Diarios Sylvia Plath - Fragmentos 2

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Sylvia Plath – Diarios

I - Julio 1950 – Julio 1953

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Amo a la gente. A todos. Los amo, creo, como un coleccionista de estampillas
ama a su colección. Cada historia, cada incidente, cada pedacito de
conversación es materia prima para mí. Mi amor no es impersonal, si bien no
es completamente subjetivo tampoco. Quisiera ser todos, un tullido, un hombre
moribundo, una prostituta, y luego volver para escribir sobre mis pensamientos,
mis emociones, siendo esa persona. Pero no soy omnisciente. Tengo que vivir
mi vida, y es la única que tendré. Y no podes observar tu propia vida con una
curiosidad objetiva todo el tiempo…

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Conmigo, el presente es eterno, y la eternidad siempre está cambiando,
fluyendo, derritiéndose. Este segundo es vida. Y cuando se termina, muere.
Pero no podes empezar de nuevo a cada segundo. Tenés que juzgar de
acuerdo a lo que ya murió. Es como la arena movediza…sin esperanzas,
desde el comienzo. Una historia, una foto, pueden renovar las sensaciones un
poco, pero no lo suficiente, no lo suficiente. Nada es real excepto el presente, y
ya siento el peso de los siglos asfixiándome. Una chica vivió como hoy vivo yo,
hace cien años. Y está muerta. Yo soy el presente, pero ya sé que yo, también,
pasaré. El momento culmine, el ardiente destello de luz, vienen y se van, una
arena movediza continua. Y yo no quiero morir.

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Una pequeña cosa, como un nene poniendo flores en mi pelo, puede llenar las
grietas que se ensanchan en mi confianza en mí misma, como una suave
lanolina. Hoy estaba sentada en las escalinatas, intranquila, con miedo y
descontento. Peter, (el nene chiquito que vive cruzando la calle), con la cara
pecosa y pálida, los ojos azules y graves, y la lenta y frágil sonrisa, vino con su
adorable hermana menor Libby, la de las trenzas de lino y el cuerpo de niña
líricamente formado. Se quedaron quietos, con vergüenza por un ratito, y luego
Peter tomó una petunia blanca y la  puso en mi pelo. Así comenzó un juego
encantador, en el que yo me quedaba sentada, quieta, mientras Libby corría
hacia las petunias para recolectarlas, y Peter se quedaba a mi lado,
acomodando las flores. Cerré mis ojos para sentir más profundamente las
manos amorosas y delicadas de los niños, que ponían delicadamente flores
tras flores en mis rulos. “Y ahora, una blanca”, el ceceo era suave y tierno.
Rosa, carmín, escarlata, blanco…el aroma ligero y picante de las petunias era
silencioso y dulce. Y todos mis dolores fueron suavizados. Algo de esos ojos
azules, francos y cándidos, los hermosos cuerpos jóvenes, el breve perfume de
las flores muriendo me golpeó como el rápido y limpio corte de un cuchillo. Y la
sangre del amor inundó mi corazón con un dolor lento.

