Capítulo - Juanele - Retamoso y Piccoli - DeVUELTO

Descargar como docx, pdf o txt
Descargar como docx, pdf o txt
Está en la página 1de 13

ORTIZ

por Héctor A. Piccoli y Roberto Retamoso


1

Calificar, rotular una poesía, una escritura, implica asumir el riesgo de repetir el gesto de una
tradición crítica que consideraba en ello agotados sus objetivos y su razón de ser.
Asumimos ese riesgo a priori, conscientes de que sólo esbozamos un llamado de atención
sobre determinados rasgos de un texto cuya dimensión permanece aún insospechada, de un
texto que apenas comienza a ser leído…
Toda criatura canta, ¿no es cierto? canta para “ser” aún en el “misterio” / en el
extrañamiento de sí…
Hay en estos versos una pareja de significantes (“misterio” / extrañamiento de sí) cuyos
componentes remiten –indirectamente en el primer caso, directamente en el segundo– a las
dos categorías aproximativas más generales predicables del texto orticiano: una poesía del
éxtasis y una poesía del misticismo.

Una poesía del éxtasis


El sentido literal griego de ek-stasis es descripto por la etimología como un “salir(se)-hacia
afuera-de sí”: es ese sentido –y no la noción vulgar de “arrobamiento o embeleso en que el
alma se eleva a un estado preternatural, atraída por el amor divino”– el que la poesía de J. L.
Ortiz pone de manifiesto como un efecto de escritura.
Si se lee:
O es la espera en ese país, entonces, la que, muy lunarmente, espira / hacia no se
sabe qué lirio / de sí…
...........................................................................................
y un ir de flauta… un irse, mejor, a un nacimiento, al parecer de él mismo
o, refiriéndose a la muerte (de aquel “gato nuestro, el ‘Rubio’ episcopal” en las aguas del río):
Fue una fuga serpentina, entre fuegos rotos, hacia un retraimiento decisivo…
se hace evidente que se está en presencia de una instrumentación de la reflexividad que
trasciende el nivel morfológico o sintáctico del lenguaje para situarse en el plano de la
arquitecturación total del discurso poético. Ello es así porque por encima del uso más o menos
reiterado de determinadas formas verbales (reflejas o cuasi-reflejas), adjetivas (posesivas) o
preposicionales ya ‘codificadas’ por la lengua, el recurso a la reflexividad permite configurar
un juego constante, una oscilación bipolar, entre el estar ‘en sí’ y el estar ‘fuera de sí’, entre el
ser y el dejar de ser para ser en el otro.
Es esa oscilación entonces, ese movimiento de contrapunto a nivel de la conformación del
discurso, lo que inscribe el éxtasis en el texto poético o, si se prefiere, aquello que lo
determina en tanto que efecto, como fuera anteriormente mencionado, a nivel del sentido.
La reflexividad, que significa acción de reflejar –además de acción de reflexionar– se tematiza
en el poetizarse del río. En una gran cantidad de poemas, puede comprobarse cómo las
imágenes se construyen, aunque no lo nombren explícitamente, a partir de la presencia virtual
del reflejo: los árboles, el cielo, la luz misma o la luminosidad –diríase casi impresionista– de
las horas de delicadísimo tránsito entre la tarde y la noche, no se nombran directamente sino
después de ser devueltas por el agua. De ella se rescatan y se dicen, antes que como tales,
como
gracia vencida / que en ella se miraba o temblaba en el día…
2

