Réquiem para La Plaza y La Fábrica: Notas Sobre La Metrópolis Contemporánea en América Latina

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NUEVA SOCIEDAD NRO.114 JULIO-AGOSTO 1991, PP.

105-112

Réquiem para la plaza y la fábrica


Notas sobre la metrópolis contemporánea en América Latina*
Liernur, Pancho

Pancho Liernur: Arquitecto argentino. Director del Instituto de Arte Americano e


Investigaciones Estéticas de la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo de la
Universidad de Buenos Aires.

«Mandelbrot suele decir que las nubes no son esferas. Ni los


montes conos. Ni el rayo fulmina en línea recta. La nueva
geometría refleja un universo áspero, no liso, escabroso, no
suave. Es la geometría de lo picado, ahondado, quebrado, de
lo retorcido, enmarañado y entrelazado.» James Gleick: Caos.

1.« 'La ciudad está degradada, la ciudad está degradada...', protestaba en cada es-
quina el gentil pueblo cangrejo que vivía en Centro-de-la-Ciudad. (...) 'La ciudad
está degradada', protestaba serio frente a las telecámaras de las redes televisivas
durante extenuantes maratones-encuestas-debate. 'El patrimonio artístico se está
destruyendo, la ciudad está degradada. ¿Cerramos la plaza?' (...). Y mientras Peri-
feria crecía por la calle, sucia, desordenada, frecuentando malas compañías y juga-
dores de flippers, Planificación, reguardada en los estudios profesionales por ar-
quitectos y urbanistas crecía debilitada y exangüe, superada por la carga de res-
ponsabilidades que debía afrontar».

Orden y desorden son los tópicos entre los que se estructura uno de los más lúci-
dos ensayos sobre la nueva metrópolis publicado en el volumen La ciudad sin lu-
gares. Individuo, conflicto, consumo en la metrópolis, compilado por Massimo
Ilarde. Una crítica frontal a la ilusión de un control total de la ciudad moderna, que
fue sustentada por arquitectos, planificadores y políticos durante el presente siglo,
constituye el núcleo de las ideas que expone Corinna Varricchio, la autora de los
párrafos citados.

Cabe preguntarse por qué comenzar estas reflexiones sobre la ciudad latinoameri-
cana contemporánea aludiendo en general a una condición metropolitana que mu-
chos, justamente, identificarán como eurocentrada. La respuesta es que, aunque re-
sulte paradójico, desde los años 60 son las metrópolis europeas las que han ido ad-
quiriendo rasgos de las grandes concentraciones latinoamericanas. De tal modo
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que, si exceptuamos los centros históricos más cualificados y tradicionales - dimi-


nutos con relación a la dimensión metropolitana contemporánea - hoy en día es di-
fícil detectar características sustantivas que den una particularidad regional al fe-
nómeno. Reconocer perspectivas y conflictos comunes parece entonces ineludible
si se quiere comprender nuestros problemas para encontrar sus soluciones más
apropiadas.

Para comenzar es necesario advertir que la metrópolis contemporánea, con su dise-


minación-pulverización en el territorio, no es el estadio transitorio de una evolu-
ción que reconducirá alguna vez a alguna armonía, antigua o nueva. La metrópolis
contemporánea, con su entropía, con la reducción a dimensiones ridículas de los
antiguos «centros«, a la que se añade. su estallido y multiplicación en múltiples nú-
cleos periféricos, es ya, de hecho, algo nuevo en la historia humana. Ningún desti-
no de unidad y de orden le espera en ningún futuro.

Por eso, quien observa las condiciones que definen a las metrópolis contemporáne-
as en el Norte desarrollado del planeta debe admitir una llamativa similitud con
sus pares del Sur. Estas últimas fueron desde su misma creación como productos
de la modernización sólo composiciones de retazos entremezclados de mundos di-
versos, rurales, industriales, antiguos, cambiantes y conservadores, no sujetas uní-
vocamente a aquellas «fuerzas terribles, trágicas, que conducen hacia las grandes
aventuras del mundo y del espíritu».

