Colección Bicentenario Carabobo 40 Noguera Carlos Historias de La Calle Lincoln

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Carlos

Noguera
Historias de la calle lincoln
C o l e C C i ó n Bi C e n t e n a r i o Ca r a B o B o
Carlos Noguera (1943-2015) Narrador, ensayista, poeta, psi-
cólogo, profesor universitario y editor. Sus dos primeros libros
lo ubican al lado de la poesía, pero en 1969 se revela como na-
rrador al obtener el Premio XXIV Concurso de Cuentos del
diario El Nacional. Luego ganó el Premio Nacional de Novela
Monte Ávila Editores (1971) y el Premio Nacional de Novela
Guillermo Meneses (1977). En 1995 fue finalista del Premio
Internacional Rómulo Gallego. Fue presidente de la Editorial
Monte Ávila Editores desde el 2005 al 2015. Entre otras obras
publió Eros y Pallas (1967); Inventando los días (1979); Juegos
bajo la luna (1994) y Crónica de los fuegos celestes (2004).

« Vista de la avenida Abraham Lincoln o Calle Real de Sabana Grande en 1960.


Archivo MDV.
40

Historias de
la calle Lincoln


Carlos Noguera
Colección Bicentenario Carabobo

En homenaje al pueblo venezolano

El 24 de junio de 1821 el pueblo venezolano, en unión cívico militar


y congregado alrededor del liderazgo del Libertador Simón Bolí-
var, enarboló el proyecto republicano de igualdad e “independencia o
nada”. Puso fin al dominio colonial español en estas tierras y marcó el
inicio de una nueva etapa en la historia de la Patria. Ese día se libró la
Batalla de Carabobo.
La conmemoración de los 200 años de ese acontecimiento es propicia
para inventariar el recorrido intelectual de estos dos siglos de esfuerzos,
luchas y realizaciones. Es por ello que la Colección Bicentenario
Carabobo reúne obras primordiales del ser y el quehacer venezolanos,
forjadas a lo largo de ese tiempo. La lectura de estos libros permite apre-
ciar el valor y la dimensión de la contribución que han hecho artistas,
creadores, pensadores y científicos en la faena de construir la república.
La Comisión Presidencial Bicentenaria de la Batalla y la
Victoria de Carabobo ofrece ese acervo reunido en esta colección
como tributo al esfuerzo libertario del pueblo venezolano, siempre in-
surgente. Revisitar nuestro patrimonio cultural, científico y social es
una acción celebratoria de la venezolanidad, de nuestra identidad.
Hoy, como hace 200 años en Carabobo, el pueblo venezolano conti-
núa librando batallas contra los nuevos imperios bajo la guía del pensa-
miento bolivariano. Y celebra con gran orgullo lo que fuimos, somos y,
especialmente, lo que seremos en los siglos venideros: un pueblo libre,
soberano e independiente.

Nicolás Maduro Moros


P residente de la R epública B olivariana de V enezuela
Nicolás Maduro Moros
P residente de la R epública B olivariana de V enezuela

Comisión Presidencial Bicentenaria de la B ata l l a y la Victoria de Carabobo

Delcy Eloína Rodríguez Gómez


Vladimir Padrino López
Aristóbulo Iztúriz Almeida
Jorge Rodríguez Gómez
Freddy Ñáñez Contreras
Ernesto Villegas Poljak
Jorge Márquez Monsalve
Rafael Lacava Evangelista
Jesús Rafael Suárez Chourio
Félix Osorio Guzmán
Pedro Enrique Calzadilla
Historias de
la calle Lincoln
Carlos Noguera

Prólogo
Silda Cordoliani
8 C arlos N oguera

Contenido

11 Historias de la calle Lincoln


23 La dulce locura (i).
(O: cuña de Patricia en futuro imperfecto)
25 Altagracia y otras cosas.
(Donde el fantasma de El Gato cuenta su historia)
35 Cita en Carnaby.
(O: una historia sobre Graciela)
45 La dulce locura (ii).
(Donde Ernesto esquiva una amenaza)
53 Quitarle la corona al rey.
(Donde se da razón de las extrañas motivaciones de Adriana)
61 Consejos para Ernesto.
(O: qué fácil es vivir conociendo el futuro)
63 La dulce locura (iii).
(Donde Guaica y Graciela entran en escena)
71 Diario de Patricia cuatro años atrás.
(Donde se cuentan los peligros y las esperanzas de los quince años)
93 La dulce locura (iv).
(O: acerca de mitos y supersticiones)
109 Aclaratorias de Pereira.
(O: una versión para el archivo)
125 La dulce locura (v).
(O: la importancia de llamarse Ernesto)
139 La ventana indiscreta.
(Donde el ubicuo narrador mira —y describe—el apartamento de Arle)
145 La dulce locura (vi).
(O: acerca de canguros, rancheras y lesbianismo)
H istorias de 
 la C alle L incoln 9

153 Catálogo para la exposicion de Rodrigo.


(O: reseña de una trayectoria infatigable al servicio de la creación)
159 La dulce locura (vii).
(Donde Guaica ilustra cómo vencer en un torneo de conversación sin tema)
171 La dulce locura (viii).
(Donde apreciamos que nunca está de más cierta dosis de salitre, psicoanálisis y cerveza)
179 Carta que Rafael le enviaría a Mónica
si la novela durara seis meses más.
(O: traiciones de la sensibilidad y la memoria)
191 Ensayo para publicidad del futuro guion
ultra-in de Henrique para cuña de colirio.
(Donde se le saca el máximo partido a las motivaciones inconscientes de los jóve-
nes —consumidores potenciales masivos— hacia la libertad, la evasión y el goce
suprasensorial)
193 La dulce locura (ix).
(O: instrucciones para lavar un caballo)
203 Correspondencia en el vacío.
(Donde Guaica muestra una parte de su museo de servilletas)
211 Atacada camioneta del ejército
por grupo de bandoleros.
213 La dulce locura (x).
(Donde Ernesto y Ménica juegan cerca del mar)
217 La dulce locura (xi).
(Donde Henrique y Patricia me convencen de que son unos personajes a todo dar)
223 Materiales diversos sobre papel.
(O: incovenientes de una rodilla lesionada)
239 La dulce locura (xii).
(O: consagración de la primavera frente al mar)
H istorias de 
 la C alle L incoln 11

Historias de
la calle Lincoln

Hubo una época en que ya empezábamos a no creer en nada, sin embargo,


aún nos salvaba del escepticismo total la pequeña esperanza en otra forma de
vida que podía otorgarle algún sentido al sinsentido de la existencia. Historias
de la calle Lincoln constituye un veraz testimonio de aquellos días de ideales
derrumbados, en que por primera vez surge una bohemia juvenil que hizo de
la ciudad su casa y de la noche el más fiel refugio de sus sueños, de su necesi-
dad de transformar, aunque fuera un poco, una realidad alienante que estaba
lejos de satisfacerla.
Nadie como el escritor y su obra para dejar constancia de su país, su so-
ciedad y su momento. Ningún género como la narrativa para apresar esa
realidad que, antes de convertirse en ficción, exige ser tamizada por el filtro
de la experiencia. Tangencial o directamente, con aviesa intención o no, la
literatura que logra perdurar es un documento más valioso y fidedigno de su
época que todas las páginas de historia y sociología oficial.
La inquietud por dejar huella escrita de una década tan convulsionada y de-
cisiva como los sesenta, “la década violenta” según denominación de Orlando
Araujo, caracterizó buena parte de la literatura (o de la escritura) de entonces.
Los acontecimientos políticos y la feroz rebeldía de aquella juventud que dio
paso, entre otras cosas, a un cambio radical en las costumbres sexuales (cam-
bio del que aún no hemos tomado la suficiente distancia como para precisar
12 C arlos N oguera

sus grandes consecuencias), parecían sobreponerse a cualquier preocupación


que pecara de individualista. Un mayor o menor grado de sensibilidad social,
aunado por supuesto a un mayor o menor grado de talento literario, nos
pueden procurar las pautas para aproximarnos de una manera bastante eficaz
a ese capítulo de la narrativa venezolana de veinte años atrás. Con Historias
de la calle Lincoln (1971) e Inventando los días (1979), sus únicas dos novelas
publicadas hasta ahora, Carlos Noguera da muestras de ser el escritor que ha
proporcionado más brillo a un tipo de literatura que no dudamos de califi-
car como “comprometida”: memoria lúcida, como diría Elisa Lerner, de un
tiempo y un país que nos pertenece. Porque Noguera no sólo responde al des-
encanto de una juventud que creyó encontrar en la lucha armada la única vía
posible para rechazar un sistema político que los oprimía, sino que es capaz de
ampliar esta perspectiva hacia otros ámbitos más profundos, más próximos a
íntimas experiencias vitales.

La independencia de cada fragmento me violen-


ta, la síntesis es un sueño imposible.
A manera de “novela para armar” (parodiando a Cortázar cuya Rayuela,
aparecida en 1963, fue lectura obligada y asombrosamente renovadora
para el momento), las historias de la todavía famosa calle Lincoln, o calle
Real de Sabana Grande, centro de la bohemia caraqueña durante varias
décadas, se entrecruzan creando un gran mural constituido por cuadros
independientes en espera del atento lector que descifre sus conexiones.
“Obra abierta” por excelencia, la novela de Noguera propone la posibili-
dad de otras tantas “historias” que complementen personajes, acciones y
sucesos a través de cualquier recurso propio de la escritura, porque ya la
misma estructura narrativa nos ofrece las múltiples claves para un con-
tinuo infinito: cartas, diarios, noticias periodísticas, breves anotaciones y
hasta un boceto de cuña para televisión, se incorporan a un concierto de
voces en donde inclusive el propio autor, más allá del narrador principal,
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 la C alle L incoln 13

se apropia del texto para asomar algunas clarificadoras reflexiones acerca


de la ficción que crea. (Y más aún, uno de sus personajes, Patricia, habrá
de encontrar lugar en la próxima novela de Noguera).
Respondiendo a una ambición estética muy propia de la mejor literatura
de nuestros días, la novela busca ante todo la participación activa de un lector
que, sometido constantemente a las sorpresas que le deparan los más diversos
recursos narrativos, reconstruya personajes y trama aproximándose así al sen-
tido último de la obra.
Dividida en veintiséis capítulos, doce de ellos titulados “La dulce locura” y
los cuales contienen una duración aproximada de 24 horas, la novela delinea
a los personajes convocando por igual hechos del pasado o del presente y aun
del futuro que, contados por el narrador o por ellos mismos, consiguen ofre-
cemos una dimensión más sutil, una explicación “psicológica”, si se quiere,
de aconteceres y sentimientos. La voz de Adriana niña, el diario de Patricia
adolescente, Gato contando (seguramente en la fiesta de Arle) su experiencia
en la montaña, la carta de Pereira contradiciéndolo, una segunda carta, la de
Rafael a Mónica (“si la novela durara seis meses más”), y hasta los aforismos
poéticos de Guaica —aunque éstos sean revelaciones parciales de un refina-
do espíritu crítico, más que afirmaciones sobre experiencias vitales— pueden
considerarse declaraciones directas de los personajes, en donde ellos (esas pri-
meras personas) toman las riendas del relato. En cambio, en otros casos, es
el narrador, que llamamos principal, quien ha de referirnos esos hechos que
ayudarán a conformar el perfil de sus personajes y el mundo donde se ubican.
Asimismo, esos otros recursos que hemos mencionado antes: el “catálogo
para la exposición de Rodrigo”; el panfleto o tal vez aviso publicitario del
“Centro Espiritual Tacarigua”, situado, no por casualidad en la “Av. Abraham
Lincoln de Sabana Grande”; el “guion ultra in de Henrique para cuña de co-
lirio”; y la reseña periodística bajo el titular de “Atacada camioneta del ejército
por grupo de bandoleros”, se comprenden como textos oblicuos que aportan
no sólo nuevos y reveladores ángulos de ciertos personajes y acontecimientos,
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sino que también se unen a la trama contribuyendo a crear una atmósfera que
define a la época y al país mismo, objetivo fundamental de la novela.
Entre todos los personajes destaca Ernesto, quien merece por lo tanto espe-
cial atención. Ernesto, posible alter ego del narrador que llamamos principal,
o, ¿por qué no?, del propio autor, es el hilo conductor de “la dulce locura”,
eje de todos los demás seres que se dan cita en esas horas en que transcurre
la novela. Contando a veces, según el caso, en segunda o tercera persona,
Ernesto insiste en dejarse oír (o leer), compitiendo con “el otro” en man-
tener el control de la narración de aquellos hechos nocturnos que habrán
de culminar al siguiente día en una casa del litoral. Ernesto, inclusive, tiene
conciencia del lector: se sabe también virtual narrador de un texto, y hasta
llega a hacemos algún guiño humorístico, tal cual acostumbra su creador.
Atentos a esas dos voces, pareciera por momentos que nos encontramos ante
un verdadero contrapunto de perspectivas que nos incapacitan para inmis-
cuimos definitivamente en el ámbito de la ficción. Y es que Historias de la
calle Lincoln continuamente está exigiendo una distancia por parte del lector,
la que termina por impedirle cualquier posible identificación, parcialización:
pretende convertimos en testigos capaces de asumir nuestros propios puntos
de vistas y originales conclusiones.
Anotada someramente la complejidad de voces y recursos narrativos, y que-
dando sobreentendido que tal procedimiento implica un diestro manejo del
lenguaje, no dudamos en sostener que estas múltiples hablas no sólo buscan
precisar el carácter de los personajes a través de sus pensamientos y sus accio-
nes sino, igualmente, gracias a las inflexiones idiomáticas y características lin-
güísticas. En este sentido la novela se convierte entonces en un rico espectro
de diversos tipos de discurso que nos llevan, nuevamente, a un momento y
lugar determinado, a ese punto preciso y del tiempo y del espacio con los que
el autor ha hecho su compromiso (tal vez, a la síntesis de la novela, esa sínte-
sis que Guaica, como perceptor inmediato de todos los fragmentos, concibe
como imposible).
H istorias de 
 la C alle L incoln 15

Poseo una vocación definitiva: despistar; un os-


curo oficio, el de arlequín.
Concebida como una novela moderna que recrea técnicas innovadoras,
el narrador, como ya lo hemos asomado, forma parte activa de la novela.
En nuestro caso comencemos por decir que se trata de un narrador con
especial preferencia por la segunda persona, lo que implica de por sí un
reclamo de atención hacia él. Es un sujeto que observa a otro, le señala sus
faltas y aciertos y hasta determina sus acciones; de alguna manera, según
su conveniencia y particular punto de vista, obliga a sus seres ficticios a
reconocerse cuando les revela sus propias circunstancias. El narrador no
está solo, existe otro que le está hablando. Esta voz, que se erige en su-
jeto-testigo del universo de sus personajes, pertenece al mismo narrador
que cuenta algunos hechos de la fiesta de Arle utilizando la tradicional
tercera persona, pero que no por ello deja de insistir en hacerse notar:
“... y yo lo diría en voz alta en medio de la sala si no fuera simplemente
el narrador”. Pretendiendo convertírsenos en observador imparcial de la
fiesta, nos plantea una de sus acostumbradas contradicciones al adoptar
entonces un lenguaje tan coloquial como el de los participantes en “la
dulce locura” de la noche. De tal manera que podríamos dejarnos guiar
por Guaica, en medio de su enfebrecido monólogo, hacia la sospecha de
que existe un novelista potencial en aquella reunión: es probable que se
refiera a Ernesto, y entonces, tal vez, nos resulte que Ernesto es el verdade-
ro y único narrador: un amante de las máscaras, un novelista burlón que
gusta despistar a los ingenuos lectores.
Narrador complejo y versátil, así como domina a sus personajes a partir del
imperativo implícito en el “tú haces, tú piensas”, o se presenta cual compla-
ciente cómplice de la larga y loca juerga, es también capaz de neutralizarse
por completo, de transformarse en el vacío desde el cual surge “el narrador
ubicuo” de La ventana indiscreta (Hitchcock remendando a Robbe-Grillet)
que, regido por un pensamiento preciso, matemático, se dedica entonces a
16 C arlos N oguera

describir obsesivamente el espacio, y sólo el espacio, en que se desarrolla(ría)


la fiesta de Arle.
Encargado de introducimos a la primera “historia” de la novela, nuestro
narrador se apropia de esa segunda persona ya comentada, completándola en
este caso con un “futuro imperfecto” —tal como el subtítulo del capítulo lo
recalca—, no muy gratuito a nuestro parecer. Este especial tiempo verbal al
comienzo de la novela, inicia al lector, de alguna forma, en esa sensación de
posibilidad, inclusive de incertidumbre ante lo narrado, sensación que se irá
incrementando a lo largo de toda la novela a través de muy distintos artilu-
gios. Tal como acostumbraba Bertolt Brecht desenmascarar a sus personajes
para convertirlos en simples actores que conversaban con el público, exigien-
do así del espectador una prudente distancia del drama, Noguera insistirá
en apartamos del mundo de su ficción proponiendo siempre la duda, de tal
manera que será el lector quien, viéndose obligado a ello, sacará sus íntimas
conjeturas (si así lo desea) para armar su historia particular. La carta de un tal
Raimundo Pereira, enviada a Carlos Noguera en la revista en HAA, no puede
ser más elocuente al respecto.
El señor Pereira se ha sentido directamente aludido en un capítulo de la
novela supuestamente publicado en la ya desaparecida revista en HAA, tiem-
po antes de la aparición del libro. Noguera opta por reproducirla en capítulo
aparte exponiendo cuatro lógicas razones para ello, sin, por supuesto, descu-
brir la principal: la exigencia estructural de una novela que no se conforma
con ser “abierta” dentro de la ficción misma, sino que pretende también darle
cabida a la realidad. La carta de Pereira, ficticia, desmiente la ficticia versión
anterior, pero al mismo tiempo ofrece al autor la oportunidad para revelarse
como hombre real, escritor que existe más allá de su creación, corredactor de
una revista que también existe y el cual expresa algunas opiniones, que pue-
den ser entendidas, hasta cierto punto, como ajenas al relato que es obra suya.
Pero entonces, el personaje real Carlos Noguera, ese ser que al interrumpir
abruptamente la historia podríamos calificar de inoportuno, se anexa a la
H istorias de 
 la C alle L incoln 17

trama, convirtiéndose (¿aun a su pesar?) en un personaje más de la ficción que


ha creado, aunque se empeñe más tarde en diluirse en ella. Porque lo volvere-
mos a encontrar hacia el final de la novela, luchando, cual director de escena,
por encontrar los gestos y el escenario más convenientes para una pareja de
personajes que quieren convencerlo “de que son a todo dar’’. Es el escritor, no
el narrador, quien nos hace partícipes ahora, confundiéndonos de nuevo, de
su cotidianidad ante la máquina de escribir, de su propio entorno, de la inde-
cisión que lo acosa, cual omnipotente creador, ante el devenir y destino de sus
seres creados. Pero ésta no es más que otra de sus ironías: al mostramos cómo
puede jugar con ellos, juega también con nosotros, quienes además de ir con-
figurando la trama, nos vemos forzados a esquivar sus constantes zancadillas.

Este lugar no existe, nos sueña.


Como ya se ha dicho, estamos ante una novela que transcurre en pocas
horas, esas horas tituladas “La dulce locura”, parodiando seguramente a la
famosa película de Fellini en donde una extraña fauna nocturna de “intelec-
tualoides” da rienda suelta a una psiquis descreída y angustiada que ya había
logrado superar, aparentemente, la posguerra europea. Esa otra fauna de His-
torias de la calle Lincoln tiene también la sombra de una guerra a sus espaldas,
mucho más cercana que en el primer caso.
Nos encontramos a finales de los años sesenta, época marcada por una pala-
bra que Rafael Cadenas hizo pasar a la historia de nuestra literatura: “derrota”.
Pocos años atrás el mundo luminoso de grandes ideales y héroes como dioses
no se contradecía, más bien se complementaba, con esa atracción por lo oscu-
ro que se hacía hecho real y cotidiano en la vida de la clandestinidad a la que
ya el país estaba acostumbrado, porque si algo dejó la dictadura fue esa necesi-
dad de refugiarse en la noche para desde allí luchar contra la represión, o, si se
prefiere, planear un mundo mejor. Perdida la batalla, traicionados los ideales
y con los héroes en plena crisis, la radiante luz que representaba el sueño
de una revolución, deja ya de existir. Queda entonces el cansancio, y queda
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también la noche como único lugar posible para la rebeldía. Seguimos


pues en un mundo clandestino que ya no busca enfrentar un régimen
político, sino más bien una forma de vida asfixiante, castradora de los
ideales y también del individuo. Se trata ahora de un intento de insurrec-
ción contra la sociedad misma, sus absurdas normas y conceptos morales.
Aquí, en la noche, se dan cita nuestros personajes, seres que encuentran
en la bohemia una forma de existir idónea para sus vidas transgresoras.
Como la de Patricia, con su fatuo cambio del mundo de cursi adolescente
al de modelo de necias cuñas televisivas; la del Gato (“sin botas” en su
huida del acoso del ejército), exguerrillero convertido en vulgar atracador;
la de Adriana-Ariadna, que violada por el padrastro cree encontrar el hilo
de su sexualidad traumatizada en relaciones lésbicas; la de Graciela, bur-
guesita asimilada a una lucha revolucionaria que no parece corresponder-
le; la de Guaica, aguda conciencia crítica en constante rebeldía, burlona
siempre de todo cuanto le rodea, de él mismo, de la novela misma; y
también, como la de nuestro posible narrador, el Ernesto de “importante
nombre”, obligado a bajar de la montaña para incorporarse a un orden
que obviamente repele.
Pero si la oscuridad los ampara, brindándoles, por ejemplo, la oportuni-
dad de revolcarse en la grama de la isla de una autopista, de intentar ocul-
tar los senos de la agresiva diosa sobre la danta, presencia perturbadora en
plena avenida Francisco Fajardo, no menos los acoge la ciudad. Historias
de la calle Lincoln, como ya lo indica su propio título, es una novela urba-
na, en donde la Caracas de hace veinte años, con sus cafés, bares y calles
no es un simple fondo decorativo, sino también, como la época, como la
nocturnidad, otro protagonista de la novela.
Excluidos por elección de la sociedad a la que parecen ignorar en el
transcurrir de estas horas citadinas, nuestros personajes se asilan en un
mundo propio que apunta hacia la epifanía final a orillas de la playa,
donde tres parejas escapadas de la casa de Arle encuentran en sus cuerpos
H istorias de 
 la C alle L incoln 19

saturados de arena y sol, de amor y de sexo, la única respuesta válida y


plena a una realidad que no les interesa aceptar. Como si en verdad ellos
no existieran en ningún lugar y apenas fueran un sueño obsesivo, un
compromiso de Noguera.
Quizás Guaica, otra vez, tenga la razón.

Silda Cordoliani
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A Gloria
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LA DULCE LOCURA (I)


(O: cuña de Patricia en futuro imperfecto)

Los reflectores incidirán sobre el tabique posterior en forma de abanico lo-


grando que la sobrecubierta nácar emita ese doloroso reflejo blanco que herirá
tus pupilas por momentos. Acurrucada, doblada sobre ti misma, tú, Patricia,
estarás de rodillas, cara al suelo, la cabeza baja, la espalda en semiarco. Esto
será después que el hombre de smoking baje corriendo desde el castillo ubica-
do en lo alto del acantilado, por la escalera de piedras hacia la playa, y camine
sobre la arena hasta descubrir la ostra dentro de la cual tú estarás. El hombre
de smoking abrirá, entonces, las valvas, y por un efecto fotográfico que el
director, a petición tuya, te habrá explicado en detalle, aparecerá tu cuerpo
diminuto, dentro del animal, como una perla, en la posición señalada. Tú,
luego, pasarás a primer plano y ocuparás la pantalla en su totalidad, alzándote
del piso, también de color nácar, y saldrás corriendo, volviendo a tu altura
original, desde la ostra hacia el castillo, invirtiendo el itinerario del hombre,
quien, sorprendido, te seguirá hasta el interior de la construcción. Estas tomas
se harán —te dirá el director— desde lo lejos y desde lo alto. Ya dentro del
castillo, se verán primero tus ojos y, luego, todo tu cuerpo, envuelto ahora
ya no en una tela blanca y adherente sino en chiffon multicolor que flotará
cuando comiences a recorrer los pasillos, las habitaciones, los lugares más re-
cónditos del edificio, como si los conocieras mejor que el hombre, quien, al
fin, agotado pero feliz, te localizará en un antiguo nicho, en el centro de una
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fuente ubicada en el jardín posterior. El hombre cruzará la pequeña caída de


agua, sin mojarse, y te alcanzará. Finalmente, detrás de una cortina de agua,
detrás de un cristal empañado, tú, Patricia, dejarás que el hombre te abrace y
el consumidor vea desde su asiento los dos cuerpos desnudos, semiborrosos
en la secuencia final mientras una voz, en off, invite a usar la nueva máscara
de maquillaje ABSOLUT, la única que hará de su rostro una misteriosa se-
sión de amor.
Después de la misteriosa sesión de amor, tus compromisos con la Agencia
de Publicidad habrán finalizado, el director te dirá que el trabajo, por esa tar-
de, termina, y tú correrás hacia Henrique que te estará esperando en el cafetín
del Centro Comercial Chacaíto.
Lo verás desde la avenida, viernes 6 y 15 p.m., mientras el laberinto de ca-
rros que comience a poblar Sabana Grande te retrase el encuentro. Vendrás,
claro, desde el este, desde tu apartamento, por tanto doblarás hacia la derecha
para entrar al sótano del estacionamiento y subirás por la pequeña escalera al
lado de la discoteca hasta salir a la planta baja.
Henrique se sentirá feliz viéndote llegar, bella entre tu conjunto de hotpants
que todavía no estarán de moda, pero tú como modelo tendrás que ser de la
vanguardia, lo sabes, aun en el color amarillo durazno, aun en las trabillas,
tus senos libres debajo de la franela y Henrique que se levanta y te abraza. Te
quitarás los lentes poligonales y los dejarás caer sobre la mesa, con desgano,
te echarás hacia atrás sobre la silla y antes de cenar para ir a la fiesta donde
Arle, le sonreirás a tu propio rostro, Patricia, que desde el pequeño receptor de
televisión, detrás, sobre la estantería del café, invitará en genérico a encender
otro cigarrillo.
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ALTAGRACIA Y OTRAS COSAS


(Donde el fantasma de El Gato cuenta su historia)

Sólo que en el momento en que el tipo arrancó y yo caí por el empujón de la


puerta, Carelapa, que venía por el otro lado del carro, por la puerta de atrás,
de modo que el tipo no podía verlo, mejor dicho: ni a él ni a Eligió, que
venía era por la puerta delantera, Carelapa, digo, le disparó dos veces con la
automática.
Pude ver al tipo desde el suelo porque la puerta del lado del volante había
quedado abierta, a pesar del coñazo que me había tumbado: el tipo se dobló
hacia adelante, y cayó sobre la corneta, lo digo porque enseguida comenzó el
pito cuando el carro chocó contra el Buick que estaba atravesado en la otra
fila, en la del centro. Claro que no lo pude ver sino oír, pero lo más que podía
pensar era que el tipo había templado el cacho. Entonces les dije a Carelapa
y a Eligió que nos fuéramos: ahí no teníamos un carajo que hacer. Después
vimos que la vaina salió en los periódicos de otra manera, y tuvimos suerte:
al Nacional de Descuento lo limpiaron ese día y la PTJ mezcló las dos cosas.
Pero lo que quiero que te des cuenta es que tiradas de ese tipo no las puedes
tú ver ni calcular.
Claro que Carelapa pifió porque él no tenía por qué tener la pistola afue-
ra, tenía que sacarla era cuando estuviéramos dentro del carro, porque el
único que podía sacarla mientras estuviéramos afuera era yo; pero qué quie-
res tú, el loquito creyó que me hacía un favor, a lo mejor hasta se figuró que
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el tipo me había aplastado del otro lado, por qué no, y en un momento de
esos qué se va a aguantar uno a pensar. Sacó la fuca y lo quemó. Pendejadas
del tipo, también, qué le costaba aflojarnos la rufa si se la íbamos a devol-
ver igualita. Además, nosotros no estábamos al tanto de figurarnos que no
andaba armado. Yo de todos modos amonesté a Carelapa después, tú sabes,
para no perder la jefatura, pero en el fondo le estoy agradecido. Para otra
vuelta ya no nos vuelve a ocurrir.
Es la única vez que hemos fallado en la vaina de levantar la máquina,
loquito. Menos mal que teníamos precisado el cafecito del tipo que estaba
vigilando, el del otro estacionamiento, porque donde estaba el tipo nuestro
no había vigilancia; de todos modos la fuca, por más que sea, se oye: les
dije que nos dispersáramos. Yo cogí por los lados de la puerta principal, me
compré el periódico en el puesto que está a la salidita y me fui a pasoeleón
por Los Ilustres arriba. Eligió se metió por los lados de la escalera del edi-
ficio de la biblioteca y fue a salir al rectorado, y Carelapa, que era el más
chorreado de todos, se fue por los lados de farmacia para salir por la puerta
de Las Acacias y coger hacia arriba, hacia el cerro de la televisora, que tú
sabes que da fácil para La Charneca.
Era la única vez que habíamos pelado, ¡francamente!, ¡levantando la rufa!
Después contaste otras cosas, y tu cara se iba iluminando con una luz que
ya te daba para el resto del cuerpo, mientras pensabas que Eligió podría
estar escuchándote, en algún lugar, en el recuerdo, desde el fondo de una
lluvia; como mucho antes, como cuando esa luz que ahora es tuya y que
posees era escasa, porque los árboles demasiado altos, incluso para ti que
eras del interior, los árboles demasiado altos la ocultaban por días enteros,
de modo que a veces pasaban meses sin que pudiera verse sol, lo que se
llama sol; y cada vez que el follaje apenas permitía que pasara un chorro,
todo el mundo, todos los hombres y mujeres de la columna, se lanzaban
para ver si se sacaban un poco de humedad, que hasta olían ya a corteza
vieja y mojada.
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Te acostumbraste entonces, Gato, a ese otro cielo bajo que forman las copas
de los árboles, y te bastaba, estabas seguro entonces que aquello te bastaba:
aquel cielo bajo los pies hinchados, y el sonido de la lluvia sobre el plástico
portátil, y el olor rancio y extraño de la cobija que no era más que otra forma
cotidiana del aire, respirable también; todo eso te bastaba para entender que
si alguna vez había existido para ti algo parecido al marxismo, eso se había
quedado con las charlas del profesor del Liceo de Altagracia, en los bancos
del patio, o tal vez después, en Caracas, en las reuniones cerca de la placita
Cristo Rey, con las chamitas de la célula del 23 de Enero y las clases de quí-
mica para explosivos y la técnica del manejo y mantenimiento de armas o las
discusiones en los círculos de estudio sobre el manual de Kusinen o el libro
de Politzer; o tal vez en tu primera acción o en tu primera toma de barrio,
cuando te perdiste con Clarita, por los lados de la antigua estación de Caño
Amarillo, tal vez allí quedaron el viejito Marx y Lenin y los folletos de Mao
y todo lo demás, porque después, en la montaña, y dime si es mentira, en la
montaña cuándo te quedaba un tiempito, cuándo te quedaba un lugarcito
despejado en el cerebro para acordarte del materialismo histórico y las leyes
de la dialéctica. Cuándo en aquellas, en estas noches de la sierra con esta llu-
via que cala demasiado, y se te hace insoportable, porque, como contaste en
aquella fiesta, mucho después, en Caracas, como contaste o pudiste contar en
la fiesta de Arle, frente a Ernesto, cuando tu muerte encarnaba todavía una
pesadilla irrealizable, esta noche no sabes a quién se le ha ocurrido poner en
la guardia al idiota de Juan de Dios, no sabes a quién carajo pudo habérsele
ocurrido la tal idea. Pero cómo ibas a protestarla: allá estaba Juan de Dios,
apenas con su chopo, apenas con su pobre cabeza que apenas había pensado
en toda su viscosa vida, allá estaba vigilando la entrada, camino abajo, apenas
con su chopo y ustedes que estaban en cerco.
Ya se sabe que está mal dormir sin las botas puestas, pero tú, quién aguanta
esta vaina, y te las quitas, y, ¿recuerdas?, tú que te las quitas y los pies que te
hacen pruff y se te hinchan de golpe, y que te quedas viéndote los pies o más
28 C arlos N oguera

bien las costras y las llagas que, y esto lo dice el comandante, son la carta de
presentación de un guerrillero; las llagas que te brotaban en todos los sitios
de la piel, tú que te le quedas viendo y que te duermes y la comisión de la
Digepol que les cae encima, saliendo de detrás de las piedras, del lado oscuro
del caño, montaña abajo, nacidos y criados en la oscuridad, desde siempre. Tú
no quisiste correr al principio porque, y esto lo entiende cualquiera que haya
caminado tres semanas prácticamente sin dormir, cuando te despertaste, en
lugar de percibir el ataque creíste que soñabas que estaban siendo atacados.
Pero era de verdad, quiero decir: el ataque. Y para qué ibas a lamentar luego
lo de las botas, para qué ibas a maldecir la hinchazón de los pies y a mentar-
te la madre por no dormir con las botas puestas, por desobedecer un regla-
mento elemental; para qué ibas a desear ahora estar muerto y no escapando
y para qué ibas a preguntarte dónde carajo estaban los demás. Confórmate
con tocarte vivo, que menos mal que la fogata que habían encendido, por-
que habían encendido una fogata, menos mal que ya estaba apagada para el
momento del ataque. Confórmate con saber que ahora estás lejos del fuego
enemigo, como decían los programitas de televisión del canal cuatro, y como
te decían después en los entrenamientos, fuera del alcance del fuego enemigo.
Confórmate con saber que estás lejos y puedes salir, con un poquito de suerte
hasta Acarigua, y, con otro poquito, hasta Valencia. Confórmate con haberte
encontrado de compañero a Pereira, que a pesar del pleito por el sobrado, y
quién es el que no ha peleado por el sobrado, a pesar de eso es un tipo bueno,
como lo demuestra el hecho de haberse quitado una de sus botas para dártela,
y luego alternar la pierna con la cual tenían que ir cojeando, un rato la dere-
cha calzada y la izquierda no, un rato la izquierda calzada y la derecha no y
así. Qué importa que después haya cantado, el Pereira cantante es un Pereira
posterior, no éste de ahorita que comparte contigo las sardinas y las galletas
rancias, y ha tenido la suerte de haber arrastrado hasta con una cantimplora,
que ahora vale más que un Fal, que una zetaká, que una lúguer, que un eme-
uno, que todas las armas juntas.
H istorias de 
 la C alle L incoln 29

Y quién iba a pensarlo, que sólo ahora, cuando yo aquí, en Caracas, cuatro
años más tarde, escribo lo de las armas, es cuando tú te das cuenta, allá en
las serranías de Lara, de Trujillo, de Portuguesa, cuatro años antes, mientras
caminas o haces que caminas, intercambiando de cuando en cuando con Pe-
reira, para no terminar de desangrarte un pie, es cuando te das cuenta y dices:
—Coño, ahora que dices emeuno: no tenemos armas.
—Yo no he dicho nada de emeuno —te contesta Pereira. Pensando quizás
que a ti te empezaban a afectar la caminata y el hambre y la certidumbre de
que estaban perdidos de bola a bola.
—Qué carajo importa eso ahorita —es decir, así siguió diciendo: que no
encontremos la carretera a ver si lo vamos a contar después.
Rápidamente, pero demasiado rápidamente tuvieron que improvisar lo del
pueblo y lo de la caza y lo de que eran primos y lo de que si no puede pararnos
una colita para llegar a Acarigua, estamos extraviados, Pereira, con una voz
que daba risa.
Imprevisión, diría el comandante, pero en esas condiciones quién iba a pen-
sar en la coartada, quién; y quién iba a pensar que detrás de la curvita, bajando
por la carretera que por fin habían encontrado, bajando, estaba el puente y la
alcabala móvil.
Solamente a dos piltrafas desesperadas, como eran ustedes en aquellos mo-
mentos, se les podía ocurrir que en la alcabala se iban a comer el cuento de
la caza, pero qué vamos a hacer. Así que te acercaste con aquella camisita
que apenas te cerraba más arriba del ombligo, la que te había regalado la del
ranchito, y con tus pantalones que parecían unos shorts bahamas venidos a
menos, de un interesante tono grisáceo, y con tu sonrisita que era la única que
te quedaba; y entonces fue que Pereira le dijo lo de la colita al que estaba con
la tomson en la mano y con aquella cachuchita de beisbolero que de golpe te
hizo pensar, cosa rara, que no estabas allí sino en el campo del Níspero, del
otro lado del río, en Altagracia, y que el de la tomson no era el de la tomson
30 C arlos N oguera

sino Taparepús o Dos Cabezas o quizás Carerrodilla y que la partida de pelota


estaba a punto de comenzar, diez años antes.
Sólo que en lugar de decir pleibooool. Dos Cabezas se quitó a medias la
gorrita para saludar coquetamente, y dijo:
—Claro que sí, muñecos, si los estábamos esperando. ¡Rafael! Aquí están
dos que quieren la colita para la ciudad, guárdales dos puesticos.
Y claro que les dieron la colita, pero no para Acarigua: los llevaron a Co-
mando para que hablarán porque Pereira se había dejado pescar las “Pregun-
tas de un Guerrillero” y dos absurdas listas de provisiones. Pero eso no era
nada mientras no los llevaran como baquianos de vuelta a la Sierra, porque
entonces sí que no había nada que hacer: si no cantaban, los fusilaban los
de la Digepol, montaña adentro, que era lo más probable; y si cantaban, los
dejaban para que el resto de la columna, que en algún lado debía estar, los
liquidara.
A la mañana del día siguiente los levantaron temprano, les tiraron dos pa-
nes para el desayuno y dos yuntas de alpargatas porque los pies no les cabían
en las botas. Tú empezabas a aliviarte algo a pesar de los culatazos antes de
subir al yip, en parte porque casi todo el tiempo te quedabas dormido sobre
los digepoles y en parte porque comenzabas a pensar que habías llegado un
poco al Regadero.
Te alebrestaste, sin embargo, cuando el digepol bajó en la alcabala del
ejército:
—Los llevamos de baquianos —dijo, y tú te imaginaste la sonrisita, aunque
no pudiste verla. Y al lado de imaginarte la sonrisita, sin querer, te llevaste las
manos a las bolas y te acordaste que precisamente eran las bolas, además de las
orejas, las que cortaban los de la Digepol antes del fusilamiento.
Buena prenda me voy a chupar, pensaste, y te pusiste tan triste que ni ha-
blar, porque ibas a quedar muy ridículo sin orejas, sin bolas, sin nada. No era
una forma de morir.
H istorias de 
 la C alle L incoln 31

Pereira también lo sabía y tú no decidiste si alegrarte o arrecharte o meterle


uno en la quijada, cuando empezó a cantar, tranquilamente empezó a cantar.
Después y no en ese momento fue cuando te diste cuenta por qué le decían
“ojitos” a Pereira. Después, cuando los bajaron porque esperaban que tú can-
taras más tarde, después, cuando pusieron a Pereira a comer delante tuyo, sus
jugocitos bistecs, sus purecitos de papa, sus huevitos fritos, como premio por
las altas notas emitidas en la scala improvisada, quién lo iba a decir, en una
apartadísima falda de la sierra y no en Milán, su vasito de leche, sus juguitos,
hijoeputa, fue que le dijiste, y claro que le echaste un gargajazo en la cara, des-
pués, digo, fue que recordaste que antes, cuando había comenzado a cantar,
había abierto los ojos de tal manera que tú apenas alcanzaste a pensar éste lo
que está es tostao, y toda la cara casi que se le vuelve un par de ojos, “ojitos”,
pensaste después, cuando lo escupiste. Debe ser el miedo, qué carajo.
Si no quieres recordar las torturas, no importa, no las recuerdes, esas cosas
pueden interesarles tal vez a tipos como Luis, que no han pasado por eso.
Pero tú sabes que fue lo peor. Si es que te dejaron memoria para recordarlo, si
es que en alguna parte del cerebro te quedó un sitio limpio para memorar, si
es que esas cosas pueden formar parte de algo que pueda llamarse un pasado
rescatable. Recuerdas, sí, los desmayos repetidos después de las sesiones de
interrogatorio, los sueños que involuntariamente acudían y tú volvías a verte
en el pozo del vigía, lanzándote de chuzo desde el saliente más elevado de la
barranca y ganabas la competencia, y volvías a lanzarte allá, tiempo atrás en la
realidad para caer sobre la limpia superficie que reflejaba las copas verdes de
los árboles, y más acá en el tiempo caías boca abajo, pisoteado, habla hijoe-
lagranputa, y volvías y esta vez no caías porque no estabas en el espacio real,
ni en la vida, y te elevabas por el aire, arriba, alto entre las nubes y sólo veías
luces y colores.
Lo cierto es que nadie puede decir que hablaste. Y, después de la fuga, para
qué ibas a cogerla contra Pereira, sólo te quedaba advertirles a los otros, en
cada cárcel donde te encerraban, que Pereira había hablado, porque había
32 C arlos N oguera

que cuidar también de ellos, los que quedaban arriba. Ni siquiera después, la
segunda vez que bajaste, cuando pudiste verlo en Acarigua, desde el autobús,
quisiste hacerle nada, ya lo sé.
Lo del estacionamiento fue suficiente para que Eligió nos dejara. Mejor
así, es un tipo sin cojones, realmente. Carelapa sí siguió conmigo, hasta me
acompañó cuando fuimos a esperar a Eligió para quitarle la automática. Qué
quieres, yo mismo se la había regalado. Esa vez fuimos con César y Delgado.
Los mismos que estaban esta tarde. Mejor dicho: César; porque Delgado no
se pudo acoplar a la forma como yo repartía la vaina entre los nuevos. César
sí, porque César es un tipo distinto, hasta camaradas nos llama todavía, y sabe
que nuevo es nuevo porque lo tuvo que aprender en la base antes de subir al
aparato y meterse en la pomada: es un tipo.
Carelapa, él, El Bachaco y yo éramos los que estábamos esta tarde. Levan-
tamos las rufas como una hora antes, los tipos se cagan mucho porque noso-
tros, por empeño de César que sigue respetando al partido a pesar de que ya
va para dos años que lo expulsaron, ya no nos identificamos como revolucio-
narios cuando encañonamos, esto nos perjudica porque la gente ya sabe que
los extremistas devuelven los carros, cosa que no hacen los choros, pero qué le
vamos a hacer. Decía que una hora antes levantamos la máquina, así que a las
tres ya estábamos en Bello Monte. Yo no me explico: la vaina iba como siem-
pre, sobre rieles; debe haber sido un descuido de El Bachaco, que es un poco
ido de la onda, puede haber sido un descuido mío cuando iba a encañonar
al gerente, puede haber sido culpa del mismo César que era el encargado de
vigilar la parte izquierda, donde está Información, quién coño sabe. Lo que
recuerdo es que de golpe, desde atrás del letrerito del escritorio de Informa-
ción un coñoemadre que yo no sé de dónde salió empieza a disparar: solté
una ráfaga porque los demás no llevaban sino cortas, pensé que quien tenía
que responder era yo, o no pensé, qué carajo, disparé; pero el tipo estaba más
allá, detrás del mostrador de mosaico, donde hacen las conformaciones, y ahí
ya qué le iba a dar.
H istorias de 
 la C alle L incoln 33

Lo demás, Gato, sólo creíste verlo después que estabas en el suelo pulido,
brillante y satinado como una alfombra de plástico, y tú en el centro, y todo
aquel manchón rojo debajo, alrededor, encima de ti, Gato.
Lo demás no lo vi sino después, cuando estaba muerto, vi a Migdalia desde
el suelo del banco: bañadita y bella venía de vuelta de la escuela, caminando
a un metro por encima de la acera, en el aire. Dejé los libros en la reja de una
ventana, escribí un papelito rápido y se lo zumbé, sólo que no pude ver si lo
recogía porque, cosa rara, en Altagracia que no hay neblina nunca, y aquella
tarde que baja la neblina y lo pone todo blanco, como de vidrio.
Migdalia y el gerente del banco apartaron unas matas de chaparro y se in-
clinaron sobre ti para verte el rostro por última vez.
34 C arlos N oguera
H istorias de 
 la C alle L incoln 35

CITA EN CARNABY
(O: una historia sobre Graciela)

Te ocurrirá algo extraño cuando leas el periódico, Ñato, cuando ya creas que
te espera un sábado monótono sin ninguna otra cosa que hacer como no sea
llevar el carro al autolavado expreso, leerás en la página de sucesos, a cinco
columnas con entrevistas a los funcionarios implicados y un comunicado de
Relaciones Interiores que tampoco te aclarará demasiado las cosas, leerás esa
noticia que te dejará frío y no te permitirá terminar con el desayuno, lo recor-
darás más tarde durante el día, cuando sientas una y otra vez regresar al sabor
agrio y espeso del jugo de naranja.
Pensarás que no te queda más remedio que admitir que se trata de Graciela,
y te dolerá esa forma anónima de morir, o mejor: te dolerá admitir que haya
muerto, no importa la forma; pero más tarde sentirás un odio oscuro contra
todo y leerás y releerás la noticia hasta aprenderte de memoria el texto mal
escrito y los detalles borrosos de las fotografías.
Recordarás nuevamente cuántas veces se lo advertiste y nuevamente no
podrás, te costará entender por qué Graciela, por qué precisamente Gracie-
lita tan vital ella, tan ajena en el fondo a todas esas motivaciones ideológicas
y complicaciones revolucionarias que decía defender, por qué precisamente
Graciela, yo que se lo dije tanto, tanto, por qué muerta ahora en un pue-
blo casi anónimo, estéril, unida furtivamente a un grupo que nunca llegó a
comprender, lo sé, atada sólo por encuentros fortuitos y aventuras comunes,
36 C arlos N oguera

dirás. Claro que la noticia no aclararía nunca que se trata de Graciela, pero sa-
bes que tú no dudarás en establecer coincidencias: reconstruirás los horarios,
creerás recordar palabras, diálogos al azar que te llevarán a ella, recordarás que
hoy, precisamente, debía estar de vuelta y aguardarás su llamada o llamarás tú,
Ñato, cada hora temblando, esperando encontrarla siempre.
Lo lamentarás mucho. Ñato, lo sabemos, y volverás a verla tal como era,
elegante, con sus adorables piernas maquilladas y dulces, flotando debajo de
la minifalda color mostaza, y su sonrisa totalmente amplia de crema dental y
más arriba los lentes redondos, amplios, sosteniéndose en la punta de la nariz
con un equilibrio imposible, y detrás los ojos sonrientes siempre y más arriba
las hebras rubias; la verás salir nuevamente corriendo decidida, casi a cámara
lenta, como corren las muchachas en los comerciales de la TV, casi así, casi,
sintiéndose increíblemente bella y segura, como sólo puede estarlo una que se
haya criado en tu ambiente, dulcemente protegida desde nena, desde nenita
cultivada para los mejores paladares, pensarás esto cuanto leas la noticia, o tal
vez más adelante porque seguro que uno no piensa eso cuando le participan
la muerte de una amiga, por buena que esté. Pensarás más adelante, y vol-
verás a verla, descansada dentro del deportivo blanco, sin capota, con aquel
tremendo pique al arrancar, y la polvareda que levantaba cuando le aplicaba la
sobremarcha desde el encendido mismo, con los ocho en V a todo dar, que si
uno quedaba atrás apenas podía mirar la amplia cabellera rubia, cuando la ne-
blina amarilla se esparcía y el escape libre nos indicaba dónde iba la liebre, 300
metros más adelante, con el reproductor de doce vatios a full y los guantes de
cuero perforado y la manita inquieta, inquietándose y tamborileando sobre la
consola, a la derecha; o arreglando el retrovisor externo para coquetear o estar
lista para hacerlo desde todos los ángulos posibles; debes usarlos, campana,
nené, y con talle Saint-Tropez, bien bajo, nada de pana, la pana no es para la
playa, y por favor, también blancos, digo los zapatos, ¿quieres?
¡Ah, Graciela, que te empeñabas en vestirme! Debiste dedicarte a la alta
costura y no a jugar a la guerrillera, eso no te dejará nada, ya te lo decía yo
H istorias de 
 la C alle L incoln 37

desde que te empeñaste en cursar en la Central, no por estar de acuerdo con


los viejos, lo sabes bien, porque tampoco la cosa era para sacarte para grin-
golandia como ellos querían, pero sí que olíamos algo raro, presentimientos,
¿no?, de modo que cuando empezaste a cambiar, a tener amigos extraños, a
embarcarnos a nosotros los de tu pata por una reunión de grupo de estudio,
¿te acuerdas?, esto va a terminar mal, es una lástima, fue lo que pensé, te soy
sincero: eso fue lo que pensé aunque nunca quise decírtelo, ¿para qué?, no
era cuestión de estarte contrariando, pero yo lo de los grupos de estudio lo
conocía bien porque algo parecido le pasó a Santi, ¿recuerdas a Santi, el de
Altamira? A Santiago también lo embarcaron en lo de los grupos y ya estaba
casi convencido, te lo juro, pero la familia lo cachó a tiempo y lo hizo saltar
el charco: mejor hippie que traidor a su clase, como dirías tú, ahorita se está
dando la gran vida en Londres. Dirás que son distintos: él es Santiago y tú eres
Graciela, pero muñeca, él está vivo y tú quizás no.
Sí, Gracielita, desde que te embarcaste en eso de la Central, lo presentí.
Tarados también que estaban tus viejos: por supuesto que eras la heredera
única, pero de cuándo acá tú haciendo sondeos de opinión entre los obre-
ros de la fábrica y pidiéndole al puré que te dejara trabajar con ellos y que
para comenzar desde abajo; ¿desde abajo? ¡miqui! Claro que pasando por las
alfombras hasta las selladoras, desde los pisapapeles hasta los montacargas,
todo, absolutamente todo sería un día tuyo, como te decía el viejo, pero una
cosa es la responsabilidad de una mujer madura y otra un jueguito como el
que tú pretendías, muñeca.
Pero claro: no estaré pensando estas pendejadas cuando me llegue la noticia
definitiva. No sería la ocasión de reprocharle nada, porque de nada valdría y
porque creo que lo hice en su momento, cuando debía hacerlo. No, muñeca,
ya sé que querías vivir a tu manera y que los ayudabas a tu manera: faltaban
mujeres en el equipo, como quien dice. Tu aire de turista elegante, de niña
bien, les venía de perlas, lo sabías, pero no lograré entender nunca a qué tanto
riesgo y tanta movida misteriosa que ya me tenían la piedra afuera, te lo juro.
38 C arlos N oguera

