Bye Bye Stanislavsky - Valenzuela

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BYE-BYE, STANISLAVSKI?

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José Luis Valenzuela

BYE-BYE, STANISLAVSKI?

Buenos Aires, Argentina - Los Ángeles, USA


2021
Bye-Bye, Stanislavski?

ISBN 978-1-944508-34-0

Ilustración de tapa: Gentileza de Alex Gomes en Unsplash.com

Diseño de tapa: Argus-a.

© 2021 José Luis Valenzuela

All rights reserved. This book or any portion thereof may not be reproduced
or used in any manner whatsoever without the express written permission of
the publisher except for the use of brief quotations in a book review or schol-
arly journal.

Editorial Argus-a
16944 Colchester Way,
Hacienda Heights, California 91745
U.S.A.

Calle 77 No. 1976 – Dto. C


1650 San Martín – Buenos Aires
ARGENTINA
[email protected]
Para Guadalupe Suárez Jofré, Miriam Corzi,
Facundo Cersósimo, Daniel Acuña Pinto
y Javier Santanera

A Sebastián Fanello,
director del grupo teatral
cuyo nombre inspiró el título de este libro.
Bye-Bye, Stanislavski?

ÍNDICE
Prefacio i

Introducción 1
Este no es un libro de historia 1

Devenir inolvidable. 23
Cosas y palabras atadas con alambre 23
La blanda jaula del pelotero 26
Una paciente oruga teje su capullo 31
La bestia y su frágil cazadora 36
Labores de punto de un pequeño dios 39
Primero hay que saber sufrir… 44
La querella de las pelucas empolvadas 51
Picadillo de carne 59
Partir sin comprar boleto de vuelta 66
Todo el mar se agota en una gota 72
Como goza un ave fénix 80
El mito de la caverna 87

Deberse al público 93
Algo nos imagina 93
Ponerse en forma 98
Tentación de abismos 107
Bienaventurados los inocentes y los desahuciados 116
La televisión me dice que soy muy intenso 125

Beberse al público 137


Cómo ganar perdiendo 137
Cómo salir airosos de una cita a ciegas 143
Cómo inventar un mundo (y dejarse inventar por él) 146
Cómo se soporta una ausencia 155
Cómo aventurarse en otros mundos 163
Cómo pasar caminando de un islote a otro 168
Cómo escribir, escribirse e inscribirse 177
Cómo cazar gatos negros en habitaciones oscuras 185
Cómo abrir senderos en la niebla 195
Cómo convivir con seis tigres 206
No sabes lo que tienes hasta que te obligo a mostrarlo 215
Cómo convertirse en un sádico admirable 222
José Luis Valenzuela

Cómo enloquecer a los actores 231


¿Cuánta tiranía eres capaz de soportar? 240
Cómo habitar un iceberg bullente 247
Cómo trabajar de espectador ad honorem 257
El personaje es un tigre de papel 265
Trampas para ojos 273
Cómo beberse al público 281
Las palabras y las cosas seguirán atadas con alambre 292

Referencias 305
Bye-Bye, Stanislavski?

PREFACIO

Si la estética concibe el arte desde el punto de vista de quien


lo consume, de quien espera recibir de él la experiencia de lo bello o
de lo sublime kantiano, el artista podrá quizá inferir de esa estética las
demandas que sus públicos le formulan, pero difícilmente hallará en
ella las herramientas concretas que le permitirían satisfacerlas.
Para dar respuesta a esos pedidos tácitos o manifiestos, quien
produce arte habrá de ampararse más bien en una poética, en un saber
que le informe sobre los modos y los medios por los cuales sus ante-
cesores han salido airosos del difícil desafío de complacer, seducir o
escandalizar a sus respectivos públicos. Tal como lo indica la etimo-
logía del término, la poética piensa el arte desde la perspectiva de sus
productores, pero no lo piensa especulativamente sino de una manera
operativa, por así decirlo.
Pero, ¿qué demandan del arte –o del teatro, para hablar más
específicamente- sus consumidores actuales o potenciales? Algún in-
dicio de ello nos viene de esos espectadores ilustrados llamados “crí-
ticos”, de esos profesionales que dicen opinar, analizar, juzgar y exigir
en nombre de multitudes de receptores silenciosos. Es claro, sin em-
bargo, que aun las demandas de los públicos interpretadas por los
críticos no sirven de guías confiables a los artistas –o a los teatristas-
en el momento de producir obras que se hagan eco o contradigan en
diversos grados las “necesidades” de sus espectadores.
Dicho de otro modo, los realizadores deberán traducir a otra
lengua –la lengua de los productores- ese discurso crítico que se dice
representante de los gustos o preferencias del público. Y, como en
toda traducción, algo (o mucho) de la sustancia inicial habrá de per-
derse. No obstante, los teatristas están obligados a sustituir un punto
de vista estético por un punto de vista poético a fin de cumplir la tarea
asumida.
Insisto aquí en que ese desplazamiento supone un cambio de
lenguajes, en que esa inversión de perspectivas implica la adopción

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José Luis Valenzuela

de unas gramáticas instrumentales, aliviadas de ornamentos e inclina-


das a la austera prescripción de la fórmula, aunque el destino de tales
gramáticas sea el de verse transgredidas. Si la lengua del crítico –y del
público que supuestamente lo secunda- es aquella que presta nom-
bres y adjetivos a la experiencia estética, la lengua del teatrista se des-
pliega más bien en operaciones secuenciadas, en articulaciones y des-
articulaciones con efectos morfológicos, en encadenamientos o co-
nexiones entre cuerpos vivos e inertes, entre cuerpos actuantes y
enunciados, entre textos y subtextos… Brevemente expresado, el tea-
trista enhebra sus esfuerzos técnicos en una lógica compositiva que pro-
gresivamente engendrará ese objeto tal vez apetecible que un Público
incógnito aguarda en las penumbras.
En vano emprenderemos laboriosas encuestas, pues nunca
sabremos con certeza si esos espectadores esperan de nosotros, tea-
tristas, la restauración de sus utopías o la representación esclarece-
dora o crítica de las aspiraciones, certezas y aflicciones que atraviesan
sus vidas públicas o privadas. No sabremos si esperan de nosotros el
placer sensual que se les retacea en otros territorios de sus experien-
cias, el displacer ominoso de una belleza contrariada o un empujón
hacia afectos aún no sentidos y voces aún no escuchadas. Lo que el
Público quiere de nosotros estará siempre envuelto en nebulosas y
escapará por lo tanto a cualquier intento de dominar técnicamente
sus reacciones. Los buenos consejos de la técnica sólo acompañarán
al teatrista hasta el momento en que su obra esté a punto de ser ex-
puesta; luego vendrá la zambullida en un campo de deseos que, sin
embargo, ya había estado sujetándolo desde su primer día de ensayo.
La translación de la lengua estética a la gramática estricta de
la poética conlleva simplificaciones, claro está. Los incontables “is-
mos” (naturalismo, expresionismo, surrealismo, futurismo…) que ja-
lonan la historia de la actuación y los discursos críticos que se les aso-
cian, rara vez son categorías a tener en cuenta por los realizadores de
una obra. Estos últimos parten más bien de unos pocos trazos incier-
tos, precarios, tal vez impulsivos o trémulos, prometedores de futuras
precisiones y acechantes de consistencias. El progreso del garabato

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Bye-Bye, Stanislavski?

hacia la obra, de todas maneras, reclamará cierta lógica compositiva


que los teatristas aplicarán a sus gestos, sus acciones, sus reacciones
y sus decires aun en la más silenciosa de las complicidades de trabajo.
En el momento de tornar explícitas tales articulaciones y dar
paso a cierto anhelo de sistema, los “ismos” pueden regresar por la
puerta trasera, pero esta vez agrupados en el exiguo ramillete de op-
ciones constructivas que nos han legado los dos últimos siglos de
actuación teatral en Occidente. Para introducir un poco de orden en
esa herencia, podríamos, por ejemplo, definir el espacio de las actua-
ciones contemporáneas como engendrado por tres ejes a los que de-
nominaríamos “realismo”, “simbolismo” y “dadaísmo”, sin que esas
etiquetas designen forzosamente los movimientos homónimos que la
Historia del Arte (y de la Actuación) ha identificado desde una pers-
pectiva estética a partir del siglo XIX europeo y norteamericano.
Cuando en los párrafos del libro que el lector tiene ante su
vista se mencione el realismo, no deberá entenderse por tal un intento
de presentar en la escena la imagen de un mundo reconocible o po-
tencialmente habitable por el espectador que la contemple, sino que
ese realismo será aquí la lógica compositiva que conecte los signifi-
cantes escénicos (tan variados y heterogéneos como se quiera) de mo-
do tal que las leyes de funcionamiento del mundo representado se
muestren con la claridad y la coherencia suficiente como para que el
público pueda inferir sin ambigüedades, desde la pequeña porción
que la imagen escénica le muestra, la totalidad “fuera de cuadro” en
que esa porción se inscribe. La poética teatral realista clásica res-
ponde, por lo tanto, a la lógica de la metonimia y su matriz es la de un
relato puesto en tensión por fuerzas ficcionales francamente antagó-
nicas.
En las poéticas simbolistas surgidas en Europa en la penúl-
tima década del siglo XIX, la representación se subordina a la lógica
de la metáfora, entendida ésta como una fulguración discursiva que,
a través de una brecha de sentido abierta en el mundo representado,
da paso, dentro de la representación misma, a otros mundos posibles

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José Luis Valenzuela

que les son a la vez inaccesibles y co-presentes. Es decir que, me-


diante una inesperada fulguración en la línea discursiva que describe
ante el espectador un mundo verosímil, la metáfora deja adivinar, so-
bre un eje paradigmático transversal, el despliegue de otros mundos
posibles que discurren simultánea y paralelamente al que se nos venía
mostrando en primer plano, por así decirlo. Las poéticas simbolistas
toman sus matrices de la música y se benefician de las innovaciones
compositivas transitadas por esta última desde el siglo XIX, mientras
que las actuaciones afiliadas a esa lógica se nutren de la danza y de los
procedimientos del teatro de títeres.
Finalmente, el informalismo plástico y literario que irrumpe
con Dada en la segunda década del siglo XX, abre incontables líneas
de fuga en el plano de la representación teatral y se instala como la
tercera lógica fundamental que dará sostén a las actuaciones de las
décadas subsiguientes. Dado el adelgazamiento y la casi desaparición
del objeto artístico en beneficio del contexto (material e institucional)
en que aquél se sitúa, la lógica dadaísta se aplicará más bien a los
comportamientos del grupo de espectadores participantes, indu-
ciendo en ellos respuestas pulsionales ante las provocaciones de la
performance o empujándolos hacia un grado cero del sentido, desde
el cual toda significación incipiente correrá por cuenta del observa-
dor. Del lado de los performers, los encadenamientos de acciones y
gestos propios de las poéticas representacionales serán intempestiva-
mente fulminadas por “pasajes al acto”, es decir por comportamien-
tos físicos o verbales cuyos “por qués” se hunden en lo impronun-
ciable sin que, no obstante, los sujetos afectados puedan sustraerse a
sus consecuencias.
Demás está decir que la gran mayoría de los espectáculos y
las actuaciones contemporáneas combinan en diversas medidas y
proporciones las tres lógicas compositivas aquí mencionadas. Pocas
veces habremos de verlas operar en estado puro y excluyente, pues
estas poéticas básicas habrán de funcionar en fuerte entrelazamiento
con las líneas de fuerza de los campos estéticos en que las obras son

iv
Bye-Bye, Stanislavski?

recibidas: las sensaciones y los sentidos atribuidos modelarán y mo-


dularán en diversos grados las estrategias compositivas aun desde los
primeros momentos compartidos por los artistas en el salón de en-
sayo.
Bye-Bye Stanislavski? es una aproximación –inevitablemente
parcial- a lo que considero como el punto culminante alcanzado por
las poéticas actorales realistas que anteceden y que suceden a la obra
pedagógica del maestro ruso. En las páginas de este libro se recorren
-sin conclusión definitiva, pues los escritos stanislavskianos son
inagotables- aspectos de la labor del director del Teatro de Arte que
frecuentemente son soslayados por quienes buscan en los textos del
Maestro respuestas técnicas –y aun recetarios de uso sencillo- a los
problemas de la actuación. Frente a esas impaciencias, será pertinente
señalar que en “el trabajo del actor sobre sí mismo” el aprendizaje
técnico era sólo una propedéutica en cautelosa espera de una “viven-
cia” que sólo cabía situar más allá de toda representación.
Actualmente dedico buena parte de mi tiempo a la escritura
de los otros dos textos que completarían este provisorio recorrido de
lo que estimo son las poéticas básicas de las actuaciones de nuestros
días. En el desarrollo de esta trilogía, las obras de otros maestros ser-
virán de emergentes y de ilustraciones concretas de las lógicas com-
positivas mencionadas más arriba, y espero ver concluido en un pe-
ríodo razonable este esfuerzo ensayístico que he venido demorando
durante más de una década.

v
Bye-Bye, Stanislavski?

INTRODUCCIÓN

ESTE NO ES UN LIBRO DE HISTORIA

¿Es Stanislavski nuestro contemporáneo? Cualquier intento


de respuesta nos llevaría de inmediato a otras preguntas. Por ejemplo,
¿qué queremos decir con “contemporáneo”? Con leves modificacio-
nes, este ha sido el título de la recordada clase inaugural de Giorgio
Agamben en la Escuela de Arte y Diseño de Venecia en 2006 (Aga-
mben 2010).
El solo hecho de interrogarnos en estos términos supone que
cualquier respuesta obvia debe ser dejada de lado. Y es así como pro-
cede el pensador italiano: para Agamben nada es menos contempo-
ráneo que limitarse a seguir la corriente de los tiempos que nos toca
vivir. Algo pugna en el presente por hacerse ver a la vez que se aleja
de nosotros más rápidamente que la luz. Algo nos grita mientras huye
a una velocidad mucho mayor que la del sonido. Con estas imágenes
tomadas de la astrofísica, el filósofo nos advierte sobre la necesidad
de volvernos activamente receptivos de lo que se nos presenta aquí y
ahora como silencio y oscuridad. Sólo esa sensibilidad agudizada nos
haría contemporáneos de nuestro tiempo.
Por lo tanto, la contemporaneidad no es automática ni evi-
dente. Como tampoco es evidente a qué nos referimos cuando nom-
bramos a Stanislavski. No recorreré aquí la lista de los innumerables
Stanislavskis que no han cesado de producir la crítica, la academia y
la práctica teatral desde las primeras décadas del siglo pasado. El
maestro ruso ha corrido, claro está, la suerte de los clásicos, es decir
la de haberse multiplicado en tantas versiones de sí como comenta-
ristas o discípulos se han acercado a su palabra escrita y aun a su en-
señanza directa. Pero nada hay que lamentar si el “verdadero Stanis-
lavski” ha quedado sepultado bajo un cúmulo exegético pues –demás

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José Luis Valenzuela

está decirlo- no se trata de qué quiso decir determinado autor, sino de


qué nos dice su escritura y de qué podemos decir y hacer a partir de ella.
Como he sugerido en algún artículo volátil (Valenzuela 2010),
sólo se trata de poder continuar un trazo que otros han dejado, incluso
involuntariamente y sin destinatario explícito. Si las luces y los soni-
dos de lo contemporáneo se nos escapan a una velocidad inalcanza-
ble, sólo nos queda ser receptivos a sus huellas, sólo subsiste la tarea
detectivesca de intuir las fuerzas y los pensamientos que han marcado
una materia –tangible o significante- que hoy está aún a nuestro al-
cance. Pero nadie sabe hasta qué punto las voces y los destellos intui-
dos provienen del propio observador/lector y hasta dónde son atri-
butos de la huella misma. Es así que la indagación –es trivial repetirlo-
nunca dejará de ser reflexiva, especular, perturbada y trastocada por
el indagador.

En nuestro oficio, todo es continuación de huellas: actores


que reviven en sus gargantas y labios los trazos verbales dejados por
un autor en la página, directores y directoras que prosiguen en su
dramaturgia escénica las huellas elocutivas o gestuales dejadas inten-
cional o accidentalmente por los actores y actrices durante los ensa-
yos, actores que continúan en sus cuerpos y en el espacio los trazos
dejados por el decir y el hacer de otros actores, críticos que continúan
en su libreta de notas los trazos que deja la escena en su sensibili-
dad…
¿Quiere esto decir que el rastreador, el cazador de huellas
debe tener una imaginación tan frondosa como le sea posible, de
modo de llevar muy lejos, en su propio territorio asociativo, las reso-
nancias de unas marcas ajenas? Esa imaginación fértil podría suscitar
en el escudriñador unos ecos semánticos y plásticos, podría quizá re-
novar en él aquellas fuerzas y esos flujos que ayer dejaron ciertas mar-
cas y que hoy están ausentes. Pero la cuestión no consiste solamente

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Bye-Bye, Stanislavski?

en revivir unas potencias anónimas dormidas en los trazos, sino tam-


bién en saber dirigirlas, de manera tal de encadenar itinerarios que a
su vez sean fecundantes de otras continuaciones posibles.
Vale decir que el problema es el de ligar de otro modo aquello
que ya ha sido trazado. Y es en ese otro modo de ligar donde el receptor
deja su marca, pues, carentes de ataduras, las imágenes serían pronto
llevadas por el viento. Se trata entonces de recombinar de otra forma
tanto lo ya trazado como lo que esos trazos agitan en quien los recibe;
se trata de enhebrar en otros hilos ese revuelo de asociaciones de
propietario incierto.
La posibilidad de que la continuación de un trazo sea a su vez
susceptible de prosecución es, por lo tanto, más un problema de for-
mas que de contenidos. Podemos aventurar entonces que cuanto más
abundante y heteróclito sea el repertorio de formas transitadas y “he-
chas carne” por el artista, más inesperadas y cautivantes podrán ser
sus respuestas a las provocaciones de unos trazos extraños. Esos tra-
zos, permítanme insistir, son dejados por unas fuerzas y unos flujos
ya ausentes que, como tales, son irrecuperables y carecen de rostro.
(Y para que esta pérdida tenga lugar, no hace falta que entre la marca
y su continuación medie un tiempo mensurable: mientras están de-
jando sus huellas, las fuerzas y los flujos están ya ausentándose).
Una vez rearticulada una herencia, algún observador puede
preguntarse qué intención guiaba al artista en su puesta-en-forma de
cierta imaginería tumultuosa que lo inquietaba. Será ésta, claro está,
una indagación que abriría la puerta a conjeturas sin visos de contras-
tación concluyente: nadie podría decir con certeza, careciendo de
otros datos que no sean los de la pura contemplación, qué ha sido
intencionalmente expresado en una obra dada y qué es lo que en ella
se manifiesta al margen y a pesar de todo propósito consciente. Pero
se pueden sopesar efectos de recepción, evaluar las consecuencias se-
mánticas, afectivas o aun pulsionales de determinadas creaciones ar-
tísticas y, sobre todo, detectar qué clase de construcciones formales pudie-
ron dar lugar a esos efectos.

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José Luis Valenzuela

**

Se ha dicho incontables veces que el teatro ha sido “síntesis


de artes” antes de ser un espacio abierto híbrido e indefinidamente
transitable en que se habría borrado toda frontera a priori entre “len-
guajes”, medios y materias antes compartimentadas. En cualquier
caso, la escena teatral convoca gramáticas y reglas compositivas
oriundas de la plástica, de la música y de la literatura, por nombrar
sólo a las integrantes más conspicuas de una vieja taxonomía de la
expresión. Tales artes fueron consolidando, a lo largo de los siglos,
matrices formales y lógicas combinatorias que respondían eficiente-
mente a las propiedades y las limitaciones de los materiales disponi-
bles, a los problemas de composición a resolver y a los destinos pre-
vistos para sus obras. No debería extrañarnos entonces que un arte
de aparición relativamente reciente, tal como el de la dirección escé-
nica, se valiera de los modelos de composición largamente desarro-
llados y probados por disciplinas mucho más antiguas.

***

En 1808, el Burgtheater de Viena había creado el cargo de


Régisseur adjudicándole la responsabilidad autoral de sus escenifica-
ciones oficiales. En adelante, a quien ocupara ese lugar le cabría “co-
sechar en solitario tanto el honor como el deshonor en relación a la
puesta en escena” (Terfloth 1976 83). Las funciones del Régisseur que-
daban especificadas en estos términos: “la elección y la colocación
del mobiliario, la distribución y el movimiento de los extras, los luga-
res para las entradas y las salidas, la secuencia de los actores, en resu-
men, todo lo que pertenezca a la escenificación” (Terfloth 1976 82).
Dado este marco general en que el director de teatro debía
realizar su tarea coordinadora, puede decirse que Georg II, Duque de
Saxe-Meininger funda la puesta en escena, hacia fines del siglo XIX,
como una rama de las “artes del espacio” (si nos ubicamos en el

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Bye-Bye, Stanislavski?

punto de vista de los artistas) o como un “arte visual” (si nos coloca-
mos del lado de los receptores), reproduciendo así una dicotomía en
que recae toda práctica artística, a saber, la de la doble tarea de distri-
buir y conectar un conjunto de elementos heterogéneos (que en el
arte escénico incluye unos cuerpos vivientes refractarios a cualquier
in-formación rígida) y de dar a percibir las formas resultantes a un
observador.
Georg II, pintor frustrado a causa de sus dificultades con el
manejo del color, era sin embargo un excelente dibujante que dise-
ñaba sus escenografías y sus vestuarios, establecía las posiciones de
sus actores en el escenario y trazaba los movimientos de masas de sus
figurantes. La organización espacial de la escena de los Meiningen
estaba guiada por el propósito de dinamizar la imagen de conjunto
ofrecida al público evitando la simetría, la monotonía distributiva, las
direcciones paralelas o perpendiculares al proscenio, dando así prefe-
rencia a las alineaciones oblicuas de los planos, los objetos y los cuer-
pos vivos.
En suma, el régisseur buscaba dar vida a sus composiciones
produciendo la impresión de que los elementos escénicos habían sido
distribuidos “naturalmente” en el espacio, promoviendo así, en el es-
pectador, la sensación de estar contemplando una “realidad”. La di-
rección teatral nacía, de esta manera, como un arte “retiniano”, para
emplear aquí la expresión que Marcel Duchamp pondría a circular
muchas décadas más tarde.
Si bien el ánimo realista de las escenificaciones de Georg II
ya exigía que los “decorados” fuesen volumétricos, para André An-
toine la escenografía tridimensional era, además, una suerte de corral
ortopédico para corregir ciertos excesivos bríos actorales heredados
de la declamación romántica. De hecho, el efecto de realidad que lo-
graban las escenas de los Meiningen era menoscabado por unas ac-
tuaciones ampulosas y estatuarias que, en la Compañía, quedaban
bajo la supervisión de Helene von Heldburg, esposa de Georg II.
Antoine entendía que esa grandielocuencia podía encauzarse
más “naturalmente” si los actores, olvidando el arco que media entre

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José Luis Valenzuela

el escenario y la platea, se movieran en el escenario respondiendo a


los obstáculos y soportes brindados por un mobiliario, unos practi-
cables y unas superficies sólidas que operaban como “cables a tierra”
para cualquier exceso de energía pasional. El olvido de la platea podía
reforzarse oscureciendo completamente la sala y haciendo del “deco-
rado” tridimensional un recinto tangible sembrado de provocativos
focos de interés sensorial tales como los famosos trozos de carne
verdaderos colgados en una carnicería ficticia.
Pese a la atención prestada a la verosimilitud de los compor-
tamientos escénicos, la dirección de Antoine seguía siendo un arte
visual –virado hacia la arquitectura- que no se comprometía con la
“interioridad” de los cuerpos actuantes. Admitiendo la difícil gober-
nabilidad y la intrincada psicología de los actores, el director francés
prefería provocar iniciativas y reacciones psicofísicas espontáneas va-
liéndose de un cercado escenográfico que les erigía límites a la vez
que les proveía un marco de sensaciones reales a las cuales responder.
En los espacios escénicos construidos por los colaboradores
de Antoine resonaban las prescripciones de Émile Zola respecto del
trabajo del escritor naturalista. Para el novelista francés, la tarea fun-
damental era la de construir minuciosamente y con todo detalle el
mundo ficcional, para luego tomar nota de las acciones y reacciones
de unos personajes en ese entorno concreto, tal como un biólogo
observa las conductas de sus cobayos buscando comida dentro de un
laberinto a escala. “Cuando la documentación esté completa, la no-
vela se hará por sí misma. El novelista debe limitarse a ordenar los
hechos de modo lógico”, aseguraba Zola.
Para estos fundadores del arte de la escena, el texto dramático
seguía siendo una referencia absoluta y una piedra de toque incues-
tionable: dirigir “es comprender con claridad la idea del autor, para
explicarla con paciencia y precisión a los ansiosos actores”, decía An-
toine, agregando que “la dirección moderna debe desempeñar la
misma función en el teatro que las descripciones en una novela” (An-
toine 1987 28). El advenimiento de “este arte sutil y poderoso”, sin
embargo, no hubiera tenido lugar si la teatralidad clásica no hubiese

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Bye-Bye, Stanislavski?

dado paso a “un teatro que tomó en cuenta el nivel social y la vida
diaria de sus personajes” (1987 29). Con Victor Hugo y Alexandre
Dumas, “los actores debían comer en el escenario, dormir allí y sen-
tarse en sus camas a soñar” (1987 29); en la dramaturgia de la segunda
mitad del siglo XIX habían declinado, por lo tanto, las grandes bata-
llas y los ímpetus trágicos, y ello, según Antoine, hacía necesaria la
invención de “el arte de dirigir” (1987 29) a la manera de la descrip-
ción novelística.
La puesta en escena sería entonces la tarea de dar un cuerpo
visible y tangible a una descripción literaria que no siempre es explí-
cita en el texto escrito por un dramaturgo. Pero las hipertrofias des-
criptivas del Théâtre Libre reforzaban la naturaleza plástico-espacial
de la dirección, limitando su temporalidad a la del movimiento de los
actores y al tránsito de un cuadro escénico a otro. Bajo la influencia
de Zola, las escenificaciones de Antoine se atascaban en el “realismo
desilusionado” que György Lukács deploraría en su evaluación re-
trospectiva en la década de 1930.
Para el filósofo húngaro, la caída de los ideales revoluciona-
rios tras la restauración aristocrática acontecida en Francia a media-
dos del siglo XIX había convertido el realismo épico de Balzac, Scott
o Tolstoi en el naturalismo desencantado de Zola, Flaubert o los her-
manos Goncourt. Lukács afirma entonces que “la alternativa narrar
o describir corresponde a los dos métodos fundamentales de repre-
sentación propios de estos dos períodos” (Lukacs 1965 53), y sus-
cribe la apreciación de Paul Bourguet cuando éste sugiere, acerca de
los Goncourt, que en ellos “lo significativo en un hombre no es aque-
llo que hace en un momento de crisis aguda y apasionada, sino sus
hábitos cotidianos, los cuales no denotan una crisis, sino un estado”
(1965 60).
Según Lukács, la desilusión naturalista reflejaba una actitud
ante el suceder histórico consistente en “registrar, sin combatirlos,
los resultados ‘acabados’, las formas constituidas de la realidad capi-
talista, fijando solamente sus efectos, pero no su carácter conflictivo,
las luchas de fuerzas opuestas que la habitan” (1965 83). De este

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José Luis Valenzuela

modo, el énfasis en la descripción era propio de un novelista que in-


vitaba a sus lectores a contemplar y observar la realidad en torno como
un lento paisaje que evolucionaba ante sus sentidos según leyes en
que no cabía intervención humana alguna. Lejos se estaba de los ím-
petus transformadores de la Ilustración y de las primeras décadas del
siglo XIX, tiempos en que los lectores eran invitados a participar en la
historia en curso.

****

El segundo padre fundador que había recibido el influjo po-


tente del Duque de Saxe-Meininger era Konstantin Stanislavski, tea-
trista expuesto, en la Rusia que transitaba entre dos siglos, al renacer
de unas turbulencias revolucionarias que desembocarían en el primer
Estado Soviético.
Entre 1915 y 1930, la escuela formalista de crítica literaria na-
cida en la efervescencia de las vanguardias artísticas del Este europeo
había depurado el abordaje de los textos de toda justificación senti-
mental, psicológica o biográfica, sentando las bases del estructura-
lismo que sobrevendría algunas décadas más tarde.
Seguramente las ideas formalistas no le eran ajenas al ávido
lector Stanislavski, y bien pueden haber influido en el “análisis activo”
de la obra dramática que marcó las últimas fases de sus búsquedas
artístico-pedagógicas. Se trataba, claro está, de una influencia que no
desalojaría del todo esa “espiritualización” de la letra autoral por la
cual el maestro ruso seguía proponiendo a sus actores que “encuen-
tren un ángulo desde el cual puedan juzgar la obra, el mismo desde el
cual logró el autor concebirla” (Stanislavski 1980 53). De ese modo,
ya desde una primera lectura, los intérpretes podían seguir “la línea
del desarrollo del espíritu humano, del organismo vivo del personaje
y de toda la obra” (1980 194). Aún en los primeros años de la década
de 1930, Stanislavski insistía en que “se debe ayudar al artista, desde
el comienzo, a encontrar en el alma del personaje alguna partícula de
sí mismo, de su propia alma. Enseñar eso significa enseñar a sentir

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Bye-Bye, Stanislavski?

nuestro arte” (194). Desde los comienzos mismos de su Sistema y


hasta sus últimos días de trabajo, el director del Teatro de Arte no
dejó de involucrarse en esa “interioridad” actoral que Antoine había
preferido apartar de sus preocupaciones.
Asumiendo que un actor bien podría permanecer indiferente
a las solicitaciones de la palabra del dramaturgo, el Maestro agregaba
que
En todas las circunstancias en que ni el arrobamiento to-
tal ni la identificación con el papel nazcan por sí mismos,
luego del primer contacto con la obra, será necesario realizar
una labor para preparar y crear el entusiasmo artístico sin el cual
no es posible la creación. (Stanislavski 1980 194. Énfasis del
autor)

Esa mediación preparatoria será, en su versión más afinada, el


“método de las acciones físicas” con que concluye la obra pedagógica
de Stanislavski.
Y es el concepto stanislavskiano de acción lo que inducirá un
giro radical en “el arte de dirigir”, sustituyendo el paradigma pictórico
que guiaba las escenificaciones naturalistas de Antoine y las innova-
ciones de Georg II, por un paradigma literario en que el texto no sería
sólo una materia viva en que se debía ingresar empáticamente, sino
también una estructura conferida por el trabajo formal del dramaturgo
y que los actores debían reconstruir en la escena.
Dotar de estructura al comportamiento escénico implicaba pa-
sar del puro movimiento a la acción propiamente dicha, suponía instalar
una temporalidad dramática intrínseca a la escena allí donde antes sólo
se había logrado, en el mejor de los casos, mantener una continuidad
narrativa entre episodios o cuadros en sucesión. La acción stanis-
lavskiana refundaba así el oficio de dirigir, recuperando ese realismo
épico que restituía un compromiso participativo en los espectadores,
rescatándolos de la posición de puros observadores a que los había
relegado el realismo descriptivo. La diferencia entre ambos modos de
representación puede ilustrarse con un ejemplo que nos ofrece Lu-
kács.
9
José Luis Valenzuela

En “¿Narrar o describir?”, el filósofo compara la descripción


de un teatro efectuada por Zola en Naná con el procedimiento em-
pleado frente al mismo objeto por Balzac en Ilusiones perdidas. Según
Lukács, el teatro y la representación constituyen, para el primero de
estos autores, “solamente el ambiente en que se desarrollan íntimos
dramas humanos”.

La universal y compleja dependencia del teatro en rela-


ción con el capitalismo y en relación con el periodismo de-
pendiente del capital; las relaciones entre el teatro y la litera-
tura, entre el periodismo y la literatura; el carácter capitalista
de la relación entre la vida de los actores y la prostitución
abierta o disfrazada… [todo ello] aflora en Zola sólo como
hechos sociales, como resultados, como caput mortuum de la
situación. (Lukacs 1965 47)

La descripción de este telón de fondo estático requiere de


Zola la superposición de un enunciado socio-político a la imagen
dada a la contemplación del lector: “El director del teatro repite in-
cesantemente: ‘No diga teatro, diga burdel’”. Es necesario “expli-
carle” al lector, con una frase como ésta, aquello que la situación re-
tratada no alcanza a decirle por sí misma.
En Ilusiones perdidas, en cambio,

Balzac representa el modo por el cual el teatro se prosti-


tuye en el capitalismo. El drama de las figuras principales es,
al mismo tiempo, el drama de las instituciones en cuyo marco
ellas se mueven, el drama de las cosas con que ellas conviven,
el drama del ambiente en que ellas traban sus luchas y de los
objetos que sirven de mediación a sus relaciones recíprocas.
(1965 47)

Y Lukács establece aquí una progresión ampliamente pertinente


para los procedimientos de la escena realista:

10
Bye-Bye, Stanislavski?

Los objetos del mundo que circundan a los hombres


pueden ser meros escenarios de la actividad y del destino de
ellos. (…) [Asimismo] pueden ser instrumentos de esa activi-
dad y ese destino o pueden ser –como pasa con Balzac- pun-
tos cruciales de las experiencias vividas por los hombres en
sus relaciones sociales decisivas. (1965 47)

Es precisamente la tercera posibilidad representacional la que


Stanislavski inaugura al sustituir la idea de un marco estático para la
acción escénica por unas “circunstancias dadas” cargadas de dina-
mismo, a la vez determinantes de y determinadas por los comporta-
mientos actorales. La dupla indisociable conformada por la acción y
las circunstancias dadas dota al suceder escénico de una dramaticidad
inmanente que faltaba en los movimientos ejecutados por los actores
dentro de las escenografías concebidas por André Antoine.
Si Antoine pudo ser “el Zola de la puesta en escena”, Stanis-
lavski habría sido “el Tolstoi de la dirección”, por así decirlo. El rea-
lismo stanislavskiano deja de ser descriptivo desde el momento en
que no necesita que un testigo signifique o “explique” la situación
representada, a la manera del director del teatro retratado en Naná.
Las circunstancias escenificadas por Stanislavski e interpretadas por
sus actores son, por el contrario, intrínsecamente elocuentes, puesto que
no sólo son instrumentos de la acción de los personajes, sino que
pueden asimismo ofrecer una resistencia activa y proteica a las pre-
tensiones de estos últimos.
Si, como sugería György Lukács, la descripción supone un
lector/espectador contemplativo mientras que la narración, a medida
que se torna más y más dramática, invade el cuerpo de ese receptor
hasta casi arrancarlo de su asiento, puede entenderse que Stanislavski
haya visto en la acción (concebida como un hacer dotado de una es-
tructura particular, insisto) el vehículo para que los actores y los es-
pectadores lleguen a vivir la escena en lugar de limitarse a contem-
plarla. La forma narrativo-dramática de la acción se le aparecía al
Maestro como un decisivo “embrague” mediador entre el actor y sus
circunstancias, así como entre la escena y el público.
11
José Luis Valenzuela

En muchos de sus textos, el director ruso nos da a entender


que la “creación de la vivencia” escénica reclama un trabajo técnico
(una “psicotécnica”) para el cual el Sistema ofrecería las herramientas
pertinentes. Sin embargo, esa vivencia –que en Stanislavski constituye
el horizonte y el cenit del arte actoral- es, como intentaré mostrar en
las páginas de este ensayo, una línea de fuga en la maquinaria técnica
de la representación realista. La insistencia del Maestro en que no se
trata de “representar” sino de “vivir”, con todos los equívocos psico-
logistas y mistificantes que ello acarrea, problematiza a su modo la
tensión contemporánea entre ofrecer al espectador una imagen (con-
templable e interpretable y, en esa medida, inofensiva) del hacer hu-
mano en la escena o, por el contrario, empujar a ese espectador fuera
de su “zona de confort”, haciéndolo transitar una experiencia “de
primera mano”, singular, irrepetible e intransferible, en que lo Real
indómito podría abrirse paso por entre los velos de una realidad téc-
nicamente reproducible.

II

La eficacia y los límites del método stanislavskiano de las ac-


ciones físicas se sostiene en una hipótesis fundamental: el texto dra-
mático siempre puede ser abordado y reescrito en la escena como una
novela comprimida. Los diálogos que el dramaturgo nos da a leer son
islotes de acción verbal debajo de los cuales se oculta el zócalo su-
mergido de una narración mucho más extensa. Antoine también lo
había presentido, y por eso adjudicaba a la dirección escénica la mi-
sión de restituir a la letra la dimensión descriptiva que el autor sólo
podía entregarnos muy abreviadamente.
Para el mentor del Théâtre Libre, parecía obvio que el cum-
plimiento de esa tarea suplementaria respecto del texto escrito inscribía
el naciente oficio de dirigir en el territorio de las artes plástico-arqui-
tectónicas. Eso significaba que, en el momento de establecer los prin-
cipios de composición –es decir, la morfología y la gramática- de la
puesta en escena, el director debía aprender del dibujante, del pintor,

12
Bye-Bye, Stanislavski?

del escultor y del arquitecto. Y respecto de la dirección de actores, se


trataba de imitar a ese biólogo empeñado en lograr que un ratón, co-
rriendo por los pasadizos de una construcción laberíntica, aprendiera
a encontrar el camino hacia su trozo de queso.
El giro stanislavskiano consistió en pensar la escenificación
no como el suplemento plástico de un texto ya escrito, sino como
una reescritura de la letra autoral por otros medios. El director stanis-
lavskiano es, pues, un literato de la materia, tanto de las materias vivas
actuantes como de las materias tangibles que dialogan con los com-
portamientos escénicos. Stanislavski no suplementa lo ya escrito, sino
que escribe en y con los cuerpos otro texto que sin embargo mantiene
con el primero una relación subordinada, exegética, cabría decir. Por
lo tanto, el maestro ruso debía “fisicalizar” los mecanismos descrip-
tivos y narrativos que hacen funcionar y dan vida a la obra dramática
en tanto que palpitante organismo de palabras. Describir y narrar
eran para él las “fuerzas motrices” de la vida del texto, y el método
de las acciones físicas debía reactivar esas fuerzas en la materia escé-
nica.

En su aplicación estricta, el método stanislavskiano debería


someterse a una dramaturgia realista, lo cual no impediría sus usos
localizados, diversamente acotados, en fragmentos narrativos de es-
crituras que, a escala de la obra completa, se apartan de dicha poética.
No obstante, mientras el método de las acciones físicas se
edificaba y maduraba en las primeras décadas del siglo pasado, otras
dramaturgias habían obligado a reinventar el arte de la puesta en es-
cena desde supuestos formales diferentes de los que habían cimen-
tado la representación realista. Y, si leemos atentamente a Lukács,
quizá quedemos convencidos de que esas nuevas dramaturgias eran
la consecuencia de la hipertrofia descriptiva que el filósofo húngaro
reprochaba a la literatura posterior a la Segunda república francesa.

13
José Luis Valenzuela

**

No es difícil coincidir con Fredric Jameson cuando éste, mo-


vido por los hálitos de Bajtín y Auerbach, entiende que la construc-
ción realista queda definida por la ilación narrativa de una pluralidad
de materiales heterogéneos y que ese engarce variopinto está siempre
amenazado desde dentro por una disolución “pictórica” del relato. El
crítico norteamericano sostiene que

lo opuesto a la temporalidad cronológica del relato lineal [ca-


racterística del realismo como forma pura de contar] tiene que
ver con un presente, aunque sea de un tipo diferente de pre-
sente que el marcado por el sistema temporal tripartito de pa-
sado-presente-futuro, e incluso por el antes y el después. Ca-
lificaré ese presente –o lo que Alexander Kluge denomina la
“insurrección del presente contra las demás temporalidades”-
como el reino del afecto. (Jameson 2018 58)

Jameson llama “impulso escénico” a esa fuerza presentifica-


dora intrínseca al realismo, a la vez que la sabe refractaria a toda na-
rración, y advierte que ese impulso, al que Lukács le habría achacado
un anegamiento descriptivo,

detectará a sus enemigos en la jerarquía de personajes que


pueblan el cuento, el cual difícilmente puede concebirse sin
protagonista. En particular, batallará contra las estructuras del
melodrama (por las que se ve incesantemente amenazado). Su
batalla final se desarrollará contra el predominio del punto de
vista que parece mantener controlados los impulsos afectivos
y asumir la capacidad organizativa de una conciencia central.
(2008 59)

Tal es, justamente, el ímpetu disolvente que anima a las dra-


maturgias simbolistas surgidas en los últimos lustros del siglo XIX.
El “teatro estático” de autores como Maurice Maeterlinck descreía de
14
Bye-Bye, Stanislavski?

la acción y de sus poderes transformadores, dando lugar a obras de


una laxa narratividad, demoradas en lo que parecía ser la larga des-
cripción de un estado de cosas devenido eterno. El desencanto de-
solado, la vanidad de toda lucha y aun de todo proyecto, vivenciados
por una Europa cansada de revoluciones traicionadas por sus propios
gestores y beneficiarios, parecía alcanzar en el simbolismo su traduc-
ción literaria más extrema.

***

Si la mímesis del absoluto desamparo habría de permanecer


en el campo de la palabra, ésta debía hallar o recuperar sintaxis por
completo diferentes de las gramáticas realistas (que aparecían retros-
pectivamente como sometidas a una poética del optimismo del hacer)
o bien resignarse al absoluto silencio. La dramaturgia simbolista po-
nía en crisis esa conexión cuasi-causal entre sucesos y acciones enca-
denadas que entregan su significado pleno en el momento del desen-
lace o punto final, tras haber ido ofreciendo significaciones parciales
y provisorias a lo largo de la trama.
Disolver el relato realista, decir el vacío en que se funda toda
agitación humana, implicaba por lo tanto conmover el régimen del
signo, desprender los significantes de esos significados que presta-
mente suturan la angustiosa brecha por donde se cuela la intuición de
que las imágenes y los sonidos nada quieren decirnos. Los poetas ya
habían experimentado largamente con esas desujeciones y reasigna-
ciones de los significantes, de modo que al teatro simbolista sólo le
restaba asumirse como “drama poético”, restaurando la metáfora allí
donde la prosa realista había entronizado la metonimia.
Desentendido de la obligación de entregar significados inme-
diatos, el significante podía reivindicar su materialidad sonora y or-
denarse según los dictados de un ritmo o aun de una línea melódica.
Pero la liberación del significante no sólo comprometía al signo y a
las microestructuras del lenguaje, sino también a la frase y aun a las

15
José Luis Valenzuela

estructuras dramáticas más abarcadoras (recordemos la señalada ho-


mología entre el relato como gran frase y la frase como pequeño re-
lato). La organización del drama podía entonces abandonar los pa-
trones estrictamente literarios y adherir a la música de manera cons-
ciente y preponderante. Así veremos a Strindberg, por ejemplo, or-
denar la textualidad de su “teatro de cámara” siguiendo la forma so-
nata sancionada por Haydn.
(Se habrá advertido que he puesto un autor rotulado como
“expresionista” bajo la sombra del simbolismo. Ello se debe a que he
dejado de lado la perspectiva crítica e historiográfica que puebla de
“ismos” el devenir de las artes para afirmar en cambio el punto de
vista de la poiesis de las obras, ámbito donde la periodización no de-
pende de los efectos de recepción sino de los recursos movilizados
en la producción del objeto estético. De esta manera, la dramaturgia
simbolista moderna comenzaría poco antes de terminar el siglo XIX
y se extendería, por lo menos, hasta el mal llamado “teatro del ab-
surdo”, y nada nuevo estaría diciendo si evocara aquí, en favor de mi
argumento, el notable diálogo que sostiene Los ciegos de Maeterlinck
con Esperando a Godot de Beckett).

****

Ahora bien, ¿cómo llevar a escena esta dramaturgia de “at-


mósferas” sin antes ni después, estos paisajes donde todo protago-
nismo –y aun toda identidad personal- tiende a difuminarse?
Entendiendo que los textos de Maeterlinck reivindicaban su
intrínseca irrepresentabilidad y que el autor abominaba la carnalidad
demasiado real de los actores, Paul Fort y Aurélien Marie Lugné
(Lugné-Poe) inmovilizaban a los intérpretes, proponiéndoles, en
todo caso, lentos desplazamientos mientras recitaban de un modo
neutro y regular las palabras del dramaturgo. Las luces se atenuaban
para favorecer la ensoñación del público, mientras la música, la ilu-
minación coloreada y los perfumes difundidos en la sala acompaña-
ban un acunamiento del espectador.

16
Bye-Bye, Stanislavski?

Años más tarde Vsevolod Meyerhold, al escenificar a Mae-


terlinck, trataría de despertar a la platea con su “teatro de la conven-
ción consciente”, donde el actor debía abrevar en la frondosa heren-
cia de la danza para construir una “música plástica” y donde la super-
ficie significante debía dejar espacio para un fondo oscuro que las
palabras no podían profanar. El paradigma musical había desplazado,
en la galaxia simbolista, al modelo literario que seguía amparando al
realismo.
Más tarde, la biomecánica circense proveería potentes micro-
estructuras para organizar la gestualidad desemantizada de los actores
de Meyerhold. Pero fue necesario que Sergei Eisenstein diera forma
a su “pensamiento en imágenes” a través del montaje metafórico para
dotar de una gramática a la composición simbolista de la escena. Es
la fértil conjunción de los aportes de Meyerhold y de Eisenstein lo
que permitirá afirmar la poética simbolista en una escenificación cuya
lógica compositiva será radicalmente diferente de la que había dado sos-
tén a la representación realista. (No nos dejemos engañar por la pe-
riodización historiográfica convencional: las abstracciones del cons-
tructivismo ruso no hicieron otra cosa que llevar al límite la deseman-
tización de los significantes y la “musicalización” de las formas ya
autorizadas por la lógica simbolista, y otro tanto puede decirse del
teatro de Oskar Shlemmer en la Bauhaus, por ejemplo).

*****

No obstante, el realismo desencantado de los discípulos de


Émile Zola contenía el germen de una tercera poética de la escena
que daría sus inquietantes frutos recién en la segunda década del siglo
XX.
Es sabido que André Antoine, convencido de que la puesta
en escena moderna debía desempeñar en el teatro “la misma función
que las descripciones en la novela”, no vacilaba en instalar objetos
reales en un espacio que los actores podían habitar y vivenciar como
si se tratara de sus propios hogares. Pero al rememorar las audacias

17
José Luis Valenzuela

del naturalismo teatral, los historiadores suelen insistir en la mención


de la auténtica pieza de carne vacuna colgada en el escenario de un
gancho de carnicero, lo cual nos da un indicio de que el público del
Théâtre Libre pudo haber asistido, en esa ocasión, a un exceso des-
criptivo, como si esa carne expuesta –a punto de convocar quizá al-
gunas moscas a su alrededor- hubiese agujereado de pronto la inofen-
siva trama de la ficción escénica, horadándola traumáticamente.
Acostumbrados a contemplar en los escenarios una transpo-
sición sublimada de la vida cruda, aquellos espectadores vestidos con
la elegancia que la ocasión merecía, debieron preguntarse si hacía falta
exponer esa materia rápidamente corruptible para denotar una carni-
cería, cuando hubiese bastado con vestir a uno o dos figurantes con
delantales salpicados de manchas púrpuras, por ejemplo. La carne
colgada, en cambio, no sólo habría exhibido una obscenidad inaudita,
sino también la impertinencia de un peñón en medio de una pista de
carreras. Su equivalente literario serían esas

anotaciones escandalosas (desde el punto de vista de la es-


tructura) (…) que parecen proceder de una especie de lujo de
la narración, pródigas hasta el punto de dispensar detalles
“inútiles”. (…) La anotación insignificante (tomando esta pa-
labra en su sentido fuerte: aparentemente sustraída de la es-
tructura semiótica del relato) (…) subraya el carácter enigmá-
tico de toda descripción. (Barthes 1987 211-212)

Las incrustaciones de materia cruda en la representación es-


cénica, esos atrevimientos con que Antoine buscaba estimular a sus
actores para que olvidaran el agujero negro que se les abre al otro
lado del proscenio, no eran una profundización del realismo sino su
abolición, su caída en la inutilidad narrativa, en el alarde escandaloso
e injustificable de la cosa gratuitamente desnuda de valor estético y
redundante de significación. Brevemente dicho, el director del
Théâtre Libre anticipaba involuntariamente, en algunos lustros, las
provocaciones de los dadaístas del Cabaret Voltaire.

18
Bye-Bye, Stanislavski?

******

Una brevísima distancia media entre el “detalle insignificante”


engastado en la escena naturalista y la neutralidad a-significante de la
materia áspera e inclemente investigada por el informalismo plástico
de ascendencia dadaísta. Por otra parte, de haber sido menos inquie-
tante aquello que la asociaba a la descomposición y a la muerte, ¿no
habría ostentado esa pieza de carne colgada en un escenario teatral la
misma presencia ofensiva que un anticipado ready-made? Así como el
urinario de Marcel Duchamp resquebrajaba las solemnes imposturas
de una Institución Arte ya encadenada a la lógica del Mercado, el na-
turalismo de Antoine había activado sin querer el artefacto explosivo
que pulverizaría la idea misma de representación artística –tanto rea-
lista como simbolista- en la segunda década del siglo XX.
Allí, en el escenario del Théâtre Libre, el teatro representa-
cional estaba a punto de colapsar, inaugurando una nueva lógica com-
positiva y proponiendo a los espectadores una experiencia de muy
otro orden que aquellas a las que estaba acostumbrado. Sólo faltaba,
para que la representación entrara en una crisis radical, que la Primera
Gran Guerra asestara su golpe definitivo a cualquier esperanza puesta
en una Cultura ya inocultablemente letal para toda construcción que
no fuera la de las tasas de ganancia.
La pregunta por el “querer decir” de la obra, al perder su asi-
dero del lado del escenario y de su “más allá” semántico, empezaba a
revertirse sobre la platea, y el receptor bien podía sospechar que se
estaba dejando de experimentar sobre el objeto artístico mismo para
hacer de sus propias percepciones, sensaciones, prejuicios y pulsiones
el campo de pruebas del arte por venir.

*******

Si la lógica compositiva del realismo teatral se refugiaba en


los modelos provistos por las estructuras de la prosa literaria (pues la

19
José Luis Valenzuela

escena debía, ineludiblemente, narrar), si la composición dramatúr-


gica simbolista se beneficiaba del extenso bagaje formal de la música
de todos los tiempos y la escena podía seguirle el paso gracias al mon-
taje eisensteiniano, la naciente poética dadaísta retomaba el para-
digma de unas artes plásticas trastocadas ya por el post-impresio-
nismo y esparcidas por las vanguardias de comienzos del siglo pasado
en terrenos de ilimitada hibridez y fertilidad artísticas.
Pese a las muchas décadas que nos separan de las bufonadas
de Tristan Tzara y las astucias conceptuales de Duchamp, se diría que
hace un siglo se sentaron las bases de las tres lógicas de composición
fundamentales que aún hoy se despliegan, como un exiguo teclado
de inagotable productividad, frente al director de escena contempo-
ráneo. Cabe postular que todo espectáculo concreto –independiente-
mente de las tonalidades e inflexiones estéticas que nos dé a percibir-
deriva de la imbricación en diversos grados y proporciones de esos
tres regímenes formales básicos.

********

En el vasto intento de empezar a validar esta hipótesis, dedi-


caré las páginas que siguen a la exploración del paradigma realista tal
como lo abordaba Kostantin Stanislavski. Lejos de cualquier preten-
sión de exhaustividad ante una obra tan densa y potente como la del
maestro ruso, insistiré sobre todo en el entramado técnico y metodo-
lógico que ofrecía a sus actores a la vez que esperaba de ellos un
desempeño escénico deslumbrante, de pronto desembarazado de to-
da ortopedia procedimental.
Si persistimos en la pregunta por la contemporaneidad de
Stanislavski, podemos decir que el director del Teatro de Arte de
Moscú propuso a las actuaciones una estructura narrativo-dramática,
dando así mayor economía y eficacia a unos comportamientos escé-
nicos que hasta entonces costaba distinguir del mero movimiento. A
Partir de Stanislavski es posible precisar el tipo de conducta física o

20
Bye-Bye, Stanislavski?

verbal que propiamente podemos llamar acción, con benéficas con-


secuencias en la transmisión pedagógica de las técnicas actorales.
Simultáneamente, el maestro ruso entreveía, en esa estructu-
ración que fácilmente podía resultar excesiva, una posible línea de
fuga llamada “vivencia”, capaz de horadar esa envoltura siempre pro-
tectora –tanto de los intérpretes como de los espectadores- instituida
como representación teatral. Entre la estructuración metódica de los
comportamientos y la búsqueda del acontecimiento vivencial, los
aportes stanislavskianos se sitúan en un punto de consolidación del
realismo escénico a la vez que constituyen su más productiva puesta
en crisis.
Si el tiempo y las fuerzas me autorizan y me animan, en un
futuro más o menos cercano tentaré, en volúmenes subsiguientes, si-
milares incursiones en las actuaciones in-formadas por el simbolismo
(por la vía de Vsevolod Meyerhold y Sergei Eisenstein) y por el da-
daísmo (a través de la puerta entreabierta por Tadeusz Kantor y di-
versamente anunciada por Tristan Tzara, Marcel Duchamp, Alfred
Jarry y Antonin Artaud).

21
Bye-Bye, Stanislavski?

DEVENIR INOLVIDABLE

COSAS Y PALABRAS ATADAS CON ALAMBRE

Con una frecuencia tal vez excesiva suele aludirse a la esceni-


ficación teatral como a un dispositivo, sin llevar demasiado lejos las
consecuencias conceptuales de tal designación. El pensamiento con-
temporáneo atribuye a Michel Foucault la introducción técnica de
este término en la jerga filosófica y, cuando interrogamos sobre su
definición, se nos remite a una entrevista de 1977, realizada al filósofo
por un grupo de psicoanalistas y originariamente publicada en la re-
vista Ornicar? bajo el título “El juego de Michel Foucault”. Allí leemos
que el “dispositivo” es

Un conjunto decididamente heterogéneo que comprende dis-


cursos, instituciones, instalaciones arquitectónicas, decisiones
reglamentarias, leyes, medidas administrativas, enunciados
científicos, proposiciones filosóficas, morales, filantrópicas;
en resumen, los elementos del dispositivo pertenecen tanto a
lo dicho como a lo no-dicho. El dispositivo es la red que pue-
de establecerse entre estos elementos. (Foucault 1994 229-
300)

La heterogeneidad un tanto desconcertante de los componentes


de un dispositivo se matiza al agrupar tales componentes en dos gran-
des órdenes: el de las cosas y el de las palabras, el de lo visible y el de
lo enunciable.
Notamos hasta qué punto la escena teatral, poblada de mate-
ria visible, audible y tangible, así como de textos pronunciados por
los actores, alojada en cierto edificio o espacio delimitado, enmarcada
por la institución Teatro, gobernada –casi siempre de manera poco
perceptible para el público- por proposiciones normativas y/o inter-
pretativas del director o del autor…, esa escena teatral, digo, se aviene

23
José Luis Valenzuela

de inmediato a la condición heteróclita de un “dispositivo” tal como


lo entendía Foucault.
En principio, la partición entre lo visible y lo enunciable sería
tan abarcativa como la que Descartes establecía entre la res extensa y
la res cogitans, pues todo lo existente podría inscribirse en una u otra
de aquellas categorías foucaultianas. Sin embargo, cada vez que nos
ocupamos de un dispositivo particular, esa amplitud indefinida de lo
visible y lo enunciable se ve acotada y precisada por una historia que
ha dado al dispositivo su configuración presente y su localización
concreta. Todo podría caber en un dispositivo escénico, por ejemplo,
pero de hecho sus ingredientes y el modo en que éstos pueden arti-
cularse, se especifican en función de la eficacia que determinadas cosas,
conductas y palabras, reunidas de determinadas maneras, han tenido
en la historia teatral conocida.
Y hablar de “eficacia” implica asignar un propósito a cada
dispositivo específico. En efecto, lo que tendemos a ver como una
manera casi natural de producir un hecho escénico (seleccionar o es-
cribir un texto, distribuir papeles entre los actores, ensayar, coordinar
las actuaciones con los soportes escenográficos, lumínicos, sono-
ros… de la escena, publicitar el estreno, mantener un sistema de ven-
ta y difusión de la obra…) es la decantación en el tiempo de una serie
de respuestas atinadas ante las urgencias y las coerciones culturales,
económicas, políticas o institucionales que las sociedades fueron
planteando a la práctica teatral a lo largo de su historia. Nuestro sa-
ber-hacer teatral es un archivo de soluciones acertadas legado por
nuestros antepasados.
En suma, la aparición y consolidación de un dispositivo con-
creto –el “dispositivo de representación realista”, por ejemplo- de-
pende de una “función estratégica dominante”, como subraya Fou-
cault. Su razón de ser, su racionalidad, habrá sido siempre la resolución
de un problema –o de una sucesión de problemas- de orden práctico.
Detrás de un dispositivo, sin embargo, difícilmente encontramos un
Autor o un Estratega individual o un Poder planificador centralizado
que lo produce. El rastreo de tal autoría se disgregará casi siempre en

24
Bye-Bye, Stanislavski?

una multiplicidad de aportes, hallazgos, rechazos, saberes y técnicas


eventualmente acumulativos y esporádicamente sistematizados por
algunos archivistas diligentes.
No obstante, tarde o temprano esas dispersiones o esas series
locales y pragmáticas, esos contagios y diferencias accidentales o in-
tencionales, podrán ser acogidas o capturadas institucionalmente,
con la consiguiente canonización de sus invenciones contingentes y
parciales. De hecho, son estas periódicas apropiaciones las que man-
tienen vampíricamente en vida a la Institución (teatral, por ejemplo),
siempre amenazada de perecer por calcificación y artrosis grave.
Por otro lado, advertimos que la cuasi-definición que Fou-
cault ofrece en su entrevista de 1977 concluye con una frase cargada
de consecuencias: “El dispositivo es la red que puede establecerse entre [sus]
elementos” (Foucault 1994 229). No son los componentes discursivos
y/o no-discursivos –que, por otra parte, son variables, dinámicos y
multifuncionales- los que determinan la naturaleza de un dispositivo
particular, sino el tipo de relación que tales componentes mantienen en-
tre sí. El dispositivo es la red conectora misma que lo constituye.
En un comentario sobre el término foucaultiano que aquí me
ocupa, Gilles Deleuze describe esa red como “una especie de ovillo
o madeja (…) multilineal” que no está al servicio de una mera cir-
cunscripción estabilizadora del conjunto de elementos, sino que más
bien induce un desequilibrio de este último, pues “las líneas no se con-
tentan sólo con componer un dispositivo, sino que lo atraviesan y lo
arrastran de norte a sur, de este a oeste o en diagonal” (Deleuze 1990
155). Esas líneas “siguen direcciones diferentes, (…) se acercan unas
a otras tanto como se alejan entre sí. Cada línea está quebrada y so-
metida a variaciones de dirección (bifurcada, horquillada), sometida
a derivaciones” (Deleuze 1990 155).
Habría entonces un dinamismo interno, inmanente, en el dis-
positivo –al margen de las presiones que pudiera sufrir desde el exte-
rior-, en la medida en que éste está sostenido por unas “líneas de sedi-
mentación” estratificadoras, a la vez que lo ponen en crisis sus “líneas
de fisura” o de “fractura”. De esta manera, podríamos encontrarnos

25
José Luis Valenzuela

con dispositivos relativamente totalizados y estructurados –para disgusto


de Deleuze-, y con disposiciones abiertas, fluidas, “rizomáticas” y
más o menos caóticas.
Como señalan Hugues Peeters y Phillippe Charlier, “hablar
de dispositivo permite por lo tanto hacer coexistir, en el seno de una
argumentación, entidades tradicionalmente consideradas como in-
conciliables” (Peeters y Charlier 1999 16). De allí las sospechas que
puede despertar un uso de este término que no venga acompañado
de ulteriores precisiones, como si todos supiéramos de qué estamos
hablando. Es por ello que los autores mencionados aluden a una
“ideología dispositivista” que deja en sombras la noción foucaul-
tiano-deleuziana hasta convertirla en un “concepto negro” que se
“incorpora discretamente en el corazón de una discusión más am-
plia”, de manera tal que el sustantivo “dispositivo” es “utilizado como
una manera de introducir [una] problemática a la vez que se oculta su
carácter problemático” (Peeters y Charlier 1999 21).

LA BLANDA JAULA DEL PELOTERO

Si bien el vocablo en que me estoy deteniendo tiene en Fou-


cault una connotación negativa en tanto construcción al servicio del
poder –como cuando nos presenta el panóptico de Bentham en Vi-
gilar y castigar o el “dispositivo de la sexualidad” en La voluntad de saber,
vale la pena prestar atención a la advertencia de Michel de Certeau
cuando nos recuerda que en nuestras sociedades subsisten “prácticas
técnicas mudas”, consideradas “menores”, pero que en sus operacio-
nes “conservan las premisas o los restos de hipótesis diferentes” (De
Certeau 1990 79).
Por lo pronto, nos inclinaríamos a decir que es en esa cate-
goría de tecnologías silenciosas y menores, resistentes en diversos
grados y de diversos modos, que se inscriben buena parte de los dis-
positivos teatrales contemporáneos. Pero, puesto que todo disposi-
tivo es excedido por unas líneas que, según Deleuze, “lo arrastran de
norte a sur y de este a oeste”, deberíamos guardarnos de asignar a
26
Bye-Bye, Stanislavski?

cualquier dispositivo abierto, fluyente y rizomático una condición


“revolucionaria” o “transgresora” per se, así como los dispositivos es-
tratificados y estructurados tampoco serían automáticamente asimi-
lables a unas teatralidades conservadoras o serviles. Las cosas son,
para bien o para mal, bastante más complejas, y sólo una exploración
(“cartográfica”) del objeto de estudio y de su contexto específico po-
dría resguardarnos de tentadoras simplificaciones. Detengámonos
por lo tanto en el dispositivo teatral, ya que sus estratos y sus fisuras
constituyen nuestro ambiente de trabajo cotidiano.
En primer lugar, tal dispositivo nos muestra una dimensión
procesual que suele estar puntuada por una singularidad ineludible: la
fecha de estreno. A partir de ese evento, podemos señalar un “antes”
y un “después” que diferirían fundamentalmente en el grado de “be-
nevolencia” del dispositivo. Peeters y Charlier, ampliando la idea de
“técnicas mudas” de Michel de Certeau, hablan de “dispositivos de
benevolencia” como alternativa a las instituciones normalizadoras y
coercitivas en que se demoraba Foucault. Se trata, según aquellos au-
tores, de “espacios transicionales” cuyo papel sería comparable a la
del “objeto transicional” de Winnicott, es decir que tendrían la fun-
ción de erigirse como mediación entre un individuo frágil y despro-
tegido (el lactante, por ejemplo) y una imprescindible instancia pro-
veedora y protectora (la madre, en este caso). Dicha mediación intro-
duciría una cuña en esa relación desproporcionadamente asimétrica,
haciendo gradualmente posible que el individuo inicialmente endeble
enfrente por fin al mundo con sus propios medios y capacidades.
Tales dispositivos benevolentes “constituyen ambientes o entornos
tolerantes al error, y procuran un espacio de juego y libertad en que
las acciones y las experiencias no son sancionadas” (1999 19), expli-
can Peeters y Charliers, y el lector podrá apreciar hasta qué punto y
en qué medida esos espacios podrían corresponder a lo que llamamos
“ensayo teatral”.
Más acá de la fecha de estreno suele extenderse entonces un
territorio relativamente permisivo –al margen del grado de “despo-

27
José Luis Valenzuela

tismo” que pudieran ejercer el Director y/o sus auxiliares-, si lo com-


paramos con el temible e implacable rigor con que algún Público po-
drá juzgar nuestra obra una vez que la pongamos bajo su considera-
ción. Se podría argumentar que el malestar persecutorio pre-estreno
es una preocupación exageradamente neurótica o paranoica que no
afecta a todos los artistas, pero hay siempre un cambio cualitativo en
el momento de afrontar la dimensión actual de un Público que durante
los ensayos había sido sólo una presencia potencial. Y cada actor re-
suelve a su manera ese trance singular: hay quienes dirán, inversa-
mente, que padecen los ensayos tanto como disfrutan sus salidas a
escena. (Decir “resuelve” no significa, sin embargo, que el actor
pueda decidir conscientemente cómo administra sus angustias y sus
goces; eso sería tanto como afirmar que el individuo puede transfor-
mar a voluntad su propia estructura clínica).
De un modo u otro, tiene sentido sostener la diferencia entre
el trabajo tentativo y enmendable realizado entre colegas más o me-
nos cómplices y la intemperie en que el actor deberá sostenerse frente
a unos espectadores imprevisibles y de baja “tolerancia al error”.
Concedamos entonces una razonable generalidad a la observación de
Peeters y Charlier según la cual los dispositivos de baja coerción,

al autorizar un parcial relajamiento de la gravedad de lo real,


facilitan la experiencia del mundo exterior, permitiendo man-
tener con él una relación más serena. En estos [entornos], la
experiencia de separación [respecto de la instancia nutricia]
no debe comprenderse como un corte neto y radical. Las
fronteras entre el interior y el exterior están temporalmente
suspendidas, lo cual da lugar a una articulación de esos dos
mundos. En esos espacios, el registro de lo imaginario puede
desplegarse para representar la realidad y darle sentido, de
manera que el afuera se vuelva conmensurable con el adentro.
(1999 19)

Aunque entre la consideración más o menos vaga de un Público


potencial y su posterior concreción actual en la sala haya un corte
28
Bye-Bye, Stanislavski?

nítido e insoslayable, el “dispositivo blando” llamado “ensayo teatral”


está concebido para hacernos olvidar provisoria e imaginariamente
esa discontinuidad de experiencias mientras nos prepara para dar el
salto.
De hecho, el ámbito de benevolencia teatral no sólo com-
prende el período de ensayos, sino que también abarca el tiempo que
los teatristas consagran a sus formaciones profesionales y a sus “en-
trenamientos” respectivos. Durante esas fases, el aspirante desampa-
rado y prematuro suele ser guiado por un Director o un Maestro de-
tentador de un saber confiable y de un poder que en el fondo no le
pertenece, pues progresivamente ese Guía irá revelando su verdadero
rostro, a saber, el de lugarteniente de un Público por venir. Una vez
estrenada la obra, cuando el dispositivo teatral se ponga a prueba en
representaciones sucesivas, el Público encarnará asimismo un saber,
pero sobre todo un poder ante el cual los artistas podrán tal vez hallar
–si no lo hicieron durante la fase de ensayos- otras respuestas que la
de la sumisión o el halago.
El espacio y el tiempo dedicados al entrenamiento actoral –
y, tal vez en menor medida, a la formación profesional- es una ins-
tancia de “empoderamiento”, si se me permite violentar un poco el
castellano. La manera en que el actor –o el aspirante a serlo- se apro-
pia allí del saber que los maestros ponen a su alcance y las astucias
resistentes con que ese mismo actor responde de modo más o menos
consciente a las imposiciones y deseos de sus formadores e instruc-
tores, del Director y, en última instancia, del Público, bien pueden ser
arrastradas por dinamismos repentinamente explosivos o por esfuer-
zos de regularidad persistente en los que reconoceríamos ese empuje
obstinado que Nietzsche llamaba Voluntad de Potencia.
Si el lector ha podido pensar que la expresión “dispositivo
teatral” no es más que una pedantería que nada aporta a los viejos
conceptos de puesta en escena o de escenificación teatral, los párrafos
transitados hasta el momento tal vez le permitan entrever algunas
ventajas en esta sustitución terminológica. Bien entendido, el dispo-
sitivo teatral mantiene con la idea habitual de “escenificación” nada

29
José Luis Valenzuela

menos que una diferencia ontológica: en el primero, los elementos


componentes (cuerpos, textos, marcos físicos o simbólicos…) pier-
den peso con respecto a las “líneas” de estratificación o de fractura
que los vinculan o los reposicionan imprevistamente. No es que di-
chos elementos se desvanezcan o se “desrealicen” por completo, sino
que se vuelven en extremo variables, sustituibles, inesenciales, mien-
tras lo sustancial va volcándose del lado de la flexibilidad y la muta-
bilidad de los saberes técnicos e interpretativos, así como de las fuer-
zas que cada sujeto es capaz de ejercer sobre las cosas, sobre sus pró-
jimos y sobre sí mismo. Los grados y los tipos de pérdidas de densi-
dad de los componentes dependerán sin embargo de las poéticas par-
ticulares –nunca exentas de ideología- en que se inscriba determinado
dispositivo.
El adelgazamiento de los elementos componentes en favor
de los vectores que los cruzan, hacen del dispositivo un sistema
abierto que contrasta con la clausura que suele caracterizar a una
“puesta en escena” tradicionalmente entendida. En efecto, la red o la
“madeja” del dispositivo atraviesan la escenificación (en tanto objeto
estético ofrecido a la contemplación de un público) abriéndola hacia
un más acá y un más allá, tanto temporal como espacial. En primer
lugar, el dispositivo teatral incluye al Público como componente in-
separable de la representación o la experiencia escénica. (Y escribo
“Público” con “p” mayúscula para denotarlo, así, como un lugar en
que se actualizan poderes y saberes en igual o en mayor medida que
en las instancias que llamo Director o Maestro: no son necesaria-
mente “personas”, sino más bien campos de fuerzas o plexos de co-
nocimientos transitoriamente encarnados). En segundo lugar, el es-
pectáculo públicamente ofrecido es sólo un momento –una stasis- de
un flujo productivo que lo antecede y lo prosigue.
Suponiendo que Stanislavski estuviese necesitado de una
rehabilitación de nuestra parte, por lo pronto cabe reconocerle al
maestro ruso la “ampliación del campo de batalla”: en su práctica –y
sobre todo en sus escritos- el Público, en su inabarcable extensión y
su insoslayable intensidad, está dentro de los ensayos y de la formación

30
Bye-Bye, Stanislavski?

actoral, como tendré ocasión de mostrarlo. Por otro lado, su ince-


sante rechazo del cliché interpretativo instala una definitiva incomo-
didad en la actuación. Todo refugio en lo prefabricado, en la vía del
menor esfuerzo o en la imitación de sí o de otro, es tomado por Sta-
nislavski como una traición a la propia decisión implacable de ser
actor. Sin que lo haya dicho con estas palabras, para el director del
Teatro de Arte de Moscú nada se opone más a un actor que una per-
sona definitivamente satisfecha de sí misma.
Quizá estemos ahora en condiciones de avanzar en una con-
ceptualización más precisa del dispositivo y, por ende, de sus varian-
tes teatrales.

UNA PACIENTE ORUGA TEJE SU CAPULLO

He mencionado en el apartado precedente dos instancias que


in-forman los dispositivos a la vez que los exceden: el saber y el poder.
En su intervención de 1988, presentada en ocasión de un Encuentro
en homenaje a Foucault realizado en París, Gilles Deleuze nos da a
entender, siguiendo al homenajeado, que el saber se manifiesta en
“curvas de visibilidad” y en “curvas de enunciación”, pues “los dis-
positivos son máquinas para hacer ver y para hacer hablar” (Deleuze
1990 156). El lector advertirá hasta qué punto esta observación se
ajusta a los ámbitos de formación, de ensayos y de re-presentaciones
o performances en que se despliegan los dispositivos teatrales. Éstos
son, en efecto, “máquinas” cuyos componentes heterogéneos se de-
jan ver, hacen ver, hacen hablar y se convierten en nodos de enun-
ciación bajo la sujeción y el amparo de ciertos “regímenes”.
Si el saber se concreta en curvas o líneas de visibilidad y de
enunciación que atraviesan el dispositivo, el poder se traduce, según
Deleuze, en líneas de fuerza que “de alguna manera ‘rectifican’ las cur-
vas anteriores [las del saber]” (1990 156). Tal rectificación consiste en
forzar conexiones imprevistas entre puntos no-contiguos distribui-
dos en las líneas del saber, en “envolver” sus trayectos en haces
cooperantes, en “ir y venir desde el ver al decir e inversamente”. Las
31
José Luis Valenzuela

líneas de fuerza actúan “como flechas que no cesan de penetrar las


cosas y las palabras, que no cesan de librar una batalla” (1990 156).
Para evitarnos aquí un extravío en lo abstracto, consideremos
la función del Director en el ensayo teatral: ¿no es ese funcionario el
habitual encargado de efectuar conexiones desconcertantes, refuer-
zos de sentido envolventes, convergentes o dispersivos, cortes y em-
palmes a contracorriente, desviaciones tangenciales en lo que se daba
por cerrado y concluido, cruces insólitos entre lo que los actores
muestran y dicen –a veces sin saberlo- en un espacio de tolerancia
todavía resguardado de los rigores del Público Real? Además, dado
el efecto a la vez ficcionalizante e impugnador de evidencias que el
dispositivo teatral tiene tradicionalmente sobre la escena y sus com-
ponentes discursivos y no-discursivos, se torna patente en ese ámbito
(es decir, en el escenario) un efecto extensible al dispositivo en su
totalidad (y aún más allá de él), a saber, el de una difuminación de
identidades tal que “lo uno, el todo, lo verdadero, el objeto, el sujeto
(…) son procesos singulares de unificación, de totalización, de verifica-
ción, de objetivación, de subjetivación, procesos inmanentes a un de-
terminado dispositivo” (Deleuze 1990 157).
De esta última cita se deriva asimismo que cuando hablamos
de Director, de Actor, de Autor o de Público –componentes todo
ellos de un dispositivo teatral más o menos institucionalizado- les ad-
judicamos una condición histórica y aun micro-temporal, funcional-
mente provisoria, lejos de todo universalismo o esencialismo que los
totalice o los petrifique. Si, por ejemplo, buena parte de los directores
que produjeron incontables escenificaciones desde las últimas déca-
das del siglo XIX hasta el presente han podido encajar en la figura
del “sacerdote interpretativo” al servicio del Significante que Deleuze
y Guattari denuncian en Mil mesetas como un “burócrata del dios-
déspota”, encargado de “interpretar interpretaciones”, la dirección
teatral contemporánea –sin dejar de prestar cuerpo a un cierto poder-
es la resultante de múltiples virajes que la fueron alejando marcada-
mente del inicial despotismo verticalista de un Konstantín Stanis-
lavski o de un André Antoine, por nombrar a dos famosos tiranos.

32
Bye-Bye, Stanislavski?

La intervención deleuziana que vengo comentando concluye


con una declaración que estimo válida tanto para quien dirige como
para quien actúa, escribe o contempla un hecho escénico:

Poco importa que se empleen términos generales para


pensar los dispositivos: son nombres de variables. Toda cons-
tante queda suprimida. Las líneas que componen los disposi-
tivos afirman variaciones continuas. Ya no hay universales, es
decir, sólo hay líneas de variación. Los términos generales son
coordenadas y no tienen otro sentido que el de hacer posible
la estimación de una variación continua. (Deleuze 1990 162)

Entrecruzándose con las curvas sobre las que se distribuyen


las variables del saber (visibilidad y enunciación), y además de las lí-
neas de fuerza (poder) que “rectifican” las líneas anteriores, Deleuze
destaca unas líneas de subjetivación que de alguna manera resisten y es-
capan a los contornos y constricciones de las líneas de poder, “pa-
sando al otro lado”. No todos los dispositivos admiten estos proce-
sos de individuación o subjetivación en los que una línea de fuerza se
vuelve sobre sí misma dando lugar a una especie de autodominio, un
señorío del sujeto sobre sus propios procesos que Foucault denomi-
naba “cuidado de sí” y al que asignaba una “tecnología de uno
mismo” específica.
En los seminarios dictados a comienzos de la década de los
‘80s en Estados Unidos, Foucault define esta clase de tecnología
como

aquellas técnicas que permiten a los individuos efectuar, por


cuenta propia o con ayuda de otros, cierto número de opera-
ciones sobre su cuerpo o su alma, pensamientos, conducta o
cualquier forma de ser, obteniendo así una transformación de
sí mismo con el fin de alcanzar cierto estado de felicidad, pu-
reza, sabiduría o inmortalidad. (Foucault 1990 48)

33
José Luis Valenzuela

Puede verse sin demasiadas dificultades que, en muchos dis-


positivos teatrales constituidos a lo largo del siglo XX, esas líneas de
subjetivación sostenidas por tecnologías del sí mismo, han recibido
el nombre de entrenamiento actoral, distinguible del mero aprendizaje
de una técnica de actuación. Tal entrenamiento es una práctica que
Eugenio Barba describía, en 1976, en estos términos:

En el teatro tradicional tienes un período de aprendizaje:


la escuela teatral. Luego el actor entra en la vida profesional y
sus posibilidades de desarrollo son las que le ofrecen los di-
ferentes papeles que interpreta. En cambio, un entrenamiento
como búsqueda existe en los grupos de teatro: es el grano
escondido del que más tarde brotará la planta con sus frutos
visibles. También es el medio para alcanzar una condición fí-
sica, una habilidad determinada. Pero el entrenamiento es so-
bre todo un momento de libertad que permite salir al descu-
bierto sin pensar en el juicio. (Barba 1987 105-106)

En estas palabras del director italiano sobre el entrenamiento,


reencontramos –dicho de otra manera- la intuición de un “espacio
transicional” protegido como el que señalaban Peeters y Charlier, y
hallamos también una referencia análoga a la que Foucault daba
como respuesta a “¿por qué estudiar el poder?”: “El objetivo es: la
creación de libertad” (Dreyfus y Rabinow 1984 308). La cita de Eu-
genio Barba nos da a entender asimismo que la escuela tradicional de
actuación, así como una asistemática práctica “sobre las tablas”, son
dispositivos teatrales que difícilmente propicien unas “líneas de sub-
jetivación” intensivas, relegando esa siembra secreta llamada entrena-
miento a una inquietud personal del actor, paralela a su formación
institucional o a la que recibe “en el oficio mismo”.
Si un determinado dispositivo –un grupo teatral tal como lo
entiende Barba, por ejemplo- hace posible unas líneas de subjetiva-
ción propiamente dichas, es posible que la “práctica de sí” allí efec-
tuada llegue a estar “ulteriormente llevada a suministrar nuevos sabe-

34
Bye-Bye, Stanislavski?

res y a inspirar nuevos poderes” (Deleuze 1990 160), llegando enton-


ces dicha práctica a propiciar la transformación del dispositivo mismo
en otro cualitativamente diferente. De allí que no todo dispositivo
teatral favorezca el entrenamiento actoral en un sentido pleno, pues
sería allí donde se incuban las disidencias, los compuestos técnicos o
éticos inestables y las herejías que tarde o temprano podrían hacer
estallar desde dentro las estructuras de una institución o descarriar el
hilo de una tradición.
Ahora bien, uno de los impulsores del entrenamiento actoral
en las primeras décadas del siglo XX ha sido Stanislavski, quien, al
decir de Grotowski. “estaba siempre experimentando y no sugería
recetas sino medios a través de los cuales el actor podía descubrirse a
sí mismo, volviendo siempre, en todas las situaciones concretas, a la
cuestión: ¿cómo puede hacerse esto?” (Grotowski 1971 176). Sabe-
mos en qué medida el maestro ruso ha sido un prohijador de discí-
pulos diversamente impugnadores del Sistema –siendo Vsevolod
Meyerhold quizá el más conspicuo-, pero cabe aventurar que esas re-
beldías no encontraban su mejor cauce en las probables discrepancias
de café sobre lo que el teatro debía ser, sino que esas refutaciones se
forjaban más bien en las fraguas de los “Estudios”, en la cotidiana
lucha contra una materia psicofísica resistente y taimada. Y es que
una “tecnología del sí mismo” implica saberes prácticos precisos, or-
ganizados en lo que Foucault llamaba una ascética, recordándonos que

En la tradición filosófica dominada por el estoicismo, askesis


no significaba renuncia [como lo interpretaría más tarde el
cristianismo], sino consideración progresiva del yo, o domi-
nio sobre sí mismo, obtenido no a través de la renuncia a la
realidad, sino a través de la adquisición y de la asimilación de
la verdad. (Foucault 1990 73)

La meta última del entrenamiento stanislavskiano, la suprema


finalidad de esa ejercitación orientada al “descubrimiento de sí
mismo” –lo que el maestro ruso denominaba “psicotécnica”-, era la
de alcanzar el estado de vivencia escénica, una condición generalmente
35
José Luis Valenzuela

malentendida como un “vivir las emociones propias del personaje


que se está encarnando”. En realidad, pese a que el mismo director
ruso propiciaba estos malentendidos, esa vivencia buscada era el
“borde extremo” del dispositivo de representación realista, el punto
donde este último “prepara sus líneas de fractura”, para decirlo con
la expresión de Deleuze, quien aclaraba que “lo mismo que las demás
líneas, la de subjetivación no tiene fórmula general” (Deleuze 1990
157). Y cabe recordar que el logro voluntario de la vivencia ha sido
para Stanislavski el horizonte huidizo, la línea de fuga insistente que
dio tensión a toda su vida pedagógica y artística.

