleza, no necesitaría un cuarto de baño para
esconderme de los demás, podría disfrutar cada día de hacer mis
necesidades básicas contemplando unas vistas magníficas, más
inspiradoras que una pared de azulejos blancos.
Mis sueños chocaron con la realidad de Chamonix. Por una
cuestión de tamaño y diversidad, allí los hombres y las mujeres se
agrupan en torno al sentido de pertenencia a una tribu, y el hecho
de formar parte de un grupo los hace pensar que unos son mejores
que otros. A mí, sin haberlo pedido, me incluyeron en la pandilla de
los ultratrailers. Aunque jamás fui a buscar mi carné de socio,
también reconozco que no me molesté en descolgarme la etiqueta
de miembro del club. Tenía demasiada sed de actividad y, salvo
alguna ocasión en que había cedido ante la insistencia de algún
patrocinador o algún periodista, nunca había puesto los pies en
ningún bar, restaurante o lugar donde la gente acostumbra a quedar
para charlar y certificar que pertenece a la tribu de los elegidos, algo
que demuestra con su manera de hablar y de vestir y con la
selección de los locales que frecuenta.
Si me fui a vivir a Chamonix fue porque era un lugar mítico para
mí. Ya de pequeño había leído muchas historias que hablaban de él.
No es un paraje remoto. Al contrario, está en el centro de los Alpes y
muy bien comunicado. Para mí, era un espacio simbólico que me
permitiría vivir aventuras y progresar en el mundo del montañismo.
Perfecto para recuperar la conexión con la montaña.
Subí al Mont Blanc por primera vez cuando era un adolescente, y la
pequeña satisfacción de coronar la cima no compensó lo que hube
de hacer para conseguirlo. Fue horrible. El primer día, con unas
botas la mar de duras y unas mochilas bien cargadas, subimos
hasta el refugio, donde intentamos dormir entre los ronquidos de
tractor de decenas de montañeros. Hacía un frío que pelaba cuando
salimos poco después de medianoche, y teníamos que pararnos
cada dos por tres porque alguien del grupo estaba cansado y quería
beber, comer o sacar una foto. Llegamos al alba. La bajada fue aún
peor, porque tenía los pies comprimidos en las botas y hacía mucho
calor, y encima, me dolía la espalda. Daba la impresión de que
volviéramos de la guerra y, al fin y al cabo, solo habíamos hecho
una cumbre.
En aquellos años, había ido con mi madre y mi hermana a la
zona de los Écrins, en el sur de los Alpes franceses. Montábamos el
campamento base en el camping donde nos alojábamos y desde allí
salíamos a hacer actividades, en bici, corriendo o escalando. Me
enteré de que uno de los corredores más potentes de aquella época
había subido desde aquel mismo camping hasta el Dôme de Neige,
de cuatro mil metros, en un tiempo récord de tres horas. Yo solo
tenía dieciséis años y poca experiencia, y este dato me sirvió de
estímulo para ascenderlo más rápido.
Fue en uno de aquellos viajes a los Écrins cuando empecé a ser
consciente del tipo de montaña que me gusta hacer. No me atraía la
dificultad, me parecía demasiado pausada; el alpinismo clásico
tampoco, demasiado pesado. Las carreras o el esquí de montaña
son actividades que me encantan, pero en las que echo de menos el
espíritu de descubrimiento y aventura. En cambio, el movimiento
continuo en terreno técnico me hacía disfrutar intensamente, de una
manera insólita. El alpinista francés Georges Livanos decía que lo
esencial no es escalar rápido, sino durante mucho tiempo. Si bien
estoy muy de acuerdo con la segunda parte de la frase, si escalas
rápido durante mucho tiempo, puedes ver mucho más. Lo que me
enamora de ir rápido por la montaña es la sinergia que se crea entre
el movimiento del cuerpo y las formas de la naturaleza, sentirme
desnudo e ínfimo, sin cadenas. Me aporta libertad y conexión, algo
que no consigo encontrar si voy a la montaña de cualquier otra
manera. Al mismo tiempo, a la hora de tomar determinadas
decisiones, crea una línea muy fina entre la aceptación consciente
de ciertos riesgos y la estupidez. Y puedo decir que alguna vez he
traspasado esa línea.
Ahora os lo cuento.
Estaba anocheciendo y nevaba con fuerza. Una granizada intensa y
relámpagos. Nos faltaban cincuenta metros para la cima de la-
Aiguille du Midi, tan cerca que casi la tocábamos con los dedos, tan
lejos porque estábamos bloqueados por una pared de roca, sin
poder avanzar. Emelie llevaba un rato sin sentir los pies y con los
brazos rígidos. Del frío, no podía abrir las manos, por los músculos
contraídos. Sollozaba al respirar. Como pudo, me dijo que no
aguantaba más, que se ahogaba. Que moriría allí. Aunque yo sabía
que eso no iba a pasar, que sobreviviríamos, entendía lo difícil que
es mantener la cabeza fría cuando estás sufriendo una crisis de
ansiedad, y estás atrapado en una pared en medio de una tormenta
eléctrica, y está nevando, y el día se apaga. La había cagado, sí.
Bien cagada.
Le puse las manos en la cara, le tapé la boca y la nariz para
reducir el oxígeno que podía respirar. Sentía cómo el aire pugnaba
por abrirse camino entre mis dedos, y ella tenía que forzar los
pulmones para encontrarlo. Sus expiraciones fueron haciéndose
cada vez más largas y regulares, y al final recuperó el ritmo de la
respiración. Sin embargo, tenía los pies y las manos demasiado
doloridos y contraídos para seguir avanzando. Disponíamos de
pocos metros de cuerda para bajar los casi mil metros que
habíamos escalado.
Qué mala idea que tuve al enredar a Emelie en aquella escalada.
Sabía que el mal tiempo llegaría y precisamente por eso precipité la
subida, para hacerla antes de que fuera demasiado tarde, para
evitar esperar unas cuantas semanas a que despejara. Por eso
pensé que era mejor ir cuanto antes.
Habíamos salido por la mañana, sin estresarnos, no había
necesidad de madrugar demasiado. Al iniciar la ascensión
comprobé la previsión meteorológica por última vez: parecía que el
frente que se aproximaba desde el sur llegaría hacia el final de la
tarde, y eso nos daba tiempo a subir a la cima y volver a bajar al
valle.
La escalada se presentó en unas condiciones espléndidas. El
calor y el buen tiempo de la última semana habían dejado una roca
seca, con una adherencia excelente, y avanzamos dos tercios de la
ruta a buen ritmo y sin tocar nieve ni hielo. Pero al llegar a la última
parte, todo cambió. El sol había secado la roca y había fundido la
nieve que cubría el hielo permanente, negro y viejo, tan duro como
el granito que envolvía y que requería más pericia y trabajo de
crampones para no resbalar hacia abajo. Casi desde el principio, a
Emelie ya le dolían los pies, muy castigados tras un verano con
muchas carreras. Tensando la cuerda al máximo, comenzamos a
subir poco a poco, con seguridad, hasta que tuvimos que parar
porque nos dolía todo, y continuamos unos metros por la roca.
Tampoco habíamos perdido demasiado rato, pero como
habíamos salido con poco margen, veíamos claro que el mal tiempo
se nos echaba encima. Busqué una salida por la roca para evitar
volver a pisar el hielo, y continuamos muy poco a poco hasta que la
tormenta, al final, estalló. Y con los rayos y el granizo, también se
desataron el pánico y la angustia. Nos refugiamos un rato, para ver
si aflojaba, pero no, todo indicaba lo contrario. Mientras
esperábamos, el frío se nos metió en los huesos porque no
llevábamos ropa de abrigo. Continué hacia arriba con precaución,
pero Emelie no podía avanzar más de lo que le dolían los pies.
Valoré las opciones que teníamos. Estábamos temblando. Ansiosos.
«Joder, ¿cómo he podido ser tan estúpido?». Quizás podría enfilar
esos cincuenta metros y tensar la cuerda para remontar a Emelie,
pero no había metido en la mochila las tres piezas que hacían falta
para un polipasto. Podríamos buscar un rincón bajo una piedra y
aguardar al día siguiente, pero tampoco llevaba funda para vivac, y
Emelie no confiaba en que sobreviviéramos una noche al raso con
el poco equipamiento que le había dicho que llevara. Entonces la
elegí. Cogí el teléfono y marqué el número de la PGHM, el Peloton
de Gendarmerie de Haute-Montagne. Mientras lo hacía, ya
empezaba a pensar en lo que acarrearía aquella llamada.
Aunque pensaba que todos los que siempre me habían criticado
en Chamonix por ir tan ligero me lincharían, entendí que esos
comentarios serían constructivos, que demostrarían a la gente que
me seguía que la montaña implica muchos riesgos y que la fuerza
no exime del conocimiento y la preparación. En el fondo, el único
que podía salir herido de la crítica era mi ego. Tuve que admitir mis
errores. El primero, no haber sabido calcular lo que debía llevar
conmigo; con ingenio y sangre fría, puedes sortear situaciones muy
comprometidas, pero sabes que las pasarás putas igualmente. El
segundo, pensar que Emelie compartía conmigo la idea de que la
actividad primaba sobre la seguridad, y no haber previsto que no se
sentiría precisamente cómoda en una situación como la que
vivimos; en eso éramos diferentes.
Nunca he dudado que ella es más inteligente que yo, porque
prioriza la seguridad por encima del objetivo perseguido. Emelie es
capaz de renunciar mucho antes que yo, que no vacilé en traspasar
la línea roja del riesgo sabiendo que las condiciones eran difíciles de
asumir. En aquella ascensión, debería haber sido capaz de decir
basta, de dejarlo ahí. Tenía más experiencia y no debería haber
tomado decisiones como si hubiera estado solo. Deberíamos
habernos retirado antes de atacar el hielo. Había dejado de ser una
salida de placer, y no hacía falta sufrir tanto.
En Chamonix hay mucha vida. Y alguien que tenía aún más vida era
Tancrède, quien, durante unos años, fue fuente de inspiración para
la mía. Lo conocí en Le Brévent, una pared a dos mil metros de
altura donde Tancrède y un grupo de amigos artistas habían
instalado una cuerda para unir las dos caras de una brecha rocosa
de más de treinta metros de ancho. Había acróbatas, alpinistas,
escaladores, músicos… Una buena panda. Habían planteado el
juego de caminar sobre la cuerda, de un extremo al otro. Era un
ejercicio de concentración y equilibrio, de balancear el cuerpo y los
brazos para compensar los vaivenes. Esta actividad se llama slack-
line. Ahora bien, la gracia está en hacerla entre dos paredes a gran
altura, no entre dos árboles en un parque. Entonces tienes la
sensación de que el vacío es total. Aunque estuviéramos atados con
arneses por si perdíamos el equilibrio, la sensación de vacuidad a
nuestro alrededor era absoluta. El deseo de no caer nos llenaba
tanto que acabábamos dejando de lado todo lo que habíamos
aprendido sobre el equilibrio y al final caíamos con facilidad.
Cuando estás escalando o haciendo esquí extremo, dos
actividades donde el error no está permitido, nunca tienes esta
sensación de vacío, porque nunca pierdes de vista ni la tierra ni el
cielo. En la slackline de altura, en cambio, todo es cielo. Intenté
recorrer aquella cuerda media docena de veces, y solo conseguí dar
un par de pasos seguidos. Tancrède, entonces, me explicaba con
suma paciencia cómo tenía que vaciar la mente, cómo tenía que
colocarme. Sin abrir la boca, un día se quitó el arnés, lo dejó en el
suelo y comenzó a caminar sobre la cuerda. Llegó al otro lado
después de recorrer los treinta metros, dio media vuelta y volvió. El
silencio era absoluto. Nada. Los músicos habían abandonado los
instrumentos, los escaladores se habían quedado quietos. Todos lo
observábamos callados, lo mirábamos casi de reojo, con la
sensación de estar invadiendo un ámbito privado, íntimo.
Vivía el deporte como un arte, como una manera de conseguir la
simbiosis entre la estética de la actividad, todo lo que la rodeaba y la
naturaleza. No era raro verlo escalando disfrazado de payaso, con
un paracaídas a la espalda, tocando el violín mientras atravesaba
una cuerda entre unas agujas a tres mil metros de altura entre
glaciares, o bailando colgado de cintas de gimnasia en paredes de
más de mil metros en los fiordos noruegos. Había conseguido llevar
su arte a la máxima expresión. Entrenaba el cuerpo, cuidaba la
alimentación hasta el último detalle y sabía para qué servía cada
músculo. Se preparaba mentalmente y estudiaba desde el punto de
vista científico las actividades que imaginaba, el peso corporal, la
fuerza del aire, la aceleración de la gravedad, la distancia de caída o
el coeficiente de planeo en función de la superficie del cuerpo. Lo
tenía todo estudiado y era muy consciente de sus capacidades.
Pero entre saber y ejecutar hay un mundo. Era de los mejores que
he conocido. Tenía miedo de caer, sí, pero sabía atravesar las
barreras que construimos para distinguir tan solo el real, el definitivo.
Llevó su cuerpo a hacer cosas inimaginables, jusqu’au bout, que
dicen en francés, hasta el final. Tancrède era sin duda un
jusqu’auboutista.
Hay alpinistas que contemplan con cierto desdén los demás
deportes de montaña, porque les parece que aquellos que los
practican tan solo están pendientes de dar valor al cronómetro.
Presumen de que el alpinismo tiene un gran componente romántico,
sin apenas connotaciones deportivas. El deporte, entendido como la
lucha contra el tiempo, casi les provoca urticaria.
Visto de otra manera, también se puede pensar que el alpinismo
es una actividad resultadista al extremo, puesto que se basa en un
código binario: o cima o no cima, atado o no atado, sí o no, éxito o
fracaso. Como el resto de deportes, necesita unos parámetros para
establecer si se está subiendo el listón o no. Las pautas de la
competición se aplican igualmente. ¿Hay algún alpinista que niegue
haber sentido una inmensa satisfacción y haber sonreído
interiormente tras constatar que ha coronado una cima conocida
más rápido que nadie antes? Creo que no.
El cronómetro es el compañero que te explica que lo estás
haciendo bien, que estás sacando lo mejor que puedes obtener de ti
mismo. Aunque el tiempo no sea el objetivo final, el aparatito te
susurra al oído si estás mejorando o empeorando, si estás fuerte o
flojeas, si estás siendo eficiente a la hora de resolver una dificultad.
No engaña.
Me llama la atención que en tres deportes tan diferentes como el
atletismo, el alpinismo y la escalada haya una frontera común, una
medida compartida, en tres de los itinerarios más representativos de
estas disciplinas: el umbral de las dos horas. La cifra, sí, es
anecdótica y arbitraria, pero los atletas, los alpinistas y los
escaladores la llevan grabada a fuego en el cerebro.
La reina de las pruebas del atletismo es el maratón. Desde hace
unos años, los mejores atletas intentan superarse para recorrer los
cuarenta y dos kilómetros y ciento noventa y cinco metros por
debajo de las dos horas. Hace ya tiempo que los esfuerzos por
conseguir esta cifra mágica se han intensificado, y se analiza al
detalle el conjunto de factores que pueden contribuir a conseguirla:
se buscan jóvenes con capacidades fisiológicas fuera de lo común,
se los somete durante años a programas de entrenamiento
personalizados y optimizados para la distancia, se estudia cuál es la
mejor alimentación e hidratación antes y durante la carrera, se
diseñan zapatillas especiales que ayuden a perder el mínimo de
energía, se valora la biomecánica y la eficiencia del paso, e incluso
se tienen en cuenta la temperatura y la humedad idóneas para
correr.
En el ámbito del alpinismo, la piedra de toque es la cara norte del
Eiger, en los Alpes. Los alemanes Anderl Heckmair, Heinrich Harrer,
Fritz Kasparek y Ludwig Vörg ascendieron esos mil quinientos
metros de desnivel a lo largo de tres kilómetros de recorrido con
grandes dificultades en tres días. Corría el año 1938. Desde
entonces, ha sido el gran desafío de todos los alpinistas. Los que
forman parte de la élite son capaces de abrir nuevas vías de
dificultad para poner a prueba sus capacidades, tanto en cordada
como en solitario. Aunque el riesgo de los ascensos sea
considerable, porque cualquier error puede suponer una caída que
aboque irremediablemente a la muerte, han utilizado esta pared
para explorar nuevos entrenamientos, materiales y estrategias.
Asimismo, ha servido para explorar nuevos límites, no solo técnicos
y físicos, sino también de aceptación del compromiso. Con el paso
de los años, se fue reduciendo el tiempo: Michel Darbellay fue el
primero en tardar dieciocho horas en solitario, Reinhold Messner y
Peter Habeler llegaron en diez, y Ueli Bürer, Francek Knez y
Thomas Bubendorfer rebajaron la marca por debajo de las cinco. En
los últimos años, Christoph Hainz, Dani Arnold y Ueli Steck han
completado la escalada en menos de dos horas y media. El
horizonte de las dos horas está cada vez más cerca. A medida que
se aproxima, eso sí, los riesgos que se asumen son cada vez
mayores.
La trilogía de las dos horas la cierra la escalada por excelencia,
la del Yosemite, en California, por la vía más mítica, The Nose, de
ochocientos ochenta metros verticales. La abrieron en 1958 los
estadounidenses Wayne Merry y George Whitmore. En —¡ojo!—
cuarenta y siete días. Desde aquel momento, completarla en un solo
día se convirtió en un sueño que parecía inalcanzable, y todavía lo
es para la mayoría de escaladores. Dejó de serlo en 1975, cuando
tres de los escaladores más innovadores de la historia —Jim
Bridwell, John Long y Billy Westbay— lo consiguieron. A partir de
entonces, los que han llegado después han perfeccionado la técnica
y optimizado el material para rebajar cada vez más el tiempo. Si
bien el riesgo al ir más rápido es menor que en el Eiger y la
capacidad física es menos determinante que en un maratón, la
rapidez y la resistencia, junto con la optimización logística y la
capacidad de visualizar todos los movimientos de los casi mil metros
de escalada, son la clave para conseguir el objetivo. En los últimos
años, las cordadas se habían aproximado a las míticas dos horas,
hasta que, al final, Alex Honnold y Tommy Caldwell lo lograron tras
meses de entrenamiento específico subiendo la vía decenas de
veces.
Estos tres ejemplos no pueden compararse de ninguna de las
maneras. Hay más de medio millón de personas al año que corren
un maratón, y se disputan aproximadamente mil; unas doscientas
escalan The Nose y las que suben la cara norte del Eiger no llegan
al centenar. Tampoco es comparable en lo que al riesgo concierne.
No obstante, las tres comparten una cosa muy importante, y es
que, en cada una de estas disciplinas, los deportistas están
motivados por conquistar un hecho arbitrario: el tiempo, y han tenido
que buscar las capacidades internas y externas que les hacían falta
para derrotarlo. Con este objetivo en el horizonte, se han preparado
hasta el extremo para demostrar lo que es capaz de hacer un ser
humano con talento, a golpe de trabajo y disciplina. Y al perseguirlo
nos han hecho un regalo: nos han facilitado las herramientas, a
cada uno de nosotros, para encontrar la motivación en cada uno de
nuestros pequeños proyectos diarios.
El concepto de récord en la montaña es muy relativo, porque es
imposible comparar dos tiempos incluso subiendo un mismo pico.
En atletismo, por ejemplo, un récord debe establecerse en una pista
o en un circuito que garantice determinadas condiciones —viento,
terreno, etcétera— y unos parámetros que no dejen lugar a duda
sobre la igualdad de oportunidades —control antidopaje, asistencia
y avituallamiento idénticos para todos los participantes, etcétera—.
Esto, en la montaña, es imposible, porque las condiciones varían
cada día y cada uno sube de maneras muy distintas. Por eso no se
puede hablar de récords en este ámbito, pero sí del mejor tiempo
conocido, Fastest Known Time (FKT), en inglés. En cualquier caso,
creo que la comparación ha de ser individual, porque nos permite
conocernos y saber a qué velocidad somos capaces de avanzar en
un terreno teniendo en cuenta la dificultad, la distancia y las
condiciones, porque no se puede equiparar el tiempo de un corredor
que se conoce la ruta palmo a palmo con el de uno que la encara
por primera vez, o el de uno que se enfrenta sin ningún tipo de
asistencia y el de otro que cuenta con el respaldo de un equipo.
Un periodista de un medio de comunicación destaca y valora el
tiempo conseguido, pero, en el fondo, para un atleta eso no debería
ser tan importante como su valoración interna. Y eso tiene que ver
con el balance que él mismo realice del resultado de los
entrenamientos o de la preparación que ha seguido y las
condiciones en las que ha conseguido la crono concreta.
Son cuatro los factores básicos que acarrean mejoras en el
tiempo de un recorrido. El primero es el rendimiento de uno mismo,
donde interviene la capacidad física, la técnica, la economía de la
carrera, la experiencia y la estrategia o el estado psicológico. El
segundo es la optimización del recorrido, es decir, si conocemos las
dificultades, si nos sabemos todos los movimientos y dónde
podemos recortar. El tercero son las condiciones, puesto que no es
lo mismo practicar en invierno con mal tiempo que un día soleado de
verano. El cuarto es la ética que queremos aplicar, que incluye el
hecho de ir con asistencia o sin ella, solo o acompañado, el tipo de
material utilizado e, incluso, el recurrir al dopaje, sea mecánico o
fisiológico.
Para poner un ejemplo podemos explicar el caso de Ueli Steck
en el Eiger. Conocía la ruta a la perfección y, con una preparación
minuciosa, era capaz de subir en dos horas y veintidós minutos con
la línea marcada y agarrándose a las dos cuerdas fijas que hay en
un par de travesías. También ascendió más despacio, en dos horas
y cuarenta y siete minutos, pero sin ninguna marca en la montaña y
escalando en libre todos los pasajes, o sea, sin tocar las cuerdas
que había. ¿Cuál de estos récords es mejor? Sin duda, el recorrido
que más rápido se completa es el más vistoso, pero el otro es
probablemente más difícil de conseguir, pues implica más trabajo
físico y compromiso. En cualquier caso, ambos tiempos son igual de
interesantes porque nos permiten saber lo que somos capaces de
hacer con unas condiciones diferentes, sin perder nunca de vista
que el tiempo no es lo único que brilla, sino que solo es la pieza
fruto de una ecuación en la que todos los factores son
determinantes para obtener el resultado.
Bajaba por la carretera del valle de Rauma y hacía más de
treinta horas que conducía sin parar desde que había salido de
Chamonix. Llevaba la furgo cargada con todas mis pertenencias y
las de Emelie. Quería llegar cuanto antes al lugar en el que
habíamos decidido ir a vivir juntos y hacía ya horas que los ojos me
pesaban. Despuntaba el alba cuando atravesaba la amplia garganta
por la carretera flanqueada por paredes de más de mil metros, y la
luz del día no era aún lo bastante intensa para dibujar las texturas,
pero se adivinaban los espolones infinitos de roca negra y las
cascadas de agua helada cayendo en picado hacia el valle. Era
como entrar en una tierra que no pertenecía a los hombres. Las
paredes verticales de roca negra y húmeda estaban tan cerca unas
de otras que no se dejaban ver en la distancia. Finalmente, mientras
continuaba el descenso, en plena batalla contra el sueño, la vi,
iluminada por la penumbra: una fina línea de nieve que, como una
gota de agua, descendía verticalmente por el centro de la pared. Me
llamó, y aunque en aquel momento su voz me provocó un
escalofrío, supe que algún día no podría resistirme a su canto.
Tres años más tarde, seguía enamorándome su melodía
mientras la miraba de reojo, e incluso, alguna vez, me despertaba
soñando con su voz. La había estado estudiando durante todo este
tiempo desde la distancia de las cimas de su alrededor, o tocándole
los pies. Hasta que llegó la hora de entonar junto a ella la canción.
Durante los meses que estuve observando la línea que me
encandiló desde que pasé por la garganta que forma el río Rauma,
en el valle noruego de Romsdal, la estudié desde diferentes ángulos
—desde el pie de la pared, desde su cima o desde las cumbres
circundantes—, imaginándome qué parte podría esquiar y qué
resaltes de roca o hielo tendría que rodear. Después, durante dos
años, estudié las condiciones de la nieve y observaba de vez en
cuando cómo se adhería a la pared: cuándo se quedaba pegada,
cuándo era demasiado helada, cuándo parecía buena en la parte
alta y en la baja. Algunas veces, al terminar el entrenamiento, me
desviaba de camino a casa para subirme a un punto desde donde
pudiera ver bien la pared, y la observaba con prismáticos o la
fotografiaba con el teleobjetivo para poder estudiarla después. Me
imaginaba qué tipo de esquí podría practicar, qué material
necesitaría y qué dificultades me encontraría. Esta fase de estudio
es casi tan emocionante como la actividad en sí, porque mientras la
voy planificando, cierro los ojos y me imagino todos los detalles en
mi cabeza, casi puedo notar el frío en la cara o el dolor en las
manos, la angustia o el escalofrío cuando me veo realizando un giro
con los esquís suspendidos en el aire. Y voy anticipando, también,
todo lo que se puede torcer: que se desprenda un alud, que haya
hielo bajo la nieve y resbale, que no encadene una curva. Muchas
veces aplazo actividades porque las somatizo, porque no sé si
puedo aceptar el riesgo o la presión, o el día que voy siento un
malestar extraño que me llena todo el cuerpo. Cuando por fin me
pongo a ello, sé que he estudiado todos los riesgos.
El tercer invierno de estancia en Noruega, el viento parece soplar
a mi favor. El invierno se presenta esplendoroso, con nevadas sin
cantidades elevadas de precipitación seguidas de largos periodos
de sol que permiten a la nieve adherirse bien a la pared, y sin
volumen suficiente para desencadenar grandes aludes en la
pendiente. El principal problema que presenta la línea situada a la
derecha del Trollveggen, que, básicamente, recorre la primera vía
de escalada de la pared norte del Trolltind, llamada Fiva, es que, en
sus mil seiscientos metros de desnivel, que acaban casi a nivel del
mar, las condiciones son muy diversas. En los últimos seiscientos
metros, la nieve se ve afectada por los cambios de temperatura y
humedad, y en la parte superior, el ambiente es más alpino.
Durante las últimas semanas, fui al pie de la pared en un par de
ocasiones y subí los primeros doscientos metros para hacerme una
idea real desde dentro. Aunque la nieve estaba un pelín más dura
de lo deseable, las condiciones eran casi perfectas, porque la línea
estaba completamente recubierta de nieve y no parecía que la parte
alta acumulara una cantidad peligrosa.
Entonces llegó el peor momento antes de que un proyecto
fructifique: la espera y la elección del día. ¿Hoy, mañana, la semana
que viene? Si siempre esperase a las condiciones ideales, no me
movería del sofá de casa. En esquí de pendiente es mejor una nieve
dura, que no admite error, pero es más estable que la nieve polvo,
donde se puede ser menos preciso, pero se puede provocar un alud
en el momento menos pensado. En esta modalidad de esquí,
manda la búsqueda del compromiso entre el movimiento mientras
se desliza y la fijación a la pared.
Y llega el día. El primer viraje es siempre el más difícil, no por ser
el más expuesto, sino porque cuesta pasar a la incógnita que
implica el movimiento. Pum-pum, el corazón en el pecho, un vacío
en el estómago, sudan los pies, sudan las manos. Clavo un bastón
por debajo de los esquís y me transmite el tacto de la nieve.
Observo la blancura y avanzo el punto donde frenaré el viraje,
intento adivinar con la vista qué esconde la nieve debajo. Deslizo los
esquís adelante y atrás rápidamente, sin moverme, para
asegurarme de que no se ha pegado nieve debajo, dejo avanzar
unos centímetros el cuerpo echando el peso en las espátulas y tomo
impulso. Mucho. Cojo todo el aire que puedo y empiezo a sacarlo,
pero lo corto en seco. El corazón se para, la respiración se para, y
me quedo suspendido arriba, inmóvil, eterno. De golpe, siento que
los esquís recuperan el contacto con la nieve, ahora se deslizan
suavemente, cogen velocidad encarados a la pendiente de sesenta
grados. Hago fuerza con las piernas y siento que los esquís se
deforman abrazando la nieve, primero con ternura, y
progresivamente, con más ímpetu, hasta que la arañan, la
desgarran, y, poco a poco, dejan la pendiente más directa para
colocarse en perpendicular, y con un movimiento de fuerza corto,
pero preciso, se quedan parados un par de metros más abajo de
donde he iniciado el giro. Por la sangre corre una mezcla de
excitación y temor, de placer y contención, que se mantendrá viraje
tras viraje, siguiendo cara abajo las pisadas que he dejado
marcadas al subir poco tiempo antes. Esquivo tramos de hielo y de
roca entre la nieve, que en las próximas dos horas me exigirán
sacar lo mejor de mí mismo. Pongo en práctica todas las técnicas y
todos los recursos que tengo en mi haber y, en cada metro que
gano, la contención va dejando paso al placer; el temor, a la
satisfacción. Finalmente, cuando llego abajo, me giro. Observo las
huellas que han dejado los esquís en la pared. Y siento que todo
remonta, desde los pies hasta el estómago. Y al pecho. Y a la
cabeza. Un auténtico orgasmo de adrenalina.
No creo que haya una forma de conseguir un reto mejor que
otra. La más pura, digamos, es casi imposible de encontrar por
nuestras limitaciones como especie en el mundo natural. Michael
Reardon, uno de los escaladores en solitario más prolíficos que han
existido nunca, decía que, si se tira hacia arriba sin conocer la vía,
con los pies descalzos, sin magnesio y sin cuerda, se puede
considerar que se está haciendo una escalada; todo lo demás es
compromiso. Y todos, todos, vivimos con este compromiso. La ética
son unas normas que nos ponemos a nosotros mismos y que se
aplican a las acciones llevadas a cabo, pero valen para la de cada
uno individualmente, sin imponérselas a los demás. Si bien el
compromiso en las carreras es idéntico para todos, y aun así se
requieren jueces, árbitros y controles para comprobar que todo se
cumple, en las actividades de montaña la decisión debe ser interna
y personal.
Solo hay un ascenso rápido del que pueda decir que me siento
absolutamente orgulloso, por haber conseguido la optimización total.
Es el del Cervino. Tal vez sea porque, cuando era pequeño, un
póster enorme de esta montaña reinaba desde una pared de mi
habitación, o porque el tiempo en que la había subido Bruno Brunod
me parecía un sueño, se me antojaba inaccesible. Ese ascenso
tiene una estética maravillosa y reuní la motivación y la paciencia
suficientes para prepararlo.
El 1 de agosto de 2013, cogí la furgo rumbo a Cervinia, en el
valle de Aosta, y me instalé en el terraplén que se extiende al pie de
Cervino sin ninguna fecha marcada para atacarlo, sin la
preocupación de tener que hacerlo pronto para dar paso a otros
proyectos. Durante dos semanas, subí la cima casi cada día,
independientemente de las condiciones, a fin de conocer bien la
montaña, de saber cómo influía el calor del sol sobre la piedra cada
hora, de interiorizar cada uno de los movimientos que tenía que
hacer para seguir la ruta. En definitiva, para conocerla hasta que la
hubiera convertido en mi casa y me sintiese parte de ella.
Cada mañana me levantaba y, mientras desayunaba, desde la
ventanilla de la furgo observaba la montaña y valoraba cómo
evolucionaban las condiciones de la nieve y de la roca. Al mismo
tiempo, percibía cómo mi cuerpo se iba poniendo a punto. Incluso la
víspera de la carrera de Sierre-Zinal, que se disputaba en la otra
cara, subí hasta la cima. En aquel momento, no me interesaba el
resultado de ninguna competición ni ningún proyecto futuro. Solo
tenía en mente el deseo de prepararme al máximo y esperar que se
dieran las condiciones ideales.
El 21 de agosto, sentí que las condiciones de la montaña y las
mías se habían alineado. Llevaba días sin llover ni nevar, la roca
estaba seca, hacía calor y sabía que después de nueve
ascensiones en las dos semanas previas, me conocía la ruta a la
perfección y estaba preparado, tanto física como mentalmente.
Esperé a la tarde, para evitar cruzarme con gente en la montaña y
para que el sol hubiese derretido el hielo formado durante la noche y
la piedra tuviera más adherencia. Cuando las campanas dieron las
tres, abandoné la sombra del campanario y ejecuté cada
movimiento para subir y bajar la montaña en dos horas y cincuenta y
dos minutos tal como lo había planeado.
Por desgracia, no puedo decir lo mismo de las otras cimas que he
completado con la misma intención de subir rápido. Nunca me las
he preparado tanto ni he consagrado tanta dedicación. Siempre he
intentado hacerlo tan bien como he podido, buscando las mejores
condiciones, pero jamás he tenido la paciencia de esperar más días
de la cuenta para que fueran óptimas, jamás he trabajado tanto una
ruta hasta hacérmela mía, ni he estado pendiente de que mi forma
física y mental estuvieran al cien por cien. Eso no quiere decir que
no me sienta orgulloso, por descontado. Si en el Cervino aprendí a
utilizar las herramientas necesarias para coronarlo todo lo rápido
que mis capacidades me permitieron, en los demás ascensos no
quería perder tanto tiempo de preparación o buscando ese grado de
detalle. Aprendí a ir deprisa y con mal tiempo, como cuando subí al
Denali, sin asistencia y luchando contra mí mismo un día que no me
encontraba bien, para explorar hasta dónde podía funcionar mi
cuerpo cuando se rebela. En todas he aprendido a conocerme mejor
y a saber lo rápido que puedo ir con condiciones y preparaciones
diferentes.
Soy demasiado impaciente. No sé si eso es una virtud. Admiro la
posición de los que trabajan minuciosamente, pero nunca me
sacrificaría para conseguir un récord espectacular o una victoria
antológica si para ello tuviera que pasarme un año sin hacer nada
más. Mi quincena perfecta, por ejemplo, fue la de julio de 2015.-
Comencé con un primer descenso de esquí extremo en el Mont
Maudit; continué con un par de días de actividad non-stop en las
Grandes Jorasses; después, una carrera de un kilómetro vertical en
Chamonix, luego aproveché la noche para una sesión fotográfica
con un patrocinador y, cuando se hizo de día, me fui con Karl Egloff
para ayudarlo a intentar batir el récord de tiempo de subida al Mont
Blanc, que yo mismo ostentaba desde hacía dos años con Mathéo
Jacquemoud. La idea era llevarlo a buen ritmo por los caminos y los
atajos que me conozco durante uno o dos kilómetros de desnivel
hasta que él comenzara a escaparse, pero como desde el principio
me encontraba muy bien, alcanzamos juntos la cima. Pese a que las
condiciones de nieve no eran las mejores y que Karl no se
encontraba muy bien allá, subimos y bajamos en poco más de cinco
horas y media. Aquella misma noche, Emelie y yo nos fuimos a
Estados Unidos, primero para correr la Mount Marathon en Alaska y,
cinco días después, la Hardrock 100 en Colorado.
Nunca cambiaría nada de todo esto por haber tenido que preparar
cualquiera de esas actividades para hacerlas más rápido, pero con
la contrapartida de renunciar a las demás, porque soy de los que
piensan que solo se tiene una vida y hay que aprovechar cada
segundo. Supongo que esta impaciencia mía me ha llevado a
transitar un camino de aprendizaje autodidacta, porque,
normalmente, cuando quería salir a realizar alguna actividad no me
apetecía esperar a que alguno de mis compañeros estuviera libre, ni
ponerme a engordar la lista de conocidos. Conque la solución era ir
solo y aprender siguiendo el ritmo de los errores y los aciertos. Así
fue como escalé mis primeras vías en hielo o en roca, y como
realicé la mayor parte de mis ascensos. Es un camino más lento que
si lo recorres con compañeros o mentores, porque en determinados
retos has de tener una idea bien clara de cuáles son los riesgos y no
debes dudar de tus capacidades. Cuando vas por libre, integras y
consolidas con más solidez los conocimientos adquiridos, y
aprendes a usar la imaginación para escapar de las dificultades.
Aunque también he de reconocer que llega un momento en que, tú
solo, no puedes progresar más.
E E

