11 - Escapar de Sobibor
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11 - Escapar de Sobibor
Escapar de Sobibor
La heroica historia de los judíos que lograron escapar
del campo de concentración nazi
ePub r1.0
Titivillus 05.03.2019
Título original: Escape from Sobibor
Richard Rashke, 1982
Traducción: Emma Fondevila & Emilio Muñiz
Washington, D. C.
Marzo de 1982
Sobibor, Polonia
14-19 de octubre de 1943
El sargento de las SS Karl Frenzel esperó hasta que se acallaron casi por
completo los disparos, luego trató de llamar a la sede central de la Policía
de Seguridad, en Lublin, a unos treinta y ocho kilómetros de allí, pero el
teléfono no funcionaba y el oficial a cargo de Sobibor había desaparecido.
Frenzel salió por la puerta principal, cruzó las vías hasta la pequeña
estación pública de tren y entregó un mensaje al telegrafista polaco:
«Judíos sublevados… Algunos huidos… Algunos oficiales SS de
complemento desaparecidos… Guardias extranjeros muertos… Algunos
judíos siguen en campo… Envíen ayuda».
La Policía de Seguridad mandó a Sobibor un destacamento de
intervención rápida formado por agentes de las SS y de la policía con la
misión de rodear a los judíos atrapados aún tras las empalizadas; también
ordenó al ejército que diese caza a los que habían escapado y a la
Luftwaffe que rastrease los bosques de pinos de los alrededores. Al día
siguiente, 15 de octubre, la Policía de Seguridad envió a Berlín el
siguiente informe:
Querido hermano:
Te pedí que dijeras el Kadish no sólo por tus padres, sino también por todo el mundo. De las
multitudes que llegan hasta aquí, casi nadie sobrevive. De todos los transportes que han
llegado hasta el momento, sólo se reserva un pequeño grupo para trabajar. Milagrosamente,
yo soy parte de ese grupo.
Cuando los judíos entran por la puerta, recorren un largo corredor. Al final, se desnudan
y dejan todas sus cosas, y los hacen entrar en un gran barracón con el pretexto de darles una
ducha. Cientos de personas se hacinan allí cada vez. Cuando el lugar está lleno, la puerta se
cierra automáticamente y se pone en marcha un gran motor cuyo escape entra por un
agujero en la pared. Dentro todos mueren de asfixia. Mientras sucede esto, se cavan unas
enormes fosas y nosotros, escogidos del mismo transporte en el que tú llegaste, sacamos los
cuerpos y los arrastramos hasta las trincheras. A veces algo se mueve entre la masa de
cuerpos arrojados a la fosa. Entonces los nazis vienen y disparan.
Te digo todo esto porque, si un día escapas, dirás al mundo lo que está sucediendo aquí,
ya que no espero que volvamos a vernos. Los que llegan a esta parte del campamento no
vuelven a salir nunca.
No puedo describirte la escena porque no creerías lo que sucede en este horrible lugar;
es algo que la mente humana no puede concebir. Quisiera que vieras cómo actúan estos
sádicos nazis. El placer los hace delirar, como si estuvieran escuchando una ópera.
Avi seguía contándole a Shlomo que había tanto que cavar y enterrar
que casi no tenían tiempo para descansar. Decía que muchos de los judíos
no podían siquiera comer, y a los nazis no les importaba si los trabajadores
estaban fuertes o débiles, cuerdos o locos, la rutina no cambiaba nunca.
Mataban a los que no podían trabajar y los reemplazaban por judíos
nuevos.
Con esta nota, Avi cerraba la carta:
Lo sabrás todo, ya no puedo guardármelo por más tiempo; mi final está cerca y lo sé.
Acabaré muerto como los demás. Ya tengo un pie en la tumba, cerca de mis hermanos judíos
que se han ido para siempre. Te escribo esta carta sin miedo alguno porque no me importa
que me descubran. Estoy en manos de criminales y no espero nada salvo la muerte, pero tú
corres un grave peligro si te cogen con esta nota. He decidido hacerte correr el riesgo con la
esperanza de que puedas escapar algún día de Sobibor. Desgraciadamente, yo no tengo tanta
suerte… Si puedes, ¡huye! Tu amigo, Avraham.
Jan Karski viajó durante veintiún días con el viático colgado al cuello en
una bolsita de cuero. Un sacerdote del movimiento clandestino le había
concedido ese privilegio para que, en caso de que lo cogiera la Gestapo,
pudiera por lo menos morir con la santa comunión. Fue un viaje
angustioso. El cruce a pie de los Cárpatos y después en tren a Lyon; hasta
las estribaciones de los Pirineos en bicicleta y otra vez a cruzar las
montañas con un guía español; tres días en la bodega de un barco de pesca
hasta llegar a un contacto en una carnicería de Barcelona; hasta Madrid y
Algeciras con el servicio de inteligencia americano; en otro barco de pesca
hasta una lancha de motor británica con mar embravecido, y de Gibraltar a
Londres en un bombardero American Liberator.
El gobierno polaco en el exilio recibió a Karski como un héroe y envió
un resumen de su informe sobre Sobibor, Belzec y Treblinka y sobre el
gueto de Varsovia al Foreign Office británico y al Departamento de Estado
norteamericano. El comunicado decía que un millón de judíos habían sido
asesinados ya, y que el extermino continuaba. A modo de ejemplo, se
contaba que los nazis habían impreso ciento veinte mil cartillas de
racionamiento para los judíos de Varsovia para el mes de setiembre, pero
sólo cuarenta mil para octubre.
El resumen no escatimaba detalles: «La gente va tan hacinada que los
que mueren sofocados siguen apretujados en medio de la multitud, al lado
de los que todavía viven y de los que van muriendo lentamente por las
emanaciones de la cal y el cloro, por falta de aire, de agua y de alimento».
Hablaba de los transportes. «Cuando llegan los trenes, la mitad de las
personas llegan muertas. Los que sobreviven son enviados a campos
especiales en Treblinka, Belzec y Sobibor. Una vez allí… los exterminan».
El informe de Karski no sorprendió a los líderes de Londres,
Washington y Nueva York, que ya habían recibido tres informes
importantes sobre el exterminio de los judíos meses antes de que el
Liberator llevase a Karski a Londres.
Feiner y el Bund polaco habían conseguido hacer llegar un informe
preciso a Occidente en mayo, aproximadamente por la época en que
Shlomo, Itzhak y Abraham ingresaron en Sobibor. El informe del Bund
hablaba de asesinatos masivos por los Einsatzgruppen en Rusia, de
cámaras de gas rodantes en Chelmno, Polonia occidental, y de judíos en
furgones precintados que desaparecían en los bosques del este de Polonia
sin dejar rastro.
Aquel verano, mientras los nazis ampliaban Sobibor, el gobierno
polaco confirmó el informe del Bund y le añadió detalles. En un boletín de
información hablaba de que se enviaba a los judíos a «Sobibor, cerca de
Wlodawa, donde los mataban con gas, ametralladoras e incluso
bayonetas…». El agente de la clandestinidad polaca en la estación de tren
de Sobibor había pedido su traslado porque no podía soportar el hedor.
La BBC transmitió el informe del Bund en inglés y en yiddish en el
verano de 1942, y el Daily Telegraph publicó un artículo en dos partes bajo
el titular de «Los alemanes asesinan a setecientos mil judíos en Polonia…
Cámaras de gas rodantes». El New York Times reprodujo los artículos del
Telegraph, pero debatiéndose al parecer entre la incredulidad y el temor a
perder una historia interesante, los relegó a las páginas interiores del
periódico. Los judíos norteamericanos se manifestaron en el Madison
Square Garden, protestando contra las atrocidades nazis, y el presidente
Franklin Delano Roosevelt prometió que, cuando acabara la guerra, los
criminales nazis «rendirían cuentas».
El segundo informe importante que llegó a Londres y a Washington fue
un cable enviado desde Ginebra por Gerhard Riegner, miembro del
Congreso Mundial Judío, fundado para combatir la persecución de los
judíos. Riegner se había enterado por un industrial alemán próximo a los
líderes nazis de que Hitler había dado orden de exterminar
sistemáticamente a todos los judíos europeos, no sólo a los polacos.
Riegner quedó conmocionado. Conocía, por supuesto, el informe del
Bund y lo de las ejecuciones por gas en Chelmno, lo de Sobibor, Belzec y
Treblinka, lo del vaciamiento del gueto de Varsovia, lo de los judíos de
Francia que habían sido enviados hacia el este, y lo de los trenes desde
Bélgica. Había leído informes aislados de que no se volvía a saber nada de
los que partían hacia el este. Por el industrial alemán supo que lo que los
nazis estaban haciendo con los judíos polacos lo estaban haciendo también
con el resto de los judíos europeos. La deportación hacia el este no era ni
más ni menos que un viaje a Sobibor, Belzec o Treblinka.
Desconocedor de que la Solución Final ya estaba en marcha, Riegner
envió cablegramas a los líderes judíos de Londres y Nueva York,
transmitiendo el mensaje a través de los cónsules británicos y
norteamericanos a fin de que los nazis no pudieran interceptarlos:
Recibido alarmante informe de que en cuartel general del Führer se discute plan por el cual
todos los judíos de los países ocupados y controlados por Alemania, en total 3,5-4 millones,
tras su deportación y concentración en el este, deben ser exterminados de golpe para
resolver de una vez para siempre la cuestión judía en Europa… Acción prevista para otoño…
Métodos en discusión, incluido ácido prúsico… Transmitimos información con todas las
reservas por imposibilidad de confirmar exactitud… Informante afirmó tener estrecha
conexión con las más altas autoridades alemanas y sus informes generalmente son fiables.
Los demás judíos tenían que caer de rodillas y gritar: «Amén, amén».
Los cocineros estaban tan desesperados que planificaron una fuga
surrealista, condenada al fracaso. Eran diecisiete, dos de la cocina de las
SS, dos de la cocina de los ucranianos y trece de la de los prisioneros. Uno
de ellos, Hershel Zukerman, trabó amistad con Koszewardski, el ucraniano
que supervisaba a los cocineros y odiaba a los nazis.
—Tengo algunos amigos entre los partisanos rusos —le dijo el
ucraniano—, y he ideado un plan para que nos escapemos todos. Hay un
médico en Chelm que trabaja en la clandestinidad.
El plan consistía en que el médico les proporcionara veneno, y, tres o
cuatro horas antes de que los partisanos llegaran al campo, los cocineros
envenenarían la comida de los alemanes y los ucranianos. Cuando los
rusos salieran del bosque, los judíos saldrían de Sobibor y se unirían a
ellos.
Todo salió mal. En primer lugar, el Kommandant Reichleitner recibió
orden de Lublin de retirar a todos los judíos de las cocinas, ya que, al
parecer, los prisioneros de otro campo habían tratado de envenenar a sus
carceleros. Por otra parte, Koszewardski huyó de Sobibor llevándose todo
el dinero que le habían dado los judíos para comprar el veneno y pagarles
a los rusos, y Zukerman y todos los que habían participado en el «plan»
sospecharon que no había sido más que una treta del ucraniano para
enriquecerse a su costa.
La tortura, la desesperanza y el terror constante de no saber lo que
sucedería, cuándo llegaría la muerte ni por qué o cómo, empujaba a
muchos de los judíos de más edad al borde de la locura. Al menos, diez de
los cien prisioneros varones se suicidaron ese invierno, colgándose la
mayoría de las vigas de los barracones. Otros que creían que el suicidio
era inmoral o que no tenían valor para matarse les rogaban a los nazis que
los llevaran al campo III o se hacían los enfermos, confiando en que así
los matarían.
El terror llegó a su punto culminante en torno a la Navidad. Los
alemanes, obligados a permanecer en Sobibor por la nieve durante las
fiestas, no sólo se lamentaban por sí mismos, sino que, además, desde
setiembre, la guerra les estaba resultando francamente adversa. En África,
el general B. L. Montgomery derrotó al mariscal de campo Erwin Rommel
en El Alamein, y a continuación empezó a perseguir a sus Panzers por todo
el desierto. En Rusia, los rojos se habían hecho firmes en Leningrado,
detuvieron a los alemanes antes de llegar a Moscú y rodearon al Sexto
Ejército de Hitler en Stalingrado.
Cuando las cosas se ponían realmente feas, los nazis comían y bebían
en la cantina hasta altas horas de la noche y, medio borrachos, obligaban a
salir a los prisioneros a la nieve para hacer gimnasia.
La Nochebuena fue especialmente mala. Mientras los alemanes y la
policía azul polaca barrían el bosque de Barczew en busca de judíos, y los
nazis de Sobibor se emborrachaban debajo de las mesas de la cantina y los
prisioneros hacían flexiones en medio de la nieve, el papa Pío XII condenó
por fin los crímenes de guerra. Durante un soporífero sermón al mundo
que duró cuarenta y cinco minutos, el Santo Padre habló en términos vagos
sobre la deuda que tenía la humanidad para con «los cientos de miles de
personas que, sin culpa alguna, a veces solo por su ascendencia, eran
condenados a muerte o a un lento deterioro».
Eso fue todo. Y aunque dos millones y medio de judíos ya habían sido
«deportados», según un informe oficial de las SS, la palabra «judío» ni
siquiera se mencionó entre las cinco mil de que constaba su discurso de
Navidad. Los países, aliados, neutrales y ocupados que habían estado
esperando su condena moral quedaron atónitos. Les había hecho creer que
su condena sería clara, rotunda y específica, pero fue amortiguada y
timorata, de modo que le dieron al papa otra oportunidad.
Cediendo a la presión del Parlamento, de las iglesias y de la
comunidad judía, Gran Bretaña propuso que los aliados firmaran una
declaración conjunta en la que condenaran los crímenes nazis contra los
judíos. Los políticos de Washington se mostraron reacios. En el
Departamento de Estado había quienes sostenían que el llamado plan de
exterminio de Hitler era, en el mejor de los casos, un rumor no
confirmado. Una declaración conjunta podría alentar a los judíos
norteamericanos a exigir acciones capaces de perjudicar o prolongar la
guerra. Otros sostenían que, si el plan de extermino era un hecho y Estados
Unidos no hacía nada, el gobierno sería objeto de severas críticas en un
momento en que necesitaban que la nación estuviera unida. Así pues, el
Departamento de Estado se comprometió a firmar siempre y cuando se
suavizara la declaración.
Doce gobiernos oficiales y gobiernos en el exilio aprobaron la
declaración que apareció en la primera página del New York Times a
mediados de enero de 1943.
Las autoridades alemanas, no contentas con negar a las personas de raza judía de todos los
territorios sobre los que se ha extendido su bárbaro dominio los más elementales derechos
humanos, están llevando a cabo actualmente la reiterada intención de Hitler de exterminar al
pueblo judío de Europa.
De todos los países ocupados se están transportando judíos en condiciones de horror y
brutalidad espantosas hacia Europa oriental. En Polonia, que ha sido convertida en el principal
matadero nazi, los guetos establecidos por el invasor germano están siendo vaciados
sistemáticamente de todos los trabajadores necesarios para las industrias de guerra. En ningún
caso se ha vuelto a tener noticias de aquéllos a los que se han llevado. A los que están en
condiciones de trabajar se los condena a una muerte lenta en los campos de trabajo. A los
débiles se los deja morir de hambre o se los masacra deliberadamente en ejecuciones masivas.
El número de víctimas de estas cruentas acciones se calcula en muchos cientos de miles de
hombres, mujeres y niños totalmente inocentes.
Una lluviosa noche de primavera sucedió por fin. Dos judíos, un albañil y
un carpintero condenado a morir por tener un brazo roto, excavaron debajo
de la empalizada sur, detrás del taller de carpintería. Wagner estaba de
permiso y había dejado a Frenzel a cargo de los prisioneros. Durante la
revista, Frenzel permanecía en el patio, envuelto en su capote negro,
esperando que los Kapos y los jefes de brigada informaran.
—Faltan dos —le dijo Shlomo a Frenzel.
—¿Dónde están? —preguntó Frenzel.
—No lo sé. —Shlomo no mentía; no tenía la menor idea de que
hubieran escapado.
Frenzel llamó a Josel.
—¿Están enfermos? —le preguntó.
—No —respondió el enfermero. Tampoco él sabía nada de la fuga.
Frenzel salió en tromba como un niño malcriado. Cuando volvió de la
oficina principal, su débil sonrisa había desaparecido. Al parecer, los
guardias habían encontrado el agujero en el suelo arenoso.
Frenzel recorrió la columna haciendo salir a un judío de cada diez.
Selma se clavó las uñas en las palmas al ver que éste se acercaba a Chaim.
El nazi pasó junto a él, hizo salir al judío que estaba frente a Josel, pasó
por delante de Itzhak y Eda, Bajle y Shlomo, Esther y Telia, Toivi y
Abraham. Veinte prisioneros esperaban la siguiente orden de Frenzel, y
aunque sabían cuál iba a ser, no protestaban, ni imploraban ni lloraban.
Mientras Frenzel se ponía en marcha con los prisioneros hacia el
campo III, Johnny Niemann entró en el patio, moviendo nerviosamente la
fusta de montar que tenía en la mano que llevaba a la espalda. Caminaba
tan lentamente (como era su costumbre) que daba la impresión de que se
había hecho algo en los pantalones. Niemann le indicó a Frenzel que se
detuviera y los dos alemanes estuvieron parlamentando. A continuación,
Niemann hizo volver a la fila a uno de cada dos de los judíos condenados.
Nadie sabía con certeza por qué Niemann había decidido indultar a
diez judíos. Sospechaban que Frenzel había cometido un exceso de
autoridad llevado por la furia, y que Johnny quería enseñarle quién era el
jefe. Unos minutos después, Frenzel se marchó con los prisioneros, y los
judíos oyeron diez disparos en el campo III.
Los nazis decidieron no correr más riesgos después de esa fuga.
Pusieron candados y cadenas en las puertas de los barracones y encerraban
a los judíos por las noches. Además, mandaron a una cuadrilla a cavar un
foso ancho y profundo entre las dos empalizadas exteriores del campo I y
minaron el terreno alrededor de todo el recinto como precaución, tanto
contra la incipiente actividad de los partisanos en el bosque de Parczew
como contra los intentos de fuga. Wagner les ordenó a Mordechai y a sus
ayudantes que pintaran letreros con las palabras «¡PELIGRO! ¡Minas!» en
alemán, en polaco y en ruso. También ordenó a Shlomo y los suyos que
cortaran tubos largos, taponaran un extremo con soldadura y dejaran el
otro cerrado a medias.
—Prioridad —advirtió Wagner a Shlomo. Los nazis llenaron los tubos
con explosivos y pusieron un detonador en cada uno de ellos.
Las minas de tierra eran burdas, pero sólo se instalaron
provisionalmente. Pronto llegó a Sobibor un equipo de especialistas de la
Wehrmacht con las definitivas. Sus minas funcionaban. Cada tanto, algún
conejo que salía del bosque para mordisquear la hierba de primavera en
terreno abierto, en torno al campo, hacía explotar una.
Shlomo y los judíos de su taller, que habían estado planeando una fuga
para la primavera, estaban desolados. No sólo no podían salir por la noche
como habían pensado, sino que ahora tenían un foso y una cadena de
quince metros de minas que atravesar. Además, los nazis los habían
amenazado con que, si alguien trataba de escapar, el resto de los judíos
pagarían por ello.
Tal vez era hora de empezar a pensar en una rebelión, una evasión, algo
que diera a todos los judíos que quisieran escapar las mismas
oportunidades.
Capítulo 17
Primavera de 1943
Los últimos treinta y cinco mil judíos del gueto de Varsovia han sido condenados a muerte.
En Varsovia se vuelve a oír el eco de los disparos.
Están asesinando a la gente.
Las mujeres y los niños se defienden con sus brazos desnudos.
Salvadnos…
Además de reunirse con los líderes judíos (el rabino Wise y Nahum
Goldmann), los líderes católicos (los cardenales Spellman, Mooney,
Stritch y el nuncio apostólico), los líderes políticos (el secretario de la
Guerra, el secretario de Estado, el fiscal general), Karski habló con el
general William Donovan, el presidente del Tribunal Supremo, Felix
Frankfurter, y el presidente Roosevelt.
—Sea preciso —le recomendó a Karski el embajador polaco en
Washington antes de que presentara su informe al general Wild Bill
Donovan, jefe de la OSS—. Está bien informado.
Y así era. Cuando Sobibor abrió sus cámaras de gas en la primavera de
1942, los informes de campo de la OSS ya hablaban de «exterminio
sistemático de los judíos». Además, la OSS tenía un hombre en Londres,
Arthur Goldberg, que después sería embajador de Estados Unidos ante las
Naciones Unidas. Goldberg era amigo íntimo de Szmul Zygielbojm,
miembro judío del Consejo Nacional Polaco. Goldberg informaba
regularmente a Donovan de las últimas noticias que le había dado
Zygielbojm.
Karski no tuvo necesidad de ser preciso, ya que Wild Bill no mostró el
menor interés ni por Polonia ni por los judíos. Todo lo que quería saber era
si la OSS había tratado bien al correo en España tras su azaroso viaje hacia
occidente.
—¿Todo bien? —preguntó—. ¿Algún desliz? ¿Alguna crítica?
—Todo como la seda —le dijo Karski—. Estoy satisfecho.
Donovan se palmeó la pierna, complacido.
—¡Bien por mis chicos! —exclamó con orgullo—. ¡Bien por mis
chicos!
Félix Frankfurter, presidente del Tribunal Supremo, un hombre
menudo y erguido de mirada penetrante, escuchó atentamente a Karski.
—¿Sabe quién soy yo, joven? —le preguntó al correo.
—Sí, señor, el señor embajador dijo que es usted una persona muy
importante.
—¿Sabe que soy judío?
—Sí, señor.
—Bien, ahora, joven, cuénteme lo que está pasando con los judíos en
su país. He oído muchos rumores y quiero saber la verdad.
Mientras Karski contaba desapasionadamente su historia, como un
colegial que recita un poema de horror, Frankfurter se paseaba por la
estancia sin interrumpir.
—Joven —dijo cuando Karski hubo terminado—, tengo entendido que
usted ha entrado en el infierno y ha salido de él y que va a volver allí. Tal
como están las cosas, un hombre como yo, hablando con un hombre como
usted, debo serle totalmente sincero. —Hizo una pausa—. No puedo
creerlo.
El embajador polaco Jan Ciechanowski, presente en la reunión, se puso
furioso. Le dijo a Frankfurter que Karski estaba imbuido de la autoridad
del gobierno polaco y que lo que contaba era una dolorosa verdad.
—No he dicho que este joven esté mintiendo —replicó Frankfurter—,
sólo que no puedo creerlo. Hay una diferencia…
Karski empezó a explicar, pero Frankfurter levantó las palmas de las
manos para detener la avalancha de la verdad.
—No, no, no —gritó con dolor.
Y así terminó la entrevista.
—Sea breve —le advirtió el embajador Ciechanowski de camino a la
Casa Blanca.
Al igual que el general Donovan, el presidente Roosevelt estaba bien
informado sobre los judíos; ya había recibido a una delegación judía
(encabezada por el rabino Wise) que lo había puesto al día sobre el
asesinato de los judíos, país por país, y le había presentado un informe de
veinte páginas titulado «Proyecto para el exterminio». Roosevelt les había
dicho lo impresionado que estaba por el hecho de que ya hubieran sido
asesinados dos millones de judíos, y le había asegurado al rabino Wise que
Estados Unidos tomaría todas las medidas para detener la matanza y
«salvar a los que todavía se podían salvar».
Roosevelt hizo a Karski preguntas minuciosas sobre la vida diaria en
Polonia, el movimiento clandestino polaco, la moral de los polacos y los
alemanes, los objetivos supremos de los soviéticos, pero escuchó en
silencio lo que el correo le contó sobre los judíos de Sobibor, Belzec y
Treblinka, en el este de Polonia, y sobre los polacos y los judíos de
Auschwitz, en Polonia occidental.
—Estoy convencido de que no hay exageración alguna en lo que se
cuenta sobre la situación de los judíos —señaló Karski—. Nuestras
autoridades clandestinas tiene la absoluta seguridad de que los alemanes
están dispuestos a exterminar a toda la población judía de Europa.
—Informe al movimiento clandestino polaco de que su actitud
irreductible ha sido debidamente apreciada —dijo Roosevelt—. Dígales
que nunca tendrán que arrepentirse de su valiente decisión de rechazar
cualquier colaboración con el enemigo, y que Polonia conseguirá ver los
frutos de su heroísmo y su sacrificio.
