Bye Bye Stanislavsky - Valenzuela
Bye Bye Stanislavsky - Valenzuela
Bye Bye Stanislavsky - Valenzuela
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José Luis Valenzuela
BYE-BYE, STANISLAVSKI?
ISBN 978-1-944508-34-0
All rights reserved. This book or any portion thereof may not be reproduced
or used in any manner whatsoever without the express written permission of
the publisher except for the use of brief quotations in a book review or schol-
arly journal.
Editorial Argus-a
16944 Colchester Way,
Hacienda Heights, California 91745
U.S.A.
A Sebastián Fanello,
director del grupo teatral
cuyo nombre inspiró el título de este libro.
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ÍNDICE
Prefacio i
Introducción 1
Este no es un libro de historia 1
Devenir inolvidable. 23
Cosas y palabras atadas con alambre 23
La blanda jaula del pelotero 26
Una paciente oruga teje su capullo 31
La bestia y su frágil cazadora 36
Labores de punto de un pequeño dios 39
Primero hay que saber sufrir… 44
La querella de las pelucas empolvadas 51
Picadillo de carne 59
Partir sin comprar boleto de vuelta 66
Todo el mar se agota en una gota 72
Como goza un ave fénix 80
El mito de la caverna 87
Deberse al público 93
Algo nos imagina 93
Ponerse en forma 98
Tentación de abismos 107
Bienaventurados los inocentes y los desahuciados 116
La televisión me dice que soy muy intenso 125
Referencias 305
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PREFACIO
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INTRODUCCIÓN
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punto de vista de los artistas) o como un “arte visual” (si nos coloca-
mos del lado de los receptores), reproduciendo así una dicotomía en
que recae toda práctica artística, a saber, la de la doble tarea de distri-
buir y conectar un conjunto de elementos heterogéneos (que en el
arte escénico incluye unos cuerpos vivientes refractarios a cualquier
in-formación rígida) y de dar a percibir las formas resultantes a un
observador.
Georg II, pintor frustrado a causa de sus dificultades con el
manejo del color, era sin embargo un excelente dibujante que dise-
ñaba sus escenografías y sus vestuarios, establecía las posiciones de
sus actores en el escenario y trazaba los movimientos de masas de sus
figurantes. La organización espacial de la escena de los Meiningen
estaba guiada por el propósito de dinamizar la imagen de conjunto
ofrecida al público evitando la simetría, la monotonía distributiva, las
direcciones paralelas o perpendiculares al proscenio, dando así prefe-
rencia a las alineaciones oblicuas de los planos, los objetos y los cuer-
pos vivos.
En suma, el régisseur buscaba dar vida a sus composiciones
produciendo la impresión de que los elementos escénicos habían sido
distribuidos “naturalmente” en el espacio, promoviendo así, en el es-
pectador, la sensación de estar contemplando una “realidad”. La di-
rección teatral nacía, de esta manera, como un arte “retiniano”, para
emplear aquí la expresión que Marcel Duchamp pondría a circular
muchas décadas más tarde.
Si bien el ánimo realista de las escenificaciones de Georg II
ya exigía que los “decorados” fuesen volumétricos, para André An-
toine la escenografía tridimensional era, además, una suerte de corral
ortopédico para corregir ciertos excesivos bríos actorales heredados
de la declamación romántica. De hecho, el efecto de realidad que lo-
graban las escenas de los Meiningen era menoscabado por unas ac-
tuaciones ampulosas y estatuarias que, en la Compañía, quedaban
bajo la supervisión de Helene von Heldburg, esposa de Georg II.
Antoine entendía que esa grandielocuencia podía encauzarse
más “naturalmente” si los actores, olvidando el arco que media entre
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dado paso a “un teatro que tomó en cuenta el nivel social y la vida
diaria de sus personajes” (1987 29). Con Victor Hugo y Alexandre
Dumas, “los actores debían comer en el escenario, dormir allí y sen-
tarse en sus camas a soñar” (1987 29); en la dramaturgia de la segunda
mitad del siglo XIX habían declinado, por lo tanto, las grandes bata-
llas y los ímpetus trágicos, y ello, según Antoine, hacía necesaria la
invención de “el arte de dirigir” (1987 29) a la manera de la descrip-
ción novelística.
La puesta en escena sería entonces la tarea de dar un cuerpo
visible y tangible a una descripción literaria que no siempre es explí-
cita en el texto escrito por un dramaturgo. Pero las hipertrofias des-
criptivas del Théâtre Libre reforzaban la naturaleza plástico-espacial
de la dirección, limitando su temporalidad a la del movimiento de los
actores y al tránsito de un cuadro escénico a otro. Bajo la influencia
de Zola, las escenificaciones de Antoine se atascaban en el “realismo
desilusionado” que György Lukács deploraría en su evaluación re-
trospectiva en la década de 1930.