Nunca fueron las metrópolis de América Latina como sus modelos europeos «la
ciudad residencial, estática, productiva, comunidad política natural donde habita-
ban las grandes clases, los grandes sujetos colectivos, los grandes individuos, los
grandes conflictos, los grandes proyectos».1

Pues bien, tampoco parece ser este el diagnóstico de la gran ciudad europea, de
ninguna gran ciudad, de nuestros días.

La metrópolis clásica era aquella concentralidad en la producción y en la fábrica, y


por lo tanto en el trabajo y las clases. La metrópolis contemporánea se ha transfor-
mado en la sede del no-trabajo, del consumo, de los individuos. Por eso es justa la
crítica de Ilardi a una aplicación a la condición actual, de las ideas que Cacciari ela-
boraba reinterpretando la noción metropolitana de Walter Benjamin: para ello eran
necesarias tres categorías «una estrategia capitalista - un plan del capital - lúcida y
racional; un primado de la política que invade todos los ámbitos de la vida; una so-

1
Massimo Iliardi, «L'individuo tra le macerie della citta» en La ciudad sin lugares...
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ciedad casi naturalmente organizada en sectores, grupos, clases. Tres categorías


que en la metrópolis contemporánea ya no existen».2 Y que con esas características
tampoco existieron jamás en las metrópolis latinoamericanas, crecidas desde siem-
pre sin «estrategia capitalista», sin «primado de la política» y sin «sociedad». ¿No
se han constituido estas metrópolis en la mayor parte de los casos, precisamente
por migraciones gigantescas de campesinos atraídos no por posibilidades de traba-
jo sino por la ilusión de acercarse a la mayor acumulación de bienes y servicios de
sus territorios?

Es en esta dirección como se opera la gran transformación planetaria actualmente


en curso: el fenómeno de estas «grandes sedes del consumo», descentradas, articu-
ladas según los deseos de los individuos más que por las puras lógicas del trabajo,
puede observarse ya desde Tokio a Roma, desde Los Angeles a Mogadisho o Bom-
bay, desde Damasco hasta Lima y Lagos, o Maputo y Chicago.

Es evidente que no se igualan por esto las urgencias bien diversas de las socieda-
des a que pertenecen. Pero parece importante no olvidar, especialmente en el caso
latinoamericano, la poderosa influencia que ejerce una población mayoritariamente
joven, de una edad promedio de 20 años, cuyos paradigmas están determinados
por los media, en modo bien poco diferente al de sus coetáneos de cualquier otra
de las grandes metrópolis del mundo. Por eso es que si se quiere avanzar en la
comprensión del fenómeno metropolitano latinoamericano es necesario aislar los
rasgos que definan en particular a nuestras ciudades para buscar respuestas inédi-
tas a sus problemas inéditos; no menos necesario que dejar de lado el tal vez dema-
siado autocentrado sentimiento que ha guiado una parte importante de las refle-
xiones sobre nuestras ciudades en los últimos años.

Para comenzar a identificar diferencias significativas conviene recordar que la tasa


de aumento de población en América Latina es una de las más altas del planeta, de
manera que a un ritmo promedio de 2,4% anual puede pronosticarse una pobla-
ción de más de 600 millones de habitantes para el cambio de milenio. Pero si en
cuanto al crecimiento de su población, la situación de la región es de todos modos
asimilable a la del Tercer Mundo en general, no ocurre lo mismo en la relación en-
tre población rural y urbana: a diferencia de Africa, donde el 31% de la población
habita en ciudades, o de Asia, donde está urbanizado apenas el 25% de sus habi-
tantes, en América Latina lo están dos tercios del total, lo que en la proyección ha-
cia el cambio de milenio supone cerca de 400 millones de personas construyendo
ámbitos metropolitanos.

2
Ibidem.
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Otra distinción resulta imprescindible, y es olvidada a menudo. Si la metrópolis


contemporánea en los países del Norte se caracteriza por el fenómeno permanente
de los guetos de pobreza y diversidad - el Harlem neoyorquino, el barrio de Kraus-
berg en Berlín, por ejemplo -, para las modernas metrópolis del Sur cabezas de más
de dos tercios de la población del planeta - es la riqueza la creadora y protagonista
de guetos que flotan en el mar de la pobreza. La proporción de un tercio de desgra-
ciados inevitables en una sociedad de dos tercios de ciudadanos satisfechos que
parece caracterizar a aquéllos, se invierte en el Sur, donde sólo uno de cada tres se-
res humanos disfruta del circuito legitimado de la civilización.

