Colección Bicentenario Carabobo 40 Noguera Carlos Historias de La Calle Lincoln
Colección Bicentenario Carabobo 40 Noguera Carlos Historias de La Calle Lincoln
Colección Bicentenario Carabobo 40 Noguera Carlos Historias de La Calle Lincoln
Noguera
Historias de la calle lincoln
C o l e C C i ó n Bi C e n t e n a r i o Ca r a B o B o
Carlos Noguera (1943-2015) Narrador, ensayista, poeta, psi-
cólogo, profesor universitario y editor. Sus dos primeros libros
lo ubican al lado de la poesía, pero en 1969 se revela como na-
rrador al obtener el Premio XXIV Concurso de Cuentos del
diario El Nacional. Luego ganó el Premio Nacional de Novela
Monte Ávila Editores (1971) y el Premio Nacional de Novela
Guillermo Meneses (1977). En 1995 fue finalista del Premio
Internacional Rómulo Gallego. Fue presidente de la Editorial
Monte Ávila Editores desde el 2005 al 2015. Entre otras obras
publió Eros y Pallas (1967); Inventando los días (1979); Juegos
bajo la luna (1994) y Crónica de los fuegos celestes (2004).
Prólogo
Silda Cordoliani
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Contenido
sino que también se unen a la trama contribuyendo a crear una atmósfera que
define a la época y al país mismo, objetivo fundamental de la novela.
Entre todos los personajes destaca Ernesto, quien merece por lo tanto espe-
cial atención. Ernesto, posible alter ego del narrador que llamamos principal,
o, ¿por qué no?, del propio autor, es el hilo conductor de “la dulce locura”,
eje de todos los demás seres que se dan cita en esas horas en que transcurre
la novela. Contando a veces, según el caso, en segunda o tercera persona,
Ernesto insiste en dejarse oír (o leer), compitiendo con “el otro” en man-
tener el control de la narración de aquellos hechos nocturnos que habrán
de culminar al siguiente día en una casa del litoral. Ernesto, inclusive, tiene
conciencia del lector: se sabe también virtual narrador de un texto, y hasta
llega a hacemos algún guiño humorístico, tal cual acostumbra su creador.
Atentos a esas dos voces, pareciera por momentos que nos encontramos ante
un verdadero contrapunto de perspectivas que nos incapacitan para inmis-
cuimos definitivamente en el ámbito de la ficción. Y es que Historias de la
calle Lincoln continuamente está exigiendo una distancia por parte del lector,
la que termina por impedirle cualquier posible identificación, parcialización:
pretende convertimos en testigos capaces de asumir nuestros propios puntos
de vistas y originales conclusiones.
Anotada someramente la complejidad de voces y recursos narrativos, y que-
dando sobreentendido que tal procedimiento implica un diestro manejo del
lenguaje, no dudamos en sostener que estas múltiples hablas no sólo buscan
precisar el carácter de los personajes a través de sus pensamientos y sus accio-
nes sino, igualmente, gracias a las inflexiones idiomáticas y características lin-
güísticas. En este sentido la novela se convierte entonces en un rico espectro
de diversos tipos de discurso que nos llevan, nuevamente, a un momento y
lugar determinado, a ese punto preciso y del tiempo y del espacio con los que
el autor ha hecho su compromiso (tal vez, a la síntesis de la novela, esa sínte-
sis que Guaica, como perceptor inmediato de todos los fragmentos, concibe
como imposible).
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Silda Cordoliani
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A Gloria
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el tipo me había aplastado del otro lado, por qué no, y en un momento de
esos qué se va a aguantar uno a pensar. Sacó la fuca y lo quemó. Pendejadas
del tipo, también, qué le costaba aflojarnos la rufa si se la íbamos a devol-
ver igualita. Además, nosotros no estábamos al tanto de figurarnos que no
andaba armado. Yo de todos modos amonesté a Carelapa después, tú sabes,
para no perder la jefatura, pero en el fondo le estoy agradecido. Para otra
vuelta ya no nos vuelve a ocurrir.
Es la única vez que hemos fallado en la vaina de levantar la máquina,
loquito. Menos mal que teníamos precisado el cafecito del tipo que estaba
vigilando, el del otro estacionamiento, porque donde estaba el tipo nuestro
no había vigilancia; de todos modos la fuca, por más que sea, se oye: les
dije que nos dispersáramos. Yo cogí por los lados de la puerta principal, me
compré el periódico en el puesto que está a la salidita y me fui a pasoeleón
por Los Ilustres arriba. Eligió se metió por los lados de la escalera del edi-
ficio de la biblioteca y fue a salir al rectorado, y Carelapa, que era el más
chorreado de todos, se fue por los lados de farmacia para salir por la puerta
de Las Acacias y coger hacia arriba, hacia el cerro de la televisora, que tú
sabes que da fácil para La Charneca.
Era la única vez que habíamos pelado, ¡francamente!, ¡levantando la rufa!
Después contaste otras cosas, y tu cara se iba iluminando con una luz que
ya te daba para el resto del cuerpo, mientras pensabas que Eligió podría
estar escuchándote, en algún lugar, en el recuerdo, desde el fondo de una
lluvia; como mucho antes, como cuando esa luz que ahora es tuya y que
posees era escasa, porque los árboles demasiado altos, incluso para ti que
eras del interior, los árboles demasiado altos la ocultaban por días enteros,
de modo que a veces pasaban meses sin que pudiera verse sol, lo que se
llama sol; y cada vez que el follaje apenas permitía que pasara un chorro,
todo el mundo, todos los hombres y mujeres de la columna, se lanzaban
para ver si se sacaban un poco de humedad, que hasta olían ya a corteza
vieja y mojada.
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Te acostumbraste entonces, Gato, a ese otro cielo bajo que forman las copas
de los árboles, y te bastaba, estabas seguro entonces que aquello te bastaba:
aquel cielo bajo los pies hinchados, y el sonido de la lluvia sobre el plástico
portátil, y el olor rancio y extraño de la cobija que no era más que otra forma
cotidiana del aire, respirable también; todo eso te bastaba para entender que
si alguna vez había existido para ti algo parecido al marxismo, eso se había
quedado con las charlas del profesor del Liceo de Altagracia, en los bancos
del patio, o tal vez después, en Caracas, en las reuniones cerca de la placita
Cristo Rey, con las chamitas de la célula del 23 de Enero y las clases de quí-
mica para explosivos y la técnica del manejo y mantenimiento de armas o las
discusiones en los círculos de estudio sobre el manual de Kusinen o el libro
de Politzer; o tal vez en tu primera acción o en tu primera toma de barrio,
cuando te perdiste con Clarita, por los lados de la antigua estación de Caño
Amarillo, tal vez allí quedaron el viejito Marx y Lenin y los folletos de Mao
y todo lo demás, porque después, en la montaña, y dime si es mentira, en la
montaña cuándo te quedaba un tiempito, cuándo te quedaba un lugarcito
despejado en el cerebro para acordarte del materialismo histórico y las leyes
de la dialéctica. Cuándo en aquellas, en estas noches de la sierra con esta llu-
via que cala demasiado, y se te hace insoportable, porque, como contaste en
aquella fiesta, mucho después, en Caracas, como contaste o pudiste contar en
la fiesta de Arle, frente a Ernesto, cuando tu muerte encarnaba todavía una
pesadilla irrealizable, esta noche no sabes a quién se le ha ocurrido poner en
la guardia al idiota de Juan de Dios, no sabes a quién carajo pudo habérsele
ocurrido la tal idea. Pero cómo ibas a protestarla: allá estaba Juan de Dios,
apenas con su chopo, apenas con su pobre cabeza que apenas había pensado
en toda su viscosa vida, allá estaba vigilando la entrada, camino abajo, apenas
con su chopo y ustedes que estaban en cerco.
Ya se sabe que está mal dormir sin las botas puestas, pero tú, quién aguanta
esta vaina, y te las quitas, y, ¿recuerdas?, tú que te las quitas y los pies que te
hacen pruff y se te hinchan de golpe, y que te quedas viéndote los pies o más
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bien las costras y las llagas que, y esto lo dice el comandante, son la carta de
presentación de un guerrillero; las llagas que te brotaban en todos los sitios
de la piel, tú que te le quedas viendo y que te duermes y la comisión de la
Digepol que les cae encima, saliendo de detrás de las piedras, del lado oscuro
del caño, montaña abajo, nacidos y criados en la oscuridad, desde siempre. Tú
no quisiste correr al principio porque, y esto lo entiende cualquiera que haya
caminado tres semanas prácticamente sin dormir, cuando te despertaste, en
lugar de percibir el ataque creíste que soñabas que estaban siendo atacados.
Pero era de verdad, quiero decir: el ataque. Y para qué ibas a lamentar luego
lo de las botas, para qué ibas a maldecir la hinchazón de los pies y a mentar-
te la madre por no dormir con las botas puestas, por desobedecer un regla-
mento elemental; para qué ibas a desear ahora estar muerto y no escapando
y para qué ibas a preguntarte dónde carajo estaban los demás. Confórmate
con tocarte vivo, que menos mal que la fogata que habían encendido, por-
que habían encendido una fogata, menos mal que ya estaba apagada para el
momento del ataque. Confórmate con saber que ahora estás lejos del fuego
enemigo, como decían los programitas de televisión del canal cuatro, y como
te decían después en los entrenamientos, fuera del alcance del fuego enemigo.
Confórmate con saber que estás lejos y puedes salir, con un poquito de suerte
hasta Acarigua, y, con otro poquito, hasta Valencia. Confórmate con haberte
encontrado de compañero a Pereira, que a pesar del pleito por el sobrado, y
quién es el que no ha peleado por el sobrado, a pesar de eso es un tipo bueno,
como lo demuestra el hecho de haberse quitado una de sus botas para dártela,
y luego alternar la pierna con la cual tenían que ir cojeando, un rato la dere-
cha calzada y la izquierda no, un rato la izquierda calzada y la derecha no y
así. Qué importa que después haya cantado, el Pereira cantante es un Pereira
posterior, no éste de ahorita que comparte contigo las sardinas y las galletas
rancias, y ha tenido la suerte de haber arrastrado hasta con una cantimplora,
que ahora vale más que un Fal, que una zetaká, que una lúguer, que un eme-
uno, que todas las armas juntas.
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Y quién iba a pensarlo, que sólo ahora, cuando yo aquí, en Caracas, cuatro
años más tarde, escribo lo de las armas, es cuando tú te das cuenta, allá en
las serranías de Lara, de Trujillo, de Portuguesa, cuatro años antes, mientras
caminas o haces que caminas, intercambiando de cuando en cuando con Pe-
reira, para no terminar de desangrarte un pie, es cuando te das cuenta y dices:
—Coño, ahora que dices emeuno: no tenemos armas.
—Yo no he dicho nada de emeuno —te contesta Pereira. Pensando quizás
que a ti te empezaban a afectar la caminata y el hambre y la certidumbre de
que estaban perdidos de bola a bola.
—Qué carajo importa eso ahorita —es decir, así siguió diciendo: que no
encontremos la carretera a ver si lo vamos a contar después.
Rápidamente, pero demasiado rápidamente tuvieron que improvisar lo del
pueblo y lo de la caza y lo de que eran primos y lo de que si no puede pararnos
una colita para llegar a Acarigua, estamos extraviados, Pereira, con una voz
que daba risa.
Imprevisión, diría el comandante, pero en esas condiciones quién iba a pen-
sar en la coartada, quién; y quién iba a pensar que detrás de la curvita, bajando
por la carretera que por fin habían encontrado, bajando, estaba el puente y la
alcabala móvil.
Solamente a dos piltrafas desesperadas, como eran ustedes en aquellos mo-
mentos, se les podía ocurrir que en la alcabala se iban a comer el cuento de
la caza, pero qué vamos a hacer. Así que te acercaste con aquella camisita
que apenas te cerraba más arriba del ombligo, la que te había regalado la del
ranchito, y con tus pantalones que parecían unos shorts bahamas venidos a
menos, de un interesante tono grisáceo, y con tu sonrisita que era la única que
te quedaba; y entonces fue que Pereira le dijo lo de la colita al que estaba con
la tomson en la mano y con aquella cachuchita de beisbolero que de golpe te
hizo pensar, cosa rara, que no estabas allí sino en el campo del Níspero, del
otro lado del río, en Altagracia, y que el de la tomson no era el de la tomson
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que cuidar también de ellos, los que quedaban arriba. Ni siquiera después, la
segunda vez que bajaste, cuando pudiste verlo en Acarigua, desde el autobús,
quisiste hacerle nada, ya lo sé.
Lo del estacionamiento fue suficiente para que Eligió nos dejara. Mejor
así, es un tipo sin cojones, realmente. Carelapa sí siguió conmigo, hasta me
acompañó cuando fuimos a esperar a Eligió para quitarle la automática. Qué
quieres, yo mismo se la había regalado. Esa vez fuimos con César y Delgado.
Los mismos que estaban esta tarde. Mejor dicho: César; porque Delgado no
se pudo acoplar a la forma como yo repartía la vaina entre los nuevos. César
sí, porque César es un tipo distinto, hasta camaradas nos llama todavía, y sabe
que nuevo es nuevo porque lo tuvo que aprender en la base antes de subir al
aparato y meterse en la pomada: es un tipo.
Carelapa, él, El Bachaco y yo éramos los que estábamos esta tarde. Levan-
tamos las rufas como una hora antes, los tipos se cagan mucho porque noso-
tros, por empeño de César que sigue respetando al partido a pesar de que ya
va para dos años que lo expulsaron, ya no nos identificamos como revolucio-
narios cuando encañonamos, esto nos perjudica porque la gente ya sabe que
los extremistas devuelven los carros, cosa que no hacen los choros, pero qué le
vamos a hacer. Decía que una hora antes levantamos la máquina, así que a las
tres ya estábamos en Bello Monte. Yo no me explico: la vaina iba como siem-
pre, sobre rieles; debe haber sido un descuido de El Bachaco, que es un poco
ido de la onda, puede haber sido un descuido mío cuando iba a encañonar
al gerente, puede haber sido culpa del mismo César que era el encargado de
vigilar la parte izquierda, donde está Información, quién coño sabe. Lo que
recuerdo es que de golpe, desde atrás del letrerito del escritorio de Informa-
ción un coñoemadre que yo no sé de dónde salió empieza a disparar: solté
una ráfaga porque los demás no llevaban sino cortas, pensé que quien tenía
que responder era yo, o no pensé, qué carajo, disparé; pero el tipo estaba más
allá, detrás del mostrador de mosaico, donde hacen las conformaciones, y ahí
ya qué le iba a dar.
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Lo demás, Gato, sólo creíste verlo después que estabas en el suelo pulido,
brillante y satinado como una alfombra de plástico, y tú en el centro, y todo
aquel manchón rojo debajo, alrededor, encima de ti, Gato.
Lo demás no lo vi sino después, cuando estaba muerto, vi a Migdalia desde
el suelo del banco: bañadita y bella venía de vuelta de la escuela, caminando
a un metro por encima de la acera, en el aire. Dejé los libros en la reja de una
ventana, escribí un papelito rápido y se lo zumbé, sólo que no pude ver si lo
recogía porque, cosa rara, en Altagracia que no hay neblina nunca, y aquella
tarde que baja la neblina y lo pone todo blanco, como de vidrio.
Migdalia y el gerente del banco apartaron unas matas de chaparro y se in-
clinaron sobre ti para verte el rostro por última vez.
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CITA EN CARNABY
(O: una historia sobre Graciela)
Te ocurrirá algo extraño cuando leas el periódico, Ñato, cuando ya creas que
te espera un sábado monótono sin ninguna otra cosa que hacer como no sea
llevar el carro al autolavado expreso, leerás en la página de sucesos, a cinco
columnas con entrevistas a los funcionarios implicados y un comunicado de
Relaciones Interiores que tampoco te aclarará demasiado las cosas, leerás esa
noticia que te dejará frío y no te permitirá terminar con el desayuno, lo recor-
darás más tarde durante el día, cuando sientas una y otra vez regresar al sabor
agrio y espeso del jugo de naranja.
Pensarás que no te queda más remedio que admitir que se trata de Graciela,
y te dolerá esa forma anónima de morir, o mejor: te dolerá admitir que haya
muerto, no importa la forma; pero más tarde sentirás un odio oscuro contra
todo y leerás y releerás la noticia hasta aprenderte de memoria el texto mal
escrito y los detalles borrosos de las fotografías.
Recordarás nuevamente cuántas veces se lo advertiste y nuevamente no
podrás, te costará entender por qué Graciela, por qué precisamente Gracie-
lita tan vital ella, tan ajena en el fondo a todas esas motivaciones ideológicas
y complicaciones revolucionarias que decía defender, por qué precisamente
Graciela, yo que se lo dije tanto, tanto, por qué muerta ahora en un pue-
blo casi anónimo, estéril, unida furtivamente a un grupo que nunca llegó a
comprender, lo sé, atada sólo por encuentros fortuitos y aventuras comunes,
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dirás. Claro que la noticia no aclararía nunca que se trata de Graciela, pero sa-
bes que tú no dudarás en establecer coincidencias: reconstruirás los horarios,
creerás recordar palabras, diálogos al azar que te llevarán a ella, recordarás que
hoy, precisamente, debía estar de vuelta y aguardarás su llamada o llamarás tú,
Ñato, cada hora temblando, esperando encontrarla siempre.
Lo lamentarás mucho. Ñato, lo sabemos, y volverás a verla tal como era,
elegante, con sus adorables piernas maquilladas y dulces, flotando debajo de
la minifalda color mostaza, y su sonrisa totalmente amplia de crema dental y
más arriba los lentes redondos, amplios, sosteniéndose en la punta de la nariz
con un equilibrio imposible, y detrás los ojos sonrientes siempre y más arriba
las hebras rubias; la verás salir nuevamente corriendo decidida, casi a cámara
lenta, como corren las muchachas en los comerciales de la TV, casi así, casi,
sintiéndose increíblemente bella y segura, como sólo puede estarlo una que se
haya criado en tu ambiente, dulcemente protegida desde nena, desde nenita
cultivada para los mejores paladares, pensarás esto cuanto leas la noticia, o tal
vez más adelante porque seguro que uno no piensa eso cuando le participan
la muerte de una amiga, por buena que esté. Pensarás más adelante, y vol-
verás a verla, descansada dentro del deportivo blanco, sin capota, con aquel
tremendo pique al arrancar, y la polvareda que levantaba cuando le aplicaba la
sobremarcha desde el encendido mismo, con los ocho en V a todo dar, que si
uno quedaba atrás apenas podía mirar la amplia cabellera rubia, cuando la ne-
blina amarilla se esparcía y el escape libre nos indicaba dónde iba la liebre, 300
metros más adelante, con el reproductor de doce vatios a full y los guantes de
cuero perforado y la manita inquieta, inquietándose y tamborileando sobre la
consola, a la derecha; o arreglando el retrovisor externo para coquetear o estar
lista para hacerlo desde todos los ángulos posibles; debes usarlos, campana,
nené, y con talle Saint-Tropez, bien bajo, nada de pana, la pana no es para la
playa, y por favor, también blancos, digo los zapatos, ¿quieres?
¡Ah, Graciela, que te empeñabas en vestirme! Debiste dedicarte a la alta
costura y no a jugar a la guerrillera, eso no te dejará nada, ya te lo decía yo
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Me hubiera gustado verte en el agite aquél cuando pasaron las armas apro-
vechando el Carnaval Turístico de Carúpano y usando aquella monstruosa
peluca pelirroja que compraste en Sabana Grande a pesar de mis protestas; es
un peluquín de puta, muñeca, no botes la plata en eso; y tú: tienes que vivir
todavía, Nato, no sabes, no sabes para qué es; y yo sí que lo sabía o lo sospe-
chaba; y luego: si te lo digo te mueeeeres, con tu sonsonete así, toda coqueta
así, toda volteando la boquita porque sabías que con eso estaba listo y nada
podía hacer y estaba listo. Me hubiera gustado verles las caras también a los
tipos de las alcabalas móviles, porque segurito que los volvías mantequilla,
agitando las pestañas postizas y dándoles picón con la blusa transparente y
picándoles el ojo, y así claro, así qué carajo te iban a estar registrando, les pro-
vocaría registrarte a ti, pero al carro, nones.
¡Correaje! ¡Tú sí que las tenías, Gracielita! Correaje para qué, si aquí llega
la revolución a la primerita que fusilan es a ti, te lo dije una vez en la Eva, ¿te
acuerdas?, y tú vuelta con lo de Ñato no entiendes y dale con no entiendes,
y vamos a meterle al surf y vamos con velocidad porque un día de estos a lo
mejor me tiemplan de verdad y no lo vamos a contar; en la Eva, ¿rimemba?, y
te sonreías y ya no querías escuchar más nada sino meterle al whisky y al soul
y qué bella tu camisa, deberías regalármela, al discjockey, para levantarlo tam-
bién y para que siguiera poniendo toda la noche la música que a ti te viniera
en gana y yo ¿qué podía hacer?
Lo único que podías hacer aquella noche, si es que alguna vez ocurrió,
Ñato, era tratar de observarla, tal vez algún día necesitarías de ese recuerdo;
observa cómo quiebra su cuerpo mientras baila, la luz intermitente que bro-
ta a través de la trama cinética colocada delante del reflector; lentos movi-
mientos desplegados a conciencia, como si estuviera acariciando a un felino,
como si ella misma fuera de verdad un felino: tenso de pronto cada músculo
del cuerpo, levantando con cansancio las manos, los brazos haciendo mo-
lino a uno y otro lado del talle, por encima de la cabeza y a los lados, y el
increíble movimiento de las caderas, míralas, Ñato, alguna vez viste quizás un
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de los pasos que darías en las próximas horas y tal vez por eso no habrías escu-
chado la conversación y tal vez por eso el Ñato se habría disgustado y la cita
cerraría con un chao frío que no pronosticaba nada bueno.
Se supone que realizaste los contactos a las seis y que no confundiste el color
del traje que te esperaba ni olvidaste que era Life y no Élite la revista que el
muchacho vestido de marrón debía llevar debajo del brazo cuando estuviera
frente al parquecito Colón, que no hubo problemas en recogerlo, a las seis,
repito, ni en trasladarlo a donde iban a realizar el contacto definitivo, siempre
yendo tú al frente del volante y manejando con una parsimonia increíble en
ti, con un respeto increíble en ti, acostumbrada como estabas a volar en tu
bólido blanco de doble carburación. Aunque esta vez, es cierto, no se trataba
de un bólido, sino de una máquina pesada que tú no estabas acostumbrada
a conducir, más pesada todavía a causa del “relleno” que le habrían metido.
Se supone que este relleno, o la conciencia que tenías de él, te produjo lo que
siempre te producía un arma en estas condiciones: la mano que te apretaba el
estómago, el sudor frío alternándose en tu rostro con un calor desmesurado,
el dolorcito de cabeza que no acababa de aparecer ni acababa de irse a pesar
de los commel y los beserol y los tranquilizantes y sabías que era por eso que
no te dejaron nunca manejar ni la más pequeña pistolita; y —qué ibas a ha-
cer— volviste, o se supone que volviste, a recordar cuando te hablaron por
primera vez de las balas dumdum, y lo que podían producir al entrar y cómo
se desplazaban antes y después de penetrar en el cuerpo y todo aquello de la
pequeña cámara de aire y el huequito y cómo era que el huequito ayudaba a
la explosión y cómo fue que te sentiste tan mal que hasta ganas de vomitar
te dieron y tuviste que meter el cuento de la indigestión porque si no hasta
ahí iba a llegar todo, allí sí que te cortarían, y tuviste que ir al baño, y en el
baño lloraste pero de la arrechera que te producía el sentirte tan débil, tú que
te habrías creído siempre tan bien cuidada, tan deportista tú, tan ágil, tuviste
que llorar. Se supone que tus compañeros trataron de distraerte durante el
trayecto y que la peluca rojiza, que ya sabemos que habrías comprado en
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a las cinco. Una para ti y una para mí, unisex, nené, hazme caso, llévate los
pantalones blancos. Sí, en Carnaby. A las cinco. Chao, chaíto.
Colgarás el teléfono, Ñato, y acudirás a la cita. En Carnaby de la calle Lin-
coln se habrán agotado los modelos y Gracielita te arrastrará casi a la sucursal
del Centro Comercial Chacaíto, viernes 6 y 30, se probarán las camisas y
comprarán cuatro y luego, en el cafetín, en una mesa situada al lado de la
que ocuparán Henrique y Patricia —a quienes, claro, no conocerán— Gra-
cielita devorará un club house, se excusará para ir al baño y como siempre, se
escurrirá en su Mustang blanco, sin que tú te enteres, ávida hacia la noche de
Sabana Grande.
