Un Poquito Feliz

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Un poquito feliz

Un poquito feliz

Un poquito feliz

Enrique Vásquez Valladares

Capítulo 1

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Un poquito feliz

No era la primera vez que le gastábamos una


broma. En verdad, se las solíamos gastar con
frecuencia. Y no por una mano lo apiló junto a los
demás. Luego, sin decir palabra, se dirigió a
casa.

Priscilla María Satín era la chica nueva de la


escuela. Frágil pero cargada de una intensidad
que a todos inquietaba, llevaba el pelo como
listones de seda adheridos a sus mejillas.
Silenciosa e indescifrable, sus ojos asemejaban
dos cristales grises y sus labios, apenas visibles,
simulaban tenues trazos de crayones. De piel
suave y lejana, se veía tan pálida que fácilmente
uno podía imaginarla transparente. Como si
colocándola al trasluz pudiésemos indagar a
través suyo. Sin embargo, y a pesar de esa
frialdad en su piel, era inevitable sentirnos
atraídos por ella. Y es que de alguna manera que
no sabíamos explicar, y mucho menos aceptar,
Priscilla era curiosamente bella. Y era con esa

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Un poquito feliz

belleza, altiva e imperturbable, con la que


soportaba las tontas bromas que solíamos
jugarle. Lo hacía con naturalidad; con un desdén
abrumador, pero sobre todo sin mostrar siquiera
un atisbo de cólera o violencia. Apenas si fruncía
ligeramente las cejas como dejando en claro que
no era precisamente ella la que cumplía el papel
de tonta.

Luego volteaba hacia los demás y así, sin más,


esbozaba una imperceptible sonrisa cuyo
significado nadie entendía pero que a todos
llegaba a alcanzar. 

Priscilla Satín había llegado a la escuela seis


meses atrás. Ya andábamos en el penúltimo año
de la secundaria y por entonces los romances
brotaban como impulsados por una inagotable
fuente de energía. Las chicas habían empezado a
llevar las faldas más altas, sus uñas eran más
largas e incluso, una que otra ya se había ganado

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Un poquito feliz

una reprimenda por usar rubor en sus mejillas. Y


con nosotros sucedía lo mismo. Nos peinábamos
como nunca antes lo habíamos hecho; nuestros
zapatos mostraban brillos inimaginables, y hasta
nuestras camisas, usualmente estropeadas y
llenas de arrugas, ahora se veían graciosamente
planchadas y algunas hasta impecables. Y en
medio de ese mar de cartitas de amor, silbidos
conquistadores y mejillas ruborizadas, me
encontraba yo, tratando de definir cuál de todas
esas sonrisas me podría pertenecer, o en cual
gesto coqueto encontraría la invitación al
abordaje. Y, claro, también estaba Priscilla, quien
a pesar del tiempo transcurrido, sabía
mantenerse ajena a nuestra tempestad. Como si
su nube volara más alto o como si habitara,
sencillamente, en un mundo lejano y
desconocido. Priscilla era, con la frente en alto y
su tatuaje en un tobillo, un ser incapaz de verse

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Un poquito feliz

envuelto en ese cerco de amor que por entonces


parecía habernos rodeado. 

Durante ese año, como había sido habitual


durante la secundaria, mi carpeta se ubicó en una
de las esquinas del salón. Primera carpeta, a la
derecha y pegadito a la ventana. Lugar perfecto
para mirar a mis compañeros sin sentir el ahogo
de sus bromas. Me permitía, además, curiosear
hacia el patio, donde las chicas hacían gimnasia
con sus falditas azules y sus politos ceñidos al
cuerpo. Bastaba con girar el rostro para
tropezarme con la realidad de que en verdad
Beatriz Mercante tenía las mejores piernas del
salón y que a la Valverde, nunca supe supuesta
debilidad de su parte. Sucedía tan solo que
Priscilla no era como nosotros. No se reía ni tenía
amigos, no lloraba ni se entristecía, no miraba a
los chicos ni se pintaba los labios. Priscilla Satín
era así. Un ser etéreo, delicado, pero tan firme en
su soledad que difícilmente podía ser ignorado.

