Usos Del Síntoma (G. Lombardi)

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USOS DEL SÍNTOMA

Gabriel Lombardi

La palabra “paciente” es un término lamentable en psicoanálisis. Los médicos llaman así


a quien consulta por padecer algún síntoma que respondería a una causa exterior a la
voluntad del enfermo: microbios, genes defectuosos, tumores, trastornos metabólicos,
traumatismos con lesión evidente en el cuerpo, etcétera. Tienen razón en designarlo de ese
modo, quien consulta padece de una noxa que lo enferma sin intervención de sus
preferencias.
La clínica analítica comienza en cambio cuando el supuesto paciente revela una
participación en la fabricación y el sostén del síntoma. Es decir que además de “padecer”
algunos síntomas, con ellos también actúa, reacciona, hace huelga, se subleva, evita
decisiones costosas o importantes – esas que dan miedo, que lo confrontarían con la
angustia que precede a las decisiones -. Un análisis sólo puede comenzar una vez que esta
pregunta ha sido abierta: ¿de qué modo el paciente contribuye a la formación y el sostén de
su síntoma, en el que conscientemente no reconoce su participación? Recién entonces es
posible que ese padecer se transforme en un síntoma analítico, que implica la siguiente
división subjetiva elemental: el sujeto que por una parte lo padece, por otra parte, sin
advertirlo conscientemente, lo promueve, lo prefiere, lo desea o lo disfruta.

Causalidad por libertad


Desde hace mucho tiempo la filosofía distingue dos grandes especies de causalidad. Una
es la de la naturaleza, allí los seres son heterónomos porque su situación depende
enteramente de causas ajenas a ellos mismos. Las leyes que regulan su situación y sus
movimientos les son exteriores.
Otra especie radicalmente diferente es la causalidad propia de los seres que pueden
elegir. De ella encontramos antecedentes en la distinción de las causas por accidente que
hizo Aristóteles entre autómaton y tique: lo que para los seres incapaces de elegir puede ser
mero azar, para otros es acontecimiento afortunado o desgraciado, cuando eso que ocurre
viene a coincidir fortuitamente con un deseo, una preferencia, un gusto, o bien con el asco o
el horror del ser afectado. Kant habló de causalidad “por libertad” cuando un ser tiene la
aptitud y eventualmente la voluntad de comenzar por sí mismo un estado nuevo, o de
preservar uno ya existente. Aun en las condiciones de horror más extremo, explicó Primo
Levi en Los hundidos y los salvados, es posible adoptar posiciones radicalmente diferentes.
Erróneamente la psicología y el psicoanálisis redujeron la voluntad al yo psicológico,
que percibe muy poco y desconoce demasiado. Ese desconocimiento deja al yo en manos
de la voluntad de otro u otros, de los gerentes de recursos humanos, de la sugestión
publicitaria, del discurso común, a menudo con la ayuda de drogas legales o ilegales. La
psicología ha contribuido a crear el hombre del capitalismo, ese proletario que aunque
tenga alguna capacidad adquisitiva y se crea muy fuerte, pocas veces hace lo que
íntimamente quiere; su deseo permanece para él guardado, reprimido, sellado, mientras
consume su vida en los dispositivos en que lo extravía el sistema que lo guía.
Fue necesario el método freudiano para que algunos conceptos de la filosofía se vuelvan
efectivamente practicables, y se evidencie que existe lo voluntario inconsciente. Esa
evidencia se basa en las pruebas encontradas por Freud de un deseo que existe desde la
infancia, que es indestructible, y cuya latencia se revela eficaz en los giros del destino.
Adquirido por seducción en un momento traumático de la infancia, ese deseo fue reelecto
en la adolescencia, en ruptura con los parámetros de la educación, y habrá de permanecer
como ese deseo inconsciente que será el representante de la representación del ser
hablante donde y cuando no haya significantes para representarlo verdaderamente.
Subsistirá veladamente, siempre, como una fijación íntima y lateral que constituye un
destino – desde siempre, sólo se llama destino a una fijación entramada en el deseo, a esa
latencia que se revela súbitamente en el acontecimiento infortunado o afortunado, o en la
decisión inesperada -.
Toda la psicopatología freudiana de la vida cotidiana juega sobre la ambigüedad entre
casualidad y causalidad por libertad. El acto fallido como síntoma se basa en esa omisión
más o menos consciente, no importa, que siempre precede a los mecanismos del
inconsciente.1
Milan Kundera escribe que es precisamente en lo inmotivado, en lo que conscientemente
no elegiríamos, en lo impredecible, donde se juega la verdadera libertad. En El libro de los
amores ridículos hace un paradójico elogio de la libertad en el que el médico de guardia

1El carácter de consciente o inconsciente no es una distinción segura. El inconsciente es simple, es equívoco;
la consciencia es compleja, exige la división subjetiva.
Havel, que no suele ser muy selectivo en cuanto al objeto de su satisfacción sexual, resiste
sin embargo a la enfermera Alzbeta. El médico jefe, algo preocupado, le pregunta por qué
rechaza tan encarnizadamente a Alzbeta, ¿es acaso porque ella manifiesta su deseo hacia él
de forma tan expresiva que parece una orden? Después de un diálogo de varias páginas
sobre la conquista, el rechazo, y el significado del erotismo, Havel declara que si ha de ser
sincero, no sabe por qué no acepta a Alzbeta. Ha honrado a mujeres más feas, más viejas,
más provocativas; un experto en estadísticas o una computadora concluirían que también él
habría de consentir en hacerlo con Alzbeta. Sin embargo, argumenta:

… quizás es precisamente por eso que no la acepto. Puede que haya pretendido resistirme a la
necesidad. Ponerle una zancadilla a la causalidad. Reventar la calculabilidad de la marcha del
mundo mediante el capricho de una arbitrariedad.

