Capítulo - Juanele - Retamoso y Piccoli - DeVUELTO
Capítulo - Juanele - Retamoso y Piccoli - DeVUELTO
Capítulo - Juanele - Retamoso y Piccoli - DeVUELTO
Calificar, rotular una poesía, una escritura, implica asumir el riesgo de repetir el gesto de una
tradición crítica que consideraba en ello agotados sus objetivos y su razón de ser.
Asumimos ese riesgo a priori, conscientes de que sólo esbozamos un llamado de atención
sobre determinados rasgos de un texto cuya dimensión permanece aún insospechada, de un
texto que apenas comienza a ser leído…
Toda criatura canta, ¿no es cierto? canta para “ser” aún en el “misterio” / en el
extrañamiento de sí…
Hay en estos versos una pareja de significantes (“misterio” / extrañamiento de sí) cuyos
componentes remiten –indirectamente en el primer caso, directamente en el segundo– a las
dos categorías aproximativas más generales predicables del texto orticiano: una poesía del
éxtasis y una poesía del misticismo.
En sentido restringido, ‘mundo’ es el mundo del río, del Paraná, un mundo litoral. El río, este
río y su espacio, es el lugar por donde se manifiesta el universo.
Lo dicho es aplicable aún a poemas como “El gran puente del ‘Yan-Tsé’” –“He aquí a toda
China…”–, incidentales dentro de su producción: es que el río no sólo aparece como contenido
‘temático’, sino que estructura al discurso poético mismo. Se trata de una determinación
interna, constitutiva del discurso. El discurso mima al río, se hace prolongado y sinuoso como
él (la sinuosidad –sobredeterminada– es uno de los principales factores que coadyuvan al
logro de una poesía de verso inédito en nuestra lengua). Quizás sea esta presencia tan
marcada del río en su obra, la causa de que el texto de J. L. Ortiz siga aún hoy tan
injustamente ‘confinado’ a un ‘regionalismo’ con el cual no tiene absolutamente nada en
común.
En sentido amplio, la idea de ‘mundo’ conlleva siempre la de un conjunto incluyente
organizado como totalidad significante; significante no, –o no sólo– porque ‘signifique’ en
tanto que conjunto, como signo único, sino porque los elementos que constituyen esa
totalidad están en relación de co-referencialidad, es decir, cada uno remite a otros y en última
instancia a todos.
Para Ortiz esa totalidad –en la que el hombre está determinado por principio, destinado a
integrarse por las leyes de la historia– es fundamentalmente autoconsciente y sensible de sí:
Mas, no sería todo / “sentido” a la vez que “pensado”, también, por algo o alguien
/ desde qué silencio? / más allá de los reflejos / y de los desgarramientos en el
tiempo, / en el “sentimiento” del acorde, del acorde del fin?
La naturaleza, de la que tanto se habla en su caso como ‘naturaleza divinizada’, ‘panteísmo’,
etc., no es más que una parte del mundo:
y todo en un continuo de conciencia en que el amor va retirando hilas…
Al margen de toda idea de filiación a un Dios Padre o creador, el mundo es para el hombre una
totalidad a conquistar, desde lo más inmediato –como lo es la superación de la injusticia, de la
miseria, de la desigualdad social– a lo más sutil, lo que implica la realización, la puesta en acto
de todas las facultades del espíritu; en esa conquista cada paso es una sensibilización
progresiva, una ‘estación’ en la fundación gradual del reino del amor (Hugo Gola habla del
“ejercicio de una contemplación activa”, a la que la obra de Ortiz “nos convoca
fervorosamente”)1.