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Un poquito feliz

Me atrevería a decir, incluso, que le llegábamos a


temer. +

Y supongo que por eso le jugábamos bromas.


Una manera de enfrentar ese miedo que
sentíamos por ella. Como si aquellas bromas,
absurdas y fugaces, nos arropara cierta
seguridad. Bromas tontas, casi imperceptibles,
pero capaces de mantener una distancia mínima
entre ella y nosotros. Aquella tarde, como
siempre, Priscilla mantuvo la calma. Se limitó a
recoger su libro, alisó la cubierta con su mandil, y
tras limpiarlo con

desde cuándo, le habían empezado a crecer los


senos de una manera espectacular. Pero sobre
todo, porque inevitablemente, me tropezaba con
la esmirriada pero atractiva figura de Priscilla
Satín, quien con los mismos dieciséis años que
los míos, apenas si me miró una o dos veces
durante los dos primeros semestres. 

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Un poquito feliz

A Priscilla, pues, siempre le gastábamos bromas.


Un cuaderno escondido, su nombre en una voz
impostada, un papel volando sobre su carpeta.
Un mecanismo que quisimos activar para
mantenerla alejada, o quizás, como en el fondo
siempre lo creí, una excusa apenas para
compartir algo con ella. Y es que estoy seguro de
que todos, de una u otra manera, hubiésemos
deseado que Priscilla Satín nos llamara por
nuestro nombre aunque sea tan solo una vez. 

Y así, Priscilla, sin que lo notase, empezó a


convertirse en un ser misterioso. Un mito viviente
que dé a pocos dio pie a una serie de ridículas
teorías. Priscilla, pues, pasó de convertirse en la
hija única de una familia de fugitivos extranjeros a
una hechicera que se dedicaba a efectuar rituales
de magia negra. No faltaron quienes,
envidiándola secretamente, asegurasen que
Priscilla era una asesina en potencia, a la espera
solo de la oportunidad de acabar con alguien. Yo

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por supuesto no tomaba en cuenta esas historias.


Para mí, Priscilla era solo un ser atípico. Alguien,
que por sentirse superior. O peor aún, por serlo,
no tenía interés alguno en estrechar vínculos con
nosotros. Y eso sería, supongo, lo que de a
pocos despertó mi interés por ella. 

Fue en primavera, antes de que llegara octubre,


cuando tomé la decisión de seguir cada uno de
sus pasos. No fue un impulso lo que me condujo
a ello. Se trató de una decisión meditada,
producto de una atracción que ya me resultaba
cínica negar. Como la gota de agua que cincela la
roca en su caída, Priscilla había ido despertando
en mí un sentimiento del que me sentía incapaz
de escapar. 

Capítulo 2

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Recuerdo de Priscilla, entre tantas cosas, su


silencio absoluto y esa infalible puntualidad. Era
de las primeras en llegar a la escuela. Asomaba
por el salón poco antes de las ocho y se
acomodaba, sin hacer el menor ruido, en su
carpeta, la última de la fila central. Sacaba sus
cuadernos, forrados con etiquetas floreadas y
láminas de Hello Kitty, y ahí, prácticamente sin
moverse, permanecía las siguientes horas del
día. No le importaba que llegara el recreo o que le
gastáramos una de nuestras tontas bromas, Ella
permanecía ahí. Con la mirada sobre sus
cuadernos o escribiendo cosas que ignorábamos
y que nunca quiso mostrar a nadie. Si alguien se
le acercaba, ella se limitaba a rechazarlo con una
ternura que le impedía ser odiada, pero que
alejaba eficazmente todo intento de amistad. Ya
con el timbre de salida, Priscilla regresaba sus
cuadernos a una inmensa mochila amarilla y sin
un adiós, sin siquiera una sonrisa, se la cargaba a

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la espalda para alejarse a paso lento de la


escuela. 

