José de Arimatea. Una Biografía

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JOSÉ DE ARIMATEA

“Había un varón llamado José, de Arimatea, ciudad de Judea, el cual era miembro
del concilio, varón bueno y justo. Este, que también esperaba el reino de Dios, y no
había consentido en el acuerdo ni en los hechos de ellos, fue a Pilato, y pidió el
cuerpo de Jesús. Y quitándolo, lo envolvió en una sábana, y lo puso en un sepulcro
abierto en una peña, en el cual aún no se había puesto a nadie. Era día de la
preparación, y estaba para comenzar el día de reposo. Y las mujeres que habían
venido con él desde Galilea, siguieron también, y vieron el sepulcro, y cómo fue
puesto su cuerpo. Y vueltas, prepararon especias aromáticas y ungüentos; y
descansaron el día de reposo, conforme al mandamiento” (Luc. 23:50-56).

Hoy nos corresponde hablar de un hombre a quien la Biblia califica como “varón
bueno y justo” (curioso que así también califica Pablo a la ley en Rom. 7:12, este hombre era
un reflejo en vida de la práctica de la ley), un miembro del “concilio” (sanedrín) y un
“discípulo” (Mat. 27:57) de Jesús, “pero secretamente” (Juan 19:38) y que “esperaba el reino
de Dios” (Mar. 15:43). Un discípulo que no es mencionado sino hasta el momento en que
surge la necesidad imperiosa (por motivos ceremoniales mosaicos, Deut. 21:22-23 y para
cumplir la profecía, Isa. 53:9; Mat. 12:38-40) de sepultar el cuerpo del Señor, a diferencia de
Nicodemo que es mencionado desde muy temprano en el ministerio terrenal de Cristo (Juan
3:1-2).

En una época en la que no se utilizaban apellidos, los nombres de ciertos personajes se


relacionaban con el lugar de donde procedían (ej. Saulo de Tarso). En el caso que nos ocupa,
José es de Arimatea (gr. Ἁριμαθαία), Lucas especifica que esta era “una ciudad de Judea”.
¿Dónde estaba localizada? La localización exacta de Arimatea es desconocida en nuestros días,
pero hay un consenso general entre los eruditos a favor de “Ramataim de Zofim, del
monte de Efraín” (1 Sam. 1:1), a la que también se le llama más adelante, “Ramá” (1 Sam.
1:19). Esta ciudad se ubicaba a unos 32 kilómetros al noroeste de Jerusalén (Blomberg,
Matthew, 423; Collins, Mark, 777; Keener, Matthew, 690n259; Lane, Mark, 579). Esta también
fue la ciudad identificada por Eusebio (Onomasticon 144.28).

Respecto al carácter de nuestro personaje, aprendemos que era hombre de bondad y


que actuaba con la rectitud que ordenaba la ley; no hay justicia que resalte la Escritura sino
aquella que viene de Dios. Era un hombre que conocía muy bien las Escrituras y que actuaba
en armonía con ellas, a pesar de pertenecer a aquella élite que generalmente menosprecia lo
espiritual (era “rico”). Había escuchado a Jesús, y se había rendido a la evidencia. Estaba
convencido de que realmente “el reino de los cielos se había acercado” y él “lo esperaba”. Sin
embargo, era miembro de ese mismo cuerpo de líderes religiosos que odiaba a Jesús y que
estaba presto a castigar a cualquier “traidor”, así que optó por seguirlo “secretamente” (Juan
7:13; 9:22; 19:38). Pero cuando el Maestro muere, con todos los eventos que rodearon a Su
muerte, ¡y con la confesión de un centurión romano mediante!, decide no ocultar más que era
un fiel y devoto seguidor del Nazareno, “se llena de valor” y le “ruega” a Pilato que le
permitiera dar sepultura al cuerpo. Y su servicio al Hijo de Dios no quedó en las sombras. Su
obra de amor y reverencia quedó atestiguada para siempre en las páginas de la Biblia, para
nosotros los que hemos alcanzado el final de los tiempos.

En cuanto a su papel en la sepultura de nuestro Señor, como se ha señalado


previamente, solicitó el cuerpo y, luego de que se verificara que ya había muerto Jesús, se le
entregó el cuerpo, lo envolvió en una sábana que él mismo compró según Lucas 15:46
(probablemente a través de sus sirvientes, para no contaminarse ceremonialmente) y lo puso,
luego de ungirle en compañía de Nicodemo con especias aromáticas (Juan 19:38-42, ¡unas
cien libras!), en un sepulcro nuevo que era de su propiedad y en el cual no se había puesto a
nadie aún (Juan 19:41; Luc. 23:53), tallado en la roca y ubicado en un jardín, en las
proximidades de Jerusalén. Según las circunstancias de la época este tipo de tumbas solo se
utilizaban para los aristócratas, solo ellos podían pagarlas. La de José seguramente era mucho
más costosa porque estaba muy cerca de la ciudad. Nos dice el texto que ya era tarde y
estaba por empezar el sagrado día de reposo, así que no se menciona si hubo lavamiento del
cuerpo, pero sí que las mujeres que le habían acompañado desde Galilea, vieron dónde le
pusieron y fueron a casa y “prepararon especias aromáticas y ungüentos” propios de la
ocasión (Luc. 23:56), aunque luego no tuvieran la oportunidad ¡porque al llegar les fue
revelado que el Señor había resucitado! Ahora bien, este detalle, que hubiera testigos del lugar
donde le habían sepultado, es importantísimo para las pruebas acumulativas que demuestran
(1) que había muerto y que no era solo “un desmayo”, y (2) que no era posible que las
mujeres se confundieran todas respecto a cuál era la tumba al día siguiente. Mateo es el único
que declara explícitamente que la tumba le pertenecía a José (Mat. 27:60).