Para el filósofo húngaro, la caída de los ideales revoluciona-
rios tras la restauración aristocrática acontecida en Francia a media-
dos del siglo XIX había convertido el realismo épico de Balzac, Scott
o Tolstoi en el naturalismo desencantado de Zola, Flaubert o los her-
manos Goncourt. Lukács afirma entonces que “la alternativa narrar
o describir corresponde a los dos métodos fundamentales de repre-
sentación propios de estos dos períodos” (Lukacs 1965 53), y sus-
cribe la apreciación de Paul Bourguet cuando éste sugiere, acerca de
los Goncourt, que en ellos “lo significativo en un hombre no es aque-
llo que hace en un momento de crisis aguda y apasionada, sino sus
hábitos cotidianos, los cuales no denotan una crisis, sino un estado”
(1965 60).
Según Lukács, la desilusión naturalista reflejaba una actitud
ante el suceder histórico consistente en “registrar, sin combatirlos,
los resultados ‘acabados’, las formas constituidas de la realidad capi-
talista, fijando solamente sus efectos, pero no su carácter conflictivo,
las luchas de fuerzas opuestas que la habitan” (1965 83). De este
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DEVENIR INOLVIDABLE
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PICADILLO DE CARNE
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“cuerpo sin órganos”, una carne desarticulada, con sus piezas disper-
sas y disponibles para una recombinación fantasiosa, un cuerpo tro-
ceado que habría permitido al actor seguir de cerca a esos pintores,
músicos, escultores y aun bailarines que, habiendo liberado los cuer-
pos y las voces de sus contornos y volúmenes demasiado humanos,
dejaban atrás la pesada solidez del realismo para alcanzar en sus obras
“lo subconsciente y lo sublime”.
Como sabemos, la imagen artaudiana del cuerpo sin órganos
ha sido recuperada por el proyecto anti-edípico de Gilles Deleuze y
Felix Guattari para referirla a un cuerpo no-formado, no-organizado
y descodificado, buscando contradecir la clausura que ellos atribuían
a las nociones de “organismo”, de “significación” y de “subjetividad”
supuestamente defendidas por el psicoanálisis. Para Deleuze y Guat-
tari, el “cuerpo sin órganos” (CsO) es un sustrato material inconte-
nido, un archipiélago heterogéneo, idealmente libre de las exigencias
o estratificaciones del lenguaje, del Estado, de la familia y de las de-
más instituciones sociales, que precedería, penetraría o circundaría al
“cuerpo propio” y a la conciencia en tanto instancias organizadas y
organizadoras.
Sin embargo, esa condición desestructurada y fluyente es sólo
un horizonte hacia el cual puede tender la experimentación de un in-
dividuo mientras éste recorre un proceso en delicado equilibrio entre
un apartamiento de la organización (lingüística, fisiológica, institucio-
nal…) y un extravío en el caos irreversible y mortífero. Para Deleuze,
el CsO es comparable a un “germaplasma” autorreproductivo que,
según la teoría propuesta por el biólogo August Weissmann a fines
del siglo XIX, se alojaría en los organismos o “somaplasmas”. Desde
esta perspectiva, la pintura de Vrúbel pudo haber sido para Stanis-
lavski portadora de un CsO que el Maestro habría buscado en vano
exhumar y despertar en las oscuridades de su propio cuerpo.
Pero la experimentación stanislavskiana frente a los cuadros
de Vrubel tenía especificaciones que nos llevan a dejar por el mo-
mento las generalidades del “cuerpo sin órganos” para internarnos
en cambio en el territorio más operativo de las técnicas de la escena.
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principio del placer. Se trata de un goce que más tarde Lacan situaría
fuera del significante, incompatible con toda representación. En
tanto inefable y no-especularizable, el goce ostenta la cualidad de lo
intransferible: hay una esencial soledad –y aun un autismo- en el sujeto
gozante. El goce del otro nos es, por lo tanto, inaccesible e inconce-
bible.
En el terreno teatral, específicamente, no hay garantía alguna
de que los respectivos goces del actor y del espectador sean simultá-
neos, simétricos, coordinables, ni conmensurables en calidad o en in-
tensidad. Si la alegoría del escenario (realista) como espejo de la sala
ha sido un longevo lugar común de la cultura occidental, en lo que
respecta a los eventuales goces de uno y otro lado del proscenio, de-
beríamos figurarnos más bien un espejo de doble faz como superficie
divisoria. Actores y públicos gozan según sus maneras respectivas,
cada vez más azarosa e independientemente a medida que unos y
otros se internan en los territorios desconcertantes de las teatralida-
des “experimentales” de nuestros días.