¿Y por qué tuvo que elegir precisamente a Alzbeta? – gritó el médico jefe, algo
indignado. Ante lo cual Havel responde:

Precisamente porque no había ningún motivo. Si hubiera alguno, podría encontrarse de


antemano y mi actitud podría determinarse previamente. Precisamente en esa falta de motivo
consiste esa pequeña parcelita de libertad que nos es dada y que tenemos que tratar
encarnizadamente de atrapar para que en este mundo de férreas leyes quede un poco de
desorden humano. Queridos colegas, viva la libertad – dijo Havel y levantó con tristeza el vaso
para brindar -.

Así de retorcido es el orden de causalidad que está en juego ya en la primera entrevista


con un neurótico, que para el caso podría ser un médico de guardia compulsivo, un poco
alcohólico y otro poco melancólico. El deseo no reside tanto en la compulsión sexual,
inherente a la función de médico de guardia, sino en la tristeza, en lo inmotivado, en lo que
no se satisface en la guardia, ese recinto de clausura, ni en el hogar al que vuelve exhausto.

¿Por qué el síntoma, y no la inhibición ni la angustia?


La razón por la cual el síntoma es la categoría clínica central de psicoanálisis, su
manifestación más orientadora, puede ser vislumbrada ya desde el texto Inhibición,
síntoma y angustia.
¿Por qué no la inhibición? Freud explica en el primer capítulo que la inhibición es
asunto exclusivo del yo, que desconoce la dimensión inconsciente. En los términos de
Lacan, la inhibición es un abordaje imaginario de lo simbólico, es una perspectiva yoica de
la afectación simbólica de esa mano histérica que no escribe, de la atención obsesiva que se
dispersa, del pene que no responde con la virtud esperada, del apetito oral que disminuye
poniendo en riesgo la salud, del trabajo que no puede ser atendido debidamente. La
inhibición, aunque nos haga sospechar que esconde un deseo, no nos sirve como
orientación, no al menos hasta tanto muestre su raíz sintomática, que sólo se advierte desde
otro punto de vista – jamás como un proceso que sucede únicamente dentro de un yo
íntegro -.
La diferencia estructural entre inhibición y síntoma es que éste introduce un elemento
ajeno al yo. Freud lo compara con un cuerpo extraño que se ha introducido en el yo, que
alimenta sin cesar fenómenos de estímulo y de reacción dentro del tejido en el que está
inserto.2 La noción de síntoma introduce entonces una división en el yo, es su característica
principal.
El síntoma se diferencia también de la angustia, que para el hombre de coraje puede
resultar una señal certera, umbral e indicador inequívoco del encuentro con la puerta que
lleva del deseo al acto, esa que le permite enlazarse socialmente al Otro, o bien enfrentarlo
decididamente en el pasaje al acto. Por eso mismo, quienes pueden orientarse a partir de esa
señal no necesitan analista; quienes pueden vivirla como apronte angustiado y oportunidad
para actuar no llegan a constituir casos clínicos, de ellos hablan sus biógrafos eventuales,
sus comentadores, sus seguidores. Ellos pueden “dominar” ese afecto, y no huir en pánico
ni reemplazar esa certeza por la evitación fóbica, por la duda obsesiva, por la delegación
histérica en otra mujer del encuentro del cuerpo con los goces de lo femenino. Artistas,
políticos, analistas, hombres de acción finalmente, no arrugan ni se dividen en los
momentos decisivos; o mejor dicho, si se dividen o se angustian, saben destituirse en acto
de esa posición vacilante que es la posición de sujeto. Ellos pueden, en acto, arrancar a la
angustia su certeza, mientras que tantos otros, ante la angustia, retroceden, entran en
pánico, o constituyen un síntoma que asegura su división subjetiva $.
Dado que los peligros y oportunidades señalados por la angustia son comunes a todos
los humanos, Freud se pregunta entonces cómo se seleccionan los individuos que “pueden
someter” {unterwefen können} el afecto de la angustia, y por qué otros están destinados a
fracasar en esa tarea. Esta pregunta lo lleva nuevamente a la causalidad por libertad que
está en juego en la elaboración etiopatogénica que recorre su obra desde el comienzo hasta
el final. En cualquier caso, es por dejar caer la oportunidad de la angustia que el neurótico,
por ejemplo, se escabulle, duda, experimenta asco, se esconde, huye. Y como el deseo lo
sigue llamando siempre desde alguna puerta, se divide.
La angustia puede ser un abordaje de lo real sin pasar por los enredos de lo simbólico.
La angustia permite usar el marco de la puerta como entrada directa, en acto, en ese real
humano sin ley, en el que se conectan pulsión y deseo. Ese abordaje directo es inaplicable
en el tratamiento analítico, porque quien llega a la consulta es justamente el angustiado que

2 Freud, S (1925) “Inhibición, síntoma y angustia”, Obras completas, vol 6, Amorrortu, BsAs, 1986, p.94.
no se atrevió a afrontar la situación decisiva, y en lugar de eso constituyó un síntoma, una
división subjetiva como equivalente de angustia. Equivalente, equívoco, equipolente, todos
los equi- que se quiera, ellos permiten desplegar síntomas simbólicamente arborificados en
lugar de angustia, tendiendo puentes lingüísticos entre significantes que con frecuencia sólo
tienen una relación homofónica parcial, dando “por igual” cosas desiguales – así funciona
lo simbólico, como trama equívocos del “inconsciente”, noción a la que Lacan llama une-
bévue, un equívoco-. Entonces, una cosa es la angustia y su certeza imaginario-real, y otra
bien distinta es el laberíntico miedo al caballo, al caballo con carro, al lobo dibujado, al
genital femenino que desagrada al homosexual – ejemplos de síntoma fóbico en los que
interviene el significante que sustituye al significante -.
Una vez ubicado, el síntoma indica el punto desde donde se ha desplazado el conflicto,
el lugar de corte de la división subjetiva, el borde simbólico de vacilación o desgarramiento
del ser moral, y como tal constituye, en el decir de Lacan, “lo analizable en las neurosis, en
las perversiones y en las psicosis”. Analizarlo, consiste en devolverlo a la puerta original,
habiendo explorado los caminos posibles.

