Miguel Alfonseca - Delicatessen
Miguel Alfonseca - Delicatessen
Miguel Alfonseca - Delicatessen
Me gustó tanto ese letrero desde la primera: vez que lo vi. Recuerdo que era
una niña con las trenzas por la cintura todavía y cruzaba por el lugar cuando
marchaba a la escuela, bordeando los bancos del parque ágilmente, feliz con
el sol sobre los árboles y sobre la iglesia antigua, gris y pequeña, mientras
sentía el viento pasar a mi lado, impúdico, metiéndose entre mis piernas y
buscando mis pechos bajo la blusa blanca. ¡Qué sensación desconocida me
producía el frescor del viento al meterse entre mis piernas! Me entraban
ganas de correr, de saltar alegremente hasta agotarme, o una somnolencia
dulce, y sin resistirme me quedaba en un banco, recibiendo el sol de lleno,
permitiendo que el viento me estrujara. Por eso llegaba tarde en muchas
ocasiones y tenía que esperar la próxima clase. Me sentaba bajo los olmos
grandes y sombreados del patio y veía las parejas caminar, sentarse con
libros y cuadernos abiertos y dedicarse al besuqueo. Nada mejor en esa hora
que contemplar a los muchachos. Miraba sus entrepiernas sin poder evitarlo
y experimentaba la misma embriagadora sensación del viento cuando me
atrapaba en el parque.
Ahora las letras rojas están un poco desteñidas y el viejo, más gordo y
cansado, se mueve como si tuviera que arrastrar todo el paquete. Soy una
cliente desde el principio. Mejor dicho, fui una cliente; ya no voy al lugar.
Las cosas han cambiado: hay más tiendas con nombres en inglés, he visto
otros lugares como este (Delicatessen significa «delicadezas», en alemán,
según me explicara la «missi» de francés, allá en la «High»), y yo... he
crecido bastante, he cambiado mucho, mucho, hasta el punto de casi no
reconocerme. Según algunas viejas de mantillas negras y rostros malignos,
de las que ya no quedan casi, afortunadamente, soy lo que debía ser. «Esa
muchacha va a parar muy mal». Y se marchaban a la iglesia del parque a
desayunarse a Cristo. No sé si tienen razón pero no lo acepto. Sería una
desgracia si aceptara el triunfo de esta gente tan muerta. La verdad, me
costó mucho trabajo terminar la «High». No por el estudio, no, sino por las
«missis», que me odiaban; los muchachos venían a mí y yo reía, movía mis
caderas, volvía la cabeza mientras recorría sus cuerpos con la mirada, por
encima del hombro. ¡Era buena la vida en la «High»! El mejor tiempo. ¿Por
qué tenía que cambiar todo? ¿Por qué tenía que llegar a ser esto que soy?
Papá se fue a Corea cuando la guerra y no volvimos a saber de él. El
recuerdo que tengo de papá es el baño en la mañana, y yo acechando para
ver su cuerpo desnudo bajo los cañitos de la ducha, los tirones de mamá que
me arrancaba los cabellos y me hacía llorar. Desde el accidente de la
Semana Santa del 55 no he vuelto a ser la misma ni lo seré jamás. Mi
hermano enterró a mamá mientras yo me retorcía en la cama de un
hospital. Cuando salí todo había cambiado, la ciudad, los días y la gente, la
gente había cambiado de una manera terrible. Para esa época empezaba a
desarrollarme en una forma espléndida. Mi carne llamaba la atención dentro
de los pantalones ceñidos, me dejaba caer el cabello de un lado de la cara.
Comprendí que estaba en desventaja, no podía darme el lujo de elegir, como
las otras. Naturalmente, en mi barrio los hombres disimulaban, me
saludaban en la calle con cierta indiferencia. Pero sé que al desnudarme con
la ventana abierta muchos me observaban escondidos en las casas vecinas.
Poco a poco se rompieron algunas vallas y ellos empezaron a venir
subrepticiamente, en las noches, y ardían conmigo aunque a la mañana
siguiente no me conocieran. No los culpo. Las mucha-chas me odiaban,
sentían asco de mí, y ellos cuidaban las apariencias porque tarde o temprano
se casarían con ellas. Yo no era más que su entretenimiento.
