El Teatro Sagrado de Peter Brook

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EL TEATRO SAGRADO

Por Peter
Brook

Peter Brook nace en Londres, en 1925. Se gradua allí en Artes en Oxford.


Entre 1947 y 1950 es director de la Royal Opera House. En la actualidad

es director del Centro Internacional de Investigación Teatral que


funda en París en 1971. Lleva a escena sus primeras obras teatrales con apenas
veinte años. Inicia entonces una amplísima labor creadora en los territorios del
teatro, el cine y la ópera. El criterio de dirección de Peter Brook es uno de los
más deslumbrantes e influyentes del teatro contemporáneo. Sus mayores
éxitos consisten en diversas escenificaciones de obras de Shakespeare; su
experiencia con el Teatro de la Crueldad que culmina con Marat/Sade
(1964); y la puesta en escena de El Mahabharata (1987).

Peter Brook integra la creación teatral con un impulso reflexivo. Así ha


generado diversas obras donde intenta pensar las vetas de sentido que
atraviesan el hecho teatral. Aquí le presentaremos, en este momento de
Temakel, parte de un capítulo de El espacio vacío; un capítulo dedicado a la
meditación sobre lo sagrado en el teatro. Brook nos propone recordar, y acaso
volver a experimentar, un instante histórico inicial donde el teatro era
ceremonia iniciática, espacio de magia hechicera, latido de un rito sagrado.
En esta búsqueda, Brook recuerda los teatros en Oriente, en las culturas
arcaicas y la indeleble huella del Teatro de la Crueldad de Artaud, quien
bregó por el resurgimiento del manantial de lo sagrado en la escena.

E.I

EL TEATRO SAGRADO

Por Peter Brook

Lo llamo teatro sagrado por abreviar, pero podría llamarse teatro de lo


invisible-hecho-visible: el concepto de que el escenario es un lugar donde

puede aparecer lo invisible ha hecho presa en nuestros pensamientos. Todos

sabemos que la mayor parte de la vida escapa a nuestros sentidos: una

explicación más convincente de las diversas artes es que nos hablan de

modelos que sólo podemos reconocer cuando se manifiestan en forma de

ritmos o figuras. Observamos que la conducta de la gente, de las multitudes,

de la historia, obedece a estos periódicos modelos. Oímos decir que las

trompetas destruyeron las murallas de Jericó; reconocemos que una cosa

mágica llamada música puede proceder de hombres con corbata blanca y frac,

que soplan, se agitan, pulsan y aporrean. A pesar de los absurdos medios que

la producen, en la música reconocemos lo abstracto a través de lo concreto,

comprendemos que hombres normales y sus chapuceros instrumentos quedan

transformados por un arte de posesión. Podemos hacer un culto de la

personalidad del director de orquesta, pero somos conscientes de que él no

hace música, sino que la música lo hace a él; si el director está relajado,
receptivo y afinado, lo invisible se apodera de él y, a su través, nos llega a

nosotros. (1)