Cuando llegué a Rongbuk, salté del asiento del coche y observé la


aglomeración de tiendas del campo base del Everest. Hasta
entonces, siempre había ido al Himalaya fuera de las temporadas
más frecuentadas y siempre me había acompañado la soledad. Por
eso, plantado en mi asiento, los ojos por poco se me salen de las
órbitas ante la pequeña ciudad de tiendas de campaña, de todas las
medidas y colores, que era aquel campamento. Se oían voces que
hablaban en muchos idiomas, se respiraban aromas de platos
cocinados con especias africanas y otros con aceite de oliva. Bajé
del vehículo que me traía desde el cercano Cho Oyu, donde había
estado con Emelie, y deambulé por allá hasta que encontré la tienda
de Sébastien Montaz. Los ojos todavía no se me habían
acostumbrado al paisaje, a medio camino entre una montaña y una
ciudad. Aún llevaba impreso el recuerdo de lo que había visto ocho
meses antes, cuando estuve aquí por primera vez.
Estábamos a mediados de agosto de 2016. Habíamos llegado a
Rongbuk después de dos semanas en las que la agencia que
habíamos contratado en Lhasa, la capital budista, para preparar la
logística en la montaña —tienda cocina-comedor, comida para pasar
un mes, cocinero y los viajes de Nepal al Tíbet— nos sacó más de
quicio de lo que esperábamos. Cada día aparecían con un problema
nuevo y no veíamos el momento de marcharnos. Acabamos tan
hartos que un día perdimos la paciencia y fuimos al valle de
Langtang, que estaba cerca, para desfogarnos un poco y escapar
del aire contaminado de la ciudad. Al cabo de una semana —«¡Ya
era hora!»—, por fin podíamos salir hacia el Tíbet en busca del aire
con poco oxígeno que anhelábamos.
El viaje hasta Rongbuk es maravilloso, con los magníficos
templos budistas de ciudades como Xigatse, de dorados y blancos
inmaculados que contrastan con la aridez del paisaje que los rodea,
y con los interminables kilómetros de sabana del altiplano tibetano, a
unos cinco mil metros de altura, donde la monotonía de las suaves
ondulaciones del terreno tan solo se ve interrumpida por los grandes
lagos y los ríos que lo atraviesan. Unas llamativas banderitas de
colores avisan cuando se aproxima una población.
La carretera que cruza esta región está perfectamente asfaltada
y, al cabo de pocas horas, deja atrás la explanada y las
ondulaciones del paisaje se acentúan hasta que, al llegar a lo alto
de un cerro, aparece regia la línea de cresta del Himalaya. Una
muralla infranqueable, sin intermediarios, de gigantes blancos sobre
la explanada marrón y amarilla. Directa desde la llanura hasta los
ocho mil metros. A la izquierda, el Makalu y el Chomo Lonzo; a la
derecha, el Cho Oyu y el Gyachung Kang; y en el centro, dejando
canijos a sus vecinos, el Everest. Entre la rocosa pared Kangshung
del Lhotse y la nevada pared norte del Nuptse, se dibuja en el cielo
un triángulo de proporciones perfectas que se pinta de blanco con
las nieves del verano, surcado por dos líneas paralelas que bajan
directamente desde la cumbre hasta el valle, los corredores Norton y
Hornbein.
Estábamos impacientes por fundirnos en aquel océano blanco,
pero antes de adentrarnos en los valles tuvimos que quedarnos
unos cuantos días más en Tingri, uno de los últimos pueblos.
Siempre había que esperar a mañana, aunque no supiéramos a qué
esperábamos. Cuando, por fin, veinte días después de salir de casa,
conseguimos llegar al campo base, la impaciencia de empezar a
moverme y a subir me corroía por dentro. Estábamos a 20 de
agosto, el mismo día que, en 1980, Reinhold Messner ascendió en
solitario y sin oxígeno, en pleno monzón, por esta misma vertiente.
Habíamos llegado dos semanas más tarde de lo previsto, con la
sensación de haber estado perdiendo el tiempo, y enseguida nos
pusimos manos a la obra para acelerar la aclimatación. Nada más
llegar, subí corriendo hasta un pico de seis mil seiscientos metros
desde el campamento base y, al día siguiente, aprovechando el
calor estival, hasta los siete mil del collado norte en zapatillas. El sol
había reblandecido la nieve y conseguí bajar deslizándome sobre
las suelas, como si fueran esquís. Yo quería salir a correr o a
escalar cada día, para poner a prueba mi estado físico, pero Jordi
Tosas no paraba de repetirme:
—¡Ojo! Es normal que al principio de las expediciones haya
nervios y se quiera hacer más de la cuenta y subir rápidamente,
pero todo se decidirá en dos días, al final, y entonces necesitarás
tener las baterías cargadas. Debes ser como un francotirador y no
estresarte antes de la cuenta.
Cuando se prepara una expedición, es importante haber acumulado
el máximo de información antes de plantear un ataque a la cima.
Pero tampoco hay que exagerar. Si dedicas demasiado tiempo del
día a estudiar la meteorología y a esperar las condiciones perfectas,
acabarás pensando que las oportunidades te pasan de largo y que,
tal vez, habría que asumir de vez en cuando algún riesgo y tirar
hacia arriba. Cuesta encontrar la perfección, la de las condiciones
también. Al final, entiendes que tienes que aprender a salir sin
tenerlas tanto en cuenta e ir trampeando con lo que te toque.
Llevábamos una semana instalados en la montaña y todas las
previsiones coincidían en que solo quedaban tres o cuatro días de
buen tiempo antes de que el monzón se instalara de nuevo en la
cara norte del Everest, y si no aprovechábamos aquella ventana,
nos tocaría esperar a que pasaran las nevadas y estarnos otros
siete días de brazos cruzados antes de que el buen tiempo dejara la
montaña en condiciones aceptables. Si no, intentarlo sería un
suicidio. Había que añadir el hecho de que en el Himalaya en
verano las previsiones meteorológicas te las crees si quieres,
porque los algoritmos no son demasiado precisos a la hora de
determinar la nieve que va a caer. Al final, te acabas fiando de tu
propia observación diaria del cielo.
Caímos en la cuenta de que prácticamente cada mañana nos
levantábamos con un cielo azul bañado por el sol, y que, hacia el
mediodía, las nubes empezaban la procesión desde el sur y se iban
acumulando, edificando castillos con enormes torres grises sobre
las llanuras de Nepal. Estas fortalezas avanzaban rumbo al norte
hasta que estallaban en tormentas al chocar contra las cumbres
más altas. A veces, su ira se concentraba en la cara sur, y desde el
campamento nos lo pasábamos en grande aplaudiendo los fuegos
artificiales que nos organizaban en la otra vertiente del Everest.
Otras veces, venían a saludarnos y nos obligaban a esperar dentro
de las tiendas a que pasaran de largo, oyendo el tic-tic de la nieve
cayendo sobre nuestras paredes. Pero era raro que nos
levantáramos por la mañana y viéramos más de diez o quince
centímetros de nieve fresca, que se fundía rápidamente con la visita
matutina del sol.
La previsión que teníamos ahora era la de una montaña cansada
de la rutina, y el vals que las nubes danzaban, sin atreverse a
atravesar las puertas del norte, estaba preparándose para irrumpir
con toda su fuerza al cabo de pocos días e instalarse en esta
vertiente de la montaña. Si el Everest tenía que concedernos un
baile, debía ser antes de que diera comienzo el festival.
Nuestro campo base estaba en una morrena de piedra entre
Rongbuk y el glaciar del Everest. En un principio, nuestra intención
era montar las tiendas al pie de la montaña, pero los yaks que nos
cargaron el material decidieron dejarnos plantados a medio camino.
Instalamos las cuatro tiendas sobre una pendiente de piedras,
intentado, con poca gracia, apilarlas para formar plataformas
relativamente planas. El lugar daba pavor de tan espectacular que
era, pues estábamos en el medio de una morrena kilométrica, con
cimas de seis y siete mil metros ante nosotros y a nuestra espalda
un pequeño circo con otras de siete mil, que podíamos subir con
esquís alguna tarde de aburrimiento. Si el tedio se alargaba,
siempre cabía la posibilidad de coger el teléfono para quedar con
Changtse, un amigo de siete mil quinientos metros, y subir a
saludarlo por su vertiente norte, a sabiendas de que nos ofrecería
una vista impecable sobre el Everest.
El único inconveniente de nuestro privilegiado mirador era que
nos quedaba muy lejos de la cima del mundo, y cada mañana nos
tocaba recorrer unos diez kilómetros antes de llegar al glaciar y
empezar la subida, y cuando volvíamos cansados, teníamos que
desandar el camino en sentido contrario. Bueno, como mínimo ya
estábamos en la montaña y todos los días podíamos hacer algo.
Ya habíamos asumido que contaríamos con una ventana de buen
tiempo de pocos días, y por eso decidimos terminar de aclimatarnos
e intentar asaltar la cumbre. Los días previos habían sido intensos y
parecía que el cuerpo me pedía un respiro, pero yo, descansar
mucho no sé, y quedé con Seb para hacer una última subida muy
arriba para rematar la aclimatación antes del intento definitivo.
Después de cenar, acordamos que nos levantaríamos a las cinco
de la mañana para empezar el ascenso y nos retiramos cada uno a
su tienda a descansar. Me fui a preparar la mochila y me quedé
dormido como un tronco nada más meterme en el saco.
Me desperté cuando el sol empezaba a acariciarme la piel a
través de las paredes translúcidas de la tienda. Es una de las
sensaciones más agradables, cuando, por la mañana, afuera aún
hace frío y los primeros rayos te tocan y se quedan atrapados entre
las paredes de la tienda, convirtiéndola en una sauna improvisada,
tras el frío osco de la noche. Pero de pronto, me di cuenta de que el
sol no debería haber salido todavía y me sobresalté. Todo el
bienestar se esfumó corriendo: encontré el reloj entre la ropa que
me servía de almohada y, «¡hostia, las seis y diez!». Salí del saco
de un brinco y me vestí a toda prisa. Ni desayuné, cogí la mochila y
empecé a correr, literalmente, morrena arriba. No sé si fue el susto o
la adrenalina, pero, en cualquier caso, el cansancio acumulado
desapareció y aceleré al máximo.
Al cabo de treinta minutos ya había recorrido medio camino
hasta el pie de la montaña y en la mitad del tiempo que tardaba
habitualmente. Cuando el sol empezó a picar con fuerza, me extendí
protector solar en la cara y, sin pararme, busqué las gafas de sol.
Me puse nervioso porque no las llevaba ni en la cabeza, ni en los
bolsillos, ni en la mochila, que, rabioso como una mala bestia, vacié
en el suelo. Nada. Ni rastro de las gafas. «¡Puta mierda!». Sin
apenas pensarlo, dejé la mochila tirada y corrí morrena abajo, hasta
la tienda. Nada más abrir la cremallera —«¡Míralas!»—, allí estaban.
¡Las siete en punto! Cuando estaba a punto de volver a salir
disparado, Sitaram, el cocinero nepalí que nos acompañaba, asomó
la cabeza de su tienda:
—¡Desayuno, Kilian!
—Qué va, no tengo tiempo, Sitaram, tiro para arriba. Nos vemos
esta tarde.
—¡No corras, que a esta altura no es bueno!
No tuve tiempo ni de acabar de oír lo último que me decía que ya
volvía a repetir el camino que había realizado antes. Con todo
incorporado, continué.
Unas tres horas más tarde, vi a Seb unos cientos de metros más
adelante, subiendo por la pared del Changtse hacia el collado norte.
—¡Hostia, para otra vez me podrías despertar! —le grité, medio
en broma medio en serio, cuando estaba a una distancia desde la
que podía oírme. Las sensaciones eran inmejorables, pero ya era
tarde y la nieve se calentaba muy deprisa.
—Ah, es que pensaba que querías dormir un poco más, y ya
sabía que, de todas formas, me ibas a alcanzar —se justificó—.
¿Qué, cómo lo ves?
—Creo que vamos demasiado tarde. Tres avisos pueden ser
suficientes para saber que hoy no es el día. Las sensaciones son
buenas, pero tenemos que cuidar la flor del culo, ¡que seguro que
nos hará falta más adelante! Si bajamos ahora, podremos
descansar y mañana o pasado volvemos a intentarlo.
Al día siguiente salí yo solo hacia arriba. Quizás un poco
avergonzado por el error de la víspera y enfadado por no haber
podido aclimatarme por encima de los siete mil metros, salí resuelto
a superar aquella altura. Los compañeros se quedaron en el
campamento para reservar fuerzas. Toda la montaña era mía, y
sonreía con cierto egoísmo posesivo. Al llegar al glaciar, decidí no ir
hacia el collado norte por miedo a las grietas y escogí una línea en
la parte derecha de la cara nordeste. Entre los espolones de la roca
y los seracs que culminan el collado norte, había un corredor con
una pendiente que parecía suficiente para haber purgado la nieve
acumulada, pero insuficiente para ralentizarme el paso. Decidí
atravesarlo. Las condiciones eran perfectas y la nieve soportaba mi
peso con facilidad, y al cabo de pocas horas, dejé las pendientes de
sesenta grados para salir a la arista norte, a una altura de siete mil
quinientos metros. La nieve no se fundía, y me encontré enterrado
hasta la cintura.
Cada paso implicaba un gran esfuerzo y una coreografía precisa:
empezaba por un aleteo de mariposa con los brazos para quitar una
primera capa de nieve, a continuación, levantaba el pie hasta la
rodilla, lo dejaba caer unos treinta centímetros más adelante, y
mientras lo veía sumergirse, pisaba suavemente la nieve para
compactarla antes de descargar todo mi peso. Hundido de nuevo
hasta la cintura, ejecutaba el baile con la otra pierna. Y así treinta
veces consecutivas.
¡Tardé una hora en subir cien metros! Después de las tres horas
que me pasé abriéndome paso creando una trinchera, me detuve
agotado, más por la lentitud del proceso que por el esfuerzo. Chafé
la nieve y me senté sobre la mochila. Los ojos no me daban abasto
para digerir tanta belleza, allí sentado con el Everest a mi espalda y
el altiplano tibetano de frente. El Changtse se iba empequeñeciendo
y las montañas que me rodeaban competían para seducirme con su
majestuosidad. A sus pies, los valles dibujaban numerosos
glaciares, que se alejaban de las cumbres nevadas como tentáculos
y se perdían entre montes de color marrón. Desde esa altura podía
ver a mi izquierda, con nitidez, cómo salía la lengua de nieve que
Reinhold Messner atravesó para ir a buscar el corredor Norton y
coronar la cumbre en solitario y sin oxígeno suplementario en 1980.
«¡Qué bien se está aquí arriba, con toda la montaña para mí
solo!». El silencio era tan perfecto que mi propia respiración parecía
insultar la quietud. Detuve los pulmones medio minuto y sentí que
formaba un todo con lo que me rodeaba, que me había fundido con
mi entorno, como un cristal de nieve cualquiera pequeño e
insignificante, uno que había tenido la suerte de caer del cielo en
aquella montaña. Una línea zigzagueaba entre la nieve hasta
desaparecer cuando el glaciar giraba por detrás de las montañas,
quería recordarme que yo solo estaba de paso, que pronto tendría
que reincorporarme al mundo de los humanos. Pero deseaba que
aquel instante fuera eterno, liberado de todos los quebraderos de
cabeza, con la única preocupación de respirar, sin ningún
pensamiento a causa de la embriaguez de la altura. «¡Qué bien se
está aquí arriba!».
Las partículas de nieve eran afortunadas, podían quedarse en aquel
paraíso blanco suspendido en el tiempo, pero las imperfecciones
humanas —hambre, frío, sueño— me obligaron a bajar. En el
campamento, cuatro personas me esperaban.
Cuarenta horas después, el último día de agosto, volvía a estar
por ahí, pero esta vez, el silencio se había disuelto e imperaba un
ruido que de tan intenso era indescriptible. El del grito que te
imaginas en el cuadro de Edvard Munch. A casi ocho mil metros de
altura, en medio de la pared nordeste del Everest, no tenía claro que
pudiéramos salir de allí con vida. Unos minutos antes, todo era
euforia.
Aquella madrugada, Seb, Jordi y yo abandonamos el
campamento conscientes de que debía de ser uno de los últimos
días de buen tiempo antes de una semana de tormentas.
Avanzamos en silencio por la morrena, cada uno absorto en sus
pensamientos. Tan solo el sonido de las zapatillas haciendo crujir la
tierra helada rompía la quietud monótona de la noche. Cuando el sol
se quitaba las legañas por el este, llegamos al glaciar, donde la
multitud de plataformas de piedra y algunos restos de otras
expediciones indicaban que allí era donde se establecía una
pequeña ciudad cada primavera.
Nos detuvimos en aquel campamento fantasma. Nos calzamos
las botas cramponadas y comimos un poco mientras admirábamos
el sol, que aplicaba capas de rojo en la pared por donde
pretendíamos subir. Cuando el astro se fijó en nosotros, fue como si
devolviera la vida a una flor al despuntar el alba. Empezamos a
quitarnos las capuchas y a mover la cabeza con libertad para
observar mejor cuanto nos rodeaba, y florecieron las
conversaciones para debatir acerca del mejor sitio por donde atacar
los dos mil metros de nieve y roca que tenían que acogernos.
Tic-tac, tic-tac. Crampón-piolet, crampón-piolet. La nieve, como
hacía dos días, tenía una consistencia perfecta, ni demasiado dura
ni demasiado profunda, y avanzábamos sin parar a un buen ritmo de
doscientos cincuenta metros de desnivel por hora. Al cabo de pocas
horas, llegamos a los siete mil, subiendo por amplias pendientes de
nieve entrecortadas por espolones de roca que se elevaban hasta
los pináculos de la arista Boardman Tasker, por encima de los ocho
mil trescientos metros.
Mientras subíamos, vivíamos en una burbuja de euforia. Cuando
escalas solo, la concentración siempre ha de ser máxima, e intentas
aplacar las emociones para que no te dominen ni te traicionen; pero
cuando vas acompañado, los sentimientos fluyen y aparecen las
sonrisas, que se contagian. La alegría era completa. Hacía buen
tiempo, el mejor que nos hubiéramos podido imaginar, no hacía frío
y las condiciones eran ideales. Estábamos en forma, los tres, sobre
todo Seb, ¡y estábamos abriendo una vía nueva del Everest!
Seb y yo íbamos relevándonos a la cabeza y Jordi nos seguía a
poca distancia. Atravesamos unos corredores de nieve y
continuamos por un espolón con algún resalte de roca, pero con
mucha nieve acumulada, y tuvimos que acortar los relevos. Cada
treinta o cuarenta metros nos alternábamos para abrir huella en la
nieve, cada vez más honda. Por el oeste, unas nubes rodearon el
Raphu La, el collado que separa las vertientes noreste y el
Kangshung del Everest, y empezaron a ocupar la pared en la que
estábamos. Como durante la semana al principio de la tarde
siempre se formaban pequeñas nubes que desaparecían enseguida,
no nos amilanamos. Aunque estábamos a casi ocho mil metros,
donde respirar cuesta y avanzar requiere un esfuerzo considerable,
la euforia nos dominaba, y mientras yo iba por delante abriendo
huella hasta las rodillas, oí que Seb empezaba a cantar —«Libéré,
délivré, je ne t’oublierai plus jamaaais… Libéré, délivré…»—,
parodiando la canción de los dibujos animados favoritos de sus
hijas, la única película que teníamos en el campamento.
Decidimos parar, para esperar a que las nubes huyeran, pero no
quisieron. Más bien todo lo contrario. Se fueron haciendo cada vez
más densas, y ya no nos permitían distinguirnos a más de una
decena de metros. Por si fuera poco, se puso a nevar.
Nuestra situación era muy delicada. Se había levantado viento y
ahora azotaba con fuerza, y entre la nieve que caía y la que ya
había acumulada, se formaban placas de un tamaño que asustaba.
Nos encontrábamos en pleno medio de una pared que, en cuestión
de horas, o incluso de minutos, se convertiría en una trampa de
aludes. En medio de la tormenta, la mirada de Seb se interpuso en
la mía. No hacía falta decir nada más: continuar no era una opción.
Solo teníamos tres alternativas: esperar, bajar o salir de allí.
Ninguna nos inspiraba demasiada confianza. Podíamos destrepar
unos mil quinientos metros sin grandes complicaciones técnicas,
pero las acumulaciones de nieve podían ser peligrosas. Atravesar
hacia la derecha para ir a buscar la arista norte implicaba un riesgo
menor, pero para llegar teníamos que cruzar por una pendiente de
cincuenta grados con más de un metro de nieve fresca acumulada.
En aquellas condiciones, esperar no parecía buena idea.
Cuando Jordi llegó a nuestra posición, le preguntamos qué
pensaba.
—Creo que tenemos que atravesar hacia la arista, en diagonal
—opinó.
—Yo no cruzo si no veo hacia dónde voy —replicó Seb,
intentando ubicarse a través de una niebla espesa—. También
podemos bajar muy deprisa, es otra opción.
—Pero está el hielo, y las aristas, que ahora estarán cargadí
simas de nieve. —Jordi inclinó la cabeza hacia un lado antes de
intervenir.
—Ahora se ve la arista —tercié yo, al distinguir la silueta
aprovechando un instante en que el viento levantó la niebla—.
Después del primer espolón hay otro, y después está la cresta, a
unos cuatrocientos o quinientos metros.
—De acuerdo —accedió Seb—. Iremos de uno en uno.
—Vale, voy. —sin pensármelo dos veces.
—¿Vas porque no tienes hijos? —quiso saber Seb.
—Sí, es un poco eso. —Había ladeado un poco la cabeza y la
frase me salió en voz baja. Acto seguido, me puse a caminar.
—Cuando llegues a la arista gritas y vamos, ¿eh? —Oí la voz de
Seb por la espalda.
A cada paso que daba, el cuerpo se me hundía hasta encima de
las rodillas. Pese a los crampones, las botas amplias, los botines y
toda la ropa que llevaba, notaba cada milímetro de nieve que
rompía, la consistencia de cada cristal. Cuando sentía una capa de
nieve bien dura, respiraba medianamente tranquilo, al menos hasta
que iniciaba el siguiente paso, pero cuando la capa se hundía de
golpe, contenía el aliento unos instantes hasta que comprobaba que
todo estaba inmóvil. «Un paso más. Sigo cruzando. Me paro. ¿Doy
media vuelta?». Si daba media vuelta, lo único que conseguiría
sería retrasar el destino. Un paso más. Las rodillas desaparecían
bajo la nieve. Mil metros de pared por encima y otros mil por debajo.
Todos bien cargados de nieve. El viento la estaba convirtiendo en
una gran placa. «Joder, esto es una trampa, ¡es un campo de
minas!». A cada paso, pensaba que provocaría un alud, no sabía si
de veinte centímetros o de un metro de espesor. Cada movimiento
era eterno, no se acababa nunca. Al avanzar el pie, antes de apoyar
todo el peso del cuerpo, ya temblaba pensando en el siguiente paso.
Vale que si moría no dejaría atrás gran cosa, pero… Emelie me
ocupaba el pensamiento, me ocupaba el ánimo. Habíamos planeado
una vida para compartirla, juntos. Como un puto egoísta, también
me desesperaba contando las montañas que aún no había escalado
y que se quedarían en mi cabeza sin haber llegado a materializarse.
Lo siento, no me quería morir, aún no. Avancé un pie y me volví a
parar. Repetí el mismo proceso, con el mismo miedo. Caminar es
fácil, pero tomar la decisión de dar un paso es más difícil.
—¡¡¡Uaaa!!! —grité con todas mis fuerzas al notar que la nieve
que me envolvía y me sostenía se desanclaba de la pared y
empezaba a caer hacia abajo.
Instintivamente, clavé los dos piolets en la nieve, tan hondo
como pude, intentando arañar cada milímetro para encontrar el hielo
de debajo. Una ola de nieve me impactó en la cabeza desde arriba a
gran velocidad y me aferré con toda el alma a los piolets, esperando
a que todo aquello parara. La fuerza del alud se me llevó los pies
por delante y me quedé colgado de brazos, con la cascada blanca
pasándome por encima. Y, de golpe, se frenó. «¡Hostia puta, sigo
vivo!». Aún tenía los piolets clavados en la nieve. «Mierda, no quiero
morir así».
Con mucho esfuerzo, alcancé la arista y di el grito que habíamos
acordado para que Seb y Jordi se pusieran a cruzar. Aunque estaba
fuera de la pared más inclinada, un metro de nieve fresca recubría la
arista y la visibilidad no llegaba a los diez metros. Encontrar el
camino para bajar entre la niebla sería complicado. Si nos
desviábamos un poco a la derecha, volveríamos a la cara noreste,
muy inestable, y si tirábamos hacia la izquierda, la cara norte nos
recetaría la misma medicina. «Joder, pero ¡si antes de ayer subí por
la arista hasta los siete mil ochocientos metros!», se me ocurrió de
golpe, y busqué enseguida en el reloj la huella GPS de aquella
salida. Cuando Seb llegó comentamos la situación. Teníamos que
seguir el recorrido que indicaba el reloj sin apenas alejarnos y, sobre
todo, esperar que fuera preciso. Jordi emergió de la niebla y, a
medida que se acercaba, me fijé en que observaba inquieto hacia
arriba y levantaba el brazo como para señalar no sé qué.
—¡Cuidado! —oí que gritaba.
—¡Hostia! ¡Clavad los piolets! —me salió.
Un alud, por suerte pequeño, nos cubrió hasta por encima de la
cintura. Ni siquiera en la arista podíamos descansar de los
derrumbamientos.
—Mierda, mierda… —Seb—. ¡Hay que escapar de aquí cagando
leches! ¡No tenemos control sobre nada!
Seb se colocó delante e inició el descenso por la arista. Yo iba
unos metros por detrás, y le iba indicando la dirección que me
marcaba el reloj. Jordi me seguía a unos cincuenta metros, medio
perdido entre la niebla. Bajamos todo lo rápido que pudimos,
esforzándonos para abrir huella por encima de las rodillas y evitando
los aludes que de vez en cuando bajaban por la arista camuflados
entre la espesura. El tiempo se comportaba de manera aleatoria. De
pronto iba rápido, de pronto se paraba. Jordi se desorientaba por un
problema que había tenido con la altura. La nieve seguía siendo
muy inestable y provocaba pequeños aludes. El sonido del esfuerzo
y la respiración, sucio y entrecortado, era constante, y, al mismo
tiempo, imperaba el silencio, atrapados como estábamos en un
instante que no se acababa nunca. Todo se fue aplanando y
aparecieron unas grietas. De pronto, vimos la pared del Changtse
ante nosotros. ¡Estábamos en el collado norte! Buscamos la arista y,
con un par de rápeles, bajamos hasta la rimaya y el glaciar.
Al llegar, me dejé caer al suelo, a plomo, con la mente
completamente vacía. Seb y yo nos fundimos en un abrazo, y nos
pusimos a llorar y a reír. A la vez.
—Pero ¿qué cojones ha pasado?
Jordi se nos unió, y justo entonces, vimos que un alud barría la
pared por donde habíamos estado subiendo hacía nada.
En silencio, echamos a andar por la morrena en dirección al
campamento. Estábamos a diez kilómetros. Mientras caía la noche,
me pregunté cómo podíamos haber pasado de la euforia a la
pesadilla en menos de un minuto. «¿Cuántos comodines de vida me
habré gastado hoy?».
C 3
Más de quinientos dorsales

Oigo que la alarma del móvil suena justo cuando he conseguido


dormirme. Con una mano torpe, apago el trueno que rompe el
silencio nocturno y, acto seguido, busco el interruptor de la luz.
Todavía no puedo abrir del todo los ojos, agredidos por la claridad
repentina de la bombilla de esta habitación de hotel. Me levanto y
cojo la rebanada de pan que me había sobrado de la cena. La
presiono para comprobar que no se haya resecado demasiado y
unto con el cuchillo una espesa capa de mermelada. Un bocado,
cierro los ojos y percibo que el orden se ha restablecido. ¡Oh, qué
placer cuando desaparece la sensación de tener un puñado de
granitos de arena afincados bajo los párpados! Un segundo
mordisco, y un tercero. El pan se me hace una bola en la garganta.
No puedo comer tan temprano. Un último bocado y vuelvo a
esconderme bajo las sábanas. Vuelvo a poner la alarma para que
suene dentro de una hora. Cierro los ojos e intento dormir. Me
esfuerzo por dejar la mente en blanco, pero no lo consigo: el perfil
de la carrera, los avituallamientos y la estrategia se cuelan por todas
las rendijas del sueño.
El despertador vuelve a sonar. Las sábanas ya no se pegan, los
párpados no pesan. Salto de la cama y empieza la rutina frenética: ir
al servicio, beber un poco de agua, quitarme los calzoncillos de
dormir y vestirme con la ropa de la carrera, cuidadosamente apilada
la noche anterior, con el dorsal bien enganchado en la camiseta.
Vuelvo a beber y le hago otra visita al cuarto de baño. Me pongo
una chaqueta por encima. Ahora sí, ya estoy listo. Apago la luz,
cierro la puerta de la habitación y dejo las llaves bajo el felpudo. Voy
trotando hasta la salida.
Cuando has repetido esta secuencia cientos de veces, más de
quinientas, pierde el encanto de una ceremonia especial, no es más
que una manera mecánica y rutinaria de optimizar el tiempo. De
tanto en cuando, muy esporádicamente, aparece alguna sensación
similar a la excitación.
Sí, ya acumulo más de quinientos dorsales.
El primero me lo pusieron mis padres cuando todavía no andaba,
para hacer la bajada de Fin de Año de La Molina. Tenía dos meses y
Eduard, mi padre, me llevaba colgando de los brazos, con los
esquís apenas rozando la nieve. Casi no había cumplido el año y
medio que mi madre ya me colocó otro, para hacer una caminata
popular de cinco horas, esta vez, ya llevando mi propio peso. Me
recuerdo también a los tres años compitiendo por primera vez en la
Marxa Pirineu de esquí de fondo, que enlaza los doce kilómetros
que van del refugio del Cap del Rec, donde me crie, a la estación de
fondo de Aransa. Conseguí completar la mitad del recorrido y
terminé el tramo final encima de la moto de nieve que cerraba la
carrera. A partir del año siguiente, ya la recorrí entera.
En aquellas primeras escaramuzas deportivas, estaba plantando,
sin saberlo, la semilla de un modo de vida que me ha llevado a
recorrer el mundo compitiendo en las pruebas más diversas. Han
sido hasta ahora más de quinientas las mañanas en las que me he
levantado de madrugada para ponerme un rectangulito con un-
número estampado. Ahora os contaré la historia de algunos de esos
dorsales.
Zegama 2007, seis segundos que lo cambiaron todo
La niebla difuminaba un paisaje de bosques de helechos de un
verde intenso, a finales de verano. Una fina capa de microscópicas
moléculas de agua suspendidas en el aire, paradas, inmóviles. Si
las pasas rápido, te refrescan, pero en un abrir y cerrar de ojos te
han dejado calado. Un hilo de lana naranja fosforito zigzagueaba
entre los prados de hierba corta y piedras blancas como el mármol y
afiladas como cuchillos. Lo habían puesto Alberto y sus compañeros
para que no nos perdiéramos por las lomas del Aratz, antes de
volver a entrar en el bosque y asustar a los demonios de la niebla
para encontrar el camino de barro y piedras.
Era domingo, 23 de septiembre, y al día siguiente tenía un
examen en la universidad. En aquellos momentos, no obstante, me
traía sin cuidado, porque estaba absorto en la contemplación, ante
mí, de la camiseta de tirantes naranja del segoviano Raúl García
Castán. Aquel año, 2007, nos habíamos enfrentado en Andorra, en
Malasia y en Japón. Zegama, en Guipúzcoa, el maratón de montaña
más importante del mundo, era la final de las series mundiales, y si
Raúl la ganaba, se llevaría la copa del mundo de skyrunning.
Aunque los resultados que había obtenido durante la temporada me
inspiraban confianza, sabía que mi contrincante rendía al máximo en
los formatos largos. Por mi parte, entrenando, ya había hecho
tiradas de más de cuarenta kilómetros, y hasta de ochenta, pero no
había completado la distancia de un maratón en una carrera hasta
una semana antes de Zegama, en Sentiero delle Grigne.
Durante la primera mitad del recorrido, un grupo de cuatro
habíamos corrido juntos sin clavarnos demasiadas cuchilladas.
Además de Raúl, estaban Jessed Hernández y el mallorquín Tòfol
Castanyer. Jessed era un joven talento que conocía desde hacía
unos años, porque al cumplir los dieciocho se había subido a vivir a
Estana, un pueblo muy cerca de Montellà, donde yo vivía. Aunque él
tenía cuatro años más, enseguida conectamos, ya que no era
habitual coincidir con otros chavales a los que también les gustara
correr por la montaña. Aquel año habíamos corrido juntos la
Caballos del Viento, y habíamos completado los ochenta kilómetros
de recorrido alrededor del Cadí y el Pedraforca en poco más de diez
horas. Era, sin duda, uno de los corredores con más talento que
había visto nunca. Tenía mucha fuerza, era pura potencia. Quién
sabe adónde habría llegado si hubiese tenido la cabeza más
centrada en correr y entrenar bien. Manuel Hernández, su padre, y
Enric Pujol formaron parte de la tercera expedición que culminó el
Broad Peak, de ocho mil cincuenta y un metros. Fue en el verano de
1981. Al iniciar el descenso, sufrieron un accidente y Enric perdió el
conocimiento. Tuvieron que pasar tres noches a siete mil seiscientos
metros esperando a que fueran a rescatarlos. Enric Pujol ya no se
despertó.
Aquel silencio era absurdo. Solo se oía el sonido de las
respiraciones, entrecortadas por el impacto de los saltos cuando
bajábamos a toda velocidad. El crec-crec de los pies al pisar la
generosa capa de hojas secas que dibujaban formas imposibles,
entremezcladas, sobre un espeso mar de barro. Parecíamos un
grupo de tíos huyendo del bosque encantado de un cuento de
hadas. De pronto, entre la niebla, nuestros perseguidores nos
alcanzaron. Eran como dos animales hambrientos que saltaban para
abalanzarse sobre su presa, lo que provocaba un estruendo de
hojarasca y ramas. Eran los corredores locales Zuhaitz Ezpeleta y
Fernando Echegaray, que se nos juntaban justo antes de alcanzar el
ecuador de la carrera. No aflojaron el ritmo y nos adelantaron a gran
velocidad. Se dejaban la piel, como si tuviesen que acabar la
competición en un esprint. En aquel momento no entendí por qué lo
hacían. Pronto lo sabría.
Casi al final de la bajada se atraviesa un túnel tallado en la
piedra caliza. No es muy largo, pero tiene unos metros centrales que
quedan completamente a oscuras y un suelo sembrado de cantos
de todas las medidas que exigen una concentración máxima a los
corredores. Nunca había vivido la carrera de Zegama y YouTube
aún no se había inventado, y, por mucho que supiera por el boca a
boca qué ambiente me encontraría, me asusté al oír un murmullo
fuerte, como de multitud de voces lejanas que se propagaban y
retumbaban por los valles. Yo estaba concentrado en colocar bien
los pies entre las piedras, sumido en aquella oscuridad, y no podía
permitirme estar pendiente del ruido. Cuando emergimos a la
claridad al final del túnel, me topé de frente con miles de personas
equipadas con campanas y trompetas.
Los dos corredores vascos levantaban los brazos y se abrían
paso entre la marea de espectadores, y a medida que avanzaban, el
bullicio aumentaba hasta rayar en la locura. Me quedé tan
impresionado, y tan aturdido, que hasta me pasé de largo el
avituallamiento. «Sangre fría, Kilian, sangre fía». Frené y di media
vuelta, cogí un vaso de agua y un gel, pero la excitación y el fragor
de la gente me impedían quedarme quieto. El recorrido se
encaminaba todo recto hacia un campo de hierba y barro, con
mucha pendiente. En una carrera de esta distancia, debería haber
aprovechado la inclinación para caminar un poco y coger ritmo antes
de la subida, que era larga, comiendo el gel y bebiendo agua, pero
aquí resultaba imposible. Con el griterío no notas el esfuerzo, solo
puedes correr con todas tus fuerzas porque la gente te impulsa con
su energía.
Las carreras cortas, aquellas que requieren de una a cuatro
horas para recorrer entre veinte y cuarenta kilómetros, exigen una
concentración elevada. No son como, por ejemplo, el kilómetro
vertical de Fully, donde un pequeño error puede hacerte perderlo
todo y vives perpetuamente dentro de una burbuja; pero tampoco
pueden compararse con una carrera larga, en la que tienes que
coger un ritmo y esperar que el agotamiento no se ensañe contigo.
En estas carreras de formato medio, has de estar concentrado, es
cierto, pero aunque te equivoques en un punto, siempre tienes
margen suficiente para recuperarte. Puedes comenzar a correr
tácticamente, estar pendiente del mejor momento para atacar,
reservarte ratos para descansar o, ni que sea, recuperar las fuerzas
necesarias a fin de acelerar de nuevo. Con estos parámetros
preparé la Zegama hasta la salida del túnel para buscar el
avituallamiento. A partir de ahí, todo se descontroló: el éxtasis de los
espectadores nos obligó a poner toda la carne en el asador antes de
tiempo y a encarar los últimos veinte kilómetros como si
estuviésemos disputando una carrera de velocidad. Terrible.
Después de superar una subida, en la que, tras atrapar a los dos
vascos, abrí un hueco con mis perseguidores, empecé a oír un
murmullo aún más fuerte que el anterior. Levanté la cabeza y no me
lo podía creer: miles de personas repartidas ocupaban cada rincón
del pico de Aizkorri, el punto culminante de la carrera. Me sentía
como el esforzado ciclista del Tour de Francia sudando la gota gorda
en pleno mes de julio y abriéndose paso para conseguir el
Tourmalet. La fusión entre nosotros, los corredores, y el público era
absoluta. Nunca he vivido esa sensación tan única en ninguna otra
parte del mundo. Es muy especial. Mucho.
Finalmente, y con gran esfuerzo, crucé la meta en primera
posición, solo seis segundos antes que Raúl García. Después de
superar un último collado con una buena ventaja, había ido viendo
que el segoviano se me acercaba, y me obligó a correr los últimos
tres kilómetros a un ritmo demoledor. Aquellos seis segundos,
aparentemente cortos, pero en realidad eternos, me permitieron
alzar el trofeo de la Copa del Mundo de Skyrunning. Aquellos seis
segundos me regalaron el poder empezar a vivir mi sueño. Aquellos
seis segundos me impulsaron para ganar todas las competiciones
que desde entonces he ganado. Fueron los seis segundos más
valiosos de mi carrera.
Eso me hizo reflexionar acerca de que ganar y perder están
separados por un diminuto paso, que siempre está condicionado por
detalles insignificantes.
Unas semanas antes había corrido el Giir di Mont, una carrera de
treinta y dos kilómetros en las predolomitas italianas. El premio que
se llevaba el ganador era un coche, un Fiat Panda. Por aquel
entonces, yo era un chaval de diecinueve años que cuando quería
competir en alguna carrera lejana tenía que dejar de pagar la luz y
vivir una semana a oscuras para poder asumir el precio del viaje y la
inscripción. En aquella competición, el favorito era el mexicano
Ricardo Mejía, que había dominado las carreras de montaña
durante la década anterior: había ganado cinco veces la mítica
Sierre-Zinal, unas cuantas la Pikes Peak Marathon y el año anterior
se había coronado campeón de la Zegama. Era la segunda ocasión
que competía contra él y hacía justo una semana que había ganado
mi primera prueba de nivel en Andorra, en la Copa del Mundo de
Skyrunning, el mismo lugar donde dos años antes había visto a
Ricardo por primera vez.
Aquel Giir di Mont me acabó reservando una sorpresa final. Salí
atacando, con mucho empuje, y, de golpe, me encontré delante de
todos. Ricardo Mejía me seguía, con su paso corto pero dinámico,
siempre corriendo, aunque fuese en una pendiente imposible. Y me
atrapó. A partir de ese momento, nos alternamos, primero él
delante, luego yo. Lo adelantaba en las bajadas y él me pasaba en
los ascensos. En la cima de la última subida, me llevaba dos
minutos de ventaja y, si quería ganar, no me quedaba más remedio
que lanzarme monte abajo como si me fuera la vida en ello. Cuando
solo faltaba un kilómetro para la meta, llegué a su altura, pero no fui
capaz de dejarlo atrás. Estábamos a trescientos metros del final y
salimos al asfalto. Una ligera subida nos separaba de la meta y…
del Fiat Panda. Ricardo, mucho más experimentado y astuto que yo,
sin dejarme ni un segundo para pensar, esprintó intensamente. Él
había hecho la última bajada reservando fuerzas y yo había vaciado
el depósito al intentar atraparlo. Salió disparado hacia la meta. Lo
veía alejarse sin poder hacer nada, mis piernas no respondían al
impulso de mi cerebro. Seis segundos me convirtieron en perdedor.
Estuve unos cuantos años equivocado, pensando que una
carrera es lo que sucede entre que suena el pistoletazo de salida y
el momento en que se cruza la meta. Estaba ciego pensando que la
competición es un juego binario entre ganar y perder, entre hacer
una buena marca o una mala. La necesidad de obtener el mejor
resultado me impedía ver que lo más importante de Zegama no era
que me animaran, ni la cena de carbohidratos de la víspera, sino la
pasión de Alberto y Ainhoa por convertir aquel pueblo, aquellas
montañas y aquella jornada en un momento mágico para todos los
habitantes, o que la celebración real no era la del podio, sino la de
charlar todos juntos en torno a una mesa, cenando en la sociedad
gastronómica, corredores, organizadores y espectadores. O que en
el Giir di Mont, la competición era menos importante que las pizzas
de donde Peppa. Aunque ignorar todo eso fue el peaje que tuve que
pagar para conseguir el nivel físico y el instinto competitivo que me
han proporcionado los mecanismos y los conocimientos para
alcanzar el éxito.
Hardrock, cien millas para besar una piedra
Comenzaba a oscurecer cuando divisamos el paso de Virginius, un
collado a casi cuatro mil metros en las montañas del sur de
Colorado. Afortunadamente, ya habíamos salido del bosque y, pese
a que bajo la sombra de los árboles la visibilidad era escasa, el cielo
aún resplandecía. Quedaban unas pocas nubes que nos recordaban
que, de un momento a otro, podría estallar una tormenta de agua y
nieve para amenizarnos lo que quedaba de día con rayos y granizo,
y recordarnos que estábamos ocupando su territorio.
El amarillo brillante de las rocas se iba apagando deprisa y ante
nosotros se alzaba una cresta con cientos de pináculos que se
elevaban recortando el firmamento. Entre dos de aquellas torres
graníticas se ocultaba, en una brecha de poco más de un metro de
ancho, uno de los pocos pasos que permitían atravesar aquellas
montañas sin tener que hacer una circunvalación exagerada. En
aquel espacio tan angosto e inaccesible estaba el avituallamiento
más alto de la carrera, probablemente uno de los más elevados de
todas las carreras organizadas en el mundo.
Una larga lengua de nieve nos indicaba el camino para llegar
hasta allá. El paisaje ya comenzaba a ser binario: la nieve blanca, el
resto de los elementos —rocas, árboles, montañas— negros.
Habíamos corrido más de cien kilómetros desde esa mañana y
sentía por primera vez las piernas cansadas. Ya no podía hacer
esfuerzos inútiles, como acelerar para pasar una parte más técnica
o saltar una valla en lugar de abrirla. La subida era farragosa y para
alcanzar la lengua de nieve no había ningún sendero. Teníamos que
ascender por una pendiente de roca suelta que nos tiraba hacia
abajo a cada paso que dábamos. Intentaba que el desplazamiento
fuera rápido y evitaba apoyar demasiado el cuerpo para engañar al
terreno. Cuando finalmente llegué a la nieve, estaba tan dura,
porque —pese a estar a mediados de julio, a más de cuatro mil
metros y de día— apenas calentaba, que tenía que presionar con
todas mis fuerzas los dedos de los pies para que las zapatillas se
quedaran lo suficientemente rígidas para clavarse, aunque fuera
unos milímetros. Solo rezaba para no resbalar y caer abajo.
Mientras tanto, el cielo abandonaba el azul y mudaba, poco a poco,
a una tonalidad casi transparente, turquesa, y después se teñía de
amarillo, y de naranja, y, al final, acababa explotando en un rojo
penetrante antes de desvanecerse en la oscuridad de un azul casi
negro, tras un breve, pero intenso, estadio púrpura.
Pude extasiarme con este cromatismo poco antes de llegar al
avituallamiento de Kroger’s Canteen. Me acompañaba Rickey
Gates, un corredor norteamericano con mucho talento, capaz de
ganar carreras de diez kilómetros y de cincuenta. Es un espécimen
de lo más particular: te lo puedes encontrar tanto en la salida de la
Sierre-Zinal peleándose para ocupar una posición privilegiada, como
encima de su moto en la Ruta 66, con las alforjas cargadas con lo
necesario para vivir unos cuantos meses haciendo el recorrido entre
Alaska y la Patagonia, o bien en una granja de Alabama buscando
un sitio para dormir mientras atraviesa los Estados Unidos sin
asistencia desde la costa atlántica hasta la pacífica. Conozco a
Rickey desde mi primera Sierre-Zinal, en 2009. Quedó cuarto.
Desde entonces, hemos coincidido en muchas carreras, desde los
Alpes hasta Alaska, y ha sido mi pacer en todas las competiciones
en las que he necesitado uno. En Estados Unidos es habitual que,
en las carreras de cien millas, te acompañe un corredor durante los
últimos cincuenta o sesenta kilómetros para marcarte el ritmo.
Aunque no pueda ayudarte físicamente, ni cargar la comida o la
bebida, el apoyo moral que te ofrece cuando ya llevas más de cien
kilómetros es inestimable. Rickey me hizo de pacer en la Western
States 100 las dos veces que he participado, y también me asistió
en la Hardrock Hundred Endurance Run durante una larga noche en
que la lluvia y los rayos cayeron sin tregua.
Cuando más rojizo estaba el cielo, en aquel minuto en que se
torna de un carmín tan intenso que casi parece irreal, llegamos al
paso conocido como Kroger’s Canteen, donde estaba situado el que
seguramente es el avituallamiento más alto de una carrera de cien
millas. Entonces, oí una voz que me decía:
—Eh, Kilian, ¿quieres un trago de tequila?
En aquella cresta por encima de los cuatro mil, en un espacio de
dos metros cuadrados, entre las paredes rocosas de dos pináculos y
flanqueado de vacío por ambos lados, un hombre vestido de naranja
y con casco de escalada llenaba un vaso metálico de tequila, que
salía de una botella de cristal. Era Roch Horton, un corredor de
ultrafondos veterano que, después de completar la carrera diez
veces, decidió hacerse cargo de este avituallamiento tan especial
durante la década siguiente. Como él mismo afirma: «Diez años de
recibir y diez años de dar». Todavía no había salido de mi asombro
cuando Rickey saltó:
—¡Yo sí que quiero!
—Bueno, un trago no me sentará mal. Pero poquito, ¿eh? Que
aún quedan cincuenta kilómetros y ya no tengo las piernas tan
frescas —respondí yo, aún medio descolocado.
Mientras Roch nos servía el tequila, y un par de burritos de
aguacate, huevo y verduras, me fijé en que había otras cinco
personas en aquel curioso lugar. Habían llevado un portaledge, una
especie de hamaca que se utiliza para dormir colgado de una pared.
En una estantería habían colocado galletas, patatas cocidas,
bocadillos, burritos y un cartel con el menú que nos podían preparar
allí arriba, incluso con las indicaciones de si el plato era vegetariano,
vegano o con carne. También tenían un par de hornillos como los
que se utilizan en las expediciones, cazuelas para calentar el agua,
y sartenes para satisfacer los deseos de los corredores. Todos
estábamos sentados en un colchón que, por más que me esforcé,
no logré entender cómo se las habían ingeniado para transportar
hasta allá arriba. Lo habían instalado sobre un muro de piedra que
ellos mismos habían construido durante las semanas previas.
Desde aquella altura, contemplábamos cómo la oscuridad de la
noche había invadido los valles e iba ascendiendo y haciendo
desaparecer los colores de las montañas y el cielo. Mientras, Scott
Jurek —siete veces ganador de la Western States, tres de la
Spartathlon de doscientos cuarenta y seis kilómetros, dos de la
Badwater, y que también había triunfado ahí— nos explicaba que
ese avituallamiento es muy especial, que es el único donde hay lista
de espera para ir de voluntario. Todos son hardrockers, es decir, que
han terminado una vez como mínimo esta carrera de cien millas, y
todos son invitados especialmente por Roch. Es un privilegio
exclusivo atender la Kroger’s Canteen, que es así como se conoce
este espacio. Tanto o más que ganar la carrera.
Cuando tenía veinte años y participé en una carrera de ciento
sesenta kilómetros, lo que más me intrigaba era saber si sería capaz
de recorrer la distancia de una tirada, y si, además, podría hacerlo a
un ritmo rápido. En 2008, en el UTMB, el ultratrail que da la vuelta al
Mont Blanc, disipé todas mis dudas. Lo que me motivaba de la
distancia solo era saber si era capaz de competir y de ganar. Era el
mismo espíritu con el que me enfrentaba al desafío de la
competición más corta, el kilómetro vertical. Así que, por eso, seguí
el mismo entrenamiento, la misma estrategia y la misma
planificación. Pero en las carreras más largas, este estilo de
aproximación y ejecución, puramente competitivo, supuso una
ruptura con los usos habituales, sobre todo en Europa, donde se
creía que el ultratrail era una disciplina para veteranos, que había de
afrontarse con paciencia para llegar de una pieza hasta el final.
Mirándolo bien, el vencedor de las tres últimas ediciones era el
italiano Marco Olmo. ¡Aquel año cumplía los cincuenta y nueve!
Durante un par de meses, empecé a hacer entrenamientos más
largos y vi que era capaz de correr durante ocho o nueve horas sin
necesidad de comer ni beber. Así podría desplazarme más ligero,
sin tener que cargar agua entre avituallamientos. Estudiando los
vídeos y los tiempos parciales que habían hecho los ganadores,
deduje que, si era capaz de hacer toda la carrera corriendo, sin
caminar, la terminaría en diecinueve horas y me aseguraría la
victoria. Preparé bien los entrenamientos largos, el material mínimo
obligatorio y necesario, y fui rápido durante toda la carrera. Me
quedé solo en cabeza al kilómetro veinte.
Aquel mismo año, en Estados Unidos, Kyle Skaggs, de veintitrés
años, ganaba la Hardrock 100. Era la primera persona que bajaba
de las veinticuatro horas y, además, con un estilo minimalista,
corriendo rápido desde el primer kilómetro. Hoy en día, con la
preparación y los entrenamientos actuales, se ha perdido el miedo a
salir rápido y ligero. Terminar una carrera de ciento sesenta
kilómetros no tiene ningún misterio, la dificultad estriba en correr
deprisa desde el primer metro hasta el último. La larga distancia es
también un viaje único y singular en cada ocasión. Unas veces, el
trayecto es interno, vives unas emociones que se intensifican con la
fatiga, te vuelves más sensible; otras, el recorrido es externo,
porque conoces a fondo unas montañas, unos paisajes, desde que
sale el sol hasta que se pone, acompañas a los animales cuando
despiertan y ellos corren a tu lado bajo la luz de la luna.
Cuando compito me gusta llegar el primero. Soy el que más se
pica, el más competitivo, pero, al mismo tiempo, estoy convencido
de que la recompensa de la satisfacción de la victoria ha de ser
íntima y privada. Siento cierta aversión por la pompa de la
competición. Presumir, plantarnos en un podio a una altura superior
a la de los demás, seguidores y perdedores, para que a nadie le
quepa duda de que somos los mejores… En definitiva, la victoria es
solo interna, individual e inconfesable. La derrota también.
Estas ceremonias y simbologías son lo que mata las
competiciones. Y eso lo saben perfectamente en la Hardrock 100. Al
haberlas suprimido, se ha convertido solo en una carrera. En una
carrera absoluta, total, libre de parafernalias y exhibiciones
superfluas.
Al día siguiente del pistoletazo de salida, todo el mundo espera a
que llegue el último corredor a la meta, en Silverton, también el
punto de partida, y bese la piedra que indica el punto final. Sí, la
piedra. Aquí no está el típico arco con una cinta, sino un pedrusco
de dos metros cuadrados con el logo de la Hardrock 100
estampado, un carnero de montaña. Tras un refrigerio frugal,
corredores, voluntarios y todo aquel que circule por allí se reúnen en
el pabellón de la escuela para celebrar que han pasado un fin de
semana cojonudo. Los corredores que han besado la piedra
cuarenta y ocho horas antes de empezar a correr, el límite
establecido, reciben un diploma. También se llama a los voluntarios
de los puntos de control y a los pacers, y se les rinde homenaje.
Todo el mundo desempeña una función en esta competición, todo el
mundo es igual de importante y necesario. Todo el mundo celebra el
amor al deporte y a las montañas. Eso es lo que debería ser una
competición.
UTMB, el Ultra Trail del Mont Blanc
Hoy en día, el running es un deporte conocido y bastante mediático,
pero hace diez años lo practicábamos cuatro gatos. Todo cambió
cuando, en 2006, Anton Krupicka ganó la carrera de Leadville, en el
estado de Colorado, una de las competiciones más prestigiosas de
cien millas. Era un joven corredor de veintipocos años, que se
impuso por sorpresa con una estética particular: zapatillas
minimalistas, pantalón muy corto, torso bronceado al descubierto y
melena rubia ondeando al viento. Además, defendía una filosofía de
proximidad con la naturaleza y de rechazo al enfrentamiento con los
demás, porque, según él, lo que debía prevalecer era la exploración
personal. La victoria de Anton y su mensaje calaron más hondo que
el increíble récord establecido un año antes por el fantástico Matt
Carpenter, que había dominado la Pikes Peak Marathon durante
casi dos décadas.
Dos años después, Erik Staggs batía un nuevo récord en la
Hardrock y, más tarde, yo mismo me imponía en el Ultra Trail del
Mont Blanc. Un aire fresco y nuevo soplaba en este deporte. En
2006 también se publicó Nacidos para correr, un libro sobre la
historia de los corredores mexicanos tarahumara, que se hacían las
cien millas calzados con unas simples sandalias, de la
impresionante Ann Trason, que reventaba todas las carreras y
ganaba a todos los hombres, y de Scott Jurek, que no perdía ni una
sola competición de larga distancia. Con el libro Ultramarathon Man,
Dean Karnazes acercaba el trail running a urbanitas y empresarios
necesitados de desconexión y retos. Este cúmulo de hechos, su-
mado a las carreras que se organizaban por doquier, llevó a
ebullición la olla donde se cocinaba el pelotazo que vivió este
deporte durante los años siguientes. Pese a todo, hacía siglos que
los hombres corrían por las montañas. De hecho, podemos hablar
de competiciones de montaña desde 1040, cuando el rey Malcolm
Canmore organizó una hill race en Escocia para seleccionar a sus
carteros.
En 2002, cuando me iniciaba en las primeras competiciones, la
estrella del momento era Fabio Meraldi, y esa fue precisamente la
temporada en la que rindió al máximo nivel. Junto con Bruno
Brunod, Matt Carpenter, Ricardo Mejía o Adriano Greco, había
recorrido las cumbres más importantes del mundo en la disciplina
bautizada en 1993 por Marino Giacometti como skyrunning.
Maravillado con esos corredores del cielo, soñaba desde la
adolescencia con competir como ellos algún día. En 2007, gané la
Copa del Mundo de Skyrunning y la Pierra Menta. Entonces me picó
la curiosidad y quise probar la larga distancia. En Europa, desde su
primera edición en 2003, el UTMB ha sido la carrera que todos los
corredores de esta especialidad han calibrado equilibrando el deseo
y el respeto en los platos de la balanza.
En aquel momento ignoraba que mi vida cambiaría de forma
radical, y no precisamente en el plano deportivo, porque, de la
noche a la mañana, toda la maquinaria mediática me colocó en el
centro de sus focos y perdí el anonimato. Fue entonces cuando
inicié la relación de amor y odio con el trail running y todo lo que lo
rodea. Estas carreras son el escaparate donde marcas y corredores
se exponen para exhibirse. Tanta atención mediática te hace olvidar
muchas veces cuáles son los fundamentos del deporte: el respeto a
la naturaleza y a la comunidad que en ella convive.
Nada de lo que podría decir del UTMB sería original. Es mejor
que cojáis y hagáis una búsqueda en Google. Lo que sí quiero, en
cambio, es destacar especialmente la efervescencia, la excitación,
tanto de corredores como de espectadores. Supongo que los
tiempos están cambiando y nos toca adaptarnos a las nuevas
realidades hipermediáticas. Por eso os expongo a continuación una
pequeña guía que he redactado, no con la pretensión de instruir a
nadie, sino más bien de caricaturizar, con cuatro puntos dedicados
al corredor y otro, al espectador. Pensándolo bien, se podría resumir
en una frase muy sencilla: «Por la mañana, tanto si sales a correr
como a animar, una tila antes te debes tomar».
Miniguía del corredor y el espectador
El corredor enfilaba la última subida del maratón sin dejarle tiempo a un
espectador distraído de que se terminara su bocadillo. Aquel buen hombre
sentía la necesidad de aportarle algo más que cuatro gritos de ánimo,
calculó que debía de haber comido cuatro bocados después de que el líder
de la carrera hubiera pasado y le dijo al esforzado atleta: «Venga, que le
pisas los talones, ¡lo tienes a cuarenta segundos! ¡Vamos, que lo pillas!».
Nuestro corredor continuó, muy motivado, hasta que poco después, otro
espectador —equipado con un reloj de última generación, pero pensándose
que el método de observación del movimiento solar superaba a la tecnología
— había notado que el astro rey había descendido dos milímetros, y soltó:
«Venga, chaval, dale, ¡que lo tienes a cuatro minutillos de nada!».
Desconcertado, nuestro amigo atleta rezongó entre dientes: «¡Joder, encima
de la reventada que llevo, y el tío me ha sacado tres minutos y veinte
segundos en un kilómetro!». Poco después, algo más recompuesto, se le
ocurrió que, tal vez, las impresiones de los espectadores fueran ligeramente
imprecisas y se puso a calcular la media entre ambos tiempos. En esas
estaba cuando pasó junto a un tercer espectador que le animó: «¡Corre,
corre, corre! ¡Que lo tienes a dos minutos!». Vaya. ¿Y qué hizo nuestro
admirado atleta? Los mandó a todos a freír espárragos.
Llegó al avituallamiento y se encontró con su equipo de asistencia, que,
después de llenar las botellas de agua fresca y darle algo de comer en un
tiempo digno de un pit-stop de Fórmula 1, lo acompañaron corriendo
mientras salía de la zona de control para darle los últimos estímulos y datos:
«Venga, que ahora viene una subida de mil metros y después ya sabes,
llano y bajada hasta la meta». Y entonces, para que fuera más rápido, le
mintieron: «¡Que lo tienes a dos minutos y treinta segundos!». El corredor
salió pletórico, con los depósitos cargados de energía y la moral haciéndole
cosquillas a las nubes. Todo eso le duró hasta que llegaron los primeros
metros de subida fuerte, las piernas volvieron a adoptar el ritmo de trote, y
caminaron. Por mucho que quisiera acelerar, las piernas tenían vida propia y
no le hacían caso, y el ánimo se le cayó a los pies, y a punto estuvo de
pisarlo cuando divisó al corredor que mandaba y calculó el tiempo que le
sacaba: ¡seis minutos de ventaja! Hasta su equipo le había engañado.
Pese a todo, él siguió dejándose la piel, no porque albergase alguna
esperanza de ganar la carrera, sino porque es la actitud adecuada para
sacar lo mejor de uno mismo. Al llegar a lo alto de la subida, se encontró con
una marabunta de espectadores. Con tantos gritos de ánimo y gente que
hasta lo llamaba por su nombre, sacó energías de donde no quedaban y
aceleró el paso, volvió a correr, y entre tamaña excitación, levantó las
manos, y la gente respondió chillando aún más fuerte y animándolo todavía
más. Y entonces nuestro querido corredor notó una mano que le asía del
hombro y lo empujaba hacia adelante, después otra que le tocaba el culo
con fuerza, pero con la fatiga que llevaba acumulada, lo vivió como si le
estuviese pasando por encima la tropa de Jumanji. Tuvo que dejar de correr
y abrir los brazos para intentar mantener el equilibrio, estaba tan destrozado
por el esfuerzo que por poco se cae al suelo y se abre la cabeza.
Superó la cima y abordó un tramo de llaneo, con subidas y bajadas
suaves. En los entrenamientos, era capaz de ir el doble de rápido en el
mismo contexto, pero con mirar adelante y mantener la concentración para
encadenar un paso tras otro sin perder el ritmo ya tenía bastante. Unos
cuantos corredores sin dorsal lo estaban esperando. No los había visto
nunca, por eso se quedó pasmado cuando uno se le puso a correr al lado y
a darle conversación:
—¿Qué tal? ¿Cómo vas?
—Grrrbbbuuu…
—Venga, que estás haciendo una buena carrera. ¿Qué tal las últimas
subidas? ¿Mucho calor?
—Grrrbbbuuu…
—Ahora tranquilo, que llega un tramo que se te da bien y es aquí donde
tienes que atacar.
—…
—¡Ataca, joder, ataca, que se te ve bien!
Nuestro paciente corredor, ya un poco molesto, lo miró de reojo y pensó:
«Me cago en la puta, si estuviese tan bien no estaría arrastrándome como
un miserable, estaría pegando saltitos y sacándome fotos para el Instagram
y dándote palique. ¿Cómo cojones no ves que estoy tan destrozado que no
puedo ni llamarte idiota?».
Al final, el espectador sin dorsal desistió, porque vino otro a tomarle el
relevo. Vuelta a empezar:
—Venga, venga, venga… ¡Ataca ahora, que los demás tienen mala cara!
«¡De verdad, os lo juro, la cara me importa un rábano, no quiero el careto
de Paul Newman, sino las piernas de Kenenisa Bekele!», se dijo para sus
adentros el corredor asediado, y siguió corriendo.
Ya se aproximaba, poco a poco, a la meta, y la tropa de espectadores a
su alrededor era cada vez más numerosa. Eran tantos y parecían tan bien
coordinados, que por un momento el atleta buscó a Robert Zemeckis entre la
multitud para ver si estaba aprovechando la ocasión para grabar alguna
escena de una película de acción, pero las únicas cámaras que vio fueron
los objetivos de los smartphones que tapaban caras. «¡Qué tiempos cuando
los espectadores veían la carrera con sus propios ojos y no a través de la
pantalla de un móvil!». De pronto, sintió un escalofrío porque se dio cuenta
de que todo el mundo corría de una manera extraña, como si estuvieran
grabando algún hecho extraordinario. Pensó por un instante que se había
puesto los pantalones del revés, o que los llevaba cagados y por eso lo
grababan, y se encontraría vídeos colgados en YouTube y sería el
hazmerreír. Pero no era eso, porque se tocó el culo y comprobó que todo
estaba en orden. Dedujo, entonces, que si le prestaban tanta atención era
porque debía de tener la cara desfigurada por el sudor y el cansancio, y que
su aspecto debía de ser el de un animal malherido y peligroso. En aquel
momento nadie le tocaba, no fuera a ser que la bestia salvaje les pegara un
mordisco. Lo que sí que tuvo claro, como mínimo, es que el resto de
espectadores pudo presenciar en directo el capítulo «White Bear» de la serie
Black Mirror sin pagar la cuota de Netflix.

