Nueva-Historia-Argentina-Lobato-Suriano 83 91 Cap. 7. 71-81

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7- El retorno de la democracia, 1983 – 1991

Los problemas de la transición democrática

El Dr. Raúl Alfonsín asumió el mando presidencial el 10 de diciembre de 1983. La


fecha no fue casual: ese día, en el año 1948, la Asamblea General de las Naciones Unidas
aprobó la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que el nuevo gobierno levantó
como bandera. Al asumir esa fecha para asumir su cargo, el nuevo Presidente de la Nación
quiso destacar que se proponía restablecer la vigencia de los derechos humanos en nuestro
país.
La asunción de Alfonsín se produjo en un contexto internacional relativamente
favorable al desarrollo de las democracias viables en Latinoamérica. Estados Unidos había
comenzado a apoyar el desplazamiento de las Fuerzas Armadas de los gobiernos de países
sudamericanos como Argentina, Chile, Uruguay, Paraguay y Brasil, en favor de movimientos
políticos democráticos. El desprestigio de las dictaduras militares, sin embargo, era diferente
en cada país, y diferentes circunstancias condicionaban cada tipo de transición a la
democracia.

Alfonsín asumió en medio de un clima de optimismo y esperanzas por las


consecuencias que traería la instauración de la vida democrática en la sociedad argentina. La
democratización cultural fue un proceso que acompañó la renovación de los partidos políticos y
todo tipo de movilizaciones populares, festivales musicales, manifestaciones teatrales y
espectáculos cinematográficos. La eliminación de la censura en los medios de comunicación,
generó un inusitado clima de libertad e ilusión, que parecía augurar una época de bonanza y
esplendor y que, al mismo tiempo generaba malestar en ciertos sectores militares y en sectores
de la Iglesia.
Además, el nuevo gobierno llegaba al poder menos como producto de un proceso de
acuerdos entre políticos y militares para garantizar la transición a la democracia, que como
consecuencia de la ominosa derrota en la guerra de Malvinas. Ese fue el hecho que puso en
fuga a los militares y les quitó la posibilidad de negociar una retirada ordenada.
Por lo tanto, el frente político que llegaba al gobierno tampoco había logrado acuerdos
sustanciales acerca de las formas de ejercer la gobernabilidad, los modos de encarar las
consecuencias sociales de las violaciones a los derechos humanos y las pautas a seguir en
relación a la situación económica que, entre otros graves problemas, como el empobrecimiento
de sectores populares –obreros, empleados, pequeños comerciantes e industriales, muchos
profesionales y técnicos- arrastraba una gran deuda externa.

La Política
Cuando Raúl Alfonsín se hizo cargo de la presidencia, la agenda de problemas graves
por resolver era demasiado amplia. Pero al amparo del enorme apoyo popular, los primeros
tiempos de su gobierno transitaron por carriles relativamente exitosos. Dos años después de