Una poesía del misticismo


Para comprender en qué radica el ‘misticismo’ orticiano, debe abordarse este concepto con el
cuidado y la actitud desprovista de prejuicios que exige el abordaje de cualquier concepto que
se recibe de la historia ya fuertemente connotado.
Debe decirse en primer lugar, que el caso de J. L. Ortiz no es homologable al de los poetas
místicos españoles –piénsese, por ejemplo, en San Juan de la Cruz– donde la comunión con
Dios por el éxtasis es el asunto fundamental de su poesía. De lo que se trata en J. L. Ortiz es de
una comunión mística con el mundo. Esa comunión es generada por el modo en que el
discurso ‘penetra’ (y se ‘com-penetra’) en las cosas, y esa compenetración entre el discurso y
el mundo, o esa textualización del mundo por el discurso poético conlleva, como efecto de
sentido, la divinización del mundo poetizado.
El misticismo que el texto orticiano manifiesta se funda, a su vez, en lo que podría llamarse un
acto de exaltación del lenguaje. (Exaltación que no tiene en Ortiz nada que ver con lo que
pudiera ser asimilado a una ostentación estridente, sino a la inversa, con una serie de
procedimientos específicos de sutilización del discurso).
Precisamente por ello, en su caso se hace patente –quizás más que en ningún lugar de la
poesía tradicionalmente llamada mística– la paradoja fundamental sobre la que se asienta el
misticismo poético. En efecto, si se piensa en la noción de misticismo como doctrina o postura
religiosa o filosófica que predica “la comunicación directa entre el alma y su Creador, en la
visión intuitiva o en el éxtasis”, es evidente que en el caso del discurso poético esa
comunicación se sostiene en el ejercicio del lenguaje. Más aún: si puede manifestarse como
místico es precisamente por constituirse a partir de lo que se ha denominado un acto de
‘exaltación del lenguaje’.
Con relación a este texto, tampoco puede hablarse de un poetizar hermético en sentido
estricto –acepción latente aún en el vocablo ‘misticismo’ que, al igual que ‘misterio’, deriva en
última instancia del verbo griego myein (‘cerrarse’ –de labios y ojos–). No se trata de ello en la
poesía orticiana, aunque esto no implica en absoluto que la misma se dé en la complacencia
fácil (falsa) de una ‘legibilidad’ que ignora la lectura como trabajo, de una representación
identificadora y reductiva, o tautológica.
Testimonio involuntario, ella, / de un cierto estado de espíritu, de un cierto estado
de las cosas, / en que la circunstancia da su hálito…
Lo afirmado anteriormente puede comprobarse tomando un poema como “Del otro lado…”
(en La orilla que se abisma) e intentando seguir, a través de sus veinticinco páginas un ‘hilo’
narrativo: se verá cómo de inmediato este ‘hilo’ se fragmenta en una trama metafórica donde
prácticamente todo nexo referencial está ausente, donde el lector apenas puede –y esto a
través de brevísimas marcas, a veces elementos lexicales aislados– recomponer una historia,
identificar una ‘anécdota’:
pues nosotros pasamos no sé cómo, y en seguida / del horror que viste / bajo eso
de la vecina, más si cabe, prohibido / a las mancillas / ……… / sino de la “infamia”
aún de lo visible / y hasta de lo invisible / que “tocaría”, en tal caso, a los bramines
/ con sólo una ramita / que, sobre la tapia, les rindiera unas púrpuras de Tirio, / o
con un tallo que, colindando, les humillase unos racimos / de oro de Ophir, / o con
la celebración, todavía, / que al atardecer, episcopalmente, les ungiera en
amatistas / sus alardes de gasolina…
Se dijo ‘misticismo’ de J. L. Ortiz, como concepto descriptivo de la textualización de un mundo
por un discurso poético. Cabe preguntarse de qué mundo se trata.
3

En sentido restringido, ‘mundo’ es el mundo del río, del Paraná, un mundo litoral. El río, este
río y su espacio, es el lugar por donde se manifiesta el universo.
Lo dicho es aplicable aún a poemas como “El gran puente del ‘Yan-Tsé’” –“He aquí a toda
China…”–, incidentales dentro de su producción: es que el río no sólo aparece como contenido
‘temático’, sino que estructura al discurso poético mismo. Se trata de una determinación
interna, constitutiva del discurso. El discurso mima al río, se hace prolongado y sinuoso como
él (la sinuosidad –sobredeterminada– es uno de los principales factores que coadyuvan al
logro de una poesía de verso inédito en nuestra lengua). Quizás sea esta presencia tan
marcada del río en su obra, la causa de que el texto de J. L. Ortiz siga aún hoy tan
injustamente ‘confinado’ a un ‘regionalismo’ con el cual no tiene absolutamente nada en
común.
En sentido amplio, la idea de ‘mundo’ conlleva siempre la de un conjunto incluyente
organizado como totalidad significante; significante no, –o no sólo– porque ‘signifique’ en
tanto que conjunto, como signo único, sino porque los elementos que constituyen esa
totalidad están en relación de co-referencialidad, es decir, cada uno remite a otros y en última
instancia a todos.
Para Ortiz esa totalidad –en la que el hombre está determinado por principio, destinado a
integrarse por las leyes de la historia– es fundamentalmente autoconsciente y sensible de sí:
Mas, no sería todo / “sentido” a la vez que “pensado”, también, por algo o alguien
/ desde qué silencio? / más allá de los reflejos / y de los desgarramientos en el
tiempo, / en el “sentimiento” del acorde, del acorde del fin?
La naturaleza, de la que tanto se habla en su caso como ‘naturaleza divinizada’, ‘panteísmo’,
etc., no es más que una parte del mundo:
y todo en un continuo de conciencia en que el amor va retirando hilas…
Al margen de toda idea de filiación a un Dios Padre o creador, el mundo es para el hombre una
totalidad a conquistar, desde lo más inmediato –como lo es la superación de la injusticia, de la
miseria, de la desigualdad social– a lo más sutil, lo que implica la realización, la puesta en acto
de todas las facultades del espíritu; en esa conquista cada paso es una sensibilización
progresiva, una ‘estación’ en la fundación gradual del reino del amor (Hugo Gola habla del
“ejercicio de una contemplación activa”, a la que la obra de Ortiz “nos convoca
fervorosamente”)1.
El destino de esta totalidad autoconsciente y sensible de sí –hombre incluido–, no es en
absoluto la quieta beatitud del espíritu reencontrado ya consigo mismo:
o transparentándolas, más bien, / porque nunca, quizás, han de dejar de herirse /
los tejidos / en la punta de las olitas / del espacio-tiempo en huida…
El destino no es sino la continuación del movimiento. Y este destino está encarnado, también,
en el río:
Pero ellas –no lo olvidaban– eran esencialmente las olas, / el drama de la forma
que no podía detenerse…
La integración, la organicidad última y primera –última porque aún debe ser ganada, primera
por ser esencial, constitutiva– de lo que se ha llamado ‘mundo’ es entonces el presupuesto de
la cosmovisión orticiana. Para el hombre, no haberla aún ‘ganado’ significa también no
haberla comprendido. Y la incomprensión se refiere no pocas veces al modo en que los
elementos –los seres, los estados, los reinos– de ese mundo se relacionan entre sí. Ejemplos:

