Teología de Las Vocaciones. Cencini

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T E O L O GÍ A DE L AS V O C A CIONES

P. Amedeo Cencini
II Congreso Continental Latinoamericano de Vocaciones
2 de febrero, 2011

Con cierta emoción, tomo la palabra ante una asamblea tan cualificada y en un
momento tan significativo de la vida de la Iglesia y de las Iglesias de América Latina y
el Caribe, para hablar de un tema tan importante y vital como la vocación o, mejor
dicho, las vocaciones, en este Segundo Congreso Continental Vocacional. Ciertamente
no soy la persona más indicada para hablar en este contexto. Haría falta un hijo de esta
Iglesia tan viva y vivaz en todos los ámbitos incluso el aspecto vocacional. Por otra
parte, nosotros los europeos hemos mirado siempre, y miramos todavía hoy, con gran
admiración e interés a la Iglesia de América latina y Caribe y a su identidad específica
como Iglesia del “continente de la esperanza”. Para ser más concretos, a lo largo de las
últimas décadas se han alternado varios modos de mirar hacia esta Iglesia y hacia esta
región. No hace mucho tiempo, sobre todo nosotros, los italianos, veníamos a los
distintos países de América Latina en busca de trabajo y considerábamos esta tierra
como una tierra bendita, en la cual había un lugar y un trabajo para todos, una tierra
hospitalaria y acogedora, una tierra con una vocación específica a la acogida. Más tarde,
América Latina llegó a ser la tierra del primer anuncio del Evangelio, y muchos fueron
los misioneros que cruzaron el océano motivados por este anuncio, que encontró un
terreno fecundísimo, con una especial vocación a la escucha y a la obediencia al
Evangelio. La verdad es que también en aquellos años América Latina era la tierra de la
magia del fútbol, y desde entonces hasta hoy ha exportado grandes jugadores, aunque
no sé qué aspecto vocacional podemos encontrar en esta peculiaridad suramericana.
Hoy día, América Latina es tierra de grandes esperanzas y promesas para la Iglesia, una
tierra donde -con respecto a las Iglesias de antigua cristianidad del viejo continente- la
Iglesia es joven y dinámica, donde la fe está todavía viva y fresca y donde aún los
jóvenes responden con generosidad a la llamada vocacional, incluso cuando se les pide
que hagan el viaje de vuelta de los primeros misioneros, volviendo a cruzar el océano
(ahora en sentido contrario), para transmitir la fe que recibieron y sostener a la Iglesia
en otras partes del mundo. Gracias por este servicio.

Es bonito leer la historia de la Iglesia desde un punto de vista global y en su totalidad, al


margen de perspectivas demasiado particulares y unidas a las vicisitudes de cada
comunidad. Tal perspectiva nos permitirá -entre otras cosas- ver la marcha vocacional
de forma realista, como un fenómeno que es diferente en cada parte del mundo y de la
Iglesia, y que no sigue un trend único y homogéneo; en efecto, cuando hay crisis en una
parte, no la hay necesariamente en otra. Y, por tanto, no tiene mucho sentido -para
aquellos que viven la situación de crisis- llorar y desesperarse, más bien deben ver con
esperanza y optimismo a los países que tienen un buen nivel vocacional. Esta
perspectiva aquí también tiene un significado, en el interior de esta enorme y
heterogénea realidad que es América Latina, en la cual la marcha vocacional en las
diferentes Iglesias no parece uniforme, sino que se caracteriza por una evolución tan
diversa como “las manchas del leopardo”. Esto es lo que deduzco del contacto directo
que en estos años he tenido la oportunidad y la gracia de tener con algunas realidades
diferentes de las Iglesias latinoamericanas (Chile, Argentina, Brasil, Uruguay,
Colombia, Perú, México, Panamá, Costa Rica...).

1
Por otra parte, debemos tener cuidado de no cometer siempre los mismos pecados: el de
definir la marcha, la evolución vocacional, con base en los números, y el de considerar
crítica la situación de aquellas Iglesias en las cuales tales números son bajos.
Lamentablemente, éste parece ser un pecado inevitable, que seguiremos cometiendo
-más o menos a escondidas- también en este Congreso. Los señores obispos nos darán la
absolución colectiva de este pecado, a no ser que ellos también sean cómplices en el
mismo.

El Congreso nos propone ahora una reflexión con un fondo doctrinal: la teología de las
vocaciones.

Es justo, por lo demás, que al inicio de un encuentro como el nuestro haya una ponencia
de carácter teórico y que de este modo se aclaren convenientemente los elementos
teológicos fundamentales, los cuales determinan toda la arquitectura del discurso. Esto
es lo que intentaré hacer, aunque no soy teólogo y, sobre todo, aunque tengo la
sensación -o, me parece, tenemos la sensación- de que hoy la realidad más importante es
la de la cultura de las vocaciones, la cultura vocacional . Es ésta la realidad sobre la que
debemos trabajar más, la más rica y amplia, y en la cual encuentra su lugar natural,
como en una realidad más fundamental, una teología de las vocaciones. De otro modo,
el discurso sobre la teología, aunque sea theologically correct , corre el riesgo de nacer
cojo y débil, sin puntos de referencia esenciales y vitales.

Por tanto me gustaría partir de aquí, para insertar posteriormente en este contexto más
amplio y natural, la reflexión propiamente teológica.

Partiremos de una consideración sobre el significado de la cultura y del “hacer cultura”


en general, para definir después, con más precisión, el significado de cultura de la
vocación y descubrir, en sus elementos constitutivos, cuál es la tarea de la teología de la
vocación y de las vocaciones.

1. Cultura

Tratemos de comprender bien el sentido de esta expresión, que ciertamente nos resulta
muy familiar, ya que probablemente tenemos una idea muy “cultural”, es decir,
intelectual, abstracta e incluso un poco sofisticada y elitista del concepto de “cultura”.
Además frecuentemente tendemos a considerar la cultura como un hecho particular e
individual del llamado “hombre de cultura”.

En realidad, cultura es el modo y el estilo de vida de una comunidad específica, y deriva


de un modo de interpretar la vida y las diversas experiencias de la vida1. Es más, la
cultura es un producto de la interacción humana. Nosotros creamos cultura y la
interpretamos, nos nutrimos de ella y nos encargamos de transmitirla (convirtiéndola en
“tradición”. Ahora mismo, por ejemplo, nosotros estamos creando cultura, con una
interacción colectiva en la cual el simple hecho de reunirse para escuchar y participar de
diferentes formas, se torna un agente significativo. En este proceso de crear cultura
manifestamos de dónde venimos, o sea esa fe que es como el punto de encuentro común
para todos nosotros, la cultura de base ya suficientemente definida, y que se enriquece
ahora de algo nuevo, que incluso podría crecer aún más en estos días y convertirse cada

1
Asì pensa Williams, cit. in M.Cometa, Cultural studies. Una introduzione, Milano 2004, p.20.

2
vez más en una “cultura vocacional”, precisa, coherente, unida a la vida, a nuestra
persona y a las comunidades de las que venimos y a las cuales volveremos.

