PASAMAR. Profesión Historiador España Franquista

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LA PROFESIÓN DE HISTORIADOR EN

LA ESPAÑA FRANQUISTA1

Gonzalo PASAMAR ALZURIA

Suele ser frecuente recordar que el examen de las manifestaciones cul-


turales ayuda a enriquecer la historia social; y quizá haya llegado el momen-
to de aplicarnos esta premisa a nosotros mismos, a los historiadores y a la
historiografía. A fin de cuentas en el ámbito docente e investigador en el
que nos desenvolvemos todos, nuestro interés, pasión o dedicación a la His-
toria aparecen adornados de diversos ropajes culturales. Éstos aluden a
unas prácticas, espacios, lenguajes, criterios de autoridad e, incluso, símbo-
los, que asumimos habitualmente en una mezcla de actitud crítica, curiosi-
dad, obligación, hábito y comparación con la actualidad. Dichos elementos
nos ponen en contacto con lo que ciertos especialistas denominan “el ecú-
mene del historiador” (Karl-Dietrich Erdmann), su particular “universo”.
Son unos rasgos que han surgido en el XIX en el mundo germano y en
Francia fundamentalmente; han pasado en el XX a todos los países; han
experimentado las influencias de los grandes debates intelectuales y políti-
cos, y los efectos de las guerras mundiales, y han acabado por configurar los
componentes de una historiografía internacional cada vez más intrincada,
con múltiples variedades o rasgos específicos nacionales.
El título de esta Conferencia nos transporta a un aspecto concreto de
nuestra historiografía: los rasgos socio-culturales de la profesión de histo-
riador en la España de la autarquía franquista. El objetivo consiste en res-
ponder a una cuestión básica que se adivina en el propio título: ¿Cómo
pudo “sobrevivir” en la España del nacionalcatolicismo, en los años cua-
renta y cincuenta, la profesión de historiador, una actividad iniciada en
nuestro país a finales del siglo pasado con la pretensión de aunar la inde-
pendencia investigadora —la “libertad de cátedra”— con unas mínimas

1
Conferencia pronunciada el 10 de diciembre de 1998.

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preocupaciones por el presente? Planteado de otro modo, ¿hasta qué pun-


to fue compatible el quehacer de los historiadores profesionales con un
régimen político nacido de una guerra civil, legitimado con una “épica his-
tórica” procedente de aquélla, el cual ha reprimido sistemáticamente el
ejercicio de las libertades públicas y, en particular, la de expresión?
Hemos de comenzar por dibujar o, por así decirlo, congelar la imagen
de la historiografía española en el mismo año en que estalla la Guerra Civil.
Asistimos de ese modo a un panorama —el de las primeras décadas del
XX— del que nos han quedado muchas alusiones aisladas y escasas visiones
de conjunto realizadas por sus autores. La razón resulta evidente: la con-
tienda de 1936-1939 y lo que ocurrió después provocó un auténtico trauma
entre los historiadores españoles. Los más comprometidos con el franquis-
mo relegaron cualquier tipo de alusión al período anterior salvo para secun-
dar la propaganda de dicho Régimen sobre la existencia de Una poderosa fuer-
za secreta. La Institución Libre de Enseñanza, título de un delirante libro
publicado en 1940 (San Sebastián, Editorial Española), escrito por profeso-
res universitarios de la plena confianza del Ministerio de Educación Nacio-
nal. Los historiadores franquistas, para su consumo interno, no necesitaban
establecer una genealogía de la profesión española desde sus inicios. Excep-
cionalmente allí donde lo hicieron, como en el Prólogo de Alfonso García
Gallo al volumen I de las Obras de Hinojosa, que ofrece un repaso de los his-
toriadores del Derecho, se puede observar que ni siquiera la memoria de los
profesionales se vio libre del clima ideológico de aquellos años.
El golpe de Estado franquista aconteció en plenas vacaciones escolares
cuando algunos profesores se hallaban en las universidades de Verano de San-
tander y de Jaca (Huesca) (en este último caso, las actividades prosiguieron en
los días sucesivos al golpe militar, pero a la conclusión de las mismas fue disuel-
ta dicha universidad). La actividad historiográfica española, como veremos,
sufrió a partir de ese momento una paralización casi total. Se trataba de una
historiografía que todavía conservaba muchas de las marcas de identidad de
nacimiento; y cuyas características podríamos sintetizar en estos puntos:
1º) Estaba formada por un reducido grupo de catedráticos universita-
rios con algún compañero de viaje catedrático de bachillerato (entre los
que sobresalía sin duda Pedro Aguado Bleye, profesor del Instituto-Escuela
de Madrid en vísperas de la Guerra, afamado autor de manuales y especia-
lista en Historia antigua), además de los más importantes jefes de los archi-
vos históricos. Se trataba de un contingente que en total, añadidos sus más
inmediatos ayudantes, no llegaría al centenar. La estabilidad profesional e
importancia intelectual —en representación del estudio y la erudición his-
tóricas— transformaba a la mayoría de estos autores en auténticos notables
nacionales y locales.

