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Textos complementarios.

1. Ejemplo de Ciencia de la Religión. James Frazer, La rama dorada, Libro II: Occisión del dios.
Capítulo 10: El dios ahorcado. Parte III.

El culto de la gran madre de los dioses y de su amante o hijo fue muy popular bajo el Imperio
romano. Las inscripciones prueban que los dos, ya conjunta o separadamente, recibieron honores
divinos no sólo en Italia y sobre todo en Roma, sino también en las provincias, particularmente en
África, España, Portugal, Francia, Alemania y Bulgaria. Su culto sobrevivió al establecimiento del
cristianismo por Constantino, pues Simaco nos recuerda la periódica repetición del festival de la
Gran Madre, y todavía en los días de san Agustín los afeminados sacerdotes de aquélla desfilaban
contoneándose por las calles y plazas de Cartago, con las caras empolvadas y el pelo perfumado,
mientras que, a la manera de los frailes mendicantes de la Edad Media, pedían limosna a los
transeúntes. Por otra parte, en Grecia, las sangrientas orgías de la diosa asiática y su consorte
parecen haber encontrado poco favor. El carácter bárbaro y cruel del culto con sus excesos
frenéticos repugnó sin duda al buen gusto y humanidad de los griegos, por lo que creemos
prefirieron el parejo pero amable rito de Adonis. Quizá los mismos rasgos que horrorizaban y
repelían a los griegos pudieran haber atraído fuertemente a los menos refinados romanos y bárbaros
de Occidente. Los éxtasis maníacos, que eran tomados como inspiración divina, las mutilaciones del
cuerpo, la creencia en una nueva vida y la remisión de los pecados mediante el derramamiento de
sangre, todo ello tiene su origen en el salvajismo y naturalmente atraían a quienes aún conservaban
muy fuertes los instintos salvajes. Su verdadero carácter, con frecuencia encubierto bajo un velo
decoroso de interpretación alegórica o filosófica, es probable que baste para quedar aceptado por los
adoradores entusiastas y extasiados, atrayendo aun al más cultivado de ellos a cosas que de
cualquier otra manera le habrían llenado de repugnancia y horror.
La religión de la Gran Madre con su curiosa mezcolanza de salvajismo y aspiraciones espirituales
fue sólo uno de entre la multitud de credos orientales parecidos que se extendieron por el Imperio
romano en los últimos días del paganismo, credos que, saturando a los pueblos europeos con ideales
extraños de vida, minaron gradualmente el edificio entero de la civilización antigua. La sociedad
griega y la romana estaban construidas según normas de subordinación del individuo a la
comunidad, del ciudadano al Estado; el establecimiento de la seguridad de la nación como
aspiración suprema del gobierno estaba por encima de la seguridad individual, en este mundo como
en el otro. Educados desde la infancia en este ideal desinteresado, los ciudadanos dedicaban su vida
al servicio público y estaban dispuestos a sacrificarse por el bien común; y si retrocedían ante el
supremo sacrificio, obraban vilmente prefiriendo su existencia personal a los intereses de su país.
Todo esto cambió por la difusión de las religiones orientales, que inculcaron la comunión del alma
con Dios y la salvación eterna como único objetivo valioso en esta vida, fin que comparativamente
anonadaba en la insignificancia la prosperidad y aun la existencia del Estado. El resultado inevitable
de esta doctrina inmoral y egoísta fue alejar cada vez más al creyente del servicio público,
concentran do sus pensamientos en las emociones espirituales propias y engendrando el desprecio
de la vida presente, que se consideraba como periodo de prueba para otra vida mejor y eterna. El
santo y el monje, desdeñosos del mundo y transportados en sus éxtasis a la contemplación de los
cielos, llegaron a ser en la opinión popular el más alto ideal de la humanidad, dando de lado al
antiguo ideal del patriota y el héroe que, olvidándose de sí mismos, vivían y estaban prestos a morir
por el bien de la patria. La ciudad terrenal les parecía pobre y despreciable a los hombres que tenían

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puestos sus ojos en la ciudad de Dios que llegaba entre nubes celestes. De este modo el centro de
gravedad, por decirlo así, se trasladó de la vida presente a la futura, y a pesar de lo mucho que ganó
el otro mundo, no cabe duda que con el cambio perdió muchísimo éste. Se estableció una
desintegración general del cuerpo político; los lazos de la familia y los del Estado se relajaron, la
estructura de la sociedad misma tendió a la propia disolución en sus elementos individuales y con
ello a recaer en la barbarie, pues la civilización sólo es posible por intermedio de la cooperación
activa de los ciudadanos y de su buena disposición a subordinar sus intereses privados al bien
común. Los hombres rehusaron defender su país y aun tener descendencia. En su ansiedad por
salvar el alma propia y la de los demás, no les importaba dejar que pereciese a su derredor el mundo
material, que identificaban con el origen del mal. Esta obsesión duró un millar de años. El
renacimiento de la ley romana, de la filosofía aristotélica, del arte y la literatura de la Antigüedad a
finales de la Edad Media, señaló el retorno de Europa a los ideales genuinos de vida y conducta, a
una visión del mundo más sana y viril. La larga parada en la marcha de la civilización terminó. La
marea oriental invasora retrocedió al fin… y todavía sigue retrocediendo.
Entre los dioses de origen oriental que en la decadencia del mundo antiguo rivalizan unos con otros
por la obediencia del Occidente se encuentra el antiguo dios persa Mitra. La popularidad inmensa
de su culto la atestiguan los monumentos que nos ilustran de ello y que se iban encontrando con
profusión por todo el Imperio romano. Respecto a las doctrinas y los ritos, el culto de Mitra parece
tener muchos puntos de semejanza no tan sólo con la religión de la madre de los dioses, sino
también con el cristianismo. La semejanza extrañó a los mismos doctores cristianos, que la
explicaron como obra del diablo, codicioso en desviar las almas de los hombres de la verdadera fe
con una insidiosa y falsa imitación. De igual modo, a los conquistadores españoles de México y
Perú les pareció que muchos de los ritos paganos nativos no eran más que falsificaciones diabólicas
de los sacramentos cristianos. Con más probabilidades, el investigador moderno de religiones
comparadas señala tales semejanzas en el trabajo independiente y semejante de la mente del hombre
en su sincero aunque rudo intento de profundizar en los secretos del universo y concertar su
minúscula vida con los temibles misterios. Sea lo que fuere, no puede caber duda que la religión
mitraica evidenció ser una formidable rival de la cristiana, combinando, como ésta hizo, un ritual
solemne con aspiraciones de pureza moral y esperanza en la inmortalidad. En verdad que el término
del conflicto quedó por algún tiempo indeciso. Se conserva una reliquia instructiva de la prolongada
lucha en nuestras fiestas de Navidad, que creemos se ha apropiado la Iglesia de su rival gentílica: en
el calendario juliano se computó el solsticio del invierno el 25 de diciembre, considerándolo como
la natividad del sol, por razón de comenzar los días a alargarse, acrecentándose su poder desde ese
momento crítico. El ritual de la Navidad, como al parecer se realiza en Siria y Egipto, era muy
notable. Los celebrantes, reunidos en capillas interiores, salían a medianoche gritando: ¡La Virgen
ha parido! ¡La luz está aumentando! Aún más, los egipcios representaban al recién nacido sol por la
imagen de un niño que sacaban al exterior para presentarlo a sus adoradores. Sin duda, en el
solsticio hiemal, la Virgen que concebía y paría un hijo el 25 de diciembre era la gran diosa oriental
que los semitas llamaron la Virgen Celeste o simplemente la Diosa Celestial; en los países semíticos
era una forma de Astarté. También Mitra fue identificado por sus adoradores con el sol, el
invencible sol, como lo llamaban; por esto su natividad caía también en el 25 de diciembre. Los
evangelios nada dicen respecto a la fecha del nacimiento de Cristo, y por esta razón la Iglesia no lo
celebraba al principio. Sin embargo, pasado algún tiempo los cristianos de Egipto acordaron el día 6
de enero como fecha de Navidad y la costumbre de conmemorar el nacimiento del Salvador en este