El destino de esta totalidad autoconsciente y sensible de sí –hombre incluido–, no es en
absoluto la quieta beatitud del espíritu reencontrado ya consigo mismo:
o transparentándolas, más bien, / porque nunca, quizás, han de dejar de herirse /
los tejidos / en la punta de las olitas / del espacio-tiempo en huida…
El destino no es sino la continuación del movimiento. Y este destino está encarnado, también,
en el río:
Pero ellas –no lo olvidaban– eran esencialmente las olas, / el drama de la forma
que no podía detenerse…
La integración, la organicidad última y primera –última porque aún debe ser ganada, primera
por ser esencial, constitutiva– de lo que se ha llamado ‘mundo’ es entonces el presupuesto de
la cosmovisión orticiana. Para el hombre, no haberla aún ‘ganado’ significa también no
haberla comprendido. Y la incomprensión se refiere no pocas veces al modo en que los
elementos –los seres, los estados, los reinos– de ese mundo se relacionan entre sí. Ejemplos:
1 Introducción a En el aura del sauce (Tomo 1), editorial Biblioteca, Rosario, 1970.
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dicha del maíz / o en el linde del bosquecillo para el reposo o del arroyo, / en esa
brisa que tiene de vuestro modo y que unirá aún más las frentes…
y será ése el momento en que culmine el movimiento progresivo y ascendente que acaece
“desde el hombre, y fuera del hombre, para volver al hombre, quizás, / al ser que será todo,
aunque humilde, en el absoluto del amor…”
Si el misticismo de la poesía de J. L. Ortiz consistía en la comunión con un mundo, explicitado
así el concepto de ‘mundo’, puede reformularse entonces la afirmación, utilizando las palabras
mismas del poeta, como ‘comunión’ con
…la corriente de animación / que asciende de la piedra, oh Nerval, y que,
probablemente, nos excede / hasta modos de existencia / que no podemos ni
siquiera imaginar desde ésos que a la vida / le es dable evocar / aún sobre lo
invisible…
Lo dicho condice con una de las variantes más explícitas de la intertextualidad orticiana: la cita
autoral, o de nombres propios:
Shakespeare, Shakespeare, en la siesta, y su énfasis vivo, / y luego, muy luego,
Homero y Mistral con su mar y sus higueras…
que, no restringiéndose sólo al campo de la literatura (“…al país que nunca ha recorrido,
mientras Debussy enciende el suyo, submarino…”) llega también a asumir la forma vocativa:
Salud, pues, hermano mío, / Oh, Quo-ing…
Y es entonces una vez más, como en el caso de aquel poema de El aire conmovido originado
en la cita, a modo de epígrafe, de “un poeta español”, espectador lejano de “Este río, estas
islas…”, la convocación del segundo término de la relación de persona (tú) al aquí y ahora de la
escritura:
Mirábamos el río, las islas, este río, estas islas. / …… / Fue eso, amigo, lo que te
trajo el pensamiento de la muerte?
la que instaura la serie preguntar a, dialogar con, poetizar, el mundo.
significantes ALLÁ / ALLÍ / AQUÍ. Desde la apertura misma (“Oh, allá mirarías…”), el sujeto de
la enunciación, merced al deíctico, se ‘sitúa’, es decir, se emplaza ‘escénicamente’ para
significar un espacio representado. Esta significación o representación, empero, la concretará
fundamentalmente –si bien no exclusivamente: la representación es, por supuesto,
sobredeterminada–, señalando.
El espacio representado, amplificado, potenciado poéticamente se textualiza a lo largo de
todo el poema –excepto el conjunto de los versos de cierre– sobre la base de la estratégica
inscripción repetitiva del primer término de la tríada: ALLÁ.
Oh, allá mirarías / …… / Mas, amigo, qué otro infinito, allá, podría repetirme / …… /
O un crecimiento, allá, en un modo de existencia y no de vida?
Una vez que se completa la representación de esa dimensión ‘sin confines’ (“en el juego con
un confín / que no sería / confín?”) procede la escritura a la inscripción de dos gestos
simultáneos:
Mas, qué allí…
donde “allí” puede leerse por un lado como una nueva alusión, más precisa, a ese afuera,
dintornado ahora por la levedad de la diferencia ALLÁ / ALLÍ (es decir, como deíctico), y por
otro lado como un señalamiento retrospectivo, una vuelta de la escritura sobre sí misma,
donde lo que se señala no es el afuera de “un infinito de islas”, sino en todo caso otro infinito,
el de ese espacio ya representado (espaciado) que está en el orden del sentido, pero
localizado muy precisamente en las dos páginas anteriores. Al realizar ese señalamiento
retrospectivo, el significante “allí” funciona como anáfora.