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La profesión de historiador en la España franquista

2º) Las características intelectuales que los identificaban se podrían


reducir esencialmente a dos: de un lado, un interés por la investigación his-
tórica globalmente marcado todavía por algunos rasgos de la reflexión polí-
tica de fin de siglo y, en particular, por la defensa de una historia nacional
española libre de leyendas y apriorismos, y capaz de examinar los aspectos
de la “civilización española” o de la “historia interna”. Y de otro lado —sin
contradicción con lo anterior—, una extremada confianza en el “método
histórico”, así como en un pragmatismo científico ajeno a cualquier deba-
te filosófico. Rafael Altamira, el que más reflexionó sobre estas cuestiones,
resumió esa convicción escribiendo que “lo esencial es que el conocimien-
to histórico (...) pueda alcanzar aquellas cualidades de verdad, certeza y evi-
dencia que separan el conocer científico del vulgar”2.
Estos historiadores pertenecieron a generaciones representativas de lo
que se ha llamado —no sin cierto equívoco— “positivismo histórico”. Para
ellos cualquier principio de clasificación que no emanase en la práctica del
esfuerzo interpretativo con las propias fuentes era, ni más ni menos, una
peligrosa vuelta a viejas formas de entender el oficio subsumidas en los
moldes de la metafísica, del diletantismo o del arte de la elocuencia. No
obstante, desde finales de los años veinte habían aparecido en el vocabula-
rio de los autores españoles expresiones como “síntesis histórica” o “histo-
ria de la cultura”, que a más de influencias de la historiografía europea,
indicaban un creciente interés por las visiones históricas globales.
3º) Fueron cultivadores de especialidades de gran prestigio y tradición,
pero se mostraron relativamente indiferentes o ignorantes de la moderna
historia económica y social que comenzaba a aparecer en los foros interna-
cionales. El madrileño Centro de Estudios Históricos (fundado en la Junta
para Ampliación de Estudios [JAE] en 1910) representó el núcleo de una
“comunidad científica” que creía confiada abarcar ese horizonte de la his-
toria de la “civilización española” con tres especialidades esenciales, enten-
didas en un sentido amplio y solidario: la historia artística y arqueológica,
la filología y la historia institucional. Por las descripciones que nos han
transmitido ciertos escritores que frecuentaron aquel Centro, sus principa-
les mentores, hombres de diversa ideología política como Claudio Sánchez
Albornoz, Manuel Gómez Moreno o Ramón Menéndez Pidal, compartían
físicamente el espacio de lo que había sido un pequeño hotel situado en el
corazón de la capital. Allí dirigían investigaciones, excursiones científicas,
revistas especializadas —la JAE nunca apadrinó una revista de Historia
general—, e incluso establecían contactos con hispanistas e investigadores
extranjeros. El resultado avalaba la impresión, recogida en una ocasión por

2
Rafael Altamira, Cuestiones modernas de Historia, Madrid, Aguilar, 1935, p. 147.

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Jaime Vicens Vives, de que “en 1936 la investigación histórica española se


hallaba en una situación pujante; no tan considerable como la alcanzada
por otros países europeos con más larga tradición científica, pero en tran-
ce de equipararse rápidamente con ellos”3.
4º) La inexistencia de rupturas y debates importantes y la singularidad
de la historiografía catalana:
La construcción del mencionado marco científico nunca fue visto —sal-
vo excepciones— como un desafío a la preeminencia intelectual y social de
la Academia de la Historia. Ésta, que se hacía acompañar de la imagen de
“asamblea de selectos”, era la tradicional depositaria de los hábitos del eru-
dito y del historiador escritor polifacético propios del siglo XIX. Los nuevos
historiadores universitarios nunca rechazaron el papel de esta corporación
—más bien al contrario— ni dudaron en absoluto de la legitimidad de la
“historia externa” o narración de hechos políticos y militares, cuyas mani-
festaciones solían ser la ocupación de los más notorios políticos y militares
que ocupaban los sillones académicos. Como escribía también Rafael Alta-
mira, “en una historia general no puede suprimirse la historia política (...)
hay que dar a esta parte de la historia un lugar propio y adecuado a su
importancia, pero a condición de estudiarla conforme al proceso natural
de su formación, es decir, empezando por su aspecto interno”4.
Sin embargo, conviene advertir que en este panorama la historiografía
catalana tenía unos rasgos singulares y mantenía unas relaciones relativa-
mente tensas con el núcleo madrileño. Dotada de centros propios que gira-
ban en torno al Institut d’Estudis Catalans (1907) y la universidad de Barce-
lona de los años treinta (regentada por el arqueólogo e intelectual Pere
Bosch-Gimpera en régimen de autonomía), aquella historiografía había
estrechado sus relaciones con el catalanismo y adquirido un rango univer-
sitario específico. Además, poseía sus propios contactos con el extranjero
(por ejemplo, a través de los Congresos Internacionales de Ciencias Histó-
ricas, de los que eran miembros permanentes Ferran Soldevila y Nicolau
D’Olwer). Así los más activos y comprometidos historiadores del Principa-
do no dudaban en considerarse miembros de un grupo científico con un
tinte político definido: la “escuela catalana” (la noción se mantendría inclu-
so en los peores años de la posguerra).
5º) Toda esta pujanza investigadora no guardaba proporción con la
menguada dimensión divulgativa y asociativa de aquella historiografía. La

3
Jaime Vicens Vives, Obra dispersa, Barcelona, Ed. Vicens Vives, 1967, vol. I, p. 15.
4
Rafael Altamira, La enseñanza de la Historia, Madrid, Victoriano Suárez, 1895,
p. 195.