1 Introducción a En el aura del sauce (Tomo 1), editorial Biblioteca, Rosario, 1970.
4

–el ‘abismo’ mismo entre la vida y la muerte:


Por lo demás, ya sabes, no hay separación que se defina / entre muertos y vivos /
en una como corrida / de temperaturas en dilatación o superposición, diría, de
climas, / en pasajes que aún no se perciben…
–la crueldad, o lo que no puede dejar de sentirse como crueldad en el orden de la naturaleza:
Pero por qué la vida o lo que se llamaba la vida / siempre tragándose a sí misma
para ser o subsistir, / en la unidad de un monstruo que no parecía tener ojos / sino
para los “finales equilibrios”? / Por qué todo, todo para un altar terrible, / o en la
terrible jerarquía de una deidad toda de dientes?
Crueldad radical que puede apreciarse claramente en la problematización –y problematización
significa siempre poetización– a que llega el texto, de esas vidas “aún para nosotros tan
misteriosas”, los animales. Problematización de la naturaleza animal en sí y de la relación del
hombre con los animales (desde este punto de vista puede leerse por ejemplo el poema “Ah,
miras tú también…” del libro La orilla que se abisma).
Es que la integración definitiva del hombre en su mundo, supone la consagración del reinado
armónico de todas las formas vitales, superadas las contradicciones determinadas por esa
pulsión devoradora, o meramente aniquilante, que repugna al espíritu. La desmesura de la
crueldad no tiene atenuantes, ni siquiera la ‘alimentación’ es un pretexto válido: criar para
matar e incorporar –comer– no es, no debe ser, en absoluto ‘necesario’. Por el contrario, es
dable imaginar un estadio –quizás aún lejanísimo– en el que hombre, bestias y reino vegetal
convivan:
sin disputa del espacio, en sí, compartido por las vidas, por la totalidad de la
vidas… / las milicias / de la adhesión y la colaboración en las cosechas / del aire y
de las rocas, / para una alimentación de sílfides, / sin el retorno sobre sí ni de
siquiera una gotita / de un verde de brizna / y sin ese tufillo de matarife que no
deja de untar hasta los dedos / que juntan la ojiva / lubricándoles hasta el
ángelus… / sin que se pueda saber, ciertamente, qué edad del porvenir / aquello,
al fin, doraría…
La crueldad también comprende el orden de lo histórico, al asignar las relaciones de los
hombres entre sí:
Ellos están allí entre las altas barrancas. / En lo hondo. Ellos viven allí. Con el sueño
amenazado / y un posible abrir de ojos aún más trágico que el de las albas
habituales / sorprendido en su inocencia por un castigo todavía más
incomprensible.
y en ese sentido la crueldad como figura es un equivalente de las contradicciones sociales
inherentes al estadio actual de ese orden. Por ello, las víctimas de la crueldad son criaturas
carenciales: están despojadas de la ‘gracia’ por la crudeza de su circunstancia inmediata.
Sin embargo, por tratarse de un momento en el proceso de desenvolvimiento de la historia, la
crueldad es un modo de relación entre los hombres a superar por su contrario, la piedad:
de los remolinos y las avenidas de ese curso de los “crímenes” / que por su parte
fluía desde las profundidades, / hacia los ciclos de la justicia / para la piedad,
recién, total…
Cuando ello ocurra, advendrá la integración final del hombre con el mundo, al vincularse
armónicamente la humanidad consigo misma y con la naturaleza:
Vagas manos de plata, también encontraréis vosotras, mañana, / las manos que
esperáis entre todas para la amistad delicada: / muchas manos, muchas manos
libres sobre el filo etéreo del otoño, / atentas a vuestro sutilísimo llamado entre la
5

dicha del maíz / o en el linde del bosquecillo para el reposo o del arroyo, / en esa
brisa que tiene de vuestro modo y que unirá aún más las frentes…
y será ése el momento en que culmine el movimiento progresivo y ascendente que acaece
“desde el hombre, y fuera del hombre, para volver al hombre, quizás, / al ser que será todo,
aunque humilde, en el absoluto del amor…”
Si el misticismo de la poesía de J. L. Ortiz consistía en la comunión con un mundo, explicitado
así el concepto de ‘mundo’, puede reformularse entonces la afirmación, utilizando las palabras
mismas del poeta, como ‘comunión’ con
…la corriente de animación / que asciende de la piedra, oh Nerval, y que,
probablemente, nos excede / hasta modos de existencia / que no podemos ni
siquiera imaginar desde ésos que a la vida / le es dable evocar / aún sobre lo
invisible…

