Manifiesto Obispos TM
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Manifiesto Obispos TM
15 de agosto de 1967
Hacia fines de 1967, Miguel Ramondetti, sacerdote de la arquidiócesis de Buenos Aires, viaja a la ciudad de Goya,
provincia de Corrientes, a conversar con el obispo del lugar, Mons. Devoto, sobre su incorporación a la diócesis. En la
entrevista, Mons. Devoto le entrega el "Mensaje de los 18 obispos del Tercer Mundo" en su versión francesa y le pide
que cuando lo haya leído le haga llegar su parecer.
Los 18 Obispos, pertenecientes a Asia, frica y América Latina (ninguno a la Argentina) habían dado a conocer su
Mensaje el 15 de agosto de ese año. En él se habían propuesto prolongar y adaptar a sus regiones la encíclica de Pablo
VI "El desarrollo de los pueblos" - publicada ese mismo año - desde la perspectiva de los "pueblos pobres" y de los
"pobres de los pueblos".
Ramondetti lo lee en su viaje de vuelta y queda impresionado por su contenido. Al llegar a la Capital Federal se reúne
con Rodolfo Ricciardelli, sacerdote de la arquidiócesis de Buenos Aires y con Andrés Lanzón, sacerdote francés de la
diócesis de Avellaneda, quienes comparten su entusiasmo. Los tres resuelven comprobar la receptividad del Mensaje en
Argentina, lo traducen y editan un folleto que envían a cerca de cincuenta sacerdotes de distintos lugares del país
conocidos por ellos.
La respuesta es inesperada; llueven cartas y comentarios. Al concluir 1967 un grupo de 270 sacerdotes había expresado
públicamente su adhesión al Mensaje.
El 31 de diciembre, Miguel Ramondetti, en nombre de un "Comité Coordinador", envía una carta a Mons. Helder
Cámara, Arzobispo de Olinda y Recife, Brasil, uno de los firmantes del Mensaje, donde lo elogia por su actitud y le
informa sobre la iniciativa surgida en Argentina.
PRESENTACIÓN
Frente a los movimientos profundos que actualmente sublevan a las masas obreras y campesinas del Tercer Mundo,
algunos obispos, pastores de estos pueblos, dirigen este mensaje a sus sacerdotes, a sus fieles y a todos los hombres de
buena voluntad. Esta carta prolonga y adapta la encíclica sobre el desarrollo de los pueblos.
Desde Colombia y Brasil hasta Oceanía y China, pasando por el Sahara, Yugoslavia y el Medio Oriente, la luz del
Evangelio esclarece las preguntas que, casi siempre las mismas son planteadas por todas partes.
En el momento en que los pueblos pobres, toman conciencia de sí mismos y de la explotación de la cual todavía son
víctimas, este mensaje dar valor a todos los que sufren y luchan por la justicia, condición indispensable de la paz.
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EL MENSAJE
1 Como los obispos de algunos de los pueblos que se esfuerzan y luchan por su desarrollo, nosotros unimos nuestra voz
al llamado angustioso del Papa Paulo VI en la encíclica "Populorum Progressio" con el fin de precisar sus deberes a
nuestros sacerdotes y fieles, y para dirigir a todos nuestros hermanos del Tercer Mundo algunas palabras de aliento.
2 Nuestras Iglesias situadas en el Tercer Mundo se ven mezcladas en el conflicto en el que se enfrentan ahora no sólo
Oriente y Occidente, sino los tres grandes grupos de pueblos: las potencias occidentales enriquecidas en el siglo pasado,
dos grandes países comunistas transformados en grandes potencias y. Finalmente, ese Tercer Mundo que busca cómo
escapar del dominio de los grandes y desarrollarse libremente.