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Qué iba a hacer precisamente a esa hora. Entré a Las Moras a pesar de que
cuando me asomé lo primerito que vi fue a aquel tipito rubio, a quien ya
había visto antes, cuando el escándalo de las botellas en El Jarama, y que se
salvó de vaina sólo porque el otro, que también era marico, puso en marcha
la hermandad después de haber tumbado tres garrafones de vino de cosecha
imprecisa, dos bandejas con rodajas de salchichón, y perforado un cartel de
gran tamaño donde anunciaban a dos de los Girón, creo, y a El Cordobés o
Paco Camino. Nada más para empezar, porque el revolvito, que era un ocho
y medio de cinco tiros, español también para completarla, había quedado rá-
pidamente vacío, para congoja del percutor y del viejo calvo que era el dueño
del arma y el causante de todo el lío, sólo por un problema de apuestas que
ni él ni el otro: el gordo, recordaban ya, porque habían salido al baño alterna-
tivamente en el transcurso de la habladera y qué carajo que se iban a acordar.
Decía que el catirito se había salvado porque Bili di Kid, anciano, puso a
funcionar la hermandad con él, que no tenía nada de vaquero, pero que sí,
por lo que parecía, le gustaba saltar el ruedo y quedar del otro lado, la puso
a funcionar, digo, porque para cuando apareció la justicia vestida de vulgar
transeúnte como cuadra para la ocasión, ya los únicos que quedaban en esce-
na eran el par de viejos (Bili y el otro), el catire, que estaba en una mesita del
fondo leyendo la contraportada de un lomplei del grupo Cridens, Antonio
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—el dueño del bar o taberna o cantina— y su esposa; quien mientras afuera
a Paco Camino le perforaban el ojo izquierdo, ella preparaba, adentro, en la
cocinita, una ración de callos que me juró eran a la madrileña a pesar de que
ella, la esposa del dueño, era de Oviedo y no de Madrid como Antonio (yo
iba a decirle que me daba igual de dónde cono fueran los callos y que lo único
que quería era comer cuando me acordé, precisamente, de lo que me había
dicho de su padre y de las minas y todo el cuento del Norte y la defensa de
Madrid, que no está en el norte sino en el medio, pero era tan arrecha como
Oviedo, y lo único que pude decirle: “Es cierto, si no son de Oviedo no son
callos”, y ella se fue riendo y yo me di cuenta de que me había equivocado
pero que era lo mismo, al fin y al cabo).
Decía que no era de Madrid como Antonio, y mientras esperaba los callos
de Atizona, de Colorado, de Texas, antes que Bili di Kid comenzara a dispa-
rar, me puse a pensar que la tal española estaba buena, a pesar de todo, y que
me recordaba a alguien, quiero decir, que se parecía a alguien que yo conocía
o recordaba y pensé en un falso retrato de Lucrecia Borgia que había visto una
vez en la biblioteca del liceo, y como los Borgia o Borja eran españoles, en el
fondo no resultaba una locura, a lo mejor Antonio hasta se parecía a César, el
hermanito, pero esa comparación sí que superaba ya mi iconomnemia, como
diría Guaica, porque de César lo único que recordaba era que era Obispo y
que había liquidado al hermano (¿o fue el Papa Alejandro?), de manera que
corté por lo sano y le dije a Antonio: César, manito, por favor, déjate de pen-
dejadas y tráeme otra Cuba Fidel. Sonrió y de bola que me la trajo porque
aunque a los españoles, no sé por qué, o sí sé pero no lo voy a contar ahorita,
a los españoles les saca terriblemente la piedra servir una cuba libre, a Antonio
no, o también pero lo disimula, porque en su tiempo fue un buen camarada,
y uno lo puede joder poniendo a Fidel de adjetivo.
Pero estábamos con lo del catirito y el viejo, resulta que fue en ese mo-
mento, cuando Antonio se fue a servirme el ron, cuando Bili el calvo sacó su
revolvito e impuso la ley en el viejo oeste. Resulta que todos los borrachitos se
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pintaron y resulta que Antonio, que para algo tiene amigos y es comunista,
Catire, me dijo, métete atrás, en la cocina, sabes que a ti te pueden joder; yo
me metí con desgano porque ya la rasca estaba apretando y porque me había
olvidado de los callos y de Lucrecia, que estaban precisamente en la cocina, es-
perándome. Lucrecia estaba asustada y creo que fue por eso que brincó como
una ranita y se me guindó del cuello, y mientras se pegaba contra mí y unas
teticas puntiaguditas se me pegaban contra el pecho, ¡olé!, y unos suspiritos
exhalaban de golpe todo el perfume de todos los versos de García Lorca y de
todas las noches de Andalucía (a pesar de Oviedo, etc.), yo no me la llevé al
río porque aunque no me importaba que no fuera mozuela, realmente no
había tiempo para montarle a Antonio ni siquiera unos cachitos parciales, ni
siquiera unos pitones afeitados, porque cuando íbamos para lo mejor, Lucre-
cia da un gritico y un brinquito y señala hacia el hueco de despacho, el que
comunica la cocina con el bar y, ya lo adivinaron: por el cuadrito se veía al
fondo, en la puerta, la sin par entrada de los funcionarios de la justicia, de
civil, como dije antes.
Claro, entonces fue cuando me chorrié, y pensé que Antonio se la había
comido al mandarme a la cocina. Vi claramente que me estaba comportando
como un cochino y mientras me chorreaba retiré del cuerpo de Lucrecia la
última garra pecadora y me sentí tan mal, tan despreciable, que no se me ocu-
rrió, de golpe, otra cosa que ponerme a pensar en la hermandad, en la justicia
y, ¡cosa rara!, en Mahatma Gandhi y Lenin.
Lo cierto fue que Bili enfundó el humeante cañón y mientras se ajustaba el
tergal, metió la mano derecha, o algo mojado y parecido a eso, en el bolsillo,
“tenga, autoridá”, y le entregó tres carnets, yo los vi con estos ojos azules, a
la comisión del Sherif, como si estuviera entregando una misiva a un esclavo
y no los tres carnets a la policía. Tenga, dijo, y comenzó a tamborilear sobre
el mostrador, más bien sobre los pedazos de salchichón que estaban sobre
el mostrador. A través del huequito de la cocina no se les podía ver la cara a
los esclavos cuando leían las misivas, pero por la sonrisa de satisfacción que
48 C arlos N oguera
ponía el gordo que andaba con el calvo Kid, todo parecía marchar bien para
los amos. Afortunadamente para mí porque cuando los tipos, devolviendo
los carnets, suplicando disculpas, arrastrándose de rodillas ante el calvo y el
gordo, les pidieron la bendición, sollozaron y se arrepintieron, lloraron y se
dieron golpes de pecho, cuando los esclavos después de hacer todo esto se
preparaban a pagarla con Antonio y a requisar al catirito que era el único
que se había quedado en las mesas, y tal vez a entrar en la cocina a echar un
pellizquito a Lucrecia y a rodarme a mí, ¿qué creen que pasó?, que el viejo Bili
de forajido cambió a marico con una velocidad increíble, y cuando vio que la
frágil anatomía del catirito estaba por sufrir las rudezas de los esclavos, se echó
una partida que casi que se cae del taburete de la barra, aunque a medias al-
canzó a realizar una ridícula pirueta de equilibrio y chasquear los dedos desde
el aire, no sin antes picarle un coquetísimo ojo al :atire (no a mí, que estaba en
la cocina, sino al catirito nariquito más blondo que estaba en la mesa pegada
a la pared), y cuando chasqueó los dedos puso una voz mucho más ronca que
la que le habíamos oído hasta ese momento. Dejen a esa señoritinga tran-
quila, compañeros, dijo; y Lucrecia y yo, que habíamos estado viendo desde
el cuadrito de la cocina, nos reímos sin alborotar porque habíamos visto la
picada de ojo que le había echado y lo veíamos ahora, a Bili, cómo se pasaba
la lengua por el labio superior y ponía los ojos entornados viendo hacia otro
lado para que los esclavos no se dieran cuenta.
Cuando ya creíamos que se iba a bajar del taburete a taconear entre las me-
sas, le pegó un grito a Antonio, suspendió para despedir a los de la comisión
que no querían echarse un palo porque andaban precisamente trabajando,
y le dijo a Antonio que sirviera un palo gratis para todos y, por supuesto, al
catirito lo que pidiera.
Como ya se había calmado la ridícula disputa y se había logrado la pacifica-
ción en el Viejo Oeste, Antonio, muy sensatamente, muy conciliadoramente,
muy temerosamente se acogió a la alternativa de servirle a Bili (que de pronto
había decidido cambiar el escocés por el vino) otra botella, es decir, una botella,
H istorias de
la C alle L incoln 49
encontrado, es decir, allá donde los encontré esa misma noche, más tarde.
Sólo que yo no me fui inmediatamente a Las Moras sino que me quedé en
El Jarama otro rato; primero, porque Antonio me ofreció rematar a puerta
cerrada con un vino que “estaba para lamerse”, así dijo. Segundo, porque me
di cuenta que no sabía realmente el nombre de Lucrecia (la culpa la tenía
Antonio que era ahora cuando la traía para el bar a cocinar, porque estaba sin
ayudante). Tercero, que ya me estaba enratonando y el cuerpo y la cabeza me
pedían otro palo. Cuarto, que no iba a rechazar a Antonio después que me
había salvado del encanamiento. Quinto, que ya la puerta estaba cerrada y no
había peligro de que volvieran los esclavos de Bili. Y sexto, que hay que dejar
tiempo en la narración para que el trío de pendejos que se acaban de ir llegue
a Las Moras antes que yo, puesto que así lo exige la novela, puesto que ya dije,
ante Uds., que los iba a encontrar luego y qué voy a hacer.
De modo que hubo tiempo para celebrar la recuperación de los daños, que,
después de todo, no eran tales sino una gran tajada para Antonio y para Lu-
crecia (¿cómo se llamará Lucrecia?), para acabar otra botella de vino, es decir,
para que Antonio acabara con otra botella de vino (porque fue él quien se la
tomó), para que Lucrecia se dejara tocar las rodillas con las mías por debajo
de la mesa que está precisamente debajo de la cabeza de toro disecada, y para
que Antonio imitara, bailando flamenco, borracho, encima de las mesas, y
mientras Lucrecia y yo aplaudíamos y nos aplaudíamos nuestras rodillas y
nos tocábamos, a los maricos que acababan de salir, o más bien, al calvo Bili,
para que imitara la picada de ojo y los suspiritos. Y no seguí en aquello sen-
cillamente porque Antonio se metió un golpe contra el toro disecado que
estaba colgado de la pared y resbaló y cayó de la mesa y el toro cayó atrás de
él y casi que le clava los cachos y casi que nos pesca a Lucrecia y a mí (a las
rodillas) en el jamoneo. Pero no le ocurrió nada, salvo que la rasca se le pasó
en un setenta por ciento, y tuve que despedirme de él y de Lucrecia; y ellos
tuvieron que despedirse de mí; y Antonio, tal vez recordando que el billete
de 500 del calvo le había salvado la noche, dijo algo como: la flufixia noshhh
H istorias de
la C alle L incoln 51
blaggra, que yo oí: la inmundicia nos caga; pero me di cuenta que no era eso,
cuando Lucrecia le dijo:
—Vamoz, amor, sí, la justizia nos paga: pero ahora vamoz nozotroz un
ratito a pagarle a la cama, ¿zi? —Y salió a despedirme a mí hasta la puerta que
tenía la llave pasada por dentro.
Fue cuando le dije:
—Lucrecia, ¿cómo es que tú te llamas?
Y ella me dijo:
—¡Cómo que Lucrezia! —riéndose, gozándose—. ¡Loco!, Mari Carmen es
que me llamo.
Por supuesto, cómo se iba a llamar siendo española, dije. Y me fui silbando,
pero no Los Gavilanes sino aquello que dice: si te quieres casar con la chica
de aquí/ tienes que ir a Madrid a empuñar un fusil. Y de allí pasé a silbar
(quiero decir, iba silbando la música, pero por dentro iba cantando la letra):
si te quieres casar con la chica de aquí/ tienes que ir a Falcón a empuñar un
fusil. Y silbé, también, lo del puente de los franceses, y lo del paso del Ebro,
y lo de si me quieres escribir ya sabes mi paradero, y ya estaba pensando en
el monumento del Valle de los Caídos, cuando me di cuenta que en lugar de
doblar en la calle Real de Sabana Grande hacia arriba, buscando más pelea
porque todavía estaba encarburado y ahora era cuando, había doblado hacia
el lado contrario de manera que ya casi estaba llegando a la Plaza Venezuela,
y ¿qué coño hacía yo allí? ¿Qué coño si ya el Tic-Tac y el Paprika estaban más
enredados que maneto en bajada y no se podía aprovechar, por lo tanto, la
ocasión de seguir hacia arriba, Los Caobos?, me devuelvo por donde mismo
con mi adarga bajo el brazo y me digo que la noche es nínfula todavía.
52 C arlos N oguera
H istorias de
la C alle L incoln 53
Primero lloré mucho, pero fue porque a Mariela se le había caído un ojo,
la bicha esa de Gioconda que se lo sacó porque no le quise dar el yoyo con
piedras brillantes que había cogido en la piñata, ¿y no fui yo la que tuvo que
revolcarse en ese patio tan horrible? ¿Y no fue a mí a la que le arrancaron
el lazo? Y de mi vestido nuevo, ¡prívate! Y la vieja, la mamá de Gioconda,
tienes que dárselo, encanto, tú estás mayorcita, y yo que por qué si me había
costado lo que me había costado y saqué el lazo de la cartera y le dije mire
a cuenta de qué si ella no quiso meterse, y por qué no se metió también si
estaban todos los pichurritos y la única era ella, ay no quiero que me to-
quen, sentada en la mesa de los grandes, dándose esos humos como si fuera
gran cosota, tienes que dárselo encanto, pero entonces cambió, se fue como
arrugando y poniendo una cara toda fea, más tarde mamá me dijo una cosa
que no entendí, pero que debe haber sido una grosería porque tía se puso
brava y le gritó que esas cosas no se deben decir delante de una niña; se puso
histérica esa bruja, eso fue lo que me dijo mamá de la vieja, ¡ah!, porque
cuando yo le dije que no le iba a dar nada y que el yo-yo era mío y todo eso,
ella me dijo que iba a venir el viejo que se roba los niños y me iba a sacar los
ojos, como si creyera en eso, y le zumbé una sonrisita para que le doliera: yo
ya no creo en eso, se lo dije; entonces puso una cara más horrible todavía y
entonces fue que me gritó que si no me los sacaba el viejo me los iba a sacar
54 C arlos N oguera
ella misma en persona, qué lástima Adrianita, tus ojitos tan lindos que te
los vaya a sacar. Yo me hubiera quedado tranquila pero entonces fue cuan-
do pidió el tenedor y yo creí que de verdad me iba a puyar los ojos y salí
corriendo para donde estaba tía Eloísa y le conté todo, y tía que me quiere,
ella dice que la sobrina que más quiere soy yo, y como ella no se casó y no
tuvo hijos, dice que yo soy su hija, y tía entonces le zumbó una mirada que
hubieras visto, daba miedo, y entonces fue que la mamá de Gioconda por
fin me dejó tranquila. En eso nos fuimos a los columpios, porque tú sabes
que en la casa de al lado queda un colegio y todo eso, allí estaba yo muy
tranquila y entonces veo a la Gioconda que empieza con una sonrisita y un
misterio y una paseadera agarrada de manos con otra más chocante que yo
no sé ni de dónde salió, y yo tranquila pero también rara porque no sabía
de qué se reía y yo la conozco. Entonces agarré la cuerda y me fui a saltarla
en la calle, tú sabes, no quería estar cerca de ella, pero yo que me voy con
Luisa y ella que vuelve a pasar, Luisa quería que no le hiciera caso pero me
molestaba que me siguiera y cuis cuis cuis con la otra, hasta que la pesqué
no sé qué cosa de una muñeca nueva y entonces me acordé de Marielita,
tú sabes, yo la había dejado adentro donde estaba la gente grande jugando
barajas, la puse en una silla cerca de mi tía para que alguien la cuidara, me
acordé y me traje a Luisa, esa es capaz de hacer cualquier cosa, vente, y me
la traje para adentro, vamos a sacar a Mariela para un paseíto, porque ya yo
me figuraba, llegamos y muérete que allí estaba mi Marielita, con todo y sus
vestidos acomodados y todo bien, yo alegre, pero cuando la cojo cargada y
la enderezo le veo en la cara ese hueco negro: la bicha esa le había sacado un
ojo a mi Mariela y allí mismo se lo había dado a Pepe, el hermanito, que a
todas estas estaba muy tranquilo en el jardín jugando metra con el ojo de
Mariela. Te lo juro, Paquita, hubiera preferido que me sacaran a mí los ojos
y no a ella, te lo juro.
Nueve años después sientes que es demasiado tierno el lecho y demasiado
dulce el cuerpo que descansa a tu lado, respirando bajo un ritmo lento y
H istorias de
la C alle L incoln 55
habías imaginado: tres pisos más abajo, los faroles todavía apagados de la
avenida concedían la presencia de una penumbra limpia, que diluía en ti
una paz desconocida. Abajo, detrás de los cristales del carro, debía estar
tu paraguas. Su Carro, piensas así en mayúsculas, y te acuerdas y vuelves
a mirar el cuerpo que reposa aún sobre la cama, ajeno a ti, las ropas re-
vueltas apenas cubriéndole el torso y el rostro inexpresivo, quiero decir:
ahora, no una hora antes, no, porque una hora antes este mismo de ahora
era un rostro tierno así, extrañamente convulsionado, hasta el punto que
tú misma llegaste a asustarte, porque estabas todavía iniciándote en estas
cosas y no te acostumbrabas a reconocer la expresión de éxtasis, como
luego te lo dirían, con estas mismas palabras, estos mismísimos labios que
aspiran y expiran contra la almohada, a tres metros de ti.
Ahora, insisto, porque una hora antes giraba alrededor de ti, por en-
cima de ti, a lo largo de toda tu piel, de toditos tus poros, abriéndolos,
con la punta de esa lengua insistiendo sobre cada rincón, sobre cada zona
increíble, dándoles nombre nuevamente, poniéndolos a vivir, los pone
a vivir y tú te das cuenta, entonces, por primera vez, que tienes senos
y boca, y despiertan tus brazos y tú respondes tratando de hacerlo bien
porque esto es demasiado para tu cuerpo, para tu sexo es demasiado ese
otro cuerpo que batalla y danza y te ama, debajo, por encima, al lado de
ti; danzó y te amó, en todos esos sitios, hace una hora.
Tres pisos más abajo, un espeso vaho testimonia el cese de la lluvia,
dejando apenas ese resplandor frío que contrasta con tu guarida, Adriana,
cálida y mullida.
Ves tu imagen reflejada contra el espejo, al otro lado de esta habitación
que hoy recorres y te contiene, ávida, a pesar de tu negativa, a pesar de
que tragaste saliva y protestaste levemente cuando tu acompañante te in-
vitó, escuchamos unos discos y ya, te invitó agarrándote por la mano y tú
supiste, asustada, que te amaba, y, ¿recuerdas?, no sabes por qué te acor-
daste estúpidamente de papá y te animaste y te dejaste llevar y aquí estás.
H istorias de
la C alle L incoln 57
Papá que nunca está se antojó de venir ese día. Cuando llegué con tía
Eloísa mamá se había llevado a Eduardito; porque papá había tomado
y le había pegado y no quería que Eduardito viera eso, así es que pasa
siempre. Tía Eloísa me había comprado un helado en Crema Paraíso
para que yo no llorara, pero yo no hacía sino tocar el ojo de Marielita
y tocar a Marielita y verle el hueco que la bicha de Gioconda le había
dejado en la cara, y cada vez que se lo tocaba lo que me daba era más
ganas de llorar. Y me daba rabia porque uno sabe que ya está grandecita
para estar con tanto alboroto. Hasta tía que siempre es tan cariñosa
conmigo me dice siempre que una niñita de diez años no debe estar
llorando por esas tonterías, hasta tía, imagínate, entonces a mí me da
pena, porque además me dice que tampoco debo jugar ya con muñecas
ni chuparme más el dedo porque ya estoy grandecita para esas cosas.
Entonces me acuerdo de eso, ¿ves?, y es cuando me da más rabia porque
de verdad no le debería dar el gusto a la Gioconda llorando por eso. Y tú
ves que yo me aguanté, me hice la loca cuando encontré a Marielita, en
la fiesta, cuando la levanté para verla me dieron ganas pero me aguanté
porque sabía que la bicha esa me iba a estar viendo y no iba a darle ese
gusto; pero cuando salimos afuera, cuando nos vinimos, porque sabrás
que yo le dije a tía enseguida que nos viniéramos y ella es tan buena que
aunque estaba en el panguingue se vino y fue después que me preguntó
por qué lloraba, cuando me puse a llorar de verdad, me preguntó y yo le
dije todo, y ni con el helado que me compró, de vainilla como a mí me
gustan, ahí en Crema Paraíso, ni así se me pasó lo triste que estaba ni
lo brava que estaba, porque después lo que me dio fue rabia. Entonces
fue que llegamos a la casa y mamá se había llevado a Eduardito, el único
que estaba adentro era papá, pero tía no lo sabía porque la puerta estaba
abierta y tía lo que hizo fue pegarle un grito a mamá desde afuera y de-
jarme en el porchecito. Entonces se montó otra vez en su carro y se fue y
yo entré llamando a mamá porque yo tampoco sabía que ella no estaba
58 C arlos N oguera
allí, y que el que estaba era papá y entonces salió del cuarto, yo creo que
estaba durmiendo, porque siempre es así cuando llega tomado, tú sabes,
ven mi niña, me dijo así, ¿quién es la princesita que papá quiere más? Y me
levantó y me cargó. Yo entonces le dije también lo que había pasado en la
piñata y le enseñé a Marieta y me puse otra vez a llorar porque él me dijo que
no importaba, que me iba a comprar una Marielita nueva que mañana me
la traía y que él había visto unas lindas en la quincalla y me la iba a comprar,
pero a mí me dio una lástima que no quería otra sino la que tenía, que yo la
que quería era ésa y que tenía ganas de morirme. Me dijo: mentira, mentira,
haciéndome cariños y me llevó para el cuarto y yo me sentía ya casi tranquila
y casi se habían pasado las ganas de llorar, entonces me puso sobre la cama
y me acostó, y acostó a Marielita al lado mío y él también se acostó, del otro
lado. Empezó a desvestir a Marieta, vamos a ver si Marielita está enferma, y
le fue quitando los vestidos a mi muñeca, le quitó el vestido, le quitó el lacito
que tenía en la cola de caballo y le quitó las pantaleticas y la empezó a exami-
nar, decía él, la tocaba por aquí y por allá y por todas partes, y entonces fue
que me dijo que por qué no me quitaba yo también el vestido para que viera
que Marielita no tenía nada, que no se iba a morir y yo tampoco tenía para
qué morirme, que no tuviera miedo, me dijo así, ahora vamos a examinar a
Adrianita, ahora el doctor va a examinar a la linda Adrianita, y me fue quitan-
do el vestido y me soltó el pelo y me hizo muchas cosquillas y yo estaba muy
contenta porque me gustaba mucho, ¿ves?, me encantaba que me hiciera así y
que me besara, pero cuando me vine a dar cuenta ya estaba yo todita desnuda,
prívate, y aquello de verdad sí que no me gustó porque entonces empezó a
besarme más abajo, allá, tú sabes, y yo: no papaíto, no papaíto, porque yo
sabía que eso era sucio y que estaba mal. Y yo llorando y todo, él me abrazó,
estaba como loco que me daba mucho miedo, entonces me separó las piernas
y me hizo una cosa horrible que me dolió mucho, yo luché y luché, gritando,
pero entonces él me tapó la boca, déjate mi niña, me decía, entonces se me
fue el mundo y quedé como privada.
H istorias de
la C alle L incoln 59
Desde el apartamento ves los reflejos brillantes de las primeras luces sobre la
avenida. Ha cesado la lluvia, Adriana, y ahora el sonido que escuchas te llega
desde el baño: te tranquiliza intuir la presencia de su cuerpo bajo la ducha y
saber que te acompañará ahora, esta noche, y muchas otras noches del futuro.
No te preguntas dónde terminará esto y sabes que de nada valdría intentarlo.