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día fue extendiéndose gradualmente hasta el siglo IV, en que ya estaba universalmente establecida
en el Oriente. Pero la Iglesia occidental, que hasta finales del tercer siglo o comienzos del cuarto no
había reconocido el 6 de enero como día de la Navidad, adoptó el 25 de diciembre como verdadera
fecha y esta decisión fue aceptada después también por la Iglesia oriental. En Antioquía el cambio
no se introdujo hasta el año 375 aproximadamente. ¿Qué consideraciones guiaron a las autoridades
eclesiásticas para instituir la fiesta de Navidad? Los motivos para la innovación están declarados
con gran franqueza por un escritor sirio cristiano: «La razón —nos dice— de que los Padres
transfirieran la celebración del 6 de enero al 25 de diciembre fue ésta: era costumbre de los paganos
celebrar en el mismo día 25 de diciembre el nacimiento del sol, haciendo luminarias como símbolo
de la festividad. En estas fiestas y solemnidades tomaban parte también los cristianos. Por esto,
cuando los doctores de la Iglesia se dieron cuenta de que los cristianos tenían inclinación a esta
fiesta, se consultaron y resolvieron que la verdadera Navidad debería solemnizarse en ese mismo
día, y la fiesta de la Epifanía en el 6 de enero. Por esa razón, y continuando la costumbre, se siguen
encendiendo luminarias hasta el día 6». El origen pagano de la Navidad está claramente insinuado,
si no tácitamente admitido, por san Agustín, cuando exhorta a los cristianos fraternalmente a no
celebrar el día solemne en consideración al sol, como los paganos, sino en relación con el que hizo
el sol. De modo semejante, León el Grande condenó la creencia pestilente de ser la Navidad
solemnizada por el nacimiento del nuevo sol, como fue llamada, y no por la natividad de Cristo.
Parece ser, pues, que la Iglesia cristiana eligió la celebración del nacimiento de su fundador el día
25 de diciembre con objeto de transferir la devoción de los gentiles del sol al que fue llamado
después Sol de la Rectitud. Si esto fue así, no puede haber improbabilidad intrínseca en la conjetura
de ser motivos de la misma clase los que pueden haber conducido a las autoridades eclesiásticas
para infiltrar la fiesta de la Pascua de la muerte y resurrección de su Señor en la fiesta de la muerte
y resurrección de otro dios asiático que cayese en la misma estación del año. Ahora bien, los ritos de
Pascua que se celebran hoy día en Grecia, Sicilia e Italia meridional tienen todavía analogías, en
cierto modo estrechas, con los ritos de Adonis, y ya hemos sugerido que la Iglesia puede haber
adaptado conscientemente su nueva fiesta a la predecesora gentílica con el designio de conquistar
almas para Cristo. Esta adaptación tuvo lugar probablemente en los lugares del mundo antiguo de
habla griega, más aún que en el de habla latina, pues el culto de Adonis que floreció entre los
griegos parece que hizo poca impresión en Roma y el Occidente; ciertamente nunca formó parte de
la religión oficial romana y el lugar que pudo haber tomado en el afecto del vulgo pronto fue
ocupado por el culto semejante, aunque más bárbaro, de Atis y la Gran Madre. Ahora bien, la
muerte y resurrección de Atis se celebraba oficialmente en Roma el 24 y 25 de marzo, siendo
considerada esta última fecha como la del equinoccio de primavera, y en consecuencia como día
más apropiado para la resurrección de un dios de la vegetación que estaba muerto o durmiendo todo
el invierno. Pero, según una extendida tradición antigua, Cristo padeció en el 25 de marzo, y por
esta razón muchos cristianos celebraron con regularidad la crucifixión en este día y sin relación con
el ciclo lunar. Ciertamente se acostumbraba a hacerlo así en Frigia, Capadocia y Galia, y por esto
creemos razonable pensar que en algún tiempo fue seguida también en Roma. Así, la tradición
antigua que sitúa la muerte de Cristo en el día 25 de marzo estaba profundamente enraizada. Y ello
es más notable, pues las consideraciones astronómicas prueban que no ha podido tener fundamento
histórico. Parece, pues, que es inevitable la deducción de haber sido datada la pasión de Cristo para
que armonizase con una fiesta del equinoccio primaveral más antiguo. También la resurrección de
Atis, que reunía en sí mismo los caracteres de Padre divino y de Hijo divino, se celebraba en ese

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mismo día en Roma. Cuando recordamos que la fiesta de san Jorge en abril remplazó a la antigua
fiesta pagana de la Pailia; que el festival de san Juan Bautista en el mes de junio sustituyó a la fiesta
gentílica del agua en el solsticio estival; que la fiesta de la Asunción de la Virgen en agosto desalojó
a la fiesta de Diana; que el día de Todos los Santos en noviembre es la continuación de una antigua
fiesta gentílica a los muertos, y que la misma natividad de Cristo fue fijada en el solsticio hiemal
por creerse que era el nacimiento del sol, difícilmente podrá juzgarse temerario o irrazonable
conjeturar que la otra fiesta cardinal de la Iglesia cristiana, la solemnización de la Pascua de
semejante manera y por motivos parecidos de edificación de las almas pueda haber sido adaptada de
una celebración similar del dios frigio Atis en el equinoccio primaveral.
En cuanto a los hechos, según parece ser por el testimonio de un anónimo cristiano que escribió en
el siglo IV de nuestra era, sus colegas, al igual que los paganos, se extrañaron de la llamativa
coincidencia entre la muerte y resurrección de sus respectivas deidades y que ello dio origen a una
amarga controversia entre los fieles de las religiones rivales: los paganos, sosteniendo que la
resurrección de Cristo era una imitación de la de Atis, y los cristianos, asegurando con ardor
parecido que la resurrección de Atis era una falsificación diabólica de la de Cristo. En estas
indecorosas disputas, a cualquier observador superficial le parecería que los paganos estaban en lo
firme al argüir que su dios era más antiguo y en consecuencia el original, no el falsificado, puesto
que es ley invariable que el original sea anterior a la copia. Pero este argumento fue fácilmente
refutado por los cristianos, que, admitiendo como verdad que, en cuanto al tiempo, Cristo era una
deidad más moderna, triunfalmente demostraron su real antigüedad al descubrir la astucia de Satán
que, en ocasión tan importante, se había superado, invirtiendo el orden acostumbrado.
Tomadas conjuntamente las fiestas paganas y cristianas, vemos cómo tienen coincidencias
demasiado estrechas y demasiado numerosas para considerarlas accidentales; ellas muestran el
pacto a que se vio obligada la Iglesia en la hora de su triunfo con sus rivales vencidas, pero todavía
peligrosas. El inflexible espíritu de protesta de los misioneros primitivos, con sus fieras denuncias
del paganismo, fue tornándose en conducta flexible, tolerancia cómoda y comprensiva caridad de
los eclesiásticos solapados que percibieron con claridad que para que el cristianismo conquistara el
mundo le era preciso atenuar las reglas demasiado rígidas de su fundador, ensanchando algún tanto
la puerta estrecha que conduce a la salvación. A este respecto puede dibujarse un paralelo
instructivo entre las respectivas historias del cristianismo y del budismo. Ambos sistemas fueron en
sus orígenes esencialmente reformas éticas nacidas al calor generoso de las sublimes aspiraciones,
de la tierna compasión de sus nobles fundadores, dos de esos bellísimos espíritus que hacen su
aparición sobre la tierra en momentos especiales, pareciendo seres que llegan de un mundo mejor
para guiar nuestra naturaleza débil y descarriada; ellos predicaron la virtud moral como medio de
cumplir lo que consideraron el objeto supremo de la vida, la salvación eterna del alma individual,
aunque, por una curiosa antítesis, uno de ellos buscó la salvación en una eternidad bienaventurada y
el otro en una total liberación del dolor en el aniquilamiento. Mas los austeros ideales de santidad
que ellos inculcaron eran profunda y demasiadamente opuestos no sólo a las flaquezas sino también
a los instintos naturales de la humanidad para poder ser llevados a la práctica por más de un escaso
número de discípulos que, en conformidad con los ideales, renunciaron a los lazos de familia y de
patria para ganar su salvación en la callada reclusión del claustro. Para que tales credos pudieran ser
nominalmente aceptados por naciones y aun por el mundo entero, era menester que antes fuesen
modificados de acuerdo, en alguna medida, con los prejuicios, pasiones y supersticiones del vulgo.
Este proceso de acomodación se llevó a cabo en tiempos posteriores por los discípulos, que, hechos