Se puede, por tanto, hablar cultura “de algo” o hablar de cultura como de un valor
considerado importante (por ejemplo, una cultura de la responsabilidad, o de la libertad,
o del ambiente, o del respeto hacia los demás...) y que, al mismo tiempo y con las
propias fuerzas, se pretende promover, construir, poner en el centro de la atención
general, implicando la acción de todos. Cultura, en este caso, ya no es sólo un hecho
genérico cognitivo, ni simplemente un interés o una competencia, sino que significa al
mismo tiempo conocimiento, interés privado y, sobre todo, implicación personal e
interpersonal para construir algo en lo que se cree y de lo cual todos están convencidos
y que se convierte en patrimonio de todos.

En este sentido queremos hablar de “cultura de la vocación de las vocaciones” o, más


simplemente, de cultura vocacional.

A partir de esta especificación, vamos a ver a continuación más de cerca el término


“cultura” desde el punto de vista del elemento constitutivo. ¿Cuáles son los
componentes de una cultura que nos permiten, por ejemplo, decir que estamos
construyendo verdaderamente una cultura de la responsabilidad? Para centrarnos en
nosotros y en el tema que nos ocupa, ¿es suficiente aclarar bien los contenidos
teológicos para decir que en la Iglesia hay una cultura vocacional? O, lo que es lo
mismo, ¿es la teología el único componente de la cultura vocacional o existen otros? Es
importante que nos lo preguntemos porque, si no lo hacemos, damos por descontado lo
que no es, o corremos el riesgo de construir la armazón vocacional sobre bases poco
sólidas que nos impedirán llevar a cabo la construcción del edificio vocacional,
arriesgándonos a ser ineficaces en nuestro anuncio y en nuestro compromiso vocacional.
Si no construimos una auténtica cultura vocacional, nuestra propuesta será mal recibida
y poco acogida en su valor. Estará como suspendida en el vacío.

Yo creo que los componentes de la cultura vocacional son tres, que indico a
continuación: mentalidad (componente intelectual), sensibilidad (componente afectivo)
y praxis (componente comportamental). Hay que decir que no existe una separación
rígida entre estos elementos constitutivos, en general podemos colocar la teología
vocacional en el primer elemento (e implícitamente en el segundo). Vamos entonces a
abordar cada uno de estos componentes, primero en general, y después desde el punto
de vista de la cultura vocacional.

1.1 Mentalidad
Antes que nada, la cultura, cualquier cultura, está formada por un conjunto teórico de
datos y nociones que ilustran el sentido y el valor objetivo de aquello de lo que se
pretende construir cultura, y que crean convicciones intelectuales sobre el mismo tema
en quienes se adhieren a ella. El acercamiento del individuo es, sobre todo, de tipo
intelectual-cognitivo, y la cultura, vista en este nivel, corresponde a la teoría, una teoría
que convence y que determina una mentalidad correspondiente tanto en la colectividad
como en los individuos. La cultura, en este sentido, es el ethos de un pueblo o la
conciencia de una colectividad. Algo que cimienta su identidad. Algo que cada vez más
llega a ser la forma y el estilo de vida de una comunidad 2. Este es el momento en el que
tal conjunto ético-verdadero se convierte en un sistema y puede convertirse en tradición,
2
Es siempre la idea de Williams, cit. in M.Cometa, Cultural studies, 20

3
expresión y síntesis de la identidad de un grupo; o se convierte en identidad, no
necesariamente verbalizada, sino implícita y sumergida, identidad que los ancianos
transmitirán a los más jóvenes como algo valioso que no se puede perder en el pasaje
generacional3.

Por ejemplo, si se quiere construir una “cultura de la vocación”, en esta primera fase
será necesario definir el contenido de la llamada -su objetivo-, para pasar después al
sentido de ésta como calificador de la relación entre Dios (el que llama) y el hombre (el
llamado), indicando las razones profundas que hacen que cada persona sea el llamado y
a la vez el llamador de otros y entrever, aunque sea implícitamente, las modalidades.
Finalmente, será necesario mostrar las consecuencias positivas para todos y para el
clima eclesial de una cultura de la vocación, que justamente por esto se convierte en
parte de la fe del pueblo creyente.

1.2 Sensibilidad
Cultura también quiere decir el paso del individuo del valor objetivo al subjetivo y, por
tanto, a la convicción personal de la bondad de la cosa en cuestión no sólo en general,
sino también para la propia persona, para su realización, para su libertad y felicidad. En
esta fase el acercamiento es fundamentalmente de tipo experimental-global e implica la
totalidad del individuo, consiste en el paso del conocimiento teórico a la experiencia
práctica e individualizadora. En este sentido la cultura crea una sensibilidad
correspondiente en el individuo. Como tradición que es no se limita a un dato que se
transmite y se copia, sino que se convierte en algo que es necesario motivar
continuamente, y que adquiere valor y se enriquece gracias a la creatividad de los
individuos.

En nuestro caso, si se trata de promover una cultura de la vocación, será necesario no


sólo verificar en qué medida cierta mentalidad se ha convertido en patrimonio y
convicción general, sino también en qué medida el creyente, cada creyente en la Iglesia,
se siente llamado cada día de su vida, en qué medida es él mismo llamador , o mediador
del Dios que llama, y cómo se percibe todo esto como parte esencial del ser creyente
más que como una actitud facultativa y virtuosa.

1.3 Praxis (estilo de vida)


Finalmente, cultura significa expresión de modalidades concretas de actuación del
discurso teórico. En este nivel, la aproximación es de tipo existencial-metodológico y
busca que la mentalidad y la sensibilidad se traduzcan en gestos consecuentes y en vida
vivida. En este sentido cultura significa praxis o forma de vida habitual. Aquí concurren
el grupo y el individuo, la institución y el sentido de responsabilidad individual, en una
operación que debe ser armónica y complementaria. Para mantener viva una tradición
que ya no es sólo dato teórico o vaga recomendación del comportamiento débilmente
motivada (“siempre se ha hecho así”), sino que es atención a un valor que se encarna
cada vez más en gestos que lo expresan con claridad y recorridos de probada eficacia.
Tradición, por tanto, que es necesario renovar.

3
Clifford James Greetz (1926-2006) considera la cultura como “un sistema de significados y
concepciones expresadas de forma simbólica y transmitidas históricamente por medio de las cuales las
personas comunican, desarrolan/explican su conocimiento y su postura hacia la vida”.

4
De nuevo, si el objetivo es crear una “cultura de la vocación”, será indispensable
individualizar caminos pastorales que traduzcan la teoría de la vocación en pastoral
concreta, en pedagogía de la fe, en caminos que todos pueden transitar, para que cada
uno viva según el proyecto que el Padre ha pensado para él.

