Nada Es Imposible - Kilian Jornet-Holaebook
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Kilian Jornet
Traducción de Inés Clavero
Título original: Res és impossible
© De esta edición:
Ara Llibres, SCCL
Pau Claris, 96, 3.ª 1.ª
08010 Barcelona
www.nowbooks.es
ISBN: 978-84-16245-68-0
Hay gente que entrena para competir. Hay quien compite para
entrenar. Yo soy de los segundos. Para mí, el entrenamiento es una
forma de vida: consiste en trabajar cuerpo y mente para rendir en
una actividad concreta. En el deporte de alto nivel es absolutamente
indispensable, nos permite mejorar nuestras capacidades y estar a
la altura de los esfuerzos, más exigentes, de las carreras. La
competición, claro está, es un objetivo que nos sirve como fuente de
motivación, pero no es necesaria, ni mucho menos, para entrenar.
Reconozco que soy de memoria corta. Aun así, recuerdo como si
fuera ayer la primera vez que sentí que disfrutaba, de una manera
extrema y casi enfermiza, del dolor de piernas y de la asfixia de los
pulmones mientras subía una pendiente pronunciada dándolo todo.
El cielo era azul y el calor sofocante, espantoso. Ocurrió poco antes
de entrar en la adolescencia, un día de finales de primavera,
pedaleando por el departamento francés de Ariège, en Occitania,
con Joan, el padre de un compañero del colegio. Subíamos uno de
los numerosos puertos de la región; ahora no me acuerdo de cuál.
Atravesábamos pueblos abandonados y campos sin ganado
circulando por una estrecha carretera y Joan me daba consejos,
como si se tratara de una iniciación.
—Tienes que dejar de hacer kilómetros porque sí y de subir
montañas sin ton ni son —me repetía una y otra vez—. Tienes que
empezar a pensar en lo que estás haciendo, como si fuera un
trabajo, como si fuera un crédito que vas acumulando y que
utilizarás el día que quieras ir rápido de verdad.
Yo fingía escucharlo, pero en realidad lo único que me
interesaba era recorrer cada día más kilómetros que el anterior, y
cada vez más rápido. Cuando la conversación se alargaba
demasiado y no quería seguir oyéndolo, aceleraba para provocar un
ataque y así tenía una excusa para darlo todo y acabar exhausto.
Me dolían las piernas, cada vez íbamos más deprisa, se me
empezaba a cortar la respiración y sentía un placer extraño, hasta
que divisé el cartel que indicaba que solo faltaba un kilómetro para
coronar el puerto. En mi interior, advertí una tristeza que me
sorprendió.
—Venga, que dentro de nada llega lo bueno —me animó Joan,
pensando en la bajada.
—Sí —respondí, cargado de dudas—, aunque creo que me
gustaría que la subida fuese infinita, que no se acabara nunca.
Tenía doce años y aquel verano quería correr la Marcha
Cicloturista de las Tres Naciones, que salía de Puigcerdà, iba hasta
Andorra y, tras pasar por Francia, regresaba a la capital de La
Cerdanya, habiendo recorrido algo más de ciento cincuenta
kilómetros. Entonces pensé que debía prepararme para disputarla,
no limitarme a hacer horas, y empecé a apuntar en una libreta todos
los entrenamientos y las salidas que iba haciendo. Aunque ya hacía
años que caminaba trechos largos y salía con la bici solo o con mis
padres, ahora tenía consciencia, por primera vez, de que entrenaba
con un objetivo concreto.
Aquel verano participé en la Tres Naciones, en otoño me estrené
en la ruta Caballos del Viento, de ochenta kilómetros, y también
ingresé en el Centro de Tecnificación de Esquí de Montaña, pues a
mi madre le preocupaba que canalizara mi energía con orden y
concierto. Fue una suerte que me matriculara, porque allí conocí a
algunas de las personas que más han influido en mi vida, como
Jordi Canals, el director del centro, y Maite Hernández, que fue mi
primera entrenadora. Ambos son unos competidores de esquí de
montaña experimentados y unos alpinistas aguerridos.
En verano de 2004, meses después de ganar el primer campeonato
del mundo, Maite nos hizo un regalo a todos sus jóvenes pupilos:
una piedrecita. Esa primavera había subido el Everest por la cara
norte en una expedición femenina y nos había bajado aquel
diminuto recuerdo. Guardé la pequeña piedra con delicadeza, como
si fuera un tesoro. Lo era.
Jordi ya había estado dos veces en el Everest, en las primeras
expediciones catalanas, en los años 1983 y 1985, cuando Òscar
Cadiach, Toni Sors y Carles Vallès coronaron la cima. A partir de las
explicaciones de sus propias experiencias, nos enseñaron a sacar el
máximo rendimiento de nosotros mismos en las competiciones, pero
también a movernos por la montaña con seguridad y recursos.
También tengo la impresión, la verdad, de que dudaban que
acabaríamos siendo profesionales que lucharían por títulos
mundiales, y que por eso se centraban en hacernos disfrutar de la
montaña y del esfuerzo.
En uno de los entrenamientos, cuando subíamos por segunda o
tercera vez aquel día la Tossa d’Alp, unos metros antes de llegar a
lo alto de las pistas, los que íbamos en cabeza al ritmo de ir con el
gancho alcanzamos a Jordi, que ascendía tranquilamente, y nos
paramos a quitar las pieles para bajar y hacer otra subida. Él se nos
plantó delante, con una mano en la barbilla, simulando una pose
reflexiva y, con un tono sarcástico para no parecer demasiado
trascendental, dejó caer:
—¡Eh, que la cima está allá arriba!
Lo miramos para intentar adivinar si hablaba en serio. Habíamos
ido hasta allí para entrenar, para hacer los metros de desnivel de
manera eficiente y sin «perder» tiempo. Aunque solo hubiéramos
tardado veinte segundos en alcanzar el punto más alto, el hecho de
quitarnos los esquís, caminar un poco y volvérnoslos a poner, nos
haría perder un par de minutos en cada subida y romper el ritmo que
llevábamos.
La reflexión de Jordi fue concluyente:
—Bueno, ¿hacemos esquí y alpinismo o no? Y el alpinismo es
subir a la cima, ¿verdad?
