Cap 9 - Escatología - Resumen

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SAPIENTIA FIDEI

Serie de Manuales de Teología


LA PASCUA DE LA CREACIÓN
ESCATOLOGIA
Juan L Ruiz de la Peña

CAPITULO IX

LA MUERTE

Tema escatológico, la muerte es un tema antropológico. Uno de los más cruciales a la hora de
ensayar una hermenéutica de la condición humana. “Ante la muerte, el enigma de la condición
humana alcanza su culmen. (GS 18).

El aspecto específicamente escatológico de la problemática de la muerte, el hecho de que el fin de


la historia, comienza para cada ser humano en su muerte.

I. MUERTE Y ESCATOLOGIA EN LA BIBLIA

La relación muerte-escatología se desarrolla en dos series de textos. La primera está compuesta


por todos aquellos lugares en los que se enseña que con la muerte termina el tiempo de la
decisión; la suerte eterna de la persona depende de las opciones realizadas en la existencia
histórica que acaba en el evento mortal. Una segunda serie comprende los textos que hablan de la
muerte como comienzo del estado definitivo. Es obvio que tales textos confirman a fortiori la
doctrina de la primera serie, muerte como término del tiempo de prueba, añadiéndole además
una precisión sumamente importante: la no dilación el éschaton de la situación de vida o muerte
eternas.

1. La muerte, término del tiempo de prueba

La doctrina de la retribución ponía de manifiesto como persuasión común a todas sus fases
que son las obras de la existencia encarnada lo que determina el mérito o el demérito de la
persona.

En tal sentido destaca la doctrina de Sab. 2-5, donde la muerte entraña el fin de los
sufrimientos del justo y de las falsas ilusiones del impío, sin que en ninguno de ambos casos
se pueda rehacer la existencia temporal.

Frecuentes alusiones al juicio dan por sentado que éste versa sobre las obras actuadas en el
tiempo (Mt 13,37ss; 25,34ss; Jn 3,17ss; 5,29; 12,47ss). La parábola del rico epulón (Lc.
16,19ss) ofrece la misma doctrina de Sab. 2-5, explicito es el texto de 2 Cor 5,10: “Porque es
necesario que todos seamos puestos al descubierto ante el tribunal de Cristo, para que cuada
cual recia conforme a lo que hizo durante su vida mortal, el bien o el mal”. De forma análoga
se expresa “establecido que los hombres mueran una sola vez y luego el juicio”.

2. La muerte, comienzo de la retribución definitiva


Si la parábola del rico epulón (Lc 16, 19ss) no añade nada nuevo a la doctrina de Sab. Sobre el
estado de los difuntos, otro texto del mismo evangelio da al problema que nos ocupa un cariz
absolutamente original Lc 23, 42s, estamos ante una composición didáctica de Lucas, el autor
sintetiza la expectación judía de una salvación pendiente de la instauración mesiánica del
reino en el éschaton (cf. Hech 1,6). A tal expectativa se responde con un desplazamiento, del
futuro al presente del hoy y una incardinación del reino en la persona de Jesús (“conmigo”) la
salvación definitiva no es una realidad meramente escatológica. Lucas, que ha relacionado a
Cristo con Adán (3,23-38), evoca al final del mismo esa relación: el paraíso clausurado por el
pecado de Adán es abierto de nuevo por la muerte salvífica de Cristo.

Lucas ha contrapuesto en este diálogo dos concepciones diversas de la esperanza (la


típicamente judía, con su estricto escatológico, en el v.42; la específicamente cristiana, que
reconoce en Cristo el “ya ahora” de la salvación escatológica, en el v.43), es porque piensa
que la muerte implica algo mucho más importante que un simple aguardar la salvación; la
muerte de Cristo franquea las puertas del paraíso y por consiguiente, la muerte del cristiano
supone la entrada en la vida eterna. El cumplimiento de la esperanza mesiánica no se demora
hasta el éschaton: es realidad operante desde el hoy del sacrificio de Cristo. O mejor: el
éschaton portador de salvación ha entrado ya en la historia a partir de la hora nona del
Calvario.

