Jackes Mesrine Instinto Asesino

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Instinto asesino 

$  Jacques Mesrine $
1
Instinto asesino es su autobiografía escrita en la cárcel en vísperas de ser juzgado. Un relato de una
sinceridad feroz, que nadie, en sus circunstancias, habría osado escribir.
Su vida criminal empieza durante la guerra de Argelia, donde Mesrine descubre su vocación de duro.
Allí mata por primera vez. A partir de ese momento, asaltos, asesinatos y evasiones se suceden
vertiginosamente.
vertiginosamente. España, Francia, Suiza, Canadá
C anadá y estados unidos son escenario de sus innumerables
fechorías. Su vida sentimental es tormentosa. Hay numerosas
n umerosas mujeres en su vida: Lydia, Sara, Soledad,
Janou su actual esposa…
Jacques Mesrine no vacila en desnudar su alma. En este libro
l ibro confiesa infinidad de delitos, muchos mas
de por los que fue condenado por la justicia.
j usticia.
Pero su franqueza tiene una explicación: ya no espera clemencia…

Enemigo público nº 1 en Francia y Canadá


Autobiografía.
Este libro está escrito en su
s u totalidad por el protagonista desde la
prisión, no habiendo rectificado ni una sola palabra el editor,
reflejando el mismo, el manuscrito original realizado por Jackes
Mesrine, relatando
relatando parte de su vida.
Tìtulo original: L’instinct de mort.
Publicado por Ed. Lattès, Parìs, 1977.
Traducción de Jesús Romè

Edición española: Ediciones Martinez Roca, SA.


Avda. José Antonio, 774, 7º, Barcelona-13

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PROLOGO DEL AUTOR DE LA DIGITALIZACION DE ESTE LIBRO:

Me he decidido a convertir en electrónico este libro, sin ningún animo de lucro.


Espero no causar molestias o perjuicios a terceros con mi acción, y si lo hiciera, les pido disculpas
anticipadamente.
anticipadamente. (Me refiero a su familia y seres queridos), a los demás les pueden dar por donde la
espalda pierde su nombre…
También espero disculpen los fallos que puedan encontrar en la narrativa, pues no soy un experto
mecanógrafo, y a buen seguro alguno habrá.
He incluido algunas imágenes
imágenes que he recopilado para que el lector asocie las mismas con los hechos
narrados y así pueda visualizar mejor las acciones.
Los motivos de mi iniciativa, son:
Dar a conocer al público la parte de su vida que relata el autor JACQUES MESRINE, pues creo que
el así lo deseaba cuando se decidió a escribirlo, y deseo rendir un homenaje a tan peculiar caballero…
Actualmente
Actualmente es prácticamente imposible localizar un ejemplar en español de esta obra, en formato
de papel, por lo que mi intención es poner a disposición de todo el que lo quiera, esta publicación.
Mi trabajo me ha costado, no se vayan a pensar…
Que me parece buen chaval, y pienso que si llegó a cometer todos los delitos contenidos en la novela,
fue, a mi parecer por:
En primer lugar, enviar a un joven que todavía no tiene formada su personalidad a una guerra cerda,
“como todas”, la de Francia con Argelia, a matar legalmente en nombre de una sociedad cobarde y
corrupta. Después de pasar por una escuela de este tipo, algo de experiencia en matar quedará, digo
yo…
En segundo lugar, tal y como se desarrolló
d esarrolló su vida, entre delincuentes de los bajos fondos, normal que
actuara como lo hizo, ya que en ese submundo
su bmundo no hay ¿policía?, para arbitrar los conflictos que surgen
inevitablemente.
inevitablemente. En ese ambiente hay pocos, pero muy honrados hombres
h ombres que no necesitan leyes ni
papeles para cumplir sus tratos con otros hombres, y estos merecen un gran respeto como nuestro
amigo Jacques, aunque también hay, digamos,
digamos, un 98% de basura que no merece mejor suerte que la
que les deseaba Mesrine.
La única manera de subsistir en medio de tanta escoria, es ir haciendo algo de limpieza…
Me cae bien,
bien, me hubiera encantado conocerle, y no voy a ser yo quien juzgue sus actos o ¿delitos?.
No me voy a extender mas, porque ya me estoy explayando demasiado, solo hacer una advertencia a
los posibles lectores:

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Absténganse de leer esta obra los niños, las personas que se
impresionen fácilmente, y los fascistas:

Para los niños es muy fuerte y puede ocasionarles malas


influencias…

Los impresionables, pueden pasarlo mal en determinados


parajes de la obra…

Los fachas, pueden sufrir ataques de rabia y ahogarse con su


baba… Además de traumatizarse con su cobardía ante un
personaje como el que nos ocupa.

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5
Señor, protégeme de mis amigos… que de
mis enemigos ya me encargo yo.

No llores porque no puedes ver el sol, pues las lágrimas te impedirán ver las estrellas.

6
A Janou… la mujer;
A Geneviève aìche… el maestro;
A Martine Malinbaum… la esperanza;
A Francine… la amiga;
A Lizon,
A Joyce,
A Martine… el valor,
Y a ti, el amigo que te estará agradecido

7
París, 16 de diciembre de 1975
PRISION DE LA SANTÈ. La noche acaba de extender su velo sobre los
sufrimientos del mundo carcelario. Es invierno y hace frío. Las luces se
han apagado. La sombra de los barrotes se refleja en los muros
encalados de las celdas comos si aprisionara la única evasión posible: el
sueño.
La oscuridad de cada celda encierra una historia, un drama, un dolor, un
hombre con su soledad a cuestas que la noche apaciguará o hará todavía
más pesada.
Tino, el pequeño estafador, se dispone a pasar su última noche entre
rejas jurándose a si mismo que no volverá nunca más. Mañana quedará
libre, o al menos el lo cree así. El gorila de la puerta lo despedirá con
ironía, “hasta la próxima”. Le ha visto regresar seis veces. Es un cliente
asiduo, como tantos otros a los que se arroja a la calle sin trabajo, sin
pasta, sin domicilio, sin esperanzas de poder salir adelante, con la
perspectiva de la cárcel a plazos como único porvenir.
Los gruesos muros de su celda le impiden oír los sollozos e insultos que
profiere su vecino.
“puerca… maldita puerca”, una foto de su mujer yace en el suelo. Por la
carta recibida esta tarde ha sabido que su chica le ha abandonado. En la
que recibió ayer, ella le hablaba aún como una mujer enamorada, pero la
carta que tiene ahora entre las manos, es como un certificado de que le
ha puesto los cuernos y el vomita su rencor.

No se sabe con certeza si lo que causa su sufrimiento es el amor


traicionado o el orgullo. Un cornudo en libertad, puede hacer reír; un
cornudo enjaulado es siempre dramático. Pero puede llorar cuanto quiera
porque nadie se dará cuenta, aunque es posible que su llanto solo vaya
por dentro.”Después de todo lo que he hecho por ella, tía puerca...”

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En el fondo sabe que no tiene razón. Ha querido siempre a su mujer entre
dos atracos, y cada vez que cogia una curda, le pegaba como a una bestia
para demostrarle que era el el verdadero macho.
La ha mantenido a base de prometerle riquezas e ilusiones. Ella le
aguardó dos veces con la esperanza de verle cambiar. A la final, cansada
de tantos locutorios sin vida, le escribió diciéndole que no podia mas.
Después encontró un buen tipo con el que quiere reconstruir su vida.
Mañana el se inventará cualquier cuento que narrará a sus compañeros
de paseo, reservándose el papel de protagonista. Se las dará de
importante. Entretanto gimotea como un niño. Los muros están
acostumbrados a esta clase de confidencias. Son el papel secante de casi
un siglo de sufrimientos.
La celda vecina encierra a un guapo tipo, Claudio, un atracador. Desde
hace seis meses espera su proceso. Varias veces ha intentado
escaparse, sin éxito. Es difícil evadirse de la Santé. El quiso comprobarlo.
Todavía está despierto y, como cada noche, revisa una parte de su
expediente preparando su defensa. Se constituye en su propio abogado.
Sonríe cuando se le ocurre una brillante frase con la que replicar a las
acusaciones que el fiscal intentará hacerle. Siempre ha robado, es un
profesional. A el también le abandonó su mujer hace tres años, pero sin
faenas...
Lealmente. No se puede esperar a un hombre durante veinte años. El lo
comprendió y la dejó en libertad para mantener intactos los recuerdos.
Adiós y buena suerte... y nada mas.
Su vecino de celda se masturba. Esta noche le toca zamparse a todas las
chicas que ha estado contemplando en el Play boy, antes de que
apagaran la luz. La verga es su razón de existir. De profesión macarra, su
dominio lo forma el ángulo de los muslos. Tiene tres mujeres echadas al
mundo, pero no conoce el amor. Las tres esperan acabar instaladas en el
bar que el les ha prometido al final de sus carreras. Hay muchas
posibilidades, sin embargo, de que el día que ya no sirvan para nada las
ponga en la calle. Sus promesas son como la idea que tiene sobre el
amor.
El único flechazo de su vida fue por Moliere el día que vio maravillado su
imagen impresa en los billetes de cincuenta francos. Por el momento, sus
cinco dedos, como cinco amantes, le arrancan un suspiro de placer.
En la puerta de alado han colocado un cartel: Atención. Posible suicidio.
Estrecha vigilancia.

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Tras ella, un drogadicto de 19 años.
Como único remedio para desintoxicarlo, el juez de instrucción ha
ordenado que le encierren en una celda de solo ocho metros cuadrados.
Lejos de su paraíso artificial, vive una constante pesadilla. Ha intentado
ahorcarse porque le falta la droga, le falta el amor y la comprensión. Un
drogadicto es un niño que pide socorro a gritos. Y a los niños no se les
mete en chirona; no comprenderían porque. Solo que esta vez no ha
fallado. Su cuerpo,
con un último espasmo, saluda a la muerte. El macarra ha alcanzado el
orgasmo, mientras cerca de el, otro la espicha. Quizás el placer les ha
llegado al mismo tiempo, con la sola diferencia de que la muerte es una
amante fiel que no abandona a sus enamorados. Dentro de poco, en la
ronda de medianoche, el vigilante dirá “mierda” entre dientes, antes de
echar a correr para avisar a sus jefes. Durante la noche y como medida de
seguridad, no lleva encima las llaves de las celdas. ¿Cuantos minutos se
perderán? Llegarán demasiado tarde como otras muchas veces. La
seguridad pasa por delante de la vida de un detenido. Pero, ¿se puede
impedir que un hombre se mate? No.
Por tanto, el reglamento seguirá siendo el mismo. Mañana la celda
quedará vacía, impersonal, sin huella alguna del drama de la noche
anterior. Se habrá limitado a escupir un pequeño drogado.
La cárcel mata a los débiles y, si no destruye a todos, al menos les marca
con su sello inconfundible para siempre...
La cárcel de la Santé se adormece. En otras celdas, otros hombres
esperan, lloran, les importa un bledo la vida, roncan, se arrepienten, se
masturban, sueñan, sobreviven ya que no pueden vivir.
Sección de extrema vigilancia. Una cárcel dentro de la cárcel. Un solo
preso está encerrado en la celda numero 7. se encuentra aislado de los
demás por razones de seguridad. Un hombre metido entre las mantas
está tumbado boca arriba con las manos apoyadas detrás de su cabeza.
Mira fijamente hacia el techo. Le gusta la noche, no espera absolutamente
nada. A sus treinta y nueve años, lo único que aguarda es que le
condenen a cadena perpetua o a muerte. Fatalista o buen jugador, sabe
que se lo merece y le da lo mismo. También el cometió una ratería y
después paso a paso fue escalando el camino del crimen.
Eligió estar fuera de la ley por bravata, por amor al riesgo y al dinero.
Quizá también por otros motivos que guarda secretamente en lo más
profundo de su corazón. Algunos hombres entran en el mundo del hampa
como se entra en una orden religiosa, simplemente por vocación.

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El crimen constituye también el refugio de los inadaptados, la solución
mas fácil para resolver momentáneamente ciertos problemas.
No podia imaginarse que dieciséis años de su primer robo se le
calificaría con el apodo de “enemigo público nº 1”.

Su expediente criminal es toda una novela en la que van unidas las


escenas burlescas, la sangre,
La violencia, las hembras y la amistad. Acusado de tres crímenes, de
atracos a mano armada, de intento de asesinato a varios policías, de tres
evasiones es un hombre peligroso. Pero por encima de todo esto existen
unas razones que demuestran porque se ha convertido en un kamikaze
del crimen. Y también que tiene sus debilidades, sus amores y sus penas.
Recuerda las palabras que un viejo truhán le dijo en una reunión de
amigos: “abandona pequeño que yo he arruinado mi vida, no hagas tu lo
mismo”. Sin embargo, lo único que se le ocurrió fue sonreír ante los
consejos de aquel hombre que estaba de vuelta y que llevaba sobre sus
espaldas veinte años de cárcel. “no me cogerán, me retiraré en cuanto
tenga lo suficiente para instalar un comercio”, pero robar se convierte en
una droga. No se roba únicamente por gusto al dinero; se
roba por el placer del riesgo. Uno se siente por encima de los demás y
lleva una vida distinta a la de la mayoría. Hasta que llega el día en que se
dispara por primera vez ante un obstáculo o por un
simple ajuste de cuentas. En ese instante es cuando se da el gran paso y
ya no es posible dar marcha atrás. El hombre que permanece tumbado lo
sabe mejor que nadie. El quiso esa vida, eligió deliberadamente dar el
paso definitivo para no sentirse obligado a volver atrás. Quiso que no le
quedara nada por perder, para que la nueva situación le empujara a
ganarlo todo.
Su libertad le importa un bledo, se la ha jugado, la ha perdido, vuelto a
jugar y perdido de nuevo.
Se ha suicidado socialmente, no por desprecio a la sociedad, sino porque
un día miró a su alrededor, tomo un arma en la mano y creyó, de forma
equivocada, que esa era la solución a su problema.
Hoy , acostado en su camastro no lamenta nada. ¿por orgullo o por
inconsciencia? Posiblemente por ambas cosas. Por eso no busca

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ninguna excusa. Prefiere hacer frente a su destino aceptando pagar el
precio estipulado.

FRANCIA

Todo comenzó el 28 de diciembre de 1936. París iluminado festejaba la


navidad.
Monique, una joven diseñadora de modas, se encontraba en trance de dar
a luz.

Esta es la madre de Mesrine bastantes años después.

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Sus cabellos cortos le daban un aspecto de gato travieso. Sus ojos
color avellana estaban llenos de sensualidad. Era feliz. Unos minutos
mas y daría su segundo hijo al hombre que adoraba. Aseguraba que se
trataría de un barón. Solo podia ser un machito aquello que le golpeaba el
vientre produciéndole fuertes dolores. Entonces no se daba cuenta de los
sufrimientos y decepciones que le iba a producir aquel nacimiento.
Estaba a punto de poner en el mundo la manode la muerte que golpearía
mas tarde a unos hombres que no habían nacido todavía y otros ya
adultos.
Pierre, a la cabecera de la cama, más nervioso que su esposa, la miraba
con aprensión y ternura, limpiándole las perlas de sudor que ornaban su
febril frente.
¿te duele ángel mío?
No. Todo va bien. Verás que chico tan hermoso te voy a dar. Te quiero,
¿sabes?
Como respuesta acercó sus labios y besó ligeramente la boca de
Monique. Un dolor repentino la hizo retener un grito.
Creo que esta vez va en serio. El diablillo está al llegar.
La comadrona apartó a Pierre sin contemplaciones.
-vamos déjeme trabajar y no ponga esa cara. Todo irá bien.

El parto fue difícil. Monique gemía, empujaba con toda su alma para
ayudar al niño a salir.
Después de lanzar un berrido para anunciar mi llegada a este mundo y
con la cabeza hacia abajo,
vi la luz por primera vez. Con ojos asombrados, mi padre se fijó en mis
atributos sexuales y, volviéndose muy satisfecho hacia Monique, le dijo:
-¡Es un muchachote! ¿me oyes querida? ¡Tengo un hijo barón!
-¡gracias dios mío! –fueron las palabras de mi madre.
Quizás hubiera sido mejor haber dado las gracias al diablo.
Mis padres, ambos provenientes de familias modestas, trabajaban como
diseñadores para una gran empresa de bordado fino. Cada día se

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encontraban frente a frente en la misma mesa, y Pierre, hombre tímido, se
animó a darle un beso furtivo que Monique devolvió con gran satisfacción
Hacia seis meses que ella estaba esperando la decisión. Después el amor
les unió, y poco más tarde se casaron. Mi padre era hermoso, y sus ojos
verdes y su parecido con Gary Cooper le daban un aspecto encantador.
Su nido consistió en una sola habitación que mi madre supo hacer
habitable gracias a una simpática decoración. Mi hermana ya había
nacido. Para conseguir llegar a fin de mes, mis padres trabajaban por la
noche, haciendo cigarrillos o bien escribiendo direcciones en sobres.
Eran felices. Mi nacimiento les obligó a buscar otro alojamiento.
Mis primeros pasos los di en un piso con dos habitaciones, cocina y
cuarto de baño. Allí vivieron mis padres el resto de sus días.
Mis primeros balbuceos de “papá…mamá”, les dejaron maravillados. Mi
padre, entonces, me llamaba a su lado, acariciaba mis cabellos
ensortijados y, besándome me decía con ternura:
- ven conmigo prenda mía.
Me sentía protegido al calor de sus brazos y mis sueños infantiles se
desarrollaron en un mundo de suavidad.
Una mañana vi llorar a mi madre desde mi cama. Me padre se encontraba
a su lado secándole las lagrimas e intentando consolarla. A sus pies
había una maleta. Nuestras miradas se cruzaron. Me cogió en sus brazos
y me apretó tan fuerte que me hizo daño.
- tu te encargarás de proteger a mis dos mujeres, pequeño –fueron sus
últimas palabras.
Me volvió a dejar en la cama y se dirigió hacia la puerta. Mi madre se me
acercó; ya no lloraba pero sus ojos traslucían toda la tristeza del mundo.
Durante mucho tiempo no vería a mi padre.
Cada vez que preguntaba por el, mi hermana me respondía que se
encontraba enfermo y que pronto volvería. Aquel vacío me oprimía el
corazón y, a pesar del afecto de mi madre, me sentía completamente
perdido y abandonado.

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AQUEL INVIERNO FUE MUCHO MAS FRIO que de costumbre. Mi madre
nos agrupó en la cocina y allí instaló su cama. Era la única habitación
soportable, porque las otras no tenían calefacción. Escuché por primera
vez la palabra “guerra” en boca de mi abuela. Y la palabra “prisionero”
salió muy a menudo en las conversaciones familiares. Un día, sin saber a
ciencia cierta lo que pasaba, vi como se reunían todos los parientes. No
había mas que mujeres y unas cuantas miserables maletas a su
alrededor. Me abrigaron y abandonamos el piso apresuradamente.
Me divirtió la idea de unas imprevistas vacaciones. Las calles estaban
atestadas de gente, pero los adultos tenían un aire dolorosamente triste.
Francia estaba perdiendo la guerra. El éxodo comenzaba ya desde que
los alemanes estaban a las puertas de Paris. Yo era demasiado pequeño
para darme cuenta de la gravedad de los acontecimientos.
Como muchos franceses, mi familia fue catapultada hacia la zona no
ocupada. Mi viaje terminó en un pueblecito de la región de Vienne,
llamado Chateau-Merle, donde vivían unos primos que poseían una
granja. Mi primer tazón de leche caliente me hizo olvidar rápidamente las
penalidades de las noches pasadas en la carretera, donde con el
estomago medio vacío pernoctaba en la paja de algún establo
calentándome contra el cuerpo frágil de mi madre.
Días mas tarde mi madre se vio obligada a regresar a Paris. Después de
decirle adiós, fui corriendo a un rincón del establo para llorar y confiar
mis desdichas a un borriquillo.
Transcurrieron los meses. Un día que preguntaba insistentemente por mi
padre, me contaron que se encontraba prisionero en Alemania. Por aquel
entonces ya me había convertido en un verdadero campesino. Por la
mañana tanto si llovía como si soplaba un fuerte viento, me levantaba
temprano para conducir el rebaño de vacas hacia los pastos. Tenía un
aspecto chusco con mi capa negra terminada en una capucha, unos
pantalones bombachos y mis zuecos con suela de madera.
Con un callado en la mano, desempeñaba mi trabajo sin rechistar.
Empecé a observar a los animales, y a quererlos. Un perro me servia de
compañero. Los dos entablábamos conversaciones muy serias. Yo le
hablaba de mi padre y de la pena que sentía por estar lejos de mi familia.
El me consolaba lamiéndome la cara y dando la impresión de que le
gustaba el sabor salado de mis lágrimas.

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Al cabo de cierto tiempo regresé a Paris. Todo había cambiado. Las
calles estaban llenas de soldados alemanes. Mi madre nos solía dejar
solos. Mi hermana me daba de comer y me explicaba que, como papá no
estaba allí, mamá debía trabajar. Nos acostábamos los tres en la misma
cama para darnos calor. Los meses se sucedían…

Una vez, en plena noche, nos despertaron las sirenas. Alguien golpeó la
puerta y un hombre entró precipitadamente. Dijo a mi madre:
- de prisa, a la bodega, es un bombardeo.
Mamá le replicó que prefería quedarse en su piso, ya que de todas
maneras poco cambiarían las cosas si las bombas caían en el inmueble.
Como las alarmas se repitieron en días sucesivos, mi madre decidió
volver a llevarnos a casa de nuestros primos campesinos como medida
de seguridad.
De vuelta a la granja, reanudé mis actividades como guarda de las vacas.
La vida era dura, pero al menos no pasaba hambre. Aprendí a batir la
mantequilla, a hacer morcillas cociendo la sangre de cerdo en grandes
ollas de hierro, a amasar la harina para hacer el pan, a preparar el horno a
la temperatura apropiada quemando haces de ramillas.
Participé en la recolección del trigo y mis ojos se detenían asombrados
ante la trilladora que separaba el grano de la paja. También presencié la
vendimia y cogí mi primera trompa.
Pasaban los meses… En las conversaciones que mantenían los adultos
escuchaba frecuentemente hablar de matanzas, muertos y sufrimientos.
Un día mi primo llegó como un loco al prado donde me encontraba
correteando con mi perro. Me tomó de la mano y me dijo:
- De prisa, pequeño, vamos a casa que llegan los alemanes.
Efectivamente, una hora mas tarde la granja se llenó de camiones.
Hombres armados salían de todas partes. Tenían la mirada dura, y
comenzaron a empujar a mi primo amenazándole con un revolver en la
espalda. Registraron todos los cuartos de la casa. Uno
que parecía ser el jefe dio una orden en un idioma que yo no entendía;
después se dirigió a mi prima y, hablándole en francés, le explicó que sus

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hombres tenían hambre y que debía darles de comer. Con este fin
sacaron las mesas al patio. Mi prima estaba furiosa pero se calmó cuando
mi primo le hizo comprender que no debía sublevarse pues, de lo
contrario habría represalias. Yo miraba a aquellos hombres sin miedo
alguno. Dirigiéndome a mi hermana, le pregunté:
-¿son estos los alemanes?
-Cállate, no digas nada.
Me acerqué al alemán que había hablado en francés y le pregunté:
-Dime, ¿tu eres el que ha hecho prisionero a mi padre? ¿Quieres
devolvérmelo?
El hombre me miró, tenia una mirada suave. Me acarició el cabello de la
misma forma que lo hacia mi padre.

Me sentó sobre sus rodillas y me prometió que me lo devolvería muy


pronto. Me enseñó fotos de sus hijos y me habló de ellos como estoy
seguro que lo haría mi padre respecto a mi en el campo de concentración.
Mi prima, viéndome en las rodillas de un alemán, se acercó furiosa y me
dijo:
- baja de ahí inmediatamente. Y usted deje en paz al niño.
El alemán la miro un poco contrariado y me dejó de pie en el suelo.
- Yo también tengo hijos, señora. A nosotros, los alemanes, nos gustan
los niños…
- entonces esa es la razón por la que matáis a sus padres.
La respuesta de mi prima fue como una explosión de cólera, pero el
incidente no pasó de ahí.
Yo era un crío y todavía no sabía en que consistía el odio. El futuro me
daría la ocasión de conjugar el verbo odiar en todos sus tiempos y
personas.
Después de la llegada de los alemanes, nos visitaban por la noche
hombres armados. No llevaban uniforme. Para ellos mi prima mostraba la
mejor de sus sonrisas. Nada mas llegar ellos me mandaban a la cama,
pero a veces, bajaba de mi habitación con los pies descalzos para evitar
hacer el menor ruido. Se reunían todos alrededor de la gran mesa de la

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cocina. Los hombres comían con mucho apetito y bebían sin tregua. Mi
primo Hubert hablaba más que los demás que escuchaban sus palabras
con gran atención. Mas tarde supe que pertenecían a la Resistencia y
venían a la granja para abastecerse de alimentos y de información. Poco a
poco me fui quedando durante las reuniones y comencé a conocer a
aquellos hombres que luchaban para que mi padre pudiera volver a casa.
Mi primo me llevó a parte y me explicó que no debía decir una palabra de
todo aquello a nadie. Me hizo comprender la gravedad de la situación y el
riesgo que corríamos si llegaba alguna noticia a oídos extraños.
La granja se encontraba aislada. Nuestros únicos vecinos eran los
padres de mi prima que también se dedicaban a la cría de ganado. Mi
primo desempeñaba el cargo de alcalde en el pueblo más cercano.
Savigny-lévescaut, que se encontraba a dos kilómetros de allí.
Me enviaron a la escuela, pero no aprendía mucho, ya que mi asistencia
era bastante irregular.
Los trabajos de la granja necesitaban de todos los brazos disponibles.
Con mis camaradas jugaba a la guerra y nos fabricábamos ametralladoras
de madera. Mil veces caíamos muertos, y mil veces reemprendíamos el
combate. Las muchachas participaban en el juego y se encargaban de
curarnos las heridas imaginarias, poniéndonos cataplasmas y vendajes
con nuestros pañuelos mugrientos.
Empezaron a gustarme las armas. Mas tarde serian una pasión.
Un día se oyeron varias explosiones y mi primo nos obligó a subir a una
torre desde la que se divisaba la granja y todos los alrededores.
Desde nuestra posición pudimos contemplar un verdadero combate y
observamos como corrían varios hombres. Ráfagas de ametralladora
hacían saltar en mil pedazos las ventanas de la casa.
Continuamente se entrecruzaban disparos desde posiciones enfrentadas.
Los alemanes abandonaban Poitiers. Desde el desembarco de Normandia
proseguía su derrota.
Mientras los alemanes se replegaban, los resistentes les tendían
constantes emboscadas parecidas a aquella que teníamos ante nuestros
ojos y que se desarrollaba con la carretera que bordeaba la granja.
Los alemanes estaban en mayoría numérica, pero solo algunos de ellos
se detenían para responder a los disparos.

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De vuelta a la capital me enviaron a la escuela. Mis conocimientos
primarios eran muy imprecisos, como les ocurría a la mayoría de los
muchachos de la época. Y por otra parte, no me gustaban las clases. Me
había acostumbrado a la libertad de la vida en el campo y mis sueños
solo trataban de combates imaginarios. Tenía un camarada, y juntos
hacíamos las mil y una travesuras.
Nos acercábamos a las orillas del Sena y allí jugábamos a la guerra con
nuestros tirachinas.
Mis deberes quedaban sin hacer la mayoría de los días, y apenas abría un
libro. Mi madre regresaba casada de su trabajo y no le quedaba tiempo
para controlarme.

Cuando me preguntaba, respondía de forma invariable:


-si mamá, ya he hecho los deberes.
Y con ello se daba por satisfecha.
Me gustaba crecer en la calle como un hierba silvestre. Allí me citaba
con mis camaradas, y juntos hacíamos un buen acopio de heridas y
chichones.
Una tarde, al volver de la escuela, levanté por instinto los ojos hacia el
balcón de nuestro piso.
Desde allí mi madre me hacia señas. Un hombre, a su lado, le apoyaba
una mano en el hombro.
Aquella cara me era familiar aun sin reconocerla. Le había esperado
durante seis largos años y empecé a correr como un loco. El corazón
parecía que me iba a estallar de felicidad. Un grito se escapó de mi
garganta:
-papá…, papá…
Subí los escalones de dos en dos y casi sin aliento me detuve delante de
la puerta. Allí se encontraba, con los brazos abiertos y un aspecto de
extrema delgadez. Sus ojos traslucían un gran cansancio. Me cogió entre
sus brazos y me levantó en el aire; apoyé la cabeza en su hombro y rompí
a llorar.
-no llores, hijo, ya estoy aquí. Te prometo que nunca mas me separaré
de ti.

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La vida comenzó a desarrollarse de manera normal. Mi padre necesitó
un año para recuperar su salud. Estuvo hospitalizado varias veces antes
de que volviera a trabajar. Como se trataba de un emprendedor, poco a
poco puso en pie el pequeño comercio de bordados que había
conseguido instalar antes de que estallara la guerra.
Transcurrieron los años. La presencia de mi padre me colmó de
felicidad, pero no aumentó mis ganas de estudiar. Me cambiaron de
escuela, pero fue inútil. Demasiado ocupado con su negocio, mi padre
nunca revisaba mis cuadernos ni se preocupaba de si aprendía las
lecciones. Mis padres me querían, pero yo vivía un poco al margen.
En mi calle formamos una pequeña banda. Me sentía orgulloso de ser el
jefe. Combatíamos contra la banda de una calle vecina y organizábamos
unas batallas campales demasiado violentas para nuestra edad. Me fui
acostumbrando a volver a casa con un labio partido o un ojo morado.
A mi padre parecía gustarle que no me quejara nunca y que luchara y me
defendiera por mi cuenta.
En mi banda participaba una guapa golfilla a la que apodábamos “la
pulga”. A veces, ella y yo, nos escondíamos en la bodega e imitábamos a
los adultos dándonos besos en la boca, unos besos ingenuos y sin
experiencia, pero llenos de ternura. La sola idea de que nuestros padres
pudieran descubrirnos, nos daba pánico. Progresivamente, de un modo
tímido y divertido, descubrimos nuestras diferencias sexuales. Los
amores de los niños, siempre son puros. No teníamos a nadie a quien
confiar nuestro amago de deseo, y reconozco que el juego nos
avergonzaba un poco.
Yo había cumplido los doce años y ella los once. Los dos criticábamos
severamente a los adultos, sobre todo a nuestros padres. Estábamos por
completo de acuerdo en que no nos comprendían.
“La pulga” y yo proyectamos largos viajes, y nos prometimos permanecer
siempre juntos. Sellamos nuestro juramento con un regalo. Poco tiempo
después me separarían de aquella chica y nadie notaria el gran vació que
iba a provocarme su ausencia.
La alegría que me había producido la vuelta de mi padre fue
disminuyendo paulatinamente.
Me lo había imaginado como un hermano mayor a quien podría contarle
todo y hacerle partícipe de mis juegos. Pero sus asuntos le absorbían y
me negaba sin darse cuenta lo que yo mas necesitaba: su presencia.
Sabía que me quería, pero me dejaba crecer sin ver ni corregir mis

23
defectos. Me hería su falta de interés. Habría preferido que me hubiera
hecho mil preguntas sobre mis ocupaciones diarias, que me hubiese
obligado a recitar las lecciones y se hubiera enfadado por no haberlas
aprendido. Pero nada de esto ocurría. Mi padre estaba allí, pero me
mantenía al margen de su vida. Sin embargo, tuve la sensación de que las
cosas cambiarían a raíz de cierto acontecimiento.
Desde que había regresado, y a base de trabajar, consiguió aumentar la
rentabilidad de su negocio. llegó un día en que, muy orgulloso, ocupe un
asiento en nuestro primer coche. No se trataba de un vehiculo nuevo,
pero resultó ser una magnifica ocasión. Mis padres intentaron obtener el
permiso de conducir al mismo tiempo, pero mi madre aprobó el examen a
la primera, mientras que mi padre tuvo que repetirlo una segunda vez. Me
burlé de el, ante la sonrisa irónica de mi madre, pero en mi interior me
decepcionaba su fracaso. Para mi era invencible.
El coche nos permitió realizar largos paseos por el bosque durante los
fines de semana. Me sentía muy cerca de mi padre cuando marchaba a
su lado por los senderos. Y juntos, nos divertíamos y practicábamos su
gran pasión: la pesca. Aquellas excursiones nos resultaban bastante
caras debido a los gastos de hotel, y mi padre decidió comprar una vieja
granja cerca de un rió. Encargó a mi madre que buscara algo que valiese
la pena y ella lo encontró en menos de un mes. La casa que compró, se
encontraba en estado lastimoso, pero tenía unas resistentes vigas de
madera y el tejado estaba enteramente recubierto de viejas tejas de barro
cocido. Cuando fuimos por primera vez, tuvimos que arrancar los
matorrales de la entrada para poder abrir la puerta.