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Acá estoy, sentada en el sillón profundamente acolchonado, afuera los grillos
chirrían, zumban, cantan. Es la biblioteca, mi habitación favorita, con el suelo
como un mosaico medieval de piedras cuadradas y planas, del color de las
viejas encuadernaciones…óxido, cobrizo, un naranja atigrado, marrón dorado,
bordó. Y hay sillas de cuero bordó muy cómodas, con el cuero que se sale,
revelando un patrón marmóreo de un rosa ridículo. Los libros, todo con lo que
llenarías tus días lluviosos, acomodados en estanterías; volúmenes amistosos
y toqueteados. Entonces, acá estoy sentada, sonriendo mientras pienso a mi
forma fragmentaria: “La mujer no es más que un motor del éxtasis, una mímica
de la tierra desde las puntas de sus rulos hasta sus uñas rojas y nacaradas”.
Luego pienso, recordando a los nenes hermosos que yacen dormidos abajo,
“¿No será mejor entregarse a los placenteros ciclos de la reproducción, la fácil,
confortable presencia de un hombre en la casa?” Me acuerdo de Liz, su cara
blanca, delicada como una ceniza en el viento; sus labios rojos sosteniendo un
cigarrillo; su pecho lleno debajo del apretado jersey negro. Me dijo, “Pero pensá
lo feliz que podrías hacer a un hombre algún día.” Si, pienso, y hasta ahí está
todo bien. Pero luego me doy vuelta y vuelve a mi cabeza E., mirando un
partido de baseball, quizá, tal vez mirando televisión, o rugiendo con risa
despreocupada por un chiste verde con los chicos, latas de cerveza tiradas,
verdes y de un dorado brillante, y ceniceros. Vuelvo hacia mí, sentada acá,
nadando, ahogándome, enferma de anhelo. Tengo demasiada conciencia
inyectada dentro de mí como para romper las apariencias sin que eso tenga un
efecto desastroso; solamente puedo acercarme envidiosamente al límite y
odiar, odiar, odiar a los chicos que pueden dispersar su hambre sexual
libremente, sin tener dudas, y ser por completo, mientras yo me arrastro de cita
en cita empapada de deseo, siempre insatisfecha. Toda la cuestión me
enferma.

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Luego de un tiempo, supongo, me voy a acostumbrar a la idea de casarme y
tener hijos. Si tan solo eso no se tragara mis deseos de expresarme a mí
misma en una bruma sensual y petulante. Claro, el matrimonio es una
expresión de una misma, pero solamente si mi arte, mi escritura, no fuera
solamente una sublimación de mis deseo sexuales, los cuales se marchitarán
por completo una vez que me case. Si tan solo pudiera encontrarlo…el hombre
que será inteligente, pero aun así físicamente magnético y amable. Si yo puedo
ofrecer tal combinación, ¿por qué no podría exigírsela a un hombre?

Julio de 1950, Welleswey. En el piso alto, en el rectángulo blanco y estéril del


cuarto de baño, con olor a carne tibia y a pasta de dientes, me incliné sobre el
lavabo con un rito maquinal, lavándome las zonas prescriptas, rindiendo cultos
a los cromados resplandecientes, a la luz que chocaba de aquí y de allá, frágil,
cegadora desde los grifos. Caliente y fría, la limpieza que llega en forma de
suaves pastillas verdes y perfumadas; cabellos en finas líneas dibujadas a
lápiz  curvándose sobre el esmalte blanco; los medicamentos, los sólidos tarros
de cristal opaco, los frascos que curan los síntomas de un resfriado o te
entregan al sueño en el espacio de una hora. Y luego la cama, en el mismo aire
potencialmente fecundo, con aroma a espliego, cortinaje de encaje y el tibio
olor felino como almizcle esperando para asimilarte…por todas partes una
pálida espera.
Y tú eres el conmovedor compendio de todo ello. De ti, por ti, para ti. Dios mío,
¿es todo lo que hay, el rebote a lo largo del corredor de risas y lágrimas? ¿De
ensalzarse y despreciarse a una misma? ¿De la gloria y el asco?”.

3 de noviembre (1952) “…Y ahí estriba el sofisma de la existencia: La idea de


que se puede ser feliz para siempre y envejecer en una situación y con una
serie de logros. Por qué se suicidó Virginia Woolf? ¿O Sara Teasdale o las
otras mujeres brillantes? ¿Neurosis? Su obra escrita ¿fue una sublimación
(¡que horrible palabra!) de hondos deseos básicos? ¡Ah, si yo lo supiera! ¡Si
supiera a qué altura he de colocar mis metas, los requisitos de la vida!”