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La profesión de historiador en la España franquista

historia contemporánea recibía una escasa atención y sólo era valorada


por autores aislados como el mencionado Rafael Altamira, quien ingresó
en la Academia de la Historia con un discurso titulado “Valor social del
conocimiento histórico” (1922); o por el publicista catalán Antoni Rovira
i Virgili, creador de opinión más que historiador profesional, quien defen-
día la tesis de Benedetto Croce de que la “historia se interpreta desde el
presente”.
La profesión española se caracterizaba por su extremada “resistencia a
considerar materia historiable aquella que utilizaba como fuentes no viejos
pergaminos ni añejos documentos manuscritos, sino libros, revistas y perió-
dicos”5. Las reflexiones sobre el concepto de “nación española” o sobre la
“psicología nacional”, de procedencia decimonónica, eran asimismo fuen-
te de prejuicios sobre la valoración de la historia contemporánea. No obs-
tante, puede ser un síntoma de que las cosas llevaban signos de cambiar las
dos obras enciclopédicas publicadas por la Casa Editorial Gallach de Bar-
celona, en los años treinta: La Historia Universal (Novísimo estudio de la Huma-
nidad) y la Historia de España (gran historia general de los pueblos hispánicos), con
diversos capítulos dedicados a la historia contemporánea, donde escribían,
entre otros, José Deleito Piñuela, Luis Pericot o Manuel Reventós Bordoy.
A pesar de este dato, en 1936 en la profesión histórica española todavía
existía una escasa diferenciación entre el oficio de historiador y la tarea del
erudito. Las consecuencias eran que todavía no se contaba con una revista
de Historia, representativa del gremio como tal, ni con modernas asocia-
ciones de historiadores a imagen de las existentes en Francia, Gran Breta-
ña o Italia.
Con este panorama, los tres años de guerra civil y los más de diez en los
que ejerció su cargo de ministro de Educación Nacional el antiguo cedis-
ta, miembro de la Asociación Católica de Propagandistas y admirador de
Felipe II, José Ibáñez Martín (1939-1951), acarrearon unas consecuencias
de muy largo alcance en la historiografía española. Por descontado quedó
borrado durante un par de décadas al menos todo el lustre científico que
había adquirido dicha historiografía hasta 1936, o estaba en trance de con-
seguir. Pero quizá no fuese ésta la mayor repercusión. Hubo algo más. Se
produjo una redistribución de personal, un acomodamiento, y un replie-
gue intelectual y autocensura —en algunos casos un “exilio interior”— que
impidieron durante todo ese tiempo que echase a andar el espíritu aso-
ciativo de los historiadores como tales —como estudiosos distintos de los
eruditos—. A largo plazo nadie pudo evitar que las viejas formas de enten-

5
José María Jover, “El siglo XIX en la historiografía española contemporánea
(1939-72)”. España. Doce Estudios, Barcelona, Planeta, 1974, p. 17.

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Gonzalo Pasamar Alzuria

der el historiador y la Historia entrasen en declive en los años sesenta.


Pero el sentido “oficialista” de los más inquietos autores, esto es, el cobijo
bajo las instituciones e iniciativas oficiales, y la desconfianza hacia quienes
buscaban otras vías se han prolongado en España hasta más allá de esa
década incluso.
Entre tanto la Guerra Civil dispersó el gremio de los historiadores espa-
ñoles. El primero de sus efectos en este terreno fue el exilio de un contin-
gente que, sumamos los entonces reconocidos, sus discípulos y ciertos pro-
fesores, rondaría las dos decenas y media de personas6. En este grupo,
además, figuraron algunos de los más importantes especialistas y cabezas de
la profesión. Ése fue el caso de Pere Bosch-Gimpera, Conseller de Justicia
de la Generalitat desde 1937, quien fue separado de la cátedra y condena-
do a muerte por el régimen franquista, instalándose en México a comien-
zos de los cuarenta; o de Claudio Sánchez Albornoz, sorprendido por el
estallido de la Guerra en Lisboa en el cargo de embajador de la República,
también separado de la universidad y exiliado en Buenos Aires; o el de
Rafael Altamira, quien dejó España en julio de 1936 amparado en su inmu-
nidad diplomática como miembro del Tribunal Internacional de La Haya,
y fijó su residencia también en México a finales de 1944. Añádase a éstos
otros historiadores relevantes como Américo Castro, José María Ots Cap-
dequí o Agustín Millares Carlo. Todos ellos pasaron de ser personalidades
con un sólido puesto en la vida intelectual y académica española, y rodea-
das de todos los honores (por supuesto, miembros de la Academia de la
Historia), a convertirse en modestos profesores contratados en centros uni-
versitarios en sus respectivos lugares de exilio. Rodeados de numerosas difi-
cultades económicas, pese a su prestigio se vieron obligados a partir casi de
cero. El fallecimiento de Altamira en 1951, en México, sólo mereció, por
ejemplo, una breve reseña de “cortesía” en el Boletín de la Real Academía de
la Historia (t. 129, 1951, pp. 7-9) redactada por el duque de Alba, director
de la corporación, quien mantenía una vieja amistad con el historiador y
podía permitirse cierta independencia de criterio.
Los quehaceres habituales de la universidad se paralizaron práctica-
mente durante la Guerra (a excepción de la universidad de Barcelona). En
el Madrid sitiado objeto de los bombardeos del ejército franquista y del
control de las organizaciones del Frente Popular, el Centro de Estudios His-

6
Javier Malagón, en “Los historiadores y la Historia en el exilio” (J. L. Abellán
(dir.), El exilio español de 1939, vol. V, Madrid, Taurus, 1978, pp. 245-353), cita más de
ciento veinte autores, pero incluye también a todos los que se convirtieron en historia-
dores en el exilio y a todos los que escribieron ocasionalmente alguna obra de historia
en el propio exilio.