2.Podría definirse a la metrópolis como el espacio en el que adquiere mayor veloci-


dad la circulación, distribución y consumo de los bienes, los servicios y los hom-
bres. Es cierto que pueden alcanzarse también velocidades relativamente altas en
un territorio más amplio, pero esto depende de la existencia de adecuadas redes
que canalicen esa circulación.

Una de las características de América Latina es la de una endémica carencia de esas


redes, carencia acentuada por la geografía de la región, pero sobre todo determina-
da por un pasado colonial durante el cual el aislamiento entre las distintas admi-
nistraciones virreinales era una condición de la economía impuesta por la Corona
española.

La incorporación a la Economía Mundo no trajo como consecuencia la construcción


de una red subcontinental equilibrada de comunicaciones. Por el contrario, el auge
de economías extractivas, generalmente de enclave, o la sujeción a procesos indus-
triales y flujos de capital provenientes de algunos países del Norte, sólo agregaron
estructuras lineales, o en abanico, dirigidas hacia zonas o puntos de frontera, en
casi todos los casos preferentemente marítima. Tampoco esta estructura ha sido
sustancialmente modificada en los últimos procesos de reconversión parciales,
pese a los esfuerzos de integración equilibrada del territorio nacional realizados
por algunas administraciones.

Puede decirse, en consecuencia, que el flujo de bienes, servicios y hombres, en-


cuentra para su circulación en territorio latinoamericano considerables resistencias.
Es la existencia de esta resistencia territorial la que otorga a las metrópolis latinoa-
mericanas un rol preponderante en la economía, especialmente cuando la veloci-
dad de los flujos adquiere una aceleración creciente, más allá de las disfunciones y
los bloqueos que también pueden encontrarse en el interior de los propios artefac-
tos urbanos.
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Desde esta óptica es comprensible que la diferencia entre las metrópolis latinoame-
ricanas y sus pares del Norte tienda a acrecentarse en la situación actual, en la que
los desequilibrios territoriales se multiplican como producto de la articulación ex-
plosiva de crisis de la deuda, y proteccionismo agrícola en Europa y Estados Uni-
dos. La no resolución de la crisis de la deuda tiende a disminuir las inversiones in-
fraestructurales que requerirían una búsqueda de equilibrio territorial, y por lo
tanto estimula el flujo de población, servicios y bienes dentro y hacia las metrópo-
lis; simultáneamente; el mantenimiento de los subsidios a la producción agrícola
en los países europeos tiende a atenuar los contrastes entre vida urbana y vida
agraria, poniendo al alcance de los productores agrícolas bienes que de otro modo
les serían inaccesibles y los obligarían a migrar hacia sus respectivas metrópolis
para procurárselos.

El resultado es la diferencia de dimensión y control de la calidad de la vida urbana


por todos conocida.

3. Desde un punto de vista cualitativo conviene señalar al menos dos característi-


cas. La primera es lo que podríamos llamar inversión del modelo desarrollado. En
efecto, son muchos los que hoy admiten que en las sociedades del Norte deben coe-
xistir los dos segmentos de población a que hemos aludido antes: uno largo, dos
tercios del total, integrado al sistema productivo; y uno corto, el tercio restante,
compuesto de marginados sociales, laborales y culturales. Como ha sido observa-
do, buena parte de la cultura metropolitana de los años 80 puede atribuirse a la
existencia de ese segmento corto, y a sus lazos informales con la sociedad legitima-
da. Sin las coacciones que impone esa misma legitimidad, es en las áreas margina-
les donde la velocidad de innovaciones y cambios se acelera, cumpliendo un rol
funcional al sistema global.