Sólo las variantes más lineales de la narrativa realista –aquellas
que responden al esquema conflicto / suspenso / resolución- pueden
apostar aún a mantener al público atrapado en el previsible trayecto
que va de una tensión acumulativa a su descarga final. Basta formu-
larlo de este modo para advertir que ese tránsito lineal se mantiene
en los cauces del principio del placer, sin aventurarse a un goce pro-
piamente dicho, y es por ello que sus efectos –relativamente calcula-
bles- se agotan en los marcos de la representación misma. Un “teatro
de placer” suele responder a una demanda de “consumo de bienes
culturales” y, como decía Brecht, “en esa esfera ya nada se produce;
sólo se consume, se disfruta y se defiende” (Brecht 1973 110).
El teatro de placer está al cubierto de la inquietud, del males-
tar y aun de la herida irresuelta e irresoluble -sujeta a indefinidas re-
peticiones fallidamente reparadoras- que la palabra perejivanie con-
lleva. El teatro de la vivencia propone en cambio una experiencia que,
a diferencia de la que ofrece el teatro de placer, sigue obsesionando
al espectador mucho después de que la sala se vacía y se apagan las
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Dicho con otras palabras, Eleonora Duse era una maestra del
gesto, capaz de realizar el ideal diderotiano sin que podamos averiguar
hasta qué punto el talento metonímico de la actriz era el fruto de un
cálculo minucioso o de una inspiración inconsciente reacia al análisis.
Los párrafos de Strasberg nos autorizan a distinguir en ellos una “pe-
rejivanie de espectador”, sin darnos indicio alguno sobre lo que la ac-
triz experimenta en tales “instantes fecundos”. Entre la perejivanie del
actor y la del espectador cabe sospechar más bien una no-simultanei-
dad como regla general; son, según lo he indicado más arriba, goces
no obligados a una sincronía. En cualquier caso, podemos decir que
actrices como Eleonora Duse son capaces de ubicar su trabajo en el
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De todas las artes, la pintura es, sin duda, la única que integra
necesariamente, “histéricamente”, su propia catástrofe. (…)
En otras artes, la catástrofe no está más que asociada. Pero el
pintor, él, pasa por la catástrofe, abraza el caos e intenta salir.
(Deleuze 2005 60)
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cipio del placer, como una pasajera “neurosis traumática” cuyas mani-
festaciones son, según dice el autor, muy similares a las del síntoma
histérico.
Desde un punto de vista diacrónico, el paso de la impotencia
zozobrante a la actuación cargada de “presencia” tiene el carácter de
un acto cuyo prodigioso efecto es el de transmutar la “energía” para-
lizante y paralizada en una explosiva y dinámica “energía creadora”.
Es llamativo que ese acto esté precedido por una especie de cólera
contenida. Justo antes de proferir la famosa frase de Otelo, recuerda
Kostia que “en medio del desamparo y la confusión, me dominó la
ira contra mí mismo, contra los espectadores. Por unos minutos es-
tuve fuera de mí, y sentí que me invadía un valor indecible” (Stanis-
lavski 1978 57).
Esta cólera contra sí mismo y contra el público parece tener
un papel productivo fundamental. En Lógica de la sensación, Deleuze
afirma que el “acto de pintar” surge después de “un trabajo prepara-
torio invisible y silencioso [que es], sin embargo, muy intenso”. Tras
preguntarse en qué consiste ese acto de pintar, el filósofo apunta que
EL MITO DE LA CAVERNA
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Para decirlo con mayor precisión, el actor siente del otro lado
del proscenio la ominosa asechanza de lo que Freud llamaba “la Cosa
(das Ding) en su muda realidad”, perturbadoramente presente en su
inmovilidad. Que ese público al cual va a consagrar su arte desapa-
rezca de la percepción del actor, convierte esa presencia en Cosa sin
atributos, fuera de toda imagen y fuera de toda circunscripción. Ese
Público –y permítanme indicar con la mayúscula su afinidad con das
Ding- desaparecido de la vista y de la audición es, consecuentemente,
fuente de angustia para el actor. Con las luces de la sala encendidas, en
cambio, el Público recupera sus movimientos y sus voces, deviniendo
público visible y audible con el que se podría dialogar y equilibrar
fuerzas.
El “abrazo del caos y el intento de salir de él” que Deleuze
atribuye al pintor es claramente extensible al actor stanislavskiano, y
es por ello que el maestro ruso dedica el primer capítulo de su libro
pedagógico a relatarnos el encuentro del actor con la Cosa expectante
del otro lado del proscenio, dándonos a entender que allí, en esa “in-
terminable y vaga penumbra”, reside la causa eficiente de toda actua-
ción viva. Ese Público a oscuras es a la vez causa y pizarra vacía
donde el actor habrá de dejar sus trazos; él es su lienzo intacto, su
piedra en bruto, su hoja en blanco (o su “volumen en negro”) de-
mandando ser llenada.