Una poesía dialógica


Una poesía del éxtasis y una poesía del misticismo se ha dicho hasta aquí con el fin de calificar,
en sus aspectos más generales, la poesía de J. L. Ortiz.
Una poesía del éxtasis por tratarse de un discurso reflexivo que remite necesariamente a un
‘otro’ en el movimiento de la reflexividad; y una poesía del misticismo por inscribir el vínculo
de una comunión con el mundo poetizado. En este sentido, remisión a un otro y comunión con
el mundo son dos conceptos que ponen de manifiesto el dialogismo fundante del texto de
Ortiz. En su espacio, se habrán de instaurar los elementos polares de la relación dialógica: una
identidad (la del sujeto enunciante) y el mundo a poetizarse. Polaridad particular en un texto
en el que, si la identidad se constituye en el decir el mundo, no lo hace sino con un prolijo
trabajo dirigido a diluirse en él, a la comunión con él.
Dentro del conjunto de los mecanismos de inscripción de la relación dialógica se destaca la
pregunta, una elaboración de la pregunta que modula no sólo el verso y segmentos
sintagmáticos mayores, estrofas enteras, sino aún el discurso mismo. La de Ortiz, es una
poesía del preguntar inédita en la historia de la literatura.
La elisión del signo de apertura de la interrogación, unida a la falta de inversión verbal, hace
que generalmente el comienzo de la secuencia interrogativa resulte imperceptible. La
extensión misma y el espaciamiento de la pregunta determinan no pocas veces que resulte
imposible percibir el signo de interrogación final al comenzar su lectura. Es así que más de una
vez ésta se verá sorprendida al advertir al final de una secuencia sintagmática, que ha leído
una pregunta creyendo haber leído una aseveración.
En estos casos la lectura de la pregunta consiste en un movimiento doble: un primer
momento, progresivo, que sigue la linealidad de la secuencia en que se lee aparentemente un
enunciado aseverativo; un segundo momento, retroactivo, en que la aparición del signo
resignifica lo leído, en tanto que interrogación.
O no tendrías nombre, ni necesariamente edad, ni esencia, pues serías / y no serías
/ en la continuidad de ese “aire” / que oscurece y se ilumina de lo íntimo / de la
vida / a la vuelta de nada… / o cuanto más, lo creíble y simultáneamente, lo
increíble / que no deja de vivir / y de morir / en la fe de una caña que carecería / de
articulaciones, para asumir / por ahí, / la respuesta, sin tiempo, a las respiraciones,
a la vez, / del cielo / y de los abismos…?
La forma de la pregunta orticiana es uno de los casos más notables en que puede apreciarse el
grado de modificación del lenguaje ordinario que opera la poesía como escritura. En efecto,
muchas veces la extensión de la secuencia modulada como pregunta es tal que –como lo
6

indica el ejemplo precedente–, si bien podría reconocerse construida gramaticalmente como


interrogación, resultaría inaceptable fuera del contexto poético, desde el punto de vista de las
reglas que rigen al lenguaje cotidiano. Como es sabido, en él la pregunta se marca por los
elementos prosódicos, es decir, por la entonación de la frase. En el caso de la pregunta de
Ortiz, es dable imaginar que una lectura vocalizada que intentara reproducir esos elementos
prosódicos evidenciaría la imposibilidad de la voz de mantener el tono interrogativo a lo largo
de toda la secuencia. Sería incluso importante determinar a través de un estudio
pormenorizado las imposibilidades de un molde fónico de dar un equivalente de las
variaciones que opera la constitución escrituraria de la pregunta. La lectura vocalizada
demostrará en más de un caso cómo la voz se ve obligada a insertar en la secuencia
interrogativa zonas enteras que corresponden a la aseveración.
La pregunta se multiplica, recurre dentro de sí misma, incluye a su vez otras preguntas:
O fue, acaso, el recuerdo de un rayo en apertura de domingo / el que te hizo /
embotar, o poco menos, la esgrima / con la emanación del país: / el que nos llora
el sueño, filialmente? cuando la recaída / en no sabemos qué exilio…?
Se llega entonces a una borradura de límites entre la aseveración y la interrogación, puesto
que ambas formas se transmutan a partir de su influencia mutua, suavizándose la
interrogación con la meditada serenidad de lo meramente enunciado y adquiriendo la
enunciación toda un cierto tono interrogativo acorde con el dialogismo que funda el discurso
poético.
Ahora bien, el mundo-interlocutor del dialogar poético se constituye como un tú múltiple
cuyas variantes abarcan un amplio espectro que va desde el interlocutor altamente
especificado, sea “Prestes”, su galgo:
Tu cabeza, tras el último suspiro, quedó más fina aún en la línea final. / Y era como
si corrieras acostado un no sé qué fantástico que huía, huía…
al interlocutor ‘no marcado’ que se da en lo que tradicionalmente se llama ‘pregunta retórica’,
donde no hay un interlocutor explícito que sea interrogado:
Una luna secreta, / y la faz, de qué vago pensamiento? / olvidaba…
La pregunta retórica lleva en sí la problemática del monólogo (es sabido que éste puede
interpretarse como un proceso dialógico desarrollado por un hablante desdoblado); en el caso
de Ortiz admite además la posibilidad de leerla como dirigida a un lector virtual. Esta (posible)
direccionalidad con respecto al tú-lector se da otras veces merced a la ambigüedad de un
vocativo:
Está por florecer el jacarandá… amigo…
En este contexto, se destaca una serie de variantes de preguntas breves, muchas veces
monosilábicas, que funcionan sintácticamente como adjuntos. Si se lee:
Las sombras… / esa detención de los secretos de la penumbra, no? / en una ceniza
de pedrerías / que quemara, no? el baile de unos geniecillos…
se observa cómo la escritura apela a mecanismos discursivos no sólo propios del lenguaje
hablado sino aún a las formas de un diálogo oral que supone un alto grado de cercanía y
complicidad con el interlocutor (lector), cuando no un diálogo intimista. Este recurso, no
desprovisto de lo que se denomina función fática del lenguaje –es decir, la función que tiende
a constatar si la comunicación verbal está realizándose–, transfiere al lector todas las
implicancias –la espontaneidad, la inmediatez, la presencia– de la situación interlocutiva
desarrollada en el marco de la oralidad.
7