No sólo no hubo ningún mensaje para los judíos, sino que Roosevelt
había dado falsas esperanzas al rabino Wise. Estados Unidos no tenía la
menor intención de hacer todo lo que pudiera para detener la matanza de
los judíos y «salvar a los que todavía se podían salvar». Cuando el Foreign
Office británico sugirió que se celebrara la conferencia bilateral de las
Bermudas, el Departamento de Estado se mostró reacio. Al igual que el
Home Office, se había estado negando a aceptar más judíos aunque
todavía le faltaba por cubrir casi medio millón de vacantes para alcanzar
su cuota europea. La reacción al plan sueco se inscribió dentro de las
típicas evasivas de Estado.
Rebosante ya con sus cuarenta y dos mil refugiados judíos, incluidos
casi todos los de Dinamarca, la pequeña Suecia había propuesto un plan
creativo a Inglaterra y Estados Unidos. Como país neutral que mantenía
buenas relaciones con Alemania, Suecia se mostraba dispuesta a solicitar a
Hitler veinte mil niños judíos siempre y cuando Inglaterra y Estados
Unidos compartieran los gastos de alimentación y asistencia médica y se
comprometieran al reasentamiento de los niños después de la guerra.
El Foreign Office accedió inmediatamente, pero el Departamento de
Estado anduvo con evasivas durante cinco meses antes de sugerir una
enmienda: los suecos deberían incluir entre los veinte mil a algunos niños
noruegos no judíos. Para cuando el plan modificado llegó a Suecia, ocho
meses después de la primera propuesta, la relación de Suecia con
Alemania se había vuelto muy tensa, y el plan quedó sin efecto.
Cuando Estados Unidos ya no pudo posponer más la Conferencia de las
Bermudas, trató de adjudicarse el mérito de la idea (enardeciendo al
Foreign Office, que andaba muy necesitado de buena prensa) y dio a sus
negociadores órdenes secretas de:
No puedo guardar silencio. No puedo seguir viviendo mientras lo que queda de la población
judía, a la que represento, está pereciendo. Mis amigos del gueto de Varsovia murieron con
armas en la mano en una postrera y heroica batalla. No fue mi destino morir con ellos, pero
mi lugar está entre ellos y en sus fosas comunes…
Tal vez mi muerte consiga lo que no pude conseguir con mi vida y se emprendan acciones
concretas para rescatar al menos a unos cuantos miles, que son los que quedan de tres
millones y medio.
Frenzel pilló a Toivi pasando del campo II al campo I con una lata de
sardinas en el bolsillo.
—Kleiner! —gritó el nazi. Le gustaba llamar «pequeño» al chico—.
¿Adónde vas? Ven aquí.
Aquel día Frenzel estaba de buen humor, y en vez de dispararle,
azotarlo o cachearlo, cogió un tablón y empezó a pegarle con el mismo.
Toivi no sabía con certeza hasta dónde llegaría el nazi, si lo mataría a
palos, le rompería un brazo o le partiría el cráneo, de modo que salió
corriendo y se metió en barracón del campo I. Escapar de un nazi también
significaba la muerte, pero Toivi no tenía otra elección.
En el barracón encontró a Josel.
—¡Ayúdame! —le rogó Toivi mientras se acurrucaba en su camastro,
pegado a la pared, para hacerse invisible.
Frenzel entró tras él.
—¿Cómo te encuentras? —le preguntó—. Su voz sonaba preocupada,
como si se sintiera culpable de haberle pegado a un chico con un palo.
—Me duele —dijo Toivi.
—Descansa, Kleiner. Después vuelve a tu trabajo.
Desde que Frenzel lo había elegido como Putzer (jamás le había
lustrado los zapatos al alemán), Toivi nunca había visto la muerte tan de
cerca. Y, a partir de entonces, empezó a pensar en serio en escapar. Como
tantos otros prisioneros, fantaseaba con la idea de día y soñaba por la
noche, y hablaba constantemente de ello detrás de los barracones con sus
dos amigas holandesas.
Toivi vio a un grupo de cuarenta hombres marchando hacia una
esquina muy arbolada del campo. (Los prisioneros lo llamaban el campo
Norte). Anteriormente había formado parte del bosque, pero cuando los
nazis construyeron Sobibor, lo cercaron con alambre de espino en
previsión de un posible ampliación. El campo Norte no estaba muy bien
vigilado ni patrullado por ucranianos. Si había un lugar desde el cual Toivi
tuviera ocasión de escapar durante el día, ése era el campo Norte.
Una mañana de verano, el chico se incorporó a la brigada que se dirigía
hacia allí. Hacía dos semanas que no llegaban transportes los viernes, y
con la rutina alterada nadie notaría su ausencia en el campo II.
Toivi había aprendido una nueva treta de supervivencia. Los nazis
tenían pasión por la limpieza y el orden; les encantaba llamar a los
prisioneros «sucios judíos». En realidad, la mayor parte de los judíos
polacos que llegaban en vagones de ganado estaban vestidos con andrajos
y cubiertos de piojos, ya que era imposible mantener la higiene en un
gueto atestado y maloliente sin instalaciones sanitarias. A Toivi le parecía
que, para los alemanes, la pulcritud era la medida del hombre, por lo que
pensó que tal vez le darían mejor trato si mostraba tanta pasión como ellos
por la limpieza.
Toivi empezó a tomarse grandes trabajos para lustrarse las botas,
incluso conseguía unas nuevas cuando el par viejo estaba muy deteriorado.
Se lavaba y se peinaba minuciosamente. Le pagaba a Judah, el barbero,
con comida para que le cortara el pelo regularmente. Como un muchacho
que se prepara para su primera cita, elegía los pantalones y las camisas
con gran esmero entre las pilas de los barracones, asegurándose de que
combinaran bien. Incluso planchaba sus pantalones por la noche
colocándolos debajo del colchón. También aprendió a caminar bien
erguido, con la cabeza alta, la espalda recta, sin encorvarse.
Los nazis estaban transformando el campo Norte en una fábrica de
armas. Su plan maestro hacía necesarios búnkeres subterráneos para
clasificar, reparar y almacenar los rifles y las piezas de artillería
capturadas a los rusos, así como barracones para alojar a los prisioneros
que fueran a trabajar allí. Los búnkeres ya estaban terminados, pero se
estaban construyendo los barracones.
La idea de las armas entusiasmaba tanto a Himmler que sugirió al
general Oswald Pohl, director de las SS de todo el sistema de campos, que
Sobibor dejase de ser un campo de exterminio y se convirtiese en un
campo de trabajo especializado en la reparación de armas. Pohl discutió la
idea de Himmler con el general Globocnik y a continuación lo consultó
con el jefe de las SS.
—Su propósito de instalar en Sobibor un depósito de armas capturadas
al enemigo puede hacerse sin necesidad de cambiar nada. Preferimos que
todo siga como hasta ahora.
Himmler estuvo de acuerdo, y el trabajo de verano en el campo Norte
empezó a velocidad de vértigo. Cuando Toivi se incorporó a la brigada, los
judíos estaban cortando pinos para hacer sitio a los barracones,
seleccionando armas en los búnkeres y construyendo un camino de menos
de un kilómetro entre la puerta principal y el centro del campo Norte.
El sargento Gomerski estaba a cargo no sólo del campo Norte, sino
también de la brigada forestal, que cortaba árboles en los bosques en las
afueras de Sobibor para las piras del campo III y las cocinas del campo II.
El exboxeador sólo era superado por Wagner en astucia y brutalidad. Por
lo general, trabajaba con los leñadores fuera del campo, y Toivi procuraba
evitarlo.
El sargento Daxler estaba a cargo de la cuadrilla de la carretera. Era un
hombre mayor, próximo a los cincuenta años, a juzgar por el pelo gris y
una incipiente tripa cervecera. A diferencia de Gomerski, era firme pero
no cruel, lo cual no significaba que no le diera a uno veinticinco latigazos
o lo mandara al campo III si tenía que hacerlo.
Toivi se incorporó a los hombres de Daxler, decidido a dar con un
trabajo que fuera un chollo. Si Daxler decía «corre», él corría; si decía
«más rápido», él corría más rápido. Toivi cortaba pinos jóvenes dentro del
campo Norte, les quitaba las ramas, cortaba los troncos hasta cinco metros
y los colocaba uno al lado del otro formando una carretera de troncos para
los camiones y la artillería. El chico consiguió atraer la atención de
Daxler, tal como se había propuesto, y el nazi lo puso a cargo de la
brigada. Ahora, el muchacho de quince años era supervisor, sólo un nivel
por debajo de un Kapo.
Era un trabajo fácil, y Toivi se sentía bien. Formaba a sus hombres de a
dos y marchaba con ellos a los bosques, dando órdenes como un sargento
de instrucción.
—Un, dos, tres, izquierda… Un, dos, tres, izquierda.
A Daxler le encantaba. Dentro del campo, Toivi solía ordenar a su
brigada que cantara marchas alemanas. Fuera, donde había guardias
ucranianos, les decía que cantaran canciones folclóricas ucranianas,
algunas pornográficas, para congraciarse con los guardias. Toivi se
plantaba en el bosque y daba órdenes a su brigada de cortar esto o lo otro,
como un leñador consumado.
Un día, el muchacho llevaba a su brigada hacia el campo Norte por la
puerta principal, cantando, como de costumbre.
—Un, dos, tres, izquierda.
De repente apareció Frenzel.
—Achtung! —gritó.
—Alto —ordenó Toivi.
—Agáchate —ordenó Frenzel. Confundido y asustado, el chico se
agachó y Frenzel le dio un latigazo—. Enderézate —dijo Frenzel a
continuación, y Toivi obedeció—. Dime ahora por qué te he pegado,
Kleiner.
Toivi no lo sabía, de modo que se quedó allí, presa del pánico, mirando
al nazi.
—¡Agáchate! —Frenzel volvió a pegarle—. ¡Arriba! Ahora dime por
qué.
Toivi estaba seguro de que el corpulento alemán acabaría matándolo a
golpes allí mismo si él no le daba una respuesta. ¿Qué estaba haciendo
mal? Llevaba los pantalones planchados, iba limpio, su brigada estaba
trabajando duro. Desesperado, se volvió al Kapo que estaba allí cerca.
—¿Por qué? —preguntó. Recurrir a un Kapo para que lo ayudara en
tales circunstancias era un insulto para Frenzel, pero era un riesgo que
Toivi tenía que asumir.
—Habías perdido el paso —dijo el Kapo severamente, como para reñir
al chico.
Y a continuación Toivi se puso a marchar acompasadamente, poniendo
mucha atención y contando:
—Un, dos, tres, izquierda… Un, dos, tres, izquierda…
Frenzel sonrió un poco más ampliamente que de costumbre, sujetó el
látigo al cinto y se dirigió a otra parte del campo.
El trabajo en el campo Norte no era exactamente lo que Toivi había
esperado. No sólo era suicida escapar, sino que además Wagner y
Gomerski había creado un Strafkommando (brigada penal) para acelerar la
construcción. Mantenían una brigada constante de veinte prisioneros (en
su mayoría, judíos holandeses de los que les encantada burlarse), a los que
asignaban a ese trabajo con el menor pretexto, como llegar tarde a la
revista, no responder con rapidez suficiente a la orden de un nazi, quedarse
dormido en el trabajo… Wagner y Gomerski hacían que los judíos de la
brigada penal hicieran todo sin descanso, desde transportar troncos hasta
contar la ropa, incluso mientras comían. A los prisioneros se los
condenaba a esa tarea durante tres días, pero casi ninguno duraba tanto
tiempo: Wagner o Gomerski los mataban de trabajo, ya que eran mano de
obra no cualificada, o los mandaban al campo III cuando caían exhaustos.
En cuanto uno mordía el polvo, Wagner y Gomerski encontraban a otro
judío holandés para reemplazarlo. Al terminar el verano habían muerto
cincuenta.
Toivi decidió salirse del campo Norte, el peor lugar de Sobibor. Así
pues, cuando se terminó la carretera de troncos, consiguió escabullirse y
volver al campo II en busca de un trabajo lo más alejado posible de los
alemanes. Entre los cobertizos de clasificación y la nueva carretera de
troncos estaba el pozo donde dos judíos quemaban pasaportes y
documentos, aquél donde Toivi había visto a Wagner dispararle al chico al
que había sorprendido con las sardinas en los zapatos. Toivi se unió a
ellos. Era un día de verano caluroso, agobiante, y los papeles y los trapos
empezaban a amontonarse. Los dos judíos sentían simpatía por Toivi
porque frecuentemente había sacado de contrabando para ellos latas de
leche o de sardinas que escondían en la arena, cerca del pozo, hasta que
podían comerlas sin peligro.
Cuando los alemanes vieron a una tercera persona rastrillando y
quemando basura en el pozo no pusieron objeción. Después de todo, les
gustaba tener limpio el campo. En un momento dado, Wagner mandó
construir un pequeño incinerador entre el campo Norte y el recinto de los
oficiales, cerca de la empalizada éste y del ferrocarril a Wlodawa. Con el
incinerador bajo un cobertizo, resultaría más fácil mantener el patio
limpio y quemar la basura en invierno. Wagner puso a Toivi a cargo, lo
rebautizó Feuermann y le asignó como asistente a Karl, un joven judío que
era ciego de un ojo.
Era un lugar seguro. Toivi tenía su propio taller, con llaves y todo y, al
igual que Shlomo, prestaba un servicio esencial. El trabajo era fácil y su
cobertizo estaba relativamente aislado, y además podía seguir
consiguiendo comida de los cobertizos de clasificación, de donde recogía
lo inservible para quemarlo. ¡Y hasta tenía libros!
A Toivi le encantaba leer. En Izbica, un libro era el mejor regalo que
pudiera hacerle alguien; su madre, que había sido maestra de escuela, le
había inculcado el gusto por la lectura. Mientras hacía de seleccionador en
Sobibor se las había ingeniado para encontrar alguno que otro libro, y
entonces, a riesgo de su vida, se escabullía hacia un rincón apartado y leía.
Ahora, como «fogonero», tenía todos los libros que quería, ya que su
trabajo consistía en quemarlos.
Muchas veces Toivi leía mientras Karl el Ciego mantenía encendido el
fuego con su único ojo muy abierto por si venía Wagner, al que le gustaba
presentarse por sorpresa. Si Toivi encontraba por casualidad un libro sobre
sexo, se sentía tan feliz como un buscador de oro con una pepita. Sabía
poco sobre el sexo y era demasiado tímido para preguntar. Si había un
misterio que quisiera desentrañar antes de morir, era el sexo. Recordaba lo
que le había dicho su amigo Josef sobre su viaje en tren a Sobibor.
Josef y su novia nunca habían hecho el amor. Se habían besado y
tocado en el gueto, pero nunca habían llegado mucho más lejos. Cuando
acabaron en el mismo furgón camino de Sobibor (sabían que los llevaban a
un campo de exterminio), se abrazaron estrechamente, apretándose el uno
contra el otro en el vagón atestado. La novia de Josef lloraba en silencio.
—Quiero hacer el amor antes de morir —le había dicho—. Quiero ser
mujer antes de morir.
Hicieron el amor de pie en un rincón, entre ancianos moribundos,
bebés que lloraban y gentes asustadas que rezaban «Escucha, oh, Israel», y
algún juramento furioso.
—Ella se fue al campo III convertida en una mujer —le había dicho
Josef a Toivi. Y Toivi quería morir siendo hombre. Si no podía tener una
mujer, al menos podía leer sobre ellas.
En una ocasión encontró una enciclopedia alemana y fue directamente
al capítulo sobre la virginidad. Sus ojos estaban pegados al papel.
—Viene Wagner —susurró Karl el Ciego.
Toivi echó el libro al fuego y corrió a abrirle al nazi la puerta del
cobertizo.
—¿Qué, durmiendo, Feuermann? —preguntó Wagner.
Toivi no sabía con certeza si tenía expresión de culpabilidad o si
Wagner lo estaba poniendo a prueba. Decir «durmiendo» significaba
sentencia de muerte, pero responder «leyendo» no mejoraba mucho las
cosas.
—No, Herr Oberscharführer —respondió tímidamente—, sólo estaba
descansando un momento.
Wagner cogió el atizador de hierro que había al lado del incinerador y
empujó a Toivi hacia el patio, y una vez allí el nazi empezó a balancear
furiosamente el hierro. El primer golpe alcanzó a Toivi en la muñeca.
«Morir apaleado o correr», pensó Toivi, antes de salir corriendo y
esconderse detrás del cobertizo.
En ese preciso momento, el sargento Beckmann iba hacia su oficina en
el edificio de la administración, situado en el centro del campo II. Era un
hombre esbelto, agraciado, e incluso iba más meticulosamente vestido que
la mayoría de los alemanes, y también era mucho más brillante, pero no
era un sádico como Wagner. Aunque azotaba a los judíos cuando debía, no
lo hacía con entusiasmo. También hacía su trabajo cuando llegaban los
nuevos transportes, como un buen hombre de las SS y nazi además.
Wagner llamó a Beckmann y le ordenó a Toivi que se inclinara sobre
un tonel de agua.
—Cuenta veinticinco —dijo mientras desenrollaba su látigo. Wagner y
Beckmann lo golpearon por turnos. Toivi se consideró doblemente feliz.
Sólo recibió veinticinco latigazos y Beckmann le pegó como una mujer
vieja.
A continuación, Wagner llamó a Karl el Ciego.
—Sobre el tonel —le ordenó, pero Karl le tenía tanto miedo al gigante
furioso con el látigo que se quedó paralizado con la boca abierta. Wagner
lo derribó al suelo, le enterró la cara en la arena poniendo su bota sobre la
cabeza del chico y lo golpeó hecho una furia. Ni siquiera se molestó en
contar.
«Ahora puede suceder cualquier cosa —pensó Toivi—. Cuando Wagner
está furioso es impredecible, y una vez que prueba la sangre…».
Toivi salió disparado y corrió hasta el taller de sastrería situado al otro
lado del patio. Allí, los judíos reparaban prendas de segunda sacadas de los
transportes que luego serían enviadas a Lublin. Toivi se metió debajo de
una mesa cubierta de ropa.
—Feuermann —llamó Wagner cuando se cansó de apalear al Karl el
Ciego—. Feuermann.
Toivi se encogió en el rincón como un ratón atrapado.
—Ve —le rogó el jefe de los sastres—. Debes ir o me matará. Por
favor…
Toivi salió de debajo de la mesa, y cuando Wagner estaba de espaldas
al taller, salió al exterior.
—¿Sí, Herr Oberscharführer?
—¿Adónde escapaste, Feuermann?
—Al dispensario —respondió Toivi pensando velozmente.
—¿Al dispensario? ¿Por qué?
—Para ponerme polvos de talco en el trasero —dijo frotándose las
nalgas como si le dolieran. Beckmann rió y Wagner esbozó una sonrisa. Le
dieron unos cuantos latigazos más como complemento y luego lo dejaron
en paz.
—Dos días más para limpiar esto —Wagner señaló la pila de trapos,
papel y maletas rotas, y después se marchó balanceando sus largos brazos.
Toivi se sentó sobre la pila de cosas inservibles. Estaba temblando.
Había sobrevivido con treinta latigazos y una muñeca dolorida cuando
Wagner podía haberlo destrozado con el atizador. Era otra llamada de
atención. Toivi sabía que el de «Fogonero» era el trabajo más seguro que
podía encontrar, de modo que decidió conservarlo. Mientras siguieran
llegando transportes habría papel y trapos, libros y maletas que quemar.
¿Y si no había más transportes? Tal vez fuera el fin, de todos modos.
Trabajar en el incinerador tenía otras ventajas. Los judíos que
clasificaban la ropa a menudo se arriesgaban escondiendo dinero y oro
entre las cosas inservibles que le mandaban a Toivi; era una manera de
impedir que los nazis se quedaran con ello.
Toivi quemaba la mayor parte del dinero, pero apartaba una cantidad
suficiente como para negociar con los ucranianos. A cambio del oro que
enterraba en un lugar preacordado, obtenía vodka y salchichas. El
muchacho no bebía y no necesitaba las salchichas caseras que los
ucranianos compraban a los granjeros polacos por una miseria, ya que
podía robar comida todos los viernes cuando llegaban los transportes de
Holanda. En realidad, no había una razón lógica para que el chico corriera
esos riesgos, salvo que, rodeado por el peligro y buscándolo, sentía que se
mantenía alerta. Tenía la sensación de que su vida la controlaba él, no los
nazis. Le daba sensación de poder, de dignidad, de ser igual que sus
guardias. ¿Acaso ellos no hacían lo mismo que él, o sea, negociar? Él con
ellos, ellos con los granjeros. Negociar era una razón más para vivir, para
mantener la esperanza.
Por lo que respecta a Leon Feldhendler, el fin había llegado tal como él
había sabido que sucedería, tal como tenía la sensación de que ocurriría
desde hacía semanas. Si él y los demás judíos de Sobibor no huían pronto,
muy pronto, ya sería demasiado tarde. Los transportes habían dejado de
llegar. Himmler había cumplido la promesa que le había hecho a Hitler de
dejar Polonia Judenrein, libre de judíos. ¿Para qué necesitaban ahora
Sobibor los alemanes? Además, venían los rusos; tarde o temprano
cruzarían el río Bug. ¿Iban a ser los alemanes tan tontos como para dejar
las cámaras de gas y a seiscientos testigos oculares?
El fin se respiraba en el aire, llevado hasta Sobibor en alas de susurros
y rumores. Feldhendler había oído que los judíos de Varsovia se habían
enfrentado a los alemanes hasta el mismísimo final. Ya no había gueto allí,
sólo escombros. Le habían dicho que los últimos judíos de Bialystok
también habían preferido atacar a los alemanes antes que ser arrastrados a
Treblinka. También allí había desaparecido el gueto; en su lugar sólo había
escombros. Feldhendler sabía que los de Varsovia y Bialystok eran los
últimos grandes guetos del este de Polonia, donde los nazis mantenían una
fuerza de trabajo. Aparentemente, ya no necesitaban la mano de obra.
El fin también se respiraba en el aire en otros dos campos de
exterminio. Los judíos de Treblinka se había sublevado, según su
informador ucraniano. Habían quemado la mitad del campo y matado a un
par de nazis, pero sólo un puñado habían conseguido escapar. Los
alemanes habían cerrado Treblinka permanentemente.
Los últimos judíos de Belzec también habían muerto, los quinientos
que los nazis habían mantenido desde diciembre para desenterrar seis mil
cadáveres y quemarlos. Cuando el sargento Paul Groth había llevado a los
sepultureros a Sobibor en tren, el Kommandant Reichleitner tenía tanto
miedo de que se rebelaran que encerró a todos los prisioneros del recinto y
abrió los furgones uno por uno. Los SS y los ucranianos les dispararon a
los judíos de Belzec allí mismo. Una vez asesinados todos los ocupantes
de un furgón, los nazis llamaron a la brigada ferroviaria para cargar los
cadáveres en el tren de la mina. Después, tras encerrar otra vez a toda la
brigada ferroviaria, los nazis asesinaron a los del furgón siguiente.
Muchos de los últimos judíos de Belzec habían dejado en sus bolsillos
notas escritas en trozos de papel: «Si nos matan, vengadnos».
Feldhendler deseaba poder hacerlo. Ahora estaba claro que, de los tres
campos de exterminio, Sobibor era el único que seguía abierto, pero ¿por
cuánto tiempo? Su contacto ucraniano había dicho que se corría el rumor
entre el personal de que Sobibor sería cerrado a finales de octubre. A la luz
de lo que ya sabía, Feldhendler pensaba que era lo más probable. De todos
modos, los judíos tenían que escapar antes de noviembre; las primeras
nevadas de invierno harían prácticamente imposible cualquier fuga. ¿Pero
cuándo? ¿Y cómo?
Feldhendler, primo de Esther, era un hombre alto, bien parecido, que
rondaba la treintena. Era hijo de un rabino y andaba y hablaba con
tranquilo aire de autoridad. Llevaba nueve meses en Sobibor y se había
ocupado de saberlo todo, cada movimiento realizado por los nazis, la
cadena de mando, dónde estaban enterradas las minas, en qué blackies
podían confiar en un apuro, todos los proyectos de fuga, cada cambio de
ánimo y de moral… Todo lo filtraba, lo analizaba y lo planificaba.
Los judíos jóvenes como Esther, Toivi y Shlomo veían en él al
sustituto de su padre y a un líder moral. Dirigía los rezos en los días santos
y los alentaba a todos.
—No os rindáis —solía decir—. No os dejéis convencer. Resistíos,
luchad, aguantad.
Todos lo escuchaban con atención porque era culto y había tenido una
buena educación, era un hombre que meditaba las cosas y que nunca hacía
nada a la ligera. Percibían en él cierta generosidad, como si llevara sobre
sus anchos hombros la responsabilidad de cada uno de los judíos de
Sobibor. Y así era.