LA BESTIA Y SU FRÁGIL CAZADORA

No caben dudas de que la obra de Stanislavski como realiza-


dor escénico y como director de actores se inscribe en el realismo,
aun cuando los textos chejovianos y simbolistas lo empujaban con
frecuencia a aventuras estéticas que nunca lo dejaban del todo com-
placido. El realismo no era para él una mera preferencia estética sino
un credo poético que, a su entender, se resumía en un comentario de
Aleksandr Pushkin sobre el drama popular: “Verdad de las pasiones,
sentimientos que parecen verdaderos en las circunstancias propues-
tas: he aquí lo que nuestro intelecto requiere del autor dramático”
(Stanislavski 2008 57).
En la obra que conocemos como El trabajo del actor sobre sí
mismo, Stanislavski, enmascarado como el director Tortsov, cita este
apotegma a sus alumnos y de inmediato comenta que lo mismo es
exigible del actor, “con la diferencia de que las circunstancias, que
para el autor son propuestas [por él mismo], para nosotros los artistas
han de estar dadas [por el autor, generalmente]” (Stanislavski 1978
91), dejando así sugerida la matriz literaria que guía su trabajo con los
actores. Queda además insinuado que las poéticas realistas subordi-
nan su enunciación –por “apasionada” que ésta pudiera ser- a un ré-
gimen del significante, si hemos de atenernos a la tipificación de “re-
gímenes” que Deleuze y Guattari proponen en Mil mesetas.
36
Bye-Bye, Stanislavski?

Sin embargo, no es que Stanislavski subordinara las actuacio-


nes a la letra del autor, al respeto reverencial por la superficie dialó-
gica de lo escrito –aunque no pocos pasajes de sus textos así lo den a
entender-, sino que el Maestro preconizaba más bien una inscripción
de la labor actoral en la lógica que guiaba la escritura de un autor como
Pushkin, cuya influencia cubría a Dostoievski, Gogol y Tolstoi, entre
otros.
Como lo he sugerido en Antropología teatral y Acciones Físicas
(Valenzuela 2000), el actor stanislavskiano, guiado por el aforismo de
Pushkin, era invitado a (re)escribir, en unas materias escénicas –tanto
inertes como vivas, tanto palpables como puramente imaginables-
que se imbrican con su cuerpo propio, una textualidad que por lo
general llegaba a sus manos como una obra dramática literariamente
concluida. (Mucho antes que la expresión comenzara a circular asi-
duamente entre nosotros, Stanislavski tenía en mente la elaboración
de una “dramaturgia del actor” como precondición para acceder a un
verdadero “estado creativo”).
La unidad elemental, la componente básica de la mencionada
reescritura en la materia escénica es la acción, la cual, para Tortsov-
Stanislavski, “debe tener una justificación interna y ser lógica, cohe-
rente y posible en la realidad” (1978 88). Si leemos con atención esta
frase, vemos que la primera conjunción “y” es la arista de un techo a
dos aguas: de un lado está la “justificación interna” de la acción y, del
otro lado, el cuidado de que esta última sea “lógica, coherente y po-
sible en la realidad”. De hecho, advertimos la misma partición en el
apotegma de Pushkin, cuando éste distingue entre las “pasiones ver-
daderas” (o la “sinceridad de las emociones”, según traducciones al-
ternativas) y los “sentimientos que parecen verdaderos”, aunque en
las palabras del dramaturgo-poeta esta bifurcación pudiera ser menos
perceptible.
En el ensayo titulado “Stanislavski, Shpet and the art of lived ex-
perience”, Frederick Matern comenta que “la verdad y la sinceridad son
centrales en la enseñanza de Stanislavski pero, al enfrentarse con la
realidad de la representación teatral, el actor no puede olvidar que

37
José Luis Valenzuela

está interpretando un papel” (Matern 2013 47). Y prosigue, citando


las palabras del director ruso, que “un actor debe reaccionar como per-
sonaje bajo la influencia de la pasión” (47), lo cual nos pondría cerca
de la “paradoja sobre el comediante” que Diderot había solucionado
eliminando el polo pasional. En Stanislavski, en cambio, la tensión
subsiste pues, como señala Matern, “la expresión de los sentimientos
tiene que ‘verse’ verdadera, más bien que ‘serlo’, pero el acto creativo
de la pasión, debe ser verdadero” (48).
Dicho con un vocabulario teñido de romanticismo rousso-
niano, el actor de Stanislavski deberá exponerse a “las fuerzas de la
más diestra, genial, refinada, inaccesible y milagrosa de las artistas:
nuestra naturaleza orgánica” (Stanislavski 1978 60), y extraer todo el
provecho posible de tales fuerzas. En el acto de creación, esa Naturaleza
–que al encarnarse en el actor individual permanece ensombrecida en
su “subconsciente”- es incomparablemente superior a los senderos
razonables y ponderados que pudiera trazar o seguir su conciencia,
pero, en la escena, la supresión de la templanza sumiría al actor en
una parálisis o en un desborde divorciado de todo arte. Es por eso
que, para el maestro ruso, “nuestra fuerza creadora subconsciente
tampoco puede prescindir de su propio ingeniero: la psicotécnica
consciente” (60-81), siendo esa psicotécnica la piedra angular del Sis-
tema stanislavskiano, el borde del techo a dos aguas que permite al
actor sostenerse entre la “verdad de las pasiones” y unas acciones
verosímiles, es decir, que parezcan “verdaderas en las circunstancias
dadas”. Las condiciones de este equilibrio se internan de lleno en la
problemática abierta por un concepto denso y equívoco, a saber, el
de la vivencia (perejivanie) como horizonte último de todo el trabajo
“psicotécnico”.
En suma, la actuación stanislavskiana navega en el difícil filo
que separa el hervor de la “naturaleza subconsciente” de las aguas
tibias en que la conciencia da forma a las acciones verosímiles. Debo
insistir en que esta labor se orienta –sobre todo en la última etapa de
la pedagogía stanislavskiana- según una matriz literaria y no desde
cierta interioridad accesible a la introspección y a la manipulación,

38
Bye-Bye, Stanislavski?

como la palabra “psicotécnica” podría darnos a entender. La “psiquis


subconsciente” es el objeto preciado, ignoto y escurridizo sobre el
que sólo se podría incidir por la vía indirecta y limitada de la concien-
cia, ámbito del re-conocer que se nutre de percepciones y represen-
taciones estructuradas. Es entonces sobre un campo representativo
organizado u organizable que hace pie la psicotécnica, evitando mirar
de frente a la tumultuosa Gorgona que le subyace. La conciencia es
un escudo de Perseo con que el actor espera poner a su servicio sus
propias fuerzas “subconcientes”.
Lo que sale a la luz en una consideración atenta del método
stanislavskiano de la “acciones físicas” es que ese campo representa-
tivo organizado tiene estructura literaria. Dicho de otro modo, en el
momento de producir y articular las unidades de comportamiento es-
cénico llamadas “acciones”, éstas se disponen –más allá del hecho de
estar modeladas en la materia sensible- según la misma lógica que
orienta la tarea compositiva de un dramaturgo realista. Si admitimos
que la construcción de la verosimilitud a que está obligado el actor sta-
nislavskiano ubica a este último en las convenciones de la poética
realista, ha llegado el momento de precisar lo que sugiero entender
por “realismo”.

LABORES DE PUNTO DE UN PEQUEÑO DIOS

Como he señalado más arriba, uno de los rasgos notables de


la noción de dispositivo es que nos propone atender más a las líneas
que lo recorren que a la naturaleza de los elementos que lo integran.
Recordemos que, para Foucault, “el dispositivo es la red que puede
establecerse entre sus elementos” (1994 229) y que Deleuze, am-
pliando esta idea, distingue allí las líneas del saber, del poder y de la
subjetivación. Si postulamos la existencia de un dispositivo de representa-
ción realista en el teatro, las sugerencias de ambos filósofos deberían
orientarnos en su análisis.

39
José Luis Valenzuela

Diré entonces que, en un dispositivo de representación rea-


lista, el saber concierne precisamente a la manera en que debe des-
plegarse, ante los ojos y oídos de un “espectador promedio”, la re-
presentación verosímil de cierto mundo posible. Es claro que la postu-
lación de un “espectador promedio” resulta problemática, pero, por
el momento, deberíamos tomarla como indicativa de que no me estoy
refiriendo con ese término a una “persona de carne y hueso”, sino a
un espacio de recepción (coordinable con un determinado espacio de pro-
ducción significante).
Siguiendo la argumentación deleuziana, representar es, aquí,
“hacer ver” y “hacer oír”, y ello mediante ciertas reglas o “regíme-
nes”. Y debe tenerse en cuenta que, al hablar de “régimen de visibili-
dad”,

la visibilidad no se refiere a una luz en general que iluminara


los objetos pre-existentes; está hecha de líneas de luz que for-
man figuras variables e inseparables de este o aquel disposi-
tivo. Cada dispositivo tiene su régimen de luz, la manera en
que ésta cae, se esfuma, se difunde, al distribuir lo visible y lo
invisible, el hacer nacer o desaparecer un objeto que no existe
sin ella. (Deleuze 1990 157)

Otro tanto puede decirse, claro está, del régimen de enunciación.


Se desprende de lo anterior que representar no es imitar, refle-
jar o traducir cierta objetividad preexistente, sino distribuir sobre
cierta “materia del contenido”, un trazado formal de visibilidades y
enunciabilidades que hacen existir, para un lector competente y fami-
liarizado con determinada “forma de la expresión”, cierto mundo con-
sistente o cierto conjunto de mundos coordinados en diversos grados
con vistas a una totalización admisible.
Cuando las líneas de los trazos de visibilidad y las de los tra-
zos de enunciación convergen o conspiran en la construcción de un
solo mundo posible, estaremos ante una representación realista que nos
entrega ese mundo posible unificado bajo el título de “realidad”.
Cuando creemos estar confiablemente plantados en una realidad –
40
Bye-Bye, Stanislavski?

dentro o fuera del ámbito de la producción artística-, es porque el


conjunto de los dispositivos sociales, entrelazando sus líneas de visi-
bilidad y de enunciación, ha logrado un consenso descriptivo y expli-
cativo del “mundo vivido” por una comunidad de observadores-ha-
blantes. De este modo, el macro dispositivo social es el garante, para
cada uno de sus sujetos miembros, del reconocimiento estable de una
única realidad representada. Siguiendo Richard Rorty, cabe decir que
la “realidad” es sólo una narrativa exitosa.
Debemos a Gottfried Leibniz la noción de “mundo posible”,
quien la acuñó para poner a salvo la libertad de la voluntad divina
como atributo de su “sustancia infinita que quiere”. Dios no debió
estar obligado a hacer este mundo –lo cual hubiera menoscabado su
omnipotencia-, sino que ante su entendimiento omnisciente debió
abrirse un abanico de innumerables posibilidades, entre las cuales ele-
giría, claro está, la mejor de ellas (cosa que, desde el Cándido de Vol-
taire hasta la fecha, no deja de ser tomado como un chiste del buen
Gottfried).
A comienzos del siglo XX, la idea leibniziana de “mundo po-
sible” es rehabilitada fuera del marco teológico para desarrollar una
semántica de la lógica modal, ámbito del saber donde se requería de-
finir no solamente las viejas categorías de “verdadero” y “falso”, sino
también lo “necesario”, lo “contingente”, lo “posible” y lo “imposi-
ble”. En términos de la noción leibniziana, lo necesario será aquello
que es verdadero en todo mundo posible, lo contingente será verda-
dero al menos en un mundo, lo imposible será falso en todos los
mundos y lo posible puede ser tanto necesario como contingente.
No hay sin embargo una definición unánimemente aceptada
de los “mundos posibles”, aunque, para nuestros fines, tal vez la in-
terpretación más útil sea la de Saul Kripke, ofrecida en la década de
los ‘60s del siglo pasado. Para Kripke, un mundo posible no se descu-
bre, sino que se estipula mediante descripciones que podríamos consi-
derar afines a las que emplea un dramaturgo o un narrador, por ejem-
plo, para familiarizarnos con el mundo en que viven y actúan sus per-
sonajes. Detengámonos brevemente en este proceso constructivo.

41
José Luis Valenzuela

De hecho, especular sobre mundos posibles puede tener


como consecuencia la sospecha de que la realidad en que vivimos tal
vez sea una construcción amparada por el lenguaje, al mismo título
que lo es un cuento o una novela. Lo que llamamos el (nuestro)
“mundo real” se nos presenta como un universo conocido –aunque
estemos lejos de haber explorado todos sus rincones o nunca haya-
mos cruzado las fronteras de nuestro barrio-, y creemos poder decir
qué hechos o entidades son en él imposibles, probables, eventuales o
de indudable realidad. De alguna manera nos fabricamos (es decir,
estipulamos) una lista de lo existente y un conjunto de reglas o leyes
que regirían sus transformaciones. Esa estipulación conforma una es-
pecie de plataforma o núcleo seguro desde el cual es posible extrapo-
lar ese saber local a la vastedad del “mundo real” presente, pasado y
futuro, vastedad que seguramente nunca llegaremos a conocer empí-
ricamente. Se diría que modalizamos nuestro sector de la realidad efec-
tivamente vivido de un modo que nos permite extender las categorías
de “necesario”, “imposible”, “contingente” y “posible” a los ámbitos
de experiencia fuera de nuestro alcance.
Ahora bien, no sólo constatamos de hecho fuertes discrepan-
cias entre las proyecciones que pueden hacer nuestros semejantes y
las nuestras, sino que nosotros mismos nos descubrimos contradi-
ciendo nuestras estipulaciones básicas sobre lo que afectivamente es
y cómo ello puede cambiar. Aun el mundo posible que tomamos por
“lo familiar” se encuentra así contaminado por otros mundos contra-
factuales, contradictorios o alternativos respecto del primero. Se diría
que cotidianamente transitamos por un enjambre de mundos, cada
uno de ellos dotados de componentes y leyes internas ajenas en di-
versos grados a las que amueblan y organizan lo que llamamos (nues-
tra) realidad.
Para no naufragar en ese remolino de estados posibles, nece-
sitamos concebir relaciones que los conecten y los “traduzcan” entre
sí. Utilizando la terminología de Kripke, diríamos que nos es precisa
una accesibilidad entre los mundos posibles que transitamos, de modo

42
Bye-Bye, Stanislavski?

que su diversidad y sus incompatibilidades no nos impidan seguir cre-


yendo en la realidad, es decir, seguir atribuyéndole unidad y consis-
tencia. Dicho de otra manera, para preservar nuestra “estabilidad
mental” debemos convertir esos mundos alternativos en submundos
del nuestro. Así, el abandono de lo “realmente existente” o el haber
asistido a las alteraciones de sus leyes se deberá, por ejemplo, a que
hemos soñado, a que hemos sido engañados, a que hemos alucinado
transitoriamente… Admitimos así que “la realidad” es constante-
mente forzada, envuelta, atravesada, contaminada por acontecimien-
tos que no estaban en nuestros planes, así como por la fuerza de
nuestros deseos y nuestras pulsiones. Lo que nos importa, sin embargo,
es que, al final de un trayecto sinuoso lleno de sorpresas y desvíos,
tales travesías hayan preservado en suficiente medida ese andamiaje
ficticio que llamamos nuestro “yo”, manteniendo reconocibles para
nosotros el entorno que nos rodea y la “interioridad” que nos habita.
Si no fuera pedir demasiado, quisiéramos incluso que esas aventuras
nos hayan enriquecido y fortificado.
Esta recapitulación restauradora de identidades es precisa-
mente el efecto de un dispositivo de representación realista sobre
nuestra conciencia. En tal dispositivo todo está arreglado para que,
admitiendo la pluralidad de mundos posibles que coexisten en los
avatares del vivir, siempre seamos capaces de tender vínculos de acce-
sibilidad entre ellos, de manera tal que una realidad pueda mostrarse
como verdadera y necesaria, teniendo a las demás como sus satélites.
Lo que en un teatro se representa ante nosotros “realista-
mente” sería entonces un espacio y un tiempo en que uno o varios
sujetos pueden habitar múltiples universos de manera sucesiva o si-
multánea, pero que, al cabo de esa travesía heteróclita, todo tiene la
posibilidad de encajar consistentemente en la perspectiva del espec-
tador, de modo que éste puede responderse cualquier pregunta sobre
“quién hacía qué y por qué” en la trama representada, aunque los
personajes retratados pudieran seguir ignorándolo una vez concluido
el relato, prolongando así su ignorancia más allá de los marcos repre-
sentacionales.

43
José Luis Valenzuela

En gran medida, el hecho de que un observador-espectador-


lector pueda enhebrar la totalidad de los mundos posible representa-
dos bajo la legalidad vigente en uno de ellos dependerá de sus saberes
previos, de su perspicacia y del interés en resolver el rompecabezas
que se le plantea. Consecuentemente, el dispositivo de representación
realista debe acoger o suscitar tales predisposiciones, alimentándolas
y conduciéndolas por senderos diversamente sinuosos sin agotar la
paciencia descifradora del observador-espectador-lector. Los saberes
requeridos para una buena recepción van desde el mero sentido co-
mún, incluyendo las supersticiones que lo pueblan, pasando por in-
tuiciones o nociones más o menos vagas, por una doxa pseudocientí-
fica o por diversos grados de erudición académica, llegando aun hasta
unas teorías ad-hoc que el receptor puede ir elaborando mientras trans-
curre ante sus ojos y oídos una representación particular.
Dicho de otro modo, además de la accesibilidad inter-mun-
dos representados, el dispositivo realista debe hacer accesible en última
instancia el plano de todo lo representado para un observador-espec-
tador-lector que no deja de estar inserto en su propio “mundo real”.
Hay entonces una accesibilidad interna que enlaza la totalidad de
mundos representados, y hay una accesibilidad externa que vuelve
congruente esa totalidad con el “mundo real” del receptor. El sentido
final de la obra, completado y resuelto por el receptor al cabo de su
despliegue narrativo, será objeto de un goce compensatorio de las
vicisitudes de un itinerario incierto que ha progresado –bajo el impe-
rio del suspenso- desde una inicial dispersión o competición de mun-
dos, hasta su (re)integración en un único mundo posible.

PRIMERO HAY QUE SABER SUFRIR…

Como seguramente el lector recordará, el primer capítulo de


El trabajo del actor sobre sí mismo en el proceso creador de las vivencias concluye
con la descripción de una experiencia extraordinaria. Kostia –alter ego
de Stanislavski presentado como un alumno principiante- asombra a
sus profesores y condiscípulos del Teatro de Arte de Moscú con una
44
Bye-Bye, Stanislavski?

actuación brillante y por completo intuitiva, pues carecía del saber


técnico que la Institución aún no había comenzado a impartirle. En
uno de los últimos párrafos del capítulo, Kostia-Stanislavski nos de-
talla que, una vez superada una momentánea pero angustiosa parálisis
ocasionada por lo que hoy llamaríamos “pánico escénico”, y ha-
biendo pronunciado las palabras de Otelo “¡Sangre, Yago, sangre!”,

pareció que por un segundo la sala se había puesto en tensión


y que un rumor recorría el auditorio, como si fuera el viento
que pasa por la copa de los árboles. (…) En cuanto sentí esa
aprobación, hirvió en mí una energía incontenible. No sé
cómo terminé la escena. Sólo puedo recordar que las candile-
jas y el negro agujero desaparecieron de mi conciencia, y me
sentí libre de todo temor. (1978 58)

El siguiente capítulo del libro está dedicado al análisis de este


trance de muerte y resurrección gloriosa, señalado por Stanislavski
como la meta última de su trabajo artístico y pedagógico con sus ac-
tores. A lo largo de ese segundo capítulo, el Maestro contrapone un
arte conducente a este ápice de actuación –para el cual reserva el tí-
tulo honorífico de “arte de la vivencia”-, a un menos prestigioso “arte
de la representación” y a un desdeñable “oficio” actoral en que se
refugian los clichés, las exageraciones, las convenciones obvias, la
mecanicidad y las “emociones teatrales”.
Una primera característica de la “vivencia” (perejivanie) expe-
rimentada por Kostia es su inefabilidad e incluso la dificultad del actor
para rememorar las sensaciones implicadas en ese episodio extático.
Y es que la intensidad de esta clase de vivencia es tal que ningún
cuerpo podría soportarla durante un tiempo medianamente prolon-
gado. Según explica Tortsov a Kostia,

Cuando se actúa de ese modo, hay ciertos momentos en


que se alcanzan grandes alturas y se conmueve al espectador.
En esos instantes el actor vive o crea según su inspiración,
improvisando. Pero, ¿se siente capaz y con suficientes fuerzas
45
José Luis Valenzuela

físicas y espirituales como para actuar en los cinco extensos


actos de Otelo con el mismo impulso con que interpretó acci-
dentalmente en la función de prueba la breve escena de “¡San-
gre, Yago, sangre!”? (…) Empresa tal estaría más allá de las
posibilidades no sólo de un artista de un temperamento ex-
cepcional, sino aun de un verdadero atleta. (1978 64)

Advertimos entonces una segunda nota fundamental de la vi-


vencia stanislavskiana: su condición de pico bruscamente sobresa-
liente en medio de la orografía suave de una actuación técnicamente
guiada y controlada. Para el maestro ruso, es la Naturaleza subcons-
ciente la que aflora en esos momentos privilegiados en que al actor
sólo le cabría “dejarse hacer”, pues ella es “más sabia que cualquier
artista”. Para el resto de su desempeño escénico, el actor deberá con-
tar con una “psicotécnica”, sin la cual se agitaría en un vacío inter-
pretativo expuesto a los vicios y trucos del “oficio”.
Desde cierto punto de vista, el esfuerzo pedagógico de mayor
alcance será, para Stanislavski, el de convencer al practicante de que
la psicotécnica le es tan útil como deseable le es la vivencia, sin que
la primera logre convertirse nunca en una causa controlable de la se-
gunda. En principio, el segundo capítulo de El trabajo del actor sobre sí
mismo nos da a entender que entre el uso de los recursos psicotécnicos
y la vivencia hay una no-relación, de modo que ambos “estados actora-
les” sólo podrían alternarse y relevarse mutuamente.
No obstante, en el párrafo citado leemos que en los instantes
de vivencia el actor “crea según su inspiración, improvisando”. Po-
dríamos pensar entonces que bastaría con desarrollar una técnica de
la improvisación escénica para contar con un acceso voluntario y do-
minable a la actuación vivencial. Keith Johnstone, por ejemplo, ha-
bría dado una respuesta viable al problema que para Stanislavski per-
maneció irresuelto, a saber, el de cómo alcanzar el “estado creativo”
en público y en el momento requerido. Pero los caminos de la inspi-
ración parecen ser bastante menos dóciles a la razón instrumental.
Tengamos entonces la paciencia de no simplificar apresuradamente
las cosas.
46
Bye-Bye, Stanislavski?

Como quedó indicado más arriba, el término ruso que se ha


traducido por “vivencia” es perejivanie -según una transliteración po-
sible del cirílico-, siendo ésta una palabra pródiga en ambigüedades y
matices no recuperados por su equivalente castellana. Habitualmente
vertida como “vivencia” en el contexto actoral, entonces, una perjiva-
nie es sobre todo una experiencia de fuerte carga emocional que, sin
embargo, no es meramente padecida por el individuo, sino que en
cierto modo ha sido buscada por éste. El aspecto activo de la perjivanie
es afín a la idea de que el desarrollo personal, en cuanto autocons-
trucción del individuo, reclama una participación intencional del pro-
pio sujeto. (Tal es, por ejemplo, la connotación que Vygotski da a la
perejivanie en su conferencia de 1934 sobre “El problema del am-
biente”). En la lengua rusa, una “experiencia”, entendida como algo
que nos sucede implicando una pasividad de nuestra parte, se expresa
en la palabra opit.
En buena medida, John Dewey describe la perejivanie (sin
mencionarla con este término, claro) en su artículo titulado “Tener
una experiencia” (1939), cuando propone que

una experiencia incluye lo que los hombres hacen y sufren,


aquello por lo que se esfuerzan, lo que aman, en lo que creen
y por lo que resisten, y cómo los hombres actúan y son actua-
dos, las maneras en que hacen y sufren, desean y disfrutan,
ven, creen, imaginan. (Dewey 1939 256)

En la acepción compleja que Dewey da a la palabra “expe-


riencia”, este autor señala dos rasgos que pueden ayudarnos a enten-
der el vocablo ruso. En primer lugar, aun cuando se le presente al
sujeto como una “unidad original”, indisoluble en el momento de vi-
virla, su posterior análisis revela una duración dotada de un desarro-
llo, “un comienzo y un movimiento hacia su cierre”, manifestando
cada experiencia “su propio movimiento rítmico particular” (1939
555).
Por otra parte, una experiencia tendrá la intensidad y la im-
portancia que Dewey le atribuye si acontece como respuesta a una crisis,
47
José Luis Valenzuela

si se ha originado en una “situación perturbadora o indeterminada


[que] puede llamarse problemática. (…) Sin un problema, hay sólo un
andar a tientas en la oscuridad” (1939 229), y no transitando una ver-
dadera experiencia. En Stanislavski, como puede verse al final del pri-
mer capítulo de El trabajo del actor sobre sí mismo, la vivencia (perejivanie)
es la feliz resolución de un problema crucial para el actor: ¿cómo des-
prenderse de la influencia paralizante que produce sobre su cuerpo
“el agujero negro más allá de las candilejas”? Un problema que se
plantea y se resuelve en el cuerpo, y no en un plano intelectual, aunque
la palabra esté allí tan comprometida como la carne.
Perejivanie deriva del verbo perejivat, donde la raíz jivat (“vivir”)
viene precedida por pere, que significa “cargar con algo”, “sobrelle-
var”, “sobrevivir” a cierto desastre: justamente lo que le sucede a
Kostia cuando, tras una violenta parálisis, pronuncia un conmovedor
“¡Sangre, Yago, sangre!”. Perejivat significa entonces haber pasado por
un trance doloroso, por un peligro que pudo ser mortal, y haber “vi-
vido nuevamente”. De allí que algunos traductores propongan “revivis-
cencia” como equivalente de perejivanie, un “volver a vivir” como pura
evocación un hecho tal vez sepultado en la memoria del sujeto. La
auténtica perejivanie, en cambio, supone la actualidad del dolor, una
persistencia que obliga a reiteradas “elaboraciones” sucesivas. Es la
experiencia traumática o singular en su inextinguible ardor la que en
cierto modo “empuja” o motiva un trabajo de digestión y asimilación.
La perejivanie implica una “superación que conserva” –una superación
del dolor conservándolo, en este caso-, a la manera en que lo expresa
la palabra alemana Aufhebung.
En tanto “conservación superadora” de una experiencia in-
tensa, la perejivanie tiene un marcado efecto de autoconstrucción subjetiva,
similar a la que los griegos atribuían a la katharsis frente a una repre-
sentación trágica. Y es por ello que el maestro ruso nos presenta la
turbadora y gozosa perejivanie de Kostia mientras intentaba interpretar
a Otelo, antes de entrar en las revelaciones técnicas sobre el arte de
actuar que el lector seguramente espera en el momento de abrir un

48
Bye-Bye, Stanislavski?

libro como el de Stanislavski. Sin esa perejivanie originaria, la psicotéc-


nica sería sólo una caja de herramientas para el desempeño de un
“oficio” y no el vehículo para reconquistar y elaborar algo del acon-
tecimiento creador.
De hecho, en su intento de esclarecer a sus alumnos sobre el
significado de la vivencia –y en aparente contradicción con lo que
acabo de exponer-, el mismo Stanislavski-Tortsov se desliza hacia un
psicologismo que servirá de respaldo a muchos ulteriores comenta-
ristas del Sistema para interpretar la perejivanie como una “reviviscen-
cia” desprendible ya del momento crucial de una “puesta en (real)
peligro de sí”. En tal sentido, Tortsov ejemplifica la vivencia buscada
citando a Tomaso Salvini (1829-1916):

“Todo gran actor debe sentir, y siente efectivamente, lo


que representa. Creo incluso que no sólo está obligado a sen-
tir esa emoción una o dos veces, hasta que aprende su parte,
sino en mayor o menor grado en cada interpretación, la pri-
mera o la milésima vez” (Stanislavski 1978 62).

El párrafo transcrito es un fragmento –publicado en 1891- de


la polémica que Salvini mantuvo con su rival, el actor de la Comedie
Francaise Constant Benoît Coquelin (1841-1909), sobresaliente se-
guidor de las enseñanzas de Denis Diderot y eximio practicante de lo
que Stanislavski llamaba el “arte de la representación”.
La vivencia entendida al modo de Salvini –afín al recurso psi-
cotécnico que el maestro ruso llamaba “memoria emotiva”- supon-
dría una recaída introspectiva, psicologista, que pasa por alto la insis-
tencia del propio Stanislavki en que la actuación será una pura repe-
tición mecánica, “sin desgaste de los nervios y las fuerzas espirituales”
del intérprete, en tanto éste se desconecte de “las más profundas
fuentes de su subconsciente”, allí donde “surgen sentimientos que no
siempre resultan inteligibles” (1978 61) y donde su voluntad no tiene
acceso directo. Frente a la “fuerza subconsciente” que debe animar
la experiencia escénica buscada, el Maestro reconoce que

49
José Luis Valenzuela

al no entender y no poder estudiar este poder rector, noso-


tros, en nuestro lenguaje de actores, lo llamamos simplemente
“naturaleza”. Pero si violamos las leyes de nuestra vida orgá-
nica normal, dejando de crear verazmente en la escena, de
inmediato el susceptible subconsciente se alarma y vuelve a
ocultarse en sus escondrijos. (1978 61)

Vuelve aquí la exigencia de la “verdad de las pasiones” (o,


más tenuemente dicho, de la “sinceridad de las emociones”) conte-
nida en el “aforismo de Pushkin”. Puede decirse que la mera evoca-
ción consciente en escena de cierta perejivanie originaria en que la “vida
del personaje” le habría sido revelada al actor por su propia y miste-
riosa “naturaleza”, bien puede ser tan mecánica y descomprometida
como la recuperación –a través de la “memoria muscular”- de los
rasgos exteriores de ese mismo personaje. La recuperación introspec-
tiva de lo vivido tendría así el mismo efecto ahuyentador del “suscep-
tible subconsciente” que la repetición auto-imitativa deplorada por
Stanislavski en los “artistas de la representación”. Digamos entonces
que no hay perejivanie si el “subconsciente” no está involucrado, y ello
impide que tal experiencia pueda caer bajo un pleno control técnico.
Para decirlo de otra manera, la perejivanie no se inscribe en la
psicología del actor sino en una ética de la actuación. Frente a lo des-
conocido que desestabiliza y obnubila el entendimiento, no es la con-
ciencia evocativa o racionalizadora quien responde, sino un ethos que
consiste en sostenerse sin desfallecimientos en el seno mismo de lo
que, haciéndonos presentir nuestra muerte, nos otorga en el mismo
acto una vida que no es una simple subsistencia biológica. Tal es, en
suma, el intraducible significado de la palabra perejivanie, un término
de inocultables resonancias románticas que en la enseñanza stanis-
lavskiana designa a la vez el punto de partida –como si de una “satis-
facción originaria” se tratara- y el resultado contingente o eventual
un modo radicalmente inconforme de asumir la profesión actoral por
debajo, por detrás o al lado de todo aprendizaje y de todo ejercicio
técnico.

50
Bye-Bye, Stanislavski?

LA QUERELLA DE LAS PELUCAS EMPOLVADAS

¿Cuán descartable es el arte de la representación para el actor


stanislavskiano? ¿Cuán lejos está Diderot del maestro ruso? Por lo
pronto, ha quedado claro que no hay un cuerpo actoral que soporte
una “actuación vivencial” prolongada. Se diría entonces que es nece-
sario que el actor en escena “descanse” en su psicotécnica hasta que
tenga lugar una nueva perejivanie (o hasta que ésta le acontezca por
primera vez). En esos tiempos de espera activa, su “pasión verda-
dera” hormigueará en las sombras mientras haya un público presente,
pero su conciencia de actor estará ocupada en reproducir acciones
lógicas y coherentes ya ensayadas, animadas o teñidas por “senti-
mientos que parecen verdaderos en las circunstancias dadas”. De este
modo la psicotécnica, que tal vez durante los ensayos fuera promo-
tora de hallazgos encomiables, puesta a trabajar en escena y en pre-
sencia de espectadores bien podría inclinarse hacia la clase de “dege-
neración” que Tortsov reprochaba a los actores de la escuela de la
representación, capaces de retener las manifestaciones externas –es
decir, conscientes- de sus fortuitas vivencias, para luego “aprender a
repetirlas mecánicamente” (1978 62).
Aun la “memoria emotiva”, encargada de “dar vida al papel”
–un recurso que Lee Strasberg decía deber más a Pavlov que a
Freud—, no deja de ser re-presentativa de sentimientos que, aunque
constatables, devienen inauténticos al provenir de un contexto dife-
rente de aquel en que se actualizan. Fuera de la perejivanie, fuera de ese
sabio arrebato en que la voluntad del individuo “deja hacer” a la Na-
turaleza, un actor que rememora lo ensayado será tan “representa-
tivo” como el diderotiano Coquelin, cuyas palabras cita Stanislavski
en su capítulo sobre “Arte de la escena y oficio de la escena”:

“El actor no vive; representa. Debe permanecer indife-


rente al objeto de su actuación, pero su arte debe ser perfecto.
El arte no es la vida real, ni aun su reflejo. El arte es en sí

51
José Luis Valenzuela

mismo creador. Crea su propia vida, bella en su abstracción


fuera de los límites del tiempo y del espacio.” (1978 68)

Estas frases de 1880 preanuncian el credo simbolista de Gor-


don Craig y aun las bases de la todavía lejana poética de Tadeusz
Kantor, devolviéndonos en última instancia a las sutilezas que encie-
rra esa Paradoja sobre el comediante, tan rápidamente defenestrada por el
director del Teatro de Arte de Moscú.
Cuando Tortsov comienza a citar a Coquelin frente a sus dis-
cípulos, deja escuchar esta primera sentencia: “El actor crea su mo-
delo en la imaginación, y luego, como hace el pintor, toma cada uno
de los rasgos y los traslada, no a la tela sino a sí mismo” (1978 67-68).
Entramos aquí de lleno en el problema central que afrontaba la esté-
tica de Diderot en el siglo XVIII.
Si Coquelin debatía con Salvini a fines del siglo XIX, Diderot
lo había hecho, un siglo antes, con la escuela “emocionalista” de la
actuación encabezada por Rémond de Sainte-Albine, enseñanza en la
que podemos ver la anticipación de muchas de las intuiciones de Sta-
nislavski. Por ejemplo, en el segundo capítulo de El trabajo del actor
sobre sí mismo, Tortsov había exonerado a aquellos actores que “tratan
de realizar algo superior a las propias fuerzas, algo que no se conoce
ni se siente” (1978 74). En tales casos, se suele recurrir a una “actua-
ción forzada”, colmada de “largos períodos de tensión nerviosa, de
impotencia artística y de actuación ingenua” (64) en los que en vano
se intenta “transmitir con la voz y los movimientos los resultados de
una vivencia inexistente” (70). De manera similar escribía Sainte-Al-
bine en Le Comédien, ouvrage divisé en deux parties (1747):

¿Experimentas fuertemente una impresión? Ella se pin-


tará sin esfuerzo en tus ojos. ¿Estás obligado a torturar tu
alma para sacarla del letargo? El estado forzado de tu interior
se notará en el juego de tus rasgos y te asemejarás más a un
enfermo trabajado por cierta exaltación extraña que a un
hombre agitado por una pasión ordinaria. (De Santis 2011 8)

52
Bye-Bye, Stanislavski?

En los textos stanislavskianos son frecuentes las recaídas en


el principal postulado emocionalista: “Cuando no se experimenta un
sentimiento vivo, análogo al del personaje que se representa, ni hablar
de una auténtica creación” (1978 69), escribe el Maestro en El trabajo
del actor sobre sí mismo. La palabra “experimentar” tiene aquí un sentido
claramente diferente al de “imitar”, como ya lo sabían los partidarios
de Sainte-Albine a mediados del siglo XVIII. En el caso de Stanis-
lavski, “experimentar” implica atravesar apariencias para ir en busca
del “estado de ánimo” de ese prójimo ficticio llamado “personaje”.
Como señala Vincenzo de Santis en su ensayo “Maladies de l’acteur”,
en esa época

muchas obras –donde las teorías médicas y estéticas se entre-


mezclan- presentan al actor como un individuo de espíritu
inestable: la creación del papel teatral se vuelve el fruto de un
verdadero transformismo psicológico. El poeta J. Dorat pre-
coniza la tesis de la asimilación no-imitativa: el actor debe
sentir las pasiones, “apropiarse” del “alma” del personaje y
evitar una actuación puramente “mimética”, decía en su Essai
sur la déclamation tragique de 1758. (2011 9)

Los teóricos del Siglo de las Luces constataron entonces que


la facilidad para esa captura del “alma” de un semejante es especial-
mente notable en “las almas demasiado sensibles, [en] todos aquellos
cuya delicadeza de las fibras nerviosas es extrema” (2011 9). En el
Art du cómedien (1782), Touron de la Chapelle afirma que el actor po-
see “un carácter trastornado y proteiforme al que todo afecta, que
pasa en un instante de la alegría a la tristeza y de la tristeza a la alegría”
(10). En un siglo que no logra discernir claramente entre la “histeria
femenina” y la “hipocondría masculina” (ambas “afecciones vaporo-
sas”, en la terminología de la época), la noción de “melancolía” sirve
para englobar un síndrome de extravío de sí frecuente entre los artis-
tas de la escena. Así, en un Essai de médicine théorique et practique de 1783,
se lee que los “melancólicos” son

53
José Luis Valenzuela

aquellos enfermos que se ven alternativamente tristes y gozo-


sos; se los ve reír, cantar, llorar, enfadarse, exhalar profundos
suspiros y aun, de pronto, guardar un silencio taciturno. (…)
[Pero] en sus delirios hacen versos, componen aires musicales
sin nunca haberse dedicado a la poesía ni a la música. (De
Santis 2011 9)

Hay resonancias de este párrafo en Stanislavski, cuando Tor-


tsov comenta, en el capítulo a que vengo refiriéndome, que él “[co-
noce] el caso de dos niñas que nunca habían visto un teatro, ni un
espectáculo, ni siquiera un ensayo, y actuaron en una tragedia, aun-
que, lamentablemente, empleando los clichés más viciosos y triviales”
(1978 73-74).
De esta vecindad entre el temperamento actoral y la melan-
colía mórbida se deriva una primera consecuencia: para algunos crí-
ticos, la “sensibilidad” exacerbada de actrices y actores era un rasgo
singularizante y prestigioso; para otros, era sólo el umbral de una lo-
cura sin retorno ni gloria. En 1805, el médico psiquiatra Dominique
Esquirol (1772-1840), por ejemplo, sentenciaba que el exceso de pa-
siones es la causa principal de la alienación mental. El consagrado
actor Francois-Joseph Talma (1763-1826), en cambio, escribía que su
colega Lekain,

algunos años antes de su muerte, contrajo una enfermedad a


la que debe el perfecto desarrollo de toda la madurez de su
talento. Esto puede parecer extraño, pero no es menos ver-
dadero. Son crisis violentas, ciertos desórdenes en la econo-
mía animal los que a menudo exaltan el sistema nervioso y
dan a la imaginación una inconcebible actividad: el cuerpo su-
fre y el espíritu está lúcido. Se ha visto a enfermos asombrar
por la vivacidad de sus ideas, y a otros en quienes la memoria
(…) les recordaba circunstancias y acontecimientos comple-
tamente olvidados. (…) Las emociones son más fáciles y más
profundas, todas nuestras sensaciones adquieren un mayor

54
Bye-Bye, Stanislavski?

grado de delicadeza. Pareciera que esas conmociones purifi-


caran y renovaran nuestro ser, y es lo que Lekain ha experi-
mentado después de su enfermedad. (De Santis 2011 13)

Para Talma, el “exceso de sensibilidad” se “imprime en el sis-


tema nervioso” operando así una transformación permanente de la
persona. El dispositivo teatral que se perfila en la segunda mitad del
siglo XVIII, preanunciando el romanticismo del siglo entrante, mues-
tra así una línea de subjetivación que se abre paso entre peligrosas pasio-
nes y bordea los abismos de la demencia: una senda excesiva, remo-
tamente precursora de la peste artaudiana.
La actriz Clair Hippolyte Leris (La Clairon) (1723-1805), por
ejemplo, confiesa que “sólo desafiando los dolores de la muerte”
pudo sobrellevar los veinte años de interpretaciones trágicas que le
había impuesto la Comedie Francaise. En esa prueba de fuego pro-
fesional, le había sido “indispensable ser continuamente penetrada
por los acontecimientos más tristes (…), las búsquedas más profun-
das y desgarradoras (…) y el olvido de la propia existencia”, según
consta en sus Mémoire et Réflexions sur l’art dramatique. Pero sólo la tem-
planza resultante de tales experiencias le dio “una fuerza más que hu-
mana para actuar bien la tragedia durante más de diez años” (De San-
tis 2011 14).
Detrás de las autoalabanzas propias de una vedette prerro-
mántica, las palabras de La Clairon –como las de Talma- dejan entre-
ver el nacimiento moderno de la ética del actor, asumida como un pro-
ceso de autotransformación en que el individuo no se resiste ya a sus
propias pasiones, sino que las acoge como fuerzas benéficas. Se trata
de un “paciente y metódico desarreglo de todos los sentidos” implí-
citamente exigido (y aceptado) por una profesión que tiene rasgos de
“enfermedad sagrada”, como ya lo entendía el viejo Aristóteles.
Sin embargo, la condición melancólico-histérica de muchos
actores y la enajenación mental que no dejaba de amenazarla, dieron
lugar a la reacción antipasional de la que Denis Diderot ha sido su
portavoz más visible. No obstante, casi veinte años antes de la Para-
doja sobre el comediante, Antoine Francois Riccoboni ya había erigido la
55
José Luis Valenzuela

“inteligencia” del actor como fuerza creadora capaz de ponderar la


relación entre cada detalle interpretativo particular y el efecto que
debe producir la “totalidad de la acción” esperable de un determinado
papel. De este modo, el trabajo del actor debía dar un giro decisivo,
abandonando la entrega exclusiva a los “tonos de su alma” para aten-
der también a lo que el espectador efectivamente recibe de la escena.
“Asombrados por una entrega perfecta de la imagen de la verdad”,
escribe Riccoboni en L’Art du théâtre (1750),

algunos creyeron al Actor afectado por el sentimiento que él


representaba. (…) Siempre me ha parecido demostrado que,
si se tiene la desgracia de sentir verdaderamente lo que se
debe expresar, se está fuera del estado que permitiría actuar.
(De Santis 2011 13)

Es la preocupación por el efecto sobre el público antes que


por el “sentir lo que se dice” lo que motiva este “enfriamiento” de la
actuación, una toma de distancia que tendrá en Diderot a su precur-
sor más agudo y cuyos ecos, como sabemos, se harán sentir aun en
Brecht. De hecho, la promoción de un actor “distanciado” será ca-
racterística en los practicantes y en los teóricos para quienes el teatro
debe cumplir, antes que nada, una misión moralizante, edificante o
didáctica. El “actor inteligente” suele politizar la representación escé-
nica en detrimento de los ensalmos chamánicos de esta última.
En efecto, a los cultores del “emocionalismo” parecía bastar-
les con la entrega a las propias pasiones para que el mismo estreme-
cimiento se propagara entre los espectadores como una epidemia in-
contenible. Los partidarios de la “inteligencia actoral”, en cambio, sa-
ben que a una interpretación enardecida bien puede responderle una
recepción indiferente. Es necesaria, por lo tanto, una técnica del énfasis,
por así decirlo, o una retórica del gesto.
En sus reflexiones sobre el arte del actor, Diderot no sólo
reaccionaba contra el emocionalismo de sus contemporáneos, sino
que también se apartaba de las convenciones impuestas sobre la ac-
tuación por el “teatro de la palabra” heredado del siglo XVII francés.
56
Bye-Bye, Stanislavski?

Frente a esta estética de la monotonía declamatoria, Diderot se erigía


como un “poeta de la energía”, como un defensor de una “estética
dramática” pues su propósito era el de devolver a los escenarios una
Vida entendida como el conjunto de fuerzas que se manifiestan en
un cuerpo humano actuante. Tales fuerzas son, en principio, de or-
den físico, distribuyéndose entre las que se exteriorizan obrando, ac-
tualizándose (energeia), y las que se retienen aún como potencia y ca-
pacidad de hacer (dynamis).
Es necesario recorrer no sólo las páginas de la Paradoja sobre
el comediante sino también los escritos diderotianos sobre la pintura
(Salones; Pensamientos destacados sobre la pintura, la arquitectura y la poe-
sía…) o la pantomima (Carta sobre los sordos y los mudos; El sobrino de
Rameau…), para advertir el modelo pictórico que guía sus reflexiones
sobre el arte teatral. Siguiendo la línea de sus argumentos, puede de-
cirse que un “cuadro” escénico –al igual que un cuadro pictórico-
entrega al contemplador cierto contenido “en acto”: el tema repre-
sentado debería ser entonces una energeia que “sale” del marco de la
representación para conmover de inmediato al receptor. Para Dide-
rot, el cuadro es un conjunto orgánico cuya vida, dependiente de una
composición acertada, consiste en darnos a ver su contenido como un
“estar sucediendo” ante nuestros ojos, lo cual es una nota caracterís-
tica de la energeia en tanto fuerza actualizada. No obstante, es necesa-
rio subrayar que la “vida” de un cuadro –pictórico o teatral- resulta
de un trabajo compositivo, de un “régimen de visibilidad” en que se
compromete la inteligencia del artista:

Diderot afirma que un cuadro hecho de la reunión, sin


orden y sin unidad, de un gran número de figuras, no merece
el nombre de una “verdadera composición”. (…) En el Dis-
curso sobre la poesía dramática, Diderot asimila las leyes de la uni-
dad que deben gobernar la acción escénica de los actores, a
las leyes de la composición pictórica. Con la noción de com-
posición, el drama se interpreta como una sucesión de esce-
nas que forman otros tantos cuadros conmovedores. (Hisashi
1999 41)
57
José Luis Valenzuela

El efecto semántico de esta unidad compositiva lograda por


la representación realista es el de entregarnos una multiplicidad de
figuras subsumidas en un solo mundo posible. Es claro, por otra
parte, que el efecto de la composición no es solamente “cognitivo”
sino también afectivo, y la cualidad conmovedora de un cuadro equi-
vale a su aptitud para exceder su espacio de representación (es decir,
para dilatar inesperadamente sus horizontes hasta entonces “compri-
midos” en cierta virtualidad) e invadir instantáneamente el espacio de
recepción.
Ahora bien, la composición unificada es también una condi-
ción necesaria para que el cuadro alcance su pregnancia o “fecundi-
dad del instante”, es decir, la promesa de futuro que, paradójicamente,
debería estar encerrada en una imagen inmóvil. Siendo el mundo re-
presentado un ámbito fluyente, móvil y circulante, el pintor tendrá
que elegir con inteligencia un momento que preserve –y aun poten-
cie- el dinamismo de aquello que pinta. La acción congelada guardará
así en potencia una posible acción subsiguiente, invitando al contem-
plador a liberar su imaginación anticipadora a partir del mundo que
su entendimiento cree haber reconocido en el cuadro.
En ese suspenso de la representación reside una segunda
fuerza, una dynamis o “aptitud para devenir”, que hace del cuadro ac-
tual la metonimia de un conjunto unitario que abarca tanto el pre-
sente como los probables eventos ya sucedidos y, sobre todo, los que
el momento representado en la obra proyecta hacia un porvenir cer-
cano. Esa energía retenida es precisamente lo que Diderot espera de un
gesto actoral. La fuerza del gesto diderotiano reside entonces en una
energeia expresiva –o expresada- y en una dynamis tan poderosa como
contenida, y ambas deben unirse inextricablemente. Pero es necesario
enfatizar que el logro de tal conjunción no depende de lo que el actor
“siente”, sino de una sabia y meditada construcción. A Stanislavski
no le era ajeno el trabajo constructivo del actor –una muestra acabada
de ello es el “método de las acciones físicas”-, pero reconocía en la
perejivanie una dimensión de la actuación que, teniendo a la técnica
como su trampolín, escapaba a toda inscripción discursiva o pictórica
58
Bye-Bye, Stanislavski?

para manifestarse como experiencia pura, es decir, aún “no-procesada”


por la percepción o la inteligencia.

PICADILLO DE CARNE

Los mayores desafíos lanzados al trabajo pedagógico y artís-


tico de Stanislavski provenían de un dispositivo de representación
irreductible al del realismo. La dramaturgia simbolista –más pene-
trante y duradera que el movimiento poético que la había impulsado
alrededor de 1880- enfrentaba al Sistema con unos textos “carentes
de acción”, con escasos asideros para ser abordados mediante com-
portamientos escénicos que se orientaran hacia una meta precisa y
que fueran puestos en tensión por unos obstáculos bien dosificados.
Y debemos recordar que, para el Maestro, un cuerpo actoral impe-
dido de construir en escena una acción “lógica y coherente”, dirigida
a un objetivo, es fácil presa de las fuerzas paralizantes que provienen
de una sala más o menos colmada de espectadores.
La dramaturgia simbolista –y su incipiente dispositivo de re-
presentación esbozado por algunos jóvenes directores franceses y
aun por Meyerhold en el contexto ruso- desconcertaba a unos actores
acostumbrados a construir sus comportamientos manteniendo una
continuidad lógico-narrativa tanto interna (psicológica) como externa
(física). Un cuerpo actoral privado de estos hilos conductores que el
realismo stanislavskiano veía como imprescindibles, se exponía en
escena a una “regresión” en la que sus miembros y su voz dejarían de
obedecerle, sumiéndolo en la inmovilidad y el balbuceo.
Poco antes de inaugurar el Estudio que habría de conducir
Vsevolod Meyerhold y mientras trabajaba en la puesta en escena de
Los ciegos de Maurice Maeterlinck, el Maestro había llegado a una con-
clusión inquietante: “acababa de reconocer que nuestro teatro se ha-
bía metido en un callejón sin salida. No había caminos nuevos, y los
viejos se estaban desmoronando a simple vista” (Stanislavski 1976
199). Aun cuando sus colegas del Teatro de Arte no parecían advertir

59
José Luis Valenzuela

esa crisis, para Stanislavski en aquellos tiempos “sobrevino nueva-


mente un período de búsquedas (…) no sólo en el arte escénico, sino
también en las demás artes: la literatura, la música y la plástica” (200).
Puesto que el maestro ruso intuía que “el realismo y el cos-
tumbrismo se daban como fenecidos, y que había llegado el tiempo
de lo irreal en el escenario” (200), comenzó a buscar una inspiración
innovadora en los cuadros de Mijail Alexándrovich Vrubel (1856-
1910), un expresionista onírico que preanunciaba ya el vanguardismo
ruso que habría de imperar en las primeras décadas del siglo XX.
Cuando, tras un largo esfuerzo de observación penetrante,
Stanislavski creía haber capturado el huidizo “contenido interior ex-
presado en el cuadro”,

trataba de fijar en la memoria, físicamente, lo que acababa de


hallar e intentaba llevarlo hasta el espejo para poner a prueba,
recurriendo al propio ojo, las líneas encarnadas en el cuerpo.
Pero, para mi mayor extrañeza y sorpresa, en el reflejo dado
por el espejo, sólo me encontraba con una caricatura de Vru-
bel, con el grotesco juego histriónico, pero en la mayoría de
los casos, con la anticuada rutina, muy ajada, de la ópera.
(1976 199-200)

Esta experimentación frustrante desestabilizaba los procedi-


mientos que el Maestro había ideado en su práctica pedagógica para
evitar que sus actores y alumnos cayeran en la tentación de conten-
tarse con una mera mímesis exterior del personaje a encarnar. De
manera comprable a la hermenéutica romántica de Friedrich Schleier-
macher, Stanislavski proponía al actor que se aproximase al texto dra-
mático y al papel que se le hubiera asignado de un modo empático,
intentando “apoderarse del estado de ánimo” del autor y poniendo el
propio cuerpo y la propia inteligencia en resonancia con el “conte-
nido interior” plasmado en la obra por el dramaturgo. Cabe pregun-
tarse, sin embargo, si tal “estado de ánimo” perseguido no era en
realidad otra cosa que el propio estado anímico del actor-lector, para
quien el texto o el papel asignado funcionarían como una superficie
60
Bye-Bye, Stanislavski?

especular. El maestro ruso no ignoraba las trampas de la proyección


yoica, pero esperaba que, frente a los cuadros de Vrubel, un punctum
horadara esa pantalla proyectiva hiriendo súbitamente su identidad
personal.
Ahora bien, cuando en uno de “esos chispazos subconscien-
tes de inspiración, parecía que hacía pasar al mismo Vrubel a través
de mí, de mi cuerpo, mis músculos, mis gestos, mis poses” (1976 199-
200), tales fulgores se extinguían antes de que el Maestro pudiera des-
cubrir, frente a un espejo, sus efectos más visibles en su propio cuer-
po. “En esas ocasiones –confiesa Stanislavski- me sentía (…) como
un paralítico que intenta expresar un bello pensamiento, pero contra
su voluntad, su boca únicamente expresa sonidos desagradables y re-
pugnantes” (200).
Es claro que la experimentación stanislavskiana era una cace-
ría de la dimensión no-especularizable de los cuadros de su admirado
pintor, es decir que el director del Teatro de Arte pretendía lograr, en
la actuación escénica, un efecto análogo al de la pintura, ese “no sé
qué” que escapa a la imagen reproducida como fugándose por un eje
perpendicular a la tela, esa efusión inasible sin la cual el “arte de la
vivencia” no podría distinguirse de un mero “arte de la representa-
ción”.
Un primer diagnóstico sobre las tercas dificultades de esa
captura no consigue tranquilizar demasiado al Maestro:

“No –me decía-, el problema no es para mis fuerzas; las


formas de Vrubel son demasiado abstractas, demasiado in-
materiales. Se hallan a una distancia muy grande del cuerpo
humano concreto, con sus líneas establecidas de manera per-
manente, inmutable”. Es imposible cortar del cuerpo vivo los
brazos y los hombros para darles la inclinación que figura en
el cuadro, tampoco se podrían alargar los brazos, piernas y
dedos, como lo expresa el pintor. (1976 200)

Podríamos estar tentados de concluir que el maestro ruso an-


siaba, en este pasaje de Mi vida en el arte, conquistar o fabricar un
61
José Luis Valenzuela

“cuerpo sin órganos”, una carne desarticulada, con sus piezas disper-
sas y disponibles para una recombinación fantasiosa, un cuerpo tro-
ceado que habría permitido al actor seguir de cerca a esos pintores,
músicos, escultores y aun bailarines que, habiendo liberado los cuer-
pos y las voces de sus contornos y volúmenes demasiado humanos,
dejaban atrás la pesada solidez del realismo para alcanzar en sus obras
“lo subconsciente y lo sublime”.
Como sabemos, la imagen artaudiana del cuerpo sin órganos
ha sido recuperada por el proyecto anti-edípico de Gilles Deleuze y
Felix Guattari para referirla a un cuerpo no-formado, no-organizado
y descodificado, buscando contradecir la clausura que ellos atribuían
a las nociones de “organismo”, de “significación” y de “subjetividad”
supuestamente defendidas por el psicoanálisis. Para Deleuze y Guat-
tari, el “cuerpo sin órganos” (CsO) es un sustrato material inconte-
nido, un archipiélago heterogéneo, idealmente libre de las exigencias
o estratificaciones del lenguaje, del Estado, de la familia y de las de-
más instituciones sociales, que precedería, penetraría o circundaría al
“cuerpo propio” y a la conciencia en tanto instancias organizadas y
organizadoras.
Sin embargo, esa condición desestructurada y fluyente es sólo
un horizonte hacia el cual puede tender la experimentación de un in-
dividuo mientras éste recorre un proceso en delicado equilibrio entre
un apartamiento de la organización (lingüística, fisiológica, institucio-
nal…) y un extravío en el caos irreversible y mortífero. Para Deleuze,
el CsO es comparable a un “germaplasma” autorreproductivo que,
según la teoría propuesta por el biólogo August Weissmann a fines
del siglo XIX, se alojaría en los organismos o “somaplasmas”. Desde
esta perspectiva, la pintura de Vrúbel pudo haber sido para Stanis-
lavski portadora de un CsO que el Maestro habría buscado en vano
exhumar y despertar en las oscuridades de su propio cuerpo.
Pero la experimentación stanislavskiana frente a los cuadros
de Vrubel tenía especificaciones que nos llevan a dejar por el mo-
mento las generalidades del “cuerpo sin órganos” para internarnos
en cambio en el territorio más operativo de las técnicas de la escena.

62
Bye-Bye, Stanislavski?

En efecto, la disolución de la carne a que aspiraba el maestro ruso era


una operación preliminar, un paso propedéutico hacia una libertad
que él envidiaba, por ejemplo, en bailarines y acróbatas:

¿Y el ballet? ¿No se habían emancipado, sus mejores re-


presentantes, de sus cuerpos materiales? ¿Y los acróbatas del
circo que, como pájaros, vuelan por los aires de trapecio en
trapecio? Es difícil creer que tienen cuerpos materiales. ¿Por
qué, entonces, los artistas dramáticos no podemos emanci-
parnos de la materia y prescindir de los cuerpos? (Stanislavski
1976 201)

Es claro que podríamos preguntarnos si esas emancipaciones


envidiadas no son sólo un tránsito hacia nuevas sujeciones, hacia nue-
vas codificaciones del cuerpo propio. Quizá esas “desmaterializacio-
nes” sean solamente la impresión de vuelo que nos produce un acró-
bata en su salto de un trapecio a otro, es decir en el provisorio desasi-
miento de un soporte asegurador que busca recuperar prontamente
otro agarradero. En cualquier caso, bien podríamos tomar las com-
paraciones dancísticas y circenses de Stanislavski como una alegoría
del vértigo sufrido-gozado por un actor mientras transita ese fugaz
estado de gracia que en otros textos el Maestro llama “vivencia”.
Por el contrario, el cuerpo indisponible, torpe, “demasiado
sólido”, invadido por estereotipos, rígido y tartamudo que el director
del Teatro de Arte descubría en sí mismo, podría ser una versión ate-
nuada del cuerpo atacado por el pánico escénico, por el tipo de ca-
tástrofe que había sufrido por Kostia apenas puso un pie en el esce-
nario para interpretar su fragmento de Otelo. En ese momento,

El excesivo esfuerzo por extraer de mí la emoción y la impo-


tencia de realizar lo imposible crearon en todo mi cuerpo una
tensión que llegó al espasmo; mis manos y mi cabeza se in-
movilizaron, se volvieron de piedra. Todos mis movimientos
se paralizaron. Todas mis fuerzas desaparecieron ante esa ten-
sión inútil. Mi garganta se cerraba, mi voz sonaba como un
63
José Luis Valenzuela

grito. (…) Ya no podía controlar los movimientos de mis ma-


nos y las piernas ni el habla. Me sentía avergonzado de cada
palabra, de cada gesto. (Stanislavski 1978 57)

¿Es entonces deseable la desorganización del cuerpo propio


sin tener en vista una organización alternativa? El párrafo citado nos
describe las crudas consecuencias de una desposesión del cuerpo por
fragmentación, aun cuando tomemos esa dispersión en un sentido
figurado. Anhelar la disolución del propio cuerpo -como lo hacía Sta-
nislavski frente a los cuadros de Vrubel- podría tener un efecto libe-
rador mientras ese anhelo se mantenga en la intimidad de un vínculo
empático entre dos artistas, entre el pintor y el actor, pero para este
último sería muy diferente perder el control corporal en una intem-
perie expuesta a la mirada de terceros. La presencia de un público
demandante provoca sobre el actor la angustia de la indisposición de
sí, del estar anegado en su propia materia indómita cuando de él se
espera un desempeño escénico que roce lo sublime.
Para el maestro ruso habría sido plenamente pertinente la ad-
vertencia popular: “Ten cuidado con lo que deseas, porque podrías
obtenerlo”. Este doble signo de lo codiciado escapa a la concepción
deleuziana del deseo que, amparada por Spinoza, nos lo presenta
como potencia puramente positiva y productiva, indiferente a toda
falta y a toda angustia. Es por ello que, si nos apegamos a la letra del
maestro ruso, la concepción psicoanalítica del cuerpo y sus pulsiones
se nos muestra más apropiada para dialogar con sus escritos.
En los textos del director del Teatro de Arte se reitera una
alternancia conmutativa, sin causa aparente y sin transiciones, entre
sufrimiento y éxtasis. Leemos en Mi vida en el arte, por ejemplo, que

por naturaleza se carece de una voz melódica y de una plástica


adecuada para el escenario: [allí] casi todos hablan [y se mue-
ven] a tropezones. (…) Sin embargo, en los momentos de
inspiración, cuando por causas inexplicables se comienza a
sentir, no el significado superficial de las palabras, sino la hon-

64
Bye-Bye, Stanislavski?

dura que se esconde tras ellas, se encuentra la sonoridad bus-


cada, la sencillez y nobleza perseguida en vano durante tanto
tiempo. (…) Y en esos minutos, suena la voz y surge la mu-
sicalidad de la palabra; sólo la naturaleza sabe aprovechar el
aparato humano. (…) Sabe extraer fuertes sonidos hasta de
un afónico. (Stanislavski 1976 202)

Reaparece aquí la sabia e inescrutable Naturaleza que Stanis-


lavski confina en el “subconsciente” actoral, alojándola en las inacce-
sibles profundidades del ser. Se impone, en su concepción, el arraigado
mito de una interioridad originaria y autosostenida que nuestra con-
ciencia es capaz de iluminar muy parcialmente. Pero, ¿no será ese
mundo interior un pliegue de lo exterior, como sostenía Deleuze mien-
tras leía a Foucault? O bien, en términos lacanianos, ¿no será aquello
que creemos hospedado en nuestra más honda intimidad, precisa-
mente lo que nos es irreductiblemente externo, es decir, lo radical-
mente Otro?
Es llamativa, en el relato stanislavskiano, la ya señalada vecin-
dad entre el pavor y el logro de inesperadas proezas. A continuación
del párrafo que acabo de citar, escribe el Maestro:

Uno de nuestros camaradas tenía la voz extremadamente


débil, tanto que casi no se le oía en la sala. Ni el canto ni nin-
gún otro medio artificial para reforzarle la voz fueron efica-
ces. En una ocasión, durante un paseo que diéramos en el
Cáucaso, nos atacaron unos enormes perros ovejeros, hin-
cando sus colmillos en nuestras pantorrillas. Presa del terror,
mi compañero comenzó a gritar tan alto, que se le podía oír
a un kilómetro de distancia; poseía una voz fuerte, pero en
cuanto a utilizarla, sólo sabía hacerlo debidamente la propia
naturaleza. (1976 202)

Vemos aquí repetirse idéntico patrón que en el paso súbito


del pánico escénico a la vivencia inspirada: la misma voz largamente
recluida en las catacumbas del cuerpo se proyecta a un kilómetro de
65
José Luis Valenzuela

distancia un segundo después de un incidente imprevisto, como si no


hubiera tabique alguno entre lo muy interno y lo muy lejano. Es claro
que la jauría desbocada es sustituible, en el apólogo stanislavskiano,
por un Público cuyo solo presentimiento sería capaz de inutilizar al
actor como si su cuerpo hubiese sido transitoriamente tomado por
uno de esos síntomas histéricos que Freud observaba junto a Charcot
en las pacientes de La Salpetrière a fines del siglo XIX. Y de la misma
manera, sin que medie una causa orgánica detectable, ese mismo
cuerpo podría de pronto sorprender a todos con una expresividad
inusitada.
Si el Maestro se esforzaba en vano por apresar el “contenido
interior” de los cuadros de Vrubel, quizá la llave para liberar sus pro-
pias potencias somáticas apresadas bajo un caparazón de hábitos no
estaba en la profundidad visceral sino en la superficie, allí donde la
materia corporal interactúa con un entorno concreto, humano y de-
mandante. El problema de poner el cuerpo actoral a la altura de los
desafíos de un arte moderno que no sólo trastocaba los temas y las
formas, sino que parecía haber alterado radicalmente la sustancia
misma de la expresión, tal vez estaba reclamando del teatrista un des-
prendimiento de la Madre Naturaleza para instalarlo en ese estrato
artificial y alienante en que la materia viva deviene signo.

PARTIR SIN COMPRAR BOLETO DE VUELTA

El paso del cuerpo impotente y ominoso al cuerpo controla-


ble, percibido por el propio sujeto como orgánicamente constituido,
ha sido uno de los primeros problemas abordados por Jacques Lacan
en los inicios de su obra psicoanalítica, poco después de haber obte-
nido su doctorado en psiquiatría con la tesis De la psicosis paranoica y
su relación con la personalidad. En 1936 presenta su conocida teoría sobre
“el estadio del espejo” para dar cuenta del fenómeno de la identifica-
ción afectiva en una fase de la evolución ontogenética claramente an-
terior al llamado complejo de Edipo, un período en la vida humana

66
Bye-Bye, Stanislavski?

en que no se puede hablar siquiera de un cuerpo que su portador


pueda distinguir claramente del ambiente que lo rodea.
La cría humana –a diferencia de lo que sucede con la mayoría
de las especies animales- es arrojada al mundo en un estado tal de
indefensión que sería incapaz de sobrevivir sin prolongados cuidados
y provisiones de parte de un adulto. No es exagerado decir que el
nacimiento humano es prematuro y que su desadaptación respecto
del medio circundante lo acompañará a lo largo de toda su existencia.
Hay, en los primeros meses de vida, un lento progreso en que
“algunas sensaciones exteroceptivas se aíslan esporádicamente en
unidades de percepción”, correspondiendo esos “objetos” rudimen-
tarios a “los primeros intereses afectivos” por los que el niño reac-
ciona “precoz y selectivamente al alejamiento y al acercamiento de las
personas que se ocupan de él” (Lacan 1982 [1938] 34). No obstante,
“el retraso de la dentinción y de la marcha, un retraso correlativo de
la mayor parte de los aparatos y de las funciones, determinan en el
niño una impotencia vital total que perdura más allá de los dos pri-
meros años” (1982 [1938] 38).
El cuerpo del lactante, como el del aspirante a actor que sale
desprevenido al escenario con una sala colmada de espectadores, su-
fre una doble ruptura vital: por una parte, lo que en otros animales es
una relación connatural, instintiva, con el medio ambiente, en el hu-
mano es sólo descontrolada impotencia; por otra parte, la unidad
misma de su materia viviente está azotada y vapuleada por pulsiones
que la vuelven indisponible para cualquier comportamiento coordi-
nado, siendo la angustia “nacida con la vida” el primer fenómeno
afectivo. Al respecto, observa Lacan en su largo artículo “La familia”,
escrito en 1938 para el volumen VII de la Encyclopédie Francaise, que

la discordancia, en ese estadio del hombre, tanto de las pul-


siones como de las funciones, es sólo la consecuencia de la
incoordinación prolongada de los aparatos. Ello determina
un estadio constituido afectiva y mentalmente sobre la base

67
José Luis Valenzuela

de una propioceptividad que entrega el cuerpo como despe-


dazado; por un lado, el interés psíquico se desplaza a tenden-
cias que buscan una cierta recomposición del propio cuerpo;
por el otro, la realidad, sometida inicialmente a un despeda-
zamiento perceptivo, se organiza reflejando las formas del
cuerpo que constituyen en cierto modo el modelo de todos
los objetos. (Lacan 1982 [1938] 54)

Para Lacan, la condición rudimentaria del sistema nervioso


humano en el momento del nacimiento hace imposible que el adve-
nimiento a la vida pueda ser considerado como un “trauma psíquico”.
Las huellas que ocasiona en un cuerpo la brutal separación respecto
del útero materno encuentran su expresión psíquica bastante más
tarde, en ese otro acontecimiento desgarrador llamado “destete”. Se-
gún Lacan, “traumático o no, el destete deja en el psiquismo humano
la huella permanente de la relación biológica que interrumpe” (1982
[1938] 32), a tal punto que la separación del seno materno –como
antes del útero que lo cobijaba en equilibrio parasitario- nunca será
del todo sublimada, alimentando en el futuro sujeto una persistente
nostalgia: “ilusión metafísica de la armonía universal, abismo místico
de la fusión afectiva, utopía social de una tutela totalitaria…, formas
todas de la búsqueda del paraíso perdido anterior al nacimiento y de
la más oscura aspiración a la muerte” (1982 [1938] 43).
Es precisamente en el período del destete, con su renovación
de la experiencia arcaica de un cuerpo troceado e impotente, que co-
mienza lo que Lacan denomina el “estadio del espejo” y cuyo desen-
lace sentará las bases para la constitución del “yo” del sujeto. Este
“estadio” lacaniano es una reelaboración de la “prueba del espejo”
constatada por el psicólogo experimental Henri Wallon en 1931 para
diferenciar las reacciones del chimpancé y las del niño frente a sus
respectivas imágenes especulares. Hacia los comienzos de la década
de 1950, Lacan consideraba el estadio del espejo no sólo como un
proceso ontogenético vivido por un ser humano entre los seis y los
dieciocho meses de vida, sino sobre todo como una estructura per-
manente de la subjetividad, como un paradigma de la experiencia
68
Bye-Bye, Stanislavski?

imaginaria de lo que sostiene la “relación libidinal” del sujeto con su


propio cuerpo.
Alrededor del sexto mes de existencia, el lactante, afectado
por la fragmentación somática arriba descrita, descubre en la super-
ficie del espejo un cuerpo vivo envidiablemente íntegro al que inicial-
mente toma por un rival que le fascina y le amenaza a la vez. El esta-
dio del espejo se extiende entonces desde este descubrimiento inquie-
tante de un otro cuya completud le apabulla, hasta el reconocimiento
identificatorio de esa imagen como propia, lo cual conlleva un júbilo
que Lacan atribuye al “triunfo imaginario de anticipar un grado de
coordinación muscular que aún no ha logrado en realidad” (Evans
1997 82). En tanto que estructura, el estadio del espejo se presenta
como una matriz en la que la fase de fragmentación es seguida por
una fase totalizadora que no se presenta progresivamente sino “de a
saltos”, como destellos disparados por un detalle, por una insignifi-
cancia difícilmente perceptible para un observador externo.
Esa matriz será el molde narcisístico de toda identificación
futura del sujeto, teniendo a la imagen especular como un poderoso
atractor. Y es necesario insistir en el efecto jubiloso que tiene sobre
el niño el súbito descubrimiento de que “ese otro soy yo”. Al decir
de Lacan, esa percepción

se manifiesta bajo la forma (…) característica de una intuición


iluminativa, es decir, con el trasfondo de una inhibición
atenta, revelación repentina del comportamiento adaptado
(en este caso, gesto de referencia a alguna parte del propio
cuerpo); luego, el derroche jubiloso de energía que señala ob-
jetivamente el triunfo; esta doble reacción permite entrever el
sentimiento de comprensión bajo su forma inefable. (1982
[1938] 53)

Inmediatamente, tras este festivo hallazgo, el infante buscará en


el adulto que lo contempla a sus espaldas, la confirmación de la iden-
tidad descubierta, esperando de la palabra del Otro la sanción de un
“sí, eres tú”.
69
José Luis Valenzuela

Trasladando estas consideraciones a la experiencia actoral, di-


ríamos que ese hallazgo jubiloso equivaldría a un intenso placer, com-
pensatorio del extremo displacer sufrido segundos antes por Kostia
a causa de su “pánico escénico”. El paso de la fragmentación –es
decir, el paso de un cuerpo virtualmente fragmentado- a la recompo-
sición triunfante de una totalidad (corporal) controlable obedecería
entonces a un “principio del placer” entendido, con Freud, de manera
fisiológico-energetista, a saber, como una descarga más o menos inme-
diata de un exceso de excitación que habría perturbado la homeosta-
sis del organismo. El virtual despedazamiento del cuerpo, experimen-
tado por el actor frente a una sala que él percibía como colmada, sería
así un insoportable desequilibrio que la subsiguiente “recuperación
de sí” vendría a restaurar.
Sin embargo, la referencia de Lacan al “estadio del espejo” en
su artículo de 1938, fundándose en ese renovado desvalimiento pos-
natal que implica el destete, está inmediatamente precedida por la si-
guiente observación:

el sujeto asume, a través de sus primeros actos de juego, la


reproducción de ese malestar mismo y, de ese modo, lo su-
blima y lo supera. El ojo inteligente de Freud observó con ese
criterio los juegos primitivos del niño: la alegría de la primera
infancia al alejar un objeto fuera del campo de su mirada y
luego, después de reencontrar el objeto, renovar en forma
inagotable la exclusión, significa que lo que el sujeto se inflige
nuevamente es la repetición del destete, tal como lo ha sopor-
tado, pero en relación con el cual es ahora triunfador al ser
activo en su reproducción. (1982 [1938] 50-51)

Lacan se refiere aquí al capítulo de Más allá del principio del


placer (1920) en que Freud describe los llamativos juegos de su nieto
de dieciocho meses de edad. Lo primero que solicita su atención es
que el pequeño arroja todo tipo de objetos debajo de los muebles o
en rincones fuera de su vista, profiriendo en ese acto un prolongado
“o-o-o-o” con aire de satisfacción. Freud y la madre del niño creen
70
Bye-Bye, Stanislavski?

oír, en esa exclamación, un rudimentario “fort” (“se fue”), y comprue-


ban que “esa acción enigmática se repite de continuo”. Se diría que
el único uso que el nieto hacía de los objetos era el de “jugar a que se
iban”. Pero en una oportunidad en que el juguete era un carretel de
madera atado con un hilo, Freud advierte que, tras arrojar el objeto
por encima de la baranda de su cuna, el bebé lo recuperaba tirando
del hilo, “saludando ahora su reaparición con un amistoso Da” (“acá
está”). El padre del psicoanálisis y abuelo del niño deduce entonces
que el juego completo consiste en un “desaparecer y un volver” de
los objetos, acompañando ese vaivén con fonemas traducibles como
fort-da. El “principio del placer” nos llevaría a concluir que el “da”
corresponde a una recuperación jubilosa (intensamente placentera)
de un objeto penosamente perdido en el momento el “fort”, y que el
juego binario “sublima” las frecuentes ausencias y retornos de la ma-
dre del infante. El fort-da sería así una técnica que convierte al sujeto en
“un triunfador al ser activo en la reproducción” del catastrófico aban-
dono implicado en el destete, como sugiere Lacan.
No obstante Freud nota que, en la enorme mayoría de los
casos, el juego del fort-da se efectúa sólo en su “primer acto”, es decir,
en la tarea de hacer desaparecer los objetos. (Cierto día, frente al es-
pejo del guardarropa materno, el niño juega incluso a hacerse desa-
parecer a sí mismo). Y el abuelo percibe también que esas incansables
reproducciones de una ausencia perturbadora están acompañadas de
una “paradójica satisfacción” que contradice el principio del placer.
Dicho de otro modo, el niño vuelve una y otra vez a revivir una ex-
periencia traumática, ominosa y aun mortífera como si intentara “ela-
borarla” de alguna manera, aunque el intento falle una y otra vez,
debiendo repetirse indefinidamente. Freud conjetura que tales repe-
ticiones son tentativas de domesticar una hipotética “pulsión de
muerte” ligándola a representaciones imaginarias o simbólicas. Más
tarde, Lacan llamará goce a esta paradójica satisfacción freudiana.
Tal vez en el juego del fort-da reencontraríamos la perejivanie
en su sentido menos traducible, a saber, como experiencia profunda-
mente perturbadora de la que el sujeto ha salido relativamente airoso.

71
José Luis Valenzuela

Diríamos entonces que la secuencia transitada por Kostia, entre el


pánico escénico y el júbilo de emerger triunfante ante una platea fas-
cinada, es un juego de fort-da en el sentido freudiano que cabe asignar
a esa expresión. Pero vemos también que si la actuación vivencial –
el instante de “¡Sangre, Yago, sangre!”- podría aún inscribirse en el
registro del placer en tanto que descarga de tensión, el padecimiento
que le precede –como si de su “causa” se tratara- bien podría haber
desbaratado al actor en una definitiva “muerte escénica”, pues éste
no tenía la garantía de un “hilo salvador” que le asegurara la recupe-
ración de sí.
El hilo del carretel, el seguro de retorno tras la pérdida de sí
hubiese sido precisamente la posesión de una “técnica de la vivencia”
por parte del actor. Sin embargo, el fracaso stanislavskiano en la bús-
queda de una técnica de la “inspiración” y su reconocimiento de la
impenetrabilidad del “subconsciente” por vías directas, mantienen la
perejivanie en una zona de irreductible e inmanejable peligro. La recu-
rrente puesta en riesgo de la propia vida-en-el-oficio, esa compulsión
de poner en juego el propio prestigio artístico en un combate de final
incierto, ubica la perejivanie en ese “más allá del placer” que el laca-
nismo designará como goce. Si la “vivencia” stanislavskiana sólo puede
medio-decirse, si es inexplicable para quien la ha protagonizado, si-
tuándose por lo tanto más allá de la técnica positivamente entendida,
es porque se interna en la opacidad del goce, reservando al menos un
resto fuera del alcance de una psicología y, por lo tanto, de una “psi-
cotécnica”.