Pero no os preocupéis, que los espectadores no son los únicos que se dejan
arrastrar por la euforia del momento. Los que llevamos un dorsal prendido
con cuatro imperdibles —tres en mi caso, soy un maníaco del peso—
también permitimos a nuestras neuronas campar a sus anchas mientras
nosotros nos esforzamos para que las piernas no se nos salgan del camino
marcado.
Es el caso de aquel día en que nuestro corredor intercambió papeles y
decidió por fin hacer feliz a su padre: en lugar de salir con unas chicas, le
dijo que lo ayudaría con la carrera que estaba organizando. En el fondo,
también le gustaba la naturaleza y pintaba que aquel fin de semana haría
bueno y sería divertido. Todo comenzó como una aventura: se levantaron a
las tres de la madrugada y, después de haber colocado algunas vallas y
haber despachado unos encargos de última hora en la zona de salida, cargó
el coche con unas cuantas cajas de comida y unos bidones de agua y
condujo hasta el final de una carretera estrecha. Allí se encontró con una
pareja de jóvenes, ambos de físico atlético y vestidos de corredores, y con
un hombre mayor que llevaba pantalones calientes y una chaqueta vieja, al
que reconoció como un amigo de su padre. Todos juntos emprendieron la
marcha, con las mochilas cargadas y los bidones en las manos, iluminados
por la luz del frontal. «Caray, lo que pesa esto…», pensó mientras resoplaba
subiendo montaña arriba. Al cabo de un par de horas, llegaron a un prado
cerca de las crestas, y el amigo del padre sacó unas mesas plegables que
había escondido hacía unos días detrás de unas piedras sobre las que
dispusieron la comida y la bebida. Eran las cinco de la mañana y no
esperaban a los primeros corredores hasta un par de horas después. Se
acomodaron y colocaron unas sillas para que los atletas pudieran descansar
un rato mientras se avituallaban. Pensaron que, con el calorazo que haría,
seguramente agradecerían refrescarse un poco, e hicieron unos cuantos
viajes hasta un río que estaba a unos cien metros más abajo para llevar
agua fría, con la que llenaron un barreño grande con esponjas. Como la
temperatura empezaba a subir, el olor de la comida hizo enfadar a las
moscas, y los voluntarios cubrieron las bandejas sobre las que habían
dispuesto las galletas, los bocadillos y la fruta cortada.
De pronto, avistaron al primer corredor por detrás de la cresta y,
excitados de mala manera, empezaron a chillarle como si se acabase el
mundo. Al cabo de unos minutos, llegó, y debía de estar muy cansado
porque sin ni siquiera decir hola, cogió el balde con las esponjas, se volcó el
contenido por encima, y, acto seguido, le lanzó el bidón a uno de los dos
jóvenes para que lo llenara de agua. Fue entonces cuando delató que no era
mudo, porque se puso a renegar y a gritar como un loco que no entendía
que la comida estuviera tapada, porque eso le hacía perder unos segundos
importantísimos, aunque la sarta de exabruptos no le impedía darse la vuelta
sin parar para ver si aparecía un segundo corredor aproximándose. Con
desazón y prisa, la hija del organizador destapó las bandejas y se sintió fatal,
porque ella lo único que quería era ayudar, pero nunca había estado en un
avituallamiento, y pensó que estaba arruinando la carrera de aquel
vociferante personaje. El corredor cogió un par de barritas energéticas, se
guardó una en la mochila y se alejó royendo la otra mientras reanudaba la
marcha. Ya fuera del avituallamiento, tiró el envoltorio de plástico al suelo,
seguramente porque no había visto las bolsas de basura que los voluntarios
habían colgado en la mesa y a la salida del control. La joven recogió el
plástico y lo depositó en la bolsa.
El segundo atleta fue más amable y les dio los buenos días, pero, al salir,
también se le cayó al suelo el plástico de la barrita. Soplaba el viento y
tuvieron que perseguirlo un rato hasta que lo atraparon.

Otra figura singular es el pacer, el tío o la tía que te asiste, que te acompaña
durante cincuenta o sesenta kilómetros, cuando ya vas tan despacio que
tiene que ir a tu lado con la chaqueta y el gorro puestos, aguantando tus
quejas. Eso solo puede hacerlo por dos motivos: o quiere ligar contigo y está
explorando sus últimas y dolorosas opciones, o es muy buen, pero que muy
buen, amigo tuyo. Probablemente se ha levantado a las tres de la mañana,
ha conducido —pongamos que ciento cuarenta kilómetros— hasta la salida
de la carrera, y como se ha despertado tan temprano, dormita un par de
horas en el coche que ha aparcado delante del hotel donde tú duermes.
Antes de que hayas dado el primer paso, ya ha tenido que cargarse de
paciencia y escuchar tres veces tu discursito para que no se descuide de
dónde quieres cada bocadillo y cada calcetín, y, mientras sujeta las
chaquetas, la botella de agua y todos los enseres que llevabas para calentar,
ha tenido que alzar la vista y reconocerte entre los dos mil corredores que ve
y animarte precisamente a ti, y nada más que a ti. Ha tenido que correr igual
de rápido que tú para llegar deprisa al hotel y prepararte esos bocadillos de
mermelada de La Garrotxa que, hum… tanto te gustan, mezclar agua
templadita —«Uy, es que si está muy fría me duele la garganta»— con dos
cucharadas y media de electrolitos, y ha ido a toda caña por pistas forestales
en unas condiciones que harían temblar a un piloto de rally, hasta que ha
llegado a tiempo a ese avituallamiento, en el que es imprescindible que tú
tengas la chaqueta verde y la vaselina, porque —¡qué carajo!— te va la
carrera en ellas. A las dos de la madrugada del día siguiente, sin dormir, tras
haberse arrastrado de avituallamiento en avituallamiento, ahí lo tienes,
esperándote en camiseta de manga corta y pantalones, pelándose de frío,
con la mochila llena de ropa y comida para ti, que llegas dos horas tarde y
hecho un energúmeno porque en la parada anterior solo había bocadillos de
mermelada de fresa y no de arándanos, y es que seguro que por culpa de
eso no ganarás la carrera, hostia puta. Se pone a correr a tu lado, te anima y
te habla, te avisa de los peligros y los obstáculos, esprinta antes de llegar a
cada avituallamiento para asegurarse de que lo tienes todo a punto, y tú, tan
paciente como siempre, lo único que le dices a la llegada es:
—Hostia, tío, mira que te lo dejé bien claro, que en el avituallamiento del
kilómetro 123 quería un bocata de Nocilla, no de Nutella.

Otra figura importante es la familia, que no contenta con soportar que seas
tan estúpido como para correr el día de la carrera, aguanta que hayas
mantenido bien alto el pabellón de tu estupidez desde el día en que recibiste
la confirmación de la inscripción, seis meses antes. No, los corredores no
nos merecemos la familia que tenemos.