Apenas te encuentras extraña, agotada, y por momentos sientes todavía la im-
presión irreal de tener un cuerpo al lado tuyo: un cuerpo que ahora conoces
bien y que estuvo todo este tiempo llegándote a retazos, con cautela, casi es-
condido detrás de las tazas y los sobrecitos de azúcar en largas conversaciones
de cafetín, en las tardes de compras por la Calle Real de Sabana Grande o en
los sorbos de los yintonics para apagar el aburrimiento o la emoción súbita: la
presentación, la primera cita cómplice, la duda, el primer roce, enjabóname la
espalda querida, y una risita que te viene desde el baño y luego un chistecito
sobre el jabón y tú vuelves a pensar diez años antes o una hora antes, qué más
da, y todas las imágenes siguen llegándote juntas, como en una tira cómica.
—¿Lista, querida? ¡Adriana, te estoy hablando! ¿Qué te pasa? —Te dice
mientras sale del baño, secándose, mirándose coqueta en el espejo.
—Lista, querida —le contestas sonriendo, y te apresuras y le alcanzas la
falda y las sandalias.
Ella se sienta al borde de la cama, ven, y tú te acercas, Adriana, mirándola
largamente antes de besarla.
Entonces cuando desperté papá se había ido y mamá no había llegado y
ya era de noche y yo sentía mucho frío porque estaba desnuda y como toda
mojada, así, entonces agarré a Marielita que estaba dormida con el ojo que le
quedaba y no tengas miedo, le dije, pero yo no tenía ganas de decir eso, yo de
verdad lo que tenía era frío y unas ganas horribles de morirme.
60 C arlos N oguera
H istorias de
la C alle L incoln 61
Haz esto: razonas que vale la pena intentar un trago en El Jarama y tal vez
comerte algo, porque hasta ahora no lo has hecho. Luego te sientas en la
mesita del fondo, no la última, por supuesto, porque no podrás: allí estará el
catirito medio loca él que luego te encontrarás más tarde en Las Moras, pero
sí en la penúltima, la que está debajo de la cabeza de toro. No te conviene
sentarte muy cerca de la puerta porque el calvo que verás en la barra puede
comenzar a disparar en cualquier momento, sabes que debes ser precavido. El
mesonero seguramente te saludará, recuerda que es el dueño y que es buena
gente: respóndele el saludo.
Si por casualidad también está allí su esposa, podrás ver que no anda mal que
digamos, pero no puedes propasarte con ella, aunque tampoco deberás despre-
ciarle totalmente las miradas que te lanzará, porque te va a mirar, ya lo sabes.
Si el calvo efectivamente comienza a disparar por una tontería cualquiera:
por ejemplo, una discusión con el gordo que lo acompaña, no te preocupes,
imagina que es por ejemplo Bili di Kid y más nada. Claro: deberás irte al fon-
do, esconderte en la cocina, tal vez, pero en ningún caso temas: esto ya está
escrito y narrado con lujo de detalles y todo el mundo sabe a cabalidad que
nada te va a pasar, que nada te pasó efectivamente.
Te conozco y sé que te provocará galantear a la esposa del dueño, una vez
que estés en la cocina; no te hagas ilusiones; la policía vendrá a investigar y tú
62 C arlos N oguera
Cuando llegué a Las Moras fue que volví a ver al catirito del Jarama y al
otro marico di Kid, no recuerdo qué era lo que estaban haciendo cuando
entré, pero como ya dije antes que estaba llevándole una aceituna a la
boca al calvo, quiero decir, el catire le estaba llevando una aceituna a la
boca al calvo, como ya lo dije o lo pensé antes, no tengo más remedio
que sostenerlo. Lo cierto es que yo que me asomo y lo primero que veo
es la escenita ésta. ¡A joder con Sócrates y sus discípulos!, pensé, mientras
sentía que estaba ofendiendo sin querer a Sócrates, aunque quién sabe si
él se honraría, y ya iba a salir cuando escucho, ¡Poeta!, y a quién imaginan
ustedes que encontré sino al mismo Guaica, al mismo Guaicaipuro Ro-
dríguez. Me acerqué pensando que yo no tenía un pelo de poeta, y que
los poetas deberían dejar esa manquera de llamar a los demás poetas, al
menos a los que no lo son, pero, ¡qué carajo!, lo mejor era que había en-
contrado con quien tomar: aterricé en la mesa gracias a un empujón del
mesonero, que a su vez había sido empujado por el calvo, que ya andaba
de nuevo buscando lío.
—¿Cómo está la vaina? —me dijo Luis, que estaba con Guaica, y por su-
puesto que me metió el consabido coñacito por debajo de las costillas. Iba
a devolvérselo porque me arrecha profundamente la costumbre de saludar
fregando a los demás, cuando me llegó el de Guaica, que en vez de localizarlo
64 C arlos N oguera
Me fijé que Luis en vez de ponerle cuidado a Guaica no le quitaba los ojos
de encima a la tipita que estaba con Guaica, sólo que la carajita no quería
nada sino con Guaica. Esto va a terminar en un peo, y me levanté para ir al
baño. Atravesé un vaho espeso que se le adhería a uno en el reverso de los ojos,
producto del humo de los cigarrillos y de los tabacos, del aire acondicionado
que estaba puesto a todo dar y de los perfumes que empapaban los rostros y
las ropas. Tuve que admitir que estaba curdo porque había entrado al baño
hablando solo; ya está que Luis va a soplar que me vio curdo y seguro que va a
exagerar la vaina, y seguro que el gran carajo va a lograr que me den sanción,
pero hoy es viernes en la noche o sábado en la madrugada, y además, quién
coño es él para reclamarme. Con este pensamiento me repuse y salí, sólo
que en vez de irme directamente a la mesa, fui hasta la rocola a puyar unos
disquitos, qué carajo.
Qué carajo, qué carajo, qué carajo, me repetí como treinta veces antes de
llegar a la mesa, mientras ejecutaba una sinuosa trayectoria tratando de en-
contrar una excusa por si Luis preguntaba: cuando llegué a la mesa, sin em-
bargo, no se me había ocurrido nada. Me dije: qué carajo, y me senté.
—El infalible Luis se ha ido, estoy muy triste —dijo Guaica, riéndose—.
Mi mujer y yo estamos muy tristes, muy pero muy tristes, ¿non e vero, no-
nevero, doncella?
—Sí, muy triste.
Cuando salimos de Las Moras ya yo estaba listo; Guaica se montó
encima de un carro para dar un mitin. Afortunadamente, digo por mí,
porque yo era el que me iba a joder, el Pasaje La Asunción estaba com-
pletamente solo, pero uno nunca sabía, así que en vez de alentarlo me
alejé discretamente a escuchar su esplendorosa palabra ductora desde el
otro lado de la calle, si es que ésta, si es que aquella vaina se podía llamar
calle, y me escurrí detrás de un poste. ¡Colombianos!, comenzó; ¡coño!,
ya está que nos van a rodar, yo quiero verlo explicándole a la policía
66 C arlos N oguera
Fue entonces cuando me di cuenta del grotesco cortejo que formaban Güi-
do, Argenis (decidí cambiar mi opinión sobre Argenis, que estaba actuando
de una manera totalmente antiargénica) y Rodrigo:
—No sé si darle la manzana a Helena o a la máquina —dijo Rodrigo, sos-
teniendo entre las manos una fruta imaginaria, mientras los otros dos, detrás,
le alzaban la chaqueta a manera de cola.
—Esta es Graciela, futura de Troya— los cortó Guaica, tratando de abortar
un gesto de fastidio, propio de hombre de gran mundo que se sabe acompa-
ñado de una mujer codiciada y solícita. No tengo que recordarles que Guaica
no tiene un pelo de hombre de gran mundo y que la estructura física del
callejón La Asunción se presta para cualquier cochinada menos para gestos
de esa envergadura.
Estreché la mano de la tal Graciela, pensando que en ese momento tal vez
fuera el único espécimen femenino en el callejón que no ejercía el oficio más
antiguo.
—Tiene usted suerte —le dije, refiriéndome, por supuesto al hecho de que
no tuviera que ser puta para vivir.
Pero como todos saben, excepto los médicos quizás, las mujeres tienen el
lóbulo frontal inmediatamente debajo del monte de Venus; así que:
—Oh —chilló como un grillito— no es la primera manzana que me gano,
aunque para ser sincera, es la primera que me otorga un tribunal de artistas.
Veremos si esta noche me atrevo a morderla —esta vez mirando a Guaica y
tratando de penetrar al carro, gesto que aprovechó Güido para: tiene razón,
doncella, ninguna manzana tan... apetitosa como la nuestra, agarrándose con
toda la mano un bulto de tela y pene, sacudiéndose para que Guaica lo viera
sin que Graciela se diera cuenta de nada. Rodrigo y Argenis se apresuraron
para abrir la puerta.
—Yo puedo hacer el papel de serpiente —dijo Argenis, con un ademán
sospechosísimo que insisto que no le había visto nunca.
70 C arlos N oguera
Guaica le había dado la vuelta al carro para entrar por el lado opuesto:
—Te vienes con nosotros, amiguito —me dijo en voz baja, dándome un
golpe por la barriga—; éstos tienen un bonchecito y se están haciendo los
locos, pero ya hice el control.
Me di tres coñacitos antes de apoltronarme en el asiento trasero del Mus-
tang: uno contra la pared —ya se sabe que los carros que estacionan en el
callejón tienen que montarse sobre la acera— otro contra el techo de vinil,
cuando entraba, y otro contra el portacartuchos del reproductor que estaba
sobre el asiento, tres coñacitos que no producen dolor sino, ya se sabe, una
especie de arrechera refleja que unida, a los vapores me provocaron un odio
increíble hacia Argenis, hacia su cara, mejor, que precisamente se asomaba
por la ventanilla de Graciela en el momento en que h curda me agudizaba la
percepción, fue entonces cuando dijo:
—Yo puedo hacer el papel de serpiente.
—De salamandra quedas más bella, bicha —lo vacile Guaica poniéndose
una mano abierta en abanico sobre la nuca.
Y dijo otra cosa que Güido y Rodrigo le celebraron pero nosotros no por-
que ya estábamos fastidiados y porque simultáneamente Graciela pasaba el
suiche y los ocho cilindros comenzaban a trabajar y el reproductor encendía el
número dos y la Orquesta de Cugat, comprimida, lanzaba sus violines por los
canales de salida y los vatios, y Güido, Rodrigo y Argenis ya quedaban atrás,
en medio de) callejón, enrollándose de la risa.
H istorias de
la C alle L incoln 71
Lunes 18 de febrero.
Cada vez que te toco con el lápiz me parece que es el corazón el que me
toco, querido diario. ¿Te hiero? ¿Tienes tú, como tengo yo, el alma endu-
recida por los sufrimientos y las penas? No lo sé, sólo sé que sin ti mi vida
sería de verdad un desierto sin agua y mis ojos dos grandes lagos inun-
dados por el llanto. Ayer fue mi cumpleaños, pero tal vez debería decirte
que fue mi entierro. ¿Por qué todas las muchachas tienen padres y reciben
amor? ¿Por qué todas tienen cariño y yo no? Si yo tuviera también cariño,
si la gente que me rodea no me mirara como una niña sino como una
mujer como soy, esta noche no sería tan negra como la boca de un lobo
y este cuarto sería un castillo encantado. ¿Nunca llegará ese día? Nunca
es tarde cuando la dicha llega, dicen, pero ya yo tengo quince años que
han sido, querido diario, quince años de sufrimiento y amargura. Pero
no creas que yo pido mucho, no soy como esas que sólo se preocupan
por lo material, por lo bajo y por lo común, mejor muerta que tener que
confesar un pecado tan feo como el pecado de avaricia, si en vez de darme
regalos y dinero me dieran un poquito de comprensión, yo sería la mu-
chacha más feliz del mundo. ¿Seré injusta? ¿Será que les estoy pidiendo
demasiado? ¿Estoy haciendo bien con criticar la conducta de los seres más
sagrados que tengo? ¿No debo conformarme con recibir este divino don
de la vida? ¿No tengo la luna y las estrellas y el perfume de las flores y el
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aire y el sol? Sí, pero de qué valen las estrellas y la luz de la luna llena si no
tengo a mi lado un corazón que palpite acelerado como el mío. Para qué
me sirve el aire si mi pecho está golpeado por la soledad, y el llanto me
ahoga. Y las flores, para qué me sirven las flores si las pobrecitas están tan
mudas como yo, y no me pueden consolar. No, yo no soy ambiciosa. Mi
alma se conformaría con poco. Si mi culpa es el desear la comprensión
de mis padres y el amor de un alma gemela a la mía, si mi culpa está en
desear la felicidad, entonces confieso: soy culpable. Pero la vida me ha
enseñado que lo que yo deseo es lo justo y que no tengo por qué bajar
la cabeza de vergüenza. Papá no entiende estas cosas, él lo que sabe es de
hacer dinero y para él todo es por el interés, pero lo que es para su hija no
tiene una palabra de cariño, ni un segundo para dar un beso paternal. Si
Luis no le gusta, Luis que es todo un caballero, qué deja para los demás. Y
pensar que yo de pura tonta que soy no lo dejé venir a la fiesta de mi cum-
pleaños, y pensar que él que es el sueño de mi existencia tuvo que quedar-
se parado toda la noche frente al edificio mientras yo adentro escuchaba
la música y tenía que bailar en otros brazos que no eran los suyos. Cada
vez que me asomaba al balconcito, querido diario, mi corazón volaba
para unirse con el de mi amado. Sólo la noche fue testigo verdadero de mi
padecer. Yo muriéndome por correr a su lado y él tal vez pensando que yo
era una coqueta. Yo que hubiera dado cualquier cosa por ser el muro de
donde él estaba recostado. Pero no lo culpo a él, yo sé que es inocente y no
le voy a lanzar la primera piedra, pero quién sabe cuántas cosas le pasarán
por su adorada frente. En fin, querido diario, me despido, los párpados
se me cierran solos y mi alma atribulada pide descanso. La almohada es
la mejor consejera en mi desesperación. Me dormiré pensando: ¿Creerá él
que soy una coqueta? ¿Seré feliz en este valle de lágrimas? Si soy un ángel
como él me dice, quiero volar en la noche y cuidar su sueño.
Recordar para mañana: subir el ruedo al vestido azul, si tengo tiempo;
si no, darle las basteaditas con hilo claro.
H istorias de
la C alle L incoln 73
Martes 19 de febrero.
En martes, ni te cases, ni te embarques, ni de tu casa te apartes, dice el refrán.
Pero para mí este martes ha traído sorpresas y dolores. Parece que el destino
ha querido que todas las ilusiones se me escapen por el mismo camino que
llegan, el dulce panal de miel se me convierte en amargo tarro de hiel, deján-
dome indefensa y huérfana.
Te cuento, querido diario, sabes que el carnaval entra la semana de arriba.
No te lo había dicho porque creía que para mí nunca llegaría la ocasión de
que me invitaran a una fiesta de carnaval, por eso pensé que fuese mejor
hacerme la loca (tachado), que fuese mejor no escribirte nada y no que te
entristecieras viéndome construir mis castillos de arena. Los castillos de arena
son como todas las ilusiones, dulce el borde, amargo el fondo, como dice el
poema. Porque cuando se derrumban sólo nos queda la soledad y la tristeza.
Pero esta vez sí podemos divertirnos juntos, querido diario, y no me da pena
decirte que la vida va transformando en realidad mis esperanzas, aunque no
quiero contar los pollos antes de nacer. Pues bien, te lo cuento como ocurrió:
cuando llegué al liceo esta mañana, estaban Moraima y Clara que tú sabes
que son mis mejores amigas, estaban ya esperándome en la puerta. Ya yo
iba a sacar el figurín para devolvérselo, un figurín que hacía tiempo que le
tenía a Clara y ella quería que se lo llevara, pero no era el figurín lo que les
interesaba, me dijeron, ahí mismo en la reja de afuera, sin dejarme entrar, que
me tenían la noticia del año. Tú sabes que yo no estaba para noticias porque
conoces todas mis tristezas y mis secretos y sabes lo mucho que sufrí ayer por
eso que ya tú sabes, pero aunque mi corazón estaba en otra parte, surcando
no sé qué rumbos, no pude evitar que me picara el gusanillo de la curiosidad.
Cuando llegamos adentro, con la risita y la echadera de broma, tú sabes que
estábamos entre amigas, yo no pude evitar que el corazón se me saliera del
pecho de lo fuerte que eran los latidos. Les dije que eran unas histéricas y otras
palabras feas y que si ellas decían que eran mis amigas tenían que decírmelo
y sacarme de esa angustia que me parecía que no acababa nunca. Moraima
74 C arlos N oguera
fue la que me tranquilizó y me sacó de aquella duda, que cruzara los dedos y
que aguantara la respiración, y entonces me dio la noticia, ¡yo era la candidata
para reina del Liceo! Querido diario, no sé cómo expresarte toda la emoción
que me embargó en ese momento, sentí que la tierra abría un abismo debajo
de mis pies y que la cabeza me daba vueltas.
Pero no todo podía ser felicidad, yo sabía que eso era demasiado bello para
ser cierto. ¿Y adivinas, querido diario, quién me dio la puñalada? No, sé que
no lo adivinas, porque tú tienes un alma pura y confiada como la mía y eres
demasiado inocente como yo. Nunca pensarías que una persona que tú quie-
ras sería capaz de causarte daño como lo hizo Luis conmigo. Sí, porque fue
Luis el señalado por el destino para romper mi cristal de esperanzas y destruir
con una sola palabra toda la alegría que ya no cabía en mi pecho. El no quiere
que yo sea candidata a reina. Si yo lo amo no deben importarme otros ojos
que los suyos, si soy sincera con él no debo ser reina sino en el reinado de su
cariño, eso fue lo que me dijo, y a mí me dio mucha pena y mucha vergüen-
za porque Clara y Moraima no escucharon pero tuvieron que darse cuenta
porque se veía perfectamente que estábamos peleando. Ahí, en plena cancha
de volleyball, quién no se iba a dar cuenta. Yo me quedé muda y de mi boca
no salió una sola palabra de reproche, mal podía salirme un reproche para
quien es el dueño de mi pensamiento, porque si no, ¿qué clase de muchacha
sería yo? ¿Qué clase de amor sería el mío si me pongo a anidar malas pasiones
al calor de esta ilusión tan linda? ¿Serán sus celos tan profundos como los
de Marcos en “Corazón de Mujer”? ¿Tendré yo que arrastrar el manto de la
amargura por el solo pecado de ser bonita, como dicen?
Te imaginas entonces cómo estoy, querido diario, tú que eres mi confiden-
te, mi amigo, calma esta tempestad para que esta noche no sea la noche de
un agitado día, como dice la poesía. No sé de dónde voy a sacar fuerzas para
sobreponerme y sacar adelante mis estudios y ayudar a mamá, ocultándole
a ella todas mis penas, que la pobrecita tiene ya bastante con la vida que le
da papá. Pero hoy todo me ha salido mal, no pude ni lavar la ropa interior,
H istorias de
la C alle L incoln 75
Viernes 22 de febrero.
Querido diario, perdona que te haya tenido abandonado, pero mi corazón
ha sido sacudido por emociones tan palpitantes y tormentosas que me dije,
Patricia, tú tienes que tener la cabeza bien puesta para que ese mundo de ilu-
siones que ahora te ha llegado, no te haga perder el sentido.
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nosotras. Le dije que bueno, porque iba a ser mi lazarillo, y porque de todos
modos su prima, la de Moraima, me iba a prestar la sombra y el lápiz para mi
maquillaje, y otras cosas. Fuimos entonces casa de Josefina, ésta es la prima
de Moraima, que estudia en quinto año, ella fue, querido diario, mi paño de
lágrimas. Me habló de los hombres y de sus caprichos, me habló de la vida y
de los golpes que el destino nos tiene reservados, me enseñó miles de secretos
y de cosas que yo no conocía. Me dijo que yo ya estaba siendo una mujercita
y que ya era hora de que fuera conociendo que los hombres lo que son es
unos egoístas, y que mientras ellos tienen miles de novias y le dicen piropos
a cuanta falda les pasa por delante, en cambio no quieren que las mujeres ni
se pinten ni salgan a la calle ni se vistan. Yo le dije, claro, que Luisito no era
de ésos, y que me había extrañado mucho la forma que tenía últimamente
de comportarse conmigo cuando yo no le había dado motivos para celos.
Me dijo que Luis no era distinto y que todos los hombres eran iguales, que
cuando podían sacar las uñas las sacaban y que a una muchacha tan bonita
como yo (le di las gracias), le sobraban admiradores y que yo tenía que darme
mi puesto. Dijo otras cosas y no sé por qué se atrevió a ponerme como ejem-
plo a mi papá, que viera la vida que papá le daba a mi mamá y que no fuera
tonta. A mí no me gustó aquello porque por encima de todo lo más sagrado
que uno tiene en esta vida son sus padres, pero no le dije nada porque estaba
muy buena conmigo. Yo de todos modos le dije que como que sí era verdad
y le dije el ejemplo de Marcos con Cristina en “Corazón de Mujer”, porque
Ñaña, la que crió a Cristina, le había dicho cosas muy parecidas a Cristina,
cosas sobre los hombres. Eso fue después de la propaganda que ponen en
segundo lugar. Josefina me dijo entonces que ajá, que me viera en ese espejo y
que aprendiera como Cristina. Me dijo que quería ser mi amiga y todo lo que
me aconsejó, que se lo agradezco de todo corazón, me cayó muy bien porque
además estuvo muy simpática y me aseguró que yo iba a ganar la votación de
reina. Me consoló mucho que me tratara así porque me hizo sentir una mujer
hecha y derecha y me dio mi puesto que me corresponde. Además, fue muy
78 C arlos N oguera
simpática con decirme eso de la votación porque yo sabía que ella era muy
amiga también de la candidata de su curso, la de quinto año, y sin embargo
me prefería a mí. Que Luis, si me quería, no podía dejarme porque fuera
reina, que así bonita como me conoció así tenía que quererme, como se dice,
con todos los defectos y todas las virtudes que me adornan.
(Me llaman querido diario, la voz de mi querida madre interrumpe esta
confesión, mañana te seguiré contando).
Recordar para mañana: decirle a Josefina que llame a la amiga que le ofreció
el modelito en seda, el que me dijo ella, sin aplicaciones, que tiene que ser
muy juvenil y fresco.
Sábado 23 de febrero.
Cumplo con mi promesa, para que veas: no te miento. Voy a comenzar por
confesarte que tengo una nueva amiga. Una verdadera amiga, que le da toda
su experiencia y su bondad a esta chiquilla que la molesta con sus sufrimien-
tos y sus problemas. Josefina me ha dado el calor y la protección de la her-
mana mayor que nunca he tenido. No sé cómo agradecérselo, porque no hay
nada que alivie más las penas de un corazón atormentado por las dudas, que
la mano firme y la palabra clara de una amiga verdadera. Y no creas que soy
ingrata con Moraima, lo que pasa es que Moraima es distinta, es casi de mi
edad, pero a mi lado es una niña, no ha vivido lo suficiente ni ha pasado por
las cosas que ha pasado Josefina, por ejemplo. Por eso te digo que son dos
amigas distintas. Para cada una tengo en mi corazón una tajadita de cariño
que brindarles, tan buenas han sido tanto la una como la otra. Tengo tantas
cosas que contarte todavía, querido diario, que la verdad no sé por dónde
comenzar.
Voy a decirte primero lo de la elección y lo demás te lo contaré como
vaya saliendo, porque ya me muero por contártelo. Sabrás, querido diario,
que los consejos de Josefina me cayeron como anillo al dedo. Tú sabes,
H istorias de
la C alle L incoln 79
sólo para darles más cuerpo, Josefina dice que no tengo por qué sacarme las
cejas todavía, pero que eso vendrá más adelante, ¡yo me muero de verme
sin cejas! Entonces me pasó el aplicador líquido para los cachitos, cortitos,
al lado de las cejas. Y entonces un poquito de rimmel para las pestañas y yo
estaba para privarme de lo rara que me sentía con tantos pegostes nuevos
en la cara.
poco cursi. Yo tenía ganas de decirle que una reina debía llevar guantes, pero
en boca cerrada no entran moscas.
Las zapatillas son también blancas, cerradas adelante y sin hebillas ni tren-
citas; con tacón bajo porque yo tengo buena estatura y además dicen que así
queda más juvenil y que no hay que olvidar que la clave de la elegancia está
en saber cuándo llevar cada cosa, de acuerdo al momento, al día, a la hora,
a la edad y a tantas otras cosas que hay que tener en cuenta. El tacón no es
delgadito ni ancho, sino regular, color de madera y con chapita abajo. El
figurín dice que esto “imprime una fragilidad mayor al caminar de la mujer
e inspira en el hombre la necesidad de protección, porque este tipo de tacón
hace vacilar levemente el cuerpo”. Sin prendedores, claro, porque ya eso no
se usa. Un collarcito corto sí, porque el escote es muy amplio, dice la señora
Luisa, y tengo que adornarme con alguito el pecho. Los zarcillos hacen juego.