Refiriéndose a la obra de Bacon, Deleuze niega la virginidad
del lienzo y afirma que el pintor trabaja sobre una superficie inicial-
mente llena de estereotipos y clichés, todavía invisibles para el obser-
vador, contra los cuales el artista debe luchar. Otro tanto podría de-
cirse del Público, claro está, pues en él también se agitan o duermen
expectativas y prejuicios; bullen en esas cabezas y cuerpos invisibles
tópicos sobre lo que esperan ver y oír sobre el escenario.
El pintor, a solas frente a su tela, puede olvidar momentánea-
mente a los destinatarios de su obra; el actor no puede hacerlo, pues
ellos están ahí, demasiado presentes, como una materia oscura que lo
afecta directamente en su cuerpo, induciéndole una histeria tan in-
tensa como transitoria. Diríamos entonces que ese Público que lo
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DEBERSE AL PÚBLICO
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PONERSE EN FORMA
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Además,
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y hacer girar los ojos, los arrebatos del ‘tigre’ que me inspira-
ban para el personaje? (…) Por una parte leía el texto del pa-
pel y por la otra hacía los gestos del salvaje, sin relacionar lo
uno con lo otro (53).
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TENTACIÓN DE ABISMOS
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Pero
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Los tres Públicos que vengo distinguiendo están, por así de-
cirlo, mutuamente entrelazados. Si bien los he señalado de manera
sucesiva en el relato de la “prueba actoral” sufrida y superada por
Kostia, ha sido atendiendo al hecho de que en cada etapa de ese pro-
ceso uno de los Públicos (o una de las dimensiones del Público) apa-
recía como predominante. Puede decirse que lo Real asoma en la ex-
periencia actoral cada vez que naufragan los recursos y procedimien-
tos salvadores, cada vez que el actor se queda sin el sostén de los
significantes o de las imágenes que lo absorben, lo movilizan y lo
contienen. Esa amenaza latente está siempre al acecho, hay que con-
tar con ella y construir los comportamientos escénicos al modo de
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una balsa que no naufrague en el deseo infinito y sin nombre del Pú-
blico (deseo que, aunque pudiera perseguir un objeto diferente, tiene
su correlato en el que moviliza al sujeto-de-la-actuación). Kantor lo
dice con palabras inmejorables cuando postula el nacimiento mítico
de un ACTOR ante un AUDITORIO o Público:
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LA TELEVISIÓN ME DICE
QUE SOY MUY INTENSO
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para que el dinero circule sin obstáculos ni lastres hacia sus puntos
de concentración privilegiados (aunque nadie sobreviva allí para gas-
tarlo).
El performer dadaísta, luciendo sin pudores sus miserias, sus
taras y sus desechos, se ofrece como el verdadero objeto de goce de
un Público que no es ajeno a una civilización que ha esparcido millo-
nes de cadáveres descuartizados en los campos de Europa. Dadá ex-
pone aquello que la cultura occidental ha venido guardando en se-
creto, y lo hace sin culpas ni vacilaciones, asumiendo lo que podría-
mos llamar una posición perversa, lejos ya de la histeria del actor realista.
La ética identificatoria –aquella que llevaba al actor a buscar su auto-
transformación convirtiéndose en un otro complementario de sí
mismo-, es reemplazada, en la performance dadá, por una ética sacrílega
en que cada artista, como los antiguos cínicos, reivindica pública-
mente la singularidad de su goce sin los velos que lo hubiese hecho
más socializable.
Según el psicoanálisis, es característico de la estructura per-
versa la expulsión del campo de lo simbólico en tanto que mediador
de los vínculos duales (por ejemplo, de la relación entre el actor y el
espectador en el teatro). De esta manera, el Público Simbólico habría
desaparecido para el sujeto dadaísta, disponiéndose éste a asumir una
relación con el público sin la intromisión del deber-ser de la forma,
de esa instancia formal que asimismo hubiese terciado para garantizar
una mutua y admisible satisfacción de las partes.