En las metrópolis latinoamericanas ocurre lo contrario: minoría relativa es el seg-


mento legitimado, hegemónico y saciado de la sociedad, el que constituye guetos
no caracterizados por su intrínseca capacidad de innovación sino, por el contrario,
por una sumisión conservadora a pautas de vida establecidas y externas. Más allá
de su capacidad de innovaciones como medio de supervivencia, cuya absorción no
es del interés de un sistema de centralidad externa, el segmento largo manifiesta su
presencia en la metrópolis ante todo por su masividad. Mendigos, cuentapropistas,
chicos de la calle, vendedores ambulantes, traperos, cartoneros, bandas de jóvenes
y millares de desocupados, van ocupando poco a poco el espacio público, generan-
do actividades privadas de servicio y determinando la oferta de los medios de co-
municación.
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De manera que a diferencia de lo que ocurre en el Norte, en las metrópolis latinoa-


mericanas los programas de guetos nacen y crecen rodeados por la pobreza. Con
una calcurización creciente de las redes y núcleos de servicios (cloacas, justicia, sa-
nidad, educación, etc.) como producto de la desinversión, estos guetos se concen-
tran en puntos, líneas o zonas, buscando aislarse de la mayoría de la sociedad y ge-
nerando programas de lo que Alberto Sato ha llamado «simulacros urbanos»: fic-
ciones de una ciudad ordenada, limpia y funcionante a su medida. Estos simula-
cros tienen la forma de clubes de campo, centros de compras, centros deportivos,
barrios cerrados con policía propia o, si se trata de ámbitos de trabajo, torres de vi-
drio con ambientes acondicionados desde donde la ciudad puede verse como un
paisaje ajeno y lejano.

Se trata de una estrategia que da por descontada la imposibilidad de controlar el


peso de las mayorías sobre el conjunto de la superficie metropolitana. Como alter-
nativa, durante los gobiernos autoritarios los mismos sectores caen en la tentación
de imaginar la «ciudad blanca». Ello ocurrió durante los años 70, articulando for-
mas dictatoriales del poder político con la disponibilidad de petrodólares aparente-
mente baratos. De esta forma se llevaron a cabo inversiones para cualificar y rege-
nerar determinados puntos del casco metropolitano, expulsando simultáneamente
por la fuerza a las poblaciones marginales hacia los bordes de la «ciudad legítima».

La otra característica depende de la historia política de la región. Mantener una im-


portante porción de la población en condiciones de exterioridad respecto al sistema
productivo y al consumo de una importante cantidad de bienes produce, como ob-
vio, grandes dificultades en el mantenimiento del consenso, lo que impulsa la recu-
rrencia a gobiernos autoritarios, o más bien a la oscilación permanente entres éstos
y administraciones representativas. La sujeción a determinaciones productivas y
pautas de consumo externas se articula en la mayor parte de los casos con las con-
diciones políticas señaladas, estimulando un funcionamiento espasmódico de las
políticas e iniciativas metropolitanas, escandido por gestos de demagogia, aparicio-
nes y desapariciones repentinas de programas, y una suerte de canibalismo de
cada administración con la precedente, produciendo como consecuencia perma-
nentes interrupciones y cambios de rumbo que se imponen a la construcción del
ambiente físico metropolitano.

Las manifestaciones físicas de este fenómeno no son desdeñables. Además de por


sus mares de pobreza y sus guetos ricos, las ciudades latinoamericanas contempo-
ráneas se caracterizan también por presentar el aspecto de palimpsestos produci-
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dos por algún creador frenético, imaginativo y ciclotímico, que ha dejado impúdi-
camente a la vista sobre su tela sus pentimenti.

Esas manifestaciones pueden observarse en primer lugar en las reglamentaciones


edilicias, esa suerte de utopías latentes de las ciudades. La debilidad del Estado,
como expresión de los intereses de la comunidad para hacer frente a las presiones
de los grandes grupos privados monopólicos, nacionales y extranjeros, se manifies-
ta en la imposibilidad de mantener con firmeza las regulaciones de usos y ocupa-
ción de los terrenos, los que en consecuencia van respondiendo a las demandas
contingentes. Estas metrópolis se caracterizan de este modo por un absoluto desor-
den ambiental, con zonas centrales en las que conviven restos de antiguos barrios,
con gigantescas construcciones nuevas; o barrios en los que la trama de casas bajas
se interrumpe de cualquier modo por galpones industriales, baldíos, instalaciones
comerciales o edificios en altura.