El kilómetro vertical de Fully


El olor a castañas no engaña: estamos en pleno otoño. A pesar de
que haya setecientos corredores, se respira un ambiente de buena
convivencia, de carrera de pueblo. Todo el mundo se conoce. De
hecho, para mucha gente, Fully se ha convertido en la excusa para
una peregrinación anual, con la que algunos pretenden comprobar si
el trabajo del verano garantiza un buen rendimiento en invierno, y
otros, ponerle el colofón a unos meses previos muy movidos.
El kilómetro vertical es la carrera de la sinceridad absoluta. Es
una prueba en la que no se puede disimular. Si estás fuerte, harás
una buena crono, si vas flojo, no existe táctica ni técnica que te
permita enmascararlo. He aquí precisamente el interés de la
competición, que exige una preparación intensa y mucha dedi-
cación, y, además, llegar fino el día señalado.
Es la piedra de toque de todos los atletas de montaña, del mismo
modo que los cien metros lo son para los velocistas o los diez mil
para los fondistas. Todo el mundo sabe aproximadamente cuánto
tiempo puede tardar en subir los mil metros, o cuántos es capaz de
recorrer en una hora de ascensión. Son las referencias que se usan
para sacar los cálculos. «Si subes a seiscientos metros por hora,
tardarás cerca de tres horas en culminar esta cima». Reinhold
Messner calculó que subía los mil metros en treinta y cinco o treinta
y seis minutos, y, desde la década de 1990, los corredores, cada
vez mejor preparados y siguiendo un entrenamiento específico,
fueron bajando esa marca. Y en esta modalidad, Fully es el Olimpo.
Desde hace un par de décadas, los corredores de todos los niveles
han considerado esta cita como la prueba irrefutable para demostrar
quiénes eran a partir del resultado obtenido. Todo el mundo ha
pasado por ella. Desde la élite más exclusiva, afanada por arañar
unos segundos imposibles, hasta los abuelos satisfechos por no
haber perdido forma con el paso de los años. Y también los más
jóvenes, hambrientos, comiéndose minutos año tras año.
Una hora antes de la salida ya empiezas a calentar. Vas trotando
sin perder de vista a los demás corredores y los contemplas perder-
se entre un paisaje de viñas. Te diriges al punto de partida y dejas la
chaqueta en un rincón, en el suelo. Alzas la vista y ves ante ti dos
raíles de tren paralelos, que confluyen a lo alto, allí en frente, mil
metros más arriba. Cuando el reloj indica que queda poco para la
hora de tu salida, te incorporas a la hilera de participantes y vas
poniéndote al día sobre lo ocurrido en el pueblo durante el último
mes. Vas avanzando, hasta que el que tienes delante te deja con la
palabra en la boca, porque ya está concentrado en la cuenta atrás
de la salida. Cuando te llega el turno, te encuentras ahí solo ante el
camino, observando a los amigos con los que charlabas hace un
rato —sobre la cosecha del verano en Valtellina o sobre los
resultados de la carrera del fin de semana pasado—, que ahora
empiezan a alejarse verticalmente. Ahora eres tú el que corta la
conversación a la persona que está a tu espalda. Te concentras en
tu cuenta atrás. ¡Ya! Sales rápido, pero sin emocionarte demasiado.
Buscas tu ritmo. Cada paso es una conquista y piensas que cuando
vuelvas a levantar la pierna para dar otro paso vomitarás. Ves
desfilar los cien, los doscientos, los trescientos metros. Ni te das
cuenta de que han llegado los seiscientos, los setecientos, los
ochocientos. Deseas tocar con los dedos los novecientos. Quieres
esprintar y eres incapaz, porque tienes las piernas rebosantes de
ácido láctico. Alzas la cabeza, la vuelves a bajar y te caes al suelo.
Ves pasar, bajo tus ojos, la línea blanca. Respiras hondo, te van a
explotar los pulmones, serás incapaz de recuperarte a un ritmo
normal, no podrás hablar hasta que todo vuelva a la normalidad. Te
levantas, con las piernas pesadas e infladas como bidones, a
consultar qué tiempo has hecho, anotado en la pizarra colgada de la
pared. Te guardas para tus adentros la satisfacción o la frustración.
Cuando corres contra ti mismo, el ganador o el perdedor siempre
es interno. Con la alegría o la decepción interiorizada, emprendes
tranquilamente el descenso junto a los demás corredores. Piensas
en las castañas asadas que te esperan abajo cuando llegues. Ya
tendrás tiempo de reflexionar más tarde.
Pierra Menta, el mito de la tradición
El olor del queso beaufort impregna los pasillos del VTF, una
residencia tout compris con cierto aire decadente, como otras tantas
que pueblan las estaciones de esquí francesas. Cada año, durante
la segunda semana de marzo, sus ventanas son una exposición de
monos de esquí de colores chillones. En la terraza, las cervezas
refrescan del calor del sol, que comienza a picar con fuerza tras las
semanas más frías del invierno. En las habitaciones, las botellas de
agua descansan vacías mientras los corredores, tumbados en la
cama, comienzan a estirar las piernas o a hacerse masajes para
recuperarse del esfuerzo de la etapa. Son las diez de la mañana de
un día a mediados de marzo de 2018, y aprovechan la jornada a su
manera, con la sensación de haber cumplido con el trabajo del día.
Bueno, no todos. Todavía quedan algunos que se adentran por las
montañas de los alrededores intentando pasar el corte horario para
volver a pillar la salida, al día siguiente de madrugada. Ya lo dice un
amigo mío, en la Pierra Menta hay tres categorías: la élite, que
persigue un escalón del podio; el pueblo, que lucha por una posición
en la primera página de la clasificación; y el folclore, que bastante
tiene con acabar la etapa cada día, durante los cuatro que dura la
carrera. Él tiene la suerte de haber formado parte, a lo largo de
treinta años en la cita de Arêches-Beaufort, en Saboya, de estas
tres categorías, imprescindibles y hermanadas en esta competición
que se erige como la obra maestra del esquí de montaña.
Hay cosas que necesitan cambiar para progresar y hay otras que
siempre son iguales, y ahí radica precisamente su encanto, pues
nos trasladan a un pasado en el que creíamos que todo era mejor.
Con la pátina de la decadencia y la tradición, la Pierra Menta ha
sabido convertirse en una prueba mítica. Esos errores que no
tolerarías en ninguna parte, aquí los aceptas de buen grado, porque
forman parte de la singularidad de la carrera. Precisamente por eso
es la mejor, porque nos recuerda un tiempo en que el esquí de
montaña era una aventura, difícil y extrema. Como cualquier
peregrinación, mantiene unas costumbres que se reproducen año
tras año. Pienso en las tardes en el VTF, en los monos tendidos en
los balcones, en el capellán tocando la armónica para agradecer la
visita a su parroquia, en las montañas de Beaufortain. Pierra Menta
es Daniel esperándonos discreto al final de cada etapa, escondido
detrás de los fans y los periodistas, para cogernos los esquís y
encerarlos y prepararlos para el día siguiente, sin pedir nada a
cambio, solo por la satisfacción íntima de haber intervenido para que
subiéramos al podio. Es ir el jueves, después de la segunda etapa, a
la pequeña tienda de comestibles del pueblo a buscar una reserva
de galletas para pasar mejor la tarde y recuperar la energía, que
empieza a faltar al cabo de dos días. Es encontrarse a Laurence y a
los mismos voluntarios cada miércoles cuando vas a recoger el
dorsal. Es Pierre-Yves controlando que todos los corredores
llevemos el ARVA, el aparato que emite una señal para que te
encuentren si te sepulta un alud, antes de dejarnos pasar al corral
de salida, después de haberse levantado a las tres de la madrugada
para trazar el recorrido a la luz de su frontal. Son todos estos déjà-
vus que nos arrancan una sonrisa cómplice porque nos hacen sentir
que nosotros también formamos parte de la Pierra Menta.
Por desgracia, este año no acompaño a los demás corredores a
comer polenta el domingo por la tarde en la sala de Arêches-
Beaufort. Estoy a trescientos metros, en el ambulatorio, tendido
mientras el doctor me muestra unas radiografías.
—Se ve muy clara la fractura del peroné. Cuando se te baje la
inflamación del tobillo, tendrías que hacerte una resonancia
magnética para asegurarte de que no tienes ningún ligamento roto.
Ya sabes que, en estos casos, lo normal es que ahí surjan los
problemas.
Quién me lo iba a decir ayer por la noche, cuando ya me veía
celebrando la victoria. No estoy decepcionado, no. Ahora sé que
solo es una fractura ósea, que no suele comportar complicaciones.
Estoy convencido de que, aunque tenga que cancelar una
expedición y las carreras de principio de temporada, dentro de nada
estaré otra vez entrenando y subiendo montañas. Estoy triste sobre
todo por Jakob Hermann, mi compañero, que participaba en esta
competición por primera vez y se ha quedado sin ganarla por culpa
de mi caída.
Era una última jornada fantástica, con unas condiciones difíciles.
Los organizadores, haciendo gala de la marca de la casa, no habían
optado por la vía fácil y habían trazado unos recorridos que
endurecían la carrera, con más bajadas sobre nieves inesquiables.
La compenetración que había encontrado con Jakob era perfecta, y
eso que solo era la segunda carrera que hacíamos juntos. Antes de
empezar la última etapa, íbamos líderes, con poco más de tres
minutos de ventaja, pero nos sentíamos cada vez más fuertes
porque veíamos que los demás rivales iban perdiendo fuelle. Esa
mañana, habíamos salido tranquilos, pero como veíamos que en las
subidas íbamos sobrados, habíamos tirado con fuerza para no tener
que arriesgar bajando. Casi sin querer, habíamos ganado tres
minutos de ventaja a los perseguidores en la última subida. Nevaba
con fuerza, pero eso no impedía aguantar con estoicismo a los miles
de espectadores, que, como nosotros, peregrinan cada año a la cita
para darnos fuerzas. Levantamos los brazos y provocamos que se
dupliquen los decibelios por los gritos y los aplausos.
Empezamos la bajada con giros amplios, no vamos ni
demasiado rápido ni demasiado lento. En uno de esos giros, siento
que un esquí se me acaba de encajar bajo la nieve, se queda
clavado y mi cuerpo empieza a caer hacia el costado. Me levanto de
inmediato y tiro pendiente abajo, pero ay, qué dolor, cuando vuelvo a
apoyar el peso sobre la pierna. Voy bajando como puedo, sin
apenas cargar en la izquierda, y cuando llego al cambio, Jakob me
espera listo para subir. Mientras me ayuda a ponerme las pieles de
foca, le digo que me he hecho daño, no sé si mucho o poco, pero
que hay algo que no va como debería. Subiendo, siento que el dolor
anega toda mi pierna. «¿Será la rodilla? ¿Un hueso? ¿Los
ligamentos?». Intento dar pasos sin sufrir, por un momento parece
que el dolor remite con el calor del esfuerzo, pero, al cabo de unos
doscientos metros de desnivel, comienza un tramo con giros y noto
que cuando volteo la pierna no puedo volver a apoyarla en el suelo,
oyendo un clec-clec en cada paso, sintiendo que cada vez que le
cargo peso, algo se me deforma por dentro. Jakob quiere ayudarme,
pero no hay nada que hacer.
—¿Quieres que lo dejemos?
—No —contesto—. Seguimos, yo creo que con el calor
aguantará, solo quedan cien o doscientos metros para llegar arriba.
Sigo un poco más. Los otros aún no nos han atrapado, pero ya
los vemos cerca. Cada paso me arranca un grito de dolor, aunque
intento ahogarlos. Recorro unos pocos metros más y ya tengo la
certeza de que no puedo continuar. La pierna ya no me aguanta el
peso, me mareo del dolor. Estamos a pocos metros de alcanzar el
sueño, pero a una distancia sideral de tocarlo con los dedos. Me
abandono a un lado de la marca y veo cómo pasan los corredores,
cada uno encaminado a su victoria particular.
Vine por primera vez a la Pierra Menta para disputar los cuatro días
de carrera cuando solo tenía veinte años. Era la primera temporada
que estaba en la categoría absoluta y tenía mucha fuerza y poco
control. Había empezado con una cuarta posición en la primera
prueba de la Copa del Mundo, pero había marcado el ritmo a los
corredores más experimentados, que aprovecharon la última bajada
para pasarme. Me quedé a los pies del podio. En la segunda
carrera, en el Valais suizo, fui la gran sorpresa porque adelanté al
corredor local Florent Troillet en la última subida y me colgué los
laureles por primera vez, habiendo superado a dos de mis ídolos,
Florent Perrier y Guido Giacomelli. Después de la carrera, Florent
Troillet vino a verme y me preguntó si tenía equipo para participar en
la Pierra Menta. Yo, que no pillé la indirecta, le contesté que me
encantaría ir, que a lo mejor encontraba a alguien del equipo
español o francés que quisiera hacerla. Florent es una persona
tímida y de pocas palabras, algo que siempre me ha gustado, y tal
vez por eso formamos tan buen equipo los años siguientes. No me
dijo nada y se creó ese silencio tan incómodo de cuando esperas a
que el otro tome la palabra y se te queda mirando directamente a los
ojos. Tardó un minuto en preguntarme si quería correr con él. Yo
daba saltos de alegría, metafóricamente: ¡uno de los mejores
corredores del momento quería disputar la carrera más importante
del mundo conmigo!
Llegué a Arêches-Beaufort bajo una nevada intensa y enseguida
Florent y yo salimos a esquiar para estirar las piernas. Al cabo de
una hora me tanteó:
—¿Te parece si hago unas aceleraciones?
¿Y yo qué le iba a decir? ¡A por ellas! Lo seguí durante las
cuatro o cinco aceleraciones y bajamos a la habitación donde
tendríamos que convivir los próximos días. Al día siguiente salió el
sol y no se escondió ni un momento durante aquellas cuatro
jornadas.
Apenas hablábamos, ni durante las etapas, en las que, de vez en
cuando, nos decíamos cosas del tipo «On y va tranquille et on
accélère doucement» al atacar una subida, y poco más. Tampoco
hablábamos mucho durante las largas tardes en la habitación. Nos
contábamos alguna anécdota, alguna curiosidad de los
entrenamientos, compartíamos algún pensamiento para romper el
silencio muy de vez en cuando… A veces no hace falta hablar para
sentirte bien con alguien.
Desde el primer día, sabíamos lo que el otro quería sin
necesidad de mediar palabra. Si uno necesitaba aflojar un poco o
quería un ritmo más alto, si le hacía falta beber o tomarse un gel.
Que lo ayudasen o que ayudara. Si quería estar tranquilo o hablar.
Es muy cierto eso que dicen los más veteranos de que en las
carreras de esquí de montaña comienzan dos amigos, pero cruzan
la línea de meta dos hermanos. En nuestro caso, podríamos
suscribir esta idea.
Sin excitación, sin querérnoslo creer, ganamos la primera etapa;
al día siguiente, la segunda; y el tercer día repetimos. El cuarto,
salimos sin tenerlas todas con nosotros. Es una carrera tan larga
que al final, por mucha ventaja que lleves, puede ocurrir de todo.
Pero, por suerte, no pasó nada y cuando vimos el arco por última
vez, ya nos lo quisimos creer. Lo que sentí entonces fue fe-li-ci-dad.
Una sensación que se puede manifestar de muchas maneras. Es un
hormigueo que te trepa poco a poco por las piernas hasta que te
llega al corazón y te explota en forma de adrenalina. Podrías
romperte una tibia que no notarías dolor alguno. Ni aunque
arremetieses a puñetazos contra un muro de piedra. Del corazón
salta a la cabeza y te invade el cuerpo entero. En las carreras por
equipos, la felicidad, cuando llega, es especial. Tienes el ego a tope,
pero la adrenalina se diluye en una forma de amor, porque has
compartido momentos importantes y, sobre todo, porque has
ayudado a alguien a ser feliz. Era el inicio de unos años dulces.
Florent y yo formamos un equipo temible, e individualmente empecé
a comérmelo todo, tanto esquiando como corriendo.
Ahora echo en falta todas aquellas sensaciones. Las viví por
primera vez el año anterior a aquella Pierra Menta, cuando renuncié
a la categoría júnior para participar en la última prueba de la Copa
de Europa en categoría absoluta, y a partir de aquella inesperada
victoria, advertí que podría llegar lejos y ganar carreras de las
buenas. Volví a sentirlas en Valerette, Suiza, en la primera Copa del
Mundo. Después, vino la primera Pierra Menta, el primer año
compitiendo en la Copa del Mundo de Skyrunning, aquella Zegama
recién salido de la adolescencia y algunas carreras más los años
siguientes.
Poco a poco, pese a todo, se me empezó a bajar la excitación
cuando cortaba la cinta de meta, no tenía tanto subidón de
adrenalina al terminar la carrera. No me quedaba con la borrachera
de la felicidad incorporada y, cada vez más, me iba conformando
con quedarme satisfecho y punto. Muchas veces, la satisfacción
basta, pero cuando unos sentimientos tan intensos se han
convertido en rutina, la felicidad te parece mundana y llana. No es
suficiente. Ya lo expresaba muy bien Mazoni en su canción: «Con la
felicidad no basta, exigimos euforia».
Una vez, después de haber buscado la sensación perdida, me di
cuenta de que era mejor dejarlo estar, abandonar la búsqueda. La
reminiscencia del bienestar pasado, pienso ahora, nos oculta las
posibilidades del presente. Como ocurre siempre, un buen recuerdo
deja un buen regusto, y nuestro cerebro ya se encarga de ir
arrinconando todo lo que le estorba. No hace falta mantener esa
excitación para dejarte la piel en una carrera, sobre todo si sabes
que, al llegar, aunque sea tras una lucha a ultranza en una
competición de primer nivel, sentirás, como mucho, la satisfacción
de constatar que aún estás en forma. Eso es más que suficiente
para darlo todo.
Cuando tienes esta revelación te quitas un gran peso de encima,
porque implica que, aunque no haya euforia, tampoco habrá
decepción. Uf, cómo me acuerdo ahora de las lloreras en Baqueira
en aquella primera Copa del Mundo, cuando me rompí la bota en la
última bajada yendo primero y no pude subir al podio. Bueno, como
pensaba, años después, que nunca más levantaría cabeza cuando
iba mandando con más de dos minutos de ventaja unos mundiales,
y me estallaron las fijaciones en el primer giro de la bajada. Mierda,
menudo enfado me pillé, me pasé una semana entera renegando. Y
qué dulzura, ahora, al recordar esas frustraciones.
Lo que en realidad me anima a peregrinar año tras año no es la re-
compensa egocional, sino la satisfacción inmediata, el aroma del
beaufort, las tardes al sol en la terraza del VTF. Subir por la arista
del Grand Mont, afilada y salvaje, y oír el runrún de la gente que se
acerca.
Es la combinación de todas estas pequeñas cosas, y de muchas
otras, lo que en realidad buscamos y hace de nosotros reincidentes.
La victoria es la guinda con la que adornas el pastel. Pero no
olvidemos que lo que realmente importa es que el bizcocho esté
tierno, que la mermelada sea de primera, porque, al fin y al cabo,
guinda solo hay una y cuando se reparte el pastel solo le toca a una
persona. Con los años, ni siquiera uno mismo recuerda el sabor,
pero todo el mundo tiene bien presente el dulce regusto de la
mermelada.
No, no participé en los Juegos Olímpicos
Era un día de esos que vuelves a casa con un hambre voraz
después de haber pasado toda la jornada fuera. En un pispás, me
preparé unas tostadas de queso y me las empecé a comer antes de
llegar a la mesa. Había dejado el ordenador encendido y oía cómo
empezaba la retransmisión:
—¡Buenos días a todos! Estamos a punto de vivir una jornada de
lo más emocionante, y, como siempre, desde la NBC estamos aquí
para retransmitírselo en directo. ¡Buenos días, Kristine! Tremenda
emoción la de hoy en este magnífico estadio olímpico de Doha.
Faltan pocos minutos para la gran final y hace ya un rato que está
hasta la bandera. Después de una semana sin parar de hablar de
ella, ¡por fin ha llegado el momento!
—Ya lo creo, Matt, y que lo digas. Y, desde la NBC, estamos aquí
para contárselo todo, tal como venimos haciendo cada jornada
durante estos Juegos Olímpicos. En unos minutos, dará comienzo la
final de skimo. Una que, estoy convencida, será de las más
disputadas que hayamos visto nunca.
»Ya tenemos aquí a los cinco finalistas, que salen a la pista de
calentamiento. Esto está a punto de empezar, pero, mientras los
esquiadores realizan las últimas preparaciones, está con nosotros
uno de los fans más entregados a este deporte, William Dop, el
afortunado ganador de nuestro concurso de Instagram que podrá
seguir la final desde aquí, desde nuestro estudio, situado justo al pie
del estadio olímpico. ¿Que dónde está? Efectivamente, en la grada
VIP de McDonald’s, patrocinador principal de los Juegos y también,
como ustedes saben, de nuestro programa. ¡Saludamos a William,
que ya está delante del micro!
—Hola, Kristine, muchas gracias por esta oportunidad. Y por las
hamburguesas, je, je. Me derrito de la emoción.
—Will, perdona que te interrumpa. Tú eres de Houston, Texas,
¿verdad? ¿Y cómo demonios un texano acaba siendo uno de los
mayores fans del esquí de montaña?
—Pues verás, Matt, yo no había visto en mi vida ni el esquí ni la
nieve, hasta que un día, hace cuatro años, navegando por YouTube,
fui a parar a un vídeo de la final de los Juegos Olímpicos de esquí
de montaña y, oye, ¡me enamoré! ¡Menuda potencia la de estos
atletas! Si me lo permites, te diré una cosa: ellos sí que son atletas
de verdad. Se necesita un entrenamiento muy intenso para llegar a
hacer lo que hacen.
—¿Alguna vez has practicado esquí de montaña, William?
—Je, je, je. Pero ¿tú me has visto, Kristine? ¡Por supuesto que
no! No tengo capacidad para superar ni uno de los obstáculos de
este deporte. De hecho, hoy es la primera vez que presencio una
competición en directo. Pero he visto todas las que he encontrado
por internet, sigo a todos los corredores en sus redes y conozco sus
entrenamientos y sus debilidades.
—Y, con toda esta experiencia, ¿cómo ves la final? ¿A quién ves
más capacitado para ganar el oro olímpico?
—Yo creo, Matt, que será una final muy reñida, pero me da la
impresión de que el ganador será Reirrep. Está haciendo una
temporada ascendente, cada vez más fuerte, creo que se ha
preparado estos Juegos de una manera brutal… Aunque Gui parece
estar espectacular, no lo veo como campeón, aún le falta
experiencia. Ha ido demasiado fuerte al principio de la temporada.
—Muchas gracias, Will. Te dejamos ahora continuar en la grada
de McDonald’s para que puedas seguir esta final sin perderte ningún
detalle.
—Kristine, veo que los corredores se van colocando en la línea
de salida. ¿Nos los presentas?
—Por supuesto que sí. En el carril 1 tenemos a Francis Reirrep,
representante de Estados Unidos. Son sus segundos Juegos
Olímpicos, y, pese a un inicio de temporada discreto, ha ido
creciendo hasta hoy. Será uno de los corredores con más
posibilidades y esperamos que pueda superar el bronce olímpico
que se colgó hace cuatro años.
»A su izquierda, en el carril 2, en estos instantes se coloca la
mochila Gui Odiug, la joven promesa italiana que ha hecho un inicio
de temporada espectacular en su primer año en la élite. Sus seis
victorias sobre ocho carreras lo colocan como favorito, pero ¿serán
la fatiga y la escasa experiencia su bestia negra?
»Estos problemas no afectarán a Yuan Remle, en el carril 3, el
veterano corredor chino y actual campeón olímpico. A pesar de sus
treinta y seis años de edad y una temporada discreta, ha
conseguido clasificarse para la final una vez más. Y con estos, ¡ya
encadena un total de cuatro Juegos Olímpicos seguidos! Sigue
manteniendo el récord mundial de puntos en una temporada con
13.530, en 2030.
—Perdona que te interrumpa, Kristine, pero creo recordar que
también participó en competiciones outdoor en sus inicios y, como
apuntabas, en el año 2030 cerró una temporada espectacular.
¡Ganó todas las pruebas de la liga mundial!
—Así es, Matt, exactamente. Yuan fue el primer atleta en
conseguir una reproducción del circuito de lo que por aquel
entonces se llamaba esquí de montaña en el pabellón de Beijing.
Eso le permitió perfeccionar sus movimientos y una mímica en las
transiciones que dejaba a sus rivales contemplándolo como si
estuviera a años luz de distancia. No fue hasta pasado el ecuador
de la campaña cuando sus rivales descubrieron su estratagema, y, a
partir de entonces, empezaron a proliferar en las grandes ciudades
los estadios donde se practica esquí de montaña.
»Yuan es, sin lugar a dudas, uno de los grandes visionarios de
este deporte.
—Ya que hablamos de historia, en el siglo XX, este era un
deporte minoritario llamado esquí de alpinismo, y ya en el siglo XXI,
pasó a llamarse esquí de montaña. Fue entonces cuando esta
disciplina comenzó a abandonar las montañas para acercarse a la
gente en las pistas de esquí. Sin duda, fue un paso definitivo antes
de llegar al skimo de hoy en día, que puede disputarse en cualquier
estadio de una gran ciudad.
—Pero dejemos la historia, Matt, y continuemos con los
candidatos, pues queda poco tiempo para la salida. En el carril 4
tenemos a Fah Idlarem, corredor local que, sin duda, gracias al
apoyo de la afición, ha sacado la fuerza necesaria para llegar a la
final. De hecho, es la primera vez en su carrera que consigue estar
en una final, tanto de unas series mundiales como de unos Juegos.
Yo creo que, para él, haber llegado hasta aquí es ya un éxito, pero
está claro que en este deporte nunca se sabe lo que puede pasar.
»Uno de los atletas con más seguidores en las redes ocupa el
carril 5. Hablo de Johanes Essorb, noruego, ganador de las series
mundiales del pasado año. Esta temporada ha ido un paso por
detrás de Gui, pero tiene más experiencia y seguro que le sacará
partido.
»Y, para terminar, el último finalista, el alemán Josh Regechier,
un corredor muy sólido. No hace grandes exhibiciones, pero suma
en su palmarés dieciocho victorias en series mundiales. Le falta
completar su historial con una medalla olímpica. ¿Lo logrará hoy
aquí?
—Gracias, Kristine, por este exhaustivo análisis de los finalistas.
Debemos tener en cuenta que, por primera vez en la historia de una
final, todos superan los 10.000 puntos de media. ¡Una auténtica
barbaridad!
»Y, sin perder tiempo, porque quedan ya muy pocos segundos,
repasemos el circuito que se encontrarán los atletas para aquellos
que no lo conozcan. Tras un esprint inicial de cien metros, llega el
primer obstáculo, una subida del cincuenta por ciento, pura
explosividad para los cuádriceps. El segundo obstáculo es la
cascada de hielo, esos diez metros que los atletas habrán de
superar con la fuerza de sus brazos. A continuación, el tercer
obstáculo, otra subida, esta vez del treinta por ciento, pero aquí la
nieve se acerca más al hielo, y los corredores tendrán que
demostrar destreza técnica y trabajo de core para mantener la
estabilidad y no caer. El cuarto obstáculo es un tramo a pie, con los
esquís a la espalda, una transición en la que tienen que ser muy
rápidos, y después, de nuevo explosividad absoluta para correr
hacia arriba. Llegamos al quinto obstáculo, uno de los más
exigentes, donde los atletas deberán recorrer una arista estrecha,
movediza, en la que, además, el fuerte viento les hará perder el
equilibrio. Habrán coronado entonces el punto más alto, donde
tendrán que quitar las pieles de foca todo lo rápido que puedan para
lanzarse a la bajada, de cien metros. En ella encontrarán los tres
últimos obstáculos: el bosque, un tramo de bajada con peligros y
sorpresas, el skicross, con curvas peraltadas de las que pueden
salir disparados, y, para terminar, justo antes de cruzar la línea, el
Big Jump, un salto de diez metros de altura.
»Hay algo que nos tiene que quedar bien claro: solo estos
superatletas, estos prodigios de la naturaleza, son capaces de
superar todos estos obstáculos. Y, encima, ¡en poco más de treinta
minutos!
—Muy bien dicho, Matt. Mientras esperamos el pistoletazo de
salida, recordemos el cambio que experimentó este deporte hace
diez años, cuando se instauró este circuito tan espectacular,
inspirado en un famoso programa llamado Ninja Warrior. Hobie
Hurly fue un auténtico visionario que convirtió al antepasado del
esquí de montaña en lo que es hoy, inspirándose en los casos de
éxito y en los espectáculos deportivos que triunfaban en las redes
sociales. Y así, el deporte pasó de ser una práctica de nicho
disputada en zonas remotas alejadas de las ciudades, a convertirse
no solo en disciplina olímpica, sino en el deporte de invierno con
más seguidores en YouTube. ¡Más de diez millones de personas
siguen en directo cada competición!
»Hoy, seguro que son muchos más los espectadores que nos
siguen conectados a la NBC. Y, junto con McDonald’s, les pedimos
silencio. Ya está, ya está… ¡Un suspiro y comenzamos! ¡Adelante,
Matt!
—¡¡¡Pistoletazo de salida!!! Buena arrancada de Gui Odiug.
¡Menuda potencia! Casi un metro por delante de sus rivales. Llega al
primer obstáculo y, uuuy… Casi no parece que esté haciendo
zigzags, salta de una pierna a otra. Detrás se está librando una
batalla encarnizada, terrible, entre Reirrep, Essorb y Regechier. A
Remle le está costando esta salida tan rápida y parece que Idlarem
empieza a descolgarse. Odiug llega a la cascada. ¡Vaya cambio,
madre mía! ¡Solo cuatro segundos y treinta y cinco centésimas para
colocarse los crampones! ¡Y con dos saltos ya está arriba! Pura
potencia. Ay, ay, qué pena. Reirrep ha sufrido un problema con uno
de los crampones y ha perdido un par de valiosos segundos. Puede
que aquí se haya jugado el continuar la batalla por la medalla.
Remle lo atrapa. Gui sigue en cabeza y ya está llegando al tercer
obstáculo, la subida de hielo. Solo cuarenta y cuatro segundos antes
de atacarlo. ¡Qué manera de clavar los cantos de los esquís en el
hielo! Nunca había visto algo parecido. ¡Oh, atención! Reirrep ataca
muy fuerte y ha pasado a Regechier, lo acaba de dejar atrás. Ahora
está a punto de atrapar a Essorb, que se mantiene segundo.
Impresionante, Odiug, que parece estar disputando una carrera
aparte. Ya les ha ganado cinco metros antes de alcanzar la mitad de
la prueba. Llegan al tramo a pie. ¡Ataca! Un ataque impresionante
de Essorb, que, aliándose con Reirrep, parece recortarle tiempo a
Gui.
—Sí, le han pillado dos segundos. ¡Gui solo los tiene a tres
segundos!
—Y seguimos… Atención con este obstáculo, la arista, una
dificultad más técnica que física. Gui entra muy rápido y ¡uy! Casi se
cae con la primera ráfaga de viento. Continúa más despacio,
asegurándose, eso sí, pero no puede evitar que el norteamericano y
el noruego lleguen a su altura y… ¡Madre mía! Qué despliegue de
habilidad, qué destreza. Es aquí donde se demuestra la veteranía
de Remle, que ha superado al alemán y ha recuperado tres
segundos al trío delantero.
»Ya lo tenemos en el cambio. ¡Essorb solo ha necesitado cuatro
segundos para empezar a bajar! Pero ya nota en la nuca el aliento
de sus perseguidores. Atención, la gente grita. ¿Qué ha pasado,
Kristine?
—Idlarem, el ídolo local, acaba de caerse en la arista. No podrá
completar la carrera, pese a la buena actuación que había hecho
hasta ahora.
—¡Una lástima! Pero la carrera continúa. Y la parte delantera
está de lo más interesante. Cuatro corredores que aún tienen
posibilidades de victoria. Atención, me dicen desde la sala de
imágenes que Reirrep ha efectuado una maniobra
antirreglamentaria. ¿Podemos confirmarlo?
—Eso parece, Matt. Reirrep habría traspasado la línea azul de
salida del cambio con uno de los cuatro palos sin tener
completamente puesta la dragonera del bastón. Es una pena,
porque con la penalización de cuatro segundos parece que la opción
a la victoria se le escapa definitivamente.
—Por delante continúa Essorb, con Gui a pocos centímetros de
la cola de sus esquís. Remle aún alberga posibilidades de ganar.
Parece que esté bajando por una pista de esquí, ¡los tres han
superado el bosque como si nada! Y… ¡Casi! En una maniobra, Gui
arriesga para superar a Essorb, casi se cae, pero ¡ahora mismo
pasa a la cabeza! Parece que Remle se conforma con la tercera
posición. Gui o Johanes, Johanes o Gui, llegan al Big Jump. ¿Quién
será el nuevo campeón olímpico? ¡En breves segundos lo
sabremos! Los dos atletas están en paralelo, ahora mismo, en el
momento de encarar el gran salto. Atención, se tocan en el aire…
Parece que sus brazos se están tocando y… ¡Gui al suelo! ¡Gui se
ha caído! ¡No puede ser! ¡¡¡Essorb gana el oro olímpico!!! Enorme,
¡nuevo récord mundial del circuito en tan solo tres minutos y
veintidós segundos! Con qué clase… Remle, que al final se
encuentra una medalla de plata justo delante de Odiug, que lo ha
intentado, que ha salido sin miedo y se ha impuesto a un ritmo
brutal, verdaderamente brutal, desde el pistoletazo de salida.
Lástima ese desequilibrio al efectuar el salto final, seguramente
debido al cansancio del inicio, pero este chico escribirá un capítulo
dorado de la historia de este deporte. Ya lo creo que sí. Menuda
final, amigos y amigas, ¡menuda final! Sin ninguna duda, ¡¡la más
rápida y emocionante que he visto nunca!!
Apenas había terminado la tostada, pero ya tenía ganas de untarme
otra con mermelada.
Sierre-Zinal, la carrera más bella de la montaña
Queda poco para que el sol comience a despuntar y, en el ambiente
frío y somnoliento del alba, se oye un rumor de pasos rápidos y
voces adormiladas. Unos de esos pasos son míos. Como cada año,
he tenido que espabilarme para no quedarme pasmado y coger el
autobús antes de que cierre las puertas. Vestido con ropa de carrera
y una chaqueta encima, busco un asiento libre. Me siento en uno
que encuentro hacia el final y prácticamente en ese instante el
autobús se pone en marcha. Casi no se oye un suspiro, pero los
continuos giros de ciento ochenta grados de la carretera entre
peñascos nos impiden echar una cabezada. A pesar de la pericia
del conductor, tardamos cincuenta minutos en recorrer los
veinticuatro kilómetros que separan el pueblo de Zinal, al final del
glaciar donde mueren los valles, de Sierre, la ciudad de la llanura
del Valais, donde los viñedos, la industria, los castillos medievales y
el ruido de la autopista contrastan con los campos verdes salpicados
de diminutos pueblecitos y el silencio, tan solo interrumpido por los
ríos que descienden de las cumbres altas, nevadas. Cogí este
autobús por primera vez hace diez años. ¡Menudos nervios tenía!
Estaba tan emocionado y tan aterrado por el fracaso que no había
pegado ojo en toda la noche. Es curioso comprobar cómo el deporte
me ha cambiado la personalidad en este tiempo. Antes de
convertirme en la persona calmada que soy ahora, que afronta un
gran objetivo con sangre fría, era un manojo de nervios que se
pasaba los días de carrera a tres mil revoluciones.
Cuando tenía diecisiete años, se celebraron los campeonatos de
Europa de esquí de montaña en Andorra. Como estaba cerca de
casa y, para mi sorpresa, había sido campeón del mundo cadete el
año anterior, tenía ganas de intentarlo y notaba que todo el mundo
deseaba que lo hiciera. Me había preparado de manera minuciosa,
me había entrenado como nunca, e incluso algún día había salido
de Montellà con los esquís a la espalda, había ido hasta el valle de
la Llosa en bicicleta, y desde ahí caminando y con esquís, había
saltado a Andorra por el Montmalús para pisar Canillo y entrenar un
par de veces el recorrido vertical antes de volver a casa.
Llegó el día de la carrera y, sin haber pegado ojo, me fui a la
salida junto al resto del equipo con una hora de margen. Después
de calentar a un ritmo elevadísimo, ya estaba a punto para empezar.
Además, los corredores de aquella carrera vertical salían de uno en
uno, y por eso, más tarde, se me hizo imposible saber si iba lo
bastante rápido —no podía aplicar ninguna estrategia—, tenía que
darlo todo desde el principio hasta el final. La cola para salir se iba
haciendo más corta. Aunque ya me había quitado los cascos y no
oía ninguna de las diez canciones que había seleccionado para
motivarme, no conseguía enterarme de nada de lo que pasaba a mi
alrededor. Tan solo distinguía los pip-pip-pip que anunciaban, minuto
a minuto, el inicio del recorrido de los otros cadetes que tenía por
delante. El corazón me latía cada vez más rápido y, con cada pip, se
me encogía sobresaltado. Cuando el corredor que me precedía
aceleró a gran velocidad y me quedé solo ante la línea roja marcada
con espray sobre la nieve, me pareció que el corazón se me paraba.
Los latidos bajaron poco a poco de ritmo, pero con cada pulsación,
sentía como si explotara una bomba delante de mí. No sé qué me
dijo el árbitro, no lo entendí. ¡Pip! Miré hacia adelante por primera
vez, intentando estimar la velocidad a la que avanzaban mis rivales.
¡Pip! Hacía frío, pero me sudaban las manos, con cada latido mi
cuerpo temblaba. ¡Pip! La señal dio la salida y sentí que mis piernas
perdían toda su fuerza, temía caerme redondo allí mismo. Pero no.
Sin ser consciente, mis extremidades reaccionaron, sentí que los
músculos se me activaban y se contraían como siempre habían
hecho. Salí rápido. Muy rápido. Demasiado rápido. Hice un esprint
de mil metros donde me dejé la piel, pero la carrera tenía mil metros
de desnivel y, al cabo de poco, empecé a pagar el precio de la
estupidez de aquel esfuerzo innecesario. Por suerte, al final pude
recuperarme un poco y reparar los errores de aquella salida hecha
con demasiado ahínco, más guiada por los nervios que por el
cerebro, y que a punto estuvo de hacerme perder la carrera.
Ahora, en el autobús, me cuesta mantenerme despierto. Aunque
tengo ganas de competir, no queda ni rastro de los nervios y la
tensión de años atrás. Para despertarme un poco y empezar a
meterme en la carrera, le doy un repaso al recorrido, que me
conozco bien después de haber participado ocho veces.
Si tuviera que describir la carrera de montaña que no me
gustaría correr, seguramente diría que es una corta, con muy poca
bajada y mucho tramo de camino para correr, o pista amplia, y con
muchos kilómetros de plano. Sin piedras en el camino ni terreno
técnico, que pasa cerca de esas cimas que te llaman para que las
subas, pero solo están de decorado, porque has de correr por sus
faldas sin acercarte a las partes más altas. Si hay una carrera que
se mueva dentro de esos parámetros esa es Sierre-Zinal. Y,
curiosamente, la amo con locura.
Supongo que lo que me entusiasma de esa carrera es
precisamente esto. Se disputa en un terreno en el que no me siento
a gusto, donde sé que tengo que enfrentarme a mis puntos débiles
como corredor y luchar contra esas flaquezas para ganar. Es lo que,
para mí, le da sentido a la competición. Buscar la dificultad y
abrazarla. Y precisamente por eso, porque su recorrido es lo
contrario de lo que me gusta, la afronto como un reto que contiene
todos los ingredientes para despertarme fascinación. La
organización es perfecta, sublime, y acumula una larga historia. Los
mejores especialistas del mundo se reúnen cada año y forman una
mezcla extraña de corredores de montaña y de asfalto, skyrunners y
orientadores se juntan allí, en un terreno favorable para unos y
desfavorable para otros. Demasiado plana para aquellos que somos
felices en las crestas más altas. Demasiado empinada para aquellos
que corren los cuarenta y dos kilómetros por debajo de las dos
horas y diez minutos. Demasiado larga para los corredores de
montaña o los orientadores. Demasiado corta para los corredores de
fondo. Ya se vislumbra que, con esta variedad de estilos de los
participantes, se trata del escenario perfecto para el espectáculo, la
batalla y lo indeseable para cada uno de nosotros. Por eso tiene
todo el sentido que nos pongamos el dorsal.
En la línea de salida se respira esa mezcla de emoción alegre y
nerviosismo. Los hay sonrientes y los hay tensos por intentar ganar
unos centímetros y situarse cerca de la primera fila. A mí no me
gusta ponerme delante de todo, solo me coloco en primera fila si
preveo complicaciones en la salida, si se estrecha pronto o si pienso
que puedo caerme fácilmente. En general, prefiero situarme en
segunda o tercera fila. La gente sale demasiado rápido y es habitual
que te empujen o, en esquí de montaña, que, sin querer, alguien te
rompa un bastón o te quite una piel de foca del esquí. Además, en la
primera línea, la preocupación de los corredores es más intensa.
Parece que estés haciendo una actividad más relevante de lo que
en realidad es, y siempre está el periodista de turno que quiere que
poses con una mueca o digas alguna tontería.
Suena la bocina y comienza la estampida. Paso de la tercera a la
sexta o séptima fila, todos me adelantan esprintando a codazos.
Abro un poco los brazos y me creo un espacio para no perder el
equilibrio, cojo carrerilla y encuentro mi ritmo. Al cabo de cien
metros, la mayor parte de la cincuentena de corredores y corredoras
que tenía por delante ha bajado el ritmo estrepitosamente, los paso
por un lado de la carretera y alcanzo al grupo delantero.
Hemos recorrido poco más de un kilómetro y enfilamos un
camino empinado de tierra. Una decena de corredores, que ya nos
conocíamos de otras carreras, nos quedamos solos. Hay un par de
kenianos, dos colombianos, Petro Mamu de Uganda, Robbie
Simpson de Inglaterra y algún que otro europeo y norteamericano. A
mitad de la fuerte subida, Petro, que hace solo dos semanas había-
ganado el campeonato del mundo de carreras de montaña de la
Asociación Internacional de Federaciones de Alpinismo, la IAAF, por
sus siglas en inglés, empieza a hacer aceleraciones cortas e
intensas para romper el grupo. Tras un par de ataques, dejamos que
se vaya. «Queda mucha carrera todavía, y estos esfuerzos tan
pronto me pueden salir caros más adelante», pienso. Uno de los
kenianos, Geoffrey Ndungu, el especialista en carreras de montaña
que ha corrido maratones en dos horas y ocho minutos, y William
Rodríguez, un colombiano habitual de Sierre-Zinal, lo siguen.
Detrás, el esfuerzo es máximo, a cada paso, los gemelos acumulan
ácido láctico y los pulmones reclaman más espacio dentro del
pecho. El trío delantero se ha quedado a poco más de un minuto y
no gana más tiempo.
Al llegar a lo alto de la subida, comienza una larga pista forestal
más bien llana. Aquí es donde, normalmente, mis piernas cansadas
de corredor de montaña me hacen sentir como un caracol rodeado
de gacelas del asfalto, pero, para mi sorpresa, avanzamos
rápidamente todos juntos hasta que damos alcance a los tres
primeros atletas justo a la entrada de Chandolin, el ecuador de la
carrera. Dejamos atrás el pueblo y unos diez kilómetros de llaneo
por senderos y pistas nos conducirán hasta el punto más elevado de
la carrera, casi a dos mil quinientos metros, el Hotel Weisshorn.
Aquí es donde mis piernas me recuerdan que no soy un corredor
rápido en estos terrenos, sino más bien un tractor, y no puedo evitar
que los corredores de carretera empiecen a volar con zancadas
aéreas. Hago caso omiso a la sabia vocecita que me recomienda
bajar el ritmo para quedarme en la zona de confort, y sigo peleando
contra la pesadez de las piernas intentado alargar un poco cada
paso, intentado impulsar mis pies rápidamente. Durante uno o dos
minutos, lucho sabiendo que después del hotel toca un terreno más
favorable para mis condiciones, y, en la pequeña subida que hay
justo antes del punto más elevado de la carrera, adelanto a William
y a Petro, que parecen estar pagando los esfuerzos del inicio.
Paso por delante del Hotel Weisshorn, y tengo tres corredores
delante a un intervalo de un minuto. No hay tiempo para levantar la
cabeza, pero veo de reojo las siluetas de las montañas que nos
rodean. El paisaje es idílico, la típica postal suiza con cabañas de
madera en medio de campos de un verde intenso en los que pastan
las vacas por aquí y por allí. Reconozco la afilada cresta que une las
cimas del Zinalrothorn y el Ober Gaberhorn, y la pirámide perfecta
del Cervino que se insinúa por detrás. A la izquierda, la imponente
cara norte del Weisshorn, que da nombre al hotel, deslumbra todo el
valle, y a la derecha, la Dent Blanche le hace sombra. Intento no
perder la concentración recordando los buenos momentos vividos
en aquellas cumbres. «Eso sí que me gusta, ¡qué cojones pinto aquí
sufriendo para atrapar a esta panda de gacelas!». Mis piernas, en
cambio, sí lo tienen claro. Sigo corriendo, intentando acelerar y
ganar tiempo en cada paso. En el fondo sé que me encanta la com-
petición, ese juego estúpido y simple. Me concentro de nuevo,
porque ahora llega el tramo más favorable, de bajada, donde mi
técnica de corredor de montaña me da ventaja sobre los demás.
Poco a poco, las diferencias se van acortando y adelanto a
Geoffrey Ndungu, y después al colombiano José David Cardona, y,
finalmente, a tres kilómetros de la meta en el único tramo de bajada
pendiente de la carrera, paso al escocés Robbie Simpson, uno de
los jóvenes corredores británicos con más talento y proyección,
tanto en asfalto como en montaña.
A partir de ese punto, lo que sigue es una sensación conocida,
recorrer sin descanso, pero con seguridad, el terreno hasta la
llegada.
Hemos terminado. He recuperado la respiración y los primeros
clasificados nos hemos sacado fotos. Me dirijo al control antidopaje
y, de camino, me paro unas cuantas veces para posar en selfies y
firmar autógrafos.
—¡Enhorabuena! ¡Qué grande eres! —oigo que me dicen.
Es una mujer de unos cuarenta años. Como va vestida de corto y
aún suda, le pregunto qué tal le ha ido a ella.
—Bien, bueno, se me ha hecho muy dura. He tardado cinco
horas, el doble que tú, pero es que soy profesora y no puedo
entrenar mucho más. Solo salgo los fines de semana y alguna tarde
entre semana.
Después de felicitarla con sinceridad, continúo hacia el control y,
al cabo de pocos metros, vuelven a interceptarme.
—¡Eh, tío, buen trabajo! —me dice un chico que debe de tener
mi edad, con una barriga feliz insinuándose bajo su camiseta—. A
mí esto se me ha hecho demasiado largo. No había hecho deporte
en mi vida y el año pasado, mientras construíamos un chalet por
aquí arriba, un colega y yo vimos la carrera y me aposté que la
correría. Pero al kilómetro veinte ya no podía más y he terminado
caminando. Pero tú… ¡tú eres un extraterrestre, tío!
Finalmente logro llegar al edificio del control antidopaje, y
mientras me desplomo sobre la silla con una botella de agua para
empezar a beber y conseguir extraer de mi cuerpo deshidratado los
noventa mililitros que hacen falta para el control, me pongo a pensar
en las breves conversaciones del camino. Eran corredores
anónimos y, en cierto modo, lentos.
Para mí, correr es fácil, y hacerlo rápido, también. Ganar, en
cambio, ya es más difícil y exige muchísimas horas de
entrenamiento y cierto esfuerzo. Pero al cabo de los años, y sin
querer parecer arrogante, ganar también se ha convertido, para mí,
en algo relativamente fácil. Al final, no hago prácticamente nada
más en todo el día, y apenas pienso en otra cosa. Corro y gano
dinero. Hoy he ganado y me llevaré algunos miles de euros, y
gracias a las victorias, hay marcas que me quieren patrocinar. En
cambio, esa profesora y ese albañil nunca saldrán en los telediarios
ni firmarán ningún autógrafo. En el fondo, todo es una paradoja,
porque en realidad, sin corredores el mundo funcionaría igual de
bien, pero sin maestras que nos enseñaran a escribir y a contar y
albañiles que levantaran las paredes de las casas donde vivimos, la
vida sí que sería difícil.
Me siento mal conmigo mismo. Hoy he ganado dinero por hacer
una actividad inútil. He monopolizado la atención y la admiración de
niños y adultos, y todo lo que he hecho ha sido poner un pie delante
del otro un poco más deprisa que ellos. Acepto que correr,
interiormente, me lo da todo. Exteriormente, en cambio, asumo que
es una ocupación estéril.
«No puedes ser tan simplista, Kilian, venga».
No puedo pensar que el deporte no tiene ninguna función social.
Desde la época de los romanos ha servido para distraer a la gente.
En la era moderna y con la llegada del bienestar, ha promovido la
vida saludable, los hábitos alimentarios sanos y la práctica del
ejercicio, y ha marcado unas pautas que demuestran que el
esfuerzo y el trabajo disciplinado se premian. Pese a todo,
actualmente, el deporte parece estar volviendo a sus orígenes, al
espectáculo, al circo romano. Ahora, en la versión moderna, hay
millones de espectadores ante una pantalla viendo cómo unos
pocos deportistas realizan sus acrobacias mientras ellos las
celebran bebiendo cerveza o comiendo cualquier porquería de comi-
da rápida.
El deporte competitivo, además, está sobrevalorado y cada vez
saca más a la luz la parte oscura de las personas. La monetización
y la mitificación en la práctica deportiva han llevado a simplificarlo
con los atributos clásicos de un show y a jerarquizar sus resultados.
En el modelo olímpico, lo que cuenta es la posición, el podio, donde,
ya visualmente, el primero se sitúa por encima del segundo y del
tercero, y los tres ocultan la existencia de los demás atletas. La
gente solo recuerda los resultados, los vencedores. Los Estados,
por su parte, aprovechan los éxitos de sus deportistas para reforzar
los discursos nacionalistas, aunque los países sean decadentes. Así
como en el alpinismo el signo de conquista es plantar una bandera
en lo alto de una cumbre, en los campeonatos del mundo o en los
Juegos Olímpicos las insignias nacionales son herramientas de
propaganda.
Los atletas, por la parte que nos toca, hemos acabado
creyéndonos que si ganamos una carrera somos mejores que el que
ha quedado segundo, porque todo el mundo nos aplaude y nos
felicita, y eso nos ha permitido firmar contratos y vivir la ilusión de
una fama relativa. En este contexto, el deporte abandona su esencia
y se adentra en otro terreno, el de la obsesión por ganar, cueste lo
que cueste. Todo el mundo tiene su técnica, obviamente, pero está
bastante claro que la tentación de hacer trampas es elevada.
Siempre hay alguien que se salta las reglas del juego a fin de
aumentar sus posibilidades de conseguir la gloria, que, por
definición, es banal.
Los deportes que yo practico aún conservan, por suerte, un
sólido componente amateur. Se han librado de la mancha de la
época negra del dopaje de Estado o de los grandes equipos, cuando
se consideraba que la publicidad y la reputación eran mucho más
importantes que el rendimiento deportivo.
Si bien en el alpinismo se ensalzaba más la gloria y era habitual
el recurso a drogas como las anfetaminas y los corticoides, o el uso
de oxígeno, el trail running y el esquí de montaña eran deportes
minoritarios y marginales, y no tenían repercusión más allá de unos
medios de muy corto alcance. De alguna manera, esto fue lo que los
mantuvo a salvo. Con el boom que las carreras de montaña, los
ultratrails y, en menor medida, el esquí de montaña han
experimentado durante la primera década de este siglo, se ha
producido un cierto cambio, pues las redes sociales han pasado a
dictar lo que interesa, más que los medios tradicionales, y así los
deportes minoritarios se han hecho su hueco. El trail running ha sido
uno de los que lo han conseguido con más intensidad. Con esta
evolución, también se ha instaurado la mitificación de los
campeones, de las falsas sensaciones de gloria y poder de los
ganadores, y algunos han empezado a hacer trampa.
Unos meses después de disputar la Sierre-Zinal, la federación de
atletismo dictaminó una suspensión de medio año a Petro Mamu por
haber tomado un medicamento prohibido durante los campeonatos
del mundo, celebrados dos semanas antes de la carrera suiza. A mí
no me jode que pillen a alguien por dopaje porque piense que
debería haber ganado yo. Lo que me molesta mucho es que el
rendimiento que ha demostrado no es real, no sirve como base de
referencia, y es un mal ejemplo para la práctica deportiva.
Por eso hay que ser estricto y apoyar la lucha antidopaje. No
todo vale y lo que es verdaderamente importante es conocer nuestro
límite y nuestras limitaciones. Pero, tal vez, la mejor arma contra el
dopaje y las trampas sería desmitificar el deporte, eliminar los
podios. Los héroes no existen.
No todo es blanco o negro. Si bien es cierto que el olimpismo y el
sistema deportivo actual han deformado los valores de la
competición, también han ayudado a muchos a progresar. Se ha
invertido mucho dinero, y no solo han aparecido competidores de
primer nivel, sino que se han realizado grandes avances en el
estudio de la biomecánica y se han ideado métodos de
entrenamiento fabulosos. Los rocódromos han sido una herramienta
básica para sacar el máximo rendimiento de las técnicas de
escalada. Los circuitos técnicos en los que se ha convertido la
carrera denominada esprint han permitido entrenar los cambios de
poner y quitar pieles en el esquí de montaña. Las carreras verticales
en pistas de esquí preparadas han supuesto una mejora en el
método para hacer progresar la fisiología y la resistencia, algo que
no habría sido posible en la montaña, donde la técnica requerida
impide desplegar todo el potencial físico. Pero no deben confundirse
todas estas pruebas, interesantes para el rendimiento y necesarias
para la progresión, con la naturaleza última del deporte. Si un día,
cuando oigamos a alguien decir esquí de montaña, lo primero que
se nos viene a la cabeza es una carrera de tres minutos en un
circuito indoor, o cuando otro hable de trail running, nos imaginemos
a alguien dando vueltas por el parque de una gran ciudad con
obstáculos artificiales, significará que vamos fatal, que nos hemos
equivocado de camino. Pero, en fin, si el deporte que inicialmente se
disputaba corriendo de un punto a otro ahora ya lo concebimos
indefectiblemente con unos atletas dando vueltas dentro de un
estadio con una iluminación espectacular, yo no me haría
demasiadas ilusiones.
Quiero que quede claro que, para mí, es un discurso muy fácil de
sostener. O para nosotros, la mayoría de los occidentales. Está
claro, tenemos la suerte de poder practicar un deporte simplemente
por el placer que nos proporciona esta actividad, y los que
competimos lo hacemos en gran parte por alimentar nuestro ego. En
cambio, hay muchos lugares del planeta donde el deporte no es el
objetivo final, sino un medio para ganar dinero y vivir. En esos
países, donde la vida no es fácil, la competición se convierte en una
vía de supervivencia. El objetivo de la fama, si un día llega, es más
bien comprar una granja para que la familia trabaje que satisfacer la
vanidad propia. Pero tampoco nos engañemos: la gloria es tan
golosa, y el dinero tan apetitoso, que en todo el mundo la gente
puede llegar a perder de vista por qué corre.
En mi caso, no me duele confesar que gano bastante dinero por
competir, pero también me gasto un montón para poder hacerlo. He
nacido en Europa, sí, he tenido la suerte de practicar deporte por
placer, y no he tenido que verlo nunca como una forma de ganarme
la vida, aunque mentiría si dijera que no ha sido un aliciente. Aún
más si recuerdo que cuando era adolescente y empezaba mi carrera
iba bastante pelado. Pero en el fondo, sabía que, si no me salía
bien, podría ganarme la vida de alguna manera u otra, o seguir
estudiando y emprender la trayectoria que más me interesara.
Vamos, que vivimos en el primer mundo.
Todo esto es lo que siempre ha hecho que me considerara un
amateur. Es un galicismo que, a su vez, viene del latín amator, que
significa ‘aquel que ama’. Y sin duda estoy enamorado de los
deportes que practico. Si hoy soy un profesional, para mí, la
profesionalidad no es tanto el hecho de competir y conseguir buenos
resultados, sino más bien la actividad que consiste en participar en
actos, películas o sesiones de fotos, impartir conferencias o ayudar
a crear materiales y equipos con marcas deportivas.
Siempre me he preguntado a qué me habría dedicado si no hubiese
escogido el deporte como forma de vida. La verdad es que no tengo
ni la menor idea. Me imagino que la competición ha desempeñado
una función importante en mi vida por diferentes motivos.
Crecí en un ambiente rural, bastante despoblado, y empecé a
educarme en una escuela donde los padres y los profes eran
bastante hippies. Fui al instituto en una ciudad pequeña, aunque lo
bastante grande como para que los estereotipos sociales estuviesen
más marcados y la diferencia menos aceptada. Hasta entonces no
supe que era un niño tímido, muy introvertido, que apenas entendía
a los demás niños, y, a su vez, ellos tampoco me entendían a mí.
Aprendí el contraste entre lo que se consideraba normal y lo que se
veía como no normal. Yo pertenecía al segundo grupo. La única
inquietud que demostraba ante los demás era mi pasión por los
deportes de montaña. Por eso, a mi alrededor, la canción con la que
los demás alumnos me recibían cuando pasaba a su lado triunfó
rápidamente: «Ñiñiñí, saltando por las montañas y atravesando
valles, Kilian ya está aquí, la-la-la-la-laaaa». La melodía era la de
una serie que, por lo visto, triunfaba en la tele aquellos años.
Supongo que empecé a competir por la necesidad de
reconocimiento y de encontrarme a mí mismo en la adolescencia.
Debía de intentar situarme en el mapa, para saber quién era yo, y
para que también lo supieran los demás. Como ya desde pequeño
no me gustaba nada perder, la timidez no supuso ningún obstáculo,
fue más bien una ventaja para luchar, si hacía falta, echando el
hígado por la boca. Era mi forma de decir: «¡Eh, que estoy aquí!
¡Este soy yo!».
Los primeros años, las victorias me llegaron por sorpresa y me
reportaron una satisfacción interior, porque nadie esperaba nada de
mí y me divertía intentando competir en tal o cual carrera. Casi sin
darme cuenta, empezaron a invitarme a pruebas, y me pedían que
progresara. Ya no era un juego. Por suerte, aunque tanto mi madre,
que me acompañaba a todos lados, como mis entrenadores se
alegraban cuando ganaba una carrera, no le daban prácticamente
importancia a los resultados ni me creaban expectativas. Creo que
su actitud me salvó.
Pasada la adolescencia, la necesidad de reconocimiento
desapareció. Podría haber dejado de competir, porque notaba la
aversión a los podios, a la jerarquía impuesta por los resultados, a la
mitificación… Pero cuando ganas con cierta facilidad, es difícil
dejarlo. Dicho con sinceridad: cada victoria te alimenta la euforia, te
sientes fuerte y querido. ¿Quién, pudiendo elegir la euforia, se
contenta con la felicidad?
Al final, cuando bajo de la cresta de la ola de los sentimientos,
puedo visualizar lo que me aporta realmente la competición: siempre
me cuestiona, me hace dudar de mis capacidades, interrogarme
sobre el momento de forma. Nunca sé si soy lo bastante duro
entrenando o si me dejo ir, y, como quiero ser la mejor versión de mí
mismo, busco y analizo cada pequeño detalle para progresar, para
explorar el límite. Y si tienes otros competidores afamados
esperándote, es más fácil motivarse para entrenar duro. Lo que
realmente me incentiva es intentar ganar carreras en las que la
incertidumbre del resultado sea lo más elevada posible.
Sí, me gusta ganar, no cabe duda, pero también me gusta
perder. Me gusta convivir con corredores nuevos más motivados
que yo, mejor entrenados y con más ganas de comerse el mundo.
Competir a su lado me carga las pilas, me motiva a aprender de
ellos para, si puedo, darles guerra cuando me los encuentre.
Entonces, la competición se convierte en parte en una check list con
la que compruebo si soy capaz de mantener el nivel que me exijo y
si el entrenamiento o los cambios que introduzco dan el fruto que
espero. Aparte de eso, ¿alguien sabe si existe mejor manera de
entrenarse a alta intensidad que participando en un campeonato del
mundo, o disputando el UTMB o la Sierre-Zinal?
E E

En Europa llegan las lluvias, los días se acortan y se visten de gris.