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La profesión de historiador en la España franquista

tóricos abandonó todas sus actividades, cerró sus puertas y quedó bajo la
custodia del arqueólogo y especialista en Historia antigua, Antonio García
Bellido. En ninguna parte, salvo en el caso catalán, se iniciaron las clases
universitarias en el otoño de 1936. Un buen número de los jóvenes de cla-
se media que en aquel verano preparaban oposiciones y tesis doctorales,
acabaron cogiendo el fusil, bien enrolados en los ejércitos franquistas, bien
en el de la República. La más frecuente dedicación intelectual e historio-
gráfica de esos jóvenes, estudiantes y profesores fueron las colaboraciones
propagandísticas de algunos en diarios y revistas de la Falange Unificada. A
veces no eran tan jóvenes, como el catedrático de Historia de España de la
universidad de Madrid e historiador consagrado, Antonio Ballesteros Beret-
ta, quien participó de buen grado en la Historia de la revolución nacional espa-
ñola publicada en París en 1939-1940 a instancias del Ministerio de Educa-
ción Nacional. Hubo historiadores reconocidos que fallecieron en la
Guerra. Tales fueron los casos del profesor de Derecho Román Riaza; los
discípulos de Ballesteros, Claudio Galindo Guijarro y Julián María Rubio; el
reputado helenista catalán, Lluís Segalà, que murió en Barcelona en un
bombardeo; o el Padre Zacarías García Villada, colaborador habitual del
Centro de Estudios Históricos en los años veinte, y que escribió un libro
propagandístico, en favor de los sublevados, titulado El Destino de España en
la Historia Universal (1936), considerado la causa de su asesinato en un
“paseo” en la carretera de Vicálvaro.
Tan o más significativo que el cercenamiento de la propia comunidad
historiográfica fue la intervención gubernativa en la misma, ya iniciada por
la Junta Técnica de Estado durante la contienda, y que revistió varias for-
mas:
La primera y una de las que más amargaron la vida de muchas perso-
nas, fue, sin duda, la “depuración” de profesores. Tras el pronunciamien-
to militar, los gobiernos de la República y de la Generalitat se apresuraron
a decretar la “separación definitiva”, en las universidades de Valencia y Bar-
celona, de ciertas personas que habían colaborado con los sediciosos; en
este caso, historiadores como el marqués de Lozoya, conocido dirigente de
la CEDA, o Antonio de la Torre, catedrático de Barcelona, anticatalanista
huido de la Ciudad Condal y que pasó al bando franquista. Por su parte,
el proceso de depuración desencadenado por el franquismo fue mucho
más amplio y prolongado en el tiempo. Dejando a un lado a los más furi-
bundos franquistas —algunos incluso consideraban la depuración propia
como un rasgo de lealtad política—, el fenómeno se vivió, ya en la pos-
guerra, con una mezcla de humillación, temor e impotencia ante la extre-
mada arbitrariedad administrativa. No faltó también el miedo a las dela-
ciones, a las falsas denuncias y al espíritu de revancha. El historiador
aragonés José Camón Aznar, discípulo “emancipado” de Manuel Gómez

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Gonzalo Pasamar Alzuria

Moreno, y de ideas liberales, plasmó en su autobiografía esos sentimientos


con estas palabras:

“Marché a Vitoria para resolver el expediente de depuración. Nombre


repugnante. Presenté mis descargos. Regresé a Zaragoza y al no tener noti-
cias de su resolución volví a Vitoria. El expediente había desaparecido con
toda la documentación. Parece que en ese Ministerio eso era frecuente. Lo
rehíce y esperé. Como director de universidades estaba un fanático que odia-
ba a los catedráticos liberales (...) pude reingresar en la universidad (...)
pero con la sanción de traslado”7.

Otra manifestación de la intervención gubernativa fue la creación en


1940 del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, en sustitución de
la JAE, del Centro de Estudios Históricos y de otros organismos anteriores.
En esta iniciativa, como ha recordado Pedro Laín Entralgo en su Descar-
go de Conciencia, el ministro Ibáñez Martín prefirió nombrar directores de
los Institutos y Centros a profesores de reconocida tendencia derechista,
llegados a Madrid o a Barcelona o de plena confianza en otras universida-
des. Evitó así ratificar a los habituales de la JAE, y cabezas del Centro de
Estudios Históricos, que venían acompañados de la fama de “liberales”
(aunque hubieran hecho declaración pública de acatamiento al franquis-
mo). Quedaron marginados o en segundo plano Ramón Menéndez Pidal,
Manuel Gómez Moreno o Antonio García Bellido, y el control de los Insti-
tutos de Historia pasó a historiadores de “segunda fila”, una pléyade de vie-
jos y notorios conservadores, muy poco relacionados con los suprimidos
Centro de Estudios Históricos y JAE. Entre todos los encargados de “con-
trolar” las cátedras de Historia de posguerra se contaron: el ex-maurista Pío
Zabala, rector de la universidad Central, amigo personal de Franco y autor
del tomo de Historia contemporánea (1930), continuación de la Historia de
España y de la civilización española de Altamira; el menendezpelayista y poli-
facético Eloy Bullón, retirado de la política conservadora desde el golpe de
Estado de Primo de Rivera y respaldado por su fama de conferenciante; el
erudito medievalista Antonio de la Torre, ya mencionado; el antiguo
monárquico y tradicionalista Antonio Ballesteros Beretta, también citado,
redactor de una Historia de España de carácter enciclopédico, medievalista
y convertido en americanista; o el septuagenario Miguel Asín y Palacios,
que había sido un concienzudo investigador de la historia intelectual del