Me hubiera gustado verte en el agite aquél cuando pasaron las armas apro-
vechando el Carnaval Turístico de Carúpano y usando aquella monstruosa
peluca pelirroja que compraste en Sabana Grande a pesar de mis protestas; es
un peluquín de puta, muñeca, no botes la plata en eso; y tú: tienes que vivir
todavía, Nato, no sabes, no sabes para qué es; y yo sí que lo sabía o lo sospe-
chaba; y luego: si te lo digo te mueeeeres, con tu sonsonete así, toda coqueta
así, toda volteando la boquita porque sabías que con eso estaba listo y nada
podía hacer y estaba listo. Me hubiera gustado verles las caras también a los
tipos de las alcabalas móviles, porque segurito que los volvías mantequilla,
agitando las pestañas postizas y dándoles picón con la blusa transparente y
picándoles el ojo, y así claro, así qué carajo te iban a estar registrando, les pro-
vocaría registrarte a ti, pero al carro, nones.
¡Correaje! ¡Tú sí que las tenías, Gracielita! Correaje para qué, si aquí llega
la revolución a la primerita que fusilan es a ti, te lo dije una vez en la Eva, ¿te
acuerdas?, y tú vuelta con lo de Ñato no entiendes y dale con no entiendes,
y vamos a meterle al surf y vamos con velocidad porque un día de estos a lo
mejor me tiemplan de verdad y no lo vamos a contar; en la Eva, ¿rimemba?, y
te sonreías y ya no querías escuchar más nada sino meterle al whisky y al soul
y qué bella tu camisa, deberías regalármela, al discjockey, para levantarlo tam-
bién y para que siguiera poniendo toda la noche la música que a ti te viniera
en gana y yo ¿qué podía hacer?
Lo único que podías hacer aquella noche, si es que alguna vez ocurrió,
Ñato, era tratar de observarla, tal vez algún día necesitarías de ese recuerdo;
observa cómo quiebra su cuerpo mientras baila, la luz intermitente que bro-
ta a través de la trama cinética colocada delante del reflector; lentos movi-
mientos desplegados a conciencia, como si estuviera acariciando a un felino,
como si ella misma fuera de verdad un felino: tenso de pronto cada músculo
del cuerpo, levantando con cansancio las manos, los brazos haciendo mo-
lino a uno y otro lado del talle, por encima de la cabeza y a los lados, y el
increíble movimiento de las caderas, míralas, Ñato, alguna vez viste quizás un
H istorias de 
 la C alle L incoln 39

movimiento igual, aunque menos espasmódico, menos violento, por supues-


to, en las viejas películas con imágenes de árabes imposibles echados sobre
cojines multicolores, mullidos, mientras en el centro bailan la favorita y el
cuerpo de baile, la comitiva y las otras esposas, así, así, tal como hace Graciela
con las caderas, pero más lentamente, con más cadencia, como las hubieras
podido ver también en las antiguas películas mejicanas, si las hubieras visto,
si hubieras tenido una infancia de barrio o de pueblo del interior, qué sé yo,
Meche Barba, María Antonieta Pons, Ninón Sevilla, aunque no hay com-
paración por supuesto, con esta Graciela rítmica Graciela; sonríe, Ñato, no
olvides esa figura fragmentada por las luces cambiantes y la trama de alambres
delante de los reflectores y en la pantalla esa insólita escena de lucha entre
gorilas, y cómo se le ponen brillantes, fosforecentes los dientes, el borde de
los ojos, a Graciela, no a los gorilas; sonríe, Ñato, te dice, hasta tú puedes
lucir con dientes blancos, sí, sonríe, mientras es la luz morada la que cae y la
vuelve brillante, tu camisa, digo, y sus dientes y el borde de los ojos y todas
las parejas que bailan y quedan frente al reflector tienen ahora ojos azules,
latinos con trasplantes nórdicos, fue lo que pensaste aunque no en este tono
tan sofisticado, ¿eh, Nato?, y no te sientes que ahora es cuando, esa rumba
flamenca no me la pierdo, me muero, me privo, etc., te dice, no me la pierdo
y tú sales a bailar, ¿quién no?, mientras observas y sientes un pequeño estre-
mecimiento que te sube por la columna, observas cómo mientras su cuerpo
copia el ritmo Peret sus manos están ahora sobre los muslos, y suben y bajan
lentas desde la cadera hasta la mitad del muslo, no te vayas a desmayar que la
pones, no, por suerte es sólo un momento, y tú piensas que te insinúa, digo
yo, pero es sólo un momento, porque por fortuna las subes de nuevo y dale a
hacer castañuelas con las palmas sobre la cabeza y dale a zapatear, no querido,
sobre las alfombras no, te estás saliendo, te decía, te dice Graciela, porque de
verdad que estás pataleando fuera de la pista, así no se oye el taconeo, te dice,
cuando estemos, pero no sigue hablándote, no termina, para qué si ahora lo
que importa es meterle a Peret y a los cuerpos y a las luces, y todos los colores
40 C arlos N oguera

de esta y otras noches similares, interminables, anteriores, y toda la ebriedad


de todos esos cuerpos tocándose y rozándose y tratando de conocerse sin
lograrlo totalmente pero haciendo como si, haciendo como si en este gran
dirigible, como diría el chino, con aire acondicionado, en este gran dirigible
se estableciera de una vez y para siempre la comunidad definitiva que de otra
manera, afuera, en el mundo externo, resultaría insólita, imposible; pero a ti
no es que te descomponga ese lenguaje de los gestos, las pequeñas mímicas y
los quejidos guturales, no es que estés fuera del frenesí, es que estás por mo-
mentos demasiado en el fondo de Graciela como para permitir ninguna otra
expresión, ninguna otra guarida; mírala. Ñato, porque alguna vez necesitarás
este recuerdo, llénate de ella, llénate, llena tu pupila de ese traje de chiffon y su
extraño color de humo, que flota hasta el suelo, ondulante, ceñido levemente
a nivel de la cintura, con ese cuello amplio, blanquísimo, casi imaginario que
cierra el escote y contrasta con el resto de las transparencias y la hace tan cole-
giala, tan niña, tan inocente, dime cómo era que te chupabas el dedo, nena,
cuando estabas pequeña, anda, dime cómo era y ella que para qué te iba a
complacer, y se le disgustaba el ceño e inmediatamente para seguirte fregan-
do, subía la naricita ya sabes cómo y decía no, mejor dicho: hacía no con la
cabeza y los rizos aislados que le caían, que le caen, artificiales, delante de cada
oreja, le llegan hasta los ojos, y le resbalan por las mejillas y por momentos se
le quedan a mitad de camino, adheridas sus hebras amarillas al leve sudor y al
leve rubor que ha quedado después del surf y tú te diluyes en el fondo de la
corriente de aire acondicionado, en el fondo de todas las visiones, en el fondo
del vaso que ella lleva ahora hasta los labios, sonriendo, mientras en la panta-
lla, el gorila mayor liquida, con un último zarpazo, al gorila menor.
Se supone, según la versión que el Ñato espera, que tú, Graciela, habrías
salido tres días antes, al atardecer y justo después de haberte citado con él en
la heladería. No habrías podido comer el helado de vainilla a causa del ner-
viosismo y te habrías subido y bajado los lentes sobre la nariz con un temblor
convulsivo, esto te ocurriría siempre. Habrías repasado y construido cada uno
H istorias de 
 la C alle L incoln 41

de los pasos que darías en las próximas horas y tal vez por eso no habrías escu-
chado la conversación y tal vez por eso el Ñato se habría disgustado y la cita
cerraría con un chao frío que no pronosticaba nada bueno.
Se supone que realizaste los contactos a las seis y que no confundiste el color
del traje que te esperaba ni olvidaste que era Life y no Élite la revista que el
muchacho vestido de marrón debía llevar debajo del brazo cuando estuviera
frente al parquecito Colón, que no hubo problemas en recogerlo, a las seis,
repito, ni en trasladarlo a donde iban a realizar el contacto definitivo, siempre
yendo tú al frente del volante y manejando con una parsimonia increíble en
ti, con un respeto increíble en ti, acostumbrada como estabas a volar en tu
bólido blanco de doble carburación. Aunque esta vez, es cierto, no se trataba
de un bólido, sino de una máquina pesada que tú no estabas acostumbrada
a conducir, más pesada todavía a causa del “relleno” que le habrían metido.
Se supone que este relleno, o la conciencia que tenías de él, te produjo lo que
siempre te producía un arma en estas condiciones: la mano que te apretaba el
estómago, el sudor frío alternándose en tu rostro con un calor desmesurado,
el dolorcito de cabeza que no acababa de aparecer ni acababa de irse a pesar
de los commel y los beserol y los tranquilizantes y sabías que era por eso que
no te dejaron nunca manejar ni la más pequeña pistolita; y —qué ibas a ha-
cer— volviste, o se supone que volviste, a recordar cuando te hablaron por
primera vez de las balas dumdum, y lo que podían producir al entrar y cómo
se desplazaban antes y después de penetrar en el cuerpo y todo aquello de la
pequeña cámara de aire y el huequito y cómo era que el huequito ayudaba a
la explosión y cómo fue que te sentiste tan mal que hasta ganas de vomitar
te dieron y tuviste que meter el cuento de la indigestión porque si no hasta
ahí iba a llegar todo, allí sí que te cortarían, y tuviste que ir al baño, y en el
baño lloraste pero de la arrechera que te producía el sentirte tan débil, tú que
te habrías creído siempre tan bien cuidada, tan deportista tú, tan ágil, tuviste
que llorar. Se supone que tus compañeros trataron de distraerte durante el
trayecto y que la peluca rojiza, que ya sabemos que habrías comprado en
42 C arlos N oguera

Sabana Grande porque el Ñato ya lo dijo, no se te rodó ni te causó problemas;


es más, que hasta en los cruces de las alcabalas móviles mantuviste serenidad y
pudiste ejercer tu alegría y coquetear sin exageraciones, sin desplantes histéri-
cos ni sospechosos, que hasta el momento del reventón del caucho te portaste
a la altura.
Se supone que fue en el extremo del correaje, ya en el pueblo, donde se pre-
sentaron las dificultades, donde los del SIFA habrían estado esperándolos por
uno de esos azares y de esas sopladas que siempre pueden ocurrir y el moreno
que iba, o iría, en el asiento trasero del carro que conducías se habría dado
cuenta, justo después que hay que estar mosca, había dicho, y luego habría
contado el chiste de la mosca y hasta tú lo habrías celebrado, tú, Gracielita,
que ya estabas a punto, en el extremo de la tensión y te reías más con una
contorsión que con una risa de verdad; el moreno, digo, se habría dado cuen-
ta y habría olido bien a una distancia suficiente como para intentar todavía
escapar aunque ya no tuviera sentido alguno; se supone que todo esto habría
ocurrido y que la última en bajar del carro, habrías sido tú, ahora inmóvil casi
porque no te lo esperabas, o sí te lo esperabas pero no querías creerlo, claro,
habrías bajado cuando era una locura ya dar un paso siquiera, pero habrías
corrido de todas formas, para qué pensarlo, para qué y sin pensarlo habrías es-
cuchado detrás el tableteo sordo casi de las metralletas y habrías sentido cómo
un cuerpo ajeno, el tuyo, caía, mientras intuías una última escena yéndose de
ti, fundiéndose con un polvo espeso y amarillento que ya paladeabas, abajo,
tendida en la calle.
¿Aló, Ñato? Claro que soy yo, Graciela, ¿quién iba a ser? ¡Pero qué te pasa!
¡Claro que estoy viva! ¿Aló, aló? Ñato, ¿te sientes mal? ¿Quieres que cuelgue?
Bueno, déjate de estupideces. No, no soy la del periódico, soy Gracielita, tara-
do. No, yo no fui para allá, estuve más lejos, pero no es problema tuyo, nené.
Sí, no fastidies. Todo a las mil maravillas, chévere, estoy completica. ¡Claro
que fui! Si te cuento te mueres, pero nones, nené, nones. ¡Ay Ñato! Vi unas
camisas lila de espanto; sé buenito y vamos a comprarnos dos, ¿quieres? Okey,
H istorias de 
 la C alle L incoln 43

a las cinco. Una para ti y una para mí, unisex, nené, hazme caso, llévate los
pantalones blancos. Sí, en Carnaby. A las cinco. Chao, chaíto.
Colgarás el teléfono, Ñato, y acudirás a la cita. En Carnaby de la calle Lin-
coln se habrán agotado los modelos y Gracielita te arrastrará casi a la sucursal
del Centro Comercial Chacaíto, viernes 6 y 30, se probarán las camisas y
comprarán cuatro y luego, en el cafetín, en una mesa situada al lado de la
que ocuparán Henrique y Patricia —a quienes, claro, no conocerán— Gra-
cielita devorará un club house, se excusará para ir al baño y como siempre, se
escurrirá en su Mustang blanco, sin que tú te enteres, ávida hacia la noche de
Sabana Grande.
44 C arlos N oguera
H istorias de 
 la C alle L incoln 45

LA DULCE LOCURA (II)


(Donde Ernesto esquiva una amenaza)

Qué iba a hacer precisamente a esa hora. Entré a Las Moras a pesar de que
cuando me asomé lo primerito que vi fue a aquel tipito rubio, a quien ya
había visto antes, cuando el escándalo de las botellas en El Jarama, y que se
salvó de vaina sólo porque el otro, que también era marico, puso en marcha
la hermandad después de haber tumbado tres garrafones de vino de cosecha
imprecisa, dos bandejas con rodajas de salchichón, y perforado un cartel de
gran tamaño donde anunciaban a dos de los Girón, creo, y a El Cordobés o
Paco Camino. Nada más para empezar, porque el revolvito, que era un ocho
y medio de cinco tiros, español también para completarla, había quedado rá-
pidamente vacío, para congoja del percutor y del viejo calvo que era el dueño
del arma y el causante de todo el lío, sólo por un problema de apuestas que
ni él ni el otro: el gordo, recordaban ya, porque habían salido al baño alterna-
tivamente en el transcurso de la habladera y qué carajo que se iban a acordar.
Decía que el catirito se había salvado porque Bili di Kid, anciano, puso a
funcionar la hermandad con él, que no tenía nada de vaquero, pero que sí,
por lo que parecía, le gustaba saltar el ruedo y quedar del otro lado, la puso
a funcionar, digo, porque para cuando apareció la justicia vestida de vulgar
transeúnte como cuadra para la ocasión, ya los únicos que quedaban en esce-
na eran el par de viejos (Bili y el otro), el catire, que estaba en una mesita del
fondo leyendo la contraportada de un lomplei del grupo Cridens, Antonio
46 C arlos N oguera

—el dueño del bar o taberna o cantina— y su esposa; quien mientras afuera
a Paco Camino le perforaban el ojo izquierdo, ella preparaba, adentro, en la
cocinita, una ración de callos que me juró eran a la madrileña a pesar de que
ella, la esposa del dueño, era de Oviedo y no de Madrid como Antonio (yo
iba a decirle que me daba igual de dónde cono fueran los callos y que lo único
que quería era comer cuando me acordé, precisamente, de lo que me había
dicho de su padre y de las minas y todo el cuento del Norte y la defensa de
Madrid, que no está en el norte sino en el medio, pero era tan arrecha como
Oviedo, y lo único que pude decirle: “Es cierto, si no son de Oviedo no son
callos”, y ella se fue riendo y yo me di cuenta de que me había equivocado
pero que era lo mismo, al fin y al cabo).
Decía que no era de Madrid como Antonio, y mientras esperaba los callos
de Atizona, de Colorado, de Texas, antes que Bili di Kid comenzara a dispa-
rar, me puse a pensar que la tal española estaba buena, a pesar de todo, y que
me recordaba a alguien, quiero decir, que se parecía a alguien que yo conocía
o recordaba y pensé en un falso retrato de Lucrecia Borgia que había visto una
vez en la biblioteca del liceo, y como los Borgia o Borja eran españoles, en el
fondo no resultaba una locura, a lo mejor Antonio hasta se parecía a César, el
hermanito, pero esa comparación sí que superaba ya mi iconomnemia, como
diría Guaica, porque de César lo único que recordaba era que era Obispo y
que había liquidado al hermano (¿o fue el Papa Alejandro?), de manera que
corté por lo sano y le dije a Antonio: César, manito, por favor, déjate de pen-
dejadas y tráeme otra Cuba Fidel. Sonrió y de bola que me la trajo porque
aunque a los españoles, no sé por qué, o sí sé pero no lo voy a contar ahorita,
a los españoles les saca terriblemente la piedra servir una cuba libre, a Antonio
no, o también pero lo disimula, porque en su tiempo fue un buen camarada,
y uno lo puede joder poniendo a Fidel de adjetivo.
Pero estábamos con lo del catirito y el viejo, resulta que fue en ese mo-
mento, cuando Antonio se fue a servirme el ron, cuando Bili el calvo sacó su
revolvito e impuso la ley en el viejo oeste. Resulta que todos los borrachitos se
H istorias de 
 la C alle L incoln 47

pintaron y resulta que Antonio, que para algo tiene amigos y es comunista,
Catire, me dijo, métete atrás, en la cocina, sabes que a ti te pueden joder; yo
me metí con desgano porque ya la rasca estaba apretando y porque me había
olvidado de los callos y de Lucrecia, que estaban precisamente en la cocina, es-
perándome. Lucrecia estaba asustada y creo que fue por eso que brincó como
una ranita y se me guindó del cuello, y mientras se pegaba contra mí y unas
teticas puntiaguditas se me pegaban contra el pecho, ¡olé!, y unos suspiritos
exhalaban de golpe todo el perfume de todos los versos de García Lorca y de
todas las noches de Andalucía (a pesar de Oviedo, etc.), yo no me la llevé al
río porque aunque no me importaba que no fuera mozuela, realmente no
había tiempo para montarle a Antonio ni siquiera unos cachitos parciales, ni
siquiera unos pitones afeitados, porque cuando íbamos para lo mejor, Lucre-
cia da un gritico y un brinquito y señala hacia el hueco de despacho, el que
comunica la cocina con el bar y, ya lo adivinaron: por el cuadrito se veía al
fondo, en la puerta, la sin par entrada de los funcionarios de la justicia, de
civil, como dije antes.
Claro, entonces fue cuando me chorrié, y pensé que Antonio se la había
comido al mandarme a la cocina. Vi claramente que me estaba comportando
como un cochino y mientras me chorreaba retiré del cuerpo de Lucrecia la
última garra pecadora y me sentí tan mal, tan despreciable, que no se me ocu-
rrió, de golpe, otra cosa que ponerme a pensar en la hermandad, en la justicia
y, ¡cosa rara!, en Mahatma Gandhi y Lenin.
Lo cierto fue que Bili enfundó el humeante cañón y mientras se ajustaba el
tergal, metió la mano derecha, o algo mojado y parecido a eso, en el bolsillo,
“tenga, autoridá”, y le entregó tres carnets, yo los vi con estos ojos azules, a
la comisión del Sherif, como si estuviera entregando una misiva a un esclavo
y no los tres carnets a la policía. Tenga, dijo, y comenzó a tamborilear sobre
el mostrador, más bien sobre los pedazos de salchichón que estaban sobre
el mostrador. A través del huequito de la cocina no se les podía ver la cara a
los esclavos cuando leían las misivas, pero por la sonrisa de satisfacción que
48 C arlos N oguera

ponía el gordo que andaba con el calvo Kid, todo parecía marchar bien para
los amos. Afortunadamente para mí porque cuando los tipos, devolviendo
los carnets, suplicando disculpas, arrastrándose de rodillas ante el calvo y el
gordo, les pidieron la bendición, sollozaron y se arrepintieron, lloraron y se
dieron golpes de pecho, cuando los esclavos después de hacer todo esto se
preparaban a pagarla con Antonio y a requisar al catirito que era el único
que se había quedado en las mesas, y tal vez a entrar en la cocina a echar un
pellizquito a Lucrecia y a rodarme a mí, ¿qué creen que pasó?, que el viejo Bili
de forajido cambió a marico con una velocidad increíble, y cuando vio que la
frágil anatomía del catirito estaba por sufrir las rudezas de los esclavos, se echó
una partida que casi que se cae del taburete de la barra, aunque a medias al-
canzó a realizar una ridícula pirueta de equilibrio y chasquear los dedos desde
el aire, no sin antes picarle un coquetísimo ojo al :atire (no a mí, que estaba en
la cocina, sino al catirito nariquito más blondo que estaba en la mesa pegada
a la pared), y cuando chasqueó los dedos puso una voz mucho más ronca que
la que le habíamos oído hasta ese momento. Dejen a esa señoritinga tran-
quila, compañeros, dijo; y Lucrecia y yo, que habíamos estado viendo desde
el cuadrito de la cocina, nos reímos sin alborotar porque habíamos visto la
picada de ojo que le había echado y lo veíamos ahora, a Bili, cómo se pasaba
la lengua por el labio superior y ponía los ojos entornados viendo hacia otro
lado para que los esclavos no se dieran cuenta.
Cuando ya creíamos que se iba a bajar del taburete a taconear entre las me-
sas, le pegó un grito a Antonio, suspendió para despedir a los de la comisión
que no querían echarse un palo porque andaban precisamente trabajando,
y le dijo a Antonio que sirviera un palo gratis para todos y, por supuesto, al
catirito lo que pidiera.
Como ya se había calmado la ridícula disputa y se había logrado la pacifica-
ción en el Viejo Oeste, Antonio, muy sensatamente, muy conciliadoramente,
muy temerosamente se acogió a la alternativa de servirle a Bili (que de pronto
había decidido cambiar el escocés por el vino) otra botella, es decir, una botella,
H istorias de 
 la C alle L incoln 49

porque era la primera de vino, y prácticamente arrebatarle de un salto el billete


de quinientos que Bili o Nerón, alias el calvo o el amo, le mariposeaba desde lo
alto “para cubrir todos los gastos”, también, por supuesto, incluidos los destro-
zos, las garrafas derramadas, los tubos de salchichón y el ojo de Paco Camino.
Aunque, en verdad, la cuestión de arrancarle el amarillo no fue fácil, porque Ne-
rón lo agitaba furiosamente para que el catirito lo viera bien y no se equivocara.
Nada, que el catirito lo vio, que él invitó al catirito a sentarse, que el catirito se
sentó, que Antonio pudo por fin quitarle el billete de la mano (Antonio aunque
fue comunista, es comerciante, y las cosas no están, precisamente, como para
despreciar 500 hermosos libertadores), que Antonio guardó bien el amarillo y le
dio el vuelto, que yo terminé de comerme (¿o fue entonces cuando comencé?:
tendré que ver lo que dije al comienzo), comencé o terminé de comerme el pla-
to de callos, que Antonio entonces entró a la cocina, que me dijo ¿cagao, catire?,
ya se fueron, no temas; que le dio la mano a Lucrecia; y que yo sentí que menos
mal que no le falté a Antonio con Lucrecia, porque realmente era un tronco de
tipo: si me encanaban ahora, ¿qué coño iba a decirle a los muchachitos de la
exbrigada, que estaba comiendo callos y me rodaron?
Sólo que ya no podía seguir allí, desgraciadamente había terminado de comer
y Nerón, el catirito y el gordo, se habían ido ya danzando dulcemente por las
veredas de la noche y arrancando como desesperados las cayenas del restorán de
la esquina, y cantando algo así como “hay que vivir esta vida, teniéndote cerca
de mí hasta que muera”, creo que por iniciativa del gordo y de Nerón el calvo,
aunque cuando cruzaban la esquina de la Casanova, lo último que vi, fue que el
catirito decía que tenía mucha sensibilidad, y hablaba algo de Los Bitels y de la
música total o de todas las músicas, mientras abrazaba el lomplei que antes esta-
ba leyendo en el bar, antes de comenzar el tiroteo, y que él podía identificarse o
afiliarse o algo así con o ante cualquier tipo de música, inclusive esa que el gordo
y el calvo estaban cantando.
Cuando vi a las tres sílfides danzando tan alegremente no sabía todavía que
luego iba a volver a encontrarlos, más tarde, aquí, en La Moras, donde los he
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encontrado, es decir, allá donde los encontré esa misma noche, más tarde.
Sólo que yo no me fui inmediatamente a Las Moras sino que me quedé en
El Jarama otro rato; primero, porque Antonio me ofreció rematar a puerta
cerrada con un vino que “estaba para lamerse”, así dijo. Segundo, porque me
di cuenta que no sabía realmente el nombre de Lucrecia (la culpa la tenía
Antonio que era ahora cuando la traía para el bar a cocinar, porque estaba sin
ayudante). Tercero, que ya me estaba enratonando y el cuerpo y la cabeza me
pedían otro palo. Cuarto, que no iba a rechazar a Antonio después que me
había salvado del encanamiento. Quinto, que ya la puerta estaba cerrada y no
había peligro de que volvieran los esclavos de Bili. Y sexto, que hay que dejar
tiempo en la narración para que el trío de pendejos que se acaban de ir llegue
a Las Moras antes que yo, puesto que así lo exige la novela, puesto que ya dije,
ante Uds., que los iba a encontrar luego y qué voy a hacer.
De modo que hubo tiempo para celebrar la recuperación de los daños, que,
después de todo, no eran tales sino una gran tajada para Antonio y para Lu-
crecia (¿cómo se llamará Lucrecia?), para acabar otra botella de vino, es decir,
para que Antonio acabara con otra botella de vino (porque fue él quien se la
tomó), para que Lucrecia se dejara tocar las rodillas con las mías por debajo
de la mesa que está precisamente debajo de la cabeza de toro disecada, y para
que Antonio imitara, bailando flamenco, borracho, encima de las mesas, y
mientras Lucrecia y yo aplaudíamos y nos aplaudíamos nuestras rodillas y
nos tocábamos, a los maricos que acababan de salir, o más bien, al calvo Bili,
para que imitara la picada de ojo y los suspiritos. Y no seguí en aquello sen-
cillamente porque Antonio se metió un golpe contra el toro disecado que
estaba colgado de la pared y resbaló y cayó de la mesa y el toro cayó atrás de
él y casi que le clava los cachos y casi que nos pesca a Lucrecia y a mí (a las
rodillas) en el jamoneo. Pero no le ocurrió nada, salvo que la rasca se le pasó
en un setenta por ciento, y tuve que despedirme de él y de Lucrecia; y ellos
tuvieron que despedirse de mí; y Antonio, tal vez recordando que el billete
de 500 del calvo le había salvado la noche, dijo algo como: la flufixia noshhh
H istorias de 
 la C alle L incoln 51

blaggra, que yo oí: la inmundicia nos caga; pero me di cuenta que no era eso,
cuando Lucrecia le dijo:
—Vamoz, amor, sí, la justizia nos paga: pero ahora vamoz nozotroz un
ratito a pagarle a la cama, ¿zi? —Y salió a despedirme a mí hasta la puerta que
tenía la llave pasada por dentro.
Fue cuando le dije:
—Lucrecia, ¿cómo es que tú te llamas?
Y ella me dijo:
—¡Cómo que Lucrezia! —riéndose, gozándose—. ¡Loco!, Mari Carmen es
que me llamo.
Por supuesto, cómo se iba a llamar siendo española, dije. Y me fui silbando,
pero no Los Gavilanes sino aquello que dice: si te quieres casar con la chica
de aquí/ tienes que ir a Madrid a empuñar un fusil. Y de allí pasé a silbar
(quiero decir, iba silbando la música, pero por dentro iba cantando la letra):
si te quieres casar con la chica de aquí/ tienes que ir a Falcón a empuñar un
fusil. Y silbé, también, lo del puente de los franceses, y lo del paso del Ebro,
y lo de si me quieres escribir ya sabes mi paradero, y ya estaba pensando en
el monumento del Valle de los Caídos, cuando me di cuenta que en lugar de
doblar en la calle Real de Sabana Grande hacia arriba, buscando más pelea
porque todavía estaba encarburado y ahora era cuando, había doblado hacia
el lado contrario de manera que ya casi estaba llegando a la Plaza Venezuela,
y ¿qué coño hacía yo allí? ¿Qué coño si ya el Tic-Tac y el Paprika estaban más
enredados que maneto en bajada y no se podía aprovechar, por lo tanto, la
ocasión de seguir hacia arriba, Los Caobos?, me devuelvo por donde mismo
con mi adarga bajo el brazo y me digo que la noche es nínfula todavía.
52 C arlos N oguera
H istorias de 
 la C alle L incoln 53

QUITARLE LA CORONA AL REY


(Donde se da razón de las extrañas motivaciones de Adriana)

Primero lloré mucho, pero fue porque a Mariela se le había caído un ojo,
la bicha esa de Gioconda que se lo sacó porque no le quise dar el yoyo con
piedras brillantes que había cogido en la piñata, ¿y no fui yo la que tuvo que
revolcarse en ese patio tan horrible? ¿Y no fue a mí a la que le arrancaron
el lazo? Y de mi vestido nuevo, ¡prívate! Y la vieja, la mamá de Gioconda,
tienes que dárselo, encanto, tú estás mayorcita, y yo que por qué si me había
costado lo que me había costado y saqué el lazo de la cartera y le dije mire
a cuenta de qué si ella no quiso meterse, y por qué no se metió también si
estaban todos los pichurritos y la única era ella, ay no quiero que me to-
quen, sentada en la mesa de los grandes, dándose esos humos como si fuera
gran cosota, tienes que dárselo encanto, pero entonces cambió, se fue como
arrugando y poniendo una cara toda fea, más tarde mamá me dijo una cosa
que no entendí, pero que debe haber sido una grosería porque tía se puso
brava y le gritó que esas cosas no se deben decir delante de una niña; se puso
histérica esa bruja, eso fue lo que me dijo mamá de la vieja, ¡ah!, porque
cuando yo le dije que no le iba a dar nada y que el yo-yo era mío y todo eso,
ella me dijo que iba a venir el viejo que se roba los niños y me iba a sacar los
ojos, como si creyera en eso, y le zumbé una sonrisita para que le doliera: yo
ya no creo en eso, se lo dije; entonces puso una cara más horrible todavía y
entonces fue que me gritó que si no me los sacaba el viejo me los iba a sacar
54 C arlos N oguera

ella misma en persona, qué lástima Adrianita, tus ojitos tan lindos que te
los vaya a sacar. Yo me hubiera quedado tranquila pero entonces fue cuan-
do pidió el tenedor y yo creí que de verdad me iba a puyar los ojos y salí
corriendo para donde estaba tía Eloísa y le conté todo, y tía que me quiere,
ella dice que la sobrina que más quiere soy yo, y como ella no se casó y no
tuvo hijos, dice que yo soy su hija, y tía entonces le zumbó una mirada que
hubieras visto, daba miedo, y entonces fue que la mamá de Gioconda por
fin me dejó tranquila. En eso nos fuimos a los columpios, porque tú sabes
que en la casa de al lado queda un colegio y todo eso, allí estaba yo muy
tranquila y entonces veo a la Gioconda que empieza con una sonrisita y un
misterio y una paseadera agarrada de manos con otra más chocante que yo
no sé ni de dónde salió, y yo tranquila pero también rara porque no sabía
de qué se reía y yo la conozco. Entonces agarré la cuerda y me fui a saltarla
en la calle, tú sabes, no quería estar cerca de ella, pero yo que me voy con
Luisa y ella que vuelve a pasar, Luisa quería que no le hiciera caso pero me
molestaba que me siguiera y cuis cuis cuis con la otra, hasta que la pesqué
no sé qué cosa de una muñeca nueva y entonces me acordé de Marielita,
tú sabes, yo la había dejado adentro donde estaba la gente grande jugando
barajas, la puse en una silla cerca de mi tía para que alguien la cuidara, me
acordé y me traje a Luisa, esa es capaz de hacer cualquier cosa, vente, y me
la traje para adentro, vamos a sacar a Mariela para un paseíto, porque ya yo
me figuraba, llegamos y muérete que allí estaba mi Marielita, con todo y sus
vestidos acomodados y todo bien, yo alegre, pero cuando la cojo cargada y
la enderezo le veo en la cara ese hueco negro: la bicha esa le había sacado un
ojo a mi Mariela y allí mismo se lo había dado a Pepe, el hermanito, que a
todas estas estaba muy tranquilo en el jardín jugando metra con el ojo de
Mariela. Te lo juro, Paquita, hubiera preferido que me sacaran a mí los ojos
y no a ella, te lo juro.
Nueve años después sientes que es demasiado tierno el lecho y demasiado
dulce el cuerpo que descansa a tu lado, respirando bajo un ritmo lento y
H istorias de 
 la C alle L incoln 55

profundo, es demasiado dulce para permitir que el recuerdo de esa discusión


sin consecuencias, temprano, a mediodía, te estropeé esta increíble tarde de
sábado. Razonas esto y así ya es mejor: estás agotada ligeramente y sientes aun
el frío de las últimas gotas de sudor que se evaporan en tu cuello. Una opor-
tunidad para reconstruir los hechos, dejar que estos últimos días pasen sobre
ti, regresen con esa violencia que tú nunca quisiste permitirles. Sin embargo,
lo único que puedes hacer ahora es recibirlos; de pronto la vasta plenitud que
una vez habías deseado o temido, es tuya, te sientes aficionada poseedora de
un tesoro desconocido cuyo brillo te desconcierta: está allí y todo lo que pue-
des intentar es abandonarte a un contacto porque el esplendor proviene de
todas partes, ineludible, como pequeñas partículas de luz sus matices flotan
en la habitación, yacen al lado tuyo, los respiras, se escurren en tu almohada y
te inundan, atrapándote en esa sensación única que ahora conoces. Te volviste
hacia la pequeña mesa, al borde de la cama, arrastrando las sábanas. Te exigías
cautela, querías que tus movimientos fueran gestos leves, no debías despertar
a tu amante que reposaba a tu lado: prolongabas esa soledad a medias, esa
corta intimidad que te permitía su sueño.
Te vuelves hacia la pequeña mesa, enciendes un cigarrillo y diriges la luz del
fósforo hacia la izquierda: un cuerpo a tu lado. Te produce un estremecimien-
to extraño ese rostro en reposo que te parece desconocido. Vacilas en llamar
audacia a la vibración que te ha traído hasta este sitio: tercera vez que vienes,
pero te luce nuevo porque es ahora cuando lo ves desde la cama, todas esas si-
luetas a medias entrevistas en la penumbra, el closet abierto y tu ropa tendida
en el pequeño puf, apenas iluminado desde el baño.
¿Vas a mirar por la ventana? ¿Vas a quedarte reposando, simplemente,
siguiendo el ritmo pausado de la respiración, a su lado? ¿Vas a bañarte,
sin ganas sólo porque te sientes pegajosa y piensas que hay que apurarse?
Voy a mirar por la ventana. Miraste desde la ventana. Afuera llovía con
una violencia inusitada, imposible de predecir a partir del ruido sordo del
agua que te llegaba a través de los cristales. Tal vez no sería tan tarde como
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habías imaginado: tres pisos más abajo, los faroles todavía apagados de la
avenida concedían la presencia de una penumbra limpia, que diluía en ti
una paz desconocida. Abajo, detrás de los cristales del carro, debía estar
tu paraguas. Su Carro, piensas así en mayúsculas, y te acuerdas y vuelves
a mirar el cuerpo que reposa aún sobre la cama, ajeno a ti, las ropas re-
vueltas apenas cubriéndole el torso y el rostro inexpresivo, quiero decir:
ahora, no una hora antes, no, porque una hora antes este mismo de ahora
era un rostro tierno así, extrañamente convulsionado, hasta el punto que
tú misma llegaste a asustarte, porque estabas todavía iniciándote en estas
cosas y no te acostumbrabas a reconocer la expresión de éxtasis, como
luego te lo dirían, con estas mismas palabras, estos mismísimos labios que
aspiran y expiran contra la almohada, a tres metros de ti.
Ahora, insisto, porque una hora antes giraba alrededor de ti, por en-
cima de ti, a lo largo de toda tu piel, de toditos tus poros, abriéndolos,
con la punta de esa lengua insistiendo sobre cada rincón, sobre cada zona
increíble, dándoles nombre nuevamente, poniéndolos a vivir, los pone
a vivir y tú te das cuenta, entonces, por primera vez, que tienes senos
y boca, y despiertan tus brazos y tú respondes tratando de hacerlo bien
porque esto es demasiado para tu cuerpo, para tu sexo es demasiado ese
otro cuerpo que batalla y danza y te ama, debajo, por encima, al lado de
ti; danzó y te amó, en todos esos sitios, hace una hora.
Tres pisos más abajo, un espeso vaho testimonia el cese de la lluvia,
dejando apenas ese resplandor frío que contrasta con tu guarida, Adriana,
cálida y mullida.
Ves tu imagen reflejada contra el espejo, al otro lado de esta habitación
que hoy recorres y te contiene, ávida, a pesar de tu negativa, a pesar de
que tragaste saliva y protestaste levemente cuando tu acompañante te in-
vitó, escuchamos unos discos y ya, te invitó agarrándote por la mano y tú
supiste, asustada, que te amaba, y, ¿recuerdas?, no sabes por qué te acor-
daste estúpidamente de papá y te animaste y te dejaste llevar y aquí estás.
H istorias de 
 la C alle L incoln 57

Papá que nunca está se antojó de venir ese día. Cuando llegué con tía
Eloísa mamá se había llevado a Eduardito; porque papá había tomado
y le había pegado y no quería que Eduardito viera eso, así es que pasa
siempre. Tía Eloísa me había comprado un helado en Crema Paraíso
para que yo no llorara, pero yo no hacía sino tocar el ojo de Marielita
y tocar a Marielita y verle el hueco que la bicha de Gioconda le había
dejado en la cara, y cada vez que se lo tocaba lo que me daba era más
ganas de llorar. Y me daba rabia porque uno sabe que ya está grandecita
para estar con tanto alboroto. Hasta tía que siempre es tan cariñosa
conmigo me dice siempre que una niñita de diez años no debe estar
llorando por esas tonterías, hasta tía, imagínate, entonces a mí me da
pena, porque además me dice que tampoco debo jugar ya con muñecas
ni chuparme más el dedo porque ya estoy grandecita para esas cosas.
Entonces me acuerdo de eso, ¿ves?, y es cuando me da más rabia porque
de verdad no le debería dar el gusto a la Gioconda llorando por eso. Y tú
ves que yo me aguanté, me hice la loca cuando encontré a Marielita, en
la fiesta, cuando la levanté para verla me dieron ganas pero me aguanté
porque sabía que la bicha esa me iba a estar viendo y no iba a darle ese
gusto; pero cuando salimos afuera, cuando nos vinimos, porque sabrás
que yo le dije a tía enseguida que nos viniéramos y ella es tan buena que
aunque estaba en el panguingue se vino y fue después que me preguntó
por qué lloraba, cuando me puse a llorar de verdad, me preguntó y yo le
dije todo, y ni con el helado que me compró, de vainilla como a mí me
gustan, ahí en Crema Paraíso, ni así se me pasó lo triste que estaba ni
lo brava que estaba, porque después lo que me dio fue rabia. Entonces
fue que llegamos a la casa y mamá se había llevado a Eduardito, el único
que estaba adentro era papá, pero tía no lo sabía porque la puerta estaba
abierta y tía lo que hizo fue pegarle un grito a mamá desde afuera y de-
jarme en el porchecito. Entonces se montó otra vez en su carro y se fue y
yo entré llamando a mamá porque yo tampoco sabía que ella no estaba
58 C arlos N oguera

allí, y que el que estaba era papá y entonces salió del cuarto, yo creo que
estaba durmiendo, porque siempre es así cuando llega tomado, tú sabes,
ven mi niña, me dijo así, ¿quién es la princesita que papá quiere más? Y me
levantó y me cargó. Yo entonces le dije también lo que había pasado en la
piñata y le enseñé a Marieta y me puse otra vez a llorar porque él me dijo que
no importaba, que me iba a comprar una Marielita nueva que mañana me
la traía y que él había visto unas lindas en la quincalla y me la iba a comprar,
pero a mí me dio una lástima que no quería otra sino la que tenía, que yo la
que quería era ésa y que tenía ganas de morirme. Me dijo: mentira, mentira,
haciéndome cariños y me llevó para el cuarto y yo me sentía ya casi tranquila
y casi se habían pasado las ganas de llorar, entonces me puso sobre la cama
y me acostó, y acostó a Marielita al lado mío y él también se acostó, del otro
lado. Empezó a desvestir a Marieta, vamos a ver si Marielita está enferma, y
le fue quitando los vestidos a mi muñeca, le quitó el vestido, le quitó el lacito
que tenía en la cola de caballo y le quitó las pantaleticas y la empezó a exami-
nar, decía él, la tocaba por aquí y por allá y por todas partes, y entonces fue
que me dijo que por qué no me quitaba yo también el vestido para que viera
que Marielita no tenía nada, que no se iba a morir y yo tampoco tenía para
qué morirme, que no tuviera miedo, me dijo así, ahora vamos a examinar a
Adrianita, ahora el doctor va a examinar a la linda Adrianita, y me fue quitan-
do el vestido y me soltó el pelo y me hizo muchas cosquillas y yo estaba muy
contenta porque me gustaba mucho, ¿ves?, me encantaba que me hiciera así y
que me besara, pero cuando me vine a dar cuenta ya estaba yo todita desnuda,
prívate, y aquello de verdad sí que no me gustó porque entonces empezó a
besarme más abajo, allá, tú sabes, y yo: no papaíto, no papaíto, porque yo
sabía que eso era sucio y que estaba mal. Y yo llorando y todo, él me abrazó,
estaba como loco que me daba mucho miedo, entonces me separó las piernas
y me hizo una cosa horrible que me dolió mucho, yo luché y luché, gritando,
pero entonces él me tapó la boca, déjate mi niña, me decía, entonces se me
fue el mundo y quedé como privada.
H istorias de 
 la C alle L incoln 59

Desde el apartamento ves los reflejos brillantes de las primeras luces sobre la
avenida. Ha cesado la lluvia, Adriana, y ahora el sonido que escuchas te llega
desde el baño: te tranquiliza intuir la presencia de su cuerpo bajo la ducha y
saber que te acompañará ahora, esta noche, y muchas otras noches del futuro.
No te preguntas dónde terminará esto y sabes que de nada valdría intentarlo.
Apenas te encuentras extraña, agotada, y por momentos sientes todavía la im-
presión irreal de tener un cuerpo al lado tuyo: un cuerpo que ahora conoces
bien y que estuvo todo este tiempo llegándote a retazos, con cautela, casi es-
condido detrás de las tazas y los sobrecitos de azúcar en largas conversaciones
de cafetín, en las tardes de compras por la Calle Real de Sabana Grande o en
los sorbos de los yintonics para apagar el aburrimiento o la emoción súbita: la
presentación, la primera cita cómplice, la duda, el primer roce, enjabóname la
espalda querida, y una risita que te viene desde el baño y luego un chistecito
sobre el jabón y tú vuelves a pensar diez años antes o una hora antes, qué más
da, y todas las imágenes siguen llegándote juntas, como en una tira cómica.
—¿Lista, querida? ¡Adriana, te estoy hablando! ¿Qué te pasa? —Te dice
mientras sale del baño, secándose, mirándose coqueta en el espejo.
—Lista, querida —le contestas sonriendo, y te apresuras y le alcanzas la
falda y las sandalias.
Ella se sienta al borde de la cama, ven, y tú te acercas, Adriana, mirándola
largamente antes de besarla.
Entonces cuando desperté papá se había ido y mamá no había llegado y
ya era de noche y yo sentía mucho frío porque estaba desnuda y como toda
mojada, así, entonces agarré a Marielita que estaba dormida con el ojo que le
quedaba y no tengas miedo, le dije, pero yo no tenía ganas de decir eso, yo de
verdad lo que tenía era frío y unas ganas horribles de morirme.
60 C arlos N oguera
H istorias de 
 la C alle L incoln 61

CONSEJOS PARA ERNESTO


(O: qué fácil es vivir conociendo el futuro)

Haz esto: razonas que vale la pena intentar un trago en El Jarama y tal vez
comerte algo, porque hasta ahora no lo has hecho. Luego te sientas en la
mesita del fondo, no la última, por supuesto, porque no podrás: allí estará el
catirito medio loca él que luego te encontrarás más tarde en Las Moras, pero
sí en la penúltima, la que está debajo de la cabeza de toro. No te conviene
sentarte muy cerca de la puerta porque el calvo que verás en la barra puede
comenzar a disparar en cualquier momento, sabes que debes ser precavido. El
mesonero seguramente te saludará, recuerda que es el dueño y que es buena
gente: respóndele el saludo.
Si por casualidad también está allí su esposa, podrás ver que no anda mal que
digamos, pero no puedes propasarte con ella, aunque tampoco deberás despre-
ciarle totalmente las miradas que te lanzará, porque te va a mirar, ya lo sabes.
Si el calvo efectivamente comienza a disparar por una tontería cualquiera:
por ejemplo, una discusión con el gordo que lo acompaña, no te preocupes,
imagina que es por ejemplo Bili di Kid y más nada. Claro: deberás irte al fon-
do, esconderte en la cocina, tal vez, pero en ningún caso temas: esto ya está
escrito y narrado con lujo de detalles y todo el mundo sabe a cabalidad que
nada te va a pasar, que nada te pasó efectivamente.
Te conozco y sé que te provocará galantear a la esposa del dueño, una vez
que estés en la cocina; no te hagas ilusiones; la policía vendrá a investigar y tú
62 C arlos N oguera

tendrás que agradecerle al español el gesto de haberte protegido en su propio


negocio.
De cualquier manera no vas a salir mal parado: el calvo pagará los daños
ocasionados por su competencia de tiro blanco, los policías se habrán ido, los
clientes habrán abandonado el negocio, todo volverá a la calma y nada más.
¡Ah! Si el dueño te invita a unos vinos: acéptalos. Podrás salir poco después
sin pagar la cuenta (porque será parte e la celebración) y habiendo comido y
habiendo bebido y con el espíritu alegre y con toda la noche y toda Sabana
Grande para continuar viviendo.
H istorias de 
 la C alle L incoln 63

LA DULCE LOCURA (III)


(Donde Guaica y Graciela entran en escena)

Cuando llegué a Las Moras fue que volví a ver al catirito del Jarama y al
otro marico di Kid, no recuerdo qué era lo que estaban haciendo cuando
entré, pero como ya dije antes que estaba llevándole una aceituna a la
boca al calvo, quiero decir, el catire le estaba llevando una aceituna a la
boca al calvo, como ya lo dije o lo pensé antes, no tengo más remedio
que sostenerlo. Lo cierto es que yo que me asomo y lo primero que veo
es la escenita ésta. ¡A joder con Sócrates y sus discípulos!, pensé, mientras
sentía que estaba ofendiendo sin querer a Sócrates, aunque quién sabe si
él se honraría, y ya iba a salir cuando escucho, ¡Poeta!, y a quién imaginan
ustedes que encontré sino al mismo Guaica, al mismo Guaicaipuro Ro-
dríguez. Me acerqué pensando que yo no tenía un pelo de poeta, y que
los poetas deberían dejar esa manquera de llamar a los demás poetas, al
menos a los que no lo son, pero, ¡qué carajo!, lo mejor era que había en-
contrado con quien tomar: aterricé en la mesa gracias a un empujón del
mesonero, que a su vez había sido empujado por el calvo, que ya andaba
de nuevo buscando lío.
—¿Cómo está la vaina? —me dijo Luis, que estaba con Guaica, y por su-
puesto que me metió el consabido coñacito por debajo de las costillas. Iba
a devolvérselo porque me arrecha profundamente la costumbre de saludar
fregando a los demás, cuando me llegó el de Guaica, que en vez de localizarlo
64 C arlos N oguera

en el costillar lo asestaba por la espalda, a la altura de las cervicales. De bola


que me resigné y de bola que me senté y de bola que me sonreí:
—Vengo directamente de la India —dije; acordándome no sé por qué, de
la resistencia pasiva.
—No me digas, payaseaba Guaica, y yo que estuve en el Nepal y no me
avisaste nada. Qué vergoña, amiguito, qué vergoña tan grande. Hubiéramos
visto juntos el Taj-Mahal, hubiéramos escalado las heladas cumbres del Hi-
malaya, hubiéramos ido hasta a saludar al camarada Mao, el hombre que es
el mejor teórico de la cirugía, del ping-pong del mundo, de la moda, de la
filosofía, de la política, de las leyes de mercadeo, de la industrialización, de la
propaganda, de la familia, amiguito, el mejor teórico de los anuncios lumi-
nosos y del marxismo y de la alimentación y de la natalidad y el control de la
natalidad, y del empleo y la revolución, el mejor teórico del amor que hay en
el mundo. Hubiéramos aprendido con él a criar a los animales, a sostener la
paz, a impedir que los átomos se dividan y se coaliguen a demasida velocidad
y a hacer que lo logren lentamente, suavemente, y a producir electricidad y a
formar guardias rojos, y a cosechar el maíz de nuestras fértiles tierras amigui-
to, ¡ah!, el Taj-Mahal. Me hubieras avisado, yo hubiera ido a visitarte.
Mientras tanto los lentes redonditos que tenía ajustados a la cara se le
habían deslizado hasta la punta de la nariz; súbete esa vaina poeta, se te
van a caer, le dije; a mí lo único que se me cae es el verbo, amiguito, por si
no lo sabía, porque todo lo demás lo tengo muy bien puesto, muy firme,
amiguito, muy firme. Pero se llevó los lentes hasta la frente.
—¿Qué coño hacen ustedes juntos? —pregunté, tratando de ver cuál era la
expresión de Luis.
—El camarada Luis ha consentido en salir con un revisionista de la
peor calaña, amiguito, como el que tienes en frente tuyo. Sólo que no lo
puede olvidar y en vez de divertirse ha estado amargo toda la santa, toda
la sagrada noche.
H istorias de 
 la C alle L incoln 65

Me fijé que Luis en vez de ponerle cuidado a Guaica no le quitaba los ojos
de encima a la tipita que estaba con Guaica, sólo que la carajita no quería
nada sino con Guaica. Esto va a terminar en un peo, y me levanté para ir al
baño. Atravesé un vaho espeso que se le adhería a uno en el reverso de los ojos,
producto del humo de los cigarrillos y de los tabacos, del aire acondicionado
que estaba puesto a todo dar y de los perfumes que empapaban los rostros y
las ropas. Tuve que admitir que estaba curdo porque había entrado al baño
hablando solo; ya está que Luis va a soplar que me vio curdo y seguro que va a
exagerar la vaina, y seguro que el gran carajo va a lograr que me den sanción,
pero hoy es viernes en la noche o sábado en la madrugada, y además, quién
coño es él para reclamarme. Con este pensamiento me repuse y salí, sólo
que en vez de irme directamente a la mesa, fui hasta la rocola a puyar unos
disquitos, qué carajo.
Qué carajo, qué carajo, qué carajo, me repetí como treinta veces antes de
llegar a la mesa, mientras ejecutaba una sinuosa trayectoria tratando de en-
contrar una excusa por si Luis preguntaba: cuando llegué a la mesa, sin em-
bargo, no se me había ocurrido nada. Me dije: qué carajo, y me senté.
—El infalible Luis se ha ido, estoy muy triste —dijo Guaica, riéndose—.
Mi mujer y yo estamos muy tristes, muy pero muy tristes, ¿non e vero, no-
nevero, doncella?
—Sí, muy triste.
Cuando salimos de Las Moras ya yo estaba listo; Guaica se montó
encima de un carro para dar un mitin. Afortunadamente, digo por mí,
porque yo era el que me iba a joder, el Pasaje La Asunción estaba com-
pletamente solo, pero uno nunca sabía, así que en vez de alentarlo me
alejé discretamente a escuchar su esplendorosa palabra ductora desde el
otro lado de la calle, si es que ésta, si es que aquella vaina se podía llamar
calle, y me escurrí detrás de un poste. ¡Colombianos!, comenzó; ¡coño!,
ya está que nos van a rodar, yo quiero verlo explicándole a la policía
66 C arlos N oguera

que él no es colombiano, y que Bolívar comenzaba así los discursos


cuando la Gran Colombia, lo último que oí fue lo de Colombianos
porque en ese momento eran Rodrigo, Güido y Argenis quienes venían
de los lados de la Casanova y no la policía, y como no me habían visto,
pensaron seguro que Guaica las tenía de este tamaño para estar gri-
tando colombianos a esa hora y curdo sobre la capota de un Mustang,
puuúyalo, gritaron y vengan los aplausos y vengan las pitas, y mientras
Güido hacía la pantomima y decía oh, qué hombre tan seductor, tan
valiente, qué aspecto, qué desplante, qué palabra, oh, y se desmayaba y
mientras Argenis lo recogía y le decía quédate así gran carajo que se me
está ocurriendo una idea, jodiéndolo por supuesto, porque a esa hora
quién iba a tener ideas, quédate así que se me ocurre la gran idea, la
gran toma, y saltaba hacia atrás como una ranita, con los dos pulgares
pegados de la frente, y el resto de los dedos haciendo un recuadre, como
enfocando con una cámara, ya lo tengo, le dijo, mientras era el gordo
Güido el que salía corriendo hacia La Hoguera, porque desde allá era
una putica, digo yo, era una putica la que lo estaba llamando y gritó, ya
vengo fieles aedas, ya vengo, venus me llama, y se fue tratando de correr,
pero formando un gran polígono de sustentación con las piernas abier-
tas, de manera que parecía un carajito de 1.70 aprendiendo a caminar;
¡Colombianos!, volvió a gritar Guaica en vista de que nadie le prestaba
atención, dado que no os prestáis vuestros vulgares y plebeyos oídos os
multo a retribuir en vino la ofensa que habéis, la bofetada que habéis,
el escupitajo (y aquí pluch, lanzó un gargajazo) que habéis lanzado a
la cara, al rostro inmortal y luminoso de vuestro inmortal conductor,
gracias, colombianos, pagad con vino, y vuestro líder pondrá la otra
mejilla como recomendaba aquel que tenía varias mejillas, en el vino
la perfección, y que la patria y no yo, os lo demande. Aplausos, por
favor, aplausos. Güido aplaudía y Argenis, que estaba rarísimo y no sé
qué coño hacía andando con ese grupo, comenzó a darle puñetazos a
H istorias de 
 la C alle L incoln 67

la pared, moviéndose torpemente de un lado a otro, tratando de imitar


a un boxeador. Guaica volvió a la carga y desde el Mustang, quiero
decir, montado todavía en la capota del Mustang, comenzó a narrar
la pelea, sólo que en ese momento, para bendición de Argenis que ya
casi se estaba despedazando las manos, apareció corriendo Güido, no
joda, y yo que me le acerqué creyendo que era la mía, esa lo que es, es
un embarque, y yo me acordé de la vaina de García Lorca, que ya me
había acordado en el Jarama, y le dije, sin salir de detrás del poste en
donde estaba:
—Y yo que me la llevé creyendo que era y no era.
Y Rodrigo:
—Y yo me la llevé a lo alto del cielo con una escalera grande y otra chiquita,
pero tenía marío.
Y Guaica:
—Y yo que me la quería clavar y la clavé.
Pero lo que si no esperaba era que la catirita que andaba con Guaica, su-
biendo por el eterno cordón invisible desde la cultura hispánica del roman-
cero hasta sus primeros y helénicos orígenes, saliendo no sé cómo del interior
del Mustang desde donde Guaica había lanzado su perorata, dijera así, helé-
nicamente así como lo dijo:
—Y yo que la camelaba con mi carroza Ford, confundiéndola con Safo, y
ella durazna.
No me perdono haberla confundido, pensé, para que rimara, y me
asusté de la facilidad con que me estaba enamorando últimamente: pri-
mero la tal Mari Carmen del Jarama, y ahora este caramelito tropical, me
estoy convirtiendo en un puto, qué carajo, una burguesita inquieta, ado-
badita en cojines mullidos, aficionada al calé, y quién sabe a qué diversos
ocultos placeres, razoné estableciendo en cuestión de segundos una muy
lógica estructura que conectaba en un solo plan deductivo la posesión
68 C arlos N oguera

del Mustang, la transparencia de la piel de los pómulos y la indudable


calidad de la batola jipi usada, digo yo, a destajo, perfectamente delatable
su parentesco con las boutiques y los desfiles de moda. Pero andaba, anda
con Guaica y hay que respetarla, decidí, aunque me sonaba un poco a
Tablas de la Ley. Y: eres una mierda, me dije, pensando que algo andaba
mal en el silogismo que había intentado, porque cuando estábamos con
Luis y Guaica adentro, en Las Moras, ella cargaba la misma bata y ni por
un momento se me ocurrió hacer la misma deducción, debe ser que aquí
afuera la luna, la animación, la noche, debe ser por eso que la veo distinta.
Sólo cuando salí del poste, cerrándome la bragueta sin haber orinado, y
aproximándome al carro donde ya la gente se organizaba, fue que me di
cuenta que era el Mustang que poseía y no la luna, lo que la había hecho
ascender hasta esa altura de la pirámide de prestigio donde yo la miraba
ahora, ubicada gloriosamente, adornada con su bata y sus collares y sus
sandalias de cocuiza y sus motas goajiras, todo dentro de las motivaciones
inconscientes del consumidor.
—No sé qué hacer con las mujeres de mis amigos —dijo Guaica payasean-
do, haciendo que se me pararan los pelitos por aquello de la clarividencia.
Este hablará muchas pendejadas pero es más inteligente que el carajo, pensé,
y me enfundé las manos en los bolsillos, para ver si así se me ocurría una cor-
tadita perspicaz de patas. Lo único que me salió fue preguntar:
—Qué mujeres —exhibiendo cara y sonrisita de gafo (no dieron resultado
los bolsillos).
—Las mías y las de los amigos de Pavese, miocaro, la frasecita le pertenece
por entero, yo me limito a celebrarla —dijo Guaica, tomando a la jipita por
la cintura para meterla de una vez por todas al Ford, sin hacerlo.
—Si lo dices por mí... —dije sin importarme si hacía el ridículo o no.
—Los adoradores de Helena —me respondió, haciendo un movimiento
de trompeta con la boca hacia donde estaba el resto del grupo.
H istorias de 
 la C alle L incoln 69

