Dolto-La Imagen Inconsciente Del Cuerpo
Dolto-La Imagen Inconsciente Del Cuerpo
Dolto-La Imagen Inconsciente Del Cuerpo
Ciertamente, ha conocido el espejo y observado todas las regiones corporales homólogas a las
suyas en el prójimo, se le hayan procurado o no las palabras que las significan.
Así, la visión del trasero de otro niño le aporta la revelación de las formas nalgatorias en lo que
tienen de visible, mientras que, salvo eventualmente y muy rara vez por juego de espejos, no
ha conocido, en su forma, más que la cara anterior de su propio cuerpo. Únicamente sus
sensaciones táctiles le permitieron, por placer o molestia, sentir la región posterior de su
pelvis, por ejemplo cuando lo limpiaban. (1)
Como corolario, la cara anterior de la pelvis, que sirve para la micción urinaria y caracteriza al
sexo, sólo es observada por el niño en lo que respecta a su diferencia de formas masculina o
femenina en general después de los treinta meses. (Asimismo, mientras que en casa ve a los
adultos, padres, hermanos y hermanas desnudos, cuando es pequeño no repara en el sistema
piloso corporal de las demás personas.) De hecho, sólo una vez que ha conocido la cara
posterior del cuerpo del otro se interesa el niño por la cara anterior de la pelvis: tanto la suya,
en el espejo, como la del otro.
En cambio, esta cara anterior ya le ha supuesto un problema cuando, sentado en las rodillas
del adulto, comparaba el pecho de las mujeres con el tórax de los hombres. ¿Por qué él
mismo, niña o varón, al mirarse en el espejo y palparse el tórax, comprueba que no tiene
senos? ¿Por qué no los tiene su padre? Los niños de esta edad verbal izan todas estas
preguntas, -cuando tiene libertad para usar palabras relativas al cuerpo.
Y las palabras que se les dicen en lo que concierne a estas diferencias del cuerpo los incitan a
suponer, sobre todo si son varones, que la protrusión palpable de su sexo y del sexo de los
hombres es de la misma naturaleza que esta otra protrusión, palpable en el tórax de las
mujeres: los pechos. No es raro que los niños, y no solamente los muy pequeños, no tengan
más palabras para calificar los pechos de las mujeres que las de “lolo” o «pi»,* nombres que,
por extensión, dan a su sexo propio: en la lengua francesa ,** la palabra «pi», duplicada, pasa
a ser «pipi», así como en francés <dolo» es la repetición del fonema del elemento vital que,
como la leche del pecho de la madre, calma la sed: el agua.*** La palabra «pi», onomatopeya
de chorros sucesivos, que se les da para las ubres de las vacas o cabras ordeñadas a mano, se
redobla para significar lo que llaman el «grifo» (“canilla”) de los varones, o sea el pene,
término éste que rara vez se utiliza con los niños. Al suscitarse este interés por los pechos y el
pene, interés que el niño traduce con las palabras que se hallan a su disposición, el niño,
mujer o varón, se plantea la cuestión de la diferencia de formas entre e] cuerpo de los
hombres y el de las mujeres, entre el de los varones y el de las niñas. ¿Cómo puede ser que los
varones tengan uno abajo, los papás también, las mamás también (esto es obvio), y que las
mamás tengan dos arriba, mientras que las niñas no tienen nada tan bello ni tan funcional, ni
abajo ni arriba?
* Denominaciones familiares intraducibles. [T.] ** Y castellana. [T.]
*** Lo es homófono de l'eau, «agua». [T.]
No hay duda de que la diferencia ya está expresada en las frases: «Eres una niñita», «Eres un
niño», pero aún no ha sido referenciada al cuerpo; a lo sumo a «maneras» conformes con lo
que se espera de una niña o de un varón. El niño descubre la diferencia a través de preguntas
relativas al cuerpo diferente que presentan sus padres; pero, para eso, también es preciso que
advierta que del lado 'posterior del cuerpo no hay diferencia entre chicas y varones. Esto trae
aparejada la curiosidad por la delantera diferente. Cuando los padres se limitan a emplear el
término «trasero» o «popó» para designar la pelvis del niño, indistintamente respecto de la
parte anterior como de la posterior, lo complican todo, aun si, discriminando la zona por su
funcionamiento, añaden a «popó» o a «trasero» el adjetivo «grande» o «pequeño».* La
primera visión clara, para un niño, de lo curioso que es el sexo de una niña, significa un
choque, así como la primera visión clara, para una niña, del sexo de un niño. No hay caso en el
que, si los niños pueden hablar con libertad, no reaccionen abruptamente a esta primera
visión. El chico piensa que las nenas tienen un pene, pero que está escondido,
momentáneamente, para adentro; y las niñas, todas, realizan de inmediato un gesto raptor,
irreflexivo. Cuántas de ellas, según los testimonios de los padres, dicen: «Eso es mío, me lo has
quitado». No hacen preguntas, raptan, ¡convencidas de su derecho! En cuanto al varón, este
interés le desconcierta, o bien suelta una carcajada y corre a decírselo a quien quiera
escucharlo. Precisamente en conexión con esta experiencia del descubrimiento y las pregun-
tas indirectas o directas tocantes a la diferencia sexual, deben darse respuestas verdaderas al
niño de ambos sexos, que confirmen el acierto de su observación y lo feliciten por haberse
percatado de una diferencia que siempre existió. Las palabras verdaderas que expresan la
conformidad de su sexo con un futuro de mujer o de hombre, proporcionan valor de lenguaje y valor
social a su sexo y al propio niño; y preparan un porvenir sano para su genitalidad, a una edad en
que las pulsiones genitales no son aún predominantes. Desde pequeño, el niño oye que es
varón o chica; pero se trata de una referencia puramente verbal, que no halla correspondencia
con su observación del cuerpo. Es una palabra que contiene juicios éticos bastante vagos,
según las familias y, encima, ideas desagradables o agradables para las mamás o los papás que
habrían deseado o no, al nacer el pequeño, un hijo de sexo diferente al suyo. En las
conversaciones corrientes de la vida, se dice que las niñas son coquetas y los varones bruscos.