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haber iniciado su gestión y en medio de los iniciales y benéficos efectos del Plan Austral, el
oficialismo obtenía un amplio triunfo electoral que afianzó su mayoría en la Cámara de
Diputados, aunque en la Cámara de Senadores tenía una representación minoritaria frente al
Partido Justicialista.
Uno de los aspectos más efectivos y convincentes del nuevo gobierno fue su política
exterior, que mostró, desde el comienzo, su voluntad pacifista y de relativa independencia de
los centros de poder mundial. Su política diplomática fue coherente y racional. Los reclamos de
soberanía por Malvinas frente a Gran Bretaña, por ejemplo, recibieron el apoyo de una parte
de la comunidad internacional en las votaciones en las Naciones Unidas. Y sin lugar a dudas,
muy notable en materia exterior fue lograr el acuerdo con Chile por el Canal de Beagle. El
gobierno argentino mostró una enérgica decisión de acabar con ese viejo conflicto y contó con el
apoyo del peronismo renovador. La propuesta obtuvo mayoría de votos y poco tiempo después,
un acuerdo que fue denominado “Tratado de Paz y Amistad” era firmado por los dos países, lo
cual sentó las bases para una paz definitiva con el país trasandino. La misma importancia
tuvo el Acuerdo de Integración entre la Argentina y Brasil: un documento de carácter político
que apuntaba principalmente a la cooperación económica entre ambos países. Se daban así, los
primeros pasos hacia la formación del Mercado Común del Sur (MERCOSUR), al que poco
tiempo después se sumarían Uruguay y Paraguay.
La voluntad del gobierno argentino de diferenciarse de la política norteamericana
comenzó a ser evidente con el reclamo de una solución política al tema de la deuda externa y
quedó ratificada con la política sobre Centroamérica. El pico de mayor tensión en la relaciones
con EEUU se produjo durante el viaje de Alfonsín, en 1985. Allí se enfrentó a su par
estadounidense Ronald Reagan, al defender el Principio de No Intervención en relación con la
política norteamericana en Nicaragua y al oponerse a apoyarlos en dicha contienda. En
represalia, Reagan negó autorización para declarar en el Juicio a las Juntas a un ex
diplomático acreditado en el país, así como también asumió la negativa a considerar la
solución política por la deuda.
Otras medidas diplomáticas del gobierno radical tuvieron orientaciones de esta índole,
como por ejemplo la firma de una serie de convenios internacionales que fueron ratificados por
leyes, como el Pacto de San José de Costa Rica del año 1969 que protege a los habitantes de los
países firmantes en cuestiones de derechos y garantías, la Convención contra el Apartheid de
1973 y distintos acuerdos que aseguran el mismo trato a trabajadores y trabajadoras y
condenan todo tipo de discriminación contra las mujeres.

Cuando asumió Alfonsín, muchos sindicatos estaban intervenidos. Era necesario


normalizarlos, convocando a elecciones para renovar sus autoridades. Uno de los temas
centrales de la campaña electoral de la Unión Cívica Radical fue la denuncia de una “alianza
militar-sindical” que se proponía limitar al futuro gobierno constitucional. Alfonsín intentó
eliminar al “poder sindical”, tratando de democratizar las organizaciones gremiales para
desestabilizar su potencial desestabilizador y aprovechando el desprestigio de la dirigencia
gremial, agravado por la derrota electoral del peronismo y por la división en la cúpula
dirigente. Buscando atacar el aspecto corporativo y poco democrático de las estructuras

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sindicales, el gobierno elaboró un proyecto de ley de Normalización Institucional de los
Sindicatos que apuntaba a quitar la hegemonía absoluta de la llamada “burocracia sindical”.
El proyecto pretendía dotar de representación a las minorías gremiales a partir de
instaurar el voto secreto, directo y obligatorio de los afiliados, eliminar la reelección y nominar
al Estado como fiscal de los comicios gremiales. La iniciativa provocó una dura oposición del
sindicalismo, que fue respaldada por el justicialismo. El proyecto de ley presentado no logró la
sanción del Congreso de la Nación: fue aprobado por la Cámara de Diputados pero rechazado
por el Senado, donde los radicales perdieron por un solo voto de diferencia, al fracasar las
gestiones con los senadores del Movimiento Popular Neuquino.
Después del intento frustrado de democratización sindical, el gobierno radical siguió
una política errática y debió soportar el acoso de la CGT. Fortalecida y reunificada, se enfrentó
duramente al gobierno, llevando adelante trece paros generales. La sucesión de seis Ministros
de Trabajo, cada uno de los cuales ensayó una política diferente muestra claramente la
búsqueda infructuosa en este conflictivo terreno. Amenazas, paros, negociaciones
frecuentemente ajenas a las necesidades de los trabajadores sirvieron para desgastar al
gobierno radical y desalentar a los trabajadores. La significación de los paros y las
movilizaciones es compleja: expresaron, por una parte, el descontento social; al mismo tiempo,
la CGT aparecía como aliada con grupos empresarios y con la Iglesia, descontentos con el
gobierno radical por otros motivos. A la vez, parte de la izquierda política apoyó con
entusiasmo estas huelgas, en las que quiso ver algo distinto que la sola maniobra de la
burocracia sindical.