Además, alrededor de su figura, varios siglos después de su muerte, se crearon


leyendas que no tienen fundamento alguno, ni explícito ni implícito en las Escrituras,
incluyendo una liberación milagrosa de la cárcel por parte de Jesús (Ehrman y Pleše,
Apocryphal Gospels, 420) y una supuesta relación de éste con el denominado “santo grial” y el
rey Arturo (Brown, Death, 1233–34; Walsh, “Joseph,” 412.). No está dentro del alcance de
este breve artículo valorar en detalle estas invenciones que solo buscaban dar al personaje
mayor relevancia que la que le ha sido asignada por el Espíritu en la única fuente
infaliblemente fiable.

Las lecciones que nos provee la única acción registrada de José de Arimatea en la
Palabra de Dios son, increíblemente, muchas. Consideremos, por espacio, por lo menos
algunas de ellas.

Primero, este hombre se consagró y preparó toda su vida para servir a Dios, y se esforzó tanto
que alcanzó un sitial en el ámbito religioso que muy pocos alcanzaron. Era un hombre
consagrado, intachable, que practicaba con integridad la voluntad de Dios. Se preparó y
estuvo listo para cuando el llamado de Dios llegó a su vida a través del mensaje de Jesús. No
era un legalista ni un hipócrita, rasgos que eran característicos de sus colegas; era un hombre
honesto que abrazó la verdad cuando la escuchó y la comprendió. Y en el momento que tuvo
la oportunidad de actuar como instrumento de Dios, actuó.

Segundo, tenemos de José de Arimatea la lección de la humildad. Él pertenecía a la


aristocracia judía, a la élite religiosa y a la élite social; sin embargo, cuando escuchó las
enseñanzas del Carpintero de Nazaret (aquella ciudad de la que no se esperaba nada bueno,
Juan 1:46, mucho menos un profeta, Juan 7:52) no le juzgó por su apariencia ni su
procedencia. No lo menospreció por no haberse instruido en las grandes escuelas rabínicas o
por no tener “dónde recostar la cabeza”. Evaluó la enseñanza y la vida del hombre, y fue
persuadido de llamarle “Rabí”. Él podía hacer suyas las palabras de Nicodemo: “Rabí,
sabemos que has venido de Dios como maestro; porque nadie puede hacer estas
señales que tú haces, si no está Dios con él” (Juan 3:2). Él era un ejemplo de aquello que
Pablo pedía de los corintios, y de cada uno de nosotros: “Nadie se engañe a sí mismo; si
alguno entre vosotros se cree sabio en este siglo, hágase ignorante, para que
llegue a ser sabio” (1 Cor. 3:18). Así que podía también hacer suyas las declaraciones del
apóstol: “Y ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia
del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y
lo tengo por basura, para ganar a Cristo” (Fil 3:8).

Tercero, su generosidad. Él no esperó que otra persona ofreciera un lugar de reposo


para el cuerpo del Señor. Se llenó del valor del que había carecido todo ese tiempo atrás, y
solicitó el cuerpo para colocarlo en un lugar digno. Un lugar que no había sido estrenado, y
que no se utilizaría otra vez, según cuentan la historia y la arqueología con muy poco margen
de dudas. Él dio lo mejor a Dios, seguramente consciente de cuán poco le había dado al
Maestro hasta ese momento (suele pasarnos). Y “Dios ama al dador alegre” (2 Cor. 9:7).
Para José era inconcebible que el cuerpo del rabí fuera presa de las aves de rapiña y de los
animales salvajes, así que ofrendó uno de los sepulcros más costosos para poner allí a Aquel
cuya sangre no tiene precio y cuyo valor no se puede medir vs ningún bien material.

El acto de valor, humildad, generosidad y devoción de José de Arimatea ha perdurado


en las páginas de la Escritura durante siglos, y allí estará mientras el cielo y la tierra
permanezcan. Para enseñarnos que todos tenemos algo que ofrecer a Dios, que podemos ser
instrumentos útiles en Sus sabias y amorosas manos, y que el crecimiento en el conocimiento
de la Palabra no es un mal que desvía a los hombres, cuando somos personas que tenemos el
corazón adecuado, el corazón de hombres buenos y justos.

REFERENCIAS

The Lexham Bible Dictionary. “Joseph of Arimathea”, Bellingham, WA: Lexham Press.

Blomberg, Craig L. Matthew. New American Commentary 22. Nashville: Broadman &
Holman, 1992.

Brown, Raymond E. The Gospel according to John XIII—XXI. Anchor Bible 29A. Garden City,
N.Y.: Doubleday, 1970.

Crossan, John Dominic. The Historical Jesus: The Life of a Mediterranean Jewish Peasant .
San Francisco: HarperCollins, 1991.

Collins, John J. “Joseph and Aseneth: Jewish or Christian?” Journal for the Study of the
Pseudepigrapha 14, no. 2 (Enero de 2005): 97–112.

Ehrman, Bart D., and Zlatko Pleše. The Apocryphal Gospels: Texts and Translations.
Oxford: Oxford University Press, 2011.

Keener, Craig S. A Commentary on the Gospel of Matthew. Grand Rapids: Eerdmans, 1999.

Lane, William L. The Gospel of Mark. New International Commentary on the New Testament.
Grand Rapids: Eerdmans, 1974.

Walsh, Marie Michelle. “Joseph of Arimathea.” Página 412 en A Dictionary of Biblical


Tradition in English Literature. Editado por David Lyle Jeffrey. Grand Rapids: Eerdmans, 1992.

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