Las niñas lloran, los varones no deben llorar. Las niñas son delicadas, y los varones
supuestamente temerarios. ¡Cuántas afirmaciones ociosas no oirán los niños, referentes a una
diferencia no obstante sexual, mucho antes de saber cómo referirlas a los genitales! ¡Y cuántos
niños quedan abandonados sin explicaciones a esta observación, fun- dadora de su
inteligencia general y de su afectividad! Porque ella es la base de todas las discriminaciones
significantes que dan sustento a las comparaciones, las diferencias, las analogías, la inducción,
la deducción y al vocabulario del parentesco, de la ciudadanía, de la responsabilidad.
* Denominaciones también de uso familiar, sin equivalentes exactos en el habla castellana. [T.] Tal vez la palabra
«cola» -en español- sea tributada de esta indistinción. [R.]
Es indispensable que los niños, cuando expresan su curiosidad o sus dudas sobre sus
observaciones, o cuando a veces, por prudencia, acusan a otro niño de interesarse por ver o
mostrar esa región, o incluso cuando sostienen lo falso para conocer lo verdadero, reciban en
ese preciso momento no la orden de callarse ni palabras que los ridiculicen, sino las palabras
justas del vocabulario referentes a su observación, a las formas fisiológicas de su
sexo, del de los otros: formas que hacen que, desde su nacimiento, un bebé sea inscrito en el
Registro como varón o mujer, y que, al crecer, se haga hombre como su padre o mujer como
su madre. Palabras verdaderas, justas y simples: ¡qué difícil parece ser esto! O bien escuchan
una clase magistral, acompañada de moralejas, de advertencias; o bien, más a menudo, una
negativa: «Este no es el momento, es demasiado importante para contestarte ahora». ¡Como
si hiciera falta un cara a cara, en última instancia erotizado, y términos botá- nicos o
zoológicos! Fuera de que casi siempre sólo se proponen términos de funcionamiento, que
confirman la ilusión de una forma de utilidad urinaria; para confundir las pistas de la
curiosidad relativa al placer que el niño conoce ya y a su cuestionamiento: para qué sirven la
erección, el sexo (que se observan), o para qué sirve lo que se siente con eso, tan interesante,
tan emocionante, sobre todo cuando se trata de las niñas, que no tienen, o que no pueden,
hablar de la erección peniana, y que en el lugar donde sienten no se ve nada.
Muchos adultos -los psicoanalistas los oímos, en el diván, y los médicos también pueden
atestiguarlo- siguen sin tener, para designar sus órganos sexuales, más que palabras infanti-
les, en las cuales la función sirve para denominar el órgano, o motes en definitiva peyorativos,
picarescos o argóticos. De aquí proviene sin duda, de genitores a engendrados, de padre a
hijo, de madre a hija, la imposible información dada por los padres a los niños, quienes sin
embargo lo esperan todo de sus explicaciones. Esperan sobre todo que no se dé muerte al
deseo ni al placer: porque esto es lo que más le importa al niño, que lo ha descubierto mucho
antes de advertir la distinción entre el placer que acompaña a la liberación excremencial y el
que él siente ya sea por manipulación de esta zona, ya sea en ciertos momentos emocionales
de cuya explicación carece. Hacia los treinta meses, acabando el período anal -pero puede ser
más tarde-, la pulsión epistemológica del niño sitia en el «para qué sirve» y respecto de lo que
fuere, buscando respuesta sobre lo útil, lo inútil, lo agradable o lo desagradable, a corto o a
largo plazo; en síntesis, sobre lo que suministraba ya los criterios de satisfacción o de
renunciamiento ante los peligros de las pulsiones orales y anales. Uno de estos peligros, bien
corriente, es disgustar a mamá, y este displacer el niño lo constata en torno al placer que a él
le procuran sus excrementos.