El gobierno de Alfonsín tuvo, inicialmente, una política decidida a resolver tanto la


cuestión militar como temas referidos a la Justicia. Tres días después de asumir, el 13 de
diciembre de 1983, se derogó la Ley de Amnistía que había sido implementada por los
militares al final del gobierno. También se aprobó la posibilidad de interponer recursos de
amparo contra las condenas impuestas por los militares, se modificó el Código de Justicia
Militar, se derogó la legislación de facto, estableciendo castigos para quienes atentaran contra
la vida constitucional y contra la democracia e incrementando las penas para quienes
aplicaran cualquier tipo de torturas. Algunos militares que habían tenido reconocida
responsabilidad en el secuestro y la desaparición de personas fueron encarcelados
inmediatamente, como Ramón Camps, ex jefe de la policía de la Provincia de Buenos Aires;
Jaime Chamorro, ex director de la Escuela de Mecánica de la Armada y Luciano Benjamín
Menéndez, ex comandante del II Cuerpo del Ejército.
También pocos días después de asumir la Presidencia de la Nación, Raúl Alfonsín
firmó el decreto 187, por el cual se creó la Comisión Nacional sobre la Desaparición de
Personas (CONADEP) con los objetivos de reconocer centros clandestinos de detención,
recabar información sobre modalidades y formas en que se procedió a secuestrar, torturar y
hacer desparecer personas, recibir declaraciones testimoniales de personal en actividad o en
retiro de las fuerzas armadas y de seguridad, revisar registros carcelarios y policiales e
investigar delitos cometidos con los bienes de personas desaparecidas.
El problema militar y de los derechos humanos fue muy complejo e intrincado. Desde

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el comienzo, el gobierno debió enfrentar el difícil problema del disciplinamiento a las fuerzas
armadas en el marco de la nueva vida democrática. Los militares no estaban muy
predispuestos para esa subordinación. En el acto de asunción del nuevo jefe del Ejército,
asistieron los generales Videla, Viola y Bussi, en lo que se interpretó como un acto de fuerza y
provocación a la clase política, al gobierno y la ciudadanía y generó un profundo malestar en la
sociedad. Los responsables del “Proceso” conservaban gran parte de su poder y no reconocían
sus responsabilidades: reivindicaban su triunfo en “la guerra contra la subversión” y, a lo más,
sólo estaban dispuestos a reconocer los “excesos” propios de una “guerra sucia”.
Estas circunstancias debieron pesar en el ánimo del Presidente, que limitó el juicio y
castigo a los máximos responsables del genocidio. Se decidió juzgar a las cúpulas, es decir a los
Comandantes en Jefe que dieron las órdenes y a los que cometieron delitos aberrantes. De esta
manera fueron enjuiciados los integrantes de las tres primeras Juntas Militares y los máximos
dirigentes de ERP y Montoneros.
El gobierno mantenía una actitud ofensiva y a la vez de conciliación: simultáneamente
que encaraba un juicio tan importante, liberaba a los subordinados apelando al principio de
obediencia debida, tal como había propuesto en su plataforma electoral e instruía a los fiscales
para que enviaran las causas a la justicia militar para cuyos efectos se había creado el Consejo
Supremo de las Fuerzas Armadas. Dicha situación provocó conflictos con la justicia civil, que
se vio desplazada por la justicia militar. Por un lado, impugnaba la doctrina de seguridad
nacional pero, por otro, tratando de pagar los menores costos posibles, intentaba juzgar a los
responsables máximos y que las fuerzas armadas se ocuparan ellas mismas de juzgar cuadros
militares involucrados en violaciones a los derechos humanos. Pero las Fuerzas Armadas no
sólo no efectuaron ninguna autocrítica, sino que obstruyeron la labor de la Justicia y de la
CONADEP.
En julio de ese mismo año, la CONADEP hace público un avance de su Informe de
Investigación, el cual es emitido por televisión con el título Nunca Más. En septiembre, el
organismo entregó al presidente Alfonsín un informe de 50 mil carillas que era categórico: allí
se sostenía que "la dictadura había producido la más grande tragedia de nuestra historia para
alcanzar la tenebrosa categoría de lesa humanidad" y habían sido "pisoteados los principios
éticos de las más grandes religiones". El informe de la CONADEP refuta categóricamente la
teoría de los excesos individuales y demuestra que los derechos humanos habían sido violados
en forma orgánica y sistemática por el Estado entre 1976 y 1983.
A pesar de las críticas que las organizaciones de derechos humanos le hicieron al
gobierno por los sobreseimientos y leves condenas, el Juicio a las Juntas Militares que habían
gobernado el país fue un hecho extremadamente importante: aportó pruebas categóricas sobre
el genocidio y dejó abierta la puerta para la realización de futuros juicios.
En 1985, en medio de fuertes y crecientes presiones militares, el gobierno promulga la
Ley de “Punto Final”, que pone un límite temporal de dos meses a las citaciones de oficiales
involucrados en violaciones de los derechos humanos, pasado el cual ya no se efectuarían más
convocatorias. Varias cámaras federales (Tucumán, Córdoba, Bahía Blanca, Rosario, La Plata
y Mendoza) postergaron la feria judicial de verano para atender las causas pendientes, donde
quedaron procesados más de 300 oficiales. La ley provocó una fuerte reacción de la sociedad