Fue entonces cuando me di cuenta del grotesco cortejo que formaban Güi-
do, Argenis (decidí cambiar mi opinión sobre Argenis, que estaba actuando
de una manera totalmente antiargénica) y Rodrigo:
—No sé si darle la manzana a Helena o a la máquina —dijo Rodrigo, sos-
teniendo entre las manos una fruta imaginaria, mientras los otros dos, detrás,
le alzaban la chaqueta a manera de cola.
—Esta es Graciela, futura de Troya— los cortó Guaica, tratando de abortar
un gesto de fastidio, propio de hombre de gran mundo que se sabe acompa-
ñado de una mujer codiciada y solícita. No tengo que recordarles que Guaica
no tiene un pelo de hombre de gran mundo y que la estructura física del
callejón La Asunción se presta para cualquier cochinada menos para gestos
de esa envergadura.
Estreché la mano de la tal Graciela, pensando que en ese momento tal vez
fuera el único espécimen femenino en el callejón que no ejercía el oficio más
antiguo.
—Tiene usted suerte —le dije, refiriéndome, por supuesto al hecho de que
no tuviera que ser puta para vivir.
Pero como todos saben, excepto los médicos quizás, las mujeres tienen el
lóbulo frontal inmediatamente debajo del monte de Venus; así que:
—Oh —chilló como un grillito— no es la primera manzana que me gano,
aunque para ser sincera, es la primera que me otorga un tribunal de artistas.
Veremos si esta noche me atrevo a morderla —esta vez mirando a Guaica y
tratando de penetrar al carro, gesto que aprovechó Güido para: tiene razón,
doncella, ninguna manzana tan... apetitosa como la nuestra, agarrándose con
toda la mano un bulto de tela y pene, sacudiéndose para que Guaica lo viera
sin que Graciela se diera cuenta de nada. Rodrigo y Argenis se apresuraron
para abrir la puerta.
—Yo puedo hacer el papel de serpiente —dijo Argenis, con un ademán
sospechosísimo que insisto que no le había visto nunca.
70 C arlos N oguera

Guaica le había dado la vuelta al carro para entrar por el lado opuesto:
—Te vienes con nosotros, amiguito —me dijo en voz baja, dándome un
golpe por la barriga—; éstos tienen un bonchecito y se están haciendo los
locos, pero ya hice el control.
Me di tres coñacitos antes de apoltronarme en el asiento trasero del Mus-
tang: uno contra la pared —ya se sabe que los carros que estacionan en el
callejón tienen que montarse sobre la acera— otro contra el techo de vinil,
cuando entraba, y otro contra el portacartuchos del reproductor que estaba
sobre el asiento, tres coñacitos que no producen dolor sino, ya se sabe, una
especie de arrechera refleja que unida, a los vapores me provocaron un odio
increíble hacia Argenis, hacia su cara, mejor, que precisamente se asomaba
por la ventanilla de Graciela en el momento en que h curda me agudizaba la
percepción, fue entonces cuando dijo:
—Yo puedo hacer el papel de serpiente.
—De salamandra quedas más bella, bicha —lo vacile Guaica poniéndose
una mano abierta en abanico sobre la nuca.
Y dijo otra cosa que Güido y Rodrigo le celebraron pero nosotros no por-
que ya estábamos fastidiados y porque simultáneamente Graciela pasaba el
suiche y los ocho cilindros comenzaban a trabajar y el reproductor encendía el
número dos y la Orquesta de Cugat, comprimida, lanzaba sus violines por los
canales de salida y los vatios, y Güido, Rodrigo y Argenis ya quedaban atrás,
en medio de) callejón, enrollándose de la risa.
H istorias de 
 la C alle L incoln 71

DIARIO DE PATRICIA CUATRO AÑOS ATRÁS


(Donde se cuentan los peligros y las esperanzas
de los quince años)

Lunes 18 de febrero.
Cada vez que te toco con el lápiz me parece que es el corazón el que me
toco, querido diario. ¿Te hiero? ¿Tienes tú, como tengo yo, el alma endu-
recida por los sufrimientos y las penas? No lo sé, sólo sé que sin ti mi vida
sería de verdad un desierto sin agua y mis ojos dos grandes lagos inun-
dados por el llanto. Ayer fue mi cumpleaños, pero tal vez debería decirte
que fue mi entierro. ¿Por qué todas las muchachas tienen padres y reciben
amor? ¿Por qué todas tienen cariño y yo no? Si yo tuviera también cariño,
si la gente que me rodea no me mirara como una niña sino como una
mujer como soy, esta noche no sería tan negra como la boca de un lobo
y este cuarto sería un castillo encantado. ¿Nunca llegará ese día? Nunca
es tarde cuando la dicha llega, dicen, pero ya yo tengo quince años que
han sido, querido diario, quince años de sufrimiento y amargura. Pero
no creas que yo pido mucho, no soy como esas que sólo se preocupan
por lo material, por lo bajo y por lo común, mejor muerta que tener que
confesar un pecado tan feo como el pecado de avaricia, si en vez de darme
regalos y dinero me dieran un poquito de comprensión, yo sería la mu-
chacha más feliz del mundo. ¿Seré injusta? ¿Será que les estoy pidiendo
demasiado? ¿Estoy haciendo bien con criticar la conducta de los seres más
sagrados que tengo? ¿No debo conformarme con recibir este divino don
de la vida? ¿No tengo la luna y las estrellas y el perfume de las flores y el
72 C arlos N oguera

aire y el sol? Sí, pero de qué valen las estrellas y la luz de la luna llena si no
tengo a mi lado un corazón que palpite acelerado como el mío. Para qué
me sirve el aire si mi pecho está golpeado por la soledad, y el llanto me
ahoga. Y las flores, para qué me sirven las flores si las pobrecitas están tan
mudas como yo, y no me pueden consolar. No, yo no soy ambiciosa. Mi
alma se conformaría con poco. Si mi culpa es el desear la comprensión
de mis padres y el amor de un alma gemela a la mía, si mi culpa está en
desear la felicidad, entonces confieso: soy culpable. Pero la vida me ha
enseñado que lo que yo deseo es lo justo y que no tengo por qué bajar
la cabeza de vergüenza. Papá no entiende estas cosas, él lo que sabe es de
hacer dinero y para él todo es por el interés, pero lo que es para su hija no
tiene una palabra de cariño, ni un segundo para dar un beso paternal. Si
Luis no le gusta, Luis que es todo un caballero, qué deja para los demás. Y
pensar que yo de pura tonta que soy no lo dejé venir a la fiesta de mi cum-
pleaños, y pensar que él que es el sueño de mi existencia tuvo que quedar-
se parado toda la noche frente al edificio mientras yo adentro escuchaba
la música y tenía que bailar en otros brazos que no eran los suyos. Cada
vez que me asomaba al balconcito, querido diario, mi corazón volaba
para unirse con el de mi amado. Sólo la noche fue testigo verdadero de mi
padecer. Yo muriéndome por correr a su lado y él tal vez pensando que yo
era una coqueta. Yo que hubiera dado cualquier cosa por ser el muro de
donde él estaba recostado. Pero no lo culpo a él, yo sé que es inocente y no
le voy a lanzar la primera piedra, pero quién sabe cuántas cosas le pasarán
por su adorada frente. En fin, querido diario, me despido, los párpados
se me cierran solos y mi alma atribulada pide descanso. La almohada es
la mejor consejera en mi desesperación. Me dormiré pensando: ¿Creerá él
que soy una coqueta? ¿Seré feliz en este valle de lágrimas? Si soy un ángel
como él me dice, quiero volar en la noche y cuidar su sueño.
Recordar para mañana: subir el ruedo al vestido azul, si tengo tiempo;
si no, darle las basteaditas con hilo claro.
H istorias de 
 la C alle L incoln 73

Martes 19 de febrero.
En martes, ni te cases, ni te embarques, ni de tu casa te apartes, dice el refrán.
Pero para mí este martes ha traído sorpresas y dolores. Parece que el destino
ha querido que todas las ilusiones se me escapen por el mismo camino que
llegan, el dulce panal de miel se me convierte en amargo tarro de hiel, deján-
dome indefensa y huérfana.
Te cuento, querido diario, sabes que el carnaval entra la semana de arriba.
No te lo había dicho porque creía que para mí nunca llegaría la ocasión de
que me invitaran a una fiesta de carnaval, por eso pensé que fuese mejor
hacerme la loca (tachado), que fuese mejor no escribirte nada y no que te
entristecieras viéndome construir mis castillos de arena. Los castillos de arena
son como todas las ilusiones, dulce el borde, amargo el fondo, como dice el
poema. Porque cuando se derrumban sólo nos queda la soledad y la tristeza.
Pero esta vez sí podemos divertirnos juntos, querido diario, y no me da pena
decirte que la vida va transformando en realidad mis esperanzas, aunque no
quiero contar los pollos antes de nacer. Pues bien, te lo cuento como ocurrió:
cuando llegué al liceo esta mañana, estaban Moraima y Clara que tú sabes
que son mis mejores amigas, estaban ya esperándome en la puerta. Ya yo
iba a sacar el figurín para devolvérselo, un figurín que hacía tiempo que le
tenía a Clara y ella quería que se lo llevara, pero no era el figurín lo que les
interesaba, me dijeron, ahí mismo en la reja de afuera, sin dejarme entrar, que
me tenían la noticia del año. Tú sabes que yo no estaba para noticias porque
conoces todas mis tristezas y mis secretos y sabes lo mucho que sufrí ayer por
eso que ya tú sabes, pero aunque mi corazón estaba en otra parte, surcando
no sé qué rumbos, no pude evitar que me picara el gusanillo de la curiosidad.
Cuando llegamos adentro, con la risita y la echadera de broma, tú sabes que
estábamos entre amigas, yo no pude evitar que el corazón se me saliera del
pecho de lo fuerte que eran los latidos. Les dije que eran unas histéricas y otras
palabras feas y que si ellas decían que eran mis amigas tenían que decírmelo
y sacarme de esa angustia que me parecía que no acababa nunca. Moraima
74 C arlos N oguera

fue la que me tranquilizó y me sacó de aquella duda, que cruzara los dedos y
que aguantara la respiración, y entonces me dio la noticia, ¡yo era la candidata
para reina del Liceo! Querido diario, no sé cómo expresarte toda la emoción
que me embargó en ese momento, sentí que la tierra abría un abismo debajo
de mis pies y que la cabeza me daba vueltas.
Pero no todo podía ser felicidad, yo sabía que eso era demasiado bello para
ser cierto. ¿Y adivinas, querido diario, quién me dio la puñalada? No, sé que
no lo adivinas, porque tú tienes un alma pura y confiada como la mía y eres
demasiado inocente como yo. Nunca pensarías que una persona que tú quie-
ras sería capaz de causarte daño como lo hizo Luis conmigo. Sí, porque fue
Luis el señalado por el destino para romper mi cristal de esperanzas y destruir
con una sola palabra toda la alegría que ya no cabía en mi pecho. El no quiere
que yo sea candidata a reina. Si yo lo amo no deben importarme otros ojos
que los suyos, si soy sincera con él no debo ser reina sino en el reinado de su
cariño, eso fue lo que me dijo, y a mí me dio mucha pena y mucha vergüen-
za porque Clara y Moraima no escucharon pero tuvieron que darse cuenta
porque se veía perfectamente que estábamos peleando. Ahí, en plena cancha
de volleyball, quién no se iba a dar cuenta. Yo me quedé muda y de mi boca
no salió una sola palabra de reproche, mal podía salirme un reproche para
quien es el dueño de mi pensamiento, porque si no, ¿qué clase de muchacha
sería yo? ¿Qué clase de amor sería el mío si me pongo a anidar malas pasiones
al calor de esta ilusión tan linda? ¿Serán sus celos tan profundos como los
de Marcos en “Corazón de Mujer”? ¿Tendré yo que arrastrar el manto de la
amargura por el solo pecado de ser bonita, como dicen?
Te imaginas entonces cómo estoy, querido diario, tú que eres mi confiden-
te, mi amigo, calma esta tempestad para que esta noche no sea la noche de
un agitado día, como dice la poesía. No sé de dónde voy a sacar fuerzas para
sobreponerme y sacar adelante mis estudios y ayudar a mamá, ocultándole
a ella todas mis penas, que la pobrecita tiene ya bastante con la vida que le
da papá. Pero hoy todo me ha salido mal, no pude ni lavar la ropa interior,
H istorias de 
 la C alle L incoln 75

el cable de la pulidora se reventó, y el enchufe no sirve, no conseguí el hilo


claro para bastear el vestido azul, no encontré en el closet la faldita plisada ni
el vestidito corte imperio que me compraron para navidad, en fin, no tengo
ni qué ponerme precisamente cuando más falta me hace.
Pero no debo perder la cabeza, la desesperación es mala consejera, dice
abuelita, y tiene toda la razón. Lo que más me interesa ahorita es que
mamá no se entere del reinado y me lo prohíba por papá. Callar no es
mentir, no le diré nada de esto y de todos modos ni siquiera sé si voy a
quedar de reina o no.
Recordar para mañana: Decirle a Moraima que le quite prestada a su prima
la de quinto año:
a) la sombra
b) la base de la cara
c) el rimmel
d) la pintura tono pastel
Si son tan buenas como Moraima dice, mucho me servirán para mejorar
esta cara que Dios me ha dado. Aunque lo que importa, tú lo sabes, querido
diario, lo que verdaderamente importa en esta vida es la belleza de espíritu,
esa si que no se puede arreglar ni con mil cremas.
En fin, ya mañana te tendré noticias, mañana es la elección entre todas las
candidatas. Le pediré a Dios que le quite a mi Luis esos celos y que todo salga
bien, porque yo también tengo derecho a ser feliz.

Viernes 22 de febrero.
Querido diario, perdona que te haya tenido abandonado, pero mi corazón
ha sido sacudido por emociones tan palpitantes y tormentosas que me dije,
Patricia, tú tienes que tener la cabeza bien puesta para que ese mundo de ilu-
siones que ahora te ha llegado, no te haga perder el sentido.
76 C arlos N oguera

No creas que te olvidé, nada de eso, sé conservar mis amistades, y tú sabes,


querido diario, que tú eres mi mejor amigo, el único refugio que siempre he
tenido cuando te he necesitado.
Sí, porque me parece que estos tres días han sido tres años de ausencia y de
distancia. Pero aquí, en esta habitación sentada sobre la cama y alumbrada
por esta lamparita triste, tienes otra vez a tu Patricia, dispuesta como siempre
a contarte los altibajos de su existencia.
Querido diario, no me lo vas a creer, ¡pero soy la reina, la reina del liceo!
Parece que mis sueños dorados se están haciendo realidad. Cómo sufrí ese
día, Luis no quería hablar conmigo, un silencio de hielo se extendía entre
nosotros desde que discutimos en la cancha de volibol, los minutos pasaban,
lentos como caída de las hojas en Otoño y el dueño de mis pensamientos no
correspondía a mis súplicas calladas. Estaba desesperada porque el momento
de la elección se acercaba y mientras yo buscaba su mirada, la de él era pun-
zante como una lanza que se me clavara en el pecho. Ese día fue un vía crucis
para mí, yo no podía creer que el ser que me había amado tan intensamente,
la boca que se había abierto para dejar escapar tantas palabras tiernas y tantos
juramentos de amor encendido, ahora se callara, fría como un mármol, y
cerrada como un ataúd. ¿Qué hacer? ¿Renunciar a la corona y a la gloria que
mi alma tantas veces había soñado en silencio para lanzarme de nuevo en sus
brazos? No sabía qué hacer. Era un conflicto de pasiones encontradas que mi
corazón de mujer no encontraba cómo resolver. El destino envió en las manos
de Moraima la luz que mis ojos ciegos necesitaban. Yo siempre ando con ella,
pero eso no quiere decir que yo le cuento todas mis cosas, querido diario,
sabes que mi único confidente eres tú, pero qué podía hacer en mi desespera-
ción. Ya sabes que la mano de una amiga no se debe rechazar, por eso busqué
refugio y le comuniqué el conflicto en el cual me debatía.
Ella, que es mi mejor amiga, me aconsejó que fuéramos a que su prima, que
su prima que es mayor y que tiene más experiencia, conoce más de la vida que
H istorias de 
 la C alle L incoln 77

nosotras. Le dije que bueno, porque iba a ser mi lazarillo, y porque de todos
modos su prima, la de Moraima, me iba a prestar la sombra y el lápiz para mi
maquillaje, y otras cosas. Fuimos entonces casa de Josefina, ésta es la prima
de Moraima, que estudia en quinto año, ella fue, querido diario, mi paño de
lágrimas. Me habló de los hombres y de sus caprichos, me habló de la vida y
de los golpes que el destino nos tiene reservados, me enseñó miles de secretos
y de cosas que yo no conocía. Me dijo que yo ya estaba siendo una mujercita
y que ya era hora de que fuera conociendo que los hombres lo que son es
unos egoístas, y que mientras ellos tienen miles de novias y le dicen piropos
a cuanta falda les pasa por delante, en cambio no quieren que las mujeres ni
se pinten ni salgan a la calle ni se vistan. Yo le dije, claro, que Luisito no era
de ésos, y que me había extrañado mucho la forma que tenía últimamente
de comportarse conmigo cuando yo no le había dado motivos para celos.
Me dijo que Luis no era distinto y que todos los hombres eran iguales, que
cuando podían sacar las uñas las sacaban y que a una muchacha tan bonita
como yo (le di las gracias), le sobraban admiradores y que yo tenía que darme
mi puesto. Dijo otras cosas y no sé por qué se atrevió a ponerme como ejem-
plo a mi papá, que viera la vida que papá le daba a mi mamá y que no fuera
tonta. A mí no me gustó aquello porque por encima de todo lo más sagrado
que uno tiene en esta vida son sus padres, pero no le dije nada porque estaba
muy buena conmigo. Yo de todos modos le dije que como que sí era verdad
y le dije el ejemplo de Marcos con Cristina en “Corazón de Mujer”, porque
Ñaña, la que crió a Cristina, le había dicho cosas muy parecidas a Cristina,
cosas sobre los hombres. Eso fue después de la propaganda que ponen en
segundo lugar. Josefina me dijo entonces que ajá, que me viera en ese espejo y
que aprendiera como Cristina. Me dijo que quería ser mi amiga y todo lo que
me aconsejó, que se lo agradezco de todo corazón, me cayó muy bien porque
además estuvo muy simpática y me aseguró que yo iba a ganar la votación de
reina. Me consoló mucho que me tratara así porque me hizo sentir una mujer
hecha y derecha y me dio mi puesto que me corresponde. Además, fue muy
78 C arlos N oguera

simpática con decirme eso de la votación porque yo sabía que ella era muy
amiga también de la candidata de su curso, la de quinto año, y sin embargo
me prefería a mí. Que Luis, si me quería, no podía dejarme porque fuera
reina, que así bonita como me conoció así tenía que quererme, como se dice,
con todos los defectos y todas las virtudes que me adornan.
(Me llaman querido diario, la voz de mi querida madre interrumpe esta
confesión, mañana te seguiré contando).
Recordar para mañana: decirle a Josefina que llame a la amiga que le ofreció
el modelito en seda, el que me dijo ella, sin aplicaciones, que tiene que ser
muy juvenil y fresco.

Sábado 23 de febrero.
Cumplo con mi promesa, para que veas: no te miento. Voy a comenzar por
confesarte que tengo una nueva amiga. Una verdadera amiga, que le da toda
su experiencia y su bondad a esta chiquilla que la molesta con sus sufrimien-
tos y sus problemas. Josefina me ha dado el calor y la protección de la her-
mana mayor que nunca he tenido. No sé cómo agradecérselo, porque no hay
nada que alivie más las penas de un corazón atormentado por las dudas, que
la mano firme y la palabra clara de una amiga verdadera. Y no creas que soy
ingrata con Moraima, lo que pasa es que Moraima es distinta, es casi de mi
edad, pero a mi lado es una niña, no ha vivido lo suficiente ni ha pasado por
las cosas que ha pasado Josefina, por ejemplo. Por eso te digo que son dos
amigas distintas. Para cada una tengo en mi corazón una tajadita de cariño
que brindarles, tan buenas han sido tanto la una como la otra. Tengo tantas
cosas que contarte todavía, querido diario, que la verdad no sé por dónde
comenzar.
Voy a decirte primero lo de la elección y lo demás te lo contaré como
vaya saliendo, porque ya me muero por contártelo. Sabrás, querido diario,
que los consejos de Josefina me cayeron como anillo al dedo. Tú sabes,
H istorias de 
 la C alle L incoln 79

como te lo dije ayer, que habíamos ido, Moraima y yo casa de Josefina y


que ella me dijo lo del egoísmo que tienen los hombres y todo eso. Yo hice
como me dijo ella, sin faltar a los dictados más profundos de mi alma de
mujer y sin dejar de ocupar mi puesto como toda una señorita, se lo dije,
a Luis. Le dije, pero esto fue después de la elección, cuando ya era reina y
todo, le dije que él me había conocido así como era y que yo no le faltaba
a él ni era una muchacha de espíritu perverso, que yo tenía mis aspira-
ciones en la vida como toda muchacha joven y que él, que era todo un
caballero y también inteligente para completar, debía comprender todo
eso, porque si él no lo comprendía, si él creía que eran coqueterías puras
mías lo que para mí eran mis aspiraciones más sinceras y mi sueño más
ideal como muchacha joven que era, quién me las iba a entender. Me
desahogué, querido diario, se lo dije, y sentí que me quitaba un gran peso
de encima, porque ante todo la sinceridad, eso es lo que digo yo, y en eso
habíamos estado siempre totalmente de acuerdo: ante todo la sinceridad.
Así que yo se lo dije y quedé en tres y dos, pero no había otro camino, eso
era lo que pensaba Josefina. Y así fue, con todo el miedo que yo tenía de
que me contestara mal y de que rompiéramos para siempre en ese mismo
instante, él en cambio se quedó pálido como un muerto y se fue mudo.
Aunque en la cara le vi perfectamente que no era bravo lo que estaba. Eso
me tranquilizó y pude ir al auditorio del liceo sin una sombra en mi cara
que delatara a los demás, a esas otras personas que seguían tan tranquilas,
ni una sombra de lo que yo estaba padeciendo en aquel momento tan
decisivo para mi destino. Subí al escenario junto con las demás candidatas
pero mi espíritu volaba hacia donde estaba Luis. Todas mis amigas me
veían sonriente y creían que estaba orgullosa de aquel honor que estaba
viviendo, pero dentro de mí, querido diario, tú y sólo tú puedes saber que
dentro de mí lo que había era un mar agitado por ciclones que ninguna
persona podía ver porque mis ojos se negaban a llorar y mi cara era como
estatua de piedra, que ni se divertía ni sufría.
80 C arlos N oguera

Cuando dieron el nombre de la ganadora desperté de mi pesadilla. Todas


mis amigas corrieron hasta arriba del escenario a felicitarme, todos los mu-
chachos, hasta los que yo no conocía, me abrazaron y me felicitaron, pero
entre tanta celebración, entre tanta alegría, yo estaba perdida como en una
intrincada selva, sedienta y abandonada sin amparo, porque allí faltaba el
único ser sobre la tierra que podía encender la llama que calentara mi alma.
Luis no estaba por ningún lado. Cuando pasé a su lado, yo iba junto con
todas mis amigas y Moraima y Josefina, todas, él se volteó en la puerta y
serio, muy serio, me dijo: la felicito señorita, le pediré una audiencia para
hablar con Ud. Josefina me dio un pellizco y me picó el ojo. Me dijo que
ése era m triunfo y que teníamos que celebrarlo.
Así concluyó el primer acto de mi drama. También en Corazón de Mu-
jer”, Cristina va encontrando un rumbo para su agitada existencia, ya Mar-
cos reconoce que sus celos son injustos y que sólo logran hacer padecer a
la pobre Cristina; esta última enjuga sus lágrimas y comprende el egoísmo
de Marcos, otro ser entra de repente en su vida, es Darío. Darío es com-
prensivo, dulce, y ha curado de las piernas a Ñaña, que es la que crio a
Cristina. Ella no sabe si está enamorada de Darío, pero ha abierto los ojos
a la cruda realidad de que Marcos sólo guarda hacia ella una pasión baja,
egoísta y ruin, que no podrá hacerla feliz. Está interesantísima, pero hoy no
hay capítulo, además mañana es la coronación y tengo otros deberes que
me llaman.
Por cierto, todavía no te he contado como fui el día de la elección. Todo
se lo debo a Josefina, ella me maquilló, me prestó un vestido de su herma-
na que está nuevecito y me enseñó cómo debía caminar y todo. Usé una
sombra clarita, porque dice Josefina que las sombras brillantes son para la
noche, no teníamos pincel, pero ella misma me lo fue a buscar prestado en-
frente y trajo un pincelito suavecito bello, me regué la sombra por encima
del párpado, de color verde claro, pero muy, muy suave, porque yo no ne-
cesito tanto maquillaje. Después me pasé el lápiz marrón por las cejas pero
H istorias de 
 la C alle L incoln 81

sólo para darles más cuerpo, Josefina dice que no tengo por qué sacarme las
cejas todavía, pero que eso vendrá más adelante, ¡yo me muero de verme
sin cejas! Entonces me pasó el aplicador líquido para los cachitos, cortitos,
al lado de las cejas. Y entonces un poquito de rimmel para las pestañas y yo
estaba para privarme de lo rara que me sentía con tantos pegostes nuevos
en la cara.

Domingo 24 de febrero (en la mañana).


Esta mañana tempranito fui casa de la señorita Luisa a buscar el vestido para
esta tarde. ¡Me quedó bellísimo! Todas las muchachas dicen lo mismo. Lo
sacamos de un figurín que nos prestó la amiga de Josefina y la señora me lo
cortó y me lo cosió en un dos por tres. Y baratísimo. Me tomé la molestia
de traerme el figurín para contarte a ti, querido diario, cómo voy a lucir esta
tarde, y para tener yo también un recuerdo de este inolvidable día. Te contaré
que el modelito es sencillísimo pero muy elegante. No es en seda, como yo
había pensado al comienzo sino de nylon. Un nylon suave, a la vez ajustado
y vaporoso (así dice aquí). Es totalmente sin mangas, lo que permite lucir
la piel lozana y fresca de las jovencitas que se animen a imitarlo. El escote es
acentuado en V y el corpiño muy ceñido. La falda, en cambio, es vaporosa
y ágil, dando la sensación de movimiento puesto que danza graciosamen-
te con los gestos propios del coquetísimo andar femenino, y está adornada
con encantadores pliegues para dar la apariencia de inocencia y frescura. El
cinturoncito es en metal brillante, delgado y sin hebilla, abrocha con un par
de diminutos pero seguros ganchos de una manera muy discreta. ¿El color?
Blanco, por supuesto. El blanco de la inocencia, de la pureza, de la belleza y
de las grandes ilusiones. Para que te des una idea mejor, te diré que el nylon
de la falda es transparente y liso. La parte de arriba está adornada con puros
huequitos, que hacen de florecitas. La muchacha del figurín lleva guantes
blancos, para completar el conjuntico, pero la señora Luisa dice que eso no
es necesario en nuestro clima caliente del trópico y que más bien queda un
82 C arlos N oguera

poco cursi. Yo tenía ganas de decirle que una reina debía llevar guantes, pero
en boca cerrada no entran moscas.
Las zapatillas son también blancas, cerradas adelante y sin hebillas ni tren-
citas; con tacón bajo porque yo tengo buena estatura y además dicen que así
queda más juvenil y que no hay que olvidar que la clave de la elegancia está
en saber cuándo llevar cada cosa, de acuerdo al momento, al día, a la hora,
a la edad y a tantas otras cosas que hay que tener en cuenta. El tacón no es
delgadito ni ancho, sino regular, color de madera y con chapita abajo. El
figurín dice que esto “imprime una fragilidad mayor al caminar de la mujer
e inspira en el hombre la necesidad de protección, porque este tipo de tacón
hace vacilar levemente el cuerpo”. Sin prendedores, claro, porque ya eso no
se usa. Un collarcito corto sí, porque el escote es muy amplio, dice la señora
Luisa, y tengo que adornarme con alguito el pecho. Los zarcillos hacen juego.
El peinado sencillito que me lo van a hacer esta tarde, también de acuerdo a
mi edad. Josefina va a ir conmigo, dice que para que no me hagan en la cabeza
un mamotreto de moño que vaya a parecer una vieja. Como mi pelo es rubio
y liso puedo dejármelo caer agarrándomelo un poquito para que vaya por
encima de la oreja y entonces sacarme unas mechitas, cortas, para que vayan
delante de las orejas.
Ay, querido diario, ha llegado el gran día, y debo preguntarme, desnudán-
dome de verdad el alma ante el espejo. ¿Podré controlar mis nervios yo que no
estoy acostumbrada a estos ajetreos ni mucho menos? ¿Saldré adelante en esta
prueba que el destino ha puesto en mi camino? Me da pena decírtelo, que-
rido diario, pero te confieso, y a ti que conoces mis entrañas, que daría cual-
quier cosa por ser una mujer bella y elegante. Ayer cuando vi a la actriz que
hace el papel de Cristina, que estaba haciendo un comercial de desodorante,
la vi tan arreglada, tan bella y tan feliz que no pude más, no pude aguantarme
y la envidié. Sí, querido diario, ya sé que es algo bajo y ruin, pero así como
lo oyes, la envidié. Patricia, me dije para mis adentros, algún día la suerte te
premiará y serás una mujer admirada y envidiada, como ella.
H istorias de 
 la C alle L incoln 83

Pero hasta aquí te llevo, querido diario, esta tarde voy a peinarme, tempra-
no, y hasta esta hora no sé ni qué se va a hacer para el almuerzo.

Lunes 25 de febrero.
Mis manos casi no pueden sostener el lápiz de tantas que son las emociones
que laten en mi alma. Querido diario, gracias a Dios, todo, completamente
todo, salió a pedir de boca. No sólo para mí, sino para el colegio y para mis
amigas y para todo el mundo en general como yo lo deseaba con todas las
fuerzas de mi corazón. Ayer crecieron flores de mil colores y la primavera llegó
a mi vida con todos sus campos florecidos y llenos de aroma. Me da miedo
tanta felicidad. Todo fue tan de repente que casi no lo puedo creer. ¿Pasará
este renacer tan fugaz como llegó dejándome otra vez desolada y perdida en
el desierto de mis noches? ¿Se apagará este amanecer y nuevamente volverá
el crepúsculo cruel para romper con su tiniebla mi esperanza? Estas son las
nubes que oscurecen mi felicidad, querido diario, espero que el destino sea
piadoso conmigo y me deje beber de las aguas del manantial de la dicha por
mucho tiempo más.
Aparte de eso, sólo Luis es motivo de mis preocupaciones y mis dudas.
¿Me querrá? ¿Por qué tenía que mostrarse tan cruel conmigo y burlarse de
mi dicha?
Tengo que aceptar que mucha razón tenía Josefina con las cosas que decía.
Y pensar que yo llegué a dudar de ella como amiga. Pero ahora estoy conven-
cida de que sus palabras fueron como agua en la boca del sediento. Fue ella
la que me aconsejó también que como reina debía bailar con todos, y tenía
razón, yo era la homenajeada, ¿cómo iba a dedicarme a bailar con un solo
parejo? No sé en qué cabeza cabe. Sólo a Luis se le podía ocurrir una cosa así.
¿Cómo rechazar las atenciones de todos los que pusieron su granito de arena
para que mi futuro fuera completo? Yo puedo tener de todo menos de mal
agradecida y de hipócrita.
84 C arlos N oguera

Y realmente, no me puedo quejar, con decirte que hasta el director del Li-
ceo me echó mis florecitas y bailó conmigo la primerita pieza.
Yo sabía que me iban a poner a decir algunas cosas después de la coronación
y me llevé algo preparado, pero no escrito en el papel sino pensado, porque
me pareció que lo de leer allí era muy feo. Dije que mis mayores deseos como
reina era que tuviéramos un carnaval seco sin nada de mojaderas (todo el
mundo sabía que desde el jueves habían comenzado a echar agua y no se salvó
nadie, ni siquiera el director con todo el respeto que le tienen). Que debíamos
poner de nuestra parte para hacer que nuestra carroza fuera de las mejores en
el desfile del martes, que eran muchos los que habían puesto su granito de
arena pero que necesitábamos más porque la unión hace la fuerza y yo misma
estaba dispuesta a desvelarme, a robarle horas a mi sueño para colaborar con
esa tarea que iba en pro del buen nombre del liceo y no debíamos abando-
narlo a él en los momentos en que más lo necesitábamos porque teníamos
que recordar que para todos, esos pasillos y esas aulas y esos laboratorios que
estaban ligados a nuestro corazón, eran como nuestra segunda casa. Dije que
no esperaba ganar (aquí, querido diario, debo confesarte que metí mi men-
tirita), porque todas las candidatas eran muy pero muy bonitas y simpáticas
y que todas merecían el premio, que esto era lo malo de los concursos que
siempre tuviera que haber un solo ganador, pero que así era la vida y que de-
bíamos comenzar inmediatamente a divertirnos y que esperaba ser una reina
bondadosa.
Entonces el presidente del centro de estudiantes me dio un pergamino a
nombre del estudiantado y me pidió que le enviara un saludo a todos los es-
tudiantes presentes y ausentes. Yo comprendí que se refería a Euclides, que lo
había matado la policía en una manifestación en la que yo estaba, hacía poco
tiempo, creo que esto te lo conté hace unos meses. Yo no tuve ningún proble-
ma y lo hice con mucho gusto. Les dije que lamentaba mucho que no todos
los estudiantes pudieran estar presentes, que algunos compañeros no estaban
allí porque habían ofrendado su vida por la justicia social y por la liberación
H istorias de 
 la C alle L incoln 85

de nuestro pueblo, pero que esos mártires sabían que nuestro corazón estaba
con los desposeídos, con los miserables y con los pobres y que la lucha conti-
nuaría hasta que nuestros ojos contemplaran por fin la alborada de un nuevo
día brillando sobre el cielo de nuestro sufrido pueblo.
Me aplaudieron muchísimo porque tú sabes, querido diario, que el no-
venta por ciento del Liceo votó por la plancha de izquierda, aquello me
agradó mucho, cuantimás que tú sabes cuáles son las ideas de Luis, por eso
mi corazón dio saltos de alegría dentro de mi pecho cuando mis ojos des-
cubrieron que entre las miles de personas había un ser callado y reservado
que me aplaudía más que todos y que esas manos de ese ser eran las manos
de mi Luis.
El presidente del centro me abrazó y dijo algunas palabras sobre mi belle-
za y mi inteligencia y mi sensibilidad social, que eran un ejemplo para todas
las muchachas de mi edad, entonces dijo que la antorcha de la izquierda era
una antorcha de alegría y de esperanza y que él no quería interrumpir más
los decretos de la reina que había pedido un carnaval divertido y sano para
todos, dijo: ¡salud!, y se bajó y entonces fue cuando comenzó el baile y yo
bailé la primera pieza con el señor director.
Bueno, querido diario, te digo hasta mañana, estoy muerta de adornar
la carroza, y mañana en la tarde es el desfile, y por la noche: ¡el baile de
despedida!

Viernes 10 de marzo.
Hoy mamá, la pobrecita, sacó de no sé dónde para completar para el vestido
de mañana. No hace sino llorar porque con el carnaval, papá se alebrestó y se
dejó de cuentos y se fue desde el jueves de la otra semana y hasta esta hora no
se sabe ni dónde para el muy traidor. Pero no hay mal que por bien no venga,
si no hubiera sido porque se va, él que es tan incomprensivo y tan anticuado
en todas sus cosas, de seguro que no me hubiera dejado hacer de reina ni de
86 C arlos N oguera

nada, en cambio mamá sí, mamá es distinta y el único miedo que le da es que
no se vaya a aparecer papá en cualquier momento y agarre una de las suyas y
pregunte por mí y no me encuentre en casa.
Mamá está encantada con Josefina y tiene una fe ciega en ella. Mañana es
el baile de la octavita y Josefina me invitó para ir a bailar a una discoteca que
es lo que ahora parece que se está poniendo de moda y es, como se dice, el
último chillido.
Yo estoy nerviosísima, querido diario, porque te imaginarás, es la primera
vez que voy a un sitio así. ¡Y con hombres ya hechos y derechos! Son unos
amigos de Josefina, y ya estamos de acuerdo todos para salir, vamos un grupo
grande y seguro que nos vamos a divertir muchísimo. Me muero por cono-
cer las discotecas, aunque tengo un poquito de miedo, no te lo voy a negar,
porque nunca había salido antes con hombres. Josefina me tranquiliza y me
dice que si sigo con ese miedo no voy a gozar nunca nada de la vida, y que
para ir a las discotecas que son sitios caros y elegantes no podemos buscarnos
muchachos de nuestro grupo porque de dónde iban a sacar para los gastos. A
mí me parece que tiene razón y no le discutí nada. También Cristina tuvo que
buscar su felicidad en nuevos brazos cuando la injusticia y el egoísmo cerrado
de Marcos la lanzaron a una ciénaga maligna de desencanto y desdicha, y la
buscó y la encontró en el corazón generoso, sincero y amable de Darío. Quién
puede decir que yo también no encontraré un Darío que lave mis heridas que
ese cariño ingrato y perverso dejó en mi corazón. ¡Quién puede saber si no
estará mi destino en uno de esos nuevos brazos gentiles que mañana me estre-
charán para danzar y danzar interminablemente en un mundo de música y
alegría! Mi alma necesita de otros aires, querido diario, la indiferencia y la trai-
ción de Luis deben quedar atrás para siempre en el pozo del olvido, yo tendré
en mi memoria un espacio para él, pero más nada. Bastante ya he sufrido por
su culpa, y bastante llanto han derramado ya mis pupilas, noche a noche, por
su amor. ¿Encontraré en nuevos brazos la salvación para mi destino, que es
hoy un barco que navega sin timón y sin capitán con un rumbo desconocido
H istorias de 
 la C alle L incoln 87

que sólo las aves marinas, las mudas aves marinas, conocen a dónde va? Josefi-
na dice que tenga confianza en mí misma, que soy una muchacha inteligente
y que mi edad no es ningún problema, yo le creo porque se ve que ella sabe
lo que dice. Todavía no te lo he dicho, querido diario, pero Josefina es una
muchacha muy bonita y muy desenvuelta, simpática y tiene muchos admi-
radores. Siempre van muchachos a buscarla al liceo, con sus carros y todo, y
ella nunca ha tenido ningún problema ni con el director ni con nadie porque
sabe hacer sus cosas. Está empeñada en que comience a usar la minifalda que
es lo que se está usando ahorita en Londres, pero yo no sé si me animaré a
ponérmela como ella, que la usa más de una cuarta por encima de la rodilla
y casi se le ven los blúmer. Tú sabes que el viejo una de las cosas que me tenía
prohibidas era ésa, que usara la minifalda, y nunca me dejó levantarle el hil-
ván más arriba de la rodilla. Josefina dice que una luce como una capocha con
esos vestidos tan largos y por eso me va a acompañar esta tarde para ayudarme
a escoger el vestido que me voy a comprar. Tú sabes que ya con el viejo no hay
problemas porque nunca asoma las narices por la casa. Mamá dice que de se-
guro se buscó una querida y le montó un apartamento porque si no, qué iba a
estar haciendo por ahí solo, por más que le guste echarse sus palitos, no puede
estar tomando tanto tiempo sin venir a la casa y sin comer ni nada. A mí la
verdad me da lástima con ella, pero a lo mejor tiene razón Josefina, que dice
que así mi mamá por fin va a descansar de papá y que los hombres cuando se
ponen así lo mejor es que dejen ¡a casa y que se divorcien que por lo menos
paz y tranquilidad tendremos en la casa, que su mamá siempre le dice eso y
ya tiene como quince años que se divorció de su marido, del papá de Josefina.
Pero cada vez que pienso en eso me acuerdo de “Corazón de Mujer”, otra
vez, y me da miedo, porque a la mamá de Cristina eso fue lo que le pasó, que
el marido la dejó al tiempito de haberse casado, cuando Cristina todavía era
una niña de pecho, y se quedaron prácticamente en la calle sin tener con qué
comer y casi sin ningún techo con qué protegerse de la intemperie y del frío,
y entonces ella, la mamá de Cristina, tuvo que ponerse a trabajar muy duro
88 C arlos N oguera

y muy seguido para poder levantar a su hija, pero entonces trabajó tan
duro y sufría tanto que su salud no pudo resistir la prueba y cayó enferma
con una enfermedad rara que primero la postró y tuvieron que llevársela
para el hospital y al poquito tiempo se murió; por eso fue que a Cristina
la tuvo que cuidar Ñaña, que no era sino una vecina que le tenía mucho
cariño, y la cuidó prácticamente desde chiquitica, tanto que Cristina ni
conoció a su mamá. Por eso es que a mí me da miedo a veces con lo que
le pueda pasar a mi mamá, no por mí, porque yo ya estoy grande y soy
una mujer que puedo defenderme sola ante los peligros de la vida, sino
por mis hermanos que todavía están tan chiquiticos y todavía tienen que
acabar de criarse, dígame que la nené ni a la escuela ha entrado todavía.
Pero Josefina cuando le digo eso me contesta que eso no es así, que el
padre de Cristina sí es verdad que dejó a la esposa, pero que ella realmen-
te no era la esposa legal, sino que Cristina era hija natural y por eso no
habían podido reclamar y también porque en aquel tiempo tan lejano
(en “Corazón de Mujer”, Cristina tiene casi veinte años) no había tantas
posibilidades como hay ahora para que la mujer defienda sus derechos.
Así están las cosas en esta casa, querido diario, ya sabes que a mí nunca me
falta una pena que curar o una lágrima que secar y que nunca he probado
las dulzuras de esa frase que otras muchachas sí conocen, “hogar dulce
hogar”.
Hasta mañana, querido diario, y cruza tus deditos o tus líneas azules
para que tu amiga Patricia tenga mañana una noche inolvidable.

Domingo 3 de marzo.
Querido diario, estoy loca de alegría y en mis pupilas refulge la luz del sol
y todas las estrellas del cielo. Ayer fue una noche que quedará grabada en
mi memoria hasta la tumba. Tantas fueron las cosas que pasaron, tantas
fueron las sorpresas y las novedades que mis ojos no se daban abasto para
H istorias de 
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admirar tales maravillas. Una música que parecía que venía del mismo
cielo, alfombras que te hacían caminar entre nubes, una oscuridad que in-
vita al romance y a cualquier locura, las luces multicolores y el aire fresco y
perfumado, todo esto encerrado en un marco de suaves y dulces melodías. De
pronto la alegría que estalla y la locura y el frenesí entra a los cuerpos jóvenes
y todos bailamos al compás de los discos de moda. Todo parecía como sacado
de un cuento de hadas, me olvidaba del tiempo y estaba como en un casti-
llo encantado. Conocí un hombre maravilloso, Víctor es su nombre y rubio
como el mío es su pelo. Es gentil, amable, inteligente y todo un caballero,
aparte de eso es buenmozo y tiene veinticuatro años. Tan distinto a todos los
novios infantiles que había tenido hasta ahora. No es que ya sea mi novio,
querido diario, pero Josefina dice que ella nunca lo había visto tan entusias-
mado como anoche. Es todo un hombre y a pesar de toda su gentileza y su
ternura en sus brazos me siento como una mujer y no como una niña. Razón
tenía Josefina.
A propósito, la mitad de mi triunfo se la debo a ella y a nadie más que a
ella, porque si no hubiese sido por su buen gusto quién sabe qué mamotreto
de vestido me hubiera comprado yo, aunque ya es mucho lo que con ella he
aprendido y creo que muy pronto podré defenderme sola.
Te voy a dibujar con palabras el vestido que tanta suerte me trajo y que
fue el manto que cubrió mi cuerpo en esta primera noche de discoteca y de
felicidad que nunca olvidaré. Voy a ir usando las palabras que la modista de
la boutique me dijo, según Josefina son términos que deben formar parte
principal del vocabulario de toda joven que aspire a destacar.
El vestidito está creado en lana, todo de una sola pieza con cierre a la es-
palda hasta el cuello. Es ajustadito en el torso, con cuello alto de tortuga y
manga larga. La falda cae en línea A, corte mini muy por encima de la rodilla,
a cuadros azules y blancos que dan la impresión de tonos difusos. El torso
es blanco. El conjunto se completa con las botas, blancas, altas y flexibles
casi hasta la rodilla. Al cuello un collar de fantasía de una sola vuelta con un
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inmenso medallón en el centro, como se usa. Y uña gorrita militar, mona


con los colores de la falda, para cubrir la cabeza. Mañana Víctor me llama
por teléfono, y quiere que salgamos solos en su carro. No sé cómo decírselo a
mamá, pero algo se me ocurrirá y estoy segura de que Josefina me ayuda. ¿No
me creerá una niña, querido diario? ¿Cómo hacer para seguir gustándole?
¿No se fastidiará a mi lado?
Con estas interrogantes se tortura mi cabecita atolondrada, querido diario,
ojalá que la noche y el sueño disipen las tormentas, y que sea el destino el que
se encargue de mí.

15 de diciembre.
Querido diario, no sé qué hacer. Nunca había tomado tanto como anoche
y creo que perdí la cabeza. José Francisco se tomó conmigo unas confian-
zas que yo no quería darle, pero estaba tan atolondrada y tan alegre que no
pude rechazarlo. ¡Y pensar que acabo de conocerlo! Pero es tan interesante
y tan buenmozo que creo que me prenderé de él como una tonta, así es de
caprichoso mi corazón que gira como un molino al viento, libre y sin saber
dónde terminará. José Francisco está en la televisión y quiere que me hagan
unas pruebas para ver si me pueden contratar como modelo, yo le dije que
era menor de edad, pero él dice que la edad no es ningún problema, que yo
tranquilamente puedo representar más si me arreglo bien y que si me decido
que deje eso en sus manos que él se encarga de todo. Josefina me dice que me
anime, que no tengo nada que perder y que no hay nada más sabroso que
uno tener su plata propia para poder comprarse lo que uno quiera. Por cierto
que Beatriz, la que invitó a Josefina para Chichiriviche, es dueña de una bou-
tique, junto con otra mujer y me dice que ella conoce a José Francisco y que
con muchísimo gusto ella no tiene ningún problema de fiarme la ropa que yo
quiera, que ya habrá tiempo para pagarle si me decido a entrar de modelo. En
pocas palabras, que todas están entusiasmadas, que yo soy linda me dicen y
H istorias de 
 la C alle L incoln 91

que tengo talento para eso, porque todo lo que hago me luce gracioso. Esto lo
dice Beatriz y hasta me propuso emplearme durante esta semana en la bouti-
que, mientras ella va con Josefina y todo el grupo para Chichiriviche, que así
me puedo ir acostumbrando al trabajo y conociendo más de ropa, y que si yo
quiero no tengo más que decírselo, que ella inmediatamente me da un puesto
en la boutique. Lo estoy pensando, querido diario, porque la verdad con los
estudios no hay problema ninguno, porque estoy de medio tiempo, el viejo
ya ni se ocupa de nosotras y hasta se mudó con la querida para La Guaira, con
tren de muebles y todo, y si es por mi mamá, yo sé que se va a alegrar de que
trabaje porque plata, precisamente plata, no nos sobra.
Josefina conoce a Beatriz bien, y me dice que ahora que está de vacaciones
en la Universidad, en estos días, le va a seguir hablando de mí, para ver si me
puede conseguir otras cosas.
Por ahora, me traje de casa de Beatriz dos vestiditos porque, como sabes,
mañana es el primer día del espectáculo de beneficencia en la televisora, y José
Francisco ha organizado un grupito para que animemos aquello un poco, y
vendamos bonos y hablemos de vez en cuando por las cámaras para pedir
colaboración. Va a ser mi primera presentación en televisión y te imaginarás
cómo estoy.
Por ahora me despido, querido diario, porque dicen que el sueño es el pri-
mer secreto de la belleza de una mujer, y para mañana tengo que estar como
una flor que sacudida por el sol de la primavera, se asoma al prado de la vida
para abrir sus primeros pétalos mañaneros.
92 C arlos N oguera
H istorias de 
 la C alle L incoln 93

LA DULCE LOCURA (IV)


(O: acerca de mitos y supersticiones)

Eché la cabeza hacia atrás para descansar a ver si la percepción se me


normalizaba, y traduje a concepto el chistecito de Guaica sobre Argenis:
—Esta es la última, Argenis partido.
—Lo dicho: quedamos pocos —dijo Guaica, cosa rara en él, que nunca
repite el refranero.
—Se le salió la clase, esa partitura es nueva —dije yo por decir algo
mientras aguantaba la respiración para evitar el olor de la parrillada ar-
gentina con que algunos ya se preparaban a cerrar la noche sentados en las
banqueticas de los restorantes al aire libre, aguantaba la respiración para
que no se me confundiera con el sabor de los callos.
El interior del carro se nos llenó de humo.
—Parece un ritual vudú —éste era Guaica, y espantaba el humo, cal-
zándose los lentes con la otra mano mientras lanzaba una despreciativa
mirada hacia cuatro gordos que se precipitaban desesperados sobre el re-
cipiente con carbón encendido.
—Blieeffff —se apretaba, se aprieta la nariz Graciela— no sé qué gusto
le encuentran a ese tripero caliente —y pisó el acelerador—. Deberían
prohibir la carne.
94 C arlos N oguera

—Por supuesto: la que se come, no la de los mil oscuros placeres y


sutilezas —le corrigió Guaica—. Ten cuidado con el verbo, amiguita,
no hay pecado más horrible que la imprecisión.
—A la que se come, papito, claro, ¿qué creías? —dijo Graciela, ronro-
neándole y haciéndole cuchicuchi con el índice en la barbilla.
—Serénate, nube de agua, ocúpate del volante que ya tendrás lo tuyo
—cantó Guaica, con musiquita convencional—. Ya sabes que estamos
de acuerdo.
—¿De acuerdo en qué? —preguntó Graciela, sabiendo muy bien a
qué se refería Guaica con eso de lo tuyo.
—En lo de los vegetales y la carne —una mentirita para excitarla.
—¡Ay, qué chévere, también eres vegetariano! —saltó Graciela en el
volante, dando palmaditas alegres, y yo, qué coño le pasa a ésta, sintién-
dome un poquito fuera de onda.
—Vegetariano y vegetal, ya ando en treinta y dos ruedas —dijo
Guaica.
—Hay una secta jipi que es vegetariana —dijo Graciela—. No comen
nada de eso, nada que camine, nada que vuele, nada que nade.
—¿Es una secta de trabalengüistas? Yo tampoco como nada que na-
dee, de nadear, de convertir en nada, amiguita, soy un ser integral, den-
tro de mí y a mi alrededor nada se pierde, todo se transforma— Guaica
trataba de impresionar a Graciela, más allá de su propia idiotez, aún no
evidente.
—¿Qué dijiste de los lingüistas?
—Recordaba la playa, quiero decir, tu promesa sobre la casa en la
playa. Nos iremos todos después de la fiesta. Hace tiempo que no me
meto una melodía envuelto en el yodo y el salitre y la arena, sabes nena,
caribe soy —Graciela era nueva y pródiga, había que explotarla, pensé
H istorias de 
 la C alle L incoln 95

que estaba pensando Guaica con todas sus trampas cuidadosamente


armadas—. Y no me refería a los lingüistas. Llegué a la playa por lo
de las ostras y a las ostras por lo de nadar, por un momento temí que
aborrecieras las ostras.
—Me encantan, las ostras no nadan.
—Ni vuelan ni corren, pequeña —completó Guaica—. Sólo se defienden,
son absolutamente pacifistas, incluso cuando son vulneradas: para defenderse
producen una perla, bello, ¿no?
—Bello —obedeció Graciela.
—De manera que comeremos muchas ostricas cuando estemos en la ca-
sita en la playita, vivan las ostras— dijo Guaica, sacando la lengua, ponién-
dola afinada y recta mientras hacía como si estuviera chupando una ostra
y su cabeza pasaba por encima de la consola que separas las dos butacas
delanteras para perderse en el bajo vientre de Graciela, sacudiéndose enér-
gicamente de lado a lado, mordiendo la tela, la piel quizás de Graciela entre
el ombligo y la vagina, región que la jipita tenía casi totalmente descubierta,
por aquello de la incompatibilidad de las batolas largas y los pedales, mor-
diendo la tela y riendo como si le hicieran caricias a una recién nacida—.
Quien posee una ostra posee todas las ostras— y sacaba la lengua, haciendo
pantomimas, apuntando hacia las sinuosidades del monte de venus, toda-
vía lejos, todavía suficientemente lejos como para no abusar de una extraña,
recién conocida y sus imprecisos límites, si era que aquellos límites toda-
vía tenían algún significado a esas alturas, mientras la extraña se reía y se
contraía y lo celebraba y el carro quedaba sin control por segundos y por
segundos se dirigía derechito a retratarse contra una gandola de Transporte
Express y yo gritaba histéricamente.
—Cuidado con la punta—, y Graciela, que, ahora me daba cuenta, era
una tronco de choferesa, viraba el volante, utilizando la mano izquierda y los
últimos restos de conciencia que Eros todavía le permitía.
96 C arlos N oguera

—De vainita —dije, respirando aliviado mientras la gandola se alejaba es-


tática por el vidrio trasero.
—Loco degenerado —dijo Graciela, gozosa, cariñosa, simpaticosa, desfa-
lleciente y feliz, mirándolo (a Guaica, por supuesto).
—Sólo quería demostrarte el parentesco que existe entre la lingüística y la
ostra. Un académico de la lengua, como yo, tiene que rendirle sus honores
correspondientes a una ostra como la tuya, pequeña, —balbuceaba Guaica,
y yo comenzaba a sentirme más allá de sobrante: son los peligros de los nú-
meros impares.
—De vainita —dije nuevamente, seguro que con una voz muy extraña,
porque Guaica se dio cuenta y se volteó hacia mí.
—Perdona, loco, son los problemas del número impar —me dijo, y yo
quedé convencido de que aquel carajo leía el pensamiento—. Ya sabes: para
los freudianos el uno era un símbolo fálico, el dos un símbolo vaginal, el tres...
nunca llegaron a definirlo.
—El tres debe ser el símbolo del cabrón —dije, un poco resignado al inevi-
table papel que el destino fatal me había deparado.
—No seas herético, el tres, en nuestra occidental y cristiana tradición, no
ocupa un lugar tan bastardo, simboliza el santo espíritu, la unión, por tanto
el amor, por tanto la confraternidad, la paz y la amistad, amiguito, no te de-
primas: en el fondo no hay posición más envidiable que la de testigo —discu-
rrió Guaica—, yo tengo mucho de voyerista, ¿sabes? —Olí que lo decía para
congraciarse conmigo y sentí que tal vez tendría razón, de cualquier forma
un “qué carajo”, lo resuelve todo, lo aclara todo; iba a decirlo en voz alta pero
Guaica, que cuando comienza no lo para nadie, ya empezaba a procesar con
su computadora: voyerista, observador, observante, vientre, vidente, términos
entrelazados a través de un exuberante discurso inacabable que prolongó has-
ta que lo interrumpí:
—¿Sabes que sí, loco?
H istorias de 
 la C alle L incoln 97