Incluso dentro de las naciones desarrolladas, ciertas clases sociales, ciertas razas o ciertos pueblos no han obtenido
todavía el derecho a una vida verdaderamente humana. Un empuje irresistible lleva a estos pueblos pobres hacia su
promoción para liberarse de todas las fuerzas de opresión. Si bien la mayoría de las naciones han logrado conquistar su
libertad política, son todavía raros los pueblos económicamente libres. Son igualmente raros aquellos donde reina la
igualdad social, condición indispensable de una verdadera fraternidad, ya que la paz no puede existir sin justicia. Los
pueblos del Tercer Mundo forman el proletariado de la humanidad actual, explotados y amenazados en su existencia
misma, por aquellos que se arrogan el derecho exclusivo, porque son los m s fuertes, de ser los jueces y los policías de
los pueblos materialmente menos ricos. Ahora bien, nuestros pueblos no son ni menos honestos ni menos justos que los
grandes de este mundo.
3 En la evolución actual del mundo, se han producido o se están produciendo revoluciones. Ello no tiene nada de
sorprendente. Todos los poderes ya establecidos han nacido, en una época m s o menos lejana, de una revolución, es
decir, de una ruptura con un sistema que ya no aseguraba el bien común, y de la instauración de un nuevo orden m s
apto para procurarlo. No todas las revoluciones son necesariamente buenas. Algunas no son m s que revueltas
palaciegas y no producen m s que cambios de opresión del pueblo. Algunas hacen m s mal que bien, "engendrando
nuevas injusticias..." (Populorum Progressio nº 31).
El ateísmo y el colectivismo a los cuales ciertos movimientos sociales creen deber ligarse, son peligros graves para la
humanidad. Pero la historia muestra que ciertas revoluciones eran necesarias y se han desprendido de su antirreligión
momentánea produciendo buenos frutos. Ninguna lo prueba m s que la que en 1789 en Francia permitió la afirmación
de los derechos del hombre (cf. Pacem in Terris). Muchas de nuestras naciones han debido, o deben, operar estos
cambios profundos. ¿Cuál debe ser la actitud de los cristianos y de las Iglesias frente a esta situación? Paulo VI ya ha
esclarecido nuestro camino por medio de la encíclica sobre el progreso de los pueblos (Populorum Progressio nº
30/31/32).
4 Desde el punto de vista doctrinal, la Iglesia sabe que el Evangelio exige la primera y radical revolución: la
conversión, la transformación total del pecado en la gracia, del egoísmo en amor, del orgullo en servicio humilde. Y
esta conversión no es solamente interior y espiritual, sino que se dirige a todo el hombre, corporal y social al mismo
tiempo que espiritual, sino que se dirige a todo el hombre, corporal y social al mismo tiempo que espiritual y personal.
Tiene un aspecto comunitario lleno de consecuencias para la sociedad eterna en Cristo, quien desde las alturas, atrae
hacia l a toda la humanidad. Tal es a los ojos del cristianismo el desarrollo integral del hombre. De esta manera, el
Evangelio ha sido siempre, visible o invisiblemente, por la Iglesia o fuera de las Iglesias, el m s poderoso fermento de
las mutaciones profundas de la humanidad desde hace veinte siglos.
5 Sin embargo, en su peregrinación histórica terrenal, la Iglesia ha estado prácticamente siempre ligada al sistema
político, social y económico que, en un momento de la historia, asegura el bien común o, al menos, cierto orden social.
Por otra parte las Iglesias se encuentran de tal manera ligadas al sistema, que parecen estar confundidos, unidos en una
sola carne como en un matrimonio. Pero la Iglesia tiene un solo esposo, Cristo. La Iglesia no está casada con ningún
sistema, cualquiera que éste sea, y menos con el "imperialismo internacional del dinero" (Populorum Progressio), como
no lo estaba a la realeza, o al feudalismo del antiguo régimen, y como tampoco lo estar mañana con tal o cual
socialismo. Basta con examinar la historia para ver que la Iglesia ha sobrevivido a la rutina de los poderes que en un
tiempo creyeron deber protegerla o poder utilizarla. Actualmente la doctrina social de la Iglesia, reafirmada por el
Vaticano II, la ha rescatado ya de este imperialismo del dinero, que parece ser una de las fuerzas a las cuales estuvo
ligada durante algún tiempo.