En 2 Cor 5,8, “preferimos salir de este cuerpo para vivir con el Señor”. Las palabras citadas
significan al menos que el término de la existencia terrena importa de inmediato el
domiciliarse junto el Señor.

Flp 1,21-23, único texto donde, indiscutiblemente, se exteriorizan las ideas de Pablo acerca
del destino subsiguiente a la muerte. El Apóstol, encarcelado y en espera de la sentencia de
su proceso, sopesa las implicaciones de la misma: o la vida o la pena de muerte. Ante esta
alternativa se halla perplejo: “vivir en la carne”, (“permanecer en la carne”, v.24) se le antoja
necesario en orden al servicio de la comunidad y del evangelio. Mas personalmente preferiría
con mucho morir.

El tema de la muerte-lucro. En el v.21 “para mi vivir es Cristo”. Es este aserto el que posibilita
el siguiente. La muerte no es ganancia en si misma, sino solo bajo el supuesto de que Cristo
significa para Pablo la vida. El nexo es inteligible únicamente a condición de que la muerte
revalide y confirme la comunión vital con Cristo, que constituye la vida del Apóstol. Una
muerte que fuese separación de Cristo no sería “lucro” para Pablo.

La aseveración central de nuestro pasaje “deseo partir (=morir) y ser con Cristo” (v.23). La
muerte es deseable porque otorga esa comunión con Cristo que constituye el objetivo último
de la esperanza escatológica.

El consenso casi unánime de los estudiosos reconoce en Flp 1,23 la aseveración de una
comunión con Cristo definitiva y perfecta a través de la muerte, idéntica a la esperanza
expresada por 1 Tes 4,17 (“… estaremos siempre con el Señor”) en el marco de la expectación
parusíaca.

Como observa sagazmente Dibelius, si el ser-con-Cristo fuese posible sólo en la parusía, no


tendría sentido la alternativa que provoca la perplejidad de Pablo.
En Resumen, el Nuevo testamento introduce un hecho nuevo, sobre el destino postmortal del
hombre. El hecho nuevo es Cristo. Cristo proporciona la certeza de que la salvación no es un
bien exclusivamente futuro, estrictamente escatológico. Si la salvación ha pasado, en y para
Cristo, del estadio de promesa al de cumplimiento, si ella es real ya para los vivos, ha de serlo
igualmente para los muertos: “…ni la muerte… podrá separarnos del amor de Dios
manifestado en Cristo” (Rom 8,38s).

II. HISTORIA DE LA DOCTRINA

El hecho de que el estado definitivo de vida o muerte eternas siga a la muerte, sin esperar al final
de la historia, ha sido ampliamente controvertido hasta bien entrado el siglo XIV. Será este
aspecto de la cuestión el que desarrollaremos.

1. La época patrística

Ignacio de Antioquía ve su próxima muerte como el nacimiento a la verdadera vida en la


unión estrecha con Cristo. A aquel quiero que por nosotros resucitó. Dejadme contemplar la
luz pura. Clemente Romano se refiere a Pedro y Pablo como a quienes están ya “en el lugar
de la gloria”, “en el lugar santo”. Policarpo afirma que varios mártires y los apóstoles “están
ahora en el lugar que les es debido junto al Señor, con quien juntamente padecieron”. El
sentido obvio de estos testimonios es que el martirio supone el ingreso inmediato en la
comunión con Cristo, es decir, en la vida eterna.

La tendencia predominante sostiene que la muerte inaugura una discriminación transitoria,


con una retribución todavía no perfecta, hasta el momento del juicio final. El primer defensor
de esta tesis es Justino: “las (almas) de los piadosos permanecen en un lugar mejor, y las
injustas y malas en otro peor, esperando el tiempo del juicio”.