Se puede afirmar que se está construyendo una cultura cuando están presentes tres
aspectos: la mentalidad general, la sensibilidad subjetiva y la praxis operativa del grupo
y de los individuos.

Lo anterior, naturalmente, se aplica también a una realidad como la vocación y a todo lo


que gira alrededor de este aspecto tan central y estratégica para la vida de la Iglesia,
como lo es la animación y la pastoral de las vocaciones.
Podemos resumir lo dicho hasta ahora con el siguiente esquema:

Tabla 1: Elementos constitutivos del concepto de cultura


Contenidos (cultura Tipo de acercamiento En el nivel del grupo En el nivel del
en sí como...) individuo
Conjunto de verdades Intelectual-cognitivo Tradición que hay Mentalidad
convincente que transmitir
objetivamente

Conjunto de verdades Experiencial-global Tradición que hay Sensibilidad


convincente que volver a motivar
objetivamente y
subjetivamente
Conjunto de verdades Existencial- Tradición que hay Praxis-forma de
convincente metodológico que renovar vida
objetivamente,
subjetivamente y
traducible en método
y forma de vida

Tratemos de ver ahora, concretamente, cómo se puede definir y articular una verdadera
cultura de la vocación.

2. Cultura vocacional

Sustancialmente, vamos ahora a considerar de nuevo esos tres elementos para


“llenarlos” de sentido o de contenido (o de cultura) vocacional y encontrar de este modo
la justa posición y el justo papel de la teología de la vocación, considerada en sí misma
y en relación con otros acercamientos a la realidad de la vocación misma. Podemos,
para orientar la escucha y la comprensión, anticipar una correspondencia que me parece
especialmente iluminadora y eficaz: a la mentalidad vocacional le corresponde la
teología vocacional; a la sensibilidad vocacional le corresponde la espiritualidad
vocacional y a la praxis vocacional le corresponde la pedagogía (o pastoral)
vocacional.

2.1 Mentalidad vocacional (Teología vocacional)


En este apartado deberíamos concentrar la rica producción teológica sobre el tema de la
vocación de estas últimas décadas. Es indudable que la crisis vocacional ha determinado

5
una reflexión que se ha revelado providencial y luminosa. Tan sólo hago referencia a los
puntos que considero centrales, sin tener alguna pretensión de decirlo todo.

a. Imagen de Dios, el Eternamente “Llamador”


Cabe iniciar diciendo que la vocación no habla primeramente de la persona llamada, de
nosotros, sino que la vocación cristiana habla primero de Dios, y nos revela un aspecto
fundamental de la identidad divina. El nuestro es un Dios-que-llama, y que llama
porque ama. Él no podría evitar llamar (o ll-amar), porque en Él llamar es voz del verbo
amar y llama para manifestar su amor, para manifestar su cuidado y preocupación (los
celos bíblicos) por la persona llamada como si fuera única para Él. Dios sólo sabe contar
hasta uno. La vocación es en sí misma signo del amor de Dios por el hombre,
independientemente de su contenido. El Dios-que-llama es un Dios interesado en la vida
y en la felicidad del hombre, ya que sabe que el hombre será feliz solo si realiza hasta el
fondo el proyecto divino. Proyecto pensado por un Dios extravertido que desea
compartir y compartirse, por la Santísima Trinidad que quiere amar y dejarse amar, por
el Misterio bueno que quiere revelar y revelarse. La vocación, como algo que no
podemos descubrir de una vez por todas, nos hace comprender que Dios, el Autor de la
vocación, es misterio. Misterio porque no podemos comprenderlo, tampoco a Dios, de
una vez por todas. Esto ocurre porque en Dios hay demasiada luz, una luz que los ojos
humanos no pueden soportar o contemplar directamente. Pero es un misterio bueno y
amigo, cordial y tierno, porque quiere revelarse, darse a conocer, hacerse ver y oír, por
esto continuamente nos envía mensajes (la vocación es uno de ellos, uno de los más
importantes), nos llama constantemente. El enigma, por el contrario, no se puede
comprender porque está lleno de tinieblas, es enemigo y hostil, no quiere revelarse ni
hacerse ver ni oír, no entra en contacto con nosotros y no nos permite contacto alguno,
es metálico y frío, impenetrable y oscuro, y no llama a nadie. Por supuesto, no podemos
dar por descontado que nuestra relación con Dios sea siempre una relación con el Dios-
misterio. Claro que el llamado, el auténtico llamado (el que descubre continuamente el
pequeño misterio de su llamada), debería permanecer siempre en actitud contemplativa
y de infinita confianza frente al gran misterio de Dios.

Además de lo anterior, la vocación es ante todo revelación de Dios porque en cada


llamado Dios expresa un aspecto particular de su identidad. Dios nos llama a ser como
él, cada uno según la gracia recibida o según un proyecto que manifiesta en el mundo el
rostro del Eterno. La vocación habla mucho más de Dios, e incluso antes, que del futuro
del hombre o de su simple autorrealización humana. Es también por este motivo
exquisitamente teológico que las llamadas son tantas y que no podemos reducir las
vocaciones a una única vocación.

b. Contenido (y objetivo) de la llamada


Si Dios llama porque ama, “el hombre viene a la vida porque es amado, pensado y
querido por una Voluntad buena que lo ha preferido a la no existencia, que lo ha amado
aún antes de que existiese, que lo ha conocido antes de formarlo en el vientre materno,
consagrado antes de que naciese a la luz (cf Ger 1,5; Is 49,1.5; Gal 1,15)” 4. La llamada
del Padre es, por tanto, a la vida , es una llamada dirigida a todos los “vivientes”, que
son tales no sólo porque son llamados a la vida por el Viviente, sino porque son
llamados a ser semejantes a la imagen del Hijo, a su vida y a su manera de vivir, el
Viviente por excelencia (o el Primogénito entre los resucitados) por obra del Espíritu
4
POVE, Nuove vocazioni per una nuova Europa, Documento finale del Congresso sulle Vocazioni al
Sacerdozio e alla Vita Consacrata in Europa , Roma 5-10 maggio 1997, n.16, p.31.