En el deporte de competición no hay igualdad. Ya podemos sacar-
nos esa idea de la cabeza. Si, por ejemplo, hubiera querido ser ju-
gador de baloncesto, aunque me hubiera entregado con toda la
pasión del mundo, me hubiera esforzado en cuerpo y alma y me
hubiera dejado la piel, no habría llegado muy lejos, la verdad. En las
pruebas de acceso al centro de tecnificación ya demostré tener las
cualidades necesarias para labrarme un futuro en el deporte de
resistencia en la montaña. Pese a ocupar la parte baja del grupo en
cuanto a fuerza y explosividad, cuando nos poníamos a correr
pendiente arriba, me sentía muy a gusto y era capaz de acompañar
a los mayores. Debía de ser porque tenía una buena capacidad de
recuperación y un cuerpo pequeño y ligero, lo que me ayudó cuando
empecé. No podemos elegir nuestra carga genética ni nuestra
morfología, y nos acompañan toda la vida. Sin embargo, no son
suficientes, ni de lejos, para practicar con éxito según qué deportes.
Esta predisposición natural debe ir siempre acompañada de mucho
trabajo y, además, debe complementarse con mucha pasión. He
tenido la inmensa suerte de aglutinar todos estos requisitos, algo
que, por desgracia, no han podido hacer muchos deportistas. Los
hay que viven con pasión la actividad que realizan. Tal vez no
disponen de un cuerpo que los siga, ni de las capacidades más
idóneas y, después de años de tenacidad estoica, consiguen
grandes resultados, pero no logran la excelencia absoluta porque
carecen de ese plus necesario. También hay personas que tienen
unas capacidades inmensas, pero no aman lo suficiente el deporte
para perfilar una carrera de éxito. No se dedican a él lo suficiente y
pueden acabar desmotivados y con problemas psicológicos.
Aunque cueste creerlo, no fui yo quien escogió practicar
deportes de montaña. Fueron mis padres los que me introdujeron en
este mundo, ya de muy pequeño, así como también a mi hermana.
Vivíamos en un refugio a dos mil metros de altura, y los libros que
poblaban las estanterías eran de Kurt Diemberger, Roger Frison-
Roche o Walter Bonatti. Cuando teníamos vacaciones en el colegio,
siempre íbamos a algún sitio de los Pirineos o de los Alpes a hacer
montaña.
Puede parecer una paradoja, pero, muchas veces, una inmersión
tan intensa en una actividad desde la infancia puede abocar, en la
adolescencia, a que los hijos huyan a hacer exactamente lo
contrario de lo que los padres quieren. Sin embargo, me imagino
que tanto mi hermana como yo seguimos amando la montaña-
porque edificamos una relación mucho más profunda con ella,
superior al simple placer de practicar un deporte.
Recuerdo que cuando todavía éramos unos enanos que se
abrazaban a las piernas maternas en busca de protección por miedo
a los desconocidos, algunos días, cuando ya habíamos cenado, con
el pijama puesto y los dientes lavados, nuestra madre nos cogía de
la mano y nos llevaba afuera del refugio. Nos adentrábamos en el
bosque a oscuras, sin ninguna luz que nos guiara. Nos alejábamos
de los senderos y caminábamos sobre el musgo y las ramas caídas
de los árboles hasta que ya no veíamos la claridad de la casa, y
entonces ella nos soltaba las manos y nos decía que escucháramos
el bosque y volviéramos solos al refugio. Al principio, nos daban
miedo los ruidos y la oscuridad. «¿Y si aparece un lobo? ¿Y si nos
perdemos y no encontramos el camino de vuelta?». Y entonces nos
asustábamos y corríamos a por la protección de nuestra madre.
Pero poco a poco, nos acostumbramos a la oscuridad y a los
murmullos nocturnos: el crujido de la rama por el cambio de
temperatura al anochecer, el zumbido del aire movido por una perdiz
que bate las alas al arrancar el vuelo, o el silbido del viento entre los
árboles. Y, al escucharlo todo, recuperábamos la serenidad,
saludábamos al viento y a los animales, y volvíamos al refugio
siguiendo las señales. Así, de forma natural y sin apenas ser
conscientes, nuestra madre nos enseñó a ser parte de la montaña.
Pasaron los años y, cuando ya era un adolescente, descubrí que-
albergaba tendencias masoquistas. Ahí coloqué la última pieza, la
indispensable para completar el puzle que me abriría la puerta a ser
un deportista de alto nivel. La primera la puse el día que comencé a
modelar mis tendones y mis músculos para moverme con
naturalidad en un terreno irregular, durante las salidas a la montaña
con mis padres. Las largas horas de las rutas también me habían
preparado el corazón para entrenar la resistencia. Ahora ya tenía el
cuerpo a punto.
Pese a ser un buen estudiante, el entorno del instituto me
aburría. Mi huella social era nula y no me aplicaba lo más mínimo en
hacer amigos. Solo me interesaba la faceta académica: aprender.
Cuando mis compañeros esperaban impacientes a que sonara el
timbre para ir a tomar algo, jugar en el parque, salir escopetados a
casa y conectar la videoconsola, o intentar ligar con alguien, yo solo
pensaba en calzarme las zapatillas y correr. Quería volver a sentir el
corazón agotado y el dolor de piernas.
Aprovechaba cualquier rato libre para entrenar. Por la mañana,
antes de que saliera el sol, si podía, me escapaba a esquiar con mi
madre, o salía sencillamente a correr, o me deslizaba con los esquís
de ruedas desde casa hasta el instituto, que estaba a veinticinco
kilómetros. Al mediodía, en vez de ir al comedor, salía a brincar por
los alrededores del centro, y los tres días que Maite Hernández me
exigía trabajo de fuerza, me iba al gimnasio de la ciudad. Cuando
volvía a casa por la tarde, aún no había dejado la mochila en mi
habitación que ya me había montado en la bici o estaba corriendo.
Si Maite me ordenaba descanso, me pegaba a la tele para ver una
vez tras otra el DVD La tecnica dei campioni, en el que se
analizaban con sencillez los movimientos de los mejores corredores
de esquí de montaña, como Stéphane Brosse, Rico Elmer, Florent
Perrier o Guido Giacomelli. Me daba igual no tener amigos o que me
llamaran excéntrico, porque yo lo único que quería saber era hasta
dónde podía llegar mi cuerpo.