La constatación de este displacer es uno de los medios con que cuenta el niño para discriminar
lo que corresponde a lo sexual en relación con lo excremencial, mientras que al principio
ambos están confundidos. Confundidos sobre todo en el varón, dado que hasta los veintiocho
o treinta meses no puede orinar sin erección. Sólo después las erecciones independientes de
la micción hacen de este órgano, que se mueve solo y sin finalidad funcional, un problema. No
tiene entonces la posibilidad de descifrar él solo el sentido de lo que experimenta. En cuanto a
la niña, muy tempranamente la función urinaria pierde relación con el placer de las
sensaciones clitoridianas y vaginales. Además las niñas son más precoces, pero quizá, como
sus órganos en erección, es decir, cuando experimentan su sensación de variancia, no se ven,
tienen más dificultad para hablar de ello. Se trata de sensaciones íntimas, sin correspondencia
visible' con el testimonio que de ellas podrían dar. Para cualquier niño sus padres son los
poseedores de todo el saber, y sus dichos tienen autoridad, después del destete, en todo
cuanto incumbe al tomar, al actuar, al hacer del niño que tienen bajo su tutela.
Con la maduración neuromuscular, el desplazamiento del interés -que del tránsito digestivo se
dirige a la deambulación por el espacio- hace que el niño registre, respecto de los dichos y de
los actos, el carácter agradable o desagradable que percibe de ellos tanto en su propio cuerpo
como en la armonía de sus relaciones emocionales con su entorno. La castración brindada por
la instancia tutelar con palabras (y también con el ejemplo, en los mejores casos), es decir, las
prohibiciones que limitan la libertad del niño, conciernen a lo bueno y lo malo para su cuerpo
y para el del otro, para las cosas y los seres vivos, las plantas y los
El niño, hacia los tres años, según la iniciación verbal y los ejemplos recibidos, conoce ya su
apellido, su dirección, su pertenencia familiar. Sabe automaternarse lo suficiente como para
no morir de hambre o de frío si tiene qué comer y con qué abrigarse dentro del espacio que lo
circunda, sabe encontrar interés y placer en todo cuanto lo rodea sin excesivos riesgos, y si
conoce el espacio en el que sus familiares lo han introducido, sabe ya conducirse, es decir,
autopaternarse. Este niño, nena o varón, crece deseoso de identificarse con los adultos tu-
telares, progenitores y hermanos mayores. Y es entonces cuando su observación y su deseo de
saber -pulsión fundamental de todo ser humano que le lleva, respecto de todo, a investi- gar
para qué sirve, de qué está hecho, cómo funciona y por qué- le permiten descubrir claramente
la diferencia sexual, sorprendente descubrimiento inmediatamente referido al placer
específico que esta región, al ser excitada, procura. Es bueno, es agradable, ¿por qué? ¿Para
qué sirve? ¿Acaso no estará bien? ¿Por qué?
«Porque eres muy chiquito -se le dice con aire incómodo-, cuando seas grande lo sabrás. - ¿Y
cuando sea grande, seré como tú?, dice el chico a su mamá o la chica a su papá. -Vamos, no
digas tonterías -se le contesta-, serás como... serás... no lo sé. Hablemos de otra cosa.»
De manera que hacer estas preguntas tiene algo, misteriosamente, de malo, de prohibido. Lo
que sucede es que los padres, adultos que han olvidado por completo la manera de pen- sar y
sentir de su primera infancia (cosa que Freud descubrió y que denominó represión) se sienten
cuestionados en lo más íntimo de sí mismos; y quedan pasmados, y se sienten casi molestos al
revelárseles que su hijo experimenta un placer que ellos creían reservado a los adultos, en
relación con emociones que imaginaban ligadas a un sexo completamente desarrollado, en un
cuerpo de caracteres sexuales secundarios enteramente visibles. Para un adulto, el deseo y el
amor antes de la pubertad l son impensables; y la posibilidad de un orgasmo sexual aún, más.
El adulto interrogado piensa, pues, que es inútil responder a preguntas que les parecen
desprovistas de fundamento. Pero el niño comprende el malestar de los padres de una
manera bien distinta.
El niño que ve que el sexo de otro es diferente del suyo tiene el fantasma de que se trata de
una anomalía o de una mutilación: ¿padecida?, ¿aceptada?, ¿efectuada por los padres? Es el
mismo fantasma que en ocasiones despierta demasiado precozmente al niño a su genitalidad.
Los padres lo han olvidado. Pero el malestar que el niño constata en el adulto le confirma que
sin duda fueron ellos quienes hicieron eso con él o con otro, ellos quienes lo quisieron, y ¿por
qué? De aquí una angustia absolutamente inútil, que se agrega a la primera angustia de
despertar, inevitable y necesaria, dado el modo de razonamiento del pequeñito hasta
entonces, bien sea por su lógica de las formas (parecido-no parecido, grande-pequeño, más-
menos, bueno-malo, posible-imposible), bien sea por su lógica de los funcionamientos de su
cuerpo, siempre acompañados por apreciaciones de las personas tutelares (es bonito o feo, ha
comido bien o ha comido mal, ha estado muy enfermo, mira cómo te has puesto, etc.)