Lo dicho condice con una de las variantes más explícitas de la intertextualidad orticiana: la cita
autoral, o de nombres propios:
Shakespeare, Shakespeare, en la siesta, y su énfasis vivo, / y luego, muy luego,
Homero y Mistral con su mar y sus higueras…
que, no restringiéndose sólo al campo de la literatura (“…al país que nunca ha recorrido,
mientras Debussy enciende el suyo, submarino…”) llega también a asumir la forma vocativa:
Salud, pues, hermano mío, / Oh, Quo-ing…
Y es entonces una vez más, como en el caso de aquel poema de El aire conmovido originado
en la cita, a modo de epígrafe, de “un poeta español”, espectador lejano de “Este río, estas
islas…”, la convocación del segundo término de la relación de persona (tú) al aquí y ahora de la
escritura:
Mirábamos el río, las islas, este río, estas islas. / …… / Fue eso, amigo, lo que te
trajo el pensamiento de la muerte?
la que instaura la serie preguntar a, dialogar con, poetizar, el mundo.

Espacio y discurso poético


En la poesía de J. L. Ortiz se pone de manifiesto una especial articulación del espacio. Esta
articulación se da en dos vertientes: el modo en que el texto representa el (o un cierto)
espacio extra-textual, ‘referencial’ (sea el río, las islas, etc.) y el modo en que presenta un
espacio, es decir, se presenta en el espacio bidimensional constituido por la inmediatez de la
página (lo que se llama el ‘espaciamiento’ del texto).
La resultante de esta doble articulación es una determinada ‘espacialidad’, generada por el
conjunto de los mecanismos de la escritura. En la configuración de esta espacialidad debe
destacarse especialmente el papel desempeñado por los elementos anafóricos (o catafóricos)
y deícticos.
Se trata en el primer caso de significantes de remitencia específica y de alcance trans-
oracional, es decir, de significantes cuyo funcionamiento supone una relación de referencia
exclusivamente en el orden de lo discursivo entre un elemento referente y un elemento
referido. Si el elemento referido está antes del referente –en tal caso la relación determina un
movimiento retroactivo– se tratará de una anáfora; a la inversa, si el referido está después del
referente –la relación determina un movimiento progresivo– se tratará de una catáfora.
Es así que un poema como “El Gualeguay” puede considerarse, desde esta perspectiva, un
proceso de expansión anafórica de un sujeto constante. El discurso se espacia a través de 120
páginas gracias a la aparición recurrente de las anáforas, que devuelven, que señalan aquel
sujeto primero presente ya desde el título: el epónimo, él, el Gualeguay, el río:
Oh, él mismo, con toda la gracia de sus sales… (pág. 19) / …… / …y él, entonces, se
reabría en el espacio, ya, de ellos (pág. 119)
A diferencia de los anteriores, los deícticos son significantes de naturaleza especial,
caracterizados por remitir a un ‘afuera’ del texto. Presuponen un gesto mostrativo que señala
hacia el orden de lo situacional, hacia el orden en el que acaece el discurso.
La forma en que puede concretarse deícticamente –y aún potenciarse hasta adquirir una
dimensión ‘metafísica’– la representación de un espacio se hace evidente en un poema como
“Oh, allá mirarías…” del libro La orilla que se abisma.
El poema se abre, se despliega y se cierra sobre los ejes de la deixis, en un movimiento triádico
de oposición o, si se quiere, determinación sucesiva constituido por el conjunto de los
8