Irineo Piensa como Justino: “las almas irán a un lugar invisible, fijado para ellas por Dios, y allí
permanecerán hasta la resurrección…; una vez recibido el cuerpo, … llegarán así ante la
presencia de Dios”. Hace una excepción en favor de los mártires: éstos son admitidos de
inmediato en la bienaventuranza. Lo característico de su escatología es, según Fischer, “la
necesidad de la reunificación del alma, sin el cuerpo, las almas separadas gozan o sufren sólo
imperfectamente.

Lactancio niega la existencia de un juicio en la muerte; todos esperan en el mismo lugar, el


juicio final.

San Agustín se inclina a pensar que la retribución definitiva no tendrá lugar hasta la
resurrección, los “santos difuntos… todavía esperan la redención de su cuerpo”, por lo que no
puede decirse que estén ya “en posesión de la bienaventuranza”. No obstante, San Agustín
cree en la existencia de un juicio postmortal, apoyándose en la parábola del rico Epulón; en el
intervalo entre ese juicio y la resurrección, “las almas o son atormentadas o descansan”. Tal
descanso en “una minúscula parte de la promesa”.

Cipriano sostiene que todos los justos, inmediatamente después de su muerte, son
introducidos en la bienaventuranza celestial, estamos ante el pastor que, en tiempos de
persecución, se afana por presentar a sus fieles el estímulo de una esperanza concreta ante la
muerte.

San Epifanio justifica la legitimidad del culto de los santos por el hecho de que “aunque
muertos, viven no han sido aniquilados, sino que existen y viven junto a Dios”. Cesáreo de
“mientras el cuerpo comienza a ser pasto de los gusanos en el sepulcro, el alma es presentada
a Dios por los ángeles en el cielo; y allí si fue buena, es ya coronada, o si fue mala, arrojada a
las tinieblas”. Gregorio Magno piensa de igual modo.

La doctrina de la retribución inmediata suscita dos serias dificultades: una de carácter


antropológico reside en la dificultad de concebir como sujeto apto de la retribución no al
hombre entero, sino a una de sus partes (el alma). La dificultad teológica; una
bienaventuranza plena antes del éschaton ¿no reducirá severamente la trascendencia de
éste?

Habría que añadir que los lugares escriturísticos donde se enseña una retribución definitiva
antes de la resurrección son – como pudimos comprobar – muy escasos.

Probablemente el estímulo más eficaz, haya sido la praxis litúrgica, es decir, el culto que se
tributó primero a los mártires y luego al resto de los santos y que no tendría sentido si no se
les atribuyese ya una glorificación definitiva.

2. La intervención magisterial

Juan XXII, en un sermón el día de todos los santos del año 1331. Siguiendo a San Bernardo, el
pontífice distingue entre el seno de Abraham y el altar celeste. En el seno de Abraham
esperaron los juntos del Antigua Testamento y esperaremos todos, consolados por la visión
de la humanidad de Cristo, hasta la entrada en “el gozo del Señor” que acontecerá con la
resurrección y el juicio. Juan XXII funda esta doctrina en argumentos de Escritura (únicamente
el juicio otorga la posesión del reino de Dios) y de razón (para la perfecta bienaventuranza el
alma precisa del cuerpo).

Juan XXII declaraba formalmente que esta doctrina la sostenía como doctor privado. La
víspera de su muerte revocó finalmente su parecer; a tal fin había redactado una retractación,
que publicará su sucesor, Benedicto XXII.

El nuevo pontífice emprendió un estudio sistemático del entero problema, cuyo fruto sería su
obra De statu animarum sanctorum ante generale judicium, en la que sostenía, contra Juan
XXII, la no dilación de la visión de Dios. Emitió la constitución Benedictus Deus, en la que
ensaña que tanto el estado de vida eterna como el de muerte eterna comienza
“inmediatamente después de la muerte”. Palabras que hará suyas el Vaticano II: los justos ya
purificados “gozan de la gloria contemplando claramente a Dios mismo, uno y trino, tal cual
es” (LG 49).