27 de abril (1953) “tengo que estar terriblemente segura de que eso (el
matrimonio) no es ni una atractiva jugada llena de riesgo ni un escape efímero.
No conozco a ninguno de los tres como para hacer el pronóstico de toda una
vida, ni siquiera uno muy vago y general. Tendría que vivir con cada uno
durante un cierto tiempo…El único chico al que conozco realmente bien es
aquél al que conozco lo suficiente para saber que nunca me casaré con él ni lo
querré…Ah un amor, compartir cada vez más sería algo tan bueno, tan poco
complicado. Y en estos días tan rápidos y sumamente complicados de
velocidad, estados de ánimo y psicología, es relativamente complicado conocer
a alguien, como es imposible “conocerse” a uno mismo. De repente todo el
mundo está muy casado y feliz, y tú estás muy sola y amargada por desayunar
sola un huevo cocido y por pintarte la boca muy roja con la que sonreir, ah,
llena de dulzura, al mundo…”

VII – 28 de Agosto 1957 – 14 de octubre 1958


23 de febrero, domingo por la noche. Este debe de ser el vigésimo sexto 23 de
febrero que he vivido: más de un cuarto de siglo de febreros y ¿querría o
podría cortar una rebanada de recuerdos que los atravesara todos, para trazar
la escalera de caracol de mi ascensión hasta el estado adulto..., o se trata más
bien de un descenso? Tengo la impresión de haber vivido lo bastante para
pasarme el resto en meditaciones, revisando los encuentros y desencuentros
con gente loca y cuerda, estúpida y brillante, hermosa y grotesca, infantil y
antigua, fría y caliente, pragmática y dominada por los sueños, muerta y viva.
Mi casa de días y máscaras es lo bastante rica para que pueda y deba
pasarme años pescando, sacando a la superficie los monstruos de ojos
perlados, córneos, escamosos y llenos de algas que llevan mucho, muchísimo
tiempo hundidos en el mar de los Sargazos de mi imaginación. Siento cómo me
agarro a mi pasado como si fuese mi vida: haré de él mi ocupación futura;
cualquier talla en madera de un simio, sin especial trascendencia, cualquier
trozo de cristal naranja y morado de la ventana del descansillo de la escalera
en casa de mi abuela, cualquier azulejo hexagonal blanco de cuarto de baño
encontrado por Warren y por mí cuando cavábamos, dispuestos a llegar hasta
China, se convierte en algo radiante, con magnetismo, que absorbe significado
y brilla con impensada importancia; hay que desentrañar la adivinanza: ¿por
qué cualquier cordón de zapato de una muñeca es una revelación? ¿Y
cualquier sueño con una caja de deseos una anunciación? Porque son las
reliquias enterradas de mis identidades perdidas, con las que he de construir,
por medio de palabras, los edificios futuros. (...) He comprendido místicamente
que si leo a Woolf, si leo a Lawrence (¿por qué esos dos? su visión, tan
diferente, es tan parecida a la mía) puede llegarme la comezón que me
encienda hasta producir una gran obra: llena de brotes, encinta con la
sustancia y la textura de la vida: ésa es mi vocación, mi obra. Eso da a mi ser
un nombre, un significado: "hacer del momento algo permanente".  