7
José Camón Aznar, Perfil autobiográfico, Zaragoza, Museo e Instituto Camón Aznar,
1984, p. 36.

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La profesión de historiador en la España franquista

Islam y representaba la llamada “escuela de los arabistas”. No puede dejar-


se de aludir, además, al orondo Cayetano Alcázar conocedor de los minis-
tros y los virreyes del siglo XVIII; al refinado marqués de Lozoya, director
general de Bellas Artes, ni al rector vallisoletano y arqueólogo formado en
el Centro de Estudios Históricos, el “ágrafo” Cayetano Mergelina. Otros
profesores de menor peso específico en el organigrama del Consejo, algu-
nos incluso de viejas simpatías liberales, se cobijaron en el mismo con la
ingenua esperanza de que el panorama español recuperaría en breve el
pulso de la investigación científica.
Los concursos de traslado y la convocatoria de oposiciones a cátedras de
universidad, durante los años cuarenta, fueron otra importante muestra de
la intervención gubernativa. Se rigieron por tribunales cuyos miembros
eran elegidos por el ministro, y de sus candidatos se exigía la expresa adhe-
sión al “Movimiento nacional” o, en su caso, el haber sido “conveniente-
mente depurados” —lo que impedía ejercer el “traslado” a todos aquellos
que no lo hubieran sido—. A lo largo de la década siguiente, el clima de las
oposiciones, al menos entre los historiadores, iniciaría un lento pero per-
ceptible cambio ayudado de factores como el haberse relajado el marcaje
sobre las mismas con el nuevo ministro Joaquín Ruiz Giménez; o el haber
quedado atrás la depuración, lo que a su vez permitía la presencia de his-
toriadores antes vetados o marginados como Jesús Pabón, Luis García de
Valdeavellano o Antonio García Bellido.
Entretanto los efectos del sistema de oposiciones “patrióticas” se exten-
dieron mucho más allá. Convirtieron “el acceso al escalafón” en un terreno
de luchas subterráneas donde se combinaban los “currícula” docentes e
investigadores, bien respaldados en la enumeración de los servicios al nue-
vo Estado —incluso en el dudoso mérito de haber sido depurado por la
República—, con las “recomendaciones” ante los historiadores más allega-
dos al ministro Ibáñez Martín. Todo esto aconteció en medio de las manio-
bras de los sectores católicos representados por el Opus Dei, destinadas a
sacar adelante a sus candidatos y dejar en evidencia, si era posible, al can-
didato contrario.
Si a esas oposiciones añadimos, entre 1936 y los primeros cuarenta, las
jubilaciones de un cuerpo de catedráticos —que presentaba un acusado
aire gerontocrático— y un imprescindible proceso de ampliación de pues-
tos docentes universitarios, el resultado fue una hornada de nuevos cate-
dráticos historiadores (los “catedráticos de provincia” como los bautizó Flo-
rentino Pérez Embid), que han tenido una enorme trascendencia en la
historiografía española en las últimas décadas. A sus jubilaciones hemos
estado asistiendo a lo largo de los años setenta y ochenta: los Rodríguez
Casado, Pérez Embid, Palacio Atard, Ruméu de Armas, Gil Munilla, Palo-

159
Gonzalo Pasamar Alzuria

meque Torres, Martín Almagro; franquistas convencidos por aquel enton-


ces que apenas variaron después su orientación política.
Antes de hacer referencia a la formación y actividades de este grupo,
conviene comparar ese proceso de consolidación con las vicisitudes de
aquellos que habían combatido en el ejército republicano sin pasarse al
bando franquista, o pertenecido a una familia de adeptos al Régimen de
abril de 1931, que vivieron los campos de concentración o arrastraron el
estigma de “desafectos”; o simplemente no pudieron exhibir entre sus méri-
tos ningún servicio al nuevo Estado ni tuvieron padrinos influyentes. Con
alguna excepción, los más perseverantes o afortunados no comenzarían a
consolidarse en la universidad hasta finales de los cincuenta o comienzos
de la siguiente década. Historiadores como Joan Reglà, el especialista en
arte rupestre Francisco Jordà, o el filólogo helenista y especialista en Histo-
ria antigua Luis Gil Fernández, hallaron la acogida y la amistad de catedrá-
ticos de orientación liberal (aunque acomodados en las estructuras de la
universidad franquista y en el Consejo Superior8), quienes les facilitaron la
colaboración en este último Centro o la ayuda en una plaza de auxiliar o
adjunto de su propia cátedra.
Estas situaciones de acogida ocurrieron con cierta frecuencia. General-
mente no pasaron de ahí. Ser “colaborador” del Consejo o profesor adjun-
to en la universidad de los cincuenta no eran sinónimo de estabilidad ni
prestigio profesional, sino de aislamiento intelectual, agobios económicos y
pluriempleo. La universidad franquista todavía conservaba muy marcados
ciertos rasgos estructurales y sociológicos del clasismo del siglo XIX. Así, por
ejemplo, la presencia de un solo cuerpo de profesores, el escalafón de cate-
dráticos, y la consideración del resto del personal docente a modo de “ayu-
dante” de aquéllos. De la estabilidad y condición de los llamados profeso-
res “adjuntos”, instituidos en 1947, contratados por cuatro años mediante
oposición y dependientes del titular de la cátedra, alguien ha comentado
con humor que “aquello parecía la Reconquista: se ganaba la plaza, se per-
día, se recuperaba y así sucesivamente”9. Otras veces lo que se impuso en los
años cincuenta fue el “exilio económico” y hasta cierto punto también polí-
tico. Es conocida, y no infrecuente, la trayectoria de un Rafael Olivar Ber-
trand (está publicada su correspondencia con Bosch-Gimpera), especialis-
ta en biografías de personajes de la historia contemporánea, que ejerció de

