FUERA DE LA IGLESIA NO HAY SALVACION (Toloza)

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P. León Toloza, O.S.B.

,
Monasterio de "Las Condes".

"FUERA DE LA IGLESIA NO HAY SALVACION"

sta proposICIOn es sin duda la que expresa con mayor claridad a


los ojos del no católico el fundamento doctrinal de la intolerancia
que parece propia de la Iglesia de Roma. Y hay que reconocer que
la precisión y lo absoluto de su formulación (Extra Ecclesiam nu-
lla salus) no dejan lugar a mitigaciones o a generalizaciones sin
compromiso.
Sin embargo, como toda fórmula teológica, también ésta tiene
una historia, y también ella se integra en un contexto determinado. No será, pues,
del todo inútil enunciar brevemente tanto la historia como el lugar teológico de es-
ta proposición·.
Tal cual aparece formulada, la expresión es de S. Cipriano (Ep. 73 ad Iu-
baianum; también Ep. 4), pero su equivalente o su contenido se encuentra en la
Sagrada Escritura. Posteriormente. diversos Padres de la Iglesia -ya a partir de S.
Ireneo- han expresado la idea de que fuera de la pertenencia a la institución de
salvación que es la Iglesia católica y apostólica no hay vida eterna. Para ellos el
bautismo señala concretamente tal pertenencia.
Para un cristiano de cualquier confesión no habrá duda posible en la formu-
lación de la doctrina de la salvación de los hombres operada única y exclusivamente
por Jesucristo. Para todos es claro que no hay salvación posible fuera de Cristo.
Donde el planteamiento comienza a enredarse es a partir de la concepción de la
Iglesia. Si ella es el instrumento de salvación por el que Cristo continúa y actualiza
la obra salvadora que, por encargo del Padre, realizara en su misterio pascual, no
hay duda ninguna de que la salvación para el hombre dependerá de su agregación
a ella. Es el pueblo de Dios, llamado por El en Cristo a una común vocación de

• Se han utilizado principalmente los siguientes trabajos: Y. M. Congar O.P., "Hors de


l'Eglise, pas de salut", en Sainte Eglise, col. Unam Sanctam 41, 1963, 416 - 432; G.
Malhiot, O.F.M., "Hors de !'Eglise, point de salut" au Concile Vatican 1, en Studium,
Montréal, 1963, 5 - 24; A. Liégé, O.P., Le salut des autres, en Lumiere et Vie, 1954,
13 - 50; Ch. Journet, Teología de la Iglesia, 1960, 386 - 398; Die ZugehOrigkeit zur Kir-
che und das Heil ausserhalb der Kirche, Herder Korrespondenz, 1955, 321 ss.
El carácter de esta nota ha hecho preferible prescindir de referencias al pie de página.
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santidad. Las exigencias fundamentales de fe o adhesión interior a Cristo y de acceso