Mientras tanto, en el Himalaya, las nubes se despiden de las cimas
con el corazón en un puño y el sol se instala para quedarse. El
otoño es una temporada preciosa en Nepal. Si cargas una mochila
pequeña con las cuatro cosas básicas que necesitas, puedes correr
de valle en valle, dormir y comer en los pueblos, y subir cimas cada
día.
Aquel otoño de 2016 lo pasé en casa. Nos fuimos del Tíbet a
principios de septiembre. Después de un par de carreras para
preguntarle al cuerpo si aún funcionaba tras un mes de expedición,
el otoño me acogió. Son los meses grises del norte, la época en que
las personas se encierran dentro de casa a esperar. Afuera llueve y
nieva. La oscuridad se alarga y las noches se hacen cortas cuando
sales a subir montañas. Es la época en la que, para mí, comienza y
acaba el año, cuando reflexiono y analizo la temporada. ¿Qué
hago? Entrenar, entrenar y entrenar. La rutina del trabajo duro y
sencillo, que se rompe el resto del año, siempre de carrera en
carrera o de montaña en montaña.
Al volver del Everest, como cada vez que termino cualquier
actividad, las reacciones de la gente fueron variadas. Las hubo de
incomprensión y rechazo, porque siempre hay quien te rechaza y no
te comprende, ya sea por la incapacidad de entender lo que hago, o
por asociarlo a la mentira, el dopaje y la trampa. También las hubo
de admiración; a pesar de que la gente no interprete del todo bien lo
que he hecho, se deja impresionar por nombres como Everest y por
las cifras, algo que todo el mundo es capaz de entender y comparar,
aunque no sepa con qué. Por otro lado, estaban los indiferentes,
quizás los más sensatos, y, por último, los que pertenecían a una
pequeña minoría que sí lo entiende y elabora unas teorías de lo más
frikis para motivarse o afrontar sus proyectos con una nueva
perspectiva. Vamos, que el mundo es variado.
Cuando has estado bastante solo y te reincorporas a la vida en
sociedad, la adaptación no es fácil. En mi caso, me toca volver a ser
Kilian Jornet, no la persona, sino el nombre, el personaje. La vida en
la que la gente me reconoce me asusta, me inspira un pánico difícil
de explicar. Mi yo más asocial había vivido muy cómodamente y
ahora me daba mucha pereza retomar las servidumbres
comunitarias.
Aún en el campo base, cuando estas ideas empezaron a
inquietarme, mientras recogíamos las tiendas y empaquetábamos el
material para irnos, se me ocurrió una idea:
—Eh, Seb, oye. ¿Qué opinas si enviamos un mensaje
anunciando que me he muerto? Seguro que correría por Twitter
como la pólvora y se convertiría en la verdad. Después, les decimos
a Emelie, a mis padres y a mi hermana que es mentira, que lo he
dicho para recuperar la libertad y el anonimato.
Aunque a mí me parecía una idea genial, Seb no compartió mi
entusiasmo.
—Hombre, a lo mejor no hace falta ser tan bestia, ¿no? No sé si
has pensado que, sin querer, harías daño a mucha gente.
—¡A tomar por culo la gente! —salté enseguida. Lo rumié un
poco y al cabo de un rato, zanjé la conversación, pero no con-
vencido del todo— Bueno, vale, de acuerdo, quizás aún no es el
momento…
Continué, cabizbajo, recogiendo las últimas cosas que quedaban
desperdigadas por el campamento, mentalizándome de que al cabo
de poco tendría que volver a acostumbrarme a estar rodeado de
gente pululando por ahí. Sí, tienes razón, voy a ser un viejo
insoportable. Si a los treinta ya soy así, seguro que dentro de unos
años seré uno de esos abuelos que cuando pasa un desconocido
por delante de su ventana, descorren un pelín la cortina para
asomar un ojo desconfiado, o cuando un amigo llama a su puerta,
se quedan quietos esperando a que se piense que no están. Buf,
qué miedo, ¡no habrá quien me aguante!
Del mismo modo que cuando termino una carrera me hacen falta
unos segundos o unos minutos para recuperarme, después de una
actividad intensa necesito un tiempo para digerirlo y sedimentarlo.
Pero la gente y los medios de comunicación no tienen paciencia.
Quieren saber de inmediato lo que has vivido, lo que has sentido.
«¡Si ni yo mismo sé todavía lo que he vivido y sentido!». Cuando me
abordan y me hacen preguntas, la verdad es que me sabe mal, pero
a veces solo me sale una gilipollez que pretende ser graciosa, o
alguna respuesta insulsa y automática, carente por completo de
interés, que incluso puede parecer despectiva. Siento como si me
metieran los dedos en la garganta para hacérmelo vomitar antes de
haber tenido tiempo de digerirlo.
Y, precisamente, lo que más me gusta de las expediciones es
que puedo desconectar del mundo, de todo y de todos, que puedo
vincularme solo a las personas que quiero y a la montaña, sin llevar
clavado en la nuca ningún par de ojos que vigile y analice cada una
de mis palabras o movimientos. Por eso, cuando ingreso de nuevo
en el mundo real, necesito un tiempo de adaptación, de
aclimatación.
Se me ocurrió otra idea genial: les conté a Emelie y a mi agente
que quería desaparecer. Aunque no fingieron sorpresa cuando se lo
comenté, lo encajaron con escepticismo, y me dijeron que mi
función consistía en motivar a los demás para que hicieran deporte,
conocieran la naturaleza… En fin, dejémoslo estar.
Yo no he escogido ser admirado. De hecho, hay momentos en
los que me produce repulsión. Nunca he querido ser un modelo para
nadie, lo siento, no es algo que yo haya elegido. Y al mismo tiempo,
no quiero tener que hacer o dejar de hacer algo por alguien nunca.
Las hojas de los árboles planeaban desde las ramas hasta el suelo,
la nieve pasaba la brocha por la montaña. Volví a acostumbrarme,
poco a poco, a la gente, y, refugiado en Noruega, recuperé los
sueños de las montañas, esas que solo tú puedes comprender,
porque en ellas no buscas dificultades, alturas o estética, sino que te
buscas a ti mismo. Cada montaña tiene la forma de quien desea
escalarla, el ascenso en solitario no es el que se siente con las
manos en la roca, sino el que late en el interior cuando el cuerpo
lucha afuera. Lejos del ruido, donde una cima solo es un punto
geográfico, vivimos una vida entera, porque cada montaña subida,
cada amigo perdido y cada ascenso abortado nos deja una cicatriz
impresa en la piel.
Quizás la vejez sea eso: un cuerpo sin espacio para ninguna
cicatriz más. ¿Será entonces cuando podré subir montañas con la
auténtica libertad de la madurez? ¿Cuando haya entendido que el
amor es la renuncia a la libertad, y que la libertad es la aceptación
del amor sin condiciones? Será entonces cuando el cuerpo no
seguirá el paso que le ordene la mente, cuando las cicatrices
añorarán un cuerpo joven. Quiero ser un niño de ochenta años, que
siente la urgencia del momento sin la necesidad de crear futuro.
Quiero vivir cada etapa del amor a la montaña con toda la locura,
con los ojos brillando y el corazón latiendo salvaje, sin control, con
las piernas temblando solo de subir cimas. Hasta que, en la vejez
definitiva, se me apague el cuerpo.
C 4
Compañeros de sueños

Corría el verano de 1938. Anderl Heckmair, Fritz Kasparek, Ludwig


Vörg y Heinrich Harrer llegaban a la cima del Eiger, en el Oberland
suizo, tras escalar la cara norte por primera vez en la historia. De
esta forma, quedaba resuelto el último de los retos alpinos, tal como
escribiría Heckmair en su libro Los tres últimos problemas de los
Alpes. Los otros dos se habían superado durante aquella misma
década y, como el Eiger, también tenían forma de hielo y roca: eran
las caras norte del Cervino y las Grandes Jorasses. El primero lo
consiguieron los hermanos Schmid en el año 1931 y el segundo,
Martin Meier y Rudolf Peters tres años después. El pionero en
ascender las tres caras norte fue el gran alpinista y guía francés
Gaston Rebuffat, entre los años 1945 y 1952. Más adelante, se
escalaron en invernal, en solitario, a gran velocidad y encadenando
las tres en pocas horas.
Hoy en día, escalar esas paredes no supone ninguna proeza y
se han culminado con las más diversas combinaciones. Con todo,
esas caras frías y de roca de dudosa calidad siguen haciendo soñar
a miles de alpinistas año tras año. A veces me pregunto qué les
hace fantasear con ellas y he llegado a la conclusión de que,
cuando te mueves por esta geografía y te imaginas en la cumbre del
Eiger, no solo sientes la atracción de la inmensa pared negra, sino
toda la historia que acumula, la memoria y la fascinación de cuanto
has escuchado o leído. No solo superas paredes de hielo y roca,
sino que, en tu interior, te acompaña la experiencia de Heckmair.
Ves escalando a Reinhold Messner y a Peter Habeler, subiéndola en
solo diez horas y revolucionando con esta gesta el alpinismo en los
Alpes. Y recuerdas muchas peripecias más que te han hecho soñar
desde que eras niño. En realidad, no sabes si subes las montañas
por su belleza, o si te parecen extraordinarias por lo que
representan para ti, siempre tamizadas por todo lo que te han
contado o has leído.
En la liturgia del alpinismo, pocas paredes han gozado de tanto
predicamento como las tres alpinas que dejaron de ser un problema
en la década de 1930. A pesar de que cuando aún era un niño ya
me había imaginado cómo sería escalarlas, no había terminado de
decidirme a transcribir en una libreta lo que significaba cumplir este
sueño. Hasta que un día, por casualidad, me crucé con Simón en el
Mont Blanc.
Simón
Chamonix es la única ciudad del mundo donde puedes pasear
tranquilamente por la calle sin sentirte extravagante a mediados de
agosto, cuando el termómetro marca treinta grados, con botas de
esquí y un gore-tex. Hasta he llegado a pensar que tiene que haber
gente que va a la oficia a trabajar en vaqueros y camiseta y,
después de cenar, se calza las botas de montaña y se enrosca una
cuerda al cuello de atrezo para ir a tomar unas cervezas al bar.
Cuando subes por la autopista, lo primero que ves nada más
llegar es un cartel que reza «Chamonix Mont Blanc», con una
segunda línea debajo que anuncia «la capitale mondiale de
l’alpinisme». También se la conoce con otros apelativos, como el del
alpinista norteamericano Mark Twight, que la llamaba la capital
mundial de los muertos. O también podríamos apodarla la capital
mundial del ego por metro cuadrado, porque la ciudad acoge, con
carácter permanente o en temporadas más o menos largas, a los
mejores especialistas de todas las disciplinas que tienen la montaña
por escenario. Desde el ciclismo de descenso hasta el alpinismo, sin
olvidar el salto base, el paracaidismo, el trail running, la escalada en
hielo, el esquí extremo y un largo etcétera.
Chamonix fue el punto de partida del primer ascenso al Mont
Blanc en el año 1786, proeza de la que nació el alpinismo. Fue,
también, la villa en la que surgió por primera vez la profesión de
guía de alta montaña. Con el tiempo, Chamonix se ha adaptado
para facilitar la práctica de todas las disciplinas de montaña
imaginables. En el centro de la ciudad, se han construido accesos
con telesillas, telecabinas y refugios para poder plantarse en tan
solo unos minutos en cualquier pared de roca, nieve o hielo, o en
zonas para salir volando en todas las direcciones posibles. Se ha
creado un sistema de acceso a la información meteorológica y
topográfica de las vías único en el mundo, y el servicio de rescates
es impecable.
Evidentemente, todo esto ha convertido a Chamonix en la gran
universidad mundial de los deportes de montaña, y la ciudad atrae a
una cantidad inimaginable de personas dispuestas a practicar
alguna actividad al más alto nivel posible, las veinticuatro horas al
día, los siete días de la semana. Aquí, las actividades deportivas
excepcionales son el pan de cada día, lo que crea una mezcla de
creatividad, egos desmesurados y cementerios llenos de soñadores.
Y entre estos grandes egos estaba el mío, instalado desde hacía
años en un valle donde los apellidos Charlet o Terray eran más
famosos que el de Kennedy en Estados Unidos, donde la jerarquía
social se medía por la dificultad de las vías que habías escalado y la
distinguida élite era reconocible por llevar a todas horas una chapa
plateada prendida en el gore-tex o en la visera de la gorra los días
más calurosos, cuando era aceptable dejar la chaqueta en casa.
Basta con decir que unos osados contrarrevolucionarios
colgaron, amparados por la oscuridad de la noche, unos grandes
carteles reivindicativos en las paredes de algunos monumentos de
la ciudad que decían: «¿Qué diferencia hay entre Dios y un guía de
montaña? Que Dios no es guía». En fin, bromas aparte, el valle de
Chamonix es un microcosmos único y cerrado en sí mismo, como la
mayoría de los individuos que vivíamos en aquel lugar.
En este mundo paralelo de los elegidos, donde los problemas
reales del valle, como la enorme contaminación, quedaban
escondidos bajo la alfombra del circo de actividades y récords
diarios, yo me había instalado y me había hecho un hueco, aunque
alejado del centro de la localidad y de la vida social. En los casi diez
años que viví allí, puedo contar con los dedos de una mano los
amigos que hice, y, tal vez, solo necesitaría algún dedo más para
hacer el recuento de los días que salí a la montaña acompañado. En
cualquier caso, me sentía con ganas y espacio para progresar en
aquella especie de paraíso entre montañas.
Estábamos a finales de junio, los días eran largos y parecía que
el anticiclón que nos acompañaba desde hacía semanas estaba a
gusto y no tenía intención de marcharse. Como agradecimiento, yo
me pasaba más tiempo por encima de los cuatro mil que en casa. Y,
como es lógico, coincidía con cientos de alpinistas cada día, y, por
descontado, con los inefables guías que acompañaban a sus
clientes a conquistar su sueño. Como ya llevaba años viviendo allí,
empezaban a quedar lejos las hostilidades que me había
encontrado al principio cuando, al subir al Mont Blanc corriendo o
escalando alguna de las aristas del Bassin du Tour, me miraban
desdeñosos de arriba abajo e incluso había oído algún insulto por mi
manera de subir sus montañas.
Uno de los guías con quienes me topaba a menudo era Simón
Elías. Era de La Rioja y llevaba años afincado en el valle, donde
alternaba las temporadas de vorágine turística, que aprovechaba
para trabajar, con los meses en que Chamonix se convertía en una
ciudad fantasma, cuando huía a macizos remotos e intentaba abrir
nuevas rutas de escalada. Por ejemplo, la cara norte del Meru, en el
Himalaya, o la cara oeste del Cerro Torre en la Patagonia. Hacía
tiempo que lo conocía y no solo por haber leído en las revistas los
merecidos reconocimientos que cosechaba. Coincidí con él tras
participar en mi primera Pierra Menta, aún en la categoría júnior,
cuando fui a pasar cuatro días con los demás miembros del Centro
de Tecnificación Nacional en Chamonix para aprender cuatro
conceptos básicos de seguridad, tales como cómo actuar cuando un
compañero se cae en una grieta, o cómo encordarte para esquiar en
un glaciar. Allí estábamos una decena de adolescentes excitados,
algunos con la vanidad aún exaltada tras apearnos de los podios de
la Pierra Menta. Ya se sabe, la endorfina de la adolescencia…
Quiso el azar que Simón fuese nuestro guía y formador. El
primer día, subimos en teleférico hasta la Aiguille du Midi, a tres mil
ochocientos metros. Para empezar, un error: no habernos obligado a
ir a pie, porque, como mínimo, el cansancio nos habría hecho llegar
con un poco de ácido láctico en las piernas y con un nivel más bajo
de endorfinas. Salimos de la cabina como si fuéramos leones
afamados que acabaran de avistar una manada de gacelas heridas.
Ya en la nieve, mientras nos poníamos los esquís, Simón intentaba
explicarnos con toda su buena voluntad los conceptos clave para
esquiar en un glaciar. Pero nosotros, que nos creíamos unos sabios,
ni lo escuchábamos. Solo esperábamos ansiosos a que nos diera la
señal para empezar a bajar y a competir entre nosotros por ver
quién llegaba primero abajo.
En cuanto Simón dio la orden, se produjo la estampida. Todos
los tíos tiramos ladera abajo en línea recta, con el cuerpo echado
hacia atrás para mantener el equilibrio y sentir la nieve desfilando a
pocos centímetros del culo. Y sí, nos pasamos por el arco del triunfo
todas las normas de seguridad que el instructor nos había explicado
hacía apenas unos minutos. Bajamos por el glaciar de la Vallée
Blanche sin efectuar ningún giro —muy bien, todos en paralelo—,
encomendándonos a los dioses cada vez que se acercaba una
grieta y, en lugar de frenar, intentando coger más velocidad para
saltarla por encima, vigilando de reojo al compañero, esperando que
se cortase, frenase y se quedase rezagado. Y mientras tanto,
Simón, ojiplático, contemplaba aterrado aquel penoso espectáculo y
nos seguía desde la distancia, pidiéndonos a gritos que dejáramos
de hacer el imbécil.
No habíamos vuelto a coincidir hasta que me fui a vivir a Chamonix.
Entonces coincidíamos a menudo en la montaña, y no es que
habláramos mucho, pero sí teníamos ganas de planear alguna
actividad que supusiera un reto para ambos: para Simón, por la
resistencia y la velocidad, y para mí, por la dificultad técnica. Pero el
interés que demostrábamos allá arriba se esfumaba en cuanto
bajábamos al valle, donde cada uno se topaba con la realidad de
unas agendas cargadas, y los días pasaban sin que encontráramos
ni uno solo libre para compartirlo.
Aquel lunes de finales de junio, Vivian Bruchez, Seb Montaz y yo
habíamos esquiado por un nuevo itinerario en la cara oeste del Mont
Maudit. Cuando volvimos al coche, hacia el mediodía, vi que Simón
me había enviado un mensaje al móvil que decía: «Ey, tío, ¿te
apetece que hagamos las Grandes Jorasses el jueves?». Consulté
la agenda, al día siguiente, martes, tenía una sesión de fotos para
un patrocinador, el miércoles había quedado con Karl Egloff para
una salida, y el viernes por la tarde competía en el kilómetro vertical
de Chamonix. El jueves, sin embargo, no tenía nada y le contesté
rápidamente que adelante. La idea de Simón era muy sencilla: subir
una montaña como se hacía antes. Es decir, salir de Chamonix y
llegar corriendo y caminando al pie de una pared que ninguno de los
dos conocíamos, escalar una ruta técnica —la Colton-McIntyre—
hasta la cima y bajar por la otra cara hasta Courmayeur.
Simón y yo somos dos polos opuestos: él fuma y bebe, yo no he
fumado en mi vida y el alcohol no me llama lo más mínimo; a él le
gusta el ambiente de las ciudades y a mí la acumulación humana
me da pánico; a él le apasiona el alpinismo de dificultad y a mí el de
movimiento; él se lo pasa bien llevando cada día a personas a la
montaña y yo soy un fanático de la soledad; él cree que el deporte
es una lacra y yo no puedo vivir sin entrenar. Pese a las diferencias
entre nuestros estilos de vida, compartíamos una gran pasión
común, la montaña; en ella habíamos hallado un rincón donde
coincidíamos y lo encarábamos con la ilusión de los niños que
estrenan un juguete nuevo.
El miércoles, después de cenar, habíamos quedado en el
aparcamiento de Montenvers para escoger el material que
llevaríamos. Con las mochilas cargadas y guiados por la luz que
desprendían los frontales, comenzamos a subir caminando por los
senderos del bosque al que yo iba a correr habitualmente. Tras
abandonar la protección de los árboles, un espectáculo magnífico se
abrió ante nosotros: la luz de las estrellas, en aquella noche clara,
brillaba e iluminaba las caras de las cimas que nos rodeaban. Las
Grandes Jorasses nos esperaban, cubiertas de una película de un
intenso color blanco, resplandeciente. ¿Era la señal de que la nieve
estaba dura y podríamos subir con rapidez y seguridad o se trataba
de un polvillo de nieve fresca e inconsistente que apenas cubría las
piedras? Con esta duda incorporada, avanzamos por la Mer de
Glace, un nevero antaño kilométrico que ha ido perdiendo cientos de
metros cúbicos al año y ahora va vestido con un nombre que le
queda grande, porque más bien se podría hablar de lengua o
estanque de hielo. En uno de los arroyos que atraviesan el nevero,
aprovechamos para abastecernos de agua, un litro Simón y medio
yo. Debería de bastarnos para llegar al otro lado de la montaña.
Al llegar al pie de la pared, la sombra de los mil doscientos
metros de roca nos envolvía con una negrura intensa. En plena
noche, en un lugar como aquel, la sensación de pequeñez e
insignificancia se intensificaba aún más. Perdimos unas horas
subiendo y bajando por el zócalo de la pared, sembrado de
espolones y canales, buscando la vía por la que queríamos subir. Al
fin, justo cuando empezaba a clarear, dimos con las pendientes de
hielo azul que nos permitieron emprender la ascensión a buen ritmo
hasta el primer tercio de la pared. Cuando el día se hubo levantado,
un aire frío nos despegó el sueño de los ojos y nos recordó, de
golpe, que estábamos en pleno medio de una cara norte. Con el
inicio de las dificultades, la escalada era mucho más estática,
porque empezábamos a asegurarnos, y el frío intenso se nos calaba
en los huesos. Mientras tanto, nos imaginábamos a los corredores
en tirantes al fondo del valle y a los escaladores sofocados de calor
en las paredes soleadas.
—Joder, Simón, mira que ayer estábamos bien… Con el calorcito
del sol, por encima de los cuatro mil metros, todo el día escalando
en camiseta y con aquellas vistas… ¿Por qué carajo siempre
tenemos que ir a buscar el frío? —refunfuñé con sorna.
—Sí, puede que en el sur estaríamos poniéndonos morenos y
guapos, y aquí estamos venga a temblar de frío y de miedo. Pero
míralo de otra manera: si este tiempo nos refresca el cuerpo,
¡imagínate cómo debe de refrescarnos el alma!
Simón tenía el don de la palabra, de la respuesta escueta y
certera, ese que te convierte, si lo tienes, en el rey de las cenas de
amigos. Hacía relativamente poco que había leído su libro,
Alpinismo bisexual, una colección de escritos y relatos punzante y
divertida, aunque puedo afirmar con total sinceridad que lo que me
llamó la atención en el aparador de la librería fue la cubierta. Era
una fotografía casera, en la que aparece él mismo, escuchimizado,
con las piernas peludas y una barba y unas greñas que le tapaban
la cara, completamente desnudo, a excepción de un tanga negro y
unas botas de alpinismo, posando a lo actor porno de los ochenta. Y
todo esto, por el amor de Dios, en medio de un glaciar en la
Patagonia, con todo el material de escalada y la comida de lo que
parece un vivac desperdigada a su alrededor. Dinamita pura, muy
kitsch.
Contempla todo lo que hace con las gafas de la sátira puestas y
cuenta que su trabajo de guía de alta montaña es muy particular,
porque consiste en poner a la gente en peligro para salvarla
después. Yendo con él entiendo su pasión por lo que hace, la
manera en la que consigue, sin apenas mediar explicaciones,
transmitir lo que siente en cada momento mientras escala. Y cómo
mantiene el auténtico espíritu montañero, explicándoles a sus
clientes que lo importante no es escalar la cima, sino lo que se ha
vivido por el camino, independientemente de haber conseguido el
objetivo.
Hablando de su libro, me comenta que es una «oda al fracaso»,
porque «en el alpinismo abundan los relatos heroicos, acerca de
ascensos épicos que desafían la vida y la muerte para conseguir
una cumbre, pero todos sabemos que, en realidad, el noventa y
nueve por ciento de las veces, ni se consigue la cumbre, ni hay
heroísmo, porque el alpinismo no tiene nada que ver con eso, es
bisexual, consiste en optimizar todos los recursos de los que
disponemos, y, normalmente, en acabar sin pisar la cima, pero eso
no significa que sea un fracaso, sino todo lo contrario».
Continuamos la subida y las palabras que intercambiamos son
sucintas. Si nos aseguramos, intercambiamos algún comentario
esporádico sobre la belleza o la dificultad del tramo que acabamos
de hacer, y, sin más, nos pasamos el material el uno al otro y nos
alejamos. Cuando escalamos con la cuerda tensa, avanzando a la
par, separados por sesenta metros de cuerda, nos comunicamos a
través del hilo que nos une. Si la cuerda se detiene, quiere decir que
el tramo es difícil; si retrocede, que no es el camino correcto; si
avanza lentamente, que estamos cansados; si pega tirones, o bien
hemos llegado a algún sitio, o bien tenemos que ir más despacio.
Escalar con Simón es cómodo. Aunque queremos avanzar con
continuidad, sin perder tiempo, no duda en buscar el mejor
emplazamiento para cada protección, y cuando oigo que resopla
porque no encuentra la ruta, enseguida le viene a la mente la
solución para continuar hacia adelante con calma y sin perder la
sonrisa.
Diez horas después de haber empezado a escalar, el sol nos
roza la cara cuando salimos a la cima y tenemos que desabrigarnos
a toda prisa por el calor que nos llega desde el sur. ¡Ya habríamos
querido un poquito para fundir la pequeña capa de nieve que nos ha
escondido la vía y nos ha complicado la escalada durante toda la
mañana!
De pronto, con el calor y la relajación del cuerpo, que sabe que
se han terminado las grandes dificultades, lo primero que se afloja
es el estómago. «¡Ay, qué dolor de tripa!». Nos miramos y, a
sabiendas de que no hay nadie a bastantes kilómetros, nos bajamos
los pantalones y evacuamos con solidez las dudas que nos han
acompañado durante la noche y la madrugada.
—¿Alguna vez has cagado en un váter con mejores vistas? —
me pregunta.
Y a los dos nos da la risa, contemplando los Alpes desde lo alto.
El verano siguió su curso y, como pasa siempre, después de las
veintitrés horas que duró la actividad que compartimos, cada uno
volvió a coger su agenda y fue tachando compromisos a medida que
los iba cumpliendo. Y no encontramos ni un hueco en una sola
página para materializar cualquiera de las salidas que habíamos
planeado mientras bajábamos hacia Courmayeur olisqueando el
rastro de las pizzas que nos aguardaban.
Al día siguiente, Simón volvió a ponerse el uniforme de guía de
montaña y, con la misma serenidad y paciencia de siempre, siguió
impartiendo las clases de amor a las montañas a los cientos de
clientes deseosos de ascender cumbres como el Mont Blanc. Todos
volvían a casa con tanta sabiduría acumulada que terminaban por
saber que la cima que perseguían no había sido lo más importante.
Puede que los guías como Simón sí que tengan algo de Dios, pues
son capaces de iluminar a los demás a través del amor a la
montaña, y de iniciarlos en este camino de sacrificios y
satisfacciones.
Yo, por mi parte, al día siguiente de haber compartido una
verdadera experiencia magistral con Simón, me puse un dorsal y
continué con mi procesión veraniega habitual.
Ueli
Estoy perdido por las estrechas callejuelas de Ringgenberg, un
pueblecito cerca de Interlaken. Esta localidad suiza mantiene aún el
encanto rural y la fragancia de la naturaleza. Se diferencia de las
aldeas y estaciones vecinas de Francia porque no se ha masificado
y sus habitantes no han masacrado la arquitectura. Todas las calles
están adoquinadas y las viviendas se construyen con troncos
orondos y pulidos. Las casas tienen, como mucho, dos pisos de
altura, y en todas las ventanas y balcones hay jardineras con flores
de todos los colores, sin ningún pétalo mustio que desentone. De la
fuente de la plaza central mana agua en abundancia y los viejos se
sientan en los bancos a pasar la tarde y parlotear.
He pasado dos veces por delante de la fuente y no he
encontrado la casa que busco. Al final, he parado el coche y he
bajado la ventanilla para preguntarle a uno de los ancianos: «Sorry,
do you know where is Ueli Steck house?». No termino de entender
su respuesta en la variante suiza del alemán, pero interpreto lo que
quiere decirme por los gestos que hace, suficiente para quedarme
satisfecho.
Llego a la entrada de la casa de Ueli, llamo y él sale para
indicarme dónde aparcar el coche. Nos metemos en harina y diez
minutos nos bastan para preparar todo el material que necesitamos
para subir la cara norte del Eiger al día siguiente por la mañana. Al
acabar, un plato de pasta con queso parmesano para cenar.
La primera vez que oí hablar de Ueli Steck fue hacia el año 2007,
cuando leí en una revista que había hecho la escalada que ahora
queríamos repetir en menos de cuatro horas. Al año siguiente,
fulminó su propia marca y subió en menos de tres. Lo que nos
disponíamos a hacer ahora era un sencillo entrenamiento
comparado con aquello. A mí, en cambio, me embargaba una
mezcla de sensaciones, entre la excitación y el respeto. También me
asustaba el ridículo de no estar a la altura ante un hombre que
había escalado treinta y nueve veces la pared que nos disponíamos
a hacer.
Unas semanas antes habíamos coincidido en el Himalaya. Yo
tenía doce días de vacaciones, entre el final de la temporada de trail
running y un viaje en que debía presentar productos para un
patrocinador del sudeste asiático, y aproveché para ir a pasear por
el Khumbu, la región de Nepal que alberga cumbres emblemáticas
como el Everest, el Lhotse o el Ama Dablam. Me detuve unas pocas
horas en Katmandú a tramitar los permisos de trekking, cogí el avión
directo hasta Lukla y nada más llegar me puse a correr con mi
pequeña mochila cargada con todo lo necesario para pasar una
semana larga por las montañas. Después de unos días por los
valles de Gokyo y por la cima del Lobuche, llegué a Chukhung, el
último pueblo del valle que conduce a las caras sur del Lhotse y el
Nuptse, a casi cinco mil metros de altura. Fui directo al lodge de
Pemba, al que conocía de otras veces, y al entrar en el comedor me
encontré con Ueli Steck y Hélias Millerioux. Me dijeron que ya
llevaban un tiempo allí, aclimatándose y esperando a que las
condiciones en la montaña fuesen óptimas para intentar escalar la
cara sur del Nuptse al estilo alpino, y mientras tanto, aprovechaban
para correr y escalar por la zona.
Me gusta mucho el Khumbu por las facilidades que ofrece para
entrenar. Puedes hacer montañas de seis mil y siete mil metros
como si estuvieras en los Alpes subiendo un tres mil o un cuatro mil.
Las aldeas están a unos cinco mil metros y disponen de todas las
comodidades necesarias para vivir y entrenar: hay camas con
mantas, cuartos con chimeneas que guarecen del frío nocturno,
comida en abundancia e, incluso, si estás en Dingboche, puedes
degustar unos deliciosos cruasanes de chocolate recién sacados del
horno de leña.
Un día, salgo con Hélias y Ueli, y subimos en zapatillas hasta el
pie de uno de los picos de seis mil metros sin nombre que hay por
allí. Llegamos a la nieve, nos ponemos los crampones y
emprendemos la escalada de una afilada arista de roca, con unas
vistas increíbles sobre la inmensa muralla de roca que es la cara sur
del Lhotse y el Nuptse. Tenemos al Makalu justo al lado, y cientos
de esbeltas pirámides de nieve nos rodean. Culminamos el punto
más alto y tras una breve pausa comenzamos a bajar por la cara de
la sombra. Como no hemos cogido cuerda, descendemos
manteniendo una generosa distancia de separación entre nosotros
para evitar tirarnos nieve encima. Sigo las huellas de Ueli y, cuando
llego al final de la pared de nieve, un tramo vertical de unos diez
metros me corta el paso. Me fijo en las marcas que ha hecho Ueli y
me maravillo pensando en cómo ha podido pasar solo con un piolet.
Saco mi segundo piolet de la mochila y destrepo hasta el glaciar. Lo
atrapo y mientras esperamos a que llegue Hélias, me pregunta si he
estado alguna vez en Grindelwald, en Suiza. Le digo que no. Quiere
saber si alguna vez he subido el Eiger. Le digo que no. Me propone
quedar un día. Le digo que sí.
Al día siguiente, he de salir deprisa y corriendo para ir a por el avión
que me llevará a Kuala Lumpur. Después de unos días errando por
descomunales ciudades asiáticas vuelvo, uf, a la normalidad de mis
otoños, en la estación francesa de Tignes, donde aprovecho la
altitud y la nieve de los glaciares para empezar a esquiar y hacer el
volumen necesario antes de que nieve cerca de casa. A eso lo
llamamos hacer el hámster por las pistas de esquí, arriba y abajo,
arriba y abajo, sin salir de la rueda, contando tediosamente las
horas y los metros.
En uno de aquellos días, al volver de entrenar, cuando ya ni me
acordaba de él, recibo un mensaje de Ueli: «Hi, conditions look great
in Eiger, I’m free tomorrow». ¡Uau! Despego los ojos del móvil y
echo un vistazo rápido a lo que tengo desparramado por el coche:
unos crampones, un piolet y un arnés ligero. «Ay, con esto no tendré
suficiente. Suerte que Chamonix queda cerca y podré abastecerme
de lo que me falta».
Si bien a la mayoría de las personas con quienes he ido a la
montaña les costaba trabajo sacar de la mochila lo que les sobraba
para aligerarlas al máximo, con Ueli fue todo lo contrario. Tras
empaquetar una cuerda de treinta metros con unas cintas exprés,
un par de tornillos de hielo y medio litro de agua, nos
preguntábamos qué nos estábamos olvidando porque nuestras
mochilas de veinte litros estaban medio vacías. Lo que más tiempo
nos ocupó fue decidir qué botas y qué crampones llevaríamos.
Cuando fui a las Grandes Jorasses con Simón, me calcé unas
zapatillas impermeables que, por su flexibilidad, hacían la
aproximación más agradable, pero que, al ponerles los rígidos cram-
pones, conservaban cierta firmeza para escalar en el hielo, y así me
había ahorrado el cargar con unas pesadas botas de alpinismo en la
mochila. Aunque el invento funcionó y me dio pistas para diseñar
nuevos prototipos de calzado, en los tramos más empinados de
hielo, sufría por la falta de robustez en mis pies. Ueli quería probar
cómo funcionaría aquel invento en el Eiger, pero al final decidimos
que era mejor llevar unas zapatillas ligeras y unas botas de
alpinismo en la mochila hasta que comenzáramos a escalar. El
concepto de zapatillas-crampones quedaría pendiente para más
adelante.
Al día siguiente salimos temprano. Nos ponemos a correr entre
los campos y las vacas nos lo reprochan, pues habían estado
durmiendo tranquilas hasta ahora. Aunque Ueli se conoce estos
caminos como si se hubiese criado en ellos, nunca había salido
corriendo de Grindelwald para subir al Eiger, porque hay un tren
cremallera que te acerca hasta el pie de la pared. Su pasión le viene
de cuando practicaba escalada técnica, subía paredes cada vez
más difíciles y abría vías nuevas. Cuando miraba una montaña, lo
que veía, de hecho, era la pared, la parte más recta, el resto no le
suscitaba especial interés. Pese a sus preferencias, cuando le
propuse salir corriendo del pueblo, se entusiasmó.
Subimos a buen paso y, a medida que vamos adaptándonos al
ritmo del día, retomamos la conversación de la víspera. Cuando me
pregunta por el entrenamiento y la nutrición en las carreras de
fondo, me refugio en la seguridad de las respuestas para alejar de
mi cabeza la inseguridad que me invade al pensar en lo que me
encontraré más adelante, cuando abandone el confort del terreno de
sesenta grados y lo cambie por las dificultades de la verticalidad.
Ueli quiere saber si el ritmo que llevamos es bueno y le contesto que
no se preocupe, que es un buen corredor, que muchos corredores
profesionales querrían su vigesimosegunda posición en la OCC, la
carrera hermana del UTMB, de cincuenta kilómetros.
—No te creas —responde—. Llegué una hora después del
primero, Marc Pinsach, a un dieciocho por ciento de su tiempo. Y no
soy corredor, pero quiero entrenar para ir más rápido, y también me
gustaría participar en carreras de cien kilómetros.
Veo en sus ojos que se está imaginando lo que eso podría
aportar a sus futuros proyectos de montaña, y le animo diciéndole
que, a juzgar por cómo corre por el camino en el que estamos, no le
resultará difícil hacer larga distancia si se pone a ello y entrena bien.
—¿Sabes? —continúa—. No me lo creo, eso de que se puede
mejorar solo escalando y haciendo montaña. Muchos alpinistas solo
escalan y no entrenan. Si tienen algo de tiempo libre, lo aprovechan,
pongamos por caso, para hacer una escalada interesante, pero ni se
les pasa por la cabeza ir a correr o al gimnasio, ni hacen series
anaeróbicas. Y yo sé que si quiero culminar todos los proyectos que
me propongo, debo entrenar muy duro todas estas actividades para
poder tener éxito en las escaladas más difíciles y comprometidas.
No es fácil encontrar a alguien como Ueli. Ya no alpinistas, sino
deportistas en general, que se tomen tan en serio el rigor del
entrenamiento. Todos los días del año, sigue las pautas que le
propone un entrenador físico que trabaja con atletas olímpicos, y
resulta muy interesante observar las similitudes y las diferencias
entre su actividad y la mía.
—Yo lo que hago es dividir la temporada en periodos —le
comento—. Pero como, cada año, mis objetivos caen en las mismas
fechas, de enero a abril los de esquí, y de mayo a septiembre los de
correr, es muy fácil construir una rutina. De este modo, ya sé con
antelación que en otoño es cuando tengo que acumular volumen,
que al principio del invierno me toca trabajar intensidad, y continúo
así, siguiendo bloques establecidos.
—Yo también hago bloques de entrenamiento —me explica—,
pero no están fijados anualmente, sino que los marco en función de
lo que esté preparando en cada momento. Si, por ejemplo, mi
objetivo es ir a California y escalar freeride El Capitán, antes hago
unos meses específicos de fuerza y escalada deportiva, con una
semana de entrenamiento de fondo entre medias, para no perder
masa. Si después el objetivo es una gran pared del Himalaya, me
centro en un bloque de resistencia, con mucho desnivel en terreno
fácil y algunas semanas de entrenamiento técnico entre medias.
En cualquier caso, Ueli es un tío que se come mil doscientas
horas de entrenamiento al año, cifras como las de los campeones
del mundo de esquí de fondo o de ciclismo. Así como mi terreno
para hacer el hámster en otoño son las pistas de esquí de Tignes, él
rinde honor al simpático animalito de la metáfora en la cara norte del
Eiger.
Charla que te charla, llegamos casi sin darnos cuenta al pie de la
pared. Hemos tardado poco más de dos horas en llegar. Alzo la
vista por primera vez desde que hemos salido y me dejo intimidar
por los mil ochocientos metros de roca negra. Pese a ser la menor
de las tres montañas que forman el macizo, es la más temida. Está
junto a los otros dos picos, y tanto el uno como el otro —el Jungfrau
(la Doncella) y el Mönch (el Monje)— imponen respeto. El nombre
de lo que tengo ante mí no engaña: el Eiger, el Ogro.
Nos quitamos las zapatillas y nos ponemos las botas y los
crampones. Sin perder más tiempo al pie de la pared, comenzamos
a subir por las placas de roca, que se dejan escalar bastante bien, y
después de pasar por viras de nieve inclinadas, alcanzamos la mitad
del recorrido. Aquí es donde empiezan las dificultades reales. Con
una pizca de imaginación, si ahora quisiéramos bajar, podríamos
hacerlo esquiando. Con una pizca de imaginación, repito. Pero
ahora, tirando hacia arriba, todo es vertical.
Nos encordamos a pocos metros de distancia y seguimos
subiendo juntos, colocando de vez en cuando alguna protección,
cuando el terreno es más vertical. Metro a metro, la angustia de
verme incapaz de trepar con destreza va desapareciendo y me
contagio de una agradable sensación de diversión y juego. La vía es
muy larga, tiene casi tres kilómetros y numerosas travesías que
cruzan la pared de derecha a izquierda, en un terreno donde las
dificultades nunca duran mucho. Pequeños resaltes de veinte o
treinta metros verticales de hielo o roca dejan paso a partes más
sencillas de palas de nieve, que, colgadas sobre el vacío como
están, infunden una sensación de exposición que intimida.
Estamos los dos solos en la pared, y aunque tenemos que
comenzar a abrir huella, Ueli se lo conoce tan bien que no duda un
instante sobre el itinerario, y a medida que vamos tirando, va
enseñándome las vías que ya ha escalado.
—Aquí está la vía Metanoia, de Jeff Lowe, una que intenté hace
unos días. Y allí están Paciencia y The Young Spider, que abrí hace
años.
—Ueli, ¿hay algo que no hayas hecho en esta pared?
—Uf, muchas cosas, muchas… Ni aunque fuera a una pared por
día, como ya estoy en la cuarentena y me hago mayor, las veo todas
con ojos distintos. Fíjate, hoy mismo: nunca había salido desde
Grindelwald corriendo para subir hasta aquí.
—Tal vez algún día tendrías que plantearte bajar de aquí con
esquís —le digo para picarlo, a sabiendas de que no es un fanático
de esta disciplina.
—Vaya, con esquís no lo he hecho nunca, pero para entrenarme
para el Annapurna sí que hice un par de bajadas.
—¿Qué dices…? —dejé escapar, pasmado—. Pero… Pero… si
esa pared ya es bastante difícil de subir escalando, ¡y bajar es aún
más complicado en un terreno técnico!
—Bueno, el caso es que yo quería estar seguro de que era
capaz de destrepar en terreno técnico y en una gran pared, para
tener recursos y seguridad cuando fuera al Himalaya. Por eso pensé
que una buena forma de entrenarme era subir por la cara oeste, la
más sencilla, y bajar desescalando la cara norte, que me la conozco
de memoria y puedo hacerla con los ojos cerrados.
Me quedé tan sorprendido escuchando aquella burrada que ni
pude articular una respuesta. Él seguía hablando, que si esto, que si
lo otro, que si en realidad la cara sur del Annapurna no es más difícil
—«¡No, qué va!»— que esta pared, y es, por lo tanto, fácil de
destrepar. Increíble. Intento, con esfuerzo, asimilar lo que me acaba
de contar mientras seguimos subiendo.
De hecho, hace un par de años, cuando Ueli ascendió en
solitario la cara sur del Annapurna, con dos mil metros de pared y
culminando a ocho mil novecientos un metros, dejó atónito al mundo
entero. Esa pared comporta unas dificultades enormes y la altitud
supone trabas añadidas. Escaló en solitario y en un solo push de
veintiocho horas. Unas semanas más tarde, los alpinistas franceses
Stéphane Benoist y Yannick Graziani repitieron esa vía y se pasaron
diez días entre ascenso y descenso, con muchas complicaciones
por la altura y el frío, que acabaron desembocando en la amputación
de unos cuantos dedos.
Su narración me dejó boquiabierto:
—Mientras subía, estaba completamente separado del mundo.
No existía nada más que la escalada, la noción de futuro y de
pasado había desaparecido. Me hallaba en el aquí y el ahora. Una
picada de piolet, después otra, un paso, y el siguiente. Solo veía los
piolets que penetraban la nieve y el hielo. La visión se me estrechó.
Estaba ahí, en medio de una pared gigantesca con muy poca
equipación. Me sentía ligero, pero extremadamente expuesto. Sabía
que, si cometía un error, por pequeño que fuera, moriría. Y pese a
todo, no tenía ningún miedo a equivocarme. Me daba órdenes y
controlaba a la persona que escalaba la cara sur del Annapurna. No
me sentía a mí mismo. Si aquella persona se caía, no me sentiría
concernido. Porque el futuro no existía.
Habitó, prácticamente, el más allá. Había aceptado, antes de
ponerse a ello, la perspectiva de que su camino fuese de una sola
dirección. Había asumido la muerte como un destino posible.
Cuando hubo bajado, vivito y coleando, su espíritu se llenó de vacío,
de ese que lo ocupa todo si tienes la certeza de que has llegado a
tocar un límite que nunca más podrás superar. Cuando has vivido el
límite.
A la desazón de la sensación de vacío, Ueli tuvo que añadirle las
críticas de algunas personas que ponían su gesta en duda porque
no podía documentarla con fotografías. «Oh, disculpad, toda la
noche escalando, evitando el viento y los derrumbamientos de
piedras, sin mi cámara de fotos, porque la había perdido tras un
pequeño alud en la pared». Dentro de la comunidad profesional,
nadie dudó del ascenso y le otorgaron el Piolet de Oro, el premio
que recompensa la mejor actividad alpinística del año. Con todo,
estuvo un tiempo afectado por las críticas y algunas
incomprensiones.
—Pero ¿qué sabrá la gente —me decía— lo que es escalar en
una pared así en solitario? ¿Cómo pueden imaginarse las
decisiones que he tomado si no han escalado nunca en una
situación tan expuesta?
Esto pasa, a veces: cuando alguien imagina y ejecuta lo que
todo el mundo consideraba imposible, hay mucha gente que, en
lugar de inspirarse, se encierra en la negación. Es más fácil decir
que no que asumir las limitaciones propias.
Con el tiempo, no obstante, todas las heridas sanan. O eso
dicen. Ueli había recuperado la motivación encadenando todos los
cuatro mil de los Alpes, volviendo a escalar el Himalaya o
entrenando para seguir progresando en otros ámbitos. No termino
de creerme, por más que lo diga, lo que le prometió a su mujer: que
nunca volvería a escalar en solitario vías de dificultad extrema. Y es
que, mientras subimos, no para de observar las condiciones de la
pared y de hablar con interés de las estrategias, y expone ideas
para elaborar materiales más ligeros o conseguir comida y bebida
de manera más eficiente a fin de acelerar el ritmo.
—Aunque le he dicho a Nicole que no lo haría —dice—, puedo
subir el Eiger rápido y sin ningún tipo de riesgo.
Hoy hace un día fantástico. Ni una brizna de viento y calor —
teniendo en cuenta que estamos en una cara norte y a casi cuatro
mil metros—. Eso nos permite escalar con chaqueta y guantes, y
disfrutar plenamente de la ascensión. Observar a Ueli moverse en
este terreno es un espectáculo impagable. Parece estar subiendo
por un camino llano. Cómo interpreta la calidad de hielo, con qué
facilidad realiza los movimientos. Intento absorber todo lo que veo y
todo lo que me explica. Este es el tipo de montaña que,
seguramente, más me gusta, porque las dificultades exigen
concentración y suponen un cierto reto, pero no son tan grandes
como para que necesites parar y subir de uno en uno para no
descuidarte en ningún paso. En un par de los tramos más difíciles,
Ueli me asegura pasándome la cuerda por detrás de la espalda, y
seguimos subiendo a buen ritmo hasta que llegamos a las fisuras de
salida, donde prácticamente se pone a correr, en este terreno aún
difícil. Lo sigo como puedo, unos metros detrás, con la cuerda bien
tensa. Repito sus movimientos y no tengo tiempo de ver dónde
apoyo los pies y las manos. Piolet al hielo, crampón a la roca, piolet
a la roca, crampón al hielo. Al cabo de un rato, nos encontramos en
la arista cimera.
Dos mil metros más abajo, en los campos verdes, las vacas que
nos han odiado esta mañana pastan ahora en paz. Es mediodía, y
solo siete horas después de haber salido de Grindelwald,
comenzamos a bajar por el otro lado de la montaña. Para mí, lo de
hoy ha sido una actividad de primera, para Ueli, un entrenamiento
rutinario. Le estoy muy agradecido por la clase magistral del juego
del alpinismo. No tardamos ni dos horas en bajar la cara oeste y
pasamos por delante del funicular. Nos calzamos las zapatillas de
nuevo y arrancamos a correr hasta el coche. Hacía diez horas que
no lo veíamos. Compro un par de bebidas y unas galletas. Nos las
comemos rápidamente e intercambiamos un poco de material. Él se
viste de corto y se va a una pared de roca por la zona de Interlaken
a hacer escalada deportiva. Yo me voy a Tignes. Por la tarde aún
tendré tiempo de hacer alguna subida.
Pasan cuatro días, bien cargados de entrenamientos intensos.
Recibo otro mensaje de Ueli en el móvil: «Today it was great
conditions. 2 hours 22 minutes ;)».
Solo
Subo y bajo por los glaciares y cuento los días por miles de metros.
Desde que volví del Eiger, una idea se me ha incrustado en el
cerebro y va creciendo, prácticamente a su aire, a medida que
acumulo horas de entrenamiento. Hace una semana que la
meteorología es buena, y fría, lo que quiere decir que es probable
que las condiciones en la montaña aún sean buenas para escalar.
Con todo lo que aprendí en junio con Simón, y hace unos días con
Ueli, me gustaría completar la trilogía personal poniendo en práctica,
por mí mismo, todo lo que he adquirido. Creo que la escalada en
solitario es la más directa y real. Estás tú solo ante las dudas y los
miedos. Solo tus decisiones escriben tu destino.
Vuelvo al apartamento después de haberme pasado la mañana
entrenando, con las piernas cansadas. Echo un vistazo a la
previsión meteorológica. En Google Maps, veo que hasta Zermatt, al
pie del Cervino, tengo unas cinco horas de camino. No lo dudo.
Aviso a mis compañeros de que no me esperen al día siguiente para
ir a entrenar. Cargo la furgo con todo lo que necesito. La carretera
termina en Täsch. Cocino un poco de pasta con aceite y me duermo
enseguida.
El día se despierta y subo hasta Zermatt, donde aún veo a algunos
guiris con pinta de zombis, vagabundeando al borde del coma
etílico, intentando buscar el hotel donde tienen alquilada una
habitación a mil euros la noche. Atravieso las calles y voy a parar a
la salida de la Patrouille des Glaciers. Esta vez no hay dos mil
corredores detrás de mí y no siento la excitación de tener que
competir, pero respiro la misma energía, ahora que quiero salir del
pueblo y enfilar hacia los valles.
A media mañana, llego al refugio de Hörnli, donde aprovecho
para beber un poco de agua y comerme las cuatro galletas que he
cogido. Mientras me cambio las zapatillas por las botas, constato
que nadie ha dormido en el refugio libre. Eso quiere decir que
seguramente no habrá ninguna cordada allí donde me dirijo. Sin
perder tiempo, salgo en busca del pie de la pared. La temperatura
es buena. Ni frío como para pasarlo mal, ni calor para sufrir por el
desprendimiento de piedras o hielo.
Comienzo a subir por la pala de nieve y hielo de sesenta grados.
Me encuentro bien y puedo avanzar muy rápido en este terreno, casi
puedo correr, me siento muy cómodo. Al llegar al pie de la rampa,
una especie de corredor de hielo y roca, me sorprendo cuando veo
que está completamente seca y dudo. Será más laborioso de lo que
me pensaba. «Pero por eso he venido, ¿no? Para tener que tomar
decisiones como esta…». Decido seguir adelante. Cargo una cuerda
fina de treinta metros y algo de material que podría abandonar o que
me podría ayudar si tuviera que bajar rapelando o asegurarme en
caso de decidir seguir hacia adelante. Decido empezar a subir por la
rampa colocando los piolets y los crampones en las fisuras de
esquisto negro con delicadeza. Después de un centenar de metros
relativamente cómodos, me encuentro con una chimenea más
vertical. Subo un par de metros, pero no veo muy claro cómo
colocarme para continuar con seguridad, y, si miro hacia abajo,
pienso que la caída sería… No, caerse no es una opción. Destrepo
unos metros hasta que encuentro un pitón bastante bien puesto. Lo
refuerzo incrustándolo a golpe de piolet, y, cuando creo que está
sólido, saco la cuerda de la mochila y me ato uno de los cabos al
arnés. Paso la cuerda por el agujero del pitón y con un nudo
corredizo vuelvo a atarme la cuerda al arnés. Voy dándome cuerda
mientras subo, y espero que, si me caigo, el pitón resista la
sacudida. Si no, calculo que los veinte o treinta metros de caída no
me harían demasiado daño y podría volver a subir o bajar de nuevo.
Por eso mido el paso como si no estuviera asegurado. Poco a poco,
me disminuye el estrés. Recupero la cuerda y sigo subiendo por la
rampa, que ahora, por fin, empieza a tener hielo bajo una capa de
nieve polvo. Al menos, puedo clavar los crampones y los piolets en
un sitio que me inspira más seguridad.
Tres horas más tarde, salgo a la arista cerca de la cumbre. La
intensidad y la concentración de la subida han sido máximas, y al
dejar la pared siento que la energía abandona el cuerpo y la
adrenalina aumenta.
Los días son cortos en otoño y es media tarde cuando llego a la
cruz metálica que alguien plantó en la cima del Cervino. Miro hacia
abajo y veo que la sombra empieza a cernirse sobre el fondo de los
valles. Me gustaría que fuera verano, para ver las aristas limpias de
nieve. Hace un par de años, solo tardé cincuenta y seis minutos en
bajar desde este punto hasta el pueblo, Cervinia. Ahora me parece
que la bajada por la arista será mucho más larga y delicada, porque
está cubierta de nieve y hielo, y no hay ninguna marca que indique
el camino para tirar hacia abajo rápidamente.
Voy bajando con cautela, mientras la sombra del Cervino se
alarga hacia el este, dibujando una flecha inmensa que me indica la
dirección que he de seguir. La noche me atrapa. Enciendo el frontal
y busco el mejor camino. La arista no es un terreno complicado,
pero sí expuesto, y con estas condiciones no puedo ir saltando de
piedra en piedra, aunque me encuentro seguro y avanzo a buen
ritmo.
De pronto, noto que el crampón derecho se engancha con algo
en la pierna izquierda, el cuerpo se me balancea lentamente hacia
adelante, intento liberar el pie para ponerlo delante, pero se me ha
quedado pillado en el pantalón. No puedo hacer nada. Mi cuerpo se
precipita hacia el vacío y me pongo cabeza abajo. Siento el primer
impacto cuando me caigo sobre los hombros y salgo despedido aún
más abajo en la oscuridad. No me veo. Un segundo impacto me
llega por la espalda.
A lo largo de mi existencia, he estado convencido de que aquel
era el último segundo de mi vida en dos ocasiones. Aquella fue la
primera. Pensaba que ahí se acababa todo. Mientras caía, solo
pude murmurar un «¡Mierda!» en voz baja, como para no despertar
a nadie, pero cargado de rabia contra mí mismo. No pensaba en
nada, solo en compactar el cuerpo para resistir, como pudiera, los
impactos, y luchaba con los brazos abiertos para intentar agarrarme
a algún sitio y evitar lo que parecía que solo podía acabar de una
forma.
En uno de aquellos movimientos, un brazo se me quedó
atrapado en unos bloques y logré frenar la caída. Como pude, me
levanté. Me temblaba todo el cuerpo y la respiración se me aceleró
por la acumulación de adrenalina. No acababa de decidirme, no
sabía si gritar con todas mis fuerzas o desear fundirme hasta-
desaparecer del todo. Después de un minuto para recuperarme del
susto, hice un chequeo rápido de los golpes que había recibido. El
hombro que había sufrido el primer impacto se había subdislocado,
pero como eso, para mí, no era ninguna novedad, me lo recoloqué
rápidamente. En las piernas tenía muchos golpes y una herida
pequeña, justo donde se había enganchado el crampón que me
desgarró la pernera del pantalón. No parecía haber nada muy grave,
podía seguir bajando. En los primeros pasos, aún notaba que me
temblaban las piernas y pegué el culo al suelo para avanzar con
pasos cortos. Poco a poco, fui recuperando un ritmo normal.
Diez horas y media después de haber salido, volvía a estar en
Zermatt. Compré una porción de pizza en un supermercado para
comérmela mientras volvía a Tignes. Mis compañeros de equipo y
los entrenadores siempre me han dicho que tengo una flor en el
culo. Pero lo que ellos no saben y yo sí es que la planta que da esa
flor tengo que ir regándola constantemente para que no se marchite.
Regándola mucho.
Stéphane
Pero la suerte no es una compañera fiel.
Como cada verano, estaba en el refugio de Malniu, en La
Cerdanya. Me pasaba allí la mitad de las vacaciones escolares
ayudando a mi padre. Preparaba bocadillos y huevos con judías,
hacía cafés, doblaba mantas, barría las habitaciones o ponía la
mesa para las cenas de los montañeros que recorrían el GR-11 o
iban a ver los lagos. El trabajo en un refugio te obliga a levantarte
temprano y acostarte tarde, porque los desayunos se sirven al alba
y por la noche hay que dejarlo todo recogido, pero entre la primera
comida del día y la hora en la que empieza a llegar la gente a
mediodía queda un buen hueco. Mi hermana y yo lo
aprovechábamos para hacer carreras alrededor del refugio, pero no
corriendo, sino por las paredes, agarrándonos a las regletas que se
formaban entre los bloques de piedra. Por las tardes, mientras
esperábamos para servir la cena, si hacía frío encendíamos la
estufa de leña y hojeábamos las numerosas revistas que estaban
diseminadas por el comedor. Corría el año 2000, yo tenía trece
años, y me quedé boquiabierto al ver la portada de un número de
Desnivel donde salía un esquiador muy abrigado y con las piernas
bien abiertas por la marcada pendiente. El titular era: «Davo
Karničar esquía el Everest».
—¡Ostras, mira! —le grité a mi hermana y le puse la revista ante
los ojos—. ¿Tú crees que se puede bajar el Everest con esquís?
Nos pusimos a recorrer las páginas interiores, donde se
explicaba con más detalle cómo se las había ingeniado Davo, y me
quedé maravillado por la tenacidad y la técnica de aquel esquiador
esloveno.
Yo nunca había hecho un descenso de pendiente, pero no sé por
qué razón, durante un tiempo, estuve convencido de que moriría a
los veintiún años bajando el K2 con esquís. A finales de aquel
mismo verano, empecé a competir en esquí de alpinismo —aún se
llamaba así, antes de conocerse como esquí de montaña—, y,
durante años, me olvidé de Davo y de las bajadas imposibles. Mi
carpeta del instituto estaba decorada con dos fotografías, una de
Kenenisa Bekele, que estaba ganando todas las competiciones de
atletismo entre los cinco mil y los diez mil metros, y otra de
Stéphane Brosse en una competición de esquí de alpinismo, en
pleno ascenso, a punto de dar un nuevo paso y con la mirada
elevada hacia las cumbres, tal vez anticipando los movimientos que
tenían que llevarlo a ganar otra carrera más, la de la Copa de
Europa, en Morgins, Suiza, donde yo realicé mi debut internacional.
En el año 2007, Stéphane se retiraba de la competición
internacional y yo empezaba a competir con los mayores. El
esquiador francés pasó a ser un espectador de lujo que venía a
animarnos los cuatro días que luchamos por ganar la Pierra Menta.
Unos años más tarde, decidí abandonar los Pirineos para ir a vivir a
los Alpes, y dos amigas —Mireia Miró y Laetitia Roux— y yo
encontramos un pequeño chalé de madera al final de una carretera
en los Aravis, desde donde podíamos salir con los esquís desde la
puerta y subir de casa por las empinadas lomas de picos como el
Étale o el Charvin. También era el terreno natural de Stéphane, que
vivía en un pueblo vecino y solía encontrármelo por las montañas,
raudo y preciso, como lo recordaba de su época gloriosa en las
competiciones.
En 2012, empecé el proyecto Summits of My Life, y enseguida
quise hablar con Stéphane, porque compartíamos la visión de ir a la
montaña con rapidez y movimiento constante. El primer reto
consistía en atravesar el macizo del Mont Blanc de este a oeste con
esquís coronando las principales cumbres, y para eso había que
atacar algunos descensos fuertes. Él era un esquiador de pendiente
brillante. Cuando competía, marcaba la diferencia en las bajadas,
con una técnica sublime, y sabía leer el terreno como nadie.
Después de guardar los dorsales en el cajón, hizo algunos de los
descensos más vertiginosos que se han visto nunca. Junto con
Pierre Tardival, superó con éxito el descenso del Nant Blanc a
l’Aguille Verte sin hacer ningún rápel. Stéphane fue el primero en
utilizar material de competición, muy ligero, que permitía hacer
ascensos rápidos en ese terreno, abriendo la puerta a un
encadenamiento que nadie se había imaginado. Para mí, el
proyecto de cruzar el Mont Blanc era solo una idea embrionaria,
pero cuando se lo comenté a Stéphane, me dijo que a él ya llevaba
tiempo rondándole por la cabeza. Desplegó en el suelo los mapas
de la zona y me explicó con absoluta precisión por dónde era
posible atravesarlo.
Para prepararme, hicimos bastantes salidas juntos y me introdujo
en el mundo del esquí de pendiente. Primero fuimos a la cara
nordeste de las Courtes, al Barbey de l’Aguille d’Argentière, a la
cara norte de los Dômes de Miage y a las Droites. Sin apenas
mediar palabra, fue enseñándome a bajar por aquellos terrenos. No
puedo asegurar que, como mentor, Stéphane Brosse fuera el más
sensato del mundo. Siempre tenía algún problema con el material,
pero su técnica angelical le permitía bajar con un solo esquí o con
una bota rota sin que nadie fuera capaz de notar la diferencia de
cómo lo habría hecho equipado del todo. Y yo, en aquellas
condiciones, bastante tenía con seguirlo.
Cuando nos pareció que las condiciones eran buenas,
intentamos la travesía. Hacía unas semanas habíamos terminado
una muy parecida en los Aravis y nos sentíamos fuertes. Durante
aquella semana, estuvimos esquiando por la zona para terminar de
perfilar las condiciones que nos encontraríamos. La travesía terminó
de la peor manera que podíamos imaginar. Buscando el punto de
entrada a la última bajada, después de más de veinte horas de
felicidad, una cornisa de la cima de l’Aguille d’Argentière se rompió y
se llevó a Stéphane.
Vivian
Durante los meses posteriores a la muerte de Stéphane, combatí el
sentimiento de culpabilidad con borracheras de alcohol y riesgos
insensatos en la montaña. Por suerte, algunos amigos me ayudaron
a reconducir aquellas pulsiones peligrosas hacia una serenidad más
constructiva. Hablo de Seb Montaz y Vivian Bruchez, que habían
estado grabándonos tanto en los Aravis como en la travesía del
Mont Blanc, y de Jordi Tosas.
Vivian y yo nos habíamos visto pocas veces antes. Aunque nos
habíamos cruzado mientras él grababa, nunca habíamos escalado
ni esquiado juntos, y por eso me sorprendió recibir una llamada suya
a finales de octubre.
—¿Cómo estás, Kilian? He visto que hoy has ido al Chardonnet.
¿Cómo están las condiciones de la nieve?
—Bien, he subido por la vía normal. Hay bastante, pero muy
estable. Está en buenas condiciones, diría. —Intenté sentenciar, con
miedo a equivocarme hablando con alguien que conocía mil veces
mejor que yo las características de aquellas montañas.
—¿Y has visto cómo estaba la cara norte? ¿Estaba blanca o se
veía hielo?
—Hum… A ver, creo que estaba bastante blanca. No estoy
seguro al cien por cien, pero me lo ha parecido. —Dudaba e inten-
taba recordar la cara. Había pasado por encima, pero no le había
prestado demasiada atención.
—Vale, gracias —dijo, y nos despedimos.
Al cabo de un rato, recibí un mensaje: «¿Quieres venir mañana a
esquiar el Migot?». Sin pensármelo dos veces, le contesté que sí y
quedamos por la mañana al pie de la montaña. Entonces, me di
cuenta de que no tenía ningún par de esquís más anchos que los de
competición con fijaciones montadas, y ninguno de los que tenía
estaban en buenas condiciones. Busqué unas tablas y unas
fijaciones que tenía por casa y fui corriendo a una tienda a
montarlos.
Para mí, el Chardonnet es una montaña especial. No es tan
conocida como las otras cimas que rodean Chamonix, pero el hecho
de que no te acerque el teleférico, sea un tótem que se eleva en
primera línea desde el valle, y no haya ninguna vía especialmente
fácil de subir lo convierte en un reto muy atractivo. Stéphane había
recorrido prácticamente todas las vías de ascenso y me había dicho
que era su montaña favorita del macizo. En las diferentes caras de
aquella montaña, después de Stéphane, Vivian me abrió un mundo
nuevo de posibilidades y me aportó una mirada que cambiaría para
siempre mi manera de ver las montañas.
Vivian no era mucho mayor que yo, pero tenía mucha más
experiencia en esquí de pendiente y en aquella clase de terreno. En
todo momento, no obstante, me consideró un igual a la hora de
tomar decisiones y me adiestró de la misma forma que mi madre
cuando nos hacía indicarle el camino a casa. A su lado, siempre he
tenido una sensación de seguridad y control que rayaba la
serenidad, porque alejaba la actividad de las sensaciones extremas,
eliminaba del vocabulario las palabras riesgo y miedo, y las sustituía
por placer y felicidad.
Después de aquel descenso del Migot, llegaron otros, y también
repeticiones, desde el macizo del Mont Blanc hasta el Himalaya o
Alaska, pero Vivian y yo, de vez en cuando, volvíamos al
Chardonnet. Durante unos años, él había estado visualizando una
línea en la cara oeste de la montaña, una cara repleta de espolones
de granito rojo que ofrecían una roca excelente para escalar en
verano. Y jugando con la imaginación, había encontrado una
posibilidad de enlazar pequeños corredores de nieve con franjas
sobre roca que portaban de la cima hasta el pie de la pared con una
continuidad prácticamente total.
A finales de diciembre de 2015, realizamos un primer intento.
Entramos en la pared demasiado tarde y, debido a sus múltiples
exposiciones, la nieve se transformaba a diferentes velocidades y
hacía que la dificultad aumentase. La segunda vez que fuimos fue
en Navidad. La montaña nos regaló un día perfecto, con cielo azul y
sin viento. Además, estábamos solos en aquel valle, normalmente
concurrido en exceso. Debía de ser porque era 25 de diciembre.
Mientras la mayoría de la gente estaba en casa, trinchando el pollo y
terminando de hervir el caldo, nosotros buscábamos una respuesta
en la pared oeste del Chardonnet, a casi cuatro mil metros de altura.
Subimos a la cumbre e hicimos la bajada por aquella cara de la
montaña en una interesante combinación de esquí y dry ski, un
concepto ideado por Vivian para describir la desescalada con los
esquís en los pies. Cuando llegábamos a un lugar donde la nieve se
terminaba o menguaba tanto que la lógica inducía a montar un rápel
hasta la siguiente porción nevada, seguíamos bajando con los
esquís calzados, apoyándolos contra la roca y, como si fueran pies
de gato o crampones, íbamos destrepando ayudados de las manos
o los piolets hasta que volvíamos a tocar la nieve.
Si en un principio esta técnica servía para evitar sacar la cuerda
y dejar cosas en la montaña, llegó un punto en que las dificultades
para destrepar en dry ski exigían una concentración y una
imaginación tan enormes que el tiempo que dedicábamos a buscar
los movimientos y ejecutarlos era el doble del que necesitábamos
para montar un buen rápel. Es probable que sea un ejercicio
completamente absurdo, porque, sin duda, con semejantes
dificultades es más rápido y más seguro poner una cuerda y
descolgarse, o cargar los esquís a la espalda y destrepar con
crampones en los pies. En cualquier caso, era nuestra absurdidad.
En el fondo, ¿no es igual de absurdo subir a una cumbre por una vía
complicada cuando también se puede escalar por una más fácil y
segura? Y así, en general, ¿no es inútil subir montañas?
La abertura que habíamos hecho no era la que había imaginado
Vivian, aquella que lo tenía cautivado desde hacía tiempo. Hubo que
esperar hasta la primavera siguiente a que volvieran a reunirse las
mejores condiciones para intentarlo de nuevo. Me llegó otro
mensaje, justo después de la última etapa de la Pierra Menta, que
Mathéo Jacquemoud y yo habíamos ganado. «¡Salud, artista!
¡Felicidades! ¿Te apetece intentar el Chardonnet el martes?».
El domingo siguiente se disputaba la última prueba de la Copa
del Mundo. Yo iba primero. Con el tiempo, no obstante, he
aprendido que hay que dejar el descanso para más adelante, sobre
todo si tienes la oportunidad de pasar un buen día en la montaña. Y
la bajada que me proponía Vivian bien lo valía.
Cuando escalábamos por la vía por donde habíamos imaginado-
que bajaríamos, nos dimos cuenta de la belleza de la línea. No era
una bajada de esquí de pendiente que pudiese valorarse por la
inclinación. O por la extensión del recorrido. O por las dificultades
del dry ski. Ni por la escalada que teníamos que hacer. Se trataba
de un viaje con esquís por una gran pared. Las palabras esquí y
alpinismo asumían todo el significado. Era una orgía de
sensaciones, larga, de cinco horas. Que culminaba con una puesta
de sol justo al llegar de nuevo al glaciar. Habíamos logrado la
fluidez, esclavos del movimiento, para esquiar por una vira de nieve
en forma de media luna en medio de una pared de granito rojizo.
E E