TODO UN MAR SE AGOTA EN UNA GOTA

Insisto entonces en que si la perejivanie es tan esquiva al dis-


curso –como podemos comprobarlo en el segundo capítulo de El
trabajo del actor sobre sí mismo-, si se muestra irrecuperable para una evo-
cación verbal, es porque aquélla concierne al goce actoral y no al saber-
hacer en la escena. Y tomo aquí la palabra “goce” en el sentido en-
trevisto por Freud, a saber, como paradójica satisfacción más allá del
72
Bye-Bye, Stanislavski?

principio del placer. Se trata de un goce que más tarde Lacan situaría
fuera del significante, incompatible con toda representación. En
tanto inefable y no-especularizable, el goce ostenta la cualidad de lo
intransferible: hay una esencial soledad –y aun un autismo- en el sujeto
gozante. El goce del otro nos es, por lo tanto, inaccesible e inconce-
bible.
En el terreno teatral, específicamente, no hay garantía alguna
de que los respectivos goces del actor y del espectador sean simultá-
neos, simétricos, coordinables, ni conmensurables en calidad o en in-
tensidad. Si la alegoría del escenario (realista) como espejo de la sala
ha sido un longevo lugar común de la cultura occidental, en lo que
respecta a los eventuales goces de uno y otro lado del proscenio, de-
beríamos figurarnos más bien un espejo de doble faz como superficie
divisoria. Actores y públicos gozan según sus maneras respectivas,
cada vez más azarosa e independientemente a medida que unos y
otros se internan en los territorios desconcertantes de las teatralida-
des “experimentales” de nuestros días.
Sólo las variantes más lineales de la narrativa realista –aquellas
que responden al esquema conflicto / suspenso / resolución- pueden
apostar aún a mantener al público atrapado en el previsible trayecto
que va de una tensión acumulativa a su descarga final. Basta formu-
larlo de este modo para advertir que ese tránsito lineal se mantiene
en los cauces del principio del placer, sin aventurarse a un goce pro-
piamente dicho, y es por ello que sus efectos –relativamente calcula-
bles- se agotan en los marcos de la representación misma. Un “teatro
de placer” suele responder a una demanda de “consumo de bienes
culturales” y, como decía Brecht, “en esa esfera ya nada se produce;
sólo se consume, se disfruta y se defiende” (Brecht 1973 110).
El teatro de placer está al cubierto de la inquietud, del males-
tar y aun de la herida irresuelta e irresoluble -sujeta a indefinidas re-
peticiones fallidamente reparadoras- que la palabra perejivanie con-
lleva. El teatro de la vivencia propone en cambio una experiencia que,
a diferencia de la que ofrece el teatro de placer, sigue obsesionando
al espectador mucho después de que la sala se vacía y se apagan las

73
José Luis Valenzuela

últimas luces del escenario. Tal es la producción de un teatro de goce.


Permítanme ilustrar lo que acabo de escribir con unas evocaciones de
Lee Strasberg.
Tras haber asistido en Chicago a la última interpretación de
Laurette Taylor en El zoo de cristal y pese a haber admirado, durante
la representación, el trabajo de la actriz, el director del Group Theatre
anota que nada de lo que ella hizo en escena explica en qué consistió
su actuación, y que

muchos han tratado de describir esa interpretación, pero en


general lo único que puede decirse es: “Bueno, no fue nada
en particular, ningún elemento. Fue… eso, simplemente fue”.
Esta descripción, por extraña que parece, es justa. Es una ma-
nera de expresar el hecho de que la interpretación de Taylor
era una vivencia. (Strasberg 1989 37)

Las palabras de Strasberg señalarían aquí una doble “viven-


cia”: la que se supone en la actriz, por un lado, y la que se atribuye a
(¿todos?) los espectadores, por otro, incapaces de poner en palabras
lo que hacía de esa actuación un evento memorable. Y el director
norteamericano agrega que “algunos de sus compañeros de elenco
me dijeron que en ocasiones no se sabía qué iba a decir la actriz [en
escena]” (1989 37), palabras que ilustran la observación de Stanis-
lavski citada más arriba, según la cual, en los instantes de vivencia, “el
actor vive o crea según su inspiración, improvisando” (1978 64).
Strasberg concluye sus referencias a Laurette Taylor comen-
tando que aquel trabajo en El zoo de cristal “fue una gran actuación
porque no fue una actuación” (1989 37). Dicho de otro modo, una
“interpretación vivencial” es una “línea de subjetivación” –para de-
cirlo en los términos de Deleuze- que opera en los bordes del dispo-
sitivo de representación realista, que fuerza sus límites hasta el punto
de “pasar al otro lado”, franqueando así el portal hacia un dispositivo
alternativo y aun cayendo fuera de toda representación. En esa con-
dición limítrofe de la perejivanie reside precisamente su inefabilidad y
su ingobernabilidad.
74
Bye-Bye, Stanislavski?

Debemos recordar, sin embargo, que un estado de “vivencia”


continua sería insostenible para cualquier actor, según lo advertía el
maestro ruso. La perejivanie es un acontecimiento que resalta sobre un
fondo de “actuación técnica” que sirve al actor o a la actriz para “des-
cansar del goce”.
Detengámonos en otra remembranza de Strasberg en que se
subraya el carácter puntual de la vivencia, considerada en este caso
desde su perspectiva de espectador. “La única vez que experimenté
una sensación similar a la que generaba Taylor fue con Eleonora
Duse, cuyo trabajo, sin embargo, demostraba otra intención y con-
ciencia” (1989 37), comenta el maestro newyorkino. La intensidad de
esa experiencia se vuelca en la frase siguiente: “El debut de Eleonora
Duse en Broadway fue un gran momento histórico para mí y para
muchos” (37).
Al asistir, a principios de la década de 1920, a una versión de
La dama del mar de Ibsen, protagonizada por la diva, Strasberg dice
haber aguardado “toda la velada que se produjera uno de esos mo-
mentos –un desborde de temperamento, una intensa vibración emo-
cional- que para mí formaba parte de una gran interpretación”. El
director esperó en vano tales efusiones; a cambio de ello, advirtió
“algo fuera de lo común: una presencia, una sensación de algo que
sucedía ante mis ojos, un hecho fugaz, pero que quedaba grabado en
mi conciencia. Era como un sabor que permanece largo tiempo en el
paladar” (37). La perejivanie del espectador se vuelve explícita en esta
evocación: “Salí del teatro embargado por sentimientos confusos,
contradictorios. En verdad había visto algo fuera de lo común, pero
no la interpretación que esperaba: ni un solo desborde de las emocio-
nes” (37).
La dama del mar se representaba en italiano –lengua descono-
cida para Strasberg-, lo cual le permitió apreciar el conmovedor tra-
bajo de “actuación pura” de la diva. El pasaje memorable referido
por el director era “la escena en que Duse le suplica a su esposo que
le permita partir con el forastero, y él por fin acepta, su rostro se

75
José Luis Valenzuela

ilumina con una sonrisa maravillosa” (37). El comentario subsi-


guiente es una observación que echa luz sobre la perejivanie sin expo-
ner su secreto: “La sonrisa de Duse es algo extraño: parecía nacer de
los dedos de los pies y ascender por todo el cuerpo hasta llegar al
rostro y a la boca, donde aparece como el sol asomando detrás de las
nubes” (1989 38). Esta frase nos resitúa de inmediato en la escena de
Mi vida en el arte donde Stanislavski presiente en los cuadros de Vrubel
un destello que debería orientarlo hacia la actuación anhelada sin en-
contrar, no obstante, su clave técnica.
Oscuramente sospechaba el maestro ruso que era necesario
despedazar el cuerpo propio, refuncionalizarlo –permitir, por ejemplo,
que los pies puedan sonreír- y recomponerlo de modo que su com-
portamiento escénico se aparte de todo cliché. Es por ello que he
sugerido que las tribulaciones de un Stanislavski desafiado por Vrubel
bien podría leerse desde el “cuerpo sin órganos” artaudiano. Pero sin
que en ese momento el Maestro pudiera percatarse, el modelo pictó-
rico le cerraba el paso hacia una solución técnica –en caso de que la
hubiera- al problema actoral que le afligía. Si acaso hubiera un saber-
hacer encaminado hacia la inducción de una vivencia en el espectador
habituado al realismo, dicha habilidad se orientaría más bien según
un modelo dramatúrgico-literario, como lo dejan entrever las reflexiones
de Strasberg en torno a la labor escénica de Eleonora Duse:

Cuando [la diva] sonrió, yo pensé: “Este es el verdadero


meollo de toda la obra. En realidad, no quería partir. Sólo
quería la libertad de elegir”. Medité durante un largo rato so-
bre la escena, hasta que caí en la cuenta: “¿Qué es esto? Acabo
de ver una obra que no conozco bien, representada en un
idioma que no entiendo, y la actriz me la ha revelado con un
solo gesto”. (1989 38)

Si en un gesto está contenida toda la obra, diríamos que ese


gesto en una sinécdoque de dicha obra, valiéndonos de la terminología
retórica. Tomar (o sustituir) el todo por una parte es, como se sabe,
una operación sinecdótica a la que podemos considerar como un caso
76
Bye-Bye, Stanislavski?

particular de supresión metonímica. Volviendo a Mi vida en el arte, cuando


el maestro ruso abordaba la imposible tarea de fragmentar su cuerpo,
lo que de hecho buscaba era dotar a cada una de sus partes de una
elocuencia tal que fuera posible expresar, desde la pequeñez del de-
talle, la abrumadora sugestión de la totalidad de la representación, es
decir, de la obra dramática completa. Dicho de otra manera, cada pe-
queña parte del cuerpo actoral debía ser capaz, al menos potencial-
mente, de condensar en un gesto el “superobjetivo” de la obra repre-
sentada. En esta problemática, podríamos conjeturar que, de haber
llevado más lejos sus investigaciones por la vía de los significantes del
comportamiento escénico, Stanislavski se habría acercado inespera-
damente al “actor inteligente” de Riccoboni y Diderot.
Strasberg concluye sus referencias a la velada inolvidable con
la siguiente reflexión:

Duse me enseñó esa noche que actuar no es sólo produ-


cir un desborde de temperamento o siquiera demostrar una
emoción profunda. En ella vi la vida del personaje revelada
minuto a minuto. Duse tenía una facilidad extraordinaria para
aparecer sentada en escena y crear una persona que pensaba
y sentía, sin esa intensidad especial que caracteriza la conducta
guiada por las emociones. (1989 38)

Dicho con otras palabras, Eleonora Duse era una maestra del
gesto, capaz de realizar el ideal diderotiano sin que podamos averiguar
hasta qué punto el talento metonímico de la actriz era el fruto de un
cálculo minucioso o de una inspiración inconsciente reacia al análisis.
Los párrafos de Strasberg nos autorizan a distinguir en ellos una “pe-
rejivanie de espectador”, sin darnos indicio alguno sobre lo que la ac-
triz experimenta en tales “instantes fecundos”. Entre la perejivanie del
actor y la del espectador cabe sospechar más bien una no-simultanei-
dad como regla general; son, según lo he indicado más arriba, goces
no obligados a una sincronía. En cualquier caso, podemos decir que
actrices como Eleonora Duse son capaces de ubicar su trabajo en el

77
José Luis Valenzuela

borde último del dispositivo de representación realista, sin propia-


mente trascenderlo (lo cual en absoluto menoscaba sus méritos). Vale
la pena entonces seguir citando a Strasberg en busca de una ulterior
aclaración sobre lo que acabo de escribir.
“Vi a Duse nuevamente en Espectros de Ibsen”, nos dice el
director del Actor’s Studio. De esa oportunidad, recuerda que

En el primer acto, la Señora Alving ve a Osvaldo que seduce


a Regina fuera del escenario; bruscamente, le es develado
todo el pasado oculto. En el caso de Duse, fue como si la
rodeara una gran ola. Alzó los brazos como si un muro estu-
viera por desplomarse sobre ella, pero ese muro era de tela-
rañas invisibles que envolvían sus manos y ella las agitaba im-
potente; se debatía para liberarse. (1989 38-39)

Vemos aquí el carácter doblemente metonímico del gesto de la ac-


triz, pues éste alberga a la vez el espacio “fuera de cuadro” en que su
hijo “seduce” a su media hermana Regina y el tiempo vital que la Se-
ñora Alving malgastara en su larga sumisión a un marido bestial y a
la mascarada burguesa de los sagrados valores familiares. La totalidad
“comprimida” en la metonimia gestual de Duse es, por lo tanto, de
orden narrativo-dramático: contiene el mundo posible (narrativamente)
desplegado por Espectros y expande infinitamente ese mundo al suge-
rirnos tanto su extensión invisible –aunque imaginable- para el pú-
blico de la sala, como las interioridades “intensivas” (dramáticas) de
sus personajes, interioridades que el espectador sólo puede inferir
pausadamente de lo hecho y de lo dicho por ellos en el transcurso de
las escenas de la obra. Por otra parte, los “espectros” aludidos en el
título deambulan tanto en la extensión del afuera como en la intensión
(o “intensividad”) de los sujetos.
Una nota a pie en el texto de Strasberg se torna particular-
mente luminosa a este respecto, lo cual la hace merecedora de una
transcripción en extenso:

78
Bye-Bye, Stanislavski?

Muchos años después de haber visto a la Duse, Clifford


Odets me presentó a Charles Chaplin, que para mí era la per-
sonificación del actor profesional. Clifford trató de hacerme
participar de la conversación. “Lee, cuéntale a Charlie tus re-
cuerdos de la Duse. Eso bastó para poner en marcha a Cha-
plin. Durante una hora nos demostró los diversos estilos de
interpretación, la diferencia entre los actores chinos y japone-
ses, la manera como los italianos manipulan la utilería. Final-
mente, hizo una imitación de la Duse. Pero el gran mimo no
supo captar su estilo porque ella no hacía nada fuera de la
escena y el personaje. No poseía gestos propios, de ahí que
fuera imposible imitarla. Era sólo un vehículo para expresar
la idea de la obra. (1989 38)

Si Stanislavski hubiese contemplado la exhibición chapli-


nesca alrededor de 1906 –época en que el Maestro atravesaba una
crisis profesional por pérdida de “entusiasmo creador”-, es muy po-
sible que hubiese diagnosticado en el mimo una gestualidad “vaciada
de interioridad”. Strasberg –sin dejar de ser stanislavskiano- percibió
allí, más que una ausencia de interioridad, una carencia de pertinen-
cia/pertenencia textual: lejos de toda abstracción y a diferencia de la
demostración de Charlot, “cada gesto de la Duse era real, revelaba el
contenido de la obra”. (1989 40)
El director newyorkino vislumbraba de este modo la necesi-
dad de un giro técnico que el maestro ruso de hecho realizaría al em-
pezar a dar consistencia a su “método de las acciones físicas”, a saber,
la admisión de que una actuación determinada no debía llenarse con
los “contenidos interiores” del personaje abordado en su aislada sin-
gularidad, sino que debía construirse progresivamente, por capas,
bajo la guía de los contenidos y las formas literarias subyacentes a los
diálogos, hasta llegar a ser “sólo un vehículo para expresar la idea de
la obra”.
Lo que el actor realista deberá imitar (es decir, construir) no
será ya un personaje-persona dotado de un “mundo interior” –aun-
que el espectador del realismo siempre creerá atisbar ese mundo
79
José Luis Valenzuela

desde la platea-, sino que deberá erigir e ir transformando las sucesi-


vas circunstancias dadas que desde la obra articulan y organizan, a cada
instante, en las determinaciones que habrán de pesar sobre sus com-
portamientos en la escena. Para decirlo con un vocabulario deleu-
ziano, la “realidad del personaje” irá tomando cuerpo por sucesivas
prolongaciones, encadenamientos, entrelazamientos y estratificacio-
nes de las “líneas de visibilidad” y de las “líneas de enunciación” del
dispositivo representacional y no por el simple trámite de “crear el
personaje en la imaginación y luego trasladar cada uno de sus rasgos
a sí mismo”, como quería la tradición realista dominante.

CÓMO GOZA UN AVE FÉNIX

Los párrafos de Lee Strasberg que he citado en el apartado


que precede describen con claridad lo que podemos llamar un goce
espectatorial ocasionado por una experiencia (perejivanie) tan indeleble
como reticente. Dicho goce es, como tal, refractario a las evocaciones
verbales del espectador, pero los esfuerzos descriptivos de Strasberg
nos permiten reconstruir al menos lo que podríamos llamar la “di-
mensión cognitiva” de esa experiencia, un aspecto que las poéticas
realistas pueden instigar técnica e intencionalmente en sus públicos.
Se diría que la obra realista está construida de modo tal que recom-
pensa al lector/espectador con un reconocimiento final tras haberlo con-
ducido por senderos inciertos, dispersivos, diversamente zizaguean-
tes e intrigantes en grados variables.
Dejemos de lado un realismo lineal, compuesto según la
mencionada secuencia conflicto/suspenso/desenlace y obediente a
un “principio del placer” que no decepcionará al receptor, ya que éste
conoce de antemano la forma del decurso narrativo que la obra habrá
de entregarle a cambio del precio pagado en la boletería. En drama-
turgias realistas más exigentes, donde el juego discursivo y formal in-
terfiere con la linealidad de la historia relatada, el lector o el especta-
dor probablemente sentirá que es invitado a armar un rompecabezas
sin tener a la vista la imagen final de deberá reconstruir. Esa imagen
80
Bye-Bye, Stanislavski?

concluyente será el mundo posible unitario y exhaustivo en que calzarán


ajustadamente las piezas inicialmente diseminadas, entregadas por el
dramaturgo de acuerdo a un cálculo discursivo cuidadoso.
Lo que finalmente se le concede al armador del rompecabe-
zas es una suerte de clave de acceso universal que repentinamente
conectaría entre sí las ínsulas de un archipiélago, los submundos po-
sibles hasta entonces desparramados en la trama. Esos islotes habrían
estado en suspenso, subtendidos por la fe del receptor aguardando esa
clave conectiva que tarde o temprano los realizadores de la obra de-
berían proveerle. Es claro que este suspenso del reconstructor no es
del mismo tipo que el propuesto por la construcción mencionada al
comienzo del párrafo anterior. Aquel “suspenso lineal” se sostiene en
la pregunta que el lector/espectador se formula sobre la suerte del
protagonista de la narración: ¿logrará o no la meta que se propone?
Hay, en este caso, una identificación del receptor con el personaje y su
destino, y esa relación identificatoria alimenta el suspenso de la trama.
El trayecto del espectador que arma el rompecabezas es, en
cambio, homólogo al del infante que transita por el “estadio del es-
pejo” lacaniano: parte de una fragmentación informacional que lo su-
merge en el malestar del sinsentido para acceder luego, súbita y jubi-
losamente, a una totalidad reconfortante. Ese momento reintegrador
depara al receptor la dicha de quien se recupera de una pérdida an-
gustiante, la alegría de re-conocer un mundo que se le había desfamilia-
rizado. Tras haber sido sumergido en la extrañeza de un cuerpo se-
miótico que había dejado de considerar como propio, tras perderse
en un espacio sin brújula semántica, al lector/espectador le es conce-
dido exclamar de pronto, frente a un rompecabezas perfectamente
amado, “¡Esa imagen completa soy yo… sin ser yo!”. Del mismo
modo Kostia, al pronunciar imprevistamente su “¡Sangre, Yago, san-
gre!”, pudo haberse dicho: “¡Soy Otelo… sin ser Otelo!”, así como el
bebé frente al espejo lacaniano pudo haber vociferado, finalmente,
“¡Ese otro soy yo!”.

81
José Luis Valenzuela

Tal es el goce identificatorio que concita la obra realista: el de re-


conocer(se) luego de un extravío, el de reencontrar una legalidad sub-
yacente tras haber sufrido la desconcertante anarquía de una multi-
plicidad aparentemente irreductible. Cuando el lector/espectador
cree comprender las leyes de formación del mundo posible, le basta con
conocer una parte de él para imaginar fehacientemente la índole y
composición de los espacios y los tiempos que escapan –y que tal vez
escaparán por siempre- a su constatación empírica. Dicho de otra
manera, el sujeto extrapola a la vastedad del mundo lo que conoce de
la pequeña región que le es dado percibir, amparado por las leyes que
cree comprender respecto de la formación y funcionamiento de ese
mundo. Sobre esta extrapolación descansan todos los “sesgos cogni-
tivos” del observador, sesgos que un dramaturgo realista deberá saber
explotar hábilmente.
Lo que aquí está en juego es la ilusión de controlar un todo
teniendo posesión sólo de una parte. Es esta ilusión sinecdótica o
metonímica la que, entregada de golpe luego de un extravío angus-
tiante y cuando toda esperanza estaba perdida, es esa fulguración,
digo, la que provoca lo que podemos llamar el goce realista. Es el goce
del “da” de un niño que habría arrojado un carretel sin hilo, empujado
solamente por la paradójica satisfacción del “fort” que le antecede. Se
diría que el lector/espectador “de placer”, el amante de las formas
lineales, en cambio, prefiere evitar esa pérdida de un mundo que es,
simultáneamente, pérdida de sí, concentrándose más bien en las tri-
bulaciones de un personaje cuya identidad varía en el correr de los
sucesos sin nunca disolverse.
Debo insistir en la contingencia y en la mutua independencia
de los goces que pudieran experimentar actores y espectadores desde
sus respectivos lugares en una obra en desarrollo. Si bien podemos
postular satisfacciones homólogas de uno y otro lado del proscenio -
pues ambas responderían a una matriz fort-da sin hilo en el carretel,
por así decirlo-, tales satisfacciones no están obligadas a la simulta-
neidad ni a la conmensurabilidad, al igual que sucede en el (des)en-
cuentro sexual de los amantes. Y en esa no-relación entre el escenario

82
Bye-Bye, Stanislavski?

y la sala hay, además, una asimetría de intensidades, digámoslo así. La


diferencia fundamental reside en las afectaciones de los respectivos
cuerpos de actores y espectadores.
En el actor stanislavskiano es particularmente palpable la his-
terización de su cuerpo. El naufragio vivido por Kostia en su primera
aparición actoral en público (“mis manos y mi cabeza se inmoviliza-
ron, se volvieron de piedra; todos mis movimientos se paraliza-
ron…mi garganta se cerraba”) subsistirá, mientras esté en escena, de-
bajo del cuerpo diestro una vez que el aspirante a actor haya conse-
guido “dominar” su pánico y crea tener nuevamente al público “en
un puño”. Ese cuerpo histérico subyacente es el que da la “tempera-
tura” y la “presencia” a una actuación que “desde fuera” se muestra
como dueña de sí, precisa y eficaz, mientras que, “por dentro” y “bajo
la piel” es, como decía Artaud, “una fábrica recalentada”.
En su libro dedicado al pintor Francis Bacon, Gilles Deleuze
sostiene que

De todas las artes, la pintura es, sin duda, la única que integra
necesariamente, “histéricamente”, su propia catástrofe. (…)
En otras artes, la catástrofe no está más que asociada. Pero el
pintor, él, pasa por la catástrofe, abraza el caos e intenta salir.
(Deleuze 2005 60)

Si el filósofo hubiese tenido la ocasión de visitar las páginas


stanislavskianas, tal vez hubiese ampliado su lista de artistas “caófi-
los” o “caótidas” para incluir a los actores, aunque seguramente hu-
biese evitado respaldar sus reflexiones con referencias a un “síntoma
histérico” o al corps morcelé lacaniano. Fiel a su spinozismo intransi-
gente y a su antifreudismo militante, Deleuze hubiese esquivado las
menciones de una pulsión de muerte o de una angustia ante el vacío,
para esbozar –como lo hace en Lógica de la sensación- una “clínica pu-
ramente estética, independiente de toda psiquiatría y de todo psicoa-
nálisis” (2005 33). Sin embargo, el filósofo describe una “histeria”
pictórica que recorre tanto los cuerpos retratados en los cuadros de
Bacon como a Bacon mismo, a “la pintura misma” y aun a “la pintura
83
José Luis Valenzuela

en general”, y define esa histeria siguiendo el cuadro psiquiátrico es-


tablecido en el siglo XIX, es decir, como un despliegue de “contrac-
ciones y parálisis, hiperestesias o anestesias, asociadas o alternantes,
o bien fijas o bien migrantes, según el paso de la onda nerviosa, según
las zonas que carga o a las que se retira” (2005 30).
Apartándose de la perspectiva psicoanalítica que quizá sub-
rayaría la fijeza del síntoma histérico, Deleuze enfatiza el carácter mó-
vil y dinámico de esa “onda” histerizante que recorre un “cuerpo sin
órganos” sentido “bajo el organismo”, pues el encuentro de esta onda
con fuerzas exteriores engendra lo que él llama la sensación, cuya lógica
se propone justamente trazar en su libro. De manera análoga, podría-
mos decir que el “cuerpo histerizado” persiste bajo el desempeño or-
ganizado del actor en la escena, dando así sostén a lo que solemos
llamar su presencia, pues, como sugiere Deleuze, “lo histérico es a la
vez lo que impone su presencia, pero también aquello por lo que las
cosas y los seres están presentes, demasiado presentes, y que da a
toda cosa y comunica a todo ser ese exceso de presencia” (2005 31).
Tal es, asimismo, el modo de estar escénicamente presente
del actor stanislavskiano y quizá de todo actor realista que haya aban-
donado las tranquilidades del cliché o que haya renunciado a los am-
paros de una actuación puramente mimética. Como el pintor que des-
cribe Deleuze, ese actor vivencial “se propone deslizar las presencias
bajo la representación, más allá de la representación” (2005 32). Esa
presencia histerizada es lo que, con otro vocabulario, llamaríamos la
“energía” del actor.
Volviendo al marco psicoanalítico que he venido invocando
en estas páginas, debo puntualizar que el actor stanislavskiano no ne-
cesariamente es un histérico desde el punto de vista clínico. Cuando
el cuerpo actoral transita por la “fase traumática” de la perejivanie, por
el desasimiento de sí, experimenta lo que podríamos llamar una “his-
teria transitoria”, susceptible de cesar apenas el actor abandona la es-
cena. Se trata de hecho de lo que Freud describía, en Más allá del prin-

84
Bye-Bye, Stanislavski?

cipio del placer, como una pasajera “neurosis traumática” cuyas mani-
festaciones son, según dice el autor, muy similares a las del síntoma
histérico.
Desde un punto de vista diacrónico, el paso de la impotencia
zozobrante a la actuación cargada de “presencia” tiene el carácter de
un acto cuyo prodigioso efecto es el de transmutar la “energía” para-
lizante y paralizada en una explosiva y dinámica “energía creadora”.
Es llamativo que ese acto esté precedido por una especie de cólera
contenida. Justo antes de proferir la famosa frase de Otelo, recuerda
Kostia que “en medio del desamparo y la confusión, me dominó la
ira contra mí mismo, contra los espectadores. Por unos minutos es-
tuve fuera de mí, y sentí que me invadía un valor indecible” (Stanis-
lavski 1978 57).
Esta cólera contra sí mismo y contra el público parece tener
un papel productivo fundamental. En Lógica de la sensación, Deleuze
afirma que el “acto de pintar” surge después de “un trabajo prepara-
torio invisible y silencioso [que es], sin embargo, muy intenso”. Tras
preguntarse en qué consiste ese acto de pintar, el filósofo apunta que

Bacon lo define así: hacer marcas al azar (trazos-líneas). Lim-


piar, barrer o arrugar las partes o las zonas (manchas-color);
lanzar pintura, bajo ángulos y a velocidades variables. (…) Es
como una catástrofe que sobreviene a la tela, en los datos fi-
gurativos y probabilísticos. (Deleuze 2005 58)

Se trata, como se ve, de operaciones agresivas en diversos grados


que, en su conjunto, se nos muestran como un ataque al cuadro. Y De-
leuze agrega una observación fundamental: “Es como el surgimiento
de otro mundo” (58).
Tal es exactamente el efecto de la frase “¡Sangre, Yago, san-
gre!” pronunciada justo después de que el actor “abochornado, [se
había aferrado] con fuerza al respaldo de un sillón”: se diría que, en
ese contacto accidental, una “fuerza exterior” hubiese chocado de
pronto con la “onda histérica” de un “cuerpo sin órganos”, produ-
ciendo una asombrosa transformación a la vista de todos. La frase
85
José Luis Valenzuela

shakespeariana rubrica el acto, cargado de potencia demiúrgica, que el


actor ejecuta en público, pues todo el mundo posible de Otelo se des-
pliega de un golpe ante el intérprete y ante sus espectadores. Del
mismo modo que el acto de pintar de Deleuze-Bacon, el acto vivencial de
Kostia-Stanislavski resulta de hecho de una violencia no-premeditada
contra el cliché y la mímesis convencional, es decir, contra una “figu-
ración” escénica demasiado obvia. En palabras del filósofo francés,
ese acto

es un caos, una catástrofe, pero también un germen de orden


o de ritmo. Es un violento caos en relación con los datos fi-
gurativos, pero es un germen de ritmo en relación con un
nuevo orden de la pintura: “abre caminos sensibles”, dice Ba-
con. (Deleuze 2005 59)

Un pánico escénico como el experimentado por Kostia en su


primera actuación es, sin duda, catastrófico. Y nada asegura que un
actor pueda salir airoso de esa inmersión en el caos. Reiterando lo
que he escrito más arriba, los momentos culminantes de la perejivanie
nos la revelan como una apuesta a todo o nada en que el actor, como
el pintor de Deleuze, “afronta ahí los grandes peligros, para su obra
y para sí mismo” (2005 60).
Si la pintura de Bacon pudiera hablar, tal vez nos daría un
testimonio similar al de Kostia: el cuadro, no sin orgullo, ostentaba
en su faz una bella figuración para embelesar a su autor, dando por
descontada su aprobación complacida; pero he aquí que el artista, por
toda respuesta, no tiene mejor idea que emborronar e insultar la tela
con inusitada violencia. Podemos imaginar el desconcierto parali-
zante del pobre cuadro: ¿es que mi autor ha sido presa de una intem-
pestiva esquizofrenia?; ¿no ha sido él mismo quien pintó en mí las
hermosas figuras que ahora destruye? Despunta ante nosotros, con-
secuentemente, una hipótesis a contrapelo del sentido común: ¿no
ocupa el público teatral, respecto de la actuación en curso, el lugar
del pintor en el proceso pictórico? ¿No será ese público, aparente-
mente pasivo, el verdadero autor del espectáculo?
86
Bye-Bye, Stanislavski?

El público fenoménico, el público tangible que ocupa sus lu-


gares en la sala y cuyas funciones de receptor nadie pone en duda, no
suele padecer de esquizofrenia: aprueba, rechaza o se desconcierta
ante lo que la mayoría de las veces se le ofrece como obra terminada.
Se hace difícil, por lo tanto, dejar de pensarlo como esencialmente
consumidor. Tal vez será necesario, entonces, despersonalizar al pú-
blico, concebirlo como un campo de fuerzas –en el sentido físico de la
palabra-, para empezar a vislumbrar sus potencias productivas bi-
frontes.

EL MITO DE LA CAVERNA

Si bien los textos stanislavskianos nos muestran la histeriza-


ción del cuerpo actoral seguida de una triunfante actuación vivencial
-como si esta última hubiese logrado redimir y apaciguar al cuerpo
“atacado”-, hay que admitir también la coexistencia, la sincronía de
tales momentos mientas transcurre la representación frente al pú-
blico. Por otro lado, podríamos decir que la histerización “natural”
de un cuerpo que se expone a las miradas de una sala poblada de
observadores ha sido reforzada por un proceso técnico-social que,
habiendo comenzado en la segunda mitad del siglo XVIII, fue modi-
ficando radicalmente el dispositivo de representación teatral en el
transcurso del siglo XIX.
En La invención del arte, Larry Shiner propone que el concepto
de “arte” –y, sobre todo, el de “bellas artes”- como campo autónomo
se gesta en Occidente entre los siglos XVIII y XIX. Refiriéndose a
las artes de ejecución “en vivo” (performing arts) nos dice que, en las
residencias de la aristocracia europea,

incluso cuando la música no estaba destinada a servir de


fondo para otras actividades, el público de los salones pocas
veces prestaba atención. La situación en los teatros de ópera
no era mejor que en los salones: los aristócratas que se senta-
ban en el escenario y la compañía mixta, ubicada en el pozo,
87
José Luis Valenzuela

conversaban, silbaban, arrojaban manzanas y reñían entre sí.


(…) Los cambios de escenario se realizaban a la vista de todos
y la sala era iluminada por miles de velas, de tal modo que
cada espectador pudiese ver a los demás con claridad. Incluso
la disposición física tendía a favorecer más la socialización
que la escucha. (Shiner 2004 210)

Hacia fines del siglo XVIII se instalan asientos fijos en la pla-


tea y se eliminan los del escenario, contrarrestando así la excesiva
“vida social” del público asistente. Sin embargo, como subraya Shi-
ner, habrá que esperar hasta mediados del siglo XIX para que las ex-
hortaciones “al público de teatro para que permaneciera sentado
manteniendo un silencio atento y respetuoso hacia la obra se convier-
tan en regla” (2004 188).
Esta dificultosa marcha hacia la “educación espectatorial”
respecto de las artes escénicas tuvo un considerable auxilio en el pro-
gresivo oscurecimiento de la sala que, no sin resistencias, fue conso-
lidándose a lo largo del siglo XIX para llegar, con Wagner, a la total
oscuridad en palcos y platea. Sin embargo, ya en el siglo XVI los es-
cenógrafos italianos habían comenzado a argumentar a favor de la
conveniencia de apagar las luces en el área del público para incremen-
tar el disfrute de las imágenes que ofrecía el escenario. Ya en el siglo
XVII, los teatros italianos sólo iluminaban la sala en las funciones de
gala, cuando era preciso que el público asistente brillara más que los
actores.
Con la sala completamente a oscuras, el actor tiene la inquie-
tante impresión de estar al borde de un abismo insondable. En varias
ocasiones, Stanislavski alude en sus escritos a “la interminable y vaga
penumbra” (1978 54) que se extiende ante el actor cuando éste mira
la platea desde el escenario, al “espantoso vacío” (1978 55) que lo
atrae irresistiblemente, al “horrendo agujero negro que se abre sobre
los espectadores” (1976 224) y a la necesidad de concentrar la aten-
ción en una tarea escénica para evitar ser tragado por el hueco que se
abre “más allá del arco del proscenio”.

88
Bye-Bye, Stanislavski?

Para decirlo con mayor precisión, el actor siente del otro lado
del proscenio la ominosa asechanza de lo que Freud llamaba “la Cosa
(das Ding) en su muda realidad”, perturbadoramente presente en su
inmovilidad. Que ese público al cual va a consagrar su arte desapa-
rezca de la percepción del actor, convierte esa presencia en Cosa sin
atributos, fuera de toda imagen y fuera de toda circunscripción. Ese
Público –y permítanme indicar con la mayúscula su afinidad con das
Ding- desaparecido de la vista y de la audición es, consecuentemente,
fuente de angustia para el actor. Con las luces de la sala encendidas, en
cambio, el Público recupera sus movimientos y sus voces, deviniendo
público visible y audible con el que se podría dialogar y equilibrar
fuerzas.
El “abrazo del caos y el intento de salir de él” que Deleuze
atribuye al pintor es claramente extensible al actor stanislavskiano, y
es por ello que el maestro ruso dedica el primer capítulo de su libro
pedagógico a relatarnos el encuentro del actor con la Cosa expectante
del otro lado del proscenio, dándonos a entender que allí, en esa “in-
terminable y vaga penumbra”, reside la causa eficiente de toda actua-
ción viva. Ese Público a oscuras es a la vez causa y pizarra vacía
donde el actor habrá de dejar sus trazos; él es su lienzo intacto, su
piedra en bruto, su hoja en blanco (o su “volumen en negro”) de-
mandando ser llenada.
Refiriéndose a la obra de Bacon, Deleuze niega la virginidad
del lienzo y afirma que el pintor trabaja sobre una superficie inicial-
mente llena de estereotipos y clichés, todavía invisibles para el obser-
vador, contra los cuales el artista debe luchar. Otro tanto podría de-
cirse del Público, claro está, pues en él también se agitan o duermen
expectativas y prejuicios; bullen en esas cabezas y cuerpos invisibles
tópicos sobre lo que esperan ver y oír sobre el escenario.
El pintor, a solas frente a su tela, puede olvidar momentánea-
mente a los destinatarios de su obra; el actor no puede hacerlo, pues
ellos están ahí, demasiado presentes, como una materia oscura que lo
afecta directamente en su cuerpo, induciéndole una histeria tan in-
tensa como transitoria. Diríamos entonces que ese Público que lo

89
José Luis Valenzuela

causa y sobre el cual habrá de “escribir” su actuación, tiene para el


intérprete al menos una doble e inseparable condición: por un lado
es portador –consciente a no- de una historia de las formas, de un saber
teatral incorporado, más o menos erudito o tosco, desde el cual habrá
de juzgar, comparar y asimilar aquello que el actor le ofrezca; por otro
lado, es un vacío deseante que en silencio le demanda un brillo y un
arte que el actor sabe esquivos o, cuanto menos, contingentes. El in-
térprete está así expuesto a las fuerzas conjuntas y entrelazadas de al
menos un Público Simbólico, portador de formas y saberes, y de un
Público Real que sólo se le manifiesta como un “espantoso vacío” pro-
visoriamente fuera de toda imagen y de toda descripción verbal.
En tanto los receptores de su obra están materialmente dife-
ridos para el pintor de Deleuze, ese artista combate principalmente
contra las seducciones y las solicitudes complacientes de un Público
Simbólico, mientras que el actor stanislavskiano percibe, antes que
nada, el “horrendo agujero negro” del Público Real. Ambas dimen-
siones del Público –más una tercera que merecerá el nombre de Pú-
blico Imaginario y sobre la que volveré más adelante- conforman su
potencia productiva en tanto causa eficiente del trabajo y de los goces
del artista.
¿De qué manera se ejerce sobre el actor ese influjo causal del
Público? Se diría que ese condicionamiento tiene dos fases. Hay, en
primer lugar, una alienación respecto del Público, una enajenación que
convierte al actor en un “extraño para sí mismo”, difuminándole los
límites de lo que le es exterior e interior, ya sea porque el sujeto hace
suyos -o se deja atravesar por- los prejuicios y los clichés espectato-
riales (al modo del “lienzo lleno” que afronta el pintor de Deleuze) o
porque queda capturado en el campo de fuerzas del “espantoso va-
cío” de Stanislavski. La ira subterránea que induce en el actor esa
alienación desemboca en el acto de separación respecto de la instancia
enajenante: es el “¡Sangre, Yago, sangre!” de Kostia o el “limpiado,
herido, rasgado o arrugado” del lienzo en el pintor, un acto violento
que Deleuze –siguiendo a Bacon- llama diagramático, entendiéndolo
como “una catástrofe que sobreviene a la tela”. Ese desahogo súbito

90
Bye-Bye, Stanislavski?

es, para Deleuze, un “trazo de sensación”, libre de toda intención


significativa o significante, en que “la mano del pintor [o el cuerpo
actoral, diríamos] trastorna su propia dependencia” (2005 59); pero
ese acto es, simultáneamente, un germen del cual habrá de nacer “un
nuevo orden o un nuevo ritmo” en la obra.
De manera similar, el acto de separación respecto del poder
alienante del Público es, a su vez, una voluntad de potencia actoral que
mide sus fuerzas con las de los espectadores en la actuación realista.
Ese acto inaugura una construcción verosímil, un orden presentado
como un mundo posible que, dotado de suficiente consistencia y bro-
tando inesperadamente, alienará a su vez al público empíricamente
presente en la sala. La misma “energía” que paralizaba de pánico al
cuerpo actuante parece ahora haber sido devuelta al Público como
una “tensión, [como] un rumor que [recorre] el auditorio como si
fuera el viento que pasa por la copa de los árboles”. (Stanislavski 1978
58)
Dicho con otras palabras, al vórtice devorador de la Cosa (das
Ding), el actor stanislavskiano responde con un objeto (objekt, diría
Freud) que oficia de construcción protectora y lúdica (es decir, apta
para jugar con las fuerzas de la platea). Ese actor contesta con una
materialidad discursiva capaz de transmutar la conmoción del goce
intransferible en placer encauzable y quizá compatible –en todo o en
parte- con las demandas de los espectadores. El objeto escénico –que
el actor realista construye con “acciones que parecen verdaderas en
las circunstancias dadas”-, en la medida en que discurre en el tiempo
y puesto que ningún cuerpo está en condiciones de soportar una pe-
rejivanie prolongada y continua, reclama una técnica actoral, “una psi-
cotécnica bien elaborada que ayude a la naturaleza”, diría Stanislavski.
Esa técnica permitiría que los momentos de “auténtica vivencia” pue-
dan alternar con una actuación verosímil, cautivante y eficientemente
sostenida.
Como veremos en el capítulo siguiente, el maestro ruso había
advertido que el dispositivo de representación teatral no sólo incluye
al Público como componente esencial, sino que hace de este último

91
José Luis Valenzuela

la causa eficiente de todo lo que acontece en escena. De este modo,


el dispositivo de representación no queda acotado por las paredes del
edificio teatral o por los límites del “convivio” espectacular, sino que
se expande por el espacio social y se interna en las brumas de la His-
toria de las Formas que a cada teatrista particular le es preciso recons-
truir según sus capacidades y deseos.
Por otro lado, la perejivanie stanislavskiana toca los límites del
dispositivo de representación realista, unos bordes que no son espa-
ciales ni temporales, sino libidinales, por así decirlo, pues se trata de
las fronteras donde el principio del placer, entrelazado con el princi-
pio de realidad, colindan con su “más allá”. En efecto, ese objeto de
disfrute llamado obra teatral, que el espectador de preferencias rea-
listas consume con el anhelo preconsciente de reconocer el mundo re-
presentado en escena (aun cuando inicialmente haya sido conducido
por senderos ignotos), ese objeto disfrutable, digo, puede de pronto
abrirle la puerta a un inesperado y ambivalente goce que lo deja sin
aliento.
En esos instantes en que, como diría Eugenio Barba, se deja
de asistir a la representación de una experiencia (ajena) para vivir en
carne propia “la experiencia de una experiencia”, el espectador es lle-
vado por la obra “más allá del principio del placer”, empujándolo a
una perejivanie que lo expone al afecto subyacente a sus propias pul-
siones, conmocionando su cuerpo. La “vivencia” actoral stanis-
lavskiana va en busca de la “vivencia” del espectador, aunque sin nin-
guna certeza de que tales goces particulares lleguen a ser simultáneos
o siquiera sincronizables.

92
Bye-Bye, Stanislavski?

DEBERSE AL PÚBLICO

ALGO NOS IMAGINA

¿Qué hace un no-actor en un escenario bajo la exigencia de


actuar? Quizá deberíamos subrayar las últimas palabras, pues estar
“exigido”, soportar la “exigencia de actuar” sería aquí tan decisivo
como el hecho de no ser actor, de no poseer el saber-hacer necesario
para exponerse a la mirada pública y retener durante varios minutos,
mediante la palabra o el hacer escénicos, una atención expectante por
parte de unos observadores circunstanciales. El término “exigencia”
merecería tal vez un suplemento hiperbólico, agregándole “sin esca-
patoria posible”. No porque alguien mantenga a ese no-actor en el
escenario a punta de pistola, sino porque éste percibiría toda excusa
para evadir esa obligación como una inaceptable falta ética. Ese no-
actor estaría, en primer lugar y fundamentalmente, obligado ante sí
mismo.
Como en incontables interrogaciones que conciernen a nues-
tro oficio, el viejo Stanislavski nos ofrece un ejemplo para atenuar la
abstracción de estas consideraciones iniciales. El primer capítulo de
El trabajo del actor sobre sí mismo, titulado “Diletantismo”, comienza con
el siguiente párrafo:

Esperábamos hoy emocionados nuestra primera lección


con Tortsov, pero éste entró en el aula sólo para sorprender-
nos con el anuncio de que proponía montar un espectáculo
en el que debíamos interpretar algún fragmento de nuestra
elección. La función se haría en el escenario, con la presencia
de espectadores, todo el elenco y las autoridades del teatro.
(Stanislavski 1978 49)

Se trata, como se ve, de un grupo de no-actores puestos ante la


exigencia de actuar, no inmediatamente, pero sí en un muy corto
plazo.
93
José Luis Valenzuela

La reacción de los alumnos, “pasmados de asombro”, habría


podido preverse (y seguramente Tortsov la había previsto): “¿Actuar
en nuestro teatro? ¡Era un sacrilegio, una profanación del arte! Quise
pedir a Tortsov que la función se realizara en un lugar menos so-
lemne, pero el director salió del aula antes de que pudiera hablarle”
(1978 49). Advirtamos que el Maestro enciende la mecha, comprueba
la efectividad de la carga explosiva y desaparece antes de ser acribi-
llado a preguntas de todo tipo, no sólo sobre el momento y el lugar
en que habría de cumplirse la tarea, sino también, quizá, sobre los
conocimientos técnicos que permitirían realizarla.

Al principio muy pocos estuvieron de acuerdo. (…) Pero


poco a poco también los demás empezamos a acostumbrar-
nos a la idea (…) y pronto la representación nos pareció in-
teresante, útil y hasta imprescindible. Al pensar en ella, latía
con violencia nuestro corazón. (Stanislavski 1978 50)

En el momento que acaba de describirse, la tarea, inicial-


mente impuesta desde el exterior, pasa a ser un “compromiso perso-
nal” envuelto en un gozoso arrebato. Pero para que esto sucediera,
los no-actores tuvieron que pagar el precio del estupor y aun de la
reacción airada ante una demanda imposible de satisfacer. En esos
instantes “pasmados de asombro”, las seguridades personales –quién
soy, qué vengo a hacer aquí, en el Teatro de Arte de Moscú…- fueron
afligidas por una crisis; las “identidades” de estos ilusionados apren-
dices quedaron en vilo durante varios minutos, hasta que la certeza
(imaginaria) de poder estar a la altura de lo exigido vino a socorrerlos.
Sobrevino entonces una suerte de embriaguez jubilosa en que

alrededor de nosotros se pronunciaban cada vez más a me-


nudo y con más confianza los nombres, al principio, de los
autores rusos, como Gógol, Ostrovski, Chejov, y después
también los de los otros genios de la literatura universal. Inad-

94
Bye-Bye, Stanislavski?

vertidamente, también nosotros fuimos abandonando nues-


tra humildad (…) y por fin mi elección recayó en Otelo (1978
50).

El entusiasmo envalentonado de Kostia -relator de esta pri-


mera experiencia actoral vivida en la intemperie de una ignorancia
técnica- persistirá varias horas después de haber vuelto a su casa y de
haber comenzado a leer el texto de Shakespeare. “Apenas había lle-
gado a la segunda página, sentí el impulso de actuar. A pesar mío, mis
manos, mis brazos y mis músculos faciales empezaron a moverse, y
no pude contener el deseo de declamar” (50). De inmediato, el aspi-
rante a actor improvisa un disfraz de moro y le parece que, siendo
Otelo un africano, “en él debían traslucirse algo así como los impul-
sos del tigre”. Comienza entonces una ejercitación física apoyada en
el mobiliario de su habitación, donde instantes antes había estado le-
yendo Otelo: pasos sigilosos, saltos, deslizamientos ágiles y abrazos
apasionados a algún almohadón, conformaron un repertorio de “mo-
vimientos felinos” que por momentos “resultaron perfectos”.
Perfectos… ¿para quién?, podríamos preguntarnos de inme-
diato. Para el mismo Kostia, diríamos sin vacilar. Pero tenemos la
sensación de que, además, este no-actor imagina, no del todo cons-
cientemente, un testigo invisible. No es que el alumno de Tortsov se
crea observado por una persona física, sino más bien por un obser-
vador que es nadie y, a la vez, es todos los públicos posibles. Por ello
podríamos hablar de un Público que cobija complacientemente los
ensayos y errores del aprendiz, como si se tratara de un espejo cón-
cavo tan receptivo y resguardante como un regazo materno. Ese Pú-
blico Imaginario parece devolver a Kostia una versión de sí mismo
completa, integrada, “perfecta”, que contrasta con los cuerpos des-
membrados e inmovilizados por el desconcierto inicialmente provo-
cado en los no-actores por la “orden de trabajo” de Tortsov.
Vemos repetirse formalmente, en este ensayo de Kostia a so-
las, la operación prodigiosa que Jacques Lacan describiera en su ex-
posición sobre “El estadio del espejo como formador de la función
del yo”, cuya primera versión data de 1936. Como tuvimos ocasión
95
José Luis Valenzuela

de verlo en el primer capítulo de este libro, ese “estadio” abarca el


paso de la experiencia fragmentada e intermitente de un cuerpo in-
controlable (el cuerpo real del bebé por él vivido, diríamos) a la “ju-
bilosa asunción”, en la superficie del espejo, de una imagen que se
muestra como “totalidad”, como Gestalt estable y autocontenida, y
que el niño logra finalmente reconocer como propia. Tal es el rasgo
que define a ese registro Imaginario en que se inscribirán nuestras
ulteriores experiencias infantiles y adultas: la ilusoria y encubridora
percepción de totalidades, de síntesis, de autonomías, de semejanzas,
de relaciones duales y de significados allí donde subyacen grietas,
fuerzas inconciliables, estructuras mudas y fragmentaciones irredimi-
bles.
Ahora bien, aun siendo invisible e intangible ese Público que
asiste virtualmente a un ensayo como el de Kostia, puede suceder que
algún individuo concreto ocupe eventualmente su lugar. De hecho,
los días inmediatamente sucesivos los alumnos de Tortsov trabajaron
en el teatro y, aunque cada uno de ellos estaba concentrado en la
preparación de su propio monólogo, podían verse y juzgarse entre sí.
La víspera de la “función de prueba”, por ejemplo, Kostia recibe la
visita de su compañero Pushin:

Me ha visto y quiere saber qué pienso de su interpreta-


ción de Salieri; pero no puedo decirle nada: a pesar de haber
observado cuando hacía su papel, de nada me di cuenta por
la nerviosidad que sentía mientras esperaba mi turno. Sobre
mí mismo no hice preguntas. Temía la crítica, que podía des-
truir los últimos restos de confianza en mí mismo (Stanis-
lavski 1978 56-57).

No obstante, Pushin dio su opinión sobre el desempeño de Kos-


tia sin que nada catastrófico pasara.
El amigo Pushin se comportó como un director benevolente
que

96
Bye-Bye, Stanislavski?

habló muy amablemente de la pieza de Shakespeare y del pa-


pel de Otelo. Pero formula algunas exigencias que me resul-
tan excesivas. Estuvo muy interesante al explicarme la amar-
gura, la sorpresa y el choque del Moro ante la idea de que
tanta maldad pudiera existir bajo la hermosa máscara de Des-
démona. Esto la hace aún más terrible a los ojos de Otelo
(1978 57).

Puede decirse que Pushin es un avatar, un lugarteniente o una


materialización contingente de ese Público que habría “presenciado”,
desde su inexistencia, el primer ensayo de Kostia. De manera general,
todo director de escena es una concreción, comparable a la de Pushin,
de cierto Público futuro –aún inexistente- cuyas apreciaciones sobre
las actuaciones y sobre la obra escenificada ese director debería poder
anticipar, como se dice corrientemente en los ámbitos del oficio tea-
tral. Debo insistir entonces en el carácter impersonal y virtual de lo
que aquí denomino Público, con “P” mayúscula, condición que con-
trasta con la presencia empírica de un director u opinador individua-
lizado y también con la tangibilidad del público que efectivamente se
sentará en las butacas de la sala cuando la función comience.
Si leemos con atención las citas referidas a la visita de Pushin
advertimos que Kostia teme que por boca del compañero solícito ha-
ble un Público potencial carente de la receptividad comprensiva y de
la disposición elogiosa de aquel Público Imaginario que había juzgado
“perfectos” sus movimientos felinos y su caracterización del Moro
en aquella noche de aproximaciones inspiradas. Como pudo leerse,
el alumno de Tortsov no se atrevía a preguntar sobre su actuación
previendo que la palabra de su compañero podría matarlo, hablando
figuradamente. Si Pushin estaba a punto de hablar en nombre de un
Público potencial, quizá éste no sería un espejo complaciente dis-
puesto a adular el narcisismo del no-actor en trance de ensayar. Con-
secuentemente, el Público Imaginario halagüeño no es la única enti-
dad virtual que determina y acompaña los tanteos entusiastas o des-
alentados de un actor o de un no-actor “en busca de su personaje”.

97
José Luis Valenzuela

PONERSE EN FORMA

Aun cuando Kostia temía que su amigo pronunciara un juicio


demoledor sobre su trabajo, Pushin le obsequió una opinión razo-
nada –y aun “sabia”- sobre Otelo y su relación con Desdémona. Si el
propósito de esas observaciones era el de dar auxilio al atribulado no-
actor, la meta fue cumplida, pues el aprendiz señala que “cuando se
fue mi amigo, traté de abordar algunos pasajes del papel según la in-
terpretación que él me había expuesto, y casi lloré de compasión por
el Moro” (1978 57).
Es claro que un ocasional director de teatro podría haber
aconsejado a Kostia con palabras similares a las de Pushin. Este úl-
timo no intervino simplemente halagando el trabajo de su compañero
-ni descalificándolo ferozmente-, sino que el aporte de este cuasi-di-
rector podría ser calificado como técnico, en la medida en que operó
transformadoramente sobre el “material” compositivo-interpretativo
que Kostia venía elaborando.
Si admitimos que Pushin –o cualquier otro director teatral-
es el lugarteniente de un Público por venir, y puesto que el amigo,
valiéndose de un discurso argumentado, induce en Kostia un hacer
actoral que el aprendiz aprecia como un avance, la función que cum-
ple el consejero –y el Público que éste representa o anticipa- ya no es
la del espejo adulador que envuelve al practicante en el goce imagina-
rio de haber alcanzado una actuación “perfecta”. Si Kostia pareciera
seguir mirando con cierta complacencia la imagen del Moro que hasta
ese momento ha construido, se diría que las palabras de Pushin son
pronunciadas “desde atrás” del aprendiz, como si éste ocupara el lu-
gar de un niño vacilante y el cuasi-director se situara como un adulto
que lo acompaña en la contemplación de la imagen especular, mien-
tras le susurra frases alentadoras, pero que lo empujan a seguir avan-
zando en su composición en lugar de permitirle abandonarse en una
inmovilidad fascinada o decepcionada.

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Bye-Bye, Stanislavski?

Lo que antecede nos da a entender que si bien el Público


Imaginario y sus posibles lugartenientes (cuasi-directores u observa-
dores circunstanciales) pueden colmar de entusiasmo al no-actor (e
incluso a actores consumados) y ponerlos a trabajar febrilmente, tam-
bién podrían intervenir como instancias paralizantes, por así decirlo,
ya que a veces o bien bañan al sujeto en la autocomplacencia de haber
alcanzado la perfección, o bien lo hunden en el desaliento autopuni-
tivo y rencoroso por no estar a la altura de un aplauso cerrado. De-
bemos advertir que el registro Imaginario de nuestra experiencia en
tanto seres humanos no sólo es la fuente de una asunción euforizante
del completamiento de nosotros mismos y del mundo que nos rodea,
sino que también se muestra como la agresividad que nos embarga
hacia esa imagen integrada que contradice –casi burlonamente- la im-
potencia real que nos habita. En este último caso, todo sucede como
si el cuerpo real del sujeto volviera a imponerse sobre ese cuerpo in-
tegrado, controlable y virtuoso que un espejo –efectivo o figurado-
alguna vez le devolviera, mientras lo inundaba de goce imaginario; y
ese retorno de lo Real allí donde reinaba lo Imaginario es vivida como
el más negativo de los sentimientos.
Vale la pena aclarar que cuando en este contexto hablo de
“espejo”, no me refiero a un dispositivo óptico necesariamente pre-
sente y palpable, sino, en general, a ese espejo virtual y portable que
parece acompañarnos en el ajetreo cotidiano dando sostén a nuestro
narcisismo o a lo que Freud llamaba nuestro “Yo ideal”. Tal es, asi-
mismo, uno de los aspectos del Público Imaginario a que me vengo
refiriendo.
A veces un espejo real puede resquebrajar o hacer trizas la
imagen que nuestro Yo ideal nos “vende” como acabada. Al cabo de
esa primera noche inspirada en que Kostia admiraba el Otelo engala-
nado y felino que había encarnado durante “casi cinco horas”, el re-
lator confiesa que:

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José Luis Valenzuela

Antes de quitarme el ropaje (…) me deslicé hacia el vestíbulo,


donde había un gran espejo; encendí la luz y observé mi ima-
gen. No vi en modo alguno lo que esperaba. Las poses y los
gestos que había descubierto durante mi labor no eran lo que
me había imaginado. Más aún: el espejo reveló en mi estampa
más angulosidades y líneas desagradables que no me había
notado hasta entonces. El desencanto hizo que mi energía se
esfumara instantáneamente (Stanislavski 1978 51).

El espejo tangible del vestíbulo se presentó ante Kostia no


como representante de un Público Imaginario halagüeño y “contene-
dor”, sino más bien como el atisbo de un Público –aún sostenido en
una imagen, pero manifestándose desde un “más allá” del espejo-
despiadadamente crítico que hizo desaparecer todo el ilusorio en-
canto que hasta entonces lo envolvía. (Digamos de paso que aquello
que el practicante perdió al pasar del “espejo mental” en que se veía
a sí mismo como un Moro perfecto, al espejo real que lo decepciona,
eso que ahora le falta, digo, es lo que el psicoanálisis lacaniano llama
“falo”).
Aun cuando los alumnos de Tortsov disponían de las insta-
laciones del Teatro de Arte de Moscú para ensayar antes de la
“prueba”, ellos estuvieron siempre librados a sus propias intuiciones
y capacidades para resolver los problemas que les planteaban las es-
cenas elegidas. Ningún asistente del Maestro acudiría en ayuda de los
atareados no-actores. Ellos mismos tendrían que inventar o descubrir
procedimientos de escenificación e interpretación que suplieran un
saber-hacer aún no transmitido por Tortsov ni por sus ayudantes.
Kostia llegó a su primer ensayo en el teatro con un exiguo
bagaje: había practicado en su casa los movimientos que él suponía
propios de Otelo, había improvisado un vestuario acorde y había des-
cubierto que, untándose la cara con una pasta marrón a base de cho-
colate y manteca, adquiría el aspecto de un moro, de manera que “por
contraste con el color moreno de la piel, los dientes parecían más
blancos. Sentado ante el espejo, aprendí a sonreír y hacer gestos para
destacar el contraste del color de mi dentadura y poner los ojos en
100
Bye-Bye, Stanislavski?

blanco” (1978 51). Estos “hallazgos” caseros eran para el no-actor


una especie de “cuerpo propio” ampliado hasta abarcar aun el espa-
cio físico que, en la intimidad de su hogar, había dado apoyo a esos
movimientos felinos que tanto lo satisfacían.
Dado que el ayudante de Tortsov había propuesto que cada
alumno “planeara sus propias escenas y distribuyera la utilería”, Kos-
tia advirtió que

era [para él] de suma importancia distribuir los trastos de


modo tal que pudiera orientar[se] entre ellos como en [su]
propia habitación. Sin esta disposición del ambiente no podía
alcanzar la inspiración. Pero no lograba el resultado deseado.
Hacía esfuerzos inútiles por convencer[se] de que estaba en
[su] propio cuarto, pero esto sólo era un estorbo para la re-
presentación (1978 52).

El salón de ensayos y la utilería allí distribuida eran para Kostia


un territorio extraño, un campo ajeno que contrastaba fuertemente
con esa habitación que había sido vivida como una prolongación de
su Yo, es decir de ese “cuerpo propio” cuya condición imaginaria –en
tanto configurada por una imagen especular- ya ha quedado señalada.
Por otra parte,

el texto era un obstáculo en vez de una ayuda, y de buena


gana habría querido desembarazarme de él o reducirlo a la
mitad. No sólo las palabras del papel, sino también los pen-
samientos del poeta, extraños para mí, y las acciones indica-
das por él, representaban un freno a la libertad de que había
gozado durante los ejercicios en mi casa (1978 52-53).

Además,

¿cómo introducir en la escena inicial de Yago y Otelo, relati-


vamente tranquila, el modo furibundo de mostrar los dientes

101
José Luis Valenzuela

y hacer girar los ojos, los arrebatos del ‘tigre’ que me inspira-
ban para el personaje? (…) Por una parte leía el texto del pa-
pel y por la otra hacía los gestos del salvaje, sin relacionar lo
uno con lo otro (53).

Finalmente, el otro aprendiz que habría de acompañarlo en


la escena elegida interpretando a Yago, no se había ocupado dema-
siado de la “caracterización externa” de su personaje y, en cambio,
había memorizado impecablemente los parlamentos escritos por
Shakespeare. Ese partenaire aparecía ante Kostia como un intérprete
seguro y despreocupado, tan imperturbable y autosuficiente como lo
eran, para el aprendiz de actor, el escenario teatral, la utilería allí dis-
tribuida y el texto de Otelo.
Kostia estaba, en suma, a merced de fuerzas o de inercias que
le eran extrañas y frente a ellas contaba con armas de poca utilidad.
“Pero no podía dejar a un lado estos recursos del juego del tigre y de
la puesta en escena que había creado, puesto que no contaba con
nada que pudiera remplazarlos” (1978 53).
Si algo necesitaba Kostia, y con mucha urgencia, era un maes-
tro, un director o un cuasi-director que le enseñara cómo tender puentes
entre lo propio (los movimientos ensayados, el vestuario, el maqui-
llaje…) y lo extraño (el salón de ensayos del teatro y su utilería, el texto
shakespeariano, su compañero de escena…). Esta “reconciliación” –
no exenta de contradicciones- entre lo propio y lo otro será precisamente
el objeto de la enseñanza técnica que Tortsov habrá de dispensar a
sus no-actores durante el resto del año, y a esa enseñanza están dedi-
cadas casi todas las páginas que componen El trabajo del actor sobre sí
mismo.
En efecto, la pedagogía stanislavskiana ofrece respuestas a
tres cuestiones decisivas del oficio actoral concebido en un marco
realista: cómo hacer de las circunstancias dadas una “causa eficiente” del
comportamiento escénico; cómo habitar un texto hasta el punto de
que la sucesión de los comportamientos escénicos equivalga a una
reescritura, en el espacio y en el tiempo de la escena, de las palabras del

102
Bye-Bye, Stanislavski?

autor; cómo establecer con el partenaire circunstancial una “comu-


nión” –cargada de tensiones, no obstante- que enlace productiva-
mente las actuaciones de los compañeros de escena.
En la medida en que el aprendiz logre vincular lo propio y lo
otro en escena, recuperará y desplegará allí “las fuerzas motrices de la
vida psíquica” y la soltura corporal que le permitirán mostrar “since-
ridad de las emociones, sentimientos que parecen verdaderos en las
circunstancias dadas”, según el aforismo que Stanislavski atribuía a
Pushkin y que, desde la perspectiva del maestro ruso, describía en
admirable síntesis la actuación realista ideal.
Ahora bien, el tendido de puentes es obra de los símbolos, si
tomamos esta palabra en su etimología. Recuérdese que “símbolo”
(symbolon) deriva del verbo griego symballein, literalmente, “arrojar
con”, es decir “poner juntos”, “reunir”, “comparar”, “intercambiar”,
“encontrarse” y aun “explicar”. El ámbito originario del símbolo es
el del intercambio: para sellar los contratos comerciales, los antiguos
griegos disponían de una pieza de alfarería (la tésera) partida irregular-
mente en dos pedazos que quedaban en poder de cada uno de los
contratantes. Poseer la mitad de la tésera era, en lo sucesivo, la prueba
de tener derechos contractuales, y éstos se demostraban en el encuen-
tro de las partes interesadas, haciendo calzar perfectamente los dos
trozos de terracota. El symbolon estaba constituido por los dos trozos
de un objeto quebrado, y su ulterior ensamble era la prueba de un
origen común y la materialización de un reconocimiento mutuo.
Volviendo a la indefensión escénica del no-actor, diríamos
que éste se esfuerza, intuyéndolo oscuramente, por hallar en alguna
parte una dimensión simbólica que le permita reunir lo propio con lo otro.
He sugerido que es la técnica –transmitida en una escuela de teatro,
por ejemplo- la encargada de propiciar esa articulación de las entida-
des disímiles que confluyen en el desempeño actoral: el cuerpo pro-
pio y sus aditamentos, el espacio escénico, la utilería, el texto dramá-
tico… Pero, ¿en qué consiste esa técnica transmisible?

103
José Luis Valenzuela

Aun cuando Stanislavski y otros maestros insistían en que la


técnica del actor se enraíza en lo profundo de su “naturaleza hu-
mana”, no es difícil advertir que el saber-hacer actoral no es natural
sino histórico. Lo que entendemos aquí por técnica es el repertorio de
procedimientos de construcción formal que a lo largo de los siglos o
desde épocas más o menos recientes, han probado ser eficaces para
sostener un vínculo entre el artificio que unos actores elaboran en
escena y la recepción, “lectura” o goce de este artificio por parte de
determinados espectadores.
Desde los orígenes del arte escénico se han venido acumu-
lando reglas útiles para dar forma al comportamiento actoral de
modo que éste logre retener –y entretener- la atención del público
durante el tiempo que dura la representación. Ese conjunto de reglas
formales que “funcionan”, con marcada independencia de los géne-
ros, de los contenidos o de los modos de organizar el discurso escé-
nico, y que se aplican a la resolución de problemas compositivos e
interpretativos durante los ensayos, es lo que llamamos técnica actoral.
Podemos afirmar ahora, sobre la base de lo dicho en los párrafos
precedentes, que la técnica de la actuación (y de la escena, en general)
tiene un carácter simbólico, y que ello le permite tender puentes entre
lo propio y lo otro.
No es que la técnica “simbolice” algo, como cuando decimos
que cierta forma o rasgo simboliza –de manera más o menos fija y
unívoca- cierto contenido. En tal acepción de la palabra “símbolo”
se postula una relación dual entre la materia simbolizante y su sen-
tido, mientras que cuando defino aquí la condición simbólica de la
técnica actoral, ésta queda ubicada como una instancia tercera, pura-
mente formal, entre dos términos concretos y tangibles. La técnica
forjada en el marco de una poética realista debería entonces terciar,
por ejemplo, entre el Otelo que Kostia viene componiendo, por una
parte, y el texto de Shakespeare, por la otra.
El “papel” es un orquestado conjunto de palabras salidas de
la pluma shakesperiana que se presenta ante el aprendiz como una
totalidad autosuficiente y cargada de sentido. La rústica composición

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Bye-Bye, Stanislavski?

de Kostia –incipientes trazos de lo que luego debería ostentar la con-


dición de un “personaje”- aspira también a llenarse de significación,
pero hasta el momento el sentido de esa construcción se muestra es-
curridizo e intermitente para el actor. Por su parte la técnica, en tanto
que entidad simbólica, está desprovista de todo significado y ello pa-
reciera concederle una liviandad instrumental, una función pura-
mente conectora entre el papel (que a su vez integra la totalidad lite-
raria llamada Otelo) y el esbozo con que se debate Kostia. La técnica
de actuación realista, ofreciéndose como puente entre el texto del au-
tor y el boceto-en-proceso del actor, se erige, así, como una promesa
de que algo del robusto sentido shakesperiano habrá de transferirse
finalmente a la composición actoral que por ahora se muestra vaci-
lante.
Si atendemos al objeto que los griegos llamaban symbolon, ve-
mos que, si bien éste estaba concebido con vistas a la reunión, al en-
cuentro, a la coincidencia, a la comparación y al intercambio, sólo
podía cumplir tales funciones si previamente sufría una ruptura, un
corte, una separación de sus partes. La operación simbólica, la unión
de al menos dos términos presupone, en consecuencia, una previa
separación. Ha sido necesario que Kostia se sintiera desposeído, apar-
tado de las totalidades imaginarias que había logrado componer en
sus ensayos a solas, para que surgiera en él la muda o balbuceante
demanda de una técnica, de un saber-hacer con las cosas de la escena.
En este punto de crisis, el no-actor se predispone a convertirse en un
sujeto de la técnica.
De manera general, para que una técnica actoral –ya sea que
ésta se subordine al realismo o a cualquier otra poética- haya podido
llegar hasta nosotros como conjunto de reglas eficaces aplicables a la
tarea de dar forma al comportamiento escénico, esa técnica ha debido
desprenderse, separarse de los contextos concretos en que tales pro-
cedimientos fueron originariamente descubiertos o inventados. A
esta separación, a este corte con respecto a una realidad originaria y
a su organización como sistema o estructura, debe lo simbólico –y en

105
José Luis Valenzuela

particular, la técnica de la actuación- su condición de abstracción


transmisible.
Si el registro Imaginario de nuestra experiencia era el reino
de las totalidades, de las síntesis, de la autonomía y de la semejanza, lo
Simbólico es el registro de la diferencia y de la mediación. El símbolo
lacaniano es un recordatorio de discontinuidades, una indicación de
que, por más ajustadamente que calcen las dos mitades de una tésera,
entre ellas subsistirá siempre una pequeña grieta, una línea divisoria
que nos dice que el Todo primordial es definitivamente irrecuperable,
que hay en nuestra vida un obstinado trasfondo de desamparo.
Si Kostia había podido establecer un euforizante vínculo ima-
ginario con Otelo en sus primeras aproximaciones al papel, si había
podido ilusionarse de estar pertrechado para afrontar los desafíos de
la obra y de la escena, lo vemos ahora, en su primer ensayo en el
escenario del teatro, desconcertado y desalentado ante las nuevas
realidades que se le presentan. Una fisura afligente ha rasgado aquella
inicial omnipotencia imaginaria.
Kostia está así capturado en la irresuelta dialéctica de lo pro-
pio y lo otro. El saber técnico que hubiese venido en su socorro cons-
tituiría una tercera instancia, una caja de herramientas y de procedi-
mientos que deberían reparar dicotomías, religando así las partes di-
seminadas y restableciendo la conexión imaginaria que las hacía Una.
Lo que nos muestra el relato stanislavskiano es que esa instancia me-
diadora será esbozada a duras penas por los alumnos durante los días
previos a la “prueba” programada por Tortsov, y que aquélla se irá
haciendo presente, como construcción progresiva, en los meses sub-
siguientes, es decir en el período en que los aprendices comenzarán a
convertirse en actores o, mejor dicho, en sujetos de la actuación. Y esa
construcción de la mediación técnica hará necesaria la presencia de
sus lugartenientes circunstanciales, a saber, de Tortsov y sus ayudan-
tes.
Cada vez que un actor –asistido o no por su maestro o su
director- echa mano al repertorio técnico que la historia del oficio ha
venido poniendo a su disposición, actualiza de alguna manera a esos

106
Bye-Bye, Stanislavski?

públicos que a lo largo de los tiempos se sintieron afectados –con-


movidos, iluminados, sorprendidos- por incontables actores y actri-
ces que, a través de los siglos o en épocas recientes, recurrieron a
similares procedimientos formales. Puesto que tales espectadores ya
no existen –como tampoco existen los actores y las actrices que los
sedujeron-, cabe hablar de un Público como instancia Simbólica im-
personal y abstracta que se manifiesta como conjunto de reglas que,
aplicadas al comportamiento escénico, hacen posible que los actores
afecten a los públicos concretos –de “carne y hueso”- con los que
efectivamente se confrontan.
El Público Simbólico está virtualmente presente en cada en-
sayo donde los actores y actrices aprenden o aplican las reglas com-
positivas e interpretativas que harán posibles –aunque no seguros- los
efectos que ellos esperan producir sobre sus públicos por venir. El
maestro, el director o los auxiliares que presencian ese ensayo serán
lugartenientes de ese Público Simbólico en la medida en que inter-
vengan sobre las actuaciones en curso transmitiendo, recordando o
prescribiendo un repertorio sistemático de técnicas destinas a poner-
en-forma el trabajo de los actores y las actrices.

TENTACIÓN DE ABISMOS

Los días que transcurrieron entre la inesperada “orden de tra-


bajo” de Tortsov y el momento en que los alumnos debían presentar
sus escenas ante un selecto grupo de espectadores, se convirtió en un
período de experiencias decisivas para los no-actores y en la ocasión
de que éstos se asumieran como autodidactas en la búsqueda urgente
e intuitiva de algún saber técnico –por rudimentario que éste fuese-
para salir más o menos airosos del aprieto.
Ensayando en el teatro Kostia descubre, entre otras cosas, el
efecto de lo que más tarde aprenderá a llamar “circunstancias dadas”
sobre su comportamiento verbal en escena. Preocupado por “la re-
petición de las mismas sensaciones y los mismos recursos” en sus
ensayos sucesivos y por el “estancamiento” de su trabajo que esas
107
José Luis Valenzuela

repeticiones implicaban, el alumno advierte, al retomar la práctica en


su casa, que

en la habitación contigua algunas personas se [habían


reunido] para tomar el té. Con el fin de no atraer su atención
se me ocurrió trasladarme a otra parte de la habitación y re-
petir las palabras del texto lo más bajo posible. Para mi asom-
bro, estos cambios insignificantes me reanimaron, obligán-
dome a mirar de un modo nuevo mis ejercicios y hasta mi
papel (Stanislavski 1978 53).

Alentado por esta renovación imprevista, el practicante se


apresura a concluir que, en cada ensayo, “todo debe ser improvisado:
la puesta en escena, la representación del papel y el modo de abor-
darlo”. Al volver al teatro al día siguiente, el resultado de este experi-
mento extremo fue la confusión, el olvido del texto y de “las entona-
ciones que acostumbraba darle”.
Tras varias horas intentándolo con su compañero de escena,
Kostia se va acostumbrando

al ambiente en el que se desarrolla el trabajo y a las personas


que participan. (…) Los elementos que antes no estaban de
acuerdo empiezan a armonizar (…) [y] siento con menos in-
tensidad los divorcios con el autor (1978 56).

Esta “mejor adaptación” subjetiva, fruto de pasar la escena una


y otra vez aun sin que un tercero observara técnicamente a Kostia y
a su partenaire, no garantizaba, claro está, que las actuaciones mismas
hubiesen mejorado y menos aún que hubiesen dado un salto cualita-
tivo. Y para romper esta ilusión de control sobre los elementos tea-
trales y los procedimientos inventados, el siguiente ensayo tuvo lugar
“en el escenario mismo”. Lo inesperado del impacto le dio un giro
traumático, es decir, abrumador e inmanejable: “Apenas había pisado
el tablado apareció frente a mí la inmensa boca del arco del proscenio
y detrás una interminable y negra penumbra. Por primera vez veía
108
Bye-Bye, Stanislavski?

desde la escena la platea, ahora vacía y desierta. Me sentí totalmente


desconcertado” (1978 57).
He venido insistiendo, a lo largo de este capítulo, en la con-
dición impersonal de ese Público que puede postularse como causa úl-
tima del desempeño del actor en la escena. La sala vacía que ahora
enfrenta el aprendiz, materializa de alguna manera esa “impersonali-
dad” de un Púbico que no equivale a la suma de los espectadores
físicamente presentes en la platea. Y Kostia habría quedado larga-
mente inmóvil frente a “la interminable y negra penumbra”, si una
voz anónima y sin procedencia visible no hubiera exclamado: “¡Co-
mience!”. A esa orden de trabajo le responderá, del lado del alumno,
una pasada “mecánica” de la escena varias veces ensayada, con gran-
des dificultades para “concentrar la atención en lo que sucedía alre-
dedor [de él]” y casi sin poder ver “a Shústov, que estaba a [su] lado”
(1978 54).
El segundo día de ensayo sobre el escenario del Teatro de
Arte reitera, tal vez con mayor intensidad, el inquietante encuentro
sin intermediarios con ese Público que no necesita existir para pro-
ducir efectos sobre la subjetividad de Kostia: “Me dirigí al frente del
escenario y empecé a mirar al espantoso vacío más allá de las candi-
lejas, para habituarme a él y librarme de su atracción, pero cuanto más
me esforzaba en no tomarlo en cuenta, más pensaba en él” (1978 55).
En ese momento, un acontecimiento nimio llega a insinuarle
una solución, una manera pre-técnica de escapar a la imperiosa fasci-
nación del vacío: mientras Kostia permanecía absorto en el prosce-
nio,
un hombre que pasaba a mi lado dejó caer un paquete de cla-
vos; le ayudé a recogerlo, y de repente tuve la grata sensación
de sentirme a mis anchas en el escenario. Pero rápidamente
recogimos los clavos y de nuevo me sentí oprimido por la
amplitud del espacio. ¡Y un instante atrás me sentía magnífi-
camente! Todo esto era natural: mientras realizaba la tarea, no
pensaba en el espacio tenebroso que tenía frente a mí. (1978
55)

109
José Luis Valenzuela

Tras la caída de los clavos y la subsiguiente actividad distrac-


tiva, el aprendiz tuvo que esperar su turno para mostrar su trabajo en
el escenario. Y Stanislavski desliza aquí, por boca de Kostia, una
constatación decisiva: “Esta angustiosa espera tiene su lado bueno.
Se llega a un punto en que se desea que venga cuanto antes el mo-
mento de actuar, de pasar por aquello que se teme” (1978 55. El énfasis es
mío). Estas palabras revelan, en toda su ambivalencia, el carácter de
ese deseo inexplicable que empuja a determinados individuos a enfren-
tar “el espantoso vacío más allá del proscenio”: el deseo de actuar es
indisociable del acto de “pasar por aquello que se teme”, y la causa de
ese deseo es el Público, lugar impersonal de cuya influencia el aspi-
rante a actor no puede sustraerse.
Debo subrayar que el Público que Kostia descubrió en la pla-
tea vacía del Teatro de Arte de Moscú no es el mismo que aquel otro
Público –igualmente intangible- que lo envolvía y lo alentaba en sus
primeros tanteos jubilosos de Otelo, en esa búsqueda en la que el
personaje de Shakespeare parecía someterse precozmente a los talen-
tos actorales silvestres y aún incultos del aprendiz. Tampoco es ese
Público Simbólico que podemos postular como un reservorio de los
procedimientos técnicos que dieron pruebas de ser notablemente
operativos en la historia de la actuación, y que ahora el aspirante a
actor puede asimilar o reinventar para poner-en-forma su comporta-
miento en la escena.
El Público de la sala desierta no es, por lo tanto, un Público
Imaginario ni un Público Simbólico. O, mejor dicho, ese lugar omi-
noso exhibe ante el alumno una dimensión del Público que no es
Imaginaria ni Simbólica. El primer rasgo que podemos atribuirle a
esta Alteridad amenazante es el de instalar la angustia en el actor en
ciernes. Cuando esa angustia irrumpe sin velos ni salvavidas circuns-
tanciales (como lo había sido el paquete de clavos que de pronto cae
en el tablado, por ejemplo), su ominosa invasión puede disolver toda
esa cuidadosa construcción que el no-actor (y aun el actor consa-
grado) traía preparada y probada en sus obsesivos ensayos previos.
Todo lo que el sujeto se había propuesto representar en escena puede
110
Bye-Bye, Stanislavski?

quedar anulado por este Público implacable que empezamos a intuir


como siempre presente detrás de las construcciones formales y ma-
teriales que el actor erige, entre otras finalidades, para protegerse de
sus temibles efectos.
Llegado el turno de mostrar su ejercicio en el escenario –cuyo
telón estaba inicialmente cerrado-, Kostia descubre que el personal
del teatro

había armado [allí] un decorado con elementos de diferentes


obras. Algunas partes estaban mal colocadas y el moblaje era
muy variado. (…) Con un gran esfuerzo de imaginación podía
encontrar en ese ambiente algo que recordaba mi propia ha-
bitación. (1978 55)

Pero

en cuanto se levantó el telón y la sala apareció ante mí, me


sentí enteramente dominado por su poder. (…) Empecé a
sentirme apremiado, tanto en la acción como en la recitación:
mis pasajes favoritos pasaban como postes de telégrafo vistos
desde un tren. La más ligera equivocación, y la catástrofe ha-
bría sido inevitable. (55)

Al día siguiente, en el “ensayo general”, Kostia pudo constatar


otro efecto de esa angustia que el Público suscitaba en él. “Al acer-
carse el momento culminante [de la escena] me asaltó un pensa-
miento: ‘Ahora me atasco’. Se apoderó de mí el pánico y me callé,
confuso, con unos círculos blancos girando ante mis ojos” (56).
El deseo de actuar, que el practicante había experimentado
aún con más fuerza que la angustia de afrontar un Vacío lleno de
Público y despoblado de espectadores, ese deseo, digo, se le muestra
también como indistinguible del deseo de esa Alteridad sin rostro:
“Otra sensación nueva para mí fue que mi ansiedad me llevaba a sen-

111
José Luis Valenzuela

tir una obligación: la de interesar al público para que en ningún mo-


mento se sintiera aburrido”. Y agrega que “este sentimiento me im-
pedía entregarme a lo que estaba haciendo” (55).
Cuando finalmente llega el día de “la función de prueba” y la
hora de ingresar al gran escenario iluminado, “el miedo y la atracción
de la sala se hicieron más fuertes que antes”, inyectando en Kostia la
paradójica excitación causada por lo que se teme y se desea a la vez.
Sintiéndose inerme ante una platea que él percibía como colmada, el
no-actor intentó en vano “extraer todo lo que había en [su] interior,
(…) pero dentro de [él se] sentía vacío como nunca” (57).
Quizá Kostia –o tal vez el mismo Stanislavski- ya más cal-
mado y a solas, habría encontrado consuelo en Antonio Machado,
cuando el poeta se lamentaba en estos términos:

Somos víctimas de un doble espejismo. Si miramos


afuera y procuramos penetrar en las cosas, nuestro mundo
externo pierde solidez, y acaba por disiparse cuando llegamos
a creer que no existe por sí, sino por nosotros. Pero, si con-
vencidos de la íntima realidad, miramos adentro, entonces
todo nos parece venir de fuera, y es nuestro mundo interior,
nosotros mismos, lo que se desvanece. (Machado 1997 274)

Estas frases están a punto de decir lo que el psicoanálisis la-


caniano ha constatado tempranamente, a saber, que, en la experiencia
subjetiva, lo más íntimo es lo más ajeno, que esa separación entre
“interioridad” y “mundo exterior” que damos por obvia, resulta y
depende en realidad de la construcción imaginaria denominada “Yo”.
Cuando esa construcción se desvanece –lo cual sucede
cuando el actor enfrenta sin mediaciones al Público- sobreviene una
angustia que de inmediato se localiza en el cuerpo:

El excesivo esfuerzo por extraer de mí la emoción y la


impotencia de realizar lo imposible crearon en todo mi
cuerpo una tensión que llegó al espasmo: mis manos y mi ca-
beza se inmovilizaron, se volvieron de piedra. (…) Todas mis

112
Bye-Bye, Stanislavski?

fuerzas desaparecieron ante esa tensión inútil. Mi garganta se


cerró, mi voz sonaba como un grito (Stanislavski 1978 57).