EL RITO PERDIDO

...Cierto es que seguimos deseando captar en nuestras artes las corrientes

invisibles que gobiernan nuestras vidas, pero nuestra visión queda trabada al

extremo oscuro del espectro... Aunque el teatro tuvo en su origen ritos que

hacían encarnar lo invisible, no debemos olvidar que, a excepción de ciertos

teatros orientales, dichos ritos se han perdido o están en franca decadencia. La

visión de Bach se ha conservado escrupulosamente en la exactitud de sus

notaciones; en Fra Angélico asistimos a la verdadera encarnación, pero

¿dónde encontrar la fuente hoy día para intentar tales procedimiento? En

Coventry, por ejemplo, se ha construido una nueva catedral de acuerdo con la

mejor receta para lograr un noble resultado. Honestos y sinceros artistas, los

"mejores", se han agrupado para levantar, por medio de un arte colectivo, un

monumento a la gloria de Dios, del Hombre, de la Cultura y de la Vida. Se ha

erigido, pues, un nuevo edificio en el que se aprecian bellas ideas y hermosas

vidrieras: sólo el ritual está gastado. Estos himnos antiguos y modernos, quizá

encantadores en una pequeña iglesia de pueblo, esos números en las paredes,

esos sermones son aquí tristemente inadecuados. El nuevo lugar reclama

voces de un nuevo ceremonial, si bien este ceremonial debería haber pasado

adelante y dicta en todos sus significados, la forma del lugar, como ocurrió

cuando se construyeron todas las grandes mezquitas, catedrales y templos. La


buena voluntad, la sinceridad, el respeto reverente y la creencia en la cultura

no son suficientes: la forma exterior sólo puede adquirir verdadera autoridad

si el ceremonial tiene otra tanta; y ¿quién hoy día puede llevar la voz

cantante? Como en toda época, necesitamos escenificar auténticos rituales,

pero se requieren auténticas formas para crear rituales que hagan de la

asistencia al teatro algo tonificante de nuestras vidas. Esos rituales no están a

nuestra disposición y las deliberaciones y resoluciones no los pondrán en

nuestro camino.

El actor busca en vano captar el eco de una tradición desvanecida, lo mismo

que los críticos y el público. Hemos perdido todo el sentido del rito y del

ceremonial, ya estén relacionados con las Navidades, el cumpleaños o el

funeral, pero las palabras quedan en nosotros y los antiguos impulsos se agitan

en el fondo. Sentimos la necesidad de tener ritos, de hacer algo por tenerlos, y

culpamos a los artistas por no "encontrarlos" para nosotros. A veces el artista

intenta hallar nuevos ritos teniendo como única fuente su imaginación: imita

la forma externa del ceremonial, pagano o barroco, añadiendo por desgracia

sus propios adornos. El resultado raramente es convincente. Y tras años y años

de imitaciones cada vez más débiles y pasadas por agua, hemos llegado ahora

a rechazar el concepto mismo de un teatro sagrado.

Cuando fui a Stratford por primera vez, en 1945, todo valor concebible

estaba enterrado bajo un sentimentalismo mortal, una complaciente valía, un

tradicionalismo ampliamente aprobado por la ciudad, los eruditos y la prensa.

Se necesitó la audacia de un anciano caballero excepcional, sir Barry Jackson,


para tirar todo eso por la ventana y hacer aún posible la búsqueda de

auténticos valores. Y fue en Stratford, años después, en ocasión de un

almuerzo oficial para celebrar el cuadringentésimo aniversario del nacimiento

de Shakespeare, donde vi un claro ejemplo de la diferencia existente entre lo

que es y lo que podría ser un rito. Se pensó que el nacimiento de Shakespeare

requería una celebración ritual. La única celebración que se nos podía ocurrir

era un banquete, que hoy día significa una lista de personas incluidas en el

Who’s Who, reunidas alrededor del príncipe Felipe, para comer salmón

ahumado y bistecs. Los embajadores se saludaban con una ligera inclinación

de cabeza y se pasaban el vino tinto del rito. Charlé con el diputado local.