Pensamos en Nepal y nos vienen a la mente montañas


majestuosas, bosques tropicales y pueblecitos rústicos
desperdigados por valles silenciosos. Mis primeros pasos allí, sin
embargo, estuvieron impregnados de un calor insoportable, de un
aire polvoriento, de la peste a contaminación y del barullo de
cientos, miles, de coches que tocaban el claxon a la vez. Así,
desconcertado en medio del caos, Jordi Tosas y Jordi Corominas,
que ya me esperaban en el aeropuerto, me cogieron de la mano
para rescatarme y me llevaron a descubrir las grandes montañas.
Era el mes de febrero de 2012.
Nos fuimos los tres solos a un valle en la frontera entre Nepal y
el Tíbet, y durante cuatro semanas, nos convertimos en un elemento
más del paisaje de las montañas altas, que rozan el cielo y las
fronteras, más allá de la llamada zona de la muerte. Esquiamos
pendientes de nieve polvo, escalamos inmensas paredes de hielo y
caminamos por morrenas infinitas para llegar muy arriba.
No coronamos ninguna cima, pero en los viajes por las montañas
y sus paredes, en cada intento y en cada paso, me llené de
conocimientos como nunca. Supe que lo más difícil de aprender en
este mundo de dimensiones inhumanas es la sencillez, pues es la
representación más depurada del compromiso y la incomodidad.
El resumen de la expedición es rápido: tres compañeros, tres
mochilas, tres pares de esquís, una pequeña tienda y una cuchara
para compartir la comida, un liofilizado para los tres por día. Todo
esto para pasar un mes entero durante el que me enseñaron cómo
eran realmente las montañas del Himalaya —solitarias, lejanas y
despobladas—, donde nuestra presencia no dejó más rastro que
unas huellas en la nieve, que desaparecieron al cabo de unas horas,
fundidas por el sol o enterradas por las nevadas. Me enseñaron que
en una mochila de cuarenta litros cabe todo lo realmente necesario
para subir cualquier montaña del mundo si queremos escalarla con
el estilo más sencillo, que es el que me recomendaron los Jordis.
Aquella mochila, en realidad, terminé de llenarla hasta los topes con
otros tesoros: los silencios entre las pocas palabras que ambos
pronunciaban —observándolos podías llenar una enciclopedia— y
las ideas que proponen que «menos» es más, «hacer» no es nada,
y el «cómo» lo es todo.
Algunos alpinistas se obstinan para que nuestra actividad no
evolucione. Son como una especie de amish de las montañas, que
reniegan de las tecnologías que los avances técnicos nos
proporcionan y de los nuevos materiales que nos permiten subir
cimas más fácilmente. Estos integristas no cogen teleféricos para
elevarse hasta lo alto de la cumbre, ni se agarran a las cuerdas fijas
que hay en las montañas para no matarse si se caen. No se aferran
al oxígeno embotellado que les permitiría subir mejor y escogen
quedarse en una tienda estrecha comiendo un liofilizado entre tres
pudiendo coger aire en un campamento con todas las comodidades,
como una conexión a internet y una comida deliciosa. ¡Y todo esto
solo porque no quieren llegar empaquetados en un helicóptero!
Una vez han llegado a la montaña, prefieren cargarlo todo a la
espalda en lugar de repartirlo entre porteadores, que viven de lo que
cobran por realizar su trabajo. Pero y esta gente, ¿acaso no va al
supermercado en coche? ¿No coge el ascensor para subir a casa?
¿Alumbra con velas su mesilla de noche?
Ya hacía tiempo que me habían hablado de esos individuos, algo
había leído, incluso. Alguna vez me había tropezado con alguno,
pero es difícil distinguirlos de la gente normal, porque se camuflan
muy bien en sociedad. Tal vez tu profesor de física o de filosofía sea
un miembro de este clan y tú no lo sabes. O ese programador
informático que usa palabras tan raras cuando te habla de su oficio,
o el trabajador del súper que escanea códigos de barras, o el señor
que te manda parar en la carretera cuando hay obras. No sabrás
quién es hasta que no lo veas desprendiéndose de las facilidades
de las montañas, lo siento.
Aquel 2012, en Nepal, sin ser del todo consciente hasta que ya
era demasiado tarde, me enredé en un viaje con dos miembros de
esta secta. Se llaman Jordi Tosas y Jordi Corominas. Y, desde
entonces, formo parte de esta pandilla de tarados. Noté los primeros
síntomas de abducción cuando me sorprendí a mí mismo
pronunciando frases de los gurús de esta secta del tipo: «No
tenemos que adaptar las montañas a nuestras necesidades, sino
trabajar nuestras capacidades para adaptarnos a las montañas». Tal
vez, pienso ahora, ir contra la evolución sea la evolución más
perfecta.
Estábamos en 2017 y se terminaba el invierno. Algunas semanas
después, tenía que volver al Himalaya. Desde el verano, estuve
reflexionando en los aspectos que necesitaba mejorar para ganar en
eficiencia y ser, como decía Jordi Tosas, un francotirador. Lo primero
que había que cambiar tenía que ver con el viaje. Era imprescindible
que fuera corto, muy corto, para no perder motivación ni energía en
los trayectos, y para eso había que trabajar muy bien la logística.
Tanto los de la asociación chino-tibetana de montaña (la CTMA), los
que conceden los permisos para subir a las montañas como las
agencias tenían que entender que no íbamos a hacer turismo.
Nosotros no queríamos ir a visitar Katmandú y hacer paraditas en el
camino para visitar monumentos aclimatándonos lentamente.
Nosotros lo que queríamos era llegar a la montaña tan rápido como
fuera posible porque ya veníamos aclimatados. La aclimatación,
precisamente, era el segundo punto que había que trabajar, y por
eso, a partir de la experiencia acumulada los años anteriores, diseñé
un protocolo que consistía en pasar unas trescientas horas en altura
antes de subir, entrenando o durmiendo. Los entrenamientos eran
muy intensos, porque por la mañana ya salía a la montaña con
esquís, entre cuatro y diez horas, y por la tarde me ponía a correr
una hora en altura a gran intensidad. Me quedaba tan hecho polvo
que, después, el mareo me duraba un par de horas. Los de la
mañana me servían para prepararme físicamente, pero también
mentalmente, con el objetivo de sentirme cómodo en la montaña.
Creo que la gran dificultad de las grandes montañas estriba en que
no nos encontramos bien en ellas porque las condiciones son muy
diferentes a las de nuestro día a día. Debía trabajar cuerpo y mente
para sentirme con cierto confort en las situaciones que podían
acaecer. Es lo que acostumbramos a denominar «aceptar el
compromiso», que no es nada más que asumir la incertidumbre de
lo que nos encontraremos.
Cuando estás en una situación de duda, has de ser capaz de
controlar las emociones, e incluso conseguir eliminarlas y dejar que
la razón y el instinto sean los únicos que actúen.
El pulso latía más fuerte. Pum-pum, pum-pum. No más rápido, con
más intensidad. Cada percusión me hacía temblar, como si quisiera
recordarme que estaba vivo, que mi corazón estaba ahí, trabajando
para mantenerme en el mundo. Mis piernas querían avanzar, pero
no sé qué pasaba, algo impedía que avanzaran, les ralentizaba el
paso, tal vez a la espera de una señal que se tradujera en la excusa
para dar media vuelta y volver a un terreno más horizontal.
Sentía miedo y atracción al mismo tiempo, iba demorando el
ritmo, escrutando minuciosamente la pared que tenía delante,
examinaba cada centímetro con tal precisión que dentro de los
guantes sentía que las manos me sudaban como si ya estuvieran
apretando los piolets. Habría pagado por haber empezado ya a-
escalar, pero, al mismo tiempo, navegar en aquel mar desconocido
con forma de pared de hielo y roca era lo que más temía. Durante
días, había fantaseado imaginando mi cuerpo mientras subía. La
motivación era máxima, y no había nada que deseara más en aquel
momento que estar allí dentro. Pero, qué paradoja, en lugar de
acelerar, reducía el ritmo. Mis sentidos, muy concentrados,
rastreaban la mínima señal, en busca de la excusa definitiva para
abandonar con la conciencia tranquila, con el convencimiento de
que no era una derrota, sino una victoria de la experiencia y la
sensatez.
Con el cerebro como campo de batalla entre las pulsiones
racionales y las emocionales, fui acercándome poco a poco a la
pared. Me detuve un momento al pie, donde una pequeña rimaya se
abría debajo de mí. Era el momento de tomar «la» decisión final.
¿Cuál de los dos bandos enfrentados había ganado? ¿El instinto de
confort o la aceptación del compromiso?
Clavé los dos piolets en el hielo y empecé a escalar.
Aunque todavía no había llegado al punto de no retorno, porque
aún podía destrepar los metros que estaba subiendo, sabía que solo
había una dirección: todo recto y hacia arriba.
La pendiente de hielo se iba enderezando progresivamente y
escalaba a un ritmo constante y melódico, con fluidez y tranquilidad.
Una primera sección vertical me llevó a una zona corta más
cómoda, donde pude descansar los antebrazos, que empezaban a
acumular ácido láctico. Mientras estiraba los brazos para
destensarlos, miré hacia abajo: a unos ochenta metros, divisaba mis
huellas en la nieve, zigzagueando hasta aproximarse a la pared;
más abajo, el hilo iba menguando y desaparecía al final del valle.
Escalé unos metros más en un terreno cómodo hasta la
siguiente sección vertical, una veintena de metros de hielo de pocos
centímetros de espesor, placado sobre roca lisa. Clavé un piolet y vi
que la lámina entraba con facilidad. Con demasiada facilidad. El
hielo duro y sólido que había encontrado hasta entonces se había
transformado en una espuma de nieve congelada que se adhería a
la roca. Cargaba peso en el piolet y resbalaba rascando la espuma
hacia abajo. «¡Menuda mierda!».
Pocos días después de que Emelie y yo nos trasladáramos a
Romsdal, aquella pared me había enamorado. No era tan alta como
la vecina Trollveggen, ni tan estética como el Romdalshorn. La veía
cada vez que bajaba al pueblo a comprar. Lejana y cercana a un
tiempo, no había encontrado ni un libro que hablase de ella, ningún
mapa, ninguna ruta, y eso la hacía aún más atractiva. Era una pared
de roca de unos seiscientos metros, eternamente a la sombra, pues
estaba orientada al norte. Desde el pueblo se avistaba su forma de
muralla, de granito negro, vertical, con finas cascadas de hielo que
aparecían y desaparecían en medio de la pared, y una goulotte de
hielo que bajaba en diagonal desde uno de los costados, pero se
quedaba bruscamente colgada a unos cien metros del suelo, de tal
modo que, para llegar a ella, había que escalar esos cien metros de
roca lisa. Era muy vertical, imposible sin la ayuda de protecciones.
No obstante, la fortuna envió desde el norte un viento que trajo
nevadas que no cayeron verticalmente, sino de costado, y con la
humedad del mar, la nieve y el hielo se quedaron, literalmente,
pegados a la pared. Era un regalo, ya tenía la oportunidad de llegar
a la goulotte que veía cada día.
Llegado a ese punto, me di cuenta de que el hielo tenía espesor
suficiente para aguantar mi peso en un terreno vertical. La duda se
apoderó de todo mi ser, aquel día mi cerebro me había dicho que
subiría, pero una vez allí… Aún me quedaba la opción de destrepar
con cuidado los ochenta metros que había escalado, y volver a casa
esquiando, o subir otra cima de por allí para desfogarme. Pero vaya,
el caso es que intenté el ataque otra vez, buscándole alguna
flaqueza a la cascada. Primero flanqueé hacia la derecha, pero el
hielo no engrosaba. Bajé unos metros hasta volver a encontrar hielo
sólido y aprovechar para estirar los brazos. Solo me faltaban unos
veinte metros para alcanzar la goulotte y, antes de bajar, probé una
última vez, hacia la izquierda. Había querido evitar aquel lado de la
cascada porque era el límite de la roca, compuesto de placas
totalmente lisas y verticales, y se veía que el grosor del hielo no
superaba los diez centímetros. «¡Ahora sí, fantástico!». Al clavar el
primer piolet, siento un hielo espuma un poco más sólido que en el
centro de la cascada. Aquí al menos aguanta el peso, pero como es
tan fino, no puedo picar con fuerza, pues podría resquebrajar todo el
grosor. Lo clavo con suavidad, hasta que uno o dos dientes del
piolet penetran y los pies suben con delicadeza, sin apenas picar el
hielo, aprovecho una brecha de la roca para apoyar la punta del
crampón. Contengo un poco la respiración y subo rápidamente los
veinte metros verticales hasta que el hielo vuelve a engordar. Un par
de metros ligeramente desplomados por la acumulación de hielo me
exigen apretar los piolets con fuerza y no mirar los cien metros de
vacío que debe de haber entre mis piernas. Me aferro a los piolets
con tanta fuerza que, si uno de los pies o las manos cede, estoy
seguro de que podré aguantarme igualmente.
Cuando llegué al principio de la goulotte, respiré hondo,
expulsando toda la adrenalina y los temores. Las dificultades
parecían menores, o al menos no eran tan constantes, pero a partir
de entonces, solo había una salida: por arriba. Desde allí no sería
capaz de desescalar si me encontraba con alguna dificultad
insuperable. Seguí subiendo, descubriendo a cada paso los
obstáculos y decidiendo por dónde continuar, confiando a ciegas en
mi intuición.
Sé perfectamente que muchas personas pueden pensar que la
línea que marca la frontera entre el compromiso total y la
inconsciencia puede ser muy delgada, si es que creen que existe.
En realidad, es enorme. La muerte —sí, es verdad— sería el
resultado más plausible en el supuesto de una caída en altura, y la
excepción sería un caso de suerte extraordinaria. Lo que hay detrás
de un compromiso aceptado, no obstante, aunque sea en un terreno
desconocido, es el resultado de un profundo estudio de las
condiciones, de una previsión muy esmerada, tras haber observado,
una y otra vez, desde el pie de una pared o desde las otras cimas
las dificultades que pueden surgir.
Hay que llevar bien grabado en la mente el riesgo que entraña la
dificultad de un paso técnico y saber que se posee el nivel para
superarlo. Puede ser fácil, moderado, cómodo o de máximo grado,
y, en función de eso, se acepta el reto. Si se cae, será por haber
sobreestimado el nivel técnico o por haber cometido un error,
también en la elección del material.
Hay que tener igualmente cuidado con la dificultad de las
condiciones, de los peligros que entraña la montaña en sí: el riesgo
de aludes, la calidad del hielo o de la roca descompuesta, la
meteorología… Aquí intervienen muchos factores, desde la
experiencia hasta la observación y la planificación, pero, por más
compromiso que se busque, siempre hay que aceptar el factor del
porcentaje del azar, y asumir que no siempre se puede controlar
todo. En cualquier caso, es necesario hacer acopio de mil recursos
para ser capaz de tomar una decisión rápida, y correcta, en caso de
que sea necesario.
La percepción del riesgo es algo muy personal, muy de cada
uno. Si bien es cierto que depende de una ecuación entre las
capacidades propias, la experiencia, las condiciones y las
dificultades de la montaña, la aceptación del compromiso es
siempre individual.
Superé el último resalte de la roca y avisté la cornisa que se
formaba en la arista, ascendí aquellos metros con tranquilidad,
hasta que coroné la pared. A continuación, hice cima y bajé por el
otro lado.
Como aún era muy temprano y tenía todo el día por delante, subí
otra cumbre, y otra, y otra, hasta que el horizonte empezaba a
recortar el sol. Finalmente, decidí volver a casa, satisfecho por
haber vencido, aquel día, mis miedos. Había hecho un trabajo de
emociones y, de paso, un buen entrenamiento.
C 5
Experiencias que te cambian para siempre