Ceder en el deseo no es renunciar a él


El deseo inconsciente no puede ser destruido sin aniquilar al ser que en él sostenía su
existencia, y un sentido para esa existencia. Lacan recuerda a Spinoza en su Ética
escribiendo “el deseo es la esencia del hombre”, y también evoca la clínica de la
melancolía, no como posición romántica, creativa, sino como posición del ser que ha
renunciado al deseo y al Otro, ser al que ahora la existencia le duele hasta resultarle
insoportable. El melancólico experimenta el dolor del mundo {Weltschmerz}, dice la lengua
alemana, porque no hay diferencia entre él y el mundo, decimos nosotros, sólo queda un yo
al mismo tiempo culpable e indiviso, sin separación entre él y lo Otro, por lo tanto sin
deseo.
Schopenhauer consideraba el dolor de existir visualmente irrepresentable; sin embargo
fue evocado por Edvar Munch, que conoció ese dolor, cuando respondió por su famosa
obra “El grito”.

Iba caminando por la carretera con dos amigos mientras el sol caía; de repente, el cielo se
volvió rojo como la sangre. Me detuve y me apoyé en la valla, sintiéndome indeciblemente
cansado. Lenguas de fuego y de sangre se extendían sobre el fiordo negro azulado. Mis amigos
siguieron caminando, yo me retrasé, temblando de miedo. Entonces oí el enorme, infinito grito
de la naturaleza.3

3 E. Munch. “I was walking down the road with two friends when the sun set; suddenly, the sky turned as red as blood. I
stopped and leaned against the fence, feeling unspeakably tired. Tongues of fire and blood stretched over the bluish black
Dante consideró la melancolía un pecado, es decir una situación que se elige y merece el
Infierno. Desde esta perspectiva ya clásica, tampoco el melancólico es meramente un
paciente, es un caso de renuncia al deseo, un pasaje al acto a veces no muy ruidoso, como
el del funcionario de la breve novela de Melville, Bartleby, el escribiente, que responde,
con voz suave o aflautada, pero cada vez con mayor frecuencia y decisión: “preferiría no
hacerlo” {I would prefer not to}.4
El neurótico en cambio no renuncia al deseo, sino que lo sostiene… reprimido, con el
enorme gasto que eso implica, ya que una fuerza equivalente a la de ese deseo ha de
realizarse para que no emerja, en un constante esfuerzo de desalojo, escribe Freud. El
resultado es una existencia dividida entre un deseo que pugna por expresarse y un constante
esfuerzo que se le opone. Allí situamos el síntoma, en esa división subjetiva que a veces
molesta, duele o aturde bajo la forma de una herida más o menos insoportable, pero que
otras veces resulta camuflada mediante soluciones de compromiso.

La posición del neurótico en el deseo


Se pueden dar diferentes definiciones del síntoma, y de hecho abundan en Freud y en
Lacan. Lo que de un modo más o menos explícito ellas tienen en común es que el síntoma
representa y determina la forma dividida del ser hablante, en tanto padece en alguna parte
lo que en otra activa o sostiene. Esa escisión práctica tiene como correlato un
desgarramiento ético, y su traducción subjetiva es el sentimiento de culpa, ese resto de voz
que, desde la conciencia o desde el inconsciente, señala una fractura fundamental en el ser.
Sin embargo el síntoma en tanto forma escindida de ser no siempre es evidente, y para
algunos, casi nunca, ya que existe lo que Freud llamó “solución de compromiso”, que
describió así en su texto sobre la Gradiva de Jensen:

(…) los síntomas son resultado de un compromiso entre dos corrientes anímicas, y en un
compromiso se toman en cuenta las demandas de cada una de las partes; y por lo demás cada
una de ellas ha debido renunciar a un fragmento de lo que quería conseguir. Toda vez que se
produjo un compromiso, hubo ahí una lucha, (…) entre el erotismo sofocado y los poderes que
lo mantienen en la represión. En verdad, cuando se forma un delirio esta lucha nunca toca a su
fin. Ataque y resistencia se renuevan tras cada formación de compromiso, ninguna de las cuales
resulta del todo satisfactoria, por así decir. Esto lo sabe también nuestro poeta, y por eso hace
que a su héroe, en este estadio de su perturbación, lo gobierne un sentimiento de insatisfacción,
una peculiar inquietud, como precursora y garantía de posteriores desarrollos.