Fue poco o nada lo que obtuve de Priscilla


durante el seguimiento de aquellos días. Conocía
sus escasos movimientos, cada uno de sus
gestos, el destino de sus miradas. Sin embargo,
nada nuevo había obtenido. En las clases, su
figura era invariablemente la misma. Su falda bajo
las rodillas, sus zapatos negros, su blusa siempre
de mangas largas. Fue entonces que me quedo
claro. Si quería conocer su mundo era necesario
que me adentrara en él. Priscilla Satín había
inoculado en mí la impostergable necesidad de su
presencia. Se había convertido en un objetivo
inmediato y urgente. Una especie de adicción
empezaba a someterme a ella y no haría el
menor esfuerzo por evitarlo. En el salón de
clases, pasaba varias veces a su lado. Buscaba
tan solo el aroma de su pelo o el disimulado roce
de sus brazos. Le dirigí, incluso una o dos veces

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la palabra, sin conseguir más que una respuesta


seca y un claro desinterés por mí. Por eso, pero
principalmente porque las horas sin ella
empezaron a parecerme interminables, decidí
seguirla también de regreso a casa. 

Aquel lunes no pude evitar un asomo de


vergüenza. Nunca antes había seguido a alguien
y menos aún a una mujer. Ella salió de la
escuela, como todos, apenas dieron las tres.
Tomó su mochila amarilla y tras alisarse el pelo
se dirigió hacia la puerta. Luego comenzó a
caminar por la Petit Thouars hacia Miraflores.
Algunos metros atrás iba yo. Sentí una sensación
extraña y placentera. Una agradable vergüenza y
un orgullo absurdo, atribuible quizás, a ser el
primero en verla caminar por las calles. Y ella lo
hacía sin prisa. Con el cuerpo ligero, sesgado
apenas hacia su derecha pero a la vez firme y
seguro. Ondulaba serenamente sus afiladas
caderas mientras la palidez de su piel parecía

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brillar bajo el tibio resplandor de octubre. No


había sido fácil iniciar la persecución. Tardé en
dar mis primeros pasos, inmovilizado, tal vez, por
esa imagen casi espectral que reflejaba Priscilla.
Recordé entonces, que de niño, siempre me
habían causado temor los ángeles. 

Las primeras cuadras no me dijeron nada


especial. Caminó sin mirar a nadie, no se detuvo
en lugar alguno y apenas si aceleró ligeramente
sus pasos al cruzar una esquina. Llegando a la
avenida Teniente Cruz, volteó a la derecha y
cincuenta metros más allá, con el mismo paso
lento y cansino, volteó por la calle Madrid para
ingresar a u pequeño y nuevo edificio en el que la
perdí de vista. Eran cerca de las cuatro de la
tarde y mi persecución parecía haber llegado a su
final. Pero no me conformaría con tan poco.
Había que tomar una decisión y me resultó muy
sencillo hacerlo. Recuerdo que por entonces vivía
en Jesús María y era habitual, para mamá, que

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ciertos días llegara tarde a almorzar. Justificaba


mis atrasos en algún partido de fútbol o en uno
que otro almuerzo en casa de amigos. No me
costó entonces tomar la decisión y esperar unos
metros más allá a que algo sucediera. Esperaría,
frente a ese edificio, el tiempo que fuese
necesario. No me importarían los minutos ni las
horas que transcurriesen. Lo único que me
interesaba era verla salir y volver a seguirla hasta
donde fuera. Pero fue en vano. Nada sucedió.
Permanecí en esa esquina hasta más allá de las
diez sin que Priscilla asomase nuevamente.
Aquella noche, sin embargo, llegué a casa
convencido de que no cejaría jamás en mi
intento. La seguiría cada tarde por la única razón
que podía entender: sentirla cerca. 