Los cristales de las ventanas estaban rotos, los muros desconchados,


pero la casa, a primera vista me gustó. Me la imaginé ya arreglada y vi en
ella un lugar donde podría estar cerca de mis padres los fines de semana.
Los sábados y domingos siguientes los dedicamos a trabajos de
limpieza, a pintar la casa, a cortar las malas hierbas y decorar los cuartos
para que adquirieran un aspecto agradable. Por mi parte me hice muy
amigo de una muchacha que vivía en una granja vecina. Era una chica
deslumbrante, de ojos azules y cabello pelirrojo. Se llamaba Raymonde y
cada vez que me la encontraba y se cruzaban nuestras miradas, yo
enrojecía como un tomate. Ella tenía dieciocho años, mientras que yo
continuaba siendo un pequeñajo. Estaba enamorado platónicamente. A
menudo visitaba su granja. Su padre poseía una colección de fusiles de
caza y carabinas y me dejaba utilizar alguna para que ejercitara mi

24
puntería. Después de unos cuantos ensayos, conseguí que casi todos
mis disparos dieran en el blanco.
Aquel ejercicio se convirtió en una costumbre y cada domingo gastaba
un paquete de cartuchos.
Me divertía tirando contra latas de cerveza, y mis aciertos asombraban a
los espectadores, lo que me enorgullecía. A veces me paseaba solo por el
bosque, con la carabina bajo el brazo, y me divertía disparando contra las
ramas de los árboles, jugando a la guerra y escuchando el ruido de los
animales inquietos por mi presencia. Todo aquello desarrollaba mi
sentido de la observación.
Andaba durante horas, sin que me molestara la lluvia que a veces caía.
Me apasionaba el contacto con la naturaleza, me gustaba la soledad. Un
día que vagabundeaba por los alrededores, me llamó la atención el canto
de un cuclillo. Se encontraba delante de mi, inofensivo y hermoso con su
plumaje azul grisáceo. Me miraba fijamente y no emprendió el vuelo
cuando adelanté unos pasos.
Los animales eran mis amigos. ¿Estaba aquel pájaro al corriente de mi
amistad? Yo le observaba y emitía ligeros silbidos, a los que el respondía.
Me encontraba a tres metros de distancia. ¿Porqué de repente levanté el
arma y le apunté? El pájaro no se asusto ante mi gesto. Lo veía a través
del punto de mira. Seguía con su canto. Mi dedo, por simple inercia
apretó el gatillo. La detonación me sobresaltó, pues estaba convencido
de que el arma no tenia cartucho en la recamara. De pronto se hizo el
silencio. Al pie del árbol yacía el animalito, ensangrentado y con el pecho
arrancado por el plomo. Sentí un inmenso vacío dentro de mi. ¿Qué había
hecho?. No era posible que lo hubiera matado. Cogí el cuerpecillo todavía
caliente. Una mancha roja se extendió sobre mi mano dando testimonio
de mi crimen.
Comencé a sollozar negando uno y otra vez. “No…No…” mis lagrimas
caían sobre sus plumas como si lo impregnaran de mi dolor en un vano
intento de devolverle la vida. Necesite más de diez minutos para recobrar
la calma. Mi arma se hallaba en el suelo tirada como un objeto
vergonzoso. Me odiaba por lo que había hecho. Descubrí de pronto que
un arma servia para matar. Hasta entonces jamás había disparado contra
un animal. Les quería demasiado. Cierto que había sido un accidente,
pero no podía perdonármelo. Habría dado mi vida para que el pajarillo
cantara de nuevo y me otorgara su perdón. Movido por un impulso
infantil, cavé un pequeño agujero. Aquel fue posiblemente el entierro mas
hermoso que haya recibido un pájaro, envolví su cuerpo de pétalos de
rosas y rodeé de flores silvestres el suave montículo que formaba su

25
tumba. Una crucecita hecha con dos ramas delgadas indicó, como en los
cementerios, el lugar donde una vida se había apagado.
Por extraño que pueda parecer, siempre recordé con tristeza aquel
momento.
Matando a aquel pajarillo destruí quizá lo mejor que había dentro de mi.
Por lo demás, nunca volví a disparar contra un animal.
Cuando mi madre me vio al volver a casa no comprendió mi dolor.
Me sentía demasiado avergonzado para explicarle los que había hecho.
Durante varias semanas acudí en peregrinación al fondo del jardín.
Posiblemente el dios de los cuclillos recibió mi mensaje, porque otros
ejemplares acudieron con su canto a concederme el perdón.
Entre semana solía ir a visitar a mi abuela paterna, a la que adoraba. Su
rostro surcado de arrugas mostraba la noble belleza de la ancianidad. Sus
cabellos plateados se recogían en un moño, dándole una serena
elegancia. Yo le confiaba mis pesares pero, como idolatraba mi padre,
siempre quitaba importancia a mis quejas referentes a la familia. Y de
nuevo pasaron los meses.
Ante el fracaso de mis estudios, mi padre decidió meterme en un
internado. Aquel gesto lo considere como una abdicación. Habían elegido
por mi sin preocuparse lo mas mínimo de mis necesidades afectivas.
Cuando corrí a a contarle la noticia a “la Pulga”, irrumpió en sollozos.
Quise mostrarme como un hombre y le dije con afectación teatral:
-No te preocupes, volveré.
Se trataba de uno de los mejores colegios de Francia, el de Juilly,
administrado por los oratorianos. A pesar del retraso de mis estudios, me
obligaron a adelantar un curso, poniéndome directamente en sexto.
Se me hizo muy cuesta arriba seguir las lecciones porque me faltaba la
base que poseían la mayoría de los compañeros de curso. Me comporte
como un alumno mediocre excepto en las asignaturas que me
interesaban: las matemáticas y la geografía. Solo me desquitaba en el
terreno deportivo. Hice buenos amigos. Por la noche, en el dormitorio
común, aguardábamos a que el vigilante hiciera su ronda habitual para
saltar de la cama y reunirnos en un cuartito que servia de almacén para
guardar los utensilios se limpieza. Allí fumábamos nuestros primeros
cigarrillos.

26
Éramos cinco y nos cubríamos la cabeza con trozos de sabanas viejas.
Formamos todo un clan.
Saltábamos por turno los muros del colegio, para ir a comprar cigarrillos
y coñac en un bar del pueblo. Entrábamos por la puerta trasera y la
patrona, con una sonrisa cómplice, nos daba la mercancía que habíamos
ido a buscar. Estábamos convencidos de que sin nos atrapaban nos
expulsarían de inmediato, pero a ninguno del grupo nos importaba
demasiado. Teníamos una consigna común: hacer lo menos posible en
clase. Y sin nos echaban de aquel maldito colegio, tanto mejor.
Mi madre solía venir a verme los domingos y, en compañía de algún
camarada, me llevaba a comer a uno de los restaurantes del pueblo. Mi
padre nunca se molestó en hacer el viaje; únicamente le veía durante los
permisos que nos concedían a fin de mes, solo que a veces me
castigaban y debía permanecer en el colegio. Todo aquello me ponía
furioso y me rebelaba. Así transcurrieron dos años. Mis notas eran
catastróficas. En julio de 1951, cercanas ya las vacaciones de fin de
curso, me enteré de que no volverían a admitirme el año próximo, pero no
dije nada a mi padre. Veraneamos en Hossegor. En el restaurante del
hotel mi madre me dio la noticia que, por supuesto, yo ya conocía:
-Tu padre acaba de telefonear. Ha recibido tu cartilla de notas y ocupas
el puesto veintiséis de una clase de treinta y dos alumnos. Te han
expulsado. Si lo hubiera sabido antes, nunca te habría dejado ir de
vacaciones. ¿Qué vamos a hacer contigo?
- Me importa un bledo que me hayan expulsado. Vuestra obligación es
dejarme vivir en casa.
Esto os enseñará a no abandonarme. No he esperado durante seis años
la vuelta de papá para que ahora me enjauléis en un colegio de cuervos.
Un par de bofetadas puso punto final a mi frase. Me enfurecí y eche a
correr a mi habitación gritando ante todas las personas que se quedaban
mirando:
- Me importa un bledo… Me importa un bledo…
Durante varios días mi madre, como castigo, me prohibió poner los pies
en la playa. En el pasillo del hotel me encontré con una jovencita
encantadora. Sus largos cabellos le cubrían la espalda. Nuestras miradas
se cruzaron y el brillo de sus ojos abrió mi corazón al primer amor.
Se llamaba Christiane. Tenia un aire salvaje y sus ojos intensamente
negros me conmovieron.

27
A pesar de sus diecisiete años, me embelesó perdidamente.

Me enorgullecía poder acompañarla a la playa. La admiraba y solo


estaba pendiente de sus palabras. Nos besamos por primera vez en la
habitación de mi madre. Cerré las contraventanas para que la oscuridad
ocultara mi timidez. Tenía ante mí a una persona mayor que yo, y no
quería que se diera cuenta de mi inexperiencia. Tampoco ella resulto muy
ducha y nuestros escarceos amorosos fueron bellos y puros como
correspondía a nuestra edad. El coqueteo duró el resto de las vacaciones.
Ni mi madre ni los padres de ella se apercibieron de nada. Con mi navaja
nos hicimos unos ligeros cortes en las muñecas y mezclamos nuestras
sangres en prueba de fidelidad, tal como habíamos visto en una película.
Por la noche, solo en mi cama, soñé en viajes y aventuras en los que
siempre aparecía como héroe… salvaba a Christiane de los peores
peligros y siempre terminábamos los dos en una isla desierta.
La realidad se hizo patente al acabar las vacaciones y la separación nos
apenó. Ella vivía muy lejos de Paris y yo no estaba seguro de volverla a
ver. Prometimos escribirnos. Christiane lloró cuando nos despedimos y
nadie supo el motivo. Aquella muchacha fue el motivo principal de mi
primera huida de casa, un año mas tarde.

DE REGRESO A PARIS, mi padre ni siquiera me regañó por mi


expulsión; me dijo simplemente que ya no me volvería a meter en un
colegio. El instituto constituyó la etapa siguiente. Las notas mejoraron
sensiblemente pero, como contrapunto, siempre estaba metido en peleas.
Solía hacer novillos para acudir al cine del barrio. En una palabra,
comencé a comportarme como un “duro”. A veces birlaba dinero a mis
padres para mis aventuras callejeras o, simplemente, les engañaba
haciéndoles creer que me apuntaba a algún cursillo nocturno y que
necesitaba el dinero para la inscripción. Ellos no se daban cuenta del
camino que empezaba a seguir.
Una noche que, en compañía de unos amigos, pensaba asistir a un
recital de Edith Piaf, les pedí que me dejaran ir a ver una película con un
amigo dos años mayor que yo. Aceptaron sin imaginar que mi intención
era muy distinta. Mi amigote y yo decidimos dar una vuelta por Pigalle,
comportándonos como adultos. Bébert conocía a una chica del oficio. El
ya había tenido experiencias sexuales con mujeres, mientras que yo me
había limitado hasta el momento a simples caricias con chicas vírgenes.

28
Cuando me explicó su plan, acepté encantado. Todavía no había
cumplido los dieciséis años.
- ¿te has acostado ya con alguna mujer, Jacky?
En lugar de decir la verdad, respondí afirmativamente.
- Pero, ¿Qué te crees? Por supuesto que si. ¿Quién piensas que soy?
¿Está buena tu fúrcia por lo menos?
-Extraordinaria, ya verás. Trabaja en un bar. Le he hablado de ti y está de
acuerdo. Subirá contigo, pero habrá que pagar. ¿Tienes pasta?
- Claro que tengo. Mira. Se los he birlado a mi madre esta mañana.
Orgulloso saqué del bolsillo unos cuantos billetes.
Decidimos ir a pie. Mis padres me habían advertido que no regresara
muy tarde. Durante el recorrido nos detuvimos en varios cafés para tomar
unas copas. Las necesitaba para darme ánimos.
En el bolsillo llevaba un guante americano que Bébert me había dado.
Con aquello en la mano, me sentía invencible, como un gángster de
película.
Estaba seguro que la amiguita de Bébert me tomaría por un “duro”.
Quería impresionarla para esconder el temblequeo que me entraría al
quedarme solo con ella en la habitación. No tenia que darse cuenta de
que para mi era la primera vez.
Cuando llegamos a Pigalle, yo tenía ya una buena curda. El mundo
nocturno me maravillaba. Todas aquellas luces a la entrada de los antros
me daban vértigo. Y allí Vivian los gansters, según contaba Bébert, que
podía ir por aquellos parajes con los ojos cerrados. Era allí donde vendía
las botellas de alcohol que birlaba en las tiendas.
Un portero saludó amistosamente a mi amigo. Inspiró aire y mirándome
por encima del hombro me dijo: ¿has visto?, aquí me conocen.
-Dime una cosa, Bébert. ¿Conoces de verdad a tipos duros con pistolas
y todo eso?
-Claro que conozco. Después le pediré al señor Paul que te enseñe su
trabuco. Es todo un bandido, ese Paul. Una noche le vi soltar un guantazo
a un tío que tenias que ver como le dejó.

29
Escuchaba embobado a Bébert. Me encontraba en el mundo de mis
sueños. Ensanché el pecho cuando me señaló el bar al que nos
dirigíamos. Entramos. El local estaba iluminado con luces indirectas.
Unas cuantas muchachas se apoyaban contra la barra. Otras hablaban
con clientes que ocupaban diferentes mesas. Uno de ellos había metido la
mano debajo de la falda de una rubia que suspiraba y me miraba con una
sonrisa burlona.
Bébert entró diciendo: ¿Qué tal hembras?, frase que ahogó mi cortés
“buenas noches”, y se dirigió al fondo de la sala, donde un hombre de
unos cincuenta años conversaba con dos morenas.
-Buenas noches, señor Paul. Le presento a mi compinche Jacky.
-¿Qué tal, pareja? ¿Venís a visitar a estas señoras? Ah, tu eres el
famoso Jacky. Bébert no hace más que hablar de ti. Parece que los dos
juntos habéis hecho buenas trastadas ¿eh?

Su mano musculosa apretó la mía hasta hacerme daño, pero aguanté la


presión sin rechistar. Después nos presentó a las chicas. Una de ellas se
llamaba Carmen y la otra Sara. Bébert me había hablado de esta última.
Sentí como se me enrojecía la cara cuando, en lugar de darme la mano,
me dijo:
- Ven a darme un beso. Siéntate a mi lado. Y tú, Bébert, ponte alado de
mi amiga.
-¿queréis una copa, chicos? – preguntó el patrón.
Nos sirvieron coñac. ¡Y yo que casi no me tenía en pie…!
Bébert explicó que no podíamos quedarnos mucho tiempo. Yo, con el
cigarrillo entre los labios, intentaba portarme de la manera más natural
posible delante de aquella chica que había pasado su brazo por mis
hombros. Sentí su mano acariciándome la nuca.
-¿Qué edad tienes, Jacky? – me preguntó. Todavía no había cumplido
los dieciséis, pero le respondí: -pronto cumpliré los dieciocho, señora.
La chica sonrió a su compañera.
-No me llames señora, caramba. Llámame Sara. – y añadió dirigiéndose
a Bébert: Es muy mono tu amigo.

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Yo seguía haciéndome el duro. Lo único que se le había ocurrido a Sara
era llamarme mono.
Me quitó el cigarrillo de la boca y acercó sus labios tibios a los míos. Yo
la besé con ardor. Se volvió a Bébert con aire de asombro.
-Eh, jefe, esto promete.
Había puesto en aquel beso toda mi experiencia juvenil y estaba
orgulloso del resultado. Mi mirada buscó la de Bébert como diciéndole:
¿has visto compinche?. Claro que Sara al darse cuenta de que era mas
joven de lo que le había dicho, me hizo aquel cumplido para darme gusto.
Estaba acostumbrada a los hombres e hizo lo necesario para que me
relajara. Volví a besarla. Bébert interrumpió nuestra acción.
-Eh, Sara, ¿subes con mi amigo? Yo me ocupo de Carmen.
-De acuerdo muchachos, adelante.
Subimos a la primera planta, donde un pasillo daba acceso a varias
habitaciones. Sara se dirigió a Bébert.
-¿Eres tu quien paga?
-No, mi compinche. El te pagará por los dos y tu repartirás el dinero con
Carmen. ¿te parece bien, pollita? – Dijo Bébert mientras acariciaba los
muslos de Carmen.
-De acuerdo, jefe.
Los dos desaparecieron tras una puerta. Una vez dentro de la
habitación, Sara me cogio de la mano y encendió una lamparita de
cabecera.

-Desnúdate Jacky, mientras me lavo un poco.


Se quito el vestido delante de mí y una braguita que era lo único que
llevaba debajo.
Sus pechos perfectamente torneados me recordaron los de la mujer a
quien los makis desnudaron ante mis ojos. El deseo salio a flor de piel y,
empujado por los vapores del alcohol, perdí el miedo que tenia. Mientras
se lavaba, sentada en el bidé, coloque mi guante americano en la mesilla
de noche con el fin de impresionarla.

31
Cuando giró la cabeza me encontró en calzoncillos. Nunca me había
sentido tan estúpido. Su mirada tropezó con el guante y sonrió
levemente, pero no dijo nada.
Apretó su cuerpo calido contra el mío.
-No te preocupes. Déjame a mí.
-yo no pedía otra cosa…
Se portó de forma amable y solícita, olvidándose de mi inexperiencia. Me
ayudó a introducir el miembro y guió mis sentidos. Rápidamente alcancé
el orgasmo, tras lo cual me empujó hacia un lado y me besó antes de
abandonar la cama.
-¿Te ha gustado Jacky?
Antes de que le respondiera afirmativamente, prosiguió:
-Dime, ¿Qué edad tienes en realidad? ¿Dieciséis?
Sus ojos negros me miraron con ternura y no pude mentirle. Además, ya
daba lo mismo.
-Pues, si. Casi dieciséis. Pero esto no cambia las cosas ¿verdad?
-Aparte de los líos que me podrías traer, tienes toda la razón, esto no
cambia nada. Pero, ¿tienes permiso de tus padres para estar en la calle a
estas horas?
La hora era algo en lo que no había pensado. Habían dado las dos de la
madrugada y tenia que estar de vuelta antes de las doce, una vez
terminada la sesión de cine.
-Coño, tengo que largarme.
-¿No olvidas nada, cariño?
Si, olvidaba dos cosas: pagar y recoger mi guante americano. Saqué los
billetes que llevaba y se los di todos, quedándome con la calderilla.
-¿es suficiente?, ¿podré volver a verte?
-Claro que si.
En el rellano me esperaba Bébert. Había terminado al mismo tiempo.
-Has soltado la pasta? –me preguntó.

32
Regresamos rápidamente. Tanto Paul como yo llegamos con los dientes
apretados. El escuchar el ruido cerca de la ventana, Guido preguntó:
-¿Sois vosotros?
Al verme, su cara mostró una sonrisa de satisfacción.
-Lo has conseguido, gran puñetero.
-Claro que si.
Paul se apresuró a intervenir:
-Un poco mas y nos cogen… Además Jackes va armado.
Guido le miró fijamente y sacó de su cintura un 38 especial.
-Yo también. No creerás que salgo por la noche en pelotas. No te lo
habíamos dicho, para evitar que nos leyeras el código penal de cabo a
rabo… por otra parte, ya no tengo edad para que me encierren por veinte
años. Y Jackes está completamente de acuerdo.
Paul no volvió a insistir. Aquel no era el lugar apropiado para liarnos en
una discusión y cambió de tema.
-Otra cosa. Ya es demasiado tarde para seguir trabajando sin despertar a
todo el mundo, así que habrá que esperar a mañana por la mañana. Lo
mejor será descansar un rato. Conseguí algo de beber, pero será mejor
no tocarlo, no vaya a haber una botella con alguna droga.
Son bromas que suelen ocurrir. Nos conformaremos con agua.
La noche pasó muy de prisa. Para mayor comodidad nos instalamos en
el salón. La puerta seguía intacta, así que por ese lado no se iban a
enterar de nuestra presencia.
Nos despertó el ruido de la cocina en al planta baja.
-En marcha, -dije.
Necesitamos menos de una hora para terminar de abrir la caja pequeña.
Cuando lo conseguí una sonrisa victoriosa afloró a mis labios.
El espectáculo valía la pena. Había varios fajos de billetes, un lingote de
platino y títulos al portador. También encontramos un manojo de llaves.
-¿Te apuestas algo a que las llaves corresponden a la otra caja?

93
Mira, tienen que ser estas dos –dije a Guido.
Pasamos a la otra habitación y nuestras sospechas se confirmaron. Con
la mayor simplicidad del mundo abrimos la otra caja de caudales.
El contenido nos decepcionó un poco: no había dinero, sino solo títulos
negociables, lo que tampoco estaba nada mal. Guardamos el botín junto
con el material en dos bolsas de viaje y salimos por el mismo camino que
habíamos utilizado para entrar. No nos tropezamos con nadie.
Una vez en el estudio, comprobamos que el botín era importante: títulos,
dinero y platino por valor total de 35 millones (70 000 dólares). Guido
tomó la palabra:
-Con los títulos no hay ningún problema. Conozco en Suiza a una
persona de confianza. Perderemos bastante, pero aún así, obtendremos
un buen pellizco.

El vientre de Soledad se ensanchaba por momentos.


A veces me dedicaba a trabajar en solitario. Solía hacerlo de día. El
material lo llevaba en un maletín negro, que también contenía una bata
blanca, unas tijeras, un peine y un sobre con unos mechones de cabello.
Este disfraz me evitó caer en manos de la policía.
Había conseguido forzar la puerta, como de costumbre, y me encontraba
en el interior registrándolo todo, cuando oí la sirena de policía.
Miré por instinto a través de la ventana y se me aceleró el pulso. En la
calle una mujer señalaba con el dedo en dirección al piso donde me
encontraba. Los policías se precipitaron en el interior del inmueble. En
aquella ocasión no llevaba armas. Era a todas luces imposible bajar por la
escalera principal. Antes de comenzar mi trabajo había buscado la
posición de la escalera de servicio; de ahí que la encontrara sin ninguna
dificultad. Pero, como no podía descender, solo me quedaba la solución
de llegar hasta el último piso y buscar un tragaluz que me llevara hasta el
tejado. Cuando llegué arriba no vi ninguna abertura, pero si divisé una
puerta con la indicación W.C. a través del ojo de la cerradura divisé un
ventanuco. Forcé la puerta sin contemplaciones. Sabía que unos cuantos
policías estarían ya ante la puerta del apartamento sin atreverse a entrar a
cuerpo descubierto, pues creerían que el ladrón estaba armado.
Probablemente se decidirían por lo más cómodo, o sea, por esperar
refuerzos antes de intentar detenerlo.

94
Conseguí pasar a través de la ventana, escalé por la parte exterior y me
encontré en el tejado. Allí nadie podía verme, en tanto que yo observaba
con nitidez la agitación de la calle. Crucé con rapidez los tejados de tres
edificios. Desde mi nueva posición descubrí un tragaluz que daba a una
habitación de servicio. Mirando a través del vidrio descubrí que no estaba
ocupada. Entonces. De un fuerte codazo, rompí el vidrio, abrí el marco de
la ventana y me introduje en el cuarto. Extraje la bata blanca de mi maletín
y me la puse. En el bolsillo superior metí las tijeras y el peine. Tomé los
restos de cabello del sobre y los esparcí por las mangas de la bata. Como
no era el momento apropiado para quedarme con el maletín, lo escondí
debajo de la cama, junto con mis guantes. Después encendí un cigarrillo
y teniendo buen cuidado de no dejar huellas digitales, abrí la puerta.
Bajé las escaleras con tranquilidad. El corazón me latía velozmente, pero
tenía confianza en mi mismo. Nadie podía leer en mi cara que la policía
me estaba buscando. Cuando llegué a la calle, comprobé que habían
llegado mas coches de refuerzo. Muchos curiosos miraban hacia arriba y
hacían comentarios para todos los gustos. Me confundí entre la gente y,
como los demás, levanté la vista. Me encontraba a unos treinta metros del
inmueble donde se me buscaba. La calle estaba acordonada por ambas
partes y los policías controlaban a todos los transeúntes. Me encaminé
hacia la salida mas cercana. Debía limitarme a conservar la calma. Me
dirigí a uno de los agentes y le dije con toda naturalidad:
-¿Qué es lo que pasa? ¿un incendio?
Tenía cara de malas pulgas y me contestó secamente:
-¿Usted reside por aquí?
-Si, señor. Soy peluquero. Tengo el negocio ahí al lado y mis clientes me
esperan.
Me lo tomaba con verdadera calma. Ni siquiera estaba seguro de que
hubiera una peluquería por allí cerca. Pero el tampoco.
-Puede pasar.
No esperé a que me lo repitiera. Después de caminar unos cuarenta
metros, torcí por una calle lateral. Algo más lejos me desprendí de la bata
e hice un paquete. Paré un taxi y mantuve la sonrisa durante todo el
trayecto hasta mi casa. Había conseguido escapar a una buena. Cuando
los amigos escucharon mi aventura, respondieron lo mismo que yo había
pensado:
-¡Estos policías de uniforme son unos imbeciles redomados!

95
En realidad lo que me había salvado era mi sangre fría.

Continuamos por los mismos derroteros con resultados más o menos


rentables.
Una noche Guido vino a verme. A Soledad mi amigo le caía bastante
bien, pero le preguntó, con tono intranquilo, si se quedaba a cenar.
Presentía una salida nocturna y no le gustaba verme marchar sin saber
la hora de regreso. Guido parecía triste, y con voz cansada me dijo:
-Tengo un problema grave y necesito que me ayudes.
Soledad sabia que no debía participar en nuestra conversación y salió de
la habitación. Guido continuó:
-Una banda enemiga acaba de matar a mi primo en Italia. Tengo que ir a
Milán. A mi me corresponde arreglar este asunto. Se sabe quien ha sido el
responsable, y allí me van a dar toda la información que me hace falta.
Necesito un chofer, pero sobre todo, un amigo.
-Sabes que siempre estaré a tu lado, así que explícame. ¿Quieres que
salgamos ahora mismo en coche?
-Si, hijo, es lo único que quiero. Nos llevaremos nuestro propio material,
porque uno nunca sabe lo que puede encontrar a la llegada.
Han prometido darme todo lo necesario, pero mas vale prevenir.
Llamé a Soledad por su diminutivo:
-Sole, prepárame la maleta, salgo para un viaje de varios días.
Se me acercó con lágrimas en los ojos, y mostrándome su vientre, me
dijo con tristeza:
-¿Y el? ¿Es que no cuenta nada para ti? ¿Qué será de el si vas a la
cárcel o si te matan? Y yo, ¿Qué soy para ti? No te vayas cariño, te lo
ruego… Tengo miedo de que te ocurra algo. Si, lo he escuchado todo…
puedes pegarme si quieres, pero te amo y no deseo perderte. Piensa en
nosotros, si también me quieres. Quédate aquí, por piedad.
Guido se fue a otra habitación para no estar presente en la disputa que
se avecinaba. Poseía el tacto de los amigos, de los verdaderos amigos.

96
Yo no estaba irritado, pero tampoco quería admitir que Sole tenía razón.
Su pena me hacia sufrir.
-Prepárame la maleta, por favor, y no hagas que me enfade.
-Si me quieres, no te vayas cariño. Te lo ruego…., te lo ruego…
La tomé entre mis brazos y acaricié sus cabellos.
-Sole, tu eres el bien y yo el mal. No puedo actuar de otra forma y mi vida
siempre será igual.
Siempre estaré dispuesto a echar una mano a mis amigos. Tu no
conseguirás cambiar las cosas, pequeña, ni el tampoco –dije
acariciándole el vientre-. Los dos habéis llegado con un año de retraso.
No mezcles nuestro amor con mis obligaciones. Y no te preocupes, que
no me pasará nada.
Nos equipamos con las armas necesarias, y emprendimos camino hacia
Mónaco. Cruzamos la frontera sin ninguna dificultad. En Génova nos
detuvimos para que Guido obtuviera la información precisa. Me presentó
a dos tipos con tal pinta de asesinos que parecían sacados de una
película ambientada en Sing-Sing. Estábamos cansados del viaje y nos
quedamos a dormir en su casa. A la mañana siguiente tuvimos una
primera reunión. Guido y sus amigos hablaban en italiano. Yo apenas les
comprendía. Pero el brillo de sus ojos y los gestos bruscos mostraban la
decisión con que estaban planeando su proyecto. En seguida me di
cuenta de que los amigos de Guido no eran unos aficionados.
Extendieron sobre la mesa varias fotografías y se fijaron en particular en
una de ellas. Me presentaron la foto del condenado. Guido me explicó:
-¿Ves, hijo? Uno solo de todos estos me interesa. Este… Los otros
pueden escoltarle, pues son amigos suyos. Si conseguimos evitarlos,
perfecto… De lo contrario, lo siento por ellos. Pero este hijo de perra ha
matado a mi primo. Lo quiero a el. Todos los detalles están sobre la
mesa: direcciones, lugares donde acude, fotos, matriculas de coches, etc.
no nos queda mas que cogerlo en la trampa. Nos van a prestar un coche
con matricula italiana. Tú puedes dejar aquí el tuyo. Mis amigos lo
utilizarán para prepararnos una coartada en caso de necesidad. Les he
explicado quien eres y están encantados de conocerte aunque no seas
siciliano como ellos. En Milán nos esperan, nos han preparado
alojamiento, ya que tal vez necesitemos varios días para encontrar a ese
perro.

97
Pero está en Milán sin duda alguna. Te prevengo, hijo, este tipo no es
ninguna “puerca” como Ahmed; es un duro y un matón. Ningún paseo en
perspectiva. Lo acribillaremos a tiros en el mismo instante en que nos lo
echemos a la cara. Mis amigos nos darán armas. Tu puedes dejar las
tuyas donde están. Solo tendrás que elegir. Tu trabajo consiste en
guardarme las espaldas. En esta ocasión, soy yo el que tengo que
matar… no lo olvides, hijo. De lo contrario no me lo perdonarían.
Partimos hacia Milán. Elegí dos 45 automáticas. Guido tomó una lupaza
y un 38 especial. Cuando llegamos se nos recibió con los brazos abiertos,
aunque con un cierto malestar por mi presencia. Al anochecer se nos
unió un hombre de edad madura. Hablamos en francés, me dio las
gracias por haber ido y me dijo:
-Guido asegura que tú eres mas que su amigo, que eres un verdadero
hermano para el. Por lo tanto, te doy la bienvenida a Milán. Para mi, ya no
eres ningún extranjero.
Aquel hombre me impresionó; imponía respeto, su aparente calma
dejaba entrever una dureza que, llegado el caso, saldría al exterior sin
posible apelación. Siempre decía, refiriéndose al hombre que Guido debía
abatir: “el traidor tiene que pagar ”. Sus ojos lanzaban un brillo extraño.
Parecía como si en cualquier momento fuera a canturrear una marcha
fúnebre. Sin duda, siendo niño, unas músicas macabras reemplazaron a
los cantos de navidad y posiblemente recibió ya en esa época su primera
pistola.
Antes de marcharse, se acercó a Guido y le besó en la frente, en el
pecho y en los hombros, al tiempo que decía:
Ti doy la vita del traidore. Amen. (te doy la vida del traidor. Amen ).
Aquella extraña ceremonia me produjo un gran efecto. Guido parecía un
niño en el momento de recibir la bendición paterna.

Después todos abandonaron la habitación. Cuando la puerta se cerró


tras aquel visitante, Guido se volvió hacia mi y me dijo:
-La caza comienza esta noche.
Conocía Milán perfectamente, y sabia a donde había que dirigirse.
Yo conducía el coche. Guido sostenía sobre las rodillas un fusil de caza
con los cañones recortados, y su expresión mostraba un deseo
irrefrenable de disparar los perdigones que estaban encerrados en la

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recámara. Un periódico colocado encima disimulaba el arma. A cada lado
de mi cintura tenia los dos 45 que había elegido. Hicimos varias batidas.
Casi toda la noche estuvimos visitando los diferentes antros, sin
conseguir nada positivo. Guido telefoneaba constantemente. Nuestra
búsqueda resultaba infructuosa y yo comenzaba a cansarme.
Poco antes del alba Guido obtuvo la información.
- Esta vez no vamos a fallar, hijo. Se donde encontrarlo. Hace un rato
pasamos por allí. Es una sala de fiestas. Esperaremos a que salga
nuestro hombre.
Empezó a amanecer. Salimos del coche y dejamos el motor en marcha.
Guido me explicó el plan de batalla y como debía protegerlo. Sacó por
última vez la foto de nuestro hombre y sus amigos.
-¿Ves el aparcamiento? Me voy a esconder en aquel recodo. Desde ahí,
la puerta de salida forma un ángulo. En cuanto aparezca y se dirija hacia
donde estoy, tocas el claxon para llamar su atención. Entonces lo tendré
de costado en mi punto de mira. Una vez que haya disparado, y si no hay
reacción, te colocas al volante, pero solo si estás seguro de que nadie
puede dispararme. Esto es bastante serio, no lo olvides.
Comprendí perfectamente lo que quería. Ocupó discretamente su
escondite. Empezó a salir gente del local. Cada vez que una persona
franqueaba la puerta, mi corazón latía más deprisa y mi mano apretaba la
culata de mi 45. Pero ninguno se parecía al hombre que buscábamos. La
espera, junto con el cansancio que sentíamos, nos ponía los nervios de
punta.
Al fin salió un hombre que miró a su alrededor, y se dirigió hacia el
aparcamiento. No se parecía a ninguno de los que había visto en las
fotos. Guido estaba perfectamente escondido y ni siquiera podía verle.
Todo ocurrió con gran rapidez. Salieron otros dos individuos y enseguida
reconocí al de la foto. En el mismo instante en que iba a subir al vehiculo,
accioné el claxon. Antes de que pudieran mirar en mi dirección, sonaron
dos disparos. Guido se abalanzó hacia mi posición. El hombre que estaba
al volante saltó fuera de su asiento y en el mismo momento en que yo
abría fuego, se atrincheró detrás de uno de los coches aparcados. Guido
y yo subimos a nuestro coche y me puse al volante:
-De prisa, hijo…!Corre!
Sacó la mano derecha por la ventanilla y disparó su 38 especial. Los
neumáticos del coche chirriaron cuando lo puse en movimiento.
Entonces un hombre armado se nos cruzó por delante corriendo y

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disparando contra nosotros. Oí las detonaciones, pero el parabrisas no se
rompió. Guido entretanto vaciaba el cargador de su arma. Al pasar al lado
del tirador, sentí un fuerte quemazón en mi muslo derecho, pero toda mi
preocupación se centraba en mirar hacia delante.
-¡Bien hecho, hijo…! ¡Bien hecho!
-¿Le has dado?
-Ah, si. Sin duda alguna. Las dos descargas le han ido directamente a
las tripas. Ese no vuelve a levantarse. No se si sus amigos han resultado
heridos, pero ya te habrás dado cuenta de que no se trataba de
aficionados. Ahora, volvamos. Nos conducirán a Génova. ¡Dios mío,
ahora me siento mucho mejor!
-¡Oye viejo! Creo que tengo encima mi ración de plomo. Siento algo
caliente cayéndome por la pantorrilla y dentro del zapato.
Me pasé la mano por la pierna, y observé que mi guante quedaba teñido
de rojo.
-Mierda, -dijo Guido-. ¿Te duele?
-No, solo siento la pata anquilosada… Pero no te preocupes que puedo
conducir. No voy a espicharla. ¿Tus amigos conocen a un matasanos?
-Si, no hay ningún problema. Pero también es mala suerte.
-Y sin ninguna medalla en perspectiva. Hasta los bandidos deberíamos
estar en la seguridad social… -dije bromeando.
-¿Y encima te cachondeas?
-Y, ¿Qué quieres que haga? Tenia que ocurrir un día otro. Me puedo
considerar un tío afortunado.
Una vez en el piso, Guido hizo varias llamadas telefónicas. Mientras
tanto, yo observaba mi herida. La bala me había alcanzado el muslo, y
estaba a unos dos centímetros de la superficie. La chapa del capó que
había atravesado primero, impidió que me entrara mas profundamente.
No me dolía en absoluto. Antes de media hora, se presentó un médico.
Tanto las armas como el coche que habíamos utilizado, ya habían
desaparecido. Los amigos de Guido se ocuparon de ello.
Guido se mostraba afligido por mi herida. Estábamos unidos hasta la
muerte, y comprendí su tristeza. Yo era para el como un hermano.