fjord. My friends went on walking, while I lagged behind, shivering with fear. Then I heard the enormous infinite scream
of nature.”
4 H. Melville, Bartleby, the Scrivener.
En frecuentes casos el síntoma, que inicialmente es un cuerpo extraño para el yo, es
integrado en él como un rasgo de carácter, como una insignia que refleja y representa por
ejemplo las agachadas del padre – que si no es un referente en el plano ético puede serlo en
el plano de la enfermedad -. La duda o la constipación suelen ser admitidas por los
neuróticos obsesivos como hereditarias, el síntoma resulta integrado al yo porque sintoniza
con lo familiar, lo cual resulta económico en el sentido originario del término.
De todos modos, por lo general de nada sirve que el psicoanálisis denuncie ese primer
camuflado del síntoma en el yo. Cuando el análisis golpea al yo, en lugar de afrontar éste su
división, suele responder por él un segundo estrato de integración y ocultamiento del
síntoma que fue bien explicado por Freud en su texto Pegan a un niño. El ser golpeado en
la fantasía sustituye el vínculo con el padre del registro previo del amor narcisista. Hay un
segundo imaginario en la fantasía, un imaginario de resguardo que compensa la división
práctica $ sin levantar la inhibición neurótica.
“La fantasía es la posición del neurótico en el deseo”, resume Lacan en el quinto
capítulo de La dirección de la cura y los principios de su poder, donde explica que
conviene seguir el deseo a la letra, seguir los hilos asociativos que enhebran los sueños y
los síntomas, los lapsus y las afecciones, el humor y las compulsiones. En lugar de
integridad ética, en la neurosis y también en otros tipos clínicos hay enredos, en lugar de
enlaces simples y nítidos hay embrollos, anudamientos defectuosos e innecesarios.
Decir que la fantasía es la posición del neurótico en el deseo es decir también que hay
una érotica del desgarramiento subjetivo, sea éste moral o somático, obsesivo o histérico.
Tanto el erotismo de la voz del Padre en el antiguo testamento como la iconografía cristiana
emergente en la Edad Media han sido reemplazados e integrados por los compromisos de la
neurosis. “Porque te amo te hago sufrir”, “vale la pena”, es decir que la pena vale: la
fantasía da al síntoma un sentido que equivale y reemplaza al sentido religioso o sacrificial
del sufrimiento y de la postergación del deseo. El análisis, que no espera el juicio de Dios
pero se interesa realmente en el juicio íntimo, personal, de cada ser hablante respecto de su
propia acción, va en contra de la postergación y de los camuflados de la división subjetiva.
“Sólo podemos ser culpables de haber cedido en el deseo”, dice la ética del análisis. No es
que habremos de rendir cuentas en otra vida de lo que no hacemos en esta, ya estamos
rendidos a las cuentas, el inconsciente lleva las cuentas de nuestras renuncias. Lo que para
la religión es mirabilis, ordalía o tortura para realizar el juicio de Dios, desde la perspectiva
del análisis es degradación ética del ser, es malversación de la vida al servicio de un dios
oscuro, que se ha apoderado de nuestra dignidad de res eligens.
La neurosis mantiene las elecciones fundamentales en souffrance, demoradas,
preservando así una división del ser que por lo general no experimenta en carne viva,
porque la camufla por identificación con la voz o la mirada, del padre según la tradición, y
hay casos peores. La fórmula que propone Lacan desde los años 50 es la siguiente: si el
síntoma es la división subjetiva $, la fantasía es la identificación con un objeto que de algún
modo sutura y da sentido (de excitación no espiritual sino sexual, valor de goce) a esa
división subjetiva que se expresaba en la duda, en el remordimiento, en la indecisión
paralizante, en el sí, pero no quiero simultáneos e insatisfactorios de la histeria. El síntoma
$ deviene entonces $<>a, donde el a es la mirada o la voz como objeto. El fantasear es
entonces una suerte de auto-tratamiento del síntoma por identificación.
Pero el camuflado del síntoma es todavía un poco más complejo en la neurosis, ya que
ese objeto propio del erotismo, mirada o voz, más evidente en las fantasías y en los
síntomas de otros tipos clínicos, es reemplazado en las neurosis por otras formas del objeto
que están reguladas por la demanda D, y que a su vez permiten olvidar que se trata del
deseo y del erotismo. De ese modo el neurótico logra en tercer término hacer pasar incluso
la fantasía por otra cosa: se trata de un pedir al Otro, demanda oral, o de una exigencia del
Otro –una prohibición, un mandato, un permiso, en cualquier caso el deseo atascado en el
registro anal -. El obsesivo en su fantasía se identifica con la demanda del Otro; supone que
éste le pide que entregue y entonces se identifica en rebelión, no entregando su bolo fecal,
su dinero, su deseo, su monografía. La división queda sellada entonces según la fórmula
$<>D, donde el sujeto se identifica en la demanda del Otro, como si nada tuviera que ver
con el deseo: el Otro le pide y él no entrega ese objeto que ha venido al lugar de la causa
del deseo en el Otro. Podría todavía sorprender que alguien pueda reemplazar con eso la
causa del deseo, pero el obsesivo funciona así, mientras hace pasar su deseo de
contrabando, “por ejemplo” disimulado en el mérito. La identificación con la demanda, con
la exigencia del significante, ha devenido el soporte de un deseo que se sostiene en esa
vacilación electiva en que consiste la duda permanente y la ambivalencia en todo, en el
amor, en el gusto, en el trabajo, en la acción – tiro la piedra, retiro la piedra -.
Algo similar, aunque de sentido inverso, sucede en la histeria. Allí el sujeto atempera su
división subjetiva con demandas dirigidas al Otro. En lugar de tomar al otro como objeto,
le pide, le suplica, le exige, le reprocha, identificándose con esas formas de la demanda que
le permiten mantener su deseo insatisfecho. El hecho mismo de pedir, de protestar, de
regañar, de reivindicar, de reprochar, de intrigar, adquiere un valor erótico que al mismo
tiempo aleja los cuerpos. El hombre de las ratas y el caso Dora de Freud ilustran
admirablemente esa “solución” de compromiso consistente en tratar el síntoma mediante el
recurso de la identificación $<>D, que como vimos implica un doble ocultamiento.
La fantasía así doblemente camuflada en la neurosis viene a coincidir, en el exiguo
formulario lacaniano, con la escritura de la pulsión, que también es $<>D. Aclaremos sin
embargo el malentendido en el que se oculta el neurótico: lo que urge en la pulsión no es la
demanda del Otro o dirigida al Otro, sino el significante que exige equívocamente
satisfacción, y que no necesariamente viene del Otro ni se dirige al Otro. El fin del análisis
para Lacan marcaría nítidamente ese cambio de interpretación de nuestra relación con la
demanda. Su mensaje es que no conviene embrollar en demandas el vínculo con el Otro, el
análisis invita a reconducir la demanda a la pulsión, a dejar la demanda para nuestra
relación con las exigencias equívocas y pulsionantes del significante. Es más interesante y
vitalizante vincularse con el Otro por el deseo que por la demanda.

