Cap 9 - Escatología - Resumen
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CAPITULO IX
LA MUERTE
Tema escatológico, la muerte es un tema antropológico. Uno de los más cruciales a la hora de
ensayar una hermenéutica de la condición humana. “Ante la muerte, el enigma de la condición
humana alcanza su culmen. (GS 18).
La doctrina de la retribución ponía de manifiesto como persuasión común a todas sus fases
que son las obras de la existencia encarnada lo que determina el mérito o el demérito de la
persona.
En tal sentido destaca la doctrina de Sab. 2-5, donde la muerte entraña el fin de los
sufrimientos del justo y de las falsas ilusiones del impío, sin que en ninguno de ambos casos
se pueda rehacer la existencia temporal.
Frecuentes alusiones al juicio dan por sentado que éste versa sobre las obras actuadas en el
tiempo (Mt 13,37ss; 25,34ss; Jn 3,17ss; 5,29; 12,47ss). La parábola del rico epulón (Lc.
16,19ss) ofrece la misma doctrina de Sab. 2-5, explicito es el texto de 2 Cor 5,10: “Porque es
necesario que todos seamos puestos al descubierto ante el tribunal de Cristo, para que cuada
cual recia conforme a lo que hizo durante su vida mortal, el bien o el mal”. De forma análoga
se expresa “establecido que los hombres mueran una sola vez y luego el juicio”.
En 2 Cor 5,8, “preferimos salir de este cuerpo para vivir con el Señor”. Las palabras citadas
significan al menos que el término de la existencia terrena importa de inmediato el
domiciliarse junto el Señor.
Flp 1,21-23, único texto donde, indiscutiblemente, se exteriorizan las ideas de Pablo acerca
del destino subsiguiente a la muerte. El Apóstol, encarcelado y en espera de la sentencia de
su proceso, sopesa las implicaciones de la misma: o la vida o la pena de muerte. Ante esta
alternativa se halla perplejo: “vivir en la carne”, (“permanecer en la carne”, v.24) se le antoja
necesario en orden al servicio de la comunidad y del evangelio. Mas personalmente preferiría
con mucho morir.
El tema de la muerte-lucro. En el v.21 “para mi vivir es Cristo”. Es este aserto el que posibilita
el siguiente. La muerte no es ganancia en si misma, sino solo bajo el supuesto de que Cristo
significa para Pablo la vida. El nexo es inteligible únicamente a condición de que la muerte
revalide y confirme la comunión vital con Cristo, que constituye la vida del Apóstol. Una
muerte que fuese separación de Cristo no sería “lucro” para Pablo.
La aseveración central de nuestro pasaje “deseo partir (=morir) y ser con Cristo” (v.23). La
muerte es deseable porque otorga esa comunión con Cristo que constituye el objetivo último
de la esperanza escatológica.
El consenso casi unánime de los estudiosos reconoce en Flp 1,23 la aseveración de una
comunión con Cristo definitiva y perfecta a través de la muerte, idéntica a la esperanza
expresada por 1 Tes 4,17 (“… estaremos siempre con el Señor”) en el marco de la expectación
parusíaca.
El hecho de que el estado definitivo de vida o muerte eternas siga a la muerte, sin esperar al final
de la historia, ha sido ampliamente controvertido hasta bien entrado el siglo XIV. Será este
aspecto de la cuestión el que desarrollaremos.
1. La época patrística
Irineo Piensa como Justino: “las almas irán a un lugar invisible, fijado para ellas por Dios, y allí
permanecerán hasta la resurrección…; una vez recibido el cuerpo, … llegarán así ante la
presencia de Dios”. Hace una excepción en favor de los mártires: éstos son admitidos de
inmediato en la bienaventuranza. Lo característico de su escatología es, según Fischer, “la
necesidad de la reunificación del alma, sin el cuerpo, las almas separadas gozan o sufren sólo
imperfectamente.