Para el vínculo perverso no hay historia ni totalidades que
sirvan de referencia; sólo subsiste el mandato del goce, de un goce
inmediato que no admite las postergaciones que un orden simbólico
hubiese impuesto a los participantes. (Corrijamos entonces: no es que
la posición perversa excluya toda instancia tercera, pues sobre los par-
tenaires sobrevuela, con fuerza de ley, el mandato de gozar). El perfo-
mer dadaísta, a diferencia del actor stanislavskiano, habría rechazado
toda sujeción a un Público Simbólico desplegado tanto en su función
instrumental como en su dimensión juzgante. Por consiguiente, ese
performer no se habría asumido como sujeto deseante de esa alteridad,
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secuencial orientada por una meta, su primera etapa y las fases inter-
medias subsiguientes deberían explicarse teleológicamente; es decir
que la causa final enlazaría en un mismo bucle a sus antecedentes, de
modo que, como señala Aristóteles en De motu animalium,
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El ejemplo del vaso roto por la caída del tapón de vidrio sub-
raya la importancia de que el actor mantenga sus cinco sentidos ape-
gados a los aspectos materiales de las circunstancias dadas. En esa
atención sensorial se sostendría buena parte de la “coherencia” de su
actuación y, por lo tanto, dicha atención sería un componente funda-
mental de la verosimilitud del comportamiento escénico. Sin em-
bargo, en sus “Correcciones y suplementos” al capítulo sobre la ac-
ción, Stanislavski dedica varias páginas a lo que llama “acciones sin
objeto”.
Si la “lógica y la coherencia” de las acciones resguardan al
sujeto de la actuación “en general” –afectada de clichés, de exhibicio-
nismo y de emociones forzadas- al anclar los comportamientos en la
concreción de unas circunstancias dadas, ¿no sería esa gestualidad
“en el aire”, sin apoyos materiales, justamente una puerta abierta a la
“generalidad” de la actuación no-orgánica? Lo que está en juego en
la “acciones sin objeto” es el problema actoral de reaccionar con igual
verosimilitud o credibilidad ante los estímulos concretos de lo tangi-
ble, de lo que se da a los sentidos, y ante las construcciones pura-
mente imaginarias que conforman las “circunstancias dadas”.
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vez que algún desborde de la fantasía los llevara demasiado lejos del
texto de Molière.
Se trata, en esta primera etapa del método, de promover en
los actores un pensamiento formulístico en torno a la obra abordada, te-
niendo en cuenta que las “fórmulas” obtenidas no deben tomarse
como corsés asfixiantes sino como trampolines de creación. Tal vez
un cambio terminológico que nos lleve del análisis estructural al lé-
xico deleuziano, nos permitiría entrever de qué manera el pensa-
miento formulístico puede ser productivo, tanto en las prácticas ac-
torales como en las directoriales.
Si Tartufo es ya un dispositivo textual, la efectuación de su
“cartografía” permitiría detectar las líneas duras -en principio obliga-
torias- del relato, como si se tratara de una red confiable y consen-
suada a que deberán sujetarse los actores en sus derivas imaginativas
(derivas que, por lo pronto, serán sólo verbales). Sin embargo, el in-
tento de responder a la pregunta –mucho más dramática que narra-
tiva- con que se cierra el párrafo arriba transcrito, conduciría a los
actores al trazado de líneas flexibles que serpentearían en torno a los
trazos duros de la narración (es decir, entre las brechas y en los alre-
dedores de la “escueta línea argumental” definida con “los verbos
justos y precisos”). Mientras no se pierdan de vista las líneas duras
compartidas por el grupo de actores, las líneas flexibles personales
pueden intrincarse indefinidamente alrededor y entre ellas.
Si las líneas duras dan cuenta del funcionamiento de Tartufo
(de la “máquina Tartufo”), las líneas flexibles son, en esta etapa del
trabajo, instancias de apropiación actoral del argumento que más
tarde podrán inducir productivas improvisaciones en los ensayos y
aun en la escena. Las líneas flexibles trazadas a la manera de una es-
trategia verosímil para tomar posición y acción en el enfrentamiento
de fuerzas que el texto propone, permitirían compensar el peso y la
autoridad de “la obra maestra de Molière” con un incipiente proceso
de subjetivación actoral en el interior del dispositivo.
El segundo momento del método de las acciones físicas abre
más puertas de subjetivación, pero de naturaleza algo diferente a las
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Como puede verse, había una narración oral en que tal vez se
esperaba del actor un monólogo improvisado, pero luego se trataba
de afinar por escrito un discurso. El cronista no especifica el género
de tales intentos de escritura, pero, tratándose de relatos en primera
persona y con fines persuasivos, podemos suponer que asumían la
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notas”. En tal caso, quedaría habilitada esa práctica que hoy llamaría-
mos “una dramaturgia a cargo de actores”, la cual no debe confun-
dirse con la “dramaturgia del actor”, es decir con una “escritura” efec-
tuada en la materia escénica y no en la página. La escritura actoral en
el papel, en cambio, hallaría un modelo en los hypomnemata, una de las
formas –junto con la correspondencia- que asumía la escritura de sí
en los siglos I y II d. C.
Según Foucault, los hypomnemata
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(…) los presiento más bien y no los veo con la vista interior.
