Pablo Sánchez. Yo No He Muerto en México.

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Índice

PRIMERA PARTE
Yo no he muerto en México
El pacto
Un poco de leyenda negra
Y me fui a México, en efecto
Cholula y el México que no es eterno, pero sigue siendo real
El oaxaqueño y la rueda
El secreto
SEGUNDA PARTE
España, siempre España
Que no
Por fin tenía a mi público
Insospechada interferencia mágica
Breve historia de la crítica literaria latinoamericana
De la vida sexual en la Atlántida
Aquello que llamaban lucha de clases
TERCERA PARTE
El segundo horizonte
Villalobos
Diálogos
Apuntes de la noche del 13 en un diario no continuado
Técnicas de trascendencia
Formas obsoletas del espanto
Cirugía invasiva
Las torres de la ciudad sagrada
No creo que llegue a tener valor como coincidencia
Una típica clase para mexicanos sobre la España de los
ochenta
¿Y Judith?
La seducción de la totalidad (I)
Templo de la bipolaridad
CUARTA PARTE
Profanación
La seducción de la totalidad (II)
Detrás de la alambrada
La guardia nocturna (I)
Imagen del narrador desde fuera
La voz en grito
Me saludó un desconocido
Océano
Plegaria
El viaje dentro del viaje
La seducción de la totalidad (fin)
La guardia nocturna (II)
Vámonos, Villefort
La pirámide y la mentira
CRÉDITOS
Hay que acabar como sea con toda la magia del mundo.
PRIMERA PARTE
YO NO HE MUERTO EN MÉXICO

…Y
espero no hacerlo nunca, pero he visto muertes
(demasiadas) en México y he pensado mucho
sobre ese país y todo lo que lleva a su espalda,
esa carga de mitos y metáforas con las que se ha creado la
fama que ahora tiene y que, en cierto modo, pero solo en cierto
modo, es lo que me atrajo para ir a vivir allí una temporada (y
me quedé muchos años). No diré hoy que todo en México es
muerte porque eso supondría asumir que el destino es solo un
espejo y que nada cambia nunca. Pero sé que ese es mi
verdadero país, y no Cataluña ni España, porque en Cataluña y
en España hace mucho que dejé de reconocerme; y sin
embargo al otro lado del océano me sentí en casa, incluso
cuando se trataba de ver muertes y discutir sobre las pocas
verdades y las muchas mentiras del ser mexicano.
Lo confieso: he intentado vivir casi todos los tópicos
mexicanos, y es que uno busca la magia aun cuando sabe que
la magia es el peor de los engaños. Podría decir, por ejemplo,
que viví bajo el volcán, bajo el mismo volcán de la novela, el
Popocatépetl, pero no en el valle de México, sino en el de
Puebla, al otro lado de donde se instaló el Cónsul de Malcolm
Lowry. Viví bajo el volcán, que humeó casi todos los días
augurando una gran revelación geológica, y pude incluso
sentirme un clon de ese mismo cónsul en sus borracheras y en
su efímera sobriedad. Pero es que he tenido varias
reencarnaciones: he sido Hernán Cortés, español canalla y
genial estratega, prepotente y seductor en el Nuevo Mundo y
perdedor en su España natal. No he sido William Burroughs,
que mató a su mujer en la Ciudad de México jugando a
Guillermo Tell, pero he jugado también peligrosamente con
mujeres (o ellas jugaron conmigo, tal vez). He sido exiliado de
la Guerra Civil como tantos escritores republicanos, incluido
el mismo Paulino Masip sobre el que quise escribir un libro y
solo escribí dos o tres artículos menores que, sin embargo,
fueron leídos por la persona oportuna. Y, sobre todo, he sido
delincuente; es decir, delincuente que cruza la frontera.
Porque hui y llegué a México en mi huida, como todos esos
tipos rudos y violentos con los que desde niño yo y tantos
otros hemos asociado a ese país en el cine y en la televisión.
Pistoleros, ladrones, asesinos, desheredados, marginados,
culpables de mucho e inocentes de bastante, para los que
México es la Tierra Prometida de la democracia que nunca
llega y que por tanto no les va a exigir el pago de su deuda con
la ley. Antes incluso de conocer en persona el país, ya me
había alienado con el repertorio de todos esos antihéroes
solitarios y silenciosos; y había decidido que quería ser,
siquiera fugaz o provisionalmente, uno de ellos; a pesar de que
en sentido estricto no soy un delincuente, o solo soy un
delincuente de la escritura.
Hay un wéstern, uno en especial, que siempre me viene a la
mente cuando pienso en México: The Wild Bunch (Grupo
salvaje), de Sam Peckinpah. Es una gran película, pero sobre
todo es un buen ejemplo de lo que quiero decir: el tirón que
México tiene para los autodestructivos, su magnífica hoja de
servicios como Reino del Caos. Resumo la historia: en plena
Revolución mexicana, un grupo de ladrones de bancos
liderado por Pike Bishop (al que interpreta un decadente
William Holden) atraviesa la frontera huyendo de los
cazadores de recompensas. Sin embargo, se encuentran con las
fuerzas federales y uno de los ladrones, que es mexicano, es
torturado por simpatizar con Pancho Villa. Sus colegas,
Bishop y otros tres, dudan y no saben si deben rescatarlo,
porque eso significa enfrentarse a todo un ejército. Y en la
escena que he visto una y mil veces, Bishop, después de
haberse acostado con una prostituta indígena, termina su
botella de tequila y durante unos segundos reflexiona mientras
observa cómo la mujer se refresca el rostro; y la mira hasta
que comprende que no hay otra opción, que deben él y sus
amigos redimirse a través del sacrificio; y que para eso
México es un país ideal, porque nada funciona como debiera y
el sacrificio te lo hacen en cualquier momento, con una
anestesia a base de mitos. Por esa razón Pike, con el alma
estriada y la garganta quemada, sale de la habitación y reclama
en silencio a sus colegas; y todos se ponen en marcha para
demostrar que sí hay una épica del delincuente y que ellos la
conocen.
Mueren, desde luego; mueren espantosamente, como es
obligado. Pero en cierto modo, como decía antes, para mí eso
fue México antes de llegar allí y cuando ya estuve y me instalé
y amé y viví y trabajé como nunca lo había hecho en mi vida.
Eso era y es México: el contraste brutal entre William Holden,
que es el extranjero que decide que va a morir y medita sobre
la tragedia que se le viene encima como una posesión, y la
mujer indígena a la que todo eso le trae perfectamente sin
cuidado. En ese hueco inmenso cabe todo México, con sus
dioses y vírgenes, con todos esos relojes que marcan tiempos
distintos, con todas sus contradicciones de país sobre el que ya
se ha escrito demasiado.
Yo no he sido pistolero ni ladrón, por supuesto; pero
entiendo a Pike Bishop, comparto algunos de sus estragos y
pienso también en Judith Robaina, Jeff Lombard, Miguel
Magallanes, Sven Nilsson y todos los demás, los parias y
exgenios, los masoquistas de la cultura digital, los espectros de
la modernidad líquida que nos fuimos para allá, a morir o no, a
escribir y a odiar la literatura al mismo tiempo o por separado,
a luchar por México o a destruir aún más si cabe el país
haciéndolo más trágico y penoso. Los mexicanos no se
merecen ese país; pero algunos de nosotros probablemente, sí.
En mi caso, seguro.
EL PACTO

J
udith Robaina lo detectó en seguida. Detectó que yo quería
exiliarme de España, pero no para ser un exiliado de la
guerra sino de la paz con la que empezaba el nuevo siglo;
esa paz de la democracia y de la sociedad del confort en la que
todo parece tan razonable y pragmático que deseas meterte un
buen cóctel de lejía para contrarrestar tanto optimismo
histórico. La paz horrible del aznarismo y el euro. La
euroforia.
Judith apenas necesitó algunos datos de mi currículum y
algunas comunicaciones por correo electrónico; mensajes en
los que realmente no hablábamos de nada serio sino que tan
solo compartíamos el hastío típico del nuevo milenio, la
antiépica del mundo fukuyamiano y su fin de la Historia. Pero
entendió pronto mi naïf necesidad de milagro, de maravilla,
necesidad propia del europeo secularizado que se aburre en el
estado del bienestar y quiere callejear por el del malestar.
Judith supo que con unos cuantos trucos de marketing turístico
y antropología podía convencerme de que encajaría en México
mejor que en ninguna otra parte. Yo esperaba una ficción, y
México, admitámoslo, es perfecto como relato. En cambio,
España, tan mesocrática y pagada de sí misma con fondos
europeos, atrofia la imaginación y solo provoca bostezos con
sus pobres hechizos. Y de Cataluña ni hablemos: no da para
una novela sino con suerte para un auca.
Judith había estudiado su doctorado en literatura
comparada en Estados Unidos, en San Francisco,
concretamente, y había regresado a su país ya hacía varios
años. Tenía entonces treinta y dos, tres más que yo, se había
casado con un mexicano de Tutxla Gutiérrez bastante
comprometido con la causa indígena y había publicado un par
de libros, que yo no conocía; uno sobre Elena Garro, la que
fue esposa de Octavio Paz (y pagó por ello); y otro sobre
Nellie Campobello, una admirable escritora de los tiempos de
la Revolución que, evidentemente (la evidencia me la
transmitió ella pero yo la comparto hoy), era mucho más
interesante que el resto de los novelistas de la Revolución:
hombres como Guzmán o Azuela. Judith y yo nos habíamos
conocido por casualidad en un congreso de literatura en
Madrid en el que yo hablé de la obra olvidada de Paulino
Masip, autor de una novela curiosa titulada El diario de
Hamlet García. Masip era uno de esos tantos escritores
españoles que perdieron la Guerra Civil y murieron en el
exilio, sin laureles literarios, sin mística ni canon, en la bolsa
de pobreza de los autores sin nota a pie de página.
Aquella primera vez apenas tuvimos oportunidad de hablar
y ella, que conocía un artículo mío anterior sobre el tema, tan
solo me aportó el dato de que Masip no había sido el único
escritor con psicología frágil que había fallecido en el
sanatorio de la ciudad de Cholula, perteneciente al estado de
Puebla, en el altiplano del interior del país, a unos 120 km de
la Ciudad de México. Un poeta mexicano llamado Juan de
Alba también había fallecido ahí, en el mismo sanatorio, en
1973, y Judith incluso me recitó algunos versos suyos que no
pude valorar. Después me preguntó si sabía algo de Cholula, la
Jerusalén del México prehispánico, donde ella trabajaba como
profesora. «Una ciudad mágica», precisó, y añadió: «la ciudad
viva más antigua de toda América». Le dije que no, que me
faltaba mundo y que había salido poco de mi Barcelona natal.
Presumí de iconoclasta diciéndole que me gustaban Rulfo y
García Ponce pero también El Chavo del Ocho, la serie de
televisión infantil que educó a media América Latina. Y le dije
la verdad, que de Cholula solo me sonaba la famosa matanza
de la Conquista, en la que Cortés arrasó a los cholultecas.
Judith me comentó que escritores tan diversos como José
María de Heredia, Pablo Neruda y Carlos Fuentes habían
escrito alguna vez sobre el lugar, considerado durante siglos
como ciudad sagrada. Le respondí sarcásticamente que
entonces Cholula, a pesar de Fuentes, había tenido más suerte
que Barcelona como ciudad literaria.
Fue, por mi parte al menos, una conversación
deliberadamente frívola; de esas tan habituales en los
congresos literarios, en las que los pedantillos lucen su
biblioteca personal y tratan de impresionar a los colegas para
lograr algún beneficio en forma de publicación o invitación.
Pero sé que después de ese encuentro ella se mantuvo al tanto
de lo que yo hacía y lo que yo publicaba (poca cosa), y por
eso, la segunda vez que nos vimos ya estaba preparada para
hacerme la oferta y para mejorarla cuanto fuera posible.
Yo había terminado mi tesis doctoral sobre Masip y,
efectivamente, había salido por fin de España pero para pasar
un año horrible en París, viviendo la impostura de una vida
académica para la que no sirvo, investigando la obra literaria
de los exiliados desde la comodidad de las grandes bibliotecas
y los departamentos de las eminencias. Había perdido toda
esperanza de entrar como profesor en mi universidad: el
catedrático más poderoso, al que llamábamos Frígilis por su
devoción por el inane de Clarín, prefirió darle una oportunidad
profesional a la que había sido mi novia, una becaria que, por
cierto, me estuvo poniendo los cuernos con él durante al
menos un semestre en gozosos viajes académicos pagados con
dinero público. Así que volví a España para llevar una patética
vida de freelance, escribiendo reseñas mal pagadas en las que
volcaba mi resentimiento literario y artículos a veces
graciosos, de cierto tono costumbrista y nostálgico, en
periódicos de mi ciudad. Pero también escribía otros textos,
más extraños, en revistas muy minoritarias: poemas, ensayos,
cuentos, misceláneas de mi frustración y tanteos intelectuales
que a nadie, pensaba yo, le podían interesar y por las que, por
supuesto, no cobraba nada. Aunque me parecía increíble,
Judith conocía algunos de esos experimentos.
—¿Viviste en París un año con una beca en la Sorbona y
volviste a España para trabajar de crítico literario cobrando
una miseria? —me preguntó en esa segunda ocasión, en un
restaurante mexicano del barrio de Gràcia en Barcelona.
Recuerdo que entonces, durante la cena, Judith no me pareció
muy hermosa, y eso era porque, claro, todavía no estaba
familiarizado con la auténtica belleza mexicana; esa belleza
étnicamente genuina que no aparece en las telenovelas, donde
abundan de forma falaz rubias y estilizadas mujeres. Judith, en
cambio, aunque era algo pálida, tenía ojos grandes y negros y
unos labios sorprendentemente carnosos.
—Fíjate que me gustó mucho tu cuento sobre la utopía
heideggeriana.
Se trata de un cuento en el que imagino cómo se construye
una sociedad ideal en la que todos los integrantes viven en una
comuna dedicados en exclusiva al estudio de la obra de
Heidegger, entendida como la función más importante de
cualquier empresa humana, y explico los problemas políticos,
organizativos, económicos e incluso afectivos que todo eso
genera. Una especie de fábula cuyo sentido último, utópico o
antiutópico, ni yo mismo entendí. Judith Robaina era la
primera persona que parecía haberlo leído.
—¿Por qué no te vienes a México? En mi universidad
tenemos un puesto libre de tiempo completo.
—¿Lo dices en serio? México da un poco de miedo,
admítelo. Cada día hay una noticia terrible.
—No creas que todo en México es como las películas de
Robert Rodríguez. ¿A poco no te gustaría poner un poco de
emoción en tu vida? Ándale, prueba un semestre… Tenemos
una escuela de literatura a la que van algunos de los
estudiantes más inteligentes del país y de toda América Latina.
Y también algunos de los estudiantes más ricos. Es una
universidad privada y elitista, que imita las universidades
gringas, con su campus convertido en microcosmos, con sus
albercas, sus tienditas, su gimnasio, su clínica, incluso su
propia policía, para que no tengas miedo…
—¿En Cholula? ¿Me quieres decir que hay una imitación
de Harvard al lado del sanatorio?
—Harvard, pero mezclado con Comala —rio—. No, no es
cierto… Es un lugar bien interesante. La universidad la
fundaron unos empresarios con mala conciencia filantrópica; y
en ella hemos tenido como alumnos a hijos de presidentes y
gobernadores, que van con guaruras (guardaespaldas, dicen
ustedes) al salón de clase. Es curioso que en una universidad
así se enseñe algo tan inútil como la literatura, pero ahí está
precisamente la gran oportunidad: meter una pequeña bomba
en forma de novela o poema en el seno de alguna familia
mexicana poderosa. Suelen ser chavos con inquietudes;
vanidosos y prepotentes, pero a veces encontramos algún
talento extraordinario. Te aseguro que no olvidarás la
experiencia.
Hizo una pausa y aprovechamos para beber vino los dos.
Calculé que empezaba mi creciente embriaguez y pensé que
dos horas después estaría en condiciones perfectas para dar
una respuesta a lo que me proponía.
—El salario es bueno, teniendo en cuenta que es América
Latina —continuó— y tenemos también buenas instalaciones,
pero hay que reconocerlo: no podemos contratar a los mejores.
Los profesores más competitivos y ambiciosos se van a
Estados Unidos a triunfar en ese circuito académico, y nunca
podemos igualar las ofertas que reciben. Estados Unidos es un
enemigo demasiado poderoso; por el dinero, pero sobre todo
por el prestigio. México no puede retener a sus talentos; es
otra de las desgracias que tenemos que aguantar. Solo
podemos intentar ser más astutos que los gringos, ofreciendo
aquello que no pueden encontrar al Norte y tentando a aquellas
personas que son distintas, impredecibles, que no pasarían la
entrevista previa. Hay que reconocer que México es un país
ideal para eso. Tiene años que voy reuniendo a profesores
singulares de orígenes muy diversos, algunos muy chistosos,
que probablemente no podrían trabajar en ninguna otra parte.
Espero que de ese cortocircuito salga algo nuevo, no sé muy
bien qué; una explosión que destruya por fin el arte y lo haga
renacer, o una buena novela o película, o la creación de una
secta que contribuya a cambiar México aunque solo sea un
poco. Ya sabes lo que decimos los mexicanos: lo más seguro
es que quién sabe.
»Algunos profesores del departamento son buenos, bien
buenos. ¿Has oído hablar de Miguel Magallanes? ¿No? Pues
fue en su momento un novelista importante, tiene más de
treinta libros publicados. Incluso llegó a vivir aquí en
Barcelona en los tiempos gloriosos del boom, como Vargas
Llosa y García Márquez. Lo dejó todo para intentar triunfar.
No le salió bien la aventura, regresó a México y acabó en
Cholula. Tenemos también a Jeff Lombard, que es un nuevo
Ambrose Bierce, el típico gringo desencantado con su país,
que ha preferido los abismos de México a las cumbres del
capitalismo. ¿Sabes? Me siento como personaje de comic, ese
profesor pelón en silla de ruedas que va buscando mutantes
por todo el mundo para reunir un equipo y proteger al mundo
de los mutantes malvados. Sí, yo he reunido a unos cuantos
mutantes. Y en cierto modo, es la única manera de aportar algo
positivo a México. Porque ese país está del nabo, como
decimos nosotros; todo funciona mal. Y aunque no me creas,
yo soy una patriota y me preocupa mi país. Ya sé que no puedo
hacer mucho; pero al menos tengo una escuela de literatura
que funciona y que, a lo mejor, dentro de unos años, pocos o
muchos, quién sabe, será un lugar del que se hable.
»Te la pasarás bien… La universidad es una burbuja llena
de niños ricos con sus carros lujosos y sus laptops de última
generación, encerrados en un campus en el que viven la mayor
parte del tiempo drogados porque están lejos de sus papás y
pueden gastarse en un día lo que nosotros ganamos en un mes.
Y fuera del campus, apenas a cien metros, entras en la ciudad
sagrada y te encuentras por la calle cualquiera de las cien
iglesias del pueblo, la procesión del santo, los perros
callejeros, los vendedores de tamales, el burro que carga los
bidones de pulque… Puedes seguir los pasos perdidos de
Carpentier retrocediendo desde la posmodernidad más cool
hasta los tiempos de Nezahualcoyotl.
Intenté presumir de ideas originales otra vez y le expresé
mi escepticismo sobre el discurso macondiano acerca del
encanto especial de lo latinoamericano; un escepticismo que,
en realidad, era más bien teórico y que casi nunca había puesto
a prueba discutiendo con un latinoamericano; si es que alguien
sabe qué significa eso de ser latinoamericano.
—Los gachupines como tú nos niegan siempre, niegan las
pocas veces que les ganamos en literatura. ¡Pinches
colonizadores! No saldrán nunca de su prepotencia. Pero sí, te
diré que yo sí creo en algún tipo de magia o energía especial
que nos hace menos previsibles que ustedes los europeos.
Quizá por eso es todo tan gacho en México. Pero también de
ahí salen cosas extraordinarias. Yo no soy supersticiosa ni
irracionalista, pero sé que hay cosas que no cambiaría de un
lado a otro del océano. Mis papás, por ejemplos. Los dos son
ciegos; bueno, mi papá era porque ya murió. Nos tuvieron a mi
hermano y a mí y nos cuidaron en un pueblito de Veracruz. Mi
papá era ciego de nacimiento, pero su enfermedad, por suerte,
no se heredaba; la de mi mamá tampoco, era ciega desde niña;
o sea, que algo vio aunque apenas recordaba. Y, sin embargo,
crecimos perfectamente con ellos en un pueblito medio
abandonado, no lejos de la selva, en el que la escuela estaba
bien lejos. Mi abuelo había ganado dinero con unas tierras,
que quién sabe cómo ocupó y aprovechó, y con eso pudimos
sobrevivir e incluso ser bien considerados en el pueblo. Yo
recuerdo ahora mi niñez y pienso que sí hubo algo milagroso,
porque sobreviví a todos los accidentes y las travesuras,
porque mis papás sabían cuándo estaba yo enferma o triste, o
me había herido jugando con el bruto de mi hermano, o me
había quedado con hambre después de la cena. Sabían cuándo
los engañaba y cuándo les decía la verdad. Todo era normal,
éramos una familia normal a pesar de todo, pero yo hojeé de
niña libros en Braille al mismo tiempo que el Quijote o Julio
Verne. En mis momentos más bajos, pienso en ello y
encuentro fuerzas para todo; incluso para sacar adelante los
mil problemas que tenemos cada día. No será un milagro, pero
tampoco está tan lejos de serlo.
Terminamos de cenar y tomamos un taxi para ir al Barrio
Gótico, que ella quería conocer en compañía de un autóctono.
Tuve que explicarle que soy un charnego indiferente a
Cataluña y a España, y reforcé mi argumento con pruebas
irrefutables como haberme perdido deliberadamente todos los
acontecimientos olímpicos de 1992. Aun así, paseamos por
todas las zonas previsibles y ella disfrutó de forma muy
evidente. Después de un paseo de casi una hora, nos sentamos
en una terraza del Port Vell:
—Ya veo que te gusta la ciudad —le dije—. Quizá pienses
que aquí también hay algo mágico o como mínimo especial.
Pero no: aquí no hay magia, solo diseño, especulación
inmobiliaria y vanidad primermundista. Todo el sortilegio de
colores, el rito de palabras y conjuros, todo eso es simple
negocio y nada más. Esta ciudad ha cambiado mucho; este
país, en realidad. Nos hemos creído todos los cantos de sirena
del capitalismo y parece que nos hemos redimido de nuestro
pasado trágico. A veces siento que ni España me necesita a mí
ni yo a ella. Dirás que en Cholula se confunden los tiempos y
las épocas. Pero acabamos de entrar en el siglo XXI y aquí
tenemos rey.
—Y además Iberia sigue sin tener fila 13 en los aviones —
apuntó Judith, y yo me apresuré a memorizar el dato.
—Eso es España.
Nos reímos y seguimos paseando y hablando, y bebiendo
también, y le propuse ir a bailar; yo que nunca he querido
bailar, pero ella se abstuvo con un comentario que aún hoy no
sé si era totalmente irónico; y es que me dijo algo así como
que ella era una mujer mexicana casada y que su marido no
perdonaría que se fuera a bailar con un hombre soltero (porque
yo era y sigo siendo soltero). Y yo me sorprendí de que fuera
feminista y a la vez pudiera tener tanto respeto a su marido;
aunque después, cuando conocí al marido, entendí un poco
más de todo ese lío que los mexicanos tienen encima, y las
mexicanas más.
La decisión la tomé esa noche, aunque tardé en decírselo a
Judith. Pero pasé semanas pensando en sus ojos y en los de sus
padres ciegos, y en lo extrañamente unidas que pueden estar
todas esas pupilas. Nos despedimos esa noche en la puerta de
su hotel de manera casta, porque yo ya sabía que a las mujeres
mexicanas hay que dejarlas siempre en la puerta de su casa. Y
le dije que pensaría sobre su oferta; creo que ella se sintió algo
decepcionada porque no había logrado un sí definitivo y me
sentí en la obligación de decir algo más. Lo único que se me
ocurrió fue agradecerle lo que había dicho de mí, el elogio que
nunca antes había recibido y que, desde luego, también ayudó
a decidirme.
—¿Qué es lo que te he dicho? —preguntó, con un hermoso
mohín de duda.
—Mutante.
UN POCO DE LEYENDA NEGRA

«E
ntre otras matanzas hicieron esta en una ciudad
grande de más de treinta mil vecinos, que se llama
Cholula; que saliendo a recebir todos los señores de
la tierra y comarca, y primero todos los sacerdotes con el
sacerdote mayor, a los cristianos en procesión y con grande
acatamiento y reverencia, y llevándolos en medio a aposentar
a la ciudad y a las casas de aposentos del señor o señores della
principales, acordaron los españoles de hacer allí una matanza
o castigo (como ellos dicen) para poner y sembrar su temor y
braveza en todos los rincones de aquellas tierras. Porque
siempre fue esta su determinación en todas las tierras que los
españoles han entrado, (conviene a saber), hacer una cruel y
señalada matanza, porque tiemblen dellos aquellas ovejas
mansas. Así que enviaron para esto primero a llamar todos los
señores y nobles de la ciudad y de todos los lugares a ella
subjetos, con el señor principal. Y así como venían y entraban
a hablar al capitán de los españoles, luego eran presos sin que
nadie los sintiese, que pudiese llevar las nuevas. Habíanle
pedido cinco o seis mil indios que les llevasen las cargas;
vinieron todos luego y métenlos en el patio de las casas. Ver a
estos indios cuando se aparejan para llevar las cargas de los
españoles es llevar dellos una gran compasión y lástima,
porque vienen desnudos en cueros, solamente cubiertas sus
vergüenzas y unas redecillas en el hombro con su pobre
comida; pónense todos en cuclillas, como unos corderos muy
mansos. Todos ayuntados y juntos en el patio con otras gentes
que a vueltas estaban, pónense a las puertas del patio
españoles armados que guardasen, y todos los demás echan
mano a sus espadas y meten a espada y a lanzadas todas
aquellas ovejas, que uno ni ninguno pudo escaparse que no
fuese trucidado. A cabo de dos o tres días salían muchos
indios vivos llenos de sangre, que se habían escondido y
amparado debajo de los muertos (como eran tantos); iban
llorando ante los españoles pidiendo misericordia, que no los
matasen. De los cuales ninguna misericordia ni compasión
hubieron, antes así como salían los hacían pedazos. A todos
los señores, que eran más de ciento y que tenían atados, mandó
el capitán quemar y sacar vivos en palos hincados en tierra».
Fray Bartolomé de las Casas, Brevísima relación de la
destrucción de las Indias. Según Ramón Menéndez Pidal,
insigne maestro de eso que llaman filología hispánica, Las
Casas no era más que un pobre paranoico.
Qué poco sabemos los españoles de América.
Y ME FUI A MÉXICO, EN EFECTO

M
e fui como tantos europeos miembros de oenegés, sí,
solo que mi oenegé se llamaría Nihilistas sin Fronteras
y sería más bien un lobby de esos que presionan para
defender sus intereses. Me fui a Cholula a procrastinar, pero a
lo grande, con plenitud y método, sin otra urgencia que mi
propio declive. Me fui a esperar que pasara Algo: la liberación
de una Furia, el asomo de una Tragedia, el advenimiento de un
Crimen con Castigo; o simplemente a tocar algún extremo,
aunque ese fuera el de la decepción suprema y sin paliativos,
que es otra forma, aunque en negativo, de la plenitud.
Conocer a Jeff Lombard fue, en ese sentido, el primer
acontecimiento importante.
—Pinches mexicanos hijos de su reputa madre, qué poca
autocrítica tienen. Se creen que son un gran país y cada 15 de
septiembre celebran su propia mierda, sus cuarenta millones
de pobres, sus veinte millones de corruptos, sus millones de
ignorantes, sus indígenas muertos de hambre. Dan ganas de ir
al zócalo en la noche del Grito de Dolores con una pistola y
decirles ¿qué chingaos celebran, cabrones? Nos critican a los
gringos porque en el fondo quieren ser como nosotros, ricos y
mamones, pero sin dar explicaciones, sin rendir cuentas ante
nadie. Así son, amigo Alejandro, así tienes que verlos; y te
cuento todo esto solo a ti porque lo peor es que no les puedo
decir todo esto aunque quisiera, aunque quiero todo los días y
creo que sería bueno que alguien les dijera estas verdades y
que luego me apliquen si quieren el artículo ese de su
constitución con el que corren del país al extranjero que les
molesta. Pero no puedo decirles nada y me lo tengo que tragar
todo; porque al fin y al cabo esta bola de cabrones son los que
me dan de comer y me dejan dar mis clases y hacer lo que se
me pegue la gana, y por eso tengo que callarme ante la
Robaina y no desmitificar su pinche México ideal que ella cree
todavía que es un imperio y no es más que un vertedero de
asesinos y violadores. Porque te voy a decir algo: México no
es país de borrachos; España es un país de borrachos, quizá
Rusia también, pero en México la gente toma menos de lo que
se piensa, en parte porque ni hay dinero para comprar el
alcohol. No, México es un país de violadores, de machos
reprimidos que en cuanto pueden sacan a la bestia que llevan
dentro. Ni Cortés ni la Malinche ni ninguna otra historia de
esas que se inventan para justificarse; violadores, Alejandro,
violadores por todas partes. A la mitad de las mujeres que he
conocido en este país las han violado, y la otra mitad todavía
no me lo ha confesado.
Jeff Lombard hablaba así, con buenas dosis de grosería
mexicana, porque llevaba más de quince años en México
cuando lo conocí (alguna vez contó que vivió el terremoto de
1985) y poco quedaba del tipo que, supuestamente, había
nacido en Philadelphia. Había perdido no solo su acento sino
los modales estadounidenses, y la verdad es que costaba
descubrir en él su origen gringo. Además, vestía a menudo con
ropas y colgajos indígenas o indigenistas, lo que, unido a su
larga barba y a su coleta, ambas canosas, le daba un aspecto
estrafalario, como de santón perdido o consumidor de peyote
al borde de la epifanía. Y digo que supuestamente había
nacido en Philadelphia o cerca de allí porque nadie en la
universidad parecía haber visto nunca su pasaporte ni ningún
documento acreditativo de su persona, y, de hecho, nunca salió
del país ni regresó a Estados Unidos mientras trabajó en
Cholula. Creo que nadie había visto tampoco su título oficial
de doctor, aunque no era el único caso en la universidad y en
otras partes del país: todos sabíamos que muchos títulos
académicos se compraban en la calle Brasil de la Ciudad de
México a precios bastante razonables (yo mismo conseguí así
mi sueño de ser doctor en Biología Molecular por la
Universidad Nacional Autónoma de México para poder tirar a
la basura mi título inútil de filólogo en Barcelona).
Nada más llegar a Cholula y empezar a impartir mis clases,
sintonicé con Lombard más aún que con Judith, que en su
puesto de jefa de departamento tenía muchísimos problemas
intentando salvar unos estudios de literatura que eran,
evidentemente, demasiado improductivos para una universidad
de formación de élites. Lombard era el especialista en
literaturas europeas, y era capaz de hablar de Thomas Mann o
de Shakespeare sin que nadie pudiera rebatir sus opiniones en
público. De eso poco discutíamos, en realidad; pero él parecía
llevar tiempo esperando un interlocutor extranjero con el que
desahogarse y criticar, sin ofender a ningún mexicano, todo lo
que le parecía lamentable del país. Así empezó nuestra
amistad, fraguada en cantinas y en fiestas diversas, con las que
Lombard me introducía en la extraña sociedad cholulteca. Se
convirtió en mi guía por los lugares interesantes de la zona,
como la iglesia hiperbarroca de Santa María de Tonantzintla o
el monasterio franciscano de Huejotzingo. Me llevaba en su
camioneta y recorríamos el estado, y el único precio que tenía
que pagar yo era escuchar sus largos exabruptos contra la
autoconciencia mexicana. Nunca tuve dudas de que, a pesar de
todo, su gratitud hacia México era altísima, y se indignaba
muchísimo con la actitud de sus compatriotas contra los
inmigrantes mexicanos ilegales. Muy pronto empecé a
escuchar rumores sobre él y los motivos que le habían hecho
abandonar Estados Unidos; casi todas esas leyendas le hacían
más interesante en los coloquios, salvo la que le atribuía que
era pederasta y que buscaba niñas indígenas para sus
diversiones perversas. Nunca la creí, pero sí pensé, en alguna
fiesta con familias de profesores, que había algo extraño en su
comportamiento con los niños; una especie de timidez
excesiva, casi un complejo, sin duda demasiado contundente
incluso para su currículum de soltero extravagante e
impredecible.
Pero, a pesar de los rumores maliciosos, nadie le negaba la
originalidad intelectual. No había publicado nada relevante, o
nadie conocía nada publicado por él, pero tenía un prestigio
espectacular entre los alumnos, en buena medida porque los
maltrataba verbalmente y eso, aunque parezca mentira, lo
convertía en un reto para los estudiantes. Era absolutamente
escrupuloso en su trabajo; corregía de forma minuciosa todos
los textos de los estudiantes y despedazaba sus sueños de
gloria literaria con una convincente ecuanimidad: «metáfora
inane hasta lo insoportable», «vulgar imitación de Carver»,
«casi tan horroroso como Longfellow». Que yo sepa, nunca
puso un diez a un estudiante y esa dureza era especialmente
meritoria en la enseñanza privada, donde, en México y en
cualquier parte, las calificaciones suelen tener el impulso
espurio de la coacción económica.
Para compensar su rigidez pedagógica, Lombard explicaba
anécdotas que cautivaban a los estudiantes con más vocación
cosmopolita o más cultura internacional. Presumía, por
ejemplo, de haber conocido en persona a Thomas Pynchon;
era sin duda mentira (yo por lo menos no lo creí nunca), pero
su erudición sobre el tema convertía en verosímil cualquier
secreto del que presumiera. Al fin y al cabo, si Pynchon se
beneficiaba de haberse creado su misterio, Lombard sólo hacía
lo mismo. Su objetivo prioritario, de todos modos, era David
Mamet, al que consideraba ejemplo perfecto de la degradación
de la cultura de su país. Su conocimiento de la literatura del
imperio gringo hacía especialmente entrañable su inmersión en
la mexicanidad, y disculpaba, a juicio de todos, cualquier
posible mistificación. Y yo además podía aprovechar sus
argumentos para meterme a todas horas con el papanatismo
neocolonizado de esos, en España y en México, que babean
con cada novedad literaria que viene de Estados Unidos.
—La literatura debe nutrirse del miedo. Jamás del amor.
Eso les digo a estos chavos y es lo que espero que entiendan
alguna vez. Su amor a la literatura no les servirá
absolutamente de nada. Su amor a sí mismos, menos todavía.
Si creen que van a ser correspondidos por la literatura, están
del todo equivocados. Si quieren que esto sea como El club de
los poetas muertos, que se vayan al carajo. Como mucho,
llegarán a cronistas oficiales de sus pinches ciudades. Quizá
sea eso lo que quieren. Pero algunos quieren más y solo lo
podrán afrontar desde la vulnerabilidad, desde la intemperie.
Ese es el problema de trabajar en un limbo como este; a veces
quiero sacarlos de acá y dar la clase en algún pueblo de la
sierra en el que lleguen completamente desprotegidos para que
sientan de verdad cómo dios, cualquier religión, el amor,
cualquier forma de arte, son tentativas de protegerse frente al
miedo supremo que es la base de toda conciencia. Sabemos
que nada nos espera y solo cuando lo hayamos asumido con
toda su dureza, podremos tal vez buscar alguna mínima
respuesta. Por eso les maltrato desde el primer día y les digo
que no les tengo ningún respeto; no solo eso, les digo que
aunque sean niños de papá no me dan miedo sus chantajes ni
que presionen al decano porque les he dicho que deben morir
un poco cada día para ser escritores o artistas o simplemente
personas.
Naturalmente había un muerto en el pasado de Jeff
Lombard, una huella que era a la vez una tumba. Aunque eso,
en realidad, nos pasa a todos. Pero no había manera de
conseguir que hablara de su vida antes de cruzar la frontera:
sus respuestas eran o sarcásticas o vacías. No era extraño verle
pasear por el campus fumando su cigarrillo de marihuana, y
eso pudo haberle costado varias veces como mínimo el
despido; casi siempre le salvaba el puesto Judith Robaina, pero
en una ocasión fueron los propios estudiantes los que se
movilizaron para impedir el despido. Las universidades
privadas son muy sensibles a ese tipo de reacciones y se le
perdonaron las manías a Lombard siempre y cuando no entrara
a clase fumando ni hiciera proselitismo de sus hábitos en las
instalaciones universitarias.
—Fíjate: carta de William Burroughs, que estudió una
temporada en esta universidad, por cierto, a Jack Kerouac. Es
de 1951 y responde a lo que él llama «apreciaciones altamente
incorrectas» de Kerouac sobre México. «México no es simple,
ni encantador o idílico. No es nada parecido a un vecindario
canadiense. Es un país oriental que refleja dos mil años de
enfermedad, pobreza, degradación, estupidez, esclavitud,
brutalidad y terrorismo físico y psicológico. México es
siniestro, oscuro y caótico, con el caos especial de un sueño».
Burroughs acaba diciendo que «cuando un mexicano mata a
alguien es usualmente su mejor amigo». Sí, claro, es
Burroughs, que en el fondo era un escritor sobrevalorado
gracias a su vida legendaria y marginal. Y no es precisamente
un modelo de conducta, ya lo sabemos. Pero ahí sí acertó. Y lo
que dice en 1951 se puede aplicar, más o menos, a lo de hoy.
Hoy los mass-media son los que crean la psicosis colectiva de
la delincuencia y el secuestro-exprés. Pero hay más problemas
que la violencia. Te diré que para mí lo más grave es que no
hay solidaridad en este país. La hubo, sí, en el terremoto del
85, que fue un momento horrible de dolor pero también de
esperanza. Pero ya viste qué pasó después: fraude electoral,
muerte de Colosio, toda esa mierda… Ya valió madre. Aquí el
egoísmo es aún mayor que entre los gringos. Los gringos al
menos creemos en el esfuerzo, el sueño americano y su reputa
madre. Aquí creen en la Virgen de Guadalupe. Lo siento,
quiero a este pinche país y sé que viviré aquí el resto de mi
vida, pero a veces tengo que sacar toda esta furia. Los
mexicanos ya hicieron su Revolución; salió mal y ahora esto
es el caos. Que cada uno sobreviva como pueda. Ya han
gastado la revolución, y no tienen más soluciones. No saben ni
siquiera practicar el capitalismo de manera honesta, con la
ética protestante de Max Weber. No quieren pagar impuestos;
ni los ricos ni los pobres, ni poco ni mucho. Nadie cree que el
dinero recaudado sirva para algo. Todos sospechan de todos y
nadie confía en nadie; pero para qué gritar ni enojarse. Es así y
lo será siempre; han construido su espíritu mítico y todos lo
adoran, aunque no quieran. En muchos aspectos siguen en la
vida colonial y no lo quieren admitir. Tan educados, tan
hipócritas. Piden permiso y perdón por todo, aunque luego te
matan porque no has brindado con ellos mirándoles a los ojos.
Así me hablaba Lombard: un poco como el maestro
desengañado de «Luvina», el cuento de Rulfo, mezclado con
un toque de Stoner, el personaje de la novela de John
Williams. ¿Podía yo acaso criticarle por no hablar de su
pasado y ser coquetamente enigmático? En otra escala yo
hacía lo mismo, evitando compartir detalles sórdidos de mi
vida en Barcelona: en especial los que hacían referencia a mi
soledad, una soledad mal disimulada con orgullo y nihilismo
cuya cifra última quizá solo fuera un profundo egoísmo. No: si
Lombard y yo nos podíamos comunicar era precisamente
gracias a nuestros silencios.
—¿Moriré en México, Jeff? —le preguntaba yo.
—Algo de ti se va a morir aquí, eso es seguro.
Solíamos emborracharnos un par o tres veces por semana y
a veces se sumaba el novelista Magallanes. De hecho,
coincidíamos con los estudiantes en las cantinas, puesto que
todas estaban en los alrededores del campus y esas eran las
opciones comunes para el ocio. En ocasiones (sólo evitaba la
época de exámenes), Lombard organizaba fiestas ejemplares
estilo Breakfast at Tiffany’s en su casa, un caserón en el centro
de Cholula que había restaurado él mismo y que estaba lleno
de souvenirs de todos sus viajes por México. Con el tiempo yo
aprendí también a organizar mis propias fiestas, a menudo de
manera improvisada, invitando a los estudiantes a mi casa a las
cuatro o las cinco de la mañana cuando las cantinas y las
discotecas cerraban. Siempre había alguna tiendita donde
comprar alcohol, aunque no fuera legal, y comprábamos
docenas de botellas con las que asegurábamos las provisiones.
Y en mi casa (que ellos empezaron a llamar el Abrevadero de
las Bestias) poníamos el equipo de música a toda potencia y
bailábamos hasta que los estudiantes empezaban a retirarse
ebrios, cansados o arrepentidos ante la certeza de un examen o
un trabajo inminente. Lombard y yo nos quedábamos hasta el
final, discutiendo sobre las particularidades físicas o mentales
de los estudiantes o sobre la muerte de la literatura o sobre las
bondades comparadas de tequila, mezcal, sotol, pulque y la
bebida más horrible de todas, la baratísima charanda que se
vendía en botellas de plástico similares a las del vinagre. No
era raro, en la casa de Lombard o en la mía, que los
estudiantes acabaran de las formas más estrambóticas:
inconscientes o escondidos sin permiso en alguna habitación
en la que practicaban el sexo de manera rápida y ansiosa, con
el detalle pésimo, a veces, de ni siquiera hacer desaparecer los
condones cuando los usaban (no siempre).
—¿Sabes cuál es la gran pregunta que debes hacer siempre
a cualquier estudiante, sea chavo o chava, con el que estás
tomando una cerveza? «¿A qué se dedica tu padre?». Esa es la
gran pregunta. Los papás pagan de promedio treinta mil
dólares anuales para que sus hijos estudien aquí, sin contar el
alojamiento en las residencias del campus, por ejemplo. ¿Y
sabes qué es lo peor? Que ese dinero para ellos es nada. Las
fortunas que verás por aquí son incalculables. Entiéndeme: en
los Estados Unidos puedes tener más cash, más capital, más
patrimonio también, más ahorros; pero aquí la clave no es la
cantidad sino ese poder no mensurable y semidivino del
cacique, ese abismo que te separa de los jodidos y que te
permite llegar a donde ellos no pueden. Incluso nosotros,
pobres profesores, ganamos treinta veces el salario mínimo
establecido por ley. Yo he tenido alumnos que reciben Ferraris
como regalos de cumpleaños. Ferraris pagados en cash… Lo
que más jode es que suelen ser estudiantes educados; les
cuesta exhibir su riqueza, y no solo porque no quieren ser
víctimas de secuestros y deben ser cautos. Es que viven en este
lugar la impostura de una vida alternativa que nunca tendrán
porque cuando terminen aquí les espera el mundo real, en el
que papá les dará lo que quieran. Incluso pueden hacer ahora
su servicio social en la sierra ayudando a los pobres. Saben
perfectamente que su dinero es sucio e injusto, y nunca
presumirán de ello. No es necesario: la culpa es de todos y de
nadie, y esa es la excusa perfecta. Eso les permite vivir en esta
burbuja, felices y drogados, soñando con ser artistas, tal vez
incluso soñando con que van a ser los mesías que salven al
país. Y tal vez algunos, una vez maduren, pasarán a ser
intelectuales remunerados y formarán parte de la mafia
tradicional de este país. Ya sabes, la ciudad letrada de Ángel
Rama; los funcionarios del poder, como Yáñez o Guzmán o el
mismo Paz.
Ciertamente, la universidad tenía un hermoso y extenso
campus de unas cien hectáreas, lleno de jardines con fresnos,
eucaliptos y jacarandas por los que a veces se veía correr algún
animal curioso como el tlacuache, y con monumentos que,
aunque de irregular nivel estético, contribuían a un toque
bucólico, todo a imitación de los campus estadounidenses que
hemos visto en tantas películas casi siempre detestables y en
los que la juventud estadounidense vive pseudoproblemas
antes de afrontar su adaptación real al sistema económico.
Como bien sabía Lombard, los mexicanos viven siempre
infiltrados por la cultura estadounidense a la que a veces
imitan y a veces parodian (involuntariamente); y sin duda, en
Cholula habían trasplantado el modelo del norte intensificando
incluso el toque elitista y creando la imagen de una
universidad competente, tecnificada y sin complejos; una
universidad que, en principio, aspiraba a demostrar que el
destino del subdesarrollo no es infalible, y en la que, por
suerte, no había estúpidas hermandades estudiantiles con
nombres de letras griegas.
Malinformado por los prejuicios más o menos habituales
que acosan cualquier percepción previa de lo mexicano, no
puedo negar que me quedé muy sorprendido de la
organización y las infraestructuras, aparentemente
primermundistas y en poco o nada inferiores a las españolas
que yo había conocido en mi penosa experiencia universitaria:
amplias salas de ordenadores de última tecnología, muchos
laboratorios en principio serios, auditorios bien equipados que
emitían películas no siempre alienantes, escenarios teatrales
para estudiantes con vocación, completas y tentadoras
instalaciones deportivas, incluso un helipuerto del que de vez
en cuando descendían personajes trajeados que al parecer eran
benefactores, filántropos o invitados especiales del patronato
universitario. En definitiva, todo tipo de servicios para crear el
microcosmos perfecto en el que los niños de buena familia
pudieran sentirse a la vez correctos herederos de la asquerosa
fortuna familiar y futuros dioses del México más clasista. Y en
el que los profesores como yo, renegados de Europa o de
Estados Unidos, encontráramos un dominio en el que
realimentar nuestros heridos egos y sentirnos vedettes
académicas. Claro que para llegar a ese punto había que
aceptar ya algunas transas (corruptelas) que daban que pensar:
así, por ejemplo, firmé al empezar un extraño contrato de
trabajo lleno de irregularidades que incluía una carta de
renuncia voluntaria sin fecha que tuve que aceptar y que
dejaba a la universidad completo poder para despedirme
cuando quisiera. No me preocupó en el momento de la firma,
supongo que porque no contaba con quedarme los años que
me quedé.
Pero así es México, un museo permanente del desconcierto
y el antagonismo en el que el capitalismo y el progreso
material se hipertrofian, de vez en cuando, como islotes de
prosperidad, que parecen más bien hemorragias, mientras las
periferias subsisten con la extraña aleación de harapiento
anacronismo y olvido gubernamental. Todo eso fue lo que
empecé a comprender un poco más tarde: que falta dialéctica
para asimilar tanto deslumbramiento antitético y llegar a algún
tipo de conclusión; y que los propios mexicanos, tanto los
decentes como los cabrones, habían asumido el fatum de su
heterogeneidad con resignación, con el único deseo interno de
que la desgracia del país no les tocara en forma de un
asesinato o un secuestro o una violación.
En la cotidianidad del campus, los estudiantes se dividían
básicamente en dos grupos: los ostentosos que ya aspiraban a
tener pronto un título para entrar en los negocios familiares o
en corruptelas oficiales; y los menos ostentosos, que se
comportaban con discreción, fuera por mala conciencia o por
simple estrategia ante el riesgo de los muchos delincuentes que
habitan en la psicosis colectiva. Para mí, hijo de andaluces que
aún conocieron el tifus antes de emigrar a Cataluña, miembro
de una generación que, por suerte, jamás pensó en emprender
negocios sino en situarse de la mejor manera posible en la
función pública española como forma de humilde y digna
supervivencia; para mí, digo, conocer de primera mano la
riqueza, la riqueza real, expansiva, gozosa de sí misma, llena
de materia y abundancia en-sí y para-sí, fue un auténtico shock
ideológico.
Yo no conocía de verdad a los ricos catalanes, tanto en su
versión burguesa tradicional como en el caso de los nuevos
ricos de la era especulativo-europeísta, fuera de la imagen de
los medios de comunicación que siempre los adulan
lacayunamente como «creadores de riqueza». Ya sabemos que
en España se olvidó hace tiempo aquello tan social y rojeras de
la «redistribución de la riqueza», porque aquí no se trata de
distribuir nada sino de tener más que los otros para que puedan
servirnos; y por eso a los empresarios, según parece, no hay
que llamarlos explotadores sino emprendedores y hermanitas
de la caridad productiva. Pero, de cualquier modo, a pesar del
odio primario y raigal que les tenía, los ricos eran poco más
que una abstracción en mi mundo de charnegos funcionarios.
Jamás había conocido a un rico en persona: el rico era para mí
un fetiche al que por suerte no tenía nunca que dirigirle la
palabra y al que, por tanto, podía negarle carta de ciudadanía
en mi esfera personal y en mi vida cotidiana.
En México, sin embargo, la riqueza me asaltó
cordialmente; a veces incluso con cara de inocencia, y
comprendí que mi resentimiento social español no me ofrecía
ya suficientes categorías ni dimensiones. En México los ricos
a veces visten como pobres para que no los secuestren, y
además son tan educados que piden todo por favor a sus
criados. Incluso te dan la razón cuando les dices que la
desigualdad social es intolerable, y cabe la posibilidad de que
lo digan con sinceridad. Creo incluso que a veces el rico
mexicano llega a perder el control de su fortuna y a no ser
consciente de lo que tiene: habla de sus ranchos como yo
hablo de la mesita de noche del dormitorio, se queja de los
precios en business class cuando viaja a Europa, se confunde
con los diferentes tipos de tarjeta de crédito, hace cola en los
bancos con los campesinos. Pero su riqueza es un sótano
colosal, palaciego, una bodega en la que siempre encuentras el
vino adecuado. Ni siquiera es una fortuna sudada, de buscador
de oro en peligrosas espeleologías: suelen ser fortunas fáciles,
que empiezan con unas cuantas mordidas y algunas evasiones
fiscales. A partir de ahí, la riqueza crece sola, con cierta
naturalidad de tumor, teniendo en cuenta que en México la
injusticia es tan natural como el maíz.
Esos ricos vivían en lujosas zonas residenciales de Cholula
a veces de difícil acceso, valladas e incluso protegidas con
alambradas y garitas de vigilantes. No siempre el lujo era
visible e inequívoco desde el exterior o desde la calle, sino que
se camuflaba hábilmente con las urbanizaciones de menos
nivel económico, garantizando cierta discreción necesaria para
evitar contratiempos. Algunos de mis estudiantes vivían en
esas zonas, pero otros preferían salir a la intemperie y
compartir alguna casilla cholulteca en la que poder drogarse y
follar sin moralinas.
Con el tiempo llegué a pensar incluso que yo me había
convertido, de algún modo, en el peor cómplice de la
desigualdad social mexicana, ayudando a los niños ricos a
lograr sus objetivos hedonistas y a satisfacer sus caprichos
humanísticos. Un criado culto de esos niñatos fresas, en
definitiva, perfecto para mantener el statu quo de sus amos a
cambio de un cómodo sueldo que, sin ser comparable al de las
buenas universidades de Estados Unidos, me permitía pagar
caprichos que no tenía en Barcelona.
—Niños fresa —continuaba Lombard—, en el fondo son
los que me hacen sentir vivo desde que llegué a este país hace
tantos años. Son adorablemente ingenuos a veces; y la ventaja
con respecto a los Estados Unidos es que aquí nadie se
quejaría del sexual harassment. Las estudiantes van de caza,
Alejandro. Alguna se te echará encima más tarde o más
temprano; primero: porque sus compañeros son aún mucho
más ingenuos que ellas, y no les resultan atractivos, en
general; y segundo: porque el profesor es el trofeo, y eso lo
hace más excitante. Yo no he tenido relaciones con
estudiantes, pero no ha sido por falta de oportunidades. Sin
embargo, he sido su tutor espiritual, les he enseñado a usar
anticonceptivos, las he acompañado cuando han tenido que
abortar e incluso en ocasiones les he tenido que prestar dinero
porque no se atrevían a contárselo a su familia. No, no he
cogido con las estudiantes; pero conozco toda su vida sexual y
sentimental. Podría hacer un mapa sexual de toda Cholula y no
me equivocaría mucho. Pero esa pelea ya no es para mí.
Además, yo soy mayor que tú. Tú aún estás delgado y,
además, eres el güero, el rubito. Lo tienes todo para arrasar, si
es lo que quieres. Sino, tienes a la Robaina, que está
desesperada por quitarse a su marido. Sea como sea, no te
faltarán oportunidades por aquí. Puedes incluso casarte y
quedarte toda la vida. No tengas miedo a las represalias; los
papás de estos niños no se enteran de la mitad de lo que pasa.
Además, en general prefieren que quien esté con su hija sea
alguien respetable; por ejemplo, un doctor español. Eso queda
bien para algunas pseudoaristocracias de por acá.
Afortunadamente, las estudiantes de literatura son un poco
menos conservadoras. Quieren conocer algo más de la vida.
Como Sor Juana.
En todas partes es habitual que los profesores reciban
apodos más o menos hirientes por parte de los estudiantes; uno
de los rasgos curiosos de Lombard es que él se anticipaba y a
cada estudiante le ponía su mote, y lo hacía sin pudor alguno.
Sor Juana ya conocía perfectamente la existencia de su mote y
lo asumía como peaje del aprendizaje con Lombard. El
argumento fundamental del gringo para justificar el mote era
la aparente ambigüedad sexual de la chica, más proclive en la
noche cholulteca a los encuentros lésbicos que a los heteros,
aunque nunca parecía encontrar una pareja estable de ninguno
de los dos sexos. Pero es que además Sor Juana también
aspiraba a ser escritora y practicaba una poesía densa,
compleja, capaz de disimular lo autobiográfico con ramalazos
de surrealismo y conceptos grandilocuentes. Su gran proyecto
era una extraña obra multigenérica de la cual tardé mucho en
saber algo más que el título, sugerente aun sin ser original:
Atlántida.
Era, probablemente, la estudiante más atractiva de su
generación de estudiantes de literatura y en ello estábamos de
acuerdo los tres hombres del cuerpo docente: Lombard,
Magallanes y yo. Los pocos estudiantes masculinos y no gais
de literatura opinaban lo mismo, y uno de ellos, un norteño
llamado Rodrigo (a quien Lombard apodaba el Culero), la
perseguía con tenacidad desde el primer curso en el que
coincidieron. Los méritos de Sor Juana eran muy evidentes:
era independiente y siempre parecía ir un paso por delante de
todos sus candidatos, a los que respondía con sorprendentes
contraofertas o con negativas silenciosas pero rotundas e
incluso humillantes. Físicamente, tenía la perfecta hibridación
de disciplina europea en el cultivo de la imagen (delgada, fina,
coquetamente desaliñada, con un estupendo catálogo de gestos
y sonrisas que calculaba siempre) y un aire exótico visible
sobre todo en sus ojos oscuros, recuerdo genético de alguna
presencia no criolla en sus ancestros.
Rodrigo, en realidad, podía ser su contraparte perfecta: otro
aspirante a poeta, mesiánico en sus pretensiones literarias,
extravagante y desafiante siempre en virtud de una supuesta fe
poética sagrada y eterna. Rubio y con ojos claros, era, al
menos en principio, también una especie de guapo oficial o
paradigmático dentro de un grupo a menudo estrafalario como
el de los estudiantes de humanidades, a menudo descuidados y
autodestructivos en su imagen pública. Pero Sor Juana no
parecía aguantar la seguridad en sí mismo del norteño,
acostumbrado a no mostrar nunca dudas y a aspirar al
liderazgo grupal. Lombard y Magallanes habían hecho sus
apuestas acerca de si finalmente ella cedería o no. Yo me tomé
un tiempo antes de poner mi apuesta y debo decir, por cierto,
que no fui el ganador.
Fuera como fuera, Rodrigo y Sor Juana eran dos de los
mejores seguidores de aquel profesorado extraño y por
momentos incompetente del que yo formaba parte; y todos nos
reuníamos más o menos cada semana para discutir fuera del
supuesto rigor académico del aula de literatura y de otras
muchas cosas. La mayor parte del tiempo las discusiones eran
amables y respetuosas; nadie podía negarles a los chicos su
interés por la literatura y parecían escucharnos con atención,
incluso cuando ironizábamos, sobre todo Lombard, sobre sus
aspiraciones literarias y sus ingenuos mitos (la inmortalidad
literaria, los valores absolutos, la pureza del arte
incontaminado por el dinero y la codicia). Hasta que Rodrigo,
ya ebrio, decidía cambiar de tema y orientar toda su
conversación a seducir a la reina literaria, olvidándose de
nuestras magistrales observaciones. Yo los miraba de reojo,
divirtiéndome con sus complejas negociaciones eróticas, y
disfrutando perversamente con los habituales fracasos de
Rodrigo.
—No lo olvides nunca, Alejandro. La pregunta
fundamental es: «¿a qué se dedica tu padre?».
CHOLULA Y EL MÉXICO QUE NO ES ETERNO,
PERO SIGUE SIENDO REAL