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de un material menos etéreo que sus maestros, fueron por esta razón más aptos para mediar entre
ellos y el rebaño general. Así, andando el tiempo, las dos religiones absorbieron cada vez más de
esos elementos viles en proporción exacta a su creciente popularidad, habiendo sido fundadas
precisamente con la idea de suprimirlos. Esta decadencia espiritual es inevitable. El mundo no
puede vivir a nivel de sus grandes hombres. Sin embargo, seríamos injustos a la generosidad de los
humanos si achacásemos totalmente a su debilidad intelectual y moral la divergencia gradual del
budismo y el cristianismo de sus primitivos modelos, pues nunca debe olvidarse que la glorificación
de la pobreza y del celibato en ambas religiones atacan fuertemente las raíces no sólo de la sociedad
civil, sino también de la existencia humana. El golpe fue parado por la sabiduría o la sandez de la
inmensa mayoría de los mortales, que rehusaron comprar una esperanza de salvar sus almas a costa
de la certeza de extinguir la especie humana.

Ejemplo de Sociología de la religión. Max Weber, Sociología de la religión. Parte II: Tipología de la
renuncia religiosa al mundo. 1-2.

1. NEGACIÓN RELIGIOSA DEL MUNDO. SUS MOTIVOS Y EL SENTIDO DE SU


ESTRUCTURA RACIONAL
Nos proponemos una aclaración breve, esquemática y teórica, de los motivos que han dado lugar a
éticas religiosas de negación del mundo, y también de las perspectivas que han. determinado su
orientación. Así podremos identificar su posible "sentido". Naturalmente, el esquema así constituido
sólo se propone brindar un medio característico de orientación, ideal. No se trata de difundir una
filosofía propia. La construcción teórica de tipos de "estilos de vida" en conflicto sólo se propone
probar que, en ciertas ocasiones, algunos conflictos internos son posibles y "apropiados". Tampoco
se trata de probar que no, hay puntos de vista desde los cuales puedan considerarse solucionados los
conflictos, en una síntesis más alta. Es de fácil observación que las esferas individuales de valor han
sido dispuestas con una coherencia racional que sólo excepcionalmente halla en la realidad. Pero es
posible que así se manifiesten. en la realidad y bajo formas históricas significativas, y así lo han
hecho. Estas construcciones abren el camino para la localización tipológica de un fenómeno
histórico. Hacen observable la distancia entro los fenómenos y nuestras construcción tanto en lo
particular como en lo general, y, por consiguiente, vuelven determinable la aproximación entre el
fenómeno histórico y el tipo teóricamente construido, En este sentido, la construcción tiene la
función de un utensilio técnico que permite un esclarecimiento e instrumentación más penetrantes.
No obstante, en ciertas condiciones, una construcción tipológica puede ampliar su sentido. En
efecto, la racionalidad, como "coherencia" lógica o teleológica, de un punto de vista teórico-
intelectual o ético-práctico tiene, y siempre ha tenido, poder sobre el hombre, por restringido e
irresoluto que éste haya sido, y siempre ha entrado en conflicto con otros poderes de la vida
histórica.
Las interpretaciones religiosas del mundo y las éticas de las religiones elaboradas por intelectuales y
juzgadas racionales se han visto sometidas al principio de la coherencia. En la totalidad de las éticas
religiosas es determinable el dominio de la ratio, particularmente el de una inferencia teológica de
premisas prácticas. Esto ha ocurrido incluso si en los casos individuales ha sido excepcional la
adecuación a las demandas de .coherencia de las interpretaciones religiosas del mundo, y aunque
éstas hayan incluido en sus premisas prácticas consideraciones no, inferibles de un modo racional.
Así tenemos motivos poderosos para esperar que la utilización de una tipología racional construida

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expeditivamente habrá de facilitar el examen de un tema muy complejo. Para este propósito
daremos relevancia a los modos de comportamiento práctico internamente más coherentes, que
pueden inferirse a partir de postulados estables y dados.
El ensayo de sociología de la religión que aquí intentamos se propone, básicamente, como un aporte
a la tipología y sociología del racionalismo. Por esta razón nuestro punto de partida radicará en las
formas más racionales que pude adoptar la realidad; trataremos de identificar la medida en la cual se
han inferido ciertas conclusiones racionales pasibles de una fundamentación teórica. Y
descubriremos, probablemente, la causa -de por qué esto no ha sido posible.

