Tenti 2009 - La Construcción Social Del Oficio Docente
Tenti 2009 - La Construcción Social Del Oficio Docente
Tenti 2009 - La Construcción Social Del Oficio Docente
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En otros países de Iberoamérica existen diferentes denominaciones para calificar a los enseñantes en diver-
sos niveles del sistema. En México, por ejemplo, los de primaria son “profesores”, mientras que la categoría
de maestro sirve para denominar a los docentes del nivel universitario. En todos los casos, la diversidad de
“nombres”, como se sabe, contribuye a crear identidades y diferencias entre los agentes nombrados.
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Los datos arrojados por estudios empíricos acerca de la ubicación de los docentes en la estructura
social muestran que en Argentina, Brasil y México los docentes están distribuidos (en forma desigual) en
toda la pirámide social (Tenti Fanfani y Steinberg, 2007).
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A estos factores de diferenciación se pueden agregar otros, tales como el género, la edad, el estatuto
jurídico (público o privado) de las instituciones donde los docentes trabajan y que en parte determina su
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Frente a esta diversidad creciente del trabajo y la identidad docente es posible plantear una espe-
cie de tendencia a la personalización de la construcción del oficio (lo que hay que hacer y cómo
hacerlo). La misma sería casi una aventura personal cuyo desenlace es una función de la relación
entre ciertas características ligadas a la trayectoria (social, de formación, experiencia profesional,
etc.) y el contexto de ejercicio del trabajo docente (el nivel educativo, características de los esta-
blecimientos escolares, de los alumnos, etc.).
La diferenciación creciente del oficio docente obliga a ser muy prudente al momento de atribuir
a este colectivo una serie de propiedades o características. En este contexto es preciso cuidarse de
las “generalizaciones abusivas” o interesadas, así como evitar las tentaciones de la “indiferencia
por las diferencias”, cuando se hace el análisis de la condición docente en las sociedades comple-
jas. Esta, como la de cualquier colectivo masivo, se caracteriza por la complejidad y la diversidad,
por lo tanto, solo bajo ciertas condiciones de abstracción se le pueden atribuir propiedades ge-
nerales y homogéneas. En los párrafos que siguen se mencionan y describen brevemente algunas
propiedades generales que definen el oficio docente, a saber: su carácter de servicio personal, el
hecho de que es una práctica a la que le cambian los problemas, es un trabajo colectivo y cada vez
más “concreto”.
régimen laboral, etc. En muchos casos esta diversidad de representación es la base de muchos conflictos
entre sindicatos docentes y entre estos y los ministerios y secretarías de Educación.
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se suma a lo que hacen otros) tiene limitaciones insalvables. Por lo tanto, para aumentar la “pro-
ductividad” del trabajo docente será preciso reconocer que los efectos de la enseñanza sobre los
aprendices son estructurales, son el efecto de una relación. Cuanto más integrada es la división
del trabajo, mejores serán los resultados obtenidos en términos de aprendizajes efectivamente de-
sarrollados. Esta es una tendencia contemporánea que contribuye a redefinir el colectivo docente
sobre una base orgánica y no simplemente mecánica y tiene implicaciones no solo en términos
de identidad docente, sino también sobre los procesos de formación inicial y permanente de los
mismos.
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En efecto, no solo cambian los contenidos a enseñar, sino, y sobre todo, las condiciones en que se de-
sarrolla la enseñanza y los propios sujetos del aprendizaje.
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La vocación tenía tres componentes básicos. El primero era el innatismo. La docencia era una
respuesta a un llamado, no el resultado de una elección racional. Desde esta perspectiva, “maes-
tro se nace” y el dominio de ciertos conocimientos básicos (contenidos, métodos, etc.) solamente
complementaba o canalizaba una especie de destino. Esta idea de vocación era una especie de
secularización de la vieja idea sagrada de la vocación sacerdotal, entendida como una misión que
se realiza por imperio de una determinación superior. Era Dios quien “llamaba” a cada hombre
a cumplir una función social determinada. Y ciertas actividades, por su importancia estratégica,
eran más vocacionales que otras. El sacerdocio es la figura arquetípica de la vocación que tiñe
luego a otros oficios secularizados, entre ellos el oficio de maestro.