C
ojamos (con perdón, que puede haber lectores
mexicanos) la típica postal de Cholula y empecemos un
rápido recorrido turístico para entender el marco de
nuestra posbohemia. Cholula es, en pocas palabras, un buen
lugar para aprender de la vida las verdades esenciales que la
sociedad de consumo quiere tapar con su simulacro de
plenitud; mucho más que Barcelona o París, sin duda. Porque,
claro, la universidad elitista y las urbanizaciones de ricachones
solo eran un espejismo o una burbuja de sofisticación y
engaño frente al remanente telúrico, el absoluto indisimulable
de la desgracia y el desastre; y es que en cualquier momento,
por un despiste o por un simple paseo, en Cholula salías del
método ilustrado y el paradigma sistemático de la razón
secularizada y te podías meter en la América Latina de los
tópicos, pobre, rematadamente pobre, inepta para la
democracia burguesa y llena de agujeros morales y físicos. Ese
México profundo que está en la superficie y nunca deja de
estarlo, que pide a gritos otra revolución, y que, parafraseando
al poeta, muere rodando de su propia muerte, descompuesto,
fetalmente abrazado a su propia tradición de siglos de oprobio.
Lo que veremos en esa postal típica, con toda seguridad, es
el centro espiritual de la colectividad: la iglesia de la Virgen de
los Remedios, que corona un pequeño cerro verdoso. Al fondo
de la imagen, encontraremos los dos volcanes (siempre
nevados gracias al PhotoShop) separados por el Paso de
Cortés: el Popocatépetl, todavía activo y amenazante; y el
Iztaccíhuatl, ya extinguido. La iglesia no tiene especial interés
histórico-artístico (hay otras cien en el pueblo, aunque parezca
increíble) salvo por su subsuelo, porque el cerro, en realidad es
una enorme pirámide prehispánica enterrada, la más grande
del mundo, mucho más que las egipcias, si tenemos en cuenta
la longitud de la base (más de ochocientos metros por lado).
Cuando los españoles llegaron a la región, la pirámide, que
había sido un importantísimo centro religioso durante siglos,
ya llevaba tiempo abandonada, en lo que constituye otro de
esos célebres misterios arqueológicos prehispánicos, como
Teotihuacan. Evidentemente, sacarla a la superficie sería una
proeza turística, pero supondría levantar medio pueblo, ya que
las ruinas de la pirámide ocupan buena parte de la zona más
céntrica. De ahí que no se pueda disfrutar de la maravilla al
mismo nivel que otros espacios monumentales como la misma
Teotihuacan o Monte Albán. Como tantas otras veces, el
potencial económico de la zona está desaprovechado; aunque
no parece importar mucho a los cholultecas, más preocupados
por levantar negocios que aprovechen de forma parasitaria la
rentabilidad de la vida universitaria: bares de todo tipo,
taquerías, tiendas de copistería y papelería y esos ultramarinos
llamados hermosa y literariamente «misceláneas».
Además, en cierto sentido, pueblos como Cholula hay miles
en México: escarbas en casi cualquier parte del país y te sale
un centro ceremonial o cualquier otra herencia antiquísima (o
una momia de Guanajuato). Por eso suele impresionar más a
los extranjeros como yo que a los mexicanos, a los que el caos
no les resulta tan glamuroso porque tienen que soportarlo con
excesiva frecuencia. En cambio, para un europeo, las ruinas y
los estratos misteriosos de la tierra se suman a la permanente
excitación de los reiterativos terremotos y del majestuoso
volcán que, entre otras feas costumbres, escupe a menudo
cenizas que irritan los párpados; y todo ello forma una
aventura sensorial muy distinta de la paz tecnocrática de las
sociedades teóricamente estables, tolerantes y desarrolladas.
Por supuesto, yo también me dejé llevar al principio por la
lectura mítica, sin entender (entonces) que no tiene nada de
mágica una realidad pobre, conflictiva y en muchos aspectos
irresoluble como la de Cholula y los demás pueblos
desestructurados del país. «Esto no es lo real maravilloso de
Carpentier; es lo real putrefacto», decía Miguel Magallanes, y
lo acompañaba con una sonrisa cínica, de desengañado, de
exrevolucionario, de escritor lánguido, en definitiva. «Me caga
lo exótico de México. Odio a André Breton, a Artaud y a todos
los turistas del surrealismo», repetía.
Pero volvamos a la postal y apliquemos algo parecido a la
tecnología que usa el agente Deckard en Blade runner. La
pirámide semisecreta y la iglesia de los conquistadores forman
un simbionte curiosísimo, pero la vida espiritual es densa y
compleja en Cholula y está llena de opciones irracionalistas
para almas en crisis: más de un ingenuo neohippie sube a la
iglesia no por liturgia católica, sino para cargarse de supuestas
energías positivas generadas por la pirámide en los solsticios y
en momentos especiales del año que son determinados
normalmente por alguna droga reveladora. Por si fuera poco,
justo a un lado del cerro de la pirámide, está el sanatorio
Nuestra Señora de Guadalupe, el mismo sanatorio donde,
como me dijo Judith, estuvieron ingresados y murieron varios
escritores y donde el propio Magallanes pasó tres meses para
curar su añeja adicción al alcohol. El sanatorio,
predominantemente blanco, conserva un aire prefreudiano,
terrorífico, de rutina de electroshock y lobotomía; como si
fuera el reino de la señorita Radgett, la castrante enfermera de
Alguien voló sobre el nido del cuco.
Magallanes nunca hablaba de su experiencia en el
sanatorio, salvo para jurar con vehemencia que nunca volvería
a ese sitio. Algo tenía, desde luego, de reverso siniestro de la
universidad ajardinada y cosmopolita: parecía más bien una
prisión blanca de desahuciados mentales, espectros de la
locura nacional y médicos que creen en la eficacia terapéutica
de las sanguijuelas. La posición del sanatorio junto a la iglesia
y al lado de la pirámide enterrada cerraba el triángulo tétrico
de la espiritualidad enferma, decadente, irredenta. Sanatorio,
pirámide e iglesia: difícil encontrar en todo el mundo un
mazacote como ese de soluciones atascadas, agolpadas y
retorcidas para almas sufrientes y desorientadas. Difícil
encontrar otro montón de chatarrería espiritual que quepa en
menos de un kilómetro cuadrado de sinsentido y aberración.
Mejor alejarnos de ahí, por si acaso, y dejarnos llevar por el
milenario Camino Real para entrar en las calles de las dos
Cholulas (San Pedro y San Andrés, esta última todavía más
mugrosa) y admirar el paisaje humano y los diferentes grados
del desmadre, desmadre que podemos entender amablemente
como una extravagancia general y polvorienta, pero también
como el México perenne, mal asfaltado, oloroso a fritanga, sin
desagües para la época de lluvias, vigilado por policías lentos
y panzones que nunca correrán detrás del delincuente porque
se cansan demasiado. El México que de tan reacio a la llegada
de la modernidad se ha vuelto posmoderno.
Los medios de transporte son muy variados: hay autobuses
solo algo mejores que las guaguas cubanas, junto a coches
lujosos (los de algunos estudiantes) pero también destartaladas
quincallas sin cristales, y abundan los ciclistas, con bicicletas
robadas que van pasando de unas manos a otras como parte del
intercambio global. La amenaza para los ciclistas viene de los
malditos perros ociosos, que enloquecen con el misterio
diametral de las ruedas y persiguen arduamente los tobillos
hasta que el ciclista acelera y el perro famélico se queda sin
energía. El asunto de los chuchos no es menor: una estadística
local llegó a afirmar que hay tres perros por habitante humano
en Cholula; y las autoridades, siempre tan preocupadas por la
jerarquía de los problemas, hablaron de «fauna endémica».
Eso sí, hay menos cagadas de perro por las calles que en
Barcelona. Y es lógico, porque qué van a cagar unos perros
muertos de hambre.
Esos perros parecen sacados de una película de Tarkovski.
Y es que ser perro en Cholula es más que un destino atroz: es
también una metáfora de algo más profundo, tal vez (me
atrevo a decir) una intuición del ser mismo y su desamparo.
Los lugareños no piensan en esos términos, pero algo
pensarán, porque protegen a los perros de la periódica llegada
del camión de la perrera. En cuanto lo ven aparecer, abren las
puertas de sus casas y atraen a los perros con algo de comida
hasta que el camión desaparece y el peligro pasa. En
ocasiones, sin embargo, no consiguen salvar a los perros, que
aparecen muertos en cualquier descampado del pueblo.
Entonces alguien les echa cal a los cadáveres, y así te
encuentras de vez en cuando, en un arcén o un descampado, el
triste espectáculo de una muerte blanca que dura días y días, y
el último rictus del hocico abierto de un perro que jamás tuvo
ni collar.
Algunos estudiantes adoptan a perros como mascotas
existencialistas, y así yo conocí y compartí veladas con
muchos de esos animales. Entre todos los bautizábamos y por
eso todavía recuerdo a Zenaida, Hamlet, Solovino y sobre todo
a los que yo bauticé: Occidente, Palinuro de México y el
inseparable trío compuesto por Villefort, Danglars y Mondego
(los enemigos del Conde de Montecristo). Con ellos he
dialogado muchas veces, en términos jocosos pero también
metafísicos; con ellos he paseado hasta las cantinas, he ido de
compras, he hecho de flâneur transculturado por las cercanías
de la pirámide o por el Camino Real. Luego, por la noche,
cuando me perdía entre las calles a menudo sin asfaltar, solía
encontrármelos de nuevo y a veces no me reconocían, e
incluso se ponían agresivos, sin duda por el alcohol de mi
aliento. Alguno había, sin embargo, que no me ladraba, sino
que me acompañaba melancólico hasta la puerta de mi casa,
esperando una adopción que yo, aterrado ante la enorme
responsabilidad de salvar a un ser vivo de la tristeza, no le
podía a ofrecer.
Los perros son, en cierta forma, los verdaderos habitantes
de Cholula, y la tierra, increíblemente, parece más suya que
nuestra.
Por esas mismas calles pueden verse también las diversas
formas del matriarcado (siempre falso y aparente) en las
mujeres que se ponen el mandil negro con ribetes rojos y fríen
las tortillas en los comales en la puerta de la casa, y que
venden, sin permiso legal, por supuesto, deliciosa comida
baratísima (memelas, gorditas, chalupas) para estudiantes
blanquitos tanto como para albañiles prietos. No es un gran
negocio, pero algo es algo. Y es que en Cholula abundan los
emprendedores, desde luego; el Gobierno los llama
autoempleados y yo los llamo muertos de hambre. El más
asombroso que recuerdo no fue el típico tragafuegos, más
abundante en el DF, sino el vendedor de lupas que se apostaba
todo el día en un semáforo en la carretera que unía Cholula a
Puebla.
Lupas, ni más ni menos. ¿Cuántas lupas pudo vender ese
hombre a lo largo del tiempo que duró su oferta comercial
(semanas, desde luego)? Yo pensé alguna vez comprarle una
lupa, no por piedad, sino por verdadera curiosidad científica:
para examinarle a él con la lupa y encontrar en alguna parte de
su cuerpo el origen de su descabellada política comercial.
Pero quejarse de la pobreza y la falta de oportunidades
revela, una vez más, la obsesión retrógrada de los resentidos
como yo. En Cholula, la oferta educativa es también amplia: al
amparo de la universidad, surgen escuelas privadas que buscan
su mercado en la población pobre necesitada de un título para
el ascenso social. Así te encuentras por la calle cualquier
anuncio, pintado a mano pero además con mano de ebrio, que
promete educación de calidad. Por ejemplo: Escuela Harvard.
Por debajo, entre paréntesis, encontramos una aclaración tal
vez innecesaria: «(de México)». Por si alguien no se había
dado cuenta y esperaba encontrarse a un premio Nobel
impartiendo docencia en un cuartucho con seis mesas, y
gallinas como conserjes en la puerta.
No es raro encontrarse también algún Cambridge que
ofrece clases de alto nivel de informática o secretariado. Es
lógico que los pobres quieran el título de ese Harvard o ese
Cambridge de pega. Necesitan un signo de distinción
adecuado para no seguir el camino de la señora que por la
calle se ofrece a un blanco desconocido como yo para hacerle
la limpieza de la casa, o del niño que vende chicles en las
cantinas y que trata de convencerte de que le compres diciendo
mecánicamente que su padre le pegará si no consigue vender
una cantidad mínima. Nunca he podido averiguar si eso es
verdad o no, y aunque lo hubiera averiguado, tampoco sé muy
bien qué hubiera hecho al respecto, si llorar, denunciar a la
policía o simplemente invitar al niño a un tequila. La pobreza,
claro, ni siquiera es tema de conversación: está ahí delante,
como parte de la decoración, y todo el mundo sabe que no
tiene arreglo. Se les administra la dosis mínima de compasión
y se sigue adelante.
En realidad, uno, que siempre ha sido votante comunista,
llega en México a reinterpretar el capitalismo. El capitalismo
es horrible, pero en México el afán de lucro es más obsceno
todavía porque no funcionan los contrapesos liberales, ni los
sindicales, y el empresario vive en la impunidad de saber que
todo se puede arreglar con la mordida correspondiente. Ese es
quizá el meollo: que en México todo se puede arreglar, pero,
paradójicamente, nada, en sentido estricto, tiene ya arreglo.
No negaré que ese caos tenía algo de ideal para mí, como
extranjero con aspiraciones de desarraigo judío. Yo llevaba
años buscando un buen sitio para, digamos, morir, pronto o
tarde, y desde luego ni Barcelona ni París cumplían los
requisitos lapidarios mínimos. Necesitaba una tierra más
vertiginosa y accidentada, más cercana a mi propia
sensibilidad confusa y desorientada, de escritor frustrado,
profesor frustrado, comunista frustrado, amante frustrado, hijo
frustrado, catalán frustrado. Cholula era, cómo decirlo, un
mapa imposible que sí es el territorio. Un lugar perfecto para
dejarse llevar por fin por la querida autodestrucción, sabiendo
que encajas en el ambiente y que todo se felicita de tenerte
cerca y saber que eres uno más. El abandono: esa maravillosa
sensación que hay que construir poco a poco, con algo de
sabiduría, desprendiéndote de toda la gloria y la hazaña,
rindiendo tributo al desastre humano, desperdiciando el tiempo
de manera sistemática y exponencial.
No he muerto, claro, o sea que no soy un narrador muerto
al estilo de Rulfo, por si alguien tenía dudas. Pero creo que he
pasado muchas noches fantasmales en Cholula, paseando a
solas por las calles desiertas, mal iluminadas y peor
pavimentadas, cantando esa canción hermosa que me enseñó
Lombard, «Show Me The Way To Go Home», en espera de un
borracho pendenciero y armado, o hablando en voz alta con el
espectro de Paulino Masip y contrastando nuestros currículos
perdedores, o vomitando delante de alguna iglesia, o marcando
el triste camino a un perro desamparado y despidiéndome con
lágrimas de él. Cualquiera de esas noches podría haberme
muerto, y mi muerte tendría algo de mística, aunque fuera
sucia. Lo que es seguro es que todas esas noches toqué fondo,
y en el fondo me sentí a gusto, como diciendo: por fin puedo
sentarme y esperar.
I’m tired and I want to go to bed
I had a little drink about an hour ago
And it’s right up to my head.
EL OAXAQUEÑO Y LA RUEDA

–S
é lo que es el talento literario. Lo sé perfectamente.
¿Sabes por qué? Porque yo no lo tengo. Y Vargas
Llosa sí lo tiene.
Me llamó la atención que Miguel Magallanes detestara
Internet con tanta energía y tanto rencor. Manejaba con torpeza
las nuevas tecnologías, y eso era así por varias causas: su
visión deficiente, sus dedos gruesos por la mala circulación, su
falta de formación técnica (lógica en los de su generación),
pero sobre todo porque no podía evitar detestar cualquier
tentativa, por muy democrática que fuera, de borrar la frontera
entre alta y baja cultura. Él había creído siempre en esa alta
cultura y se veía a sí mismo como un escalador que pasa toda
la vida intentando penosa y arriesgadamente escalar una
montaña para al fin encontrarse con que otros llegan en
helicóptero con facilidad y, para mayor agravio, le dicen que la
vista desde la cima no vale demasiado.
—Nunca supe por qué no salió aquella reseña en Vuelta.
Todo hubiera cambiado para mí. Pero algún mamón lo
impidió. Y nunca he podido averiguar quién fue el puto que
me jugó chueco.
Me contó esa imprecisa anécdota no menos de cuatro
veces. Creo que se había convertido en parte esencial de su
protocolo etílico, en un desahogo rutinario y ególatra con el
cual pretendía impresionarnos. Casi siempre el protocolo se
completaba con dos o tres tequilas más, que le llevaban a una
breve fase de exaltación, primero, y luego finalmente al
decaimiento y el sopor, fuera en la cantina o en alguna fiesta
privada. Yo sospecho que en realidad se cansaba de su propio
malditismo, y que bebía amargado por su discurso reiterativo,
por su incapacidad de entender y aceptar su fracaso como
escritor.
—La guardia nocturna… Te diré que para mí era una
novela más argentina que mexicana, y yo pensé que por eso
precisamente iba a triunfar en México; porque hubo un
momento en el que teníamos que escapar de tanta
mexicanidad. Yo veía que necesitábamos algo distinto a las
novelas del boom, grandilocuentes, totales, pretenciosas…
Carajo, la mía no lo era: era una burla de todo eso. Pero no era
una burla vacía, afrancesada, un artificio hueco y experimental
de esos que se hicieron también en aquellos años, ni siquiera
era algo como las mamadas de Cabrera Infante. Era un intento
de contarlo todo, todo, en solo ciento cincuenta páginas. Ni
una más. Yo quería seguir siendo profundo como los grandes,
político como ellos, pero más corto, solo un poco más corto.
Lo teníamos en el ambiente. Fuentes ya valió, Donoso
también, incluso Cortázar pendejeó con su 68, modelo para
armar. Era el momento en que los grandes empezaban a dar
síntomas de debilidad. Incluso Vargas Llosa nos decepcionó a
todos con su Pantaleón. Necesitábamos algo nuevo, sin
pasarse de humor, pero sin ser banal.
»Y lo peor es que sí deseaba hacer una de esas novelas
totales, siempre lo deseé y aún lo deseo. Pero una luz en la
cabeza me dijo: No seas pendejo, las novelas totales caducan,
ya las han hecho Vargas Llosa, Fuentes, Lezama y los otros,
hay que buscar otra cosa, hay que adelantarse al futuro. Esas
Graaaaaaaaaaandes Oooooobras han cumplido ya su función
histórica: hemos visto toda la historia de México y la de
América Latina trasladadas a la ficción, nos hemos reconocido
y redescubierto en ellas, nos hemos quitado los complejos con
Europa, ya no somos pura mierda subdesarrollada, en algo sí
que funcionamos y somos creativos. Eso pensaba yo.
Siempre me llamó la atención que un tipo tan autocastigado
como Magallanes tuviera sin embargo una apariencia
relativamente buena para sus sesenta años, excepción hecha
del abdomen inflamado al cual daba palmaditas cada cierto
tiempo como bendiciendo la resistencia de su hígado. Desde
un punto de vista genético tenía ventajas con respecto a mí:
mucho pelo con pocas canas, buenos dientes y una piel
sorprendentemente sana y lisa. Me admitió más de una vez que
su bigote le parecía un signo anticuado ya de mexicanidad,
pero que no se sentía capaz de renunciar a él. Yo le decía que
el bigote va a desaparecer en Europa y él, tan rápido a veces
en sus respuestas, me ponía el ejemplo de José María Aznar.
«No me hagas hablar de ese hombre», le respondía yo. Corría
el año 2002, o quizá 2003.
—Yo pensé que sabía tratar a la mafia de la literatura
mexicana —continuaba—. Me recibieron bien al principio,
sabían que había estado en Barcelona, que mi segunda novela
la había publicado allá, y eso era muy importante. Les mentí,
les mentí y les dije que había estado en el DF en el 68, y no era
verdad, yo estaba todavía en Oaxaca, apenas supe nada de
Tlatelolco, yo prestaba poca atención a la política entonces.
Sólo quería ser escritor.
El Gobierno de Oaxaca lo trató como a un joven genio y le
concedió una beca especial para estudiar literatura en la
Ciudad de México. Magallanes decía que se sintió como
Rubén Darío en su juventud: un superdotado que era admirado
públicamente y al que hicieron creer que era un genio y que se
convertiría en la gran esperanza de la literatura oaxaqueña. De
todo el estado, ni más ni menos. Por fin los chilangos se iban a
joder porque los pobres oaxaqueños, periferia de la periferia,
tenían ahora sí un genio, un talento literario capaz de escribir
de todo, con talento verbal, con buen oído, que con quince
años se había leído todo lo que podía leerse, que era capaz de
imitar y parodiar docenas de estilos literarios en prosa y verso.
En la universidad teníamos también a un estudiante
superdotado, al que llamábamos el Niño Genio, que, a
diferencia de casi todos los demás, no procedía de una familia
rica y estudiaba gracias a una importante beca nombrada en
honor a un famoso filántropo mexicano y que se reservaba
para no más de cinco estudiantes de todas las carreras. El Niño
Genio tenía dos importantes defectos: era poblano y abstemio.
Ser poblano o apoblanado implica, desde cierta sociología
chismosa, un exceso de hipocresía y de apego a las normas
sociales así como una carencia de riesgo o coraje. Y, a
diferencia del resto de sus compañeros, el Niño Genio no
bebía ni se drogaba porque sin duda quería aprovechar al
máximo su experiencia académica. En ese sentido, era
absolutamente excepcional: una máquina lectora insaciable, un
monstruito para muchos repelente (para poner un ejemplo, lo
que debió de ser Pere Gimferrer ya con veinte años),
consumidor voraz de libros sin miedo a la novedad erudita o al
clásico más exigente. Era capaz de entregar trabajos de
investigación que superaban, pongo por caso, a los de los
supuestos especialistas españoles en literatura latinoamericana.
A veces, hay que decirlo, sospechábamos que era un
gigantesco bluff, porque llenaba esos trabajos de extrañas
combinaciones metateóricas y ultrafilosóficas, usando a Paul
de Man y a Deleuze para cualquier cosa y su contrario. Pero
siempre acabábamos cediendo, ante la evidencia de que no
podíamos rebatir sus argumentos y era mejor no discutir con él
porque siempre tenía a mano una cita rizomatosa o
deconstructiva con la que podía socavar nuestra jerarquía
académica.
El Niño Genio escuchaba siempre con atención a
Magallanes y el viejo escritor se esforzaba por adoptarlo con
la posible ilusión, suponía yo, de que algún día el joven
estudiante se dedicara a consagrar La guardia nocturna con un
sesudo estudio publicado en alguna universidad prestigiosa.
—¿Cómo era Octavio Paz? ¿En serio odiaba a Rulfo?
¿Conociste en Barcelona a García Márquez? ¿Estuviste en su
departamento de Sarriá? ¿De veras sólo tomaba whisky? ¿Es
verdad lo que cuenta Mauricio Wacquez, que los españoles en
Teruel llamaban a Donoso Don Oso porque pensaban que así
era su apellido?
Miles de preguntas como esas hacía el Niño Genio en
cuanto tenía la oportunidad, y Magallanes respondía con
evidente orgullo de abuelo literario; aunque muchas veces las
respuestas eran contradictorias e insuficientes. No era de
extrañar: entre el alcohol y el paso del tiempo, no parecía
probable que Magallanes recordara bien esos tiempos heroicos
en los que hizo un trayecto inverso al mío cruzando el océano
para instalarse en Barcelona en los últimos años del
franquismo. Al parecer, malvivió durante dos o tres años
esperando una oferta que nunca llegó: le echaba la culpa de
esos años nefastos a la agente literaria Núria Monclús, que
nunca le respondió, a la capillita de los latinoamericanos
procastristas con los que no simpatizó y a los anticastristas con
los que tampoco se puso de acuerdo, incluso a Eduardo
Mendoza y a La verdad sobre el caso Savolta. «En cuanto
salió Mendoza, ya no me pelaron a mí ni a tantos otros. Ya los
pinches españoles tenían su “gran” novelista y ya estaba bien
de sudacas». Emigró para triunfar y fracasó. Pero pudo
convertir su fracaso en algo heroico cuando regresó a México,
convirtiéndose en líder de los resentidos (la metralla, como si
dijéramos) del boom. Sin embargo, no salió la reseña de su
novela por alguna extraña razón y pasó a ser un novelista más;
un segundón que siguió insistiendo durante veinte años con
otras seis o siete novelas hasta que encontró el retiro de la
docencia universitaria en Cholula, donde podía dar de vez en
cuando seminarios sobre López Velarde, su poeta preferido,
cuyos versos sabía de memoria, o sobre Arreola, otro de sus
autores preferidos y al que llegó a conocer en persona.
Según me contó Judith Robaina, se fue sumergiendo en el
alcohol con el paso de los años y el deterioro de sus ya escasas
ilusiones literarias; aunque mantuvo un mínimo autocontrol
que le permitía dar sus clases a media mañana y
emborracharse desde la media tarde. «¿Que soy mal profesor?
Me vale madre. También lo era Vladimir Nabokov. Sí, era un
genio escribiendo, pero sus cursos estaban de la chingada».
Solo en contadas ocasiones abandonaba su carácter huraño y
malcarado, y normalmente eso sucedía cuando tenía algún
motivo de alegría literaria: alguien hablaba de él en algún
artículo de prensa o congreso académico, se reeditaba algún
libro suyo o era invitado a hablar de su obra. Sin embargo,
esas pequeñas alegrías, esas resurrecciones provisionales de su
vanidad literaria, a la larga le machacaban bipolarmente de
nuevo, obligándole a asumir su destino mediocre, que además
añadía otros datos más tristes aún sobre los que nunca hablaba,
como sus intentos de desintoxicación y, sobre todo, la
existencia de una exesposa y una hija que en Veracruz apenas
tenían contacto con él, seguramente hartas de la amargura de
que hacía gala de forma repetitiva.
Magallanes era, en efecto, arisco y «jodón», amargado y
amargoso, según su propia definición, pero en cierto modo era
fácil tratarlo cuando ya conocías sus mecanismos básicos de
funcionamiento social: la lectura fatalista de la situación del
país, la mezcla de amor inagotable a los clásicos literarios y
odio a lo que significaban las luchas literarias como la que él
había perdido, ciertas dosis de machismo de raigambre
oaxaqueña y, en general, una actitud negativa hacia las
esperanzas propias y ajenas, actitud a veces entrañable en su
inocente simplismo. Yo tardé en encontrarle el gusto a su
compañía; en parte porque, a causa de un mexicanismo rudo,
él odiaba de forma demasiado explícita a los españoles (y a los
gringos como Lombard más) y en parte porque su letanía de
frustración literaria podía ser monótona en ocasiones, pero
acabé aceptándolo arqueológicamente como pieza de museo
de una época gloriosa que a mí me hubiera gustado conocer;
aunque fuera desde un segundo plano como el suyo.
—Tenía que haber escrito sobre Tlatelolco… lo pensé, lo
pensé muchas veces. Pero no me atreví. Pensé que la historia
de México está llena de otros episodios fascinantes para un
escritor y que algún día encontraría ese suceso, EL SUCESO,
la síntesis de la historia de México en un momento único lleno
de significados. Y todavía sigo buscándolo.
Después de alguna declaración exaltada, casi siempre de
defensa de algún gran escritor universal, empezaba a
reblandecerse y a capitular pidiendo el siguiente tequila, el que
ya no iba a asimilar bien. Entonces se levantaba y caminaba
haciendo eses hasta el cuarto de baño para intentar recuperarse
refrescándose el rostro y evacuando alcohol por la orina, pero
normalmente ya era tarde. Por fin agachaba la cabeza y se
dormía en una posición cervical imposible, o como mínimo
incomodísima; y nosotros seguíamos en nuestras discusiones
sin prestarle más atención, hasta que llegaba la hora de llevarle
a su casa.
Una vez estaba tan agotado que apenas se tenía en pie, y yo
mismo tuve que sacar sus llaves del pantalón para abrir la
puerta de su casa y tumbarlo en la cama. Pesaba como un
muerto y callaba también como un muerto. Pero refunfuñó
cuando le recordé que esa mañana, en apenas cuatro o cinco
horas, teníamos un consejo de departamento. Los dos
acudimos con aspecto lamentable a aquel consejo.
Aquella noche fue especial por otro motivo. Se habían
quedado con nosotros en la cantina el Niño Genio, Sor Juana y
su supuesta pareja lésbica, una machorra intelectualmente
brillante llamada Andrea, apasionada del teatro y con un
evidente problema de hipertiroidismo que le agrandaba los
ojos. Sor Juana era la única de los tres con coche y se había
comprometido a dejarnos a todos en nuestros respectivos
hogares. Dejamos al Niño Genio, después a Magallanes (me
encargué yo solo de meterlo en casa) y por último me tocaba a
mí. Dudé entonces sobre la conveniencia de invitar a las dos
estudiantes a tomar una última copa en mi casa. No era la
primera vez que lo hacía, desde luego, pero siempre había más
estudiantes o algún profesor. Mis intenciones no eran sexuales,
sino más bien puramente alcohólicas: tomar algo más pero no
en soledad. Al final no me atreví por un mínimo pudor ético.
En el viaje, Andrea le recriminaba a Sor Juana que
conducía demasiado deprisa y la otra le daba la razón sin
desacelerar. Yo intervine con miedo de español ante las
estadísticas de accidentes de tráfico y las dos se rieron de mis
prevenciones.
—Podríamos hacer una carrera con alguno de estos carros
—dijo Sor Juana, disfrutando con mi miedo solo parcialmente
histriónico.
En efecto, era viernes por la noche y circulaban muchos
coches que salían o entraban de las numerosas discotecas
disponibles para los estudiantes. Sor Juana me reconoció que
más de una vez se retaban unos conductores a otros con un
simple gesto y se lanzaban a carreras en cuanto encontraban
un asfalto decente y rectilíneo.
—¿Ya saben tus padres que haces estas cosas en los fines
de semana, en vez de quedarte estudiando? —le pregunté.
—Si mis papás supieran todo lo que hago, ya me hubieran
corrido hace mucho de la casa.
—Ay ya, no mientas… —intervino Andrea—, tu papá no es
menso, sabe lo que haces, te adora y te compra lo que quieres.
Como este carro.
—¡Cállate el hocico! Yo no quiero la lana de mi papá.
—Pero aprovechas su coche —intervine—. Hay una cierta
incoherencia en ello. Admítelo.
—Si algún día conoces a mi papá —me replicó, apartando
la mirada de la carretera—, entenderás que no siempre se le
puede decir que no. Hay que seleccionar los regalos y los
rechazos.
—¿En qué trabaja tu padre, por cierto?
Me salió la pregunta con espontaneidad, sin ninguna
curiosidad digamos política detrás. En realidad, me
preocupaba más el trayecto en coche con atasco incluido en la
entrada de una de las discotecas. Ya era muy tarde y empezaba
yo a asumir que apenas dormiría unas pocas horas. Se me
apareció incluso el rostro de Judith presidiendo la reunión y
reprochándonos a Magallanes y a mí la falta de seriedad
académica.
—Es cacique, claro —se adelantó Andrea, y yo entendí
enseguida la broma.
—No es cacique… no del todo —replicó Sor Juana—. Fue
secretario de seguridad pública y procurador.
—Una profesión difícil, en México, ¿no? —pregunté con la
cortesía más indagadora que se me ocurrió.
—Ni te lo imaginas.
Y supo cambiar rápidamente de tema, jugando otra vez con
mi deseo de llegar con vida al hogar. Unos minutos después,
nos despedimos con un beso en la mejilla. No negaré que sentí
cierta envidia de la tal Andrea, pero pronto lo olvidé todo. Caí
dormido casi con la misma rotundidad que Magallanes.
EL SECRETO

U
no de mis mejores placeres en los primeros meses en
Cholula consistía básicamente en tentar a Judith
Robaina; tentarla no solo con una posible (pero muy
improbable) infidelidad a su marido, sino con otras
infidelidades nada desdeñables para ella: a la vida académica y
sus ilusiones, a la cultura mexicana y sus códigos, al
feminismo y sus urgencias, y, en definitiva, a la posibilidad de
construir un mundo mejor, posibilidad que ella de manera
discreta propagaba en sus palabras y en sus actos. Judith, hay
que decirlo, trabajaba mucho más y con más seriedad que
nosotros, los profesores masculinos y masculinizados,
excéntricos por vocación y condena; publicaba en revistas de
prestigio de Estados Unidos, se carteaba con colegas
especialistas a los que admiraba de forma creíble y honesta,
defendía que la historia de la literatura es realmente un objeto
de estudio sobre el que se puede progresar desde un punto de
vista intelectual y creía que la crítica, entendida en todo su
amplio sentido tanto filosófico como lingüístico, nos hacía
mejores, como lectores y como ciudadanos. Y alternaba esa fe
para mí precaria con el cuidado nada fácil de dos niños
pequeños con los que jugué en alguna ocasión y que se reían
indisimuladamente de mi acento español.
Por todo ello, sacarla algún día de sus obligaciones y sus
compromisos institucionales y ofrecerle un rato de libertad e
indisciplina cantinera era un magnífico placer para mí. Casi
siempre accedía después de una ardua negociación y, mientras
duraba la fiesta, se debatía muy visiblemente entre sus frenos
morales y profesionales y su necesidad de escapar de algunas
asfixias íntimas que yo empezaba a adivinar y que con toda
seguridad tenían que ver con la escasa sociabilidad de un
marido muy responsable y celoso. En ese sentido, yo era algo
así como su fuerza del caos y eso me otorgaba un poder
erótico siquiera momentáneo.
Ver a Judith pedir un tequila después de hacerse de rogar
me asignaba el primer triunfo. Después la tentaba más
haciéndole creer que yo de verdad tenía un discurso teórico
sobre la literatura o sobre la vida, cuando lo máximo que tengo
es un repertorio de desconfianzas y escepticismos a los que
simplemente doy la vuelta cuando me conviene para parecer
convencido de algo. Pero ella me tomaba en serio y se
esforzaba por rebatir algunas barbaridades con las que
estallaba yo de repente, sobre la decadencia de la novela en la
era de internet, sobre la ética profunda e insuperable del
suicidio, sobre el fraude de toda la filosofía francesa del siglo
XX o sobre la nostalgia de los tiempos heroicos de la
Revolución mexicana y en general de todas las revoluciones
habidas y por haber. Judith me discutía con energía asignando
a mi discurso, fuera cual fuera, algún tipo de consecuencia
peligrosa, en lo social o en lo intelectual o todo a la vez; ella
era, ante todo, optimista e incluso diría que técnicamente era
racionalista, o al menos estaba conforme con algunos modelos
del conocimiento posmoderno, que le permitían, de manera
sensata y sin abusar del narcisismo teórico, defender a la vez
el feminismo y la crítica a la globalización económica.
Yo controlaba y saboreaba sus periódicas consultas de reloj,
las prórrogas que a sí misma se concedía para estar más
tiempo con nosotros en detrimento de su marido y sus hijos. A
las diez de la noche solía estar radiante en su contradicción,
hermosísima en su pelea interna: hervía de deseo evidente, de
hedonismo e incluso de moderada autodestrucción; y todos los
conflictos de su vida, evidenciados de pronto, la empujaban
hacia ese caos en el que yo me ofrecía de guía.
—Tengo que irme, Alex. Ya no puedo tomar más —decía,
una y otra vez, y yo me esforzaba por encontrar un nuevo giro
a nuestra conversación que la obligara a seguir con la ficción
de que me aleccionaba y de que tenía alguna posibilidad real
de que yo abandonara el camino estéril del resentimiento y la
obcecación.
—No cambies de tema, Judith… ¿De verdad crees que la
revolución no es un mito útil todavía para América Latina?
Otras preguntas equivalentes, tan o más caprichosas,
podían ser: ¿de verdad entiendes a Derrida (o a Deleuze, o a
Zizek) y consideras que es útil para la crítica literaria, sobre
todo la mexicana? ¿De verdad crees que en las universidades
gringas está lo mejor del saber sobre América Latina? ¿De
verdad crees que América Latina tiene sentido como sistema
cultural y político, fuera de las fantasías hechas por extranjeros
europeos y norteamericanos? ¿De verdad crees que nuestras
investigaciones son capaces de producir algo realmente útil, o
como mínimo, de simular un progreso con respecto a lo
anterior? ¿De verdad crees que la teoría literaria puede darnos
una respuesta definitiva e inapelable acerca de la posible
homosexualidad de Sherlock Holmes? Judith se emocionaba
visiblemente, casi gritaba como yo (nadie grita en México
como los españoles), y contraatacaba con ferocidad:
—Ay, Alex, me chocas con tus falsas ideas provocadoras.
Juegas a la crítica total y luego te vendes al poder en una
universidad como esta. Eres más hipócrita que esos
latinoamericanos que predican desde la Ivy League sobre lo
que necesitamos al sur del Río Bravo. Al menos ellos sí
trabajan.
Aunque ya no bebía más a esas horas tardías, se había
desinhibido lo suficiente como para jugar sus cartas de
seducción, sobre todo una específica elocuencia bien
acompañada de gestos, miradas y aproximaciones físicas de
valiosos centímetros. Entonces yo solía acordarme de nuestra
cena en Barcelona y de la oportunidad que allí perdí. Sabía
que una relación entre nosotros era casi imposible y que yo al
menos debía conformarme con la fantasía de un peligro o una
transgresión. Suponía que ella también deseaba mantener esa
quimera erótica y por eso aceptaba mi flirteo manipulador; un
flirteo algo tiránico por mi parte, lo admito, porque yo no tenía
nada que perder, y ella sí.
Pronto llegué a la conclusión de que Judith era,
involuntariamente, más conservadora de lo que podría nunca
admitir. El inconsciente social mexicano actuaba en ella
obligándola a comportarse en contra de las ideas liberales y
avanzadas que después defendía por escrito y de palabra en
eventos culturales y académicos. Yo aprendí a detectar eso que
para ella podía ser ante todo una humillación intelectual y en
ocasiones le sugerí tímida y respetuosamente esa
contradicción, con la esperanza, creo que generosa por mi
parte, de que ella aprendiera a liberarse al menos de palabra.
Pero no: su vida familiar parecía intocable y solo conseguí
encontrar algunas fisuras en esos momentos en los que brillaba
en ella la contradicción como el jadeo de un cuerpo amoroso.
No niego que en más de una de esas ocasiones le transmití
todas las señales mudas que pude de mis ganas de tener algo
más intenso con ella. Nunca me atrevía a proponerle nada
concreto, pero la atracción debía ser evidente, porque pronto
me llegaron rumores de la población estudiantil acerca de
apuestas sobre nosotros dos y, peor todavía, declaraciones de
estudiantes que aseguraban, con total naturalidad, que alguien
nos había visto besándonos o saliendo de uno de los
centenares de moteles con los que la hipocresía matrimonial se
resuelve en el estado de Puebla. No era cierto, desde luego, y
anticipo que nunca fue cierto; pero la imaginación, maliciosa o
no, desataba todo tipo de especulaciones.
—Ahora sí, ya me voy, Álex. Pásatela bien con tus
admiradoras. Nos vemos mañana.
Judith se despedía regalándome al menos una mínima
confesión celosa como esa: ella sabía que las estudiantes eran
una tentación difícil de resolver en un entorno como el de
Cholula, polo opuesto a la sagrada distancia académica entre
profesores y estudiantes de las universidades de Estados
Unidos. Pero yo no quería entonces a ninguna estudiante: yo la
deseaba a ella, porque ella sí era una interlocutora válida, una
adulta para un niño como yo, la mujer intelectual que yo
siempre deseé, la que podía entender y quizás redimirme de al
menos una parte de mis muchos resentimientos. Yo veía su
esencial contradicción y esperaba que ella hiciera lo mismo
con la mía.
Pero Judith pedía un taxi y regresaba a su casa; y durante
unos segundos los estudiantes, Lombard, Magallanes o
cualquier otro acompañante, percibían mi decepción e incluso
me asignaban una ternura posiblemente excesiva. Yo
reaccionaba rápido proponiendo otra ronda de consumiciones
y discusiones evasivas. Y volvíamos al bucle parrandero y
pseudoutópico.
Salíamos después de la cantina para comer tacos en algún
puesto callejero cercano y así se nos bajara un poco la peda.
No era extraño que los demás se rieran de mi resistencia al
picante, o de mi suerte al no haber contraído ninguna infección
por culpa de la comida callejera. Yo respondía con alguna
insinuación discreta sobre mis periódicas diarreas, pero
siempre dejaba claro que ese pequeño problema no podía
opacar el elogio general a la grandeza grasienta y multicolor
de la comida mexicana («¡Viva el mole de guajolote!»),
mucho más cercana a mi sensibilidad que el esnobismo
caramelizador de la tan famosa cocina española. Y
aprovechaba la ocasión (y cualquier excusa menor, antes o
después, a cualquier hora) para sacar mi españolidad más
genuina y carajillera y despotricar antipatrióticamente. Lo
curioso era que casi todos mis estudiantes admiraban España e
incluso la habían visitado y disfrutado. De hecho, Sor Juana
era nieta por parte de madre de malagueños exiliados tras la
Guerra Civil y había pasado varios veranos en España.
—Granada, qué ciudad tan linda. Y las playas de Málaga…
—Sí, y la corrupción de Marbella, que parece casi digna de
México —desmitificaba yo.
—No te hagas, sabes que Barcelona es una ciudad
padrísima.
—Sería mejor si en la Guerra Civil los anarquistas hubieran
dinamitado la Sagrada Familia, como tenían previsto.
A veces me preguntaban con inocencia y curiosidad sana
por la unidad de España, y yo invocaba el espíritu de Pepe
Rubianes:
—A mí, la unidad de España me suda la polla por delante y
por detrás. Que se metan a España en el puto culo, a ver si les
explota dentro y les quedan los huevos colgando del
campanario.
Los estudiantes, incluso las chicas, se reían de mis castizas
groserías, tan silvestres y opuestas a la solemnidad con la que
recitaba, en clase y sobrio, los sonetos de Quevedo o el
Cántico de San Juan.
España, claro, siempre España, a pesar de todo, a pesar del
océano; con ese infalible gruñir hispánico, con sus
imprecaciones soeces y poco finas retóricamente, propias de
una sociedad en la que la violencia, siquiera verbal, no ha
perdido del todo su hegemonía histórica. Me sentía español en
esos momentos de exabrupto intolerante, de ajuste de cuentas,
de cainismo, en los que mis ancestros andaluces liberaban en
mí su herencia de siglos de agravio caciquil y miseria.
Nuestras conversaciones nocturnas incluían muy a menudo
las inquisiciones identitarias sobre el caos mexicano y la
soberbia de la nueva España democrática, con sus empresas
recolonizadoras y sus masters universitarios supuestamente
eruditísimos, pero plagados de profes enchufados y con
currículum casero. Yo, embriagado de estatalismo y ánimo
expropiador (¡viva el general Cárdenas!), advertía a gritos
sobre el pésimo servicio de Telefónica; pero los mexicanos me
respondían, con buenos argumentos, que Telefónica en México
aún no es nada y me advertían con datos evidentes sobre el
poder de Telmex y ese señor Slim que es tal vez el hombre
más rico del mundo (y que de vez en cuando, me dijeron,
visitaba la universidad). De todas maneras, mi antiespañolismo
era caprichoso y fácilmente reversible, sobre todo si se trataba
de practicar el entretenido deporte de molestar a los
mexicanos, que a menudo adolecen de un patriotismo tan o
más inconsistente (e igual de fosilizado, a pesar de solo tener
doscientos años) que el español.
Hay que recordar, por ejemplo, que los mexicanos cuentan
los mismos chistes de Lepe pero los protagonistas son dos
españoles llamados Manolo y (inverosímilmente) Venancio. Se
ríen, con razón, de nuestro escaso nivel medio de inglés,
sintetizado en nuestra costumbre ya irreversible de traducir
mal Big Brother o en nuestra manera tosca de pronunciar a la
española el nombre del grupo U2, olvidando el esencial juego
de palabras, y, peor aún, la i de Spiderman. Mi contraataque
consistía, casi siempre, en denunciarles los frecuentes
anglicismos como accesar o checar (y algunos tan grotescos
como «whisky en las rocas»). Pero en ocasiones yo mismo
fallaba en mi autoexigencia lingüística y caía en la trampa
diciendo, castizamente, cacahuete en vez de cacahuate (que es
más fiel al origen nahuatl), y en esos casos, después de
desvincularme de las momias de la RAE, me veía obligado a
jugar más duro y recurrir a temas, digamos, trascendentales:
por ejemplo, que no se puede justificar de ningún modo que
R2D2 sea conocido en ese país como «Arturito», o que Bruce
Wayne, es decir, Batman, se llame en México Bruno Díaz, y
que Catwoman tenga otro nombre de origen misterioso y
morfología recóndita: Gatúbela.
Benditas fruslerías interculturales, desperdicios dialécticos
de patio de colegio rico. Pero entre tanta bobada ebria se
colaba alguna señal del futuro que hoy entiendo de otra
manera: como cuando yo elogiaba públicamente, con
detalladas comparaciones, los diferentes uniformes de
Catwoman-Gatúbela en cine y televisión a lo largo de las
décadas, y me salía tanto el fetichismo que Sor Juana se reía y
decía algo así como «ya sabemos qué regalarte para tu
cumple». O cuando comparábamos, con extrema frivolidad
posmoderna, los diferentes métodos de tortura de la
Inquisición y yo les explicaba con alarmante didactismo mi
método preferido: la famosa cuna de Judas, en la que la
víctima es sentada sobre una cuña, con pesas en los pies que
tiran de su cuerpo hasta desgarrarlo de forma espantosa.
Y, en especial, cuando Sor Juana y Andrea cuchicheaban
casi besándose sobre algo que llamaban el Secreto, que tenía
que ver con alguien de Cholula a quien yo no conocía. Las dos
jugaban con mi curiosidad mal disimulada y solo me ofrecían
pequeñas dosis de promesas: «algún día conocerás el Secreto».
Yo busqué respuestas en el Culero, pero él, algo enfadado y
sin duda envidioso, me confirmó que, por algún motivo, no le
habían hecho partícipe de la confidencia. Al tontaina del Niño
Genio ni le pregunté, ya que solo entendía de teorías
procedentes de Estados Unidos o Francia.
El Secreto… un secreto en una antigua ciudad sagrada llena
de caos y abismos posmodernos y glocales. ¿Cómo algo así no
iba a poner a cien mi imaginación de escritorzuelo ansioso de
magia?
Era habitual acabar esas noches en una pulquería
reconvertida, en virtud de esa misma onda posmoderna, en
antro bizarro con clientela heterogénea (peor todavía,
heterotópica). La pulquería estaba decorada con objetos
oxidados, obsoletos o simplemente antiguos y con una general
similitud (creo que no premeditada) con algunos de los
horrores más recientes de Antoni Tàpies. Allí se reunían
homosexuales desinhibidos (no olvidemos que no es fácil ser
gay en México), cocainómanos, artistas amateurs en busca de
teoría o de una beca estatal, estudiantes suspendidos en busca
de una segunda oportunidad, y teporochos y huevones de
sobaco sucio, en general, sin otro horizonte en la vida que la
próxima parranda, y que cantaban conmigo las memorables
canciones antimachito de Paquita la del Barrio, entre las que
sin duda mi preferida es Rata de dos patas:
Animal rastrero
Culebra ponzoñosa
Adefesio de este mundo
Cómo te odio y te desprecio.
Presidía (y matizo que podría no considerarse una
hipérbole) el lugar un burro, el burro del pulquero, siempre
cargado con los bidones de ese líquido empachoso y algo
decepcionante para mí desde el punto de vista etílico, ya que
exige muchos litros para llegar a la embriaguez. El burro, más
desdeñoso que cansado, ocupaba el centro de una pista de
baile sin embaldosar, hecha de pura tierra más o menos lisa; y
nos miraba con extraña sabiduría, recriminándonos la
evidencia inapelable de que algo fallaba en nuestras vidas
cuando compartíamos espacio con él.
Los profesores, en realidad, no bebíamos casi nunca
pulque; lo dejábamos a los estudiantes, que compartían las
babas y aun la hepatitis en el vaso de plástico. Nosotros nos
dedicábamos a bebidas de adultos, más caras, aunque casi
nunca sabías realmente qué te estaban sirviendo, entre la
oscuridad, la mugre y la falta de certificación sanitaria. De vez
en cuando asomaba algún policía avisado por los vecinos a
causa del ruido, a ganarse la mordida correspondiente; y
nosotros callábamos a instancias del dueño, otro perdedor
autoconsciente que nunca había aprobado un curso entero de
historia del arte.
Y así se repetían los rituales: el cortejo infructuoso de
Rodrigo a Sor Juana, las múltiples rotaciones de la
combinatoria sexual de los estudiantes (con la excepción del
Niño Genio), el círculo alrededor de Lombard para escuchar
sus opiniones, mis invitaciones a desconocidos deseosos de
beber gratis, el sopor progresivo de Magallanes. Todo era
diferente y todo era lo mismo, un teatro de mexicanidad
cómodo y límbico, una exhibición de infantilismo colectivo,
un edén andrajoso y chapucero, pero al mismo tiempo
coqueto. Solo que de vez en cuando se colaba por alguna
grieta el mundo exterior, el México real, contundente
metonimia, entre otras cosas, de la triste condición humana.
—¿Ya supiste qué le pasó al hermano de Samantha? Lo
hirieron en una balacera en Acapulco.
—Mi prima ya no sigue más en Ciudad Juárez. Ha vendido
el negocio y se viene a vivir a Puebla. Dice que como acá
viven los narcos hay tregua.
—El judicial que vive en el departamento de arriba sacó la
pistola a las tres de la mañana y salió a la ventana a disparar al
aire.
—Al güey lo asaltaron en el taxi, le quitaron todo y lo
madrearon antes de dejarlo en el periférico encuerado.
Yo tomaba mentalmente notas y me repetía para mis
adentros más solemnes: sea cual sea el famoso Secreto, lo que
queda claro es que el Mal está cerca (si hay que ponerle cara,
funciona muy bien la de Salinas de Gortari). Yo, claro, con la
óptica distorsionada de la emoción literaria en la que me he
educado a falta de experiencias reales, lo veía como un
aprendizaje existencial necesario: la vida es una mierda y
Cervantes, sin la cárcel, no hubiera sido Cervantes. En otras
palabras: las injusticias de la vida hay que conocerlas un poco
más de cerca de lo que ofrecen las películas y los medios de
comunicación, sobre todo los de los países supuestamente
estables, tranquilos y pacíficos. Es el único camino para llegar
a eso tan devaluado hoy que antes llamábamos, en los buenos
viejos tiempos, autenticidad. La diosa Tragedia, tan olvidada.
Pero no siempre era yo así de romántico; sino que por
momentos me asaltaba el instinto de supervivencia, que suele
pronunciarse a la altura del estómago. Debí palidecer mucho
alguna vez de esas, en la misma pulquería, porque Sor Juana
acudió al rescate:
—No te preocupes. Aquí en Cholula no pasará nada.
México es así, nosotros ya estamos acostumbrados. Puedes
estar tranquilo.
No sabía si yo debía bromear o ser sincero en mi respuesta,
y, con un whisky en la mano, le respondí de manera confusa
incluso para mí:
—¿Cómo quieres que esté tranquilo? ¿Es que no te das
cuenta de que todo es un desastre y más tarde o más temprano
las cosas saldrán mal, para mí o para vosotros? ¿Crees que
exagero? Ahora mismo tenemos un burro aquí delante y
estamos pasando el rato a su lado. ¡Al lado de un burro! ¡Un
burro cargado de alcohol, como yo! ¿Qué destino nos puede
esperar, sino una desgracia?
Y al final, casi al alba, si nadie quería continuar la fiesta,
regresaba yo a mi casa; un edificio de apartamentos bastante
dignos en comparación con las casuchas de una planta y mal
pintadas de la misma calle. El edificio estaba protegido de las
amenazas externas por una alta verja con alambrada y dos
vigilantes que se repartían las veinticuatro horas de los siete
días de la semana cobrando apenas mil pesos mensuales. En
realidad, sin ser nada especialmente lujoso, era la residencia
más espaciosa y elegante que yo había tenido en mi vida;
acostumbrado como estaba a los pisos pequeños y poco
luminosos de los barrios charnegos de Barcelona.
Los dos vigilantes eran jóvenes de unos veinte años que me
miraban a veces con risa contenida y a veces con rencor
cuando llegaba yo ebrio a altas horas de la noche.
Normalmente dormían en la garita hasta que les pedía que me
abrieran la puerta de entrada. Yo saludaba con un gruñido y
ellos se despedían con un buenas noches, doctor que me
sonaba a cachondeo no en el momento, sino al día siguiente
cuando con vergüenza y pesquisa reconstruía yo la continuidad
de los hechos de la larga noche. Muchas de esas mañanas, tras
despertarme ojeroso y maloliente para ir a trabajar y
sermonear a los estudiantes sobre las banalidades consumistas
de la literatura del nuevo milenio, me encontraba a uno de los
dos vigilantes jugando en el aparcamiento del edificio con su
madre y un niño de apenas un par de años. Hice más de una
vez los mismos cálculos: mil pesos, setenta y dos horas
mensuales, tres bocas que alimentar. Y casi siempre después
del cálculo venía una rápida mortificación sobre mi nivel de
vida. Qué asqueroso es ser rico en un país de pobres. Digan lo
que digan los liberales.
Quizá pensar ese tipo de cosas era lo que buscaba en
México: enajenarme en otra vida que no fuera la de la paz, el
consumo y el confort; vida muy buena según casi todos, pero
en la que no encajo. Y es que yo, si soy algo, solo soy un
pobre experimento de mí mismo, una voluntad que no sabe si
es de muerte o no y se empeña en descubrirlo de algún modo.
En ese sentido, el experimento (lo que llamaríamos
empíricamente el viaje) iba sin duda bien. Por fin empezaba a
ver el límite.
El límite, siempre el límite; cómo alguien, escritor o
pensador o simplemente persona, puede olvidarse de ello o
menospreciarlo. El límite hay que conocerlo y si es necesario
hay que anunciar a gritos su existencia. Todo lo demás es
calma, engaño, conservación, esperanza y otras mentiras.
SEGUNDA PARTE
ESPAÑA, SIEMPRE ESPAÑA

…A pesar de todo. Porque, en el mundo globalizado, un


océano de por medio no es suficiente para librarse del
nefando terruño, la liendre de la Madre Patria chillona,
malcarada y soberbia, imperial hasta la médula, fortificada en
su grandeza de estercolero secular de siglos de oro y mierda, y
en su logorrea en torno a unos mantras que parece que hay que
repetir a todas horas: democracia, constitución, respeto,
convivencia, toda esa charlatanería falsamente redentora y
ufana de sí misma. Ser español es ontológicamente tedioso.
Ser español, si algo implica, es un desgaste permanente de
ruido e imbecilidad, de autobombo y borborigmos
periodísticos, un círculo vicioso de lencería vintage con encaje
de mantilla andaluza.
Los patriotismos pueden ser males que se curan viajando;
el patriotismo español es imposible de erradicar, porque se
enquista como una verruga peluda y se pudre poco a poco
entre discursos parlamentarios sobre lo «tolerable» y lo
«intolerable», pazguatos literarios o cinematográficos que
hablan de la Guerra Civil para ganar su buen dinero y limpiar
lo que quede de comunismo en la conciencia, y oportunistas
rastacueros del libre mercado que miran a los latinoamericanos
con un singular asco compasivo. Los patrioteros dicen que
España tiene muchos motivos de orgullo: Velázquez,
Cervantes, Ortega, el 12-1 a Malta. Yo veo otras aportaciones:
en zoología, las ladillas, tan nuestras como el lince ibérico; en
genética, el misterio de los hermanos Machado; en la historia
de las ideas, un ismo tan mediocre y obtuso como el carlismo;
en estética, el peor romanticismo de Europa; en gastronomía,
el hambre de siglos; en teología, el insulto de «perro judío»; en
física, la técnica de los costaleros; en psicología, la lamentable
autoestima del Canto personal de Leopoldo Panero.
España siempre te alcanza y no hay exilio tranquilo que
permita de verdad la regeneración de todo lo mutilado por
siglos y siglos. España me alcanzó también en México. No
solo porque en Puebla la presencia del mundo colonial y sus
hábitos mentales es más firme que en otros lugares del país,
más indígenas o más estadounidenses, sino porque también
había gente que, increíblemente, se definía en público y con
orgullo como españoles. Uno de ellos, el más significativo
para mi aventura, era el decano de la facultad; un profesor de
historia contemporánea llamado Villalobos. En cuanto supo
que me habían contratado, me invitó a comer para darme
algunas instrucciones que él suponía imprescindibles para que
mi estancia en México fuera un éxito.
—En México tienes que chulear un poco para que te hagan
caso. Y hacerles currar, porque, la verdad, son muy gandules.
Tanto «ahorita, ahorita» y luego tardan un año… Te lo digo de
verdad. Siempre que hables con algún dependiente para
quejarte de algo, preséntate como el doctor Ramírez. Como no
tienen aristocracia, los títulos académicos sirven para
distinguirte e impresionar. Y te juro que funciona. Les pegas
dos gritos y enseguida te hacen lo que les pides. Y otra cosa: te
recomiendo que pongas tu dinero en los bancos españoles. Son
más fiables. De los de aquí no te puedes fiar. Te aseguro que
yo todo mi dinero lo tengo en el Santander. Y estoy tranquilo.
Villalobos llevaba entonces unos diez años en México.
Acabó allí básicamente porque terminó su doctorado en
Valladolid o Alcalá (nunca lo supe con seguridad), no sabía
inglés y, por tanto, no podía optar a universidades como las
estadounidenses. Pudo haber entrado en alguna universidad
española, en realidad. Cumplía los requisitos básicos:
prepotencia, ignorancia y servilismo hacia sus superiores,
todas esas virtudes que han hecho de las universidades
españolas un ejemplo para el mundo. Pero ni siquiera
consiguió eso: según él, un catedrático le tenía ojeriza porque
era demasiado bueno. Y tuvo que buscar su futuro fuera de
España.
—Yo no sé inglés ni me interesa.
En México, en cambio, había conseguido ascender a base
de gritos y esputos, de jotas y zetas pronunciadas
enérgicamente. Tenía además un restaurante de cocina
española que le proporcionaba unos excelentes ingresos extra.
—Joder, cobro sesenta pesos por una tapa de tortilla de
patatas y la gente lo paga. Yo qué culpa tengo.
Físicamente, lo más gachupín en él era su calvicie:
estupenda, completa, de esas que sus propietarios, tras superar
el trauma inicial, exhiben con orgullo y sin gorra ni barba
compensatoria porque les atribuyen mágicos poderes sexuales.
Con eso y su incorregible halitosis, su españolidad era
metódicamente estereotípica; y por eso era casi caricaturesca.
Yo, a mi pesar, tengo una españolidad ruda que con suerte
podríamos calificar de goyesca, pero creo que el pragmatismo
catalán ha atenuado algunas de mis peores conductas atávicas.
Villalobos, en cambio, era ese español que se detecta a leguas
de distancia en la terminal de cualquier aeropuerto del mundo;
el target comercial de revistas como Interviu. Lo que resultaba
increíble era que los mexicanos no solo le hubieran aguantado,
sino que encima le hubieran dado un puesto de alta
responsabilidad. Pronto comprendí que algunos mexicanos
eran fácilmente impresionables por los supuestos progresos de
la democracia española; y por ese motivo creían en la eficacia
y el rigor de Villalobos, aguantando incluso sus permanentes
comparaciones entre España y México, siempre del mismo
signo paternalista:
—México tiene que hacer una transición como la que hizo
España. Está claro, coño. Parece mentira que no se den cuenta.
Es la única manera de progresar y consolidar la democracia.
Necesitan un pacto de la Moncloa. Necesitan a un Suárez y a
un Felipe González. Vicente Fox no sirve para nada.
—¿Rulfo? A mí me gusta más Cela, puestos a
tremendismo.
—¿El chile habanero? Eso no es nada en comparación con
las guindillas de mi pueblo.
—¿Las mujeres mexicanas? Están gordísimas, hombre. Las
españolas están mejor. Tienen mejor culo.
—¿Tomates? Aquí no saben cómo cultivar los tomates. En
mi pueblo hay unos tomates de cojones y hacemos el mejor
gazpacho del mundo.
Yo le escuchaba con una mezcla de resignación y ansiedad
por encontrar algún mexicano armado cerca que pudiera
ofenderse y amenazarle con un tiro. Pero parece ser que, en
contra del tópico, no siempre los mexicanos van armados.
Nos encontrábamos a menudo de paseo por el campus y él
me proponía siempre alguna comida o alguna juerga con el
mensaje subliminal de visitar un lugar de estriptís. Me
acostumbré a ser fuerte y a rechazarle sin necesidad de
excusas, pero aun así Villalobos me buscaba una y otra vez
como si yo fuera su único interlocutor para algunos asuntos.
Hablábamos en esos encuentros fugaces de la situación
española y solo una vez estuvimos de acuerdo plenamente:
—Yo le voté en las últimas elecciones, pero no sé por qué
coño Aznar nos ha metido en la puta guerra de Irak.
Sí, con aquellas palabras, me cayó bien por primera y
última vez.
QUE NO

…Q
ue, a pesar de mis blasfemias, no tengo nada en
contra de la democracia, que nadie se confunda.
Sé bastante de Historia (y México me enseñó lo
que me faltaba) como para desconfiar del Terror en nombre de
las ideologías redentoras y los mesianismos providencialistas.
Y no tengo nostalgias aristocráticas de escritor modernista o
clerc francés o artista de vanguardia. Otra cosa es darle la
razón a Fukuyama o al memo de Huntington.
Intentaré explicar mi problema con la democracia. Para mí,
la democracia es como los preservativos. Son bienes
irrenunciables, resultado inequívoco y acertado del progreso
racional, que ningún capricho puede negar o menospreciar, a
riesgo de involución o pandemia. Son protocolos necesarios y
deben ser exigidos con firmeza en los contextos
correspondientes. Entiendo sin problema que me obliguen a
cumplir ambos requisitos y no debe ser de otro modo: solo que
no puedo, fisiológicamente, hacerlo, integrarme en esa rutina,
participar de ese ensueño colectivo.
Yo no puedo ponerme ESO. El preservativo destruye mi
energía, me deprime y traumatiza, saca a la luz todas mis
fobias acumuladas y me convierte, con suerte, en sujeto pasivo
y, a menudo, en mueble mudo. El preservativo es el enemigo
máximo de todas mis ganas de vivir, de la escasa naturalidad
que he preservado tras años de esfuerzo cínico. Tengo poca
alegría y pocas veces la manifiesto, salvo en mis quejas y en
mis erecciones. En cambio, la democracia y los preservativos
me amortiguan y me incitan al ascetismo. La democracia
obliga al diálogo, a aceptar, a negociar, a escuchar e incluso a
renunciar; y todo eso está muy bien, como los condones, pero
me quita mi único privilegio: la libertad del cascarrabias.
Libertad para gritar y gemir, para criticar y gozar, porque todo
es uno y es lo mismo.
Déjenme con mis enfermedades y mis taras y no intenten
salvarme ni reciclarme. Yo no sirvo para el diálogo,
recuérdenlo. Esto es un monólogo y yo soy un autista aún no
diagnosticado.
POR FIN TENÍA A MI PÚBLICO