Mentir al partenaire
Este trabajo de disimulación tan característico de la neurosis, este permanente hacer
pasar una cosa por otra en el plano del deseo, muestra el estilo de empleo que se hace del
síntoma en este tipo clínico. En primer lugar, en lugar de decidir, el ser se divide; en lugar
de elegir, no lo hace, ahorrándose la pérdida que eso implicaría, el primer resultado es la
división subjetiva. En segundo lugar, esta división se camufla integrándola en una instancia
imaginaria de falsa consistencia, sea el yo con su enorme potencial de ignorancia, sea la
fantasía que da un valor de goce al dolor somático o moral del síntoma. En tercer lugar, se
sustituye el objeto a de la fantasía por esa D que parece pulsional, pero que no lo es porque
viene del Otro o está dirigida al Otro, mientras que lo pulsional real no se encuentra del
lado del Otro sino del lado de la cosa, del viviente. La pulsión designa la relación del sujeto
con la mera exigencia del significante, que se impone con esa fuerza constante vislumbrada
por Freud en su teoría de la pulsión, exigencia que no requiere de la presencia del Otro para
hacerse sentir en permanencia.
La verdadera intervención del Otro no ha de esperarse en el plano de la demanda sino en
el del deseo, que siempre viene del Otro, sea que el viviente se fije a él o no, lo haga suyo o
deje de lado. Si la angustia es apertura al deseo, si es la sensación genuina del ser ante el
deseo del Otro, ella señala el momento de tomar una decisión, de atravesar o de cerrar la
puerta. Pero el neurótico, en lugar de aprovechar la certeza ética de la angustia produce un
síntoma, un “equivalente de angustia”, se divide, y luego camufla su cobardía, su tibieza,
con los procedimientos descritos. En lugar de actuar, el neurótico se refugia en la fantasía,
que es al mismo tiempo una actividad y una inhibición en cuanto al actuar que realiza y
transforma. Un neurótico puede ser muy laborioso, un trabajador eficiente. Justamente por
acomodarse a la demanda del Otro puede no tener inhibiciones en el hacer. Su inhibición
específica es en el actuar según el deseo, que tal vez no implica un gran esfuerzo sino una
decisión, un cambio de estado en el ser, una mutación de la división en integridad ética, que
siempre es castrativa, porque implica pagar el precio, pero cura la división.
Por otra parte, Freud explicó muy bien en su texto “Análisis fragmentario de una
histeria” que los mismos síntomas pueden expresar fantasías diferentes, como un odre viejo
puede ser llenado con vino nuevo. Señala el “carácter conservador” del síntoma, que
permanece como formato siempre facilitado para diferentes empleos, para las diferentes
circunstancias en que el neurótico hará uso de su condición.
Así puede verse el empleo fundamental del síntoma: es el recurso último para mantener
la electividad esencial del ser hablante en tanto res eligens, pero sin jugarse, sin actuar
verdaderamente. “El sujeto, por ser sujeto, sólo funciona dividido”, dice Lacan en Mi
enseñanza, y es por eso que para alojarlo y tratarlo de otro modo que en la fantasía, el
análisis ha de desprenderlo de sus formaciones de compromiso, ha de mostrar que en el yo
el síntoma es un cuerpo extraño, muy extraño, aunque el yo se haya adecuado a él y no se
dé por enterado; y que la fantasía, que supuestamente da valor a la división subjetiva, es en
verdad una prueba de falta de valor, de indecisión, de esa forma de ser culpable que merece
o bien el análisis o bien el Apocalipsis, según donde se ubique la instancia de
enjuiciamiento.
En el Apocalipsis, Juan de Patmos anticipa el Juicio en Dios, representándolo en el ángel
que vocifera: “yo reprendo y castigo a todos los que amo”. Su voz descarga palabras
urgentes. “Ten pues ardor y conviértete”. “¡Ojalá fueras frío o hirviente! Acaso porque eres
tibio, y ni hirviente ni frío, voy a vomitarte de mi boca”. Pero eso futuro, Dios te espera un
tiempo todavía, y acaso el neurótico también espera; los deleites de su fantasía tal vez
coincidan con los que imagina Dante, en ese Inferno a medida que acaso nunca llegue a
realizarse, fuera de la fantasía en que cada uno se excita, sufre y goza, manteniendo el
deseo postergado.
El análisis ubica el Juicio en otro tiempo, ahora, y en otro lugar, no en Dios, no en el
Otro, no en el analista, sino en el núcleo más íntimo del ser en análisis. Por eso en el
método analítico no es la voz de Dios la que vomita al tibio por la boca del ángel, sino que
es el analizante mismo quien tiene la libertad de vomitar su tibieza e indecisión. Por
supuesto que para ello deberá entregar su síntoma en su carácter de cuerpo extraño,
entregarlo en carne viva, haciendo la experiencia de lo real de la clínica psicoanalítica, que
es “lo real en tanto que imposible de soportar”, según Lacan. ¿Qué real es el que está allí en
juego sino el etimológico, el real propio del análisis, el real de la cosa que él es, ese reus
culpable por negarse al deseo que ha tomado del Otro, al que se ha fijado, sin todavía
apropiárselo?
Ejemplos flagrantes de uso del síntoma
Del síntoma como posición del ser hay diferentes usos posibles. Se lo puede emplear
para “llamar la atención”, como se dice, para mentir y con esa mentira decir una verdad,
dicho de otro modo para hacerse escuchar, para demorar una decisión, para gozar de un par