6 Después del Concilio se elevaron voces enérgicas que pedían se terminara con esta colusión temporal de la Iglesia y
el dinero denunciado de diversos lados. Ciertos obispos <1> han dado ya el ejemplo. Nosotros mismos tenemos el
deber de hacer un examen serio de nuestra situación respecto de este problema, y de liberar nuestras Iglesias de toda
servidumbre respecto de las grandes finanzas internacionales. "No se puede servir a Dios y al dinero".
7 Frente a la evolución actual del imperialismo del dinero, debemos dirigir a nuestros fieles, y plantearnos nosotros
mismos, la advertencia que dirigió a los cristianos de Roma el vidente de Patmos frente a la caída inminente de esa gran
ciudad prostituida en el lujo gracias a la opresión de los pueblos y al tráfico de esclavos: "Salud, pueblo mío; partid, no
sea que solidarios de sus faltas vayáis a padecer sus plagas" (Apoc 18,4).
8 En cuanto a lo que la Iglesia tiene de esencial y de permanente, es decir, su fidelidad y su comunión con Cristo en el
Evangelio, nunca es solidaria de ningún sistema económico, político y social. En el momento en que un sistema deja de
asegurar el bien común en beneficio del interés de unos cuantos, la Iglesia debe no solamente denunciar la injusticia
sino además separarse del sistema inicuo, dispuesta a colaborar con otro sistema mejor adaptado a las necesidades del
tiempo, y m s justo.
2 Fidelidad al pueblo
9 Esto vale para los cristianos, así como para sus jefes jerárquicos y para las Iglesias. En este mundo nosotros no
tenemos ciudades permanentes, ya que nuestro jefe Jesucristo quiso sufrir fuera de la ciudad (Heb 13,12-14). Que nadie
de nosotros permanezca vinculado a los privilegios o al dinero, sino que esté listo a "poner sus bienes en común... ya
que en estos sacrificios encuentra Dios placer" (Heb 13,16). Incluso si no hemos sido capaces de hacerlo de buen grado
y por amor, sepamos por lo menos reconocer la mano de Dios que nos corrige como hijos en los acontecimientos que
nos obligan a este sacrificio (Heb 12,5).
10 Nosotros no juzgamos ni condenamos a nadie de los que frente a Dios ha creído o creen deber exilarse para
salvaguardar su fe o la de sus descendientes. Los únicos que deben ser condenados con energía son los que expulsan a
las poblaciones oprimiéndolas material o espiritualmente, o tomando sus tierras.
Los cristianos y sus pastores deben permanecer en el pueblo sobre la tierra que es suya. La historia muestra que no es
buena a largo plazo que un pueblo se exilie lejos de su tierra y se refugie en otra parte. Se debe, o bien defender su
tierra contra un agresor injusto extranjero, o aceptar los cambios de régimen que se imponen en su país.
Es una falta de los cristianos no ser solidarios de su país y de su pueblo en el momento de la prueba, sobre todo si
dichos cristianos son ricos y huyen en realidad solamente para salvar su riqueza y sus privilegios. Ciertamente una
familia o una persona puede estar obligada a emigrar para buscar trabajo conforme al derecho de emigración (Cf.
Pacem in Terris). Pero los éxodos masivos de cristianos pueden causar situaciones lamentables.
Es sobre su tierra, en su pueblo, donde los cristianos son llamados normalmente por Dios para realizar su vida en
solidaridad con sus hermanos de alguna religión, cualquiera que ésta sea, para ser ellos los testigos del amor que Cristo
tiene a todos.