8
En estos tres casos, los maestros directos y padrinos fueron, respectivamente:
Vicens Vives, Luis Pericot y Manuel Fernández Galiano, que impulsaron la investigación,
se adaptaron a la universidad franquista y se consolidaron en el Consejo Superior.
9
Luis Gil, “Filología helénica e historia crítica del humanismo”, Anthropos, 104
(1990), p. 15.

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La profesión de historiador en la España franquista

redactor de Arbor en los cincuenta, y acabó emigrando a Argentina y a Nue-


va York, al no hallar salida a su carrera académica.
Una derivación de la mezcla de intervención gubernativa e inestabili-
dad profesional la reflejó el cuasi-monopolio de las revistas de Historia por
parte del Consejo Superior en el período de posguerra: exactamente doce
revistas especializadas de estudios históricos y una de Historia general. Esta
última, bautizada con el título de Hispania. Revista Española de Historia, diri-
gida por Pío Zabala, Cayetano Alcázar y Antonio de la Torre, nació en
1940, según se decía en su presentación, “con la notabilísima protección
de su excelencia el Jefe del Estado y la específicamente valiosa del exce-
lentísimo ministro de Educación Nacional”. Era la primera revista de His-
toria general surgida dentro del gremio español (descontando, por
supuesto, los breves intentos regeneracionistas de comienzos de siglo o
publicaciones oficiales de erudición como Revista de Archivos, tercera épo-
ca, o el Boletín de la Real Academia de la Historia). En la práctica, Hispania
resultó un elocuente reflejo de la acartonada vida investigadora de pos-
guerra. Sus reseñas de libros representaron una mezcla de la épica histó-
rica del franquismo y del “positivismo histórico”; y sus artículos de fondo,
el trabajo de una galería de becarios, eruditos locales, eclesiásticos, cate-
dráticos de provincias y alguna esporádica colaboración de los principales
responsables de la revista.
En ese contexto científico y cultural donde la vida oficial se guiaba por
los intentos de asentar el Régimen y la famosa máxima del almirante Carre-
ro Blanco, “orden, unidad y aguantar”, el acomodamiento y la mediocridad
estaban a la orden del día en el mundo universitario. Ahora bien, excep-
ciones aparte, que los historiadores asentados en aquellos difíciles años
tuvieran poco o ningún “brillo” como tales, no significa que no fueran acti-
vos en sus propias especialidades cuando era el caso. La principal estructu-
ra investigadora desde finales de los cuarenta hasta bien entrados los sesen-
ta, la levantaron y consolidaron todos ellos sirviéndose de la extensión del
Consejo Superior en provincias, de sus contactos en la vida local —en par-
ticular en las Diputaciones Provinciales— y del aire de respetabilidad social
de sus cátedras. Se pueden conceder muchos calificativos, pero desde lue-
go no el de “ociosos”, a autores como el opusdeista Vicente Rodríguez Casa-
do, fundador, entre otras, de la Escuela de Estudios Hispano-Americanos de
Sevilla (1942), de la Universidad Hispanoamericana de La Rábida en Huel-
va (1943), y de las revistas Anuario de Estudios Americanos (1944) y Estudios
Americanos (1948); o el antiguo miembro del Centro de Estudios Históricos
y liberal adaptado al franquismo, José María Lacarra, cabeza del Centro de
Estudios Medievales de la universidad de Zaragoza (1942), de la Institución
Príncipe de Viana de Pamplona, y de Estudios de Edad Media de la Corona de
Aragón (1945); o al falangista y franquista convencido Manuel Ballesteros