¡Entonces, bien está no tener pene! Aceptemos este agujero y este botón (la vagina y el
clítoris), como ellas los llaman y además están los otros dos botones del pecho. « ¿Cuándo se
convertirán en pechos para dar de mamar a mis bebés?» Pregunta de niña. Que conforta a la
imagen del cuerpo de la niña, imagen inconsciente, y conforta a la niña, conscientemente, en
la aceptación de su esquema corporal. Ella acepta más fácilmente que el varón la castración
uroanal, es decir, el renunciamiento al placer erótico con el objeto excremencial. La
continencia esfinteriana va seguida de la sublimación de las pulsiones
táctiles en la destreza manual, tal como la niña la observa en el hábil desempeño de las
mujeres en el hogar. Asimismo, el placer motor muscular se desplaza mucho más rá-
pidamente en las chicas que en los chicos, del narcisismo del peristaltismo erógeno y de la
manipulación del cuerpo en la región vulvar, sobre el placer procurado por las labores
seudodomésticas de mantenimiento de la casa, de cuidado de las muñecas, sustitutos de
hijos, y sobre la pulcritud de su cuerpo, el arreglo de su peinado, sobre su vestimenta; en
síntesis, sobre la coquetería, la preocupación por sus vestidos, el gusto por los pliegues, los
botones, bolsillos, cintas, nudos ...
Observemos a los niños de esta edad que pasan bien este período. Las chicas, que no tienen
pelos en la lengua, niegan a los varones el valor de su pene, sin creer demasiado en ello,
felices, cuando pueden, de verlos «hacer pipí», de contemplar lo «fuertes» que son cuando se
pegan, pero: “¡Ustedes no, nosotras las chicas sí seremos mamás y tendremos bebés!”. De ahí
el jugar a las muñecas, clásico juego de nena, o al menos considerado como tal, mientras que
es, en efecto, juego de nena pero juego erótico en lo que respecta al hijo fetiche fálico anal,
como para el varón el juego de los autitos: desplazamiento del objeto parcial excremencial
sobre un objeto fetiche anouretral que él mismo conduce, del que es amo y al que adora. Así
como los juegos con armas corresponden al desplazamiento del fetichismo del objeto parcial
peniano, cuando el niño ha aceptado el control de la continencia. Como podemos observar, la
niña se dedica a juegos de desplazamiento de objeto parcial anal con los que se ejercita en la
maternidad, y el niño a juegos de despla- zamiento de objeto sexual parcial anal y uretral
(interno y externo -el pene-) donde expresa su virilidad en devenir. El varón experimenta una
contrariedad ante esta presunta superio- ridad de las niñas que no poseen pene pero que
tendrán bebés, salvo si se les enseña, al mismo tiempo que a las chiquillas que de este modo
creen triunfar sobre su presunta superioridad en la diferencia sexual aparente, que una mujer
no puede tener hijos sino a condición de que un hombre, el padre del niño, dé a la mujer, en la
unión sexual, la posibilidad de concebirlo.
En este preciso momento debe hacerse saber con palabras que el padre y la madre están tan
implicados y son tan responsables el uno como el otro en la fecundidad, es decir, en la concepción del
niño. Todo niño de tres años y más, cuando pregunta « ¿El sexo, para qué sirve?», debe oír
claramente expresado lo que constituye la fecundidad de los seres humanos, es decir, la
responsabilidad humana de paternidad y maternidad en la unión de los sexos. Esto es
perfectamente posible, y los padres que encuentran dificultad con estas respuestas pueden
hacerla tras haber hablado de la cuestión con un psicoanalista. Cuando el niño no conoce a su
genitor, o más raramente a su genitora y es criado por un padre solo o con la ayuda amistosa
de un o una reemplazante, para los padres es mucho más difícil responder. Y, sin embargo, es
indispensable.
Responder claramente la verdad se traduce por una alusión implícita o, mejor, explícita, a la
unión sexual de los genitores, acto deliberado o no durante el cual el niño ha sido concebido, y
a menudo a espaldas del deseo consciente o del goce de los genitores. Todo niño conoce algo
del placer sexual y es sensible a la forma en que los adultos, sin nombrarlo, se refieren, al
mismo tiempo que a su concepción, a su amor recíproco, a su propio placer, o su no-placer. El
tiempo transcurrido entre la concepción y el nacimiento, que enfatiza el papel materno, da
también a los progenitores la posibilidad de ofrecer al niño su status de sujeto. Es él quien,
una vez concebido, ha asumido cada día su parte en la simbiosis fetomaternal. Esta respuesta clara
acerca de la concepción abre la posibilidad de una palabra verídica del adulto sobre el placer sexual,
que no siempre está forzosamente al servicio de la fecundidad. Si no se les dice esta verdad, los
inocentes imaginan el acto sexual como estrictamente funcional, animal, zoológico, «operacional».