En la escala del espacio público, muñones de autopistas, esqueletos de estructura


vacías, conjuntos habitacionales sin servicios comunes, calles y veredas interrumpi-
das, cables sin origen, postes solitarios abandonados y siempre diversos modelos
de equipamientos urbanos, conductos desenterrados, se diseminan sobre el territo-
rio urbano determinando la sensación de un omnipresente paisaje de posguerra.

La corrupción administrativa, la discontinuidad política y económica, el saqueo a


las finanzas estatales, provocan simultáneamente la aparición de iniciativas edili-
cias desconectadas de todo proyecto o mínimo plan parcial, y dan lugar sobre todo
al absoluto desguarnecimiento de las construcciones públicas, cuyo mantenimiento
queda librado a su suerte.

4. De todos modos sería un error proponer frente a este desorden alguna de las an-
tiguas formas de orden total. La región puede exhibir la construcción de Brasilia
como ejemplo de un camino equivocado. Más allá de la evaluación que pueda ha-
cerse de su arquitectura, el agudo contraste entre las pobres poblaciones «satélite»
de sus alrededores y la rígida estructura del Plan Piloto son expresión de la incapa-
cidad de esos «órdenes» antiguos para dar cauce a las complejidades de la metró-
polis contemporánea.

Hace tiempo que estas utopías demuestran sus aporías; y la única alternativa que
arquitectos, planificadores, políticos, hombres de la cultura parecen haber imagina-
do hasta ahora frente al «desorden» no es sino otras formas de utopías regresivas,
las de recreación de armonías perdidas. Buena parte de lo que se ha teorizado en
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torno a la recuperación de los centros históricos en los últimos años, y los esfuerzos
que se han destinado a su recualificación, está signado por ese pensamiento en de-
finitiva conservador, a pesar de las intenciones muchas veces opuestas de sus pro-
tagonistas.

¿Cómo imaginar alternativas?

¿Cómo estimular la tozuda insistencia y el ingenio de la gente que todos los días
demuestra su propia capacidad de construir a su modo la ciudad?

Una respuesta a estas interrogantes requiere reconocer claramente esas capacida-


des como virtudes, distinguiéndolas de aquello que constituye un problema y un
obstáculo: la administración desigual y el derroche de energías públicas que un
crecimiento como el observado supone. Esta desigualdad y este derroche requieren
para resolverse de la recualificación del Estado como herramienta de servicio a la
comunidad. Pero eso no basta; es necesario también renovar los criterios que debe-
rían regir las acciones de una administración democrática.

Quizás podamos eludir la rigidez y los prejuicios ideologistas de otras respuestas,


tentadas por reproducir claros modelos de referencia, si aprendemos de la extraor-
dinaria frescura con la que una parte sustantiva de la investigación científica con-
temporánea ha procurado también desprenderse de antiguos esquemas rígidos
para comprender los fenómenos naturales tal como se presentan. No en estado
puro, como ha sido la tradición, si no en su forma compleja, contaminada, plural.

Prigogine observa que tal como ocurrió con nuestra aproximación al fenómeno ur-
bano, «durante varios siglos prácticamente desde la fundación de la física por Gali-
leo, Descartes y Newton -, la idea de simplicidad, la búsqueda de un universo fun-
damental, establece a través de las apariencias, ha predominado en las ciencias na-
turales (...). Reconocer la complejidad, hallar los instrumentos para describirla y
efectuar una relectura dentro de este nuevo contexto de las relaciones cambiantes
del hombre con la naturaleza son los problemas cruciales de nuestra época».3 Y en
otro trabajo afirma que «el precio de la existencia del movimiento colectivo es una
producción de entropía permanente: la creación del orden lejano del equilibrio se
paga con una creación de desorden. El crecimiento del desorden medido con la
producción de entropía no es únicamente destrucción del orden. En ciertas condi-
ciones es también fuente de un orden de tipo nuevo, de una actividad que transfor-

3
Ilya Prigogine e Isabelle Stengers, «Sfera», agosto 1989, cit. en Desideri, Paolo: «La fine del tipo»,
mimeo.
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ma la multitud de los elementos constitutivos de un sistema en una totalidad cohe-


rente».4

El «orden nuevo» de este desorden debería ser la expresión más genuina de la pro-
fundización y desarrollo de la democratización cada vez mayor de la sociedad.