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civil, organizaciones de derechos humanos, partidos y grupos políticos, importantes
personalidades de diversos ámbitos, etc.: se reclamaba “juicio y castigo a los culpables”. Por su
parte, muchos oficiales militares se negaban a comparecer frente a la justicia civil alegando
que estaban siendo juzgados políticamente.

En la Semana Santa de abril de 1987, el gobierno constitucional fue sacudido por un


levantamiento militar que conmocionó a todo el país. Un grupo de oficiales de Campo de Mayo,
encabezados por el Teniente Coronel Aldo Rico, se alzó en armas exigiendo el fin de las
citaciones judiciales relacionadas con la violación de los derechos humanos. También
reclamaban la reivindicación del Ejército, según ellos “injustamente condenado”. Aunque
Alfonsín declaraba que no habría negociaciones con los sublevados y los políticos firmaban el
Acta de Compromiso Democrático, por el cual se obligaban a defender a la democracia, el
gobierno recurrió a una solución extrajudicial, ante el temor de más derramamiento de sangre.
El oficialismo, sin saber aprovechar el respaldo unánime de la población civil, que se
manifestaba espontáneamente en contra de los sucesos de Semana Santa, cedió a la presión
militar y otorgó a los “carapintadas” lo que reclamaban. Lo que sería la Ley de Obediencia
Debida, que exculpaba masivamente a los oficiales subordinados por los crímenes cometidos
durante la dictadura.
Si bien es cierto que con este gesto no se reivindicaban las acciones militares, el
gobierno adquirió una imagen de debilidad al desandar el camino que había comenzado a
transitar al comienzo del mandato de Alfonsín. Además, el problema militar estaba lejos de
quedar resuelto. En enero de 1988, Aldo Rico huyó de su prisión y se sublevó nuevamente en
un lejano regimiento del nordeste del país. En ese caso, la movilización civil fue mínima,
aunque tampoco hubo ningún apoyo para los sublevados. A fin de año, una nueva sublevación
encabezada por el coronel Seineldín reclamaba una amplia amnistía y la reivindicación del
Ejército. En ese caso, los responsables fueron apresados.
La principal base política de Alfonsín fue obviamente su partido, la Unión Cívica
Radical y, dentro de él, una línea juvenil que le otorgó una dinámica renovadora. Sobre esta
base, Alfonsín transitó un sendero de aciertos y errores. Y si entre los primeros pueden
destacarse su afán democratizador, la defensa por los derechos humanos, el
anticorporativismo y la convivencia pacífica (externa e interna), entre los segundos pueden
nombrarse las permanentes contradicciones que tendrán la política económica, militar y
sindical y algunos fallidos proyectos como el traslado de la Capital a Viedma o una reforma
constitucional que apuntaba a la reelección presidencial.
En su apoyo a la democracia, el comportamiento de la oposición también transitó
aciertos y errores. El peronismo realizó al comienzo, bajo la hegemonía de sus dirigentes
históricos, una oposición frontal al radicalismo. Pero la nueva derrota electoral de 1985, abrió
el camino a los sectores renovadores liderados por Antonio Cafiero y José Manuel de la Sota,
entre otros. Los renovadores intentaban convertir al justicialismo en un partido moderno y
progresista. Este sector, jugó un papel importante apoyando al gobierno durante el alzamiento
militar de Semana Santa pero cambió a partir del triunfo parlamentario nacional de 1987 y el
triunfo en las internas de Menem sobre Cafiero, en 1988. Y los problemas económicos

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generarán una importante pérdida de consenso al gobierno.