de pulsiones manteniendo el deseo en reserva, resguardado por la represión, también para
remover en un análisis las referencias inconscientes a fin de ponerse a punto de decidir – es
el uso analizante del síntoma -. Hay tantos empleos posibles del síntoma que “vale la pena”
dictar un curso que se llama así: Usos del síntoma. Y sin duda no alcanzará el tiempo para
describir las opciones que esta perspectiva clínica y ética abre.
Hay en la historia del psicoanálisis ejemplos flagrantes de “uso del síntoma”.
Es para no decidir entre la candidata asignada por la familia y su mujer amada que el
“Hombre de las ratas” enferma de neurosis obsesiva. Aquello que es el resultado de la
enfermedad, la parálisis de la decisión y de la acción, está en este caso en el propósito de
ella; “la aparente consecuencia de la enfermedad es, en la realidad efectiva, la causa, el
motivo del devenir enfermo”, escribe contundentemente Freud. Ese propósito no es
consciente, y de nada serviría señalarle que él se enferma “a propósito”. Freud enseña a
tomar el síntoma como esa mentira que dice parte de una verdad a desarrollar, y que
designa un real ya alcanzado: esa posición dividida del ser, esa condición de reus que lo
hace culpable incluso de delitos que no ha cometido y de deudas que no ha contraído,
complicando y camuflando su ceder en el deseo, deseo que sin duda ha quedado para él
enredado en demandas equívocas. Incluso su niñera le había dicho, en el momento
traumático de la infancia: “puedes hacerlo pero a condición de no decir nada”. El sujeto se
instala allí mismo en tanto negación del ser hablante, ser hablante que tiene el decir
prohibido. Este sin embargo, aún amordazado, hablará sintomáticamente con sus
pensamientos deliriosos, esos que sus padres podrían adivinar {erraten}, si estuvieran un
poco más atentos.
Freud enseña a llevar el síntoma al estado analizante, ese empleo que es el punto de
partida y la brújula de todo un proceso de revisión de los embrollos del nudo estructural en
que se ha ido enredado el sujeto ya desde antes de nacer, si incluye los ya históricos
pecados del padre y las ambiciones insatisfechas de la madre. El síntoma es lo analizable,
justamente porque puede devenir activo, o activo-pasivo al mismo tiempo, inducir la
repetición de transferencia y devenir así síntoma analizante, que es el verdadero y eficaz
partenaire del analista. Aún dividido y contradictorio, el síntoma analizante habla con
verdad.
No basta entonces con que el sujeto admita su culpa, lo importante es que despliegue los
lazos equívocos por los cuales ha devenido culpable de indecisión. El neurótico no es
amoral, es hipermoral dice Freud, es culpable de lo que no hizo, de lo que hicieron otros, y
todavía no está a la altura de separarse y ser responsable estrictamente de lo que desea y
realiza, o no realiza; es necesario un análisis para que alcance su dignidad ética de res
eligens, ese ser que no tiene otra ley que su deseo.
Dora es otro ejemplo flagrante de uso del síntoma; inicialmente en posición de “alma
bella” reivindicativa, es inducida por Freud a admitir que no sólo hay reproches dirigibles a
otros, el padre y los K., sino que también hay en ella autorreproches, que remiten
rápidamente a las intrigas y las complacencias voluntarias que se inscriben en su cuerpo
histérico, ese cuerpo que rechaza el sexo, que lo delega en Otra mujer, precisamente aquella
que, sin ser su madre, mantiene un vínculo erótico con su padre.
El psicoanálisis toma también casos paradigmáticos de la literatura, el de Hamlet y del
método que guía su locura, mediante la cual literalmente analiza, es decir desmenuza, los
usos y costumbres de la casa real a la que pertenece. Incitado por el fantasma del padre
asesinado en la flor de sus pecados, que con su voz ahora le exige: “No el tálamo real de
Dinamarca, de incesto y de lujuria lecho sea”5.
Uno de los ejemplos más conocidos y divertidos de la literatura es el empleo del síntoma
que relata Molière en Le médecin malgré lui. Se trata del caso de Lucinde, cuyo padre
Géronte estaba muy preocupado en entregarla pronto a Horace, un joven rico, en
matrimonio de conveniencia. Según suele ocurrir, la joven no desea al hombre asignado por
la voluntad paterna sino a otro de menores recursos económicos, en este caso Léandre.
Como su deseo no es escuchado por su padre, enferma. ¿En qué consiste su síntoma?: no
puede hablar. Como suele ocurrir en la clínica, lo metafórico deviene literal. Para tratar ese
síntoma “metiroso”, Molière no encuentra nada mejor que un falso médico, que es obligado
a actuar como tal a pesar de ser un leñador – también por un avatar del amor, la venganza
de su mujer que le hace dar una golpiza para que simule ser médico -.
Luego de la primera revisión de Lucinde, el “médico” diagnostica inmediatamente el
síntoma y se lo comunica al padre: su hija está muda. De acuerdo, ¿pero de dónde viene
eso?, inquiere el padre. Del hecho de que ha perdido la palabra, responde el médico. Muy
bien, dice el padre, pero cuál es la causa de que haya perdido la palabra. Siguen respuestas
desopilantes del “médico”, que pasa de las explicaciones tautológicas (la causa reside en el
impedimento de la acción de la lengua) a las fórmulas en un latín ficticio (Cabricias arci