El segundo componente de la vocación como “tipo ideal” es el desinterés o la gratuidad. Una acti-
vidad que se define como eminentemente vocacional tiene un sentido en sí misma y no puede ser
sometida a una racionalidad instrumental. Desde este punto de vista, el docente vocacional hace
lo que tiene que hacer (educar, enseñar, etc.) sin exigir contraprestación alguna. Esta, en todo
caso, es un medio para cumplir con una finalidad que trasciende el cálculo y el interés individual
del docente. Por lo tanto, la vocación rima con la entrega, la generosidad y, llegado el caso, el sa-
crificio. El docente tiene que cumplir con su misión y, por lo tanto, no la puede condicionar a la
obtención de un beneficio (el salario, el prestigio, el bienestar, etc.).
La idea de misión y el desinterés otorgan una dignidad particular al oficio de enseñar. Pero es una
dignidad que viene por añadidura, es decir, que no puede ser el resultado de una intencionalidad
o de una estrategia del que lo desempeña.
La idea de profesión tiene otro contenido. Una profesión es el resultado de una elección racional,
es decir, de un cálculo consciente y no una respuesta a un llamado (o a una determinación psico-
lógica o social5). El profesional se caracteriza por la posesión de una serie de conocimientos que
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Los datos disponibles indican que en muchos países de América Latina la docencia es una actividad
fuertemente endogámica (Tenti Fanfani, 2005).
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requiere un período de formación más o menos prolongado, por lo general realizada en una ins-
titución especializada. Este componente cognitivo es dominante en la definición del profesional.
Por otra parte, el profesional consagra la mayor parte de su tiempo de trabajo a esa actividad y
obtiene de ella los recursos necesarios para su propia reproducción social. En otras palabras, una
actividad profesional es una actividad interesada, sometida a una racionalidad medio-fin. Por eso
se dice que el profesional vive del trabajo que realiza. El fuerte contenido de conocimiento que
caracteriza al trabajo del profesional se asocia con la fuerte autonomía relativa del que lo realiza.
El profesional es autónomo en sentido literal, ya que se le concede una notable capacidad de de-
terminar las reglas que definen su trabajo y la evaluación de la calidad del mismo.
Se podrá decir que vocación y profesión no son términos contradictorios, sino complementarios. Se
puede afirmar que, por lo general, un trabajo bien hecho es obra de alguien a quien le gusta lo
que hace, que encuentra satisfacción haciendo lo que hace (vocación) y que al mismo tiempo
espera una recompensa por el trabajo realizado, ya que vive “de él”. Por lo tanto, la figura del “vo-
cacional” (amateur) y la del profesional son figuras típicas que configuran un continuum, es decir,
un espacio de posibilidades donde ambos componentes pueden estar presentes en proporciones
desiguales.
En el momento fundacional del oficio del maestro el contenido vocacional tiende a predominar
sobre el componente profesional. Sin embargo, el “equilibrio de poder” entre ambos componentes
varía en función de circunstancias históricas. Hoy suele decirse que el elemento estrictamente
“vocacional” no es el que predomina en el cuerpo docente de la mayoría de los países occidenta-
les. En todo caso, el magisterio tiende a ser tan vocacional como cualquier otra actividad (la me-
dicina, la ingeniería o el derecho). Sin embargo, existen indicios de que la vieja idea de vocación
todavía hoy está más presente entre los maestros que en el resto de las ocupaciones modernas.
Varios factores contribuyen al debilitamiento de la vocación. El primero de ellos tiene que ver
con el efecto de la relación entre la complejidad creciente del trabajo docente y el crecimiento de
los conocimientos científicos y tecnológicos necesarios para realizarlo con éxito. Este complejo
de fenómenos acentúa fuertemente las demandas de profesionalización docente. Una muestra de
ello es la continua expansión de la formación inicial de los maestros. Un maestro más profesional
es un maestro más cualificado, es decir, alguien que usa conocimientos cada vez más complejos y
formalizados y cuyo dominio efectivo requiere un esfuerzo cada vez más significativo (en térmi-
nos de tiempo y recursos).
Así como existen tendencias a la profesionalización, existen factores que la dificultan y que en
muchos casos la vuelven cada vez más improbable. En América Latina la presión social por la
expansión del servicio educativo obligó a reclutar docentes con déficits muchas veces importantes
de formación. Muchos países se vieron obligados a reclutar maestros sin formación especializa-
da. En países como Argentina, México o Brasil, proporciones significativas de docentes fueron
reclutados antes de terminar su formación especializada (Tenti Fanfani, 2005). En muchos casos,
la voluntad política de responder a la demanda de educación escolar obligó a expandir sin tomar
en cuenta la disponibilidad real de recursos humanos dotados de la formación básica indispen-
sable.