significantes ALLÁ / ALLÍ / AQUÍ. Desde la apertura misma (“Oh, allá mirarías…”), el sujeto de
la enunciación, merced al deíctico, se ‘sitúa’, es decir, se emplaza ‘escénicamente’ para
significar un espacio representado. Esta significación o representación, empero, la concretará
fundamentalmente –si bien no exclusivamente: la representación es, por supuesto,
sobredeterminada–, señalando.
El espacio representado, amplificado, potenciado poéticamente se textualiza a lo largo de
todo el poema –excepto el conjunto de los versos de cierre– sobre la base de la estratégica
inscripción repetitiva del primer término de la tríada: ALLÁ.
Oh, allá mirarías / …… / Mas, amigo, qué otro infinito, allá, podría repetirme / …… /
O un crecimiento, allá, en un modo de existencia y no de vida?
Una vez que se completa la representación de esa dimensión ‘sin confines’ (“en el juego con
un confín / que no sería / confín?”) procede la escritura a la inscripción de dos gestos
simultáneos:
Mas, qué allí…
donde “allí” puede leerse por un lado como una nueva alusión, más precisa, a ese afuera,
dintornado ahora por la levedad de la diferencia ALLÁ / ALLÍ (es decir, como deíctico), y por
otro lado como un señalamiento retrospectivo, una vuelta de la escritura sobre sí misma,
donde lo que se señala no es el afuera de “un infinito de islas”, sino en todo caso otro infinito,
el de ese espacio ya representado (espaciado) que está en el orden del sentido, pero
localizado muy precisamente en las dos páginas anteriores. Al realizar ese señalamiento
retrospectivo, el significante “allí” funciona como anáfora.
Inscripción especular, contrapartida del ademán que abre la representación, marca que repite
ese sujeto que dice un espacio, un afuera, una exterioridad que siempre amenaza ‘desdecirlo’,
el otro ‘extremo’ de la deixis cierra el poema:
mas desde las arenillas / de aquí?
Con referencia a la problemática del espaciamiento debe destacarse el modo de disposición
gráfica de los versos de Ortiz. Una preocupación creciente, una elaboración cada vez mayor de
la versificación –detectable en la diacronía de su producción poética– determina un resultado
cuyo modulado evoca los procedimientos del dibujo. Es que como lo señalara Hugo Gola: “…
Ortiz sospecha de los idiomas occidentales, tan rígidos y lineales, creados ‘como para dar
órdenes’, dice. Para él sólo el ideograma chino, tan próximo a la música, constituye un
instrumento apto para captar los estados variables, indefinidos, contradictorios, imprecisos
del sentimiento poético.” (el subrayado es nuestro) 2.
Desde este punto de vista, el modulado del verso orticiano se inserta en la tradición literaria
occidental que, sobre todo a partir del siglo diecinueve francés, comienza a exaltar los valores
puramente grafemáticos de la escritura, es decir, a realzar dentro de un sistema fonético que
sólo existía para transcribir un discurso oral, el valor de la letra como cuerpo. La versificación
de Ortiz asume de este modo la paradoja de la escritura poética: hiperelabora el fonetismo
suavizando las consonantes, multiplicando las armonizaciones vocálicas –sólo el papel de la
oposición i / a en toda su obra merecería un estudio especial–, modulando las entonaciones
frásticas; y simultáneamente se inscribe en una sinuosidad sui-generis operada por el
descentramiento del margen (marginación múltiple) y la irregularidad de los versos. En este
sentido constituye un intento original y uno de los que más lejos han llegado en llevar la
poesía del sistema fonético de escritura a un cierto punto de contacto con su otro: el
ideograma chino.

2 Ibidem.
9

Ahora bien, la sinuosidad del texto orticiano se manifiesta también a nivel de la sintaxis, y más
precisamente de sus mecanismos de expansión. Uno de sus factores determinantes es la
proliferación, en la fluencia del discurso, de determinaciones locales, temporales, causales,
circunstanciales de todo tipo:
de éstas, las del círculo del Cesto y su final de remolinos / con el despido / contra
las puntas del día / de unas risas cuyo “espíritu” / no podría extinguir / ni el
apocalipsis / de los seiscientos caballos desatando, simultáneamente, la huida / y
por su parte en el ‘giro’ / también del ‘juicio’ / bajo el otro de los clarines / que,
desde las perchas de por ahí / desgarran, ya, la palidez […]
Otros, la recurrencia de la coordinación:
O sal, todavía, / sal a la penumbra aún sin cejas o con sólo la que el grillo / …… / o
sal, si cabe, a los milenios que de ti / …… / o de su levitación en el dios a años-luz /
de los miedos […]
la inclusión de adjuntos:
en un amanecer, se dijera, de abanico
y la recurrencia de la subordinación (recurrencia implica, como en el caso de la coordinación,
inclusión de cláusulas unas dentro de otras, como en una estructura de cajas chinas):
qué con el latido / que no deja de dolerme, no, ni en esa palidez de clorofila / que,
uno contigo, me orifica / también el suspiro / hacia no sé qué halo en no sé qué
equilibrio / fuera, se creyese, de la circulación que desde las profundidades / me
ritma
Es este conjunto de procedimientos lo que posibilita que el discurso avance, digresione, se
especifique o se determine –a veces corrigiéndose levemente–, y que se presente además
como un discurso ‘lógico’, como si desarrollara un razonamiento. Sin embargo, el
‘razonamiento’ del discurso no se rige por la lógica que gobierna al lenguaje ordinario; es
sabido que un texto poético se constituye en contra de los principios fundamentales de esa
lógica y, por ende, la logicidad discursiva no es en este caso más que un resultado parcial
producido por la sintaxis. En otros términos, puede afirmarse que la sintaxis –toda sintaxis,
por el mero hecho de ser tal– imposta, en principio, una ‘lógica’, al imponer determinadas
relaciones formales sobre un discurso que, esencialmente, la niega.
De los mecanismos mencionados resulta una complejización de la sintaxis: su linealidad se
rompe. No hay un curso en el desarrollo lógico-sintáctico del discurso, sino un curso principal y
cursos tangenciales, y esa particular articulación evoca la figura sinuosa del río y de sus brazos.
Esta complejización de la sintaxis junto con la mencionada elaboración del nivel fónico
constituyen lo que ha sido mentado como ‘afinamiento –afinamiento extenso, extremo– del
decir’. Esta expresión demanda, supone ponderar su término opuesto (virtual): lo dicho. Es
que la poesía de J. L. Ortiz no es una poesía sustantiva: la nominatividad en sí –lo dicho– se ve
diluida en aras de la suavizada fluencia del decir y, por ello, lo sustantivo pierde definición, del
mismo modo en que en la pintura impresionista el objeto pierde sus contornos, el dibujo se
diluye en el modulado del color.
A despacho de esto, la nominatividad cobra una significación especial en ciertos lugares, como
en la primera parte del poema “El Gualeguay”. Nombrar cosmogónico, movimiento que
acompaña la reconstrucción arqueológica (poética) del río, la nominatividad remite al espacio
de lo intertextual al establecer un punto de contacto dialógico inter-lenguas (español /
guaraní). La poesía se asume y se constituye así en la doble pertenencia de nuestra cultura
europea a ese sustrato: avasallamiento de las culturas indígenas por los conquistadores
europeos. En el desgarramiento que supone esa duplicidad, la poesía textualiza la
10