Miércoles, 11 de junio. Una noche fría, lluviosa y verde: casi al cabo de un mes
desde la última vez que escribí en este cuaderno, llegaron la paz y la armonía,
pero hay mucho que contar. He evitado escribir aquí por temor a encontrarme
las últimas páginas terribles, de pesadilla, que escribí, pero me sobrepongo a
ellas para atar los cabos sueltos. Me torcí el pulgar, Ted llevó las marcas de
mis garras durante una semana y recuerdo haberle lanzado un vaso con todas
mis fuerzas desde la otra punta de la habitación a oscuras; en vez de romperse
rebotó y quedó intacto. Me llevé unos cuantos golpes, vi las estrellas (por
primera vez), unas estrellas rojas y blancas deslumbrantes, que surgían en
mitad del oscuro vacío de los gruñidos y los mordiscos. Ya despejó y estamos
intactos. Y nada (ni el afán de ganar dinero, ni el deseo de tener hijos, de
seguridad, incluso de posesión absoluta), nada merece arriesgar todo lo que
tengo, que es tanto que hasta los ángeles podrían envidiarlo. Corregí, de mala
gana, con los ojos enrojecidos por un sarpullido que me escocía y me dolía, los
trabajos de licenciatura (para ponerme al día bastó ir al jardín del club de
profesores), por mí les habría puesto a todas SUMMA o CUM LAUDE, a pesar
de la mala cara que pondría la señorita Hornbeak. Luego corregí los exámenes
de Arvin, que terminé, junto con todas mis demás obligaciones académicas,
hace ya unos diez días, el domingo 1 de junio. Tenemos la mitad de junio, y
todo julio y agosto, para escribir estupendamente, aunque flota en el aire la
preocupación de que a Ted no le den la beca Saxton. La ironía es que su editor
en Harper es asesor de los miembros del consejo y, aunque su proyecto fue
recibido con mucho entusiasmo, no pueden elegirlo precisamente por aquello
por lo que nosotros pensábamos que la ganaría: el libro publicado en Harper.
Así que el próximo año tendré que pedir yo la Saxton para diez meses y Ted la
Guggenheim (ahora está intentando obtener el apoyo de T. S. Eliot, W. H.
Auden, Marianne Moore, etcétera, para conseguirla). Este año no quiero seguir
viviendo en el campo sino en Boston, cerca de la gente, las luces, las tiendas,
de un río, de Cambridge, el teatro, las revistas, las editoriales; donde no
necesitemos un coche para movernos y estemos bien lejos del Smith. Así que
probaremos suerte, contando con que tal vez me den la beca Saxton y con que
al menos en Boston es posible encontrar trabajo si no nos alcanza con lo que
ganemos escribiendo, aunque ese sería solo un último recurso. No podemos
tocar ni un dólar de nuestro presupuesto para Europa, ni los 1.400 dólares
ganados místicamente con nuestros poemas. Estoy empezando a
acostumbrarme a la paz: a no ver a nadie, a no tener obligaciones ni clases.
Estoy en paz por lo menos desde nuestra visita a casa de mamá, el pasado fin
de semana, donde fuimos para ver un apartamento, para mi grabación en
Harvard y para celebrar nuestro segundo aniversario de bodas… ¿Cómo puedo
escribirlo con tanta parsimonia? El matrimonio era uno de los principales
problemas en mi anterior cuaderno, mientras que cuando comencé este ya
estaba metida de lleno en el mío (…)