Desde enero, Feldhendler había estado formando un equipo —«la
Organización»— para planear una fuga. Un grupo de líderes de confianza,
todos jefes de taller: Shlomo, Szol, el zapatero, y Mundek, el sastre. Pero
cuando el albañil y el carpintero habían cavado un agujero por debajo de la
alambrada en la primavera, y los nazis habían matado a diez judíos como
represalia, habían empezado a cerrar los barracones por la noche y a minar
los campos, Feldhendler había sabido que la única esperanza de los judíos
era una fuga masiva. Él y la Organización habían discutido seriamente
varios planes.
El primero giraba en torno a Drescher, un Putzer de ocho años. Era el
más joven del campo, un chico listo, despierto, con agallas, y que conocía
el recinto a la perfección. Los nazis lo trataban como si fuera la mascota
de Sobibor, un perrillo juguetón, un terrier judío. Drescher y los demás
Putzer, que acudían presurosos al recinto de los oficiales a las cinco de la
mañana a lustrar botas, debían matar a los nazis en sus camas, robar todas
las armas que encontraran y llevárselas a la Organización. Feldhendler se
encargaría de distribuir las armas y los judíos intentarían fugarse antes de
que los ucranianos y los alemanes todavía vivos terminaran de abrir los
ojos.
El segundo plan tenía como figura central a Zelda, la amiga de Esther,
que trabajaba en el campo Norte seleccionando y limpiando armas
capturadas a los rusos. Ella y varias otras mujeres que trabajaban allí
pasarían granadas de contrabando al campo I debajo de los vestidos. Los
hombres clave de la Organización volarían la cantina (mientras los nazis y
los ucranianos estuvieran comiendo), el edificio de la administración y los
barracones de los oficiales, dependiendo del número de granadas que
Zelda y sus chicas pudieran aportar. Entonces los judíos intentarían la
fuga.
El eje del tercer plan era el propio Feldhendler, que era el único
miembro de la Organización que trabajaba en el campo II en la
clasificación de ropa. Él y unos cuantos hombres más de su confianza
prenderían fuego a varios barracones para crear confusión; cuando los
nazis y los ucranianos corrieran a apagar el fuego, los judíos intentarían la
fuga.
Los planes eran arriesgados, casi suicidas, pero de todos modos
Feldhendler optaría por uno de ellos a menos que a la Organización se le
ocurriera pronto algo mejor, lo cual era poco probable. Además, no podían
esperar que los partisanos del bosque de Parczew los liberaran. Un grupo
partisano judío llamado Chil, a cuyo mando estaba Yechiel Greenshpan,
consiguió acercarse una noche a un kilómetro y medio de Sobibor con una
mina de veinte kilos que enterraron debajo de las traviesas de la vía del
tren. Cuando las vías volaron por los aires, los nazis despertaron a todos
los judíos y a punta de ametralladora los agruparon en una esquina del
patio. Los tuvieron allí durante horas mientras los alemanes esperaban y
observaban. Hacía varias horas ya que los bosques habían vuelto a la
calma cuando Frenzel ordenó a los prisioneros que regresaran a la cama.
—Partisanos —les dijo, como para hacer polvo sus últimas esperabas
—. Los hemos ahuyentado.
Si los partisanos judíos no eran capaces de liberarlos, los polacos —la
mayoría de los cuales los odiaban— sin duda no lo harían, pensó
Feldhendler. Los judíos de Sobibor estaban librados a su suerte, cosa que
él ya sabía desde hacía meses.
Los tres intentos de fuga de aquel verano no facilitaban en absoluto sus
planes. En todo caso, habían puesto en guardia a los alemanes y los
ucranianos. La brigada forestal, o Waldkommando, fue la primera en
intentarlo. Dos judíos de dicha brigada, Podchlebnik y Kopf, sabían que no
iban a durar mucho con Gomerski, ni siquiera con la comida extra que les
proporcionaban sus amigos que trabajaban en el campo II. O bien
Gomerski los mataba en uno de sus juegos —le encantaba hacer trepar a
un judío a un árbol y a continuación ordenar a los demás que lo talaran— o
bien se irían debilitando lentamente hasta que los mandaran al campo III.
Sabían que tenían que actuar mientras todavía les quedaran energías para
planear y correr.
El Waldkommando seguía una rutina todos los lunes a la hora de
almorzar. Los judíos se sentaban en el suelo a comer pan, por lo general,
en dos grupos —los judíos polacos en uno y los judíos holandeses en otro
—, mientras los nazis y los ucranianos, unos diez metros más allá, comían
queso y salchichas y bebían vodka. Ése era el momento en que los
guardias estaban más relajados, con sus ametralladoras y sus rifles
apoyados contra los árboles.
Uno de los ucranianos seleccionaba a dos judíos al azar para ir con él a
buscar agua al pozo de una aldea cercana. Un día, Podchlebnik le preguntó
al guardia que se ocupaba de lo del agua si quería hacer un trato. «Oro y
joyas», le dijo el judío. La codicia cegó el juicio del ucraniano, quien dijo
que sí.
—Elígenos a Kopf y a mí para llevar el agua —le dijo Podchlebnik—.
Traeremos el dinero. Mañana.
Kopf y Podchlebnik no les contaron nada a sus amigos acerca del plan
por si los nazis se olían algo. El plan sólo podía funcionar si cogían a
todos por sorpresa, incluidos sus amigos. Cuantos menos lo supieran, tanto
mejor. Además, cada uno tenía que mirar por sí mismo, conociera el plan o
no.
A la hora del almuerzo del día siguiente, el ucraniano se dirigió a los
judíos.
—Tú y tú —les dijo a Podchlebnik y a Kopf.
Ambos cogieron sus cubos y se encaminaron hacia el bosque, seguidos
por el ucraniano, que los apuntaba con su máuser.
—¿Qué tenéis? —preguntó el ucraniano antes de llegar a la aldea.
—Un reloj de oro —respondió Podchlebnik—. Échale una mirada —
alargó la mano izquierda con los dedos un poco cerrados.
El blackie se adelantó y se inclinó para mirar el reloj. Con la mano
derecha, Podchlebnik sacó un cuchillo de su bota y se lo clavó en el
estómago. Casi al mismo tiempo, Kopf lo agarró por atrás y le cortó la
garganta. El ucraniano ni siquiera gritó. Se apoderaron de su rifle y de su
pistola, le limpiaron los bolsillos y corrieron hacia la espesura, en busca
de partisanos. Pensaban que tenían una buena oportunidad. Llevaban
dinero, eran polacos y conocían el terreno, y además tenían armas.
Al ver que el ucraniano no volvía, los nazis se pusieron nerviosos, de
modo que enviaron a un segundo guardia a ver qué era lo que los
demoraba. Los demás polacos también se dieron cuenta de que hacía rato
que se les había acabado el agua y observaron que los nazis despachaban al
guardia. Sabiendo que tanto Podchlebnik como Kopf habían sido
combatientes judíos antes de que los nazis los cogieran, sospecharon que
algo estaba a punto de suceder. Aguzaron el oído y permanecieron alertas.
Al cabo de unos minutos oyeron al segundo ucraniano rompiendo
ramas en el bosque y lo vieron llegar corriendo a donde estaban los nazis.
No consiguieron oír lo que decía, pero su nerviosismo era evidente, y
observaron que, como obedeciendo a una consigna, todos los nazis cogían
sus armas.
—¡Hurra! —gritó uno de los judíos polacos.
Como un solo hombre, los judíos polacos se dispersaron, mientras los
holandeses se quedaban en su sitio y se llevaban las manos a la cabeza.
Los alemanes y los ucranianos sembraron de disparos el bosque, y
mientras varios acorralaban a los judíos holandeses, los otros partieron en
persecución de los polacos. Tres de ellos consiguieron huir, dos fueron
abatidos y a trece los capturaron.
Mientras los judíos polacos del Waldkommando se fugaban, Esther
estaba quitando el óxido a las balas de la armería y colocándolas en
bandoleras de munición. La armería era un pequeño edificio de cemento
situado junto a la empalizada éste, cerca de la puerta principal. Los
alemanes almacenaban allí los rifles, las pistolas y las ametralladoras, y
llevaban un escrupuloso registro de todo lo que entraba y salía. Como de
costumbre, Wolodia, su guardia ucraniano, estaba allí, limpiando armas.
Wolodia odiaba a los alemanes, y le gustaba hablar de política con Esther,
que por lo general se limitaba a asentir y a seguir limpiando el óxido, con
miedo de mostrar su acuerdo o su desacuerdo con él. En el fondo era un
buen hombre, a veces incluso le llevaba pan y salami, pero ella era
cautelosa. ¿Cómo saber lo que podría decir de ella en la cantina cuando
estaba borracho?
Wolodia oyó fuera unos disparos y miró a través de la ventana enrejada
que daba a la puerta principal.
—Ya verás la que se va a armar ahora —le dijo a Esther.
—¿Qué pasa?
—Echa una mirada.
Los judíos del Waldkommando entraban a cuatro patas por la puerta
del campo, como perros.
—Esto tiene mala pinta —comentó Wolodia. Los nazis empezaron a
tocar sus silbatos para convocar a una asamblea de mediodía.
Feldhendler salió de los cobertizos de clasificación y se dirigió a la
asamblea. Tenía miedo. Se preguntaba si por fin habría llegado el final.
Estaba dispuesto a dar una señal para atacar a los nazis y apoderarse de sus
armas. Los demás judíos también tenían el presentimiento de que el final
estaba cerca. Feldhendler lo palpaba en el aire.
Frenzel ordenó a los prisioneros que formaran un semicírculo.
—Sentaos —les indicó a los trece polacos de la brigada forestal, que se
dejaron caer sobre el suelo arenoso—. Las manos sobre la cabeza.
Frenzel miró a los judíos holandeses del Waldkommando.
—Por ahí —les dijo, indicando con un gesto a los demás que estaban
sentados en un semicírculo.
Frenzel se puso de frente al semicírculo, de espaldas a los trece.
—Estos hombres serán fusilados. Trataron de escapar —dijo
lentamente en preciso alemán—. Que eso os sirva de ejemplo.
Y se retiró hacia un lado. Tres ucranianos tomaron posiciones a diez
metros de los trece judíos polacos. Selma apretó la mano de Chaim y cerró
los ojos, tal como él le había enseñado. Toivi observaba conmocionado y
fascinado; a Shlomo le hervía la sangre. Fue una escena que la mayoría de
ellos no consiguieron olvidar jamás. Habían visto morir judíos en Sobibor
a diario. Habían oído disparos que llegaban del campo III. Habían olido el
humo y visto el fuego en el cielo nocturno, pero eso era diferente. Era
asesinato a sangre fría, ante sus propios ojos. Eran sus amigos.
Los jóvenes polacos permanecían sentados, casi desafiantes. No
suplicaron por su vida ni emitieron una queja. Lo único que se oyó fue la
voz de Frenzel, que ordenaba:
—Fuego… fuego… fuego.
Y la voz de un judío que, levantando el puño, gritó:
—¡Vengadnos! ¡Vengadnos!
Uno por uno se sacudieron, como derribados por una almádena
invisible, y se desplomaron en la arena. Cuando todo terminó, Frenzel sacó
su pistola y le dio a cada uno el golpe de gracia, como rindiendo tributo a
unos hombres que habían muerto como soldados.
Una vez recuperados del choque de los asesinatos, los judíos de
Sobibor sintieron más rabia que miedo, sobre todo por los nazis, pero
algunos también por Podchlebnik y Kopf. Habían escapado poniendo en
riesgo la vida de todos los demás, a sabiendas de que los alemanes se
desquitarían con los que habían quedado. Podrían haberlos matado a todos.
La libertad de dos a costa de cientos de vidas, así de cerca habían estado.
Al día siguiente, los alemanes encontraron a uno de los judíos del
Waldkommando que habían escapado deambulando por el bosque,
desorientado y medio muerto de tanto correr en círculos. Cuando dos
ucranianos lo llevaron de vuelta al campo, Frenzel llamó a Radio, un
supervisor judío de los cobertizos de clasificación.
—Dale latigazos hasta que muera —le ordenó, obligando al judío
capturado a ponerse de rodillas.
Radio podría haberse negado, pero en ese caso también él habría
muerto a latigazos, o de un disparo, o habría sido llevado al campo III, y el
judío del Waldkommando hubiera sido ejecutado de todos modos. Frenzel
llamó a Toivi y a otra docena de judíos para que presenciaran el
espectáculo.
Radio sacó el látigo de su cinturón, se colocó a tres metros de distancia
y empezó a darle latigazos. Frenzel ni siquiera dio al condenado la orden
de contar. El látigo silbaba y a continuación restallaba como el disparo de
una pistola del calibre 38. A los veinticinco latigazos, las ropas del
hombre ya se estaban haciendo jirones. A los cincuenta, estaba en carne
viva y cubierto de sangre. A los cien, yacía inmóvil en la arena. Toivi no
sabía si estaba muerto o solo desvanecido.
—Ya basta —decidió Frenzel después de voltear al judío con el pie. A
continuación, dos guardias se lo llevaron a rastras.
Frenzel no había pronunciado ningún discurso ni había reunido al
campo en pleno en un semicírculo para presenciarlo. No fue necesario. A
la hora de retirarse, todos los judíos de Sobibor sabían que había muerto
otro hombre del Waldkommando, cómo había muerto y por qué.
Toivi conocía al muerto de Izbica, y sintió por él una pena infinita.
¡Haber estado tan cerca de la libertad! ¡Morir de una manera tan
espantosa, y tan solo! Pero el chico no estaba furioso con Radio. Toivi
sabía que si Frenzel le hubiera ordenado matar al hombre al latigazos,
también él podría haberlo hecho, porque ser prisionero en Sobibor no era
vivir, y Toivi ya no era una persona.
Los judíos holandeses fueron los siguientes en intentar un plan de fuga.
Feldhendler nunca supo con exactitud cuál era su plan. Todo lo que sabía
era que un día Wagner y Frenzel hicieron marchar a todos los hombres
holandeses al campo III y los fusilaron, setenta y siete en total. Los judíos
polacos y los holandeses no tenían una relación estrecha, de modo que
Feldhendler sólo podía basarse en rumores, y según éstos, Jozeph Jacobs,
antiguo oficial de la Armada Real holandesa, había sobornado a un guardia
para que los sacara a él y a los demás judíos del campo y los llevara hasta
los partisanos ucranianos. No supo con certeza quién los había traicionado.
¿El ucraniano? ¿Algún judío alemán? ¿Tal vez un judío polaco preocupado
por la perspectiva de que los mataran a todos si los holandeses trataban de
escapar?
Los Kapos fueron el tercer grupo al que pillaron. Un domingo por la
noche, empezaron a serrar los barrotes de una ventana del barracón donde
dormían Toivi y Josel. Cuando el ruido despertó a algunos de los demás
judíos, los Kapos desistieron de huir. El lunes por la mañana, Josel vio a
un judío alemán bajito de unos cincuenta años que entraba en el edificio de
la administración, una casa de dos pisos que los nazis habían
desmantelado en un gueto y llevado a Sobibor para volver a montarla.
Pocos minutos después de que el judío alemán hubo salido, Wagner entró
hecho una furia en el taller de Shlomo y sacó a rastras a un herrero.
Después reunió al jefe de los Kapos, Moishe, al que los prisioneros
llamaban «el Gobernador», y a otro Kapo polaco, y los condujo a los tres
al campo III.
Durante la revista de esa noche, Wagner le dio al judío alemán bajito
un látigo, lo nombró Oberkapo, y designó a otro judío alemán para
reemplazar al otro Kapo al que habían ejecutado esa mañana. Los judíos
llamaron a su nuevo jefe «el Berlinés», porque hablaba un alemán
impecable con acento de Berlín.
El Berlinés era terrorífico. Creía que Hitler era un héroe nacional y
culpaba del antisemitismo del Führer a los secuaces que lo rodeaban.
Trataba a los judíos polacos con absoluto desprecio, como un amo trata a
sus esclavos.
—Os llevaré a todos al campo III. Yo solo. Yo veré Berlín —les había
dicho un día durante la revista.
Los judíos de Sobibor odiaban y temían al Berlinés.
Feldhendler estaba seguro de que éste había delatado a los Kapos,
puede que incluso a Jacobs, el judío holandés. Pensó que a la Organización
ya no le faltaba nada. Además del cierre por la noche, las alambradas, el
foso, las minas, las torres de vigilancia y las ametralladoras, ahora tenían
un delator. Si al menos contara en la Organización con alguien que tuviera
experiencia militar, alguien con experiencia de mando y de combate, que
conociera las armas y supiera usarlas. Si tuviera un hombre así, entonces,
tal vez…
Capítulo 20
23 de setiembre de 1943
28 de setiembre de 1943
A las seis de la mañana siguiente, Frenzel hizo formar a todos los judíos
en una larga columna de tres en fondo y marchó con ellos hasta la
plataforma del ferrocarril para descargar ladrillos. Los alemanes tenían
prisa ese día porque un nuevo transporte esperaba en el desvío fuera de la
entrada. Del tren llegaban quejidos y de los vagones salían manos pidiendo
agua y pan. Pechersky sintió ganas de estrangular al primer nazi que se le
pusiera a tiro; todavía no se había acostumbrado a los horrores de Sobibor.
No podía pensar en otra cosa que no fueran los niños. No tenía que
imaginar nada. Hacía apenas cinco días que había estado en ese tren y le
había parecido toda una vida. La mayor parte de los prisioneros que
llevaban más tiempo allí apenas miraban al tren. Sus emociones ya
estaban adormecidas y sólo les quedaba energía suficiente como para
enfrentarse a la siguiente prueba.
Los alemanes hicieron subir a setenta o setenta y cinco hombres a la
plataforma para pasarles los ladrillos a los de abajo. Cada trabajador —
hombre o mujer— tenía que sostener entre seis y ocho ladrillos, correr
doscientos metros, apilarlos donde se le ordenara y volver corriendo a
buscar otra carga. Todo eran empujones, palabrotas y amontonamientos.
Los nazis y los ucranianos castigaban con sus látigos a los prisioneros al
menor error. Si alguien dejaba caer aunque fuera un solo ladrillo, recibía
veinticinco latigazos. Durante los cincuenta minutos siguientes, los látigos
restallaron en el aire de la mañana. Bañados en sudor, los prisioneros
jadeaban mientras corrían, tratando de no tropezar con el judío que tenían
enfrente, preocupados por no caer, concentrados en los doscientos metros
que tenían por delante, respirando con más facilidad en el trayecto de
vuelta hasta la plataforma con las manos vacías, esperando contra toda
esperanza no tirar ningún ladrillo, que el judío que les pasaba los ladrillos
desde la plataforma tuviera buen ojo, que algún alemán estuviera mirando
hacia otro lado, echando un vistazo a la plataforma cada vez para ver
cuántos ladrillos quedaban.
Una vez descargados los ladrillos, Frenzel volvió a asignar a
Pechersky, Solomon, Kalimali y Boris al campo Norte. Poco después de
reanudarse el trabajo, uno de los rusos que estaba cortando troncos fuera
se coló en los nuevos barracones donde Sasha estaba trabajando.
—Nos escapamos —dijo—. ¡Ahora mismo!
—¿Cómo? —Pechersky trató de entretener al ruso—. ¿Quién lo dice?
—Acabamos de hablarlo —con la cabeza señaló hacia un grupo de
rusos que cavaban y cortaban codo con codo.
No había alemanes por allí; todos estaban procesando el nuevo
transporte. El Kapo Porzyczki estaba a cargo y, al igual que el día anterior,
parecía relajado al no estar presentes ni Frenzel ni Gomerski.
—Ahora no hay más que cinco guardias —prosiguió el ruso—. Los
atacaremos con las hachas y saldremos corriendo hacia el bosque.
—No parece difícil —dijo Pechersky. Era evidente que los rusos
contaban con que él los acompañara—, pero los guardias están por todas
partes. Si matáis a uno, los otros abrirán fuego. Si lo conseguís, ¿cómo
cortaréis las alambradas? ¿Y si el campo está minado? Os cogerán de una
forma u otra. Después nos matarán a los demás. Si realmente queremos
fugarnos, debemos tomamos nuestro tiempo y pensar un plan mejor.
Pechersky dejó que su advertencia y su oferta hicieran efecto.
—Podéis hacer lo que queráis —dijo—. Yo no voy a tratar de
deteneros… pero tampoco me uniré a vosotros. Cuando me vaya, quiero
estar seguro de tener una buena posibilidad de conseguirlo.
El ruso volvió a su grupo y Pechersky los vio hablar entre sí, hacer
gestos y señalar. Porzyczki permanecía a la espera, con el sombrero
echado sobre su ojo malo. Sasha contaba con dos cosas: con que los rusos
no tenían un líder y con que todavía lo respetaban. No les había mentido,
realmente no tenían la menor posibilidad de conseguirlo. Pondrían en
peligro las vidas de los demás integrantes de la brigada del campo Norte y
echarían por tierra cualquier oportunidad de llevar a cabo una fuga bien
planeada.
Tras un minuto o dos, los rusos volvieron tranquilamente a su trabajo.
Habían desistido de intentar la fuga, pero Pechersky no estaba satisfecho,
puesto que no sabía cuánto tiempo podría mantener controlados a sus
hombres. Todos ellos habían estado en otros campos y sabían que en
cuanto se instala el aletargamiento se pierden las esperanzas, y en cuanto
se pierden las esperanzas ya no se piensa en escapar, uno se limita a
sobrevivir. Y eso era igual que una muerte lenta.
Esa noche, Pechersky y Leitman no se sorprendieron cuando
Feldhendler se sentó en el camastro a su lado. Esperaban que fuera.
—Ha causado una profunda impresión en las mujeres —le dijo
Feldhendler al Politruk, que era como los judíos polacos llamaban a Sasha.
Aunque no era comunista, a ellos les había sonado a comisario comunista.
El nombre pretendía ser un cumplido—. Entendieron lo que quiso decir
cuando afirmó que nadie podría hacer nuestro trabajo por nosotros. No fue
muy prudente decir eso. El Kapo Porzyczki también estaba allí. Tenga
cuidado con él.
—¿Por qué? —Pechersky hizo su jugada con cálculo—. Aquí yo sólo
hago lo que me mandan.
—Entiendo lo que trata de decir —dijo Feldhendler—. Seamos
francos. Lo he estado observando. No hace mucho, Frenzel sugirió que
Hitler había promulgado un decreto con el que perdonaba a algunos judíos.
Nosotros estamos entre los que ha perdonado, según él. Nadie lo cree
realmente. —Observó la expresión del Politruk esperando alguna reacción,
pero el ruso no mostró el menor interés—. Tengo la sensación de que usted
planea algo. Es mejor que lo piense bien. ¿Qué cree que nos pasará a los
demás si usted escapa? Los alemanes no pueden correr el riesgo de que el
mundo sepa lo que sucede aquí. Nos matarán a todos, eso está claro.
—¿Cuánto tiempo lleva aquí? —preguntó Pechersky.
—Cerca de un año —respondió Feldhendler. Era la primera pregunta
importante que había hecho el Politruk, señal de que estaba pescando en el
estanque correcto. Feldhendler no culpaba al judío ruso por ser cauto. Él
confiaba en el Politruk, pero el ruso no tenía por qué confiar en él.
—¿Qué le hace pensar que estoy planeando una fuga? —preguntó
Pechersky, y a continuación se levantó, como dando por terminada la
conversación. Ahora le correspondía a Feldhendler hacer la siguiente
jugada.
—Espere un minuto —dijo Feldhendler—. No se vaya. ¿Se pregunta
por qué no hemos escapado? Se lo diré. Hemos pensado en ello más de una
vez. Incluso hemos hecho algunos planes, pero no sabíamos cómo. Le
hago la oferta en nombre de un grupo de resistencia. Confiamos en usted.
Piénselo.
—Gracias por advertirme sobre Porzyczki —dijo Pechersky—. Lo
pensaré, y mañana por la noche le daré mi respuesta.
En realidad no tenía nada que pensar, ya estaba decidido. Le gustaba
aquel hijo de rabino de expresión abierta y sincera. Feldhendler había
corrido un gran riesgo acercándose a él, y parecía tan preocupado por la
suerte del resto de los judíos como por la suya propia, pero Sasha quería
mantener una conversación con Solomon, que había oído a Feldhendler en
yiddish, no una traducción. Tal vez Leitman había captado algún matiz que
a él se le hubiera escapado, alguna pequeña incoherencia, alguna razón
para no confiar en el judío polaco.
30 de setiembre de 1943
Su nombre era Luka. Era judía alemana, pero la mayor parte de los
prisioneros creían que era holandesa, porque había llegado en un
transporte holandés. Tenía dieciocho años, el pelo castaño y corto, y
aspecto sereno y animado. Pechersky la recordaba de la primera noche en
el barracón de las mujeres. La chica llamaba la atención no sólo por su
belleza, sino por su aire desafiante y seguro. Era una tapadera perfecta.