6
Santo. En esta semejanza se esconde una llamada a la santidad que se dirige a todos,
como sumo bien, como alta cualidad -la más alta- de la vida para el ser humano, que
encierra en sí todo lo que éste podría desear o aspirar: el amor, el don de sí mismo, la
felicidad, la plena realización de su persona… Nadie puede dar al hombre lo que sólo
Dios le puede dar. Al mismo tiempo, la llamada que viene de Dios es una llamada
única-individual-irrepetible que llega hasta el individuo, hecha específicamente para él
y hecha a su medida; es el sueño del Padre sobre aquel hijo suyo, es el nombre que Dios
le ha dado y que se ha escrito en la palma de su mano, Palabra dicha una sola vez y
nunca más repetida.

c. Entre creación y redención


La vocación del hombre, por tanto, es un proyecto pensado por Dios, el Dios Creador y
Redentor. En su primera acepción (creación) la vocación representa la realización del
plan original, o de aquel pensamiento “primitivo” –si podemos llamarlo así- según el
cual el Padre Creador ha creado cada criatura imprimiendo en ella un rasgo de su propia
imagen y semejanza (según lo que se ha dicho ya en el punto precedente). En la segunda
acepción (redención) la vocación es una llamada que el Padre Redentor dirige al hombre
salvado por la sangre del Hijo, para que no sólo acoja la salvación que el Hijo ha
obtenido, sino para que elija colaborar activamente en el designio de salvación, con una
participación responsable y en beneficio de todos, a imagen y por la gracia de aquel que
ha dado su vida para la salvación de toda la humanidad. Creación y Redención son las
dos polaridades teológicas del misterio de la vocación: una más estática y
contemplativa, la otra más dinámica y activa; la primera se refiere al ser humano en sí,
la segunda al ser humano en relación.

La teología actual parece reflexionar cada vez más sobre este segundo aspecto de la
vocación, que tal vez indica una dimensión inexplorada de la identidad del llamado.
Con esto quiero decir una cosa muy importante: que la vocación cristiana no se da en
ningún momento exclusivamente en función del individuo y de sus economías
espirituales y ni siquiera de su particular salvación y santidad, sino que tiene como
objetivo encargarse de los demás, sentirse responsable de la salvación de los otros
-como hizo el Hijo-, y hacerse vehículo de la voz que sigue llamando para que los otros
la acojan y respondan. Tampoco la vocación puede ser entendida en su misterio como
simple autorrealización de sí, sería algo que no tiene sentido desde el punto de vista
teológico. Si es verdad que nadie puede darle al hombre lo que sólo Dios le puede dar,
es verdad también que nadie puede pedirle al hombre lo que sólo Dios le puede pedir:
entrar activamente en el drama de la redención. Pero nada como la vocación cristiana
tiene el poder de transformar al hombre en adulto y extravertido, interesado en la vía y
en la salvación del otro, ¡como Dios!

En este sentido la vocación es el punto más alto de una auténtica teología, como
reflexión humana sobre Dios. Ya que indicaría hasta que punto Dios ha hecho al
hombre semejante a sí mismo, hasta el punto de hacerlo agente de salvación, capaz de
dar la salvación, por gracia, claro.

En este sentido, hay al mismo tiempo una semejanza y una diferencia en las distintas
vocaciones; todas están al servicio de la salvación, pero cada una de forma especial.
Todas tienen la misma dignidad y se califican por el tipo de participación en el drama de
la redención. Pero todas son igualmente dramáticas. Por lo tanto podemos decir que no
se da un descubrimiento vocacional en una pastoral del analgésico o de lo estético,

7
estilo pastoral que parece haber olvidado la “gracia a caro precio”, totalmente
concentrada en la individualidad del sujeto5.

d. El primado de Dios y la obediencia del llamado


Si la llamada es acción de Dios, la llamada es también aquello que se impone en la vida
del ser humano, como la primera palabra pronunciada sobre ella, como aquello a lo cual
todos deben obediencia . En efecto, con un acto de obediencia, aunque totalmente
implícito, inició la vida de todos nosotros. Obediencia con la cual aceptamos también
muchas condiciones unidas a la vida que se nos daba: padres que no elegimos, un
cuerpo con precisas características y recursos, una determinada tipificación sexual, un
temperamento, un cierto tipo de capacidades, de inteligencia, de aptitudes innatas que
no establecimos nosotros. Todo esto representa no lo mejor, sino nuestro yo y parte de
su misterio. Tuvimos una infancia, una educación, unos maestros que tal vez no eran los
mejores en aquel momento y, probablemente, recibimos mucho cariño. Pero también
conocimos enseguida problemas y dificultades, situaciones imperfectas y determinadas
por el límite humano y, a veces, experimentamos el desamor. ¿Qué quiero decir? Que,
en efecto, no existe ningún derecho a la vida perfecta, a padres y familias perfectas, a
educadores, amigos, escuelas perfectas y a comunidades, institutos, superiores, obispos,
iglesia, mediaciones varias perfectas (sería una pretensión diabólica). Sin embargo, todo
ello -con sus límites- forma parte de nuestra historia, de nuestro misterio escondido con
Cristo en Dios, de nuestra vocación -deberíamos decir única, singular e irrepetible-,
como don en el tiempo y a partir del cual, y no de otros proyectos imaginarios, el Eterno
hace a cada uno de nosotros una propuesta de amor y de salvación, para sí mismo y para
los demás. La vocación está aquí, para cada uno de nosotros, no en otro lugar, No es ni
más bonita ni más fea que la de los otros, sino aquella que ha sido pensada y proyectada
por Dios en mi inconfundible historia, así como hizo con su Hijo, nacido de María, para
manifestar al mundo su amor de Padre, Creador y Redentor. En ese proyecto se esconde
nuestro nombre y a ese proyecto todos los creyentes deben obediencia, ya que así lo
pensó el Padre que nos amó, eligió, enriqueció con dones y nos quiso vivientes. Al
margen de este plan sólo existe la presunción desobediente y orgullosa, maldita y
maldiciente del “hombre sin vocación”6, triste punto de llegada de una evolución
antropológica que se ha alejado progresivamente del Dios que llama, hasta el punto que

5
“Hay, realmente una pastoral de los sacramentos que termina por reducirse a la lógica
del “usa y bota”, con la desconcertante desproporción entre la superproducción (ritual)
de los bienes de salvación, y la experiencia efectiva de salvación. Cuantas misas,
oraciones, ritos, sacramentos… son multiplicados y derramados simplemente encima
del individuo, sin que estimulen alguna conciencia misionera; cuanta gracia, palabra de
Dios y bienes espirituales son “secuestrados” por los creyentes individuales –
impenitentes individualistas-; cuanta mentalidad según la cual se cristiano significa
observar (ciertos preceptos), no cometer (transgresiones), celebrar (cultos)…. Para uno
mismo; qué poco somos capaces de difundir la idea de que quien es salvado por la cruz
de Cristo, debe hacerse operador de la salvación, de acuerdo con un proyecto de vida
específico y responsable. Qué poco damos credibilidad a la idea de que ser amados por
Dios no es sólo el hecho de asegurase la salvación, sino que quiere decir ser asumidos
por él -no importa si es como obrero o dirigente, si es a la primera o a la ultima hora-,
para participar responsablemente en la obra de la redención, cada uno con una particular
misión por realizar, tan personal que si uno no la cumple, quedará el vacío” (A.
Cencini, Llamados para ser enviados. Toda vocación es misión, Bogotá 2009, pp.82-84).
6
NVNE , 11c), p.16.