Durante aquellos primeros años de democracia, la centroizquierda estaba


representada por el Partido Intransigente e interpelaba a los mismos sectores sociales que el
radicalismo y el peronismo renovador. Pero no tenía un programa claramente definido y su
caudal electoral se fue diluyendo. La centroderecha, liderada por Álvaro Alsogaray, aprovechó
la dinámica conservadora a nivel mundial con un discurso antiestatista y privatizador, que fue
apoyado por importantes medios de comunicación y fue creciendo a medida que se deterioraba
la imagen de Alfonsín y de su gobierno.
Carlos Saúl Menem se convirtió en el candidato presidencial del justicialismo en 1989,
liderando un conglomerado de dirigentes y corrientes internas muy heterogéneas dentro del
peronismo. En sus discursos, apelaba al tono populista clásico del movimiento pero dirigido
ahora más a los sectores pobres que a la clase obrera en su conjunto. En el contexto de un
rápido deterioro del gobierno de Alfonsín, caracterizado por un notable aumento del costo de
vida y el descontrol de la economía, ocurren, en mayo de 1989 las elecciones presidenciales,
donde el Frente Justicialista Popular consigue una victoria contundente, imponiéndose en
todas las provincias y obteniendo la mayoría absoluta en el Senado y casi la mayoría en
Diputados. Apenas conocidos los resultados electorales, comenzó a plantearse la posibilidad
del adelanto en la entrega del mando presidencial, que estaba prevista para el 10 de
diciembre.
La situación económica se deterioraba día a día y el Ministro de Economía hablaba de
“terrorismo económico”. El aumento descontrolado de precios desembocó en un proceso
hiperinflacionario y hacia fines de mayo comenzaron los saqueos en Córdoba, Rosario, Gran
Buenos Aires, Salta y en varios centros urbanos. Para contener los desbordes, el gobierno
apeló al estado de sitio y a la represión cuyo saldo fue de 14 muertos, un centenar de heridos y
decenas de detenidos, en cifras oficiales.
La situación del gobierno radical, a más de 6 meses de la entrega del mando, se tornó
insostenible. El costo de vida había trepado enormemente. El presidente intentó un plan de
emergencia que fue rechazado por quienes conformarían el nuevo gobierno. Y mientras los
factores de poder económico ejercían presión, Menem optó por no respaldar a un muy
debilitado Alfonsín, quien finalmente renunció a la Presidencia y adelantó la entrega del
mando para julio de 1989. Cinco meses antes de lo previsto, Carlos Saúl Menem se hizo cargo
de la presidencia de la Nación e inició su mandato en un clima de incertidumbre.
El rumbo seguido por la política económica de Menem se apartó totalmente de la
tradición peronista (en especial de la del período 1946-1955). El Estado no desempeñó la
función dirigista de la economía y reguladora de los conflictos sociales. El objetivo central no
fue promover la industrialización orientada al consumo interno sino que fue dirigida
principalmente a fomentar la exportación. El nuevo presidente encontró el apoyo de los
principales grupos empresarios locales y de los organismos financieros internacionales, cuyas
pautas de “ordenamiento económico” se cumplirían estrictamente.