Sobreponiéndose a duras penas a la parálisis, Kostia intenta


repetir lo ensayado a solas, pero

la mímica, toda la interpretación se tornó violenta. Ya no po-


día controlar los movimientos de las manos y las piernas ni el
habla, y la tensión fue en aumento. Abochornado, me aferré
al respaldo de un sillón. En medio del desamparo y la confu-
sión me dominó la ira contra mí mismo, contra los especta-
dores. (57)

El aspirante a actor no podía sentirse en peores condiciones


para ofrecer al público “todo lo que había en [su] interior”, deseando
recibir a cambio una aprobación sin retaceos. Los espectadores sen-
tados en la platea del Teatro de Arte están a punto de quedar fuera
del alcance de Kostia o, lo que es lo mismo, el alumno está al borde
de caer fuera de la bien predispuesta atención expectante que su pú-
blico le había concedido inicialmente. El no-actor está en vías de pre-
cipitarse fuera del campo de interés positivo de los espectadores pre-
sentes, quedando por ello mucho más alienado en el Público intangi-
ble que ha venido asediándolo o envolviéndolo durante los días pre-
cedentes. Como consecuencia, la ira lo invade y su “identidad” deja
de pertenecerle: “Por unos minutos estuve fuera de mí, y sentí que
me invadía un valor indecible. Al margen de mi voluntad lancé la fa-
mosa línea: ‘¡Sangre, Yago, sangre!’. Era el grito de un sufrimiento
insoportable. No sé cómo la dije” (1978 57). Se diría que el no-actor
ha transitado aquí por la conversión “catastrófica”, repentina, de la
huida en ataque, tal como suele suceder con un animal acorralado.
Esta despersonalización de Kostia y la subsecuente violencia
de su exclamación “visceral” hacen pensar en la confesión de un cri-
minal cuando dice, por ejemplo, que “llega un momento en que me
desengancho, ya no soy yo, sé que yo la golpeo, pero en ese momento
yo dejé de ser yo”. Todo sucede como si de la angustia paralizante, el
113
José Luis Valenzuela

perturbado alumno hubiese salido mediante un pasaje al acto atento al


consejo de los delincuentes consuetudinarios: “Hay que lanzarse; no
se piensa, se actúa; es como estar fuera de todo”.
Pero un verdadero pasaje al acto hubiese consistido, por
ejemplo, en el abandono del escenario por parte del no-actor o en un
virulento insulto a la platea. Si Kostia se mantuvo, confuso y airado,
en ese ruedo dominado por un Público obsceno y devorador que ex-
hibía ante él su desnudo, brutal e ilimitado deseo, fue porque apos-
taba –sin ser del todo consciente de ello- a recuperar al más tratable
Público Imaginario y al servicial Público Simbólico que, con altibajos,
habían venido amparándolo en sus afanosos ensayos. La exclamación
de Kostia fue entonces un acto en el sentido que el psicoanálisis da a
esta palabra, es decir “una decisión, una osadía [brotada de un “valor
indecible”], algo del orden de lo que inaugura, lo que funda, lo que
crea” (Miller 1993 181), como lo definía Jacques-Alain Miller. Un acto
que, en este caso, convoca de pronto a las dimensiones más amigables
del Público, a esos sentidos o significados movilizadores y a esos
apuntalamientos formales improvisados desde la intuición del princi-
piante en las horas de ensayos solitarios.
La angustia del no-actor ha propiciado así un acto a modo de
respuesta singular, irrepetible, inédita y, por lo tanto, intraducible en
palabras. “No sé cómo lo dije”. Y ese acto logra entonces traer en su
ayuda, como si se tratara de un escudo reflectante para enfrentar a la
Gorgona, a ese Público situado en la intersección de lo Imaginario y
lo Simbólico que días atrás había hablado por boca de su amigo: “La
interpretación de Otelo que había hecho Pushin reapareció en mi me-
moria con gran claridad y despertó mi emoción” (1978 57). Y aunque
Stanislavski no deja constancia de ello, podemos suponer que la
“puesta en escena” tantas veces practicada por Kostia, las poses, los
gestos y los movimientos felinos, alcanzaron el valor y la consistencia
de un puente, de un symbolon que lo rescató de su pozo angustiante,
transmutando la “mala energía” paralizante en irradiación irresistible:

Me pareció que por un segundo la sala se había puesto


en tensión y que un rumor corría por el auditorio, como si
114
Bye-Bye, Stanislavski?

fuera el viento que pasa por la copa de los árboles. En cuanto


sentí esa aprobación hirvió en mí una energía incontenible.
No sé cómo terminó la escena. Sólo puedo recordar que las
candilejas y el negro agujero desaparecieron de mi conciencia
y me sentí libre de todo temor. (1978 58)

Si he dicho más arriba que la conexión simbólica podía oficiar


de puente entre dos realidades significativas (el esbozo de Otelo tra-
zado por Kostia y el papel de Otelo escrito por Shakespeare, por
ejemplo), vemos asimismo que lo simbólico puede vincular –más pre-
cariamente- instancias a-significantes, puras intensidades (la zozobra
paralizante de aprendiz y el rumor asombrado de la platea) mediadas
inesperadamente por una frase visceral (“¡Sangre, Yago, sangre!”).
Pero no debemos perder de vista que esa ligazón es aún más efímera
que la articulación entre dos entidades que se dejan traducir en imá-
genes o en palabras: la mediación entre intensidades –entre “ener-
gías”, sean éstas buenas o malas para el sujeto- tiene la fuerza de un
acontecimiento, pero cualquier descripción ulterior de sus causas o
sus efectos tendrá apenas la índole insatisfactoria del balbuceo o del
medio-decir.
Si bien Kostia estuvo a punto de caer fuera del círculo de la
paciencia cordial que todo público dispensa a los actores cuando és-
tos comienzan sus actuaciones, un acto osado impulsado por una vo-
luntad que excedía su control consciente le permitió finalmente jugar
o sintonizar con la ignota causa del deseo de un Público que circun-
daba y penetraba por igual la escena y la sala. De pronto se hacía
manifiesto que el deseo del sujeto actuante era el deseo de un Público
que no se reducía al conjunto de espectadores físicamente presentes.
El “valor indecible”, la “energía incontenible” que de pronto
hervía en el aprendiz, era el aporte del Público Real, insistencia omi-
nosa que se asoma en las grietas y en las lagunas de los significados
iluminadores y de los saberes técnicos que in-forman el desempeño
actoral. Diremos entonces que la causa de la actuación está entre el
sujeto actuante y ese campo impersonal que he llamado Público, y

115
José Luis Valenzuela

que este último se nos muestra en tres dimensiones o registros: Ima-


ginario, Simbólico y Real. Ese sujeto actuante, por otro lado, no es el
“yo” del actor que se imagina dueño de su hacer y su decir en el es-
cenario, sino una instancia despersonalizada que más bien “es ac-
tuada” por el Público que lo confronta.
He sugerido en un párrafo precedente que Stanislavski no da
detalles de la actualización que Kostia pudo haber hecho de su ensa-
yada “puesta en escena” frente a los espectadores; el Maestro nos da
a entender más bien que los andamiajes, el esqueleto soportante de
sus comportamientos habían “desaparecido de su conciencia” y que
sólo le quedó “la emoción de Otelo”. Es posible conjeturar entonces
que, si el Público Simbólico (o la dimensión Simbólica del Público)
tiene un lugar decisivo en el largo tiempo dedicado a la composición o
construcción del comportamiento escénico, en el momento de la inter-
pretación vivencial todo se juega entre el Público Real y el Público Ima-
ginario, en este caso materializados en los espectadores presentes (el
público con “p” minúscula). Y puede decirse que el actor, mucho más
que interpretar un texto, interpreta aquello que un público ignora de
su propio deseo.

BIENAVENTURADOS LOS INOCENTES


Y LOS DESAHUCIADOS

Los tres Públicos que vengo distinguiendo están, por así de-
cirlo, mutuamente entrelazados. Si bien los he señalado de manera
sucesiva en el relato de la “prueba actoral” sufrida y superada por
Kostia, ha sido atendiendo al hecho de que en cada etapa de ese pro-
ceso uno de los Públicos (o una de las dimensiones del Público) apa-
recía como predominante. Puede decirse que lo Real asoma en la ex-
periencia actoral cada vez que naufragan los recursos y procedimien-
tos salvadores, cada vez que el actor se queda sin el sostén de los
significantes o de las imágenes que lo absorben, lo movilizan y lo
contienen. Esa amenaza latente está siempre al acecho, hay que con-
tar con ella y construir los comportamientos escénicos al modo de
116
Bye-Bye, Stanislavski?

una balsa que no naufrague en el deseo infinito y sin nombre del Pú-
blico (deseo que, aunque pudiera perseguir un objeto diferente, tiene
su correlato en el que moviliza al sujeto-de-la-actuación). Kantor lo
dice con palabras inmejorables cuando postula el nacimiento mítico
de un ACTOR ante un AUDITORIO o Público:

He aquí que, del círculo común de las costumbres y ritos


religiosos, de las ceremonias y actividades lúdicas, ha salido
ALGUIEN, alguien que acaba de tomar la temeraria decisión
de separarse de la comunidad cultural. (…) Frente a los que
se habían quedado de este lado, se ha levantado un HOM-
BRE, EXACTAMENTE igual a cada uno de ellos y sin em-
bargo (en virtud de alguna “operación” misteriosa y admira-
ble) infinitamente LEJANO, terriblemente EXTRAÑO,
como habitado por la muerte. (…) Los medios y el arte de ese
ACTOR se relacionaban también con la MUERTE, con su
belleza trágica y horrenda. (…) Debemos devolver a la rela-
ción ESPECTADOR/ACTOR su significación esencial. De-
bemos hacer renacer ese impacto original del instante en que
un hombre (actor) apareció por primera vez frente a otros
hombres (espectadores), exactamente igual a cada uno de
ellos y sin embargo infinitamente extraño, más allá de esa ba-
rrera que no puede franquearse, (…) de esa frontera que se
llama: LA CONDICIÓN DE LA MUERTE. (Kantor 1984
248-249)

El Público Real, emisario de la única muerte que nos es dado


experimentar antes de yacer definitivamente en nuestra tumba, es el
reflejo oscuro de esa Muerte que el actor soporta en virtud de haber
afirmado una diferencia infranqueable frente a un público “que se ha
quedado de este lado”, como decía el maestro polaco. Si al Público
Real le restamos el público efectivamente presente en una sala, lo que
queda es esa diferencia absoluta que Kantor equipara a la Muerte y
que puede experimentarse en ambos sentidos de la relación teatral,
pues, visto desde la platea, también el actor de carne y hueso aparece
117
José Luis Valenzuela

como el velo visible pero engañoso de un ACTOR (o de un sujeto-


de-la-actuación) que está fuera del alcance de los sentidos, “infinita-
mente lejano”. Es en esa diferencia irrepresentable donde se ubica la
causa última de la actuación y del oficio que le da sostén con su téc-
nica y sus potencias imaginarias. Y esa dimensión Real, es decir im-
posible, sustraída de toda imagen y de toda palabra, emblema de la
Muerte, se interpondrá siempre entre el espectador y el actor como
insistencia incesante y como motivo de un deseo: se actuará una y
otra vez, con la esperanza utópica de abolir alguna vez esa brecha
Real que se interpone entre las partes.
El Público Imaginario es esa instancia –asimismo impersonal,
aunque personalizable en espectadores “de carne y hueso”- en que el
actor o el grupo de actores reconocen su reflejo especular, ya sea que
ese Público les devuelva una imagen admirable, una Gestalt integrada,
irreprochable y cargada de sentido, o que, por el contrario, les mues-
tre aquello que el actor o el grupo de actores hubiesen preferido no
ver de ellos mismos. En un caso, los actores se sentirán “comprendi-
dos”, “contenidos”, amados y elogiados; en el otro, se enfurecerán
con ese reflejo de sí mismos despiadadamente sincero y con aquellos
que lo hacen explícito.
Por lo general, un actor o un grupo de actores retrata a su
Público Imaginario en las gacetillas de prensa, donde nos dan pistas
de cómo quieren ser vistos, oídos, comprendidos y reconocidos por
los espectadores que efectivamente concurren a las salas para apreciar
sus trabajos. Cuando un proyecto escénico comienza, con algunos
actores y un director o directora alrededor de la mesa de un bar, por
ejemplo, es el Público Imaginario quien “los habla”, reflejando las
aspiraciones y las pretensiones del grupo en lo que respecta al trabajo
en ciernes. Sobre ese Público por venir se proyectan las ambiciones
“de máxima”, entreviéndolo como un conjunto indefinidamente ex-
tenso de espectadores ideales, capaces de interpretar y disfrutar el es-
pectáculo que ha empezado a concebirse. O bien ese Público Imagi-
nario será el destino de todos los rechazos y malestares del grupo de

118
Bye-Bye, Stanislavski?

artistas; será tal vez el chivo expiatorio de previos experimentos ar-


tísticos fallidos o de desencuentros sólo imputables a la “colonización
mental” de las masas, a la “cínica apatía posmoderna” o a alguna otra
manifestación del malestar en la cultura. El Público Imaginario da sen-
tido –positivo o negativo- a la obra del artista individual o de un co-
lectivo de creadores, así como da sentido a las partes componentes
de la obra, en caso de que se esté en condiciones de distinguir estas
últimas.
El Público Simbólico, por su parte, se entromete en el salón
de ensayos para recordar a los actores y a quien los dirige que el valor
artístico de la obra que se está produciendo no depende de las buenas
intenciones de sus realizadores, ni de la importancia de los temas que
la recorren, ni de la concordancia entre los contenidos de la obra en
proceso y las apetencias de sus públicos potenciales. Lo que el Pú-
blico Simbólico recuerda a los teatristas es que sus oficios son hijos
de una Historia, y que ésta no es el mero recuento de sucesos memo-
rables que habrían de perdurar bajo el rótulo de “clásicos”, sino que
esa Historia es el archivo –aún no cerrado- de los procedimientos de
producción y de puesta-en-forma de la materia escénica (textos, cuer-
pos vivos e inertes, sonidos, luces…), procedimientos que demostra-
ron reiteradamente su eficacia en experiencias teatrales pasadas.
La Historia del Teatro que se decanta en el Público Simbólico
está abierta a invenciones y reinvenciones permanentes, y desconoce
la idea de que determinadas técnicas o recursos puedan quedar “su-
peradas” por el mero paso del tiempo y de las modas. Por el contra-
rio, todo procedimiento de puesta-en-forma, por arcaico que parezca,
puede retornar con renovada efectividad en determinados contextos
de recepción. El Público Simbólico, portador de esa Historia de los
procedimientos teatrales, viene a recordar al grupo de artistas o al
actor individual que el conocimiento y el empleo diestro de la caja de
herramientas técnicas que la Historia del oficio atesora, es quizá la
única vía para hacer del lugar de producción, por periférico que éste
sea, un inesperado centro que contrarreste en alguna medida el poder

119
José Luis Valenzuela

concentracionario y descalificador de los grandes Centros Teatrales


consagrados por la cultura dominante.
De la misma manera que el Público Real es ambivalente en
sus efectos sobre el sujeto-de-la-actuación (ya que esa entidad es, a la
vez o alternativamente, fuente de angustiada parálisis o motor de
inusitada potencia actoral), también el Público Imaginario puede in-
ducir un empuje euforizante, intervenir como un objetor irritante o
presentarse como un acunador soporífero (como cuando decimos
que un actor o un grupo “se durmió en los laureles”).
De modo similar, el Público Simbólico puede manifestarse
en la experiencia actoral como un partero o un demiurgo dador de
formas a cierta materia teatral pujante, o bien puede tomar el aspecto
de un juez inconmovible que impone a los realizadores las “reglas
eficaces” de la Historia teatral como si de leyes absolutas y “natura-
les” se tratara. Vale la pena que me detenga en esta condición fertili-
zante y productiva del Público Simbólico, teniendo en cuenta que ese
lugar, espacio o campo que vengo llamando Público tiene siempre
sus representantes “de carne y hueso” que le dan concreción y pre-
sencia personalizada, llámense éstos espectadores, directores de es-
cena, críticos o maestros de actuación, entre otros posibles lugarte-
nientes de aquel campo de fuerzas.
Si un director teatral, por ejemplo, hubiese estado obser-
vando esa práctica intuitiva, por momentos tan enérgica como este-
reotipada, en la que el alumno de Tortsov intentaba acercarse al per-
sonaje de Shakespeare en la intimidad de su habitación, quizá podría
haber advertido allí algunas semillas de lo que Peter Brook llamaba
“teatro tosco”, un “teatro de una sola representación, con su rota
cortina sujeta con alfileres a través de la sala, y otra, también rasgada,
para ocultar los rápidos cambios de traje de los actores” (Brook 1973
93). Y el director inglés agrega que la característica de este teatro
tosco es

la ausencia de lo que se llama estilo. (…) [Para el teatro tosco]


todo lo que se tiene al alcance de la mano puede convertirse

120
Bye-Bye, Stanislavski?

en un arma. (…) El arsenal es ilimitado: los apartes, los letre-


ros, las referencias tópicas, los chistes locales, la utilización de
cualquier imprevisto, las canciones, los bailes, el ruido, el
aprovechamiento de los contrastes, la taquigrafía de la exage-
ración, las narices postizas, los tipos genéricos, las barrigas de
relleno. (1973 95)

Si “el estilo necesita ocio”, como afirma Brook, es decir,


cierta parsimonia contemplativa y un meditado saber histórico y nor-
mativo, “un espectáculo montado en condiciones toscas es como una
revolución”, tan acalorada, envolvente y adrenalínica como un rapto
de inspiración. No debe extrañarnos entonces el asombro de Kostia
al descubrir que, sin darse cuenta, había trabajado esa primera noche
“casi cinco horas”. Y recordemos su comentario: “¡Es la prueba de
que el estado de ánimo que experimenté era la inspiración auténtica!”.
Si el “teatro tosco” de Brook se muestra como carente de
estilo es porque su público generalmente “no tiene dificultad en acep-
tar incongruencias de inflexión o de vestimenta, o en precipitarse del
mimo al diálogo, del realismo a la sugestión”. Ese público “sigue el
hilo de la historia, sin saber que se han infringido una serie de nor-
mas” (1973 96). Ese público, que tanto puede “permanecer de pie,
bebiendo, sentado alrededor de las mesas de la taberna, incorporado
a la representación, respondiendo a los actores” (1973 93), ese pú-
blico, digo, se mostraría como el complemento perfecto e ideal –
como si de un “espejo bueno” se tratase- del actor heteróclito e ins-
pirado que por algunas horas cree ser, por ejemplo, un Moro de Ve-
necia ataviado con lo que tenía a mano, mientras goza de sentirse “un
auténtico guerrero, imponente y hermoso”.
Brook recuerda que, en una vieja escenificación de Mucho
ruido y pocas nueces por William Poel, el director llegó

el primer día de ensayos con una caja de la que fue sacando


curiosas fotografías, dibujos y retratos recortados de revistas.
‘Esta eres tú’, le dijo a una debutante al tiempo que le entre-
gaba una fotografía. A otro actor le entregó un recorte de un
121
José Luis Valenzuela

caballero de armadura, a un tercero un retrato de Gainsbo-


rough, al siguiente un simple sombrero. [Poel] expresaba [así]
con toda sencillez la manera como había visto la obra cuando
la leyó, de manera directa, como lo hace un niño, no como
un adulto que se rige por las nociones de historia relativas a
un período determinado. (1973 96)

Y Peter Brook termina su párrafo diciéndonos:

Hace largo tiempo vi una puesta en escena de La fierecilla


domada en la que todos los actores vestían exactamente como
habían visto a los personajes –todavía recuerdo a un cowboy y
a un actor grueso que apenas cabía dentro de su uniforme de
paje-, y esta fue con mucho la más satisfactoria interpretación
que he visto de dicha obra. (1973 97)

El hipotético director teatral que observara a Kostia podría


haberse asemejado a William Poel con su caja de curiosidades o al
director de La fierecilla domada, preservando y potenciando los hallaz-
gos intuitivos del no-actor inspirado. El discípulo de Tortsov nos
describe así su modo “directo” de ver a Otelo:

De repente descubrí un cortapapel de marfil y lo sujeté


en mi cinturón como un puñal. Una toalla me sirvió de tur-
bante, y con las cortinas de las ventanas preparé una bando-
lera. Con sábanas y mantas de la cama hice una camisa y una
túnica. Un paraguas se convirtió en mi cimitarra; pero me fal-
taba un escudo. Recordé que en la habitación contigua había
una gran bandeja, que me permitió suplir la falta. (Stanislavski
1978 51)

Con todos estos pertrechos incorporados, el aspirante a actor


dio comienzo a la búsqueda de “los movimientos de la fiera” entre
muebles, puertas y almohadones que figuraban personas.

122
Bye-Bye, Stanislavski?

Un director amante de lo “tosco” habría admitido en princi-


pio todos los aportes de Kostia para darles una continuación ampli-
ficadora o ramificante que convirtiera ese primer ensayo solitario en
un estimulante –o quizá “revolucionario”- espacio de juegos y, a la
vez, en un banco de pruebas para soluciones compositivas e interpre-
tativas por completo imprevistas para cualquier lector de Otelo. Bien
sabemos que autores como Shakespeare, por el peso de siglos de crí-
ticas apologéticas que fueron haciendo de sus textos un corpus clásico
y cuasi-sagrado, se erigen como monumentos capaces de disuadir a
cualquier principiante. Pero esos autores, temibles para todo actor
“culto”, convierten a los irreverentes aficionados, a los irresponsables
no-actores, en los artistas que podrían dar con los atajos más directos
para “entrar” en esos textos o en esos personajes canonizados como
si fuesen sólo unos borradores amorfos que aún no cristalizaron ní-
tidamente ni siquiera en la imaginación de sus autores.
Ese director que propiciara las visiones y las prácticas despre-
juiciadas de sus actores sería un representante tangible del Público
Imaginario que sanciona positivamente esas aproximaciones descon-
certantes, provocativas, desopilantes o temibles a ciertos textos o a
ciertos temas que suelen llegar precedidos por una nube de doctos
prejuicios. Pero ese director sería también el lugarteniente de un Pú-
blico Simbólico que interviene en los ensayos no en nombre de la
gravedad y el rigor de un deber-ser formal, estilístico o estético, sino
que asiste con la fecundidad instrumental de un constructor de puen-
tes, pues una vez que la obra producida por actores o no-actores ico-
noclastas salga del espacio protegido de los ensayos, dicha obra de-
berá ser capaz de “defenderse por sí sola” y de anudar vínculos con
ignotos espectadores.
El director-observador que suspende sus juicios de valor para
permitir y acoger las aventuras lúdicas o sacrílegas de sus actores y
no-actores, debería ser también un artífice en condiciones de dar a
esas búsquedas la dimensión de un symbolon apto para sostenerse sin
desfallecimientos frente a un Público Real o para soportar los emba-
tes de un Público Imaginario intolerante y despiadado. Para hacer

123
José Luis Valenzuela

posible la afirmación de una irreverencia más allá de la confiada inti-


midad de los ensayos, ese director-partero se verá obligado a concebir
una estrategia para dar forma y contundencia a lo singular sin asfixiar
su irreductible diferencia. Dicho brevemente, ese director deberá
propiciar una actuación como acto que se afirme por encima de los
efectos paralizantes del Público, es decir, un acto que irrumpa como
un acontecimiento capaz de franquear de un golpe el pavor que con-
lleva el Público Real, la posible normatividad inhibitoria de un Pú-
blico Simbólico y la negatividad inmovilizante que un Público Imagi-
nario puede inducir ya sea por ferocidad crítica o por adulación ex-
cesiva.
El director-partero cumple entonces una función mediadora
entre la admisión de los trazos anómalos que dejan en el salón de
ensayos las osadías o las ingenuidades actorales, y la continuación de
esos trazos en entretejidos formales capaces de defenderse solos
frente a las inclemencias de los Públicos futuros.
Es necesario decir que Stanislavski no era exactamente ese
director ayudante de partos habitado por una suspensión del juicio
indefinidamente elástica, capaz de hacer lugar a las más descabelladas
ocurrencias de sus actores para ver hacia qué imprevisibles derroteros
eran capaces de llevar la trama del espectáculo que estuviesen ensa-
yando. El maestro ruso era quizá demasiado respetuoso de los méri-
tos formales y temáticos de los textos terminados y publicados, pues
veía en ellos los resultados de un trabajo minucioso, competente y
autocrítico que los actores rara vez asumían en sus propias labores
compositivas e interpretativas. Consecuentemente, si bien promovía
la improvisación y las propuestas innovadoras durante los ensayos,
subordinaba esas aventuras actorales –esas “tendencias”, como él las
llamaba- al descubrimiento y al ulterior enriquecimiento del “supero-
bjetivo” de la obra, entendiendo que allí residía un núcleo germinal
inspirador apto para movilizar de manera lógica y bien orientada las
“fuerzas motrices de la vida psíquica” del actor.
Pero, a la vez que tomaba estas precauciones para prevenir
los desbordes caprichosos o caóticos en el trabajo actoral, el director

124
Bye-Bye, Stanislavski?

del Teatro de Arte se valía de un procedimiento audaz y no carente


de cierta violencia para alejar a los intérpretes de las comodidades del
cliché. Se trataba de una estrategia deconstructiva comparable a esos
ataques que Francis Bacon emprendía contra sus propias telas a fin
de exorcizarlas de cualquier figuración estereotipada que las amena-
zara. En el cuarto capítulo de este libro tendré ocasión de detenerme
en un estudio detallado de esas operaciones stanislavskianas destina-
das a expulsar a sus actores del camino entrópico del mínimo es-
fuerzo. Por lo pronto, me basta con dejarlo anunciado.

LA TELEVISIÓN ME DICE
QUE SOY MUY INTENSO

Muchos teatristas añoran y envidian la vitalidad y el desen-


fado de los teatros toscos. No pocos colegas imaginan esas barracas,
tabernas o plazas colmadas de borrachos, familias numerosas o jóve-
nes bromistas como un público espontáneo en sus manifestaciones, ex-
citado, seducido o interpelado por unos actores de pareja espontanei-
dad, es decir, despreocupados de sus estilos de actuación y de la lim-
pieza de sus formas. Para esos actores saludablemente desprejuicia-
dos, cualquier recurso habría sido bueno mientras pudiera mostrarse
eficaz en retener y entretener a la turba díscola.
No nos sorprende entonces que la nostalgia de la espontanei-
dad escénica haya sido recurrente, al menos desde comienzos del si-
glo pasado, entre los teatristas que anhelaban restituir la Vida a unos
escenarios moribundos de academicismo o de mercantilismo deca-
dentes. Las escenificaciones toscas despuntaban, así, como modelos
de una teatralidad inmanente en que un bricolaje de recursos al servicio
de las risas y las lágrimas instalaba pactos transitorios y naturales entre
actores y públicos, sin las mediaciones de un a priori estético portador
de algún sagrado deber-ser. Acróbatas circenses, payasos, artistas de
varieté, ilusionistas, titiriteros ambulantes y músicos de feria eran así
invitados por numerosos directores de escena para inyectar energía y
novedad en los textos teatrales que lucían anémicos y acartonados
125
José Luis Valenzuela

para la euforia vanguardista de la época. En clima semejante, la pru-


dencia estética y metodológica stanislavskiana pudo parecerles a mu-
chos jóvenes directores una vía muerta o un conservadurismo sin fu-
turo.
Los dadaístas de hace algo más de un siglo, lectores de
Nietzsche y de Bergson, sobresalían entre los cultores de una espon-
taneidad proteica y programática, y de inmediato cabe preguntarnos
si el dadaísmo nacido a comienzos del siglo XX dio definitiva sepul-
tura a las poéticas teatrales realistas, acelerando la crisis terminal en
que éstas parecían haber entrado hacia finales del siglo XIX. Ese cer-
tificado de defunción firmado por Dadá habría sido correlativa de la
decadencia de la representación, caída que, al parecer, arrastraba el
andamiaje formal-normativo que le estaba asignado.
En efecto, el sistema significante que atesoraba las formas y
los códigos aptos para apuntalar las construcciones metonímicas y
metafóricas del realismo y del simbolismo, respectivamente, habrían
caducado para siempre ante el empuje espontaneísta e informalista
despertado por Tzara y sus amigos en la segunda década del siglo
pasado. Para decirlo en pocas palabras, la noción de Público Simbó-
lico que vengo pergeñando en estas páginas, carecería de toda utilidad
en el abordaje de las poéticas dadaístas que preponderan y gozan de
buena prensa en la mayor parte de las teatralidades contemporáneas.
El Público Simbólico, así como el dispositivo de representa-
ción stanislavskiano en que aquél era un componente esencial, habría
perdido toda vigencia, tanto para entender la producción como la re-
cepción de los “teatros de intensidades” que se han vuelto hegemó-
nicos en las grandes capitales de la Cultura en esta primera parte del
siglo XXI. Pero vayamos más despacio y permitámonos incluso al-
gunos retrocesos expositivos.
Una de las provisorias conclusiones que nos deja la experien-
cia de Kostia en su primera prueba de actuación es la ambivalencia
de aquello que supuestamente sería el objeto del deseo de un actor, a
saber, su aparición y permanencia en un escenario frente a un pú-
blico. Luego de su bautismo de fuego, el aspirante a actor tiene muy

126
Bye-Bye, Stanislavski?

claro que la salida a escena es un juego peligroso, una apuesta arries-


gada de la que puede resultar su gloria o su muerte-en-el-oficio. (Y si
el resultado es glorioso, estará viciado de precariedad: nada ni nadie
puede garantizarle que su siguiente exposición actoral no lo arrastre
al fracaso). Nada complacería más al actor stanislavskiano que el lo-
gro del aplauso, pero no pierde de vista que debe “tener cuidado con
lo que desea”. La radical ambivalencia del objeto deseado (el inmate-
rial objeto del renombre y la notoriedad) es lo que histeriza su cuerpo
escénico.
Hay una base neurótica en esta iniciación en la actuación vi-
vencial: se diría que Kostia ignora casi por completo la dimensión
instrumental del Público Simbólico, es decir que carece de las herra-
mientas técnicas (o “psicotécnicas”) que le permitirían ganar un “piso
de seguridad” mientras se expone al público. De hecho, esa ignoran-
cia instrumental dará sostén a la ulterior enseñanza que habrá de re-
cibir en la Escuela del Teatro de Arte. El alumno demandará a Tor-
tsov la transmisión de un saber, fundando así una relación transferencial
con su Maestro, un vínculo que consiste en suponerlo dueño o de-
positario de ese conocimiento anhelado y que estará sujeto a todas
las vicisitudes y derivas propias de lo que el psicoanálisis llama “trans-
ferencia”.
Lo que el aspirante a actor no ignora, sin embargo, es la di-
mensión normativa del Público Simbólico. Kostia sabe perfectamente
que ese Público tiene la potestad de coronarlo de laureles o de sepul-
tarlo como candidato a actor. Y la imprevisibilidad del juicio de esa
instancia suprema lo parte en dos, por así decirlo, pues en adelante
querrá estar y no estar en escena al mismo tiempo.
El performer dadaísta del Cabaret Voltaire también ignora la
técnica del desempeño escénico o, si la conoce, prefiere prescindir de
ella. Pero esa ignorancia –a diferencia de lo que ocurría con el alumno
stanislavskiano- no le ocasiona culpa ni vergüenza, pues el performer
está en el escenario precisamente para exhibir allí su indignidad artís-

127
José Luis Valenzuela

tica. El artista dadá puede desconocer el lado instrumental del Pú-


blico Simbólico, pero ello no le preocupa y sabe, tanto como el actor
de Tortsov, que ese Público ostenta asimismo un costado normativo.
A diferencia de Kostia, el performer dadaísta cree conocer algo
más sobre el tribunal que enfrenta: tiene la certeza de que sus juicios
están soportados en un deseo y que éste, como todo deseo, es ambi-
valente. Lo que Dadá sabe es que, desde el Renacimiento, el Público
disfraza de admiración, reconocimiento y exaltación de los artistas y
de sus obras lo que de hecho es una oscura y profunda pasión destruc-
tora. En efecto, si algo le han demostrado las masacres de la Primera
Gran Guerra es que la fase de la Civilización occidental comenzada
en el Quattrocento está animada por una irresistible pulsión de muerte.
Si algo le han dejado en claro los campos de batalla humeantes es que
la Voluntad de Poder capitalista es implacablemente destructora de
los objetos (y los sujetos) que ella misma produce y que dice apreciar,
aunque maquille esa pulsión como el precio reclamado por todo pro-
greso, como el penoso dolor de parto que exige lo Nuevo.
La cultura de Occidente se le aparece a Tzara y a sus camara-
das como el barniz de un turbio deseo de aniquilar al arte y a los
artistas, pues ellos son el emblema de un orden cualitativo del vivir que
objeta al valor de cambio, ese significante completamente liberado
que el capitalismo busca instalar con carácter absoluto. Cuando los
artistas del Cabaret Voltaire aparecen en escena reivindicando una
grotesca chapucería y aún una bufonada escatológica, cuando exhi-
ben ante los ojos del público burgués una “realidad del más bajo
rango” allí donde esos espectadores aguardaban disfrutar de un es-
pectáculo excelso, esos artistas no hacen otra cosa que confrontar al
Público con la verdad de su deseo: la burguesía quisiera reducir a cenizas
todo objeto o toda práctica capaz de recordarle su “autocleptoma-
nía”, es decir el haberse robado a sí misma las auténticas potencias
del vivir en aras de la máxima tasa de ganancia y de la ostentación de
un lujo sostenido en el vacío. El capitalismo en su fase avanzada ya
no destruye para construir lo nuevo y mejor, sino que, si le fuera ne-
cesario, sería capaz de aniquilar a la humanidad y a sus mejores obras

128
Bye-Bye, Stanislavski?

para que el dinero circule sin obstáculos ni lastres hacia sus puntos
de concentración privilegiados (aunque nadie sobreviva allí para gas-
tarlo).
El performer dadaísta, luciendo sin pudores sus miserias, sus
taras y sus desechos, se ofrece como el verdadero objeto de goce de
un Público que no es ajeno a una civilización que ha esparcido millo-
nes de cadáveres descuartizados en los campos de Europa. Dadá ex-
pone aquello que la cultura occidental ha venido guardando en se-
creto, y lo hace sin culpas ni vacilaciones, asumiendo lo que podría-
mos llamar una posición perversa, lejos ya de la histeria del actor realista.
La ética identificatoria –aquella que llevaba al actor a buscar su auto-
transformación convirtiéndose en un otro complementario de sí
mismo-, es reemplazada, en la performance dadá, por una ética sacrílega
en que cada artista, como los antiguos cínicos, reivindica pública-
mente la singularidad de su goce sin los velos que lo hubiese hecho
más socializable.
Según el psicoanálisis, es característico de la estructura per-
versa la expulsión del campo de lo simbólico en tanto que mediador
de los vínculos duales (por ejemplo, de la relación entre el actor y el
espectador en el teatro). De esta manera, el Público Simbólico habría
desaparecido para el sujeto dadaísta, disponiéndose éste a asumir una
relación con el público sin la intromisión del deber-ser de la forma,
de esa instancia formal que asimismo hubiese terciado para garantizar
una mutua y admisible satisfacción de las partes.
Para el vínculo perverso no hay historia ni totalidades que
sirvan de referencia; sólo subsiste el mandato del goce, de un goce
inmediato que no admite las postergaciones que un orden simbólico
hubiese impuesto a los participantes. (Corrijamos entonces: no es que
la posición perversa excluya toda instancia tercera, pues sobre los par-
tenaires sobrevuela, con fuerza de ley, el mandato de gozar). El perfo-
mer dadaísta, a diferencia del actor stanislavskiano, habría rechazado
toda sujeción a un Público Simbólico desplegado tanto en su función
instrumental como en su dimensión juzgante. Por consiguiente, ese
performer no se habría asumido como sujeto deseante de esa alteridad,

129
José Luis Valenzuela

sino como objeto de su goce. Pero esa conversión en objeto gozable,


amparada por una certeza sobre lo que el Público verdaderamente
desea, se completa con una “histerización” de este último. Veámoslo
con algún detalle.
Debe señalarse que las “veladas” del Cabaret Voltaire pronto
dividieron aguas entre sus espectadores: por un lado, los seguidores
incondicionales y, por el otro, los impugnadores intransigentes. Esta
separación tajante de los públicos privaba al dadaísmo de Tzara de
perdurabilidad temporal, pues quedaba condenado a repetirse para
retener a sus partidarios –es decir, a darles “más de lo mismo”- o a
sufrir una radical transformación, mutando en surrealismo, por ejem-
plo. Para sobrevivir sin traicionarse y seguir experimentando, Dadá
no debía simplemente separar a sus espectadores, sino dividir interna-
mente a cada espectador, para decirlo de alguna manera. Y esa es pre-
cisamente la operación que efectuará Marcel Duchamp con sus ready-
made.
Algunos años antes de la Primera Guerra, Picabia, Apollinaire
y Duchamp habían lanzado la idea de “Máquina Estética”, reivindi-
cando la “indiferencia” del objeto producido industrialmente por
oposición a la supuesta singularidad de la creación de un artista. De
aquella época data, aún antes de la invención del término, el primer
ready-made duchampiano: Molinillo de café (1911). El único criterio para
la selección de un objeto como lo que más tarde se llamaría ready-made
era su ausencia de cualidades estéticas en el sentido convencional de
esta palabra. Muchos años más tarde, Marcel Duchamp declararía a
Pierre Cabanne que

cuando puse una rueda de bicicleta en un taburete y la hor-


quilla cabeza abajo, no quería convertirla en obra, no había
en ello ninguna idea de ready-made –la palabra no apareció
hasta 1915, cuando fui a EEUU- ni de cualquier otra cosa; se
trataba simplemente de distracción. No tenía ninguna razón
determinada para hacerlo, ni intención de exposición ni de
descripción. Nada de eso. (Cabanne 1984 70-71)

130
Bye-Bye, Stanislavski?

No obstante, nada nos autoriza a creer en la sinceridad de


estas palabras: el artista pudo haber estado diciendo al entrevistador
aquello que éste esperaba oír. De hecho, Duchamp fue un maestro
del tipo de razón que los griegos llamaban metis, la proverbial astucia
de Ulises que el artista francés pudo haber ejercitado sobradamente
en su apasionada afición al ajedrez. Un buen ejemplo de la maestría
“mética” de Duchamp puede hallarse en el revuelo creado en torno
al urinario que, con el título de Fuente, presentó en el Salón de 1917
organizado por la Society of Independents Artists de New York.
Durante su estadía en esa ciudad en aquella época, el plástico
francés se había acercado al grupo de dadaístas newyorkinos inte-
grado, entre otros, por Man Ray, Francis Picabia, Alfred Stieglitz y
Walter Arensberg. Valiéndome de un anacronismo, diré que estos
dadaístas se asemejaban menos a Tristan Tzara y a Jean Arp que a los
miembros del OuLiPo (Ouvroir de Litterature Potentielle) que en
1960 fundarían en París el escritor Raymond Queneau y el matemá-
tico François LeLionnais como un club selecto que, sin pretensiones
vanguardistas, experimentaría en torno a creaciones sujetadas a priori
a restricciones formales arbitrarias. Los dadaístas de New York des-
plegaban en la actividad plástica un espíritu lúdico similar al que los
oulipianos insuflarían décadas más tarde en la literatura.
Los dadaístas newyorkinos, reunidos alrededor de Walter
Arensberg, formaban parte de la Society of Independents Artists, una
agrupación en que convergían los creadores que tenían dificultades
para exhibir sus obras en ámbitos institucionales. Dicha sociedad or-
ganizaba periódicos “salones” al modo parisino y, para el que tendría
lugar en 1917, se había establecido que no habría jurados ni premios
y que la única condición para participar en él sería el pago de un mó-
dico arancel de inscripción. La liberalidad de las condiciones de par-
ticipación en el Salón de Artistas Independientes fundamenta la le-
yenda según la cual Duchamp, sospechando de tal permisividad, ha-
bría concebido la “broma” del urinario para desenmascarar a sus co-
legas.

131
José Luis Valenzuela

Lo cierto es que los episodios subsiguientes a la decisión del


artista francés de presentar su Fuente con la inscripción “R. Mutt
1917” a modo de firma, han sido relatados con tal disparidad por
numerosos historiadores e investigadores que llega a dudarse si al-
guien vio realmente el urinario del Salón newyorkino. Los enredos en
torno al objeto escandaloso fueron demasiado intrincados como para
ser detallados en estos párrafos sin digresiones excesivas. A modo de
resumen, diré que Duchamp estaba entre los organizadores de la ex-
posición con el cargo de director de instalación de las obras presen-
tadas, puesto al que renunció días antes de la inauguración, que la
Fuente no llegó a exhibirse y que todavía hoy se discute si fue des-
truida, guardada en los armarios de la Society y/o multiplicada en
copias que podían verse en los estudios de miembros del New York
Dada como Stieglitz.
Por otra parte, Marcel Duchamp, Henry Roche y Beatrice
Wood habían comenzado a publicar la revista The Blind Man, cuyo
segundo y último número está dedicado a “posicionar” el urinario en
el mundo del arte. Allí aparece una fotografía de la Fuente tomada por
Stieglitz, una recensión que da cuenta del rechazo de la obra por el
Salón, un poema en prosa en alabanza del polémico objeto y un ar-
tículo de Louise Norton titulado “Buda del baño”. En este último
texto se refutan las razones del rechazo de la obra de “R. Mutt” mien-
tas se destaca la obscena vulgaridad del objeto y la ausencia de un
trabajo creador que, según la tradición, le hubiese conferido un valor
reconocible, pues se trataba de un producto industrial.
En 1918, Guillaume Apollinaire retoma los argumentos de
The Blind Man en un artículo publicado en el Mercure de France titulado
“El caso Richard Mutt”, donde afirma que el urinario fue efectiva-
mente exhibido en New York. A esta altura de los hechos, ya no era
posible saber si el escándalo había sido lanzado con la complicidad
de por lo menos ciertos de los miembros de la Society of Indepen-
dents Artists, si algunos de ellos conocían el previo trabajo de Du-
champ con ready-mades, si su cómplice en la broma provocativa había
sido Arensberg o aun si, según hipótesis más recientes, la verdadera

132
Bye-Bye, Stanislavski?

autora de la obra es o no la Baronesa Else von Freytag-Loringho-


ren… En suma, las historias en torno a la Fuente están plagadas de
contradicciones, tachaduras y revisiones que sólo dejan en pie una
certeza: el objeto originario está perdido.
Que un objeto perdido dé tanto que hablar es un mérito ca-
racterístico de toda construcción simbólica bien ejecutada. En el
“caso R. Mutt”, se trata de un trabajo en lo simbólico sobre el cual
no es posible decir en qué aspectos y en qué grados fue intencional,
pero que no es difícil adjudicar a una mente ajedrecística como la de
Duchamp. El proceso en su totalidad puede ser visto como el ejerci-
cio de una metis a la vez perversa y desenmascaradora en la que tanto
los gestos y los actos como los enunciados y los textos componen un
discurso equívoco en que queda al descubierto el contexto institucio-
nal como otorgador de sentido y valor a todo objeto que aspire a la
condición de “artístico”. Lo que Duchamp había programado “méti-
camente”, por decirlo así, era el encuentro entre un público “culto”
y un objeto portador de turbias asociaciones en que la sexualidad, las
excrecencias corporales y los rituales privados se intrincan con las
formas puras y aun sublimes de un “Buda de porcelana”.
La partida de ajedrez con la Institución Arte había sido jugada
por Duchamp al modo de un encadenamiento de operaciones sobre
las cosas y las palabras que tenían al público consumidor de cultura a
la vez como materia sobre la cual trabajar y como destinatario de ese
trabajo. Los gestos y los textos producidos en torno a la Fuente tenían
la forma general de la paradoja y el contrasentido, una enunciación
dotada de una idecidibilidad subversiva que violentaba las garantías
del significante para exponer el vacío en que éste se sostiene.
Si el dadaísmo de Tzara y el Cabaret Voltaire había arrojado
al rostro del Público la verdad de su deseo, a saber, las ansias de con-
vertir a los artistas y a sus obras en un cúmulo de materia tan informe
como la de los cadáveres de Verdún, el dadaísmo de Duchamp expo-
nía además el verdadero rostro de esa fuerza aniquiladora: quien ya
había iniciado la fase final y definitiva del proyecto artisticida de Oc-
cidente no era otro que el omnipotente Mercado. Puesto en marcha

133
José Luis Valenzuela

ese proceso voraz, no se podía reprochar al señor Mutt que exhibiera


como arte un objeto destinado al comercio, puesto que ningún pro-
ducto artístico escapaba ya a esa condición mercantil. Terminada la
Primera Gran guerra, quedaba al descubierto que lo que más tarde se
llamaría Mundo del Arte era en realidad el Mercado del Arte.
Si el acontecimiento Dadá había tenido su epicentro en el Caba-
ret Voltaire, la instauración del dispositivo antirrepresentacional da-
daísta corresponde más bien a Marcel Duchamp y a este último se
debe su larga y vigente herencia. Son los ready-made duchampianos los
que inauguraron una tercera poética que, junto a las del realismo y el
simbolismo aún constituyen los ejes de coordenadas del espacio de
creación artística contemporánea. Son asimismo estas tres poéticas
fundamentales las que proponen e imponen sus respectivas lógicas
compositivas y sus matrices formales a nuestros teatristas, sin por ello
asfixiar necesariamente las potencias transgresoras que animan a es-
tos últimos.
Si ha podido creerse que bastaba con presentar un cuerpo, un
objeto o un suceso en su desnuda visibilidad y tangibilidad para ex-
poner su verdad directa y definitiva, a salvo de las falsedades y las
distorsiones a que se prestaría la re-presentación de tal cuerpo, objeto o
suceso, lo que viene a decirnos el dadaísmo duchampiano es que esa
escandalosa franqueza de la materia rápidamente resulta recuperada
y capitalizada por el Mercado en tanto que supremo orden simbólico
de nuestra civilización. Lejos de desaparecer el Público Simbólico en
el dispositivo antirrepresentacional dadaísta, esa instancia constitu-
tiva se torna aún más notable y condicionante al mostrarse atravesada
y configurada por las leyes de la oferta y la demanda. La batalla contra
las fuerzas disolventes sigue librándose, por lo tanto, en el campo de
lo simbólico.
Aun cuando la producción del acontecimiento sea la meta del
arte de nuestros días, esa eventualidad fulgurante reclama el fondo de
un dispositivo –mucho más rutinario, ritualístico y opaco- que lo hace
posible y sobre el cual se destaca. Por mucho que buena parte de la

134
Bye-Bye, Stanislavski?

práctica teatral contemporánea se inscriba en la estela antirrepresen-


tacional del dadaísmo, tal vez no sería desdeñable visitar las lógicas
alternativas que dan respectivos soportes a los dispositivos realistas y
simbolistas. Ese rodeo nos permitiría delinear y contrastar sus res-
pectivas estrategias poéticas y comprender, ya en el campo dadaísta,
cómo es posible debilitar la perdurabilidad del objeto escénico a la
vez que se orienta el trabajo (simbólico) sobre su entorno de recep-
ción, valiéndonos para ello de una enunciación cuya insensatez e in-
decidibilidad parecieran articular promiscuamente las cosas y las pa-
labras, respondiendo sin embargo a una lógica específica. No hace
falta aclarar que una tarea comparativa de tal alcance excede los lími-
tes del presente estudio y que en el capítulo siguiente apenas podré
intentar un recorrido de la lógica que da consistencia al dispositivo
teatral realista.

135
Bye-Bye, Stanislavski?

BEBERSE AL PÚBLICO

CÓMO GANAR PERDIENDO

Como afirma Giorgio Agamben en su comentario sobre la


cuasi-definición propuesta por Foucault en 1977, un dispositivo “in-
cluye virtualmente cualquier cosa (lo lingüístico y lo no-lingüístico) al
mismo título” (Foucault 1994 229) y, por otra parte, prácticamente
todo lo que no podemos designar como sustancias o como seres vi-
vientes, se inscribe en la categoría “dispositivo”. Dice Agamben al
respecto:

Llamaré dispositivo a cualquier cosa que tenga de algún


modo la capacidad de capturar, orientar, determinar, inter-
ceptar, modelar, controlar y asegurar los gestos, las conduc-
tas, las opiniones y los discursos de los seres vivientes. Por lo
tanto, no solamente las prisiones, los manicomios, las panóp-
ticos, las escuelas, la confesión, las fábricas, las disciplinas, las
medidas jurídicas, etc., sino también la lapicera, la escritura, la
literatura, la filosofía, la agricultura, el cigarrillo, la navega-
ción, las computadoras, los celulares y –por qué no- el len-
guaje mismo, que es quizá el más antiguo de los dispositivos.
(Agamben 2015 23)

Bastaría entonces que algo tenga la propiedad de capturar a los


seres vivientes, regulando de diversos modos sus conductas, sus opi-
niones, sus discursos…, para que podamos considerarlo un disposi-
tivo. Pero la lista heteróclita que nos ofrece Agamben nos da a en-
tender asimismo que, al menos algunos de sus elementos, inducen en
un eventual usuario la ilusión de ser dóciles instrumentos de sus in-
tenciones o proyectos.
Pocas cosas parecieran ser más inofensivas que una lapicera,
un cigarrillo o un celular… ejemplos, todos ellos, de objetos “a la

137
José Luis Valenzuela

mano” siempre disponibles. Sin embargo, la inocencia de estos uten-


silios es engañosa, ya que son emergentes tangibles de un sistema
normativo o adictivo –es decir, emergentes de una red- que les con-
fiere un poder alienante.
Por lo general el dispositivo comienza mostrando al indivi-
duo aspectos perceptibles con los que su conciencia puede mantener
una relación de imaginario control, siendo mucho más tardío –si es
que alguna vez acontece- el descubrimiento de la malla atrapante en
que todo protagonismo personal habrá de disolverse o atenuarse sig-
nificativamente. “Detrás” –digámoslo así- de un cigarrillo opera una
inabarcable maquinaria social, publicitaria, mercantil, cultural, etc.,
que hace de ese inofensivo cilindro un arma cargada, así como cada
vez que tomamos la lapicera frente a una hoja en blanco, la escritura
deja caer sobre nosotros sus siglos de historia ejemplarizante y nor-
mativa.
Reaparece aquí la ambivalencia -señalada al comienzo del pri-
mer capítulo de este libro- de estas formaciones heterogéneas en que
el sujeto no sabría decir concluyentemente si la “red de elementos”
admite –en diversos grados- su libre agencia o si aquélla le impone
los modos y los fines de su hacer. Nuestra historicidad es tal que so-
bre casi cualquiera de nuestras actividades (discursivas y no-discursi-
vas) presentes pesan de manera determinante lo hecho y lo escrito
por nosotros mismos y por las generaciones pasadas, en la forma de
un generalizado “práctico inerte” en que se han objetivado el hacer y
el decir humano. (Dicho sea de paso, no está demás revisar la Crítica
de la razón dialéctica de Jean-Paul Sartre para situar, en el contexto del
pensamiento francés del siglo pasado, esta tensión entre la libertad y
la alienación propias de la praxis humana y sus relaciones con el dis-
positivo foucaultiano).
En el segundo capítulo de este libro he intentado detallar las
vicisitudes del ingreso de un candidato a actor en un dispositivo tea-
tral particular, a saber, el que Stanislavski había implementado en su
Escuela del Teatro de Arte de Moscú. Vimos allí que la entrada al

138
Bye-Bye, Stanislavski?

oficio actoral por una vía orientada a la interpretación realista impli-


caba en el aspirante la triple experiencia (imaginaria, simbólica y real)
de ese campo determinante e in-formante de su trabajo escénico que
he llamado Público, con “P” mayúscula, una instancia cuyos efectos
anteceden y exceden a los del público empírico que concurre a las
salas de teatro. Ese trance iniciático condujo a Kostia Nazvánov a
través de un proceso despersonalizante que culminó en una inesperada
perejivanie, y en ese proceso el alumno pudo constatar en carne propia
la esencial ambivalencia, simultáneamente autorizante y alienante,
que caracteriza a un dispositivo de aprendizaje concebido para pro-
piciar un “estado creador”.
Hay de hecho, en esa clase de dispositivos, una condición
proliferante que torna provisorio el trazado de cualquier límite que
pretendiera acotar sus dominios: cada una de estas configuraciones
heteróclitas se inscribe en redes mayores y siempre es posible detectar
en su interior incontables subdispositivos –o aun microdispositivos-
envueltos en una común diagramación. Es en esa intrincación –in-
sospechada para un visitante neófito- donde los “yoes” individuales
parecen desagregarse y quedar desposeídos de sus iniciativas y des-
trezas habituales.
Cualquiera que haya transitado por un proceso creativo en un
grupo teatral, por ejemplo, conoce el modo en que, con el correr de
los ensayos, se tiende a olvidar quién propuso determinada modifica-
ción de un detalle que resultó en un aporte decisivo; quién tuvo tal o
cual chispazo inmediatamente seguido por una ingeniosa ampliación
o enriquecimiento de parte de algún(os) otro(s) compañero(s); quién
señaló un desajuste, una pequeña diferencia puntual que derivó en
una invención colectivamente celebrada, como si cada proposición
se hubiese propagado y realimentado hasta volver ridículo cualquier
ulterior reclamo de propiedad individual.
En el dispositivo representacional encontramos, de entrada,
una partición aparentemente obvia: la que separa a la Escena del Pú-
blico. (Este clivaje es precisamente el que los dispositivos anti-repre-

139
José Luis Valenzuela

sentacionales se propondrían borrar o, al menos, relativizar). Sabe-


mos que, en el paradigma representacional, la producción artística, la
función productiva, suele situarse del lado de la Escena, tomando a ésta
como un espacio compositivo en que se articularán los cuerpos vivos
y los inertes, los textos, la materia sonora y lumínica… en un discurso
regulado que en buena medida prevé percepciones, intelecciones y res-
puestas afectivas del lado del Público, al que suele corresponderle una
función receptiva.
Pero he venido proponiendo que esta instancia receptora
tiene para los sujetos actuantes una triple dimensión, señalada como
un entrelazamiento imaginario, real y simbólico. El Público Imagina-
rio impregna los optimismos, las adhesiones, las exaltaciones, los ma-
nifiestos y los rechazos de los realizadores aun antes de comenzar el
primer ensayo; el Público Real perjudica los sueños de los artistas, los
estremece aun cuando éstos recorran un escenario en penumbras
ante una sala vacía, pues desliza allí una premonición de futuros cuer-
pos deseantes y expectantes que, una vez ubicados en sus butacas y
con las luces del escenario a punto de encenderse, asolarán a cada
actor con una pregunta sin respuesta posible: “¿qué hago yo aquí?”;
el Público Simbólico, finalmente, habrá puesto en forma y habrá en-
cadenado o secuenciado los bocetos, los tanteos y las iniciativas de
composición según unos regímenes de legibilidad, de visibilidad y de
eficacia afectiva ya probados en otras producciones y ante otros es-
pectadores, sin que ello implique aferrarse a las garantías de “lo que
funciona”. En suma, siendo el Público un ámbito irreductible al mero
conjunto de espectadores efectivamente presentes en una platea, le-
jos de limitarse a una pura recepción pasiva, nos muestra su primor-
dial intervención productiva en la Escena.
Recordemos que, para Foucault, el dispositivo es la red que
conecta y enlaza sus múltiples componentes, y podría decirse que el
tipo de componentes y la clase de conexión que se establece en la red
especifican un dispositivo concreto, distinguiéndolo de otros ordena-
mientos posibles. Lo que vengo llamando Público Simbólico es, en
definitiva, un repertorio de formas susceptibles de agrupar secuencias

140
Bye-Bye, Stanislavski?

mínimas o “bloques moleculares” de materiales perceptivos y/o dis-


cursivos que la historia teatral precedente ha mostrado como eficaces
en la producción de determinados efectos y afectos sobre los espec-
tadores. La selección y el encadenamiento de tales unidades mínimas
en “líneas de saber” escénico es efectivizada por los realizadores mis-
mos, quedando la postrera articulación “molar” de todos esos ele-
mentos a cargo de quien cumple la función de director de escena.
Resulta notable que el Público Simbólico, con las caracterís-
ticas que acabo de resumir, se hace explícito como un campo pro-
ductivo en el mismo momento histórico en que emerge la figura del
Director como orquestador general de la escena, es decir, en el mo-
mento en que el texto dramático deja de ser suficiente para dar sus-
tancia y forma a la obra teatral “en acto”, por así decirlo (si admitimos
que el texto dramático es la obra “en potencia”).
Es sabido que, además de la creciente complejidad de la
puesta en escena, ha sido la fragmentación y la dispersión de los pú-
blicos reales los que hicieron necesaria la intervención integradora y
compositiva de un Director que habría de sintonizar e interpretar las
inciertas demandas de las salas. En la segunda mitad del siglo XIX, el
teatro occidental ya ha dejado de tener un público más o menos cau-
tivo y ha dejado de garantizar a los realizadores una respuesta espec-
tatorial calculable en términos tanto cuantitativos como cualitativos.
Es necesario, por la tanto, especificar condiciones de recepción, dia-
logar o discrepar con ellas desde la escena y utilizar discrecionalmente
los recursos de una tradición y un oficio cuyas fórmulas ya no pueden
aplicarse mecánicamente. En suma, el Director es convocado a com-
poner una dramaturgia de la materia escénica que tendrá con la drama-
turgia literaria diferencias, intersecciones, homologías y líneas de
fuga.
He designado aquí al Director con “D” mayúscula para indi-
car que se trata de una función antes que de una persona: aun cuando
el director tenga nombre y apellido y aun cuando pudiera asumir una
estrategia “verticalista”, imponiendo a los actores y a sus colaborado-

141
José Luis Valenzuela

res un plan de puesta en escena preconcebido e inamovible, ese di-


rector no dejará de sufrir los efectos despersonalizantes que he seña-
lado más arriba como uno de los rasgos definitorios de todo disposi-
tivo. De hecho, por más autoritaria que pudiese ser una dirección
escénica, ésta no podrá evitar la diseminación de su autoría en las
creaciones “moleculares” que adrede o involuntariamente harán sus
colaboradores a partir de las consignas, las instrucciones y las marca-
ciones directoriales. El término Director, con “D” mayúscula, cobija
entonces a esa multiplicidad productiva que, en todo caso, delegará
en la persona de un director el cierre integrador (y la firma) de una
tarea y de una enunciación ineludiblemente colectivas.
De hecho, la relación entre el Director y el Público Simbólico
es comparable a la que la primera enseñanza de Lacan propone entre
un sujeto y un Otro entendido como el lugar del código, como el “tesoro
de los significantes” que preceden a los individuos hablantes impo-
niéndoles su vocabulario y su gramática. El eje sujeto-Otro opera “a
espaldas” de las personas intervinientes en un diálogo, mientras éstas
imaginan estar haciendo del lenguaje un “instrumento de comunica-
ción”.
La alienación de los hablantes –o de los sujetos, para men-
cionarlos impersonalmente- en el Otro lingüístico es mucho más in-
soportable e insoslayable que lo que pudiera soportar un Director
respecto de un Público Simbólico, pues dicho Público no se le pre-
senta al teatrista como un Uno intemporal y absoluto, sino que deja
al descubierto sus variantes históricas y su carácter de “caja de herra-
mientas” opcional. No obstante, el teatrista expuesto a su Público, lo
inviste libidinalmente como si se tratara de un Otro plenipotenciario,
y de ello se deriva la triple dimensión –imaginaria, simbólica y real-
que despliega ese Público. El investimento libidinal en juego hace del
vínculo entre la Escena y su Público una relación propiamente erótica
–lo cual, obviamente, no quiere decir que sea necesariamente genital
ni edípicamente regulada.
Como ha quedado señalado más arriba, los realizadores in-
forman y encadenan “lo dicho y lo no-dicho” de un dispositivo teatral

142
Bye-Bye, Stanislavski?

valiéndose del archivo de unidades formales mínimas provisto por el


Público Simbólico. Sobre las líneas de saber así trazadas en el disposi-
tivo, la función del Director es la de un agente de poder que instala
en la materia escénica un régimen de perceptibilidad y un régimen de enun-
ciación sobre las palabras pronunciadas por los actores. Puesto que el
Director “rectifica”, corta, empalma, intersecta y modula las líneas de
saber y, dado que éstas están compuestas por “bloques moleculares”
con incidencia en los afectos y los perceptos espectatoriales, el entra-
mado resultante no sólo enlaza lo perceptible y lo enunciable en la
Escena, sino que extiende también su trazado entre el Público.

CÓMO SALIR AIROSOS DE UNA CITA A CIEGAS

La malla resultante de estas intervenciones directoriales es


una orquestada intrincación de líneas de saber, de poder y de subjeti-
vación que podemos designar como la dramaturgia de la escena. Si para
Aristóteles el mythos o fabula era “casi el alma de la tragedia” –o del
texto dramático en general-, diremos que este entramado de saber-
poder-subjetivación, esta dramaturgia, es “como el alma” del disposi-
tivo escénico, es decir, un trazado formal que, al crear diferencias en
la sustancia expresiva, promueve el dinamismo y el “estar-en-vida”
tanto de los dispositivos representacionales como de aquellos que
buscan instaurar una anti-representación en el teatro.
Ahora bien, dado que un dispositivo es, según la definición
foucaultiana, un ordenamiento estratégico, orientado a dar respuesta a
las urgencias de cierta coyuntura problemática o crítica, debería po-
seer cierta movilidad compositiva, cierta capacidad de reajuste que
conlleva cambios de posición y de funciones de sus componentes.
Una dramaturgia escénica trazada durante los ensayos de una obra
será entonces una asignación de lugares y funciones relativamente
provisorios, pues el encuentro efectivo con los espectadores de carne
y hueso –es decir, con el Público y sus efectos en lo real- promoverá
reacomodamientos y reconfiguraciones sutiles o notables, inmediatas
o diferidas, en diversos grados y en diversos puntos, en función de
143
José Luis Valenzuela

un intercambio de seducciones y beligerancias con las nuevas presen-


cias expectantes que provocan y son provocadas. De esta manera,
podemos decir que la dramaturgia es el programa de un encuentro erótico
entre Escena y Público.
La palabra “programa” tiene en Foucault el sentido preciso
de un factor de supervivencia o subsistencia del dispositivo, pues en-
globa dos operaciones: la “sobredeterminación funcional” (el reajuste
a partir de la discrepancia entre los objetivos prefijados y los efectos
de un funcionamiento) y el “relleno estratégico” que permite al dis-
positivo reutilizar los efectos imprevistos de su dinámica. Queda
claro entonces que la dramaturgia escénica tiene el carácter de un pro-
grama en que están previstos y secuenciados los estímulos sobre sus
destinatarios, pero de ninguna manera las respuestas que tales provo-
caciones habrán de suscitar.
Si fuera necesario mencionar un ejemplo concreto, una pro-
gramación de esa naturaleza es exactamente lo que Kostia realiza en
los días que median entre su decisión de interpretar un fragmento de
Otelo y el momento de mostrar en público los resultados de su bricolage
actoral. El entramado construido por el aspirante en ese lapso cuasi-
agónico fue una solitaria dramaturgia de actor, a falta de una instancia
directorial que hubiera “rectificado” sus hallazgos e intuiciones, inte-
grándolos en una estrategia colectiva de mayor alcance.
En la dramaturgia de actor –homóloga a la dramaturgia
“agenciada” por un Director- se entrecruzan asimismo las líneas de
saber, de poder y de subjetivación que Deleuze había identificado en
la “red” foucaultiana. Dada la nula preparación profesional de Kostia
en el momento de aquella “prueba de ingreso” y dada la orfandad
directorial en que se hallaba, las líneas de saber y de poder podrían
parecer allí tenues, debido a que meramente prolongaban un “sentido
común” y un hacer exterior a la institución o al dispositivo teatral
propiamente dicho. La línea de subjetivación, en cambio, es muy in-
tensa: trazando en su mayor parte un derrotero agónico, culmina en
la experiencia más potente y aguda que puede esperar un actor inserto

144
Bye-Bye, Stanislavski?

en un dispositivo de representación realista, a saber, la perejivanie sta-


nislavskiana.
Es precisamente la intensidad de la línea de subjetivación en
el trance creador del alumno de Tortsov lo que nos ilustra acerca del
carácter erótico del encuentro esperado y anticipado ya desde el mo-
mento mismo en que Kostia elige el texto sobre el que va a trabajar
según su intuición. El goce indecible ocasionado por la “vivencia” es-
cénica revela súbita e imprevistamente el mutuo –aunque no necesa-
riamente convergente- deseo entre actor y Público que motoriza y pro-
duce desde siempre toda ceremonia teatral.
Pero ya antes de cualquier culminación gozosa, mientras el
aspirante a actor tanteaba recursos en soledad o acompañado por cir-
cunstanciales asesores, la ausencia de una técnica actoral, así como de
un método integrador de etapas y de niveles en sus búsquedas recla-
maba una fuerza conectiva, una línea o un trazado enhebrador de
piezas sueltas cuya fuente y características Kostia no estaba en con-
diciones de precisar. Dicho de otra manera, para sobreponerse a la
diseminación de ingredientes que lo amenazaba con la impotencia, el
alumno anhelaba el auxilio de ese Eros cósmico y providencial que
desde la Antigüedad hasta los fines del Medioevo reunía las cosas
dispersas para darles cohesión, sentido y destino.
Los antiguos veían en Eros una potencia des-individuali-
zante, capaz de mover fuera de sí tanto a las cosas como a los anima-
les y a los humanos en una irresistible atracción hacia lo Otro. Advir-
tamos entonces que, si el alumno de Tortsov tropezaba una y otra
vez con los límites de sus capacidades personales para resolver el pro-
blema que afrontaba, la salida erótica del atolladero, por así decirlo, no
habría fortalecido la cohesión de su Yo, sino todo lo contrario.
Ya en el siglo XX, cronológicamente lejos del misticismo an-
tiguo, Georges Bataille dirá que el individuo sobrelleva con dificultad
su discontinuidad espacio-temporal, añorando la eternidad y la ilimi-
tada continuidad del ser. Pero anhelar esas infinitudes es desear la
disolución de todas las formas en tanto factores limitantes y, por lo

145
José Luis Valenzuela

tanto, es abrazar la propia muerte. Para Bataille, el erotismo es la dia-


léctica entre la continuidad del ser y la discontinuidad del individuo,
poniendo en cuestión a esta última sin aniquilarlo definitivamente.
Tras la salida de sí, la individualidad retorna a su territorio en virtud
de una victoria provisional de la voluntad de vivir, aunque bien podría
decirse que esa voluntad se manifiesta tanto en la expansión aventu-
rada como en el regreso reterritorializante. Es por ello que Bataille
definirá el erotismo como “la aprobación de la vida hasta en la
muerte”, fórmula que convendría perfectamente al actor stanis-
lavskiano.
Al programar un encuentro erótico entre la Escena y el Pú-
blico, entre actores y espectadores, la dramaturgia prevé un recorrido
por entre los cuerpos, los objetos y las palabras, un itinerario que ha-
bilite en cada individuo el trazado y la invasión de territorios, la edi-
ficación de mundos y la figuración de lo extraño como un avatar –
más o menos fiel, más o menos monstruoso- de sí mismo. Ese reco-
rrido que una escritura (literaria o escénica) anticipa, querría ser tal vez
un Destino al que se sujetan las cosas y los discursos, pero ese desig-
nio no podrá evitar el encuentro con lo Real improgramable, es decir,
con aquello que “no cesa de no escribirse”, según la definición de
Lacan. Aun cuando el Eros dramatúrgico se quiera placentero en su
recepción –como pretende en última instancia la escritura realista-, el
dispositivo escénico bien puede precipitarlo más allá del principio del
placer.

CÓMO INVENTAR UN MUNDO


(Y DEJARSE INVENTAR POR ÉL)

La representación realista se sostiene sobre una clave de bó-


veda tripartita, a saber, aquella que Aristóteles ya había indicado en
su Poética. Dado que, para el filósofo, la tragedia –y, en general, el
drama en un sentido clásico- “es imitación de una acción entera y per-
fecta”, cabe aclarar que

146
Bye-Bye, Stanislavski?

Está y es entero todo lo que tiene principio, medio y final,


siendo principio aquello que no tiene que seguir necesaria-
mente a otra cosa, mientras que otras tienen que seguirle a él,
ya sea para hacerse o para ser; y fin, por el contrario, es lo que
por naturaleza tiene que seguir a otra cosa, ya sea necesaria-
mente o ya sea la mayoría de las veces, sin que al fin le siga
otra cosa; y medio es lo que sigue a otra cosa y es seguido por
otra. (Aristóteles 1946 11)

Dicho de otro modo, conocer alguna cosa –las acciones hu-


manas o la acción particular de un individuo, por ejemplo- exige en-
tonces saber cómo empieza y cómo termina aquella cosa, lo cual su-
pone saber asimismo cómo sigue una vez comenzada. Si hemos de
representar la acción humana, por lo tanto, estamos obligados a mos-
trar esos tres momentos: principio, medio y fin. Tal es la forma lógica
de una representación que se pretende anclada a cierta realidad di-
recta o indirectamente constatable. En el mismo sentido razonaba
Stanislavski cuando amonestaba a sus actores y actrices: “vuestras ac-
ciones no [tienen] finalidad; no son lógicas y no se puede creer en
ellas” (Stanislavski 1978 362).
Cuando se trata de describir una “cosa natural” (un fenó-
meno físico, por ejemplo), podemos postular que el fin sigue necesa-
riamente al medio o que éste es la continuación necesaria del principio.
Esta clase de vínculo entre partes quedaría así expresada por el co-
nector lógico (p→q). Pero, tratándose del orden artificial de una re-
presentación dramática, sólo podemos decir que “la mayoría de las
veces”, cuando acontece “p”, sucede “q”. En otras palabras, diremos
que “si p, es probable que q” o bien que “es verosímil que si p, entonces
q” o aún que “la ocurrencia de p habilita la ocurrencia de q”. De esta
manera, el principio de un drama habilita un gran número de conti-
nuaciones posibles, así como cualquier tramo medio de una acción
habilitará un gran número de finales, sin obligar a priori la ocurrencia
de uno de ellos en particular.