heterogeneidad esencial de nuestra identidad cultural, inscribiéndola en una disyunción –que


es al mismo tiempo equivalencia– dada por la reduplicación del nombrar:
de sus bagres o “Mandúes”, de sus sábalos o “Piraes”, / de sus dorados o
“Pirayúes”, de sus armados o “Tuguraes”…
Es en ese nombrar fundante donde el discurso se remansa en un decir sustantivo, realzándose
el significante inscripto por medio de un instrumento muy peculiar en el sistema de notación
orticiano: el entrecomillado. La palabra se patentiza; cada instancia del nombrar, cada
inscripción de un sustantivo, implica la creación de un elemento del mundo que nace. En este
lugar del poema, entonces, es el nombre el que se hace cargo de ese mítico poder creador de
la palabra que atestiguan, además de la judeocristiana, diversas cosmogonías, como por
ejemplo la maya-quiché –cfr. el Popol-Vuh–, donde en la relación del origen es ella la que
precede y/o determina a la creación.
Mero inventario: “y el del arrayán y los laureles / y el del ibapoí y del timbó, / y el del guacú y
del viraró y del amarillo…”, o sucesión (rosario) de nombres, cada uno de ellos nuclear de un
segmento de discurso unido al anterior por una conjunción copulativa: “Y el ‘Juan Soldado’,
antes, había quemado el pajonal, / y dado al mediodía pétalos altísimos? / Y el ‘Martín
Pescador’ había alzado, pequeñísima, / una agonía de nácar? / Y el ‘gallito del agua’ había
irisado un aleteo / medio verde y amarillo? / Y la ‘Gallareta’, lustrado su luto, junto, quizás, a
un irupé? / Y el ‘macá’, hundido y flotado su alegría, / hijo loco del agua? / […]”, la
nominatividad aditiva reproduce enunciativamente lo infinito del mundo que se crea al
nombrarse.
El manejo del tiempo operado por la escritura no es ajeno al problema de la constitución de la
espacialidad. En esta articulación de la temporalidad se destaca sobre todo el uso peculiar del
pretérito imperfecto del modo subjuntivo (forma en -ra). Ello está además en consonancia con
el uso del modo potencial (o futuro hipotético del indicativo). Según Gili Gaya, la significación
general del pretérito imperfecto del subjuntivo se define de la siguiente manera: “el
imperfecto del subjuntivo expresa una acción pasada, presente o futura, cuyos límites
temporales no nos interesan.” (el subrayado es nuestro). Y agrega: “el significado temporal
depende enteramente de la relación en la oración, y de la intención del que habla.” 3
Si a la vaguedad o amplitud de los límites de este tiempo verbal se añade el hecho de que el
uso de la forma en -ra, que es la que más se destaca en la poesía de Ortiz, se aleja muchas
veces del uso contemporáneo codificado por la lengua, por ejemplo, al sustituir al potencial en
la apódosis de las condicionales:
Oh, si ella / se pareciese… / …… / …quizás, por qué no? pudiera mirar…
o bien al tomar su significación original de pluscuamperfecto de indicativo:
Qué dulce calor, allá / de la hondonada que dejara, cuándo? el mar, / subió en una
nube de paloma?
cuando no es enunciado con sentido de simple pretérito indicativo:
Y una tarde en “Las Toscas” con el hermano grande que quería probar su arma. /
La detonación quebrara el infinito y los nervios ya heridos…
se delimita un instrumento apto para el despliegue de una temporalidad articulada sobre la
base de la desconstrucción de la paradigmática temporal de la lengua. A partir de esta
desconstrucción se construye una temporalidad nueva de dimensiones múltiples,
caracterizada por una vaguedad o dilución de los límites entre parcela y parcela temporal, en

3 Curso superior de sintaxis española, editorial Vox, Barcelona, 1976.


11

la que cada parcela se superpone a otra u otras, de lo cual resulta una suerte de polisemia de
los tiempos verbales.
Si el lenguaje poético tiene en principio una temporalidad distinta de la ‘cronológica’, en J. L.
Ortiz habría una doble alteridad con respecto a ella: la propia del lenguaje poético y ésta
específica con relación a la paradigmática verbal; la articulación del tiempo, entonces, hace de
este modo directamente a la configuración del espacio del sentido.