La Economía

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Cuando asumió el gobierno de la Unión Cívica Radical, la situación económica
presentaba algunos problemas, que se habían agravado durante la última dictadura militar:
alta inflación; elevado déficit fiscal acompañado de una baja recaudación impositiva y la falta
de crédito interno y externo; deuda externa creciente heredada también de la anterior
dictadura militar, cuyos servicios consumían buena parte de los recursos del Estado. En fin,
una economía estancada.
Durante el primer año de gobierno, el Ministro de Economía fue Bernardo Grinspum,
que aplicó una fórmula similar a la usada en la presidencia de Illia, entre los años 1963 y
1966. Se trataba de la orientación económica que la UCR compartía con el peronismo de la
primera época y que en este caso no tuvo efectos positivos.
La aplicación de las recetas económicas del Fondo Monetario Internacional (FMI) no
ayudó, pues se produjo una nueva aceleración de la inflación, caída de los salarios,
disminución de la inversión y recesión económica, que se profundizó con una nueva
devaluación de la moneda. La situación fiscal tampoco mejoró, ya que aunque se redujo el
gasto público, esto fue en parte diluido por los efectos de la inflación sobre la recaudación
tributaria real. En los primeros meses de 1985, la situación económica se deterioró y el nivel
de las tensiones sociales y políticas se agravó. La CGT abandonó el diálogo con el gobierno.

A principios de 1985 ocupó el Ministerio de Economía Juan Sourrouille, quien el 15 de


abril anunció la aplicación de un nuevo plan económico, al que calificó de “economía de
guerra”: es decir, que exigiría grandes sacrificios a la población. Era el llamado “Plan Austral”,
que de acuerdo a la versión oficial se proponía la estabilización de la economía para crear
condiciones que permitieran proyectar transformaciones más profundas de crecimiento.
Con ese propósito se tomaron un conjunto de medidas antiinflacionarias, se cambió la
moneda y el tradicional “Peso” fue reemplazado por el “Austral”; se congelaron los sueldos; se
trató de mejorar la recaudación fiscal –es decir, el cobro de los impuestos- y se produjo una
drástica reducción de los gastos del Estado. El gobierno se comprometió a no emitir moneda
para financiar el desequilibrio de las cuentas públicas. Se incrementaron los impuestos al
comercio exterior y se definió una reforma impositiva que fue enviada al Parlamento. Además,
se realizaron acuerdos con el FMI y el Club de París, buscando aliviar la presión de los
acreedores externos.
Aunque algunos sectores, como los sindicatos, rechazaron el Plan Austral, la reacción
de la población fue expectante y tuvo cierto grado de confianza, de modo que el congelamiento
de los precios fue respetado en líneas generales y al principio se registró una baja de la tasa de
inflación y una acelerada recuperación de los niveles de actividad industrial -cuya producción
estaba destinada hacia el mercado interno- y que era impulsada, en parte, por la mejora en el
poder adquisitivo del salario.
El impacto del Plan Austral se sintió no solo en el flanco económico. En el aspecto
político favoreció la consolidación del sector alfonsinista y permitió salir airoso de la prueba
electoral de 1985. Sin embargo a fines de ese mismo año retornó la inflación, se renovaron los
reclamos de aumentos salariales y crecieron las dificultades en el sector externo, debido,
principalmente al fuerte peso de la deuda externa.

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El nuevo programa además preveía una segunda parte, que incluía privatizaciones de
empresas públicas y medidas de apertura económica. Esa parte no se aplicó totalmente
durante el gobierno de Alfonsín debido a las resistencias de la oposición, especialmente las del
Partido Justicialista, y a las propias vacilaciones del oficialismo ante un programa que no era
acorde con la tradición estatista y nacionalista de muchos de los dirigentes de la Unión Cívica
Radical. Además, la cúpula del radicalismo sabía que la aplicación del nuevo programa tenía
un costo político que no se decidió a pagar. Finalmente, el “giro realista” (como muchos
llamaron al “plan austral”) fue decididamente implementado por el gobierno siguiente, el de
Carlos Saúl Menem.

