Diarios Sylvia Plath - Fragmentos 2
Diarios Sylvia Plath - Fragmentos 2
Diarios Sylvia Plath - Fragmentos 2
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Amo a la gente. A todos. Los amo, creo, como un coleccionista de estampillas
ama a su colección. Cada historia, cada incidente, cada pedacito de
conversación es materia prima para mí. Mi amor no es impersonal, si bien no
es completamente subjetivo tampoco. Quisiera ser todos, un tullido, un hombre
moribundo, una prostituta, y luego volver para escribir sobre mis pensamientos,
mis emociones, siendo esa persona. Pero no soy omnisciente. Tengo que vivir
mi vida, y es la única que tendré. Y no podes observar tu propia vida con una
curiosidad objetiva todo el tiempo…
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Conmigo, el presente es eterno, y la eternidad siempre está cambiando,
fluyendo, derritiéndose. Este segundo es vida. Y cuando se termina, muere.
Pero no podes empezar de nuevo a cada segundo. Tenés que juzgar de
acuerdo a lo que ya murió. Es como la arena movediza…sin esperanzas,
desde el comienzo. Una historia, una foto, pueden renovar las sensaciones un
poco, pero no lo suficiente, no lo suficiente. Nada es real excepto el presente, y
ya siento el peso de los siglos asfixiándome. Una chica vivió como hoy vivo yo,
hace cien años. Y está muerta. Yo soy el presente, pero ya sé que yo, también,
pasaré. El momento culmine, el ardiente destello de luz, vienen y se van, una
arena movediza continua. Y yo no quiero morir.
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Una pequeña cosa, como un nene poniendo flores en mi pelo, puede llenar las
grietas que se ensanchan en mi confianza en mí misma, como una suave
lanolina. Hoy estaba sentada en las escalinatas, intranquila, con miedo y
descontento. Peter, (el nene chiquito que vive cruzando la calle), con la cara
pecosa y pálida, los ojos azules y graves, y la lenta y frágil sonrisa, vino con su
adorable hermana menor Libby, la de las trenzas de lino y el cuerpo de niña
líricamente formado. Se quedaron quietos, con vergüenza por un ratito, y luego
Peter tomó una petunia blanca y la puso en mi pelo. Así comenzó un juego
encantador, en el que yo me quedaba sentada, quieta, mientras Libby corría
hacia las petunias para recolectarlas, y Peter se quedaba a mi lado,
acomodando las flores. Cerré mis ojos para sentir más profundamente las
manos amorosas y delicadas de los niños, que ponían delicadamente flores
tras flores en mis rulos. “Y ahora, una blanca”, el ceceo era suave y tierno.
Rosa, carmín, escarlata, blanco…el aroma ligero y picante de las petunias era
silencioso y dulce. Y todos mis dolores fueron suavizados. Algo de esos ojos
azules, francos y cándidos, los hermosos cuerpos jóvenes, el breve perfume de
las flores muriendo me golpeó como el rápido y limpio corte de un cuchillo. Y la
sangre del amor inundó mi corazón con un dolor lento.
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Acá estoy, sentada en el sillón profundamente acolchonado, afuera los grillos
chirrían, zumban, cantan. Es la biblioteca, mi habitación favorita, con el suelo
como un mosaico medieval de piedras cuadradas y planas, del color de las
viejas encuadernaciones…óxido, cobrizo, un naranja atigrado, marrón dorado,
bordó. Y hay sillas de cuero bordó muy cómodas, con el cuero que se sale,
revelando un patrón marmóreo de un rosa ridículo. Los libros, todo con lo que
llenarías tus días lluviosos, acomodados en estanterías; volúmenes amistosos
y toqueteados. Entonces, acá estoy sentada, sonriendo mientras pienso a mi
forma fragmentaria: “La mujer no es más que un motor del éxtasis, una mímica
de la tierra desde las puntas de sus rulos hasta sus uñas rojas y nacaradas”.
Luego pienso, recordando a los nenes hermosos que yacen dormidos abajo,
“¿No será mejor entregarse a los placenteros ciclos de la reproducción, la fácil,
confortable presencia de un hombre en la casa?” Me acuerdo de Liz, su cara
blanca, delicada como una ceniza en el viento; sus labios rojos sosteniendo un
cigarrillo; su pecho lleno debajo del apretado jersey negro. Me dijo, “Pero pensá
lo feliz que podrías hacer a un hombre algún día.” Si, pienso, y hasta ahí está
todo bien. Pero luego me doy vuelta y vuelve a mi cabeza E., mirando un
partido de baseball, quizá, tal vez mirando televisión, o rugiendo con risa
despreocupada por un chiste verde con los chicos, latas de cerveza tiradas,
verdes y de un dorado brillante, y ceniceros. Vuelvo hacia mí, sentada acá,
nadando, ahogándome, enferma de anhelo. Tengo demasiada conciencia
inyectada dentro de mí como para romper las apariencias sin que eso tenga un
efecto desastroso; solamente puedo acercarme envidiosamente al límite y
odiar, odiar, odiar a los chicos que pueden dispersar su hambre sexual
libremente, sin tener dudas, y ser por completo, mientras yo me arrastro de cita
en cita empapada de deseo, siempre insatisfecha. Toda la cuestión me
enferma.