  100
-¡Bueno, viejo, no pongas esa cara que no es mas que un rasguño!
El médico decidió extraerme allí mismo el proyectil. Una inyección y
unas pinzas fue todo lo que necesitó para librarme de la bala sin ningún
dolor. La haríamos desaparecer, pues no era cuestión de coleccionar
recuerdos: podría convertirse en una prueba acusatoria de nuestra
participación en el combate matinal. El médico me puso una inyección
antitetánica y me dio unas píldoras de penicilina. Me sentía en buena
forma, y cojeando, avancé unos pasos por la habitación.
Sonó el teléfono y Guido habló durante un buen rato. Después se volvió
hacia mi con una gran sonrisa de satisfacción.
-Todo ha salido perfectamente, hijo. Mi cliente ha tenido su merecido…
en cuanto a los demás, no hay noticias. Nuestros amigos vienen a
buscarnos para llevarnos a Génova. Gracias por haberme ayudado. No lo
olvidaré.
-No te pongas sentimental, ¿Quieres? Era lo normal.
-Ni siquiera me has preguntado nada; por ejemplo, por qué tenia que
hacerlo yo mismo.
-No me importa el porqué. Eres mi amigo, y siempre estaré dispuesto a
ayudarte sin pedir explicaciones. No hay más que hablar. Pero no digas ni
una palabra a Soledad a propósito de mi herida. No debe saberlo. Si me
pregunta algo ya me encargaré de mandarla a paseo. La vuelta a Génova
transcurrió sin novedad. Allí pasamos la noche, y, a la mañana siguiente,
emprendimos el regreso a Francia. La herida no me dolía en absoluto y
podía conducir con normalidad. Compramos unos cuantos objetos de
recuerdo, de esos que suelen llevarse los turistas. Nos servirían en caso
que nos pidieran alguna explicación en la frontera. Pero no nos
preguntaron nada.
Una vez en Niza, envié un telegrama a mi mujer. “ESTOY BIEN STOP
ERES HERMOSA Y TE QUIERO”.
Sabía que aquel papel la tranquilizaría. Descansamos un día en Niza y
después proseguimos nuestro viaje. Cuando llegué a casa, vi en el rostro
de Sole los signos de varias noches de insomnio. Se echó a mis brazos y
me apretó con fuerza, ofreciéndome sus labios que tenían el sabor salado
de las lágrimas. Me dije para mis adentros que era un canalla, pero sabía
que iba a seguir viviendo de la misma manera. Al meternos en la cama,
descubrió el vendaje de mi pierna. Sus ojos me miraron tristemente. Iba a
decirle alguna excusa, pero ella se apresuró a ponerme sus dedos en los
labios para que no pronunciara palabra alguna. Me alegró que no me

  101
preguntara nada. La quería apasionadamente, pero no podía ofrecerle la
vida ordenada que hubiera deseado. Ella esperaba que con el nacimiento
de nuestro hijo cambiara mi manera de ser. Yo estaba contento de
antemano con el nacimiento de aquel nuevo ser y confiaba que ocurriría
algo en nuestra vida que tal vez cambiaria las cosas.
Seguía jugando y derrochando grandes sumas de dinero. Este vicio se
convirtió en una droga, y experimentaba con el un placer mal sano. Los
tapetes verdes, la banca y la tensión de los jugadores en espera de una
buena carta se habían introducido dentro de mi y eran como un cáncer
devastador. Pasaba días enteros con sus noches entregado al juego.
Perdí por completo la noción del valor del dinero y lo dilapidaba a manos
llenas, seguro como estaba de que mi profesión me permitiría tener
cuanto quisiera. En cierta ocasión, Guido me amonestó por esa debilidad.
A el no le gustaba aquello. Pero no le hice ningún caso y le respondí que
el dinero que perdía era mío y no suyo. Como el no pretendía discutir
conmigo, no volvió a hablar del asunto.

El día 7 de junio de 1961 conduje a Soledad a la clínica, presa de fuertes


dolores. Una hora después estaba en la sala de partos. Pedí al médico
que me permitiera asistir al nacimiento de mi hijo, y aceptó.
Soledad sufría mucho, pero sus ojos no dejaron un instante de mirarme.
Y el nuevo ser vino al mundo. Primeramente vi una cabecita morena,
después el cuerpo. Quedé asombrado ante aquel espectáculo
maravilloso. Era una niña, y yo me sentía feliz; no había tenido ninguna
preferencia respecto al sexo de mi primer hijo. Observé su cuerpecito
húmedo y arrugado, mientras berreaba para demostrar que estaba viva.
Mi rostro se iluminó de alegría y orgullo. La imaginé ya en edad de dar
sus primeros pasos, con sus largos cabellos de muñeca morena y sus
primeras palabras que no podrían ser otras que “papá, papá”,
pronunciadas suave y tímidamente. Se convertiría en mi princesita. Pero,
por el momento, su cuerpecillo gesticulaba entre las manos del médico
ayudante.
-Es hermosa, ¿Verdad doctor?- le dije.
-Sí, es hermoso poder dar la vida.
Terminaron de limpiar a Sole. Su rostro había recuperado la calma. Le
cogí la mano con ternura y la besé en su boca febril.
-¿Eres feliz?

  102
-Mas que feliz. Nuestra hija es magnifica. Verás que bien lo pasamos los
tres juntos.
Su mirada translucía fatiga.
¿Crees sinceramente que lo conseguiremos? –añadió con tristeza.
Comprendí perfectamente la alusión. Siempre los continuos reproches
sobre mis actividades.
-Y, ¿Por qué no? –le respondí casi con maldad.
-Si…¿Por qué no?
Antes de que la condujeran a la habitación, me hizo un ruego:
-No hagas nada mientras esté aquí. Si te ocurriera algo me moriría.
Prométemelo.
-No tengo nada que prometer. No te preocupes, hasta mañana.
No me respondió. Mientras regresaba a casa, me entraron ganas de
volver a la clínica y prometerle todo lo que quisiera. Pero mi orgullo me lo
impidió y decidí visitar a los amigos, en casa de la “madre Lulú” para
festejar dignamente el nacimiento de mi niñita.
Organizamos una juerga por todo lo alto. El champán corría a raudales.
Varias chicas se sentaron a nuestra mesa. Yo coqueteé con las que
estaban a mi lado sin acordarme para nada de mi mujer en aquel
momento. A pesar de mi frivolidad, seguía adorándola, por supuesto.
Hacia media noche, le dije a Paul:
-Vamos a terminar la juerga en mi casa.
Paul me miró asombrado:
-¿Con las chavalas?
-Claro, con las chavalas.
Medio borracho me encontré en mi cama acompañado de dos
preciosidades. Hice el amor con las dos. Paul, en la habitación de los
huéspedes, subió al limbo con una rubia despampanante. Al cabo de un
rato, llamó a mi puerta y entró sin esperar respuesta. Estaba desnudo,
con una botella de champán en una mano y un vaso en la otra. Me miró
fijamente y, con una voz que la borrachera convertía en cómica, me dijo:

  103
-Mañana es preciso que vaya a ver a Guido… Es mi amigo y tengo que
hablarle. No hay nada entre manos…, puedes confiar en mí.
Visité a Guido, que comprendió perfectamente mi postura. No debía
nada a nadie y, por tanto, me sentía completamente libre de seguir el
camino que se me antojara sin tener que rendir cuentas. Guido, sin
embargo, se permitió dudar de mi rehabilitación. Estaba convencido de
que volvería al mundo del hampa. De todas formas, podría contar
conmigo en caso de problemas graves. Cuando le pregunté por Paul y
Jacky, me respondió que ya se encargaba de ellos. Todavía estaban
pendientes de juicio y sus abogados pensaban que podrían salir mejor
parados de lo previsto. Le repetí que siempre estaría dispuesto para ellos.
Antes de mi marcha me dijo:
-Hijo, aquí tengo todas las armas. Me las mandaron después de tu
detención. También tengo el 45 al que eras tan aficionado. ¿Lo quieres?
-¿Puedes guardarlo en tu casa? Con las maquetas no me sirve de
mucho.
-de acuerdo hijo, te lo guardo… ¿Quién sabe? A lo mejor dentro de poco
vendrás a reclamármelo.
-Escucha viejo… Te he dicho que estoy intentando cambiar de vida, pero
eso no quiere decir que reniegue de mi pasado ni de mis amigos. Así que
procura evitar el cachondeo… Si algún día te lo reclamo, será por un
motivo importante y lo haré sin dudar, tu lo sabes mejor que nadie.
Nos separamos con la vaga promesa de reunirnos de vez en cuando.
Sole estuvo contenta de verme tan temprano. Temía que una simple
visita a mi amigo provocaría en mi el deseo de volver a las andadas.
Pasaron los meses. Mi patrón me pagaba bien, pues me aplicaba en
conocer el oficio cada vez mejor. Hacia esfuerzos increíbles para triunfar.
Solía incluso quedarme a trabajar por las noches cuando urgía acabar un
proyecto. Sole irradiaba felicidad viéndome regresar de madrugada
agotado, después de haber pasado más de treinta horas sin dormir
ocupado en un trabajo urgente.
A veces venia al taller con Sabrina y las dos me miraban en silencio. Era
feliz porque al fin vivíamos como ella había deseado. Por supuesto que
también teníamos nuestras disputas, pero carecían de importancia y no
llegaban a ensombrecer nuestras relaciones.

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Habíamos decorado con gusto nuestro apartamento, según mis propias
ideas e iniciativas, lo que me producía una inmensa satisfacción. Mi
familia nos visitaba con frecuencia. Mi padre estaba convencido de mi
regeneración juntos nos comportábamos como dos camaradas. La falta
de comprensión de la época de mi infancia había dado paso a una
complicidad amistosa. Adoraba a mi padre y el sabia corresponderme.
Una noche al regresar a casa, Sabrina me abrió la puerta. La mesa del
comedor estaba decorada e iluminada con velas. La niña, cogiéndome
con su tibia manita, me condujo a mi sillón. Me obligó a sentarme y se
subió encima de mis rodillas. Intuí que me habían preparado una sorpresa
y le seguí el juego:
-Pero, ¿Qué pasa aquí? ¿Dónde está mamá?
Sabrina se pudo un dedo en la boca, pidiéndome silencio. Mi melodía
favorita empezó a sonar en el tocadiscos… y apareció Sole. Al verla solté
una carcajada. Se había disfrazado de mujer encinta, abultando su vientre
con un almohadón. En sus brazos llevaba las muñecas de mi hija como si
fueran bebés. Y colgado del cuello un cartel con la inscripción: he
conseguido mi aumento.

SOLE Y SABRINA EN BRAZOS


Avanzó sonriente pero, en el momento en que iba a abrazarla. Sabrina
tiró de los fondos de mi pantalón para dar a entender que no estaba
dispuesta a que la olvidáramos. La tomé entre mis manos y la levanté a
nuestra altura. Tiernamente enlazados besé a mis dos amores ante las

  133
miradas cómplices de las muñecas que pronto tendrían compañía. Sole
había encontrado aquella manera original de anunciarme que estaba
esperando un nuevo hijo.

UNA DE LAS MAQUETAS REALIZADAS POR MESRINE


Trabajaba intensamente. Por las noches seguía mis cursos de
arquitectura. Veía el fututo con serenidad. Guido venia de vez en cuando
a cenar a casa y Sole lo aceptaba como algo inevitable. Aprovechaba las
visitas para darme noticias de Paul y Jacky. Me enteré de que otros
miembros de nuestra banda habían caído en una acción que realizaron en
España. Guido no terminaba de convencerse de mi cambio. Alguna vez se
permitía ironizar:
-¿Cuánto tiempo vas a aguantar, hijo?
En una ocasión me sinceré con el y le confié mis pensamientos. Echaba
en falta mi vida pasada, y el gusto por la aventura me atormentaba. Pero,
por otra parte, mi vida ordenada me ofrecía otro tipo de satisfacciones, a
pesar de que mis relaciones con Sole no marchaban tan bien como a mi
salida de la cárcel. Se repetían las escenas de celos por el simple placer
de discutir conmigo. Incluso en alguna ocasión le levanté la mano para
pegarle. Cualquier mujer se convertía en su rival, ya fuera en el
restaurante, en la calle o en cualquier parte. En el instante en que miraba
a una muchacha se desencadenaba la crisis. Ella no se daba cuenta de
que así desgastaba nuestro amor como el mar desgasta las rocas, y que
tarde o temprano podría cansarme de ella.
A causa de mi trabajo, tenia que viajar de vez en cuando. Algunas
amistades pasajeras y sin importancia entraban en mi vida por una
noche, como único vestigio de mi libertad pasada. Aquellos momentos

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eran como una compensación a las escenas de Sole que, en principio, no
estaban justificadas. De esta manera empecé a visitar algunos bares y
salas de fiestas. Volví a encontrar viejas amistades y pasaba buenos
momentos metido en un ambiente cargado de humo, en aquel mundo
nocturno que había sido el mío. Pero, a pesar de las tentaciones,
mantenía mi determinación y rechazaba proposiciones para realizar
asuntos dudosos.
Mi patrón empezó a preocuparse, pues los negocios iban bastante mal y
comenzó a considerar la posibilidad de cerrar la empresa o reducir el
personal. El clima de intranquilidad cundió entre mis colegas; todos se
preguntaban a quien despediría.
Hacia fines de noviembre, Sole dio a luz un hermoso chico. La dejé que
saboreara su dicha, evitando hablar de mis preocupaciones
profesionales. Tenía tres bocas que alimentar y el futuro se presentaba
sombrío.
Nos dieron la mala noticia a mediados de diciembre. De los siete
empleados de la empresa, Boris se vio en la obligación de despedir a
cinco. Estaba abatido, pero no podía actuar de otra forma. Yo fui uno de
los que tuvieron que abandonar la empresa. Cuando recibí mi último
sueldo, me pregunté si se trataba de la recompensa por haber trabajado
durante dieciséis meses. Me encontraba en paro, y aquella situación me
atormentaba mas que a los otros, pues arrastraba un pasado que unos
meses de honradez no habían conseguido borrar totalmente.
De todas maneras decidí buscar un nuevo trabajo. No quería aprovechar
cualquier excusa para volver a mi vida marginal. Sole recibió la noticia
con una gran tristeza y con el temor de verme cambiar de un día a otro.
En navidad, me encontraba todavía sin empleo. Todas las empresas a
las que me dirigí, me pidieron los antecedentes penales. Les hablé con
toda franqueza, sin ocultarles nada de mi pasado. Los resultados fueron
desastrosos. En todas partes me respondían con la misma frase: ya le
escribiremos. Aquella situación me cansaba y me rebelaba.

Llegó el año 1965. Encontré un puesto de maquetista, por que me ahorré


de dar muchas explicaciones sobre mi persona. El patrón era un hombre
antipático y seco. Al cabo de quince días de trabajo, me llamó a su
despacho. Estaba desolado, pero tenia que prescindir de mi, pues había
llegado a sus oídos que había estado un tiempo en la cárcel… debía
comprenderlo… Le hice la observación de que con mi anterior trabajo
había demostrado mi deseo de cambiar de vida. Se puso meloso y me
confesó que sus socios le obligaban y que…

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Dejé de escucharle. Todos mis esfuerzos se venían abajo. Me lanzaban
mi pasado a la cara como si fuera una enfermedad vergonzosa y crónica.
Esta sociedad vengativa se negaba a olvidar la falta que ya había pagado.
De golpe, toda mi rebeldía afloró a la superficie. Con un movimiento
brusco atrapé a mi patrón por las solapas de la chaqueta. Le miré con
ojos asesinos y le dije:
-He sido un verdadero estúpido creyendo a maricas como los de tu
ralea.
El finiquito estaba sobre la mesa, delante de mí. Cogí el sobre y le escupí
a la cara al tiempo que le tiraba los billetes y las monedas. Volví a
sentarme con violencia y me dirigí hacia la puerta. El patrón mudo de
asombro ni siquiera reaccionó.
Durante más de una hora anduve sin meta fija, alimentando un odio que
era la cruel decepción de mis esfuerzos. Había tomado una decisión.
Como la sociedad no me permitía que me ganara la vida, me volvería
contra ella. Aquella idea me hizo sonreír, pues mi desquite seria brutal.
“esta vez lo vais a pagar” me dije entre dientes. Entré en un bar y
telefoneé a Guido.
-Hola, ¿Eres tu, viejo?
-¡Que tal hijo! ¿Cómo te va?
-Como hace tres años.
Se hizo un silencio. No parecía comprender lo que acababa de decirle.
Después bruscamente comenzó a hablar.
-Quieres decir que…
-Exacto. Quiero decir que vuelvo a recuperar mi trabuco. Prepara la
manduca que jalamos juntos. Ya te explicaré.
¿Por qué destruir todo lo que había levantado en tantos meses de
trabajo? ¿Por qué no intentarlo una vez más? ¿Otro puesto, otro patrón?
La respuesta era bien simple. En el fondo de mi mismo vivía un
profesional del crimen. Había cambiado por amor a mi mujer, solamente
por amor. Y el amor ya no me ligaba tan fuerte como antaño para impedir
que me marchara. El amor es lo único que puede cambiar la vida de un
profesional del hampa. Había hecho trampas conmigo mismo y la realidad
volvía a imponer su ley.
Guido me recibió sin poder ocultar su alegría.

  136
-¡Por fin! ¿Ya has terminado con tu baño depurador, hijo…?
-Olvídalo, ¿Quieres? Empecemos en el punto en que lo habíamos
dejado. Sabes muy bien que lo hice únicamente por Sole y la chavala.
-Lo comprendo, hijo. Siempre lo he comprendido. Pero no temas nada.
Los amigos no te han olvidado, ya te darás cuenta. Todos confiábamos
en tu vuelta. Actualmente estamos metidos en buenos negocios y serás
bienvenido.

Y mi vida dio un vuelco. A causa de mi decepción me sentía mucho mas


peligroso. Llevé a cabo unos cuantos golpes para solventar mi situación
financiera. Viajé a Niza para ayudar a un amigo en un ajuste de cuentas.
Quise recuperar el puesto que había tenido en mi mundo, y demostrar
que no estaba oxidado. Por el contrario, me había endurecido hasta el
límite y recuperé fácilmente mi influencia sobre alguno de mis socios.
Pero ¿Qué iba a contarle a Sole? ¿le plantearía la verdad o le mentiría?
Consideré que debía decírselo.
La escena fue terrible. Me recordó mis promesas, me enumeró todo lo
que iba a perder… Se quedó petrificada con mi respuesta:
-Antes te adoraba. O me aceptas así o te vas.
-Entonces, ya no me quieres… ¿Por eso vuelves a las andadas?
- Ya no se si te quiero. No tengo nada más que añadir. Ni a ti ni a nadie.
Puedes hacer lo que te venga en gana, pero no cambiaré de idea. Lo he
intentado y he fracasado, eso es todo.
Ella aceptó… Lo aceptó todo. Pero ya nada resultó como antes. Acababa
de matar nuestro amor. Y con su abdicación Sole terminó por perderme.
Me metí en el tráfico de divisas falsas con Guido. Realicé varios viajes a
España y Suiza. Todo marchaba sobre ruedas. Alquilé un estudio para
almacenar el material. Poseía dos pasaportes falsos sacados
directamente de los archivos centrales de la policía, lo que me permitía
una gran libertad de movimientos sin temor a los controles, incluso en el
extranjero. La banda se reorganizó bajo mis ordenes, con gran alegría por
parte de Guido. Pusimos en marcha un sistema para blanquear los
billetes de un dólar. Por el que perdían ligeramente su patina, pero
conservaban su resistencia y sus filamentos de colores.
El que poseía las planchas para imprimir los billetes de diez, veinte,
cincuenta o cien dólares, podía utilizar nuestro dólar , pues las

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dimensiones eran las mismas. Se hubiera necesitado un control con
rayos X para descubrir, aunque no con toda seguridad, los billetes falsos.
Entramos en contacto con amigos de Guido que estaban metidos en este
tipo de trabajo. Vivian en México. Uno de ellos viajó hasta París y quedó
encantado con nuestras muestras. Decidió formar una asociación.
Entretanto, y en vista de que ya no trabajaba, mi padre me convocó una
noche. Me propuso entrar en su negocio como diseñador. Su proposición
me llegaba demasiado tarde, y por otra parte, ¿No había jurado en el
pasado que nunca me aceptaría como colaborador suyo? Pero pensando
en los posibles controles de la policía, y sopesando las ventajas de tener
un empleo fijo, acepté su oferta, sin que esto significara que abandonaba
las actividades más importantes para mí.
Pude aprovechar aquella ocasión para reemprender mi vida normal, pero
no olvidaba que la sociedad, o por lo menos un parte de ella, me había
rechazado como a un perro sarnoso. El único que me había tendido una
mano era mi padre; nadie mas. Al ver que aceptaba, se sintió feliz.
Sole esperaba su tercer hijo. Le mostré una cierta ternura, ya que daba
la impresión de aceptar mis actividades al margen. Pero, sobre todo,
intentaba evitar las escenas desagradables. Pensé que se había vuelto
indiferente y que había perdido las fuerzas para luchar. Me quería, y
estaba convencida de que me perdería si trataba de hacerme volver sobre
mis pasos.
A finales de noviembre, Guido me llamó por teléfono. En menos de una
hora me presenté en su casa.
-Mira, hijo, tengo un trabajo para nosotros. Es algo importante, pero
también muy peligroso para el que se deje atrapar. Se trata de entrar en
un chalet, encontrar una agenda con direcciones en un emplazamiento
que nos indicarán y tomar ciertos informes referentes a un nombre
concreto. Creo que habrá que aprendérselos de memoria, pero ya
veremos…Por el momento escucha la continuación. Habrá que devolver
la agenda a su sitio de origen y dar la impresión de que se ha cometido
un robo, desordenándolo todo y cogiendo algún objeto de valor para
hacerlo mas verosímil. Pero, una vez acabado el trabajo, no hay que
quedarse con nada. Deberás aceptar el trabajo sin conocer el porqué ni
quien nos lo encarga. Pero una cosa es segura: ganaremos mucho
dinero.
Personalmente no veía donde podía estar la dificultad y los riesgos en
aquel asunto.
-Parece una historia sin importancia- dije sonriendo.

  138
-Oh, no, hijo, en absoluto… sigue escuchando y ya verás como cambias
de opinión. El chalet en cuestión es del gobernador militar de la isla de
Mallorca, en España.
Lancé un silbido.
-¡Nada mas que eso…! Un gobernador militar. Ahora comprendo por qué
dices que puede ocurrir cualquier cosa. Pero el chalet tiene que estar muy
vigilado, sin contar con la alarma que habrán instalado.
-Nada de eso, hijo. Según mis informes hay un día y una hora
determinados en que el chalet está completamente vacío, pues la esposa
y la criada se van con el chofer a la ciudad, de compras. Solo queda un
 jeep  de la guardia civil patrullando por los alrededores.

-Bueno, eso está por ver. De todas maneras exijo garantías. Ya sabes
que el tipo que se deje atrapar arriesga su vida. Los polis españoles no se
andan con chiquitas cuando se ataca a uno de sus jefes.
-Otra cosa…-continuó diciendo Guido-.yo me desplazo contigo al lugar
de los hechos, pero tú estarás solo para realizar el golpe, si lo aceptas,
por supuesto.
-Dime viejo… ¿Por qué yo?
-Te conozco y sé que en caso de dificultad sabrás cerrar el pico. Ya lo
has demostrado.
-¿Y si la agenda no está allí?
-Estará.
-¿Por qué? Ah, si, esta bien, no haré mas preguntas.
Exacto, hijo, ninguna pregunta.
-De acuerdo, acepto.
-Estaba seguro. Tenemos tres días para prepararnos. Viajaremos cada
uno por nuestro lado. Nos alojaremos en el mismo hotel, y no
comportaremos como si no nos conociéramos. Aquí están todos los
planos. El chalet se encuentra a quince kilómetros de la ciudad. Tengo
varias fotos. En principio no hay ninguna alarma en la casa. A nosotros
nos toca preparar un buen plan de acción. La agenda se encuentra en un
mueble con doble fondo, ya conoces esas cosas… Además, poseemos
todo tipo de detalles, como descripción y color de la agenda.

  139
-¿Sabes, viejo, que parece un argumento de novela rosa?
-Y se te digo que tu aceptación te hará ganar veinte mil dólares,
¿Seguirás pensando que se trata de
una novela rosa? Aquí tienes hijo, la mitad por adelantado – y me alcanzó
un sobre.
Estudiamos todos los detalles. Consideramos también la posibilidad de
llevar un arma, aunque los riesgos fueron enormes. Incluso decidimos
prever las cosas en caso de mi detención y las consecuencias que la
misma pudiera acarrear. Para sacar la información de la agenda, no me
fiaba demasiado de mi memoria, así que nos pusimos de acuerdo para
que tomara notas en papel de fumar y lo escondiera en la caja de mi reloj
de pulsera.
Cuando notifiqué a Sole que debía salir de viaje por asunto de negocios,
me recordó:
-Pero, dentro de tres días es el aniversario de tu hijo.
-Lo sé, pero tengo que marcharme… De modo que no insistas,
¿quieres?
Se abrazó contra mi uniendo sus labios cálidos contra los míos.
Después, mirándome, dijo:
-Nada de tonterías… ¿Eh, cariño?
-Nada de tonterías –le respondí.
Pero me invadió una cierta desazón, como si aquel viaje no tuviera
billete de vuelta.

TRAS HABERNOS PUESTO de acuerdo en los últimos detalles, me


despedía de Guido y tomé la dirección del aeropuerto. Llegué a palma de
Mallorca a media mañana y un taxi me condujo a un hotel-palacio de la
cadena Phénix. Había reservado una habitación por teléfono. Hice creer
que el objetivo de mi viaje era encontrar un chalet en venta.
El hotel se encontraba al borde del mar y tenia una situación magnifica.
Mi habitación estaba decorada con lujo y buen gusto. No había metido
ningún arma en mi equipaje, por temor a un registro en la aduana. Pero
antes de mi partida, fabriqué un ladrillo de escayola poniendo en su
interior una pistola automática protegida con un plástico. Recubrí la

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escayola con poliéster, para darle un aspecto mas decorativo, y la envié
por correo a la dirección del hotel con la mención:
Muestra sin valor. Material de construcción.

Interpretando el papel de perfecto turista, pregunté al gerente del hotel


por direcciones de agencias inmobiliarias, explicándole mi deseo de
comprar algo en la isla. No quería dejar nada al azar en caso de que la
policía realizara una investigación sobre los extranjeros llegados
recientemente. Estaba convencido de que un robo en casa del
gobernador, levantaría nubes de polvo. Después de una comida a base de
mariscos, comencé los preparativos.
Alquilé un coche en la empresa Hertz. En mi bolso de playa metí unos
prismáticos, una cámara fotográfica y unos planos detallados de la isla.
Tomé la carretera que conducía al chalet. Necesité veinte minutos para
llegar. Tuve alguna dificultad en encontrarlo, pues todas las casas
vecinas se parecían. Divisé una elevación del terreno poblada de pinos y
hacia allí me dirigí. Una vez en lo alto me di cuenta de que aquel lugar
constituía un magnífico punto de observación. Saqué los prismáticos y
los enfoqué hacia el chalet. Todas las ventanas estaban protegidas con
rejas de hierro forjado, impidiendo cualquier posibilidad de introducirse
por ellas. Revisé las fotos que llevaba para evitar cualquier confusión,
pero no había ninguna duda. Se trataba de la casa del gobernador.
Dirigí los prismáticos en todas las direcciones, constatando la enorme
dificultad que me esperaba. En una de las ventanas abiertas, descubrí a
una mujer, pero aparte de ella, no había señal de vida.
Tuve que esperar mas de una hora para divisar un coche de la guardia
civil, que dio la vuelta a la casa, pero no se detuvo. En su interior iban
tres hombres. Después, a simple vista , inspeccioné las casas
circundantes. Por ese lado no había nada que temer, al menos en
apariencia.
Esperé en mi punto de observación hasta las cinco de la tarde. De
pronto, distinguí el coche patrulla seguido de otros dos vehículos. El
primero de estos dos se detuvo delante de la casa y de su interior salió
un hombre de una gran estatura que abrió el portal de par en par. Sin
ninguna duda, debía de ser un guardaespaldas. El futuro me demostraría
que no me había equivocado.
Después, los dos coches entraron en el terreno que circundaba la casa.
Uno de los coches se precipitó a la puerta trasera, por la que apareció un
hombre pequeño y elegante. Era el gobernador. Me vino la idea de que si
mis prismáticos hubieran sido un fusil, la vida del gobernador hubiera

  141
estado pendiente de un simple disparo. Los dos coches volvieron a
ponerse en marcha; uno de ellos quedó aparcado delante del portal,
mientras que el otro emprendía el viaje de vuelta. Continué mi trabajo de
observación por lo menos veinte minutos mas. Después, considerándome
satisfecho por los datos que había obtenido, regresé a Palma. La hora de
la acción había quedado fijada para las tres de la tarde del dia siguiente.
Si las informaciones de Guido eran correctas, la casa debía encontrarse
vacía en ese momento. Llevaba el plan bien aprendido. Solo necesitaba
algunas herramientas con las que forzar la puerta. Con muy poca cosa me
bastaría.
Una vez en Palma, entré en una agencia inmobiliaria y, en compañía de
su director visité dos fincas. No quedé muy contento con lo que había
visto, me despedí amablemente y regresé al hotel.
En el vestíbulo encontré a Guido apoyado en la barra del bar, ante un
vaso de wisqui. Me dirigí hacia allí ignorando su presencia había
colocado la llave de su habitación sobre el mostrador de forma que
pudiera leerse el numero con facilidad. Lo grabé en mi memoria mientras
pedía algo de beber. Tal como habíamos acordado en París, acudiría a su
habitación alrededor de las diez de la noche, después de cenar. Acabada
nuestra entrevista, iría al salón de baile del hotel, donde pasaría parte de
la noche como cualquier soltero con ganas de divertirse.
Cené en el comedor sin ver a Guido. A la hora prevista, llamé con los
nudillos a su puerta. Me abrió sonriente y me ofreció un vaso antes de
hablar:
-Por mi parte, todo marcha sobre ruedas. El gobernador abandona su
despacho a las dieciséis cuarenta con un coche de escolta.
-Exacto. Llega a su casa hacia las diecisiete.
-Explícame lo que has observado.
Le describí todo lo que había visto. El montículo de pinos como puesto
de observación le interesó mucho.
-Todo eso está muy bien, hijo. Tengo una información suplementaria. A
la derecha de la entrada hay un contador eléctrico protegido por una tapa
de madera. Me han asegurado que esconden ahí las llaves de la casa.
Solo tendrás que forzar la portezuela para apoderarte de ellas. Así podrás
ganar tiempo, pues parece que la puerta principal es muy sólida.
-¿No crees que sería mejor que la rompiera?

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-No, hijo. De esta manera pensarán que alguna persona del servicio ha
cometido una indiscreción. He traído dos pequeños receptores-
transmisores. Tu primera idea de tomar notas hay que desecharla, pues si
surgen dificultades puedes perder la información al mismo tiempo que tu
. libertad. Perdona que te hable de esta forma, pero ya conoces los
riesgos. Mi intención es instalarme en el montículo. Desde allí podré
prevenirte en caso de peligro. Estaremos constantemente en contacto. Tu
me dictarás la información. Creo que es la mejor solución.
Estuve completamente de acuerdo con el. Si los pequeños transmisores
se averiaban, entonces tomaría las notas oportunas. Después de
recapitular sobre los últimos detalles, salí de la habitación llevando uno
de los receptores-transmisores que no abultaba más que un paquete de
cigarrillos. Los últimos informes nos decían que la casa estaría
desocupada desde la mañana pero no teníamos que intervenir antes de
las dos y media. Ignoraba el porqué de esta orden, pero me atuve a las
consignas.
Di una vuelta por la sala de baile y subí solo a mi cuarto, ante la
decepción de mi pareja que deseaba abrirse de piernas. Por la mañana
pregunté en recepción si había llegado un paquete a mi nombre. Me
respondieron que no. Aquel retraso me contrarió, pues me encontraba
desarmado para efectuar mi trabajo. No disponía más que de una navaja
de muelle, lo que consideraba muy poca ayuda en vista de la situación
con la que podría tener que enfrentarme. Compré dos llaves para
desmontar neumáticos y un destornillador corriente. Guido fue a
comprobar su puesto de observación, mientras yo me disponía a ver la
llegada del gobernador a la ciudad, colocándome en la única carretera por
donde tenia que pasar forzosamente para dirigirse a su despacho. En el
interior del coche descubrí a dos mujeres, lo que una vez mas confirmó
la exactitud de nuestros informes.
Hacia las dos del mediodía salí del hotel. Guido siguiendo nuestros
planes, ya estaba en su puesto.
Mi reloj marcaba las dos y veinte cuando me encontré a trescientos
metros del chalet. Paré el coche y, aunque no podía divisar a Guido, sabía
que estaría observándome. Saqué mi aparatito para hacer una prueba.
-Eh, viejo, ¿Me escuchas?
-Perfectamente hijo. Puedes empezar. Todo está en orden.
Pasé por delante de la casa, la bordeé y aparqué el coche a un lado del
camino, a la sombra de los árboles. Levanté el capó para simular una
avería. En caso de que alguien saliera a mi encuentro, le diría que estaba

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buscando un teléfono. Miré a mi alrededor y todo se mantenía en calma.
Me encontraba a cincuenta metros de la parte trasera de la casa. Otras
dos propiedades quedaban dentro de mi ángulo visual. Salté la cerca con
gran rapidez y me encontré una especie de mirador, desde donde nadie
podía verme, ni siquiera Guido. Le llamé:
-Ya estoy dentro… cambio.
-Todo sigue bien, hijo…Cierro.
Lo primero que vi a mi derecha fue el armario del contador. Me puse los
guantes y forcé la puertecilla de madera maciza con ayuda de los
desmonta-neumáticos. El manojo de llaves estaba en uno de los estantes.
Todo parecía demasiado fácil. Sentí una cierta angustia. No me
encontraba a gusto. Mis cinco sentidos me advertían de un peligro oculto.
Procuré olvidarme de todo y seguí con mi trabajo. Abrí la puerta con la
mayor naturalidad del mundo, entrando en una gran sala amueblada al
estilo rústico español y que debía servir de cuarto de estar. Cerré la
puerta tras de mi. Visité todos los cuartos, buscando una posibilidad de
fuga en caso de que las cosas salieran mal. Únicamente en la cocina
había una puerta que daba a una terraza, pero estaba protegida por una
persiana metálica, como las que se instalan en los comercios.
Solo disponía de una salida, lo que no acababa de gustarme. Cuando me
acerqué a la puerta que, según los informes, daba a la habitación del
gobernador, la encontré cerrada con llave. Ninguna de las que llevaba
conmigo logró abrirla. Tras un primer vistazo, tuve la sensación que no
había instalada ninguna alarma. Entonces forcé la puerta, y me encontré
una habitación ricamente decorada. Mis ojos se fijaron inmediatamente
en el mueble que estaba buscando: un escritorio de estilo Luís XV, con
una tapa abatible que servia de pupitre. Ambos lados estaban adornados
con cuatro finas columnas de madera abrazadas en su centro por sendos
anillos dorados. Sabía que tirando de la que estaba colocada a la
izquierda de la parte superior, descubriría el escondite. Pero antes de
poner manos a la obra, di una vuelta por el cuarto y visité además el
baño.
Llamé a Guido:
-Comienzo…Cambio.
-Todo está bien. Puedes actuar tranquilamente... Cierro.
Observé el mueble desde todos los ángulos por ver si encerraba alguna
trampa, pero todo me pareció normal. Cogí la columna entre mis dedos y
tiré hacia fuera, pero resistió mi presión. Hice lo mismo con las otras

  144
como medida de precaución, pero sin resultado. De nuevo me ocupé de la
primera e hice girar el circulo de metal dorado del centro. Tampoco
conseguí nada positivo. Comprendí que quizá fuera necesario abrir un
cajón al mismo tiempo para liberar el sistema de seguridad. En mi vida
profesional ya me había encontrado con este tipo de doble protección.
Necesitaba pues, forzar la tapa para alcanzar los cajones. Esto no
levantaría sospechas, pues un ladrón corriente ignoraría el escondite. En
cuanto conseguí bajar la tapa, abrí de uno en uno todos los cajones.
Cuando manipulé el último de abajo, oí un ligero chasquido y la columna
que sujetaba con mi mano izquierda perdió su rigidez. Tiré de ella con
precaución, dejando al descubierto un minúsculo cajón que no mediría
mas de cuatro centímetros de ancho por diez de largo. Entre varios otros
papeles se encontraba la agenda. Tuve que reconocer admirado la
exactitud de la información que nos habían dado. Puse el contenido sobre
el pupitre, fijándome en su orden para dejar al final todo tal y como
estaba. Llamé a Guido:
-Ya tengo al niño. Comienzo…Cambio.
-Bien hecho hijo… quedo a la escucha.
Hojeé el cuadernillo y descubrí que estaba lleno de nombres, a veces
simples iniciales seguidas de un número y una dirección. Hoja por hoja
recorrí toda la agenda. No encontré ninguna anotación que
correspondiera a lo que Guido me había detallado y estábamos
buscando.
Volví a leerlo desde el principio. Nada. Hablé con Guido:
-Eh, viejo, el niño no tiene el nombre que buscamos. Nada de nada.
-Mierda. No puede ser. ¿Estas seguro? Cambio.
-Si, seguro. Posiblemente está la información, pero bajo una clave que
ignoramos. Espero que tu decidas. Cambio.
-Está bien. Léeme la agenda completa. No nos queda otra solución.
Tomo nota. Cambio.
-Está bien, como quieras.
Le dicté una por una las páginas, haciendo una pausa de vez en cuando
para comprobar que me seguía. Cuando hube acabado, le dije:
-Terminado, viejo. Espero que me hayas comprendido. ¿Quieres que lo
vuelva a leer? Cambio.