—¿Que sí qué?
—Digo que sí eres vidente. Esta noche has tenido dos premoniciones.
Se bajó los lentes, redondos, pequeños y frágiles como los de la foto más
conocida de Trotsky y se volteó hacia atrás.
—En serio —le dije, sonriendo, y levanté la mano derecha, comprometién-
dome en un juramento.
—En serio —le dijo Ernesto, sonriendo, y levantó la mano derecha como
si se estuviera comprometiendo en un juramento.
Los tres se desplazaban a gran velocidad sobre las estructuras elevadas, Gra-
ciela, en el volante del Mustang blanco, cambiaba de canales, zigzagueante,
evitando los otros automóviles, que parecían detenidos al lado del bólido.
—Dos que tú has presenciado, pequeño —dijo Guaica, virado, lanzando
grandes bocanadas de humo, con el cigarrillo pendulándole, libre, entre los
labios, mientras alzaba las manos hasta la altura de los oídos y comenzaba a
chasquear los dedos, el dedo medio resbalando sobre el pulgar hasta acunarse
sobre la palma, igual que los gitanos, pero con un ritmo mucho más lento
que imitaba el de las viejas adivinadoras, sacerdotisas de cultos animistas, fu-
madoras del tabaco, lectoras proféticas de las cenizas y de los fondos de las
tazas de café—. Dos que tú has presenciado, pero son infinitas, pequeño,
¿por qué crees que me llamo Guaicaipuro?, ¿te imaginas que ese nombre fue
seleccionado aleatoriamente o crees que esa vainita me la echaron mis viejos
por capricho? Tengo filiación directa aunque obscura con el Gran Cacique y
con el Negro Miguel —remató, sabiendo que a Graciela seguramente le gus-
taría el giro misterioso y pseudocabalístico de nuevo cuño que había tomado
la perorata. En efecto:
—Toma —le dijo. Y se sacó uno de los collares que le daban vuelta alre-
dedor del cuello, de cuentas pequeñas y multicolores que remataba, si es que
este verbo se le puede aplicar a un collar, en una pieza de obsidiana tallada que
traducía una especie de deidad azteca—. Agarra que es un pariente lejano.
98 C arlos N oguera

Colocó la prenda, como pudo, en el cuello de Guaica, sacando la vista de la


autopista mucho más allá de cualquier límite sensato.
—Oh —dijo Guaica payaseando, conmovido ante el regalo— es demasia-
do para mí, cazador simple, pescador y recolector. No merezco esta reliquia
imperial, mis dominios no alcanzan instancias tan elevadas, pequeña, aquélla
es mi verdadera patrona —y señaló, con silueta de Rodrigo de Triana, más
allá de la autopista, hacia algo que apenas alcanzaba a iluminar el alumbrado
de la vía.
Graciela y Ernesto intentaban, en vano, desentrañar la identidad de la pa-
trona de Guaica, Graciela, apagando un poco los párpados para vadear un
poco su cero 75 de miopía ya casi estacionaria, diluía visualmente los colores
de la zona verde, adornada con una grama bien podada que se extendía desde
el borde de la autopista, más allá del hombrillo, hasta la ribera misma de la
canalización, en lo que antes era el lecho del río.
—Hela —declamó Guaica, con un tono digno de acompañamiento de
fanfarria, sacando cabeza y tronco fuera del carro—, detén la carreta, pequeña
vasalla —le ordenó a Graciela. Y Graciela claro que detuvo el bólido y Guaica
la dirigió para que salvara la pequeña defensa que separaba el hombrillo are-
noso, de la carretera, del monótono prado artificial imaginado por la División
de Parques y Jardines de la Municipalidad, y Gracielita claro que salvó el obs-
táculo y la carreta claro que penetró gloriosa a las entrañas mismas del prado.
Guaica saltó del vehículo y corrió ceremoniosamente — con este adverbio
descabellado pero exacto, lo juro— entre los arbustos y se detuvo para que la
noche y el carro y dentro de él Ernesto y Graciela y todas las ajenas estrellas,
fueran testigos de la exclamación más fervorosa que jamás oyeran hombre o
divinidad alguna:
—Hela aquí, la deidad de Sorte, la suprema princesa, y que sonría todo
aquel para quien su destino sea una llama homogénea, sin misterios y no este
bello acertijo inacabable: la vida.
H istorias de 
 la C alle L incoln 99

Los dos testigos salieron del Mustang con la seriedad y la compostura


que el caso ameritaba: mejor dicho, Graciela así, Ernesto pensando que
Guaica estaba en su derecho de exagerar hasta la cursilería. Allí estaba,
alzada por encima de los cinco metros de altura, esculpida, modelada, va-
ciada, la imagen de María Lionza, a caballo sobre la danta, semidesnuda,
con los senos desafiantes y libres.
—Es bella —dijo Graciela—, sentándose sobre la grama.
—Bella y definitiva. La escultura entera puede reducirse a los senos,
míralos, encaman el soplo vital, el maná, la continuación y el renaci-
miento del fuego, la energía y aquello que nutre de energía, la forma y
el contenido, la dirección, la belleza, el origen y el vínculo, el amor y la
historia del amor, la fuerza, la alimentación, el regazo, el descanso y la
paz, la turbulencia o su promesa, la maternidad, la feminidad, lo débil y
lo sinuoso, la humedad y el olor de la humedad, la leche, la lactancia, la
succión, el beso, la boca, la piel de la boca, la piel toda, el tacto y su sen-
sación, la percepción y por lo tanto lo percibido, el encuentro primitivo,
el conocimiento, el crecimiento, lo perecedero, o lo último, la eternidad,
la totalidad y el ser...
Y así por un tiempo, danzando alrededor de Graciela durante una in-
definida población de sustantivos hasta que cortó, quizá exhausto, quizá
convencido de que la enumeración misma podría superponerse a su pro-
pia vida, cortó, digo, con:
—Pero, por encima de todo, cosa que sin duda alguna agota su defini-
ción, son eso, un par de hermosos y turgentes senos, como decía el Kóan
budista, una flor de loto es una flor de loto.
Graciela había puesto una cara de virgen clemente, aunque no lo fuera,
con la admiración llegándole hasta el clímax. Ernesto se hubiera limitado
a complacer su capricho de oír los Swingle Singers, si Guaica no lo hubie-
ra dejado frío con otro acto esta vez postmonitorio.
100 C arlos N oguera

—No me parezco en nada a María Lionza ni quedo buenmozo mon-


tado en una danta, pero daría cualquier cosa por tocarlos— suspiró
Guaica, embelesado con el torso desnudo de la escultura, inocente él,
sentándose como quien no quiere la cosa al lado de Graciela, lo que
bastó, así es el mundo, para que Ernesto comenzara a dudar de la au-
tenticidad del embeleso, de la noche y del sacro ritual.
Yo me hubiera limitado a escuchar los Suinguel Singuers, de quienes
Graciela tiene un cartucho durísimo, si Guaica no me hubiera dejado
frío, con otro acto esta vez postmonitorio:
—No me parezco en nada a María Lionza, ni quedo buenmozo etcé-
tera pero daría etcétera mientras miraba el torso desnudo, etcétera, fin-
giendo un embeleso que le hubiera quedado perfecto, si el rodamiento
recóndito y sigiloso, sobre la grama, acercándose al trasero de Graciela,
no hubiese constituido un argumento demasiado evidente en contra.
Es un eco, y me vine acercando yo también, descaradamente yo tam-
bién, porque ahora sí que el papel de cabrón, en caso de que realmente
lo ejerciera, me tenía absolutamente sin cuidado, sin mencionar que ese
delicioso cuerpecito, desconocido, envuelto en telas largas y collares y
cabellos largos, bastaban para eliminar cualquier residuo de dignidad
ofendida.
De modo que me senté en la grama, al lado del cuerpecito, de modo
que el cuerpecito quedara entre Guaica y yo.
—Realmente es bello —dijo Graciela, persuadiéndonos, de una vez
por todas, de que para ella sólo bello e increíble eran adjetivos.
—Son una metáfora —anoté, sin estar muy convencido y sin saber
muy bien por qué.
—¿Ves, pequeña? Ernesto ha dado en el clavo, aunque sólo parcial-
mente. En realidad esos senos son —y aquí moduló la voz como po-
niéndole resonador— la metáfora de todas las metáforas, el significante
H istorias de 
 la C alle L incoln 101

que remite a todos los significados, con ellos la confusión de Babel sería
totalmente impensable porque son el lenguaje de una sola palabra, el si-
tio donde convergen todas las cosas que han sido y serán sobre la tierra,
es decir: el aleph. No podremos mantenernos indefinidamente concen-
trados, mirándolos, ya se sabe que nadie soporta por mucho tiempo la
visión directa del Uno.
Yo también me había quedado fijo porque estábamos demasiado bien
los tres, con todo ese cielo encima, inconmesurable y vacuo en el fondo
y apenas el sonido, atrás en algún lugar de la cabeza, el sonido de los
Suinguel Singuers y el contrapunto de las voces emergiendo, apagado,
desde el Mustang, cuando Guaica:
—Nadie lo soporta por mucho tiempo —fue que dijo.
—¿Qué? —pregunté desde el otro lado de Graciela, creyendo no sé
cómo que podía referirse al problema del cuerpecito.
—Digo la visión de cualquier divinidad —y yo entré en órbita—. Tal
vez deberíamos cubrirla para evitar el purgatorio. ¿No se te ocurre nada
macabro, pequeña?
—Y Graciela que queda en blanco sin saber qué contestar, tan fuera
de base, tan sorprendida ella y a Guaica que no le queda otro recurso
que, manos a la obra, dice, y la polícroma bata de Graciela que comien-
za a escurrírsele por su cuerpo gracias a Guaica, y Graciela que lucha,
no, no, qué loco, bicho, diciendo, imagínense con qué griticos y yo que
ayudo a la tarea sosteniendo a la niña y la niña que chilla gozosa y noso-
tros excitados, claro, pero activos, y el sostén de la niña que sale al aire
como banderín deportivo y la niña que se cubre con sus dos manitas,
con la concavidad rosada de sus dos manitas, y como puede trata de su-
bir no sé con qué manos pienso yo que trata de subirse la bata por sim-
ple coquetería seguro que piensa Guaica mientras, éstos sí que pueden
soportarse, grita Guaica, y yo que ayudo y Graciela que uno pensaría
102 C arlos N oguera

que ayuda, riéndose como una loca, retorciéndose feliz como desespe-
rada, semidesnuda y los tres que rodamos ya inevitablemente, declive
abajo, ladera abajo sobre la grama, entrelazados los cuerpos indescifra-
bles, rodamos jardín abajo, acostados, hasta el límite en que ya no hay
tierra ni jardín ni grama y los tres que tratamos de frenarnos con todos
los brazos y todas las piernas en acción y el laberinto de cuerpos que se
detiene justo en la orilla, y los tres que estamos un segundo después,
de pie en el límite donde comienza el definitivo declive de cemento, en
la canalización del río, y Guaica que convence a Graciela, es un gesto
estético, pequeña, para que nos deje admirar su torso desnudo debido
a que, como ya todos saben, el de María Lionza es el aleph, ya se sabe
que dijo, y no se puede admirar directamente a los ojos sin enloquecer,
como si los senos tuvieran cara, de modo que qué iba a hacer la niña, y
allí estábamos los dos pajes a cada lado y la jipita semidesnuda en medio
de nosotros, en la ribera misma del río, al lado de la vía, aunque no por
mucho tiempo, porque ya conocemos las implicaciones olfativas del
Guaire, de manera que
—Lo habrán canalizado, pero el olor a mierda le sigue intacto —dictaminó
Guaica, casi con tristeza, sosteniendo, pendulando, en su mano izquierda el
sostén de Gracielita.
—Ya casi es un atractivo turístico —dije para hacerle honor a la industria.
—De todas maneras fue una rodada feliz —dijo Guaica, volviéndose hacia
Graciela, que todavía estaba enrollada como un ciempiés, riéndose a todo dar,
mientras trataba de organizar sus ropas, para impedir un escándalo en la vía.
—Déjame acomodarme esto. Nunca falta un maldito asomado —advirtió,
tratando de calcular la distancia que nos separaba de la autopista, más acá de
la escultura—. Sí, fue una rodada feliz.
—Y sintomática —dijo Guaica—. Observen que hemos caído desde la
divinidad a la cloaca —señalando doctoralmente, sucesivamente, a María
H istorias de 
 la C alle L incoln 103

Lionza y a los excrementos invisibles que flotarían en el río—. Procedemos


del seno y culminamos en la mierda, origen y destino, amiguitos.
Y los tres nos quedamos mirando al río, dijera que con nostalgia, si el sus-
tantivo no luciera inadecuado y hasta escandaloso, tomando en cuenta que se
trataba más de una cloaca que de un río.
Resultaba, resulta cómico mirarlos a los tres, subiendo casi arrastrándose
para escalar el desnivel del terreno, bueyes cansados después de la faena, Er-
nesto a la cabeza, avanzando y retrocediendo como bailando la chicha-maya
y más atrás Graciela, apoyada contra el brazo de Guaica, tratando de recostar
su cabeza, y Guaica, sosteniéndola a duras penas, arrastrando del otro lado la
punta del sostén que aún péndula colgando de su mano derecha.
—Ahora cubriremos el sagrario —dijo Guaica al pie de la escultura, una
vez que terminaron el ascenso e invirtieron la ruta a través de la autopista.
De un salto, ayudado por Ernesto, escaló el pedestal, haciendo flamear el
sostén como bandera.
—Ya no causarás más problemas, camarada —dijo, tratando de dialogar
cara a cara con María Lionza, y apoyándose en el cuello de la danta se in-
corporó hasta quedar a caballo en el lomo del animal, pero de frente a la
escultura.
—No, mi sostén no —chilló Gracielita, dándose cuenta finalmente de lo
que Guaica intentaba hacer.
—Calla, amiguita, debo concluir mi labor—tratando de hacer coincidir las
copas del sostén con los escandalosos pezones—. Además tú no deberías usar
estos artefactos, te sobran, me has decepcionado.
La maniobra resultaba complicada y grotesca y ya se veía que ni haciendo
trampa lograría ensamblar la prenda con las enormes masas de la estatua.
—Indudablemente éstos son el arquetipo platónico de los senos —dijo
Guaica forcejeando inútilmente con el sostén—. Ante éstos los tuyos no son
más que vulgares y fallidas aproximaciones, mi niña.
104 C arlos N oguera

—Lo que ya es bastante —protestó Graciela, orgullosa de sus medidas,


aunque después de la rodada, jardín abajo, cualquier explicación adicional
resultaba totalmente redundante.
—Bien, compañeros, ahora no causará más problemas —discurseó Guaica
desde lo alto de la danta, mostrándonos, con un gesto que recordaba el de los
gobernadores de estado cuando develan un busto, las consecuencias finales de
su agitada peregrinación sobre la estatua.
Por supuesto: a la prenda de Gracielita le faltaron cuando menos diez pun-
tos para quedarle a la medida al busto de María Lionza, más que un sostén
parecía un pañuelito envolviendo grotescamente las masas, dando la vuelta
alrededor del torso completo hasta ajustar con dificultad sobre la imaginaria
columna vertebral en la inmensa espalda, gracias al estiramiento desmesurado
de las frágiles gomas, cuyo vencimiento era una tragedia próxima, dada por
segura de antemano.
—El sagrario está oculto; la divinidad, velada; ya la podremos mirar sin
riesgos, sin contorsiones, sin locuras —clausuró Guaica, mientras descendía
desde lo alto de los cinco metros, ejecutando incómodas cabriolas. Había
rodeado el volumen del cuerpo y se había sentado a caballo detrás de la escul-
tura para ajustar los ganchos del sostén ahora debía repetir la operación, esta
vez en sentido inverso, para garantizarse, sobre el cuello de la danta, un apoyo
conveniente antes de deslizarse al pedestal.
—Te sale gimnasio, loquito —le dije. Y me di cuenta que aquella pequeña
excursión representaba una verdadera hazaña para los músculos de Guaica,
bastante flojos gracias al oficio.
—Ya sabes: mens sana, en suspenso, el corpore es un decorado marginal,
mientras funcione discretamente. Claro, si me mides con tu estándar—y ja-
deaba, recuperando el aliento— debo parecerte un enclenque despojo.
Saltó desde el tope del pedestal hasta la grama. El impulso lo hizo rodar
algunos metros sobre el jardín.
H istorias de 
 la C alle L incoln 105

—Ni tanto —le dije—. Me siento en forma, pero por ejemplo ese salto
que diste, yo ni de vaina lo repito, si me lanzo desde allí, mañana mismo
la humanidad tiene un nuevo cojo —y le señalé mi vieja pierna lesionada.
Vistos los senos de Graciela, liberado el sostén, cubierto el busto de la
estatua, nada teníamos que hacer en aquel semiparquecito como no fuera
sentarnos a contemplar la noche o esperar la muerte. Aquello ya lo había
hecho y esto no me seducía ni un poquitico así, de modo que planteé:
—¿Qué tal si nos vamos?
Graciela era la del suiche, claro, pero ya se sabe que si bien ella prendía el
carro, era Guaica el que la prendía a ella, de manera que busque la mirada
de Guaica.
—Okey, a la carga, aunque el movimiento sea sólo una ilusión —dijo
Guaica, contactando la señita de vamos, con la cabeza, que yo le había he-
cho; quiero decir: la señita que yo le había hecho con la cabeza.
Graciela recogía sus collares con una minucia que nos hubiera hecho
llorar si hubiésemos sospechado el cruel destino que les aguardaba doce
horas más tarde, antes —¿o después?— de entrar a la cuna, la cascada de
cuentas, pero ésta, como toda reseña del futuro, no es para ustedes más que
una cabala, aunque haya ocurrido, aunque ocurrirá en cualquier recodo del
tiempo.
Por ahora, sin embargo, no hay sentimiento ajeno, marginal, que matice
esta labor de recolección, de manera que aquí está ya ciertamente la jipita,
acercándose más o menos sinuosa, atrapando en su boca alguna vuelta del
infinito enredijo que adorna su cuello.
—Ya era hora. Según mi horario tenemos retraso, pequeña, así que apre-
sura tu paso y azota con vigor estos corceles, si no quieres que me enoje y
todo este hechizo se rompa y vuelva a mi antigua y dolorosa condición de
ceniciento sin siquiera una zapatilla de cristal que dejarte como recuerdo de
esta noche —recitó Guaica, casi sin respirar.
106 C arlos N oguera

—Ay babito, berdóname, no sabía que tenías horario —dijo Graciela,


como un conejito hablando con acento turco.
—Bara que sebas tengo mi vida blanificada desde el brimer chillido hasta la
tumba, y no bienso desviarme ni un ábice —turqueó Guaica.
Graciela se dio cuenta de las b y se sacó el collarcito de la boca, toda sonrei-
dita ella, toda azuquita.
—¡Bicho! No me había dado cuenta. ¿Ahora sí? —y arrancamos, después
se sabrá que rumbo a Bello Monte, de manera que mejor lo digo de una vez:
arrancamos rumbo a Bello Monte y un poco abusando un poco picando
goma los corceles respondiendo a la voz del ama con una violencia tal que
se me torció el cuello hacia atrás en el preciso momento en que yo —senti-
mental al fin, me viene por la línea de los López que son tan bolsas todos—
lanzaba mi última mirada de despedida a la erguida princesa de Sorte, serena
y briosa sobre el pedestal.
Gracielita miró el reloj del tablero y se excusó torpemente con Guaica, de
nuevo, no sé si por lo enamorada que estaba o por lo estúpida que era, o por
las dos cosas.
—Oh, nada grave, pequeña —dijo Guaica, suspendiendo los lentes a la
altura de los ojos, a distancia— ese plan vital minucioso se cayó por el hueco
cierta vez que se me ocurrió repasarlo mientras cagaba en el excusado de la
casa, en el solar del fondo. Nunca comprendí por qué el Ministerio de Sani-
dad no incluyó los atriles en su plan de profilaxia para el interior del país, tal
vez allí residía el origen de mi arrechera morbosa hacia la burocracia: siempre
despreciando los pequeños detalles; y ya ven, por culpa de un olvidito mi
vidita se fue volando, hueco abajo, en un papel, volando como una mariposa
hasta posarse en una vasta pradera de mierda, mientras mis pequeños ojos
infantiles, pueblerinos, la contemplaban, lánguidos desde arriba, con una tris-
teza tan pero tan honda que hasta ahora me dura, por eso soy así, tan pero
tan triste, amiguitttos.
H istorias de 
 la C alle L incoln 107

Fue Graciela la que me rescató de la carcajada, con un: —¡Ay, qué máximo!
—saltando sobre la esterilla, como una ardillita de Uoldisni cuando consigue
una avellana.
—¿Qué coño es lo que es máximo, pequeña? —dijo Guaica, mientras yo
repasaba, inútilmente, mi diccionario de adjetivos: ¿máximo?
—Que hayas conocido los excusados, papi. Durísimo. Guaica me miró
por encima del espaldar del asiento, mientras sostenía los lentes con la mano
derecha, doctoral mente.
—Les tengo un gran cariño, si supieras, a pesar de que hayan arruinado mi
vida, debe ser cierta forma de masoquismo. ¿Qué es lo que te gusta? .
—Ay, no sé. Me parecen así como más naturales, más libres, más campes-
tres, deben ser chéveres.
—Sí, muy campestre, hasta que agarras una campestre enfermedad en el
recto —dijo Guaica—. La verdad es, preciosa, que no me gustaría ver tu
manzanita posterior sometida al embate de esos asquerosos ejércitos de ami-
bas y parásitos. Te lo digo yo que tuve que calármela completica, ahora me
llevo un uatercló portátil cada vez que retorno a mi pueblo natal, la nostalgia
y el aseo vencen a la comodidad. Así es que me gusto: puntual y ordenado.
Sobre todo puntual, pequeña, de modo que azote con los corceles.
Graciela le dio más gasolina al Ford y yo sentí un gran alivio con aquella
brisa soplando sobre mi cara. Arriba veía un cielo limpio, inmóvil a pesar de
nuestro loco deslizamiento sobre las elevadas vías del Pulpo. Guaica pisó el
cuarto botón del reproductor y los Suinguel Singuers exhalaron el último eco
del contrapunto.
108 C arlos N oguera
H istorias de 
 la C alle L incoln 109

ACLARATORIAS DE PEREIRA
(O: una versión para el archivo)

NOTA: Antes de lanzar la primera edición de esta novela, la revista en


HAA, de Caracas, publicó un fragmento, una primera versión casi idéntica
a la definitiva, de los párrafos en los cuales se relata la muerte de El Gato.
A pesar de la casi clandestina circulación de la cual disfrutan las revistas
literarias venezolanas, el azar quiso que en un apartado lugar de Portuguesa,
un lector circunstancial llamado Raimundo Pereira se identificara, a través
de un espeluznante proceso de despersonalización, con su homónimo del
relato. La carta que anexamos a continuación llegó a la redacción de en
HAA y me fue facilitada por Teodoro Pérez Peralta hace algunos días; la
incluyo aquí sin cortes, sin enmiendas, sin rectificaciones. ¿Motivos? Un
primero, científico: la misiva es un verdadero testimonio del pensamiento,
del razonamiento psicótico.
Un segundo, literario: suministra una versión distinta de la que hemos pro-
porcionado como definitiva.
Un tercero, parapsicológico: deriva de la posibilidad — remota, pero es-
tadísticamente viable— de que haya existido alguien apodado El Gato, con
una vida idéntica a la del personaje correspondiente de la novela, y la doble
coincidencia en la amistad del tal Pereira (lástima que el Pereira de la novela
no haya revelado nunca su primer nombre).
110 C arlos N oguera

Un cuarto, irreal: la eventual probabilidad de que quien haya remitido la


carta sea Pereira, el imaginario, el del relato; el único, sin embargo, que es
definitivamente real para mí.

He aquí la carta:
Sr. Carlos Noguera.
Revista en HAA.
Caracas.
Apreciado Sr.:
Con las manos todavía temblorosas por la emoción tomo la pluma para
dirigirme a Usted porque acabo de leer su revista. Sé bien que Ud. no es un
historiador, ni un periodista, y por eso me extraña tanto que mienta con tal
desparpajo sin siquiera ruborizarse. Estoy desconectado, Sr. Noguera (eviden-
temente quiso decir: desconcertado, n. del a.), con las deformaciones que
de la verdad Ud. hace en su escandaloso relato. Me refiero al publicado en
el número nueve de la revista literaria en HAA de la cual Usted forma parte
integrante y concisa (? “?” del a.) en su calidad de integrante del comité de
redacción, junto con los señores Pérez Peralta, Balza, Barroeta, Goiticoa y
Nunes. Pues bien, Sr. Goiticoa (!!!, del a.), es el caso que yo tengo un amigo
llamado Pedro que me facilitó la tal mencionada revista, quien a su vez la
había recibido de un poeta amigo suyo, de Pedro. Y cuál no sería mi sorteo
(sorpresa, n. del a.) que cuando abro la revista y me pongo a leerla, yo que
nunca leo cosas de esa clase, leo por casualidad el nombre de Pereira en una
de las páginas. No que yo sea engreído y tampoco que haya creído del primer
momento que el Pereira que aparecía allí era yo; lo que quiero decir es que
no es que yo me haya figurado que estaban escribiendo sobre mí y me haya
interesado por eso, porque tampoco es que la revista sea para tanto, no es para
tanto, no señor, pero de todas maneras Ud. me picó la curiosidad y me puse
a leer desde el comienzo, desde el título y desde el nombre suyo que aparecía
arriba, Sr. Noguera, hasta el punto final.
H istorias de 
 la C alle L incoln 111

El cuento es enredado porque Ud. muchas veces echa para atrás y para ade-
lante en lo que está diciendo, pero pude leérmelo todo, a pesar de todo. Y si
la primera sorpresa fue grande, la segunda fue mayor, porque se confirmaron
mis temblores (seguramente: temores, n. del a.) de que aquél era yo. Ud. me
preguntará por qué. Es el caso, Sr., que todo se corresponde con lo que a mí
mismo, personalmente y verídicamente, me ocurrió hace algún tiempo ya,
con todos los detalles que Ud. menciona: el tipo apodado El Gato, el lugar,
el otro llamado Pereira, lo que pasó con las botas, lo de la alcabala y la huida,
lo de la captura, lo de Acarigua, etc. No sé por medio de qué oído llegó esta
historia a su boca (evidentemente al revés: por medio de qué boca, etc.; n. del
a.), ni qué intenciones ocultas traía el que se la contó, pero debo decirle, Sr.,
que toda, absolutamente toda, de pie a cabeza, es una mentira, lo que allí se
dice está volteado por todos los lados como si el mundo la hubiera cogido de
pronto por andar de cabeza y el tiempo hubiera empezado a marchar hacia
atrás y no hacia adelante, como el otro día que el maquinista del cine de Arau-
re montó el rollo al revés o puso el motor en retroceso y los caballos comenza-
ron a correr reculando y los muertos se levantaban y comenzaban a disparar y
los que estaban en el suelo daban cuatro saltos mortales en el aire hacia arriba
y se iban a meter en una ventana del segundo piso; pero esto no es lo que nos
interesa en este momento, ¿no es tuerto? (“¿ no es cierto?”, n. del a.).
Lo primero que se me ocurrió, Sr. Noguera, fue maldecir al Gato donde
éste estuviera y luego meterle una patada a la revista; maldije al Gato, pero lo
de la patada no lo llevé a cabo, no porque me faltaran ganas sino porque en-
tonces fue cuando entré en cuenta que lo mejor que podía hacer era escribirle
y para eso necesitaba el cuento del delito (¿”el cuerpo del delito”?, n. del a.).
Así que le escribí, mejor dicho, le escribo con las ideas en mente de desmen-
tir la historieta y de poner los puntos sobre las íes o donde haya que ponerlos.
Aunque antes quiero aclararle un punto: reconozco que no toda la culpa es
suya: creo, sencillamente, que Ud. fue vilmente engañado por la persona o
112 C arlos N oguera

personas que le refirieron el relato. Tengo mis razones para creer que esa per-
sona no es otra que El Gato. ¿Quién más que él podría obtener un beneficio
directo de todo esto? Y lo maldigo. Dios me perdone, donde quiera que esté
por injusto, por mal compañero y por todo lo que ahora voy a contarle. No
me importa que esté muerto: yo sabía que tarde o temprano terminaría de
esa manera. Más bien me extraña que no haya ocurrido antes: siempre fue un
idiota para manejar las armas y un cobarde que se escondía cada vez que le da-
ban la oportunidad. Tenía una excusa cada vez que le tocaba hacer la guardia.
Y lo peor que puede hacerle un hombre a otro en esas condiciones: robarle la
comida. Eso era lo que él hacía, aunque nunca pudieron probárselo; en todos
los grupos donde él estuvo vivían perdiéndose las latas de sardinas, las galletas,
la nestlé, los cambures, todo lo que sirviera para comer.
Una vez, en paz, quiero decir que no estábamos cercados, que acampamos
cerca de un caserío, un campesino lo acusó de violarle la hijita, una mucha-
chita de ocho años, Sr. Noguera, dígame Ud. si una cochinada de ese tipo
no es como para fusilar a un hombre. Pero El Gato era un tipo hábil, sabía
defenderse: no lo fusilaron. Además en ese momento no estaban tan de moda
los ajusticiamientos como después, era una época difícil, y teníamos pocos
hombres. Verdad es que después el mismo campesino resultó delator y la
gente dijo que lo de la violación a lo mejor también lo había inventado para
“descomponer” las filas, pero eso nunca se aclaró y para mí que El Gato lo
hizo, pudo haber hecho eso y mucho más.
Hablando de delación, ahora me acuerdo que una de las cosas que me
afiló (animó, n. del a.) a escribirle fue que ese desgraciado tuviera el brío de
acusarme de soplón, a mí, Raimundo Pereira. Y no es que yo considerara
que les debiera lealtad. Señor Noguera, por el contrario, para esa época ya yo
estaba convencido de que aquél ya no era el camino que yo buscaba, o el que
yo quería encontrar, estaba convencido señor Goiticoa, no sólo de que las
guerrillas en sí eran una farsa, un engaño, sino que todo en su conjunto era
H istorias de 
 la C alle L incoln 113

una farsa tampoco (querrá decir también, n. del a.): la política, la sociedad, el
marxismo, el mundo, el cosmos entero, señor.
Por eso digo siempre que aquel ataque nocturno, cuando tuve que huir
con El Gato, fue realmente una bendición de Dios: de cualquier manera, con
ataque o sin ataque, yo estaba decidido a bajar. No desertando, claro, porque
había el peligro de que me encontraran y eso significaba la liquidación, sobre
todo si Ud. sabe que para esa época se habían otra vez puesto de moda los
ajusticiamientos (porque venían por modas), no desertando, pero sí tal vez
fingiendo una enfermedad o que el cuerpo no me aceptaba la comida, cosa
que no era difícil para mí porque siempre he pensado que el ayuno es una de
las prácticas más santas y que más favorecen la pureza, y, aquí entre nos, ya
antes de subir al monte la practicaba por mi cuenta, de manera que no me iba
a costar mucho fingir la pérdida de apetito delante de ellos, de los jefes. Pero
no fue necesario: lo del ataque facilitó las cosas.
En esto Usted no miente: ese ataque existió, pero no como usted lo cuenta
en su caballo de troya (no es un delirio; al momento de publicar el fragmento,
la novela no tenía todavía un título definitivo, uno de los muchos provisorios
tenía relación con la célebre patraña homérica, de manera que el título que
Pereira leyó, el que salió publicado en en HAA, aclaraba: “Autobiografía del
Caballo de Troya. Fragmento de Novela”; n. del a.), no como usted lo cuenta
allí o como El Gato se lo contó a usted, sino de una manera muy distinta.
Lo primero que tengo que aclararle es que aquélla era una zona más
bien desconocida para nosotros. Ya usted sabe que la mayoría de los ma-
pas levantados sobre esas regiones, son incompletos, hasta falsos, de ma-
nera que uno de pronto encuentra ríos donde, según el mapa, no debería
encontrarlos. Otras veces uno cuenta con un río que en la realidad ya
hace muchos años que está seco. De manera que prácticamente siempre
había que modificar los planos. Pero ni siquiera para remedio se podía en-
contrar un plano en esa época, que para algo nos hubiera servido, siquiera
114 C arlos N oguera

para medio orientarse. Ni siquiera eso, porque los planos, junto con una
buena parte de las provisiones, se fueron en la corriente de un río creci-
do. Si no hubiéramos estado apremiados (nos estaban persiguiendo y la
radio hablaba de un cerco), seguro que hubiéramos tratado de rescatarlo,
pero como dice el dicho: la masa no estaba precisamente para bollos. De
manera que ni orientarnos bien podíamos. A lo mejor por eso lograron
alcanzarnos, me refiero a los de la comisión de la Digepol: seguro que en
vez de avanzar nos pusimos a caminar en círculo y nos enredamos y les
fuimos a caer en las manos, porque de otra manera, ¿cómo se explica que
nos alcanzaran? De un guerrillero se pueden decir otras cosas, pero no,
señor Noguera, que sea lento, no señor.
De manera que allá estábamos nosotros aquella noche, un grupo de
apenas unos 15 hombres, bajo aquella aguazón, que hacía días que no
nos encontrábamos con lo que se dice un respirito de verano: era llover
y llover día y noche, una lluvia cerrada, molesta, que a veces que uno
pensaba (a mí me ocurrió, no porque haya tenido miedo, sino porque,
en el fondo, aún en aquella época, yo era ya un espíritu religioso, quiero
decir con esto que yo ya había recibido algunos mensajes de Dios y ya
me estaba empezando a sentir impuro, manchado, y estaba pensando,
seriamente, en dedicarme a servir a Dios nuestro señor y en alejarme del
mundo y más nada), uno pensaba que estaba llegando el fin del mundo y
a mí me alegraba aquello por una parte porque a veces me parecía que es-
taba cumpliendo con una penitencia, que aquello me lo había mandado
Dios como prueba o como martirio para purificarme. Pero por otra parte
pensaba también que era un pecado buscar la muerte de esa manera,
abusando tanto, porque uno no puede tampoco disponer libremente de
su vida, como si no fuésemos hijos de Dios. Pero le estaba hablando de
la noche del ataque, le digo que tendría que ir allá y pasar realmente por
eso, en carne propia como se dice, para saber lo que es sentirse perseguido
y perdido y manchado y sucio (por fuera, pero sobre todo por dentro,
H istorias de 
 la C alle L incoln 115

como me sentía yo) en medio de aquel diluvio, de aquel pozo húmedo y


negro, señor, que era aquella sierra.
El Gato dice, y eso es cierto, que aquella noche era Juan de Dios el que
estaba de guardia (un campesino que se había venido con nosotros), pero lo
que no es cierto es que Juan de Dios fuera precisamente idiota o gafo o no sé
cómo es que él lo llama en su cuento (es decir, usted, señor Noguera, porque
fue usted quien lo escribió). Juan de Dios era rústico y más bien callado,
como todo campesino, pero no idiota, era uno de los hombres mejor prepa-
rados para aguantar una vida como la que nosotros llevábamos, porque estaba
acostumbrado a eso, yo diría que hasta hereditariamente, porque sus padres y
sus abuelos también eran de la sierra, de manera que si falló en la guardia fue
porque ni siquiera él pudo aguantar aquella marcha. Tal vez se durmió, quién
sabe, lo que sí puedo decir es que ninguno lo hubiera podido hacer mejor que
él, al menos ninguno de nosotros.
Ya usted sabe lo difícil que es caminar en el monte, pero tiene usted que
caminar mal protegido, en la oscuridad y lloviendo y por varios días, para
saber lo que es bueno. Después de una jornada así, señor Noguera, a usted
no le quedan pies, sino muñones, troncos sucios llenos de tierra y barro ado-
loridos, que usted siente como si fuera otra persona y no usted el que tuviera
el dolor de puro duras y cansadas que se le ponen las piernas que es como si
no fuesen suyas. Esas eran las piernas que uno llevaba, de manera que cuando
nos permitían descansar uno podía aliviarse un poquito, pero lo que no podía
ni debía hacer era quedarse dormido con las botas quitadas, si era que le que-
daban botas, por supuesto, porque entonces se le dificultaba cualquier huida
rápida y perjudicaba al grupo. Pues eso fue precisamente lo que El Gato hizo,
por flojo y por descuidado: quedarse dormido sin sus botas.
¿Que atacaron de sorpresa? Sí, es cierto. Pero lo que usted no dice es que
si no hubiese sido por mí al Gato lo pescan allí mismo, y no lo dice porque
El Gato no se lo contó, y no se lo contó porque no le convenía que supieran
que no había estado alerta a tiempo; no me explico por qué: una cosa es tan
116 C arlos N oguera

grave como la otra; y allí estaba yo, levantando al Gato, en pleno ataque, car-
gándolo a cuestas prácticamente, porque prácticamente estaba lo que se dice
mocho de ambas piernas de tantas pústulas y llagas y costras que tenía en esos
pies, y para completarla: sin botas, quiero decir, El Gato. De manera que en
ese estado caminamos día y noche, no sé ya ni por cuánto tiempo de puro
enfermos y débiles que estábamos. Milagros de Dios que nos mantuviéramos
vivos a pesar de todo, porque después escampó, y más adelante encontramos
cómo comer, y teníamos agua.
Él, quiero decir, El Gato, dice, de acuerdo a lo que leí en la revista, que fue
por pura casualidad que a mí me quedaban todavía las sardinas y las galletas
rancias que él nombra, pero esas cosas no son casualidad, señor Noguera, eso
se llama responsabilidad, y que yo le haya dado, que haya compartido con él
las sardinas y las galletas y más tarde la sopa y los pedazos de yuca que pude
conseguir en el rancho (yo, porque él ni moverse quería), eso, señor, se llama
solidaridad, caridad y amor.
En ese mismo rancho fue donde pude conseguir la ropita de la cual él hace
burla en su historia. Es cierto que nos quedaran cortas, que no nos sirvieran,
que tuviéramos que prensarlas para que alcanzaran y que hubiera sido difí-
cil, mejor dicho, imposible, entrar a ninguna ciudad o pueblo o caserío con
aquellos trapos amarrados alrededor del cuerpo, pero algo es algo, y nosotros
no estábamos precisamente para escoger. Yo creo que en momentos así uno
debe, sencillamente, contentarse con lo que se pueda conseguir y arroparse,
como se dice, hasta donde la cobija le alcance. De manera que me parece
injusta la referencia burlona que él hace a la tal ropa, sobre todo si tenemos
en cuenta que lo que quedaba de la otra, de la que traíamos, era unos jirones,
unas sucias hilachas que de ninguna manera podían llamarse ropas.
Hablando de ropas, otras de las cosas que con él compartí fueron las botas.
El mismo lo dice en su cuento, pero uno cuando lee eso, acaba por pensar
que lo que fui fue injusto, que debí haberle dado las dos y no una y quedarme
descalzo y él calzado. Pero así fue: yo con una y él con otra bota, cambiándolas
H istorias de 
 la C alle L incoln 117

de cuando en cuando para ayudar un ratico a cada pie, así fue como pudimos
llegar, mejor dicho, como “nos” llegaron, me refiero a los de la Digepol.
Es verdad que nadie hubiera podido prever que detrás de la curva aquella
no estuviera el paraíso sino aquel diente (quiere decir puente, se refiere al
puente donde los agarraron, n. del a.), que no estuviera una iglesia con altos
campanarios y vitrales y sus grandes naves silenciosas y pulidas, y sus figuras
de ángeles y santos, rosadas y eternas, sino aquella alcabala y aquellos tipos ar-
mados y abusadores, verdad es que nadie hubiera podido prever eso, pero si él
quiere hacer honor a la verdad debe recordar que si no hubiese sido por el mal
estado en que se encontraba, que a cada rato tenía yo que estarlo ayudando
y calmándolo y consolándolo , si no hubiese sido por eso, no hubiéramos te-
nido que coger por la carretera y por lo tanto no nos hubieran agarrado. Pero
esto es otra cosa. Lo cierto fue que nos agarraron y desde el mismo momento
que nos agarraron yo lo que hice fue encomendarme a Dios y pedirle fuerzas
para resistir lo que viniera, porque ya sabíamos, al menos por referencias, qué
era lo que nos esperaba.
Y eso fue lo que nos vino encima. No le voy a repetir que no fui yo sino él,
El Gato, quien habló. Tampoco lo voy acusar porque yo no tengo una virtud
divina para estar juzgando a nadie, no señor. Quién sabe lo que yo hubiera
hecho si no hubiera estado preparado como lo estaba para aquellas pruebas,
a lo mejor también hubiera hablado, quién puede saber. No señor no voy a
acusarlo por eso, pero lo que no puedo tolerar es que, en cambio, no sólo
mienta cuando se absuelve, que Dios sabe de qué lado está la verdad, sino
que además me acuse a mí, de la manera más desvergonzada y cobarde. Ya
eso sí que es demasiado, porque también el perdón tiene un límite, la misma
Biblia lo dice.
Usted se preguntará: pero bueno, qué tiene éste que El Gato no tuviera,
por qué éste sí resistió y El Gato no. Se lo voy a decir en pocas palabras,
señor Noguera, en muy pocas palabras: sí, yo tengo algo que El Gato, Dios
se apiade de él, no tenía; tengo: la MANO DE DIOS (mayúscula de él, n.
118 C arlos N oguera

del a.). Así como suena. No es, apreciado señor, no es que yo me crea más,
o que esté creyendo que yo soy más que los demás, no. Dios sabe que soy el
último de los humanos y así lo pienso y lo digo, pero si Él me ha ofrecido
de propia voluntad y corazón ese altísimo honor, no soy yo (antes morir)
quien se va a oponer. Y fue eso. Su suprema ayuda, fue su suprema volun-
tad de elegirme a mí como mártir y servidor de su reino, lo que me ayudó
a resistir aquellas pruebas. A veces era un ángel el que se me aparecía, por
las noches, a repetirme el deseo divino, bajaba envuelto en nubes y de su
larga cabellera surgían reflejos que me hipnotizaban y me llenaban de una
felicidad increíble, como nunca en mi vida había sentido. Bajaba vestido
con un gran manto azul y una túnica dorada y entonces se quedaba como
flotando sobre mi cabeza y luego desaparecía, dejando puro perfume en
aquellas paredes que lo que me provocaba no era respirar sino beberme
el aire. Otras veces bajaba hasta el suelo y se sentaba en el aire y entonces,
digo yo que para que yo me sintiera como más en confianza, como más a
gusto con él, porque no todos los días se le aparece a uno un ángel y no
a cualquier mortal, y eso, como usted se figurará, emociona, yo que se lo
digo, señor Noguera, emociona, entonces se me ocurre a mí que para que
yo me sintiera más en confianza con él y no fuera a sospechar, porque quién
sabe cuántas malas pasadas le han hecho a los pobres mensajeros de Dios,
Señor Noguera, porque tiene Ud. que saber que aquí hay la gente mala en
bruto, le digo, fue seguramente por eso, para que yo le cogiera confianza,
a veces bajaba completamente, y cuando bajaba dejaba de echar luz, y la
cabellera se le apagaba y lo que sí quedaba todavía era el perfume que a lo
mejor es más difícil de apagar que la luz. Así que se sentaba como cualquier
tirapiedra a conversar conmigo, mejor dicho, a discursear, él por su lado y
yo por el mío, que jamás llegamos, en todo el tiempo que yo estuve metido
en la cárcel, jamás pudimos llegar a entendernos. Era como cuando la torre
de Babel, pero un poquito diferente, porque, no sé si me va a entender, yo
comprendía las palabras, mejor dicho, yo podía recordar que esas palabras
H istorias de 
 la C alle L incoln 119

las sabía, estaba seguro de eso, pero no podía entender lo que me decía. A
él le debía pasar algo parecido porque tampoco podía (yo estoy seguro de
que si hubiera podido lo hubiera hecho) tampoco podía responderme las
preguntas que le hacía.
Pero a pesar de los pesares, señor Noguera, debe Ud. imaginarse lo bien
que me hacían aquellas visitas. Hay que recordar que yo estaba encerrado,
y en esas condiciones (yo no sé si Ud. ha estado alguna vez preso, quie-
ra Dios que no) cualquier visita se agradece, no importa de quién venga;
cuantimás en mi caso que estaba casi como ermitaño, porque allá estaba yo,
allá nos habían metido a todos juntos, quiero decir que no es que estuvié-
ramos nosotros, los políticos aparte, sino que nos metieron a todos en una
misma ensalada con los demás presos, los comunes, vaya Ud. a saber por
qué iluminación maligna, quizás porque querían que nos martirizáramos
más, quizás porque ya no había más espacio (debe Ud. recordar, señor, que
aquella fue la época más negra), lo cierto era que allá estábamos y entonces
a uno no le quedaba más remedio que aislarse. Claro que ya los otros que
habían caído antes tenían aquello organizado: cantar canciones, estudiar,
trabajar, recibir clases, formaban como un pequeño pueblito aparte. Digo
formaban porque yo apenas duraría unas semanas. Y no porque no hubiera
querido seguir, yo quería, pero cuando propuse decir una conferencia sobre
Dios y me la vetaron (así me dijeron), comprendí que mi sitio no estaba en
ninguna parte. No sé si me va a entender, era como si el cuerpo no fuera
el cuerpo sino una pompa de jabón, que no sabía dónde situarlo, que en
ninguna parte tenía lugar para mí. Fue entonces que me volví para siempre,
señor Noguera, un solitario. Por un lado no me podía acercar a los comunes
y por otro lado estaba aislado de los camaradas. Aunque mentiría si dijera
que se portaron mal conmigo; en realidad no, siempre me incluían en los
repartos de las viandas familiares y se preocupaban por mi salud: esas cosas
se agradecen aunque uno esté, como yo estaba, haciendo ayuno de purifi-
cación, imponiéndome penitencias, son cosas que se agradecen y que no se
120 C arlos N oguera

olvidan. Pero yo ya no estaba para hacer vida de partido, yo lo que quería


era ponerme a rezar mis oraciones, a meditar, a hacer penitencia: fundirme
con la sustancia divina.
De manera que el único compañero que me quedó fue el ángel, por-
que con él no importaba que no me comprendiera. Él lo era todo para
mí, señor Noguera. ¿O era ella? No me vaya a interpretar mal. Muchas
veces, cuando la noche se hacía larga y la conversación crecía yo podía
contemplarlo a mi gusto, detallarle la cara, el cuerpo (aunque no podía
verlo claro por la gran capa que lo cubría), y fue así que a medida que
lo fui detallando, cosas de la vida, me fui dando cuenta que, en verdad
verdad, uno no podía decir si aquello que estaba delante era un hombre
o una mejor (evidentemente: mujer; n. del a.), mejor dicho, no se po-
día decir si era un muchacho, porque de que era joven era joven, o una
muchacha. Y peor fue después y me preocupé más porque una noche
le escuché clarito algo de amor, o de ámame o de te amo, una cosa así,
y yo no supe qué hacer señor, Noguera, no supe de verdad qué hacer.
Y fue entonces que me acordé que una vez le había escuchado a uno de
los maestros del pueblo que no hicieran discusiones bizantinas y yo le
había preguntado qué eran discusiones bizantinas y él me había dicho,
cosa que yo no entendí muy claro y por eso tuve que ir al diccionario de
mi tío, me había dicho que eso venía de cuando Bizancio, que cuando
los turcos tomaron Bizancio, mientras la gente se mataba por monto-
nes en las calles, los religiosos seguían encerrados discutiendo sobre el
verdadero sexo de los ángeles. Que cuál era el sexo de los ángeles. Yo no
lo sé, señor Noguera, y me consta que en los evangelios no se dice nada
sobre el particular. Y cómo no me iba a preocupar por eso, dígame si
después resultaba que lo que era era masculino o que no era de ninguno
de los dos sexos, o era de otro sexo que no existe entre nosotros, de un
sexto sexo o de un quinto o de un octavo sexo. Yo de verdad que no
encontraba qué hacer.
H istorias de 
 la C alle L incoln 121

Porque le voy a decir una cosa: lo peor era, señor Noguera, que me
estaba enamorando, así como lo oye: me estaba enamorando. Aquello
era demasiado para mí, tenía que ser que El Señor me estaba poniendo
a prueba, así me dije señor Noguera, porque no le podía buscar otra
vuelta a aquella situación. Qué más podía pensar cuando se me pre-
sentaba aquello y cuando ni siquiera que fuera verdad que fuera una
mujer, mejor dicho: cuando ni que el ángel fuera de verdad una mujer,
podía yo darme el lujo de pensar que podía ponerme a pensar que ella
pudiera aceptarme; quiero decir, mejor dicho, que yo no podía pensar
en enamorarme de ella porque, vamos a hablar claro, a pesar de todo,
siendo mujer y todo, era por encima de todas las cosas y por encima de
mis sucios deseos, un ángel, quiero decir: una ángel.
Fue en aquella época (le ruego, señor Noguera, que sepa comprenderme),
fue por ese entonces que la cogí por masturbarme. Ud. no puede imaginar
un martirio más grande para una persona que la única aspiración que tiene
en la vida (y para después de la muerte también), es servir, amar, obedecer,
seguir, respetar, adorar, loar, a Dios, y únicamente a Dios, para una persona
así no puede haber una prueba más grande. Yo creí que con este pensamiento
claro y encomendándome al Señor, podía salir adelante; pero el ángel seguía
viniendo y yo seguía enamorándome, y yo no podía aguantarme y seguía
cayendo en el pecado solitario; y mientras más me masturbaba, más pensaba
que me estaba perdiendo, y más me sentía sucio, lo que yo sentía era que
estaba chapoteando en un chiquero y revoleándome como un cochino; y me
ponía muy triste porque pensaba que si seguía por ese camino iba a terminar
realmente pudriéndome si ya no lo estaba, porque hasta los brazos y las pier-
nas ya comenzaban con la hediondez a mortecina y cuando escupía porque
tenía la boca como empatucada de tierra, lo que escupía era pus. Y mientras
más pus escupía y más sucio me sentía, sentía también que más necesitaba del
Señor y más rezaba y más me ponía en meditación y entonces la ángel volvía,
más brillante y luminosa y bella que nunca, para que yo la contemplara, y
122 C arlos N oguera

era verdad que lo único que podía calmarme, lo único que podía ponerme
tranquilo y darme sueño como para dormir, era el ángel. Pero cuando desapa-
recía, a mí, en lugar de ponerme a hacer mis oraciones, lo que me provocaba
era pajearme otra vez y entonces tampoco podía dormir porque la cama se
volvía otro infierno, otro chiquero, otro barrial se volvía la cama y yo era un
cochino que pateaba y pateaba porque se estaba hundiendo y si no pateaba lo
suficiente el barrial se lo tragaba para siempre y cuando ya lo que me quedaba
era un ladito para respirar y el barrial me llegaba casi hasta la nariz, pegaba un
grito, un gran chillido, y una mano que bajaba del cielo me levantaba y me
sacaba, lleno de barro y de sudor por todas partes del cuerpo y me calmaba y
me quedaba tranquilo por un rato.
Los gritos han debido de ser muchos porque recuerdo que llegó un mo-
mento que los comunes (que estaban con nosotros como ya he dicho pero
en el pabellón de enfrente, porque los camaradas habían hecho otra distribu-
ción y únicamente iban hasta allá en labores de captación, como se le decía,
de cuando en cuando), los comunes, primero comenzaron a pedir que me
cambiaran y después que me mataran; que si los camaradas no me defienden,
señor Noguera, y esto se los agradezco de verdad, si ellos no me defienden yo
no estaría aquí contándole esto, porque una noche hasta una poblada para
lincharme estaban haciendo, bravos que estaban por la cuestión de los gritos
míos a media noche. Pero ¿qué podía yo hacer? Era una cuestión que no
podía dominar. Después fue que vino la comisión y cogieron y hablaron con-
migo: se portaron muy bien: estaba el encargado político, el secretario de or-
ganización que era un conocido mío de Portuguesa y el secretario de cultura
que era medio poeta y le gustaba mucho hablar conmigo y prestarme libros y
creo que también el secretario de solidaridad, lo cierto fue que me estuvieron
preguntando y no sé cómo llegaron a la conclusión de que iban a hablar para
que a mí me soltaran y me llevaran a tratamiento médico, y se me brindara la
debida atención, como decía la declaración que leyeron, y si no, ellos y todos
los prisioneros iban a la huelga de hambre.
H istorias de 
 la C alle L incoln 123

Después me enteré que hasta una carta le habían mandado a mi papá para
que se enterara de “mi situación”. No se lo he dicho hasta ahora, pero mi papá
era amigo de un pesado en el gobierno de Lara, que, casualmente, también
tenía un hijo en las guerrillas que recién se le había ido. De manera que por
influencia de este tipo a mí me sacaron y me tuvieron un tiempo en el hospi-
tal de allá, interno, después como que se olvidaron de mí porque no volví a
ver más nunca un policía, ni soldado ni nada que se le parezca.
Desde arriba, desde la tabla donde estaba sentado con mi bastón y mi bella
corona fue que vi a papá la última vez que fue a visitarme al hospital. A mí
me asustó un poco porque hacía tiempo que no veía a una persona vestida
así como él estaba y tampoco me acordaba del motor (¿doctor, quizás?; n. del
a.). Fue tanta la emoción y el susto y la alegría juntos que ni me acordé que
no estaba sobre el suelo sino montado en un altar, sobre los hombros y las
espaldas de mis fieles seguidores, no me acordé de nada de eso y me levanto y
salgo corriendo, y ras, el suelo pelado del patio y la orilla de la zanja era lo que
me estaba esperando abajo. Aquí me repuse de la pierna quebrada y, a Dios
gracias, aquí sigo vivo todavía, en mi casa. Nada me preocupa ya mientras siga
mi ángel visitándome. Estamos solos los dos cuando queremos; tía y mamá
no molestan, papá se la pasa en San Rafael, la casa misma nos respeta porque
sigue siendo como antes, como hace 15 años, silenciosa y fría con sus tres
corredores y el gran jardín lleno de trinitarias y berberías y matas de rosas, y
hasta árboles de malagueta y de icacos que crecen en este suelo siempre como
húmedo, oscureciendo los corredores y las habitaciones, haciendo, señor No-
guera, que el aire sea más música que aire mismo y que uno piense que por
muy solo que uno esté, no está solo de verdad, porque por alguna parte están
los espíritus caminando, deslizándose, hablando en voz baja.
Todas las tardes es aquí donde me siento, al fondo del corredor, frente a mi
cuarto, todas las tardes llueve: tengo tranquilidad, señor Noguera, y eso es lo
que cuenta para mí: que el tiempo pase sin que uno lo escuche, que el tiempo
lo purifique a uno, día a día, noche a noche, y uno sienta que esta purificación
124 C arlos N oguera

es la única senda para alcanzar la paz final, cuando Dios Nuestro Señor así
lo quiera. Por eso le he contado todo esto que sé que le va a extrañar mucho,
y por eso le he escrito, que Dios sabe que no tengo otro proceder, que he
procedido bien y que El Gato, que Dios lo tenga en la gloria, el pobre no ha
hecho, no hizo mejor dicho, otra cosa sino mentir, porque fue por esto que le
he contado y no por delator que me soltaron, fue por esto que me soltaron,
Dios así lo sabe. Y no por delator.