11 En cuanto a nosotros, sacerdotes y obispos, tenemos el deber m s apremiante todavía de permanecer en nuestro
lugar, ya que somos los vicarios del Buen Pastor, que lejos de huir como los mercenarios en el momento del peligro,
permanecen en medio de la multitud, listos a dar su vida por los suyos (Jn 10,11-18). Si Jesús ordenó a sus apóstoles
pasar de ciudad en ciudad (Mt 10,23), es únicamente en el caso de persecución personal a causa de la fe; esto es
diferente de los casos de guerra o de revolución que conciernen a todo un pueblo con el cual debe sentirse solidario al
pastor. Este debe permanecer en el pueblo. Si todo el pueblo decidiera exilarse, el pastor podría seguir a la multitud.
Pero él no puede salvarse solo, ni con una minoría de aprovechados o de miedosos.
12 Más aún, los cristianos y sus pastores deben saber reconocer la mano del Todopoderoso en los acontecimientos que,
periódicamente, deponen a los poderosos de sus tronos y elevan a los humildes, devuelven a los ricos las manos vacías
y sacian a los hambrientos. Actualmente, "el mundo pide, con tenacidad y virilidad, el reconocimiento de la dignidad
humana en toda su plenitud, la igualdad social de todas las clases" <2>. Los cristianos y todos los hombres de buena
voluntad no pueden m s que adherirse a este movimiento, incluso si tienen que renunciar a sus privilegios y a sus
fortunas personales, en beneficio de la comunidad humana en una socialización m s grande. La iglesia no es de ninguna
manera la protectora de las grandes propiedades. Ella pide, con Juan XXIII, que la propiedad sea repartida a todos,
porque la propiedad tiene, ante todo, un destino social <3>.
Paulo VI recordaba hace poco la frase de San Juan: "Si alguno que goce de las riquezas del mundo ve a su hermano en
la necesidad y le cierra sus entrañas, ¿cómo habitar en él el amor de Dios?" (1 Jn 3,17), y la frase de San Ambrosio:
"La tierra se ha dado a todo el mundo y no solamente a los ricos". (Populorum Progressio, nº 23).
13 Todos los padres, tanto orientales como occidentales, repiten el Evangelio: "Comparte tu cosecha con tus hermanos.
Comparte la recolección que mañana estar podrida. Atroz avaricia la que deja enmohecer todo antes de darle a los
menesterosos!" ¿"A quién hago daño guardando lo que me pertenece?", responde el avaro. "¿Pero cuáles son, dime, los
bienes que te pertenecen? ¿De dónde los has sacado? Te pareces a un hombre que, tomando un lugar en el teatro
quisiera impedir que los otros entren, pretendiendo gozar sólo del espectáculo al que todos tienen derecho. Así son los
ricos: se declaran dueños de los bienes comunes que han acaparado porque han sido los primeros en ocuparlos. Si cada
uno no guardara m s de lo que es necesario para sus necesidades cotidianas y dejara lo superfluo a los indigentes, la
riqueza y pobreza serían abolidas... Al hambriento pertenece el pan que tú guardas. Al hombre desnudo, el abrigo que
está en tu ropero. Al descalzo, los zapatos que se pudren en tu casa. Al miserable, el dinero que tienes oculto. Así
oprimes a tanta gente que podrías ayudar... No, no es tu capacidad lo que se condena aquí, sino tu negativa a
compartir". (San Basilio, Homilía 6 contra la riqueza).
14 Teniendo en cuenta ciertas necesidades para ciertos progresos materiales, la Iglesia, desde hace un siglo, ha tolerado
al capitalismo con el préstamo a interés legal y demás costumbres poco conformes con la moral de los profetas y del
Evangelio. Pero ella no puede m s que regocijarse al ver aparecer en la humanidad otro sistema social menos alejado de
esta moral. Tocar a los obispos de mañana, según la invitación de Paulo VI, reconducir a sus verdaderas fuentes
cristianas estas corrientes de valores morales que son la solidaridad, la fraternidad, la socialización (cf. Ecclesiam
Suam).