Todos envidiarían a Pechersky, ya que Luka no tenía amante, aunque
muchos de los hombres la deseaban y trataban de conseguirla.
Al principio, Solomon hizo de intérprete para ellos, para que se
conocieran. Como todos sabían que el Politruk no hablaba ni entendía
yiddish, no resultaría raro ver a Solomon con los dos, charlando por la
noche en los barracones o en el patio. Poco a poco, Luka y Sasha
aprendieron a comunicarse en un alemán simple apoyado en gestos y
signos.
Sasha y Luka se reunían todas las noches en el barracón de las mujeres,
o fuera, en los bancos. Solomon solía mezclarse con los demás judíos y los
miembros de la Organización se encontraban con él, como por casualidad,
para contarle detalles sobre el campo. Sasha evaluaba la información y a
continuación enviaba a Leitman a por más. Luka no sospechaba nada. Le
parecía natural que Sasha tuviera un amigo íntimo como Solomon y que
hablase con él a menudo, y además le caía bien el enjuto judío de
Varsovia, con aquella expresión bondadosa y comprensiva.
Pechersky se enteró de dónde estaban enterradas las bombas, y por su
descripción llegó a la conclusión de que sus suposiciones habían sido
acertadas: eran minas anticarro que explotaban hacia arriba y no hacia los
lados. Eso era una ventaja, ya que si alguien pisaba una, la explosión no
acabaría con la vida de todos los que estuvieran a treinta metros a la
redonda. Las minas anticarro eran tan sensibles que se las podía hacer
explotar con una piedra. Además, siempre había algunas que no estallaban.
Se dio cuenta de que las minas eran un gran problema, pero no
insuperable. Por otra parte, había un punto débil: a los alemanes ni se les
ocurriría minar el campo que quedaba detrás de sus barracones. Si los
tanques rusos, los partisanos o los judíos evadidos activaban las minas, la
metralla atravesaría las ventanas o las paredes de madera, con peligro de
matar a los oficiales que estaban dentro. Lo que los alemanes habían
enterrado detrás de sus barracones seguramente debían de ser bengalas.
—Averigua qué hacen los judíos en la zapatería y en la sastrería —le
dijo a Leitman una noche—: quién supervisa a los trabajadores, si los
nazis visitan regularmente los talleres…
Solomon volvió media hora más tarde.
—Los talleres los supervisan miembros de la Organización —informó
—. Los alemanes y los ucranianos piden botas, uniformes, zapatos para
sus mujeres. Van por allí a tomarse las medidas y a probarse las prendas.
Nadie controla los talleres regularmente. A veces se descuelgan por allí
Wagner o Frenzel.
Solomon siguió explicando que, en el campo II, los alemanes y los
ucranianos visitaban los almacenes, especialmente después de un nuevo
transporte, en busca de ropa, de regalos o de cosas para vender. Le contó a
Sasha cómo se reunían y guardaban los objetos de valor en el edificio de la
administración.
—Los alemanes son codiciosos —dijo Solomon—. Se los puede tentar.
Pechersky saboreó la información. Abría todo tipo de nuevas
posibilidades. En su mente se agolpaban las ideas.
—Averigua cómo funciona el sistema de permisos; si hay algún hábito.
Consigue todo lo que puedas.
Además del factor sorpresa, la rutina y los hábitos eran vitales para
cualquier fuga, y Pechersky lo sabía. Si podía encontrar un momento en
que los alemanes estuvieran menos vigilantes, en que pudiera predecir sus
acciones y sus reacciones, entonces los judíos podrían tener una
oportunidad.
Sasha paseó la mirada por el patio. Por el momento, todo marchaba
como un reloj, tan bien como la propia maquinaria nazi. Vio cómo
Solomon se mezclaba con los demás, charlando con unos y con otros. Le
sonrió a Luka, que estaba junto a él. La aventura y el plan eran las únicas
cosas que lo habían mantenido vivo las dos últimas semanas. Le daban
esperanzas, lo ayudaban a superar los largos días de incertidumbre, de
miedo, de trabajo agotador. Y además estaba Luka, agraciada y bonita, casi
inocente, dentro del corrupto y cruel mundo de Sobibor. Le estaba
cogiendo cariño, y odiaba la mentira y el engaño en que se basaba su
relación, pero no podía decirle la verdad ni implicarse emocionalmente
con ella. No podían convertirse en amantes, por más que la deseara. Hacía
tanto tiempo que no estaba con una mujer, pero necesitaba toda su energía
para la fuga. Nada podía interferir en eso: la vida de seiscientos hombres y
mujeres dependía de él. Necesitaba sentirse libre para concentrarse en su
trabajo, mental, física y emocionalmente libre.
—¿Qué edad tienes, Luka? —le preguntó Sasha una noche.
Estaban sentados sobre unos tablones de madera, a la puerta del
barracón de las mujeres. Ella fumaba el cigarrillo que había conseguido a
través de una de las holandesas que clasificaban en el campo II, que era
donde trabajaba, alimentando con lechuga a cien conejos de angora y
limpiando sus jaulas. Eran las mascotas de Frenzel, y el alemán era tan
solícito con ellos como un criador de martas cibelinas.
—Dieciocho —respondió ella.
—Yo tengo treinta y cuatro —comentó Sasha—. Casi tengo edad para
ser tu padre. Me debes obediencia como a un padre. —La chica despertaba
en él sentimientos encontrados. La deseaba, pero también ansiaba
protegerla como un padre, como si fuera su propia hija. Estaba planeando
una fuga no sólo para Solomon, Boris, Kalimali, Feldhendler o el pequeño
orfebre, sino también para Luka.
—Bien —dijo ella, moviendo graciosamente la cabeza. Estaba
empezando a gustarle ese ruso amable pero firme—. Te obedeceré.
—Entonces deja de fumar. —No se dio cuenta de la contradicción que
había en su exigencia. Ahí estaba, en un patio rodeado por alambre de
espino, por torres de vigilancia, ametralladoras y látigos, por el olor a
muerte, y se preocupaba por la salud de la chica.
—No puedo —contestó ella—. Son los nervios.
—Ni nervios ni nada. Es sólo un mal hábito.
—Por favor, Sasha. No digas eso. ¿Tú sabes dónde trabajo? Con los
conejos. A través de las rendijas del cercado puedo ver a los hombres y a
las mujeres desnudos, incluso a los niños, marchando hacia el campo III.
Los veo y empiezo a temblar como si tuviera el tifus, pero no puedo volver
la cara, no puedo cerrar los ojos. Sasha, a veces gritan: «¿Adónde nos
llevan?», como si supieran que los estoy escuchando. Tiemblo cuando me
hablan, pero me limito a mirarlos por la hendidura. ¿Debería
responderles? ¿Decirles que van a la muerte? ¿Los ayudaría eso, Sasha?
No era una pregunta, sino un grito de dolor. La intensidad de su
emoción hizo que el hombre sintiera deseos de rodearla con sus brazos y
de decirle que no se preocupara, que él cuidaría de ella, que la sacaría de
aquel infierno, que acabaría con los nazis y las cámaras de gas, pero sin
embargo se quedó allí sentado, escuchando. La dulzura de su mirada le
transmitió a la chica lo que estaba pensando.
—No, Sasha —continuó Luka—. Al menos mueren sin llantos, sin
gritos, sin humillarse ante sus asesinos. Pero es tan terrible, tan terrible,
Sasha.
Esa noche, Luka le contó que no era judía holandesa, sino judía
alemana, de Hamburgo. Su padre había sido un antinazi, y cuando Hitler
accedió al poder, la Gestapo ordenó su arresto. Él se escondió.
—Golpearon y torturaron a mamá —dijo con naturalidad—. A mí
también, pero no les dijimos dónde estaba papá. Más tarde huimos a
Holanda.
Cuando los nazis tomaron Holanda, explicó, su padre consiguió
escapar otra vez, pero cogieron al resto de la familia y los mandaron a
todos a Sobibor.
—Mis dos hermanos fueron al campo III —declaró—. A mi madre y a
mí nos seleccionaron… Dime, Sasha, ¿dónde acabará todo esto?
Quiso contarle lo de la fuga, decirle que no perdiera las esperanzas,
que tuviera fe, pero había jurado guardar el secreto y dejó la pregunta sin
respuesta.
Durante los días que siguieron, Pechersky seleccionó la información
que había obtenido de Feldhendler, y él y Leitman se quedaban
conversando hasta bien entrada la noche, analizando lo que ya sabían.
La Organización controlaba todos los talleres del campo I y mantenía
el liderazgo en el campo II. Eso sería el factor más decisivo en cualquier
plan de evasión, y Pechersky tendría que trabajar en torno a él. El
problema era que no había nadie en la Organización que estuviera
acostumbrado a matar, a excepción de Kalimali y él. Si el plan requería
asesinar a sangre fría, no estaba seguro de poder contar con la
Organización.
La lealtad de los Kapos como grupo todavía estaba por demostrar.
Habían sacado del medio al Berlinés, y Porzyczki había ayudado a
matarlo, lo cual hacía que la Organización tuviera algo con que
amenazarlo en caso de necesitarlo o de que se convirtiera en un problema.
En algún momento habría que resolver el asunto de la lealtad del Kapo,
porque sería difícil planear y ejecutar un plan sin ayuda de algunos Kapos.
La reacción del resto de los judíos ante una fuga era algo que no
conocían. Había delatores, siempre los había, pero nadie sabía con
exactitud de quiénes se trataba. Algunos de los prisioneros estaban
demasiado débiles como para tratar de escapar… o al menos ése sería su
razonamiento. Era posible que los judíos alemanes u holandeses, que no
hablaban polaco, fueran reacios a abandonar Sobibor, pensando que el
riesgo de captura y muerte fuera de allí, en los bosques, era mayor que el
riesgo de muerte en el campo. Era posible que algunos judíos alemanes
prefirieran quedarse en lugar de huir, convencidos de que eran especiales y
de que los alemanes los tratarían en consecuencia. El problema de las
reacciones era irresoluble. Ningún plan eficaz podía basarse en el supuesto
de que todos o al menos la mayoría de los judíos escaparían. El secreto era
la clave. ¿Tendría la Organización la disciplina necesaria para mantener el
plan en secreto? ¿Podrían controlar los nervios y actuar como si no pasara
nada durante días? ¿Hablarían en sueños? Fuera lo que fuese, Pechersky y
Leitman llegaron a la conclusión de que la Organización no debía ser
informada de todos los detalles del plan ni de la fecha y la hora hasta el
último minuto.
Como los alemanes tenían tantos permisos, en ningún momento había
muchos vigilando el campo. Así pues, suponiendo que todos ellos fueran
armados con una ametralladora —cosa poco probable—, sólo tendrían que
ocuparse de quince o veinte. Como nadie conocía el calendario de
permisos, no había manera de planear la fuga basándose en quién estaba o
no estaba en el recinto en un momento dado. En cualquier caso, los tres
nazis más temibles eran Reichleitner, el Kommandant, a quien los
alemanes y los ucranianos respetaban y temían, y Wagner y Gomerski, que
eran listos, desconfiados y totalmente impredecibles.
Los doscientos ucranianos, todos ellos bebedores empedernidos, eran
obedientes, indiferentes y carecían de líder. Además, dependían de una
rígida rutina y de las órdenes de los alemanes. Dos cosas eran ciertas: no
actuaban de manera independiente y no prestarían la menor ayuda a los
judíos. Aunque odiaban a los alemanes, la mayoría de los blackies odiaban
a los judíos por lo menos con igual intensidad. Y los que no, no
levantarían un solo dedo para ayudar si eso implicaba correr un riesgo. De
hecho, iba contra sus intereses ayudar a los judíos, porque si conseguían
escapar, aunque sólo fuera unos cuantos, los nazis se desquitarían con los
guardias. Eran blackies porque estaban dispuestos a vender su lealtad al
más fuerte; estaban dispuestos a ponerse de parte de los partisanos o de los
rusos cuando eso fuera lo más conveniente, pero con el frente todavía a
novecientos kilómetros, todavía no era así.
Los ucranianos de servicio no llevaban ametralladoras porque los
alemanes no confiaban en ellos, pero nadie sabía cuánta munición llevaban
para sus máuseres semiautomáticos. En vista de todo esto, era difícil
calcular cuántos judíos podrían morir si los ucranianos de las torres eran
buenos tiradores. De todos modos, Pechersky no se preocupaba demasiado
por los rifles; lo peor eran las ametralladoras.
El punto más débil del campo era la entrada principal. Allí sólo había
una empalizada, ni foso, ni minas, lo cual daba a los judíos la posibilidad
de cruzar corriendo las vías hasta detrás de la estación de Sobibor y de
internarse en el bosque. O siguiendo las vías, llegar hasta más allá de las
minas y luego, atravesando los campos, hasta el bosque. La entrada
delantera era también el mayor riesgo, ya que estaba vigilada día y noche
por un alemán con una ametralladora.
Sólo había dos momentos idóneos para escapar: por la noche o en el
crepúsculo. Eso daría a los que consiguiesen escapar la oportunidad de
alejarse todo lo posible del campo antes de que amaneciera.
La armería propiamente dicha, que estaba cerca de la empalizada este
dentro del recinto de los oficiales, era inexpugnable. En su interior había
ametralladoras, granadas, rifles y pistolas, pero cualquiera que intentase
entrar estaría totalmente expuesto. Los guardias de las torres le dispararían
inmediatamente, sin dudarlo. Además, no era posible abrir la cerradura por
anticipado, porque ningún judío tenía acceso al lugar. Para conseguir
fusiles y munición habría que disparar a la cerradura o volarla. Sin
embargo, si conseguían llegar a la armería y apoderarse de las armas,
estarían mejor equipados que los nazis y que los ucranianos.
Aunque los prisioneros de Treblinka se habían sublevado, los alemanes
de Sobibor parecían muy pagados de sí mismos, y no habían reforzado la
seguridad después de lo ocurrido allí. Daba la impresión de que no les
preocupaba tener prisioneros de guerra en el campo, como si se
comportaran de un modo desafiante. Tampoco parecían darse cuenta de
que, para que el recinto funcionara bien, habían elegido a un grupo de
judíos afortunados, listos, emocional y físicamente fuertes, que los
odiaban incluso más de lo que ellos odiaban a los judíos. Eran
supervivientes dispuestos a correr riesgos, hombres que conocían el campo
mejor que los propios alemanes, ya que, salvo contadas excepciones,
llevaban allí más tiempo que ellos.
La estrategia de evasión debía tener una finalidad muy clara:
venganza, libertad o ambas cosas. ¿Querían los prisioneros matar a todos
los nazis que posibles y destruir cuanto pudieran del campo aun a costa de
que nunca consiguieran salir de allí? ¿Preferían la libertad y no correr el
riesgo de asesinar a más alemanes de los necesarios? ¿O debían tratar de
matar y destruir en la confianza de que algunos judíos escaparían?
Pechersky se debatía entre la fuga y la venganza, de modo que él y
Leitman decidieron trazar dos planes y elegir después el más factible.
10 de octubre de 1943
Era domingo, jornada de descanso para los nazis y los judíos. Sasha y
Solomon pasaron el día sentados en el barracón y en el patio, repasando
los detalles del plan. Sasha iba a presentarlo a la Organización en pleno la
noche siguiente y quería estar seguro de todo.
Como parte del plan global hablaron de introducir a alguien en la
cochera de los nazis para averiar los jeeps y los camiones —rajar algunos
neumáticos, quitar los distribuidores…— a fin de que los alemanes no
pudieran darles caza cuando hubieran salido, pero descartaron la idea. Era
demasiado arriesgada. ¿Y si los cogían en el garaje? Era un lugar
impredecible, y a los judíos no les estaba permitido ir allí. Aunque
pudieran entrar y salir sin ser vistos, Erich Bauer, el conductor del campo,
podía entrar en cualquier momento a buscar un jeep. Si no podía ponerlo
en marcha e imaginaba lo que había pasado, alertaría a los demás. La fuga
quedaría abortada en cuestión de minutos.
Barajaron la idea de que dos prisioneros de guerra, dos tiradores,
mataran a dos ucranianos justo antes del cambio de guardia y se pusieran
sus uniformes. Así podrían subir a las torres y apoderarse de sus rifles. Si
el plan funcionaba, los judíos podrían dominar al menos dos de las torres y
disparar a los alemanes y a los blackies. Pero Sasha y Solomon desecharon
la idea por demasiado arriesgada. No sólo les resultaría difícil aislar a los
dos ucranianos que querían matar, sino que alguien podía identificar a los
dos judíos vestidos con los uniformes de los blackies antes de que subieran
a las torres. Además, alguien podría sospechar al ver que los guardias que
habían terminado su servicio no bajaban. Era un plan demasiado
complicado.
Pensaron también en disfrazar a un par de prisioneros de guerra con
uniformes de las SS. (Siempre existía la posibilidad de que los sastres
confeccionaran un par de uniformes en un abrir y cerrar de ojos). Esos
hombres con uniforme de las SS podrían conducir a una brigada de trabajo
hasta la entrada principal, matar a los guardias allí apostados y mantener
la puerta abierta para que los demás pudieran salir. Pero Sasha y Solomon
también desecharon esta posibilidad por ser demasiado arriesgada. Si
llegaban a pillarlos, el resto de los judíos serían encerrados en los
campos I y II, y sería el fin de todo.
Finalmente llegaron a la conclusión de que, cuanto más complejo fuera
el plan, menos posibilidades habría de que resultara un éxito. El plan final
tenía que ser simple.
Esa noche, el kapo Porzyczki invitó al Politruk al taller de herrería a
disfrutar de la música y la comida rusas. El herrero había robado un
fonógrafo de un barracón del campo II lleno de mercancías para Lublin, y
Porzyczki había conseguido hacerse con algunos discos rusos, harina y
azúcar. Pechersky tuvo la sensación de que el kapo quería hablar.
Sasha, Solomon, Porzyczki y el herrero se sentaron en torno a una
mesa y comieron crepes espolvoreadas con azúcar y bebieron vodka, todo
ello con una suave música de fondo. La conversación no fue amena ni
fluida y después de unos cuantos rodeos embarazosos, Porzyczki le indicó
al herrero que se marchara y Pechersky hizo lo propio con Solomon.
—Quiero hablar contigo —dijo Porzyczki cuando los otros dos se
hubieron marchado—. Tal vez ya sepas de qué.
Pechersky tuvo la sensación de que el polaco estaba asustado.
—¿Qué le hace pensar eso?
—Y tú, ¿por qué tienes tanto miedo de que pueda adivinarlo?
—Desgraciadamente, me resulta difícil hablar con usted —dijo
Pechersky—. No entiendo polaco, ni alemán ni yiddish.
—No es buena excusa —repuso Porzyczki—. No pareces tener ningún
problema para hablar con Luka, y yo entiendo el ruso. No lo hablo bien,
pero si quieres puedes entenderme, soldado.
—¿Y por qué debería querer, kapo?
—Deja ya de jugar y escucha. Quiero una respuesta directa. Algo se
está cociendo, lo percibo. Los trabajadores están inquietos.
—Tienen buenos motivos —dijo Sasha.
—Sin duda, pero antes de tu llegada no era tan notorio. Es evidente que
estás planeando algo. Dicho claramente: una fuga.
—Son suposiciones, Porzyczki, sólo eso.
—Lo estás haciendo muy cautelosamente, ruso. Evitas las reuniones.
No mantienes largas conversaciones con nadie, excepto tal vez durante las
partidas de ajedrez. Pasas las tardes con la pequeña Luka; es una buena
tapadera para ti. —Porzyczki hizo una pausa—. La semana pasada te oí
decir: «Nadie hará el trabajo por nosotros».
Pechersky sabía que el Kapo lo había oído decir aquello porque
Feldhendler le había advertido que tuviera cuidado con el judío polaco.
Nadie sabía con certeza a quién era leal, pero sí que haría lo que fuera
mejor para el propio Porzyczki.
—Podría haberte matado sólo por decir esas palabras —declaró el
Kapo—, pero no lo hice. No lo hice, ¿verdad, ruso? Sé que no me tienes en
muy alta estima, y yo no voy a tratar de defenderme, pero sé lo que os
traéis entre manos. Sólo hablas con el pequeño judío de Varsovia, Leitman.
Él es tu portavoz. Nadie sospecha de él. Duermes en el camastro que está
junto al suyo; los dos habláis de vuestro plan por la noche. Lo sé, pero no
voy a delataros, ruso.
Porzyczki esperó que Pechersky dijera algo. Sabía que su lógica tenía
sentido.
—Siga hablando —dijo Pechersky—. Estoy escuchando.
—Sasha, llevadme con vosotros. Conmigo os resultará más fácil. Los
Kapos nos movemos por los campos I y II, podemos hablar con todo el
mundo. Los alemanes confían en nosotros, ni siquiera nos vigilan.
Pechersky no respondió.
—¿Por qué no? —rogó el Kapo—. No creo en los alemanes. Frenzel
nos hace todo tipo de promesas, nos concede privilegios, pero cuando
llegue el momento marcharemos junto a vosotros hacia las duchas.
—Me alegro de que lo entienda así, pero ¿por qué me habla a mí de su
problema?
—Tú eres el líder, soldado. No perdamos el tiempo en charlas inútiles.
Queremos ayudar. Queremos acompañaros.
—¿Queremos? —preguntó Pechersky—. ¿Quiénes?
—El Kapo Bunio y yo.
—¿Y el Kapo Spitz, el judío alemán?
—No es de fiar.
Desde que Feldhendler le había advertido que tuviera cuidado con
Porzyczki, Sasha no lo había perdido de vista. La chaqueta abierta, la gorra
ladeada, el Kapo se movía por el campo como si fuera un oficial de las SS.
Siempre llevaba el látigo en la mano y no vacilaba en usarlo. Andaba
detrás de una de las mujeres y no paró de darle la lata hasta que ella cedió.
Puede que incluso la hubiera amenazado con mandarla al campo III si no
se acostaba con él; a Pechersky no le habría extrañado de ese ladino. Sin
embargo, tal como había señalado Feldhendler, nunca había informado
sobre nadie.
—Dígame, ¿sería usted capaz de matar a un alemán? —preguntó
Pechersky de improviso.
El Kapo se quedó pensando un momento.
—Si fuera vital para el plan… si tuviera que hacerlo… sí, podría.
—¿Y si no lo fuera?
—Es difícil de decir… Nunca lo había pensado.
—Bueno, es hora de ir a la cama. —Pechersky no estaba dispuesto a
darle una respuesta al polaco sin haber hablado antes con Solomon y
después con Feldhendler—. Buenas noches.
Esa noche, en el barracón, Sasha y Solomon hablaron de los Kapos.
Sabían que tendrían que tomar una decisión en un sentido o en otro la
noche siguiente, durante la reunión de la Organización. Ambos estaban de
acuerdo en que los Kapos serían muy útiles, tal vez incluso cruciales para
el plan, pero ¿se podía confiar en ellos?
Pechersky se inclinaba por incluir a Porzyczki porque el Kapo había
dicho que no sabía con certeza si podría matar a un alemán. Si hubiera
sido un traidor, habría dicho: «Por supuesto. Lo que me pidas». Era una
base muy endeble para tomar una decisión tan importante, pero Sasha sólo
podía fiarse de su instinto. Se consideraba muy capaz de juzgar el carácter
de una persona. El Kapo polaco tenía tantas ganas como él de escaparse de
Sobibor, puede que incluso más. Porzyczki sería más peligroso si lo
dejaban fuera del plan.
Al final, Sasha y Solomon quedaron de acuerdo en que no se atrevían a
aceptarlo, no se atrevían a rechazarlo y no se atrevían a matarlo.
Capítulo 27
Mañana del 11 de octubre de 1943
Por la noche
Esa noche, la Organización se reunió en la carpintería, y dejaron vigías
apostados en el patio. Pechersky estaba listo para desvelar su plan, y en el
recinto se palpaban la tensión y el nerviosismo. Los Kapos fueron el
primer punto del orden del día.
El Politruk le contó a la Organización su charla con Porzyczki y
solicitó la opinión de los presentes. Todos estuvieron de acuerdo en invitar
a los dos Kapos polacos —Bunio y Porzyczki— a participar en la fuga,
pero no al alemán.
—Busca a Porzyczki —ordenó Sasha a uno de los judíos polacos.
Porzyczki era más importante que Bunio, quien no podía andar con igual
libertad por el campo II—. Tiene que oír esto. Lo vamos a necesitar.
En cuanto el Kapo llegó, el Politruk continuó.
—Aunque no estamos seguros de usted, Porzyczki —dijo Sasha—,
hemos decidido incluirlo en nuestro plan. Supongo que entiende en qué
situación se encuentra… Si fracasamos, seguramente será el primero en
morir, o a manos de los alemanes o a las nuestras.