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Gonzalo Pasamar Alzuria

Gaibrois, impulsor en Madrid de los Seminarios de Estudios Americanistas


y de Estudios Indigenistas, y de las revistas Trabajos y conferencias y Revista
Española de Indigenismo. Algo parecido podemos expresar de los arqueólo-
gos aragoneses Martín Almagro y Antonio Beltrán: el primero, tradiciona-
lista converso, quien se encarga en 1940 de las tareas arqueológicas dejadas
por Bosch-Gimpera, funda la revista Ampurias, dirige las excavaciones de
aquella colonia griega, y apadrina el Instituto de Estudios Turolenses y la
revista Teruel; y el segundo, franquista pragmático, fundador, a su vez, de los
Congresos Arqueológicos del Sudeste Español (nacidos en 1946), y de sus
continuadores, los Arqueológicos Nacionales (1949); o el arqueólogo cata-
lán Juan Maluquer de Motes, promotor en la universidad de Salamanca de
la revista de prehistoria y arqueología Zephyrus. Sin esta clase de iniciativas
—todas basadas en el apoyo oficial— no sería posible entender la recupe-
ración y desarrollo tras la Guerra de la investigación en temas de Prehisto-
ria e Historia antigua y medieval. Constituyeron actividades que no se apar-
taron de los métodos y las divisiones en especialidades ya aceptadas, y que
podían soslayar mejor el clima de servilismo ideológico que los estudiosos
de la Historia moderna y contemporánea.
A estas generaciones de historiadores que se habían formado en ese
“positivismo histórico”, no les quedó otro remedio que dejar de lado los
rasgos intelectuales que acompañaban a esa práctica del oficio y que se
remontaban a la reflexión historiográfica finisecular. En última instancia
la causa de ese cambio procedió de la percepción de las comprometidas
vicisitudes por las que atravesaron el Régimen y la población española,
entre 1940 y finales de los cincuenta, en el marco internacional y en la vida
cotidiana; objeto recurrente, como se sabe, de la propaganda y de la “épi-
ca histórica” oficiales. El efecto global fue abundar en un “presentismo his-
tórico” donde las consideraciones políticas se disfrazaban de argumentos
filosóficos e intelectuales —más o menos esotéricos— sobre la cultura
española y europea, el catolicismo, Hispanomérica, el papel de los inte-
lectuales o el comunismo. Fue un “presentismo” que animó las revistas cul-
turales, creó referencias para los historiadores, pero se materializó poco en
el terreno específico de la investigación debido a los condicionamientos
profesionales antes explicados.
La militancia nacionalcatólica y la lectura de meditabundos historiado-
res y filósofos conservadores europeos, que habían escrito sobre “el destino
de Europa” y la “crisis del mundo moderno”, como Paul Hazard, Christo-
pher Dawson, Arnold J. Toynbee, Wilhelm Röpke, Romano Guardini o Her-
mann Keyserling, incitaron a visiones o consideraciones globales sobre la
historia europea, y a la meditación —como lamentaba un joven historia-
dor— sobre la “timidez de la historiografía católica, afanosamente dedica-
da a reconstruir detalles y hechos aislados, mientras el materialismo dialéc-

162
La profesión de historiador en la España franquista

tico se lanza a sugestivas visiones de conjunto”10. Tampoco pasó desaperci-


bida a esa generación de historiadores la activa presencia de intelectuales
católicos centroeuropeos acogidos en el Consejo Superior o en el Instituto
de Estudios Políticos que huían de los aliados y de sus respectivos países
—Hans Juretschke, Georg Uscatescu, Carl Schmitt, o el mexicano Carlos
Pereyra, simpatizante del franquismo, y afincado en España desde hacía
más de veinte años—. Quienes más provecho sacaron de estas influencias
fueron los dedicados a la Historia moderna y contemporánea y nacionalca-
tólicos militantes. Federico Suárez Verdaguer, catedrático de la universidad
de Santiago, lo mostraría con esta elocuente cita:

“A los historiadores de la cultura debe agradecérseles (...), la teoría de lo


moderno, elaborada lentamente en los últimos veinticinco o treinta años, y
la valoración de lo ideológico en el desenvolvimiento de la vida de los pue-
blos. Lo primero ha permitido comprender en sus proporciones justas al
liberalismo, consecuencia de unos principios que hunden sus raíces inme-
diatamente en los supuestos ideológicos de la Ilustración y mediatamente,
en la Reforma y el humanismo antropológico del Renacimiento. Lo segun-
do lleva a buscar el sentido de la vida política en los supuestos ideológicos
que informan la mentalidad de sus hombres”11.

La misma notoriedad de Ortega y Gasset no fue ajena a esa “transfor-


mación” de la cultura histórica. Retornado a la España franquista a través
de la frontera portuguesa en el verano de 1945, Ortega se dispondría a
reemprender las reflexiones sobre la “historiología”, mezcla de los ecos de
Nietzsche, Spengler, Dilthey y Heidegger, esta vez de la mano de un pom-
poso Instituto de Humanidades (1947). Su tono siguió siendo una ambi-
güedad despechada hacia la historiografía profesional, susceptible de diver-
sas interpretaciones. Unos podían ver en él una referencia a la distancia
entre la historiografía española y europea; los más, una simple baladrona-
da o, incluso, un aliento para crítica de los historiadores liberales anterio-
res a 1936. No era la primera vez, por supuesto, que Ortega expresaba su
convicción de que “historiadores como tales no los ha habido en España y
por eso todo nuestro estupendo pasado está por descubrir y analizar (...)

10
José M. Jover, “Nota bibliográfica de las ‘Actes du Congrès historique du Cente-
naire de la Révolution de 1848’”, Arbor, XVI (junio, 1950), p. 321.
11
Federico Suárez Verdaguer, “Planteamiento ideológico del siglo XIX español”,
Arbor, 29 (mayo 1948), p. 61.