Tampoco a Otelo lo percibo claramente en esta parte de la
obra. (…) El primer momento luminoso es el discurso de
Otelo; luego, nuevamente se torna confuso. Tampoco re-
cuerdo su llegada a Chipre, la borrachera y la riña con Casio,
la llegada del general y la escena amorosa con Desdémona;
luego nuevamente surge una mancha luminosa, o más bien
una serie de manchas que se extienden y crecen; más adelante,
una laguna que llega hasta el final. Sólo oigo la cancioncilla
triste sobre el sauce y siento los momentos de la muerte de
Desdémona y de Otelo. Me parece que es todo lo que re-
cuerdo. (Stanislavski 1980 189)
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Stanislavski sabe muy bien que los textos –tanto los que se
leen como los que se producen- perturban a los cuerpos. En las notas
en torno a la escenificación de La desgracia de tener ingenio de Alexander
Griboiédov (1916-1920) y de la ya mencionada Otelo de Shakespeare,
el director ruso dedica varios párrafos al “Primer encuentro [con la
obra y] el papel”. Con palabras similares se refiere, en uno y otro caso,
al primer contacto de un actor con el texto:
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fue inapelable: “Pero por ella tiene que saberlo” (1962 166. El énfasis
es del autor).
En estas pocas frases se resume lo esencial de una pedagogía
stanislavskiana indisolublemente entrelazada con el esfuerzo creador
de los actores y no ya con la mera transmisión de un conocimiento
predigerido. Pero no se trata de un procedimiento excepcional en la
práctica del director ruso. Más aún, puede pensarse que su Sistema
entero es convocado por situaciones de ensayo como la relatada por
Toporkov: además de un texto previamente escrito y de un entorno
material que dé sostén al comportamiento de los actores, tenemos,
por una parte, al menos un cuerpo actoral incapaz de cumplir una
tarea escénica que se le demanda (“no sé andar en bicicleta… nunca
lo supe”) y, por otra parte, una voz de orden inflexible (“Pues, por ella
tiene que saberlo. ¡A ver! Hágame el favor…”).
Casi podríamos asegurar que el actor interpelado hubiese pre-
ferido que se le pidiera hacer algo en lo que ya fuera hábil y con lo
que hubiera podido lucirse sin mayores esfuerzos. Por un lado, una
“materia psicofísica” y una “materia textual” estacionarias, predis-
puestas a reposar en sus propias inercias y, por el otro, una tarea pe-
rentoria y desproporcionada respecto de las destrezas que aquella ma-
teria viva posee o imagina poseer.
Digo que todo el Sistema es convocado por esta breve im-
provisación escénica porque el intento de cumplir la tarea impuesta
inaugura de inmediato una batería de preguntas sobre los caminos
que el cuerpo actoral tendría para salir del paso. Y en el marco del
realismo propugnado por Stanislavski, las respuestas a esa interroga-
ción podrían darse quizá en términos de “concentración de la aten-
ción”, “relajación de los músculos”, “unidades y objetivos”, “fe y sen-
tido de la verdad”, “fuerzas motrices internas”,… pero queda claro
que todos estos recursos se vuelven impotentes ante la magnitud del
desafío. Debo completar mi afirmación, por lo tanto: el Sistema es
aquí convocado para hacerlo estrellar contra una roca. La situación
no es muy diferente a la de Francis Bacon atacando su propia obra
apenas se insinúa en ella un atisbo de figuración.
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que traza en ella una línea de fuga. Ese desgarro infligido, esa inopor-
tuna hendidura de un territorio gratificante que debería ser para los
actores una invitación a experimentar, parece sin embargo haberlos em-
pantanado en un desconcierto, en un bloqueo de la misma naturaleza
que ese “pánico escénico” siempre a punto de asaltar al actor en el
momento de enfrentar a un público “de carne y hueso” o en las oca-
siones en que presiente ese Público en una sala aún vacía. De hecho,
si la palabra y la voz del director tienen para el actor un efecto para-
lizante, es porque este último oye, a través de los enunciados impera-
tivos de aquél, a un Público futuro capaz de pronunciar juicios de
valor potencialmente letales.
¿Cómo hacer, entonces, de la línea de fuga una “línea de ex-
perimentación”? ¿Es posible transitar esa experimentación alegre-
mente, vitalmente, sin angustiantes bloqueos? Tal vez el actor y la
actriz que lo acompaña querrían que el director hubiese sido menos
tajante, más condescendiente con sus desvalimientos, brindándoles al
menos alguna explicación justificadora de su orden de trabajo. Lo que
esa demanda hubiese disimulado es, de hecho, una pregunta por lo
que el director espera de ellos (sobre todo del actor), es decir una
pregunta sobre cuál es el Bien anhelado por el Amo. Ganar una cla-
ridad sobre el Ideal perseguido implicaría para el actor al menos el
alivio de saber adónde ir. Si tal hubiese sido el caso, el Director se
habría puesto en el lugar del Ideal del Yo freudiano, esa instancia
psíquica que ejerce sobre el sujeto una presión en favor de la sublima-
ción, un empuje en el sentido de una “autosuperación” que supone
una violencia sobre sus comodidades presentes, resguardándolo a la
vez de un colapso irremontable.