—Lo sé —asintió Porzyczki—. No te preocupes.
—Bien. Nos entendemos. —A continuación Pechersky se volvió hacia
el resto del grupo—: Veamos el plan, camaradas. En la primera parte,
quitamos de en medio a los jefes alemanes, uno por uno, con el mayor
sigilo. Un instante de vacilación, y estaremos acabados. Hay que hacerlo
en una hora: si tardamos más, algún alemán puede notar la ausencia de
otro y dar la alarma. Mis soldados rusos los matarán con hachas; están
acostumbrados a matar.
»En la segunda parte del plan, nos fugamos. Para entonces, ya
tendremos algunas pistolas. ¿Alguna pregunta hasta aquí?
Nadie habló. Todos estaban contentos de que por fin fuera a pasar… lo
que habían soñado y comentado en voz baja durante meses. Era demasiado
tarde para volverse atrás; ahora ya era cuestión de inercia.
Pechersky sabía que así sería. Había contado con ello. Era importante
que creyeran que el plan podía y debía funcionar. Él no estaba convencido.
Sabía que matarían a unos cuantos alemanes, pero nunca llegarían a la
revista. Eran tantas las cosas que podían salir mal que seguramente alguna
se torcería. Si la Organización tenía suerte, verdadera suerte, un puñado de
prisioneros podrían llegar hasta el bosque.
—Pasemos ahora a los detalles —prosiguió—. A las 14.20, Porzyczki
encontrará una excusa para llevar a dos rusos de aquí, o sea, de la
carpintería, al campo II; los elegiré en el último minuto. Matarán a todos
los hombres que puedan antes de oír la señal de revista.
Pechersky había sabido por Feldhendler que no había una rutina firme
en el campo II en la que basarse. El plan de asesinatos tendría que ser
flexible. Ése era el eslabón más endeble de la cadena, pero al mismo
tiempo también el más fuerte. Lo imprevisible de la situación podía contar
en su favor o en su contra.
—Feldhendler se encargará de hacer acudir a los alemanes a los
almacenes con algún pretexto —explicó el Politruk—. Las ejecuciones
deberán haber terminado al cabo de una hora, a menos que yo ordene lo
contrario. Feldhendler decidirá a quién hay que matar, dónde y cuándo.
Los rusos harán el trabajo. Si surgen problemas importantes, se me
comunicarán a mí, excepto que no haya tiempo. Estaré todo el día en la
carpintería, ¿entendido?
»Si algún judío del campo II se presenta como un problema,
silenciadlo. Haced lo que haya que hacer; matadlo si es necesario. No
quiero que nadie pase del campo II al campo I después de las 15.30, a
menos que lo enviemos Feldhendler o yo.
Pechersky hizo una pausa para estudiar las caras de los presentes.
Había visto a muchos soldados antes de una misión importante, y ésas eran
las caras de unos soldados: tensos, nerviosos, asustados, casi
impresionados por la tarea que tenían por delante. Se preguntaba si se
darían cuenta de que iban a morir.
—El pequeño Drescher será el enlace entre Feldhendler y yo —
continuó Sasha—. Deberá informarme antes de las cuatro: quiénes están
muertos, cuántos, problemas… Entonces, al filo de las cuatro, los cables
telefónicos que conectan el campo II con el recinto de oficiales serán
cortados en ambos extremos. Eso retrasará las reparaciones. Al mismo
tiempo, se cortarán las líneas telefónicas que conectan con el exterior, lo
cual significa que, una vez que hayamos salido, los alemanes no podrán
pedir ayuda ni a Lublin ni a Wlodawa.
»La electricidad se cortará justo antes de la primera llamada a revista.
Tendremos más oportunidades en los bosques si los alemanes no pueden
ver qué diablos están haciendo. Feldhendler escogerá a los hombres para
cortar las líneas telefónicas y el generador. Elija a los hombres habituales
para que todo parezca normal.
No hubo ninguna objeción.
—Exactamente a las cuatro, empezaremos a matar alemanes aquí, en
el campo I. Los invitaremos a los talleres uno por uno… previa cita… pero
sólo a aquellos que tengan alguna razón para venir. Nadie debe sospechar.
No invitéis a nadie al taller de Shlomo: tenemos un topo allí.
»Dos rusos se esconderán en cada taller; ellos serán los que maten a
los alemanes. A las 16.30 tendrá que haber acabado todo también aquí.
El nerviosismo iba en aumento. Pechersky podía palparlo, y siguió
dando órdenes como si supiera exactamente lo que hacía. Tenían que
confiar en él.
—Contádselo a los de vuestros talleres que deban saberlo —prosiguió
—. Sería arriesgado que los cogiera por sorpresa. Si algún judío trata de
salir corriendo, si pierde los nervios, detenedlo, silenciadlo… sí, matadlo,
si es necesario. No hay elección.
»A las cinco empezará la segunda parte de nuestro plan. Los
trabajadores del campo II se presentarán a la revista como de costumbre.
No importa quién los conduzca: Bunio, Porzyczki o Spitz. Todo debe
parecer normal: que marchen, canten y aparenten estar cansados. Todo
menos parecer nerviosos. Ni un solo desliz. No vacile en usar el látigo,
Porzyczki.
La pulla hizo sonreír al Kapo.
—Al filo de las cinco y media, Porzyczki hará sonar el silbato para la
revista: ésa será la señal para la fuga. Formaremos como de costumbre.
Frenzel estará muerto, de modo que Porzyczki tomará el mando. Entonces
haremos una de dos cosas. La sorpresa será nuestra mejor arma.
»Formaremos de cuatro en fondo. Un equipo de rusos encabezarán la
columna; llevarán las pistolas que les hayamos quitado a los nazis.
Porzyczki nos hará marchar hasta la puerta principal, como si nos
condujera al bosque, como el Waldkommando. Los alemanes y los
ucranianos estarán tan confundidos sin sus jefes que no tratarán de
cortarnos el paso. Si tenemos suerte, saldremos de Sobibor sin problemas.
El camino no está minado. Mientras salimos, los rusos atacarán el arsenal
y volarán la cerradura. Si conseguimos entrar, estaremos mejor armados
que los nazis. Volaremos todo el campo.
»Si algo sale mal antes de cruzar la entrada, nos dispersaremos, cada
uno por su lado. Feldhendler se ocupará de que unos cuantos hombres
tengan cizallas para cortar las alambradas. Alentad a los que escapen a
arrojar piedras contra las minas. El mejor sitio para atravesar la alambrada
es por detrás de los barracones de los oficiales. Estoy seguro de que allí
sólo habrán enterrado bengalas, lo mismo que a izquierda y a la derecha de
la puerta principal; allí tampoco hay minas.
Nadie formuló las preguntas obvias: ¿Qué pasa si los nazis descubren
las ejecuciones antes de la revista? ¿Qué pasa si Porzyczki no puede hacer
formar a todos los judíos y marchar hacia la puerta principal? ¿Qué
posibilidades tendrían si llegaran al bosque sin mapas ni armas?
—Solomon y yo le hemos dado muchas vueltas —dijo Pechersky—. Es
el mejor plan. No tenemos elección. Nadie ha planteado objeciones, de
modo que queda aprobado. Nos reuniremos aquí mismo mañana por la
noche para un repaso final. Entonces fijaré la fecha. Y recordad: ni una
palabra a nadie, ni esposa, ni amante ni hermano ni amigo.
Ahí acabó la conversación y todos fueron abandonando la reunión uno
por uno. Pechersky sabía que mil dudas bullirían en sus cabezas, porque
sólo había una cosa cierta: quitarían de en medio a algunos nazis.
¿Cuántos antes de que los cogieran? No lo sabía. ¿A quiénes? Tampoco
tenía respuesta para eso.
Había otra cosa casi segura: no conseguirían llegar a la hora de revista;
algo saldría mal. Era inevitable que echaran de menos a algún nazi, que
algún judío tuviera un ataque de pánico y diera por tierra con todo el plan.
A lo mejor descubrían el corte de las líneas telefónicas. Algún nazi podía
gritar antes de morir o salir corriendo de la zapatería o de la sastrería,
vapuleado pero vivo. O puede que alguno viera el hacha escondida bajo la
chaqueta de alguien. No, pensaba Pechersky, nunca conseguirían llegar a la
hora de revista, pero al menos se llevarían consigo a algunos nazis cuando
murieran. Al menos morirían combatiendo, como los judíos de Varsovia,
Treblinka y Bialystok. Y si los nazis llegaban a descubrir el plan, todavía
era posible que algunos judíos pudieran cortar las alambradas y llegar al
bosque. A pesar de todo, merecía la pena correr el riesgo.
Una vez en el patio, Pechersky llamó a un lado al Kapo Porzyczki. El
Politruk había observado que en los últimos días los ucranianos
entregaban sus balas —unos cinco cargadores— a sus reemplazos durante
el cambio de guardia. Eso podía significar varias cosas: que los nazis no
confiaban en los blackies, que esperaban un levantamiento, o que los
ucranianos fuera de servicio tuvieran que dar caza a los judíos con rifles
descargados.
—Haga que mañana me asignen para hacer alguna reparación en el
barracón de los ucranianos —le dijo el Politruk a Porzyczki—. Tengo que
comprobar algo allí.
Capítulo 28
12 de octubre de 1943
Pechersky fue abriéndose camino entre los barracones de los blackies con
el pretexto de comprobar si las puertas estaban arqueadas. Cada barracón
tenía dos habitaciones. En la mayor dormían los soldados rasos en literas,
y se calentaban con dos estufas de leña que tenían unas planchas redondas
que podían quitarse para hervir agua. A lo largo de las paredes había
soportes parcialmente ocupados con máuseres, cada uno con cinco o seis
cargadores. En la habitación más pequeña dormían los oficiales
ucranianos, en camas individuales; allí había una estufa de leña y las
armas estaban guardadas en armeros.
No había nadie en el recinto de los oficiales, de modo que Pechersky
cerró la puerta a sus espaldas y cogió un rifle. Tratando de no hacer el
menor ruido, corrió el cerrojo. La habitación estaba vacía. Miró a ver si
había balas en el armario, pero no encontró ninguna, de lo que dedujo que
si las armas de los oficiales estaban descargadas, también los estarían las
de la tropa.
Esto satisfizo a Pechersky. Dudó de que las armas descargadas fueran
una gran ventaja para los prisioneros, pero la noticia animaría a la
Organización. Una pequeña señal más de que la suerte estaba de su lado.
Aquella noche tuvieron una breve reunión en la que Pechersky repasó
los puntos básicos del plan: matar a todos los alemanes que pudieran en el
campo II entre las tres y media y las cuatro y media, Feldhendler se
encargaría de hacer cortar los cables telefónicos en dos lugares al filo de
las cuatro, y la electricidad, inmediatamente antes de la llamada a revista;
matar a los alemanes en los talleres del campo I entre las cuatro y las
cuatro y media; en caso de ser sorprendidos antes de la llamada a revista,
cada uno tendría que responder de sí mismo; formación de cuatro en
fondo, con los rusos los primeros; salir del campo sin más; en caso de
verse sorprendidos, cortar las alambradas; los rusos se apoderarían del
arsenal.
Pechersky añadió unos cuantos detalles más: Porzyczki pondría a los
rusos a trabajar en los nuevos barracones del campo I. Los carpinteros
esconderían unos tablones y una escalera entre la maleza detrás de su
taller por si los prisioneros no podían salir del campo I. Los primeros en
salir colocarían los tablones salvando el foso. Los ucranianos fuera de
servicio tenían las armas descargadas, de modo que había que
acuchillarlos sin dudar si se interponían en su camino.
Pechersky hizo una pausa, en previsión de posibles preguntas.
—Nos fugamos mañana —dijo por fin. En el lugar había tanta tensión
que el aire podía cortarse con un cuchillo—. Poneos más ropa de la
habitual: en el bosque hará frío. Feldhendler conseguirá lo que necesitéis.
Shlomo se dejó llevar por el entusiasmo del plan.
—Yo puedo robar algunos rifles —declaró. Las palabras se le
escaparon como mantequilla fundida; no había pensado decirlas, de hecho,
ni siquiera se había planteado la posibilidad de pasar armas de
contrabando. Su atrevimiento le provocó un estremecimiento. No tenía la
menor idea de cómo conseguirlas—. Haga que algunos rusos se reúnan
conmigo en la cocina antes de la revista —le dijo al Politruk—. Tendré las
armas.
Pechersky no quiso decirle al muchacho que, si ya no estaba muerto
para la hora de la revista, estaría luchando por su vida en algún rincón del
campo. Tampoco le dijo que aunque consiguiera las armas no encontraría
munición para ellas. Pero cualquier cosa que pudiera levantar la moral de
la Organización en ese punto bien valía el riesgo, pensó Pechersky.
—¡Buena suerte! —le deseó, y le prometió que enviaría a un par de sus
hombres a la cocina por si el orfebre conseguía pasar las armas y
encontraba balas para ellas… eso si a las cinco todavía quedaba alguien a
quien mandar.
Se puso fin a la reunión. Todos se estrecharon las manos y se desearon
buena suerte, con la esperanza de poder matar a un nazi al día siguiente, de
poder atravesar las alambradas, de cruzar el campo minado hacia el
bosque de las Lechuzas y de ser los primeros en poder contar al mundo lo
de Sobibor.
Aunque todos los miembros de la Organización habían jurado
mantener la operación en secreto, el Politruk era el único que mantenía la
promesa. No sólo no se lo había contado a Luka, sino que ni siquiera había
informado a los hombres a los que había elegido para matar a los nazis.
Los demás miembros de la Organización filtraron el plan, aunque no
necesariamente los detalles, a sus amigos.
13 de octubre
El día amaneció soleado y claro, y los cincuenta judíos que ahora
tenían conocimiento de la fuga trataron de actuar como si el 13 de octubre
fuera un miércoles más. Observaron a Frenzel durante la revista para ver si
parecía nervioso, si daba la impresión de sospechar algo. Nada.
Las brigadas marcharon hacia el campo Norte y el campo II, como de
costumbre. Porzyczki asignó a Solomon y a otros diecinueve rusos a las
barracas en construcción del campo I, y a Pechersky a la carpintería.
Desde allí, el Politruk tendría una vista despejada del patio y podría ver a
cualquiera que se acercara al taller. Le hubiera gustado matar a Frenzel
con sus propias manos, pero Feldhendler se había opuesto a ello. El
Politruk tenía que estar libre para ocuparse de los problemas, había dicho;
no tenía que estar preocupado por una misión dura y peligrosa. Además, si
el Politruk mataba a Frenzel, ¿qué garantía había de que pudiera mantener
la cabeza y el corazón fríos para liderar el resto de la revuelta?
Feldhendler tenía razón. Una vez que el fragor de la batalla se apodera
de un soldado, es casi imposible que mantenga la cabeza en la guerra. Ése
es el trabajo de los generales que permanecen detrás de las líneas.
Además, Pechersky sabía que odiaba tanto a Frenzel que lo consumiría la
idea de matarlo, y que una vez que lo hubiera asesinado con su hacha, no
estaría ni mental ni emocionalmente sereno para tomar decisiones
cruciales.
El primer problema del día surgió a las nueve de la mañana. Un tren
lleno de oficiales de las SS llegó al apeadero que había fuera del campo.
Todos se encaminaron a la cantina; venían del campo de trabajo de Osow,
que estaba a doce kilómetros de Sobibor. Ninguno de los judíos podía
imaginarse a qué habían venido ni cuánto tiempo se quedarían. Cuando
vieron que a mediodía no se habían marchado, Pechersky desconvocó la
fuga, aunque la probabilidad de que hubiera alguna filtración sobre el plan
en las veinticuatro horas siguientes era alta. Era suicida tratar de huir con
tantos SS en el lugar. Además, no estaba seguro de que los nazis fueran a
mantener sus citas en los talleres una vez alterada la rutina del campo. Fue
así que, como un reloj destrozado por una bala, el plan de fuga se
interrumpió.
La Organización tuvo una breve reunión aquella noche, después de que
se fueron los huéspedes de las SS, en la que hablaron de las posibles
implicaciones de la visita. Algunos pensaban que habían tenido un día
libre y habían decidido pasarlo en el campo de exterminio, donde la
comida era buena y había mucho vino y vodka y unas cuantas chicas rusas;
otros sostenían que habían ido a ultimar los detalles del desmantelamiento
de Sobibor.
Pechersky vio que la Organización estaba desanimada, casi deprimida
por la decepción y el estrés emocional.
—No tiene ninguna importancia, lo haremos mañana —declaró—. El
mismo plan, sin cambios.
—Pero mañana es el primer día del Succos —objetó Feldhendler—.
Los judíos ortodoxos no querrán escapar en día santo.
Succos era el fin del Yom Kippur, el Día de la Expiación. Los días
santos conmemoran la protección de Dios a los judíos que, habiendo
escapado de Egipto, vagaron por el desierto durante cuarenta años hasta
encontrar la Tierra Prometida.
Pechersky no sabía si Feldhendler, hijo de un rabino, hablaba por sí
mismo o por otros judíos ortodoxos, pero no se le pasó por alto la ironía de
huir en el Suecos. Para algunos judíos afortunados de Sobibor, sería un día
para una nueva celebración, para agradecer a Dios su protección mientras
buscaran la Tierra Prometida de la libertad conseguida para ellos por el
Ejército Rojo.
—Los alemanes matan judíos en los días santos, ¿verdad? —le
preguntó a Feldhendler—. Entonces, nosotros también podemos matar
nazis en esos días.
Quedó decidido: el 14 de octubre sería el día, pasara lo que pasara.
Tanto daba que volviera Wagner o que no, que lloviera o hiciera buen
tiempo, que alguien enfermara, o que el mismísimo Himmler visitara
Sobibor.
Aquella noche, los barracones eran un hervidero de rumores. Nunca
había habido en el campo tanto nerviosismo, temor y esperanza. Ya no
había vuelta atrás. El destino de todos ellos estaba en manos de Dios… y
del Politruk.
Capítulo 29
Mañana del 14 de octubre de 1943
Una vez más, el día amaneció claro y radiante. Frenzel ni siquiera se dio
cuenta de que algunos de los judíos llevaban sus botas buenas y ropa de
invierno. Josel trataba se ocultarse de la mirada del nazi; tan sólo el día
anterior éste le había recordado que pronto le llegaría el turno: «No puedes
esconderte de mí —había dicho el alemán—. No lo intentes».
Si Josel conseguía rehuirlo hasta las cinco, tendría una oportunidad.
Shlomo les dijo a Nojeth, a Moses y a Jankus que se reunieran con él
en la cocina después del trabajo, antes de la llamada a revista. Después
llamó a Nojeth aparte, le recordó que llevara las cuatro bolsas de oro y le
habló de su promesa de conseguir rifles.
—Si no llego a la cocina —dijo—, cuida de Moses y de Jankus. Tú
eres el mayor. Quédate con ellos.
Nojeth se lo prometió. Pensaba que el plan era una locura y que
ninguno conseguiría salir con vida de Sobibor, pero sabía que quedarse en
el campo significaba una muerte segura.
—Ponte ropa de sobra y consigue un buen par de botas —le dijo Chaim
a Selma.
Chaim no se había sorprendido cuando un amigo le contó que iban a
fugarse, puesto que hacía más de un mes que sabía que la Organización
estaba tramando algo. Incluso conocía el plan de los Putzer, el plan del
incendio como distracción y el plan de atacar la cantina y el recinto de los
oficiales. Sin embargo, desde la llegada de los rusos, había observado que
Feldhendler y Shlomo, Szol y Mundek tenían un aire más confiado. Chaim
todavía no conocía los detalles de la evasión, pero los descubriría; su vida
y la de Selma dependían de ello.
Chaim también estaba preparado para huir. Se había envuelto las
piernas con vendas en las que había escondido billetes y monedas de oro, y
en el estuche de las gafas llevaba diamantes. Durante los once meses que
había pasado en Sobibor, jamás había abandonado la esperanza de escapar
algún día, aunque nunca había sabido muy bien cómo. Él no era un líder,
era consciente de ello, pero sí un buen soldado capaz de acatar la
disciplina. Sentía una pizca de decepción por no haber sido incluido en la
planificación de la fuga y en la Organización, así como por no haber sido
encargado de una misión, como otros. Pero Selma bien lo valía. Tomó la
determinación de que, si se le presentaba la ocasión de hacer algo, fuera lo
que fuese, lo haría. Y saldría de allí con Selma cogida de la mano. Si fuera
necesario, la arrastraría tras de sí y juntos cruzarían la puerta o la
empalizada. La amaba y estaba decidido: o escapaba con ella o moría con
ella en el patio, en las alambradas o en los campos.
—Espérame junto al cobertizo de los medicamentos —le susurró—. A
las cuatro en punto; sé puntual. Entonces te diré lo que sé.
Selma tenía miedo. No era sólo miedo a la muerte, era que no sabía
nada, ni cómo ni cuándo ni cómo ni quién, y la incertidumbre la corroía.
Además, todavía no estaba bien del todo. ¿Sería un estorbo para Chaim?
¿Moriría él por su culpa? Ella era una holandesa de ciudad, realmente no
había estado nunca en un bosque. Aunque la idea la asustaba, tenía a
Chaim para protegerla. Haría exactamente lo que él le dijera. Había
cuidado de ella hasta entonces y seguiría haciéndolo. Apretó la mano de
Chaim —«los novios», los seguía llamando Frenzel— y juntos marcharon
hacia el campo II, cantando:
Es war ein Edelweiss.
Ein kleines Edelweiss.
Ho-la-hi-di, Hu-la-la.
Ho-la-hi-di-ho.
Uno por uno, Pechersky fue llamado a sus soldados a la carpintería
para asignarles las distintas misiones. Boris fue el primero.
—Te conozco mejor que a nadie —dijo Pechersky—. No necesito
derrochar palabras. Irás a la zapatería armado con tu hacha. Recuerda, no
debes hacer el menor ruido. Ah, y no olvides coger sus pistolas.
Pechersky le dio a Boris un abrazo ruso. No tenía que preocuparse por
aquel minero corpulento y sencillo. Eran los alemanes los que debían
cuidarse de él.
Kalimali fue el siguiente. Pechersky contaba con su inteligencia y su
sangre fría. El caucásico se había graduado en la Universidad de Rostov
como ingeniero de transportes, y su educación contaba a su favor.
La parte más incierta del plan de fuga eran las ejecuciones en el campo
II, pues tenían un final abierto. Además, allí trabajaban más de doscientos
judíos, estaba cerca del recinto de los oficiales y en su centro se
encontraba el edificio de la administración de los alemanes. Una vez
muerto un nazi, era difícil mantenerlo en secreto. En cualquier momento
podía ocurrir algo, y Pecherski no estaría allí.
—Voy a darte el trabajo más duro —le dijo a Kalimali—. Porzyczki
vendrá al barracón a por ti alrededor de las tres y veinte. Tendrás que
trabajar junto con Feldhendler: él te irá señalando a los alemanes a los que
tienes que matar. Voy a mandar a otro ruso contigo. Llevad vuestras
hachas, y recordad que vais a matar a los primeros nazis; eso infundirá
valor a los demás. Si alguien demuestra miedo, reemplázalo. No se debe
obligar a nadie a matar.
Y se estrecharon las manos en silencio.
Pechersky reservaba a Frenzel para el grupo de Solomon, en el
barracón en construcción. Llamó al enjuto judío de Varsovia. Aunque no
era un prisionero de guerra, se fiaba de su buen juicio y quería asegurarse
de que acabarían con Frenzel sin armar jaleo y en el último momento. Si a
alguien podía echarse de menos en Sobibor, estando Wagner ausente, era a
aquel carnicero sonriente.
—Invítalo a entrar a ver las obras —le dijo Pechersky a Leitman—.
Busca una buena excusa. No tienes que hacerlo con tus propias manos. Si
quieres puedes mandar a uno de los rusos que estén allí para que lo haga.
Lo dejo a tu criterio, pero acaba con él.
—Lo entiendo —asintió Leitman—. Eso está hecho.
15.30 horas
Toivi estaba en el cobertizo del incinerador.
—Ahí vienen —le dijo Wycen en un susurro, aunque no había nadie
que pudiera oírlos. Feldhendler le había dicho a Toivi que cubriera las
ventanas con trastos por si la Organización decidía matar a un nazi allí. A
Karl el Ciego lo habían mandado a trabajar a otra parte, y Wycen era el
nuevo ayudante de Toivi.
Toivi echó una ojeada por las rendijas que quedaban entre las cajas que
cubrían la ventana. Vio a Kalimali, a Bunio y a otro ruso que caminaban
hacia el almacén de ropa. Entonces observó que Sender, uno de los judíos
del barracón de clasificación, avanzaba hacia su taller. Toivi abrió la
puerta.