Una tarde bajó un muchacho de una guagua y preguntó por una dirección
que correspondía a cierta calle de nuestro barrio. Con el pelo reluciente
encima de sus ojos limpios, sus labios finos entreabiertos en una sonrisa, su
cuerpo adolescente vestido bien «chévere», se acercó y escuché su voz
suave, lenta. Se mudó a una porquería de habitación. Causaba lástima
contemplar algo tan bello encerrado en esa pocilga estrecha y maloliente.
Estudiaba en la Universidad el primer año y en los ratos libres trabajaba en
una tienda. Yo me le acerqué desde el principio, fui la primera en llegar
hasta el solitario en un medio nuevo y desconocido, demasiado grande y
monstruoso para la vida que había llevado. Me encantó su naturalidad al
tratarme. Parecía no darse cuenta, o no se daba cuenta, de lo que yo era.
Ha sido el mejor de todos, el único que ha servido realmente. Nos metíamos
en los cines con nuestras bolsas de «popcorn» y reíamos, me agarraba las
manos, hurgaba entre mis piernas. Algunas noches de finales de semana
nos agitábamos hasta el cansancio en el Coney Island, divirtiéndonos
delante de todos, delante de las muchachas asombradas de este chico tan
bien parecido que las abofeteaba en pleno rostro al presentarse conmigo en
público. Yo hacía cuanto podía por él: lavaba su ropa para economizarle ese
gasto, la planchaba, mantenía su habitación decente, llevando cuanto podía
para adornársela un poco. Cuando necesitaba algunos libros los compraba
yo y le guardaba esa sorpresa, así como también camisas que él aceptaba a
regañadientes. Lo esperaba a la salida de sus clases y nos metíamos en
cualquier barra a almorzar, y en las tardes, aguardaba por él, que aparecía,
ceñudo y hermoso, bajo la noche iluminada por el neón. No hacía más
porque me prohibió recibir hombres, me quería para él solamente. Aunque
sin otra entrada más que la mensualidad de mi hermano, yo me sentía feliz,
dichosa de esa oportunidad que aparecía en forma de hombre, viva y tan
cerca. Frank ni siquiera apagaba la luz. Dejaba que el bombillo me mostrara
completamente desnuda, sin posibilidad de encubrirme, y me recorría
amorosamente, hundía su cabeza en mi cuello. Mis dedos buscaban la
lámpara y la oscuridad nos unía aún más. Me besaba. ¡Me besaba! Nunca
esperé contar con esa extraordinaria concesión que me hacía la vida. Quizá
Frank... con el tiempo... ¡Qué sorprendente encontrarme a mí misma
pensando ciertas cosas!
En días pasados alguien me dijo que Frank andaba con una muchacha muy
rica. Está muy bien él, parece que no tiene problemas de dinero y luce trajes
bien «nice». El martes lo vi por casualidad, está saludable, tranquilo. ¡Cómo
me gusta mentirme a mi misma! Lo sé todo. Es la hija del dueño de la tienda
con quien anda, con la que aparece en el «chevelle». Piensa que sería un
buen matrimonio. ¡Claro! Se casaría con el padre y la tienda. Me da pena por
él. Yo estoy acostumbrada a recibir lo peor. Pero él no se estima con lo que
hace, vende su hombría. ¡Cochino! Por eso es que me evita, me da la
espalda, cambia de acera, cuando me ve aparecer en cualquier parte. ¡Cómo
si yo no supiera de sus venidas al DELICATESSEN con la muchachita esa!
Margot me lo dijo y quiero comprobarlo con mis ojos. Es verdad, ahí está el
«chevelle» plomizo. ¡Y yo paseando como una tonta entre aquellos vagos,
por la iglesia! Ahí está. Con movimientos muy educados y sonrisas una
detrás de otra, engatusa a los padres con su palabreo mientras aprieta una
mano de la virgencita des-colorida que lo acompaña, y ella pone ojos de
buey.
He golpeado con odio las llantas del «chevelle» y llego hasta las vidrieras
del DELICATESSEN. Frank se ha puesto lívido, disimula volviendo la cara.
Finge que no me ha visto pero sabe que estoy aquí. Recojo mi pelo y lo ato
detrás de la nuca. Que vean bien lo que soy. Cuando empujo la puerta de
cristal mi imagen se refleja momentáneamente en la superficie inmaculada:
los muslos bronceados, la cadera, los pechos pujantes a través de la blusita
sin mangas, mi rostro: la zanja violácea que empieza en un ojo y me hunde
un lado de la cara hasta llegar a un extremo de los labios, dejando fuera
varios dientes. ¡Qué fresco en este aire acondicionado! Voy a sentarme
sobre las piernas de Frank.