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ROSARIO CASTELLANOS

sMbTüET:íqnu.F.

EE
Primera edición (Sepsetentas), 1973
Segunda edición (Lecturas Mexicanas), 1984
Tercera edición (Letras Mericanas), 1995
Cuarta edición , 2003
0ctava reimpresión, 2017

[Primera edición en libro electrónico, 2010]

Castellanos. Rosario
Mujer que sabe latín. . . / Rosario Castellanos. -4a ed. -México
FCE. 2003
167 p. ; 23 x 17 cm -(Colec. Letras Mexicanas)
ISBN 978-968-16-7116-7

1. Ensayos 2. Literatura mexicana -Siglo xx 1. Ser.11. t.

LC PQ7297 Dewey M864 C348m

Disiribución mundial

D. R. © 1984, Fondo de Cultura Económica


Canetera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México
www.fondodeculturaeconomica.com
Comentarios : editorial@fondodecul[uraeconomica. com
Tel.: (55)5227-4672

Diseño de portada: R/4: Pablo Rulfo

Se prohíbe la reproducción iotal o parcial de esta obra sea cual fuere


el medio, sin la anuencia por escrito del titular de los derechos.

lsBN 978-968-16-7116-7 (rústico)


lsBN 978-607-16-0491-0 (electrónico-epub)

Impreso en México . Pn7i£ed iri Mcxico


Escrituras tempranas

Yo No entiendo el descubrimiento de una vocación literaria como un acto de


la inteligencia a la que se le revela un hecho que hasta entonces había per-
manecido oculto y que, a partir de entonces, queda expuesto a la evidencia,
sujeto a las leyes de desarrollo, tendiendo siempre a la consecución de la
plenitud.
No, yo entiendo el descubrimiento de una vocación literaria como un
fenómeno que se sitúa en estratos mucho más profundos, mucho más ele-
mentales del ser humano: en los niveles en los que el instinto encuentra la
respuesta, ciega pero eficaz, a una situación de emergencia súbita, de peligro
extremo. Cuando se trata de un asunto de vida o muerte en que una persona
se juega [odo a una carta. . . y acierta.
No estoy hablando de mí, todavía. Es[oy recordando al narrador de Eri
ZJuscci de[ ttcmpo peffdtdo que, en su infancia, asiste, curioso x_maravillado, a los
preparativos familiares para una cena formal a la que, desde luego, le pro-
híben asistir porque éstas no son todavía ceremonias apropiadas a sus años.
La prohibición, naturalmente, lo decepciona. Pero lo que le angustia,
hasta un punto intolerable, es la certidumbre de que su madre no abandonará
su puesto en la mesa del convite para subir, como siempre, a darle el beso de
buenas noches.
Sin embargo, contra todas las previsiones de la lógica y de la costum-
bre, el narrador aguarda con impaciencia que ocurra 1o que no podría ser más
que un mílagro. Para hacer que se produzca redacta un pequeño recado, un
``iven!" perentorio que un sirviente lleva a su destinataria y que no recibe

respuesta ni mucho menos satisfacción a su pedido.


Sin embargo, el narrador -por el mero hecho de haber escrito ese
papel- siente que disminuye la tensión en la que se debatía, como si la
escritura hubiera operado sobre él (no sobre las circunstancias exteriores)

Mujer qLic sabc lc{tí7i. . . 149


a la manera de un bálsamo. Algo misterioso ha ocurrido: una modificación
liberadora.
¿Cómo no repetir la tenta[iva y tratar de suscitar de nuevo este suceso
inexplicable? El narrador lo hará. Cada vez que el mundo se cierra, cada vez
que el abismo se abre, cada vez que el cielo se derrumba ahí está, al alcance
de los labios, la palabra, el conjuro. Que una vez pronunciado devuelve tran-
quilidad al espíritu y orden al caos, dos realidades que se interrelacionan y
que se complementan.
Pero yo, como en el poema de Cemuda, a la edad del narrador de E7i
bt¿scci de¡ t¿empo pendido, "no decía palabras". Habitaba en un reino anterior
a ellas, el de los meros sonidos, que después supe que se armonizaban en
secuencias y correspondencias. Fue entonces cuando empecé a recitar el
alfabeto.
¿Qué se opone al vértigo? Ias vocales. SÍ, mien[ras son emitidas el
movimiento disminuye sú velocidad -omo un carrusel cuya cuerda comen-
zara a agotarse- hasta que aquello que me mareaba, que me confundía, se
queda quieto, como invitándome a subir. Porque el mecanismo va a volver a
echar a andar y más vale que giremos con él y no que permanezcamos, desde
lejos, mirando.
Asciendo al carrusel -con el conjuro derritiéndose entre mi boca- y
cada vez que el Ímpetu lo desorbita le impongo un ri[mo con la pura enun-
ciación sucesiva, de la a, de la e, de la i, de la o, de la u.
Y el ritmo es tan regular y tan suave que recuerda la respiración de una
criatura que duerme. Sí, he quedado domida y sueño que mi hermano no ha
muerto, que mis padres me acompañan, que la casa es pequeña y no tiene un
solo espacio vacío disponible para los fantasmas, para los murciélagos, para
las brujas.
Una casa de mi tamaño. . . no esta desmesura que habrá que 11enar de
consonantes. Veintidós. Ni son suficientes ni yo acierto a inventar más.
Habrá, entonces, que repetir algunas: las más sonoras, las más enfáticas, las
más definitivas. No existen dogmas. Cada noche decido a mi arbitrio y según
las exigencias que haya que satisfacer. Mientras llevo al cabo esta tarea (tan
semejante a la del niño a quien Agustín sorprendió en la playa tratando de
vaciar el mar con la ayuda de un pequeño cuenco) no soy aquella a quien la
muerte ha desechado para elegir a otro, al mejor, a mi hermano. No soy aque-
11a a quien sus padres abandonaron para 11orar, concienzudamente, su duelo.