San Agustín se inclina a pensar que la retribución definitiva no tendrá lugar hasta la
resurrección, los “santos difuntos… todavía esperan la redención de su cuerpo”, por lo que no
puede decirse que estén ya “en posesión de la bienaventuranza”. No obstante, San Agustín
cree en la existencia de un juicio postmortal, apoyándose en la parábola del rico Epulón; en el
intervalo entre ese juicio y la resurrección, “las almas o son atormentadas o descansan”. Tal
descanso en “una minúscula parte de la promesa”.
Cipriano sostiene que todos los justos, inmediatamente después de su muerte, son
introducidos en la bienaventuranza celestial, estamos ante el pastor que, en tiempos de
persecución, se afana por presentar a sus fieles el estímulo de una esperanza concreta ante la
muerte.
San Epifanio justifica la legitimidad del culto de los santos por el hecho de que “aunque
muertos, viven no han sido aniquilados, sino que existen y viven junto a Dios”. Cesáreo de
“mientras el cuerpo comienza a ser pasto de los gusanos en el sepulcro, el alma es presentada
a Dios por los ángeles en el cielo; y allí si fue buena, es ya coronada, o si fue mala, arrojada a
las tinieblas”. Gregorio Magno piensa de igual modo.
Habría que añadir que los lugares escriturísticos donde se enseña una retribución definitiva
antes de la resurrección son – como pudimos comprobar – muy escasos.
Probablemente el estímulo más eficaz, haya sido la praxis litúrgica, es decir, el culto que se
tributó primero a los mártires y luego al resto de los santos y que no tendría sentido si no se
les atribuyese ya una glorificación definitiva.
2. La intervención magisterial
Juan XXII, en un sermón el día de todos los santos del año 1331. Siguiendo a San Bernardo, el
pontífice distingue entre el seno de Abraham y el altar celeste. En el seno de Abraham
esperaron los juntos del Antigua Testamento y esperaremos todos, consolados por la visión
de la humanidad de Cristo, hasta la entrada en “el gozo del Señor” que acontecerá con la
resurrección y el juicio. Juan XXII funda esta doctrina en argumentos de Escritura (únicamente
el juicio otorga la posesión del reino de Dios) y de razón (para la perfecta bienaventuranza el
alma precisa del cuerpo).
Juan XXII declaraba formalmente que esta doctrina la sostenía como doctor privado. La
víspera de su muerte revocó finalmente su parecer; a tal fin había redactado una retractación,
que publicará su sucesor, Benedicto XXII.
El nuevo pontífice emprendió un estudio sistemático del entero problema, cuyo fruto sería su
obra De statu animarum sanctorum ante generale judicium, en la que sostenía, contra Juan
XXII, la no dilación de la visión de Dios. Emitió la constitución Benedictus Deus, en la que
ensaña que tanto el estado de vida eterna como el de muerte eterna comienza
“inmediatamente después de la muerte”. Palabras que hará suyas el Vaticano II: los justos ya
purificados “gozan de la gloria contemplando claramente a Dios mismo, uno y trino, tal cual
es” (LG 49).
¿Cuáles son las precisas dimensiones del hecho muerte?, no estamos ante un problema
sectorial, sino global; no abordamos una cuestión marginal, sino cardinal. La pregunta sobre
la muerte es una variante de la pregunta sobre la singularidad, irrepetibilidad y validez
absoluta del individuo concreto, que es en definitiva quien la sufre.
Todas estas dimensiones de la muerte han sido tocadas, con mayor o menor profundidad, por
la actual literatura filosófica.
f) En fin, la pregunta sobre la muerte es una variante de la pregunta sobre la persona, todo
hombre ¿es o no un hecho irrevocable, irreversible? Si lo es, tal hecho no puede ser pura
y simplemente succionado por la nada. La realidad persona es una ficción especulativa y
debe ser reabsorbida por esa realidad omnipresente que llamamos naturaleza.
Resumiendo, la magnitud que se reconozca a la muerte está en razón directa de la que se
reconozca a su sujeto paciente. La minimización de la muerte es el índice más revelador de la
minimización del individuo mortal. Y a la inversa, una ideología que trivialice al individuo
trivializará la muerte.