P
or fin había logrado tener un mercado cautivo, un público
obligado a prestarme atención. Cómo me gusta lavar
cerebros. Qué importa que Rodrigo apareciera en clase
fumado, es decir, drogado, la mayoría de las veces. O que el
Niño Genio se esforzara por interrumpirme con comparaciones
erráticas e intuiciones afrancesadas. O que Sor Juana se
sentara en la última fila, escondiéndose, no sé si de mis
preguntas agresivas o de mis miradas menos inocentes de lo
que debiera.
Qué importa que estuviera en una universidad pretenciosa
llena de apariencias y vacía de ciencia real. Por fin, después de
años de frustración literaria, académica y vital, tenía la
oportunidad de exponer mi poética y mi ética, de quemar
templos y ajusticiar dioses, de hacer denuncias y renuncias.
Después de años en los que a nadie le importaban mis
opiniones, en los que no tenía acceso a ninguna de esas
plataformas de lo que llaman cultura (el Instituto Cervantes, el
grupo PRISA, Anagrama, la crítica literaria española, las
capillitas de escritores de Madrid o Granada, todo eso que
tanto odio), por fin tenía la oportunidad de no hablar solo. De
simular que yo era un intelectual, o algo así de detestable. De
ejercer la docencia con tiranía y megalomanía, de manera
antipedagógica, pasándome por el forro de los cojones toda la
basura del Lifelong learning y las nuevas mierdas del Plan
Bolonia y similares.
Sentí que era inequívocamente feliz en mi labor de maestro,
adoctrinando a los chavales en la quema de ídolos y absolutos.
No tenía dudas de que pronto olvidarían mis peroratas
iconoclastas, y tampoco dudaba de que muy pocos de los
estudiantes apreciaban de verdad mis propuestas, pero yo
sentía un ardor que podríamos calificar de militar: por fin yo
estaba, cómo decirlo, en la lucha. La guerra universal de la
cultura. Microscópicamente, atomizado en una provincia
mexicana, sí, pero por fin provisto del fanatismo necesario.
Predicando y profetizando como un líder de secta, cortando
cabezas de orcos literarios como el Aragorn de mis mejores
fantasías épicas.
Por supuesto, los estudiantes eran tan egocéntricos y
vanidosos como yo; y replicaban a mis performances de
muchas formas. Tuve que acostumbrarme a sus múltiples
extravagancias: camisetas semiológicamente retorcidas,
complementos de vestuario de todas las estéticas, peinados
improvisados y experimentales, iguanas de mascotas sobre los
hombros. Pero cierto día glorioso sobrepasaron todas mis
expectativas.
Para variar, yo despotricaba contra la literatura española de
la democracia, con la mala baba de García Viñó o Fortes, pero
creo que con argumentos más objetivos: la machaconería del
relato oficial de la Transición (tan autocomplaciente como
lobotomizador), la homología entre postergación cultural y
declive político del comunismo en España, el engañoso
ensalzamiento de una literatura de consumo europeo y por
tanto traducible y vendible, la explotación revisionista de la
Guerra Civil, la creación de una élite socialdemócrata
hábilmente sobornada y docilitada con fondos del Estado o
aledaños, y esas cosas que ya sabemos. Ni siquiera voy a
perderme en esos detalles: lo que me interesa es que, en algún
momento de mi diatriba, Andrea puso sus manos sobre el
pupitre para apuntar algo y observé que llevaba las muñecas
esposadas.
Traté de no darle importancia pública y continué mi
discurso. Pero algo en mi interior fue simultaneándose con mi
explicación y mis teorías se combinaron con una extraña
sensación que me resultaba inquietante pero no del todo
desconocida.
Los estudiantes se traían su jueguito, todos eran cómplices
y a mí no me habían informado. Justo cuando criticaba el truco
shakespeariano de los títulos en Javier Marías, me fijé en que
Andrea hizo un gesto de incomodidad y se giró para mirar a
Sor Juana. Ella, con cruel naturalidad, le reprochó la queja
muda; o eso creí yo. Manipuladora, autosuficiente y a la vez
generosa, Sor Juana era sin duda la promotora del juego.
Rodrigo alternaba las miradas a las dos, sonriendo y
mascullando a veces algo posiblemente obsceno; solo de vez
en cuando tomaba alguna nota de lo que yo decía. Al menos,
el Niño Genio sí me escuchaba con atención, aunque se atrevió
a interrumpirme afirmando, con asqueroso malinchismo, que
la novela española de la democracia era en líneas generales
mejor que la mexicana.
Imagino que los estudiantes pensaban que me costaba
mantener la concentración, pero en realidad era todo lo
contrario: sentía un fervor insólito, un arraigo inesperado,
porque por fin estaba donde quería estar, decía lo que quería
decir y veía lo que quería ver. El morbo juvenil, denso en
caprichos y experimentos, me embriagaba y le daba
coherencia decadentista a mi vida por primera vez, porque,
admitámoslo, todas mis interpretaciones literarias no son más
que juegos morbosos, un teatro de pasiones y transgresiones,
que jamás sería capaz de justificar en serio, con rigor y
disciplina intelectual. Por eso disfruté cada segundo de mi
exposición y aún me quedó tiempo para saborear algo del
erotismo ambiental.
Recuerdo cómo Sor Juana se arregló la larga melena en lo
que podía interpretarse como un gesto de desinterés por mis
palabras. Pero no era así: sé que me escuchaba con atención,
porque mis palabras transmitían pasión, y esa pasión también
se debía a ella, por fin. En nuestras juergas nocturnas, siempre
me resistí a bailar con ella porque sé lo que significa el baile
para las mujeres (probablemente para todas, españolas o
mexicanas o de donde sea), y sé que yo ahí solo puedo perder.
Pero entonces, en medio de aquella clase de literatura española
de la democracia, supe que de algún modo virtual y
pornográfico estábamos bailando. Bailaban mis ideas y las
suyas, bailábamos y todos nos miraban e íbamos avanzando
hacia el límite, que, por supuesto, solo puede ser el punto más
alto de un precipicio.
Salí de aquella clase eufórico de proselitismo literario y paseé
durante más de una hora por el campus, paladeando mis
teorías desmedidas y radicales, repitiéndomelas mentalmente e
incluso perfeccionándolas con nuevos argumentos y ejemplos,
con nombres propios elegidos a veces por azar y a veces por
envidia. Esas eran las palabras en mi cabeza, pero las
imágenes que se repetían eran la de Sor Juana. Sor Juana
dominante y altiva, Sor Juana viciosa y guerrera, Sor Juana
antidemocrática y radical, con su Andrea sometida y
encadenada, con su Rodrigo onanista a la fuerza.
Regresé al despacho después de tomar un café y me
sorprendió encontrarme con que Rodrigo me estaba esperando.
Terminada mi clase, había tenido la de literatura
norteamericana con Lombard, que le había suspendido el
trabajo final.
—Lombard me odia. Siempre me la está haciendo de pedo.
Le dije que se sentara y cerré la puerta. Yo estaba
acostumbrado a estos enfados de niño rico y sabía cómo
manejar bien esas situaciones, pero en este caso tuve que ser
especialmente diplomático porque Rodrigo tenía un alarmante
estado de nervios en el que la tristeza y la indignación se
compenetraban y aliaban. Por primera vez, lo vi humano y
vulnerable, menos pijo que de costumbre, con cara casi de
oprimido.
—El pinche Niño Genio saca un diez con sus mafufadas
sobre Philip Roth y a mí me pone un cuatro. No es justo. Esta
vez no. Voy a quejarme y presentar una reclamación. Y llegaré
hasta el decano, si hace falta.
Me enseñó el ensayo, lleno de correcciones en rojo por
parte de Lombard. Era un trabajo sobre Chuck Palahniuk y
The Fight Club. Le eché un rápido vistazo y no tardé en
entender por qué la calificación estaba plenamente justificada.
—Tranquilízate, Rodrigo. No es tan grave. No te van a
expulsar de la licenciatura.
—No lo entiendes… No sabes lo que me costó convencer a
mi papá de que quería estudiar literatura. Ellos son gente ruda,
solo entienden de corridos, no saben qué es la pinche poesía y
les vale madre. Para mi familia es algo muy raro que yo
estudie esto…
—Es normal. Todos hemos pasado por eso. Solo el padre
de Borges quería que su hijo fuese escritor.
—No, no. Mi papá es… especial. Es duro, tiene principios
muy claros, y no le gusta que le digan que no. Se ha esforzado
mucho para darnos una buena educación. Mucho, neta… Él
tiene esperanzas en nosotros. Yo le dije que no quería heredar
sus negocios, y se enojó; pero es que, neta, no me interesa ese
mundo, yo quiero ser escritor, aunque acabe siendo pobre,
pero para mí es lo más importante en la vida. Es una vocación,
y uno tiene que ser fiel a sus vocaciones. ¿A poco no?
Yo había oído que su papá era una especie de terrateniente;
pero también había oído que era propietario de cines y otras
empresas de ocio, algún casino, tal vez. No podía descartarse
que las dos versiones fueran ciertas y compatibles.
—Mis papás me decían: solo estudian literatura las viejas y
los jotos, no los hombres. Mis hermanos están en Boston y
Nueva York, estudiando derecho y economía. Yo soy el frijol
negro de la familia. He tenido que luchar contra los tópicos y
los prejuicios norteños… No sabes lo que es eso. Y ahora
Lombard me quiere correr de la universidad. Me tiene manía,
lo sé. Porque cree que soy un niño rico sin talento y
caprichoso. Pues ahorita sí se va a enterar. Voy a protestar.
Mira mi ensayo, por favor, y dime si merece esa calificación.
Yo no soy pendejo, sé escribir y puedo hacer cosas buenas. Sé
que puedo.
Yo no había leído ninguna de las creaciones de Rodrigo,
que al parecer eran cuentos ultraviolentos sobre la vida en el
norte del país.
—Rodrigo, estoy viendo que este trabajo no tiene
bibliografía, ni notas a pie de página. No hay investigación,
sino solo opinión. No hay introducción ni conclusiones, no hay
marco teórico ni método crítico. Es anárquico, es una pura
paja mental, tienes que admitirlo. Yo tampoco te aprobaría este
trabajo.
—Pero ustedes mismos se la pasan criticando a la crítica y
a la academia, renegando de ellos, diciendo que son unos
interesados y que todo es un negocio y una lucha de poder.
¿Cómo quieren que yo pierda el tiempo leyendo a esos
güeyes? ¿No se dan cuenta de la contradicción?
—No es tan sencillo. Tienes que conocer todo ese discurso
crítico para poder después romper con él. Al enemigo siempre
hay que conocerlo. No basta con rechazarlo de plano sin
haberlo leído. Además, nosotros exageramos un poco porque
forma parte del teatro de esta profesión; pero todos hemos
hecho una tesis doctoral y sabemos lo que es investigar
duramente.
—Lombard no. Él no se graduó. Lo sé.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé, y ya. Y creo que está de ilegal en el país. Podría
llamar a la migra y que lo corrieran.
Le miré de forma severa y creo que se avergonzó
inmediatamente, negando con la cabeza. Pensé que aún había
esperanza con ese chico y que en él estaban en juego múltiples
fuerzas contradictorias, por lo que cualquier movimiento por
nuestra parte debía ser calculado y no precipitado.
—Lo siento… No quería decir eso. Lombard es bueno, sus
clases son chingonas, pero siento que me odia; y no sé por
qué.
—No te odia. No odiamos a los estudiantes. En ocasiones,
os exigimos más y somos más duros; pero eso lo hacemos para
motivaros. Suena baboso, pero es así.
—Este ensayo es bueno. Me he leído todas las obras de
Chuck Palahniuk. Me lo sé casi de memoria. Y trabajé duro.
—Tendrás que discutirlo con Jeff. Y si no te convence,
presenta una reclamación; yo no puedo hacer nada.
—Ya sé… solo quería desahogarme. Pero ahora cómo le
explico a mi papá que tiene que soltar más lana.
Rodrigo se marchó ya más sereno, pero, de todos modos,
creí conveniente hablar con mi colega sobre el tema. Antes de
entrar en su despacho, me asaltó Judith y compartió conmigo
algunos rumores inquietantes que le había comentado el
decano Villalobos: la carrera de literatura no era rentable y su
clausura seguía siendo una posibilidad amenazante.
—Pues habrá que buscar trabajo en otra parte —le dije,
improvisadamente, no demasiado preocupado por el asunto,
que, en realidad, veía bastante lógico en una universidad
privada—. Soy nómada, no lo olvides. El Catalán Errante. Un
letrado posnacional, o sea un ejemplo más de esa gelatina
mental que tanto te gusta estudiar en los mamarrachos de la
literatura latinoamericana actual.
—No inventes… ¿Y dónde irás que estés mejor que aquí?
—Cuba, sin duda. Es mi sueño posutópico. Ya sabes, solo
me interesan países en los que una revolución haya fracasado.
Como esperaba, Judith se rio y regresó a su despacho. Yo
entré en el despacho de Lombard y lo encontré leyendo la
biografía del doctor Johnson. Le expuse con tranquilidad la
situación, aunque evidentemente yo sabía que él tenía razón y
que mi obligación era apoyarle. Ante los niños ricos, había que
mantener el corporativismo como fuera. Lo que me
preocupaba eran los modales del gringo con el Culero, quizá
más bruscos de lo aceptable según las normas académicas
incluso de un país como México.
—Ese Rodrigo es un necio culero que se cree genial —me
dijo—. Y esos son los peores. No pienso cambiarle la
calificación, ni darle otra oportunidad. Su ensayo es una
basura. Seguro que fumaba mota mientras lo escribió.
Además, no soporto el mito Palahniuk. Estos chavos no se han
leído a Hemingway o Faulkner y ya idolatran a Palahniuk. Hay
que contrarrestar eso como sea. ¿Y sabes qué? La culpa de
todo, en el fondo, la tiene Magallanes, que siempre pone
dieces a todos porque así se evita leer los ensayos y puede
dedicarse a beber todos los días sin que los estudiantes se
quejen. Magallanes les ríe las gracias y les da argumentos para
que vengan a hablar conmigo. Dice incluso que los cuentos de
Rodrigo son buenos.
—¿Y no lo son? A mí no me los ha dejado.
—Son mierda. Una barata estetización de la violencia más
truculenta, una proyección de su propia virilidad quién sabe si
gay, porque con estos nunca se sabe. Se cree que con narrar
asesinatos y decapitaciones el lector va a sentir algo. Y no se
siente más que risa. Ahora quiere presentarlos a todos los
concursos literarios de la república.
—¿Se lo has dicho así? Eres muy duro con el chico. A mí
me parece inmaduro, pero quizás todavía tiene salvación.
—No podemos ceder, Álex. Tenemos que ser firmes. Los
niños como Rodrigo se creen especiales, paridos por hadas.
Debemos convencerles de que no van a conseguir fácilmente
todo lo que se propongan. Es este país lo que está en juego: si
esta generación toma el poder sin conocer algún límite, el país
está jodido para otros treinta años.
—¿No crees que exageras? Pueden ser poderosos, pero no
tanto.
—Seguro que te ha dicho que puede conseguir que me
despidan, ¿verdad? ¿A que te lo ha dicho? Por eso vienes a
hablar conmigo. Yo no les tengo miedo, Álex. Nunca he tenido
miedo de que me despidan. Lo importante es la conciencia.
Siempre.
Uno apreciaba en Lombard aquellos momentos súbitos de
solemnidad equilibrada y no pretenciosa, que de algún modo
compensaban sus excentricidades. Muchas veces me pregunté
cómo resolvería sus apetitos sexuales un hombre como él. Se
le conocían relaciones con mujeres, algunas mexicanas y otras
gringas, que por algún motivo estaban de paso por México,
pero con ninguna de ellas había conseguido mantener algo
estable. Yo respetaba su intimidad y muy pocas veces le había
preguntado al respecto, de acuerdo con la única cita bíblica
que siempre me ha interesado: aquella del no juzgues y no
serás juzgado.
Le di la razón y consideré que la conversación no debía
continuar. Hablamos con insolencia burlona de Judith y sus
paranoias académicas y quedamos para tomar una copa esa
misma noche en la cantina de don Toño.
Regresé a mi despacho y revisé durante unos minutos la
actualidad española a través de internet. Una vez más, aquel
país me parecía irreconocible; envanecido con su opulencia
inmobiliaria, con sus debates futboleros, sus reality-shows y
rancios espectáculos patrioteros como la pseudobatalla
berlanguiana de la isla de Perejil.
En eso estaba cuando Sor Juana tocó la puerta. La invité a
sentarse y recuperé algo de las sensaciones de la clase que
había tenido esa misma mañana. Después de dos semestres
como alumna mía, ya ni siquiera me ocultaba a mí mismo la
evidencia de que la chica era muy tentadora. De hecho, yo ya
empezaba a tener catalogados con innegable fetichismo casi
todas las piezas de su vestuario: toda la colección de collares,
pulseras y anillos, de diferentes diseños y reminiscencias
culturales; sus camisetas casi siempre negras u oscuras que
marcaban satisfactoriamente sus pechos; sus frustrantes faldas,
tan empobrecedoras en comparación con sus inmejorables
jeans y otros pantalones entallados como con tiralíneas. Y
sobre todo, jugaba en mi mente con una parte de su cuerpo que
jamás pensé que pudiera suscitarme interés erótico: las cejas,
levemente trianguladas, inquisitivas, algo irónicas incluso.
—Venía a decirte que no podré entregar el ensayo a tiempo.
Pensé que el día se estaba volviendo excesivamente
complicado y que necesitaba echarme una siesta. El ensayo
consistía en justificar si es posible afirmar que Tiempo de
silencio es la equivalente española de las novelas del boom
latinoamericano.
—No te puedo dar más tiempo —le dije con sincera
profesionalidad—. La fecha era muy clara y la sabéis desde
hace semanas.
—Lo sé. No vengo a suplicar. Vengo a disculparme. Ya sé
que no voy a aprobar la materia. Solo quería que supieras que
me interesaba el ensayo, pero he tenido unos días
complicados.
Esta vez llevaba puesta una camiseta negra y un hermoso,
aunque holgado, pantalón blanco, completado con unas
sandalias algo extravagantes en las que apenas me pude fijar.
El collar era el de piedras verdes, quién sabe de qué material, y
Sor Juana jugó con él mientras me daba su explicación. Pensé
que estaba intentando establecer un vínculo más personal de lo
habitual y dudé sobre si yo quería obtener más información.
En realidad, la mayoría de los problemas auténticos de los
estudiantes, fuera Rodrigo o Sor Juana o cualquiera,
permanecían ocultos detrás del hedonismo de la vida cotidiana
en Cholula. Solían hablar de sus problemas académicos o de
los incidentes variopintos de las juergas nocturnas, pero pocas
veces se sinceraban sobre sus familias y sobre los posibles
traumas del pasado.
No quise ser curioso sino educado, y opté por preguntarle:
—¿Algún problema? ¿Ha sucedido algo? —siguió en
silencio, y aventuré una hipótesis que sí era más chismosa—.
¿Ha pasado algo con Andrea?
Ella no esperaba la pregunta y respondió sonriendo.
—No, no es ella… ¿Lo dices por lo de hoy en clase?
—¿Las esposas? Sí, no puedo negar que me ha llamado la
atención.
—Eso es solo un juego… Se ha portado mal y ese era su
castigo. Ojalá todo fuera tan fácil en el resto de la vida.
Traté de que no volara mi imaginación, más que nada para
evitar alguna incontrolada erección que podría ser, por qué no,
visible a tan poca distancia. Procuré concentrarme y ser cortés,
como profesor responsable con algo de tutor de colegio mayor.
—Cuéntame.
—No te puedo contar mucho… Simplemente, mi vida es un
caos, Álex. ¿Sabes lo que es eso? Un puro caos… Seguro que
me entiendes y a ti te ha pasado alguna vez. Pero ya no sé si
puedo soportarlo.
—¿Familia, amigos, literatura? ¿O acaso es el famoso
Secreto?
—Todo, supongo… No sé si quiero seguir estudiando aquí.
¿Puedo decirte algo? Me caga esta universidad. Me asquea
toda esta bola de pretenciosos.
—Muchas gracias, por la parte que me corresponde.
—No lo digo por ti, Álex. Ustedes son buenos profes, y
hasta eso creo que lo hacen bien. Pero un día de estos voy a
explotar… Creo que, en el fondo, sé que mi sitio no es este.
—Es una mala racha. Pero te queda poco para terminar la
carrera. No seas tonta y termínala bien.
—¿Y para qué? ¿Sabes? Tengo una cosa que llaman, según
leí, el mal del astrónomo.
—¿Y en qué consiste?
—Que he mirado mucho el cielo y ahora me pesa el
universo. ¿No te pasa?
—A mí en este país solo me pesan las digestiones.
—No mientas. Tú, Lombard, Magallanes… ¿no han
pensado nunca que a lo mejor van a ser responsables de que
todos nosotros nos acabemos suicidando?
—Nadie se va a suicidar. Lo que pasa es que vivís una larga
adolescencia. Y nosotros, los profes, también, supongo.
—Ay, no sé…Todo es tan complicado. No sé qué voy a
hacer con mi vida. Pero no te voy a aburrir. Quiero que sepas
que me gustó mucho tu curso, aunque no lo vaya a aprobar.
—Gracias. ¿Qué tal va Atlántida? A ver cuando me dejas
leer algo.
—Avanza poco a poco, pero algún día lo terminaré. Y
entonces lo leerás. No antes. Me da un poco de miedo tu
opinión.
Se levantó, salió del despacho y yo, para no pensar más en
ella, decidí volver a lo que me parecía más opuesto a su
sensualidad juvenil y algo ninfúlica: España, con sus bobadas
y sus puerilidades pequeñoburguesas. Gran Hermano seguía
siendo, un año más, el programa de más audiencia.
INSOSPECHADA INTERFERENCIA MÁGICA

E
xiste la ley seca todavía; y existe en México, cómo no.
Inverosímilmente, a partir de la noche anterior a un día
electoral está prohibido servir alcohol. Es un gesto
hiperbólico y grandilocuente de democracia; una norma muy
enfática y sospechosamente aislada del resto de la deontología
política, en la que abundan el cinismo y la corrupción. Yo
desconocía por completo la existencia de esa ley y lo averigüé
justo el día antes de las elecciones a gobernador del Estado.
Decidimos salir a cenar para celebrar el fin de semestre; no fue
fácil ponernos todos de acuerdo, pero al final lo conseguimos.
Judith y su marido, Lombard, Magallanes y yo fuimos a un
hermoso restaurante de la avenida Juárez, en Puebla.
El marido de Judith, de nombre Román, se mantuvo
discreto y cetrino como siempre. Era obvio que le aburrían
nuestras conversaciones, las académicas y las antiacadémicas,
y que su presencia en la cena era el resultado de la más
elemental cortesía marital. Yo intenté involucrarle en alguno
de nuestros temas, pero era difícil: qué podía decir él cuando
nosotros criticábamos, con auténtica saña injuriosa, a
Marcelino Menéndez Pelayo; o cuando yo soltaba la que creía
que era una necesaria desmitificación del pesado de Domingo
Faustino Sarmiento, el autor de Facundo, pésimo escritor y
peor persona, y canónicamente sobrevalorado.
Román empezó a interesarse cuando pasamos a discutir de
cine mexicano y yo mencioné mi reciente descubrimiento del
Indio Fernández. El chiapaneco parecía deseoso de intervenir,
pero un pudor antipedante se lo impedía. Apenas pudo hacer
un par de elogios al Indio cuando yo le interrumpí, con la
típica grosería gachupina, para banalizar el tema y dejar a
Román fuera de juego:
—Lo que nadie recuerda del Indio Fernández es que salió
en un episodio de Colombo que transcurre en México.
Curioso, ¿verdad?
A partir de ahí, dejamos el serio cine mexicano para hablar
de televisión y nos dedicamos durante varios minutos a
estudiar, con precipitación, pero también con algo de erudición
y bastantes datos fiables, cómo tantas series de televisión
gringas de los setenta y ochenta, que todos habíamos visto y
recordábamos, utilizaron como espacio extranjero preferente la
costa pacífica de México, con ciudades como Acapulco o
Puerto Vallarta, la escala inolvidable de los pasajeros de
Vacaciones en el mar.
Estuvimos veinte minutos divagando sobre el mito
acapulqueño y creímos agotar todas las posibilidades
interpretativas al tiempo que había que elegir los postres.
Román volvía a estar callado y yo asumí que me detestaba de
forma profundísima, que no soportaba mi acidez, mi
temperamento enfático y mi afán de protagonismo. Nunca me
lo diría, naturalmente, pero no me pareció necesaria ninguna
prueba.
Solo volvió a hablar cuando nos despedíamos. Me dijo,
muy serio, que tenía que madrugar al día siguiente. Era
observador electoral, pero además tenía otras ocupaciones:
—Mañana tenemos una importante reunión. Van a
expropiar unos ejidos de Momoxpan para crear un nuevo
centro comercial. Vamos a impedirlo.
Judith intervino con lealtad y orgullo hacia un marido al
que quizá había prestado poca atención durante toda la noche.
—Solo espero que no lo madreen —dijo Judith—. Se van a
reunir unos doscientos y van a boicotear la inspección del
lunes. Vendrá la policía y quién sabe qué pasará.
—No vale la pena hacer nada —apuntó, con nihilismo
previsible, Magallanes—. Siempre ganarán los mismos.
—Esta vez no. Somos muchos y tenemos un líder.
—¿Eres tú el líder? —pregunté, involuntariamente
sarcástico.
—No —respondió Román, con una seriedad que me
avergonzó—. El líder se llama Emiliano… Sí, como Zapata…
Un hombre que ha sufrido mucho… Lo secuestraron hace
unos años, lo drogaron, lo llevaron a una clínica privada y le
robaron un riñón para venderlo en el mercado negro. Hoy es el
líder de esos campesinos. Yo y otros muchos como yo les
damos nuestro apoyo. Les quieren robar sus tierras a un precio
de risa con el apoyo del Gobierno.
Impresionado, me callé decidido a seguir callado durante
bastante tiempo y creo que Lombard pensó lo mismo. Judith
agarró del brazo a su marido en un gesto moderadamente
cariñoso que tal vez también tenía algún significado para mí.
Fue Magallanes el que habló, de nuevo:
—Chingaos, estamos siempre igual. La tierra sigue sin ser
nuestra. Pues ya, saquen las armas y hagan algo en
condiciones. Yo los espero en la cantina…
Intentamos reír, pero apenas llegamos a sonreír. Román
susurró algo a Judith y no tuve dudas de que era un mensaje
imperativo. Se despidieron cortésmente de nosotros y nos
quedamos los tres profesores en la puerta del restaurante
mientras el valet parking traía el coche de Magallanes en el
que habíamos llegado al lugar.
—¿Y ahora qué hacemos? —tomé la iniciativa alcohólica
—. A mí me apetece tomar algo más.
—Hay ley seca.
—Al carajo la ley seca —dijo Magallanes—. Hay que citar
a Efraín Huerta: «dirán de mí que siempre fui un poeta que
cumplió con su beber». Vamos a mi casa.
El valet apareció con el coche y Magallanes, antes de darle
la propina, abrió el maletero para enseñarnos el contenido:
unas veinte botellas de alcoholes fuertes, ginebra, anís, tequila,
whisky y otros, más unos veinte litros de cerveza.
—¿Tendremos suficiente?
El valet también vio las reservas y trató de hacerse el
simpático para aumentar la propina:
—Espero que la pasen bien, señores.
Nos subimos en el coche y nos pusimos en marcha. Por
suerte, el festín báquico de Magallanes solo estaba
empezando; y aún podía conducir de forma prudente. Una vez
dentro de su casa, nos preparamos para una noche larga en la
que, seguramente, apenas habría debate político, puesto que
ninguno de los tres parecía, aunque fuera por distintos
motivos, tomarse muy en serio la política del Estado.
—Siempre ganan los cabrones —decía Magallanes
zanjando el asunto con su valemadrismo habitual.
En realidad, Magallanes, en su hogar, era un hombre menos
cínico y más afectuoso. Se preocupaba de manera constante
por sus invitados, dulcificaba sus modales, ponía música
diversa pero siempre elegantemente escogida, y en cierto
modo se redimía de su agresividad habitual. Por el contrario,
Lombard cedía su dosis de protagonismo y se limitaba a
ofrecernos la marihuana que fumaba. Yo eché de menos la
presencia de los estudiantes, pero la mayoría estaban en
periodo de exámenes y el elemental decoro académico les
obligaba a algo de disciplina estudiantil.
Empezamos a beber y a fumar todos con ansiedad. Pronto
Magallanes se volvió más verboso y repitió lo que ya había
hecho otras veces: enseñarnos ejemplares de sus novelas,
éditas e inéditas. Yo bromeé, como otras veces, con el
homenaje que le habíamos garantizado.
—Será un congreso de varios días en el que vendrán
eruditos de todo el mundo para discutir tus novelas,
especialmente La guardia nocturna. La conferencia plenaria
será de Enrique Krauze. Sé que es tu sueño íntimo.
—Qué ojete eres, Álex…
Esa vez recordó algo que me había prometido en cierta
ocasión y que por fin iba a poder cumplir. Nos llevó a su
estudio y allí buscó una carpeta llena de recortes de prensa. El
estudio, como era de prever, era la parte más reveladora de su
hogar; donde acumulaba los mejores libros de su biblioteca y
sus más importantes posesiones artísticas, junto a proyectos en
forma de manuscritos o notas, desordenados pero sin duda
según un procedimiento muy personal. Curioseé en los
estantes, pero lo que más me llamó la atención fue una de las
fotografías que había colgada en la pared. Dudé, aunque acabé
reconociéndola, porque una foto así no se olvida: era una
reproducción de la famosa imagen de Stefan Zweig y su
esposa, suicidados juntos en su cama. Una foto aterradora que,
pensé yo, en realidad estaba ahí precisamente para ocultar
otras fotos, inexistentes, olvidadas o descartadas: por ejemplo,
las fotos de Magallanes con su mujer y su hija.
—Aquí está, ya lo sabía.
Me enseñó el papel a mí, antes que a Lombard, porque yo
era el destinatario ideal. Era una página del periódico
barcelonés Tele-Exprés, un diario que yo casi no recordaba de
mi niñez y que no sobrevivió a los primeros años de la
democracia. Me fijé antes en el titular que en la foto: «Otro
escritor latinoamericano que se instala en Barcelona». La foto
era suya, aunque me costó reconocerle. Llevaba el pelo largo y
rizado y unas horribles gafas de pasta gruesa que
incomprensiblemente debían de estar de moda en la época.
—Ah, Barcelona… qué suerte tienes de haber nacido allí.
Ese barrio gótico maravilloso, ese Gaudí increíble. Yo quiero
que me entierren en esa ciudad. En el barrio de los pescadores,
junto al mar.
—¿Cuánto hace que no visitas la Barceloneta?
—Quince años.
—O sea que tú conoces la ciudad tal y como antes de la
Olimpiada. Ya no es lo mismo, créeme.
—No me importa. Es la mejor ciudad del mundo. Yo fui
feliz ahí, aunque era pobre y vivía en la calle Escudellers —se
esforzó en pronunciar bien el catalán—, que estaba sucia y
asquerosa a todas horas. Pero fueron tres años maravillosos.
Corregía galeradas, hacía informes de lectura y cosas así; pero
la vida no era cara, en realidad. Y sobre todo había ilusión.
Parecía que todo era posible y que el futuro era nuestro. De
todos los jodidos del mundo, latinoamericanos, españoles o
vietnamitas.
En la entrevista, cada frase delataba la ilusión juvenil del
escritor ambicioso y lleno de ideas. Le preguntaban por su
nueva novela en marcha y en la respuesta creí detectar el
cálculo con el que Magallanes promocionaba esa obra, que
era, en efecto, La guardia nocturna. Lo interesante es que
defendía unos valores literarios que hoy en día parecen
obsoletos, entre tanta novelita histórica de espadachines
quevedescos o templarios sobrenaturales: «la novela puede ser
revolucionaria sin ser panfletaria, como han demostrado
Cortázar o García Márquez. Pero precisamente para no caer en
la momificación o en la esclerosis hay que desmitificar
también a estos dioses, y por eso en mi novela hay a la vez
admiración hacia esos monstruos y un deseo legítimo de
parricidio a partir de los resquicios que ellos inevitablemente
han dejado, a pesar de todo».
—¿Aprendiste algo de literatura catalana? —le pregunté.
—No. Para mí lo mejor de la literatura catalana sigue
siendo el collons del sabio catalán que sale en Cien años de
soledad.
—Ramon Vinyes. Sin tilde en la o.
—Ese mero. Además, los catalanes son comerciantes, no
escritores. ¿Tienen algún poeta bueno?
Le hablé de Gabriel Ferrater con esa ignorancia lúcida que
reservamos a esos autores a los que no hemos leído, pero
apreciamos gracias a alguna fuente secundaria.
—Ah, Ferrater. Una vez me emborraché con él. Pero nunca
fuimos amigos.
Regresamos al salón principal para sentarnos y Lombard se
mostró inesperadamente malhumorado. Parecía no encontrarse
muy bien.
—Me estoy malviajando. Esta mota es de mala calidad. Es
el Culero, que me quiere envenenar. Su dealer es un fucking
bastard.
Se dirigió al lavabo y tardó más de media hora en salir.
Magallanes le ignoró para dedicarse a seguir bebiendo, pero
yo llegué a preocuparme por el gringo. Toqué la puerta y creí
escuchar algo así como el esfuerzo insuficiente por controlar
un llanto. Admito que acerqué el oído a la puerta con la
esperanza de que Lombard estuviera hablando con alguno de
sus demonios. Creo que mi comportamiento no era del todo
deshonesto: pensé que quizá era una buena oportunidad para
que Lombard desahogara unas frustraciones que podían ser
superiores (en intensidad, en dolor, en memoria acumulada) a
las mías e incluso a las del más amargado de todos,
Magallanes.
—Vete a la verga… estoy bien —respondió, sórdidamente,
desde dentro, y maldijo en inglés varias veces.
Como tantas otras veces, respeté su autodefensa.
Finalmente, Lombard salió con rostro cansado y ojos
enrojecidos, y sin mediar palabra se sentó otra vez en el sofá.
A los diez minutos, a pesar de la música, parecía del todo
dormido. Magallanes solo le prestó atención justo después de
haberme susurrado algo intrigante:
—Voy a contarte una cosa muy importante que me pasó en
Barcelona.
Magallanes esperó unos segundos para cerciorarse de que
Lombard estaba inconsciente, y continuó después de apurar su
caballito de tequila y llenarlo de nuevo:
—No se lo he contado nunca a Lombard, porque sé que él
nunca lo entendería. Pero tú eres catalán, has vivido en
Barcelona y a ti te lo puedo contar. Si alguien puede creerme,
ese eres tú.
—Como se dice en las películas: tienes toda mi atención.
Bebió aún otra vez y exhaló por la boca algo del calor del
alcohol antes de seguir:
—En Barcelona tuve una revelación. Una epifanía. Una
experiencia mística, sobrenatural.
—Eso es imposible. Los catalanes no tienen esas cosas.
Son gente prosaica, equidistante del vacío y la gloria.
—Te digo que sí. Nunca tuve una experiencia mística en
México, y sí la tuve en Barcelona.
—Magallanes, ¿bebías calimocho o algo así? Esa es bebida
de estudiantes pobres. Como la charanda de aquí.
—¡Carajo, estoy hablando en serio!
Lombard no se despertó con el grito. Me eché otro caballito
yo también y anticipé que la noche se volvería tediosa con
esos presagios de delirium tremens. Pero no, no fue en
absoluto previsible.
—Fue una noche de San Juan —continuó Magallanes—.
Yo tenía una novia argentina en Barcelona y cené con ella y
otros amigos sudamericanos que vivían allá. Bajamos a la
calle y en un descampado, como dicen ustedes, habían
encendido una hoguera.
—Esa hermosa costumbre de la vieja Barcelona ya se ha
perdido. La ley lo impide. Hay que tener cuidado con el fuego
y hacer las cosas con criterio.
—La hoguera era hermosa y ahí estuvimos horas, mirando
el fuego, rezando algunos, quién sabe. Y yo tuve ahí una
visión, una visión inesperada —hizo una pausa para observar
el escepticismo en mi rostro y empezar a arrepentirse—. Ya
veo que no me crees.
—Te creo —dije piadosamente, y evité que el ceño me
delatara—. ¿Qué viste?
—Vi a Kafka.
No entiendo muy bien por qué no me reí entonces;
probablemente no se debía al respeto debido al anfitrión, sino
a que mi ebriedad me impulsaba a ser crédulo. Pero había algo
más: la certeza interna de que Magallanes nunca bromearía
con algo así porque, a diferencia de mí, él sí tenía dioses y
plegarias para ellos. Fuera una visión delirante o no, era sin
duda reveladora de un tipo de temperamento; el de un hombre
que, sí, había sido un Sísifo del fracaso literario y que quizás
prefería a la Maga o a Pilar Ternera antes que a su propia
esposa. O que quizá utilizaba la foto de Zweig para combatir
el insomnio.
—¿Kafka? —repetí, ganando tiempo—. ¿No sería un
charnego como yo?
No había ningún indicio de relajación o reverso irónico en
Magallanes. Estaba siendo sincero y yo debía agradecerle ese
esfuerzo.
—Los catalanes no se parecen a los judíos. Ni siquiera los
medio catalanes como tú. ¿Cómo se puede confundir a alguien
con Kafka? ¿Es que no recuerdas su rostro? Triste, delgado,
anguloso. ¡Kafka! ¡Solo podía ser él!
»Lo vi, te juro que lo vi, al otro lado de la hoguera. Lo
estuve observando unos minutos; él miraba el fuego, como yo,
buscando algo. Le pregunté a la argentina y ella, por supuesto,
no veía nada. Siempre pensó que yo bromeaba.
—¿Y qué hiciste? ¿Fuiste a hablar con K.?
—No.
—¿Por qué?
—Porque él ya me estaba hablando. Desde entonces decidí
que sería escritor o no sería nada más en la vida. Y lo he sido,
a pesar de todo. Digan lo que digan.
Se quedó en silencio, no sé si por cansancio o porque ya
había dicho lo fundamental y cualquier añadido era
redundante. Le ofrecí un brindis no humorístico que me
pareció el colofón perfecto para su discurso y Magallanes lo
aceptó, claramente agradecido. Unos minutos después, empezó
a cabecear y enseguida se quedó dormido. Yo seguí bebiendo
mientras terminaba el CD que sonaba: un recopilatorio de Tom
Waits. Mientras bebía pensé muchas cosas; no recuerdo la
mayoría. Pero sí recuerdo que pensé que en ese mismo
momento, escuchando un disco antiguo en la compañía de dos
posintelectuales intoxicados y dormidos, todo estaba muerto a
mi alrededor, incluido tal vez yo mismo. Y que el silencio
mortuorio tenía algo de prefiguración de mi propio destino,
que fácilmente podía acabar siendo un híbrido de las
realidades tristes y decadentes de aquellos dos compañeros de
borrachera.
Pasó una hora así (o más) hasta que decidí irme a dormir a
mi casa. Desperté con suavidad a Magallanes para despedirme
de él; Lombard roncaba y optamos por no molestarle.
Magallanes, casi avergonzado de su debilidad física, me
insistió todavía en que siguiéramos bebiendo y tomáramos la
última.
—¡Tenemos que hablar de mi homenaje! —bromeó.
—No te preocupes, todo está pensado —dije, siguiendo su
broma mientras me acercaba a la puerta. Nos dimos la mano,
nos abrazamos y nos volvimos a dar la mano después como
correspondía al código mexicano.
—Falta decidir lo más importante: ¿será en vida o después
de muerto? —preguntó—. ¿In vita o in morte?
—No lo sé, amigo Magallanes. Eso no lo sé. Dependerá de
ti, supongo. Y de tu hígado.
Dejé su casa para volver caminando a la mía, aguantando
los ladridos de los perros y encontrándome con algunos de los
juerguistas nocturnos que por suerte no eran alumnos míos y
por tanto no me reconocieron (o eso pensé). También vi al
perro Villefort paseando por mi calle, hambriento y
desnortado, y me acerqué a acariciarlo. Seguramente me
alegré de no encontrármelo muerto y embadurnado de cal, y es
posible incluso que se lo dijera con esas palabras.
Antes de irme a dormir, como siempre, revisé por internet
la prensa española. Nada parecía cambiar en el País de la
Imbecilidad.
BREVE HISTORIA DE LA CRÍTICA LITERARIA
LATINOAMERICANA

P
ocos días después, ya terminados los exámenes de
diciembre, Judith Robaina consiguió dinero para celebrar
el final de semestre con un evento importante, o que al
menos ella consideraba importante para nuestro marginal y
minoritario departamento de literatura, humanidades y bellas
letras en general. Después de complejas negociaciones, había
convencido a la Eminencia Latinoamericana para que
impartiera una conferencia en Cholula; una conferencia bien
remunerada, sobre todo teniendo en cuenta nuestro
presupuesto. Judith nos pidió a todos la máxima difusión y el
mayor apoyo, en todos los sentidos, logísticos y turísticos;
para ella suponía, evidentemente, una gran oportunidad
profesional de promoción; pero además, era la demostración
de que podíamos, como universidad, entrar en el circuito
académico internacional captando al star-system intelectual.
La Eminencia Latinoamericana era (y debe de serlo
todavía, supongo) profesor en una de las universidades top de
Estados Unidos y llevaba ya más de treinta años publicando
libros y artículos de manera ubicua. Era, en concreto,
sudamericano, más indio que caucasiano, y por tanto
respondía a un determinado perfil que yo difundo con evidente
prejuicio pero que, en realidad, no carece totalmente de base
empírica: el del letrado emigrante que eligió (de manera muy
respetable, desde luego) la comodidad de la tribuna académica
gringa a la precariedad típica de la oferta universitaria
latinoamericana, mal pagada, dependiente de gobernantes
legos y/o corruptos, con bibliotecas escuálidas e
infraestructuras deficientes. Es un perfil bastante típico, que se
suma a otros que yo ya he conocido de sobras, como el del
latinoamericanista español, especialista en prevaricaciones
universitarias, que solo conoce del continente los hoteles de
cinco estrellas cuando viaja de invitado para engrosar su
currículum a costa de los contribuyentes y seguir con la
mamandurria, o el del latinoamericanista europeo que mezcla
cine y literatura al amparo de los estudios culturales porque no
sabe ni papa ni de cine ni de literatura y necesita publicar con
urgencia para ocupar el puesto vacante de alguna universidad
de provincia.
Reputado y multicitado, la Eminencia prologaba una y otra
vez obras canónicas, editaba y recomendaba con entusiasmo y
debatía en mil congresos casi simultáneamente, como
ajedrecista estrella, aunque luego uno descubría que se
autoplagiaba con cada vez menor disimulo. Había pasado por
todos los diferentes estadios del fervor teórico: un marxismo
inicial no exento de hedonismo caribeño castrista, un
estructuralismo greimasiano con bata blanca de laboratorio, un
posestructuralismo aún más francés y polisilábico, unos
Cultural Studies llenos de útiles estudios sobre las telenovelas,
unos Queer Studies que afrontó originalmente desde la
perspectiva hetero, y ahora se movía en el poscolonialismo
emancipador con aderezos de filosofía eslovena, al parecer,
aunque según él ya había que empezar a superar ese modelo
para avanzar todavía más en «la liberación de América
Latina».
Yo no tengo nada en contra del poscolonialismo, por
supuesto. En realidad, no suelo tener muchas cosas en contra
de las teorías, porque creo que se defienden y se hunden solas.
El problema tampoco es, de hecho, la petulancia con la que un
latinoamericano predica sobre la redención de los países
subdesarrollados desde su cátedra en el país de las barras y las
estrellas. Lo que me indigna es más simple: que nunca admita
que empezó como un escritor frustrado y, al mismo tiempo,
intente demostrar que su metalenguaje abstruso y
pretendidamente salvífico es superior a aquellas creaciones
que en privado envidia.
Judith consiguió reunirnos a todos, profesores y
estudiantes, en la conferencia estelar, con el auditorio bastante
lleno para lo que podía esperarse de una conferencia intitulada
«Migraciones y transmigraciones del sujeto (pos)vallejiano:
hacia una metaagenda etnoficcional del in-between andino». A
los diez minutos de discurso, me giré para revisar al público y
comprobé que Magallanes —que, de manera prudente, no se
había sentado en la primera fila como yo— ya estaba
durmiendo; yo no llegué a dormir, pero me dediqué como
siempre hago en situaciones así a entretenerme fantaseando
con alumnas vestidas de colegialas (incluso creo que metí a
Judith en aquella fantasía concreta). En realidad, Judith estaba
en su propia fantasía de placeres textuales y semióticos:
sentada junto al orador al que había presentado con los
esperables ditirambos, observaba a su invitado con inequívoca
admiración. El Niño Genio tomaba notas, cosa que no solía
hacer en mis clases, y se las pedí a los veinte minutos para
intentar recuperar el hilo de Ariadna de la conferencia. Solo
aguanté la lectura de una de las frases apuntadas, que decía
algo como: «el laberinto semiológico no se resuelve aquí en un
binarismo apodíctico ni en una fractura representacional del
dictum infragnoseológico, sino en la huella pos-desvelada y
develada de la sublimación del grafema».
La conferencia, por lo que recuerdo, tuvo de todo: citas de
Foucault, Spivak, Heidegger, Said, Lacan, Zizek e incluso
Mariátegui (por orgullo latinoamericano), redenciones diversas
de colectivos (indígenas, mestizos, criollos, mujeres, judíos,
palestinos, homosexuales, pansexuales, cobayas científicas y
humanoides posibles y aun virtuales), cartografías,
articulaciones, trasvases, metáforas, mucha epistemología y,
por encima de cualquier cosa, algo así como una inmensa
otredad. Otredad, sí, que se me apareció como una revelación
absorbente del Otro, lo Otro, como si fuera una Noche Oscura
del lenguaje crítico que lo llena todo y nos hace entender que
realmente hay algo que no somos nosotros y que además nos
provoca sueño.
Lo que no hubo en la conferencia fue, en realidad,
literatura: es decir, textos, citas de escritores, concesiones a la
ilusión (pobre, seguramente, pero piadosa) de que nos
dedicamos a algo que no es igual en términos lingüísticos a
una guía de teléfonos. Aun así, el conferenciante recibió
aplausos entusiastas al terminar su exposición de unos noventa
minutos. En el turno de las preguntas, yo hice como los malos
estudiantes de siempre: ponerme a mirar al suelo para evitar
que nadie se fijara en mí. Solo el Niño Genio se atrevió a
intervenir, y él y la Eminencia se enzarzaron en algo que
nunca pareció un debate, sino dos monólogos ultrateóricos en
los que ambos se daban la razón mutuamente para darse la
razón a sí mismos.
Al terminar el acto, encontré entre los asistentes a
Lombard, que había llegado tarde y se había perdido la mayor
parte de la conferencia. Me pidió un resumen rápido:
—Una mierda como una catedral —le grité—. Una
posmierda, como si dijéramos. He estado a punto de ponerme
en pie y gritar: «viva Alain Sokal, el Guerrero
Desenmascarador de Farsantes».
—Tú siempre tan español, Álex. Debería ser más polite…
Eres un dinosaurio de la españolidad, un residuo quevedesco.
Aprende del conferenciante: parece más gringo que yo.
Buscamos a Magallanes y acudimos los tres a felicitar a la
Eminencia, como exige la hipocresía académica. El tipo nos
sorprendió regalándonos sendos ejemplares del que era al
parecer su último libro de poesía, asombrosamente titulado
Todo o nada. Su poesía, por lo que pude ojear, era clara y
transparente, casi conversacional, a pesar del metafísico título
de su conferencia. Tenía un último atributo que destacar: era
malísima. Los tres agradecimos el regalo, pero dejando bien
claro que la conferencia también nos había interesado mucho y
la agradecíamos igualmente. Como era previsible, cada uno
hizo un apunte superficial sobre sus palabras, para mantener la
ficción de que le habíamos seguido con atención. Recurrimos,
en definitiva, al típico teatro de la pseudociencia literaria, la
illusio de que todo eso no es tan superfluo como parece a
cualquier persona sensata.
Después, la Eminencia, tan experto en cumplir con los
protocolos, nos preguntó, simulando interés y algo así como
una cortesía de colega de profesión, por nuestras «actuales»
investigaciones. Los tres nos miramos para coordinar el tono
de una respuesta común y creo que temimos (yo por lo menos
sí) dejar en evidencia al departamento y, por tanto, a Judith,
que era sin duda la única que publicaba con cierta regularidad
en revistas de esas que llaman científicas. Lombard fue el
primero en reaccionar:
—Estoy preparando una historia completa de la literatura
gibraltareña.
El aspecto siempre estrafalario de Lombard, su extraño
acento con dialectalismos trabajosos y su origen
estadounidense contribuyeron a que La Eminencia se quedara
desconcertado/a al escucharle, pero antes de que pudiera
reaccionar decidimos intervenir:
—Eso no es nada comparado con mi proyecto de
investigación actual, financiado por el Gobierno mexicano —
dijo, con convincente seriedad, Magallanes—. Un Diccionario
de Grandes Perdedores de la Historia de la Literatura, dividido
en tres categorías: Muertos Prematuros (a su vez subdivididos
en Alcohólicos y No Alcohólicos), Mediocres con Delirios de
Grandeza (subdividido en Metafísicos de la Chingada y
Vanguardistas desorientados) y Satélites de los Genios
(subdividido a su vez en Aduladores y Envidiosos).
—Qué interesante —dijimos al unísono Lombard y yo.
La Eminencia captó que no se le rendía la pleitesía
esperada y con una mueca confirmó dos cosas: que había
entendido las ironías y que no le habían gustado nada. Por
suerte para él, enseguida llegaron Judith y el Niño Genio para
arrebatárnoslo e interrogarle sobre próximos congresos y sobre
estúpidas polémicas entre mandarines intelectuales de la Ivy
League.
—Es impresionante cuánto sabe, ¿verdad? —nos preguntó
Judith en un aparte antes de reconducirlo hacia otra parte del
auditorio, en la que vi al decano Villalobos.
Nosotros asentimos con esa hipocresía que los mexicanos
consideran idiosincrática de los poblanos y cambiamos
rápidamente de tema.
—¿A qué hora empieza el cóctel? —preguntó Magallanes,
con su tic de las palmaditas en el abdomen.
Efectivamente, la universidad solía organizar generosos
cócteles para cerrar los eventos y ya se nos conocía a los
profesores de literatura como los más aficionados a esa
práctica. Salimos a los jardines contiguos a la facultad y
encontramos una carpa con mesas provistas de canapés y
copas. En ese momento, de forman nada casual, Sor Juana,
Andrea, Rodrigo y algunos más se acercaron a nosotros para
obtener el salvoconducto necesario y así poder participar del
cóctel, mientras la Eminencia, Judith y el Niño Genio seguían
hablando del futuro de los estudios literarios y la grandeza de
las universidades estadounidenses, el rigor de sus métodos
docentes y la evidente distancia con respecto a los países de
habla hispana.
Nos pusimos a beber de manera compulsiva y yo en media
hora tenía los labios negros de tanto vino malo chileno.
Mientras tanto, nos entreteníamos enumerando perdedores de
la historia de la literatura para el fantástico diccionario:
—Sabiendo el éxito enorme que el pobre Bolaño empieza a
tener ahora, justo después de morir con solo cincuenta años,
¿lo podemos incluir o no? Hay que reconocer que es una
putada morir así y llenar los bolsillos de capital simbólico post
mortem —pregunté, en voz lo bastante alta como para que la
Eminencia no pudiera evitar escuchar mis supuestas
ocurrencias.
—No, no —respondió Magallanes adoptando un aire
profesoral que seguramente nunca ponía en práctica en las
aulas, en las que solía sentarse a divagar y esperar las
preguntas de los estudiantes mientras corría el tiempo de la
clase—. Bolaño ya tenía algo de prestigio antes de morir. No,
deben ser más perdedores. Como todos los olvidados de los
parnasos del Siglo de Oro. Como toda, absolutamente toda, la
literatura costarricense.
—¿Y un petulante vacío como Eduardo Mallea? —seguí yo
—. Ponte en los años treinta: parecía que Mallea iba a ser el
supernovelista profundo y universal, el gran metafísico, el
Dostoievski porteño. Y fíjate ahora dónde está él y dónde está
Borges.
—No está mal… Pero si empezamos así, también
tendríamos que incluir a Huidobro, por ejemplo. Sí, sigue
siendo importante e imprescindible en las historias literarias,
pero la diferencia entre su posteridad real y lo que él soñó en
sus momentos de egocentrismo es inmensa. Recuerda que él
llega a poner por escrito que se había propuesto ser el mejor
poeta del mundo. Un narcisista supremo, humillado por
Neruda una y otra vez.
—Los tiempos de las vanguardias están llenos de morralla
literaria. Piensa en Guillermo de Torre, el cuñado de Borges,
que empezó como poeta.
—La peor combinación: lo español y lo argentino. Pero aún
fue más extraordinario como editor: rechazó Residencia en la
tierra, La hojarasca y El túnel.
—¿Y Juan Larrea? Otro chiflado esotérico, una especie de
excrecencia de la vanguardia… Ah, se me ocurre también
Pablo de Rokha. Perico de Palothes, según Neruda en sus
memorias. Un prodigio de resentimiento embadurnado de
ortodoxia comunista.
—Lo tengo en la lista. Los comunistas han sido grandes
perdedores: me interesan aquellos que antepusieron deliberada
y conscientemente la Revolución al arte.
—¿Óscar Collazos?
—Muy bien, gachupín… Recuerda que este se atrevió a
discutir con Vargas Llosa y Cortázar.
—¿Empezamos con los perdedores del boom? ¿Estás
seguro de que quieres ir por ahí?
—Qué sangrón eres —pero bromeaba inequívocamente, y
aceptaba bien el golpe—. Yo no fui un perdedor del boom. En
todo caso, del postboom.
—Vale, te doy varios españoles. Paulino Masip, un exiliado
que murió en Cholula. Nadie lo había estudiado en
condiciones hasta que llegué yo. Imagínate.
—No, a los exiliados ya los están reivindicando por ser
exiliados. Y muchos eran remalos.
—Dos suicidas: Alfonso Costafreda y Aliocha Coll.
—Ah, Costafreda, claro… no lo conocí pero se hablaba de
él. Al otro no lo conozco.
—Y uno que se murió de cáncer de estómago con treinta y
tres años: Andrés Carranque de Ríos.
—Esos son los mejores, los más jodidos. Como José Carlos
Becerra.
—Y Ángel Vázquez, durante el franquismo. Un
homosexual curioso, que vivía en Tánger. Si hubiera publicado
hoy, sería un referente queer.
—Sí, pero con ese nombre…
—Como Alejandro Ramírez.
—Qué le vamos a hacer. No todos podemos tener nombres
eufónicos a lo vasco como Cortázar, o con rima interna, como
Jorge Luis Borges.
—A veces hay que poner un poco de voluntad, carajo. Juan
Pérez decidió ser Juan Rulfo.
—Pero Rulfo tenía muchas opciones, incluso el
Nepomuceno de su partida de nacimiento.
—Y muchas las intentó. Al principio firmaba como Juan
Rulfo V.
Después pasamos a enumerar viudas de escritores famosos
y a jerarquizarlas según diferentes categorías (codicia,
sensualidad, mediocridad intelectual) y aún tuvimos tiempo de
enumerar a escritores aficionados a jovencitas, nínfulas o
chicas en el límite legal o muchos años más jóvenes (de
Huidobro a Vallejo, pasando por Quiroga, Machado y tantos
otros). Así seguimos durante un buen rato, aunque yo no
perdía de vista a Judith y a la Eminencia. Creo que fue
entonces cuando comprendí que solo estaba intentando llamar
la atención de la Eminencia con infantilismo no exento de
envidia.
Veía a la Eminencia tan segura de sí misma, como gran
pedante y gran mal poeta, que diría JRJ, veía su prestigio
intelectual como un pesado mamotreto de publicaciones y
orgullos en letra impresa, veía su ascenso social tan
perfectamente resumido en la negación de sus propias canas a
base de barato tinte negro, veía su desdén hacia lo que
consideraría mi burda e inmadura actitud antiyanqui, veía su
caridad hacia mi mediocridad académica y curricular, veía sus
modales respetuosos y autocontrolados tan superiores a mi
acartonado cinismo, y pensaba que la Eminencia era, como
casi todos los grandes profesores de universidad, un perfecto
cretino, uno más de los Asertivos, esos nuevos sacerdotes
neoilustrados del progreso individual y el bienestar existencial.
Pero, milagrosamente, vi entonces una falla en todo su sistema
defensivo hecho a base de coloquios verborreicos, grants and
awards, publicaciones y conferencias plenarias: le vi mirar, en
un movimiento tan fugaz como inequívoco, a Sor Juana.
Más exactamente, vi cómo la repasaba y diagramaba desde
una ancianidad de pronto en suspenso, y vi cómo le destinaba
una atención visual silenciosa pero penetrante, con ese peso
especial que los párpados adquieren cuando intentas reprimir
la conexión mental y fulgurante entre los ojos y el pene. Y ahí
comprendí toda la represión acumulada que los años
estadounidenses habían provocado en él. Lo comprendí todo y
pensé: «eres un pendejo latinoamericano y nunca dejarás de
serlo. Te has creído que podrías blanquearte la cabeza como
antaño se blanqueaba la sangre, pero eres un pobre perdedor
que tiene dentro un colonizado bien pagado por los Amos
Gringos del Mundo. Nunca podrás quitarte el complejo de
inferioridad. Lo que realmente te gustaría a ti es estar en una
universidad patética como esta para poder coquetear con las
estudiantes, porque esa es la esencia perversa del trabajo de
profesor universitario, más allá de pedagogías y aportaciones a
la cultura, y tú lo sabes tan bien como yo». Y decidí que
merecía una lección. Una de esas suaves venganzas que los
resentidos practicamos de vez en cuando para mantener viva la
llama de la frustración.
Aproveché que Sor Juana pasaba a mi lado para preguntarle
por la conferencia y empezar mi estrategia.
—Supongo que ha sido muy profunda, porque no he
entendido nada desde el «buenas tardes y gracias a todos» —
dijo.
—Pero el conferenciante se ha fijado en ti, no sé si te has
dado cuenta.
—Claro que me di cuenta —sonrió con narcisismo
perdonable.
—Deberías jugar a calentarle un poquito —bromeé—. Para
que sufra un poco. A ver cómo reacciona, a ver si es capaz de
sacar su Mr. Hyde latinoamericano. La barbarie que tanto se
esfuerza en negar.
—Me gusta la idea —levantó la mirada como si estuviera
meditando posibilidades, sabiendo que la Eminencia estaba a
unos metros, a su espalda—. De hecho, esta noche teníamos
pensado un buen espectáculo. Andrea se nos va y le quiero dar
una noche memorable.
—¿Se va? —pregunté, aunque no era esa la pregunta que
realmente quería hacer.
—Sí. Su familia se va a San Antonio. Ella seguirá
estudiando allá. El papá es un alto directivo y lo asaltaron hace
dos meses unos güeyes armados con cuernos de chivo. Ha
decidido que no quiere vivir más en México y ha conseguido
que su empresa lo traslade. Aún no lo sabe nadie, más que yo
y tú ahora. Por eso esta noche tiene que ser especial para
Andrea. Le voy a dar todo lo que ella quiere. Además, ya no
tenemos nada que perder. Y el profe, que mire lo que quiera.
¿Va?
—Va, me parece perfecto.
Le sonreí con la intuición fiable de una noche interesante.
Ese día, Sor Juana vestía de forma muy europea, diría yo, casi
como aspirante a pijita barcelonesa que le da dinero a
Amancio Ortega: pantalones vaqueros ajustados, camiseta
blanca de estampado dinámico y optimista, y una chaqueta
torera que parecía imitación de piel. Confieso que me gustaba
más cuando se ponía étnica o transculturada, o cuando le
añadía algún toque alternativo semigótico (cosa que solo
sucedió alguna vez en clase y muchas veces en mi
imaginación). Pero cualquier vestuario era secundario ante la
posibilidad de que iniciara en público otro jueguito morboso
con Andrea. De momento, las dos se dedicaban a reír y a
comentar la actualidad estudiantil con perfecto buen humor y
aprovechando la gratuidad de los cócteles en el campus.
Yo inicié mi estrategia con la Eminencia después de
consultarla con Lombard y Magallanes, que, como era de
prever, me animaron en mi empresa y se ofrecieron a
ayudarme en todo lo posible, empezando por distraer al Niño
Genio para que yo pudiera centrar la conversación. La
estrategia pasaba, por supuesto, por emborrachar a mi víctima,
lo que seguramente requeriría de mis mejores dotes teatrales.
Una vez acabado el cóctel (porque habíamos acabado con
todas, absolutamente todas, las botellas), propuse ir a la
pulquería a continuar la celebración del «gran día académico».
Judith intervino con un mohín de reproche:
—¿Cómo crees? No vas a llevar a nuestro invitado a esa
mugre.
—Esa mugre tiene un gran valor antropológico —le
repliqué—. Estoy seguro de que a nuestro invitado le excitará
la curiosidad.
—Álex, no seas gacho. Sobre todo, que Magallanes no le
vomite encima. Cuídalo, por favor. Para una vez que tenemos
a alguien importante, que se lleve una buena imagen de
nosotros.
Una vez más, Judith nos dejó para regresar con su marido y
sus hijos, y esta vez me alegré, porque sin ella yo podría actuar
con más libertad. Nos trasladamos en coche desde el campus a
la pulquería y conseguí que la Eminencia viajara en el coche
de Sor Juana, con Andrea y Lombard. Magallanes y yo nos
llevamos al Niño Genio y a Rodrigo en el otro coche.
En la pulquería, nos sentamos en piojosos cojines y sofás
viejos que eran los únicos asientos del lugar. Aquello fue una
primera victoria, porque mi encorbatado enemigo aceptó con
buen humor rebajarse a ese indecoroso mobiliario, aunque lo
hizo con una especie de premeditación antropológica, como si
estuviera en otra cultura y tuviera que adaptarse cortésmente a
las costumbres autóctonas. A partir de ahí, puse en marcha mis
mejores habilidades para ser, sin excesos, adulador con el
invitado: empecé a preguntar a la Eminencia sobre su
universidad y sus colegas de profesión, pero sin parecer en
búsqueda de trabajo u oportunidades editoriales. Simulé que
realmente me interesaba la producción académica
estadounidense y fingí que había asumido con tristeza y
resignación, en mi fuero interno, que ya no tenía posibilidades
de empezar una carrera profesional en ese país. La Eminencia
adoptó una pose misericordiosa que una vez más confirmaba
su liberalismo de factura gringa.
—Es difícil entrar en el circuito académico americano, pero
no es imposible. Quizá tu mayor problema es haber hecho el
doctorado en Europa.
—Sí, tuve la desgracia de estudiar en Barcelona —ahí no
tuve que disimular mi profundo desprecio por la caterva de
haraganes y parásitos que fueron mis maestros.
—Lo importante es publicar en revistas de calidad, peer-
reviewed.
—Claro, es lo que intento —mentí.
La Eminencia sentía especial curiosidad por Lombard, que
se había separado de nosotros para hablar con Rodrigo,
aparentemente de forma cordial.
—El caso de tu compañero Lombard es más curioso. Judith
dice que sabe mucho de literatura, pero no está en los Estados
Unidos. ¿Sobre qué hizo su tesis?
Yo ya me había convencido de que Lombard carecía, en
efecto, de toda titulación académica, y, de hecho, él no se
había esforzado en desmentirlo. Pensé, de todos modos, que
debía ocultar la verdad.
—Sobre Thomas Pynchon.
—Ah, qué envidia. Me encantaría poder hacer una tesis
sobre un escritor como él.
Le iba a decir que prefería a mi Masip antes que a Pynchon
candidato al Nobel, pero entonces me di cuenta de que Andrea
y Sor Juana habían empezado a besarse a unos metros de
nosotros. La Eminencia controló a la perfección su mirada y
no dio signos de interés, y yo procuré comportarme como él.
Pero pronto el número lésbico empezó a concitar interés de
otros espectadores, a pesar de la oscuridad del local.
—Me alegra comprobar que en México empieza a haber
más libertad sexual —fue el único comentario de la Eminencia
al respecto, y lo insertó de manera discreta entre dos
pedantísimas observaciones sobre la última novela de un
fulano a quien yo no había leído ni quería leer pero que
supuestamente era un gran nombre de la actual novela
estadounidense, «sin duda la que marca la pauta a nivel
mundial».
Yo simplemente sonreí y fingí prestarle atención hasta que
Andrea se acercó, cabizbaja y casi trastabillándose, a nuestros
asientos.
—Perdón que los interrumpa —hablaba con voz
temblorosa y una sonrisa extraña, forzada—. Quería
preguntarles si les puedo servir una cerveza o un tequila o
algo…
—¿Trabajas de mesera ahora? —le pregunté con inocencia.
—No, pero pues tengo que hacerlo.
La Eminencia frunció el ceño pero yo miré a Sor Juana, que
observaba con atención desde su divina posición en el otro
sofá.
—Pues sí, tráeme una cerveza, por favor.
—Para mí, nada, gracias —dijo la Eminencia, para
frustración mía.
—Enseguida lo traigo.
—Qué amable es esta estudiante —dijo la Eminencia.
—No es amabilidad. Es que es sumisa y está siendo
sometida por su amiga. La obedece en todo. Es su objeto
sexual, en pocas palabras. A veces la obliga a ir esposada a
clase. Ya ves, vicios que tienen los estudiantes por aquí.
—Aaaahhh… qué curioso.
—Sí, muy curioso.
Preservé el silencio durante unos segundos para dar
oportunidad a la imaginación lujuriosa del erudito, pero no
pareció reaccionar como esperaba y decidí volver a la carga
con nuevas estúpidas preguntas sobre la actual novela
estadounidense y sobre el pesado de Philip Roth, que,
lógicamente, era uno de sus autores preferidos y para él el
máximo merecedor de lengua inglesa del próximo premio
Nobel.
Andrea llegó con mi cerveza sin decir nada; ahora sí me
sonrió con picardía y regresó al sofá para fumar en la
compañía de Sor Juana. La Eminencia empezó a bostezar y
pensé que solo me quedaba una opción, la peor de todas:
preguntarle por su poesía. Se hizo el modesto al principio,
hasta que le dije, casi a boleo, que su poesía me recordaba la
del autor peruano (que apenas conozco) José Watanabe, al que
por un pelo no rebauticé como José Kawabata o Sakamoto.
Incluso en la oscuridad del tugurio, pude percibir cómo se
encendían sus ojos con la satisfacción de que alguien había
descubierto en sus textos la huella de uno de sus maestros. A
partir de ahí, empezó una disertación sobre las poéticas de su
maestro y la suya propia, hasta que le interrumpí:
—Deberíamos seguir hablando de esto en mi casa.
—No, yo creo que me voy a dormir ya. Mañana tengo el
vuelo de regreso a los Estados Unidos.
—Oh, vamos, tomemos la penúltima…
Parecía decidido a retirarse hasta que se acercaron a
nosotros Sor Juana y Andrea, en una estupenda sincronicidad.
—Álex, esto está muy aburrido hoy. ¿Por qué no vamos a
otro sitio?
—¡Todos a mi casa!
La Eminencia se hizo de nuevo el interesante, pero lo dejé a
solas con Sor Juana y Andrea, que empezaron a hablar con él y
consiguieron convencerlo a base de sonrisas, calculados
elogios e incluso alguna caricia por parte de cada una. Al final,
Lombard, Magallanes, el Culero, el Niño Genio y otros seis o
siete estudiantes se sumaron a nosotros.
En unos minutos, llegamos caminando hasta mi casa,
apenas a una manzana de la pulquería. El vigilante de mi casa
nos recibió con su típica sonrisa irónica: «Buenas noches,
doctor». Pensé invitarle a alguna cerveza por hacerle trabajar
ya pasada la medianoche, pero supuse que eso pondría en
cuestión su profesionalidad tan mal remunerada y sería visto
como un gesto de prepotencia.
Entramos en mi casa, pusimos la música a todo volumen
(empezando, como siempre hacía yo en situaciones similares,
por el tema principal de banda sonora de Miami Vice, de Jan
Hammer) y empezamos a beber y a fumar de todo; los
cocainómanos eran más discretos y solían hacer sus cosas en
el cuarto de baño. Las chicas seguían rodeando a la Eminencia
mientras yo me dedicaba a la difícil tarea de ser buen anfitrión
en una casa que en media hora se llenó de amigos de amigos y
desconocidos diversos, no siempre recomendados, que venían
a beber gratis y que ni siquiera se tomaban la molestia de
decirme su nombre y alguna referencia general de su vida.
Pronto se organizaron equipos para conseguir más provisiones
de bebidas, así como alimento para prevenir los ataques de
hambre posteriores al consumo de marihuana, y se relevaron
varios tipos en la labor esencial (y a menudo polémica) de
decidir la música. La Eminencia, algo ebrio pero sin duda
entretenido, se quitó la corbata y la chaqueta por fin, se sentó
en mi sofá predilecto para la siesta y siguió cayendo en la
trampa y dejándose llevar por la amable curiosidad de esa
convivencia entre profes y estudiantes que en Estados Unidos
suele estar estrictamente prohibida. Al tiempo, Magallanes
empezó a delirar contra Octavio Paz y Lombard sacó su
famosa pipa para la marihuana. Todo más o menos como
siempre.
En un momento en el que descansé de vigilar a los
borrachos más peligrosos para el mobiliario y mis pertenencias
personales, Sor Juana se acercó a mí y me susurró que debía
entrar en uno de los dormitorios. No entendí muy bien a qué se
refería pero le hice caso, esperando encontrarme (no sería la
primera vez) a estudiantes fornicando en mi cama sin pedirme
permiso (ni para hacerlo, ni para dejarme verlo). Abrí la puerta
y me encontré a Andrea tumbada en mi cama, desnuda de
cintura para arriba, y con las manos sobre la cabeza,
esposadas. Sor Juana desapareció y cerró la puerta.
—Es un regalo para ti —dijo Andrea—. De ella.
—¿Un regalo?
—Que veas mis chichis. Y que las puedas tocar.
Sin duda, Andrea estaba borrachísima, lo que
probablemente le había permitido desinhibirse hasta ese punto.
Desconcertado, dudé sobre lo que hacer.
—Es mi último día en Cholula. Puedes hacer conmigo lo
que quieras —continuó, y cerró los ojos en un acto formal de
preparación para lo que tenía que venir.
—Pero si a ti no te gustan los hombres —se me ocurrió
decir.
—No importa. Tengo que hacer lo que ella me pide.
Tenía unos pechos hermosos pero pequeños, y demasiada
barriga quizás para mi gusto, pero dejé que, como tantas otras
veces, el alcohol decidiera por mí. Por otro lado (pienso hoy),
su valentía a la hora de cumplir sus deseos me pareció sexy,
ejemplarizante, incluso una posible redención del México
conservador y reaccionario. Así que me acerqué y la besé
cuidadosa y delicadamente en los labios, ensayando primero y
luego profundizando. Ella estaba entregada y entendí que no le
desagradó mi beso. Pero la dejé, en un ataque de prudencia,
para regresar a la fiesta y beberme otro whisky que, de manera
un poco contradictoria, pensé que podía relajarme. Después de
apurarlo, saqué a Sor Juana de una conversación con dos
desconocidos que fumaban marihuana y discutían sobre Blur o
Radiohead o grupos así. Andrea seguía en la habitación.
—Gracias por el regalo —le dije—. Es bueno saber que se
reconoce el duro trabajo del profesor de literatura.
—¿Se ha portado bien?
—Sí, claro.
—No te creo. Vamos a comprobarlo.
Logró parecer enojada, aunque creo que también estaba
bastante borracha. Me tomó del brazo y me devolvió a la
habitación en la que Andrea estaba sentada en la cama, tal vez
meditando o simplemente resistiendo la fuerza del sueño. Sin
decir ni una palabra, Sor Juana la abofeteó y le ordenó ponerse
de rodillas en el suelo. Pensé que nadie habría escuchado el
sonido de la bofetada por la música, pero aun así me
incomodé.
—¿Qué te dije, Andrea? Que te portaras bien.
La otra, vacilante, susurró algo parecido a una disculpa. Sor
Juana se agachó y empezó a besarla otra vez, dándole nuevas
órdenes.
—Bésale los pies al maestro. Agradécele todo lo que ha
hecho por ti en esta pinche universidad —casi me entra la risa
cuando dijo esas palabras, pero Andrea se arrastró de rodillas
hasta besar mis pies y comprendí que debía seguir el juego—.
Es un gran maestro y se merece que una pinche zorra como tú
le dé una recompensa.
—Gracias, doctor… —decía Andrea antes de dar besos
lentos y cariñosos a mis zapatos sucios de arena cholulteca.
Intenté retirarlos, pero una mirada severa de Sor Juana me
impidió hacerlo. Creo que fue mi último esfuerzo para
reprimirme.
—¿Quieres chuparle la verga al maestro?
—Sí, sí quiero…
Me giré para comprobar que no había otros testigos, y pude
ver a través de la puerta entreabierta a la Eminencia, que se
había acercado a la cocina a buscar más líquido. Apenas se
cruzaron nuestras miradas un segundo, pero sé que él vio algo,
aunque trató de contener su curiosidad. Inmediatamente
racionalicé mi temor y lo compensé con la satisfacción de la
venganza: la Eminencia ya sabría para siempre qué tipo de
individuo era yo y lo poco que me importaban sus constructos
culturales y su sistema de valores. Y entonces, en una
coherencia que me pareció perfecta, cerré la puerta del todo y
me bajé el pantalón con el pene notablemente erecto. Por los
jardines exteriores a la casa, pude ver, entre las cortinas de la
ventana, al vigilante, ocupado en sus tareas, y es posible que él
también nos viera en algún momento.
Andrea hizo su trabajo con aceptable eficiencia y yo
conseguí simultanearlo con algunos besos escasos e intensos
con Sor Juana. Finalmente me corrí de forma poco
espectacular y seguimos un rato más en medio de besos y
toqueteos varios, hasta que alguien (creo que no fui yo, pero
estuve de acuerdo) dijo que ya estaba bien por ese día. El
alcohol hizo su efecto y nos quedamos dormidos los tres en mi
cama, con Sor Juana en medio, mientras la fiesta, con la
música a toda potencia, continuaba al otro lado de la pared.
Ya no supe nunca nada más de la Eminencia; se fue de mi
casa y regresó a Estados Unidos. Supongo que Lombard se
encargó de controlar el caos de la fiesta, porque al día
siguiente encontré pocos desperfectos y pocas cosas habían
desparecido, salvo algún CD (el de Wish You Were Here).
Las chicas se despertaron resacosas pero sonrientes, se
besaron otra vez, hablaron entre sí de mil cosas del día anterior
excepto lo que había pasado en la habitación y al cabo de una
hora, después de tomarse el café que yo les había preparado,
empezaron a llorar.
—Te extrañaré mucho, Andreíta.
—Yo también, Mi Dueña.
Se marcharon juntas a las diez de la mañana, lo que
agradecí enormemente ya que me permitía dormir algo más y
combatir la resaca. Sor Juana se despidió con un beso en la
mejilla, aunque entendí que nos veríamos esa misma tarde por
el campus. Andrea, por su parte, salía al día siguiente para San
Antonio. Se despidió de mí dándome las gracias, esta vez
completamente en serio, por los cursos que le había enseñado
y lo mucho que había aprendido.
—Entonces —le dije— creo que ya merezco que me
contéis el Secreto.
—Ah, no —coincidieron las dos, y siguió Sor Juana—.
Todavía no estás preparado. Aún tienes que caer más bajo.
DE LA VIDA SEXUAL EN LA ATLÁNTIDA