Buscábamos la sombra de los grandes árboles tropicales para


protegernos del calor, que convertía el lecho de aquel río caudaloso
en un horno. Habíamos llegado a una playa amplia, en un punto
donde el cañón profundo se ensanchaba un poco y nos dejaba ver
el sol entre el espesor de aquella jungla. El sol nos picaba en la piel,
pero corría una brisa que se llevaba un poco aquel bochorno
polvoriento que no nos dejaba respirar. Estábamos sucios de polvo y
barro.
Hacía un día entero que esperábamos al helicóptero que debía
llevarnos de vuelta a Katmandú. Habíamos retirado las piedras más
grandes de la playa y habíamos dibujado un perímetro plano para
que el aparato pudiese aterrizar. El silencio del cielo, no obstante,
era absoluto. Tuvimos que mover el pesado cuerpo un par de veces.
Aunque lo habíamos envuelto con bolsas de plástico, el olor que
desprendía cuando le daba el sol era insoportable.
Durante el día anterior, habíamos bajado los restos de aquel
hombre anónimo por caminos sepultados bajo los aludes de piedra,
hasta que encontramos la playa. ¡Parece mentira lo que puede
pesar un muerto! En los tramos más técnicos, nos habían hecho
falta cinco o seis personas. Y, sin saber muy bien cómo, estábamos
compartiendo la poca comida que nos quedaba con media docena
de chicos del Tzahal, las Fuerzas de Defensa de Israel. Hablábamos
poco, porque, quieras que no, el ambiente era raro.
Ellos habían venido a buscar a su compañero con la esperanza
de que hubiera sobrevivido al terremoto que había sacudido Nepal
aquella primavera de 2015, y nosotros llevábamos una semana
preparando las mochilas para intentar subir al Everest dentro del-
proyecto Summits of My Life. La mezcla era extraña: tres
antimilitaristas convencidos y seis soldados que venían de la
frontera de Gaza. El cansancio comenzaba a hacer mella. Ellos no
habían podido encontrar con vida a su compañero, pero aseguraban
que era muy importante poderlo enterrar en su país. Nosotros, por
nuestra parte, aún no sabíamos muy bien por qué habíamos
aceptado ayudar a aquellos soldados en una empresa que era
costosa e inútil, para sacar un cadáver de un valle donde había
otros trescientos cuerpos enterrados bajo las piedras.
Durante los días previos, subiendo por el valle, habíamos
encontrado decenas de muertos, que reportábamos vía satélite a las
embajadas de Katmandú y a los controles militares de distintos
países que se habían atrevido a desplegarse por el territorio. El
terremoto había sido una auténtica catástrofe, en un país pobre
como Nepal, donde las casas son poco más que refugios de piedra
seca, que se derrumban con el menor temblor.
¿Qué destino les aguardaba al resto de cuerpos repartidos por el
valle? Era espeluznante comprobar el abismo que había entre los
medios invertidos en recuperar el cuerpo de un turista de un país
rico y el olvido al que se condenaba a los niños y ancianos nepalís
con quienes compartían infortunio bajo toneladas de minerales.
El apoyo internacional para ayudar a los damnificados fue
descomunal. Nepal es un país pobre, pero recibe cada año un millón
de turistas de países ricos, factor decisivo para entender el enorme
despliegue de medios a fin de recuperar la normalidad. Pese a la
inmensa cantidad de grupos de toda índole presentes sobre el
terreno, la coordinación era nefasta y, encima, el Gobierno
aprovechó para embolsarse parte de las ayudas recibidas, tantas
como pudo. Muchas energías, además, se diluían en la burocracia.
Nuestra ayuda fue pequeña, pero puedo asegurar que tanto a
Seb Montaz como a Jordi Tosas y a mí mismo nos dejó marcados a
fuego. Colaboramos durante un mes, primero, con los militares para
buscar e identificar los cuerpos de los muertos del valle de Langtang
y, después, con varias ONG para llevar comida a los supervivientes
y evaluar los daños en los pueblos más altos de la región del
Ganesh, muy inaccesibles, a los que solo podíamos llegar corriendo
y al cabo de unos cuantos días de marcha. Terminamos exhaustos.
Después de todo aquello, a la vuelta, me afané por recuperar tan
rápido como fuera posible mi vida normal, cuyas preocupaciones
apenas trascendían de estar más o menos en forma, tener la
logística a punto para atacar una carrera o dirimir si las disputas que
oigo por la radio tienen algún interés. Durante un breve periodo,
habíamos vivido una realidad tangible, en mayúsculas, donde los
quebraderos de cabeza eran reales: comer, dormir, sobrevivir para
salvar la vida de los demás. Y, para dejar atrás todo aquello, decidí
pasar página y cambié el billete de avión para ir directamente a-
Zegama, donde, al día siguiente, disputaría el maratón.
Durante la carrera, ya desde el principio, me encontré bien. El
hecho de haber pasado un mes en altura me daba fuerza. No
obstante, mientras corría rodeado de miles de espectadores, tenía la
cabeza en otra parte, y me sentía sucio por estar protagonizando
una actividad banal e improductiva, y vivir envuelto por la euforia
que despierta el espectáculo de la mezcla de corredores y afi-
cionados. En otro lugar, a pocas horas en avión, la vida era muy
diferente.
Vivimos en un mundo de realidades paralelas que se observan
entre sí, pero no quieren entenderse. Cuando nos levantamos por la
mañana y repasamos la prensa o consultamos Twitter, nos da la
impresión de estar por todas partes. Vemos las imágenes de un
atentado en Bagdad, o de una manifestación en Murcia, o de una
patera que se acaba de hundir ante una isla griega, o de… Y como,
de hecho, todos somos padres, hijos o inmigrantes, nos
identificamos con ello. Transcurren unos segundos y leemos el
comentario de un político sacado de contexto, y aplaudimos o nos
indignamos. A continuación, nos llama la atención un vídeo que se
ha hecho viral y nos partimos de risa con una chorrada cualquiera. Y
después… Y después… Todo se nos antoja cercano y todo lo
vivimos virtualmente. Así es muy fácil que nos apropiemos de todo
cada día. Hasta que llega el fatídico instante en que te topas con un
artículo sobre una materia que conoces en profundidad, y a medida
que vas leyendo, te remonta desde el estómago una punzada de
estupefacción, porque te das cuenta, de repente, de las
barbaridades que se pueden llegar a decir. Y eso es lo que te acaba
haciendo dudar de la veracidad de cualquier noticia que recibes de
un ámbito que desconoces. La apariencia acaba dominando por
encima de los hechos, y, a menudo, el asunto se reduce a encontrar
una polémica fácil para subir la audiencia en los medios de
comunicación. Mientras tanto, lejos de cualquier debate, la injusticia
continúa, aquellos que sufren siguen sufriendo en su mundo. Ya
podemos hacernos callo dando likes o compartiendo enlaces: las
dos realidades paralelas no confluirán.
Hace unos cuantos años que al materialismo capitalista de
nuestra sociedad del bienestar le hemos añadido el de la imagen
personal. La construcción de la imagen era hasta hace no mucho
una ocupación exclusiva de políticos o cantantes, pero hoy ya nadie
se escapa. Todo debió de empezar cuando quisieron ponernos a
nosotros mismos en el centro de todo, con los típicos mensajes de
emprendedores del tipo: «¡Eres tu propia marca!». Debió de
continuar con las empresas que seleccionaban a sus trabajadores
entrevistando a sus candidatos con información extraída de su perfil
de las redes sociales. O con las multinacionales tecnológicas, que
dictaminaban si éramos mejores o peores, auténticos y únicos, o
una mierda según los likes o los comentarios que acumuláramos. O
con la pérdida de la intimidad, cuando cualquiera que tuviera interés
podía saber qué comías, qué música escuchabas, dónde te
comprabas los calcetines, a quién admirabas y dónde pensabas
marcharte de vacaciones en verano. Nos hemos obsesionado y
ahora somos una plastilina viscosa que vamos trabajando a fin de
asemejarnos a un modelo. Nos hemos terminado convirtiendo —nos
han terminado convirtiendo— en una diminuta pieza del comercio
universal.
Cada vez es más difícil situar la frontera entre lo que
denominamos «yo» y aquello que decimos que es «mío». Nos
hemos creído que «somos» lo que «tenemos»: mi cuerpo, mis
facultades mentales, mi ropa, mi casa, mi esposa o mi marido, mis
hijos y mis amigos, e incluso, mi reputación, mi trabajo y mi cuenta
bancaria. Orientamos nuestros sentimientos hacia aquello que
tenemos y perdemos de vista el interés por aquello que somos. Las
pautas de satisfacción o de frustración dependen de que podamos
juntar o no un adjetivo posesivo a un sustantivo. Y esta tendencia
me parece muy difícil de reorientar.
El deporte no ha sido inmune a este cambio. Más bien al contrario,
lo ha vivido con más intensidad y más velocidad que otros ámbitos.
La práctica deportiva que hoy nos venden es el espectáculo, y el
espectáculo necesita público. Y el público ya no está en los
estadios. O, visto de otra manera, sí que está: está en el estadio
único en que se ha convertido el mundo. Cada uno tiene un asiento
preferente, en su casa. El deportista lo es las veinticuatro horas del
día, y no solo se dedica a entrenar, sino que ha de vivir
«auténticamente», ha de tener un «discurso» para todo. Y, como lo
que dice no solo se lo cuenta a los cuatro frikis que lo entienden —la
audiencia ya no es minoritaria, sino global—, todo se relata de forma
sencilla y simplificada, para tener la oportunidad de captar
rápidamente la atención de un público que recibe información a una
velocidad parecida a la de la ametralladora que escupe sus
proyectiles. Ya lo sé: dispongo de cinco o seis segundos para
comprimir una imagen espectacular, que te deje sin respiración a ti,
espectador, que te enganche porque tiene interés, no solo porque te
entretiene. No hacen falta explicaciones complicadas y detalles
«insignificantes», porque mira tú qué interés pueden tener, hay que
ir directamente al titular fácil, a la cifra entendible y comparable, a la
competición entre noticias, entre deportistas, entre personas.
Todo esto es un problema muy serio. Todo lo hacemos para que
«llegue», pero de pronto, nos percatamos de que queriendo llegar a
todo el mundo, hemos descuidado un detalle: ya no somos capaces
de llegar a nosotros mismos. Y, sin que seamos conscientes, hemos
cambiado nuestra perspectiva, porque actuamos, pensamos o
escribimos sabiendo que estamos siendo observados y analizados.
La consecuencia: estamos cambiando lo que hacemos y, sobre
todo, cómo lo hacemos.
Y yo no me escapaba a todo esto. La gente quería que ganara más
carreras, y como no me costaba mucho, las ganaba, pero entonces,
lo que se esperaba de mí era que batiera récords subiendo a tal
cima o escalando tal montaña, o que dijera lo que tocaba decir, o
defendiera lo que se suponía que tenía que defender. Si durante
mucho tiempo lo que yo deseaba y lo que la gente me pedía
coincidía, ahora, sin saber muy bien por qué, la alianza se había
roto y yo era prisionero de los proyectos de los demás.
Al volver de Nepal, de aquel infierno devastado donde la
opulencia occidental contrastaba con la humildad doméstica, sentí-
intensamente, íntimamente, la hipocresía de los mundos paralelos, y
tuve la certeza de que en un abrir y cerrar de ojos, sin buscarlo, todo
podía desmoronarse, todo podía terminar. Y no quería que me
llegara el fatídico día en que tuviera que sopesar lo que había
dejado de hacer esperando un futuro que quién sabe si existe, no
quería que mi camino se desviara, ni siquiera mínimamente, para
ganar más carreras, más fama o más dinero. Y aunque esta
decisión me hiciera destrozar la imagen que había creado de mí
mismo, quería matar a Kilian Jornet, quería matar al «personaje».
La semántica es importante. El nombre que llevamos acumula
connotaciones y, con el paso de los años, deja de ser meramente la
forma que nos distingue de los demás cuando nos llaman, sino que
se convierte en una mochila con incrustaciones que ya no pueden
desprenderse. Sentimos ansiedad si no comprendemos y
dominamos nuestro alrededor, y por eso asignamos un nombre a
cada cosa, porque así nos creamos la ilusión de entenderla y
poseerla. Si un lugar no tiene nombre, no existe. Pensamos a través
del lenguaje, y si no damos con la palabra exacta para describir lo
que pensamos, vemos o sentimos, todo se pierde en el olvido y
desaparece, no ha «existido».
Conocemos las corrientes filosóficas por su apelativo, las
personas tenemos nombre y las montañas también. Los habitantes
de Grindelwald no llamaron Ogro (Eiger) porque sí a la montaña que
les daba sombra, o los italianos, Cervino a la pirámide aostana y, del
otro lado, los suizos la designaron como Matterhorn, el cuerno
madre. Los nombres pueden ser lógicos, descriptivos, como el Mont
Blanc, la montaña blanca, o el Pedraforca, por la forma bifurcada de
piedra horca. También tenemos al Puro, al Pic du Midi… A veces, la
imaginación se desata y por eso vemos atributos humanos en la
naturaleza: el Grand Teton en Wyoming —por la forma de pecho de
los picos—, o el Cavall Bernat de Montserrat —donde cavall sería
un eufemismo de «carall», el pene—, o el Shivling en el Himalaya —
de nuevo el pene, ahora el bífido de Xiva—. Otras provienen de las
creencias de que las montañas son lugares con características casi
sobrenaturales, como el Mont Maudit —maldito—, las Aiguilles du
Diable, el Pic de l’Infern o el Monte Disgrazia. También hay casos
donde no manda precisamente la imaginación, y se utiliza una serie
de letras y números para ubicar una cima en un país desconocido
para el topógrafo, como es el caso del K1 o el K2. También las hay
que tienen el nombre de su «descubridor», sin tener en cuenta que
los habitantes del lugar en cuestión debían de denominarlo de
alguna manera u otra: Mount McKinley, Mount Cook, Fitz Roy, Pico
de Russell. En esta categoría entra la más alta de todas, el Everest.
Durante los años del Imperio británico, los colonizadores
proyectaron la cartografía de la India y lo denominaron pico XV, pero
cuando se dieron cuenta de que era la cima más alta de todas,
decidieron bautizarla en honor al jefe del proyecto de topografía,
George Everest. Daba igual que los invasores chinos la llamaran
Qololangna desde hacía más de trescientos años. Los nepalís,
viendo que atraía turistas, en la década de 1960 contribuyeron a la
inflación toponímica y la apodaron Sagarmatha.
La fuerza de la palabra asusta, porque la pronunciación modifica
el significado. Puede calmar o atemorizar, puede banalizar o
glorificar. Pero es preciso entender que la existencia de las
montañas antecede al nombre que la gente les ha asignado. Se
llamen como se llamen, seguirán siendo ellas mismas, así como las
personas continuaríamos siendo aunque no tuviéramos nombre ni
apellido, y seguiríamos experimentando sensaciones, aunque no
encontráramos las palabras para describirlas.
Lo que yo notaba era que el corazón me decía que quería volver
a subir montañas que no tuviesen nombre, y sentir de nuevo sin
saber cómo describir los sentimientos.
Habían pasado dos años desde el terremoto de Nepal y estaba en
Noruega, en la granja donde vivo con Emelie. Estábamos refor-
zando una valla para las ovejas que habíamos montado hacía poco.
La semana anterior, habíamos visto que eran capaces de saltar por
encima de la malla metálica, y una vez los animales habían
descubierto su habilidad, no se cortaban un pelo y cuando podían,
emulaban al protagonista de La gran evasión. Hasta que una se
quedó atascada. Debía aprender, dolor mediante, la naturaleza de
las trampas en las que puedes caerte cuando buscas la libertad.
No sabíamos cuánto tiempo duraría el respeto que ahora les
infundía la valla, y cuándo recuperarían la voluntad de huir saltando
más alto, así que quisimos anticiparnos a sus pensamientos y
decidimos reforzar un poco la altura de algunas partes. Aquella
mañana tenía que ir al pueblo, y me ofrecí a comprar los palos y el
trozo de malla que nos faltaba, para poder terminar la faena aquella
misma tarde. Cuando pedí los materiales en la tienda, el
dependiente captó enseguida que mi acento noruego no era muy
ortodoxo, y mientras me ayudaba a cargar el coche con la compra,
con un inglés ejemplar y una sonrisa que no le cabía en la cara, me
dijo que estaba satisfecho de que los extranjeros encontráramos
atractivo ir a vivir al callejón sin salida que eran aquellas montañas.
Me preguntó si era de Marruecos. Le contesté que más o menos de
por allí.
Efectivamente, aunque no soy demasiado manitas para estas
cosas, terminamos el cercado. No soy muy devoto de encadenarme
a una tierra, pero para mí es muy agradable ver que el trabajo que
realizas reporta su fruto. De pronto, en lo más hondo de mí, sentí
que todos los periodos que pasaba fuera de casa «subiendo
montañas» se los debía a Emelie.
En esa época del año, al inicio del verano, el sol no se esconde, y
es un periodo ideal para salir a trotar durante muchas horas
seguidas. Correr es la manera más humana que tenemos de
desplazarnos, es la más pura y sencilla. La que más se le acerca es
caminar, que no es más que lo que hace un corredor cuando se
cansa. Ambas actividades cumplen uno de los objetivos primarios
del ser humano: desplazarse. Y el desplazamiento es sinónimo de
descubrimiento. Para mí es una de las pulsiones básicas de la vida.
Sin él, no hay aprendizaje. Y, además, después de emprender una
dirección, puedes ir bifurcándola y multiplicándola hasta el infinito.
Cada día del año salgo a correr o esquiar para entrenar, pero
hay una diferencia elemental entre hacer un entrenamiento y realizar
una actividad: la incertidumbre de conseguir lo que te propones. Y
ahora, después de un año parado por las lesiones, tenía ganas de
realizar alguna actividad para ponerme en duda y volver a vivir con
intensidad, ganas de buscar mi límite en algún aspecto concreto. No
me apetecía viajar lejos. «Muchas veces, la belleza se esconde tras
la puerta de casa», pensé. Por eso decidí llevar a cabo una
actividad muy sencilla que me exigiera el máximo: salir de casa,
subir una cima y seguir el filo de las crestas hasta que las piernas o
el corazón me dijeran que ya valía, que ya no podían más.
Un viernes de finales de julio preparé una mochila con todo lo
que podía hacerme falta para pasar unos cuantos días en las
montañas sin pararme: una chaqueta, unos guantes, una veintena
de barritas energéticas, una cuerda corta, un piolet y poca cosa
más. Después de desayunar, salí de casa corriendo, como cada día,
solo que aquella vez no sabía cuándo volvería. Emelie me
acompañó hasta la primera cima, en medio de una niebla que teñía
los valles de un color grisáceo, triste. Al pasar los mil metros, la
superamos y nos divertimos corriendo sobre un mar de algodón, con
el sol calentándonos las caras y la vista distinguiendo las islas
puntiagudas al horizonte. «Quiero quedarme aquí, yendo siempre de
cima en cima por los filos que las unen, y no entrar nunca en la
nube». Emelie y yo nos dijimos adiós. Ella dio media vuelta y yo
seguí hacia adelante, por el filo de la arista, haciendo equilibrios
para que no me tragara la nube que me rodeaba. Era muy blanca y
suave, pero no habría frenado mi caída.
Normalmente, cuando empiezo una activad, el primer
movimiento que realizo es poner en marcha el cronómetro. Aquella
vez no lo hice. Tengo la rapidez incrustada en el ADN, pero no
quería ir deprisa, sino tirar lejos y no dejar constancia.
Paso a paso, piedra a piedra, cima a cima, seguí el filo de la
arista. El sol calentaba con fuerza y yo estaba solo por encima de
las nubes. Los demás estaban dentro de la niebla, lamentándose
por la grisura del día, y no sabían que tenían el paraíso tan cerca,
solo tenían que subir un rato. Ese idílico lugar se dibujaba ante mis
ojos como una serpiente. Una decena de cimas se sucedían
conectadas por una estrecha loma de roca, y un poco más allá,
había otra decena, y otra más, aunque quedaba tan lejos que no la
distinguía con claridad. Pero yo me acercaba bailando una danza
fluida, flirteando con cierto riesgo para hacerla emocionante. Jugaba
con unas dificultades que no se salían de mi zona de confort, eso sí,
pero me exigían un esfuerzo para mantener la seguridad. Exploraba
la creación de un momento íntimo y privado, mucho más íntimo y
privado que el sexo.
No sabía qué hora era, y mi cuerpo no se dejaba engañar por la
ilusión de que el tiempo no importaba. Ya llevaba más de siete mil
metros de desnivel positivo y empezaba a notar el cansancio. La
cresta que había estado siguiendo todo el día llegó a su fin y tuve
que bajar al valle para subir al macizo contiguo e iniciar otra arista.
Dejé las rocas y la nieve y me adentré en los bosques, cada vez
más frondosos, hasta que empecé a distinguir el olor del mar y a
encontrarme las primeras casas de un pueblo. En esa latitud, el sol
se pone un par de horas, y fue justo entonces, con un punto de
oscuridad, cuando atravesé la aldea, que todavía dormía. Para no
molestar, pasé de puntillas por delante de las cuatro casas que
había y continué por el otro lado del valle, dejando atrás el aroma
marino y el espesor de los árboles y los arbustos hasta que llegué
allí donde me encuentro más a gusto, al reino mineral.
La penumbra aún reinaba cuando ataqué la cresta siguiente,
donde un filo estrecho y vertical me marcaba el inicio. Unos
cuatrocientos metros de pared rojiza me desafiaban altivos y, a
medida que me acercaba, intentaba adivinar, con escaso éxito, su
punto débil. Al llegar al pie, intuí un sistema de fisuras y diedros que
aparentaban continuidad, y me puse a escalar. Era de una dificultad
de quinto grado. Sin llegar a exigir, requería concentración y
precisión en los movimientos, en una danza vertical. Las zapatillas
se me adherían al granito con suavidad, y los dedos avanzaban por
las fisuras con delicadeza, para no despertarlas.
En este terreno donde la roca apenas ve hombres, y más
escalando sin el comodín de una cuerda, hay que acariciar más que
apretar, hay que hacer el amor más que follar. Antes de coger una
presa, le daba unos golpecitos suaves con la mano o el pie a fin de
comprobar si era lo bastante sólida para aguantar mi peso. Bailando
en vertical con la roca, le pedía permiso a cada paso para cogerle
de la cintura, para meterme entre sus faldas, sabiendo que el menor
movimiento en falso haría que me dejara caer y me rompiera el
corazón.
Cuando llegué a la parte superior, la pared perdió su verticalidad
y, por ende, su solidez. Entre las fisuras, cada vez más amplias y
numerosas, crecían algunos matojos de hierba, prácticamente la
única argamasa que mantenía pegadas las piedras a la pared. En
algunos puntos, hasta sacaba el piolet y lo clavaba en una mata
para obtener un punto de seguridad bastante estable. Así, con paso
lento pero seguro, fui superando los obstáculos y me instalé de
nuevo en las aristas. Como volvía a hallarme en un terreno poco
comprometido, el cuerpo me habló y me dijo que empezaba a estar
cansado, muy cansado. Pese a mi estrategia de ir comiendo una
barrita o un gel cada dos horas, ya debía de hacer más de veinte
que corría y escalaba sin haber parado ni un segundo. El manto del
cansancio me cayó encima, como la noche, y me tapó del todo.
No había nada que pudiera hacer. Por mucho que comiera, la
energía no volvía y mis pies, aún con el recuerdo fresco de la
ligereza, eran incapaces de arrancar a correr, se arrastraban por las
piedras. El paisaje no avanzaba y entre una cima y otra, el tiempo
se me hacía eterno.
En momentos como este es cuando te preguntas qué sentido
tiene continuar. El cuerpo, dolorido, se adormilaba, los movimientos
eran torpes y en los tramos más técnicos, cada gesto me requería
tanta concentración que el ritmo se ralentizaba hasta la mitad. La
cabeza luchaba contra el sueño y esperaba encontrar un lugar
amable para tumbarme en la hierba, calentarme al sol y dormir unos
minutos para oxigenarme. No obstante, eso no era posible porque
aún quedaban unas horas para que la claridad solar bañara aquella
cara de la montaña, y antes quería superar aquel tramo más
técnico. La arista que tenía que recorrer estaba formada por una
docena de pináculos de diferentes formas y tamaños, algunos tan
estrechos como para que un corro de cuatro personas los
abrazaran, otros de más de medio kilómetro de perímetro y unos
cuantos de cientos de metros de altura.
En plena batalla contra el sueño y el boicot de mis pies,
impulsado por la fuerza de la cabezonería, llegué a la última cima de
la cresta. Alcé un instante la vista y contemplé la pared que se
precipitaba a mis pies: mil quinientos metros en picado hasta el río
sobre el que reposaba. Si ahora tirase una piedra, se la tragaría el
agua sin haber rozado la pared.
Me acerqué hasta el límite de la arista y desplegué la cuerda.
Buscaba un bloque de piedra lo bastante sólido como para aguantar
mi peso y, a poder ser, un poco más. Lo encontré y deslicé la cuerda
por detrás. Como era muy fina, podía recuperarla desde abajo
después de rapelar sin necesidad de dejar ninguna cinta en la
pared. Encadené tres rápeles, destrepé un poco y llegué a un
glaciar, que me permitió correr hacia abajo deslizándome y
reservando energía. Al cabo de poco, estaba en el fondo del valle.
Una carretera me condujo hasta Åndalsnes, un pueblo de unos dos
mil habitantes. El ver a tanta gente, y tan de golpe, me hizo darme
cuenta de que llevaba un poco más de un día corriendo y sin ver a
nadie.
Aproveché para comprar unas barritas en una gasolinera. Una
rebanada de pan con queso y media hora de sueño me devolvieron
la vitalidad del inicio. Reanudé la marcha y subí a la arista siguiente
y, corriendo y escalando, cabalgué las cimas que la conformaban.
Era una zona más turística, porque de vez en cuando me
encontraba a gente que contemplaba el paisaje o a escaladores que
subían por alguna pared. La compañía me amenizó el recorrido. Me
iba picando mentalmente con ellos: «A ver si llegas antes a la cima
que el de la chaqueta roja», «Ya verás cómo pillas a aquella
cordada antes de que salgan de la reunión». Un juego infantil, vaya,
para mantenerme despierto.
Mediante esa fórmula conseguí ir engañando al cansancio, hasta
que, al cabo de unas horas, se apoderó de todo mi cuerpo. Los pies
me pesaban y no obedecían las órdenes del cerebro. Eran las
últimas horas de la tarde y aún tenía unas cuatro de sol por delante.
La cima que me desafiaba era la más alta de la región, tenía una
larga bajada y quería llegar a ella antes que la sombra, para que la
nieve aún estuviera reblandecida por el calor del día y pudiera bajar
más rápido y más seguro. Unas horas más tarde, escondida en la
oscuridad, estaría dura como el vidrio.
La arista que encaraba no era difícil, pero sí entretenida y
expuesta, y pedía cierta concentración. En el estado en que me
hallaba, tal vez tardaría unas tres o cuatro horas en superarla de
forma segura. ¡Ay, menudo sueño tenía! Hasta se me nublaba la
vista cuando la fijaba en el camino. Qué sensación de angustia
cuando caminas y te das cuenta de que te estás quedando dormido.
Oh, y qué gusto cuando vi un rinconcito de hierba entre unas
piedras. Qué profunda felicidad me invadió al imaginarme allí
tumbado, cerrando los ojos y durmiendo como un bebé. Pocas
cosas, muy pocas, pueden superar en bienestar a una sensación
como aquella. Me quité las zapatillas y los calcetines y los dejé al
sol, para que se secaran, ahuequé la chaqueta con la forma de un
cojín y me tendí sobre la hierba mullida después de activar la alarma
del móvil para que sonara treinta minutos después. Caí fulminado
por un sueño profundo.
Estaba plácidamente instalado en un sueño cuando un zumbido
me despertó. ¡La hora! El sol aún me acariciaba la cara, el calor era
tan agradable como la brisa ligera que se llevaba el bochorno. Casi
como un autómata, me puse los calcetines y las zapatillas y volví a
empezar como si nada. Al cabo de un minuto de marcha, el cuerpo
ya estaba bastante despierto, inicié el trote y no paré de correr hasta
llegar a la primera pared de roca. Las manos se enfilaban con
facilidad y los pies las correspondían con ligereza, con una precisión
que había perdido unas cuantas horas antes. A una velocidad que
me habría satisfecho en una salida corta, la arista desfilaba bajo mis
pies, y yo lo vivía con una sensación más cercana a la felicidad que
a la excitación, esa que se obtiene cuando el cuerpo y el espíritu se
alinean. Costaba creer que una hora antes lo hubiese estado
pasando tan mal, luchando por no dormirme, castigándome a mí
mismo preguntándome por qué no paraba de correr y volvía a casa.
Y mira, poco después, aquí me tienes, galopando como si estuviese
recién levantado, con una alegría que no cambiaría por nada del
mundo. Consciente de que aquella sensación, aquel espejismo de
frescura, pronto dejaría paso a otra, quise vivirla con toda la
intensidad.
Solo tardé una hora en llegar a la cima y bajé dejándome
resbalar por la nieve blanda mientras el sol se ponía. A la mitad de
la arista, basculé hacia el lado oscuro, abandonando la calidez y al
mismo tiempo la zona más transitada, con la certeza de que tardaría
más o menos veinte horas en ver a alguien.
Entre lagos y cascadas, sin problemas de abastecimiento de
agua, las aristas volvían a pintarse de un negro que dominaba las
piedras fracturadas, de dudosa solidez, y la frescura de mi cuerpo,
como el sol, desapareció. Volvía a estar reventado. Con la fatiga
extrema, aceptamos más riesgos, por pereza y cansancio. Cuando
hacía ya más de cuarenta horas que había salido de casa, dedicaba
mi energía a no caer en las trampas que me tendía la mente, a
impedir que el Kilian perezoso le ganara la partida al Kilian racional.
A fin de impedir que la monotonía se hiciera amiga del cansancio,
me empeñé en intentar recordar la letra de una canción italiana que
iba repitiendo una vez tras otra, en bucle: «Ma ho visto anche degli
zingari felici, corrersi dietro, far l’amore e rotolarsi per terra. Ho visto
anche degli zingari felici… Zingari…».
El sol apareció otra vez por el horizonte y esperé a que
calentara. Un mar de nubes volvió a envolver las cimas más altas.
Bajando, pasé por un arroyo y aproveché para lavarme la cara, que
acumulaba sudor de días. El frescor del agua me hizo revivir. Bebí
tanta que el estómago se me dio de sí. Me aparté un poco del río y
me tendí en una cuenca de hierba. El calor del sol me acompañó
mientras me quedaba dormido.
Ya medio recuperado y subiendo la arista siguiente, conté con
los dedos las cimas que me quedaban. Toda la mano, cinco dedos,
¡y acabaría de dar la vuelta al fiordo por las crestas! Si unas treinta
horas antes, hundido en el pozo del agotamiento, me hubiesen
dicho que iba a llegar hasta aquí no me lo habría creído. ¡Y ahora!
Cinco cimas parecían pocas, pero después de ciento sesenta
kilómetros y más de veinte mil metros de desnivel positivo en
cincuenta horas, no podía perderle el respeto a los más de cuatro
mil metros que aún tenía por delante. Así, con las pilas cargadas
después de treinta minutos de cabezada, y la zanahoria del próximo
descanso, esta vez definitivo, delante de mis narices, me lancé a
toda velocidad por las lomas pedregosas.
Quizás debido a la excitación del final que divisaba, quizás al
cansancio, me olvidé de repetir el mantra de precaución que me
había acompañado durante tantas horas, y queriendo tirar por el
camino del medio sin prestar demasiada atención en dónde ponía
los pies, me caí al fondo de una pequeña rimaya cuando atravesaba
el último tramo de nieve. Estaba muy blanda, me hundía hasta
encima de las rodillas y tentaba un poco de más mi suerte confiando
a ciegas en la solidez de sus puentes de nieve, hasta que uno cedió
bajo mis pies. El agujero no era muy profundo, de un par de metros
como máximo, pero impacté directamente con la cadera contra la
roca gris y húmeda. «¡Joder, mierda!». Un dolor agudo me subió por
la columna. Me senté para respirar hondo unos segundos y calmar
el dolor que notaba. Comprobé que no me había pasado nada
grave, porque todo mantenía la funcionalidad y el bulto que estaba a
punto de salirme en la cadera ya lo daba por descontado, y salí a la
nieve. Buscaba la ruta entre la piedra, como debería haber hecho
desde el principio. «Esto no es más que chapa y pintura», me dije. Y
me puse a trotar.
Enseguida me olvidé del dolor, y la promesa de llegar al final fue
el elixir que aportó la energía. Tres cimas, dos cimas, y, finalmente,
comencé a subir por la estrecha arista que conducía a la última
cumbre del fiordo. Había aparcado el sueño y el cansancio en un
rincón, no sé en cuál. Entre las nubes, allí al fondo, apareció en
medio de la arista, como salida de un sueño, Emelie, que me
esperaba con un beso y un bocadillo en la mano. Me acompañó
hasta la última cima y bajamos juntos hasta el pueblo.
Me senté unos minutos en el maletero del coche, sin comer ni
beber, sin quitarme la ropa, que a esas alturas era ya una segunda
piel. Tenía la mirada perdida en algún punto del asfalto. La mente,
en blanco. Es en esta ausencia donde probablemente reside toda la
fuerza de las actividades. Cuando las acabas, durante un breve
lapso de tiempo, no existe ni el pasado ni el futuro.
Aquello fue una estupidez, solo tres meses después de romperme el
peroné en la Pierra Menta. Seguro que ningún médico me lo habría
recomendado como parte de la rehabilitación, y el mío nunca lo
supo. Supongo que hasta ahora. Pero estas son precisamente las
cosas que me hacen vivir: explorar sabiendo que el riesgo de fallar
es muy elevado. Además de ir comprobando cómo avanzaba el
proceso de recuperación, lo que me parecía más interesante era
combinar dos actividades que dominaba: la larga distancia —hacer
ciento sesenta o doscientos kilómetros no es ningún reto para mí—
con la escalada, en la que no sabía cómo respondería ante la con-
jugación de tantas paredes. En el fondo, sé que para disfrutar
intensamente, he de ir hasta el limbo de la zona de confort, y
entonces, mantenerme dentro de los espacios de lo que sé hacer,
estirando el límite al máximo.
E E