Su hermano en Cristo, ___________________


Y aquí venía la firma.
H istorias de 
 la C alle L incoln 125

LA DULCE LOCURA (V)


(O: la importancia de llamarse Ernesto)

O los callos de la tal Mari Carmen no me habían hecho nada o era el hambre
atrasada la que de nuevo empezaba a ronronearme en el estómago, de ma-
nera que cuando llegamos al estacionamiento de Arle: abandono mi papelito
de chaperón, loco, le dije a Guaica, y depositando un candoroso besito jipi
en la mejilla de Graciela y un coñacito corto de respuesta en las costillas de
Guaica, enfilé hacia la arepera más cercana que debía estar en algún lugar no
más allá de doscientos metros, tomando en cuenta que era en Bello Monte
donde estábamos. Desde la acera, mientras Guaica y Graciela subían, lancé
una última ojeada de reconocimiento al edificio y aproveché para orinar y
encender la pipa. Fue entonces cuando me encontré con Arle. ¿Cómo no me
iba a asustar si yo lo hacía anfitrionando su fiesta y en lugar de eso lo veo venir
pálido, embalado por todo el centro de la calle hacia abajo, como quien viene
de Las Colinas, y una pata de melenudos encadenados detrás de él? ¿Cómo
no le iba a responder si nada más al verme deja oír un Ernesto chillón, con
una voz ridiculizada por la velocidad y el miedo? Yo mismo soy, me dije, qué
cono les pasa a ustedes, les dije: y eso fue parándome y, ay papá, aquí sí que te
jodiste, combatiente, me dije; y les dije:
—¿Por qué coño no sueltan esas cadenas y pelean como hombres? —aun-
que bien claro se veía que de que eran hombres, eran hombres, a pesar de las
largas y onduladas pañoletas que les caían hasta las caderas y a pesar de que yo
126 C arlos N oguera

tenía más ganas de vomitar que de pelear, pero qué le íbamos a hacer. Si al
menos tuviera mi barba, sentí más que pensé en ese momento.
Por la orilla de la acera, por la calle hacia arriba hay árboles y la luz de las
bombillas se pierde, pero abajo, en la esquina, que fue hacia donde me escu-
rrí para precisarlos bien y para esconderme un poco en el poste si era nece-
sario, allí, se veía más claro: eso fue precisamente lo que me salvó. Cuando
me iban a atestar el primer cadenazo oí una voz celestial que gritó:
—¡Verga, si es Arcadio!
Y luego una orden que el melenudo mayor les daba a los melenudos
súbditos restantes.
A Madurito lo conocí cuando tuve que acompañar a Gregorio, que lo
habían herido en una pierna. Estaba atendido provisionalmente, claro, pero
lo mismo que a mí, la rótula le había protestado y tuvieron que licenciarlo.
Vayan ustedes a averiguar por qué me eligieron. Nada: que tuve que cargar
con él hasta su casa y que me tuve que quedar porque el viejo de Gregorio,
que es millonario, mi hijo mayor no se queda cojo, nojoda, y diciendo esto
y Gregorio sale disparado para los iunaited esteits, en vuelo de primera cla-
se. Bueno, lo que pasó fue que mientras tanto y para protegerme y proteger
a Gregorio y para agradecérmelo porque al fin y al cabo había sido yo quien
lo había traído, el viejo decidió que yo tenía que pasar casi tres meses en
aquel palacete mientras Gregorio iba y era operado y volvía y se reponía y
acababa de estar bien del todo. Así fue como Ernesto el combatiente, alias
Arcadio, vivió y disfrutó de una estancia a cuerpo de príncipe en casa de la
antigua y rancia familia de los Mérida, de la cual nuestro apreciado Gre-
gorio era el último exponente, rescatador del rancio abolengo de la estirpe
o prosapia de aquella sangre benemérita que desde los tiempos de la inde-
pendencia, no había conocido el altísimo camino de las armas. Y he aquí
señores por qué, aunque en discrepancia fundamental con las ideas que lo
motivan, no tengo otra alternativa que reconocer la hidalguía del gesto de
H istorias de 
 la C alle L incoln 127

mi hijo, etc. De manera que así llegué y así me quedé esos cuatro meses y así
fue cómo conocí a este Madurito que había entrado un día casa de Gregorio,
con otros de la pata de Altamira, expresamente a conocer “al guerrillero”, invi-
tados por la hermana de Gregorio que era (o es) una pavita rica realmente. De
manera que si en esa época no hubiera sido un fenómeno de circo para ellos,
ni Mandrake me hubiera salvado en esta noche clara de inquietos luceros, de
estos melenudos de Madurito.
—Chao, panita y perdona —me dijo. Mientras yo terminaba de espichar el
último aire de la tensión y le daba un abrazo y él le mandaba saludos a Grego-
rio (porque Gregorio había vuelto a subir) y yo me le encogía de hombros y
le mandaba saludos a Titina, que así se llamaba la pavita rica; y la hermandad
volvía a nacer entre todos los hombres del mundo, gracias a lo inocuo de las
melenas, a las propiedades de la palabra como instrumento de comunicación
y a un viaje de un guerrillero a la patria de los sucios explotadores contra los
cuales luchaba.
No me jodas, tú te las sabes todas, catire, fue lo que alcanzó a decir Arle,
cuando me lo encontré más adelante, detrás del restorán árabe, mientras sa-
caba de algo así como el forro de la chaqueta lo que yo creía era la primera
provisión de la noche, mientras liaba en elegante papel sedoso de carterita el
divino pito, mientras casi temiendo no llegar, daba el primer chupón como si
fuese el último chuponcito de su vida. Fue Guaica quien nos abrió la puerta
del apartamento.
—Debes venir más lleno que las praderas de Méjico, ¿eh amiguito? —le
dijo Guaica, porque alguien, tal vez Henrique, por supuesto, ya le había tira-
do el dato de que Arle andaba en comisión de control.
—Tranquilo, hijo, que si no es por las hábiles dotes de Ernesto mi arriesga-
da misión hubiera terminado en las oscuras sendas del fracaso.
A Henrique, Guaica, Patricia y también a Gracielita, aunque sin saber mu-
cho por qué, se les erizaron los pelitos del entusiasmo, con la consecuencia de
128 C arlos N oguera

que gracias a la curda y a la felicitadera me sentí estúpidamente heroico y, lo


que ya es el colmo, me sorprendí en el gesto ancestral y prehistórico de inflar
imperceptiblemente el pecho mientras la pequeña multitud me aclamaba y
me hacía penetrar en la fiestecita con guirnaldas y honores.
Después me di cuenta de que tal vez esto, unido a las leyendas de la mon-
taña, sumado al contraste que creaban mi camisa verde claro y mi vieja pero
hidalga chaqueta de gamuza, multiplicado por cierta crónica soledad pade-
cida por ella, fue lo que predispuso a Mónica en favor de este tipo que les
habla. Aunque, claro, esto no lo podía sino intuir mientras avanzaba sobre las
alfombras en el centro del pequeño grupo que me conducía hacia el fondo de
la sala, en el preciso momento en que sus ojos, digo los de Mónica, grandes
y extraños, me detectaban y aumentaban de tamaño y comenzaban a brillar
con esos chisporroteos increíbles que después me seducirían y cuyo empeño,
persiguiéndome a lo largo de la sala, resultaba definitivamente inconfundible
para cualquiera; incluso para mí, que tan desentrenado estaba en estas lides.
Guaica, que como se habrán dado cuenta es un tipo que está en todas:
—Coño, loquito, veo claros augurios de que pronto pasarás de medieval
monje proxeneta a actor del eterno drama de Eros, ¿eh? —dijo, mientras
sacudía la cabeza y las cejas en dirección a Mónica—. No está mal la nena,
habría que ver qué tal funciona.
—No hay tu tía: soy irresistible —le contesté con tono de no se hable más
el asunto, por no comprometerme y porque naturalmente Arle no dejaba
hablar a más nadie si antes no le escuchaban el episodio de Madurito:
—No me joda, y eso no es nada, hoy definitivamente estoy en la dimen-
sión desconocida: en el bar me pasó otro show. Fíjate que estoy precisando el
control y el control nada que llega, le pregunto a Arturo si no tiene, y él que
en eso anda, que deje la velocidad. Yo le digo, okey, y veo que él sale mientras
yo me quedo con tres o cuatro zanahorias, cuidando la mesa. Al poquito rato
veo que Arturo regresa y viene con un tipo medio raro que palabra que era
H istorias de 
 la C alle L incoln 129

la primera vez que lo veía. Yo digo, nada, este es el control y cuando me lo


presenta y se lo presenta a los zanahorias, yo mosca, zas, le aprieto la mano al
tipo y le lanzo un sonrisita y me le quedo viendo. El tipo nada que reacciona y
para completarla, Arturo, que ya estaba medio curdo, se mete en una cotorra
larga sobre teatro con uno de los zanahorias y ni una señita para mí. Yo me
dije, nada, este hijoeputa ya se llenó él y seguro que con la curda se olvidó de
mí; así que mejor me concentro en el tipo. Y entonces yo dale con las señitas
y las risitas y los quiubo con las manos, medio guilladito, tú sabes, y le sacudía
la cabeza haciéndole señas para que saliera hacia el baño. Y el tipo nervioso
y nada de nada. Y yo, qué coño le pasa a este jíbaro, debe haberse quedado
sin puchos. Y vuelta con el atoramiento de las señas, porque me acordaba de
la fiesta, y este maricón me va a hacer perder toda la noche en esta vaina, me
decía por dentro. En eso veo que por fin el tipo se decide y pide permiso a
los zanahorias y, zas, cae en el baño. Yo, muy natural, muy sonriente, pido
también permiso a los zanahorias y, zas, le caigo al tipo en el baño.
—Velocidad, mano —le digo— que tengo poco tiempo —con una voz
que le debe haber sonado más misteriosa que el carajo, acercándomele a ori-
nar al lado y dándole un empujoncito con el hombro.
—Velocidad con qué —me responde el tipo poniendo una cara de intriga
del carajo, y zas, se arrima hacia el lavamanos, sacándome el cuerpo.
¿Qué coño te pasa? —le pregunto—. Velocidad, que no tengo mucho
tiempo —abriéndome la bragueta y sacándome la manopla para orinar.
Yo que me saco la manopla y el tipo que se arrima hacia allá, con una cara
de pinga, del otro mundo, pegándose contra la pared.
Ahora sí que me jodí fue lo único que se me ocurrió: —¿Cuánto tienes? —
le digo—. Yo sé que con Arturo te portaste bien, así que blandito conmigo,
mano.
Para ese momento la expresión del tipo ya era una vaina increíble y yo em-
pezaba a arrecharme porque empezaba a darme cuenta que el tipo segurito
130 C arlos N oguera

que me estaba confundiendo con un marico agresivo; de manera que, zas,


me alejo, con grandes esfuerzos trato de mostrarle mi mejor sonrisa, y le digo:
—Ah, ya: tú estás creyendo que soy marica, ¿no? —pelándole el diente—.
No te preocupes, yo soy de confianza, ¿no te lo dijo Arturo?
—¿Qué me dijo Arturo? —dijo el tipo, acomodándose el nudo de la cor-
bata y ajustándose el paltocito como para que yo notara que él era un macho
completo y no me fuera a confundir.
El qué me dijo Arturo y la cara de despiste que puso, acabaron de meterme
en onda: me miró de arriba a abajo, sacando el pecho como diciendo: al fin
me libré de este marico, y yo me di cuenta que todavía tenía la manopla fuera.
El tipo me dio la espalda y salió y yo agarré mi pinga y me la guardé. Si este
es sapo, puse la cagada del año, pensé, y me fui yendo escurridito y silencioso,
tratando de salir por el pasillo para que el tipo no me viera otra vez, y maldi-
ciendo y sacándole la madre a Arturo que me hacía pelar bola de esa manera
y más arrecho que plancha de chino porque desde el pasillito vi que el gran
carajo en vez de explicarle al tipo lo que hizo fue ponerse a reír con él y a darle
coñacitos por la espalda cagados de la risa y a contárselo a los zanahorias que
empezaron también enseguida a cagarse de la risa y a señalarme y a verme que
yo me iba por la puerta lateral, los voy a terminar de joder, pensé, y entorné
los ojos y les hice un gesto de loca con las dos manos y me fui arrastrando los
pies y desde la puerta me volteé y les saqué la lengua.
De manera, queridos loquitos, que me quedé sin material y con un estigma
maricón encasquetado que Mandrake me lo va a quitar.
Con aquella anécdota yo me quedé convencido de que Arle muy bien po-
día disputarle a Guaica el título de payaso del año; debe ser porque es actor,
pensé, estableciendo más por ocio que por curiosidad las diferencias que exis-
tían entre el humor chabacano de Arle, y el humor sofisticado y un poco inte-
lectualoide de Guaica; esto fue después cuando terminé de reírme; porque en
plenas contorsiones, llorando entre las carcajadas, abrazado a Henrique que
H istorias de 
 la C alle L incoln 131

estaba como privado de la risa, y de Patricia, que pedía aire, tuve la premedi-
tada delicadeza de compartir mi euforia, telepáticamente, con la complicidad
de la enigmática dama que acunada en el puf anaranjado, cerca del divisor
de ambientes, rendía sus miradas ante los irresistibles encantos personales de
este servidor.
Ya deben haber intuido que esto tiene de enigma lo que yo tengo de fin-
landés, y que la dama no es otra que Ménica, y que el tipo, con cara de
arrepentido, que la custodia y no le quita la vista de encima, es Rafael, y que
Ménica, a la larga, o mucho mejor: a la corta, abandonará a Rafael que tal vez
siempre estuvo abandonado, el pobre, y me concederá sus favores envueltos
en una cálida y tropical tempestad de arena cerca del mar, dentro de unas
cuantas horas. Sólo el trivial y ancestral pavoneo del macho alrededor, sólo el
prehistórico acatamiento callado de la hembra, sólo el consabido y harto co-
nocido intercambio de tactos, visualizaciones, olores, sabores y sonidos, sólo
el histórico preámbulo sinuoso, anodino, fútil y delicioso en suma, mediará
entre este apartamento y la playa, entre esta madrugada y la tarde, entre este
preliminar contacto a distancia y la posesión furiosa, sólo escaramuzas suce-
sivas donde el arte y la costumbre, el hábito y la sorpresa, se ensamblarán en
una paradoja complementaria, hasta constituir ese fenómeno curioso e inago-
table que pretendo recordar: la seducción. Y es así que mucho más acá de la
literatura, muy por debajo de los conceptos, el telón se descorre poco a poco
mientras yo me separo del grupito de Arle y me desplazo sobre la mullida al-
fombra, campaneando por no dejar el escocés que Patricia me ha traído, para
matizar y para acompañar a algunos zanahorias que merodean, y comienzo
mi dramático levante acercándome a Ménica con un histórico:
—Hola —mientras cruzo los dedos de la mano izquierda en el bolsillo de
la chaqueta. Y, claro,
—Hola —me responde—. ¿Quieres sentarte? —señalándome un pedazo
libre de alfombra a los pies del puf.
132 C arlos N oguera

Y yo: ¿vasallaje es lo que quieres? Y ella: ¿por qué no? Y yo: ¿tan pronto? Y
ella: el vasallaje es o no es, no hay que entenderlo. Y yo: es mutuo o no es, hay
que establecerlo. Y ella: ¿orgulloso? Y yo: justo, simplemente justo.
Imagínense este diálogo: cursi, dicho a saltos, avanzando a través de peque-
ñas pausas de silencio, premeditadas y excitantes; imagínense un fondo de
bossa nova y quince personas revoloteando alrededor; imagínense una cara al
lado, sorprendida e indecisa, destilando cólera por todos los poros: la cara de
Rafael; y habrán captado la escena en todos sus detalles.
Ya me estaba poniendo nervioso la cara de Rafael cuando es Arle, siempre
oportuno, payaseando a todo dar, el que comienza a tocamos, a conjugarnos
para que bailemos porque, dice, esta oración negra no debe perdérsela nadie.
Yo me agarré la rodilla y me acordé vagamente de la recomendación del trau-
matólogo, pero más duele un coñazo en el espíritu que en el hueso, razoné, de
manera que hice de tripas corazón y de mi proyecto de pierna una pierna ver-
dadera, y yo mismo soy, volví a decir por enésima vez en la noche, y haciendo
una venia increíble y levantándome y tomando entre mis manos las blancas
manos de Mónica, la conduje para que nuestros cuerpos abandonaran los
aleatorios y vulgares movimientos cotidianos y se sumergieran en el profundo
pozo de gestos sucesivos y rítmicos que pautaba la música.
El agarrarla suavemente por la cintura y el que se me viniera encima como
una desesperada a resoplarme en el cuello, a colgárseme y a rozarme levemen-
te la barba, fueron una misma cosa. Yo me alegré de la adherencia porque así
la pierna me sufría menos y porque de verdad que jamás en mi perra vida me
había encontrado con un cuerpo tan tibio que me había puesto a funcionar
de una manera tan súbita y con una potencia tan furiosa, que nada tenía que
envidiarles a los púberes campeonatos de masturbación cerca del río, cuando
tenía trece años.
Aquella erección fue el mejor argumento: me olvidé de la pierna, me olvidé
de la cara de Rafael, me olvidé de la nutrida pata que me escoltaba, me olvidé
H istorias de 
 la C alle L incoln 133

de la noche, del pasado, del apartamento, de la música, y me enlacé dispuesto


a prolongar más allá de cualquier eternidad ese éxtasis contenido, en suspenso
al borde del clímax, que me reconciliaba con la vida.
Viré levemente la cadera hacia un lado y me acomodé el argumento de
manera que acoplara de una manera más fluida entre las piernas de Ménica.
No abuso si agoto en una línea la descripción de la media hora que siguió:
Recuerdo claramente la fricción cálida contra la piel, el espectáculo girato-
rio de los rostros que de alguna manera testimoniaban la presencia lejana e
inapreciable de la realidad; recuerdo la cadera de Ménica, sorbiendo mi sexo;
recuerdo, finalmente, más acá de la lírica dulzona que toda memoria erótica
determina, la expresión extraviada y desconcertante de Rafael, acodado con-
tra el muro de la terraza: un rostro cadavérico, mucho menos lamentable, sin
embargo, que ese otro que nos exhibió después, cuando acostado boca arriba
sobre el piso de la terraza, al borde del antepecho, sostenida su cabeza por las
manos de Guaica, que había interrumpido su suicido, babeaba y vomitaba
hacia los lados los últimos restos de un líquido amarillento que reproducía al-
químicamente todos los manjares, comibles y bebibles, que unas horas antes
habían reposado en el pantri de Arle.
—No creí que lo tomara así —fue lo que alcanzó a decir Mónica, mientras
Arle, tal vez para quitarle gravedad al incidente, tal vez para conjurar con pa-
yasadas la proximidad un poco chistosa de la muerte, colocaba un monísimo
gorrito de cogollo sobre la cabeza de Rafael, mientras Rafael le colocaba a él
y de paso a toda la honorable concurrencia una monísima sonrisita de despe-
dida y no me olvides, tambaleándose hacia la puerta de salida, ayudado por
Guaica.
—El carajito pensaba de verdad zumbarse por la terraza, qué bolas —dijo
Guaica, cuando se nos acercó después de meterlo en el ascensor.
—Y este gran carajo animándolo —dijo Henrique, chorreado de la risa y
señalando a Güido que entretanto hacía todo lo posible por joder a Rodrigo.
134 C arlos N oguera

—Con esas vainas hay que tener mucho cuidado: insisto en que es un
carajito... —fue lo último que le escuchamos decir a Guaica: porque Mó-
nica, digo yo que un poco para ponerle parchos porosos a su sentimiento
de culpa, me haló por un brazo y me llevó hacia el pasillo del fondo, que
ella no tenía la culpa, que había hablado claramente con él, que última
vez que le pasaba eso de andar terminando de criar a un carajito como
aquél, que lo lamentaba, que mejor así porque ya la tenía obstinada, que
pobrecito tan sensible que es, que para qué se vendría a enamorar de ella,
que ya le pasaría, que ojalá no se le ocurriera andar jugando otra vez al
suicidio, que pobrecito nuevamente, que todo había sido por la curda
que cargaba, que él no estaba acostumbrado, que qué inmaduro que era,
que la perdonara yo por el show, que le daba tanta pena conmigo, y otros
tantos ques interminables que su alma de mujer le dictaban.
Yo me calé la melodía completa porque era realmente una carajada no
responderle ahora que me estaba necesitando; son las balanzas del destino,
pensé: me cambia una psicoterapia por un jamoneo, está en su derecho. Y
ya estaba a punto de proponerle otro comercio de trueque esta vez sobre
la cama que se guillaba a medias desde el pasillo donde realizábamos la
catarsis improvisada, arrimándola, arrimándola, desplazándola impercep-
tiblemente hacia la puerta del dormitorio, cuando veo al maldito Güido
que entra, bailando una samba, envuelto en una larga cobija, contoneán-
dose con los brazos hacia arriba, sosteniendo una imaginaria cesta de fru-
tas tropicales sobre la cabeza, pasillo es, grita el desgraciado, y yo estoy a
punto de mentarle la madre cuando veo que le mete una patada a la puer-
ta del dormitorio y a media luz diviso dos cuerpos que se contorsionan,
desperezándose sobre el lecho, y yo estoy a punto de pensar qué singue,
cuando veo dos hermosas cabelleras femeninas que se incorporan sobre el
colchón y qué grotesco, algo por el estilo, dice una de ellas cuando Güido
Ies sacude el bastidor, y yo estoy a punto de decirle a Mónica mírame esta
pelotota, cuando es Mónica la que se adelanta y me dice: es Adrianita con
H istorias de 
 la C alle L incoln 135

su nueva compañera: Elizabeth, y yo le pregunto que cuál es Adrianita y


ella me dice que la más joven, la bonita, mientras Güido, concluida su
labor, sale disparado hacia la sala nuevamente al ritmo de la samba con su
cesta de frutas y su sábana envolviéndole el cuerpo, y yo estoy a punto de
criticar a Adriana, cuando oigo a Ménica: Adriana es una gran amiga, la
aprecio mucho, me dice, mientras ella misma cierra la puerta para reto-
marle su intimidad a la hermosa parejita, mientras yo renuncio a los estar
a punto y a la inminencia de la cópula y mientras una zorra dentro de mí,
contemplando las uvas, se da media vuelta y susurra: al fin y al cabo es
demasiado pronto; y en el próximo cuadrito de la comiquita aparece mi
cuerpo dibujado, las manos debajo de la quijada, los ojos mirando hacia
arriba y el cuerpo de Ménica, chiquitico, alejándose, volando entre una
nube, con un carteloncito detrás que dice mañana.
Todo salía esa noche a pedir de boca, Ernesto, estabas feliz y pleno con
tu bonche, y tu curda y tu Mónica, acurrucada al lado, hasta que mi en-
fermiza imaginación, o tal vez el enfermizo pretérito, colocara el cuerpo
de El Gato, completo e inamovible justo frente al pasillo cuando tú justo
venías abrazado a Mónica, emergiendo hacia la sala, sonriente.
Si hubiera sido el fantasma de El Gato el que se te apareciera, no te
hubieras impresionado de la manera como lo hiciste. Claro que su rostro
todo conservaba cierta tendencia de rasgos, cierta apariencia semifelina
inconfundible que fue, precisamente, lo que te permitió reconocerlo;
pero sin su barba, sin las sucias ropas de campaña, sin su expresión deci-
dida y optimista aquel cuerpo se te antojó en un primer momento una
sombra más que un cuerpo, o era tal vez la atmósfera creada por el pen-
jaus, las luces, la curda y la música lo que te hacía percibirlo dentro de
aquel matiz de irrealidad con que ahora se te presentaba. Lo que estaba
frente a ti más que un amigo era una paradoja: era el contrasentido de
todo lo que el pasado había determinado en tu vida, imposible de ensam-
blar coherentemente con este presente, con esta ebria tentativa de vivir a
136 C arlos N oguera

horcajadas, en relincho, errando constantemente el objetivo, extraviando


la luz, tachando a ciegas de la nómina pedazos de tiempo y de espacio,
irrecuperables.
Claro que toda esta amarga resaca te llegó luego, más tarde, después de
despedirte, en este primer momento en que lo miras es sólo una increíble
alegría lo que experimentas: lo abrazas, lo palmeas, se lo presentas a Móni-
ca, lo llevas hacia el fondo, hacia el lavadero, en un atropellado monólogo
le cuentas todo lo que ha sido de ti, tanto, tanto tiempo, te sorprende por
momentos su reserva, lo atribuyes a la timidez, al ambiente, qué haces por
aquí, y él no te contesta, sabes que me encueré, te dice, coño, que bien, le
contestas, y cuéntame, y él te enumera esa larga epopeya trivial que cons-
tituye la vida marital, los hijos, la lucha por el pan, y tú sospechas no sabes
por qué, sospechas que apenas te está revelando la fachada, y enseguida
retornas sobre el tema de la montaña, y él esquivo, y le hablas de tu pierna,
de Pereira, de la rótula, de la emboscada de Junio del 65, tanto, tanto tiem-
po, es mejor no hablar de eso, te dice, y tú insistes con la camioneta y la
subametralladora, y la imagen persistente en las montañas de Agua Blanca,
tú cojo, apoyado sobre El Gato, en aquella retirada, si no hubiese sido por
ti, dices, y él, es mejor no hablar de eso, y tú, qué haces ahora ¿militas?, y él,
es mejor no hablar de eso, y tú, soy tu pana, loco, qué te pasa, y él, loquito,
no te va a gustar lo que te cuente, es mejor dejarlo así, y tú insistes y ves que
te baja la cabeza, y él, ya no soy el de antes, mano querido, me he vuelto
una mierda, no valgo medio de mierda, bajando la cabeza hasta casi apoyar
la barbilla contra el pecho, en un susurro apagado, ni medio de mierda,
palabra, loco, y en esa misma modulación sorda El Gato fue disolviendo
dentro de ti en media hora, toda la imagen fresca y violenta que tú poseías
de él, hasta substituirla por un ensayo de rompecabezas increíble que casi
te negabas a admitir.
—Bueno, hermano, al fin y al cabo es una forma de protestar contra el
sistema —le dijiste, tratando estúpidamente de consolarlo, al final.
H istorias de 
 la C alle L incoln 137

—Lo dices por lástima, viejo, lo sé: no soy una protesta, soy un mojón, sim-
plemente un mojón —te respondió, palmeándote, mientras lo acompañabas
hasta la puerta de salida, mientras tratabas de interpretar como sonrisas los
restos de aquella mueca informe con que se despidió en el justo instante en
que el “prenotado” del ascensor se encendía en el recuadro verde de la pared.
Te volviste para mirar a Mónica que te esperaba, recostada contra la puer-
ta; dijiste un qué carajo, que ahora te sabía a desaliento, y apenas te quedó
tiempo para resistirte cuando Arle y Henrique, qué te habías hecho, catire del
coño, te dicen, y hacen desaparecer tu cuerpo y el de Mónica en el cerrado
laberinto del baile, en medio de la sala.
—¿Qué carajo hacía El Gato por aquí? —alcanzaste a preguntarle a Arle.
138 C arlos N oguera
H istorias de 
 la C alle L incoln 139

LA VENTANA INDISCRETA
(Donde el ubicuo narrador mira —y describe—el apartamento de Arle)

Desde la puerta de entrada del apartamento, si ubicáramos una silla al lado


derecho del umbral, el amplio salón comedor se nos ofrecería en esta pers-
pectiva oblicua que nos permitiría abarcar simultáneamente los objetos que
ocupan y redistribuyen el espacio que se extiende desde esta pared, perforada
por la puerta que conduce a la cocina y, más allá, al lavadero abierto y al baño
auxiliar y al cuarto de servicio, hasta las puertas corredizas de vidrio que, cerra-
das, permanecen protegidas y adornadas por amplias cortinas de diolén beige
distribuidas en dos cuerpos a izquierda y derecha de un imaginario punto
central, y abiertas, conceden que el paso o la mirada continúen en línea recta
hasta la azotea, que comienza exactamente detrás de la estructura de vidrio,
en el límite opuesto del salón, mirando siempre desde la puerta de entrada.
La tercera pared, la pared derecha de este rectángulo que constituye el salón
comedor, perforada por la puerta que conduce a las dependencias interiores,
está forrada en vinil lavable, color oro o cocuiza, levemente dibujada con pe-
queñas estrías de color marrón, que nos proporcionarían, vistas desde esta silla
imaginaria, una agradable textura —ficticia por supuesto— de tejido trabaja-
do a mano. Digo esto a despecho de la luz que procede de la sencilla lámpara
de plástico, a láminas convexas y anaranjadas que cuelga en el centro de lo que
sería para nosotros la mitad distal del rectángulo y que habitualmente pén-
dula a una altura considerablemente menor que ésta que mantiene durante
140 C arlos N oguera

la fiesta, ahora que el paralelepípedo de madera contraenchapada, forrado


en fórmica negra, mate, ha sido desplazado desde su posición de costumbre,
directamente debajo de la lámpara, a modo de mesa con su pequeño ídolo
indígena en posición asimétrica, hacia la pared izquierda.
En esta pared, a uno y otro lado del paralelepípedo negro y de otro simi-
lar, blanco, pero que ofrece una superficie horizontal mayor, se ubican los
asientos bajos, de goma espuma forrada en poliéster anaranjado, con lingotes
y tubos de metal cromado más bien pegados contra la pared mientras los
mullidos cojinetes, esparcidos por el suelo, completan, frente a los sillones, el
mobiliario destinado al descanso, al reposo entre uno y otro disco. Sobre la
pared, un ensamblaje cinético, de trama enrevesada y polícroma que destaca
sobre un trasfondo regular de líneas verticales, paralelas, blancas y negras de
manera alternativa que, naturalmente, vibran visualmente, vibrarían visual-
mente si dejáramos nuestro sitio de observación y nos desplazáramos no hacia
la pared tapizada, no, sino en línea recta u oblicua hacia lo que sería la pared
del fondo, ocupada, como ya dijimos, por el ventanal de la terraza, realizando,
entonces, una marcha lenta, paso a paso hacia el fondo, pero virada la cabeza,
la mirada fija siempre en el ensamblaje, notaríamos los movimientos saltato-
rios, espasmódicos de las líneas posteriores, a intervalos irregulares de tiempo,
irregulares no sólo a causa de nuestra variable velocidad de desplazamiento
sino también y sobre todo, a causa de la casi aleatoria y caprichosa disposición
de la retícula metálica que destaca sobre el monótono trasfondo, todo lo cual
redunda en que la aparición de cada línea vertical, paralela, en nuestro campo
visual, se realice no uniformemente y en toda su extensión, sino a plazos o
fragmentos, derivándose de ello una subjetiva impresión de desequilibrio o
extravío que, claro está, no reside en el objeto sino en la matizada percepción
que de él realizaríamos.
Frente a esta estructura cinética y ubicada sobre la pared tapizada, podría-
mos observar, esta vez sin movernos de nuestra silla ubicada cerca del ángulo
de la puerta de entrada, otro cuadro, de menores dimensiones, resuelto con
H istorias de 
 la C alle L incoln 141

materiales diversos en tonos negros, blancos, marrones y ocres que a veces se


acumulan en relieve formando mínimas protuberancias de materia y color a
modo de diminutos cráteres de tamaños diversos que agotan el espacio.
Más allá, también contra esa tercera pared, tal vez un poco fuera de po-
sición, una estantería múltiple con compartimientos de capacidad variable,
acabados en fórmica, diseña, vista de frente, una gran colmena de cuadrados
y rectángulos huecos ocupados con un sinnúmero de objetos que impiden
a medias el paso de la mirada desde la mitad proximal del salón a la mitad
distal. Así, sobre un rectángulo horizontal azul oscuro, reposa un buda al lado
de un cliché usado que deja entrever algún signo del zodíaco; vecino a éste,
un cuadrado negro contiene dos piedras enormes lisas y blancas como “hue-
vos de ave prehistórica”; más arriba, sobre el compartimiento ocupado por el
pico próximo a la pared, otro rectángulo, esta vez vertical y en algún tono de
naranja, aloja una larga y estilizada copa de base de cristal transparente y alto
continente de color morado, mate; debajo, el plato del tocadiscos, protegi-
do por una tapa semitransparente de plástico, colocado directamente sobre
el amplificador-reproductor, del cual parten sendas conexiones a uno y otro
lado del separador de ambientes hacia las cornetas, situada sobre la mesa del
comedor, la una, y sobre la mesita telefonera, la otra.
Esta polícroma colmena, divisora de ambientes, parte como dijimos de la
pared tapizada y se prolonga hacia el centro del salón sin alcanzarlo, por su-
puesto, y distribuye el espacio del salón comedor en dos ambientes menores.
Hablamos, por supuesto, de la apariencia habitual, porque ahora estas dos
atmósferas, la distal que correspondería al recibidor y la proximal que vendría
a ser el comedor, se encuentran como ven, remodeladas prácticamente en un
espacio único, gracias al desplazamiento hacia los lados tanto de las mesas
central y esquinera, de aquélla, como de las sillas —blancas con asientos forra-
dos en azul— y la mesa —totalmente blanca—, de ésta, colocada cotidiana-
mente debajo de la lámpara, de estructuras semiesféricas concéntricas, blancas
y azules, alzada ahora hasta una altura superior a la de costumbre.
142 C arlos N oguera

Las alfombras, oro viejo y azul intenso, una para cada ambiente, recubren
totalmente el piso, sobre sus bases de goma, que amortiguarían y apagarían
nuestros pasos si, como ahora, se nos ocurriese ponernos de pie y caminar en
una dirección cualquiera, hacia la puerta que comunica con las dependencias
interiores, por ejemplo. Tendríamos así, la oportunidad de ingresar al pasillo,
en absoluto estrecho, con closets auxiliares o estanterías con libros y objetos
aquí y allá, a partir del cual se abren cuatro o cinco puertas a uno u otro
lado hacia otros tantos dormitorios y salas de baño, espacios amplios como
éste, el dormitorio de Arle y Luminosa, con su ventanal al fondo, protegido
con persianas de láminas extracortas en primera instancia, y más acá y sobre
ellas, la cortina de grueso damasco, verde manzana, en toda la extensión de
la pared. La cama, dos por dos metros, de bastidor negro, contrasta contra el
papel tapiz blanco y verde y contra las mesas de noche, gemelas, dos cubos
perfectos formicados en verde manzana, separados del bastidor, anchos y altos
hasta sobrepasar la altura del lecho, adornado con una sobrecama a manchas
de piel de leopardo. Frente a ella, adherida a la pared, con una gaveta negra,
que destaca del cuerpo hacia abajo, y una banqueta blanca forrada en un tono
idéntico al de las mesas de noche.
Por el contrario, sería la terraza amplia, techada con toldos de aluminio en
casi toda su extensión, lo que descubriríamos si camináramos desde la silla
en la cual estaríamos sentados cerca de la entrada, a lo largo del salón hacia la
puerta de vidrio, al fondo. Estaríamos entonces casi al aire libre, con mesitas
redondas de pata de copa y sillas metálicas con cojines de semicuero estampa-
do y más allá, alejándose de la puerta hacia el parapeto que permite esta bella
vista desde el octavo piso, y hacia los lados, dos o tres bingbangs deformables,
de poliéster granulado y de colores diversos, cerca del pequeño bar portátil,
inútil prácticamente durante la fiesta, en este momento cuando toda la bebi-
da disponible y sus condimentos han sido instalados en la cocina.
Para dirigirnos a ésta, por lo tanto, sólo tendríamos que caminar en di-
rección hacia la puerta que comunica con las dependencias interiores, pero,
H istorias de 
 la C alle L incoln 143

mucho antes de llegar a ella, doblaríamos hacia la derecha, saliendo de la


alfombra para pisar el granito. Al alcance de la mano tendríamos, entonces, la
bolsa de hielo, ubicada sobre la superficie horizontal, acanalada, que permite
que los utensilios, lavados en el fregadero, sean colocados allí, de manera que
el agua pueda correr directamente hacia el sumidero sin resbalar hacia el piso,
tal cual ocurre actualmente con el líquido producto del hielo derretido.
Allí, en los estantes ubicados contra la pared y sobre el suelo, más acá de la
nevera y la cocina semiempotradas, semiamericanas, color coppertone como
rezaba alguna vez la factura, se esconden las botellas consumibles, vino, es-
cocés, añejo, perfecto amor, menta, ginebra, anís, suponiendo que nuestra
mirada preceda a la fiesta o coincida con su comienzo.
Al final, por el contrario, al amanecer, no sería sobre los estantes donde
nuestra mirada enfocaría las botellas; tendríamos, en este caso, que buscarlas
por algún rincón de la cocina o tal vez con mejor suerte más allá, en el lavade-
ro, abierto hacia la parte posterior del edificio, para lo cual bastaría con abrir
la puerta opuesta, si vemos desde el salón, para comunicarnos con el lavadero
o, doblando a la izquierda, antes de toparnos con el muro que conforma este
especie de balconcete, encontrar un baño pequeño, auxiliar, o, todavía más a
la izquierda, el dormitorio de servicio.
Al final, al marcharnos, al amanecer, nos levantaríamos para enseguida vi-
rar en redondo, casi ciento ochenta grados hacia la izquierda y, abriendo y
franqueando la puerta, nos deslizaríamos sobre la roja alfombra central, hacia
el final del pasillo, hacia la puerta del ascensor, hacia el ascensor mismo y,
finalmente, descendiendo dentro de la cabina, proseguir de nuevo sobre la
alfombra hacia el gran portal, hacia el jardín, hacia la calle; sobre las palabras
hacia otro capítulo.
144 C arlos N oguera
H istorias de 
 la C alle L incoln 145

LA DULCE LOCURA
(O: acerca de canguros, rancheras y lesbianismo)

Al grupito se adiciona Arle, que le está dando palmaditas en las nalgas a Lu-
minosa, mientras Luminosa sigue el ritmo del surf que es Henrique quien
lo pone y lo defiende al pie del tocadiscos, de manera que al final resulta un
curioso efecto de cinetismo, producto de las nalgas de Luminosa forradas en
estos pantalones a rayas blancas y negras, en desuso, de las vibraciones que le
impone el surf, de la vibración adicional que les suministra la temblorosa ga-
rra de Arlequín, y de los dedos de esta misma temblorosa garra superpuestos
a las rayas de las nalgas, de la tela que las forra, y uno está a punto de decir, y
yo lo diría en voz alta en medio de la sala si no fuera simplemente el narrador,
que parece que fuera Soto o Vasarely quienes le estuvieran dando palmaditas
a Luminosa y no la apagada e insignificante voluntad de Arle, tan alejada de
la plástica.
—¡Ay, qué máximo! Están tocando mina— les dice Graciela, que había
salido en comisión, con Guaica, nombrado por el grupito que estaba terra-
za afuera, discutiendo lo del suicidio de Rafael y lo del suicidio en general,
a buscar la latica de galletas que en este momento es Guaica quien la trae,
mientras Graciela le sigue, dando pequeños saltitos de canguro con los brazos
semidoblados a la altura del pecho, como una cerbatana, con la boca abier-
ta, atrapando las galletas que Guaica le lanza al aire, como si fuera el delfín
amaestrado de Walt Disney y no Graciela. Claro que esto fue antes de que la
146 C arlos N oguera

túnica de la cual ya hemos hablado o hablaremos en el futuro, porque aún no


sé a qué altura de la novela ensambla este capítulo, se le enredara en una de las
dichosas cabriolas de marsupial y la hiciera rodar justo antes de llegar al sitio
donde Mónica y Ernesto comienzan a languidecer, y es el cable del picó el que
la recibe y de vainita que no lo tumbaste, y menos mal, amiguita, porque in-
diecita que tumbe picó, la amonesta Guaica, recordándole su enorme túnica
bordada a mano por una etnia del Perú, indiecita que tumbe picó, por muy
descendiente del imperio incaico que sea, indiecita que es colgada, sin juicio
y sin un cono, del asta de la bandera de esta solemne construcción que mira
al Guaire, cabellera guindada por este caballero, y luego cabellera cortada,
amiguita, y cuerpo de indiecita que es liberado en el vacío para disfrutar de las
tenues delicias de la nada, mientras el gran Manco Cápac, creador de la raza
y de la sociedad humana, gran dispensador de favores, te recibe en sus autóc-
tonos brazos, ¿okey? La justicia india es así, cangurito: no por bolserías de mi
viejo me llamo Guaicaipuro, y no porque mi pueblo haya tenido una relación
de vasallaje con el tuyo, voy a verme impedido de juzgarte y ejecutarte; infini-
teaba Guaica. Y como todavía Graciela lo escucha desde abajo, desde el suelo,
y ha hecho la pantomima de sentarse a escucharlo desde la alfombra de nylon,
de modo que levántate y anda, Lázara, si todavía puedes, le repite, y acomoda
el cablecito en su enchufito nuevamente y pon a funcionar el picocito y pon-
me a sonar una vaina de Jorge Negrete o algo así para desintoxicarme, porque
ya no soporto, no soporto, no soporto esta bendita música imperialista.
Y aquí es donde entra Arle y, ¡Henrique!, grita, obedece la voz de los opri-
midos, y Henrique no tiene más remedio que quitar a los Beatles, un poco
conmovido por este gesto de anticolonialismo cultural y, coño, al fin y al cabo
ser ingleses, loco, no yanquis, dice, refiriéndose a los Beatles, por supuesto; y
Guaica: la Shell ser capital anglo-holandés, por si no saberlo, amiguito, dice,
haciendo un gesto de profeta.
—Qué carajo, después lo oímos, por ahora hay que ser coherente, canguri-
to—. Le dice en el oído a Graciela, ladrando de la risa.
H istorias de 
 la C alle L incoln 147

Aunque es Guaica mismo, ante la indiferencia de Henrique que desertó


del picó y fue a dar al grupito de la cocina, quien tiene que atarearse y buscar
a Jorge Negrete y colocarlo a girar en el Garrard, con sombrero de ala ancha
y guitarra y traje de ranchero y revólver y todo, bajo los chillidos de México
Lindo y Querido, mientras alguien desde la cocina, seguramente Henrique,
pega el gritico de ley, mientras es pos el mero cuate Guaica el que pos se le
acerca a la mera chula Graciela y pos que le dice, mientras todo México en el
apartamento, alza sus vasos de tequila y brinda, en algún lugar de mi imagi-
nación, por los más machos entre los machos, pos que le dice:
—Pos verá usted, guapa, que ese faldón le quedaría rechulo si lo cortara con
poquitín así nomás.
Y enseguida: ¡Arle!, grita, operación tijera, ¿dónde están las tijeras de esta
casa?
—Tijeras para qué coño— dice Arle, que ahora venía abrazado con Patricia
y Henrique, desde el pantri.
—Van a capar a alguien— dice Rodrigo, con la curda ya girándole por el
neocórtex.
—Sí; van a capar a alguien que se haya miado en los pantalones —dice
Henrique mientras echa un empujoncito a Rodrigo y hala a Guaica para que
vea por detrás a Rodrigo.
Mónica y Ernesto y Federico y Sara, que vienen de los lados de la terraza,
y hasta Graciela que sigue bailando la ranchera despegada de Guaica, em-
piezan a rodear a Rodrigo y a joderlo, y a bailarle un cepillado mexicano al
lado, hasta que se da cuenta, descendiendo de las alturas irreales por donde
viaja, que tiene toda la parte trasera del pantalón mojada desde el ídem has-
ta la media pierna, y que alguien, Henrique por supuesto, le había colgado
un cartoncito que decía: mar de las tormentas, alunizaje prohibido, y una
flechita así, hacia abajo, señalando hacia el ano y sus alrededores, que era
la parte más empapada. Y ya todo el mundo sabe, todos los de la fiesta, no
148 C arlos N oguera

los lectores, cuál es la maldita afición de Rodrigo por el vuelo a la luna y los
problemas de frenaje y el ángulo de entrada a la atmósfera y las consecuen-
cias psíquicas y biológicas del aislamiento prolongado y todos los nombres
de todos los cráteres de la luna y todos los mares, tanto que tuvo las bolas
de colocar en su taller el último mapa a escala levantado sobre la superficie
lunar, y comenzar aquella famosa serie de telas —famosa entre la pandilla,
claro está—, esplendorosamente titulada Colección Selenita, montón de
materiales informes y ensamblajes trabajados a llama, para diseñar los cráte-
res y todo el lío de los desiertos y los mares grises y la luz a ras del horizonte
sobre el cielo negro y las colinas de ceniza; pues bien: mar de las tormentas,
reza el carteloncito, y después que todos rodaron por el suelo y se contorsio-
naron y empezaron a joder y jodieron a Rodrigo que por otra parte jamás se
arrechaba por nada, y empezaron a hacer platillitos voladores con las manos
y ruidos de yet y empezaron a aterrizarle los platillos a Rodrigo en el mar
de las tormentas mientras Rodrigo trataba de evadirse y evitar los alunizajes
dando vueltas y bailando al son de Jorge Negrete que ya estaría cansado de
cantar el pobre, después, fue que Henrique le explicó a Rodrigo que había
cometido la pendejada de sentarse sobre la bolsita de hielo.
Ya Rodrigo estaba admitiendo cómo le había invadido un extraño frío,
que él juzgaba sobrenatural o cósmico, cuando aparece Luminosa, que, cum-
pliendo con los deseos de Guaica trae, no las tijeras, pero sí un expedidor
super inoxidable que entendió apropiado para el caso, y: a quién van a capar,
volvió a preguntar Rodrigo, como si fuera por primera vez, ¿a Jorge Negrete?
—Propongo que se cape a Luis, que debe tener las más grandes bolas de
Latinoamérica y no a un oscuro sindicalista, revisionista de los principios de
Pancho Villa y de Marx, como es nuestro querido Negrete —dice Guaica,
casi gritando para que lo oiga Luis, que está terraza afuera.
Patricia, alias la modelo, ya había organizado el equipo para mocharle la
túnica peruana a Gracielita, que nuevamente estaba descalza, de pie sobre
H istorias de 
 la C alle L incoln 149

la alfombra de nylon, dejándose hacer, mientras Guaica sostenía el lápiz y


el expedidor de hojillas, cuando Elizabeth, que ha dejado a Adriana por un
momento, no te vayas, rica, voy a embellecer a esta muchachita, y toma un
besito así en la boquita, muñeca, no te vayas a perder, que aquí abundan los
lobos, dice, mientras proporciona las indicaciones, mirando y remirando a
varios metros de distancia, y es Patricia la que sube o baja el ruedo de la tú-
nica ahora enrollada, más, más arriba; porque la primera línea de motivos,
especie de procesión de pequeños ídolos indígenas y diagramas de animales,
debía quedar oculta por el primer doblez; pero para que el segundo doblez
garantizara la eliminación completa tanto de los motivos de la primera línea
como de las flores cuadradas de la segunda, había que recoger hasta por lo
menos treinta centímetros por encima de la rodilla; de modo que: así pre-
ciosa, adelanta el pie y mira al vacío, le dice Elizabeth, haciéndosele agua la
boca, mientras recorre con un sistema de colmillos, con un guante imagi-
nario de terciopelo, las piernas, deliciosamente descubiertas de Graciela, tan
inocentica, tan bella, tan del lado mejor de lo salvaje, tan colocada en el filo
de la navaja, haciendo ese equilibrio falso que únicamente ciertos seres, to-
talmente fuera de la especie, pueden elegir, declama casi Elizabeth, Adriana
celosa, Guaica haciéndole señas a Henrique para que distraiga a Elizabeth,
hasta Safo me violenta, loco, le dice Guaica, y le da con el codo a Graciela
para que Graciela se dé cuenta de la seducción cierta que ejerce sobre la ya
diluida Elizabeth; y, súbelo hasta allí, encanto, le dice a Patricia, y le pica el
ojo haciendo un movimiento de cabeza hacia Elizabeth; y Elizabeth, o más
bien el pequeño pozo de miel licuada que queda en el centro de la sala, dice:
envuélvemela, querida, con esa venda tosca, acercándose arrodillada hasta
las desnudas piernas de Graciela, desfalleciente, y besando luego, de manera
repetida, hasta que Guaica se acerca y medio haciendo un chiste medio en
serio, retira a Graciela, así resalta más tu piel, muñequita; y Elizabeth vuel-
ve a alejarse, mientras sorbe el último vino y llama a Adriana, que todo el
tiempo había permanecido callada, estremecida y celosa, y: querida, le dice,
150 C arlos N oguera

anda sírveme un poco más de esa maravillosa garrafa que tienes en tu poder,
y Henrique le dice a Guaica:
—Cono, loco, se expresa con el ritmo tuyo, debías hacer pareja con ella
—moviendo la cabeza hacia Elizabeth y riéndose, abrazado a Patricia. Eliza-
beth continúa desde acá con sus indicaciones sobre el arreglo de la túnica y es
Patricia la maniquí quien va marcando a lápiz, alrededor de Graciela, el nivel
del corte, pero cuando Patricia vuelve a subir la falda de Graciela, ¡coño!, no
resisto, dice o piensa Elizabeth, y casi volando, vaporosa sobre la alfombra, y a
pesar de que ya Adriana venía con la larga copa orlada de grecas doradas que
Elizabeth llevaba a todas las fiestas, Elizabeth es que se agacha y dulce, pero
muy dulce, y con Patricia de cómplice, toma, casi envuelve entre sus manos
uno de los muslos de Graciela, y haciendo como quien mide, como quien
aprecia la distancia del borde de la túnica hasta la rodilla, recorre con nostalgia
el suave espacio interno, la piel interna del muslo de Graciela, y mientras ex-
hala un indómito grito de agonía y éxtasis, deja morir su mejilla, besando re-
petidamente, dando picotazos sobre el cuerpo envuelto en la túnica, girando,
adormeciéndose, como loca en torno a las piernas de Graciela, hasta hundir
una especie de rostro informe en el bajo vientre de la celebrada, increíblemen-
te deliciosa doncella. Patricia, un poco sorprendida y fuera de sitio, prefiere
ocuparse del llamado que desde el picó hace el último surco de Jorge Negrete
y, un poco para joder, pensando que de alguna manera convenía cierta dosis
de música francesa, se clava de cabeza en el tramo izquierdo de la discoteca
tratando de pescar a Edith Piaf o cualquier tónico semejante.
¿Y Adriana? Qué creen que hace Adriana sino bajar los ojos, como si estu-
viera arrepentida, como si hubiese sido ella y no Elizabeth, la que se dejara
seducir por Graciela; qué creen que hace sino agacharse al lado de Elizabeth
con las manos unidas, juntas las manos sosteniendo la larga, dorada, particu-
lar de Elizabeth, toma querida, oficiando una misa, sin prestarle atención a
Graciela, aunque tampoco Graciela se daba cuenta de nada, porque Guaica,
H istorias de 
 la C alle L incoln 151

tratando de defender sus derechos, le ha trancado la cabeza y le ha metido un


mordisco en el labio inferior que para qué lo voy a describir, lo dejo como
ejercicio de especulación, de modo que Elizabeth termina por convencerse de
que Graciela no le va a tirar nada, y: gracias, muñequita, siempre tan fiel, no
te merezco, le dice a Graciela, levantándose, derrotada, y abrazando a Adriana
y zumbándose el vino hasta la mitad; ven preciosa, apagaré mi sed contigo, le
dice a Adriana, besándola, llevándola abrazada hacia el pasillo de la izquierda,
temblorosa, mientras Graciela, salvada su túnica, es sólo un feliz cangurito
que resopla entre los brazos de Guaica.
¿Y Arle? Ha dejado de caminar, haciendo cabriolas por el parapeto de la te-
rraza, copiando a Rafael, que en este momento debe estar apagando su curda
con alka seltzers, y se apodera de la cachuchita que Patricia ha dejado sobre el
puf y se la calza, y comienza a caminar como lo haría una ficherita francesa;
pásamelo, grita Henrique desde el fondo de la cocina (ahora que se ha forma-
do nuevamente el grupo y ahora que Rodrigo se ha recuperado un poco y ha
vuelto con sus planteamientos de mecánica celeste), pásamelo, mientras Arle
se sonríe con todos sus dientes completos y arranca la espiga que acompaña
a las calas del florero, del único florero colocado apenas, a punto de caerse en
el borde mismo de la mesa que está cerca de la puerta de la cocina, y levanta a
Luminosa que reposa en una magistral pose yoga, disfrutando del espectácu-
lo, y: venga con papá, venga, le dice Arlequín, pero la Lumi es que le clava las
uñas y le quita la cachucha y se la coloca, que por supuesto le luce mucho más
a ella que al desgarbado y doblado cuerpo de Arlequín, y se abraza, mientras
Edith Piaf ronca sus erres desde el fondo del tocadiscos, eterna.
152 C arlos N oguera
H istorias de 
 la C alle L incoln 153

CATÁLOGO PARA LA EXPOSICION DE RODRIGO


(O: reseña de una trayectoria infatigable al servicio de la creación)

En verdad, resulta difícil para un poeta, aunque haya rozado algunas veces las
fronteras imprecisas del ensayo, cumplir a cabalidad el cometido —tal vez in-
aprensible— de realizar el conjuro: la presentación, la explicación de una obra
como la que nos ocupa, en su génesis y en sus transformaciones.
La empresa es doblemente desconcertante, en lo que al posible lector anóni-
mo de este catálogo se refiere, si nos percatamos de los malabarismos intelecti-
vos y sensoriales que entraña el yuxtaponer a un primer sistema de señales vi-
suales, ya de por sí intrincado y múltiple en su significación: el cuadro u objeto,
un segundo sistema de signos verbales, tan ubicuo como aquél: este catálogo.
Resolveremos el laberinto, acatando de antemano un presupuesto irrecha-
zable: la obra, como tal, se explica por sí misma. De manera que nuestra con-
tribución no será más que un parcialísimo aporte —subjetivo, individual— al
cúmulo inmenso de ricas sugerencias que esta exposición nos pueda propor-
cionar. Mi caso particular, el de un observador más, si bien fiel, constante y
minucioso, de la obra de Rodrigo Saade, no debe llamar a engaño, ninguna
explicación marginal puede sustituir el deslumbramiento primitivo, esencial,
en el cual nos sumergen estas creaciones. A modo de retrospecto, tal vez bastaría
recordar que Saade, después de sus balbuceantes pero inevitables experiencias
con el constructivismo geométrico, en las cuales se respiraba el espíritu de un
Mondrian ortodoxo llevado hasta sus últimas consecuencias, es decir, la frialdad
154 C arlos N oguera

(época “del rigor”, a comienzos de la década del 50), y cuyo punto álgido lo
constituyó la ya famosa serie de Silogismos Visuales, evolucionó, en 1955 —re-
cordemos la individual de la Galería Cero— hacia una descomposición mucho
más espontánea, irracional casi, del espacio, donde se planteaba la premisa de
la libertad como patrimonio inalienable de la comunicación plástica. De esta
época nos queda una serie de telas, de creaciones gestuales, donde su aproxi-
mación a un Pollock, por ejemplo, salta a la vista, a pesar de que Saade mismo
rechazara el parentesco, en una colección de ensayos —brillantes pero sin duda
poco convincentes— publicados en la prensa, primero, y luego agrupados en
un pequeño libro de escasa circulación, bajo el título de: Hacia lo irracional a
través de la pintura.
Esta pendulación extrema de Saade entre esos dos polos irreconciliables
de la creación: lo afectivo y lo intelectivo, la emoción y la idea, geometris-
mo y gestualismo, justifican, al menos en parte, el largo silencio que man-
tuvo el artista desde esa exposición gestual de 1955, en la “Cero”, hasta
su reaparición en el Salón del Gran Concurso Nacional, del año 1962,
donde, como se sabe, obtuvo el máximo galardón, con su obra: “Esto está
que arde”, que acarreó tantas discusiones y protestas por parte de algu-
nos miembros del entonces Instituto de Cultura y Artes. ¿Qué proponía
Saade en ese cuadro, y en otros similares que expuso posteriormente en
la Galería “Tiro al Blanco”? Los que esperaban verlo tomando partido
por una de las dos vertientes ensayadas —y aparentemente agotadas— en
los años 50, se vieron defraudados y, enseguida, sorprendidos. El artista
abandonaba el abstraccionismo por completo y se volcaba, con ímpetu
que podría sorprender a quienes habíamos escuchado sus fervorosas de-
fensas pretéritas, hacia un rescate de la realidad, como él mismo lo llamó,
que recibía y resolvía magistralmente lo mejor de la tradición expresionis-
ta alemana y del neofigurativismo de reciente factura: “Por primera vez
me siento viviente y humano”, nos había dicho Saade, pensativo y entu-
siasmado, mientras recorríamos los silenciosos y blancos recintos de la
H istorias de 
 la C alle L incoln 155

galería, aquella tarde de noviembre de 1962. Alrededor nuestro, los cua-


dros que esperaban ser colgados bajo los reflectores exudaban la violencia,
el humor negro, el sarcasmo con que habían sido saturados los grotescos
personajes que poblaban las telas. El trazado era ágil y libre, las siluetas de-
formadas a conciencia satirizaban —y comentaban— la realidad absurda
y decadente de donde habían sido extraídas. Clérigos, ejecutivos, milita-
res y políticos eran enjuiciados por aquellos gestos inclementes, prolon-
gados con eficacia en las obras. Sin embargo, la violencia de la forma, del
espacio, contrastaba —si es posible decirlo así— con la materia cromática
a la cual soportaba: fluían, queremos recordar, verdes pálidos, grises y
tonos diluidos, que creaban una luz flotante, más propia de un lenguaje
lírico que de los satíricos contenidos que complementaban.
Esta preocupación de Saade por dotar a sus obras de un contenido esen-
cialmente político, comprometido si se quiere, evolucionó sin embargo,
de una manera lenta pero notable, hacia un ámbito mayor, como si la
atmósfera cruel y espesa de estas creaciones lo hubieran disparado ha-
cia aires más respirables; el pintor pasa así de una fidelidad a la realidad
inmediata hacia una fidelidad con la realidad futura: del choque con las
brutalidades de la miseria y la hipocresía salta a una esperanza cada vez
más deslumbrante a medida que se torna más imaginativa. El porvenir lo
vislumbra Saade en las conquistas de la ciencia, no la de una tecnología
vacua que aliena a la propia creación, sino la de una sabiduría densa, con
conciencia de sus mismas bondades, puesta al servicio del hombre.
Nos referimos, ya ustedes lo habrán intuido, a los cuadros u objetos,
como gusta Saade llamarles, que integran la presente muestra.
26 productos de la imaginación y la técnica de un artista que no ha ce-
sado en la búsqueda infatigable de una expresión propia, estas joyas se nos
aparecen como un muestrario compacto de líneas diversas de trabajo, de
materiales disímiles, de concepciones que a simple vista podrían parece-
mos hasta contrapuestas —y excluyentes—, pero que, a la postre, no son
156 C arlos N oguera

otra cosa que la milagrosa síntesis de un espíritu creador consustanciado


con su época, con la historia, tanto plástica como social del hombre.
De allí que a despecho de las múltiples técnicas empleadas, de las dispersas
orientaciones que a veces parecen impulsar al artista y balancearlo entre la
pesadilla cibernética y el sueño del descubrimiento, lo que se imponga al es-
pectador que se desplace por estos pasillos, sea una increíble homogeneidad,
un trasfondo idéntico que constituye, en definitiva, la constante actual del
trabajo plástico de Saade.
Esta vez, el pintor no se ha trazado límites, ni siquiera de oficio a oficio, por
el contrario, a menudo nos toparemos con un producto de la escultura —ha-
blo, por ejemplo, del ensamblaje “Preparación del cohete”, donde desde el
plástico hasta la chatarra reencuentran su lenguaje, o de la arquitectura— esas
sorpresivas maquetas diminutas que nos deslumbran de pronto en medio de
un desierto ocre, veáse: “Paisaje Lunar 1990”, o, en fin, del simple dibujo—
por ejemplo: “Manchas de tinta en la pantalla del radar”—; pero en ningún
momento nos desalentará el constatar que el escultor, o el arquitecto o el
dibujante, opacan al pintor.
Ocurre que incluso en las telas donde Saade se ha impuesto a conciencia
un despliegue cromático limitado, pienso en algunos paisajes lunares, donde
el color está reducido al blanco —todos los colores—, al negro —su ausen-
cia—, al gris y (!) al ocre, incluso en éstas, repito, encontramos una maestría,
una sensualidad acaso, nunca antes alcanzada por el creador en su carrera.
Sirva este comentario liminar, inevitablemente incompleto, de pestaña
abierta al espacio inmediato. El resto lo agotarán vuestras miradas.