  145
-Ya no hay tiempo, hijo. No te preocupes, lo he anotado todo
perfectamente. Ahora comienza el teatro y date prisa. Cierro.
Volví a colocar la agenda en su escondite. En el curso de mi lectura, me
di cuenta de que algunos números correspondían a cuentas de bancos
suizos. Me pregunté si seria aquello lo que interesaba tanto a nuestro
misterioso cliente. Una vez puesta la columna en su posición inicial,
empecé a vaciar los cajones del escritorio para iniciar el simulacro de
robo. Hice lo mismo con los otros muebles. Con objeto de tener las dos
manos libres, cometí el error de dejar mi receptor-transmisor sobre la
cama y pasé a otras habitaciones para seguir el desorden. Bajé al salón y
esparcí por el suelo infinidad de cosas que llenaban los armarios. Tomé
unas cuantas chucherias de cierto valor y subí en busca de la pequeña
radio… Entonces me di cuenta de que Guido me llamaba con urgencia y
me precipité sobre la cama.
-Si, viejo… escucho… Cambio.
-Lárgate, hijo…De prisa… Hay tres coches de polis delante de la
puerta…Dios mío, ¿Dónde estabas? Cambio.
Recibí la noticia como un puñetazo en plena cara, y la angustia que
había sentido al entrar desapareció por completo. Entré corriendo en un
cuarto desde cuya ventana se podía ver el portal. Había exactamente tres
coches como los observé en la víspera. Los hombres actuaban confiados,
pues ignoraban mi presencia en la casa. El guardaespaldas había
descendido y se preparaba a abrir la verja.
No quedaba escapatoria posible. En unos segundos nos encontraríamos
frente a frente.
-Ya no hay tiempo…Me han cazado…Cambio.
-¡Hijo…! ¿No puedes intentar algo?... cambio
-No, nada…Ni siquiera estoy armado…Cambio.
-¡La radio! Hazla desaparecer, pues de lo contrario… Cuidado. Los
coches están entrando por el sendero. Me ocuparé de ti, hijo. Cuenta
conmigo…Cambio.
-La haré desaparecer… Adiós, amigo, y lárgate…Cierro.
No esperé respuesta. No podía esconder el aparato, pues tarde o
temprano lo encontrarían y sabrían que no era material utilizado por un
simple ratero. Pensé que, dado su pequeño tamaño, pasaría posiblemente
por el desagüe del retrete. Sin perder un segundo lo introduje en el

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inodoro, empujando con la mano, y después tiré de la cadena. Con gran
alivio por mi parte, vi como desaparecía. Por ese lado no tenia nada que
temer.
Solo disponía de unos instantes antes de que el destino me pusiera frente
a una situación catastrófica. Decidí bajar y plantarles cara. Cuando abrí la
puerta me di de narices con el guardaespaldas, que en el primer momento
quedó sorprendido por mi presencia. Sus reflejos no se hicieron esperar.
De un empujón me proyectó contra el muro, al tiempo que pedía ayuda..
en un santiamén me dejaron fuera de combate. Cuando recobré el
conocimiento, me dolía todo el cuerpo. Me habían esposado con las
manos a la espalda. Varios hombres uniformados me miraban con aire
receloso y el arma que portaban no me inspiraba confianza. Al darse
cuenta de que me movía,
me levantaron brutalmente. Un teniente de la guardia civil me increpó en
español:
-¿Quién eres tú? ¿Qué haces aquí, perro bastardo?
Comprendí inmediatamente las ventajas de hacerles creer que no
entendía su idioma y les respondí en francés:
-No le comprendo. Soy extranjero…Francés… Soy Francés.
Durante un momento vi en sus ojos la sorpresa. Se volvió al
guardaespaldas y le dijo, siempre en español:
-Es un extranjero. Un francés… ¿Hable usted el francés?
Le respondió que no y añadió que el señor gobernador lo hablaba
perfectamente. Entró en la casa y segundos después volvió a aparecer,
diciendo:
-Llévenlo adentro. El señor gobernador quiere interrogarlo.
Me metieron en el cuarto de estar. Me sentí incomodo ante aquel
desorden que había ocasionado. El gobernador me contempló con ojos
vivos y divertidos. Era un hombre pequeño, de aspecto frágil en
apariencia y con bastantes años encima, los suficientes para poder ser mi
abuelo. Pero bajo su aire infantil se vislumbraba una gran firmeza. Con
voz suave y amable me preguntó en francés:
-¿Así que es francés?

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De pronto me vino la idea a la cabeza de hacerles creer que me había
equivocado de chalet. Incluso si no obtenía nada positivo, me permitiría
ganar tiempo.
-Sí, señor Martínez, soy francés –le respondí.
Recibió el golpe sin pestañear y le habló al teniente en su idioma:
-¿Por qué me llama Martínez? ¿No sabe que soy el gobernador de esta
isla?
-No lo sé, señor gobernador. Pero no se preocupe, que ya hablará.
Ante tal amenaza tampoco reaccioné, pero sentí un nudo en la garganta.
El gobernador volvió a mirarme.
¿Qué ha venido a buscar en esta casa?
-…
-Responda muchacho. ¿Qué buscaba?
-Dinero.
-Pero no ha robado nada.
-No he tenido tiempo.
-Es posible… Sí, muy posible. ¿Sabe quien soy yo?
-Sí, el industrial Martínez –dije como si fuera algo evidente.
Me dirigió una sonrisa que podía significar muchas cosas, e
inmediatamente me habló en español… Tuve los reflejos suficientes para
no responderle ni traicionarme con un ligero movimiento de labios. Me
quedé inmóvil como si no se dirigiera a mi. Ordenó a los guardias que le
siguieran. Me llevaron al primer piso y, cuando llegamos a una habitación,
me preguntó con dureza:
-¿Qué buscaba en esta habitación?
-Dinero, joyas…
-¿Y en este mueble? –me dijo, señalando el escritorio despanzurrado.
-Lo mismo señor.

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-Desnúdenlo y regístrenlo completamente – dijo volviéndose hacia el
teniente y hablando en español.
Me introdujeron en otra sala y me dejaron en cueros. Después de
examinar minuciosamente la ropa y los zapatos, me pidieron que me
vistiera. Cuando acabé me colocaron de nuevo las esposas.
La situación les preocupaba visiblemente. Con gran sorpresa por mi
parte, me hablaban y me trataban de buenas maneras. El gobernador
puso punto final a la conversación.
-No sé que ha venido a hacer a mi casa, pero lo sabremos. Esté seguro
de ello muchacho. Mis agentes le harán hablar, a menos que se comporte
de un modo razonable.
Después, en español, se dirigió al sargento con voz firme:
¡Llévenselo! Quiero saber la verdad. Este hombre miente, está
demasiado tranquilo. Póngalo en manos del comisario Francisco
Rossello y que me tenga al corriente.
Me llevaron al cuartel de la guardia civil. Allí me obligaron a bajar al
sótano y me ordenaron que me quitara los pantalones y los zapatos.
Me instalaron en una celda húmeda y sin luz, dejándome puestas las
esposas con las manos a la espalda.
Al quedarme solo no sentí el menor temor y, sin embargo, podía
imaginar fácilmente lo que me esperaba. Los golpes no me daban miedo
pero, ¿Se detendrían allí? Conocía los métodos y la triste fama de la
policía española. En todo caso, no me harían ningún regalo, de eso
estaba seguro. Esta vez era el fin. Me puse a pensar en Guido… ¡Había
tenido suerte! Pasé horas enteras meditando, sentado sobre el colchón
de paja que había en el suelo. Necesitaba encontrar un buen argumento
para crear la duda.
Hicieron que me vistiera, me quitaron las esposas y me condujeron a
una gran sala donde me esperaban varios hombres de paisano, rodeando
a otro hombre de unos cincuenta años.
-Siéntese, señor Mesrine –me dijo en francés.
Tomé asiento en la única silla desocupada.
-Le prevengo que hemos encontrado el coche que había alquilado.
También nos hemos permitido visitar su habitación en el hotel para
echarle un vistazo. No hemos encontrado nada, pero un paquete dirigido

  149
a usted le esperaba en recepción. Su contenido era muy interesante… Si,
verdaderamente interesante. Espero que la gravedad de su delito no le
pase inadvertida. No se puede atacar impunemente al gobernador
militar…Pero lo que mas nos inquieta a estos señores del servicio secreto
y a mí, es el motivo.
Durante todo el tiempo que estuvo hablando, yo no hacia mas que
devanarme los sesos para encontrar algo sólido con que argumentar mi
defensa. El paquete con la pistola había llegado, y pensé aprovecharme
de su retraso, para jugarme la carta del misterio. Cuanto mas interpretara
el papel de malo, mas en serio me tomarían. Hice un gesto de sorpresa:
-El gobernador… ¿Qué gobernador, señor?
-Vamos Mesrine, seamos serios y no me diga que ignoraba que el chalet
pertenecía al gobernador militar. Díganos cuanto antes los motivos.
Francia es un país amigo. La verdad nos permitirá arreglar las pequeñas
diferencias con sus jefes y solucionar en buena forma su situación.
-Un momento señor, pero no le comprendo… Le repito: ¿Qué
gobernador y que jefes? No comprendo nada de sus preguntas, y mucho
menos lo que afirma.
Durante unos minutos habló en español con los hombres que estaban
presentes. Comenzó a perder la paciencia. Uno de los otros le dijo:
-Déjemelo a mi. Le garantizo que hablará.
Hice como si no comprendiese. Se volvió hacia mi y continuó la
discusión, pero esta vez con voz amenazadora.
-Está equivocado si cree que su condición de extranjero le protege. Se
permite atacar al gobernador militar. Recibe en su hotel un paquete
enviado por correo... ¿Y que encierra? Un arma.
Ah, no, Mesrine. No se haga el imbecil. Toda esta historia huele al servicio
secreto y le aseguro que nos dirá la verdad.
Aquella duda que había planteado me hizo comprender las ventajas de
las que podría sacar provecho. Porque por más averiguaciones que
hicieran con las autoridades francesas, no obtendrían una respuesta. Si
les informaban de que no pertenecía al servicio secreto, llegarían a la
conclusión de que mis jefes cesaban de ayudarme. Por otra parte, cuanto
mas jurara que no formaba parte de ningún servicio de espionaje, más les
haría creer lo contrario. Imaginarían que había recibido órdenes estrictas
para negar cualquier pertenencia en caso de que la misión fracasara.

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posibilidad de recuperarme… lo que muestra mi buena voluntad. Respeto
mis compromisos comisario, así que no me complique la vida. No me
siento en absoluto responsable de la vigilancia de sus cárceles y me
importa un bledo su David. Si me autoriza, quisiera retirarme a mi hotel y
no importunar sus investigaciones. Discúlpeme si no le deseo buena
suerte.
-De acuerdo, Mesrine, esta libre. Le acompañaremos.
Cuando llegué a mi habitación pedí que me subieran una botella de
Whisky con hielo. Me serví un vaso, e hice como si brindara con un
personaje imaginario, pensando en David. Y dije para mis adentros: “Bien
hecho, hijo, los has jodido”.

Estaba convencido de que me vigilarían día y noche a partir de aquel


momento, pero ya habíamos convenido que durante el resto de mi
estancia en la isla no me pondría en contacto con David.
Guido me informó de que estaba todo en orden y que regresaba a París.
El 10 de enero de 1966, mi abogado me visitó en el hotel. Me informó de
que me habían juzgado sin mi comparecencia y que me habían
condenado a seis meses de cárcel con la sentencia en suspenso, y que lo
único que retenían en mi contra era la tentativa de robo. De la pistola
automática ni siquiera se había hablado. Me tendió un documento que me
autorizaba a regresar a Francia. Ni siquiera me expulsaban de España…
Mi cuento había funcionado mejor de lo que había esperado.
Aquella misma tarde tomaba el avión a París.
Cuando Sole reconoció mi forma de llamar, lanzó un grito y se precipitó
en mis brazos. Su primera frase me sorprendió:
-¿Es cierto, querido, que trabajas para el servicio secreto? Tu abogado
así se lo escribió a tu padre.
Sopesé mentalmente las ventajas que aquella mentira me podía dar en
fututos viajes y respondí vagamente: - Evita en lo posible hacerme
preguntas, ¿quieres?
De esta manera, ella dedujo que me era imposible hablar. Su
imaginación se encargaría del resto.

  164
Me observó con ojos de admiración y me dijo que me comprendía. Se
creía casada con el agente OSS 117 y James Bond juntos… si aquello
tranquilizaba su conciencia, no sería yo quien le llevara la contraria.
Me puse inmediatamente en contacto con Guido, quien me tranquilizó a
propósito de David.
-Durante tu arresto me he ocupado en un hermoso negocio de dólares
falsos. Los he comprado… si quieres nos los repartimos.
Fue en busca de una maleta de la que sacó una carpeta grande repleta
hasta los bordes de billetes de cien dólares. Saqué un billete de uno de
los fajos y lo examiné.
-¿Qué te parece?
-Buena mercancía… En fin, bastante buena.
-¿Te parece bien?
-Dista mucho de ser perfecto, pero vale la pena… ¿Cuánto hay?
-Ciento cincuenta mil dólares… Pero hay un pequeño inconveniente.
Corresponden a varias series identificadas en mil novecientos sesenta y
uno por la american Express.
-¿A que tarifa los has comprado?
-Al quince por ciento de su valor nominal.
-Está bien. Veremos lo que se puede hacer, pero encontraremos la
manera de revenderlos. Tomemos el tiempo que haga falta.
Pasó un mes. Descansé en compañía de Sole, que ya no discutía mis
salidas nocturnas, imaginando que realizaba sabe dios que misión.
Era el momento de traer a David. Provisto de documentación falsa, tomó
el avión junto con la mujer y el hijo de uno de mis amigos que aceptó la
estratagema para facilitar su salida.
David llegó a mi casa loco
loco de alegría. Me contó todo al detalle. No sabia
como agradecerme lo que había hecho por el. Le preparé un apartamento,
documentación falsa, ropa y dinero. Encontraba normal por mi parte
ayudar a un tipo que había tenido el valor de evadirse. A veces, sin
saberlo, se deja entrar al lobo en el redil . Pasamos juntos una semana,
presentándole amigos. Y llegó el momento en que oyó hablar de los
dólares falsos y se entusiasmó con nuestro negocio.

  165
-Escucha, Jackes. Conozco a un banquero en Barcelona que acepta esta
clase de mercancía cuando es de buena fabricación a cambio del veinte
por ciento de comisión. Los cogerá todos sin poner pegas. Si quieres me
pongo en contacto con el.
Hablé de ello con Guido y, ante las sólidas razones de David, aceptamos.
Hacia falta estar muy seguro de si mismo para arriesgarse a volver a
España. Pensé que era una manera de pagarme la deuda que había
contraído con su liberación. Una vez mas me equivoqué con el. Como yo
lo acompañaba en el viaje, empecé a organizar nuestra marcha.
Unos días antes de nuestra salida, Guido me pidió que fuera a verle a su
casa:
-Escucha, hijo. Ese tipo no me gusta…Desconfía de el; algunos detalles
me dan que pensar. Me ha pedido que le procurara una automática para el
viaje… ¿Te ha hablado de ello?
-Si… Y no hay nada más lógico que ir armado.
-No le conocemos lo bastante como para darle tanta confianza… te lo
repito, desconfía de el… Tengo el presentimiento de que no nos va a traer
nada bueno.
-De todas maneras, yo soy quien guarda los dólares. Y no te preocupes,
que no voy a viajar con las manos vacías. Podemos tomar nuestras
precauciones, por ejemplo, darle su juguete con el percutor limado, un
momento antes de ponernos en camino. En cuestión de armas no parece
estar muy al corriente. Yo me llevaré dos para que en caso de que nos
enfrentemos con los polis españoles no se encuentre desarmado… si eso
te tranquiliza…

  166
Guido dio su aprobación.
David debía alquilar un Mercedes en la empresa Hertz con un nombre
falso, Una vez escondidos los billetes en el coche, emprendimos la
marcha, Aquella misma mañana le entregué una Parabellum de nueve
milímetros y dos cargadores. Intenté leer en sus ojos y descubrí una
cierta satisfacción.
 —Con eso estarás menos solo —le dije.
 —Si, puede ser útil.
 —Oye, David... Estamos de acuerdo con respecto al banquero, ¿verdad?
 —Si, puedes confiar en mí.
Atravesamos Francia, relevándonos al volante. Pernoctamos en Perpiñán
y, a la mañana siguiente, David me propuso:
 — ¿Sabes una cosa? Corres bastante peligro al pasar la frontera a mi
lado. Lo mejor será que yo la cruce solo con el Mercedes y túvayas
tú vayas en
autocar. Te recogeré una vez hayamos entrado en España.
¿Era sincero o encerraba malas intenciones? Durante todo el viaje se
había comportado alegremente y nada hacia pensar en algo sospechoso.
Intenté comprobar si su proposición tenía otro fin que el de protegerme.
-Sí, tienes razón, pero yo pasaré con el Mercedes y tú en autobús,.. Así
los riesgos serán menores, ¿no crees?
Esto pareció contrariarle, pero respondió:
Como quieras. Tú eres el que manda,
Pasé la frontera sin ninguna dificultad, pero recordé los consejos de
Guido.
El autobús llegó dos horas después. Decidimos desayunar y, mientras
tomábamos un café, David me dijo:
No necesitamos estar en Barcelona hasta la noche. Yo tengo un buen
amigo que vive a unos cuarenta kilómetros de aquí... Me gustaría poder
hacerle una visita y presentártelo. Dime. Jacques, ¿estás de acuerdo en ir
a verlo?
Nunca me había hablado de ese amigo, En aquel momento comprendí que
buscaba la manera de cazarme pues, con la mercancía que

  167
transportábamos, no era el momento apropiado para hacer turismo. El
juego comenzó a interesarme. Hacía votos para que me equivocara, pues
de lo contrario el muchacho lo pasaría mal. Le respondí con indiferencia:
 —Sí, tenemos bastante tiempo. De acuerdo, vamos a ver a tu amigo.
Me pidió que le dejara conducir. Me llevó por una carretera que discurría
al pie de los Pirineos y que atravesaba un bosque. No había casi
circulación.
Vaciló y pronunció un nombre que yo no conocía. Le noté nervioso.
Empecé a estar seguro de que David tramaba algo, Me mantuve ojo
avizor. La 38 especial que guardaba en mi cintura me servía de garantía
para continuar con vida. Disimulé que me ganaba el sueño acunado por el
movimiento del coche.
Mientras David tuviera las manos sobre el volante, yo no corría ningún
riesgo y empecé a encontrar divertida aquella situación. Avanzamos unos
cuantos kilómetros más y luego se metió por un camino. Ningún coche se
había cruzado con nosotros en todo el recorrido. Aminoró la marcha y yo
hice como si me despertara,
 —Tengo ganas de orinar —me dijo.
Ya no había ninguna duda. Me quería dejar tirado en la cuneta. Sentí asco.
Aquel a quien había ofrecido mi amistad me la iba a cambiar con moneda
falsa. Yo era demasiado ingenuo en lo que a los amigos se refiere. Que
una mujer te engañe, puede pasar, pero si un compañero te traiciona, el
sentimiento de «hasta la muerte» se convierte en odio destructor. Me
entraron ganas de gritarle: “¿No ves que estas buscando tu perdición?.
Pero seguí el juego sin perder los nervios,
 —Estupendo, porque yo también tengo ganas.
Aparcó el Mercedes en una amplia cuneta umbrosa. El descendió primero
y, sin que se diera cuenta, quité la llave de contacto yla
y la guardé en mi
bolsillo mientras bajaba por mi lado, Se alejó unos metros del coche y yo
hice lo mismo, dándole la espalda como si orinara. Escuché como
regresaba sigilosamente al coche y abría la puerta, Cuando me di la
vuelta no me sorprendió verlo a unos diez metros de distancia, con el
arma en la mano, sudando de miedo e incapaz de llevar a cabo una
empresa que de todas maneras no iba a concluir. Yo hablé el primero,
clavando los ojos en su pistola. Sabía que sin el percutor en condiciones
era un juguete inofensivo y las palabras de Guido me vinieron a la
memoria.

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 —Y esto, ¿qué quiere decir, David?
Dame las llaves y no des
de s un paso..., y..., y… tira tu pistola al suelo.
Como me veía sonreír, gritó nerviosamente:
 —Las llaves o disparo. No des un paso !no des un paso!
paso ! —volvió a gritar,
 — ¡pobre tonto!
El gatillo de su Parabellum produjo un chasquido seco sobre el tope del
percutor, pero no salió ningún disparo. Me miró alelado y presa del
pánico. Intentó cargar de nuevo, pero mi arma le apuntaba. Se quedó con
los brazos colgando, como una marioneta desarticulada, Con una rabia
que me helaba el corazón me acerqué a él. Sus ojos estaban fijos en el
negro cañón de mi 38 especial. Mi pie derecho le alcanzó en el bajo
vientre y se retorció contra la portezuela del coche.
 — ¡Pobre idiota!
Recogí su pistola. El lugar estaba desierto. Descubrí un camino que
ascendía ligeramente hacia la montaña. Levantándolo por el cuello de su
chaqueta, le dije:
 —Avanza, basura, Vamos a conversar amablemente.
Le obligué a que marchara delante de mí, Recorrimos unos cienmetros.
cien metros.
Desde la carretera no podían divisarnos. David no paraba de lloriquear:
 — ¿Qué vas a hacer? Déjame al menos que te lo explique...
El hijo de perra buscaba una salida. Explicarse... Le había ofrecido todo
sin conocerlo, y su primer gesto de agradecimiento habia sido intentar
robarme y mandarme al diablo.
 —No te preocupes guapísimo. Podrás explicarte, te vas a explicar...
Quédate ahí:.. Ponte en pelotas.
 —Pero...
Mi puño izquierdo le alcanzó en plena cara.
 —En pelotas, basura, y de prisa —le ordené.
Se desnudó temblando de miedo y de frío... Los cerdos nunca saben
morir como los hombres, Hice un amago de apuntarle.

  169
 —Ah, no... Eso no… No... No..., Sentía un cierto
cierto sadismo al verle en aquel
estado, Le increpé:
 —Y todo esto por dinero... El banquero no existe, ¿verdad? Me dejabas en
la cuneta y te largabas con ciento cincuenta mil dólares, coche, armas y
documentos.
 —Yo no quería matarte..., te lo juro... Sólo quería el dinero.
 — ¡Eso es todo lo que se te ocurre! Guido me había prevenido, por eso
tenías el arma trucada... No tienes suerte, pequeño, tu carrera de cerdo se
acaba… Tú mismo has elegido tu destino.
Estaba completamente descompuesto y suplicante:
 —No... No hagas eso... Haré lo que tú quieras... Si..., sí..., lo que tú quieras.
Me explicó que el banquero nunca había existido y todo lo demás. Se
arrodilló gimiendo y llorando. Me hubiera gustado que, por lo menos,
hubiera tentado su suerte, pero era un cobarde, como todos los que
traicionan la amistad. Retrasaba su muerte; hacía como si le diera una
esperanza de salvación.
 —Te voy a dar una oportunidad.
Sus ojos cambiaron de expresión y se iluminaron:
 —Sí, sí, dame una oportunidad... Verás como no lo lamentas.
¿Cómo podía confiar en lo que me decía? Demasiado codicioso e
Ingenuo para creer que la traición no se paga con la muerte.
Ponte la camiseta,
La cogió temblando y se la puso. Cuando su cabeza apareció por el cuello
de la prenda interior. Mi arma le apuntaba. Ya había jugado bastante, El
primer disparo le alcanzó en la rodilla izquierda y se desplomó con un
alarido, Se cubrió la cara con las manos.
 — ¡De pie, cerdo, de pie!
A duras penas se levantó sin dejar de mirar
mirar la pistola. El miedo le había
llegado a las tripas y los excrementos le resbalaban por entre las piernas.
Cuatro disparos seguidos le dieron en pleno pecho. Las balas
agujerearon la camiseta. Cuatro florecitas rojas, premio a su marranada.
Gruñía con un estertor agónico. Le quité la camiseta y, tirándole de los
cabellos, le levanté la cabeza, Mi última bala le hizo saltar la tapa de los

  170
sesos. Accioné el tambor de mi pistola, saqué los casquillos y los guardé
en mi bolsillo. Recogí toda la ropa. Miré por última vez a David, escupí. Si
hubiera tenido que ponerle un epitafio, habría sido: Muerto en su propia
mierda,
Necesitaba reflexionar y actuar con rapidez. La calma era absoluta. Borré
las huellas de la pistola que había utilizado y, junto con los casquillos
vacíos, la tiré lejos, entre los matorrales. Lo mismo hice con la de David.
Guardé su ropa en un maletín, arranqué las fotos de su documentación y
le prendí fuego a todo. Me quedé con la camiseta.
Parecía a todas luces imprudente, pero me importaba un bledo: se la
llevaría a Guido de regalo.
Conduje el Mercedes hasta la carretera vecinal y luego regresé andando
al camino para borrar las huellas de los neumáticos. Tenía que volver a
Francia con la mercancía. Atravesaría la frontera al atardecer. Con un
poco de suerte no encontrarían el cuerpo o lo que quedara de David hasta
la próxima primavera,..Y hasta entonces los roedores y la carroña
celebrarían un festín. No me quedaba más que desearles buen provecho.
En el camino de vuelta pensé en David. Habría salido ganando si se
hubiera quedado en la cárcel. No me perdonaba el error que había
cometido al juzgarle, pero mis amigos no me reprocharían nada. El
asunto de los dólares no tenía mucha importancia. No nos faltarían
soluciones.
A las ocho de la tarde crucé a frontera. Cuando el aduanero me preguntó
si tenía algo que declarar, le respondí con humor: No, absolutamente
nada, señor.
En un lugar desierto y a la luz de la lamparilla interior del coche, saqué
los dólares de su escondite y los guardé en mi bolso de viaje. En
Perpiñán abandoné el Mercedes con las llaves de contacto puestas para
facilitar el robo y me dirigí a la estación, donde tomé el primer tren en
dirección a París.
Viajé en litera y, nada más llegar, me encaminé a casa de Guido. Cuando
me abrió la puerta se sorprendió:
-Tan pronto de vuelta, hijo?
 —Tenías razón en cuanto a David,
-¿Qué pasó?

  171
Apoyé mi bolso en la mesa y sacando la camiseta con las manchas de
sangre, le dije a Guido:
 —Asunto arreglado.
No volvimos a hablar de aquello, pero mi determinación de emplear la
violencia en los momentos necesarios, me valió un cierto prestigio entre
los amigos.

  172
EN ABRIL DE 1966, S0LE dio a luz un niño al que llamé Boris. Este
nacimiento no frenó en absoluto mis actividades criminales. Estaba
enamorado de la acción y, contra esa amante, Sole se encontraba
completamente desarmada. Me gustaba vivir en peligro. Como contra-
punto, sentía una adoración sin límites por mi hija Sabrina, Alguna noche
me la llevaba a un restaurante. Sus ojos, como dos bolitas negras,
descubrían el mundo, Juntos paseábamos entre los vendedores de
cuadros de la plaza del rertre. En Gavroche pedí que le hicieran un retrato
y los pintores que la conocían la apodaron «la pulga». Cuando pasaba la
florista con su cesta siempre le compraba una rosa.
Volvíamos a casa rendidos. La tomaba en brazos y se dormía apoyando
su cabeza en mi hombro. Me consideraba el hombre más feliz del mundo.
Aquella contradicción entre el hombre sensible y el matón sin escrúpulos
sólo podía tener una explicación: en mi coexistían dos vidas paralelas. La
segunda amenazaba constantemente con destruir lo que la primera me
otorgaba y, al regresar a casa, estaba lejos de pensar que nunca vería
crecer aquel cuerpecillo que, confiado, se entregaba a un sueño apacible.
Guido me pidió que le acompañara al sur de Francia. Su amigo Tino
necesitaba ayuda para un ajuste de cuentas, Una vez más corrió la
sangre. El mundo en que me movía estaba hecho de tal manera que se
podía matar a un hombre sin haberlo visto anteriormente. Uno ignora
todo del enemigo salvo que está en guerra con el amigo de tu amigo. Se
le mata sin odio, sin cochinadas..., como en una contienda bélica,
simplemente porque hay que hacerlo. Y uno vuelve a casa sin pensar que
una madre llora, que una esposa te maldecirá sin conocerte y que quizás
el destino pondrá en tu cama, años después a esa misma mujer que
continuará ignorando que tu mano ha sido la culpable de su cambio de
vida. Pero hay una cosa que permanece en todo arreglo de cuentas: si los
amigos del ejecutado son fieles a su compañero, no te olvidarán nunca.
Una vez en París, Guido me previno de que el asunto no estaba liquidado.
No tardaría en darme cuenta de ello.
Una noche que me había citado con Tino, el cual pasaba en París una
temporada, aparqué mi coche cerca de la plaza de Clichy. En el momento
de bajar del vehículo, el ruido de un motor me hizo volver la cabeza,
Aquel gesto me salvó la vida. Un hombre sacaba la mano por la ventanilla
y me estaba apuntando con una pistola. Por simple reflejo me arrojé al
suelo al tiempo que sonaba el disparo. El coche pasó por delante de mí.
Giré con rapidez sobre mí mismo y conseguí sacar mi Colt 45 aunque me
faltó tiempo para apretar el gatillo, Cuando quise levantarme el pie
izquierdo no me sostenía. Una bala me había alcanzado la pierna y otras
cuatro se habían estrellado contra la portezuela del coche. A pesar de la

  173
súplicas, de las lágrimas a la cólera. Comprendí que si seguía viviendo a
su lado, terminaría por matarla. Me había convertido en un hombre
peligroso. Nuestra unión se desintegraba. Era consciente de mi
responsabilidad, pero no movía un dedo por procurar salvarla. Decidí
pues, abandonarla sin explicación alguna y desaparecer de su vida.
Llamé a mi madre que vino a buscara mi hija Sabrina para llevársela a
Paris.
Después de pasar por el banco donde tenía una cuenta abierta, tomé un
avión para Roma. No dejé ni una nota de despedida ni la menor
posibilidad de encontrarme. Nunca más volví a verla. Me escribió varias
cartas a la dirección de mis padres, pero no respondí a ninguna. Jamás
supe lo que había sido de ella, ni tampoco quise saberlo.
En Roma telefoneé a Guido. Su respuesta ante lo que acababa de ocurrir
con mi mujer fue:
 —Es lo mejor, hijo... Sí. Mejor para ella y mejor para ti.
Me informó que se había enterado de quién me había disparado meses
antes y me preguntó si me interesaba un asunto en Suiza. Como respondí
afirmativamente, nos citamos en un hotel de Zurich.
Nos encontramos de nuevo días más tarde, Me anunció que ya había
liquidado los dólares falsos y que podía disponer de mi parte. Habíamos
proyectado un asalto a una joyería de Ginebra. Dos amigos nos
aguardaban sobre el terreno, En cuanto al tiroteo que me había costado
una herida, su respuesta me sorprendió:
 —Hay que olvidarlo, hijo.
 —¿Acaso bromeas?
 —No, hablo enserio... Se ha firmado la paz por las dos partes. Las heridas
se curan..., incluso las del orgullo, y se olvidan.
 — ¿También aquellas que han enviado a alguien al otro mundo? ¿Como
por ejemplo las de tu amigo Tino?
 —No digas estupideces... Sabes perfectamente que han recibido su
merecido. Hemos decidido que haya paz, hijo, y habrá paz. Yo me
comprometí en tu nombre.
Guido era mi amigo, más íntimo que un hermano. Acepté, pues, el
acuerdo. Sin embargo, nunca me descubrió el nombre del que había
intentado matarme. Temía mi revancha. Partimos para Ginebra cada uno
por nuestro lado.