Capítulo 3

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Muchos hechos de aquellos años han quedado


grabados en mi mente. Por entonces mi padre
COMPRÓ la primera computadora y semanas
atrás, mi equipo de fútbol llegó a campeonar en
un torneo interbarrios. Ese mismo año, viajaría
también por primera vez en un avión rumbo a
Buenos Aires. Sin embargo, los días que
siguieron a aquel martes de octubre parecen
ahora opacar esos recuerdos. Aquel martes volví
a seguir a Priscilla Satín. Llegó como esperaba,
muy puntual. Traía, como siempre, ese tono lívido
y apagado que reinaba en su piel. Ya había
notado, en mi secreta vigilancia, que la palidez de
Priscilla se hacía más intensa en determinados
momentos. Ese martes fue uno de aquellos.
Alguien incluso dibujó un fantasma en una hoja
de papel y lo dejó sobre su carpeta. Ella como de
costumbre lo miró con desinterés. Luego, con una
imperceptible sonrisa cuyo significado nadie
entendió, tomó el papel entre sus manos y lo

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aprisionó cuidadosamente entre las páginas de


su libro de Geografía. Miré a Priscilla y la vi más
pálida y linda que nunca. Luego me dediqué a
esperar la hora de salida. En el ínterin y deseoso
de sus misterios, rocé su cuerpo un par de veces
y hasta le alcancé un lápiz que rodó de su
carpeta. Como de costumbre no conseguí nada.
A las tres en punto sonó el timbre y yo, como lo
tenía previsto, me dispuse a seguir sus pasos.
Llevaba conmigo una mochila y un par de
sándwichs, una revista de deportes y media
cajetilla de cigarrillos. Esperaría nuevamente
frente a su edificio hasta que algo sucediera. 

Los primeros pasos fueron un remedo del día


anterior. Veía tan ligera y volátil a Priscilla que si
hubiese caminado por la playa, sus pies no
habrían dejado huellas sobre la arena. Caminó
por Petit Thouars, luego por teniente Cruz y por
último por Madrid. Finalmente ingresó al mismo
edificio. Yo solo me aposté en una esquina y

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Un poquito feliz

sentado sobre un muro que circundaba un


pequeño bazar italiano inicié la espera.
Permanecería ahí todo el tiempo posible hasta la
medianoche si fuera necesario, con tal de verla
aparecer nuevamente. Pero no fue así. Apenas si
tuve tiempo de probar uno de los sandwichs
preparados por mamá. Media hora después, y
cuando me aprestaba a fumar el primero de mis
cigarrillos, la vi salir. Tardé en reconocerla.
Llevaba un polo celeste que parecía bailar sobre
su cuerpo; jeans bastante sueltos también y unas
sandalias grises, sin tacos, que dejaba ver la
blancura de sus pequeños pies. Su rostro, sin
marca alguna de maquillaje, sin un ápice de color,
se veía, como siempre, cercado por los listones
de su pelo marrón. Priscilla caminó tres cuadras
por la Madrid y a la altura de Constitución detuvo
su paso. Luego cruzó la calle y se dirigió
directamente a un moderno edificio que se alzaba
a mitad de cuadra. Con la naturalidad de quien

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ejecuta una rutina, Priscilla hizo su ingreso en él.


Inquieto y dominado por la curiosidad, detuve mi
paso junto a esa fachada de losetas celestes.
Sobre la amplitud de su puerta, un letrero azul
con letras blancas se apostaba llamativo:
CENTRO DE DIÁLISIS PROVIDENCIA. 