Esta dinámica continuó en la universidad. Aparte de mis
compañeros que también practicaban deporte, mi vida social se
reducía a las personas con las que coincidía en las carreras. Nunca
fui a un viaje de final de curso, nadie me vio el pelo en ninguna
fiesta ni baile, y no probé ni una gota de alcohol, salvo en una
ocasión en la que me vi, digamos, forzado. Rehuía este tipo de
situaciones porque tenía la sensación de que no eran más que una
pérdida de tiempo y de energía, y que me resultaría más
provechoso descansar o entrenar.
Si ahora mismo estáis pensando que era un joven con tendencia
a desconectar de mi entorno y con una visión muy cerrada de la
realidad, seguramente no os equivocáis demasiado. Eso sí, todo
formaba parte del plan que yo había escogido, tras meditarlo mucho.
Desde el momento en que decidí que quería dedicar mi vida al
deporte, no dudé en que para que se me abriesen algunas puertas,
tendría que cerrarme otras para siempre.
El deporte, bien mirado, no implica una existencia donde
predominen los sacrificios, sino las elecciones, más bien.
Escogemos sabiendo adónde queremos ir y por eso tenemos la
certeza de que el secreto consiste en priorizar lo que de verdad
queremos hacer y seguir el plan que hemos trazado sin titubear. Al
fin y al cabo, ¿qué es más importante: tener amigos y novia o luchar
para llegar a ser campeón del mundo de tu disciplina?
Empecé a entrenarme a mí mismo en los primeros cursos de univer-
sidad. Durante cinco años, con Maite como preparadora, aprendí las
normas básicas del entrenamiento, como, por ejemplo, dosificar los
esfuerzos y entender la relación entre carga de trabajo, descanso y
sobrecompensación, o planificar los entrenamientos a medio y largo
plazo en función de mis objetivos, entre otras muchas cosas. En
aquel lustro, había conseguido transformar al masoquista que se
reconcomía por emprender ascensiones eternas en un joven que
quería entrenar lo mejor posible para ganar carreras importantes.
Además de la paciencia de Maite para que integrara los conceptos y
los pusiera en práctica, el otro hecho que me facilitó la mejora fue
una lesión que sufrí a los dieciocho años que me tuvo apartado de la
actividad durante seis meses. El cirujano que me operó me insinuó
que tal vez no volvería a rendir como antes. La inquietud que me
infundió y el sufrimiento de pensar que un accidente puede
arruinarte la carrera me estimularon para ponerme a estudiar como
un poseso todos los factores que influyen en el rendimiento
deportivo: la biomecánica, el entrenamiento, la psicología, la técnica,
el material, la alimentación… Fue una buena decisión, porque, pese
a haber arrastrado siempre la tara de una pierna con funcionalidad
mermada, eso no me ha supuesto ningún hándicap, sino que me ha
permitido abrir la mente a aspectos importantísimos y decisivos en
el camino hacia la excelencia deportiva.
Los interrogantes que me planteé acerca del funcionamiento del
cuerpo y la mente se intensificaron durante los años universitarios
estudiando educación física. Siempre he sido muy impaciente y no
he sabido esperar. Por eso era incapaz de quedarme parado
mientras otro, al que imaginaba llevando a cabo un minucioso
estudio de la materia, llegaba a conclusiones que podían resultarme
útiles. Como con las bases que Maite me había proporcionado ya
iba ganando carreras y me sentía seguro realizando los
entrenamientos diarios, comencé a experimentar con el cuerpo. Con
mi propio cuerpo.
La idea que me rondaba en la cabeza era llevar mi cuerpo al
límite en una faceta muy concreta, como la capacidad del
metabolismo de funcionar a intensidad de potencia aeróbica sin
ninguna aportación de energía, o la posibilidad de repetir esfuerzos
anaeróbicos en altura y su recuperación, por citar un par de temas
que me preocupaban. Si resolvía esos enigmas correctamente, no
solo podría aprovechar las consecuencias y las adaptaciones
teóricas, sino que sentiría con total exactitud y crudeza las
capacidades y los límites de mi organismo.
Está claro que tenía que hacer esos experimentos aprovechando
los periodos en que no competía, para disponer de un margen de
tiempo suficiente para recuperarme si la cosa se me iba de las
manos. Además, había que llevarlos a cabo en un terreno seguro,
que tuviera controlado y estuviera cerca de casa, por si algo se
torcía y había que salir pitando.
Solo participé en una fiesta en los años de universidad, a la que fui
engañado por un compañero, después de uno de mis experimentos.
Y aún hoy creo que me dejé convencer porque arrastraba un
cansancio que me anuló la voluntad.
Debía de ser la primavera de 2008. Yo estaba en Font-romeu y
quería comprobar la capacidad de actividad de mi cuerpo sin aporta-
ción de energía; es decir, cuántos días podía estar entrenando y
corriendo sin probar bocado. Para saberlo, seguía mi vida normal y
salía a correr entre dos y cuatro horas por la mañana y una por la
tarde, pero habiendo eliminado todas las comidas. Tuve que ajustar
la logística previamente, porque no me cabía ninguna duda de que,
si había comida en la habitación, no resistiría el hambre. Vacié los
armarios y la nevera y lo puse todo en manos de un compañero tras
dictarle la consigna de no darme nada, ni aunque le llegase
suplicando de madrugada. Solo me permitía a mí mismo beber
agua, eso sí, tanta como quisiera.
Tengo que aclarar que lo único que quería comprobar con ese
experimento era cuánto tiempo podía aguantar corriendo sin energía
añadida, tan solo con las pocas grasas y proteínas musculares que
mi cuerpo tenía como alimento, y estudiar las etapas del proceso.
No pensé ni un solo momento, de verdad, en estar haciendo una
terapia para perder peso o para comprobar si podía rendir lo mismo
comiendo menos.
Por desgracia, en el deporte de alto nivel, especialmente en las
disciplinas donde el peso es muy importante —y eso incluye
atletismo y esquí de montaña—, muchos deportistas están
obsesionados por perder peso y para ellos es un problema
recurrente y de gran relevancia. El afán por reducirlo lleva a algunos
a cometer auténticas tonterías, ya sea por estética o por emular a
sus ídolos.