No caben dudas de que ninguna alternativa válida para el futuro de las metrópolis
latinoamericanas puede pensarse al margen de una mayor integración de los países
de la región, y con ello de un mayor equilibrio territorial en la distribución de los
recursos, de las prioridades de producción y, por lo tanto, de las redes de comuni-
caciones y servicios. Aun sin llegar a límites fantacientíficos a lo Toffler, la expan-
sión de los medios telemáticos y electrónicos de información hace cada vez más po-
sible imaginar mayores posibilidades para esa tendencia a una menor desigualdad
entre condición urbana y condición agraria.

La clave parece ser la democratización creciente de las posibilidades de consumo


de bienes y servicios materiales y simbólicos. Es importante insistir en esta afirma-
ción frente a la poderosa ofensiva de ciertos sectores, que desde distintos extremos
del espectro ideológico plantean una suerte de ascetismo neomedieval como alter-
nativa - absolutamente utópica, y por ende inoperante - a la «sociedad de consu-
mo». Más allá de los límites en calidad, cantidad y distribución de los bienes, con-
viene recordar que se trata de una oferta, aunque sea parcial, de calidades y posibi-
lidades de vida, nunca al alcance de la mayoría de los seres humanos antes de la
modernización.

Si se trata de criticar y corregir las carencias de este sistema, esto debería producir-
se en su expansión y no en su negación reaccionaria. Expansión al consumo de bie-
nes simbólicos y no solo materiales, expansión de las posibilidades de participa-
ción y control sobre la producción de esos bienes. Y para eso no son útiles los mo-
delos que pretenden sobreimponer a la sociedad, y en nuestro caso a la ciudad, es-
quemas de orden inamovible. Si la modernización es secularización, eso supone la
caída de toda presunción teleológica, hecho que al menos hasta los últimos años no
fue advertido por quienes han orientado la gestión urbana.

¿Significa esto necesariamente subsumir la metrópolis contemporánea a la ola neo-


liberal, y con ello a las puras leyes del mercado? No necesariamente. Más bien por
el contrario, este punto de vista supone acciones fuertes por parte del Estado, aun-
que quizás invirtiendo las direcciones seguidas con más frecuencia.

4
Ilya Prigogine, ¿Tan sólo una ilusión? Una exploración del caos al orden. Barcelona, 1988.
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Habida cuenta de las experiencias realizadas: ¿no debería ser sobre la eficiencia de
las redes de circulación y servicios donde pareciera imprescindible volcar el peso
primordial de los esfuerzos de la administración? ¿No se promovería de este modo
una ocupación más integrada del territorio y un menor derroche de los recursos,
admitiendo como un dato cierto que - salvo aisladas excepciones - la construcción
de viviendas es una actividad principalmente privada, individual o empresaria?
¿No sería este un camino apropiado para pasar de la proliferación de conjuntos sin
servicios ni mantenimiento y de una anomia agresiva, a estructuras urbanas diver-
sificadas, de mayor confort, eficiencia y equilibrio relativo? Es indudable que es
una tendencia estimulada por el apuro de administraciones populistas o demagó-
gicas la disposición de recursos hacia intervenciones «visibles», redituables en tér-
minos políticos; una orientación alternativa sólo puede ser resultado de la demo-
cratización creciente de la política, la economía y la sociedad.

Se ha planteado recientemente la reivindicación del modelo de la ciudad de Los


Angeles, dispersa y sin centralidad, pura periferia, como tendencia inevitable para
las metrópolis contemporáneas. Esta «losangelización» de las ciudades debería su-
poner la preeminencia de la malla circulatoria por sobre la masa construida, de lo
efímero sobre lo permanente. No por casualidad, frente a la presión que ejerce el
patrimonio construido existente, suele ser en sedes europeas donde estas reivindi-
caciones son mejor recibidas.

Estas características han sido poéticamente advertidas por el cine de Wenders,


Lynch o Scott. En Lluvia negra, uno de los más recientes filmes de este último, casi
no hay arquitecturas, y los escenarios urbanos se definen con señales luminosas o
son nudos de intercambio, de autos, hombres o bienes. La autopista y sus estacio-
nes de servicio, los grandes estacionamientos y mercados, las terminales de trenes,
ómnibus, o metros, aeropuertos, constituyen, sobre todo con sus vacíos, los monu-
mentos de las metrópolis contemporáneas.