Sala I
1) Paisaje Lunar.
2) Era como una pequeña esfera.
3) Límite de Seguridad.
H istorias de 
 la C alle L incoln 157

4) La Ecuación que buscábamos.


5) Manchas de tinta en la pantalla del radar.
6) Mar de la serenidad.
7) Desayuno en Copérnico.
8) La nueva naturaleza muerta.
9) Naturaleza viva.
10) Preparación del cohete.
11) Sonidos en la cabina.
12) Mirando la luna con Teresa desde el laboratorio.
13) Búsqueda circular.
14) Un tridente, una escafandra, una rama de olivo.

Sala II
15) El espíritu es una manzana ingrávida.
16) 150 millones de años luz.
17) Cantimplora para el viajecito.
18) Caminata espacial.
19) La guerra y la paz (1).
20) Una sola golondrina no hace verano.
21) Fauna extinta.
22) Máquina y destino.
23) Contemplando a Teresa desde la luna.
24) Diógenes y Alejandro.
25) Ya estaba dicho.
26) El último signo de Jonás.
158 C arlos N oguera
H istorias de 
 la C alle L incoln 159

LA DULCE LOCURA (VII)


(Donde Guaica ilustra cómo vencer en un torneo de conversación sin tema)

Agradézcoles mucho, muchachos, farrísima querida de este mismísimo tiem-


po, el que me hayáis seleccionado para comenzar este torneo que ya no es tal
desde que yo me animo a participar, este torneo verbal que aunque sea per-
fectamente inútil desde todo punto de vista, ciego y sin destino alguno, pueda
proporcionarle un destino (o un ciego) a este cuerpo desprovisto amiguitos de
toda luz pero también de toda sombra, ubicado en cualquier parte, recons-
truido siempre, siempre equilibrando en el filo de la navaja, de este pequeño
rayo imaginario que rebota apenas de los increíbles ojos de Patricia y basta
para restituir y devolverle su exacto diseño a este conjunto de gestos temblo-
rosos, imprecisos, perdidos alegremente en el último recodo de la eternidad,
arrastrando nombres borrosos y diluidos que sólo nosotros recordaremos, que
sólo nosotros recordamos y sólo cuando nos vemos, si no trata tú, Sarita, de
recordar quién está a tu derecha, ¿eh?, paradojas de la vida y del viaje, peque-
ña, sólo nombres, etiquetas sobre cáscaras huecas donde patalea la memoria,
donde todos debían nombrarse yo y caber en cada cuerpo y dejar de flotar o
permanecer flotando, lúcidamente, como ahora, y los demás dejarse llamar
por los demás, por los otros, por el otro lado del propio cuerpo o del espíritu
propio; y yo hablando tantas pendejadas, ya mi mamá me lo decía: tú eres
un muchacho muy espiritual, sí ma, sí soy, muy pero muy espiritual, mijito;
y después, mejor dicho, ahora, me doy cuenta hasta qué punto era mi vieja
160 C arlos N oguera

una vidente o previdente, puesto que aquello del espíritu mantiene una co-
rrelación (sexual) directa con mi propia condición de consumidor de vinos
y otras bebidas espirituosas, a las cuales les debemos la debida deferencia y
reconocimiento como definidoras de nuestra actual condición, porque yo,
amiguitos, creo mucho en los factores objetivos de la revolución, de la vuelta,
claro, de la gran rueda del tiempo y del espacio, y no empujen que espacio
hay para todas y para todos, mejor para todas y también para las otras pala-
bras, que para hablar o cuando se habla de la revolución en esta tierra natal
a las riberas del Arauca, más allá del Cunaviche, más allá de más nunca por
donde remonta un bongo como siempre, con un motor Johnson fuera de
borda como dice el loco Henrique, decía que cuando se habla de revolución
ya todo el mundo donde quiere hacerse sobrar es en las palabras, y no es que
te quiera mirar precisamente a ti, Luis, no, amiguittto, no, pero para hablar
hay que actuar o hay que no actuar porque ya sé que estás pensando en el
Octavo Pleno que es la sopa tuya, tu sopita Continental con pollo y fideos,
y, ¡ojo!, amiguittto, ¿eh?, dije fideos y no Fidel, que dios le dé vida y salud,
porque está bien que se arrechen por la orden de bajar los montañeses no pre-
cisamente suizos que en montañas están, y han estado gloriosamente alzados
en contra del oprobio que nos atosiga, he dicho, y nos tapa la boca y a otros la
boca del estómago, porque es verdad que se la tapan en esta sociedad ansiosa
por consumir su adultez y prodigar lo superfluo, ¿ah?, ¿qué les parece eso
de prodigar, hijos pródigos? Está bien que sean los que remontaron las altas
cumbres de las serranías inhóspitas de este inhóspito país, los que se arrechen,
pero amiguittto, tú por qué, si tú lo más altico que has subido ha sido hasta las
alturas de la cumbre del último peldaño del tobogán del parque infantil de la
Escuela Federal Graduada Cecilio Acosta y más nada, masnita nadita; y el Fal
más arrecho que tú has manejado es el taco de billar número tres, que hasta
nombre le tienes, lo que sí no tiene nombre es el escamoteo o el abucheo que
no te debes poner bravo, amiguittto Luis, porque aquí en esta terracita, en
esta fiestecita no vamos a cambiar la vida, a transformar la sociedad, que para
H istorias de 
 la C alle L incoln 161

suciedad bastante hay con la que nos ha sido brindada sólo que yo lo que que-
ría proponer, ¿no?, era, es un brindis en honor de todos los que me escuchan
y no vamos, no debemos hacer preguntas como la que ya veo estás modulan-
do porque la pregunta que me haces te la contesto muy bien, y no vamos a
hablar de coyunturas ni de macaureles ni de culebras porque la culebra es o
fue un símbolo fálico en los tiempos de Freud, y yo no soy quién para traer
a colación aquí a ese señor tan ilustre, sobre todo tomando en cuenta que ya
esto está, quiero decir la fiesta, Rodrigo hablo de ti que te estoy viendo, deja
tranquila a Adrianita quiero decir que la fiesta ya puede estar demasiado fálica
en demasía, ¿no?, pues, tan pronto engullo un palo que sigo y nuestro destino
es seguir girando girando girando y engullendo y consumiendo hasta quién
sabe cuando, subdesarrollados clientes, he dicho que mucho es lo que tengo
todavía que decir después de esta pausa que refresca que me termina y me
acaba de servir nuestra nunca bien enaltecida Luminosa, como ustedes han
visto, pausa que refresca y alegría de vivir porque lo que importa es el sabor, y
al sabor lo llaman, ustedes saben cómo lo llaman, sólo que este sabor agregado
al que yo de por sí tengo, porque sabrán ustedes, ¿no?, que yo soy un tipo
con mucho sabor y sexapil, agregado a esto y al del añejo para matizar, que
como bien lo remacha el tubo catódico: es para hombres especiales, agregado
a esto y al sabor inimitable de esta noche de este mundo de esta realidad en-
loquecida y frenética, y agregado, además, porque hay que hacer justicia (in-
dividual y social), el sabor característico de ustedes, hacen y hacemos, señoras
y señores, una deliciosa pasta, un pastel delicioso que también para matizar
sirve, y que ahora que hablamos de matizar, aló, aló, aló, cómico comunico
no comunista, comunico cómico Arle, Arlequín servidor en este momento
de este único patrón y no de dos, aló, aló, aló, exijo comunicación, pásame la
mafafa, pásame la mafafa y que nadie te vea, la sortija y la mafafa vaya y venga
sin que nadie la detenga, que yo la necesito, aló, Arle, aló, pobre consumidor
desprevenido agoniza a punto de quedarse sin combustible, a ver, a ver, a ver,
gracias, mi querido eres el actor más grande, más aplaudido y controvertido
162 C arlos N oguera

de América Latina, y parte de Paraguaná, gracias, gracias, amiguittto, que ya


me estaba quedando sin combustible.
Como ustedes ven, señores, basta tener en un país al hombre adecuado en
el momento adecuado para resolver toda clase de problemas y mal de amo-
res, aaahhhhhh, interrumpo, perdón, perdón, perdón, estimado auditorio, y
bájamele el volumen a ese artefacto, que la Master Vois no oculte ni apague
los ecos de este maestro, de este discípulo irreverente o reverberante como los
mensajes cibernéticos, ¿eh?, ¿qué le parece esto a nuestro*amigo Rodrigo, que
ya está dormido y vergüenza debería darle perderse de esta interesante diser-
tación científica y ocultista. ¿Eh?, Rodrigo, rododendro, despierta, despierta
astronauta que la cuenta regresiva está a punto de regresar totalmente, mente
a menta con menta, no me lamento, ni me la menten ustedes que yo, Guaica
Rodríguez, soy vuestra panadería burda y nada más que eso o mucho más si
vosotros lo queréis y así lo hacéis constar de vuestro puño y letra, o mejor de
vuestra letra solamente, que yo para puños tengo bastante, y esto de los puños
va contigo, amiguittto, Arlequín, que debes racionar la mafafa o no me va a
quedar nada para cuando termine el discurso, alias competencia, alias cam-
peonato, y es mejor que me quede un poco para bien de tu integridad física y
bioquímica y hasta espiritual, porque después te va a entristecer mucho haber
dejado a tu panita sin nada, ¿eh?, aunque hayas cometido la falta de respeto de
no invitarme a tu fiesta, que bien sabes tú que son todas igual para el amor no
te olvides de este consejo que te doy, que bien sabes tú que sin mi inagotable
presencia esta fiesta se transforma en un velorio y no precisamente de cruz,
porque ¿qué ibas a hacer tú sin mis payasadas y mis cronopiadas y mis chistes
y mis canciones y mis serenatas a la luz de los pitos?, ¿ah?, ¿ah?, ¿cómo te las
ibas a arreglar, amiguittto, sin mi concurso personal y de cuerpo existente
para hacer de gran animador nocturno? No, no, de ninguna manera, señores
y señoras, amigos todos, de ninguna manera se podían ustedes pasar la vela
da sin mí, por eso en nombre mío propio y en nombre de la distinguida
concurrencia mejor te perdonamos ese lamentable olvido y que no vuelva a
H istorias de 
 la C alle L incoln 163

ocurrir, que si no es por mis dotes especiales, que si no es por mis especiales
alas el maldito Güido se me escapa, y se me escapan también todos ustedes
y la alegría y la noche juntas, de manera (ahora se los confieso) que no me
quedó otra alternativa que viciarme en planear por encima de los techos antes
rojos de esta sultana del Ávila para poder seguir al vulgar automóvil de ese
que se hace llamar Güido, y como afortunadamente ni mis alas son de cera
ni estaba muy cerca del sol que digamos, pude llegar, Icaro intacto, hasta la
última detección del bonchecito, y cuál sería mi sorpresa cuando veo que es
precisamente aquí, y que ninguno de mis más caros amigos me quería avisar,
ni me avisó ni me arengó. ¡Oh! Amigos, es mentira no hay amigos, la amistad
verdadera es ilusión, y no lloro porque me faltan lágrimas y sobran ganas de
seguir adelante con este indefinido discurso, que ya habrán intuido que de
que me lo gano me lo gano. Quiero decir: la competencia. Punto.
Y esto debería ir seguido, sin punto ni aparte, pero amiguitttos, yo siem-
pre precabido, siempre alerta porque por algo fui boyescao, prefiero poner el
aparte, porque quién me afirma a mí que entre nosotros no hay un novelista
y hay que darle un chancecito al lector potencial para que respire, hay que
dárselo, sí señor, que quede una mancha clara como los ojos de Patricia. A ver.
Patricia la elegante a la cual el viento de la noche, los élitros del dios
del viento que ahorita no recuerdo si se llama Eolo, el viento la desnuda
en esta bienhadada hora de tan alta madrugada, y es vaporosa: una figu-
ra o un fantasma, vaporosa y volátil como una palabra, como cualquier
palabra que podamos inventar para enamorarla o poseerla, quiero decir:
hacerla asumir pose, ¿Qué creías, Henrique, que te estaba sableando,
eh?, porque para poses estás hecha, verdad Patricita, patriótica, Luisa
Cáceres, cacemos esta claridad que todavía nos queda, o esperemos ca-
zar la otra, la que ahorita viene que ya ustedes, podemos ver a través de
esta ventana y de este aire transparente, ¿eh?, como les decía, como te
decía, Patricia, podemos ver, ¿lo ves? ese increíble tono grisáceo, sucio,
del cielo que precede inevitablemente al amanecer, parece, ¿qué es lo que
164 C arlos N oguera

parece? Parece una mancha de petróleo semialumbrada por un reflector,


parece, parece, una zona de la superficie del mar con muchas algas, pa-
rece un litro de Mobil Special derramado sobre la tapicería del carro de
Güido, parece, ¿qué otra cosa parece?, vuelve a parecerse a los ojos de
Patricia, parece también el fondo de un cenicero, el tono del cigarro, o
del pito, Arle, aló, aló, aló, payaso improvisado comunicando con pa-
yaso de oficio, aló, líame otro piquete de pólvora, caro amigo, agrégame
un poco de placer en el tarro que esta piel contiene, ¿eh?, amiguittto, sé
bueno con tu compañero Guaica, anda, gracias, gracias, aahhhhh, gra-
cias, aaahhhh, suiii, gracias, por favor señores no verme que ruborizar-
me cuando estar siendo observado por ojos inescrupulosos, per favore,
amici, por favor o fijar vista en esta acción cara Graciela, tú que eres tan
impenetrada virgen, virgo impoluta y naciente del cuerpo, del alma, del
espíritu, de la muerte y parte de Paraguaná y la Guayana Esequiba, por
favor no estés mirando, tápate los ojos, sumérgete en la oscuridad del
vientre de la madre, o en la oscuridad de la tumba, suma las dos oscu-
ridades y di a tus adorados amigos que aún estás clara como polvo de
oro., delicioso como una inhalación de incienso, o de Cannabi, como
ésta, amiga mía aaahhhh, suuiiiii, aaahhhh, suuuu, shuuuiiii, aaahhhh,
cuj, cuj, cuj, aaahhhh, shuiiiis, ahhhhh, fáciles de expresar, quiero de-
cir, estos gestos verbales de placer, fáciles de expresar, amiguitttos, pero
quisiera ver al narrador tratando de comunicarlos. ¡Ah! Onomatopéyi-
cos, epopéyicos, épicos, batallantes e inasibles, pertenecen al dominio
de lo inefable, y menos mal que todavía no todo se puede decir, si no:
dónde, dónde íbamos a llegar, dónde podríamos acampar, dímelo tú,
Ernesto, que te la pasas acampando y caminando y guerrillando y en-
guerrillándote, dímelo, dónde podríamos llegar, no con las guerrillas
que ya sé que las amas, más que a Mónica, ¿eh, amiguittto?, más pero
igual, verdad, y con picada de ojo y todo, ¡ah!, no me refiero a eso,
dónde vamos a acampar con el lenguaje inexpresable, el que no pasa de
H istorias de 
 la C alle L incoln 165

la laringe, el que ni siquiera alcanza esa capita irregenerable que se llama


corteza, neocórtex, cerebrosa corteza nueva de nuevo espécimen homo,
dónde, amiguito, dónde va a quedar ese último lenguaje del hombre, el
que todavía no ha llegado a ser, el que todavía no surge, porque falta mu-
cha historia y sobra tanto tiempo, tanto, y nos sobra tanto espacio, dime,
Ernesto, tú que sí eres tan auténticamente boludo y cojonudo y no como
el Luis, el Luisitín ese que afortunadamente ya se fue, se escabulló porque
no soportó la perorata, la perolata, la lata mía, ya sé que no la soportó
y me felicito, y te felicito a ti que has aguantado y aguantas todavía la
montaña y estás más capacitado que ninguno para aguantarme a mí, casi
totalmente al margen de la historia, sólo metido, sumergido como estoy
en esta argumentación, amiguito, cuyo único sistema de conceptos, cuya
única emoción y verdad es sencillamente esto que ves, esto aahhh, aahhh,
esta capa de ceniza y basura, esta carroña estéril, este túnel frío y circular,
¿eh?, donde nos introdujeron a dar más vueltas que un satélite en órbita,
sólo que nosotros no tenemos órbita, o la hemos perdido, desde siempre,
y de antemano rechazamos todas las que se ofrecen, amiguittto, porque
en esta sociedad toda ofrenda se vuelve sospechosa.
Si no que lo diga Henrique, que lo diga Henrique que está cansado,
ronco de ofrecer o de oficiar las bondades de los productos del consumo
en masa, ¿eh?, qué les parece eso, ¿eh?, todas las bondades y ventajas de
los pro, etc., en nuestras televisoras, en nuestros videoteips, en nuestras
cintas. Atosigado, ¿no es así, Henrique?, atosigado y metilo hasta la
cumbre de la mierda en los zoom in y los zoom back y los travelings
de pacotilla y los fundidos televisivos Y comerciales donde la vida sabe
mejor, donde da gusto tener sed, donde se asume la mejor tradición
para el hombre que rompe tradiciones y todos los congéneres y panas y
mitos imitadores de Yeims Bond se pasean con sus maletines forrados
en cuero satinado como pequeñas urnas en nuestras pequeñas pantallas
captadas por nuestras pequeñas pero eficientes antenas.
166 C arlos N oguera

Hay que ser antena aquí también, tú lo sabes, Henrique, tú que te


desenvuelves y hueles en el campo enemigo, tú mejor que nadie lo
sabes, hay que ser eficientes, hay que oler mejor, no hay que oler en
absoluto, ni sudar, hay que beber más refrescos y vestirse impermea-
blemente, y comer, mas no cualquier cosa, por supuesto, lo mejor, lo
importado, lo patentado y refrendado, lo consumible, y digerible, no
discernible, por supuesto, aquello que tiene un colorido Agfa, amigui-
ttto aaaahhhhhh, sssuuuiiisss, aaahhhhh, ¿eh?, uuuuummmmhhhh,
un colorido, como les decía, ¿eh?, que nosotros nunca poseeremos,
comer y beber los que comen y beben todas esas ragazas en caballo
sobre la arena, con un sol increíble detrás, rojizo, pero fresco, como
en una tarjeta japonesa, y la botella de escocés tendida, descansando
a su lado, y el ruido que se escucha, de los vasos y los hielos; por-
que en cámara no se puede, ¿eh?, ¿no es así, Henrique? Eres tú o es
Patricia la que sale en aquélla. ¿O son los dos? Lucían bellos, claro,
con todas esas cámaras múltiples y simultáneas y todos esos zoom
acercándolos y alejándolos, sacándolos y metiéndolos en la pantalla,
con todos esos grandes angulares deformándolos como el hombre y
la mujer lobos cuando hay luna llena, pero luego, enseguida, hacién-
dolos resurgir, definibles y envidiables como siempre, fénix televisable
y cinematografiable, haciéndolos resurgir con otra imagen nítida y
un closop favorable, por el más favorable de todos los ángulos, nos
crean, Henriquito, Patricia, modelos maniquíes, los amo por víctimas
y por lúcidos y por locos, si no no estuvieran aquí ni habrían estado
nunca ni seguirían estándolo, la quinta columna del marxismo y el
marcusismo bohemio y el existencialismo responsable y desalienante,
la quinta columna de la pandilla Lautremont dentro de los medios de
la sociedad en aprendizaje para ser opulenta, la cenicienta prostituida
del consumo, la quinta columna de la locura dentro de la pantallita,
23 pulgadas de mierda y una ñapa de banda sonora sonorizante.
H istorias de 
 la C alle L incoln 167

Sonido abarcante simplemente, como ése shhiiiiii, shhiiiii, sshhhiiii, al fon-


do, ¿no lo oyen?, ¿no paladean al fondo? Sólo que tienen que ponerlo más
piano, miocaro, tú, amiguittto, por qué me interrumpes, debes dejar el picó
y hacer el portero: anótame todos los nombres de los que están desertando de
mi discurso, ¿ah?, lo tomaré en cuenta. ¡En cuenta! ¿Okey? Anótame a Luis de
primero, que desertó casi desde el comienzo, el hijoeputa, quién más, y des-
pués de anotarme a los que se han ido yendo desde que comencé a hablar, me
anotas también a los que no han venido y ni siquiera han presentado excusas.
Todos, óigase bien, todos grandes ausentes de esta gran, de este gran
bonche de nuestro amigo Arle, a quien me tomo el derecho de vindicar
en nombre de nuestras huestes, de esta apátrida y no comprometida,
sociedad de bohemios bebedores, fumadores y similares, simiolares de
simio, monos y orangutanes, araguatos, bufos y bufones que somos de
esta pequeña supraestructura grupal, aunque debería decir infra, por-
que estamos más abajo que todos, estamos en el último infierno, nues-
tra pequeña cofradía, que ahora que casi todos están pintándose, y la
puerta se abre a cada rato para dejarlos salir, pero nunca se les abre la
puerta del triunfo y la fortuna, ¿eh?, he dicho, y sigo diciendo, quiero
decir, nuestra pequeña cofradía va quedando con sólo sus miembros
principales y suplentes, porque los asomados han picado cabos, y bien
hecho por ellos, ¿eh?, amigos, pido un aplauso para los ausentados, por
la intimidad a la cual nos han permitido abordar, por este discurso que
me han permitido bordar y esta luminosa presencia de mi palabra, lo
único verdaderamente inmortal, lo único verdaderamente in, a secas,
que yo poseo, que poseemos todos, mi claro e inconfundible discurso,
más claro que este amanecer que ya se retarda demasiado para el tiempo
que nos conocemos, este amanecer que sale y no sale. ¿Cuál es el Este,
el Oriente, el Levante? El único levante que aquí hay hasta ahora pa-
rece ser el de Ernesto. ¿No es así Mónica?, dime, dinos con tu vocecita
escondida, la verdad, espejito, dile a la madrastra, ahora que Blanca
168 C arlos N oguera

Nieves está muerta, dile: ¿quién es el galán más apuesto de la comarca,


quién es el revolucionario más grande desde los tiempos inmemoriales
del Tirano Aguirre, quién, quién, es el fumador más grande, quién es
el arrebatado mayor de esta comarca?; dinos, ¿ah? Señoras y señores,
amigos todos, el espejo no desea dar respuestas a estos acertijos, a estas
tareas de Hércules o preguntas de la esfinge, no de aquella sino de la
otra, mejor dicho, no de la esfinge, quiero decir de la esfínter, lo que
quiero decir es que de esta manera queda demostrado el parentesco
entre la esfínter y Venus: todo hueco, toda hendidura es una zona eróge-
na, y sus vecindades. Aló, aló, aló, aló, comunicando el esfinteriano, el
venusino, el amoroso Guaica a su colega de estación, Arle, dónde estás
Arle, necesito fumar, esfumar este sopor por momentos, favor pasar la
materia para el transporte de conciencias, de corazones, de almas, señor
Arlequín dónde está la mafafa, pídesela al gran exigidor, reivindicador
y árbitro de la reunión, pídesela él, sí señor: yo mismo, tu panadería,
tu mazapán, panita, aló, aló, aló, necesítase el material para el ascenso
de mi cuerpo, aló aaaahhhhhh, aaaahhhhh, sshuuuiiiii, aaaahhhhhh,
rico, ¿eh?, rico, aaaaaahhhh, aaahhhh, sshhhuiiii, shuuuiii, ahhhh, gra-
cias amiguito, tú siempre presto, atento, atentando contra el malestar,
quitando todos los dolores y los malos olores de esta vida, sacándonos
siempre desde el fondo de este túnel minero, de este zoológico sub-
terráneo sin respiraderos donde a tientas buscamos un sitio, el sitio,
mejor dicho donde nos sea compensado nuestro lento, absurdo gesto
de comunicación y tentativa, tentadora búsqueda de señales y orienta-
ciones, lenguajes equívocos, emisiones desviadas, señales extraviadas,
palabras sin necesidad, sin significado, sin remisión a realidad alguna,
palabras que quedan suspendidas y son nada más que sonidos, sirven
para escucharse a sí mismo, como éstas, música fúnebre de la primera
y de la última, de la única y siempre presente muerte diaria, al acecho,
eficaz detrás de nuestra sombra, sin damos tiempo siquiera a aprender
H istorias de 
 la C alle L incoln 169

los colores, los pequeños perfumes y deslumbramientos de la vida, sin


damos ocasión a tener memoria: todo esto es a destajo, estamos presta-
dos, sssuuuuuuiiiiii, aaaahhhhh, ssssuuuuuuu, eeejjjjjjj, cuj, cuj, sssuii,
aaahhhhhhhh, ojos inescrupulosos, penetrantes, per favore, amici, por
aaaaaaaahhhhhh, ssssssuiiiiiis, aaaahhhhh, prestados para que la pupila
se achique y nos permita ver en bajo relieve caras, rostros, cuerpos bri-
llantes y destacantes, modelados en un fondo opaco, sin límite, cuerpos
de contornos firmes, recortados de un periódico, modelados con papel
crepé, sobre contornos pálidos, diluidos, un paisaje con lápices de cera
y tonos pastel, el cumpleaños del cumpleañero, el niño, la curiosidad,
el conocimiento, la noche o sus trastiendas, porque ya casi amanece.
Nos sentiremos sucios, payasos sin maquillaje cuando nos caiga el
primer rayito en nuestros poros, inmundos y purificados, sencillamente
cansados nos levantaremos, levantaremos esta inútil sesión, nos levanta-
rán la naturaleza y dios y la historia, ya que no los oficios que no ejerce-
mos, ejerceremos el único oficio digno, sacerdotes del sol, del amanecer,
y nos fumaremos y nos beberemos todito el sol, todita la luz para ver si
así es en nuestros cuerpos donde al fin llega la aurora redentora de paz,
y mientras tanto yo les voy a dar humildemente las gracias por haberme
escuchado, y antes de concluir voy simplemente a pedirles que finalice
la competencia, que no intervenga ningún otro orador, y que se me de-
clare, a mí que he sido el primer orador y hasta ahora el único, el vence-
dor, sencillamente, no creo que podamos aguantar otra sesión de éstas,
y que si alguien más desea intervenir para ver si me vence, permítanme
decirles que lo dudo, no fui yo precisamente quien ideó este jueguito,
pero en honor a la continuidad y buena solución de la fiesta, pido y
repido que se me declare el vencedor, mi ejemplo es contundente: la
palabra es inútil pero inagotable, persistente y ensayable, el fetiche nú-
mero uno del homo sapientísimo, artículo de lujo y primera necesidad,
la nada, lo fútil, ho dettto.
170 C arlos N oguera

CENTRO ESPIRITUAL TACARIGUA


Somos mentalistas, espiritualistas, psicólogos de fama mundial, poseedores
de inmensos conocimientos en todas las áreas del saber humano, le pedimos
que lea con atención este aviso y no se arrepentirá.
Si su problema es de dinero, de salud o de amor, no tema, acuda a nuestro
templo, nosotros haremos que toda la potencia espiritual del humo, que reú-
ne las virtudes del alma, solucione todos sus inconvenientes.
Si su problema es de amor, si no encuentra a su alma gemela, si el ser amado
se ha ido de su lado y no regresa, si el ser elegido no le corresponde con la
pasión que usted esperaba, nosotros le brindaremos su felicidad.
Si su problema es de dinero, si su trabajo anda mal, si no le pagan bien, si la
miseria material se une a la espiritual, nosotros le daremos la dicha.
Si su problema es de salud, si le han hecho algún maleficio, un maldeojo,
si tiene enemigos, si sufre quebrantos del cuerpo, nosotros le aliviaremos los
padecimientos y le otorgaremos la solución.
Así como todo veneno de culebra tiene su contra, así mismo, todo malefi-
cio, toda pava, toda envidia, tiene su solución.
Fumamos tabaco, leemos cenizas, vemos el porvenir, curamos el espíritu,
ensalmamos, libramos de enemigos, quitamos ataques y temblores.
Consúltenos hoy mismo. Dirija su correspondencia a:
Centro Espiritual Tacarigua.
Edificio Mis Esfuerzos, Primer Piso.
Avenida Abraham Lincoln. Sabana Grande. Caracas.
H istorias de 
 la C alle L incoln 171

LA DULCE LOCURA (VIII)


(Donde apreciamos que nunca está de más cierta
dosis de salitre,
psicoanálisis y cerveza)

—Pásame el astrolabio —dijo Guaica.


—¿Qué?
—El cincirelo, amiguito.
Ernesto le pasó el portacartuchos que estaba en el fondo, sobre la alfombra.
Graciela quería los Bitels; por supuesto: Guaica acopló el cartucho del grupo
Credence y copió la posición de Ernesto.
—¡Ay! No se me duerman ahora —dijo Graciela.
El bólido descendía veloz por la pendiente abrupta de la autopista después
del último túnel. Debajo, el mar era una monótona libertad que copiaba el
matiz sucio casi sombrío del amanecer. Tú, Ernesto, creías recordar que el
salitre y el olor espeso de la sal de alguna manera se albergaban en la piel,
descubriéndoles una realidad limpia y salvaje que habían olvidado a merced
de la prolongada vigilia.
No confundas la meditación con el sueño, la contemplación con la pesadi-
lla, amiguita, observamos la luna.
—Inmóvil —adjetivaste tú, Ernesto.
—Inmóvil —adjetivé, sintiendo una simpatía más bien estúpida por lo vio-
lenta hacia aquel disco que matizaba de ceniza y blanco la atmósfera.
172 C arlos N oguera

—Certo —italianizó Guaica— no tiene nada que ver con la de Agustín


Lara, aquella era coqueta y casquivana, le gustaba más una ronda que el pan
de hallaquita. Una caminadora, en síntesis.
—No seas así, chico —saltó Graciela— no me insultes a la luna. Ella es
divina, me la dejas quieta.
—No insultamos a la luna, pequeña, hablamos de una luna. Esta es secreta
como una masturbación de púber. El eje central de la calesita —dijo Guaica,
separando los lentes de la cara, alzándolos con gesto de relojero, mirando a
través de la lupa.
—Y nosotros con boletos para el elefante alado —dije, acordándome de los
carritos chocones que se instalaban detrás del mercado todos los años cuando
comenzaban las fiestas patronales.
—Y yo sobre el cerdito práctico —eligió Guaica, mientras los tres cochini-
tos del cartelón de la manteca se prendían y se apagaban en un pequeño neón
tardío, y corrían alrededor de una cocina y lanzaban sus pescados fritos al aire,
elevando los brazos para recibirlos después de tres vueltas, debajo de una gran
flecha con resortes, en la vía.
Mónica reposaba contra mi hombro, pero no dormía, pensé en la pantomi-
ma de suicidio de Rafael, pensé en mí, la hice volver. Bastó un mordisco corto
en la nariz y una mirada de aquéllas y móntate en la ruedita nena.
—A mí me sirves un caballo, con alas como tu elefante
—¿Y yo en qué monto? —chilló Graciela.
—Tú vas en burro —dictaminó Guaica.
—¡Ay! No, chico.
—Quiero decir en el asno de oro, pequeña...
—¡Ah!
—... que lo tenía de acero —y soltó la carcajada.
H istorias de 
 la C alle L incoln 173

—En eso los niños tienen razón —dije, mirando todavía hacia arriba,
sin darme cuenta que me había quedado quince parlamentos detrás.
—¿Qué coño tiene que ver un burro con un niño? —dijo Guaica, que
estaba tan arrebatado que sólo recordaba la última palabra de la última
frase que oía.
—Digo lo de la luna, loco —dije, zumbándole cuerda larga para que
pudiera salir del pozo.
—Pero dame el pie, amiguito, ¿crees que soy Funes el Memorioso o es
que se te bajó el mínimo?
—Los niños de cinco años creen que todos los días nace un sol diferente
y, a la inversa: cada cangrejo que ven en la playa es el mismo cangrejo —
dije.
Me sonó mal, y me arrecho calcular que si lo hubiese dicho Guaica,
incluso con las mismas palabras, hubiera salido mejor.
—Certo. Fue la mina que descubrió el camarada Disni: un pato que
sería todos los patos, simultáneamente —dijo Guaica.
—Y todavía tienen las bolas de llamarlo pensamiento sincrético— dije.
—Los sincréticos son ellos.
—¿Quiénes, papi? —ésta es Graciela.
—Los psicólogos, pequeña —éste es Guaica—. Papá lo sabe todo.
—¡Coño, sí! —éste soy yo—. Con una campana de Gaus y una ratica
encerrada quieren explicar de un carajazo desde la civilización hasta el
temor a la muerte.
—Ojalá fuera sólo el temor a la muerte —éste es Guaica.
—¿Sabes? Yo fui una vez al psicólogo, cuando tenía como quince años.
Fue cumbre, yo esperando que se apareciera un viejo con bata y pipa y bar-
ba y de todo y prívate que el que sale es un doctor jovenciiiito. Y yo, qué va,
esto no es conmigo, imagínate tú, yo contándole mis intimidades a un tipo
174 C arlos N oguera

que parecía ni hermano, menos mal que la movida no pasó de la entrevista


inicial, nombre, datos personales, motivo de consulta, y yo mosca con el
sillón, si este tipo me acuesta yo me muero, lo corté rapidito y todavía me
está esperando para la segunda entrevista— ésta es Graciela, claro.
—Histérica —éste es Guaica.
—¿Que qué?
—Histerismo, pequeña. No temías: deseabas que te acostara —éste es
Guaica, fregando para tantear.
—Al contrario, minino, no era mi tipo; ya te dije: más bien me decep-
cionó.
—Lo de siempre, la imagen paterna. Es lo mismo a la inversa: deseabas
acostarte con él para vengarte de tu padre que no acudió como tú esperabas.
Me corto una si tu papá no fuma pipa, ¿nonevero? —éste es Guaica.
—Tú ganas, papi, se fuma unas bichotas así. Lo que no entiendo es que
sin embargo se me quitaron las pesadillas —ésta es Gracielita la neuróti-
ca—. No entiendo.
—Está clarísimo: querías ponerte a prueba, amiguita, del otro lado del
espejo te mirabas como una puta, sentimientos de culpa. Pasada la prueba,
la puta se abre y sale un capullo —éste es Guaica, el freudiano.
—¡Ay, qué chévere! ¿Por qué no me interpretas un sueño? —ésta es Gra-
ciela la bella durmiente.
—Paso y toco madera, pequeña. Dejad que los sueños entierren a sus
sueños —éste es Guaica, el apóstol.
—Qué vaina con la gente ¿no? Cuándo aceptarán que un sueño es un
sueño, como dirías tú que dice Buda —éste soy yo, el azafrán.
—Escucha la voz del amo, hijo, es duro aceptarnos tal como somos y a
ese dulce demente que llamamos espíritu no le basta una vida para com-
prender. No es nada copiosa nuestra llama entre esas dos noches —éste es
Guaica, el bardo.
H istorias de 
 la C alle L incoln 175

—Tú hablando de los psicólogos y le metes de frente al sexoanálisis,


¿no, papi? —ésta es Graciela, la descubridora de contradicciones.
—No es lo mismo, pequeña, yo hablo del espíritu, allí no temo, allí
cualquiera encuentra fondo —éste es Guaica, el buzo.
—Anótame ésa. Guaica sí sabe de espíritus porque es su especialidad
—ésta es Helen Mónica Curtis, desperezándose.
—¡Ay! Mírala a ella —éste es Guaica, el imitador de locas— con su ho-
ciquito tan pequeñito tan bellito. Ahí te cabe un mundo y su explicación,
amiguita.
Mónica se cubrió con la mano para terminar el bostezo con el aaaayyyy
de ley en estos casos.
Guaica dijo que lo que él tenía como una chancleta era la lengua y qué
tal si nos aguantamos aquí, mientras bostezaba a coro con Gracielita y
con Ernesto, sueño con una cervecita helada, y Gracielita obediente ella
vira el volante y la trompa del Mustang queda justo contra las defensas
del restorán, en el estacionamiento lateral, mientras sus cuatro ocupantes,
descienden como amibas, como reptiles sinuosos para brincar a desgano
cuando es el carro de Henrique el que se encaja al lado con un largo fre-
nazo y un cometeo estridente que termina de despertarlos y no ha pasado
un segundo cuando la pandilla entera se instala en las mesitas al aire libre,
mientras más allá el mesonero se acerca sonriente, y más tarde y más acá,
escucha la orden y se ríe con un chiste de Guaica o de Henrique, y Pa-
tricia, Ménica, Graciela, Adrianita y Elizabeth se levantan porque tienen
unas ganas tremendas de peinarse, y más tarde más allá, se les ve cruzar
a la derecha, doblando la última pared como si fueran hacia el mar, pero
no, más a la derecha, hacia “damas”, y más acá, Henrique, Guaica y Er-
nesto siguen fregándole la paciencia al mesonero que sin embargo sonríe
nuevamente porque es su oficio y, más tarde y más allá, se le ve salir con
la bandeja y, más allá, los almendrones soplados por el viento sensibilizan
176 C arlos N oguera

el verde de las hojas mojadas a veces por la bruma liviana de las olas que
rompen contra las rocas, más allá aún, pero más acá del largo canal de luz
líquida que fluye y redistribuye el mar en dos lagos menores al alcance de
la vista, agotados, recién despiertos por el sol que por supuesto mucho
más allá, comienza a dejarse mirar, constituyendo un globo progresivo,
a medias, y, más tarde y más arriba, un globo completo ahora amarillo,
fijo y ardiente, que permite que el antiguo canal desaparezca y ya sea
mañana bastante entrada y el aire esté algo más cálido y el mar, aunque
homogéneo, luzca algo más agitado que antes, incluso que ahora cuando
Patricia, Ménica, Graciela, Adrianita y Elizabeth retornan de máster y la
función tiene de nuevo elenco completo y es Graciela la que más allá se
separa del grupo y dobla a la izquierda y yo sin música no puedo vivir
dice, y dale, más tarde y más a la izquierda, a puyar discos en la rocola y
sus vanos intentos mueren, más tarde y más acá, en la mesa larga, pro-
ducto de dos pequeñas unidas, intentando lograr que Guaica baile, pero
Guaica está en el Tíbet, dice, inmovilizado por el frío, cavilando, para
acoplar su cuerpo al ritmo de Sly y la familia Stone, y ni siquiera con los
que vienen, aunque sean más suaves porque lo único que tengo acelerado
es el pensamiento, pequeña, éste es Guaica, y si me paro la zaranda se
me desvía, ¿y Henrique?, esto es más tarde y más allá en la barra, donde
Graciela acude pero después de pedirle permiso a Patricia, yo sólo me
muevo en cámara, dice Henrique, y más tarde todos están acá, sirviendo
cerveza, haciendo resbalar la espuma por el borde de los vasos, riendo,
o, luego, cantando, mirando y animando a Graciela que continúa, más
tarde, danzando aún en medio de la improvisada pista y, más tarde, más a
la derecha, una honorable familia papi, mami y los dos pequeños, recién
levantaditos ellos para pasar su ordenado día de playa, se sorprenden y
se asustan y protestan por el escándalo y, más tarde, el papi de la mami
llama al mesonero que se acerca, y Graciela no hace nada por prestarle la
más mínima atención y, más tarde entonces y más acá, lo tenemos al lado
H istorias de 
 la C alle L incoln 177

de la mesa, sonriéndole a Henrique y a Patricia porque los ha visto en la


televisión y disculpándose explica, usted sabe, lo sentimos, si fueran tan
amables, al comienzo, pero Henrique le pica un ojo a Guaica y más tarde,
es Guaica el que se levanta y, más tarde aún, lo podemos ver, lo vimos
más allá, montado sobre el mostrador hasta que el mesonero no puede
más usted comprenderá, se asustan los clientes, sí y se asustan las olas del
mar, lo jode Guaica, se asustan tanto los pobres y, más tarde hacia la iz-
quierda, papi y mami y los niños se van, esto es intolerable, y el mesonero,
excusándose todavía con Henrique, amenaza con llamar a la policía y,
más allá y más tarde, le dice a Guaica que ese no es un lenguaje que debe
emplear una persona decente, y qué lenguaje, sepa usted que mi lenguaje
ha ganado ya tres premios literarios, y en qué concurso es usted jurado,
¿ah?, éste es Guaica, hasta que cansado se baja entre los aplausos de la
frenética multitud, y roncos y agotados todos ellos, más tarde, vuelven a
contemplar el mar y a alzar la vela y, más tarde y más a la derecha, cerca
de las rocas, los dos autos vuelven a recibir sus ocho pasajeros y en fin ya
vienen retrocediendo, virando, arrancando veloces y eternos hacia la vía
de asfalto. Mientras yo me agoto en esta máquina y parto también, lento
y transitorio, hacia una taza de café, hacia un cigarro frente al parque.
178 C arlos N oguera
H istorias de 
 la C alle L incoln 179

CARTA QUE RAFAEL LE ENVIARÍA A MÓNICA


SI LA NOVELA DURARA SEIS MESES MÁS
(O: traiciones de la sensibilidad y la memoria)

Me agota constatar esta nueva manera de serme extraña: la fugacidad, un


enigma inocuo en el plano del tiempo que agregas a ese otro que ya consti-
tuías en el espacio, porque: qué otra cosa fuiste durante esos meses más que
una burbuja al borde de la explosión, pronta a romperse sin dejar rastros,
apenas un destello mínimo, una lámpara flotante en el fondo de ese territo-
rio doloroso porque remite a lo incorpóreo: la memoria.
Tal vez allí resida el conjuro que nos torna débiles: la imposibilidad de
elegir nuestros propios recuerdos, de hundimos en la realidad para rescatar
esos pequeños trozos de luz que pueden constituir una vida soportable. Si
hubiese gozado de esa capacidad, un espacio hueco, una nada sin adjetivo
alguno estaría ocupando tu lugar, es decir, dentro de mí estaría ocupándolo
todo, de tal forma saturaste hasta mi última imagen.
Pero lo hecho, hecho está. Y tú encarnas ahora un diseño más hiriente
en mí: eres idea, más verosímil, por tanto, que cuando te conocí. ¡Ah, qué
ventajas seductoras me otorgas bajo esa forma! Me solazo eligiendo las ba-
rajas, revisando las tuyas, usando, en fin, tus propias armas. Eres idea, me
perteneces, por tanto. Lo único que poseemos a plenitud son los fantasmas
que vagan en nosotros, esa galería de imágenes que hemos escamoteado al
azar, sin permiso, lanzando manotazos torpes al exterior para atribuírnoslas.
Pero esto sólo reseña una mentira: la manera como llegué a aprehenderte.
180 C arlos N oguera

A conciencia rechacé la oportunidad de despedirte, no me gustan los


viajes. Y dudo que en tu caso exista una razón eficaz, basta que tomes
en cuenta hasta qué punto se parecen estas dos malditas ciudades: unos
cuantos grados de diferencia en el termómetro, discrepancias de altitud
y presión, qué se yo, no será un gran cambio de escenario, como diría la
tropa, tu tropa.
Pero lo que te lleva no me interesa. Estoy persuadido — alíviate— de
que el viaje es sólo un accidente más, una posdata marginal en ese dete-
rioro al cual ya me tenías relegado; sé que si hubieses decidido quedarte
no lo hubiera soportado: mi satánica, oculta vanidad no hubiera resistido
la humillación de practicar una amistad decretada, entiéndelo: nuestra
amistad, entre comillas y sonrisas, tal como tú la proponías al final. Al
marcharte, en cambio, comenzaste a pertenecerme de esta embriagadora
forma que recién ahora comienzo a paladear, eres apenas otro fantasma:
volátil, te confundes con todo sueño.
Puedo hablarte entonces de nada a nada, sin bajar la cabeza, asumimos
el mismo idioma, o tal vez siempre lo poseíamos: ocurría sólo que, con las
mismas palabras, designábamos cosas diferentes.
¿De qué lado estaba la verdad? Ahora es demasiado tarde para em-
prender una balanza semejante, pero parece increíble, aún hoy, cómo
gestos tan sencillos, simples garabatos ejecutados por dos cuerpos que
se entrecruzan en un fragmento de historia, pudieran abrigar significa-
dos tan contradictorios para cada uno de nosotros. Una simple línea
constituía un jeroglífico irresoluble cuando ambos dibujábamos; nos
perdíamos en los dos metros de una habitación si estábamos juntos;
en nuestra conversación, las palabras no se hilvanaban, se superponían
unas a otras, anulándose, envolviéndose mutuamente en un eco que
se repetía, rebotando contra las paredes, insistente, hasta entrar en mi
cerebro y obligarme a cruzar el espejo, a desvanecerme en el otro lado
de la piel.
H istorias de 
 la C alle L incoln 181

¿Por qué crees que esa proliferación de momentos en blanco comenzó


a ganar terreno en mí? Tus silencios eran silencios, los míos, monólogos
infernales de otra imagen en el fondo del espíritu.
Pero, ¿qué significado puede asumir ahora la verdad, el conocimien-
to, cualquier certidumbre incipiente? Ah, ¡a conciencia: esa herrumbrosa
deidad inútil, que papel podíamos cederle en esa enorme mascarada, que
débil títere resulta en esta tormenta, cuya sola ejecutora es sin duda esa
emoción última, irrecuperable.
Podría explicarme los hechos de mil maneras distintas; eso no los cam-
biaría: Pero, ¡en fin!, si mis conceptos se desdibujan, o mejor, desdibujan
tus gestos, qué importa. A la postre nada de valor me estaré perdiendo.
Puedo dilapidar a gusto esta reflexión tentativa, aunque intuyo que el co-
nocimiento no constituye un camino. O lo constituye, ciertamente, pero
no conduce a sitio alguno. O bien conduce a uno: el vacío.
Culto a la vacuidad podríamos llamar a aquel correo personal, esas mi-
sivas enfermizas que devinieron en costumbre por insistencia tuya.
Lo que no podíamos intuir entonces era que, en lugar de ordenar esos
elementos en la realidad externa, dándoles un espacio, un tiempo para
que cobraran vida, sólo lográbamos incluirlos en nosotros, matizándolos,
lo cual era otra forma de arrojarlos a la irrealidad.
Un error que cometimos al amarnos: reducir la historia de los otros
hasta hacerla desaparecer; nos bastábamos, es decir, nos destruíamos. Tal
vez con un poco más de lucidez, o lo que es lo mismo, con menos amor,
hubiéramos podido abordar otra certidumbre, pero en aquella época los
signos y los objetos conformaban una realidad tan nítida en apariencia,
que esa misma cobertura hacía imposible cualquier interpretación diversa
y anulaba todo recuerdo alternativo. Aun ahora me sorprende la identi-
dad, la similitud de aquellos lugares, cuyos sabores fluyen iguales desde el
futuro, con una dulzura semejante a la que una vez descubrimos en ellos:
182 C arlos N oguera

los árboles de verdes vaporosos y frescos que nos detenían por días ente-
ros, la textura de la pequeña mesa del café, fórmicas color durazno sucias
de azúcar y galletas, calles despejadas, violentas como espejos me penetra
su olor a humedad, la memoria de su olor a humedad, y los afiches, en el
fondo de las vidrieras que te repetían, lejana.
Ellos, los objetos, constituyen la única materia que puede permanecer fiel a
la memoria, sólidos e inertes se desplazan por un hilo invisible, como si una
fuerza interna, que nace y muere en ellos, les proveyera esa serenidad que bas-
ta para suspenderlos, silbantes como un trompo, indefinidamente; los seres,
en cambio, viven, laten a intervalos, y esas pulsaciones conforman en ellos
una modificación, imperceptible casi, que a la larga los transforma por entero,
expulsándolos de esa atmósfera en medio de la cual los habíamos imaginado.
Lo peor es que realizamos, a pesar de todo, esfuerzos inauditos por mantener-
nos mutuamente reconocibles, atrapando precariamente —¡y desentrañan-
do!— esas dispersas imágenes que los demás han dejado en nosotros, es decir,
tratando de lograrlo, porque, entretanto, también aquéllos están cambiando,
a caballo en una calesita que condena al fracaso cualquier tentativa.
Sin embargo, nunca he podido deshacer en mí la costumbre de explicar
cada acto, cada huella, como si fuese necesaria una crónica de todo gesto para
que la vida misma no se extraviara en fragmentos dispersos que se esfumaran
o que, por el contrario, cobraran una intensidad inusitada cuyo mismo vigor
les permitieran destruirnos.
Y tal vez, muy en el fondo, sea este mismo deseo de comprensión lo que
fragmente nuestro pasado, el presente mismo y nos conduzca a cero.