1. ASCETISMO Y MISTICISMO .
Hemos destacado, en el capítulo anterior, la importancia, decisiva que ha tenido la idea de un Dios
creador supramundano para la ética religiosa. Esta concepción ha tenido una significación particular
para la orientación activa y ascética de la búsqueda de salvación. Ha tenido una significación menor
respecto de la búsqueda contemplativa y mística; ésta tiene una afinidad interna con la
despersonalización e inmanencia del poder de la divinidad. Sin embargo, esta estrecha relación,
perfectamente enfatizada por E. Troeltsch, entre la concepción, de un Dios supramundano y el
ascetismo activo, no es total, – el Dios supramundano, como se desprenderá de las consideraciones
siguientes, no ha condicionado la dirección tornada por el ascetismo occidental; la Trinidad
cristiana, con su Salvador encarnado y sus santos, fue una concepción de Dios básicamente menos
supramundana que el del Dios del judaísmo o el Alá del islamismo.
El judaísmo dio lugar a un misticismo, pero no a un ascetismo del tipo occidental. El islamismo
primitivo, por su parte, rechazaba directamente el ascetismo. Lo especifico de la religiosidad
derviche deriva de fuentes sin afinidad con la concepción de un Dios y creador supramundano.
Deriva de fuentes místicas, extáticas, y en su índole propia, está muy lejos del ascetismo occidental.
Obviamente, a pesar de su analogía con la profecía emisaria y el ascetismo activo, la concepción de
un Dios supramundano, aunque significativa,. nunca actuó sola, sino siempre vinculada con otros
factores. Entre éstos hay que destacar la peculiaridad de las promesas religiosas y los caminos de
salvación condicionados por éstas. Hay que examinar esta cuestión en la conexión de casos
particulares.
Hemos usado reiteradamente, como conceptos contrapuestos, los términos "ascetismo" y
"misticismo". Para dilucidar esta terminología, ahondaremos en el sentido diferencial de estas
expresiones.
En nuestro capítulo anterior opusimos, como renuncias al mundo, por una parte, el ascetismo activo
que es una acción por voluntad de Dios de los fieles, los cuales son instrumentos de Dios, y, por otra
parte, la posesión contemplativa de lo sagrado, tal como se da en el misticismo. El misticismo
tiende a un estado de "posesión", no de acción, y el individuo no es un instrumento, sino un
"receptáculo" de lo divino. De este modo, la acción mundana tiene que manifestarse como un
peligro para el trance religioso totalmente irracional y ultra terreno. El ascetismo activo funciona en
el interior del mundo, al afirmar su poder sobre el mundo, el ascetismo racionalmente activo intenta
dominar lo que es animal y perverso por medio del trabajo en una "vocación» mundana (ascetismo
intramundano). Este ascetismo se opone básicamente al misticismo, en cuanto éste se resuelve en
una completa huida del mundo. (huida contemplativa del mundo). No obstante, esta oposición se
mitiga si el ascetismo se limita a domeñar y sobrepasar la crueldad animal en la propia personalidad
del asceta. En esta medida se ciñe a las realizaciones redentorias activas, y sólidamente instauradas

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por voluntad divina, hasta llegar a evitar toda acción en el mundo (huida ascética del mundo). De
este modo, en sus efectos externos, el ascetismo activo se asemeja a la huida mística del mundo.
También se mitiga la oposición entre ascetismo y misticismo en los casos en que el místico
contemplativo no se resuelve a una huida del mundo, sino que se queda dentro de las posibilidades
mundanas, de un modo afín al del asceta intramundano (misticismo intramundano).
Tanto en el ascetismo como en el misticismo puede desaparecer, en la práctica, la oposición, y
puede darse una complementación entre ambas formas en la búsqueda de salvación. Pero la
oposición puede mantenerse incluso bajo la apariencia de una semejanza externa. Para el místico
genuino sigue siendo vigente el principio: la criatura debe mantenerse silenciosa a fin de dejar
hablar a Dios. Se "encuentra" en el mundo y se "adapta" externamente a sus preceptos, pero sólo a
fin de cerciorarse de su estado de gracia frente al mundo, reprimiendo el impulso de considerar
seriamente las manifestaciones de aquél. Como puede advertirse en el caso de Lao-tsé la actitud
característica del místico consiste en una humildad deliberadamente áspera, una desvalorización de
la acción, algo así como una existencia religiosa desconocida dentro del mundo. El ascetismo
intramundano, en cambio, se verifica mediante la acción. El asceta intramundano juzga el
comportamiento del místico como un ocioso goce del ego; el comportamiento ascético (activamente
intramundano) significa, para el místico, un enredarse en las manifestaciones profanas del mundo,
complementado con un fariseísmo complaciente. Dotado de esa "bendita beatería" que suele
atribuirse al clásico puritano, el ascetismo intramundano lleva a cabo decisiones positivas y divinas
cuyo significado último permanece oculto; esas decisiones son efectivizadas tal como aparecen
manifestadas en las prescripciones racionales divinamente ordenadas de lo creado. Para el místico,
en cambio, lo realmente relevante para su salvación es la comprensión, mediante la experiencia
mística, del significado último y enteramente irracional. También pueden ser objeto de
comparaciones semejantes las maneras en que dichos tipos de comportamiento efectivizan una
huida del mundo.

2. MODOS DE LA RENUNCIA AL MUNDO .


Examinaremos ahora en detalle las tensiones existentes entre la religión y el mundo. Tomaremos
como base las consideraciones formuladas en el capítulo anterior, aunque dándoles un matiz ligera-
mente diferente.
Dijimos que, una vez convertidas en sistemáticos estilos de vida, esas formas de conducta
constituían el elemento central, tanto del ascetismo como del misticismo y que su origen habla que
buscarlo en principios mágicos. Se participaba en prácticas mágicas para fomentar disposiciones
carismáticas, o bien para eludir malos encantamientos.
Desde luego que el primer caso ha sido de mayor relevancia para los procesos históricos. El
ascetismo, efectivamente, puso de manifiesto su doble aspecto desde los comienzos de su aparición:
por una parte, renuncia al mundo, y por la otra, dominio del inundo mediante los poderes mágicos
resultantes de la renuncia.
El brujo fue el antecesor histórico del profeta, tanto del profeta ejemplar como del profeta emisario
y salvador. Generalmente, el profeta y el salvador se han legitimado mediante la posesión de un
carisma mágico, No obstante, para ellos, éste no ha sido un instrumento de consolidación del
reconocimiento de la significación ejemplar, la misión o la cualidad redentora de sus
personalidades, así como el medio de reclutamiento de adeptos. Pues lo esencial del mandamiento
de la profecía o del salvador consiste en el encauzamiento de un estilo de vida hacia la obtención de