L
iarse con una estudiante podía ser una legítima venganza
contra la pendejez de la Eminencia, pero, a priori,
también me homologaba lamentablemente con mi viejo
amigo Frígilis. Por suerte, yo no tenía ningún poder real que
ofrecer, y por tanto poca erótica del poder que aprovechar; Sor
Juana ya estaba a punto de terminar los estudios y nunca más
iba a ser alumna mía. En realidad, como se verá, mi relación
con Sor Juana tuvo poco de acoso sexual y fue más bien una
especie de reinversión de mitos: desde Pigmalión hasta la
misma Chingada.
Al conocer la noticia, Magallanes hizo poco más que
refunfuñar pero Lombard me felicitó abiertamente.
—Pinche gachupín, ¿para cuándo la boda?
—No exageres, gringo viejo. Ni boda ni hostias.
—¿Cómo crees? Ya te vas a casar y te quedarás en México
toda tu vida. Ahora sí la jodiste. No te dejarán ir.
Aquella noche, en la cantina, Magallanes tosía y se quejaba
de malas digestiones, y yo le recriminaba su falta de
conciencia médica:
—Te vas a morir de cirrosis, Miguel. Empiezas a tener los
síntomas. Pásate a las drogas blandas, como el doctor
Lombard.
—Vete al carajo —replicaba, en una perfecta simbiosis de
enfado y humor, Magallanes.
—No cambies de tema, gachupín. Cuéntanos más, dinos
qué planes tienes con Sor Juana. Ándale.
Después de aquella parranda en mi casa, Sor Juana y yo
empezamos a quedar en mi casa o en algún motel; y creo que
conseguimos mantener una eficaz clandestinidad, al menos
frente al resto de la población estudiantil. Los primeros
encuentros, las primeras negociaciones, fueron difíciles, como
era de prever, entre mis diversos pudores académicos, éticos y
sexuales (los más importantes) y la desconcertante naturalidad
con la que Sor Juana desdeñaba mi manual de instrucciones en
materia sexual. Yo siempre pensé que mis deseos más ocultos
eran una especie de sótano al que solo se podía llegar después
de muchas contraseñas y aperturas de pesados cerrojos, pero
Sor Juana, asombrosamente, encontraba la puerta abierta y
encima se reía de mis sofisticados sistemas de seguridad.
Supongo que yo tenía prejuicios de incuestionable ignorancia
sobre la mujer mexicana; no sabía si estaría posmodernizada
como la española, abierta a experimentos y transgresiones 2.0
propias de la democracia liberal ya consolidada, o, por el
contrario, estaría sometida a las reglas nefandas del
conservadurismo poblano. Pero pronto descubrí que Sor Juana
no solo tenía mucha más experiencia que yo sino que
admiraba igualmente el caos sexual, el realismo mágico del
sexo del que un escritor español habló una vez.
Sor Juana disfrutaba jugando conmigo y yo disfrutaba con
cada nuevo derrumbe de mis contenciones. Al principio, debo
admitirlo, tuve dudas de otro tipo: pensé que se reía de mí y
que no me tomaba en serio. Incluso sospeché que todo era una
especie de trampa urdida quizá por los estudiantes para
dejarme en evidencia y ridiculizarme como parte de sus
caprichos de niños ricos. Pero, aparte de que ser humillado por
los estudiantes tiene su incontestable sesgo morboso, cambié
de opinión cuando descubrí, de forma inesperada, que Sor
Juana tenía celos; unos celos que me parecieron tan
incongruentes como tiernos, a pesar de que nunca fueron aptos
para bromear con ellos. Sí, celos, celos profundos y mal
contenidos, que crecían exponencialmente con cada excusa o
argumento, erupciones intensas de desconfianza e
irracionalidad, cuñas de violencia verbal en las
conversaciones.
«Tú amas a Judith. Lo sé. Además, es lógico. Es tu colega y
con ella tienes más cosas en común que conmigo», me decía a
menudo quizá protegiéndose, o eso pensé yo. Como si temiera
que me fuera a aprovechar de ella para deshacerme en cuanto
el morbo se desvaneciera; cuando en realidad yo ni llegaba a
pensar a tan largo plazo, porque estaba siempre asustado ante
la posibilidad de que nos descubrieran y, de algún modo, esa
revelación tuviera consecuencias: un despido, un escándalo,
una amenaza, una paliza, un asesinato (México invita siempre
a esas hipótesis de creciente violencia). «Dime la verdad. No
soporto las mentiras», decía. Pero mis explicaciones eran
insatisfactorias ya incluso cuando las ensayaba para mí mismo
antes de verbalizárselas a ella. Considerar mi relación con Sor
Juana como una aventura era solo parcialmente preciso; tenía
la dosis necesaria de emoción, capricho y riesgo, pero al
mismo tiempo había una mutua dependencia creo que
inesperada para los dos.
«Estás loco, Álex. Pero eres un oratito bien cagado». Y
todo porque creo recordar que le dije cuál era mi historia
preferida de amor.
—Sunset Boulevard.
Podría haber elegido muchos modelos con pedigrí
mitológico, y algunos realmente muy antiguos; e incluso
clásicos, como la historia del viril Hércules que es castigado
por Onfalia a vestir de mujer y a dedicarse a coser; con lo que
sienta el hermoso precedente de un semidiós en transición de
género. Pero más allá de la casuística parafílica de la
Antigüedad, me resultaba más cercana la historia de Sunset
Boulevard, título traducido en España, con nuestro habitual
talento traductor, como El crepúsculo de los dioses. Ella no
conocía la película, pero la vimos juntos y sospecho que
finalmente algo, al menos, entendió de la grandeza degenerada
de la película y sus íntimas correspondencias con mis códigos
de conducta. Por supuesto, me refería a la historia de amor
entre los personajes interpretados por Erich von Stroheim y
Gloria Swanson, cuya verdadera naturaleza, perversa,
contaminada, titánicamente autodestructiva, conocemos ya
avanzada la película.
Al principio, Von Stroheim solo es el criado formal y
hierático de la estrella de cine enloquecida, el que le escribe y
envía las falsas cartas de sus admiradores, el que la aguanta y
la cuida con abnegación y sumisión. La estrella no le devuelve
nada más que su locura y su resentimiento de vanidosa
patológica víctima de la alienación hollywoodense. Pero la
historia se vuelve mucho más retorcida cuando descubrimos
que Von Stroheim, antes de ser el asistente de la estrella
delirante, había sido su marido; y que seguía aguantándola a
pesar de todo, humillándose una y otra vez, rebajándose con
orgullo, sometiendo su amor a una recodificación, a un nuevo
contrato basado no en la igualdad sino en la diferencia
absoluta y radical, en esa jerarquía, de tanto sentido
metafísico, que separa a un devoto sin dignidad de una diosa
enloquecida. Y esa situación tan aparentemente irrealista e
incomprensible era para mí una especie de obsesión, un teatro
idóneo para hundirse en lo más profundo de las pasiones y
saborear cómo se degradan al máximo todos los dones que
alguna vez pudieron tener forma de una esperanza.
—El poder es la sustancia de la vida y la energía más
erótica de todas —decía yo, delirando con mis sublimaciones
teóricas—. Yo no quiero igualdad, quiero jerarquías. La
igualdad es perfecta en lo legal y en lo intelectual, pero en el
sexo a mí no me interesa. Quiero una diosa, sin más. Sí, tengo
una imagen deformada y objetualizada de la mujer, y todo lo
que tú quieras. Siempre ha sido así y no voy a cambiar ahora.
Yo solo quiero sentir dominio, y punto.
—No te creas que estás tan enfermo —me decía—. Eres
más normal de lo que crees. Ya he conocido a otros como tú.
Hombres incapaces de pensar más allá de sus deseos y sus
traumas. A veces me aburren.
—¿Y entonces qué haces conmigo?
—A ver si te das cuenta y lo entiendes por ti mismo.
—¿Soy solo un sustituto de Andrea?
—Ya te gustaría llegar a su nivel.
—Dame tiempo. Me ofrezco para todos los sacrificios.
—¿Como qué sacrificios?
Todos, mi querida Sor Juana; y los probamos todos, o casi
todos, hasta agotar el imaginario cultural. Hasta deshacer mi
identidad en mil camuflajes maravillosos y estimulantes,
plenamente superiores a todo lo que antes pensaba yo que era
mi propio ser.
Empezamos por lo más fácil: invertir el sexual harassment
de los gringos. En vez de ser yo el profesor acosador, le tocó a
ella acosarme y darme órdenes. Al principio, era bastante fácil
ir a trabajar con sus bragas usadas y sus medias, pero luego se
fue complicando cuando me puso condiciones cada vez más
difíciles; como llamarme en medio de las clases, sabiendo que
me parecía extremadamente vergonzoso y poco profesional
tener el teléfono móvil encendido durante el tiempo de clase, y
que yo mismo se lo había recriminado a los estudiantes más de
una vez (al Culero, por ejemplo). Llamaba de manera
aleatoria, unas clases sí y otras no, y yo siempre tenía que
responder sin dar pistas de quién era mi interlocutora, para que
los estudiantes murmuraran. Y entonces ella me daba los
mensajes que yo tenía que agradecer explícitamente, sin decir
su nombre:
—Esta noche te pintaré las uñitas de los pies.
—Decidí que el sábado iremos al restaurante que más le
gusta a mi papá, y tú pagarás la cena.
—Quiero que me saques de la biblioteca todo lo que haya
de o sobre Paul Celan.
—Quiero que digas delante de los estudiantes «no
manches». Suena chistoso en ti.
Al cabo de unas semanas, Sor Juana se cansaba de ese
juego:
—Ya me dio hueva. Vamos a jugar a la «venganza de Josie
Bliss».
Oh, sí, la venganza de Josie, la pobre pantera birmana que
fue amante de Pablo Neruda en los tiempos de Residencia en
la tierra. Sor Juana dijo una vez en clase que tal vez había que
desconfiar de la versión nerudiana de la historia, según la cual
Josie Bliss era poco más que una loca obsesiva e ignorante. Yo
traté de rebatirlo, con poca convicción, en realidad, pero aquel
asunto quedó pendiente entre nosotros y ahora tocaba
resolverlo. Y efectivamente, Sor Juana, en pleno éxtasis
intertextual, asumió su rol nerudiano y me obligó a arrastrarme
más de una vez para demostrarle mi absoluta dependencia. Me
abofeteó en restaurantes de barrios lejanos, donde
supuestamente nadie nos conocía, acusándome de hablar de
forma ignorante y superficial sobre México; me esposó,
encadenó e inmovilizó con múltiples técnicas obtenidas en
internet; me obligó a tatuarme en una nalga el nombre de su
equipo favorito de fútbol, el Cruz Azul; comió sushi sobre mi
cuerpo desnudo como se hace con las geishas; me hizo llevar
durante dos semanas sin motivo terapéutico alguno un collarín
ortopédico suyo; me hizo mil cosas que no recuerdo bien ya.
Hasta que de nuevo se cansaba y se le ocurría otra cosa, con
imaginación deslumbrante. Y yo pensaba en que por fin la
mentira sobre el matriarcado mexicano (porque en el país de
los feminicidios masivos hablar de matriarcado es, como
mínimo, inadecuado) se había hecho verdad gracias a mí, y
que yo era el Chingado y no la Chingada, lo que me daba un
cierto orgullo histórico, como de autoinmolación redentora
para que de una vez se cumplan todos los ajustes de cuentas y
yo de paso consiga una buena erección.
Un día vimos juntos La muerte en Venecia en DVD y se me
ocurrió confesarle que Tadzio, con su perfecta y lampiña
androginia de suavizante, también a mí me ponía de algún
modo cachondo. Comentamos largamente la escena final de la
playa en la que Aschenbach goza y sufre con la observación
platónica de su amorcito, y Sor Juana decidió que me sentaría
bien un bañador de rayas tipo mono como el que llevaba
Tadzio en esa escena. Y así me convertí en Tadzio al menos
por unas horas, y fuimos a una piscina poblana y nos tomamos
unas fotos, aunque por suerte (otra vez) nadie conocido nos
vio.
Pero miento si digo que todo fue juego y tontería
metaliteraria. Y miento también si digo que yo era víctima de
algún modo, porque, a pesar de la humillación y precisamente
por ella, yo gocé como nunca, gocé de la incertidumbre y del
experimento, del caos bien administrado; y porque después de
la aventura, después de que yo asimilara cada regeneración,
cada nuevo metabolismo ficticio, después de que yo me
olvidara de mí mismo durante un rato y fuera otro o fuera nada
o nadie, después de que me entregara a ella como en un
desmayo, la compensaba con mis mejores esfuerzos, me
convertía en una especie de consolador vivo y le daba placer
como ella quisiera hasta que chillaba, y entonces la Sagrada
Jerarquía quedaba por fin establecida: ella el Sujeto y yo el
Objeto. Hermosamente desiguales en el reino de la Nueva
Justicia y el Nuevo Poder.
Y después de todo eso, hablábamos; y aún más, había
grandes momentos de silencio, cuando los dos,
milagrosamente, coincidíamos en el mismo lado de la
bipolaridad, y nos abrazábamos concediéndole al abrazo un
rango superior, como si fuera lo más auténtico y lo único que
no podía ser considerado juego entre nosotros dos. Y entonces
ella me pedía que me inventara alguna cosmogonía, y yo me
sacaba una de las cuarenta o cincuenta teorías que tengo
acerca del universo, y se la justificaba con mis argumentos tan
racionales o más que los de Tomás de Aquino o Karol
Wojtyila.
—El universo es como México. Un desastre que a veces es
amable.
—¿Y no sería más como España?
—Cosmológicamente, España es solo un agujero negro.
—¿Y Cataluña?
—Un planetoide.
Lógicamente todos estos detalles íntimos eran privados, y
Lombard y Magallanes nos veían como una simple pareja
convencional habituada a eso que llaman el sexo vainilla.
Lombard, de hecho, parecía disfrutar con mi nueva situación
emocional y, a diferencia de Magallanes, que cerró el tema con
un lacónico «tú sabrás lo que haces» y nunca más mostró
curiosidad, sí me preguntaba cortésmente cada cierto tiempo,
intercalando siempre la insinuación profética:
—Te vas a casar. Yo lo sé. Y tendrás hijos mestizos.
Yo le desmentía con fórmulas siempre diferentes, pero
aceptaba sus ironías como parte de nuestro código de amistad.
Solo le hice una petición:
—No le digas nada a Judith. Prefiero que no lo sepa, al
menos de momento.
Lombard me miró intrigado y se encogió de hombros en
señal de abstención.
—Judith ya está condenada. No puedes hacer nada por ella,
en ningún sentido —me dijo—. Por suerte, le quedan sus hijos
y sus esperanzas académicas. Concéntrate en Sor Juana. Con
ella sí tienes posibilidades. Pero ten cuidado. Aunque parezca
que no va en serio, no la subestimes. Es inteligente, pero
también muy apasionada.
Pensé que Lombard, tan dado al énfasis mexicanista,
exageraba involuntariamente, pero no pude por menos que
acordarme de él la tarde que Sor Juana me llamó por teléfono
para hacerme una propuesta que parecía mucho más una orden
que todos sus caprichos eróticos de los meses anteriores:
—Este sábado tenemos una fiesta y estás invitado. Mi papá
quiere conocerte.
AQUELLO QUE LLAMABAN LUCHA DE CLASES

L
legué a la fiesta en taxi y con una hora de retraso porque
ya había aprendido que, según la sabiduría convencional
autóctona, solo los muertos de hambre son puntuales en
las fiestas mexicanas; y por ello la puntualidad es una señal de
mal gusto. La casa era casi una hacienda en una zona
residencial en el límite entre Cholula y Puebla, sin apenas
tráfico pero llena de superfluos recursos y facilidades para los
coches, y con vigilantes de seguridad más fornidos que los de
mi casa que me dejaron entrar solo después de entregarles mi
identificación como profesor de la universidad.
Con todo, ya había frente a la enorme casa varios coches
aparcados; algunos eran lujosos y otros no tanto, pero lo que
más me llamó la atención fue que algunos tenían esos
inquietantes vidrios polarizados que señalan inequívocamente
tanto la pertenencia a una élite como el miedo a la
delincuencia organizada. Antes de tocar el portón de entrada,
me detuve para observar en silencio el entorno silencioso y
cómodo, y comprender la frontera simbólica que acababa de
cruzar, mucho más significativa que las vallas, las alambradas
o las garitas de seguridad. Estaba entrando en un típico Edén
de ricos latinoamericanos: ese paraíso que a la vez es un gueto
y un bunker, donde todo intenta ser suntuoso y, en cambio, es
enfático y nada sutil, donde se percibe una placidez inmune a
todo menos a la paranoia. Donde el orden jerárquico goza en
su inmanencia.
No negaré que mi curiosidad ponía alerta todos mis
sentidos e incluso pensé que no debería abusar del alcohol
para poder tener un recuerdo sólido de lo que iba a conocer,
presumiblemente, esa tarde-noche: la riqueza inequívoca, el
fasto a medias elegante y a medias hortera de la
pseudoaristocracia, el poder antidemocrático e insolidario en
su perfecta y más educada encarnación. La otra realidad de Sor
Juana.
Nunca, en los encuentros que habíamos tenido en esos tres
meses, me había concretado nada más acerca de las
actividades de su familia. Procuraba evadir el tema y se
molestaba visiblemente con mis sarcasmos acerca de su doble
vida social, bohemia la mayoría del tiempo en Cholula y
plutócrata de vez en cuando si tocaba cumplir con
compromisos familiares como el de ese día. Sor Juana rehuía
el debate ideológico o político con el que yo le provocaba a
veces, pero no me negaba la razón acerca de las desigualdades
sociales mexicanas: de algún modo, esa era la única fórmula,
supongo, para conciliar la dependencia afectiva de la familia y
la verdad objetiva del desastre mexicano.
Tampoco esta vez me había dado muchas explicaciones
acerca del motivo de mi invitación, que ella misma parecía
desconocer:
—Hace tiempo que mi papá quiere conocer a todos mis
profes —me dijo ese mismo día, por la mañana—. Pero no sé
por qué no ha invitado a Lombard y a Magallanes. Solo te ha
invitado a ti.
—Me tranquilizaría saber qué le has contado de mí.
—Que no eres ni catalán ni español, sino cholulteca de
adopción. Que sientes curiosidad por los ricos porque nunca
los has conocido y en el fondo tú sí crees que el dinero es lo
más importante. Que eres un poco degenerado y emborrachas
a tus estudiantes en tu casa para aprovecharte de ellas, que son
víctimas inocentes. Pero no te preocupes, estará crudo y habrá
mucha gente. No creo que te preste mucha atención. Será la
segunda fiesta de su cumple.
—¿La segunda?
—Sí… Ayer la hizo con la otra familia.
—¿Cómo?
—Mi papá tiene dos familias —el rostro de Sor Juana
parecía indicar que aceptaba el hecho con normalidad, pero
aceleró notoriamente la explicación—. Desde hace más de
veinte años, tiene una amante además de mi mamá. No se ven
mucho, pero tiene con ella tres hijos. Y celebra los cumples y
la Navidad también con ellos, alternándolos con nosotros.
—O sea que tu papá tiene siete hijos.
—Qué bien que sabes sumar.
—¿Y tú conoces a esos hermanos?
—Muy poco. Apenas hemos coincidido en algún funeral y
alguna boda.
Pensé de nuevo que había en ella un conflicto interior que
dejaba en poca cosa mis neurosis de charnego dostoievskiano
y mis coqueterías con las diversas variantes del nihilismo.
Frente a mis cuadrículas proletarias de rutina, catecismo
ideológico y mecanicismo obrero, ella vivía o había vivido
directamente en el vacío palaciego de salones fríos y
decorados de manera pretenciosa, en la lobreguez del lujo y la
abundancia; y sin duda sabía que esa complicidad con el Mal y
la Injusticia exigía algún tipo de respuesta, quizás en forma de
penitencia, quizás incluso en forma de suicidio metafórico o
real. Yo quería entender de verdad hasta qué punto ella vivía
internamente ese conflicto. Quería que confiara más en mí,
que verbalizara esa pugna evidente aunque callada entre su
ética y su sangre (aunque, por supuesto, también lo quería por
mi fascinación egoísta de intelectualillo que, más que nada,
intenta entender el mundo a través de sus ejemplos extremos
porque en realidad ya no tiene nada más que hacer que
entender, no actuar ni desde luego cambiar).
Ella misma me abrió la puerta de la supercasa y, aunque a
veces me cuesta percibir estas cosas, estoy seguro de que se
ruborizó. Había pasado por la peluquería y toda su estética era
mucho más formal y bruñida, incluido un estupendo vestido
azulado antitético a su ropa universitaria, espontánea,
caprichosa y heterodoxa. Incluso los pendientes, sin ser
ostentosos, eran evidentemente inusuales, y no estaban en mi
archivo mental fetichista. Le di un discreto beso en la mejilla
antes de burlarme de su disfraz de señora respetable de clase
alta poblana:
—Ya estás chingando… No entiendes lo que hay que hacer
por la familia —replicó.
No pude insistir más en el sarcasmo porque me distrajo la
aparición de la primera de las varias criadas de la casa, con su
estandarizado uniforme negro con su delantal blanco y cofia.
La criada le susurró algo a Sor Juana, probablemente algún
problema organizativo de la fiesta, y Sor Juana la tranquilizó
de manera explícita. La criada era, hay que decirlo, indígena.
—¡Deja de mirarla! —me dijo Sor Juana, en nuestro código
interno, en cuanto la criada se alejó unos metros—. Ya sé que
te gustan los uniformes de criada. Un día de estos le pediré que
te deje el suyo y le ayudarás a limpiar la casa.
—Me encantaría —dije yo—. Además, sería un acto de
justicia social. Se saldaría una deuda.
—Ya empezaste con tus mamadas… Ven, te presentaré a la
familia. A la familia oficial.
Como era de prever desde la puerta, la casa era inmensa y
me produjo la previsible inquietud de quien no sabe
desenvolverse en espacios grandes y paredes alejadas y por
eso no es capaz de seguir una línea recta. Atravesamos un
amplio hall con estatuas religiosas y profanas e incluso una
fuente aparentemente sin agua, y avanzamos a través de dos
comedores. Yo me esforcé por disimular mi curiosidad casi
ilimitada y observé con discreción en busca de lo que más me
podía interesar a efectos de morbo ideológico: ese objeto, no
necesariamente el más notorio o espectacular, que de algún
modo sintetizaba el lujo familiar con sus específicas
connotaciones de falsa nobleza y aspiraciones versallescas, de
mal gusto poblano y ADN caciquil. En mi fulgurante repaso
encontré, como era de esperar, mil objetos decorativos que me
llamaron la atención, desde ediciones bíblicas lujosas hasta
cuadros pre y posvanguardistas (en uno me pareció divisar la
firma de Hirst y, por lo malo de la pintura, me pareció que la
firma podría ser auténtica), y sobre todo muchas colecciones
empezadas, como si en esa casa habitara un coleccionista de
colecciones fracasadas: obras de Octavio Paz, tarros de
cerveza europea, alebrijes originalísimos, sables
aparentemente muy antiguos. Pero me sentí algo decepcionado
porque no se me apareció el símbolo preciso, justo, lleno de
significado y revelación.
Llegamos sin más comentarios al enorme jardín, en el que
ya se habían acomodado unas veinte personas que disfrutaban
de un buffet y una taquiza con camareros profesionales. Sor
Juana me fue presentando a sus hermanos, tíos, primos y
primas, incluso a sus abuelos, nonagenarios silenciosos pero
muy dignos en sus movimientos y gestos. Uno de sus tíos, el
tío Poncho, me saludó muy efusivamente y delató una
curiosidad por mí mayor que los demás.
El homenajeado y su esposa estaban, al parecer, en la
biblioteca. Utilicé mis mejores modales con todos los
invitados que me fueron presentados y me esforcé por no
parecer gruñón o demasiado español, es decir, quejumbroso y
gritón. Se habían formado también otros círculos de gente (la
mayoría hombres encorbatados y elegantes, pero también
había algún cura quizá con status de arzobispo o similar) a los
que Sor Juana no me presentó. Solo reconocí en uno de ellos al
rector de nuestra universidad.
—Son empresarios amigos de mi papá. Y algunos son
socios de sus negocios.
—¿Pero tu papá no es procurador?
—Pues sí; pero también tiene un restaurante, un rancho,
una agencia automotriz y otra de bienes raíces. Y alguna cosa
más que ahora no recuerdo… Ah, mira, esto sí te va a
interesar.
Me señaló con las cejas a los nuevos invitados que
acababan de llegar y reconocí a uno de ellos: el nuevo
gobernador, al que había visto varias veces en televisión.
Saludó cariñosa y políticamente a la mayoría de los invitados
incluyéndome a mí y por supuesto a Sor Juana, a la que beso y
abrazó de forma sospechosa. Enseguida me fijé en sus
guardaespaldas, tres moles también encorbatadas y sin duda
armadas, inequívocamente mestizos, que, después de un
saludo rápido y sin contacto físico a la familia, se aproximaron
al círculo más lejano, en el que había otros cuatro tipos igual
de musculosos y también trajeados. Entonces comprendí que
todos ellos eran guardaespaldas y que participarían solo
marginalmente de la gran fiesta. Pensé acercarme a ellos y
entablar conversación, pero después de una media hora me di
cuenta de que nadie les prestaba atención y que, en realidad, su
presencia era menospreciada por todos.
Fueron llegando más invitados hasta completar al menos
una cincuentena, a lo que habría que añadir a los niños que
empezaron a molestar con sus carreras y travesuras. Por fin
apareció en el jardín el padre de Sor Juana con su esposa, entre
vítores y bromas sobre su edad. Pronto les cantaron «las
mañanitas»; yo, por dignidad, me abstuve de cantar esa
canción ridícula.
El licenciado Quezada Higgins parecía tan poco mexicano
como yo: alto, delgado, pálido y canoso, aunque compensaba
la palidez con una sonrisa estupenda. Indiscutiblemente,
cuidaba mucho su imagen, usando gafas juveniles, pantalones
vaqueros y una camisa negra que hacía innecesario el aderezo
formal de la corbata. La esposa, de familia española aunque
nada parecía quedar de ese origen, era algo más joven que él;
una mujer esbelta, de larga cabellera morena seguramente
teñida, de rostro maquillado con celo y con cierta rigidez a la
hora de comportarse en público.
Quezada saludó al rector y al gobernador, pero no les
dedicó más tiempo que al resto de invitados, incluido yo. Sor
Juana me lo presentó con naturalidad:
—Este es el Dr. Ramírez. Mi profe de literatura española.
—Mucho gusto, doctor. Muchas gracias por venir.
Me apretó la mano con fuerza y después la madre me dio
un beso en la mejilla antes de preguntarme cordialmente si
todas mis necesidades en la fiesta estaban siendo satisfechas.
—Mi hija nos ha dicho que le gustan mucho sus clases —
agregó, y yo pensé, por esa formalidad, que la madre no sabía
nada de nuestras aventurillas sexuales—. A ver si usted
consigue que mejore su promedio para que pueda hacer un
buen posgrado.
—Seguro que sí —dije simulando convicción.
Quezada pidió silencio a todos, hizo un agradecimiento
global y dio instrucciones muy claras para que todo el mundo
comiera y bebiera, con lo que se activó la alegría fiestera, con
los rasgos autóctonos, tanto musicales como gastronómicos y
aun gestuales. Nadie se desmadraba en presencia de las altas
instancias políticas, pero sí había suficiente espontaneidad, con
bailes, algunas palabras groseras que no llegaban a ofender,
carcajadas cada vez más agudas y coqueteos no siempre bien
disimulados. Yo me sentía lógicamente perdido como
extranjero, pero entre taco y taco de cochinita pibil y trago y
trago de tequila fui poco a poco integrándome y dejándome
llevar por la cordialidad general. Sor Juana apenas me hacía
caso, porque debía atender a muchos familiares y amigos de la
familia, pero eso no suponía ningún problema porque así yo
podía saborear a distancia su exquisito perfil social de ese día,
adivinando su incomodidad básica pero reconociendo y
admirando su indiscutible saber hacer. Viéndola en aquel
contexto familiar, pensé, con algo de decepción, que más tarde
o más temprano acabaría cediendo a la fuerza de esa vida
seria, que la experiencia universitaria (incluido yo mismo) solo
era un capricho juvenil, un entretenimiento con fecha de
caducidad en cuanto terminara sus estudios y encontrara un
hombre con el que poder compartir responsabilidades
familiares.
Ese hombre difícilmente iba a ser yo.
De vez en cuando, Sor Juana se me acercaba para
preguntarme cómo estaba y para controlar el progreso
inevitable de mi ebriedad:
—¿Te la pasas bien?
—Mucho… disfruto de verte tan señorial y organizadora. Y
con tantos admiradores.
En efecto: había al menos dos jóvenes, hijos de amigos del
padre, que visiblemente coqueteaban con ella.
—¿Celoso? —me preguntó.
—Mucho.
—¿Y qué estás dispuesto a hacer para demostrarme que
eres mejor que esos dos chambelanes?
—Lo que quieras.
—Vete preparando… Vamos a subir de nivel.
—Estoy preparado.
—¡Ya veremos!
Me dejó casi erecto con sus palabras, tan calculadamente
provocadoras y sin embargo a la vez tan generosas. Y acto
seguido me abandonó para irse, de forma nada casual, con uno
de sus admiradores. Yo me dediqué a examinar de manera
minuciosa su flirteo hasta que llegó a mis oídos una
conversación casual que tenía lugar apenas a unos metros.
Curiosamente, el gobernador se había colocado cerca de mí
junto a dos amigos, y de forma discreta traté de captar alguna
de las palabras. El gobernador era bastante cauto y solo
susurraba, pero uno de sus interlocutores parecía ya algo
afectado por el alcohol:
—¡Tienes que hacer algo con esa vieja cabrona periodista!
Nos ha estado jode y jode. Que dice que va a publicar un
pinche libro, que no sé qué otra cosa más quiere hacer. ¿Por
qué no le envías a alguien? Ándale, cabrón, haz algo…
El gobernador le pedía calma con la mano y no parecía
especialmente preocupado:
—Ya le enseñaremos que en Puebla se cumple la ley. Le
daremos un pinche coscorrón, si tú quieres.
—Así me gusta, mi góber.
Apuré mi tequila y comprendí que mi cercanía había sido
detectada, por lo que opté por alejarme prudentemente en
busca de más combustible, aprovechando la entrada en el
jardín de seis mariachis que empezaron el repertorio de
clásicos de José Alfredo Jiménez et alii. Lo penoso llegó poco
después, cuando Gabriel, uno de los hermanos de Sor Juana,
algo mayor que ella, le pidió la guitarra a un mariachi y trató
de lucirse arrebatándole el protagonismo, pero sin llegar a los
mínimos exigibles de calidad. Se equivocó con la música y
con la letra, y aun así fue aplaudido de forma enfática por todo
el público, que, de manera incomprensible, agradeció mucho
más su esfuerzo mediocre que el de los pobres mariachis que
de verdad sí vivían de esas oportunidades y que estaban
perdiendo el tiempo ante el capricho del niño rico. Sé que Sor
Juana pensó lo mismo que yo porque fue la primera que, sin
parecer ofensiva, trató de convencer al hermano de que
devolviera la guitarra a los auténticos profesionales. Gabriel
gruñó, pero finalmente aceptó. Los mariachis, sumisos, le
felicitaron con esa típica hipocresía repugnante de los
humillados frente a los poderosos. Todos aplaudieron y rieron
confirmando que la fiesta cumplía todos los requisitos de
armonía e integración social propios del clasismo más rancio.
Pasé al menos dos horas hablando con familiares de Sor
Juana, contrastando experiencias de todo tipo entre España y
México, practicando toscamente una especie de diplomacia
transoceánica. Sorprendí con algunos temas de mi desinterés:
el flamenco, los museos, Almodóvar, la moda española, y lo
compensé con algunas devociones que sí eran previsibles: la
tortilla de patatas, las pinturas de Goya, el skyline maravilloso
de Granada. Nos reímos varias veces de los Borbones (como si
los dos emperadores del México independiente no hubieran
sido ridículos…) y, como tantas otras veces, constaté la
admiración que la España constitucional, europea y tolerante
inspiraba a los mexicanos, poco convencidos de las bondades
del Tratado de Libre Comercio. En realidad, lo que me
interesaba de todos esos diálogos era conocer algunos detalles
de Sor Juana, en particular los que podríamos llamar críticos:
traumas, conflictos, tabúes familiares, todo aquello que las
familias guardan y que Sor Juana protegía con especial
cuidado por detrás de nuestros juegos sexuales y de nuestras
conversaciones de metafisiqueo reciclado. Pero no obtuve
nada más que recuerdos gozosos, viajes de infancia bien
aprovechados, elogios hacia su capacidad de decisión y su
independencia y alguna cariñosa y breve constatación de su
excentricidad.
Los guardaespaldas seguían en su esquina, perfectamente
sobrios y mudos.
Intenté comer varias veces para que se me bajara el pedo y
no cometer así alguna imprudencia verbal de las mías. En una
de esas ocasiones tropecé, y no es una exageración, con el
licenciado Quezada. Nos reímos los dos y comprendí
inmediatamente que él también estaba desinhibido como
consecuencia del alcohol. Le dije que iba en busca de una
cerveza para refrescar el gaznate después de tanto tequila y él
pensó que hacer lo mismo sería una buena idea. Empezamos a
hablar del paso del tiempo, de la universidad, de los largos
matrimonios, de la superioridad de la cerveza mexicana sobre
la española; y en eso se nos acabó la cerveza, con lo que
propuse un nuevo caballito de tequila. El licenciado Quezada
me negó con el dedo antes de hablar:
—No, no, te voy a enseñar algo mucho mejor. Ven
conmigo, por favor.
Pensé de inmediato que la revelación que yo ya casi había
descartado se iba a producir al fin y que Quezada iba a
compartir conmigo el privilegio sensorial de algún objeto
elitista. Se despidió momentáneamente de algunos invitados y
entramos en la casa de nuevo. Subimos unas escaleras
marmóreas y llegamos a lo que parecía un estudio con
aspiraciones de biblioteca. El licenciado me dio permiso para
entrar y, mientras yo curioseaba mirando los lomos de los
libros, se dirigió a una vitrina en la que conservaba las botellas
más valiosas. La mayoría de los libros eran de derecho o de
política mexicana. Era, de todos modos, un estudio
razonablemente lujoso y bien decorado, con algunos cuadros
de temática folclórica más o menos indigenista y una enorme
fotografía del Popocatepétl humeante y señorial (será por eso
que los poblanos lo llaman «don Goyo»). Me fijé también en
la foto de un director de orquesta al que no reconocí; Quezada
captó mi curiosidad y me explicó que el director era Riccardo
Muti y que la foto correspondía al famoso Concierto de Año
Nuevo de la Orquesta Filarmónica de Viena, al que habían
asistido él y su mujer.
—Fue un regalo para mi esposa. Aunque, si quieres que te
sea sincero, Viena no me gustó. Creo que no podría vivir en
una ciudad como esa. Como gran ciudad, prefiero la Ciudad de
México. Soy más naco de lo quiero admitir y me gusta más ir
a Garibaldi que escuchar ópera en Bellas Artes. Prueba esto —
me dijo mientras me servía en una copa ancha lo que parecía
whisky o coñac.
Lo olí teatralmente y supe que era whisky. Pensé que no me
sentaría muy bien la mezcla de tantos licores variados, pero no
tuve fuerzas para rechazar la invitación; y más cuando el
anfitrión se sirvió otra copa.
—Este es un gran whisky.
—Sin duda —dije tras saborearlo, aunque ya tenía el
paladar tan quemado que no distinguí bien ninguno de los
supuestos matices del licor—. Aunque el tequila también es
una gran bebida.
—Pero ya no puedes confiar en los tequilas que venden
hoy. Son muy sospechosos. Y es que nada funciona en México
como debiera.
Me invitó a sentarme frente a él en uno de los sillones y
empezó a hablar larga y didácticamente de su país, de sus
problemas económicos, políticos y morales. Yo iba asintiendo
con educación, sin prestar demasiada atención y desde luego
sin discutir argumentos que me parecían nefastos desde el
punto de vista ideológico: el fatalismo de «lo mexicano», la
responsabilidad gringa y aun española en el fracaso histórico
del país, la imposibilidad radical del mexicano para una
democracia eficaz, incluso la pérdida de valores religiosos
guadalupanos.
—Fíjate que, a pesar de todo, España, la Madre Patria, …
en muchos aspectos es hoy un ejemplo para nosotros. Ya sabes
que los mexicanos tenemos nuestras tragedias y nuestros
resentimientos: la chingada y Octavio Paz y todas esas
mamadas. A mí me han llamado muchas veces malinchista por
decir que México debía aprender de España, volver más a
España y alejarse del pinche modelo gringo. Yo hice mi
maestría en los Estados Unidos, en Boston, y quedé
impresionado de cómo funciona ese país. Pero tenemos que
abrir nuestras mentes y trabajar en otras direcciones… Si
seguimos obsesionados por los gringos nunca saldremos del
hoyo. España puede ser un buen ejemplo. Yo quiero que mis
hijos vayan a estudiar una maestría a España. A Barcelona o a
Madrid. Y me dicen malinchista porque soy crítico con mi
país. Pero es que México está cabrón, Alejandro… Tú ya lo
habrás empezado a ver. Cualquier pinche día tenemos otra
revuelta. Si no son los indios, serán los narcos, si no, los
nacos, jaja… Yo lucho por México porque amo este país y
amo a sus gentes. Porque creo que podemos ser un gran país,
porque tenemos un potencial económico, cultural y humano
que no tienen muchos países del mundo. Pero para eso
debemos aprender, chingaos. Quiero ayudar a la democracia
aquí. Democracia de la de veras, no esta democracia mafufa
que tenemos. Pero no sabes lo difícil que es a veces. México
es un país rudo.
—No estaría bien que yo criticara a México. Me han
tratado muy bien hasta ahora.
Guardamos silencio durante unos instantes, en los que
ambos entramos en un sopor reflexivo.
—Pero sí está rudo… —continuó Quezada—. Tanta
violencia… Y tanta incultura. Mi papá me enseñó a luchar
contra eso. Era un hombre liberal, un profesor de Derecho, y
su ídolo era Lázaro Cárdenas, claro. Mi papá luchó siempre
contra la violencia y también la sufrió. Aquí, cerca, en
Huejotzingo, en el carnaval… Sí sabes, ¿no? El carnaval en el
que se recuerda la batalla con los franceses y se disparan los
fusiles en el zócalo. Siempre las balas son de fogueo, pero en
aquellos tiempos a veces había «accidentes»… Y a mi papá
quiso matarlo un cacique porque había defendido los derechos
de unas gentes. Recibió un disparo en medio de mil disparos
del carnaval. Nadie supo quién fue ni cómo. Sobrevivió de
puritito milagro. Yo pude nacer y mi papá siguió luchando, sin
miedo. Y ganó el juicio. El cacique dejó de ser cacique. Una
esperanza para México.
Hizo otra pausa y yo me callé las preguntas que, en otro
mundo posible, tal vez le hubiera hecho: ¿cómo nació la
fortuna? ¿La creó el papá o la creó Quezada? ¿Y realmente el
papá era tan santo y buena persona?
—No sabes lo difícil que es tomar algunas decisiones —
continuó—. En este país cometes un pequeño error, ni que sea
de buena fe, y ya te chingaste. Tienes que ser muy cuidadoso,
pensarlo todo mil veces, ser más astuto que ellos…
—¿Ellos?
—Ya sabes quiénes. Lo que yo llamo los Anticristos… Ya
sabes, mis vecinos en este fraccionamiento.
—Me imagino que será una lucha dura —dije, mientras
trataba de decidir si las palabras de Quezada sobre sus vecinos
eran una metáfora o no.
En ese momento, Quezada se alteró de manera visible y se
contuvo antes de decir algo más. Le observé con atención;
tenía los ojos enrojecidos por el alcohol y la mirada
seguramente era tan turbia como la mía.
—Mi hija está en peligro, Alejandro. Ahora que he tomado
lo suficiente y estoy briago, ya te lo puedo decir.
Reaccioné acercándome la copa a los labios hasta que
comprendí que no debía beber más y dejé la copa sobre la
mesa que separaba los dos sillones. Quezada buscaba las
palabras adecuadas y hacía esfuerzos evidentes por mantener
el control y conseguir la máxima precisión. Esperé unos
segundos antes de balbucear una interrogación, pero él me
cortó con un ademán, pidiéndome unos segundos para poder
expresarse convenientemente.
—Yo sé que tienes algo con mi hija… No importa, ese no
es el problema. Mi hija hace lo que se le pega la gana y tiene
mucho que ya no hace caso de mis consejos. Sinceramente,
prefiero que esté contigo a que esté con cualquiera de esos
mugrosos estudiantes. No, no necesito que me digas si la
quieres o no. Pero sí necesito que me ayudes. Es mi hija y la
adoro. No podría soportar que le pasara algo.
—No acabo de entenderle, la verdad —dije, aunque sí
intuía algo de lo que estaba sucediendo.
—Estamos en un momento delicado, Alejandro. He
intentado ser honesto, cumplir con la ley, ayudar a México y
eso en este país significa mucho riesgo. Estoy en medio de un
proceso judicial importante. Es mejor que no sepas nada, pero
te diré que es… complicado. Quieren que devuelva un favor
que me hicieron hace años. Estoy amenazado desde hace
tiempo. Tengo siete hijos y debo protegerlos a todos, porque
todos son hijos míos. Con los otros seis es más fácil, porque
cumplen las normas, tienen sus guaruras, son precavidos, no
hacen locuras. Con ella es más difícil. No acepta que le ponga
guaruras, no quiere volver a vivir aquí, donde podría estar más
protegida. Ya sabes cómo es… Pero si está contigo, puede que
tú sí la protejas.
Dicen que el alcohol lleva a la sobrevaloración de las
facultades, pero yo me sentí más miedoso que nunca. Y
ridículo: ¿cómo iba yo a proteger a Sor Juana, yo, el mismo
que disfrutaba siendo esposado e inmovilizado, dominado y
humillado? Qué poco sabía el padre de lo que realmente
hacíamos Sor Juana y yo en la intimidad. Supongo que me
aplicó la plantilla básica de machito, fuera español o
mexicano, sin saber que nuestra relación se basaba justo en
todo lo contrario.
—¿Pero cómo? Yo soy un simple profesor de Literatura.
—¡Ah, carajo! Nada es simple… Un profesor tiene más
poder del que cree… Tú eres un doctor español, y eso te hace
importante en este país. Te digo, España es un país querido y
respetado. No se atreverán contigo; llamaría demasiado la
atención. Además, trabajas en una universidad importante con
dinero gringo y agentes de la CIA encubiertos. A ti no te van a
chingar. Confía en mí.
—¿Y qué tengo que hacer? —pregunté, dejando para otro
momento la alusión a los agentes de la CIA, que ya había
escuchado alguna vez y a la que nunca había concedido
crédito.
Quezada trató de parecer tranquilizador, como si tuviera un
plan perfecto, pero le delataban muchos signos: sus exageradas
medidas de discreción —cuando estábamos completamente
solos en una habitación cerrada—, su ebriedad de anfitrión
descortés, incluso cierta incomodidad a la hora de reclinarse y
hacer descansar sus piernas. Entonces comprendí que ya tenía
delante de mis ojos el verdadero símbolo que yo estaba
buscando en esa casa: el rostro de un poder que se soñó
absoluto y que se había vuelto inesperadamente vulnerable. La
hendidura por la que el dinero deja de ser el escudo perfecto
con el que algunos se sienten protegido en este mundo
despreciable en el que vivimos.
—Lo más seguro es que nunca pase nada. Esos putos solo
asustan porque quieren que yo ceda. Y no saben que nunca
voy a ceder y que los chingaré a todos al final. Pero… siempre
hay una posibilidad. Por eso, vigila a mi hija… Quédate con
ella todo el tiempo que puedas. En el campus estará segura.
Luego llévala a tu casa, si puedes. Pero no la pierdas de vista.
No la lleves a sitios peligrosos. Vigila quién la mira y quién la
observa. Fíjate si ves el mismo carro cerca y anota la placa. No
digas nada a nadie, y menos a ella. Confío en ti porque sé que
eres un hombre serio y responsable, y creo que quieres a mi
hija.
Desvié la mirada hacia la fotografía solemne del volcán,
pero solo un instante; me pareció inadecuada para mi creciente
estrés. Traté de encontrar otra imagen más relajante y creí
encontrarla en una de las estanterías más cercanas. Era una
foto de la familia Quezada, en concreto de una de las dos
familias, la de Sor Juana, que aparecía en la foto jovencísima,
con apenas trece o catorce años, en la frontera tan enigmática
para mí entre dos feminidades. Y entonces pensé que,
efectivamente, fuera de toda otra consideración, mi deber era
sencillo y podía resumirse en la norma sublime de proteger a
mi Diosa; es decir, hacer coincidir el juego y la tragedia, la
violencia inocua de alcoba y la violencia estructural de la
calle. Recurrí a algún modelo en mi archivo mental de héroes
y Pike Bishop habló por mí:
—No se preocupe. Protegeré a su hija.
Era una afirmación ingenua y probablemente estúpida, y a
nadie sobrio le hubiera convencido; pero Quezada quedó
satisfecho con esa muestra enfática de virilidad.
—Ahora volvamos a la pachanga. Mi mujer ya debe estar
buscándome para los regalos.
Me puse en pie temiendo un mareo, pero no sucedió nada.
Volvimos al jardín y la fiesta continuó otras dos horas más,
que pasé en buena medida intentando comer para recuperar
lucidez y metabolizar el alcohol. Comprobé que Sor Juana por
fin había superado su incomodidad aunque para ello había
tenido que despeinarse y colocarse encima del vestido una
cazadora menos elegante que la ayudaba a combatir el frescor
de la tarde-noche. Hablé con ella muy poco en todo ese
tiempo; simplemente me aseguré de que se quedaba a dormir
en su casa. Me sentí aliviado, como si esa decisión me
permitiera tiempo para organizar alguna estrategia (¿pero qué
estrategia?). Nos despedimos con un beso en la mejilla y con
el compromiso de una próxima comunicación por chat,
seguramente al día siguiente. Me llamó un taxi y dejé la casa
después de despedirme de manera protocolaria de muchos de
los invitados. Quezada volvió a la formalidad y solo dijo «fue
un gusto conocerte».
El vigilante de mi casa que era padre de familia me recibió
con el saludo cortés y semiirónico de siempre. Pensé que ese
vigilante, flacucho, juvenil y prematuro en todo, difícilmente
nos iba a proteger a Sor Juana y a mí de cualquier amenaza
seria fuera de un perro rabioso de la calle, y que lo más
probable sería que huyera al primer indicio de problema real.
Tampoco sería yo capaz de reprochárselo, teniendo en cuenta
su mierda de sueldo. Le di las buenas noches con delicadeza
inusual e incluso le hice algunas preguntas de cortesía sobre su
hijo.
Entré en mi casa y lo primero que hice, antes incluso de
cambiarme de ropa, fue mirar con odio los estantes de mis
libros. Sé que maldije, incluso en voz alta, tanta seducción
literaria del Mal, tanta vanidad de oteador de abismos. Pensé
de nuevo en el experimento que había hecho conmigo mismo,
y comprendí que ahora el experimento empezaba a salir mal,
inequívocamente, con la rotundidad de la mala noticia en la
boca del médico.
El experimento: asistir a la creación y desmoronamiento de
una utopía, comprender sus grietas, participar de la asfixia y el
derrumbe de todo un escenario. Ver cómo la esperanza se
desangra una vez más, como siempre, como a todas horas.
El Mal, sí, tan grande e implacable con nuestras minúsculas
ansiedades como el mismo océano que yo había cruzado. Pero,
al final, el Mal quizá no es más que un temblor que nace en el
estómago y aprieta todo el cuerpo; un nudo horrible y nada
erótico del que ninguna mano suave te va a liberar. Un latigazo
de miedo infantil, de desamparo, un presagio de orfandad. Y la
fatalidad, lejos de ser un juego hermoso de recuerdos artísticos
y nobles, es lo más parecido a una maldita broma sin gracia.
TERCERA PARTE
EL SEGUNDO HORIZONTE

E
l miércoles 10 de marzo, apenas cuatro días después de la
celebración del cumpleaños del padre de Sor Juana, su
hija y yo nos reunimos con Lombard en nuestra particular
fuente Castalia de inspiración literaria, el bar Reforma, para
tomar, como casi cada miércoles, unas cuantas copas. Pero esa
noche fue algo así como una presentación oficial nuestra como
pareja y una muestra de confianza hacia el gringo, que durante
toda la velada pareció muy contento de vernos actuar según el
código de una relación ya no clandestina. Magallanes había
declinado amablemente la invitación y creo que los tres lo
agradecimos: Lombard, a pesar de sus extravagancias, era
mucho más cordial y menos áspero que el novelista
oaxaqueño.
A lo largo de esa semana, no hablé con Sor Juana nada de
la conversación con su padre; y de hecho procuré, por motivos
estrictamente ansiolíticos, no pensar demasiado en ello.
Concluí, después de seleccionar argumentos convenientes y
descartar otros, que el padre estaba exagerando como víctima
de alguna amenaza no muy seria, una de tantas que con
seguridad recibía cada día en su tarea política. De todos
modos, pensé que quizá convendría consultar, a solas, la
opinión de Lombard, que me pareció el único confidente
posible, a pesar de ser extranjero como yo.
Bebimos y brindamos muchas veces esa noche; Lombard
verbalizó más de una vez su alegría por vernos juntos en
público por fin, como si nuestra relación fuera un buen augurio
general para todo el entorno. Sor Juana trató de frenar mi
consumo de alcohol pero no le hice caso, y tampoco podría
decir bien por qué. Bebí de forma compulsiva aun sabiendo
que al día siguiente tenía clase. Bebí como pocas veces lo
había hecho antes. Sor Juana se fue enfadando
progresivamente y empezó a comportarse con la frialdad de
sus pequeñas venganzas, rechazando mis intentos de contacto
físico, rebatiendo de forma muy notoria algunas de mis
opiniones o saludando con efusividad a otros clientes del bar.
Quizá fue Lombard el que empezó a bromear con la
posibilidad de visitar un lugar de estriptís; obviamente,
ironizaba sobre sí mismo y sus necesidades. Sin embargo, Sor
Juana apuntó su curiosidad sobre ese tipo de lugares y el
tiempo que llevaba esperando poder conocerlos; no sé si lo
hacía por feminismo o por antifeminismo, en realidad, pero
empezó a mostrar un interés inesperado, que no parecía formar
parte de nuestros juegos. A partir de ahí, nos fuimos
envalentonando los tres y a base de sucesivas provocaciones
de unos a otros nos encontramos con el compromiso de ir.
Decidimos hacerlo a eso de las dos de la mañana, en plena fase
álgida de embriaguez, y elegimos el que aparentemente
parecía más civilizado y menos arrabalero, con el nombre
glamuroso de Manhattan, un tugurio que Lombard ya conocía,
según nos confesó.
Sor Juana era, desde luego, la única mujer entre el público,
lo que suscitó más de una mirada por parte de otros clientes,
que tal vez la compararon mentalmente con las bailarinas e
incluso, como yo, la imaginaron en el escenario con algún
disfraz ridículo y pueril. Por suerte, el ambiente era plácido y
había poca chusma ebria y pendenciera. Solo un tipo al parecer
violento intentó entrar en el local y fue expulsado con pocas
contemplaciones por los porteros. Aproveché el incidente, que
vimos desde lejos, para preguntar a Sor Juana:
—¿No tienes miedo de estar en un sitio como este? Este no
es un sitio para chicas.
—¿Es que no me podrías proteger si un borracho me mete
mano?
La miré con perplejidad; ella captó mi inquietud y me evitó
la obligación de responder.
—No seas tonto. Aquí no me va a pasar nada nunca. Mi
papá es uno de los dueños. Solo necesito decir su nombre y no
pagaremos la cuenta.
Repetí la perplejidad y miré también a Lombard. Él ya lo
sabía, de algún modo.
—Mi papá y un amigo libanés son los dueños, desde hace
muchos años. Por eso tenía ganas de ver cómo funcionan estos
negocios.
—Tu papá está en todas partes —le dije—. ¿No es un poco
irregular ser procurador y tener estos negocios?
—Esto es México. Tú puedes tener todos los negocios que
quieras.
No puedo recordar más detalles de esa noche, porque poco
después empecé a cabecear, a pesar de las señoritas Deyanira,
Jessica, Rubí y otras, y de sus acrobacias comentadas por un
locutor paródico tal vez a su pesar. Sé incluso que me quedé
dormido durante un rato, hasta que Sor Juana me despertó.
Por fin llegamos a mi casa a eso de las cuatro de la mañana.
Yo había conseguido un modesto logro protector: que Sor
Juana durmiera conmigo casi todas las noches y dejara ya su
piso de estudiante, y eso, en cierto modo, significaba un paso
adelante en nuestra relación, una primera convivencia más o
menos pública después de meses de encuentros furtivos y
tanteos sexuales. Pero Sor Juana no sabía que ese cambio en
nuestras rutinas se debía no solo a mis necesidades eróticas,
sino también al brumoso proyecto de protegerla de los
supuestos peligros.
El vigilante ya se había acostumbrado a su presencia, pero
seguía sonriéndome como cada noche de ebriedad. Entramos
en mi casa y lo primero que se me ocurrió decir fue una ironía
sobre mi capacidad sexual esa noche. Sor Juana ni siquiera me
replicó y se fue directamente a la cama. Yo esperé unos
minutos, bastante mareado, y me entretuve consultando la
actualidad en internet. Empecé a buscar páginas de prensa
española y apenas di crédito a lo que vi: un titular gigantesco
decía «masacre terrorista en Madrid».
No entendí nada. Pensé llamar a Sor Juana para que me
confirmara la noticia desde su mayor lucidez, pero supuse que
ya estaría dormida y no me atreví a despertarla. Cerré los ojos
unos instantes y esa fue una pésima idea: me asaltaron unas
invencibles náuseas y fui corriendo al lavabo a vomitar.
VILLALOBOS

…S
e presentó a la hora de la comida en mi oficina.
Llevaba rato buscándome, al parecer: estaba
visiblemente alterado y necesitaba con urgencia
un compatriota con el que analizar pormenores y encontrar
causas.
—¿Has visto lo que han hecho esos cabrones? ¡Hijos de
puta, hijos de puta!
Yo había impartido la clase penosamente por culpa de la
resaca, pero, aprovechando que era una clase de literatura
española del siglo xx, pude al menos concentrar mis energías
en algo bastante fácil: un resumen para estudiantes mexicanos
acerca de qué significaba en España el nacionalismo vasco y
cómo se había llegado a más de treinta años de terrorismo
etarra. Desde luego, yo no tenía respuestas y explicaciones de
la matanza, pero al menos podía acercar a los chicos a la
trágica actualidad española. Les hablé, creo que con
ecuanimidad, de algunos atentados que recordaba
especialmente, como el de Ernest Lluch, pero también amplié
el tema hablando del asesinato de Carrero Blanco y su
innegable incidencia histórica, de los GAL y del maléfico
cuartel de Intxaurrondo, de Yoyes, de Hipercor, del atentado
sufrido por el mismo Aznar, del espantoso secuestro de Ortega
Lara, del asesinato de Miguel Ángel Blanco y de la posterior
estrategia mediática; les hablé asimismo de la indulgencia
adolescente y romántica con la que demasiado a menudo se
perdonaron en España algunas formas de terrorismo y sus
supuestos esfuerzos emancipadores. Al fin y al cabo, la galaxia
mítica del Che Guevara incluyó a muchos y muy diversos
héroes del fusil y la bomba en aquellos años, y más de uno en
España, por ejemplo, llegó a pensar tonterías como que
zapatistas y etarras compartían ideales y prioridades.
—Se han pasado esta vez —decía Villalobos—. Se han
pasado los cabrones. Yo tengo familia en el Pozo del Tío
Raimundo. ¿Qué culpa tienen? ¡Putos vascos nazis!
Villalobos gritaba y yo no podía hacer nada más que
asentir. A lo largo de la mañana, Lombard, Magallanes, Judith
y todos mis conocidos, profesores, estudiantes o
administrativos, me preguntaron mi opinión sobre el atentado.
—No sé… jamás pensé que estos cabrones de ETA llegaran
tan lejos —repetía yo una y otra vez.
—¿Y qué pasará con las elecciones?
—Tampoco lo sé. Imagino que esto ayudará al partido de
Aznar —dije en un precipitado análisis.
En el desayuno, en la cafetería de la universidad, frente a
unos molletes, Sor Juana, oportunamente, me recordó que ella
había visto por televisión, no mucho tiempo antes, la imagen
de Ortega Lara rescatado de su zulo, y que esa imagen
indicaba a la perfección el abismo moral al que se podía llegar
en la defensa de una supuesta verdad absoluta.
—Algún día te contaré lo que vio mi papá en un pueblo de
Veracruz —añadió—. También aquí tenemos iluminados.
El comentario me dejó helado y me esforcé por volver al
caso español, que me parecía más lejano y por tanto menos
inquietante para mí y para ella. Sor Juana parecía sinceramente
preocupada por España, es decir, por mí como metonimia del
país, pero, por suerte, no veía el peligro en su lado del océano.
Después se fue a la biblioteca a seguir escribiendo Atlántida y
quedamos en que yo la buscaría para pasar la tarde juntos,
donde fuera. Yo no tenía ningún plan previsto y en realidad
necesitaba tiempo para preparar otra clase, pero me impuse la
tarea de pasar el máximo tiempo posible con Sor Juana y
acompañarla a todos sus lugares habituales, incluidos aquellos
en los que yo no me sentía especialmente cómodo, como
determinados bares o cafés llenos de estudiantes chismosos.
Antes de que aquel día pudiera poner en práctica esa
estrategia, Villalobos y yo dedicamos un rato a consultar en mi
despacho la prensa española, tanto la de derechas como la
supuestamente de izquierdas.
—Están desesperados, por eso han hecho esta barbaridad
—decía Villalobos—. Saben que están acorralados y se lo
están jugando el todo por el todo. Pues no, no vamos a ceder.
Ahora sí han perdido toda oportunidad. ¡Ni negociación ni
hostias!
Villalobos, atrapado por las noticias confusas procedentes
de España, insistió en que comiéramos juntos y no pude
resistirme esa vez. Propuso un restaurante del centro de Puebla
y se pasó toda la comida analizando la situación española
durante los últimos años, aunque tuvo que detenerse más de
una vez por culpa de una emoción profunda, patriótica quizás,
que yo no podía compartir y que en cierto modo me hacía
sentir culpable. En más de un momento intuí los nudos en su
garganta.
—En España vivimos en democracia, joder —decía—.
Puede que no sea perfecta, pero compárala con México. Aquí
no hay nada de democracia. Esto es una puta mierda, Álex. Ya
me gustaría ver a esos mierdas de etarras viviendo en México,
a ver en qué quedaba su patriotismo y toda esa opresión que
dicen que sufren. Aquí sí hay opresión, hombre. Aquí te
mueves un pelo y te matan. Aquí, los narcos y los corruptos
tienen todo el poder y nadie se atreve con ellos. Y cuando se
atrevan, esto será un desastre. Como Colombia o peor.
Hasta su calva parecía ruborizarse como resultado de la
intensa emoción política.
Terminamos la comida y regresamos a la universidad,
comprometidos a seguir comentando los sucesos españoles,
por teléfono, en persona o por correo electrónico. Además,
estaba previsto que coincidiéramos en el cumpleaños de
Judith, ese mismo domingo, día de las elecciones en España.
En mi casa, Sor Juana y yo seguimos con mucha atención
las noticias que procedían de España. Empecé a sentirme mal,
somáticamente mal, y me costó mucho concentrarme en
cualquier actividad. Sor Juana lo detectó y trató de alegrarme
de la manera más inesperada:
—Te ves mal… Por eso voy a darte una buena noticia. El
Consejo se reunió ayer y decidimos que vamos a compartir el
Secreto contigo.
Me había olvidado por completo del famoso Secreto. Era
una puerilidad, por supuesto, y más en comparación con la
gravedad de los acontecimientos reales (la cuna de Judas que
tiraba de mí por los dos lados del océano), pero agradecí el
detalle y funcionó como provisional distracción.
—Pero tendrá que ser el lunes… El lunes por la mañana, a
eso de las doce.
—¿Tendré que disfrazarme de alguna manera?
—No… esta vez, no. Basta con que seas tú mismo. Mejor,
que no seas del todo tú mismo y que no seas tan gacho como
acostumbras ser.
—¿No puedes adelantarme nada?
—Mmm… te puedo dar un anticipo.
—A ver.
El rostro de Sor Juana, hermosamente teatral, exhibió con
naturalidad una expresión de triunfalismo irónico.
—Vas a conocer a Dios.
Me dio la espalda para buscar una cerveza y comprendí que
no valía la pena hacer más preguntas. Efectivamente, no
volvimos a hablar del tema, y aquella noche fue la primera vez
en toda mi vida adulta que la idea de Dios me hizo dormir más
o menos bien.
DIÁLOGOS