Luego, alguien pronunció un discurso oficial, le escuchamos correctamente y

nos levantamos para brindar por Shakespeare. En el momento en que

chocaron los vasos -por no más de una fracción de segundo, en la común

conciencia de todos los presentes, por una vez todos concentrados en la misma

cosa- pasó el pensamiento de que cuatrocientos años atrás había existido tal

hombre, y que por ese motivo nos habíamos reunido. Por un instante el

silencio se agudizó, hubo un esbozo de significado. Un momento después todo

quedó borrado y olvidado. Si entendiéramos más sobre ritos, la celebración

ritual de una persona a la que tanto debemos pudiera haber sido intencional,

no casual. Pudiera haber sido tan poderosa como sus obras teatrales, tan

inolvidables. La verdad es que no sabemos cómo celebrar, ya que no sabemos

qué celebrar. Lo único que sabemos es el resultado final: conocemos y

gustamos de la sensación y el clamor de lo celebrado mediante el aplauso, y


ahí nos quedamos. Olvidamos que hay dos posibles puntos culminantes en

una experiencia teatral: el de la celebración, con el estallido de nuestra

participación en forma de vítores, bravos y batir de manos, o, también, en el

extremo opuesto, el del silencio, otra forma de reconocimiento y apreciación

en una experiencia compartida. Hemos olvidado por completo el silencio,

incluso nos molesta; aplaudimos mecánicamente porque no sabemos qué otra

cosa hacer y desconocemos que también el silencio está permitido, que

también el silencio es bueno. (2)

EL TEATRO QUE OBRA POR MAGIA

...Todas las formas de arte sagrado han quedado destruidas por los valores

burgueses, aunque esta clase de observación no ayuda a resolver el problema.

Sería necio permitir que nuestra repulsa de las formas burguesas se convirtiera

en repulsa de las necesidades comunes a todos los hombres: si existe todavía

mediante el teatro, la necesidad de un verdadero contacto con una

invisibilidad sagrada, han de ser examinados de nuevo todos los posibles

vehículos.

A veces me han acusado de querer destruir la palabra hablada y, sin

embargo, en este disparate hay un grano de verdad. En su fusión con la lengua

norteamericana, nuestro idioma, en cambio continuo, rara vez ha sido más

rico; no obstante, no parece que la palabra sea para los dramaturgos el mismo

instrumento que fue en otro tiempo. ¿Se debe a que vivimos en una época de

imágenes? ¿acaso hemos de pasar un período de saturación de imágenes para


que emerja de nuevo la necesidad del lenguaje? Es muy posible, ya que los

escritores actuales parecen incapaces de hacer entrar en conflicto, mediante

palabras, ideas e imágenes con la fuerza de los artistas isabelinos. El escritor

moderno más influyente, Brecht escribió textos ricos y plenos, pero la

verdadera convicción de sus obras es inseparable de las imágenes de sus

propias puestas en escena. Un profeta levantó su voz en el desierto. En abierta

oposición a la esterilidad del teatro francés anterior a la guerra, un genio

iluminado, Antoine Artaud, escribió varios folletos en los cuales describía con

imaginación e intuición otro teatro sagrado cuyo núcleo central se expresa

mediante las formas que le son más próximas, un teatro que actúa como una

epidemia por intoxicación, por infección, por analogía, por magia, un teatro

donde obra, la propia representación, se halla en lugar del texto.

¿Existe otro lenguaje tan exigente para el autor como un lenguaje de

palabras? ¿Existe un lenguaje de acciones, un lenguaje de sonidos, un

lenguaje de palabra como parte de movimiento, de palabra como mentira, de

palabra como parodia, de palabra como basura, de palabra como

contradicción, de palabra-choque, de palabra-grito? Si hablamos de lo más-

que-literal, si poesía significa lo que se aprieta más y penetra más profundo,

¿es aquí donde se encuentra? Charles Marowitz y yo formamos un grupo, con

el Royal Shakespeare Theatre, llamado Teatro de la Crueldad, con el fin de

investigar estas cuestiones e intentar aprender por nosotros mismos lo que

pudiera ser un teatro sagrado.


El nombre del grupo era un homenaje a Artaud, pero no significaba que

estuviéramos intentando reconstruir el teatro de Artaud. Cualquiera que desee

saber qué significa "teatro de la crueldad" ha de recurrir directamente a los

escritos de Artaud. Empleamos este llamativo título para definir nuestros

experimentos, muchos de ellos directamente estimulados por el pensamiento

artaudiano, si bien numerosos ejercicios estaban muy lejos de lo que él había

propuesto. No comenzamos por el centro, sino que iniciamos nuestro trabajo

con la máxima sencillez por los márgenes.

Colocábamos a un actor frente a nosotros, le pedíamos que imaginara una

situación dramática que no requiriese ningún movimiento físico e

intentábamos comprender en qué estado de ánimo se encontraba.

