Dolto. CASTRACION SIMBOLIGENA
Dolto. CASTRACION SIMBOLIGENA
Dolto. CASTRACION SIMBOLIGENA
Ello explica, por ejemplo, que la llamada «angustia del octavo mes», observada y descrita
por ciertos psicoanalistas, no sea un pasaje fatal ni necesario sino que a veces se debe a
que el niño no es suficientemente llevado hacia aquello que le atrae, hacia lo que desea
tocar (por el hecho de que su deseo de motricidad es imaginariamente más precoz que la
capacidad real de su esquema corporal). La angustia del octavo mes procede de que el
adulto no mediatiza en el espacio los objetos que el niño ve y a los que, viéndolos, desea
acceder con su cuerpo o su tacto, con su prensión. Se trata de un sentimiento de
impotencia que proviene de la falta de mediatización por parte de la madre; falta la
socialización que en este momento el bebé habría necesitado; entonces se aburre, algo se
debilita por no ejercitarse, algo de su lenguaje de deseo no es comprendido.
Aprovechemos para observar que para que las castraciones adquieran su valor
simbolígeno, es necesario que el esquema corporal del niño esté en condiciones de
soportadas. Nacimiento, destete, separación de la instancia tutelar bicéfala -femenina y
masculina- formada por ambos padres, etc., deben respetar la integridad más tenue,
original, que especifica el continuo narcisístico de la imagen del cuerpo del sujeto.
Un niño que no ha alcanzado los siete meses de vida fetal no es capaz de soportar el
nacimiento sin especiales cuidados, ni de simbolizar con los intercambios respiratorios la
castración umbilical. Un niño que aún no ha estado lo suficiente con el cuerpo de su madre
no es capaz de soportar el destete sin efectuar una regresión a los estadios más precoces
de los primeros días de su vida. Hay un momento preciso para aportar cada castración;
este momento es aquel en que ya las pulsiones, aquellas que están en curso, han aportado
cierto desarrollo del esquema corporal que hace al niño capaz de obtener placer de otra
manera que en la satisfacción del contacto cuerpo a cuerpo, el cual ha dejado de ser
absolutamente necesario a este espécimen de la especie humana que representa el orga-
nismo cuerpo, para que sobreviva en cuanto ser de necesidad. Hay que añadir que a este
organismo que hace al niño un ser de necesidad le está asociado un sujeto de deseo.
El sujeto que, a no dudado, se halla presente ya desde la fecundación, no se manifiesta
más que a través de deseos. Estos deseos no pueden separarse de una manera inmediata
de su conjunción con las necesidades. El lenguaje, en el sentido amplio del término, y en el
más preciso de palabras, constituye la mediación de esas evoluciones que son las
castraciones superadas.
Por ejemplo, un niño que ha alcanzado la motricidad, la deambulación dentro del marco
de su familia, cerca de su padre y de su madre, si conoce a la persona con la que cambia de
marco puede continuar desarrollando su motricidad y su alegría de vivir: gracias a esta
persona mediadora entre el espacio anterior y el espacio nuevo, el niño está aún
imaginariamente con sus padres, sobre todo si aquélla le habla de éstos. Pero si se lo
transporta bruscamente a otro lugar y quien lo hace es alguien que no conoce a los padres,
que no habla al niño de lo que está pasando y del sentido de este cambio, que no lo
reenlaza a los recuerdos anteriores, lo que el niño vive es un trauma psíquico. Detiene su
desarrollo motor y sólo se incorpora al nuevo medio nutricio tutelar cumpliendo una
regresión, perdiendo sus adquisiciones, restableciendo una relación arcaica con el marco
nuevo. La separación, castración de un deseo hasta entonces embarcado en el amor de las
personas del medio anterior, no ha sido simbolígena, la separación ha sido traumática, hay
regresión, y la simbolización se reanudará más tarde. Pero, por el momento, es un trauma.
(2)
Existe otra condición necesaria para asegurar la dimensión simbolígena del proceso de
castración. Reside en las cualidades del adulto colocado en posición de tener que dar la
castración. Un niño acepta una limitación y una temporización para la satisfacción de sus
deseos, e incluso una prohibición de satisfacerlos alguna vez, si la persona que se los
prohíbe es una persona amada, a cuyo poder y saber sabe que tiene derecho a acceder.
Este alguien, este adulto, sólo permite al niño el acceso a la simbolización de sus pulsiones
si, al mismo tiempo que la castración que le da, siente respeto y amor casto por el niño a
quien propone limitaciones momentáneas o prohibiciones definitivas respecto de
determinado goce parcial que el niño buscaba. Aun es preciso que este adulto sea, para el
niño, el ejemplo de un éxito humano y de la promesa de que estas mismas pulsiones
podrán ser satisfechas mediante la obtención de un placer mucho mayor, a imagen de
aquel que le habla y que lo dirige. Este es entonces un modelo que el niño puede seguir,
escuchar, si quiere al mismo tiempo desarrollarse, estar en el camino de acceso al falo
simbólico, y tener la certeza de que su deseo es valorizado, de que el placer es accesible y
bien visto por el adulto. Aún no sabe cómo hará para encontrar el camino; pero, dado que
este guía ya lo ha encontrado, ¿por qué razón él mismo, escuchándolo, prestándole
confianza (y no sumisión) no habría de hallarlo?