El peinado sencillito que me lo van a hacer esta tarde, también de acuerdo a
mi edad. Josefina va a ir conmigo, dice que para que no me hagan en la cabeza
un mamotreto de moño que vaya a parecer una vieja. Como mi pelo es rubio
y liso puedo dejármelo caer agarrándomelo un poquito para que vaya por
encima de la oreja y entonces sacarme unas mechitas, cortas, para que vayan
delante de las orejas.
Ay, querido diario, ha llegado el gran día, y debo preguntarme, desnudán-
dome de verdad el alma ante el espejo. ¿Podré controlar mis nervios yo que no
estoy acostumbrada a estos ajetreos ni mucho menos? ¿Saldré adelante en esta
prueba que el destino ha puesto en mi camino? Me da pena decírtelo, que-
rido diario, pero te confieso, y a ti que conoces mis entrañas, que daría cual-
quier cosa por ser una mujer bella y elegante. Ayer cuando vi a la actriz que
hace el papel de Cristina, que estaba haciendo un comercial de desodorante,
la vi tan arreglada, tan bella y tan feliz que no pude más, no pude aguantarme
y la envidié. Sí, querido diario, ya sé que es algo bajo y ruin, pero así como
lo oyes, la envidié. Patricia, me dije para mis adentros, algún día la suerte te
premiará y serás una mujer admirada y envidiada, como ella.
H istorias de
la C alle L incoln 83
Pero hasta aquí te llevo, querido diario, esta tarde voy a peinarme, tempra-
no, y hasta esta hora no sé ni qué se va a hacer para el almuerzo.
Lunes 25 de febrero.
Mis manos casi no pueden sostener el lápiz de tantas que son las emociones
que laten en mi alma. Querido diario, gracias a Dios, todo, completamente
todo, salió a pedir de boca. No sólo para mí, sino para el colegio y para mis
amigas y para todo el mundo en general como yo lo deseaba con todas las
fuerzas de mi corazón. Ayer crecieron flores de mil colores y la primavera llegó
a mi vida con todos sus campos florecidos y llenos de aroma. Me da miedo
tanta felicidad. Todo fue tan de repente que casi no lo puedo creer. ¿Pasará
este renacer tan fugaz como llegó dejándome otra vez desolada y perdida en
el desierto de mis noches? ¿Se apagará este amanecer y nuevamente volverá
el crepúsculo cruel para romper con su tiniebla mi esperanza? Estas son las
nubes que oscurecen mi felicidad, querido diario, espero que el destino sea
piadoso conmigo y me deje beber de las aguas del manantial de la dicha por
mucho tiempo más.
Aparte de eso, sólo Luis es motivo de mis preocupaciones y mis dudas.
¿Me querrá? ¿Por qué tenía que mostrarse tan cruel conmigo y burlarse de
mi dicha?
Tengo que aceptar que mucha razón tenía Josefina con las cosas que decía.
Y pensar que yo llegué a dudar de ella como amiga. Pero ahora estoy conven-
cida de que sus palabras fueron como agua en la boca del sediento. Fue ella
la que me aconsejó también que como reina debía bailar con todos, y tenía
razón, yo era la homenajeada, ¿cómo iba a dedicarme a bailar con un solo
parejo? No sé en qué cabeza cabe. Sólo a Luis se le podía ocurrir una cosa así.
¿Cómo rechazar las atenciones de todos los que pusieron su granito de arena
para que mi futuro fuera completo? Yo puedo tener de todo menos de mal
agradecida y de hipócrita.
84 C arlos N oguera
Y realmente, no me puedo quejar, con decirte que hasta el director del Li-
ceo me echó mis florecitas y bailó conmigo la primerita pieza.
Yo sabía que me iban a poner a decir algunas cosas después de la coronación
y me llevé algo preparado, pero no escrito en el papel sino pensado, porque
me pareció que lo de leer allí era muy feo. Dije que mis mayores deseos como
reina era que tuviéramos un carnaval seco sin nada de mojaderas (todo el
mundo sabía que desde el jueves habían comenzado a echar agua y no se salvó
nadie, ni siquiera el director con todo el respeto que le tienen). Que debíamos
poner de nuestra parte para hacer que nuestra carroza fuera de las mejores en
el desfile del martes, que eran muchos los que habían puesto su granito de
arena pero que necesitábamos más porque la unión hace la fuerza y yo misma
estaba dispuesta a desvelarme, a robarle horas a mi sueño para colaborar con
esa tarea que iba en pro del buen nombre del liceo y no debíamos abando-
narlo a él en los momentos en que más lo necesitábamos porque teníamos
que recordar que para todos, esos pasillos y esas aulas y esos laboratorios que
estaban ligados a nuestro corazón, eran como nuestra segunda casa. Dije que
no esperaba ganar (aquí, querido diario, debo confesarte que metí mi men-
tirita), porque todas las candidatas eran muy pero muy bonitas y simpáticas
y que todas merecían el premio, que esto era lo malo de los concursos que
siempre tuviera que haber un solo ganador, pero que así era la vida y que de-
bíamos comenzar inmediatamente a divertirnos y que esperaba ser una reina
bondadosa.
Entonces el presidente del centro de estudiantes me dio un pergamino a
nombre del estudiantado y me pidió que le enviara un saludo a todos los es-
tudiantes presentes y ausentes. Yo comprendí que se refería a Euclides, que lo
había matado la policía en una manifestación en la que yo estaba, hacía poco
tiempo, creo que esto te lo conté hace unos meses. Yo no tuve ningún proble-
ma y lo hice con mucho gusto. Les dije que lamentaba mucho que no todos
los estudiantes pudieran estar presentes, que algunos compañeros no estaban
allí porque habían ofrendado su vida por la justicia social y por la liberación
H istorias de
la C alle L incoln 85
de nuestro pueblo, pero que esos mártires sabían que nuestro corazón estaba
con los desposeídos, con los miserables y con los pobres y que la lucha conti-
nuaría hasta que nuestros ojos contemplaran por fin la alborada de un nuevo
día brillando sobre el cielo de nuestro sufrido pueblo.
Me aplaudieron muchísimo porque tú sabes, querido diario, que el no-
venta por ciento del Liceo votó por la plancha de izquierda, aquello me
agradó mucho, cuantimás que tú sabes cuáles son las ideas de Luis, por eso
mi corazón dio saltos de alegría dentro de mi pecho cuando mis ojos des-
cubrieron que entre las miles de personas había un ser callado y reservado
que me aplaudía más que todos y que esas manos de ese ser eran las manos
de mi Luis.
El presidente del centro me abrazó y dijo algunas palabras sobre mi belle-
za y mi inteligencia y mi sensibilidad social, que eran un ejemplo para todas
las muchachas de mi edad, entonces dijo que la antorcha de la izquierda era
una antorcha de alegría y de esperanza y que él no quería interrumpir más
los decretos de la reina que había pedido un carnaval divertido y sano para
todos, dijo: ¡salud!, y se bajó y entonces fue cuando comenzó el baile y yo
bailé la primera pieza con el señor director.
Bueno, querido diario, te digo hasta mañana, estoy muerta de adornar
la carroza, y mañana en la tarde es el desfile, y por la noche: ¡el baile de
despedida!
Viernes 10 de marzo.
Hoy mamá, la pobrecita, sacó de no sé dónde para completar para el vestido
de mañana. No hace sino llorar porque con el carnaval, papá se alebrestó y se
dejó de cuentos y se fue desde el jueves de la otra semana y hasta esta hora no
se sabe ni dónde para el muy traidor. Pero no hay mal que por bien no venga,
si no hubiera sido porque se va, él que es tan incomprensivo y tan anticuado
en todas sus cosas, de seguro que no me hubiera dejado hacer de reina ni de
86 C arlos N oguera
nada, en cambio mamá sí, mamá es distinta y el único miedo que le da es que
no se vaya a aparecer papá en cualquier momento y agarre una de las suyas y
pregunte por mí y no me encuentre en casa.
Mamá está encantada con Josefina y tiene una fe ciega en ella. Mañana es
el baile de la octavita y Josefina me invitó para ir a bailar a una discoteca que
es lo que ahora parece que se está poniendo de moda y es, como se dice, el
último chillido.
Yo estoy nerviosísima, querido diario, porque te imaginarás, es la primera
vez que voy a un sitio así. ¡Y con hombres ya hechos y derechos! Son unos
amigos de Josefina, y ya estamos de acuerdo todos para salir, vamos un grupo
grande y seguro que nos vamos a divertir muchísimo. Me muero por cono-
cer las discotecas, aunque tengo un poquito de miedo, no te lo voy a negar,
porque nunca había salido antes con hombres. Josefina me tranquiliza y me
dice que si sigo con ese miedo no voy a gozar nunca nada de la vida, y que
para ir a las discotecas que son sitios caros y elegantes no podemos buscarnos
muchachos de nuestro grupo porque de dónde iban a sacar para los gastos. A
mí me parece que tiene razón y no le discutí nada. También Cristina tuvo que
buscar su felicidad en nuevos brazos cuando la injusticia y el egoísmo cerrado
de Marcos la lanzaron a una ciénaga maligna de desencanto y desdicha, y la
buscó y la encontró en el corazón generoso, sincero y amable de Darío. Quién
puede decir que yo también no encontraré un Darío que lave mis heridas que
ese cariño ingrato y perverso dejó en mi corazón. ¡Quién puede saber si no
estará mi destino en uno de esos nuevos brazos gentiles que mañana me estre-
charán para danzar y danzar interminablemente en un mundo de música y
alegría! Mi alma necesita de otros aires, querido diario, la indiferencia y la trai-
ción de Luis deben quedar atrás para siempre en el pozo del olvido, yo tendré
en mi memoria un espacio para él, pero más nada. Bastante ya he sufrido por
su culpa, y bastante llanto han derramado ya mis pupilas, noche a noche, por
su amor. ¿Encontraré en nuevos brazos la salvación para mi destino, que es
hoy un barco que navega sin timón y sin capitán con un rumbo desconocido
H istorias de
la C alle L incoln 87
que sólo las aves marinas, las mudas aves marinas, conocen a dónde va? Josefi-
na dice que tenga confianza en mí misma, que soy una muchacha inteligente
y que mi edad no es ningún problema, yo le creo porque se ve que ella sabe
lo que dice. Todavía no te lo he dicho, querido diario, pero Josefina es una
muchacha muy bonita y muy desenvuelta, simpática y tiene muchos admi-
radores. Siempre van muchachos a buscarla al liceo, con sus carros y todo, y
ella nunca ha tenido ningún problema ni con el director ni con nadie porque
sabe hacer sus cosas. Está empeñada en que comience a usar la minifalda que
es lo que se está usando ahorita en Londres, pero yo no sé si me animaré a
ponérmela como ella, que la usa más de una cuarta por encima de la rodilla
y casi se le ven los blúmer. Tú sabes que el viejo una de las cosas que me tenía
prohibidas era ésa, que usara la minifalda, y nunca me dejó levantarle el hil-
ván más arriba de la rodilla. Josefina dice que una luce como una capocha con
esos vestidos tan largos y por eso me va a acompañar esta tarde para ayudarme
a escoger el vestido que me voy a comprar. Tú sabes que ya con el viejo no hay
problemas porque nunca asoma las narices por la casa. Mamá dice que de se-
guro se buscó una querida y le montó un apartamento porque si no, qué iba a
estar haciendo por ahí solo, por más que le guste echarse sus palitos, no puede
estar tomando tanto tiempo sin venir a la casa y sin comer ni nada. A mí la
verdad me da lástima con ella, pero a lo mejor tiene razón Josefina, que dice
que así mi mamá por fin va a descansar de papá y que los hombres cuando se
ponen así lo mejor es que dejen ¡a casa y que se divorcien que por lo menos
paz y tranquilidad tendremos en la casa, que su mamá siempre le dice eso y
ya tiene como quince años que se divorció de su marido, del papá de Josefina.
Pero cada vez que pienso en eso me acuerdo de “Corazón de Mujer”, otra
vez, y me da miedo, porque a la mamá de Cristina eso fue lo que le pasó, que
el marido la dejó al tiempito de haberse casado, cuando Cristina todavía era
una niña de pecho, y se quedaron prácticamente en la calle sin tener con qué
comer y casi sin ningún techo con qué protegerse de la intemperie y del frío,
y entonces ella, la mamá de Cristina, tuvo que ponerse a trabajar muy duro
88 C arlos N oguera
y muy seguido para poder levantar a su hija, pero entonces trabajó tan
duro y sufría tanto que su salud no pudo resistir la prueba y cayó enferma
con una enfermedad rara que primero la postró y tuvieron que llevársela
para el hospital y al poquito tiempo se murió; por eso fue que a Cristina
la tuvo que cuidar Ñaña, que no era sino una vecina que le tenía mucho
cariño, y la cuidó prácticamente desde chiquitica, tanto que Cristina ni
conoció a su mamá. Por eso es que a mí me da miedo a veces con lo que
le pueda pasar a mi mamá, no por mí, porque yo ya estoy grande y soy
una mujer que puedo defenderme sola ante los peligros de la vida, sino
por mis hermanos que todavía están tan chiquiticos y todavía tienen que
acabar de criarse, dígame que la nené ni a la escuela ha entrado todavía.
Pero Josefina cuando le digo eso me contesta que eso no es así, que el
padre de Cristina sí es verdad que dejó a la esposa, pero que ella realmen-
te no era la esposa legal, sino que Cristina era hija natural y por eso no
habían podido reclamar y también porque en aquel tiempo tan lejano
(en “Corazón de Mujer”, Cristina tiene casi veinte años) no había tantas
posibilidades como hay ahora para que la mujer defienda sus derechos.
Así están las cosas en esta casa, querido diario, ya sabes que a mí nunca me
falta una pena que curar o una lágrima que secar y que nunca he probado
las dulzuras de esa frase que otras muchachas sí conocen, “hogar dulce
hogar”.
Hasta mañana, querido diario, y cruza tus deditos o tus líneas azules
para que tu amiga Patricia tenga mañana una noche inolvidable.
Domingo 3 de marzo.
Querido diario, estoy loca de alegría y en mis pupilas refulge la luz del sol
y todas las estrellas del cielo. Ayer fue una noche que quedará grabada en
mi memoria hasta la tumba. Tantas fueron las cosas que pasaron, tantas
fueron las sorpresas y las novedades que mis ojos no se daban abasto para
H istorias de
la C alle L incoln 89
admirar tales maravillas. Una música que parecía que venía del mismo
cielo, alfombras que te hacían caminar entre nubes, una oscuridad que in-
vita al romance y a cualquier locura, las luces multicolores y el aire fresco y
perfumado, todo esto encerrado en un marco de suaves y dulces melodías. De
pronto la alegría que estalla y la locura y el frenesí entra a los cuerpos jóvenes
y todos bailamos al compás de los discos de moda. Todo parecía como sacado
de un cuento de hadas, me olvidaba del tiempo y estaba como en un casti-
llo encantado. Conocí un hombre maravilloso, Víctor es su nombre y rubio
como el mío es su pelo. Es gentil, amable, inteligente y todo un caballero,
aparte de eso es buenmozo y tiene veinticuatro años. Tan distinto a todos los
novios infantiles que había tenido hasta ahora. No es que ya sea mi novio,
querido diario, pero Josefina dice que ella nunca lo había visto tan entusias-
mado como anoche. Es todo un hombre y a pesar de toda su gentileza y su
ternura en sus brazos me siento como una mujer y no como una niña. Razón
tenía Josefina.
A propósito, la mitad de mi triunfo se la debo a ella y a nadie más que a
ella, porque si no hubiese sido por su buen gusto quién sabe qué mamotreto
de vestido me hubiera comprado yo, aunque ya es mucho lo que con ella he
aprendido y creo que muy pronto podré defenderme sola.
Te voy a dibujar con palabras el vestido que tanta suerte me trajo y que
fue el manto que cubrió mi cuerpo en esta primera noche de discoteca y de
felicidad que nunca olvidaré. Voy a ir usando las palabras que la modista de
la boutique me dijo, según Josefina son términos que deben formar parte
principal del vocabulario de toda joven que aspire a destacar.
El vestidito está creado en lana, todo de una sola pieza con cierre a la es-
palda hasta el cuello. Es ajustadito en el torso, con cuello alto de tortuga y
manga larga. La falda cae en línea A, corte mini muy por encima de la rodilla,
a cuadros azules y blancos que dan la impresión de tonos difusos. El torso
es blanco. El conjunto se completa con las botas, blancas, altas y flexibles
casi hasta la rodilla. Al cuello un collar de fantasía de una sola vuelta con un
90 C arlos N oguera
15 de diciembre.
Querido diario, no sé qué hacer. Nunca había tomado tanto como anoche
y creo que perdí la cabeza. José Francisco se tomó conmigo unas confian-
zas que yo no quería darle, pero estaba tan atolondrada y tan alegre que no
pude rechazarlo. ¡Y pensar que acabo de conocerlo! Pero es tan interesante
y tan buenmozo que creo que me prenderé de él como una tonta, así es de
caprichoso mi corazón que gira como un molino al viento, libre y sin saber
dónde terminará. José Francisco está en la televisión y quiere que me hagan
unas pruebas para ver si me pueden contratar como modelo, yo le dije que
era menor de edad, pero él dice que la edad no es ningún problema, que yo
tranquilamente puedo representar más si me arreglo bien y que si me decido
que deje eso en sus manos que él se encarga de todo. Josefina me dice que me
anime, que no tengo nada que perder y que no hay nada más sabroso que
uno tener su plata propia para poder comprarse lo que uno quiera. Por cierto
que Beatriz, la que invitó a Josefina para Chichiriviche, es dueña de una bou-
tique, junto con otra mujer y me dice que ella conoce a José Francisco y que
con muchísimo gusto ella no tiene ningún problema de fiarme la ropa que yo
quiera, que ya habrá tiempo para pagarle si me decido a entrar de modelo. En
pocas palabras, que todas están entusiasmadas, que yo soy linda me dicen y
H istorias de
la C alle L incoln 91
que tengo talento para eso, porque todo lo que hago me luce gracioso. Esto lo
dice Beatriz y hasta me propuso emplearme durante esta semana en la bouti-
que, mientras ella va con Josefina y todo el grupo para Chichiriviche, que así
me puedo ir acostumbrando al trabajo y conociendo más de ropa, y que si yo
quiero no tengo más que decírselo, que ella inmediatamente me da un puesto
en la boutique. Lo estoy pensando, querido diario, porque la verdad con los
estudios no hay problema ninguno, porque estoy de medio tiempo, el viejo
ya ni se ocupa de nosotras y hasta se mudó con la querida para La Guaira, con
tren de muebles y todo, y si es por mi mamá, yo sé que se va a alegrar de que
trabaje porque plata, precisamente plata, no nos sobra.
Josefina conoce a Beatriz bien, y me dice que ahora que está de vacaciones
en la Universidad, en estos días, le va a seguir hablando de mí, para ver si me
puede conseguir otras cosas.
Por ahora, me traje de casa de Beatriz dos vestiditos porque, como sabes,
mañana es el primer día del espectáculo de beneficencia en la televisora, y José
Francisco ha organizado un grupito para que animemos aquello un poco, y
vendamos bonos y hablemos de vez en cuando por las cámaras para pedir
colaboración. Va a ser mi primera presentación en televisión y te imaginarás
cómo estoy.
Por ahora me despido, querido diario, porque dicen que el sueño es el pri-
mer secreto de la belleza de una mujer, y para mañana tengo que estar como
una flor que sacudida por el sol de la primavera, se asoma al prado de la vida
para abrir sus primeros pétalos mañaneros.
92 C arlos N oguera
H istorias de
la C alle L incoln 93
—¿Que sí qué?
—Digo que sí eres vidente. Esta noche has tenido dos premoniciones.
Se bajó los lentes, redondos, pequeños y frágiles como los de la foto más
conocida de Trotsky y se volteó hacia atrás.
—En serio —le dije, sonriendo, y levanté la mano derecha, comprometién-
dome en un juramento.
—En serio —le dijo Ernesto, sonriendo, y levantó la mano derecha como
si se estuviera comprometiendo en un juramento.
Los tres se desplazaban a gran velocidad sobre las estructuras elevadas, Gra-
ciela, en el volante del Mustang blanco, cambiaba de canales, zigzagueante,
evitando los otros automóviles, que parecían detenidos al lado del bólido.
—Dos que tú has presenciado, pequeño —dijo Guaica, virado, lanzando
grandes bocanadas de humo, con el cigarrillo pendulándole, libre, entre los
labios, mientras alzaba las manos hasta la altura de los oídos y comenzaba a
chasquear los dedos, el dedo medio resbalando sobre el pulgar hasta acunarse
sobre la palma, igual que los gitanos, pero con un ritmo mucho más lento
que imitaba el de las viejas adivinadoras, sacerdotisas de cultos animistas, fu-
madoras del tabaco, lectoras proféticas de las cenizas y de los fondos de las
tazas de café—. Dos que tú has presenciado, pero son infinitas, pequeño,
¿por qué crees que me llamo Guaicaipuro?, ¿te imaginas que ese nombre fue
seleccionado aleatoriamente o crees que esa vainita me la echaron mis viejos
por capricho? Tengo filiación directa aunque obscura con el Gran Cacique y
con el Negro Miguel —remató, sabiendo que a Graciela seguramente le gus-
taría el giro misterioso y pseudocabalístico de nuevo cuño que había tomado
la perorata. En efecto:
—Toma —le dijo. Y se sacó uno de los collares que le daban vuelta alre-
dedor del cuello, de cuentas pequeñas y multicolores que remataba, si es que
este verbo se le puede aplicar a un collar, en una pieza de obsidiana tallada que
traducía una especie de deidad azteca—. Agarra que es un pariente lejano.
98 C arlos N oguera
que remite a todos los significados, con ellos la confusión de Babel sería
totalmente impensable porque son el lenguaje de una sola palabra, el si-
tio donde convergen todas las cosas que han sido y serán sobre la tierra,
es decir: el aleph. No podremos mantenernos indefinidamente concen-
trados, mirándolos, ya se sabe que nadie soporta por mucho tiempo la
visión directa del Uno.
Yo también me había quedado fijo porque estábamos demasiado bien
los tres, con todo ese cielo encima, inconmesurable y vacuo en el fondo
y apenas el sonido, atrás en algún lugar de la cabeza, el sonido de los
Suinguel Singuers y el contrapunto de las voces emergiendo, apagado,
desde el Mustang, cuando Guaica:
—Nadie lo soporta por mucho tiempo —fue que dijo.
—¿Qué? —pregunté desde el otro lado de Graciela, creyendo no sé
cómo que podía referirse al problema del cuerpecito.
—Digo la visión de cualquier divinidad —y yo entré en órbita—. Tal
vez deberíamos cubrirla para evitar el purgatorio. ¿No se te ocurre nada
macabro, pequeña?
—Y Graciela que queda en blanco sin saber qué contestar, tan fuera
de base, tan sorprendida ella y a Guaica que no le queda otro recurso
que, manos a la obra, dice, y la polícroma bata de Graciela que comien-
za a escurrírsele por su cuerpo gracias a Guaica, y Graciela que lucha,
no, no, qué loco, bicho, diciendo, imagínense con qué griticos y yo que
ayudo a la tarea sosteniendo a la niña y la niña que chilla gozosa y noso-
tros excitados, claro, pero activos, y el sostén de la niña que sale al aire
como banderín deportivo y la niña que se cubre con sus dos manitas,
con la concavidad rosada de sus dos manitas, y como puede trata de su-
bir no sé con qué manos pienso yo que trata de subirse la bata por sim-
ple coquetería seguro que piensa Guaica mientras, éstos sí que pueden
soportarse, grita Guaica, y yo que ayudo y Graciela que uno pensaría
102 C arlos N oguera
que ayuda, riéndose como una loca, retorciéndose feliz como desespe-
rada, semidesnuda y los tres que rodamos ya inevitablemente, declive
abajo, ladera abajo sobre la grama, entrelazados los cuerpos indescifra-
bles, rodamos jardín abajo, acostados, hasta el límite en que ya no hay
tierra ni jardín ni grama y los tres que tratamos de frenarnos con todos
los brazos y todas las piernas en acción y el laberinto de cuerpos que se
detiene justo en la orilla, y los tres que estamos un segundo después,
de pie en el límite donde comienza el definitivo declive de cemento, en
la canalización del río, y Guaica que convence a Graciela, es un gesto
estético, pequeña, para que nos deje admirar su torso desnudo debido
a que, como ya todos saben, el de María Lionza es el aleph, ya se sabe
que dijo, y no se puede admirar directamente a los ojos sin enloquecer,
como si los senos tuvieran cara, de modo que qué iba a hacer la niña, y
allí estábamos los dos pajes a cada lado y la jipita semidesnuda en medio
de nosotros, en la ribera misma del río, al lado de la vía, aunque no por
mucho tiempo, porque ya conocemos las implicaciones olfativas del
Guaire, de manera que
—Lo habrán canalizado, pero el olor a mierda le sigue intacto —dictaminó
Guaica, casi con tristeza, sosteniendo, pendulando, en su mano izquierda el
sostén de Gracielita.