147
José Luis Valenzuela

Por otro lado, en la acción verosímil, el segmento intermedio


presupone el comienzo establecido, así como un final de esa acción pre-
supone el medio que lo antecede. Cada vez que dos términos cuales-
quiera p y q se vinculen de modo tal que p habilita q y que q presupone
p, diremos que esos términos están ligados por un bucle de retroalimen-
tación. La relación bucleante entre dos términos es, por lo tanto, mu-
cho menos “dura” que una relación de implicación necesaria o causal
entre esos mismos términos.
El soporte aristotélico de la acción, tal como la concebía Sta-
nislavski, se revela en el trazado de una línea continua ideal que debería
enhebrar los momentos (segmentables) de la imaginaria vida de un
personaje, del mismo modo que los instantes de la vida real del actor
se encadenan continuamente, más allá de lo que registre la autocon-
ciencia de este último. Para el maestro ruso, todo transcurrir presente,
todo aquí-y-ahora, es el tramo medio de una línea que se extiende
hacia atrás entrelazando “recuerdos bien conocidos, cotidianos, que
se van sucediendo en el orden habitual” (Stanislavski 1978 302), y
hacia adelante, anticipando un futuro sembrado de tareas, “con sus
cuidados y obligaciones, penas o alegrías… ir a casa a comer, visitar
luego a un amigo, o ir al cine…” (1978 302). De este modo, Stanis-
lavski exige al actor que “una esta línea con la anterior, tome en
cuenta el presente y creará una línea completa que, empezando por
el pasado, sigue por el presente y el futuro” (302). Este hilo conector
es la forma lógica –y no sólo cronológica- de una vida cualquiera,
obligatoriamente desplegada en un principio, un medio y un final.
Pero de inmediato el Maestro convierte ese hilo lógico en una
línea psicológica en que el actor habrá de apoyar la construcción de
su personaje, pues

en el período inicial de reconocimiento de la obra se crea una


borrosa representación y un juicio muy superficial sobre su
contenido. La voluntad-sentimiento también responde en

148
Bye-Bye, Stanislavski?

forma parcial e insegura a las primeras impresiones, y enton-


ces surge la sensación interna de la vida del papel “en gene-
ral”. (1978 298-299)

Contra el demonio de la actuación “en general” se traza pre-


cisamente esa línea continua que, empezando por el engarzado de
hechos y acciones en el mundo exterior, prosigue (re)construyendo
la continuidad de un “mundo interior”. Comentando un ejercicio en
que un alumno debía evocar los sucesos vividos en el día en curso, el
director del Teatro de Arte interroga:

Dígame si no siente que todos estos recuerdos y la labor


que ha realizado no han dejado en usted alguna huella, como
representación intelectual o sensible, acerca de una línea bas-
tante larga de la vida en su día de hoy. ¿Es un recuerdo no
sólo de actos que ejerció en su pasado inmediato, sino tam-
bién de una serie de sentimientos, ideas y sensaciones que ex-
perimentó? (1978 302)

La “línea del día” es extensible, claro está, a la “línea de una


vida”, y poco importará, con el correr de los ejercicios, si los recuer-
dos son efectivamente recuperados de “lo realmente vivido” o si son
meras reconstrucciones verosímiles; lo decisivo es que en ellos pue-
dan alojarse las “fuerzas motrices de la vida psíquica”, es decir, la
voluntad (que Stanislavski radica en “un auténtico deseo”), la razón
inventiva (capaz de concebir grandes y pequeños objetivos para la
acción) y el sentimiento que se adhiere a las cosas o las rechaza con
vehemencia. De la misma manera, el “triunvirato voluntad-razón-
sentimiento” deberá verse convocado por las representaciones pre-
sentes y por las que se proyecten en el futuro. De ese modo, podrá
hablarse de una línea externa de hechos y acciones en concomitancia
con una “línea interna” de impresiones e imágenes.
Por otra parte, si la asidua práctica de la psicotécnica fuera
borrando las diferencias entre las verdaderas evocaciones del actor y
las ficciones de su memoria, se iría achicando cada vez más la brecha
149
José Luis Valenzuela

entre la vida del intérprete y la “vida del personaje”, atravesadas am-


bas por unas líneas que son, básicamente, líneas de saber del dispositivo
de representación, aunque los poderes del deseo y de los afectos ac-
torales (su “voluntad-sentimiento”) inducirán en ellas eclipses, resur-
gimientos y deformaciones tan variados como complejos:

La vida del hombre o del personaje es un cambio perma-


nente de objetos, de círculos de atención, ya sea en la vida
real, en la escena, en el plano de la realidad imaginaria, en los
recuerdos del pasado o en los sueños sobre el futuro. (1978
304)

Paradójicamente, si bien “la atención del actor pasa incesante-


mente de un objeto a otro”,

este cambio constante de los objetos de la atención crea la


línea ininterrumpida. Si el actor se aferra a un solo objeto du-
rante todo un acto o toda una obra, no habrá ninguna línea
de movimientos y, si ésta se formase, sería la de un desequili-
brio mental que se llama ‘idea fija’. (1978 305)

Esta dialéctica permanencia/variación –o continuidad/dis-


continuidad- nos revela un aspecto del pensamiento stanislavskiano
bien advertido de un problema dramatúrgico que aún hoy nos preo-
cupa: el de los modos de dosificar el determinismo y el “comporta-
miento caótico” en el suceder escénico.
En sus “Correcciones y suplementos para futuras ediciones”
de El trabajo del actor sobre sí mismo, refiriéndose a “El capítulo sobre la
acción”, Stanislavski subraya la diferencia entre la “lógica” y la “cohe-
rencia” de una acción, dándonos a entender que la primera atiende
primariamente a las demandas de verosimilitud que el público formu-
lará –aun desde el silencio de su posición expectante- a cualquier es-
cena que se desarrolle ante sus ojos. El ejemplo dudoso que propone
el Maestro es el siguiente:

150
Bye-Bye, Stanislavski?

Usted llega a la casa de un enemigo suyo con el fin de


reconciliarse con él, inicia una disputa y termina en una pelea
con golpes y heridas. Esto es el resultado de la falta de lógica de
la acción. (1978 362. El énfasis es del autor)

Falta de lógica… ¿para quién?, nos preguntamos de inme-


diato. En el vocabulario de la sintaxis tripartita de Aristóteles, diría-
mos que la intención reconciliadora es aquí el principio de una acción
cuyo medio transcurre desde la llegada del actor-personaje (una lle-
gada “cordial”, podríamos suponer) a la casa del enemigo, hasta el
momento en que los rencores prevalecen sobre la cortesía, termi-
nando todo en “una pelea con golpes y heridas”.
El carácter dudoso del ejemplo stanislavskiano –salvo que
medie un error de traducción del texto que estoy consultando- reside
en que un espectador podría ver ese desenlace como una consecuen-
cia casi necesaria de la enemistad inicial entre los personajes y no
como “falta de lógica”. En todo caso, la acción completa nos hablaría
de la debilidad –y aun de la impostura- de los buenos propósitos de
la conciencia humana. Lo que Stanislavski parece insinuar, no obs-
tante, es que, desde la perspectiva del protagonista, la intención re-
conciliadora inicial no habilita (o no debería habilitar) la batalla que
finalmente acontece, y que la pelea sangrienta no presupone (o no pre-
supondría) la paz inicialmente buscada. En tal caso, la “lógica” exigida
por el Maestro sería la de vincular los términos de esta secuencia me-
diante un bucle lineal de retroalimentación, exigencia que sería tam-
bién la de Aristóteles. Cabe decir entonces que, si la pelea final no al-
canza a presuponer la paz que inicialmente despuntaba, hay un eslabón
faltante –relativo a la “psicología profunda de los personajes” o a una
palabra inoportuna pronunciada durante un diálogo, por ejemplo-
cuya elucidación restauraría la cadena lógica requerida.
La reconciliación pretendida opera aquí como la causa final
que dará sentido al encadenamiento de hechos iniciado en el mo-
mento en que el personaje concibe la idea de hacer las paces o cuando
se pone en marcha al encuentro de su enemigo. Como en toda acción

151
José Luis Valenzuela

secuencial orientada por una meta, su primera etapa y las fases inter-
medias subsiguientes deberían explicarse teleológicamente; es decir
que la causa final enlazaría en un mismo bucle a sus antecedentes, de
modo que, como señala Aristóteles en De motu animalium,

el primer motor es el objeto del deseo y del pensamiento (…)


e imparte movimiento [la puesta en marcha hacia la casa del
enemigo, en el ejemplo stanislavskiano] en cuanto algo es
cumplido por él, y en cuanto es fin de las cosas que suceden
por otro. (Natali 1999 50)

Estoy tentado de comentar que este párrafo bordea el descu-


brimiento del inconsciente: bastaría con afirmar la posible discrepan-
cia –y aun la contradicción- ente el deseo y el pensamiento para poder
decir, con Lacan y contra Descartes, que el ser hablante “es donde
no piensa”. No obstante, apegándonos a la letra aristotélica –y cui-
dándonos de la seducción de los anacronismos-, empezamos a en-
tender lo que significa para el filósofo “imitar una acción entera y
perfecta” y, consecuentemente, conocerla en su complejidad (en su
“perfección”, que no es impecabilidad moral): el segmento final de-
fine y retroalimenta el primer segmento de la serie, destacando los
eslabones intermedios.
De lo que se trata en la pretensión imitativa, a fin de cuentas,
es de poner orden en el mundo: siendo la “realidad en sí” una intrincada
trama de movimientos, efectos y fuerzas en pugna, la autoconserva-
ción del ser humano exige descubrir secuencias regulares, a las cuales
dotar de sentido. Dicho de otra manera, todo acontecimiento natural
bien podría tener infinitas causas e infinitos efectos accidentales, im-
pensadas intervenciones del azar y ramificaciones innumerables, pero
la mente humana se esfuerza por hallar en esa maraña unos encade-
namientos que, por suceder siempre en el mismo orden, permiten
inferir al menos un vínculo cuasi necesario entre sus segmentos com-
ponentes. La causa final y el bucle de retroalimentación que ella en-
gendra, nos autorizan a unir un comienzo con un resultado, omi-
tiendo los infinitos efectos accidentales que podrían producirse en
152
Bye-Bye, Stanislavski?

innumerables coyunturas ramificantes que se interponen entre ese


comienzo y aquel resultado.
La acción stanislavskiana –como la aristotélica- posee una ló-
gica en tanto su finalidad completante instala un orden retroactivo en
una línea continua que se extiende hasta un inicio que encierra en
potencia el resultado de la acción y, en buena medida, la forma de
conseguirlo. El bucle enlazante convierte así el inicio en causa motriz
o eficiente cuyos efectos se encaminan selectivamente en la dirección
requerida por la causa final.
Cabe inferir entonces que, con su ejemplo de una acción con
“falta de lógica”, el maestro ruso quiso decirnos que, de haber sido la
reconciliación un objetivo “imperioso, sincero y profundo”, el actor-
personaje debió haber impuesto contra viento y marea, contra todo
accidente sobreviniente, su propósito inicial. Pero si éste hubiese sido
el sentido de la cuasi-definición stanislavskiana, un criterio psicológico
–que nos remite a la noción de “idea fija”- primaría sobre el soporte
estrictamente lógico de la acción, como sucede con frecuencia en el
realismo escénico.
El énfasis en la causa final como garante de una lógica, se
complementa en Stanislavski con una atención igualmente intensa
enfocada en la causa motriz o eficiente de la acción:

Imaginad que queréis beber y vertéis agua de una jarra


en un vaso. Tomáis la jarra, la inclináis sobre el vaso: el pe-
sado tapón de vidrio cae del cuello del recipiente, rompe el
vaso en cien pedazos, y el agua se derrama sobre la mesa en
vez de ir a vuestra garganta. Este es el resultado de la falta de
coherencia en vuestras acciones. (1978 362. El énfasis es del au-
tor)

Si el objetivo de beber es excluyente de cualquier otro interés


o foco de atención, el actor-personaje bien podría ser víctima de ac-
cidentes como el de la caída del tapón de vidrio. Un efecto como ése
seguramente podría evitarse si el agente estuviese tan concentrado en

153
José Luis Valenzuela

las causas eficientes o motrices como en la causa final de sus com-


portamientos. Esas causas eficientes, globalmente consideradas, son
las circunstancias dadas que enmarcan y engendran la acción de servirse
agua como uno de sus efectos posibles. Podemos decir entonces que
la coherencia del comportamiento escénico stanislavskiano se nutre de
la atención puesta en las circunstancias dadas, así como su lógica se sos-
tiene en la concentración en la meta u objetivo de tal comportamiento.
Entre uno y otro polo, entre el inicio y el final de una acción
“entera y perfecta”, se extiende el medio constituido por lo que Sim-
plicio de Cilicia (490-560 d C), comentador de Aristóteles, llamaba
causas instrumentales u organika. La serie de las organika determina que
cada eslabón intermedio sea uno de los segmentos subsiguientes al
inicio o el paso que precede a final de la cadena. Las organika son una
guía confiable para tender un puente entre la causa eficiente y el fin
deseado por el agente. Dicho de otro modo, un comportamiento en
escena será orgánico si la línea que une su inicio con su final se muestra
como verosímilmente encadenada. Un comportamiento será orgá-
nico en la medida en que sea lógico y coherente, en la medida en que no
salte bruscamente del inicio al final, obviando el trabajo de construir
cuidadosamente la serie causal que conecta sus circunstancias dadas con
su objetivo.
Se advierte fácilmente que un observador freudiano no diría
que la conducta del sediento que destruye accidentalmente su vaso
carece de coherencia; por el contrario, tal observador señalaría allí los
efectos de un inconsciente abriéndose paso entre las ilusiones con-
troladoras de la conciencia y delatando la “verdad” del deseo del
agente. Pero este “doble fondo” de la acción nos pondría en los bor-
des del dispositivo de representación realista clásico, llevando sus lí-
neas de saber hasta una zona cultural y epistemológicamente contro-
vertida, obligándonos a discutir la ampliación de nuestra noción de
“realidad” para abarcar lo que Freud llamaba “realidad psíquica”. Por
lo pronto, vale la pena subrayar que la acción “lógica y coherente”
stanislavskiana es la construcción simbólica que da sostén al mundo

154
Bye-Bye, Stanislavski?

posible unitario (cuyo nodo unificante sigue siendo el sujeto carte-


siano) ofrecido por un realismo que aún es verosímil para buena parte
de nuestra cultura. Se trata de un orden (provisoriamente) triunfante
sobre el “caos” del devenir real.

CÓMO SE SOPORTA UNA AUSENCIA

El ejemplo del vaso roto por la caída del tapón de vidrio sub-
raya la importancia de que el actor mantenga sus cinco sentidos ape-
gados a los aspectos materiales de las circunstancias dadas. En esa
atención sensorial se sostendría buena parte de la “coherencia” de su
actuación y, por lo tanto, dicha atención sería un componente funda-
mental de la verosimilitud del comportamiento escénico. Sin em-
bargo, en sus “Correcciones y suplementos” al capítulo sobre la ac-
ción, Stanislavski dedica varias páginas a lo que llama “acciones sin
objeto”.
Si la “lógica y la coherencia” de las acciones resguardan al
sujeto de la actuación “en general” –afectada de clichés, de exhibicio-
nismo y de emociones forzadas- al anclar los comportamientos en la
concreción de unas circunstancias dadas, ¿no sería esa gestualidad
“en el aire”, sin apoyos materiales, justamente una puerta abierta a la
“generalidad” de la actuación no-orgánica? Lo que está en juego en
la “acciones sin objeto” es el problema actoral de reaccionar con igual
verosimilitud o credibilidad ante los estímulos concretos de lo tangi-
ble, de lo que se da a los sentidos, y ante las construcciones pura-
mente imaginarias que conforman las “circunstancias dadas”.

Cuando interprete Hamlet y, a través de su compleja psi-


cología, llegue el momento de matar al rey, ¿acaso será muy
importante que tenga en las manos una espada verdadera y
bien afilada? Y si no la tiene, ¿no podrá concluir el espec-
táculo? Se puede matar al rey sin la espada y encender [una]
chimenea sin fósforos. (Stanislavski 1978 85)

155
José Luis Valenzuela

Se diría, a priori, que encender una chimenea sin fósforos es jus-


tamente el tipo de conductas que fácilmente podrían “sobreactuarse”,
“representarse en general”, “mostrar” (a un público) que se las eje-
cuta sin actuarlas “verdaderamente”, pues

en la vida real y común, las personas actúan de modo lógico


y coherente en sus acciones internas o externas, consciente-
mente o por la fuerza de la costumbre. En la mayoría de los
casos nos guía el propósito vital, la exigencia imperiosa, la ne-
cesidad humana. Las personas están habituadas a responder-
les por instinto, sin reflexionar. Pero en la escena, en el papel,
la vida se crea, no por necesidad auténtica, sino por lo que ha
forjado la fantasía. Ahí, al iniciar la acción, no existen en el
alma del artista sus propias necesidades humanas, los fines
vitales análogos a los fines del personaje. (Stanislavski 1978
362)

Será necesario, por lo tanto, elaborar esas necesidades “gradual-


mente, en una labor creadora” (363), pues “hay que saber transformar
el fin imaginado en algo auténtico, imperioso” (363) para no caer en
la tentación de “fingir las pasiones del personaje” sin “creer sincera-
mente en ese engaño a uno mismo”. Por otra parte, aclara Tortsov,
“no os propongo que sufráis alucinaciones” (1978 90).
En la “labor creadora” tendiente a instalar en el actor “nece-
sidades análogas a las de su personaje”, las “acciones sin objeto” son,
al parecer, una ejercitación fundamental que exige una intensa con-
centración en los detalles de la acción, en las “pequeñas verdades”
requeridas para que “nuestra naturaleza crea físicamente en lo que
está haciendo en la escena” (1978 364). A falta de un objeto cuyos
detalles podrían provocar en el actor reacciones imprevistas y, por lo
tanto, auténticas, esta ejercitación mímica se esfuerza en construir las
minucias de los gestos manipulatorios del actor como si el objeto es-
tuviese efectivamente a su alcance.
Desaparecido el objeto, lo que queda es su evocación imagi-
naria, y esta última debería estabilizarse en símbolo legible para un
156
Bye-Bye, Stanislavski?

eventual observador. La gestualidad, sometida a un trabajo molecu-


larmente minucioso, se constituye como símbolo de una realidad ausente,
confirmando así la aseveración lacaniana según la cual el registro sim-
bólico se erige sobre “la muerte de la cosa”.
La actuación stanislavskiana, instaurándose en una inestable
línea intermedia entre la alucinación y la mentira escénica, es una tarea
de construcción simbólica que se aparta progresivamente de la psicología
del actor para ubicarse en ese entre-dos despersonalizado que cons-
tituye el territorio artificial de los “lenguajes de la escena”:

En los casos en que la acción no nace o no cobra impulso


por sí misma, recurrimos al principio de acercarnos desde lo
externo hacia lo interno, colocamos en un orden lógico y
coherente los momentos aislados y formamos con ellos la ac-
ción misma. La lógica y la continuidad con que se alternan las
partes nos recuerdan la verdad de la vida. (1978 365)

El Maestro subraya que “en esta labor desde la técnica exterior


hacia la verdad viva tienen gran importancia la lógica y la coherencia con
que se alternan las partes que integran la acción” (365. El énfasis es
del autor), y desliza una observación decisiva:

Es imprescindible estudiar las partes que integran la ac-


ción (…) porque en el futuro nos tocará utilizar ampliamente
el procedimiento que recomiendo, de dar vida al todo orde-
nando las partes que lo forman. (1978 365)

Y para no reducir el estudio de las partes de la acción a una tarea


meramente analítica, es preciso “colocarse en la situación en que tal
‘estudio’ se vuelve inevitable”, es decir, en “la situación que lleva a
trabajar con aire, o sea, con objetos imaginarios” (365).
Las citas precedentes nos confirman que la minuciosa cons-
trucción stanislavskiana de las acciones se efectúa en el plano de lo
simbólico, un registro caracterizado por su fragmentabilidad –es decir,

157
José Luis Valenzuela

por la posibilidad de desmenuzarlo en un conjunto de elementos dis-


cretos, de mínimas partes constitutivas- y de combinar y recombinar
(de “alternar”) sus componentes según una gramática o una lógica
precisas. Lo simbólico es, a diferencia de lo imaginario, el registro de
la discontinuidad, de la abstracción y de la combinatoria regulada de
un repertorio de elementos, teniendo como ejemplo privilegiado las
lenguas con que los humanos intentamos comunicarnos.
El orden simbólico tiene un poder genésico sobre el registro
imaginario, como se advierte claramente en el siguiente ejemplo dado
por el maestro ruso: tras pedir a dos de sus alumnos que repitan el
ejercicio de contar dinero, pero “ahora no actuando con aire, como
la última vez, sino con objetos reales”, solicita al resto de sus alumnos
que comparen los resultados de las dos actuaciones, sin dinero y con
dinero verdadero. Para sorpresa de todos –menos para Trotsov- “re-
sultó que las acciones sin objeto habían llegado mejor a la sala y se
guardaban en la memoria de un modo más claro y preciso” (1978
366). Desde el punto de vista de los actores, se constataba una
análoga preferencia por las acciones sin objeto.
Stanislavski ofrece a continuación una explicación ilumina-
dora:

En el ejercicio con objetos reales muchos de los momen-


tos integrantes de la acción se escapan inadvertidamente, sa-
len de la línea de atención del creador. Son los momentos que
se cumplen de un modo mecánico habitual, por sí mismos,
sin darse cuenta. Estos saltos impiden conocer la índole de la
acción que se estudia y no permite observar en un orden ló-
gico y continuo las partes que la constituyen. Esto dificulta
crear la línea de la atención que el artista debe cuidar perma-
nentemente y por la que debe guiarse siempre. (1978 366)

Dicho con otras palabras, la atención del actor stanislavskiano,


mientras está en escena, no se enfoca (o no debería enfocarse) tanto
en las cosas –pues éstas bien podrían estar ausentes- como en la forma
de unas acciones minuciosamente construidas y ejecutadas.
158
Bye-Bye, Stanislavski?

Las cosas –su propio cuerpo, el de sus compañeros, los ob-


jetos, el vestuario, la escenografía…- son percibidas por el actor
como entidades reconocibles y reconocidas, son captadas como imá-
genes, y se inscriben consecuentemente en el registro de lo imaginario.
La forma de la acción, aun cuando halla soporte en el cuerpo del actor
(en las manos que cuentan un dinero inexistente, por ejemplo), se
desprende de éste, por así decirlo, y se abstrae con la suficiente pre-
cisión como para que la “atención del creador” pueda enfocarse con-
tinuamente en la dimensión formal de lo que realiza. Si la ejecución
formal es suficientemente cuidada, el contenido de esas acciones preci-
sas (el dinero contado, por ejemplo) es “visto” por un observador
“con los ojos de su imaginación” casi tan nítidamente como si la cosa
misma estuviera presente. La invisibilidad del objeto, su supresión,
reclama de los gestos un trabajo formal adicional capaz de compensar
esa ausencia sin pérdida de credibilidad.
Es la forma de la acción escénica, en tanto que entidad sim-
bólica, la que engendra un mundo a los ojos del público, un mundo
posible captado a cada instante como consecuencia de las imágenes
que se perciben y de las que se evocan. Tales imágenes, soportadas
tanto en presencias como en ausencias, conforman un mundo posible
en la medida en que estén articuladas de cierto modo, es decir en
tanto aparezcan interconectadas por unas líneas formales que progre-
san y regresan en el tiempo trazando bucles. Además, tales bucles de
retroalimentación deben enlazar cada secuencia de estados de cosas
o de comportamientos de manera tal que inicio, medio y final parez-
can estar sometidos a leyes causales inmediatamente reconocibles o
paulatinamente descifrables por el público.
De los párrafos stanislavskianos se desprende que la tarea del
actor en escena y durante la preparación de su papel, es un trabajo
sobre lo simbólico tanto –o quizá más aún- que sobre lo imaginario.
Para crear la ficción escénica, las cosas y los apoyos objetivos pueden
faltar, pero la concentración sobre la forma será insoslayable. Las co-
sas perceptibles o evocables son tanto una causa como un efecto de la
acción ejecutada de modo preciso:

159
José Luis Valenzuela

¿En qué consiste, a fin de cuentas, el secreto del método


de la acción sin objeto? En la lógica y la continuidad de sus
partes. Al recordarlas y ordenarlas se crea la acción correcta,
y con ella la sensación conocida. Son convincentes, porque
están cerca de la verdad. Se las reconoce por los recuerdos
vivos, por las sensaciones físicas conocidas. Todo esto vivi-
fica la acción creada por las partes. (1978 367)

Es definitorio de las poéticas realistas el hecho de que entre el


plano de la forma de la acción y el plano de su contenido se instaure
un bucle de mutua correspondencia, en la medida en que esa acción
llegue a mostrarse como “entera y perfecta”, para decirlo con Aristó-
teles.
De estas observaciones se deriva una conclusión fundamen-
tal: dada la potencia demiúrgica de la forma de las acciones, dado su
poder de evocar y de completar en la “visión imaginaria” del espec-
tador aquello que éste no alcanza a percibir, el mundo representado
en la escena realista es mucho mayor, mucho más extenso -en el
tiempo y en el espacio- que las series de acciones efectivamente eje-
cutadas y que el exiguo conjunto de elementos materiales (visibles,
audibles, tangibles…) que les dan sostén en el escenario.
Lo que Stanislavski comprende claramente es que toda repre-
sentación realista es sinecdótica: en ella, la parte (las acciones físicas, las
palabras pronunciadas, los objetos, los vestuarios, la maquinaria es-
cénica…) remite a un todo que, más allá de esa parte perceptible en la
escena, se propaga hacia una amplia realidad invisible e inaudible para
el público, una realidad que éste es capaz de evocar o deducir sin
vacilaciones una vez terminado el espectáculo. Y esa deducibilidad de
lo no visto ni oído es viable en virtud de la señalada unicidad del
mundo posible representado.
En una de las fases del método de las acciones físicas tal
como el Maestro lo aplicaba en los últimos meses de su vida a la es-
cenificación de Tartufo, los actores y actrices eran invitados a ensayar
la obra “en los dos pisos de los camarines, detrás de las bambalinas

160
Bye-Bye, Stanislavski?

del teatro”. Creo inevitable reproducir el largo párrafo en que V. O.


Toporkov explica la razón de estos ensayos fuera del escenario:

Esta disposición debía representar la casa de dos plantas


del rico burgués Orgón, con todas sus innumerables habita-
ciones. Los intérpretes fueron invitados a conocer la ubica-
ción de las habitaciones, a distribuirlas entre los miembros de
la familia y a hacerlo con toda seriedad y sentido práctico. La
distribución de los cuartos no tenía que llevar el carácter de
la interpretación escénica, sino de una real preocupación por
solucionar un problema cotidiano: cómo distribuir una fami-
lia de diez personas, de edades diferentes, de distinta posición
social, carácter e interés en una casa de veinte habitaciones;
dónde convenía hacer el comedor, dónde el dormitorio, la
pieza de servicio, etc. La distribución tenía que ser cómoda y
funcional. (Toporkov 1962 182)

Como puede verse, el realismo stanislavskiano se construye,


por lo pronto, como una sinécdoque espacial: lo que el espectador
habrá de ver en el escenario, lo que habrán de mostrarle los “decora-
dos”, el mobiliario, la utilería, el lugar donde habrán de desplegarse
los comportamientos (físicos y verbales) de los personajes, será sólo
la parte emergente de un iceberg, digámoslo así. Debajo o detrás de
lo escénicamente visible se extiende un mundo (el mundo molieresco
de Tartufo) concebible como una sucesión de anillos concéntricos
que, teniendo como centro la parte de la casa de Orgón que los es-
pectadores verán efectivamente, se expanden hacia la región invisible
conformada por el resto de la mansión del “rico burgués”, el barrio
donde ésta se ubica, la ciudad que contiene tanto al barrio como a la
casa, etc.: tal es el mundo representado que los espectadores habrán
de imaginar partiendo de la exigua porción espacial que el autor, el
director y los actores les permitirán percibir directamente en el esce-
nario. De este modo, las escenas efectivamente vistas y oídas por el
público constituyen una sinécdoque del mundo posible que Tartufo
permite inferir.
161
José Luis Valenzuela

Pero Stanislavski intuía que lo inmediatamente visible y audi-


ble para el espectador sólo provocaría en éste la evocación del mundo
posible oculto en la medida en que la escena efectivamente presente
–la escena actual, por así decirlo- se manifestara de alguna manera
como “mensajera”, “contenedora” o “resonadora” de la escena virtual
-es decir del mundo invisible e inaudible-, de lo cual dependería el
poder evocador de lo que se ve y se oye. Para que la virtualidad fuese
de algún modo convocada por la actualidad era necesario crear en
esta última una “tensión evocante”, por así decirlo: los cuerpos ac-
tuantes y el diseño escénico debían ser, en cierto modo, espacios ha-
bitados por uno o más conflictos apenas domeñados. El cuerpo ac-
toral, particularmente, debía convertirse en un microescenario dra-
mático, contenedor de las fuerzas que atravesaban de un rincón a
otro la casa de Orgón:

La distribución [de los cuartos] tenía que ser cómoda y


funcional. Se nos había sugerido que cada uno de nosotros
debía defender tenazmente los intereses propios, sin permitir
ninguna clase de coacción o limitación. Pero las discusiones
sobre este tema debían ser llevadas en un tono correspon-
diente a las relaciones establecidas entre los miembros de la
familia. Hacíamos largas consultas, deambulábamos “en fa-
milia” por el corredor, medíamos las habitaciones, dibujába-
mos planos, discutíamos, planteábamos diferentes situacio-
nes: “¿Y si se enfermara la dueña de casa? ¿Estará cómoda en
el dormitorio que le fue asignado? Parece que aquí habrá de-
masiado ruido por tal o cual causa”, etc. El dormitorio de la
señora se trasladaba a otro lugar y, por consiguiente, cam-
biaba toda la distribución. Después de unos cuantos ensayos
pudimos ubicarnos con relativa comodidad y empezamos la
etapa de “acostumbramiento”. (Toporkov 1962 182-183)

En lo posible, cada cuerpo actuante debía encerrar en sí


mismo las rutinas y los tráfagos de la casa de Orgón, de modo que
tanto las agitaciones como los desganos que bullían o se asentaban
162
Bye-Bye, Stanislavski?

en las habitaciones interiores –aquellas situadas “detrás de las bam-


balinas”- se hicieran visibles en los personajes al aparecer éstos bajo
las luces del escenario, aun si ellos no pronunciaban una sola palabra.
El público nunca habría de ver la trastienda –la “causa” de lo que los
personajes harán y dirán en la escena visible-, pero debía percibir los
efectos de ese mundo alternativamente pacífico e hirviente que se le
ocultaba.
Tendremos así, en el escenario, totalidades sustituidas o re-
presentadas por algunas de sus partes, causas reemplazadas o suplidas
por sus efectos…, una realidad sustituida por aquella que le es conti-
gua, un sitio cualquiera relevado por su vecindad: más que de sinéc-
doques cabría hablar, generalizando, de metonimias que por doquier
dan sostén al dispositivo de representación realista.

CÓMO AVENTURARSE EN OTROS MUNDOS

La totalidad que un espectador de una obra realista habrá de


reconstruir imaginariamente –a más tardar, cuando la representación
concluya- es el mundo posible unitario de que vengo hablando. De
manera general y en palabras de David Lewis (Lewis 1973 84), los
“mundos posibles” son “modos en que las cosas podrían haber sido”,
lo cual los ubicaría como un capítulo de la lógica modal, es decir de
los modos de hablar de las cosas o del mundo.
¿De qué modos hablamos de las cosas, de los hechos y del
mundo que ellos constituyen? En principio, hay una región de ese
mundo que nos es conocida, empíricamente constatada, y diremos,
por ejemplo, que en ella hay cosas, dichos, hechos o cadenas de he-
chos que llamaremos “A”. Sobre la región que no percibimos direc-
tamente podemos entonces arrojar cuatro hipótesis a priori: (a) es po-
sible que en ella podamos constatar que también hay cosas y cadenas
de hechos o dichos de tipo “A”; (b) es posible que no se constaten
cosas y encadenamientos de hechos o dichos de tipo “A”; (c) es im-
posible que se constaten cosas y encadenamientos de hechos o dichos

163
José Luis Valenzuela

de tipo “A” y (d) es imposible que no se constaten cosas, hechos,


dichos o encadenamientos de tipo “A”.
Puesto que estos enunciados conciernen a la parte del mundo
que nos es empíricamente desconocido, los casos (c) y (d) sólo pue-
den sostenerse en una teoría (no forzosamente científica) cuya validez
quedará supeditada a ulterior confirmación empírica. En definitiva,
conocemos nuestro mundo de esta misma manera sinecdótica o me-
tonímica, ya sea por proyecciones o anticipaciones a priori, ya sea por
teorías más o menos “caseras”, fuertemente inducidas por el “sentido
común”. El reducido sector del mundo que nos es familiar y las teo-
rías que nos anticipan lo que podemos hallar en su parte desconocida,
sostienen la unidad -o la “unitariedad”- de dicho mundo.
Si la escena teatral reproduce o “imita” –siempre de manera
muy parcial- el mundo cotidiano que conocemos (y reconocemos)
aquí y ahora, la hipótesis de unidad o unitariedad (trazada implícita-
mente por los cuatro enunciados que se consignan en el párrafo pre-
cedente) permitiría al espectador inferir la composición y el funcio-
namiento de la vasta región del mundo representado que permanece
inaccesible a sus sentidos. En tal caso, no habría dificultades en afir-
mar que el público está ante una representación realista de las cosas y
los hechos.
Ahora bien, si la escena nos muestra una parte de la mansión
de Orgón y las vicisitudes que atraviesan sus ocupantes, el espectador
tampoco tendría problemas en completar el todo -es decir la Francia
del siglo XVII, sus costumbres, su arquitectura, la estética de su clase
burguesa, su régimen político, etc.- con la ayuda de la escenografía, el
vestuario, el mobiliario, la musicalización y la utilería que la escena
nos muestra, así como a partir de las palabras que pronuncian los
personajes y los sonidos que eventualmente se escuchen. Sin objecio-
nes admitiríamos estar ante una representación realista “de época”.
Pero, ¿qué sucede si, en otra obra, el escenario aloja fantasmas o ani-
males que hablan? ¿Y si la representación trae al escenario a los habi-
tantes de un planeta desconocido? ¿Seguiremos afirmando que se
trata de realismo? Recíprocamente, ¿es suficiente con exhibir en la

164
Bye-Bye, Stanislavski?

escena aquello que en nuestra cotidianeidad sería irreductiblemente


anómalo o inconcebible para que la representación deje de ser rea-
lista? Es el intento de responder estas preguntas lo que hace necesario
recurrir a la noción de “mundo posible”.
Para ello, debemos combinar la lógica modal con los cuanti-
ficadores “para todo…” y “existe al menos…”, introducidos por
Gottlob Frege. En el nuevo vocabulario lógico resultante, la idea de
un objeto, hecho o encadenamiento de hechos necesarios se convierte
en objeto, hecho o cadena constatable “en todo mundo posible”, así
como la noción de hecho, cosa o cadena posible se troca en entidad
constatable “en algún mundo posible” (es decir, “existe al menos un
mundo” en que tal evento puede constatarse). De este modo, si en la
representación hay vacas cantoras, enanos cubiertos de escamas ver-
des o espectros que atraviesan paredes, nada nos impide aceptar que
tales entes tienen existencia en algún mundo posible, del cual nada cono-
cemos empíricamente.
El despliegue temporal de esa representación extravagante
quizá nos muestre constancias en los seres que pueblan ese mundo
posible y regularidades en el modo en que allí suceden los hechos. En
tal caso, podremos familiarizarnos progresivamente con ese mundo
y completar imaginariamente sus partes aún desconocidas. Estaría-
mos nuevamente en la situación de extrapolar –sinecdótica o meto-
nímicamente- lo todavía ignorado a partir de lo que se nos ha dado a
conocer. En razón de ello podríamos decir que, si constatamos una
cosa, hecho o encadenamiento de hechos en ese mundo posible, la
teoría que apresuradamente construimos sobre su funcionamiento
nos permitirá conjeturar la posibilidad, imposibilidad o necesidad de
esa misma cosa, hecho o cadena en las regiones o en los momentos
aún desconocidos del mundo que se nos va mostrando en la repre-
sentación.
Si tales inferencias tienen lugar consistentemente, podemos
atribuir unidad al mundo posible desarrollado y, concluida la repre-
sentación, podremos comparar esa realidad ficticia pero unitaria con

165
José Luis Valenzuela

la realidad que efectivamente conocemos en la vida diaria y determi-


nar hasta qué punto ese mundo posible tan extraño es una alegoría
más o menos exhaustiva del mundo que efectivamente habitamos.
Consecuentemente, podremos decir que una representación que in-
cluye fantasmas, animales parlanchines o criaturas extraterrestres se-
guirá siendo realista en tanto esas entidades mantengan una confiable
estabilidad ontológica y una previsible regularidad de comportamien-
tos. Por estrafalario que nos haya parecido inicialmente, habremos
ido reconociendo a través de ese mundo posible -por semejanzas o por
contrastes- nuestro propio mundo o realidad, y ese reconocimiento
se nos habrá dado razonablemente libre de ambigüedades o zonas
oscuras.
Como señalaba Umberto Eco en sus Apostillas a El nombre de
la rosa, el narrador (o el dramaturgo)

puede construir un mundo del todo irreal, en el cual vuelen


los asnos y las princesas sean resucitadas por un beso. Pero
es necesario que ese mundo, puramente posible o irreal, exista
según estructuras ya definidas de partida (es necesario saber
si es un mundo donde una princesa puede ser resucitada sólo
por el beso de un príncipe, o también por el de una bruja, y
si el beso de una princesa retransforma en príncipes sólo a los
sapos o también, por ejemplo, a los armadillos). (Eco 1986
11)

Las “estructuras definidas” –y progresivamente reveladas al lec-


tor o espectador por la obra misma- confieren unidad al mundo (po-
sible) representado, y debo insistir en que ello es suficiente para cali-
ficar de realista una representación, aunque la realidad que allí se
muestra no sea la nuestra. Las “estructuras” entrevistas sirven de so-
porte para que el contemplador improvise una “teoría-bricolage”, mez-
clando los saberes predictivos que él posee sobre su propia realidad
con las regularidades o legalidades que le sugiere el mundo represen-
tado. Diríamos que, al término de una obra realista, el mundo posible

166
Bye-Bye, Stanislavski?

representado habrá sido plenamente accesible desde la representación


que el lector o espectador tiene de su propio mundo.
Asimismo, si para una determinada cosmovisión cultural los
fantasmas interactúan con los seres vivos, y lo hacen siempre según
unas mismas “leyes”, cualquier representación que incorpore tales es-
pectros y los haga convivir con los humanos vivientes seguirá siendo
realista, puesto que, para la cultura de que se trata, ambas clases de
seres pertenecen a una realidad única.
Otro tanto sucede con la incidencia de lo inconsciente en los
asuntos humanos: si un saber –el del psicoanálisis, por ejemplo- logra
domesticar lo que se consideraba como un caldero hirviente y caótico
hallándole leyes o principios rectores, pueden suceder dos cosas: que
el inconsciente quede integrado a una realidad única, coherente y en
buena medida previsible, o que ese inconsciente constituya un reino
irreductible al de la conciencia, pero entonces el saber se esforzará en
encontrar “reglas de traducción” para pasar de uno a otro dominio (a
menos que logremos reformular la noción de saber para que éste
pueda incorporar lo indefinido sin reducirlo).
Sólo el misterio percibido como tenaz e inexpugnable, sólo
unas inquietantes zonas de indecibilidad en la representación promo-
verán la salida de ésta fuera del realismo. Dicho de otra manera, el
dispositivo de representación realista tiene su soporte en un triunfo
final del saber-entendido como conocimiento de la legalidad gober-
nante de lo que tomamos por “realidad”- por sobre el desconcierto y
los enigmas que inicialmente pudieran suscitar en el lector o especta-
dor la extrañeza de los seres que habitan el mundo representado. Si
las líneas de saber del dispositivo pueden cerrarse en un bucle de re-
troalimentación omnicomprehensivo en que todo acontecer haya
quedado satisfactoriamente explicado para quien contempla o ima-
gina el devenir de los hechos y situaciones, diremos que la obra se ha
mantenido dentro de una lógica de composición realista.
Una vez reconstruido el mundo posible de la representación
realista, el lector o el espectador podrá explicarse por qué los perso-
najes ficticios hacían lo que hacían y por qué decían lo que decían,

167
José Luis Valenzuela

habrá aceptado como verosímil las épocas y los lugares representa-


dos, sabrá (o creerá saber) qué movía a los sujetos actuantes y qué
propósitos tenían, así como si lograron o no tales metas. En una pa-
labra, terminada la representación, el receptor habrá podido reducir
el mundo posible representado a su realidad vivida, aunque la repre-
sentación haya estado poblada de hadas, duendes, fantasmas o asnos
voladores. Esta reconocibilidad en última instancia hace del realismo
una poética del aprendizaje y de la consolación pues, en su lógica composi-
tiva, toda pérdida, toda catástrofe, toda dicha o desgracia quedará
abrazada por un saber (bucleante) que, desde el desenlace de la his-
toria, contemplará una racionalidad implícita en la sucesión de los
aconteceres que se engarzan en esa historia desde su inicio.

CÓMO PASAR CAMINANDO


DE UN ISLOTE A OTRO

Volvamos a la postrera escenificación de Tartufo por Stanis-


lavski. Como he indicado más arriba, los ensayos en las “habitaciones
internas” de la mansión de Orgón, aun desarrollándose en una coti-
dianeidad que el público nunca vería directamente, debían quedar
cargadas con la dramaticidad suficiente para que las “memorias cor-
porales” de los actores y las actrices conservaran el registro de aque-
llas tensiones más o menos forzadas:

Se organizaban acontecimientos familiares, como, por


ejemplo, una enfermedad de la dueña de casa; y la conducta
de todos los habitantes se subordinaba a este hecho: seguía-
mos reuniéndonos alrededor de la mesa del comedor, nos re-
tirábamos después del almuerzo cada uno a su habitación, o
salíamos a dar una vuelta, pero siempre tomando en conside-
ración la circunstancia de que en la casa había una persona
enferma de cuidado y, por añadidura, una persona querida
por todos. (Toporkov 1962 183)

168
Bye-Bye, Stanislavski?

Pero no sólo se trataba de explorar una espacialidad y unos


ciclos domésticos no escritos por Molière ni destinados a un futuro
público, sino también de reconstruir segmentos narrativos de segura
incidencia sobre las escenas que más tarde contemplaría el especta-
dor:

Más adelante intentábamos complicar la situación con tal


o cual circunstancia, con tal o cual acontecimiento, por ejem-
plo: “la primera aparición de Tartufo en casa de Orgón”. Aún
nadie conocía su verdadera fisonomía, de modo que fue aco-
gido por todos como un hombre verdaderamente piadoso.
En el primer momento la conducta de Tartufo no pudo pro-
vocar ninguna sospecha. Era un dechado de mansedumbre y
humildad. En consecuencia, todos lo trataban con la mayor
benevolencia. Sobre ese cañamazo se tejió una serie de estu-
dios muy curiosos, por ejemplo: “Tartufo se pone a sus an-
chas”, etc., hasta llegar a “el dueño de casa se volvió loco”.
(1962 183)

Es claro que el mundo posible representado en Tartufo no es


sólo un espacio (la casa de Orgón, la ciudad en que se inserta según
los trazados propios de la época referida, el país que la incluye y sus
fronteras en aquel siglo…) sino también una temporalidad narrativa:
en la mansión del “rico burgués” no sólo ocurren hechos de rutina,
propios de cualquier otro grupo hogareño (almuerzos, celebraciones
diversas, enfermedad de alguno de sus miembros…), sino que un
acontecimiento (la llegada de Tartufo) ha desequilibrado la vida de la
casa tornándola insostenible y necesitada de urgente reparación. Ese
acontecimiento desestabilizante ha provocado una serie de sucesos
dignos de ser contados y es probable que tal encadenamiento, así
como su desenlace, despierte el interés de una multitud de curiosos
de todo el orbe y de todas las épocas posteriores a su acaecer.
Pero Molière no volcó ese relato en una novela, sino que pre-
firió dramatizarlo, lo cual, casi por definición del género, le obligó a
comprimir el hilo narrativo, por así decirlo. Dada una historia básica –
169
José Luis Valenzuela

la de Tartufo, Orgón y su familia, por ejemplo-, susceptible de una


narración extensa y detallada, se diría que la versión dramática de tales
hechos es una contracción metonímica de dicha historia, lograda por su-
presión de pasajes no carentes de importancia que, sin embargo, un
eventual lector o espectador estará en condiciones de reconstruir
imaginariamente a partir de los tramos efectivamente “sobrevivien-
tes” en el discurso dramático.
Se advierte aquí la ventaja de hablar de operaciones metoními-
cas propias del dispositivo de representación realista, más que de los
procedimientos sinecdóticos que constituyen algunos de sus casos
particulares. Cualquier diccionario nos informará que la metonimia
es “una figura retórica que consiste en designar una cosa o idea con
el nombre de otra con la cual existe una relación de dependencia
(causa-efecto, contenedor-contenido, autor-obra, símbolo-signifi-
cado, etc.)”, siendo la sinécdoque el caso en que “el todo es designado
por la parte, o viceversa”.
Sin embargo, la contigüidad física del continente respecto del
contenido que parece denotar una frase tal como “se comió dos pla-
tos” o la contigüidad “espiritual” del autor respecto de su obra que
sugiere el enunciado “compró un Picasso”, por ejemplo, derivan de
hecho –en el nivel de la expresión y no ya del contenido- de una su-
presión de significantes contiguos. En efecto, de la primera frase hemos
eliminado “la comida servida en” y, de la segunda, “cuadro pintado
por”, sin que en ninguno de los casos se haya perdido la significación
de los enunciados. Con prescindencia del contexto de enunciación,
entendemos lo mismo al oír o leer que alguien “se comió la comida
servida en dos platos” que si nos enteramos de que esa misma per-
sona “se comió dos platos”.
No obstante, podemos imaginar la sorpresa del oyente o del
lector cuando alguien pronunció o escribió por primera vez la se-
gunda frase: ¿cómo fue posible que alguien se comiera dos platos, si
comerse uno ya hubiese sido rarísimo? La frase abreviada –el enun-
ciado sometido a una supresión metonímica- habría tenido mucha más
“energía” que la oración desplegada por completo, pues la “parte”

170
Bye-Bye, Stanislavski?

subsistente debió sorprender mucho más que el “todo” explícito y


detallado, hasta tanto el uso frecuente de la “frase comprimida” ter-
minara por borrar su inicial novedad.
En su intento de simplificar la profusa taxonomía de la retó-
rica tradicional, Roman Jakobson agrupó las figuras de esta última en
dos grandes categorías: la metonimia, vinculada al eje combinatorio o
sintagmático del lenguaje, y la metáfora, que remite a su eje sustitutivo
o paradigmático. Habrá, consecuentemente, una relación metoní-
mica, horizontal, entre los significantes contiguos de una misma frase
o encadenamiento verbal, y buena parte de las antiguas figuras retó-
ricas pueden generarse suprimiendo o cambiando de lugar los signi-
ficantes de una cadena dada. En cuanto a la operación supresora im-
plicada en la metonimia, diríamos que de cualquier enunciado se
puede eliminar tantos significantes como se quiera, siempre y cuando
conservemos el significado transmitido por el enunciado originario.
De este modo cabe especular que, si Molière hubiese escrito
una novela para relatarnos la intrusión de Tartufo en la mansión de
Orgón y las consecuencias de ese acontecimiento, el significado glo-
bal, recibido por un lector cualquiera, hubiese sido prácticamente el
mismo que el que recibiría ese mismo lector ante el texto dramático
titulado Tartufo. Podemos decir entonces que la comedia de Molière
es una metonimia de la hipotética novela que tuviese el mismo argu-
mento, así como tal novela sería a su vez una metonimia de un re-
cuento detallado y exhaustivo de la historia de Tartufo, Orgón y su
familia, suponiendo que tal historia hubiese sucedido “en la vida
real”.
En el límite, todo discurso denotativo es metonímico, pues
no existe un decir o un escribir capaz de dar cuenta de una realidad
cualquiera hasta en sus ínfimos componentes, así como de preservar
su incesante devenir sin congelarlo en vocablos reconocibles: el
Todo, la “realidad en sí”, lo Real, están definitivamente perdidos para
cualquier construcción lingüística y aun para cualquier imagen que
pretenda recubrirlos.

171
José Luis Valenzuela

Si la totalidad guarda el sentido último, la Verdad que el len-


guaje asedia, debemos aceptar que ésta yace fuera de su alcance y que
el habla humana se (des)contenta con semi-verdades o “efectos de
sentido” que nos tranquilizan provisoriamente.
Cuando oímos o leemos un enunciado cualquiera, su pro-
mesa de entregarnos un sentido comienza con el primer significante
de la frase y se va deslizando hasta que advertimos un punto final o
un punto y aparte que cierra la cadena. En ese instante, nuestra me-
moria reciente recupera todo lo oído o leído desde que se inició la
frase y lo encierra en un bucle, como si se tratara de un paquete o
bloque sensato, mientras nos disponemos a seguir oyendo o leyendo.
A falta de esa puntuación bucleante, expuestos a una cadena
indefinida e inconclusa que nos deja con la respiración contenida so-
bre unos puntos suspensivos, nos sobrevuela una angustia –leve o
intensa- ante la posibilidad de tropezar tarde o temprano, con una
palabra mortífera o con una interpelación que nunca hubiésemos
querido oír o leer. El enunciado suspendido, sin embargo, estaría mu-
cho más cerca de la Verdad que la frase puntuada. Pero de ello nada
queremos saber…
La supresión metonímica –cuando no está desgastada por el
uso- opera sobre nosotros como esos puntos suspensivos que nos
dejan en vilo, pues tiene sobre las expresiones (verbales o de otro
tipo) un efecto energizante, provocador o acentuador de una atención
lectora o expectante, una atención que espera inminentes y significa-
tivas revelaciones de las palabras o signos por venir.
Los actores conocen sobradamente las virtudes de la supre-
sión metonímica pues, como sentenciaba Zeami, “eso que el actor no
hace, es interesante”. “Proceder por eliminación”, aconseja la antro-
pología teatral, y ese consejo es extensible a la práctica que Stanis-
lavski denominara “método de las acciones físicas”.
En El arte secreto del actor, Eugenio Barba y Nicola Savarese
escriben que

172
Bye-Bye, Stanislavski?

Darío Fo, conocido por sus características de actor-drama-


turgo, compone sus personajes al seleccionar atentamente de-
terminadas acciones y reacciones físicas, o incluso sólo frag-
mentos de acciones. Omite por lo tanto todos los pasos de
explicación y los comportamientos necesarios para entrelazar
estas acciones y fragmentos; es decir, ejecuta una síntesis dra-
matúrgica en la que él mismo es material, instrumento y autor.
(Barba y Savarese 2007 247. El énfasis es de los autores)

De una fragmentación, selección y omisión de acciones como


las efectuadas por Darío Fo surge un discurso de gestos, es decir, un
encadenamiento de conductas escénicas particulares que difieren de
las acciones propiamente dichas, pues la realización completa de una
acción exige un principio, un medio y un final en continuidad. El
gesto, en cambio, se muestra como una acción en que el final (el
desenlace) y aun el medio (enfrentamiento con obstáculos) hubiesen
sido suprimidos. En el límite, un gesto se nos aparece como un mo-
vimiento cuyo principio bastaría para que podamos adivinar el con-
tenido intencional que encierra, haciéndonos anticipar así una conti-
nuación posible.
Para Jacques Lacan, el gesto inmoviliza la mirada del obser-
vador, como si de un “mal de ojo” se tratara, en una captura fasci-
nante. En su Seminario de 1964, publicado bajo el título Los cuatro
conceptos fundamentales del psicoanálisis, Lacan sugiere que un gesto –un
gesto de amenaza, por ejemplo- es

al fin y al cabo, algo hecho para detenerse y quedar en sus-


penso. (…) Esta detención (…) crea tras sí su significado, y nos
permite distinguir entre gesto y acto. Si usted asistió a la
Ópera de Pekin, se habrá fijado en cómo combaten. Comba-
ten como siempre han combatido, con muchos más gestos
que golpes. El espectáculo entraña un predominio absoluto
de los gestos. En estas danzas, nadie se da golpes, todos se
deslizan en espacios diferentes en los que se diseminan se-

173
José Luis Valenzuela

cuencias de gestos, pero son gestos que en el combate tradi-


cional tienen el valor de un arma, en el sentido de que, en
última instancia, pueden valer por sí mismos como instru-
mentos de intimidación. (…) También podemos considerar
que nuestras armas modernas son gestos. (Lacan 1999 123. El
énfasis es del transcriptor del Seminario)

En efecto, puede decirse que los actores de las formas tradi-


cionales de teatro oriental son maestros del gesto. En una conferencia
sobre antropología teatral ofrecida en 1980, Eugenio Barba indicaba
que en el Noh se distingue la “energía en el espacio” de la “energía
en el tiempo”. La primera correspondería a lo que en el séptimo apar-
tado del primer capítulo he designado como energeia (una fuerza ac-
tualizada, exteriorizada, manifestada), mientras que la segunda con-
cierne a la dyanamis (una retenida “aptitud para devenir”). Luego de
subrayar esta distinción, Barba ejemplifica:

Puedo empeñar mi energía en el espacio de este modo:


muevo mi brazo y mi mano toma la botella encima de la mesa
que está delante de mí. Pero puedo realizar esta acción usando
mi energía no ya en el espacio, sino en el tiempo. Mi cuerpo
entero se encuentra en actitud: se da un pequeño cambio en
el cuerpo que, a pesar de pasar casi imperceptible para el ob-
servador, moviliza la misma energía que sería necesaria para
la acción. Lo que sucede es que empeño solamente los
músculos de posición y no los de cambio que hacen mover
mi brazo, ni los músculos de manipulación que permiten a
mis dedos tomar la botella. (Barba 1987 189)

He aquí una inmejorable descripción del paso de la acción al


gesto por supresión metonímica de partes. Dicho de otra manera, el
gesto sería la “síntesis metonímica” de una acción que aún se deja
adivinar bajo el amague subsistente. Lacan diría que el gesto es la
mortificación de la acción y aun del cuerpo, pues “los tiempos de

174
Bye-Bye, Stanislavski?

detención en que los actores se inmovilizan en una actitud blo-


queada” resultan cautivantes a la mirada del espectador, pero al pre-
cio de “matar la vida”, si entendemos que la vida es movimiento, flujo
constante, devenir… “En el momento en que el sujeto se detiene y
suspende su gesto, está mortificado” (Lacan 1999 124), es decir sim-
bolizado.
Desde un punto de vista técnico, un gesto suele producirse
por eliminaciones sucesivas. Tras ejecutar una acción –con principio,
medio y final- invirtiendo un 100% de energeia en el movimiento, el
actor la ejecuta gastando un 80% de energeia y reteniendo el 20% res-
tante como dynamis inmóvil. Luego repite el comportamiento blo-
queando un 40% y desplegando un 60%, por ejemplo, y así sucesiva-
mente hasta que la “síntesis metonímica” de la acción inicial queda
reducida, por ejemplo, a un “muñón” que retiene el 95% de su ener-
gía en la modalidad dynamis, mientras la “memoria muscular” sigue
ejecutando virtualmente la acción completa.
El supuesto subyacente es que el actor debió haber “vivido”
concretamente dicha acción para que lo muscularmente registrado
siga insistiendo en el gesto finalmente construido, de modo que el
espectador pueda “seguir viendo” la acción incumplida más allá de
punto de detención del gesto.
Como el lector o lectora habrá advertido, es un supuesto aná-
logo el que justifica, en la aproximación a Tartufo a través del método
de las acciones físicas, la reconstrucción de espacios y episodios que
el público nunca verá en la escena pero que los actores y actrices de
Stanislavski debían registrar corporalmente. Los tramos narrativos
que Molière eligió no escribir siguen latiendo e incidiendo en las es-
cenas efectivamente escritas y, para el Maestro, no basta con que los
intérpretes puedan imaginar lo que el texto omite, sino que tales omi-
siones deben ser corporalmente vividas y recordadas, por así decirlo.
Será necesario que el actor encargado de interpretar a Orgón
guarde en su memoria muscular los temblores y los júbilos del mo-
mento en que se encontró accidentalmente con Tartufo a la salida de
una iglesia; la actriz a quien le haya tocado el papel de Dorina deberá

175
José Luis Valenzuela

retener el respeto solemne que le inspirara el gran impostor al pre-


sentarse por primera vez ante la familia… De este modo, cada escena
finalmente representada estaría cargada de evocaciones, motivos, an-
helos y anticipaciones que el público entrevería o intuiría en el hacer
y el decir de los cuerpos actorales.
Una de las certezas que ilumina la práctica propuesta por Sta-
nislavski a sus actores en la última fase de su vida es que todo discurso
dramático es la “síntesis metonímica” –sin que esta expresión haya
formado parte de su vocabulario- de un relato y de un mundo mucho
más vastos de lo que un escenario es capaz de mostrar y contener, y
que las actuaciones deben ser capaces de hacer percibir esa vastedad
a los espectadores.
Para el maestro ruso, son los cuerpos y las subjetividades ac-
torales los principales mediadores entre las apretadas y sintéticas es-
cenas escritas por el autor y el mundo posible que les da sostén –a la
manera de la parte sumergida de un iceberg- y que el espectador debe
reconstruir o inferir placenteramente, casi sin cobrar conciencia del
trabajo interpretativo que el escenario le encomienda.
Pero, ¿es suficiente haber “pasado por el cuerpo” cierta can-
tidad de escenas no escritas en Tartufo –aunque tales escenas deban
extrapolarse a partir de la obra o interpolarse entre sus episodios-,
para que las actuaciones transmitan sensiblemente la virtualidad del
mundo posible que da inteligibilidad tanto a lo escrito como a lo no
escrito por Moliére? ¿Es ese “pasaje por el cuerpo” cualitativamente
diferente de una reconstrucción puramente imaginaria que los actores
pudieran haber hecho del implícito mundo posible, sin necesidad de
improvisar y “vivenciar” las escenas virtuales? La siguiente fase del
método de las acciones físicas nos ofrece un indicio de respuesta,
pero, antes de abordarla, conviene recapitular dos etapas precedentes
de este mismo proceso constructivo.

176
Bye-Bye, Stanislavski?

CÓMO ESCRIBIR, ESCRIBIRSE E INSCRIBIRSE

El método concebido por Stanislavski en la última etapa de


su enseñanza comienza con una abstracción de la forma lógica de la
obra a representar. V. O. Toporkov consigna que el trabajo se ini-
ciaba con la exploración o reconocimiento –no con la memorización-
“de algunas escenas sueltas y de la obra en su totalidad”, tras lo cual
se
exigía de los intérpretes un relato conciso y claro del conte-
nido de la obra, es decir, del argumento. La exposición tenía
que limitarse escuetamente a la línea argumental en toda su
pureza. No se admitía ninguna clase de verbosidad superflua.
Había que contestar la pregunta: ¿qué aconteció?, ¿qué suce-
dió en tal o cual pasaje de la obra? (…) Se consideraba un
mérito muy especial que el relato lograra designar con un
verbo justo y preciso las alternativas del desarrollo de la lucha
en la casa de Orgón. La finalidad de estos relatos argumenta-
les era la fijación de la acción y de la contra-acción transver-
sales de la obra. Después de esto, como lógico corolario, ve-
nía la distribución de las fuerzas en pugna en ambos bandos,
y la pregunta a cada uno de los intérpretes: “si la lucha se
desarrolla de esta forma, ¿Cuál es su posición en ella? ¿Cuál
es su estrategia, su lógica en la conducta?”. (Toporkov 1962
179-180)

Con un vocabulario propio de los años ‘60s del siglo XX,


llamaríamos a estas operaciones una “análisis estructural del relato”
y, luego, un “análisis estructural del drama”, sin que ello suponga o
requiera de los actores stanislavskianos una competencia más o me-
nos académica en tales disciplinas. Más bien se espera de ellos una
“exploración o reconocimiento” intuitivo pero preciso –“objetivo”,
podríamos aventurar- de un marco formal capaz de anclar cualquier
otra ulterior “asociación libre” en torno a Tartufo. De ese modo los
intérpretes podrían contar con una guía segura a la cual regresar cada
177
José Luis Valenzuela

vez que algún desborde de la fantasía los llevara demasiado lejos del
texto de Molière.
Se trata, en esta primera etapa del método, de promover en
los actores un pensamiento formulístico en torno a la obra abordada, te-
niendo en cuenta que las “fórmulas” obtenidas no deben tomarse
como corsés asfixiantes sino como trampolines de creación. Tal vez
un cambio terminológico que nos lleve del análisis estructural al lé-
xico deleuziano, nos permitiría entrever de qué manera el pensa-
miento formulístico puede ser productivo, tanto en las prácticas ac-
torales como en las directoriales.
Si Tartufo es ya un dispositivo textual, la efectuación de su
“cartografía” permitiría detectar las líneas duras -en principio obliga-
torias- del relato, como si se tratara de una red confiable y consen-
suada a que deberán sujetarse los actores en sus derivas imaginativas
(derivas que, por lo pronto, serán sólo verbales). Sin embargo, el in-
tento de responder a la pregunta –mucho más dramática que narra-
tiva- con que se cierra el párrafo arriba transcrito, conduciría a los
actores al trazado de líneas flexibles que serpentearían en torno a los
trazos duros de la narración (es decir, entre las brechas y en los alre-
dedores de la “escueta línea argumental” definida con “los verbos
justos y precisos”). Mientras no se pierdan de vista las líneas duras
compartidas por el grupo de actores, las líneas flexibles personales
pueden intrincarse indefinidamente alrededor y entre ellas.
Si las líneas duras dan cuenta del funcionamiento de Tartufo
(de la “máquina Tartufo”), las líneas flexibles son, en esta etapa del
trabajo, instancias de apropiación actoral del argumento que más
tarde podrán inducir productivas improvisaciones en los ensayos y
aun en la escena. Las líneas flexibles trazadas a la manera de una es-
trategia verosímil para tomar posición y acción en el enfrentamiento
de fuerzas que el texto propone, permitirían compensar el peso y la
autoridad de “la obra maestra de Molière” con un incipiente proceso
de subjetivación actoral en el interior del dispositivo.
El segundo momento del método de las acciones físicas abre
más puertas de subjetivación, pero de naturaleza algo diferente a las

178
Bye-Bye, Stanislavski?

que admitían las fórmulas de la primera etapa. Señala Toporkov que,


después del “análisis accional” de la primera fase metódica y, sobre
todo, tras intentar responder a la pregunta acerca de la posición es-
tratégica que personalmente asumiría el actor si tuviera que afrontar
las tensiones y enfrentamientos que la obra depara a su personaje en
la obra,

sobrevenía una etapa más difícil. (…) Era el momento de las


primeras tentativas de trazar los contornos del futuro perfil
del papel, esbozar la lógica de su conducta y de su lucha. El
relato de las peripecias de esta lucha, contado antes por un
testigo neutral, debía convertirse ahora en relato, hecho por
un participante directo en los sucesos e interesado personal-
mente en su desarrollo. En otras palabras, los debía contar el
actor material de los mismos, el cual deseaba despertar el in-
terés de su auditorio por sus caprichosas vicisitudes. Y se nos
exigía, aparte del relato oral, la exposición por escrito de los
sucesos. (Toporkov 1962 180)

A modo de justificación de este ejercicio, que poco tenía que ver


con las prácticas habituales de un actor, Toporkov observa que

Las cualidades literarias de estas exposiciones eran muy apre-


ciadas, ya que la búsqueda de una forma literaria más precisa
obligaba al actor a profundizar más en el análisis de todo lo
que sucedía. No interesaba que el actor lograra resultados
muy destacados en sus ensayos literarios; lo que realmente
interesaba era que hiciera estos ensayos. (1962 180-181)

Como puede verse, había una narración oral en que tal vez se
esperaba del actor un monólogo improvisado, pero luego se trataba
de afinar por escrito un discurso. El cronista no especifica el género
de tales intentos de escritura, pero, tratándose de relatos en primera
persona y con fines persuasivos, podemos suponer que asumían la

179
José Luis Valenzuela

forma epistolar o aun la de un diario íntimo y la confesión, sus veci-


nos genéricos. Quedaba excluida la autobiografía extensa, otra va-
riante de las “escrituras del yo”, puesto que no importaba la supuesta
vida del personaje en su integridad, sino sólo los episodios de ésta
directamente vinculados con la trama de Tartufo, aunque las cartas y
las confesiones bien podrían considerarse como tramos autobiográ-
ficos localizados.
De hecho, el ejercicio stanislavskiano tornaba concreta y pal-
pable una sospecha de toda autobiografía total o parcial, a saber, que
la supuesta sustancia evidente y segura de la subjetividad –el yo car-
tesiano en sus diversas variantes- es sólo una ficción, una construc-
ción literaria, una imagen, una superficie precariamente integrada. Si
cualquier relato autorreferencial hace del sí mismo un personaje, la
ficcionalización intencional de un otro (la del personaje adjudicado a
un actor en una obra, por ejemplo) amenaza con deconstruir ese sí
mismo que se da por firme y cierto, dejando así expuesta su masca-
rada.
Pensándolo bien, en el ejercicio que propone la segunda
etapa del método de las acciones físicas, la escritura vuelve falaz la
expresión “psicología del personaje” concebida como una entidad
acotada y apropiable, como si de un traje se tratara, pues tal psicología
es más bien “un conglomerado de civilizaciones pasadas y actuales,
de retazos de libros y periódicos, trozos de gentes, jirones de vestidos
de fiesta convertidos ya en harapos”, según la inmejorable definición
propuesta por Strindberg en su prefacio a La señorita Julia. (Strindberg
1982 91)
No hay ya –o no debería haber- “trabajo psicológico” del ac-
tor en el método de las acciones físicas, si por tal trabajo se entiende
una exploración introspectiva. La introspección actoral en busca del
alma de su personaje –o, mejor dicho, en busca de un alma para su
personaje- deviene así extrospección, pues la escritura, aún más que el
habla, hace evidente la extimidad que nos constituye, revela que toda
intimidad es sólo un pliegue de lo exterior. Es por ello que no impor-
taba tanto la excelencia literaria alcanzada por el actor y que “lo que

180
Bye-Bye, Stanislavski?

realmente interesaba es que hiciera estos ensayos”, pues la carnadura


imaginaria del futuro personaje sólo habría de cobrar cierta coheren-
cia y consistencia a través de una escritura actoral, aunque ésta no se
efectuaría ya sobre una hoja de papel, sino en la materia escénica
misma.
Recordemos que la escritura es, para Agamben y otros auto-
res, un dispositivo y, como tal, prevé posibles líneas de subjetivación
para sus pretendidos usuarios. Dicho en el vocabulario foucaultiano,
la escritura es una “tecnología de sí mismo” de larga ascendencia. En
la Antigüedad tardía, el hecho de obligarse a escribir equivalía para el
filósofo –y aun para el hombre común- a la construcción de un com-
pañero, de un director espiritual, de un otro cuya presencia apre-
miante obligaba al escribiente a “poner orden en los movimientos del
alma”, según afirmaba Foucault en “La escritura de sí” (Foucault
1983 20).
Ya los estoicos asignaban una clara función autotransforma-
dora a la práctica de la escritura, una reconstrucción de sí que, si pres-
tamos atención a las observaciones de Paul de Man sobre el discurso
autobiográfico (De Man 1984 118), supondría -al menos desde el
punto de vista lógico- un momento deconstructivo en que hace falta
“perder la propia cara” antes de “sustituirla por una máscara”. Si la
virtual interlocución del escribir exige ordenar “los movimientos del
alma”, ello supone forzar detenciones, encauces y clausuras sobre el
libre flujo de la psiquis, lo cual equivale a mortificar el alma –para ma-
lestar de ella y para bien de la escritura- como el gesto exige mortificar
el cuerpo moviente.
Así, entre el desenmascaramiento del escritor y su asunción
de una nueva máscara se introduce una sombra de muerte, una expe-
riencia de los “jirones” y los vacíos que nos constituyen y nos atra-
viesan, precio de ingreso en lo simbólico y precondición del discurso
dirigido a un otro presente o potencial. El otrora “trabajo introspec-
tivo” se convierte, en Stanislavski, en una ascesis escritural.
Foucault señala que, en Epicteto,

181
José Luis Valenzuela

la escritura está asociada a dos modos diferentes de ejercicios


del pensamiento. Uno adopta la forma de una serie “lineal”;
va de la meditación a la actividad de la escritura y de ésta al
gymnázein (entrenarse), es decir al entrenamiento en situación
real y a la prueba: trabajo de pensamiento, trabajo mediante
la escritura, trabajo en la realidad. El otro [modo] es circular:
la meditación precede a las notas que permiten la relectura
que, a su vez, relanza la meditación. (Foucault 1983 18)

La primera forma aquí consignada es equiparable a la ejerci-


tación que refiere Toporkov: relatar “la peripecia de las luchas” del
personaje que se va a interpretar es una tarea que se justifica en los
ensayos que luego sobrevendrán y que encontrará en éstos una piedra
de toque y una realimentación:

Sentado delante de la mesa, uno nunca puede imaginarse


con toda claridad el futuro perfil del papel. No deja de ser un
primer reconocimiento, una base para el comienzo del tra-
bajo, algo que, durante el proceso de la encarnación, está su-
jeto a diversos cambios. (Toporkov 1962 181)

Sin embargo, aun cuando el ejercicio de la escritura se ubicara


en una zona intermedia entre las primeras imágenes que la obra sus-
cita en el actor (el momento “meditativo”) y el compromiso “psico-
físico” reclamado por los ensayos (“gymnazein”), aquélla tiene un valor
intrínseco que los actores stanislavskianos sólo reconocían retroacti-
vamente: “Es, por el momento una labor puramente intelectual, pero
pude apreciar todo su inmenso valor al terminar el estudio de Tartufo,
y en toda mi ulterior práctica escénica” (1962 181), concluye Topor-
kov.
La ejercitación solicitada por el Maestro tenía, como se ve, un
carácter instrumental, no era un fin en sí misma. No obstante, abre la
posibilidad de asignar a la escritura actoral la segunda función pres-
crita por Epitecto, a saber, la de ir y venir entre “la meditación y las

182
Bye-Bye, Stanislavski?

notas”. En tal caso, quedaría habilitada esa práctica que hoy llamaría-
mos “una dramaturgia a cargo de actores”, la cual no debe confun-
dirse con la “dramaturgia del actor”, es decir con una “escritura” efec-
tuada en la materia escénica y no en la página. La escritura actoral en
el papel, en cambio, hallaría un modelo en los hypomnemata, una de las
formas –junto con la correspondencia- que asumía la escritura de sí
en los siglos I y II d. C.
Según Foucault, los hypomnemata

constituían una memoria material de las cosas leídas, oídas o


pensadas, y ofrecían tales cosas, como un tesoro acumulado,
a la relectura y a la meditación ulterior. Formaban también
una materia prima para la redacción de tratados más sistemá-
ticos, en los que se ofrecían los argumentos y medios para
luchar contra un defecto concreto (como la cólera, la envidia,
la charlatanería, la adulación) o para sobreponerse a determi-
nada circunstancia difícil (un duelo, un exilio, la ruina, la des-
gracia). (1983 17)

Una vez que pasaban de la condición de “tesoro de sabiduría


acumulada” a la de “tratados sistemáticos”, los hypomnemata operaban
como dispositivos textuales orientados hacia la resolución de proble-
mas precisos, lo cual reclamaba articular –al menos provisoriamente-
materiales dispersos y heterogéneos. Pero esa orientación pragmática
se compensaba, en un polo opuesto, con una fuerte autorreferencia,
con un “arraigo en la propia alma” (“clavados en ella”, decía Séneca),
de modo que formaran parte del escritor mismo.
Foucault aclara, sin embargo, que los hypomnemata no eran
“diarios íntimos”, ni todavía los relatos de las agonías espirituales
propios de los ascetas cristianos: “se trata, no de perseguir lo indeci-
ble, no de revelar lo oculto, no de decir lo no dicho, sino, por el con-
trario, de captar lo ya dicho; reunir lo que se ha podido oír y leer, y
con un fin” (1983 18), un fin que era, en última instancia, autopoiético
y ethopoiético, pues se trataba de la (re)constitución de sí, de produ-
cirse a sí mismo produciendo una ética a la cual adherir.
183
José Luis Valenzuela

Una dramaturgia asumida por actores, producida con vistas a


una “creación grupal”, por ejemplo, tiene justamente la doble deter-
minación de los hypomnemata: por un lado esa creación estará inevita-
blemente marcada por unas subjetividades a veces evanescentes, a
veces transitoriamente sólidas y aun beligerantes que proyectarán so-
bre la libreta de apuntes imágenes de sí o contrafiguras de sus “tem-
peramentos personales” y, por otro lado, estará supeditada a una
construcción heteróclita, disgregante, pero obligada a tomar final-
mente forma y consistencia. Ambas determinaciones son éxtimas y
contribuyen a la disolución autoral: los sujetos se manifiestan más en
la elección de textos y enunciados ajenos que en invenciones origina-
les, y el momento integrador tiende a confundir y a disolver “propie-
dades intelectuales” en una textualidad (en una “máquina de guerra”,
diríamos) casi anónima.
Bien entendidos, los hypomnemata ignoran la introspección,
pasan por alto la creencia en una interioridad –en una subjetividad
que hace del “yo” una sustancia- postulada como fuente insoslayable
y verdadera de la escritura de sí, nos recuerdan que todo creador no
es otra cosa que un montajista de ready-mades de inciertos orígenes.
En su uso estoico, los hypomnemata –como los ejercicios de
escritura propuestos por Stanislavski para insertar la subjetividad ac-
toral en una trama que le viene de fuera, que proviene de una autoría
ajena- tienen un costado disciplinante, normalizador. Así como Sé-
neca celebraba el valor ordenador de la lectura, pues ésta remedia “la
agitación del espíritu, la inestabilidad de la atención, el cambio de las
opiniones y de las voluntades” (Foucault 1983 19), el maestro ruso
pedía a sus actores escribir dentro de los estrictos marcos de una línea
argumental previamente adjudicado a Molière.
La trama de Tartufo –o de la obra que se trate- servía así para
acotar la fantasía (esa “loca de la casa” que tiende a dispersarse en
ensoñaciones descabelladas) y encaminarla hacia la imaginación (que,
“como casi todo en la naturaleza”, está gobernada por una lógica y

184
Bye-Bye, Stanislavski?

relativamente anclada en cierta realidad). En otras palabras, la imagi-


nación es, en Stanislavski, un (des)orden imaginario regulado por un
orden simbólico que toma la forma de una narración.

CÓMO CAZAR GATOS NEGROS


EN HABITACIONES OSCURAS

Como se recordará, he cerrado el quinto apartado de este ca-


pítulo con la pregunta sobre las supuestas ventajas de “vivenciar psi-
cofísicamente” (experiencia que no debe confundirse con la perejiva-
nie, claro está) las escenas no-escritas por un determinado autor en
lugar de confiar en su mera evocación imaginaria. Dicha pregunta
había quedado pendiente para recapitular, en el apartado que acaba
de concluir, las fases del método stanislavskiano que esbozaban cier-
tas nociones sobre la imaginación y su disciplinamiento. Pero tal vez
no ha llegado aún el momento de retomar el recorrido que fue tra-
zando la escenificación de Tartufo hasta abordar justamente lo “fí-
sico” de las acciones físicas. Dado que seguimos en la órbita de una
“psicotécnica”, tal vez se me perdone el incurrir en algunas demoras
en torno a lo “psíquico” stanislavskiano, digresiones que estimo im-
prescindibles y que espero sean tolerables para el lector o lectora.
En los manuscritos del Maestro dedicados a la puesta en es-
cena de Otelo (1930-1933), después de aconsejar a sus alumnos sobre
la conveniencia de “leer y escuchar muchos comentarios críticos so-
bre las obras”, a la vez que se aprende “a mantener la propia inde-
pendencia, evitando los prejuicios”, el director les interroga sobre las
sensaciones y recuerdos que les ha dejado una primera lectura del
texto de Shakespeare. Kostia, el alumno-modelo que sigue dando un
tono de novela a los apuntes de Stanslavski, responde:

Hurgando entre mis recuerdos, me doy cuenta de que he


olvidado el comienzo de la tragedia… Pero en este momento
tengo la sensación de que existen en la obra momentos in-
teresantes: un rapto, alarmas, persecuciones. Sin embargo,
185
José Luis Valenzuela

(…) los presiento más bien y no los veo con la vista interior.
Tampoco a Otelo lo percibo claramente en esta parte de la
obra. (…) El primer momento luminoso es el discurso de
Otelo; luego, nuevamente se torna confuso. Tampoco re-
cuerdo su llegada a Chipre, la borrachera y la riña con Casio,
la llegada del general y la escena amorosa con Desdémona;
luego nuevamente surge una mancha luminosa, o más bien
una serie de manchas que se extienden y crecen; más adelante,
una laguna que llega hasta el final. Sólo oigo la cancioncilla
triste sobre el sauce y siento los momentos de la muerte de
Desdémona y de Otelo. Me parece que es todo lo que re-
cuerdo. (Stanislavski 1980 189)

Tras esta evocación deshilachada, Tortsov-Stanislavski ase-


gura a sus discípulos que, a medida que vayan conociendo más la obra
y el papel, esos “momentos sentidos se irán ensanchando y confun-
diéndose entre sí hasta terminar formando una impresión homogé-
nea” (1980 190). Pero, por lo pronto, se trata de fijar las primeras sen-
saciones. Ante la pregunta de Kostia: “¿qué quiere decir fijar?”, Tor-
tsov compara la psiquis con “una cámara oscura con sus ventanas
cerradas; si no fuera por algunas rendijas, reinarían las tinieblas” (1980
189). Y el director ruso agrega que:

si pudiéramos ensanchar algunas de esas rendijas, las manchas


de luz se ampliarían cada vez más, aumentando los destellos
en sus reflejos. Al fin la claridad inundaría todo el ambiente,
desalojando las tinieblas. De este modo se me ocurre el estado
interior del artista luego de la primera lectura de la obra, y su
ulterior conocimiento. (1980 190)

Ante la cámara oscura de los recuerdos –aun de los más re-


cientes-, el procedimiento aconsejado es el de fijar y ensanchar. Queda
claro entonces que tales operaciones son justamente las que Stanis-
lavski confiará a las tres primeras fases del método de las acciones

186
Bye-Bye, Stanislavski?

físicas. En la primera fase (“relatar clara y concisamente la línea argu-


mental de la obra sin verbosidad superflua”), el énfasis está puesto en
la fijación. Al respecto, Toporkov anota que “al principio se nos exi-
gía también un resumen por escrito de los sucesos de la obra” (Topor-
kov 1962 180. El énfasis es mío).
La segunda fase (el paso de la condición de “testigo neutral”
a la de “participante directo en los sucesos”, mediante un relato en
primera persona) y la tercera (improvisaciones sobre “la vida coti-
diana en casa de Orgón” y sobre los hechos relevantes no escritos
por Molière) se proponen ensanchar las zonas de conocimientos, sen-
saciones e impresiones, sin dejar de fijarlos.
De este modo, se advierte que en las tres instancias sobre-
vuela una desconfianza hacia los “contenidos del mundo interior” del
actor, hacia la vaguedad de lo evocable y lo imaginable: es necesario,
por lo tanto, marcar y expandir los recuerdos e impresiones disper-
sos, así como ordenar la fantasía para ponerla al servicio de la obra
en curso. Afianzar sensaciones, precisarlas, extenderlas sin perder el
hilo orientador es justamente la función que se asigna a la escritura en
un sentido amplio. Las prácticas que proponen las tres primeras eta-
pas del método de las acciones físicas son, en consecuencia, variantes
mutuamente complementarias de la escritura de sí que un actor y sus
compañeros emprende en el marco de un proyecto de escenificación
concreto.
Volviendo a la pregunta pendiente del quinto apartado, entre
improvisar las escenas no escritas pero pertinentes a la obra y con-
tentarse con imaginarlas, habría la misma diferencia -respectivamen-
te- que entre el escribir y el recordar en silencio, de manera imprecisa
y fugaz, determinados hechos o situaciones.
Las improvisaciones destinadas a expandir y a rellenar los in-
tersticios de Tartufo para inducir la reconstrucción de su mundo po-
sible es de hecho, inscribir/escribir esas ausencias en el cuerpo de la
escena –tanto en su materia viva como en sus partes inertes-, hacién-
dolo además colectivamente, con lo cual lo inscrito/escrito alcanza

187
José Luis Valenzuela

una dimensión propiamente simbólica. En efecto, tras una práctica su-


ficiente, lo que los cuerpos actorales retienen en sus memorias son
trazos duraderos, como las piezas de una tésera que cada uno con-
serva a modo de prenda de un pacto, a modo de constancia disponi-
ble cada vez que se requiere reconstruir las escenas colectivamente
inscritas/escritas.
Esta escritura escénica, este entretejido de comportamientos
físicos y verbales indefinidamente repetibles por los actores y actrices,
es en suma lo que permite producir los “mundos interiores” de los
sujetos actuantes, y no a la inversa. Así, la interioridad se desustan-
cializa, la “psicología” del personaje se disuelve y la del actor busca
darse consistencia en inscripciones materiales. Las escenas improvi-
sadas, investigadas y registradas en la tercera etapa del método de las
acciones físicas constituyen hypomnemata escritos en la escena y no ya
en cuadernos de notas.
Por otra parte, y en la perspectiva del Maestro, lo escrito o lo
dicho de una manera que atraiga la atención del lector o del oyente,
tienen sobre lo imaginario un efecto inevitablemente expansivo y di-
seminante, pues

es suficiente que les indique un tema para la fantasía y ya co-


menzáis a ver con lo que llamamos visión interior las corres-
pondientes imágenes; a juzgar por las propias sensaciones,
imaginar, soñar, fantasear, significa ante todo mirar, ver con
la visión interior… (Stanislavski 1978 109)

Stanislavski sabe muy bien que los textos –tanto los que se
leen como los que se producen- perturban a los cuerpos. En las notas
en torno a la escenificación de La desgracia de tener ingenio de Alexander
Griboiédov (1916-1920) y de la ya mencionada Otelo de Shakespeare,
el director ruso dedica varios párrafos al “Primer encuentro [con la
obra y] el papel”. Con palabras similares se refiere, en uno y otro caso,
al primer contacto de un actor con el texto:

188
Bye-Bye, Stanislavski?

El reconocimiento es el período preparatorio; comienza


con el primer contacto con el papel, con la primera lectura.
Es un momento comparable al del primer acercamiento de
dos futuros enamorados, amantes o esposos. (…) Las prime-
ras impresiones poseen una frescura virginal, (…) son espon-
táneas e inesperadas, y a menudo (…) penetran libremente en
las honduras del alma del artista, en su profunda naturaleza
orgánica y con frecuencia dejan huellas imborrables; forman
la parte básica, el germen de la futura imagen del personaje.
(Stanislavski 1980 51)

Leyendo los párrafos stanislavskianos es difícil sustraerse a la


idea de que se nos está hablando de una intimidad erótica entre el
actor y la letra, y de los cuidados litúrgicos que tal encuentro de-
manda:
Es imprescindible saber crear en uno mismo ese estado
de ánimo que (…) entreabre el alma para recibir la frescura
de las impresiones vírgenes. Hay que saber entregarse ínte-
gramente a su poder inicial. (…) Pero también hay que crear
las condiciones exteriores, saber elegir el tiempo y el lugar,
(…) sentirse física y espiritualmente animado, preocuparse
porque nada estorbe (…) la libre penetración de esas primeras
impresiones. (1980 52)

Se trata, como se ve, de una ceremonia, y en ella no es un


dato menor que alguien asuma la función de sacerdote-lector, por así
decirlo. El hecho de que una voz dé carnadura a los textos, impone
en éstos un matiz diferente al que tendrían si cada actor los leyera a
solas y en silencio. En las condiciones del ritual de lectura, si bien la
palabra autoral parece interpelar anímicamente al actor, el destino de
la provocación literaria es el cuerpo mismo en tanto que residencia
de pasiones:

189
José Luis Valenzuela

Es importante que el artista encuentre el ángulo desde el


cual pueda juzgar la obra, el mismo desde el cual logró el au-
tor concebirla. Cuando esto se consigue, el artista se siente
atraído por la lectura y le resulta difícil detener el juego de los
músculos de la cara. (…) No puede contener los movimientos
que nacen instintivamente. No puede quedarse tranquila-
mente sentado. Cambia de lugar, procurando estar más y más
cerca del lector. (Stanislavski 1980 53)

La potencia estilística de la letra es para el actor, antes que


nada, una emisaria de Eros. Si la primera etapa del método de las
acciones físicas –aquella que exigía a los intérpretes preguntarse por
el argumento de la obra, por el detalle de los sucesos y por los verbos
que mejor traducen la dinámica y el propósito de las acciones-, si esa
primera etapa, digo, parecía apelar a un cuerpo dispuesto a la activi-
dad consciente, orientada y eficaz, a un cuerpo dueño de sí y de los
instrumentos a su alcance para incidir sobre las situaciones, la se-
gunda fase del método –la que exige escribir desde un compromiso
personal con el argumento- involucra en última instancia al cuerpo eró-
geno del actor y a las pulsiones que lo recorren. Llevado hasta sus úl-
timas consecuencias, el cuidado estilístico a que lo obligan los ejerci-
cios de escritura debería tener sobre su propia carne una incidencia
comparable a la de la voz portadora de las palabras del autor en la
ceremonia del “primer encuentro con el papel”. En todo caso, los
ejercicios de escritura deberían predisponer o anunciar ya un cuerpo
histerizable, susceptible de ser movilizado y aun des-organizado por
la palabra del Otro, un cuerpo capaz de emanciparse aun de la anato-
mía y la fisiología reguladas.
El actor excitado, el que “cambia de lugar”, el que “no puede
quedarse tranquilamente sentado”, pareciera acudir a un llamado del
texto leído en voz alta, como si la palabra escrita y ahora revivida por
una voz convocara e invocara su cuerpo sin encauzarlo en nada útil,
sin dirigirlo hacia una actividad productiva sobre las cosas. Todo ocu-
rre como si al texto le hiciera falta ese cuerpo, pero sólo para jugar
con él, para agitarlo y enardecerlo. Se diría que el texto quisiera hacer
190
Bye-Bye, Stanislavski?

de él su juguete fálico, y que éste quiere ofrecérsele gozosamente


como su objeto radiante y tumescente.
Pero esta conmoción, en caso de darse, es poco duradera.
Tiene la transitoriedad de un entusiasmo imaginario, como cuando
Kostia, tras haber ensayado a solas para su primera prueba en el Tea-
tro de Arte durante “casi cinco horas”, convencido de haber estado
encarnando al más deslumbrante de los Otelos, pasa frente a un es-
pejo ubicado en el vestíbulo de su casa y descubre la triste figura de
un Moro irrisorio. Algo cae, junto con la desentumescencia fálica, y
obliga al aspirante a actor a seguir buscando y, sobre todo, a idear un
entramado –a falta de una técnica aprendida- que dé sostén a lo caído,
reforzando así el escurridizo vínculo entre su cuerpo y un personaje
que es, todavía, pura escritura desencarnada.
Habitualmente el cuerpo excitado ante la primera lectura de
la obra, movilizado por un papel que parece haber sido escrito a su
medida, está animado por una pasión efímera. Aunque Tortsov-Sta-
nislavski reconoce excepciones:

En el arte, como en el amor, el entusiasmo puede estallar


súbitamente. Más aún, puede no sólo engendrar, sino tam-
bién realizar la creación misma. (…) Es una gran suerte que
la fusión del artista con el papel ocurra súbitamente y por ca-
minos ignotos. En este caso se aborda el papel en forma di-
recta e intuitiva, (…) y lo mejor es olvidar por el momento la
técnica, confiándose a la naturaleza creadora. (1980 186)

En una nota al pie del manuscrito citado, el Maestro enfatiza:


“cuando tal milagro ocurre, no queda más que olvidar todo ‘sistema’,
toda técnica, y entregarse a la naturaleza” (190). Más aún, abarcar
“todo el papel o la pieza de una sola vez, por entero”, es la “inspira-
ción” misma. En tales ocasiones, se tiene la impresión de que el actor
y su papel son “tal para cual”, como si hubiese nacido el uno para el
otro. Pero lo más frecuente es que

191
José Luis Valenzuela

efectuada la primera lectura, las más de las veces se imprimían


en el alma y la mente sólo algunos momentos; el resto perma-
nece confuso y hasta extraño al espíritu del actor. Las impre-
siones y algunas sensaciones fragmentadas que persisten con
posterioridad a la primera lectura se vinculan a momentos
dispersos a lo largo de toda la obra, como oasis en un desierto,
como relámpagos en las tinieblas. (Stanislavski 1980 190)

Es justamente para las ocasiones en que la Naturaleza se


niega a obrar favorablemente –lo cual sucede “las más de las veces”-
que debe idearse una técnica y aun enmarcarla en construcciones
complejas tales como la del método de las acciones físicas. Y cabe
postular que la insistencia (técnica) en la precisión de los objetivos,
en la claridad de unas metas que habrán de dinamizar los movimien-
tos actorales hasta darle la consistencia de acciones transformadoras,
es un modo de compensar la evanescencia de las impresiones y la
indeterminación de los objetos que la lectura del texto engendra en
lo imaginario del actor. El cuerpo biológico o cuasi-mecánico inter-
pelado por la técnica de actuación es entonces el reverso de un cuerpo
erógeno movilizado por la letra de un Autor por quien el actor desea
ser deseado. Las impresiones intermitentes y volátiles son marcas que
el texto, autorizado por el Autor que lo respalda, han dejado en el
oscuro cuerpo actoral.
La técnica –y el método, en última instancia- intentan instalar
un hábito psicofísico allí donde el actor, librado a su inspiración aza-
rosa, sólo hubiese hallado “oasis” y “relámpagos” fugitivos, incapa-
ces de dar soportes estables a los comportamientos eficientes y efica-
ces que la escena requiere durante el tiempo de la representación. La
actuación realista aspira, más allá de los fragmentos eventualmente
arrebatados a un incipiente personaje, a capturar una totalidad, a
completar esa máscara fantasmal hasta poder otorgarle la reconocibi-
lidad de un otro-yo. En ese momento, el papel (entidad textual) habrá
devenido personaje (entidad imaginaria) encarnado e inmerso en un
mundo posible dotado de relativa estabilidad.