Los cristianos tienen el deber de mostrar "que el verdadero socialismo es el cristianismo integralmente vivido, en el
justo reparto de los bienes y la igualdad fundamental de todos" <4>. Lejos de contrariarse con él, sepamos adherirlo
con alegría, como a una forma de vida social mejor adaptada a nuestro tiempo y m s conforme con el espíritu del
Evangelio. Así evitaremos que algunos confundan a Dios y la religión con los opresores del mundo de los pobres y de
los trabajadores, que son, en efecto, el feudalismo, el capitalismo y el imperialismo. Estos sistemas inhumanos han
engendrado a otros que, queriendo liberar a los pueblos, oprimen a las personas que caen dentro del colectivismo
totalitario y la persecución religiosa. Pero Dios y la verdadera religión no tienen nada que ver con las diversas formas
del dinero de la maldad (mamona iniquitatis). Por el contrario, Dios y la verdadera religión están siempre con los que
buscan promover una sociedad m s equitativa y fraternal entre todos los hijos de Dios en la gran familia humana.
15 La Iglesia saluda con orgullo y alegría una humanidad nueva donde el honor no pertenece al dinero acumulado entre
las manos de unos pocos, sino a los trabajadores, obreros y campesinos. Pues la Iglesia no es nada sin Aquél que sin
cesar le da su ser y su hacer, Jesús de Nazareth, quién durante tantos años ha querido trabajar con sus manos para
revelar la eminente dignidad de los trabajadores. "El obrero es infinitamente superior a todo dinero", como recordaba
un obispo en el Concilio <5>.
Otro obispo, de un país socialista, declaraba igualmente: "Si los obreros no llegan a ser de alguna manera propietarios
de su trabajo, todas las reformas a las estructuras ser n ineficaces. Incluso si los obreros a veces reciben un salario m s
alto en algún sistema económico, ellos no se contentar n con estos aumentos de salarios. Ellos, en efecto, quieren ser
propietarios y no vendedores de su trabajo. Actualmente los obreros son cada vez m s conscientes de que el trabajo
constituye una parte de la persona humana. Pero la persona humana no puede ser vendida ni venderse. Toda compra o
venta del trabajo es una especie de esclavitud... La evolución de la sociedad progresa en este sentido, y con seguridad
dentro de ese sistema del que se afirma no ser tan sensible como nosotros en cuanto a la dignidad de la persona
humana, es decir, el marxismo". (F. Franic, obispo de Split, Yugoeslavia, el 4.10.1965).
16 Es decir que la Iglesia se regocija de ver desarrollarse en la humanidad formas de vida social, donde el trabajo
encuentra su verdadero lugar, que es el primero. Como lo reconocía el archipreste Vitali Borovoi en el Consejo
Ecuménico de las Iglesias, hemos incurrido en el error de acomodarnos a principios jurídicos paganos heredados de la
antigua Roma, pero en este terreno, Occidente no ha pecado menos que Oriente. "De todas las civilizaciones cristianas,
la Bizantina es la que m s ha contribuido a santificar simplemente el mal social. Adoptó sin objeción toda la herencia
social del mundo pagano y le confirió la unción sacral. El derecho civil del imperio romano pagano fue conservado
bajo la vestidura de la tradición eclesiástica, durante mucho m s de mil años en Bizancio y en la Europa medieval, y
durante siglos en Rusia a partir de la época (siglo XVI) en que nuestro país comenzó a considerarse como el heredero
de Bizancio".
"Pero esto es radicalmente opuesto a la tradición social del cristianismo primitivo y de los padres griegos, a la
predicación misionera de nuestro Salvador y al contenido de las enseñanzas de los profetas del Antiguo Testamento que
no envejecen jamás" (C.E.E. Consejo Ecuménico de las Iglesias: 12.7.66, Iglesia y Sociedad. Ginebra).
18 El pueblo de los pobres y los pobres de los pueblos, en medio de los cuales nos ha puesto Dios misericordioso como
pastores de un pequeño rebaño, saben por experiencia que deben contar con ellos mismos y con sus propias fuerzas,
antes que con la ayuda de los ricos.