  175
AQUELLO OCURRIÓ UN VIERNES por la tarde, poco antes de la Navidad
de 1966. Enmascarados, franqueamos las puertas de la joyería situada en
pleno centro de Ginebra. En menos de tres minutos arramblamos con
sortijas, collares y pulseras por un valor de varias decenas de millares de
dólares. Resultó un trabajo limpio, sin violencias ni disparos. Guido cruzó
la frontera momentos después, con el alijo escondido en su coche. Yo
regresé a Zurich para estudiar un golpe de las mismas características en
otra joyería que había descubierto en mi primera visita. La policía
pensando que los responsables pudieran ser extranjeros, se dedicaron a
controlar los hoteles. El lunes llamaron a mi puerta. Cuando pregunté
quién era, me respondieron: «Policía».
No me preocupé lo más mínimo cuando me pidieron el pasaporte, pero
cuando me dijeron que pasara a recogerlo al control de extranjeros,
comprendí que corría peligro,
Los policías habían venido a verme por la mañana. En cuanto se fueron,
me lavé rápidamente e hice mis maletas con la intención de cruzar la
frontera con mi carnet de identidad, abandonando el pasaporte. No quería
arriesgarme a queme detuvieran, Pagué la cuenta del hotel y fui en busca
de mi coche de alquiler. En el mismo instante que ponía la mano en la
portezuela, aparecieron cuatro policías armados que me ordenaron que
no me moviera. Puse cara de sorpresa, Me llevaron al cuartel general de
la policía. Un comisario preguntó a sus hombres:
-¿Es él?
Ante la respuesta afirmativa, me dirigió cortésmente la palabra.
 — ¿Quiere sentarse, señor Mesrine? No parece sorprenderle mucho su
presencia en este despacho.
-Pues, sí, precisamente quisiera saber por qué estoy aquí. Salgo del hotel
para venir a buscar mi pasaporte y me encuentro con cuatro hombres
armados.
El comisario hizo un movimiento de cabeza y me dijo sonriendo:
 —No siga interpretando el papel de hombre ofendido, Desde el momento
en que cayó en nuestras manos su pasaporte, las investigaciones han
sido rápidas. Usted no es ningún desconocido de la policía francesa ni de
la española. Si le contara que el viernes asaltaron una joyería, usted, por
supuesto, no sabría nada de ello, ¿verdad?

  176
 —No encuentro qué relación puede tener eso con mi presencia aquí.
Al acabar mi frase, entró un agente que llevaba en sus manos las dos
pistolas 38 especial que guardaba en mi maleta.
 —Vaya, vaya... Esto se pone interesante. Estas herramientas, ¿son de
usted?
 —Sí, comisario. Y la suma importante de dinero también. Proviene de la
cuenta corriente de un Banco de Santa Cruz de Tenerife.
Y en cuanto a las armas, que yo sepa, no están prohibidas en su país.
 —Transportarlas, Mesrine... Pero usted ha debido utilizarlas y sospecho
que ha participado en el atraco a la joyería.
Ante mi negativa se limitó a sonreír. Me encerraron en un cuarto contiguo.
De la puerta colgaba un espejo desgastado. Me dejaron solo durante
varias horas, pero me observaban. El joyero y sus empleados vinieron y
miraron a través del espejo pero, como me mantuve sentado, les fue
difícil identificar mi silueta. Se abrió la puerta y me presentaron al dueño.
No me reconoció, ya que con la cabeza descubierta tenia el aspecto de un
joven honrado.
El comisario admitió que no podía acusarme de nada, pero se me
expulsaba para siempre del territorio helvético, con la mención de
«persona indeseable: graves antecedentes penales». En cuanto a las
armas, nada podían reprocharme tampoco.
 —Se las voy a devolver.
 —Comisario, si me presento en la frontera francesa con ellas encima, me
pueden echar dos años de cárcel... Como la ley me autoriza, las dejo en
depósito... Si obtengo en mi país el permiso de armas, haré una solicitud
para que me las restituyan le dije bromeando.
 —No Faltaría más que eso. Tiene un descaro increíble. Me da la impresión
de que está al corriente de nuestras leyes, cosa extraña en una persona
que se dedica al turismo. De acuerdo, Mesrine. Ahora le vamos a
acompañar a la frontera, pero me queda la duda.., aunque la duda
desgraciadamente no es una prueba.
Con gran sorpresa por mi parte me dio la mano. Y, bien escoltado,
abandoné el país. La policía suiza se encargó también de devolver el
coche a la compañía Hertz, y un empleado de esta empresa se me
presentó antes de mi partida para reclamar el pago del alquiler.

  177
 —Sí, eso debe ser... Debe haber ido al cine. El amigo del árabe tomó la
palabra;
-No importa, ya la esperaremos. Tenemos mucho tiempo.
Abrí la puerta y encendí la luz. Las habitaciones estaban amuebladas con
lujo y uno de os dos emitió un silbido de admiración:
 — ¿Es tuya esta casa?
Corno le respondí afirmativamente, me dijo:
 —No pierdes el tiempo, ¿eh?
Uno tras otro pasaron revista a todos los cuartos, abriendo de vez en
cuando un armario o un cajón. Subimos al granero. Tenía los nervios
como la cuerda de un arco a punto de disparar la flecha. Les mostré el bar
que se encontraba a la derecha según se entraba.
 —El dinero está allí. En eL cubo para eL hielo.
El árabe se metió detrás de la barra y levantó a tapadera del cubo. Sacó
un sobre del interior y lo rasgó. Su amigo se inclinó para ver lo que
contenía. Ninguno de los dos desconfiaba de mi y no me vieron retroce-
der en dirección de la chimenea. Con rapidez alcancé la «Lupara».
Mientras seguían contando los billetes.
 —; Vamos a remojarlo —dijo el árabe. En ese instante me miro.
-¿Con o sin hielo? —le pregunté.

El árabe intentó alcanzar su pistola.


 —inténtalo, basura, y quedas frito. Adelantaos, los dos. y tumbaros en el
suelo.! De prisa!
El otro quiso hablar, pero le grité:
 —¡Al suelo y boca abajo!.
Cumplieron la orden a rajatabla. Tenía dos dedos en el gatillo y estaba
dispuesto a apretarlo si cualquiera de los dos hacía el menor gesto.
 —Las piernas separadas y las manos a la cabeza.
El árabe parecía el más peligroso. Apoyé el cañón en su cabeza y me
Incliné para quitarle el arma. Repetí la acción con su amigo y retrocedí

  184
unos pasos.
 —Y ahora, en pelotas! Seguid en el suelo, pero en pelotas!
 —Pero vamos a...
No les di tiempo a continuar.
 —De prisa... De prisa, muchachitos.
Al cabo de un momento los dos estaban completamente desnudos. Abrí
un cajón y saqué un ovillo de cuerda. Lo lancé al amigo del árabe
junto con la navajita que me servia para cortar el limón,
 —Ata los pies de tu compañero. Y, después, sus manos a la espalda.
Empezó a protestar, pero sus ojos se encontraron con los cañones
del «Lupara». No tuvo más remedio que cumplir mi orden,
 —Ahora átate los pies.
Una vez cumplida su tarea, yo mismo le sujeté las manos a la espalda.
Estaban atemorizados, sin comprender todavía lo que les había ocurrido.
Busqué la documentación en sus ropas.
 —Vamos a presentarnos.
El árabe se apodaba Rachid, según me dijo, pues carecía de carnet de
identidad. El otro se llamaba Alain Béran. Los dos eran proxenetas y no
conocían a Janou más que de vista. La patrona del bar les había puesto al
corriente. Ella, por supuesto, no perdía nada en todo aquello.
Me serví un whisky. Me vinieron deseos criminales. Béran me miro.
-¿Qué vas a hacer con nosotros?
 —Mataros.
 —No te atreverás! Estas loco!
Le solté una patada en la boca.
 —Escuchadme bien los dos. Nunca ha venido un macarra a pedirme
cuentas... Y cuando se saca un arma no es para amenazar si no para
matar, Sois dos sanguijuelas y vais a morir como tales.

  185
Preferí hacer el trabajo solo y no pedir ayuda a Guido. Los años me
habían convertido en un hombre sin piedad y lo peor de todo era que
aquello me producía un placer mórbido. Amaba a Janou... Aquella
agresión iba dirigida contra ella y así lo entendí. Tomé la precaución de
comprobar si estaban bien atados. Entre nosotros ya no había nada más
que hablar. Yo personificaba su destino. Su suerte estaba echada
desde el día que nací, hacia treinta y dos años. Representaba su muerte.
Les amordacé. El árabe debía de ser un matón y no protestó, mientras
que Béran seguía sin dar crédito a lo que veía.
No los iba a enterrar como al cerdo Ahmed. Quería que uno de ellos fuera
encontrado para que sirviera de lección. Así, si el otro desapare- cía.
levantaría sospechas en la policía y lo acusarían de la muerte de su
amigo.
Me desembarazaría primero de Rachid y me ocuparla después de Béran.
En la bodega tenía cadenas y pesas queme servían para hacer ejercicios.
Lo metí todo en el maletero de su coche, después de haber enfundado un
par de guantes. Ahora se encontraban tirados en el suelo del garaje,
asistiendo a los preparativos de su muerte. Si la suerte no me hubiera
acompañado, estaría ocupando su lugar. Sabía los riesgos que corría si
cala en un control de la policía, pero conocía la región y había muy pocas
probabilidades de que esto ocurriera. Cuando Béran me vio abrir el
maletero, el pánico se apoderó de él. Tiré del cabello de Rachid para
obligarle a levantarse. Intentó defenderse y le respondí con un derechazo
en pleno plexo solar. Se desplomó a mis pies.
 —Debías haberte arriesgado un poco antes. Ahora sólo te queda una
elección: una muerte rápida o una muerte lenta.
Lo levanté a la fuerza y lo empujé al interior del portamaletas, tras lo cual
lo cerré con llave. Obligué a Béran a tumbarse en el asiento posterior y
puse el motor en marcha. Conocía un estanque a unos diez kilómetros de
allí, en pleno bosque y completamente aislado. En las profundidades del
pequeño lago dormía alguna que otra caja de caudales despanzurrada
que había arrojado allí en la época en que Paul, Jacky y yo habíamos
alquilado una casa en los alrededores. El estanque era bastante profundo
y tenía una gran capa de fango en el fondo. Los faros del coche rompían
La negrura de la noche.
¡ Detuve el vehículo y le dije a Béran que bajara. Casi no podía
desplazarse con los pies atados. Para no correr ningún riesgo no quería
dejarlo demasiado libre mientras me ocupaba de Rachid. Ocupó el lugar
de éste cuando quedó libre el maletero. A la orilla del estanque había un
pontón y obligué a Rachid a que se tumbara sobre él. Necesité dos viajes

  186
torturaba. Mi pensamiento se dirigió a mis padres. ¿Qué pensarían? No,
ellos no me creerían culpable de un delito parecido.
La cárcel donde nos encerraron estaba situada en Los imites de la región
de Gaspésie. Sólo existía una carretera para llegar hasta allí. Un gran
bosque. impenetrable por muchos lugares, bordeaba el resto de la zona.
Todos los guardianes habían conocido a la víctima y a todos les repetí mi
inocencia. Algunos me creyeron o simularon creerme, pero todos se
portaron correctamente conmigo. Uno de los que conocía bastante bien a
la víctima me dijo:
 —¿Sabe una cosa, Mesrine? Yo la conocía muy bien y puedo decirle que
nunca vi esas joyas, al menos hasta donde me alcanza la memoria.
Alguno de nosotros tenemos nuestra propia opinión con relación a
ciertas personas y cuando usted dice que es inocente estamos dispuesto
a creerle.
Me explicaron también que otro hombre había sido acusado por el mismo
delito antes que nosotros, un tal Gérard Fieffe, que consiguió fugarse
inmediatamente antes de nuestra llegada de los Estados Uni- dos. No
conseguía conciliar el sueño, atormentado por la falsa acusación,
Necesitaba evadirme para obligar a que las cuatro cochinas confesaran la
verdad. No había posibilidad alguna de comunicarme con mis amigos de
Montreal, pero estaba dispuesto a llevar a cabo mi intento.
Cada día me dejaban pasear en un pequeño patio, Descubrí en uno de los
lados una gran puerta de metal que utilizaban en invierno para evacuar la
nieve caída. Por ella podría conseguir la libertad con tal de poseer la llave.
No éramos más que cuatro reclusos a la hora del paseo. Allí conocí a Paul
Rose,, que un año más tarde se convertiría en un personaje célebre al
Rose
raptar y asesinar al ministro de Trabajo de Québec; y a Pierre Laporte,
encerrado por motivos políticos. Me divertí con este último, enseñándole
algunas llaves de defensa personal y simpaticé con él. Días más tarde le
haría una demostración práctica de mis conocimientos, Llegó un nuevo
detenido y los guardianes nos previnieron que era uno de los duros del
pueblo y que sembraba el terror en los bailes de los alrededores, Era un
tipo corpulento. Con su metro ochenta de estatura y unos 100 kilos de
peso. Poseía, además, una asquerosa jeta con la que pretendía
impresionar. Nada más salir al patio, me abordó:
 —Eh, tú. Ven aquí. ¿Tu eres el francés que se ha cargado a la vieja?
No le di tiempo a continuar. Me lancé con la cabeza por delante y le
golpeé en plena cara. Inmediatamente le cogí por el cabello y le hinqué el
codo en el pecho. Se desplomó al suelo y aproveché para terminar con él

  201
dándole patadas en el rostro. Los guardianes vinieron corriendo sin dar
crédito a sus ojos. La sangre se extendía por el suelo, formando un
charco. Mirando a los guardias, les dije:
 —Esto es lo que le ocurrirá al que me pregunte si he matado a esa pobre
mujer.
Lo condujeron al hospital con la nariz y la mandíbula fracturadas.
Aquella demostración de fuerza me sería muy útil.
Pude entrevistarme con Janou y le expliqué mi propósito de fuga. A pesar
de ser un edificio ultramoderno, con cristales irrompibles y barrotes de
acero especial, la prisión de Percé era muy pequeña y, al llegar la noche,
no quedaban más de tres guardianes de servicio para vigilar al grupo de
detenidos. En uno de los despachos de vigilancia descubrí un tablero del
que colgaban todas las llaves del establecimiento. Mi plan era bien
simple: neutralizaría a los guardianes durante una de las rondas
nocturnas, me apoderaría de las llaves, liberaria a Janou de la sección de
mujeres y juntos escaparíamos por la puerta del patio. Advertí a Janou
que llevaría a cabo la huida al cabo de
tres días, alrededor de las diez de la noche. Le pedí que por su parte
maniatara a la celadora, lo que no plantearía ningún problema: Janou era
la única detenida.
TRANSCURRIERON LOS TRES días, Me fabriqué un cuchillo con el asa de
una taza de aluminio. A causa de la blandura del metal el objeto era
completamente inofensivo, pero en mis manos podría prestarse a con-
fusión y dar la impresión de un arma peligrosa.
peligrosa. Más que el arma en sí, lo
importante es el hombre que a sostiene.
sostiene. Todavía me quedaba una hora
antes de actuar. Tenía que neutralizar a un guardián joven y fuerte que
practicaba el jockey sobre hielo. Durante el día me mantenian en un gran
sala rodeada de barrotes. A las diez entraba obligatoriamente el vigilante
para encerrarme en mi celda. Elegí ese instante para actuar.
Llegó la hora. Escuché cómo se acercaba y abría la puerta que daba
acceso a mi cuarto. Mantenía los nervios en tensión. No quería emplear la
violencia con el fin de demostrar que un hombre capaz de desarticular
tranquilamente los resortes de vigilancia de una cárcel, no podría ser el
siniestro cochino que había asesinado a una pobre mujer indefensa. Al
menos yo esperaba que llegaran a esa conclusión, El guardián se me
acercó y me interpeló:
 —Es la hora, Mesrine,

  202
Me encontraba sentado a una mesa y simulando la lectura, sostenía el
cuchillo con mi mano derecha que mantenía escondida bajo el libro que
sujetaba con la izquierda.
 —Es la hora, señor —repitió el guardián.
Con un gesto rápido giré sobre mi mismo y me levanté. La hoja brilló ante
sus ojos y se la aproximé a la altura de su cuello, Con mi mano libre, le
cogí por la chaqueta y con voz dura le ordené:
 —Si te mueves te reviento. Deposita las llaves sobre la mesa con
tranquilidad.
Con gran alivio por mi parte, no reaccionó, Hizo lo que le pedía y atrapé el
manojo de llaves. Después le obligué a tumbarse en el suelo y abrí la
celda.
 —Ahora, entra... No, sin levantarte. Entra a gatas.
Intentó un gesto de defensa.
 —Quieto. Pequeño... Ya viste lo que le pasó el otro día a un preso, así que
no me obligues a emplear la violencia.
Entró y cerré la verja tras él.
él . Se levantó y se dio cuenta que ocupaba mi
lugar.
 — ¿Por qué. Mesrine? —me dijo.
 —No intentes comprenderlo. Ahora respóndeme. ¿Dónde están
e stán tus
compañeros? Te aviso que no emplearé métodos contundentes, a no ser
que alguno de ellos quiera hacer el imbécil.
Me explicó que se encontraban en el despacho, junto a la puerta principal.
Por lo tanto podía llegar hasta
has ta el tablero de las llaves sin llamar la
atención. Si Janou había actuado de la misma forma ya debía ser dueña
de la situación. Previne al guardián que no gritara y, ante mi amenaza,
pareció comprender.
Con gran rapidez tomé la dirección de los pasillos. Llevaba conmigo el
manojo de llaves y abrí sin dificultad todas las puertas que me impedían
el paso. Sin encontrar oposición alguna, me apoderé de todas las llaves
que colgaban de diferentes clavos. Corrí al patio y: tuve que probar con
varias de ellas, hasta conseguir abrir el portalón. Lo dejé entreabierto y.
por la rendija, divise la libertad. Todo estaba en orden. Regresé para
buscar a Janou. Me dirigí a su galería y la encontré con las llaves en la
mano.

  203
 —¿Sin problemas, ángel mío?
-Sin problemas, cariño.
Le di un fugaz beso como preámbulo de libertad y me siguió,
Aprovechando la ocasión para darme una vuelta por la cocina y hurtar
algo de comida. Una vez en el patio oí las voces de los guardianes
Ilamando a su colega. Atravesamos la puerta. Éramos libres, pero no
teniamos mas remedio que adentramos por el bosque. Hacia frío y la
lluvia nos calaba los huesos. No nos habíamos alejado demasiado
cuando sonó la alarma. Subimos a una pequeña colina ydesde
y desde allí divisé
las luces intermitentes de un coche de la policía. Había comentado la caza
del hombre. Durante la noche no seria fácil encontrarnos, pero nuestros
zapatos dejaban claras huellas en el barro. El bosque en el que nos
habíamos metido tenía unos cien kilómetros de longitud. Confiaba en que
resistiríamos allí unos cuantos días para intentar luego acercarnos hasta
Montreal. Donde posiblemente encontraría ayuda. Caminamos toda la
noche, teniendo que apartar las ramas y los zarzales con los brazos para
abrirnos camino.
Janou estaba completamente agotada, pero guardaba silencio. Cuanto
más avanzábamos más ascendía el bosque. Con las primeras luces del
alba, me dí cuenta de que no habíamos recorrido un gran trecho. A lo
lejos se divisaba el mar. El ruido de un helicóptero me sobresaltó. Habían
reemprendido nuestra búsqueda. Yo era un extraño en la región, mientras
que nuestros perseguidores conocían el terreno palmo a palmo, conocían
todos los caminos y los posibles escondites. Me di cuenta de la locura
que acababa de cometer. No tenía armas con que defenderme y los
policías habrían recibido quizá la orden de disparar en el momento en que
estuviéramos en su campo visual. No había que olvidar que para ellos
éramos unos asesinos. Sólo nosotros conocíamos nuestra inocencia.
Janou me pidió que descansáramos un momento. Hicimos un alto y la
pobre cayó dormida en el acto sobre el suelo mojado. Temblaba y sus
piernas y manos estaban cubiertas desangre. Me tendí a su lado para
intentar calentarla. Llevaríamos aproximadamente una hora entrelazados
cuando me llegaron desde lejos los ladridos de los perros. Escuché el
crujido que producían las ramas al doblarse y romperse. Desperté a
Janou.
 —No, no digas nada —le dije con suavidad—creo que
qu e estamos cercados.
¡Escucha!
No me había equivocado: los ruidos sonaban cada vez más cerca. Me
sentía como si me espiaran. De pronto, aparecieron varios policías y me
rodearon gritando:

  204
 —¡No te muevas. Mesrine, o eres hombre muerto!
Me levanté en un reflejo instintivo de huir, pero uno de ellos disparó en mi
dirección, Janou saltó sobre mí para escudarme con su cuerpo y gritó:
¡No disparen!
Quise desprenderme de ellos, pero los policías ya se habían abalanzado
sobre nosotros.
 —Al suelo… —chilló uno de ellos.
Me invadía la rabia que a veces convierte a los hombres en imprudentes.
Me invadía también el orgullo o más simplemente las ganas de decir
mierda al mundo entero. Janou seguía agarrada a mi cuerpo y lloraba.
Mirando al agente me limité a decirle:
 —Puedes disparar si quieres; me da lo mismo.
No apretó el gatillo. Su jefe me cacheó y con toda calma pidió a Janou
que extendiera una mano. Nos esposaron juntos. El camino de vuelta fue
penoso, pero muchísimo más corto. Varios coches de la policía nos
esperaban a la salida del bosque, junto con hombres del pueblo armados
con carabinas de caza. Ninguno de los presentes nos insultó.
Inmediatamente nos condujeron a la prisión, El jefe de los vigilantes
estaba en la puerta, rodeado de varios periodistas. Cuando vio el estado
de Janou sus ojos se fijaron en mí, reprochándome lo que había hecho.
Después movió la cabeza como diciendo: «Para lo que te ha servido»,
Nos obligaron a duchamos y nos entregaron ropa limpia. Recibí una
sorpresa cuando el mismo guardián que había encerrado me trajo comida
caliente.
 —Se escapó sin hacer ningún daño y nadie quiere
qu iere castigarlo
 —me dijo—.
Ni siquiera el jefe, aun con riesgo de perder su puesto.
Nunca pensé que volvería a verle vivo. La policía tenía la orden de
disparar. Si no lo han hecho lo tiene que agradecer al jefe del sector que
prohibió a sus hombres emplear las armas, salvo en caso de legítima
defensa.

  205
LOS ACONTECIMIENTOS SE precipitaron. El mismo día nos trasladaron a
Québec, que se encontraba a más de seiscientos kilómetros. Me
encadenaron los pies y pasaron la cadena por el centro de las esposas de
las manos, impidiéndome cualquier movimiento. Janou viajaba a mi lado
bajo la mirada atenta de la celadora que había encerrado la víspera. Ésta
no mostraba irritación y hablaba más bien con amabilidad. La escolta que
llevábamos era impresionante. Cinco coches llenos de hombres armados.
Durante el largo recorrido, mis pensamientos estaban con Janou. Su
gesto de arrojarse sobre mí en el momento en que peligraba mi vida me
llenaba de admiración. Me hubiera gustado gritar mi amor por ella, pero el
silencio nos unía más que todas las palabras.
La comitiva se detuvo ante la prisión de Québec. Teníamos que
separarnos. Mis labios rozaron los suyos y no supe decirle más que la
escribiría. El sufrimiento que leí en su mirada me llegó al corazón. Esta
vez la vida había dado un giro y yo debía pagar un precio muy alto.
Los guardianes me recibieron sin contemplaciones, pues habían oído por
la radio que antes de fugarme había dejado fuera de combate a un
vigilante. Uno de ellos me provoco:
 —Aquí, perro, no aporrearas a nadie.
No le respondí. Me encontraba demasiado cansado para comenzar un
combate que tenía perdido de antemano.
Me bajaron a un sótano que servía de calabozo y me encerraron
completamente desnudo. Por todo alimento me dieron un cuenco de
sémola. Durante veintiún días me tuvieron con una sola comida al día y la
sémola por la noche, Pero me devolvieron la ropa. Las provocaciones
eran constantes y el odio que engendraban en mí, podía lanzarme a lo
irreparable. Al final me llevaron a la sala común, junto con los demás
detenidos, Me asignaron a la sección de seguridad. No había más que
doce celdas y los otros presos me recibieron dándome la bienvenida. El
simple hecho de haber intentado la huida constituía mi mejor carta de
presentación
Las condiciones de vida eran bastante buenas. Vivíamos en una gran sala
con televisión, y por la noche nos encerraban en nuestras respectivas
celdas. Mis compañeros se apresuraron a ponerme al corriente de un
proyecto de evasión. Me invitaron a participar, pero nos trasladaron a
otras cárceles antes de que pusiéramos en práctica nuestro plan, cuando
sólo nos quedaba por aserrar una hilera de barrotes. El destino decidió
por nosotros.

  206
Me condenaron a un año de arresto mayor por evasión y a Janou le
cayeron seis meses. Pero aquello no tenía la menor importancia, lo que
verdaderamente nos preocupaba era la acusación por asesinato. Releí mil
veces el expediente a fin de encontrar la mínima contradicción de algún
testigo. Entregué al señor Daoust unas fotos de vacaciones o tomadas en
las salas de fiestas de Francia en las que se veía a Janou con alguna de
aquellas joyas que habían jurado que pertenecían a la víctima. Las fotos
databan de hacía dos años. Todos estos detalles turbaban a mi ahogado.
Decidió solicitar un exhorto a Francia. Como yo poseía una buena
memoria le di incluso algunas direcciones donde se habían comprado
aquellas joyas sin valor. Observando las fotos tomadas en el lugar del
crimen, conseguí demostrarle que uno de los testigos había mentido de
manera sospechosa. El señor Daoust comenzó a apasionarse por el caso
y me comentó que en toda su vida de criminalista no había encontrado un
caso como aquél. Pero lo que más le asombró fue oírme decir:
 —Escuche, abogado. Este asunto me vuelve loco. Yo no he matado a esa
mujer. Estoy dispuesto a todo para demostrarlo. Solicite que me hagan la
prueba con el detector de mentiras o que me apliquen el suero de la
verdad pero, por Dios, es preciso que me crean.
Daoust me miró fijamente,
 —Le voy a decir algo que jamás he dicho a ninguno de mis clientes, y eso
que he defendido noventa y ocho casos de asesinato. Ahora estoy
convencido de su inocencia y de la culpabilidad de las personas que le
acusan. Créame que haré lo posible por ayudarle. Esa prueba, Mesrine, la
solicitará usted públicamente en el juicio y delante del jurado. Puede ser
uno de los puntos claves para demostrar su inocencia.
Las cartas que recibía de mi familia estaban llenas de tristeza, aunque sin
asomo de reproches. Mi padre se encontraba gravemente enfermo y la
idea deque quizá no volvería a verlo se me hacia insoportable. ¿Y si moria
antes de que se probara nuestra inocencia? Aquel pensamiento me
obsesionaba. A veces, algunos compañeros de la prisión intentaban
algún chiste a propósito del crimen y siempre reaccionaba violentamente.
Me llevaron de una cárcel a otra, lo que me permitió encontrar a los
amigos. Una mañana me visitó el señor Daoust con una extraña propo-
sición a propósito del rapto del millonario. Si aceptaba ser juzgado sin
jurado y ante un solo juez y declararme culpable sin testigos, el
procurador de la Corona pediría diez años de cárcel para mí y cinco para
Janou.
El millonario, temiendo que llegara a hablar de ciertas cosas, había
intervenido entre sus amistades. Yo comprendía cada vez mejor el

  207
encarnizamiento de la policía a propósito del crimen. Si no podían
condenarme a cadena perpetua por el rapto, lo intentarían con el crimen.
Para ellos el que lo hubiera cometido o no carecía de importancia.
Cuando me enteré de que el teniente Caron y el sargento Blinco habían
sido invitados del millonario comprendí su rabiosa negativa a admitir la
posibilidad de mi inocencia, a pesar de todas las pruebas que había
presentado y de las continuas mentiras de los acusadores.
Todo aquel chanchullo me condujo poco a poco a un estado de rebeldía
permanente.
Si me declaraba culpable, aceptaba mi destino pero, por supuesto, no
estaba dispuesto a ello. Cada vez que me encontraba frente a Canon,
considerando los obstáculos que ponía a mi defensa. Lo desarmaba con
mis argumentos. Pues ya no creía en su honradez profesional. Incluso le
llegué a decir:
 —Eres un crápula, poli. Si consigo fugarme tendrás que soltar esa maldita
verdad. No me gustan que me echen a la espalda los cadáveres de tos
demás, con los míos tengo bastante. Pero eres demasiado imbécil para
probar estos últimos, Quizá soy un matón en mi mundo, pero no un
crápula, y esto no te lo perdonaré nunca. Ni a ti ni a esta podrida sociedad
que acepta que cerdos como tú sean sus representantes.
 —Conseguiré que te condenen en el juicio —se limitó a contestar rojo de
ira.
Hasta entonces me había contentado con vivir al margen de la ley y el
orden. Ahora odiaba los dos y mi rencor contra el policía se convertía en
una obsesión.
De acuerdo con Janou acepté la proposición del fiscal general. De esta
manera, y casi sin juicio, nos condenaron a las penas propuestas.
Durante once años me invitaban a permanecer en las penitenciarias
canadienses, mientras que a Janou le caían cinco años y medio.
Cuando vinieron a buscarme para mi traslado, me encontraba en la
prisión de Bordeaux, en Montreal. Había conocido los calabozos de
castigo y las provocaciones de los guardianes ysiempre les había hecho
frente. Pero aquella vez no tuve ni tiempo de defenderme. Se abrió la
puerta y una docena de guardianes me saltaron encima y me encadena-
ron de pies y manos. No permitieron que me llevara mis cosas. Mi celda
fue literalmente saqueada por los guardianes, convencidos de que no me
volverían a ver. Me encontré como una fiera domada. Si hubiera podido
matar a alguno de aquellos gorilas, aun con los dientes lo habría hecho.

  208
¿Porqué aquella demostración de fuerza, cuando hubiera sido mucho
más simple anunciarnos el traslado y pedirnos que saliéramos de las
celdas como hombres y no como perros rabiosos?
La administración de la penitenciaría de San Vicente de Paul nos
esperaba. ¿Por qué dieron a un lugar de odio y dolor el nombre de un
santo que toda su vida derrochó amor y caridad? ¿La sociedad quería
tener la conciencia tranquila? El presidio era viejo, sucio y con celdas
minúsculas. Pero, por lo menos, la vida se encontraba bastante bien
organizada.

IMAGEN DE LAS CELDAS


Me encargaron de la reparación de los sacos de Correos, el trabajo más
pesado y más sucio, pero que tenía la ventaja de reunir a todos los
reclusos peligrosos. Allí encontré a amigos que habían sido encarcelados
antes de mi llegada a Canadá. Convinimos en dar a entender que no nos
habíamos visto con anterioridad. Teníamos motivos para ello. No quería
que los chivatos de turno se enteraran de que había visitado Canadá
antes de 1968, de todos los que conocí, simpaticé con un tal Pierre
Vincent. Comulgaba con mis propias ideas y el mismo proyecto:
La evasión. Formamos en seguida un grupo de irreductibles fichados por
la dirección.
Janou me escribía regularmente y la administración me autorizó a
telefonearle cada quince días. Ella seguía encarcelada en Québec. Mi
abogado regresó de Francia y el resultado del exhorto le probó mi
inocencia. Me anunció que el día del juicio se aproximaba.
Dos meses más tarde nos llevaron a Percé para ser juzgados. La sala
estaba llena a rebosar de curiosos. Querían ver mis reacciones, pero
quedaron decepcionados. Acababan de elegir al jurado cuando al fiscal,

  209
Anatole Cauriveau, nuestro principal acusador, le dio un mareo y cayó
fulminado en medio de la sala. La sonrisa que aforé a mis labios no pasó
inadvertida. Por un instante creí en la justicia divina y di las gracias por
aquel buen presagio. Condujeron al fiscal a una clínica y el proceso tuvo
que suspenderse. Habría que fijar otra fecha para comparecer ante el
tribunal. Aquel incidente me hizo pensar largo tiempo. Dos años más
tarde me enteré de la muerte del juez que había presidido la sesión de las
diligencias previas. Aquel caso no traía mucha suerte a los
representantes de la justicia. El destino me otorgaba una venganza que.
Por el momento, me contentaba con soñar.
Regresé de nuevo a San Vicente de Paul. Desde hacía mucho tiempo no
tenía noticias de Cuido y mi padre evitaba responder a mis preguntas.
Tuve que entrar en contacto con los amigos para enterarme de la verdad:
Guido había muerto de un ataque al corazón al subir las escaleras de su
apartamento. Una muerte de hombre corriente para quien, en toda su
vida, no había pasado ni un solo día en la cárcel a pesar de su historial,
Sentí una enorme tristeza pero. A la vez, satisfacción por aquel hombre
que había conseguido pasarse por la entrepierna a todos los policías y
jueces juntos. La vida no puede tener otro final que la muerte y hay que
saber aceptarla.
Nos anunciaron para el día siguiente el traslado a una penitenciaria
moderna,

NO SENTIMOS EN ABSOLUTO dejar la vieja cárcel de San Vicente de


Paul. La información que nos habían dado sobre nuestro nuevo «hogar»
era buena. Estábamos convencidos deque encontraríamos celdas limpias
y alimentación conveniente. Y sabíamos que una construcción reciente
presentaba siempre grandes posibilidades de fuga. Como los fallos del
edificio todavía no habían sido controlados, podríamos explotarlos en
beneficio propio. Mi único deseo consistía en que me mantuvieran cerca
de mis amigos y nos metieran a todos en la misma galería. Se hablaba de
normas de seguridad extremas. El establecimiento, compuesto de planta
baja y primer piso. No mostraba barrotes en las ventanas, sino un chasis
con un pequeño tragaluz que accionábamos nosotros mismos, El interior
del chasis estaba fabricado con acero especial imposible de serrar. Todo
funcionaba por medio de mandos a distancia y cada sección poseía su
propio puesto de control. Los austeros muros que rodean los clásicos
edificios de construcción antigua habían sido reemplazados por dos altas
telas metálicas coronadas por alambre de espino. Los miradores
permitían una vigilancia total del conjunto de la penitenciaria. Los
guardianes disponían de un armamento moderno con el que poder hacer
frente a cualquier eventualidad. Tenían desde fusiles con mira

  210
de unos tres metros, cubierto también con alambre de espino. Tanto en el
ángulo izquierdo como en el derecho había sendas atalayas con hombres
armados. Al otro lado de la empalizada patrullaban también hombres
armados provistos de perros. Observé con detenimiento aquellas dos
alambradas, único obstáculo que nos separaba de la libertad. El número
de vigilantes hacia imposible la huida. Además, en el patio habían trazado
una línea blanca a casi dos metros del límite, con la prohibición de
traspasarla a riesgo de que los guardianes dispararan a la menor
infracción. ¿Era imposible la fuga? No estaba seguro de ello. Los
hombres acusan ciertos desfallecimientos, son animales de costumbres.
Pero, dejándose la vida en el empeño, quizás había alguna posibilidad.
En el gran patio encontré a dos buenos tipos, sinceros y peligrosos.
André Fillion, al que se acusaba de haber matado a un preso soplón.
Como he dicho antes encontraron el cuerpo de éste con un destornillador
hincado en el ojo izquierdo que le llegó hasta el cerebro. Y Roger Poirier,
condenado a cadena perpetua por haber matado a otro preso asestándole
unas cuantas cuchilladas por motivos personales. Nos encontrábamos en
familia y podíamos hablar sin miedo de los indiscretos. Otro de los
amigos se llamaba Albert Thihault, El tema de nuestras conversaciones
era siempre el mismo: encontrar el fallo.
La mayor dificultad estribaba en obtener el material. Como por las
noches no podíamos salir de nuestras celdas, no nos quedaba más
solución que intentar la huida en pleno día. Pero estábamos seguros de la
imposibilidad de un proyecto parecido. Nuestras grandes armas serias
nuestras propias fuerzas y decidimos entregarnos a un entrenamiento
físico intensivo. La práctica constante de la gimnasia nos mantenía en
plena forma.
Llegó el invierno y con él las malas noticias. Habían vuelto a atrapar a
Jean-Paul Mercier. Tres días más tarde cazaron a Pierre Vincent y a Coco
Mercier, Y para colmo, mi amigo René Gingt-as tomó el mismo camino
que los anteriores. Todos los evadidos de Santa Ana de los Llanos habían
sido detenidos y todos irían a parar a la U.E.C, Estaba, pues, seguro
devolverles a ver tras su encierro obligado en el bloque 1.
A veces, algún recluso harto del encierro se ponía a vociferar y daba
golpes contra la puerta con toda la rabia de la desesperación. La calma
no tardaba en llegar. Aparecía Gahutier con una decena de guardias, lo
gaseaban yse lo llevaban sin contemplaciones al calabozo, Cuanto más
tiempo pasaba más se acentuaba mi odio hacia el director. Hacía cuanto
podía para provocarme y meterme en líos, pero yo seguía con mi cortesía
ejemplar, lo que le encolerizaba.