El año 1987 fue decisivo para el gobierno de Alfonsín. Mientras la situación económica
empeoraba, aumentó considerablemente la presión de los militares y del movimiento sindical.
Entre julio y octubre de 1987, el gobierno lanzó un nuevo plan económico, creando un nuevo
impuesto con el objetivo de equilibrar el déficit fiscal. Una parte importante de ese déficit era
producido por las empresas estatales ferroviarias, aéreas y de servicios como teléfonos, luz y
agua; por los servicios sociales, por el peso de los pagos al exterior y por las altas subvenciones
que recibía una parte del sector empresarial.
La situación era crítica y había que ensayar diferentes medidas para resolverla, por
ejemplo, comenzaron a proponerse proyectos de privatización: en 1988, se propuso la
privatización parcial de algunas empresas del Estado, como ENTel o YPF. El argumento
privatizador se centraba en la incapacidad de las empresas estatales para obtener las
inversiones necesarias.
En agosto de 1988 el gobierno lanzó un nuevo plan económico –el “Plan Primavera”-
que procuraba una vez más detener la inflación, que era cada vez más elevada. Preveía el
congelamiento de precios, salarios y tarifas más el recorte de los gastos estatales.
Contrariamente a lo esperado por el gobierno, se generó un fuerte proceso especulativo que
erosionó desde el comienzo las expectativas generadas y tampoco dio buenos resultados.
Hacia fines de 1988 la situación económica se fue agravando cada vez más hasta que
en febrero de 1989, una corrida especulativa provocó una nueva devaluación del Austral que
provocó la pérdida de los ahorros de millares de personas. Inmediatamente se desencadenó un
proceso hiperinflacionario que repercutió gravemente sobre precios y salarios y provocó la
escasez de artículos de primera necesidad. La consecuencia más dramática de esta situación
fue la ola de saqueos a supermercados y negocios de comestibles. La gente se aglomeraba en
los supermercados tratando de obtener los artículos de uso cotidiano, cuyo precio variaba
constantemente.
Los últimos meses de 1988 y la primera parte de 1989 transcurrieron en un clima
económico, político y social tenso y enrarecido. Como vimos, el gobierno radical no tenía
capacidad para controlar la economía ni margen para maniobrar políticamente. A fines de
mayo, la hiperinflación siguió provocando episodios dramáticos, que mostraban la
desesperación de los sectores de menores recursos en las zonas más pobres del país.
El 8 de julio, el gobierno radical pasaba anticipadamente el mando a los justicialistas,
que dos meses antes habían obtenido un triunfo rotundo en las elecciones generales. Este

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traspaso del mando de un presidente constitucional a otro era lo más novedoso ya que no
ocurría desde 1932 (cincuenta y siete años atrás).
Carlos Menem había triunfado con un discurso que se oponía claramente a las
medidas de restricción al gasto, a las privatizaciones de empresas estatales. Pero tanto “el
salariazo” como “la revolución productiva", dos de las principales consignas que había repetido
el candidato ganador durante la campaña, fueron quedando en el olvido. Al poco tiempo de
asumir, comenzó a proponer el fin del intervencionismo estatal, la privatización de las
empresas públicas, el ajuste fiscal, la condena al capitalismo protegido y la apertura de la
economía.
La presidencia de Menem representó un cambio sustancial respecto a la tradicional
política social y económica del peronismo. Un aspecto central de la política de estos años fue el
achicamiento del Estado por medio de la privatización de todas sus empresas, la paralización
de la obra pública y drásticos recortes presupuestarios. Fue un modo de lograr recursos, al que
se agregaron el aumento de la presión impositiva y el aporte de capitales externos.
A partir de abril de 1991 se hace cargo del Ministerio de Economía Domingo Cavallo,
quien llevó a cabo políticas de apertura y desregulación de la economía: se liberalizaron los
precios, se eliminaron las restricciones a las importaciones, se suprimió la promoción
industrial, se quitaron las regulaciones al mercado financiero, se redujeron las operaciones de
la banca estatal y avanzó la privada y se flexibilizó la legislación laboral. También se
estableció la paridad Peso-Dólar, por medio de la Ley de Convertibilidad.
Las orientaciones neoliberales del gobierno contaron con el apoyo de grandes grupos
empresarios locales, quienes se vincularon con los capitales transnacionales y establecieron
alianzas económicas para obtener la adjudicación de las empresas estatales privatizadas. Así
ocurrió en el sector del petróleo, el gas, la energía eléctrica y las telecomunicaciones, entre
otros sectores. La transnacionalización de las principales actividades económicas tuvo
consecuencias negativas para el país: por un lado, las filiales de empresas extranjeras
remitieron sus utilidades al exterior, efectuando pocas reinversiones; por otra parte, las
empresas transnacionales persiguieron sus propios intereses y fueron ajenas a una
perspectiva que tuviera en cuenta los intereses de la Nación.