Conozco deportistas que han pasado hambre media vida a fin de
mantener el peso que se habían propuesto; otros que se levantan
de madrugada para saquear la nevera porque no aguantan más los
entrenamientos sin comer; y, por último, los peores, los que se
provocan el vómito después de ingerir alimentos para engañar al
hambre y poder seguir con un peso bajo.
Si bien hemos de aceptar que el deporte de alto nivel no es
saludable, porque llevamos el cuerpo al límite y nos arriesgamos a
sufrir una lesión, también hemos de dejar bien claro que tenemos
que ser nosotros los que dirijamos nuestros cuerpos, que siempre
deben estar bajo nuestro control. Cuando los impulsos primarios nos
dominan, ya hemos perdido. Si no controlamos lo que hacemos, el
deporte pierde la belleza y nos aboca a caer en espirales capaces
de hundirnos en la penumbra de la depresión o de enfermedades
como la bulimia o la anorexia y, en casos extremos, a perder el
sentido de la vida y arrebatárnosla. Y, por desgracia, esto sigue
siendo un tema tabú en el mundo del deporte que necesita salir a la
luz.
Retomemos el experimento de Font-romeu.
Después de sacar toda la comida de mi habitación y con la
voluntad de llegar hasta el final, comencé a correr. Mi cuerpo estaba
acostumbrado desde que era pequeño a las salidas largas con mis
padres, de muchas horas, sin tomar nada. Por eso, el primer día no
noté que mi rendimiento disminuyera. Bueno, para ser sincero, he
de confesar que al final del día, cuando me quedaba solo en el
cuarto, tenía un hambre voraz. Tras una noche de sufrimiento, por la
mañana emprendía la marcha por mi circuito habitual, que duraba
entre tres y cuatro horas. Salía de la habitación a la ermita de Font-
romeu y subía hasta lo alto de las pistas de esquí, bajaba por la otra
cara y me iba a dar una vuelta por algún lago, o subía algún pico de
las Bullosas o el Carlit. Ya de vuelta, me enfilaba hasta arriba de las
pistas y bajaba a los apartamentos. Fue en aquella subida mode-
rada donde pude constatar con mucha claridad los efectos del
experimento.
El ritmo total apenas había variado, pues era capaz de correr a
un ritmo moderado durante horas sin grandes dificultades, pero en
aquella ascensión solía acelerar para subir todo lo rápido que
pudiera. Pero a partir del segundo día sin comer, fue imposible. Por
más que me esforzaba, no podía esprintar. Mi cuerpo se había
convertido en un tractor con combustible diésel capaz de
desplazarse lentamente por distancias largas, pero había perdido la
potencia.
Todo siguió igual, más o menos, durante el tercer y el cuarto día.
Pero el quinto, durante la salida matutina, perdí el conocimiento
mientras corría y me caí redondo al suelo.
Por suerte, me desperté sin ayuda poco tiempo después. No
había corrido peligro porque aquel era un camino bastante
transitado y, en caso de necesidad, alguien me habría podido
socorrer. Regresé a la ermita, fui a la habitación de mi compañero y
volví a comer.
Fue esa misma semana la que me convencieron para ir a la
fiesta de final de curso. Gocé de un cierto protagonismo, porque me
desmayé mientras bebía un zumo de naranja.
Desde entonces, y hasta hoy, he ido poniendo en práctica una
metodología para conocer mejor mi cuerpo y los beneficios
obtenidos en función del entrenamiento. He experimentado con el
sueño, con la hidratación, con varios tipos de entrenamiento, a
grandes altitudes, probando distintos materiales y practicando cien
horas a la semana. La mayoría de esos experimentos han terminado
siendo un desastre. No obtenía el rendimiento que esperaba, y la
fatiga era tal que acababa sacando poca aportación. Pero, eso sí,
gracias a cada una de esas pruebas, he encontrado pistas e ideas
para mejorar y acercarme a mis límites.
Mi último experimento me ha permitido investigar sobre la
adaptación a grandes alturas. Cuando en 2012 comencé el proyecto
de Summits of My Life, una de mis grandes preocupaciones era
cómo podía aclimatarme tan arriba. Y desde mi primer viaje al-
Himalaya hasta 2017, cada año he realizado al menos una
expedición o una estancia en altura para probar distintas formas de
aclimatación. Eso sí, con la premisa ineludible de quedarme poco
tiempo, porque hay cosas más interesantes en la vida que pasarse
tres meses al pie de una montaña.
Aunque en el primer viaje al Himalaya la aclimatación fue buena,
eché en falta haber podido subir más deprisa. Después, en 2014, fui
al Denali, en Alaska, y por querer realizar demasiada actividad cada
día, me fundí las fuerzas. Pese a las buenas sensaciones al final de
los primeros días —estuvimos allí dos semanas—, cuando hice el
ascenso y el descenso rápidos ya no me quedaba nada. Aquel
mismo año, antes de marcharme al Aconcagua, quise hacer un
trabajo de aclimatación en los Alpes, y funcionó bien. Al cabo de
cuatro días en la montaña, subí a la cima, pero después, el querer
entrenar en altura demasiado y demasiado rápido fue negativo, y el
día que batí el récord, durante un ascenso, sufrí un edema cerebral
que provocó que en la primera mitad del descenso no tuviese
control ninguno sobre mis piernas. Parecían de gelatina, era incapaz
de mantener el equilibrio y me caía constantemente al suelo.
Durante los tres años siguientes, fui al Himalaya y ensayé varias
estrategias: poca actividad, mucha, entrenarme poco a poco o
deprisa, aclimatarme previamente… Al final, durante la expedición al
Cho Oyu y al Everest, la aclimatación y el rendimiento en altura
fueron perfectos.
Soy consciente de que mi forma de entrenar puede ser peligrosa.
Por un motivo: está orientada a buscar mis límites y sé que puedo
llegar, en el peor de los casos y según lo que esté probando, a
traspasarlos y poner en riesgo mi vida. Es distinto a prepararse para
tener el cuerpo a punto y en las mejores condiciones un día
determinado para superar un reto o batir un récord. Es muy
diferente.