Esa tarde me dediqué a esperar a Priscilla desde


la esquina de Madrid con Constitución. Ignoraba
las razones que la habían conducido hasta aquel
lugar pero estaba claro que nada bueno sucedía
ahí adentro. Se trataba de un edificio de paredes
blancas, inmaculadas, de esos que estremecen la
piel por su pulcritud. Odio a la pulcritud, ese
desdén por la mácula natural, el extremo absoluto
de la asepsia. A mí la pulcritud siempre me dio
náuseas. Hasta hoy sostengo que las cosas en
extremo limpias solo sirven para ocultar
desgracias. Ese día lo confirmé. Fueron cuatro
las horas que esperé, tres los cigarrillos que fumé
y dos los sandwichs de jamón y queso que llegué

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a devorar hasta que Priscilla salió. Eran cerca de


las nueve de la noche. Hacía algo de frío y ella
caminaba con dificultad, como si el hacerlo le
costara un trabajo excesivo. No tuvo que recorrer
más de cinco metros hasta el taxi que la
esperaba; sin embargo, lo hizo con tal lentitud
que hasta un anciano habría tardado menos. El
auto había estado ahí por varios minutos y era
evidente que venía por ella. Priscilla subió en él.
Lo hizo apoyada en el brazo de una de las
enfermaras. No cabía duda, estaba enferma. Fue
al día siguiente, cuando le pregunté a papá,
cuando supe lo que era un centro de diálisis. La
respuesta fue corta, pero clara: era el lugar en el
que lavaban la sangre de los enfermos de los
riñones. 

Seguí a Priscilla Satín durante el resto de la


semana y luego por dos semanas más. La rutina
se repitió invariablemente. Lunes, miércoles y
viernes iba directamente a casa, al departamento

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de la calle Madrid y permanecía ahí hasta el día


siguiente. Martes y jueves en cambio, dejaba su
departamento a eso de las cuatro para dirigirse,
siempre sola y caminando, hacia el Centro de
Diálisis Providencia. Permanecía ahí por cuatro o
más horas y abandonaba el edificio, en un taxi,
cerca de las nueve. Salía débil aunque menos
pálida, pero siempre como si hubiera dejado la
mitad de su vida allá adentro. Dolía verla así. Más
aún cuando para mí algo había quedado claro; la
amaba. Supuse entonces que esas bromas que
le gastaban debían ser insignificantes frente a la
cotidiana realidad de sus penas. Y yo era testigo
de aquello. Había conocido el secreto de Priscilla
y eso de alguna manera hacía que la sintiera un
poco mía. Mis días empezaron a transcurrir
alrededor de sus movimientos. Desde esa tarde
no existió otra cosa por la cual interesarme, que
no fueran los días de Priscilla Satín. Un día me
llené de valor. Una mañana de viernes, bajo un

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Un poquito feliz

sol que brillaba con firmeza, me sentí con el


derecho de merecer su amistad. La seguí hasta
su casa y tras esperar un tiempo prudencial,
llamé a su puerta. 

Capítulo 4

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Fueron dos meses después de aquella visita


cuando Priscilla Satín se dirigió por primera vez a
mí. Ya para entonces corrían los primeros días de
diciembre y me encontraba totalmente
enamorado de ella. Todo fue por una de esas
tontas bromas que le solían gastar. Alguien quiso
esconder su libro de inglés en una mochila ajena
y yo no estaba dispuesto a permitirlo. Era la hora
de salida. Priscilla no preguntaba nada a nadie,
no iba a ningún lugar en especial, tan solo miraba
hacia los lados buscando inútilmente el libro. No
lo soporté. Me enfrenté al promotor de la broma,
intercambié golpes con él y hasta le rompí su
camisa en el jaloneo. Yo a cambio me llevé un ojo
morado. Minutos después, Priscilla se me acercó.
Quedé sorprendido. Más aún después de todo lo
que llegó a decirme aquella tarde en que fui a
buscarla a su departamento de la calle Madrid.
Aquel viernes, de dos meses atrás, me había
pedido que no la volviera a buscar y menos aún