visible a la única Iglesia de Cristo por el bautismo (cp. Me. 16, 16; Mt. 10, 14 - 15;
Jn. 15, 1 ss.; Jn. 3, 5; Ef. 1, 22 - 23; Ef. 4, 4 - 5). Una concepción puramente espi-
ritual de la Iglesia, como simple yuxtaposición de los que creen en Cristo y han sido
rescatados con su Sangre, rechazará evidentemente cualquier necesidad, de. precep-
to o de medio, de pertenecer a la Iglcsia para salvarse.
Para el Nuevo Testamento, que afirma la dirección y amplitud universal del
mensaje de Cristo, que señala que el rechazo del mensaje equivale a hallarse fuera
de Cristo, hay también un sentido más o menos prcciso en esta fórmula: la refe-
rencia va en primer término a los que, percibiendo la luz del evangelio, se niegan
con todo a aceptarla, y a quienes después de haberla aceptado la rechazan, cayen-
do en la herejía o el cisma (cp. Lc. 2, 34; Jn. 3, 19; 9, 39; Mt. 22, 8 - 9; 1 Tim.
1,20; 1 Jn. 2, 18-19; 2 Jn. 10). Pero con ello no se quiere de ninguna manera in-
dicar que el mero hecho de la pertenencia a la Iglesia lleve consigo automáticamente
la salvación: el pecador sin arrepentimiento serú condenado, la fe sin caridad no
aprovecha (cp. Mt. 13, 36ss.; Mt. 22,12-14; 1 Coro 13,2; Gál. 5, 6; Stgo. 2,14).
El mismo Nuevo Testamento, que proclama tan fuertemente la voluntad sal-
vadora universal de Dios (1 Tim. 2, .3- 4), parece colocar condiciones muy duras
a esa voluntad de Dios, si ella viene expresada en la proposición 'Tuera de la Igle-
sia no hay salvación": ¿cómo han de creer los hombres en aquel de quien no han
oído hablar por falta de predicador (cp. Rom. 10, 13 - 15)?
Los padres de la Iglesia hasta el siglo IV -comprendido Orígenes-, enticn-
den por una parte que la Iglesia católica, como única Esposa de Cristo, es la únic:l
institución de salvación; sólo el bautismo conferido por ella alcanza el perdón de
los pecados. Por otra parte, la exclusión alcanza a individuos determinados: los
que no están incorporados a la Iglesia por el bautismo no alcanzan, pues, la salvación.
San Agustín, al retomar el pensamiento de S. Cipriano, escribe con posterio-
ridad a las luchas bautismales, luego de las cuales quedó claro el pensamiento de
la Iglesia de Roma en torno a la perfecta validez de los sacramentos en los herejes
y cismáticos. Para él, sin embargo, tales sacramentos no llevan fruto de salvación:
faltan la caridad y el Espíritu, que no se encuentran sino en la unidad de la Igle-
sia. S. Agustín admite, con todo, que hay hombres salvados fuera de la pertenencia
real a la Iglesia o al pueblo de Dios de la antigua alianza, para lo cual exige una
fe, a lo menos parcialmente explícita, hacia los términos esenciales de la Revelación.
Al mismo tiempo afirma que los judíos, después de Cristo, los paganos, los herejes
y cismáticos, no alcanzan la salvación, teniendo en cuenta para ellos la actitud mo-
ral: lo que hoy llamaríamos la buena fe (cp. De bapt. contra Don. 3, 13). Es él,
finalmente, quien tiene bien presente que hay quienes parecen estar dentro que en
realidad están fuera, y que hay otros que parecen estar fuera pero que en realidaJ
están dentro (cp. De bapt. 5, 37, 38).
Fulgencio de Ruspe es quien formula de modo muy cortante y muy cIara el
alcance de la fórmula: la condenación alcanza a todas las personas que de facto
mueren fuera de la Iglesia católica, sin mayores distinciones.
La Edad Media continúa usando la fórmula, con ciertos añadidos, entre los
cuales se colocan la romanidad (profesión de fe impuesta a los valdenses, Dz. 423)
y la obediencia al Papa (p. ej. bula ('aam Sanctam, Dz. 468 - 469). Lo mismo, con
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variantes, puede afirmarse de las decisione.s pontificias hasta el s. XVIII. Sin em-