Si hubiera seguido corriendo sin comer después de haberme
desmayado, en aquella experiencia límite de Font-romeu que no
recomiendo a nadie poner en práctica, habría forzado aún más el
cuerpo, pero no tengo la menor idea de las consecuencias que
habría sufrido. Si alguna otra vez no me hubiera hidratado tras
padecer agujetas por todo el cuerpo y ver que mi meada era más
negra que el carbón, habría sufrido una crisis renal. Son casos
extremos, eso sí.
Mi experimentación no solo tenía una función física, sino que me
permitía también ganar confianza en mí mismo. Sabía de primera
mano de lo que era capaz y aprendía a sufrir y a exprimir al máximo
mi cuerpo y sacarle todo su jugo cuando las fuerzas desaparecían o
la motivación decaía. Es imprescindible ser rápido para ganar
carreras, pero no basta para ser competitivo. Debemos ser
conscientes de que no podemos superar los límites fisiológicos de
nuestro cuerpo, en cambio, para llegar tan lejos como podamos, lo
que sí podemos hacer es construirnos una armadura con piezas
como la preparación mental, la técnica, el material utilizado y la
estrategia. Nuestro organismo sabe un montón y, cuando hace falta,
nos envía señales para preguntarnos si queremos continuar o no.
Esos toques de alerta se llaman desmayo, dolor de piernas,
alucinaciones o vómitos. Depende de nosotros, únicamente de
nosotros, querer traspasar la última barrera.
Hay un último límite, el psicológico. Se llama miedo. Es un buen
compañero de viaje. Tiene dos caras: el envés nos permite superar
todos los frenos psicológicos si lo ignoramos, y así entender
realmente hasta dónde podemos llegar; el revés nos conduce, si no
sabemos escucharlo bien, hacia el abismo. Debemos valorar si es o
no la mejor pareja de baile.
Me encanta el entrenamiento físico. Años y años trabajando,
viviendo casi en la abstinencia, en busca del momento idóneo, y
efímero, que se acaba en un suspiro. Contrasta con la actividad
intelectual, donde los conocimientos se adquieren y se acumulan
constantemente. Al trabajar con el cuerpo nunca logras una
ganancia que te pertenezca para siempre, que dure, porque siempre
hay que entrenar con la misma intensidad a fin de aguantar el listón
donde lo quieres tener.
Hay un montón de deportistas que se han formado desde
pequeños para competir y ser campeones; en cambio, números uno
hay muy poquitos, solo los elegidos. En realidad, así lo que se crea
son personas con un ego terriblemente inflado, indicio de una
mochila cargada con muchas frustraciones. En lugar de eso, soy
partidario de que los niños no se formen para ganar, sino para
entrenar. Si esta fuera la tónica general, todo el mundo tendría su
parte del pastel, bien rica y sabrosa, y la competición sería la guinda
que aportaría el toque final. Tuve la suerte de que esto fue lo
primero que me enseñaron tanto Maite Hernández como Jordi
Canals en el centro de tecnificación. Entrenar era necesario,
competir era opcional, y ya llegaría cuando tuviera que llegar. Esta
idea me resultó muy útil cuando, al cabo de los años, ascendía el
Everest.
Maite y Jordi también me enseñaron a ser metódico y analítico, a
apuntar todo lo que guardara relación con mi rendimiento para poder
analizarlo después y detectar cualquier aspecto que no hubiera
funcionado bien. Eso implicaba hacer recuento de todo, del tiempo y
los kilómetros de entrenamiento, y hasta de las horas de sueño —y
si las había aprovechado—, los trayectos en coche o los periodos de
enfermedad.
Lo apuntaba todo, sin falta, en unos folios con cuadrícula, yo
siempre tan meticuloso, y cada dos semanas, Maite y yo nos
juntábamos para revisarlos y comentar juntos qué tocaba hacer la
quincena siguiente. Con ella aprendí la importancia de ser preciso
en las anotaciones y no obviar ningún detalle que, al cabo del
tiempo, pudiera terminar siendo significativo.
Recuerdo un día que estaba entrenando en el centro. Hacía mucho
calor y, como siempre, yo no llevaba nada de líquido. Tras unas
cuantas horas de actividad, tenía una sed que me moría y Maite me
ofreció agua de su cantimplora. Cuando salté para atraparla, me la
apartó de golpe.
—Pero ¿no has aprendido nada de lo que te he enseñado?
Imagínate que estoy resfriada y que te bebes esta agua que me he
bebido yo, con todos los virus y las bacterias. ¿Qué haríamos con la
semana de entrenamiento que tenemos planificada?
Cuando empecé a entrenarme solo, continué con la metódica
labor de anotarlo todo. En 2006, creé un fichero de Excel donde lo
tengo todo registrado: cada actividad, cada día que he estado
enfermo, cada trayecto en coche o en avión que ha afectado a mi
descanso, cada acto público en el que he participado y me ha hecho
perder la concentración en los entrenamientos, cada sensación
extraña o buena.
Interpretar todos estos datos es complejo y me obliga a
mantener los pies en la tierra. Debo ser tan honesto como pueda en
las anotaciones, porque si no, de aquí a unos años, cuando quiera
saber por qué aquella semana en concreto me encontraba tan bien,
si no he sido sincero del todo y he indicado sensaciones falsas, todo
lo que pueda extraer de ahí será erróneo. Pese a ser el único lector
de este documento, a veces me cuesta evitar caer en la falsa
modestia o en la sobrevaloración.
Por ejemplo, un día escribí:
«16 de febrero de 2005. 42 pulsaciones al levantarme, 2 horas
30 minutos de esquí de montaña – 2.300 metros. 30 minutos de
calentamiento, 6 series de 15 segundos al máximo y 5 series de 6
minutos a 180 pulsaciones con 1 minuto de recuperación. En las
primeras recuperaciones bajaba bien a 130 pulsaciones, a partir de
la tercera no bajaba de 150. Estiramientos por la tarde, resfriado».
Y otro día:
«14 de junio de 2011. Mañana: Les Houches-Mont Blanc (4
horas 7 minutos) – Les Houches (6 horas 47 minutos), un poco
cansado, pero todavía puedo forzar. Desnivel 4.200 metros. Tarde:-
bici suave 1 hora 30 minutos, 300 metros, piernas pesadas pero
fresco de cardio. Entrevista y viaje».