5 “O, horrible! O, horrible! most horrible!


If thou hast nature in thee, bear it not;
Let not the royal bed of Denmark be
A couch for luxury and damned incest.” Shakespeare, Hamlet, acto I, escena 5.
thuram, catalamus, singulariter, nominativo haec Musa, bonus, bona, bonum, etcétera) que
explicarían, sin que el padre entienda tampoco ahora, por qué su hija está muda. El padre,
ignorante del latín, nota sin embargo que algo en la medicina ha cambiado, ya que ahora el
hígado es situado por este médico a la izquierda y el corazón a la derecha. La ciencia
evoluciona, argumenta éste. Finalmente, gracias al pan mojado en vino y a la presencia
técnica de Léandre que aporta el remedio “específico” indicado por el médico, la niña
recupera la voz y la palabra. Advertido del engaño, Géronte hace apresar y ordena colgar al
médico, quien solamente se salva porque le anuncian que Léandre acaba de heredar una
fortuna gracias a la muerte de una tía propia.
Molière dedicó varias comedias a burlarse del saber médico, incluso ante el propio Luis
XIV en el Palais Royal. ¿De qué se burlaba?, de la impostura e impotencia del médico para
responder en materia de amor y de deseo, donde la causalidad por libertad es decisiva. En
tales casos, recordemos a Freud una vez más: el resultado de la enfermedad está en el
propósito de la misma, la aparente consecuencia es, en la realidad efectiva, la causa, el
motivo del síntoma.
Habría otros ejemplos y desarrollos para abrir, si tenemos en cuenta que el síntoma es lo
analizable no sólo en las neurosis, también en las perversiones y en las psicosis.
Señalemos sumariamente que el perverso suele “curar” su síntoma en el marco limitado
por el escenario más o menos secreto en que dispone los elementos y representa su fantasía;
tal cura consiste esencialmente en remitir a un partenaire su división subjetiva, en un pasaje
al acto controlado. El perverso se cura dividiendo al Otro, al que de todos modos aporta el
remedio “específico” al caso, que ahora resulta ser el de su partenaire: falo u objeto a,
depende del caso y de la perspectiva en que se lo analice. Mientras esa curación ficticia
funciona, difícilmente el perverso consulte al analista. De todos modos, en algún momento
fracasa, y entonces también el sujeto precariamente llamado perverso llega al analista,
dividido o angustiado, pidiendo ayuda para responder a una circunstancia aciaga o a un
deseo que lo convoca desde más allá del marco estricto y pobretón en que se satisface su
fantasía. Hay que ser neurótico para idealizar el “goce” del perverso, porque lo que él
cuenta no es para tanto, y si llega a la situación clínica es porque no está en regla con el
deseo; a veces el amor, la ambición artística o profesional, o alguna de esas cosas que hacen
a lo interesante de la vida, le juegan una mala pasada, o una buena pasada, si lo sacan del
recinto privado en que realiza su deseo en cortocircuito, fuera de lo social.
Para colmo, ya ni el psiquiatra ni el juez se ocupan del perverso, sus prácticas antes
prohibidas, hoy han sido desmedicalizadas y despenalizadas –salvo la pedofilia-. Dicho de
otro modo, el perverso se ha quedado sin el Otro que atienda su pro-vocación, su voluntad
de goce prohibido. La perversión ha dejado de ser un problema moral, una cuestión de
costumbres, lo cual lo impulsa a reformularse como problema ético, ese que el psicoanálisis
resume con la pregunta: ¿has actuado en conformidad con el deseo que te habita? Una vez
la perversión permitida, la sociedad misma los deja en su propia división, en su propio
pánico a la realización no ficticia del deseo, los deja en su propio síntoma que ya no divide
tanto al Otro social. Muchos de ellos tienen aptitudes sublimatorias que les permiten una
salida, pero no siempre es así.
El psicótico por su parte camufla su división en el relato de su certeza, delirante o
esquizofrénica. Pero ya en análisis, el analizante psicótico muestra muy bien que, cada vez
que se trata de definir algo, de tomar una decisión de esas que importan, tiene el recurso de
volver al delirio o a la disociación, usándolos como certeza distractora respecto de lo
interesante, que es el deseo inscripto y realizado en el lazo social –por oposición al deseo
mantenido en la indecisión, en la fantasía o en el delirio-.
El psicótico, en el desencadenamiento, o sea en ese pasaje al acto con el que rompe las
ataduras de los lazos sociales, manda a pasear a la ballena de la impostura de algún padre.
Actualiza su posición forclusiva en cuanto al amor al padre, al que él no ha investido jamás
con la metáfora del amor. Su posición no es de amor al padre, aún si es de respeto, en la
paranoia, o de falta de respeto, que es la posición radical del esquizofrénico. Por eso Freud,
antes incluso que Lacan, advirtió que el psicótico, y sobre todo el esquizofrénico, tiene una
posición activa irónica, que ataca los lazos sociales de raíz.

La posición del analista ante el sujeto-síntoma


Los fracasos de las terapias sugestivas o directas convencieron a Freud de que no era el
yo del enfermo lo que debía tratarse. En las “neurosis”, metáfora irónica que Freud
continúa empleando, como si se tratara de una cuestión neurológica y no de las agachadas
de la res eligens - el accionar del síntoma no es consciente para el enfermo. Se ha
producido una división subjetiva, por la cual el sujeto no se reconoce en esa contra-dicción
que por un lado lo afecta y por otro promueve. De allí el procedimiento freudiano, hable de
lo que se le ocurra, hable de otra cosa, cuente sus sueños y sus tropiezos, porque la trama
del síntoma se ha vuelto compleja.
Las recomendaciones de Freud y de Lacan son nítidas: el analista no debe pensar que el
síntoma es asunto del yo ni de la conciencia. De nada sirve preguntarle al yo, menos aún
responsabilizarlo. Cada vez que ustedes se dirigen al ego del sujeto, advierte Lacan, es
porque se han vuelto el soporte de su alter ego. La rectificación subjetiva que se busca
desde el comienzo del análisis no es del orden del insight ni del Aha! Erlebnis. El síntoma
no es cosa del yo, es un embrollo que, una vez producido, afecta toda la vida del sujeto. Por
eso lo importante no es “que el paciente comprenda”, sino que comience a activar su
síntoma en la transferencia, a producir las asociaciones que permiten su despliegue en el
marco candente de ese padecer-actuar contradictorio en que consiste la repetición, el
agieren analizante, genialmente descripto en “Recordar, repetir, elaborar.”
Así, el paciente se transforma en “analizante”, una nueva condición del ser descubierta
por Freud y bautizada así por Lacan. El sujeto analizante deviene, él mismo, el síntoma en
actividad, el síntoma de transferencia situado como tal, por el que el sujeto actúa y padece
al mismo tiempo. Esto se constata cuando también en el vínculo con el analista una extraña
compulsión lo lleva a reiterar lo que le displace, o a silenciar una y otra vez lo que quisiera
decir. El sujeto, por ser sujeto, sólo funciona dividido: es el principio lacaniano a partir del
cual un hecho clínico es analíticamente abordable.
En el empleo analizante del síntoma, la división subjetiva deja de estar integrada y
atemperada por el yo o por la fantasía, y el síntoma mismo deviene partenaire del analista.
Sólo entonces la temporalidad cuenta. Ya no son x años de análisis interminable, el análisis
se hace finito, terminable, deviene incluso un caso de urgencia, según la expresión de
Lacan en su último texto, el Prefacio de 1976. El análisis deja de ser una estafa mutua
cuando los términos de la fantasía adquieren en el vínculo analítico un empleo que no es de
identificación, cuando el analista encarna no el sujeto supuesto saber sino ese objeto a que
interpela y pone a trabajar al reus, a  $, al real dividido que es el sujeto del inconsciente,
culpable de ceder en el deseo, incluso de gozar del inconsciente sin satisfacer el deseo. O si
prefiere, otra versión lacaniana de la división: el goce de lo real encuentra lo real de ese
goce, el de reus; que en el fondo, noespa’tanto, pero hay opciones más interesantes.
Sólo así puede aprovecharse y elaborarse el sentimiento inconsciente de culpa, que
indica que las personas son responsables de su ignorancia, que la ignorancia es culpable, es
electiva, aunque luego el yo psicológico no advierta o no recuerde su elección. Por ser
inconsciente, ese sentimiento paradójico no se percibe directamente, pero se deduce,
explica Freud, del modo en que el sujeto se castiga a través de los síntomas. La paradoja es
que la pulsión invocante, por la vía del superyó, es en este caso empleada en contra del
deseo, para conservarlo reprimido. Lo mantiene, reprimido. La fantasía a veces expresa
bastante directamente esa solución de compromiso, por la que la pulsión, vivida de cierto
modo, divide el sujeto y el deseo, al mismo tiempo que vuelve excitante, valioso desde el
punto de vista erótico, el castigo, el dulce castigo del superyó paterno, cuyo ejemplo clásico
es Pegan a un niño, y que actualmente prolifera bajo la literatura y la gráfica BDSM.
También se puede entender desde aquí, la afirmación de Lacan que dice que el síntoma
es lo único que conserva un sentido en lo real. Efectivamente, aun encapsulado, incurable, o
enlazando como sinthome en la estructura nodal simplificada, conserva esa marca por la
que el ser hablante afirma su dignidad de res eligens. El síntoma quiere decir que todavía
hay una elección pendiente y un juicio por venir, eso da sentido a la vida, la vectoriza hacia
un después que, aunque acaso nunca llegue si uno pierde tanto el tiempo, deja ese resabio
de culpa y esperanza que caracteriza al sujeto del síntoma.
En resumen, el síntoma es un modo de no afrontar la angustia, de no actuar conforme al
deseo, ateniéndose únicamente a satisfacciones sustitutivas que permiten esquivar las
decisiones importantes. Pero la esperanza es lo último que se pierde: por razones de
estructura. El deseo así reprimido suele aprovechar los accidentes, los golpes de la fortuna e
incluso del infortunio, para realizarse inesperadamente, tíquicamente, como un hecho del
destino, un destino que en verdad ya estaba guardado en el inconsciente, no como marca
significante, sino como metonimia y razón de esa marca, en el intervalo de resonancia entre
los significantes equívocos que entraman el inconsciente.