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un valor sagrado. Así entendidos, la profecía o el mandamiento implican, al menos relativamente,
una sistematización y racionalización del estilo de vida, sea en aspectos particulares o en su
conjunto. Lo último ha ocurrido regularmente en todas las genuinas "religiones. de salvación", es
decir, en todas las religiones que ofrecen a sus miembros una liberación del sufrimiento.
Existen más posibilidades de que ello ocurra cuanto más sublimada, más. íntima y más plena de
principios sea la concepción de la esencia del sufrimiento, pues entonces es necesario poner al
adherente en un estado permanente que lo inmunice interiormente contra el sufrimiento.
Abstractamente enunciado, el objetivo racional de la religión de salvación ha consistido en.
asegurar un estado sagrado para los salvados y, con ello, un hábito que asegura la salvación. Dicho
hábito reemplaza un. estado agudo y excepcional, y en consecuencia sagrado, al que se llega
momentáneamente mediante orgías, ascetismo o contemplación.
Ahora bien, cuando una comunidad religiosa se constituye a partir de una profecía o del anuncio de
un salvador, la regulación de la conducta normal está, primeramente, en manos de los sucesores,
alumnos, discípulos del profeta o del salvador, carismáticamente calificados. Posteriormente, y en
circunstancias que se reproducen regularmente y de las que no nos ocuparemos aquí, esta tarea pasa
a manos de una hierocracia sacerdotal, hereditaria u oficial. Pero normalmente el profeta.. o el
salvador se han opuesto personalmente al poder hierocrático tradicional de los brujos o de los
sacerdotes. A fin de debilitar el poder de éstos, o de constreñirlos al servicio, han contrapuesto su
carisma personal a la dignidad de aquéllos,, consagrada por la tradición.
En el capítulo anterior hemos supuesto que una gran parte y una parte especialmente relevante para
el desarrollo histórico- de todos los casos de religiones proféticas y de salvación había vivido en
estado de tensión, no sólo agudo sino también permanente, respecto del mundo y sus preceptos. Ello
es obvio conforme a lo que hemos explicitado hasta aquí. Esta tensión se ha acrecentado en la
medida en que más se ha tratado de genuinas religiones de salvación. Ello es así en razón del
significado de la salvación y de la esencia de las enseñanzas proféticas en cuanto devienen una
ética. La tensión también se ha acrecentado cuanto más racional se ha manifestado la ética en sus
principios y cuanto más se ha dirigido a valores sagrados internos como instrumento de salvación.
En términos comunes esto significa que la tensión se ha acrecentado al aumentar la sublimación de
la religión respecto del ritualismo y al acercarse a un "absolutismo religioso". En la práctica, la
agudización de la tensión por parte de la religión ha sido proporcional al desarrollo de la
racionalización y sublimación de la posesión externa o interna de "cosas mundanas" en el más
amplio sentido. En este caso, efectivamente, la racionalización y la sublimación consciente de las
relaciones humanas, con las diferentes esferas de valores, externos e internos, así como religiosos y
seculares, han influido poderosamente, en el sentido de hacer consciente la independencia interna y
auténtica de las esferas individuales; ello ha hecho posible caer en esas tentaciones que, en la
inconsciente relación original con el mundo exterior, permanecen ocultas. A menudo ello resulta de
la evolución de valores intra y ultraterrenales hacia la racionalidad, hacia una actividad consciente y
hacia la sublimación mediante el conocimiento. Esta resultante es de suma importancia para la
historia de la religión. Examinaremos una sucesión de estos valores a fin de dilucidar los fenómenos
típicos que repetidamente aparecen en relación con muy diferentes éticas religiosas.
Siempre que las profecías de salvación han generado congregaciones religiosas ha sido la estirpe
natural el primer poder con el que ha chocado. La estirpe ha temido que la profecía la devaluara.
Los que no pueden manifestar hostilidad hacia los miembros de la casa, hacia el padre y la madre,
no pueden ser discípulos de Jesús. "No vine a traer paz, sino una espada» (Mateo, X, 34); esta frase

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se ha expresado en este sentido, y, adviértase bien, sólo en este sentido. Claro que una gran mayoría
de religiones ha establecido vínculos de piedad intramundana. No obstante, cuanto más vasta y más
profunda ha sido la finalidad de la salvación, tanto más se ha dado por supuesto que el creyente
debía estar, en última instancia, más unido al salvador, al profeta, al sacerdote, al padre confesor y
al hermano de fe que a las relaciones naturales y a la comunidad matrimonial.
La profecía produjo una nueva comunidad social, sobre todo cuando se transformó en una
congregación religiosa orientada a la salvación. De este modo, las relaciones de la estirpe y el
matrimonio quedaron, al menos relativamente, devaluadas. Se aflojaron los vínculos mágicos y la
exclusividad de las estirpes, y la religión profética produjo en la nueva comunidad una ética
religiosa de hermandad.
Esta última no hizo más que adoptar los principios originales de conducta social y ética ofrecidos
por la "asociación de vecinos", ya se tratara de la comunidad de pobladores, miembro de la estirpe,
del gremio o de camaradas en expediciones de navegación, caza o guerra.
Estas comunicaciones tenían dos principios elementales: primero, el dualismo de una moralidad
intra y extragrupo, segundo, simple reciprocidad, como moral intragrupo: "Te trataré tal como me
trates." Las siguientes han sido las consecuencias que en la vida económica han tenido estos
principios: para la moralidad intragrupo ha regido el principio de obligación de dar apoyo fraternal
en casos de necesidad.
Los ricos y los nobles tenían la obligación de prestar, sin recargos, bienes para ser utilizados por los
desposeídos, de otorgar créditos sin interés y de brindar hospitalidad y ayuda liberal. Los hombres
debían prestar servicios a pedido de sus vecinos, y también en la hacienda del soberano, sin otra
retribución que su sustento. Todo ello se derivaba del principio: tu necesidad de hoy puede ser
mañana la mía. Por supuesto que este principio no se enunciaba de manera racional, pero incidía en
los sentimientos. Por lo tanto, el regateo en negocios y préstamos, o la repetida esclavización por
deudas, por ejemplo, formaban parte de la moralidad ajena al grupo y sólo se aplicaban a quienes no
lo integraron.
La religiosidad de la congregación extendió esta originaria ética económica de vecindad a las
relaciones entre hermanos de fe. Las primitivos obligaciones de nobles y ricos devinieron
imperativos fundamentales de todas las religiones éticamente racionalizadas del mundo: auxiliar a
las viudas y huérfanos, necesitados, cuidar al hermano de fe enfermo y arruinado, y dar limosnas.
Los ricos, en especial, eran constreñidos a dar limosnas, pues los cantores sagrados y los brujos, así
como los ascetas, dependían económicamente de aquéllos.
En las profecías de salvación las relaciones comunitarias se implantaron sobre la base del
sufrimiento común a todos los creyentes y esto ocurrió tanto cuando el sufrimiento existió de hecho
como cuando constituyó una permanente amenaza, fuera externa o interna. Cuanto más numerosos
fueron los imperativos inferidos de la ética de reciprocidad entre, vecinos, que se instituyeron,
mayor racionalidad contuvo el concepto de salvación y mayor fue su sublimación en una ética de
fines absolutos. Externamente, esos preceptos se manifestaron como un comunismo de hermanos
amantes; internamente, conformaron la actitud de caritas, amor al sufriente como tal, al vecino, al
ser humano y, finalmente, al enemigo. Los límites de los vínculos de fe, y la existencia del odio en
la exterioridad de un mundo entendido como lugar de sufrimientos no merecidos, parecen ser
resultantes de las mismas imperfecciones y corrupciones de la realidad empírica que originaron
primitivamente el sufrimiento. En particular, la especial euforia de toda clase de éxtasis
religiosamente sublimados incidió psicológicamente en la misma dirección general. Desde el

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sentirse "estremecido" y edificado, el sentimiento de inmediata comunión con Dios, los éxtasis
siempre han predispuesto a los seres humanos a sumergirse en un acosmicismo de amor sin objeto.
En las religiones de salvación, la profunda y pacífica bienaventuranza de todos los héroes de la
bondad acósmica siempre se ha enlazado con una comprensión caritativa por las imperfecciones
naturales de todas las acciones humanas, incluidas las propias. Puede ser muy variable el tono
psicológico, así como la interpretación ética, racional, de esta actitud interior, pero esta exigencia
ética se ha ubicado siempre en la dirección de una fraternidad universitaria que supera todas las
limitaciones de las organizaciones "societales", ti menudo incluso las de la propia fe. La religión de
fraternidad ha estado siempre en antagonismo con las órdenes y valores mundanos y este
antagonismo se ha agudizado tanto más cuanto más firmemente se han puesto en práctica sus
exigencias. En general, la ruptura se ha profundizado al progresar la racionalidad y sublimación de
los valores mundanos, en términos de su propia legalidad. Y esto es lo que aquí nos importa.

3. Ejemplo de Psicología de la Religión.


Sigmund Freud, El porvenir de una ilusión, III.

¿En qué consiste el singular valor de las ideas religiosas?