192
Bye-Bye, Stanislavski?

El tránsito desde un cuerpo actoral que despierta como


deseante ante el llamado de un texto invocante que lo desea, hasta el
investimento de la máscara integral y amoldada que llamamos perso-
naje, pasando por los dispersos encaminamientos del deseo de actuar
atraído por objetos fragmentarios, notables y perecederos, ese trán-
sito, digo, reproduce el itinerario que Freud señalaba en la constitu-
ción infantil de un cuerpo humano irreductible al de la biología. En
ese recorrido de la carne provocada e invocada de manera misteriosa
por un Otro, todo comienza con una inquietud irreprimible. Y Sta-
nislavski se pregunta al respecto:

¿Quién podría explicar por qué razón cierta obra o cierto


personaje le desagradan al actor o éste no los puede lograr,
cuando a todas luces están hechos a su medida? O, al contra-
rio, ¿cómo se explica que otro papel, que aparentemente no
coincide con las condiciones del actor, lo atraiga y éste lo in-
terprete con éxito? Por lo visto, en estos casos existe en forma
oculta algún prejuicio positivo o negativo, fortuito o subcons-
ciente, que crea en el alma del artista tanto lo inconcebible y
maravilloso como lo malogrado. (1980 186)

Al reparar en lo que el texto puede hacerle a la carne, entra-


mos en el terreno del sin-sentido, de lo que escapa al efecto de signi-
ficación en las palabras oídas o leídas, efecto que podría haber dado
respuesta a la perplejidad stanislavskiana. La voz oída, o la voz que
resuena en el cráneo del lector, es un objeto que se incorpora sin ser
asimilado, digerido o significado por quien escucha o lee. Es lo inde-
cible que la palabra conlleva lo que se hace un lugar en el cuerpo
súbitamente animado por lo que escucha.
La voz del texto por primera vez oído canta en la carne del
actor, quien así queda encantado, movilizado, arrojado a una deriva
pulsional que marcará la segunda fase de su recorrido hacia el perso-
naje. Leamos lo que Stanslavski tiene para decirnos:

193
José Luis Valenzuela

¿Por qué razón algunos momentos reviven dentro de no-


sotros, alentados por nuestra sensibilidad, y otros sólo se gra-
ban en nuestra memoria intelectiva? ¿Por qué al recordar los
primeros experimentamos una inquietud inexplicable o nos
invade cierta alegría, cierta ternura, cierta animación, y en
cambio al recordar los otros permanecemos fríos e indiferen-
tes, y nuestras almas callan? (…) más adelante, a medida que
progrese el conocimiento de la obra que hasta ahora sólo fue
comprendida parcialmente, a través de momentos aislados,
esa “luces” se irán ensanchando gradualmente, crecerán, se
vincularán entre ellas y por fin llenarán todo el personaje, tal
como el rayo de sol cuando penetra en la oscuridad por las
pequeñas rendijas (…) y termina por inundar de luz el am-
biente. (1980 54)

Cuando la habitación oscura de una carne que se busca a tien-


tas haya sido bruscamente iluminada por el personaje, el cuerpo ac-
toral será una materia enamorada. Ese cuerpo-del-amor se habrá re-
conocido de pronto en el espejo “de la obra y del papel” que hasta
entonces se le sustraía y le devolvía sólo partes de sí. Salvo cuando
“la Naturaleza hace milagros”, el espejo de la obra y el papel no se
erigirá inicialmente completo y abarcable ante el actor. Tal como in-
siste el Maestro, será necesario resignarse a una conquista y un cono-
cimiento progresivo del texto, pues hay “obras cuya trama es tan in-
trincada o imperceptible que no se deja reconocer de una sola vez,
sino por partes, después de un minucioso estudio anatómico” (1980
55). Este conocimiento, este saber paulatinamente conquistado ex-
cede, claro está, los alcances del intelecto analítico y se va deslizando
entre los pliegues de un verdadero conocimiento carnal.
Ahora bien, el racionalismo de la técnica y del método ven-
dría en auxilio de un actor con dificultades para transitar del cuerpo
pulsional al cuerpo enamorado, de una búsqueda marcada por la in-
termitencia de objetos y líneas de acción borrosos e inconstantes, al
encuentro jubiloso con otro-yo que se le ajusta al actor como si le
hubiese estado destinado desde siempre.
194
Bye-Bye, Stanislavski?

Pero, ¿sería la técnica capaz de garantizar por sí sola ese paso


decisivo? En este trayecto eminentemente edípico, ¿son la técnica y
el método una compañía confiable o es que la “naturaleza subcons-
ciente” habrá de reservarse la carta de triunfo o de definitiva derrota?
Los textos stanislavskianos dejan entrever con insistencia la irresolu-
ción de esta duda o más bien delatan una franca inclinación hacia la
segunda respuesta que admite la pregunta.
Si he retrasado estos párrafos en la descripción de los avatares
del encuentro entre el cuerpo actoral y el texto escrito es porque,
como fácilmente se habrá adivinado, tales vicisitudes podrían aclarar
lo que he intentado decir cuando he definido la dramaturgia de la
escena como la programación de un encuentro erótico entre los ar-
tistas y los espectadores. Esa dramaturgia, una vez trazada y puesta
en marcha, debería provocar e inquietar a los cuerpos distribuidos en
la platea de una manera análoga al modo en que la letra podría per-
turbar la carne del actor y conducirlo luego hasta el final de un periplo
jalonado de sobresaltos, tensiones, obstáculos y goces compensato-
rios en que la provocación debería sostenerse hasta el final. (El uso
del potencial en los verbos se debe, claro está, a que lo programado
bien podría fallar, puesto que lo Real está siempre en juego).

CÓMO ABRIR SENDEROS EN LA NIEBLA

No debe extrañarnos si la primera fase del método de las ac-


ciones físicas subraya la exigencia de exponer la línea argumental de
la obra “escuetamente”, “sin verbosidad superflua”, simplemente
contestando la pregunta: “¿qué aconteció?, ¿qué sucedió en tal o cual
pasaje de la obra?”. Verbos precisos para designar acciones o propó-
sitos, sustantivos exactos para nombrar objetos u objetivos, y conec-
tores nítidos entre unos y otros es lo que el actor necesita para resca-
tar y definir unas impresiones borrosas e intermitentes, para circuns-
cribir las huellas todavía confusas de unos primeros contactos con el
texto. La precisión solicitada en el análisis de las acciones pretende
así pertrechar al actor para que afronte la intemperie demandante de
195
José Luis Valenzuela

la escena, a falta de lo cual ese campo de fuerzas le sumiría en vacila-


ciones y desconciertos.
Se diría que el Maestro hubiese leído a Freud cuando éste
explicaba, en 1915, que la imagen de un objeto ausente formada en
la conciencia se nos aparece como una representación-objeto (Objek-
tvorstellung) en la que convergen una representación-cosa (Sachvorste-
llung), es decir la investidura de huellas mnémicas derivadas y más o
menos distanciadas de la imagen de la cosa misma, y una representa-
ción-palabra (Wortvorstellung) mucho más inequívoca. Dicho de otro
modo, para que algo se nos represente como objeto en la conciencia,
es necesario que confluyan la imagen relativamente difusa de una
cosa, un hecho o un suceder y la palabra que designa claramente esa
entidad o suceso más o menos borroso.
Hecha esta distinción, el padre del psicoanálisis escribe que

De golpe queremos saber ahora dónde reside la diferencia en-


tre una representación consciente y una inconsciente. Ellas
no son, como creíamos, diversas transcripciones de un
mismo contenido en lugares psíquicos diferentes, ni diversos
estados funcionales de investiduras en el mismo lugar, sino
que la representación consciente abarca la representación-
cosa más la correspondiente representación-palabra, mientras
que la inconsciente es la representación-cosa sola. El sistema
Inconsciente contiene las investiduras de objeto primeras y
genuinas. El sistema Preconsciente-consciente nace cuando
esa representación-cosa es sobreinvestida por el enlace con
las representaciones-palabra que le corresponden. (Freud
1984 197)

Estamos cerca de entender a qué se refería Stanislavski cuando


proclamaba que la “psicotécnica” era una vía hacia lo subconsciente
a través de la conciencia.
Podemos decir, por lo pronto, que las dos primeras fases del
método de las acciones físicas son procedimientos de asignación de
representaciones-palabra a las representaciones-cosa inducidas en los
196
Bye-Bye, Stanislavski?

actores por la primera lectura de un texto-de-autor. En la primera


fase, esa asignación tiene lugar a través del trazado de la línea dura
del encadenamiento lógico-causal de los sucesos y, en la segunda, la
asignación cobra el aspecto de las líneas flexibles que cada actor traza
para capturar los aspectos (fragmentarios) que ha logrado retener de
su papel.
En la tercera etapa del método, la fijación de impresiones e
imágenes mediante la improvisación de escenas no escritas por el au-
tor, tiene el carácter de una “escritura en la materia escénica”, por lo
cual cumplen la misma función simbolizante que las representacio-
nes-palabra. Las líneas duras y flexibles engendradas en las tres pri-
meras etapas del método, en sus entrelazamientos, sus superposicio-
nes y sus relevos, configuran la dimensión del saber en un dispositivo
de representación realista como el concebido por el maestro ruso.
La última frase de la cita freudiana, referida a que el “sistema
Inconsciente” (lo que muy groseramente equipararíamos al subcons-
ciente o Naturaleza stanislavskianos) contiene “las investiduras de
objeto primeras y genuinas”, resuena en las reiteradas advertencias
del director del Teatro de Arte de Moscú sobre la importancia del
primer encuentro del actor con su papel. Esas impresiones originarias
serán la materia prima indispensable para las construcciones discur-
sivas que más tarde sobrevendrán en el trabajo actoral. Vale la pena
subrayar la palabra “trabajo”, pues la primera lectura del texto no sólo
invoca al sujeto lector/oyente, sino que lo pone a trabajar, tanto en el
nivel de su comprensión consciente de lo que el texto refiere como
en el plano de sus asociaciones no-conscientes.
De manera general, podría decirse que la estabilización de las
sensaciones “primeras y genuinas” que pudo haber dejado en el actor
el “primer encuentro con la obra y el papel” es un proceso de escritura:
recordemos que el Maestro pedía “un resumen por escrito de los su-
cesos de la obra” (primera parte del método) y que exigía “aparte del
relato oral, la exposición por escrito” y en primera persona de las
“caprichosas vicisitudes” del papel (segunda fase del método). Y esa
escritura debe entenderse aquí como un encadenamiento de marcas

197
José Luis Valenzuela

significantes –en el papel, pero sobre todo en la memoria actoral-, de


nominaciones registradas, de designaciones precisas de las cosas ima-
ginables y de las acciones actuales o virtuales que tales cosas habrían
suscitado en el actor. La tercera fase del método, concebida como un
rellenado de los tramos argumentales y de las descripciones inevita-
blemente faltantes en el texto del autor, tiende al trazado de una es-
critura corporal, de un conjunto de marcas articuladas en la “memoria
psicofísica” del actor y no solamente en su volátil imaginación.
Una tarea escritural como la de improvisar en torno a los epi-
sodios faltantes de la trama podría prolongarse indefinidamente, a
menos que se establezca un criterio de suficiencia. De hecho, el pro-
pósito de esta tercera fase del método es el de contribuir a la cons-
trucción y al afianzamiento de las circunstancias dadas en que habrá de
evolucionar el actor. Recordemos que, al ser interrogado sobre esta
noción clave del Sistema, el maestro ruso propone una definición ex-
tensiva e incompleta:

La fábula de la obra, sus hechos, acontecimientos, la


época, el tiempo y el lugar de la acción, las condiciones de
vida, nuestra idea de la obra como actores y régisseurs, lo que
agregamos nosotros mismos, la puesta en escena, los decora-
dos y trajes, la utilería, la iluminación, los ruidos y sonidos, y
todo lo demás que los actores deben tener en cuenta en su
creación. (Stanislavski 1978 92)

Como puede verse, las “circunstancias dadas” stanislavskia-


nas tienen algunos componentes materializables y otros solamente
imaginables (siendo lo imaginario un efecto de los “enunciados de
creencia” o “si mágicos” que el actor se formula a sí mismo y que
articula con los “si mágicos” de sus compañeros), conformando un
conjunto al que siempre podríamos añadirle un elemento más. Dicho
de otro modo, las circunstancias dadas constituyen un dispositivo –o
bien un “subdispositivo” dentro del dispositivo de representación
realista- y, como tal, comprende cosas y enunciados, ingredientes que
pertenecen tanto al orden de “lo dicho como [de] lo no dicho”, para
198
Bye-Bye, Stanislavski?

retomar aquí las palabras de Foucault. Por lo pronto, advertimos que


en la cuasi-definición stanislavskiana desembocan las tareas prescrip-
tas en las tres primeras fases del método de las acciones físicas. Tales
trabajos metódicos aportarán –de manera iterativa y siempre perfec-
tible- buena parte de las cosas y los enunciados que componen las
circunstancias dadas.
Por otra parte, las circunstancias dadas poseen un aspecto
sincrónico y una dimensión diacrónica. En tanto que sincronía, con-
forman un marco objetivo para los comportamientos escénicos del ac-
tor en un momento dado de la representación teatral. La “objetivi-
dad” de este marco debe entenderse aquí como un grado de consis-
tencia tal que un actor pueda entrar y salir de él como si se tratara de
un recinto habitable. Esta posibilidad de entrar y salir implica que el
actor es a la vez protagonista y observador respecto del marco que
definen las circunstancias dadas.
En tal sentido, este marco es comparable a las escenas fan-
tasmáticas que los pacientes de Freud describían “desde fuera” aun-
que no era difícil inferir que siempre desempeñaban un papel dentro
de ellas. Para el psicoanálisis, un fantasma tiene una fuerte cualidad
visual (siendo asimismo enunciable) apta para escenificar un deseo
inconsciente a la vez que protege al sujeto de dicho deseo.
De manera similar, el actor construye sus circunstancias da-
das a partir de los restos (esas impresiones tan genuinas como fuga-
ces) persistentes tras “el primer encuentro con la obra y el papel”,
experiencia en que, en el mejor de los casos, el actor se habría sentido
deseado por la obra leída. La exposición al texto autoral bien pudo ha-
ber entrañado una pasión peligrosa, pues, más allá de cierto punto, la
maquinaria textual podría haberlo tragado, es decir podría haber abo-
lido, en un irreversible deliro psicótico, la prudente distancia entre el
yo actoral y alguno de los personajes de la trama.
De esta manera, las circunstancias dadas, construidas con las
marcas de ese deseo riesgoso pero apuntaladas por procedimientos
conscientes (por una “psicotécnica”) como los indicados en la pri-
mera fase del método, funcionarían como un marco defensivo que,

199
José Luis Valenzuela

al modo del fantasma lacaniano, detiene la caída en el deseo del Otro


como una película que se fija justo antes de un fotograma insoporta-
ble para el espectador.
Pero las circunstancias dadas, a diferencia del fantasma
freudo-lacaniano, no pueden permanecer en una inmovilidad repeti-
tiva, sino que deben desplegarse según una línea continua y evolutiva,
indicada por la fábula o trama del texto del autor. El argumento de la
obra se muestra así divisible en un gran número de unidades de ac-
ción enmarcadas por las correspondientes configuraciones sincróni-
cas de las circunstancias dadas. En cada unidad-marco, un objeto-
meta orienta el comportamiento del sujeto actuante, mientras otros
objetos, enunciados y condiciones allí presentes, dentro de ese mismo
marco, pueden servirle de instrumento para alcanzar la meta señalada.
Reencontramos así, como se puede notar, el consejo con que
se abre el séptimo capítulo de El trabajo del actor sobre sí mismo: “una
obra (…) no se puede abarcar de un solo golpe. Por eso hay que
dividirla en trozos mayores. (…) Si [un] trozo resulta demasiado
grande, hay que dividirlo en otros más pequeños. (…) [Y] si el trozo
es duro, hay que darle sabor agregando algún invento de la imagina-
ción” (1978 166) que enriquezca las circunstancias propuestas por el
autor.
En cada trozo, es el verbo que define el comportamiento del
sujeto actuante respecto de cierta meta parcial, lo que establece los
límites de la unidad narrativa. Tortsov ejemplifica:

[Luego de despedirse de unos amigos, por ejemplo], ten-


drá que preguntarse “¿qué estoy haciendo?” “Vuelvo a casa”.
Esto significa que el retorno a casa es el primer trozo princi-
pal. Durante el regreso, sin embargo, hubo paradas. Se detuvo
a mirar escaparates. En esos momentos usted ya no cami-
naba, sino que permanecía en un lugar y hacía otra cosa. Por
eso, mirar el escaparate será para nosotros un nuevo trozo
independiente. Después prosiguió su marcha, es decir retomó
el primer trozo. Finalmente llegó a su habitación y se desvis-
tió. Este fue el comienzo de un nuevo trozo del día. Cuando
200
Bye-Bye, Stanislavski?

se acostó y empezó a pensar, comenzó otro trozo. (…) [Estos


cuatro trozos], juntos, crean un objetivo más amplio. Volver
a casa. (Stanislavski 1978 168)

Pero además de este criterio gramatical, de forma, en cada


trozo el artista debe ser capaz de hallar “un objetivo creador” que no
siempre será detectable a primera vista y con el cual el sujeto actuante
debe entablar una relación amorosa (“es preciso amar el objetivo y
saber hallar su acción correspondiente” [173]), es decir que son los
deseos del propio actor los que deben ser movilizados por unos pro-
pósitos que, en principio, incumben sólo a su futuro personaje. De
allí que el Maestro subraya que “los objetivos correctos (…) serán los
del artista mismo como ser humano, análogos a los objetivos del pa-
pel” (163).
Esta última exigencia habrá de despertar suspicacias frente a
ciertos anhelos que el texto prescribe para el personaje, metas inob-
jetablemente claras en el papel, pero incapaces de pulsar las fibras
íntimas del intérprete. Ello motivará quizá incontables improvisacio-
nes, análisis y discusiones en las que, nuevamente, cada actor será a
la vez observador y participante de sus propias escenas. Como explica
Stanislavski-Tortsov,

un nombre acertado, una designación que define la esencia


interior del fragmento es su síntesis, su extracto. Para conse-
guirlo, hay que “macerar” el trozo, como si fuera una infu-
sión, extraer su esencia interior, cristalizarla y buscar para el
cristal el nombre correspondiente. (…) En la elección del
nombre se encuentra el objetivo mismo. Una denominación
correcta, que determina la esencia del fragmento, descubre el
objetivo que encierra. (1978 177)

Y ese objetivo debe poder formularse como un verbo que im-


pulse al sujeto a “una acción (psicofísica) compleja”.

201
José Luis Valenzuela

La diacronía de las circunstancias dadas se muestra, así, como


una secuencia de unidades o trozos narrativos animados por objeti-
vos parciales que, al modo de vectores colineales o de flechas de lon-
gitud y grosor diversos, apuntan todos “al centro principal, a la capi-
tal, al corazón de la obra, hacia el objetivo esencial del autor y del
actor, que elabora uno de los papeles” (1978 320). Y en los primeros
párrafos del capítulo XV de El trabajo del actor sobre sí mismo, Tortsov-
Stanislavski declara: “De ahora en adelante convendremos en llamar
a este fin esencial, que moviliza todos los elementos de la actitud del
actor en su personaje, el superobjetivo de la obra. (1978 320. El énfasis es
del autor)
Algunas páginas más adelante, Stanislavski nos ofrece uno de
los pocos dibujos que cabe hallar en la copiosa producción teórica y
narrativa que integra la colección de sus obras traducidas al caste-
llano. A manera de explicación de sus grafos, el Maestro señala que

Lo normal es que todos los objetivos sin excepción y sus bre-


ves líneas de la vida del personaje se dirijan a un lugar deter-
minado, común a todos, esto es, al superobjetivo. (…) [Si ese
superobjetivo faltara], la acción central o axial [estaría] des-
truida, la pieza se [habría] dividido en fragmentos dispersos
en varias direcciones, y cada uno de sus partes estaría obligada
a existir por sí sola, fuera de la totalidad. (Stanislavski 1978
328-329)

Estas frases sugieren que el “superobjetivo” es una instancia


reguladora, no alojada en ningún trozo particular de la trama, sino
que irrigaría a todas ellas desde un más allá suprasegmentario. Desde
esa posición, el superobjetivo previene ante cualquier cuerpo extraño
que los actores o el director pudiesen estar tentados de intercalar en
la línea de acciones bajo la excusa de promover “la iniciativa perso-
nal”, la creación desde “el yo oculto” del artista, “la posibilidad de
renovar un arte envejecido”, quebrando así mortalmente “la espina
dorsal de la obra”. Queda así al descubierto la función primaria del
superobjetivo, a saber, la de poner un freno a las veleidades del deseo
202
Bye-Bye, Stanislavski?

(“tendencias momentáneas” las llama el Maestro) de los actores o del


director para privilegiar de ese modo el deseo autoral.
Cualquiera de las unidades que componen la “línea continua
de acción”, habiéndose edificado la mayoría –o buena parte- de ellas
sobre los trazos dejados por el acontecimiento de la primera lectura
de la obra en los cuerpos y las memorias actorales, bien podría haber
sido arrastrada, en la “asociación libre” de las improvisaciones, a las
“zonas ocultas” de las subjetividades de sus participantes, des-enca-
denándose así de la línea dura argumental. Asimismo, el director, alar-
deando “modernidad”, pudo haber “incorporado por la fuerza un
aspecto accidental o extraño al contenido” (1978 330) del texto dra-
mático. En cualquier caso, estas líneas de fuga habrían ejercido vio-
lencia sobre “el superobjetivo orgánicamente vinculado a la obra y a
su acción central” (1978 329), pues esa “organicidad” –en un sentido
biologicista- es inherente a la noción stanislavskiana del superobje-
tivo:

Así como del grano nace la planta, de una idea o senti-


miento particular del creador brota su obra. Sus ideas, senti-
mientos y sueños recorren como un hilo rojo toda su vida y
lo guían durante la creación. Le sirven de base, y de ese ger-
men brota su producción literaria; juntamente con sus penas
y alegrías, constituyen el motivo por el cual toma la pluma.
Transmitir todo este material espiritual es el objetivo principal
del espectáculo. (1978 320)

A través de los ensayos de la obra, alcanzar ese “germen crea-


dor” y resonar con él es la aspiración suprema de los intérpretes dis-
puestos a escenificar las palabras del autor, pues “los grandes propó-
sitos vitales de esos genios llegan a ofrecer un objetivo emocionante
para la labor del actor y a arrastrar todos los diversos elementos de la
obra y del papel” (1978 321). Consecuentemente, “hay que contar
con un superobjetivo que corresponda a lo que ha concebido el autor,
pero que ineludiblemente tenga eco en el alma del actor mismo”

203
José Luis Valenzuela

(1978 322). El intérprete debe recordar permanentemente, sin em-


bargo, que “del superobjetivo nació la obra del escritor, y hacia él
debe dirigirse la creación del artista” (325).
Pero, ¿hasta qué punto es accesible ese germen creador auto-
ral? En El trabajo del actor sobre su papel, Stanislavski cita “un caso rela-
cionado con Chejov”:

Éste concibió primeramente un personaje pescando; a su


lado, alguien se bañaba. Luego apareció una persona a la que
le faltaba un brazo; más adelante se descubre que es muy afi-
cionado al juego de billar. Después vislumbró una amplia
ventana abierta por la que se introducían en la habitación las
ramas de un cerezo en flor. Más adelante ésta se transformó
en todo un jardín de cerezos, que le sugería a Chejov reminis-
cencias de una bella pero inútil vida que se iba extinguiendo
en Rusia. ¿Dónde está la lógica, la relación y la analogía entre
el jugador de billar al que le falta un brazo, la rama del cerezo
en flor y la futura revolución rusa? En verdad, son insonda-
bles los caminos del arte. (1980 191)

Estamos, como cualquier psicoanalista advertiría, ante la con-


sabida tensión entre un texto manifiesto (“todo un jardín de cerezos,
que le sugería a Chejov reminiscencias de una bella pero inútil vida
que se iba extinguiendo en Rusia”, mientras despuntaba “la futura
revolución”) y un texto latente (“el jugador de billar al que le falta un
brazo”, “alguien que se baña”, “un personaje pescando”, “la rama del
cerezo en flor” …) que Freud estableciera en su texto fundacional
sobre La interpretación de los sueños (1900).
El “germen creador”, por lo tanto, está hecho de la misma
estofa que los sueños o, de manera más general, esa semilla nos mues-
tra la misma constitución que una “formación del inconsciente”. Di-
cho en el vocabulario stanislavskiano, aquello que

da al superobjetivo su peculiar e inasible atracción, que excita


de diferentes modos a cada uno de los intérpretes de un
204
Bye-Bye, Stanislavski?

mismo papel (…), inadvertidamente sentimos (…) que está


oculto en el plano del subconsciente. El superobjetivo debe
estar estrechamente unido a ese plano. (Stanislavski 1978 322)

Ante la imposibilidad de acostar a Chejov –o a cualquier otro


autor muerto- en un diván para proceder –freudianamente- a desen-
trañar el “texto latente” de su escritura publicada, al actor stanis-
lavskiano sólo le queda la piedra de toque de la “peculiar e irresisti-
ble” atracción de una obra (obra que siempre será un “texto mani-
fiesto”) sobre su “organismo psicofísico”: si su voluntad y sus emo-
ciones se ven convocadas y excitadas por las escenas leídas o impro-
visadas en los ensayos, habrá para él indicios de una comunión pro-
funda con el superobjetivo del autor.
Pero dado que, según el Maestro, las “fuerzas motoras de la
vida psíquica” integran un triunvirato, no basta con “el deseo (la vo-
luntad)” y “la emoción (el sentimiento)” (1978 320), sino que es tam-
bién necesario “el intelecto (la mente)” para atacar con eficacia “el
centro principal, la capital, el corazón de la obra”. El superobjetivo
deberá asumir un aspecto mucho más civilizado que el de una “for-
mación del inconsciente” en estado puro para ser aceptable a una
razón pre-psicoanalítica. Por ello Tortsov-Stanislavski ofrece a sus
alumnos ejemplos de superobjetivos mucho más dóciles, aptos para
que la mente racionalista los descubra en el “texto manifiesto” de la
obra:

Dostoievski estuvo buscando toda su vida al diablo y a


Dios en el hombre, y esto es lo que lo impulsó a escribir Los
hermanos Karamázov. Así pues, la búsqueda de Dios es el supe-
robjetivo de esta obra. Lev Nikoláievich Tolstoi pasó toda su
vida luchando por su propia perfección y muchas de sus
obras nacieron de la simiente que era su superobjetivo. Anton
Chejov combatía lo trivial de la vida burguesa y soñaba con
una vida mejor. La lucha por ésta y su aspiración de alcanzarla
son el superobjetivo de gran parte de lo que escribió. (1978
321)
205
José Luis Valenzuela

Con esta reducción del superobjetivo a lo que una crítica ra-


zonable y humanista podría decir sobre los motivos de un autor, ve-
mos completarse la función de vigilancia otorgada por Stanislavski a
esta noción clave de su Sistema. Desde el punto de vista formal, esa
instancia suprasegmentaria impone a la línea de acción una continui-
dad y una coherencia tales que garanticen la circunscripción de un
único mundo posible en el plano del contenido de la representación.
Por otra parte, el superobjetivo asegura el efecto edificante que se
espera del espectáculo, tanto sobre el público receptor como sobre
sus realizadores.
Las líneas (éticas) de subjetivación del dispositivo de representa-
ción realista se degradan así en líneas de moralización, lo cual hace del
realismo no sólo una poética del reconocimiento (el mundo posible uni-
tario desplegado por la obra será siempre equiparable a la “realidad”
habitada por el lector/espectador, sea por la vía de la mimesis directa
o por la vía de la alegoría), sino también, como lo he indicado más
arriba, una poética de la consolación: no importa cuántas desdichas y
catástrofes atraviese una vida individual o colectiva, pues la excelsitud
de unos valores inamovibles harán de toda crisis una oportunidad y
de toda derrota un aprendizaje.
El dispositivo de representación realista –y no sólo en su ver-
sión stanislavskiana- termina así reprimiendo las potencias locas de
los deseos autorales, actorales y directoriales en aras de la “función
social” intrínsecamente pedagógica asignada al teatro, lo cual apenas
disimula su tarea voluntaria o involuntariamente disciplinadora por la
vía de la redención.

CÓMO CONVIVIR CON SEIS TIGRES

Una nota al pie de página en el capítulo XV de El trabajo del


actor sobre sí mismo hace referencia a una discrepancia entre dos reali-
zadores realistas: a la observación del mayor de los Coquelin según la
cual no debe haber para el espectador otro papel que el de ser un
receptor (pasivo y complacido) de la obra, Stanislavski responde: “En
206
Bye-Bye, Stanislavski?

el arte de usted, el espectador es espectador. En mi arte, se vuelve un


testigo involuntario y partícipe de la creación; se introduce en lo más
denso de la vida que transcurre en la escena y cree en ella” (1978 324).
Si bien el Maestro está pensando en el espectador en tanto
persona de carne y hueso, sabe que, desde la perspectiva del actor,
ese “testigo partícipe” se funde en un anonimato que lo transforma
cualitativamente. Disolviéndose en un Público -esa entidad colectiva
a la vez deseada y temida por el intérprete-, la participación crédula y
comprometida de ese espectador de ninguna manera le está asegu-
rada. El actor stanislavskiano medianamente dotado –desprovisto
por lo general del carisma natural de los divos- podrá trabajar con
denuedo en la conquista y preservación de esa adhesión huidiza, pero
ese Público no es una objetividad que pueda enfrentarse y moldearse
como una “materia psicofísica” más o menos dúctil, sino que, en
tanto que Orden Simbólico, es un conjunto de reglas que se imponen
a quien pretenda instrumentarlo.
Si en las tres primeras etapas del método de las acciones físi-
cas el Público -particularmente en su faz de Público Simbólico- ha
sido una causa eficiente, tan silenciosa como determinante en la cons-
trucción sincrónica y diacrónica de las circunstancias dadas que ha-
brán de sostener al actor en su desempeño escénico, en la cuarta fase
del método es el espectador tangible, el testigo participante en su
deseante concreción corporal, quien oficiará de involuntario co-crea-
dor de “la vida en la escena”. Cabe señalar que ese espectador carnal
es una referencia actuante e influyente sobre la representación, aun
cuando no se halle efectivamente presente ante el actor.
Después de un largo período de improvisaciones en torno a
episodios no escritos, los juegos actorales conducidos por el Maestro
empiezan a introducirse en “los acontecimientos pintados en la co-
media de Molière”. De esta manera, los objetivos del primer “trozo”
a abordar se formulan en estos términos: “La Señora de Pernelle, la
madre del dueño de casa, encolerizada, abandona la casa ostentosa-
mente; los familiares asustados tratan de detenerla” (Toporkov 1962
184). Los actores y actrices debían acometer la escena prescindiendo

207
José Luis Valenzuela

de “decorados” y sin “usar el texto molieriano”, recuerda Toporkov.


Pero el primer intento sólo cosecha reprimendas del director:

No están actuando; están diciendo palabras. (…) Pero a


mí, en este caso, no me importan las palabras sino la conducta
física. (…) Si aquí hay un escándalo, es con todas las de la ley.
Si se lucha, se lucha a brazo partido. No es un partido de aje-
drez, sino un match de box. Entonces, ¿qué hay aquí, en la
línea de la acción física? Definan su conducta. ¿Qué cosa
puede arrastrarlos, entusiasmarlos? (1962 184-185)

A continuación, Stanislavski ilustra su observación con una


imagen alegórica en la que muchos lectores podrán ver al maestro
ruso como un precursor de la antropología teatral de Eugenio Barba:

Imagínense una jaula con tigres enfurecidos, listos para


despedazar en cualquier momento al domador si éste no los
ataja con su mirada. El domador lee la intención de cada uno
de los tigres en sus ojos, y la reprime en su raíz antes de que
se convierta en acción. Si alguno de los tigres hiciera una ten-
tativa de atacarlo, el domador tendría que contraatacarlo a la-
tigazos, hasta que la fiera se escapara con el rabo metido entre
las patas. Tengan en cuenta que en la jaula hay cinco o seis
tigres y no uno solo, y que cada uno de ellos espera la mínima
distracción del domador para hacer el salto fatal. Bueno, a ver,
¿cómo actuarían ustedes en estas circunstancias? (1962 185)

El párrafo precedente es de una excepcional riqueza. Por una


parte, retomamos aquí la cuestión del gesto como supresión metonímica
de lo que, de otro modo, hubiese sido una acción completamente
desplegada: el descuartizamiento del domador por los (cinco o seis)
tigres es, en efecto, la acción virtualmente contenida en los merodeos
y los desplazamientos cautelosos de las fieras. La carnicería queda
suprimida y embutida, digámoslo así, en la actitud y la mirada alertas
del artista circense.

208
Bye-Bye, Stanislavski?

Volvemos al gesto en tanto que acción abortada, digo, pero


no ya en su función significante –es decir como movimiento a ser
leído como un “mensaje” que se dirige a un receptor cualquiera- sino
sobre todo como “bomba de tiempo”, como energía (dynamis) a duras
penas contenida en un cuerpo, energía que promete restallar ence-
guecedoramente en cualquier instante. Al compartir la jaula no con
uno sino con cinco o seis tigres, todo el cuerpo del domador debe ser
un gran ojo tenso, dinámicamente inmóvil y en control de un perí-
metro de (a menos) trescientos sesenta grados.
Por otra parte, si el espectador ha de “introducirse en lo más
denso de la vida que transcurre en la escena”, es claro que, dejando
de ser mero testigo y “lector” de una situación que transcurre a dis-
tancia, ingresa empáticamente en la misma jaula del domador y los
tigres, siendo así interpelado corporalmente por lo que está a punto de
suceder, y ya no sólo en un nivel intelectual o emotivo. Las pulsiones
espectatoriales entrarán en juego de la misma manera que se movili-
zaban en las excitadas graderías del circo romano. Y en virtud de los
juegos de espejos que toda identificación propone, las miradas de los
espectadores serán, para el domador, portadoras de otras tantas ace-
chanzas felinas. De este modo, en la alegoría stanislavskiana subyace
un fantasma fundamental y primero del oficio del actor, un fantasma
definitorio de lo que he venido llamando Público Real: en toda sala
de teatro, por más civilizada y culta que ésta sea, persiste un Circo
Romano con su intacta e insaciable sed de sangre. Como bien lo pre-
sentía Tadeusz Kantor, la muerte está en el subsuelo de toda teatrali-
dad.
El trance de vida o muerte del domador nos aclara asimismo
el modo en que debe funcionar el “si mágico” stanislavskiano. No se
trata de un simple “como si” disparador de un fantaseo sin conse-
cuencias prácticas, del mismo orden que los guiones más o menos
delirantes que cotidianamente murmuran en nuestras cabezas sin al-
terar la “normalidad” de nuestras conductas sociales. Como sostiene
Franco Ruffini en su artículo “El sistema de Stanislavski”,

209
José Luis Valenzuela

es necesario ante todo adiestrar la mente del actor (…) para


construir exigencias [el subrayado es del autor] (…), es decir es-
tímulos a los cuales el cuerpo no puede dejar de reaccionar adecua-
damente [el subrayado es mío]. (…) La mente del actor no
debe limitarse a crear un “contexto” lógico, motivador y emo-
cionante para las reacciones [del actor]. Necesita que ese con-
texto funcione como si fuese [el subrayado es del autor] una exi-
gencia real. (…) En ese punto, el contexto de justificaciones
racionales, volitivas y emotivas se vuelve una “verdadera y
propia exigencia. En este punto, la reacción, aun sin desarro-
llar un movimiento, ya es activa. (Barba y Savarese 2007 178)

Y para Ruffini, una presión que funcione para el actor en es-


cena “como una exigencia real”, “debe ser compleja, interiormente
contrastada [es decir internamente contradictoria] y dinámica. Es de-
cir, debe conformarse a esas situaciones que, en la vida cotidiana, son
situaciones excepcionales o, mejor aún, situaciones extremas”. (2007
178)
Si bien el “si mágico” es comparable a la “denegación” (Ver-
neinung) freudiana o aun a la “renegación” (Verleugnung) que Octave
Mannoni resume en la fórmula “ya lo sé, pero aun así…” (“Sé muy
bien que esta es una silla desvencijada, pero aun así es un trono”, por
ejemplo), la alegoría stanislavskiana sobre la jaula poblada de tigres
nos hace pensar que cierto “contexto” ficcional (ciertas “circunstan-
cias dadas”) sólo provocarán en el actor respuestas físicas (y no mera-
mente imaginarias o “mentales”) en la medida en que su “como si”
exagere las cosas (en la jaula hay cinco o seis tigres, y no uno solo…)
pintándolas como “extremas”, perentorias, imposibles de ignorar.
“En ese punto, la reacción, aun sin desarrollar un movi-
miento, ya es activa”, dice Ruffini, y leemos en la crónica de Topor-
kov la desconcertante invitación del Maestro a actuar sin desplegar
su “energía en el espacio” (energeia):

Les ruego a todos que busquen un ritmo interior sin le-


vantarse de sus asientos…, un ritmo furioso, enloquecedor,
210
Bye-Bye, Stanislavski?

que se exprese a través de una serie de acciones pequeñísimas.


(…) Ustedes no pueden dominar el método de las acciones
físicas si no dominan el ritmo. Pues toda acción física está
ligada a un ritmo que la caracteriza. (1962 185-187)

Y este “ritmo interior” suele traducirse en adjetivaciones: “los


‘perturbados parientes’, durante ‘esta agitada consulta’, servían de coefi-
ciente rítmico en el cual debíamos actuar” (1962 188. El énfasis es del
autor) la escena en que Orgón “irrumpe en la habitación con un con-
trato matrimonial en la mano” (188).
A continuación, la crónica de Toporkov desarrolla en varios
párrafos el modo en que el despotismo stanislavskiano traza sus lí-
neas de poder entre las líneas de saber desplegadas por sus actores y
actrices, para tejer así las mallas del dispositivo de representación.
Luego de un primer intento de improvisar en torno al momento en
que Orgón se dispone a obligar a su hija Mariana a convertirse en la
esposa de Tartufo, el director les reconviene: “Cuando en escenas de
esta índole el actor empieza a razonar, ‘nosotros nos vamos a resistir’,
‘nosotros haremos esto y lo otro’, etc., estos razonamientos debilitan
la voluntad. No razonen: resístanse” (1962 188).
Pese a que Toporkov y sus compañeros juzgan que en los
primeros abordajes “la escena, realmente, no nos salía tan mal” (189),
la reprimenda cae sobre ellos y Stanislavski rechaza de inmediato esos
resultados: “¿Qué es lo que están representando? ¿Una agitada con-
sulta? Un loco furioso armado de cuchillo recorre la casa buscando a
la hija para degollarla, y ustedes se consultan agitadamente” (189).
Como podemos ver, el “principio de exageración” de las circunstan-
cias dadas lleva a sustituir el contrato matrimonial por un cuchillo, el
matrimonio por un crimen sangriento y a “Orgón-enamorado-de-
Tartufo” por un loco armado.
Ante el desconcierto de la troupe, el Maestro ejemplifica el tra-
tamiento hiperbólico que debe darse a las circunstancias dadas:

211
José Luis Valenzuela

Hay que salvar una persona y no hacer consultas. (…)


¿De dónde puede irrumpir el loco? Toda la atención de uste-
des para esta puerta, y ni siquiera para la puerta, sino para el
picaporte. Al mismo tiempo, devánense los sesos buscando
dónde esconder a Mariana, discutan, armen escándalo sin ol-
vidar, ni por un instante, el objeto principal: el loco que reco-
rre la casa armado de un cuchillo. Cuando abra la puerta ya
será tarde. Al primer movimiento de picaporte, Mariana ya
tiene que estar escondida para que Orgón no alcance a sos-
pechar que ella puede estar allí. Bueno, vamos a ver cómo van
a actuar. (1962 189)

La improvisación fracasa nuevamente a los ojos del director,


y éste propone entonces un paso al límite en las circunstancias dadas:
se trata ahora de eliminar, en su definición, todo enunciado descrip-
tivo, reteniendo sólo los verbos y los componentes materiales que
dan forma a la situación. En esta reducción liminal, los “si mágicos”
prácticamente habrán desaparecido, obligando a los intérpretes a
“reaccionar en primera persona”, por así decirlo:

Está bien, olvídense de la obra… aquí no hay nadie…


No están ni Orgón, ni Mariana, no hay nadie. Sólo están us-
tedes y ahora vamos a actuar. Toporkov sale al pasillo y se
pone a cierta distancia de la puerta. Todos los que quedan en
esta habitación tratan de adivinar dónde está Toporkov. El
juego es así: nadie de los presentes puede cambiar de lugar
hasta que no empiece a moverse el picaporte, pero no bien
éste se ponga en movimiento hay que esconder a Mariana, sea
donde sea, pero hay que hacerlo antes de que se abra la puerta
y Toporkov irrumpa en el cuarto. En una palabra, él no debe
darse cuenta de dónde han escondido a Mariana. A su vez
Toporkov, al entrar, debe decir sin titubear dónde está ella
escondida. Si no lo puede decir, pierde, si lo dice, perdieron
ustedes. (1962 189)

212
Bye-Bye, Stanislavski?

Tras varios intentos en los que Toporkov ganaba la partida


descubriendo siempre el escondrijo de Mariana, “poco a poco los
participantes del juego entraron en calor, (…) pero yo también to-
maba mis medidas”, de modo que “el juego nos absorbió hasta tal
punto, que nos olvidamos (…) del mismo Stanislavski”. El Maestro,
“que seguía nuestro apasionado juego como los entusiastas siguen un
partido de fútbol” (190), finalmente recompensa a los actores:

Esto ya no es teatro. Es una acción real y viva, la autén-


tica atención, el verdadero interés. Es lo que les exijo en esta
escena. (…) Después de la experiencia de hoy, ya pueden
comprender cuál es la base de la conducta física de esta gente.
(…) En cada ensayo deben buscar esta misma atención, este
mismo dinamismo, verdad y ritmo. (…) Excluyan de su aten-
ción al espectador, hagan como si no existiera para ustedes.
(…) Esta es una ley escénica. (1962 190)

Aunque el párrafo comienza con la declaración “esto ya no


es teatro”, pues el director ruso utiliza peyorativamente esa palabra
en un contexto de críticas a las actuaciones falsas, es claro que lo que
Toporkov y sus compañeros acaban de hacer en la escena se enca-
mina precisamente en la dirección del “teatro de la vivencia” buscado
por Stanislavski. La frase con que se inicia el párrafo debe entonces
completarse de esta manera: “esto ya no es teatro de representación”.
La última cita condensa tal vez la esencia del método y la ra-
zón de su nombre: la ejecución acabada de las acciones físicas su-
pone, en el límite, la caída de todo “como si” o “si mágico”, en la
medida en que este recurso da muestras de retener a los actores en el
territorio protector del cliché, enemigo de toda actuación vivencial,
desde la perspectiva del Maestro.
La “soledad escénica” que Stanislavski exige, el olvido del es-
pectador, es de hecho una estrategia para poner a los actores fuera
del alcance del Público Imaginario y neutralizar así al Público Real,

213
José Luis Valenzuela

aunque el Público Simbólico continúa trabajando, más silenciosa-


mente que nunca, en las consignas radicales que el director lanza so-
bre sus discípulos para obtener de ellos la “acción real”.
El olvido del espectador “en persona” es entonces la condi-
ción en que el Público Simbólico encuentra su vía libre para efectuar
su labor silente en tanto que reservorio de un saber-hacer heredado
que rehúye la psicología como causa eficiente de la actuación: “Ten-
gan en cuenta que no se puede recordar y fijar los estados anímicos,
pero sí la línea de las acciones físicas; [se trata de] fijarla y hacer que
se vuelva aprehensible, familiar” (1962 191), subraya el maestro ruso
mientras propone dejar de lado un recurso tan capital en su Sistema
como lo es el “si mágico” (lo cual no implica descartar definitiva-
mente esa herramienta, sino simplemente reservarla para cuando el
actor imaginativo deba enfrentar circunstancias dadas menos peren-
torias).
La intervención causal del Público Simbólico sobre la actua-
ción se torna así más evidente a medida que el dispositivo de repre-
sentación se vuelve más austero, a medida que sus componentes ma-
teriales ganan fuerza en detrimento de los enunciados que lo integran,
a medida que lo no-dicho o lo no-decible se impone sobre lo dicho
o lo enunciable, y vemos justificarse el regaño que había proferido
Stanislavski en los primeros ensayos de Tartufo: “Ustedes no están
actuando; están diciendo palabras”.
Aun en este grado cero de la representación, no es que los
actores y las actrices, obligados a atenerse a las cosas y a las acciones,
limitando sus elocuencias a la palabra-acción, se entreguen a un juego
instintivo en que el subconsciente –es decir la Naturaleza- despliega su
muda sabiduría. Puesto que el resultado de las improvisaciones es tea-
tro (“verdadero teatro” para el director ruso, es decir “acción real y
viva”) y no una libre efusión lúdica, relativamente catártica, aunque
formalmente débil, lo que sostiene esta práctica es una instancia éx-
tima, de origen socio-histórico pero internalizada, in-corporada como
“segunda naturaleza” a través del hábito o entrenamiento.

214
Bye-Bye, Stanislavski?

En la “escena del contrato matrimonial” referida por Topor-


kov, la incidencia del Público Simbólico sobre las actuaciones está
mediada por la observación atenta de Stanislavski, de modo que los
intérpretes pueden “olvidar la técnica” junto con el correlativo olvido
de los espectadores y del “como si” ficcionalizante. Pero lo que el
actor olvida no desaparece, sino que se transfiere al entorno receptor:
son los observadores quienes siguen imaginando dentro de un marco
ficcional; es el director quien garantiza que la forma de la escena sea
adecuada y precisa. Es por ello que he afirmado más arriba que el
Público sigue trabajando, aunque el actor crea estar en la más com-
pleta “soledad escénica”.

NO SABES LO QUE TIENES


HASTA QUE TE OBLIGO A MOSTRARLO

Al comenzar sus crónicas sobre los ensayos de Tartufo bajo la


conducción stanislavskiana, Vasily Toporkov narra un episodio que,
más allá de su “tinte humorístico”, permite entrever una estrategia de
trabajo con los actores tan “típica de Stanislavski” como inusual y
desconcertante en la época en que el Maestro la practicaba.
Cierto joven dramaturgo había confiado su “obra primeriza”
al Teatro de Arte de Moscú y contemplaba, fascinado, la manera en
que los actores ensayaban sus escenas. En el transcurso de una de
ellas, y para sorpresa del escritor, Stanislavski interrumpió su desarro-
llo exclamando: “¡Horroroso! ¿Y esto es una escena de amor? Esto
significa: todo para ella. Haga lo que haga, lo hace todo para ella. ¿Me
entiende?” (Toporkov 1962 165). De inmediato y aún irritado, el di-
rector pidió a los utileros del teatro que llevaran una bicicleta al esce-
nario, dejando perplejo al novel autor. Tras indicar al intérprete que,
trepándose a la bicicleta, se ponga a andar en círculos alrededor de su
pretendida, Stanislavski subraya: “Pero tiene que hacerlo para ella,
¿entendido? Solamente para ella”. –“Es que… yo… no sé andar en
bicicleta”, respondió el galán, ante lo cual la insistencia del Maestro

215
José Luis Valenzuela

fue inapelable: “Pero por ella tiene que saberlo” (1962 166. El énfasis
es del autor).
En estas pocas frases se resume lo esencial de una pedagogía
stanislavskiana indisolublemente entrelazada con el esfuerzo creador
de los actores y no ya con la mera transmisión de un conocimiento
predigerido. Pero no se trata de un procedimiento excepcional en la
práctica del director ruso. Más aún, puede pensarse que su Sistema
entero es convocado por situaciones de ensayo como la relatada por
Toporkov: además de un texto previamente escrito y de un entorno
material que dé sostén al comportamiento de los actores, tenemos,
por una parte, al menos un cuerpo actoral incapaz de cumplir una
tarea escénica que se le demanda (“no sé andar en bicicleta… nunca
lo supe”) y, por otra parte, una voz de orden inflexible (“Pues, por ella
tiene que saberlo. ¡A ver! Hágame el favor…”).
Casi podríamos asegurar que el actor interpelado hubiese pre-
ferido que se le pidiera hacer algo en lo que ya fuera hábil y con lo
que hubiera podido lucirse sin mayores esfuerzos. Por un lado, una
“materia psicofísica” y una “materia textual” estacionarias, predis-
puestas a reposar en sus propias inercias y, por el otro, una tarea pe-
rentoria y desproporcionada respecto de las destrezas que aquella ma-
teria viva posee o imagina poseer.
Digo que todo el Sistema es convocado por esta breve im-
provisación escénica porque el intento de cumplir la tarea impuesta
inaugura de inmediato una batería de preguntas sobre los caminos
que el cuerpo actoral tendría para salir del paso. Y en el marco del
realismo propugnado por Stanislavski, las respuestas a esa interroga-
ción podrían darse quizá en términos de “concentración de la aten-
ción”, “relajación de los músculos”, “unidades y objetivos”, “fe y sen-
tido de la verdad”, “fuerzas motrices internas”,… pero queda claro
que todos estos recursos se vuelven impotentes ante la magnitud del
desafío. Debo completar mi afirmación, por lo tanto: el Sistema es
aquí convocado para hacerlo estrellar contra una roca. La situación
no es muy diferente a la de Francis Bacon atacando su propia obra
apenas se insinúa en ella un atisbo de figuración.

216
Bye-Bye, Stanislavski?

Muchos años después de la muerte de Stanislavski, Eugenio


Barba consignaba en sus “Apuntes para perplejos” la existencia de
un procedimiento que él denomina “la técnica de la botadura y del
naufragio” y que se formula en estos términos: “Hay que proyectar
el propio espectáculo, saberlo construir y pilotear hacia el remolino
donde éste, o se estrella o se ve obligado a asumir una nueva natura-
leza: significados no pensados anteriormente, que sus propios autores
observan como enigmas” (Barba 1992 68).
Donde Barba ha escrito “espectáculo” hay que entender,
claro está, cualquier producto del propio oficio que haya alcanzado
esa solidez y consistencia que nos haría verlo como concluido, ce-
rrado sobre sí mismo y atesorable, en caso de que nos satisfaga. El
“espectáculo” puede ser, consecuentemente, una obra teatral, un sis-
tema pedagógico, un personaje “bien construido” o cualquier otro
resultado de nuestro trabajo que nos enorgullecería exhibir pública-
mente. Es precisamente ese vástago admirable lo que el maestro ita-
liano nos aconseja llevar hasta el ojo del huracán y ponerlo ante la al-
ternativa férrea de recrearse o reducirse a polvo. Se trata de una ma-
niobra de des-identificación con los propios logros, diríamos, donde
aquello que nos llenaba –es decir, lo que parecía darnos una plenitud
satisfecha- es entregado al vacío angustiante que siempre estuvo ace-
chando detrás de los espejos del socius.
Si nos atenemos a las afinidades epistémicas de Eugenio
Barba, diríamos que en su consejo sacrificial subyace una observación
termodinámica que Ilya Prigogine, premio Nobel de química en 1977
y atento lector de la filosofía contemporánea, expresa como la “crea-
tividad” de la que es capaz un sistema que se aleja irreversiblemente
de su estado de equilibrio (piénsese en el “espectáculo” ya logrado y
estabilizado, puesto ahora en el “remolino”). Prigogine observa que

cuando en vez de desaparecer, una fluctuación aumenta den-


tro de un sistema más allá del umbral crítico de estabilidad, el
sistema experimenta una transformación profunda, adopta

217
José Luis Valenzuela

un modo de funcionamiento completamente distinto, estruc-


turado en el tiempo y en el espacio, funcionalmente organi-
zado. (Prigogine 1997 89)

En tales condiciones acontece un proceso de auto-organiza-


ción del sistema, calculable sólo en la medida en que, re-estabilizado
por las interacciones con el medio, “los estados hacia los que un sis-
tema puede evolucionar son finitos en número” (1997 91). Dicho de
otra manera, más allá del “umbral crítico de estabilidad” o “punto de
bifurcación”, y suponiendo que el sistema no sucumbe, a éste no le
espera la libertad de asumir una infinidad de formas y funciones po-
sibles, sino que sólo algunas de tales configuraciones serán sustenta-
bles en el tiempo, sólo algunas serán compatibles con las exigencias
y condiciones del medio ambiente que entorna al sistema.
El traslado de un “recorte de realidad” desde su medio origi-
nario hasta otro que le es ajeno y especialmente hostil, suele ser la
causa más frecuente de perturbaciones internas que superan el um-
bral o punto de bifurcación del sistema. (Por ejemplo, un individuo
se “histeriza” al verse de pronto expuesto a unas miradas escrutado-
ras y naufraga en el “pánico escénico”).
Si el sistema es un espectáculo teatral diríamos que, aun
cuando ciertos “remolinos” puedan someterlo a “fluctuaciones am-
plificadas, gigantes” que lo inunden de indeterminación, los especta-
dores a que tarde o temprano estará destinada la nueva configuración
espectacular, operan como un medio-ambiente estabilizador que ad-
mite (es decir, aplaude) unas “soluciones” posibles del sistema y des-
carta (es decir, abuchea) otras. El conjunto de las soluciones plausi-
bles que la escena teatral ha encontrado y decantado a lo largo de su
historia para responder a las demandas y fluctuaciones de los variados
públicos que la han deseado y desafiado a través de los siglos con-
forma, como el lector o lectora ya habrá podido entrever, ese Público
Simbólico cuyos componentes son objeto de la transmisión pedagó-
gica del oficio teatral.
Puede parecer objetable extrapolar una descripción termodi-
námica a un campo que concierne a individuos o grupos humanos,
218
Bye-Bye, Stanislavski?

pero los argumentos de Prigogine pueden rastrearse como marcas de


agua en no pocos intentos de restaurar ese puente entre Naturaleza y
Cultura que el pensamiento liberal había creído derribar definitiva-
mente entre los siglos XVI y XVII. Esta operación disyuntora fue un
temprano objeto de crítica en el pensamiento de Friedrich Nietzsche,
por ejemplo, y este filósofo encuentra en la noción de “voluntad de
potencia” un modo de volver a ligar la Vida en todas sus manifesta-
ciones con el orden artificial humano y no-humano.
Es sabido que esta expresión nietzscheana se ha prestado a
toda clase de apropiaciones totalitarias, comenzando por la de la her-
mana del pensador, Elisabeth Forster-Nietzsche, promotora de la re-
cepción póstuma de los fragmentos de Der Wille zur Macht, obra que
el filósofo dejara inconclusa. Es costumbre traducir esa Wille zur
Macht como “voluntad de poder” o “voluntad de dominio”, facili-
tando así apresuradas lecturas derechizantes de un concepto extre-
madamente complejo. Es preferible seguir el ejemplo de los comen-
taristas franceses, que suelen entender la palabra Macht como “poten-
cia”, dándonos de ese modo la oportunidad de subrayar no sólo la
connotación pujante y beligerante de la expresión, sino también sus
resonancias en tanto que posibilidad que precede a un acto, pudiendo per-
manecer momentáneamente inmanifiesta.
La voluntad de potencia es así, en el pensamiento nietzs-
cheano, un puro empuje al acrecentamiento, un dinamismo ciego y
primordial que tiende a “ser aún más”. Este afán por una existencia
acrecentada insiste en todo ser vivo y por lo tanto es pre-psicológico,
carece de finalidad consciente y, para algunos autores, anticipa la no-
ción freudiana de pulsión. La voluntad aquí aludida es una pujanza que
busca anexar lo otro del propio ser y que Nietzsche veía ya ejempli-
ficada en la ameba que tantea su ambiente con sus seudópodos. (La
pulsión freudiana sería, de manera similar y en términos míticos, un
empuje tendiente a la imposible recuperación del cuerpo materno
perdido en el momento de nacer).
La voluntad de potencia escapa a toda psicología puesto que
carece de percepción interpretante y de intención dirigida hacia un

219
José Luis Valenzuela

propósito identificable o prefigurable, y podríamos decir que, en


cambio, una “voluntad de poder” supondría una conciencia que cree
saber quién es su adversario, dónde está y cómo intentar sojuzgarlo.
Puesto que la voluntad de potencia se sitúa más acá del sen-
tido y de la finalidad del querer, su pleno despliegue se advierte
cuando el ser vivo abandona una condición estable para salir de sí,
arriesgándose a perder su individuación en cierta indiferenciación
pre-óntica. Es esta vocación potente la que disuelve la vieja máscara
dionisíaca en un caos del que el dios emergerá con una nueva identi-
dad, y es también la desconcertante “técnica de la botadura y del nau-
fragio” que Eugenio Barba señala como un modo de acceder a lo que
él denomina “el anonimato del vacío” y que concibe como “las ganas
de encontrase a sí mismo y perderse” (1992 67).
La forma emergente del naufragio, aunque determinada por
las condiciones del nuevo entorno, será cualitativamente distinta de
la forma antes destruida por la voluntad de potencia. En un terreno
propiamente humano, habría que referirse quizá a una “autodestruc-
ción sacrificial” en la que, al abandonar un puerto seguro, el sujeto
pierde su psicología (la voluntad nietzscheana no es ese supuesto timonel
interno que lleva nuestras conductas hacia sus metas) o, más bien,
procede a un derrocamiento de sí que lo desamarra de sus previas iden-
tificaciones para que su deseo atraque en nuevos puertos (o en nue-
vos “espectáculos”).
Puede decirse que esta destitución del Yo, aun con la angustia
que entraña para la “psicología de la persona”, tiene un costado eman-
cipador. Y tropezamos aquí con una palabra al gusto de los seguidores
de Jacques Rancière. En El maestro ignorante, Rancière relata la expe-
riencia de Joseph Jacotot, profesor de retórica que, en la segunda dé-
cada del siglo XIX, enseñaba el idioma francés en Lovaina a unos
holandeses sin conocer la lengua de estos últimos. Se valió entonces
de la versión bilingüe del Telémaco de Fénelon para que los aprendices
trataran de escribir, en francés, un comentario sobre lo leído. Los
resultados de la prueba fueron sorprendentes, dada la inicial ignoran-

220
Bye-Bye, Stanislavski?

cia de la lengua de Fénelon por parte de los alumnos. Jacotot apos-


taba a que era suficiente con la autoridad del maestro indicando una
tarea a simple vista imposible para los encargados de realizarla, para
que estos últimos pudieran aprender por sí mismos aun aquello que
el maestro ignoraba.
En lugar de entender la pedagogía como la transmisión de un
saber de una inteligencia a otra, Jacotot aventuraba la idea de que la
relación pedagógica es una confrontación de voluntades. Si la ense-
ñanza tradicional, “explicativa”, esconde una voluntad de poder del en-
señante –como lo ha mostrado Lacan en su matema del “discurso de
la Universidad”-, la docencia de Jacotot tendía a despertar la voluntad
de potencia del alumno, a condición de que éste se comprometa pro-
fundamente con un trabajo para el cual se juzgaba carente de herra-
mientas. Cabe insistir en que los resultados obtenidos con los alum-
nos holandeses superaron toda expectativa y ellos pronto dominaron
la lengua francesa. En esto consiste la emancipación de un discípulo o
de un practicante que no está determinado por los prejuicios de quien
demanda una respuesta tangible, evaluable y precisa en un dominio
específico.
Encontramos en Stanislavski una pedagogía con estas mis-
mas características emancipadoras desde el momento en que aparta-
mos la mirada de su paciente construcción de un Sistema y de un
Método para el aprendizaje y la práctica de la actuación, y atendemos
en cambio a esos episodios en que el Maestro lanzaba una consigna
de trabajo “escandalosa”, supuestamente fuera del alcance del saber
técnico de sus aprendices. Ya hemos recorrido los efectos de una or-
den de trabajo alborotadora y controversial al detenernos en el primer
capítulo de El trabajo del actor sobre sí mismo para seguir a Kostia en sus
intentos a la vez intrépidos y vacilantes de encarnar a un Otelo plau-
sible. Y, como sabemos, el día de la prueba el principiante logró des-
lumbrar a sus compañeros, a los docentes y al público invitado con
una escena ensayada desde su supuesta ignorancia del arte del actor.
De manera similar, cuando los alumnos de la escuela del Tea-
tro de Arte de Moscú comienzan el segundo año de clases dispuestos

221
José Luis Valenzuela

a aprender, de manera sistemática, la “composición externa e interna


del rol”, Tortsov-Stanislavski les arroja el desafío de construir, en po-
cos días, un personaje a partir de un elemento de vestuario cualquiera
y de mostrar el resultado ante un público ad hoc. Apenas formulada la
consigna, cundieron nuevamente el asombro, la protesta y la discu-
sión entre los aprendices; sobrevinieron asimismo jornadas de “ago-
nía creadora” sembradas de desalientos y entusiasmos hasta que, el
día señalado para mostrar logros o fracasos, Kostia volvió a pasmar
a sus pares y pedagogos improvisando un contrapunto con Tortsov
desde la figura ficticia de un crítico de teatro (Valenzuela 2011 15-63)
De hecho, Stanislavski alternaba una pedagogía “explicativa”
con momentos en que se asumía como un “maestro ignorante” a la
espera de que sus alumnos lo sorprendieran con impensadas respues-
tas a sus provocaciones. Si la enseñanza metódica y sistemática apun-
taba a iluminar progresivamente el no-saber de sus alumnos, la for-
mulación de “consignas imposibles” se proponía movilizar en ellos
un saber no-sabido –o, mejor dicho, un saber no-articulado-, una ignota
competencia que, sin embargo, aguardaba un reto ineludible para
darse a luz.
Hay entonces una relación pedagógica unidireccional en que
el enseñante disipa poco a poco las tinieblas de un no-saber, en que
el maestro asiste a la indigencia del aprendiz, y hay, por otro lado, una
confrontación de dos voluntades de potencia en que fulgura de
pronto un saber-no-sabido hasta entonces oculto para todos. Tal es
la emancipación en juego en esta “pedagogía del escándalo” que recorre
vigorosamente las líneas de subjetivación del dispositivo de representa-
ción realista de Stanislavski.

CÓMO CONVERTIRSE
EN UN SÁDICO ADMIRABLE

Quien haya leído el primer volumen sobre El trabajo del actor


sobre sí mismo, seguramente recordará el “ejercicio del prendedor” re-
latado en el tercer capítulo del libro. Tortsov había pedido a una de
222
Bye-Bye, Stanislavski?

las alumnas del grupo, Malolétkova, que subiera a escena, causando


el terror en la aspirante a actriz. Nos cuenta Kostia que

la muchacha se mostró terriblemente asustada. Me hizo re-


cordar un cachorro por el modo en que se lanzó a correr por
el piso encerado. Al final la alcanzamos y la llevamos ante
Tortsov, que reía como un niño. Ella se cubría el rostro con
las manos y murmuraba apresuradamente: -¡Oh, queridos, no
puedo! ¡Tengo miedo! (Stanislavski 1978 78)

Obviemos la fuerte tentación de reconocer aquí al Padre dés-


pota de la horda primitiva presentada por Freud en Tótem y tabú, y
avancemos en los propósitos de Tortsov-Stanislavski, quien “sin te-
ner en cuenta la agitación de la muchacha” y ante el bloqueo de ésta,
“la tomó del brazo y, sin decir palabra, la llevó a escena”. La consigna
era simple: “Se levanta el telón y usted está sentada en la escena. Sola.
Sigue sentada, y nada más… Por fin baja el telón. Eso es todo.” (1978
78). Como era de prever para quienes frecuentan los talleres de ac-
tuación, Malolétkova se creyó obligada a llenar ese tiempo muerto
con una proliferación de movimientos que no hacían otra cosa que
dar una salida sintomática a las ebulliciones de su cuerpo sobreexci-
tado:

La muchacha miró hacia el público, pero se volvió de


inmediato, como cegada por la claridad. Luego empezó a
cambiar de posición, sentándose de un modo, después de
otro, adoptando poses absurdas, echándose hacia atrás en el
asiento, inclinándose hacia uno y otro lado, estirando sin ce-
sar sus cortas faldas y mirando atentamente algo en el piso.
(1978 79)

Advertimos aquí la histerización de un cuerpo que quizá


tiende a transformar la caja vacía de la escena en un espacio atestado
de clichés, como hubiésemos podido anticipar si trasladáramos a este
caso las afirmaciones de Deleuze sobre Francis Bacon. Pero no son

223
José Luis Valenzuela

los estereotipos tranquilizantes los que vienen a rescatar a la alumna,


sino que su carne se nos muestra primariamente traspasada por la
angustia. Ante tanto “movimiento vacío” y tras algunos avances re-
sultantes de la incorporación de un partenaire escénico para Malolé-
tkova, Tortsov propone unas circunstancias dadas bastante más com-
plejas:

La madre de usted ha quedado sin empleo y por consi-


guiente sin ingresos; no tiene siquiera algo que vender como
para pagar el curso en la escuela teatral; así, pues, mañana us-
ted será expulsada por falta de pago. Pero una amiga de usted
acude en su ayuda y, a falta de dinero, trae un prendedor con
piedras preciosas, el único objeto de valor que posee. Su no-
ble actitud la ha conmovido, pero, ¿cómo aceptar ese sacrifi-
cio? Vacila, se niega. Entonces su amiga prende la joya en una
cortina y sale al corredor. Usted la sigue. Ahí ocurre una larga
escena de persuasión, negativas, lágrimas, agradecimientos.
Por fin acepta el sacrificio; su amiga se va y usted vuelve a la
habitación en busca del prendedor. Ahora bien, ¿dónde está?
¿Tal vez entró alguien y se lo llevó? En la casa hay muchas
personas, y esto es posible. Empieza una búsqueda cuidadosa,
llena de nerviosidad. Suba al escenario. Yo pincho el prende-
dor, y usted lo busca en uno de los pliegues de la cortina.
(Stanislavski 1978 81)

Luego de abrírsele esta larga pista de despegue para sus “si


mágicos”, Malolétkova ofrece, ahora sí, su pródigo repertorio de cli-
chés en lo que Stanislavski seguramente habrá calificado de “pésimo
teatro de la representación”:

Corrió hacia el proscenio, luego retrocedió, se tomó la


cabeza con ambas manos, retorciéndose de espanto… En se-
guida se lanzó hacia el otro lado, tomó la cortina y la agitó
desesperadamente, y escondió en ella su cabeza. (…) Al no
encontrar [el prendedor], volvió detrás de los bastidores,

224
Bye-Bye, Stanislavski?

apretándose convulsivamente el pecho con las manos, lo cual


representaba lo trágico de la situación. (1978 81. El énfasis es
mío)

Diríamos, a partir de esta descripción no del todo exagerada,


que no basta con precisar unas circunstancias dadas y con que una
actriz (o un actor) se diga a sí misma “creo en ellas” o “si mi madre
se hubiese quedado sin empleo y si yo fuese mañana expulsada por
falta de pago, entonces…”, etc., no basta, digo, con estos enunciados
movilizadores del imaginario subjetivo para sostener una actuación
decente, aun cuando, tras su intento, la intérprete hubiese alcanzado
una satisfacción superlativa: “Malolétkova bajó rápidamente del es-
cenario hacia la sala, con el aire de una triunfadora. Tenía los ojos
brillantes, y el rubor cubría sus mejillas.” (1978 81) La actuación no
es, pues, una cuestión de psicología o de una conciencia imaginativa
dominando un cuerpo.
Ante la pregunta de Tortsov sobre lo que había sentido en su
improvisación, la aspirante a actriz responde con una felicidad exal-
tada, aunque confiesa haberse olvidado de buscar el prendedor que
el director supuestamente había pinchado entre los pliegues de la cor-
tina. Tratando de reparar su omisión, Malolétkova regresa al escena-
rio de un salto y, en ese instante, el Maestro lanza su estocada: “Sepa
usted que si encuentra el prendedor está salvada y puede seguir asis-
tiendo a la escuela; si no lo encuentra, todo terminó: será expulsada.”
(82)
Obsérvese la astucia perversa que, en su perfecta ambigüe-
dad, trasunta la frase pronunciada: ¿acaba Tortsov de interpelar a la
estudiante de teatro verdadera, la que debe salir airosa de la prueba
escénica a que está sometida, o a la estudiante de teatro ficticia, aque-
lla cuya madre ha perdido su empleo? Este enunciado indecidible
parte en dos a la alumna, como si un rayo de palabras la hubiese de
pronto separado de sí misma:

225
José Luis Valenzuela

El rostro de ella se puso serio. Clavó los ojos en la cor-


tina y empezó a revisar de un modo cuidadoso y sistemático
todos los pliegues.
Esta vez la búsqueda se realizaba de otra manera, con un
ritmo incomparablemente más lento, y todos estaban con-
vencidos de que la chica no perdía el tiempo en vano, que
estaba sinceramente emocionada y preocupada.
-¡Por Dios, dónde está! ¡Se perdió! –decía con voz apa-
gada -¡No!– exclamó con desesperación y perplejidad después
de haber revisado todos los pliegues de la cortina. (1978 82)

Cabe aclarar que, para completar su estrategia perversa, Tor-


tsov no había enganchado el objeto valioso en la cortina, nunca tuvo
siquiera la intención de hacerlo. De esta manera, se aseguraba de que
las tribulaciones de la discípula no tuvieran un desenlace rápido y
tranquilizador: “Su rostro reflejaba alarma. Estaba como petrificada,
clavando la vista en un punto fijo. Nosotros la observábamos conte-
niendo la respiración.” (1978 82)
El problema actoral planteado por Franco Ruffini, es decir el
de ser capaz de crear en el escenario una “exigencia de reacción”,
halla aquí una torsión inesperada y crucial. Descartando la alucina-
ción, como bien previene Stanislavski, ¿cómo logra el actor un estado
de autosugestión suficiente como para creer su propia mentira y tener
una “respuesta real” frente a una provocación ficticia? Nuevamente,
no es una cuestión de psicología ni de alteración controlada de las
propias percepciones; no se sale, por esas vías, del “como si” repre-
sentacional, tan proclive a una actuación prefabricada. Lo que nos
muestra el ejemplo del “prendedor extraviado” es que el problema
de Ruffini no se resuelve en el plano de las cosas ni en el halo imagi-
nario que las envuelve, sino en el nivel de la enunciación de una con-
signa.
Vemos, en este ejercicio característicamente stanislavskiano,
hasta qué punto es decisiva la justeza ambivalente de la frase pronun-
ciada por Tortsov, hasta qué punto es determinante su delicado y bru-

226
Bye-Bye, Stanislavski?

tal efecto de sentido, para desencadenar en Malolétkova una “actua-


ción verdadera”. ¿Puede entonces el propio actor ser “perverso con-
sigo mismo”, por así decirlo, o es que la intervención de un Otro
inapelable es aquí decisiva en la formulación de un “enunciado de
creencia” capaz de causar en el actor una “acción real”?
Es en una enunciación como la que acaba de revelarnos Sta-
nislavski donde puede trazarse el corte exacto entre el Maestro y el
Director en el marco del dispositivo de representación realista. Es
aquí donde tiene lugar una separación de aguas, un clivaje de funcio-
nes que ya se venía insinuando cuando, en el apartado precedente,
señalé la diferencia entre la “pedagogía explicativa” y la “pedagogía
escandalosa” practicadas por el maestro ruso: cuando Stanislavski
deja de ser un docente sabio para asumirse como maestro ignorante,
con la dosis de perversión que ello acarrea, transita de hecho del lugar
del Maestro al del Director.
Por otra parte, vemos despuntar en la “actuación verdadera”
de Malolétkova, el preciado estado que el director ruso llama perejiva-
nie: aunque por motivos diferentes, teníamos a la actriz y a los espec-
tadores en vilo, como fuera del tiempo y del espacio de la “realidad
transcurrente”, dejando unos y otros de ser quienes eran hasta unos
segundos antes… La diferencia cualitativa entre una (sobre)actuación
representacional y la “vivencia” buscada por Stanislavski aparece con
toda nitidez en la subsecuente evaluación del ejercicio:

-¡Extraordinario!- dijo Tortsov a media voz. (…) -


¿Cómo se siente ahora, después de buscar otra vez?- preguntó
a Malolétkova.
-¿Qué cómo me sentía?- su voz era desfalleciente. –No
sé, estuve buscando- contestó después de una pausa de vaci-
lación. (1978 82)

Durante la búsqueda, la sala teatral, con sus compañeros-es-


pectadores, habían desaparecido para ella, la propia Malolétkova ha-
bía desaparecido para sí misma…, sólo el prendedor –imposible de

227
José Luis Valenzuela

encontrar, puesto que se trataba de un objeto ausente, definitiva-


mente perdido, a los fines prácticos-, sólo el prendedor existía. Tam-
poco había la aplicación consciente de una técnica, ni un juicio sobre
la corrección o la impropiedad de sus comportamientos escénicos.
Tal como sucedía en “la escena del contrato matrimonial”, estudiada
páginas atrás, la actriz no estaba conscientemente sostenida por un
Público Simbólico –que le hubiese acercado unas “herramientas de
actuación-, y el Público Imaginario –encarnado en sus compañeros-
había desaparecido para ella; sólo el Público Real ejercía sus poderes,
gobernando ese cuerpo perturbado desde un fuera-de-escena inde-
terminado.
Cabe reiterar aquí lo dicho acerca de la improvisación en
torno al “loco armado con un cuchillo”: el Público Simbólico y el
Público Imaginario no se habían esfumado, sido que sus efectos se
habían transferido a Tortsov-Stanislavski y a los compañeros expec-
tantes en la sala, respectivamente. En virtud de esta transferencia, el
primero observaba la impecabilidad técnica de la actuación y los se-
gundos creían ver en el escenario a la pobre estudiante convertida en
la hija de una desempleada.
Bajo el influjo exclusivo del Público Real, lo producido en el
escenario, la actuación de Malolétkova, era el goce de un cuerpo que la
aspirante a actriz ya no podía llamar “propio”:

-Es verdad, esta vez usted buscaba. ¿Y qué hacía la pri-


mera vez?- [interrogó Tortsov].
-¡Oh! ¡La primera vez! Estaba emocionada, sentía terror-
recordó con entusiasmo y orgullo, y sus mejillas se encendie-
ron.
-¿Cuál de sus dos estados en la escena le resultó más
agradable? ¿Antes, cuando se agitaba y desgarraba los pliegues
de la cortina, o ahora, cuando los examinaba con más calma?
-Por supuesto, cuando buscaba por primera vez el pren-
dedor. (82)

228
Bye-Bye, Stanislavski?

Dicho con el vocabulario freudiano, el segundo intento de


búsqueda había arrastrado a Malolétkova más allá del principio de placer
y más allá de su psicología, de su conciencia de sí, hasta el punto de no
saber qué había sucedido mientas su máscara social de “tímida-y-di-
ligente-alumna-de-Tortsov” se hallaba disuelta. La segunda vez, algo
se había producido en el escenario sin que nadie pudiera reclamar su
propiedad, como sí había podido hacerlo la alumna cuando, en su
primer intento, había disparado hacia sus espectadores una salva de
gestos vacíos.
Esa potencia que llevó a Malolétkova más allá de sí misma,
esa movilización pulsional, esa voluntad de la que no fue dueña, la
había arrojado en el campo del goce, fuera de los placeres que se pres-
tan a descripción. Sin embargo, la aspirante a actriz había preferido
su primer desempeño escénico, pues el segundo le había parecido
indiscernible de un sufrimiento que nada tenía que ver con las sensa-
ciones que ella esperaba de “la felicidad de actuar”.
Cerrada ya la fisura por donde había ingresado el Público
Real, ese correlato del acontecimiento de la perejivanie que durante
unos minutos mantuvo en vilo a la alumna y a sus compañeros, el
Público Imaginario vuelve a hacerse oír en los elogios de estos últi-
mos y el Público Simbólico vuelve a hablar por boca de Tortsov, an-
tes que nada, como un juez que es capaz de dar razón suficiente de
sus dictámenes:

-No, no trate de convencernos de que la primera vez us-


ted buscaba el prendedor- dijo Tortsov. –No pensaba en eso;
sólo quería sufrir, por el sufrimiento mismo. La segunda vez
realmente buscaba. Todos lo vimos claramente, comprendi-
mos, creímos que su perplejidad y su desesperación eran fun-
dadas. Por eso la primera búsqueda fue mala; era una grotesca
ficción. La segunda fue buena. (1978 82)

Luego de este juicio, de este “veredicto [que] dejó aturdida a


la chica”, Tortsov-Stanislavski se explayó en observaciones que pre-
tendían aclarar los supuestos técnicos subyacentes al ejercicio del
229
José Luis Valenzuela

prendedor: “En la escena siempre hay que hacer algo. La acción, la


actividad: he aquí el cimiento del arte dramático, el arte del actor”
(80), aunque subrayando ahora que “en la escena no hay que agitarse
sin ton ni son. No corra sólo por correr, ni sufra por sufrir. No actúe
‘en general’” (82).
Pero el Maestro omite un detalle decisivo: la primera vez, Ma-
lolétkova también tenía motivos para actuar, sólo que éstos se soste-
nían en un “como si”, en unos “si mágicos” meramente psicológicos.
La segunda vez, la perversa ambivalencia del “enunciado de creencia”
hace que los motivos de la actriz se hundan en lo real, horadando
toda “realidad” estable, y en ello reside la diferencia decisiva entre
uno y otro intento. Lo que el director ruso nos deja entrever es que
ese “real” nutricio y ominoso es lo que él denomina “subconsciente”.
“Sufrir por el sufrimiento mismo” es abandonarse al “prin-
cipio de placer”, indisociable de un “principio de realidad” en que el
sujeto sabe a qué atenerse, en que puede distinguir sin vacilaciones
entre la ficción y lo que queda fuera de ella. En tanto que Malolétkova
estaba segura de que el inesperado desempleo de su madre y el riesgo
de quedar fuera de la Escuela eran ficticios, podía entregarse al “pla-
cer de sufrir”.
La actuación stanislavskiana, en cambio, asedia el goce, aunque
sólo excepcionalmente se logre ingresar en él. El Maestro denomina
perejivanie a ese goce escurridizo y, aunque los argumentos de que se
vale para explicar ejercicios como el del prendedor pueden darnos la
impresión de que existe una vía técnica para llegar a la “vivencia”, nos
queda la impresión de que todo está allí supeditado a un hallazgo, mu-
cho más que a un saber-hacer.
Ese hallazgo, ese encuentro con la frase justa, con la palabra
capaz de disparar en el actor una “acción real”, no parece depender
de un cálculo sino más bien de una particular acechanza directorial, de
una mirada y una escucha que estarían en las antípodas de un “saber
exactamente lo que se quiere del actor” o de un saber a priori qué
hacer y cómo proceder con los “materiales” que el intérprete pro-
pone intencional o accidentalmente en la escena.