—Ya casi es un atractivo turístico —dije para hacerle honor a la industria.
—De todas maneras fue una rodada feliz —dijo Guaica, volviéndose hacia
Graciela, que todavía estaba enrollada como un ciempiés, riéndose a todo dar,
mientras trataba de organizar sus ropas, para impedir un escándalo en la vía.
—Déjame acomodarme esto. Nunca falta un maldito asomado —advirtió,
tratando de calcular la distancia que nos separaba de la autopista, más acá de
la escultura—. Sí, fue una rodada feliz.
—Y sintomática —dijo Guaica—. Observen que hemos caído desde la
divinidad a la cloaca —señalando doctoralmente, sucesivamente, a María
H istorias de
la C alle L incoln 103
—Ni tanto —le dije—. Me siento en forma, pero por ejemplo ese salto
que diste, yo ni de vaina lo repito, si me lanzo desde allí, mañana mismo
la humanidad tiene un nuevo cojo —y le señalé mi vieja pierna lesionada.
Vistos los senos de Graciela, liberado el sostén, cubierto el busto de la
estatua, nada teníamos que hacer en aquel semiparquecito como no fuera
sentarnos a contemplar la noche o esperar la muerte. Aquello ya lo había
hecho y esto no me seducía ni un poquitico así, de modo que planteé:
—¿Qué tal si nos vamos?
Graciela era la del suiche, claro, pero ya se sabe que si bien ella prendía el
carro, era Guaica el que la prendía a ella, de manera que busque la mirada
de Guaica.
—Okey, a la carga, aunque el movimiento sea sólo una ilusión —dijo
Guaica, contactando la señita de vamos, con la cabeza, que yo le había he-
cho; quiero decir: la señita que yo le había hecho con la cabeza.
Graciela recogía sus collares con una minucia que nos hubiera hecho
llorar si hubiésemos sospechado el cruel destino que les aguardaba doce
horas más tarde, antes —¿o después?— de entrar a la cuna, la cascada de
cuentas, pero ésta, como toda reseña del futuro, no es para ustedes más que
una cabala, aunque haya ocurrido, aunque ocurrirá en cualquier recodo del
tiempo.
Por ahora, sin embargo, no hay sentimiento ajeno, marginal, que matice
esta labor de recolección, de manera que aquí está ya ciertamente la jipita,
acercándose más o menos sinuosa, atrapando en su boca alguna vuelta del
infinito enredijo que adorna su cuello.
—Ya era hora. Según mi horario tenemos retraso, pequeña, así que apre-
sura tu paso y azota con vigor estos corceles, si no quieres que me enoje y
todo este hechizo se rompa y vuelva a mi antigua y dolorosa condición de
ceniciento sin siquiera una zapatilla de cristal que dejarte como recuerdo de
esta noche —recitó Guaica, casi sin respirar.
106 C arlos N oguera
Fue Graciela la que me rescató de la carcajada, con un: —¡Ay, qué máximo!
—saltando sobre la esterilla, como una ardillita de Uoldisni cuando consigue
una avellana.
—¿Qué coño es lo que es máximo, pequeña? —dijo Guaica, mientras yo
repasaba, inútilmente, mi diccionario de adjetivos: ¿máximo?
—Que hayas conocido los excusados, papi. Durísimo. Guaica me miró
por encima del espaldar del asiento, mientras sostenía los lentes con la mano
derecha, doctoral mente.
—Les tengo un gran cariño, si supieras, a pesar de que hayan arruinado mi
vida, debe ser cierta forma de masoquismo. ¿Qué es lo que te gusta? .
—Ay, no sé. Me parecen así como más naturales, más libres, más campes-
tres, deben ser chéveres.
—Sí, muy campestre, hasta que agarras una campestre enfermedad en el
recto —dijo Guaica—. La verdad es, preciosa, que no me gustaría ver tu
manzanita posterior sometida al embate de esos asquerosos ejércitos de ami-
bas y parásitos. Te lo digo yo que tuve que calármela completica, ahora me
llevo un uatercló portátil cada vez que retorno a mi pueblo natal, la nostalgia
y el aseo vencen a la comodidad. Así es que me gusto: puntual y ordenado.
Sobre todo puntual, pequeña, de modo que azote con los corceles.
Graciela le dio más gasolina al Ford y yo sentí un gran alivio con aquella
brisa soplando sobre mi cara. Arriba veía un cielo limpio, inmóvil a pesar de
nuestro loco deslizamiento sobre las elevadas vías del Pulpo. Guaica pisó el
cuarto botón del reproductor y los Suinguel Singuers exhalaron el último eco
del contrapunto.
108 C arlos N oguera
H istorias de
la C alle L incoln 109
ACLARATORIAS DE PEREIRA
(O: una versión para el archivo)
He aquí la carta:
Sr. Carlos Noguera.
Revista en HAA.
Caracas.
Apreciado Sr.:
Con las manos todavía temblorosas por la emoción tomo la pluma para
dirigirme a Usted porque acabo de leer su revista. Sé bien que Ud. no es un
historiador, ni un periodista, y por eso me extraña tanto que mienta con tal
desparpajo sin siquiera ruborizarse. Estoy desconectado, Sr. Noguera (eviden-
temente quiso decir: desconcertado, n. del a.), con las deformaciones que
de la verdad Ud. hace en su escandaloso relato. Me refiero al publicado en
el número nueve de la revista literaria en HAA de la cual Usted forma parte
integrante y concisa (? “?” del a.) en su calidad de integrante del comité de
redacción, junto con los señores Pérez Peralta, Balza, Barroeta, Goiticoa y
Nunes. Pues bien, Sr. Goiticoa (!!!, del a.), es el caso que yo tengo un amigo
llamado Pedro que me facilitó la tal mencionada revista, quien a su vez la
había recibido de un poeta amigo suyo, de Pedro. Y cuál no sería mi sorteo
(sorpresa, n. del a.) que cuando abro la revista y me pongo a leerla, yo que
nunca leo cosas de esa clase, leo por casualidad el nombre de Pereira en una
de las páginas. No que yo sea engreído y tampoco que haya creído del primer
momento que el Pereira que aparecía allí era yo; lo que quiero decir es que
no es que yo me haya figurado que estaban escribiendo sobre mí y me haya
interesado por eso, porque tampoco es que la revista sea para tanto, no es para
tanto, no señor, pero de todas maneras Ud. me picó la curiosidad y me puse
a leer desde el comienzo, desde el título y desde el nombre suyo que aparecía
arriba, Sr. Noguera, hasta el punto final.
H istorias de
la C alle L incoln 111
El cuento es enredado porque Ud. muchas veces echa para atrás y para ade-
lante en lo que está diciendo, pero pude leérmelo todo, a pesar de todo. Y si
la primera sorpresa fue grande, la segunda fue mayor, porque se confirmaron
mis temblores (seguramente: temores, n. del a.) de que aquél era yo. Ud. me
preguntará por qué. Es el caso, Sr., que todo se corresponde con lo que a mí
mismo, personalmente y verídicamente, me ocurrió hace algún tiempo ya,
con todos los detalles que Ud. menciona: el tipo apodado El Gato, el lugar,
el otro llamado Pereira, lo que pasó con las botas, lo de la alcabala y la huida,
lo de la captura, lo de Acarigua, etc. No sé por medio de qué oído llegó esta
historia a su boca (evidentemente al revés: por medio de qué boca, etc.; n. del
a.), ni qué intenciones ocultas traía el que se la contó, pero debo decirle, Sr.,
que toda, absolutamente toda, de pie a cabeza, es una mentira, lo que allí se
dice está volteado por todos los lados como si el mundo la hubiera cogido de
pronto por andar de cabeza y el tiempo hubiera empezado a marchar hacia
atrás y no hacia adelante, como el otro día que el maquinista del cine de Arau-
re montó el rollo al revés o puso el motor en retroceso y los caballos comenza-
ron a correr reculando y los muertos se levantaban y comenzaban a disparar y
los que estaban en el suelo daban cuatro saltos mortales en el aire hacia arriba
y se iban a meter en una ventana del segundo piso; pero esto no es lo que nos
interesa en este momento, ¿no es tuerto? (“¿ no es cierto?”, n. del a.).
Lo primero que se me ocurrió, Sr. Noguera, fue maldecir al Gato donde
éste estuviera y luego meterle una patada a la revista; maldije al Gato, pero lo
de la patada no lo llevé a cabo, no porque me faltaran ganas sino porque en-
tonces fue cuando entré en cuenta que lo mejor que podía hacer era escribirle
y para eso necesitaba el cuento del delito (¿”el cuerpo del delito”?, n. del a.).
Así que le escribí, mejor dicho, le escribo con las ideas en mente de desmen-
tir la historieta y de poner los puntos sobre las íes o donde haya que ponerlos.
Aunque antes quiero aclararle un punto: reconozco que no toda la culpa es
suya: creo, sencillamente, que Ud. fue vilmente engañado por la persona o
112 C arlos N oguera
personas que le refirieron el relato. Tengo mis razones para creer que esa per-
sona no es otra que El Gato. ¿Quién más que él podría obtener un beneficio
directo de todo esto? Y lo maldigo. Dios me perdone, donde quiera que esté
por injusto, por mal compañero y por todo lo que ahora voy a contarle. No
me importa que esté muerto: yo sabía que tarde o temprano terminaría de
esa manera. Más bien me extraña que no haya ocurrido antes: siempre fue un
idiota para manejar las armas y un cobarde que se escondía cada vez que le da-
ban la oportunidad. Tenía una excusa cada vez que le tocaba hacer la guardia.
Y lo peor que puede hacerle un hombre a otro en esas condiciones: robarle la
comida. Eso era lo que él hacía, aunque nunca pudieron probárselo; en todos
los grupos donde él estuvo vivían perdiéndose las latas de sardinas, las galletas,
la nestlé, los cambures, todo lo que sirviera para comer.
Una vez, en paz, quiero decir que no estábamos cercados, que acampamos
cerca de un caserío, un campesino lo acusó de violarle la hijita, una mucha-
chita de ocho años, Sr. Noguera, dígame Ud. si una cochinada de ese tipo
no es como para fusilar a un hombre. Pero El Gato era un tipo hábil, sabía
defenderse: no lo fusilaron. Además en ese momento no estaban tan de moda
los ajusticiamientos como después, era una época difícil, y teníamos pocos
hombres. Verdad es que después el mismo campesino resultó delator y la
gente dijo que lo de la violación a lo mejor también lo había inventado para
“descomponer” las filas, pero eso nunca se aclaró y para mí que El Gato lo
hizo, pudo haber hecho eso y mucho más.
Hablando de delación, ahora me acuerdo que una de las cosas que me
afiló (animó, n. del a.) a escribirle fue que ese desgraciado tuviera el brío de
acusarme de soplón, a mí, Raimundo Pereira. Y no es que yo considerara
que les debiera lealtad. Señor Noguera, por el contrario, para esa época ya yo
estaba convencido de que aquél ya no era el camino que yo buscaba, o el que
yo quería encontrar, estaba convencido señor Goiticoa, no sólo de que las
guerrillas en sí eran una farsa, un engaño, sino que todo en su conjunto era
H istorias de
la C alle L incoln 113
una farsa tampoco (querrá decir también, n. del a.): la política, la sociedad, el
marxismo, el mundo, el cosmos entero, señor.
Por eso digo siempre que aquel ataque nocturno, cuando tuve que huir
con El Gato, fue realmente una bendición de Dios: de cualquier manera, con
ataque o sin ataque, yo estaba decidido a bajar. No desertando, claro, porque
había el peligro de que me encontraran y eso significaba la liquidación, sobre
todo si Ud. sabe que para esa época se habían otra vez puesto de moda los
ajusticiamientos (porque venían por modas), no desertando, pero sí tal vez
fingiendo una enfermedad o que el cuerpo no me aceptaba la comida, cosa
que no era difícil para mí porque siempre he pensado que el ayuno es una de
las prácticas más santas y que más favorecen la pureza, y, aquí entre nos, ya
antes de subir al monte la practicaba por mi cuenta, de manera que no me iba
a costar mucho fingir la pérdida de apetito delante de ellos, de los jefes. Pero
no fue necesario: lo del ataque facilitó las cosas.
En esto Usted no miente: ese ataque existió, pero no como usted lo cuenta
en su caballo de troya (no es un delirio; al momento de publicar el fragmento,
la novela no tenía todavía un título definitivo, uno de los muchos provisorios
tenía relación con la célebre patraña homérica, de manera que el título que
Pereira leyó, el que salió publicado en en HAA, aclaraba: “Autobiografía del
Caballo de Troya. Fragmento de Novela”; n. del a.), no como usted lo cuenta
allí o como El Gato se lo contó a usted, sino de una manera muy distinta.
Lo primero que tengo que aclararle es que aquélla era una zona más
bien desconocida para nosotros. Ya usted sabe que la mayoría de los ma-
pas levantados sobre esas regiones, son incompletos, hasta falsos, de ma-
nera que uno de pronto encuentra ríos donde, según el mapa, no debería
encontrarlos. Otras veces uno cuenta con un río que en la realidad ya
hace muchos años que está seco. De manera que prácticamente siempre
había que modificar los planos. Pero ni siquiera para remedio se podía en-
contrar un plano en esa época, que para algo nos hubiera servido, siquiera
114 C arlos N oguera
para medio orientarse. Ni siquiera eso, porque los planos, junto con una
buena parte de las provisiones, se fueron en la corriente de un río creci-
do. Si no hubiéramos estado apremiados (nos estaban persiguiendo y la
radio hablaba de un cerco), seguro que hubiéramos tratado de rescatarlo,
pero como dice el dicho: la masa no estaba precisamente para bollos. De
manera que ni orientarnos bien podíamos. A lo mejor por eso lograron
alcanzarnos, me refiero a los de la comisión de la Digepol: seguro que en
vez de avanzar nos pusimos a caminar en círculo y nos enredamos y les
fuimos a caer en las manos, porque de otra manera, ¿cómo se explica que
nos alcanzaran? De un guerrillero se pueden decir otras cosas, pero no,
señor Noguera, que sea lento, no señor.
De manera que allá estábamos nosotros aquella noche, un grupo de
apenas unos 15 hombres, bajo aquella aguazón, que hacía días que no
nos encontrábamos con lo que se dice un respirito de verano: era llover
y llover día y noche, una lluvia cerrada, molesta, que a veces que uno
pensaba (a mí me ocurrió, no porque haya tenido miedo, sino porque,
en el fondo, aún en aquella época, yo era ya un espíritu religioso, quiero
decir con esto que yo ya había recibido algunos mensajes de Dios y ya
me estaba empezando a sentir impuro, manchado, y estaba pensando,
seriamente, en dedicarme a servir a Dios nuestro señor y en alejarme del
mundo y más nada), uno pensaba que estaba llegando el fin del mundo y
a mí me alegraba aquello por una parte porque a veces me parecía que es-
taba cumpliendo con una penitencia, que aquello me lo había mandado
Dios como prueba o como martirio para purificarme. Pero por otra parte
pensaba también que era un pecado buscar la muerte de esa manera,
abusando tanto, porque uno no puede tampoco disponer libremente de
su vida, como si no fuésemos hijos de Dios. Pero le estaba hablando de
la noche del ataque, le digo que tendría que ir allá y pasar realmente por
eso, en carne propia como se dice, para saber lo que es sentirse perseguido
y perdido y manchado y sucio (por fuera, pero sobre todo por dentro,
H istorias de
la C alle L incoln 115
grave como la otra; y allí estaba yo, levantando al Gato, en pleno ataque, car-
gándolo a cuestas prácticamente, porque prácticamente estaba lo que se dice
mocho de ambas piernas de tantas pústulas y llagas y costras que tenía en esos
pies, y para completarla: sin botas, quiero decir, El Gato. De manera que en
ese estado caminamos día y noche, no sé ya ni por cuánto tiempo de puro
enfermos y débiles que estábamos. Milagros de Dios que nos mantuviéramos
vivos a pesar de todo, porque después escampó, y más adelante encontramos
cómo comer, y teníamos agua.
Él, quiero decir, El Gato, dice, de acuerdo a lo que leí en la revista, que fue
por pura casualidad que a mí me quedaban todavía las sardinas y las galletas
rancias que él nombra, pero esas cosas no son casualidad, señor Noguera, eso
se llama responsabilidad, y que yo le haya dado, que haya compartido con él
las sardinas y las galletas y más tarde la sopa y los pedazos de yuca que pude
conseguir en el rancho (yo, porque él ni moverse quería), eso, señor, se llama
solidaridad, caridad y amor.
En ese mismo rancho fue donde pude conseguir la ropita de la cual él hace
burla en su historia. Es cierto que nos quedaran cortas, que no nos sirvieran,
que tuviéramos que prensarlas para que alcanzaran y que hubiera sido difí-
cil, mejor dicho, imposible, entrar a ninguna ciudad o pueblo o caserío con
aquellos trapos amarrados alrededor del cuerpo, pero algo es algo, y nosotros
no estábamos precisamente para escoger. Yo creo que en momentos así uno
debe, sencillamente, contentarse con lo que se pueda conseguir y arroparse,
como se dice, hasta donde la cobija le alcance. De manera que me parece
injusta la referencia burlona que él hace a la tal ropa, sobre todo si tenemos
en cuenta que lo que quedaba de la otra, de la que traíamos, era unos jirones,
unas sucias hilachas que de ninguna manera podían llamarse ropas.
Hablando de ropas, otras de las cosas que con él compartí fueron las botas.
El mismo lo dice en su cuento, pero uno cuando lee eso, acaba por pensar
que lo que fui fue injusto, que debí haberle dado las dos y no una y quedarme
descalzo y él calzado. Pero así fue: yo con una y él con otra bota, cambiándolas
H istorias de
la C alle L incoln 117
de cuando en cuando para ayudar un ratico a cada pie, así fue como pudimos
llegar, mejor dicho, como “nos” llegaron, me refiero a los de la Digepol.
Es verdad que nadie hubiera podido prever que detrás de la curva aquella
no estuviera el paraíso sino aquel diente (quiere decir puente, se refiere al
puente donde los agarraron, n. del a.), que no estuviera una iglesia con altos
campanarios y vitrales y sus grandes naves silenciosas y pulidas, y sus figuras
de ángeles y santos, rosadas y eternas, sino aquella alcabala y aquellos tipos ar-
mados y abusadores, verdad es que nadie hubiera podido prever eso, pero si él
quiere hacer honor a la verdad debe recordar que si no hubiese sido por el mal
estado en que se encontraba, que a cada rato tenía yo que estarlo ayudando
y calmándolo y consolándolo , si no hubiese sido por eso, no hubiéramos te-
nido que coger por la carretera y por lo tanto no nos hubieran agarrado. Pero
esto es otra cosa. Lo cierto fue que nos agarraron y desde el mismo momento
que nos agarraron yo lo que hice fue encomendarme a Dios y pedirle fuerzas
para resistir lo que viniera, porque ya sabíamos, al menos por referencias, qué
era lo que nos esperaba.
Y eso fue lo que nos vino encima. No le voy a repetir que no fui yo sino él,
El Gato, quien habló. Tampoco lo voy acusar porque yo no tengo una virtud
divina para estar juzgando a nadie, no señor. Quién sabe lo que yo hubiera
hecho si no hubiera estado preparado como lo estaba para aquellas pruebas,
a lo mejor también hubiera hablado, quién puede saber. No señor no voy a
acusarlo por eso, pero lo que no puedo tolerar es que, en cambio, no sólo
mienta cuando se absuelve, que Dios sabe de qué lado está la verdad, sino
que además me acuse a mí, de la manera más desvergonzada y cobarde. Ya
eso sí que es demasiado, porque también el perdón tiene un límite, la misma
Biblia lo dice.
Usted se preguntará: pero bueno, qué tiene éste que El Gato no tuviera,
por qué éste sí resistió y El Gato no. Se lo voy a decir en pocas palabras,
señor Noguera, en muy pocas palabras: sí, yo tengo algo que El Gato, Dios
se apiade de él, no tenía; tengo: la MANO DE DIOS (mayúscula de él, n.
118 C arlos N oguera
del a.). Así como suena. No es, apreciado señor, no es que yo me crea más,
o que esté creyendo que yo soy más que los demás, no. Dios sabe que soy el
último de los humanos y así lo pienso y lo digo, pero si Él me ha ofrecido
de propia voluntad y corazón ese altísimo honor, no soy yo (antes morir)
quien se va a oponer. Y fue eso. Su suprema ayuda, fue su suprema volun-
tad de elegirme a mí como mártir y servidor de su reino, lo que me ayudó
a resistir aquellas pruebas. A veces era un ángel el que se me aparecía, por
las noches, a repetirme el deseo divino, bajaba envuelto en nubes y de su
larga cabellera surgían reflejos que me hipnotizaban y me llenaban de una
felicidad increíble, como nunca en mi vida había sentido. Bajaba vestido
con un gran manto azul y una túnica dorada y entonces se quedaba como
flotando sobre mi cabeza y luego desaparecía, dejando puro perfume en
aquellas paredes que lo que me provocaba no era respirar sino beberme
el aire. Otras veces bajaba hasta el suelo y se sentaba en el aire y entonces,
digo yo que para que yo me sintiera como más en confianza, como más a
gusto con él, porque no todos los días se le aparece a uno un ángel y no
a cualquier mortal, y eso, como usted se figurará, emociona, yo que se lo
digo, señor Noguera, emociona, entonces se me ocurre a mí que para que
yo me sintiera más en confianza con él y no fuera a sospechar, porque quién
sabe cuántas malas pasadas le han hecho a los pobres mensajeros de Dios,
Señor Noguera, porque tiene Ud. que saber que aquí hay la gente mala en
bruto, le digo, fue seguramente por eso, para que yo le cogiera confianza,
a veces bajaba completamente, y cuando bajaba dejaba de echar luz, y la
cabellera se le apagaba y lo que sí quedaba todavía era el perfume que a lo
mejor es más difícil de apagar que la luz. Así que se sentaba como cualquier
tirapiedra a conversar conmigo, mejor dicho, a discursear, él por su lado y
yo por el mío, que jamás llegamos, en todo el tiempo que yo estuve metido
en la cárcel, jamás pudimos llegar a entendernos. Era como cuando la torre
de Babel, pero un poquito diferente, porque, no sé si me va a entender, yo
comprendía las palabras, mejor dicho, yo podía recordar que esas palabras
H istorias de
la C alle L incoln 119
las sabía, estaba seguro de eso, pero no podía entender lo que me decía. A
él le debía pasar algo parecido porque tampoco podía (yo estoy seguro de
que si hubiera podido lo hubiera hecho) tampoco podía responderme las
preguntas que le hacía.