Por otra parte, si el director no sólo hubiera señalado al actor
cuál era el Bien que esperaba de él, sino que le hubiese mostrado asi-
mismo los modos y los medios de alcanzarlo, la función directorial
se habría trastocado en función pedagógica, el cuerpo histerizado ha-
bría recuperado un poco más de serenidad y la angustia habría sido
barrida debajo de la alfombra.
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miento sin imagen, de una pregunta sin respuesta, de una lógica ex-
trema y sin racionalidad” (2000 76). Y por estas mismas razones, el
escribiente se acerca al “esquizo” tantas veces reivindicado por los
autores de El Antiedipo, es decir a ese ser impenetrable que “no sufre
la influencia de su ambiente, sino que, por el contrario, arroja sobre
su contorno una luz blanca, lívida, semejante a la que acompaña, en
el Génesis, al comienzo de las cosas” (2000 77).
En suma, Bartleby pertenece a la estirpe de
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Lo que llegaba sin ser anunciado era el trabajo sobre la letra efectiva-
mente escrita por Molière, pues “había que dar una solución al acu-
mulado deseo de acción, echando mano a la dinámica del parlamento.
Había que unir a los personajes de la pieza por medio de una activa
competencia oral”. (1962 196)
Recordemos que la cuarta etapa del método había estado sub-
tendida por la alegoría stanislavskiana del domador y sus tigres: más
allá de todo “como si” o “si mágico”, las circunstancias dadas de cada
escena debían asemejarse a una jaula sin escapatoria posible, poblada
de amenazas que comprometían íntegramente al actor y lo obligaban
a responder orgánicamente o a sucumbir devorado por las fieras…
por las fieras que, tarde o temprano, ocuparán las butacas de la platea.
El “acumulado deseo de acción” que daba paso a la etapa siguiente
era, por lo tanto, el de un resorte comprimido al máximo y a la espera
de que un pequeño toque lo hiciera restallar.
Esa energía contenida habría de dispararse luego hacia unos
objetos concretos: los compañeros de escena que pronto debían vol-
ver a ser tratados como personajes de la obra en ensayo. Habrá, por
otra parte, una base beligerante en los vínculos entre estos sujetos
escénicos una vez que sean recuperados como personajes: entre ellos
se instalará una relación de competición que podemos sospechar prima-
ria y sobre la cual podrán establecerse circunstanciales alianzas y com-
plicidades. Hemos visto que estos lazos conflictivos –esta especie de
generalizada “dialéctica del amo y del esclavo”- fueron ya explorados
y trabajados en la fase precedente del método. La novedad de este
quinto y último momento metódico es que las energías –y aun las
violencias- físicas retenidas, circulantes y desplegadas en la “jaula de
los tigres” deben sublimarse en palabras, pero no en cualesquiera, sino
en aquellas que impone el texto de Tartufo.
Vale la pena que nos detengamos en estas observaciones,
pues en ellas resuenan unos principios operativos que una lectura rá-
pida podría pasar por alto. Hacia el final de El trabajo del actor sobre sí
mismo en el proceso de la encarnación, Stanislavski dice a sus alumnos que
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en intención (“ora con preocupación, ora con ternura”) cada vez que
aparecen en el texto. Sin embargo, el actor se queja de que
Por más que variaba el tono de estas dos frases mías, “¿Y
Tartufo?” y “¡Pobre hombre!”, éstas carecían de vida, no se
amalgamaban con el gracioso encaje del monólogo de Do-
rina, quedando suspendidas en el aire, pesadas y falsas. Yo
mismo no daba crédito a mi ineptitud, y me desesperaba. (To-
porkov 1962 197)
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de una relación entre unos sujetos (el actor, el espectador) y las dos
materialidades constitutivas de la escena, a saber, los cuerpos y los
textos.
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(Tal vez no sea necesario leer este último apartado, pues se presenta de hecho
como el comienzo de otro libro del que sólo asoman algunos islotes áridos, a la
espera de que una ulterior fertilización discursiva los dulcifique un poco y los
vuelva más transitables. Lo que viene, por ahora, es una recapitulación densa
cuyo único propósito es dejar este trabajo en puntos suspensivos y, quizá también,
el de marcar el límite de lo que hasta aquí ha sido un texto puramente teórico.