E
l viernes, Villalobos y yo tuvimos una primera discusión
telefónica.
—Oye, esto no está tan claro —decía yo—. Otegi dice
que ETA no tiene nada que ver.
—¿Y desde cuándo te crees a ese tipo? ¿No te das cuenta
de que está disimulando tal vez porque se les ha ido de las
manos, como lo de Hipercor?
—Pero no han reivindicado el atentado.
—¿Y qué? ¿Qué importancia tiene eso? ¿No has escuchado
las declaraciones del Gobierno?
—Sí, y ya ha admitido que hay una segunda línea de
investigación. Y en la radio han dicho que había un terrorista
suicida…
—No te creas nada, joder.
El sábado la discusión, también telefónica, subió de tono.
—¿Has visto lo que están haciendo? —decía él—. ¡Están
jodiendo la jornada de reflexión! ¡Hijos de puta!
—El Gobierno está mintiendo y tú lo sabes. Nos están
ocultando información, coño.
—Me cago en la puta, ya te estás tragando las mentiras de
la Ser y de El País. Lo que quieren es aprovechar el momento
para putear a Aznar. Parece mentira que no te des cuenta. Es la
democracia lo que está en juego, Álex. Hay que dejar que la
Policía investigue, y ya se descubrirá la verdad. Pero no se
puede presionar así el día antes de unas elecciones. Se está
manipulando a la gente. Están manifestándose frente a las
sedes del PP. Pero tío, ¡esto qué coño es! Les están llamando
asesinos, Álex. ¿Cómo puedes defender eso?
—Yo defiendo que digan la verdad, hostia. Y aquí hay
muchas cosas raras.
—Te están intoxicando. Quieren ganar las elecciones y
están aprovechando a los muertos. Eso es asqueroso,
absolutamente asqueroso. Jamás en mi vida había sentido tanto
asco de ser español.
—Sois vosotros los que aprovecháis a los muertos, no me
jodas.
—Eso no me lo dices a la cara.
—Te lo digo a la puta cara cuando quieras.
Eso exactamente fue lo que sucedió el domingo. Yo dudé si
era conveniente presentarme a la fiesta, pero Judith insistió y
pensé que Villalobos, con quien no tenía tanta amistad, no
aparecería. Pero se presentó. Ni siquiera nos dimos la mano al
encontrarnos en el interior de la casa, y todo el mundo
(Magallanes, Lombard, el marido de Judith y otros profesores
de diversas nacionalidades) captó de inmediato la tensión entre
los dos representantes españoles; todo el mundo, salvo quizá la
madre ciega de Judith, a la que conocí por fin en esa ocasión y
que me pareció una señora encantadora.
Villalobos y yo nos mantuvimos a distancia durante la
primera parte de la celebración y cada uno congregó un círculo
de oyentes que preguntaba sobre la confusa y compleja
situación en España. Por supuesto, cada uno daba su versión,
con las conocidas referencias mediáticas, y, por supuesto, cada
uno se esforzaba por decir en voz suficientemente alta sus
argumentos. Los otros profesores mostraban curiosidad y
respeto pero no se atrevían a tomar partido de forma abierta tal
vez por cortesía, o tal vez por humildad a la hora de hablar de
un país que no conocían bien.
Eran las dos de la tarde cuando Judith nos propuso empezar
a comer para cambiar de tema y así conseguir que nos
relajáramos todos. Villalobos y yo aceptamos la propuesta,
pero en realidad no la cumplimos en lo más mínimo. A medida
que bebíamos más, seguimos lanzándonos invectivas
personales y sociopolíticas, sin el menor respeto al lógico
protagonismo de Judith en el día de su cumpleaños.
—Así son los españoles cuando discuten —intervino
Magallanes, viendo que Judith empezaba a dar signos de
impaciencia—. Parece que solo gritan, pero son capaces de
acabar madreándose y de empezar una guerra civil.
—¿Por qué no vemos cómo van las elecciones? —preguntó
Villalobos, y se encaró con el hermético esposo de Judith—.
¿Tienes canal internacional de Televisión Española?
El marido dudó, pero asintió después de consultar con la
mirada a Judith; y encendió el televisor. En cuanto vimos los
primeros resultados oficiales, lancé un grito de júbilo y rabia
que evidentemente tenía un destinatario. El resto de los
invitados empezaron a sentirse incómodos y a enviarse señales
entre ellos, pero no me importó en absoluto.
—Eres un imbécil, Álex —me replicó Villalobos con una
mueca de asco que probablemente él consideraba insuperable
—. Estarás contento. Los terroristas han ganado. Qué bonito.
Gracias a gentuza como tú.
—No me toques los cojones, no me toques los cojones, que
vamos a acabar mal. Tú sabes tan bien como yo que Aznar nos
ha mentido y no ha sido ETA. Tiene lo que se merece.
Vi las imágenes de Aznar y Botella abucheados en el
colegio electoral y me sumé desde México con todo mi
entusiasmo. Judith, ya sin sutilezas, me abroncó y decidió
apagar el televisor. Nos ordenó que dejáramos la discusión
para otro momento, pero fue una orden inútil. Me sentí más
español que nunca: esperpéntico, resentido, pero con una
causa, con un deseo de justicia.
No hizo falta ni siquiera más alcohol para que llegáramos a
las manos. Lombard y el marido de Judith se encargaron de
separarnos, mientras Judith empezaba a llorar. Solo
Magallanes parecía entretenido, como si estuviera asistiendo a
una pendencia de borrachos de cantina. Tras unos instantes de
calma, el marido de Judith nos exigió que nos marcháramos.
Villalobos y yo nos despedimos entre amenazas y acusaciones
de destruir la democracia.
Únicamente me empecé a avergonzar cuando me despedí
de la madre de Judith, con la que sí me disculpé de manera
demorada y cabizbaja. Incluso diré, y estoy seguro de lo que
digo, que sentí algo así como su mirada.
Nunca más volví a pisar esa casa.
APUNTES DE LA NOCHE DEL 13 EN UN DIARIO
NO CONTINUADO

P
regunta importante, creo: ¿soy yo mismo, pobre profesor
y mediocre turista del caos, un caso más de eso que
llamamos fascinación por la violencia? Es decir, ¿hay en
mí un impulso de muerte que me hace de algún modo, aunque
sea microscópico, copartícipe de todas las maldades del
mundo? Y si es así, cosa que temo (y mi viaje a México podría
ser una prueba), ¿puede ese impulso ser objetivado y
extirpado, o es inevitable y me acompañará siempre, a pesar
de que, en sentido real, nunca haya cometido ni un solo delito?
Yo no defiendo la violencia ni la muerte, desde luego. Pero
¿las rechazo con toda la energía y la determinación de que soy
capaz? ¿Las rechazo sin concesiones, sin sublimaciones, sin
esteticismos? ¿Las rechazo de ese modo tajante y rotundo que,
si fuera universalmente compartido, haría imposible la
violencia porque sería inconcebible e impracticable?
No, desde luego que no. Es posible que yo no sea capaz de
vivir sin un modelo más o menos violento para todas mis
luchas y mis esfuerzos. Y si es así, supongo que no es para
sentirse orgulloso.
En días como estos me pregunto también cómo se
comparan las imágenes de la caída de las Torres Gemelas con
las de los atentados de Madrid. Con qué método, protocolo,
hermenéutica. ¿Quién nos puede enseñar a interpretar no
obscenamente esas imágenes, a cuantificar la empatía justa, a
posicionarse a la distancia precisa del vórtice, a controlar el
virus nefasto de la fascinación? Si veo de forma más intensa y
duradera las imágenes, ¿acaso alcanzaré algo así como un
conocimiento superior, un vigor ético o afectivo, un arraigo
más sólido en el tiempo? ¿Es superior el shock de horror
espontáneo, en unos segundos, a la náusea prolongada de
horas e insomnios? ¿Cuál refleja mejor la condición
traumática? ¿Cuál lo metaboliza mejor, es decir, de manera
más perdurable, como nutriente de la memoria?
Me hago mil preguntas a cuál más banal y ajena a la
verdadera naturaleza del problema: la carnalidad directa y
empírica de la pérdida y del dolor, de la fisura en la realidad.
Lo que yo todavía no he experimentado en mi vida. Lo que
temo experimentar pronto.
Si el objetivo era lograr que todos sintiéramos la
vulnerabilidad, el objetivo de los terroristas está logrado
(¿pero debo decir eso, siquiera por escrito en estos apuntes
tontos de diario de un solo día, que se acaba aquí y no
continúa?). Una vez más, pienso que nunca ha habido paz;
solo ha habido intermitencias de la guerra. La paz es una gran
mentira, en España y en México.
Nos engañaron con el pecado original; solo hay una
venganza original y perpetua.
Y mi propia perplejidad de estos días me asombra: ¿no se
suponía que yo, con mis lecturas e introspecciones, ya estaba
habituado al Mal; a sentir la violencia como problema
permanente, inocultable, como una esencia de esas que ahora
dicen que no existen pero que aparecen de repente como un
desplome?
Pienso que quizás, por primera vez en varios años, me
hubiera gustado estar en España. Compartir la rabia, rezar
laicamente, habitar en la patria del desamparo, admitir la
orfandad como medida de todas las cosas. Por fin, estar parado
y decir: «aquí».
¿Es este el momento de regresar a España? Quizás sí. Y
quizás podría volver acompañado. Ella estaría a salvo en
España. Aunque quién puede estar a salvo hoy. Quién ha
estado a salvo nunca.
Perderlo todo: necesito saber qué se siente, cómo es eso,
cómo se supera, o cómo no.
TÉCNICAS DE TRASCENDENCIA

E
s Dios, sin duda. Que se llame Sven Nilsson es poco
relevante: misterios mayores tiene la Iglesia.
Habla español relativamente bien y con menos
mexicanismos que Lombard. De hecho, ni siquiera parece
sueco. Es moreno y no rubio; no es pálido, ni alto, ni nórdico
en ningún sentido estereotípico. Debe de tener unos cincuenta
años, aunque su aspecto descuidado y enfermizo puede
engañar. Está delgadísimo y es lógico, puesto que dice que no
come, y en realidad nadie le ha visto comer, pero no por
ascetismo o anorexia sino porque esa necesidad alimenticia es
demasiado humana y él quiere ejemplificar su trascendencia
con argumentos convincentes. Por eso nunca se le ve
comiendo. Fuera del sanatorio, claro.
Los médicos lo han dejado salir a pasear por Cholula como
todos los lunes. Sor Juana y Andrea solían quedar con él antes
y le acompañaban por los alrededores de la pirámide; le
escuchaban y hacían algo más que seguirle el juego:
ensayaban una liturgia y un credo. Incluso, diría yo, auguraban
lo que podría ser una secta.
Andrea ha vuelto de San Antonio para, entre otras cosas,
resolver asuntos burocráticos, pero también para reencontrarse
con amigos y quizá también para reencontrarse con ese curioso
Dios. Han pasado apenas unos meses desde su marcha de
Cholula y de la fiesta en mi casa, y sin embargo parece mucho
más madura y experimentada; incluso dice que está mejor de
su hipertiroidismo gracias a un nuevo tratamiento. Ella y Sor
Juana hablan ahora con naturalidad de amigas, sin códigos
sexuales ni dobles sentidos en las palabras. Entiendo que esa
conducta, muy pudorosa, es en realidad una muestra de
fidelidad de Sor Juana hacia mí.
Estamos los cuatro en la puerta del sanatorio, a un costado
de la zona arqueológica de Cholula. Sor Juana me presenta a
Nilsson; nos damos la mano y yo noto la fragilidad de una
mano endeble que parece a punto de crujir y convertirse en
polvo si aprieto un poco más. No viste como un enfermo,
uniformado, sino como un mendigo, con vaqueros desgastados
y una camiseta verde lisa. Mi presencia no le altera en lo más
mínimo; creo que está drogado y por eso tarda mucho en
ponerse en movimiento o decir cualquier palabra. Pero esa
morosidad tiene algo de visionario y sacerdotal, como si se
tratara de alguien que tiene otra vivencia más profunda y
compleja del tiempo. Caminamos lentamente por los puestos
de artesanías para turistas que se encuentran junto a la entrada
principal de los túneles de la pirámide y Sor Juana me advierte
al oído:
—Es sueco, está loco y vive en Cholula. ¿Qué más pruebas
quieres?
Sonrío asintiendo con la cabeza y pienso en cómo Sor
Juana y Andrea han adoptado a Nilsson como mascota de sus
metafisiqueos de jóvenes que aún sueñan con la unidad
profunda del ser. Pero creo que admiran en secreto algo en él:
posiblemente su individualismo anacrónico, propio de aquellos
tiempos ya lejanos en los que se buscaban, en el arte y en la
vida, absolutos.
Saben que se llama Nilsson porque es el nombre con el que
está registrado en el sanatorio, pero él nunca se presenta a
nadie con ese nombre. Al parecer, ni siquiera en el sanatorio
saben exactamente de dónde procede ni cómo llegó a México;
aunque en cierto modo eso no tiene nada de extraño, porque
incluso podría decirse de Lombard o yo mismo. Solo saben
que habla de encarnaciones, de destinos, de perplejidades
cósmicas.
—Está reloco, por supuesto que está reloco, pero hay
sabiduría en él —me dice Sor Juana antes de llegar al
sanatorio—. Al principio, nos reíamos de sus locuras, pero con
el tiempo nos dimos cuenta de su extraña fuerza. Es
invulnerable, sólido, incluso sabe aprovechar nuestras
debilidades. Ten cuidado con él: tiene algo de Hannibal Lecter.
—Y algo de la Paca —digo recordando a una vidente muy
célebre de la historia reciente de México.
—No seas hereje.
—Aclárame: ¿es un Dios o es un profeta?
—Las dos cosas.
—Le habréis pedido algún milagro, supongo —apunto yo.
—Dice que no puede hacer milagros porque primero tiene
que entendernos plenamente. Le causamos perplejidad y por
eso le resultamos interesantes.
—Ah, ¿es Dios y no nos entiende? Vaya mierda de Dios.
—Él no es omnisciente ni omnipotente. No sé por qué has
pensado eso. Estás aplicando modelos equivocados y
monoteístas. Él es una fuerza primigenia del universo, pero no
la única.
Sor Juana interpreta bien su papel de feligresa, más o
menos con la misma altiva y sensual convicción que aplica a
nuestras ficciones eróticas. Sé que le encanta jugar con
códigos y discursos, y por eso no me cuesta nada mostrarme
cómplice. Pero en ocasiones como esta pienso que tal vez Sor
Juana también está, cómo decirlo, loca, y yo no he querido
darme cuenta todavía.
Paseamos en silencio alrededor de la pirámide. Sor Juana
me ha dicho que las revelaciones de Dios pueden tardar horas,
pero que siempre llegan antes de que termine su paseo matinal
por el pueblo. Yo aprovecho para meditar y disfrutar de una
mañana calurosa y sin viento en la que el sol del altiplano, a
dos mil metros de altitud, se nota de manera especial.
Y el contexto me hace pensar precisamente en lo
sobrenatural. Cuántas veces he deseado encontrarme algo así
como un Expediente X delante de mis ojos: una distracción,
siquiera boba o ridícula, del peso cotidiano de mi cuerpo, mis
miserias y mi identidad, una confusión redentora que me
enajene de mi propia vulgaridad gravitatoria, mortal, de sujeto
defecante y orinante. Cuántas veces he soñado con el relato
fantástico en el que yo soy testigo, o incluso víctima, devorado
o aniquilado; un relato con demonios, fantasmas, objetos
mágicos y atentados a las aburridas leyes que nos dicen que
los muertos nunca vuelven. Cuántas veces he deseado estar
dentro del milagro, entrever un pliegue oculto tras la
apariencia, recibir un mensaje concreto de lo invisible, intuir
esencias, eternidades, trascendencias, aun cuando fueran
amenazadoras o letales o incluso grotescas.
Pero nunca me ha sucedido y, lo que es peor, nunca he
podido ni siquiera escribirlo, imaginarlo con palabras más o
menos eficientes; soy tristemente realista y prosaico, y mi
imaginación tiene el hábito poco grato de ver muerte en todas
partes y a todas horas pero nunca ninguna resurrección. Lo
sobrenatural es poco más que una taimada promesa y ya me
cansé de esperar. Solo produce una soledad especial, la
soledad burlesca e imperdonable del iluso.
De hecho, ni siquiera necesito un espectro o un embajador
del trasmundo; me bastaría solo con una hipótesis de milagro,
es decir, la cercanía cariñosa de la ambigüedad, algo raro que
me haga dudar al menos un segundo de que hay más en el
mundo aparte de nuestra inmanencia de seres obligados a
ganarse la vida, algo aparte del odioso capitalismo y de los
habituales fluidos corporales, algo aparte de la funesta rima
entre tumores y amores. Yo no tengo fe, pero estoy seguro de
que la habría tenido con una modesta demostración de que hay
algo más que esto que nos rodea. Pero no. Nada, nunca; nada
que pueda sublimar nuestra miseria, nada que nos distraiga
realmente, nada que genere siquiera la posibilidad de una fe.
Por eso, conocer a Nilsson me permitió, al menos, una
irónica revisión de esa nostalgia de absoluto, e incluso, por
qué no decirlo, un átomo de ensueño, una fugaz autoalienación
que agradecí para mis adentros de una manera parecida a la de
los devotos que me acompañaban aquella mañana. Yo sabía
que Nilsson no era dios ni un profeta, pero lo cierto es que
aquel tipo, con su atildada y meticulosa extravagancia, me
hizo pensar en dios, y esa había sido una obsoleta costumbre
de mis días menos materialistas.
En esa reflexión debía de estar yo cuando Nilsson, de
repente, pareció comprender lo novedoso de mi presencia y se
giró para hablarme con la máxima seriedad:
—Usted sabe quién soy yo, ¿no?
Miré a Sor Juana esperando alguna información sobre la
respuesta que debía darle, pero ella examinaba un collar en
uno de los puestos de artesanías y escuchaba la opinión de
Andrea sin fijarse en Nilsson o en mí. Sopesé las opciones y,
fuera por una inexplicable cortesía o por miedo primario a la
reacción de un loco, decidí seguirle el juego.
—Bueno, me han dicho que es usted Dios.
—Ah, bien… —dijo con naturalidad—. Entonces no
tenemos que simular nada.
—Me alegra saberlo. Me han hablado mucho de usted.
—Lo sé. Y sé que usted tiene curiosidad. No es como los
demás… Todos estos que nos rodean —señaló genéricamente
a todo el pueblo—. Usted es de mis preferidos: de los que ha
soñado alguna vez qué haría cuando se encontrara con Dios.
—Sí, lo admito —dije, adoptando una retórica verbal y
gestual que parecía propia de un confesionario.
—Incluso soñaba con el deicidio…
—Eso fue en otros tiempos. Hace mucho que dejé de ser
religioso. No se preocupe.
—Eso no está bien. No se puede vivir sin pensar un poco
en el universo.
—Tengo cosas más importantes en que pensar.
—Lo entiendo… Y sepa usted que estoy un poco
avergonzado.
—¿Avergonzado? ¿Por qué?
—Por el universo, claro.
Seguimos paseando alejándonos de las dos chicas, que sin
duda sabían perfectamente el reto que Nilsson me estaba
proponiendo: extractar la posible ironía de sus palabras, una
ironía tal vez no tan distinta de la mía.
—Se lo dije a las jóvenes —continuó—: imaginen que el
universo tuviera un secreto íntimo, como cualquiera de
ustedes, y no se atreviera a confesarlo, y que en él estuviera la
vergonzosa explicación de todo.
—¿Usted me va a contar el secreto? —pregunté, algo
decepcionado y ya en un tono más desafiante.
—No… todavía no es el momento. Necesito aprender
más… Mucho más. Para eso necesito la computadora. Ahí está
todo.
—¿Todo?
—Todo lo que no sé y necesito saber. El mundo se ha
vuelto muy complejo desde mis tiempos. Yo domino la
naturaleza, pero la cultura humana es una segunda naturaleza
que me está exigiendo bastantes esfuerzos. Es más fácil
manejar un átomo que una palabra.
—Ah, ¿usted no creó la cultura? Pensaba que sí.
—Creé las condiciones. Bueno, las creamos yo y los demás
primigenios en lo que llamamos la Primera Pérdida de
Control. El choque de fuerzas fue extraordinario, como usted
puede imaginarse. Y ya sabe, al no tener ninguno un poder
absoluto, nuestros conflictos tuvieron consecuencias múltiples
e impredecibles.
—Claro.
—El resto, lo que ustedes llaman Historia, ha sucedido sin
mi supervisión. Yo no estoy aquí habitualmente: tengo otras
prioridades universales. Usted no lo puede entender, porque
carece de las categorías mentales necesarias para asimilarlo.
No se ofenda. Ningún humano puede.
—¿Ni siquiera los poetas y los visionarios?
—Ni siquiera ellos. Han hecho importantes esfuerzos, pero
solo han perpetuado errores básicos de principiante, errores de
cultura primitiva. El universo hay que pensarlo de otra manera.
Hubo una época, fíjese usted, en que el ser humano se lanzó a
la exploración del espacio. Salió de la Tierra y eso fue algo
importante. Quiero decir, algo universalmente importante, no
sé si me entiende. Crear los Andes es importante, y nada fácil,
se lo aseguro. O el Himalaya, o el Amazonas. En
comparación, los esfuerzos humanos son poco importantes.
Pero salir del planeta es notable, lo admito. Yo esperaba que
eso continuara pero, ya ve, se acabó; el hombre ya no sale de
su planeta y todos los sueños de conquista espacial se han
desvanecido. ¿Nunca ha pensado en ello? Evidentemente, hay
razones para ese cambio de actitud y la lógica humana es fácil
de entender. ¿Para qué ir a buscar rocas a Urano? Cuesta
mucho dinero y no sirve para nada en el mundo tal y como lo
han organizado ustedes, con sus reglas y códigos basados en
eso que llaman economía. No, lo asombroso desde mi
perspectiva, quiero decir, mi perspectiva divina, es que ahora
la realidad del hombre se ha vuelto infinitamente compleja
aquí, en el territorio sublunar. Una computadora cualquiera
puede tener incluso una cantidad importante de información;
importante en mis magnitudes, compréndame. Eso es lo
extraordinario y lo que me llama la atención. No sé si me está
entendiendo. Es que veces, aunque parezca increíble, tengo
problemas para comunicarme con los demás.
Casi mareado, asentí. Algunas de esas ideas me resultaban
más que familiares, y esa constatación no podía sino
inquietarme. Sospecho que Nilsson captó mi confusión y
siguió victoriosamente, con ese atrincheramiento mental que
parecía por momentos quijotesco:
—Fíjese en los satélites, por ejemplo. Interesantes
aparatos… Pero los satélites ya no miran hacia la inmensidad
de mi universo, sino hacia la inmensidad de este planeta.
Escrutan toda la superficie y ya no hay ningún metro cuadrado
que escape al control. Es asombroso, no me lo negará usted.
Pero también es asfixiante en muchos sentidos. El espacio y el
tiempo humanos están cambiado de formas muy, cómo
decirlo, respetables, nada ordinarias en términos globales.
Cuando digo global, me refiero al universo; supongo que me
entiende. Piense en la velocidad: antes teníamos más tiempo
para todo, pero ahora el mundo es más instantáneo.
¿Comprende cómo cambian las cosas? Esos cambios no son
obra mía, se lo aseguro.
—¿Y qué cree que debe hacer el ser humano? Porque yo
creo que está perdido.
—Siempre lo ha estado. ¿Sabe cuándo llegué a este
planeta? Cuando me di cuenta de que estaban a punto de
destruirlo.
—¿Por el efecto invernadero?
—No, cómo cree. Por la guerra nuclear. Eso me llamó la
atención bastante. No es fácil destruir la vida de un planeta.
Que los humanos hayan llegado a esa posibilidad me parece,
cómo decirlo, interesante. Es decir, entiendo el sufrimiento
particular de cada individuo; incluso puedo sentirlo en mi
interior, pero eso no es un acontecimiento de nivel cósmico.
No se ofenda; yo sé que usted sufre, como todo humano.
—Sufro bastante, es cierto.
Unos niños que deberían estar en la escuela pasaron al lado
nuestro corriendo en sus juegos y el último de ellos chocó por
detrás con Nilsson, hasta el punto de casi hacerle perder el
equilibrio. Yo estuve rápido de reflejos y ayudé al sueco a no
caerse; creo que lo lógico, por mi parte, hubiera sido sonreír
ante la escena pero no pude evitar una hipérbole en mi cabeza:
«he ayudado a Dios a no caerse».
—Niños… —dijo Nilsson.
—¿No deberían ser castigados estos niños de algún modo?
¿No es una falta de respeto hacia usted?
—No tengo miedo a mostrarme vulnerable. Yo nunca he
dicho que sea omnipotente; solo he dicho que soy un dios. No
ponga usted palabras en mi boca que yo no he dicho. Así nos
ha ido siempre, con estas imprecisiones.
Sé que, en este punto, debería incluir acotaciones gestuales
o contextuales que especificaran las posibles ambigüedades de
las palabras de Nilsson. Sí, Nilsson hablaba de sí mismo con
convincente seriedad, incluso con autoridad; aunque tal vez
esa autoridad estaba destinada a seres irreales o a estructuras
moleculares del ser. Actuaba como un fingidor perfecto, sin
fisuras ni vías de escape de agresividad, y parecía
perfectamente inmunizado contra cualquier discurso que no
fuera el suyo. Había teatralidad, por supuesto, pero no
humorismo bufo, ni vanidad de narcisista, sino una especie de
templanza de psicótico que ha llegado a un perfecto y estable
pacto de convivencia con su enfermedad. Ni siquiera le atribuí
peligrosidad física: me pareció más hipnotizador que psycho-
killer, y menos capaz de ametrallar aleatoriamente a los
ciudadanos de la calle que —por ejemplo— Magallanes.
Seguimos caminado en dirección al zócalo de San Pedro
Cholula, en lo que parecía ser el hábito de cada lunes para
Nilsson. Andrea y Sor Juana seguían detrás de nosotros, pero
casi a una manzana de distancia.
—Así que llegó a la Tierra después de la Segunda Guerra
Mundial —se me ocurrió preguntarle, continuando la insólita
fluidez de nuestro diálogo sin precedentes.
—Sí. Fue un momento delicado. No me costó nada
entenderlo. Algo había terminado, sin duda, algo se había
cerrado. El problema era cómo continuar. Creo que se ha
continuado relativamente bien, dentro de lo que cabe. Porque
peor ya era muy difícil. Pero los problemas continúan.
—¿Y usted no podría solucionarlos?
Se detuvo para mirarme con extrañeza.
—¿Usted cree que son fáciles de resolver? No desdeñe
usted muchas de las propuestas de los humanos hasta ahora
para resolver sus problemas: son bastante brillantes en
términos intelectuales. No todas, pero algunas sí. ¿Cree que no
sé quién era Aristóteles? ¡Pero es que es verdaderamente muy
complejo, sobre todo en estos tiempos! Como organismo, la
humanidad empieza a ser curiosa ahora.
—A lo mejor no lo es tanto. ¿Qué me dice del poder?
—¿El poder? ¿A qué llama usted poder? Mire, cuando
llegué a la Tierra vi muchas cosas extrañas que desconocía y
que no suceden en ninguna parte del universo. Todos los
elementos naturales han sido de una manera u otra retorcidos o
violentados. He visto hombres adultos a los que les gusta
comportarse como bebés, otros a los que les gusta mutilar su
propio cuerpo, o comer excrementos, o comportarse como
perros, o caballos, o cerdos. ¿Le parece a usted normal?
¿Usted cree que, como Dios, puedo entender ese tipo de
comportamientos, por muy libres que sean? No se trata de que
estén bien o mal. Es que creo que se me ha escapado de las
manos el asunto. Veremos si puedo recuperarlo. El poder no
tiene nada que ver. Hay más caos que poder ahora mismo.
—¿Cómo lo va hacer? ¿Cómo va a resolver el problema?
—¿Y por qué tendría que resolverlo?
—¿Acaso no va a haber juicio final y todo eso?
—No sea ingenuo. Hasta ahora, siempre tuve intereses más
importantes que los humanos. Sea usted humilde y piense que
el ser humano no puede ser lo único importante en el universo.
Pero admito que la evolución de este sector es curiosa. Por eso
estoy aquí y he adoptado esta forma. Trato de entenderles; es
decir, yo ya les entiendo de forma absoluta, naturalmente, pero
incluso a mí me cuesta tomar tantas decisiones. Puedo
arreglarlo todo de golpe, por supuesto, pero hay muchas
maneras de hacerlo. Tengo que tomar decisiones.
—¿No podría limitarse a limpiar un poco el planeta de
gentuza? Podría empezar por México…
Nilsson sonrió de un modo que me pareció cómplice, como
si hubiera entendido eficazmente mi sarcasmo en un momento
de lucidez y de realismo. Pero enseguida recuperó su máscara
divinizante:
—Creo que esperaré un poco. Quiero conocer más.
—Por eso piensa seguir en el sanatorio una temporada más
—dije con una crueldad de la que me arrepentí de inmediato.
—Ahora mismo, solo me importa la computadora y
descubrir todo lo que hay en ella. Todo. Ah, tengo que pensar
en otras cosas. Discúlpeme, no voy a hablar más.
Habíamos llegado a los portales del zócalo (también
llamado, sin modestia, plaza de la Concordia), donde se
acumulan los cafés y restaurantes frente al monumento
principal de la plaza, que no está dedicado a un mexicano sino
al argentino Rivadavia. Nilsson, efectivamente, no dijo nada
más en la siguiente hora, ni a mí ni a nadie. Esperamos a que
las chicas nos alcanzaran y nos sentamos en la terraza de uno
de los cafés para tomar la primera cerveza del día. Pero
bebimos solo nosotros tres porque Nilsson se quedó sentado en
silencio, sin consumir nada, y no solo, creo, porque no tenía
con seguridad dinero en sus bolsillos. Se dedicó a continuar
con celo teatral la segunda fase de su performance
cosmogónica y debo decir que cumplió de forma plena e
inalterable su guion.
Andrea, con descaro y sin susurrar, me preguntó delante del
sueco:
—¿Qué pasó, Álex? ¿Cómo viste al sueco? Es muy cagado,
¿no?
Nilsson parecía en trance, pero aun así pensé que Andrea
había sido innecesariamente grosera. Le di la razón asintiendo
con la cabeza, pero sentí algo que podríamos calificar casi
como envidia hacia el sueco, supongo que por esa esmerada
autosuficiencia de que hacía gala y esa capacidad para
establecer una jerarquía de sus ideas tan distinta a la mía y a la
de todos. Y también, quizá, por ignorar de forma absoluta eso
que llamamos sociedad de consumo.
Sor Juana sonreía satisfecha, sin duda convencida de que
no había decepcionado mis expectativas a la hora de ofrecerme
el entremés metafísico. Tanta sabiduría por su parte, tanta
habilidad para hacerme pensar y sentir, me obligaban a
responder de algún modo. Pensé que un buen beso sería esta
vez mejor que cualquier apostilla elocuente o irónica. Así lo
hice, sin pensar en Andrea. Lo cierto era que cada vez me
gustaba más admitir en público mi relación con Sor Juana, y
los antiguos experimentos fetichistas estaban dejando paso a
algo más sólido: la vieja y para mí casi olvidada necesidad de
estar permanentemente con otra persona.
FORMAS OBSOLETAS DEL ESPANTO

D
entro de la lista interminable de ideas u objetos en
decadencia de nuestro tiempo, me llama la atención que
ya nadie parece acordarse de las arenas movedizas.
Sí, las arenas movedizas, la trampa mortal de tantas viejas
películas de aventuras exóticas, en las que la tierra te traga
lenta y mortíferamente con la suficiente crueldad como para
permitirte gritar y suplicar, y con ese refinamiento específico
de castigarte más cuanto más intentas liberarte. Hoy el
imaginario colectivo tiene miles de formas de morir de manera
espantosa, y las arenas movedizas han sido desplazadas en la
lista a favor de muertes a veces tecnológicamente superiores, o
simplemente más gráficas, más esotéricas o más acordes con
la creatividad de estos tiempos en los que sorprender ya no es
tan fácil.
De niño, las arenas movedizas de las películas me
aterraban. De adolescente, traté de sublimar el miedo y las
situé en el número uno de mi ranking de muertes horribles (por
encima de otra muerte proverbial y clásica, el
emparedamiento), como si una racionalización así fuera útil y
funcionara de exorcismo. Hoy, más intelectual y menos
frívolo, me pregunto cómo, con qué sutil y luminoso tejido,
una fobia puede acabar convirtiéndose además en una
metáfora.
CIRUGÍA INVASIVA

T
al vez no fue buena idea ir a ver a Dios.
Echarle la culpa a Dios debilita mi ateísmo, pero es,
por supuesto, una de mis tácticas de resentido contumaz.
El caso es que vimos a Dios y apenas dos días después Sor
Juana empezó a hundirse, a abandonarse a un autismo mucho
peor que el mío; un autismo sin redención escritural y sin
modelos míticos, una molicie general de lo que antes había
sido fortaleza y seguridad.
—Me da hueva.
La hueva mexicana es más que el coñazo español; tiene
algo de esplín o weltschmerz, pero es una fatiga existencial
específicamente mexicana arraigada en siglos de fracaso
colectivo, revolucionario y posrevolucionario. La hueva no
conduce ni al suicidio sino que se detiene en una pereza
profunda y sabia, la de la inutilidad del esfuerzo, la réplica
visceral a todo entusiasmo y a toda literatura de autoayuda.
Primero pensé que el detonante había sido el reencuentro
con Andrea, pero Sor Juana se encargó de desmentírmelo con
un no rotundo y decepcionado, un no que, a pesar de su
brevedad de monosílabo, tenía más información comprimida:
no tiene nada que ver con Andrea, no sigas por ese camino, es
otra cosa. Pensé después, con más inquietud, que la depresión
tenía que ver con asuntos familiares de los Quezada y quizá
con alguna amenaza concreta que por fin había llegado a los
oídos de Sor Juana. Pero tampoco: ella me confirmó de
manera convincente que no había novedades reseñables en los
negocios familiares.
Y por fin descubrí que, por supuesto, el culpable auténtico
había sido yo, directa o indirectamente, Dios mediante.
Después del encuentro con Nilsson, se me ocurrió que
debía hacer un regalo a Sor Juana, para agradecerle el detalle
de compartir conmigo algo que pertenecía a su intimidad con
Andrea y a su pasado común. Quise sacar su lado más frívolo
y veleidoso y actuar por una vez de asqueroso rico manirroto
con ella: fuimos de compras y le ofrecí la posibilidad de
comprar las botas más caras que pudiéramos encontrar.
Y compré botas, las que quiso ella pero en realidad quería
yo, botas que valían más que lo que cobraba en seis meses el
vigilante de mi casa. Botas, sí, maravillosas botas hasta la
rodilla, de tacón fino e incisivo, botas de probable esguince,
botas de acróbata y superheroína Marvel, difíciles de manejar,
peligrosas en el asfalto mexicano, inviables en la cotidianidad
provinciana de Cholula. Botas de tobogán, botas de
supremacía, botas que resuenan imperialmente en el suelo,
botas del imposible ballet de una valkiria.
Y, sin embargo, la ilusión inicial en la tienda se fue
desvaneciendo en cuanto llegamos a mi casa, y poco a poco
Sor Juana se eclipsó hasta reducir su comunicación a algunos
mensajes básicos.
—No podemos seguir así.
Ahí estaba el origen último de la hueva, al parecer. En las
botas y lo que las botas significaban.
—¿Por qué nunca puedes ser, no sé, natural? ¿Por qué te
escondes tanto? ¿Por qué me ocultas lo que eres?
Me escondo, claro, me escondo entre mediaciones, y nunca
lo he negado. Soy un ser carente de naturalidad, o al menos la
he sepultado bajo capas y capas de mediaciones hasta el punto
de hacerla irreconocible. Tal vez yo no tengo sentimientos,
sino constructos; no tengo vida, sino relato. Sor Juana sabía
mucho de simulacros, sin duda, y esa era una virtud clarísima,
pero ella, a diferencia de mí, esperaba algo, una esencia, una
verdad última, una mónada de sentimiento básico y no
contingente, no sé, algo equivalente a su profunda
vulnerabilidad de niña amante de las Spice Girls (oh, sí, las
Spice Girls también formaron parte de esos días, y la hicieron
llorar, porque ella adoraba a esas petardas y ese tiempo nunca
volverá, y pensar eso es suficiente para hundirse en el polo
peor de la bipolaridad). Sor Juana necesitaba a esa Spice Girl
eterna y platónica para demostrarse a sí misma que lo nuestro
no era un simple juego y que detrás de los deseos oscuros hay
una claridad esperanzadora.
Y cómo le explico yo, sin volver a ser su profesor, la
importancia de la palabra, de la simulación, de la voz en grito,
de la literatura como escudo. Detrás de ese escudo, mi lóbulo
frontal es poco más que un pastiche de ideas y voces para
hacer ruido y evitar que lo realmente importante no tenga eco.
Lo importante: eso que llamamos muerte, o nada, o vacío, el
niño que nunca va a encontrar el camino de vuelta a casa. Las
arenas movedizas.
Y en el fondo (pero eso no se lo dije nunca) a Sor Juana le
pasaba lo mismo en aquellos tiempos, porque ella soñaba con
su Atlántida como refugio, y su Atlántida era igual de artificial
que mis múltiples sueños literarios; su Atlántida, por
desgracia, era una fosa marina en medio del océano, sin luz y
vida, entre España y México, como yo. Ni Spice Girls ni
Atlántida: solo muerte.
Sor Juana salió dificultosamente del autismo varios días
después, pero, como era de prever, nunca vi esas botas en sus
piernas. Lo acepté porque, en el fondo, era lógico, igual que,
admitámoslo, es lógico que todo lo que vive tenga que morir.
LAS TORRES DE LA CIUDAD SAGRADA

L
os fines de semana en Cholula son apacibles y
gozosamente rurales. A partir de la mañana del sábado,
suele deprimirse la euforia tóxica de las noches anteriores
y muchos estudiantes aprovechan la oportunidad para visitar a
sus familias, en el DF o en otras ciudades cercanas, y
convencerles de que siguen siendo modositos y recatados y no
saben nada del lado salvaje de la vida. Cholula parece así
recuperar su estatus de ciudad sagrada después de los días
agitados de la actividad universitaria y las noches turbias del
ardor juvenil, y abandona su bullicio vitalista para sumirse en
un letargo que, como decía el viajero Juan Rejano en La
esfinge mestiza, no es tan diferente de los pueblos andaluces
en hora de siesta veraniega. Las torres de las iglesias vuelven a
imponer su poderío multicolor colonial al capitalista neón
nocturno, y el pueblo entra en un ritmo distinto y se entrega a
un desdén casi absoluto por la productividad y la velocidad,
restableciendo la tradición y borrando las huellas de la
modernidad. Poniendo a Dios en el centro, como tiene que ser,
y arrebatándole el puesto a esa fuerza tentadora pero malvada
y secular que llamamos dinero.
Para alguien como yo, moverse por Cholula se convierte en
una procesión laica entre iglesia e iglesia, porque los atrios de
las iglesias son las auténticas manzanas de la estructura
urbana. Apenas hay tráfico, salvo los autobuses de horario
impredecible y el camión que por las mañanas vende los
tanques de gas con una cancionilla ridícula que suena en el
altavoz y un nombre comercial que invita a la desconfianza
(«Gas del volcán»). Es el contexto perfecto para caminar en
medio del silencio y recordar a cada paso que no hay papeleras
ni contenedores de basura, aunque qué importa cualquier
residuo a tus pies cuando alzas la vista y tienes un volcán ante
tus ojos. Y es que hay un morbo específico, genuino,
irreproducible, relativo al volcán: uno no puede evitar desear
que explote, aunque sepa racionalmente que será una
catástrofe y que, como siempre, serán los jodidos los que lo
sufran. Pero tener un volcán cerca, aunque sea tímido, no pasa
todos los días.
La ciudad aletargada descansa así de su mercantilismo,
aunque en realidad lo que hace es reafirmar su profunda
esquizofrenia. Para mí, un fin de semana como ese podía
empezar con una discusión sobre El Chavo del Ocho. Sor
Juana y yo veíamos a menudo la serie y también a menudo
repetíamos los argumentos de la misma discusión: para ella era
una serie beckettiana, con personajes hundidos en el absurdo
de la repetición perpetua y sin sentido, mientras que para mí
era más importante el realismo social (esa cosa que los
españoles hicimos tan pésimamente en los años del
franquismo); es decir, el elemento ideológico, la denuncia de
la injusticia, el clasismo y la pobreza, aunque fuera a base de
comicidad reiterativa y previsible. La discusión, todo hay que
decirlo, era mucho más importante de lo que puede parecer; ya
que lo que estaba en juego era la prioridad de la lucha frente al
silencio irracional de la vida, y ese no es un tema menor, se
aplique a el Chavo o se aplique a México o a España o a
cualquier sujeto de este planeta o de todo el universo conocido
por Sven Nilsson.
Después podía yo salir a comprar algo y, de paso, darle
comida a los perros de Montecristo, Villefort, Danglars y
Mondego, que no entendían de jornadas laborales o fines de
semana.
Sin embargo, México, incluso en sus ciudades sagradas, no
sabe de descansos permanentes. Uno compra con tranquilidad
cerveza en la tiendita de la esquina y siente de pronto que lo
van a matar. Y puede que sea cierto, o puede que no. Pero la
paz es imposible, mientras que el bucle paranoico es
desgraciadamente probable.
Salí a la tiendita de la esquina, en efecto, a comprar un par
de litros de cerveza para la comida y sus preparativos. Como
en las vacaciones de mi niñez en los pueblos de Andalucía, la
costumbre era devolver las botellas vacías a la tienda para
cambiarlas por otras llenas. Sor Juana me esperaba en la casa,
concentrada en su Atlántida. Yo me había vestido con una
sudadera y un pantalón corto de deporte. Saludé como siempre
al vigilante, que salió de su garita para abrirme la verja de
salida.
Sentados en la acera de la tiendita, dos tipos bebían
refrescos en silencio. Ni me fijé en ellos hasta que salí con las
cervezas.
—¿Me das la hora, güero? —me preguntó uno de los dos
tipos. Los dos, barrigones, con barbita rala y tez oscura,
parecían hermanos o familiares; vestían casi igual, con
vaqueros desgastados y camiseta lisa y descolorida.
Yo llevaba el reloj y respondí educadamente:
—Las doce y media —aunque quizá eran las doce y cuarto,
quién sabe.
—Gracias, güero…
—¿Le vas al Barza o al Madrid? —me preguntó el otro.
Deduje que, como tantas otras veces, mi pronunciación de
la hora había revelado mi españolidad. Tampoco era la primera
vez que un mexicano, hablando conmigo, se equivocaba de
forma ultracorrectora al pronunciar la c con cedilla de Barça.
—Al Barça, por supuesto.
—¡A güevo! El Barsa —corrigió— es una chingonería.
Le di la razón con una sonrisa y me despedí para seguir mi
camino. Y entonces llegó la sorpresa:
—Adiós, doctor.
Los miré con extrañeza durante unos segundos y solo
después, cuando esperaba frente a la verja a que el vigilante
me permitiera entrar, pensé que antes ya había visto a esos dos
hombres en la misma calle. Nunca les había prestado atención,
pero ahora era distinto: de algún modo sabían que yo era el
doctor.
¿Guardaespaldas de Quezada, sin que yo estuviera
informado? Quizá, aunque había otra opción peor: que no
fueran hombres de Quezada, sino eso que llaman halcones,
esos mendigos o desempleados a los que, según había leído, el
crimen organizado paga para dedicarse a vigilar durante horas
a sus objetivos. También había, sin duda, explicaciones no
inquietantes e incluso amables; tal vez en alguna borrachera
me había encontrado a esos tipos y había hablado con ellos,
aunque no lo recordara en ese momento concreto; o tal vez
tenían algo que ver con la universidad, porque su perfil era el
del jardinero o el personal de limpieza de la universidad y de
esos había muchos en el campus y yo les saludaba casi
siempre. Le pregunté al vigilante si los conocía de algo o los
había visto; él dijo que no y supuso que eran albañiles.
Entré en la casa bastante agitado y abrí inmediatamente una
de las cervezas. Por suerte, Sor Juana apenas me prestaba
atención; había dejado el ordenador y los proyectos artísticos a
un lado, y se había tumbado en el sofá para ver una serie de
dibujos animados en la televisión por cable. Aniñada, más
relajada que nunca en los últimos tiempos, parecía disfrutar
regresivamente del tiempo y de la ignorancia. El numen de su
Spice Girl interior la amparaba y protegía.
Pensé que debía avisar a Quezada y consultarle cómo
interpretar las novedades. Creo que, por fin, empaticé con él al
ver a su hija en ese disfraz pueril de espectadora televisiva. Me
pareció intolerable que alguien pensara siquiera la posibilidad
de castigarla, perjudicarla, secuestrarla y quién sabe qué cosas
peores. Quezada, a pesar de su riqueza y su proxenetismo más
o menos legalizado, no merecía tampoco eso.
—Ahora vuelvo. Me he olvidado algo.
Con decisión firme de suicida, cogí el que creí que era el
más eficaz cuchillo de cocina, lo envolví con discreción, y salí
otra vez de mi casa. No me despedí de Sor Juana con un beso
y por un instante pensé que ese había sido mi segundo error,
después de coger estúpidamente el cuchillo.
El vigilante me abrió la puerta con normalidad: no se había
percatado de nada y eso me dio confianza, porque demostraba
que mi nerviosismo no era visible con facilidad. Di el primer
paso fuera de la protección de mi casa vallada y me repetí
mentalmente las frases que quería decir a los dos tipos hasta
memorizarlas. Mi estrategia no era suicida en su primera fase:
simplemente entablaría conversación con ellos y trataría de
averiguar de qué me conocían.
No hubo oportunidad ni siquiera para esa primera fase. Los
tipos habían desaparecido. Paseé durante unos minutos
mirando en todas direcciones y cuando llegué a la siguiente
iglesia decidí regresar a mi casa. Estaba agotado.
Me tumbé junto a Sor Juana y vimos juntos los dibujos
animados durante casi una hora.
NO CREO QUE LLEGUE A TENER VALOR COMO
COINCIDENCIA

…P
ero lo cierto es que en la misma semana en que
los terroristas del 11-M se suicidaron en Leganés
de un modo atroz y ultraviolento, Lombard me
ofreció la posibilidad de aprender a manejar una pistola. Era
un miércoles por la noche, creo, y ambos habíamos tomado ya
varios tequilas en nuestra cantina de siempre, mientras Sor
Juana cenaba con sus hermanos y, por tanto, parecía estar más
o menos protegida.
En realidad, nos habíamos reunido con un propósito
relativamente serio: planificar la organización de un nuevo
concurso literario del Gobierno estatal. Yo, al principio, estaba
ilusionado con la idea, hasta que Lombard me explicó la
remuneración que nos esperaba. Magallanes, fiel a sus
principios negativistas, ya había dicho que no desde el primer
momento, mientras que Judith había puesto como excusa sus
obligaciones administrativas. Yo tenía mis dudas, ya que
consideraba que el concurso podía ser una buena oportunidad
en más de un sentido; pero el tercer tequila, cómo decirlo, me
activó el standby. Lombard, en cambio, parecía firmemente
comprometido, e incluso me comentó que podría ser una
buena ocasión para que Sor Juana se presentara:
—Pero sin trampas —dijo—. Todo va a ser legal. Si ella se
presenta, no quiero que me des ninguna pista. Odio las transas
en los concursos literarios.
Aprovechando que hablábamos de ella y de sus cualidades
artísticas, me decidí a contarle a Lombard, sin demasiados
detalles, la conversación con el padre de Sor Juana. Yo
necesitaba verbalizar mi preocupación para eliminar así el
excedente irracional y dejar solo los temores justificados, y
pensé que Lombard era el interlocutor adecuado. A diferencia
de Magallanes, Lombard se preocupaba honestamente por el
bienestar de los estudiantes; pero es que además yo creía que
él tenía, cómo decirlo, más astucia de superviviente que el
autodestructivo novelista oaxaqueño. Sin embargo, no
esperaba la oferta que me hizo:
—Deberías comparte una pistola y aprender a disparar. Yo
puedo enseñarte.
—¿Tienes una pistola?
La pistola, para mí, había sido siempre un objeto
desconocido, ajeno a mi tacto; un objeto socialmente
improcedente, nada operativo para mi vida catalana y aun
parisina. Por primera vez pensé que el auténtico Pike Bishop
era Lombard, y que yo no lo sería nunca.
—En México hay que estar preparado para todo. Además,
no olvides que soy gringo, y que los gringos aman sus armas
de fuego.
—¿Y la has utilizado alguna vez? —pregunté convencido
de que cualquiera de las dos respuestas era posible.
—No, todavía no. Pero te aseguro que antes de la
quimioterapia, le voy a dar un buen disparo a cualquier tumor
maligno que me salga.
Reímos y brindamos, y dudé si debía ahondar en el pasado
de Lombard para averiguar sus más que probables
experiencias traumáticas con el cáncer de alguien muy
cercano. Pero quise dejarlo para otra ocasión puesto que me
interesaba más volver a su propuesta y a mis propios temores,
cada vez más obsesivos.
—¿Realmente crees que ella puede estar en peligro?
Entoné la pregunta con la emotividad sincera y justa y
Lombard adecuó su respuesta a mi sinceridad:
—Quién sabe, chingaos. Pero no lo tomes a broma.
Quezada es un mamón importante. Es rico y político. Puede
tener enemigos por ser rico, por ser político o por las dos
cosas. No sé si es honesto o es corrupto como todos; en
realidad, eso no significa nada, porque nadie está seguro en
este país. Yo he escuchado que sí quiere chingar al crimen
organizado en Puebla, quizá porque le molesta en sus
negocios. ¿Sabes cómo le llaman? «Eliotito»… Por Eliot Ness,
no porque le gusten los elotes… Pero no creo que sea tan
heroico como eso. Puede que ni él mismo sepa qué carajos
está haciendo ni hasta dónde puede llegar. No creo que se
pueda confiar en él, pero tampoco creo que simplemente
quisiera asustarte cuando andaba de briago.
—A mí me convenció. No sé si es honesto y justiciero,
pero creo que de verdad tiene miedo ahora mismo. Pero ya
ves, yo soy un pobre gachupín que intenta entender este país.
Y cada vez lo entiendo menos. Me siento desconcertado,
extraño y extranjero a la vez. No sé si esta psicosis mexicana
tiene fundamento o no. Veo las noticias, sé que siempre hay
violencia y que está en todas partes; pero también compruebo
que la gente sigue adelante, y en ocasiones con sorprendente
tranquilidad. Tal vez no es para tanto.
—Sí es para tanto. Observa a cualquier policía mexicano
con calma: ¿crees de veras que nos pueden salvar de algo?
—Entonces, ¿qué crees que debo hacer? He pensado que
podríamos irnos juntos a España.
—¿No te daba asco España?
—Sí, y mucho. A menudo es un país insoportable, pero al
menos no te secuestran los taxistas.
—Tanta preocupación demuestra que de verdad te interesa
nuestra querida Sor Juana. Te dije: «te casarás». No la dejes
escapar, Álex. No cometas ese error. Te arrepentirías siempre.
Tienes en México lo que nunca tuviste en España. Asúmelo y
quédate aquí a vivir para siempre.
—¿Crees en serio que lo nuestro funcionaría? Tengo mis
dudas. Cómo decirlo: no sé si sirvo para una relación estable.
—¿Y acaso quieres mi consejo? Puedo enseñarte a disparar,
pero no puedo enseñarte a vivir. Solo te recomiendo que le
tengas el respeto debido al error.
El camarero nos interrumpió para ofrecer más bebida y de
un modo muy sumiso aceptamos otra ronda de lo mismo,
como si la destrucción de nuestros hígados fuera una deuda de
cortesía con el camarero.
—No puedo evitar los errores.
—No me refiero a los errores en general. Me refiero al
Gran Error, al Error Absoluto. El Irremediable. El que
significa tierra quemada a tus espaldas y un abismo delante de
tus ojos. El error que destroza tu vida y que pagas durante
todos los años que te quedan. A ese error me refiero.
—¿Cómo venir a México, en mi caso?
—No… Ese no fue un error. Aún es remediable. No es una
clausura, una puerta cerrada para siempre. Me refiero al error
que es culpa tuya, aunque no sea tu responsabilidad. Tiraste
una moneda y salió mal. No sabías que podía pasar lo que
pasó, pero fuiste tú el que tiró la moneda.
—No te entiendo, gringo. La verdad, no te entiendo cuando
te pones así de esotérico.
Lombard hizo un gesto con la mano como si quisiera borrar
sus últimas palabras y volvió al tema de la pistola.
—No sirvo para la violencia —le interrumpí—; como
mucho, llego a pasivo-agresivo. Y lo peor: soy muy torpe,
Jeff. Creo que si yo tuviera un arma ella estaría todavía más en
peligro.
—Como quieras, brother. Pero aquí estaré si me necesitas.
UNA TÍPICA CLASE PARA MEXICANOS SOBRE
LA ESPAÑA DE LOS OCHENTA

¿C
ómo resumir los ochenta? ¿Cómo resumir la
modernización de España y la consolidación de la
democracia? ¿Cómo sintetizar la década del Gran
Fracaso del comunismo, en la que el capitalismo empezó a ser
natural como la lluvia o el viento? ¿Debo hablar de Chernóbil,
del tándem Reagan-Thatcher, del maldito 23-F con su
nauseabunda leyenda de neopatriotismo y épica de humo? No,
nada de eso. Empezaré buscando algún nombre que sintetice
aquellos tiempos para mí como español. Intuitivamente, se me
ocurre el de Javier Gurruchaga, el cantante de la Orquesta
Mondragón, ejemplo de creativa insolencia y de personalísimo
músculo sarcástico; pero creo que en México no lo conocisteis
y, en cambio, admiráis, inverosímilmente, a los Hombres G.
Hoy nadie se acuerda de Gurruchaga, pero yo le admiraba y, lo
que es peor, a veces me atrevía a imitarlo.
¿Almodóvar? Jamás. Yo vengo de Barcelona, y, a pesar de
todo, prefiero la nova cançó a la movida, que fue una rebelión
tan ampulosa como insustancial, una gansada núbil perfecta
para abrirnos al mercado europeo y ponernos el disfraz de
anglosajón. Si me gusta Mecano es por otros motivos: Mecano
es la muerte cerebral, la lobotomía de la España desencantada,
y en ese sentido su pop es realismo trágico. Me colé en una
fiesta, sí, pero solo porque quería ser un memo y renunciar a la
lucha sindical por mucha Coca-Cola y mucha niña mona.
¿Maradona? Sí, él sí podría ser. La Mano de Dios es un
buen símbolo metafísico. Pero no podemos permitir que un
argentino sea síntesis de nada, porque eso garantiza la
inminencia del fin de los tiempos (no hace falta que lo digáis,
yo sé que los mexicanos también detestan a los argentinos;
hace mucho que dejé de creerme el cuento martiano de
Nuestra América. A los mexicanos no les importa nada lo que
pase al sur de sus fronteras y se sienten muy superiores y
autosuficientes con respecto al resto de América Latina).
Voy a elegir otro nombre: James Sonny Crockett. Crockett,
sí, el personaje de Don Johnson, el policía guapo y rubito de
Miami Vice, serie que tuvo gran éxito también en España. Un
policía sin uniforme, o mejor dicho, un poli disfrazado de
ligón discotequero, con su aerodinámico Ferrari Testarossa,
perfectamente antitético al Peugeot del teniente Colombo en la
década anterior y al macarra Torino de Starsky y Hutch.
Crockett, el hermoso Crockett, el policía que nunca podría
haber nacido en México, el policía que jamás sería destinado a
Cholula aunque quizás sí podría ser internado en el sanatorio.
Símbolo perfecto de los ochenta y la melancolía oculta en el
tecno y en todo lo new, en las hombreras y los excesos de laca,
en toda la extravagancia de una época que se pretendía
virginal.
Exjugador de fútbol americano, excombatiente de Vietnam
y padre divorciado, los guionistas quisieron darle una
personalidad grandilocuente, y en la primera temporada le
hicieron vivir en un barco con la poco creíble compañía de un
caimán. Por suerte, olvidaron pronto toda esa fatuidad para
empezar a pudrir por dentro al personaje y someterlo a la
tiranía perseverante del tiempo y su consecuencia: la
desesperanza. Así, Crockett se convirtió en el emblema de una
nueva forma del idealismo en crisis.
Crockett era un héroe guapo y elegante, sí, un defensor de
los valores gringos de la ley y el orden; pero la fachada de
maniquí anticorbata y anticalcetín (y yo añadiría que no
llevaba calzoncillos, pero necesito más tecnología para
verificarlo a cámara lenta) no podía ocultar su lado siniestro,
ese que va creciendo a lo largo de las temporadas de la serie
hasta llevarle a la locura —disimulada con una amnesia de
poco rigor científico— cuando su otro yo, el criminal Burnett,
su personaje de incógnito para infiltrarse en el mundo de la
droga, se apodera de él hasta convertirlo en un matón de esos
mismos cárteles. Y ahí la serie entra en un curioso callejón sin
salida ideológica, porque Crockett asesina como cualquier
delincuente y en teoría llega a un punto sin retorno legal que
debería suponer, narratológicamente, el final de Miami Vice.
No fue así, y los guionistas lo arreglaron con la típica
chapucilla pseudolegal; pero la imagen de Crockett pasó a ser
la de un héroe esquizoide, perfecto para los ambivalentes
tiempos del capitalismo posindustrial. En el último episodio,
Crockett y su partner, el aburrido Ricardo Tubbs, abandonan
la policía y la ciudad de Miami confirmando el derrotismo de
una serie que pretendía consagrar el dinamismo multimedia
del videoclip.
Y es que Miami Vice es, de manera indiscutible, una de las
series más pesimistas de la historia de la televisión, gracias
también a la melancolía tecno de la banda sonora de Jan
Hammer. Sí, los malos siempre son detenidos al final de cada
episodio, y la justicia de la democracia liberal se impone al
final, pero es inevitable que haya cada vez una víctima en el
desenlace: un sujeto que paseó por el lado salvaje de la vida y
que sólo logra su mínima salvación a través del sacrificio
definitivo. De hecho, la serie atenta contra uno de los
principios fundamentales de la cultura alienante: la posibilidad
de la redención. No, no hay redención posible en Miami Vice:
las tentaciones se pagan con la muerte y no hay formas no
letales de expiación. ¿Quién querría irse a vivir a Miami en
esos tiempos? Miami Vice es un largo videoclip de color pastel
en el que nunca hay alegría; solo un mundo de luz demacrada,
en el que el lujo y la codicia muestran su peor ceguera. La cara
aviruelada del teniente Castillo, otro héroe al borde del
desaliento, lo explica todo sin una sola palabra: no hay
solución, solo resistencia.
Claro, la década de los ochenta había empezado muy mal.
Recordemos los hechos importantes, los realmente
importantes, los que conocen tal vez mil millones de personas
y construyen el mundo que conocemos. Hecho fundamental: el
Imperio contraatacó y de qué manera. A Han Solo le dio un
golpe de frío y a Luke Skywalker le cortó una mano el que
decía que era su padre. Y me quejaba yo de mi familia
andaluza. Los rebeldes huyen y la democracia parece que no
va a llegar nunca. Pero tres años después recuperamos la
confianza: la paz ha llegado a la galaxia y la democracia ha
triunfado. El maestro Yoda se muere y así la paz también llega
a la sintaxis. Pero, por suerte, no todo es armonía
democratoide: el diablo ha dejado su semilla y tiene forma de
princesa Leia encadenada y sometida por el baboso Jabba The
Hutt. La princesa emputecida, convertida en objeto decorativo,
en un ajuste social de cuentas mucho más erótico que la
guillotina del siglo XVIII. La cadena de la princesa Leia es más
que un complemento de El Corte Inglés: es el eslabón perdido,
el eslabón que nos une al erotismo naciente de sex-shops e
Internet en el fin de siglo. Las mallas negras de Olivia
Newton-John en Grease fueron una primera cala en la
educación sentimental-fetichista de mi generación, pero el leve
bondage de la princesa Leia ya era un marqués de Sade apto
para menores (mucho más interesante que el BDSM de Rourke
y Basinger en Nueve semanas y media; aquí el Divino
Marqués vomitaría de asco). Recordad además que en los
ochenta el cuero empieza a ser aceptado socialmente y eso sí
lo tenemos que agradecer hoy.
Es justo también recordar a otras actrices de los ochenta
que tuvieron su gloria erótica y la pagaron con un olvido tan
cruel que no llegó ni a catártico: Sean Young, Kelly McGillis,
Nancy Allen, Kathleen Turner. Qué cine tan espantoso, de
todos modos. Sí, tuvimos Blade runner, pero también Oficial y
caballero, Las tortugas Ninja, Buscando desesperadamente a
Susan, Los inmortales, Cocktail, Risky Business, Regreso al
futuro, Dirty dancing, Karate kid y el Thriller de Michael
Jackson. La guerra fría se ganó ahí, en el terreno de lo
simbólico: ¿qué puede hacer Anatoly Karpov frente a Tom
Cruise, o Marita Koch frente a Madonna? El liberalismo
disimula mejor el caos de la vida, sabe distraer y es
narrativamente superior. Con Gorki no teníamos suficiente
para competir. Quizá si hubiéramos retenido en el equipo a
Tarkovski, pero tenía mejores ofertas.
Los ochenta fueron la era del infantilismo. Ante todo, por el
sida, que obligaba a pudores y autocensuras y revitalizó los
miedos bíblicos, pero también porque quizá los setenta fueron
una década anciana o como mínimo de arterioesclerosis. En
los setenta todavía quedaban ecos y residuos de las ambiciones
utópicas y revolucionarias, ya venidas a menos, pero aún
eficientes o adictivas. Teníamos la música inglesa, que era un
modelo de desarrollo cultural, un ejemplo de dignificación
estética que nos demostraba que Gibraltar no merecía ser
español. ¿Cómo no ser anglófilo en esos tiempos, cuando lo
mejor que teníamos en España era Radio Futura y fuera de eso
tocaba aguantar espantos como La Unión o Los Rebeldes?
Pero Genesis, Yes, Jethro Tull y todos también se acabaron
vendiendo al mercado. Esa fue una derrota dura de digerir. En
los ochenta comprábamos aún sus discos y los escuchábamos,
pero cada vez con más indignación esperando un cambio de
rumbo que no llegaba. Phil Collins casi estropea por completo
la herencia de Peter Gabriel y se convierte en otro de nuestros
enemigos públicos. ¿A dónde vamos a parar? ¿Es que no hay
esperanza para la cultura? ¿Acaso será El nombre de la rosa?
No… esa novela abrió el camino para tantos parques temáticos
literarios. Cuánto daño ha hecho ese libro de juguete.
En los ochenta, el siglo XX ya da señales de cansancio y
llega el momento del lifting. Los luchadores de otras épocas
empiezan a retirarse para cuidar de sus nietos o de sus hígados
y la cosmética se convierte en otra más de las bellas artes. En
España lo hicimos de la peor manera posible: a la reconversión
industrial se sumó la reconversión cultural y ya nos
preparamos para entrar en Europa y que nos dieran la
Olimpiada. España, hay que recordarlo, era un país lamentable
a principios de los ochenta: era tan chafa como México o más.
Improvisaciones, chapuzas, derechos a medias, vacíos legales,
mascotas como Naranjito, la retención de líquidos de
Chanquete, argumentos de testosterona, momificación
intelectual, oscurantismo a la luz del día: de todo, lo malo, y
de lo malo lo peor. ¿Un signo? La intoxicación por aceite de
colza a granel que mató a cientos de personas y enfermó a más
de mil, perfecto ejemplo de que a veces sí hay que estar del
lado de la ley, porque te puedes encontrar con un veneno
embotellado con el que aderezar la ensalada o freír las papas.
Aquella monstruosa intoxicación fue la perfecta demostración
de que seguíamos en el subdesarrollo.
Oh, sí, España no pagó por su Olimpiada el precio criminal
que pagó México por las suyas (la matanza de Tlatelolco,
claro), pero también hicimos nuestro pacto para la vergüenza
histórica. No, no me refiero al 23-F, sino al 28-O, el día del
oprobio en el que España reveló su cobardía y su borreguismo.
El día del referéndum sobre la continuidad de España en la
OTAN, que ganó el Sí de manera inesperada, después de que
el propio Felipe González cambiara de posición desde el No
que mantenía en los tiempos en los que aún parecía de
izquierdas. En definitiva: el día en el que España se hizo puta.
Aún me hierve la sangre solo de pensarlo, como aquella
noche nefasta, en la que salí a la calle con ganas de fabricar un
cóctel molotov (pero nunca aprendí cómo hacerlos). Recuerdo
perfectamente el vuelco de las encuestas, la demagogia
chulesca de Felipe González, la manipulación televisiva. Esa
España que no quería participar en la Guerra fría, la España
pacifista que sabía y no olvidaba lo que había sido una guerra,
esa España que se resistía a la complicidad imperialista, esa
España, de pronto, encogida y acobardada, se vende por un
plato europeo de lentejas, por el sueño del confort occidental y
los milagros de la popperiana sociedad abierta, abriendo el
camino de tantas y tantas rebajas de moralidad a cambio de
talones, subvenciones y prebendas. Ahí, en la bajada de
pantalones de toda una sociedad, en la autohumillación de la
mesocracia codiciosa y patrimonialista, comprendí que yo no
iba a ser nunca español más que por imperativo legal. Lo
demás ha sido el camino lógico que nos ha llevado a
convertirnos en algo así como una versión española de The
Fresh Prince of Bel Air, la comedia de televisión en la que
debutó Will Smith, en la que una familia de snobs negros
demuestra que no hay nada peor que los antiguos oprimidos
convertidos en nuevos ricos y transformados en
propagandistas oficiales de las bondades del sistema.
¿No entendéis por qué fue tan significativo ese
referéndum? Os lo explico. Fue ante todo un acto de rendición
mental, una súplica miserable y patética ante las puertas del
club de la Europa liberal. Sí, nos dejaron entrar y nos dieron el
carné de capitalistas; incluso borraron de nuestro expediente el
pasado republicano para que nadie nos mirara de reojo. Así
conseguimos que los alemanes, franceses e ingleses
empezaran a respetarnos y a traducir nuestras novelas o
estrenar nuestras películas. ¡Bienvenidos! Escribid novelas
sobre miniproblemas que parezcan propios de europeos con
aceptable renta per cápita y anestesiad al Leviathan del
resentimiento colectivo. Demostrad que el mercado no os da
miedo y que sabéis vender bien el producto.
Pero es que aún hubo otro detalle importante en aquel
referéndum que amplía la dimensión del fracaso, al menos en
términos culturales. Nadie se acuerda ya, pero los pocos
defensores de la salida de España de la OTAN, los que se
mojaron y organizaron para convencer a los votantes, aun sin
recursos ni medios de difusión, fueron encabezados por el
Partido Comunista y una plataforma de intelectuales que se
decidieron a intervenir en la lucha política y a oponerse a los
mass-media y a todas las instituciones del establishment. Fue
la última alianza entre comunismo e intelectualidad en España,
y su fracaso explica bien la hegemonía de la baba
socialdemócrata en la cultura española de la democracia. Se
acabó salir en la foto con los comunistas: que cada uno se
busque su sitio en el mercado y olvidémonos de cualquier
subversión, que el fin de la Historia está cerca y vaya a ser que
nos quedemos sin casita en la playa. ¿Que exagero? No, en
absoluto. Aquella fue una derrota histórica de la izquierda
cultural y política que abrió la veda para el bipartidismo y el
oportunismo económico. ¿A que no sabéis quién lideraba la
plataforma de intelectuales? Hoy suena a chiste, pero no lo es.
Antonio Gala. El mismo. Antes de ganar el premio Planeta,
por supuesto.
¿Y JUDITH?