Las anotaciones eran todavía más importantes en cuanto a las
carreras o los objetivos, porque ahí podía ver si lo que había hecho
había servido de algo:
«14 de agosto de 2013: Sierre-Zinal, 32 km, 2 h 34’ 15”: piernas
muy pesadas desde el principio, me siento bien de cardio, pero cero
de piernas, dolor isquio izquierdo y gemelo derecho. No puedo
aguantar el ritmo y falta velocidad en llano».
«30 de agosto de 2008: UTMB, Ultra, 160 km – 10.000 m: 20 h
56’ 59” (reales 19 h 50’), buenas sensaciones. Salgo solo a mi ritmo,
en Fully un poco de sueño y no como bien, en Champex vuelvo a
estar despierto y a correr bien. Después la organización me para 1
hora y, muy desmotivado, decepcionado y enfadado, termino porque
Mermoud insiste».
«9 de febrero de 2015: Campeonato del Mundo de Esquí de
Montaña en Verbier, 1.925 m 1 h 28’ 12”. Muy buenas sensaciones
subiendo y bajando, puedo controlar. Fresco y con chispa. Tranquilo
en bajada. Forma top».
Hoy en día, a diferencia de cuando me iniciaba en el deporte, lo
que parece importante es llegar a ser un corredor profesional tan
rápido como sea posible, o pregonar a los cuatro vientos la
intensidad de tu preparación para que alguien crea en ti. Antes
trabajabas en la sombra y te resultaba fácil ser riguroso y honesto, y
marcarte unos objetivos reales y adecuados al nivel que tenías en
cada momento. Entrenabas y entrenabas, y esperabas a que el
cuerpo madurara para poder llegar, tal vez, a ganar alguna carrera
al cabo de los años. Si no dudas de ti mismo, puedes crearte
expectativas demasiado altas, y si no te concedes el tiempo de
realizar la paciente labor de la hormiguita, las hostias pueden ser
antológicas.
Ahora mismo, si empiezas, debes escoger entre ser un corredor
profesional, de élite, y pertenecer al glorioso cinco por ciento de los
mejores del mundo, o ser un corredor influencer. En este caso, el
entrenamiento, cuando no compites, se convertirá en un
complemento profesional, y tendrás que devanarte los sesos
pensando en qué actividades atractivas, desde el punto de vista
visual, comunicativo o inspirador, podrías hacer para atraer la
atención del público y buscar resultados llamativos, aunque su
interés atlético sea nulo. Si este no es nuestro camino, debemos ser
conscientes de que el trayecto es largo y el resultado, incierto. Si
llega el éxito, será después de muchos años de trabajo sin ninguna
recompensa inmediata.
Ojo, ambas formas de vida son igual de legítimas e interesantes.
Lo importante es saber qué queremos, qué buscamos, porque,
aunque las capas superficiales de estas dos vidas se asemejen, en
realidad, son como un huevo y una castaña.
Si queremos llegar a ser corredores de élite, es probable que
nuestro destino pase por acumular muchas frustraciones y volcar un
esfuerzo que reciba poca atención y escasas recompensas. El
premio que más acabamos valorando, a fin de cuentas, es la
satisfacción de sacar lo mejor de nosotros mismos que llevamos
dentro. Si esta recompensa es insuficiente, mejor dejarlo, porque no
le veremos sentido a dedicar nuestra vida al entrenamiento duro y
constante, a la conquista de la perfección. No entenderemos por
qué hace falta sufrir tantas lesiones, controlar tanto la alimentación y
privarse de muchas cosas, de muchísimas. Y todo eso sin poder
coger vacaciones, porque la vida que has elegido te ocupa todas las
horas de todos los días. Durante décadas.
Es el caso de algunos jóvenes atletas europeos que, siendo
todavía unos adolescentes, abandonan los privilegios del bienestar
occidental y se van a vivir a Iten, en el altiplano de Kenia, a llevar
una vida low profile en la habitación austera de un centro de alto
rendimiento. Sin distracciones, sin comodidades. Llevan una vida de
asceta, como los monjes. Y todo por aferrarse a la posibilidad de
que algún día los focos se centren en ellos y puedan brillar en al-
guna competición. El precio de perseguir este sueño es marcharse a
vivir lejos y dedicarle unos cuantos años de vida. Irrecuperables, si
no te lo montas bien.
Pienso en todo esto y me viene a la mente la imagen de la ermita
de Font-romeu, que es metafóricamente mi Iten keniana. Es un
antiguo monasterio reconvertido en residencia universitaria, con
habitaciones sencillas, sin conexión a internet y poca cobertura-
telefónica, al pie de las pistas de esquí. Todavía hoy, cuando pienso
en la velocidad del mundo actual, en el exceso de información, de
estímulos y distracciones estúpidas, y en cómo todo eso le afecta a
mi cuerpo, cojo la furgo para esconderme en algún lugar remoto
donde nadie pueda encontrarme si yo no quiero, y durante unas
semanas me dedico a recuperar el dominio sobre el círculo virtuoso
esencial en la vida de un atleta: comer, entrenar, comer, entrenar y
dormir. Nada más.
En la sociedad anterior a internet, aún era factible vivir buscando
resultados a largo plazo. Hoy es prácticamente imposible encontrar
a alguien que se proponga un objetivo lejano sin tener la certeza de
conseguirlo, porque para sobrevivir hay que tener las necesidades
básicas cubiertas. Y, sin saber muy bien cómo, hemos terminado por
creernos que son muchas, demasiadas. Vivimos en una sociedad
donde todavía perdura la memoria de un pasado de autarquía,
donde las personas cultivaban sus alimentos o cazaban, o se
construían su casa, o se las ingeniaban para conservar la salud. En
aquel contexto, el dinero no hacía demasiada falta. Ahora eso ya no
tiene cabida en el capitalismo salvaje actual, y hemos llegado a
acostumbrarnos a distinguir entre el dinero que nos hace falta para
la supervivencia primaria del día a día, y el que queremos destinar a
satisfacer nuestros placeres. Visto así, el trabajo en una oficina o en
una fábrica no es muy diferente a lo que hace un atleta que se
entrena montaña arriba y montaña abajo, el objetivo económico
sería el mismo. Por eso debemos decidir si queremos ganarnos la
vida realizando un trabajo que tenga dosis de pasión o si queremos
prostituirnos un poquito con otro empleo que no nos guste tanto,
pero nos llene los bolsillos. Eso, en general, no lo pensamos cuando
tenemos dieciséis o diecisiete años y tenemos que escoger cómo
deseamos vivir y cuánto dinero necesitamos para hacerlo. Es una
lástima.