150 ML¿jer qL.e scibe zah.n. .


No soy esa figura lamentable que vaga por los corredores desiertos y que no
va a la escuela ni a paseos ni a ninguna parte. No. Soy casi una persona.
Tengo derecho a existir, a comparecer ante los otros, a entrar a un aula, a
pasar al pizarrón y hacer la resta de quebrados, a subirme a un templete ador-
nado con papel de China y declamar eso que dice:

¿Qué pasa?
¿Dónde el pobre Perlín se ha escondido?
Ia abuelita ha corrido
los rincones de toda la casa.

Perlín es un gato. Lo demás es anécdota. . . y música. ¿No podría imi-


tarse? Bueno, la imi[ación es todavía una empresa excesivamen[e despropor-
cionada con los recursos de los que dispongo. Pero en cambio la copia. . . No
una copia exacta, desde luego. Tampoco estoy capacitada para ello. Pero una
aproximación aceptable. Empecemos por decir Perrín, en vez de Perlín. Pero
si hemos dicho Perrín hemos invocado al animal doméstico antagónico del
gato, a su enemigo natural: el perro. De allí en adelante la historia ha toma-
do otro rumbo, tendrá otro desarrollo, acabará en otro desenlace.
Pero, pensándolo bien, el perro no me convence en lo más mínimo.
El que conocí una vez era demasiado vivo, demasiado inquieto, demasia-
do difícil de manejar. Yo elegiría, para mencionarlo, un perro de peluche.
0 mejor aún: un perro imaginario. Que no haya tenido nunca ni densidad,
ni volumen, ni ladrido, ni peso. Un perro que haya inventado yo. Se 11ama
Rin-tin-tin.
El sonido de estas sílabas evoca en mí algo familiar. Hasta que por fin
establezco las coincidencias: sÍ, Rin-tin-tin es el héroe de mil aventuras a las
que sirve de clamoroso heraldo la única revista ilustrada para niños que se
publica entonces: Pciqt¿Ín. El dístico surge con la fatalídad de lo inevitable:

Me gusta leer Pciqt¿Ín

porque sale Rin-tin-tin.

Lo escribo en las páginas de un cuaderno escolar, y en el momento en


que lo leo me doy cuenta de que ese par de renglones que se gestaron en lo
más profundo de mis entrañas, acaban de romper su cordón umbilical, se han

Escrttt#as tempra"s 151


emancipado de mí y ahora se me enfrentan como autónomos, como absolu-
tamente independientes y todavía algo más: como extraños.
No los reconozco como objetos que alguna vez me hayan pertenecido
sino simplemente como objetos que están ahí y que me instan a adquirir un
grado mayor y más perfecto de existencia: 1a existencia pública.
Se niegan a continuar en las páginas de ese cuaderno en las que única-
mente mis ojos pueden leerlos sino que aspiran a pasar a otro sitio, en el que
se expongan a las miradas de todos. Obedezco, pues, y copio el par de líneas
en papel de carta y la meto dentro de un sobre y la envío a la dirección de la
revista infantil. Allí tienen una página dedicada a las colaboraciones espon-
táneas de los lectores. Allí, cumplido el lapso indispensable, contemplaré pas-
mada el par de líneas -ahora fijas en letras de imprenta y repetidas hasta el
infinito en un número infinito de copias-, y al pie, mi nombre. Soy la auto-
ra de eso que los otros leen, comentan. De eso de lo que se apropian y sien-
ten como suyo y lo recitan a su modo y lo interpre[an como se les pega la
gana. Yo no puedo hacer nada para impedirlo, para modificarlo. Yo estoy
aparte, separada para siempre de lo que alguna vez albergué dentro de mí
como se alberga. . . no, me niego a hacer el símil convencional, el hijo, con el
que siempre se compara a la obra. Entonces carezco de la más mínima expe-
riencia de lo que es la maternidad. Pero en cambio sé lo que es una enfer-
medad. Quedamos, pues, en que albergué el dístico dentro de mí como se
alberga una enfemedad.
Y ahora estoy curada de ella. Pero expuesta al asalto de tan[as dolencias.
Ya no es un perro el que ladra alrededor de mí pidiéndome que lo nombre.
Soy yo misma la que quiero veme representada para conocerme, para recono-
cerme. ¿Pero cómo me llamo? ¿A quién me parezco? ¿De quién me distingo?
Con la pluma en la mano inicio una búsqueda que ha tenido sus treguas en la
medida en que ha tenido sus hallazgos, pero que todavía no termina.

152 Escrituras tcmpranas

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