III. REFLEXIONES TEOLOGICAS


1. Las dimensiones de la muerte

¿Cuáles son las precisas dimensiones del hecho muerte?, no estamos ante un problema
sectorial, sino global; no abordamos una cuestión marginal, sino cardinal. La pregunta sobre
la muerte es una variante de la pregunta sobre la singularidad, irrepetibilidad y validez
absoluta del individuo concreto, que es en definitiva quien la sufre.

Todas estas dimensiones de la muerte han sido tocadas, con mayor o menor profundidad, por
la actual literatura filosófica.

a) La pregunta sobre la muerte es la pregunta sobre el sentido de la vida. El hombre, en


cuanto finitud constitutiva, es ser- para-la-muerte, tanto desde el punto de vista biológico
(y en ello insistía ya Engels) como desde una óptica existencial-ontológica (como ha
puesto en claro Heidegger).

Parece, no se puede dar respuesta a la pregunta por el sentido de la vida mientras no se


esclarezca el sentido de la muerte. “¿Para qué todo esto si al fin hemos de morir?”

b) La pregunta sobre la muerte es la pregunta sobre el significado de la historia. El


desiderátum marxiano de una humanización de la naturaleza como meta de la historia y
como sentido de la actividad humana, viene altamente cuestionable; a fin de cuentas, lo
que parece prevalecer es el cosmos sobre el logos; que triunfa es la materia
reabsorbiendo al hombre, su manifestación episódica, por medio de una ley bilógica, y no
el hombre dominando la materia por medio de la racionalidad dialéctica.

c) La pregunta sobre la muerte es la pregunta sobre los imperativos éticos de justicia,


libertad, dignidad. ¿ Cómo se devuelve la dignidad y la libertad a los tratados como
esclavos si realmente ya no serán más porque la muerte ha acabado con ellos
definitivamente?

d) La pregunta sobre la muerte es la pregunta sobre la dialéctica presente-futuro. Vivimos en


un presente poco acogedor, inhóspito, dominado por la alienación, reino de la
contradicción. Por eso soñamos con un futuro que sea “patria de la identidad” (Bloch).
Pero entre el presente sufrido y el futuro soñado se intercala, la muerte ¿Es posible
franquear esa sima, tender un puente por el que podamos transitar del presente al
futuro?

e) La pregunta sobre la muerte es la pregunta sobre el sujeto de la esperanza. ¿Tiene sentido


conferir o demandar esperanza para la contingencia? Lo finito no parece sujeto apto de
esperanza. El individuo ¿posee esperanza, o más bien es la esperanza de la especie? Ser
esperanza para otros no es igual que tener esperanza; una cosa es ser sujeto de
esperanza propia, y otra, ser objeto de una esperanza ajena.

f) En fin, la pregunta sobre la muerte es una variante de la pregunta sobre la persona, todo
hombre ¿es o no un hecho irrevocable, irreversible? Si lo es, tal hecho no puede ser pura
y simplemente succionado por la nada. La realidad persona es una ficción especulativa y
debe ser reabsorbida por esa realidad omnipresente que llamamos naturaleza.
Resumiendo, la magnitud que se reconozca a la muerte está en razón directa de la que se
reconozca a su sujeto paciente. La minimización de la muerte es el índice más revelador de la
minimización del individuo mortal. Y a la inversa, una ideología que trivialice al individuo
trivializará la muerte.

La razón, por si sola, no alcanza a despejar esta torturante ambigüedad, porque una y otra vez
se da de bruces con el espesor del hecho del tener que morir sin poder ver qué hay detrás – si
es que hay algo – de la muerte.

¿Qué resta entonces? Según nuestros autores, resta la esperanza. Resta también la
trascendencia. La idea de trascendencia pierde el preciso significado técnico que le atribuía la
tradición filosófico-teológica. Con ella se expresa ahora, el voto de que el núcleo auténtico de
lo humano rebase la bruta factibilidad de la realidad en su figura actual y no se volatilice para
siempre con la muerte de su sujeto.

Al pensamiento increyente no le es tan fácil hoy como lo fue ayer afirmar dogmáticamente
que la muerte aniquila al individuo.