Naturalmente, era imposible, y éste era el objeto del ejercicio. El siguiente

paso consistía en descubrir qué era lo mínimo que necesitaba para poder

comunicarse. ¿Un sonido, un movimiento, un ritmo? ¿Eran intercambiables

estos elementos o cada uno tenía su fuerza particular y sus limitaciones? Por

lo tanto trabajábamos imponiendo drásticas condiciones. Un actor

debe comunicar una idea -al principio siempre ha de ser un pensamiento o un

deseo lo que debe proyectar-, pero sólo tiene a su disposición, por ejemplo, un

dedo, un tono de voz, un grito o un silbido.

Un actor se sienta en un extremo de la sala, de cara a la pared. En el

extremo opuesto, otro actor concentra su mirada en la espalda del primero, sin

que se le permita moverse. El segundo actor ha de hacer que el primero le

obedezca. Como éste se halla de espaldas, el segundo sólo puede comunicarle


sus deseos por medio de sonidos, ya que no se le permite emplear palabras.

Esto parece imposible, pero se puede hacer. Es como cruzar un abismo sobre

un alambre: la necesidad origina de repente extraños poderes. He oído decir

de una mujer que levantó un enorme automóvil para sacar de debajo a su hijo

herido, proeza técnicamente imposible para sus músculos en cualquier posible

situación.

. ..Nuestro trabajo se dirigía lentamente hacia diferentes lenguajes sin

palabra: tomábamos un acontecimiento, un fragmento de experiencia y

realizábamos ejercicios que lo transformaban en formas que pudieran ser

compartidas por otros. Alentábamos a los actores a no verse sólo como

improvisadores, entregados ciegamente a sus impulsos interiores, sino como

artistas responsables de la búsqueda y selección entre las formas, de manera

que un gesto o un grito fuera como un objeto descubierto e incluso

remodelado por el actor. En nuestra experimentación llegamos a rechazar, por

no considerarlo ya adecuado, el tradicional lenguaje de las máscaras y del

maquillaje. Experimentábamos con el silencio. Emprendimos la tarea de

descubrir las relaciones entre el silencio y su duración: necesitábamos un

público ante el cual pudiéramos colocar un actor silencioso, con el fin de

cronometrar el tiempo de atención que era capaz de imponer a los

espectadores. Luego experimentamos con el ritual, en el sentido de esquemas

repetidos, para ver cómo es posible ofrecer más significado y más

rápidamente que por el lógico desarrollo de los acontecimientos. Nuestro


objetivo en cada experimento, bueno o malo, acertado o desastroso, era el

mismo: ¿puede hacerse visible lo invisible mediante la presencia del

intérprete?

Sabemos que el mundo de la apariencia es una corteza: bajo la corteza se

encuentra la materia en ebullición que vemos si nos acercamos a un volcán.

¿Cómo dominar esta energía? Estudiábamos los experimentos biomecánicos

de Meverhold con los que representó escenas de amor en columpios, y en una

de nuestras representaciones Hamlet arrojó a Ofelia a los pies del público

mientras que él se balanceaba en una cuerda sobre la cabeza de los

espectadores. Negábamos la psicología, intentábamos destrozar las divisiones

aparentemente estancas entre el hombre público y el particular, entre el

hombre externo, cuya conducta está ligada a las reglas fotográficas de la vida

cotidiana, que ha de sentarse por sentarse y permanecer de pie por permanecer

de pie, y el hombre interno, cuya anarquía y poesía suelen expresarse sólo por

sus palabras. El discurso no realista se ha aceptado durante siglos, toda clase

de público se tragó la convención de que las palabras podían hacer las cosas

más extrañas: en un monólogo, por ejemplo, un hombre permanece quieto

pero sus ideas pueden vagar por donde quieran. El discurso bien torneado es

una buena convención, pero ¿hay otra? Cuando un hombre pasa por encima de

las cabezas de los espectadores sujeto a una cuerda, cada aspecto de lo

inmediato se pone en peligro y el público, que se encuentra a gusto cuando el

hombre habla, se ve lanzado a un caos. ¿Puede aparecer en este instante de


perplejidad un nuevo significado?