D
ebo reconocer que la tenía prácticamente abandonada,
aunque sin duda mi penoso espectáculo en su fiesta de
cumpleaños había contribuido a que nuestra relación de
amistad se deteriorara de forma notable y se perdieran los
mejores vínculos que habíamos logrado: la tenue coquetería,
los amagos de cinismo compartidos, el diálogo lúcido sobre el
mundo. Además, yo me había acostumbrado a pasar el
máximo tiempo posible con Sor Juana, dentro y fuera del
campus; pagando incluso, para evitar que se moviera sola por
las calles, el sacrificio horrible de acompañarla (y aburrirme)
en más de una fiesta excéntrica de la noche cholulteca.
En esas fiestas, que terminaban a veces a las cinco o seis de
la mañana, yo no era siempre el más viejo de los participantes,
puesto que no faltaba el artistilla neohippie cincuentón en
busca de carne juvenil; pero me sentía ajeno, porque eran
agotadoras semiorgías de bebida y droga que superaban con
mucho mi curiosidad y mi capacidad física y mental para los
experimentos. Aparte de esas aventuras nocturnas, solo me
reunía con Lombard y Magallanes cada miércoles y cada
jueves en el bar Reforma; con Judith, en cambio, nos veíamos
únicamente en reuniones de departamento y en encuentros de
pasillo, al salir o entrar en clase.
Judith, eso sí, seguía su mismo ritmo de trabajo, publicando
nuevos estudios en las revistas académicas y tratando de captar
estudiantes para nuestros precarios programas de estudios.
«Están a punto de cerrar la licenciatura, y entonces se acabarán
los cursos buenos y nos dedicaremos a dar clases de ortografía
a los niños ricos de economía o derecho», me insistía con una
especie de alarmismo que bordeaba lo humorístico, o al menos
lo tragicómico. «Y ahí sí tendremos que trabajar mucho».
Aparte de eso, hablábamos muy poco y siempre de temas
triviales; sin rencor, pero sin la complicidad de antaño. Algo se
había quebrado entre nosotros y solo podía responsabilizar de
ello a mi alma gritona. Yo sospechaba que ella sabía lo mío
con Sor Juana, aunque nunca habíamos coincidido los tres en
el mismo lugar.
Por todo eso, me extrañó especialmente que se presentara
en mi casa un domingo por la mañana bastante temprano. Sor
Juana se quedó en la cama mientras yo abría la puerta: Judith
venía con uno de sus niños, Quique.
—Vamos a ver la salida de la carrera ciclista. ¿Te animas?
Pasará por la puerta de tu casa.
No sabía muy bien a qué se refería, pero acepté
abúlicamente la propuesta; quizás porque seguía medio
dormido. La invité a pasar por cortesía y sin verdaderas ganas,
porque temía la incomodidad del encuentro entre Sor Juana y
Judith en mi propia casa, pero por suerte Judith dijo que me
esperaba jugando fuera con el niño mientras me vestía, o sea
que no se vieron en ningún momento las dos mujeres. Mis dos
mujeres, podría decir abusando del posesivo.
Regresé al dormitorio para avisar a Sor Juana, pero ella
había escuchado perfectamente la conversación desde el
dormitorio. Gruñó algo sobre que así podría seguir durmiendo
sin mis ronquidos y el humor me hizo entender que no le
molestaba mi salida matutina. Ya en la calle, tras saludar al
vigilante del edificio y cruzar la verja, me encontré con el
gentío en movimiento: en la puerta de una de las cien iglesias
del pueblo, la más cercana a mi casa, justo al doblar la esquina
de poniente, se habían concentrado unos cincuenta ciclistas
junto a una buena cantidad de público, la mayoría recién
salidos de una misa. También había un par de camionetas de la
policía local, con los típicos representantes del orden del
pueblo, siete policías que parecían estudiantes de secundaria y
que trataban de ganar respeto con sus aparatosos chalecos
antibalas y un exceso de armamento en las manos.
Los organizadores habían colocado una pancarta no muy
bien diseñada que indicaba la salida, y todo estaba preparado
para el inicio de la carrera. En la pancarta se indicaba el
nombre de la competición: Carrera ciclista al santuario del
Santo Niño Doctor de Tepeaca.
—En una iglesia de Tepeaca hay una figura del Niño Jesús
que hace milagros, según se dice —me informó Judith, casi en
susurros, para que los lugareños no se ofendieran—. Lo llaman
el Santo Niño Doctor porque la leyenda afirma que sale por las
noches a curar a los enfermos que le han rezado y le han
pedido ayuda durante el día. Por eso, en la iglesia, junto a la
figura, hay un maletín de médico. Es muy chistoso. Y cada
año organizan una carrera ciclista, que termina con una misa
en la iglesia. A Quique le encantan las bicicletas. ¿Verdad,
Quique?
El niño, de unos seis o siete años, asintió y aprovechó su
protagonismo en la conversación para pedir a la madre que le
comprara algunas chucherías o juguetes que ya algunas
señoras indígenas vendían en las aceras aprovechando la
ocasión de la carrera. Judith negoció con su hijo durante unos
segundos y accedió a comprarle una pelota con la que el niño
se entretuvo durante unos instantes hasta que la voz del alcalde
resonó por un enorme altavoz y empezó el discurso de
inauguración del acto, con agradecimientos a figuras locales y
ultraterrenales. Judith y yo escuchamos sus palabras con
respeto externo e ironía interna, pero yo pensaba en otra cosa,
realmente: en la alegría que me deparaba la visita imprevista y
conciliadora de Judith. Sin embargo, para bien y para mal, yo
estaba con Sor Juana; la había elegido a ella, o ella me había
elegido a mí, y tenía además un confuso deber de protección
hacia ella, un deber que, fuera exagerado o no, era suficiente
para obligarme a dedicarle todo el tiempo posible. De todos
modos, sentí que vivía durante esos minutos una simulación de
vida familiar con Judith y su hijo, y no me desagradó la
simulación: tenía algo de paz nostálgica.
El alcalde dio la orden de salida y la carrera empezó de
manera caótica, con varias caídas, una de ellas provocada por
un perro (quizá Villefort, o Danglars) que se cruzó en el
camino. Vimos los primeros instantes de la carrera e incluso
concedimos algún aplauso. Después, aunque lentamente, el
público empezó a disgregarse.
—¿No te gustaría a veces ser como esta buena gente? —me
preguntó Judith mientras yo me fijaba por primera vez en un
salón de belleza de la calle, «Estética Susan», de fachada sucia
y piojosa e interior oscuro y desconchado, pero que sin
embargo prometía inmejorables transformaciones estéticas a
sus clientas—. Dejar ya la vanidad intelectual, entregarte a una
tradición, a unas costumbres, a unos vínculos. La tierra… tú
no sientes lo que es estar en la tierra. Estar, pero de veras. En
cierto sentido, estas gentes tienen todo lo que quieren.
—¿Ignorancia feliz? No, gracias. Acepto vivir en una
ciudad sagrada como esta solo por karma de ateo.
—¿No te cansas de tus propias boutades? Cuando hablas
así me caes bien gordo. Pero fíjate que creo que ha sido bueno
que vinieras a México. Bueno para nosotros, y creo que bueno
para ti. ¿A poco no?
—Sí, no diré que soy feliz porque tengo una reputación que
mantener. Pero, si te sirve de algo, admito que prefiero
Cholula a París o Barcelona.
—Eres un pinche snob. ¿Qué te diferencia de los gringos
imbéciles que cruzan la frontera para empedarse y vomitar en
Tijuana? A veces me parece que eres una versión en borracho
de las empresas neocoloniales españolas que nos están
quitando todo con la excusa del neoliberalismo. Eres como
Alfaguara, Telefónica o Santander, solo que briago.
—No me compares con esos nombres infames. Yo no he
venido a colonizar México, sino a resetear mi vida.
—México está del nabo y tú lo sabes como yo. Un día te
regresarás a tu país y estarás tranquilo en la Europa civilizada
y culta. Pero nosotros seguiremos aquí.
—Y tú tal vez estés en Harvard o en Yale.
—No… Román no quiere irse. Tiene su lucha aquí. Está
cada vez más entregado.
Intuí el motivo real de su visita y la miré con la intención
de darle a entender que quería escucharla mientras Quique
jugaba con otros niños en uno de los muchos solares
desaprovechados del pueblo.
—Tengo miedo, Álex. Román se está metiendo en
problemas. A Emiliano y los otros líderes los aprehendió la
policía el otro día. Antes de llevarlos al CERESO, a la cárcel,
los golpearon y torturaron durante horas. Román fue a la
cárcel con un abogado y casi lo meten preso también. El
abogado, el muy pinche cabrón, se rindió y renunció al trabajo.
Ahora los ejidatarios tienen que buscar un nuevo abogado.
Pero todos sus planes se fueron a la chingada. Y amenazaron a
Román. ¿Quiénes? Los ricos de la zona, los que quieren
invertir en un nuevo mall o algo así. Los narcos poblanos, los
corruptos. Entre ellos, Quezada, el papá de la chava con la que
andas.
Reaccioné con naturalidad y entendí que Judith no me
estaba reprochando nada, ni a mí ni a Sor Juana, aunque quizás
sí me estaba advirtiendo de algún peligro que yo como
extranjero debía valorar especialmente. Lo que no era
sorprendente, desde luego, era que Judith se hubiera enterado
de lo nuestro en un entorno tan pequeño como el de Cholula.
—Son avariciosos, lo quieren todo —continuó Judith—.
Quezada dice que quiere acabar con el crimen organizado,
pero solo porque le perjudican sus negocios. Es un poder
contra otro poder, nada más. Poder legal del mercado frente al
poder ilegal. Todos quieren tenerlo todo, más negocios, más
tierras. No se conforman con nada. Y luego fingen que ayudan
a la universidad para limpiar su imagen.
—¿Tan peligrosos son?
—Pues quién sabe, pero estoy preocupada. Anoche discutí
bien fuerte con Román. Hoy todavía no hablo con él.
—Pero él no tiene la culpa.
—Ya sé, pero tiene que pensar en nosotros. Somos una
familia y yo no quiero estar en esas ondas.
Sacó de su bolso un paquete de cigarrillos y encendió uno;
creo que solo dos o tres veces antes la había visto fumar, y
siempre de noche, en la cantina, en esos momentos de caos
que yo había aprendido a saborear.
—Ay, no sé, me estoy volviendo loca. ¿Tú qué crees que
debo decirle? Me gustaría tu consejo.
—No soy bueno dando consejos; se me convierten en
amenazas. Pero, fuera de bromas, creo que tú te casaste con
Román precisamente porque era un hombre valiente y
decidido. No puedes pedirle que renuncie a una lucha que es
importante. Es muy cómodo «luchar», entre comillas, con
artículos o libros, o impartiendo clases y predicando sobre
cómo debería ser el mundo y la literatura que nos tiene que
salvar de la injusticia. Pero a veces hay que mojarse, mejor
dicho, enfangarse, y actuar. Román actúa: le envidio por eso.
Te lo digo de verdad.
—Quizá yo también lo admiraba por eso, pero cada vez
creo menos en todos esos mitos heroicos de la lucha. Y pienso
que también tengo derecho a algo de tranquilidad. Yo hice
sacrificios por él, hice renuncias, y a veces me parece que él
no lo ha tomado en cuenta.
Fumó en silencio y, en cierto modo, creo que si no hubiera
existido ese cigarrillo, sin esa frontera minúscula de fuego,
quizá le habría dado un abrazo en aquel momento. Pero no lo
hice.
—Todo es tan difícil, ¿verdad? —continuó—. Las
decisiones que tomamos. Lo que pudo ser y ya nunca será. Los
artistas y los filósofos lo han dicho mil veces de mil maneras
distintas, y sigue siendo igual de jodido.
Quique se enojó con alguno de los compañeros de juego y
regresó con nosotros. Judith y yo nos sonreímos acordando
tácitamente el fin de esa conversación, y su sustitución por
otros temas más banales: el mal aspecto de Magallanes, la
prepotencia creciente de Villalobos, el concurso literario del
estado.
Sin pensarlo mucho, seguimos paseando y los acabé
acompañando hasta la puerta de su casa. Me despedí de los
dos y terminó la simulación de la vida familiar. Román nos vio
a través de una ventana de la segunda planta y se esforzó lo
mínimo en saludarme.
LA SEDUCCIÓN DE LA TOTALIDAD (I)

Q
ueridos compañeros y amigos:
Todos vosotros, miembros de la comunidad
universitaria, sabéis lo que España acaba de sufrir.
Desde aquí quiero agradeceros a todos vuestra preocupación
y vuestra solidaridad, vuestro dolor por España, por esa
España que sangra y sufre; un dolor que me confirma los
lazos históricos entre nuestros dos países, la esencial afinidad
que ha conseguido que yo sienta Cholula como mi hogar. Sin
embargo, veo con tristeza que a menudo vuestras buenas
intenciones son eficazmente manipuladas desde algunas
tribunas, como sucedió en España en esos días siniestros en
que los propios principios de la democracia y la libertad
fueron brutalmente arrasados no solo por los asesinos sino
también por aquellos que han sido, de manera voluntaria o
involuntaria, cómplices de esos asesinos.
Porque hoy ya sabemos que España va a retirar sus tropas
de Irak y eso solo nos puede llevar a una desoladora e
inequívoca conclusión, que hay que enunciar aunque sea con
rabia y frustración: los terroristas han ganado. Quizá nunca
en la Historia los terroristas han ganado de manera tan
aterradoramente evidente. Han conseguido su objetivo:
derrocar al Gobierno legítimo e imponer así su voluntad
fanática. Su plan ha salido a la perfección, y hay que decirlo
así de claro. No sabéis la inmensa vergüenza que como
español siento al descubrir, frente al ejemplo admirable de
Estados Unidos, que España es un país débil que ha cedido al
chantaje terrorista como ningún país lo ha hecho jamás.
Supongo que por eso Estados Unidos y no España es el
guardián del mundo hoy, como España lo fue en ese siglo XVI
de tantas conquistas y proezas.
Esta realidad tendrá unas consecuencias trágicas pronto,
porque la victoria de los terroristas solo augura nuevas
amenazas. Estamos perdiendo la guerra contra el Mal. El Mal
se extiende, se fortalece, gana inesperados aliados, aumenta
su euforia ante la realidad incuestionable de sus éxitos, nos
divide y nos vence. Nos creímos durante algunos (pocos) años
que el Mal había desaparecido, pero hoy su presencia es más
clara e incuestionable que nunca antes. El Mal está
organizado, tiene sus soldados y unas órdenes claras: destruir
nuestro sistema de libertades y nuestra civilización libre y
justa; es decir, destruirnos por completo. Estamos a punto de
perder todo lo que habíamos logrado y de hundirnos en otra
época de caos y dolor. El siglo XXI corre el riesgo de repetir
los horrores del siglo XX, si seguimos cerrando los ojos o
desviando la mirada en vez de enfrentarnos al enemigo.
Porque el enemigo existe. Y es poderoso. Hoy es más poderoso
que ayer.
¿Cómo ha podido suceder? ¿Cómo hemos podido ceder y
rendirnos a ese imperio de la destrucción? ¿Qué futuro nos
queda si solo somos una sociedad cobarde y chantajeada,
incapaz de respetar el honor y la dignidad de sus muertos? A
veces siento miedo, sí, aunque yo viva en México, porque sé
que España nunca estará a salvo y tal vez tampoco el mundo
libre lo estará si siempre hay fanáticos que humillan y ponen
de rodillas a una nación supuestamente libre. Sí, México
puede también sufrir en cualquier momento el ataque
tremendo y despiadado de esas fuerzas aniquiladoras, y por
eso debemos estar unidos en el proyecto común de salvarnos
de ese caos que se acerca como una noche que será larga y
cruel.
Pero todavía nos queda una esperanza: no ceder a ese
miedo y seguir luchando. Luchando, sí, con el sentimiento de
nuestro orgullo moral en el recuerdo a los muertos, como
hemos hecho siempre los españoles al enfrentarnos al
fenómeno del terrorismo; pero también luchando con nuestra
capacidad crítica, con nuestras mejores virtudes intelectuales,
que en este caso deben ser cartesianas: duda y sospecha,
replanteamiento de los hechos, análisis frío y objetivo. Y
siguiendo esos criterios entregaremos lo que podamos de
nuestro tiempo y nuestras energías a desentrañar los muchos
misterios que aún quedan por aclarar. Una labor que algunos
valientes han iniciado, en medio de la incomprensión y la
hostilidad, encontrando datos, aportando hipótesis,
interpretando con distancia y rigor, lejos de los oportunismos
políticos que tanto daño hicieron en esos días aciagos de
marzo.
Os lo digo abiertamente: estoy convencido de que nos falta
mucho por saber en los atentados del 11 de marzo. La versión
oficial está llena de agujeros que cualquiera puede
comprobar. Ha habido tantos comportamientos extraños,
tantas reacciones «espontáneas» y tantas incoherencias que la
sospecha solo puede crecer y extenderse. Nada encaja, salvo
que empecemos a mirar los hechos desde otro ángulo.
Entonces encontraremos la claridad.
Lo que sucedió entre el 11 y el 14 de marzo fue mucho más
profundo de lo que pensamos. Puede incluso que el triunfo del
plan criminal sea mayor de lo que hemos imaginado; puede
que estemos realmente ante una operación sin precedentes,
una tentativa de imponer la maldad como nunca habíamos
visto antes en la Historia. Un proyecto urdido y planificado a
la perfección, sistemático, de ejecución precisa, concebido
como ensayo de proyectos futuros aún más ambiciosos. ¿No
veis acaso la sombra de un designio maestro, un diseño nada
azaroso, sino absolutamente racional y metódico para lograr
un fin concreto? La insólita perfección que el Mal ha logrado
en este tiempo de muerte no puede ser casual, ni el resultado
de una ocurrencia de mentes mediocres y enloquecidas.
Hay algo más; hay alguien más. Por eso la batalla debe
continuar, aunque sea por otros medios, menos
convencionales y más discretos. Os seguiré informando.
Atentamente:
Fernando Villalobos
TEMPLO DE LA BIPOLARIDAD

D
ulce Diosa guerrera, más Diosa cuanto más dulce y más
guerrera, pero todo al mismo tiempo, Diosa bipolar,
como es obligado, heterológica y no ontológica. No te
pusiste nunca las botas, pero qué más da, lo que importaba es
que yo quise meterte en mi imaginario y fuiste tú la que me
metió en el tuyo, el imaginario de atlántidas y familias dobles,
de spice girls y dioses zarrapastrosos de impreciso origen
escandinavo.
—¿Te acuerdas de mi tío Poncho?
Y sí, en ese imaginario la familia no era, como en mi caso,
la familia nuclear del proletariado inmigrante, racionalizable
por su opresión de clase, sino que era una familia unida más
por alambradas que por afectos, decadente sobre todo en sus
fastos. Una familia con mucho de telenovela, pero como si
Visconti o Faulkner fueran guionistas de Televisa.
—Quiero irme de Cholula, Álex. Esta vida no es real, es
falsa y lo sabes tan bien como yo. Necesito irme de esta
burbuja. Madurar, aprender, experimentar.
—¿Más todavía?
—Yo te agradezco todo lo que me has dado. Me has
llevado al límite de mis propios esquemas, que he roto y
recompuesto una y otra vez. Pero eso solo demuestra cuánto
me desconozco. Y también cuánto puedo llegar a conocerme
contigo.
¿Irnos de Cholula? ¿A dónde, cómo, con qué dinero?
¿Volver a España? ¿Buscar trabajo en otra universidad de
México? En momentos así me brotaba un pragmatismo
inesperado y sin precedentes en mi vida. Y todo se combinaba
con nuevas revelaciones, cada vez más sórdidas, sobre la
familia Quezada.
—Mi tío Poncho me empezó a tocar a los diez años. Cada
vez que venía a visitarnos aprovechaba sutilmente para
meterme mano, simulando que jugaba conmigo o con
cualquier otra excusa. Al principio no era muy desagradable,
pero empezó a subir de nivel y ya tuve que decir basta. Es un
cerdo y sé que todavía me desea. Pero nunca se lo he contado
a mi papá. ¿Sabes por qué?
—¿Por qué?
—Porque si se lo contara creo que realmente lo mataría.
El mes de mayo fue duro. Las discusiones entre Sor Juana y
yo se hicieron muy frecuentes y la convivencia se volvió
difícil. La primera discusión violenta tuvo como origen la
confidencia que me había hecho Judith sobre la implicación de
Quezada en el turbio asunto de los terrenos expropiados a los
campesinos. Intenté averiguar algún dato a través de Sor
Juana, pero una vez más me topé con esa lealtad familiar
enmascarada de indiferencia.
—No me interesan los negocios de mi papá. Te lo he dicho
mil veces. Tú crees que haber nacido rica hace que la vida sea
muy fácil. Y no lo es, al menos no en este pinche país… Hace
años que decidí no preguntar a mi papá de dónde sale la lana
de la familia. No entiendo de negocios, y no quiero entender.
—Pero ves a los amigos de tu papá… Gobernadores,
políticos, grandes empresarios… Todos llegan a tu casa. Tú
sabes perfectamente que ese contacto con el poder no es
inocente. No le estoy juzgando, ni tampoco a ti, pero creo que
sería bueno que afrontaras los hechos y no los negaras.
—¿Quieres saber si mi papá es un corrupto? ¿Eso quieres
saber?
Asentí con la cabeza, esperando que el silencio fuera lo
bastante respetuoso.
—No lo sé, carajo. No lo sé. Quizá lo fue al principio y está
intentando redimirse. Quizá no lo era entonces y lo es ahora.
Quién sabe. Tal vez nuestro dinero no es ni blanco ni negro: es
gris.
Hubo incluso otra reunión familiar de los Quezada a la que
fui invitado, aunque con muy claras reticencias por parte de
Sor Juana. Pensé que Quezada intentaría otra vez hablar a
solas conmigo para darme nuevos datos, tal vez alarmantes o
tal vez tranquilizadores, pero datos al fin y al cabo. Sin
embargo, no sucedió así, y no volvimos a nuestra inquietante
conversación de aquella fiesta de cumpleaños. Esta vez fue
una comida muy formal, con muchos familiares llegados de
diversas partes de Puebla y Veracruz, y Quezada me prestó
poca atención. No capté ninguna señal de complicidad,
ninguna advertencia o recomendación. Interpreté esa actitud
como una señal de que el problema había sido minimizado de
algún modo.
Además, agotado ya de tantos meses de paranoia sin datos
reales, empecé a cansarme también de acompañar a Sor Juana
a todas partes; y, peor todavía, empecé a molestarme por sus
salidas nocturnas, lo que me homologaba con cualquier vulgar
novio celoso. En realidad, sí había algo de celos, pero
confusamente imbricados con la necesidad, para mí evidente,
de que ella llevara una vida más sensata y menos noctívaga;
ante todo, por seguridad en el país de los taxis ilegales, pero
también porque el inevitable paso a la madurez obliga a una
cierta suspensión del hedonismo. De cualquier modo, dejé de
disimular ante las salidas nocturnas de Sor Juana en compañía
de otros estudiantes: a algunos ya los conocía yo, y eran
cretinos de buena renta per cápita que coqueteaban sin rubor
con ella, envidiando su cultura y su sensibilidad y tratando de
impresionarla con coches veloces, ropa europea y tosca
virilidad de PIPOPES (pinches poblanos pendejos). Yo estaba
seguro (prácticamente seguro) de que ella no iba a ceder a esas
ofertas, pero justo por ello entendía menos su necesidad de
salir con esa gentuza blanquita y asquerosamente poblana, y
mi perplejidad subía de grado hasta volverse metaperplejidad.
A partir de ahí, la lógica de los celos, con sus premisas
equivocadas y al mismo tiempo sus deducciones perfectas,
funcionaba de forma devastadora. En alguna ocasión ella trató
de tranquilizarme pero de una forma inesperada:
—Esos admiradores no deberían preocuparte. Solo me
gusta reír con ellos y de ellos. No te pongas celoso —hizo una
pausa y siguió hablando con lentitud, buscando precisión y
evitando el error, como en una declaración judicial—. Si yo
quisiera, tendrías otros muchos rivales, mucho más serios y
más inteligentes que esos putitos.
—¿Tienes el ego subido hoy?
—No… Pero algún día te explicaré algunas cosas. Te elegí
a ti y tenía otros candidatos. Candidatos que me enviaban
rosas y tenían detalles elegantes, y que no son obsesos de las
cachetadas y las nalgadas como tú.
—¿El Culero? No me digas que te enviaba rosas… No me
lo creo. Y sabes que ese tipejo no te tratará nunca mejor que
yo.
—Rodrigo nunca fue tu competencia.
Entendí que no iba a dar más detalles; o quise entenderlo
así, quién sabe. Los autoengaños son obviamente difíciles de
autodiagnosticar.
Otro tema de discusión fue el premio literario.
—Malgastas tu talento y tus posibilidades. Podrías
dedicarte a escribir en serio. Nadie dice que sea fácil, pero tú
te lo puedes permitir. Podrías sacar adelante tu Atlántida.
Pronto se acaba el plazo para el concurso. Y yo estoy seguro
de que lo ganarías.
—Ese concurso es un fraude, como todos los concursos
literarios. Tú mismo nos lo has explicado en clase. Seguro que
ya está dado el premio. Lo sabes tan bien como yo.
—No. Lombard está en el jurado. Él es un tipo íntegro; no
es fácil comprarle. No permitirá que haya trampas. Por eso
creo que el concurso será limpio y puedes ganarlo. Al menos
deberías intentarlo, y no dejar en la clandestinidad tu obra.
—Creo que te interesa más a ti que a mí ese poema.
—Claro, porque me parece una buena idea. Y porque en
cierto modo resume mi vida. El océano. Lo que une México y
España. Y a la vez los separa. La profundidad desconocida del
mar.
—Pues quédatela tú y escribe esa obra. ¿Ves? Ese es el
pedo contigo. Que solo piensas en ti y proyectas todas tus
neurosis en los demás. Te intereso no por lo que soy, sino por
lo que te puedo dar. ¿No ves el egoísmo?
En los primeros días de junio, cuando acababa el semestre
de primavera y se acercaban las vacaciones, todo se precipitó.
Una noche llegué a la casa y no encontré rastro de ella; la
intenté localizar en el teléfono móvil y no obtuve respuesta.
Salí a buscarla en taxi por los antros habituales que
frecuentaba; la busqué durante horas, ensayando en mi cabeza
la temida llamada a su padre. Me di de plazo hasta las tres de
la mañana para avisar a la policía y a la familia. Ella apareció
poco antes de esa hora y la discusión fue muy superior a
cualquiera de las precedentes. Sor Juana se justificó hablando
de que Andrea había venido a visitarla de repente y habían
estado juntas, pero todo me pareció poco verosímil; en buena
medida porque yo había asumido la existencia de otro hombre
que rivalizaba conmigo y que ganaba terreno en su alma a
medida que yo me mostraba más débil e inseguro. Ella no
durmió conmigo esa noche y regresó a la casa de su padre.
Pasamos dos días sin vernos hasta que la llamé y hablamos
largamente, en un terreno neutral, el bar Reforma. Cansado de
ocultar la verdad, le conté de manera abierta y directa lo que
me había dicho su padre en la fiesta de cumpleaños. Ella no
mostró ninguna sorpresa, sino sentido del humor.
—¡No mames! ¿Mi papá pensó que podías ser mi guarura?
¿Que no te ha visto la panza?
Interpreté la broma como el inicio de un nuevo pacto y
hablé con sinceridad de mis celos.
—Siempre ha habido otros hombres, Álex. Siempre hay
otro. Y tú también me pones celosa a mí cuando platicas con
Judith. ¿Crees que no sé que, en algunos aspectos, ella es la
que realmente quieres?
—No. Te elegí a ti y lo demás no importa.
El no era, desde luego, demasiado rotundo, pero lo
siguiente sí era totalmente cierto.
Aquella noche Sor Juana quiso, de modo imprevisto,
hablarme de su familia, en unas palabras que no olvido:
—Un día… un día tienes doce años y todo empieza a ser
extraño. Tu cuerpo, tu mente, la realidad que ves. Pero lo más
grave es que tu propia familia se vuelve extraña. Y ya no te
hablo solo del tío Poncho. A él lo veía una vez al mes, más o
menos. No, la familia se rompía por todos lados. Imagina la
escena: estamos en la hacienda de Atlixco y mi mamá se
acerca a mí, y me abraza. Estamos solas, mis hermanos están
jugando futbol con los hijos del chofer. Mi papá está fuera, y
yo no sé qué anda haciendo. Yo me siento sola como tantas
otras veces en la infancia, pero confío en mi mamá porque
juego con ella a menudo y sé que me quiere tantito más que a
mis hermanos. Mi mamá me abraza de manera especial, y llora
por motivos que yo no entiendo. Por fin se tranquiliza y me
dice algo que jamás podía esperar: que tengo más hermanos.
No lo entiendo, ni lo entenderé hasta que vea a mi papá entrar
en la hacienda, unos días después, con tres chamacos tan
asustados como yo. Y nos encontramos todos juntos, nos
presentamos y nos damos besos; y papá ríe y trata de
desdramatizar, pero mamá está seria y no puede sonreír. Nos
ponemos a jugar todos los hermanos, pero yo soy la única
niña, y aunque juego con ellos a juegos de niños y soy capaz
de madrear a mi hermano Jorge, me siento sola. Sola y
extraña. Doce años después sigo igual.
»Aquel día me escapé de casa. Me encontraron al día
siguiente, dormida en la calle. Alguien, un hombre, me tocó la
ropa interior mientras dormía, pero no llegó a violarme. Mi
papá me castigó de muchas maneras y mi mamá no me ayudó
nada. Los odié durante años y me escapé dos veces más.
Después pasaron los años y empecé a avergonzarme de haber
sido tan dura con ellos, y les perdoné todo, sobre todo a mi
mamá, víctima de una situación injusta. Pero pasaron más
años; llegué a la universidad con el dinero de mis papás y
empecé a pensar otra vez mal de ellos cuando supe que la
mamá de mis medio hermanos apenas tiene dinero mientras
que mi mamá ha dado la vuelta al mundo dos veces. Y
entonces ya no pienso que es una mujer humillada, sino una
mujer egoísta. Pero es mi madre, es la que me trajo al mundo,
y sé que me trajo al mundo para recuperar a mi papá porque
las fechas son muy claras y yo nací después de mis medios
hermanos, y sé lo que eso significa. ¿Comprendes lo que es el
caos? Veo a mi madre y me veo a mí, y pienso en lo que nos
une y lo que nos separa. La quiero y la odio. Y lo mismo con
mi papá y con mis hermanos.
»A veces me gusta el caos, pero a veces no lo soporto. Me
asusta cometer el mismo error que mi mamá. Y me asustas tú
porque eres adorable, pero siniestro. Eres adorablemente
siniestro. Te pareces más a mi papá de lo que crees.
Pensé que en aquel momento había logrado por fin abrir
una vía de comunicación más auténtica y profunda con ella, y
me sentí agradecido y feliz por ello. Pero la caída de ese
escudo defensivo no dio los resultados previstos: las
discusiones aumentaron y el placer no volvió más. Sor Juana
ya había hecho su elección y solo faltaba el pequeño detalle de
que yo fuera capaz de entenderlo. Fuera lo que fuera lo que
esperaba de mí, yo no se lo podía dar. Eso, al menos, sí lo
entendí.
Unos días después, se llevó todas sus cosas de mi casa, y ni
siquiera hubo gritos por parte de ninguno de los dos. Ella
regresaba a su casa a vivir con su familia, con lo que estaría
más o menos protegida, y yo me preparaba para volver a
España en las vacaciones. Hacía mucho que no veía a mi
propia familia y comprendí que ese era el momento adecuado;
además, operaban a mi hermana en un proceso de cierta
gravedad. Estuve en España durante el mes de julio sin apenas
noticias de Sor Juana, salvo algún esporádico correo
electrónico intrascendente. Mi familia y la reinserción en la
vida española me mantuvieron bastante distraído y no tuve
mucho tiempo para melancolías.
A principios de agosto, regresé a Cholula tras el habitual
larguísimo viaje desde España: en total, más de veinte horas
desde que salí de Barcelona. Todos los profesores habíamos
terminado nuestro periodo vacacional y el nuevo curso estaba
a punto de empezar. Yo llegaba un día tarde con respecto a los
demás profesores.
Hay síndromes posvacacionales duros; el mío de aquel año
debe contar entre ellos, sin duda alguna. En primer lugar, me
encontré con mi casa saqueada: alguien había entrado y había
robado casi todo: cosas de valor, cosas de valor solo erótico y
cosas sin ningún valor. El vigilante, al parecer, no se había
enterado de nada.
Y el día siguiente no fue mejor. Llegué al departamento a
primera hora y ya encontré a Judith alteradísima.
—¿No sabes lo que ha pasado? Tenemos el peor de los
problemas. El gringo se ha marchado y no tenemos quién dé
sus clases.
—¿Qué?
—Ayer no se presentó a trabajar. Nos ha dejado una carta
de dimisión. Pero no sabes lo peor… ¿No has visto la prensa?
—Dime.
—La semana pasada salió en una estación de radio
denunciando que habían comprado el concurso literario para
que lo ganara Rodrigo.
—¿Rodrigo lo ha ganado?
—Sí, lo ganó, pero Lombard dice que todos los jurados
estaban vendidos y que él mismo recibió amenazas. Dijo en la
radio que el papá de Rodrigo es narco, dijo incluso que era
responsable de muchas muertes en Sinaloa. Es uno de los tipos
más importantes del cartel. Dio nombres y apellidos, dio datos,
fechas… Tuvieron que cortar el programa porque estaban
asustados. Como lo encuentren, lo van a matar. No te imaginas
lo que llegó a decir. Denunció a todos, al gobernador, a sus
secretarios, dijo nombres de políticos que han desviado fondos
de millones de pesos. Incluso dio la dirección de los
fraccionamientos donde, según él, viven los narcos en Cholula
y en Puebla. La dirección exacta, Álex.
—¿Habló también de Quezada?
—No. Quezada es un santo en comparación con los otros.
Traté de formular alguna interpretación, optimista o
pesimista, pero no se me ocurrió nada que decir. El asunto
estaba muy por encima de mis conocimientos y mis
experiencias. No obstante, la situación era grave,
objetivamente: incluso Magallanes compartía la inquietud de
Judith.
—Se la mamó el pinche gringo —dijo el novelista.
Judith me dejó porque tenía una reunión importante con el
decano Villalobos para resolver el problema de Lombard y la
mala imagen que podía dar a la universidad. Yo, víctima de un
jetlag especialmente intenso, me reincorporé a mi despacho y
lo primero que hice fue consultar el correo electrónico. Había
dos mensajes. El primero era de Sor Juana:
«Sé que estarás enojado, pero debes saber que te he querido
y te querré siempre. Solo que tu caos y mi caos no se
entienden. Y no sé si es cierto, pero muchas veces me hiciste
pensar que, en el fondo, tú quieres estar solo. Amas tu soledad,
incluso aunque sabes que te va a destruir. Amas tu destrucción
y eso lo respeto. Pero yo no quiero ser destruida todavía.
Quiero vivir y luchar. Confío en que lo comprenderás».
Y el segundo era de Lombard:
«Carnal, lo siento, my friend. Nos hemos ido lejos. Sabes
que yo sí puedo protegerla a ella. Conmigo estará a salvo. Pero
quiero que sepas que nunca, nunca, de verdad, te puso el
cuerno. I swear. Espero que sepas perdonarnos.
»Lo importante es que les hemos ganado, Álex. A todos
esos corruptos, asesinos y chantajistas. Les hemos demostrado
cómo se hace. Que no tenemos miedo a decir la verdad. No
podrán con nosotros. Ojalá todo México haga lo mismo algún
día.
Un abrazo de tu amigo, siempre».
CUARTA PARTE
PROFANACIÓN

Y
o siempre pensé que a lo largo de mi vida había
construido una soledad digamos que aceptable; no
mítica, pero sí literaria, llena de fecundas
introspecciones y armada de citas y modelos con los que
sentirme acompañado. Pero eso no es soledad. Eso es un
monólogo con un público que es imaginario, pero te aplaude.
Es una novela en espera de editor.
Hay una psicosis especial cuando tu casa es saqueada, y eso en
México es muy habitual: no solo temes que vuelvan a entrar en
cualquier momento, sino que tardas mucho tiempo en saber
realmente cuánto has perdido, porque, si no tienes un
inventario completo, puedes descubrir un mes después del
robo que algo más te falta. Es decir, después del robo siguen
desapareciendo cosas, y el duelo por tanto continúa. Pero hay
más: la violación de la casa cuando eres extranjero es una
versión 2.0 del desamparo. Las paredes dejan de ser reales y
pasan a ser virtuales: es la terrible suplantación del hogar por
la intemperie. Y encima, en Cholula.
El ladrón se llevó cámaras de fotos y video, ropa, el
televisor, el DVD, el microondas, dinero en efectivo y otras
muchas cosas, incluidas las botas de Sor Juana y todos
nuestros gadgets eróticos, que mucho me había costado
comprar en la puritana ciudad de Puebla. Nada de eso quizá
tendría importancia; salvo porque significaba que ya no había
rastro de Sor Juana en mi casa, ni una foto siquiera.
Solo quedó un objeto que valiera como imán de recuerdos:
el collarín ortopédico que Sor Juana tuvo que usar una vez por
un esguince cervical y que me regaló caprichosamente para
jugar conmigo y convertirme en su enfermo imaginario. Aquel
collarín era para mí un anillo de compromiso, un símbolo de
comunión, un perfecto antídoto contra el olvido. El ladrón,
como es lógico, no vio ningún sentido en el collarín más allá
del puramente terapéutico y optó por no llevárselo. Yo me
quedé con él y me ayudó a entender hasta dónde podía llegar
la nueva magnitud de mi soledad.
Lombard, admitámoslo, había sabido ofrecerle a Sor Juana
lo que yo no pude o no supe ofrecer. Ni siquiera odiaba al
gringo: en mi interior, sabía que había ganado de forma limpia
y honesta. La culpa era solo mía; y cuando una culpa así de
justificada se mezcla con la soledad, el orden de prioridades
cambia y el suicidio se pone en segundo lugar solo por detrás
del alcoholismo.
Paradójicamente, solo encontré un alivio: ponerme el
collarín a todas horas, autorecetármelo como penitencia, vivir
con él de manera constante para que su inutilidad absoluta me
evocara otros absolutos, como, por ejemplo, Sor Juana. Para
que mi piel sintiera todavía un residuo de aquel dominio
gozoso.
LA SEDUCCIÓN DE LA TOTALIDAD (II)

Y
a lo dijo hace poco nuestro presidente, José María Aznar.
Los autores intelectuales de los atentados no están en
montañas remotas ni en desiertos lejanos. Los autores
intelectuales: ahí radica el enigma fundamental. Los
ejecutores son escoria sin importancia, incapaces de urdir un
plan tan sofisticado y capaz de cambiar la voluntad de un
pueblo. Nada más ingenuo que tener una imagen candorosa
del Poder como algo público y transparente. No, el Poder
funciona siempre de manera subterránea, y los grandes
cambios históricos se gestan a través de élites, equipos
dirigentes, conspiradores, vanguardias, que planifican secreta
y oscuramente, preservando el privilegio de su capacidad de
decisión, adelantándose a los movimientos, reservándose un
as en la manga, evitando que la información decisiva esté al
alcance de todos. Así ha funcionado el Poder, y cualquier
sublimación teórica que intente refutarlo (obra de relativistas
y supuestos eruditos) solo confirma lo que digo.
¿Bin Laden? ¡Por favor! Bin Laden (si es que existe) es
solo una pieza de un engranaje muy superior, una máquina
devastadora de la que ese sujeto burdo e ignorante apenas
percibe el brillo metálico. Todo es de una lógica aplastante,
que únicamente puede ser ocultada a través de una estrategia
de anestesia colectiva como la que se intenta llevar a cabo
hoy: pero hay que recordar que la concepción del plan asesino
del 11-M no puede ser, de ningún modo, independiente de sus
beneficiarios objetivos. Está intrínsecamente unida a ellos
porque la lógica del beneficio es el principio generador de
toda la estrategia criminal. Algunos de esos beneficiarios
pueden estar más o menos vinculados, operativamente
vinculados, pero todos ellos tienen algún grado de
complicidad, porque TODOS han contribuido, en mayor o
menor medida, al éxito del plan terrorista, antes o después. La
delimitación de responsabilidades penales será una labor
ardua, sin duda, pero las responsabilidades morales e
ideológicas empiezan a estar bastante claras. Muchos sectores
y agentes, aparentemente diversos en sus intereses y
prioridades, necesitaban la victoria electoral del 14-M: desde
algunos negocios hasta la política y las múltiples formas de la
delincuencia, hasta Marruecos y otros países que veían con
preocupación el crecimiento del prestigio español en el
mundo. Ahora disimulan y buscan pasar página con rapidez
para borrar las huellas de su crimen, ofreciendo paz y
miradas hacia un futuro próspero, manipulando a las víctimas
(qué triste su actitud a veces) para que sirvan a sus objetivos.
Pero no conseguirán callarnos a todos. Algunos creemos que
la lucha por la verdad puede dar sentido a toda una vida. Los
muertos nos piden justicia.
Repasemos algunas evidencias. Repito: evidencias. ETA
estaba acorralada como nunca lo ha estado: no hubiera
sobrevivido a otra legislatura de acoso policial como la última
que hemos vivido. El cambio de Gobierno era para ellos la
única oportunidad de escapar a la asfixia y ganar algo de
tiempo para replegarse. Las consecuencias las veremos
pronto, por desgracia. Aquí en México viven muchos de esos
terroristas, cerca de nosotros, quizá tan cerca como los
narcotraficantes; viven cómodamente refugiados en el
anonimato, apoyados en la leyenda romántica de su pueblo
oprimido. Pero ellos saben que esta victoria del terrorismo les
da el aliento necesario para perseverar en sus objetivos. Estoy
seguro, absolutamente seguro, de que ha habido celebraciones
de la reciente jornada electoral en esos restaurantes vascos de
este país. Que ETA y los abertzales digan que no han tenido
nada que ver solo debería invitar a la desconfianza a
cualquier hombre de bien que sepa lo que ha sido la historia
de España en los últimos treinta años. ¿Realmente alguien
puede sorprenderse de que los hombres que secuestraron
durante más de un año a Ortega Lara sean capaces de un
atentado como el de Atocha?
Sí, también están en México, y alguien tiene que decirlo. Y
no olvidemos que terrorismo y narcotráfico han estado unidos
muchas veces en muchos contextos, y esa conexión está
perfectamente documentada. No me sorprendería que hubiera
conexiones en este país entre el narcotráfico y ETA. No tengo
información al respecto, pero el silencio de la policía y los
medios me parece significativo. Sea como sea, las conexiones
entre fuerzas asesinas son una realidad insoslayable.
Pero alguien debe coordinar esa estrategia criminal. Mejor
dicho: Alguien, con mayúscula. Por fuerza, Alguien debe estar
en la cumbre de la pirámide de la toma de decisiones, como
ocurre en cualquier organización, por mucho que ahora los
teóricos ultramodernos nos digan que las nuevas
organizaciones no tienen que ser jerárquicas. ¿Aleatoriedad e
improvisación? ¿Realmente podemos ser tan crédulos?
Yo os digo que hay Alguien temible y poderoso detrás de
todos estos cambios recientes. Una Mano Negra que aglutina
energías negativas y las dirige. Tengo incluso varios
candidatos, pero no me atrevo, por elemental precaución, a
dar esos nombres. Pero seguro que alguno de vosotros sabe de
quién estoy hablando, y probablemente esté de acuerdo
conmigo.
Os seguiré informando. Gracias por vuestra atención.
Sobre todo, no olvidéis que ayer fue España y mañana puede
ser México,
Fernando Villalobos
DETRÁS DE LA ALAMBRADA

–D
octor, buenos días. Vengo de parte del licenciado
Quezada, que quiere invitarlo a comer hoy. No se
preocupe, yo lo llevo y lo regreso después.
El guarura, y también chófer, había entrado educada e
incluso sumisamente en mi despacho, sobrepasado por la
solemnidad de las instituciones de esa educación superior a la
que él desde luego nunca había podido acceder. No recordaba
su rostro de la fiesta de cumpleaños, pero respondía al perfil
común de todos los guaruras de aquel equipo: forzudo y recio,
aunque más grasiento que fibroso, con bigote autóctono y
monótono traje gris sobre una camisa blanca.
Le dije que aceptaba la invitación. No me sorprendía la
propuesta, en realidad; hacía tiempo que esperaba algún tipo
de comunicación por parte de Quezada. Habían pasado ya más
de tres meses desde la marcha de Sor Juana y Lombard;
ninguno de los dos se había puesto en contacto conmigo y yo
no tenía ninguna idea de dónde podían estar. Lo único que
sabía con cierta seguridad era que no estaban ya en Cholula.
Aunque no eran los únicos que habían desaparecido de mi
entorno cholulteca: el vigilante risueño también se había
desvanecido después de haberme robado. Fue él quien
desvalijó mi casa, en contra de mi paranoica hipótesis inicial,
vinculada a Sor Juana y a su padre; no sé qué esperaba el
vigilante encontrar en mi casa y con qué expectativas planeó el
robo, pero desapareció, con su mujer y su hijito, aquel mismo
día de mi regreso de España. El casero hizo una rápida
investigación y entre los dos atamos cabos pronto. Al parecer,
alguna de mis pertenencias (no sé si de las eróticas o de las no
eróticas) había aparecido en la Fayuca, el mercado de las cosas
robadas. Me pregunto si fue una venganza del vigilante por mi
arrogante vida nocturna; pienso que quizá me odió siempre y
me vio como lo que nunca creí que podría ser yo: un niño rico
blanco. Sea como sea, el vigilante pasó por mi vida sin que
llegara a saber su nombre, o tal vez lo supe y lo olvidé. Pasó
por mi vida como una praxis de ese resentimiento sobre el cual
yo he teorizado, predicado y creado ejemplos. Ni siquiera
reuní fuerzas para denunciarlo a la policía, y en un último acto
de soberbia eurocéntrica por mi parte, intenté darle un sentido
útil a la experiencia.
Lo de Lombard tuvo más consecuencias prácticas: su
deserción colapsó al departamento y, más allá de lo personal,
tardamos en habituarnos profesionalmente a su ausencia. Todo
en su huida fue, al parecer, precipitado: ni siquiera había
recogido los libros y papeles de su despacho, que todavía no
había ocupado ningún sustituto. Judith estaba intentando
conseguir un contrato para que el Niño Genio ocupara ese
puesto, pero no parecía probable. Mientras tanto, entre Judith
y yo tuvimos que hacernos cargo de esos cursos. Magallanes,
cada vez de peor humor, se negó a apoyarnos en esa situación.
Por lo demás, los días pasaban entre oscilaciones de
borrachera y resaca. Me dedicaba a salir casi siempre con
Magallanes (que a pesar de todo era, prácticamente, mi único
apoyo), y a veces a beber solo en el bar Reforma. Pero hice
cosas mucho peores, desde todos los puntos de vista: abandoné
cualquier forma de productividad intelectual, perdí la
motivación docente (con lo que empecé a ganarme la antipatía
de los nuevos estudiantes), me aficioné a jugar peligrosamente
con pastillas que me recetaban psiquiatras de dudosa titulación
en universidades mediocres, visité lugares sórdidos donde hice
extraños amigos y amigas que apenas recordaba después, pasé
a ducharme un par de veces por semana, o menos.
El chófer me recogió al salir de clase y me aseguró que me
llevaría de regreso para cumplir con la última clase de la tarde.
Llegué así otra vez a la lujosa casa del barrio de Zavaleta,
aunque ahora ya no tenía yo la curiosidad sociológica de la
primera visita. Me abrió la puerta la misma criada, con el
mismo uniforme negro. Frente a la puerta principal, dentro de
un coche, noté la presencia, algo aburrida, de los que sin duda
eran otros dos guardaespaldas.
El licenciado Quezada me esperaba escuchando música en
el jardín, donde había instalado una mesa para comer. La
criada me ofreció algo de beber y dudé entre un tequila y una
cerveza. Por una vez, el fantasma de Malcolm Lowry me dio
tregua y conseguí pedir una cerveza.
Quezada me saludó con afecto, sin aparente rencor ni
agresividad. Pensé que le notaría algún tipo de desgaste a
primera vista, pero parecía bastante tranquilo, incluso relajado,
y seguramente ayudaba a esa imagen la guayabera blanca que
vestía. Lo primero que hizo fue disculparse innecesariamente
por la ausencia de su esposa en la comida. Dijo que la
acababan de operar y no estaba en condiciones de recibir
visitas. De manera educada me preocupé por su salud.
—Ah, no, no es nada grave. Ya sabes, operaciones de
mujeres…
Entendí que se trataba de cirugía estética y pensé
fugazmente qué tipo de madre se dedica a operarse la nariz o
la barriga o las tetas mientras su hija está perdida sin dar
señales de vida. Supuse que se trataba de una evasión
emocional, pero eso no me impidió sentir por ella una
profunda antipatía, digna quizá del exvigilante ladrón de mi
casa.
Postergamos bastante rato el tema esencial y nos
entretuvimos hablando, entre otras cosas, de algunas anécdotas
políticas sobre Andrés Manuel López Obrador. También me
comentó alguno de sus proyectos empresariales actuales, como
la construcción de un campo de golf. No habló de Momoxpan
y yo no me atreví a sacar el tema. Quezada escuchó mis
opiniones políticas de extranjero e incluso compartió alguna,
creo que con hipocresía. Infructuosamente, traté de parecer
tranquilo, pero sospecho que él sí vio en mí un desgaste, ese
declive incluso físico de mis últimas semanas erráticas e
imprudentes. Me preguntó si quería vino para comer; como
respondí con un sí, llamó a la criada para pedirle que trajera
dos botellas de la bodega.
—Tú eres español, sabes de vinos. Elige tú, por favor, el
que más te guste.
No conocía ninguna de las dos marcas, lo que me hizo
suponer que realmente eran buenos vinos, fuera de mi alcance
económico en España. Elegí el Rioja, sin otro motivo que una
falsa fidelidad regional. Y el silencio posterior fue la última
pausa antes de abordar el tema.
—¿Sabes algo de mi hija?
Negué con la cabeza, incapaz de elegir entre las diferentes
respuestas que había ensayado mentalmente en el trayecto con
el chófer. En eso, la criada apareció para servirnos los platos
de un mole poblano con apariencia estupenda.
—¿Nada? ¿Ni una llamada, ni un e-mail? —volví a negar
en silencio—. Híjoles… A nosotros nos ha escrito dos veces.
Dice que está bien, que es feliz con el gringo, que está
empezando una nueva vida; pero que no nos va a decir dónde
vive ahora. He hablado con policías de mi máxima confianza
para que averigüen desde dónde envió esos e-mails, pero no ha
sido suficiente. Uno lo envió desde Veracruz y el otro desde un
hotel de Palenque. Es probable que haya estado haciendo
turismo. Pero no la hemos encontrado. Es evidente que no
quiere volver con nosotros. Lo entiendo, chingados, lo
entiendo, porque está cabrón. Pero no quiero que viva de esa
manera, como una vagabunda. No he trabajado todos estos
años para darle ese tipo de vida a mi hija. He conseguido una
importante posición, un patrimonio, un respeto social que
quiero que hereden mis hijos. Todos mis hijos, ya me
entiendes. Por eso deseo que ella tenga lo mejor. Porque
además se lo merece. ¿No crees? Imagino que la extrañas.
—Sí, mucho.
—Yo pensé que ustedes dos tendrían algo; algo duradero,
quiero decir. Nunca pensé que se iría con ese gringo. No te
estoy reprochando nada. Creo que hiciste lo que pudiste. Sé
que mi hija es difícil, lo sé perfectamente. Pero dime una cosa:
¿odias al gringo?
—No, la verdad es que no —respondí, y lo hice con
sinceridad.
—¿Crees que mi hija se pondrá en contacto contigo algún
día?
—Eso espero.
—Pues si lo hace, por favor, dile que puede regresarse a
casa. Antes no podía, era demasiado peligroso, pero ahora sí.
He hecho lo que tenía que hacer y creo que eso garantiza que
ella pueda regresar. No sé cuándo volverá a hablar conmigo, y
además puede que no me crea. Por eso quiero este último
favor de tu parte.
No parecía sincero, aunque seguramente lo era, y no lo
parecía porque hablaba con la impostación de un determinado
tipo universal de políticos, acostumbrados a medir las palabras
y a calcular los silencios. Ya no era el borracho parlanchín y
vulnerable de la fiesta de cumpleaños, sino el pragmático y
camaleónico fiscal de sangre fría y voracidad empresarial, que
con seguridad había aprovechado la política para llenarse los
bolsillos ilegalmente —o como mínimo inmoralmente— con
sus múltiples negocios.
—Sí, Alejandro… Tienes razón en lo que estás pensando.
He cedido, y espero no arrepentirme.
Nada cambió en su rostro mientras hacía la confesión;
apenas se regocijó con las bondades de su primer bocado del
pollo enmolado. De hecho, pensé que esa era una prueba de su
ego monumental: la capacidad de exhibir su victimismo y
controlarlo con un discurso templado y sobrio.
—Se acabó, ya no voy a luchar más. No voy a jugar a Eliot
Ness. Lo siento, que otros salven a México. Yo tengo que
proteger lo que he conseguido: mi familia, mis negocios, todo
esto que ves y que me hace sentir orgulloso.
—Eso significa que han ganado, ¿verdad?
—Me temo que en este país siempre ganan. Es muy difícil,
Alejandro… Yo mismo he cometido errores, errores graves. A
veces te asocias con gentes que parecen respetables y luego
son criminales. Pero es que México es así, y tardará mucho en
cambiar. Quizá cuando los Estados Unidos o España nos
conquisten…
—¿Y el gringo?
—El gringo… Sí, ese es un problema. Debería huir del
país. Si se queda, quién sabe lo que pueda pasar. Además, les
resultaría muy fácil porque es un gringo ilegal, ¿sabías? Es
curioso; Estados Unidos está lleno de mexicanos ilegales, pero
aquí tenemos también a un gringo ilegal. No he podido ni
siquiera averiguar su nombre real. Ni modo… Lo que hizo es
para ellos intolerable, aunque tuviera toda la razón. Pero
compréndelo, no voy a vender mi alma al diablo por un pinche
gringo. Por mi hija, sí. Pero no por un gringo.
—Ojalá podamos volver a estar todos aquí, como en los
buenos tiempos.
—Los buenos tiempos no volverán, te lo aseguro.
La criada apareció para servirnos, aunque no la
necesitábamos para nada, y en ese momento pensé preguntar a
Quezada, malévolamente, si la pobre criada era también
culpable del caos mexicano. Pero me venció la educación
poblana, y me limité a darle la razón con un monosílabo.
Empezamos a comer y yo me callé las preguntas que quizá
debería haberle hecho, sobre cuántas vidas iba a costar esa
decisión de Quezada a medio o largo plazo. Vidas de inocentes
castigados por la ineptitud y la cobardía de los políticos.
Quezada me ofreció un brindis casi disculpándose por
haber probado ya el vino:
—Por mi hija —brindamos y bebimos—. Encuéntrala y
tráela a casa. Por favor.
Saboreé de manera momentánea su impotencia y sentí la
tentación de restregarle por la cara la fatuidad de todo su poder
y sus recursos legales y no legales, para demostrarle así cuál
era la altura moral de toda su jerarquía; podría, incluso,
haberle sermoneado impunemente, porque sé que, por
educación o por culpabilidad, no me hubiera replicado. Pero le
perdoné y hablé poco, sin siquiera ironizar maliciosamente ni
una sola vez en el resto de la comida; no solo porque deduje
que, a pesar de todo, era evidente que había sufrido en esos
últimos tiempos, y porque me merece respeto un sentimiento
que solo he podido intuir en otros (el miedo a perder a una
hija), sino porque me pareció excesivo el papel de justiciero
para alguien como yo, con más de cronista que de héroe épico.
Lo cierto es que yo no soy Pike Bishop, ni Sonny Crockett; ni
siquiera llego a Jeff Lombard.
LA GUARDIA NOCTURNA (I)