Inscripción especular, contrapartida del ademán que abre la representación, marca que repite
ese sujeto que dice un espacio, un afuera, una exterioridad que siempre amenaza ‘desdecirlo’,
el otro ‘extremo’ de la deixis cierra el poema:
mas desde las arenillas / de aquí?
Con referencia a la problemática del espaciamiento debe destacarse el modo de disposición
gráfica de los versos de Ortiz. Una preocupación creciente, una elaboración cada vez mayor de
la versificación –detectable en la diacronía de su producción poética– determina un resultado
cuyo modulado evoca los procedimientos del dibujo. Es que como lo señalara Hugo Gola: “…
Ortiz sospecha de los idiomas occidentales, tan rígidos y lineales, creados ‘como para dar
órdenes’, dice. Para él sólo el ideograma chino, tan próximo a la música, constituye un
instrumento apto para captar los estados variables, indefinidos, contradictorios, imprecisos
del sentimiento poético.” (el subrayado es nuestro) 2.
Desde este punto de vista, el modulado del verso orticiano se inserta en la tradición literaria
occidental que, sobre todo a partir del siglo diecinueve francés, comienza a exaltar los valores
puramente grafemáticos de la escritura, es decir, a realzar dentro de un sistema fonético que
sólo existía para transcribir un discurso oral, el valor de la letra como cuerpo. La versificación
de Ortiz asume de este modo la paradoja de la escritura poética: hiperelabora el fonetismo
suavizando las consonantes, multiplicando las armonizaciones vocálicas –sólo el papel de la
oposición i / a en toda su obra merecería un estudio especial–, modulando las entonaciones
frásticas; y simultáneamente se inscribe en una sinuosidad sui-generis operada por el
descentramiento del margen (marginación múltiple) y la irregularidad de los versos. En este
sentido constituye un intento original y uno de los que más lejos han llegado en llevar la
poesía del sistema fonético de escritura a un cierto punto de contacto con su otro: el
ideograma chino.
2 Ibidem.
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Ahora bien, la sinuosidad del texto orticiano se manifiesta también a nivel de la sintaxis, y más
precisamente de sus mecanismos de expansión. Uno de sus factores determinantes es la
proliferación, en la fluencia del discurso, de determinaciones locales, temporales, causales,
circunstanciales de todo tipo:
de éstas, las del círculo del Cesto y su final de remolinos / con el despido / contra
las puntas del día / de unas risas cuyo “espíritu” / no podría extinguir / ni el
apocalipsis / de los seiscientos caballos desatando, simultáneamente, la huida / y
por su parte en el ‘giro’ / también del ‘juicio’ / bajo el otro de los clarines / que,
desde las perchas de por ahí / desgarran, ya, la palidez […]
Otros, la recurrencia de la coordinación:
O sal, todavía, / sal a la penumbra aún sin cejas o con sólo la que el grillo / …… / o
sal, si cabe, a los milenios que de ti / …… / o de su levitación en el dios a años-luz /
de los miedos […]
la inclusión de adjuntos:
en un amanecer, se dijera, de abanico
y la recurrencia de la subordinación (recurrencia implica, como en el caso de la coordinación,
inclusión de cláusulas unas dentro de otras, como en una estructura de cajas chinas):
qué con el latido / que no deja de dolerme, no, ni en esa palidez de clorofila / que,
uno contigo, me orifica / también el suspiro / hacia no sé qué halo en no sé qué
equilibrio / fuera, se creyese, de la circulación que desde las profundidades / me
ritma
Es este conjunto de procedimientos lo que posibilita que el discurso avance, digresione, se
especifique o se determine –a veces corrigiéndose levemente–, y que se presente además
como un discurso ‘lógico’, como si desarrollara un razonamiento. Sin embargo, el
‘razonamiento’ del discurso no se rige por la lógica que gobierna al lenguaje ordinario; es
sabido que un texto poético se constituye en contra de los principios fundamentales de esa
lógica y, por ende, la logicidad discursiva no es en este caso más que un resultado parcial
producido por la sintaxis. En otros términos, puede afirmarse que la sintaxis –toda sintaxis,
por el mero hecho de ser tal– imposta, en principio, una ‘lógica’, al imponer determinadas
relaciones formales sobre un discurso que, esencialmente, la niega.