Hemos hablado de una hostilidad contra la civilización, engendrada por la presión que la misma
ejerce sobre el individuo, imponiéndole la renuncia a los instintos. Supongamos levantadas de
pronto a sus prohibiciones: el individuo podrá elegir como objeto sexual a cualquier mujer que
encuentre a su gusto, podrá desembarazarse sin temor alguno de los rivales que se la disputen y, en
general, de todos aquellos que se interpongan de algún modo en su camino, y podrá apropiarse los
bienes ajenos sin pedir siquiera permiso a sus dueños. La vida parece convertirse así en una serie
ininterrumpida de satisfacciones. Pero en seguida tropezamos con una primera dificultad. Todos los
demás hombres abrigan los mismos deseos que yo, y no han de tratarme con más consideración que
yo a ellos. Resulta, pues, que en último término sólo un único individuo puede llegar a ser
ilimitadamente feliz con esta supresión de las restricciones de la civilización: un tirano, un dictador
que se haya apoderado de todos los medios de poder, y aun para este individuo será muy deseable
que los demás observen, por lo menos, uno de los mandamientos culturales: el de no matar.
Pero el hecho de aspirar a una supresión de la cultura testimoniaría de una ingratitud manifiesta y de
una acusada miopía espiritual. Suprimida la civilización, lo que queda es el estado de naturaleza,
mucho más difícil de soportar. Desde luego, la Naturaleza no impone la menor limitación a nuestros
instintos y nos deja obrar con plena libertad; pero, en último término, posee también su modo
especial de limitarnos: nos suprime, a nuestro juicio, con fría crueldad, y preferentemente con
ocasión de nuestras satisfacciones. Precisamente estos peligros, con los que nos amenaza la
Naturaleza, son los que nos han llevado a unirnos y a crear la civilización que, entre otras cosas, ha
de hacer posible la vida en común. La función capital de la cultura, su verdadera razón de ser, es
defendernos contra la Naturaleza.
En algunos puntos lo ha conseguido ya bastante y es de esperar que vaya lográndolo cada vez
mejor; pero nadie cae en el error de creer ya totalmente sojuzgada a la Naturaleza, y sólo algunos se
atreven a esperar que llegará un día en el cual quede sometida por completo a los hombres. Están
los elementos que parecen burlarse de toda coerción humana: la tierra, que tiembla, se abre y
sepulta a los hombres con la obra de su trabajo; el agua, que inunda y ahoga; la tempestad, que

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destruye y arruina, y las enfermedades, en las que sólo recientemente hemos reconocido los ataques
de otros seres animados; está, por último, el doloroso enigma de la muerte, contra la cual no se ha
hallado aún, ni se hallará probablemente, la triaca. Con estas poderosas armas se alza contra
nosotros la Naturaleza, magna, cruel e inexorable, y presenta una y otra vez a nuestros ojos nuestra
debilidad y nuestra indefensión, a las que pretendíamos escapar por medio de la obra de la cultura.
Una de las pocas impresiones satisfactorias y elevadas que la Humanidad nos procura es la de verla
olvidar, ante una catástrofe natural, la inconsistencia de su civilización, todas sus dificultades y sus
disensiones internas, y recordar la gran obra común, su conservación contra la prepotencia de la
Naturaleza.
Como para la Humanidad en conjunto, también para el individuo la vida es difícil de soportar. La
civilización de la que participa le impone determinadas privaciones, y los demás hombres le
infligen cierta medida de sufrimiento, bien a pesar de los preceptos de la civilización, bien a
consecuencia de la imperfección de la misma, agregándose a todo esto los daños que recibe de la
Naturaleza indominada, a la que él llama el destino. Esta situación ha de provocar en el hombre un
continuo temor angustiado y una grave lesión de su narcisismo natural. Sabemos ya cómo reacciona
el individuo a los daños que le infiere la civilización o le son causados por los demás: desarrolla una
resistencia proporcional contra las instituciones de la civilización correspondiente, cierto grado de
hostilidad contra la cultura. Pero ¿cómo se defiende de los poderes prepotentes de la Naturaleza, de
la amenaza del destino?
La civilización toma también a su cargo esta función defensora y la cumple por todos y para todos
en igual forma, dándose el hecho singular de que casi todas las civilizaciones proceden aquí del
mismo modo. No detiene en este punto su labor de defender al hombre contra la Naturaleza, sino
que la continúa con otros medios. Esta función toma ahora un doble aspecto: el hombre, gravemente
amenazado, demanda consuelo, pide que el mundo y la vida queden libres de espantos; pero, al
mismo tiempo, su ansia de saber, impulsada, desde luego, por decisivos intereses prácticos, exige
una respuesta.
El primer caso es ya una importante conquista. Consiste en humanizar la Naturaleza. A las fuerzas
impersonales, al destino, es imposible aproximarse; permanecen eternamente incógnitas. Pero si en
los elementos rugen las mismas pasiones que en el alma del hombre, si la muerte misma no es algo
espontáneo, sino el crimen de una voluntad perversa; si la Naturaleza está poblada de seres como
aquellos con los que convivimos, respiraremos aliviados, nos sentiremos más tranquilos en medio
de lo inquietante y podremos elaborar psíquicamente nuestra angustia. Continuamos acaso inermes,
pero ya no nos sentimos, además, paralizados; podemos, por lo menos, reaccionar e incluso nuestra
indefensión no es quizá ya tan absoluta, pues podemos emplear contra estos poderosos
superhombres que nos acechan fuera los mismos medios de que nos servimos dentro de nuestro
círculo social; podemos intentar conjurarlos, apaciguarlos y sobornarlos, despojándoles así de una
parte de su poderío. Esta sustitución de una ciencia natural por una psicología no sólo proporciona
al hombre un alivio inmediato, sino que le muestra el camino por el que llega a dominar más
ampliamente la situación.
Esta situación no constituye, en efecto, nada nuevo. Tiene un precedente infantil, y no es, en
realidad, más que la continuación del mismo. De niños, todos hemos pasado por un período de
indefensión con respecto a nuestros padres —a nuestro padre, sobre todo—, que nos inspiraba un