Ciertamente algunas naciones ricas o algunos ricos de ciertas naciones dan una ayuda apreciable a nuestros pueblos,
pero sería una ilusión esperar pasivamente una libre conversión de todos aquellos de quienes nuestro padre Abraham
nos advierte: "Ellos no escuchar n ni siquiera a alguien que resucite de entre los muertos" (Lc 16,31).
Es ante todo a los pueblos pobres y a los pobres de los pueblos a quienes corresponde realizar su propia promoción.
Que vuelvan a tener confianza en ellos mismos que se instruyan saliendo del analfabetismo, que trabajen con tenacidad
para construir su destino, que se cultiven utilizando todos los medios que la sociedad moderna pone a su alcance, como
la escuela, la radio y las publicaciones, que escuchen a los que pueden despertar y formar la conciencia de las masas y
sobre todo la palabra de sus pastores. Que éstos les dispensen íntegramente la Palabra de la Verdad y el Evangelio de la
justicia. Que los laicos militantes de los movimientos apostólicos comprendan y pongan en práctica la exhortación de
nuestro Papa Paulo VI:... "corresponde a los laicos, por su libre iniciativa y sin esperar pasivamente consignas y
directivas, penetrar de espíritu cristiano la mentalidad y las costumbres, las leyes y las estructuras de su comunidad de
vida. Los cambios son necesarios, las reformas profundas, indispensables; deben emplearse resueltamente para
animarlas del espíritu evangélico..." (Populorum Progressio, nº 81).
En fin, que los pobres y los trabajadores se unan, ya que únicamente la unión hace la fuerza de los pobres para exigir y
promover la justicia en la verdad.
19 El pueblo tiene, ante todo, hambre de verdad y de justicia, y los que han recibido la misión de instruirlo y educarlo
deben hacerlo con entusiasmo. Algunos errores deben ser disipados con urgencia: No, Dios no quiere que haya ricos
que aprovechen los bienes de este mundo explotando a los pobres. No, Dios no quiere que haya pobres siempre
miserables. La religión no es el opio del pueblo. La religión es una fuerza que eleva a los humildes y rebaja a los
orgullosos, que da pan a los hambrientos y hambre a los hartos. Ciertamente, Jesús nos previno que siempre habría
pobres entre nosotros (Juan 12,8), pero es porque siempre habrá ricos para acaparar los bienes de este mundo y de igual
manera ciertas desigualdades debidas a las diferencias de capacidades y a otros factores inevitables.
Pero Jesús nos enseña que el segundo mandamiento es igual al primero, ya que no se puede amar a Dios sin amar a sus
hermanos los hombres. l nos previene que todos los hombres seremos juzgados por una sola frase: "Tuve hambre y me
dieron de comer... Yo era aquél que tenía hambre" (Mt 25,31-46). Todas las grandes religiones y sabidurías de la
humanidad hacen eco de esta frase. Así el Corán anuncia la última prueba a la que son sometidos los hombres en el
momento del juicio de Dios: "¿Cuál es esta prueba? La de redimir a los cautivos, de alimentar durante la carestía al
huérfano... o al pobre dormido en el suelo... y de hacerse una ley de misericordia" (Sour 90,11-18).
20 Tenemos el deber de compartir nuestro pan y todos nuestros bienes. Si algunos pretenden acaparar para ellos
mismos lo que es necesario a los otros, entonces es un deber de los poderes públicos imponer el reparto que no se hace
voluntariamente. El Papa Paulo VI lo recuerda en su última encíclica: "El bien común exige, a veces, la expropiación,
si, de su explotación deficiente o nula, de la miseria que de ello resulta a las poblaciones, del daño considerable
producido a los intereses del país, algunas posesiones sirven de obstáculo a la prosperidad colectiva. Al afirmarlo con
claridad, el Concilio ha recordado no menos claramente, que la renta disponible no es cosa que queda abandonada al
libre capricho de los hombres; y que las especulaciones egoístas deben ser eliminadas. Ya no podrá admitirse que los
ciudadanos, provistos de rentas abundantes, provenientes de los recursos y de la actividad nacional, transfieran una
parte considerable de ellas al extranjero para su beneficio personal, sin preocuparse del daño que hacen sufrir por ello a
su patria" (Populorum Progressio, nº 24).