De los mecanismos mencionados resulta una complejización de la sintaxis: su linealidad se
rompe. No hay un curso en el desarrollo lógico-sintáctico del discurso, sino un curso principal y
cursos tangenciales, y esa particular articulación evoca la figura sinuosa del río y de sus brazos.
Esta complejización de la sintaxis junto con la mencionada elaboración del nivel fónico
constituyen lo que ha sido mentado como ‘afinamiento –afinamiento extenso, extremo– del
decir’. Esta expresión demanda, supone ponderar su término opuesto (virtual): lo dicho. Es
que la poesía de J. L. Ortiz no es una poesía sustantiva: la nominatividad en sí –lo dicho– se ve
diluida en aras de la suavizada fluencia del decir y, por ello, lo sustantivo pierde definición, del
mismo modo en que en la pintura impresionista el objeto pierde sus contornos, el dibujo se
diluye en el modulado del color.
A despacho de esto, la nominatividad cobra una significación especial en ciertos lugares, como
en la primera parte del poema “El Gualeguay”. Nombrar cosmogónico, movimiento que
acompaña la reconstrucción arqueológica (poética) del río, la nominatividad remite al espacio
de lo intertextual al establecer un punto de contacto dialógico inter-lenguas (español /
guaraní). La poesía se asume y se constituye así en la doble pertenencia de nuestra cultura
europea a ese sustrato: avasallamiento de las culturas indígenas por los conquistadores
europeos. En el desgarramiento que supone esa duplicidad, la poesía textualiza la
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la que cada parcela se superpone a otra u otras, de lo cual resulta una suerte de polisemia de
los tiempos verbales.
Si el lenguaje poético tiene en principio una temporalidad distinta de la ‘cronológica’, en J. L.
Ortiz habría una doble alteridad con respecto a ella: la propia del lenguaje poético y ésta
específica con relación a la paradigmática verbal; la articulación del tiempo, entonces, hace de
este modo directamente a la configuración del espacio del sentido.
Notación y modulado
La hiperelaboración del orden fónico, es decir, del orden que estaría más acá del ‘significado’,
del morfema (morfema: menor unidad lingüística ‘significativa’), configura el discurrir de Ortiz
como una modulada monotonía. Por el papel determinante, empero, que desempeña este
orden en la producción de sentido, su poesía obliga como pocas, a repensar la naturaleza de lo
que, mentado ‘armonía fónica’, aliteración, eufonía, etc., no fue nunca sino accidente,
excrecencia del lenguaje poético. En efecto: la aliteración, la paronomasia, son por el contrario
marcas de la sutil estrategia que, gobernada por leyes que exceden incluso el dominio de lo
consciente, distribuyen regulada, ‘moduladamente’ el lugar en que el sentido adviene.
Ahora bien, desde el punto de vista de la escritura, también entran en juego elementos de
notación que hacen al modulado del discurso: se trata de un peculiar uso de los signos de
puntuación; además del ya mencionado modo de marcar la interrogación –elidiendo el signo
de apertura– al configurar la pregunta, del empleo de las comillas y de los puntos suspensivos.