230
Bye-Bye, Stanislavski?

El auténtico “si mágico” capaz de “despertar el subcons-


ciente” aletargado de Malolétkova se condensa en la sentencia de
Tortsov: “Si no lo encuentra, todo terminó: será expulsada”. Ha sido
este enunciado el que se mostró capaz de abrir la puerta del Público
Real que sostuvo durante varios minutos el estar-en-vilo creador de
la aspirante a actriz. Pero debo insistir en que esa enunciación no
proviene de un arsenal técnico a disposición del director, sino de una
actitud, de un modo de ver-escuchar-esperar inmersa en el devenir del
ensayo, de una postura receptiva iluminada por una sola regla infle-
xible: no permitir que ningún estereotipo, ningún cliché rebaje la ac-
tuación a una mera “representación” autosatisfecha. Dicho breve-
mente, el asedio de la perejivanie es mucho más una cuestión ética que
técnica.

CÓMO ENLOQUECER A LOS ACTORES

Tengo la esperanza de que los meandros de esta exposición


no le hayan impedido al lector o lectora entrever que un mismo prin-
cipio operativo anima ejercicios tan aparentemente diversos como el
de “Orgón y el contrato matrimonial de Mariana”, “la declaración de
amor en bicicleta” y “la búsqueda del prendedor perdido”.
En el episodio del enamorado en bicicleta evocado por To-
porkov, por ejemplo, dos imágenes son excedidas y violentadas por la
punzante y escandalosa consigna del director: la imagen que el actor
tiene sobre sus propias capacidades psicofísicas (“no sé andar en bi-
cicleta… nunca lo supe”), pero también la que el autor se ha hecho
sobre una escena salida de su propia pluma. Por otro lado, si al co-
mienzo del ensayo el autor sonreía satisfecho ante lo que veía y oía
en el escenario, era porque, conscientes o no de ello, la actriz y el
actor habían hecho suyas las imágenes autorales. He aquí un ejemplo
de cómo el Público Imaginario –cuyo lugarteniente principal era, en
este caso, el autor presente en la sala- se ha instalado éxtimamente en
los actores para determinar sus comportamientos escénicos.

231
José Luis Valenzuela

Lo que motiva la intervención directorial es el hecho de que


el imaginario común al autor y a los actores es en realidad un pantano
de clichés –y quizá todo Público Imaginario lo sea- que los anega por
igual y los hunde en una complacencia compartida.
Dicho de otro modo, el acto de habla de Stanislavski apunta
a poner a los actores (en particular, a uno de ellos) frente a un saber
latente, aunque no sabido, un saber adormecido en la apatía de sus com-
petencias y de sus incompetencias rutinarias. En la situación que des-
cribe Toporkov, ese “no-sabido” no es, claro está, la destreza para
montar una bicicleta, sino una respuesta escénica en que lo irrecon-
ciliable –lo que parecía imposible de articular- se resuelve en hallazgo.
Lo no-sabido no es un contenido preexistente, sino una ignota
maquinación subjetiva en que la fuerza de un propósito perentorio
termina imponiéndose sobre las aparentemente irremontables torpe-
zas de un cuerpo inicialmente indisponible. Y lo no-sabido para el
actor es también un no-sabido para el director.
El saber-no-sabido cuya puesta en marcha espera el Maestro
se concreta en un proceso cuyos derroteros, imprevisibles en sus ras-
gos y detalles, obedecen sin embargo a una forma. Cabría hablar in-
cluso de una “fórmula” según la cual se ordena una secuencia trans-
formadora que comienza con la indisponibilidad o la inutilidad de
una materia respecto de cierta función exigida y que concluye con un
“sobrecumplimiento” de la misión demandada. En el ejemplo de To-
porkov, esa tarea sobrecumplida sería una escena amorosa donde el
“todo por ella” tendría, para un observador, el impacto de lo inespe-
rado.
La forma general del proceso que lleva de la “impotencia psi-
cofísica” a una nueva solución de viejas situaciones escénicas, debería
ser aplicable (“extrapolable”, digámoslo así) a una infinidad de con-
ductas y constelaciones escénicas diversas (la declaración amorosa del
ciclista, la locura de Orgón persiguiendo a Mariana, la alumna empo-
brecida buscando desesperadamente un prendedor…) cuyos mo-
mentos y componentes responden a un mismo patrón funcional.
Pero el hecho de que podamos abstraer una forma general a partir de

232
Bye-Bye, Stanislavski?

vicisitudes creativas fenoménicamente disímiles, de ninguna manera


significa que estemos en posesión de una “fórmula para crear”, pues
las materias –vivas o inorgánicas- con que se trabaja siempre habrán
de mostrarnos un costado irreductible a cualquier puesta-en-forma y
a cualquier puesta-bajo-control. Y lo real de esas materias, su com-
ponente indómito y a-significante, será un ingrediente decisivo de la
creación.
Volviendo a la declaración de amor en bicicleta, la interven-
ción aguafiestas del director se propone asimismo hacer ver al autor
que éste ha escrito, sin saberlo, más –u otra cosa- de lo que la superficie
de sus páginas nos deja leer. Respecto del episodio relatado, nos
cuenta Toporkov que el dramaturgo principiante recibió con mucha
incomodidad e irritación las intromisiones de Stanislavski, y que ese
malestar lo llevó a escribir una novela satírica para ridiculizar los pro-
cedimientos de ensayo del Teatro de Arte de Moscú.
A modo de ilustración anecdótica, se nos dice que la inter-
vención impertinente del Maestro tuvo sobre el autor una producti-
vidad desplazada o diferida, fuera-de-escena, en todo caso. El propó-
sito general de esta “estrategia de la botadura y del naufragio” apunta,
sin embargo, a que toda producción se vuelque dentro de la escena, y
ello incrementa la presión sobre el artista.
El texto de Toporkov no nos informa sobre el desenlace de
los aprietos sufridos por el ciclista enamorado, pero podemos supo-
ner que éste habrá intentado andar en bicicleta alrededor de su com-
pañera de escena y, aunque no se haya desempeñado diestramente,
su propia torpeza habrá dicho, con elocuencia física, que su personaje
estaba dispuesto a hacer todo por ella. (¿O es que el actor estaba dis-
puesto a hacer todo por satisfacer a Stanislavski? ¿Advertimos aquí
nuevamente esa indecidibilidad, ese double bind de la enunciación que
abre las puertas a lo Real?).
En términos técnicos, la exigencia de montar en bicicleta su-
pone, para el actor inexperto, una radical modificación de las circuns-
tancias dadas que él había imaginado para la escena amorosa mientras
leía el texto por primera vez. La orden directorial (“Usted debe ser

233
José Luis Valenzuela

capaz de hacer todo por ella”) convierte tales circunstancias en algo


más que un mero soporte, apoyo o “instrumento” de un ulterior
comportamiento actoral “lógico y coherente” mediado por un “si
mágico”.
Diríamos más bien que, en virtud de la palabra directorial, las
circunstancias dadas se vuelven dramáticas por haber “mordido lo
Real”, por instalarse más allá de lo que el actor estaba dispuesto a
representar sin demasiados sobresaltos. Las circunstancias dadas se re-
visten así de una fuerza que se opone a las intenciones representativas del
actor-personaje (y ya no sólo del “personaje”). Los planos de la “fic-
ción” y de la “realidad” en juego se interfieren hasta el punto que
podría invertirse, en el escenario, la consabida diferencia jerárquica
entre sujetos y objetos: más que actuar tales circunstancias, el actor-
personaje será actuado por unas circunstancias en que sus potencias e
impotencias reales quedan involucradas.
Las palabras del director bien podrían haberse articulado, por
el contrario, en algunas frases de apoyo reforzante, explicativas, pa-
cientemente comprensivas, dedicadas a un actor que, aquejado de an-
gustia, reclama una información sobre su personaje, sobre el de su
partenaire y sobre la situación que ambos comparten. Todo ello para
que el actor pudiera asir unas imágenes que supuestamente se espe-
raría que él reproduzca (que imite) en la escena.
Sin embargo, en vez de palabras apuntaladoras, “contenedo-
ras” o “sabias”, Stanislavski profiere una orden inapelable: súbase a la
bicicleta y declárele su amor a la joven mientras se mueve en círculos
alrededor de ella. Es esa Voz imperativa la que confiere a las circuns-
tancias dadas un carácter activo, perentorio, dramático, dado que el
cuerpo actoral (ahora “objeto” de un entorno que lo interpela con la
insistencia insobornable de un “sujeto” impaciente) no puede dejar
de reaccionar, bien o mal, ante esa provocación. Tal es, en esencia, el
“método de las acciones físicas”, una estrategia de trabajo con los
textos y los actores que tal vez debería llamarse, con mayor justicia,
“método de las reacciones físicas ante circunstancias no sólo imagi-
narias”.

234
Bye-Bye, Stanislavski?

Lo “imaginario” es aquí, en principio, lo que se nos da por


mediación de una imagen: el “cuerpo propio”, la “representaciones
mentales” suscitadas por la lectura de un texto, por una indicación
directorial o por el hacer y decir de un/a compañero/a de escena, las
percepciones del entorno visible y tangible en tanto que éste se nos
ofrece como “mundo” o “realidad”, es decir como ámbito recono-
cido o reconocible, como orden dotado de continuidad y previsibili-
dad… Es decir que lo imaginario, en esta acepción, recubre tanto lo
tangible como lo intangible de las circunstancias dadas, tanto lo que
se nos da a los sentidos como lo que se nos da a ver a “los ojos de la
mente” gracias a un “como si” verosímil.
La palabra directorial, en este caso, aun inscribiéndose en un
orden simbólico, no es portadora de otra significación que la de un im-
perativo con fuerza de ley y sin explicaciones que lo justifiquen. Esa
imposición de trabajo ineludible carece asimismo de indicios o ins-
trucciones que pudieran facilitar al actor su cumplimiento.
La faz imperativa del registro simbólico ha sido designada
por Jacques Lacan con el término “significante amo”, y ha sido no-
tada como S1. Pero, por otra parte, ese registro simbólico ofrece una
cara habilitante, posibilitadora y más “contenidista” a la que cabe se-
ñalar como un “saber” (S2) venido de otra parte (un “saber-no-sa-
bido”), poseído por un Otro que excede al sujeto a la vez que lo ha-
bita desde su más oscura intimidad, por así decirlo.
Hay entonces, en el ejercicio de la bicicleta, una “materia
prima” imaginaria, unas circunstancias dadas de pronto alborotadas
por un significante amo (S1) que pone al actor -ahora sujeto de la palabra
directorial- a trabajar sin excusas y con la sola ayuda de un saber no-
articulado (S2). El actor, empujado más allá del territorio de sus com-
petencias conscientes, es ahora un sujeto-de-la-actuación puesto en
vilo hasta tanto logre solucionar la tarea que le ha sido impuesta.
En el breve relato de Toporkov advertimos un ingrediente
irreductible tanto a lo imaginario como a lo simbólico: se trata del
estupor, compartido por actores y observadores, a causa de una con-

235
José Luis Valenzuela

signa directorial inesperada. Ese desconcierto se aloja en los indivi-


duos involucrados, sujetándolos a una perplejidad, haciendo de las per-
sonas (imaginariamente dueñas de sí) unos sujetos (realmente) alie-
nados.
Diríamos que entre la continuidad de las circunstancias inicial-
mente dadas (inducidas por una primera lectura del texto y habitadas
por una actriz y un actor dispuestos a dar vida a una escena amorosa
tal como ellos la entendían) y el corte imprevisto asestado por la pa-
labra del director, se abre una brecha momentáneamente paralizante,
un suspenso, un puro asombro frente al cual no se advierte aún una
nueva imagen ni unas instrucciones orientadores que saquen a los
sujetos de sus trances.
Por incómoda que pudiera ser la inquietud o aun la angustia
que conlleva esta desorientación, sospechamos en ella la oportunidad
–y el precio- de una creación actoral, de una poiesis distinta de la actua-
ción “espontánea” que hubiesen dictado las imágenes derivadas de
una primera aproximación al texto de la obra.
El inesperado corte que una consigna como la de Stanislavski
efectúa sobre esas imágenes que habían surgido sin esfuerzo en la
subjetividad del actor, pone a esta última ante la súbita experiencia de
lo Real psicoanalítico, una experiencia que, dejándolo sin palabras,
abandonándolo en los puntos suspensivos entre las frases, lo hunde
de pronto en lo inconcebible y en una transitoria impotencia.
Las primeras lecturas del texto del autor principiante segura-
mente evocaron en los actores unas imágenes suficientemente defi-
nidas como para ser materializadas más o menos inmediatamente en
el escenario. Tal transposición, avalada por unas certezas intuitivas,
habría delimitado un territorio de actuación donde los actores pare-
cían sentirse cómodos, mientras el dramaturgo que observaba el en-
sayo desde la penumbra de la platea, sonreía complacido.
Diríamos entonces, valiéndonos de una terminología ajena a
la del psicoanálisis, que la inesperada y descalificadora intervención
del director desterritorializa la escena ensayada con la fuerza de un corte

236
Bye-Bye, Stanislavski?

que traza en ella una línea de fuga. Ese desgarro infligido, esa inopor-
tuna hendidura de un territorio gratificante que debería ser para los
actores una invitación a experimentar, parece sin embargo haberlos em-
pantanado en un desconcierto, en un bloqueo de la misma naturaleza
que ese “pánico escénico” siempre a punto de asaltar al actor en el
momento de enfrentar a un público “de carne y hueso” o en las oca-
siones en que presiente ese Público en una sala aún vacía. De hecho,
si la palabra y la voz del director tienen para el actor un efecto para-
lizante, es porque este último oye, a través de los enunciados impera-
tivos de aquél, a un Público futuro capaz de pronunciar juicios de
valor potencialmente letales.
¿Cómo hacer, entonces, de la línea de fuga una “línea de ex-
perimentación”? ¿Es posible transitar esa experimentación alegre-
mente, vitalmente, sin angustiantes bloqueos? Tal vez el actor y la
actriz que lo acompaña querrían que el director hubiese sido menos
tajante, más condescendiente con sus desvalimientos, brindándoles al
menos alguna explicación justificadora de su orden de trabajo. Lo que
esa demanda hubiese disimulado es, de hecho, una pregunta por lo
que el director espera de ellos (sobre todo del actor), es decir una
pregunta sobre cuál es el Bien anhelado por el Amo. Ganar una cla-
ridad sobre el Ideal perseguido implicaría para el actor al menos el
alivio de saber adónde ir. Si tal hubiese sido el caso, el Director se
habría puesto en el lugar del Ideal del Yo freudiano, esa instancia
psíquica que ejerce sobre el sujeto una presión en favor de la sublima-
ción, un empuje en el sentido de una “autosuperación” que supone
una violencia sobre sus comodidades presentes, resguardándolo a la
vez de un colapso irremontable.
Por otra parte, si el director no sólo hubiera señalado al actor
cuál era el Bien que esperaba de él, sino que le hubiese mostrado asi-
mismo los modos y los medios de alcanzarlo, la función directorial
se habría trastocado en función pedagógica, el cuerpo histerizado ha-
bría recuperado un poco más de serenidad y la angustia habría sido
barrida debajo de la alfombra.

237
José Luis Valenzuela

Sin embargo, hasta donde Toporkov nos permite conocer de


la escena de la declaración de amor, la consigna directorial esquivó
toda enunciación explicativa para volcarse hacia la vertiente de la voz
imperativa, con lo cual el director se ubicó en el lugar del Superyó freu-
diano (y no ya en el del Ideal del Yo). En tanto figura superyoica, el
director no sería un represor del goce actoral –como quizá lo hubiera
entendido Freud- sino, por el contrario, un propiciador de esa expe-
riencia que va “más allá del principio de placer” y que el consumismo
contemporáneo reencuentra en slogans tan cautivantes como Just do
it! La exclamación “¡No lo pienses! ¡Sólo hazlo!” parece avenirse no-
tablemente a las órdenes de trabajo stanislavskianas, especialmente a
la que tuvo a maltraer a la asustada Malolétkova… ¿Cuántas veces
hemos oído una conminación como ésa en los salones de ensayos?
Esta voz inapelable que comanda gozar sin decir cómo ni con
qué es el Superyó tal como lo entiende Lacan, para quien esa instancia
es “a la vez y al mismo tiempo la ley y su destrucción” (Evans 1997
186). El Superyó lacaniano es una “figura obscena, feroz”, que or-
dena al sujeto gozar y lo ubica, a la vez, en el lugar de su objeto de goce.
Como escribiera Freud en una carta a Romain Rolland, “parecería
que lo esencial del éxito consistiera en llegar más lejos que el propio
padre, y que tratar de superar al padre fuese aún algo prohibido”
(Freud 1972 3328). Ese “padre” contradictorio, esa instancia genera-
dora de un estupor del sujeto, es el Superyó.
De esta manera, Stanislavski habría podido aparecer, ante sus
incondicionales discípulos, ya sea como un maestro sabio, paciente y
comprensivo, ya como el portaestandarte de un Ideal del Yo actoral
o, finalmente, como la voz paralizante de un Superyó imposible de
satisfacer. Tanto el Director-Ideal-del-Yo como el Director-Superyó
son “embajadores” de la dimensión normativa del Público Simbólico,
de esa faz del Público que está en condiciones de reconocer y premiar
una “actuación excelente” o “creadora”, pero que sería incapaz de
decir cómo lograrla.
Diríamos por lo tanto que el director presta cuerpo de diver-
sos modos al Público Simbólico: en tanto que Director-Maestro,

238
Bye-Bye, Stanislavski?

transmite al actor el “tesoro técnico” de una tradición, el saber-hacer


más o menos sistemático acumulado por los teatristas a lo largo de
los siglos; como Director-Ideal-del-Yo, define para el actor un Bien
a conseguir (el “arte de la vivencia”, en Stanislavski, por ejemplo); en
tanto que Director-Superyó, empuja al actor a un goce del que nada
sabe y sin sogas para garantizarse un retorno a tierra firme y segura.
Estoy hablando aquí, claro está, de tres figuras posibles de la
“dirección de actores” que en los procesos reales suelen entremez-
clarse y/o sucederse sin pureza alguna. Quizá no esté demás subrayar
que tales figuras no son “personas” sino lugares que alguien ocupa -
no siempre de manera voluntaria y consciente- sin que forzosamente
haya de “identificarse” con ellos de manera permanente. A lo largo
de los ensayos, es frecuente que el director transite por las tres mo-
dalidades, según perciba que los estados de cosas le “piden” una u
otra modalidad de enunciación.
En tanto Voz portadora de un mandato imposible, el Direc-
tor tendría sobre el actor la misma fuerza paralizante que el lado omi-
noso del Público Real, pero confía en que esa perplejidad sea sólo
transitoria y que el sujeto interpelado encuentre pronto la salida. Si la
“estrategia de la botadura y el naufragio” tiene, según Eugenio Barba,
dos destinos posibles: la muerte del espectáculo (o de un “personaje”,
de una forma de vida y de goce, del actor mismo…) o su reconfigu-
ración radical, es claro que aun el director superyoico apuesta al
triunfo de la potencia creadora y reinventiva del actor, por más que
parezca empujarlo hacia su propia abolición.
En cualquier caso, estamos aquí en un nodo en que se cruzan
las líneas de saber, de poder y de subjetivación, tanto de quien desem-
peña el papel de director como de los actores y actrices sujetados al
dispositivo de representación escénica: estos últimos suelen hallarse
no pocas veces en la disyuntiva de ceder dócilmente al deseo direc-
toral o de reivindicar un deseo que pueda desmarcarlos de cualquier
Ideal a priori. Para decirlo con otros términos, se trata entonces de
hacer valer una voluntad de potencia actoral frente a la voluntad de poder
personificada en el Director.

239
José Luis Valenzuela

¿CUÁNTA TIRANÍA ERES CAPAZ DE SOPORTAR?

Ante las líneas que anteceden, es probable que el lector o lec-


tora haya pensado que los actores sometidos por Stanislavski a la “es-
trategia de la botadura y del naufragio” bien podrían haber respon-
dido, como el escribiente Bartleby, “preferiría no hacerlo” (o, más
literalmente, “preferiría no”). ¿No hubiera sido esa respuesta melvi-
lleana una auténtica línea de fuga frente a las coerciones del poder di-
rectorial? Como se sabe, varios pensadores –entre ellos Gilles De-
leuze y Giorgio Agamben- han dedicado interesantes ensayos a la es-
trategia evasiva del protagonista del relato de Herman Melville
Bartleby, el escribiente.
La nouvelle melvilleana desarrolla la relación entre un abogado
de Wall Street de mediados del siglo XIX y su empleado “pálida-
mente puro, lamentablemente decente e incurablemente desolado”.
Bartleby, ese escribiente discretamente ejemplar, trabajaba “silen-
ciosa, pálida, melancólicamente, (…) copiando a la luz del día y a la
luz de las velas”, hasta que un buen día su empleador le pide cotejar
su trabajo con lo copiado por sus compañeros de oficina. Brota así
su primer I would prefer not to, frase con que invariablemente habrá de
responder a los subsiguientes pedidos y reclamos del abogado.
El enigmático escribiente, sin historia ni anhelos conocidos,
desapasionado e indiferente a los apetitos que normalmente mueven
a los individuos, desprovisto de familia, amistades y proyectos, es
para Deleuze un modelo de diferentes “tipos” o “figuras”: el célibe,
el esquizo, el original, el hipocondríaco…
Es, por una parte, la encarnación del célibe kafkiano que “no
tiene más suelo que el que necesitan sus pies, ni más punto de apoyo
que el que pueden cubrir sus manos” (Deleuze 2000 75). Siendo “de-
masiado liso” como para que se le adhieran atributos notables,
Bartleby es el “original”, el que, en palabras de Deleuze, “lanza rayos
de expresión resplandecientes, que marcan la terquedad de un pensa-

240
Bye-Bye, Stanislavski?

miento sin imagen, de una pregunta sin respuesta, de una lógica ex-
trema y sin racionalidad” (2000 76). Y por estas mismas razones, el
escribiente se acerca al “esquizo” tantas veces reivindicado por los
autores de El Antiedipo, es decir a ese ser impenetrable que “no sufre
la influencia de su ambiente, sino que, por el contrario, arroja sobre
su contorno una luz blanca, lívida, semejante a la que acompaña, en
el Génesis, al comienzo de las cosas” (2000 77).
En suma, Bartleby pertenece a la estirpe de

los santos hipocondríacos, casi estúpidos –criaturas de


inocencia y de pureza- golpeados por una debilidad constitu-
tiva pero también de una extrema belleza, petrificados por
naturaleza que prefieren la nada de voluntad a la voluntad de
nada (2000 80),

pues esta última es un atributo de los monomaníacos (como el capi-


tán Ahab de Moby-Dick, por ejemplo), más que de los hipocondríacos.
La línea de fuga que abre el “preferiría no hacerlo” melvi-
lleano no es, por lo tanto, la mera renuncia a cumplir una orden dada.
No es el puro rechazo de la autoridad del abogado, sino una “lógica
de la preferencia negativa”, un estar que es, a la vez, una exposición y
un retiro, un suspenso entre el sí y el no que, sin desprenderse total-
mente de lo no-preferido, tampoco llega a afirmarse en lo cultural-
mente preferible.
Avanzando mientras se retira, la frase I would prefer not to en-
tremezcla las potencias de hacer algo con las potencias de no hacerlo,
poniendo así en desconcierto a quienes rodean al escribiente, hasta el
punto que ellos no saben ya si quisieran matarlo o amarlo, protegerlo
o expulsarlo. Es este espacio incómodo, agridulce, tenso e impersonal
lo que una línea de fuga inaugura en el seno de las rutinas burocráti-
cas, aunque no nos es dado saber si son esas sensaciones indescripti-
bles las que efectivamente experimenta el copista de Wall Street.
En un ejercicio stanislavskiano como el de la declaración de
amor en bicicleta, la simple negativa de montar el vehículo por parte
del actor, para desarrollar desde allí la escena del cortejo, ¿hubiera
241
José Luis Valenzuela

sido una verdadera línea de fuga o más bien la conservadora perma-


nencia del intérprete en la zona de mínimo esfuerzo actoral? El re-
chazo del mandato directorial probablemente se hubiera dado en tér-
minos tales como: “Es así como yo interpreto esta escena; si a usted
le disgusta, no tiene más que llamar a otro actor”, elocución que,
como se ve, hubiese expresado algo muy diferente de la exacta ambi-
güedad contenida en el “preferiría no” de Bartleby.
Dentro del dispositivo de representación realista, la negativa
del actor a experimentar con la bicicleta hubiese sido, en los hechos,
la terca opción por unos clichés (“es así como yo interpreto…”) que
no carecen de púbicos complacientes y complacidos. El refugio en
los estereotipos es precisamente una “línea dura” que el dispositivo
stanislavskiano combate incesantemente. Por lo tanto, en tal disposi-
tivo se trata de huir, de fugar de la tramposa facilidad del cliché.
Sostener en escena una indiferencia bartlebiana, instalarse
prolongadamente en ese punto de indiscernibilidad en que el cuerpo
se expone a la vez que se retira, poder y no poder hacer algo al mismo
tiempo, implicaría un radical cambio de poética y no una mera opo-
sición a ejecutar una orden –o un “capricho”- directorial.
Mantener permanentemente en el escenario una “lógica de la
preferencia negativa” equivaldría nada menos que a salir del dominio
de la representación, implicaría instaurar un dispositivo anti-representa-
cional como el que diseñaron los dadaístas del Cabaret Voltaire al
presentar, allí donde se esperaba un espectáculo entretenido, fasci-
nante o al menos edificante, unos performers desechables que los es-
pectadores no sabían si asesinar o amar.
Es sabido que la poética teatral dadaísta –en cuya estela aún
permanecemos- se funda en la elevación del desecho a la categoría e
objeto artístico, condición que hasta entonces se le negaba. Mientras
la función del dispositivo teatral sea la de la representación, en cambio,
las líneas de fuga deberán buscarse en otro lugar que en la resistencia
frontal a la tiranía del Director.
Desprenderse de las comodidades de lo ya-sabido supone,
para el actor realista y más aún para el simbolista, la entrada en un

242
Bye-Bye, Stanislavski?

impasse de duración variable, supone el ingreso a un ente-dos ambiguo


en que la actuación fácil y estereotípica habrá sido descartada sin que
haya aparecido aún la actuación viva que el director reclama.
El intento de declarar un amor desde una bicicleta que no se
sabe manejar, pone al actor frente a sus propias potencias en estado
de indeterminación, reabriendo la pregunta (spinozista) sobre lo que
puede en tanto que cuerpo. Su actuación inicial –aquella que había
complacido al autor y a él mismo-, en cambio, le había mantenido en
el margen seguro de las destrezas ya sabidas.
La permanencia en lo conocido es también una sujeción a la
lógica de la acción: lo que el sujeto hace es una consecuencia de sus
metas (querer-hacer), de sus capacidades (saber-hacer) y de sus pode-
res (poder-hacer). El estar en vilo entre poder y no-poder, en cambio,
suspende las cadenas causales y pone al actor en las puertas del acto,
abandonando la racionalidad de la acción. El acto, ese corte respecto
de sí mismo y del propio hacer, resultará tal vez en una actuación
cualitativamente distinta a la esperada.
La entrada en la región incómoda de lo que no sabemos –o,
mejor dicho, de lo que no sabemos que sabemos, del saber no-arti-
culado- es el precio del acto que llamamos creación, y ante el trance
decisivo de crear o reiterar lo hecho y sabido, tanto da que la conmi-
nación a abandonar lo seguro nos haya venido del director del Teatro
de Arte de Moscú o de la pregunta de un niño sobre por qué damos
la impresión de interpretar siempre el mismo papel en diferentes
obras, por ejemplo.
Lo que importa no es quién profiere el significante amo (S1)
que nos pone a trabajar en lo desconocido, sino hasta qué punto ese
imperativo es capaz de arrojarnos fuera de las comodidades del este-
reotipo. El director-dictador, el niño inoportuno, un compañero bur-
lón… no son más que emisarios eventuales de un Público que abo-
rrece la pereza escénica. Como puede advertirse, si bien cabe reivin-
dicar la puesta en juego del deseo actoral en cualquier circunstancia y
en cualquier dispositivo, ello no es tan simple como moralizar en

243
José Luis Valenzuela

torno al despotismo directorial como si sus efectos sobre actores y


actrices fueran meramente represivos.
Como he sugerido más arriba, el significante amo tiene con-
secuencias en el cuerpo actoral en la medida en que su emisor en
última instancia –más allá de sus lugartenientes circunstanciales- sea
un Público virtualmente presente aun en la privacidad del salón de
ensayos. Sin embargo, ese Otro en nada incidiría sobre un compor-
tamiento escénico si fuese una entidad meramente exterior al actor,
si éste no se sintiera íntimamente obligado a dar respuesta a lo que le
impone esa voz comandante: el significante amo resuena en la ex-
terna intimidad o en la íntima exterioridad del sujeto, y ello relativiza
de modo radical la trascendencia que apresuradamente podríamos atri-
buir al Público a que vengo refiriéndome.
Abandonar lo que se conoce sin poder o sin querer asir aún
lo nuevo e imprevisto es un trance decisivo en la experiencia actoral
stanislavskiana, y quizá en cualquier práctica creadora que se abra
paso en un dispositivo teatral, independientemente de la poética en
que este último se inscriba. Por lo pronto, es un tránsito esencial en
el cultivo del “arte de la vivencia” capaz de evadir, al menos durante
breves instantes, las trampas enervantes de una representación desti-
nada al consumo serial.
Buscar la perejivanie en la escena es, por lo tanto, abrir una
línea de fuga entre las líneas duras y las líneas flexibles de una mímesis
representativa. La línea de fuga actoral es una línea de subjetivación tra-
zada entre la mera sumisión a las líneas de poder marcadas por el Di-
rector y el aferramiento a las líneas de un saber propio demasiado sa-
bido.
Desde el momento en que el actor se aviene a forzar la escena
amorosa según las conminaciones stanislavskianas, hasta el instante
en que las actuaciones en juego hayan dado con una solución inédita
y los partenaires se dispongan a estabilizarla de modo que la nueva de-
claración de amor pueda repetirse y pulirse, el actor interpelado se
habrá sostenido en la cuerda floja de la preferencia negativa.

244
Bye-Bye, Stanislavski?

Debo insistir en que la solución buscada no tiene un aspecto


ni un contenido predefinidos, y en que no hay un encadenamiento
continuo de intentos y errores que desemboquen lógica y metódica-
mente en un punto de llegada prefigurado. La solución valorable ten-
drá, si acaso acontece, la contundencia brusca y tal vez desconcer-
tante del hallazgo; será un acto sin deudas causales con la irresolución
suspensiva que lo precede, será un flechazo que sorprenda, en primer
lugar, al arquero.
Se podría argumentar que el actor cuenta con un objetivo
preciso (declarar su amor y, tal vez, obtener el “sí” de la joven pre-
tendida) y que en su camino se interponen unos obstáculos igual-
mente concretos (la bicicleta y su incapacidad para manejarla), de
modo que los intentos fallidos o exitosos se sujetarían, por ejemplo,
a una lógica de la asimilación/acomodación que, en términos piage-
tianos, gobierna el aprendizaje de una habilidad cualquiera. Aun así,
el camino se iría haciendo al andar, a golpes de ensayo y error.
Si ese fuera el caso, la estrategia consistiría en trabajar la es-
cena en su dimensión puramente física, sin pronunciar palabra al-
guna: se trata, simplemente de un individuo intentando gobernar un
aparato indócil ante la mirada –tal vez divertida- de una joven. Una
vez fijadas las acciones, se agregaría el diálogo y probablemente se
obtendría una escena desopilante. Pero hay otro aspecto de la rela-
ción entre los jóvenes que no debe olvidarse: la pasión incondicional
e ininterrumpida del enamorado que, en la perspectiva de éste, lleva
la situación más bien hacia una tragicomedia o quizá hacia algo
peor… Ese doble vínculo que tensa al sujeto (el vehículo indómito y
la amada a conquistar) abre para el actor una zona de irresolución
escénica que puede resultarle tanto más productiva cuanto más de-
more su desenlace.
Es claro que esta vía metódica siempre está al alcance de un
actor de espíritu pragmático, pero el impasse instalado en el ensayo
podría internarse también en una deriva melvilleana: el actor, op-
tando por una línea de fuga, podría nublar la nitidez de sus objetivos
y anular la concreción utilitaria de los medios que supuestamente le

245
José Luis Valenzuela

servirían para alcanzar sus metas. Como escribe Giorgio Agamben


en el mismo volumen dedicado al Bartleby de Melville arriba citado:
“Nuestra ética ha tratado a menudo de soslayar el problema de la
potencia reduciéndolo a los términos de la voluntad y de la necesidad:
su tema dominante no ha sido lo que se puede, sino lo que se quiere o
lo que se sabe” (Agamben 2000 98. El énfasis es mío).
La decisión de sostenerse en la suspensión llevaría quizá al
actor a abismarse en la bicicleta misma, olvidando sus funciones prác-
ticas y el para qué de su presencia en la escena dada, sumiéndolo en
el estupor ante un artefacto que de pronto le exhibe unos misterios
hasta entonces velados por su docilidad instrumental.
Cuando la escena se construye según un texto o un guion
previos, el éxtasis bartlebiano no puede persistir indefinidamente.
Tarde o temprano, el actor deberá recuperar el “objetivo” que la obra
define para la situación en curso, pues la trama prevista debe seguir
su marcha en una dirección determinada. Tras el acto –o la sucesión
de actos moleculares- que cierra el intervalo de preferencia negativa,
la acción del cuerpo y de la palabra recuperan el comando de la escena,
y es de esperar que esta actividad nuevamente orientada se beneficie
durante varios segundos del estado isotrópico y metaestable que
acaba de abandonar.
(Con “isótropo” quiero decir que, en un trance bartlebiano,
son simultáneamente posibles todas las direcciones y trayectorias del
comportamiento escénico, y con “metaestable” pretendo indicar que
el cuerpo actoral ingresa, en tales casos, en una condición sensible tal
que cualquier pequeña alteración de su medio interno o externo bas-
tan para desencadenar efectos físicos y/o verbales inesperados).
La actuación stanislavskiana, en la medida en que admite sus
subordinaciones a un texto narrativo-dramático, tiende a instalarse en
el ámbito de los comportamientos escénicos determinados por obje-
tivos, obstáculos y razones para la acción, pero la búsqueda de la pe-
rejivanie abre espacios a la metaestabilidad y la isotropía, a una actua-
ción de “puro devenir”, por así decirlo. (Tengamos en cuenta, por

246
Bye-Bye, Stanislavski?

ejemplo, que el “giro vivencial” en el ejercicio del prendedor extra-


viado tuvo lugar cuando Malolétkova convirtió la cortina –que en su
primer intento había formado parte de un fondo indiferente para su
“lucimiento” patético- en un objeto absoluto, diríamos, en un objeto
excluyente de cualquier otro ingrediente ambiental, hasta el punto
que la actriz era la cortina misma).
Valiéndonos de la terminología aristotélica, en una actuación
de puro devenir el cuerpo actoral vendría a ser la sede de un “intelecto
paciente” o “intelecto receptivo” (nous pathetikos) que, según el esta-
girita, se asume como un “estar siendo todas las cosas”, estado que a
veces antecede y que debería subyacer a los procedimientos actorales
estrictamente realistas. Esa actuación de puro devenir debería destellar
apagadamente entre segmentos de actuaciones orientadas por objeti-
vos y, si se manifestara durante unos segundos, tendría el carácter de
un acontecimiento insoslayablemente perturbador de la cadena narra-
tivo-dramática de la acción, esa “línea (dura)” que Stanislavski exigía
que fuese continua, pero que esperaba ver inesperadamente transgre-
dida por esa línea de fuga llamada perejivanie.
Aun cuando pudiéramos tomar la voz de orden proferida por
Stanislavski como una muestra de autoritarismo edipizante, debemos
detenernos también en su valor heurístico, procedimental, y en el hecho
de que el peñón en que el Maestro hace estrellar las actuaciones este-
reotipadas es también la roca ardua contra la que hace chocar su pro-
pio Sistema en tanto que estructura articulada, convirtiéndolo en un
conjunto de astillas flotantes que el actor deberá ser capaz de recons-
tituir a su manera, poniéndolo al servicio de su deseo-en-escena.

CÓMO HABITAR UN ICEBERG BULLENTE

La crónica de Toporkov volcada en Stanislavski dirige señala


una quinta etapa en el método de las acciones físicas. Se trata de una
fase que llega casi inadvertidamente, “por sí sola, paulatinamente, casi
como una necesidad nuestra [de los actores]” (Toporkov 1962 195).

247
José Luis Valenzuela

Lo que llegaba sin ser anunciado era el trabajo sobre la letra efectiva-
mente escrita por Molière, pues “había que dar una solución al acu-
mulado deseo de acción, echando mano a la dinámica del parlamento.
Había que unir a los personajes de la pieza por medio de una activa
competencia oral”. (1962 196)
Recordemos que la cuarta etapa del método había estado sub-
tendida por la alegoría stanislavskiana del domador y sus tigres: más
allá de todo “como si” o “si mágico”, las circunstancias dadas de cada
escena debían asemejarse a una jaula sin escapatoria posible, poblada
de amenazas que comprometían íntegramente al actor y lo obligaban
a responder orgánicamente o a sucumbir devorado por las fieras…
por las fieras que, tarde o temprano, ocuparán las butacas de la platea.
El “acumulado deseo de acción” que daba paso a la etapa siguiente
era, por lo tanto, el de un resorte comprimido al máximo y a la espera
de que un pequeño toque lo hiciera restallar.
Esa energía contenida habría de dispararse luego hacia unos
objetos concretos: los compañeros de escena que pronto debían vol-
ver a ser tratados como personajes de la obra en ensayo. Habrá, por
otra parte, una base beligerante en los vínculos entre estos sujetos
escénicos una vez que sean recuperados como personajes: entre ellos
se instalará una relación de competición que podemos sospechar prima-
ria y sobre la cual podrán establecerse circunstanciales alianzas y com-
plicidades. Hemos visto que estos lazos conflictivos –esta especie de
generalizada “dialéctica del amo y del esclavo”- fueron ya explorados
y trabajados en la fase precedente del método. La novedad de este
quinto y último momento metódico es que las energías –y aun las
violencias- físicas retenidas, circulantes y desplegadas en la “jaula de
los tigres” deben sublimarse en palabras, pero no en cualesquiera, sino
en aquellas que impone el texto de Tartufo.
Vale la pena que nos detengamos en estas observaciones,
pues en ellas resuenan unos principios operativos que una lectura rá-
pida podría pasar por alto. Hacia el final de El trabajo del actor sobre sí
mismo en el proceso de la encarnación, Stanislavski dice a sus alumnos que

248
Bye-Bye, Stanislavski?

El primer principio fundamental de nuestro método de inter-


pretación es el principio de actividad [el énfasis es mío], indica-
tivo del hecho de que no representamos imágenes y emocio-
nes de personajes, sino que actuamos dentro de las imágenes y pa-
siones de un papel [el énfasis es del autor]. (1982 313)

Y un segundo principio, derivado del “aforismo de Pushkin”,


propone que “El trabajo de un actor no consiste en crear sentimien-
tos, sino sólo en producir las circunstancias dadas dentro de las cuales nacerán
espontáneamente sentimientos verdaderos [el énfasis es del autor]. (1982 313)
Estos dos principios sugieren que tanto los “sentimientos”
como el “personaje” son efectos de dos grandes causas cuya materialidad
habilita y da asidero al trabajo técnico establecido tanto en el Sistema
como en el método de las acciones físicas. Queda claro entonces que
no debe confundirse el papel con el personaje; este último es una
entidad imaginaria, mientras que el primero, inscrito en un texto, tiene
para el actor un carácter simbólico. Hemos visto que la lectura inaugu-
ral de una obra dramática, además de suscitar imágenes, puede indu-
cir pasiones en los oyentes, sobre todo si esa lectura se hace en voz
alta: lo real de la voz moviliza “misteriosamente” las pulsiones aletar-
gadas del cuerpo actoral. La condición simbólica del papel le confiere
entonces el lugar de causa de enunciaciones que afectan los cuerpos y
de imágenes que impresionan las mentes.
Por otro lado, las circunstancias dadas, hechas de materiales
tangibles y de enunciados creadores de imágenes que forman parte
de un mundo posible mucho más vasto, dan soporte a comporta-
mientos cuyos efectos son ese tinte afectivo del hacer y decir actoral
que llamamos “sentimientos” y que no sabríamos si ubicar en quien
los padece o en quien los ve sufrir. Hemos visto que el accionar den-
tro de las circunstancias dadas puede llegar a prescindir del “si má-
gico” y de los “enunciados de creencia”, pero no de los cuerpos. En
suma, en la materialidad de los textos y en la materialidad de las cir-
cunstancias dadas se sostiene el edificio de la actuación stanislvskiana.
Ellas son las columnas que enmarcan las acciones físicas que el Maestro
exige construir.
249
José Luis Valenzuela

Ahora bien, ¿cómo “sublimar” en palabras la infraestructura


conflictiva resultante de la cuarta fase del método? En primer lugar,
debe señalarse que ese entramado energético no es caótico, sino que
está rítmicamente organizado. En la cuarta fase, el director ruso insistía
en que “el ritmo tiene que sentirse en la mirada, en los pequeños mo-
vimientos” y desconcertaba a sus actores pidiéndoles que “permanez-
can sentados en un ritmo determinado…, varíen el ritmo de su con-
ducta” (Toporkov 1962 186). Y la dificultad de cumplir consignas de
este tipo ponía a prueba la paciencia del Maestro:

¡Pero todos ustedes están sentados en un ritmo equivo-


cado! Busquen el ritmo correcto. Por ejemplo, usted, mi
amigo… Se ve que se acomoda para descansar y leer un diario
y no para una pelea. (El actor se incorpora) … No, no se pare,
aun sentado se puede estar listo para un salto. A ver, actúen.
No, esto no va… Les ruego a todos que busquen un ritmo
interior, sin levantarse de sus asientos…, un ritmo furioso,
enloquecedor, que se exprese a través de una serie de acciones
pequeñísimas. (Toporkov 1962 185)

Por consiguiente, no se trata solamente de encerrarse –figu-


radamente- en una jaula con cinco o seis tigres, sino sobre todo de
ritmar las microacciones y las microreacciones que tal situación puede
provocar en el cuerpo actoral. (Y es claro que también serán ritmadas
las acciones y reacciones de mayor escala). Pensemos no tanto en un
ritmo en un sentido estrictamente musical, sino más bien en un ritmo
dancístico que, al modo de las composiciones de Martha Graham,
por ejemplo, alterna de manera compleja una secuencia de contrac-
ciones y relajaciones.
En términos que más tarde pondría a circular la antropología
teatral, Stanislavski seguramente estaría de acuerdo en que

El actor o bailarín es aquel que sabe grabar el tiempo. Con-


cretamente, esculpe el tiempo en ritmo y dilata o contrae sus
acciones. El origen está en la palabra griega rhytmos, del verbo
250
Bye-Bye, Stanislavski?

rheo, “fluir”. Ritmo significa literalmente “manera particular


de fluir”. (Barba y Savarese 2007 324)

Consecuentemente, la crónica de Toporkov nos da a enten-


der que la cuarta fase del método desemboca en una composición
rítmica (el cronista habla incluso de “partitura”) de las interacciones
entre los actuantes. De este modo, comprobamos que la muy men-
cionada “línea de acción externa” es, para el Maestro, una línea rit-
mada, como si hubiese sido trazada y fijada por un coreógrafo. No se
trata solamente de entrar en la jaula y mantener a los tigres bajo con-
trol, sino, sobre todo, de danzar con las fieras.
En la quinta etapa del método de las acciones físicas, el texto
de Molière reingresa en los ensayos con toda su limpieza y esplendor
literarios, “y esto se vuelve aún más complejo por la forma versificada
de la pieza” (1962 196), comenta Toporkov. Dificultades como esta
hacen necesario, según decreta el director ruso, “ejercitarse en la dic-
ción todos los días, a cada hora, y no quince minutos cada cinco días”
(1962 207), sabiendo, como admite el cronista, que “en nuestro grupo
ninguno domina –lo que se llama dominar- el arte de la declamación;
ninguno sabe nada del ritmo, de la métrica del verso” (196). El entre-
namiento declamatorio concierne, claro está, a la “técnica externa”
de la actuación, es decir a ese reverso complementario de una “psi-
cotécnica” que nunca debe descuidarse, so pena de recitar los textos
en el vacío.
Además de su versificación, la obra posee unos ritmos estruc-
turales que Toporkov ejemplifica al detenerse en la escena en que, al
volver Orgón de un largo viaje, interroga a Dorina sobre las noveda-
des ocurridas en su ausencia. La criada le da detalles de una grave
enfermedad sufrida por su esposa, pero Orgón pregunta insistente-
mente: “¿Y Tartufo?”. Dorina responde invariablemente que el pro-
tegido del dueño de casa no podría disfrutar de mejor vida, ante lo
cual Orgón responde: “¡Pobre hombre!”. Las dos frases, varias veces
repetidas en la mencionada escena, machacan como un estribillo que
Toporkov, intérprete de Orgón, entiende que debe variar en tono y

251
José Luis Valenzuela

en intención (“ora con preocupación, ora con ternura”) cada vez que
aparecen en el texto. Sin embargo, el actor se queja de que

Por más que variaba el tono de estas dos frases mías, “¿Y
Tartufo?” y “¡Pobre hombre!”, éstas carecían de vida, no se
amalgamaban con el gracioso encaje del monólogo de Do-
rina, quedando suspendidas en el aire, pesadas y falsas. Yo
mismo no daba crédito a mi ineptitud, y me desesperaba. (To-
porkov 1962 197)

Y Toporkov remata su malestar con una observación que da-


ría que hablar a cualquier psicoanalista, sobre todo si éste la confronta
con la excitación deseante que suele provocar en algunos actores “el
primer encuentro con la obra y el papel”. Dice el cronista:

Y como suele ocurrir muy a menudo, la escena que más


gusta en la lectura de la pieza, en la que uno cifra sus mayores
esperanzas de éxito, es la que finalmente da mayor trabajo,
cuando no resulta un rotundo fracaso. (1962 197)

Pero la solución stanislavskiana al problema de Toporkov no


será la de hurgar en las resistencias inconscientes (ni “subconscien-
tes”) de este último, sino -dando pruebas de fidelidad al basamento
del Sistema- la de efectuar más bien una articulación entre la psico-
técnica y la “técnica exterior”. De inmediato, el Maestro advierte al
discípulo:

Usted se limita a ver la faz exterior de la escena, su gracia,


y quiere interpretarla; pero tiene que dirigir su “percepción
visual” al dormitorio de su esposa, al cuarto de Tartufo, es
decir a los lugares sobre las cuales le está contando Dorina.
Usted no la está escuchando. Trate de comprender el pensa-
miento de su partenaire. (1962 197)

252
Bye-Bye, Stanislavski?

El entrecomillado de “percepción visual” alude aquí a que se


trata de “ver con los ojos de la mente” los lugares que Orgón conoce
sobradamente y, a la vez, de captar en los ojos de su interlocutora las
imágenes que ella, por su parte, evoca mientras habla. En realidad,
esto último, más que someter a Toporkov al esfuerzo de “leer el pen-
samiento” de su compañera, es un recurso para que el primero con-
centre una extrema atención en el relato de Dorina: “Usted acaba de
interpretar la escena y, durante todo el acto, le “ardía” el hombro
izquierdo. Usted no dejaba de sentir la presencia del espectador…
Esto no puede ser. Todas sus energías tienen que estar dirigidas a su
partenaire.” (1962 207).
Sin embargo, la alegoría parapsicológica insiste en Stanis-
lavski, pues en ella el actor puede captar con mayor claridad e inme-
diatez el propósito de esta práctica: “Se puede transmitir el pensa-
miento con una frase, con una entonación, con una “exclamación” o
con palabras sueltas. La transmisión del pensamiento propio, eso es
la acción verbal.” (1962 207).
No podemos negar la pregnancia de la última frase de la cita,
pues el procedimiento es menos paranormal de lo que parece. En una
definición más afinada, dice el maestro ruso: “La acción verbal es la
capacidad del actor de contagiar al partenaire con su percepción vi-
sual. Y para eso hace falta ver uno mismo muy claro, muy detallada-
mente las cosas de las que se hace partícipe al compañero de la es-
cena.” (1962 207).
De pronto se nos aclara la utilidad de los ejercicios que el
director proponía a sus actores y actrices en la tercera fase del mé-
todo, a saber, las improvisaciones, en espacios precisos y concretos,
de las escenas que el autor no había escrito –y que los espectadores
nunca verán representadas- pero que el texto permite suponer como
necesarias y pertinentes al curso de la trama: “Escuche a Dorina y
haga sus propias conjeturas sobre las cosas que no figuran en el texto,
aunque el texto está basado en ellas.” (1962 198). Quedan así justifi-
cadas las largas y minuciosas exploraciones de los camarines del tea-
tro convertidos en “la casa de dos plantas del rico burgués Orgón” y

253
José Luis Valenzuela

la organización de “acontecimientos familiares, como, por ejemplo,


la enfermedad de la dueña de casa.” (1962 182-183)
Sin estas escrupulosas experiencias físico-sensoriales de lo
no-escrito, difícilmente el intérprete de Orgón podría haber recons-
truido las informaciones de Dorina hasta el punto de “ver claramente
el objeto del que uno está hablando [o de aquel que describe el/la
interlocutor/a] tan claramente y con tantos detalles” como si el ob-
jeto estuviera ahí presente en la realidad tangible. Si se ha dedicado el
tiempo suficiente a la tercera etapa del método de las acciones físicas,
cuando la actriz que interpreta a Dorina dice “la señora tuvo fie-
bre…”, Stanislavski podrá exigir a Toporkov-Orgón una “visión”
como la siguiente:

Su pensamiento ya vuela hacia el dormitorio donde, en


la oscuridad de la noche, yace su esposa afiebrada, nadie
duerme, todos trajinan. Mandaron por el médico, traen hielo,
la gente se alborota, corre de un lado para otro… Pero, vea-
mos: en el corredor que lleva al dormitorio de la señora, está
también la celda de Tartufo, allí donde él se comunica con
Dios; quiere decir que no lo dejaban concentrarse en sus ora-
ciones. Y ya están olvidados la señora y el mundo entero. Hay
que averiguar pronto cómo está Tartufo… (1962 198)

Si, por impaciencia o desgano, la escena inducida por la pre-


gunta “¿Y si se enferma la dueña de casa?” no hubiese sido explorada
por Toporkov y sus compañeros en una improvisación esmerada du-
rante la tercera etapa de los ensayos, ahora sería la ocasión de hacerlo,
pues el método no es una secuencia inamovible de pasos, sino que,
aun en su quinta y última fase, “menudeaban casos en que volvíamos
a la primera etapa del trabajo.” (1962 195)
Inmediatamente después de la visión suscitada por las pala-
bras de Dorina, Toporkov-Orgón pregunta: “-¿Y Tartufo?- Dorina
contesta: -Comió perdices y la mitad de una cazuela de albondiguillas-
¡Dios mío! Cómo se habrá cansado durante la noche para que ad-
quiera tal apetito… ¡Pobre hombre!” (198)
254
Bye-Bye, Stanislavski?

Lo que aquí está en juego es una interacción entre dos ac-


tuantes (y un testigo: Cleanto, cuñado de Orgón) en que Dorina debe
“provocar incesantemente a Orgón para que éste se conduzca como
ella lo precisa” (200) y, para que el intercambio no decaiga rítmica-
mente, “a su vez Dorina debe tener en cuenta su reacción ante cada
frase de ella, para agregar esto o aquello. Tiene que adivinar sus pen-
samientos en su mirada. (…) Por ello, amén del texto, hay entre us-
tedes otro diálogo paralelo.” (198)
Y es ese diálogo paralelo (o “subtexto”), junto al texto explí-
cito, lo que dará a la escena su base rítmica:

En la escena que nos acaban de mostrar hay que apren-


der, antes que nada, a escuchar bien –Dorina debe saber todo
sobre Orgón- para adivinar los pensamientos ocultos en su
partenaire. Entonces sus clásicas réplicas “¿Y Tartufo?” y
“¡Pobrecito!” encajarán por sí solas en su lugar y no habrá por
qué preocuparse por ellas. (1962 200) (…) El ritmo del verso
tiene que estar latente en el actor, cuando recita y cuando ca-
lla. Uno tiene que tener la carga del ritmo para todo el espec-
táculo y es entonces cuando uno puede hacer pausas entre las
palabras y entre las frases sin miedo a errar. Todo acertará
con el ritmo necesario. (1962 196)

El maestro concluye la lección acerca del diálogo entre Do-


rina y Orgón con una reflexión general que refuerza la convergencia
y la complementación entre la tercera y la quinta fase del método de
las acciones físicas:

No olvide que la réplica pronunciada está entrelazada


con muchos pensamientos que se callan. Tenga en cuenta que
el hombre expresa el diez por ciento de lo que bulle en su
cabeza, y el restante noventa por ciento queda sin decir. En
el teatro se olvidan de esto y se opera solamente con las pala-
bras dichas en voz alta, y con ello se tergiversa una verdad
vital. Interpretando una escena, antes que nada, usted tiene
255
José Luis Valenzuela

que recrear todos los pensamientos que preceden a tal o cual


réplica. (1962 199)

Se dice que el diez por ciento es el volumen de un iceberg


que sobresale por encima de la superficie del agua, pero que su “reali-
dad” sólo se completa con el noventa por ciento sumergido, provi-
sionalmente imperceptible. La pequeña parte emergente es, entonces,
la sinécdoque o la compresión metonímica de la totalidad del mundo posible
con que debe contarse para comprender plenamente el objeto obser-
vado (la obra teatral o una de sus escenas, en nuestro caso). Esta re-
lación parte-todo define plenamente la dimensión “cognitiva” de las
poéticas realistas.
En suma, de la misma manera que cada actor debe convertir
sus circunstancias dadas en una “exigencia de reacción” –como pro-
pone Franco Ruffini- también las palabras pronunciadas en escena
deben ser, para el actor que las escucha, una ineludible provocación
a responder, y si esa respuesta no es verbal, forzosamente debe ser
somática, debe incidir en el cuerpo y desestabilizarlo o “metaestabili-
zarlo” de manera que lo invada una bullente energía potencial y una
disposición a la acción.
Si la transmutación de unas pacíficas circunstancias dadas en
una orden de trabajo es asunto de la psicotécnica, la “técnica exterior”
del Sistema está al servicio de esta transformación del contacto con el
otro en un impulso a responder. El problema entre manos es, por lo tanto:
¿cómo disponer los cuerpos (cómo crear en ellos una determinada dis-
posición) y cómo deben ellos pronunciar las palabras de modo tal de
convertirse en unos diapasones hipersensibles, en unas membranas
vibrátiles que a través de sus voces se contagien unos a otros sus per-
cepciones actuales y evocadas?
Por otra parte, el entre-dos escenario/sala es el espacio en
que se despliegan todos los recursos de la técnica externa de la actua-
ción que los actores stanislavskianos pudieron poner a punto durante
su formación y que se ocuparán de continuar entrenando más tarde
bajo la guía del Sistema. Es en esa interfaz que se abre paso entre los
que actúan y los que contemplan, donde el encuentro programado
256
Bye-Bye, Stanislavski?

puede tornarse erótico, donde los fraseos y las modulaciones de la


voz y de la mirada –esos dos cuerpos suplementarios con que cuentan
(o deberían contar) actores y actrices-, así como las microtensiones y
las microacciones, las elasticidades y los bríos de los cuerpos dispues-
tos, pueden tejer redes de seducción y fascinación sutiles o manifies-
tas en que los cuerpos espectatoriales se dejan atrapar y transportar
gustosamente.
Como tal vez haya advertido el lector o lectora, el recorrido
de las fases del método de las acciones físicas nos muestra un notable
adelgazamiento del territorio en que sería indispensable una psicotéc-
nica para apoyar el trabajo del actor. A medida que se transitan los
niveles del método, el “estar en escena” va apareciendo ante el actor
como un estar permanentemente provocado por demandas exteriores, como un
ser constantemente llevado y traído por objetos, fuerzas y enuncia-
ciones que se encadenan en líneas continuas que lo atraviesan sin de-
jarle demasiado tiempo para “si mágicos”, evocaciones morosas o
demoras introspectivas en el propio imaginario. Dichas demandas ex-
teriores involucran al actor en lo más íntimo, pero en un nivel que
podríamos llamar “metapsicológico”. Lo que el método nos muestra,
en tanto que aplicación del Sistema a la escenificación de un texto
concreto, es el estrechamiento del campo de las causas psicológicas
en el trabajo actoral frente al Público, quedando “lo psicológico”
prácticamente limitado a una conciencia estratégica que comanda la
persecución, contra viento y marea, de unos objetivos dictados por
un texto.

CÓMO TRABAJAR DE ESPECTADOR


AD HONOREM

Aun cuando la psicotécnica parezca sostenerse en los “círcu-


los de atención” y en la “soledad en público”, toda la actuación sta-
nislvskiana está concebida como una ofrenda a los espectadores, des-
tinada a habilitar un intercambio entre dos grandes componentes del
dispositivo de representación: la escena y la sala. Recordemos la nota
257
José Luis Valenzuela

al pie de página en el capítulo XV de El trabajo del actor sobre sí mismo:


“En el arte de [el viejo Coquelin] el espectador es espectador. En mi
arte, se vuelve un testigo involuntario y participa de la creación, se intro-
duce en lo más denso de la vida que transcurre en la escena y cree en
ella” (1978 325).
Sin sentirse directamente increpado o interpelado, el espec-
tador –de la misma manera que el actor ante sus circunstancias dadas
o ante las réplicas de sus compañeros de escena- debería verse obligado
a reaccionar ante las solicitaciones de la escena. Aun con las restriccio-
nes que le impone su butaca, su cuerpo debería danzar en su sitio, ser
musicalmente invocado y provocado en la extimidad de su cuerpo
erógeno, como el actor que, excitado al escuchar por primera vez los
parlamentos del personaje que tal vez tenga que interpretar, “no
puede quedarse quieto en su asiento”. La mayor parte de la “técnica
externa de la actuación” del Maestro se orienta a instalar, mantener y
modular la metaestabilidad del cuerpo espectatorial, sin que tal mani-
pulación sea advertida por sus destinatarios y sin que los actores y
actrices deban concentrar en ello su atención y su trabajo escénico
consciente.
Esta eficaz incidencia sobre la percepción del espectador se
sostiene en la modulación rítmica del tiempo dramático, hasta el punto
que podríamos considerar la dramaticidad realista como secuencia de
“contracciones” y “relajaciones” –de longitudes muy diversas- que
trazan la línea continua de acción de la obra. Y ello conlleva una na-
rratividad continua a modo de línea o cobertura melódica ininterrum-
pida.
Como hemos visto, cada escena del texto dramático efectiva-
mente escrito es un islote, pliegue o “contracción” de un relato mu-
cho más extenso (y, por lo general, más “relajado”) cuyos ámbitos
espaciales y sucesos notables Stanislavski exigía reconstruir en la me-
dida en que las escenas escritas por el autor los presupusieran. Más
aún, el texto dramático realista en su totalidad será siempre un islote
metonímico respecto del vasto mundo posible que lo circunda y sos-
tiene.

258
Bye-Bye, Stanislavski?

Pero hemos visto además que la acción escénica realista –sea


ésta puramente física o predominantemente verbal- entraña informa-
ciones que su destinatario deberá saber leer para responder adecua-
damente al emisor sobre una base cognitiva, por así decirlo. Ahora
bien, cada actor “expresa el diez por ciento de lo que bulle en su
cabeza [y en su cuerpo] y el restante noventa por ciento queda sin
decir [o hacer]”, como explicaba Stanislavski a sus discípulos. De ma-
nera semejante, el espectador recibe, como un partenaire más, la infor-
mación “comprimida” –metonímicamente comprimida, diríamos- de
los comportamientos físicos y verbales que ve desarrollarse en el es-
cenario.
Sin embargo, a diferencia de los actuantes –conocedores del
relato que sostiene el drama y del mundo posible en que ambos se
insertan- el espectador debe inferir paulatina e imaginativamente ese
“noventa por ciento” sumergido en el no-decir o el no-hacer de los
intérpretes. Si la actualización de lo no-informado explícitamente es
para el actor una cuestión de evocación de lo ya ensayado en el largo
proceso de realización del espectáculo y si, como es obvio, cada ac-
tuante conoce el destino narrativo de su personaje puesto que éste
está escrito en su papel, no sucede lo mismo para el partenaire sentado
en su butaca de la platea.
Para el espectador, lo no-dicho y lo no-hecho es objeto de
especulaciones personales que, a modo de hipótesis provisorias, de-
berán contrastarse con los sucesos y detalles que la trama irá mos-
trándole a medida que ésta se despliegue. Tal es la tarea detectivesca
o arqueológica que la escena realista propone a sus espectadores: la
de ir reconstruyendo una realidad sumergida que, al final del espec-
táculo, le habrá presentado un mundo posible consistente con las
huellas o trazos sembrados a lo largo del hilo narrativo-dramático.
Pero el trabajo más motivador –y tal vez el menos perceptible
como trabajo- será la involuntaria tarea de anticipar, una labor que
cada situación, cada tramo o incluso cada trozo de parlamento o cada
pequeño gesto en la escena impondrán al espectador en la medida en
que tales signos sean la contracción metonímica de un segmento narrativo

259
José Luis Valenzuela

mayor, cuyo ignoto desenlace haya despertado en el espectador un


punzante interés. Esa anticipación conjetural, tensada por un deseo de
saber, no será meramente una apetencia intelectual, sino que se inter-
nará en el campo del goce bajo el aspecto de un suspenso que debería
mantener en vilo al observador hasta que la “verdad” final le sea re-
velada y pueda completar, finalmente, su rompecabezas de hipótesis.
El trabajo arqueológico y el trabajo anticipatorio son, claro
está, indisolublemente complementarios, y la línea de goce se ex-
tiende, para el contemplador realista, desde una inicial “exposición”
dramática donde la mayor parte de la información le es escamoteada,
hasta el desocultamiento último que recompensa el “sufrimiento” de
la espera. Cada tramo de la representación realista es para el especta-
dor un significante amo (S1) que profiere una orden de trabajo, una exi-
gencia de laboriosa (re)construcción de un saber que habrá de pro-
ducirle una retribución gozable. Lo que llamamos el “desenlace” de
una dramaturgia “aristotélica” es el segmento en que la línea de goce
se transmuta en línea de placer, pues el espectador la experimenta
como una “descarga de tensión”. De esta manera, el goce realista clá-
sico se inscribe de hecho en el principio del placer, obturando así su
“más allá”.
La narratología de raíz cognitivista ha forjado la noción de
esquema para dar cuenta de estas operaciones de recepción efectuadas
entre el libro y su lector o entre la escena y la sala. Dichos esquemas
se presentan como estructuras ordenadoras y orientadoras de la in-
formación recibida por una conciencia en cierto momento, de ma-
nera que en alguna medida podríamos asimilarlas a las categorías a
priori de Kant, salvo por el hecho de que se trata de formas generales
determinadas por una cultura y una historia. La “trascendencia” de
estos esquemas, por lo tanto, no va más allá del hecho de ser com-
partidos por los miembros prototípicos de una comunidad dada o
supuesta.
En particular –y para los propósitos de este ensayo- los es-
quemas organizadores serán comunes a los actores en escena y a los

260
Bye-Bye, Stanislavski?

espectadores de la platea, con la diferencia de que estos últimos esta-


rán mucho más ocupados en el completamiento imaginario de una
información de fondo faltante que de evocar ámbitos y situaciones
ya vividas y que les son familiares. En este sentido, la noción de es-
quema nos remite a los estudios pioneros de Roman Ingarden (1893-
1970) sobre la “lectura activa” y la “concretización de un texto” por
parte del lector. Detengámonos en un ejemplo aclaratorio.
Hemos visto cómo la frase “la Señora tuvo anteayer fiebre”
funcionó –o debió haber funcionado- como una guía organizadora
de la “visión mental” de Toporkov-Orgón, de modo que la informa-
ción recuperada en su memoria es, en primer lugar, un marco que in-
cluye la alcoba de la dama y las habitaciones que le son vecinas, de
acuerdo con las improvisaciones realizadas en la trastienda del teatro
mientras se ensayaba Tartufo. Es ese marco reconstituido el que le
permite trasladarse imaginariamente al cuarto de su huésped y espe-
cular sobre las actividades piadosas a que éste debe entregarse diaria-
mente. El esquema convocado por la elocución de Dorina convoca
entonces rápidamente un marco y un guion de acciones previsibles en
la mente de Toporkov.
Un “espectador prototípico” que también oyera el parla-
mento de Dorina deberá, antes que nada, “decidir” si esa fiebre fue
lo suficientemente alta como para tumbar a la Señora en su lecho,
con lo que el oyente se representará de inmediato un marco típico
para el suceso referido, a saber, una habitación tan típica o genérica
como las que él conoce, con la clase de muebles y objetos que es
esperable encontrar en ella. La escenografía que simultáneamente
percibe el espectador, le sugerirá el estilo del mobiliario, de los uten-
silios, de los cortinados, etc. que podrían decorar esa alcoba no visi-
ble.
En ese marco que el espectador conjetura, el dato de “la Se-
ñora afiebrada” puede suscitarle imágenes sobre las acciones proba-
bles en torno a ese estado febril: tomar medicinas, ser atendida por
uno o más sirvientes, suspirar, gemir, pedir agua, recibir la visita de
algún médico… En suma, es esperable que el espectador se figure

261
José Luis Valenzuela

cierta cantidad de acciones pertinentes a la situación y podrá incluso


delinear cierto guion o argumento derivado de “la Señora tuvo fie-
bre”. Y sobre este fondo de conjeturas se destacará el inesperado “¿Y
tartufo?” con que replicará Toporkov-Orgón.
Si este ordenamiento y completamiento de datos ha de cons-
tituir lo que llamamos “comprender un texto” o una de sus partes,
debemos postular en su recepción un procesamiento preconsciente
de la información mucho más veloz que el que podría efectuar la con-
ciencia del espectador, pues la representación escénica expone los he-
chos y las acciones a una velocidad tal que, de no ser acompañada
por el receptor, a los pocos minutos éste quedaría completamente
retrasado en la comprensión de lo que sucede en el escenario, prelu-
diando sí su desconexión respecto del espectáculo.
Es claro que la riqueza y la plasticidad de las reconstrucciones
del espectador variarán mucho de un individuo a otro y que los rea-
lizadores escénicos se apoyan en una “imaginación media” del recep-
tor para construir su discurso. De todos modos, para los artistas son
más importantes los “esquemas de la historia” que forman parte de
las competencias de un frecuentador de salas teatrales. Dichos esque-
mas diacrónicos contienen conjuntos de expectativas sobre cómo
continuarán las narraciones.
La “teoría de las respuestas del lector”, desarrollada sobre
todo en Estados Unidos, valiéndose de aportes de la psicología cog-
nitiva, la semiótica y la hermenéutica, postula que la producción de
significado supone hacer conexiones entre momentos del discurso
que distan entre sí, anticipar eventos en la línea narrativa, contrastar
expectativas con el suceder en curso, efectuar vínculos intertextuales
o incluso detectar convenciones de géneros específicos.
Puesto que estas operaciones de recepción deben ser previs-
tas por los realizadores del espectáculo y traducidas en la composi-
ción, ingresamos así a un campo común de competencias, supuestos,
estrategias y estructuras elementales que envuelven tanto a la sala
como a la escena; ese campo no es otro que el del Público Simbólico.

262
Bye-Bye, Stanislavski?

Y es esa materia simbólica, ese campo de formas, códigos y estructu-


ras discursivas segmentables y complejamente entrelazables en una
dramaturgia, es esa materia simbólica, digo, lo que el significante amo
–no necesariamente proferido por una “autoridad”- pone a trabajar
productiva y compositivamente, tanto en los salones de ensayo como
en los escenarios y las salas, valiéndose de la intermediación de una
materia somática que se especifica en cuerpos actuantes y cuerpos
expectantes.
La dramaturgia realista –tanto la del texto como la de la es-
cena- es una especificación, un itinerario concretamente trazado en
ese campo simbólico que debe equilibrar sabiamente la previsibilidad
y la sorpresa. Se diría que el Público Simbólico provee al dramaturgo
de la escena lo que la mesa de dibujo le ofrece a un arquitecto, a saber,
el instrumental y las plantillas de trazos que le permiten dibujar con
prolijidad la ubicación de las vigas, los arcos, las aberturas y la arqui-
tectura general de la pieza.
Si bien las tareas de producción y recepción suelen apoyarse
de manera relativamente provisoria en los esquemas formales y en
los tejidos discursivos heredados de la historia teatral, los procedi-
mientos poiéticos empleados en cada producción –e incluso en cada
recepción- son siempre “desviaciones discursivas” de distintos gra-
dos y clases.
Tales desviaciones son esenciales para sostener con los es-
pectadores un juego de previsiones e incumplimientos, aun cuando
se otorgue a cierto “superobjetivo” el privilegio de subsumir en úl-
tima instancia a toda línea compositiva, como sucede en el dispositivo
de representación stanislavskiano. El juego dramatúrgico realista de-
berá evitar, por un lado, un exceso de esquemas que lo despojaría de
todo interés y, por el otro, una sobreabundancia de desconexiones
cuasi-causales (es decir, un abuso de no-bucles) que impedirían o di-
ficultarían la comprensión de las leyes generadoras del mundo posible
unitario en que se sostiene la totalidad de la historia narrada.
A ese juego de promesas y traiciones programadas conducido
por el texto o el guion escrito se superpone –como si de una línea

263
José Luis Valenzuela

acompañante se tratara- el juego interpretativo actoral rítmicamente


construido y susceptible de desdoblarse en una partitura vocal y otra
de contracciones y distensiones físicas. En tales líneas discursivas, las
desviaciones se dan ya sea como sucesos o comportamientos que
contradicen lo esperado o como acontecimientos propiamente di-
chos, es decir como irrupción de lo completamente inesperado. Cabe
señalar que la perejivanie tiene, en la línea de la interpretación actoral,
el carácter de un acontecimiento, de un salto cualitativo dado por un
desempeño escénico que el espectador no prevé.
De manera general, puede decirse que toda dramaturgia con-
creta supone una reinvención de esquemas que oscila entre la corrosión y
la destrucción de los estereotipos formales heredados y la construc-
ción de nuevas formas, aunque en ciertos dispositivos de representa-
ción –particularmente los que diseña la “industria cultural”- la con-
firmación de esquemas puede ser dominante.
En la mencionada reinvención, mantiene plena vigencia el
concepto de “desfamiliarización” (ostranenie) acuñado por los forma-
listas rusos para designar la brusca aparición de un segmento insos-
pechado que abre una brecha semántica en la cadena de significantes.
Algunas tendencias más recientes de la narratología cognitivista asig-
nan un papel preponderante a las intervenciones del lector/especta-
dor en la restauración de la coherencia interrumpida por la desfami-
liarización: movido por una reacción casi instintiva y autoconserva-
dora ante aquello que lo desorienta, el receptor parece entregarse ins-
tantáneamente a la construcción de esquemas ad hoc que vuelvan a
colocarlo cuanto antes en la senda de lo familiar.
Generalizando este argumento, puede decirse que el afecto
desempeña un papel primario en el trabajo de recepción: es el motor
de búsquedas de escenas canónicas para anticipar lo porvenir mien-
tras el relato transita por rieles comprensibles, y es la fuerza creadora
de nuevos esquemas restauradores cada vez que la cadena narrativa
se desfamiliariza.

264
Bye-Bye, Stanislavski?

Esta adjudicación de un lugar derivado para los esquemas res-


pecto de los afectos nos invitaría a abandonar el terreno marcada-
mente cognitivista de la narratología para abordar las relaciones entre
el deseo, el discurso, el saber y el sujeto que el psicoanálisis lacaniano
ha frecuentado en abundancia. Sin embargo, no se trataría de invertir
jerarquías o precedencias (¿el esquema produce el afecto o es a la
inversa?) sino de admitir más bien una imbricación compleja entre el
afecto y la forma, si lo que queremos es dar alguna consistencia a la
tan proclamada “creatividad” de la recepción o la “actividad co-crea-
tiva del espectador”.

EL PERSONAJE ES UN TIGRE DE PAPEL

Un poco de deseo se reconcilia


con un poco de realidad gracias a un poco de magia.
Christian Metz

He venido sugiriendo en las páginas precedentes que el es-


pectador, mientras sigue las vicisitudes de una trama realista, está mo-
vido por un anhelo de totalidad. Una totalidad siempre “fuera de
campo”, para valernos del vocabulario cinematográfico, pues lo que
el espectador ve y oye nunca será más que una metonimia (o una
sinécdoque) del mundo representado en la escena.
En un artículo precursor publicado en 1975, Jean-Louis
Baudry había comparado la sala de proyección cinematográfica con
una “máquina de simulación” en que el espectador va en busca de
una satisfacción arcaica, regresiva, supuestamente lograda cuando su
yo aún no estaba conformado, momento en que “la representación y
la percepción no estaban diferenciadas” (Baudry 1978 46). El crítico
francés –para quien la sala cinematográfica reproduce la caverna pla-
tónica y “el dispositivo necesario para el desencadenamiento de la
fase del espejo descubierta por Lacan” (Baudry 1978 23)- entiende
que la recuperación imaginaria de esa etapa primordial expondría al
sujeto “el deseo en tanto que tal, digamos el deseo del deseo, (…) a
265
José Luis Valenzuela

través de una percepción (…) transferida a una formación que se ase-


meja a la alucinación” (1978 46).
El encuentro real con esa satisfacción originaria, con esa to-
talidad perdida, implicaría la desaparición del sujeto, su mortífera di-
solución en lo que uno podría suponer un goce absoluto. Es por ello
que, mientras nos mantengamos en vida, debemos resignarnos a in-
numerables satisfacciones parciales, fugaces, erráticas, que nos pre-
servan de caer verdaderamente en el abismo del “deseo del deseo”.
Dicho de otra manera, debemos conformarnos con metonimias, con
trozos representativos de esa satisfacción total tan anhelada como
aniquilante.
Y ese es precisamente el cometido de la trama realista: susci-
tar en el espectador el deseo de saber “cómo termina la historia”, qué
totalidad ha sido insinuada ya en los primeros parlamentos y situacio-
nes que el comienzo de la obra expone con más incógnitas que cer-
tezas. La promesa implícita en la forma realista es la de invertir pro-
porciones: cuando el espectador se levante de su butaca, debería tener
más certidumbres que perplejidades, ya que el mundo posible de la
representación –ese ersatz de totalidad- se habrá desplegado lo sufi-
ciente para cubrir todas sus dudas (es decir, todas sus “necesidades
de saber”).
El psicoanálisis diría que en esta nostalgia de totalidad re-
suena el eco de una “identificación primaria” –apenas distinguible de
una pura fusión- que sería, en términos freudianos, “la forma más
primitiva del lazo afectivo con un objeto”, previa incluso al claro re-
corte perceptivo de dicho objeto y a cualquier distinción entre un
“interior” y un “exterior”. La consideración de los afectos que la obra
moviliza en su receptor nos empuja, por lo tanto, al recurrente y mu-
chas veces maltratado problema de la identificación en el teatro.
En el marco de las poéticas realistas suele pensarse que un
espectador es capaz de identificarse con un actor-personaje en escena
de la misma manera que ese actor a su vez se identifica con su perso-
naje. En tal caso, ambos procesos identificatorios tendrían lugar entre
un sujeto y una imagen, de una manera comparable a la “identificación

266
Bye-Bye, Stanislavski?

imaginaria” que Jacques Lacan postula en el estadio del espejo y por la


cual el yo humano se constituye por identificación con algo que está
fuera de él, es decir con un “otro”. De esta manera, según el psicoa-
nalista francés, el sujeto “se estructura como un rival de sí mismo”,
subrayando así la ambivalencia afectiva que toda identificación ima-
ginaria conlleva. Esa imagen que sirve de soporte identificatorio se
muestra con la condición completa y acabada de una Gestalt, sentando
las bases de la instancia psíquica llamada “Yo ideal”.
Si bien los sujetos escénicos (los actores-personajes) de una
obra realista pueden aparecer ante el espectador como imágenes
“bien formadas”, aptas para dar sostén a su identificación imaginaria,
no ocurre lo mismo con el actor frente a su personaje pues este úl-
timo es, fundamentalmente, un “ser de papel”, un conjunto de pala-
bras salida de la pluma de algún escritor vivo o muerto. El personaje
se presenta, ante el actor dispuesto a interpretarlo, como un “papel”
del cual se tiene, inicialmente, algunas frases que se le adjudican y
alguna eventual caracterización aportada por el dramaturgo en sus
didascalias.
Dicho de otra manera, el “personaje” con que tiene que vér-
selas el actor no es por lo general una imagen, una Gestalt unificada,
sino lo que Lacan llamaría un conjunto de significantes tendientes a
cierta dispersión, a menos que uno de esos significantes asuma la fun-
ción de un núcleo unificador. Esa constelación simbólica tendrá, por
supuesto, efectos en la imaginación actoral y será una primera orien-
tación para dar cuerpo –un cuerpo imaginario o la imagen de un
cuerpo- a esa entidad todavía abstracta y disgregada llamada “perso-
naje”. Con vistas a esta corporización o encarnación de imágenes, lo
más común es que en el inicio de su tarea compositiva el actor tenga
ya sea un detalle sobresaliente que se le ofrece como asidero solitario,
ya sea un archipiélago de rasgos y datos diseminados.
La “construcción del personaje” será generalmente, para un
actor realista, el proceso que lleva del rasgo singular, aislado y preg-
nante a la integración de las piezas dispersas, o bien de una inicial
diseminación desjerarquizada al hallazgo de un núcleo integrador.