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profundo temor, aunque al mismo tiempo estábamos seguros de su protección contra los peligros
que por entonces conocíamos. Así, no era difícil asimilar ambas situaciones, proceso en el cual hubo
de intervenir también, como en la vida onírica, el deseo. Cuando un presagio de muerte asalta al
durmiente y quiere hacerle asistir a su propio entierro, la elaboración onírica sabe elegir las
circunstancias en las cuales también este suceso tan temido se convierte en la realización de un
deseo, y el durmiente se ve en un sepulcro etrusco, al que ha descendido encantado de poder
satisfacer sus curiosidades arqueológicas. Obrando de un modo análogo, el hombre no transforma
sencillamente las fuerzas de la Naturaleza en seres humanos, a los que puede tratar de igual a igual
—cosa que no correspondería a la impresión de superioridad que tales fuerzas le producen—, sino
que las reviste de un carácter paternal y las convierte en dioses, conforme a un prototipo infantil, y
también, según hemos intentado ya demostrar en otro lugar, a un prototipo filogénico.
Andando el tiempo surgen luego las primeras observaciones de la regularidad y la normatividad de
los fenómenos físicos, y las fuerzas naturales pierden sus caracteres humanos. Pero la indefensión
de los hombres continúa, y con ello perdura su necesidad de una protección paternal y perduran los
dioses, a los cuales se sigue atribuyendo una triple función: espantar los terrores de la Naturaleza,
conciliar al hombre con la crueldad del destino, especialmente tal y como se manifiesta en la
muerte, y compensarle de los dolores y las privaciones que la vida civilizada en común le impone.
Pero poco a poco va desplazándose el acento dentro de estas funciones. Se observa que los
fenómenos naturales se desarrollan espontáneamente conforme a las leyes internas, pero los dioses
no dejan por ello de seguir siendo dueños y señores de la Naturaleza: la han creado y organizado de
esta suerte y pueden ya abandonarla a sí misma. Sólo de cuando en cuando intervienen en su curso
con algún milagro, como para demostrar que no han renunciado a nada de lo que constituía su poder
primitivo. Por lo que respecta a la distribución de los destinos humanos, perdura siempre una
inquieta sospecha de que la indefensión y el abandono de los hombres tienen poco remedio. En ese
punto fallan enseguida los dioses, y si realmente son ellos quienes marcan a cada hombre su
destino, es de pensar que sus designios son impenetrables. El pueblo mejor dotado de la antigüedad
vislumbró la existencia de un poder superior a los dioses —la moira—, y sospechó que éstos
mismos tenían marcados sus destinos. Cuanto más independiente se hace la Naturaleza y más se
retiran de ella los dioses, tanto más interesante van concentrándose las esperanzas en derredor de la
tercera de las funciones a ellos encomendadas, llegando a ser así lo moral su verdadero dominio. De
este modo, la función encomendada a la divinidad resulta ser la de compensar los defectos y los
daños de la civilización, precaver los sufrimientos que los hombres se causan unos a otros en la vida
en común y velar por el cumplimiento de los preceptos culturales, tan mal seguidos por los
hombres. A estos preceptos mismos se les atribuye un origen divino, situándolos por encima de la
sociedad humana y extendiéndolos al suceder natural y universal.
Se crea así un acervo de representaciones, nacido de la necesidad de hacer tolerable la indefensión
humana, y formado con el material extraído del recuerdo de la indefensión de nuestra propia
infancia individual y de la infancia de la Humanidad. Fácilmente se advierte que este tesoro de
representaciones protege a los hombres en dos direcciones distintas: contra los peligros de la
Naturaleza y del destino y contra los daños de la propia sociedad humana. Su contenido,
sintéticamente enunciado, es el siguiente: la vida en este mundo sirve a un fin más alto, nada fácil
de adivinar desde luego, pero que significa seguramente un perfeccionamiento del ser humano. El
objeto de esta superación y elevación ha de ser probablemente la parte espiritual del hombre, el

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alma, que tan lenta y rebeldemente se ha ido separando del cuerpo en el transcurso de los tiempos.
Todo lo que en este mundo sucede, sucede en cumplimiento de los propósitos de una inteligencia
superior, que, por caminos y rodeos difíciles de perseguir, lo conduce todo en definitiva hacia el
bien; esto es, hacia lo más satisfactorio para el hombre. Sobre cada uno de nosotros vela una guarda
bondadosa, sólo en apariencia severa, que nos preserva de ser juguete de las fuerzas naturales,
prepotentes e inexorables. La muerte misma no es un aniquilamiento, un retorno a lo inanimado
inorgánico, sino el principio de una nueva existencia y el tránsito a una evolución superior. Por otro
lado las mismas leyes morales que nuestras civilizaciones han estatuido rigen también el suceder
universal, guardadas por una suprema instancia justiciera, infinitamente más poderosa y
consecuente. Todo lo bueno encuentra al fin su recompensa, y todo lo malo, su castigo, cuando no
ya en esta vida sí en las existencias ulteriores que comienzan después de la muerte.
De este modo quedan condenados a desaparecer todos los terrores, los sufrimientos y asperezas de
la vida. La vida de ultratumba, que continúa nuestra vida terrenal como la parte invisible del
espectro solar, continúa la visible, trae consigo toda la perfección que aquí hemos echado de menos.
La suprema sabiduría que dirige este proceso, la suprema bondad que en él se manifiesta y la
justicia que en él se cumple son los atributos de los seres divinos que nos han creado y han creado el
Universo entero. O, mejor dicho, de aquel único ser divino, en el que nuestras civilizaciones han
condensado el politeísmo de épocas anteriores. El pueblo que primero consiguió semejante
condensación de los atributos divinos se mostró muy orgulloso de tal progreso. Había revelado el
nódulo paternal, oculto desde siempre detrás de toda imagen divina. Pero, en el fondo, esto no
significa sino un retroceso a los comienzos históricos de la idea de Dios.
No habiendo ya más que un solo y único Dios, las relaciones con él pudieron recobrar todo el fervor
y toda la intensidad de las relaciones infantiles del individuo con su padre. Mas a cambio de tanto
amor se quiere una recompensa: ser el hijo predilecto, el pueblo elegido. Mucho tiempo después ha
elevado la piadosa América la pretensión de ser God’s own country, y lo es ciertamente en cuanto a
una de las formas bajo las cuales adoran los hombres a la divinidad.
Las ideas religiosas sintéticamente enunciadas en lo que precede han pasado, claro está, por una
larga evolución y han sido retenidas por diversas civilizaciones en distintas fases. En el presente
ensayo hemos aislado una sola de estas fases evolutivas: la de su cristalización definitiva en nuestra
actual civilización blanca, cristiana. No es difícil observar que en el conjunto formado por estas
ideas no todos los elementos armonizan igualmente bien entre sí, y que ni se da con ellas respuesta
a todas las interrogaciones apremiantes ni resulta tampoco tarea fácil defenderlas de la constante
contradicción de la experiencia cotidiana. Pero así y todo, estas representaciones, religiosas en el
más amplio sentido, pasan por ser el tesoro más precioso de la civilización, lo más valioso que la
misma puede ofrecer a sus partícipes, y son más estimables que las artes de beneficiar los tesoros de
la tierra, procurar a la Humanidad su alimento o vencer las enfermedades. Los hombres creen no
poder soportar la vida si no dan a estas representaciones todo el valor al que para ellas se aspira.
Habremos, pues, de preguntarnos qué significan estas ideas a la luz de la Psicología, de dónde
extraen su alta estimación y —con interrogación harto tímida— cuál es su verdadero valor.

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4. Ejemplo de Teología de las religiones.
Raimon Panikkar, »La interpelación del pluralismo religioso Teología católica del III milenio«