No tengo entonces argumento alguno para justificar esta carta; o quizás


sólo pueda echar mano del más endeble de todos: la catarsis, la explosión
sin sentido cuyo sonido esconde su propia cobardía. Hablar, te dije una
vez, es en cierta forma, reordenar el mundo, los objetos, darles un matiz
H istorias de 
 la C alle L incoln 183

preciso aunque sea imaginario; no hay que cederle a nadie este derecho
cuando se trata de nuestra realidad. Manejo con dificultad esos días
maravillosos, piezas de ajedrez en un tablero invisible que ambos edifi-
camos a base de suspicacias, de pequeñas sospechas, de temores ocultos,
mientras nuestros cuerpos se refugiaban como prófugos en una especie
de sueño que ni tú ni yo conducíamos.
Un sabor recóndito y espeso me resta de aquella noche. Me miro absur-
do y débil entre extraños, actor solitario de aquella comedia burda en la
cual nadie creyó: suspendido haciendo cabriolas al borde de un vacío que
no anhelaba, ni necesitaba, porque era en mi interior donde se edificaba
el pozo. Miro las risas sarcásticas, las burlas, bambalinas lanzadas con pie-
dad a un payaso que les divertía y que les resultaba doblemente cómico.
Todos sospechaban, sabían sin lugar a dudas, que no sería capaz de lan-
zarme, pero ya nada podía humillarme. A un suicida frustrado no se le
concede siquiera el expediente de avergonzarse: resulta demasiado audaz
el reservarme el derecho de suicidarme contra ti, aunque ellos no lo su-
pieran, aunque tú misma permanecieras ajena. Me veo sobre el borde de
la azotea, un aviso irreal de pepsicola girando, desdibujándose en mi ce-
rebro, te veré caer como una marioneta, te irás poniendo chiquitico hasta
aplastarte, me decía Güido, acodado a mi lado, alentándome a volar. Yo
lloraba sin escándalo porque estaba demasiado borracho y hacía frío. Y
hacía mucho viento o yo creía que hacía mucho viento. También porque
—pensaba— me iba a suicidar y tú no ibas a estar allí para verme. Te acla-
ro: yo creía—culpa de la borrachera, del inconsciente y de que olvidé que
habías mudado tu carro—, yo creía que ya te habías ido de la fiesta; por
eso casi me desmayo cuando vi tu cara cerca, como deformada por una
cámara fuera de foco, luego que Guaica me arrastró, atrapándome —creo
yo— en el instante en que comenzaba a deslizarme por el antepecho.
Esa noche te vestiste, nuevamente, con elementos distintos a cuantos
yo creía conocer en ti: es decir, esa noche, una vez más, volviste a ejercer
184 C arlos N oguera

tu derecho. Como atmósfera, no fue diferente, pero contaba con una


oscuridad: era el final.
Celebro la discreción que empleaste al arreglar el cadalso: me dejas-
te —supongamos por un momento que este verbo es admisible— sin
aspavientos, sin escenitas, sin grandes desplantes; en el fondo debería
estarte agradecido, mi ejecución fue un acto privado y silencioso, prác-
ticamente nadie, excepto nosotros dos, por supuesto, se enteró de la
operación. Repito: te celebro el estilo, pero no creas que resultó sorpre-
sivo, sé de tu forma implacable, felina, de operar. Te intuí: me habías
amado en un acto de complicidad contigo misma, me dejabas por un
dispositivo de fidelidad a ti misma.
¿Debí predecirlo, entonces, desde el principio? ¿Debí admitir que
toda historia, individual, es cíclica, que resume todas las historias?
Un antiguo cuento que no nos resignamos a concluir. Por el contra-
rio: se supone que debía celebrar tu gesto, acostumbrada como estabas
a escucharme vivas ante cualquiera de tus poses.
Y no es que tu serenidad, tu aparente desapego respecto de la acción, me
haya desarmado. ¡Ah! Cómo no reconocer esa frialdad en tus rostros preté-
ritos. No, tú estabas perfectamente impasible, yo perfectamente débil; temía
demasiado. No a ti, por supuesto, temía a todos los destellos con que te había
dotado, bondadoso; adjetivos deslumbrantes ideados noche a noche mientras
tú construías un muro nuevo o concluías otro iniciado en la víspera.
Respirabas sólo para colocar aire entre los dos, pero yo te aclamaba.
No tenías otro reino que la realidad, lo externo, vivías simplemente;
mi dominio, en cambio, estaba en el interior: me agotaba explorando
en mi propia tiniebla, hurgando tus fragmentos en las regiones donde
habían permanecido más brillantes. Tú huías hacia afuera, incluyendo;
yo hacia dentro, agazapándome. En esta estrategia no cabía otra posibi-
lidad que la de extraviarnos.
H istorias de 
 la C alle L incoln 185

Me percato: mi razonamiento es contradictorio, pero hay muchos detalles,


muchas sombras en mi conciencia para darme el lujo de desear la coherencia.
No puedo aspirar a ese licor omnisapiente, nada me asemeja a la serenidad.
Te retomo ahora tras la ilusa esperanza de reconstruirte con argumentos,
aunque sé que la vida no es una sucesión de símbolos: quizás volver ahora
sobre el comienzo no sea más que otra manera de errar. Pero atisbo que no
es demasiado tarde, si es que el tiempo puede constituir una excusa válida en
estos casos (alégrate: había tecleado “caos” en vez de casos), y aunque lo fuese,
quiero decir: aunque fuese tarde no puedo echar mano de otra alternativa.
Sólo me resta este deleznable oficio: remodelarte, hacerte soportable a la me-
moria. Porque eso será lo que reste de ti: aquellas jornadas incipientes donde
perseguíamos, balbuceantes, las palabras que —intuíamos— antes habíamos
dirigido a otras personas y ahora eran nuestras, por primera vez eran nuestras.
Sí, Mónica, este recuento desvergonzado será, en el futuro, tu imagen.
¿Te reconocerás en él? Incluso esto carece de trascendencia, al fin y al cabo
lo estoy elaborando para el futuro, no para el pasado, o, en todo caso, para
la forma como en lo porvenir miraré, sopesaré el pasado. Por eso reitero a la
tormenta estas ideas cuya validez es doblemente dolorosa, porque nada pue-
den hacer ya por transformar mi vida, devolverte en el tiempo; días blancos y
calurosos distribuidos como fogonazos a lo largo de una temporada incierta,
esa limpia locura nuestra que en mí era como una cuerda distendida sobre
la cual me desplazaba, saltando en arco como equilibrista de circo. En ti, en
cambio, esa locura apenas era una excusa para la vida, un dispositivo para el
clímax. Era nuestra diferencia: iguales fuentes, actitudes contrapuestas. Una
génesis reiteradamente aplastante, como todo espejismo.
Sé que a ti, a la postre, el golpe te lo asestará lo externo, vendrá de afuera, tal
vez sea festivo y cromático; a mí, lo interior, seré yo mismo o cualquiera de los
que he sido — real o imaginariamente— quien me destruya.
Nunca pude imitarte, eras fuerte, sencilla; tu inseguridad, si la había, vul-
neraba a los otros, la mía, sólo en mí encontraba su víctima. ¿Recuerdas? Me
186 C arlos N oguera

elegías por ratos, me amabas en subjuntivo, en condicional, en dubitativo,


jugabas haciendo pendular lo que yo poseía como una especie de imperativo.
¡Pequeña víctima que se nutría en el vacío! Un combate desigual de ese tipo
no podía tener otro desenlace que aquel que yo me esforzaba en ignorar,
posponiendo, casi a modo de compulsión, lo que para ti era evidente: que
debíamos dejarnos.
Sé que dirás que miento, que no era eso lo que pretendías (“no puedo
retirar mi afecto una vez que lo he dado, soy simple”, dictaminabas, re-
tomando películas aprendidas de memoria, antiguas citas fílmicas que
tus manos transformaban en un mecanismo de pesadilla), repetirás que
me amabas, que a tu manera me amabas: sólo me pedías compartirte, no
debíamos vernos más, me señalabas otro límite, otra vida, otros testigos.
¡Compartirte! Suponías que me eras prescindible. ¡Y pedirme eso a mí
que ya estaba obligado a compartirte con la realidad!
Postulabas, mejor: respirabas, esa libertad de una malera tan... sobria
que nadie en sus sentidos podía pretender retenerte. Pero la forma, esa
forma que bosquejaste jara destruirme, borraba toda lucidez.
¡Ah! Cómo pesa todo esto ahora, Mónica, después de tu viaje, después
de la fiesta. No sé cómo te las arreglaste para mantenérmelo oculto
durante tanto tiempo, quiero decir: lo del viaje, aunque ya debería sa-
berme marginal. ¡Todo fue tan vertiginoso! Un pasaje expreso al infier-
no con retorno preterido, Mónica, del cual recién ahora renazco, ya se
sabe: uno se habitúa a la desesperación más increíble, un mecanismo
piadoso y lento que nos garantiza la supervivencia, decanta la agonía,
y, claro, después de esa noche, de esa fiesta, nada peor podía ocurrir: tu
viaje, a la larga resultó un paliativo.
Tal vez debería lamentar el espectáculo, aunque esto sólo a mí me
compete. Un odio sórdido, una espesa niebla me separó siempre de ese
grupo al cual tú te afiliabas, sin críticas, sin reservas, con una intensidad
H istorias de 
 la C alle L incoln 187

que debería haberme sorprendido o alertado a tiempo. Ese fue el públi-


co ante quien exhibí mi pantomima aquella noche: todos o casi todos
haciendo los desentendidos y yo conociendo de qué manera deseaban
que concluyera el espectáculo, lanzándome de una vez sin contempla-
ciones. Casi una hora —si es posible hablar con los límites conocidos
del tiempo— me mantuve allí, sentado sobre el borde de la terraza, con
las piernas colgando hacia afuera, adscribiendo a la ejecución de lo que
yo consideraba sería el gran gesto, la venganza extrema: aquello que ni
siquiera alcanzaba la categoría de payasada inocua, mi suicidio. Pero ya
lo sabes: ni siquiera para eso tuve valor. Dentro de mí, el trompo danza-
ba los últimos períodos de aquella embriaguez inútil en el momento en
que Guaica me rescató, halándome hacia atrás, hasta hacerme caer boca
arriba sobre el piso de la terraza.
Fue entonces cuando comencé a sentirme mal, sentí asco de mí mis-
mo al constatar que daba gracias a todos los dioses por la intervención
de Guaica, lo cual me revelaba, en toda su hipocresía, la falsedad de mi
tentantiva.
El resto tú lo conoces, quizás más fielmente que yo, presumo que mi
lucidez estaba varias veces más deteriorada que la tuya. En verdad, lo que
ocurrió desde ese instante hasta el momento en que me vi en la planta
baja, cobijado con aquel ridículo sombrerito, arrastrado y borracho toda-
vía, apenas lo recuerdo, si excluimos tu cara, sobre la mía, observando;
tu cara inexpresiva, casi triste, diría, si no supiera que eso era imposible,
tu cara sobre la mía, escrutándome, como emergiendo de un pantano y
detrás los rostros, y más allá, esto lo vi cuando descansé la cabeza hacia
atrás, supongo que antes de desmayarme, sólo el cielo abierto y limpio,
sobre la azotea.
Mi memoria no abarca nada más que estos hechos, quiero decir: en lo
que a esta última parte se refiere. Lo demás, lo inmediatamente prece-
188 C arlos N oguera

dente, lo retengo, lo sabes, hasta en su último detalle: tu tono de voz, la


manera como hamacabas algunas hebras de mi cabello, la hora, el sudor
frío que bajaba por mi cuerpo, a chorros, tu expresión condescendiente,
tan... humana y aquel estilo periodístico, expreso, telegráfico (todos los
adjetivos de lo expedito), la armazón, en fin, adecuada para despachar
el asunto con el mínimo derroche de energías, empleando sólo las pala-
bras, las frases necesarias.
De forma que tu discurso fue, simultáneamente, proclama y veredicto
y zumbido sordo y oscuridad y vértigo y pieza de teatro y, más que nada,
insistente monólogo en el fondo del pozo: nada pude responderte, todo
lo que podía decir me resultaba ridículo y extemporáneo, manejabas
todas las fichas y las reglas del juego.
Callé en aquel momento y —sé que lo estarás pensando— debí seguir
haciéndolo: los recuerdos constituyen un vapor viscoso, falso, del cual
tal vez debería escapar, pero qué otro indicio poseo de ti, qué otra forma
de sostenerte, de nutrir esa precaria creación que fuiste modelando a lo
largo de esa trayectoria sinuosa e incorpórea que llamamos tiempo.
Una trayectoria tensa cuya multiplicidad desalienta toda otra parado-
ja: ahora, desde aquí, el pasado entero no es más que una posibilidad,
una recopilación informe de elementos que esperan un reordenamiento
que nunca será definitivo.
Intuyo cuánto debe agradarte esta afirmación: la imprecisión de cada he-
cho, su ubicua certidumbre, la crueldad ejercida sin saberlo. Una dulce excusa
que nos solventa sin juicio, inhumana como toda proposición genérica.

Pero estábamos con lo de aquella noche: lo que rescato con más niti-
dez es el miedo, una emoción completamente nueva en mí, familiar, no
obstante, desde el momento mismo en que se apoderó de mi cuerpo.
No era un temor a los hechos, al fin y al cabo lo peor ya había pasado;
H istorias de 
 la C alle L incoln 189

tampoco era a ti a quien temía, no en ese momento, al menos; era el


sentimiento, la conciencia misma de sentirme latiendo, sobreviviendo,
aplastado como estaba contra el granito, empañando con mi aliento el
vidrio, el enorme portal del edificio cuando volví en mí, después de la
pantomima de la azotea, ocho pisos más arriba, creo, en fin, que era eso,
vivir y verme obligado a soportarme.
¡Ah! Si pudiese fortificar ahora en conceptos las sensaciones de en-
tonces.
Después, claro, fue la soberbia, después pero tardíamente: una ira,
lenta, comenzó a crecer en mí durante esos días vaporosos que siguie-
ron al incidente, días blancos, esterilizados, como acabados de lavar.
Mi error, había sido ingenuo, amarte creyendo en ti, de tal desatino no
podía generarse sino la ira, inútil porque para entonces ya tú estabas
protegida, nada podía herirte, nada, se entiende, que procediese de mí.
Aunque una certidumbre me tranquiliza ahora: si no hubieses sido tú,
a la postre hubiese sido yo quien terminara con todo. Contigo la úni-
ca posibilidad que se podía jugar era el riesgo, no habría resistido tal
violencia. Yo ameritaba un suelo donde apoyarme, firme, porque nada
dentro de mí recordaba la luz. Necesitaba una claridad uniforme, dura-
ble, de ti sólo emanaban incandescencias, relámpagos que, finalmente,
apenas contribuían a encandilarme, extraviándome en una dimensión
enfermiza, una vez que se disipaban.
Y siempre se disipaban.

Más tarde he comprendido que no podía ser de otra forma porque, qui-
zás, era un fuego tenso dentro de ti el que te hacía cambiar, y ninguna va-
riedad de fervor podía detenerlo, mucho menos la mía, vacilante y pobre.
Ves ahora por qué me vi obligado a inmovilizarte, reelaborándote: re-
sultabas vertiginosa en exceso latiendo libremente en la realidad, así que
190 C arlos N oguera

ideé el recurso de imaginarte, dentro de mí no te quedaba otra ruta que


ser estable. Pero... ¿quién puede conservarse fiel a un fantasma, sin extra-
viarse? No podríamos criticar una vida que imaginamos, pero tampoco
podríamos amarla.
En adelante sólo seré fiel a la derrota, quiero decir: a esa asimilación
mórbida que de ella he realizado; de esta incertidumbre, hipotetizo, un
día emergerá la historia que deseo: la duración debe ejercer su dispositivo
destructor también sobre esas regiones del espíritu de las cuales ya nada
queda esperar más que podredumbre.
Nada de esto, sin embargo, ha sido en vano, no, en la placidez que pro-
porciona la convalecencia creo vislumbrar ya los signos de una nueva se-
renidad futura, de dimensión tal vez diversa, pero igualmente apetecible.
Abandono esperanzado el oficio de ser tu reflejo, su simple reflejo, y ya in-
tuyo que por vez primera, de este lado del cristal se me ofrece un espacio
límpido y cromático donde quizás resida la clave de una vida habitable.
H istorias de 
 la C alle L incoln 191

ENSAYO PARA PUBLICIDAD DEL FUTURO GUION


ULTRA-IN DE HENRIQUE PARA CUÑA DE COLIRIO
(Donde se le saca el máximo partido a las motivaciones
inconscientes de los jóvenes —consumidores potenciales masivos—
hacia la libertad, la evasión y el goce suprasensorial)

ACOTACIÓN DE VIDEO AUDIO Y EFECTOS


1) P. G. a hombre con armadura Diga no a la piel del pasado.
medieval en un prado donde
reposa una joven, desnuda, en
posición demaja (Patricia).
2) Corte a un taladro que perfora
una calle.
3) Corte a un vendedor de cinturo-
nes de castidad que grita su pro-
ducto frente a
una de las torres
de El Silencio. (Ruidos de taladros, gritos,
bla-bla
ininteligible, sucesivamente). Diga
4) Corte en cámara rápida (efecto no a los ruidos antiguos.
cine mudo) a convención de vie-
jos empresarios.
Debe verse agitación y discusión.
5) C. U. con G. A. a cara de viejo
empresario.
(Bien deforme).
6) C. U. a un daguerrotipo de vieja (Todo tipo de ruidos estridentes,
autoritaria. desagradables). Diga
no a las formas,
7) M. S. a viejo musculoso, afeitado a los injustos
colores del pretérito.
al rape, enseñando los bíceps.
8) Corte, P. G. a mineros trabajan-
do en cuatro patas.
192 C arlos N oguera

9) Ojo: montaje de rosa que se


marchita en cámara.
10) M. S. a hombre de (1) que se (Los ruidos anteriores se apagan de
quita la armadura, abriéndola pronto y comienza música suave,
en abanico desde el pecho hacia apropiada, se oirá también el mur-
afuera, detrás se ve levemente la mullo del mar y el batir del viento en
mujer. El viento mece la barba y las tomas correspondientes).
la melena larga del hombre.
11) Corte a pareja haciendo el amor. Abra su corazón a la nueva sensibili-
(Patricia y yo). dad, a los sonidos, a las formas, a los
12) Corte a niño corriendo por la colores eternos y milagrosos.
playa, el sol atrás, ocultándose.
13) Corte a rosas muy rojas, flore- A veces no bastan los mejores recur-
ciendo en cámara. sos.
(Música electrónica, adecuada).
14) C. U. a mano que enciende un
pito de marihuana. Si ya ensayó una vía.
15) C. U. a mano que toma pastilli-
ta de LSD. Y otra.
16) M. S. a hombre de (1) inyectán-
dose heroína. Y otra más.
17) C. U. rápido y cambiante a va-
rias pupilas, de hombres y mu-
jeres, por último, una pupila
donde se refleja el hombre de
(1), luego la cámara se separa y
deja ver C. U. de rostro bellísi-
mo, salvaje, de mujer, a quien
pertenece la pupila (Patricia).
18) M. S. a hombre de (1), colocán-
dose unas gotas de colirio en los Pruebe colirio Lundis. La forma ex-
ojos. trema de liberar la mirada.
H istorias de 
 la C alle L incoln 193

LA DULCE LOCURA (IX)


(O: instrucciones para lavar un caballo)

Nos había ocurrido una estimulación extraña cuando estábamos sentados


en el restorán. Yo la sentí claramente mientras Graciela se agitaba entre
las mesas, Mónica la sintió antes, al regresar del damas: una sensación de
comezón en todo el cuerpo, como si miles de insectos estuvieran escu-
rriéndose inmediatamente debajo de la epidermis. Quise acordarme de la
montaña, y reposar, pero de repente los insectos se convirtieron en abejas
luminosas y comenzaron a darme vueltas y zumbarme alrededor de la cabe-
za; y una vaina rarísima: empecé a escuchar que el ruido del mar no era del
mar que venía sino de los punticos y me entraron unas ganas arrechísimas
de cambiarme los pies por otros, la cabeza por otra, el pecho por otro, los
brazos por otros, como si me estuviera olvidando de quién era. No pude
acordarme más de los que estaban a mi lado, ni siquiera de Mónica, y me
vino una increíble flotación, una recóndita ola de bienestar que eternizaba
mi percepción: allí estaba Graciela bailando, frenética en medio de la pista
improvisada, embriagada con aquellos sonidos que procedían de todos los
sitios simultáneamente, arropada y saturada con aquel carnaval de colores
que la rodeaba y la perseguía en cada movimiento, libre para siempre como
un bosque de sedas lanzado desde un castillo, danzando ya casi sin música,
con aquel increíble mar detrás y el sol agrietándolo, bajo, al fondo, y las
rocas irreales, como de utilería, limitando el pozo de aceite. Una evidencia
194 C arlos N oguera

que no requería explicación, el cuerpo de Graciela contorsionándose, sin


pretérito alguno, sin proyección a futuro alguno, eliminados el nacimiento
y la muerte sólo restaba esa realidad inmediata, violenta y necesaria para la
cual yo estaba viviendo, o tal vez era alguien dentro de mí quien lo miraba
y lo relataba en voz baja, desde mi fondo, porque yo era desde siempre un
guerrero de Alejandro y alguna súbdita de la corte bailaba para nosotros y
detrás rompía una ola contra las rocas y su espuma se elevaba y me llevaba
viajando en un rayo de luz hacia las playas de Kenya, reclinado contra un
árbol caído contemplaba entonces la danza de las adolescentes alrededor del
fuego, sus cuerpos cubiertos de plumas multicolores y la noche apretada y
densa alrededor de nosotros, alrededor de mí, reposando con mi lanza al
lado; y luego el mesonero, con su corte al rape, hablando desde una mesa
vecina, y yo alelado mirando su cráneo, y mientras lavo el caballo veo a
Gengis Kan alzando a medias la abertura de su carpa, perdiéndose luego
en la semipenumbra de divanes y cojines, entre sus hijos para planificar la
batalla, y de pronto, ya quebrando toda la atmósfera, disolviendo el sueño,
es Guaica quien se monta en el mostrador y arenga enardecido a las mul-
titudes, y todos los colores se diluyen, y vuelve el tiempo, la duración, el
espacio recobra su volumen y yo vuelvo a estar sentado a la mesa y Adriana
y Elizabeth a mi lado, y Graciela bailando esta vez con un pasado, una vida,
unos personajes y unas circunstancias reales que la rodean y la explican, y
Henrique a la barra, soportando la sonrisa del mesonero, y Patricia retocán-
dose el maquillaje, mirándose en el espejito de la polvera, y Guaica paya-
seando y Mónica a mi lado, silenciosa, sorbiendo la cerveza, y yo dentro de
mi piel, Ernesto el inamovible, venezolano, loco, mortal de este domicilio
para más señas.
Guaica se empeñó en llevar el volante y no hubo más remedio. Graciela
no tenía otra voluntad que la de él y a Mónica y a mí nos pareció demasia-
do trivial tener miedo. Acabábamos de habitar miles de cuerpos, de agotar
miles de existencias simultáneas y sucesivas, ¿qué lugar, entonces, ocupaba
H istorias de 
 la C alle L incoln 195

la muerte?, éramos cada uno y todos los hombres, la vida no podía encamar
un sueño agotable.
—¿Sabes, loco? —le dije a Guaica. Visité Persia con Alejandro, langui-
decí en una playa de Kenya, me preparé para el combate en una llanura de
Mongolia.
—Te felicito, amiguito, estás ganando en horas de vuelo. Yo, en cambio,
todo el tiempo en un planeador mostrando el equipaje. Hablo demasiado,
ya ni siquiera necesito de nada, cuando no consigo me basto, me auto-
curdeo, soy causa y consecuencia. A veces creo que voy a terminar en el
Razzore (¿existe todavía?) o haciéndole la competencia a Henrique. Payaso
o locutor, —dijo Guaica, casi triste, sosteniendo el volante con un dedo,
haciendo oscilar el antebrazo como si estuviera dirigiendo una orquesta y
no manejando.
—Tal vez sea tu vínculo —dijo Mónica, acostada sobre el asiento, boca
arriba, la cabeza reposando sobre mis piernas.
—¿Cuál, la máscara?
—La palabra.
—Es como una gran cloaca hacia afuera: en el fondo prefiero el ritmo
de ustedes, callados, viajando hacia adentro. La flora interna funciona con
un proceso inverso a la externa: mientras más oscura y cerrada, más fértil.
Ernesto y tú tienen un prado de girasoles.
—Ah no, ¿y yo? —chilló una ardillita desde el pecho de Graciela.
—Tú eres la más feliz, nena. Espectadora con boleto de primera fila.
—¿Crees tú, loco? —dije, repasando las circunvoluciones de las orejas de
Mónica.
—¿Qué?
—El prado de girasoles.
—Completamente, loquito.
196 C arlos N oguera

—Creo que exageras, Guaicaipuro —dijo la cabeza de Mónica, desde mis


piernas— tú por lo menos actúas.
—¡Y eso qué! ¿Sabes? Cuando yo tenía como veinte años aunque ustedes
no lo crean, concebí un lugar donde la biografía de un hombre no era el re-
cuento frío y detallado de sus actos, sino la enumeración y explicación de sus
I fantasías. El pasado no estaba constituido por hechos sino por sueños. De
eso hace dieciséis años, y dije aunque ustedes no lo crean, porque en aquella
época yo era un tipo tan observador como Ernesto, tan callado como tú, Mó-
nica, más introvertido incluso que Rafael, con eso les digo todo. Después con
cada vueltecita del globito —alzó las cejas, conferenciando para un público de
bachillerato— me fui volviendo más extrovertido y extrovertido. Por supues-
to, para mí —y para ustedes y para cualquier carajo que me conozca bien de
verdad verdad— el cotorrear es simplemente la ocasión que me permite inflar
un globo falso que me eleva y me eleva por encima de este lago de mierda que
me cubre y que es tan difícil de ver, desde afuera.
Me extrañó aquel mea culpa súbito a deshora, no por el contenido, en
eso Guaica había acertado, yo sabía muy bien para qué le servía la cotorra,
sino por el acto mismo. No nos tenía acostumbrados a eso. Busqué los ojos
de Mónica por complicidad, juntos miramos la silueta de Guaica, recortada
su cabeza contra la ventanilla nos pareció envejecido, demasiado sazonado
con amargo de angostura.
—Te gusta mucho la palabrita —dije—, ¿te has dado cuenta?
—¿Cuál?
—“Mierda” —dije—. Te la he contado como diez veces esta mañana.
—Y si cuentas la madrugada, triplicas el número. Mientras más curdo
estoy más se me sale la clase, ¿no? Sabes lo que significa.
—Depresión —dijo una cabeza desde mis piernas.
—Eso mismo. Les voy a confesar una vaina: en Roma, la última vez que
estuve, me zumbé desde un tercer piso.
H istorias de 
 la C alle L incoln 197

—¡Cómo pudiste caer en esa güebonada!, —lo regañé, casi; repasando


imaginariamente el cuerpo de Guaica que caía en el vacío.
—Fue lo que pensé después, con la pierna derecha enyesada y el par de
muletas, en un café de Via Venetto. ¿Qué quieres? Cuando uno lo va a ha-
cer no piensa en más nada, para mí fue como si zumbara un saco de papas.
—Ahora entiendo lo de Rafael.
—¿Qué?
—Si no hubiera sido por ti, estaríamos ahorita en el cementerio del este,
colocándole una azucena.
—¡Coño, sí! Pobre carajito. Un cuarto de hora haciendo equilibrio en el
vacío y nadie le paraba ni esto.
—Yo ni cuenta me di —dije, tratando de hacer penitencia, sin ver a Mé-
nica—; cuando vi el gentío apelotonado fue que vine a caer.
—¡Y cargaba una pea como si fuera la primera vez que se rascara! ¡Si supie-
ras que a mí el carajito me parece inteligente, pero demasiado bolsa! Le faltan
por lo menos diez años de escoñetamiento intenso para que pueda participar
en el grupo sin sufrimiento. Cuando lo agarré por detrás y lo bajé y lo tumbé
hasta el suelo, le vi una cara de agradecimiento que me dio lástima. Estaba tan
cagado que lo único que se le ocurrió fue vomitar. ¡Y en manos de quién fue a
caer! —dijo Guaica, virando la cabeza, alzándola por encima del espaldar del
asiento delantero para ver a Mónica, todavía tendida atrás, sobre mis piernas.
—¿Por qué me ves? —fue lo que dijo.
—Eres demasiado mujer para ese carajito— respondió Guaica.
—¿Qué querías que hiciera? —dijo Mónica—. Yo nunca lo animé. Se
enamoró solo.
—Lo dejastes hecho leña.
—No creí que lo fuera a tomar así. De una separación a un suicidio hay
un trecho largo.
198 C arlos N oguera

—Ojalá. Pero si le vuelven las ganas de volar...


—No será por mí, de cualquier forma tú sabes que yo me voy pronto, así
que tarde o temprano hubiera tenido que acostumbrarse.
—Yo le digo a Mónica que ese tipito no la olvida. Es el amor adolescente,
ahí no hay tu tía. ¿Y tú como lo sabías, loco?
—Vainas.
—¿Te lo dijo él? —preguntó Mónica.
—Qué carajo me lo iba a decir. Yo ni hablar lo dejé. Lo que hice fue re-
gañarlo, le conté lo de Roma.
—Es distinto, loco— le dije, convencido de la intransferibilidad de la
experiencia humana y de la solemne pendejada que era dar un consejo a un
suicida despechado, al menos en las condiciones en que estaba Rafael en la
madrugada. Se lo dije a Guaica.
—Tal vez —respondió—. Pero tú tampoco eres imparcial: Mónica se
vino contigo.
—No tiene nada que ver —dijo Mónica, incorporándose a medias para
morderme la barbilla—. Ocurrió.
—Bueno—dijo Guaica bostezando: bueeeenoooo... —Es el primer co-
ñacito de la serie, ya era tiempo de que comenzara.
El sol había levantado hasta hacerse intolerable a la pupila, me sentí sudado,
empantanado y despreciable, pero el olor del salitre, me revivía; sólo los ojos
estaban como sueltos, jugando libres en el fondo de las cuencas. Me miré en
el retrovisor. Dije que verga, que tenía los ojos como un dos de oro, que me
dieran unos lentes, una cabeza nueva, Patricia es la que tiene, carga el neceser
lleno de anteojos, allá vamos, dijo Guaica, porque el carro de Henrique nos
había adelantado y ya casi lo perdíamos y Guaica que pisa la chancleta y el
Mustang que agarra la sobremarcha y Gracielita que palmea alegre ella, como
una ardillita ella, en el asiento delantero, y Guaica que grita jaaayooo silver y
H istorias de 
 la C alle L incoln 199

la diligencia que pronto divisa a Henrique y compañía y ya es que le gritamos


y cuadramos el carro paralelo y Gracielita saca la cabeza, su deliciosa cabellera
flotando sobre la avenida, unos lentes, que si no tienen anteojos, y que señala
a Patricia y dice, a Patricia, que Patricia tiene y desde el asiento trasero es Eli-
zabeth quien menea la cadera, jodiendo, señalándose el pecho con el índice,
que si era ella, no, no es contigo, y Patricia que entiende por fin la vaina de
las señas y le pasa a Henrique una funda azul y Henrique que toma el volante
con la derecha y se pasa la funda para la izquierda y extiende el brazo hasta
alcanzar el de Graciela que desde nuestra diligencia es la que se estira como
una silla plegable y saca medio cuerpo y los carros que por momentos parecen
chocar pero a pesar de todo Guaica es buen chofer, el gran carajo, pienso,
mirando el espectáculo desde atrás y Gracíela que de pronto se va, ¡coño!, y
tengo que inclinarme también para sostenerla por las caderas y la maniobra
no resulta y es Adrianita quien se ofrece desde el asiento trasero para realizar la
entrega, y aquí que tenemos entonces el hermoso rostro de Adrianita, extra-
ñamente cómica contra el viento, sonriendo, y el brazo izquierdo de Adriana
que alcanza la manita de Graciela y aquí viene la funda y todo por mí, pienso,
caminata espacial, le grito a Adriana y tomo la funda y saco los lentes y me
los acoplo para hacer juego porque sólo yo quedaba con los ojos desnudos y
aquí me tienen al fin, protegidas mis frágiles pupilas por este par de hermosos
cristales azules, listo para modelar.
—Te quedan bellos —me dice Mónica, desde abajo.
—Para ver, loco —dice Guaica, volteándose—. Sooooñados.
—Azules como la esperanza —le digo.
—¿Cómo que te prestó los de la cuña?
—¿Cuál cuña?
—La cuña que hizo con Henrique, la última. Sale con un par de bichos
que le tapan la mitad de la cara, lánguida, mirando hacia la playa— dijo
Guaica.
200 C arlos N oguera

—Te vienen a punto —dijo Mónica, que se había incorporado y se refres-


caba el rostro, abriendo la ventanilla—. Precisamente ahora —señalando
una legión de cúmulos que avanzaban lentos desde el este, como enormes
montañas de nieve sucia.
—Ay, qué rico, va a llover —dijo Graciela, estirando los brazos hacia
afuera.
—Tu danza de la lluvia —dijo Guaica—. Ninguna atmósfera podía so-
portar ese movimiento, pequeña.
—Bueno, los usaremos al revés —dijo Mónica—, protegeremos a los
imbéciles de nuestras miradas—. Y se sacó los lentes, grandes con cristales
color lila.
—Vamos llegando —dijo Gracielita—. Métete a la derecha.
El Ford escaló una pequeña colina y descendió por una pendiente suave.
—Con cuidado, minino —gritó Graciela—, por aquí.
—Supongo que trajiste la llave.
—Antes de llegar hay una casita cerca, es de Manuel, el que la cuida.
—Prepárense para el clímax —dijo Guaica.
Una nueva colina; al fondo, encerrada en un pequeño bosque, se alzaba
una enorme casa de dos plantas.
—No es la casa de los enanitos de Blanca Nieves —dije. Guaica aceleró,
traduciendo la voluntad colectiva.
—¿Viene Henrique? —pregunté.
—De bola. Nos viene pisando.
Una larga hondonada en forma de hamaca nos separaba de la casa.
—¡Medio chuzo! —dijo Guaica— ¿Es parte de la herencia, amiguita?
Graciela puso a reír a un conejito.
—¡Bueno! —dije aliviado—. Al menos la trayectoria estuvo máxima.
H istorias de 
 la C alle L incoln 201

—Cuatro vidas y un índice —dijo Guaica, levantando el dedo índice,


con el cual había llevado el volante todo el tiempo.
—Aquí vive Manuel. —Graciela abrió la puerta y corrió hacia una pe-
queña casa. Cinco minutos más tarde, Manuel y una mujer que debía ser
su hija, respondían al chao de Graciela, que corría, vaporosa dentro de su
maxibata multicolor entre las margaritas, las palmeras y las berberías. De
alguna manera había convencido a la hija: entre los brazos le estallaba un
enorme ramo de hortensias, agitado contra el cielo, ya casi gris del todo.
Ahora el carro de Henrique se nos unía, y Adriana y Patricia lucieron her-
mosas con todas aquellas flores entre los labios.
202 C arlos N oguera
H istorias de 
 la C alle L incoln 203

CORRESPONDENCIA EN EL VACÍO
(Donde Guaica muestra una parte de su museo
de servilletas)

Este fuego enmarcado en mi torso arde, a veces, con tal sevicia, que me funde
y me torna impuro. Es la verdad. Es la contrapartida.
El pasado es una premonición, no de lo que advendrá en lo sucesivo fuera
de mí, sino de lo que toda esa oscuridad suscitará en este complicado depósito
de espejos que es mi espíritu.
Las verdades no son sino emanaciones de una sola verdad; el tiempo y el
destino son verdades: mi porvenir no tiene por qué escapar a esta ley. Es decir,
mi porvenir es monótono. Al menos mi porvenir interno.

Emoción
Control conciencia
Predominio de cual: Error, aceptado como
quiera de ellas verdad subjetiva para
el momento.

Equilibrio de ambas Verdad subjetiva que


trasciende el momento.

Chiste cruel: yo saltando en la acera del Jarama, agarrado al cuello de Ro-


drigo, cantando una ranchera, curdo. Mamá y Luisa, vestidas de luto por mi
padre, mirándome desde la acera opuesta, buscándome porque hace tanto
tiempo que no me ven.
204 C arlos N oguera

A ella no la amé, la sufrí.


La madera más densa es aquella que no existe, tómala, imbécil, y haz con
ella un palacio para tu corazón.
En medio de la curda: siempre y nunca, pretérito y porvenir, son sinóni-
mos.
Como los olvido a cada momento, los lugares más cotidianos me resultan
insólitos.
Un sueño no tolera orden ni contorno, mi cerebro es la pesadilla de un
ángel borracho.
Poseo una vocación definitiva: despistar; un oscuro oficio: el de arlequín.
Mi verdadera esperanza es la destrucción: Narciso, Calígula, Proteo, coexis-
ten, juegan en mi espíritu; Quijote, Raskolnikov, Romeo.
Visto a ras de piel resulto definitivamente repulsivo.
Ayer, mientras caminaba de madrugada hacia la casa, no había separación ni
aire entre los objetos, una densa materia gris tenía que salvar para alcanzarlos.
La mafafa: el perfume que el minotauro (en el Teseo de André Gide) res-
piraba, hasta convertirse en la plácida víctima que flotaba en los pasillos. Te
comprendo, bestia, también yo incorporo el laberinto.
Al fin resulta lo peor: habito sólo imaginación, es decir, sobro. Se trata de
un viaje para cumplir desnudo, y yo estoy demasiado cargado, demasiado.
Quizás nada flote en el contorno de esta imagen.
Desde su fondo, una sombra me diagrama cuando la toco.
En vano mi sueño le procura sitio
porque es un trono cuyo matiz me huye.
No sólo oscuridad es su nombre,
hay otros títulos en su espíritu;
pero yo me limito a vivir,
es decir, a enfermarme de imaginación.
H istorias de 
 la C alle L incoln 205

Lo peor: dar con la clave del misterio y ver que eso no te conduce a anularlo,
sino a anularte.
Dentro de ti, una noche y un tornado que sopla.
A quien te soñó en plena curda, pregúntale quién eres y de qué materia
surgiste.
Mi magia no opera sobre el mundo y sus misterios, opera en la duración
eterna, y de ella extrae los brebajes que arrojará luego en mi conciencia.
Dos días sin dormir, en ellos he inventado el mundo y lo he abandonado.
Mi vida, esta corrosiva materia informe que llena el tiempo.
El inconsciente colectivo de Jung: ser todos los hombres, todas las culturas;
¿con qué material viajaría?
No pienses que eres libre: todo acto de libertad te hace más fiel a la vida.
Cada vez que salgo me olvido de cerrar la llave del cerebro.
Vivir es como desgranar una mazorca, simple cuestión de práctica. ¡En mi
infancia lo hacía tan bien!
Nunca salgas dejando el espejo solo.
La realidad, es lo otro, lo que no ha sido esta piel, estos líquidos, este rumor
apagado en mi cuerpo. Envuelto en su flujo nado, aprendiz, simple aprendiz.
Miento al catalogarlo entre mis tesoros.
Ella fue como un río, como una botella de vino, un ángel, un castillo, como
una música, un susto, una piedra blanca.
La palabra: instrumento que toma en posible lo evidente.
Qué será de esta ebriedad que me sigue a todo sitio. Yo cambiando de anti-
faz, ella idéntica: asidua y compleja como una luz.
Suicidio: el último gesto tal vez sea el primero, porque nosotros aprende-
mos a la inversa. La vida dentro del espejo, es decir, nos acostumbramos a la
muerte.
Al verme con ella, la gente hablaba de dos músicas que se contenían.
206 C arlos N oguera

No hay forma de convencerme que apenas soy, hasta el fondo, una mínima
burbuja de aliento a punto de romperse. Sólo eso.
Tomar el cuerpo y hacer música con él, volverlo humo, ese sería tu deseo
más oscuro.
Abandonar lo que haga idea del acto
quedarme con el acto
cazar la realidad con mi cuerpo, no soñarla,
es cuanto sueño.

Toda alucinación debe ser simple, de otra manera no entendería mi rostro.


Atrapo las imágenes que soñaba momentos antes, las escucho, dejo que sus
discernimientos me convenzan que soy el ficticio, así obtengo este alivio falso,
que por 24 horas me hace sentir más ligero, como si en verdad estuviera vivo.
Entre ellos, hablando sin interrupción, llega siempre el momento en que tú
mismo te transformas en una palabra, actúas entonces con alegría, en pleno
reino del lenguaje, más dúctil.
Al comenzar el día, deja colgado el cuerpo de ayer, asegúrale una buena
corriente de aire, de manera que esté a punto para un nuevo uso.
No acicales tu máscara, cuando te ufanes de estar listo ya lucirán vacíos
todos los palcos.
Cuando atravesaba el bosque para partir, me vi venir de regreso, satisfecho y
volátil, ¿a qué ir si ya estoy de vuelta? Me fundo con mi fantasma y regresamos
juntos.
Sueño: tú, diminuta dentro de un cofre, dormida de pie, caminando bajo el
jardín, en un torreón agitando los brazos, vestida a la usanza medieval.
Amárrate un hilo en el dedo, imbécil, para que no olvides el día de tu
muerte.
Borges: leer-escribir-vivir.
H istorias de 
 la C alle L incoln 207

Rimbaud: vivir-escribir-leer.
Pavese: escribir-leer-vivir.
¿Y yo?
Anoche, en pleno viaje: la mitad de la realidad era indescriptible, la otra
mitad no existía.
Jardinería: si ves que una flor crece demasiado, tómala, y deja que ella te
cultive a ti.
Como en Melville: lo que creen mi sombra es, en verdad, mi única
esencia.
Agonizo porque el tipo de vida que cultivo, la belleza que inhalo, prosperan
poco en esta atmósfera. (Paráfrasis de Yeats).
Gracias, literatura, por este equilibrio tan maravilloso así, tan inevitable.
De la locura has extraído las cenizas con que diagramas tu vida.
Imagen: ella desnuda, caminando hacia el baño después de lanzarse de la
cama, con sus pies nadando en mis zapatos, chaplinesca.

Idea fija
Resume todos los venenos.
Cuando aparece, le limo los salientes, le saco brillo a ver cómo luce.
Intento saborearla desde otro ángulo, me le pierdo.
Inútil: vuelve siempre, igual de amarga, en el momento más exacto, es decir,
cuando menos se piensa.
Una morbosa imaginación suple en mí las lagunas: invento pretéritos; a
menudo me sorprendo en el recuento de sucesos que nunca ocurrieron.
Receta: saturar al máximo el cerebro, batir bien las ideas, tomar la cabeza y
sazonarla, servirla toda de una vez y sin meditar.
Viaja, viaja hasta la última luz; recuerda que la realidad no te luce: ya sabe-
mos lo que ocurre cuando te ubicas en ella.
208 C arlos N oguera

Oscuridad es el nombre de esta región del tiempo, pero sigo viajando en


ella, sonriente, como si nada.
Me sorprende constatar que, tras la máscara, reposa el mismo fatigado ros-
tro que una vez ensayé, cotidiano; seductor a fuerza de parecerse a sí mismo.
Quién puede negar que a expensas de estas génesis repetidas, nocturnas, yo
no sea más que el resultado de un ser monstruoso o inicialmente inaudito o
la degeneración de una deidad maravillosa.
Me alejo poco a poco de ti, penumbra, con esa legión de seres inverosímiles
que son mis reflejos.
Sólo vivo para el paisaje que se disuelve en esta percepción deslumbrante
donde los elementos viven y estallan.
Ayer, 24 de diciembre: fatigado y sucio, tendido sobre la cama, esperando
en vano la navidad de mi infancia.
Cada sueño se reencuentra a sí mismo constantemente, cada acción se ex-
travía.
Cuando te retires a dormir, deja una cuerda lista para que puedas salir del
pozo.
La independencia de cada fragmento me violenta, la síntesis es un sueño
imposible.
Padeces preterido en la escena que tú mismo has edificado, a fuerza de clau-
dicaciones y subyugantes errores.
Algo debe andar muy mal por dentro, cuando basta una idea, una mínima
dosis de obsesión para destruirme.
Abre la válvula, y permite que sea ella misma, la locura, quien te aniquile.
Me resisto a pensar en la noche cuando pierda mi último bastión y, asfixia-
da, la torre final se derrumbe hasta convertirse en aire.
Me resisto a pensar que ya está aquí y me devora, lenta, agazapada en un
recodo del espíritu.
Implacable.
H istorias de 
 la C alle L incoln 209

No te agotes hasta el vértigo tratando de evadirlo: tú eres la poción misma,


¿por qué insistes en mentirte?
Este lugar no existe, nos sueña.
Contemplas tu soledad como si no fuese el aire negro que siempre temías;
asombra tu adaptación, la manera increíble como te acoplas a la tiniebla. No
es que seas valiente, es sólo que ya no te restan fuerzas ni siquiera para opo-
nerte a lo que sabes será tu último colapso.
A cada momento me extravío, suspendido siempre: idea o vapor tenue.
Después de todo esto, qué restará. Sólo la imaginación: la crueldad coti-
diana.
Algo amargo hay en este juego, que no puedo operar por un pequeño es-
tancamiento, por un descuido infinitesimal.
La vida, esa carroza inmóvil que no te eleva, a la que suples con alucinacio-
nes e increíbles engaños.
210 C arlos N oguera
H istorias de 
 la C alle L incoln 211

ATACADA CAMIONETA DEL EJÉRCITO


POR GRUPO DE BANDOLEROS

Banda de guerrilleros que merodean por las montañas vecinas a esta po-
blación, atacó cobardemente a una camioneta del ejército que realizaba
labores de cooperación con el campesinado. Se informó oficialmente
que en el vehículo manejado por un suboficial viajaba un grupo de
civiles desde el asentamiento El Caujarito hasta el cruce con la carretera
de Maipoa. El atentado se produjo a las 10 de la mañana, en el sitio
conocido como Pasoancho y se nos informó que, afortunadamente, no
hubo bajas que lamentar.
El Capitán José Francisco Lunar explicó a los periodistas que, aunque es
una irregularidad el transporte de civiles, ajenos a las operaciones, en vehí-
culos del ejército, en este caso tal hecho quedaba excusado porque se trata-
ba de campesinos que se dirigían a comerciar el producto de sus cosechas,
y ya se sabe, dijo, que una de las tareas de estos centros de operaciones es el
colaborar con el bienestar y el progreso de los habitantes de la zona.
No se trata, insistió el Capitán, como algunas informaciones mal inten-
cionadas han dejado entrever, de civiles armados, ni de funcionarios de
los servicios de inteligencia: quiero que dejen bien claro, se los agradezco,
que los que viajaban en la camioneta eran habitantes del sector, sencillos
campesinos que nada tienen que ver con las labores de profilaxia que no-
sotros realizamos, y no hombres armados sin uniformes.
212 C arlos N oguera

No pudimos establecer contacto con ninguno de los campesinos, pero


fuentes autorizadas nos indicaron que apenas hubo tres lesionados, ninguno
de gravedad.
El mismo Capitán Lunar reveló que los bandoleros dejaron en su huida
visibles manchas de sangre, que el ejército ya los tiene prácticamente acorrala-
dos y que su captura es cuestión de horas.
En la foto superior: el Capitán Lunar declarando a nuestro enviado especial.
En la foto inferior: el sitio de los sucesos.
H istorias de 
 la C alle L incoln 213

LA DULCE LOCURA (X)


(Donde Ernesto y Ménica juegan cerca del mar)

Tiendes tu cuerpo en la playa, boca arriba sobre la arena recibes inmóvil y


agotado la tempestad de polvo contra tu piel. Imaginas detrás de ti: el viento
escurriéndose como un fantasma volátil entre las hojas verdes de los almen-
drones y las uvas de playa. Más allá tal vez Graciela y Guaica haciendo el
amor todavía, detrás de la terraza abierta. Más allá tal vez Adrianita, Elizabeth,
Henrique y Patricia dejando oír sus voces, alegres, alrededor de la piscina. Ella
se sienta a tu lado, fresca, diminuto su traje de baño, una cinta anaranjada
sosteniéndole el pelo a la altura del cuello, ella se tiende, te besa el pecho, se
sorprende de contarte un lunar más que antes no estaba, te sonríe, repite la
cuenta, tanto tiempo sin mujer, piensas; arriba, por encima de su cabeza, la
brisa disuelve extrañas manchas de tinta sobre el cielo y las transporta, pero
aquí, a tu lado, su cuerpo es una nueva fuente de luz que rescata dentro de ti el
recuerdo de todos los cuerpos, su cadera contra tu torso, el cálido contacto de
su piel, toda oscuridad se disuelve, roza tu piel, te sopla suave sobre los vellos
para despejarte, te obliga a hacer perfil, me obliga a hacer perfil y sopla en mis
oídos, se acerca más, sus labios te recorren ahora por las zonas más blandas, te
muerde sin emplear los dientes, aplica el pulgar contra tu cuerpo, mira, dice,
se te hacen manchas blancas, tú constatas las huellas y te sonríes, recuerdas
otros rituales, otros preámbulos, cada caricia despierta una zona nueva que
remite incesante a otra historia, a cualquier historia del pasado, laberinto de
214 C arlos N oguera

rostros que saturan tu memoria, imágenes translúcidas disueltas en el tiempo,


reconstruidas y permanentes a fuerza de ser ajenas, gravitan sobre tu imagi-
nación como un bosque de marionetas que se repite, espejo tras espejo, hasta
desnudarte, no abras los ojos todavía, y te tapa con sus manos sobre las cejas,
y comienza a bajar sobre tu cuerpo, elimina tres dedos, sólo el índice y el
medio caminan ahora libres a lo largo de tu vientre, Gulliver se sorprendió,
qué Gulliver, piensas, ¡ah, sí, Gulliver!, y le miras la mano, ahora es una niña,
el amor nos hace recorrer, agotar todas las edades, recuerdas, mucho gusto,
mientras Gulliver vuela, sus dedos agitados en el aire, ejecutando una sonata
imaginaria, Gulliver baila la danza de la lluvia, quiere hacerle la competencia
a Graciela, dices, sintiendo la percusión sobre el abdomen, hay que atraer el
agua, y agita sus dedos sobre ti. Y entonces Gulliver se detiene, cavila porque
está inmóvil, o al revés, dices, y empieza a caminar sobre tu pierna derecha,
simple inspección, la curiosidad es la razón de ser de Gulliver, que sigue ba-
jando, recorriendo minucioso tu cuerpo, ¿y por qué no haces a Gulliver con la
lengua?, Gulliver no necesita la humedad, su locura es el movimiento, te dice,
agitando las dos piernas del pequeño personaje sobre tu ombligo, camina,
corre, repta, y una ventosa de cinco dedos transmuta a Gulliver en pulpo. Y
luego es sucesivamente un conejo, una culebra, un dragón, marioneta esqui-
zofrénica, buscando su personalidad, como yo, dice, y cuando Gulliver quiere
hierbas ella se levanta, ágil, explora a tu alrededor, y pronto tienes un castillo
de hojas sobre el ombligo, es para la hoguera, ¿tienes fósforos?, vénganse los
dos Gulliver, dices, y le tomas las dos manos, y ella gozosa, dejándose, la
última sombra de un pudor antiguo desgranándose en su interior, y le haces
meter sus manos dentro de tu traje de baño, quiero presentarle un amigo a
Gulliver, dices, el pobre está tan solo, dices agarrándote el pene, entregándo-
selo como si fuera una copa para que ella lo acune entre sus dedos, y mientras
ella te lo toma, con cariño, con mucho cariño, tú te dejas caer hacia atrás,
abandonándote sobre la arena. Se llevan bien, dices, ¿qué tal se llevan Gulliver
y su amigo?, y te ríes, y cuando ella toma al amigo de Gulliver y lo pasa por
H istorias de 
 la C alle L incoln 215

sus mejillas, una onda dulce se desplaza dentro de ti, arrastrando en un mo-
vimiento sinuoso y modulado todo vestigio de sufrimiento o desesperanza,
para hundirte, palmo a palmo, hasta cubrir de perfumes el último refugio de
tu cuerpo, la ves entonces como la verás en el futuro, en esa remodelación de
elementos incandescentes que desde este momento constituirán su imagen:
hacia atrás su cabeza, los ojos entrecerrados en un testimonio de flotación
que de alguna manera ensambla con tu frenesí apenas contenido, su cabellera
larga, ligeramente recogida por una cinta anaranjada del mismo matiz del
traje, una imagen durable cuya inminencia no basta para contener la explo-
sión preterida bajo tu piel, una combustión lenta que hace llover color dentro
de tu pupila, y te sorprende descubrir ese universo anaranjado, alrededor de
ella y de ti, que prolonga la sensación de éxtasis, y así ocurre con el color de
la arena, y con el color de los insectos, y de la hierba un poco más allá, y de
las nervaduras de las hojas esparcidas a tu lado, y es una mujer anaranjada la
que te sonríe por momentos, y se inclina sobre tu cuerpo para lamerte todo,
descendiendo su lengua ávida hasta tu sexo, llevándote hasta los límites de
una región increíble de la cual ya no deseas escapar, y para asombro tuyo su
misma saliva exuda ese vago olor a mandarina, a naranja, que alcanza hasta
los viejos trozos de árboles húmedos que el mar deposita cerca de ti, un ma-
tiz cuyo nombre se desvanece en los bordes de este cuerpo que se dobla y te
lame y se yergue de nuevo y te suelta un instante para desprenderse la parte
superior del traje de baño, la mano detrás, soltando el pequeño gancho, ya,
y entonces sus senos, firmes y redondos sobre ti, y ella sonriendo, soñando
casi, aleteando sus pestañas estremeciendo su cuerpo, erguida de nuevo, de
nuevo sonriendo, cerrando sus ojos mientras tú intentas un postrer esfuerzo
desesperado por alcanzar sus pequeños pezones.
Y ya para entonces la lluvia es inminente, y tienes la oportunidad de conocer
para recordar la presencia de ese líquido, que resbala a capricho sobre su piel,
irisándola en curiosos diseños, y a medias la ves despojarse, su hermoso rostro
cubierto por las hebras adheridas sobre las sienes, sobre las mejillas, volando
216 C arlos N oguera

libres, cayendo a uno y otro lado la cinta, el sostén del traje, y en fin la última
tela que esconde su sexo, mientras acoplas su cuerpo, dulce y tenso, sobre el
tuyo, a caballo sobre tus caderas, tú acostado boca arriba y ella cabalgándote,
feliz, sacudiéndose, alternándose ritmos y movimientos, los sexos acoplados,
y tú penetrándola, moduladamente primero, luego con violencia, las manos
jugueteando sobre los senos, sobre la estrecha cintura, el universo diluyéndose
alrededor y ella gimiendo, gimiendo, exigiendo su última recompensa, tú te
incorporas sin dejar de penetrarla, sentándote frente a ella la ajustas aún más
contra ti, enlazas su rostro contra el tuyo, y lentamente te dejas caer, abrazado
a ella, contorsionándote hasta acostarla, hasta hacerla pasar sus piernas como
tenazas cruzadas sobre tu espalda, y alcanzas a mirarla, un pequeño animalito
debajo de ti, dulce por momentos, en la extraña expresión que le comunica
la penetración al máximo, furiosamente, más allá del viento, más allá de la
tierra, y un alcatraz se precipita y todos los alcacatraces del mundo caen con
él, mi amor, mi amor, se queja, y un desesperado abrazo conjura las últimas
palpitaciones, y tú y ella, tú y ella, tú y ella, no son más que una sola realidad,
latiente, eterna, feliz y lluviosa sobre la arena, hasta el desfallecimiento y la
liberación.
H istorias de 
 la C alle L incoln 217