163
Gonzalo Pasamar Alzuria

Nuestra historia está intacta de suerte que siendo la española la realidad


más vieja de Occidente, resulta ser la más virgen”12.
El resto de los estímulos de muchos estudiantes, becarios, colaboradores
del Consejo y profesores de provincia, vino de las reflexiones sobre la “cul-
tura española” y los intelectuales realizadas por falangistas y menendezpe-
layistas universitarios notorios como Pedro Laín Entralgo, Antonio Tovar,
Rafael Calvo Serer, Florentino Pérez Embid o Vicente Palacio Atard. Se tra-
taba de un aspecto ligado también al ensayismo histórico de fuera y de den-
tro. Las obras de este género del propio Laín Entralgo, Gregorio Marañón,
o Salvador de Madariaga, Américo Castro, Sánchez Albornoz (estos tres
últimos en el exilio) eran reflexiones políticas sobre la historia contempo-
ránea al tiempo que repasos de los grandes acontecimientos y corrientes
culturales de la historia española.
La trayectoria de Jaime Vicens Vives en los años cincuenta, sus éxitos y
fracasos, corrobora lo hasta aquí comentado. Éste pertenece a esa genera-
ción de historiadores asentados en la posguerra que se esforzaron en impul-
sar la actividad investigadora en una universidad donde se respiraba la tra-
gedia de la Guerra, las consignas y la propaganda oficial; y la mayoría del
profesorado se movía entre la desgana y la ausencia de perspectivas. Diná-
mico, ligado al Consejo Superior, con padrinos como Antonio de la Torre
y Cayetano Alcázar; admirador y crítico de Ortega, su llegada a Barcelona
en 1948 se produjo en un momento en que “la escuela catalana” estaba lite-
ralmente en la clandestinidad. Rovira i Virgili había fallecido en Perpignan
en el otoño de 1949; los Estudis Universitaris Catalans, conducidos por
Miquel Coll i Alentorn y por Ferran Soldevila, eran clandestinos; el Institut
d’Estudis Catalans, casi; y simpatizantes de la cultura catalana, como Peri-
cot o Ernesto Martínez Ferrando, se habían acomodado al franquismo.
Algunas cátedras de Historia de la universidad de Barcelona habían queda-
do a merced de enemigos del nacionalismo catalán, como Martín Almagro
o Ruméu de Armas. Y no digamos en el Consejo en Madrid, donde pode-
mos hallar a Ciriaco Pérez Bustamente y a Carmelo Viñas Mey, adversarios
declarados del propio Vicens y de sus obras de Historia. En este contexto
hostil Vicens pretendió revivir y renovar la “escuela catalana” desligándola
del nacionalismo político. Sus armas fueron la paciencia, la conciencia pro-
fesional y divulgativa, y una diplomacia capaz de convencer a otros histo-
riadores de la necesidad de la historia económica y social. Así pudo exten-
der una “red de alianzas”, como lo demuestra su Historia social y económica
de España y América (1957-1959). Entabló contactos personales y profesio-

12
Cfr. Gregorio Morán, El maestro en el erial. Ortega y Gasset y la cultura del franquismo,
Barcelona, Tusquets, 1998, p. 166.

164
La profesión de historiador en la España franquista

nales con José María Lacarra en Zaragoza, Manuel Ballesteros Gaibrois en


Madrid, Guillermo Céspedes del Castillo en Sevilla y, por supuesto, entre
algunos profesores de la universidad de Valencia. La fortuna de esa obra,
desgraciadamente, no la llegó a contemplar el propio Vicens. Éste falleció
en la primavera de 1960 en pleno apogeo investigador y cuando se había
convertido en un historiador prestigioso fuera de nuestras fronteras.

Epílogo

En la década de los sesenta los cambios de la sociedad española traídos


por el “desarrollismo”, así como las novedades en la cultura universitaria,
han provocado el declive del viejo modelo profesional. El proceso, sin
embargo, ha sido lento. Los años sesenta y setenta han presenciado la co-
existencia de dos grupos de historiadores consolidados. Éstos, en términos
generales, han adoptado una actitud distinta ante las novedades de la his-
toriografía internacional. De un lado se sitúan los que habían poseído un
peso específico durante la posguerra y, salvo notorias excepciones, han per-
manecido impermeables a los cambios de la historiografía —o al llegar a los
años sesenta vivían la etapa final de su carrera—. De otro lado, se hallan los
historiadores asentados desde finales de la década de los cincuenta. Estos
últimos, que se han formado en la universidad de posguerra, han sido los
discípulos del grupo citado (e incluso de los historiadores exiliados), pero
han desarrollado su actividad en unas condiciones distintas que les han
obligado o permitido asimilar la importancia de la historia económica y
social (sin necesidad de romper con la historia política y narrativa). Estas
nuevas condiciones se podrían reducir a las siguientes: primero, un mayor
contingente de puestos universitarios y especialidades más definidas; segun-
do, han contado con la referencia de ciertos historiadores “senior” impul-
sores de la renovación, como Vicens, Maravall o Valdeavellano; tercero, han
disfrutado de una confianza más sólida en las posibilidades de una “nor-
malidad” investigadora; y, finalmente, ya sea por convicción o por necesi-
dad, han hecho gala de una mayor tolerancia hacia las opiniones políticas
de sus discípulos, quienes, a su vez, vivían directamente las movilizaciones
estudiantiles y despreciaban por absurda la épica histórica franquista. En
definitiva, la transición a nuestro actual panorama historiográfico se ha ini-
ciado en los años de la dictadura franquista y ha sido posible a pesar de ella.

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