II. Teo (logía)


La mayoría de los teólogos, aunque se llamen cristianos, son todavía prácticamente monoteístas,
como si la Trinidad no existiera o fuera sólo una «revelación» divina para humillar nuestra mente
sin otra transcendencia para la teología, ni por ende para nuestra vida. El theos de la teología es
todavía monoteísta -aunque pague tributo verbal a la Trinidad-. La teología corriente, sobre todo la
oficial, no ha cruzado todavía «el Rubicón» (la imagen geográfica e histórica es significativa). No
se ha bañado en el Ganges, por así decir, o en el Amazonas, que todavía es más ancho.
Con agudeza y profundidad, el Cardenal Lehmann, en un comentario sobre la llamada recepción del
Concilio Vaticano II (con motivo del cuadragésimo aniversario de su celebración), señalaba que la
«cuestión de Dios» se había convertido en el problema central del cristianismo y añadía que se
trataba de «buscar siempre de nuevo la faz del Dios viviente».
No se trata de absolutizar nada (la faz de Dios depende también de nuestra mirada), sino sólo de
relativizar todas las doctrinas, empezando por la actual -sin confundir relatividad con relativismo-.
La misma Iglesia, en efecto, ha cambiado de opinión. A los escépticos les recomendaría que leyeran
las Actas de los Concilios -sin excluir los Ecuménicos, en donde se defienden «verdades» que la
conciencia contemporánea no puede aceptar-. La verdad dice siempre relación a un intelecto. Para
entender un texto, hay que integrarlo en un contexto y conocer su pretexto.
Es arriesgado y difícil criticar en pocos párrafos una creencia multisecular tan arraigada, fecunda y
profunda. Pero a mi favor está el que alguien ha de tener la audacia y la humildad de ser el portavoz
de los sin voz que, en este caso, no son solamente los económicamente pobres, sino también los
pueblos culturalmente marginados por el auto-llamado Primer Mundo.
Tampoco comento el doble error, lógico y metodológico, cuando se tacha de politeístas a muchas de
las religiones llamadas tales. Error lógico, porque el Theos que el mono-teísmo afirma ser Uno no es
el theos que el politeísmo considera múltiple. Las dos afirmaciones no se refieren a la misma
realidad, no tienen el mismo predicado. Es además un error metodológico enjuiciar bajo un prisma
monocultural (el del monoteísmo en este caso) un problema intercultural. Desde las premisas
monoteístas es muy fácil criticar el politeísmo. El problema está en lo que sea «Dios».
Aparte de las razones políticas (en el mejor sentido de la palabra) del monoteísmo que favorecieron
que la iglesia cristiana, después de Constantino, pudiese justificar mejor y más racionalmente su
dominio e influencia sobre el mundo de entonces, con Constantino y sus secuelas la «razón de
Estado» ha penetrado en el pensar teológico. El pensar racional es un gran aliado del monoteísmo,
puesto que justifica la reductio ad unum necesaria para la racionalidad. Mens plura in unum cogit,
unde eligere possit (la mente constriñe la pluralidad a la unidad para así poder elegir) decía ya
mucho antes Varron, después de habernos informado que «cogitare a cogendo dictum» (cogitare
viene de [se dice de] coaccionar): coaccionar la realidad para que se adapte a nuestra forma de
pensar racional. El monoteísmo nos da seguridad porque constriñe la realidad a su inteligibilidad
racional, reduciéndola a la unidad. Sólo el pensar dialéctico «piensa» que la única alternativa a la

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unidad sea la pluralidad: o monoteísmo o politeísmo -ambos incompatibles con la Encarnación, que
no es ni una cosa ni la otra-.
El desafío al monoteísmo está ahí: Dios no es un Ser (ni por tanto una Substancia Suprema), ni el
monoteísmo responde a la intuición profunda del pensar de la mayoría de los pueblos del planeta, a
quienes no les ‘entra’ la idea de una transcendencia absoluta. La Trinidad, en cambio, nos dice que
el Misterio divino es relación en la que se encuentran también el Hombre y el Cosmos -en lo que he
llamado intuición cosmoteándrica -. No olvidemos que en la Trinidad, como en la experiencia
cosmoteándrica, no hay ningún trío fuera de nuestra abstracción mental -como ya dijo san Agustín
cuando lacónicamente escribió que en la Trinidad qui incipit numerare incipit errare (quien
comienza a numerar empieza a errar)-. Lo que comúnmente se ha venido llamando teología se ha
reducido casi exclusivamente a la especulación de la razón sobre el misterio divino, postulado como
Uno porque la razón así lo exige -olvidando que el propio Tomás de Aquino, en la tercera cuestión
de su Summa, afirma que Dios no es ni tan sólo substancia-.
La Trinidad, repito, nos revela que Dios es pura relación -pues de lo contrario sería tri-teísmo-. El
dogma revolucionario de la Maternidad divina de la Virgen, a la que se la declaró engendradora de
Dios, sin intervención de varón destruye toda ideología monoteísta. El Dios monoteísta no puede
tener una madre, o Cristo no puede ser plenamente Dios -a no ser que los convirtamos en unos
personaje esquizofrénicos (cf. Denzinger-Schönmetzer § 564, etc.)-. La devoción popular a María (a
pesar de las supersticiones que se le han enquistado) nos da aquí una lección.
Es igualmente bien conocido el reduccionismo de la traducción de logos por razón. Como dice la
teología más tradicional, la teología es ante todo «ciencia», gnôsis, o más claramente, el
conocimiento de fe (genitivo subjetivo), y este conocimiento, sin ser irracional no puede reducirse
sólo a razón. El logos es principalmente palabra, que implica un hablante, otro a quien se habla, un
sentido y un sonido; todo ello irreducible a razón. Pero además, una teología cristiana no puede
arrinconar al Espíritu -que no está subordinado al logos -. La clásica teosofía rusa apuntaba ya a este
misterio, pero esta sabiduría católica, a la que aún se podría llamar «teología» si no
compartimentalizáramos la Trinidad, se encuentra aún en gestación. A ella pueden colaborar las
otras religiones del mundo.
Hemos ya mencionado la idea tradicional de los tres ojos como símbolos del triple conocimiento
humano. De ahí que el conocimiento no pueda reducirse a la mera inteligibilidad lógica. La fe es
también conocimiento, gnôsis, en su sentido más profundo. La fe es auténtico conocimiento,
aunque no conocimiento racional -sin ser por eso irracional. En toda fe hay un elemento de duda,
puesto que la fe no es nunca racionalmente apodíctica-.
Por otra parte, teología y antropología son inseparables. El mensaje de la Sibila de Delfos nos dice
que el autoconocimiento no se reduce a un autós individualista -como reconocen casi todas las
tradiciones de la humanidad-. Y el mensaje cristiano nos dice precisamente que Cristo es totalmente
Dios y totalmente Hombre -como también potencialmente todos nosotros-. «Vosotros sois Dioses»
y «Dios (es) todo en todos» son expresiones de la escritura cristiana incompatibles con el
monoteísmo. «Dios a quien nadie ha visto» lo vislumbramos en el hombre, su imagen. «Quien me
ve a mi ha visto al Padre», dice el mismo Cristo. Desde esta perspectiva la intuición del hinduismo
advaita sobre brahman y atman es aleccionadora. Pero para clarificar esta experiencia nos hace falta
superar el «logomonismo».

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Podríamos además apoyarnos exegéticamente en la doble dirección de la frase de la Biblia en su
primer capítulo: «hagamos al hombre según nuestra imagen y semejanza». O sea, que siendo el
hombre el icono y la semblanza de Dios (sin hacer ahora hincapié en el plural del verbo) debemos
mirar al hombre, que está hecho a imagen y semejanza suya, que para saber lo que es Dios. Dicho
más claramente, debemos conocer al hombre para saber lo que es Dios. Es importante subrayar que,
a pesar del patriarcalismo posterior, el mismo Génesis explicita que varón y hembra los creó, o sea
que, para conocer la imagen divina, no debemos ni podemos mirar solamente al varón sino al
hombre en su ser andrógino completo. A pesar de la utilización posterior de la palabra «Padre», que
parece dar una preeminencia al varón, la palabra «hombre» no se refiere sólo al varón y éste no
tiene derecho alguno a acapararla. La palabra castellana «padres» es todavía dual, y se refiere tanto
al varón como a la hembra. La palabra «Padre» es del género gramatical masculino, pero no se
refiere al sexo masculino sino que, como dice más de un Concilio de Toledo (Cf. Denz.-Sch. §
568), se refiere a la «totius fons et origo divinitatis» («fuente y origen de toda la Divinidad»), que
yo me he permitido traducir como fuente inmediata y origen directo de toda la Realidad.
Y con ello desembocamos en el apartado siguiente.

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