LA DULCE LOCURA (XI)


(Donde Henrique y Patricia me convencen
de que
son unos personajes a todo dar)

Elijo una ubicación imaginaria cerca del jardín que rodea la piscina, me sedu-
cen estos sitios simultáneos y gratos que se ajustan a mí y a la narración. Ce-
lebro la diferencia entre este sillón árido frente a la Olympia portátil y aquel
fresco recinto que aloja el invernadero, con jardineras internas a nivel del piso
y paredes de cristal cubiertas de estanterías llenas de recipientes de todos los
tamaños con plantas inimaginables, esmeradamente cultivadas por manos
hábiles; reconozco las cotidianas, las que agotan mi memoria botánica: hor-
tensias, orquídeas, rosas, girasoles, claveles, corazones, novios, helechos, uñas
de danta, dalias, gardenias, gladiolas, calas, amapolas, lirios, violetas, damas
de noche, azucenas, tulipanes, un bosque transportable de olores que satura
mi olfato.
Todo está listo para la escena: papel, máquina, cinta nueva, cigarrillos y
café sobre mi mesa de trabajo, aquí; piscina, playa, jardín, invernadero, flores,
arena, cielo borrascoso, viento, casa de dos plantas, mar, alcatraces, gaviotas,
salitre, allá en la costa central. Lo real y lo imaginario vinculados por un nexo
inexistente, el lenguaje.
Hasta aquí, hasta este mullido sillón donde me sitúo para dirigir la esce-
na, llega el sonido seco de las sandalias que descienden por la escalera desde
la planta alta. También Patricia está lista. Henrique, a quien he imaginado
218 C arlos N oguera

recostado sobre la puerta de metal que abre hacia el invernadero, la espera,


impaciente. Ya estoy, dice ella, y él la recibe, abandonando por momentos la
tarea de rebotar la pelota de pingpong hacia arriba, en un raqueteo individual,
monótono.
Patricia ensaya un primer acercamiento: su rostro recuerda aquel otro re-
producido a millares donde aparece sonriéndole a un champú, sacudiendo su
pelo, ágil, desciende los escalones, hamacándose del pasamanos en su último
salto para caer cerca de la puerta donde Henrique la espera.
Sus enormes cristales apenas dejan entrever una zona minúscula de ese te-
rritorio que hemos concebido como la síntesis de toda perfección. Sostiene el
amplio sombrero de sisal que se mece contra el viento, cuando abandona el
interior del inmueble y atraviesa primero la puerta que ofrece tres metros más
acá la posibilidad de entrar al invernadero, y luego, lanzándose a los brazos
de Henrique toda la luz y los corpúsculos del aire se adhieren a su piel para
revelarnos un cuerpo dorado, ágil como un animal de pradera, que se ata por
momentos al torso de Henrique, las piernas alzadas al aire, girando en volte-
retas disímiles, suspendido, para caer luego, apoyado sobre los pies desnudos,
perdidas ya las sandalias, sonriendo.
No.
Abandono la mesa de trabajo. En la cocina, dos o tres dedos de café dentro
de la vasija me garantizan unos minutos de ocio. Inmovilizo a Henrique, dejo
la sinuosa columna vertebral de Patricia haciendo equilibrio sobre un pie,
levantando con el otro las sandalias. Fijo con clips sobre la página, sobre la
imaginación, los cuatro personajes que se desperezan alrededor de la piscina.
Detengo el viento, las hojas, las ramas tensas de los árboles. Contengo, irisada,
la superficie cristalina del agua. Inmovilizo toda nube, toda gaviota, todo alca-
traz, toda palmera posible. Presiono y giro a la derecha la llave del gas, más allá
del bajo muro que protege el lavadero, tres pisos más abajo, la conserje ins-
truye al muchacho: habrá que liberar el colector de basura. El líquido marrón
H istorias de 
 la C alle L incoln 219

rechina y burbujea contra las paredes del stainless steel, me advierto acerca
de la conveniencia del agarraollas, una taza, una cucharilla, la azucarera, los
elementos del ritual, tendré que terminar el esmalte de la biblioteca, recuerdo,
cuando miro su cuerpo izquierdo al regresar.
Nuevamente la silla, nuevamente el papel, nuevamente los cuatro dedos
sobre las teclas, desentierro la imaginación, libero los cuerpos de Henrique
y Patricia, agito los árboles, la hierba, dejo correr las nubes, rápidas, contra
el cielo borrascoso, concedo que el espejo de la piscina copie de nuevo las
trémulas imágenes de la vegetación, detrás, y aquí, debajo de la piel, la com-
bustión irregular del lenguaje me lanza, recurrente, a un nuevo pozo, pleno y
solitario, frente a la Olympia.
Esta vez Patricia no descenderá las escaleras, desde el invernadero escucharé
su voz en el momento de llamar a Henrique. A Henrique le habré quitado la
raqueta y la pelota de pingpong y lo habré hecho ser perspicaz con su hambre
y la del resto del grupo, (que, como ya se sabe, no habrá comido desde ayer)
de modo que habrá tenido que viajar dos o tres kilómetros de regreso por la
carretera hasta el abasto, entonces lo veremos descender del Mercedes 200,
nítido contra el paisaje con sus pantalones blancos en juego con sus zapatos
ajustados sin medias, y su chemise lacoste azul, saltando descalzo desde el
interior del vehículo, cruzará el cuadriculado de grama y piedra que conduce
desde el estacionamiento hasta la casa, a través de una parte del jardín, excitará
el apetito de Adriana y Elizabeth cuyas cabezas apenas sobresaldrán del nivel
de la piscina, dentro del agua, enseñándoles las bolsas con enlatados y panes
y carne para parrilla y sazón completa y cerveza pilsen, desde aquí, desde la
entrada posterior, frente al invernadero desde donde observo. Será en ese mo-
mento cuando escuche el llamado de Patricia desde arriba, desde la terraza,
de manera que para poder hablar con ella tendrá que caminar unos cuantos
pasos hacia atrás, casi hasta el carro de nuevo, hasta el sitio donde precisamen-
te habrán quedado los zapatos blancos reposando sobre la grama, arrojados
allí con descuido, para poder superar el inconveniente que creará la amplitud
220 C arlos N oguera

enorme que medie entre la pared propiamente dicha y la culminación de


la terraza, si es que la dejamos de esa manera, inalterable en la imaginación
como la hemos concebido originalmente. Calculo que Patricia se inclinará
entonces sobre el antepecho, exponiendo su cuerpo totalmente desnudo
hacia el jardín, un diminuto soplador de pompas de jabón trabajará enton-
ces, incesante, en cada vértebra de la columna de Henrique en el momento
en que el viento despeje el enredijo rubio de la cabellera de Patricia, y sus
manos traten de domar las hebras, sosteniendo contra la cabeza el som-
brero de amplias alas, y el viento y la mirada vuelvan a taladrar, mediato e
inmediato, los senos al aire, hasta que Patricia se deje llevar por una natural
oleada de seducción, de excitación a distancia, hasta que los pezones se en-
durezcan y las caderas se disuelvan.
No.
Dejo la mesa de trabajo, a través del balcón que mira hacia el parque, verifi-
co las gruesas gotas que caen sobre los maceteros, despliego las cortinas, cierro
las hojas de vidrio: la noche y la presencia de la lluvia han reducido la realidad
hasta dotarme apenas de este pequeño espacio, iluminado en intermitencias
por los fogonazos de los relámpagos. En la cocina, las manos de mi mujer
practican una antigua y cotidiana alquimia sobre los alimentos: será una no-
che blanca, de picó portátil sobre la alfombra, suéteres y vino tinto, se lo digo
y su sonrisa viaja los cuatro metros que nos separan hasta cobijarme, cálida.
Todos los ruidos del exterior se han extinguido y sólo el murmullo apagado
de la lluvia danza en torno, monocorde y largo. La débil lámpara de la sala
ilumina a medias antiguas notas extraviadas: frases, poemas diseñados sobre
servilletas de café, citas, diálogos posibles, secuencias de acciones, esbozos de
personajes, destinos simultáneos ahora tal vez irrelevantes. El tacto helado de
la cerveza sobre mi garganta disipa la áspera textura dejada por los cigarrillos;
agoto el contenido del vaso en tres enviones y me aprovisiono para arrancar.
Desciendo el vaso: la trayectoria de mi mano es una tramoya lenta que me
revela gota a gota otro universo probable.
H istorias de 
 la C alle L incoln 221

Patricia no habrá salido de la habitación a saludar a Henrique desde la terra-


za, desnuda, no. Al descender del Mercedes 200 se sentirá cansada, decidirá
que tal vez una ducha fría la reanime. Henrique regresará al carro para inver-
tir la ruta hasta el abasto y traer las provisiones, pero, entre una y otra señal
temporal, Patricia lo despedirá, bajando la cabeza hasta casi chocar la barbilla
contra el pecho, pasando la mirada por encima de los cristales lila que bailarán
a uno y otro lado en equilibrio sobre la punta de la nariz, dibujando un chaíto
con la mano, la palma hacia adelante en movimiento de rotación como si
limpiara un vidrio empañado, las sandalias enganchadas en la punta de los
dedos, los pantalones ajustados, recordándonos qué clase de magma bulle
debajo, tierno y burbujeante, delineado por la tela. Para el momento en que
Henrique regrese, todo el resto del grupo estará disperso; calculo que Ernesto
y Mónica recibirán la lluvia en la playa; Graciela y Guaica estarán utilizando
el dormitorio del fondo, el que precisamente corresponde a Graciela cuando
papi y mami y la nena vienen a la casa uno que otro fin de semana; Adriana y
Elizabeth, ya sabemos: estarán en la piscina; Henrique abandonará el vehícu-
lo apresurado, a medias cubierta la cabeza por un periódico viejo, se refugiará
de paso en el invernadero, sacudiéndose el agua, escurriéndose, secándose
parcialmente con alguna toalla, puede ser roja, por ejemplo, y amplia como
las que se utilizan para tenderse en la playa, que Mónica habrá olvidado en
su presurosa ruta hacia Ernesto, media hora antes. A Patricia, entre tanto, la
mantendremos reposando en el dormitorio principal, nuevamente desnuda,
adormilada en el centro del lecho, su cuerpo a todo lo largo de la sábana, el
sonido de la lluvia creciendo, penetrando al interior del recinto, prolongan-
do de alguna manera en contrapunto el otro sonido, ronco, de las olas que
revientan contra las rocas, 100 metros más acá, para entonces relegado a un
segundo plano, como fondo armónico y dilatado, los brazos cerrando un
arco, reposando sobre su cabeza; la cabellera extendida toda hacia arriba; el
rostro levemente virado, sereno a despecho de la respiración, rítmica y acom-
pasada a causa de la prolongada vigilia; un paisaje de piel bronceada, apenas
222 C arlos N oguera

interrumpido por el rosado tono de los pezones, por la sombra leve que la
luz que penetrará a través de la terraza demarcará sobre el torso, sombra que
resbalará y se perderá silenciosa en las axilas, oquedades que centrarán el fiel
de la balanza, porque más abajo, a la altura de las caderas, otra breve oscuri-
dad nos detendrá en el pubis, en los tersos valles a uno y otro lado de un eje
central, imaginario.
Henrique salvará de un salto la distancia que separa el invernadero de la
puerta y nadie responderá a su llamado desde el pie de la escalera. Subirá y se
excusará, haciendo chistes, con Guaica y Graciela, en el dormitorio del fondo.
Intentará luego con la otra puerta, y la corriente de aire, rápida y húmeda,
que correrá desde la terraza hacia el pasillo interno, atravesando la habitación,
bastará para despertar a Patricia de su sueño, cuyo cuerpo virará entonces en
dirección al viento, cara a Henrique, dentro del cual una súbita incandescen-
cia arderá, entonces, y por segundos la duración escapará, y el espacio todo se
poblará de esa emanación violenta que será la piel de Patricia, eterna todavía
para Henrique a pesar del conocimiento pretérito, nunca agotado.
Los dos cuerpos, entonces, volverán a enlazarse, a fusionarse una vez más
prolongando la historia y el lenguaje del sexo. No habrá, sin embargo, ocasión
para largos aperitivos, para seducciones marginales; la penetración será agresi-
va, creciente, y en ese clímax instantáneo no encontraré alternativa de vacila-
ción por mi parte, mientras ambos cuerpos se penetren, silbando el viento, las
cortinas flotando en el recinto, serán ellos los que me piensen a mí, los que me
suspendan e imaginen. Vivientes, ellos encarnarán la realidad y yo el sueño; el
vínculo se invertirá y cada gimoteo, cada grito, cada mordisco, me disolverán
poro a poro hasta hacerme desaparecer, volátil e invisible fuera de la novela,
después de este punto hacia la nada.
H istorias de 
 la C alle L incoln 223

MATERIALES DIVERSOS SOBRE PAPEL


(O: incovenientes de una rodilla lesionada)

Hacia rato que el sol te venía dando sobre la cara, y tú pensaste, Ernesto, tal
vez por distraer el escozor que por momentos te penetraba los ojos, lo que una
vez te había contado El Gato sobre los procedimientos de tortura y el restre-
gamiento de los cigarros prendidos sobre la piel, lo pensaste, Ernesto, como
sólo un tipo que nunca ha estado preso puede hacerlo, de modo que era sólo
a base de cabriolas con la imaginación y el recuento de otros relatos como
ahora podías reelaborar esa sensación desconocida para ti, tan común a los
que caían en aquella época, de prehistoria todavía para los cuerpos represivos
oficiales aún no refinados en el arte de joder sin dejar huellas, antes, claro, de
que los informes de las comisiones especiales del congreso los alertaran sobre
la conveniencia que estas pequeñas sutilezas entrañaban para la salud y la
buena marcha de los organismos de inteligencia, no, Ernesto, tu memoria no
contaba con un reporte directo de estas sensaciones, apenas disponías del sol,
ardiente, empezando en el zenit, para establecer ese símil impreciso, borroso
a causa del estado de tu pierna.
Te tranquiliza sentir el brazo fuerte de El Gato, como un lazo alrededor
del torso, aunque no sepas con precisión dónde estás ni cuánto tiempo
llevas rodando, arrastrando a medias tu cuerpo, tu cabeza pendulando y
sintiendo por momentos que desfalleces pero te calma a medias el dolor de
la pierna, donde me dieron fue abajo, no en la nuca, dices, decías: donde
224 C arlos N oguera

me dieron fue abajo no en la nuca, si la cabeza se me va para atrás es que


me estoy muriendo, y volvías a ver, dando vueltas dentro de ti ese sol rojizo,
como un enorme globo de piñata que se te hubiera escapado, es que me es-
toy muriendo, y cuando cogías apenas un respirito volvías a tocarte la pier-
na y ya no sabías si el sudor era de verdad sudor o era sangre y para qué ibas
a preguntárselo a El Gato, lo que importaba no era que El Gato lo supiera, y
te prometiste preguntarle al médico cuando lo vieras, porque seguramente
se había ido con el grupo que estaba barranco arriba, pero eso iba a ser un
día después, Ernesto, no ahorita, no en este día anterior que ni tiempo te
ha dejado para darte cuenta si es vivo que sigues estando y entonces echarle
bolas y morderte los dientes, o si ya ni eso vale la pena, para dejar de pujar
de una vez por todas y dejarte ir por la quebradita, corriente abajo, dejarte
ir por el aire, como caminando dentro de una nube, volando, hasta que se
te apague el último candilito.
—Tuviste una suerte del carajo —te dijo El Gato, mientras te pasaba un
paño remojado por la frente—, pero se te olvidó recoger la pierna, mi loco
—y lo viste sonreír mientras te llegaba el sonido de todos los ríos de la tierra.
Estaban reclinados en una vertiente húmeda, en el fondo de un farallón
estrecho, entre dos cerros, al lado de un hilo de agua.
—¿Y qué tal? —balbuceaste como si tuvieras dos años, haciendo una mue-
ca imprecisa hacia la pierna, con las bichas aquí y enrollando un ocho imagi-
nario con los dedos para que El Gato te contestara chévere y todos tus huesos
volvieran a su sitio.
—Chévere —te contestó El Gato—. Un rajuñito; te ha sangrado bastante
pero ya le acomodé unas hojas, estás arreglado.
—¿Y los demás? —te enderezaste, un poco asustado.
—Tranquilo, quedamos de encontrarnos en Lomo Gordo, acuérdate, ya
deben de estar allá —sacó la cantimplora y te ofreció. Hacía mil años que no
probabas ni gota, quiero decir, pensaste.
H istorias de 
 la C alle L incoln 225

—¿Y a nosotros, nos falta mucho? —preguntaste, calculando que el terreno


era demasiado escabroso y la pierna la tenías hinchada como una patilla.
—De hoy hay que olvidarse —dijo El Gato mientras trataba de convertir
en reloj la sombra del sol que avanzaba en la punta del cerro, arriba—, maña-
na será otro día — y llenó la cantimplora sin tener que limpiar la corriente.
Había dejado el morral a un lado y ahora te levantaba la pierna, acomodán-
dola sobre una de las ramas bajas. Sentiste un dolor agudo y penetrante que
te subía desde la rodilla.
—Con cuidado —dijiste, y pensaste que lucirías más solemne y valiente si
en lugar de cono decías simplemente cuidado.
—Te va a doler, loco, aprieta ese rabo —dijo El Gato para darte ánimo, es-
tableciendo un parentesco irracional ente la rodilla y el ano, y tú te tuviste que
reír a pesar del dolor, pensando en Freud y el análisis de los chistes populares y
todos los títulos de psicoanálisis que un marxista arrecho no debía consultar.
A lo mejor si aprieto el rabo la rodilla se me encoge de verdad.
El Gato tomó la pierna haciendo palanca debajo del peroné y el fémur y
forzó la resistencia tirándola fuertemente hacia arriba, hasta dejarla descansar
sobre el saliente.
—Así está mejor, loco. La sangre te baja menos. ¿Te dolió?
—Es un punzazo trinca, manito —contestaste, pujando casi, apretando un
poco el ano, a ver quién quitaba. Dejaste descansar libremente la cabeza hacia
atrás, sobre una protuberancia musgosa que destacaba de la vertiente. El paño
húmedo sobre la cara te había aliviado pero tal vez tenga fiebre, pensaste, y
reabriste los ojos y te tocaste la frente viendo, por debajo del meñique, un
pequeño nido de gonzalitos, en lo alto. El Gato se dio cuenta y
—Es lo más que podemos hacer por ahorita. Ya veremos lo que te dice el
doctor—dijo sin quitarle el título al médico, porque el médico era nuevo y
porque de cualquier modo así era El Gato— si es que pudo echarle piernas
a tiempo.
226 C arlos N oguera

—¿Te acuerdas por dónde cogieron?


Los que se tienen que acordar del camino son ellos, no yo. Nosotros hici-
mos lo nuestro hasta que pudimos.
—No te habrán dado, ¿no?
—A mí no me pegan ni con cola —respiró El Gato, orgulloso, recostando
sus 1,80 en la ladera mientras sumergía los pies en la quebradita—. Tenemos
tiempo —se explicó, antes de que le recordaras el manual y el problema de
quitarse las botas y la movilidad efectiva—, y además se me hace que ya los
perdimos —viendo hacia el otro cerro, ladera abajo, donde ya no quedaba
otra cosa que los ruidos y los colores del sol sumergiéndose.
—¿Y si no? —preguntaste a ver qué pasaba.
—¿Y si no qué?
—Digo si no los perdimos.
—Mira loco, si no nos levantaron allá abajo en lo plano, con todas esas
fucas y ese poder de fuego, cómo nos van a malograr ahora —te convenció
El Gato, tal vez más persuasivo por la mezcla del calé y los términos técnicos
que por la solidez logística.
Agarraste de nuevo el paño mojado pero esta vez lo abriste por completo
para cobijarte la cabeza entera, como una monja, a ver si te llegaba un fres-
quito.
—¿Y eso? —se río El Gato.
Te miraste en la superficie pulida de la lata de sardinas que El Gato había
tirado momentos antes.
—Es bueno contar con el auxilio religioso para los últimos instantes, her-
mano mío —dijiste un poco por fregar, un poco porque a lo mejor en el
fondo seguías pensándolo, de manera que dejaste de sonreír.
—¿No le metes? —te dijo El Gato, pasándote una sardina y una laja de pan
duro que te recordaba a las panelas de San Joaquín.
H istorias de 
 la C alle L incoln 227

—Es mejor morir con el estómago vacío —bromeaste, pensando que lo


que sí debía ser mejor era morir mamando gallo, sin darse mucha cuenta.
—No hables pendejadas, va a venir una brisita y te va a dejar con la
boca envarada —dijo El Gato, para aleccionarte—. Métele ahorita que
después quién sabe.
—¿Nos falta mucho? —Y te avergonzaste de constatar que era la ter-
cera vez que lo preguntabas, va a pensar que la herida me dio culillo, por
mucho que me conozca va pensar que me encalillé. Por toda respuesta
El Gato se limitó a subir las cejas y a ejecutar un gesto infinito con la
mano izquierda, mientras con la derecha se sostenía una punta de la
galleta que amenazaba con salírsele de la boca.
—¿Qué tal estuve? —preguntaste, para constatar qué pensaba real-
mente de lo del culillo, es decir, de la emboscada.
—Me corto una si no le dimos a varios. Cuando la camioneta se fue
contra el puentecito vi a uno que se encorvaba. El grupo que estaba detrás
del tronco ha debido darle al chofer, me corto una —reseñó El Gato.
—O fue que el tipo trató de sacarle el cuerpo porque el tronco estaba
en todo el medio, me consta —dijiste.
—Pero me fijé que la puerta no se abría, te lo digo porque mi blanco
era de ese lado, un poquito para atrás, el que iba de primero en la car-
ga. La movida hubiera quedado más a todo dar si no hubiera salido la
Madsen del chiquitico, el que se metió detrás de la piedra.
El funcionario equipado con una subametralladora del modelo des-
crito la puede transportar con un máximo de comodidad, movilidad
y eficiencia, colgándose el arma a la espalda, con la boca del cañón
orientada hacia abajo, por supuesto, esta disposición está especialmente
indicada para la marcha y se logra, claro está, colocando la correa de
transporte sobre el hombro izquierdo, a través del pecho y por debajo
del hombro derecho.
228 C arlos N oguera

En otras circunstancias (por ejemplo, al hacerse la revista de inspección) se


considera conveniente portar el arma francamente sobre el pecho, salta a la
vista que esto facilita la labor de revisión, sin mencionar los beneficios que
redunda a la estética y a la psicología de la brigada.
Habiéndosele ordenado esto, y estando el arma en su posición original, la
de marcha, el funcionario empuñará con la mano derecha la boca del arma,
para desplazarla de la espalda al pecho (huelga advertir que el funcionario
alerta vigilará que el dispositivo de seguridad que inhibe el mecanismo de
disparo esté en su sitio, no sería el primer caso que se ve de un disparo que se
escapa por falta de previsión, segando así la vida de uno de nuestros valiosos
efectivos), esto se logra haciendo deslizar la correa de transporte por encima
del hombro izquierdo, hasta que la boca quede definitivamente apuntando
hacia la izquierda y, por supuesto y lo que es más importante, hacia arriba.
—Con ese fue que me embragueté, tú sabes, vainas que tiene uno, y como
el que me tocaba de verdad verdad se me había salido de la línea de tiro, zas,
éste es el mío, fue que pensé, y me lo figuré a él viéndome a mí también y
diciendo lo mismo, para cogerle más arrechera, mi loco, como si fuera una
vaina personal.

El funcionario se habrá dado cuenta ya de la calidad del arma que tiene en


la mano. Es, sin lugar a dudas, uno de nuestros modelos más versátiles y las
posiciones de disparo que permite son de las más diversas: de rodillas, senta-
do, desde la cadera, de pie, tendido, desde cualquier parte este maravilloso
artefacto puede ser mortal, y ya se sabe que poco importa la posición si esos
son los resultados finales. En todo momento debe recordarse, sin embargo,
lo que tantas veces el oficial mismo les ha recordado; se debe tener siempre la
mano izquierda empuñando el alojamiento del cargador, con el pulgar apre-
tando la palanca de seguridad, con la mano derecha en la empuñadura y la
presión lista para abrir fuego.
H istorias de 
 la C alle L incoln 229

Si el funcionario se apresta a disparar desde la posición de rodillas, debe


insertar su mano derecha desde arriba entre su cuerpo y la parte posterior de
la correa de transporte, levantando la subametralladora a la posición en que
deberá estar apuntando y cuidando mucho de no enredarse con los salientes
de la correa como le ocurrió a la mayoría durante el último entrenamiento; de
nada les valdrá esta vez quejarse ante el jefe: ya se sabe que no somos militares,
pero ellos son nuestros aliados en esta cruzada heroica y lo menos que po-
demos hacer es demostrarles que estamos dispuestos a combatir al enemigo
común, con la misma eficiencia, con el mismo celo patriótico que ellos han
puesto en su empeño.
Les recuerdo, al darse el mando de Blanco, ¡Fuego!:
1) Percatarse de que el seguro esté en F, y la flechita en TA o TS, según lo que
se les diga.
2) Apuntar.
3) Apretar el gatillo el tiempo suficiente para disparar las ráfagas ordenadas.
4) Ajustar la puntería, otra vez, y
5) Volver a apretar el gatillo hasta terminar el cargador, es todo.

—Claro que no es lo mismo un tiro más seguro, pero lento, que una ráfaga
por más que sea dispersa, de modo que cuando vi que no le daba, porque no
me dejaba ni para el resuello, zas, este Gato se pinta, y tú sabes... una retirada
a tiempo; fue cuando te hice la señita, mano, calculamos bien, pero el gran
carajo estaba como loco, ráfaga para todos lados, el salado fuiste tú.
¿En el tiro automático? Muy bien, compañero, puede bajar la mano,
aquí está el oficial que bondadosamente nos ha cedido su tiempo, para
explicamos todas nuestras dudas. En el tiro automático, estando el indi-
cador de tiro en TA, tanto el fiador como el interruptor en posiciones in-
clinadas, serán desbordados por la culata móvil que retrocede tornándose
230 C arlos N oguera

hacia el dispositivo recuperador comprimiéndolo. Este retoma la culata


móvil hacia su posición delantera, repitiéndose así todo el ciclo, una y
otra vez mientras continúe presionándose el disparador y la palanca de
seguridad. Gracias, oficial, hasta luego. Y esto va con ustedes: no quiero
más manos levantadas ni más pregunticas. El que no haya entendido la
explicación que vuelva a hojear el cuademito o que se las arregle como
pueda. Qué carajo, para liquidar a un vendepatria no se necesitan pala-
britas sino de esto.
—A alguno de los que estábamos tenían que darnos, lo que te sale ahora es
tranquilidad, porque al que le dan una vez y no tiempla, cuesta una y parte de
la otra para que le vuelvan a dar.
—Okey, loquito, ¿pero qué tal me porté? —Preguntaste porque ya te ha-
bías olvidado de la respuesta que El Gato te había dado, nuevamente, y nue-
vamente volvía a preocuparte la cuestión del miedo o mejor, de lo que el
miedo pudiera implicar para él.
—¡Medio chuzo! ¿La bala como que te afectó la sesera? Ya te dije que ma-
chete.
—Está bien, no te me agites que te fermentas. Lo que quería era saber qué
había pasado, porque clarito me acuerdo que tú me gritaste ya cuando está-
bamos comenzando a arrancar.
—Lo que te grité fue que te apuraras. El único que nos tenía visteados a
nosotros era el chiquitico, de los que quedaron la mayoría se encargó del
otro grupo y la otra parte lo que estaba era loqueando de un lado para otro
sin saber para dónde coger. Cuando vi que el chiquitico aflojó la presión y se
aguantó, zas, pensé que iba a cambiar de chorizo, fue ahí que te grité que nos
pintáramos, era la oportunidad de arrancar, pero tú te quedaste un poco en
el aparato y cuando saliste ya debía haber cargado otra vez porque enseguida
empezó la bicha a escupir.
—Ahí fue que me dieron.
H istorias de 
 la C alle L incoln 231

—Correcto. Ahí fue que te dieron, cuando dejaste la pierna afuera. Yo


que volteo en ese momento y que te veo a ti pelando el cable, enrollado,
comiendo tierra.
—De eso casi ya no me acuerdo, creo que traté de pararme y me fui de
cabeza.
—Para mí que te ibas a arrastrar, te molestó más la pierna y zas, no aguan-
taste, como unos tres metros más acá te desmayaste. Lo importante, mano
querido, es que traías la fuca.
Te cayó bien que El Gato reconociera ese gesto, por aquello de que uno
nunca sabe. Tragaste saliva o, mejor dicho, la saliva impidió que te tragaras
la lengua, de pura seca y amarga que tenías la boca. Ahora estabas más
tranquilo y te aliviaba que tu honor hubiera quedado a salvo a pesar del
plomazo y del desmayo.
Tu cabeza recostada contra el saliente musgoso te provee un buen puesto
de observación, te orientas imaginariamente y por segundos sientes como
un cristal roto que cae en tu cabeza cuando recuerdas que necesariamente
tendrán que subir; calculas que tus setenta y cinco kilos deben parecerle
doscientos a El Gato tomando en cuenta lo empinado de la cuesta y el
hecho concreto de que el viajecito no es que comience ahora sino que prosi-
gue. Ya hoy debe haber tenido bastante conmigo, piensas, y piensas que de
vainita estás pensándolo, una mayor densidad en la maldita ráfaga y ahorita
no serías cojo sino difunto, es más, aunque no te hubieran liquidado en ese
momento con la resbalada y la desmayada que te echaste hubiera bastado
para pelar el cable, como se dice, porque recuerda que ya era retirada gene-
ral y con que tú te quedaras tendido, allí como estabas a la orillita del cami-
no y medio encunetado y sin saber de ti y con aquella herida sangre y sangre
por aquella herida, nadie hubiera dado, te lo juro por ésta, nadie hubiera
dado un medio de mierda por tu vida, Ernesto, nadie. Sientes como una
vocecita que te dice por dentro, nadie. Pero cuando temblaste de verdad
verdad, fue cuando tomaste conciencia bien pero bien adentro lo que se
232 C arlos N oguera

llama tomar conciencia de una cosa, de que por un azaroso y circunstancial


gesto extraviado en algún lugar de la historia y del tiempo, en una insigni-
ficante montaña escondida en algún lugar del mundo, por un cotidiano y
aleatorio movimiento humano tú todavía permanecías allí con tu concien-
cia lúcida todavía respirando todavía sobre toda la tierra que seguía siendo
como durante toda la eternidad había sido verde con un verde vaporoso de
manzana un increíble bello lugar rincón del paraíso jardín de los miles de
aromas espacio del millón de colores increíbles genuinos y definitivamen-
te puros territorio donde cantan simultáneamente todas las aves todos los
chirulíes y todos los picoeplata y todos los cristofué del mundo al unísono
región donde todo tacto se excita llámese humedad llámese temblor llámese
suavidad esa región conocida por todos los oídos con el nombre de tierra
y en el cual tú vuelves a tomar conciencia de ti mismo y a permanecer
palpitante y a continuar viviente gracias a ese gesto que a pesar de todas las
complicaciones con que quieras adornarlo procede en definitiva de un ser
humano de nombre Juan Manuel Sánchez él, vecino de este país él, cédula
de identidad 3040799 él, mejor conocido por los que dicen conocerlo de
vista y trato con el vulgar apodo de Gato.
—Por eso es que la gente se vuelve loca —dijiste en voz alta, como si siguie-
ras siendo el ser anónimo en el lugar anónimo que habías imaginado.
—¿Que qué? —cacofoneó El Gato, encarnándose en el segundo ser que
empezaba a poblar el mundo.
La voz era grave, con ese matiz que cualquiera que conociera a El Gato no
hubiera dudado en catalogar de inevitable, quiero decir, de inevitable que
fuera él precisamente quien la tuviera, pero tú estabas tan ido que más que la
voz de El Gato lo que escuchaste fue el recuerdo de la voz de El Gato.
—¿Que qué, qué? —replicaste magistralmente (agrego este adverbio, ale-
voso, irónico, no sin pedirte excusas porque comprenderás, Ernesto, que no
es lo mismo tener la experiencia directa de una desyoización, al anochecer,
herido tú en medio de una montaña; que simplemente ensamblar ante una
H istorias de 
 la C alle L incoln 233

taza de café, cómodamente sentado yo, la reseña de una desyoización, seis


años después, ante la máquina).
—Que qué dijiste —dijo El Gato, tal vez cansado de los qué.
—Bolserías. —Abriste los ojos pesadamente, como si tuvieras los párpados
cosidos, porque a pesar de todo tuviste de pronto lo que se dice un pálpito y
te pegaron unas ganas irreprimibles de constatar si de verdad estabas en aquel
estrecho farallón, si de verdad atardecía, si de verdad estabas vivo y el que te
respondía era El Gato, corpóreo y único, y no simplemente un sueño.
Para tu alivio, nuevamente los ojos volvieron a comunicarte con la reali-
dad y allí estaba El Gato, y el sol que declinaba y el arroyo escurridizo y el
tupido monte y las sombras y los animales sin nombre y las piedras, estaban
el mundo y la vida, más allá de toda duda razonable. Miraste cómo El Gato
apuntaba su fusil hacia lo alto y sin querer te estremeciste esperando el disparo
que no llegó.
—¿Una iguana?
—No he visto ni una por aquí. Hacía pulso.
—Para qué coño haces pulso: ni se ve ni puedes disparar; para qué coño.
—Tú no eres ninguna plumita ni ningún bailarín de balet, loco, tengo el
brazo encalambrado de tanto meterte el hombro. Cómo va eso —dijo El
Gato, señalándote la pierna con un movimiento de la cabeza.
Te observaste la rodilla como si no fuera tuya:
—Para mí que bien.
—Por un momento creí que te la habían vuelto mierda. Ese sangrero y esa
hinchazón, a éste se lo sonaron, palabrita que fue lo que pensé.
—Si me la volvieron mierda es que la mierda es un anestésico de pinga,
porque ya ni me la siento, palabrita.
—De todos modos te sale un reposo para largo, y hay que ver lo que te
manda Rodríguez, a lo mejor tienes que bajar.
234 C arlos N oguera

—Deja el vacile que no es para tanto, yo no bajo ni de vaina.


—Ojalá que no. Pero todavía tenemos que darle la vuelta al cerro, me huele
que con el agite te va a quedar como barriga de perro envenenado.
Por un momento calculaste la trayectoria aunque sabías que era una tenta-
ción fallida, el error sería tal vez de kilómetros y de cualquier manera la simple
operación imaginaria te descomponía ya no la rodilla sino hasta el último rin-
cón del espíritu mismo, así que dijiste qué carajo, para adentro, y te relajaste.
—Palabra que me arrecha.
—¿Qué?
—Qué va a ser: tener que joderte con esta pierna, si no fuera por mí ya
hubieras hecho contacto, ahora quién sabe.
—No digas pendejadas, te sonaron y a mí no, yo estoy contigo por lo tanto
tengo que ayudarte, ¿no?, somos dos y punto.
—Pero si no me hubieran dado.
—Pero te dieron, ¿estamos?
—¡Coño! Ya sé, claro que me dieron, pero si por lo menos pudiera echarle
bolas solo o fuéramos tres.
—¡Vuelta a lo mismo! Es una pendejada que estés pensando en lo que pu-
diera haber pasado o en por qué pasó lo que pasó. Lo que pasó, pasó y ya está.
Hay una vaina que llaman solidaridad.
Definitivamente El Gato era un tipazo, te sonreiste con cariño pensando
en las veces que lo habías corregido, solidaridad en vez de soliradidad, página
treinta y cuatro de la edición en multígrafo del manualito, qué carajo podría
importar ahora.
Qué carajo podía importarme entonces, que lo dijera como le saliera, lo
que contaba para mí, aunque resulta cursi decirlo, pero es que no hay otra
forma, era aquella traducción viviente de lo que en otras circunstancias hu-
biera resultado un vocablo inerte. Recuerdo que me conmovió la amistad, la
H istorias de 
 la C alle L incoln 235

seguridad, algo parecido a una corriente tibia que aquella tarde de junio del
65 me comunicaba invariablemente con aquel tipo espontáneo que por los
azares y por la historia se encarnaba en mi salvador; es lo que se llama un tipa-
zo, pensé, y se me ocurrió que no podía haber otro sentimiento más parecido
a la camaradería, por su parte, y al agradecimiento, por la mía.
—Gracias, loquito —le dije.
El Gato ejecutó entonces un gesto de fastidio, el símbolo más frecuente de
su lenguaje.
—Gracias hacen los monos, panadería, ya me tocará a mí, no te preocupes
—dijo un poco sonriente, un poco orgulloso, con un rostro muy distinto
al que pondría años después, en la fiestecita de Arle, cuando todavía con tu
pierna adolorida, en esa recaída que te habría obligado a bajar, le recordarías
el viejo incidente, y él, esos eran otros tiempos, hermano, te diría y te tomaría
del hombro y te obligaría a cambiar de sitio y pediría otro trago para cambiar
el tema y tú sabrías o intuirías que ya de eso no se le puede hablar y casi que
escondería la mirada y haría un comentario cualquiera sobre Graciela o Patri-
cia o Mónica, quién sabe, esa jevita está durísima o algo así, y te preguntaría
por qué no se la presentas, sin mucha convicción, más bien con unas ganas
horribles de irse de allí, y la conversación se transformaría inevitablemente en
un diálogo frívolo, y estoy encuerado, ¿sabes?, tal vez te diría, y te verías en-
tonces obligado a pedirle razón de la mujer y él, El Gato, te contaría, casi con
nostalgia te contaría prolijamente de sus hijos, un tanto nervioso, la pequeña
historia de una vida enrevesada, deteriorada a fuerza de errores y de oscuras
jugarretas del destino, yo ya no doy para otra cosa, y de nuevo inevitablemen-
te tendrían que despedirse, con tristeza, más bien lamentando un encuentro
que no debió haber ocurrido, le estrecharías la mano sin juzgarlo, qué carajo,
pensarías como siempre, y cuando le dijeras que de cualquier manera nunca
olvidarías que le debías la vida, él El Gato, tal vez por los tragos que tendría,
que tendrá encima, volverá, a sonreír con esta misma mueca de ahora, en la
montaña, y tú lo verás por última vez desde la puerta del apartamento de
236 C arlos N oguera

Arle, mientras el prenotado del ascensor se apague, hasta la vista hermano, sin
sospechar nada, mientras el ruido que provenga del interior apenas te permita
escuchar una final palabra de despedida y tú le preguntes a Arle, qué coño
hacía El Gato en la fiesta, y Arle: vino a traerme los puchos que me debía, está
en el negocio, mano, qué es lo tuyo; pensarás por un momento las vainas que
tiene la vida, mejor: lo dirás en voz alta, y la solidaridad de recuerdo pasará a
nostalgia y de nostalgia pasará a olvido, como cualquier otra vulgar emoción
humana. Pero mucho antes de la fiesta, mucho antes del olvido, éste de ahora
no es un sentimiento bastardo y éste de ahora es El Gato que tú siempre has
conocido aunque en el tiempo, en el futuro, su personalidad posterior te sor-
prenda como un estallido disímil, casi aislado: ahora es junio, es el año 65 y la
fiesta de Arle no es todavía un pretérito inamovible.
De manera que
—Okey —dices—, pero ya te veré mañana. Si la rodilla me sigue así te
puedes ganar la vida, después de la revolución, como levantador de pesas.
—Ya habrá tiempo para ganársela, ahorita lo que nos sale es salvar el pellejo.
Hay dos vainas: descansar y poner la mente en blanco, mañana ya veremos.
Así que olvídate de la rodilla y déjale esa vaina a Rodríguez, si no se lo sona-
ron, él sabrá lo que tienes que hacer.

Rodríguez rasga lo que te queda de pantalón, toma el portainstrumentos


y te ordena descansar hacia atrás, los músculos relajados. Contigo son tres
los heridos, ninguno de gravedad. Cuando despertaste a mediodía, sentiste
la pendulacion de la hamaca y por un momento creíste que te habías ma-
reado, más allá de la tiendita semidesplegada habías visto el cuerpo de El
Gato extendido a lo largo de aquella especie de encerado, recién adquirido
con el contacto de Los Pocitos, que había subido quince días atrás hasta
la mitad, tal vez hasta El Bejuco. Habías reconstruido de una manera bas-
tante torpe, aunque adecuada si consideramos tu estado, toda la caminata
H istorias de 
 la C alle L incoln 237

desde la hondonada donde habías descansado —¿el día anterior?—junto a


la quebrada, hasta este sitio que no alcanzaste a reconocer hasta bien entra-
da la tarde, es decir, hasta este momento en que la delgada y filosa silueta de
Rodríguez se inclina sobre tu pierna, y te tantea la rodilla y remueve nue-
vamente en ti este dolor que ya es un antiguo camarada, y más que una te-
rapia lo que intenta suministrarte es una cierta dosis de sosiego, apelando a
tus últimas reservas de confianza. Claro que no tiene que esforzarse mucho,
bastan ios rostros sucios y barbudos, basta el olor familiar del sudor de las
ropas de campaña, bastan las bromas y la reconstrucción de las anécdotas,
basta esta hamaca y esta camaradería para retornar la paz: por momentos
recuerdas que salvaste el arma y que salvaste el arma y que supiste retirarte
a tiempo, lo demás poco importa. Le gritas un coño a Rodríguez que te
aplica una inyección quién sabe para qué, y esperas el dolorcito en la bajada
para preguntar por los otros. Dos bajas: Joaquín se quedó en el puente mis-
mo, y Diógenes mientras lo transportaban, hamacándolo entre dos.
Rodríguez se mueve con facilidad mientras Dianora lo auxilia tratando de
hacerse valer, cualquier vaina para que no la bajen, piensas, y le sonríes: la
única mujer del grupo.
—Okey, ahora trata de moverla hacia atrás a ver hasta dónde te llega —te
dice Rodríguez.
Abanicas la pierna hacia atrás y hacia adelante y no entiendes lo que te dice
del menisco y de la rótula, así que
—¡Ya! —le gritas, con unas ganas tremendas de mentar madre en genérico,
—¿cómo la ves tú?
—Hay dos lesiones, una del disparo y otra traumática, debe haber sido una
caída, la del disparo es arriba y no te afecta la rodilla, la otra fue más abajo y
debe ser la que te molesta más —dictamina Rodríguez, mientras te sonríe y
continúa diciendo sí con la cabeza, como siempre, un gesto que siempre te
arrecho en él, sin que supieras muy bien por qué.
238 C arlos N oguera

—Lo que a mí me interesa es caminar.


—Tú ves, eso si que va a estar difícil. Yo soy partidario de que bajes, aquí no
te puedo hacer gran cosa.
—¿Entonces? —le dices, mientras te comienza a llegar el vaho tibio y agra-
dable de la fogata que prepara Dianora.
—Entonces nada, compadre, a Ud. le sale berlina de honor cuando arran-
quemos. Nada de caminatas ni de agites: palo atravesado, hamaca y dos bue-
nos hombros como los de El Gato y estamos hechos. Ya veremos cómo evo-
luciona la hinchazón— y se pasa la mano por el mechón lacio, el que venía
con fijador en la foto—. De todos modos tú puedes bajar sin problemas, no
tienes tanta publicidad como yo.
Rodríguez te dio una palmadita por el estómago y se acercó al fuego, tenía
razón: si algún día, por cualquier circunstancia, te veías obligado a bajar, ten-
drías pocos problemas. Ernesto el anónimo, el que nunca ha sido apresado;
lo que son las vainas, pensaste y te fuiste quedando dormido, escuchando el
ruido de las brasas cuando ardían, un diminuto punto de luz en la montaña.
Cuando despertaste, era El Gato el que manejaba la pala.
—Quiubo, loco —te dijo—, ¿todavía vivo?
—Todavía y para largo —respondiste, sonriéndole.
—Ya arrancamos, porsia: el radiecito tiene armado un alboroto con la em-
boscada. Les dimos duro.
La pala enterró las brasas apagadas y las latas de sardina. La vanguardia ya
había salido, te dijo Dianora, todo estaba listo para seguir. Te tocaste la pierna
o imaginaste que te tocabas la pierna, Justo y Gregorio te levantaron para
transportarte y desde el lecho móvil le sonreiste a El Gato, mientras las copas
de los árboles comenzaban a~ viajar lentamente hacia atrás, diluyéndose, bajo
la lluvia.
H istorias de 
 la C alle L incoln 239

LA DULCE LOCURA (XII)


(O: consagración de la primavera frente al mar)

De nuevo el viento soplando contra las ventanas, suspendiendo los cor-


tinajes hasta lanzarlos a volar como fantasmas en el centro de la sala,
Graciela y Patricia ahora desnudas recorriendo el ámbito, sus gestos de
danza creando una atmósfera irreal que insiste y se transforma a plazos
como un calidoscopio, Vivaldi resurgiendo desde el tocadiscos, obede-
ciendo el mandato de Mónica envuelta apenas en su diminuto traje,
sazonada de arena y sal su piel, los cuerpos que se desperezan contra
las paredes, sentados sobre el suelo, tú, Ernesto, desde la habitación del
fondo, reconstruyendo la playa, la cintura de Mónica, su sexo, el áspero
tacto del polvo en su cabellera, su sinuosa duración volviendo sobre ti,
cantando, los collares vibrando sobre los senos desnudos de Graciela y
Patricia, Guaica pasándole el cigarrillo de hierba a Henrique, Henrique
pasándolo a Patricia, Patricia tomándolo, aspirándolo, corriendo des-
calza y desnuda sobre el aire, flotando, pasándolo a Graciela, sonriendo,
arqueando los brazos, bailando alrededor de Guaica y volviendo, feliz,
aspirando y dejando caer su cuerpo sobre el piso, el collar de cuentas
deshaciéndose y miles de puntos luminosos arrastrándose sobre el gra-
nito pulido, Graciela pasando el cigarrillo a Adrianita, Adrianita a Eli-
zabeth, Vivaldi persistiendo, continuando la lluvia, la realidad afuera,
más acá del mar y sus sonidos, del silbido lánguido y armónico de las
240 C arlos N oguera

palmeras, tú, Ernesto, acercándote, recibiéndolo de Elizabeth, volvién-


dote, saltando sobre Graciela, entregándolo a Mónica, transportando tú
la nube que era Mónica entre tus brazos hacia la cuna en la habitación
del fondo, colocándola allí, besándola, meciéndola, Mónica chupán-
dose el pulgar y entrecerrando los ojos, volviendo al seno materno, a la
primera oscuridad oscuridad en busca de la nada, afuera el mar, la llu-
via, el viento, y las cortinas dentro, evaporándose sobre la sala, Vivaldi,
la tormenta y el viento soplando entre los brazos, el salitre, la neblinosa
penumbra en el jardín, los cuerpos desnudos de Patricia y Graciela dan-
zando por la habitación toda, diminutas gotas de lluvia deslizándose
sobre la piel, una humedad dulce cuyo olor se fusiona y retorna con el
del césped mojado, en el jardín, los dos cuerpos saltando a través de la
puerta, a través del corto espacio que media entre el umbral y el inver-
nadero, antiguas recolectoras de cosechas rescatando un collar de flores
diversas, decorando con ellas su piel, una flora polícroma enmarcando
ahora las cabelleras, esta vez los rostros de regreso, sonrientes y frené-
ticos, asomando de nuevo desde el invernadero, Patricia distribuyen-
do flores, deshojando las ramas, recubriendo con dos inmensos pétalos
desconocidos sus senos, Graciela arrodillándose en el centro, Guaica
aproximándose en una pantomima de baile, flotando casi, Henrique
tomando a Patricia; Adriana recostándose de Elizabeth, tú, Ernesto, ce-
lebrando a Mónica, sobre la cuna ella, adormilada y distante, adentro
otro paisaje, otra realidad, el recuerdo apenas lejano de que están vivos,
mirándose, tocándose, besándose de nuevo, acariciándose, todo olor y
todo color recreados reencontrándose bajo una nueva percepción, esta
realidad escurriéndose y deslizándose hasta el fondo de la pupila, hasta
el fondo mismo del oído y del tacto, dos, tres, cuatro cuerpos siendo
una sola realidad danzante, amante, sobre el granito pulido entre las
cuentas de los collares, ahora dispersas, resbalando por toda la sala, y
las flores, con este nuevo hábitat irreal, respirando sus propios perfumes
H istorias de 
 la C alle L incoln 241

y donándolos, compartiendo y multiplicando todo acto y no dejando,


por fin, otra realidad que la imaginada, otro espacio que esta penumbra
rodeada de viento y de lluvia, persistente, que satura cada cuerpo, cada
espíritu, cada sensación antigua o recobrada, hasta ensamblarla en una
sola respiración, en una flor única que compendia y celebra todo hálito,
toda esperanza, toda felicidad que flota y renace, pura, sobre el mar.
Colección Bicentenario Carabobo
Comisión Presidencial Bicentenaria de la Batalla y la Victoria de Carabobo
Preprensa e impresión
Fundación Imprenta de la Cultura
ISBN
978-980-440-018-6
Depósito Legal
DC2021001551
Caracas, Venezuela, octubre de 2021
La presente edición de
Historias de 
 l a Calle Lincoln
fue realizada durante el mes
de octubre de 2021,
año bicentenario
de la Batalla de Carabobo
y de la Independencia
de Venezuela
En Carabobo naCimos “Ayer se ha confirmado con una
espléndida victoria el nacimiento político de la República de
Colombia”. Con estas palabras Bolívar abre el parte de la Batalla
de Carabobo y le anuncia a los países de la época que se ha con-
sumado un hecho que replanteará para siempre lo que acertada-
mente él denominó “el equilibro del universo”. Lo que acaba de
nacer en esta tierra es mucho más que un nuevo Estado sobera-
no; es una gran nación orientada por el ideal de la “mayor suma
de felicidad posible”, de la “igualdad establecida y practicada” y
de “moral y luces” para todas y todos; la República sin esclavi-
zadas y esclavizados, sin castas ni reyes. Y es también el triunfo
de la unidad nacional: a Carabobo fuimos todas y todos hechos
pueblo y cohesionados en una sola fuerza insurgente. Fue, en
definitiva, la consumación del proyecto del Libertador, que se
consolida como líder supremo y deja atrás la república mantua-
na para abrirle paso a la construcción de una realidad distinta.
Por eso, cuando a 200 años de Carabobo celebramos a Bolívar
y nos celebramos como sus hijas e hijos, estamos afirmando una
venezolanidad que nos reúne en el espíritu de unidad nacional,
identidad cultural y la unión de Nuestra América.
Historias de la calle Lincoln Esta novela retrata el agitado y contradictorio mundo
de la juventud caraqueña de finales de los años 60 el arranque los 70, donde hacen
su vida muchachos y chicas clase media enganchados a la bohemia de Sabana Gran-
de, espacio cosmopolita animado por bares y cafés de intensa vida intelectual, pero
también de personajes marginales al borde del precipicio emocional o que vivan bajo
riesgo. Con ellos se cruzan otros, híbridos de la vida nocturna y la clandestinidad, que
apenas meses antes se jugaron la vida en las guerrillas que buscaban deponer el orden
establecido y que, en la vorágine de la juerga, el sexo, algún atraco y la universidad
parecen tratar de escapar de sí mismos.
Encuentros eróticos, pillerías, choques armados, sueños de fama van dando forma no
a juna sino a múltiples historias que se cuentan a través de monólogos, guiones publi-
citarios, películas imaginadas, viajes con drogas, discusiones políticas, diarios, cartas y
otros formatos que le dan a esta novela un carácter experimental que en su momento
la hizo sobresalir en la narrativa que buscó en la literatura una forma de dar el testi-
monio real de la experiencia de una generación que asumió la lucha armada como vía
de liberación. Una experiencia de la que el propio autor fue actor.

COLECCIÓN BICENTENARIO CARABOBO

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