Pero a pesar de los pesares, señor Noguera, debe Ud. imaginarse lo bien
que me hacían aquellas visitas. Hay que recordar que yo estaba encerrado,
y en esas condiciones (yo no sé si Ud. ha estado alguna vez preso, quie-
ra Dios que no) cualquier visita se agradece, no importa de quién venga;
cuantimás en mi caso que estaba casi como ermitaño, porque allá estaba yo,
allá nos habían metido a todos juntos, quiero decir que no es que estuvié-
ramos nosotros, los políticos aparte, sino que nos metieron a todos en una
misma ensalada con los demás presos, los comunes, vaya Ud. a saber por
qué iluminación maligna, quizás porque querían que nos martirizáramos
más, quizás porque ya no había más espacio (debe Ud. recordar, señor, que
aquella fue la época más negra), lo cierto era que allá estábamos y entonces
a uno no le quedaba más remedio que aislarse. Claro que ya los otros que
habían caído antes tenían aquello organizado: cantar canciones, estudiar,
trabajar, recibir clases, formaban como un pequeño pueblito aparte. Digo
formaban porque yo apenas duraría unas semanas. Y no porque no hubiera
querido seguir, yo quería, pero cuando propuse decir una conferencia sobre
Dios y me la vetaron (así me dijeron), comprendí que mi sitio no estaba en
ninguna parte. No sé si me va a entender, era como si el cuerpo no fuera
el cuerpo sino una pompa de jabón, que no sabía dónde situarlo, que en
ninguna parte tenía lugar para mí. Fue entonces que me volví para siempre,
señor Noguera, un solitario. Por un lado no me podía acercar a los comunes
y por otro lado estaba aislado de los camaradas. Aunque mentiría si dijera
que se portaron mal conmigo; en realidad no, siempre me incluían en los
repartos de las viandas familiares y se preocupaban por mi salud: esas cosas
se agradecen aunque uno esté, como yo estaba, haciendo ayuno de purifi-
cación, imponiéndome penitencias, son cosas que se agradecen y que no se
120 C arlos N oguera
Porque le voy a decir una cosa: lo peor era, señor Noguera, que me
estaba enamorando, así como lo oye: me estaba enamorando. Aquello
era demasiado para mí, tenía que ser que El Señor me estaba poniendo
a prueba, así me dije señor Noguera, porque no le podía buscar otra
vuelta a aquella situación. Qué más podía pensar cuando se me pre-
sentaba aquello y cuando ni siquiera que fuera verdad que fuera una
mujer, mejor dicho: cuando ni que el ángel fuera de verdad una mujer,
podía yo darme el lujo de pensar que podía ponerme a pensar que ella
pudiera aceptarme; quiero decir, mejor dicho, que yo no podía pensar
en enamorarme de ella porque, vamos a hablar claro, a pesar de todo,
siendo mujer y todo, era por encima de todas las cosas y por encima de
mis sucios deseos, un ángel, quiero decir: una ángel.
Fue en aquella época (le ruego, señor Noguera, que sepa comprenderme),
fue por ese entonces que la cogí por masturbarme. Ud. no puede imaginar
un martirio más grande para una persona que la única aspiración que tiene
en la vida (y para después de la muerte también), es servir, amar, obedecer,
seguir, respetar, adorar, loar, a Dios, y únicamente a Dios, para una persona
así no puede haber una prueba más grande. Yo creí que con este pensamiento
claro y encomendándome al Señor, podía salir adelante; pero el ángel seguía
viniendo y yo seguía enamorándome, y yo no podía aguantarme y seguía
cayendo en el pecado solitario; y mientras más me masturbaba, más pensaba
que me estaba perdiendo, y más me sentía sucio, lo que yo sentía era que
estaba chapoteando en un chiquero y revoleándome como un cochino; y me
ponía muy triste porque pensaba que si seguía por ese camino iba a terminar
realmente pudriéndome si ya no lo estaba, porque hasta los brazos y las pier-
nas ya comenzaban con la hediondez a mortecina y cuando escupía porque
tenía la boca como empatucada de tierra, lo que escupía era pus. Y mientras
más pus escupía y más sucio me sentía, sentía también que más necesitaba del
Señor y más rezaba y más me ponía en meditación y entonces la ángel volvía,
más brillante y luminosa y bella que nunca, para que yo la contemplara, y
122 C arlos N oguera
era verdad que lo único que podía calmarme, lo único que podía ponerme
tranquilo y darme sueño como para dormir, era el ángel. Pero cuando desapa-
recía, a mí, en lugar de ponerme a hacer mis oraciones, lo que me provocaba
era pajearme otra vez y entonces tampoco podía dormir porque la cama se
volvía otro infierno, otro chiquero, otro barrial se volvía la cama y yo era un
cochino que pateaba y pateaba porque se estaba hundiendo y si no pateaba lo
suficiente el barrial se lo tragaba para siempre y cuando ya lo que me quedaba
era un ladito para respirar y el barrial me llegaba casi hasta la nariz, pegaba un
grito, un gran chillido, y una mano que bajaba del cielo me levantaba y me
sacaba, lleno de barro y de sudor por todas partes del cuerpo y me calmaba y
me quedaba tranquilo por un rato.
Los gritos han debido de ser muchos porque recuerdo que llegó un mo-
mento que los comunes (que estaban con nosotros como ya he dicho pero
en el pabellón de enfrente, porque los camaradas habían hecho otra distribu-
ción y únicamente iban hasta allá en labores de captación, como se le decía,
de cuando en cuando), los comunes, primero comenzaron a pedir que me
cambiaran y después que me mataran; que si los camaradas no me defienden,
señor Noguera, y esto se los agradezco de verdad, si ellos no me defienden yo
no estaría aquí contándole esto, porque una noche hasta una poblada para
lincharme estaban haciendo, bravos que estaban por la cuestión de los gritos
míos a media noche. Pero ¿qué podía yo hacer? Era una cuestión que no
podía dominar. Después fue que vino la comisión y cogieron y hablaron con-
migo: se portaron muy bien: estaba el encargado político, el secretario de or-
ganización que era un conocido mío de Portuguesa y el secretario de cultura
que era medio poeta y le gustaba mucho hablar conmigo y prestarme libros y
creo que también el secretario de solidaridad, lo cierto fue que me estuvieron
preguntando y no sé cómo llegaron a la conclusión de que iban a hablar para
que a mí me soltaran y me llevaran a tratamiento médico, y se me brindara la
debida atención, como decía la declaración que leyeron, y si no, ellos y todos
los prisioneros iban a la huelga de hambre.
H istorias de
la C alle L incoln 123
Después me enteré que hasta una carta le habían mandado a mi papá para
que se enterara de “mi situación”. No se lo he dicho hasta ahora, pero mi papá
era amigo de un pesado en el gobierno de Lara, que, casualmente, también
tenía un hijo en las guerrillas que recién se le había ido. De manera que por
influencia de este tipo a mí me sacaron y me tuvieron un tiempo en el hospi-
tal de allá, interno, después como que se olvidaron de mí porque no volví a
ver más nunca un policía, ni soldado ni nada que se le parezca.
Desde arriba, desde la tabla donde estaba sentado con mi bastón y mi bella
corona fue que vi a papá la última vez que fue a visitarme al hospital. A mí
me asustó un poco porque hacía tiempo que no veía a una persona vestida
así como él estaba y tampoco me acordaba del motor (¿doctor, quizás?; n. del
a.). Fue tanta la emoción y el susto y la alegría juntos que ni me acordé que
no estaba sobre el suelo sino montado en un altar, sobre los hombros y las
espaldas de mis fieles seguidores, no me acordé de nada de eso y me levanto y
salgo corriendo, y ras, el suelo pelado del patio y la orilla de la zanja era lo que
me estaba esperando abajo. Aquí me repuse de la pierna quebrada y, a Dios
gracias, aquí sigo vivo todavía, en mi casa. Nada me preocupa ya mientras siga
mi ángel visitándome. Estamos solos los dos cuando queremos; tía y mamá
no molestan, papá se la pasa en San Rafael, la casa misma nos respeta porque
sigue siendo como antes, como hace 15 años, silenciosa y fría con sus tres
corredores y el gran jardín lleno de trinitarias y berberías y matas de rosas, y
hasta árboles de malagueta y de icacos que crecen en este suelo siempre como
húmedo, oscureciendo los corredores y las habitaciones, haciendo, señor No-
guera, que el aire sea más música que aire mismo y que uno piense que por
muy solo que uno esté, no está solo de verdad, porque por alguna parte están
los espíritus caminando, deslizándose, hablando en voz baja.
Todas las tardes es aquí donde me siento, al fondo del corredor, frente a mi
cuarto, todas las tardes llueve: tengo tranquilidad, señor Noguera, y eso es lo
que cuenta para mí: que el tiempo pase sin que uno lo escuche, que el tiempo
lo purifique a uno, día a día, noche a noche, y uno sienta que esta purificación
124 C arlos N oguera
es la única senda para alcanzar la paz final, cuando Dios Nuestro Señor así
lo quiera. Por eso le he contado todo esto que sé que le va a extrañar mucho,
y por eso le he escrito, que Dios sabe que no tengo otro proceder, que he
procedido bien y que El Gato, que Dios lo tenga en la gloria, el pobre no ha
hecho, no hizo mejor dicho, otra cosa sino mentir, porque fue por esto que le
he contado y no por delator que me soltaron, fue por esto que me soltaron,
Dios así lo sabe. Y no por delator.
O los callos de la tal Mari Carmen no me habían hecho nada o era el hambre
atrasada la que de nuevo empezaba a ronronearme en el estómago, de ma-
nera que cuando llegamos al estacionamiento de Arle: abandono mi papelito
de chaperón, loco, le dije a Guaica, y depositando un candoroso besito jipi
en la mejilla de Graciela y un coñacito corto de respuesta en las costillas de
Guaica, enfilé hacia la arepera más cercana que debía estar en algún lugar no
más allá de doscientos metros, tomando en cuenta que era en Bello Monte
donde estábamos. Desde la acera, mientras Guaica y Graciela subían, lancé
una última ojeada de reconocimiento al edificio y aproveché para orinar y
encender la pipa. Fue entonces cuando me encontré con Arle. ¿Cómo no me
iba a asustar si yo lo hacía anfitrionando su fiesta y en lugar de eso lo veo venir
pálido, embalado por todo el centro de la calle hacia abajo, como quien viene
de Las Colinas, y una pata de melenudos encadenados detrás de él? ¿Cómo
no le iba a responder si nada más al verme deja oír un Ernesto chillón, con
una voz ridiculizada por la velocidad y el miedo? Yo mismo soy, me dije, qué
cono les pasa a ustedes, les dije: y eso fue parándome y, ay papá, aquí sí que te
jodiste, combatiente, me dije; y les dije:
—¿Por qué coño no sueltan esas cadenas y pelean como hombres? —aun-
que bien claro se veía que de que eran hombres, eran hombres, a pesar de las
largas y onduladas pañoletas que les caían hasta las caderas y a pesar de que yo
126 C arlos N oguera
tenía más ganas de vomitar que de pelear, pero qué le íbamos a hacer. Si al
menos tuviera mi barba, sentí más que pensé en ese momento.
Por la orilla de la acera, por la calle hacia arriba hay árboles y la luz de las
bombillas se pierde, pero abajo, en la esquina, que fue hacia donde me escu-
rrí para precisarlos bien y para esconderme un poco en el poste si era nece-
sario, allí, se veía más claro: eso fue precisamente lo que me salvó. Cuando
me iban a atestar el primer cadenazo oí una voz celestial que gritó:
—¡Verga, si es Arcadio!
Y luego una orden que el melenudo mayor les daba a los melenudos
súbditos restantes.
A Madurito lo conocí cuando tuve que acompañar a Gregorio, que lo
habían herido en una pierna. Estaba atendido provisionalmente, claro, pero
lo mismo que a mí, la rótula le había protestado y tuvieron que licenciarlo.
Vayan ustedes a averiguar por qué me eligieron. Nada: que tuve que cargar
con él hasta su casa y que me tuve que quedar porque el viejo de Gregorio,
que es millonario, mi hijo mayor no se queda cojo, nojoda, y diciendo esto
y Gregorio sale disparado para los iunaited esteits, en vuelo de primera cla-
se. Bueno, lo que pasó fue que mientras tanto y para protegerme y proteger
a Gregorio y para agradecérmelo porque al fin y al cabo había sido yo quien
lo había traído, el viejo decidió que yo tenía que pasar casi tres meses en
aquel palacete mientras Gregorio iba y era operado y volvía y se reponía y
acababa de estar bien del todo. Así fue como Ernesto el combatiente, alias
Arcadio, vivió y disfrutó de una estancia a cuerpo de príncipe en casa de la
antigua y rancia familia de los Mérida, de la cual nuestro apreciado Gre-
gorio era el último exponente, rescatador del rancio abolengo de la estirpe
o prosapia de aquella sangre benemérita que desde los tiempos de la inde-
pendencia, no había conocido el altísimo camino de las armas. Y he aquí
señores por qué, aunque en discrepancia fundamental con las ideas que lo
motivan, no tengo otra alternativa que reconocer la hidalguía del gesto de
H istorias de
la C alle L incoln 127
mi hijo, etc. De manera que así llegué y así me quedé esos cuatro meses y así
fue cómo conocí a este Madurito que había entrado un día casa de Gregorio,
con otros de la pata de Altamira, expresamente a conocer “al guerrillero”, invi-
tados por la hermana de Gregorio que era (o es) una pavita rica realmente. De
manera que si en esa época no hubiera sido un fenómeno de circo para ellos,
ni Mandrake me hubiera salvado en esta noche clara de inquietos luceros, de
estos melenudos de Madurito.
—Chao, panita y perdona —me dijo. Mientras yo terminaba de espichar el
último aire de la tensión y le daba un abrazo y él le mandaba saludos a Grego-
rio (porque Gregorio había vuelto a subir) y yo me le encogía de hombros y
le mandaba saludos a Titina, que así se llamaba la pavita rica; y la hermandad
volvía a nacer entre todos los hombres del mundo, gracias a lo inocuo de las
melenas, a las propiedades de la palabra como instrumento de comunicación
y a un viaje de un guerrillero a la patria de los sucios explotadores contra los
cuales luchaba.
No me jodas, tú te las sabes todas, catire, fue lo que alcanzó a decir Arle,
cuando me lo encontré más adelante, detrás del restorán árabe, mientras sa-
caba de algo así como el forro de la chaqueta lo que yo creía era la primera
provisión de la noche, mientras liaba en elegante papel sedoso de carterita el
divino pito, mientras casi temiendo no llegar, daba el primer chupón como si
fuese el último chuponcito de su vida. Fue Guaica quien nos abrió la puerta
del apartamento.
—Debes venir más lleno que las praderas de Méjico, ¿eh amiguito? —le
dijo Guaica, porque alguien, tal vez Henrique, por supuesto, ya le había tira-
do el dato de que Arle andaba en comisión de control.
—Tranquilo, hijo, que si no es por las hábiles dotes de Ernesto mi arriesga-
da misión hubiera terminado en las oscuras sendas del fracaso.
A Henrique, Guaica, Patricia y también a Gracielita, aunque sin saber mu-
cho por qué, se les erizaron los pelitos del entusiasmo, con la consecuencia de
128 C arlos N oguera
estaba como privado de la risa, y de Patricia, que pedía aire, tuve la premedi-
tada delicadeza de compartir mi euforia, telepáticamente, con la complicidad
de la enigmática dama que acunada en el puf anaranjado, cerca del divisor
de ambientes, rendía sus miradas ante los irresistibles encantos personales de
este servidor.
Ya deben haber intuido que esto tiene de enigma lo que yo tengo de fin-
landés, y que la dama no es otra que Ménica, y que el tipo, con cara de
arrepentido, que la custodia y no le quita la vista de encima, es Rafael, y que
Ménica, a la larga, o mucho mejor: a la corta, abandonará a Rafael que tal vez
siempre estuvo abandonado, el pobre, y me concederá sus favores envueltos
en una cálida y tropical tempestad de arena cerca del mar, dentro de unas
cuantas horas. Sólo el trivial y ancestral pavoneo del macho alrededor, sólo el
prehistórico acatamiento callado de la hembra, sólo el consabido y harto co-
nocido intercambio de tactos, visualizaciones, olores, sabores y sonidos, sólo
el histórico preámbulo sinuoso, anodino, fútil y delicioso en suma, mediará
entre este apartamento y la playa, entre esta madrugada y la tarde, entre este
preliminar contacto a distancia y la posesión furiosa, sólo escaramuzas suce-
sivas donde el arte y la costumbre, el hábito y la sorpresa, se ensamblarán en
una paradoja complementaria, hasta constituir ese fenómeno curioso e inago-
table que pretendo recordar: la seducción. Y es así que mucho más acá de la
literatura, muy por debajo de los conceptos, el telón se descorre poco a poco
mientras yo me separo del grupito de Arle y me desplazo sobre la mullida al-
fombra, campaneando por no dejar el escocés que Patricia me ha traído, para
matizar y para acompañar a algunos zanahorias que merodean, y comienzo
mi dramático levante acercándome a Ménica con un histórico:
—Hola —mientras cruzo los dedos de la mano izquierda en el bolsillo de
la chaqueta. Y, claro,
—Hola —me responde—. ¿Quieres sentarte? —señalándome un pedazo
libre de alfombra a los pies del puf.
132 C arlos N oguera
Y yo: ¿vasallaje es lo que quieres? Y ella: ¿por qué no? Y yo: ¿tan pronto? Y
ella: el vasallaje es o no es, no hay que entenderlo. Y yo: es mutuo o no es, hay
que establecerlo. Y ella: ¿orgulloso? Y yo: justo, simplemente justo.
Imagínense este diálogo: cursi, dicho a saltos, avanzando a través de peque-
ñas pausas de silencio, premeditadas y excitantes; imagínense un fondo de
bossa nova y quince personas revoloteando alrededor; imagínense una cara al
lado, sorprendida e indecisa, destilando cólera por todos los poros: la cara de
Rafael; y habrán captado la escena en todos sus detalles.
Ya me estaba poniendo nervioso la cara de Rafael cuando es Arle, siempre
oportuno, payaseando a todo dar, el que comienza a tocamos, a conjugarnos
para que bailemos porque, dice, esta oración negra no debe perdérsela nadie.
Yo me agarré la rodilla y me acordé vagamente de la recomendación del trau-
matólogo, pero más duele un coñazo en el espíritu que en el hueso, razoné, de
manera que hice de tripas corazón y de mi proyecto de pierna una pierna ver-
dadera, y yo mismo soy, volví a decir por enésima vez en la noche, y haciendo
una venia increíble y levantándome y tomando entre mis manos las blancas
manos de Mónica, la conduje para que nuestros cuerpos abandonaran los
aleatorios y vulgares movimientos cotidianos y se sumergieran en el profundo
pozo de gestos sucesivos y rítmicos que pautaba la música.
El agarrarla suavemente por la cintura y el que se me viniera encima como
una desesperada a resoplarme en el cuello, a colgárseme y a rozarme levemen-
te la barba, fueron una misma cosa. Yo me alegré de la adherencia porque así
la pierna me sufría menos y porque de verdad que jamás en mi perra vida me
había encontrado con un cuerpo tan tibio que me había puesto a funcionar
de una manera tan súbita y con una potencia tan furiosa, que nada tenía que
envidiarles a los púberes campeonatos de masturbación cerca del río, cuando
tenía trece años.
Aquella erección fue el mejor argumento: me olvidé de la pierna, me olvidé
de la cara de Rafael, me olvidé de la nutrida pata que me escoltaba, me olvidé
H istorias de
la C alle L incoln 133
—Con esas vainas hay que tener mucho cuidado: insisto en que es un
carajito... —fue lo último que le escuchamos decir a Guaica: porque Mó-
nica, digo yo que un poco para ponerle parchos porosos a su sentimiento
de culpa, me haló por un brazo y me llevó hacia el pasillo del fondo, que
ella no tenía la culpa, que había hablado claramente con él, que última
vez que le pasaba eso de andar terminando de criar a un carajito como
aquél, que lo lamentaba, que mejor así porque ya la tenía obstinada, que
pobrecito tan sensible que es, que para qué se vendría a enamorar de ella,
que ya le pasaría, que ojalá no se le ocurriera andar jugando otra vez al
suicidio, que pobrecito nuevamente, que todo había sido por la curda
que cargaba, que él no estaba acostumbrado, que qué inmaduro que era,
que la perdonara yo por el show, que le daba tanta pena conmigo, y otros
tantos ques interminables que su alma de mujer le dictaban.
Yo me calé la melodía completa porque era realmente una carajada no
responderle ahora que me estaba necesitando; son las balanzas del destino,
pensé: me cambia una psicoterapia por un jamoneo, está en su derecho. Y
ya estaba a punto de proponerle otro comercio de trueque esta vez sobre
la cama que se guillaba a medias desde el pasillo donde realizábamos la
catarsis improvisada, arrimándola, arrimándola, desplazándola impercep-
tiblemente hacia la puerta del dormitorio, cuando veo al maldito Güido
que entra, bailando una samba, envuelto en una larga cobija, contoneán-
dose con los brazos hacia arriba, sosteniendo una imaginaria cesta de fru-
tas tropicales sobre la cabeza, pasillo es, grita el desgraciado, y yo estoy a
punto de mentarle la madre cuando veo que le mete una patada a la puer-
ta del dormitorio y a media luz diviso dos cuerpos que se contorsionan,
desperezándose sobre el lecho, y yo estoy a punto de pensar qué singue,
cuando veo dos hermosas cabelleras femeninas que se incorporan sobre el
colchón y qué grotesco, algo por el estilo, dice una de ellas cuando Güido
Ies sacude el bastidor, y yo estoy a punto de decirle a Mónica mírame esta
pelotota, cuando es Mónica la que se adelanta y me dice: es Adrianita con
H istorias de
la C alle L incoln 135
—Lo dices por lástima, viejo, lo sé: no soy una protesta, soy un mojón, sim-
plemente un mojón —te respondió, palmeándote, mientras lo acompañabas
hasta la puerta de salida, mientras tratabas de interpretar como sonrisas los
restos de aquella mueca informe con que se despidió en el justo instante en
que el “prenotado” del ascensor se encendía en el recuadro verde de la pared.
Te volviste para mirar a Mónica que te esperaba, recostada contra la puer-
ta; dijiste un qué carajo, que ahora te sabía a desaliento, y apenas te quedó
tiempo para resistirte cuando Arle y Henrique, qué te habías hecho, catire del
coño, te dicen, y hacen desaparecer tu cuerpo y el de Mónica en el cerrado
laberinto del baile, en medio de la sala.
—¿Qué carajo hacía El Gato por aquí? —alcanzaste a preguntarle a Arle.
138 C arlos N oguera
H istorias de
la C alle L incoln 139
LA VENTANA INDISCRETA
(Donde el ubicuo narrador mira —y describe—el apartamento de Arle)
Las alfombras, oro viejo y azul intenso, una para cada ambiente, recubren
totalmente el piso, sobre sus bases de goma, que amortiguarían y apagarían
nuestros pasos si, como ahora, se nos ocurriese ponernos de pie y caminar en
una dirección cualquiera, hacia la puerta que comunica con las dependencias
interiores, por ejemplo. Tendríamos así, la oportunidad de ingresar al pasillo,
en absoluto estrecho, con closets auxiliares o estanterías con libros y objetos
aquí y allá, a partir del cual se abren cuatro o cinco puertas a uno u otro
lado hacia otros tantos dormitorios y salas de baño, espacios amplios como
éste, el dormitorio de Arle y Luminosa, con su ventanal al fondo, protegido
con persianas de láminas extracortas en primera instancia, y más acá y sobre
ellas, la cortina de grueso damasco, verde manzana, en toda la extensión de
la pared. La cama, dos por dos metros, de bastidor negro, contrasta contra el
papel tapiz blanco y verde y contra las mesas de noche, gemelas, dos cubos
perfectos formicados en verde manzana, separados del bastidor, anchos y altos
hasta sobrepasar la altura del lecho, adornado con una sobrecama a manchas
de piel de leopardo. Frente a ella, adherida a la pared, con una gaveta negra,
que destaca del cuerpo hacia abajo, y una banqueta blanca forrada en un tono
idéntico al de las mesas de noche.
Por el contrario, sería la terraza amplia, techada con toldos de aluminio en
casi toda su extensión, lo que descubriríamos si camináramos desde la silla
en la cual estaríamos sentados cerca de la entrada, a lo largo del salón hacia la
puerta de vidrio, al fondo. Estaríamos entonces casi al aire libre, con mesitas
redondas de pata de copa y sillas metálicas con cojines de semicuero estampa-
do y más allá, alejándose de la puerta hacia el parapeto que permite esta bella
vista desde el octavo piso, y hacia los lados, dos o tres bingbangs deformables,
de poliéster granulado y de colores diversos, cerca del pequeño bar portátil,
inútil prácticamente durante la fiesta, en este momento cuando toda la bebi-
da disponible y sus condimentos han sido instalados en la cocina.
Para dirigirnos a ésta, por lo tanto, sólo tendríamos que caminar en di-
rección hacia la puerta que comunica con las dependencias interiores, pero,
H istorias de
la C alle L incoln 143
LA DULCE LOCURA
(O: acerca de canguros, rancheras y lesbianismo)
Al grupito se adiciona Arle, que le está dando palmaditas en las nalgas a Lu-
minosa, mientras Luminosa sigue el ritmo del surf que es Henrique quien
lo pone y lo defiende al pie del tocadiscos, de manera que al final resulta un
curioso efecto de cinetismo, producto de las nalgas de Luminosa forradas en
estos pantalones a rayas blancas y negras, en desuso, de las vibraciones que le
impone el surf, de la vibración adicional que les suministra la temblorosa ga-
rra de Arlequín, y de los dedos de esta misma temblorosa garra superpuestos
a las rayas de las nalgas, de la tela que las forra, y uno está a punto de decir, y
yo lo diría en voz alta en medio de la sala si no fuera simplemente el narrador,
que parece que fuera Soto o Vasarely quienes le estuvieran dando palmaditas
a Luminosa y no la apagada e insignificante voluntad de Arle, tan alejada de
la plástica.