Otro factor que jugó en contra de la profesionalización docente fue la combinación de exclusión
social con inclusión escolar. En casi todos los países de América Latina se masificó la escolariza-
ción de las nuevas generaciones sin atender a las condiciones sociales que determinan el aprendi-
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zaje. En muchos casos, las instituciones escolares (multifuncionales por naturaleza) fueron utili-
zadas como campos de implementación de políticas asistenciales de la infancia y la adolescencia
sin que mediara un enriquecimiento de los recursos de diverso tipo que son necesarios para
atender nuevas funciones, tales como la alimentación, contención social, prevención de la salud,
lucha contra la drogadicción, etc. (Tenti Fanfani, 2007). Los docentes se desprofesionalizaron al
verse obligados por las circunstancias a asumir nuevas tareas para las cuales no fueron formados,
convirtiéndose en asistentes sociales “diletantes” y no cualificados.
Todos estos factores contribuyeron a fragmentar el cuerpo docente. Este tiende a ser un cuerpo
cada vez más numeroso, pero al mismo tiempo cada vez más diversificado y jerarquizado.
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Dijimos antes que el docente de hoy debe ser antes que nada un generador de motivación, interés
y pasión por el conocimiento. También debe crear y recrear permanentemente las condiciones de
su propia autoridad y reconocimiento. Y ¿qué recursos hay que poseer y emplear para ejecutar
esta función y lograr estos estados? Es probable que ellos mismos deban poseer estas cualidades
en relación con la cultura y el conocimiento para poder suscitarlos en sus estudiantes. Para ello
necesitan tener competencias expresivas, saber, imaginación, capacidad comunicativa. Deben sa-
ber movilizar emociones y sentimientos y para ello deben invertir ellos mismos estas cualidades
de su personalidad (Marchesi, 2008).
De esta peculiaridad del trabajo del docente se deriva una serie de consecuencias al momento
de decidir qué estrategias emplear para medir la calidad de su trabajo. Esta es una preocupación
propia del gestor de la educación. No es una preocupación de las organizaciones representativas
de los trabajadores de la educación, sino de los políticos y administradores de los sistemas edu-
cativos contemporáneos. En muchos casos, ellos tienden a considerar al trabajo docente como
cualquier trabajo productivo y creen que el maestro genera un producto: el individuo educado.
El producto del trabajo del profesor sería el aprendizaje de los alumnos. Pero aunque uno esté de
acuerdo con esta proposición, debe tener en cuenta al menos tres cuestiones básicas:
1. La primera tiene que ver con el hecho de que es por lo menos difícil pensar la relación entre el
trabajo de un docente singular y el aprendizaje de sus alumnos. Por lo general, el trabajo de un
maestro es contemporáneo con el trabajo de otros maestros. ¿Cómo hacer para distinguir el
efecto específico de uno en relación con el de los otros?
2. La segunda es que el aprendizaje no depende solo de la performance de los profesores. Se sabe
casi desde siempre que lo que un alumno aprende depende de otros factores que los profesores,
por lo general, no siempre están en condiciones de controlar. El efecto de los llamados factores
sociales no escolares (capital cultural familiar, aprendizaje extraescolar, etc.) son tan (y a ve-
ces más) importantes como los propiamente pedagógicos. ¿Cómo separar entonces lo que se
puede imputar a la virtud de los docentes y lo que se debe a otras experiencias extraescolares?
Las técnicas estadísticas que se utilizan con mayor frecuencia no permiten medir en términos
de “causalidad estructural” (o el efecto de interdependencia) las complejas relaciones entre las
“variables de la escuela” y las “variables del alumno”.
3. La tercera cuestión a tener en cuenta en la evaluación es que muchas veces los aprendizajes
desarrollados en la escuela solo se manifiestan y valorizan en un momento diferido del tiempo.
Hay cosas que se aprenden en el presente y que solo se valoran muchos años después, cuando
el aprendiz se inserta en determinados campos de actividad. ¿Cómo distinguir los aprendizajes
efímeros de aquellos realmente valiosos, es decir, permanentes? La durabilidad de los apren-
dizajes debe ser tenida en cuenta al momento de evaluar su calidad. Y esto solo puede hacerse
después de la escuela.