  230
Desde hacia algún tiempo trabajaba en la carpintería, Abandonaba mi
celda después de un registro minucioso, atravesaba dos verjas, pasaba
por la máquina detectora de metales, franqueaba las dos puertas que
daban paso al taller. Una vez en el Interior me cacheaban una vez más.
Los dos talleres estaban contiguos y en cada uno de ellos trabajaban
turnos de siete detenidos bajo la vigilancia de hombres armarios. Dos
guardianes detrás de una reja no nos quitaban el ojo de encima con el
revólver a un costado y una granada de gas y una mascarilla al otro.
Estaban al acecho de cualquier gesto o palabra. Sólo estábamos
tranquilos cuando las máquinas empezaban a funcionar. Nuestra meta
seguía siendo la misma: la evasión a cualquier precio. Pero a medida que
transcurría el tiempo, más imposible lo veíamos. Los problemas eran
innumerables. Había que intentar algo durante el día, pero ¿qué? Con
unos controles tan estrictos ni siquiera hubiéramos podido sacar una
aguja del taller. Nos sentíamos incapaces de encontrar una solución y
eso nos ponía furiosos. El valor para actuar no sirve de mucho si no hay
un plan válido.
El 20 de febrero de 1972 trasladaron a todos mis amigos al bloque2. Aquel
fue un invierno crudo. Había más de un metro de nieve, Jean-Paul Mercier
se convirtió en mi compañero inseparable, pues teníamos los mismos
puntos de vista. Le creía capaz, de llegar al límite de lo increíble.
Trabajaba en la herrería, junto con Pierre. El material se encontraba bajo
el control de uno de los guardianes, único poseedor de las llaves de los
armarios de las herramientas. En mi taller ocurría o mismo.
El invierno fue crudo, pero la primavera fundió la nieve y recuperamos a
esperanza.
Durante uno de los paseos, me llevé aparte a Jean-Paul:
 —Escucha hijo, tenemos que encontrar alguna cosa aunque nos
arriesguemos a dejarla piel. Hay que encontrar el medio de pasar esas
malditas cercas.
 —¿Quieres decir durante el paseo?
 —Sí, en pleno día.
 —Pero eso es un auténtico suicidio.
 —Nos morimos lentamente; entonces, ¿qué puede cambiar?
 —Nada, tienes razón. De acuerdo. Jacques entonces fijemos una fecha
tope porque si no, nos vamos a volver locos de tanto pensar.

  231
 —Antes del otoño estaremos fuera y lo olvidaremos todo. ¿De acuerdo?
 —De acuerdo.
Le miré sonriendo y nos dimos un apretón de manos para sellar nuestro
compromiso.
 —Libres o muertos, aunque tengamos que dejarnos la piel en la
alambrada de espino.
Cumpliríamos nuestra promesa.
Nos dimos cuenta de que durante las horas del paseo algunos guardianes
de las torretas de vigilancia dormitaban los lunes por la mañana, debido,
pensábamos, a la resaca de la borrachera del domingo. Durante varias
semanas estuvimos observando esta debilidad humana para comprobar
la falta de atención de los hombres encargados de vigilarnos. Repetidas
veces lancé una pelota de tenis hacia la cerca y crucé la línea blanca sin
provocar reacción alguna delas torres. El fallo se encontraba allí y
teníamos que explotarlo. Anotamos cinco nombres de guardianes
desatentos, Jean-Paul estaba nervioso:
-¿Te imaginas Jacques si a dos de esos cinco les toca el turno del lunes
por la mañana? ¿Qué te parece?
 —Necesitamos material para cortar la cerca, tu trabajas en la herrería y
tienes que encontrar una solución. ¿ Piensas que podrás coger unas
limas triangulares y poner en su lugar unas falsas? Si lo crees posible
proporcióname serrín de hierro yte garantizo que te fabricaré unas limas
que no se diferenciarán en nada de las auténticas. No olvides que he
trabajado como maquetista. De vez en cuando sirve de algo haber
trabajado honradamente —le dije con la mejor de mis sonrisas.

¿ Y,cómo las saco del taller? Es imposible, Ni tu ni yo lo conseguiremos.


 —Ni tú ni yo las vamos a sacar. Será Gahutier en persona.
 —¿Te estás burlando? Es el jefe de la seguridad.
 —Exactamente, Y nunca se imaginará lo que le preparo. Ésta es mi idea:
nosotros fabricamos las palas de madera; necesitaremos romper algunas
y hacer una petición para tener otras nuevas, Yo me encargaré de
confeccionarlas y meteré tus limas en el mango. Como el encargado del
taller se las entregará a Gahutier, éste se ocupará de traérnoslas a la hora

  232
mismo no olvidarlos y volver para atacar el penal e intentar la liberación
de todos.
Girando sobre nosotros mismos con gran rapidez, alcanzamos la cuneta.
La hierba estaba crecida ypudimos escondernos fácilmente. Dando la
espalda a las atalayas, comenzamos a reptar. Descubrí la tercera torre
vigía, que formaba ángulo con la entrada principal. Imaginando la cara
que pondría Gahutier no pude retener una sonrisa.
Tuvimos que arrastramos unos cien metros para alcanzar un bosquecillo
donde, por fin, nos pudimos levantar sin ser vistos. Jean-Paul me golpeó
la cabeza amistosamente:
 —Lo hemos conseguido, francés. ¿Te das cuenta? Somos libres.
 —Démonos prisa, muchacho, Necesitamos un coche.
A través de los arbustos veíamos la penitenciaría. Aquellos vampiros no
habían conseguido chuparme la sangre. Los reclusos seguían dando
vueltas por el patio como si no hubiera ocurrido nada. Todo seguía en
calma. La próxima salida tendría lugar dentro de unos minutos, Lafleur y
Pierre Vincent, después lmbeau y Oillet. Y todos los demás si lo
conseguían.
Empezamos a correr. Los árboles nos protegían hasta la autopista, que
cruzamos para adentrarnos en otro bosquecillo. Atravesamos un
riachuelo. Llevábamos más de quince kilómetros fuera del «hogar», pero
seguíamos dentro del sector peligroso. En el momento de salir de entre
los árboles oímos el ruido de un helicóptero. Nos arrojamos al suelo.
 —Mierda, ya han dado la alarma —dije.
 —No, mira, Sobrevuela la autopista: es un aparato de tráfico que controla
la circulación. Diablos, se me ha puesto la piel de gallina.
El helicóptero se alejó como había venido.
Divisamos a unos campesinos trabajando en el campo. Les saludamos
con la mano y nos respondieron con la mayor naturalidad, Llegamos a un
cruce de carreteras en el momento en que un coche con dos pasajeros
disminuía la velocidad para girar. Me precipité a una de las puertas
traseras y me introduje en el vehículo con gran sorpresa de sus
ocupantes. Jean-Paul hizo lo propio por el otro lado.
El conductor empezó a protestar:
 —Pero, ¿qué hacen ustedes?

  235
Mi respuesta fue seca y amenazadora:
 —Cierra el pico. Acabamos de fugamos de la U.E.C. Haz lo que te digo o,
de lo contrario, te las cargas. Elige.
Las siglas U E.U. significaban « asesino » para los habitantes de la región.
El conductor estaba completamente perturbado y tuve que tranquilizarle:
 —Condúcenos hasta Montreal y nada más.
Su compañero, mucho más tranquilo, le hizo comprender que lo mejor era
cumplir nuestras órdenes. Tomó la dirección de la autopista. Pedí al
amigo del conductor que abriera la guantera para comprobar que no
llevaba armas, y Jean-Paul se encargó de registrarle y vaciarle los
bolsillos. El tipo no decía nada, la situación más bien parecía divertirle.
 —Te tomo prestados algunos dolares para telefonear —le dije con
humor—.
Te los devolverán en la U.E.C. No quisiera que me tomaras por un ladrón.
Y le devolví el resto de su dinero.
Nos encontrábamos cerca de Montreal y quizás habrían dado ya la
alarma. Nos quedaba por cruzar el puente en el que posiblemente habrían
instalado algún paso de control.
 —Pare aquí.
 —Pero…
 —Le digo que se detenga.
El hombre frenó el coche.
 —Tú y tu amigo, bajad. Puede haber peligro. Continuamos solos. A no ser
que tengáis ganas de recibir una bala si la policía nos descubre en el
puente.
Su compañero le volvió a convencer de que debían obedecernos, Por su
aspecto físico, no estaban en condiciones de hacernos frente.
Jean-Paul tomó el volante y aceleró, dejándolos plantados en el arcén. No
nos cruzamos con ningún coche de la policía.
Una vez dentro de la ciudad me precipité a una cabina telefónica me puse
en comunicación con Lizon.

  236
 —Hola, Lizon, Soy un amigo de Pierre. Lo hemos conseguido. Ven
corriendo a buscarnos.
Le expliqué donde nos encontrábamos, sin añadir una palabra mas.
 —Estaré allí dentro de quince minutos —me dijo Lizon.
Jean-Paul dejó el coche en un aparcamiento y vino a mi lado. Nos
habíamos quitado las camisas. Con los pantalones llenos de barro, y en
camiseta, pasábamos fácilmente por obreros de la construcción. Nadie
sospechaba que nos habíamos fugado de chirona.
Entramos en un pequeño restaurante para esperar a Lizon y pedimos con
toda tranquilidad nuestro primer café como hombres libres. La joven que
servia en la barra escuchaba un transistor a medio volumen, Hacia
cuarenta y cinco minutos que habíamos dejado la U.E.C. A traves de la
pequeña radio oímos un corto comunicado que nos sor-prendió:
 —Atención.., Atención.,. Aviso de la policía. Acaba de llevarse a cabo una
evasión de un centro penitenciario de alta seguridad. Seis criminales se
han escapado. Los seis son muy peligrosos y posiblemente van armados.
Si los encuentran no intenten interceptarlos. Telefoneen a la central de
policía de Laval. Repetimos, son hombres muy peligrosos. Les
seguiremos informando en cuanto dispongamos de más noticias.
Y la música volvió a surgir por el altavoz.
Jean’ paúl me miró como diciendo «Seis, no está mal, ¿Eh, frances?
Le sonreí.

  237
Ya deben de estar muy lejos. Ojala que no los cojan —dijo la muchacha
de la barra dirigiéndose a su compañera.
Me entraron ganas de decirle que éramos de la misma opinión y
agradecerle su buena voluntad, pero simulé que aquella información no
me había interesado.
Según el reloj del restaurante ya habían pasado los quince minutos
acordados. Salí el primero y por la descripción que me había dado Pierre
de su amiga, la descubrí en seguida. Le hice un gesto con la cabeza, que

  238
respondió con otro parecido y se dirigió a un coche. Subí adelante y Jean-
Paul ocupó el asiento trasero.
 — ¿Qué tal, muchachos? —dijo ella—. ¿Y Pierrot?
 —Perdido por el campo. Si todo e sale bien, no tardara en unirse a
nosotros.
 —Tenéis todo lo necesario en ese bolso.
Nos alegramos de ver dos 38 especial y una carabina con los cañones
recortados, junto con tres cargadores de veinticinco balas cada uno.
También encontramos varias camisas de color. Nos pusimos una. Miré a
Jean-Paul con satisfacción
-Ahora, muchacho somos realmente libres.
Lizon nos condujo a un primer escondite. Allí nos esperaba Bernard, el
hermano de uno de mis amigos.
La radio anunció que uno de los fugados acababa de ser detenido en un
puesto de control de la policía. Se llamaba Pierre Vincent. A Lizon se le
escapó una lágrima, pero sabía que aquello entraba dentro de las
reglas del juego. Pierre no era hombre que se resignase al encierro, asi
que pronto intentaría de nuevo otra fuga.

BERNARD, NOS PROPORCIONO unas pelucas, ropa apropiada y unas


gafas. Nos informó de que debíamos marcharnos inmediatamente a otro
escondite, pues aquel era provisional. Nos instalamos en pleno centro de
Montreal. Era un piso pequeño en la primera planta de un inmueble, que
resultó ser un observatorio perfecto para controlar toda la calle. Nos
habían preparado comida, bebidas, radio, televisión y sobre todo un
pequeño emisor-receptor de onda corta para captar los mensajes de la
policía, aparte de unas máscaras de gas y armas.
Tomé a Lizon por el cuello:
 —Gracias, pequeña, tú y Bernard habéis hecho un trabajo estupendo.
Todo es perfecto. Ahora, una cosa: no queremos que nadie venga por
aquí aparte de vosotros dos. Nos serviréis de enlace para comunicarnos
con los amigos, pero cuidado, pues nuestra piel vale una fortuna. Nadie
podrá desconfiar de vosotros pues no nos conocíamos hasta hoy, pero
cada vez que vengáis actuad con la mayor prudencia. Tenemos mucho

  239
 —Pero, pero… ¿quién es usted?
 —Papá Noel que viene a pedir un préstamo.
No pareció comprender el humor de mis palabras y tuve que levantarlo de
su asiento.
 —A la caja y de prisa.
Una vez en la sala principal, señalé las cajeras a Jean-Paul.
 —Pide a esos encantos que abran sus huchas,
hucha s, quiero hacer la
recolección.
El director me abrió la caja fuerte. En su interior se encontraba otra un
poco más pequeña provista de un sistema de relojería. Me contenté con
recoger unos cuantos fajos de billetes que tenia a mano.
 —¿Cuánto tiempo se necesita para abrirla? —le pregunté.
 —Una hora después de haber introducido la primera llave.
Volví al vestíbulo y recogí el contenido de tres cajas.
 —Nada de hacer locuras, héroes. Hace un día magnífico para morir.
 —dije después de saltar por encima del mostrador.
El director, que tal vez quiso jactarse delante de sus empleados,
respondió:
 —Lo hubiera preferido.
No pudo continuar. Jean-Paul le disparó una bala que le pasó a unos diez
centímetros de la cabeza y, con verdadera maldad, le espetó:
 —No pidas nunca tal cosa. Quizá la próxima vez se complazcan tus
deseos.
Cuando franqueamos la puerta. El director se había tumbado en el suelo,
lloriqueando como un crío al que le han quitado su juguete preferido.
Entramos en el coche y salimos disparados ante los ojos asombrados de
dos viejecitas que nunca habían visto salir de un banco a dos hombres
armados.
 —Al siguiente... —le dije a Jean-Paul,

  243
Rodamos durante unos diez minutos.
-¿Contento, amigo?
- ¡Mucho francés. Nos vamos a entender de maravilla en el trabajo.
,

-¿Por qué has disparado?


No me gustan los gilipollas.
Era una explicación como cualquier otra y por toda respuesta e sonreí.
Nos acercamos al otro banco que estaba peor situado. Todavía Jean-Paul
no había detenido el coche, cuando me precipité hacia la puerta principal.
Estaba cerrada y se abría por medio de un sistema eléctrico accionado
desde el interior. Retrocedí unos pasos y disparé cinco veces sobre la
cerradura que estalló en pedazos. Con gran rapidez me introduje en el
despacho del director. Nuestras miradas se cruzaron. Una de sus manos
estaba metida en un cajón de su mesa.
 —No haga eso -le dije apuntándole con el fusil.
 —No dispare —fue Su respuesta.
Intenté tranquilizarlo.
 —No tenga miedo, Las balas sólo eran para la puerta. Todo se
desarrollará con calma, ¡A la caja!
caja !
Me apresuré a recoger el contenido. También guardaba otra caja mas
pequeña con el mismo sistema de relojería que la que había visto
momentos antes. Salí al vestíbulo y me encontré a Jean-Paul intentando
consolar a una de las cajeras que se encontraba en plena crisis de
nervios.
 —¡ Tienes unas maneras tan violentas de abrir las puertas! —me dijo.
Todo el dinero que con tenían las cajas pasó al interior de mi bolso en
pocos segundos. Después de enviar a los presentes un último saludo.
Corrimos al coche.
Jean-Paul estaba muy alegre.
 —Eres un tipo muy rápido —me dijo.
 —Tu también, hijo. En marcha hacia Montreal. ¿Estás seguro deque
podrás evitar los controles pasando por las carreteras secundarias?

  244
 —Estarán completamente boquiabiertos después
desp ués de los dos atracos.
Creo que no se les ocurrirá pensar que hemos venido desde Montreal y
que ni siquiera cambiamos de coche. Pero es cierto que podemos
encontrarnos con la policía. Y seria triste por ellos.
Viajábamos a toda velocidad. A ambos lados de la carretera se extendía el
bosque. A lo lejos descubrí la silueta de una mujer que, al acercarnos,
resultó ser una jovencita que hacía auto-stop.
 —Para —dije a Jean-Paul. Y los neumáticos chirriaron con un frenazo,
¿La cogemos?
-¿Por qué no?
Me incliné por la ventanilla mientras ella corría a nuestro encuentro.
 —¿Pueden llevarme hasta el garaje de mi padre en el próximo pueblo?
 —De acuerdo, sube.
Y Jean-Paul volvió a acelerar rápidamente.
 —Ya sabes que a tu edad no es prudente hacer
hace r auto-stop en lugares
como éste?
Me respondió que había perdido el autobús. Después, mirando a Jean-
Paul, dijo:
 —Conduce muy rápido su amigo.
 —Tenemos un poco de prisa, sabes.
sab es. Ya nos perdonaras. .-¿A qué se
dedican ustedes?
Volviéndome para verla mejor, le respondí sonriendo
 —Soy banquero, muchacha, Y mi amigo también,
 —iAh!

Se inclinó un poco hacia delante y sus ojos se abrieron como platos al


descubrir el rifle que tenía
ten ía a mi lado. Aquella situación me divertía. Le dije
d ije
entono cordial:
 —Esto sirve para proteger nuestro dinero. Hay tantos ladrones hoy día...
¿Comprendes?
Volvió a repetir su exclamación.

  245
Llegamos al pueblo y divisé una gasolinera. La muchacha me dio unos
golpecitos en a espalda.
 —Es ahí . Señor.

Jean-Paul se detuvo y la chica bajó del coche después de darnos las


gracias.
Al día siguiente los periódicos relataban el hecho tratándonos de
verdaderos caballeros, A la muchacha le quedaría un buen recuerdo para
contar a sus nietos.
Un tanto intrigado, Jean-Paul me preguntó por qué la había dejado subir.
Mi respuesta fue simple:
 —Imagínate que la recoge un cochino y le ocurre algo. Seguro que nos
hubiesen echado la culpa a nosotros. Y, además, teníamos tiempo.
¿Verdad, hermanito?
Una vez en nuestro piso de Montreal, vaciamos el bolso sobre elsuelo.
Contamos 26.000 dólares. No era una Fortuna, pero suficiente para
empezar, Lo repartimos con Lizon y Bernard.
Nos quedaban diez días para preparar el ataque a la penitenciaria.
Estábamos decididos. Intentaríamos tomar por asalto la unidad especial
correccional y liberaríamos a todos los reclusos, Necesitábamos una gran
cantidad de armas, tres coches, además, teníamos que preparar una serie
de apartamentos. Hice una lista de armas para Bernard: diez rifles USMI
con cargadores de treinta balas, cinco ametralladoras, un fusil con mira
telescópica y dos revólveres calibre 12 de siete disparos. Junto con la
lista, le di el dinero y las direcciones en donde podría procurarse el
material.
Lizon se encargó de alquilar tres apartamentos bajo nombres falsos. Lo
que no constituyó ningún problema. En cada uno de ellos habría que
almacenar alimentos para varios días. Compramos también ropa. Entre
los presos que queríamos liberar había siete amigos y para ellos
buscábamos los escondites. Los demás, en caso de tener éxito, recibirían
un arma por pareja y procurarían escapar por su cuenta. No les debía
nada; simplemente iban a poder aprovecharse de la ocasión.
Los preparativos costaron muchísimo dinero y Jean-Paul decidimos
realizar otro atraco a un banco de Montreal, antes de atacar el penal.
El lunes 28 de agosto de 1972. a las diez de la mañana, atravesamos las
puertas del Toronto Dominion, banco situado en el centro comercial

  246
Maisonneuve, Llevábamos peluca ygafas
y gafas de sol. La tranquilidad era la
base de nuestro trabajo. Había una treintena de clientes agrupados
delante de las cuatro ventanillas de la caja, en la sala alargada donde se
disponían todas las dependencias de la entidad bancaria. Entré el
primero, como si fuera un cliente más, con el arma en la cintura, iba
provisto de dos «38 especial.>. Jean-Paul se apoyó en el extremo del
mostrador cercano a la puerta con el rifle USMI escondido bajo la bata. El
director del banco se encontraba en su despacho acristalado llamando
por teléfono. Me daba la espalda. Cuando legué al final del mostrador
saqué mi arma. Nadie hasta entonces se había percatado de nada.
 —Señoras y señores, esto es un atraco, Mantengan
Mantenga n la calma y no les
ocurrirá nada.
Jean-Paul, por su parte, también había sacado su rifle. Oí que una mujer
decía: Dios mío!
 —Las empleadas que abran las cajas y los cajones
cajo nes de reserva. Los demás
mantengan los brazos caídos a lo largo del cuerpo y, sobre todo, no
levanten las manos
Cuando llegué a la primera cajera, me miró muerta de miedo.
Mientras me llevaba todos los billetes, les dije sonriente:
 —¿Es tu primer atraco, querida?
Me respondió con un «si» tímido.
- Se sufre menos que en un parto. ¡Ya verás!
Después repetí la operación en las otras ventanillas. No nos quedó
tiempo de ocupamos de la caja fuerte. El director seguía hablando por
teléfono, dándonos la espalda y ajeno a lo que sucedía en la oficina. Jean-
Paul, al ver que había concluido, pidió con cortesía:
 —¿Quieren dejarnos pasar, por favor?
Abandonamos el banco sin ningún contratiempo. El director continuaba
con su conversación telefónica.
Después de recorrer quinientos metros con nuestro coche, pasamos a
otro vehículo y regresamos a nuestro escondite.
Jean-Paul estaba contento. Yo estaba contento de él. Me gustaba trabajar
de aquella manera, con tranquilidad y sin emplear la violencia. Nunca
pedía a los clientes que levantaran las manos por temor de que algún

  247
transeúnte los viera a través los ventanales y se diera cuenta de que se
encontraba ante un atraco a mano armada. La policía no tardaría en
identificar los golpes sucesivos por nuestro método de trabajo.
Lizon nos encontró otro piso mucho más grande. Aunque guardamos
también el anterior para el día en que intentaríamos asaltar el banco que
Jean-Paul había observado con cariño el día de nuestra llegada,
Compramos dos coches bajo nombres supuestos. La prensa la televisión
hablaban constantemente de nosotros, Laíleur y Ouillet habían sido
atrapados por la policía en un coche robado y en compañía de dos
chicas. Miré a Jean-Paul:
 —No hay suerte. Ya no quedamos más que Imbeau y nosotros dos,
do s,

HABlAMOS REUNIDO LAS armas necesarias para el ataque al penal, todo


estaba preparado. Nos quedamos en casa hasta el día señalado. Lizon se
encargó de comprar todo lo indispensable, desde una pinza a un bisturí,
desde un garrote a unas pastillas de penicilina. Estaba triste porque
quería a Jean-Paul y sabia que al final de la semana pondría su vida en
juego, La cogí por el cuello:
 —No te preocupes, pequeña, volverá.
-¿Y tú, Jacques?
 —Yo también, No pierdas la confianza.
El domingo 3 de septiembre de 1972 por la mañana preparamos los
últimos detalles. Nos dábamos perfecta cuenta deque nuestra empresa se
presentaba como algo casi imposible, ya que después de nuestra evasión
el sistema de vigilancia se había reforzado. Tendríamos que enfrentarnos
a los guardianes armados, a las patrullas de la policía y a los coches de
guardias armados. La unidad especial correccional era una de las cuatro
partes de que se componía el conjunto penitenciario. junto con la prisión
de San Vicente de Paúl, el centro Leclerc y el penal de Laval. Desde el
momento en que hiciéramos el primer disparo, nos quedarían tres
minutos para actuar antes de que toda la guarnición se nos echara
encima. Había que estar loco de remate para intentar un golpe parecido
por fidelidad a los amigos y por cumplir lo prometido.
¿Sabes, hijo? Nos vamos a meter en una guerra. Para conseguir llegar
hasta la cerca y poder lanzar los alicates y unas cuantas armas,

  248
tendremos que abrirnos paso. Hay que atacar por sorpresa. Es nuestra
única posibilidad, Pero pase lo que pase vamos a intentarlo, aunque
caigamos en la acción,
Jean-Paul me miró y respondió seriamente:
 —Puedes contar conmigo. Quiero decirte una cosa. Me alegro de ser
s er tu
amigo.
Le di un golpecito amistoso en la cabeza.
 —Yo también, hijo, Te considero como a mi hermano, Pero no hay que
preocuparse. Esta noche te sentarás a esta misma mesa.
La verdad era que ni siquiera yo estaba seguro de regresar.
Había notificado a mis amigos que atacaríamos el penal el domingo 3 de
septiembre de 1972 a las dos y media de la tarde. A las dos en punto
pusimos en marcha los tres coches. Lizon iba sentada al volante de uno
de ellos y tenía que esperarnos en la autopista a un kilómetro de la
penitenciaria, dispuesta a emprender el regreso. Yo dejaría mi coche a
unos quinientos metros y me reuniría con Jean-Paul que estaría espe-
rándome en el tercer vehículo. Todas las armas que llevábamos estaban
cargadas y los cañones de las USMI recortados. Los cargadores tenían
veintiocho halas. Tanto Jean-Paul como yo nos colocamos cinco
cargadores en el costado izquierdo. Vaciamos prácticamente el depósito
de gasolina de nuestro Dodge para evitar la explosión en el caso de que
le alcanzara algún impacto de bala.
Nos acercábamos. Lizon nos adelantó para ir a ocupar su puesto. Yo paré
el motor en el lugar Fijado y me dirigí a ocupar la parte posterior del
coche conducido por Jean-Paul. Todas las armas estaban apoyadas en el
asiento, escondidas debajo de una sábana, Tomé entre mis manos uno de
los rifles, Jean-Paul disponía a su lado de dos USMI y de los alicates.
alicates . En
mi bolsillo guardaba tres llaves de apartamentos con una etiqueta cada
una en la que se indicaba la dirección de los escondites.
Las dos y veinte. Nos apartamos de la autopista y divisamos a nuestra
derecha la U.E.C, Estábamos obligados a pasar por delante, dar la vuelta
a la altura del penal de San Vicente de Paúl para regresar por el mismo
sitio y colocarnos en posición de ataque. Bordeamos la unidad especial a
menos de cincuenta metros de las cercas. Vi a mis amigos que daban
vueltas por el patio y también a la guardia de refuerzo. Había vigilancia
por todas partes, sobre los lados exteriores, entre las dos cercas y en las
atalayas. Jean-Paul hizo este comentario:

  249
 —¿Has visto? Va a ser duro el combate, francés.
 —No tiene importancia, hijo.
Hablamos llegado a la altura de la penitenciaria de San Vicente de Paúl
Jean-Paul empezaba a dar la vuelta. En ese momento descubrí un coche
de guardias armados hacia nuestra derecha y un vehículo de la policía
que se acercaba por detrás. Venían a interceptamos sin ninguna duda. El
coche de los guardianes intentó cortarnos el paso, pero Jean-Paul
aceleró a tiempo y consiguió sortearlo. La policía se aproximaba a toda
velocidad. Estábamos a punto de pasar por delante de la U.E.C. y va nos
habían descubierto. Se había perdido el efecto sorpresa y lo mejor
hubiera sido retirarnos. Nos encontrábamos a trescientos metros del
penal. Por el cristal trasero veía el coche de la policía pisándonos los
talones y el otro vehículo había reemprendido nuestra caza.
¿Qué hacemos? —preguntó Jean-Paul.
 —De todas maneras, atacamos. Yo me ocupo de los polis, tú de los
guardianes de las cercas.
Todo ocurrió con gran rapidez. Jean-Paul detuvo el coche. Salté al
exterior y apunté al vehiculo de la policía que se acercaba. Se desenca-
denó un combare infernal. Mis balas alcanzaron el parabrisas y la
portezuela de la derecha. El coche, perdida la dirección, salió de la
carretera cayó en la cuneta. Jean Paul, entre tanto había disparado contra
-

los guardianes. Los de las torretas dispararon, a su vez sus fusiles y las
balas silbaban en nuestros oídos. Viniendo de todas partes. Había
vaciado un cargador; como me faltaba tiempo para poner el de recambio,
cogí otro fusil del interior del coche en el instante que una descarga de
metralla alcanzó la ventanilla trasera y los mil pedazos de cristal me
dieron en plena cara, Tumbándome hacia un lado disparé con rabia hacia
la torreta de la derecha. Jean-Paul, completamente al descubierto,
apretaba el gatillo sin parar. Las balas atravesaban la chapa de la
carrocería y una de ellas
el las me rozó el zapato sin llegar a herirme, Otra
golpeó contra la funda del cargador lanzando por el aire varios cartuchos.
Creí que me habían alcanzado al sentir el golpe. Otros dos proyectiles me
agujerearon la chaqueta. Me encontraba a punto de vaciar mi tercer
cargador. Ya no atacábamos, simplemente nos defendíamos, Jean-Paul
seguía con ráfagas continuas, De pronto me gritó:
 —Me han tocado.
Una bala le había dado en la pierna. A lo lejos se oían las sirenas de la
policía. Los refuerzos se presentarían de un momento a otro. No nos
quedaba otra cosa que intentar salvar el pellejo. El tiroteo habla durado

  250
poco más de dos minutos. Nuestro coche parecía un colador. En el
momento en que decía: «Abandonamos. hijo Jean-Paul recibió un nuevo
impacto que e traspasó el brazo izquierdo. A pesar de las heridas
recibidas se puso al volante. Yo disparé varias ráfagas de protección y
entré en la parte trasera del coche en el momento en que se ponía en
marcha, Abandonamos el lugar bajo una lluvia de balas. Nuestro intento
había fracasado, Los amigos asistieron impotentes a uno de los peores
tiroteos que Québec ha conocido. Tenía toda la cara ensangrentada a
causa de las esquirlas de vidrio y Jean-Paul perdía mucha sangre. Nadie
se arriesgó a perseguirnos. Guardé todas las armas en dos grandes
sacos de tela. No íbamos a perder nuestro importante arsenal.
Alcanzamos la autopista.
 — ¿Podrás aguantar, hijo? —dije a Jean-Paul.
 —No te preocupes. Si siento que me voy al limbo ya te avisaré.
Seguía llevando bajo el brazo una USMI. Cuando Lizon nos divisó, se
precipitó a nuestro lado.
-Deprisa. Ponte al volante de tu coche y ayuda a jean-Paul, que está
herido, Hemos fracasado. Deprisa niña, Vamos a tener a todos los polis
de Montreal pisándonos os talones.
Mientras descargaba los dos sacos con las armas. Jean-Paul se puso al
volante, negándose a que Lizon condujera. Emprendimos el viaje de
regreso. Por el otro carril de la autopista, coches de la policía iban en
dirección al penal haciendo sonar las sirenas, sin pensar que en el
vehículo con el que se cruzaban estaban los responsables de todo aquel
tiroteo.
Jean-Paul me preguntó:
 —Jacques crees que habrán
hab rán cerrado el puente?
 —No lo creo. Y si lo han hecho, detente a unos cien metros y los
acribillaremos a tiros. ¿Podrás aguantar hasta casa?
Me respondió afirmativamente, y sin ninguna dificultad llegamos a casa.
El coche se detuvo en el aparcamiento subterráneo del inmueble. Bernard
nos estaba esperando,
La radio acaba de anunciar el tiroteo. No creí volver a veros con vida.
 —Ayuda a Jean-Paul. Que viene herido.

  251
Una vez en el apartamento, mientras Bernard y Lizon se ocupaban de
subir las armas, yo curé las heridas de Jean-Paul.
 — ¿Te duele, hijo?
Sonrió al tiempo que me respondía negativamente.
 —¡Qué tiroteo! Y todavía estamos vivos ¿Te das cuenta, francés? Es
increíble. Pensé que no saldríamos de allí. No lo hemos conseguido. Pero,
al menos, hemos intentado lo imposible.
 —Sí, hijo, lo imposible. No hay problema en cuanto a la herida del brazo,
la bala lo ha atravesado pero no ha alcanzado el hueso. En cuanto a la
pierna. El proyectil sigue dentro. Yo no puedo hacer nada.
Le puse un apósito, una inyección antitetánica y le di dos comprimidos de
penicilina. Después me ocupé de mi cara.
Lizon lloraba apoyando su cara en el pecho de Jean-Paul que se había
quedado dormido. Bernard va se había manchado, Yo tenía en la mano un
vaso de whisky y miraba la televisión. Constantemente daban noticias del
ataque perpetrado contra el penal y citaban nuestros nombres. Un policía
habló de la increíble audacia de los protagonistas y decía que se
necesitaba estar loco para intentar un golpe parecido. Le di toda la razón.
Pasé toda la noche en vela cuidando de Jean-Paul. Al amanecer, viéndolo
más tranquilo y fuera de peligro, me dormí.
Nos quedamos en casa sin salir durante varios días. Toda la policía de
Canadá se encontraba tras nuestros pasos. Habían jurado acabar con
nosotros y tenían la intención de dispararnos en cuanto nos tuvieran a
tiro.
Jean-Paul se recuperó rápidamente. Se levanto al segundo día y
empezamos de nuevo a hacer proyectos para el Futuro. Los bancos de
Montreal no tardarían en recibir nuestra visita.