Nada más ganar el primer campeonato del mundo, aparecieron
de la nada personas que representaban a marcas deportivas para
poner distintos productos a mi disposición. A medida que seguí
ganando competiciones, esas mismas personas me ofrecieron
dinero para que siguiera entrenando y compitiendo. Lógicamente,
me daban una alegría y me quitaban un peso de encima, porque me
arreglaban la economía.
Con el tiempo, y con el tirón de las redes sociales, todo esto ha
cambiado mucho. Los resultados han dejado de ser lo más im-
portante. Antes, un atleta ganaba una competición y salía en los-
medios tradicionales, o recibía los aplausos de los demás
corredores y los espectadores que acudían a la carrera. Hoy, todo
eso se complementa con aquello que llaman, ejem, creación de
contenidos y comunicación social.
Siempre he sido un deportista movido por el objetivo único de
buscar el rendimiento máximo, de planear proyectos que plantearan
un reto que superar. Es algo compatible con el hecho de ser un
negado, no sé cómo ocuparme de un huerto, ni sé cazar y, por favor,
no me pidáis que construya una casa. Estoy demasiado bien
acostumbrado y tengo intereses que me alejan de este modelo de
vida utópico. Viajo, contamino, utilizo internet, no me gusta la ropa,
pero necesitamos vestirnos para combatir el frío. No he tenido los
huevos de elegir la vida de ermitaño, y he aceptado prostituirme un
poquito a cambio de ganar el dinero que necesito para seguir
viviendo y pasármelo bien satisfaciendo mis pasiones. Esto me ha
alejado un poco del virtuosismo y del comer-dormir-entrenar, y he
hecho y hago otros trabajos, como protagonizar audiovisuales,
comunicar por distintos medios y hablar con la gente. He tenido la
suerte, eso sí, de poder escoger con quién asociarme y no me he
visto obligado a vincularme a empresas con quienes no compartiera
valores y proyectos. Confieso que hoy gano más dinero del que
necesito para vivir, pero también puedo asegurar que cuando veo
que los compromisos que me permiten ganarlo pueden apartarme
del entrenamiento y la mejora, digo basta. El dinero no me devuelve
el tiempo que puede hacerme perder.
Aunque desde el inicio de mi carrera hubiera perseguido la
progresión y la exploración constante, nunca me había parado a
pensar en qué tipo de corredor quería ser. Y eso era fundamental
para saber qué entrenamiento tendría que seguir a largo plazo.
¿Quería ser un corredor de larga distancia? ¿Prefería ser un
esquiador de montaña? ¿Tal vez uno que compitiera todas las
semanas? ¿O mejor uno de esos que se pone a prueba un par de
veces al año, pero con una preparación impecable? Antes de nada,
tenía que plantearme qué tipo de corredor admiraba más: ¿el que
puede correr un maratón en poco más de dos horas, como el
keniano Eliud Kipchoge, o el que es capaz de disputar más de
veinte carreras al año y a un gran nivel, como el japonés Yuki
Kawauchi? Uf, si pensaba en el rendimiento absoluto, el keniano; si
me centraba en la recuperación, el japonés. Terrible dilema.
Yo los admiro a ambos, al uno y al otro, los dos me inspiran por
igual. Pero ¿y yo? Me gusta el rendimiento máximo, pero al mismo
tiempo no quiero que eso vaya en detrimento de las otras facetas de
las actividades que realizo. ¿Hasta qué punto me interesa perjudicar
la calidad para aumentar la cantidad? A partir de esta pregunta, se
me empieza a calentar la cabeza. Por un lado, deseo continuar
luchando por la victoria en carreras como la Pierra Menta, de esquí
de montaña, el kilómetro vertical de Fully, un ultratrail de ciento
sesenta kilómetros, o en el maratón de Zegama, y no quiero dejar
de participar en unas para centrarme en otras; por otro, no puedo
obviar que ahora los corredores se especializan cada vez más y no
sé si puedo seguir siendo competitivo en todas al mismo tiempo.
Pese a todo, los pensamientos van por libre y caigo en la cuenta de
que, hoy por hoy, la competición ya no me emociona como antes. La
veo como un entrenamiento, de acuerdo, pero ¿para qué me estoy
entrenando? Y es jodido dejar el trono expresamente para que
vengan otros a ocuparlo, porque es muy placentero cuando te has
acostumbrado a él.
Tras estas reflexiones vuelvo a la rutina. Hoy, como cada mañana,
me levanto y, maquinalmente, me pongo los pantalones cortos y las
zapatillas y me bebo un vaso de agua. No estoy especialmente
ilusionado por ganar la carrera de este domingo. No lo suficiente
como para torturarme el cuerpo durante las tres o cuatro horas que
había previsto. Me coloco los auriculares y selecciono la playlist que
he titulado «Entrenamiento». Estoy enfadado conmigo mismo
porque sé que no le concedo la importancia suficiente al hecho de
dedicarme a lo que me gusta, a poder correr rodeado de un paisaje
maravilloso. Dejo que la música me haga olvidar el paso del tiempo,
escucho la letra de esta canción de Sopa de Cabra y empiezo a
trotar.
Ríos de gente
malherida corren solos
escupiendo su fracaso.
Pero no os preocupéis, que los espectadores no son los únicos que se dejan
arrastrar por la euforia del momento. Los que llevamos un dorsal prendido
con cuatro imperdibles —tres en mi caso, soy un maníaco del peso—
también permitimos a nuestras neuronas campar a sus anchas mientras
nosotros nos esforzamos para que las piernas no se nos salgan del camino
marcado.