La Sociedad
La normalización institucional significó el establecimiento de un clima de libertad,
imprescindible para la vida artística y cultural. Muchos intelectuales y científicos exiliados
retornaron al país, jerarquizando las universidades y el sistema científico del Estado. Miles de
argentinos pudieron expresarse con tranquilidad.
En el plano educativo, se buscó generar consenso para realizar modificaciones y
adecuar el sistema educativo a los nuevos tiempos. El ingreso irrestricto a las universidades
nacionales abrió la puerta a que cientos de miles de hombres y mujeres sean los primeros
alumnos universitarios de sus familias. Con el nuevo gobierno democrático, se revitalizaron
las condiciones de la producción académica y se produjo el regreso de numerosos científicos e
intelectuales que se habían marchado al exilio a raíz de las persecuciones de las últimas
dictaduras militares o las condiciones laborales sumamente precarias y las mejores

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oportunidades brindadas en el exterior. Otro hecho importante en este plano, fue la realización
del Congreso Pedagógico, cuyas recomendaciones sentaron las bases para la reforma de la Ley
de Educación, que se daría posteriormente.
En el terreno legislativo se concretaron reformas que habían estado largamente
postergadas. Después de muchas décadas de ser reclamada, en 1987 se aprobó la Ley de
Divorcio Vincular, que establecía la posibilidad de disolver el vínculo matrimonial y contraer
nuevas nupcias. La cuestión del divorcio provocó el rechazo de la Iglesia y de buena parte de la
sociedad civil, que consideraba al matrimonio como una unión indisoluble. También se
estableció la patria potestad compartida por ambos cónyuges, concluyendo con la exclusividad
paterna.
En los medios masivos de comunicación, particularmente en el cine y la televisión, se
aflojaron los controles de la censura, lo que permitió el tratamiento de temas antes vedados.
Los argentinos pudieron ver muchas películas nacionales y extranjeras, cuya exhibición había
estado prohibida. También se difundieron piezas teatrales y literarias que habían sido
censuradas por la dictadura militar.
Hubo espectáculos y recitales en los espacios públicos, que eran recuperados por la
población y festejados con música, bailes, recitales y todo tipo de manifestaciones culturales.
En el mundo del trabajo, entre los años 1983 y 1984 se produjo un descenso de la
desocupación, que se ubicó entre un 3,9 y un 4,4%. La cifra se elevó en 1985 al 6,3% para
mantenerse en ese nivel hasta 1989, cuando en medio de una crisis hiperinflacionaria se elevó
a un 8,1%. Los índices se redujeron entre 1990 y 1992 al 6%, sin embargo, a partir de 1993, los
índices de desocupación comenzaron a tornarse preocupantes y se agravarían debido a la
segmentación y la flexibilización laboral, llegando al 18% en 1995.
La población argentina en 1990 alcanzaba los 32.615.528 habitantes. La tasa de
crecimiento desde el censo anterior fue el 14.7 por mil, siendo sensiblemente inferior al
crecimiento del período censal 70-80, debido en parte al declive de la tasa de natalidad. No
hubo aportes sustanciales de la inmigración ultramarina, que ya había cesado en el período
anterior. El porcentaje de extranjeros radicados en el país era de 5%, siendo la mitad de ese
porcentaje quienes venían de países limítrofes, fundamentalmente de Paraguay, Bolivia,
Uruguay y Chile.
El envejecimiento de la población siguió aumentado y la esperanza de vida al nacer en
el período 1985-1990 era de 71 años, aunque muy diferente entre hombres (67,6) y mujeres
(74,6). El índice de masculinidad siguió con la tendencia decreciente y se ubicó en el orden de
95,6 hombres por cada 100 mujeres. En el mismo sentido, la tasa de natalidad bajó hasta el
21,8 por mil habitantes y la tasa de mortalidad se mantuvo en torno al 8,5 por mil.
El analfabetismo se redujo de un 5,8% al 3,7% durante la década del 80. El proceso de
urbanización se acentuó y, en 1990, 88,4 de cada 100 habitantes del territorio nacional vivían
en centros urbanos. Consecuentemente continuó también la urbanización de casi todas las
provincias, aunque con características particulares y diferentes de períodos anteriores.

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