—Ve a la entrada —le ordenó Sender al chico—. Quédate cerca del
holandés que la vigila. Trata de retenerlo allí y de que nadie entre ni salga.
Si alguien causa problemas, llámame. Estaré cerca vigilando.
Toivi llevaba un cuchillo en la bota, pero no estaba seguro de poder
usarlo contra un nazi, y mucho menos contra un judío. Le caía bien el
judío holandés, y se unió a él en la entrada como le había ordenado Sender.
Toivi se aseguró de permanecer de frente al almacén de ropa y a
Sender, y de que el holandés estuviera de espaldas a ambos. No pensaba
que el holandés fuera a dar la alarma sobre la fuga, pero podría notar algo
raro y atraer la atención de los guardias. Incluso podía dejarse llevar por el
pánico, porque su esposa también estaba en Sobibor.
—Es posible que mañana llegue un nuevo transporte —dijo Toivi. Era
el tema de conversación menos arriesgado, y ambos se pusieron a hacer
conjeturas sobre por qué habían dejado de llegar transportes.
Joseph Wolf, el alemán más tonto y el más fácil de engañar, fue el
primer nazi a quien el Putzer invitó al almacén a probarse una nueva
chaqueta de cuero. El alemán no sospechó nada. Cuando entró al almacén,
todo parecía normal. Allí había seis judíos apilando ropa. Uno de ellos se
acercó a él con la chaqueta mientras otro se colocaba detrás para ayudarlo
a ponérsela. Entonces Kalimali y el otro ruso, con las hachas en alto,
salieron de los cajones donde se habían escondido. Wolf cayó sin que de su
boca saliera un solo sonido.
Dos judíos lo arrastraron y, tras meterlo en un cajón, lo taparon con
ropa. Otros dos cubrieron la sangre con arena, y Kalimali y el otro ruso
volvieron corriendo a su escondite.
A continuación, el Putzer llamó al sargento Beckmann, que estaba
cruzando el patio, y le preguntó si quería una chaqueta de cuero nueva que
parecía hecha para él. Toivi vio cómo Beckmann se dirigía al almacén y
después vacilaba. El nazi se dio la vuelta como si tuviera la sensación de
que algo pasaba o como si acabara de recordar que tenía algo más
importante que hacer que probarse ropa. Se dirigió a su oficina en el
edificio de la administración, a apenas cien metros de allí.
El holandés empezó a sospechar algo. Por más que Toivi había tratado
de mantenerlo de espaldas al almacén, el judío había visto entrar a Wolf.
—Me pregunto por qué no habrá salido —le dijo el holandés a Toivi—.
Será mejor que vaya a ver.
No había tiempo para que Toivi llamara a Sender; tenía que moverse
con rapidez.
—Es una sublevación —barbotó el chico—. Wolf está muerto.
El judío holandés no intentó gritar ni dar la alarma. De haberlo hecho,
Toivi lo habría matado, aunque no estaba seguro de poder hacerlo.
—Quiero avisar a un amigo mío —dijo el holandés, y cuando hizo
intención de abandonar la entrada, Toivi hizo una seña a Sender. El chico
no sabía con certeza si quería advertir a un amigo o a los alemanes. Sender
llegó rápidamente.
—Ven conmigo —le advirtió, poniéndole al holandés la punta de su
cuchillo contra las costillas—. Estate quieto o te mato. —Condujo al
holandés al barracón, del equipaje, donde Toivi había trabajado durante
una temporada.
Después de haber matado a Wolf, Drescher se dirigió por el corredor
que daba al patio del campo I hacia la carpintería. Pechersky lo observaba
por la ventana. Era como si el chico caminara a cámara lenta. El ruso
trataba de leer su cara. ¿Había algún problema? ¿Había empezado? El
muchacho no daba la impresión de estar nervioso, ni siquiera parecía
asustado. En realidad, parecía aterradoramente tranquilo, tratándose de un
adolescente de once años.
—Acabaron con uno —informó el Putzer al Politruk con una sonrisa
de oreja a oreja—. Puede que tengamos un problema, Beckmann parecía
sospechar algo. —Cuando el Putzer se dio cuenta de que tal vez Pechersky
ni siquiera sabía quién era Beckmann, añadió—: Trabaja en el edificio de
la administración. No quiso entrar en el almacén.
Drescher aguardó instrucciones. Si tenían algún problema con el nazi,
pensó Pechersky, tendrían que solucionarlo desde el campo II. Él estaba
demasiado lejos como para decirles lo que tenían que hacer.
—Dile a Feldhendler que haga lo que le parezca mejor —indicó el
Politruk—. Dile que aquí estamos listos para empezar. Dile «Feliz
cacería», y mándame a Luka.
Acababa de irse Drescher cuando Leon Friedman cruzó la entrada con
ganchos para trepar en los zapatos y un cinturón de seguridad alrededor de
la cintura. Entró en la enfermería donde esperaba Josel.
Josel se había pasado la mañana vigilando al Kapo alemán.
Feldhendler le había dicho que tuviera ocupado a Spitz y que informara si
tenía la sensación de que el judío sospechaba algo. Josel sentía simpatía
por Spitz y pensaba que sería la última persona de Sobibor en delatarlos,
pero obedeció. Spitz no sospechaba nada.
Josel le había salvado a Friedman la vida en una ocasión. Como
muchos zapateros, que hacen la mayor parte de su trabajo en invierno,
Friedman había complementado su actividad trabajando como electricista
antes de ser llevado a Sobibor. Aquí se ocupaba de los teléfonos y
clasificaba zapatos en el campo II. Un día, Friedman había acudido a Josel
con un forúnculo en la ingle que le dolía tanto que casi no podía caminar.
Por suerte, Josel había conseguido algo de anestesia de contrabando.
Después de rociar con ella el forúnculo, abrió, limpió y vendó. La herida
se había curado y Friedman nunca lo olvidó.
Mientras clasificaba zapatos buscaba debajo de los tacones oro y
diamantes. Todas las semanas llevaba su botín a Josel, que lo enterraba en
el patio cerca de la enfermería. La noche del 12 de octubre, la víspera del
día en que se suponía que iba a llevarse a cabo la fuga, Joel desenterró el
tesoro y lo ocultó en la estufa de cerámica de la enfermería. Cuando
Friedman entró al filo de las cuatro, Josel dividió el dinero y las joyas a
partes iguales. Friedman temblaba de nerviosismo y miedo.
—Cálmate —le dijo Josel—. Puedes hacerlo. Todo saldrá bien.
El zapatero le dio un abrazo y lo besó en ambas mejillas antes de
atravesar el patio hacia el único poste de teléfonos. Rodeó el poste de pino
con la banda de seguridad, la pasó por su cinturón, afirmó los ganchos en
la madera y subió hasta lo alto, donde cortó todos los cables telefónicos. A
los guardias de las torres que quedaban por debajo de él nada les llamó la
atención.
Mientras Friedman trepaba por el poste, Chaim se dirigió hacia el
almacén de los medicamentos en el campo II, donde Selma lo esperaba
hecha un manojo de nervios. Se alegró tanto de verlo que casi se olvidó de
la curiosidad por lo que estaba pasando. Mientras simulaba buscar algo en
el cobertizo de las herramientas, Chaim había oído hablar a los miembros
de la Organización y se enteró de que estaban preocupados por Beckmann.
—Ya han muerto dos alemanes —le dijo a Selma—. No hay vuelta
atrás. Espérame aquí hasta la hora de la revista. No te muevas. Tengo que
saber dónde encontrarte.
Chaim volvió al barracón. Allí estaban el hermano menor del Kapo
Porzyczki y otro judío polaco, excitados y nerviosos; al parecer, estaban
esperando a alguien. Chaim oyó partes de su conversación: «Beckmann…
¿Deberíamos esperar?… ¿Dónde está?… ¿Por qué se rajó?… Necesitamos
a otra persona… Dos solos no podemos».
Chaim se ofreció voluntario. No era un asesino, pero no había vuelta
de hoja, como acababa de decirle a Selma. Si Beckmann los pillaba o
sospechaba demasiado, daría la alarma y los matarían a todos.
—¿Tienes un cuchillo? —preguntó el joven Porzyczki.
Chaim asintió.
—Vamos, entonces. Acabemos con él.
Capítulo 30
16.00 horas
16.15 horas
16.45 horas
El Kapo Porzyczki volvió del campo Norte con los prisioneros que
habían estado cortando leña. Le iba pisando los talones el sargento
Friedrich Gaulstich, de las SS. Solomon, que seguía esperando a Frenzel,
vio al nazi. Como no tenía idea de por qué el alemán acudía al patio,
cuando habitualmente trabajaba en las oficinas y los judíos casi nunca lo
veían, lo llamó desde la puerta.
—Herr Oberscharführer —dijo—, necesito su consejo. Estos perezosos
judíos están sin hacer nada. ¿Puede dedicarme un minuto, por favor?
Gaulstich se acercó presuroso y, tras él, el Kapo Spitz. Si los judíos no
estaban trabajando, tal vez fuera a necesitar a un Kapo que los azotara y
los pusiera en forma. Pechersky salió como un rayo de la carpintería. Spitz
era una amenaza. Faltaba menos de una hora para la fuga y no podían
correr riesgos.
—Saque a Spitz de aquí —le ordenó Pechersky a Porzyczki—. ¡De
prisa! ¡No deje que entre en los barracones!
—¡Eh, Spitz! —llamó Porzyczki. El judío alemán se dio la vuelta.
Porzyczki lo cogió por el codo—. No entres ahí —le susurró.
—¿Por qué? ¿Qué está pasando? —Spitz trató de soltarse.
—Si quieres vivir —lo previno el polaco—, no metas las narices en
esto. Han matado a la mayoría de los alemanes. Hemos estado vigilando
todos tus movimientos desde el barracón y estoy dispuesto a cortarte el
cuello si es necesario. —Porzyczki apoyó la punta de su cuchillo contra las
costillas de Spitz, con fuerza suficiente como para que el otro pudiera
percibirlo con claridad.
Spitz temblaba, pero obedeció. Un ruso se unió a los dos Kapos por si
tenían que ocuparse de Spitz en medio del patio.
En cuanto Gaulstich puso un pie en el barracón, Solomon salió
rápidamente de detrás de la puerta y le partió la cabeza con el hacha. Los
rusos lo llevaron a rastras hacia una esquina y se dispusieron a esperar a
Frenzel. Drescher había ido por segunda vez a recordarle al alemán que lo
necesitaban en el campo I, pero Frenzel no había hecho el menor intento
de seguir al Putzer.
Mientras tanto, Beckmann seguía en su oficina del edificio de la
administración. Había entrado a las tres y media, después de negarse a ver
la chaqueta de cuero, y no había vuelto a salir. Feldhendler había decidido
que era mejor matarlo, aunque había dormitorios de los nazis en dicho
edificio. Se acercaba la hora de la revista y Feldhendler no quería correr el
riesgo de que los SS empezaran a sospechar ahora, cuando estaban a punto
de dar la orden para la fuga.
El hermano pequeño del Kapo Porzyczki llamó a la puerta de
Beckmann; Chaim y otro judío se colocaron uno a cada lado.
—¿Sí? —contestó Beckmann.
—Soy Porzyczki. Tenemos un problema en el almacén. ¿Puedo entrar?
—Sí, sí, adelante —la voz de Beckmann sonaba impaciente.
Los tres judíos entraron en la oficina y cerraron la puerta tras de sí.
Beckmann estaba de pie delante de su escritorio; pareció sorprendido de
que hubieran entrado tres hombres, pero no alarmado. Llevaba el látigo y
la pistola colgados al cinto. Porzyczki era muy conocido en el campo II
por su hermano.
—¿De qué se trata? —preguntó Beckmann—. ¿Qué…?
Porzyczki agarró el brazo derecho del nazi y se lo retorció a la espalda,
le quitó la pistola y lo hizo girar para colocarlo frente a Chaim y al otro
judío.
Chaim empezó a asestarle cuchilladas mientras Beckmann se debatía
tratando de liberarse de Porzyczki. Tenía la mirada desorbitada e
incrédula; a cada cuchillada, gritaba y gemía.
—¡Por mi padre! —exclamaba Chaim cada vez—. ¡Por mi hermano!
¡Por todos los judíos!
La sangre salpicaba la cara y la chaqueta de Chaim. Dos veces dio en
hueso, el cuchillo rebotó y lo hirió en la mano y en la muñeca. Pronto
volvió a reinar el silencio en la oficina. Los tres judíos escondieron a
Beckmann detrás de su escritorio. No había tiempo para otra cosa, ni
tampoco para limpiar la sangre.
Selma esperaba frente al cobertizo de los medicamentos. Mientras se
debatía entre la preocupación por Chaim y el miedo a morir, se acordó de
su prima Minnie. Selma se había pasado por la lavandería más temprano.
«Tengo algunas setas frescas —le había dicho su prima—. Las voy a
preparar para esta noche. Ven a comerlas conmigo, y trae a Chaim». Selma
había querido contarle lo de la fuga y decirle que se pusiera ropa de
abrigo, que llevara comida o dinero, pero Chaim le había dicho que lo
mantuviera en secreto. Al tiempo que daba gracias de que Chaim y ella lo
supieran, Selma se sentía culpable por no habérselo dicho a Minnie.
Selma había visto a Chaim, a Porzyczki y al otro judío dirigirse al
edificio de la Administración y había presentido que algo importante
estaba a punto de suceder. Después oyó gritos desde el interior, alaridos
comparables con los de un cerdo en el matadero. Casi no podía respirar.
—¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! —decía una y otra vez—. ¡Chaim!
¡Chaim!
Mientras Beckmann gritaba, un camión dio vuelta a la esquina y se
dirigió a la administración. Erich Bauer iba al volante. Selma contuvo la
respiración, como si su aliento pudiera advertir a Bauer. «Lo va a oír»,
pensó.
—¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! ¡Chaim! ¡Chaim!
17.00 horas
Kalimali y el Kapo Bunio volvían del campo II. El joven ruso fue
directo a la carpintería a informar a Pechersky.
—Hemos acabado con cuatro —declaró—. Los teléfonos están
cortados; la electricidad, también.
—¿Dónde están las pistolas? —preguntó Pechersky.
—Yo tengo una. Las otras tres están todavía en el campo II.
Feldhendler está esperando al toque de formación.
—Dile a Solomon que salga —le ordenó Pechersky—. Tú quédate
dentro.
Pechersky estaba solo en la encrucijada. ¿Qué debía hacer con Frenzel?
¿Esperarlo? ¿Enviarle otro recado? ¿Tocar el silbato y seguir con el resto?
Si Frenzel acudía al toque de revista, podrían liquidarlo allí mismo. Se
inclinó por esperar un poco más. Solomon discrepó.
—Al demonio con él —dijo Leitman—. Tarde o temprano, tendrá lo
que se merece. Es la hora y cada segundo cuenta.
Pechersky se detuvo y escuchó durante un minuto. Los guardias de las
torres no parecían echar nada de menos. No se veía a un solo nazi por
ninguna parte. El cielo empezaba a nublarse, amenazando lluvia.
Pechersky respiró hondo e hizo una seña a Porzyczki. Ya estaba.
—¡Ahora! —le indicó Porzyczki a Judah, el barbero. Subió a la torre
del guardabosques, cogió su silbato y lo tocó por última vez.
Los judíos del campo II salieron de los barracones y los almacenes y
empezaron a formar desordenadamente. Y en el preciso instante en que
Bauer pasaba por la oficina de Beckmann con su camión, Chaim salió y se
unió a Selma. Bauer no lo vio.
Chaim estaba cubierto de sangre y temblaba.
—Beckmann —dijo mientras Selma trataba desesperadamente de
limpiarle la sangre de la cara, la mano y la chaqueta. Después rasgó un
pañuelo y le vendó las heridas de la mano y la muñeca.
No había ni alemanes ni ucranianos por el campo II; Porzyczki y Bunio
estaban ya en el campo I. A Feldhendler le preocupaba que a los
ucranianos de las torres les pareciera raro que nadie condujera a los judíos
al campo I. Todo tenía que parecer normal, les había advertido el Politruk.
—En fila —gritó Feldhendler—. En fila. —Esperó—. En marcha —
gritó, y entonces todos empezaron a cantar.
Es war ein Edelweiss.
Ein kleines Edelweiss.
Ho-la-hi-di, Hu-la-la.
17.10 horas
Todavía faltaban cinco minutos. El plan era tocar el silbato quince
minutos antes de la hora de revista. Entonces, el Kapo Porzyczki
conduciría a los judíos hacia la entrada principal. Frenzel seguía sin
aparecer. A Pechersky le daba la impresión de que nada anormal sucedía ni
en las torres ni en ninguna otra parte. No podía creer en su suerte. Jamás
había pensado que llegarían las cinco de la tarde sin que los nazis hubieran
abierto fuego. Pero el patio estaba a punto de estallar; no podía correr el
riesgo de esperar más.
—Ha llegado el momento —le dijo a Porzyczki—. Ahora.
Cuando éste tocó el silbato, el Kapo Spitz se irritó.
—No es la hora de la revista —empezó a gritarle a Porzyczki como si
estuviera enfadado porque el Kapo polaco se había excedido en su
autoridad—. ¡Todavía no es hora! —Porzyczki le clavó un cuchillo en el
estómago para hacerlo callar.
Sasha se dio cuenta de que ya no era posible una marcha ordenada
hasta la entrada principal. Era el momento de sorprender a los nazis y a los
blackies saliendo en estampida hacia las empalizadas. De un salto, se
subió a una mesa y gritó:
—Ha llegado nuestro día. La mayoría de los alemanes están muertos.
Muramos con honor. Y, recordad, si alguien sobrevive, debe contarle al
mundo lo que ha pasado aquí…
Justo cuando Sasha estaba acabando su pequeña arenga, un ucraniano
del campo II corrió hacia Erich Bauer, que estaba detrás de su camión
supervisando a Jacob y David, dos chicos a los que había ordenado que
descargaran unas cajas de vodka.
—Ein Deutsch kaput! —gritó el ucraniano—. Ein Deutsch kaput!
Jacob y David escaparon como ciervos. Bauer abrió fuego. Alcanzó a
David, pero no a Jacob.
Casi al mismo tiempo que Bauer disparaba, un judío gritó:
—¡Hurra! ¡Hurra!
Y fue como si un tornado se hubiera desatado en el patio. Los judíos
empezaron a correr en todas direcciones. Un grupo en el que se
encontraban Esther, Mordechai, Helia, Zelda, Eda y Abraham se dirigió a
la alambrada que había detrás del taller de carpintería. Como cruzados que
atacaran las murallas de un castillo, colocaron la escalera que los
carpinteros habían dejado entre la maleza y empezaron a saltar por encima
de la valla.
Varios cientos más corrieron hacia la entrada principal, gritando,
disparando al aire, enarbolando palos. Se lanzaron directamente contra
Albert Kaiser, un guardia ucraniano que iba en bicicleta hacia la entrada
del campo I y gritó algo así como: «Eh, hijos de puta, ¿no habéis oído el
silbato?».
Los primeros judíos que llegaron hasta Kaiser lo derribaron de la
bicicleta y lo acribillaron a cuchilladas. Uno de los judíos que estaban
junto a Toivi cortó el cinto del guardia y se apoderó de su pistola.
Para cuando la multitud llegó al recinto de los oficiales, habían
empezado a estallar las bombas en el campo Sur, detrás de la carpintería.
Entonces, los ucranianos abrieron fuego. Uno de ellos alcanzó a Esther,
que ya había cruzado el campo minado y se esforzaba, sin aliento, por
recorrer los metros que quedaban hasta el bosque de las Lechuzas.
Rusos armados con pistolas y dos rifles asaltaron el arsenal, pero
Frenzel, que estaba escondido detrás de un barracón, abrió fuego sobre
ellos con una ametralladora. Los rusos retrocedieron y lo intentaron una
segunda vez, pero Frenzel volvió a disparar. Entonces se dirigieron a la
alambrada.
El resto de los judíos, que por entonces ya eran una masa enardecida,
un cuerpo sin mente, corrieron a la entrada principal. Un alemán con una
ametralladora abrió fuego sobre ellos. Los que iban delante querían
volverse atrás, los que iban detrás seguían empujando hacia adelante
temiendo que los atacaran por la retaguardia. Las cercas empezaron a
ceder bajo el peso de los judíos que ya casi saboreaban la libertad. Toivi
estaba en medio de la multitud, cerca del frente. Cuando los judíos de atrás
empujaron, cayó y quedó enganchado en el alambre de espino.
Sasha buscaba a Luka, pero la multitud se la había tragado. Shlomo
perdió a Jankus, a Moses y a Nojeth. Eda e Itzhak quedaron separados,
pero Chaim seguía cogiendo fuertemente la mano de Selma.
Mientras las minas del campo que quedaba a la derecha de la entrada
principal empezaban a estallar, un pequeño grupo de judíos armados con
cizallas cortaron el alambre de espino que había detrás de «La Pulga
Alegre» y de «El Nido de la Golondrina», atravesaron la alambrada y
cruzaron el campo corriendo. Tal como Sasha había supuesto, allí no había
minas.
Pronto reinó el silencio, salvo por los gritos de los nazis y de los
ucranianos y los lamentos de los heridos. Todavía había ciento cincuenta y
nueve judíos dentro del campo I, atrapados allí por miedo o por haber
decidido quedarse donde pudieran estar más seguros. Había cadáveres
tendidos sobre el alambre de espino como espantapájaros. El patio del
recinto de los oficiales estaba sembrado con no menos de cien cadáveres y
judíos moribundos. En los campos se veían cuerpos y restos humanos
esparcidos.
Pero en el bosque, jadeantes, demasiado cansados como para sentirse
felices, había trescientos judíos. Todos ellos vivos y libres.
EL BOSQUE
Capítulo 32
Sasha
Sin saber cómo, Toivi se encontró entre las dos alambradas a la derecha de
la entrada principal. Ni sabía ni le importaba saber cómo había llegado
hasta allí. Sólo era consciente de que le quedaba por atravesar una
alambrada más para encontrarse fuera de Sobibor. Cerca de él estaba
Shlomo, con el rifle apoyado firmemente sobre el hombro derecho,
tratando de derribar a un ucraniano de una de las torres de vigilancia,
como un granjero que le dispara a una paloma apostada en su tejado.
Delante de Toivi, alguien acababa de abrir un agujero en el alambre de
espino con una pala. Toivi ya tenía la cabeza y los hombros fuera de la
alambrada cuando los judíos que venían detrás se abalanzaron sobre la
cerca. Algunos trataron de trepar por encima; otros se lanzaron contra ella
como un maremoto. La cerca se vino abajo y Toivi cayó de bruces a la
arena con la chaqueta de cuero, que había escogido cuidadosamente para la
huida, enganchada por cien espinos. Le pasaban por encima de los brazos y
de la espalda. Instantes después empezaron a estallar las minas frente a él.
Mientras los desaforados saltaban la cerca a su alrededor, Toivi logró
deshacerse de su chaqueta, que quedó colgada en la alambrada como si
alguien la hubiera puesto allí a secar. El muchacho corrió directo hacia el
bosque, cruzó el cinturón de minas cubierto de pequeños cráteres y de
judíos muertos, y dejó atrás las señales que decían «Peligro. Minas». Cayó
una, dos veces, y cada vez pensó que le habían disparado. Cuando por fin
llegó al bosque, se volvió a echar un último vistazo a Sobibor. Ahora el
campo estaba vacío. Él había sido uno de los últimos judíos en cruzarlo.
Toivi encontró a Sasha y lo siguió a través del bosque hasta las vías del
ferrocarril y a través del canal. Como los demás judíos, tuvo miedo cuando
Sasha se fue a comprar comida y a explorar. Esperó en los bosques hasta la
puesta de sol, pero era evidente que el Politruk no iba a regresar y que el
resto también tendría que dividirse en pequeños grupos.
A pesar de su juventud, Toivi tenía una cosa muy clara: su fuga de
Sobibor no había hecho más que empezar. La mayor parte de los polacos
no vacilaría en entregarlo, y la mayoría de los partisanos preferirían
matarlo antes que permitirle pastar en su terreno o admitirlo en sus filas.
Los judíos discutían. Los más viejos y débiles querían unirse a los más
jóvenes y llenos de recursos. Y los más jóvenes no querían que los
mayores, poco dispuestos a correr riesgos y amigos de mangonearlos y de
quejarse por todo, retrasaran su marcha. Toivi decidió formar equipo con
el pequeño Drescher, con Wycen, el chico de diecisiete años con el que
había trabajado en el incinerador, y con Kostman, que tenía veintiuno.