EL Domingo 10 DE Septiembre de 1972, una semana después del tiroteo,


decidimos pasar el día en un bosque cercano a San Luis de Blandford
con la intención de realizar ejercicios de tiro. Metimos en el maletero del
coche unas cuantas armas.
Aquella misma mañana, dos guardabosques provinciales salieron de sus
domicilios para efectuar su ronda habitual. Dos representantes de a ley

  252
que el destino iba a poner frente a dos hombres al margen de ella. Cuatro
hombres armados por diferentes razones, dos de los cuales, vestidos de
uniforme y llevando el arma reglamentaria, cometerían un error que les
costaría la vida.
Nos introducimos en el interior del bosque para que no nos molestaran y
una gran parte del día la dedicamos a entrenarnos. Enseñé a Jean-Paul
los fundamentos del tiro por instinto. Su brazo ya no le dolía, pero podía
leer la rabia en sus ojos cada vez que vaciaba un cargador. Los dos
éramos buenos tiradores. Al final del día guardamos las armas en el
maletero y con sólo nuestras armas personales en la cintura, regresamos
a Montreal. A las cinco de la tarde nos topamos con ellos en un recodo
del camino. Se encontraban a unos cincuenta metros de nuestro coche y
su camioneta nos impedía el paso. Como iban vestidos de uniforme,
Jean-Paul y yo los tomamos por policías. No cabia ninguna posibilidad de
tomar otra dirección. Ninguno de los dos sacó el arma, pero nos hicieron
una señal para que avanzáramos.
 —¿Qué hacemos? —me dijo Jean-Paul.
 —Déjales que se acerquen, Quizá sólo se trata de un simple control.
Nuestra documentación está en regia.
 —¡Mira! se acercan.
 —Si te piden que salgas, lo haces, pero sin pistola. Tú también, Lizon. No
os preocupéis que yo bajaré después de vosotros.
 —¿Y las armas que hay en el maletero...? ¿Si me piden que lo abra?
 —Pues lo abres, No te preocupes. Hijo.
Los dos guardabosques llegaron a nuestra altura. El más viejo, con cara
de duro, interpeló a Jean-Paul:
¿ Es usted quien ha estado disparando a lo largo de todo el día?
 —Si, señor, No creo que eso esté prohibido.
 —Baje del coche y abra el maletero.
Ninguno de los dos pareció interesarse por mi presencia, Jean-Paul
descendió sin llevar armas encima, Lizon salió detrás de él. En su bolso
guardaba una 38 especial, Con tranquilidad coloqué las manos en la
espalda a la altura de la cintura. Estaba en mangas de camisa y sabía que
si me presentaba de frente, les sería imposible adivinar que llevaba un
revólver.

  253
Pensaba apuntarles y amenazarles si las cosas no funcionaban a nuestro
gusto,
Jean-Paul abrió el maletero. En su interior había unas diez armas
automáticas, además de una pistola calibre 12. Y todas estaban cargadas.
El más viejo de los guardabosques dijo a Jean-Paul con voz agresiva:
 —¿No sabe que está prohibido transportar armas cargadas?
cargadas ? Tendrá que
acompañarnos al puesto.
Yo había bajado del coche y tomé la palabra:
 —Veamos, señor. No hemos cometido ninguna infracción. No está
prohibido hacer ejercicios de tiro antes de que se levante la veda.
Me miró de una manera extraña, como si intentara recordar algo. Nuestras
miradas se cruzaron. Puso las manos en la culata de su revolver y
retrocedió unos pasos:
 —¡Los fugado! —gritó a su colega al tiempo que desenvainaba.
desenvainab a.
Fui mucho más rápido que él, Jean-Paul cogió una pistola calibre 12 y
con un movimiento rápido introdujo en el cañón un cartucho con
perdigones. El guardabosques quiso echarse aun lado, pero mis balas le
alcanzaron en mitad del pecho. El sólo consiguió disparar al aire. La
detonación que provocó Jean-Paul levantó del suelo al otro de los
guardas. Sin detenerse volvió a cargar y disparó una vez más. El cuerpo
de aquel hombre se derrumbó despedazado por el plomo. Ni Jean-Paul ni
yo habíamos querido llegar a aquel extremo. La responsabilidad de
aquella carnicera recaia únicamente en Méderic Cóté. Guardabosques
provincial y en su estupidez. En cuanto a su colega. Ernest SaintPierre,
fue una víctima de los acontecimientos. De haber sido menos rápido que
ellos, seriamos nosotros los que ocuparíamos su lugar.
Tiré de los pies de Méderic Coté hasta colocarlo a la altura de su
compañero. Cargue mi arma y disparé dos veces en la cabeza de cada
uno de ellos. Aquel gesto podría costarme la pena de muerte. La sociedad
sólo acepta el golpe de gracia si es el verdugo quien lo da. Entonces se
trata de un” gesto humanitario, En manos de un asesino el concepto
cambia por el de «bestialidad”. Yo quise asegurarme de que quedaban
muertos. Aquellos crímenes no habían sido premeditados. Habría que
hablar de legítima defensa. Todos los policías querían nuestra piel y lo
habían pregonado por la radio desde el ataque a la penitenciaria. Aquella
fue nuestra respuesta. Sin piedad y sin remordimiento. Con aquel acto
declarábamos la guerra a la policía, una guerra total. Aquel acto serviría

  254
también de advertencia a los que se sintieran con vocación de cazadores
de recompensas.
Jean-Paul volvió a ponerse al volante de nuestro coche. Lizon estaba
bañada en lágrimas y yo maldecía el destino que nos había puesto a
aquella pareja en nuestro camino.
Encontraron los cuerpos a la mañana siguiente. Los descubrió una
patrulla que había salido en su busca. Todos los medios de comunicación
se pusieron de acuerdo para anunciar que aquel doble asesinato llevaba
nuestra firma. La policía juró vengar a sus camaradas. La recompensa por
nuestra captura aumentó en unos cuantos miles de dólares. No añadieron
la frase de «vivo o muerto», pero todos soñaban con tenernos tiesos a
sus pies. Nos hubiera sido fácil abandonar Montreal. Sin embargo, tanto
Jean-Paul como yo quisimos desafiarles atacando varios bancos del
centro de a ciudad y con la cara descubierta.
Hubo duelo nacional por los guardabosques. Uno se convierte rápi-
damente en héroe una vez muerto. El ministro de Justicia soltó un bonito
discurso. Quien yo había considerado como «víctima de su estupidez», se
convirtió en «victima de su deber.., Triste consuelo para el muchacho de
doce años que lloró ante el féretro de su padre. La foto que publicaron los
periódicos me llegó al alma. Cuánto nos debía odiar aquel niño
¿Comprendería que su padre desde el día que aceptó llevar un arma se
convirtió en un asesino legal, con la autorización de matar en nombre de
a ley? ¿Comprendería que cuando dos hombres se enfrentan y sacan
armas, el más rápido es el que sobrevive? La ley autoriza a matar, pero no
proporciona chalecos antibalas. Yo no tenía el menor remordimiento,
pero sí bastante pesadumbre.
Las condiciones de vida de la unidad especial correccional se habían
convertido en insostenibles para los detenidos, Redacté unas cuantas
notas de denuncia y las envié a los periódicos advirtiendo seriamente al
Gobierno para que humanizara el sistema del penal, pues de lo contrario
actuaríamos por nuestra cuenta. Mis cartas desencadenaron una gran
campaña de prensa. La mayoría de los periodistas solicitaron poder
visitar la U.E.C.. La población, al saber lo que ocurría detrás de aquellos
muros, se dio cuenta que la unidad especial en lugar de protegerles
servia pata fabricar los criminales más peligrosos que Canadá había
conocido. Durante los meses siguientes mejoraron sensiblemente el
sistema penitenciario y al final cerraron el centro. Pero, por el momento,
ignorábamos esta decisión. Nos encontrábamos en la esquina de la calle
Fleurv-Papineau dispuestos a asaltar el famoso banco que Jean-Paul
había descubierto el mismo día de nuestra evasión.

  255
Todo transcurrió en muy pocos minutos, Después de vaciar todas las
cajas, hice lo mismo con las de reserva. En el momento de marcharnos
una de las cajeras me hizo una mueca. Aquello le valdría una buena
sorpresa tres días después.
A la diez de la mañana entramos por segunda vez en el banco. Con gran
rapidez salté el mostrador y el director me recibió diciéndome:
 —iOtra vez usted!
 —Como la otra vez. —respondí al tiempo que le señalaba la caja.
Después, dirigiéndome a la cajera, que la otra ocasión me había hecho un
gesto antipático, le dije:
 —Hola, monstruito, coge este bolso y mete el dinero de todas las
ventanillas mientras yo me encargo de la caja fuerte.
 —Pero yo no soy ninguna ladrona —me respondió casi sin aliento. Pues
ya es hora de que lo seas. Venga, a trabajar, y de prisa.
De muy mala gana comenzó a llenar el bolso. Jean-Paul con su
ametralladora en la mano se lo pasaba en grande al verla actuar.
Una vez vaciadas las cajas recogí el bolso que había llenado la empleada
y saqué un billete de veinte dólares.
-Y nada de muecas —le dije sonriendo—o volveremos otra vez. ¿De
acuerdo?
Le tendí la mano con el billete:
 —Toma, chorizo, es tu parte y gracias por la ayuda.
Salté por encima del mostrador y desaparecimos. Era el momento. A lo
lejos la policía daba su concierto de sirenas,
Desde nuestra fuga habíamos amontonado una gran cantidad de dinero, y
llegó el momento de pensar en Janou. A través de enlaces le hice saber
que tenía la intención de liberarla. Me respondió con una nueva negativa.
Aquello me contrarió. Lo que sucedía era que la policía había instalado
todo un dispositivo especial para esperarme y Janou lo sabía. No quiso
que me arriesgara. Pero yo no estaba al corriente y, como no me
consideraba atado a ninguna persona, decidí distraerme.

  256
NUESTROS AMIGOS DELhampa prepararon una recepción en nuestro
honor. Se tomaron todas las preocupaciones posibles para nuestra
seguridad. Acudí a la cita. Había tantas armas de diversos calibres como
botellas de champán. Y las mujeres lucían su hermosura. Mostraron sus
dotes de hembras y cuando a la mañana siguiente entró Jean-Paul a
buscarme a mi habitación se encontró con un espectáculo que le dejó
perplejo.
Dormía como un pachá en medio de dos bonitas rubias, Media docena de
botellas de champán vacías estaban esparcidas por el suelo entre
guirnaldas de ropa interior femenina. Mis dos 38 especial apoyadas en la
mesilla de noche y mi USMI en el centro, completaban el cuadro de
conjunto.
Entreabrí los ojos y Jean-Paul, con un vaso en la mano, me dijo:
 —Para ser un viejo, tienes mucho apetito francés puñetero.
Sonriendo le respondí:
 —Eran demasiado encantadoras y no sabia cuál elegir, así que... Y
además, ¿qué te crees? Tengo hambre, sobre todo después de tres años
de ayuno.
Aquella velada nos sentó divinamente. Hizo que apreciáramos nuestra
libertad. Nuestras fotos aparecían sistemáticamente en los periódicos lo
que nos impedía salir cuando se nos antojaba. Nos habíamos puesto en
contacto con muchos amigos y el principal tema de nuestras
conversaciones seguía siendo el ataque a la penitenciaria.
Una noche, un camarada me presentó a la que iba a ser mi nueva
compañera de aventuras, aunque no llegaría a reemplazar a Janou.
Conocía las ventajas de no estar solo, una pareja llama menos la atención
cuando se cruza la frontera. Joyce Deraiche era bonita y sus veinte años
no le habían permitido todavía tener una gran experiencia de la vida.
Soñaba con la aventura, con el dinero y con magníficos coches. Yo
poseía la experiencia y todo lo demás. Se convirtió en mi amante.
Después de los sufrimientos del encierro y las privaciones de amor y
afecto, su amabilidad transformó mis pensamientos. Le enseñé a ser
mujer, a descubrir su cuerpo y el placer. Su rápido cambio me maravilló.
Jean-Paul y Lizon la aceptaron y ella terminó enamorándose de mí.
Admiraba al bandido, confundiendo la cruel realidad con la de los héroes
de la pantalla. Le hice comprender que entre nosotros «no tenía que

  257
haber preguntas.’. Le expliqué que mi mujer estaba encarcelada y que
nadie podría reemplazarla, pasara lo que pasara.
Un conocido se ofreció para proporcionarme pasaportes. Habíamos
cambiado nuestra apariencia exterior, pero eso no impidió que la oficina
de pasaportes del Ministerio de Asuntos Exteriores nos identificara. La
policía creyó que habíamos caído en la trampa.
Con la autorización del ministro Mitchell Sharp y bajo la petición de la
Guardia Real de Ottawa, extendieron los pasaportes falsos con el único
fin de poder detenernos. Nosotros no lo sabíamos y nos encontrábamos a
punto de cometer el octavo atraco a un banco desde nuestra evasión.
El director que se encaró conmigo era un tipo coloradote y de barriga
prominente. Con el cañón de mi arma le indiqué la dirección de la caja
fuerte, obligando a uno de los cajeros que nos acompañara. Jean-Paul
supervisaba todos los movimientos con la ametralladora en la cadera.
Había prevenido a todo el personal para que no intentara dar la alarma
conectada directamente con la comisaría de policía.

 —¡Abre la caja! —dije.


 —Sí. Pero, dése prisa —respondió el director.
¿Por qué apresurarse? Me ha asegurado que no estaba dada la alarma.
Estaba temblando. Aquel cerdo había apretado el botón con el pie en el
instante que yo había entrado en el banco. Los coches de la policía ya
estarían en camino, pero el miedo que leía en sus ojos me divertía.
En su interior, aquel hombre lamentaba su decisión por miedo a las
consecuencias. Dos cigarros puros sobresalían del bolsillo superior de
su chaqueta. Los tomé, guardé uno para mí y el otro se lo metí en la boca:
 —Te has arriesgado, así que hay que apechugar hasta el final.
Le di fuego. Estaba sudando. El cajero, por su parte, temblaba. Eran ellos
los responsables de la alarma y quería darles una lección que no
olvidaran jamás.
 —Ten cuidado, han puesto en funcionamiento la alarma —grité a Jean-
Paul.

  258
En principio cada atraco duraba alrededor de dos minutos, pues la policía
de Montreal estaba tan bien organizada que se presentaba en el lugar del
golpe en menos de tres minutos.
Todavía tenía el puro en la boca cuando empezó el tiroteo,
Los cristales de las oficinas saltaron hechos añicos y los clientes se
tiraron al suelo. Jean-Paul salió a la acera y con su arma apoyada en la
cadera lanzó contra los policías varias ráfagas. Salté por encima del
mostrador y disparé a un policía que se había escondido detrás de su
coche. Jean-Paul volvió al vestíbulo. Nos era imposible salir por la puerta
principal y llegar hasta nuestro vehículo, Los disparos venían de todas
partes. Descubrí la puerta de emergencia y grité:
 —Allí. Vete, hijo, que yo te cubro.
Jean-Paul se precipitó por aquella salida que daba a la parte trasera del
banco. Le seguí los pasos después de disparar varias veces para
protegernos. Continuaban apareciendo coches de policías y las sirenas
ensordecían el ambiente Atravesamos un pasadizo y ganamos una
angosta callejuela. Comprobé que ningún policía nos había seguido. Sin
pérdida de tiempo, cargamos nuestras armas ante las asombradas
miradas de los transeúntes que no daban crédito a sus ojos. Nada más
llegar a una calle principal detuvimos el primer coche que pasó y después
de obligar a sus ocupantes a que abandonaran el vehículo, Jean-Paul se
puso al volante, le pedí que condujera despacio. En nuestro recorrido se
nos cruzaron varios coches de la policía que acudían al lugar del atraco
sin percatarse de que dejaban huir a los hombres que iban a buscar,
Jean-Paul me miró y soltó una carcajada:
 —Tu puro...
Sólo entonces me di cuenta de que lo había llevado entre los labios
durante el tiroteo y la huida. Chupé de él y solté una bocanada de humo.
 —Es de muy buena calidad. Ni siquiera se ha apagado. —Y luego añadí,
dirigiéndome a Jean-Paul—: Muy bien, hijo. Ese no volverá a jugar de
nuevo con la alarma.
Un poco más y hubiera sido nuestro ultimo atraco. Sin lugar a dudas,
habíamos tenido muchísima suerte,
Al día siguiente los periódicos hablaban del tiroteo y se preguntaban:
¿Qué se puede hacer contra esos dos? Muestra tranquilidad y decisión
desarmaba completamente a la policía de Montreal. De todas maneras se
acercaba el momento de abandonar el país. Sin embargo todavía

  259
perpetramos otro atraco y esta vez se desarrolló sin alarmas ni
nerviosismo. Parecía que los directores de Banco habían terminado por
ponerse de acuerdo y darnos facilidades.
Los pasaportes los recibimos a través de unos amigos y preparé nuestra
marcha tomando todas las preocupaciones posibles. Se organizo una
fiesta de despedida.
CUANDO PRESENTAM0S nuestra solicitud en el negociado de
pasaportes, adjuntamos un billete de avión con destino a Francia para
demostrar que queríamos abandonar Canadá. Las autoridades creyeron
disponer de todas las facilidades para detenernos en el momento del
embarque.
No se dieron cuenta de que les había hecho caer en una trampa.
Por el billete de avión conocían el día, hora y destino de nuestro viaje, es
decir, que nos dirigíamos a Francia. Pero, en realidad, teníamos la idea de
cruzar legalmente uno de los pasos fronterizos con los pasaportes que
valían para fuera del territorio canadiense. La autoridades de otros países
no podrían creer que se habían emitido pasaportes falsos a los dos
criminales más buscados de Canadá. Así pues, eran ellos quienes nos
facilitaban nuestra huida.
Quedaba un problema de tiempo, el necesario hasta que el Gobierno de
Ottawa se diera cuenta de que le habíamos dado esquinazo. Desde
Montreal telefoneé a unos amigos de Nueva York para anunciarles
nuestra Ilegada al Waldorf-Asíoria, Cruzaríamos la frontera a través de las
carreteras forestales,
Elegimos la región de Covey Hill. Unos amigos, en compañía de su
mujeres, fueron por delante con la documentación en regla para realizar
una prueba. Tanto a la salida como a la entrada no tuvieron el menor
contratiempo. Pero la policía fronteriza que patrullaba por los alrededores
verificó los papeles de un coche que les precedía. Entonces decidimos
que el día de nuestra partida, un coche de un amigo, con su mujer y su
hijo, nos llevaran la delantera aventajándonos unos cien metros, mientras
que detrás nos seguiría un auto de otros amigos que simularían haber
bebido mucho. Si por cualquier razón nos detenía algún control, el último
coche nos adelantaría rápidamente, haciendo lo posible para llamar la
atención de la policía, y esta, sin duda alguna se olvidaría de nosotros
para perseguir a los presuntos borrachos.
Jean-Paul yo queríamos evitar a toda costa que se repitiera la escena de
los guardabosques. Pero, por supuesto, estábamos decididos a que
ningún control nos impidiera el paso. Pasaríamos la frontera armados

  260
la mañana. Oportunamente nos comunicarían el día exacto del nuevo
pago de la nómina.
En el lugar de la acción la calle se ensanchaba, lo que permitía aparcar
una camioneta, observar desde ella toda la longitud del muro y ver llegar
a los empleados. Pero había un detalle que me daba que pensar. Al lado
mismo de la imprenta había una escuela yno quería correr el riesgo de un
accidente en caso de que las cosas no salieran como estaba previsto.
Entonces decidí no interceptar a los hombres en el momento que
cruzaran la calle, sino mientras bordearan el muro interior. Para nosotros
la decisión era más arriesgada, pero si el trabajo se desarrollaba según
nuestros planes, no habría ningún problema. Para huir tomaríamos el
pasaje Degrais, que desembocaba en la calle Curial. Aquel pasaje
conducía directamente a otra calle, lo que nos permitía controlar la fuga
en caso de que la policía se presentara.
Nos reunimos todos en casa de Robert, Rémy hacia tres días que se
había marchado al extranjero y no pudo participar en el golpe. Preparé un
plan conjunto y cada uno de mis amigos fue a comprobarlo sobre el
terreno. Desde mi evasión, estaba desconocido. Me había dejado la barba
y la había teñido de un color rojizo, al igual que el cabello, que llevaba
muy corto, Con aquella pinta y unas gafas con cristales col-rientes, ni mi
madre me hubiera conocido. El que nos había dado la información
participaría también en el golpe. Los dos llevaríamos puestos cascos
azules de motorista y trajes del mismo color, Los otros dos se
disfrazarían de pintores de brocha gorda con batas blancas, una gorra y
un bote de pintura en la mano. Los Falsos pintores deberían cruzarse con
los cuatro hombres de la empresa, simulando dirigirse a los talleres. Mi
amigo y yo, escondidos en una furgoneta, intervendríamos en ese
momento, de manera que los cuatro empleados se encontraran
acorralados y sin ninguna posibilidad de huir. Me dirigí a Robert y le dije:
-Prepáranos una furgoneta de Correos. Pinta los cristales traseros de
azul. Nosotros rasparemos un poco la capa de pintura para poder ver el
exterior. Quiero también una manta que colgarás detrás de los asientos
delanteros para esconder el interior de la furgoneta. Y en cuanto a las
armas, sólo utilizaremos pistolas. Nada de metralletas. Yo seré el único
en llevar una doce automática con los cañones recortados y la recámara
bien provista de perdigones del nueve. Me encargaré de dar la orden de
ataque yproteger el repliegue. No creo que se presente ningún problema,
El golpe puede realizarse en unos treinta segundos. No quiero que se
emplee la violencia contra los contables. Yo me ocuparé del que no lleva
ningún paquete, pues posiblemente es el que sirve de escolta e irá
armado. Le obligaremos a ponerse contra la pared y le registraremos

  289
antes de marcharnos. Y no quiero que ninguno de ellos se sienta con
vocación de héroe.
Puestas las cosas en claro, nos despedimos hasta la fecha señalada,
cuatro días después.
La víspera aparqué nuestro coche en el lugar que debía ocupar la
furgoneta. Así el lugar estaría asegurado para el día siguiente. Aquel
detalle constituía la base fundamental de nuestro éxito,
• Dejamos la furgoneta a unos trescientos metros del punto de la
acción, con todo lo necesario en su interior. Cada uno por su lado tomo el
metro para acudir a la cita que habíamos fijado a las ocho de la mañana.
Fuimos temprano por si se presentaba algún problema. A intervalos
calculados fuimos entrando todos en el interior de la camioneta. Robert y
otro amigo se pusieron los trajes de pintor y ocuparon los asientos
delanteros del vehículo. Otro compañero se marchó a pie hacia el coche
que Habíamos aparcado la víspera. Esperaría sentado al volante. Cuando
nos viera llegar, se pondría en marcha y se dirigiría a su posición
definitiva en el pasaje Degrais, mientras nosotros estábamos en nuestros
puestos respectivos. Eran las ocho y media. La calle era de dirección
única, lo que nos facilitó la tarea del aparcamiento. Robert detuvo el
motor de la furgoneta y descendió con su pareja. De pie ante el vehículo,
con los botes de pintura apoyados en el suelo, tenían todo el aspecto de
verdaderos pintores. Comenzó la espera. Yo permanecía en el interior,
con el casco puesto. Tenía una gran visera de color y era imposible que
pudieran reconocerme. Mi amigo estaba a mi lado. Mi fusil descansaba
sobre un mueble que ya se encontraba en el vehículo el día que lo
robamos. Hacía tan sólo quince días que me había fugado y ya estaba de
nuevo en el tajo. Entretanto, la bofia me buscaba por todas partes menos
en París.
La espera se hizo larga. Por el pequeño espacio que habíamos raspado
en el cristal pintado de azul, divisábamos todos los talleres. Estábamos
seguros de que los veríamos llegar desde lejos. Afuera, mis amigos
fumaban en una postura relajada. Delante de ellos, los niños jugaban en
el patio de la escuela. Unos obreros realizaban trabajos de albañilería.
Pasaron dos horas desde nuestra llegada.
¿Estás seguro deque es para hoy? —pregunté al que me había dado a
información.
 —Sí, seguro. Tienen que estar al llegar.
En aquel mismo instante dieron unos golpecitos en la carrocería. Era la
señal. Miré a través del cristal y los vi. Los cuatro avanzaban hacia

  290
nosotros. Tres de ellos llevaban un paquete en las manos. Se fueron
acercando hasta llegar a unos cincuenta metros de nuestra posición.
-Son ellos —dijo mi amigo.
 —Ya había abandonado mi punto de observación. Mi compañero se
encargaba de anunciar la distancia que los separaba de la furgoneta.
Cuando se encontraran a treinta metros, los falsos pintores se pondrían
en movimiento.
 —Los pintores se han puesto en marcha… Treinta.., Veinticinco... Veinte,
¡Adelante!
Me precipité fuera del vehículo seguido por mi amigo que cargaba con
una bolsa militar en una mano y una pistola en la otra. Los cuatro
hombres se encontraron frente a mi arma,
 —No se muevan… El dinero al suelo... Contra la pared.
No tuvieron tiempo de comprender lo que pasaba, pues los pintores
cayeron sobre ellos ylos empujaron contra el muro. Mi amigo recogió del
suelo los paquetes y los metió en el bolso. Robert vigilaba los
alrededores, mientras yo registraba a dos de ellos. Ninguno estaba
armado.
 —No hagáis estupideces.., Tranquilitos.
Los obreros que habían presenciado el ataque se acercaron, pero Robert
salió a su encuentro con el arma en la mano y les obligó a meterse en una
cochera.
Una vez el dinero en el bolso. Grité a mis amigos:
-Se acabó… Larguémonos.
Los tres cruzaron la calle para meterse por el pasaje Degrais. Solo
cuando ya estaban a salvo seguí sus pasos, asegurándome de que nadie
nos perseguía. Un obrero que hizo el amago de venir tras de nosotros,
desistió al ver el gesto negativo que le mostraba con mi mano. El coche
que nos estaba esperando se puso en marcha, Nos quitamos los disfra-
ces y, junto con el fusil descargado, los metimos en un bolso de viaje.
Nuestro conductor nos llevó hasta la entrada de una estación del metro,
donde descendimos. El continuó en solitario y se perdió entre la gran
circulación de Paris hasta que encontró un lugar apropiado para
abandonar el coche.

  291
Ya reunidos en uno de nuestros escondites, abrimos los paquetes. La
suma era la prevista, unos treinta millones de francos antiguos y muchos
cheques sin valor para nosotros,
Robert me dio unos golpecitos amistosos en la cabeza.
 — ¿Contento. .Jacques?
 —Si, muy contento, hemos hecho un buen trabajo. Impecable.
 —Al menos no se han quedado con las manos vacías. Les hemos dejado
los botes de pintura ypodrán dedicarse a darle una mano al muro.
Soltamos una carcajada. Después de echar un trago para celebrarlo, nos
despedimos.
Yo tenía un escondite en París. Se trataba del domicilio de un muchacho
que estaba de viaje por el extranjero y había dejado las Ilaves a uno de
mis amigos. Podía utilizar el piso mientras su inquilino estuviera ausente,
aunque tampoco debía eternizarme. Me encontraron una vivienda en
Trouville, pero antes de mudarme me ocupé de dos asuntos: llevarme a
Joyce, que estaba constantemente vigilada, y recabar noticias de mi
padre, a quien no había vuelto a ver. Como no podía telefonear a su
domicilio, envié a un amigo a su comercio para que organizara una cita.
Mi amigo volvió con el rostro cariacontecido.
 —Tu padre está gravemente enfermo y lo han hospitalizado.
Me dió un vuelco el corazón. Necesitaba verlo por encima de todo.
 —Tengo toda la información necesaria por si vas a visitarlo, pero puedes
estar seguro de que la policía te ha preparado una trampa. No hagas el
tonto, Jacques, es demasiado arriesgado.
 —Me importa todo un bledo. Es mi viejo y tengo que verle.
 —No tienes derecho, ni por él ni por ti. Si quieres, yo iré, pero no hagas
locuras.
 —Es asunto mío. Déjame en paz. Iré de todas maneras. Reúne a dos
amigos para que me protejan en la calle desde el interior de un coche.
Cómprame una bata blanca, las de los pintores están sucias; y procúrate
también un estetoscopio.
-¿Estás loco?

  292
 —Con mi nueva facha nadie podría reconocerme. Con una bata y un
estetoscopio colgado al cuello, me pueden tomar por un médico. Iré a la
hora de la comida o un poco después. Entérate del número de su
habitación y tráeme todos los detalles. Es posible que no haya ningún
poli.
¡Y todo por ver a tu padre!
 —Si, todo por ver a mi viejo... Sé que no tendré otra oportunidad. Tú no lo
puedes comprender.
 —De acuerdo. Jacques, haré lo que quieres. Pero necesitarás ir bien
armado.
 —Si los polis intentan detenerme dispararé a quemarropa. Nadie me
impedirá ir a verlo, ¿comprendes?
Mi mirada era maligna y mi amigo, que me conocía, se dio cuenta de que
no cambiaría de opinión.
Dos días después, enfundado en una bata blanca desabrochada para
poder así alcanzar mejor mi CoIt 45 en caso de necesidad, franqueé las
puertas de la clínica. Mis amigos desde sus puestos no descubrieron
nada sospechoso.
Después de atravesar varios pasillos, me encontré ante su habitación.
Todo parecía normal. Giré el pomo de la puerta y la abrí suavemente para
no darme de narices con algún policía.
Mi padre estaba acostado con la mirada fija en la entrada. Leí en sus ojos
la pregunta: ¿A quién me recuerda esta cara?» Después se le iluminaron
los ojos.
 — ¿Eres tú?
Me llevé un dedo a los labios para indicarle que guardara silencio. Me
acerqué a su cabecera y lo abracé. Por aquel gesto de afección había
arriesgado mucho. Pero adoraba a mi padre y sabía que me había portado
como un mal hijo. En el fondo, aquella visita estaba motivada por mi
deseo de pedirle perdón a causa de las penas que le había infligido mi
vida aventurera. Hablamos en voz baja como dos conspiradores.
 —No has debido venir.
 —Era preciso, papá.
 — ¿Por qué. Hijito?

  293
 —Por mí.
Le miré. Había adelgazado más de treinta kilos. Estaba al final de
sus fuerzas, pero no vencido. Le cogí la mano.
 —Si, papá..., por mi.
Por primera vez vi cómo se le empañaban los ojos. Hacia esfuerzos para
no llorar. Hubiera dado mi vida por la suya, pero el mundo de los sueños
sólo pertenece a los niños. Y, sin embargo, delante de mi padre, me
sentía muy pequeño. Ya no era el peligroso gángster, sino simplemente
un chico desgraciado por la muerte inevitable de la persona que más
quería en el mundo.
Me dio unos golpecitos amistosos en la mejilla.
--Gracias, hijo. Si, te comprendo... Pero ahora tienes que marcharte y,
sobre todo, cuídate mucho.
Sí. Tenía que marcharme. Le abracé fuertemente.
 —Adiós, papa.
 —Si..., Adiós, pequeño.
Los dos sabíamos que no volveríamos a vernos. Al abrir la puerta para
salir al pasillo estaba llorando y no me volví a mirarlo por vergüenza. Es
estúpido que llore el enemigo público número uno. Aquello no me ocurría
desde que tenía doce años. Mis lágrimas servirían de último homenaje
para el hombre y señor que había sido mi padre.
Cuando ocupé mi asiento en el coche que me esperaba, mis amigos
adivinaron que no debían preguntarme nada. Nos pusimos en marcha en
silencio. Abandonamos el vehículo, que habíamos robado, en un
aparcamiento.
Dos meses después me enteré de que mi padre había muerto. Con él
moriría también algo de mí mismo y cambiaría alguna de mis reacciones.
Pero cuando salía de la clínica me aferraba a la posibilidad de un milagro.
Después de la visita a mi padre, pasé dos días haciendo los preparativos
para recobrar a Joyce, que vivía con la policía pegada a sus talones.
Utilizamos para ello un edificio que tenía entradas desde dos calles
distintas. Conseguimos nuestro cometido con facilidad. Un coche la

  294
 — ¿Por qué? ¿Quieres agujerearme a tiros cuando me agache para
hacerlo?
 —No… Sólo quiero comprobar si eres tú. Te doy mi palabra de que no te
tiendo una trampa.
 —Está bien… Te paso mi tarjeta de identidad.
Vi cómo la tarjeta cruzaba la ranura. Desconfiaba tanto como él, así que
me apoderé de ella ayudándome con el pie. Poseía una carpeta llena de
fotos de policías que habían publicado los periódicos y tenía la de
Broussard. Las conipaté y vi que era él. Metí el recorte en la funda de la
tarjeta.
 —Sí, eres tú... Te la devuelvo.
Se apoderó de ella a través de la ranura de la puerta y me preguntó:
 —¿Cuáles son tus intenciones, Jacques?
 —Esta vez creo que me he caído con todo el equipo.
 —Sí, no tienes escapatoria.
 —Escucha, poli. Hay una chica conmigo y ella no ha participado en nada,
Si tú…
Por el tono de su voz, comprendí que había imaginado que estaba
completamente solo,
 — ¿Una chica? Dile que hable.
Hice una señal a «Pico Bello» para que se acercara a la puerta.
 —Venga... Habla. No sabía que decir y pronunció con timidez:
 —Si, señor... Hay una mujer a su lado.
Los polis no habían previsto aquello. Les podía hacer creer que era la hija
de un hombre importante y así intentar salir con ella como rehén, pero yo
nunca he actuado contra mis principios sirviéndome de una mujer para
escudarme. Sólo deseaba ahorrarle el sufrimiento de la cárcel.
 —Escucha, Broussard sé que eres un hombre correcto. Para mi no es
necesario negociar, pero la chica no está al corriente de nada. Si me das
tu palabra de que no la guardáis con vosotros más de veinticuatro horas

  308
y que después recobra la libertad, me rindo. De lo contrario, tendréis que
venir a buscarme.
Durante un momento escuché como Broussard hablaba a otras personas.
 —De acuerdo, Jacques… Te doy mi palabra. pero únicamente si ella no
está perseguida por algún delito. Y ahora, ¿qué decides?
 —Necesito, veinte minutos... Después te abro la puerta.
 —¿Qué quieres hacer?
 —Nada de lo que piensas.
 —De acuerdo... Veinte minutos
Broussarcl sabia perfectamente que aprovecharía el tiempo para destruir
documentos. Pero lo más importante para él y sus jefes era evitar toda
efusión de sangre. Mi historial les decía que para capturarme tendrían que
perder a unos cuantos de sus hombres. Los acontecimientos se
presentaron de forma inesperada. Como yo aceptaba las reglas del juego,
prefirieron no precipitarse. Un hombre cogido en la trampa puede tener
reacciones imprevistas. Necesitaba veinte minutos para destruir los
planos completos de un golpe importante que tenia en preparación. Puse
todos los papeles dentro de una cacerola y les prendí fuego. Aplasté las
cenizas del polvillo restante lo hice desaparecer por el agujero del
fregadero, después de abrí el grifo. Realicé la misma operación con mi
documentación falsa, aunque esta vez sin preocuparme de las cenizas,
pues carecía de importancia si llegaban a manos de la bofia. El piso se
había llenado de humo y yo me mantenía con la metralleta bajo el brazo
para evitar cualquier sorpresa. Broussard, viendo el humo que se
escapaba por debajo de la puerta, me pregunto:
 —Pero, ¿qué estás haciendo?
 —Estoy quemando todo lo que te podía interesar —le dije con ironia.
 —Eh, Jacques.., Los veinte minutos va han pasado.
 — ¿Y qué? Aunque necesite una hora tendréis que esperar.
 —De acuerdo… No te enfades.
Broussard no tenía ganas de que cambiara de opinión. Me encontraba
tranquilo. Dentro de unos minutos perdería para siempre mi libertad No
era el momento de lanzarse a la desesperada. Sin posibilidad de ningún
tipo, seria una locura apta para aficionados. Uno puede conseguir

  309
escapar de una cárcel, pero no de un cementerio. Me molestaba tener que
rendirme. En la calle todavía habría tentado mi suerte, aunque la
proporción hubiera sido de diez contra uno.
La brigada había hecho bien su trabajo y aceptaba la partida como buen
jugador.
Miré a «Pico Bello» y le dije:
 —Prepara el champán y también mi maleta. Después la cogí suavemente
entre mis brazos:
 —Nos lo hemos pasado bien los dos. No tienes que preocuparte de nada.
Broussard mantendrá su palabra.
Sus ojos estaban bañados en lágrimas y nuestro beso tuvo el sabor de la
sal.
 —Y a ti, ¿qué te va a pasar? ¿Es grave?
 —Si... Todo ha terminado para mí.
Recliné su cabeza en mi hombro.
 —Gracias... Si, gracias por todos los días de felicidad que me has dado.
Los policías se encontraban detrás de la puerta armados hasta los
dientes y yo me despedía con toda tranquilidad, como el amante que
parte para un viaje largo, muy largo. Broussatd comenzó a impacientarse:
 —Ya está bien, Jacques, me estás mintiendo, maldita sea…
 —Ya voy poli, ya voy.
Yo continuaba con el arma en la mano.
 —¡Eh, Broussard!
 — ¿Qué quieres?
 —Tienes fama de ser el más duro entre los duros.
 —Tú tampoco te andas con chiquitas.
 —¿Sabes que me fastidia mucho tener que rendirme?
 —Me extraña.