8
ya no oye su voz. Y si Dios no lo llama, nadie lo llama. Y si nadie lo llama ¿qué sentido
tiene su vida?

e. Vocación, punto de encuentro entre Dios y el hombre


Concluiré este intento de síntesis teológica con una observación: en la vocación, y a
través de ella, se produce un contacto entre Dios y el hombre. Resulta difícil no evocar
la escena de la creación en la capilla Sixtina, aquel contacto entre la mano creativa de
Dios y la mano del hombre, como el inicio de un diálogo destinado a no terminar,
incluso en el caso en que el llamado eligiera no acoger la invitación. También en ese
caso Dios sigue llamando -no cabe duda- hasta la llamada final, la de la muerte, la más
decisiva y dramática de las llamadas. El hombre se constituye en su libertad justamente
porque se coloca ante el Dios que lo llama y se libera por ello. De hecho, en la llamada
hay un encuentro entre dos libertades: la libertad perfecta de Dios y la libertad
imperfecta del hombre, que puede crecer y perfeccionarse en la medida en que el
llamado acepta la propuesta del Llamador.

En cualquier caso, en la vocación Dios “conoce” al hombre y el hombre conoce a Dios;


siente su atención sobre sí, descubre la preocupación por su persona, se siente amado de
forma absolutamente personal y, de alguna forma, se siente importante para Dios y ante
Él. Precisamente estando ante Él se conoce y se descubre también a sí mismo, sus
propios recursos y posibilidades; pero también sus miedos y resistencias, hecho que a
veces lo hace escapar de Dios, luchar contra Él. Esto no sólo en el momento de su vida
en el que le parece oír una cierta propuesta, sino en cada instante de la vida, ya que no
sólo Dios llama siempre -como ya hemos visto-, sino que cualquier situación existencial
para el creyente llega a ser y es vocación. Por ejemplo: orar es sentirse llamado y
percibir siempre más clara la voz que llama para hacer brotar en la oración la respuesta;
vivir una relación es percibir en el otro una mediación que me conduce a Dios y a través
de la cual Dios me habla; afrontar acontecimientos negativos (una enfermedad, un
accidente, una injusticia…) es acoger, al margen de todo, la voz de quien en todo y a
través de cualquier circunstancia me puede hablar; hablar a los otros quiere decir
transmitir una palabra, una voz que antes ha llegado hasta mí en mi mundo interior;
amar significa haber gozado del amor de Dios y sentirse llamado a transmitirlo. En fin,
el evento de la llamada es algo totalizador. Es esto lo que define toda la vida y le da un
sentido, un sentido teológico. ¡La vida es vocación! Ya que la formación es permanente,
también la vocación es permanente: “cada vocación es matutina”7.

Hasta aquí la teoría vocacional. Ahora se presenta una pregunta fundamental: ¿podemos
decir que existe en la Iglesia una teología de este tipo, no sólo en las aulas universitarias
pontificias o en los cursos para animadores vocacionales, sino también en la catequesis
ordinaria, en la pastoral cotidiana, hasta convertirse en una mentalidad universal y
compartida por todos? Está claro que si no existe esta mentalidad no puede existir
ninguna animación vocacional correspondiente, unitaria y sólidamente construida, y,
por tanto, no tenemos ningún derecho a lamentarnos de la crisis vocacional. Si existen
visiones contrastantes o contradictorias es claro que se resentirá el mensaje vocacional
que llega a toda la comunidad creyente.

2.2. Sensibilidad vocacional (Espiritualidad vocacional)

7
NVNE, 26 b), pp.56-57.

9
A partir de esta reflexión teológica podemos y debemos, creo, dar un ulterior paso hacia
la creación de una cultura de la vocación, es decir, pasar de la mentalidad a la
sensibilidad vocacional, del plano de los principios intelectuales al de una implicación
más global y general de la persona, de lo que es verdadero y válido para todos a ese
valor que el individuo siente importante y central para él, de la teología a la
espiritualidad.

Es un paso decisivo y no siempre suficientemente comprendido y recomendado y,


mucho menos, practicado por el individuo. Se produce así, en la pastoral vocacional,
una cierta inmovilidad, tal vez porque muchas veces no está claro ni siquiera el primer
nivel, el que hemos denominado de la mentalidad y, por tanto, se corre el riesgo de no
partir nunca, o de detenerse al inicio del camino. Nos contentamos con hablar y hablar
de animación vocacional en nuestros encuentros, congresos, capítulos, asambleas, reglas
de vida… En realidad, si no se desencadena una implicación más global del individuo
(el segundo nivel), el riesgo es el de crear una cultura que no sirve para la vida, lejana
de las fatigas cotidianas, abstracta y vaga. En cambio, experimentando sobre sí mismo y
sobre su vocación, el individuo se apropia de los contenidos culturales, reconoce su
verdad, los personaliza y goza de ellos, haciendo su vida más verdadera y hermosa.

Veamos, entonces, algunos de los rasgos de esa espiritualidad vocacional que debería
nacer de una sensibilidad correspondiente, a su vez unida a una mentalidad vocacional.
Los veremos en relación con los puntos indicados de la teología vocacional.

a. Principio general: de la teo-logía la teo-fanía a la teo-patía


Podemos adoptar el siguiente principio general: la teología de las vocaciones -o
la mentalidad vocacional- se convierte en espiritualidad de la vocación -o
sensibilidad vocacional- en la medida en que aquello que es creído como
teológicamente verdadero, no sólo es creído por la mente, sino rezado, amado,
celebrado, vivido, sufrido, gozado, compartido, anunciado…. En otras palabras:
lo que es creído cumple todo el itinerario de los dinamismos personales
(psicológicos y espirituales) típicos de la fe. Por tanto es también objeto de
oración, es rezado y contemplado, celebrado en la liturgia y con la comunidad
orante, es amado y reconocido como verdadero y es fuente de la propia
identidad, es sufrido hasta dar la vida y gozado como lo que te hace
bienaventurado, es compartido y anunciado, en definitiva se transforma siempre
más en realidad de la vida y en la propia vida (es mi “yo”). Es exactamente en
esta dirección que tiene que orientarse y operar el animador vocacional
inteligente. Esta sería la auténtica pro-vocación vocacional. Es también el paso
de la teo-logía a la teofanía y a la teo-patía (vocacional). La teopatía busca este
objetivo, la sensibilidadespiritualidad vocacional. En concreto: participar
activamente y responsablemente de la redención y de su drama. Somos al cráter
del volcán.