El entrecomillado como signo ortográfico es un elemento básicamente citativo, y como tal
está codificado: es instrumento privilegiado de la literalidad inter- (o intra) textual. En Ortiz,
sin embargo, el entrecomillado abarca un amplio espectro de variantes que van desde lo
puramente citativo, hasta la marcación de un valor casi rítmico de la palabra en el verso. Se
entrecomillan, además de la cita ‘literaria’:
–elementos lexicales pertenecientes a otra lengua:
Y continuando en la “féerie” con las caídas del cielo, / …… / Y fue después la visión
de los “ñangapirés” y de los “ubajayes”
–nombres propios (como en esta relación de una topografía):
y el “del Medio” y el “Arrecifes” y el “Ceballos”…
–se entrecomilla subrayando la pertenencia de una palabra o expresión a determinado
registro lingüístico:
y de los domadores sin caballo[…] / […] para los “tiros” y el “andar”…
o subrayando determinada connotación de una palabra:
Enedina, la niña delgadita y morena, hija de la “maestra”, / …… / Todos, o casi
todos, con una luz de “misión”, […]
–se entrecomilla, en fin, una de las inscripciones de un significante repetido, lo cual opera una
diferenciación del significante con respecto a sí mismo con el consiguiente efecto de sentido,
determinando simultáneamente una diferencia ‘tonal’ en la lectura de esta recurrencia a la
vez idéntica y distinta de sí:
y unos sones que penetraban por sí mismos, / debajo de los “sones” o por encima
de los “sones”,
La palabra o la expresión entrecomillada pareciera, por momentos, más que citada, realzada,
puesta en relieve dentro del sintagma, para ser de algún modo ‘extrañada’ en la lectura. Este
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‘extrañamiento’ supone no pocas veces la puesta en acto de una cierta instancia crítica del
sentido o los sentidos de lo entrecomillado, es decir, una suerte de crítica semántica, la cual
tiene, a su vez, diversos matices:
–o bien se focaliza sobre el sentido de la palabra en sí (obliterando como en este caso una
posible resonancia de ‘lugar común’):
con el mismo pedido, universal, no? sobre una “nada” de fuego…
–o bien ‘critica’ lo referido por la palabra:
contra esos “títulos” que deseaban arraigar sobre las leguas y la sangre…
El otro elemento significante jugado en este ‘sistema’ de notación es la puntuación
suspensiva. Ella remite en primer lugar a la problemática de la elipsis. Definida
tradicionalmente como falta sintáctica (Elipsis: “figura gramatical de construcción, consistente
en omitir en la oración palabras con arreglo a las leyes sintácticas, pero que no afectan a la
claridad del concepto” –RAE–), hoy se ha revalorizado la dimensión de esta ‘figura’. No
obstante, entendida en sentido estricto, la elipsis en J. L. Ortiz es generalmente acompañada
por la puntuación suspensiva:
pero desde qué labios, / o desde qué fibras…?
Los puntos, empero, marcan con igual o mayor frecuencia proposiciones de sintaxis cabal:
Ella estaba enamorada de sí misma…
como si se tratara de suavizar el límite mismo entre segmento discursivo y la pausa que le
sigue. Se prolonga la resonancia del sintagma terminado y se entra al mismo tiempo
gradualmente en el silencio.
La puntuación suspensiva final –tampoco falta la inicial– sugiere así un deseo de no
terminación del poema o, más precisamente, de borradura de sus propios contornos como
unidad literaria. Los poemas, en efecto, dan la impresión de no empezar ni terminar, de
perder su identidad individual en favor de la del texto como totalidad: una actitud de
humildad y despojamiento frente al ‘alma grupal’, comparable a la del escritor ante su mundo.
Los puntos suspensivos pausan, en fin, el hálito del discurso oral. De un discurso que, sin
embargo, es enunciado no ‘exponiendo’, sino más bien como meditando, lo que significa
muchas veces poner en duda, otras, rectificar o ratificar el propio enunciado:
Sí, sí, también, sí… mas seguía siempre la muerte,
Si la extensión sinuosa del verso de Ortiz, sus mecanismos de expansión, eran la muestra de
cómo el discurso mima al río, al par que desea abarcar, mimetizarse con un mundo, la
proliferación de puntos suspensivos constituye, por un lado, la persistencia del hálito en el
decir, la puntuación extática que ritma al ‘aura’ y, por otro, la duplicación en la elipsis, en la
falta –ese constituyente esencial de la poesía– de lo que en su decir insiste: un gesto de
infinitud.
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