bargo, Clemente XI, al condenar los errores de Quesnel en 1713, condenaba tam-
bién la proposición que afirmaba que "no se concede, ninguna gracia fuera de la
Iglesia" (Dz. 1379). Hay, pues, una primera intuición a no entender el postulado
en el estrecho sentido de negar la salvación a personas fuera de la Igle.sia.
Para la recta comprensión de la evolución posterior en la evaluación del prin-
CIpIOenunciado por parte del magisterio y de la teología, se hace necesario aludir
al hecho de una restricción semántica del vocablo "Iglesia". Hay una tendencia, ca-
da vez más pronunciada, a tomar la Iglesia como institución de salvación, dejando
en la sombra el aspecto de comunión de los creyentes. En este sentido, la fórmula
"Fuera de la Iglesia no hay salvación", va a considerar no tanto el destino de tales
o cuales personas, cuanto sobre todo la existencia legítima y nece,saria de la Iglesia
como única institución depositaria elel mandato de Dios en orden a la salvación de
los hombres. Una consideración fundamental y radicalmente objetiva es la que va a
primar e,n las exposiciones e interpretaciones modernas de la fórmula. El aspecto
subjetivo comienza a matizar la expresión, como fruto del largo proceso filosófico
y teológico que, teniendo sus atisbos en S. Agustín, parte en realidad de la escolás-
tica, en torno a las cuestiones de la conciencia errónea y la ignorancia voluntaria e
involuntaria, vencible e invencible, en materia de fe.
Dejando a un lado las derivaciones que se refieren a la tolerancia, en el si-
glo XVII se impone la distinción entre la ignorancia culpable y la inculpable para
determinar el destino de los que no pertenecen a la Iglesia.
Las tendencias espiritualistas, con el atractivo de una Iglesia puramente in-
visible, moralizantes e indeferentistas de los siglos XVIII y XIX, van a provocar de-
cisiones del magisterio eclesiástico. En ellas (el Syllabus de Pío IX proporciona una
síntesis en sus proposiciones 15 - 18; Dz. 1715 - 1718) se rechaza decididamente to-
da pretensión de establecer otro camino de salvación que el de la única Iglesia de
Cristo. Paralelamente -y a veces en los mismos documentos-, el magisterio va dan-
do lugar a la consideración de la ignorancia invencible o el error de buena fe en !a
presentación de la doctrina. Así el mismo Pío IX, en su alocución Singulari qtladam
(1854; Dz. 1642 - 1648), establece que "hay que tener igualmente por cierto que
quienes estén en la ignorancia de la verdadera religión, si e,lla es invencible, no tie-
nen ninguna culpa por ello ante los ojos del Señor (Dz. 1647)". A partir de en-
tonces, es esta la invariable doctrina del magisterio, que, se va precisando e inte-
grando en una visión teológica total.
No de otra manera entendió el principio el 1 Concilio del Vaticano, que en
su esquema De Ecclesia había previsto definir como dogma de fe la doctrina con-
tenida en la fórmula "Fuera de la Iglesia ... " De las discusiones en torno ai esque-
ma primitivo y las enmiendas propuestas por los Padres (como se sabe, la interrup-
ción impidió al Concilio pronunciarse definitivamente sobre la cuestión), se despren-
de lo siguiente: el enunciado es un dogma de fe, y su interpretación conoce un as-
pecto positivo: hay absolutamente necesidad de pertenecer a la Iglesia de alguna
manera para salvarse; y otro negativo: no pueden salvarse los que no pertenecen a
la Igle.sia ni realmente ni por el deseo. Lo absoluto de la pertenencia dice relació;}
con la exclusividad de la Iglesia -y única Iglesia- de Cristo para dar la salvacióJ1;
ningún otro organismo visible lo puede; la Iglesia es causa eficiente de la salvación.
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Vista la Iglesia como causa instrumental, la necesidad de pertenecer es relativa, Y<l