«Lo habéis hecho dos veces» (si hay dos hijos). Y con ello se los induce a una incomprensión total y
cada vez mayor, al crecer, de sus
emociones sentimentales y de los deseos experimentados en su cuerpo, al evocar y/o ver a aquellos o
aquellas a quienes desean y aman.
Que la llegada al mundo de un niño sea asunto de un deseo y de placer recíprocos de sujetos que se
buscan, se hablan y, en el encuentro concertado, han llamado hacia sí al ser que han concebido,
sabiéndolo o no (esperándolo o pretendiendo evitarlo), esto es lo que, dicho con palabras que el niño
percibe como verídicas, le revela la humanización de la sexualidad genital, lenguaje de vida y no sólo
proceso funcional.
La filiación y la parentalidad responsables de este niño, de las que también hay que hablarle, dan su
sentido fundamental a su vida tal como ella se ha inaugurado: fácil, difícil o imposible de asumir por
sus genitores. Y esta verdad hablada lo humaniza definitivamente, en relación con lo que ha podido
ver y saber acerca del celo, los acoplamientos, la maternidad entre los mamíferos, entre los pájaros, y
la camaradería parental que practican. Por lo general, a los niños no se les explica claramente la
fecundación en los animales. Aun cuando hoy en día no se elude informarlos sobre la tecnología de la
fecundación y del parto entre los animales, casi siempre se lo hace empleando términos ambiguos:
por ejemplo, el acoplamiento para la inseminación de un animal doméstico es llamado «casamiento»,
el celo instintivo y estacional de los animales se verbaliza en términos de deseo y de amor, como si se
tratara de seres humanos.
El varón -que goza ya en su imagen del cuerpo de su valor erótico peniano, tanto por la
imagen funcional anouretral de la excrementación como por la masturbación, en parte su-
blimadas sobre objetos lúdicos y utilitarios que es preciso dominar, y que con ello se
narcisiza como varón- es despertado así a la conciencia no sólo del placer que experimentará
como hombre en la unión sexual de los amantes, sino también de lo que habrá de ser su valor
social de compañeros, tal vez de marido de una mujer a la que amará; y sobre todo del valor
procreador de su padre y de su abuelo a quienes, hasta entonces, sólo veía como satélites,
compañeros, cómplices, comparsas, agradables o no, de la madre o la abuela. Todo niño de
padre desconocido no para hasta saber de quién lo concibió su madre. He visto muchos hijos
de madre soltera manifestando numerosos y diversos trastornos del comportamiento como
efecto de no respondérseles a una pregunta implícita o indirectamente explícita referente a su
padre: « ¿Para qué lo necesitas, acaso no somos felices?». «¿No tienes a tu tío, a tu abuela?».
Estas son las palabras que un niño oye cuando plantea la cuestión, tan sólo indirecta: « ¿Por
qué los demás niños tienen papá?». Veamos, por ejemplo, un niño mestizo con los cabellos
tan crespos como los de un africano y cuya madre era rubia; como él se le quejaba de las
preguntas que le hacían sus compañeros sobre el color de su piel, ella respondió: «Te has
bronceado en tus vacaciones, en la montaña, eso es todo. -¿Y por qué me llaman "negro"?».
La madre no encontró nada mejor para decir que esto: «Son unos groseros, unos
maleducados».
Cuando se trata de niños aún no muy crecidos, entre los tres y los cinco años o incluso un
poco más, pero cuyo problema es éste, el de su genitud, (2) una respuesta verdadera de su
madre puede restablecerlos en el orden de un comportamiento humanizado. En ocasiones es
necesario que ella trabaje con un psicoanalista en la comprensión de lo que sucede, para po-
der decir esa verdad con las palabras más simples. Esto es lo que el niño precisa conocer y, de
pregunta en respuesta, comprender. Y esto es lo que le da las bases sanas para el reencuentro
de lo que no sé denominar de otro modo que como su orden. Pero para eso no es
indispensable ir a ver a un psicoanalista. Toda madre, si supiera cuán importante es esto,
podría responder a su hijo. En muchos casos similares vi tan sólo a la madre. En algunos, fue
inútil introducir a una tercera persona, el psicoanalista, en el trabajo de información
humanizante del niño. La madre podía bastar, con sólo que hubiese comprendido sus
resistencias. Pero la verdad sobre la genitud del niño puede ser dicha también por el abuelo,
por cualquier persona que quiera al niño y que conozca su historia, y que pueda entonces
contársela con respeto por la unión sexual que lo engendró, sin censurar a uno u otro de sus
genitores. Es necesario decir la realidad de los hechos y, de ser posible, aportar precisiones
sobre el apellido, sobre la familia misma del genitor, sobre las razones que llevaron a los
padres a unirse y después a separarse. Este ser humano, el niño, es él mismo el origen de su
propia vida: su deseo lo hizo encarnarse, permanecer en la matriz un día y otro, con esa mujer
que era feliz de llevarlo en su seno o que tenía dificultades para ello. Todo esto su cuerpo lo ha
vivido, y todo, pues, puede ser hablado para que todo se humanice, para que nada
permanezca en una seudoanimalidad y organicidad, porque nada es únicamente orgánico en el
ser humano, todo es también simbólico.