De este modo, una castración padecida conduce al individuo a una mayor confianza en sí
mismo y a una comunicación cada vez más diferenciada con el otro, y ello tanto mediante
una destreza creciente en el manejo del vocabulario y en general del lenguaje, como por la
destreza manual que permite al niño una actividad industriosa, un saber hacer gracias al
cual es capaz de intercambios con los otros, puede ser apreciado por los otros y
abandonar, de estrato en estrato, su dependencia respecto de los adultos tutelares
familiares. Progresar de castración en castración es el medio para abandonar el compor-
tamiento de impotencia pueril para pasar al de pre-ciudadano en vías de acceso a todos
sus derechos: a condición, estos derechos, de pagarlos con la aceptación de las leyes que
rigen a aquellos en cuya escuela el niño se ha integrado por amor, es decir sus padres, sus
educadores, así como sus compañeros de edad y sus compañeros mayores. Este
sentimiento de promoción le permite dejar detrás de sí el gozar de la primera infancia,
para acceder a un gozar más grande, un gozar de más edad que él. Existe en los niños
naturalmente este deseo de crecer, proyecto incluido en su organismo en crecimiento.
Esta esperanza de no seguir siendo pequeños sostiene su coraje ante muchas
contrariedades debidas a su impotencia en la realidad, comparada con sus iniciativas
creadoras. Por desgracia, muchos adultos siguen aún ahí y reprochan, o más bien expresan
de manera peyorativa a un niño su descontento, desvalorizando su valor de sujeto en
nombre de su cuerpo, lo cual es vejatorio para él. Es bien comprensible que el niño que
está creciendo experimente a veces el peligro de retornar a la ante-castración, puesto que
al mismo tiempo perdería las adquisiciones que, gracias a esta castración, ha podido
obtener. Antes de ser absolutamente asegurado respecto de las nuevas modalidades
culturales .adquiridas, es peligroso para un niño mirar para atrás e identificarse con el que
era él mismo antaño.
A ello corresponden las actitudes fóbicas de pequeños que, colocados en un espacio
nuevo, se refugian en las faldas de su madre, con una mímica primero más o menos
ansiosa pero que puede llegar a serio gravemente, y son susceptibles hasta. de llegar a
perder el lenguaje: debido a que, justamente, el lenguaje utiliza las pulsiones orales de una
manera civilizada, mientras que la fobia proyecta estas pulsiones sobre la idea de un
peligro en el espacio, que tendría forma de mandíbula dental, destinada a devorar todo o
parte del cuerpo de quien busca goce.
Cuando, por el contrario, un niño ha alcanzado el nivel de la castración anal, o sea que ya
es capaz, mediante su esquema corporal, de utilizar pulsiones matrices enteramente
sublimadas en la soltura del cuerpo, soltura en todas las modulaciones de sus pulsiones de
una manera ya cultural, en ese momento ya no teme identificarse consigo mismo tal como
era de pequeño. Por otra parte, ésta es la edad en que los niños no temen ocuparse de los
chiquitos, de reírse de sus rarezas, y ya no sienten celos de las familiaridades de que los
bebés son objeto por parte de las personas amadas.
Inversamente, cuando la castración anal es mal asumida, bien sea porque fue mal dada
por el adulto, bien porque el adulto que la ha dado en palabras no es un modelo a imitar
por el sujeto (si este mismo adulto está angustiado por sus propios deseos), jamás aquel al
que educa podrá sublimar suficientemente, es decir hablar, fantasmatizar «en broma» sus
pulsiones anales. El adulto tutelar confunde imaginario y realidad; no es ni tolerante, ni
indulgente, ni permisivo frente a sus propios fantasmas, que deben permanecer
inconscientes, coartados o reprimidos, los de sus pulsiones orales y anales. Es una triste
evidencia comprobar que son muchos los adultos incapaces de dar una castración
simbolígena de los estadios arcaicos, porque ellos mismos lamentan haber dejado de ser
niños o lamentan que su hijo crezca y experimente deseos de autonomía a su respecto.
Impide al niño alzarse a un nivel que le permite sobrepasar aquel estadio ético arcaico en
el cual tuvo que permanecer algún tiempo, y del que la edad lo sacará casi
espontáneamente si tiene junto a él unos padres felices, quiero decir padres que viven de
una libido genital mucho más que en el nivel libidinal de consumo y de trabajo
(sublimación oral y anal). En la dinámica familiar, el agente de la educación, lograda o no,
es mucho más el inconsciente que un saber pedagógico aprendido. (Fuera de la dinámica
familiar, la trampa incestuosa ya no está directamente presente.)
Ahora que he explicitado lo que entiendo por castración simbolígena, voy a examinar con
más detenimiento su manera de actualizarse en la historicidad de la vivencia del niño.
(2) Se trata de una castración mutiladora de la imagen del cuerpo dinámica, es decir, no simbolìgena.