Muerte de Antonin Artaud

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MIÉRCOLES, FEBRERO 12, 2014

“Muerte de Antonin Artaud”, de Julio Cortázar.


Con Antonin Artaud ha callado en Francia una rota palabra que sólo estuvo por mitad del
lado de los vivos mientras el resto, desde un lenguaje inalcanzable, invocaba y proponía
una realidad atisbada en los insomnios de Rodez. Como sigue siendo natural entre
nosotros, nos enteramos de esa muerte por veinticinco menguadas líneas de una «carta
de Francia» que mensualmente envía el señor Juan Saavedra (a la revista Cabalgata);
cierto que Artaud no es ni muy ni bien leído en ninguna parte, desde que su significación
ya definitiva es la del surrealismo en el más alto y difícil grado de autenticidad: un
surrealismo no literario, anti y extraliterario; y que no se puede pedir a todo el mundo que
revise sus ideas sobre la literatura, la función del escritor, etc.
Da asco, sin embargo, advertir la violenta presión de raíz estética y profesoral que se
esmera por integrar con el surrealismo un capítulo más de la historia literaria, y que se
cierra a su legítimo sentido. Los mismos jefes desfallecen agotados, retornan con cabezas
gachas al «volumen de poemas» (tan otra cosa que poemas en volumen), al arcano 17, al
manifiesto iterativo. Por eso habrá que repetirlo: la razón del surrealismo excede toda
literatura, todo arte, todo método localizado y todo producto resultante. Surrealismo es
cosmovisión, no escuela o ismo; una empresa de conquista de la realidad, que es la
realidad cierta en vez de la otra de cartón piedra y por siempre ámbar; una reconquista de
lo mal conquistado (lo conquistado a medias: con la parcelación de una ciencia, una razón
razonante, una estética, una moral, una teleología) y no la mera prosecución,
dialécticamente antitética, del viejo orden supuestamente progresivo.
A salvo de toda domesticación, por gracia de un estado que lo sostuvo hasta el fin en una
continuada aptitud de pureza, Antonin Artaud es ese hombre para quien el surrealismo
representa el estado y la conducta propios del animal humano. Por eso le era dado
proclamarse surrealista con la misma esencialidad con que cualquiera se reconoce
hombre; manera de ser ineludiblemente inmediata y primera, y no contaminación cultural
al modo de todo ismo. Pues ya es tiempo que esto se advierta mejor; lo digo para los
jóvenes supuestamente surrealistas, que tienden al tic, a la determinación típica, que
dicen «esto es surrealista» como quien le muestra el ñú o el rinoceronte al niño, y que
dibujan cosas surrealistas partiendo de una idea realista deformada, teratólogos a secas;
es ya tiempo de que se advierta cómo a más surrealismo corresponden menos rasgos
con etiqueta surrealista (relojes blandos, giocondas con bigote, retratos tuertos
premonitorios, exposiciones y antologías). Simplemente porque el ahondamiento
surrealista pone más el acento en el individuo que en sus productos, avisado ya de que
todo producto tiende a nacer de insuficiencias, reemplaza y consuela con la tristeza del
sucedáneo. Vivir importa más que escribir, salvo que el escribir sea —como tan pocas
veces— un vivir. Salto a la acción, el surrealismo propone el reconocimiento de la realidad
como poética, y su vivencia legítima: así es que en último término no se ve que continúe
existiendo diferencia esencial entre un poema de Desnos (modo verbal de la realidad) y
un acaecer poético—cierto crimen, cierto knock-out, cierta mujer— (modos fácticos de la
misma realidad).
«Si soy poeta o actor, no lo soy para escribir o declamar poesías, sino para vivirlas»,
afirma Antonin Artaud en una de sus cartas a Henri Parisot, escrita desde el asilo de
alienados de Rodez. «Cuando recito un poema, no es para ser aplaudido sino para sentir
los cuerpos de hombres y mujeres, he dicho los cuerpos, temblar y virar al unísono con el
mío, virar como se vira de la obtusa contemplación del buda sentado, muslos instalados y
sexo gratuito, al alma, es decir a la materialización corporal y real de un ser integral de
poesía. Quiero que los poemas de François Villon, de Charles Baudelaire, de Edgar Poe o
de Gérard de Nerval se vuelvan verdaderos, y que la vida salga de los libros, de las
revistas, de los teatros o de las misas que la retienen y la crucifican para captarla, y que
pase al plano de esta interna imagen de cuerpos...».
Quién podía decirlo mejor que él, Antonin Artaud lanzado a la vida surrealista más
ejemplar de este tiempo. Amenazado por maleficios incontables, dueño de un falaz bastón
mágico con el que intentó un día sublevar a los irlandeses de Dublín, tajeando el aire de
París con su cuchillo contra los ensalmos y con sus exorcismos, viajero fabuloso al país
de los Tarahumaras, este hombre pagó temprano el precio del que marcha adelante. No
quiero decir que fuese un perseguido, no entraré en una lamentación sobre el destino del
precursor, etc. Creo que son otras las fuerzas que contuvieron a Artaud en la orilla misma
del gran salto; creo que esas fuerzas moraban en él, como en todo hombre todavía
realista a pesar de su voluntad de sobrerrealizarse; sospecho que su locura —sí,
profesores, calma: estaba loco— es un testimonio de la lucha entre el homo sapiens
milenario (¿eh, Sören Kierkegaard?) y ese otro que balbucea más adentro, se agarra con
uñas nocturnas desde abajo, trepa y se debate, buscando con derecho coexistir y colindar
hasta la fusión total. Artaud fue su propia amarga batalla, su carnicería de medio siglo; su
ir y venir del Je est un Autre que Rimbaud, profeta mayor y no en el sentido que pretendía
el siniestro Claudel, vociferó en su día vertiginoso.
Ahora él ha muerto, y de la batalla quedan pedazos de cosas y un aire húmedo sin luz.
Las horribles cartas escritas desde el asilo de Rodez a Henri Parisot son un testamento
que algunos no olvidaremos. Traduje la primera de ellas, la única que tal vez no ocasione
la moralizadora clausura de estas páginas.

http://descontexto.blogspot.com/2014/02/muerte-de-antonin-artaud-de-julio.html

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