Después de caminar algún tiempo por el bosque, Toivi y sus tres
amigos vieron humo que salía de un grupo de cabañas. Los muchachos
empezaron a discutir. Estaban perdidos y hambrientos, pero ¿debían correr
el riesgo de llamar a una puerta? ¿Los entregarían los polacos después de
robarles el dinero? ¿Cómo podían defenderse si no tenían una arma? Todo
lo que tenían eran sus cuchillos.
El pequeño Drescher no estaba de humor para andarse con tonterías.
Dejó a los demás y llamó a la primera puerta a la que llegó. Toivi
observaba desde el bosque. Cuando Drescher salió de la casa, en lugar de
volver a donde estaban los demás, siguió camino. En cierto modo, para
Toivi fue un alivio que Drescher los hubiera dejado; el chico era tan
pequeño que tarde o temprano se habría convertido en un problema.
Después de andar una hora más bajo la débil luz del amanecer, Toivi
encontró una choza y un granero solitarios al borde de un campo. Los tres
chicos ya no estaban tan asustados como antes. Ya llevaban varias horas
andando solos, sin un Sasha que los protegiera. Habían sobrevivido y con
cada hora iban ganando en confianza. Además, necesitaban
desesperadamente saber dónde estaban.
Llamaron a la puerta. Al ver que nadie respondía, entraron. En el
interior sólo había una habitación con una mesa, dos sillas y una cama.
Sobre la colcha se desperezaba un gato, y debajo de ella había un chico
durmiendo. Después de todos aquellos meses en Sobibor, la choza le
pareció a Toivi un palacio. Tuvo ganas de meterse debajo de la colcha y
dormir hasta que la guerra hubiera terminado. Hasta el gato le daba
envidia.
Entró una mujer joven y, sin ver a los chicos que estaban detrás de la
puerta, se dirigió hacia la cama a despertar al muchacho.
—Buenos días —dijo Toivi. Sobresaltada, se volvió hacia él.
—Buenos días, caballeros —respondió en un polaco formal.
—Quisiéramos comprar algo de comida.
—Como veis, soy pobre —dijo la mujer—. Vivo sola en esta granja sin
un hombre, pero os daré lo que pueda.
Trajo pan y leche. Cuando hubieron vaciado las tazas de peltre,
pidieron más. La mujer, reservando apenas lo necesario para sí misma y
para su hijo, volvió a llenar las tazas. Kostman le ofreció un anillo de oro
como pago por el desayuno.
—¿Por qué? —preguntó la mujer—. ¿Por la comida? Tonterías. Teníais
hambre y yo os di lo que pude.
Le insistieron para que cogiera el dinero. Después de todo, ella era
pobre y tenía un hijo que mantener, y había una guerra.
La madre pareció ofendida.
—Jesús dijo: «Da de comer al hambriento y de beber al sediento». —
Apartó el anillo con un gesto. Cuando se levantaron de la mesa, añadió—:
Supongo, muchachos, que venís de Sobibor, ese lugar donde queman a la
gente. Estuvieron buscando en el pueblo vecino ayer. Será mejor que os
marchéis de aquí.
—¿A qué distancia estamos del campo? —preguntó Toivi.
Ella frunció el entrecejo y fijó la vista en un punto de la pared como si
tratase de sumar los kilómetros.
—Sobibor… Sobibor… debe de estar a unos tres kilómetros. En un día
despejado se puede ver la torre del guardabosques desde detrás del
granero.
Toivi sintió que las fuerzas lo abandonaban. Había estado cuatro
noches enteras, casi ochenta horas, corriendo, tropezando, dando tumbos
por el bosque para encontrarse con que se podía ver Sobibor desde donde
se hallaban si el cielo estaba claro. Sintió ganas de llorar, de gritar. Nunca
lo conseguirían. ¡Nunca! Pero no iba a rendirse.
—¿Cómo se va a Lublin desde aquí? —preguntó finalmente a la mujer.
Los tres chicos estuvieron escondidos en el bosque hasta que
oscureció. Toivi asumió el mando. Ésa era su zona de Polonia. Conocía los
pueblos y las ciudades; conocía las carreteras. Decidió dirigirse a casa, a
Izbica. Estaba más seguro de encontrar allí a alguien que lo escondiera que
en un pueblo desconocido.
Siguieron la carretera; era más rápido, aunque arriesgado. Sin
embargo, no más arriesgado que correr en círculos por el bosque, donde no
conocía a nadie. En el asfalto, Toivi sabía exactamente dónde se
encontraba y adónde se dirigía. Los otros dos chicos lo siguieron.
A medianoche encontraron una señal: «Izbica, 12 kilómetros». Sólo
doce kilómetros y estaría de nuevo en casa. No es que tuviera ya una casa,
con su madre, su padre y su hermano todos muertos, pero la idea de
encontrarse en un medio familiar lo reconfortaba. Desde ese punto, Toivi
conocía la carretera tanto como conocía las calles del shtetl.
Se metieron en un pajar para dormir el resto de la noche aislados de la
humedad, ya que había empezado a caer una llovizna pertinaz y helada y
Toivi no llevaba chaqueta. A la mañana siguiente volvieron a internarse en
los bosques hasta que llegaron a las afueras de Izbica. Toivi dijo que
visitaría a una antigua amiga de la familia en la parte cristiana de la
ciudad y le ofrecería un buena suma de dinero para que los escondiera.
Explicó que la mujer había conocido y respetado a su padre y que era
buena y honrada. Kostman y Wycen se mostraron de acuerdo, pero primero
le quitaron a Toivi todo el oro, el dinero y las joyas, no fuera que se
sintiera tentado de abandonarlos como había hecho Drescher. Vestido con
la chaqueta de Kostman y con el cuello subido para ocultar el rostro, Toivi
entró en Izbica.
El chico apenas reconoció el shtetl. Los cristianos habían cavado en los
campos y destrozado las viviendas en busca de algún tesoro escondido.
Habían robado los muebles y la vajilla, las puertas y los cristales de las
ventanas.
—¿Quién anda ahí? —preguntó la amiga de la familia cuando Toivi
llamó—. ¡Dios mío! —exclamó cuando él respondió—. Vete. Tengo
miedo.
—Por favor, abra la puerta.
El pestillo se abrió y la puerta se entornó apenas.
—¿Qué es lo que quieres?
Toivi le dijo que le pagaría una gran cantidad de dinero si lo escondía.
Ella respondió que jamás aceptaría dinero de él, pero tampoco lo ocultaría
porque les tenía miedo a los alemanes. La matarían si se enteraban, y
cualquier vecino podría delatarla.
Toivi le pidió comida. Ella le dio un trozo de pan con mantequilla, pero
cuando el muchacho se disponía a guardarlo en el bolsillo para repartirlo
después con sus compañeros, se opuso.
—Cómetelo ahora —dijo—. Aquí mismo, o devuélvelo.
Tenía miedo de que alguien lo cogiera, explicó, y él pudiera decir de
dónde había sacado el pan. En ese caso, se la llevarían y la fusilarían. Toivi
comió el pan, le dio las gracias, y volvió a donde estaban sus amigos.
Cuando cayó la noche, los tres chicos salieron del bosque a algo más
de un kilómetro por detrás de Izbica, cruzaron un camino de tierra con
huellas de carros y subieron a una colina. A unos trescientos metros había
una huerta, una cabaña y varios graneros pequeños. Al acercarse a la
granja, un perro empezó a ladrar. La cabaña estaba vacía, había una
lámpara encendida en su interior y un tazón de sopa sobre la mesa. Los
chicos miraron en los graneros y en los establos, se situaron en medio del
patio y llamaron.
—¿Hay alguien en casa? ¿Hay alguien aquí?
Al ver que nadie contestaba, volvieron a la casa y, sin sentarse, se
bebieron la sopa.
—Vámonos —dijo Kostman, preocupado por la posibilidad de que los
cogieran. Afuera, el perro seguía ladrando. Se sintieron sobrecogidos. Al
salir de la cabaña, Toivi vio una luz que brillaba entre los arbustos.
—¡Granjero! —llamó—. ¡Granjero!
Un hombre alto, de hombros anchos, apareció de pronto. Su nombre
era Bojarski. Cuando vio que no eran más que unos niños, y tal vez judíos,
llamó a su esposa y a su hija. La chica reconoció a Toivi, con quien había
ido a la escuela pública.
Bojarski invitó a los chicos a comer algo. Toivi le pidió que los
escondiera, y le ofreció dinero a cambio.
Bojarski vaciló. Les dijo que volvieran al bosque, que lo pensaría y les
daría una respuesta por la mañana.
Apenas había amanecido cuando volvieron a la granja. Bojarski les dio
de desayunar, los ocultó en un almiar y les llevó el almuerzo. Esa noche,
después de bañarse y cenar, Toivi puso parte de su botín sobre la mesa de
Bojarski: joyas de diamantes, oro y platino, dinero alemán y
norteamericano, rublos, francos, florines holandeses… Eso, sumado a lo
que Toivi no le mostró al granjero, representaba varios cientos de miles de
dólares. La codicia brilló en los ojos de Bojarski.
La hija se probó varios anillos y la mujer unos pendientes de
diamantes, pero Bojarski todavía estaba indeciso. El riesgo era grande, y
eso por no hablar del tiempo que tendría que esconder a los chicos antes de
que llegaran los rusos, dijo. Necesitaba un día más; podían dormir en el
almiar.
A medianoche, Bojarski los despertó.
—Está bien —dijo—. Los rusos no tardarán en llegar.
Después de que le dieron aproximadamente una cuarta parte de su
dinero, Bojarski los condujo a una esquina exterior de su pajar, desprendió
un tablón de la pared y les indicó que se introdujesen allí, donde les había
preparado una guarida. El techo era el tablero de una mesa tapado con
paja; el fondo y dos laterales eran una gruesa pila de paja, y la pared
frontal, el lateral del pajar. El suelo estaba cubierto de hojas.
Todo marchó como la seda durante las tres semanas que pasaron en el
escondrijo, donde permanecían echados o en cuclillas. Bojarski les daba de
comer regularmente, y por las noches los dejaba salir al patio para hacer
ejercicio. Le pagaron para que les comprase un edredón, una lámpara de
queroseno y cigarrillos, pero cuando le pidieron que los condujera hasta
los partisanos para poder luchar contra los alemanes, Bojarski empezó con
evasivas. No conocía a nadie en quien pudiera confiar, dijo. Sería
peligroso intentarlo y él tenía que pensar en su mujer y en su hija.
Los chicos comenzaron a sospechar que el granjero no quería dejarlos
salir del nido hasta sacarles todo el dinero. No pasó mucho tiempo antes
de que empezara a «pedir prestados» un par de botas, una chaqueta, una
camisa que nunca devolvía, y pronto se quedaron sólo con la ropa interior,
unos pantalones y un jersey.
Una noche oyeron que el perro ladraba más alto y durante más tiempo
que de costumbre. Desde la casa de Bojarski se filtraban hasta el pajar las
voces. Entonces, varias personas entraron y empezaron a tantear la paja
con un palo y a revolverlo todo.
—¿Algún extraño por aquí? —preguntó alguien a Bojarski.
—No —respondió el granjero—. Nadie.
—Entonces, ¿por qué pareces tan rico últimamente —preguntó la voz
—, y tan bien vestido? Todos lo ven y quieren su parte. Vamos, entréganos
al judío y acabaremos con él.
Bojarski empezó a llorar, y entre sollozos seguía jurando que no
escondía a nadie.
Toivi sabía que, si los encontraban, los matarían a todos, Bojarski
incluido, por el dinero. Los hombres seguían hurgando en su nido, y cada
tanto un palo atravesaba la paja y entraba en el escondite a un palmo de
sus narices mientras ellos se apretaban contra la pared del pajar. ¿Habían
llegado tan lejos, habían sobrevivido tanto tiempo para morir a manos de
unos codiciosos cristianos polacos? Ni siquiera rezaban; no se atrevían a
moverse. Respiraban lo más silenciosamente posible y esperaban. Cuando
el perro dejó de ladrar supieron que se habían ido.
Bojarski regresó.
—¿Habéis visto? —se quejó—. Un poco más y nos habrían matado a
todos. ¿Qué vamos a hacer ahora?
Toivi le dijo que los hombres evidentemente se habían convencido de
que no escondía a nadie y que no volverían por allí. Le ofreció más oro y
le prometió cederle la escritura de su casa de Izbica después de la
liberación, y el granjero se tranquilizó.
Un día, Bojarski se puso en cuclillas junto al escondite y susurró que el
frente ruso estaba cerca y que los Volksdeutsche estaban abandonando
Izbica. «Los rusos llegarán pronto», dijo.
Los días iban pasando y Toivi oía los cañonazos a lo lejos; después, un
silencio interrumpido sólo por algún ladrido ocasional del perro de
Bojarski. El granjero les explicó que eran sólo partisanos rusos. Estaba tan
disgustado y enfadado que ya no dejaba salir a los chicos por la noche y
empezó a darles de comer una vez al día. Ellos llevaban la cuenta del
tiempo metiendo pajitas en una jarra.
Llegó y pasó la Navidad. Cuando se quedaron sin queroseno y sin
cigarrillos, Bojarski se negó a comprarles más. Le rogaron que los llevara
con los partisanos o con alguien que los condujera hasta ellos, pero
Bojarski se negó. ¿Qué podían hacer? No tenían ropa y era invierno;
morirían congelados. El granjero encontraría sus huellas en la nieve si
escapaban. Además, ¿adónde podían ir? Por malo que fuera Bojarski, ero
todo lo que tenían.
El granjero se volvió cada vez más imprevisible. Un día irradiaba
entusiasmo: «Chicos —les decía—. Estoy con vosotros hasta el fin. Os
esconderé hasta que vengan los rusos. Ya han empezado su ofensiva. Si
todo sale bien, estarán aquí dentro de un par de semanas». En otras
ocasiones, su ánimo decaía: «De haber sabido que esto iba a durar tanto,
nunca os habría escondido… —se quejaba—. Qué desdoro para mi familia
si la gente se entera de que he estado ocultando a unos judíos».
Los chicos sabían que era un juego, una nauseabunda triquiñuela para
sacarles más oro. Ellos pagaban, pagaron gustosos todo el invierno porque
preferían darle el dinero poco a poco que arriesgarse a que les robara y los
matara, como habrían hecho la mayoría de los polacos. Se sentían
afortunados: tenían un escondrijo y estaban fuertes. Vivirían más tiempo
que el granjero y, además, su provisión de oro y de diamantes duraría más
que la guerra.
Ya hacía cinco meses desde la última vez que se habían puesto de pie,
andado por el patio, respirado aire puro, tomado un baño o visto el sol.
Ninguno de ellos había enfermado. Seguían pidiéndole a Bojarski que les
devolviera su ropa, que les dejara entrar en su casa para lavarse y afeitarse,
que les diera una arma y los dejara irse. Un día les prometía todo menos el
arma; al siguiente les negaba todo. Tenían la sensación de que había
tomado una decisión, de que su avaricia y su miedo estaban acabando con
su paciencia, pero no tenían elección. El dinero era su única protección,
pero también su peor enemigo.
Era el 23 de abril de 1944. Llevaban cinco meses y medio viviendo en
una leonera. Los rusos todavía no habían cruzado el río Bug. Aquella
noche tenían más hambre que de costumbre porque Bojarski llevaba varios
días sin darles de comer y había clavado los tablones, dejándolos así
encerrados en su escondite. Ahora estaban en una prisión y Bojarski era su
carcelero. Era tarde, pero Toivi no podía dormir y oía el silbido del viento
por las hendiduras. Sin camisa, tenía frío, de modo que trató de apretarse
entre Kostman y Wycen, como solía hacer en lo más crudo del invierno,
pero Kostman quería más espacio. Se cambiaron de lugar. Antes de que
pudieran volver a conciliar el sueño oyeron pisadas en el patio. Tal vez
Bojarski, pensaron. A lo mejor les llevaba algo de comer; a lo mejor no
era tan mala persona, después de todo.
Las pisadas se detuvieron justo delante de la entrada. Kostman, que
estaba al lado de la pared, se echó boca abajo en el suelo para espiar por el
agujero que habían abierto entre la paja. Alguien empezó a arrancar las
tablas. Después, silencio absoluto, como si Bojarski estuviera escuchando
el sonido de su respiración. Esperaron a que el granjero susurrara algo.
Se disparó una arma.
—¡Maldita sea! —gritó Kostman.
Estaba tirado en el suelo, respirando con dificultad, como si se
estuviera ahogando y, sacudido por una convulsión, salpicó de sangre a
Toivi y a Wycen. Los dos se replegaron hacia un rincón. Kostman se quedó
en silencio, y en un momento de absoluta conmoción y terror se dieron
cuenta de que estaba muerto. ¿Les tocaría a ellos a continuación? A lo
mejor quien había disparado a Kostman, quienquiera que fuese, no sabía
que eran tres. A lo mejor se marchaba, simplemente se marchaba.
Volvieron a oír las pisadas, luego voces. Alguien empezó a arrancar la
paja alrededor de ellos. Como ratones, se replegaron aún más y esperaron.
—No están aquí —dijo una voz.
Toivi sintió cómo arrancaban la paja a su alrededor.
—Tengo a uno —anunció alguien, señalando con una linterna la cara
de Toivi y apuntándolo con un rifle.
—No, por favor —rogó Toivi—. ¡Por favor! ¡No me matéis!
El joven del rifle lo miró directamente a los ojos.
—¿Dónde está el primero? —preguntó.
—Muerto.
—¿Y el otro?
—Aquí, a mi lado.
Toivi oyó el disparo y se quedó sordo al tiempo que sentía una punzada
de dolor debajo del mentón. Sin pensarlo un momento, como si hubiera
hecho aquello toda su vida, cerró los ojos y se dejó caer inerme. Los
segundos pasaron. No sentía dolor, ni siquiera pánico. No estaba seguro de
estar muerto o vivo. Su tío le había dicho en una ocasión que tres días
después de morir todavía se puede oír y sentir. ¿Estaba muerto?
Toivi entreabrió un ojo, lo justo para ver cómo el hombre que le había
disparado hablaba con otro hombre. ¿Debía pedirle que acabara con él?
Sería mejor que morir lentamente o ser quemado vivo. Continuó
haciéndose el muerto.
Alguien le pasó una cuerda alrededor de los tobillos y lo arrastró fuera
del agujero abierto en la pared del pajar. De espaldas en el barro, mientras
una lluvia fría le empapaba el pecho y el vientre, vio las siluetas que se
introducían en el escondite. Se incorporó hasta que oyó pisadas y entonces
se dejó caer otra vez en el barro.
—A lo mejor convendría meterle otra bala —dijo Bojarski.
Toivi reconoció la voz del granjero y trató de poner el cuerpo rígido
como un cadáver. Debía dejar de temblar, si no, lo tocarían y se darían
cuenta de que estaba vivo.
El hombre que le había disparado se agachó para apoyarle la mano en
la boca. Entre los párpados apenas entreabiertos, Toivi vio que la mano se
acercaba y contuvo la respiración hasta que estuvieron a punto de
estallarle los pulmones. El hombre retiró la mano y comenzó a revisar los
dedos de Toivi en busca de anillos.
—No vamos a desperdiciar una bala —le dijo el hombre a Bojarski—.
Éste ya está tieso. —Dicho esto, volvió al agujero abierto en la pared del
pajar.
Un temblor incontenible empezó a sacudir a Toivi allí tirado en medio
del barro, temblaba de alivio, de miedo, de frío. Vio a los demás en el
patio, entre ellos, la sombra rechoncha de la señora Bojarski. Ahora no
tenía escapatoria. Tendría que permanecer inmóvil y esperar. A lo mejor lo
dejaban allí, bajo la lluvia, hasta que se hiciera de día.
—¡No disparen!, —le llegó el grito de Wycen—. No…
Tres sonoros disparos, un grito, después un disparo amortiguado y el
silencio. Los hombres arrastraron a Toivi al interior del pajar y lo pusieron
boca abajo en el suelo. La herida que tenía en la mandíbula sangraba ahora
profusamente. Oyó que los hombres daban la vuelta a la tabla de la mesa
que les había servido de techo y rebuscaban entre la paja como niños en
busca de huevos de Pascua.
—Revisaremos los andrajos de los judíos mañana, cuando haya luz —
dijo alguien—. No se van a pudrir para entonces. Entonces buscaremos
entre la paja.
Antes de irse, le quitaron los pantalones a Toivi.
—¿Kostman? ¿Kostman? ¿Todavía estás vivo? —musitó Toivi en
medio del pajar.
Encontró el cuerpo y lo tocó: su amigo estaba inmóvil. Le quitó el
mono lleno de sangre y se lo puso. Entonces buscó a Wycen entre la paja.
Él había sido el que había guardado la mayor parte del dinero y de los
objetos de valor en un monedero de cuero. Toivi pensó que, después de
cuatro disparos, Wycen seguramente estaría muerto.
Lo encontró boca arriba. Cuando se inclinó sobre el cuerpo para darle
la vuelta y así poder revisarle los bolsillos, le pareció que todavía
respiraba.
—Shmuel, ¿todavía estás vivo?
Wycen abrió los ojos de repente.
—Ah, eres tú —dijo casi gritando—. Pensé que eran ellos.
—¿Estás bien? —preguntó Toivi.
—Sí —respondió—. Sólo me alcanzó una bala.
—¿Tienes el dinero?
—Lo enterré entre la paja.
Buscaron el monedero y, cuando lo encontraron, salieron a gatas a la
lluviosa noche y corrieron hasta una fábrica de ladrillos abandonada de
Izbica donde Toivi solía jugar cuando niño; parecía que había pasado tanto
tiempo… Sólo cuando llegaron a la fábrica se sentaron a descansar. Toivi
se tocó la mandíbula. Había dejado de sangrar y sólo había un pequeño
orificio. Supuso que la bala habría rebotado en el hueso y habría ido a dar
entre la paja.
Después examinó la herida de Wycen. Los tres primeros disparos no le
habían dado, pero había gritado de todos modos para que pensaran que lo
habían herido. La cuarta bala se había alojado en un nudillo de su dedo
índice al cubrirse la cara con ambas manos. Unos milímetros de la bala
sobresalían del hueso.
Los chicos reconocieron que habían tenido suerte. Sabían que, si
podían evitar la infección, vivirían. También sabían que Bojarski los
buscaría por toda la ciudad y también por el bosque: habían sido testigos
de un asesinato y todavía tenían dinero.
Toivi y Wycen decidieron separarse. De esa manera, si cogían a uno, al
menos el otro podría escapar. Wycen volvió a internarse en el bosque.
(Toivi no volvería a verlo jamás). Toivi llamó a la puerta de Roman, un
católico que había sido compañero suyo de escuela y con el que solía
jugar. Roman habló con su padre y lo escondieron en el pajar. Le llevaron
comida, yodo y vendas.
Tres meses después, en julio de 1944, llegaron los rusos. Soldados de
uniforme verde montados en motos, en jeeps, en tanques con las escotillas
abiertas. Los alemanes habían huido hacia el oeste, hacia el pueblo
siguiente, hacia otros campos. Se había terminado. Toivi era libre. Había
sobrevivido, tal como siempre había creído que sucedería.
Pero ¿para qué? Para él ya no existía Izbica. Su madre y su padre
estaban muertos. Su hermano, al que había querido tanto, ya no estaba,
sólo eran un puñado de cenizas en Sobibor. No tenía parientes. Él fue uno
de los últimos judíos de Izbica.
Había soñado tanto con ese momento, con ver los uniformes verdes,
con ver correr a los alemanes, con oír el ruido de los tanques y de los
aviones sobrevolando la ciudad, con el olor de la victoria. Debería haber
estado radiante de alegría, pero sólo sentía tristeza.
Se sentía vacío y solo.
Capítulo 34
Esther
Después de una tarde tan terrible se merece una pequeña alegría. Estas flores son para
usted.
Capítulo 41
Los partisanos
Mi querido esposo… Todavía me tienen preocupada las heridas de su brazo… Sólo nos
importa sobrevivir a esta guerra. Espero que la suerte nos acompañe… Dios mío, permíteme
morir…
23 de abril: Esta mañana me desperté y oí cantar a un pájaro. Por un momento pensé que
había vuelto a Zwolle. Entonces recordé la realidad. Estoy esperando un hijo…
Hoy he pasado mi segundo cumpleaños con Chaim, mi querido esposo… Espero que los
rusos vengan y podamos vivir como seres humanos. Creo que estoy de tres meses, pero me
encuentro bien…
Ayer fue un día muy difícil. Estábamos deprimidos. Stefka vino y nos dijo que no creía que
le hubiéramos dado todo nuestro dinero. Quería el resto. Ya le habíamos dado miles. Es tan
avariciosa que lo quiere todo. Estamos en este pajar y el mundo está lleno de odio contra
nosotros…
Hace mucho calor. Aunque no nos movamos, sudamos… Hoy se puede oír el frente, pero
para nosotros, los judíos, la guerra ha terminado. Hemos perdido… Ayer nos dieron ocho
cerezas y unos cuantos fideos.