«Y aelséfondo
que soy anacrónico. Soy un reloj de sol olvidado en
de un armario».
En aquellos meses horribles de incertidumbre y nostalgia,
de ahogo en Cholula, de arenas movedizas, comprendí más y
mejor a Miguel Magallanes, que se convirtió en mi compañía
más habitual. Su amargura me sirvió de modelo, porque
Magallanes era en eso un gigante; un doctor honoris causa del
resentimiento, un resentimiento que acompasaba con dosis
incuestionables de lucidez y presagios de derrota inminente.
Creo que de algún modo los dos convinimos implícitamente en
que se convirtiera en algo así como tutor de mi fracaso y mi
soledad una vez que me quedé sin Sor Juana. Salíamos a cenar
y a beber, nos quejábamos de todo y de todos y nunca
cedíamos al impulso de soñar con un futuro satisfactorio.
Vivíamos de forma testamentaria, quemando sistemáticamente
ilusiones, creando rutinas de queja y desengaño a las que
volvíamos una y otra vez: la universidad, México, España, las
mujeres, los hombres, la vejez, la precariedad del cuerpo.
Aprendí mucho con Magallanes; no tanto de literatura como
de soledad. Su soledad, diría yo, era difícil de igualar. Yo era
posiblemente su único amigo o esbozo de amigo en Cholula y
no conseguí pruebas de que tuviera mejores amigos fuera de
aquel pueblo polvoriento.
Uno de nuestros entretenimientos más gratificantes era
hacer catálogos de nuevos síndromes y enfermedades que
creíamos compartir y a las que buscábamos nombres
pseudocientíficos. Así, por ejemplo, descubrimos la
autografopatía: esa extraña ansiedad que el ciudadano del siglo
XXI empieza a sentir ante su firma escrita, porque ya sabe que
el tradicional pacto entre su identidad y el dibujo de la firma
con su rúbrica se está desvaneciendo en el mundo digital.
Magallanes me confesó que sufría de una sorprendente
angustia a la hora de firmar cualquier papel porque había
perdido la capacidad para repetir exactamente la firma y
siempre le salía distinta e impredecible, con lo que eso tenía de
metáfora existencial y riesgo legal. Yo le di la razón y le
enseñé mi penosa firma, que sigue siendo más o menos la
misma de cuando me hice el primer carné de identidad, con
catorce años y el incipiente bigotillo de pelusas negras. Y nos
reímos pensando que nuestras respectivas identidades se
estaban disolviendo en el magma de la nueva realidad digital.
Recuerdo que también inventamos la obitoneurosis, otra
enfermedad que será pandemia del siglo XXI: ese sufrimiento
especial al revisar obituarios en los medios de comunicación;
porque en el mundo global las necrológicas son masivas y el
«¿te has enterado de quién se ha muerto?» de la antigua
sociedad rural se ha transformado en una especie de castigo
hipertextual diario, con algo de gota malaya. La sociedad de la
información es, ante todo, información sobre la muerte. Todos
se van muriendo, decía Magallanes; se muere la familia, pero
sobre todo se mueren muchos que no conocimos en persona
pero que ocupan un puesto decisivo en nuestra memoria: los
ídolos literarios, musicales, políticos, futbolísticos. Se mueren
todas las referencias de tu biografía, e incluso se mueren otros
más jóvenes, y la necrológica se convierte en una verdadera
obsesión. Minuciosamente, cada día vas asistiendo al
aniquilamiento progresivo y bien documentado de toda tu
enciclopedia vital. Y ese, pensábamos Magallanes y yo, es un
buen motivo para emborracharse.
Sí, de algún modo (no secreto, pero sí oscuro), yo
compartía demasiado con Magallanes, más que con Lombard.
Los tres seguíamos el curioso magnetismo de los que huyen:
con la brújula que te dice que el miedo está al sur y por tanto
hay que viajar al norte. Pero Magallanes y yo compartíamos
algo más específico: el mesianismo del creador, la genética
tramposa de los que se creen elegidos. Debo reconocer que le
envidiaba su alucinación kafkiana en Barcelona, porque, aun
siendo delirante, era una experiencia más entusiasta que todas
las búsquedas sobrenaturales de mi vida. Al menos Magallanes
había apostado toda a su vida a una carta, aunque
evidentemente eligió el rojo y salió el negro; yo ni siquiera
había logrado la fe suficiente para sacar adelante algún
proyecto (un libro, todos los libros, el libro) y me conformaba
con la cómoda distancia que otorga el cinismo. En cambio,
Magallanes había luchado denodadamente y había probado
todas las estrategias: había jugado a la mezquindad y a veces a
la honestidad, había escrito deprisa y había escrito con
lentitud, había sido servil a los poderes y había sido
independiente de todos ellos, había sido moderno y había sido
clásico, regionalista y cosmopolita, formalista e ideológico,
espiritualista y materialista. Había practicado todos los
vaivenes de la evolución artística, aunque siempre con algún
desajuste o anacronismo o mala suerte. Ninguna de sus
estrategias le había servido de nada. Sin embargo, uno lee hoy
La guardia nocturna y solo puede pensar: «este tipo no es peor
que los demás, no merecía menos que tantos otros que hoy en
día reciben homenajes y glosas por todas partes». ¿Y por qué
fracasó, entonces? ¿O es que quizá no fracasó en realidad?
¿Qué es el fracaso literario, es decir, qué es el éxito? Porque,
al fin y al cabo, Magallanes sí publicó e hizo lo que quería
hacer, y en cierto modo eso debería ser suficiente para
dignificar una vida, aunque sean sesenta años de esperas no
consumadas.
Pero tampoco puedo decir hoy que Magallanes fuera
exactamente un nihilista, a pesar de todo. Porque sí había un
Valor Supremo y Permanente que nunca cuestionó y al que fue
fiel siempre: la propia Literatura, el legado artístico de siglos
que él leía y releía en los momentos de abstinencia alcohólica;
y al que nunca renunció, en realidad. Leía y leía, y yo creo que
gozaba, sí, gozaba de placer estético, gozaba interpretando,
gozaba descubriendo artificios literarios, gozaba viendo
reflejos en las obras, fueran reflejos del tiempo irrecuperable o
de una posible eternidad. No se cansaba de decir que la
literatura contemporánea había cometido el error básico de
acentuar la originalidad, negando, por motivos comerciales, la
imitación de los clásicos. Él proponía, y tal vez por eso ya no
entraba en la lógica del mercado literario actual, que había que
volver decidida y orgullosamente a Dostoievski, a Faulkner, a
Proust, a Kafka, por supuesto. Que era perfectamente lícito
imitarles como se imitaba a Virgilio o a Petrarca en otras
épocas. Que el progreso artístico es una ilusión vanguardista
que el mercado capitalista ha sabido asimilar y controlar con
nefastos resultados.
«Yo debería haber nacido en los tiempos del Modernismo y
la absenta, en los días del Duque Job; debería haber
colaborado en la Revista Azul y quizá haber muerto con poco
más de veinte años, como Bernardo Couto».
Hubo dos malos momentos para él a principios de 2005, y
no sé cuál fue peor de los dos: su hija dio a luz y el Niño
Genio renunció a hacer la tesis de licenciatura sobre su obra.
La hija, a la que no veía desde hacía años, se limitó a
informarle con una llamada de teléfono tres semanas después
del nacimiento. Yo estaba con él entonces; cuando terminaron
de hablar, Magallanes enmudeció para casi todo el resto de la
noche. En algún momento me atreví a preguntarle qué le
pasaba, y él me explicó el motivo de la llamada. Lo inesperado
vino después, cuando me confesó que seguía queriendo a su
exmujer, a pesar de los treinta años de separación.
—En treinta años solo he estado con putas. Y lo peor es
que no me gustan las putas.
La traición del Niño Genio era, sin duda, menos
importante, pero seguramente por eso fue una herida más
profunda, porque hay trivialidades que, de forma imprevista,
adquieren trascendencia, y una pequeñez puede magnificarse
con facilidad. Magallanes y el Niño Genio habían hablado
mucho de la tesis y el proyecto parecía bien encarrilado: se
trataría de un estudio profundo de la obra de un autor menor,
que sin embargo permitiría importantes conclusiones sobre el
sistema de capillas literarias mexicanas y en general
latinoamericanas. Para Magallanes, una tesis sobre su obra era
una modesta inmortalidad y pocas veces lo vimos más
ilusionado que en los momentos en los que se hablaba del
tema. Además, había ordenado textos inéditos, había precisado
fechas y datos con un esfuerzo notable, e incluso había sido
capaz de verbalizar de forma bastante objetiva sus intereses
literarios, sin necesidad de salpicar sus comentarios de
acusaciones y ajustes de cuentas. Pero el Niño Genio quería
irse a Estados Unidos para empezar una próspera carrera
académica y consiguió que le ofrecieran una beca excelente.
¿Dónde? En la universidad de la Eminencia Latinoamericana,
por supuesto.
Una vez logrado el objetivo principal, garantizar el primer
paso de su currículum en Estados Unidos, cambió su tema de
tesis para adaptarse al programa de posgrado gringo y empezó
a olvidarse de nosotros. Ni siquiera tuvo la delicadeza de
hacerlo de manera progresiva: apareció un buen día con la
tesis terminada y nos metió a todos prisas para graduarse
cuanto antes, consciente de que incluso escribiendo
aceleradamente una tesis el resultado final solo podía ser cum
laude. Magallanes no dijo nada, pero por una vez su silencio
sobrio fue tierno; fue un silencio de huérfano. No me parece
exagerado pensar que en ese momento perdió su última razón
para vivir: se quedó por fin sin ilusiones, o, más exactamente,
sin ficciones. Ya no podría aportar nada más a la Literatura
sagrada en la que él creía, y esa Literatura tampoco le
necesitaba a él para seguir existiendo en la memoria de los
hombres. Lo siguiente solo podía ser un desgaste ya
inequívocamente fúnebre: rechazos airados ante la perspectiva
de cualquier visita a un médico, prefiguraciones sarcásticas
sobre su propia muerte, ataques de melancolía cada vez menos
intermitentes.
«El desperdicio de toda una vida: ese será mi epitafio.
Malgastó toda su vida en organizar un festín; nadie vino y la
comida se pudrió».
Pero aun así hubo buenos momentos, dentro de tanta
amargura totalizadora y recurrente. Lo recuerdo ahora
comiendo tacos en una taquería callejera a la que me llevó con
orgullo de cicerone.
—Aquí se comen los mejores tacos de Cholula, de Puebla,
y de México, y del mundo.
Yo, como siempre, le pregunté por los requisitos de
higiene.
—Están hechos de la mejor carne de perro callejero —
bromeó.
No le costó convencerme de la propuesta y en efecto
viajamos una noche en taxi hasta una calle alejada del zócalo
de San Pedro Cholula, que yo no conocía de nada. Era una
calle pésimamente iluminada y pavimentada, pero con el
esplendor inequívoco de la taquería, con su febril agitación de
demandas y entregas y con el calor primitivo y a la vez
reconfortante de las parrillas de carne. Unas treinta personas
de pie comían o esperaban sus tacos y todos parecían
satisfechos. Lo más asombroso es que en la taquería, como en
tantos puestos ambulantes de México, no se vendía alcohol, y
eso hacía más singular la devoción de Magallanes.
Los tacos eran realmente excelentes y baratísimos. Las
salsas, inmejorables. Magallanes pidió y repitió,
aparentemente sin echar de menos el alcohol. En mi opinión,
se le podía considerar, con moderación, feliz y creo que sus
palabras me lo confirman:
—Mira —dijo abriendo un tema nuevo e inesperado de
conversación mientras empezaba a limpiarse las manos
grasientas con una servilleta de papel—, la verdad es que no
sabemos nada de la vida. No sabemos con seguridad si existe
Dios o no; puede que Dios exista y nos tenga abandonados, y
que efectivamente esté esperando el día del Juicio Final. Ser
ateo es muy atrevido, teniendo en cuenta nuestra ignorancia
del universo. No sabemos si la conciencia trascenderá a
nuestra muerte, y accederemos a algún tipo de dimensión
distinta del ser, o si nos reencarnaremos en otro ser, humano o
no. No sabemos si el alma es inmortal, o qué sucede una vez
que estamos muertos. Tal vez no haya infierno ni paraíso, pero
quizá seamos asimilados por alguna energía desconocida que
nos integre de algún modo. O tal vez esta vida es un simple
engaño de los sentidos y nuestra identidad es una ilusión, igual
que el tiempo. Todo es confuso y nada es seguro. Puede que
nuestro cerebro sea imperfecto y esté incapacitado para
encontrar un sentido a toda esta chingadera de cosmos. Puede
que el lenguaje no represente la realidad y estemos como
pendejos repitiendo babosadas desde hace siglos que nos
alejan de lo más auténtico y complican inútilmente lo poco
que sabemos. Puede, sí, puede que todo se repita eternamente
de forma que siempre estemos haciendo lo mismo y vivamos
de forma infinita aunque no sepamos por qué. Podemos tener
todas las dudas, cartesianas o posmodernas. Podemos
desconfiar de todos los grandes relatos, podemos deconstruir y
reconstruir hasta que nos cansemos. Pero… —hizo una pausa
para arrugar la servilleta y convertirla en una pelota que
sostuvo entre sus dedos, enseñándomela—. Pero… hay una
verdad absoluta que a mí nadie, ni siquiera Dios, ni el filósofo
más sabio del mundo, me va a negar. Sí, yo puedo decir una
verdad absoluta. Aquí y ahora.
Guardó silencio aprovechando que otros clientes pedían
permiso para pasar entre nosotros dos y así llegar con más
facilidad a las salsas, y bebió un trago de refresco. En esos
segundos, yo eché un vistazo a mi alrededor y pensé que pocas
veces una calle me había resultado tan protectora y cómoda
como ese ágora de comida sin cubiertos y diálogos inocentes,
con su ceremonia de comunión y su reminiscencia tribal.
—Yo me comí estos tacos chingones —continuó,
ralentizando todas las palabras—. Me los comí, carajo. El
origen del universo es un misterio, pero yo me comí estos
tacos. Eso es verdad y nada ni nadie me convencerá de lo
contrario. Sea cual sea el sentido del universo, eso acaba de
suceder. Es una verdad absoluta.
Pude haberme reído, pero observé a Magallanes y
comprendí que me había dicho algo que, por la razón que
fuera, él consideraba realmente importante. Pensé qué podía
añadir y solo se me ocurrió una frase que corría el riesgo de
parecer demasiado banal:
—Y Auschwitz también existió. Nadie puede negar eso.
Magallanes tardó unos segundos en reaccionar, hasta que
comprendió que yo hablaba completamente en serio y que
honraba su parábola. Me dio la razón moviendo la cabeza y
creo que los dos coincidimos en que ya no debíamos hablar
más del tema, como si, en efecto, hubiéramos tocado algo
absoluto y cualquier otra palabra más fuera vergonzosamente
superflua.
Esos fueron los mejores tacos metafísicos de mi vida.
El 6 de junio de 2005 Miguel Magallanes fue encontrado
muerto en su casa de San Pedro Cholula. La policía y los
bomberos tuvieron que abrir la puerta; yo les había avisado de
que Magallanes llevaba tres días sin aparecer por la
universidad y no había dado ninguna explicación.
Acompañé a la policía hasta la puerta de la casa, pero
nunca pude ver el cadáver. Los policías entraron primero,
abrieron las ventanas, revisaron las habitaciones mientras yo
esperaba en el umbral de la puerta principal; me informaron de
la muerte y me recomendaron que no entrara en el dormitorio.
Al parecer, se desangró en el suelo. La autopsia determinó días
después que había sido una hemorragia interna como
consecuencia de una cirrosis descompensada. Pero tenía un
fuerte hematoma en la cabeza lo cual permite deducir que se
resbaló con su propio charco de sangre y cayó violentamente
al suelo antes de perder de manera definitiva la conciencia.
Los policías me dijeron también que tenía sangre en los dedos
de una mano, y que junto a esa mano había algunas extrañas
marcas independientes del charco principal, como si hubiera
intentado escribir algo.
—¿Una K.? —les pregunté.
Los policías me miraron con extrañeza desdeñosa por mi
hipótesis y se limitaron a decir que no pudieron reconocer
ningún signo. Y yo me sentí ridículo por haber imaginado para
mi amigo una muerte épica, una muerte de anecdotario
literario; cuando las muertes son, en los escritores y en los no
escritores, poco más que sangre y mierda, sin sentido ni
dignidad ni belleza.
En el velatorio, Judith y yo tuvimos el protagonismo a la
hora de recibir las condolencias, ante la ausencia de familiares
directos. Tardé semanas en localizar a su hija y para ello tuve
que revisar papeles de Magallanes sin su consentimiento.
Hablé por teléfono con ella y le comuniqué la noticia. Rompió
a llorar y entre sollozos se arrepintió de que su hija no hubiera
conocido a su abuelo. Sé que heredó la casa y su biblioteca,
pero nunca llegué a hablar con ella en persona.
Curiosamente, no encontré necrológicas en los medios de
comunicación, salvo en los muy locales. Es decir, Magallanes
no provocó con su muerte más obitoneurosis. A pesar de ello,
creo que puedo decir hoy, desde mi modesta autoridad, que
Miguel Magallanes fue eso que llamamos un escritor. Más
aún: diría que una parte de la literatura murió con él.
He escrito un artículo sobre La guardia nocturna que he
enviado a una revista llamada Bulletin of Hispanic Studies, de
cierta importancia para eso que llamamos estudios literarios, y
espero que lo publiquen. Uno de mis argumentos para tener
esa esperanza es que me he convertido en el máximo
especialista mundial en la obra de Magallanes, y eso es así
entre otras cosas porque guardo en mi casa todos sus
manuscritos. Lo hice sin su permiso, pero no creo que le
hubiera importado. Sé que fui su amigo, y nadie, ni Dios ni el
filósofo más sabio del mundo, podrá convencerme de lo
contrario.
IMAGEN DEL NARRADOR DESDE FUERA

Q
uerido Von Stroheim, querida Rata de Dos Patas, hace
mucho que tenía que haberte escrito, y lo sé.
Empecé de nuevo y soy más o menos feliz. Hice, en
verdad, lo que querías que hiciera: romper con el México
corrupto y miserable que conocemos. Maté al padre,
simbólicamente. Aunque supongo que casi lo maté de verdad,
del enojo.
Sé que estás encabronado y te debo una disculpa. Creímos
que hacíamos lo mejor huyendo así. Sé que mi papá nunca
hubiera aceptado a Jeff. Y no quiero saber de lo que es capaz
cuando se siente derrotado. Nunca quise, ya sabes.
No es fácil vivir con Jeff. Es duro, porque se le notan las
marcas de la soledad y a veces es incapaz de aceptar que ya no
le sirven las viejas excusas de tantos años en los que nadie le
replicaba. Pero hay algo en él salvaje y tierno a la vez, una
capacidad infinita para el sacrificio, como si llevara toda la
vida esperando esta oportunidad. Su entrega es total. No se
rinde nunca. Por eso creo que estamos venciendo. Sí, lo creo.
Extraño Cholula. Pero estoy bien ahora. Si hay algo
realmente importante en la vida, lo tengo aquí y ahora. Es la
sensación de saber que ahora estoy donde quiero estar. En la
Atlántida. Tú pensabas que la Atlántida era el mal en el fondo
del océano que une México y España. Yo creo que hay otra
Atlántida.
Creo que nunca podrás entender la pureza en la que vivo
ahora. En realidad, yo sé que a ti no te gusta la pureza. No
estoy segura de si es por miedo a que algo te llene por
completo y te diluya de algún modo, o por el orgullo de creer
que puedes manejar el caos o como mínimo reírte de él. No te
critico, Álex: tú eres maravillosamente retorcido, apoteósico y
apocalíptico a la vez. Esa es tu virtud y te aseguro que tiene
mucho valor. Pero te has complicado tanto la vida que ya
nunca podrás retroceder y empezar de nuevo. Tus huellas van
ya en todas direcciones. Adoras la pequeña eternidad que hay
en cada encrucijada porque para ti la vida es solo una
hipótesis. He pensado mucho en estos meses, y he llegado a la
conclusión (no te ofendas) de que no estás dentro de la vida;
únicamente tienes curiosidad por ella. Tú mismo me lo
confesaste alguna vez, y lo tengo apuntado en mi diario: te
apasiona el misterio de lo humano cuando lo ves en los demás,
no en ti mismo. Por eso estás dando vueltas por el mundo, por
eso llegaste a México, por eso te gusta la literatura, por eso
siempre estarás solo y puede que incluso seas feliz así. Ojalá.
No volveremos, al menos en bastante tiempo. Sé que
hablarás con mi papá: dile que estamos bien.
LA VOZ EN GRITO

V
illalobos también se presentó en el velatorio de
Magallanes. Yo no había vuelto a hablar con él desde
aquel 14 de marzo, salvo alguna comunicación
estrictamente profesional y un par de reuniones sobre el futuro
de los estudios literarios en nuestra universidad. Villalobos
alegaba presiones de las altas jerarquías para insistir en la
necesidad urgente de que la licenciatura captara más
estudiantes. La misma mierda mercantilista de siempre, por
supuesto, sobre la inutilidad de las humanidades. Aparte de
esos asuntos, yo, como todo el profesorado, seguía recibiendo
los correos electrónicos en los que Villalobos iba informando
de los supuestos progresos en las investigaciones no oficiales
sobre los atentados del 11-M. Por alguna razón, quizá
patológica, no envié sus mensajes a la carpeta de correo
basura.
En el velatorio ambos nos comportamos con educación por
obligación moral. Villalobos había cambiado de aspecto en los
últimos tiempos: gafas nuevas a la moda, una barba de perilla
y la cabeza completamente rapada. Se le veía más juvenil, y lo
atribuí a alguna nueva pareja consumada o en expectativa.
Pero había algo más novedoso en sus gestos y palabras. Era
pedante y redicho como siempre, aunque ahora parecía haber
descubierto algunas formas de sutileza: silencios, ironías,
respuestas inconclusas.
Hablamos cordialmente de Magallanes durante casi una
hora, recordando anécdotas conectadas por algún aspecto
cómico o extravagante. Admito que bajé la guardia y pensé
que podía reconciliarme con Villalobos. Finalmente, me dijo
que tenía que irse y nos despedimos con un abrazo. Y en ese
momento me susurró:
—El martes hay una conferencia importante en el Aula
Magna. Haz lo que puedas por asistir. Te aseguro que no lo
olvidarás. Estamos cerca de encontrar la verdad. Muy cerca.
Le sonreí con falsedad y recuperé mi anterior desprecio. Al
día siguiente vi los anuncios de la conferencia por toda la
universidad: «Un golpe de Estado posmoderno. La verdad
sobre los atentados del 11-M. Presentación del libro y debate».
Al parecer, Villalobos había organizado con recursos
inexplicables la conferencia de un papanatas que había
publicado algo en España sobre el tema, un tal González o
Pérez. Desoyendo las prudentes advertencias de Judith, decidí
acudir al acto.
Villalobos consiguió llenar el Aula Magna, aunque luego
supe que había obligado a sus propios estudiantes a acudir, con
la excusa de que debían hacer un resumen de lo debatido. En
una mesa situada a la entrada, alguien de la editorial exponía
ejemplares del libro para su venta. González era un periodista
madrileño de cuarta categoría que había publicado un libro en
una editorial de sexta; pequeño, de pelo sucio y aspecto nerd,
hacía dudar entre dos opciones: que fuera un chiflado esotérico
o un timador sabiamente oportunista que había visto un filón
comercial. Sin embargo, Villalobos lo presentó con múltiples
elogios:
—Conocí a nuestro invitado de hoy porque intervine en su
foro muchas veces y él amablemente me aclaró algunas ideas.
Ahí se inició una comunicación muy fructífera y apasionante
que nos llevó a un encuentro personal en mi último viaje a
España. Creo que a los dos nos une la conciencia de que
estamos ante un Misterio Esencial, así, con mayúsculas, y que
cuando logremos desvelar el Misterio el mundo dejará de ser
lo que era porque habremos descubierto un subsuelo aterrador
pero decisivo de nuestra vida diaria. Quiero insistir en que la
suerte que tenemos de escuchar aquí a un hombre que ha
luchado y está luchando de manera ejemplar por atravesar el
acero con el que algunos han tratado de sellar el secreto de
esos atentados horribles y de ese golpe de Estado que, sin
ninguna duda, se produjo en España. Es una labor peligrosa
que nuestro amigo está realizando sin apenas recursos, con el
entusiasmo del buen periodista, con la confianza ciega de
Woodward y Bernstein. Ha recibido amenazas, pero sigue
adelante. Sus datos son científicos, incontestables y bastan
para desmontar con facilidad lo que hasta ahora se nos ha
dicho de los atentados. Y que quede bien claro que los
beneficios obtenidos por este libro están destinados
únicamente a sufragar los gastos de la investigación.
Yo me había sentado en una de las últimas filas con la
intención de salir pronto y de la manera más discreta posible.
Villalobos dio la palabra al invitado y este empezó una
larguísima conferencia llena de datos abstrusos sobre
explosivos, teléfonos móviles y procedimientos policiales. A
su lado, Villalobos asentía una y otra vez, e incluso
interrumpía en ocasiones para insistir en lo que le parecía
importante y repetirlo de manera pedagógica ante la audiencia.
González expuso de forma caótica, víctima seguramente de los
nervios y de su inexperiencia a la hora de hablar en público, y
se complicó mucho más cuando empezó las que llamó
conclusiones; en las que trataba, según sus propias palabras, de
formular una hipótesis general sobre los sucesos y en las que
sin embargo solo conseguía repetir las mismas preguntas de
toda la conferencia, solo que con más aplomo y lentitud. Su
última frase fue retóricamente naïf: «porque solo sabemos que
no sabemos nada». Villalobos inició los instantes de aplausos,
y también los terminó, visiblemente encantado con el éxito de
la conferencia.
Se abrió entonces el turno de preguntas y el primero en
intervenir fue Villalobos.
—El terrorismo es la gran amenaza de nuestro tiempo. Las
guerras se han vuelto asimétricas y por eso necesitamos más
recursos intelectuales para enfrentarnos a ese otro tipo de
enemigos. Pero también necesitamos ser más intuitivos,
sospechar más, establecer relaciones audaces entre elementos
que no parecen tener conexión. Y sobre todo tenemos que
cambiar de actitud. Ya está bien de discursos buenistas y
tolerantes con los enemigos de la libertad: nos quieren destruir
y debemos defendernos. Es la legítima defensa de una
sociedad con valores frente a todos sus enemigos, que son
muchos y no tienen miedo a nada. Es hora de que empecemos
a defendernos.
González asintió sin añadir más que vaguedades, como
asintió a las siguientes preguntas de Villalobos sobre los
servicios secretos marroquíes, el PSOE, la policía de los
tiempos del GAL, la CIA y muchas otras siglas. Yo empecé
con mis aspavientos y murmullos, pero los protagonistas del
acto no parecían haber notado mi presencia.
—Lo asombroso —seguía Villalobos, oscureciendo a un
González cada vez más pendiente de su reloj—, lo que más me
fascina de la labor de estos hombres que dedican su tiempo al
esclarecimiento de la verdad, es no solo su generosidad, sino,
de algún modo, su defensa de algo que es valioso y sagrado,
quizá lo más valioso y sagrado de la vida: la belleza de la
justicia. Siento una profunda envidia por no poder ayudar más.
Desde Cholula nuestras posibilidades son escasas, pero lo
importante es que vayamos divulgando estas ideas que son sin
duda esperanzadoras.
Por fin Villalobos dejó de hablar y permitió que el público
interviniera. El primer gañán que intervino preguntó si era
posible que detrás de Todo estuviera el club Bilderberg.
Villalobos empezó a reírse, pero para su sorpresa González se
tomó muy en serio la pregunta y respondió con datos
supuestamente relevantes sobre las actividades del club,
aunque no diferían de las de cualquier comunidad de vecinos:
reglamentos, presupuestos, reuniones, intereses comunes.
Luego otro memo preguntó, con rostro serio, si era posible que
Corea del Norte tuviera alguna participación. Cautamente,
González respondió con más imprecisiones, y Villalobos
apostilló:
—Del comunismo se puede esperar cualquier cosa.
Pero el delirio llegó cuando otro patán mencionó un
nombre: Colosio. A partir de ahí, el Aula Magna se convirtió
en un brainstorming de la estupidez paranoide.
—¡Exacto! —gritaba Villalobos, tratando de moderar el
debate de modo que nadie hablara más que él—. Estados
Unidos tiene su Kennedy, México su Colosio y nosotros el 11-
M. En los tres casos, siempre las investigaciones presentan
sospechosos oficiales que «curiosamente» mueren. Sí, sin
duda el caso de Colosio es el gran misterio de la historia
reciente de México. Y eso demuestra lo que estoy intentando
explicar aquí: que todos podemos unirnos en la lucha sagrada
por la verdad y la justicia. Mexicanos, estadounidenses y
españoles tenemos que estar unidos.
Levanté la mano varias veces en vano, y Villalobos, al
descubrirme entre el público, me negó el derecho de hablar.
Finalmente aproveché un momento de silencio para gritar
desde mi asiento:
—¡Yo sé quién es el culpable! ¡Yo sé quién está detrás de
todos esos crímenes! ¡La Mano Negra!
El público se giró hacia mí y yo alcé un dedo acusador:
—¡Elvis! Desde su base secreta en el triángulo de las
Bermudas, lleva años planeando cómo controlar el mundo.
Hubo algunas risas, pero no demasiadas; abundaron más
los murmullos, no sé si elogiosos. Villalobos susurró algo a
González, supongo que referido a mí, y volvió a hablar:
—Es una falta de respeto por tu parte banalizar así asuntos
tan serios. Estamos hablando de muertos. No es cuestión de
chistes.
—Eso digo yo. No estamos para pendejadas. Ya está bien
de intentar intoxicar a la gente. No confundas a los
estudiantes. Tu invitado al menos gana dinero, pero tú
simplemente eres un fanático.
González iba a defenderse, pero Villalobos no le dio
oportunidad:
—Alejandro, algún día deberías empezar a ser más humilde
y esforzarte por aprender aquello que no sabes. ¿Sabes acaso
algo de química? ¿De explosivos? ¿Sabes cómo funcionan la
titadyne o la goma 2 Eco? ¡Dilo! Explícalo. Ilumínanos con
tus grandes conocimientos… Ah, será que no tienes ni idea.
Pero repites la versión oficial porque es la que os conviene. A
todos los resentidos como tú. Los totalitarios disimulados. Los
enemigos de España. Sólo espero que algún día, y lo digo de
corazón, no seas tú una víctima de esos poderes que nos
controlan. Te lo digo de corazón.
Me carcajeé de su sensiblería y empezamos otro furibundo
espectáculo de gritos, insultos más o menos velados y
argumentos ideológicos y morales. Me levanté de mi asiento y
me fui acercando a la mesa de los ponentes mientras nos
pisábamos sin respetar ningún tipo de turno de habla.
Gritamos, gritamos como españoles, y los estudiantes
empezaron a salir del aula, asustados o aburridos. Y yo me
sentí feliz gritando, porque, digan lo que digan, a veces el que
grita más es el que tiene la razón.
—Te van a correr, Álex —me dijo Judith, días después—.
¿Por qué tú y tu compatriota no pueden llevarse como
colegas? ¿Por qué tienen que estar discutiendo siempre?
—Porque eso es España: el odio. Odio a Villalobos y
Villalobos me odia a mí. Y eso no cambiará nunca.
—La violencia no tiene encanto. ¡Ya madura!
—La violencia está por todas partes, en España, en México,
en Estados Unidos o en China. Tú también deberías madurar y
darte cuenta.
ME SALUDÓ UN DESCONOCIDO

…Y
lo asocié inmediatamente con el actor
estadounidense William H. Macy: el mismo
rostro triste y bonachón, una similar palidez
arrugada, ojos claros, pelo rubio; nada que ver con el poblano
estándar.
—¿Puedo sentarme con usted e invitarle a una cerveza?
Acerté con lo de Macy porque, desde luego, no era español
y hablaba con inequívoco acento de inglés estadounidense. Yo
le respondí sin mirarle siquiera, e intenté concentrarme en la
mujer que bailaba en el escenario: de nombre artístico Rubí;
una chica esbelta que hacía su espectáculo vestida solo con un
tanga y unas botas altísimas. Desde mi mesa apenas podía
juzgar la belleza del rostro pero sí los pechos, que supuse
operados.
—No. No quiero compañía.
Pensé que Macy era el típico pesado que uno puede
encontrarse en un sitio como el Manhattan: machitos con
ganas de bronca o, peor aún, de conversación; tan capaces de
apuñalarte como de llorar en tu hombro por algún amor
perdido, e incluso de sacar por fin al gay que llevan dentro
muy reprimido como resultado de tanta cultura de mariachi
con paquete apretado (México es un gigantesco armario de
gais ocultos). Pero ciertamente Macy no era típico, al menos
no en la superficie: él y yo, sin duda, éramos los dos únicos
blanquitos en todo el local, bastante lleno a esa hora, las once
de la noche.
—Perdón… no quiero molestar.
—Pues no moleste.
—Es que es importante que hable con usted.
Resoplé enérgicamente para no malgastar un insulto y opté
por seguir con atención el baile de Rubí e ignorar por
completo a Macy.
—Tenemos que hablar sobre un amigo común: Jeff
Lombard.
Rubí estaba haciendo acrobacias notables suspendida en la
barra solo con sus piernas, y yo la seguí observando aún
durante unos segundos hasta que me atreví a apartar la mirada
del escenario. Macy entendió mi perplejidad como un permiso
para sentarse en mi mesa, y acto seguido apareció un solícito
camarero para tomarle la orden. Macy señaló mi botella de
tequila y yo asentí. El camarero trajo rápidamente otro
caballito para el extranjero.
Rubí, por supuesto, no me interesaba ni lo más mínimo. De
hecho, esa noche yo tenía la libido muy baja y mi visita al
Manhattan era sin duda absurda, estéril; apenas podía
entenderse como una previsible rutina de alcohólico con
nostalgia. Llevaba casi una hora en el local y, para sorpresa de
más de una, había rechazado a todas las chicas que habían
intentado darme conversación a cambio de cerveza; me
refiero, claro, a esas chicas que, para sacarte el dinero, te
hacen la pelota con preguntas tontas o con elogios a una
España que no conocen pero sobre la que mienten con toda
tranquilidad. Chicas que, con suerte, dejan que les metas mano
un poco para que acabes pagando un baile privado o algo más.
—No quisiera molestarle si se encuentra usted mal —dijo
Macy.
No entendí a qué se refería hasta que señaló mi cuello. Yo
llevaba puesto el collarín de Sor Juana, que quizá era lo único
que me hacía sentir orgulloso en aquella noche.
—Gracias, no es nada. Un pequeño accidente.
—¿Puedo hablarle en inglés? Mi español no es bueno —
acepté precipitadamente, porque tampoco mi inglés es bueno
—. Mi nombre es Christopher Lawson —cambió de lengua,
me ofreció la mano y la estreché—. Me ha costado mucho
trabajo encontrarle. He pasado todo el día buscándole por la
universidad. Le he visto cenando tacos esta noche, pero no me
atreví a hablar con usted. Disculpe, le seguí en su paseo hasta
este lugar. Aunque parezca mentira, creo que es un buen sitio
para que hablemos. Un sitio mejor que la universidad.
Le dejé seguir mientras trataba de deducir algo más a partir
de su aspecto y sus palabras.
—Nunca había venido a un sitio así, sinceramente. Tengo
otras costumbres y no me gusta mucho la vida nocturna.
Aunque este lugar se parece mucho a los que vemos
habitualmente en la televisión y en el cine americanos. Es
tranquilo y no parece peligroso. Ni siquiera recuerda a un
prostíbulo. Un taxista ayer me recomendó otro sitio de esta
misma calle: más barato aunque más sucio, según sus propias
palabras. Viendo la limpieza del taxi, me imagino cómo sería
ese otro lugar. Pero lo importante es que me atreví a entrar
aquí y hablar con usted. Es mi primer viaje a México y todo
para mí es nuevo e inesperado.
—¿Me ha estado siguiendo? ¿Por qué? —pregunté con algo
de inquietud y buscando con la mirada a los responsables de
seguridad del local.
Macy respiró hondo y trató de beber tequila, pero era
evidente que no se trataba de un bebedor habitual y apenas se
mojó los labios. Disimuló una mueca de asco y esa naturalidad
me tranquilizó, ya que le hacía parecer inofensivo. Formulé
mentalmente algunas rápidas hipótesis y me quedé con una:
debía de ser un periodista interesado por alguna razón en la
denuncia radiofónica de Lombard.
—No sé por dónde empezar… Bueno, empezaré por lo
fundamental: necesito encontrar a Jeff Lombard. Es muy
importante. Quiero decir, necesito encontrar al hombre que
usted conoce como Jeff Lombard. No es su nombre verdadero,
evidentemente. Aunque creo que eso ya lo sospechaban en la
universidad. Sé que ustedes son amigos, muy amigos; incluso
puede que usted sea su mejor amigo en México. Y, por tanto,
en el mundo.
—Pues sabrá usted que desapareció. Nadie sabe dónde está.
Tal vez esté en Estados Unidos, tal vez en Europa, tal vez en
algún pueblo mexicano, tal vez en la Ciudad de México,
escondido entre otros veinticinco millones de personas.
—Sí, eso me dijeron cuando llegué a México. Que dejó la
universidad y se fue con una estudiante. Que causó un gran
escándalo por decir en la radio los nombres de algunos
políticos y empresarios vinculados al crimen organizado. Pero
necesito encontrarle. Y espero que usted pueda ayudarme.
—No lo creo. La estudiante con la que se fue me escribió
alguna vez, pero ya hace mucho que no responde mis
mensajes. Los dos han roto con el mundo y lo han hecho de
manera muy eficaz. Muchos tipos mejores que yo, con mucho
dinero y mucho poder, los han buscado. Están bien
escondidos. Además, ¿por qué quiere encontrarle? ¿Usted
también quiere matarle?
—Alguna vez he querido, sí —sonrió como si estuviera
ironizando a disgusto—. Pero no ahora. Jeff Lombard, el
hombre que usted conoce como Jeff Lombard, es mi cuñado.
Es el hermano de mi esposa. Hace quince años que no
sabemos nada de él. ¿Nunca le habló de nosotros?
—No. Nunca hablaba de su vida en Estados Unidos.
—No me sorprende… Tenía motivos para esconder su
pasado.
Guardó silencio durante unos instantes en un acto de
autocontrol bastante notorio. Yo decidí bajar el ritmo de
tequila para no emborracharme rápido y así no olvidar al día
siguiente la información que me podía dar Lawson, que sin
duda empezaba a interesarme. Una bailarina se acercó a él
ofreciéndole conversación, pero, mucho más cordialmente que
yo y en un español aceptable, declinó la oferta. Mientras, yo
recordé algunos buenos momentos con Lombard, en su casa y
en la mía, con o sin Sor Juana: momentos de optimismo de la
voluntad y pesimismo de la razón, como decía el olvidado
Gramsci.
—No me importa lo que haya hecho —dije, frenando al
máximo la posible agresividad de mis palabras—. Es mi
amigo. Le defenderé siempre.
—¿De verdad no le importa? ¿Nunca se ha preguntado qué
le llevó a abandonar los Estados Unidos e instalarse en este
pueblo? Seguro que sí. Su lealtad es muy, cómo decirlo, digna
de una película, pero no sé si es aceptable en el mundo real.
¿Y si, por ejemplo, hubiera violado y descuartizado a varias
mujeres y se encontrara en México huyendo de la justicia? ¿Le
parece acaso increíble?
—Sé que no hizo eso —afirmé, pero para mis adentros le
concedí algo de razón a Lawson. Lombard, como todos mis
contactos en Cholula, como Sor Juana, como Magallanes,
como Judith, tenía un sótano de tragedia en el alma.
Evidentemente, por eso mismo era mi amigo. Sobre todo por
eso.
—Es cierto… Perdone, no quiero parecer agresivo. Es que
me cuesta decir lo que tengo que decir. Yo quiero mucho a su
amigo Jeff Lombard, pero no puedo negar que destruyó mi
vida y la de mi mujer.
Lawson desvió la mirada hacia Rubí y, sin embargo, no
tuve dudas de que nada en ese baile le interesaba.
—Mi hijo Paul murió por su culpa —dijo en cuanto se
aseguró de que ninguna chica o camarero ni nadie más que yo
podía escucharle.
Por fin empecé a entender por qué el gringo había cruzado
la frontera, de qué huía tan mortificadamente, cómo había ido
a parar a un lugar absurdo, jodido y casi clandestino como
Cholula; me había hecho múltiples hipótesis, algunas más
épicas que otras, pero ninguna me había parecido lo bastante
convincente. Lombard, por supuesto, no había dado ninguna
pista, y había aguantado su secreto como una penitencia
terrible. Ahora podía comprender el error, el mayúsculo y
profundo error de Lombard, muy superior, en culpabilidad y
derrota, a lo que Magallanes o yo hubiéramos podido hacer.
—Aún me cuesta explicarlo, después de tantos años —
continuó Lawson, con la mirada perdida en el mantel blanco
de la mesa y tal vez en el tequila que no quería beber—. En
realidad, todo fue un simple accidente. Como miles de
accidentes infantiles de cada día en todo el mundo. Como
nuestras propias vidas absurdas, que se cortan cualquier día de
la forma más tonta e incomprensible. Paul… tenía solo dos
años; se lo dejamos a mi cuñado apenas unas horas para que lo
cuidara mientras nosotros asistíamos a un funeral. Es increíble
la estupidez de la vida, ¿no le parece? Fuimos a un funeral y
nuestro hijo murió mientras pensábamos en la muerte de otro.
Dios es retorcido en ocasiones. Tiene mucha imaginación y
siempre sabe cómo sorprendernos. El caso es que nadie sabe
muy bien qué es lo que pasó aquella tarde: solo que mi hijo se
atragantó con una pieza de ajedrez y murió. Al parecer, mi
cuñado se asustó tanto que puso muy nervioso al niño y eso
fue aún peor. Esa fue la conclusión de la policía y de los
investigadores del seguro.
—¿Una pieza de ajedrez? —pregunté, y me arrepentí de
inmediato. Era una pregunta estúpidamente morbosa, como si
hubiera alguna diferencia significativa o lírica entre morirse
por culpa de un peón o de una reina.
—Sí —sonrió Lawson, y su sonrisa, absolutamente vacía,
me dejó helado—. ¿Verdad que suena estúpido? Era un ajedrez
de viaje, de piezas pequeñas. Qué importa… El niño lo
encontró y todo sucedió. Tan incomprensible como real. Quizá
es un caso de uno entre un millón. No lo sé, y tampoco me
importa ya. Hace tiempo que dejé de atormentarme con ello.
Hay que aceptar que la vida es así y que los accidentes son la
versión menos agradable de los milagros.
Lawson hablaba serenamente, con la liturgia de un discurso
terapéutico asumido ya durante muchos años, macerado con
todos los posibles desgastes hasta llegar al cansancio final,
definitivo, a esa rendición que solo la lucidez puede otorgar.
—Usted no tiene hijos, supongo —preguntó.
—No. Supongo que un buen padre de familia no viene a
emborracharse a sitios como este.
—Pero sabrá que no hay nada peor que perder a un hijo.
—Lo sospecho, sí.
—Pues le aseguro que es verdad. Y no se supera nunca. Se
deja de vivir; solo se sobrevive. ¿Me entiende? No se puede
imaginar el hachazo que significa recibir una noticia así. Un
hachazo, un auténtico hachazo… A los dos días, mi cuñado
desapareció y nunca hemos vuelto a saber nada de él hasta el
día de hoy. Solo dejó una nota de apenas cinco líneas en la que
hablaba de la vergüenza que sentía, que le hacía imposible
mirarnos a la cara. Primero pensamos que realmente había
sido culpable de imprudencia y huía de la policía. O quizás
huía de un posible juicio y de la consiguiente humillación
pública. Pensamos que se iba a suicidar, y le confesaré que
llegamos a desear que lo hiciera. Le odiamos, sinceramente le
odiamos mucho, demasiado, durante años. Lo convertimos en
el culpable de nuestro fracaso, en el enemigo que
necesitábamos. Volcamos en él toda nuestra ira y nuestra
frustración, hasta que por fin, mucho tiempo después,
empezamos a comprender que es horrible perder a un hijo;
pero también es horrible perder al hijo de otro.
Giré la cabeza sin pensar y me encontré con el espectáculo
de otra nueva bailarina, esta vez vestida de enfermera sexy.
Me turbó el contraste entre la inmensa tragedia de la familia
Lawson y la banalidad de encontrarme en un lugar degradante
y degradado como el Manhattan, con su erotismo de disfraces
y mascaradas, con su machismo repugnante y su prostitución
dulcificada. Pero enseguida pensé que sí había una extraña
coherencia oculta, no un contraste, y que los grandes temas de
la vida se entienden mejor en ambientes inapropiados, incluso
ofensivos, porque ahí se muestra más eficazmente la
impotencia de vivir, la suprema debilidad de todos nuestros
grandes motivos de orgullo.
—No nos hemos atrevido a tener otro hijo, pero
conseguimos perdonar. Tardamos mucho, pero hemos
perdonado.
—¿Y cómo averiguasteis que estaba en México?
—En Internet es muy difícil esconderse. Por eso yo creo
que, a pesar de lo que usted dice, aún puedo encontrar a mi
cuñado. Supimos dónde estaba de una manera absolutamente
casual: la hija de una amiga de mi esposa está estudiando
antropología y quería hacer un intercambio de su universidad
con una universidad mexicana. Mi esposa es profesora en una
pequeña universidad pública de Philadelphia y se dedicó a
ayudar a su amiga. Empezaron a navegar, a curiosear entre
diferentes universidades posibles y encontraron de manera
inesperada la fotografía de mi cuñado en una presentación de
un libro en Puebla. Casualidad, una extraña casualidad; un
accidente. Como una pieza de ajedrez en una garganta. Pero
quizá ahora la suerte nos ayude un poco, al menos. Por eso
decidí venir en persona a este lugar hermoso y raro que es
Cholula. Entre turismo y turismo, he hecho preguntas, me he
informado, hasta llegar a usted. Y ahora solo puedo esperar
que entienda lo importante que es esto.
—Creo que lo entiendo, sí.
Lo entendí tanto, que me empecé a sentir un cretino con mi
collarín inútil y frívolo, tan posmoderno y rebuscado en su
valor simbólico. Me lo quité con alivio físico, pero sobre todo
moral. Lawson, por supuesto, no podía saber nada de mi
motivación para quitármelo; y no quise explicarle que se
trataba de un gesto de respeto hacia él y hacia las verdaderas
tragedias de la vida, infinitamente superiores a mis
sufrimientos autoinducidos.
Seguimos en silencio durante unos minutos, observando el
espectáculo erótico quizá solo porque nos atraía la luz central.
Diría que los dos teníamos la libido por los suelos.
—Aún hay algo más… Tenemos prisa. Mucha prisa. Mi
esposa está enferma.
La tristeza de Lawson-Macy me ayudó a predecir
mentalmente el diagnóstico, y no me equivoqué.
—Cáncer —precisó el gringo.
—Joder, lo siento —dije de manera espontánea, aunque no
parecía que Lawson necesitara para nada mi compasión.
—Ya ve que la vida no ha sido muy justa con nosotros.
Ahora ella está más o menos bien, y por eso he podido dejarla
para venir aquí, pero no durará más de tres o cuatro meses.
Lleva tiempo luchando y pronto llegará a la fase final. Y
quiere ver a su hermano antes de morir. Para que se perdonen
mutuamente. Por eso necesito su ayuda. No solo hay que saber
morir, hay que saber cerrar la vida.
No se me ocurrió otra cosa que ofrecerle un brindis, aunque
sabía que no bebería.
—Haré todo lo que pueda, señor Lawson. Se lo prometo.
Pero creo que solo Dios sabe dónde está su cuñado.
OCÉANO

E
spaña y México: mi cuna de Judas.
Toda la vida obsesionado con el misterio, esperando
que aparezca lo sobrenatural, que se revele la unidad
profunda de todo aunque sea en un rapto místico lleno de
convulsiones. Esperando que se asome tímidamente algo de
magia aunque sea tóxica, aunque sea una Mano Negra, pero
que por lo menos permita intuir un trasfondo, un sótano de la
realidad donde se esconda algo distinto de la triste certeza del
vómito y la mierda, de la codicia y la incomprensión, del
dinero y el odio. Pero no. No hay Manos Negras, ni Espíritus,
ni Trascendencias, ni un Absurdo Puro; en el vórtice del Mal,
detrás de la Última Esquina, solo hay personas, seres de carne
y hueso sin poderes mágicos ni intuiciones misteriosas o
poéticas, solo gentuza, canallas, ignorantes, ricos
impresentables y corruptos responsables de muertes y pobreza,
pura materia humana compuesta de egoísmo, fanáticos
capaces de todo por Dios o por lo que sea, capaces de matar y
de destruir irracionalmente, de provocar dolor con la excusa
sórdida de sus intereses. Están por todas partes, sí, en España y
en México, en todo el mundo, y creo con sinceridad que eso
no cambiará jamás. Porque ya no se puede reiniciar la
Humanidad.
No, no hay reinicio posible para lo que es un error
demasiado grande, un error de siglos y de miles de millones de
vidas. Ya se intentó, lo intentaron muchos que sí eran buenos,
como por ejemplo en ese reinicio total que llamamos
Revolución, que fracasó estrepitosamente y nos dejó en esta
especie de posguerra perpetua en la que vivimos, llena de pura
supervivencia y sofisticado engaño, de ilusiones tibias y
pequeños ahorros, de nimiedades que se ofertan como proezas
y alivios que se venden como éxtasis. Por eso quizá la vida es
hoy solo posible a pesar de, concesivamente, desde la
ausencia incuestionable de un plan B, claudicando a todas
horas, rebajando las expectativas, soñando con una
mediocridad ideal. No hay botón de apagado que nos dé una
esperanza de futuro.
¿Y yo? ¿Me he reiniciado con el viaje a México? ¿He
hecho mi minirevolución privada, individualizada, a gusto del
consumidor?
Por supuesto que no. Sigo siendo el mismo que era en
España: el hombre que no merece un trasplante. El hombre
que debe ir el último en la lista de espera de los enfermos,
porque se autodestruye con esmero y paciencia, porque no
cree en la continuidad ni tiene esperanza ni nada por lo que
luchar, salvo para llevar la contraria. El hombre sin herencia ni
progenie, el hombre que siempre ha creído que la vida no era
un regalo, sino solo una hipótesis.
El pobre escritor que aún no sabe si podrá «eternizar su
nombre en su ruina», como decía Sor Juana, pero la Sor Juana
verdadera.
PLEGARIA

T
engo que detenerme en un detallito cultural: los
mexicanos suelen ducharse con pastilla de jabón y no con
gel de baño, como solemos hacer los españoles. Pero
debo decir que la pastilla de jabón me irrita especialmente;
entre otras cosas, porque exalta mi torpeza y a la vez castiga
mi espalda obligándome a agacharme demasiadas veces.
Tardé bastante en encontrar una tienda en Cholula donde
vendieran algún tipo de gel adecuado y aproveché una mañana
sin clases para aprovisionarme. Una vez cumplida la misión
me senté en una terraza de los portales del zócalo para tomar
el café más decente que se podía consumir en el pueblo. Pasé
media hora escuchando a la fauna típica de los portales:
músicos callejeros de todo tipo y género, vendedoras indígenas
de chapulines y otras curiosidades gastronómicas y
antropológicas, niños con su cajita de chicles y caramelos, y
estudiantes y turistas, perfectamente distinguibles por su tez
blanca enrojecida por el sol y su actitud boquiabierta.
Era lunes por la mañana y yo pensaba en mi clase de la
tarde, una vez más sobre novela española de la democracia.
Repasaba mis apuntes mentales sobre el tema (que incluían,
una vez más, mis vengativos ajustes de cuentas) cuando
percibí un rostro entre los paseantes:
—¡Dios! —grité espontáneamente.
En las mesas contiguas reaccionaron con sorpresa,
pensando que yo estaba indignado o herido de algún modo.
Sonreí tranquilizadoramente y me levanté aprovechando que la
cuenta ya estaba pagada.
Sven Nilsson caminaba con su lasitud característica, esa
singular mezcla de amable enajenación y altivez no
narcotizada, y yo diría que incluso llevaba la misma ropa de la
última vez que lo había visto, que también fue la primera. No
había sabido nada de él en todo ese tiempo, y tampoco puedo
decir que hubiera pensado mucho en su vida excéntrica. De
cualquier modo, me alegró la mañana, quizá porque activó una
nostalgia no del todo triste, la de otros tiempos menos
solitarios y también menos fúnebres.
Nilsson, como siempre, parecía pasear sin rumbo,
embriagado por el ajetreo del núcleo social del pueblo y la
diversidad de colores y voces. Le seguí durante unos metros
sin atreverme a llamarle de nuevo y finalmente le puse por
detrás una mano en el hombro. El sueco se giró y me miró de
forma inexpresiva.
—¿Se acuerda de mí? —le pregunté con seriedad de
examinador.
—Claro que sí —dudé visiblemente de que dijera la verdad,
y él reaccionó casi ofendido—. El profesor español. Alejandro
Ramírez.
Acepté sonriente su victoria y nos dimos la mano. Le invité
a tomar algo en otra de las terrazas.
—Lo siento, ya sabes que no practico esas costumbres.
Acompáñame mientras paseo, si quieres. Podemos hablar. Así
me cuentas cómo te va la vida.
No sé si era oracular o mesiánico o las dos cosas al mismo
tiempo, pero Nilsson seguía transmitiendo la misma extraña
confianza del primer encuentro. No parecía haber empeorado,
ni física ni mentalmente. Empezamos a dar una lenta vuelta al
zócalo, deteniéndonos en puestos y tienditas para curiosear sin
comprar. Nilsson jugaba de nuevo a simular una curiosidad
infinita por lo humano, como si cada objeto fuera una
profunda novedad cosmogónica para él. Era capaz de observar
una gorra simulando que desconocía el modo de utilizarla. Los
dependientes, de todos modos, parecían perfectamente
acostumbrados y apenas le prestaban atención.
Mientras paseábamos así, preparé en mi cabeza muchas
preguntas tramposas con la intención de ponerle en evidencia
y desenmascarar su locura o su farsa, o simplemente para que
dijera alguna boutade metafísica de las suyas con la que
pudiera reírme. Sin embargo, cuando por fin intentaba
verbalizarlas, todas se me agolpaban y atascaban, y me
acababa reprimiendo. Un pudor, cierta compasión, quizá
también una oscura complicidad interna, me impedían atacar a
ese hombre y me invitaban a seguirle con una simulada
docilidad de discípulo.
Acabamos entrando en el convento franciscano de San
Gabriel, otra de las maravillas coloniales de Cholula, en una
de las esquinas del zócalo. Nilsson me dio, sin que se lo
pidiera, algunas explicaciones históricas sobre los franciscanos
y sobre fray Bernardino de Sahagún. Había verosímil
erudición en sus palabras y por eso tuve la intuición de que
alguna vez había sido profesor, tal vez de arte, y quizá en la
misma universidad de Cholula. En cierto modo, eso explicaría
su comportamiento y su evolución disparatada: se trataría de
otro buscador de magia que acabó devorado por su propia
ficción. No tan lejos de Magallanes, de mí, o de Lombard. O
incluso de Judith, siempre tan entregada a su constructivismo
redentorista pero al final estéril, siempre tan reacia a aceptar la
inutilidad elemental de todos los proyectos.
En un momento de silencio, mientras seguíamos en el atrio,
le pregunté por su salud y por su vida en el sanatorio. Formulé
la pregunta con honestidad, pero también con algo de temor a
una respuesta grosera. Nilsson me respondió amablemente:
—Ese sanatorio es un buen lugar para observar y entender
el mundo. Soy inmune a sus métodos, por supuesto, pero me
parece idóneo para cumplir mis objetivos sin que nadie perciba
mi presencia.
Deduje de sus palabras autosuficientes cierto horror diario
de drogas y castigos, y esa deducción, sin duda, ayudó a que
cambiáramos de tema pronto, pero también a que el nuevo
tema fuera una especie de confesión por mi parte, quizá para
hacerle entender que fuera del sanatorio la vida no era mucho
mejor. Así, en el atrio del convento, de pie y prudentemente
alejados de turistas y fieles, le hice una confesión larga y
sincera; una confesión laica pero que no llegaba a
psicoanálisis, un desahogo puro frente a un hombre que, en
caso de entender mis motivos de caos, solo podía contribuir
empeorándolos. Le hablé de todos mis fracasos vitales, que
encadené con coherencia cronológica y afectiva; le resumí
todos mis errores en un único relato, el relato anodino y sin
épica de un pobre aspirante a descifrador de misterios que
había acabado en Cholula sin saber en realidad por qué ni para
qué. Nilsson me escuchaba con el imprescindible respeto
terapéutico, aunque parecía igualmente intrigado por miles de
fenómenos a su alrededor, como si jugara a remedar una
omnisciencia. Y le hablé, por supuesto, de Sor Juana, aunque
omití los detalles principales sobre su padre y la huida con
Lombard.
—Ah, sus visitas eran muy agradables. Es una pena que ya
no venga a verme. ¿La extrañas? —me preguntó por fin
mirándome a la cara, garantizando así que me prestaba
atención.
—Sí. Creo que nunca llegamos a entendernos bien, pero la
extraño, sí. Y me preocupa lo que le pueda pasar. Hay
demasiado caos en ella. Temo que algún día eso la lleve al
desastre.
—No debes preocuparte. Ella está bien allí dónde está.
Sonreí burlonamente: por primera vez, su frivolidad había
conseguido molestarme. Deseché toda mi benevolencia
anterior y le dediqué en silencio un rápido desprecio. La
inconsciencia no siempre es una excusa, y los locos no
siempre son divertidos. Pensé informarle de la verdadera
gravedad de la situación de Sor Juana para que de una vez por
todas se dejara de caricaturas y afrontara los hechos reales,
empíricos, jodidamente concretos, concretos como el puto país
en el que él había hundido su vida (y seguramente también el
puto país del que Nilsson había huido, que no por ser europeo
deja de ser puto). Pero supuse que no serviría de nada ningún
esfuerzo didáctico y me limité a hablarle con aspereza:
—¡Como si usted supiera dónde está!
El histrión sueco elevó el mentón y pasó a mirarme con
recelo de ofendido:
—¡Pues claro que lo sé! Deberías tenerme más respeto.
Eres una persona inteligente, sensible, con curiosidad
metafísica. No entiendo por qué te cuesta tener un poquito de
fe.
Dudé en unos instantes de parpadeo rápido, pero acabó
convenciéndome la firmeza de su actitud, señorial y magistral.
Empecé la pregunta definitiva balbuceando y la terminé
nervioso, casi hipertenso:
—¿De veras sabe dónde está?
Es posible que él leyera mi sorpresa como algo próximo a
un fervor, porque sonrió luminosamente.
—Sí. A otro no se lo diría, pero a ti sí puedo decírtelo. Los
dos sabemos que debes ir a buscarla, aunque ella no te espera.
Está en San Miguel Tepotlán.
EL VIAJE DENTRO DEL VIAJE