Al conocer la verdad de la unión sexual de sus padres, que ha sido origen de su vida, la
inteligencia de los niños hace eclosión, reforzada por el conocimiento de su filiación,
permitiéndoles dar sentido a los sentimientos que les inspiran su madre, su padre y sus
respectivos linajes, si tienen la suerte de tenerlos: Pero para la mentalidad de un niño se trata
de un deseo que no es más que verbalmente genital por el momento. La responsabilidad,
aceptada o esquivada, de sus padres, de asumirlo parcialmente, totalmente o nada en
absoluto al traerlo al mundo, esto él todavía no puede comprenderlo, y además no hay
discurso moral que hacerle oír actualmente sobre los hechos verídicos de su historia. Ser papá
o mamá es para el niño una representación funcional y sin duda erótica, pero para él se trata
de funciones de zonas erógenas parciales del cuerpo, cuyo supuesto placer- es del orden del
que él se procura a través de la masturbación, con el añadido de fantasmas de felicidad de a
dos, el chico con su madre o
una princesa, la nena con su padre o un príncipe encantado, pero sin la sombra de una
rivalidad. Aún no es el Edipo. Si el niño no comprende lo que sucede en cuanto a la
responsabilidad y la mutación narcisística que implican la maternidad y la paternidad para sus
padres, esto, para él, no se halla en contradicción con lo que cree fue su dicha ante su
nacimiento: ellos están contentos de «tenerlo», y de desempeñar a su respecto el «rol» de
papá y de mamá. Para él, aferrado a su propia vida, es obvio que, amor y alegría van a la par
con «tener» un hijo; y tener un hijo es algo que confiere un «poder discrecional». Y este
último, para él, es enteramente compatible con el afecto que ellos le inspiran cuando es
pequeño, sea cual fuere el comportamiento de sus padres.
Pero, podría decírseme, si las condiciones emocionales del nacimiento del niño han sido
desventuradas, o aun catastróficas, ¿hay que decírselo? Por supuesto, puesto que él ha
sobrevivido. Si el niño está ahí, después de las dificultades atravesadas por su madre, su
padre, la familia, por él mismo, es porque tales dificultades fueron compatibles con su
supervivencia y por tanto dinámicamente positivas para él, y forman parte de lo que ha de
decírsele en palabras, felicitándolo por haber superado todo aquello. La vida es el bien más
valioso, y él vive. Uno se hace cargo de sí mismo con palabras de otro, que liberan el sentido y
la fuerza del deseo por la verdad así dicha sobre las dificultades que ha tenido uno que
enfrentar.
Pero, añadirán aún tantos padres, si los niños saben el supuesto secreto de su concepción,
jugarán sin tregua con su sexo o incluso contarán a cualquiera la verdad de una filiación que
las personas del entorno ignoran. Estos son pensamientos de adultos, y no tienen nada de
cierto. E incluso es precisamente lo contrario. El niño, apaciguado en cuanto a las pre- guntas
que se ha hecho, entra en un período de inteligencia de la relación triangular y de la vida en su
conjunto que lo conduce al complejo de Edipo. Y éste no consiste, como piensan los padres,
en jugar sin parar con su sexo.
Otros padres dicen: "Si informo a mi hijo, él se lo repetirá a otros niños, y entonces, ¿qué van a
pensar de mí?». ¡Siempre el problema de los padres que piensan que está mal que un niño
sepa que el origen de su vida estuvo en el deseo y en el amor de su padres! Si él está ahí,
representa una unión sexual, y entonces ¿por qué no tendrá derecho a saberlo con palabras,
cuando esta verdad lo ha construido como es? "Pero en la escuela, si habla de ello... »
En la escuela se debería enseñar a los niños que esta prohibición se aplica tanto a su deseo
respecto de sus padres como al de sus padres respecto de ellos, así como a las relaciones
sexuales entre hermanos.
Todas las otras leyes referentes a la sexualidad genital, es decir, las reglas de validación e
invalidación del matrimonio y las que atañen al reconocimiento legal de los hijos nacidos de
una unión extramatrimonial, así como lo referente a los divorcios, a la guarda de los hijos, a la
pensión alimentaria, todas estas cosas de las que los niños suelen oír hablar o que los
conciernen directamente, obedecen a leyes diferentes según los países. Los niños deberían, en
la escuela, ser puestos al corriente de todo esto en la etapa en que' despierta su interés, es
decir, entre los cinco y los ocho años.