Julio: por primera vez este año pudimos lavarnos. Nos sentimos muy limpios. Espero que
también nos hayamos quitado de encima la sarna…
10 de julio: ya no lo soporto más. ¡Hay tantas moscas, y este calor! ¿Irá Stefka a Chelm
mañana a comprar más medicinas? Nos pasamos el día espantando a las moscas con
pañuelos. ¡Y el picor! La vida ya no tiene sentido. Tal vez podamos bajar esta noche…
Esta noche, toda la noche, he estado oyendo cómo se acercaba el frente. Se oyen muchos
aviones rusos. Mientras escribo, puedo ver muchos vehículos militares que se retiran. El
hermano de Adam vino de visita y dijo que a lo largo del Bug todo está ardiendo. Nos dijo
«Todo va bien en la guerra»… Los alemanes no se lo creerían… pero aquí estamos, fumando
un cigarrillo alemán…
23 de julio: Esta noche se oyen disparos. Los coches no dejaron de pasar en toda la
noche. Se oyen disparos por todas partes y en el aire…
24 de julio: No puedo creerlo. Estoy sentada con Chaim sobre la hierba y somos libres…
No puedo escribir todo lo que me ha pasado. Espero que algunos de nosotros vivamos
para contárselo al mundo y para vergüenza de todos los alemanes…
Capítulo 43
Sasha
—¿Hay algo más que quiera preguntarle a Sasha? —le dije a Tom
cuando hube terminado mi entrevista.
—Quisiera saber algo más acerca de cuando nos dejó en el bosque —
respondió—, pero ¿qué más puede añadir Sasha?
Caminamos hasta la plaza Roja para tomar algunas fotos y
despedimos. Olga me invitó a alojarme en su casa de Rostov en mi
siguiente viaje a Rusia. Todo fueron besos y abrazos.
Sasha me sonrió cuando me disponía a marcharme. En sus ojos había
picardía.
—Ni siquiera a su marido le da tantos besos —me dijo.
Capítulo 44
Sobibor
Cuanto más nos acercábamos a Sobibor, más tenso y callado estaba Tom.
Abandonamos la autovía de Chelm a Wlodawa y tomamos una carretera
asfaltada delimitada por bosques de pinos bordeados de abedules jóvenes
que montaban guardia como blancos centinelas. Pronto emergieron de
entre los árboles, a nuestra izquierda y paralelas a la carretera, las vías de
ferrocarril por las que transportaron a doscientos cincuenta mil judíos a las
cámaras de gas.
Cuando nos habíamos internado seis kilómetros en el bosque, la
carretera terminó abruptamente. A nuestra izquierda había una pequeña
estación de tren que parecía una cabaña. Colgado del tejado, encima de la
puerta, había un cartel blanco con una sola palabra: SOBIBOR. Un tren de
pasajeros jadeaba por la vía hacia Chelm, y una docena de viajeros
esperaban en el andén con su equipaje de mano. Detrás de la estación
había un grupo de pequeñas casas, entre ellas las tres que los ucranianos
habían usado como burdeles, plantadas sobre un terreno arenoso, sin
hierba.
La torre del guardabosques, tan firme como en 1943, dominaba el
horizonte del lado derecho de la carretera. Se encontraba en un campo
despejado cubierto en parte por pilas de tablas de pino prolijamente
colocadas a la espera de ser cargadas en vagones. A la sombra de la torre,
y rodeada por árboles que le daban sombra, estaba la casa de madera verde
de dos plantas donde habían vivido Stangl y Reichleitner. Con sus ventanas
bordeadas de blanco y protegida por una cerca de madera, parecía la casa
de un leñador. Uno hubiera esperado ver niños columpiándose en un viejo
neumático colgado de la rama de un árbol.
Después de la guerra, el gobierno polaco había convertido Sobibor en
un parque conmemorativo, y había contratado a un vigilante que vivía en
una casa de madera con un tejado a dos aguas muy empinado. Sin
embargo, hacía ya algunos años que el gobierno había despedido al
vigilante, y ahora Sobibor parecía un lugar abandonado.
La casa del vigilante, situada cerca de donde otrora habían estado los
barracones de los ucranianos, estaba siendo remodelada. Los leñadores
polacos dijeron que estaban transformándola en una taberna. Sobre la
puerta, alguien había pintado con caracteres negros: «Prohibido orinar
aquí».
En el pequeño aparcamiento habían crecido las malas hierbas entre las
losas del pavimento y habían invadido lo que aparentemente eran macizos
de flores. Los herrumbrosos postes de alumbrado apuntaban al cielo
abierto como árboles calcinados en un bosque quemado. Alguien había
robado todos los elementos de la instalación. En la plaza pavimentada
donde habían estado las cámaras de gas había una escultura de piedra de
seis metros de altura de una mujer medio quemada con la mirada vuelta
hacia el cielo. Un niño quemado se aferraba a su vestido de piedra. La
mujer tenía los ojos hundidos y su rostro reflejaba rabia, miedo, confusión,
como si se hubiera convertido en piedra mientras entonaba el Elí, Elí. A
sus pies había ramos de flores silvestres marchitas, la única señal de que
alguien había ido a visitarla. Las malas hierbas pugnaban por abrirse
camino entre las piedras, y el gran macetero de acero estaba lleno de
hierbas parduscas incapaces de sobrevivir bajo el sol de julio.
A unos sesenta metros, muy cerca de donde solían quemarse los
cadáveres sobre una plataforma hecha con vías del ferrocarril, había un
promontorio redondo de cenizas rodeado por una pared de piedra de un
metro de altura. Revolví el túmulo con el dedo y encontré un hueso del
tamaño del tapón de una botella.
Tom estaba destrozado.
—¿Entiende ahora por qué sueño con volver a vivir aquí —preguntó—,
con comprar algo de tierra… construirme una casa… cuidar el lugar…
hacer de guía?
Un autobús de cuarenta o cincuenta niños de todas las edades estaba
visitando Sobibor ese día. Los niños y sus monitores estaban acampados
en un lago cerca de la antigua pesquería situada en la propiedad del conde
Chelmicki, donde Stangl y su familia habían vivido una breve temporada
antes de que el Kommandant de Sobibor fuese transferido a Treblinka.
Ahora el lago era un popular lugar de recreo y la pesquería había
desaparecido.
Los niños se habían detenido ante una placa colocada sobre un muro de
piedra muy cerca de donde el camino bordeado por alambre de espino
conducía antes al campo II y al barracón donde se desnudaban los judíos.
Un joven monitor en pantalón corto, con gafas de sol, que lucía barba y
bigote prolijamente recortados, explicaba a los niños lo que decía la placa.
A sus espaldas, a la sombra de media docena de abedules, había tres mesas
para merendar.
La placa contenía una mentira histórica. Rezaba: «Sobibor. En este
lugar hubo un campo de exterminio nazi entre mayo de 1942 y octubre de
1943. En él mataron a doscientos cincuenta mil prisioneros de guerra
rusos, judíos, polacos y gitanos. El 14 de octubre de 1943, los prisioneros
se sublevaron. Después de luchar con sus guardias nazis, cuatrocientos
escaparon». La Comisión Polaca para los Crímenes de Guerra había
informado hacía ya más de treinta y cinco años de que Sobibor había sido
un campo de extermino exclusivamente para judíos.
—Perdóneme, Richard —dijo Tom—. Tengo que escuchar lo que les
está diciendo —Tom estuvo un par de minutos en el semicírculo formado
por los niños y luego volvió—. Espere —dijo—. Esto es muy importante
para mí.
El monitor estaba explicándoles a los niños, al futuro de Polonia, que
los alemanes habían gaseado a doscientos cincuenta mil personas en
Sobibor, civiles, mujeres, niños, pero no dijo ni una sola palabra sobre los
judíos.
Tom lo interrumpió.
—Yo estuve prisionero aquí, y escapé.
Los niños se apiñaron en torno a Tom como si fuera un entrañable
fantasma. Les contó la historia de Sobibor, señalando la plataforma a la
que llegaban los furgones llenos de judíos medio muertos; la imaginaria
entrada principal, los barracones para alemanes y ucranianos, las torres de
vigilancia, las alambradas y los talleres. Después llevó a los niños hasta un
sendero que conducía a los barracones y donde él había gritado alguna vez:
«Aquí el equipaje de mano», y al cobertizo donde les cortaba el pelo a las
mujeres. El camino ceniciento que atravesaba los pinos jóvenes que los
alemanes habían plantado en octubre de 1943 estaba un poco más al norte
que el original. Mientras Tom les contaba a aquellos niños, ávidos e
inocentes, cómo habían sido gaseados los judíos y cómo habían enterrado
los cadáveres, tenía que contener las lágrimas.
—¿Es verdad lo que dice la placa? —preguntó el monitor.
—En absoluto —dijo Tom—. Todos éramos judíos.
El monitor invitó a Tom a acercarse al campamento del lago y a hablar
al resto de los trescientos niños y a sus monitores. Tom se sintió satisfecho
y prometió volver otro día de esa semana.
Luego observó a los niños que se dirigían por el sendero de cenizas al
monumento de la mujer y el niño calcinados.
—Este viaje ha merecido la pena —me dijo—. Los niños deben saber
la verdad. Prométame que me enviará copias de las fotos donde estoy con
los niños.
Durante toda la hora siguiente, Tom me llevó a recorrer Sobibor.
Estaba tranquilo. Su nerviosismo había desaparecido; caminaba
lentamente y no me metía prisa. Parecía apaciguado y distante, como si
todo aquello le hubiera sucedido a otra persona, no a Toivi. Sin embargo,
no me pasaban desapercibidos su tristeza y el tumulto que se agitaba en su
interior.
Nos detuvimos donde había estado la entrada principal con su enorme
cartel blanco, «SS SONDERKOMMANDO», de frente al bosque de pinos al que
Toivi y Shlomo, Sasha y Boris, Selma y Chaim había corrido a refugiarse
mientras las minas estallaban a su alrededor y los ucranianos disparaban
desde las torres. Hicimos fotos ante la casa de Stangl, anduvimos por el
camino asfaltado que Toivi habían recorrido con su hermano y sus padres.
—Antes era mucho más bonito —señaló Tom—. Había hierba
prolijamente recortada y girasoles a lo largo del camino. El conjunto de
los barracones parecía un pueblo tirolés.
Paramos ante el lugar donde había estado el cobertizo del incinerador,
en el campo II, donde Toivi había trabajado con Karl el Ciego y Wycen, y
después fuimos al campo III. Tom señaló las flores secas al pie de la mujer
y el niño de piedra.
—¿Cree que son para los judíos? —preguntó.
No tuve necesidad de contestar, ya que ambos sabíamos que algunos
niños polacos las habían dejado allí para unos míticos antepasados a
quienes los nazis habían asesinado en Sobibor.
Nos dirigimos al lugar donde habían quemado los cadáveres. Tom
escarbó entre la hierba crecida con el pie y se agachó para recoger una
docena de fragmentos de hueso entre la arena y las cenizas. En la palma de
su mano parecían pequeños guijarros de una playa pulidos y blanqueados
por la arena.
—¿Por qué sigue viniendo aquí? —le pregunté.
—No lo sé.
—¿Volverá otra vez?
—No lo sé.
Ambos sabíamos que volvería al año siguiente, o al otro, y que lo haría
una y otra vez. Recordé que en Brasil me había dicho que no quería olvidar
nunca: se lo debía a su madre, a su padre, a su hermano y a todos los
judíos de Izbica. «Olvidar sería un insulto», había dicho.
Caminamos entre los árboles hasta el lugar donde Toivi les había
cortado el pelo a las mujeres, donde había oído los gritos, donde la
implorante salmodia a un Dios sordo había subido al cielo desde el
corazón de un pueblo creyente que no podía entender. Algunos años antes,
Tom había encontrado parte de la alambrada todavía clavada en los viejos
árboles a unos tres metros del suelo. Buscamos algún vestigio, pero no
pudimos hallar nada.
—¿Se da cuenta de lo irregular que está aquí el terreno?, —me hizo
notar. El bosque parecía sembrado de agujeros llenos de hojas y ramas y
suavizados por la erosión—. Eso es porque los polacos vinieron aquí a
cavar después de la guerra.
—¿A cavar?
—En busca de tesoros enterrados —aclaró Tom—. Durante unos diez
años siguieron viviendo con palas, hasta que el gobierno lo impidió.
Me contó que un verano estaba recorriendo el campo y oyó a un
sacerdote católico polaco que le hablaba de Sobibor a un sacerdote más
joven y a una mujer.
—Llamaba a los judíos «chuetas» entre otras cosas ofensivas —dijo
Tom—. Lo interrumpí y le dije: «No son chuetas, sino judíos. Es posible
que usted lleve el hábito de un cristiano, pero no tiene el alma de un
cristiano».
Dios quedó flotando sobre Sobibor como una gigantesca pregunta sin
respuesta. Era todopoderoso, pero parecía impotente ante el odio humano,
que no conocía fronteras. Omnisciente y, sin embargo,
incomprensiblemente indiferente. Omnipresente, pero distante. Todo
amor, pero sordo a los ruegos de su pueblo. Todo pureza, pero cubierto de
cenizas.
Pensé que era apropiado abandonar Sobibor envueltos en el misterio de
cómo es posible que los hombres sean tan crueles y su Dios tan sordo.
Desoyendo la advertencia del letrero que decía «Peligro - No acercarse»,
subí a la torre del guardabosques. El bosque de las Lechuzas se extendía en
todas direcciones, hasta donde podía abarcar la vista. No pude ver si había
granjas o ciudades y pueblos entremedias. Todo era silencio y tranquilidad.
Las tablas de pino apiladas debajo de donde me encontraba parecían
puentes de madera que cubrían un campo abierto. A mi espalda, el río Bug
atravesaba el bosque por algún lugar, se reunía al norte con el Vístula y
desembocaba finalmente en el mar Báltico en Gdansk. A lo largo de la
ribera oriental del Bug había torres de vigilancia desde las cuales soldados
rusos impedían que los ucranianos salieran de la Unión Soviética. En la
orilla occidental (el lado polaco), no había torres; a pocos polacos les
interesaba nadar hacia Rusia.
Me resultaba difícil creer que más de doscientos cincuenta mil
hombres, mujeres y niños hubieran sido asesinados en los campos de ahí
abajo y en los bosques, donde los pinos jóvenes luchaban con la maleza y
también los unos con los otros por sobrevivir un verano más.
Traté de imaginar cómo habrían visto Sobibor los ucranianos que en
aquel entonces estuvieron dentro de las torres como estaba yo ahora, pero
no pude.
Cerré los ojos y traté de oír los gritos, a los judíos cantando «Es War
Ein Edelweiss» mientras marchaban del campo I al campo II, los disparos,
el restallar de los látigos, los alaridos de Wagner, pero no pude.
El sol de las postrimerías de la tarde bañaba silenciosamente las copas
de los árboles, y el aire ni se movía. Ni siquiera los pinos susurraban como
se dice en los poemas que lo hacen. Miré hacia las cámaras de gas y
procuré oír el Elí, Elí, pero no pude.
Resultaba presuntuoso por mi parte intentarlo siquiera, porque Sobibor
estaba fuera de mi comprensión. No podía llegar a entender la
desesperación, el terror, el dolor, el grito desgarrador de un pueblo que
creía en un Dios que parecía no creer en ellos. Yo era un extraño metido en
una torre que miraba las huellas de la historia, unos pinos que tenían
treinta y ocho años, unos campos vacíos, las vías del ferrocarril y un cartel
solitario que decía «SOBIBOR».
Recordé que Tom me había dicho en Santa Bárbara que quería un libro
sobre Sobibor para que el mundo no olvidara. Lo había tranquilizado.
¿Cómo podría olvidar el mundo? Si de algo estaba seguro entonces era de
que siempre recordaríamos.
Ahora, de pie en la torre del guardabosques, sabía lo fácil que resulta
olvidar. Las hierbas y la maleza que lentamente iban invadiendo Sobibor
me lo demostraron. El cartel que decía «Prohibido orinar aquí», la placa
histórica llena de mentiras, las flores secas ofrecidas al monumento de
piedra de la mujer y el niño «polacos cristianos», el túmulo de cenizas que
se llevaba el viento y lleno de agujeros hechos por las marmotas, los pozos
cavados en el bosque por los buscadores de tesoros, los niños a los que
nunca les dirían que a los judíos los habían asesinado en Sobibor por odio,
indiferencia y avaricia… Todas ellas eran evidencias de lo fácil que resulta
olvidar.
Recordé la conversación que había mantenido con un judío durante mi
vuelo a la Unión Soviética para entrevistar a Sasha.
—¿A qué se dedica? —me había preguntado el hombre.
—Escribo —le había dicho.
—¿Qué?
—Libros. —Le expliqué el proyecto de Sobibor.
—¿Por qué quiere escribir sobre eso? ¿Quién va a leerlo? ¿A quién van
a interesarle trescientos judíos?
Sus preguntas habían quedado resonando en mis oídos durante días.
Recordé que Tom había sostenido en Brasil que habría otro holocausto.
Entonces no lo había creído, pero allí en Sobibor, como un investigador
muy por encima de la realidad, ya no estaba tan seguro.
Epílogo
Deseo darles las gracias a Miriam Gilbert, Mary Ann Larkin, Maya
Latynski y Krystyna Smith por sus servicios de traducción; a Feiga
Zylberminc de la sección hebrea de la Biblioteca del Congreso, por su
ayuda en la localización del material de investigación; a Sandra Vadney
por la compilación y la mecanografía del primer borrador de este
manuscrito; a Aviva Kempner y Esther Raab por la revisión crítica del
manuscrito; a Miriam Novitch por su ayuda para encontrar y entrevistar a
supervivientes en Israel y por su hospitalidad.
Por último, quiero expresar mi agradecimiento a mi editora, Frances
Tenenbaum, por su paciencia ante el retraso en los plazos de entrega del
manuscrito, y a mi esposa, Paula Kaufmann, por su apoyo y comprensión.
Fuentes
Prefacio
INFORME
Re: Lucha contra bandas.
Evento: Orden del Comandante n.o 11 del 11 de marzo de 1944, Abs. 105.
Doc. adj.: No hay.
En la tarde del 15 de octubre de 1944, unos trescientos prisioneros del Special Lager
Sobibor emprendieron —tras haber desarmado a parte de los guardias y matado a un SS
Führer (oficial) y a diez Unterführer (suboficiales)— una fuga que lograron parcialmente.
Desde el puesto de Policía Fronteriza de Chelm se despachó un Einsatzkommando en el
que figuraban los siguientes hombres de las SS:
Capítulos 1 a 5
La mayor parte de los capítulos 1 a 5 se basan en el libro de Stanislaw
(Shlomo) Szmajzner y en mis extensas entrevistas con él en Goiania,
Brasil, en abril de 1981.
Capítulo 6
Seguí al camión y me encontré ante el espectáculo más horroroso que haya visto en mi
vida. El camión se detuvo junto a una larga fosa, se abrieron las puertas y se echaron fuera los
cadáveres; todavía tenían los miembros flexibles, como si estuvieran todavía vivos. Los
arrojaron a la fosa. Vi a un civil arrancando dientes con unas tenazas y después me fui. Corrí
hasta mi coche y me marché sin decir nada más. Había llegado al límite. Había tenido
suficiente. Un médico de bata blanca me dijo que debía observar por la mirilla y ver lo que
pasaba en el interior de los camiones. Me negué. No podía. No podía ni hablar. Tuve que
irme, aterrado; puede creerme. Un infierno. No puedo con ello. No puedo con ello.
(Véase Hoehne, pp. 373 y ss.).
Capítulo 8
Sobibor estaba en constante expansión; incluso el día mismo de la
sublevación se estaban construyendo nuevos edificios. Por eso, resulta
imposible encontrar una descripción completa del campo que pueda ser
válida para un mes determinado. Mi descripción se basa en Rueckerl y en
el testimonio del sargento de las SS Erich Bauer.
Capítulo 9
Mi descripción del sistema de Sobibor se basa en Rueckerl, Novitch,
Szmajzner, Blatt y muchos otros supervivientes.
Capítulo 10
Este capítulo se basa sobre todo en mis entrevistas con Karski, su libro,
Walter Laqueur, Gitta Sereny, y Martin Gilbert, Auschwitz and the Allies,
Holt, Rinehart & Winston, Nueva York, 1981.
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Para datos estadísticos sobre los holandeses que los nazis enviaron
a Sobibor, véase Louis de Jong. Los alemanes debieron de llevar
registros de los diecinueve trenes que salieron de Westerbork para
Sobibor, ya que De Jong y otros han hecho una lista de las fechas de
todos los transportes y del número de judíos que iban en ellos.
Los detalles de lo que hacían los alemanes con lo que les quitaban a
los judíos están tomados de Léon Poliakov, Harvest of Hate,
Holocaust Library, Nueva York, 1979, pp. 77-82. Véase también
Sereny y Lucy Dawidovicz, The War Against the Jews, 1933-1945,
Holt, Rinehart & Winston, Nueva York, 1975. Thomas Blatt me dijo
que la mercancía era sacada de Sobibor y almacenada en Lublin.
Supongo que allí debían de venderla o enviarla a otra parte.
Algunos judíos polacos están sensibilizados actualmente acerca de
su desconfianza hacia los judíos holandeses. Thomas Blatt, por
ejemplo, parece pensar que he exagerado en cuanto a la
desconfianza, pero otros, como Szmajzner, Selma y Chaim Engel y
Esther Raab, han señalado que la desconfianza era fuerte por las
razones que he mencionado en este capítulo y en otras partes del
libro.
Capítulo 16
Capítulo 17
Para lo relativo a la sublevación en el gueto de Varsovia me he
basado sobre todo en Poliakov, Harvest of Hate, pp. 229-242. El
último mensaje de los judíos de Varsovia está tomado de Gilbert,
p. 131.
Además de los mencionados en este capítulo, Karski vio, entre
otros, a los siguientes escritores y editores norteamericanos: Ogden
Reid, editora del New York Herald Tribune; Walter L. Lippmann;
George Sokolsky; Leon Denned, jefe de redacción del American
Mercury; Eugene Lyons; Dorothy Thompson; William Prescott, del
New York Times, y Frederick Kuhl, del Chicago Sun. Congressional
Record, 15 de diciembre, 1981, E5847.
El relato de la visita de Karski al general Donovan se basa
exclusivamente en mi entrevista con Karski. El relato de su visita
con Frankfurter se basa en mi entrevista con Karski, en su libro y en
Laqueur. El relato de la visita de Karski al presidente Roosevelt se
basa en mi entrevista con Karski, en su libro y en el diario
publicado del embajador Jan Ciechenowski, Defeat in Victory,
Doubleday, Nueva York, 1947.
Para más detalles sobre el plan sueco, véase Sereny, pp. 215-217.
Para más detalles sobre la Conferencia de las Bermudas, véase
Laqueur, pp. 133-134; Gilbert, pp. 131-137, y Henry L. Reingold,
The Politics of Rescue, Holocaust Library, Nueva York, 1970,
pp. 167-208.
El relato de la visita de Karski a Zygielbojm (cuyo nombre en clave
durante la guerra fue Artur) está basado en mi entrevista con
Karski, en su libro, y en Laqueur. Para el material básico sobre
Zygielbojm, véase Aviva Ravel, Faithful Unto Death: The Story of
Arthur Zygielbojm. Filial Arthur Zygielbojm del Círculo del
Trabajador, Montreal (s/l). Las citas de las últimas cartas de
Zygielbojm están tomadas de Ravel, pp. 178-180.
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulos 20 a 23
Capítulo 24
Capítulos 25 a 30
Capítulo 31
Este capítulo está basado en los relatos de los testigos oculares Szmajzner,
Pechersky, Blatt, Raab, Josel, Engel y Lichtman, así como en los escritos
de Szmajzner, Pechersky, Blatt y Novitch.
Capítulos 32 a 35
Capítulo 36
Grupos fuertemente armados vagan sin cesar por las ciudades y los pueblos, atacan
propiedades, bancos, empresas comerciales e industriales, casas y grandes granjas. El saqueo
suele ir acompañado frecuentemente de asesinatos, que llevan a cabo los grupos de partisanos
soviéticos que se esconden en los bosques o bandas comunes organizadas de ladrones.
Mujeres y hombres, especialmente mujeres judías, participan en los asaltos… Acabo de dictar
una orden dirigida a los comandantes regionales y zonales para que empuñen las armas,
cuando sea necesario, contra esos saqueadores o ladrones revolucionarios.
Capítulos 37 a 43