que en casos determinados otros medios pueden venir en suplencia de éste, que es
el prescrito normalmente. Realmente debe pertenecer a la Iglesia para salvarse quien
tiene de Cristo y de ella un conocimiento suficiente; por el deseo, en caso de igno-
rancia invencible. Importa ver en esta exposición del I Concilio del Vaticano, que
en ambos casos la pertenencia e.s a la Iglesia total, una e indivisible, tanto en su as-
pecto visible como en el invisible.
El bullado asunto Feeney vino a precisar en estos últimos años el alcance de
la fórmula. El Santo Oficio dirigió en 1949 una carta al arzobispo de Bastan, pa-
ra terminar una controversia surgida en los Estados Unidos, a raíz de la posición
sostenida por el P. L. Feeney y algunos laicos, que afirmaban que los que no perte-
necen expresamente a la unidad visible de la Iglesia católica están condenados. La
carta, luego de reiterar la necesidad de la Iglesia para la salvación, establece que
para obtener la salvación eterna no es siempre requerido que se. esté de hecho in-
corporado a la Iglesia, pero se ha de estarlo a lo menos por el deseo. En ignoranch
invencible, basta que este deseo sea implícito, incluido en la buena disposición del
alma, por la que ésta desea conformar su voluntad a la de Dios. Este deseo implí-
cito debe estar animado por la caridad perfecta y la fe sobrenatural (cp. Heb. 11,
6). La carta hace, además, una precisión importante: la necesidad de medio para
la salvación que se predica de los sacramentos y de la Iglesia, proviene de una ins-
titución positiva de Dios. Un medio necesario por su naturaleza misma -en nues-
tro caso, la disposición interior de fe y amor a Dios- debe ser empleado realmente;
un medio necesario en virtud de institución positiva, puede ser aplicado realmente
o a lo menos por deseo.
La fórmula equivale, pues, a decir: Dios tiene un plan de salvación, y fuera
de este plan no hay posibilidad de alc3nzarla. El plan de Dios se, ha realizado en
un orden positivo e histórico de realidades: Jesucristo y su obra redentora, y la
Iglesia. Pero con ello no se establece ningún juicio sobre la salvación efectiva de ta-
les o cuales hombres.
Evidentemente -yen esto insistirá siempre el magisterio-, no hay lugar pa-
ra una posición indiferente por lo que toca a la institución positiva que traduce y
actualiza la voluntad de Dios salvadora. La afirmación, pues, de que todas las re-
ligiones valen lo mismo, o de que lo mismo vale no tener ninguna, o de que no hay
por qué andar buscando la verdad, destruye en su raíz misma a la buena fe.
Parece, por lo tanto, que la fórmula "Fuera de la Iglesia no hay salvación"
conoce como interpretación legítima sólo aquella que el magisterio eclesiástico le
ha ido precisando poco a poco, y que vista a la luz de estas precisiones, no se la
puede proponer como muestra de intolerancia sino de fidelidad a la propia misión.
Naturalmente no se han agotado -ni siquiera tocado- los problemas co-
nexos con tal fórmula. Se ha insinuado lo dependiente que es su recta comprensión
de lo que se entie,nda por Iglesia. Las decisiones del magisterio dejan a los teólogos
la puerta abierta -todavía, si el 11 Concilio del Vaticano no determina algo más-,
sobre el entendimiento del "deseo" (votum, desiderium), su constitutivo formal y
sus efe,ctos. ¿Produce el deseo una real pertenencia o sólo una ordenación al Cuer-
po Místico, como lo manifiesta la encíclica Mystici Corporis? ¿Pueden sostenerse to-
davía las afirmaciones agustinianas relativas a la ineficacia de los sacramentos en
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las sectas o iglesias no unidas a Roma? Y yendo aún más allá, ¿cómo ha de inter-
pretarse el contenido de la fe según Hebreos 11, 6: creencia en un Dios remunera-
dor? O en otras palabras, ¿hay posibilidad de admitir no ya el deseo implícito sino
incluso la fe implícita, en el caso, por ejemplo, del ateísmo de buena fe? Tantas
cuestiones que inciden, sin embargo, más bien en el problema de la membresía Je
la Iglesia que en el de la interpretación de la fórmula, pero que indudablemente le
son conexos.
La recta comprensión de la fórmula debe llevar al católico no al narcisismo
eclesiológico sino a la clara conciencia de dar de su Iglesia un rostro que sea real-
mente motivo de credibilidad.

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