Veamos ahora cómo dar este triple paso:


b. Espiritualidad como relación (teo-logia)
Aclaremos en este punto el significado del término “espiritualidad”. Muy a
menudo éste se confunde con algo teórico, abstracto, vago, indefinido, pasivo,
poco relacionado con la realidad y con la realidad de cada persona, a veces tan
subjetivo que resulta extraño y, en último caso, algo tan particular que no puede
ser comunicado y que resulta indescriptible. No obstante, esto es exactamente lo

10
contrario de lo que “espiritualidad” quiere decir. La palabra, derivada de Espíritu
(no es un gran descubrimiento), quiere decir exactamente aquello que hace el
Espíritu de Dios al interior de la Trinidad, o sea, la relación. Hombre o mujer
espiritual es aquel o aquella que vive toda relación a partir de la relación central
de su vida -la que tiene con Dios- y de ella hace derivar todo lo demás. Pero
cuidado: relación no significa simbiosis, o confusión de los límites personales,
sino distinta realización del yo y del tu gracias a la relación. Relación significa,
entonces, el máximo de la intimidad y también el máximo de la alteridad
(diversidad).

Si la relación con Dios quiere decir, como acabamos de ver, experiencia del
Dios-que- llama, la conclusión es inevitable: la espiritualidad cristiana es una
espiritualidad esencialmente relacional-vocacional . Es como si dijéramos que
la auténtica espiritualidad es la que nos pone en contacto con la voz de Dios, que
es una voz diferente de la mía, de mis sentimientos, gustos y deseos. Creceremos
en espiritualidad cuando reconozcamos esta voz y la distingamos de otras
(incluida la nuestra), cuando no hagamos decir a Dios lo que queramos y, sobre
todo, cuando nos adaptamos a su proyecto y lo obedecemos libremente, incluso
si éste no coincide con el nuestro. La animación vocacional, desde este punto de
vista, camina por la vía de la auténtica experiencia de Dios, la cual -cuando es
auténtica- se convierte sobre todo en la experiencia que Dios hace de nosotros a
través de la prueba, como nos cuentan las Sagradas Escrituras 8 y supone, por
tanto, la disponibilidad interior para vivir tan intensamente la relación con Dios
que nos dejemos probar por Él, y dejemos que Él nos pida algo costoso, radical,
humanamente imposible, como sólo Dios lo puede hacer. Mientras nosotros, a
este respecto, nos ponemos en disposición de experimentar que para Dios todo
es posible, incluso lo humanamente imposible. Sólo esta es la auténtica teología
que crea una correspondiente espiritualidad de la vocación y de la sensibilidad
vocacional.

Se debe tener cuidado, por tanto, con no favorecer aquella interpretación de la


vocación como realización de nuestros deseos, como una atracción más o menos
irresistible que el individuo advierte en su interior. Todo ello es banal y falso.
Vemos muchas veces, en las Escrituras, que el llamado se opone, retrocede,
quiere escapar, manifiesta una atracción bien diferente o, por lo menos,
encuentra extraña la petición. Crear cultura vocacional significa purificar la idea
de la relación con Dios y de la experiencia con lo divino. La vocación puede ser
advertida sólo en el corazón que ha aprendido las impracticables vías del
contacto con Dios. La auténtica llamada supone siempre una cierta lucha con
Dios. El verdadero animador vocacional debe preparar para esta lucha.

c. Conversión de la sensibilidad (teo-fanía)

A través de la teofanía Dios se revela y el hombre hace una experiencia de Dios,


o se hace experimentar de una manera más plena por el mismo Dios, porque
ahora es más sensible al divino y a su obra.

8
Según mi parecer, una de las más luminosas intuiciones de Von Baltasar es la de leer en la Biblia y en e
hombre bíblico no la experiencia que el hombre mismo hace de Dios, sino la experiencia que Dios hace
del hombre.

11
Si queremos que sea así, o que el corazón advierta la llamada como una voz que
viene de arriba y que debe ser acogida, a pesar de que suene rara al oído humano
y excesivamente exigente con respecto a los gustos humanos, es necesario –
incluso antes de planificar proyectos pastorales y pedagogías de intervención
sobre el grupo- hacer un paciente trabajo con el individuo y con su mundo
interior, un trabajo de cambio de sensibilidad. Aquí se debe intervenir, dado que
la sensibilidad es el órgano de valoración que el hombre posee; lo que nos hace
apreciar una cosa como bella o fea, buena o mala, moralmente lícita o no,
atrayente o repelente, positiva o negativa. Cada uno de nosotros -nos recuerda la
psicología- tiene la sensibilidad que se merece, la que se ha construido poco a
poco a lo largo de su vida y que sigue construyendo a través de sus elecciones de
vida, incluso sin darse cuenta. La misma sensibilidad o conciencia vocacional es
fruto de este trabajo y no algo que podemos dar por descontado o suponer como
presente en todos. Éste es un trabajo que tiene mucho que ver con la
espiritualidad. Ser hombre o mujer espiritual quiere decir ser persona que vive
plenamente su propia sensibilidad humana, pero como sensibilidad creyente,
convertida, espiritual, abierta no sólo intelectualmente a los contenidos
teológicos de la vocación sino capaz también de sufrir y gozar de ellos, de vibrar
frente a ellos, atenta con sentidos externos e internos a los muchos signos de la
presencia de Dios; capaz de descubrir esta presencia incluso en el susurro de un
viento ligero, libre de reconocer y contemplar la teofanía, como misterio que
atrae y en el cual está escondido incluso el misterio del yo del hombre. El
hombre o la mujer espiritual tiene los sentidos atentos, extremadamente
vigilantes, con un umbral de la percepción bajo y una única tensión-atención. Es
creyente que se siente constantemente llamado por Dios (a través de las
mediaciones humanas), al interior de una teofanía cotidiana: ¡la vocación es esta
teofanía9! Como una teofanía continua, “zarza ardiente”, que arde de una
presencia divina constante, que hace oír una voz ininterrumpida, que sigue
llamando, como misterio que no bastará una vida para descubrirlo (vuelve la
idea de la vocación como llamada permanente, como formación permanente).

La animación vocacional, cualquiera que sea la vocación de referencia, debe


necesariamente provocar una conversión de la sensibilidad, como un paso de la
sensibilidad pagana o meramente humana a una sensibilidad que haga que el
creyente sea capaz de usar sus propios sentidos en cuanto creyente, que sea
capaz de “ver” a Dios, de ver con los ojos de Dios, que sea capaz de “oír” su voz
y su palabra, de escucharla como la única palabra de verdad para nosotros, de
conmoverse ante su amor. Hoy se oye decir que corremos el riesgo de “perder
los sentidos”, o de perder cada vez más el componente o la connotación
espiritual de los sentidos; en el nivel humano a causa de la excesiva estimulación
o de la muy pobre alimentación de los mismos, y a un nivel cristiano porque nos
arriesgamos cada vez más a tener ojos, orejas, manos, pies, corazón incapaces de
establecer un contacto con Dios y de hacernos sentir su dulcísima y terrible
presencia en nuestra vida. Los jóvenes, en concreto, corren el riesgo de ser como
dice el salmo: “tienen ojos, pero no ven; orejas, pero no oyen; boca y no
hablan….” Por ello, una animación vocacional inteligente significa también la
recuperación de los sentidos humanos y de la sensibilidad humana y creyente.
Para que el hombre aprenda a ver a Dios y oír aquella voz que no termina de