—¡Ay, qué máximo! Están tocando mina— les dice Graciela, que había
salido en comisión, con Guaica, nombrado por el grupito que estaba terra-
za afuera, discutiendo lo del suicidio de Rafael y lo del suicidio en general,
a buscar la latica de galletas que en este momento es Guaica quien la trae,
mientras Graciela le sigue, dando pequeños saltitos de canguro con los brazos
semidoblados a la altura del pecho, como una cerbatana, con la boca abier-
ta, atrapando las galletas que Guaica le lanza al aire, como si fuera el delfín
amaestrado de Walt Disney y no Graciela. Claro que esto fue antes de que la
146 C arlos N oguera
los lectores, cuál es la maldita afición de Rodrigo por el vuelo a la luna y los
problemas de frenaje y el ángulo de entrada a la atmósfera y las consecuen-
cias psíquicas y biológicas del aislamiento prolongado y todos los nombres
de todos los cráteres de la luna y todos los mares, tanto que tuvo las bolas
de colocar en su taller el último mapa a escala levantado sobre la superficie
lunar, y comenzar aquella famosa serie de telas —famosa entre la pandilla,
claro está—, esplendorosamente titulada Colección Selenita, montón de
materiales informes y ensamblajes trabajados a llama, para diseñar los cráte-
res y todo el lío de los desiertos y los mares grises y la luz a ras del horizonte
sobre el cielo negro y las colinas de ceniza; pues bien: mar de las tormentas,
reza el carteloncito, y después que todos rodaron por el suelo y se contorsio-
naron y empezaron a joder y jodieron a Rodrigo que por otra parte jamás se
arrechaba por nada, y empezaron a hacer platillitos voladores con las manos
y ruidos de yet y empezaron a aterrizarle los platillos a Rodrigo en el mar
de las tormentas mientras Rodrigo trataba de evadirse y evitar los alunizajes
dando vueltas y bailando al son de Jorge Negrete que ya estaría cansado de
cantar el pobre, después, fue que Henrique le explicó a Rodrigo que había
cometido la pendejada de sentarse sobre la bolsita de hielo.
Ya Rodrigo estaba admitiendo cómo le había invadido un extraño frío,
que él juzgaba sobrenatural o cósmico, cuando aparece Luminosa, que, cum-
pliendo con los deseos de Guaica trae, no las tijeras, pero sí un expedidor
super inoxidable que entendió apropiado para el caso, y: a quién van a capar,
volvió a preguntar Rodrigo, como si fuera por primera vez, ¿a Jorge Negrete?
—Propongo que se cape a Luis, que debe tener las más grandes bolas de
Latinoamérica y no a un oscuro sindicalista, revisionista de los principios de
Pancho Villa y de Marx, como es nuestro querido Negrete —dice Guaica,
casi gritando para que lo oiga Luis, que está terraza afuera.
Patricia, alias la modelo, ya había organizado el equipo para mocharle la
túnica peruana a Gracielita, que nuevamente estaba descalza, de pie sobre
H istorias de
la C alle L incoln 149
anda sírveme un poco más de esa maravillosa garrafa que tienes en tu poder,
y Henrique le dice a Guaica:
—Cono, loco, se expresa con el ritmo tuyo, debías hacer pareja con ella
—moviendo la cabeza hacia Elizabeth y riéndose, abrazado a Patricia. Eliza-
beth continúa desde acá con sus indicaciones sobre el arreglo de la túnica y es
Patricia la maniquí quien va marcando a lápiz, alrededor de Graciela, el nivel
del corte, pero cuando Patricia vuelve a subir la falda de Graciela, ¡coño!, no
resisto, dice o piensa Elizabeth, y casi volando, vaporosa sobre la alfombra, y a
pesar de que ya Adriana venía con la larga copa orlada de grecas doradas que
Elizabeth llevaba a todas las fiestas, Elizabeth es que se agacha y dulce, pero
muy dulce, y con Patricia de cómplice, toma, casi envuelve entre sus manos
uno de los muslos de Graciela, y haciendo como quien mide, como quien
aprecia la distancia del borde de la túnica hasta la rodilla, recorre con nostalgia
el suave espacio interno, la piel interna del muslo de Graciela, y mientras ex-
hala un indómito grito de agonía y éxtasis, deja morir su mejilla, besando re-
petidamente, dando picotazos sobre el cuerpo envuelto en la túnica, girando,
adormeciéndose, como loca en torno a las piernas de Graciela, hasta hundir
una especie de rostro informe en el bajo vientre de la celebrada, increíblemen-
te deliciosa doncella. Patricia, un poco sorprendida y fuera de sitio, prefiere
ocuparse del llamado que desde el picó hace el último surco de Jorge Negrete
y, un poco para joder, pensando que de alguna manera convenía cierta dosis
de música francesa, se clava de cabeza en el tramo izquierdo de la discoteca
tratando de pescar a Edith Piaf o cualquier tónico semejante.
¿Y Adriana? Qué creen que hace Adriana sino bajar los ojos, como si estu-
viera arrepentida, como si hubiese sido ella y no Elizabeth, la que se dejara
seducir por Graciela; qué creen que hace sino agacharse al lado de Elizabeth
con las manos unidas, juntas las manos sosteniendo la larga, dorada, particu-
lar de Elizabeth, toma querida, oficiando una misa, sin prestarle atención a
Graciela, aunque tampoco Graciela se daba cuenta de nada, porque Guaica,
H istorias de
la C alle L incoln 151
En verdad, resulta difícil para un poeta, aunque haya rozado algunas veces las
fronteras imprecisas del ensayo, cumplir a cabalidad el cometido —tal vez in-
aprensible— de realizar el conjuro: la presentación, la explicación de una obra
como la que nos ocupa, en su génesis y en sus transformaciones.
La empresa es doblemente desconcertante, en lo que al posible lector anóni-
mo de este catálogo se refiere, si nos percatamos de los malabarismos intelecti-
vos y sensoriales que entraña el yuxtaponer a un primer sistema de señales vi-
suales, ya de por sí intrincado y múltiple en su significación: el cuadro u objeto,
un segundo sistema de signos verbales, tan ubicuo como aquél: este catálogo.
Resolveremos el laberinto, acatando de antemano un presupuesto irrecha-
zable: la obra, como tal, se explica por sí misma. De manera que nuestra con-
tribución no será más que un parcialísimo aporte —subjetivo, individual— al
cúmulo inmenso de ricas sugerencias que esta exposición nos pueda propor-
cionar. Mi caso particular, el de un observador más, si bien fiel, constante y
minucioso, de la obra de Rodrigo Saade, no debe llamar a engaño, ninguna
explicación marginal puede sustituir el deslumbramiento primitivo, esencial,
en el cual nos sumergen estas creaciones. A modo de retrospecto, tal vez bastaría
recordar que Saade, después de sus balbuceantes pero inevitables experiencias
con el constructivismo geométrico, en las cuales se respiraba el espíritu de un
Mondrian ortodoxo llevado hasta sus últimas consecuencias, es decir, la frialdad
154 C arlos N oguera
(época “del rigor”, a comienzos de la década del 50), y cuyo punto álgido lo
constituyó la ya famosa serie de Silogismos Visuales, evolucionó, en 1955 —re-
cordemos la individual de la Galería Cero— hacia una descomposición mucho
más espontánea, irracional casi, del espacio, donde se planteaba la premisa de
la libertad como patrimonio inalienable de la comunicación plástica. De esta
época nos queda una serie de telas, de creaciones gestuales, donde su aproxi-
mación a un Pollock, por ejemplo, salta a la vista, a pesar de que Saade mismo
rechazara el parentesco, en una colección de ensayos —brillantes pero sin duda
poco convincentes— publicados en la prensa, primero, y luego agrupados en
un pequeño libro de escasa circulación, bajo el título de: Hacia lo irracional a
través de la pintura.
Esta pendulación extrema de Saade entre esos dos polos irreconciliables
de la creación: lo afectivo y lo intelectivo, la emoción y la idea, geometris-
mo y gestualismo, justifican, al menos en parte, el largo silencio que man-
tuvo el artista desde esa exposición gestual de 1955, en la “Cero”, hasta
su reaparición en el Salón del Gran Concurso Nacional, del año 1962,
donde, como se sabe, obtuvo el máximo galardón, con su obra: “Esto está
que arde”, que acarreó tantas discusiones y protestas por parte de algu-
nos miembros del entonces Instituto de Cultura y Artes. ¿Qué proponía
Saade en ese cuadro, y en otros similares que expuso posteriormente en
la Galería “Tiro al Blanco”? Los que esperaban verlo tomando partido
por una de las dos vertientes ensayadas —y aparentemente agotadas— en
los años 50, se vieron defraudados y, enseguida, sorprendidos. El artista
abandonaba el abstraccionismo por completo y se volcaba, con ímpetu
que podría sorprender a quienes habíamos escuchado sus fervorosas de-
fensas pretéritas, hacia un rescate de la realidad, como él mismo lo llamó,
que recibía y resolvía magistralmente lo mejor de la tradición expresionis-
ta alemana y del neofigurativismo de reciente factura: “Por primera vez
me siento viviente y humano”, nos había dicho Saade, pensativo y entu-
siasmado, mientras recorríamos los silenciosos y blancos recintos de la
H istorias de
la C alle L incoln 155
Sala I
1) Paisaje Lunar.
2) Era como una pequeña esfera.
3) Límite de Seguridad.
H istorias de
la C alle L incoln 157
Sala II
15) El espíritu es una manzana ingrávida.
16) 150 millones de años luz.
17) Cantimplora para el viajecito.
18) Caminata espacial.
19) La guerra y la paz (1).
20) Una sola golondrina no hace verano.
21) Fauna extinta.
22) Máquina y destino.
23) Contemplando a Teresa desde la luna.
24) Diógenes y Alejandro.
25) Ya estaba dicho.
26) El último signo de Jonás.
158 C arlos N oguera
H istorias de
la C alle L incoln 159
una vidente o previdente, puesto que aquello del espíritu mantiene una co-
rrelación (sexual) directa con mi propia condición de consumidor de vinos
y otras bebidas espirituosas, a las cuales les debemos la debida deferencia y
reconocimiento como definidoras de nuestra actual condición, porque yo,
amiguitos, creo mucho en los factores objetivos de la revolución, de la vuelta,
claro, de la gran rueda del tiempo y del espacio, y no empujen que espacio
hay para todas y para todos, mejor para todas y también para las otras pala-
bras, que para hablar o cuando se habla de la revolución en esta tierra natal
a las riberas del Arauca, más allá del Cunaviche, más allá de más nunca por
donde remonta un bongo como siempre, con un motor Johnson fuera de
borda como dice el loco Henrique, decía que cuando se habla de revolución
ya todo el mundo donde quiere hacerse sobrar es en las palabras, y no es que
te quiera mirar precisamente a ti, Luis, no, amiguittto, no, pero para hablar
hay que actuar o hay que no actuar porque ya sé que estás pensando en el
Octavo Pleno que es la sopa tuya, tu sopita Continental con pollo y fideos,
y, ¡ojo!, amiguittto, ¿eh?, dije fideos y no Fidel, que dios le dé vida y salud,
porque está bien que se arrechen por la orden de bajar los montañeses no pre-
cisamente suizos que en montañas están, y han estado gloriosamente alzados
en contra del oprobio que nos atosiga, he dicho, y nos tapa la boca y a otros la
boca del estómago, porque es verdad que se la tapan en esta sociedad ansiosa
por consumir su adultez y prodigar lo superfluo, ¿ah?, ¿qué les parece eso
de prodigar, hijos pródigos? Está bien que sean los que remontaron las altas
cumbres de las serranías inhóspitas de este inhóspito país, los que se arrechen,
pero amiguittto, tú por qué, si tú lo más altico que has subido ha sido hasta las
alturas de la cumbre del último peldaño del tobogán del parque infantil de la
Escuela Federal Graduada Cecilio Acosta y más nada, masnita nadita; y el Fal
más arrecho que tú has manejado es el taco de billar número tres, que hasta
nombre le tienes, lo que sí no tiene nombre es el escamoteo o el abucheo que
no te debes poner bravo, amiguittto Luis, porque aquí en esta terracita, en
esta fiestecita no vamos a cambiar la vida, a transformar la sociedad, que para
H istorias de
la C alle L incoln 161
suciedad bastante hay con la que nos ha sido brindada sólo que yo lo que que-
ría proponer, ¿no?, era, es un brindis en honor de todos los que me escuchan
y no vamos, no debemos hacer preguntas como la que ya veo estás modulan-
do porque la pregunta que me haces te la contesto muy bien, y no vamos a
hablar de coyunturas ni de macaureles ni de culebras porque la culebra es o
fue un símbolo fálico en los tiempos de Freud, y yo no soy quién para traer
a colación aquí a ese señor tan ilustre, sobre todo tomando en cuenta que ya
esto está, quiero decir la fiesta, Rodrigo hablo de ti que te estoy viendo, deja
tranquila a Adrianita quiero decir que la fiesta ya puede estar demasiado fálica
en demasía, ¿no?, pues, tan pronto engullo un palo que sigo y nuestro destino
es seguir girando girando girando y engullendo y consumiendo hasta quién
sabe cuando, subdesarrollados clientes, he dicho que mucho es lo que tengo
todavía que decir después de esta pausa que refresca que me termina y me
acaba de servir nuestra nunca bien enaltecida Luminosa, como ustedes han
visto, pausa que refresca y alegría de vivir porque lo que importa es el sabor, y
al sabor lo llaman, ustedes saben cómo lo llaman, sólo que este sabor agregado
al que yo de por sí tengo, porque sabrán ustedes, ¿no?, que yo soy un tipo
con mucho sabor y sexapil, agregado a esto y al del añejo para matizar, que
como bien lo remacha el tubo catódico: es para hombres especiales, agregado
a esto y al sabor inimitable de esta noche de este mundo de esta realidad en-
loquecida y frenética, y agregado, además, porque hay que hacer justicia (in-
dividual y social), el sabor característico de ustedes, hacen y hacemos, señoras
y señores, una deliciosa pasta, un pastel delicioso que también para matizar
sirve, y que ahora que hablamos de matizar, aló, aló, aló, cómico comunico
no comunista, comunico cómico Arle, Arlequín servidor en este momento
de este único patrón y no de dos, aló, aló, aló, exijo comunicación, pásame la
mafafa, pásame la mafafa y que nadie te vea, la sortija y la mafafa vaya y venga
sin que nadie la detenga, que yo la necesito, aló, Arle, aló, pobre consumidor
desprevenido agoniza a punto de quedarse sin combustible, a ver, a ver, a ver,
gracias, mi querido eres el actor más grande, más aplaudido y controvertido
162 C arlos N oguera
ocurrir, que si no es por mis dotes especiales, que si no es por mis especiales
alas el maldito Güido se me escapa, y se me escapan también todos ustedes
y la alegría y la noche juntas, de manera (ahora se los confieso) que no me
quedó otra alternativa que viciarme en planear por encima de los techos antes
rojos de esta sultana del Ávila para poder seguir al vulgar automóvil de ese
que se hace llamar Güido, y como afortunadamente ni mis alas son de cera
ni estaba muy cerca del sol que digamos, pude llegar, Icaro intacto, hasta la
última detección del bonchecito, y cuál sería mi sorpresa cuando veo que es
precisamente aquí, y que ninguno de mis más caros amigos me quería avisar,
ni me avisó ni me arengó. ¡Oh! Amigos, es mentira no hay amigos, la amistad
verdadera es ilusión, y no lloro porque me faltan lágrimas y sobran ganas de
seguir adelante con este indefinido discurso, que ya habrán intuido que de
que me lo gano me lo gano. Quiero decir: la competencia. Punto.
Y esto debería ir seguido, sin punto ni aparte, pero amiguitttos, yo siem-
pre precabido, siempre alerta porque por algo fui boyescao, prefiero poner el
aparte, porque quién me afirma a mí que entre nosotros no hay un novelista
y hay que darle un chancecito al lector potencial para que respire, hay que
dárselo, sí señor, que quede una mancha clara como los ojos de Patricia. A ver.
Patricia la elegante a la cual el viento de la noche, los élitros del dios
del viento que ahorita no recuerdo si se llama Eolo, el viento la desnuda
en esta bienhadada hora de tan alta madrugada, y es vaporosa: una figu-
ra o un fantasma, vaporosa y volátil como una palabra, como cualquier
palabra que podamos inventar para enamorarla o poseerla, quiero decir:
hacerla asumir pose, ¿Qué creías, Henrique, que te estaba sableando,
eh?, porque para poses estás hecha, verdad Patricita, patriótica, Luisa
Cáceres, cacemos esta claridad que todavía nos queda, o esperemos ca-
zar la otra, la que ahorita viene que ya ustedes, podemos ver a través de
esta ventana y de este aire transparente, ¿eh?, como les decía, como te
decía, Patricia, podemos ver, ¿lo ves? ese increíble tono grisáceo, sucio,
del cielo que precede inevitablemente al amanecer, parece, ¿qué es lo que
164 C arlos N oguera
—En eso los niños tienen razón —dije, mirando todavía hacia arriba,
sin darme cuenta que me había quedado quince parlamentos detrás.
—¿Qué coño tiene que ver un burro con un niño? —dijo Guaica, que
estaba tan arrebatado que sólo recordaba la última palabra de la última
frase que oía.
—Digo lo de la luna, loco —dije, zumbándole cuerda larga para que
pudiera salir del pozo.
—Pero dame el pie, amiguito, ¿crees que soy Funes el Memorioso o es
que se te bajó el mínimo?
—Los niños de cinco años creen que todos los días nace un sol diferente
y, a la inversa: cada cangrejo que ven en la playa es el mismo cangrejo —
dije.
Me sonó mal, y me arrecho calcular que si lo hubiese dicho Guaica,
incluso con las mismas palabras, hubiera salido mejor.
—Certo. Fue la mina que descubrió el camarada Disni: un pato que
sería todos los patos, simultáneamente —dijo Guaica.
—Y todavía tienen las bolas de llamarlo pensamiento sincrético— dije.
—Los sincréticos son ellos.
—¿Quiénes, papi? —ésta es Graciela.
—Los psicólogos, pequeña —éste es Guaica—. Papá lo sabe todo.
—¡Coño, sí! —éste soy yo—. Con una campana de Gaus y una ratica
encerrada quieren explicar de un carajazo desde la civilización hasta el
temor a la muerte.
—Ojalá fuera sólo el temor a la muerte —éste es Guaica.
—¿Sabes? Yo fui una vez al psicólogo, cuando tenía como quince años.
Fue cumbre, yo esperando que se apareciera un viejo con bata y pipa y bar-
ba y de todo y prívate que el que sale es un doctor jovenciiiito. Y yo, qué va,
esto no es conmigo, imagínate tú, yo contándole mis intimidades a un tipo
174 C arlos N oguera
el verde de las hojas mojadas a veces por la bruma liviana de las olas que
rompen contra las rocas, más allá aún, pero más acá del largo canal de luz
líquida que fluye y redistribuye el mar en dos lagos menores al alcance de
la vista, agotados, recién despiertos por el sol que por supuesto mucho
más allá, comienza a dejarse mirar, constituyendo un globo progresivo,
a medias, y, más tarde y más arriba, un globo completo ahora amarillo,
fijo y ardiente, que permite que el antiguo canal desaparezca y ya sea
mañana bastante entrada y el aire esté algo más cálido y el mar, aunque
homogéneo, luzca algo más agitado que antes, incluso que ahora cuando
Patricia, Ménica, Graciela, Adrianita y Elizabeth retornan de máster y la
función tiene de nuevo elenco completo y es Graciela la que más allá se
separa del grupo y dobla a la izquierda y yo sin música no puedo vivir
dice, y dale, más tarde y más a la izquierda, a puyar discos en la rocola y
sus vanos intentos mueren, más tarde y más acá, en la mesa larga, pro-
ducto de dos pequeñas unidas, intentando lograr que Guaica baile, pero
Guaica está en el Tíbet, dice, inmovilizado por el frío, cavilando, para
acoplar su cuerpo al ritmo de Sly y la familia Stone, y ni siquiera con los
que vienen, aunque sean más suaves porque lo único que tengo acelerado
es el pensamiento, pequeña, éste es Guaica, y si me paro la zaranda se
me desvía, ¿y Henrique?, esto es más tarde y más allá en la barra, donde
Graciela acude pero después de pedirle permiso a Patricia, yo sólo me
muevo en cámara, dice Henrique, y más tarde todos están acá, sirviendo
cerveza, haciendo resbalar la espuma por el borde de los vasos, riendo,
o, luego, cantando, mirando y animando a Graciela que continúa, más
tarde, danzando aún en medio de la improvisada pista y, más tarde, más a
la derecha, una honorable familia papi, mami y los dos pequeños, recién
levantaditos ellos para pasar su ordenado día de playa, se sorprenden y
se asustan y protestan por el escándalo y, más tarde, el papi de la mami
llama al mesonero que se acerca, y Graciela no hace nada por prestarle la
más mínima atención y, más tarde entonces y más acá, lo tenemos al lado
H istorias de
la C alle L incoln 177
los árboles de verdes vaporosos y frescos que nos detenían por días ente-
ros, la textura de la pequeña mesa del café, fórmicas color durazno sucias
de azúcar y galletas, calles despejadas, violentas como espejos me penetra
su olor a humedad, la memoria de su olor a humedad, y los afiches, en el
fondo de las vidrieras que te repetían, lejana.
Ellos, los objetos, constituyen la única materia que puede permanecer fiel a
la memoria, sólidos e inertes se desplazan por un hilo invisible, como si una
fuerza interna, que nace y muere en ellos, les proveyera esa serenidad que bas-
ta para suspenderlos, silbantes como un trompo, indefinidamente; los seres,
en cambio, viven, laten a intervalos, y esas pulsaciones conforman en ellos
una modificación, imperceptible casi, que a la larga los transforma por entero,
expulsándolos de esa atmósfera en medio de la cual los habíamos imaginado.
Lo peor es que realizamos, a pesar de todo, esfuerzos inauditos por mantener-
nos mutuamente reconocibles, atrapando precariamente —¡y desentrañan-
do!— esas dispersas imágenes que los demás han dejado en nosotros, es decir,
tratando de lograrlo, porque, entretanto, también aquéllos están cambiando,
a caballo en una calesita que condena al fracaso cualquier tentativa.
Sin embargo, nunca he podido deshacer en mí la costumbre de explicar
cada acto, cada huella, como si fuese necesaria una crónica de todo gesto para
que la vida misma no se extraviara en fragmentos dispersos que se esfumaran
o que, por el contrario, cobraran una intensidad inusitada cuyo mismo vigor
les permitieran destruirnos.
Y tal vez, muy en el fondo, sea este mismo deseo de comprensión lo que
fragmente nuestro pasado, el presente mismo y nos conduzca a cero.
preciso aunque sea imaginario; no hay que cederle a nadie este derecho
cuando se trata de nuestra realidad. Manejo con dificultad esos días
maravillosos, piezas de ajedrez en un tablero invisible que ambos edifi-
camos a base de suspicacias, de pequeñas sospechas, de temores ocultos,
mientras nuestros cuerpos se refugiaban como prófugos en una especie
de sueño que ni tú ni yo conducíamos.
Un sabor recóndito y espeso me resta de aquella noche. Me miro absur-
do y débil entre extraños, actor solitario de aquella comedia burda en la
cual nadie creyó: suspendido haciendo cabriolas al borde de un vacío que
no anhelaba, ni necesitaba, porque era en mi interior donde se edificaba
el pozo. Miro las risas sarcásticas, las burlas, bambalinas lanzadas con pie-
dad a un payaso que les divertía y que les resultaba doblemente cómico.
Todos sospechaban, sabían sin lugar a dudas, que no sería capaz de lan-
zarme, pero ya nada podía humillarme. A un suicida frustrado no se le
concede siquiera el expediente de avergonzarse: resulta demasiado audaz
el reservarme el derecho de suicidarme contra ti, aunque ellos no lo su-
pieran, aunque tú misma permanecieras ajena. Me veo sobre el borde de
la azotea, un aviso irreal de pepsicola girando, desdibujándose en mi ce-
rebro, te veré caer como una marioneta, te irás poniendo chiquitico hasta
aplastarte, me decía Güido, acodado a mi lado, alentándome a volar. Yo
lloraba sin escándalo porque estaba demasiado borracho y hacía frío. Y
hacía mucho viento o yo creía que hacía mucho viento. También porque
—pensaba— me iba a suicidar y tú no ibas a estar allí para verme. Te acla-
ro: yo creía—culpa de la borrachera, del inconsciente y de que olvidé que
habías mudado tu carro—, yo creía que ya te habías ido de la fiesta; por
eso casi me desmayo cuando vi tu cara cerca, como deformada por una
cámara fuera de foco, luego que Guaica me arrastró, atrapándome —creo
yo— en el instante en que comenzaba a deslizarme por el antepecho.