En tanto servicio personal que se ejerce con otros y “sobre otros”, la enseñanza “es un trabajo difí-
cilmente objetivable, un trabajo cuya ‘producción’ se mide mal” (Dubet, 2002, p. 305). Pero, ade-
más, las evaluaciones que se hacen del trabajo del docente, por más detalladas y exhaustivas que
pretendan ser, siempre dejan de lado algún aspecto que es juzgado esencial por los propios pro-
tagonistas, los cuales difícilmente se reconozcan en esas evaluaciones. Por lo general, esas cosas
que no se evalúan tienen que ver con las relaciones cara a cara con los alumnos, con las familias,
con el director y los colegas, aspectos que sin duda constituyen un capítulo fundamental de su
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trabajo. En la cuestión relacional el maestro pone mucho de sí, pone su cuerpo, sus sentimientos y
emociones, es decir, mucho más que el conocimiento de competencias, técnicas o procedimientos
aprendidos. En realidad, cuando se habla de virtuosismo del docente, se hace referencia a estas
cualidades que se ponen en juego en la relación con los otros para obtener credibilidad, confianza,
para evitar o resolver conflictos, evitar tensiones, etc.
Según esta perspectiva hay que distinguir dos dimensiones en el trabajo docente. Una tiene que
ver con el contenido crítico y ético del trabajo; la otra se desprende del contexto organizacional
donde el maestro actúa. No hay que olvidar que la performance docente no se despliega en el
vacío, sino en un contexto organizacional, predominantemente de tipo burocrático, es decir,
regulado y jerárquico. Según Dubet, “la yuxtaposición de esta lógica de organización y de un
trabajo crítico fuertemente subjetivo participa de una representación de la vida social en la cual
los temas individuales y morales parecen separarse de aquellos de la actividad organizada”. La
mayoría de los maestros “están tentados a oponer el calor y la singularidad de su experiencia en
el trabajo a la objetividad anónima de las organizaciones que enmarcan su actividad” (Dubet,
2002, p. 306).
Si el trabajo del docente es estructuralmente complejo de “medir”, más difícil y cuestionable es
hacerlo en un momento determinado del tiempo y usando solo un instrumento de “medición”.
En todo caso, los aprendizajes de los alumnos al finalizar un año escolar pueden servir como un
indicador, extremadamente incompleto, para medir la virtud del docente ejecutante. Es probable
que haya que diversificar la evaluación del producto al mismo tiempo que buscar estrategias que
tomen en cuenta la calidad de la ejecución. Aquí nuevamente hay que decidir quiénes están en
condiciones de opinar sobre la misma. Lo cierto es que en este caso los alumnos y sus familias
tienen ventajas ciertas con respecto a los gestores y políticos de la educación.
Un indicador de la complejidad que plantea la evaluación de los docentes es el hecho de que en
casi todas partes este es un tema extremadamente conflictivo y acerca del cual existe poco consen-
so. Incluso en muchos países que destacan por la calidad de sus sistemas educativos (Finlandia es
un caso ejemplar) no existe ninguna evaluación formal de los docentes.
En síntesis, los alumnos, los propios docentes y las familias (en el caso de los maestros de prima-
ria) por lo general no se equivocan cuando distinguen a un buen profesor de un mal profesor. Sin
embargo, esta “evaluación”, por ser informal, produce un capital de prestigio que, al no estar ob-
jetivado e institucionalizado, no produce consecuencias mayores sobre la carrera de los docentes
(asignación de funciones jerárquicas, salarios, etc.).
Cabe destacar que el problema se plantea cuando los sistemas educativos, al privilegiar la expan-
sión de la escolarización sin invertir lo necesario en la formación de los docentes ni en salarios y
condiciones de trabajo, han contribuido primero a la decadencia del oficio para luego denunciar
“la baja calidad de la docencia”. Quizá una adecuada comprensión del proceso que llevó a esta
situación permitiría ver que en muchos casos los profesores también fueron víctimas de un pro-
ceso que en gran parte los trasciende. Si se parte de esta hipótesis, más que gastar en evaluar a los
docentes en ejercicio (para “condenarlos”, como en el Perú actual) habría que mejorar sustantiva-
mente la formación de los docentes y sus condiciones de trabajo y remuneración en vez de gastar
en evaluaciones que tienen por objeto condenar a las víctimas ante la sociedad, ocultando así las
responsabilidades históricas de la clase política en la degradación del oficio de docente. Pero más
allá de esta discusión es evidente que en la mayoría de los países existe una distancia entre la rea-
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lidad del trabajo cotidiano de los docentes en las aulas y el discurso oficial de las políticas educa-
tivas que formalmente busca adaptar la educación a las nuevas condiciones y exigencias, muchas
veces contradictorias, que se generan en las dimensiones económicas, sociales y culturales de la
sociedad contemporánea.
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