9
Como todas las llamadas en la Biblia.

12
llamarlo. Es claro que sólo un animador vocacional inteligente, con ojos, orejas,
boca muy activos, puede hacer este tipo de animación vocacional.

d. De la gratitud a la gratuidad, de la libertad a la responsabilidad (teo-patía)


La vocación, en todas sus fases, desde la búsqueda vocacional a la elección final,
es siempre un acontecimiento de maduración humana. Acontecimiento que es
necesario vivir intensamente para que sea evento también espiritual, que marque
para siempre la relación con Dios y con los hombres. Haremos una breve
referencia a los pasos centrales y decisivos del recorrido que conduce
gradualmente a la decisión vocacional final, ya que son también etapas de
crecimiento psicológico y espiritual. Esto es el punto que une la espiritualidad
vocacional con la pedagogía vocacional.

o El principio: la contemplación
Al principio está siempre el amor, el amor del Dios-que-llama y que –
como hemos visto anteriormente- justamente por esto manifiesta su
amor, interés, atención y cuidado por el hombre que es llamado. Uno, en
efecto, llega a ser cristiano -se podría decir- cuando escucha las palabras
del Padre hacia el Hijo (en el momento del Bautismo) como si estuvieran
dirigidas a él: “Tú eres mi Hijo, el amado, el pre-dilecto (= amado desde
siempre, antes de venir a la existencia); tú eres mi elegido (mi alegría)”.
Cuando uno de nosotros siente dirigidas hacia él estas mismas palabras,
goza y llora de alegría, allí nace el creyente, aquí está la sensibilidad
típica del creyente. Aquí empieza también a venir a la luz el llamado,
porque no se pueden escuchar esas palabras y retomar la vida de antes
como si no hubiera pasado nada. Estamos diciendo que el primer paso
para crear una sensibilidad vocacional es lo contemplativo. No puede
haber vocación sin contemplación. Cuanta más contemplación haya,
tanto más el llamado cumplirá estos pasos neurálgicos y calificadores de
la genuina llamada: de la gratitud a la gratuidad y, sobre todo, del amor
recibido al amor donado. Éste es un paso del todo natural y que, sin
embargo, se encuentra en la base de las elecciones vocacionales más
comprometidas -aquellas en las que se pide una donación de sí mismo
bastante radical, como las vocaciones de especial consagración-, y en las
que uno puede tener la tentación de sentirse un poco héroe. No, la
vocación no busca héroes; no hay ningún heroísmo en la respuesta
vocacional. Hay simplemente que reconocer el amor recibido, o madurar
una sensibilidad que haga descubrir al llamado que es totalmente lógico y
natural donarse y donar la propia vida a los demás, ya que la vida es un
bien recibido que por su propia naturaleza tiende a convertirse en bien
donado. El joven debe entender, por tanto, que es libre de elegir su
futuro, pero que no es libre de salir de esta lógica, de este nexo que une el
bien recibido con el bien donado. No puede dejar esta lógica ya que si lo
hiciera elegiría la infelicidad, se convertiría en un monstruo, en una
falsificación de sí mismo. La verdadera libertad es, en cambio, la de
sentirse responsable del enorme amor recibido, ya que nada -como nos
recuerda la psicología- hace responsable como el amor, o como el saber
que hemos sido amados. Tan responsables del amor recibido hasta tener
el ánimo de ponerse frente al mal o al desamor que hay en el mundo, en
todas sus formas, como para estar dispuestos a cargar sobre los hombros

13
con un poco de este mal; o como para pensar en nuestra vida como en
una respuesta (“respon-sible”) a éste; o como para hacer una elección
vocacional en la cual uno no coloca en primer lugar la propia salvación,
sino la de los otros, como hemos dicho antes. Lo importante es
corroborar y subrayar ahora que no se trataría de una elección
extraordinaria ni heroica, sino perfectamente coherente con la toma de
consciencia del amor recibido de Dios, y no sólo de Dios, y por tanto se
trataría también de una elección que no concierne una particular
categoría vocacional, sino que todos deberían hacer, porque es una ley
natural y universal, grabada en el corazón. Como gramática de la vida.
Gramática y también algo más que la simple gramática.

o De la gramática a la dramática
Muy interesante y dramático, de hecho, es lo que dice Berdiaev, que
imagina que el inicio y el fin de la historia de la humanidad están unidos
por dos intervenciones inquiridoras de Dios en apariencia iguales, pero
dirigidas a dos interlocutores diversos. Al principio la pregunta es
dirigida a Caín, el fratricida, la personificación del mal, para preguntarle
sobre Abel, la víctima inocente, como cuenta la Escritura y lo cual nos
parece lógico. Al final, la misma pregunta es dirigida inesperadamente a
Abel, y esto nos sorprende bastante, aunque tenga una lógica precisa en
el pensamiento de Berdiaev. El pensador ruso, en efecto, sostiene que la
consciencia moral se inicia con la pregunta-reproche dirigida a Caín, la
expresión del mal, pero que se realiza después plenamente y madura
cuando nos dejamos indagar por la misma interrogante dirigida a Abel, la
parte buena de nosotros mismos: “Abel, ¿qué has hecho de tu hermano
Caín?”10 Por muy raro que pueda parecer, podría ser una buena
provocación vocacional: no sólo la consciencia moral, sino también la
vocacional, podría nacer o ser iluminada por tal cuestión. Ésta da una
tonalidad dramática a la vida y a la vida cristiana, y nos hace pasar de la
teología y de la teofanía a la teopatía, la máxima expresión de la
experiencia de Dios (activa y pasiva). En tres sentidos:
* Como un “sufrir a Dios”, o sus provocaciones, sus silencios.
* Como un sufrir “como Dios”, sufrir come Él sufre.
* Como un sufrir “en y para aquellos en los cuales Dios sigue sufriendo”
hoy todavía.

Todo esto a imagen del Hijo Jesús, que en su pasión nos ha dado el más
claro signo de este pathos. Ha sufrido al Padre y su ausencia y abandono.
Ha sufrido también como Dios; si Dios -de hecho- sufre (tema objeto de
discusión desde siempre), por cierto sufre como inocente, como Jesús en
la cruz, como el Cordero inocente que ha reunido en sí el mínimo posible
de la culpa y el máximo posible de la pena. Así nos ha presentado el
punto más alto de la vocación cristiana: hacer como él, o elegir su
10
N. Berdiaev, De la destination de l’homme. Essai d’Ethique paradoxale, Lausanne
1979, p.356. En otro pasaje de la misma obra: “Nuestro deber moral es el de aliviar el
sufrimiento, tanto el del criminal como el del mayor pecador, ya que, en definitiva
¿acaso no somos todos criminales y pecadores?» (p.251, la traducción y la cursiva es
nuestra).