Por añadidura, en las escuelas de Francia se plantea actualmente el problema de los días de la Madre
y del Padre. ¡Cuántos horrores tienen que vivir los niños a causa de estas cele- braciones! Los
niños experimentan hacia su madre y su padre sentimientos íntimos que no pueden coincidir
en absoluto con las melindrosidades que se les dicen en clase a este respecto. La «mamá
querida», Dios sabe que estas palabras, en ciertas familias, son totalmente inadecuadas
(porque la madre está enferma, o es depresiva, o se ha marchado, o ha abandonado el hogar,
o ha muerto o ... qué sé yo): qué hacen todos estos pobres niños con este día de las Madres
que no consigue más que enclavar el problema, mientras que con esta ocasión, precisamente,
y preparándola, podría tratarse de la fiesta del propio niño, de su deseo de haber nacido de la
unión sexual de sus padres, que ha tenido un sentido y que siempre tendrá uno, el sentido de
su deseo de vivir que lo liga a dos estirpes a través de quienes le concibieron. Ciertos niños
dicen en clase: «Pues yo, tengo tres papás. -Es cierto -puede contestar la maestra-, algunos
tienen tres papás, pero cada uno de nosotros tiene nada más que un padre de nacimiento y
una madre de nacimiento. Uno puede tener treinta y seis papás, que son los compañeros de
mamá; ellos pueden cambiar, pero cada uno de nosotros tiene un solo padre, aquel que dio el
germen de vida a nuestra madre, la que nos llevó en su seno varios meses antes de que
naciéramos. Todos nosotros hemos sido concebidos por nuestro padre y nuestra madre en su
unión sexual. Algunos padres se quieren mucho tiempo o toda la vida, otros se separan o se
divorcian, pero esto no cambia su parentesco con su hijo».
Esta debería ser la enseñanza de la escuela, si su objetivo es la educación. A todos los niños se
les podría decir la verdad. Todos los niños, hoy en día, oyen hablar por la radio, por la
televisión, de las leyes relativas al aborto. Oyen a sus madres hablar de la píldora, de métodos
anticonceptivos. ¿Por qué no pueden plantear estas preguntas? ¿Y por qué no les iban a
responder la maestra o el maestro? Con toda naturalidad, como debería hacérselo en familia.
Y con ello, el vocabulario del parentesco empezaría a cobrar sentido. ¿Qué es una madre, qué
es un padre? ¿Qué es un tío, una tía, un abuelo, una abuela? ¿Cómo llegar a explicado si el
niño no es informado de la genitud y de la unión sexual que hace que sus antepasados sean
los padres de sus abuelos, sus abuelos los padres de sus padres, y él el punto focal del
encuentro entre dos linajes que, a través de él, tal vez se continuarán?
La representación tipo de un árbol genealógico en la escuela sería sin duda una de las tareas
más interesantes, e invitaría a cada uno a trabajar en ella junto con su padre, con su madre,
con sus hermanos y hermanas mayores, si los tiene, con sus abuelos. Bien que se da a los
niños horrendas planchas conteniendo dibujos que deben colorear. ¿Por qué, en los grados
primarios, no darles el esquema de un árbol genealógico? Quienes proceden de familias de
diferentes regiones, o aun de diferentes países, pondrían muchísimo interés en oír a sus
padres hablarles, y al maestro hablar con ellos, de las costumbres dife- rentes de sus abuelos y
colaterales parentales, según sus regiones de origen. Si pertenecen a etnias diferentes, y con
la inmigración los hay cada vez más en las escuelas
francesas, hacerles tomar conciencia del origen de sus familias, observando el mapa y
hablando de las costumbres, hábitos, del clima, de las familias de las que proceden; familias
quizá diferentes, del lado de su padre y del de su madre, cuando éstos se han conocido en
Francia: todo esto, a mi entender, es tarea de la escuela, desde que sabemos, gracias al
psicoanálisis, que la manera en que el adulto creíble responde a las preguntas del niño,
explícitamente manifestadas entre los tres y los cinco años, determina la apertura o no de una
inteligencia humana, quiero decir de una inteligencia ligada a la ley social. Antes, la inteligencia del
niño está al servicio de la astucia, por desconocer la Ley vigente para todos.
Cuando no ha obtenido respuesta a las preguntas sobre su vida, sobre su genitud, el niño deja
de preguntar, al menos en el ámbito de la familia. Cuando llega a la escuela, se las debe
promover de nuevo, a fin de instruirlo, responderle y hacer de él no un cachorro anónimo de
la especie humana sino un sujeto a quien se restituye la responsabilidad de su historia y de su
deseo, al mismo tiempo que se reconoce su deseo en sus miras masculinas y femeninas
lejanas, «cuando yo sea grande», con las leyes de este deseo en las sociedades humanas y
particularmente en aquella de la que el niño forma parte.
El niño vive cada etapa de su vida según las palabras que le informan claramente acerca de sus
difíciles vicisitudes. Por añadidura, cada etapa se vive según la manera en que fue vivi- da y
superada la etapa precedente. Los niños de hoy, sobre todo en las ciudades, reciben tan poca
enseñanza de sus padres que este papel educativo incumbe cada vez más a los maestros. Por
otra parte, ¿acaso la Instrucción pública no ha pasado a ser Educación nacional?