La razón, por si sola, no alcanza a despejar esta torturante ambigüedad, porque una y otra vez
se da de bruces con el espesor del hecho del tener que morir sin poder ver qué hay detrás – si
es que hay algo – de la muerte.
¿Qué resta entonces? Según nuestros autores, resta la esperanza. Resta también la
trascendencia. La idea de trascendencia pierde el preciso significado técnico que le atribuía la
tradición filosófico-teológica. Con ella se expresa ahora, el voto de que el núcleo auténtico de
lo humano rebase la bruta factibilidad de la realidad en su figura actual y no se volatilice para
siempre con la muerte de su sujeto.
Al pensamiento increyente no le es tan fácil hoy como lo fue ayer afirmar dogmáticamente
que la muerte aniquila al individuo.
2. Teología de la muerte
El hombre de la humanidad pecadora está sometido, ante la cual no es libre sino esclavo, y
que se le aparece como algo incomprensible, contra lo que no puede menos de rebelarse.
Pero ha habido un hombre que murió la muerte humana de otro modo: como acto de
suprema libertad (”nadie me quita la vida; soy yo quien la da” Jn 10,18) y de liberalidad
(“nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos”: Jn 15,13). La muerte ha
cambiado de sentido. No es ya, necesariamente, visibilidad de la culpa, pena del pecado;
puede ser acto libre de fe, esperanza y amor.
Cristo ha muerto para resucitar. Tampoco el cristiano muere para quedar muerto, sino , al
igual que Cristo, para resucitar. No es fin, sino tránsito; no es término, sino pascua, paso de la
forma de existencia provisional a la forma de existencia definitiva.
Sólo la fe puede alumbrar un comienzo en lo que aparenta ser el fin, sólo la esperanza
permite desplazar ante él la angustia para dar paso a la serena confianza y sólo la caridad
otorga el impulso preciso para la entrega total. Allí donde la muerte es vivida como tránsito y
no como término, con confianza y no con desesperación, allí está presente la gracia.
IV. CUESTIÓN COMPLEMENTARIA: MUERTE-INMORTALIDAD-RESURRECCIÓN
Una característica de la escatología protestante de nuestro siglo fue hasta no hace mucho el
planteamiento en alternativa del binomio inmortalidad-resurrección: la doctrina (filosófica)
inmortalista sería incompatible con la fe (bíblica) resurreccionista, por lo que era menester
abandonar aquella para profesar ésta. Así las cosas, en un segundo momento se procedía
lógicamente a interpretar la muerte como muerte total y la resurrección como una suerte de
creatio ex nihilo.
Barth el rechazo de la inmortalidad nada tenía que ver con la tesis de la total aniquilación; se
trata aquí de una opción existencial-soteriológica, que no niega una continuidad (o identidad)
entre el hombre histórico y el resucitado. Bultmann estima insostenible que “la estructura
ontológica del ser humano sea reducida a la nada, pues con ello no podría darse
absolutamente ninguna continuidad entre el hombre antes de la muerte y el hombre
resucitado.
Panneberg, “De cara a la problemática de la identidad personal del hombre, entre su muerte
y la futura resurrección, es perfectamente comprensible que la Iglesia católico-romana desde
1513 condene como herética la aceptación de la mortalidad del alma y considere como
dogma vinculante su inmortalidad”.
Estas palabras de Pannenberg ilustran inmejorablemente hasta qué punto se han acostado
hoy las distancias entre protestantes y católicos en la cuestión que nos ocupa. La Biblia
desconoce la tesis de la muerte total, esa tesis convierte en inviable la misma idea de
resurrección. La acción resucitadora de Dios no se ejerce sobre el puro vacío óntico; en tal
caso, Dios resucitaría (=crearía ex nihilo) a otro ser humano, distinto numéricamente del que
murió.
He ahí uno de los motivos por los que la antropología teológica estima irrenunciable el
concepto de alma. ¿Cómo explicar sin ese concepto el retorno a la vida del mismo ser
humano (¡numéricamente el mismo¡)?