No se puede admitir tampoco que ricos extranjeros vengan a explotar a nuestros pueblos bajo el pretexto de hacer
comercio o industria, como no puede tolerarse que algunos ricos exploten a su propio pueblo. Esto provoca la
exasperación de los nacionalistas siempre lamentables, opuestos a una verdadera colaboración de los pueblos.
21 Lo que es verdadero para los individuos lo es para las naciones. Por desgracia, actualmente ningún gobierno
verdaderamente mundial puede imponer la justicia entre los pueblos y repartir equitativamente los bienes. El sistema
económico en vigor actualmente permite a las naciones ricas seguir enriqueciéndose aunque incluso ayuden un poco a
las naciones pobres, que proporcionalmente se empobrecen. Estas tienen el deber de exigir, por todos los medios
legítimos a su alcance, la instauración de un gobierno mundial, en el que todos los pueblos sin excepción están
representados, y que sea capaz de exigir, incluso para imponer, una repartición equitativa de los bienes, condición
indispensable para la paz. (Cf. Pacem in Terris, nº 37; Populorum Progressio, nº 78).
22 En el interior mismo de cada Nación, los trabajadores tienen el derecho y el deber de unirse en verdaderos sindicatos
con el fin de exigir y defender sus derechos: justo salario, vacaciones pagas, seguro social, salario familiar,
participación en la gestión de la empresa... No es suficiente que estos derechos sean reconocidos sobre el papel por las
leyes. Estas leyes deben ser aplicadas y corresponde a los gobiernos leyes. Estas leyes deben ser aplicadas y
corresponde a los gobiernos ejercer sus poderes en este terreno para servicio de los trabajadores y los pobres. Los
gobiernos deben abocarse a hacer cesar esa lucha de clases que, contrariamente a lo que de ordinario se sostiene,
frecuentemente los ricos han desencadenado y continúan realizando contra los trabajadores, explotándolos con salarios
insuficientes y desde hace mucho tiempo lleva a cabo taimadamente el dinero a través del mundo, masacrando a
pueblos enteros.
Ya es tiempo de que los pueblos pobres, sostenidos y guiados por sus gobiernos legítimos, defiendan eficazmente su
derecho a la vida. Dios se reveló a Moisés diciendo: "yo he visto, yo he visto la miseria de mi pueblo; he escuchado el
grito que le arrancan sus explotadores... Y he resuelto liberarlo" (Ex 3,7).
Jesús tomó sobre sí a toda la humanidad para conducirla a la Vida Eterna, cuya preparación terrenal es la justicia social,
primera forma del amor fraternal. Cuando Cristo, por medio de su resurrección libera a la humanidad de la muerte,
conduce todas las liberaciones humanas a su plenitud eterna.
23 De esta manera dirigimos a todos esta frase del Evangelio que algunos de entre nosotros <7> dirigieron el año
pasado a su pueblo con esta misma inquietud y animados por esta misma esperanza de todos los pueblos del Tercer
Mundo: "Nosotros os exhortamos a permanecer firmes e intrépidos, como fermento evangélico en el mundo del trabajo,
confiados en la palabra de Cristo: `Poneos de pie y levantad la cabeza, pues vuestra liberación está próxima'."(Lc
21,28).
Notas
<1> Cf. "Populorum Progressio" cita el ejemplo del lamentablemente desaparecido obispo de Talca (Chile) Manuel
Larrain.
<2> Intervención en el Concilio del Patriarca Máximo IV, el 27.10.64.
<3> Mater et Magistra, Nº 22.
<4> Intervención del patriarca Máximo IV en el Concilio, el 28.9.65.
<5> Intervención de Mgr. G. Hakim, arzobispo de Galilea, en el Concilio el 10.11.64.
<6> Paulo VI, en la ONU.
<7> Manifiesto de los obispos del noroeste de Brasil, Recife, 1.7.66.