El Abuelo

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EL ABUELO (HÉCTOR ROJAS HERAZO)

El abuelo era un retrato. Un gran retrato color de humo sólido que colgaba sobre el baúl
de la tía mayor. Parecía que aquel hombre nunca hubiese estado vivo. Parecía asomado
a una ventana. Mirándonos desde su muerte dura de mostachos de alquitrán. Con sus
ojos severos siguiéndonos, con pensativa cautela, por todos los rincones del cuarto.
Conocía su oficio el retrato del abuelo. Por las noches, a la luz de la lámpara, aparecía
súbitamente sobre la pared. Entonces era lo único vivo en ese cuarto lleno de cosas
muertas. Sobre aquéllos baúles, aquel escaparate, aquellos sillones destrozados. Todo
lo que había sido tenso y luminoso cuando él andaba con sus botas de resorte –seguro,
pausado y autoritario- por las alcobas derrotadas. Sabía de nosotros. Sabía que
estábamos allí, que crecíamos, que usábamos tobillos que nadaron en su sangre. Ese
hombre del retrato, el abuelo, meditó muchas veces en nosotros. Cuando nosotros
todavía no habíamos llegado. Lo decían sus ojos. Sus pómulos subían y bajaban, en la
luz macilenta, con una furia sólida, con una dulzura amarga parecida a un regaño. Mirarlo
era sentirse. Explicarnos. Encontrar la causa de aquellas paredes, de aquellos dos
horcones donde colgaba la hamaca durante la siesta. De aquel lecho de madera labrada,
recio y colosal como un escenario. Ése, en verdad, había sido su reino. Allí se había
trenzado, glándula con glándula, tendón con tendón, con la viejita seca que nos daba
agua de panela y pedacitos de alcanfor para la tos. De esa trabazón había venido a
nosotros esas voces de ahora. Esas mujeres, rojas y extrañas, que se abanicaban en
los mecedores al medio día. Esos tíos macizos que amarraban sus caballos al pie del
almendro y entraban a la sala con su olor a cuero, a campo viejo, a desdicha sobre las
polainas y los hombros. Pero el abuelo seguía con nosotros. En sus puñados de latín, en
sus refranes, en sus migajas de pan en el comedor. No quería irse. Sobre aquellos
terrones de barro asentaba su poderío. Era un vaho. Una fuerza ruda e ineluctable
dispuesta a llevar hasta el fin el ejercicio de su vigilia. Dispuesta a seguir siendo más allá
de sus pulmones, de su lengua, de su saliva, de sus huesos. Era un llamado. Un embrujo
que venía de los árboles y sacudía nuestros corazones como el empuje de un rezo. A
veces era un temor. Un súbito temor. Algo que nos dejaba indefensos. Entonces
recordábamos una carta y un nombre de mujer entre las hojas. También recordábamos
un invierno y un diálogo en una casa cural con un sacerdote que jugaba ajedrez y bebía
lentamente su poción para curar una dolencia hepática. Eso era el abuelo. Una vida
simple. Una cosa que había contado con nosotros frente a una cofia de recién casada y
unos libros que tenía litografías militares. Un cráneo que había visto unas hormigas
subiendo a despojar el limonero del patio. Allí estaba. Con su cuello de tiza y sus
mostachos de alquitrán sobre nuestras cabezas. Lo sentíamos subir y bajar como si
fuéramos el termómetro de su deseo de estar acá. Con nosotros. Porque el retrato miraba
los vasos y los muebles y el hilo del comején adherido al muro de la sala. Todo eso lo
miraba el retrato –el abuelo-, el dueño de esa respiración que oíamos en la noche.
Cuando toda la casa era como un cuerpo gigantesco que empezara a nutrirse de nuestro
pánico o de nuestro sueño para resistir el implacable empuje de la muerte.

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