  310
 —Me gustaría comprobar si eres tan engreído como dicen, ¿Eres capaz
de presentarte ante mí sin armas y sin chaleco antibalas en el momento
en que abra la puerta?
 — ¿Por qué? ¿Quieres jugar al tiro al blanco conmigo?
 —No, pero si estás ahí es porque alguien me ha traicionado. Quisiera que
ganaras mi detención arriesgándote un poco.
 —Y tú, Jacques, ¿dónde tendrás tus armas?
 —En el suelo... Mira, las voy a descargar.
Saqué los cargadores y accioné el cerrojo de cada arma para liberar la
recamara.
Broussard se retiró de la puerta al escuchar el ruido.
 —Ya está hecho... Y ahora, ¿qué dices?
 —¿Qué garantías me das, Jacques?
 —Mi palabra... Solamente mi palabra.
Ahí se ven los polis con clase. Frente a frente ya no se encontraban el
enemigo público numero uno y el patrón de la brigada antibandidismo,
sino dos hombres. Dos duros que conocen el valor de la palabra dada.
Broussat arriesgaba mucho en el acto, pero había calculado perfec-
tamente la importancia que tendría ante mis ojos. Siempre he respetado a
un hombre leal. En la calle, el menos rápido de los dos habría perdido la
vida, Broussard daba un paso gratuito para ganar mi arresto. Su vida
contra la palabra de un asesino. El hombre de la calle, sentado sobre su
trasero, y que por nada del mundo arriesga su piel, no comprendería
aquello. ¿Cómo iba a comprender un asunto de hombres?
 —De acuerdo. Jacques… No llevo nada encima.
 —Entonces abro la puerta. Giré el pomo y la abrí.
Broussard estaba delante y todos sus hombres a la espalda. Yo tenía un
puro en la boca y le tendí la mano:
 —Bien jugado, comisario... Por esta vez, usted ha ganado.
Los polis invadieron mi apartamento. Me colocaron las esposas. El
comisario Leclerc y el sustituto del fiscal entraron. Este último me dió la
mano.

  311
 —Gracias Mesrine.
 — ¿Por qué?
 —Esperábamos lo peor.
 —Me he atenido a las reglas del juego, señor fiscal. Nada más que al
juego.
Después me volví hacia Francine, a la que habían dejado las manos
libres:
 —~ Quieres servirnos champán?
Con las copas llenas brindé con Broussard, Lecierc y el sustituto del
fiscal. No teníamos nada que decir.
 —Llévenselo dijo Leclerc,
Me condujeron a la comisaría más cercana, donde pasé a noche. Siempre
he odiado a los policías de uniforme. Me dejaron todo el tiempo con las
esposas y me negaron hasta un vaso de agua, incluso el derecho de ir al
retrete. La miserable venganza de unos mediocres contra el que les había
hecho perder el culo mientras estaba libre. Les insulté para que
reaccionaran, pero no lo conseguí. Por la mañana

268
Vinieron a buscarme los de la policía secreta para conducirme al puesto
de la primera brigada. Durante la noche habían detenido a dos conocidos
míos, entre los que se encontraba el que me hacía las apuestas en el
hipódromo. Lo cogieron cuando se presentó en mi casa para darme el
dinero. Al ver que unos hombres armados le abrían la puerta, intentó
escapar, pero los gorilas le dejaron fuera de combate a las primeras de
cambio.
Lo descubrí nada más llegar. Tenía la camisa llena de sangre y no le
saludé, prefiriendo ignorarlo por el momento. Hombres de Leclerc me
pidieron que me alineara con él y con otros policías que hacían de
figurantes. Pretendían realizar una comprobación con el director del
primer banco atracado. Estábamos sin lavar ni afeitar y resaltábamos
claramente de los demás. El director me designó con el dedo, pero no
salía de mi asombro cuando también señaló a mi cómplice para las
apuestas. Aquel error provocó mi cólera y me demostró una vez más que

  312
cualquier ciudadano puede enviar a un hombre a la cárcel por
equivocarse en la identificación.
Me negué a declarar.
Al mediodía, llegó Broussard y me saludó:
 —¿Que tal, valiente?
 —Hola, comisario.
 —¿Estás en forma, Jacques?
 —Más o menos, comisario, Y a la chica, ¿cuándo la soltáis?
 —Como te prometí, quedará libre a las dos de la tarde, ¿Quieres verla?
«Pico Bello» se presentó. Tenía la mirada invadida por la tristeza. Nos
dejaron solos. A mí en una especie de jaula y ella sentada a mi lado. Sus
ojos se llenaron de lágrimas.
 — ¿Qué te va a pasar? Si supieras cuánto sufro por ti. ¿Aceptaras si pido
que me dejen visitarte en la cárcel?
 —No, “Pico Bello»… Imposible... La mujer a quien quiero está también en
la cárcel. Mientras huyo me puedo permitir cualquier cosa… pero allí no.
El locutorio es para ella, únicamente para ella.
 —Si, te comprendo... Pero seguimos siendo amigos, ¿verdad?
 —Sí. Grandes amigos.
Llegó la hora de mi marcha en dirección a la prisión provisional. Me
despedí de ella con un beso. A las dos en punto quedó en libertad.
Broussard y Leclerc cumplieron su palabra. Yo sabía que en el mundo del
hampa había algunos que discutían los métodos de estos dos hombres
pero, para mí, eran dos grandes polis que actuaban de manera diferente
según se encontraran enfrente de un hombre de verdad o de un simple
crápula. Los buenos policías nunca cometen errores a la hora de juzgar a
«sus clientes».

El mundo del hampa no es un mundo de honor y amistad como muestran


muchas películas. Hombres, verdaderos hombres, hay pocos. En
realidad, se trata de un mundo de embrollos, de chanchullos de
vanidosos, de orgullosos, donde reina la mentira. Sin pistola, muchos
duros de barrio son simples cobardes. A los verdaderos hombres se les

  313
los dolores físicos como morales, las convertía a mis ojos en seres
perfectos, dignas del más profundo respeto. Una de ellas, que tendría la
edad de mi madre y se llamaba señora Sitterlin, simpatizó conmigo.
Entraba sola en mi celda, sin ningún miedo a que la tomara de rehén,
sabiendo perfectamente que un hombre peligroso no tiene que ser
forzosamente un crápula.
Los vigilantes de mi sección, aparte de algunas excepciones, no nos
planteaban problemas. En general, un guardián no tiene por qué portarse
como un comité de otros tiempos. El «chico» no muestra ningún odio.
Delante de un hombre se comportará como un hombre; ante una basura
responderá violentamente, aun a riesgo de que caiga sobre él alguna
sanción disciplinaria.
En otro orden de cosas, las cárceles también están llenas de fanfarrones
y de bocazas persuadidos de que, por tratar a un guardián de marica sin
ningún motivo, van a conseguir la fama. En realidad esta gente, aparte de
ladrar, se deshincha como un globo en el momento en que alguien le
planta cara. Desgraciadamente son mayoría entre la población reclusa
francesa. Los delatores y soplones de todo tipo enviaban cartas a la
dirección con regularidad pasmosa para denunciar mis proyectos
imaginarios de evasión. Aquello me perjudicaba sobremanera pues
alimentaba la tensión nerviosa de los jefes. Una de las misivas explicaba
incluso, sin razón alguna, que pretendían introducir armas en la Santé
para intentar un golpe.
A finales de abril me llevaron al palacio de justicia con el pretexto de una
instrucción. Me acompañaba siempre una escolta que dejaba pequeña a
la del presidente de la República. Me vigilaban mejor que al Banco de
Francia.
No tenían ninguna razón para desconfiar, y sin embargo...Cuando se
acabaron las diligencias, me condujeron a otra cárcel. Encontraron esta
manera simple para poder trasladarme de un lugar a otro sin
darme tiempo a reaccionar. Otro abuso de los muchos que comete la
administración.

  322
AGUJERO EN EL QUE METIERON A MESRINE EN LA SANTÉ, QUE LE DEJABAN
USAR 1 HORA AL DIA SIN COMPAÑÍA. TENIA UNOS 6 MTRS DE LARGO.

ME METIERON EN UN edificio de máxima seguridad. El director de la


nueva prisión era una porquería integral, que asociaba la palabra «perro»
a la palabra «detenido». De hombre sólo tenía los pantalones. No había
manera de discutir con él y sus reacciones pecaban de arbitrarias,
ilógicas y poco comprensivas. Se trataba de un individuo que a fuerza de
injusticias y abuso de poder, consiguió desencadenar un motín por el
placer de reprimirlo. Solicité una entrevista con él, pero me la denegaron.
Dos días después tras una discusión, envié brutalmente contra la pared a
uno de sus gorilas. Diez minutos más tarde, aquel director invisible
ordenaba que me presentara en su despacho por emplear la violencia
contra uno de sus agentes. Incapaz de mirarme a los ojos, como un
hurón, se dedicó a despotricar sobre mi, creyendo que me intimidaría con
ello. Le corté la palabra y le solté todo lo que pensaba de él. Al final, le
mandé a hacer puñetas, Me condenó a una sentencia en suspenso.
Los subdirectores, por el contrario, eran hombres que se prestaban al
diálogo. Rápidamente se desarrolló en mí un tremendo odio contra el
director y proyecté fabricarme una cuchilla para hincársela en las tripas a
la menor ocasión. Pero los acontecimientos me lo impidieron.
Los presos estaban ya hartos y desencadenaron un motín Sangriento.
Cuando la cárcel de Clairvaux se mueve, todo puede moverse… Clairv-
aux explotó.,. Todas las cárceles de Francia se solidarizaron y siguieron
el mismo camino. Se necesita un gran valor para rebelarse, pues la

  323
represión que sigue es terrible. Diez guardias armados contra un detenido
que no tiene mas que sus manos para defenderse terminan por convertir
la escena en una carnicería. En Clairvaux los hombres acabaron
degollados por intentar que respetaran sus derechos, ante la total
indiferencia de la sociedad que, con la conciencia bien tranquila, olvida
que los presos también son hombres.

En la sección donde me encontraba no hubo modo de organizar una


revuelta seria. Sin embargo, lo intentamos. Desde mi ventana pedí a los
presos que se encontraban en el patio que subieran al tejado para apoyar
a la segunda sección y sobre todo que vinieran a abrirnos para que
pudiéramos participar en el motín. Intenté forzar mi puerta, pero no lo
conseguí, porque los guardias se adueñaron de la situación al instante.
Nuestro movimiento no duró ni tres minutos, mientras que la segunda
sección continuaba en pleno combate. Intentaba todavía abrir la puerta de
mi celda, cuando tras ella me esperaban diez guardianes y treinta
guardias de asalto, con el fusil en la mano y dispuestos a soltar golpes. El
jefe de los vigilantes me ordenó:
 —Salga, Mesrine.
Con una gran sonrisa y mirando con ojos irónicos al ejército que me
hacia frente, respondí:
 —Me parece que no me queda otro remedio.
 —Exactamente: salga.
En el momento de abandonar mi celda, descubrí al director y quise
abalanzarme sobre él, pero consiguió refugiarse detrás de una verja. Los
guardianes me condujeron a la celda de castigo, escoltado por los
guardias de asalto. No me pegaron, pero vi en sus ojos el deseo irrefre-
nable de hacerlo. Nos encontrábamos a finales de julio de 1974.
Me encerraron. Tres horas después, miembros de la comisaría vinieron a
buscarme. Me subieron a una camioneta y como no disponían de
grilletes, me obstaculizaron los pies con esposas. El patio de la cárcel se
encontraba atestado de gendarmes. Varios de ellos rodeaban el furgón.
No podía hacer el más mínimo movimiento. Uno de ellos eligió aquel
momento para jugar al provocador.
 —A vosotros, perros sarnosos, habría que mataros. Si por mi fuera te
metía una bala en la cabeza, canalla.
Aquello pertenecía a los métodos de los policías de uniforme. En lugar de
atemorizarme, aquel payaso me divertía.

  324
 —Escucha fantoche —le respondí agriamente—. Las balas son para
dispararlas, no para hacer estúpidas amenazas. Con la cabezota que te ha
tocado en suerte, en lugar de un arma deberías llevar falditas. Si quieres
trabajar para mi, te ofrezco diez metros de acera en la esquina del bulevar
Barbés. Como eres tan regordete conseguirás sacar unas perras
haciendo las delicias de los moros.
Estaba tan furioso que parecía que iba a explotar. Los guardianes y los
gendarmes de la escolta se desternillaban de risa. Quiso reaccionar, pero
el jefe le ordenó que se alejara unos cuantos metros.
Me condujeron a la cárcel de Fleury-Mérogis, Allí me metieron en otro
furgón en el que ya se encontraban quince hombres, responsables del
motín de Clairvaux, y que acababan de salir del calabozo. De allí nos
llevaron a la prisión de Mende. Varios de los que me acompañaban
mostraban las señales de los golpes recibidos. Tuvimos que soportar
quince horas de viaje encadenados de pies a cabeza y en jaulas de un
metro cuadrado para cuatro personas, nos llevaban como si fuéramos
ganado, como en los mejores tiempos de la GESTAPO, y siempre en
nombre de una sociedad sin tacha.
Hombres tratados como bestias, seres enfermos a causa del movimiento
constante del vehículo y el olor de la gasolina, terminando por vomitar
encima de los compañeros por falta de sitio.
Que nunca se le pida a un hombre tratado de esa forma que sea
respetuoso con la sociedad, porque esos instantes no se olvidan jamás.
“Que no se asombren si unos hombres a los que se trata como si fueran
perros, reaccionan al final como perros”. La sociedad, en nombre de la
justicia y de sus leyes, ajustaba las cuentas a unos hombres, haciéndolos
vomitar apiñados en una jaula de un metro cuadrado. Pero se tiene
mucho cuidado de esconder o disfrazar esta realidad.
Durante nuestro recorrido, nos pusimos de acuerdo para declararnos en
huelga de hambre en cuanto llegáramos. Cada uno de nosotros quedaba
libre de terminarla cuando lo creyera oportuno. Todos purgaban largas
condenas de encierro. Yo, por el momento, estaba en detención
preventiva. El hecho de alejarme de mis abogados era a todas luces ilegal
y arbitrario. Aquello me privaba de mis derechos para defenderme, pero
confiaba en que no pasaría mucho tiempo antes de regresar a Paris. Me
fiaba a ojos cerrados de mi abogado, la señora Geneviéve Aiche, que
consiguió siempre defender mis intereses respetando la ley.
Los chicos de Clairvaux me contaron todo lo ocurrido durante el motín.
Los guardias de asalto habían entrado después de haber permitido que lo
destruyeran todo durante la noche. Desde un helicóptero arrojaron

  325
granadas de gases lacrimógenos para obligarles a abandonar el tejado.
Según lo que contaban, una de aquellas bombas cayó en el pecho de uno
de los presos y quedó fulminado, precipitándose contra el suelo del patio.
Los guardias se lanzaron a la carga y otra granada alcanzó a otro en
plena cara y lo mató en el acto. La prensa habló de un ajuste de cuentas
entre bandidos para explicar las dos muertes. Al no haberlo presenciado
con mis propios ojos, no quise emitir ningún juicio, pero de todas
maneras no me asombraban en absoluto aquellos métodos.
Mientras tanto unos periódicos describían unas magníficas cárceles de
cuatro estrellas y aplaudía la carnicería realizada por las fuerzas del
orden.
El presidente de la República nos dio la esperanza de que las cosas iban
a cambiar cuando dijo:
 —La cárcel debe bastarse a si misma, no hay necesidad de añadir nada
más.
Era suficiente estar detenido en Mende para comprender la inutilidad de
aquella declaración. Cada hombre estaba completamente aislado y con
una rígida disciplina. Prohibición de hablar, nada más que una hora de
paseo al día, completamente solo y en patio minúsculo con una verja que
cubría la parte superior. Condenar a un hombre al silencio total es buscar
su destrucción mental, es empujarle al suicidio. También se prohibía
durante el día tumbarse en la cama de la celda, y para comer te daban
solamente una cuchara, quitándote el tenedor y el cuchillo especial de las
cárceles. Aquello obligaba a coger la carne con las manos y tirar de ella
para cortarla en pedazos. Todos estos detalles cambian sensiblemente
una reclusión. El hombre siente que lo tratan como una bestia y si no
acepta y se rebela, cae sobre él la más dura represión.
La cárcel constituye la puerta abierta a todos los abusos.
A pesar de nuestra huelga de hambre, se mofaban de nosotros y nos
ponían la comida debajo de las narices. Alimentaban a los presos de
forma conveniente. Sin embargo, el individuo que tenia que soportar
aquel régimen durante dos o tres años dejaba entre aquellas paredes una
parte importante de si mismo.
Nueve días después me condujeron a Paris. Había perdido siete kilos. Mis
pensamientos se dirigieron hacia los muchachos de Clairvaux que
seguían viviendo una situación lamentable durante bastante tiempo y
todo por haber tenido la osadía de no aceptar los abusos de la
administración penitenciaria.

  326
Me llevaron de nuevo a la Santé. Durante todo el viaje me hicieron el
honor de escoltarme dos motoristas y varios policías antidisturbios con
metralletas y granadas. No me pasaba inadvertido el lado ridículo de
aquella escolta, pues un hombre solo y encadenado no justifica en
absoluto tal despliegue de fuerza.
Nada más llegar a la cárcel, me metieron en la celda de castigo.
El jefe de los vigilantes me anunció que había recibido la orden de «aisla-
miento total». Me encontraba demasiado cansado para discutir y dejé
aquel problema para el día siguiente.
Vino a verme el director acompañado de sus ayudantes.
 —Nos vemos en la necesidad de aislarle, Mesrine, pero es una medida
provisional. Esta vez el problema de reforma se va a poner en práctica.
Aquí abajo organizaremos una sección de extrema seguridad, dividiendo
la sala en dos partes. Otros detenidos se unirán a usted. Como le digo su
situación es provisional...
Y toda una lista de promesas y de falsos proyectos fueron saliendo de su
boca, ¿Creía verdaderamente lo que decía o buscaba un medio de
tranquilizarme?
Durante varios meses me dejaron en aquella celda. Ni siquiera podía ver
los patios exteriores. Unos cristales opacos empotrados en un marco de
hierro y sin posibilidad alguna de abrirlos, me servían de ventana. Se me
prohibía el sol, la luz del día, y que alguien me acompañara en mi paseo.
Sí, el presidente de la República tenia razón, la cárcel debía bastarse a si
misma.
El paseo lo efectuaba en un patio minúsculo pero, a veces, soltaban en la
parte contigua a los presos que se encontraban en la enfermería. De esta
forma conocí a Jean-Charles Willoquet. Me contó su vida. Los de la
brigada antibandidismo le dispararon seis balas en la espalda para
neutralizarle. Cuando ya estaba en el suelo le propinaron un culatazo en
plena cara. Pero Charlie poseía una resistencia física excepcional. Seis
balas en el cuerpo y todavía vivía. Estaba en la enfermería en régimen de
observación. Con una suerte como la suya se podía abrigar cualquier tipo
de esperanza. Poco a poco simpatizamos y nuestras conversaciones
giraron sobre el mismo tema: la evasión. Un año más tarde llevaría a cabo
una de las más espectaculares.
Mis contactos con Canadá eran constantes, Joyce me escribía para
hablarme de su amor. Estaba dispuesta a cualquier sacrificio con tal de
obtener mi libertad. A mis amigos canadienses los creía capaces de

  327
intentar un golpe de comando para sacarme de la cárcel. Aquellos
métodos no formaban parte de las costumbres francesas, pero los
canadienses estaban acostumbrados, sobre todo si era Jean-Paul Mercier
quien los dirigía. Mi amigo se encontraba detenido en la sección especial
de San Vicente de Paúl, cerca de Montreal. Después de nuestra fuga de la
unidad especial correccional y su posterior detención, le habían
sentenciado a dos cadenas perpetuas y 270 años más por diversos
delitos. A Lizon le cayeron diez años por complicidad.
Jean-Paul, a través de enlaces, me hizo saber su plan de evasión pero,
para llevarlo a efecto, se necesitaba que Joyce introdujera armas en el
locutorio de la penitenciaria. También me explicaba que se encontraba
acompañado por otros amigos míos, como Pierre Vincent y Edgar
Roussel, sin contar a uno de los más peligrosos asesinos de Canadá, un
tipo llamado Richard Blass, a quien ya conocía. Jean-Paul me prometió
que si su proyecto tenía éxito, atracaría unos cuantos bancos y vendría a
París con amigos de toda confianza para ponerse a mi disposición. Yo
estaba convencido de que si unos hombres como aquéllos ponían en
practica mis planes obtendría mi libertad.
Joyce sabía que no sacaría nada de todo aquello, pero estaba en deuda
conmigo e incluso con mi amigo. Hice saber a Jean-Paul que aceptaba.
El 23 de octubre de 1974 Joyce se presentó en el locutorio de la
penitenciaria. Había obtenido un permiso para visitar a Jean-Paul,
utilizando un falso nombre. La acompañaba una amiga de Pierre Vincent,
una chica llamada Carole Moreau. Richard Blass, Edgar Roussel y Robert
Frappier hicieron ir a miembros de sus familias para que los visitaran al
mismo tiempo que las dos muchachas. Había varios guardianes de
vigilancia. El bolso de mano de Joyce contenía dos revólveres... Y en el
aparcamiento de la penitenciaría esperaba un coche con el motor en
marcha.
Todo se desarrolló con gran rapidez. Jean-Paul y Pierre rompieron los
cristales que separaban a los presos de las familias, abriendo un agujero
por donde pasar las armas. Al mismo tiempo. Richard, Edgar y Robert se
abalanzaron sobre los guardianes para neutralizarlos, Joyce pasó los
revólveres a mi amigo. Los cinco echaron a correr por el pasillo que
conducía a la sala de control de los visitantes. Los guardianes al verlos
con una pistola en la mano, invadidos por el pánico y a pesar de que ellos
también estaban armados, les abrieron las puertas. Jean-Paul llegó a
disparar para forzar la decisión.
Se dio la alerta general. Al llegar al exterior, tuvieron que hacer frente a
los disparos que provenían de las torretas, pero consiguieron meterse en
el coche que les estaba esperando. Una vez más la voluntad había

  328
obtenido sus frutos. Cinco fieras habían quedado libres, cinco hombres
dignos de ese nombre. Joyce y Carole se sacrificaron, ya que para ellas
no había huida posible. Sabían que quedarían aprisionadas en el
locutorio, pero aceptaron entregar su libertad. Joyce lo hizo por mi y
Carole por Pierre,
Las dos fueron detenidas inmediatamente y conducidas al Departamento
de Seguridad de Québec para ser interrogadas. No dieron ninguna
explicación y se limitaron a guardar silencio. Los fugitivos no fueron
encontrados a pesar de la caza humana que se desencadenó en Québec.

El 31 de octubre de 1974, Jean-Paul, Vincent y Frappier atracaban las


oficinas de un banco situado entre las calles Pío IX y Jean-Talon, en la
zona noroeste de Montreal.
Eran las once y veinte de la mañana, A raíz de un informe que habían
recibido los miembros de la sección de investigación criminal, a las
órdenes del teniente Jacques Boisclair, tomaron rápidamente posiciones
enfrente del banco Real, en la calle Jean-Talon, número 4286. En el
instante en que los hombres salían del banco, después de haber vaciado
las cajas, la policía pronunció la fatídica frase: «Rendíos, Policía», y
comenzó el tiroteo sin que se pudiera asegurar quién había disparado el
primero. Jean-Paul barrió literalmente los coches de la policía para
proteger la fuga de sus compañeros. Una bala le alcanzó en el brazo pero,
después de una carrera desesperada bajo una lluvia de proyectiles,
consiguió llegar hasta el coche. En el momento que el vehículo se ponía
en marcha, una ráfaga acribilló la carrocería bloqueando la dirección y
haciendo imposible cualquier maniobra. Sin poder girar ni a derecha ni a
izquierda, se fue a estrellar contra un poste de teléfonos y dos coches
aparcados. Jean-Paul y sus amigos se precipitaron a la entrada principal
de los almacenes Handv Store, Frappier intentó seguir por su derecha
para llegar a la tienda Miracle Mart, mientras que Vincent huía bajo las
balas corriendo entre los coches. Jean-Paul tiraba a la desesperada
abriéndose paso entre los policías que se habían agrupado. Uno de ellos
tumbado en el suelo boca abajo, dirigió el punto de mira de su arma hacia
mi amigo. Una de las balas le alcanzó en mitad de la cabeza y se
desplomé muerto. A treinta metros de allí, un policía intentó cortar el paso
a Frappier, pero perdió el equilibrio y cayó de espaldas al suelo. Frappier
apuntó a la cabeza y apreté varias veces el gatillo, pero el cargador de su
arma estaba vacío. En el mismo instante recibió un impacto en el cuello y
dos en el estómago. F’appier se dobló sobre si mismo al tiempo que un
coche de la policía se le ponía delante para impedirle la huida. Vincent,
sin embargo, consiguió escapar. Para obtener aquel resultado fueron
precisas más de doscientas balas. Mi amigo murió con el arma en la

  329
mano y cuando conocí la noticia, aparte de mi dolor, consideré aquel
hecho como normal, pues sabia que Jean-Paul había hecho su elección
igual que yo. Acababa de pagar el precio estipulado.
Juzgaron a Joyce, y mi abogado, Raymond Daoust, consiguió que sólo la
condenaran a veintitrés meses. Su gesto sirvió al menos para que Jean-
Paul muriera como un hombre libre. No podía esperar otra cosa. Aquello
fue mejor que desintegrarse poco a poco en una de las infectas celdas de
la penitenciaría de San Vicente de Paúl.
Mis proyectos quedaron paralizados ante la muerte de mi amigo.

  330
En cuanto a Richard Blass, ayudado por Roussel, se encargaba de ajustar
cuentas en Montreal, ejecutando a dos antiguos amigos que le habían
traicionado. Se presentó en el bar Gargantúa con un revólver en cada
mano y les disparó a cada uno tres balas en la cabeza en presencia de
todos los clientes. Como Blass era un hombre temido en Montreal, nadie
se atrevió a declarar contra él. Los métodos de detención que había
soportado, como yo, en la unidad especial correccional le habían
convertido en una fiera sin piedad. Y, sin embargo, yo que le conocí,
puedo testificar que se trataba de un hombre sensible y sentimental. EI
encierro había matado algo precioso en su persona.
Desde la época de mi evasión en Québec, había luchado por mejorar las
condiciones de vida de las cárceles. Si cerraron la unidad especial
gracias, en parte, a mis denuncias, la reemplazaron por algo mucho peor
todavía, Richard Blass estaba en libertad y escribió una carta abierta al
fiscal general, Warrcn Allmond, para que permitiera a la prensa visitar
aquella fábrica de monstruos criminales, que en eso consistía la sección
Cell- Block 1 de la penitenciaría de San Vicente de Paúl. Blass previno que
si no conseguía nada con su denuncia, si la población rehusaba mejorar
las condiciones de los reclusos haciéndose cómplice de las autoridades,
la sangre correría por todo Montreal.
El fiscal general no hizo el menor caso de las quejas... y la sangre se
derramó como nunca hasta entonces en la ciudad, Blass volvió al bar
Gargantúa con un amigo y encañonó a todo el mundo. Dejó en libertad a
los que conocía y encerró a los demás en el sótano. El patrón del bar era
un antiguo policía y Blass le disparó una bala en el corazón. Y allí mismo,
por venganza contra la sociedad, cometió el peor crimen realizado en
Montreal en toda la historia. Esparció gasolina por el suelo y prendió
fuego. Con toda frialdad envió a la muerte a doce personas de manera
horrible. Contando al antiguo policía, fueron trece Seres asesinados de
un solo golpe. Ellos respondieron al silencio del fiscal.
El país entero quedó horrorizado ante aquella carnicería, pero intentó
comprender los motivos que llevaron al asesino a realizar un acto tan
inhumano. Los periodistas pudieron visitar el Cell -Block 1 y se dieron
cuenta de que mantener a unos hombres bajo aquellas condiciones era
enviarles al suicidio o hacer de ellos unos criminales desesperados.
Trece inocentes pagaron el precio.
Roussel no participó en la matanza. Estaba seguro de ello. Algún tiempo
después, la policía conseguía rodearlo y tuvo que rendirse.
EL 24 de enero de, 1975, durante la noche, los policías a las órdenes del
sargento Albert Lisaceck cercaron un chalet situado en el valle flavid, en

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Despues de su muerte el cuerpo de Mesrine quedó un largo momento expuesto a la curiosidad del público.
La fuga del enemigo público terminaba en apoteosis. El parabrisas de vidrio laminado del BMW 528 habia
recibido, en una fracción de segundo, una descarga de veintiuna balas del 5.56. diecinueve de ellas fueron
encontradas en el cuerpo del bandido?. No era un angelito precisamente…pero bandidos, asesinos y
demás ratas pululan por el mundo adelante e incluso dirigen paises, mientras los ciudadanos vasallos les
chupan el culo…

Las dos hienasrata de la foto que se están riendo de un cada ver, son el típico ejemplo de “ciudadano
honrado”. Así les va a los mafiosos que gobiernan los paises…Con calaña a sí a su servicio, tienen carta
blanca para robar, matar etc.etc. Imaginenselos intentando burlarse, con el personaje en vida…

  360
SIMULACION DE LA TRAYECTORIA DE LAS BALAS DE “LOS BUENOS”…

Fue asesinado al estilo terrorista actual de israel, estados unidos etc.


“Asesinato selectivo”.
Varios ¿hombres? De la gendarmería francesa viajaban ocultos en una
camioneta que acababa de adelantarle, y tras levantar la lona que los

  361
cobijaba, salieron como alimañas y abrieron fuego sin previo aviso y a
quemarropa con fusiles militares contra el “demonio que les tenia
aterrorizados”. No intentaron detenerle legalmente, por falta de agallas, y
acabaron así su sucio trabajo de sicarios de la sociedad.
Decir, que estos no son asesinos, porque matan en nombre de la ley,
para proteger a los ¿honrados? ciudadanos y mantener el corrupto
sistema…

CASETTE CON UNA CINTA DE DESPEDIDA DE MESRINE PARA JANOU.


ESTE LO TENIA PREPARADO POR SI PASABA LO INEVITABLE…

  362
Despuès de analizar el contenido de este libro, he llegado a la
conclusión de que Mesrine lo escribió en un momento de
desesperación, con la intención de que ante tal avalancha de graves
delitos, las autoridades se vieran obligadas a trasladarlo de un lugar a
otro para confirmar los hechos, y así tener multiples opciones de fuga
con la colaboración de de los fieles Canadienses…
Con este acto, Mesrine firmó su condena de muerte.

Despues de leer su
curriculum, la policia y el mismo gobierno francés habrán tomado la
lógica decisión de sacarlo del medio y acabar con los interminables
delitos que podria seguir comentiendo…
Señores, es lo que hay… no les dejó otra salida que hacerlo así, ya que al
señor Mesrine, no tenían güevos de detenerlo y tenerlo guardado
legalmente...

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Varios de los múliples rostros usados por Mesrine en sus correrias.

  364
Es que era el hombre de las mil caras, el tio…

VIENDO A SU HIJA, SE VE QUE EL HOMBRE SABIA HACER BIEN LAS


COSAS… pues no mentía, es bonita de verdad…

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Desde aquí le envío un saludo y le deseo buen viaje...
Saludo tambien a todos los que lo merezcan…

ESTO LO HE DEJADO PARA TODO EL QUE ME QUIERA MAL… “MESRINE”

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DEP

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