Pocas semanas después de abandonar el invierno en Noruega,


vuelvo a la misma explanada de polvo y piedra del verano anterior.
Ahora todo ha cambiado.
Aquella morrena en la que nos abrazamos hace ocho meses
está cubierta de tiendas de todos los tamaños, colores y formas que
una mente fantasiosa pudiera imaginar. La arista por donde
descendimos entre aludes es una plácida y amable pendiente de
nieve dura, con una cuerda fijada a unas estacas que la recorre
desde el inicio de la nieve hasta la cima de la montaña. Entre
Rongbuk y el último campamento, situado a ocho mil trescientos
metros, se pasean unas trescientas personas más o menos, la mitad
albergando el sueño de coronar la cima, la otra mitad trabajando
para que los primeros satisfagan su deseo. La soledad del
campamento donde estábamos el año pasado ha mutado en una
pequeña ciudad multicultural, donde cada uno está absorto en el
trabajo previo al ascenso.
Seb y yo compartimos permiso con otra expedición que ya lleva
unas cuantas semanas establecida en la montaña. Yo llego de una
vecina, el Cho Oyu, donde he pasado una semana con Emelie. Seb
acaba de llegar de Francia y, aunque haya vivido las últimas
semanas en altura en el Tíbet y después en los Alpes, ha pasado
una noche espantosa. Tiene una tos seca, le duele el pecho y
escupe un poco de sangre al toser. Es el indicio de un edema
pulmonar. Tendremos que ir con calma y esperar unos cuantos días
antes de subir al campo base avanzado.
Aquel primer día, visitamos a los miembros de la expedición con
quienes compartimos permiso. Uno de ellos es médico, pero no
especialista en montaña. Observa a Seb y, al descubrir los
síntomas, le dice, muy serio:
—Lo que tienes es muy grave. Un edema pulmonar, poca broma.
¡Tienes que bajar enseguida! Tómate el medicamento que te voy a
dar si mañana te despiertas…
Seb y yo no dejamos al bienintencionado doctor acabar la frase,
porque rompemos a reír como unos chiquillos traviesos. Ya
sabemos lo que le pasa, que supone una buena molestia, pero no
implica un gran riesgo. Un par de días descansando, y arreando.
Como mucho, tal vez le toque bajar un día al altiplano para
recuperarse. De hecho, hace unos cuantos años fuimos al Elbrús y
le pasó lo mismo, pero al reducir la altura se le pasó.
Seb pasa una mala noche, pero al día siguiente se encuentra
mejor. Termina de recuperarse otro día más y al levantarse ya corre
por la zona del campamento, de manera que al tercer día decidimos
subir hasta el campo base avanzado, al pie de la montaña, donde el
año pasado no quisieron llegar los yaks.
Una vez instalados, decido salir a entrenar para aclimatarme y
observar las condiciones de la montaña. Como aún me ronda por la
cabeza la idea de intentar el ascenso por la cara noroeste, donde
abandonamos hace un año, salgo en dirección contraria a todo el
mundo. Abandono la huella que va hacia el collado norte y atravieso
el glaciar hasta el pie de la pared nordeste. Hay mucha menos nieve
que en verano. «¡Menos aludes!». Eso también quiere decir que hay
mucho más hielo.
Empiezo a subir y siento que el hielo que tengo debajo está muy
duro, los diez centímetros de nieve que lo cubren solo lo blanquean,
no le aportan consistencia, y, de hecho, aguanto el peso del cuerpo
en el poco crampón y piolet que consigo clavar. Pero como no está
demasiado inclinado, me pongo a subir, hasta que llevo varios
cientos de metros. Me detengo, de golpe, y me pregunto qué pinto
ahí. «¿No estás tomando demasiados riesgos?». Si el año pasado
me hubiera encontrado estas condiciones, seguro que habría
continuado hacia arriba sin darle más vueltas, pero ahora, la verdad
es que no estoy muy a gusto. Lo que ha sucedido hace una semana
me ha hecho bajar el listón de los riesgos que estaba dispuesto a
asumir.
Hace ahora una semana, estaba con Emelie en el Cho Oyu.
Habíamos hecho una aclimatación y un entrenamiento perfectos en
Noruega y emprendimos un viaje fugaz —tras la consiguiente
batalla, tan desesperante como rutinaria, con la burocracia de Nepal
—, que nos llevó al campo base en solo tres días, bien frescos y
motivados.
Al segundo día de estar en la montaña recibí un mensaje de
esos que cuesta leer. Aquella mañana habíamos subido desde el
campamento hasta encima de los seis mil metros y nos
encontrábamos sorprendentemente bien. Después de bajar, la
sonrisa que llevábamos dibujada nos duró bien poco. Encendí el
teléfono satélite para consultar la meteorología y me puse a ordenar
la tienda mientras el aparato buscaba cobertura. Al cabo de unos
minutos, oí el «bip» que indicaba que me había entrado un mensaje.
Solo hay dos personas que tienen ese número de teléfono: Emelie,
que estaba a mi lado, y Jordi Lorenzo, mi agente; y solo lo uso una
vez a la semana para enviarle un mensaje diciendo que todo va bien
y que se lo retransmita a mi familia. Por lo tanto, si había un aviso es
que algo importante había ocurrido. Cogí el aparato y desbloqueé la
pantalla.
«¿Sabes qué le ha pasado a Ueli? Se ha muerto en el Nuptse».
Todo se nubló. Todo un sistema de valores se viene abajo cada
vez que uno de los pilares que lo sostienen muere en la montaña. Y
vuelven a aflorar todas las preguntas: «¿Lo que hacemos es
correcto?», «¿Qué sentido tiene tomar todos los riesgos que
asumimos para subir una montaña?», «¿Hasta qué punto el placer
de realizar una actividad es más importante que aquello que está en
juego perder?».
Soy consciente de que, allí arriba, no busco la muerte, sino la
vida. Pero a veces es algo más difícil de entender. Fue entonces
cuando pensé en Nicole, la mujer de Ueli Steck, y también en
Emelie, que estaba leyendo a mi lado sin saber todavía lo que había
ocurrido.
Es allí arriba, en la montaña, donde hallo consuelo al dolor. Morir,
para mí, sería no ir.
Al día siguiente de recibir la dolorosa noticia, volvimos a subir.
Caminábamos a buen ritmo y llegamos a los siete mil quinientos
metros bastante rápido. Físicamente, nos encontrábamos muy bien,
y eso demostraba que la aclimatación había sido un éxito, pues solo
hacía ocho días que habíamos salido de Europa.
Hacía ya un rato que observábamos que se acercaba el mal
tiempo, y decidimos bajar y esperar a la próxima ventana de buen
tiempo para intentar coronar la cima. Aquel año, en primavera, solo
había un par de expediciones comerciales, y como nadie parecía
demasiado predispuesto a montar la montaña —fijar las cuerdas y
preparar el campamento para los clientes—, nos encontramos con
que la teníamos solo para nosotros.
Le dije a Emelie que empezara a bajar mientras yo miraba un
poco por dónde tendríamos que superar la banda amarilla en el
próximo intento. Es una franja de roca de unos cincuenta metros con
bastante pendiente que se caracteriza por su color amarillento y que
está en todas las montañas del Himalaya a una altura de entre siete
mil ochocientos y ocho mil doscientos metros. Subí una decena de
metros para observarla mejor y una vez mirada y remirada, me volví
para comprobar que Emelie bajaba sin problemas. «¡Hostia!». Se
me detuvo el corazón y se me bloquearon las palabras cuando la vi
bajar boca abajo, deslizándose por la nieve sobre la tripa, a toda
velocidad. Caía sin control por la pendiente de cuarenta grados de
nieve dura que conducía a… Bueno, mejor no pensarlo, si no
conseguía detener la caída. En cuanto recuperé la voz me puse a
gritar y bajé todo lo rápido que pude siguiendo la huella que habían
dibujado sus piolets en la nieve, intentando aferrarse. Llegué al
punto donde Emelie había perdido el primero. «¡Párate, párate, por
favor!». Ya no respiraba y mi corazón no bombeaba sangre.
Finalmente, unos cien metros más abajo, consiguió frenar la caída
con el piolet que le quedaba. Al llegar a su altura, el corazón
recuperó la actividad, esta vez acelerado y desbocado. La abracé.
Ella respiraba con fuerza, pero sin pánico.
—Querías bajar más deprisa, ¿eh? —Intenté evitar el
dramatismo de las emociones, y ella me sonrió.
Al día siguiente me dijo que quería volver a subir, y al cabo de dos
días, emprendimos un segundo intento hacia la cima. Hizo mucho
frío, una noche de un viento huracanado nos obligó a meternos en
una grieta a siete mil doscientos metros de altura y esperar a que
saliera el sol e hiciera desaparecer las fuertes ráfagas. Con la
llegada del día, la temperatura se normalizó, pero vimos cómo se
acercaban desde el norte unas nubes negras. Al llegar a la banda
amarilla, Emelie decidió bajar y seguí unas horas. No fui capaz de
encontrar la cima, entre la nevada y la niebla.
Todo lo que ocurrió aquella semana me hizo recordar la importancia
del fracaso, de los fracasos. No somos más que personas
insignificantes y frágiles, y es algo que siempre hemos de tener muy
presente. Sobre todo, cuando nos hemos acostumbrado al éxito,
confiamos demasiado en nosotros mismos y nos pensamos que
somos indestructibles, que podemos ganarlo todo. Si competimos,
puede que nos volvamos arrogantes, pero en la montaña puede
acabar con el llanto de alguien por nosotros.
Supongo que todo esto, en cierto modo, hace que no quiera
aceptar ningún riesgo —ni uno— en este intento de coronar el
Everest, porque ahora, subiendo esta pendiente de la cara nordeste
no me encuentro a gusto. El reto de ascender desde Rongbuk de
una tirada y sin asistencia ya es bastante grande de por sí, porque
nunca he subido tan arriba y no sé cómo reaccionará mi cuerpo.
En el mundo mediático actual se banalizan las cosas y llegamos
a pensar que solo el éxito tiene valor y que el fracaso es un indicio
de debilidad. Eso nos empuja a elegir entre reducir el nivel de
nuestras actividades, para aumentar las posibilidades de salir
airosos, o aceptar el fracaso y las críticas y tener la paciencia y la
cabezonería necesarias para seguir intentándolo años y años, hasta
que tal vez un día terminamos consiguiendo el objetivo con el que
soñábamos. Lo que está claro es que el fracaso no vende. Ni los
periódicos, ni las radios, ni las televisiones, ni las plataformas
digitales hablarán de intentos. La gente solo quiere que le cuenten
los éxitos, porque es lo que tienen los héroes, que, pese a las
dificultades, consiguen lo que se les mete entre ceja y ceja, con
esfuerzo y tenacidad. Nadie admira a un fracasado. Los
patrocinadores quieren una novedad del deportista para anunciarla
a bombo y platillo, los alpinistas se esfuerzan por subir la cima más
alta o la más peligrosa para ganar el dinero que necesitan para la
próxima expedición. Si un alpinista no quiere asumir proyectos más
sencillos para asegurarse la cuota de éxitos, la línea que lo separa
del riesgo letal es cada vez más delgada. Jean-Christophe Lafaille,
Benoît Chamoux, quizás el propio Ueli Steck… Nunca sabremos por
qué aceptaron un riesgo de más, y hasta qué punto la presión
social, mediática y económica puede llegar a empujarte a decirte a ti
mismo que «venga, va, que ya lo has intentado un montón de veces
y has fracasado y que esta sí será la buena», y tú mismo te colocas
una venda en los ojos, aunque sea un instante, y no ves qué te
estás jugando. La existencia. Es muy importante desligarse de esta
presión —externa o interna— y aceptar que, en el alpinismo, el
fracaso y el éxito no tienen la misma forma binaria que en otros
deportes, y es necesario ser paciente y continuar intentándolo año
tras año, sabiendo que al menos la mitad de los intentos no darán el
fruto deseado.
He decidido que iré por la vía normal, la arista nornordeste, y a
partir de ahí, todo se acelera. He descansado un día en el campo
base avanzado, a seis mil trescientos metros, y he salido a hacer
una última aclimatación antes de atacar la cima. Después de
desayunar, he metido en la mochila un piolet, un anorak y unos
guantes gruesos, y he tirado para arriba. Sin demasiado esfuerzo,
primero he subido hasta el collado norte y después por la arista
norte impulsándome con los bastones. Es como un kilómetro
vertical, como en Fully, pero a una velocidad dividida por cinco. Las
sensaciones son impecables. Soy capaz de mantener un ritmo
constante y dinámico, y hasta de esprintar y comprobar cómo
reacciona el cuerpo para no tener que pagar la broma más adelante.
He pensado en llegar a tocar los ocho mil metros y bajar, pero como
los he hecho en cuatro horas y me quedan fuerzas, sigo subiendo.
En menos de seis horas, llego al tercer campamento, el último que
utilizan las expediciones comerciales antes del ataque final a la
montaña. Paso entre las tiendas y veo a Pemba, el guía nepalí que
lleva a los clientes de la expedición con quienes compartimos
permiso.
—Namasté, Pemba, ¿qué tal va todo?
—Muy bien. —Se retira la máscara de oxígeno—. ¿De dónde
vienes? —Pone cara de sorpresa, no esperaba encontrarme allí.
—He salido del ABC esta mañana.
—¿Te quedas a dormir esta noche? —Veo que me mira
extrañado, debe de estar echando cuentas.
—No, no llevo tienda. ¡Y además abajo se duerme mejor! Solo
he subido a dar una vuelta.
—¡Eres un mono! —Ríe y ríe, y me mira incrédulo.
Le respondo con una sonrisa, levanto una mano a modo de
despedida y sigo subiendo, despacio, hasta el principio de la arista
norte, a ocho mil cuatrocientos metros. Hago una pausa al llegar.
Las vistas son fastuosas y el sol brilla con fuerza, ahora a media
tarde, hace bastante calor, y mira que estoy arriba. Dudo unos
instantes, no sé si seguir tirando hacia la cima, la veo tan cerca…
Pero decido ceñirme al plan previsto: ese día aclimatación y me
espero una semana para hacer cumbre. Continúo allí unos minutos
saboreando el aire y el paisaje, y después empiezo a bajar. Como
me encuentro bien, me pongo a trotar por la pendiente de nieve, y
no tardo ni tres horas en llegar al campamento base avanzado, justo
a tiempo de asearme un poco, deshacer la mochila e ir a cenar. Es,
a todas luces, el día en que mejor me encuentro desde un punto de
vista fisiológico, lo que demuestra el éxito del proceso de
aclimatación y confirma el rendimiento que puedo tener en altura. Si
una cosa he aprendido es que si me encuentro bien, mejor tirar
hacia arriba y ver qué pasa, porque la altura no deja muchas
oportunidades.
Es la hora del toque de queda del 21 de mayo, y me siento como un
ladrón que roba instantes reservados a la quietud de la montaña,
cuando no debería haber nadie en aquella zona, en una arista por
encima de los ocho mil quinientos metros, con el sol escondiéndose
detrás del Cho Oyu. Todas las montañas que tengo a mi alrededor
se me antojan pequeñas y, a pesar del malestar —tengo ganas de
vomitar y diarrea debido a una gastroenteritis que ha aparecido en el
peor momento—, me olvido de todo y vivo con intensidad ese
momento único, que me permite abrazar la noche con toda la
serenidad y toda la belleza.
Durante los últimos cuatro días he estado descansando en el
campamento base de Rongbuk, y he aprovechado para salir a correr
y comer patatas fritas en los lodges tibetanos. Básicamente, me he
aburrido en la tienda. Hasta que hace unas veinte horas, el 20 de
mayo, después de cenar, dejé la explanada de piedra y polvo, donde
se detiene la carretera que vierte cada día turistas que se sacan una
foto con la cima más alta de la Tierra de fondo y, tal vez, compran un
souvenir, y donde hará unos diez mil años, Milarepa se refugió en
una cueva para meditar. Me cargué la mochila a la espalda con todo
lo que necesitaba —un mono de plumas, unas botas con
crampones, un piolet, dos bastones, un litro de agua, una quincena
de geles y barritas energéticas, un frontal, guantes, manoplas y
gafas—. Había estudiado y optimizado la composición del material
durante años. «Esto no, esto fuera, esto podemos quitarlo», oían los
ingenieros o los diseñadores cuando los visitaba para fabricar
prototipos de botas, ropa o mochilas. Cogía una goma de borrar y
empezaba a quitar de los diseños sobre el papel las cremalleras, los
bolsillos y todo lo que me parecía innecesario hasta que la muestra
quedaba tan sencilla que se podía dibujar con una sola línea. Las
botas que llevaba, por ejemplo, eran como un gran calcetín forrado
de un material aislante, con suela de fibra de carbono y unos
crampones ya integrados. Así ocupan poco espacio y no pesan casi
nada, y puedo salir corriendo con las zapatillas y, al llegar a la nieve,
meterlas en esta especie de calcetines con crampones y continuar
la subida en el hielo.
A las diez de la noche me puse a correr y durante toda la noche
atravesé la eterna morrena de veinte kilómetros hasta llegar al
glaciar donde estaba el campo base avanzado. Me detuve un par de
horas para descansar, comer un poco y beber mientras esperaba a
que saliera el sol y calentara el ambiente antes de entrar en la nieve.
Con el primer halo de luz, avancé por el glaciar y ascendí hasta el
collado norte. Fue entonces cuando empecé a notar que había algo
que no iba del todo bien aquel día. Tenía el estómago revuelto y de
vez en cuando me sorprendía alguna arcada. Cuando comprendí
que lo que me estaba dando la murga era una gastroenteritis, ya
había superado los ocho mil metros. Lo cierto es que me daba palo
bajar teniendo la cima tan cerca. En cualquier caso, tenía claro que
sobreviviría al dolor de tripa y a la diarrea. Como máximo, me las
harían pasar canutas. Lo más molesto era la diarrea, porque me
obligaba a abrirme el mono de plumas y quitarme la parte superior
para poder cagar, y eso, allí arriba, era bastante engorroso. La
solución que encontré fue dejar de comer. El cuerpo podía echar
mano de las grasas durante horas, aunque sufriría una buena
bajada de energía. Así podría seguir subiendo, poco a poco.
Teniendo en cuenta el estado de la montaña, sin posibilidad de
aludes, y que estaba instalado sobre una arista, los únicos riesgos
que identifiqué eran sufrir un edema o congelaciones por el frío.
Continué subiendo lentamente y no se manifestó ningún síntoma
preocupante.
Cuando el sol desapareció detrás del Cho Oyu, tampoco dudé en
continuar. Sabía que, si me mantenía constantemente en
movimiento, no habría ningún problema, por mucho frío que hiciera.
Paso a paso, seguí ascendiendo, sin noción del tiempo y sin
preocupaciones, abrazando la soledad y la negrura que la noche me
regalaba.
Allí arriba, la percepción del tiempo es extraña. Flota a tu
alrededor, lo intuyes, pero no lo puedes palpar. Es difuso. Ocurre lo
mismo con el pensamiento, que también se detiene y lo baña todo
de blanco. La mente está ocupada por una meditación profunda,
ajena al cuerpo, que lucha por avanzar con una lentitud abismal.
Solo una dificultad técnica lo saca de su concentración y, por unos
instantes, el pensamiento resurge para ordenar una ejecución
precisa, y después vuelve a sumirse en el vacío.
Ahora tengo la sensación de que debería haber llegado a la cima
hace tiempo. En la oscuridad, no veo dónde termina la montaña, y
en cada resalte que supero, deseo haber culminado el final del
camino, pero siempre queda otro. Hasta que llega un momento en
que adivino en la penumbra una arista, una brisa, y las luces del otro
lado que titilan lentamente.
Miro el reloj por primera vez en muchas horas y marca pasada la
medianoche, y entonces veo ante mí las banderas de oración que
ondean en la cumbre de la montaña. Deshecho y agotado, me
siento junto a las banderas y respiro profundamente, con la cabeza
hundida entre las rodillas. En ese momento no siento satisfacción,
tan solo una liberación muy esencial. «Por fin, por fin ya no tengo
que seguir subiendo». Para recuperarme un poco más, saco un gel
energético de un bolsillo y me lo tomo. Es lo primero que como en
muchas horas.
La noche es negra y clara, y observo que desde el norte y el sur
hay luciérnagas que abandonan los últimos campamentos para
enfilar hacia aquí, donde yo me encuentro. La satisfacción empieza
a llamar a mi puerta. Me dice que sí, que estoy en el punto más alto
donde podría estar. Por suerte, el cansancio es más potente que
esa sensación y no deja que la cabeza pierda el mundo de vista y se
deje derrotar por la emoción.
Sin esperar demasiado, empiezo a bajar, despacio. Al llegar a la
pirámide, a ocho mil setecientos metros, una urgencia estomacal me
obliga a desatarme el mono de plumas y acuclillarme. «¡No debería
haberme tomado el gel, joder!». Cojo una piedra y la froto con la
máxima dedicación que se puede tener en esas circunstancias para
limpiarme el culo. Es complicado, con esas manoplas tan gruesas.
Uf, al final me las arreglo y sigo bajando, riéndome solo de la
situación. Al pie de la pirámide, me cruzo con la cabecera de una
hilera continua e iluminada, con una cincuentena de personas, entre
porteadores, guías y clientes, que ascienden en silencio
disciplinadamente, atados a las cuerdas y provocando atascos en
los tramos más técnicos. Apenas tardo en dejar atrás la última luz
de la fila y vuelvo a estar solo. Bajo por la arista hasta que la
claridad del sol me saluda. Resguardado del viento, con la
agradable calidez del sol naciente, me paro y me tumbo en el suelo.
Descanso un rato.
A más de ocho mil kilómetros de distancia, ella no sabía dónde
estaba yo. Hacía horas que debería haber vuelto al campo base y
enviado noticias. No news, good news no es una frase que pueda
aplicarse cuando la persona que amas está en una gran montaña.
Siempre nos ponemos en lo peor cuando no sabemos nada del otro.
Ella me imaginaba sufriendo o muerto en algún punto de la parte
alta. En un mundo hipercomunicado donde nos enteramos de todo
al instante, yo había escogido buscar una experiencia en el polo
opuesto. Quería ser el único que tomara las decisiones allí arriba,
sin ninguna influencia ni presión externa, sin que nadie me animara
cuando lo pasara mal, ni me avisara de que tenía que dejarlo porque
llegaba el mal tiempo o porque avanzaba demasiado despacio. Por
eso le había dejado a Seb el teléfono satélite. Aquella decisión, que
hacía más real mi experiencia, estaba haciendo sufrir a quienes me
querían. Ni Seb en el campo base, ni Emelie en Zegama sabían
dónde estaba ni lo que me ocurría.
Finalmente, a media mañana, una buena treintena de horas
después de haber salido de Rongbuk, aparezco de nuevo en el
campo base avanzado y me reúno con Seb. Llamo a casa para
avisar de que todo está bien y de que volveremos pronto, pero mi
cabeza solo piensa en recuperar las fuerzas e intentar volver a subir
al cabo de pocos días.
Durante la bajada, como iba muy despacio, tuve tiempo
suficiente para pensar a pesar del cansancio. Estaba un poco
decepcionado conmigo mismo por no haber conseguido el
rendimiento que había demostrado cinco días antes, y la
gastroenteritis me había jodido. Sentía que mi cuerpo quería y podía
hacer más. Y comencé a rumiar que estaría bien saber si era
posible subir otra vez al cabo de poco tiempo, igual que lo haría si
estuviera en los Alpes. Allí, cuando vamos una semana a la
montaña, aparcamos la furgo al fondo de un valle y cada día,
después de desayunar, salimos a realizar alguna actividad. ¿Verdad
que podría exportarse este modelo a las cimas más altas del
Himalaya? Solo obtendría una respuesta si intentaba otra subida
pronto. Mi duda era que no sabía si en tres días mi cuerpo tendría
tiempo de recuperarse del enorme esfuerzo que había realizado.
Aquel mismo día desmontamos las tiendas que teníamos en el
campo base avanzado y bajamos a Rongbuk. Las conversaciones
de un campamento base se parecen a las de Wall Street, solo que
allí, en lugar de especular sobre valores y dinero, se discute en
torno a previsiones meteorológicas. Una de las pocas ventajas de
convivir de tanto en cuanto con expediciones comerciales es que
poseen unos recursos descomunales y, en consecuencia, gozan de
acceso a las mejores previsiones meteorológicas. Y coincidían al
afirmar que el 27 de mayo tenía que ser el mejor día de la
temporada.
Descansamos un par de días y, venga, en marcha. Volvimos a
recorrer la morrena hasta el ABC. Como allí no teníamos tiendas,
Monica, la médica de la expedición de Adrian Ballinger y Cory-
Richards, que en aquel momento subían al Everest sin oxígeno, nos
ofreció dormir en su tienda-comedor. Descansé unas cuantas horas
y antes de que rompiera el alba, volví a poner rumbo a la cima.
Caminé a buen ritmo y al cabo de poco tiempo ya había llegado
a la arista norte. Aunque las previsiones habían anunciado un día
espectacular, se había levantado con una cortina de nubes altas que
no dejaban pasar el calor del sol, y a los siete mil metros tuve que
ponerme el mono de plumas para abrigarme. Pese al cansancio, me
encontraba bastante bien, y tardé unas siete horas en llegar a los
ocho mil trescientos. Una hora más que el día de la aclimatación,
pero dos menos que hacía cinco días. Me crucé con algunas
personas que bajaban: unos japoneses que habían hecho la cima
con oxígeno, y el alpinista alemán Ralf Dujmovits, que lo había
intentado sin oxígeno y se quejaba del frío. Seguí subiendo y me
crucé con más alpinistas que tiraban hacia abajo.
Al salir de la arista, un fuerte viento me vino a saludar, y como
hacía frío, me puse toda la ropa que llevaba. Dejé la mochila, vacía,
atada a unas piedras, y también los bastones, porque con el frío y el
viento, tenía que mantener las manos bajas. Antes de llegar al
segundo escalón, me crucé con Adrian Ballinger, que había
cumplido su sueño de ascender sin oxígeno. Lo acompañaban Cory
y otros guías y sherpas. A partir de aquel momento, volví a
quedarme a solas con la montaña. El viento no amainaba, más bien
lo contrario, las ráfagas levantaban la nieve y la transportaban hasta
la arista. En algunos momentos, tuve incluso que abrir una buena
huella. El paso era lento, pero me encontraba bien, y podía soportar
el frío. La mente se me volvió a embotar en la burbuja de la altitud, y
continué paso a paso hasta el crepúsculo, con cierto automatismo.
Me esperaba una esplendorosa puesta de sol al pie de la pirámide,
a solo ciento cincuenta metros de la cima.
El viento levantaba la nieve y la sacaba a bailar ante mí, entre un
atrezo de sombras que el sol regalaba mientras se ponía con
dulzura sobre un mar de nubes altas que me impedían ver las cimas
de ocho mil metros que tenía a mi alrededor. La belleza acumulaba
una carga terrorífica, pues preludiaba el inicio de otra noche allí
arriba. Cada paso era una lucha y la cabeza no paraba de
repetirme: «Detente, da media vuelta, no hace falta sufrir tanto». Y
yo no hallaba motivos para llevarle la contraria. Pero, como la razón
no es la que nos hace subir montañas, continuaba. Contaba hasta
veinticinco pasos. Me paraba. Veinticinco más. Me volvía a parar
para respirar con fuerza, para intentar llenar los pulmones de aquel
aire con tan poco oxígeno.
Y fue así como repetí el trayecto de unos días antes, hasta que
vi aparecer la arista de nieve. «Unos metros más y tendré otra vez
las banderas aquí al lado». Y sí, allí estaban, esta vez violentadas
por el intenso vendaval. El único pensamiento que me vino a la
mente en la cumbre fue el de dar media vuelta y pensar en bajar tan
deprisa como pudiera. De todas maneras, allí arriba las emociones
solo sirven para inducirte a tomar la decisión equivocada, la euforia
te descentra y el miedo te impide ver con claridad. El viento me
agredía y la nieve me ametrallaba la cara. Comencé a deshacer
camino.
Mientras bajaba, la tormenta fue creciendo y tornándose cada
vez más violenta. Aunque no llegaba a ser extrema, la nevada era
intensa. El viento lo revolvía todo y, en la oscuridad de la noche,
debía estar muy atento para no apartarme del camino. Tenía la
sensación de estar flotando, era como si mis pasos se fueran lejos,
muy lejos. Sentía el cansancio y veía todas mis acciones como en
un sueño. Era como si mi cuerpo y mi mente se hubiesen divorciado
y fuesen cada uno a su aire.
Destrepé los tres escalones sin dificultad y bajé poco a poco por
las pendientes mixtas para abandonar la arista nordeste en
dirección a la norte. No era consciente, pero llevaba horas sin comer
ni beber. Había concentrado toda la energía en la montaña y no
había pensado en nada más.
Al salir de las canales de roca debajo de la arista me costaba
pensar con claridad. Los cálculos más simples requerían un
esfuerzo mayúsculo. Sumar y restar se había convertido en un reto
superior al de resolver una fórmula compleja, y tenía que pelearme
con el cerebro para mantenerlo activo, parecía estar a punto de
apretar el botón del off. Sabía que, en la subida, había dejado la
mochila por allí, pero no encontraba en mi memoria la imagen del
lugar concreto. «¿Dónde cojones está? Piensa, Kilian, piensa. A ver
si te la has pasado de largo. Ostras, sí, ¡mírala, aquí está!». Me
acuclillé para recoger la mochila y ya no recuerdo nada más.
«Pero ¿dónde estoy? ¿Dónde hostias estoy?». De golpe, recupero
la consciencia. Y me veo caminando por unas viras de roca, en una
pared bastante inclinada, desconocida para mí. «¿Cómo he llegado
aquí? ¿Dónde está la arista?». A mi alrededor todo es negro y la luz
del frontal solo me muestra las formas de la roca de delante. Una
pared de nieve y hielo es todo lo que veo hasta que la oscuridad se
lo traga todo. Me viene un recuerdo fugaz. «Buf, eso lo conozco. Por
ahí fue donde cruzamos el año pasado para salir de la pared…
¡Donde me cayó el alud! Pero ¿cómo coño he llegado hasta aquí?
¿Qué demonios pinto en la cara nordeste de la montaña?».
Completamente aturdido, no logro reconstruir el recorrido que había
realizado para llegar hasta allí después de recuperar la mochila. Me
he quedado en blanco. No sé cuánto tiempo he estado
desconectado, ni qué camino he seguido durante ese paréntesis.
«Ya lo pensaré más adelante, ahora tengo que salir de aquí y
encontrar la vía buena».
Al reconocer que estaba en la cara nordeste, pensé que lo mejor
que podía hacer era atravesar hacia la izquierda sin perder altura,
hasta volver a encontrar la arista. Entonces, me percaté de que una
persona me seguía a unos treinta o cuarenta metros. Se movía
lentamente y estaba muy lejos como para identificarla. Su silueta era
clara y, aunque en aquel momento no sabía por qué, tenía que
sacarla de allí. De una manera extraña, pensaba que aquella
persona era la responsable de mi desvío y de haber acabado allí.
«¿Por qué va tan lenta?». Apenas se movía, avanzaba poco.
«¡Vamos, date prisa, que quiero llegar al campamento!». Aunque
desde el principio supe que se trataba de una alucinación, tenía que
luchar contra mí mismo todo el rato para no olvidarlo. Me siguió
mientras flanqueaba hacia la izquierda, cada vez más desesperado
por salir a la arista. Pero no aparecía.
El primer espolón que me topé debería haberme alertado,
porque era mucho más inclinado y rocoso de lo que recordaba, pero
pensé que seguramente era consecuencia de las diferencias entre
primavera y verano. Al llegar al segundo espolón, ya supe que no
estaba donde me pensaba. «Ahora tendría que estar por encima de
la canal que cogía el año pasado para subir, y tendría que llegar a la
arista, ¡esto tendría que ser la arista! Pero ¿por qué no hay nada?
¿Dónde está la maldita arista?». La pared de roca continuó, cada
vez más inclinada, cada vez más distante en mi recuerdo, hasta
que, por fin, entoné la rendición. Tuve que reconocer que no estaba
en la cara nordeste, que, de hecho, no tenía ni puñetera idea de
dónde estaba. Acto seguido, la persona que me seguía desapareció,
puesto que mi cerebro, aún aletargado y nublado, me exigía
atención y me pedía que lo hiciera pensar con claridad una vez
asumida la desorientación.
Me encontraba bien, físicamente. No sufría por mi vida. Estaba
muy cansado, eso sí, extremadamente cansado, pero sentía que el
cuerpo aguantaba, que aún le costaría quedarse exhausto y podía
continuar en movimiento las horas que hicieran falta. El problema
real era que no sabía dónde estaba, no tenía ni idea. Continué
bajando, para intentar hallar algún indicio que pudiese
proporcionarme alguna pista, incluso me esforzaba por recordar las
fotografías de la montaña que me había estudiado. El terreno se
había tornado bastante difícil. No era extremo, pero la pendiente era
similar a la cara sur del Mont Blanc, como la arista Peuterey o la
Innominata. Era un terreno muy rocoso, formado por grandes placas
de roca lisa tallada por viras más o menos amplias. A veces, por
pereza de desescalar, me dejaba resbalar cayendo por las placas,
con los crampones deslizándose sobre la roca hasta que se
quedaban clavados. La calidad de la roca era pésima, estaba muy
descompuesta, y si no tenía cuidado, unas veces se rompía al
apoyar los pies o las manos, y otras, la pendiente era tan
pronunciada que tenía que quitarme las manoplas y destrepar con
los guantes finos para sentir el tacto de la roca. Continué bajando
unos cien metros, pero la pendiente no cedía y no reconocía nada
que me orientase el camino.
Llegué a una pequeña canal rocosa, un diedro estrecho, y pensé
que tal vez podría bajar por allí rápidamente y saltar unas placas de
roca hasta llegar a un pequeño balcón. A mis pies, solo había vacío.
A la derecha y la izquierda, la pared era casi vertical. Me senté,
pegando el cuerpo al máximo a la pared para alejarme del vacío,
protegiéndome de la nieve que caía por el bloque encastado que se
alzaba sobre mi cabeza. «A ver, Kilian, antes de seguir sin saber
adónde, piensa un poco. Si bajas, ¿te encontrarás el glaciar donde
está el campo base avanzado? Pero si no estoy en la cara nordeste
y sigo bajando, ¿qué me encontraré? ¿Y si me toca volver a subir?
¡Buf!». Mis pensamientos eran aún demasiado torpes, pesados,
lejanos e imprecisos. «¿Y si todo esto no fuera real, si fuese un
sueño, o una pesadilla, y en realidad hace ya horas que estoy
durmiendo en la tienda del campamento? Podría ser… No recuerdo
cómo he llegado hasta aquí y estoy soñando… ¡Pues menuda
mierda de sueño! ¡Quiero despertarme ya! ¡Quiero estar en el
campamento! Tal vez, si ahora salto al vacío, me despierto del
susto, como en las películas. Pero si no es un sueño…». Tenía la
mente desconcertada, pastosa. La cortina que me tapaba el cerebro
no me dejaba razonar con lucidez. «¿Qué hago? ¿Qué hago?
Piensa, piensa… A ver, estoy cansado, he tenido alucinaciones, no
puedo reflexionar bien. ¡Hace noche cerrada y no tengo ni puta idea
de dónde estoy! Eso sí, como mínimo, me encuentro bien y con
fuerzas. Ahora la prioridad es no hacer ninguna tontería».
Decidí quedarme allí, porque estaba un poco resguardado, para
esperar a que saliera el sol. Con la luz podría ubicarme y decidir por
dónde había que tirar. Me abracé a las rodillas y cerré los ojos para
descansar, hasta que me quedé ligeramente dormido.
Cuando me desperté, poco tiempo después, noté enseguida que
el cerebro había recuperado la lucidez y la velocidad normales. Se
lo agradecí. No, no había estado soñando. Seguía en la pequeña
plataforma en medio de la pared. Lo primero que hice fue mirar el
reloj. «¿Cómo he podido ser tan idiota de no haberlo pensado
antes?». Eran casi las dos de la madrugada y me encontraba a una
altura de ocho mil metros. «¡El GPS! ¡Mira el GPS!». De pronto,
recordé que llevaba el GPS activado y consulté la curva de
navegación del reloj, y observé una línea que bajaba recta y se
desviaba de golpe hacia la izquierda formando un ángulo de
noventa grados, y seguía en esa dirección en lo que debía de ser
equivalente a un kilómetro. «Está claro, ¡estoy en la cara norte!». Mi
cerebro se activó y metió el turbo, recogía la información
almacenada en la memoria, repasaba las fotos de la montaña que
había escaneado mentalmente durante meses. «Tengo que estar en
las paredes de piedra que rodean el corredor Norton. Si consigo dar
con el modo de bajar hasta los siete mil seiscientos, ahí está la
travesía de nieve que siguió Messner y podré volver a la arista sin
ninguna dificultad».
Una sensación de alivio vino a saludarme. Finalmente, no tenía
ninguna duda de dónde estaba. La situación aún era delicada,
porque ocupaba un espacio muy inclinado y poco estable, con roca
quebradiza, y aún me quedaba mucho camino hasta regresar a la
arista. Cuando escalamos montañas, les regalamos nuestro cuerpo,
hasta que llegamos abajo y recuperamos la propiedad. Escalé unos
metros para volver a superar el bloque encastado hasta encontrar
un terreno más cómodo, y me puse a atravesarlo bajando hacia la
derecha. Las placas de roca, algunos espolones, canales de nieve y
franjas de piedra me fueron guiando en la oscuridad hacia la arista
norte de nuevo.
Al menos era yo quien dirigía los movimientos. Durante la noche
había sido como si alguien en mi interior hubiese conquistado el
mando y hubiese tomado las decisiones generales sin
consultármelas, ignorándome como si yo no fuera nadie. Y esa
persona, por alguna razón que yo desconocía, había decidido que
quería ir a la cara norte. Pues enhorabuena.
Con la claridad del día llegué al confort de la arista norte, recubierta
de casi un metro de nieve recién caída. Degustando el sentimiento
de volver a estar allí arriba en verano, con toda la nieve fresca y sin
nadie en la montaña, me dejé resbalar sobre el culo hasta oír el
rumor de algunas voces en el campamento. Cuando bajé las últimas
pendientes de nieve, vi que alguien se acercaba hacia el pie del
glaciar. Era Seb. Me ofreció agua para beber y le di un trago que me
devolvió a la vida.
Al llegar al campamento, comimos un poco, aunque seguía
teniendo el estómago cerrado y, sin apenas perder tiempo, nos
despedimos de Adrian, Cory y Monica, agradecido porque me
hubieran permitido dormir con ellos. Bajamos trotando por última vez
los veinte kilómetros de la morrena hasta Rongbuk, donde llegamos
con el tiempo justo para hacer las maletas, porque al día siguiente
por la mañana un coche nos esperaba para ir a coger el avión en
Lhasa. Volvíamos a casa.
L

El ferri cerró sus puertas y empezó a surcar el agua. Compré un


gofre en la cafetería y salí a la cubierta de proa. El aire fresco y
húmedo contrastaba con el ambiente seco del Himalaya. Me pasé el
dedo índice sobre los labios quemados por el sol. Me observé las
manos, prácticamente negras y arrugadas por la sequedad. Pero,
cuando alcé la vista, me olvidé de las altas montañas. La brisa y el
olor a mar me devolvieron a los fiordos noruegos.
El barco se acercaba rápidamente a tierra, pero los treinta
minutos de trayecto parecían no acabarse nunca. Antes de atracar,
ya me había cargado la mochila a la espalda, y, cuando las puertas
comenzaron a bajar, vi a Emelie que me esperaba con el motor del
coche encendido. Nos dimos un beso silencioso y arrancamos. Nos
dijimos de todo sin decirnos nada.
Después de dejar la mochila en casa y quitarme la ropa sudada
de dos días de viaje desde el campamento polvoriento, nos pusimos
las zapatillas y salimos a correr. Íbamos el uno al lado del otro sin
hablar, un buen rato, saboreando el sonido del viento y el impulso de
nuestras respiraciones, sincronizadas. A medida que los kilómetros
transcurrían, las palabras fueron abriéndose paso y hallaron el
camino. Y, poco a poco, la conversación fue dejando atrás los
recuerdos y volvió a instalarse en el día a día. Era como si
estuviésemos en aquella mañana que salí a subir una cima de los
alrededores.
—El sábado que viene hay carrera en Geiranger y pensaba ir.
¿Quieres venir? —Emelie.
—Sí, puede estar bien para recuperar el ritmo de competición. —
Yo.
Corrimos un par de horas, entre la niebla, la hierba mojada y la
nieve, que aún cubría las cimas. Al llegar a casa, me encontré el
equipaje aún por deshacer. Comencé a vaciarlo e hice dos
montones: la ropa sucia y el material para guardar. Al cabo de poco,
lo dejé a medias, recogí la ropa que había sacado y la metí en la
lavadora. En la mochila aún quedaban unas cuantas cosas por
sacar. Siempre dejo una reserva, lista para volver a marchar.
El verano llamaba a la puerta, la nieve de las cumbres
desaparecía a pasos agigantados y las flores reclamaban su turno
para empezar a salir. En cuestión de pocas semanas, el paisaje
habría cambiado tanto que nadie recordaría que aquellos campos
floridos, de una paleta de colores tan variada e intensa, habían
estado cubiertos de un blanco que retenía la vida.
En mi cabeza, los recuerdos del Everest también se estaban
fundiendo a toda prisa, como la nieve que desaparece de la
superficie y, en su nuevo estado, inocula la tierra para obsequiarla
con nueva vida. Y el olvido hacía que el aprendizaje floreciera, y la
excitación me volvía a corroer. Ya empezaba a proyectarme en la
carrera del fin de semana siguiente, en las nuevas expediciones, en
las ideas que harían posible lo que podía intentar…
Algunos de mis amigos, que me conocen bien, se quedan
sorprendidos cuando vienen a casa porque no ven trofeos
expuestos en las estanterías, repletas de libros y mapas. Y es que
me da miedo acabar siendo prisionero de mi pasado. Tal vez por
eso no he conservado ningún trofeo de las carreras que he ganado.
Algunas veces los quiere mi abuelo, otras, se lo doy a algún niño
con los ojos radiantes de ilusión que ha seguido la carrera. O al
propietario del hotel que nos ha acogido, o a algún patrocinador. Los
hay que acaban desmontados en un contenedor de reciclaje, o, en
otros casos, he aprovechado algunas piezas como rasqueta para
quitar la cera de los esquís o como tabla para cortar la verdura.
¿Será el miedo a quedarme anclado en el pasado lo que me mueve
o tal vez es la vanidad? ¿Tal vez lo que me hace ser tan vanidoso
solo sea el malestar que me provoca aceptar un reconocimiento?
—Algún día te arrepentirás de no haber disfrutado de lo que
estás consiguiendo. —Emelie hace como que me regaña.
De lo que no me cabe ninguna duda es que me lo he pasado
muy bien, exageradamente bien, en la planificación y en la propia
actividad. Pero el triunfo me ha enseñado que, a fin de cuentas, no
era tan difícil de conseguir, y que eso solo podía servirme para
pensar en cómo podía llegar todavía más allá.
La noche fue corta y muy temprano volví a salir a correr por la
montaña. Justo al lado de casa, tomé un sendero estrecho y
empinado que, entre ramas caídas durante el invierno y piedras
mojadas, me sacó de los fiordos y me acompañó hasta la montaña,
a ese terreno donde la hierba alta y los insectos ya no molestan, allí
donde solo viven la roca y algunas plantas atrevidas. Una lluvia fina
pendía en el cielo y la arista que quería subir jugaba al escondite
con la niebla.
Era una arista fácil. Según el libro de reseñas que tenía en casa,
era de un grado IV noruego, por lo tanto, un terreno donde
normalmente me movía con facilidad y destreza. Era una de las
pocas aristas sencillas cerca de casa que aún no había hecho y,
como tenía que descansar un poco antes de la próxima carrera,
aproveché aquel día tonto para presentarme. Los pies me
resbalaban por la roca húmeda, pero como podía agarrarme bien
con las manos, tiré hacia adelante. La arista se estrechaba hasta
convertirse en una hoja muy afilada, como si fuera un cuchillo, y la
piedra, un poco descompuesta, no daba la impresión de querer
trabar mucha amistad conmigo. Continué cabalgando por el filo. El
viento y la lluvia me columpiaban, y al cabo de un rato, me pregunté
qué cojones pintaba yo ahí arriba. Acababa de volver del Everest y
una montaña de poco más de mil metros me recordaba que toda
montaña, grande o pequeña, decide si nos concede o no el baile
que le pedimos.
Aquel sábado volví a colgarme un dorsal y participé en mi primer
medio maratón en asfalto. Era una carrera de subida por carretera.
En el coche, durante el trayecto de vuelta a casa, Emelie sacó un
folio y se puso a apuntar todas las carreras que queríamos correr
aquel verano. Como nos dimos cuenta de que nos quedaba algún
fin de semana libre, meditamos acerca de las cimas que queríamos
culminar y de las travesías en las que nos gustaría participar.
Cuando nos metimos en la cama, caray, al folio no le quedaba ni un
pedacito en blanco, ni por delante ni por detrás, los márgenes
estaban saturados de anotaciones, y todo con una letra cada vez
más diminuta, con nombres de cimas, rutas, carreras, ideas y más
ideas, que, tal vez, nunca seríamos capaces de poner en práctica.
Estuvimos de acuerdo en que era posible que en un verano, o un
año, e incluso en toda una vida, no tuviéramos tiempo de acabar el
contenido del folio. Pero sí que decidimos que valía la pena ponerse
a ello.
A menos que un alud, una piedra o la vejez vengan a buscarme,
seguiré subiendo montañas, enamorado de la ligereza desnuda,
buscando el movimiento hasta que el cuerpo deje de tener recursos
para seguir a la mente, y convencido de que el mejor momento es
siempre ahora, y el mejor recuerdo será siempre mañana.
Un rayo de sol penetró en la habitación sin tocar el cristal para pedir
permiso cuando una tierna ráfaga de viento movió las cortinas. Volví
la cara para intentar seguir durmiendo, pero ya era demasiado tarde.
Alargué el brazo y, decepcionado, solo hallé una sábana arrugada.
Remoloneé un poco en la cama y me liberé del sueño
desperezándome poco a poco.
En la mesilla de noche, el reloj marcaba las seis de la mañana, y
por la ventana se divisaba un cielo azul y claro. El viento quiso
remover otra vez las cortinas y se coló llevando una brisa de aire
fresco y un olor a bosque primaveral. Al levantarme, sentí que las
articulaciones me crujían un poco y notaba las piernas secas y
cargadas. Me acerqué a la ventana y descorrí las cortinas del todo.
El sol reclamó la propiedad completa de la habitación y afuera la
hierba fresca mojada por la escarcha de la noche exhalaba un
aliento de juventud. En una silla junto a la ventana aún descansaban
la camiseta y los pantalones que había llevado en la carrera de ayer.
Los olí y decidí que no había sudado mucho. Me puse los
pantalones y, mientras me pasaba la camiseta por encima de la
cabeza, oí que la puerta se abría y que una voz bien despierta me
decía:
—¿Qué, salimos a correr?
Desde que era muy pequeño, me gusta diseñar nuevos materiales,
como estas zapatillas para ir a la montaña, con esquís,
crampones… que dibujé a los siete años.
La emoción de ganar una carrera que poco antes se antojaba un
sueño imposible. En Valerette, en el Valais suizo, tras cruzar la meta
de mi primera victoria en la Copa del Mundo de Esquí de Montaña
en 2007.
Al pasar la rimaya del collado norte del Everest después de escapar
de la tormenta con Jordi Tosas y Seb Montaz.
Entrenando con Ueli Steck y Hélias Millerioux en el Khumbu, Nepal.
Entrenando y aprendiendo de Ueli Steck en una cumbre en Nepal.
Observando el Shigatse, en el Tíbet. Tradición, desarrollo y
montaña, cada viaje es una inmersión en el pasado, el presente y el
futuro.
Escalando una cima de siete mil metros al norte del Everest para
bajarla esquiando. Si la montaña que quieres subir te dice que no,
siempre hay otras cosas para hacer.
Bajada deslizándome, con el Changtsé ante mí, cuando llegué a la
arista norte del Everest tras haber pasado la noche perdido en la
cara norte.
Seb observando la montaña, buscándome mientras bajaba.
Intentamos subir los espolones de la izquierda en verano de 2017.
Escalando por Romsdal, Noruega. Los días de invierno son cortos y
ofrecen montañas salvajes e intensas.
Después de más de cincuenta y seis horas corriendo, me encontré
con Emelie en la última cima de mi aventura, y juntos completamos
el viaje.
Correr por la montaña es una sinergia entre el movimiento, el
paisaje y el momento. Romsdal, Noruega.
Buscando el movimiento continuo, jugando con el día y la noche.
El equipo de la cooperativa Som Ara Llibres agradecemos el tiempo
que has dedicado a la lectura de esta obra y te animamos a compartir
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