En lo personal, la escritura de este último apartado me ha servido para advertir
la necesidad de cierto “manual de ejercicios” que ofrezca a los practicantes del
oficio escénico un asidero más familiar y operativo para volver a visitar al viejo
maestro desde una contemporaneidad teatral que pareciera haberlo dado por defi-
nitivamente muerto. Este último apartado, en suma, no hace otra cosa que mos-
trar las cartas de un juego que seguiré jugando hasta que mi cuerpo me imponga
sus fatigas).
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se entrelazan las cosas, los afectos y los estados, y esa aplicación con-
vertiría una inicial mezcla de cuerpos en un ordenamiento más ope-
rativo respecto de un determinado problema afrontado. Y diríamos
que, por otra parte, el costado normativo de ese público Simbólico se
inserta preferentemente en el polo de una enunciación colectiva del
dispositivo.
He sugerido a lo largo de este ensayo que el Público Imagi-
nario, dispensador de un barniz de reconocibilidad y sentido sobre
los efectos subjetivos de las otras dos dimensiones del Público, com-
pleta el reticulado y los campos de fuerzas que conforman el dispo-
sitivo de representación stanislavskiano. Y entre esas instancias de-
terminantes se abre paso un irreductible sujeto-de-la-actuación ani-
mado por una voluntad de potencia o un deseo enmarcado en una
ética particular.
Hablar de Público –en sus tres registros- supone adoptar la
perspectiva de los realizadores del hecho teatral, y es ese el punto de
vista que he mantenido a través de los párrafos de este libro. Si en
cambio nos desplazáramos hacia el lugar del espectador, tendríamos
que hablar de una Escena Imaginaria, una Escena Simbólica y una
Escena Real frente a las cuales situaríamos un sujeto-de-la-expecta-
ción. Es claro que semejante desplazamiento entrañaría sobre todo
una reelaboración conceptual de los registros Imaginario y Real de la
representación que excedería en mucho los alcances del presente tra-
bajo. (El registro Simbólico sería tal vez el menos trastocado puesto
que éste tiende a cobijar a realizadores y receptores bajo un mismo
sistema de reglas constructivas).
Se ha visto de qué manera el dispositivo stanislavskiano cul-
minaba, en la cuarta fase del método de las acciones físicas, en un
despojamiento de las circunstancias dadas tal que los actores y actri-
ces respondían en primera persona a una urgencia que les reclamaba
eficaces operaciones sobre las cosas y los cuerpos. Estábamos enton-
ces en el extremo del eje de composición en que el contacto de los
cuerpos y la trama de las cosas admitían sólo una articulación prag-
mática que Deleuze habría llamado “maquínica”, donde las formas y
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los ritmos parecían surgir de los espacios, los tiempos, las materias y
las energías mismas en sus evoluciones físico-biológicas. A medida
que nos trasladábamos hacia el extremo opuesto de ese eje de com-
posición, iban apareciendo los enunciados de creencia o “si mágicos”
que empezaban a recubrir ficcionalmente aquellos cuerpos y conduc-
tas hasta entonces afirmadas sólo en espacios y en tiempos reales.
Quizá al cabo de ese corrimiento hacia el polo colectivo de
enunciación realista stanislavskiana nos encontraríamos con un faro
o un GPS confiable, siempre encendido durante las improvisaciones
y los ensayos actorales, es decir con el texto literario tal cual fue escrito
por su autor y con su enunciado supremo, a saber, el “superobjetivo”
de la obra.
Este recorrido de un extremo al otro del eje de composición
bien podría subsumir al método de las acciones físicas en su totalidad,
al menos en lo que éste tiene de programable. Y podríamos asimismo
imaginar un director y unos actores que efectuaran ese trayecto me-
tódico estrictamente apegados a las prescripciones que definen cada
una de sus etapas. Diríamos entonces que ese grupo de teatristas ha-
bría optado por un uso fuertemente territorializado y reterritoriali-
zante del método stanislavskiano.
Sin embargo, hemos visto cómo el Maestro incentivaba la
metaestabilidad de los cuerpos actorales y la imprevisibilidad de sus
reacciones poniéndolos en la condición de un domador que se encie-
rra en una jaula con seis tigres. Y hemos visto también cómo ciertas
enunciaciones del director ruso inducían entre sus discípulos unos
desequilibrios casi siempre angustiantes a través de lo que Barba lla-
maría mucho después la “estrategia de la botadura y del naufragio”.
Dicho de otra manera, la puesta en juego concreta del mé-
todo de las acciones físicas admite un tipo de recorrido procesual en
que se alternarían las reterritorializaciones y las desterritorializaciones
según itinerarios reversibles, diversamente continuos o discontinuos
e indefinidamente iterativos.
Es así como el dispositivo de representación stanislavskiano
se nos muestra también, por momentos, como un agenciamiento del
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