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Luego de un tiempo, supongo, me voy a acostumbrar a la idea de casarme y
tener hijos. Si tan solo eso no se tragara mis deseos de expresarme a mí
misma en una bruma sensual y petulante. Claro, el matrimonio es una
expresión de una misma, pero solamente si mi arte, mi escritura, no fuera
solamente una sublimación de mis deseo sexuales, los cuales se marchitarán
por completo una vez que me case. Si tan solo pudiera encontrarlo…el hombre
que será inteligente, pero aun así físicamente magnético y amable. Si yo puedo
ofrecer tal combinación, ¿por qué no podría exigírsela a un hombre?
27 de abril (1953) “tengo que estar terriblemente segura de que eso (el
matrimonio) no es ni una atractiva jugada llena de riesgo ni un escape efímero.
No conozco a ninguno de los tres como para hacer el pronóstico de toda una
vida, ni siquiera uno muy vago y general. Tendría que vivir con cada uno
durante un cierto tiempo…El único chico al que conozco realmente bien es
aquél al que conozco lo suficiente para saber que nunca me casaré con él ni lo
querré…Ah un amor, compartir cada vez más sería algo tan bueno, tan poco
complicado. Y en estos días tan rápidos y sumamente complicados de
velocidad, estados de ánimo y psicología, es relativamente complicado conocer
a alguien, como es imposible “conocerse” a uno mismo. De repente todo el
mundo está muy casado y feliz, y tú estás muy sola y amargada por desayunar
sola un huevo cocido y por pintarte la boca muy roja con la que sonreir, ah,
llena de dulzura, al mundo…”
Miércoles, 11 de junio. Una noche fría, lluviosa y verde: casi al cabo de un mes
desde la última vez que escribí en este cuaderno, llegaron la paz y la armonía,
pero hay mucho que contar. He evitado escribir aquí por temor a encontrarme
las últimas páginas terribles, de pesadilla, que escribí, pero me sobrepongo a
ellas para atar los cabos sueltos. Me torcí el pulgar, Ted llevó las marcas de
mis garras durante una semana y recuerdo haberle lanzado un vaso con todas
mis fuerzas desde la otra punta de la habitación a oscuras; en vez de romperse
rebotó y quedó intacto. Me llevé unos cuantos golpes, vi las estrellas (por
primera vez), unas estrellas rojas y blancas deslumbrantes, que surgían en
mitad del oscuro vacío de los gruñidos y los mordiscos. Ya despejó y estamos
intactos. Y nada (ni el afán de ganar dinero, ni el deseo de tener hijos, de
seguridad, incluso de posesión absoluta), nada merece arriesgar todo lo que
tengo, que es tanto que hasta los ángeles podrían envidiarlo. Corregí, de mala
gana, con los ojos enrojecidos por un sarpullido que me escocía y me dolía, los
trabajos de licenciatura (para ponerme al día bastó ir al jardín del club de
profesores), por mí les habría puesto a todas SUMMA o CUM LAUDE, a pesar
de la mala cara que pondría la señorita Hornbeak. Luego corregí los exámenes
de Arvin, que terminé, junto con todas mis demás obligaciones académicas,
hace ya unos diez días, el domingo 1 de junio. Tenemos la mitad de junio, y
todo julio y agosto, para escribir estupendamente, aunque flota en el aire la
preocupación de que a Ted no le den la beca Saxton. La ironía es que su editor
en Harper es asesor de los miembros del consejo y, aunque su proyecto fue
recibido con mucho entusiasmo, no pueden elegirlo precisamente por aquello
por lo que nosotros pensábamos que la ganaría: el libro publicado en Harper.
Así que el próximo año tendré que pedir yo la Saxton para diez meses y Ted la
Guggenheim (ahora está intentando obtener el apoyo de T. S. Eliot, W. H.
Auden, Marianne Moore, etcétera, para conseguirla). Este año no quiero seguir
viviendo en el campo sino en Boston, cerca de la gente, las luces, las tiendas,
de un río, de Cambridge, el teatro, las revistas, las editoriales; donde no
necesitemos un coche para movernos y estemos bien lejos del Smith. Así que
probaremos suerte, contando con que tal vez me den la beca Saxton y con que
al menos en Boston es posible encontrar trabajo si no nos alcanza con lo que
ganemos escribiendo, aunque ese sería solo un último recurso. No podemos
tocar ni un dólar de nuestro presupuesto para Europa, ni los 1.400 dólares
ganados místicamente con nuestros poemas. Estoy empezando a
acostumbrarme a la paz: a no ver a nadie, a no tener obligaciones ni clases.
Estoy en paz por lo menos desde nuestra visita a casa de mamá, el pasado fin
de semana, donde fuimos para ver un apartamento, para mi grabación en
Harvard y para celebrar nuestro segundo aniversario de bodas… ¿Cómo puedo
escribirlo con tanta parsimonia? El matrimonio era uno de los principales
problemas en mi anterior cuaderno, mientras que cuando comencé este ya
estaba metida de lleno en el mío (…)