267
José Luis Valenzuela

(Como puede verse, este trayecto es homólogo al que recorre el es-


pectador, no respecto de un personaje particular sino respecto del
espectáculo globalmente considerado: el receptor accede al comienzo
de la obra a unos datos notables, dispersos y enigmáticos, para con-
templar finalmente una totalidad satisfactoria que le explica el porqué
de lo visto y oído a lo largo de la representación).
No es casual que Stanislavski-Tortsov haya propuesto a sus
alumnos, a punto de comenzar su segundo año de estudios en el Tea-
tro de Arte de Moscú, un ejercicio desafiante: elaborar un personaje
(“lo que ustedes prefieran: un mercader, un persa, un soldado, un
español, un aristócrata, un mosquito, una rana, cualquier cosa…”) a
partir de un “rasgo externo” (“ropas, pelucas, maquillaje…”) y po-
nerlo a consideración de los maestros y compañeros en la clase si-
guiente. Cuando el grupo de alumnos visitó los guardarropas del tea-
tro en busca de un elemento que disparara “la idea de un personaje”,
señala Stanislavski-Kostia que

En menos de quince minutos, Grisha había elegido lo que


quería y se fue. Algunos otros tampoco necesitaron mucho
tiempo. Sólo quedamos Sonia y yo, incapaces de tomar una
decisión concreta. Como Sonia era joven y coqueta, los ojos
se le iban a todas partes y su cabeza daba vueltas a la vista de
tantos vestidos atrayentes. En cuanto a mí, no sabía aún qué
era lo que quería representar y confiaba en una inspiración
feliz. (Stanislavski 1982 31)

No repetiré aquí el análisis de las vicisitudes que atravesó


Kostia hasta llegar a un resultado aceptable para él y Tortsov, pues
he dedicado a este episodio los primeros capítulos de mi libro La
actuación: entre la palabra del Otro y el cuerpo propio (Valenzuela 2011). Me
importa señalar, en esta ocasión, que sólo el trabajo del “alumno mo-
delo” alcanzó, en la perspectiva de Stanislavski, el nivel de la perejiva-
nie. Pero antes de honrar con el adjetivo “vivencial” a la actuación de
Kostia, el Maestro se ocupó de descuartizar los desempeños del resto
del grupo.
268
Bye-Bye, Stanislavski?

La pobreza de los resultados ofrecidos por Grisha y sus ami-


gos delataban la desconfianza del director ruso hacia un encuentro
demasiado presuroso con la imagen acabada del personaje. En cam-
bio, entre la bata raída “de colores tierra, verdoso y grisáceo” recogida
por Kostia de un rincón del guardarropa con la sospecha de que “un
hombre con aquella bata parecería un fantasma”, y el hallazgo casual
de un Crítico bien integrado y completo que habría estado acechando
en esa prenda, había mediado una agonía, una lucha agridulce del ac-
tor consigo mismo que parecía ser el precio a pagar por una “autén-
tica creación”.
Si recordamos el relato en torno al primer encuentro de un
intérprete con Otelo o con La importancia de tener ingenio tal como lo
reflejan las páginas de El trabajo del actor sobre su papel, podríamos pen-
sar que, en esos casos, el hallazgo del personaje como imagen com-
pleta y “lista para encarnar” había sido instantáneo. Sin embargo, esa
feliz coincidencia entre actor y personaje no era más que un muy
buen comienzo de una tarea menos intuitiva y menos espontánea en
torno al anudamiento de una “línea continua de acción” en el marco
de una interacción con los demás actores-personajes bajo la guía in-
apelable del superobjetivo de la obra.
Por otra parte, algunos comentarios de Stanislavski estable-
cen una contraposición bastante endeble entre la “caracterización in-
terna” y una “caracterización externa”. Por ejemplo, en El trabajo del
actor sobre sí mismo en el proceso de la encarnación, el Maestro explica que

En Mi vida en el arte hay muchos ejemplos de caracterizaciones


físicas logradas una vez que se han establecido los valores in-
ternos adecuados. Uno de ellos es el caso del papel del doctor
Stockman en Un enemigo del pueblo de Ibsen. En cuanto se fija-
ron los rasgos interiores del personaje, en cuanto se formó la
adecuada caracterización a partir de todos los elementos rela-
cionados con la idea, aparecieron, nadie sabe de dónde, la ten-
sión nerviosa de Stockman, su brusco caminar, su cuello en

269
José Luis Valenzuela

tensión hacia adelante y sus dedos tensos, signos todos de un


hombre de acción. (Stanislavski 1982 26)

Puestos a corroborar esta evocación stanislavskiana, ha-


llamos en Mi vida en el arte una observación algo distante de esta “re-
construcción racional” en que el paso de lo interno a lo externo apa-
rece como “lógico y natural”. En el párrafo que acabo de citar, es
sobre todo atendible la acotación de que los “rasgos externos” del
personaje “aparecieron no se sabe de dónde”. En la autobiografía de
Stanislavski leemos que

Mis ojos se clavaban con confianza en el alma del personaje


con el que Stockman hablaba en el escenario y estiraba hacia
adelante los dedos índice y mayor de las dos manos, como
tratando de hacer entrar en el alma de su interlocutor mis sen-
timientos, palabras e ideas. Todos esos hábitos, ya casi nece-
sarios, aparecieron instintivamente, inconscientemente. ¿De
dónde habrían llegado? Mucho más tarde me di cuenta, de
una manera fortuita, de su origen: años después de haber
creado el tipo de Stockman, me encontré en Berlín con un
sabio, el que había conocido anteriormente en un sanatorio
vienés. Al conversar con él, reconocí mis “dedos” del papel
de Stockman. Es muy probable que ellos hubiesen pasado in-
conscientemente hacia mí. Y en uno de los conocidos músi-
cos rusos, reconocí el modo de mover los pies, parado en el
mismo lugar, que mostré en el papel de la obra ibseniana. (Sta-
nislavski 1976 260)

Difícilmente podríamos encontrar un mejor ejemplo de lo


que Jacques Lacan denominó, a partir de 1961, “identificación sim-
bólica”. Apoyándose en Psicología de las masas y análisis del yo (1921),
obra freudiana que de algún modo sintetiza las conclusiones del fun-
dador del psicoanálisis en torno a la noción de identificación y donde
ésta “es parcial y toma un único rasgo de la persona que es su objeto”,
Lacan introduce el término “rasgo unario” para designar esa huella
270
Bye-Bye, Stanislavski?

(simbólica) primordial, ese significante (los “dedos” del sabio vienés,


por ejemplo) que el sujeto introyecta para producir su Ideal del Yo.
Tal es la identificación simbólica lacaniana, una “identificación secun-
daria” respecto de la cual la identificación especular con la propia
imagen queda ubicada en un lugar “primario”.
Amparado por un Ideal del Yo que se ha apropiado de un
rasgo sobresaliente de una persona momentáneamente olvidada, Sta-
nislavski recorre el camino inconsciente que va del admirado “sabio
vienés” a su doctor Stockman, transportado por una especie de sig-
nificante viajero, sin anclas semánticas. Y podemos conjeturar que es
precisamente ese desarraigo de la huella, esa carencia de un signifi-
cado que le esté fijamente adosado lo que confiere a los “dedos” (y a
los “pies del músico”) su potencia en tanto motor de la actuación.
Como reconoce el Maestro en su crónica, “bastaba, aun fuera
del escenario, que adoptara las maneras de ese personaje, y al instante
surgían en mi alma los sentimientos y sensaciones que antaño le ha-
bían dado origen” (Stanislavski 1976 260). No obstante, invirtiendo
el “mensaje del Otro” y poniendo el carro delante del caballo, Stanis-
lavski había anotado en el párrafo antecedente que “Bastaba que yo
me pusiera a pensar en las ideas o en las preocupaciones del doctor
Stockman para que, automáticamente, apareciesen en mí los síntomas
de su miopía, la inclinación del cuerpo hacia adelante y su andar apre-
surado” (1976 260).
Esta aparente discrepancia causal, por así decirlo, esta ambi-
güedad sobre cuál es el apoyo primero del actor, si la “caracterización
interna” del personaje o su “caracterización externa”, se resuelve al
reconocer que las poéticas realistas postulan un personaje-persona
como sujeto escénico, es decir un cuerpo hablante que, como el su-
jeto cartesiano, “es [o, mejor dicho, debería ser] donde piensa (y
siente)”, orgánicamente reconciliado consigo mismo. Con el correr
de los ensayos, las repeticiones irán reforzando una conexión de ida
y vuelta entre lo “interno” y lo “externo”, es decir que instalarán un
bucle de retroalimentación entre ambas instancias.

271
José Luis Valenzuela

Ese personaje-persona supuestamente autorreconcilado en


su pensar-hacer-sentir sería, para el actor realista, un preciado punto
de llegada de su trabajo compositivo, la meta suprema de la actuación
tal como él la concibe:

La imagen y las pasiones del personaje en cuestión se


convierten en algo orgánicamente propio o, si prefiere, mis
sentimientos se modelaron bajo la influencia directa de Sto-
ckman. Y ello me permitía experimentar la alegría más intensa
que cabe a un artista, ya que emitía en el escenario pensamien-
tos ajenos, me entregaba a pasiones ajenas, ejecutaba acciones
de otro y todo me resultaba como propio. (1976 260)

Una doble reconciliación, entonces –la del actor consigo


mismo y la del actor con su personaje- sería, para Stanislavski, uno
de los modos en que se manifiesta la perejivanie, “la alegría más intensa
que cabe a un artista”. Y todo esto sin perder de vista la advertencia
que el mismo director hizo a sus discípulos cuando les había pedido
construir un personaje a partir de una “rasgo exterior”: “La única
condición es que mientras estén llevando a cabo esta investigación
externa no pierdan su yo interior” (Stanislavski 1982 30), puesto que
debe quedar claro que encarnar un personaje no es lo mismo que
sufrir alucinaciones.
No nos dejemos engañar por los adjetivos ordinales: el ca-
mino habitual del actor realista va de la identificación secundaria (o
“simbólica”) a la identificación primaria (o “imaginaria”), para retener
aquí una terminología lacaniana, y ese sendero es inconsciente, re-
fractario al control técnico y a los procedimientos metódicos.
Vale la pena señalar que el “rasgo unario” freudo-lacaniano
se transforma, en las clases impartidas por el psicoanalista francés en
1964, en el significante primario S1 que más tarde será llamado “sig-
nificante amo”. Dicho S1 ostenta como atributo principal su aptitud
para poner a trabajar al inconsciente en busca de una constelación de
otros significantes (S2) que, convenientemente articulados, den al su-

272
Bye-Bye, Stanislavski?

jeto la ilusión de un sentido encontrado luego de un pantanoso extra-


vío de sí mismo. El reencuentro con el sentido reproduce la “jubilosa
asunción” como propio de lo que instantes antes le era ajeno, como
sucede con el súbito reconocimiento de sí que el bebé efectúa frente
a su imagen especular.
No es diferente el trayecto identificatorio que el espectador
recorre cuando lo vemos adherirse afectivamente a un determinado
actor-personaje de la escena. Y esta adherencia tiene lugar, claro está,
en un plano tan inconsciente como el que lleva al actor realista a iden-
tificarse con su personaje. Podemos hablar entonces de un espectador
realista que espera vibrar empáticamente con las peripecias, pesares,
triunfos y correrías de su héroe-en-escena, arrastrado por una identi-
ficación imaginaria difícilmente distinguible del amor… o, mejor di-
cho, del amor-odio, pues el eje que lleva al sujeto arrobado al encuen-
tro de su imagen es el mismo que propicia su desencuentro agresivo
con ella. De una manera u otra, el espectador realista aspira, tanto
como el actor, a ser afectado por una perejivanie que lo embargue hasta
el punto de “levantarlo de su butaca” y que lo arrastre fuera de sí aun
cuando su cuerpo no se mueva ni un centímetro.

TRAMPAS PARA OJOS

Cabe apuntar que la edificación del Sistema stanislavskiano,


esa monumental maquinaria pedagógico-artística cuya puesta a punto
insumió casi toda la vida del Maestro, se origina en un propósito de-
mocratizador: ¿cómo poner al alcance de un actor “medianamente
dotado” (como lo era el mismo Stanislavski) los secretos del “gran
arte de Salvini, Garrick, Duse, Bernhardt…?, ¿cómo volver accesible
la experiencia de la creación escénica a intérpretes sin dones extraor-
dinarios?
Si este empeño nunca satisfecho se hubiese alcanzado plena-
mente, los divos y las divas que irradiaban su glamour en los escenarios
romántico-realistas habrían entrado en su eclipse definitivo, dejando
a los espectadores huérfanos de figuras cautivantes sobre las cuales
273
José Luis Valenzuela

arrojar una inmediata identificación imaginaria. Si la posibilidad y la


capacidad de atraer y encantar a los públicos hubieran logrado distri-
buirse equitativamente entre los miembros de un elenco, las prefe-
rencias y rechazos de un determinado espectador por uno u otro su-
jeto escénico se habrían visto demorados por una competición acto-
ral con desenlace diferido.
La decadencia de los divos y las divas habrían arrastrado con-
sigo a los personajes grandielocuentes y monopólicos que les eran
inseparables. El espectador se habría visto así invitado a atender a la
escena en su compleja globalidad, a las situaciones que le propone
una dramaturgia, a los hilos narrativos que lo conducen en una visita
guiada a un mundo posible y ya no solamente se habría visto arras-
trado a fundirse embelesada o piadosamente en aquellos alter-egos
capaces de triunfar sobre cualquier entorno adverso o de dejar la vida
en el intento. En suma, el interés del espectador tal vez se habría des-
plazado del personaje al contexto narrativo-dramático que lo hace posible y
le confiere existencia.
Pero la historia cultural de Occidente quiso que cuando los
divos se asomaban a su ocaso en los escenarios, la invención del cine
relanzara con más fuerza aún el brillo estelar de ciertos cuerpos, de
ciertas miradas y rostros secuestradores de los suspiros, los sobresal-
tos y las excitaciones de las plateas. Y los públicos educados en la
oscuridad regresiva del dispositivo de proyección, acostumbrado a
amar y a odiar esas figuras gigantescas que se mueven en la pantalla
sin que prácticamente ninguna otra percepción espectatorial les dis-
pute su imperio, esos públicos, digo, cuando esporádicamente retor-
nen a las salas teatrales, buscarán de inmediato dioses similares en el
escenario. El realismo decimonónico encontró en Hollywood la
fuente de su eterna juventud y desde allí sigue derramando ilusiones
y modos de goce que se transfieren a la industria teatral contemporá-
nea.
La cultura cinematográfica de la gran mayoría de nuestros pú-
blicos nos permite sin embargo observar con algún detalle, en las pe-
numbras desinhibidoras de la sala de proyección, los mecanismos de

274
Bye-Bye, Stanislavski?

enlace y captura que aún vemos funcionar, más atenuadamente, entre


los escenarios y las plateas del teatro realista actual. Dicho de otro
modo, el rodeo cinematográfico nos permitiría quizá abordar mejor
el Eros teatral realista, un erotismo sostenido en una tensión deseante
que cree encontrar su recompensa placentera al final de una línea
continua de acción, de un relato articulado según leyes metonímicas.
Y ello nos lleva a retomar el tema de la identificación desde un ángulo
un tanto diferente.
Ya Freud nos había notificado que

la identificación no es una simple imitación, sino una apropiación


basada en la presencia de una etiología común [entre el sujeto
y el objeto de la identificación]; expresa un “como si” y se
refiere a un elemento común que existe en el inconsciente.
Este elemento común es un fantasma: así, la mujer agorafóbica
se identifica inconscientemente con una “mujer de la calle” y
su síntoma constituye una defensa contra esta identificación
y contra el deseo sexual que ella supone. (Laplanche y Pontalis
2004 185)

El concepto de “fantasma” se remonta a las tempranas ob-


servaciones de Freud sobre el fantaseo de sus pacientes: lejos de ser
una simple deformación de recuerdos, las fantasías le mostraban al
psicoanalista una notable estabilidad, una implícita organización y
una clara influencia en la vida del sujeto en su conjunto.
El análisis de las conductas repetitivas, de los sueños, de los
síntomas y, en general, de toda “formación del inconsciente” de un
mismo paciente revelaba la persistencia de una fantasía dominante
operando a modo de factor estructurante en común. Esa fantasía do-
minante –o phantasme, en la mayoría de las traducciones francesas de
la obra freudiana- se mostraba como la dramatización de un deseo incons-
ciente. De hecho, el fantasma asume la forma de un guion organizador
de escenas, y es posible resumirlo en una sola frase.

275
José Luis Valenzuela

Recordemos aquí esa extraña fantasía chejoviana en torno al


pescador, el bañista y el manco jugador de billar, y la intuición stanis-
lavskiana de que en esas imágenes locas subyacía el superobjetivo de
El jardín de los cerezos. Suponiendo que similares “formaciones del in-
consciente” hubieran sido el “texto latente” de las demás obras de
Chejov y, de haber sido posible comparar esas formaciones, tal vez
hubiese aflorado un “fantasma fundamental” del escritor ruso. Si
bien ese fantasma fundamental –en tanto volcable en una frase- po-
dría compararse al superobjetivo conjeturado por Stanislavski, este
último es demasiado civilizado, demasiado acorde a los ideales de una
moral socialmente compartida, mientras que un fantasma es más bien
afín a un deseo inconsciente animado por una causa inconfesable.
En efecto, el fantasma modela, deforma y reorganiza percep-
ciones y recuerdos según las presiones de los deseos inconscientes y
evita, a la vez, la confrontación directa del sujeto con una apetencia
que le será siempre enigmática y, en el fondo, insoportable. De este
modo, el guion fantasmático –en el que el sujeto siempre tendrá un
papel, aunque éste no sea explícito- está presente en toda experiencia
personal, dando sostén a esa construcción que el individuo llama “la
realidad”. Lo que el fantasma representa es siempre una secuencia en
la que pueden aparecer varios personajes de identidades dudosas, mu-
tables e intercambiables, todo ello al servicio de la escenificación de
lo prohibido.
La relación identificatoria entre el espectador y la escena tea-
tral está, como toda experiencia del sujeto, fantasmáticamente me-
diada, y ello da lugar a una armonización o una colisión entre la trama
de la obra y el guion inconsciente del espectador, con diversos grados
de encuentros y desencuentros. Hay, por lo pronto, un trabajo de re-
guionado o re-entramado espectatorial que se superpone al trabajo ya
efectuado por el dramaturgo, a su vez soportado en el fantasma per-
sonal de este último, si se me permite decirlo así. La relación teatral
es, por consiguiente, una confrontación de fantasmas en que se sos-
tendrá de manera primaria la adhesión o el rechazo –el “juicio de

276
Bye-Bye, Stanislavski?

gusto”- de un determinado espectador ante lo que ve y oye en la es-


cena.
Lejos de ser una mera correspondencia uno-a-uno entre un
sujeto sentado en la platea y un actor-personaje en el escenario, la
identificación teatral está mediada por guiones fantasmáticos, lo cual
entraña una suerte de “dispersión estructural” de la imagen en que tal
identificación halla soporte: cualquier adhesión identificatoria de un
espectador a un personaje de la obra implica reasignar a este último
un papel en el fantasma del primero y, en el mismo movimiento,
reasignar (“reescribir”) funciones ficcionales a los demás personajes
de la escena y al propio espectador, ya tácitamente incorporado en la
trama como un personaje más.
Expresado de otra manera, cuando decimos habernos identi-
ficado con tal o cual personaje de una obra, en verdad nos hemos
identificado con el cuadro completo, con la constelación actancial
que momentáneamente exhibe ante nosotros el espectáculo en curso.
En todo caso, si un actor-personaje captura de modo privilegiado la
atención de un espectador específico, ese objeto cautivante será, para
el individuo sentado en su butaca, la puerta de entrada (metonímica)
a la totalidad del cuadro escénico.
En última instancia, el espectador se identifica o no con la
trama del espectáculo a través del señuelo de un emergente singular
y personificado, y esa identificación de fondo con el entramado (sim-
bólico) del drama justifica la insistencia stanislavskiana en que el pú-
blico debe poder seguir y restaurar siempre unas líneas continuas de
acción (tanto “internas” como “externas”) en lo que ve y oye en la
escena, pues sin esa continuidad correría peligro el lazo imaginario en
que debe sostenerse la relación ente la sala y el escenario realista. El
deseo se alimenta del fragmento, pero no se satisface en él; tal es su condición
metonímica.
Si las líneas de lectura se viesen interrumpidas por una peri-
pecia no sólo inesperada sino también desconcertante, o si una pre-
visión narrativa del espectador se viera traicionada por el dramaturgo

277
José Luis Valenzuela

hasta el punto de sumirlo en un extravío, el receptor-lector se apre-


surará a restaurar la continuidad perdida en el hilo ficcional, repo-
niéndose así del escandaloso sinsentido ocasionado por el accidente.
Se entiende que este trabajo espectatorial restaurador no será ilimi-
tado y, si la trama le presenta un exceso de discontinuidades tal que
se vuelva imposible “enganchar” allí un fantasma personal, el espec-
tador realista no tardará en desistir de todo esfuerzo y en romper el
pacto de recepción que lo unía con la escena.
En tal sentido, el cine hollywoodense permite constatar de
una manera más ostensible los efectos seductores de una trama cuyas
discontinuidades serán siempre reparables desde la producción
misma, minimizando así el trabajo espectatorial y permitiendo que la
platea siga sumida en la ensoñación despierta y gozante que le es pro-
picia. El cine recupera así una poética realista “pura”, difícilmente
hallable en los escenarios contemporáneos, salvo en los circuitos co-
merciales que no ofrecen más que transposiciones en tres dimensio-
nes de las pantallas televisivas.
Pero el cine no sólo nos permite estudiar como con lente de
aumento los efectos “cognitivos” del realismo sobre el público, sino
también los placeres que la representación depara y que comienzan –
tanto en el cine como en el teatro- con el primordial placer de mirar. Si
bien Jean-Louis Baudry ha comparado la sala de proyección con “el
dispositivo necesario para el desencadenamiento de la fase del espejo
descubierta por Lacan”, la expectación teatral o cinematográfica pre-
supone la salida de esa identificación primaria del sujeto con un pró-
jimo (“yo es otro”) hacia la identificación con la propia mirada (“yo
soy eso que mira”), lo cual habilitará sus múltiples identificaciones
futuras con una interminable galería de imágenes y, en última instan-
cia, con el cuadro completo de la obra. Y la reducción del sujeto a
una pura mirada será tanto más posible cuanto que la oscuridad de la
sala vuelva invisible su cuerpo para él mismo y la butaca lo inmovilice
en un punto y una posición de observación.

278
Bye-Bye, Stanislavski?

El sujeto convertido en pura mirada está, ciertamente, en la


situación de un voyeur y buena parte de sus goces vergonzantes le es-
tán permitidos, pero a la vez el discurso cinematográfico le propone
otros soportes de identificación. El espectador de cine podrá identi-
ficarse, como se ha dicho, con el personaje ficticio, pero también con
el actor o actriz que lo anima, con el “ojo” de la cámara y aún con
ciertos objetos o espacios inanimados que le muestra la pantalla. To-
dos estos “focos de identificación” habrán desplazado, sustituido o
“sepultado”, por así decirlo, al objeto que en la identificación prima-
ria lacaniana ocupaba protagónicamente la superficie del espejo, a sa-
ber, el cuerpo propio del espectador.
Esa ausencia figurativa del espectador en la pantalla se com-
pensa con el hecho de que ésta le ofrece siempre un punto de identi-
ficación por el que puede entrar de alguna manera en la película, y
allí, en el mundo que la pantalla representa, le espera toda una cons-
telación de identificaciones posibles.
De este modo, entre la primariedad de la identificación espe-
cular, trasladada luego a su propia mirada, hasta la secundariedad de
las innumerables identificaciones “dentro” del discurso ficcional
mismo, el cine ofrece a su espectador un amplio espectro de goces,
desde el placer sonrrojante del espía furtivo hasta la fruición de om-
nipotencia de quien crea mágicamente un mundo al reencontrar sus
propios fantasmas fuera de sí mismo, entrelazados con el fantasma
del cineasta. Este trabajo de entrelazamiento fantasmático, sin em-
bargo, no está asegurado a priori ni se pliega automáticamente a las
seducciones retóricas de la representación: algo en la pantalla -o más
bien “por detrás” de ella- debe causar el deseo de ese espectador, a
falta de lo cual la oferta sólo cosechará la indiferencia o el franco
rechazo de su destinatario.
El dispositivo de representación teatral, aunque haya optado
por el oscurecimiento de la sala desde mediados del siglo XIX, ofrece
una gama de goces considerablemente más estrecha. Comparada con
el cine de matriz hollywoodense, la escena realista exige al espectador
una negociación fantasmática más constante, sostenida e incierta,

279
José Luis Valenzuela

pues el receptor nunca es relevado de su trabajo de frágil enlace del


tejido espectacular con su propio tejido deseante hasta el grado en
que puede hacerlo el dispositivo cinematográfico.
Es claro que la “dispersión estructural” que he señalado res-
pecto de las identificaciones espectatoriales es extensible a la supuesta
identificación del actor realista con su personaje. Recordemos que el
actor stanislavskiano es, antes que nada, un lector o un oyente de una
lectura en voz alta durante la cual nada mejor puede pasarle que ser
“invocado por el texto”, convidado a entrar en él en carácter de pieza
imprescindible. Pero ese matrimonio a primera vista con un papel no
tarda en revelarse como un compromiso con toda una “comunidad
organizada” de roles, pues cualquiera de ellos existe sólo en la medida
en que se integra en la estructura de una trama consistente.
En consecuencia, la identificación del actor con un papel sin-
gular es sólo una vía de entrada a la identificación con toda la obra
leída y, en última instancia, con ese cuasi-fantasma autoral llamado
“superobjetivo”. Más tarde, cuando la lectura inicial haya dado paso
a los ensayos, la estructura dispersiva de las identificaciones será, para
el actor, la que proveen las circunstancias dadas que habrán de transfor-
marse con el correr de la trama del espectáculo sin perder su conti-
nuidad. Y el método de las acciones físicas no es otra cosa que una
guía para edificar con la mayor solidez y fuerza provocativa posibles
esas circunstancias dadas con que el actor deberá interactuar para
producir una actuación escénica convincente (aunque no necesaria-
mente “vivencial”).
Se diría que si el “teatro de la representación” (en el sentido
que le da Stanislavski) aún podía proponer al actor identificarse con
un personaje (es decir mimetizarse con su imagen prefabricada) como
su más alta meta creadora, el “teatro de la vivencia” convierte a ese
personaje en el efecto de una fabricación compleja en que se intenta
cruzar productivamente el método y el azar. Brevemente dicho, el per-
sonaje tiene sólo una existencia ilusoria, ficticia, en sí misma inasible
para una técnica que no sea una variante de la autosugestión. El per-
sonaje realista es nada más –y nada menos- que el producto espectral

280
Bye-Bye, Stanislavski?

de una relación entre unos sujetos (el actor, el espectador) y las dos
materialidades constitutivas de la escena, a saber, los cuerpos y los
textos.

CÓMO BEBERSE AL PÚBLICO

La puesta en marcha de lo que Stanislavski llamaba las “fuer-


zas motrices de la vida psíquica”, a saber, “la razón, la voluntad y el
sentimiento” inseparablemente entrelazadas, depende del buen em-
brague de un “si mágico” en las “circunstancias dadas” de la ficción
escénica. Si atribuimos a esas fuerzas una procedencia “interna”,
siendo su supuesta sede una psiquis actoral que debe ponerse en con-
sonancia con “el espíritu de papel”, con “la vida interior del personaje
representado”, no nos costaría demasiado acordar con el Maestro en
que “los aspectos internos del papel, o sea su vida psíquica, se crean
con la ayuda del proceso interior de la vivencia” (Stanislavski 1978
62).
No caben dudas de que por esta vía desembocaríamos rápi-
damente en el psicologismo en que han caído buena parte de los se-
guidores de Stanislavski al entender que la perejivanie consiste en “vivir
el papel”, en “creérselo”, en “pensar y sentir los pensamientos y los
sentimientos del personaje”, etc. Esta interpretación del “arte de la
vivencia” está obviamente emparentada con las palabras del propio
director ruso: “Es preciso vivir el papel, experimentar sentimientos
análogos al de éste, cada vez y en cada repetición” (1978 62).
Esta sustancialización del “papel”, equiparado así a un perso-
naje-persona, es hija de una concepción del sujeto que, en trazos
gruesos, podríamos llamar “cartesiana”. Tanto la persona del actor
como la “persona” del personaje estarían centradas en el triunvirato
“razón-voluntad-sentimiento”, y de la profunda empatía de ambos
núcleos –lograda incluso luego de superar iniciales rechazos- resulta-
ría la deseable experiencia de “vivir el papel”. Sin embargo, los diver-
sos ejemplos que he traído a estas páginas para estudiar los casos en
que Stanislavski-Tortsov aplaudía las actuaciones de sus alumnos nos
281
José Luis Valenzuela

muestran hasta qué punto la perejivanie es un fenómeno de descentra-


miento subjetivo.
Recordemos de qué manera, en el ejercicio del “prendedor
extraviado”, Malolétkova fue obligada a abandonar su interpretación
inicial de la escena, esa (sobre)actuación que tanta dicha le había de-
parado a la aspirante a actriz, y, olvidando todo “si mágico”, todo
entorno ficcional, se entregó a una búsqueda con la “verdadera preo-
cupación” de ser expulsada de la Escuela, bajo la amenaza proferida
por Trotsov. Luego del drástico giro en su desempeño escénico y tras
la exaltada aprobación del Maestro, la alumna declaró “no haber ac-
tuado”, aunque desde la platea tanto el director como sus compañe-
ros habían visto “que realmente buscaba” y habían creído que “su
perplejidad y su desesperación eran fundadas” (Stanislavski 1978 82).
Una actuación vivencial, por lo tanto, en que “la razón, la volun-
tad y el sentimiento” de Malolétkova estaban en otra parte, fuera de todo
“papel” y de todo “personaje”. Las fuerzas de su “vida psíquica” no
se orientaban hacia el interior del marco protector de una represen-
tación teatral, sino que estaban alienadas en lo real de la expulsión o,
mejor dicho, en los efectos en lo real del enunciado expulsivo del
director. Por si hiciera falta insistir, recordemos que la perejivanie ac-
toral es éxtima y no “interior” respecto del sujeto, en contra de lo que
nos sugiere el “sentido común”.
Y es que, de hecho, la “vida psíquica” del actor no está mo-
torizada por una auténtica creencia en el mundo en que habita su
personaje –ni en el personaje mismo-, sino por un objeto de deseo
aún más sutil, un objeto perdido, escamoteado tal vez detrás del ela-
borado aparato de la representación teatral. Para decirlo brevemente,
el objeto movilizador de las energías actorales es la mirada del Público,
un fruto deseado que suele jugar a las escondidas y que el actor an-
helaría atrapar definitivamente, o al menos hasta que la representa-
ción de esa noche haya concluido.
En verdad, deberíamos decir que el actor desea apresar una
mirada deseante y una voz aclamatoria de ese Público, y que para ello
cuenta con su cuerpo carnal y con esos otros dos cuerpos tenues que

282
Bye-Bye, Stanislavski?

son su propia mirada y su propia voz, tres cuerpos, en suma, que la


técnica se encargará de afinar, modelar y modular a lo largo de su
carrera artística.
Permítanme machacar una vez más sobre la extimidad de la
actuación, sobre el modo en que su causa se interna en el campo de
esa alteridad que he llamado Público. Lo que la práctica stanis-
lavskiana nos muestra –más allá de las inconsistencias y las vacilacio-
nes teóricas ocasionadas por el obstinado psicologismo de las fuentes
científicas al alcance del maestro ruso- es que el trato del actor con el
Público puede mantenerse en la zona resguardada por el cliché inter-
pretativo, en la comodidad de los estereotipos de probada aceptación
o bien arriesgarse a una experiencia memorable cuyo mecanismo de
producción y de reproducción quedarán fuera de su alcance, y de la
que no podrá decir si fue sufrida o intensamente disfrutada.
En el primer caso, cuando el actor opta por refugiarse en las
certezas de lo ya-probado, hablaríamos de una actuación apegada a
lo que Freud llamaba el “principio del placer” (recordemos la auto-
complacencia de Malolétkova tras su primer intento con el “prende-
dor extraviado”); en el segundo caso, la vida artística del actor se pone
en riesgo, más allá del placer, en el territorio de ese goce escénico no
garantizado que el Maestro denominaba perejivanie. Cabe aclarar que
doy aquí a la palabra “goce” la acepción lacaniana que se deriva de
un párrafo como el que sigue:

¿Qué se nos dice del placer? Que es la menor excitación,


lo que hace desaparecer la tensión, lo que la atempera más;
por lo tanto, aquello que nos defiende necesariamente en un
punto de alejamiento, de distancia muy respetuosa del goce.
Pues lo que yo llamo goce, en el sentido en que el cuerpo se
experimenta, es siempre del orden de la tensión, del forza-
miento, del gasto, incluso de la hazaña. Incontestablemente
hay goce en el nivel donde comienza a aparecer el dolor, y
sabemos que es sólo en ese nivel del dolor que puede experi-
mentarse toda una dimensión del organismo que de otro
modo aparece velada. (Lacan 1985 91)
283
José Luis Valenzuela

Pero entrar en el territorio del goce, empujando al cuerpo


fuera de sus hábitos y sus saberes prácticos, es asomarse a la paradó-
jica satisfacción de orbitar alrededor de un objeto inapropiable, para
hallar el goce precisamente en ese recorrido fallido y dilapidante. Ese
empuje incontrolable hacia un señuelo evanescente es lo que el psi-
coanálisis llama pulsión.
Freud había adjudicado a la pulsión unos “objetos parciales”
posibles que Lacan reduce básicamente a cuatro: pecho, heces, mi-
rada y voz. Alrededor de ellos se traza un itinerario expresable en tres
modos gramaticales: activo, reflexivo y pasivo. El tercer modo de esta
secuencia revela el propósito último de la pulsión, la finalidad que el
primer momento ocultaba al sujeto tras una apariencia de “protago-
nismo personal”, por así decirlo.
La experiencia de Kostia en su primera salida al escenario
para interpretar a Otelo, nos muestra un recorrido pulsional alrede-
dor del objeto mirada –entrelazándose aquí con el objeto voz- que nos
ilustra sobre el juego libidinal complejo en que se sostiene la vivencia
stanislavskiana. Apenas ingresa el aspirante a actor en el espacio es-
cénico, su actividad es la de oír y ver los cambios que allí había ocasio-
nado la presencia del público, comenzando pronto a sufrir esos efec-
tos:

Lo primero que me confundió en el escenario fue la ex-


traordinaria solemnidad, el silencio y el orden que reinaban.
Cuando pasé de la oscuridad de entre las bambalinas a la com-
pleta iluminación de las candilejas, las luces altas y los reflec-
tores, me sentí cegado. La iluminación era tan intensa, que
parecía formar un telón de luz entre la sala y yo. Pero mis ojos
se acostumbraron muy pronto a la luz, y el miedo y la atrac-
ción de la sala se hicieron más fuertes que antes. Me parecía
que el teatro estaba colmado de espectadores, que millares de
ojos y prismáticos estaban clavados en mí, que atravesaban a
su víctima. (Stanislavski 1978 57)

284
Bye-Bye, Stanislavski?

Hay, como se advierte, una iniciativa actoral de ver y oír lo que


le aguarda en el escenario, un primer tiempo pulsional que concluye
con un ver ser visto y un oír que, retrospectivamente, convierte el so-
lemne silencio inicial en una espera de su propia voz, en una expec-
tativa de ser oído, en un oír ser oído. Ese final del primer momento da
comienzo a la segunda fase pulsional: “Un sentimiento de servilismo
me dominó, y estaba dispuesto a cualquier compromiso, a extraer
todo lo que había en mi interior y ofrecérselo, pero dentro de mí me
sentía vacío como nunca” (1978 57).
La intención primera del alumno-actor era la de exhibir lo
ensayado en sus agitados días previos, pero esas ansias de protago-
nismo no tardaron en resquebrajarse ante un inesperado descontrol.
El verse y oírse del momento reflexivo de la pulsión se manifiesta de
hecho como una desposesión de sí:

Todos mis movimientos se paralizaron. Todas mis fuer-


zas desaparecieron ante esa tensión inútil. Mi garganta se ce-
rraba, mi voz sonaba como un grito. La mímica, toda la inter-
pretación se tornó violenta. Ya no podía controlar los movi-
mientos de las manos y las piernas ni el habla, y la tensión fue
en aumento. (1978 57)

En su ensayo sobre el estadio del espejo, Lacan ya había ad-


vertido que la identificación del niño con su imagen reflejada conlleva
una ambivalencia y aun una interdependencia de afectos opuestos:
hay, por un lado, un júbilo debido a una imaginaria sensación de do-
minio de la totalidad de su cuerpo, pero también se instala una ten-
sión agresiva hacia esa imagen alienante que escapa a su control. El
momento reflexivo de la pulsión puede desembocar por lo tanto en
agresividad:

Abochornado me aferré con fuerza al respaldo de un si-


llón. En medio del desamparo y la confusión me dominó la

285
José Luis Valenzuela

ira contra mí mismo, contra los espectadores. Por unos mi-


nutos estuve fuera de mí, y sentía que me invadía un valor
indecible. (1978 57)

Y la agresividad trocada en valentía da paso al tercer tiempo pul-


sional:

Al margen de mi voluntad lancé la famosa línea: “¡San-


gre, Yago, sangre!” Era el grito de un sufrimiento insoporta-
ble. No sé cómo lo dije. (…) La interpretación de Otelo que
había hecho Pushin reapareció en mi memoria con claridad y
despertó mi emoción. (1978 58)

Vemos aparecer nuevamente una frase que no sabríamos de-


cir si se refiere a la ficción representada o a la condición real del actor:
“era el grito de un sufrimiento insoportable”, de la misma manera
que en el ejercicio del prendedor extraviado la amenaza de expulsión
pesaba tanto sobre la actriz como sobre su supuesto personaje, y así
como en la declaración de amor en bicicleta el “usted debe hacerlo
todo por ella” se deslizaba fácilmente hacia un “debe hacerlo todo
por él”, “hacerlo todo por satisfacer al Maestro”, o como cuando en
la escena del “contrato matrimonial”, no era difícil pensar que “el
loco armado con un cuchillo” no era otro que ese implacable perse-
guidor de actuaciones falsas llamado Stanislavski…
Tal parece ser la condición general de la perejivanie, a saber, la
de brotar de un enunciado que arrastra de pronto al actor o a la actriz
al registro de lo Real cuando él o ella hubiesen querido permanecer
en el (placentero) orden de lo Imaginario. Y, como consecuencia de
ese brusco desplazamiento, se diría que en su desempeño escénico
resplandece de pronto una “verdad” que a nadie deja indiferente. Si
un enunciado de creencia capaz de instalar una ficción en la escena
está siempre precedido por un “si mágico”, el “enunciado de viven-
cia” está habitado por una ambivalencia tal que le hace referirse simul-
táneamente a lo Real y al orden ficticio o imaginario.

286
Bye-Bye, Stanislavski?

Volviendo al episodio de Otelo, advertimos que la voz del as-


pirante a actor surge de pronto sin que el hablante sepa de qué ma-
nera y como si no le perteneciera. Y en efecto no le pertenece, porque
esa voz es el impensado objeto de deseo del Público, ese objeto que
el inicial silencio de la platea aguardaba. La voz que dice “¡Sangre,
Yago, sangre!” es endosable tanto al sujeto-actor como al Público,
tanto al intérprete que se escucha hablar como al Público que lo habla,
que habla con la voz de quien está en escena.
Lo que extasía a los espectadores es justamente el ver u oír
en el escenario lo que deseaba ver u oír sin saberlo: “Me pareció que
por un segundo la sala se había puesto en tensión y que un rumor
recorría el auditorio, como si fuera el viento que pasa por la copa de
los árboles” (1978 58).
De este modo, Kostia ha logrado hacerse oír y hacerse ver en su
papel de Otelo, transitando así la tercera fase de la gramática pulsio-
nal. Esta doble pasividad activa del actuante podría condensarse en
una expresión que he deslizado en un párrafo reciente: el alumno de
Stanislavski acaba de ser actuado por su Público. Kostia asume de esa
manera la condición de sujeto-de-la-actuación, ratificando la observación
de Lacan según la cual, cuando la pulsión completa su circuito, apa-
rece “un sujeto nuevo”. Kostia-Stanislavski lo dice casi con las mis-
mas palabras:

En cuanto sentí esta aprobación hirvió en mí una energía


incontenible. No sé cómo terminé la escena. Sólo puedo re-
cordar que las candilejas y el negro agujero desaparecieron de
mi conciencia, y me sentí libre de todo temor. En la escena
había surgido para mí una vida nueva, desconocida, que me
fascinaba. (1978 58)

Dicho con otras palabras, el itinerario pulsional que va del


“yo actúo” (o el “yo quiero actuar”) al “soy actuado”, es la línea de
subjetivación del dispositivo de representación stanislavskiano. Y esa
línea no se superpone con la línea del saber, pues esta última va de la
ignorancia de una técnica a un impecable dominio del saber-hacer
287
José Luis Valenzuela

actoral, aunque ambas líneas bien pueden cruzarse en algunos pun-


tos. Esto significa que, en el límite, aun un ignorante de la psicotéc-
nica o de cualquier otra tecnología de la actuación, podría alcanzar la
experiencia de ser actuado en escena, es decir de transitar por una au-
téntica perejivanie.
Pero, ¿en qué consiste ese “ser actuado”, más allá de la es-
cueta y emotiva descripción que nos da Kostia? Tengamos en cuenta
que, al comienzo del segundo capítulo de El trabajo del actor sobre sí
mismo en el proceso creador de las vivencias, Stanislavski-Tortsov se dispone
a evaluar los resultados de la primera prueba de actuación por la que
han pasado los alumnos ingresantes en la Escuela del Teatro de Arte
de Moscú. Apenas comenzada la clase, Tortsov declara con contun-
dencia:

Hubo sólo dos momentos positivos en la prueba: el pri-


mero, cuando Malolétkova se arrojó por la escalera con su
grito desesperado: “¡Socorro!”, y el segundo, cuando [Kostia]
Nazvánov dijo: “¡Sangre, yago, sangre!” En ambos casos vo-
sotros, los intérpretes, y nosotros, los espectadores, nos en-
tregamos con toda el alma a lo que sucedía en el escenario,
nos sentíamos sucumbir y revivir con la misma emoción.
(1978 59)

El relato de la “novela de formación” stanislavskiana no nos


deja saber cómo continuó la actuación de Kostia Nazvánov tras su
feliz enunciación de la frase de Shakespeare, aunque sabemos, por las
ulteriores observaciones de Tortsov, que el resto de la escena entre
Otelo y Yago naufragó varias veces en una “actuación forzada”. So-
bre el desempeño de Malolétkova, en cambio, tenemos una descrip-
ción más explícita:

Se encendieron las candilejas, el telón se levantó, y en


seguida la alumna Malolétkova bajó velozmente unos escalo-
nes. Cayó al suelo contraída y gritó: “¡Socorro!” con un tono

288
Bye-Bye, Stanislavski?

tan desgarrador, que me heló la sangre. Luego empezó a mu-


sitar algo tan rápidamente, que no se podía entender una pa-
labra, como si hubiera olvidado su parte, se detuvo, se cubrió
la cara con las manos y desapareció velozmente entre los bas-
tidores. (…) Bajó el telón, pero en mis oídos aún resonaba
aquel grito: “¡Socorro!” (1978 58)

¿Quién podría decir si el pedido de auxilio de la aspirante


provenía de algún “si mágico” elaborado para la ocasión o si era el
efecto del pavoroso trance escénico que ella estaba transitando en lo
Real? De un modo u otro, estamos aquí ante una “dramaturgia de
actriz” impecablemente construida: la alta intensidad de la caída de
Malolétkova va inmediatamente seguida por su “¡Socorro!” Este seg-
mento inicial continúa de inmediato con un descenso brusco de in-
tensidad: la voz de la alumna se convierte en un susurro inaudible.
Si bien el cuerpo de la alumna-actriz permanecía perfecta-
mente visible en el escenario, su voz se había eclipsado hasta prácti-
camente desaparecer. Ese eclipse (esa cuasi-elipsis discursiva) es lo
que más arriba he llamado “supresión metonímica”, una operación
en la cual el segundo segmento de la cadena del discurso de acciones
(el texto rápidamente musitado), tan “vaciado de energía” como apa-
rece, desplaza retroactivamente su carga al segmento precedente, es
decir, a la caída con su concomitante exclamación: el murmullo casi
inaudible realza el estruendo que le antecede.
Por otra parte, la aparente baja energía del segundo segmento
se incrementa de manera inesperada mediante la interrupción abrupta
de una frase. Ahora bien, si el espectador Kostia pudo decir que su
compañera parecía haberse “olvidado la parte”, es porque ese corte
también fue una supresión metonímica, creadora de unos “puntos
suspensivos” que sirvieron de fondo al segmento final, allí donde
brotaría el gesto de cubrirse la cara y desaparecer velozmente de la
escena. La acotación de Kostia sobre la persistencia en su memoria
sensorial del grito “¡Socorro!” aún después de que el escenario que-
dara completamente vacío nos indica hasta qué punto esa frase se
convierte, retroactivamente –tan retroactivamente como se produce
289
José Luis Valenzuela

el sentido en todo discurso-, en un punto de “condensación de car-


gas” en la secuencia presentada por Malolétkova.
Adviértase entonces la economía de la dramaturgia actoral de
la alumna y de su fraseo interpretativo: una sabia modulación ener-
gética, un juego de desplazamientos y condensaciones de intensida-
des a lo largo de los tres segmentos básicos que daban forma a la
actuación producida o a la “enunciación del sujeto-de-la-actuación”,
para decirlo con cierta pedantería cacofónica. Esta construcción irre-
prochablemente lograda, en que la significación de la escena aún está
en suspenso sin por ello dejar de abrir una puerta a la efervescencia
fantasmática del público, captura fuertemente la atención espectato-
rial gracias precisamente a esa suspensión del sentido, y justifica el
elogio de Tortsov-Stanislavski ya citado: “…nos sentíamos sucumbir
y revivir con una misma emoción”. Difícilmente podría haberse ha-
llado una frase mejor para describir un goce…
Ahora bien, ¿quién construyó todo este discurso actoral, si
Malolétkova ignoraba por completo los secretos y los trucos de la
técnica escénica? Descartando que alguien hubiese hecho por ella la
“tarea para el hogar” y le hubiese adiestrado denodadamente para que
salga airosa el día de la prueba, nos seguimos preguntando: ¿fue un
golpe de suerte, un accidente afortunado, una inesperada “inspira-
ción”?
Si actuar –en voz gramatical activa- supone el control cons-
ciente y bien orientado de un saber-hacer específico, un episodio pe-
dagógico como el del “prendedor extraviado” –minuciosamente des-
crito en el capítulo III de El trabajo del actor sobre sí mismo- nos hace
pensar que, el día de su primera prueba, Malolétkova –tanto como
Kostia al pronunciar la frase de Shakespeare- fue actuada por algo cuya
posesión y control se le escapaba. Ese “algo” es precisamente el cos-
tado instrumental del Público Simbólico, esa instancia que, como
vengo insistiendo, se nos aparece como un depósito de formas es-
tructurantes y de patrones rítmicos que a lo largo de la historia teatral
han demostrado su eficacia en el logro del hacerse ver y el hacerse oír del
actor en la escena.

290
Bye-Bye, Stanislavski?

Ese Público Simbólico es hasta tal punto constitutivo del dis-


positivo de representación, que sus modelos formales están, por así
decirlo, inscritos en filigrana en el espacio y en el tiempo dramáticos,
a manera de soluciones implícitas de los problemas desestabilizantes
que la situación teatral misma plantea al actor o a la actriz. (Recorde-
mos a Ilya Prigogine: cuando un sistema es llevado demasiado lejos
de su estado de equilibrio, sus reconfiguraciones posibles son sólo
aquellas que el sistema circundante admite como válidas y pertinen-
tes). Si la actuación de Malolétkova ha sido memorable, lo es en la
medida en que su dramaturgia y su fraseo escénicos se ajustaron a las
matrices de que disponía el “Sistema-Público” para admitir o no
como eficaces las respuestas escénicas de la aspirante.
Como nos lo da a entender la ulterior crónica stanislavskiana,
es muy probable que hubiese sido por obra de la casualidad que la
alumna acertara con la forma y las intensidades adecuadas en su es-
cena del pedido de auxilio; tal vez dio con ellas en un acting-out frente
a la situación verdaderamente angustiante de la prueba escolar que
afrontaba… No lo sabemos con certeza, pero cabe aventurar que
toda perejivanie, al poner en juego un saber-no-sabido, implica dos
operaciones posibles: (a) la articulación anticipada de un conocimiento
o “secreto” técnico nunca visitado hasta entonces en sus aprendizajes
conscientes, o bien, (b) el uso retardado de un saber alguna vez apren-
dido y ya olvidado. Y es eso lo que se nos muestra como una “inspi-
ración”, como un “descubrimiento” que el artista efectúa sin ayuda
alguna.
El saber almacenado que da cuerpo a un Público Simbólico
precede, claro está, al ingreso de cualquier individuo en el oficio ac-
toral, y su campo es demasiado vasto como para ser explorado, in-
corporado y experimentado exhaustivamente por ese mismo indivi-
duo a lo largo de toda su vida profesional. Además, las matrices for-
males –generalmente ternarias- que constituyen el archivo desarticu-
lado y relativamente disperso del Público Simbólico pueden autorre-
producirse fractalmente en todas las escalas concebibles, así como

291
José Luis Valenzuela

yuxtaponerse, encajarse e imbricarse según una inabarcable combina-


toria, de modo que esa instancia simbólica, esa “causa formal” de la
actuación, se nos presenta como una infinitud inmanente, y en ello
reside su potencial creador. No importa cuántos años de oficio pueda
cargar a sus espaldas un determinado artista, siempre le será posible
desplegar un admirable saber anticipado mientras ingresa en un terri-
torio escénico que hasta entonces le era completamente ignoto o ex-
humar un saber alguna vez absorbido, ahora velado para su concien-
cia, pero aún activo en su memoria somática. No es de otro modo
que se manifiesta la escurridiza perejivanie.

LAS COSAS Y LAS PALABRAS


SEGUIRÁN ATADAS CON ALAMBRE…

(Tal vez no sea necesario leer este último apartado, pues se presenta de hecho
como el comienzo de otro libro del que sólo asoman algunos islotes áridos, a la
espera de que una ulterior fertilización discursiva los dulcifique un poco y los
vuelva más transitables. Lo que viene, por ahora, es una recapitulación densa
cuyo único propósito es dejar este trabajo en puntos suspensivos y, quizá también,
el de marcar el límite de lo que hasta aquí ha sido un texto puramente teórico.
En lo personal, la escritura de este último apartado me ha servido para advertir
la necesidad de cierto “manual de ejercicios” que ofrezca a los practicantes del
oficio escénico un asidero más familiar y operativo para volver a visitar al viejo
maestro desde una contemporaneidad teatral que pareciera haberlo dado por defi-
nitivamente muerto. Este último apartado, en suma, no hace otra cosa que mos-
trar las cartas de un juego que seguiré jugando hasta que mi cuerpo me imponga
sus fatigas).

Llegando el final de este parcial y vacilante recorrido por la


poética de Stanislavski, espero ver medianamente justificada una po-
sición epistemológica que se ha mantenido para mí, a lo largo de estas
páginas, en un equilibrio tan precario como estimulante. Me refiero
al intento de articular la hipótesis lacaniana de los tres registros (Sim-
bólico, Imaginario y Real) con la noción de dispositivo impulsada por
292
Bye-Bye, Stanislavski?

Foucault en la década de 1970 y comentada luego por autores de la


talla de Deleuze y Agamben. Esa aventurada posición teórica ha dado
sostén, en este ya libro declinante, a la postulación de un Público
como “causa eficiente” de la actuación escénica, sin ocultar dema-
siado el parentesco de esta noción con el tortuoso concepto lacaniano
de “Otro”. Dicho Público no se reduce, claro está, a un conjunto de
espectadores físicamente presentes en una sala.
Ahora bien, la Alteridad con consistencia de lenguaje que
preconizaba el psicoanálisis en cierto momento de su historia, se eri-
gía ante el sujeto hablante con el peso y la intransigencia de una es-
tructura, por lo que su poder alienante y modelador era notablemente
mayor al que podemos atribuirle, por ejemplo, al conjunto de los sis-
temas de actuación que compiten o coexisten en la oferta pedagógica
hoy al alcance de quienes aspiran a ser actores o actrices. De manera
similar, tampoco el sistema valorativo que gravita sobre la produc-
ción teatral de una época y de un determinado orden cultural, tiene
para nosotros la misma fuerza de ley que cabía adjudicarle al Otro
lacaniano en tanto que inapelable instancia de sujeción de los seres
hablantes.
Puesto que el dispositivo foucaultiano –o el “agenciamiento”
deleuziano que le es conceptualmente próximo- se presenta como
una red de elementos heterogéneos mucho menos rígido que una es-
tructura, me pareció aceptable pensar aquel Público –particularmente
en su vertiente simbólica- en términos “dispositivistas”. Tal decisión
presentaba, a mis ojos, al menos dos ventajas heurísticas. En primer
lugar, me daba la posibilidad de concebir las relaciones de poder in-
herentes al dispositivo de representación por fuera del esquema
“coacción pedagógico-directorial versus espontaneidad actoral”.
En segundo lugar, los efectos despersonalizantes de todo
agenciamiento permiten relativizar fuertemente su condición instru-
mental y, por consiguiente, suspender cualquier atribución a priori de
una ideología a un determinado dispositivo: no deberíamos, por
ejemplo, calificar en abstracto de “conservador” o de “revoluciona-
rio” a un entramado de representación realista por el solo hecho de

293
José Luis Valenzuela

inscribirse en esa poética –aunque el actual Mundo del Arte lo hu-


biese descartado de antemano bajo el rótulo de “retrógrado”, “peri-
mido” o “ya superado”-, como tampoco cabría reivindicarlo como
“posvanguardista” o “neonaturalista” porque así lo hayan adjetivado
sus voluntariosos realizadores.
El enfoque “dispositivista” permite admitir que el uso colec-
tivo concreto de un determinado ordenamiento reticular llevará sus
efectos hacia regiones más reaccionarias o más progresistas del es-
pectro ideológico-cultural independientemente de las intenciones in-
dividuales de sus pretendidos usuarios, mostrándose cualquiera de las
poéticas teatrales contemporáneamente vigentes como un campo de
experimentación indefinida e intensamente refractivo.
Como seguramente se habrá advertido, en estas páginas he
dado al Público Simbólico una importancia tal que por momentos
pareciera recubrir por completo el dispositivo teatral y aun confun-
dirse con este último. Sin embargo, esa aparente equivalencia es quizá
sólo una resultante de haber dedicado casi todo este ensayo a la des-
cripción de un dispositivo de representación escénica que es esencial-
mente un dador de formas a unos contenidos provenientes de un
conjunto social más amplio.
Si el dispositivo de representación realista articula las cosas y
los sucesos nombrados y nombrables de una manera congruente con
la articulación que aquellos ya poseen en su modo de existencia social,
el Público Simbólico es la red de formas y discursos que otorgan a
esos contenidos una cualidad retórica y una potencia sensible dife-
rentes de los que esos mismos contenidos obtendrían en los disposi-
tivos filosóficos, científicos o del “sentido común” establecidos en
ese mismo universo societario.
Para decirlo en la jerga deleuziana, el Público Simbólico
transmite esos contenidos sociales en “bloques de sensación” con
efectos diferentes a los del saber de la ciencia, la filosofía o de una
menos exigente “cultura popular”. En un lenguaje menos técnico, el
Público Simbólico sería el “alma” del dispositivo de representación
teatral en el mismo sentido en que Aristóteles decía que el mythos o

294
Bye-Bye, Stanislavski?

fábula era el alma de la tragedia (a condición de que reconozcamos


asimismo que, frente al poder de esa alma, “nadie sabe lo que puede
un cuerpo”).
Si bien la génesis del dispositivo se enraíza en la resolución
de un problema urgente o estratégico, no es legítimo atribuir su ori-
gen ni su consolidación a una autoría individual, centrada en un nom-
bre propio reverenciable o eventualmente denostable. Aun cuando
hablemos del dispositivo de representación stanislavskiano, por
ejemplo, sabemos que confluyen allí innumerables aportes, invencio-
nes no siempre intencionales, influencias y contagios de procedencias
huidizas y dispositivos parciales o embrionarios que lentamente van
configurando una red internamente dinamizada por contradicciones
actuales o potenciales.
Hay una metaestabilidad intrínseca al dispositivo como con-
secuencia de su inevitable autoría colectiva, y aun si esa construcción
fuese asignable a un solo nombre propio, sus incongruencias inter-
nas, las interminables exégesis que pueden suscitar sus axiomas y los
collages teóricos que suelen darle sus fundamentos, confieren al dis-
positivo una vida y una cualidad provocativa que perdura más allá de
la existencia de su creador o de sus creadores.
No obstantes estas tensiones inherentes, el tipo particular de
conexión reticular entre sus elementos confiere especificidad a un
dispositivo dado, enlazando así su dispersión según una matriz o
forma fundamental que, una vez definida, podría ser detectada o re-
producida en otros ordenamientos sociales ontológicamente diferen-
tes. Puede decirse que la forma fundamental del dispositivo de repre-
sentación realista no es otra que la terna aristotélica cuyos compo-
nentes se encadenan siguiendo la matriz principio-medio-final. Si un
objeto de conocimiento –tal como el mundo posible que da soporte
a un determinado relato- ha de ser inferido o intuido por un lector o
un espectador en toda su extensión espacio-temporal, será necesario
que ese receptor pueda saber cuándo y dónde comienza, cómo pro-
sigue y de qué manera finaliza el mencionado relato. Para retomar un

295
José Luis Valenzuela

término que ya he empleado en La risa de las piedras, diría que la matriz


aristotélica es la clave de bóveda del plano de composición realista.
Como he venido sosteniendo, el Público Simbólico es un
subdispostivo esencial al menos en la estrategia de representación
realista, y puede discutirse quizá interminablemente el protagonismo
de dicho Público en poéticas teatrales distintas de la del realismo. Por
lo pronto, podemos subrayar la autoría colectiva, la metaestabilidad
y el anclaje en la gnoseología aristotélica que da consistencia al Pú-
blico Simbólico en el dispositivo de representación realista. La men-
cionada metaestabilidad se origina en buena medida en la tensión irre-
suelta entre los aspectos normativo, por un lado, e instrumental, por
el otro, que el Público Simbólico presenta siempre a los sujetos que
ingresan en su red.
Si bien el uso que daba Foucault a la noción de dispositivo lo
encaminaba a concebirlo como un espacio de despliegue del poder –
atribuyendo a ese poder una positividad constituyente de conductas
y de modos de existencia en los indóciles sujetos que le están some-
tidos-, Deleuze afirmaba en cambio que esas redes heteróclitas se
conforman como “agenciamientos del deseo”, es decir, como ensam-
blajes transitorios propiciados por una potencia cuya productividad
el filósofo juzgaba menos problemática que la del poder foucaultiano.
Salvo esa atribución deseante, los agenciamientos deleuzianos po-
drían tomarse como equivalentes en gran medida a los dispositivos
de Foucault, a la vez que los primeros nos proponen sugestivas espe-
cificaciones analíticas.
En la perspectiva de Deleuze los agenciamientos se organi-
zan, por un lado, según un eje de composición que va de una articulación
productiva de cuerpos, cosas, afectos y estados de cosas, a una acti-
vidad de enunciaciación ordenadora de raíz colectiva. Por otro lado,
los posibles agenciamientos se distribuyen sobre un eje procesual que
oscila reversiblemente entre una máxima territorialidad (estabiliza-
ción, redundancia, regularidad, repetición…) de sus componentes, y
una extrema desterritorialización (ruptura, eventualidad, discontinui-
dad, diferenciación…) que permea su trama heterogénea.

296
Bye-Bye, Stanislavski?

Si el eje de la composición parece estar recorrido por una va-


riedad de modos de poner-en-forma las cosas, los cuerpos y los enun-
ciados que constituyen el dispositivo o agenciamiento, podemos pen-
sar que en el eje de los procesos inciden los grados de estabilidad, de
inestabilidad y de metaestabilidad que afectan al dispositivo. Por lo
tanto, el eje procesual nos remite a las fuerzas –y las concomitantes
energías- alternativamente retenidas y liberadas en el interior y en el
entorno de las formas organizadas y en vías de organizarse.
Los ejes mencionados podrían tratarse como un sistema de
coordenadas bidimensional que nos permitiría señalar, por ejemplo,
cuán predominantemente sensorial o lingüístico es un agenciamiento
o dispositivo dado y cuán cercano está de una rigidez estructural o,
por el contrario, de una dispersión caótica. Pero tal vez no conviene
imaginar esos ejes como rectilíneos y ortogonales, sino concebirlos
más bien como líneas curvas cuyas trayectorias pueden complejizarse,
bifurcarse y aun volverse sobre sí mismas.
Estas especificaciones nos permiten tal vez responder hasta
qué punto el Público Simbólico recubre o no por completo el dispo-
sitivo de representación stanislavskiano. Si el Público Simbólico se
nos aparece como un reservorio o un proveedor de formas organiza-
doras tanto de los cuerpos como de los enunciados de la red, la efec-
tuación actoral de los comportamientos y de las enunciaciones pro-
mueven fugas y desterritorializaciones diversas a través del accidente,
la serendipia, el equívoco, el hallazgo… que abren espacios de ruptu-
ras, de formaciones a-significantes y de configuraciones no previstas.
Si el Público Simbólico provee los elementos formales para
articular una dramaturgia de la escena en tanto que programación abs-
tracta, previendo los modos en que deberían darse los encuentros entre
los sujetos y de éstos con las cosas y las palabras, el Público Real abre
un campo de intensidades e imprevistos derivados de la mutua afec-
tación y del desencuentro de los cuerpos gozantes en el acaecer perfor-
mático.
Diríamos que el costado instrumental del Público Simbólico
ofrece un repertorio de formas aplicables al polo del dispositivo en que

297
José Luis Valenzuela

se entrelazan las cosas, los afectos y los estados, y esa aplicación con-
vertiría una inicial mezcla de cuerpos en un ordenamiento más ope-
rativo respecto de un determinado problema afrontado. Y diríamos
que, por otra parte, el costado normativo de ese público Simbólico se
inserta preferentemente en el polo de una enunciación colectiva del
dispositivo.
He sugerido a lo largo de este ensayo que el Público Imagi-
nario, dispensador de un barniz de reconocibilidad y sentido sobre
los efectos subjetivos de las otras dos dimensiones del Público, com-
pleta el reticulado y los campos de fuerzas que conforman el dispo-
sitivo de representación stanislavskiano. Y entre esas instancias de-
terminantes se abre paso un irreductible sujeto-de-la-actuación ani-
mado por una voluntad de potencia o un deseo enmarcado en una
ética particular.
Hablar de Público –en sus tres registros- supone adoptar la
perspectiva de los realizadores del hecho teatral, y es ese el punto de
vista que he mantenido a través de los párrafos de este libro. Si en
cambio nos desplazáramos hacia el lugar del espectador, tendríamos
que hablar de una Escena Imaginaria, una Escena Simbólica y una
Escena Real frente a las cuales situaríamos un sujeto-de-la-expecta-
ción. Es claro que semejante desplazamiento entrañaría sobre todo
una reelaboración conceptual de los registros Imaginario y Real de la
representación que excedería en mucho los alcances del presente tra-
bajo. (El registro Simbólico sería tal vez el menos trastocado puesto
que éste tiende a cobijar a realizadores y receptores bajo un mismo
sistema de reglas constructivas).
Se ha visto de qué manera el dispositivo stanislavskiano cul-
minaba, en la cuarta fase del método de las acciones físicas, en un
despojamiento de las circunstancias dadas tal que los actores y actri-
ces respondían en primera persona a una urgencia que les reclamaba
eficaces operaciones sobre las cosas y los cuerpos. Estábamos enton-
ces en el extremo del eje de composición en que el contacto de los
cuerpos y la trama de las cosas admitían sólo una articulación prag-
mática que Deleuze habría llamado “maquínica”, donde las formas y

298
Bye-Bye, Stanislavski?

los ritmos parecían surgir de los espacios, los tiempos, las materias y
las energías mismas en sus evoluciones físico-biológicas. A medida
que nos trasladábamos hacia el extremo opuesto de ese eje de com-
posición, iban apareciendo los enunciados de creencia o “si mágicos”
que empezaban a recubrir ficcionalmente aquellos cuerpos y conduc-
tas hasta entonces afirmadas sólo en espacios y en tiempos reales.
Quizá al cabo de ese corrimiento hacia el polo colectivo de
enunciación realista stanislavskiana nos encontraríamos con un faro
o un GPS confiable, siempre encendido durante las improvisaciones
y los ensayos actorales, es decir con el texto literario tal cual fue escrito
por su autor y con su enunciado supremo, a saber, el “superobjetivo”
de la obra.
Este recorrido de un extremo al otro del eje de composición
bien podría subsumir al método de las acciones físicas en su totalidad,
al menos en lo que éste tiene de programable. Y podríamos asimismo
imaginar un director y unos actores que efectuaran ese trayecto me-
tódico estrictamente apegados a las prescripciones que definen cada
una de sus etapas. Diríamos entonces que ese grupo de teatristas ha-
bría optado por un uso fuertemente territorializado y reterritoriali-
zante del método stanislavskiano.
Sin embargo, hemos visto cómo el Maestro incentivaba la
metaestabilidad de los cuerpos actorales y la imprevisibilidad de sus
reacciones poniéndolos en la condición de un domador que se encie-
rra en una jaula con seis tigres. Y hemos visto también cómo ciertas
enunciaciones del director ruso inducían entre sus discípulos unos
desequilibrios casi siempre angustiantes a través de lo que Barba lla-
maría mucho después la “estrategia de la botadura y del naufragio”.
Dicho de otra manera, la puesta en juego concreta del mé-
todo de las acciones físicas admite un tipo de recorrido procesual en
que se alternarían las reterritorializaciones y las desterritorializaciones
según itinerarios reversibles, diversamente continuos o discontinuos
e indefinidamente iterativos.
Es así como el dispositivo de representación stanislavskiano
se nos muestra también, por momentos, como un agenciamiento del

299
José Luis Valenzuela

deseo, como una organización propulsada por un desear que, en vir-


tud de los efectos despersonalizantes de toda red con estas caracte-
rísticas, no podríamos decir tajantemente si pertenece al actor, al di-
rector, al espectador o aun al autor. No obstante, el triunfo final del
“superobjetivo” terminaría reterritorializando toda aventura actoral,
todo desvío rizomático metódicamente autorizado por “la botadura
y el naufragio”, para restaurar el imperio de la jerarquía autoral. Es
entonces cuando la construcción stanislavskiana volvería a ser un dis-
positivo del poder.
De todas maneras, siguiendo los comentarios de Deleuze en
torno a Foucault, sólo podemos hablar de cosas y palabras organiza-
das, “dispuestas” o “agenciadas” y de las líneas de saber, de poder y
de subjetivación que unos sujetos son capaces de trazar o seguir en
tales ordenamientos. Tales son los “asideros técnicos” que nos pre-
senta un dispositivo: una caja de herramientas o un tablero de inte-
rruptores quizá demasiado exiguos como para alimentar nuestras ilu-
siones de controlar sus procesos y sus efectos. Y es claro que el po-
der, el saber y la subjetivación conciernen tanto a quien dirige y a sus
colaboradores, al autor literario, a quienes actúan y a los espectadores,
variando los grados de libertad o de sujeción que cada uno de estos
individuos está en condiciones de efectuar durante los ensayos o en
un evento escénico concreto.
Hemos comprobado que, en el dispositivo de representación
stanislavskiano, la línea de los saberes va y viene entre lo sabido y
articulado, lo no-sabido accesible al aprendizaje y al entrenamiento, y
un saber-no-sabido que sólo puede alcanzarse a través de un acto que
compromete el goce del sujeto. La línea de los poderes es transitada
-en uno y otro sentido- desde la asistencia paternalista que va en res-
cate de un discípulo desorientado hasta el inapelable mandato super-
yoico, pasando por la sutil coerción del “maestro ignorante”.
Finalmente, las líneas de subjetivación nos muestran en uno
de sus polos al actor imaginariamente dueño de unas destrezas adqui-
ridas o innatas, bien aclimatado a los rigores y las seducciones del
espacio de representación, autorizándose a afirmar “yo actúo” y, en

300
Bye-Bye, Stanislavski?

el polo opuesto, a un sujeto-de-la-actuación inmerso en el goce de


ser-actuado por un Público, en el trance de la perejivanie (goce peli-
groso que bien podría absorberlo en su costado paralizante y exclu-
yente de toda actuación posible).
El dispositivo de representación realista está así atravesado
por una particular “figura poética”: la del actor o actriz que, inicial-
mente varado/a en el desconcierto de un espacio vacío y de un texto
que le queda demasiado lejos, emprende un trayecto que debería cul-
minar en una estrecha vecindad con lo que el público suele llamar
“un personaje creíble” (en otras palabras, debería desembocar en el
entretejido de esa “piel del personaje” en la cual, según se dice, el
actor o la actriz debe saber “meterse”). Llegada/o a ese punto, la ac-
triz o el actor podría hacer de esa composición convincente un tram-
polín en acecho de la perejivanie, instante fugaz en que las diferencias
entre intérprete y personaje habrían desaparecido, por así decirlo. El
tránsito entre la “página en blanco” de partida y el punto en que la
“vivencia” puede acontecer, es una línea de subjetivación posible en
el dispositivo stanislavskiano, un recorrido que puede comenzar en
el plano técnico para llegar al “personaje bien construido” y eventual-
mente resolverse –si desde allí se aguarda el acontecimiento “viven-
cial”- sólo en una perseverancia ética. Estaríamos aquí ante la línea de
subjetivación alentada por lo que en Las piedras jugosas (Valenzuela
2004) he llamado una “ética identificatoria”, teniendo en cuenta la
meta que la alienta, a saber, la “plena fusión del actor/actriz con un
personaje”, con una virtualidad inicialmente tan separada de sí como
lo está nuestro yo de su propia imagen en un espejo.
Las líneas (de saber, de poder y de subjetivación) que enhe-
bran o circundan las cosas y las palabras, tienden a erigir así un dis-
positivo/agenciamiento representacional lo suficientemente consis-
tente como para afrontar y sobrevivir a aquello que la conciencia sub-
jetiva percibe como un caos que lo asedia por dentro y por fuera. Ese
“caos” es una infinitud que el sujeto tratará apartar de sí recubrién-
dola, en la intersección de lo Imaginario y lo Simbólico, mediante una
“realidad escénica” tanto inmediata como fuera-de-campo (es decir

301
José Luis Valenzuela

como un vasto mundo posible que subyace al relato escenificado y lo


desborda). En la intersección de lo Imaginario y lo Real, ese “caos”
reprimido puede irrumpir repentinamente como potencia disgre-
gante (como un pánico que paraliza) o como una perejivanie que resta-
lla sin previo aviso.
Cabe insistir entonces en que el dispositivo de representación
stanislavskiano apacigua doblemente ese supuesto caos del puro de-
venir: en la intersección Imaginario-Simbólico, desplegando un
mundo posible –una totalidad- que se propaga aún más allá de lo
sensible e inteligiblemente representado y, en la intersección Imagi-
nario-Real, dejando que la actuación sea de pronto habitada por una
perejivanie pregnante que fulgura como “goce del Otro”. La consisten-
cia imaginaria se hace posible gracias a los patrones y matrices for-
males provistos por la vertiente instrumental del Público Simbólico,
así como la exposición a la infinitud caótica es provocada por la enun-
ciación inaugural de un director que se asume inesperadamente como
portavoz de un Público Real previamente silencioso y velado. El emi-
sor de la voz directorial espera, claro está, que esta apertura al “caos”
de lo que escapa a la conciencia actoral sea lo suficientemente transi-
toria o pulsátil como para que el actor o la actriz sean capaces expe-
rimentar en esa línea de fuga de pronto abierta y emerger de ella con
una respuesta escénica inmejorablemente acertada.
Desde el punto de vista del espectador o espectadora “rea-
lista”, la totalidad espacio-temporal imaginaria late o se asoma en
cada eslabón de una trama metonímicamente trabajada por los/as
realizadores/as del espectáculo. Dicho de otra manera, el régimen de
enunciación metonímica recubre el dispositivo de representación rea-
lista, modulando rítmica y dramáticamente un hilo narrativo continuo
que oscila entre sus emergencias en el plano discursivo y sus inmer-
siones en el “subtexto” del relato y de los diálogos. Por lo general,
ese imperio del régimen metonímico se extiende tanto sobre el tejido
de la obra escrita como sobre el entramado escénico de la represen-
tación.

302
Bye-Bye, Stanislavski?

Se ha podido mostrar que la acción y el gesto ponen-en-forma


cualquier posible confusión de cuerpos, cosas y palabras en el dispo-
sitivo realista, y ello es válido tanto para el “arte de la representación”
como para la psicotécnica que da soporte al “arte de la vivencia”.
Tanto la construcción metonímica de los textos como la modulación
“géstica” de los comportamientos escénicos conciernen al eje com-
positivo de la representación realista. El régimen metonímico es la
lógica compositiva que define la poética del realismo escénico y da
sostén al deseo espectatorial que habrá de seguir la línea narrativo-
dramática dentro de los márgenes del principio del placer.
Por otra parte, un eje procesual opera transversalmente res-
pecto del eje de composición, llevando y trayendo segmentos com-
positivos hacia zonas de fuerte codificación o, por el contrario, fu-
gándolos hacia extremos de máxima desterritorialización. En el dis-
positivo de representación stanislavskiano, el eje procesual está regu-
lado por la estrategia de la botadura y del naufragio, y si el eje com-
positivo compromete los saberes que los realizadores son capaces de
articular, el eje de los procesos es un espacio recorrido por líneas de
poder, sin que sea necesariamente el director escénico quien detente
esa autoridad inobjetable. Lo propio del dispositivo stanislavskiano
es que, cuando la secuencia territorialización-desterritorialización-re-
territorialización transcurre en un breve lapso, ese itinerario pulsional
se muestra con el fulgor de una perejivanie.
Si bien los movimientos del deseo que el dispositivo realista
propicia en el eje o plano de composición están resguardados por el
principio del placer, la dinámica procesual del dispositivo stanis-
lavskiano admite la posibilidad de que aquel deslizamiento placentero
se abra de pronto al goce del Público, marcando la experiencia actoral
y/o espectatorial con el sello de lo inolvidable.
Por una parte, si el delineado compositivo del espectáculo
según los recursos de un saber-hacer se inscribe en el dominio de la
técnica, por la otra, en la medida en que en los procesos de compo-
sición implican también unos poderes, unas fuerzas en pugna inhe-

303
José Luis Valenzuela

rentes al dispositivo, está asimismo concernida una ética que se des-


dobla en un momento disgregante o disolvente en que un cuerpo se
histeriza y se sostiene en su metaestabilidad, y un momento reconsti-
tutivo en que el cuerpo parece recuperar un poder sobre sí mismo y
sobre su entorno inmediato, trazándose así unas sinuosas líneas de
subjetivación que la perjivanie recorre a gran velocidad.
Es en la perejivanie stanislavskiana, como punto extremo de la
subjetivación actoral, donde el dispositivo realista alcanza su frontera,
cayendo por unos instantes fuera de la representación e internándose
en el reino del puro afecto. Es en ese borde donde queda abolida la
metonimia en tanto que sostén de la representación realista. Allí, el
fragmento deja de prometer al sujeto una revelación futura y le en-
trega el Todo de un solo golpe, sustituyendo inesperadamente el pla-
cer del suspenso por un goce que lo deja sin aliento: recuérdese a Lee
Strasberg extasiado ante el gesto de Eleonora Duse cuando ésta le
arroja de pronto la obra completa en un solo movimiento de sus bra-
zos y sus manos.
La multiplicidad representacional, programáticamente distri-
buida en una línea de tiempo, pareciera subsumirse repentinamente
en lo Uno, pero esa condensación fulgura sólo por unos instantes
infinitamente breves, interpenetrados, sin extensión ni divisibilidad,
pues la perejivanie es puramente intensiva, desesperanzadamente inasi-
ble para toda forma, toda técnica y todo propósito transitivo.
Tras haber sometido a mis lectores y lectoras a un extenuante
recorrido conceptual para el cual no he sabido encontrar senderos
expositivos más disfrutables, sólo me cabe volver a la pregunta con
que se abren estas páginas: ¿es Stanislavski nuestro contemporáneo?
En los densos párrafos que esa interrogación me ha motivado re-
suena quizá la observación que hiciera Henri Bergson en una carta a
Harald Höffding: “lo inmediato está lejos de aquello que es más fácil
percibir” (Bergson 2002 25).

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