Es el caso de aquel día en que nuestro corredor intercambió papeles y
decidió por fin hacer feliz a su padre: en lugar de salir con unas chicas, le
dijo que lo ayudaría con la carrera que estaba organizando. En el fondo,
también le gustaba la naturaleza y pintaba que aquel fin de semana haría
bueno y sería divertido. Todo comenzó como una aventura: se levantaron a
las tres de la madrugada y, después de haber colocado algunas vallas y
haber despachado unos encargos de última hora en la zona de salida, cargó
el coche con unas cuantas cajas de comida y unos bidones de agua y
condujo hasta el final de una carretera estrecha. Allí se encontró con una
pareja de jóvenes, ambos de físico atlético y vestidos de corredores, y con
un hombre mayor que llevaba pantalones calientes y una chaqueta vieja, al
que reconoció como un amigo de su padre. Todos juntos emprendieron la
marcha, con las mochilas cargadas y los bidones en las manos, iluminados
por la luz del frontal. «Caray, lo que pesa esto…», pensó mientras resoplaba
subiendo montaña arriba. Al cabo de un par de horas, llegaron a un prado
cerca de las crestas, y el amigo del padre sacó unas mesas plegables que
había escondido hacía unos días detrás de unas piedras sobre las que
dispusieron la comida y la bebida. Eran las cinco de la mañana y no
esperaban a los primeros corredores hasta un par de horas después. Se
acomodaron y colocaron unas sillas para que los atletas pudieran descansar
un rato mientras se avituallaban. Pensaron que, con el calorazo que haría,
seguramente agradecerían refrescarse un poco, e hicieron unos cuantos
viajes hasta un río que estaba a unos cien metros más abajo para llevar
agua fría, con la que llenaron un barreño grande con esponjas. Como la
temperatura empezaba a subir, el olor de la comida hizo enfadar a las
moscas, y los voluntarios cubrieron las bandejas sobre las que habían
dispuesto las galletas, los bocadillos y la fruta cortada.
De pronto, avistaron al primer corredor por detrás de la cresta y,
excitados de mala manera, empezaron a chillarle como si se acabase el
mundo. Al cabo de unos minutos, llegó, y debía de estar muy cansado
porque sin ni siquiera decir hola, cogió el balde con las esponjas, se volcó el
contenido por encima, y, acto seguido, le lanzó el bidón a uno de los dos
jóvenes para que lo llenara de agua. Fue entonces cuando delató que no era
mudo, porque se puso a renegar y a gritar como un loco que no entendía
que la comida estuviera tapada, porque eso le hacía perder unos segundos
importantísimos, aunque la sarta de exabruptos no le impedía darse la vuelta
sin parar para ver si aparecía un segundo corredor aproximándose. Con
desazón y prisa, la hija del organizador destapó las bandejas y se sintió fatal,
porque ella lo único que quería era ayudar, pero nunca había estado en un
avituallamiento, y pensó que estaba arruinando la carrera de aquel
vociferante personaje. El corredor cogió un par de barritas energéticas, se
guardó una en la mochila y se alejó royendo la otra mientras reanudaba la
marcha. Ya fuera del avituallamiento, tiró el envoltorio de plástico al suelo,
seguramente porque no había visto las bolsas de basura que los voluntarios
habían colgado en la mesa y a la salida del control. La joven recogió el
plástico y lo depositó en la bolsa.
El segundo atleta fue más amable y les dio los buenos días, pero, al salir,
también se le cayó al suelo el plástico de la barrita. Soplaba el viento y
tuvieron que perseguirlo un rato hasta que lo atraparon.
Otra figura singular es el pacer, el tío o la tía que te asiste, que te acompaña
durante cincuenta o sesenta kilómetros, cuando ya vas tan despacio que
tiene que ir a tu lado con la chaqueta y el gorro puestos, aguantando tus
quejas. Eso solo puede hacerlo por dos motivos: o quiere ligar contigo y está
explorando sus últimas y dolorosas opciones, o es muy buen, pero que muy
buen, amigo tuyo. Probablemente se ha levantado a las tres de la mañana,
ha conducido —pongamos que ciento cuarenta kilómetros— hasta la salida
de la carrera, y como se ha despertado tan temprano, dormita un par de
horas en el coche que ha aparcado delante del hotel donde tú duermes.
Antes de que hayas dado el primer paso, ya ha tenido que cargarse de
paciencia y escuchar tres veces tu discursito para que no se descuide de
dónde quieres cada bocadillo y cada calcetín, y, mientras sujeta las
chaquetas, la botella de agua y todos los enseres que llevabas para calentar,
ha tenido que alzar la vista y reconocerte entre los dos mil corredores que ve
y animarte precisamente a ti, y nada más que a ti. Ha tenido que correr igual
de rápido que tú para llegar deprisa al hotel y prepararte esos bocadillos de
mermelada de La Garrotxa que, hum… tanto te gustan, mezclar agua
templadita —«Uy, es que si está muy fría me duele la garganta»— con dos
cucharadas y media de electrolitos, y ha ido a toda caña por pistas forestales
en unas condiciones que harían temblar a un piloto de rally, hasta que ha
llegado a tiempo a ese avituallamiento, en el que es imprescindible que tú
tengas la chaqueta verde y la vaselina, porque —¡qué carajo!— te va la
carrera en ellas. A las dos de la madrugada del día siguiente, sin dormir, tras
haberse arrastrado de avituallamiento en avituallamiento, ahí lo tienes,
esperándote en camiseta de manga corta y pantalones, pelándose de frío,
con la mochila llena de ropa y comida para ti, que llegas dos horas tarde y
hecho un energúmeno porque en la parada anterior solo había bocadillos de
mermelada de fresa y no de arándanos, y es que seguro que por culpa de
eso no ganarás la carrera, hostia puta. Se pone a correr a tu lado, te anima y
te habla, te avisa de los peligros y los obstáculos, esprinta antes de llegar a
cada avituallamiento para asegurarse de que lo tienes todo a punto, y tú, tan
paciente como siempre, lo único que le dices a la llegada es:
—Hostia, tío, mira que te lo dejé bien claro, que en el avituallamiento del
kilómetro 123 quería un bocata de Nocilla, no de Nutella.
Otra figura importante es la familia, que no contenta con soportar que seas
tan estúpido como para correr el día de la carrera, aguanta que hayas
mantenido bien alto el pabellón de tu estupidez desde el día en que recibiste
la confirmación de la inscripción, seis meses antes. No, los corredores no
nos merecemos la familia que tenemos.