Notación y modulado
La hiperelaboración del orden fónico, es decir, del orden que estaría más acá del ‘significado’,
del morfema (morfema: menor unidad lingüística ‘significativa’), configura el discurrir de Ortiz
como una modulada monotonía. Por el papel determinante, empero, que desempeña este
orden en la producción de sentido, su poesía obliga como pocas, a repensar la naturaleza de lo
que, mentado ‘armonía fónica’, aliteración, eufonía, etc., no fue nunca sino accidente,
excrecencia del lenguaje poético. En efecto: la aliteración, la paronomasia, son por el contrario
marcas de la sutil estrategia que, gobernada por leyes que exceden incluso el dominio de lo
consciente, distribuyen regulada, ‘moduladamente’ el lugar en que el sentido adviene.
Ahora bien, desde el punto de vista de la escritura, también entran en juego elementos de
notación que hacen al modulado del discurso: se trata de un peculiar uso de los signos de
puntuación; además del ya mencionado modo de marcar la interrogación –elidiendo el signo
de apertura– al configurar la pregunta, del empleo de las comillas y de los puntos suspensivos.
El entrecomillado como signo ortográfico es un elemento básicamente citativo, y como tal
está codificado: es instrumento privilegiado de la literalidad inter- (o intra) textual. En Ortiz,
sin embargo, el entrecomillado abarca un amplio espectro de variantes que van desde lo
puramente citativo, hasta la marcación de un valor casi rítmico de la palabra en el verso. Se
entrecomillan, además de la cita ‘literaria’:
–elementos lexicales pertenecientes a otra lengua:
Y continuando en la “féerie” con las caídas del cielo, / …… / Y fue después la visión
de los “ñangapirés” y de los “ubajayes”
–nombres propios (como en esta relación de una topografía):
y el “del Medio” y el “Arrecifes” y el “Ceballos”…
–se entrecomilla subrayando la pertenencia de una palabra o expresión a determinado
registro lingüístico:
y de los domadores sin caballo[…] / […] para los “tiros” y el “andar”…
o subrayando determinada connotación de una palabra:
Enedina, la niña delgadita y morena, hija de la “maestra”, / …… / Todos, o casi
todos, con una luz de “misión”, […]
–se entrecomilla, en fin, una de las inscripciones de un significante repetido, lo cual opera una
diferenciación del significante con respecto a sí mismo con el consiguiente efecto de sentido,
determinando simultáneamente una diferencia ‘tonal’ en la lectura de esta recurrencia a la
vez idéntica y distinta de sí:
y unos sones que penetraban por sí mismos, / debajo de los “sones” o por encima
de los “sones”,
La palabra o la expresión entrecomillada pareciera, por momentos, más que citada, realzada,
puesta en relieve dentro del sintagma, para ser de algún modo ‘extrañada’ en la lectura. Este
12

‘extrañamiento’ supone no pocas veces la puesta en acto de una cierta instancia crítica del
sentido o los sentidos de lo entrecomillado, es decir, una suerte de crítica semántica, la cual
tiene, a su vez, diversos matices:
–o bien se focaliza sobre el sentido de la palabra en sí (obliterando como en este caso una
posible resonancia de ‘lugar común’):
con el mismo pedido, universal, no? sobre una “nada” de fuego…
–o bien ‘critica’ lo referido por la palabra:
contra esos “títulos” que deseaban arraigar sobre las leguas y la sangre…
El otro elemento significante jugado en este ‘sistema’ de notación es la puntuación
suspensiva. Ella remite en primer lugar a la problemática de la elipsis. Definida
tradicionalmente como falta sintáctica (Elipsis: “figura gramatical de construcción, consistente
en omitir en la oración palabras con arreglo a las leyes sintácticas, pero que no afectan a la
claridad del concepto” –RAE–), hoy se ha revalorizado la dimensión de esta ‘figura’. No
obstante, entendida en sentido estricto, la elipsis en J. L. Ortiz es generalmente acompañada
por la puntuación suspensiva:
pero desde qué labios, / o desde qué fibras…?
Los puntos, empero, marcan con igual o mayor frecuencia proposiciones de sintaxis cabal:
Ella estaba enamorada de sí misma…
como si se tratara de suavizar el límite mismo entre segmento discursivo y la pausa que le
sigue. Se prolonga la resonancia del sintagma terminado y se entra al mismo tiempo
gradualmente en el silencio.
La puntuación suspensiva final –tampoco falta la inicial– sugiere así un deseo de no
terminación del poema o, más precisamente, de borradura de sus propios contornos como
unidad literaria. Los poemas, en efecto, dan la impresión de no empezar ni terminar, de
perder su identidad individual en favor de la del texto como totalidad: una actitud de
humildad y despojamiento frente al ‘alma grupal’, comparable a la del escritor ante su mundo.
Los puntos suspensivos pausan, en fin, el hálito del discurso oral. De un discurso que, sin
embargo, es enunciado no ‘exponiendo’, sino más bien como meditando, lo que significa
muchas veces poner en duda, otras, rectificar o ratificar el propio enunciado:
Sí, sí, también, sí… mas seguía siempre la muerte,
Si la extensión sinuosa del verso de Ortiz, sus mecanismos de expansión, eran la muestra de
cómo el discurso mima al río, al par que desea abarcar, mimetizarse con un mundo, la
proliferación de puntos suspensivos constituye, por un lado, la persistencia del hálito en el
decir, la puntuación extática que ritma al ‘aura’ y, por otro, la duplicación en la elipsis, en la
falta –ese constituyente esencial de la poesía– de lo que en su decir insiste: un gesto de
infinitud.

__________________

También podría gustarte