La castración primaria, es decir el descubrimiento de su sexo por el niño y de que sólo a este
sexo pertenece y de lo que ello significa para el futuro, puede fallar completamente en cuanto
a sus efectos simbolígenos a causa de la falta de información, de las reprimendas, que
acompañan las reacciones de los adultos ante las preguntas que el niño formula respecto de lo
que ha observado, oído decir, sentido.
En la escuela, todas las preguntas de los niños deberían ser válidas. Muchas escuelas han
comprendido esto y ayudan a los niños a observar a los seres vivos y a cuidados: vida de los
vegetales, crecimiento de los granos, cuidado de animalitos pequeños dejados en clase bajo su
responsabilidad. Todo esto está muy bien, pero no es una educación para la propia vida del
niño, no es suficiente para entenderla y conocerla. Para un niño, cuando descubre la diferencia
sexual y ésta le es explicada, lo extraordinario está en que es la primera noticia que tiene de
una ley que no depende de sus padres ni de los adultos, de una ley que es un hecho natural y
que, a algunos, les trastoca su mundo. Esto produce un efecto simbolígeno de valorización de
su persona, pero también puede tener efectos contradicto- rios. En tal caso, es importante que
la escuela sea capaz de ayudar al niño a remontar la
desventaja que lo afirmado en la familia, o los valores inculcados por ésta, imponen a su sexo.
En ocasiones este mismo niño, varón o mujer, querría pertenecer al otro sexo por razones que
él conoce y que podría expresar, y que no le molesta enunciar cuando alguien está dispuesto a
escucharlo. Cuanto más reflexiono sobre el problema de la prevención de las psicosis en niños
de dos años que presentan todavía un comportamiento sano, y de las neurosis en aquellos
que comienzan a tener dificultades a partir de la edad escolar, más me digo que lo que no se
encuentra a punto es el papel informador y educativo de la escuela en lo que respecta a las
preguntas referentes al cuerpo y al sexo de los niños, ahora que éstos frecuentan la sociedad
-tan tempranamente, ahora que las familias son cada vez menos numerosas y que los niños
tienen tan poco tiempo para hablar con sus padres. Por lo demás, todo lo que oyen y ven en
los medios de comunicación, en la televisión, se suma a la confusión de lo que sienten:
impulsos pasionales que inducen a conductas criminales, relaciones amorosas exhibicionistas.
Todo esto, que incumbe a las relaciones de sus padres y a su propia existencia, suma imágenes
a las preguntas que los niños se plantean. La escuela debe cambiar, la escuela debe responder
con un vocabulario preciso a todas las preguntas del niño, en particular: « ¿Por qué aquel niño
lleva el apellido de soltera de su madre, o el de su padre genitor que no es el mismo que el de
su madre o el de su hermano, o el de un amante de su madre, casado después con ésta y que
lo ha reconocido pero que no es su padre?». Todo esto debería ser aclarado en la escuela, ya
que es en la escuela donde todo esto se le aparece. Cuando pasan lista, ¡cuántos niños
escuchan por primera vez un apellido que ignoraban y que sin embargo es el inscrito en el
Registro civil! (3)
1. Pienso en esos niños que cuando hacen una tontería reciben una paliza en el trasero: ahí, pues,
es donde madre y padre sitúan el origen intencional del deseo en su hijo. Por qué no habrán de
creerlo los niños, tan inocentes, que gozan diciendo escandalosa y salazmente «pipí» y
««caca», ¡pero que lo crean también los adultos, y que encuentren chocantes estas palabras!
¡Y qué imaginen que valorizando el trasero están educando!
2. Con este término significo, a la vez, las potencias físicas de la procreación y la asunción del deseo bajo
la propia responsabilidad.
3. El deseo de saber más acerca de su origen por respuesta verbal verídica de los responsables
actuales de su supervivencia (sus padres tutelares), es signo de la inteligencia de un niño.
Burlarse de este deseo, sustraerse a responder, prohibir este cuestionamiento por
incongruente, o engañar al niño contestándole en términos del funcionamiento fisioló- gico de
una madre parturienta, es atontar al hombre o mujer en devenir que hay en el niño que
pregunta sobre su vida, cuyo secreto -piensa él los adultos poseen. Lo que hay que expresarle a
un niño que pregunta a la madre, el padre o a un adulto cualquiera sobre su origen, es el deseo
de alianza carnal entre un hombre y una mujer, sus genitores, estuviesen dispuestos o no a
asumir su consecuencia, la vida de un nuevo ser humano concebido por su unión sexual. Lo
que las palabras del adulto deben significar es la triangular alianza de los deseos de padre,
madre y niño -mujer o varón-, revelando así al hijo su parte propia de deseo: a ser concebido,
después a nacer, y desde entonces a sobrevivir.