Esa noche te vestiste, nuevamente, con elementos distintos a cuantos
yo creía conocer en ti: es decir, esa noche, una vez más, volviste a ejercer
184 C arlos N oguera
Pero estábamos con lo de aquella noche: lo que rescato con más niti-
dez es el miedo, una emoción completamente nueva en mí, familiar, no
obstante, desde el momento mismo en que se apoderó de mi cuerpo.
No era un temor a los hechos, al fin y al cabo lo peor ya había pasado;
H istorias de
la C alle L incoln 189
Más tarde he comprendido que no podía ser de otra forma porque, qui-
zás, era un fuego tenso dentro de ti el que te hacía cambiar, y ninguna va-
riedad de fervor podía detenerlo, mucho menos la mía, vacilante y pobre.
Ves ahora por qué me vi obligado a inmovilizarte, reelaborándote: re-
sultabas vertiginosa en exceso latiendo libremente en la realidad, así que
190 C arlos N oguera
la muerte?, éramos cada uno y todos los hombres, la vida no podía encamar
un sueño agotable.
—¿Sabes, loco? —le dije a Guaica. Visité Persia con Alejandro, langui-
decí en una playa de Kenya, me preparé para el combate en una llanura de
Mongolia.
—Te felicito, amiguito, estás ganando en horas de vuelo. Yo, en cambio,
todo el tiempo en un planeador mostrando el equipaje. Hablo demasiado,
ya ni siquiera necesito de nada, cuando no consigo me basto, me auto-
curdeo, soy causa y consecuencia. A veces creo que voy a terminar en el
Razzore (¿existe todavía?) o haciéndole la competencia a Henrique. Payaso
o locutor, —dijo Guaica, casi triste, sosteniendo el volante con un dedo,
haciendo oscilar el antebrazo como si estuviera dirigiendo una orquesta y
no manejando.
—Tal vez sea tu vínculo —dijo Mónica, acostada sobre el asiento, boca
arriba, la cabeza reposando sobre mis piernas.
—¿Cuál, la máscara?
—La palabra.
—Es como una gran cloaca hacia afuera: en el fondo prefiero el ritmo
de ustedes, callados, viajando hacia adentro. La flora interna funciona con
un proceso inverso a la externa: mientras más oscura y cerrada, más fértil.
Ernesto y tú tienen un prado de girasoles.
—Ah no, ¿y yo? —chilló una ardillita desde el pecho de Graciela.
—Tú eres la más feliz, nena. Espectadora con boleto de primera fila.
—¿Crees tú, loco? —dije, repasando las circunvoluciones de las orejas de
Mónica.
—¿Qué?
—El prado de girasoles.
—Completamente, loquito.
196 C arlos N oguera
CORRESPONDENCIA EN EL VACÍO
(Donde Guaica muestra una parte de su museo
de servilletas)
Este fuego enmarcado en mi torso arde, a veces, con tal sevicia, que me funde
y me torna impuro. Es la verdad. Es la contrapartida.
El pasado es una premonición, no de lo que advendrá en lo sucesivo fuera
de mí, sino de lo que toda esa oscuridad suscitará en este complicado depósito
de espejos que es mi espíritu.
Las verdades no son sino emanaciones de una sola verdad; el tiempo y el
destino son verdades: mi porvenir no tiene por qué escapar a esta ley. Es decir,
mi porvenir es monótono. Al menos mi porvenir interno.
Emoción
Control conciencia
Predominio de cual: Error, aceptado como
quiera de ellas verdad subjetiva para
el momento.
Lo peor: dar con la clave del misterio y ver que eso no te conduce a anularlo,
sino a anularte.
Dentro de ti, una noche y un tornado que sopla.
A quien te soñó en plena curda, pregúntale quién eres y de qué materia
surgiste.
Mi magia no opera sobre el mundo y sus misterios, opera en la duración
eterna, y de ella extrae los brebajes que arrojará luego en mi conciencia.
Dos días sin dormir, en ellos he inventado el mundo y lo he abandonado.
Mi vida, esta corrosiva materia informe que llena el tiempo.
El inconsciente colectivo de Jung: ser todos los hombres, todas las culturas;
¿con qué material viajaría?
No pienses que eres libre: todo acto de libertad te hace más fiel a la vida.
Cada vez que salgo me olvido de cerrar la llave del cerebro.
Vivir es como desgranar una mazorca, simple cuestión de práctica. ¡En mi
infancia lo hacía tan bien!
Nunca salgas dejando el espejo solo.
La realidad, es lo otro, lo que no ha sido esta piel, estos líquidos, este rumor
apagado en mi cuerpo. Envuelto en su flujo nado, aprendiz, simple aprendiz.
Miento al catalogarlo entre mis tesoros.
Ella fue como un río, como una botella de vino, un ángel, un castillo, como
una música, un susto, una piedra blanca.
La palabra: instrumento que toma en posible lo evidente.
Qué será de esta ebriedad que me sigue a todo sitio. Yo cambiando de anti-
faz, ella idéntica: asidua y compleja como una luz.
Suicidio: el último gesto tal vez sea el primero, porque nosotros aprende-
mos a la inversa. La vida dentro del espejo, es decir, nos acostumbramos a la
muerte.
Al verme con ella, la gente hablaba de dos músicas que se contenían.
206 C arlos N oguera
No hay forma de convencerme que apenas soy, hasta el fondo, una mínima
burbuja de aliento a punto de romperse. Sólo eso.
Tomar el cuerpo y hacer música con él, volverlo humo, ese sería tu deseo
más oscuro.
Abandonar lo que haga idea del acto
quedarme con el acto
cazar la realidad con mi cuerpo, no soñarla,
es cuanto sueño.
Rimbaud: vivir-escribir-leer.
Pavese: escribir-leer-vivir.
¿Y yo?
Anoche, en pleno viaje: la mitad de la realidad era indescriptible, la otra
mitad no existía.
Jardinería: si ves que una flor crece demasiado, tómala, y deja que ella te
cultive a ti.
Como en Melville: lo que creen mi sombra es, en verdad, mi única
esencia.
Agonizo porque el tipo de vida que cultivo, la belleza que inhalo, prosperan
poco en esta atmósfera. (Paráfrasis de Yeats).
Gracias, literatura, por este equilibrio tan maravilloso así, tan inevitable.
De la locura has extraído las cenizas con que diagramas tu vida.
Imagen: ella desnuda, caminando hacia el baño después de lanzarse de la
cama, con sus pies nadando en mis zapatos, chaplinesca.
Idea fija
Resume todos los venenos.
Cuando aparece, le limo los salientes, le saco brillo a ver cómo luce.
Intento saborearla desde otro ángulo, me le pierdo.
Inútil: vuelve siempre, igual de amarga, en el momento más exacto, es decir,
cuando menos se piensa.
Una morbosa imaginación suple en mí las lagunas: invento pretéritos; a
menudo me sorprendo en el recuento de sucesos que nunca ocurrieron.
Receta: saturar al máximo el cerebro, batir bien las ideas, tomar la cabeza y
sazonarla, servirla toda de una vez y sin meditar.
Viaja, viaja hasta la última luz; recuerda que la realidad no te luce: ya sabe-
mos lo que ocurre cuando te ubicas en ella.
208 C arlos N oguera
Banda de guerrilleros que merodean por las montañas vecinas a esta po-
blación, atacó cobardemente a una camioneta del ejército que realizaba
labores de cooperación con el campesinado. Se informó oficialmente
que en el vehículo manejado por un suboficial viajaba un grupo de
civiles desde el asentamiento El Caujarito hasta el cruce con la carretera
de Maipoa. El atentado se produjo a las 10 de la mañana, en el sitio
conocido como Pasoancho y se nos informó que, afortunadamente, no
hubo bajas que lamentar.
El Capitán José Francisco Lunar explicó a los periodistas que, aunque es
una irregularidad el transporte de civiles, ajenos a las operaciones, en vehí-
culos del ejército, en este caso tal hecho quedaba excusado porque se trata-
ba de campesinos que se dirigían a comerciar el producto de sus cosechas,
y ya se sabe, dijo, que una de las tareas de estos centros de operaciones es el
colaborar con el bienestar y el progreso de los habitantes de la zona.
No se trata, insistió el Capitán, como algunas informaciones mal inten-
cionadas han dejado entrever, de civiles armados, ni de funcionarios de
los servicios de inteligencia: quiero que dejen bien claro, se los agradezco,
que los que viajaban en la camioneta eran habitantes del sector, sencillos
campesinos que nada tienen que ver con las labores de profilaxia que no-
sotros realizamos, y no hombres armados sin uniformes.
212 C arlos N oguera
sus mejillas, una onda dulce se desplaza dentro de ti, arrastrando en un mo-
vimiento sinuoso y modulado todo vestigio de sufrimiento o desesperanza,
para hundirte, palmo a palmo, hasta cubrir de perfumes el último refugio de
tu cuerpo, la ves entonces como la verás en el futuro, en esa remodelación de
elementos incandescentes que desde este momento constituirán su imagen:
hacia atrás su cabeza, los ojos entrecerrados en un testimonio de flotación
que de alguna manera ensambla con tu frenesí apenas contenido, su cabellera
larga, ligeramente recogida por una cinta anaranjada del mismo matiz del
traje, una imagen durable cuya inminencia no basta para contener la explo-
sión preterida bajo tu piel, una combustión lenta que hace llover color dentro
de tu pupila, y te sorprende descubrir ese universo anaranjado, alrededor de
ella y de ti, que prolonga la sensación de éxtasis, y así ocurre con el color de
la arena, y con el color de los insectos, y de la hierba un poco más allá, y de
las nervaduras de las hojas esparcidas a tu lado, y es una mujer anaranjada la
que te sonríe por momentos, y se inclina sobre tu cuerpo para lamerte todo,
descendiendo su lengua ávida hasta tu sexo, llevándote hasta los límites de
una región increíble de la cual ya no deseas escapar, y para asombro tuyo su
misma saliva exuda ese vago olor a mandarina, a naranja, que alcanza hasta
los viejos trozos de árboles húmedos que el mar deposita cerca de ti, un ma-
tiz cuyo nombre se desvanece en los bordes de este cuerpo que se dobla y te
lame y se yergue de nuevo y te suelta un instante para desprenderse la parte
superior del traje de baño, la mano detrás, soltando el pequeño gancho, ya,
y entonces sus senos, firmes y redondos sobre ti, y ella sonriendo, soñando
casi, aleteando sus pestañas estremeciendo su cuerpo, erguida de nuevo, de
nuevo sonriendo, cerrando sus ojos mientras tú intentas un postrer esfuerzo
desesperado por alcanzar sus pequeños pezones.
Y ya para entonces la lluvia es inminente, y tienes la oportunidad de conocer
para recordar la presencia de ese líquido, que resbala a capricho sobre su piel,
irisándola en curiosos diseños, y a medias la ves despojarse, su hermoso rostro
cubierto por las hebras adheridas sobre las sienes, sobre las mejillas, volando
216 C arlos N oguera
libres, cayendo a uno y otro lado la cinta, el sostén del traje, y en fin la última
tela que esconde su sexo, mientras acoplas su cuerpo, dulce y tenso, sobre el
tuyo, a caballo sobre tus caderas, tú acostado boca arriba y ella cabalgándote,
feliz, sacudiéndose, alternándose ritmos y movimientos, los sexos acoplados,
y tú penetrándola, moduladamente primero, luego con violencia, las manos
jugueteando sobre los senos, sobre la estrecha cintura, el universo diluyéndose
alrededor y ella gimiendo, gimiendo, exigiendo su última recompensa, tú te
incorporas sin dejar de penetrarla, sentándote frente a ella la ajustas aún más
contra ti, enlazas su rostro contra el tuyo, y lentamente te dejas caer, abrazado
a ella, contorsionándote hasta acostarla, hasta hacerla pasar sus piernas como
tenazas cruzadas sobre tu espalda, y alcanzas a mirarla, un pequeño animalito
debajo de ti, dulce por momentos, en la extraña expresión que le comunica
la penetración al máximo, furiosamente, más allá del viento, más allá de la
tierra, y un alcatraz se precipita y todos los alcacatraces del mundo caen con
él, mi amor, mi amor, se queja, y un desesperado abrazo conjura las últimas
palpitaciones, y tú y ella, tú y ella, tú y ella, no son más que una sola realidad,
latiente, eterna, feliz y lluviosa sobre la arena, hasta el desfallecimiento y la
liberación.
H istorias de
la C alle L incoln 217
Elijo una ubicación imaginaria cerca del jardín que rodea la piscina, me sedu-
cen estos sitios simultáneos y gratos que se ajustan a mí y a la narración. Ce-
lebro la diferencia entre este sillón árido frente a la Olympia portátil y aquel
fresco recinto que aloja el invernadero, con jardineras internas a nivel del piso
y paredes de cristal cubiertas de estanterías llenas de recipientes de todos los
tamaños con plantas inimaginables, esmeradamente cultivadas por manos
hábiles; reconozco las cotidianas, las que agotan mi memoria botánica: hor-
tensias, orquídeas, rosas, girasoles, claveles, corazones, novios, helechos, uñas
de danta, dalias, gardenias, gladiolas, calas, amapolas, lirios, violetas, damas
de noche, azucenas, tulipanes, un bosque transportable de olores que satura
mi olfato.
Todo está listo para la escena: papel, máquina, cinta nueva, cigarrillos y
café sobre mi mesa de trabajo, aquí; piscina, playa, jardín, invernadero, flores,
arena, cielo borrascoso, viento, casa de dos plantas, mar, alcatraces, gaviotas,
salitre, allá en la costa central. Lo real y lo imaginario vinculados por un nexo
inexistente, el lenguaje.
Hasta aquí, hasta este mullido sillón donde me sitúo para dirigir la esce-
na, llega el sonido seco de las sandalias que descienden por la escalera desde
la planta alta. También Patricia está lista. Henrique, a quien he imaginado
218 C arlos N oguera
rechina y burbujea contra las paredes del stainless steel, me advierto acerca
de la conveniencia del agarraollas, una taza, una cucharilla, la azucarera, los
elementos del ritual, tendré que terminar el esmalte de la biblioteca, recuerdo,
cuando miro su cuerpo izquierdo al regresar.
Nuevamente la silla, nuevamente el papel, nuevamente los cuatro dedos
sobre las teclas, desentierro la imaginación, libero los cuerpos de Henrique
y Patricia, agito los árboles, la hierba, dejo correr las nubes, rápidas, contra
el cielo borrascoso, concedo que el espejo de la piscina copie de nuevo las
trémulas imágenes de la vegetación, detrás, y aquí, debajo de la piel, la com-
bustión irregular del lenguaje me lanza, recurrente, a un nuevo pozo, pleno y
solitario, frente a la Olympia.
Esta vez Patricia no descenderá las escaleras, desde el invernadero escucharé
su voz en el momento de llamar a Henrique. A Henrique le habré quitado la
raqueta y la pelota de pingpong y lo habré hecho ser perspicaz con su hambre
y la del resto del grupo, (que, como ya se sabe, no habrá comido desde ayer)
de modo que habrá tenido que viajar dos o tres kilómetros de regreso por la
carretera hasta el abasto, entonces lo veremos descender del Mercedes 200,
nítido contra el paisaje con sus pantalones blancos en juego con sus zapatos
ajustados sin medias, y su chemise lacoste azul, saltando descalzo desde el
interior del vehículo, cruzará el cuadriculado de grama y piedra que conduce
desde el estacionamiento hasta la casa, a través de una parte del jardín, excitará
el apetito de Adriana y Elizabeth cuyas cabezas apenas sobresaldrán del nivel
de la piscina, dentro del agua, enseñándoles las bolsas con enlatados y panes
y carne para parrilla y sazón completa y cerveza pilsen, desde aquí, desde la
entrada posterior, frente al invernadero desde donde observo. Será en ese mo-
mento cuando escuche el llamado de Patricia desde arriba, desde la terraza,
de manera que para poder hablar con ella tendrá que caminar unos cuantos
pasos hacia atrás, casi hasta el carro de nuevo, hasta el sitio donde precisamen-
te habrán quedado los zapatos blancos reposando sobre la grama, arrojados
allí con descuido, para poder superar el inconveniente que creará la amplitud
220 C arlos N oguera
interrumpido por el rosado tono de los pezones, por la sombra leve que la
luz que penetrará a través de la terraza demarcará sobre el torso, sombra que
resbalará y se perderá silenciosa en las axilas, oquedades que centrarán el fiel
de la balanza, porque más abajo, a la altura de las caderas, otra breve oscuri-
dad nos detendrá en el pubis, en los tersos valles a uno y otro lado de un eje
central, imaginario.
Henrique salvará de un salto la distancia que separa el invernadero de la
puerta y nadie responderá a su llamado desde el pie de la escalera. Subirá y se
excusará, haciendo chistes, con Guaica y Graciela, en el dormitorio del fondo.
Intentará luego con la otra puerta, y la corriente de aire, rápida y húmeda,
que correrá desde la terraza hacia el pasillo interno, atravesando la habitación,
bastará para despertar a Patricia de su sueño, cuyo cuerpo virará entonces en
dirección al viento, cara a Henrique, dentro del cual una súbita incandescen-
cia arderá, entonces, y por segundos la duración escapará, y el espacio todo se
poblará de esa emanación violenta que será la piel de Patricia, eterna todavía
para Henrique a pesar del conocimiento pretérito, nunca agotado.
Los dos cuerpos, entonces, volverán a enlazarse, a fusionarse una vez más
prolongando la historia y el lenguaje del sexo. No habrá, sin embargo, ocasión
para largos aperitivos, para seducciones marginales; la penetración será agresi-
va, creciente, y en ese clímax instantáneo no encontraré alternativa de vacila-
ción por mi parte, mientras ambos cuerpos se penetren, silbando el viento, las
cortinas flotando en el recinto, serán ellos los que me piensen a mí, los que me
suspendan e imaginen. Vivientes, ellos encarnarán la realidad y yo el sueño; el
vínculo se invertirá y cada gimoteo, cada grito, cada mordisco, me disolverán
poro a poro hasta hacerme desaparecer, volátil e invisible fuera de la novela,
después de este punto hacia la nada.
H istorias de
la C alle L incoln 223
Hacia rato que el sol te venía dando sobre la cara, y tú pensaste, Ernesto, tal
vez por distraer el escozor que por momentos te penetraba los ojos, lo que una
vez te había contado El Gato sobre los procedimientos de tortura y el restre-
gamiento de los cigarros prendidos sobre la piel, lo pensaste, Ernesto, como
sólo un tipo que nunca ha estado preso puede hacerlo, de modo que era sólo
a base de cabriolas con la imaginación y el recuento de otros relatos como
ahora podías reelaborar esa sensación desconocida para ti, tan común a los
que caían en aquella época, de prehistoria todavía para los cuerpos represivos
oficiales aún no refinados en el arte de joder sin dejar huellas, antes, claro, de
que los informes de las comisiones especiales del congreso los alertaran sobre
la conveniencia que estas pequeñas sutilezas entrañaban para la salud y la
buena marcha de los organismos de inteligencia, no, Ernesto, tu memoria no
contaba con un reporte directo de estas sensaciones, apenas disponías del sol,
ardiente, empezando en el zenit, para establecer ese símil impreciso, borroso
a causa del estado de tu pierna.
Te tranquiliza sentir el brazo fuerte de El Gato, como un lazo alrededor
del torso, aunque no sepas con precisión dónde estás ni cuánto tiempo
llevas rodando, arrastrando a medias tu cuerpo, tu cabeza pendulando y
sintiendo por momentos que desfalleces pero te calma a medias el dolor de
la pierna, donde me dieron fue abajo, no en la nuca, dices, decías: donde
224 C arlos N oguera
—Claro que no es lo mismo un tiro más seguro, pero lento, que una ráfaga
por más que sea dispersa, de modo que cuando vi que no le daba, porque no
me dejaba ni para el resuello, zas, este Gato se pinta, y tú sabes... una retirada
a tiempo; fue cuando te hice la señita, mano, calculamos bien, pero el gran
carajo estaba como loco, ráfaga para todos lados, el salado fuiste tú.
¿En el tiro automático? Muy bien, compañero, puede bajar la mano,
aquí está el oficial que bondadosamente nos ha cedido su tiempo, para
explicamos todas nuestras dudas. En el tiro automático, estando el indi-
cador de tiro en TA, tanto el fiador como el interruptor en posiciones in-
clinadas, serán desbordados por la culata móvil que retrocede tornándose
230 C arlos N oguera
seguridad, algo parecido a una corriente tibia que aquella tarde de junio del
65 me comunicaba invariablemente con aquel tipo espontáneo que por los
azares y por la historia se encarnaba en mi salvador; es lo que se llama un tipa-
zo, pensé, y se me ocurrió que no podía haber otro sentimiento más parecido
a la camaradería, por su parte, y al agradecimiento, por la mía.
—Gracias, loquito —le dije.
El Gato ejecutó entonces un gesto de fastidio, el símbolo más frecuente de
su lenguaje.
—Gracias hacen los monos, panadería, ya me tocará a mí, no te preocupes
—dijo un poco sonriente, un poco orgulloso, con un rostro muy distinto
al que pondría años después, en la fiestecita de Arle, cuando todavía con tu
pierna adolorida, en esa recaída que te habría obligado a bajar, le recordarías
el viejo incidente, y él, esos eran otros tiempos, hermano, te diría y te tomaría
del hombro y te obligaría a cambiar de sitio y pediría otro trago para cambiar
el tema y tú sabrías o intuirías que ya de eso no se le puede hablar y casi que
escondería la mirada y haría un comentario cualquiera sobre Graciela o Patri-
cia o Mónica, quién sabe, esa jevita está durísima o algo así, y te preguntaría
por qué no se la presentas, sin mucha convicción, más bien con unas ganas
horribles de irse de allí, y la conversación se transformaría inevitablemente en
un diálogo frívolo, y estoy encuerado, ¿sabes?, tal vez te diría, y te verías en-
tonces obligado a pedirle razón de la mujer y él, El Gato, te contaría, casi con
nostalgia te contaría prolijamente de sus hijos, un tanto nervioso, la pequeña
historia de una vida enrevesada, deteriorada a fuerza de errores y de oscuras
jugarretas del destino, yo ya no doy para otra cosa, y de nuevo inevitablemen-
te tendrían que despedirse, con tristeza, más bien lamentando un encuentro
que no debió haber ocurrido, le estrecharías la mano sin juzgarlo, qué carajo,
pensarías como siempre, y cuando le dijeras que de cualquier manera nunca
olvidarías que le debías la vida, él El Gato, tal vez por los tragos que tendría,
que tendrá encima, volverá, a sonreír con esta misma mueca de ahora, en la
montaña, y tú lo verás por última vez desde la puerta del apartamento de
236 C arlos N oguera
Arle, mientras el prenotado del ascensor se apague, hasta la vista hermano, sin
sospechar nada, mientras el ruido que provenga del interior apenas te permita
escuchar una final palabra de despedida y tú le preguntes a Arle, qué coño
hacía El Gato en la fiesta, y Arle: vino a traerme los puchos que me debía, está
en el negocio, mano, qué es lo tuyo; pensarás por un momento las vainas que
tiene la vida, mejor: lo dirás en voz alta, y la solidaridad de recuerdo pasará a
nostalgia y de nostalgia pasará a olvido, como cualquier otra vulgar emoción
humana. Pero mucho antes de la fiesta, mucho antes del olvido, éste de ahora
no es un sentimiento bastardo y éste de ahora es El Gato que tú siempre has
conocido aunque en el tiempo, en el futuro, su personalidad posterior te sor-
prenda como un estallido disímil, casi aislado: ahora es junio, es el año 65 y la
fiesta de Arle no es todavía un pretérito inamovible.
De manera que
—Okey —dices—, pero ya te veré mañana. Si la rodilla me sigue así te
puedes ganar la vida, después de la revolución, como levantador de pesas.
—Ya habrá tiempo para ganársela, ahorita lo que nos sale es salvar el pellejo.
Hay dos vainas: descansar y poner la mente en blanco, mañana ya veremos.
Así que olvídate de la rodilla y déjale esa vaina a Rodríguez, si no se lo sona-
ron, él sabrá lo que tienes que hacer.