En las obras naturalistas el dramaturgo crea el diálogo de tal manera que,

aun pareciendo natural, muestra lo que quiere que se vea. Al emplear un

lenguaje ilógico, mediante la introducción de lo ridículo en el discurso y de lo

fantástico en la conducta, un autor del teatro del absurdo se adentra en otro

vocabulario. Por ejemplo, llega un tigre a la habitación y la pareja no se da

cuenta: la mujer habla, el marido contesta quitándose los pantalones y un

nuevo par entra flotando por la ventana. El teatro del absurdo no buscaba

lo irreal por buscarlo. Empleaba lo irreal para hacer ciertas exploraciones, ya

que observaba la alta de verdad en nuestros intercambios cotidianos, y la

presencia de verdad en lo que parecía traído por los pelos. Si bien ha habido

algunas obras notables surgidas de esta manera de ver el mundo, en cuanto

escuela el absurdo ha llegado a un callejón sin salida. Lo mismo que en tanta

estructura novelística, lo mismo que en tanta música concreta, por ejemplo, el

elemento de sorpresa se atenúa y tenemos que afrontar el hecho de que el

campo que abarca es a veces pequeñísimo. La fantasía inventada por la mente

corre el riesgo de ser de poca monta, la extravagancia y el surrealismo de tanta

parte del absurdo no hubiera satisfecho a Artaud más que la estrechez de la

obra psicológica. Lo que quería en su búsqueda de lo sagrado era absoluto:

deseaba un teatro que fuera un lugar sagrado, quería que ese teatro estuviera

servido por un grupo de actores y directores devotos, que crearan de manera

espontánea y sincera una inacabable sucesión de violenta imágenes escénicas,

provocando tan poderosas e inmediatas explosiones de humanidad que a nadie


le quedaran deseos de volver de nuevo a un teatro de anécdota y charla.

Quería que el teatro contuviera todo lo que normalmente se reserva al delito y

a la guerra. Deseaba un público que dejara caer todas sus defensas, que se

dejara perforar, sacudir, sobrecoger, violar, para que al mismo tiempo pudiera

colmarse de una poderosa y nueva carga.

Esto parece formidable; origina, sin embargo, una duda. ¿Hasta qué punto

hace pasivo al espectador? Artaud mantenía que sólo en el teatro podíamos

liberarnos de las recognoscibles formas en que vivimos nuestras vidas

cotidianas. Eso hacía del teatro un lugar sagrado donde se podía encontrar una

mayor realidad. Quienes ven con sospecha la obra artaudiana se preguntan

hasta qué punto es omnímoda esta verdad y, en segundo lugar, qué valor tiene

la experiencia. Un totem, un grito de las entrañas, pueden derribar los muros

de prejuicio de cualquier hombre, un alarido puede sin duda alguna llegar

hasta las vísceras. ¿Pero es creativa, terapéutica, esta revelación, este contacto

con nuestras represiones? ¿ Es verdaderamente sagrada o bien Artaud en su

pasión nos arrastra a un mundo inferior, al margen del esfuerzo, de la luz, a D.

H. Lawrence, a Wagner? ¿No hay incluso un olor a fascismo en el culto de la

sinrazón? ¿No es antiinteligente un culto de lo invisible? ¿No es una negación

de la mente?

Al igual que ocurre con todos los profetas, debemos distinguir al hombre de

sus seguidores. Artaud nunca logró su propio teatro; quizá la fuerza de su

visión es como la zanahoria delante de la nariz, que nunca se puede alcanzar.


Cierto es que siempre habló de una completa forma de vida, de un teatro en el

cual la actividad del actor y la del espectador son llevadas por la misma

desesperada necesidad.