2. Teología de la muerte

El hombre de la humanidad pecadora está sometido, ante la cual no es libre sino esclavo, y
que se le aparece como algo incomprensible, contra lo que no puede menos de rebelarse.
Pero ha habido un hombre que murió la muerte humana de otro modo: como acto de
suprema libertad (”nadie me quita la vida; soy yo quien la da” Jn 10,18) y de liberalidad
(“nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos”: Jn 15,13). La muerte ha
cambiado de sentido. No es ya, necesariamente, visibilidad de la culpa, pena del pecado;
puede ser acto libre de fe, esperanza y amor.

Cristo ha muerto para resucitar. Tampoco el cristiano muere para quedar muerto, sino , al
igual que Cristo, para resucitar. No es fin, sino tránsito; no es término, sino pascua, paso de la
forma de existencia provisional a la forma de existencia definitiva.

El bautizado ya no ve en la muerte la angustiosa cesación de su ser, sino la configuración con


su modelo y, por tanto, el acto que debe ser vivido con voluntad de entrega libre y amorosa,
en la esperanza de la resurrección. La muerte para él no es pena, sino un con morir con Cristo
para con resucitar con él.

La muerte mística del bautismo ha de ser ratificada a diario en la mortificación y en la


participación de la eucaristía, memorial de la muerte del Señor.

El creyente, vive sacramentalmente en la cotidiana anticipación de la entrega completa. Así la


muerte cristiana es, en verdad, la muerte aceptada y querida libremente a lo largo de la
existencia.

Sólo la fe puede alumbrar un comienzo en lo que aparenta ser el fin, sólo la esperanza
permite desplazar ante él la angustia para dar paso a la serena confianza y sólo la caridad
otorga el impulso preciso para la entrega total. Allí donde la muerte es vivida como tránsito y
no como término, con confianza y no con desesperación, allí está presente la gracia.
IV. CUESTIÓN COMPLEMENTARIA: MUERTE-INMORTALIDAD-RESURRECCIÓN

1. ¿Resurrección versus inmortalidad?

Una característica de la escatología protestante de nuestro siglo fue hasta no hace mucho el
planteamiento en alternativa del binomio inmortalidad-resurrección: la doctrina (filosófica)
inmortalista sería incompatible con la fe (bíblica) resurreccionista, por lo que era menester
abandonar aquella para profesar ésta. Así las cosas, en un segundo momento se procedía
lógicamente a interpretar la muerte como muerte total y la resurrección como una suerte de
creatio ex nihilo.

La tesis de la muerte total, en el preciso rigor de la expresión, es hoy muy minoritaria.

Barth el rechazo de la inmortalidad nada tenía que ver con la tesis de la total aniquilación; se
trata aquí de una opción existencial-soteriológica, que no niega una continuidad (o identidad)
entre el hombre histórico y el resucitado. Bultmann estima insostenible que “la estructura
ontológica del ser humano sea reducida a la nada, pues con ello no podría darse
absolutamente ninguna continuidad entre el hombre antes de la muerte y el hombre
resucitado.

Panneberg, “De cara a la problemática de la identidad personal del hombre, entre su muerte
y la futura resurrección, es perfectamente comprensible que la Iglesia católico-romana desde
1513 condene como herética la aceptación de la mortalidad del alma y considere como
dogma vinculante su inmortalidad”.

Estas palabras de Pannenberg ilustran inmejorablemente hasta qué punto se han acostado
hoy las distancias entre protestantes y católicos en la cuestión que nos ocupa. La Biblia
desconoce la tesis de la muerte total, esa tesis convierte en inviable la misma idea de
resurrección. La acción resucitadora de Dios no se ejerce sobre el puro vacío óntico; en tal
caso, Dios resucitaría (=crearía ex nihilo) a otro ser humano, distinto numéricamente del que
murió.

He ahí uno de los motivos por los que la antropología teológica estima irrenunciable el
concepto de alma. ¿Cómo explicar sin ese concepto el retorno a la vida del mismo ser
humano (¡numéricamente el mismo¡)?

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