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que vaya siguiéndola por las calles. “¿Qué


derecho tienes de meterte en mi vida?, ¿desde
cuándo lo haces?” me inquirió con una voz que
por primera vez llegué a sentir sonora y agresiva.
“Solo quiero ser tu amigo”, recuerdo haberle
dicho; “tan solo ser tu amigo”. Pero de nada valió.
Se le veía alterada, nerviosa. No me permitió
siquiera que me asomara al interior de su
departamento. Incapaz de mencionar el amor que
le tenía, disfracé mis sentimientos de un afecto
especial. Le conté de mis seguimientos, mis
largas esperas en la esquina del Centro de
Diálisis, de lo consciente que era de que algo
malo le ocurría. Fue entonces que me largó. Se le
llenaron los ojos de lágrimas y me pidió que me
marchara, que nunca más regrese, que por favor
nunca más le volviera a hablar. +

Por todo eso quedé sorprendido cuando Priscilla


Satín se me acercó aquella tarde de diciembre.
Yo estaba adolorido, con la camisa sin botones y

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Un poquito feliz

no terminaba aún de jadear, cuando reconocí sus


pasos a mis espaldas. Sin duda me dolían los
golpes; sin embargo, no era esa la razón de mi
malestar. Si algo me dolía de verdad era imaginar
su sufrimiento. Pero no. Estaba equivocado.
Priscilla no estaba sufriendo. 

- No te pelees por mí –me dijo con una voz en la


que percibí vestigios de amor-. Ven,
acompáñame a casa –agregó. 

Nunca antes Priscilla había tomado la iniciativa


para conversar conmigo. Yo asentí en silencio.
Caminamos por primera vez juntos. Los primeros
metros lo hicimos rápidamente, como si
escapáramos de algo. Yo nervioso, incapaz de
soltar una palabra o mirarla directamente a los
ojos. Ella con los labios temblorosos, buscando la
frase adecuada para iniciar una charla. Lucía
pálida, más que otras veces. El brillo de la tarde
parecía esquivar su piel. 

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Un poquito feliz

- No te pelees por mí, por favor. 

- No tienen derecho a hacerte ese tipo de bromas


–la miré por primera vez a los ojos. 

- Escúchame –dijo esbozando una sonrisa que


sentí hecha para mí. 

Fue entonces que Priscilla me lo dijo. 

- Si hay algo que disfruto en la escuela son las


bromas que me hacen. 

Iba a interrumpirla, decirle que no tenía que


aceptar ese tipo de bromas. Que ella era
demasiado buena para eso. Que por último, nadie
sabía de ella ni de sus problemas… 

- Sí, ya sé que te parece extraño –continuó-. Pero


es así. Antes de esta escuela estuve en otras en
las que todos conocían mi mal. Era duro. Me
compadecían, me trataban como si fuera de

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Un poquito feliz

cristal, me tenían lástima… No sabes cuánto


disfruto ahora esto… que por fin me hagan
bromas, que me traten sin ese cuidado
exagerado y lastimero. 

- ¿Qué tienes, Priscilla? ¿Por qué vas a ese


centro de diálisis? 

Priscilla detuvo su andar. Me miró a los ojos. Un


brillo húmedo descansaba en ellos. Luego me
respondió con dos preguntas. Las mismas que
me hiciera meses atrás, solo que una ternura en
su voz anunciaba otro final. 

- ¿Por qué me has seguido?, ¿qué buscas de


mí? 

Ya no pude más. La tenía frente a mí. Nuestros


labios se encontraban a centímetros. Mis ojos se
sostuvieron en los suyos. 

- Te quiero –le dije. 

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Un poquito feliz

Un segundo eterno, silencioso, de cristal, se


interpuso entre los dos. No había dejado de
mirarme un solo instante. Luego extendió sus
brazos y me rodeó con ellos. Me abrazó con
fuerza. Sentí sus manos, sus hombros sobre los
míos, la tibieza de sus senos sobre mi pecho. Su
estómago temblaba, sus muslos se apoyaban en
los míos… estaba llorando. 

- Yo también –me dijo entre sollozos. 

Capítulo 5

Días después conocí a su mamá, doña Laura ,


una viejita que vivía con ella y que pasaba sus

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Un poquito feliz

días inmovilizada sobre una silla de ruedas. Me


sentí el hombre más feliz del mundo cuando una
tarde me la presentó. 