14
pascua, vivir una existencia pascual, dando la vida para los otros, para
sentirse responsable de la salvación de los otros, sobretodo de los más
lejanos y pobres de salvación (éste sería el tercer sentido de la
teopatía)1111.

Creo que una auténtica teología de las vocaciones debería llegar a ser una
teopatía vocacional, quizás, todavía no escrita y por escribir. Éste podría
ser objeto de reflexión en este congreso, como reacción a aquella pastoral
del bienestar psicológico o del estetismo pseudo-espiritual o del interés
espiritual meramente individual que, por definición, es pastoral anti-
vocacional. Creo que América Latina tiene mucho que decir y enseñar
sobre esto a la Iglesia entera; la América Latina de los profetas y mártires
que han dado la vida por la Iglesia, que han sufrido a Dios y como Dios,
en aquellos en los cuales Dios sigue sufriendo hoy.

Así como estoy seguro de que el hacer hincapié sobre la dimensión


dramática de la propuesta cristiana sobre la responsabilidad que está
unida a la fe implicaría, antes que nada, una presentación más
convincente y eficaz, más actual y moderna del cristianismo, y terminaría
también por suscitar mayores adhesiones vocacionales. Pensemos, por
ejemplo, en la necesidad -que aquí creo particularmente viva- de jóvenes
creyentes que, exactamente con esta sensibilidad vocacional, puedan
madurar una decisión vocacional de compromiso en lo social o en lo
político, como gesto de responsabilidad frente a los otros, por tanto como
creyentes (y no por la carrera, el dinero, la fama o el bienestar
individual). Pensemos también como la misma vocación presbiteral o
religiosa podaría asumir un nuevo impulso vocacional (y también de
purificación) de este ideal de la responsabilidad moral para los otros,
como salvación por alcanzar no para sí, sino para el mundo.

e. El máximo de la relación espiritual: la confianza de la obediencia


Finalmente, la sensibilidad vocacional es un elemento psicológico que está
determinado por una experiencia que no es sólo psicológica. Es la experiencia de
la fe, y de esa fe que está hecha de confianza, de la visión del rostro de Dios, de
certeza de poder fiarse en Él, de abandono, de rendición. Hasta el punto de decir
sí a su llamada. No por cálculo o por interés personal, no por miedo o por
comodidad, no para agradar a alguien, ni siquiera a nosotros mismos, sino
únicamente por amor, ese amor que se expresa en la entrega de uno mismo al
otro, en la confianza plena. La confianza es, en efecto, ese espacio -en cualquier
proceso de decisión y aún más en el vocacional- que no puede estar
condicionado por el cálculo12. El cálculo, en este sentido, es lo contrario de la fe

11
Es significativa la reacción de Jesús en la cruz ante las provocaciones de la
muchedumbre (“si eres el Hijo de Dios, sálvate a ti mismo y desciende de la cruz”):
ellos no sabían que Jesús no estaba preocupado por su salvación, sino por la de los
demás. Por esto no desciende de la cruz, ante el desafío de los soldados y uno de los
ladrones, porque su preocupación es la salvación de todos, también la de ellos y de la
humanidad que le es hostil.
12
Cf A.Cencini, “Me fio…., luego decido”. Educar en la confianza para la elección vocacional, 2010, pp.
56-66.

15
y no lleva al conocimiento de Dios; por consecuencia, quien calcula,
difícilmente podrá acoger la propuesta vocacional que viene de arriba.

Por otra parte, y como ya hemos dicho, en el evento vocacional Dios y el


hombre se revelan recíprocamente; la propuesta vocacional que viene de Dios es
la condición ideal y al mismo tiempo el desafío para el acto de fe por parte del
hombre. Nunca como en este momento se encuentra éste ante una alternativa tan
drástica: el cálculo o la confianza o, podemos decir, la decisión sólo humana o la
típicamente cristiana. Con una contraposición un poco forzada y quizás
demasiado simplificada, podemos afirmar que la primera pretende ser segura y
los costos son mínimos y la segunda, por su propia naturaleza, es de alto riesgo y
de altos costos. La humana es precisa y clara y la cristiana es precisa, sí, pero
nunca del todo clara. Además, la elección humana se puede rever y es reversible,
mientras que la cristiana es definitiva y fiel, pero de una fidelidad creativa. Sobre
todo, la decisión humana es calculada y la del creyente confiada, llena de
confianza, justamente porque significa entrega total a Dios, el cual propone
siempre al hombre algo que se encuentra más allá de sus capacidades, como nos
cuentan todas las llamadas bíblicas. Por tanto, volvamos a decir que la
animación vocacional es esencialmente educación en la fe y formación del acto
de fe. Camina por los mismos trayectos pastorales del crecimiento en la fe; es
más, la animación vocacional forma parte esencial del acto creyente, lo
acompaña en su génesis, y es su expresión final y cumplida. Educar en la fe en el
acompañamiento vocacional quiere decir formar una sensibilidad confiada ,
tanto que conduce a una persona a hacer una elección de vida basada no sólo
sobre sus capacidades o sus músculos, en sus gustos y tendencias naturales ni,
mucho menos, en la previsión del propio éxito o realización personal, sino sobre
el puro hecho de que “eres tú quien me llama, que me amas, y eres tú el que me
abre este camino. eres tú el que me abre este camino. No tiene sentido entonces
que yo calcule y verifique lo que seré capaz de hacer, y lo único sensato es
entregarme a ti, entregarte mi vida y mi futuro, creer que el imposible humano
puede convertirse en el posible divino”.

La misma pregunta que hemos planteado al final de un párrafo anterior la


podemos y debemos plantear aquí: ¿existe en la Iglesia una sensibilidad
vocacional como ésta que hemos descrito, hasta el punto de determinar una
espiritualidad vocacional? Algunos se sorprenden incluso por la expresión, o
encuentran rara la conexión entre sensibilidad y espiritualidad. Está claro que la
ausencia de la espiritualidad-sensibilidad vocacional haría inútil o débil también
la armazón teológica, aunque esté bien definida, y también toda la eventual
pastoral que se pretendiese hacer.

16
SUMARIO:

TEOLOGÍA DE LAS VOCACIONES


1. Cultura
1.1 Mentalidad
1.2 Sensibilidad
1.3 Praxis (o estilo de vida)
2. Cultura vocacional
2.1 Mentalidad vocacional (Teología vocacional)
a. Imagen de Dios, el Eternamente Llamador
b. Contenido (y objetivo) de la llamada
c. Entre creación y redención
d. El primado de Dios y la obediencia del llamado
e. Vocación, punto de encuentro entre Dios y el hombre
2.2. Sensibilidad vocacional (Espiritualidad vocacional)........
a. Principio general: de la teo-logi a la teo-fania a la teo-patia
b. Espiritualidad como relación (teo-logia)
c. Conversión de la sensibilidad (teo-fania)
d. De la gratitud a la gratuidad, de la libertad a la responsabilidad (teo-patia)

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