Lunes, 7 de julio. Es evidente que comenzar a escribir prosa me sume en un


estado similar al de los dos primeros meses de histeria al comienzo de las
clases el otoño pasado. Un resentimiento enfermizo y exacerbado contra todo,
pero especialmente contra mí misma. Por las noches me paso horas echada
sin pegar ojo y despierto exhausta y con la sensación de tener los nervios a flor
de piel. Tengo que convertirme en mi propio médico. Tengo que curarme esta
parálisis tan destructiva, esta melancolía desoladora, y dejar de soñar
despierta. Si quiero escribir, esta no es forma de comportarse: aterrorizada,
paralizada ante la sola idea de hacerlo. El fantasma de la novela abortada es
una cabeza de Medusa. De pronto se me ocurren apuntes ingeniosos o simples
observaciones, pero no tengo ni idea de cómo empezar. Tal vez debería
empezar sin más. Alguna parte de mí está segura de que algún día escribiré un
buen poemario; sin embargo –otro absurdo–, me desespero cuando paso un
día escribiendo doce versos malos, como ayer. Creo que en parte corro el
peligro de volverme demasiado dependiente de Ted. Él es didáctico, fanático
(de esto me doy cuenta cuando estamos con otras personas que pueden
juzgarlo de un modo más imparcial que yo, como Leonard Baskin, por ejemplo).
Es como si me atrajera un remolino tan tentador como devastador. Entre
nosotros no hay barreras: parece como si ninguno de los dos, sobre todo yo,
tuviéramos piel, o como si compartiéramos una misma piel y fuéramos
tropezando y haciéndonos rozaduras el uno al otro. Disfruto cuando Ted se
marcha un rato. Entonces puedo construir mi propia vida íntima, mis propios
pensamientos, sin tener que contestar a sus constantes «¿En qué estás
pensando? ¿Qué vas a hacer ahora?», que tienen la consecuencia inmediata e
invariable de impedirme pensar y hacer cualquier cosa. Somos increíblemente
compatibles, pero tengo que ser yo misma, hacerme a mí misma y no dejar que
él me haga a su imagen. Manda mensajes mutuamente excluyentes: él lee
baladas una hora, Shakespeare otra hora, historia otra hora, piensa una hora y
luego me dice: «Leyendo a ratitos no lees nada, ¡tienes que leer de cabo a
rabo!». Su fanatismo y su completa falta de ecuanimidad y moderación las
ilustra la contractura que tiene en el cuello por culpa de sus «ejercicios» (que
evidentemente son tan salvajes que lo destrozan). Otro día gris. El polluelo
negro estornuda y da saltos frenéticos hasta que consigue salir de su caja, pero
cae de cabeza, no logra andar, ni volar. ¿Qué puedo hacer yo? Me siento a su
lado con este cuaderno, y me lo pongo en los muslos, pegado al vientre, para
acunarlo. Ayer (hacía un día sofocante) dimos un paseo en coche por la parte
rústica de Nueva Inglaterra, hasta Chesterfield George, de donde se supone
que vienen las extrañas piedras de Childs Park. La penumbra verdosa, la
pinaza cubriendo las rocas que descienden por una tartera («una autopista de
piedras rodantes»)336 hasta la cuenca de agua ambarina y clara que se
desliza a través de las piedras redondas y pulidas. Extrañas grutas y sinuosas
formaciones cavadas en las rocas, ¿cuántos años, cuántos, tendrán? En la
orilla del río vimos hormigas y anduvimos con nuestras deportivas por las
rocas. El agua era parda, de un verde turbio. Una rana negra, igual que las
esculturas de obsidiana que imagino, acuclillada en una piedra. Un arroyo
corría por debajo de las tupidas matas de hierba frondosa. En la pista
encontramos a un topo muerto, el primero que he visto en mi vida: una
criaturita con los pies planos, parecidos a los de un ser humano diminuto, unas
manecitas pálidas e inquietas, un delicado hocico, y el cuerpo, como una
salchicha, cubierto de un aterciopelado pelo gris azulado. También
encontramos una ardilla roja muerta, rígida, intacta: la muerte la había
sorprendido con los ojos abiertos. De algún modo, me sentí como si no
existiera y experimenté una repentina alegría al hablar con el joven mecánico
fornido, lleno de manchas de grasa, de un garaje. Al menos parecía real. Salvo
si está inmensamente bien asentado, el yo tiende a dispersarse en todas
direcciones por el espacio, a falta de las tensiones reguladoras y vigorizantes
del trabajo necesario, de las relaciones con los demás y el contacto con las
vidas ajenas. Pero mi calendario de escritura no me vendrá impuesto de fuera:
tengo que imponérmelo yo misma. Dejaré a un lado los poemas durante un
tiempo, terminaré los libros que tengo a medias (¡al menos cinco!), estudiaré
alemán (eso puedo hacerlo) y escribiré un artículo de cocina (¿para la sección
«Accent of Living» de The Atlantic?), el artículo sobre la vida estudiantil en
Cambridge para Harper, el cuento The Return [El regreso] y, en cuanto termine,
retomaré mi novela desde la mitad. ¡Ay, quién tuviera un argumento!…

VIII 12 de diciembre de 1958-15 de noviembre de 1959

19 de febrero de 1959, jueves…”Yo aquí sentada como si me hubieran


descerebrado, y queriendo un hijo, una carrera, aunque solo Dios sabe
haciendo qué, si no es escribir. Qué decisión interior, qué asesinato interior, o
fuga de prisión tengo que cometer si quiero hablar con mi auténtica voz
profunda al escribir (palabra que por alguna razón que sobresalta al deletrearla)
y no sentir este atasco de sentimientos detrás de una fachada ornamental
cerrada con cristal, de palabrería paralizada y muda. Animada hasta cierto
punto por la publicación en The Spectator  de mis dos poemitas. Creo que
ahora el éxito me daría fuerzas. Pero lo más alentador es estar rompiendo mi
campana de cristal. ¿De qué tengo miedo? ¿De hacerme vieja y morirme sin
ser alguien?...

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