- Ya no tienes por qué preocuparte, mamá. Él me


acompañará al Centro a partir de ahora. 

Doña Laura esbozó un gesto de sonrisa.


Suficiente para entender su alivio. 

Acompañé a Priscilla todo ese verano al centro


de diálisis. 

Con el transcurrir de los días me fui ganando la


confianza de Priscilla. Un día me lo contó;
requería un trasplante de riñón pero los intentos
habían fracasado por diversas razones. Donantes
incompatibles, pacientes con más tiempo de
espera, descoordinaciones de último momento.
Tras varias semanas de acudir al Centro de
Diálisis, me pidió que la acompañara a la clínica.
Su mal no progresaba y requería de un
tratamiento espacial y sofisticado. “Sé que

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Un poquito feliz

moriré”, me dijo, “por eso no quería querer a


nadie”. 

La primera vez que Priscilla ingresó a la clínica lo


hizo a las cuatro de la tarde. Permaneció en ella
hasta las nueve de la noche. Todo parecía
complicarse. Las diálisis no bastaban y el
donante no llegaba nunca. La visita fue más larga
aún. Para entonces se encontraba más delgada y
pálida que nunca. Pasaría la noche allá, se
sometería a unas evaluaciones especiales y yo
recién la recogería al día siguiente. Sin embargo,
existían razones para estar felices; por primera
vez habían llegado noticias firmes de un donante.
Lo celebramos a su salida de la clínica con una
torta de chocolate y el beso más intenso que
recuerde haber recibido. 

Una semana después debí llevar nuevamente a


Priscilla a la clínica. Se hallaba demasiado débil y
fui yo quien la cargó hasta la sala de

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Un poquito feliz

emergencias. Dos enfermeros me la arrebataron


de los brazos para colocarla sobre una camilla.
Luego me pidieron que me retirase. Supongo que
me tomaron por un simple compañero de escuela
y no me dieron importancia. Después todo fue
confusión. Los movimientos apurados, la camilla
veloz, las botellas de sangre y suero. Alguien me
tomó del brazo y me condujo hacia la sala de
espera. Permanecí ahí sin recibir noticia alguna. 

Priscilla Satín murió dieciocho horas después. 

Recuerdo haber estado en la sala de espera


cuando doña Laura llegó en compañía de un
enfermero. Corrí hacia su silla de ruedas y me
arrodillé frente a ella. Me miró a los ojos. Era la
misma mirada de Priscilla. Luego dejó caer una
lágrima. Todo estaba claro. 

El año siguiente fue el último de la secundaria. El


primer día de clases fingí un reencuentro
agradable. Abrazos, chistes tontos, sonrisas

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Un poquito feliz

forzadas. Ninguno de mis compañeros se había


enterado de lo sucedido aquel verano. Conforme
se acercaba la hora de clases, las carpetas
comenzaron a ocuparse. Todas menos una, la de
Priscilla Satín. El verla vacía fue demasiado para
mí. No pude siquiera moverme. Imaginé su
silencio, sus ojos grises, su figura ligera.
Ocultando una lágrima decidí ocupar su
ubicación, la última carpeta de la fila central. Al
igual que Priscilla Satín, me había convertido en
un ser triste y silencioso. 

Con el paso de los meses, sin embargo, algunas


cosas cambiarían. Descubrí, por ejemplo, que no
existía un mejor lugar para sentarse que aquel que
había elegido Priscilla. Desde ahí me sentía
seguro, como abrazado por todos. Qué importaba
si ellos desconocían mis penas, si igual eran mis
amigos. A veces, mis compañeros se acercaban e
intentaban jugarme una broma. Yo los dejaba
hacer. Desde mi ubicación era imposible que

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Un poquito feliz

pasaran inadvertidos. Veía sus preparativos y les


hacía creer que me estaban sorprendiendo. De
esa forma, aunque sea por instantes, llegaba a
sentirme un poquito feliz. 

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