D
ecidí seguir las recomendaciones del más reciamente
mexicano de los contactos que me quedaban en Cholula:
Román. El mismo Román que con toda seguridad me
detestaba desde la primera noche que nos vimos, ese Román
malhumorado y austero que representaba el patriotismo tenaz
sin medalla. Un hombre que tenía un arraigo impensable para
mí, esa inclinación más o menos telúrica de quien no conoce
mucho mundo pero tiene ojos lúcidos para ver y diagnosticar
los males de su tierra, y, sobre todo, voluntad para
combatirlos.
—No lo conozco, debe ser un pueblito muy pequeño de la
Sierra Madre Oriental. Probablemente ni haya camiones que
lleguen hasta allá, ni siquiera los camiones guajoloteros, solo
combis que vayan de pueblo en pueblo. Podrías rentar un taxi
en Cuetzalan. Sería más cómodo. Regatea con el taxista para
que te lleve y te regrese.
—¡Órale! El gachupín por fin se aleja de la seguridad del
desarrollo liberal-burgués y entra en el México profundo —
intervino con sarcasmo Judith—. Nomás ten cuidado. Tú no
sabes moverte en ese inframundo. Donde vas no es como
Cholula; Cholula es Sears, en comparación. Aquello es casi
como la selva lacandona. No hay campus universitarios, ni
bares para estudiantes ricos. Y está bien lejos.
—Y yo que pensé que Cholula era mi gran aventura
existencial. ¿Acabaré como Bogart en El tesoro de Sierra
Madre?
—No le asustes, Judith —dijo con su severidad habitual
Román, sin duda molesto también por mis estereotipos
ingeniosos—. Esas son buenas gentes. Gentes pobres, sin mala
onda. Pero no olvides algo: en esos pueblos apenas si llegaron
los españoles, apenas si llegó la independencia, apenas si llegó
la revolución, apenas si llegó Internet. Nomás llego la Coca-
Cola, que está en todas partes.
Antes de despedirme, le pregunté a Román, creo que de
manera solidaria, por la lucha de los campesinos.
—Iremos a juicio dentro de unos meses. Estamos buscando
un buen abogado.
Y aproveché también para preguntarle por Quezada.
Román solo sabía, por la prensa, que se rumoreaba que iba a
dimitir próximamente para dedicarse por completo a sus
negocios. Pensé que el rumor tenía fundamento y así lo dije,
sin entrar en más detalles.
—Pero dime, ¿para qué quieres encontrar al gringo? —
insistió Judith—. No sé si es bueno que se regrese a Cholula.
No podemos volver a contratarle. Villalobos no lo aprobaría
nunca. Y quién sabe si no sea demasiado peligroso dejarse ver
por Cholula. Vas a buscarla a ella, ¿verdad?
Había decidido no darles muchas explicaciones, en parte
porque eso me hubiera obligado a hablarles del inverosímil
Nilsson, y no sé si yo hubiera sido buen narrador de ese relato.
Preferí hacer un sumario y centrarme en la enfermedad de la
hermana de Lombard. Pero era evidente que Judith
desconfiaba de mis aclaraciones.
Me despedí de ellos de manera solemne, como si los tres
asumiéramos internamente que mi viaje era mucho más que
una excursión turística y que la separación podía acabar siendo
larga. Incluso Román pareció concederme por fin algo de
respeto y sentí que disculpaba mi intrínseca tosquedad
española. Se despidió de mí con seriedad viril, casi castrense,
abrazándome de un modo que me pareció sincero.
Dos días después, un sábado, salí temprano en autobús
hasta un hermoso pueblito llamado Cuetzalan, en el que el
negocio turístico funciona de forma bastante eficiente y en el
que incluso no es difícil ver curiosidades inolvidables como
los famosos Voladores de Papantla. Allí desayuné y busqué a
un taxista que estuviera dispuesto a ser mi chófer durante un
día o quizá más de uno. Tuve que negociar duramente y
regatear mucho, cosa a la que nunca había podido
acostumbrarme bien en México, por culpa, sin duda, de
nuestra educación europea tan contractual y leguleya.
—Señor, en esa carretera hay asaltos… Se pone refeo…
Tendríamos que regresar antes de que se haga de noche…
Le convencí por mil pesos y salimos de viaje.
Entramos en la sierra. En Cuetzalan ya se pierden de vista
los volcanes, lo que en cierto modo garantizaba que estábamos
en otra parte muy distinta del estado de Puebla, mucho más
indígena y menos colonial, de clima húmedo y frondosidad. El
taxista, taciturno, se limitó a conducir y me permitió observar
y reflexionar en silencio. La carretera era, sorprendentemente,
de buena calidad, aunque serpenteaba de una forma poco
recomendable para el aparato digestivo. Como auguró Román,
la mayor parte de los signos de la sociedad desarrollada se
iban desvaneciendo, con la excepción de los enormes carteles
de Coca-Cola, de alguna sorprendente y casi exótica antena
parabólica y de algún anuncio infame de propaganda del
gobierno del Estado, presumiendo con cínico orgullo de logros
como que casi toda la población tenía acceso a la electricidad.
Pasamos apenas un par de pueblitos en media hora, y entre
uno y otro solo vimos un restaurante de carretera y dos o tres
talleres, de apariencia poco fiable, de reparación de coches.
Yo seguía nuestra trayectoria con un mapa, para
asegurarme de que el taxista no cometía errores en regiones
que probablemente no conocía muy bien. Sentía, desde luego,
una inevitable curiosidad turística, a pesar de que ya conocía
lugares recónditos en Oaxaca y en Chiapas, como la
memorable iglesia de San Juan Chamula donde los paisanos
rezan precisamente con latas de Coca-Cola para, según me
dijeron otros turistas no sé si bien documentados, eructar y
expulsar malos espíritus. Pero también sentía, como en esas
otras ocasiones, una especie de desconfianza ante mi propia
vulgaridad de viajero estándar, ante las etnosensaciones ya
muy codificadas y ritualizadas por tantos y tantos relatos
previos al mío. El viajero por México es casi un burócrata de
la experiencia turística y cambiar las reglas parece muy difícil
también para alguien como yo, tan europeo de mala conciencia
a mi pesar.
Antes de llegar a nuestro destino, nos encontramos con lo
que parecía un poco agresivo retén. Media docena de chicos
adolescentes o menores aún se habían situado a ambos lados
de la carretera y en cada uno sujetaban el extremo de una
cuerda. El taxista frenó y negoció con ellos en voz bajísima.
Finalmente, les dio un billete, creo que de no más que veinte
pesos, y soltaron la cuerda. Noté que todos me miraban con
ajenidad, tal vez con una mezcla de curiosidad y menosprecio.
De cualquier modo, les dediqué una sonrisa y me esforcé,
aunque fuera un esfuerzo fugaz, por no parecer un asqueroso
turista rico.
Unos minutos después encontramos el pueblo. Era,
efectivamente, un rincón remoto, que, por comparación,
convertía la mugrosa Cholula en un foco de avances sociales y
desarrollo urbanístico. En seguida llegamos al zócalo del
pueblo, con su mercado, su iglesia, su miniparque con su
presidencia municipal y la mayor variedad de color del pueblo,
sobre todo por las abundantes guirnaldas con los colores de la
bandera mexicana, que enlazaban balcones de las primeras
plantas así como algunos árboles del zócalo. Probablemente
había habido en fecha reciente algún evento político que había
servido para llenar el pueblo de insensata esperanza patriótica,
o tal vez se trató de una fiesta local para conmemorar al santo
oficial. De cualquier modo, la armonía de la decoración
tricolor intentaba mantener un cierto efecto festivo, y quizá el
efecto seguía funcionando. A partir de ese zócalo
enérgicamente nacional, el pueblo se extendía en calles
empinadas casi siempre sin asfaltar y pequeñas casas blancas
de improvisada construcción, muchas con tejados triangulares
de tono rojizo. Con todo, el hecho de que no se tratara de un
pueblo polvoriento sino más bien fresco lo volvía algo más
hospitalario de lo que me había augurado Román.
El taxista aparcó el coche frente a la presidencia municipal,
y nada más bajarme y echar un primer vistazo alrededor
comprendí que yo era el único güero que en ese momento
podía estar pisando el lugar, salvo, tal vez y ojalá, Lombard;
eso sí, yo le ganaba con mi palidez de queso panela. Procuré,
como tantas otras veces, controlar mis típicos aspavientos de
español pomposo y confirmé que había sido una buena idea no
llevar conmigo ninguna cámara de fotos, ni ningún otro objeto
enfático de turista impertinente. Los lugareños nos miraron
silenciosamente al principio, quizá apostando para sus
adentros sobre el motivo de nuestra llegada, pero pronto
volvieron a sus rutinas; rutinas no muy estresantes, por lo que
me pareció deducir. Solo una niña de grandes ojos negros me
siguió observando durante unos instantes, como dudando de
mi condición zoológica; le sonreí y la saludé moviendo los
labios sin hablar. Me miró fijamente, desoyendo las llamadas
de su madre, hasta que por fin me aceptó dentro de los seres
buenos del universo y se rio de mis payasadas.
Me pregunté si el gobernador del Estado, tan aficionado al
regocijo de determinadas fiestas de cumpleaños, había pisado
alguna vez un pueblo como ese. Me pregunté si había alguna
escuela o si los niños, como otras veces había visto con mis
propios ojos, tenían que viajar hasta la escuela haciendo
autostop, peleándose entre ellos por conseguir meterse en el
primer coche que pasara cerca. Me pregunté cómo sería el
cementerio, si lo había. Comprobada la dejación del Estado,
me pregunté incluso si ese pueblo no estaría mejor rodeado de
alguna plantación de marihuana, aunque el precio moral fuera
ceder al macabro poder de los narcotraficantes.
El pueblo era, desde luego, manifiestamente pobre,
buñuelescamente, diría yo; eso sí, la realidad parecía ser
asumida con una resignación no neurótica, aunque desde luego
sí famélica. Su demografía era fácil de identificar: pocos
ancianos hombres por culpa de la baja esperanza de vida,
tampoco demasiados hombres en edad trabajadora por culpa
de la emigración, y sí bastantes mujeres, adultas o ancianas o
en una edad ambigua, con fundas doradas en algunos dientes y
rostros serios, inhibidos y agrietados. El apego a las
tradiciones era visible e incluso escuché conversaciones en
alguna lengua indígena. Podría sintetizarlo todo en un balance
melancólico, pero creo que la tristeza no era, a pesar de todo,
la cualidad esencial del pueblo, sino solo un suplemento
aportado por mi mirada externa. Quizá esa cualidad esencial
podría ser, en realidad, la pequeñez o la estrechez, tan
polisémicas y aplicables a casi todo, fueran casas, calles,
sueños, discursos o intimidades. Eso sí, todo el conjunto, en
definitiva, era una perfecta némesis antihedonista y
precarizada de las bacanales plutócratas de Quezada y sus
amigos, francos delincuentes o simples canallas explotadores,
tan patriotas pero tan incapaces de ceder ni uno de sus
privilegios a cambio de una mínima compensación en forma
de justicia social. Una vez más, odié a los ricos, odié en
especial a los ricos mexicanos, y me odié provisionalmente a
mí mismo por haber parecido rico alguna vez.
La gente del pueblo enseguida se portó conmigo con la
habitual amabilidad, tan tierna y susurrante, de casi todo
México; y, sin paternalismos, me limité a respetar la humildad
como código de los anfitriones. Busqué un bar e invité al
taxista a comer chalupas mientras pensaba cómo iba a actuar
para encontrar a Lombard y a Sor Juana.
Con discreción y casi de pasada, pregunté al camarero si
conocía a algún gringo que se hubiera instalado en el pueblo.
Creo que subestimé la discreción del camarero; estoy seguro
de que conocía a Lombard, pero respondió tenazmente lo
contrario. Entonces me di cuenta de que, de forma absurda, yo
había confiado en una especie de azar rayuelesco-cortazariano
que me llevaría a encontrar de manera inevitable a Sor Juana.
Pero posiblemente no sería nada fácil y tal vez tendría que
volver más de una ocasión a ese pueblito. Decidí que pasearía
por el pueblo durante el día y que, si no había señales de mis
amigos, volvería con el taxista a Cuetzalan para pasar la noche
en alguno de sus hoteles. El taxista, mientras tanto, se quedó
durmiendo en el interior de su vehículo.
Paseé durante varias horas por el pueblo, buscando alguna
artesanía local entre cerveza y cerveza. Creí alguna vez divisar
a Lombard: era, evidentemente, una ilusión fruto de la alianza
entre ansiedad y miopía. Visité la iglesia, que no tenía, a mi
juicio, nada especial desde el punto de vista arquitectónico;
una sobria fachada, una portada inconclusa y solo algunos
azulejos poblanos seguramente más modernos. Pero no me
quedó duda de la importancia del templo; el sacerdote, ceñudo
y firme, me miró como diciéndome: «esto no es un
monumento turístico; aquí se viene a rezar». Procuré ser
respetuoso y evitar que mi olor ateo a azufre causara
problemas.
El virus alienante de la sociedad de consumo, con sus
necesidades, sus placeres engañosos y sus urgencias, empezó a
hacerme sufrir a eso de las siete de la tarde, coincidiendo con
un descenso de la temperatura ambiental. Me aburría más que
el taxista y pensé que todo el viaje había sido finalmente solo
una pseudoaventura creada por mi imaginación y tal vez por
los disparates del sueco mesiánico. Entré en una tienda de
abarrotes a una manzana del zócalo para comprar una Coca-
Cola que me despertase a base de gas y cafeína y bebí la lata
justo delante del establecimiento, distraído y quizá también
melancólico. Y entonces sucedió lo que llamaré
hiperbólicamente el milagro. Al otro lado de la calle, Sor
Juana caminaba también distraída. No la reconocí de
inmediato; el proceso fue más complejo. Diría que hubo tres
momentos, tal vez en solo un segundo: en el primero, la
reconocí por su rostro, menos indígena que el contexto y por
eso más llamativo para mis ojos; en el segundo, pensé que la
vista otra vez me engañaba y deduje que no era ella porque
llevaba a un bebé en su pecho arrebozado en mantas; en el
tercero, confirmé que sí era ella porque no podía ser de otro
modo.
Me abalancé sobre ella con el énfasis de la mayor alegría
que había tenido en los últimos tiempos y casi la asusté. Nos
saludamos torpemente, algo acelerados los dos por la sorpresa,
y forcé un beso en la mejilla al ver que el abrazo era imposible
por la presencia del bebé. Dediqué los segundos siguientes a
contemplarla de arriba abajo y a preparar algún elogio de su
aspecto. No necesité mentir: estaba tan hermosa como
siempre, aunque su apariencia fuera tan distinta. Sor Juana
había mimetizado bien las costumbres locales y había
abandonado su look coqueto y levemente transgresor para
simular que nunca había pisado unos grandes almacenes.
Podría decir que había madurado o envejecido en todo ese
tiempo, pero creo que lo había hecho solo en la misma medida
que yo.
Su desconcierto inicial fue, sin duda, tan grande como el
mío. Solo que mi desconcierto era gozoso, intenso, como en
los escalofríos del amor adolescente y las primeras citas, y yo
no sabía si ella sentía algo equivalente.
—Pero ¿qué haces aquí? ¿Cómo me encontraste? —
preguntó, mirando a su alrededor como con un celo excesivo,
lo que me hizo desconfiar.
—Consulté al oráculo.
—Ay, pinche Nilsson… Qué chismoso.
Reímos los dos y creo que ese momento cómplice, unísono,
nos relajó a ambos.
—Te presento a Daniel —me dijo descubriendo el rostro
abrigado del bebé—. Ya ves que mi vida ha cambiado
bastante.
El bebé tenía apenas unos meses. Le acaricié la carita
somnolienta y luego me fijé en el rostro de la madre: sonriente
y diríase que feliz. Me dijo que tenía que comprar algo de
comida y me pidió que la acompañara.
—Tenemos mucho de qué hablar —dije yo, o ella, quién
sabe.
—Qué milagro —dije yo, o ella, quién sabe.
Entramos en la tienda y esperamos a que hiciera las
compras antes de empezar a ponernos al día. Aunque parecía
desenvolverse muy bien con el bebé, me ofrecí, naturalmente,
a cargar con todo.
—Jeff tiene chamba en Yohualichan. Da clases de inglés.
Regresará al rato.
Interpreté sus palabras de manera positiva, como si el
mensaje oculto fuera que Lombard, sin duda, se alegraría de
verme. Ciertamente, yo no había pensado que también habría
podido ser lo opuesto: que Lombard se molestara con mi
llegada o la interpretara de algún modo hostil.
Salimos y Sor Juana me señaló el camino por una calle
informe y sin apenas tráfico.
—Hay que caminar tantito. Unos diez minutos.
En ese trayecto apareció por fin la incomodidad; ella le
dedicó mimos a su hijo y yo opté por guardar silencio para no
parecer demasiado inquisitivo o impaciente. Pero al cabo de
un par de minutos, y después de varios saludos a gente del
pueblo, Sor Juana, sin que se lo preguntara, empezó a
resumirme su voluntario exilio. Habían llegado a ese pueblo
casi por azar; ella lo recordaba de alguna antigua excursión
juvenil a las comunidades indígenas y, sin otra justificación,
decidieron instalarse allí con los ahorros de Lombard, que, al
parecer, eran bastante sustanciosos después de tantos años de
profesor sin cargas familiares ni otros gastos aparte de las
drogas y el alcohol de la noche cholulteca.
Tras el primer impacto emocional, muy estimulante, de la
nueva vida, llegaron las asperezas de la vida subdesarrollada,
allí donde la globalización apenas llega, o llega solo como
deyección de productos superfluos de consumo masivo. Pero
Sor Juana no parecía arrepentida de nada:
—Me hice una limpia de mi pasado fresa… ¡Así ya no
podrás estar fregando con mi origen social! Te quedaste sin
argumentos, Álex. Ahora te toca a ti, tan comunista que eres.
Los dos encontraron trabajo dando clases de español o de
inglés o de lo que fuera, aunque muchas veces los sueldos ni
siquiera se cobraban, sobre todo si eran sueldos que dependían
del Gobierno.
—Admito que me has derrotado —ironicé, de una forma
que creo que era previsible y, en cierto modo, entrañable para
ella—. Para un intelectualillo de clase media como yo, lleno
de amor y odio a la vez hacia la modernidad, todo esto es muy
auténtico y espiritual. Solo te ha faltado alojar en casa al
subcomandante Marcos.
—Idiota.
—No, tonta. Has madurado. Ya no eres la señorita poblana
que coqueteaba con el caos para luego regresar al búnker
familiar.
—Sí, se acabaron las Atlántidas y todos los demás juegos…
—sentí que me aludía con esa última palabra, pero no pude
dejar de sonreírle—. ¡Aunque me caga no encontrar algunas
cosas en este pinche pueblo!
—Como un carrito de bebé, supongo.
—Si apareces con un carrito de bebé, te corren del pueblito
por satánico.
Luego habló del embarazo y aquí el relato se volvió
impreciso y más metafórico. No hice preguntas indiscretas:
fuera cual fuera el proyecto previo sobre esa maternidad, Sor
Juana no dejaba lugar a dudas sobre su plenitud actual. Me
pareció sincera, aunque quizá me lo pareció porque estaba
muy sexy y vitalista, con su largo vestido blanco y sus ojos
negros muy abiertos, como desacomplejados ante ese entorno
austero. Pero no, no era solo seducción: había una indiscutible
coherencia en su comportamiento, que por fin veía yo con
claridad. Sor Juana vivía la vida por ciclos que agotaba y
exprimía rápidamente, siempre buscando más y no
descansando nunca. Ella, a diferencia de mí, había cerrado
clara y significativamente su ciclo de Cholula, dando un
portazo monumental a las buenas costumbres y a los negocios
familiares. Y había pasado a otra fase, con errores o aciertos,
pero siempre con voluntad. Yo, en cambio, vengo de ninguna
parte y voy a ninguna parte, y mi paso por países y ciudades es
solo una larga autopsia de mí mismo.
—Te he extrañado —le dije tras un momento de silencio
que creí oportuno.
—Yo también —dijo, jugando al desvío de las miradas—.
Siento la despedida. Fueron días difíciles. Sabes que no podía
seguir en Cholula.
—Lo sé. No te guardo ningún rencor. Ni a Lombard.
—Él te quiere un chingo. Y yo también.
Por fin llegamos a la casa, situada en las afueras del pueblo,
al principio de un camino de tierra que se adentraba en el
bosque. En la puerta, tumbado con una relajación que parecía
propia de un gato, descansaba un perro al que reconocí.
—¡Villefort!
El perro no me reconoció, pero se dejó acariciar. Sor Juana
me dijo que se había llevado de Cholula también a Danglars,
aunque este murió poco después de instalarse. Estuvimos de
acuerdo en que el destino de Mondego, del que ni ella ni yo
sabíamos nada desde hacía mucho, había sido seguramente
penoso.
Sor Juana abrió la puerta de la casa y, entre susurros
tranquilizadores al bebé, me invitó a entrar. Debo reconocer
que esperaba un hogar algo peor, como una improvisada
cabaña de madera en la selva. Pero, dentro de lo que cabía, la
casita era un rincón acogedor y provisto con todo lo
indispensable desde el punto de vista material: nevera,
televisión, un horno eléctrico de dos fogones y sobre todo
libros; muchos libros mal amontonados pero que sumaban más
que todas las bibliotecas de la región, con toda seguridad. Sor
Juana me invitó a sentarme y pasó a ocuparse del bebé. Yo
preferí dejarla en su intimidad de madre y me puse a curiosear
entre los libros, la mayoría en inglés.
—¿Te gusta mi casa? —dijo después de arreglar al bebé y
dejarlo en una cuna de diseño más bien artesanal.
—Para vivir, prefiero la de tu papá, sinceramente. Pero para
tener experiencias místicas, supongo que esta está mejor.
—¿Y qué dice mi papá?
—Que no respondes sus e-mails. Ha comprado una casa en
San Diego y dice que podéis iros todos allá y ser felices. Dice
que ya no hay peligro. Que ha hecho las gestiones necesarias
para garantizar tu seguridad. No puedo ser más preciso porque
no me dijo mucho más. Ya sabes: tu padre es muy ambiguo.
—¿Por eso has venido hasta acá? ¿Para decirme que todo
está arreglado?
—No. Vengo porque tengo un mensaje para Jeff.
—¡No mames! ¿De quién?
Vi el susto en su rostro y me apresuré a tranquilizarla con
todos mis recursos.
—Tranquila, no es el mensaje que podríais temer. Creo que
es una buena noticia. Bueno, en realidad no lo es, pero pienso
que le ayudará. No puedo explicártelo todavía. Es sobre su
familia. Quieren ponerse en contacto con él.
—Ah, su familia… Sigue sin hablar de eso. Ni siquiera
cuando nació Daniel.
Se disculpó porque era la hora del pecho para el bebé.
—No tenemos cerveza. Jeff ya no toma. Y yo tampoco.
—Os puedo perdonar todo este teatro de vida natural y
genuina, pero la ausencia de alcohol es intolerable.
—Ni modo, todo cambió… Está chida la vida acá, pero es
difícil. ¿Sabes? Creo que ya me quiero regresar. Pero no sé
cómo decírselo a Jeff.
Eché un vistazo por la ventana; pronto oscurecería y yo no
había avisado al taxista. Pero no pude ni siquiera empezar a
angustiarme; sentía una embriaguez tan perfecta que me hizo
olvidar ese resentimiento perpetuo que me acompaña como
una úlcera. Fueron minutos de utopía cristalizada, sí: un nudo
complejo y duro se había deshecho con suavidad, con un solo
y elegante estirón. Por primera vez en muchos años (quizá en
todos mis años), mi vida tenía una utilidad objetiva,
comprobable, inapelable. Por primera vez había algo más en
mí que mi sistemática ruina. Mi egoísmo quedaba lejos.
Sor Juana, maravillosamente reconvertida en proyecto de
matriarca, había minimizado en segundos todos mis delirios,
mis afanes de superioridad, mis teorías, tan permanentes como
falibles. Vagamente invencible, al decir de Neruda, me enseñó
el sitio al que debería pertenecer.
—Jeff es duro, más de lo que crees… Y le gusta mucho
esta vida aislada e incómoda. Se siente pleno, realizado, libre.
Yo también, pero ahorita, con el bebé, él está muy nervioso.
Demasiado nervioso. Desde que nació, la convivencia ha sido
más difícil. Se altera con todo lo que le pasa al bebé, sufre
mucho con cualquier riesgo de enfermedad, con cualquier
posible peligro por muy tonto que sea. Sufre mucho más que
yo, y eso no es normal. Creo que pronto querré regresarme. En
verdad, no quiero que aquí crezca Daniel. Todo está lindo,
pero no soy tan insensata como para condenar a mi hijo a vivir
aquí solo por mi capricho y mi rebeldía. El problema es que
Jeff no quiere ni oír hablar de salir de aquí. Carajo, quiero un
poco de civilización. ¡No la pinche riqueza de la aristocracia,
pero algo que no sea esta pobreza! Ojalá y tú puedas
convencerlo.
—Puede que todo se arregle antes de lo que esperas. Por
una vez, y sin que sirva de precedente, voy a ser optimista.
—Tú nunca has sido optimista. Me estás asustando.
Dejamos la conversación en ese registro irónico y unos
minutos después entró Lombard, jadeante. Se sorprendió de mi
presencia y hubo unos instantes tensos, hasta que yo repetí la
broma del alcohol y Lombard se lanzó a abrazarme.
—Joder, os habéis escondido bien —le dije—. Ni el
National Geographic llega hasta esta región.
Lombard sí se había avejentado de forma notoria. Había
perdido peso y tenía unas manchitas oscuras en el rostro que le
daban un aire enfermo. Pero mentalmente parecía muy sano,
enérgico incluso, lejos de la indolencia de la marihuana y más
cerca de la rutina de leñador o agricultor.
Tardamos unos instantes en organizar el diálogo sin
expresiones de duda o sorpresa.
—Cuéntame, ¿qué dice Cholula, la ciudad milenaria?
—Murió Magallanes.
—Chale…
—Se le reventó una variz en el esófago y se desangró por
culpa de la cirrosis. En los últimos tiempos ya estaba bastante
mal. Ahora nos toca a nosotros hacer un congreso de
homenaje. A ver de dónde sacamos el dinero.
—¿Y Judith?
—Ya sabes, como siempre. Esforzándose por que todo
funcione sin darse cuenta de que todo funciona por casualidad.
Cada día ve más claro que nos van a cerrar la licenciatura.
Además, tiene que pelear con el cretino de Villalobos. Mi
compatriota ha enloquecido definitivamente. Se ha convertido
en detective y se pasa el tiempo investigando los atentados del
11-M. Interviene en foros de Internet, escribe artículos, envía
correos a toda la universidad. Dice que le persiguen y que
teme por su vida. Que el Gobierno de Zapatero va a enviar a la
policía a detenerle. Incomprensiblemente, nadie se atreve a
destituirle de su puesto de decano.
—What the fuck! Pinche pendejo… Hasta eso, qué sabrá él
de persecuciones. Que hable del crimen organizado, a ver si se
atreve. ¿Y el Niño Genio?
—Se fue a Estados Unidos y ya se olvidó de nosotros. Pero
sé que va a todo tipo de congresos y que ha iniciado su carrera
académica. Pronto tendrá su tenure-track, ganará más dinero
que nosotros y luchará por tener siempre la última palabra
sobre América Latina.
—¿El Culero?
—No hemos sabido nada más de él. Se fue al Norte con su
familia de hijos de puta, al parecer. Pero sé que un hermano
pequeño estudia Economía en nuestra querida universidad.
Hay que aprender a blanquear los negocios de la familia.
Seguimos el repaso de nombres y figuras locales hasta que
me di cuenta de que ya estaba oscureciendo y decidí
apresurarme, aprovechando que Sor Juana estaba en la cocina
y tal vez no podría escucharme si yo conseguía bajar el tono
de voz.
—Jeff, he venido en un taxi que me está esperando y tengo
que avisarle.
—Te diría que te quedaras a dormir, pero no tenemos
recámara de invitados.
—Lo sé, no te preocupes. Escúchame, he venido hasta aquí
por algo importante… En Cholula conocí a un hombre que te
estaba buscando. Se llama Christopher Lawson.
La nueva sorpresa de Lombard fue mucho más intensa que
la de hacía solo unos minutos; se quedó boquiabierto y
empezó a acariciarse la barba de un modo que podía
considerarse compulsivo, casi arañándola. Pensé que la
culpabilidad, esa culpabilidad antigua e inolvidable a la vez,
estaba creciendo en su interior y que pronto se ahogaría de
algún modo. Yo le miré tranquilizadoramente, e incluso me
acerqué para ponerle una mano en el hombro, tratando de que
entendiera que su secreto estaba a salvo conmigo si él así lo
quería.
—Me dio una carta para ti —dije en el mismo tono de voz
—. Creo que es muy importante que la leas.
Saqué la carta del bolsillo interior de mi cazadora y sentí,
básicamente, que por fin había cumplido una misión en la
vida. Una misión modesta, pero en todo caso superior a todos
mis anteriores esfuerzos por hacer algo de valor en el mundo,
incluidos mis cuentos sobre Heidegger o mis estúpidas clases
sobre novela española de la democracia. Lombard, todavía
mudo, recibió la carta y la sostuvo en su mano sin abrirla, en
una actitud que entendí de autocontrol ante un objeto que le
inspiraba un miedo colosal. Concentrado, pero sin duda
vulnerable, asintió en un gesto de agradecimiento; aunque optó
por mantener cerrado el sobre y sacudirlo varias veces contra
la palma de la otra mano. Pensé que el asunto requería de
intimidad y que mi presencia solo podía estorbar.
—Esta noche me quedaré en Cuetzalan a dormir —dije ya
en otro tono de voz, para que Sor Juana me oyera—. Puedo
regresar mañana y hablamos con calma.
—Sí, por favor —intervino Sor Juana, desde la cocina.
Lombard asintió mientras intentaba recomponerse. Parecía
pensar dónde esconder la carta.
Yo no quería irme, desde luego. Sin celos ni rencores,
nuestro reencuentro había sido inesperadamente plácido para
los tres, fácil, como una lección elemental de vida. Ellos eran
la Familia y yo era el Huésped; y en cierto modo, todo era
armónico, equilibrado, con límites justos y seguros para los
tres. Éramos un teorema perfecto, como si los tres hubiéramos
descartado nuestros respectivos suicidios al mismo tiempo.
LA SEDUCCIÓN DE LA TOTALIDAD (FIN)

L
as investigaciones —quiero decir, las verdaderas
investigaciones, las que no están atascadas y
obstaculizadas sistemáticamente por ciertas personas que
todos conocemos— avanzan y los resultados son cada vez más
evidentes: solo los paniaguados y los crédulos pueden seguir
confiando en la versión oficial. Todos vosotros podéis
documentaros sin dificultad sobre las mentiras que están
oscureciendo el caso; yo he intentado modestamente
facilitaros la máxima información para que tengáis elementos
de juicio distintos de la simplona versión hegemónica, tan
llena de agujeros, manipulaciones e intoxicaciones.
Desde México, también hemos intentado algunos poner un
granito de arena en el esclarecimiento del peor atentado de la
historia de España. Por desgracia, hemos tenido que
enfrentarnos con la cerrazón de algunos compatriotas,
obcecados a veces por el falso progresismo de los que creen
que la democracia y la libertad se defienden solo con buenas
palabras, pero también obcecados a menudo por una dosis
incuestionable de antiespañolismo visceral. Aun así, yo mismo
he realizado, por ejemplo, alguna sencilla labor de vigilancia
y seguimiento de etarras en la Ciudad de México, en
Querétaro y en Guadalajara. Los resultados fueron puestos en
conocimiento de las autoridades policiales españolas, que,
como era de prever, no han hecho ningún caso de datos
relevantes sobre los movimientos, sin duda triunfalistas y
optimistas, de la banda etarra en su cómodo exilio mexicano.
Pero no es de eso de lo que quiero hablaros hoy, en esta nueva
comunicación del improvisado Boletín por la Verdad que puse
en circulación hace nueve meses.
Quiero haceros una confesión y compartir con vosotros,
amigos mexicanos, una experiencia que ha sido la más
trascendental de mi vida y que, en cierta forma, también tiene
que ver con los atentados de Atocha.
Yo llegué a México hace más de quince años y he acabado
adorando este país maravilloso en el que me he sentido
siempre tan bien acogido y en el que he podido desarrollar
una óptima trayectoria profesional, en el seno de una de las
mejores universidades del país y sin duda de América Latina.
Llegué a Cholula de forma casual y nunca me pregunté por
qué fue ese mi destino y no otro. Podría haber sido Querétaro,
Morelia o Veracruz; pero no, fue Cholula. Y durante muchos
años apenas presté atención a la parte legendaria y mágica
del lugar, que consideré como un atractivo turístico
completamente alejado de cualquier contemporaneidad.
Pero en los últimos tiempos todo ha cambiado de forma
poderosa y es lo que quiero transmitiros si las palabras me
ayudan.
La conciencia de que hay fuerzas asesinas que están
dirigiendo nuestro presente ahora mismo (y que tal vez
dirigieron ya nuestro pasado) ha sido mi prioridad moral e
intelectual en estos últimos dos años. Vivimos en un mundo
complejo, profundamente interconectado en sustratos de difícil
acceso y control, en el que los movimientos de algunos son
casi imperceptibles aunque sus consecuencias sean ruidosas y
trágicas. Sé, sabemos, que detrás del terrorismo no solo hay
perturbados mentales, sino oscuras redes de intereses
ideológicos y económicos que confluyen para desestabilizar la
coexistencia ciudadana. Enemigos de la libertad, en definitiva.
Algunos de los nombres ya los conocemos, gracias a la labor
ingente realizada por los héroes investigadores de la versión
no-oficial. Nos falta aún mucho por saber, pero estamos en el
buen camino, sin duda. Llegaremos algún día a la Mano
Negra. A la Clave del Misterio. El Nombre Definitivo.
Pero, y ese ha sido mi descubrimiento de estos últimos
tiempos, toda esa investigación, con ser tan importante como
es, no puede ser el límite de nuestra reflexión, porque eso
significaría, en el fondo, una visión superficial de la magnitud
del problema. No es suficiente con descubrir, detener y
enjuiciar a los verdaderos responsables intelectuales del
atentado; hay que penetrar en el misterio profundo de sus
motivaciones, en el alcance último de sus designios. Y esa
indagación no puede realizarse solo con medios legales y
categorías jurídicas, porque escapa del terreno de lo
estrictamente material para acercarse al horizonte de la
propia experiencia humana entendida en su sentido total y
completo. Solamente podremos comprender el crimen, desde
su raíz más profunda y penetrante, en el seno mismo del
misterio de la vida.
Sí, yo mismo fui durante años un escéptico, distraído por
detalles y reclamos engañosos, convencido de que la razón
nos ofrece el marco imprescindible para nuestros
comportamientos y valores. Pero en los últimos tiempos,
enfrentado una y otra vez al enigma permanente y doloroso
del crimen y la tragedia, he comprendido que la confianza
ciega en esta razón burocratizada y esclerótica que nos
domina únicamente es parte de la profunda prestidigitación
con la que se nos ocultan otras claves; mucho más auténticas,
esenciales, trascendentales. Y ha sido Cholula, la mágica
Cholula con su teocalli hermoso y eterno, la que me ha
devuelto la espiritualidad que creía desvanecida; y que ahora
veo como imprescindible para afrontar de modo unitario el
misterio esencial, más allá de las apariencias fragmentarias y
contradictorias.
No puedo ni quiero diagnosticarlo, porque traicionaría el
hecho mismo en su grandeza e intensidad. Tampoco sé por qué
sucedió ahora y no antes. Pero sé que inesperadamente sentí
por qué Cholula ha sido lugar santo desde hace miles de años;
entendí el poder latente y glorioso de su pirámide, la energía
divina e irrefrenable que emana de ella hasta llenar el alma de
fuerza y coraje. Desde la cima de la pirámide, en la iglesia de
la Virgen de los Remedios, amparado por Tonantzin y por
tanto en el mestizaje rotundo y perfecto de dos experiencias
religiosas milenarias, y enfrentado desde la altura a un
paisaje que es solo un hermoso anticipo de la complejidad
caótica de lo real, sentí, como tantos otros en el pasado, que
la solución solo puede pasar por asumir esa espiritualidad y
entrar sin prejuicios en una percepción más valiente de la
realidad.
Fuera de sus terrenos adecuados, la razón es rígida,
restrictiva y prepotente, y no hace más que ofrecernos límites,
incomprensión y sufrimiento. Lo hemos sabido siempre, pero
nuestro orgullo (y, en el fondo, nuestro miedo) nos impide
admitirlo cuando más lo necesitamos: la razón jamás podrá
explicar el universo, y lo saben hasta los mejores científicos.
En cambio, una vez que liberas a tu alma de esa opresión, de
ese sótano oscuro y sin esperanza, todo resulta más fácil,
coherente y luminoso. Me ha costado casi cincuenta años
entenderlo, pero por fin siento esa energía y estoy seguro de
que no la perderé nunca.
Ahora sé qué tiene de especial Cholula y sé que nunca
abandonaré por mi propia voluntad este lugar. Ahora he
comprendido lo que significa la palabra libertad. Y quiénes
son sus enemigos. Nuestros enemigos. Los que jamás
encontrarán otra plenitud que la muerte y el resentimiento.
Fernando Villalobos
LA GUARDIA NOCTURNA (II)

S
i hay ritos que aportan algo así como un equilibrio entre
recuerdos y deseos, entre la memoria y la voluntad,
volver a reunirnos en la casa de Lombard en Cholula fue,
sin duda, uno de ellos. Había algo silenciosamente victorioso
en ese retorno: muchas cosas habían cambiado, y desde luego,
era inviable recuperar algunos códigos; pero no fue difícil
extraer de la nostalgia su esencia y depurarla hasta convertirla
en una paz suficiente, modestamente perfecta; la paz de lo
restaurado, de la continuidad. Volvíamos a estar juntos en
nuestro limbo; respetando, sí, lo que el tiempo nos había
hecho, pero obligando a su vez al tiempo a aceptar alguna
pequeña exigencia nuestra. Ya no beberíamos como antes
hasta la afasia, ni bailaríamos ocultando y exhibiendo
intenciones sexuales, ni discutiríamos desmemoriadamente en
medio de drogas nuestras y de otros; pero ahí estábamos, como
en un orgulloso reestreno teatral, repitiendo diálogos y
escenografía.
En realidad, el que menos había cambiado era yo; ellos dos
habían evolucionado hacia una nueva fase y habían hecho
auténticos experimentos con sus vidas, no como yo, con mis
bucles de introspección y mi autismo narcisista. Quizá por eso
sentí que Lombard y Sor Juana actuaban con paternalismo
hacia mí, permitiéndome ser una especie de hijo espiritual
adoptivo, lejos de celos o rivalidades sexuales cuya existencia
solo podía situarse en ese tiempo pasado para ellos ya
superado. No me desagradó la idea, aunque eso significara que
Sor Juana me miraba ya de otra manera, muy distinta a los
buenos tiempos eróticos. Me miraba, diría yo, con la ternura
con la que se revisa un libro básico de la adolescencia que
sabes superado pero que no quieres volver a leer para no sentir
decepción (como mis viejos y adorables libros baratos de
Alianza Editorial con las cubiertas de Daniel Gil). Por eso yo
sabía que ya no había lucha posible entre Lombard y yo por
ella; y por eso también podía sentirme tranquilo, cómodo,
arraigado, en la compañía de ambos. Yo deseaba a Sor Juana,
claro, pero mi más voraz egoísmo no podía corroer la
evidencia de que ella estaba mejor, en todos los sentidos, con
Lombard que conmigo.
La familia había aceptado pasar fugazmente por Cholula no
solo para presentar de manera oficial a Daniel y restablecer
lazos afectivos, sino también para arreglar asuntos de todo tipo
y preparar con la máxima cautela el futuro. No averigüé
mucho acerca de cómo fue la reconciliación familiar; intuyo la
alegría, aunque también intuyo algo de hipocresía hacia el
gringo, en cierta forma responsable de una separación tan
larga. Fuera como fuera, la simple existencia del primer nieto
compensaba cualquier posible rencor. La progenie Quezada
continuaba. El patriarca estaría satisfecho.
Como era de esperar, Lombard y Sor Juana habían decidido
cruzar la frontera del Norte, pero aún no se ponían de acuerdo
sobre el destino: él, por fin, quería regresar a Philadelphia para
ver a su hermana moribunda, con la que ya había hablado por
teléfono y al parecer había ajustado todas las cuentas del
pasado; pero Sor Juana, aun estando de acuerdo en que no
querían aceptar los privilegios de papá Quezada, proponía
instalarse en San Diego con el hermano mientras buscaban
opciones laborales. Durante la cena, discutieron sin
agresividad sobre el tema, mientras yo lamentaba en silencio
las dos opciones.
Cuando el bebé se quedó dormido y Sor Juana se sentó
tranquilamente con nosotros, empezamos la previsible labor
memorística de sobremesa seleccionando recuerdos valiosos,
por lo épico o por lo cómico, de Cholula, de la universidad y
su fauna, de México y su caos. Lombard y yo bebimos como
adultos, y Sor Juana, como madre adulta, se limitó a una copa
de vino. Apenas gritamos, y yo diría que el volumen de la
música quedó a la mitad de lo que era habitual en otros
tiempos. De manera generosa, los dos se preocuparon por mí y
por mi soledad. Ironicé levemente, para que entendieran que
no quería disimular la melancolía. Ellos correspondieron a mi
ironía recordándome las ventajas de ser profesor.
—Pero las estudiantes son siempre jóvenes, y el profesor
no. Me empiezo a sentir milenario.
—¿No tienes miedo de acabar como Magallanes? —
preguntó Sor Juana, aunque no sé si recordaba que ella ya
alguna vez me había hecho esa pregunta; pero fue en otro
contexto, y Magallanes estaba vivo entonces.
—Sí. Pero quiero creer que yo no lo apostaré todo por la
literatura, como hizo él.
Lombard propuso un brindis por nuestro amigo y así lo
hicimos. También aprovechamos, por supuesto, para
despotricar contra el Niño Genio por su deslealtad gringófila.
—Magallanes debió haberse dado cuenta de que los
tiempos habían cambiado —dijo Sor Juana—. De que los
viejos mitos literarios habían caído. Tú aún puedes reaccionar.
—¿Para qué? ¿Cuál es la alternativa? Magallanes sufrió
horriblemente, pero al menos tenía fe. Yo envidio a la gente
con fe. A veces no me siento nada superior a él. En ningún
sentido. Pudo haber aceptado mejor su derrota, pero luchó; y
eso es quizá más de lo que yo puedo decir. Si fuera honesto
conmigo mismo, debería aceptar que no hay esperanza para la
literatura, y seguir adelante. Para la literatura en la que creo,
quiero decir.
—La literatura siempre cambia y tú lo sabes de sobras —
intervino Lombard—. No puede ser de otro modo. Eso es la
historia de la literatura, nos guste o no. No seas dogmático;
acepta la ley del cambio. ¿Quieres que escribamos durante dos
mil años como Thomas Mann, o como Faulkner, o como
Proust? El psicoanálisis destruyó buena parte de la literatura
fantástica al reducir muchas de sus ambigüedades, y lo mismo
pasará con el pinche realismo mágico cuando por fin estos
países salgan del subdesarrollo. El adulterio era un tema
interesante en el siglo XIX y hoy ya no lo es. La represión de
los homosexuales también será felizmente un tema caduco si
el mundo sigue avanzando. Los tiempos cambian y los gustos
y el propio lenguaje evolucionan. Acéptalo y serás feliz.
Bueno, nunca serás feliz porque no sabes serlo; pero al menos
no pasarás la vida amargado como el canijo de Magallanes.
—Creo que Magallanes —continué— era, en el fondo,
plenamente consciente de que vivía desde dentro un proceso
de extinción, pero estaba condenado y por eso es un mártir que
merece nuestro eterno respeto; no tenía ninguna alternativa
real y mantuvo hasta el final a sus ídolos sin quemarlos en la
pira de la desmitificación. En el fondo, era un residuo
analógico en el poderoso y avasallador mundo digital; yo, en
cambio, estoy a medio camino. No creo en los tiempos épicos
de la novela elitista, y en el fondo sé que son una ilusión, pero
necesito algo que hoy no encuentro: esa alquimia irrepetible de
los precursores o fundadores. A veces sueño húmedamente
con una refundación del género novelístico, pero aún no lo
tengo del todo claro: solo sé que en esa nueva novela habrá
muerte y que no habrá Dios. Aunque en realidad no importa lo
que yo quiera o pueda escribir, si es que alguna vez lo hago en
serio; el problema es mucho más profundo.
—¡Ah, chingá…! No empieces con la crisis de la novela
occidental —dijo Sor Juana—. Ya sé que te gusta esa teoría.
Llevamos cien años repitiendo eso; ya déjalo.
—No compares mis teorías con las de Ortega y Gasset, por
favor —pero qué bien sabía Sor Juana lo que a mí me gustaba
predicar y delirar con ese tema, y qué hermosamente me
criticaba y se burlaba de mí—. No digo que la novela vaya a
desaparecer, aunque puede que la ficción adelgace y pierda un
par de tallas con las nuevas tecnologías; digo que los cambios
que se están produciendo son irreversibles y, a pesar de todo,
muy negativos desde un punto de vista cultural. Creo que hay
algo que estamos perdiendo y que echaremos de menos dentro
de unas décadas: cierta agresividad crítica que es intrínseca a
la novela y que ha sido la clave de su valor como modelador
de imágenes de la realidad a lo largo de siglos.
»Veamos: ¿qué define el género más allá de formalismos y
estructuras? La injusticia, el conflicto, no únicamente en un
sentido social o ideológico, sino también en un sentido
digamos existencial: la percepción de una grieta, de una
inarmonía o un caos, una percepción que, desgraciadamente,
es resultado inevitable del progreso racional a la hora de
interpretar la realidad, así como del desgaste de la ingenuidad
épica. Desde don Quijote a Meursault pasando por Madame
Bovary o Bartleby, hasta llegar a Aureliano Buendía o el
Tomás de Kundera, tal vez. La novela es el reino de lo
problemático, aunque sea una problematización oblicua con
respecto a la filosófica. Espera, gringo, espera, no, ya sé lo que
vas a decir sobre la arrogancia de los novelistas filósofos. No
olvides que yo, que no soy ni catalán ni español sino solo
cholulteca de adopción como Villefort, tampoco soy alemán,
ni quiero serlo. En realidad, a mí también me aburren los
novelistas que se meten a filosofillos, como me aburren los
narradores oportunistas que ahora les quitan trabajo a
periodistas e historiadores. A mí me gusta la ficción, y me
gusta precisamente porque es un experimento inverificable.
Pero no es lo mismo experimentar sobre el cáncer que sobre la
celulitis. Ahora el problema como sustrato generador de
acción novelística está siendo relegado a un segundo plano,
sustituido por cierto hedonismo consumista propio de
sociedades que no quieren ver sus problemas, sino que quieren
reconocerse con orgullo en el arte y asumir su destino de seres
cultos, ciudadanos de la Historia que ha llegado a su fin. Sí, la
novela sobrevive periféricamente, pero en el centro de la
sociedad abierta y liberal solo puede morir de apatía.
—Y la culpa la tiene el capitalismo… —apuntó Lombard,
con el que sin duda había discutido yo ya varias veces del
mismo tema, aunque seguramente ni él ni yo lo recordábamos.
—¡Por supuesto! El triunfo del capitalismo y de la
democracia liberal es mucho más penetrante de lo que
pensamos, incluso en aquellos que presumimos de
anticapitalistas. Fíjate: a lo que estamos asistiendo desde 1989
es a un proceso de falsa rehumanización del ser humano
alienado. En otras palabras, a una campaña sistemática de
derrota del nihilismo; el ser humano alienado y destruido de
Kafka o Camus, el hombre en rebeldía permanente desde el
romanticismo ha encontrado por fin la paz, o al menos una
tregua cómodamente remunerada en la sociedad de consumo.
Rebatiendo un poco a Kundera, el agrimensor K. de El castillo
ha cambiado de actitud y ya no se siente solo e
incomprendido; sabe que el mundo es una mierda, pero lo
acepta creyendo que lo acepta de manera voluntaria, y que su
decisión es fruto de su inteligencia y de las condiciones
históricas. Cree que puede ser culto, creativo y libre, incluso
que puede opinar sobre el mundo y que su opinión tiene
alguna repercusión en la logosfera. Y mientras tanto piensa
que tiene opciones materiales a su disposición: sexo, productos
de consumo, capital simbólico. Nunca lo conseguirá en
realidad más que provisionalmente, pero ya tiene un motivo
para vivir que no tenía en los duros tiempos del ser-para-la-
muerte. Y a ello hay que añadir, por supuesto, que ahora hay
otros sujetos que tienen su oportunidad histórica y no quieren
desaprovecharla: las mujeres, en especial.
—Para nosotras la historia no es como tú la cuentas, Álex.
No lo olvides.
—Claro, claro, a eso me refiero. Vivimos en un mundo
poskafkiano en el que el nihilismo aún no ha podido
imponerse porque se ha encontrado con una insospechada
alianza en contra: el capitalismo, que llena el vacío de ser con
sus golosinas y distracciones, y el marco cognitivo liberal,
que, a pesar de todo, permite un cierto optimismo histórico
para otredades, marginados, periféricos, subalternos y demás
losers. La botella medio llena.
»El caso es que el ser humano sigue en el laberinto, pero
ahora ha montado dentro una tienda de campaña y se esfuerza
por vivir cómodamente. La democracia tiene sus virtudes,
desde luego, pero en el terreno novelístico tiene un efecto
sedante, o más aún, de haloperidol para la necesaria
esquizofrenia de todo novelista: en una sociedad donde, en
apariencia, todo se puede dialogar y se puede negociar, donde
los antagonismos se flexibilizan y la sospecha pierde su fuerza
subterránea, ¿qué sentido tiene escribir novelas? Si no
sabemos dónde está el enemigo, ni dónde está el culpable, si la
violencia es convertida en algo accidental y no en algo
esencial, si todos los conflictos se atenúan y relajan en una
convivencia más o menos pacífica, si cualquier pacto puede
resolver a posteriori un problema expuesto por una novela, la
novela pierde su capacidad para inquietarnos y
desestabilizarnos.
—Pero la democracia no ha resuelto todos los problemas
—dijo Lombard—. Eso lo sabemos. Siguen existiendo los
problemas.
—¡Evidentemente! Estamos lejísimos del Paraíso. Sobre
todo en México… Claro que siguen existiendo los problemas.
Quizá haya menos genocidios y menos opresión, pero la
injusticia permanece. Lo que ocurre es que tal vez ha habido
una claudicación colectiva por la cual hemos perdido la
fascinación por los extremos y hemos sacralizado el mal
menor como solución totalizadora. Sí, los extremismos son
perjudiciales en política, vale. Pero ¿y en la novela? ¿Acaso no
necesitamos fanatismo, extremismo, radicalismo? Claro, no de
cualquier modo, no para epatar de forma rápidamente
asimilable por las estructuras de poder. No se trata de provocar
sin más; sino de ver el bosque y no los árboles, que ahora
examinamos con fascinación olfativa y visual y cierta
comodidad de turismo montañés.
»El pobre Sartre: ya nadie se acuerda de él. Y es cierto que
es obsoleto en muchos aspectos. Sin embargo, no puedo dejar
de releer Qu’est-ce que la littérature? y sentir una cierta
nostalgia. Admito que todas sus teorías sobre el compromiso y
la literatura en situación adolecían de confusionismo y
voluntarismo, pero me pregunto si no es lícita una cierta
sospecha sobre la caducidad de su poética sobre la escritura en
situación. Vale, él mitificaba la resistencia contra el nazismo y
todo eso, pero tal vez el hecho mismo de que hayamos
renunciado a la grandilocuencia sartriana es otro síntoma de la
neoalienación. ¿Acaso han desaparecido las situaciones
extremas en las que está en juego la totalidad del hombre?
¿Acaso vivimos en la Comarca de los hobbits, una Arcadia de
felicidad y armonía multisexual?
»¿No será que estamos nosotros en una nueva fase, mucho
más sutil y calculada, de la ignorancia feliz? ¿No será
precisamente que la clave de nuestra real alienación es la
absurda seguridad con la que creemos hoy que ya nos hemos
librado del peligro de la alienación y que el mundo de Orwell
es completa, inversamente opuesto al nuestro? La derrota
intelectual del marxismo nos ha vuelto menos autocríticos,
más arrogantes y más seguros de que ahora ya no es tan fácil
alienarnos.
»El nihilismo no solo es un enemigo del poder y del
mercado; es también un enemigo del gen egoísta, de Dawkins.
Por eso, después de fracasar plenamente en el siglo XX, hemos
abandonado la era de la Tragedia para entrar en la de la Ironía.
¿Por qué la ironía funciona tan bien en términos
comunicativos en nuestro mundo actual? Porque atenúa la
tragedia y con ello facilita la supervivencia intelectual y
emocional; consigue que remita la tentación suicida y nos
permite avanzar diciendo las mismas cosas de antes pero con
menos connotaciones autodestructivas. Pero, sobre todo, lo
que la ironía nos permite es sentirnos inteligentes con el
lenguaje, y esa es la clave.
»En la sociedad abierta, el individuo no puede asumir su
fracaso existencial (porque eso solo lleva a la muerte, sea en
forma de suicidio o de utopía abortada) y lo sublima
sintiéndose culto, o más exactamente productor y consumidor
de cultura. La democracia liberal ha transformado a la masa,
que ahora, en proporción creciente, se cree culta, aunque la
mayor parte de las veces solo repita comentarios de otros. Pero
lee prensa, tiene títulos universitarios, toma fotografías que
cree artísticas, va al cine y lee novelas; incluso puede que
arriesguen más y vayan al teatro o lean poesía. En el fondo, no
puede ser de otro modo; ¿cómo alguien va a admitir que NO
es inteligente en nuestro mundo actual? El sujeto democrático
tiene derecho al voto, pero también cree que tiene todo el
derecho a decidir en los terrenos supuestamente minoritarios,
como el arte. De ahí se llega a la falsa democratización del arte
de acuerdo con leyes de mercado: la tiranía del número y lo
masivo, que está alcanzando a la literatura y en especial a la
novela. Así se cierra el círculo del perfecto conformista que es
a la vez el perfecto consumista: leemos novelas no
problemáticas y así seguimos pensando que nuestro mundo no
es tan problemático como el de otras épocas. Que hemos
progresado, a pesar del 11-S y del 11-M, porque las amenazas
más letales son afortunadamente menos frecuentes cada vez, y
Hitler, Stalin, Pinochet o Mao por fin han logrado un status
incuestionable de antiejemplos. Y sí, sin duda hemos mejorado
en términos políticos, pero no en términos novelísticos.
Me callé más por cansancio que por respeto al turno de
habla. Lombard se sirvió un poco más de vino y reflexionó
durante unos instantes, pero finalmente solo suspiró. Sor Juana
me dedicó una sonrisa que Lombard no percibió: fue una
sonrisa larga, y yo sentí que en ella había querido incluir una
cierta admiración —no tanto por mis argumentos como por mi
entusiasmo— y sobre todo una buena dosis de recuerdos de
otros tiempos. Pero pasaron los minutos y cambiamos de tema,
y ahí se acabó mi prédica. Entonces creí comprender lo que
había sucedido: mis teorías eran probablemente absurdas, pero
en otro tiempo las hubiéramos discutido por extenso y sin
duda les hubiéramos dado tantas vueltas a las ideas que al final
acabaríamos todos en el bando inverso al del principio del
debate. Ahora, en cambio, Lombard y Sor Juana tenían otras
prioridades, y la trascendencia de la novela, desde luego, no
era una de ellas. Por primera vez esa noche me sentí solo,
inmensamente solo, anacrónico, más infantil que Daniel.
Seguimos aún un par de horas hablando, hasta que el
horario siempre difícil de los padres primerizos les obligó a
mostrar las típicas muestras de fatiga. Pero nos tuvimos que
despedir varias veces, porque, antes de llegar a la despedida
definitiva, nos demorábamos con diversos acuerdos de futuro
y balances de la noche que habíamos pasado juntos. Lombard
salió al patio para abrirme la verja de la puerta principal y yo
tuve unos segundos para despedirme de Sor Juana. Nos
abrazamos; primero con formalidad, hasta que uno de los dos
(creo que yo) apretó un poco el cuerpo del otro. También creo
que fui yo quien empezó la separación, pero fue para darle un
beso en la boca, que ella aceptó con su generosidad de
siempre. Lombard, por supuesto, lo vio todo desde la puerta y
esperó a que nuestra despedida particular fuera completa.
En el patio, Villefort descansaba, tan perezoso y
existencialista como siempre. Le dediqué una caricia rápida y
me despedí de Lombard.
—Gracias por todo —me dijo.
Simulé que sabía exactamente a qué se refería con ese
«todo» y le di un fuerte abrazo. Crucé la verja y me encontré
con la silenciosa noche cholulteca, solo alterada por ladridos
ocasionales de perros y el retumbar de alguna discoteca en el
Camino Real, a unas cuantas manzanas. La temperatura era
baja, pero el frío, en un lugar como Cholula, hay que
recordarlo, es siempre soportable: estábamos en octubre y ya
había terminado la temporada de lluvias, que vuelve
incómodos los veranos y obliga a precauciones en el vestuario
y a cambios de rumbo en cuanto cae el inevitable chaparrón de
cada tarde. En cambio, el otoño en Cholula pasa inadvertido,
quizá por primaveral; carece de connotaciones melancólicas y
efusividades líricas. El día quema con el sol de los dos mil
metros de altitud y la noche, con sus diez o doce grados, no es
excesivamente norteña.
Decidí regresar a mi casa dando un largo paseo para
disfrutar sensorialmente del alcohol, e incluso me entretuve,
con algo de infantilismo místico, en la zona de la pirámide.
Salté la poco intimidadora valla que impide el acceso a la zona
arqueológica y ascendí hasta llegar a la iglesia. Me senté en
uno de los asientos de cemento que funcionaban como
improvisado mirador del cerro y ahí me quedé durante tal vez
una hora. No hubo ningún éxtasis, pero sí diré que la
embriaguez del whisky adquirió una cierta modulación
metafísica. Regresé a mi casa en cuanto percibí que una pareja
de jóvenes llegaba al mismo lugar con la evidente intención de
tener una intimidad distinta y menos vulgar que la que ofrecen
los moteles.
Nunca más volví a ver a Sor Juana y a Lombard con vida.
Y tampoco vi sus cuerpos en los ataúdes, porque fueron
convenientemente cubiertos ante la imposibilidad técnica de
los maquilladores para arreglar lo que los asesinos hicieron
apenas un par de días después de aquella noche. Aquella noche
en la que yo me senté en la pirámide y pensé ingenuamente
que hay percepciones más valiosas y profundas que las que
uno tiene a la luz del día, frente a frente con la miseria
humana, que es lo más eterno de que disponemos.
VÁMONOS, VILLEFORT

H
iperactivo, Quezada me habla de la policía, de
investigaciones que están en marcha con ayuda incluso
de agencias, así, en plural, de Estados Unidos; me dice
que esta vez no se saldrán con la suya, porque se han excedido
y ellos mismos lo saben, y alguien pagará por todo lo que ha
pasado. Que los buenos ganarán la guerra, cueste lo que
cueste. Quezada tiene algo así como una euforia rabiosa, como
si ya estuviera convencido de haber encontrado la venganza
exacta para el sacrificio previo.
Debería inspirarme compasión, y solo me inspira asco. Me
habla de policías y yo siento ganas de hablarle de Sonny
Crockett y la melancolía de Miami Vice. De recordarle que los
malos pueden ser arrestados y castigados, pero los que buscan
la redención nunca la encuentran. Que siempre hay víctimas y
que el pesimismo es luminoso, rotundo, fiable.
—Me engañaron, Álex. Nomás te puedo decir que me
engañaron. Yo había hecho un pacto con ellos.
Sí, Quezada, ricachón de mierda, parodia de político
liberal, patriota inmundo que seguro guardas todavía tu disfraz
de charro en el armario junto con tus muertos y tus pecados,
que con tu educación de máster yanqui te creíste lo bastante
listo como para crear estrategias infalibles. Pero nunca supiste
hacer nada bien, ni siquiera te enteraste de lo que hacía el tío
Poncho con tu hija, no pudiste protegerla entonces ni lo has
hecho ahora. Sí, Quezada, quisiste pactar con los cabrones,
con los Anticristos, para garantizar tu cómodo nivel de vida y
salvaguardar no tanto tu familia como tu orgullo; y
seguramente hiciste lo peor que se puede hacer: te quedaste en
medio, sin convencer a ninguno de los dos bandos, y seguro
que ninguno te quiso salvar porque ninguno confió en ti, ni el
bando de la ley ni el bando del crimen. Porque igual que fuiste
ambiguo conmigo lo fuiste con Sor Juana y con todo el
mundo, como el asqueroso hipócrita poblano que eres, como el
empresario despreciable que también eres, y seguro que
mañana rezarás con tu mujer y los dos os pensaréis que Dios
os ha castigado por algo y que los caminos del Señor son
inescrutables. No, Quezada, los caminos del Señor en México
son perfectamente escrutables y están marcados en tu
currículum de codicia y chulería. Sé que estás sufriendo, sí, sé
que lo estás pasando mal, pero no me pidas que empatice
contigo.
—Al menos, santo Dios, no fue secuestrada y violada.
¡Y aún pensarás que eso fue gracias al respeto que te tienen
esos cabrones! No, Quezada, no fue violada, pero está muerta,
como muerto está Lombard y no sé ni cómo verbalizarlo si no
es con el odio profundo a tu recuerdo y a tu presencia o
existencia en este México repugnante que gracias a gentuza
como tú es un país desastroso que solo atrae a gente perdida y
desnortada como yo. He perdido a mi Diosa y he perdido a mi
Cuate. He perdido a dos personas, pero también dos mitos, dos
auras de sentido, dos pozos de significado para mis palabras
diarias. Solamente me queda ahora un nivel dos de soledad,
más duro y sofisticado que el nivel uno en el que he vivido
siempre. Una soledad de la que no se sale ni cortándose las
venas.
—Me pregunto por qué se salieron del campus. En el
campus estaban protegidos.
Porque era lunes, pendejo, y tú nunca supiste nada de tu
hija y lo que realmente le importaba. Los lunes por la mañana
eran el día para ver a Dios, un Dios sueco mucho más decente
que el canalla ese al que rezáis tú y tu mujer. Y ya no supe
nunca si al final lo encontraron, si fueron tiroteados antes de
llegar a la pirámide de Cholula o después.
—Danielito es nuestra esperanza.
¿Esperanza? ¿Todavía hablas de esperanza? Te han matado
a una hija y si no mataron al bebé fue porque lo dejaron a
vuestro cuidado antes de ir al campus a visitar a Judith y a
otros colegas. ¿Es que no entiendes nada? ¿Tienes esperanza
acaso porque eres una fábrica de esperma y te sobran hijos que
has soltado por el mundo convencido de que el universo gira
alrededor de tu verga? Pobre Danielito; le daréis los mismos
privilegios que a los anteriores niños de esa familia y, si no lo
convertís en otro sacrificio humano, conseguiréis que perpetúe
la estirpe de vuestra aristocracia malnacida. Danielito está bien
jodido: solo le esperan dos posibles destinos, la riqueza
incalculable y la bipolaridad emocional; pero algún día, dentro
de quince o veinte años, si la cirrosis no me mata de la misma
manera que a Magallanes, volveré a este país solo para hablar
con el chaval y contarle cuatro verdades sobre quién era su
madre y quién era su padre.
Yo no puedo arrebataros a Danielito. Yo solo puedo
quedarme con Villefort, pero te juro que me lo voy a llevar a
España o adonde quiera que me vaya cuando salga de este
horrible y bello lugar que es Cholula.
—Vámonos, Villefort.
LA PIRÁMIDE Y LA MENTIRA

Y
tuve que irme, efectivamente. Por varios motivos; uno
de ellos fue, sin duda, el pánico, una inseguridad
panteísta, radical, fuertemente clavada en el estómago,
allí donde la tensión se somatiza de forma más eficaz. Podría
intentar describirlo más si de verdad lo recordara; pero no es
así, gracias a las pastillas que me recetaron en la clínica del
campus y que me sonambulizaron durante prácticamente un
mes. El pánico, desde luego, no se alivió con la noticia de la
detención de tres posibles asesinos. Aun suponiendo, como
cree Quezada —de manera ingenua, en mi opinión— que
fueron los auténticos responsables de la balacera, el autor
intelectual sigue siendo múltiple, proteico, y solo sabemos que
sin duda vive en una excelente urbanización, quizá en la
misma Cholula o quizá en la otra punta del país. Sepa lo que
sepa Quezada, nunca me lo contará, porque yo en este país
solo he sido un pobre extranjero que nunca entendió muy bien
su lugar y su función. Quezada, sin duda, seguirá
perteneciendo a ese ultramundo del Poder, el Dinero y la
Muerte, mientras que yo solo llegué a ser un archivista de
desgracias con cara de funcionario sin mordida. Un turista del
nihilismo que acabó descubriendo que México no tiene ni puta
gracia y que cometió un profundo error (el error, otra vez,
siempre) al pensar que llegaba a ese país para vivir Algo. Bien,
ese Algo ha acabado siendo horrible, y no encuentro ninguna
ventaja de haberlo conocido. He confirmado lo que siempre
sospeché y supe, lo que una y otra vez hay que repetir y lo que
nunca hay que olvidar: todo esto que llamamos vida es un
espanto permanente en el que lo máximo que podemos tener
es el mal menor. Nada vale la pena; nada vale tanta pena.
Parece mentira que aún tengamos que recordarlo. Los
Asertivos deberían pasar una temporada en Cholula, a modo
de viaje de graduación.
Hubo, sí, otros motivos menores para dejar México y tan
repugnantes que no sé ni siquiera si vale la pena relatarlos.
Diré, en todo caso, que Villalobos, el Cid antiterrorista,
aprovechó la oportunidad para ajustar cuentas conmigo. Poco
después de haber entrado en mi despacho para darme el
pésame, cerró los estudios de literatura coincidiendo con el
final del curso y nos ofreció a Judith y a mí ser absorbidos por
un departamento de nueva creación en el que seríamos poco
menos que dos rarezas de una disciplina en decadencia, solo
útil para enseñar algo de ortografía y sintaxis a la futura élite
del país. Intenté negociar, pero tuve poca energía y en realidad
pocas opciones: Villalobos, después de recitarme todos sus
argumentos técnicos y económicos y de apelar a formas poco
elaboradas del concepto realismo, me recordó la carta de
renuncia sin fecha que firmé en su momento. Por mi parte,
pensé recordarle mi amistad con las dos personas asesinadas,
pero no quise recurrir a cualquier forma de lo que él pudiera
entender por compasión. Finalmente, enmascarado de
hipocresía mexicana, le dije que aceptaba las nuevas
condiciones. Salí de su despacho y regresé al mío para recoger
mis cosas.
Creo que odiar y despreciar con más párrafos a Villalobos
es legítimo, pero su auténtica insignificancia me parece
también un buen motivo para no hacerlo. Quizá debo dedicar
más texto a algún otro canalla.
En la misma semana en que recibí el finiquito, llegó a mi
despacho un paquete postal de Culiacán. No tenía remitente,
pero antes de abrirla sabía el nombre y el contenido. Era, en
efecto, el primer libro de poemas del Culero, aceptablemente
editado por una editorial de su ciudad. En la cubierta se
destacaba que el poemario había ganado el polémico premio
poblano. Lo abrí y encontré con desagrado la dedicatoria:
«para el mejor profesor que tuve nunca».
El libro venía acompañado de una breve carta en la que el
Culero me saludaba y me solicitaba con educación una crítica
constructiva a su libro. Me pareció asombroso y a la vez
repugnante que no hiciera ninguna alusión a los asesinatos.
Confieso que pensé en arrojar el libro a la papelera, pero me
pareció un gesto inútil, por poco violento. Entonces decidí leer
el libro y realizar esa crítica. Me esforcé como nunca antes por
analizar un texto, con mi mejor arsenal de métodos y
conceptos teóricos; ni siquiera en mi tesis doctoral sobre el
pobre Masip (pienso ahora mucho más en él que cuando lo
estudiaba) me entregué tanto como en esa lectura envenenada,
llena de cizaña hermenéutica y retórica lacerante, con la que
machaqué todos y cada uno de los poemas, desde todas las
perspectivas posibles y con todos los marcos teóricos, en el
texto y en el contexto, en la estructura y en la Historia, en la
tradición y en la ruptura.
El Culero nunca respondió y no supe nada más de él hasta
que Judith me informó por correo electrónico de que había
fallecido al parecer de una sobredosis de cocaína. Supongo
que en casos así hay muchas hipótesis maliciosas que
completan la esencial y básica del simple accidente por
temeridad; a mi resentimiento y a mí nos ilusiona la
posibilidad de que tal vez fuera un suicidio.
Recuerdo también esa semana porque recibí una visita
inesperada en mi despacho, ya casi vacío de libros y papeles.
Era Andrea, que llegó acompañada del que iba a ser su marido,
un estadounidense altísimo con el que formaba una pareja muy
llamativa a simple vista. Había otra estandarización en su vida:
había conseguido en Los Ángeles un estable trabajo en una
editorial especializada en temas chicanos. Nada de todo eso
me sorprendió: lo que sí me sorprendió fue su frialdad a la
hora de hablar de Sor Juana y conversar conmigo sobre ella.
Yo esperaba una reacción más doliente y emotiva, pero se
limitó a lugares comunes que evitaron cualquier recuerdo de
esposas y gozosa sumisión. Sin duda, no iba a contar nada
sincero en presencia del novio, aunque dudo que este supiera
suficiente español para comprender el diálogo. Pero no puedo
evitar sentir que aquella represión era, voluntariamente o no,
una traición a la Diosa que ambos compartimos. Le auguré en
mi interior un destino de profunda infelicidad; aunque le deseé
en voz alta, con sinceridad, lo mejor en su nueva vida.
Y Judith… sí, Judith, otra prueba del fracaso mexicano,
aunque no tanto como Andrea, seguramente. Judith, la
luchadora que pudo haber sido mi Diosa pero por suerte para
ella nunca lo fue. Judith, la que, como en los cuentos
folclóricos, actúa de proveedora de magia, solo que fue una
magia falsa la que me llevó a México. Aún intentó retenerme
en Cholula, con múltiples argumentos e incluso algunas
lágrimas. Me dijo que no podíamos dejar que Villalobos
ganara, ni que ganaran todos los pendejos e hijos de puta que
habían convertido a México en lo que era; razonó que una
pequeñísima victoria es a veces una compensación suficiente
para evitar los efectos de la ansiedad épica y mantener así una
esperanza realista. Yo le di la razón (porque la tenía), pero me
amparé en el legítimo derecho a la abulia. Entonces ella pudo
decir otra cosa, pudo exponer un argumento más convincente
que sin duda había pensado en su soledad de madre, pero no lo
hizo. Podría haber dicho algo que no tuviera que ver con la
universidad o con México, algo que no fuera social o
intelectual o políticamente relevante, sino que tuviera que ver
solo con nosotros dos, con aquella cena en Barcelona tal vez,
pero no lo hizo. Jamás se lo reprocharé, igual que sé que ella
no me reprocha mi huida, ni mi melancolía.
—Creo que es el momento de irse a Cuba.
Y así lo hice. Dejé México con Villefort y empecé otra
etapa de Intelectual Errante en el mundo global. Pero esa ya es
otra historia, aunque sea, más o menos, el mismo fracaso.
No hay solución, solo resistencia.
Edición en formato digital: 2021
© Pablo Sánchez, 2021
© Algaida Editores, 2021
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41018 Sevilla
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ISBN ebook: 978-84-9189-398-1
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