Desenlaces del síntoma


Es verdad que algo en el síntoma es incurable. Siempre estará la posibilidad, la Bahnung
freudiana, la facilitación, la complacencia somática o moral, la maña ética que en
determinados momentos nos permitirá volver a emplear nuestro síntoma como resguardo de
nuestra posición electiva: pudiendo elegir, no elijo, y así me preservo como res eligens.
Pero también es cierto que el análisis hace posibles desenlaces diferentes para el
deseante, algunos de ellos implicando una resolución del síntoma que posibilita otra forma
de ser que la de ser sujeto y dividido. Por haber desenredado la estructura nodal del
síntoma, el análisis suele revelar finalmente opciones por las que tal vez interese pagar el
precio, y alcanzar una integridad ética que acaso nunca el analizante había soñado. Lacan
habla de desamparo y angustia en el final del análisis, en el contexto de un comentario de
las tragedias de Sófocles, y de la revisión ética que ellas le inspiran. Sin embargo hoy
sabemos, gracias a los testimonios de ese dispositivo del pase que Lacan mismo diseñó, que
lo que se obtiene en la terminación del análisis no necesariamente es trágico, sino que hasta
puede ser más bien cómico, y sobre todo, satisfactorio, por curar la división del sujeto.
Una serie de falsas oposiciones caen entonces, de las que sólo haré aquí mención, ya que
las he desarrollado en otros textos.
Por ejemplo la oposición entre goce y deseo. Desde que el deseo puede devenir un
destino de la pulsión, un Triebschiksale, el deseo puede ser activado en el circuito de la
pulsión, dicho de otra manera la pulsión puede alcanzar un destino sublimatorio, por ser el
deseo siempre deseo de deseo, que viene del Otro, o que se destina al Otro.
La oposición entre deseo y realización del deseo se revela una falsa opción. La
realización del deseo no necesariamente lo agota ni lo apaga. ¿Es necesario apelar a la
memoria del hombre, llámese Shakespeare, Picasso o Freud, cuyo deseo no se agotó en la
realización de su obra deseada, llámese Hamlet, Guernica o La interpretación de los
sueños, para notar que su realización no agota un deseo que es indestructible? ¿No basta
con apelar al deseo del analista, que éste reedita cada vez que verdaderamente pone el
cuerpo, destituido como sujeto, a fin de encontrarse con el síntoma analizante? El decir del
análisis es acto, el analista puede considerarse un hombre de acción, incluso si se mueve
bastante poco.
La verdadera oposición que es preciso hacer valer es la que introdujo el psicoanálisis,
entre sujeto y destitución subjetiva. Si el primero puede ser calificado de falto de ser, de
indecisión, de cobardía moral, etcétera, la segunda es caracterizada por Lacan de otro
modo. La destitución subjetiva no es des-ser, no es falta de ser, es “ser fuerte y
singularmente”, justamente por ser en acto, y entonces impredicable. Ni sujeto ni
predicado, el ser se realiza entre uno y otro, en esa desconexión que da vida al deseo, por
fuera de las necesidades que imponen la biología, la lengua, la gramática y la lógica. Hay
en el acto, y en el deseo cuya realización aquél camufla, un fragmento de absoluto, de ley
que se impone en lo real sin ley, en la fortuna o en el infortunio.
Y lo que realmente se opone al goce, y es el beneficio del análisis, es la satisfacción, esa
con la que el deseo dice ¡basta! {satis} a lo que puede resultar un estrago, la inercia en un
goce indeseable, sea del uno o del Otro. Befriedigung, decía Freud, pacificación más que
enfriamiento.

24 de agosto de 2014.

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