Pero, ¿qué significa este triunfo con aires posmodernos de lo banal en ámbito lati-
noamericano? ¿Se trata de reivindicar el desorden, la dispersión y la pobreza?

Hemos señalado que con la incorporación forzada a la Economía Mundo es la dis-


continuidad en la administración la característica dominante de sus sociedades, lo
que se manifiesta en su «caos» urbano. También hemos visto que la dispersión de
los usos no está estructurada, como en Los Angeles en torno a las redes de comuni-
caciones, en un sistema integrado Pero también es lícito preguntarse si el funciona-
miento del sistema que produce la explosión de las individualidades del que es ex-
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presión Los Angeles, necesariamente propone a esos individuos algo más que la
posibilidad de acceder a bienes materiales y simbólicos. Vale decir si es deseable -
sabiendo que aun esto supone una cierta idealidad limitar la democratización a la
recepción de dichos bienes.

Debido a la debilidad de sus estructuras públicas, la metrópolis latinoamericana


adolece de una destrucción indiscriminada de los rastros de su pasado. Las metró-
polis latinoamericanas resultan exasperantes precisamente porque se manifiestan
corno una suerte de irresponsable presente eterno, incapaces de constituir imáge-
nes de futuro o de revelar la fuerza del pasado. Pero en su falta de sedimentación
radica también su debilidad.

Y la presencia de ese pasado, no necesariamente en sus construcciones sino en la


forma general de la cultura, como construcción acumulativa de la experiencia hu-
mana, podría y debería aportar una fuerza diversa, la que se origina no derrochan-
do los esfuerzos de los que nos precedieron.

Se trataría entonces de la búsqueda de una suerte de dialéctica entre lo permanente


y lo efímero, entre la «fraternidad» y la «libertad».

Si nuestra definición de la metrópolis como lugar de la máxima velocidad de circu-


lación de bienes, servicios y hombres es correcta, deberíamos plantear como objeti-
vo la desaparición paulatina de los obstáculos que disminuyen la libertad de esa
circulación. Algunos de ellos afectan al conjunto de la sociedad sin distinción de
sectores; otros, en cambio, han sido eliminados sólo para una minoría de la pobla-
ción.

Quizás no deba buscarse un orden para la totalidad del sistema metropolitano con-
temporáneo. Y sobre todo porque parece ser una tarea imposible. Pero esto no ne-
cesariamente debería acarrear para la administración, el triunfo del laissez faire,
sino más bien una selección cuidadosa de las actuaciones infraestructurales, una
distinción precisa entre puntos o áreas «duras» y «blandas», y una organización
eficiente de los modos de gestión democrática participativa.

No son propuestas novedosas, y son muchos los que parcialmente impulsan crite-
rios similares de actuación. Sin embargo, algunas ideas que hemos examinado,
como la originalidad sustantiva de la metrópolis sudamericana, la búsqueda de un
«modelo de equilibrio», la recuperación de la centralidad, el protagonismo de la vi-
vienda por sobre las redes en la gestión pública, la nostalgia por los grandes suje-
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tos, continúan siendo las protagonistas del debate sobre nuestras ciudades. Y no te-
nemos tantos éxitos que agradecerles como para deberles una devoción sin fisuras.

*Las ideas aquí expresadas comenzaron a organizarse durante las informales pero
intensas conversaciones sobre nuestras ciudades y nuestra arquitectura que sostu-
vimos con Alberto Sato en Caracas, durante el otoño (¿?) caribeño de 1990.

Referencias

*Iliardi, Massimo, LA CIUDAD SIN LUGARES... - 1989; Desideri, Paolo -- L'individuo tra le mace-
rie della citta.

*Prigogine, Ilya; Stengers, Isabelle, LA FINE DEL TIPO. - Barcelona. 1988; Sfera.

*Prigogine, Ilya, ¿TAN SOLO UNA ILUSION? UNA EXPLORACION DEL CAOS AL ORDEN. -

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad Nº 114 Julio-
Agosto de 1991, ISSN: 0251-3552, <www.nuso.org>.

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