Artaud aplicado es Artaud traicionado: traicionado porque se explota sólo

una parte de su pensamiento, traicionado porque es más fácil aplicar reglas al

trabajo de un puñado de devotos actores que a las vidas de los desconocidos

espectadores que por casualidad se han adentrado en el teatro.

Sin embargo, en las impresionantes palabras "teatro de la crueldad" se

busca a tientas un teatro más violento, menos racional, más extremado, menos

verbal, más peligroso. Hay una alegría en las conmociones, cuya dificultad es

que desaparecen. ¿Qué sigue a una conmoción? Ahí radica el obstáculo.

Disparo una pistola apuntando hacia el espectador -lo hice en cierta ocasión- y

por un segundo tengo la posibilidad de alcanzarlo de un modo diferente. Debo

relacionar esta posibilidad con un propósito; de lo contrario, un instante

después, el espectador vuelve a su punto de partida: la inercia es la mayor

fuerza conocida. Muestro una hoja de color azul -nada más que de ese color-,

ya que el azul es una afirmación directa que produce una emoción. Un instante

después dicha impresión se desvanece. Si hago surgir un brillante destello de

color escarlata, la impresión que produce es diferente, pero a menos que

alguien se aferre a ese momento y sepa por qué, cómo y para qué lo hago, la

impresión comienza también a desaparecer. (3)


LA ARCAICA CEREMONIA SAGRADA

...Para iniciar una ceremonia de vudu haitiano lo único que se necesita es un

poste y gente. Se comienza a batir los tambores y en la lejana África los dioses

oyen la llamada. Deciden acudir y, como el vudu es una religión muy práctica,

tiene en cuenta el tiempo que necesita un dios para cruzar el Atlántico. Por lo

tanto, se continúa batiendo los tambores, salmodiando y bebiendo ron. De esta

manera se prepara el ambiente. Al cabo de cinco o seis horas llegan los dioses,

revolotean por encima de las cabezas y, naturalmente, no merece la pena mirar

hacia arriba ya que son invisibles. Y aquí es donde el poste desempeña su vital

papel. Sin el poste nada uniría el mundo visible y el invisible. Al igual que la

cruz, el poste es el punto de conjunción. Los espíritus se deslizan a través del

bosque y se preparan para dar el segundo paso en su metamorfosis. Como

necesitan un vehículo humano, eligen a uno de los participantes en la

ceremonia. Una patada, uno o dos gemidos, un breve paroxismo en el suelo y

el hombre queda poseído. Se pone de pie, ya no es él mismo, sino que está

habitado por el dios. Este tiene ahora forma, es alguien que puede gastar

bromas, emborracharse y escuchar las quejas de todos. Lo primero que hace el

sacerdote cuando llega el dios es estrecharle la mano y preguntarle por el

viaje. Se trata de un dios apropiado, pero ya no es irreal: está ahí, a nivel de

los participantes, accesible. El hombre o la mujer comunes pueden hablarle,

cogerle la mano, discutir, maldecirlo, irse a la cama con él: así, de noche, el
haitiano está en contacto con los grandes poderes y misterios que le gobiernan

durante el día.

En el teatro, durante siglos, existió la tendencia a colocar al actor a una

distancia remota, sobre una plataforma, enmarcado, decorado, iluminado,

pintado, en coturnos, con el fin de convencer al profano de que el actor era

sagrado, al igual que su arte. ¿Expresaba esto reverencia o existía detrás el

temor a que algo quedara al descubierto si la luz era demasiado brillante, si la

distancia era demasiado próxima? Hoy día hemos puesto al descubierto la

impostura, pero también hemos redescubierto que un teatro sagrado sigue

siendo lo que necesitamos. ¿Dónde debemos buscarlo? ¿En las nubes o en la

tierra? (4)

(*) Fuente: Todas las citas proceden de Peter Brook, El espacio vacío, Arte y

técnica del teatro (trad. Ramón Gil Novales), Barcelona, Ed. Península,

Colección Nexos, 1994.

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